Terry Pratchett
Mascarada
Titulo original: Maskerade
Primera edición: enero, 2006
© Terry y Lyn Pratchett
Publicado originalmente por Victor Gollancz Ltd., un sello de Orion
Publishin Group, Ltd. Londres
© 2006, Random House Mondadori, S.A. Travessera de Gràcia, 47-49.
08021 Barcelona
© 2006 Javier Calvo Perales, por la traducción
Colaborador editorial: Manu Viciano
ISBN: 84-01-33574-4
Depósito legal: B.49.279-2005
Fotocomposición: Lozano Faisano, S.L. (L'Hospitalet)
Impreso en Limpergraf
Mogoda, 29. Barberà del Vallès (Barcelona)
Encuadernado en Lorac Port
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*****
El viento aullaba. La tormenta crepitaba sobre las montañas. Los relámpagos hurgaban entre los peñascos como un anciano intentando sacarse una esquiva pepita de mora de la dentadura postiza.
Entre los arbustos susurrantes de tojo resplandecía un fuego; las ráfagas de viento empujaban las llamas de aquí para allá.
Una voz ultraterrena chilló:
—¿Cuándo volveremos a encontrarnos las... dos?
Retumbó un trueno.
Una voz bastante más ordinaria dijo:
—¿Por qué te ha dado por gritar eso? Has hecho que se me cayera la tostada al fuego.
Tata Ogg se sentó de nuevo.
—Perdona, Esme. Solamente lo hacía por... ya sabes... por los viejos tiempos... Pero es que no me sale natural.
—Ya la tenía bien tostadita, además.
—Lo siento.
—En cualquier caso, no tenías por qué gritar.
—Lo siento.
—Quiero decir que no soy sorda. Me lo podrías haber preguntado en tono normal. Y yo te habría dicho: «El miércoles que viene».
—Perdona, Esme.
—Ahora me cortas otra rebanada.
Tata Ogg asintió y volvió la cabeza.
—Magrat, córtale a Yaya otra... Oh. Se me ha ido la cabeza por un momento. Mejor que lo haga yo, ¿no?
—¡Ja! —dijo Yaya Ceravieja, mirando fijamente el fuego.
Durante un momento no se oyó nada más que el rugido del viento y el ruido de Tata Ogg cortando el pan, operación que llevó a cabo con tanta eficacia como un hombre que intentara partir un colchón con una sierra mecánica.
—Se me ocurrió que te animaría subir aquí —dijo al cabo de un momento.
—De veras.
—No era una pregunta.
—Sacarte de ti misma, esas cosas... —continuó Tata, mirando a su amiga con cautela.
—¿Hum? —dijo Yaya, sin dejar de mirar el fuego con aire taciturno.
Oh, cielos, pensó Tata. No tendría que haber dicho justamente eso.
Lo cierto era... bueno, lo cierto era que Tata Ogg estaba preocupada. Muy preocupada. No estaba segura en absoluto de que su amiga no estuviera... esto... volviéndose... bueno, como si dijéramos... por decirlo de alguna forma... esto... negra...
Sabía que era algo que les pasaba a las que eran muy poderosas. Y Yaya Ceravieja era poderosa a base de bien. Probablemente a estas alturas era una bruja más consumada incluso que la infausta Aliss la Negra, y todo el mundo sabía cómo había terminado esta. Empujada al horno de su propia cocina por un par de críos, y todo el mundo había dicho que era mejor así aunque luego se tardara una semana entera en limpiar el horno.
Pero Aliss, hasta aquel día terrible, había sembrado el pavor en las Montañas del Carnero. Había llegado a dominar tanto la magia que no le quedaba sitio en la cabeza para nada más.
Decían que las armas no la podían herir. Que las espadas rebotaban en su piel. Decían que se podía oír su risa desquiciada desde un kilómetro de distancia, y por supuesto, aunque la risa desquiciada formaba siempre parte del repertorio de una bruja bajo circunstancias necesarias, aquella era una risa desquiciada demente, o sea, de la peor clase. Y convertía a la gente en mazapán y tenía una casita hecha de ranas. Al final de todo la situación se había puesto muy desagradable. Pasaba siempre que una bruja se volvía mala.
A veces, por supuesto, no se volvían malas. Simplemente se marchaban... a alguna parte.
El intelecto de Yaya necesitaba cosas que hacer. No le sentaba bien estar aburrida. Lo que hacía en aquellos casos era irse a la cama y mandar su mente en Préstamo, al interior de la cabeza de alguna criatura del bosque, para escuchar con sus oídos y ver con sus ojos. Aquello podía no estar mal en términos generales pero es que a ella se le daba demasiado bien. Podía permanecer fuera mucho más tiempo que nadie de quien Tata Ogg hubiera oído hablar.
Un día, era casi seguro, ya no se molestaría en volver... y aquella era la peor época del año, cuando las ocas graznaban y cruzaban el cielo a toda velocidad por las noches, y con aquel aire otoñal vigorizante y atractivo. Había algo terriblemente tentador en todo aquello.
Tata Ogg creía saber cuál era la causa del problema.
Tosió.
—El otro día vi a Magrat —se aventuró a decir, mirando de reojo a Yaya.
No hubo reacción.
—Tiene buen aspecto. Le sienta bien reinear.
—¿Hum?
Tata gimió para sus adentros. Si Yaya ni siquiera se molestaba en hacer un comentario desagradable, entonces era que echaba muchísimo de menos a Magrat.
Tata Ogg no se lo había creído al principio pero Magrat Ajostiernos, por mucho que se comportara como una mocosa a mitad del tiempo, había tenido más razón que un santo sobre una cosa.
Las brujas tienen un número natural.
Y ellas habían perdido a una. Bueno, no exactamente perdido. Ahora Magrat era reina, y las reinas eran difíciles de traspapelar. Pero... aquello significaba que ahora eran solamente dos en lugar de tres.
Si había tres personas, siempre había una de ellas que iba de un lado a otro convenciendo a las demás para que se reconciliaran después de una pelea. Eso a Magrat se le daba bien. Sin Magrat, Tata Ogg y Yaya Ceravieja se ponían de los nervios mutuamente. Cuando estaba ella, las tres habían sido capaces de poner de los nervios a todo el resto del mundo sin excepción, lo cual resultaba mucho más divertido.
Y no había forma de recuperar a Magrat... por lo menos hablando con precisión, no había forma de recuperar a Magrat todavía.
Porque, aunque tres era un buen número para las brujas... no podían ser tres cualesquiera. Tenían que ser tres... del tipo correcto.
A Tata Ogg le vino vergüenza solamente de pensar en aquello, y era bastante poco usual porque generalmente a Tata le venía la vergüenza con tanta naturalidad como a un gato le viene el altruismo.
Como bruja, estaba claro que no creía en tonterías ocultistas de ninguna clase. Pero había un par de verdades allí por debajo del cauce del alma que una tenía que afrontar, y entre ellas se contaba aquel asunto de, bueno, de la doncella, la madre y la... otra.
Eso. Ya había puesto el tema en palabras.
Por supuesto, no era más que una vieja superstición y pertenecía a los viejos tiempos oscurantistas en que «doncella» o «madre» o... la otra... eran categorías que abarcaban a todas las mujeres por encima de los doce años más o menos, salvo tal vez durante nueve meses de sus vidas. En la actualidad, cualquier chica lo bastante lista como para contar y lo bastante sensata como para seguir el consejo de Tata podía librarse al menos de una de ellas durante bastante tiempo.
Aun así era una superstición antigua -más vieja que los libros y más vieja que la escritura—, y creencias como aquella eran grandes pesas sobre la lámina de goma de la experiencia humana, y solían atraer a la gente hacia su órbita. Y Magrat llevaba tres meses casada. Aquello debería significar que estaba fuera de la primera categoría. Por lo menos —Tata desvió el tren de sus pensamientos por una vía lateral— era probable que lo estuviera. Oh, seguro que sí. El joven Verence había mandado a buscar un manual de gran utilidad. Tenía lustraciones, con las partes numeradas. Tata lo sabía porque se había colado en el dormitorio real un día mientras estaba de visita y había pasado diez minutos bastante instructivos dibujándoles bigotes y gafas a algunas de las figuras. Seguramente ni siquiera Magrat y Verence podrían haber fallado en... No, ya tenían que haber encontrado la manera, aunque Tata se decía que Verence había estado preguntando a la gente dónde podía comprar un par de bigotes postizos. No podía faltar mucho para que Magrat fuera candidata a la segunda categoría, incluso si los dos eran lentos leyendo.
Por supuesto, Yaya Ceravieja se las daba mucho de independiente y de bastarse a sí misma. Pero lo que pasaba con estas cosas era que uno necesitaba tener a alguien cerca hacia quien ser orgullosamente independiente y bastarse a sí misma. La gente que no necesita a la gente necesita tener a gente cerca para que sepa que son de la clase de gente que no necesita a la gente.
Era como los ermitaños. No tenía sentido congelarse los cataplines en lo alto de una montaña mientras se entraba en comunión con el Infinito a menos que hubiera garantías de que un montón de jovencitas impresionables iban a venir de vez en cuando a decir «¡Caray!».
Necesitaban volver a ser tres. Las cosas se ponían emocionantes cuando eran tres. Había trifulcas, y aventuras, y cosas que hacían enfadar a Yaya, que solamente era feliz cuando está enfadada. De hecho, a Tata le parecía que solamente era Yaya Ceravieja cuando estaba enfadada.
Sí, tenían que ser tres.
Si no... Se iban a oír alas grises en medio de la noche, o el ruido metálico de la puerta del horno...
*****
El manuscrito se deshizo en cuanto el señor Goatberger lo cogió.
Ni siquiera estaba escrito en papel de verdad. Estaba escrito en viejos sobrecitos de azúcar y en el dorso de sobres y en trozos de calendarios antiguos.
Gruñó y agarró un puñado de aquellas páginas mohosas para arrojarlas al fuego.
Le llamó la atención una palabra.
La leyó y su mirada fue arrastrada hasta el final de la frase.
Luego siguió leyendo hasta el final de la página, volviendo atrás unas cuantas veces porque no se acababa de creer lo que estaba leyendo.
Pasó la página. Y luego volvió atrás. Y luego siguió leyendo. En un momento dado sacó una regla de su cajón y se la quedó mirando con aire pensativo.
Abrió su mueble-bar. La botella tintineó jovialmente en el borde del vaso cuando intentó servirse una copa.
Luego se asomó a la ventana y contempló el edificio de la Ópera que estaba al otro lado de la calle. Había una figura pequeñita barriendo la escalera.
Y entonces dijo:
—Oh, cielos.
Por fin fue a la puerta y dijo:
—¿Podría venir usted aquí, señor Tijeretazo?
Su impresor jefe entró con un fajo de pruebas de imprenta en la mano.
—Vamos a tener que decirle al señor Cripslock que vuelva a grabar la contraportada —dijo en tono lastimero—. Ha escrito «Mundovisión» en vez de...
—Lea esto —dijo Goatberger.
—Pero me iba a comer...
—Lea esto.
—El convenio del gremio dice...
—Lea esto y a ver si le queda algo de hambre.
El señor Tijeretazo se sentó a regañadientes y echó un vistazo a la primera página.
Luego pasó a la segunda página.
Al cabo de un rato abrió el cajón del escritorio, sacó una regla y se la quedó mirando con aire pensativo.
—¿Acaba de leer lo de la Sopa Sorpresa de Bananana? —dijo Goatberger.
—¡Sí!
—Espere a llegar al Rabo con Patatitas.
—Bueno, mi abuelita hacía Rabo con Patatitas...
—No con esta receta —dijo Goatberger, con una certeza absoluta.
Tijeretazo pasó las páginas torpemente.
—¡Carámbanos! ¿Cree que algo de esto funciona?
—¿A quién le importa? Baje ahora mismo al Gremio y contrate a todos los grabadores que estén libres. Preferiblemente a los ancianos.
—Pero todavía me faltan las predicciones de grunio, junio, agosto y espunio del Almanaque del año que viene por...
—Olvídese de eso. Use algunas antiguas.
—La gente se dará cuenta.
—Nunca se han dado cuenta otras veces —dijo el señor Goatberger—. Ya conoce usted la cantinela. Increíbles Lluvias de Curry en Klatch. Asombrosa Muerte del Serif de Ee, Plagas de Avispas en Howondalandia. Esto es mucho más importante.
Volvió a mirar por la ventana sin ver lo que había al otro lado.
- Considerablemente más importante.
Y soñó el sueño de todos los que publican libros, que no era otro que tener tanto oro en los bolsillos como para necesitar contratar a dos tipos solamente para que le sujetaran los pantalones.
*****
La enorme fachada llena de columnas y abarrotada de gárgolas de la Ópera de Ankh-Morpork estaba allí, delante de Agnes Nitt.
Se detuvo. Por lo menos, la mayor parte de Agnes se detuvo. Había un buen montón de Agnes. Las regiones más periféricas tardaron un poco en quedar en reposo.
Bueno, ya estaba. Por fin. Podía entrar o podía marcharse. Era lo que se llamaba una elección vital. Nunca antes había tenido una de esas.
Por fin, después de permanecer quieta durante el tiempo suficiente como para que una paloma considerara las posibilidades posatorias de su enorme y más bien triste sombrero blanco y negro, subió la escalera.
Había un hombre que en teoría la estaba barriendo. Lo que hacía en realidad era mover la suciedad de un lado a otro con una escoba, a fin de proporcionarle un cambio de aires y la posibilidad de hacer amigos nuevos. Iba vestido con un abrigo largo que le venía un poco pequeño y tenía una boina negra colocada de forma incongruente sobre el pelo negro de punta.
—Perdone —dijo Agnes.
El efecto fue eléctrico. El hombre se dio la vuelta, se enredó un pie con el otro y cayó de culo encima de su escoba.
Agnes se llevó la mano a la boca y luego extendió un brazo para ayudarlo.
—¡Oh, lo siento mucho!
La mano tenía ese tacto pegajoso que hacía a quien la cogiera añorar el jabón. Él la apartó apresuradamente, se quitó el pelo grasiento de delante de los ojos y le dedicó una sonrisa aterrada. Tenía lo que Tata Ogg llamaba una cara poco hecha, con lo rasgos gomosos y pálidos.
—¡No hay problema señorita!
—¿Se encuentra bien?
Se levantó a trompicones, consiguió que se le enredara de alguna forma la escoba entre las piernas y volvió a caer de culo.
—Esto... ¿quiere que le aguante la escoba? —dijo Agnes en tono solícito.
Ella sacó la escoba del enredo. El se levantó otra vez, después de un par de arranques en falso.
—¿Trabaja usted para la Ópera?
—¡Sí señorita!
—Esto, ¿puede decirme dónde tengo que ir para presentarme a las pruebas? —dijo Agnes
Él miró a su alrededor, aturullado.
—¡A la entrada para actores! —dijo—. ¡Yo la llevo! —Las palabras le salieron atropelladamente, como si tuviera que ponerlas en fila y dispararlas todas a la vez antes de que tuvieran tiempo de dispersarse.
El hombre le arrebató la escoba de las manos y echó a andar escaleras abajo y en dirección a la esquina del edificio. Tenía unos andares únicos: parecía que su cuerpo estuviera siendo arrastrado hacia delante y que sus piernas tuvieran que debatirse por debajo y aterrizar donde pudieran encontrar sitio. No parecía tanto una forma de andar como un desplome postergado indefinidamente.
Sus pasos erráticos lo llevaron a una puerta situada en la Pared lateral. Agnes los siguió hasta el interior.
Nada más entrar había una especie de caseta, con una pared abierta y un mostrador colocado de tal forma que quien estuviera detrás pudiera vigilar la puerta. La persona que estaba detrás del mostrador debía de ser un ser humano, porque las morsas no llevan chaqueta. El hombre extraño ya había desaparecido en algún lugar de la oscuridad que se extendía más allá.
Agnes miró a su alrededor, desesperada.
—¿Si, señorita? —dijo el hombre morsa. Realmente se trataba de un bigote impresionante, que había minado todo crecimiento del resto de su propietario.
—Esto... He venido para las... las pruebas —dijo Agnes—. He visto un letrero que decía que estaban haciendo pruebas...
Ella esbozó una sonrisita impotente. La cara del portero proclamaba que había visto y quedado impasible ante más sonrisas desesperadas que cenas calientes pudiera haber comido incluso Agnes. Sacó una tablilla sujetapapeles y un trozo de lápiz.
—Tiene que firmar aquí —dijo.
—¿Quién era esa... persona que ha entrado conmigo?
El bigote se movió sugiriendo que había una sonrisa enterrada en alguna parte por debajo.
—Todo el mundo conoce a nuestro Walter Plinge.
Aquella parecía ser toda la información que se le iba a impartir.
Agnes agarró el lápiz.
La pregunta más importante era: ¿qué nombre se iba a poner? Su nombre estaba lleno de cualidades invalorables, sin duda, pero no es que se dejara decir. Rebotaba en el paladar y chocaba con los dientes, pero no se dejaba decir.
El problema era que no se le ocurría ninguno con buena permisividad oral.
Catherine, tal vez.
O... Perdita. Podía volver a intentarlo con Perdita. Había dejado de usar aquel nombre en Lancre por vergüenza. Era un nombre misterioso, que sugería oscuridad e intriga y, casualmente, alguien que estuviese bastante delgado. Incluso se había dado a sí misma la inicial de un segundo nombre —X— que significaba «alguien que tiene un segundo nombre con una inicial chula y emocionante».
No había funcionado. La gente de Lancre era deprimentemente reacia a las cosas chulas. Al final la habían acabado llamando «la Agnes esa que se hace llamar Perditax».
Nunca se había atrevido a decirle a nadie que le gustaría q su nombre completo fuera Perdita X Sueño. Simplemente no iban a entender. Dirían cosas del tipo: si crees que ese es el nombre adecuado para ti, ¿cómo es que todavía tienes dos estantes llenos de muñecos de peluche?
Pues bueno, aquí podía empezar de nuevo. Ella tenía talento. Sabía que lo tenía.
Probablemente no había esperanzas para lo de Sueño, sin embargo.
Probablemente tenía atascado el Nitt.
*****
Tata Ogg solía acostarse temprano. Al fin y al cabo era una señora mayor. A veces ya estaba en la cama a las seis de la mañana.
Su aliento se elevaba por el aire mientras ella caminaba por el bosque. Sus botas hacían crujir las hojas. El viento había remitido y había dejado el cielo despejado y claro y abierto para la primera escarcha de la temporada, una azotaina que pellizcaba los pétalos y hacía palidecer los frutos y dejaba claro por qué a la Naturaleza la llamaban madre...
Una tercera bruja.
Tres brujas podían... repartir la carga.
Doncella, madre y... arpía. Ya estaba dicho.
El problema era que Yaya Ceravieja combinaba las tres en una sola bruja. Era doncella, por lo que Tata sabía, y como mínimo estaba en el intervalo correcto de edad para ser una arpía. Y en cuanto a lo tercero, bueno... tú cabrea a Yaya Ceravieja en día malo y acabarás como una florecilla en medio de la escarcha.
Tenía que haber una candidata para el puesto vacante, sin embargo. En Lancre había varias jovencitas que tenían la edad perfecta.
El problema era que los hombres jóvenes de Lancre también lo sabían. Tata deambulaba a menudo por los campos de heno en verano y tenía una mirada afilada aunque compasiva y un oído condenadamente bueno que alcanzaba el horizonte. Violeta Frottige estaba paseando con el joven Ladinismo Carretero o por lo menos haciendo algo que estaba como mucho a noventa grados de pasear. Bonnie Quarney había estado recogiendo nueces en mayo con William Simple, y solamente gracias a que había sido previsora y había aceptado un pequeño consejo de Tata no terminaría recogiendo los frutos en febrero. Y muy pronto la madre de la joven Mildred Calderero iba a hablar discretamente con el padre de Mildred Calderero, que iba a hablar con su amigo Techador, que iba a hablar con su hijo Hob, y después se celebraría una boda, todo ello llevado a cabo de forma correcta y civilizada salvo tal vez por un par de ojos morados [1]. No cabe ninguna duda, pensó Tata sonriente y con los ojos empañados: la inocencia, en el tórrido verano de Lancre, era ese estado en que se pierde la inocencia.
Y luego un nombre salió de entre la multitud. Ah, sí. Ella. ¿Por qué no había caído antes en ella? Pero claro, nadie lo hacía. Cuando se trataba de enumerar las jovencitas de Lancre, siempre se la pasaba por alto. Y luego uno decía: «Ah, sí, y ella también, claro. Claro, tiene una personalidad maravillosa. Y el pelo bonito, claro».
Era lista y tenía talento. En muchos sentidos. Su voz, por ejemplo. Ahí se notaba su poder, buscando una forma de salir. Y por supuesto también tenía una personalidad maravillosa, así que no había muchas posibilidades de que alguien la hubiera...
Descalificado...
Bueno, pues estaba decidido. Otra bruja de la que abusar y a la que impresionar le vendría de maravilla a Yaya, y Agnes acabaría por darle las gracias en algún momento.
Tata Ogg estaba aliviada. Hacía falta un mínimo de tres brujas para un aquelarre. Dos brujas eran solamente una discusión.
Abrió la puerta de su cabaña y subió la escalera que llevaba a la cama.
Su gato Greebo estaba desparramado sobre el edredón como un montón de pelo gris. Ni siquiera se despertó cuando Tata lo levantó en vilo de forma que, vestida con su camisón, pudiera deslizarse debajo de las sábanas.
Solamente para mantener a raya a las pesadillas, dio un trago a una botella que olía a manzanas y a una feliz muerte cerebral. Luego aporreó su almohada, pensó: «ella... sí», y se dejó vencer por el sueño.
Al cabo de un momento Greebo se despertó, se desperezo, bostezó y saltó en silencio al suelo. Luego el montón de pelo más astuto y feroz que jamás tuviera la inteligencia necesaria para sentarse en un comedero para pájaros con la boca abierta y una tostada en equilibrio sobre el hocico desapareció por la ventana abierta.
Pocos minutos después, el gallo del jardín de la casa de al lado levantó la cabeza para saludar al luminoso nuevo día y murió al instante en mitad del quiquiriquí.
*****
Agnes tenía delante una oscuridad enorme y al mismo tiempo se encontraba medio cegada por la luz. Justo por debajo del borde del escenario, unas velas gigantes y planas flotaban en un largo abrevadero lleno de agua y producían un resplandor fuerte y amarillo que no se parecía en nada a las lámparas de aceite de casa. Más allá de la luz, el auditorio esperaba como la boca de un animal muy grande y extremadamente hambriento.
En alguna parte, en el extremo opuesto de las luces, una voz dijo:
—Cuando usted quiera señorita. —No era una voz particularmente hostil. Simplemente quería que empezara de una vez, cantara su canción y se marchara.
—Esto, ejem, tengo esta canción, es un...
—¿Le ha dado su música a la señorita Orgullosia?
—Esto, en realidad no tiene acompañamiento, es...
—Ah, es una canción folk, ¿no?
Hubo un susurro en la oscuridad y alguien se rió por lo bajo.
—Adelante pues... Perdita, ¿verdad?
Agnes se lanzó a interpretar la Canción del Puercoespín y para cuando llevaba siete palabras ya se había dado cuenta de que era una elección desafortunada. Hacía falta una taberna donde hubiera gente soez y golpeando la mesa con sus jarras Aquel vacío grande y brillante se limitó a absorberlo todo e hizo que la voz le saliera vacilante y chillona.
Se detuvo al final de la tercera estrofa. Notaba que le estaba surgiendo un rubor en alguna parte a la altura de las rodillas. Tardaría un poco en llegarle a la cara, porque tenía mucha piel por cubrir, pero para entonces ya sería de un color rosa fresón.
Luego oyó susurros. De los siseos emergieron palabras como «timbre» y después no le sorprendió oír «complexión impresionante». Ella ya sabía que tenía una complexión impresionante. También la tenía el edificio de la Ópera. Aquello no tenía por qué gustarle necesariamente.
La voz subió el volumen.
—No ha recibido usted mucha formación, ¿verdad, querida?
—No. —Y era cierto. La única otra cantante de renombre en Lancre era Tata Ogg, cuya actitud hacia las canciones era puramente balística. Consistía en apuntar la voz hacia el final de la estrofa y atacar.
Susurro, susurro.
—Cántenos unas escalas, querida.
El rubor ya le iba por el pecho, cabalgando por los acres de terreno...
—¿Escalas?
Susurro. Risa contenida.
—¿Do-re-mi? ¿Sabe, querida? ¿Empezando por abajo? ¿La— la-la?
—Ah. Sí.
Mientras los ejércitos de la vergüenza tomaban por asalto la línea de su cuello, Agnes ajustó su voz lo más grave que pudo y se concentró en las notas, abriéndose camino imperturbable desde el nivel del mar hasta la cima de la montaña, y no se dio por enterada cuando al principio una silla cruzó vibrando el escenario o cuando al final se oyó un cristal romperse en alguna parte y del techo cayeron varios murciélagos.
Hubo un silencio en el gran vacío, salvo por el golpe sordo de otro murciélago y, muy por encima, un suave tintineo de cristales.
—¿Ese es todo su alcance, joven?
La gente se estaba apiñando en los bastidores y la miraba fijamente.
—No.
—¿No?
—Si subo más la gente se desmaya —dijo Agnes—. Y si bajo más todo el mundo dice que les hace sentirse incómodos.
Susurro, susurro. Susurro, susurro, susurro.
—Y, esto, ¿alguna otra...?
—Puedo cantar en terceras conmigo misma. Tata Ogg dice que no lo puede hacer todo el mundo.
—¿Perdone?
—Como... Do-mi. Al mismo tiempo.
Susurro, susurro.
—Enséñenoslo, muchacha.
—¡Laaaaaaa!
La gente congregada a los lados del escenario estaba hablando con entusiasmo.
Susurro, susurro.
La voz procedente de la oscuridad dijo:
—Ahora, respecto a su proyección de voz...
Ya se estaba hartando un poco.
—¿Adonde quieren que la proyecte?
—¿Perdón? Estamos hablando de...
Agnes apretó la mandíbula. Aquello sí que se le daba bien. Y se lo iba a enseñar... ¿Aquí? ¿O allí? ¿O allá? ¿Aquí arriba?
Como truco no era gran cosa, pensaba ella. Podía ser muy impresionante cuando ponía las palabras en la boca de un muñeco cercano, como hacían algunos artistas ambulantes, pero no se podía proyectar muy lejos y seguir engañando al público entero.
Ahora que se había acostumbrado a la oscuridad, Agnes pudo distinguir a gente que se daba la vuelta en sus asientos perpleja.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba, querida? —La voz, que un momento atrás había mostrado un asomo de condescendencia, ahora tenía un tono claramente vapuleado.
—Ag... Per... Perdita —dijo Agnes—. Perdita Nitt. Perdita X... Nitt.
—Vamos a tener que hacer algo con el Nitt, querida.
*****
La puerta de Yaya Ceravieja se abrió sola.
Jarge Tejedor vaciló. Claro, es que era una bruja. La gente le había dicho que pasaba esa clase de cosas.
Aquello no le gustaba. Pero tampoco le gustaba la espalda que le había tocado en suerte, sobre todo cuando a su espalda no le gustaba él. Las cosas se ponían feas cuando las vértebras se amotinaban contra uno.
Avanzó lentamente, haciendo muecas de dolor y apoyándose en dos bastones.
La bruja estaba sentada en una mecedora, de espaldas a la puerta.
Jarge vaciló.
—Entra, Jarge Tejedor —dijo Yaya Ceravieja— Y deja que te dé algo para esa espalda tuya.
El sobresalto le hizo intentar poner la espalda recta, lo que hizo que algo al rojo blanco explotara en algún lugar cercano a su cintura.
Yaya Ceravieja puso los ojos en blanco y suspiro.
—¿Puedes sentarte? —dijo.
—No señora. Pero me puedo dejar caer encima de una silla eso si.
Yaya sacó un frasquito negro de un bolsillo de su delantal y lo agitó vigorosamente. Jarge abrió mucho los ojos.
—¿Ya tenía eso listo para mí? —preguntó.
—Si —respondió Yaya, y era cierto. Hacía tiempo que se había resignado al hecho de que la gente esperaba un frasco de algo pegajoso y de color raro. No era la medicina lo que funcionaba, sin embargo. Era, en cierta forma, la cuchara.
—Es una mezcla de hierbas raras y cosas así —dijo ella—. Incluyendo sakrosa y un poquito de hidros.
—Caramba —dijo Jarge, impresionado.
—Ahora da un trago.
Él obedeció. Le sabía un poco a regaliz.
—Tienes que dar otro trago justo antes de irte a dormir —continuó Yaya—. Y luego dar tres vueltas a un castaño.
—... Tres vueltas a un castaño...
—Y... y... poner un tablón de madera de pino debajo de tu colchón. Tiene que ser madera de un árbol de veinte años, ojo.
—... Un pino de veinte años... —dijo Jarge. Tenía la sensación de que debía efectuar alguna contribución—. ¿Para que los nudos de mi espalda vayan a parar al pino? —aventuró.
Yaya quedó impresionada. Era una paparruchada folclórica increíblemente ingeniosa que valía la pena recordar para otra ocasión.
—Lo has acertado de pleno —dijo ella.
—¿Y ya está?
—¿Querías más?
—Yo creía que había danzas y cantos y cosas de esas.
—Ya las he hecho antes de que llegaras —dijo Yaya.
—Caramba. Sí. Esto... Lo de pagar...
—Oh, no quiero que me paguen —dijo Yaya—. Aceptar dinero trae mala suerte.
—Oh. Bien —Jarge se animó.
—Pero tal vez... si tu mujer tuviera quizá algo de ropa vieja, yo llevo la talla 12 y tengo preferencia por el negro, o si de vez en cuando hace alguna tarta, sin ciruelas, que me dan gases o si le queda algo de hidromiel vieja guardada, posiblemente o si tal vez estás a punto de matar un cerdo, mi parte favorita es el solomillo, tal vez un poco de jamón, o unos pies de cerdo. Cualquier cosa que te sobre, de verdad. Sin ningún compromiso. Yo no iría por ahí cargando a la gente de compromisos solamente porque soy una bruja. Todo el mundo se encuentra bien en tu casa, ¿verdad? Confío en que cuenten con la bendición de una buena salud.
Se quedó mirando cómo el hombre absorbía aquello.
—Y ahora déjame que te acompañe a la puerta —añadió. Tejedor nunca llegó a estar muy seguro de qué pasó a continuación. Yaya, que normalmente tenía el paso muy firme, pareció tropezar con uno de sus bastones cuando estaba saliendo por la puerta y cayó hacia atrás, agarrándose de los hombros de él, y de alguna forma su rodilla salió disparada hacia arriba y le golpeó algún punto de la columna mientras se retorcía hacia un lado, y entonces se oyó un clic...
-¡Aaargh!
—¡Lo siento!
—¡Mi espalda! ¡Mi espalda!
Con todo, razonó Jarge más tarde, era una anciana, y puede que se estuviera volviendo patosa, siempre había sido una chiflada, pero hacía buenas pociones. Y joder si funciona deprisa. Para cuando llegó a casa ya llevaba los bastones en la mano.
Yaya lo vio alejarse, negando con la cabeza.
La gente era tan ciega, reflexionó. Preferían creer en la palabrería antes que en la quiropraxia.
Por supuesto, aquello ya le iba bien. Prefería que dijeran «oooh» cuando ella parecía saber quién se acercaba a su cabaña a que se dieran cuenta de que la cabaña daba convenientemente a un recodo del camino, y en cuanto al pestillo y el truco del pedazo de hilo negro... [2]
Pero, ¿qué acababa de hacer? Simplemente le había tomado el pelo a un anciano más bien tonto.
Se había enfrentado con magos, con monstruos y elfos... Y se sentía satisfecha consigo misma porque acababa de engañar a Targe Tejedor, un hombre que había fracasado en sus intentos de convertirse en Tonto del Pueblo por estar sobrecualificado.
Era el camino a la perdición. Pronto estaría riéndose socarronamente y farfullando y atrayendo a niños al horno. Y ni siquiera le gustaban los niños.
Durante años Yaya Ceravieja se había contentado con el desafío que le podía ofrecer la brujería rural. Luego se había visto obligada a irse de viaje y había visto mundo y aquello le había metido el gusanillo en el cuerpo: sobre todo durante aquella época del año en que las ocas volaban por el cielo y la primera escarcha ya había atracado a las hojas inocentes en los valles más profundos.
Echó un vistazo a la cocina donde estaba. Hacía falta barrer. También había que lavar la ropa. Las paredes se habían puesto mugrientas. Parecía haber tanto por hacer que no tenía ánimo para hacer nada.
Oyó un graznido en el cielo y una V desmadejada de ocas pasó a toda velocidad por encima del claro.
Se dirigían hacia un clima más cálido en lugares de los que Ceravieja solamente había oído hablar.
Era tentador.
*****
El comité de selección estaba sentado alrededor de una mesa en el despacho del señor Seldom Balde, el nuevo propietario de la Ópera. Estaban con él Salzella, el director musical, y el doctor Undershaft, el director del coro.
—Y así pues —dijo el señor Balde—, ahora nos toca... vamos a ver... sí, Christine... Una maravillosa presencia escénica, ¿eh? Y tiene buena figura. —Le guiñó un ojo al doctor Undershaft.
—Sí. Muy guapa —dijo el doctor Undershaft cansinamente—. Pero no sabe cantar.
—Lo que pasa es que ustedes los tipos artísticos no se dan cuenta de que estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro —dijo Balde—. La ópera es una producción, no una simple colección de canciones.
—Eso dice usted. Pero...
—La idea de que una soprano tiene que ser quince acres de pechuga con un casco con cuernos pertenece al pasado, digo yo.
Salzella y Undershaft se miraron. Así que iba a ser uno de esos propietarios...
—Por desgracia —dijo Salzella en tono amargo—, la idea de que una soprano tiene que tener una voz razonable para cantar no pertenece al pasado. Tiene buena figura, sí. Está claro que tiene... chispa. Pero no sabe cantar.
—La puede entrenar usted, ¿no? —dijo Balde—. Unos cuantos años en el coro...
—Sí, tal vez después de unos cuantos años, si persevero, será solamente muy mala —dijo Undershaft.
—Esto, caballeros —dijo el señor Balde—. Ejem. Muy bien —Las cartas sobre la mesa, ¿eh? Yo soy un hombre sencillo. No me ando con rodeos, no me voy por las ramas, llamo a las cosas por su nombre...
—Dénos sus puntos de vista sin tapujos —dijo Salzella. Estaba clarísimo que era uno de esos propietarios, pensó. Un hombre hecho a sí mismo y orgulloso de lo que ha conseguido. Que confunde ser campechano y sincero con ser simplemente educado. No me importaría apostarme un dólar a que cree que puede adivinar el carácter de un hombre midiendo la firmeza de su apretón de manos y mirándole fijamente a los ojos.
—Yo he salido del arroyo, señores —empezó Balde— y me hecho a mi mismo...
Trucha por generación espontánea, pensó Salzella.
—Pero tengo que, esto, declarar cierto interés financiero. El padre de ella, esto, de hecho, me ha prestado un montón considerable de dinero para ayudarme a comprar este sitio, y me ha hecho una conmovedora petición paternal en relación con su hija. Si no me falla la memoria, sus palabras exactas, esto, han sido: «No me obligues a romperte las piernas». No espero que ustedes les artistes me entiendan. Es una cosa de negocios. Los dioses ayudan a quienes se ayudan a sí mismos, ese es mi lema.
Salzella se metió las manos en los bolsillos del chaleco, se reclinó hacia atrás y empezó a silbar por lo bajo.
—Ya veo -dijo Undershaft—. Bueno, no es la primera vez que pasa. Normalmente es con una bailarina, claro.
—Oh, no me refería a eso -se apresuró a decir Balde—. Es solamente que con el dinero viene esta chica, Christine. Y tienen que admitir que guapa, es.
—Oh, muy bien —dijo Salzella—. Al fin y al cabo la ópera es de usted. Y ahora... ¿Perdita?—. Intercambiaron una sonrisa.
—¡Perdita! —dijo Balde, aliviado de haberse sacado de encima el tema de Christine para seguir dedicándose a ser campechano y sincero.
—¡Perdita X! —lo corrigió Salzella.
—¿Qué más se les va a ocurrir a estas chicas?
—Creo que va a sernos muy valiosa —dijo Undershaft.
—Si alguna vez hacemos esa ópera donde hay elefantes.
—Pero la gama de registros... qué registros tiene...
—No me diga. Ya vi cómo la miraban.
—Hablo de su voz, Salzella. Le va a dar cuerpo al coro.
—Ella sola ya es un coro. Podríamos echar al resto. Dioses del cielo, hasta puede hacer armonías consigo misma. Pero ¿se la puede imaginar en un papel protagonista?
—Cielos, no. Seríamos el hazmerreír.
—No le falta razón. Parece bastante... dócil, sin embargo.
—Yo le vi una personalidad maravillosa. Y un pelo muy bonito, claro.
*****
Nunca habría pensado que fuera tan fácil... Agnes escuchó sumida en una especie de trance mientras la gente le hablaba de salario (muy pequeño), de la necesidad de ensayar (grande), y del alojamiento (los miembros del coro vivían en el mismo edificio de la Ópera, cerca del tejado).
Y luego, más o menos, se olvidaron de ella. Se quedó mirando a un lado del escenario mientras hacían dar a un grupo de aspirantes al ballet sus pasos delicados.
—Tienes una voz increíble —dijo alguien detrás de ella. Se dio la vuelta. Tal como había comentado una vez Tata Ogg, ver darse la vuelta a Agnes era una experiencia instructiva. Caminaba con bastante ligereza, pero la inercia de sus partes periféricas implicaba que había zonas de Agnes que al cabo de un rato todavía intentaban averiguar hacia qué lado orientarse.
La chica que le había hablado era de complexión esbelta, incluso según los criterios ordinarios, y se había esforzado por parecer todavía más delgada. Tenía el pelo largo y rubio y la sonrisa feliz de alguien consciente de que es delgada y tiene pelo largo y rubio.
—¡Me llamo Christine! —dijo—. ¡¿Verdad que esto es emocionante?!
Y tenía esa clase de voz que puede exclamar una pregunta. Parecía llevar incorporado permanentemente un chillidito excitado.
—Ejem, sí —dijo Agnes.
—¡Llevo años esperando este momento!
Agnes llevaba esperándolo alrededor de veinticuatro horas, desde el mismo momento en que vio el letrero en el edificio de la Ópera. Pero no iba a admitirlo ni que la mataran.
—¡¿Dónde has estudiado?! —Dijo Christine—. ¡Yo pasé tres años con madame Venturi en el Conservatorio de Quirm!
—Hum... Yo... —Agnes vaciló, probando la frase siguiente en su cabeza-... estudié con... lady Ogg. Pero no tiene conservatorio porque nunca hace compotas, se las regala todo el mundo.
Christine no mostró ninguna voluntad de cuestionar aquello. Todo lo que le parecía demasiado difícil de entender lo ignoraba.
—¡¿En el coro no pagan muy bien, verdad?! —dijo.
—No. —Era menos de lo que pagaban por fregar suelos. La razón era que, cuando uno anunciaba un suelo sucio, no aparecían cientos de aspirantes.
—¡Pero es lo que siempre he querido hacer! ¡Además, está la cuestión del estatus!
—Sí, supongo que también está.
—¡He ido a ver las habitaciones que nos dan! ¡Son muy estrechitas! ¡¿Qué habitación te ha tocado a ti?!
Agnes miró con cara inexpresiva la llave que le habían entregado, junto con muchas instrucciones severas acerca de «nada de hombres» y una expresión desagradable de «aunque a ti no hace falta que te lo diga» en la cara de la gobernanta del coro.
—Eh... la 17.
Christine dio una palmada.
—¡¡Ay, caray!!
—¿Perdona?
—¡¡Estoy tan contenta!! ¡¡Vas a estar a mi lado!!
Agnes se quedó perpleja. Siempre había estado resignada a ser la que elegían la última en el gran juego por equipos de la Vida.
—Bueno, sí... supongo... —dijo.
—¡¡Tienes tanta suerte!! ¡¡Tienes una figura muy majestuosa!! ¡¡Y ese pelo tan maravilloso, así tal como te lo recoges en un montón!! ¡¡Te sienta bien el negro, por cierto!!
Majestuosa, pensó Agnes. Era una palabra que nunca, nunca se le habría ocurrido. Y siempre se había mantenido alejada del blanco porque vestida de blanco parecía una cuerda llena de ropa tendida en un día de viento.
Siguió a Christine.
A Agnes se le ocurrió, mientras seguía con dificultad a la chica camino hacia sus nuevos alojamientos, que si alguien pasaba mucho tiempo en la misma habitación que Christine, tendría que abrir una ventana para evitar ahogarse en signos de exclamación.
Desde algún lugar en el fondo del escenario, sin ser visto por nadie, alguien miró cómo se marchaban.
*****
Por lo general la gente se alegraba de ver a Tata Ogg. A Tata se le daba bien hacer que se sintieran como en casa en sus propias casas.
Pero el caso es que era una bruja, y por tanto también era experta en llegar justo después de que se cocinaran las tartas o se hicieran las salchichas. Por lo general Tata Ogg viajaba con una bolsa de red metida en una pernera de su ropa interior larga hasta las rodillas: por si acaso, como decía ella, alguien quiere darme algo.
—Así pues, señora Nitt —comentó, alrededor de la tercera tarta y la cuarta taza de té—. ¿Cómo está su hija? Me refiero a Agnes.
—Ah, ¿no se ha enterado, señora Ogg? Se ha ido a Ank-Morpork para ser cantante.
A Tata Ogg se le cayó el alma a los pies.
—Eso está bien —dijo—. Tiene buena voz, me acuerdo, por supuesto, yo le di algunos consejos. La oía siempre cantar en los bosques.
—Es el aire de aquí —dijo la señora Nitt—. Ella siempre ha tenido un buen pecho.
—Cierto, cierto. Es famosa por ello. Así pues... esto ¿Ella no está aquí, entonces?
—Ya conoce a nuestra Agnes. Nunca dice gran cosa. Creo que esto le parecía un poco aburrido.
—¿Aburrido? ¿Lancre? —dijo Tata Ogg.
—Eso le decía yo —dijo la señora Nitt—. Yo le decía siempre que aquí tenemos puestas de sol muy bonitas. Y está la feria todos los Martes del Pastel del Alma, sin falta.
Tata Ogg pensó en Agnes. Había que tener pensamientos muy grandes para hacer que cupiera toda Agnes en ellos.
Lancre siempre había dado mujeres fuertes y capaces. Un granjero de Lancre necesitaba una mujer a quien no se le cayeran los anillos por matar a un lobo a golpes de delantal cuando salía a buscar leña. Y aunque al principio parecía que besar tenía más encanto que cocinar, cualquier muchachote de Lancre que buscara novia siempre se acordaba del consejo de su padre de que los besos pierden el fuego con el tiempo pero la cocina tiende incluso a mejorar con los años, y dirigía su cortejo a aquellas familias que mostraban claramente una tradición de disfrutar de la comida.
Agnes era, en opinión de Tata, bastante guapa de una forma más bien expansiva. Era un bonito ejemplo de la típica femineidad de Lancre. Lo cual quería decir que era aproximadamente como dos femineidades de cualquier otro sitio.
Tata también recordaba que era más bien pensativa y tímida, como si intentara reducir la cantidad de mundo que ocupaba.
Pero había mostrado señales de aptitud para la brujería. No podía esperarse otra cosa. No había nada como aquella sensación de «no encajo» para estimular los viejos nervios mágicos.
Por eso a Esme se le daba tan bien. En el caso de Agnes, esto se había manifestado en forma de una tendencia a llevar guantes de encaje negro y maquillaje blanco y a llamarse Perdita más una inicial sacada del culo del alfabeto, pero Tata daba por hecho que aquello se pasaría pronto en cuanto tuviera un poco de brujería seria a sus amplias espaldas.
Tendría que haber prestado más atención a aquello de la música. El poder encontraba vías de salida por toda clase de rutas...
La música y la magia tenían mucho en común. Sin ir más lejos, ambas empezaban por eme. Y era imposible dedicarse a las dos.
Maldición. Tata ya casi contaba con la chica.
—Solía encargar música en Ankh-Morpork —dijo la señora Nitt—. ¿Ve?
Le pasó varios fajos de papeles a Tata. Tata los hojeó. Las partituras eran bastante comunes en las Montañas del Carnero, y se consideraba que una sesión de canciones en el salón era la tercera mejor cosa que hacer en una velada larga y oscura. Pero Tata se daba cuenta de que aquello no era música normal y corriente. Estaba demasiado apelotonada.
- Cosi fan Hita —leyó—. Die Meistersinger von Scrote.
—Está escrito en extranjero —dijo la señora Nitt con orgullo.
—Ciertamente —dijo Tata.
La señora Nitt la estaba mirando con cara expectante.
—¿Qué? —dijo Tata, y luego—. Oh.
La mirada de la señora Nitt se desvió por un instante hacia su taza de té vacía.
Tata Ogg suspiró y dejó a un lado la música. De vez en cuando entendía lo que solía decir Yaya Ceravieja. A veces la gente esperaba demasiado poco de las brujas.
—Claaaro —dijo, intentando sonreír—. Vamos a ver lo que el destino manifestándose en forma de estos trocitos secados de hojas nos depara, ¿eh?
Compuso sus rasgos en una mueca adecuada de poder oculto y miró la taza.
Que, un segundo más tarde, se hizo añicos al estrellarse en el suelo.
*****
Era una habitación pequeña. De hecho era media habitación pequeña, ya que alguien había levantado un tabique que la atravesaba. Las integrantes nuevas del coro tenían un rango bastante más bajo que los aprendices de tramoyista en la opera.
Había sitio para una cama, un ropero, una mesa de tocador y, bastante fuera de lugar, un espejo enorme, tan grande como la puerta.
—¡¿Impresionante, verdad?! —Dijo Christine—. ¡¡Intentaron sacarlo pero parece que está empotrado en la pared!! ¡¡Estoy segura de que resultará muy útil!!
Agnes no dijo nada. La media habitación que le tocaba a ella, la otra mitad de aquella, no tenía espejo. Y ella se alegraba. No consideraba a los espejos como objetos amigables por naturaleza. Y no solamente por las imágenes que le mostraban. Había algo... preocupante... en los espejos. Siempre lo había sentido así. Parecía que la miraban. Agnes odiaba que la miraran.
Christine se colocó en el poco espacio que había en mitad del suelo y giró sobre sí misma. Mirarla tenía algo que resultaba placentero. Es la chispa, pensó Agnes. Había algo en Christine que hacía pensar en lentejuelas.
—¡¿A que esto es genial?! —dijo.
Que no te cayera bien Christine sería como que no te gustasen los animales pequeños y peluditos. Y Christine era igual que un animal pequeño y peludito. Un conejo, tal vez. Ciertamente era imposible meterle toda una idea en la cabeza de una vez. Tenía que mordisquearla primero para partirla en trocitos manejables.
Agnes volvió a echar un vistazo al espejo. Su reflejo la miró a ella. No le iría nada mal tener un poco de tiempo para ella ahora mismo. Todo había pasado tan deprisa... y aquel lugar la incomodaba. Todo le resultaría mucho más agradable si pudiera tener un poco de tiempo para ella misma.
Christine paró de girar.
—¡¿Te encuentras bien?!
Agnes asintió.
- ¡¡Háblame de ti!!
—Esto... bueno... —Agnes se sintió halagada a pesar de sí misma—. Soy de un sitio en las montañas del que probablemente no hayas oído hablar nunca...
Se detuvo. En la cabeza de su compañera se había apagado una luz, y Agnes se dio cuenta de que Christine no le había hecho la pregunta porque quisiera saber la respuesta en absoluto, sino por decir algo. Ella continuó:
—... Y mi padre es el Emperador de Klatch y mi madre es una bandeja pequeña de pudines de frambuesa.
—¡Qué interesante! —Dijo Christine, que se estaba mirando en el espejo—. ¡¿Crees que me queda bien el pelo?!
*****
Lo que habría dicho Agnes, si Christine fuera capaz de escuchar algo durante más de un par de segundos, era esto:
Una mañana se había levantado con el horrible descubrimiento de que le había tocado vivir con la carga de una personalidad encantadora. Así de simple. Ah, y un pelo muy bonito.
Lo malo no era tanto la personalidad, era el «pero» que la gente añadía siempre cuando hablaba del tema. «Pero tiene una personalidad encantadora», decían. Era la falta de opciones lo que le dolía. Nadie le había preguntado, antes de nacer, si quería una personalidad encantadora o si prefería, por ejemplo, una personalidad despreciable pero un cuerpo que cupiera en 10 vestidos de la talla 9. En cambio, la gente se esforzaba al máximo por decirle que la belleza solamente estaba de piel para adentro, como si alguna vez un hombre se hubiera enamorado de un atractivo par de riñones.
Notaba un futuro que intentaba aterrizar sobre ella. Se había sorprendido a sí misma diciendo «¡ostras!» y «¡jopé!» cuando quería decir una palabrota y usando papel color rosa.
Tenía reputación de mantener la calma y actuar con eficiencia en situaciones de crisis.
Si no espabilaba, pronto se vería haciendo galletas dulces de mantequilla y tartas de manzana tan buenas como las de su madre y entonces ya no habría esperanza para ella.
Así que había creado a Perdita. Había oído en alguna parte que dentro de toda mujer gorda había una mujer delgada que quería salir [3] así que le había puesto el nombre de Perdita. Era una buena depositaria de aquellos pensamientos que Agnes no podía tener debido a su personalidad maravillosa. Perdita usaría el negro si pudiera encontrar la forma de hacerlo, y era hermosamente pálida en lugar de vergonzosamente ruborizada. Perdita quería ser un alma perdida e interesante con los labios pintados de color ciruela. Solamente a veces, sin embargo, Agnes pensaba que Perdita era tan tonta como ella.
¿Acaso eran las brujas su única alternativa? Ella había notado que estaban interesadas en ella, de una forma que no acababa de identificar con precisión. Era lo mismo que saber cuándo te está mirando alguien, aunque ella, de hecho, había visto ocasionalmente que Tata Ogg la miraba de una forma crítica, como alguien que está examinando un caballo de segunda mano.
Ella sabía que tenía cierto talento. A veces sabía algunas cosas que iban a pasar, aunque siempre de una forma lo bastante confusa como para que ese conocimiento fuera totalmente inútil una hora después. Y tenía su voz. Era consciente de que no era del todo natural. Siempre le había gustado cantar y de alguna manera su voz había hecho todo lo que ella quisiera que hiciera.
Pero había visto cómo vivían las brujas. Oh, Tata Ogg estaba bien, la verdad es que era un vejestorio bastante simpático. Pero las demás eran rarísimas, nadando a contracorriente en lugar de dejarse llevar agradablemente por el río de la vida como todo el mundo... la vieja Madre Dismass que podía ver el pasado y el futuro pero era totalmente ciega en el presente, y Millie Hopwood en Tajada que tartamudeaba y le goteaban las orejas, y en cuanto a Yaya Ceravieja...
Sí, sí. ¿El mejor oficio del mundo? ¿Ser una vieja amargada y sin amigos?
Siempre estaban buscando a gente que fuera rara como ellas.
Bueno, pues no les iba a servir de nada buscar a Agnes Nitt.
Harta de vivir en Lancre, y harta de las brujas, y sobre todo harta de ser Agnes Nitt, se había... escapado.
*****
Tata Ogg no parecía tener complexión de corredora, pero avanzaba engañosamente deprisa, pateando montones de hojas con sus botas enormes y pesadas.
Se oyó un graznido en lo alto. Otra bandada de ocas pasó por el cielo, tan veloces en su persecución del verano que las alas apenas se movían en medio de aquel ímpetu balístico.
La cabaña de Yaya Ceravieja parecía desierta. Transmitía, en opinión de Tata, una sensación particularmente vacía.
Fue con paso ligero hasta la puerta de atrás y entró en tromba, subió las escaleras pisando fuerte, vio la figura demacrada que había en la cama, llegó a una conclusión instantánea, agarró la jarra de agua de su sitio en el lavabo de mármol, corrió hacia delante...
Una mano salió disparada hacia arriba y le cogió la muñeca
—Estaba echándome una siesta —dijo Yaya, abriendo los ojos—. Gytha, te juro que he notado que venías cuando estabas a medio kilómetro.
—¡Tenemos que hacer una taza de té enseguida! —Tata tragó saliva, casi cayéndose de alivio.
Yaya Ceravieja era más que lo bastante lista como para no hacer preguntas.
Pero a una buena taza de té no se le podía meter prisa. Tata Ogg estuvo dando saltitos nerviosos mientras se avivaba el fuego, se sacaba a las pequeñas ranas del cubo de agua, se hervía el agua y se dejaba reposar la infusión.
—No digo nada —dijo Tata, sentándose por fin—. Tú sirve una taza, eso es todo.
En conjunto, las brujas despreciaban adivinar el futuro leyendo las hojas del té. A las hojas del té no se les da especialmente bien saber lo que depara el futuro. En realidad solamente son algo donde posar la vista mientras la mente hace el trabajo. Serviría prácticamente cualquier cosa: la suciedad de un charco, la película de unas natillas... cualquier cosa. Tata Ogg podía ver el futuro en la espuma de una jarra de cerveza. Y esta le mostraba invariablemente que iba a disfrutar de una bebida refrescante y que casi seguro que no iba a pagarla.
—¿Te acuerdas de la joven Agnes Nitt? —preguntó Tata mientras Yaya Ceravieja intentaba encontrar la leche. Yaya titubeó.
—¿La Agnes que se hace llamar Perditax?
—Perdita X —dijo Tata. Por lo menos ella respetaba el derecho de la gente a reinventarse a sí mismos. Yaya se encogió de hombros.
—Una chica gorda. Con el pelo levantado. Camina con los pies hacia fuera. Canta sola en el bosque. Tiene buena voz. Lee libros. Dice «¡jopé!» en vez de soltar una palabrota. Se ruboriza cuando alguien la mira. Lleva guantes de encaje negros con los dedos cortados.
—¿Te acuerdas de que una vez hablamos de que tal vez pudiera ser... adecuada?
—Oh, tiene un sesgo en el alma, tienes razón —dijo Yaya—. Pero es un nombre desafortunado.
—Su Padre se llamaba Terminal —reflexionó Tata Ogg—. Eran tres hijos: Primario, Intermedio y Terminal. Me temo que la familia siempre tuvo un problema con la educación.
—Me refería a Agnes —dijo Yaya—. Ese nombre siempre me recuerda a pelusa de alfombra.
—Probablemente es por eso que se hace llamar Perdita. —dijo Tata.
—Peor aún.
—¿La tienes fija en la mente? —dijo Tata.
—Si, supongo.
—Bien. Ahora mira esas hojas de té.
Yaya bajó la vista.
No hubo un dramatismo especial, tal vez debido a la manera en que Tata había elevado las expectativas. Pero Yaya susurró entre dientes.
—Vaya, vaya. Hay algo —dijo.
—¿Lo ves? ¿Lo ves?
—Sí.
—¿Como... una calavera?
—Sí.
—¿Y los ojos? Casi me me... Me han dado una sorpresa de órdago esos ojos, te lo aseguro.
Yaya volvió a dejar la taza con cuidado.
—Su madre me ha enseñado las cartas que ha mandado a casa —dijo Tata—. Las he traído conmigo. Es preocupante, Esme. Podría estar expuesta a algo malo. Es una chica de Lancre. Una de las nuestras. Nada es demasiado esfuerzo cuando se trata de uno de los tuyos, siempre lo digo.
—Las hojas del té no pueden predecir el futuro —dijo Yaya en voz baja—. Lo sabe todo el mundo.
—Las hojas del té no lo saben.
—Bueno, ¿quién sería tan tonto como para decirles algo a un puñado de hojas secas?
Tata Ogg miró las cartas que Agnes había mandado a casa. Estaban escritas con la caligrafía meticulosamente redondeada de alguien que había aprendido a escribir de niña copiando letras en una pizarra y nunca había escrito lo bastante de adulto como para cambiar su estilo. La persona que las había escrito también había trazado muy concienzudamente líneas flojitas a lápiz sobre el papel antes de empezar.
Querida mamá, espero que te llegue esta carta. Aquí estoy en Ankh-Morpork y todo va bien, ¡¡todavía no me han violado!! Me alojo en la Calle de la Mina de Melaza número 4, el sitio está bien y...
Yaya probó con otra.
Querida mamá, espero que estés bien. Todo está bien pero el dinero se va volando. Estoy cantando un poco en tabernas, pero no gano mucho, así que he ido a ver al Gremio de Costureras a ver si puedo conseguir un trabajo cosiendo y me he llevado algunas puntadas para enseñarles y te quedarías ASOMBRADA, eso es lo único que puedo decir...
Y otra...
Querida madre, por fin alguna buena noticia. La semana que viene hacen pruebas en la Ópera...
—¿Qué es la ópera? —preguntó Yaya Ceravieja.
—Es como el teatro pero con canciones —respondió Tata Ogg.
—¡Ja! Teatro —dijo Yaya en tono lúgubre.
—Nuestro Nev me habló de ella. Está todo cantado en idiomas extranjeros, dijo. No entendió ni una palabra. Yaya dejó las cartas.
—Sí, pero hay muchas cosas que tu Nev no entiende. ¿Y qué estaba haciendo en ese teatro de ópera, a todo esto?
—Mangando el plomo del tejado. —Tata lo dijo con bastante alegría. No se consideraba robo si era un Ogg quien lo cometía.
—No se puede sacar mucho en claro de las cartas, excepto que está pillando algo de educación —dijo Yaya—. Pero de ahí a decir que...
Hubo un golpe vacilante en la puerta. Era Shawn Ogg, el hijo menor de Tata y único miembro del cuerpo funcionarial de Lancre. En aquel momento llevaba su insignia de cartero. El servicio de correos de Lancre consistía en descolgar la bolsa del clavo donde la dejaba la diligencia y repartirlas entre las casas dispersas cuando tenía un momento, aunque muchos tenían la costumbre de bajar a donde estaba la bolsa y hurgar dentro hasta que encontraban una carta que les gustara.
Se tocó el casco con gesto respetuoso mirando a Yaya Ceravieja.
—Tengo muchas cartas, mamá —le dijo a Tata Ogg—. Esto. Van todas dirigidas a, esto, bueno... Esto... mejor será que les eches un vistazo, mamá.
Tata Ogg cogió el fardo que le ofrecía su hijo.
—«A La Bruja de Lancre» —leyó en voz alta.
—Se refiere a mí, entonces —dijo Yaya Ceravieja con firmeza, y cogió las cartas.
—Ah. Bueno, será mejor que me vaya... —dijo Tata, retrocediendo hacia la puerta.
—No me imagino por qué la gente me tiene que escribir —dijo Yaya, rasgando un sobre—. En fin, supongo que las noticias corren. —Se concentró en las palabras.
«Querida Bruja», leyó. «Solamente quiero decirle cuánto le agradezco la receta de la Famosa Tarta de Zanahoria y Ostra. Mi marido...»
Tata Ogg llegó hasta la mitad del camino antes de que sus botas se volvieran de repente demasiado pesadas para levantarlas.
- ¡Gytha Ogg, vuelve aquí ahora mismo!
*****
Agnes lo volvió a intentar. No conocía realmente a nadie en Ankh-Morpork y necesitaba a alguien con quien hablar, aunque no la escucharan.
—Supongo que principalmente me vine por culpa de las brujas —dijo.
Christine se giró con los ojos muy abiertos y expresión fascinada. También la boca. Era como mirar una bola de bolos muy guapa.
—¡¿Brujas?! —musitó.
—Oh, sí —dijo Agnes en tono cansino. Sí. A la gente siempre le fascinaba la idea de las brujas. Tendrían que intentar vivir con ellas alrededor.
—¡¿Hacen hechizos y van montadas en escobas?!
—Oh, sí.
—¡No me extraña que te escaparas!
—¿Qué? Oh... no... No es eso. O sea, no son malignas. Es mucho... peor que eso.
—¡¿Peor que malignas?!
—Creen que saben lo que es mejor para todo el mundo.
A Christine se le arrugó la frente, como solía pasar cada vez que contemplaba un problema más complejo que «¿Cómo te llamas?».
—Eso no suena muy m...
—Ellas... enredan a la gente. ¡Creen que solamente porque tienen razón lo que hacen está bien! Y ni siquiera hacen ninguna magia de verdad. ¡No hacen más que engañar a la gente y ser listas! ¡Creen que pueden hacer lo que les dé la gana!
La fuerza de las palabras hizo retroceder incluso a Christine.
—¡¡Oh, cielos!! ¡¿Es que querían que tú hicieras algo?!
—Querían que yo fuera algo. ¡Pero no lo voy a ser!
Christine se la quedó mirando. Y luego, automáticamente, olvidó todo lo que acababa de oír.
—¡Vamos! —dijo—. ¡¡Echemos un vistazo por ahí!!
*****
Tata se sentó en una silla y dejó en la mesa un paquete envuelto en papel.
Yaya la miraba con cara severa y los brazos cruzados.
—Lo que pasa —balbuceó Tata bajo la mirada láser—, es que mi difunto marido me dijo una vez, me acuerdo, después de cenar «¿Sabes, madre? Sería una lástima que todo lo que sabes muriera contigo. ¿Por qué no apuntas unas cuantas cosas?». Así que me puse a apuntar alguna, cuando tenía un momento, y que sería bonito hacerlo bien, así que se lo envié a la gente del almanaque en Ankh-Morpork y ellos apenas me cobraron nada y hace poco me enviaron esto, creo que es un trabajo muy bien hecho, es asombroso lo bien que ponen todas las letras...
—Has hecho un libro -dijo Yaya.
—Solamente de cocina —dijo Tata Ogg en tono manso, como alguien que estuviera alegando no tener antecedentes penales.
—¿Y qué sabes tú de eso? Si casi nunca cocinas —dijo Yaya.
—Hago especialidades —dijo Tata.
Yaya miró el volumen del delito.
- El placer del tentempié -leyó en voz alta—. «Por Una Bruja de Lancre» ¡Ja! ¿Y por qué no le has puesto tu nombre eh? Los libros tienen que llevar puesto un nombre para que todo el mundo sepa quién es el culpable.
—Es mi nondeplún —dijo Tata—. El señor Goatberger del Almanaque me dijo que le daría un aire más misterioso.
Yaya clavó su mirada gélida en la parte inferior de la portada atiborrada, donde decía, en letras muy pequeñas: «CXXVII Reimpresión. ¡Más de Veynte Mil Exemplares Vendidos! Medio Dólar».
—¿Y tú les enviaste dinero para que lo imprimieran? —preguntó.
—Nada más que un par de dólares —respondió Tata—. Y han hecho un trabajo de narices. Luego me enviaron el dinero de vuelta, pero se equivocaron y enviaron tres dólares de más.
Yaya Ceravieja entendía poco de letras pero trataba los números con mucho cuidado. Ella daba por sentado que cualquier cosa escrita era probablemente mentira, y aquello también se aplicaba a los números. Los números solamente los usaba la gente que te quería asignar uno.
Sus labios se movían en silencio mientras ella pensaba en números.
—Oh —dijo en voz baja—. ¿Y ya está? ¿Nunca volviste a escribirle?
—Nunca en la vida. Es que eran tres dólares. No quería que me dijera que se los tenía que devolver.
—Comprendo —dijo Yaya, todavía asentada en el mundo de números. Se estaba preguntando cuánto costaba hacer un libro. No podía ser mucho: tenían una especie de molinos para imprimir que se encargaban de todo el trabajo duro.
—Al fin y al cabo, se pueden hacer muchas cosas con tres dólares —dijo Tata.
—Cierto —dijo Yaya—. No llevarás un lápiz encima, ¿verdad? Tú que eres una literata y tal.
—Tengo una pizarra —dijo Tata.
—Pásamela, entonces.
—La he estado teniendo a mano por si me despierto por la noche y me viene una idea para una receta, mira —dijo Tata.
—Bien —dijo Yaya sin prestar atención. La tiza chirriaba sobre la tablilla gris. «El papel tiene que costar algo. Y probablemente hay que darle a alguien un par de peniques de propina para que lo venda...» Las cifras angulosas bailaban de una columna a otra.
—Voy a hacer otra taza de té, ¿vale? —dijo Tata, aliviada porque la conversación parecía estar llegando a un final pacífico.
—¿Hum? —dijo Yaya. Se quedó mirando el resultado y le trazó dos líneas por debajo—. Pero te lo pasaste bien, ¿no? —dijo levantando la voz—. ¿Al escribirlo?
Tata Ogg asomó la cabeza por la puerta del fregadero de la cocina.
—Oh, sí. El dinero no me importaba.
—Nunca se te han dado muy bien los números, ¿verdad? —dijo Yaya. Ahora trazó un círculo alrededor de la cifra final.
—Oh, ya me conoces, Esme —dijo Tata en tono jovial—. No sabría ni restar un pedo de un plato de alubias.
—Eso está bien, porque me parece que ese tal Maese Goatberger te debe un poco más de lo que has recibido, si es que hay alguna justicia en el mundo —dijo Yaya.
—El dinero no lo es todo, Esme. Lo que yo digo es que si una tiene salud...
—Me parece a mí, si es que hay alguna justicia, que son unos cuatro o cinco mil dólares —dijo Yaya tranquilamente.
Del fregadero de la cocina vino un ruido de platos rotos.
—Así que menos mal que el dinero no importa —continuó Yaya Ceravieja—. De otro modo sería algo terrible. Todo ese dinero ahí, importando.
La cara blanca de Tata Ogg asomó desde detrás de la puerta.
—¡Ni hablar!
—Podría ser un poco más —dijo Yaya.
—¡Ni en sueños!
—Solamente hay que sumar y dividir y todo eso.
Tata Ogg se miró los dedos con cara de fascinación horrorizada.
—Pero eso es una... —Se detuvo. La única palabra que se le ocurría era «fortuna» y no era la adecuada. Las brujas no operaban en una economía de dinero en metálico. El conjunto de las Montañas del Carnero, por lo general, se las apañaba sin las complicaciones del capital. Cincuenta dólares eran una fortuna. Cien dólares eran, eran, eran... bueno, eran dos fortunas, eso es lo que eran.
—Es un montón de dinero —dijo en tono débil— ¿Que no podría hacer yo con todo ese dinero?
—No sé —dijo Yaya Ceravieja—. ¿Qué hiciste con los tres dólares?
—Los puse en una lata encima de la chimenea —dijo Ogg.
Yaya asintió con aprobación. Aquella era la clase de práctica fiscal que le gustaba ver.
—No entiendo por qué la gente se desvive por leer un libro de cocina, de todas formas —añadió—. O sea, no es la clase de cosa que...
Se hizo el silencio en la habitación. Tata Ogg movió nerviosamente sus botas.
Yaya dijo, en una voz cargada de sospecha que todavía era peor porque ni siquiera estaba segura de qué era lo que sospechaba:
—Porque es un libro de cocina, ¿verdad?
—Oh, si —se apresuró a decir Tata, evitando la mirada de Yaya—. Si. Recetas y cosas de esas. Si.
Yaya le dirigió una mirada iracunda.
—¿Nada más que recetas?
—Sí Oh, sí. Sí. Y algunas... anécdotas culinarias, sí. Yaya siguió mirándola. Tata se rindió.
—Esto... busca la Famosa Tarta de Zanahoria y Ostra —dijo— Página 25.
Yaya pasó las páginas. Movió los labios en silencio. Luego:
—Ya veo. ¿Algo más?
—Esto... los Dedos de Canela y Malvavisco... página 17...
Yaya lo consultó.
—¿Y?
—Esto... el Asombro de Apio... página 10.
Yaya consultó también aquello.
—No puedo decir que a mí me haya asombrado —dijo—. ¿Y...?
—Esto... bueno, más o menos todos los Pudines Humorísticos y la Decoración para Pasteles. Es el capítulo seis entero.Para ese he dibujado ilustraciones.
Yaya fue al capítulo seis. Tuvo que darle la vuelta al libro un par de veces.
—¿Cuál estás mirando? —preguntó Tata Ogg, porque a los autores siempre les gusta recibir reacciones del público.
—El Bamboleo de Fresa —respondió Yaya.
—Ah. Con ese siempre se consiguen unas risas.
No parecía estar consiguiendo ninguna de Yaya. La bruja cerró el libro con cuidado.
—Gytha —dijo—. Soy yo y ninguna otra persona quien te lo pregunta. ¿Hay alguna página en este libro, hay una sola receta que no esté relacionada de alguna forma con... tejemanejes?
Tata Ogg, con la cara tan roja como sus manzanas, pareció reflexionar largamente sobre aquello.
—Las gachas —dijo al final.
—¿De verdad?
—Sí. Esto. No, digo una mentira, llevan mi mezcla de miel especial.
Yaya pasó una página.
—¿Y este pastel de aquí? ¿El de cabello de ángel?
—Bueeeno, al principio parece cabello de ángel —dijo Tata, moviendo los pies nerviosamente—, pero luego se descubre el pastel.
Yaya volvió a mirar la portada, El placer del tentempié.
—Y tú de verdad te pusiste a...
—La verdad es que simplemente me salió así, más o menos.
Yaya Ceravieja no era una contendiente en las lizas del amor, pero en calidad de espectadora inteligente sabía cómo se jugaba a aquel juego. No era de extrañar que los libros se hubieran vendido como churros calientes. Algunas recetas explicaban cómo hacerlos. Era sorprendente que las páginas no se hubieran chamuscado.
Y estaba firmado por «Una Bruja de Lancre». El mundo, admitió con modestia Yaya Ceravieja, era bien consciente de quién era la bruja de Lancre. A saber: era ella misma.
—Gytha Ogg —dijo.
—¿Sí, Esme?
—Gytha Ogg, mírame a los ojos.
—Perdona, Esme.
—Aquí dice: «Una Bruja de Lancre».
—No lo pensé, Esme...
—Así que vas a ir a ver al señor Goatberger y vas a parar esto, ¿de acuerdo? No quiero que la gente me mire y piense en la Sopa de Bananana Sorpresa. Ni siquiera me creo lo de la Sopa de Bananana Sorpresa. Y no me apetece ir por la calle y oír a la gente haciendo chistes sobre plátanos.
—Sí, Esme.
—Y yo te voy a acompañar para asegurarme de que lo haces.
—Sí, Esme.
—Y hablaremos con el hombre sobre tu dinero.
—Sí, Esme.
—Y tal vez podemos pasarnos a ver a la joven Agnes para asegurarnos de que está bien.
—Sí, Esme.
—Pero seremos diplomáticas. No queremos que la gente crea que nos metemos donde no nos llaman.
—Sí, Esme.
—Nadie puede decir que yo meto las narices en cosas que no me importan. No hay nadie que pueda llamarme a mí metomentodo.
—Sí, Esme.
—Con eso has querido decir: «Sí, Esme, no hay nadie que pueda llamarte a ti metomentodo», ¿verdad?
—Oh, sí, Esme.
—¿Estás segura?
—Sí, Esme.
—Bien.
Yaya miró por la ventana el cielo de color gris apagado y las hojas a punto de caer y sintió, asombrosamente, que su propia savia fluía de nuevo. El día anterior el futuro le había parecido doloroso y desolado, y ahora parecía cargado de sorpresas y de terror y de cosas malas que le pasaban a la gente...
Al menos ella tenía algo que ver con el asunto.
En el fregadero de la cocina, Tata Ogg sonrió para sí misma.
*****
Agnes ya sabía un poquito sobre el teatro. A veces iba a Lancre la compañía ambulante. Su escenario venía a medir lo mismo que dos puertas, y los «camerinos» consistían en un trozo de arpillera detrás del cual solía haber un hombre intentando cambiarse de pantalones y de peluca al mismo tiempo y otro hombre vestido de rey fumando un cigarrillo a escondidas.
El edificio de la Ópera era casi tan grande como el palacio del Patricio, y mucho más palaciego. Ocupaba tres acres. En el sótano había establos para veinte caballos y dos elefantes. A veces Agnes pasaba ratos allí porque le reconfortaba pensar que los elefantes eran más grandes que ella.
Detrás del escenario había habitaciones tan grandes que dentro de ellas se almacenaban decorados enteros. En alguna parte del edificio había toda una escuela de ballet. Ahora había algunas de las chicas sobre el escenario, horribles con sus jerséis de lana y ensayando un número.
El interior de la Ópera —por lo menos el interior de los bastidores— le recordaba mucho a Agnes al reloj que su hermano había desmontado para encontrar lo que hacía tictac. Apenas se podía considerar un edificio. Era más bien una máquina. Decorados y telones y sogas que colgaban en la oscuridad como cosas espantosas en un sótano abandonado. El escenario no era más que una parte diminuta del lugar, un pequeño rectángulo de luz en una oscuridad enorme y complicada llena de maquinaria importante...
Una mota de polvo cayó flotando desde la negrura que se extendía a lo alto. Ella se la sacudió de encima.
—Me ha parecido oír a alguien ahí arriba —dijo.
—¡¡Probablemente es el Fantasma!! —exclamó Christine—. ¡Tenemos uno, ya sabes! ¡¡Oh, he dicho tenemos!!. ¡¿No es emocionante?!
—Un hombre con la cara cubierta por una máscara blanca —dijo Agnes.
—¡¿Oh?! Entonces, ¡¿ya has oído hablar de él?!
—¿Qué? ¿De quién?
—¡¡Del Fantasma!!
Maldición, pensó Agnes. Aquello siempre la pillaba desprevenida. Justo cuando ya pensaba que había dejado todo eso atrás. Sabía cosas sin saber muy bien por qué. Aquello incomodaba a la gente. Y ciertamente la incomodaba a ella.
—Oh, yo... supongo que alguien me lo debe de haber dicho —murmuró.
—¡¡Dicen que se mueve invisiblemente por el edificio de la Ópera!!. En un momento dado está en el paraíso y de pronto está en alguna parte de los camerinos!! ¡¡Nadie sabe cómo lo hace!!
—¿En serio?
—¡¡Dicen que ve todas las actuaciones!! ¡Es por eso que nunca venden entradas para el Palco Ocho, ¿sabes?!
—¿El Palco Ocho? —preguntó Agnes—. ¿Qué es un palco?
—¡Los palcos! ¿No lo sabes? ¡¡Es donde se sientan los espectadores con más clase!! ¡Mira, ven, que te lo enseño!
Christine se dirigió resueltamente hacia el frente del escenario e hizo un gesto grandioso con la mano en dirección al auditorio vacío.
—¡Los Palcos! —dijo—. ¡Ahí! ¡Y ahí arriba, el paraíso!
Su voz rebotó en la pared lejana.
—¿Y la gente con más clase no está en el paraíso? Suena como si...
—¡Oh, no! ¡La gente con más clase está en los Palcos! ¡O posiblemente en el patio! ¡Se entra por los vomitorios!
Agnes señaló con el dedo.
—¿Quién se pone ahí abajo? Desde ahí se debe de ver bien...
—¡¡No seas tonta!! ¡¡Eso es el Foso!! ¡¡Es para los músicos!! —Bueno, al menos eso sí tiene lógica. Esto... ¿Cuál es el Palco Ocho?
—¡No lo sé! ¡¡Pero dicen que si alguna vez se venden asientos en el Palco Ocho habrá una tragedia espantosa!! ¡¿A que es romántico?!
Por alguna razón el ojo práctico de Agnes se vio atraído por la enorme lámpara de araña que colgaba sobre el auditorio como un fantástico monstruo marino. Su gruesa soga desaparecía en la oscuridad que había cerca del techo.
Las cuentas de cristal tintineaban.
Otro destello de aquel poder que Agnes hacía siempre todo lo posible por reprimir le hizo vislumbrar mentalmente una imagen traicionera.
—Eso es lo más parecido que he visto en mi vida a un accidente esperando a ocurrir —murmuró.
—¡¡Estoy segura de que estamos totalmente a salvo!! —gorjeó Christine—. Estoy segura de que no permitirían...
Se oyó un acorde que hizo temblar el escenario. La araña de luces tintineó y cayó más polvo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Agnes.
—¡¡Ha sido el órgano!! ¡¡Es tan grande que está detrás del escenario!! ¡¡Venga, vamos a verlo!!
Otros miembros del personal corrían ahora en dirección al órgano. Cerca del mismo había un cubo volcado y un charco cada vez más grande de pintura verde.
Un carpintero extendió el brazo junto a Agnes y recogió un sobre que alguien había dejado sobre el asiento del órgano.
—Es para el jefe —dijo.
—Cuando me reparten el correo a mí, el cartero normalmente solo llama a la puerta —dijo una bailarina, y soltó una risita.
Agnes levantó la vista. En la oscuridad mohosa colgaban perezosamente varias sogas. Por un momento le pareció ver un destello de color blanco que desapareció enseguida.
Había una forma, apenas visible, enredada entre las cuerdas.
Una gota de algo húmedo y pegajoso cayó sobre el teclado.
La gente ya estaba gritando cuando Agnes metió el brazo entre ellos, mojó el dedo en el charquito que iba creciendo y lo olió.
—¡Es sangre! —exclamó el carpintero.
—Es sangre, ¿verdad? —dijo un músico.
—¡¡Sangre!! —gritó Christine—. ¡¡Sangre!!
Era el terrible destino de Agnes mantener la sangre fría en medio de las crisis. Volvió a olerse el dedo.
—Es trementina —dijo Agnes—. Ejem. Perdone. ¿Me equivoco?
Arriba en el enredo de cuerdas la figura gimió.
—¿No deberíamos bajarlo? —añadió ella.
*****
Candido Tarugo era un humilde leñador. No es que fuera humilde porque fuera leñador. Seguiría siendo bastante humilde aunque fuera propietario de cinco aserraderos. Simplemente era de naturaleza humilde.
Y estaba amontonando sin ninguna pretensión unos cuantos troncos en el punto donde el camino de Lancre se unía al camino principal de la montaña, cuando vio que una carreta de granja se detenía traqueteando y bajaban de ella dos señoras ancianas vestidas de negro. Las dos llevaban una escoba en una mano y un saco en la otra.
Estaban discutiendo. No era una pelea a gritos, sino una riña crónica que claramente había empezado hacía tiempo y se había aposentado para el resto de la década.
—A ti ya te está bien, pero los tres dólares son míos así que no entiendo por qué no puedo decidir yo cómo vamos.
—A mí me gusta volar.
—Y yo te digo que en esta época del año hace demasiado viento para ir en escoba, Esme. La brisa se te mete en sitios de los que no me atrevo ni a hablar.
—¿De verdad? No me imagino qué sitios deben de ser, entonces.
—¡Oh, Esme!
—No me vengas con «Oh, Esme». No fui yo a quien se le ocurrió el Entretenido Bizcocho Borracho Nupcial con Dedos Esponjosos Especiales.
—Además, a Greebo no le gusta ir en escoba. Tiene el estómago delicado.
Tarugo vio que uno de los sacos se movía de forma perezosa.
—Gytha, yo lo he visto comerse media mofeta, así que no me hables de su estómago delicado —dijo Yaya, a quien no le gustaban los gatos por una cuestión de principios—. En todo caso ha estado haciendo Eso otra vez.
Tata Ogg agitó las manos sin darle importancia.
—Oh, solamente hace Eso a veces, cuando está arrinconado de verdad —dijo.
—Pues hizo Eso la semana pasada en el gallinero de la vieja señora Grope. Ella entró para ver qué era todo aquel jaleo y él hizo Eso delante de ella. La pobre tuvo que ir a tumbarse.
—Probablemente él estuviera más asustado que ella —dijo Tata a la defensiva.
—Eso es lo que pasa cuando uno coge ideas raras de lugares extranjeros —dijo Yaya—. Ahora tienes un gato que... ¿Sí, qué quiere?
Tarugo se les había acercado tímidamente y las estaba rondando con esa especie de medio encogimiento de quien intenta llamar la atención al mismo tiempo que procura no molestar.
—¿Están esperando la diligencia, señoras?
—Sí —respondió la más alta de las dos ancianas.
—Ejem, me temo que la siguiente diligencia no para aquí. No para hasta Arroyos de Cesta.
Ellas le dedicaron un par de miradas corteses.
—Gracias —dijo la más alta. Y se volvió hacia su compañera.
—Le dio un susto de los gordos, en todo caso. No me atrevo a pensar qué va a aprender esta vez.
—Se pone triste cuando me voy. No come nada que le dé otra persona.
—Es porque intentan envenenarlo, y no me extraña.
Tarugo negó con la cabeza tristemente y vagó de vuelta a su montón de troncos.
El carruaje apareció cinco minutos después por el recodo y a toda velocidad. Llegó a la altura de las mujeres...
...y se detuvo. Es decir, los caballos intentaron quedarse quietos y las ruedas se bloquearon.
No fue tanto un derrapaje como un giro, y el vehículo se quedó finalmente quieto a unos cincuenta metros camino abajo, con el cochero encima de un árbol.
Las mujeres pasearon hacia él, sin dejar de discutir.
Una de ellas pinchó al cochero con su escoba.
—Dos billetes a Ankh-Morpork, por favor.
El tipo aterrizó en el camino.
—¿Qué quieren decir con eso de dos billetes a Ankh-Morpork? ¡La diligencia no tiene parada aquí!
—Pues a mí me parece que está parada.
—¿Han hecho ustedes algo?
—¿Cómo, nosotras?
—Escuche, señora, aunque yo hiciera parada aquí, los billetes valen cuarenta puñeteros dólares por cabeza.
—Oh.
—¿Por qué tienen escobas? —Gritó el cochero—. ¿Son brujas?
—Sí. ¿Tienen algún tratamiento especial para las brujas?
—Sí, ¿qué les parece «viejas arpías metomentodos y liantes»?
Tarugo tuvo la sensación de que debía de haberse perdido parte de la conversación, porque el resto de la misma fue como sigue:
—¿Qué estaba diciendo, joven?
—Dos billetes de obsequio a Ankh-Morpork, señora. No hay problema.
—Asientos interiores, espero. Nada de viajar en el techo.
—Por supuesto, señora. Perdone un momento mientras me postro sobre el polvo para que usted pueda subir, señora.
Tarugo asintió felizmente para sí mismo mientras el carruaje se alejaba. Era bonito ver que los buenos modales y la cortesía seguían vivos.
*****
Con grandes dificultades y muchos gritos y desenredamiento de cuerdas en lo alto, bajaron la figura al escenario.
Estaba empapado de pintura y trementina. El público creciente, compuesto por personal fuera de servicio y gente que hacía novillos de los ensayos, se agolpó a su alrededor.
Agnes se arrodilló, le aflojó la camisa y trató de desenrollarle la cuerda que tenía enredada en torno al brazo y el cuello.
—¿Alguien le conoce? —dijo.
—Es Tommy Cripps —dijo un músico—. Pinta decorados.
Tommy gimió y abrió los ojos.
—¡Lo he visto! —murmuró—. ¡Era horrible!
—¿Qué has visto? —dijo Agnes. Y de pronto tuvo la sensación de haberse entrometido en una conversación privada. Alrededor de ella hubo un balbuceo de voces.
—¡Giselle dijo que lo vio la semana pasada!
—¡Está aquí!
—¡Está sucediendo otra vez!
—¡¿Estamos todos condenados?!. -chilló Christine.
Tommy Cripps agarró del brazo a Agnes.
—¡Tiene una cara como la muerte!
—¿Quién?
—¡El Fantasma!
—¿Qué fant...?
—¡De hueso blanco! ¡No tiene nariz!
Un par de bailarinas se desmayaron, pero con cuidado, como si no quisieran mancharse la ropa.
—Entonces, ¿cómo...? —empezó Agnes.
- ¡Yo también lo he visto!
Al escuchar aquel pie, la compañía se dio la vuelta.
Había un anciano cruzando el escenario. Llevaba un vetusto sombrero de copa y cargaba con un saco al hombro, mientras que con la mano libre hacía los gestos innecesariamente expansivos de alguien que está en posesión de una información espantosa y se muere de ganas por poner de punta todos los pelos cercanos. El saco debía de contener algo vivo, porque estaba dando botes.
—¡Yo lo vi! ¡Oooooooooh, sí! ¡Con su enorme capa negra y su cara blanca sin ojos pero con dos agujeros donde tendrían que estar los ojos! ¡Oooooooh! Y...
—¿Llevaba una máscara? —preguntó Agnes.
El anciano hizo una pausa y clavó en ella esa mirada lúgubre reservada a todos aquellos que insisten en inyectar una nota de cordura cuando las cosas se están poniendo interesantemente horrendas.
—¡Y no tenía nariz! —continuó, sin hacer caso de ella.
—Eso acabo de decirlo yo —murmuró Tommy Cripps, en tono más bien molesto—. Ya les he dicho eso. Ya sabían eso.
—Si no tenía nariz, ¿cómo ol...? —empezó a decir Agnes, pero nadie la estaba escuchando.
—¿Has mencionado lo de los ojos? —preguntó el anciano.
—Estaba a punto de llegar a lo de los ojos —respondió Tommy bruscamente—. Sí, tenía unos ojos como...
—Escuchad, ¿estamos hablando de alguna clase de máscara? —dijo Agnes.
Ahora todo el mundo le estaba dedicando la clase de mirada que reciben los ufólogos cuando dicen de repente: «Eh, si te haces sombra con la mano puedes ver que después de todo no era más que una bandada de ocas».
El hombre del saco tosió y recuperó la compostura.
—Como agujeros enormes, eran... —empezó a decir, pero estaba claro que le habían echado todo por tierra—. Agujeros enormes —dijo en tono amargo—. Eso es lo que vi. Y no tenía nariz, podría añadir, muchísimas gracias a todos.
—¡Es el Fantasma de nuevo! —exclamó un tramoyista.
—Saltó desde detrás del órgano —dijo Tommy Cripps—. Y antes de poder hacer nada ya tenía yo una soga alrededor del cuello y estaba colgando cabeza abajo.
La compañía miró al hombre con el saco, en caso de que fuera capaz de retrucar aquello.
—Grandes y enormes ojos negros —consiguió decir, ciñéndose a lo que sabía.
—Muy bien, a ver, todo el mundo, ¿qué está pasando aquí?
Una figura imponente salió a zancadas de los bastidores. Tenía el pelo negro largo y suelto, cuidadosamente cepillado para darle un estilo descuidadamente removido, pero la cara que había debajo era la cara de un organizador. Señaló con la cabeza al anciano del saco.
—¿Qué está mirando, señor Pounder?
El anciano bajó la vista.
—Yo sé lo que he visto, señor Salzella —dijo—. Yo veo pero que muchas cosas, sí señor.
—Todo lo que sea visible a través del fondo de una botella, no me cabe duda, viejo depravado. ¿Qué le ha pasado a Tommy?
—¡Ha sido el Fantasma! —dijo Tommy, feliz de estar de nuevo en el centro del escenario-¡Se me ha tirado encima, señor Salzella! Creo que tengo la pierna rota —se apresuró a añadir, con la voz de alguien que acaba de darse cuenta de las oportunidades de librarse de trabajar que ofrecía la situación.
Agnes esperaba que el recién llegado dijera algo así como «¿Fantasmas? Eso no existe». Tenía la clase de cara que decía aquello.
En cambio, lo que dijo fue:
—Así que ha vuelto, ¿eh? ¿Adonde ha ido?
—No lo he visto, señor Salzella. ¡Se ha marchado dando otro salto!
—Que unos ayuden a Tommy a bajar hasta la cantina —dijo Salzella—. Y que alguien más vaya a buscar a un médico.
—No tiene la pierna rota —dijo Agnes—. Pero la cuerda le ha hecho un rasguño bastante feo en el cuello y tiene la oreja llena de pintura.
—¿Y usted qué sabe de esto, señorita? —preguntó Tommy. No le daba la impresión de que la oreja llena de pintura tuviera las mismas posibilidades que la pierna rota.
—He... esto... recibido algo de formación —respondió Agnes, y luego añadió a toda prisa— Es un rasguño grave, sin embargo, y por supuesto puede haber alguna conmoción posterior.
—El coñac va muy bien para eso, ¿verdad? —Dijo Tommy— A lo mejor podéis probar a echarme un poco entre los labios.
—Gracias, Perdita. El resto volved a lo que estabais haciendo —dijo Salzella.
—Enormes agujeros negros —dijo el señor Pounder— Muy grandes.
—Sí, gracias, señor Pounder. Ayude a Ron con el señor Cripps, ¿quiere? Perdita, usted venga aquí. Y usted, Christine.
Las dos chicas fueron a donde estaba el director musical.
—¿Ustedes han visto algo? —dijo Salzella.
—¡¡Yo he visto una criatura enorme que batía unas alas gigantescas y que tenía unos agujeros muy grandes donde debería tener los ojos!! —dijo Christine.
—Yo me temo que solamente he visto algo blanco en el techo —dijo Agnes—. Lo siento.—Y se ruborizó, consciente de lo inútil que había sonado aquello. Perdita habría visto una figura misteriosa con una capa o al menos algo... algo interesante.
Salzella le dedicó una sonrisa.
—¿Quiere decir que usted solamente ve las cosas que están ahí de verdad? —dijo—. Veo que no lleva mucho tiempo en la ópera, querida. Pero debo decir que me complace tener a una persona con la cabeza clara por aquí para variar...
—¡Oh, no! -gritó alguien.
—¡¡Es el Fantasma!! —chilló Christine automáticamente.
—Esto... Es el joven que hay detrás del órgano —dijo Agnes—. Lo siento.
—Además de tener la cabeza clara es observadora —dijo Salzella—. Mientras que puedo ver que usted, Christine, va a encajar perfectamente aquí. ¿Qué problema hay, André?
Un joven rubio asomó desde el otro lado de los tubos del órgano.
—Alguien ha estado destrozando cosas, señor Salzella —dijo con tono lastimero—. Las ventanillas y la lengüetera y todo. Completamente estropeado. Estoy seguro de que no voy a ser capaz de sacarle ningún sonido. Y no tiene precio.
Salzella suspiró.
—Muy bien. Se lo diré al señor Balde —dijo—. Gracias a todos.
Se despidió lúgubremente de Agnes con la cabeza y salió a zancadas.
*****
—No tendrías que hacer eso a la gente —dijo Tata Ogg de forma más bien vaga, mientras la diligencia empezaba a acelerar.
Miró a su alrededor con una sonrisa amplia y amigable dirigida a los ocupantes, ahora considerablemente despeinados, del carruaje.
—Buenos días —dijo, hurgando en su saco—. Soy Gytha Ogg, tengo quince hijos, esta es mi amiga Esme Ceravieja, vamos a Ankh-Morpork, ¿a alguien le apetece un sándwich de huevo? He traído bastantes. El gato ha estado durmiendo encima pero están bien, miren, se pueden enderezar sin problema. ¿No? Como quieran, yo ya se lo he ofrecido. Veamos qué más tenemos... Ah, ¿alguien tiene un abridor para una botella de cerveza? —Un hombre sentado en un rincón indicó que tal vez podía tener tal cosa.
—Bien —dijo Tata Ogg—. ¿Alguien tiene algo con que beber una botella de cerveza?
Otro hombre asintió, esperanzado.
—Bien —dijo Tata Ogg—. Y ahora, ¿alguien tiene una botella de cerveza?
Yaya, que por una vez no era el centro de atención ya que todas las miradas horrorizadas estaban posadas en Tata y en su saco, examinó al resto de ocupantes del carruaje.
La diligencia rápida cruzaba las Montañas del Carnero y recorría todo el mosaico de pequeños países que había más allá. Si costaba cuarenta dólares solamente desde Lancre, entonces a aquella gente les debía de haber costado mucho más. ¿Qué clase de gente se gastaba la mayor parte del salario de dos meses solamente en viajar deprisa e incómodos?
El hombre flaco que estaba sentado agarrando su bolsa era probablemente un espía, decidió. El hombre gordo que había ofrecido un vaso parecía que se dedicaba a las ventas. Tenía la complexión desagradable de alguien que le había dado a demasiadas botellas pero había fallado a demasiadas comidas.
Estaban todos apretados en su asiento porque el resto del mismo estaba ocupado por un hombre de proporciones casi hechiceriles. No pareció haberse despertado cuando el carruaje se detuvo. Tenía la cara tapada con un pañuelo. Estaba roncando con la misma regularidad que un geiser y parecía que las únicas preocupaciones que podía tener en el mundo eran una tendencia a que los objetos pequeños gravitaran hacia él y alguna que otra marea de vez en cuando.
Tata Ogg continuó hurgando en su bolsa y, tal como le pasaba cuando estaba preocupada, la boca se le había conectado a los globos oculares sin que su cerebro interviniera para nada.
Estaba acostumbrada a viajar en escoba. Los viajes largos por tierra eran una novedad para ella, así que se había preparado meticulosamente.
—... Vamos a veeer... libro de pasatiempos para viajes largos... cojín... polvo para los pies... trampa para mosquitos... libro de frases... bolsa para vomitar... oh, cielos...
El público, que en contra de todo pronóstico había conseguido apretarse todavía más lejos de Tata durante aquella letanía, esperó ahora con interés horrorizado.
—¿Qué? —dijo Yaya.
—¿Cada cuánto crees que para este carruaje?
—¿Qué pasa?
—Tendría que haber ido antes de subir. Lo siento. Son las sacudidas. ¿Alguien sabe si hay baño en este sitio? —añadió en tono jovial.
—Esto... —dijo el que probablemente era un espía—, por lo general esperamos a la siguiente parada, o bien... —se detuvo. Había estado a punto de añadir «Siempre está la ventanilla», lo cual era una opción masculina en los tramos rurales con más baches, pero se detuvo al comprender lleno de horror que aquella anciana espantosa era capaz de considerar en serio aquella posibilidad.
—Ya falta muy poco para Ohulan —dijo Yaya, que estaba intentando echar una cabezada—. Espérate.
—Esta diligencia no tiene parada en Ohulan —dijo el espía en tono solícito.
Yaya Ceravieja levantó la cabeza.
—O sea, no la tenía hasta ahora —dijo el espía.
*****
El señor Balde estaba sentado en su despacho intentando entender los libros de contabilidad de la ópera.
No tenían ninguna clase de sentido. El consideraba que leer un balance se le daba tan bien como a cualquiera, pero aquellos libros eran a la contabilidad lo que la arenilla es a los mecanismos de relojería.
A Seldom Balde siempre le había gustado la ópera. No la entendía y nunca la había entendido, pero tampoco entendía el océano y sin embargo también le gustaba. Había contemplado la adquisición como, bueno, como algo que hacer, una especie de trabajo de jubilación. La oferta había sido demasiado buena para pasarla por alto. Las cosas se habían vuelto bastante duras en el negocio de la venta al por mayor de los derivados de la leche y el queso, y él había puesto sus esperanzas en los climas más tranquilos del mundo del arte.
Los propietarios anteriores habían programado buenas óperas. Era una lástima que su genialidad no se hubiera extendido también a la contabilidad. Parecía que se habían dedicado a sacar dinero de las cuentas cada vez que alguien lo necesitaba, el sistema de registros financieros consistía mayormente en notas escritas en pedazos de papel arrancados que decían: «He cogido 30$ para pagar a Q. Te veo el lunes. R». ¿Quién era R? ¿Quién era Q? ¿Para qué era el dinero? En el mundo del queso no se podía salir adelante haciendo esas cosas.
Levantó la vista al abrirse la puerta.
—Ah, Salzella —dijo—. Gracias por venir. ¿No sabrá usted quién es Q, por casualidad?
—No, señor Balde.
—¿Y R?
—Me temo que no. —Salzella cogió una silla.
—Me ha llevado toda la mañana, pero por fin he averiguado que gastamos más de mil quinientos dólares al año en zapatillas de ballet —dijo Balde, agitando un papel en el aire. Salzella asintió.
—Sí, las desgastan bastante por la puntera.
—¡Pero eso es ridículo! ¡Yo todavía tengo un par botas que eran de mi padre!
—Pero las zapatillas de ballet, señor, son casi como guantes para los pies —explicó Salzella.
—¡A mí me lo cuenta! ¡Van a siete dólares el par y apenas duran nada! ¡Unas pocas actuaciones! ¡Tiene que haber alguna manera de que podamos ahorrar algo...!
Salzella clavó en su nuevo jefe una mirada larga y fría —¿Tal vez podemos pedirles a las chicas que pasen más tiempo en el aire? —dijo—. ¿Unos cuantos grand jetés extra?
Balde pareció perplejo.
—¿Y eso funcionaría? —preguntó en tono receloso.
—Bueno, sus pies no pasarían tanto tiempo en el suelo, verdad? —dijo Salzella, en el tono de alguien que sabe con certeza que es mucho más inteligente que cualquier otra persona de la habitación.
—Bien pensado. Bien pensado. Hable con la directora del ballet, ¿quiere?
—Por supuesto. Estoy seguro de que aceptará de buen grado la sugerencia. Es posible que acabe usted de reducir los costes a la mitad de un solo plumazo.
Balde sonrió, encantado.
—Lo cual tal vez ya irá bien —dijo Salzella—. De hecho, hay otra cuestión de la que he venido a hablarle...
—¿Si?
—Tiene que ver con el órgano que teníamos.
—¿Teníamos? ¿Cómo que teníamos? -Dijo Balde, y añadió—: Va usted a decirme algo caro, ¿verdad? ¿Qué es lo que tenemos ahora?
—Muchos tubos y varios teclados —dijo Salzella—. El resto ha sido destrozado.
—¿Destrozado? ¿Por quién?
Salzella se reclinó hacia atrás en su asiento. No era un hombre a quien le resultara fácil divertirse, pero se dio cuenta de que se lo estaba pasando en grande con aquello.
—Dígame —dijo—. Cuando el señor Pnigeus y el señor Cavaille le vendieron esta Ópera, ¿mencionaron algo... sobrenatural?
Balde se rascó la cabeza.
—Bueno... sí. Después de que yo firmara y pagara, como si fuera una broma, dijeron: «Ah, y por cierto, la gente dice que hay un hombre vestido de etiqueta que ronda el lugar, jajá, ridículo, ¿no?, esta gente del teatro, es que son como niños, jajá, pero tal vez descubra usted que les hace felices que el Palco Ocho se quede siempre vacío en las noches de estreno, jajá». Lo recuerdo bastante bien. Darle a alguien treinta mil dólares ayuda un poco a concentrar la memoria. Y entonces se marcharon. En un carruaje bastante rápido, ahora que lo pienso.
—Ah —dijo Salzella, y a punto estuvo de sonreír—. Bueno, ahora que la tinta está seca, me pregunto si puedo explicarle los detalles precisos...
*****
Los pájaros cantaban. El viento hacía sonar las vainas de las semillas de las flores del páramo.
Yaya Ceravieja hurgaba en las zanjas a ver si había alguna hierba interesante por el lugar.
En lo alto de las colinas, un águila ratonera chillaba y volaba en círculos.
El carruaje estaba a un lado del camino, a pesar del hecho que debería estar avanzando a toda velocidad por lo menos a treinta kilómetros de allí.
Por fin Yaya se aburrió y se acercó sigilosamente a un grupo de arbustos de aulaga
—¿Cómo va eso, Gytha?.
—Bien, bien —dijo una voz apagada.
—Es que me parece que el cochero se está impacientando un poco.
—No se le pueden meter prisas a la Naturaleza —dijo Tata Ogg.
—Bueno, no me culpes a mí. Fuiste tú quien dijo que hacía demasiado viento para ir en escoba.
—¿Por qué no haces algo de provecho, Esme Ceravieja —dijo la voz procedente de los arbustos—, y me haces el favor de irme a buscar todas las plantas de acedera o de bardana que haya por aquí cerca, muchas gracias?
—¿Hierbas? ¿Qué planeas hacer con ellas?
—Planeo decir: «Qué alegría, hojas grandes, justo lo que necesito».
*****
A cierta distancia de los arbustos donde Tata Ogg estaba entrando en comunión con la Naturaleza había, plácido bajo el cielo otoñal, un lago.
Entre las cañas, un cisne se estaba muriendo. O por lo menos le tocaba morirse.
La Muerte estaba sentado en la orilla.
MIRA, DIJO, YO SE COMO FUNCIONA. LOS CISNES CANTAN UNA SOLA VEZ, HERMOSAMENTE, ANTES DE MORIR. DE AHÍ VIENE PRECISAMENTE LA EXPRESIÓN «CANTO DEL CISNE». ES MUY CONMOVEDOR. AHORA PROBÉMOSLO OTRA VEZ...
Sacó un diapasón de los sombríos recovecos de su túnica y lo hizo sonar contra el lado de su guadaña.
AQUÍ TIENES TU NOTA.
—Nanay —dijo el cisne, negando con la cabeza.
¿POR QUÉ HACER QUE ESTO SEA DIFÍCIL?
—Aquí estoy a gusto —dijo el cisne.
—ESO NO TIENE NADA QUE VER.
—¿Sabías que le puedo romper el brazo a un hombre con un golpe de mi ala?
¿Y SI EMPIEZO YO POR TI? ¿CONOCES «DOS GARDENIAS»?
—¡Eso no es más que una tonadilla de barbería! ¡Resulta que soy un cisne!
¿Y «EL VINO QUE TIENE ASUNCIÓN»? La Muerte carraspeó. EL VINO QUE TIENE ASUNCIÓN NO ES BLANCO NI...
—¿Eso es una canción? —susurró molesto el cisne, y se meció de una pata arrugada a la otra—. No sé quién es usted, caballero, pero en el sitio del que yo vengo tenemos mejor gusto para la música.
¿DE VERDAD? ¿TE IMPORTARÍA ENSEÑARME UN EJEMPLO?
—¡Nanay!
MIERDA.
—Pensabas que me habías pillado con esa, ¿verdad? —Dijo el cisne—. Pensabas que me habías tomado el pelo, ¿eh? Pensabas que me lanzaría sin más a un par de compases de la Canción del Vendedor Ambulante de Lohenshaak, ¿eh?
ESA NO ME LA SÉ.
El cisne tomó un aliento profundo y laborioso.
—Es la que dice: «¡Schneide meinen eigenen Hals...!».
GRACIAS, dijo la Muerte. La guadaña se movió.
—¡Cabrón!
Un momento más tarde el cisne salió de su cuerpo y agitó unas alas nuevas pero ligeramente transparentes.
—¿Y ahora qué?
DEPENDE DE TI. SIEMPRE DEPENDE DE TI.
*****
El señor Balde permaneció reclinado hacia atrás en su sillón de cuero chirriante con los ojos cerrados hasta que su director musical terminó.
—Vale —dijo Balde—. A ver si lo he entendido bien. Hay un Fantasma. Cada vez que alguien pierde un martillo en este sitio, es porque lo ha robado el Fantasma. Cada vez que alguien desafina una nota, es por el Fantasma. Pero también, cada vez que alguien encuentra un objeto perdido, es por el Fantasma. Siempre que alguien tiene una escena muy buena, debe de ser el Fantasma. Se puede decir que viene con el edificio, igual que las ratas. De vez en cuando alguien lo ve, pero solamente durante un momento porque va y viene como... bueno, como un Fantasma. Al parecer le dejamos usar el Palco Ocho gratis en todas las noches de estreno. ¿Y dice usted que a la gente le cae bien?
—«Caer bien» no es la expresión más adecuada —dijo Salzella— Sería más correcto decir que... bueno, es pura superstición, claro, pero creen que trae buena suerte. O lo creían, por lo menos.
Y tú no entiendes una palabra de esto, ¿verdad, tosco vendedor de quesos de las narices?, añadió para sí mismo. El queso no es más que queso. La leche se pudre ella sola. No hace falta que provoques el proceso chinchando a varios centenares de personas hasta que les salten los nervios...
—Buena suerte —dijo Balde cansinamente.
—La suerte es muy importante —dijo Salzella, con una voz donde flotaba la paciencia dolorida como un cubito de hielo—. Me imagino que el temperamento no debe de ser un factor importante en el negocio de los quesos, ¿verdad?
—Confiamos en el cuajo —dijo Balde.
Salzella suspiró.
—En todo caso, la compañía cree que el Fantasma trae... buena suerte. Antes enviaba notitas para dar ánimos a la gente. Después de una actuación realmente buena, las sopranos se encontraban una caja de bombones en su camerino, esa clase de cosas. Y flores muertas, por alguna razón.
—¿Flores muertas?
—Bueno, no eran flores propiamente dichas. Les llevaba ramos de tallos de rosas muertas pero sin las rosas. Es una especie de firma que tiene. Se considera que trae buena suerte.
—¿Las flores muertas traen buena suerte?
—Posiblemente. Las flores vivas, por supuesto, traen una suerte terrible en el escenario. Algunos cantantes no las quieren ni en sus camerinos. Así pues... se podría decir que las flores muertas son inofensivas. Extrañas, pero inofensivas. Y se preocupaba porque todo el mundo creía que el Fantasma estaba de su lado. Por lo menos, antes. Hasta hace unos seis meses.
El Señor Balde volvió a cerrar los ojos.
—Cuénteme —dijo.
—Ha habido... accidentes.
—¿Qué clase de accidentes?
—La clase de accidentes que uno prefiere llamar... accidente.
Los ojos del señor Balde permanecían cerrados.
—Como... esa vez en que Reg Plenty y Fred Chiswell se quedaron una noche hasta tarde trabajando allá arriba en las cubetas de cuajamiento y resultó que Reg había estado viendo a la mujer de Fred y de alguna forma... —Balde tragó saliva— de alguna forma debió de tropezar, dijo Fred, y cayó...
—No estoy familiarizado con los caballeros afectados, pero un accidente de esos. Sí.
Balde suspiro.
—Aquel fue uno de los mejores quesos de granja con nueces que hicimos nunca.
—¿Quiere que le hable de los accidentes que tenemos por aquí?
—Estoy seguro de que va usted a hacerlo.
—Una costurera se cosió a sí misma a la pared. A un ayudante de director de escena lo encontraron apuñalado con una espada de atrezo. Ah, y será mejor que no le cuente lo que le pasó al hombre que operaba la trampilla. Y todo el plomo que desapareció misteriosamente del techo, aunque personalmente no creo que eso fuera obra del Fantasma.
—¿Y todo el mundo... llama a estas cosas... accidentes?
—Bueno, usted quería vender su queso, ¿verdad? No me imagino nada que pudiera hundir tanto el negocio como la de que la gente está cayendo como moscas entre bambalinas.
Se sacó un sobre del bolsillo y lo colocó sobre la mesa.
—Al Fantasma le gusta dejar pequeños mensajes —dijo—. Había uno junto al órgano. Un pintor de decorados lo vio cuando lo dejaba y... a punto estuvo de tener un accidente.
Balde olió el sobre. Apestaba a trementina.
La carta de dentro estaba en una hoja de papel con el membrete de la Ópera. En una caligrafía pulcra y hermosa, decía:
¡Jajajajajajaja! ¡Jajajajajajaja!
¡Jajajajajaja! ¡¡¡¡¡CUIDADO!!!!!
Suyo afectísimo,
El fantasma de la Ópera
—¿Qué clase de persona —dijo Salzella con paciencia— se sienta y se pone a escribir una risa desquiciada? ¿Y tantos signos de exclamación? ¿Cinco? Señal segura de alguien que lleva los calzoncillos en la cabeza. La ópera puede hacerle eso a cualquiera. Mire, por lo menos registremos el edificio. Los sótanos no se acaban nunca. Voy a necesitar una barca...
—¿Una barca? ¿En el sótano?
—Oh. ¿Es que no le han hablado de los subsótanos?
Balde sonrió con la sonrisa radiante y desquiciada del que empieza a acercarse también a los signos de exclamación dobles.
—No —dijo—. No me han hablado de los subsótanos. Estaban demasiado ocupados no hablándome de que alguien va por ahí matando a la compañía. No recuerdo a nadie que dijera: «Ah, por cierto, la gente se muere mucho últimamente, y a propósito, hay un poco de humedad...».
—Están inundados.
—¡Qué bien! —Dijo Balde—. ¿De qué? ¿De cubos de sangre?
—¿Es que no ha echado un vistazo?
—¡Me dijeron que los sótanos estaban bien!
—¿Y usted les creyó?
—Bueno, había bastante champán dando vueltas...
Salzella suspiró.
Balde se ofendió por el suspiro.
—Resulta que me enorgullezco de ser un buen juez del carácter humano —dijo—. Mirar fijamente a un hombre a los ojos y darle un buen apretón de manos basta para saberlo todo de él.
—Sí, ya lo creo —dijo Salzella.
—Oh, mierda... El signore Enrico Basilica llegará pasado mañana. ¿Cree que le puede suceder algo?
—Oh, no gran cosa. Tal vez le rebanen el cuello.
—¿Qué? ¿Eso cree?
—¿Cómo lo voy a saber?
—¿Y qué quiere que haga yo? ¿Que cierre la Ópera? ¡Tal como yo lo veo, ya no produce mucho dinero en su situación actual! ¿Por qué no se lo ha dicho nadie a la Guardia?
—Eso sería peor todavía —dijo Salzella—. Trolls enormes con cotas de malla oxidadas pisoteándolo todo, estorbando a todo el mundo y haciendo preguntas estúpidas. Nos arruinarían.
Balde tragó saliva.
—Oh, no podemos permitir eso —dijo—. No podemos dejar... que pongan a todo el mundo de los nervios.
Salzella se reclinó en su asiento. Pareció relajarse un poco.
—¿De los nervios? Señor Balde —dijo—. Esto es la ópera. Todo el mundo está de los nervios siempre. ¿Ha oído hablar alguna vez de la curva de catástrofe, señor Balde?
Seldom Balde hizo lo que pudo:
—Bueno, sé que hay un giro espantoso en el camino de...
—Una curva de catástrofe, señor Balde, es la trayectoria que sigue la ópera. La ópera sucede porque una gran cantidad de cosas se ponen de acuerdo milagrosamente para no fallar, señor Balde. Funciona debido al odio y al amor y a los nervios. Todo el tiempo. Esto no es queso. Esto es ópera. Si quería una jubilación tranquila, señor Balde, no tendría que haber comprado la ópera. Tendría que haberse dedicado a algo apacible, corno odontología para cocodrilos.
*****
Tata Ogg se aburría con facilidad. Aunque, por otro lado, también le costaba poco divertirse.
—Está claro que es una forma interesante de viajar —dijo—. Se ven bien los sitios.
—Sí —dijo Yaya—. Cada siete kilómetros, diría yo.
—No sé qué me ha entrado.
—No creo que los caballos hayan podido ni ponerse al trote en toda la mañana.
A estas alturas ya estaban solas salvo por el hombre enorme que roncaba. Los otros dos habían salido y se habían unido a los pasajeros que iban en el techo.
La causa principal de aquello era Greebo. Con ese instinto infalible que tienen los gatos para detectar a la gente que odia a los gatos, había saltado pesadamente al regazo de todos y les había practicado el tratamiento del «joven aaamo de vuelta en la vieeeja plantación». Los había pisoteado hasta someterlos y luego se había echado y se había puesto a dormir, con las garras no lo bastante clavadas como para hacerles sangre pero sí como para sugerir claramente que aquella era una opción en caso de que la persona se moviera o respirase. Y luego, cuando estaba seguro de que se habían resignado a la situación, había empezado a apestar.
Nadie sabía de dónde venía. No era un olor asociado con ningún orificio conocido. Era simplemente que, después de cinco minutos de siesta, el aire de encima de Greebo adquiría un Penetrante olor a alfombras fermentadas.
Ahora lo estaba intentando con el hombre enorme. Y no funcionaba. Por fin Greebo había encontrado una panza demasiado grande para él. Además, las continuas subidas y bajadas lo estaban mareando.
Los ronquidos reverberaban por todo el carruaje.
—No me gustaría estar entre ese y su pudín —dijo Tata Ogg.
Yaya estaba mirando por la ventanilla. Al menos, su cara estaba girada en aquella dirección, pero sus ojos estaban dirigidos al infinito.
—¿Gytha?
—¿Sí, Esme?
—¿Te importa si te hago una pregunta?
—Normalmente no preguntas si me importa —dijo Tata.
—¿No te deprime a veces que la gente no piense como debe hacerse?
Oh-oh, pensó Tata. Me parece que la he cazado justo a tiempo. Menos mal que existe la literatura.
—¿Qué quieres decir? —dijo.
—Me refiero a que siempre están distrayéndose a sí mismos.
—La verdad es que no lo había pensado nunca, Esme.
—Es como... imagínate que yo te digo, Gytha Ogg, que tu casa está ardiendo, ¿qué es lo primero que intentarías sacar?
Tata se mordió el labio.
—Esta es una de esas preguntas de personalidad, ¿verdad? —dijo.
—Eso es.
—De esas en las que intentas adivinar cómo soy por lo que digo.
—Gytha Ogg, te conozco de toda la vida, ya sé cómo eres. No me hace falta adivinarlo. Pero contéstame de todos modos.
—Supongo que me llevaría a Greebo.
Yaya asintió.
—Y eso demuestra que tengo una naturaleza tierna y considerada —siguió Tata.
—No, eso demuestra que eres la clase de persona que intenta averiguar cuál se supone que es la respuesta correcta —dijo Yaya—. Alguien que no es de fiar. Esa es la respuesta más de bruja que he oído en mi vida. Taimada.
Tata puso cara de orgullo.
Los ronquidos dieron paso a un ruido que sonaba como «blurt blurt» y el pañuelo empezó a temblar. —... pudín de melaza, con mucha crema...
—Eh, acaba de decir algo —dijo Tata.
—Habla dormido —dijo Yaya Ceravieja—. Lo ha estado haciendo a ratos.
—¡Es la primera vez que lo oigo!
—Estabas fuera del carruaje.
—Ah
—En la última parada estaba hablando de tortitas con limón— dijo Yaya— Y de puré de patatas con mantequilla.
—Me entra hambre solamente de escucharlo —dijo Tata—. Tengo un pastel de carne en alguna parte de la bolsa...
Los ronquidos se detuvieron en seco. Una mano se levantó y apartó el pañuelo. La cara que había al otro lado era amigable, barbuda y pequeña. Les dedicó a las brujas una sonrisa tímida que se volvió inexorablemente hacia el pastel de carne.
—¿Quiere un trozo, señor? —Preguntó Tata—. También tengo un poco de mostaza.
—Oh, ¿no le importa, querida señora? —dijo el hombre con voz chillona—. No sé cuánto tiempo hace que no pruebo el pastel de carne... Oh, cielos...
Hizo una mueca como si acabara de decir algo que estaba mal y luego se relajó.
—También tengo una botella de cerveza si quiere un traguito —dijo Tata—. Era una de esas mujeres que disfrutan tanto viendo comer a la gente como comiendo ellas mismas.
—¿Cerveza? —Dijo el hombre—. ¿Cerveza? Mire usted, no me dejan beber cerveza. Ja, se supone que la cerveza no va conmigo. Daría lo que fuera por una pinta de cerveza...
—Diga «gracias» y ya está —dijo Tata, pasándosela.
—¿A quién se refiere con eso de que no le dejan? —preguntó Yaya.
—Es culpa mía en realidad —dijo el hombre, en medio de una leve llovizna de cerdo desmenuzado—. Supongo que me dejé pillar...
Hubo un cambio en los ruidos que venían de fuera. Se veían pasar las luces de una ciudad y el carruaje estaba aminorando la marcha.
El hombre se metió lo que quedaba del pastel en la boca y lo hizo bajar con los restos de la cerveza.
—Oooh, qué maravilla —dijo. Luego se reclinó en su asiento y se puso el pañuelo sobre la cara.
Levantó una esquina.
—No le digan a nadie que he hablado con ustedes —dijo—. Pero han hecho un amigo en Henry Babosa.
—¿Y a qué se dedica usted, Henry Babosa? —dijo Yaya con cautela.
—Yo... soy uno de los grandes.
—Sí. Ya lo vemos —dijo Tata Ogg.
—No, quería decir...
La diligencia se detuvo. Se oyó un crujido de grava mientras la gente se bajaba del techo. La puerta se abrió desde fuera.
Yaya vio a una multitud de gente que miraban emocionados por la puerta y estiró el brazo automáticamente para enderezarse el sombrero. Pero entonces aparecieron varias manos tendidas en dirección a Henry Babosa, que se incorporó, sonrió nerviosamente y dejó que lo ayudaran a salir. Varias personas gritaban también un nombre, pero no era el nombre de Henry Babosa.
—¿Quién es Enrico Basilica? —dijo Tata Ogg.
—No lo sé —dijo Yaya—. Tal vez es la persona de la que el señor Babosa tiene miedo.
La posada de la parada de diligencias era una cabaña destartalada, con solamente dos dormitorios para huéspedes. Como ancianitas indefensas que viajaban solas, las brujas consiguieron una, simplemente porque se habría liberado todo el infierno en otro caso.
*****
El señor Balde parecía afligido.
—Puede que para usted sea solo un magnate de los quesos —dijo—. Usted puede pensar que no soy más que un hombre de negocios cabeza cuadrada que no reconocería la cultura aunque se la encontrara flotando en el té, pero llevo muchos años asistiendo a la ópera aquí y en otras partes. Puedo tararear casi entera...
—Estoy seguro de que ha visto mucha ópera —dijo Salzella—. Pero... ¿cuánto sabe de producción?
—He estado entre bastidores en muchos teatros...
—Oh, el teatro —dijo Salzella—. El teatro no tiene nada que ver. La ópera no es teatro con canciones y baile. La ópera es ópera. Usted puede pensar que una producción como Lohenshaak está llena de pasión, pero es un parque infantil comparado con lo que pasa entre bastidores. Los cantantes no pueden ni verse entre ellos, el coro desprecia a los cantantes, ambos odian a los músicos y todo el mundo teme al director de orquesta. Los apuntadores del lado izquierdo no se hablan con los apuntadores del lado derecho, las bailarinas están enloquecidas por el hambre de todas formas, y todo esto no es más que el principio, porque lo que realmente...
Hubo una serie de golpes en la puerta. Eran dolorosamente irregulares, como si el que estuviera llamando se viera obligado a concentrarse mucho.
—Entra, Walter —dijo Salzella.
Walter Plinge entró arrastrando los pies, con un cubo colgando al final de cada brazo.
—¡Vengo a llenar su cubeta de carbón señor Balde!
Balde hizo un gesto vago con la mano y se volvió al director musical.
—¿Me decía?
Salzella miró fijamente a Walter mientras este amontonaba cuidadosamente trozos de carbón dentro de la cubeta, uno a uno.
—¿Salzella?
—¿Qué? Oh, lo siento... ¿Qué estaba diciendo?
—Algo como que todo eso no era más que el principio.
—¿Qué? Ah, sí. Sí... mire, los actores no tienen problemas. Hay muchos papeles para ancianos. Actuar es algo que se puede hacer toda la vida. Y uno hasta mejora. Pero cuando el talento de alguien es cantar o bailar... entonces el tiempo le acecha todo el... —Buscó una palabra en su mente y se conformó lastimosamente con—: tiempo. El tiempo es el veneno. Si va una noche a los bastidores verá a los bailarines mirarse a todas horas en cualquier espejo que haya cerca, en busca de esa primera y minúscula imperfección. Fíjese en los cantantes. Todo el mundo está de los nervios, todo el mundo sabe que esta podría ser su última noche perfecta y que la siguiente puede traer el principio del fin. Es por eso que a todo el mundo le preocupa la suerte, ¿lo ve? Todo eso de que las flores vivas traen mala suerte, ¿se acuerda? Bueno, pues también pasa con el verde. Y con llevar joyas de verdad en el escenario. Y los espejos de verdad en el escenario. Y silbar en el escenario. Y echar vistazos al público a través del telón principal. Y usar maquillaje nuevo en una noche de estreno. Y coser en el escenario, aunque sea en los ensayos. Los clarinetes amarillos en la orquesta traen muy mala suerte, no me pregunte por qué. Y en cuanto a detener una actuación antes de su final, bueno, eso es lo peor de todo. Casi vale más la pena sentarse debajo de una escalera y ponerse a romper espejos.
Detrás de Salzella, Walter colocó cuidadosamente el último trozo de carbón en la cubeta y le quitó el polvo con meticulosidad.
—Dioses benditos —dijo Balde por fin—. Y yo que creía que el mundo del queso era duro.
Hizo un gesto con la mano hacia el montón de papeles y lo que se suponía que era la contabilidad.
—He pagado treinta mil dólares por este sitio —dijo-¡Está en el centro de la ciudad! ¡Un lugar privilegiado! ¡Y yo que pensé que era una ganga!
—Probablemente habrían aceptado veinticinco mil.
—Y cuénteme otra vez lo del Palco Ocho. ¿Dejan que se quede ese Fantasma?
—El Fantasma lo considera suyo todas las noches de estreno, si.
—¿Y cómo entra?
—Nadie lo sabe. Hemos registrado mil veces en busca de entradas secretas.
—¿Y de verdad no paga?
—No.
—¡Vale cincuenta dólares por noche!
—Habrá problemas si lo vende —dijo Salzella.
—¡Por lo más sagrado, Salzella, usted es un hombre culto! ¿Cómo puede quedarse ahí tan tranquilo y aceptar esta clase de locura? Una criatura enmascarada tiene el control de todo, consigue uno de los mejores palcos para él solo, mata a gente, ¿y usted se queda ahí sentado tal cual y me dice que habrá problemas?
—Se lo he dicho: el espectáculo debe continuar.
—¿Por qué? ¡Nosotros nunca decíamos: «el queso debe continuar»! ¿Qué tiene de especial eso de que el espectáculo deba continuar?
Salzella sonrió.
—Tal como yo lo entiendo —dijo—, el... poder que hay detrás del espectáculo, el alma del espectáculo, todo el esfuerzo que se ha invertido en él, llámelo como quiera... sale a borbotones y se derrama por todas partes. Por eso los oye parlotear y decir que «el espectáculo debe continuar». Es que tiene que continuar. Pero la mayor parte de la compañía no entendería siquiera por qué alguien se lo pregunta.
Balde miró el montón de lo que se suponía que eran los libros de contabilidad de la Ópera.
—¡Lo que seguro que no entienden es la contabilidad! ¿Quién lleva las cuentas?
—Todos, en realidad —dijo Salzella.
—¿Todos?
—Se mete el dinero, se saca el dinero... —dijo Salzella en tono vago—. ¿Es importante?
Balde se quedó boquiabierto.
—¿Qué si es importante?
—Porque —continuó Salzella, en tono tranquilo— la ópera no da dinero. La ópera nunca da dinero.
—¡Por lo más sagrado, hombre! ¿Que si es importante? Me gustaría saber qué habría conseguido yo en el negocio del queso si hubiera dicho que el dinero no era importante. Salzella forzó una sonrisa.
—Hay gente ahora mismo sobre el escenario, señor —dijo—. Que dirían que es probable que usted hubiera hecho quesos mejores. —Suspiró y se inclinó sobre la mesa—. Entiéndalo —dijo—. El queso da dinero. Y la ópera no. La ópera es en lo que uno se gasta dinero.
—Pero... ¿y qué es lo que se obtiene?
—Se obtiene ópera. Uno invierte dinero, fíjese, y lo que sale es ópera —dijo Salzella en tono cansino.
—¿No hay beneficio?
—Beneficio... beneficio —murmuró el director musical, rascándose la frente—. No, creo que no me suena la palabra.
—Entonces, ¿cómo saldremos adelante?
—Parece que vamos tirando.
Balde se sujetó la cabeza con las manos.
—O sea —murmuró, medio para sí mismo—. Sabía que este sitio no daba mucho, pero pensaba que era solamente porque estaba mal gestionado. ¡Tenemos mucho público! ¡Cobramos una pasta por las entradas! ¡Y ahora me dice que corre por aquí un Fantasma que mata a la gente y que ni siquiera ganamos dinero!
Salzella sonrió, feliz.
—Ah, la ópera -dijo.
*****
Greebo acechaba sobre los tejados de la posada.
La mayoría de gatos se sienten nerviosos e incómodos cuando se los saca de su territorio, razón por la cual los libros de gatos recomiendan ponerles mantequilla en las patas y esas cosas, presumiblemente porque resbalar constantemente contra paredes desviará la mente del animal de la cuestión de dónde se encuentran esas paredes en realidad.
Pero Greebo no tenía problemas para viajar, simplemente porque daba por sentado que el mundo entero era su cajón de arena.
Ahora se dejó caer pesadamente sobre una edificación anexa y caminó con paso suave hacia una ventana pequeña y abierta.
Greebo también tenía una perspectiva gatuna del tema de las posesiones, que consistía simplemente en que nada comestible tenía derecho a pertenecer a otra gente.
De la ventana venía una variedad de olores, entre ellos pastel de carne y nata. Se coló por la ventana y se dejó caer en el estante de la despensa.
Por supuesto, a veces lo pillaban. O por lo menos, a veces lo descubrían...
Realmente había nata. Greebo se puso cómodo.
Ya se había bebido la mitad del cuenco cuando se abrió la puerta.
A Greebo se le aplanaron las orejas. Su ojo bueno buscó desesperadamente una ruta de escape. La ventana estaba demasiado alta, la persona que había abierto la puerta llevaba un vestido largo que militaba contra la antigua táctica de «por entre las piernas» y... y... y... no había escapatoria...
Sus garras escarbaron en el suelo.
Oh, no... Aquí llega...
Algo cambió en el campo morfogénico de su cuerpo. Tenía delante un problema que una forma de gato no podía afrontar, bueno, conocemos otra...
A su alrededor la vajilla cayó al suelo. Los estantes estallaban a medida que su cabeza se elevaba. Una bolsa de harina explotó hacia fuera para hacer sitio al ensanchamiento de sus hombros.
La cocinera alzó la cabeza para mirarle. Luego la bajó. Y luego la levantó. Y entonces, con la mirada prendida como si estuviera sujeta a un torno, la volvió a bajar.
Y gritó.
Greebo gritó.
Agarró desesperadamente un cuenco para cubrirse esa parte que, como gato, nunca tenía que preocuparse por mostrar abiertamente.
Y volvió a gritar, esta vez porque acababa de derramarse grasa tibia de cerdo por encima.
Sus dedos buscaron a tientas y encontraron un molde grande de cobre para hacer gelatina. Usándolo para taparse la zona de las ingles, se lanzó hacia delante y salió fuera de la despensa y fuera de la cocina y fuera del comedor y fuera de la posada y adentro de la noche.
El espía, que estaba cenando con el viajante, dejó su cuchillo sobre la mesa.
—Eso es algo que no se ve a menudo —dijo.
—¿El qué? —dijo el viajante, que había estado de espaldas al revuelo.
—Uno de esos viejos moldes de cobre para gelatina. Ahora se pagan bastante caros. Mi tía tenía uno muy bueno.
A la cocinera histérica le dieron una buena copa y varios miembros del personal salieron a la oscuridad para investigar.
Lo único que encontraron fue un molde para gelatina abandonado en el suelo del patio.
*****
Cuando estaba en casa, Yaya Ceravieja dormía con las ventanas abiertas y sin cerrar la puerta con llave, confiada en su conocimiento de que las diversas criaturas nocturnas de las Montañas del Carnero antes se comerían sus propias orejas que penetrarían en su casa. En las tierras peligrosamente civilizadas, sin embargo, adoptaba una perspectiva distinta.
—De verdad, no creo que tengamos que atrancar la puerta con la cama, Esme —dijo Tata Ogg, empujando por su lado.
—Cualquier cautela es poca —dijo Yaya—. Pon por caso que algún hombre se pone a trastear con el pomo en medio de la noche.
—A nuestras edades ya no —dijo Tata en tono triste.
—Gytha Ogg, eres lo más...
Un ruido líquido interrumpió a Yaya. Venía de detrás de la pared y continuó durante un momento.
Se detuvo y luego volvió a empezar: un chorro continuo que gradualmente se redujo a gotitas. Tata empezó a sonreír.
—¿Alguien está llenando la bañera? —dijo Yaya.
—... O supongo que podría ser alguien llenando la bañera —admitió Tata.
Se oyó el ruido de una tercera jarra al vaciarse. Unos pasos abandonaron la habitación. Pocos segundos más tarde se abrió una puerta y se oyeron unos pasos bastante más pesados, seguidos después de un breve intervalo por unos pocos chapoteos y un gruñido.
—Sí, un hombre metiéndose en la bañera —dijo Yaya—. ¿Qué estás haciendo, Gytha?
—Ver si hay un agujero en alguna parte de esta madera —dijo Tata—. Ah, aquí hay uno.
—¡Vuelve aquí!
—Lo siento, Esme.
Y entonces empezaron las canciones. Era una voz de tenor muy agradable, a la que el propio baño añadía timbre:
—Enséñame el camino a casa, estoy cansado y quiero acostarme...
—Alguien se lo pasa bien por lo menos —dijo Tata.
... Por donde sea que yo vaya... Se oyó a alguien llamando a la lejana puerta del baño, ante lo cual el cantante cambió con naturalidad de idioma:
—... Per vía di térra, mare o schiuma... Las brujas se miraron entre ellas. Una voz apagada dijo:
—Le he traído su botella de agua caliente, señor.
—Muuchias grachias —dijo el bañista, con la voz empapada de acento. Unos pasos se alejaron en la distancia.
—... Indicante la strada... para irme a casa. —Chapoteo chapoteo—. Bueeenas noches amigooos...
—Bueno, bueno, bueno —dijo Yaya, más o menos para sí misma—. Parece una vez más que nuestro señor Babosa es un políglota secreto.
—¡Vaya! Y ni siquiera has mirado por el agujero —dijo Tata.
—Gytha, ¿hay algo en este mundo que no puedas conseguir que suene sucio?
—Todavía no lo he encontrado, Esme —dijo Tata en tono jovial.
—Quería decir que cuando murmura en sueños y canta en la bañera habla como nosotras, pero cuando cree que hay gente escuchando se vuelve todo extranjero.
—Es probablemente para despistar a ese tal Basílica —dijo Tata.
—Oh, yo creo que el señor Basílica es muy íntimo de Henry Babosa —dijo Yaya—. De hecho, creo que son la misma...
Alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Quién es? —exigió Yaya.
—Soy yo, señora. El señor Rendija. Esta es mi taberna.
La brujas apartaron la cama y Yaya abrió la puerta parcialmente.
—¿Sí? —dijo con recelo.
—Esto... el cochero nos ha dicho que son ustedes... ¿brujas?
—¿Sí?
—¿Tal vez podrían... ayudarnos?
—¿Qué problema hay?
—Es mi chaval...
Yaya abrió la puerta un poco más y vio a la mujer que estaba detrás del señor Rendija. Bastó con echarle un vistazo a la cara. Llevaba un fardo en brazos.
Yaya dio un paso atrás.
—Tráiganlo adentro y déjenme echarle un vistazo.
Cogió el bebé de brazos de la mujer, se sentó en la única silla de la habitación y apartó la manta. Tata Ogg miró por encima del hombro.
—Hum —dijo Yaya al cabo de un momento. Echó un vistazo a Tata, que negó con la cabeza de forma casi imperceptible.
—Hay una maldición en esta casa, eso es lo que es —dijo Rendija— Mi mejor vaca también está enferma de muerte.
—¿Ah? ¿Tiene un establo? —Dijo Yaya—. Es muy buen lugar para poner a los enfermos, el establo. Por el calor. Enséñeme dónde lo tiene.
—¿Quiere llevar al chico allí?
—Ahora mismo.
El hombre miró a su mujer y se encogió de hombros.
—Bueno, seguro que usted sabe bien lo que hace —dijo—. Es por aquí.
Llevó a las brujas abajo por una escalera trasera y a través de un patio hasta el aire fétido y dulzón del establo. Había una vaca tumbada sobre la paja. Cuando entraron la vaca movió un ojo frenéticamente e intentó mugir.
Yaya examinó la escena y permaneció un momento con expresión meditabunda.
Luego dijo:
—Esto servirá.
—¿Qué necesita? —preguntó Rendija.
—Solamente paz y silencio.
El hombre se rascó la cabeza.
—Yo pensaba que hacían ustedes un cántico o fabricaban una poción o algo así —dijo él.
—A veces.
—O sea, sé dónde hay un sapo.
—Solamente necesito una vela —dijo Yaya—. Nueva, si es posible.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
El señor Rendija pareció un poco desconcertado. A pesar de su aturdimiento, algo en sus ademanes sugería que Yaya Ceravieja no podía ser demasiado buena bruja si no quería un sapo.
—Y unas cerillas —dijo Yaya, notando aquello—. Una baraja de cartas también sería útil.
—Y yo necesitaré tres chuletas frías de cordero y exactamente dos pintas de cerveza —dijo Tata Ogg.
El hombre asintió. Aquello no se parecía mucho a un sapo, pero era mejor que nada.
—¿Para qué has pedido eso? —Dijo Yaya entre dientes, después de que el hombre saliera a toda prisa—. ¡No me imagino de qué te van a servir! Además, ya has cenado un montón.
—Bueno, siempre estoy lista para una comida extra. No vas a querer que me quede por aquí y seguro que me aburro —dijo Tata.
—¿Yo he dicho que no quiero que te quedes?
—Bueno... hasta yo puedo ver que ese niño está en coma, y la vaca tiene el Bacterio Rojo si me queda algo de juicio. También grave. Así que supongo que estás planeando alguna... acción directa.
Yaya se encogió de hombros.
—En un momento así, una bruja necesita estar sola —siguió Tata—. Pero ten cuidado con lo que haces, Esme Ceravieja.
Yaya dejó al niño en una manta y lo acostó tan cómodo como pudo. El hombre entró detrás de su mujer con una bandeja.
—La señora Ogg llevará a cabo sus procedimientos necesarios con la bandeja en su habitación —dijo Yaya en tono altivo—. Ustedes déjenme pasar la noche aquí. Y nadie puede entrar, ¿de acuerdo? Pase lo que pase.
La madre hizo una reverencia preocupada.
—Es que yo pensaba pasar a echar un vistazo a medianoche.
—Nadie. Ahora váyanse.
Después de acompañarlos con amabilidad pero firmemente hasta la salida, Tata Ogg asomó la cabeza por la puerta.
—¿Qué estás planeando exactamente, Esme?
—Tú has pasado la noche con los moribundos bastante a menudo, Gytha.
—Oh, sí, es... —Tata puso una cara larga—. Oh, Esme... no irás a...
—Disfruta de tu cena, Gytha.
Yaya cerró la puerta.
Pasó algún tiempo colocando cajas y barriles a fin de tener una tosca mesa y algo sobre lo que sentarse. El aire era cálido y olía a flatulencia bovina. Periódicamente comprobaba la salud de ambos pacientes, aunque había muy poco que comprobar.
A lo lejos los ruidos de la posada se fueron apagando. El último fue el tintineo de las llaves del posadero al cerrar las puertas. Yaya lo oyó caminar hasta la puerta del establo y allí vacilar. Entonces se alejó y empezó a subir la escalera.
Esperó un poco más y luego encendió la vela. Su llama juguetona le dio al lugar un resplandor cálido y reconfortante.
Fue colocando las cartas sobre el tablón e intentó echar unas partidas de Paciencia, un juego que nunca había conseguido dominar.
La vela se consumía. Ella apartó las cartas y se quedó sentada mirando la llama.
Después de un lapso de tiempo inconmensurable la llama parpadeó. El efecto habría pasado desapercibido a cualquiera que no hubiera estado concentrándose en ella durante un buen rato.
Respiró hondo y...
—Buenos días —dijo Yaya Ceravieja.
BUENOS DÍAS, dijo una voz junto a su oído.
*****
Hacía rato que Tata Ogg se había ventilado las chuletas y la cerveza, pero todavía no se había metido en la cama. Estaba tumbada encima, completamente vestida, con los brazos detrás de la cabeza, contemplando el techo a oscuras.
Al cabo de un rato hubo un arañazo en las persianas. Se levantó y las abrió.
Una figura enorme entró de un salto en la habitación. Por un momento la luz de la luna iluminó un torso reluciente y una mata de pelo negro. Luego la criatura se metió debajo de la cama.
—Oh, pobre, pobrecito —dijo Tata.
Esperó un momento y luego cogió un hueso de chuleta de su bandeja. Todavía le quedaba un poquito de carne. Lo acercó al suelo.
Una mano salió disparada y lo agarró.
Tata se volvió a sentar.
—Pobre hombrecito —dijo.
Era solamente en relación al tema de Greebo que el sentido de la realidad por lo demás preciso de Tata se torcía. Para Tata Ogg no era más que una versión más grande del gatito pequeñín y peludito que había sido un día. Para el resto del mundo era una bola llena de cicatrices y de maldad imaginativa.
Pero ahora tenía que afrontar un problema que los gatos se encontraban muy pocas veces. Hacía un año que las brujas lo habían transformado en humano, por razones que en aquel momento habían parecido bastante necesarias. Había costado un gran esfuerzo, y su campo morfogénico se había restablecido al cabo de unas horas para gran alivio de todo el mundo.
Pero la magia nunca es tan simple como la gente cree. Tiene que obedecer ciertas normas universales. Y una de ellas es que no importa cuánto cueste hacer algo, una vez se ha hecho se volverá mucho más fácil y por tanto se hará muy a menudo. Pueden pasar muchos siglos de intentos fallidos antes de que un grupo de forzudos consiga escalar una montaña gigantesca, pero unas cuantas décadas más tarde las abuelas ya estarán subiéndola para pasear y tomar el té y después volverán para ver dónde han dejado las gafas.
De acuerdo con esta ley, el alma de Greebo había descubierto que existía una opción más que podía usar cuando estaba arrinconado (además del surtido gatuno habitual de correr, pelear, cagarse o las tres al mismo tiempo), y esa opción era: volverse humano.
El efecto solía pasarse al cabo de poco tiempo, la mayor parte del cual transcurría mientras Greebo buscaba desesperadamente unos pantalones.
Se oyeron ronquidos debajo de la cama. Al final, y para alivio de Tata, se convirtieron en un ronroneo.
Luego se incorporó de un salto. Estaba a cierta distancia del establo pero...
- Él está aquí —dijo.
*****
Yaya soltó el aire, lentamente.
—Ven a sentarte donde te vea. Se llama buenos modales. Y déjame que te diga de entrada que no me das miedo en absoluto.
La figura alta y vestida con una túnica negra cruzó la sala, se sentó en un barril que tenía a mano y apoyó la guadaña contra la pared. Luego se quitó la capucha.
Yaya se cruzó de brazos y contempló con tranquilidad al visitante, mirándolo fijamente a las cavidades oculares.
ESTOY IMPRESIONADO.
—Tengo fe.
¿EN SERIO? ¿EN QUÉ DEIDAD, CONCRETAMENTE?
—Oh, en ninguno de esos.
ENTONCES, FE ¿EN QUÉ?
—Simplemente fe, ya sabes. En general.
La Muerte se inclinó hacia delante. La luz de la vela manchó de nuevas sombras su calavera.
ES FÁCIL SER VALIENTE A LA LUZ DE LAS VELAS. SOSPECHO QUE LA FE DE USTED RESIDE EN LA LLAMA.
La Muerte sonrió.
Yaya se inclinó hacia delante y apagó la llama de un soplido. Luego se volvió a cruzar de brazos y miró al frente con expresión feroz.
Al cabo de cierto tiempo una voz dijo:
MUY BIEN, YA LO HA DEJADO CLARO
Yaya encendió una cerilla. Su brillo iluminó el cráneo que tenía delante y que no se había movido.
—Muy bien —dijo mientras volvía a encender la vela—. No queremos pasarnos toda la noche aquí sentados, ¿verdad? ¿A cuántos has venido a buscar?
A UNO.
—¿La vaca?
La Muerte negó con la cabeza.
- Podría ser la vaca.
NO. ESO SERÍA CAMBIAR LA HISTORIA.
—La Historia consiste en cosas que cambian.
NO
Yaya se reclinó en su asiento.
—Entonces te desafío a un juego. Es tradicional. Está permitido.
La Muerte guardó silencio un momento.
ESO ES VERDAD.
—Bien.
DESAFIARME MEDIANTE UN JUEGO ES ACEPTABLE.
—Sí.
SIN EMBARGO... ¿ENTIENDE QUE PARA GANARLO TODO TIENE QUE APOSTARLO TODO?
—¿Doble o nada? Sí, lo sé.
PERO NO AL AJEDREZ.
—No soporto el ajedrez.
NI TAMPOCO A MUTILAR A DOÑA CEBOLLA. NUNCA HE PODIDO ENTENDER LAS REGLAS.
—Muy bien. ¿Qué tal entonces una mano de póquer? Cinco cartas por cabeza, sin reemplazos. Muerte súbita, como lo llaman.
La Muerte pensó también en aquello.
¿CONOCE USTED A ESTA FAMILIA?
—NO.
ENTONCES, ¿POR QUÉ?
—¿Vamos a hablar o vamos a jugar?
OH, MUY BIEN.
Yaya cogió el mazo de cartas y lo barajó, sin mirarse las manos y contemplando todo el tiempo a la Muerte con una sonrisa. Repartió cinco cartas a cada uno y se dispuso a recoger las de ella...
Una mano huesuda le agarró la suya.
PERO PRIMERO, SEÑORA CERAVIEJA... VAMOS A INTERCAMBIARNOS LAS CARTAS.
Cogió los dos montones y los intercambió, y luego hizo un gesto con la barbilla a Yaya.
¿SEÑORA?
Yaya miró sus cartas y las tiró sobre la mesa.
CUATRO DAMAS. HUM. CARTAS MUY ALTAS.
La Muerte miró sus cartas y luego levantó la vista hacia los ojos firmes y azules de Yaya.
Ninguno de los dos se movió por un tiempo.
Luego la Muerte dejó su mano en la mesa.
YO PIERDO, dijo. SOLAMENTE TENGO CUATRO UNOS.
Volvió a mirar a los ojos de Yaya durante un momento. Había sendas lucecitas azules en las profundidades de sus cavidades oculares. Tal vez, durante una fracción minúscula de segundo, apenas perceptible incluso para la observación más atenta, una de ellas guiñó.
Yaya asintió y extendió una mano.
Se enorgullecía de la capacidad de juzgar a la gente por su mirada y su apretón de manos, que en aquel caso fue más bien frío.
—Llévate a la vaca —dijo.
ES UNA CRIATURA VALIOSA.
—¿Quién sabe en qué se convertirá el niño?
La Muerte se puso de pie y estiró el brazo para coger su guadaña.
AU, dijo.
—Ah, sí, no he podido evitar fijarme —dijo Yaya Ceravieja mientras la tensión se iba disipando de la atmósfera— en que estás evitando usar ese brazo.
OH, YA SABE CÓMO SON ESTAS COSAS. LAS ACCIONES REPETÍTIVAS Y TODO ESO...
—Podría ponerse peor si lo dejas estar.
¿CÓMO DE PEOR?
—¿Quieres que le eche un vistazo?
¿NO LE IMPORTA? LA VERDAD ES QUE DUELE EN LAS NOCHES FRÍAS.
Yaya se puso de pie y estiró los brazos, pero sus manos traspasaron lo que intentaban coger.
—Mira, vas a tener que hacerte un poco más sólido si quieres que haga algo...
¿POSIBLEMENTE UN FRASCO DE SACROSA E HIDROS?
—¿Azúcar y agua? Me imagino que sabes que eso es solamente para los cortos de entendederas. Venga, súbete la manga. No seas crío. ¿Qué es lo peor que te puedo hacer?
Las manos de Yaya tocaron hueso liso. Había visto casos peores. Por lo menos aquellos brazos nunca habían estado cubiertos de carne.
Palpó, pensó, agarró, retorció...
Se oyó un chasquido.
AU.
—Ahora muévelo por encima del hombro a ver.
ESTO... HUM. SÍ. PARECE QUE ESTÁ CONSIDERABLEMENTE MÁS SUELTO. SÍ, YA LO CREO. CARAMBA, SÍ. MUCHAS GRACIAS.
—Si te vuelve a dar problemas, ya sabes dónde vivo.
GRACIAS. MUCHAS GRACIAS.
—Sabes dónde vive todo el mundo. Los martes por la mañana son un buen momento. Suelo estar en casa.
ME ACORDARÉ. GRACIAS.
—En tu caso, con cita previa. Sin ánimo de ofender.
GRACIAS.
La Muerte se alejó. Un momento después se oyó que la vaca ahogaba un grito débil. Eso y un ligero hundimiento de la piel fue todo lo que marcó al parecer la transición de animal vivo a carne que se enfriaba.
—La fiebre se ha ido —dijo ella.
—¿SEÑORA CERAVIEJA?, dijo la Muerte desde el umbral.
—¿Sí, señor?
TENGO QUE SABERLO. ¿QUÉ HABRÍA PASADO SI YO NO HUBIERA PERDIDO?
—¿Quieres decir a las cartas?
SÍ. ¿QUÉ HABRÍA HECHO USTED?
Yaya dejó al bebé cuidadosamente sobre la paja y sonrió.
—Bueno —dijo—. Para empezar... te habría roto el puto brazo.
*****
Agnes se quedó despierta hasta tarde, simplemente por la novedad. La mayoría de gente de Lancre, como dice el dicho, se iba a la cama con los pollos y se levantaba con las vacas [4]. Pero ella se quedó a ver la representación vespertina y después a mirar cómo desmontaban los decorados, y vio marcharse a los actores o, en el caso de los integrantes más jóvenes del coro, los vio dirigirse a sus alojamientos en rincones insospechados del edificio. Y después ya no quedó nadie más que Walter Plinge y su madre, barriendo.
Agnes se dirigió a la escalera. Por allí detrás no se veía ni una sola vela, pero las pocas que quedaban encendidas en el auditorio bastaban para darle unos cuantos matices a la oscuridad.
Los escalones subían pegados a la pared trasera del escenario sin nada más que una barandilla endeble entre ellos y un batacazo. Además de llevar a los desvanes y al almacén, situados en los pisos superiores, también eran una ruta para llegar al altillo colgante y al resto de plataformas secretas desde las que hombres con gorras planas y monos de trabajo grises operaban la magia del teatro, normalmente por medio de poleas...
Había una figura en uno de los andamios de encima del escenario. Agnes la vio solamente gracias a que se movió un poco. La figura estaba arrodillada, mirando algo. En la oscuridad.
Ella dio un paso atrás. La escalera crujió.
La figura se giró de golpe. En la oscuridad se abrió un cuadrado de luz amarilla y su haz clavó a Agnes a los ladrillos de la pared.
—¿Quién hay? —dijo ella, levantando una mano para protegerse los ojos de la luz.
—¿Quién eres? —dijo una voz. Y luego, al cabo de un momento—. Ah. Eres... Perdita, ¿verdad?
El cuadrado de luz se acercó meciéndose a Agnes mientras la figura avanzaba por encima del escenario.
—¿André? —dijo ella. Sintió el deseo de apartarse de él, si la pared de ladrillos se lo hubiera permitido.
Y de pronto él estaba en la escalera, una persona normal y corriente, no una sombra, con una linterna muy grande en la mano.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el organista.
—Me estaba... yendo a la cama.
—Ah, sí. —El hombre se relajó un poco—. Algunas de las chicas tenéis habitaciones aquí. La dirección pensó que era más seguro que haceros volver a casa solas por las noches.
—¿Y qué estás haciendo tú aquí? —dijo Agnes, repentinamente consciente de que no había nadie más que ellos dos.
—Estaba... buscando el sitio donde el Fantasma intento estrangular al señor Cripps —dijo André.
—¿Por qué?
—Quería asegurarme de que ahora todo era seguro, por supuesto.
—¿No lo han hecho los tramoyistas?
—Oh, ya los conoces. Pensé que era mejor asegurarme.
Agnes miró la linterna.
—Nunca he visto una cosa de estas. ¿Cómo la has encendido tan deprisa?
—Esto... es una linterna oscura. Tiene esta solapa, ¿ves? —hizo una demostración— que se puede bajar para tapar la luz y subirla otra vez...
—Debe de ser muy útil cuando tienes que buscar las notas negras.
—No seas sarcástica. Simplemente no quiero que haya más problemas. Ya verás cómo tú también empiezas a mirar por todas partes cuando...
- Buenas noches, André.
—Buenas noches, pues.
Ella subió a toda prisa el resto de la escalera y se metió en su dormitorio. Nadie la siguió.
Cuando se hubo tranquilizado, lo cual requirió un poco de tiempo, se desvistió, se puso la voluminosa tienda de campaña que era su camisón de franela roja y se metió en la cama, resistiendo la tentación de taparse la cabeza con las sábanas.
Se quedó mirando el techo a oscuras.
Es una estupidez, pensó al final. André estaba en el escenario esta mañana. Nadie podría moverse tan deprisa...
Nunca supo si ya llevaba un rato durmiendo o si sucedió justo cuando estaba cerrando los ojos, pero alguien llamó muy débilmente a su puerta.
—¡¿Perdita?!
Solamente conocía a una persona capaz de exclamar un susurro.
Agnes se levantó y caminó de puntillas hasta la puerta. La abrió parcialmente, solamente para ver el otro lado, y Christine medio cayó al interior de la habitación. ¿Qué pasa?
—¡¡Tengo miedo!!
—¿De qué?
—¡¡Del espejo!! ¡¡Me está hablando!! ¡¿Puedo dormir en tu habitación?!
Agnes miró a su alrededor. El cuarto ya era demasiado pequeño para que estuvieran las dos de pie en él.
—¿El espejo está hablando?
—¡¡Sí!!
—¿Estás segura?
Christine se metió de un salto en la cama de Agnes y se tapó toda con las sábanas.
—¡¡Sí!! —dijo, con la voz opaca.
Agnes se quedó de pie a solas en la oscuridad.
La gente siempre tendía a dar por sentado que ella podía afrontarlo todo, como si la capacidad viniera dada con la masa, igual que la gravedad. Y limitarse a decir «tonterías, los espejos no hablan» probablemente no iba a servir de nada, sobre todo cuando la mitad del diálogo estaba enterrado bajo la ropa de cama.
Entró a tientas en la habitación de al lado y se golpeó el pie con la cama en la oscuridad.
Debía de haber una vela allí dentro, en alguna parte. Buscó a tientas en la diminuta mesilla de noche, confiando en topar con el ruido tranquilizador de una caja de cerillas.
Por la ventana se filtró un tenue destello de la ciudad a medianoche. El espejo pareció resplandecer.
Se sentó en la cama, que crujió ominosamente bajo su peso.
Oh, bueno, daba lo mismo una cama que otra...
Estaba a punto de acostarse cuando algo en la oscuridad hizo:... ting.
Era un diapasón.
Y una voz dijo:
—Christine... por favor, presta atención.
Se incorporó en la cama y miró la oscuridad.
Y entonces se dio cuenta. Nada de hombres, habían dicho. Habían sido muy estrictos con aquella cuestión, como si la opera fuera alguna especie de religión. No era un problema en el caso de Agnes, por lo menos en el sentido en que ellos lo decian pero para alguien como Christine... Decían que el amor siempre encontraba el camino, y por supuesto también lo encontraban algunas actividades asociadas.
Oh, madre mía. Sintió que se empezaba a ruborizar. ¡En la oscuridad! ¿Qué clase de reacción era aquella?
La vida de Agnes se desplegó ante sus ojos. No parecía que fuera a tener muchos puntos álgidos. Pero sí contenía años y años de ser capaz y de tener una personalidad encantadora. Casi con toda seguridad contenía más chocolate que sexo y, aunque Agnes no estaba en posición de hacer una comparación directa, y a pesar del hecho de que una chocolatina podía durar un día entero, no parecía un intercambio muy justo.
Sentía lo mismo que había sentido en casa. A veces la vida llega a ese punto desesperado en que tomar la decisión equivocada tiene que ser la opción correcta.
No importa en qué dirección vaya uno. A veces simplemente hay que ir.
Agarró las sábanas y reprodujo mentalmente la forma en que su amiga hablaba. Había que tener ese pequeño grito ahogado, ese retintín jadeante en el tono que tenía la gente cuyas mentes jugaban con hadas la mitad del tiempo. Lo probó en su cabeza y luego lo transmitió a sus cuerdas vocales.
—¡¿Sí?! ¡¿Quién hay ahí?!
—Un amigo.
Agnes se tapó más todavía con las sábanas.
—¡¿En plena noche?!.
—La noche no significa nada para mí. Yo pertenezco a la noche. Y te puedo ayudar. —Era una voz agradable. Parecía venir del espejo.
—¡¿Ayudarme a hacer qué?!
—¿No quieres ser la mejor cantante de la ópera?
—¡¡Oh, Perdita es mucho mejor que yo!!
—Hubo un momento de silencio y luego la voz dijo: Pero mientras que a ella no puedo enseñarle a moverse como tú ni a tener tu aspecto, a ti sí que puedo enseñarte a cantar como ella.
Agnes se quedó mirando la oscuridad, con el disgusto y la humillación emanando de ella como si fueran vapor.
—Mañana cantarás el papel de Mercromina. Pero yo te enseñaré a cantarlo perfectamente...
*****
A la mañana siguiente las brujas tuvieron el interior de la diligencia prácticamente para ellas solas. Las noticias como Greebo se propagan. Pero también estaba con ellas Henry Babosa, si es que era así como se llamaba, sentado al lado de un hombrecillo flaco y muy bien vestido.
—Bueno, pues aquí estamos otra vez —dijo Tata Ogg.
Henry sonrió nerviosamente.
—Anoche cantó usted muy bien —siguió Tata.
La cara de Henry adoptó una mueca afable. En sus ojos, el terror agitaba una banderita blanca.
—Me temo que el signore Basilica no habla morporkiano, señora —dijo el hombre flaco—. Pero yo puedo hacerle de traductor, si quiere.
—¿Qué? —dijo Tata—. Entonces, ¿cómo es que...? ¡Au!
—Lo siento —dijo Yaya Ceravieja—. Se me debe de haber escapado el codo.
Tata Ogg se frotó el costado.
—Estaba diciendo —dijo— que él estaba... ¡Au!
—Ay, cielos, parece que lo he vuelto a hacer —dijo Yaya— Este caballero nos estaba diciendo que su amigo no habla nuestro idioma, Gytha.
—¿Eh? Pero... ¿qué? Oh. Pero... Ah. ¿De veras? Oh. Muy bien —dijo Tata—. Oh, sí. Pero sí se come nuestros pasteles cuando... ¡Au!
—Perdone a mi amiga. Es la edad que tiene. Se confunde —dijo Yaya—. Nos gustó cómo cantaba. Lo oímos a través de la pared.
—Fueron muy afortunadas —dijo el hombre flaco en tono estirado—. Hay quien tiene que esperar años para oír al signore Basilica.
—... Probablemente están esperando que termine de cenar —murmuró una voz...
—De hecho, el mes pasado en La Scalda de Genua su voz hizo llorar a diez mil personas.
—...Ja, yo puedo hacer eso, no veo que tenga nada de especial...
La mirada de Yaya no se había apartado de la cara de Henry «signore Basilica» Babosa. Tenía la expresión de un hombre cuyo profundo alivio estaba horriblemente templado por el terror a que no fuera a durar mucho.
—La fama del signore Basilica ha crecido mucho por todas partes —entonó su representante.
—... Igual que el siñore Basilica —murmuró Tata—. Gracias a los pasteles de los demás, supongo. Oh, sí, ahora es demasiado pijo para nosotras, solamente porque es el único hombre que sale en los atlas... ¡Au!
—Bueno, bueno —dijo Yaya, sonriendo de una forma que le parecería inocente a todo el mundo excepto a Tata Ogg—. Hay muy buen clima en Genua. Supongo que el signore Basilica debe de echar mucho de menos su casa. ¿Y a qué se dedica usted, joven?
—Soy su representante y traductor. Esto... Tiene usted suerte de tenerme aquí, señora.
—Sí, claro —Yaya asintió.
—En el sitio del que venimos también tenemos muy buenos cantantes —dijo Tata Ogg, en tono rebelde.
—¿Ah, sí? —dijo el representante—. ¿Y de dónde vienen las señoras?
—De Lancre.
El hombre se esforzó educadamente por posicionar a Lancre en su mapa mental de los grandes centros de la música.
—¿Y tienen conservatorio allí?
—Sí, claro —dijo Tata Ogg firmemente, y luego, solamente para añadir seguridad a sus palabras, dijo—: Tendría que ver la colección de compotas que tengo en casa.
Yaya puso los ojos en blanco.
—Gytha, tú no tienes conservatorio. Solamente es un estante grande en la despensa.
—Sí, pero está fresco todo el día... ¡Au!
—Supongo que el signore Basílica va a Ankh-Morpork ¿verdad? —dijo Yaya.
—Hemos permitido —dijo el representante, estirado— que la Ópera nos contrate para el resto de la temporada...
La voz le falló. Levantó la vista hacia el compartimiento para equipajes.
—¿Qué es eso?
Yaya levantó la vista.
—Oh, es Greebo —dijo.
—Y el señor Basílica no se lo puede comer —dijo Tata.
—Pero ¿qué es?
—Es un gato.
—Me está sonriendo —el representante cambió de postura con gesto incómodo—. Y huelo algo —dijo.
—Qué raro —dijo Tata—. Yo no huelo nada.
Hubo un cambio en el ruido de los cascos en el exterior y el carruaje dio un bandazo mientras aminoraba la marcha.
—Ah —dijo el representante torpemente—. Yo... esto... Veo que estamos parando para cambiar caballos. Hace... hace buen día. Creo que voy, esto, a ver si hay sitio en los asientos de afuera.
Salió en cuanto el coche se detuvo. Y no había regresado cuando este volvió a arrancar al cabo de unos minutos.
—Bueno, bueno —dijo Yaya, mientras volvían a avanzar entre sacudidas—. Parece que nos hemos quedado solas tú y yo Gytha. Y el signore Basilica, que no habla nuestro idioma. ¿Verdad que no, señor Henry Babosa?
Henry Babosa sacó un pañuelo y se secó la frente.
—¡Señoras! ¡Queridas señoras! Se lo ruego, por piedad...
—¿Ha hecho usted algo malo, señor Babosa? —Preguntó Tata—. ¿Se ha aprovechado de mujeres que no querían que se aprovecharan de ellas? ¿Ha robado? (Aparte del plomo de los tejados y otras cosas que la gente no echaría en falta.) ¿Ha asesinado a alguien que no lo mereciera?
—¡No!
—¿Está diciendo la verdad, Esme?
Henry se estremeció bajo la mirada fija de Yaya Ceravieja.
—Sí.
—Oh, bien, entonces no pasa nada —dijo Tata—. Ya entiendo. Yo no tengo que pagar impuestos, pero lo sé todo sobre la gente que no los quiere pagar.
—Oh, no es eso, se lo aseguro —dijo Henry—. Yo tengo a gente que paga mis impuestos por mí...
—Buen truco —dijo Tata.
—El señor Babosa tiene un truco distinto —dijo Yaya—. Creo que conozco el truco. Es como el agua con azúcar.
Henry agitó las manos con aire vacilante.
—Es solamente que si se supiera... —empezó.
—Todo es mejor si viene de lejos. Ese es el secreto —dijo Yaya.
—Es... sí, eso es una parte —dijo Henry—. O sea, nadie quiere escuchar a un Babosa.
—¿De dónde eres, Henry?
—¿De dónde eres de verdad? —preguntó Yaya.
—Crecí en el Callejón de la Estafa en las Sombras. Están en Ankh-Morpork —dijo Henry—. Era un sitio terriblemente duro. Solamente había tres formas de salir allí. Se podía salir cantando o se podía salir peleando.
—¿Cuál era la tercera forma? —dijo Tata.
—Oh, se podía bajar aquel callejoncito que llevaba a la Calle de la Pierna de Pega y luego cortar por la Calle de la Mina de Melaza —dijo Henry—. Pero nadie que se fuera por allí llegó nunca a nada. Suspiró.
—Gané unos cuantos peniques cantando en tabernas y sitios —dijo—, pero cuando intentaba progresar un poco me decían: «¿Cómo te llamas?», y yo decía «Henry Babosa» y ellos se reían de mí. Se me ocurrió cambiarme de nombre, pero en Ankh-Morpork todo el mundo me conocía. Y nadie quería escuchar a nadie que tuviera un nombre tan vulgar como Henry Babosa.
Tata asintió:
—Pasa lo mismo con los conjuradores —dijo—. Nunca se llaman Perico de los Palotes. Siempre se llaman algo como El Gran Asombrosio, Recién Llegado de la Corte del Rey de Klatch, y Gladys.
—Y todo el mundo se da cuenta —dijo Yaya—, y siempre se cuidan de no preguntarse a sí mismos: si viene de estar con el Rey de Klatch, ¿cómo es que está haciendo trucos de cartas aquí en Tajada, población de siete personas?
—El truco es asegurarse de que allí donde vayas, siempre seas de otra parte —dijo Henry—. Y entonces me hice famoso de verdad, pero...
—Ya no podías dejar de ser Enrico —dijo Yaya.
Él asintió.
—Solamente quería hacerlo para ganar un poco de dinero. Iba a volver y casarme con mi pequeña Angeline...
—¿Quién era ella? —preguntó Yaya.
—Oh, una chica con la que crecí —respondió Henry en tono vago.
—¿Con la que compartías la misma cuneta en los callejones sucios de Ankh-Morpork y todo eso? —dijo Tata, comprensiva.
—¿Cuneta? En aquellos tiempos tenías que apuntarte y esperar cinco años para tener una cuneta —dijo Henry—. Nosotros pensábamos que la gente que vivía en las cunetas eran unos estirados. Nosotros compartíamos un desagüe. Con otras dos familias. Y un hombre que hacía malabarismos con anguilas —Suspiró.
—Pero yo salí adelante, y después siempre hubo otro sitio al que ir, y en Brindisi me querían... y... y...
Se sonó las narices en el pañuelo, lo dobló cuidadosamente y se sacó otro del bolsillo.
—No me molestan la pasta y los calamares —dijo—. Bueno no mucho... Pero no se puede conseguir una pinta decente ni que te pongas de rodillas, y le ponen aceite de oliva a todo, y los tomates me dan alergia, y en mi opinión no hay un solo huevo duro que valga la pena en todo el país. Se secó la cara con el pañuelo.
—Y la gente es tan amable —dijo—. Yo pensaba que podría comer unos cuantos bistecs cuando viajara, pero es que allí donde voy hacen pasta especialmente para mí. ¡Con salsa de tomate! ¡A veces la fríen! Y lo que hacen con el calamar... —Se estremeció—. Luego todos sonríen y me miran mientras como. ¡Creen que disfruto! Lo que daría yo por un pedazo de asado de oveja con bolitas pringosas y cerveza...
—¿Por qué no lo dice? —dijo Tata. Él se encogió de hombros.
—Enrico Basílica come pasta —dijo—. Ya no puedo hacer gran cosa al respecto.
Se reclinó en su asiento:
—¿Le interesa la música, señora Ogg?
Tata asintió, orgullosa.
—Puedo sacar una melodía de casi cualquier cosa si me da cinco minutos para trastear un poco —dijo—. Y nuestro Jason sabe tocar el violín y nuestro Kev sabe tocar el trombón y todos mis hijos saben cantar y nuestro Shawn sabe soltar pedorreras con cualquier melodía que le des.
—Una familia con mucho talento, ciertamente —dijo Enrico— Se palpó un bolsillo del chaleco y sacó dos rectángulos de cartón—. Así pues, señoras, acepten esto como pequeña muestra de gratitud de alguien que se come los pasteles ajenos. Nuestro pequeño secreto, ¿eh? —Guiñó el ojo desesperadamente a Tata. Son entradas abiertas para la ópera.
—Bueno, es asombroso —dijo Tata—, porque vamos a...¡Au!
—Vaya, muchas gracias —dijo Yaya Ceravieja, cogiendo las entradas—. Qué generoso de su parte. Seguro que iremos.
—Y ahora, si me perdonan —dijo Enrico—. Tengo que recuperar horas de sueño.
—No te preocupes, no creo que hayan tenido tiempo de perderse —dijo Tata.
El cantante se reclinó en su asiento, se echó el pañuelo por encima de la cara y al cabo de unos minutos empezó a roncar los felices ronquidos de alguien que ha cumplido con su deber y que con un poco de suerte ya no tendrá que encontrarse nunca más con esas ancianas tan desconcertantes.
—Está como un tronco —dijo Tata al cabo de un rato. Echó un vistazo a las entradas que Yaya tenía en la mano—. ¿Tú quieres visitar la ópera? —dijo.
Yaya miró al infinito.
—Te he preguntado si quieres visitar la ópera.
Yaya miró las entradas.
—Sospecho que lo que yo quiera no importa —dijo.
Tata Ogg asintió.
Yaya Ceravieja estaba firmemente en contra de la ficción. La vida ya era bastante difícil sin mentiras flotando por en medio y cambiando la forma de pensar de la gente. Y debido a que el teatro era la ficción hecha carne, odiaba el teatro por encima de todo. Pero ya está dicho: «odio» era la palabra exacta. El odio es una fuerza de atracción. El odio no es más que el amor girado de espaldas.
No le repugnaba el teatro porque, de ser así, lo habría evitado por completo. Yaya aprovechaba cualquier oportunidad para visitar el teatro ambulante que venía a Lancre, y se sentaba muy rígida en la primera fila de todas las representaciones con una mirada feroz. Incluso los honrados dueños de teatrillos de marionetas se la encontraban sentada entre los niños diciendo cosas cortantes como «¡Eso no se hace!» y «¿Esa es forma de comportarse?» cuando las marionetas se golpeaban. Como resultado, Lancre estaba ganando fama por todas las llanuras Sto de ser un bolo duro de verdad.
Pero lo que ella quisiera no era importante. Le gustara o no, las brujas se sienten atraídas hacia el filo de las cosas, allí donde chocan dos estados. Sienten la llamada de las puertas, las circunferencias, los límites, las cancelas, los espejos, las máscaras...
... y los escenarios.
*****
El desayuno se servía en el refectorio de la Ópera a las nueve y media. Los actores no eran famosos por su costumbre de levantarse temprano.
Agnes empezó a caerse hacia sus huevos con beicon pero se detuvo justo a tiempo.
—¡¡Buenos días!!
Christine se sentó con una bandeja donde, a Agnes no le sorprendió, había un plato con una barrita de apio, una pasa y aproximadamente una cucharada de leche. Se inclinó hacia Agnes y su cara transmitió cierta preocupación durante un momento muy breve.
—¡¿Estás bien?! ¡¡Te veo un poco pálida!!
Agnes se sorprendió a sí misma a medio ronquido.
—Estoy bien —dijo—. Solamente un poco cansada.
—¡¡Oh, bien!! —Después de que aquella conversación aguara sus procesos mentales superiores, Christine regresó al modo automático—. ¡¿Te gusta mi vestido nuevo?! ¡¿Verdad que me sienta muy bien!!
Agnes se lo quedó mirando.
—Sí —dijo—. Muy... blanco. Mucho encaje. Resalta mucho la figura.
—¡¿Y sabes qué?!
—No. ¿Qué?
—¡¡Ya tengo un admirador secreto!! ¡¿A que es emocionante?! ¡¡Todas las grandes cantantes los tienen, ya sabes!!
—Un admirador secreto...
—¡¡Si!! ¡¡Este vestido!! ¡¡Acaba de llegar ahora mismo por la entrada para actores!! ¡¿A que es sensacional?!
—Asombroso —dijo Agnes en tono lúgubre—. Y todo sin que hayas cantado nunca. Esto. ¿Quién lo manda?
—¡¡No lo dice, claro!! ¡¡Tiene que ser un admirador secreto. ¡¡Probablemente quiera enviarme flores y beber champán de mi zapato!!
—¿De verdad? —Agnes hizo una mueca—. ¿La gente hace eso?
—¡¡Es tradicional!!
Christine, que desbordaba jovialidad, tenía para dar y repartir...
—¡¡Pareces muy cansada!! —dijo. Se llevó la mano a la boca—. ¡¡Oh!! ¡¿Nos cambiamos las camas, verdad?! ¡¡Qué tonta fui!! ¡¿Y sabes qué?! —añadió con esa mirada de ingenio medio vacío que era lo más cerca que podía llegar a la astucia—. ¡¡Podría haber jurado que oí cantar en plena noche... que alguien hacía escalas y cosas de esas!!
A Agnes la habían criado para que dijera la verdad. Sabía que tenía que decir: «Lo siento, parece que he tomado prestada tu vida por error. Parece que ha habido cierta confusión...».
Y sin embargo, decidió, también la habían criado para hacer lo que le mandaban, para no ser egoísta, para respetar a sus mayores y para no usar ninguna palabrota más fuerte que «jopé».
No le iría mal tomar prestado un futuro más interesante. Solamente por un par de noches. Podía dejarlo en cualquier momento.
—Pues es raro, mira —dijo—. Porque yo estaba en el cuarto de al lado y no oí nada.
—¡¿Ah, no?! ¡¡Bueno, entonces no pasa nada!! —Agnes observó la cantidad ínfima de comida que había en la bandeja de Christine.
—¿No vas a desayunar nada más que eso?
—¡Ah, no! ¡¡Me puedo inflar como un globo, querida!! ¡¡Tú sí que tienes suerte, tú puedes comer lo que quieras!! ¡¡No te olvides de que hay ensayo dentro de media hora!! —Y se alejó dando saltitos.
Es una cabeza de chorlito, pensó Agnes. Estoy segura de que no lo ha dicho con mala intención.
Pero en lo más profundo de su ser, Perdita X Sueño pensó una palabrota.
La señora Plinge sacó su escoba del armario de la limpieza y se dio la vuelta.
—¡Walter!
Su voz arrancó ecos en el escenario vacío.
—¿Walter?
Dio unos golpecitos cautelosos en el mango de la escoba. Walter tenía una rutina. A ella le había costado años adiestrarlo para seguirla. No era propio de él no estar en el lugar correcto en el momento adecuado.
Negó con la cabeza y se puso a trabajar. Ya veía que más tarde le tocaría fregar. Lo más probable es que tardaran una eternidad en librarse del olor a trementina.
Alguien se acercó caminando por el escenario. Iba silbando.
*****
La señora Plinge se quedó escandalizada.
—¡Señor Pounder!
El cazador de ratas profesional de la Ópera se detuvo y dejó en el suelo su saco lleno de cosas que forcejeaban. El señor Pounder llevaba un viejo sombrero de copa para mostrar que estaba una muesca por encima del típico operario de roedores, y el ala del sombrero estaba cubierta de cera y de los viejos cabos de vela que usaba para iluminar su camino por los sótanos más oscuros.
Llevaba tanto tiempo trabajando entre ratas que tenía cierto aire de roedor. Parecía que su cara era una mera extensión hacia atrás de su nariz. Tenía el bigote hirsuto. Tenía los incisivos prominentes. La gente se sorprendía buscándole la cola. ¿Qué pasa, señora Plinge?
—¡Ya sabe que no se debe silbar sobre el escenario! ¡Trae una mala suerte terrible!
—Ah, bueno, pero yo lo hago por mi buena suerte, señora Plinge. ¡Oh, sí! Si supiera lo que yo sé, usted también sería un hombre feliz. Por supuesto, en su caso usted sería una mujer feliz, como resultado de que es una mujer. ¡Ah, pero qué cosas he visto, señora Plinge!
—¿Ha encontrado oro allí abajo, señor Pounder?
La señora Plinge se arrodilló con cuidado para rascar una mancha de pintura.
El señor Pounder recogió el saco y continuó su marcha.
—Podría ser oro, señora Plinge. Ah. Podría muy bien ser oro...
A la señora Plinge le costó un momento convencer a sus rodillas artríticas para que le permitieran ponerse de pie y darse la vuelta.
—¿Perdone, señor Pounder? —dijo.
En algún lugar a lo lejos se oyó un débil golpe sordo cuando un montón de sacos de arena aterrizó suavemente sobre las tablas del escenario.
El escenario era grande y estaba vacío y desierto, salvo por un saco que forcejeaba decididamente en busca de la libertad.
La señora Plinge miró a un lado y otro con cautela.
—¿Señor Pounder? ¿Está ahí?
De pronto le pareció que el escenario era todavía más grande y que estaba todavía más claramente vacío que antes.
—¿Señor Pounder? ¡Yujuuu!
Estiró el cuello para mirar a su alrededor.
—¿Hola? ¿Señor Pounder?
Algo cayó flotando desde lo alto y aterrizó a su lado.
Era un sombrero negro mugriento con cabos de vela por toda el ala.
Ella levantó la vista.
—¿Señor Pounder? —dijo.
*****
El señor Pounder estaba acostumbrado a la oscuridad. No le daba ningún miedo. Y siempre se había enorgullecido de su visión nocturna. Mientras hubiera cualquier clase de luz, cualquier destello, cualquier resplandor de putrefacción fosforescente, él podía aprovecharlo. Su sombrero con velas era más de cara a la galena que otra cosa.
Su sombrero con velas... Creía que lo había perdido pero, era extraño, allí estaba, todavía en su cabeza. Sí, señor. Se frotó la garganta con gesto pensativo. Había algo importante que no conseguía recordar...
Estaba oscuro de verdad.
¿KIIIK?
Levantó la vista.
De pie en el aire, delante de sus ojos, había una figura de unos quince centímetros vestida con una túnica. De la capucha sobresalía un hocico huesudo con bigotes grises y combados. Unos deditos diminutos y esqueléticos sostenían una guadaña muy pequeña.
El señor Pounder asintió pensativamente para sí mismo. Uno no llegaba a ser miembro del Círculo Interior del Gremio de los Cazadores de Ratas sin oír unos cuantos rumores. Las ratas tienen su propia Muerte, se decía, así como sus propios reyes, parlamentos y naciones. Ningún humano la había visto, sin embargo.
Hasta ahora.
Se sentía honrado. Había ganado durante los últimos cinco años el Mazo de Oro al mayor número de ratas cazadas por año, pero las seguía respetando, igual que un soldado respeta a un enemigo astuto y valeroso.
Esto... Estoy muerto, ¿verdad?
KIIIK.
El señor Pounder sintió que había muchos ojos mirándolo. Muchos ojillos pequeños y relucientes.
—Y... ¿qué pasa ahora?
KIIIK.
El alma del señor Pounder se miró las manos. Parecían estar alargándose y volviéndose más peludas. Notó que le crecían las orejas y que también estaba teniendo lugar cierto alargamiento más bien vergonzoso en la base del espinazo. Se había pasado la mayor parte de la vida concentrado en una única actividad en lugares oscuros, pero aun así...
—¡Pero si yo no creo en la reencarnación! —protestó.
KIIIK.
Y aquello, comprendió el señor Pounder con una claridad absoluta de roedor, quería decir: la reencarnación cree en ti.
*****
El señor Balde examinó el correo con mucho cuidado y por fin respiró aliviado cuando vio que en el montón no aparecía ninguna carta con el emblema de la Ópera.
Se reclinó en su silla y abrió el cajón de la mesa en busca de una pluma.
Y allí dentro había un sobre.
Se lo quedó mirando y luego cogió lentamente su abrecartas.
Raaas...
... crujido...
Estaré agradecido si esta noche Christine canta el papel de Mercromina en "La Triviata”.
El tiempo sigue siendo bueno. Confío en que estén bien.
Saludos,
El Fantasma de la Ópera
—¡Señor Salzella! ¡Señor Salzella!
Balde empujó su silla hacia atrás, echó a correr hacia la puerta y la abrió justo a tiempo para toparse de cara con una bailarina, que le soltó un grito.
Como ya tenía los nervios de punta, él reaccionó devolviéndole el grito. Aquello pareció surtir el efecto que normalmente juega un paño mojado o una bofetada. Ella se calló y lo miró con cara ofendida.
—Ha vuelto a atacar, ¿verdad? —gimió Balde.
—¡Está aquí! ¡Es el Fantasma! —dijo la chica, decidida a soltar la frase aunque no hiciera falta.
—Sí, sí, creo que ya lo sé —murmuró Balde—. Solamente confío en que no haya sido nada caro.
Se detuvo en mitad del pasillo y se dio la vuelta. La chica se apartó temerosa del dedo que intentaba señalarla.
—¡Por lo menos ponte de puntillas! —gritó él—. ¡Probablemente ya me ha costado un dólar que subas hasta aquí!
Había una multitud agolpada en el escenario. En el centro estaba la chica nueva, la gorda, de rodillas y consolando a una mujer mayor. Balde reconoció vagamente a esta última. Era una de las empleadas que venían incluidas con la Ópera y que eran tan parte del trato como las ratas o las gárgolas que infestaban los tejados.
La mujer estaba sosteniendo algo delante de ella:
—Acaba de caer de las bambalinas —dijo—. ¡Su pobre sombrero!
Balde miró hacia arriba. A medida que se le acostumbró la vista a la oscuridad, fue distinguiendo una forma entre las guías, girando lentamente...
—Oh, cielos... —dijo—. Y a mí me parecía que había escrito una carta tan educada...
—¿De veras? Pues ahora lea esta —dijo Salzella, apareciendo detrás de él.
—¿Tengo que hacerlo?
—Va dirigida a usted.
Balde desplegó el pedazo de papel.
¡Jajajajaja! ¡Jajajajaja!
Saludos,
El Fantasma de la Ópera
P.D: ¡¡¡¡¡Jajajajaja!!!!!
Miró a Salzella con cara angustiada.
—¿Quién es el pobre tipo de ahí arriba?
—El señor Pounder, el cazador de ratas. Hicieron bajar una cuerda y le cogieron el cuello. El otro extremo tiene unos cuantos sacos de arena atados. Los sacos bajaron. Él... subió.
—¡No lo entiendo! ¿Es que ese hombre está loco?
Salzella le puso un brazo alrededor de los hombros y se lo llevó lejos de la multitud.
—Vamos a ver —dijo, tan amablemente como pudo—. Un hombre que viste de etiqueta todo el tiempo, acecha en las sombras y de vez en cuando mata gente. Y que después envía notitas en las que escribe risas de maníaco. Vuelvo a ver cinco signos de exclamación. Tenemos que preguntarnos: ¿Es esta la carrera de un hombre cuerdo?
—Pero ¿por qué lo está haciendo? —gimió Balde.
—Esa pregunta solamente es relevante si está cuerdo —dijo Salzella con calma—. Puede estar haciéndolo porque se lo mandan los duendecillos amarillos.
—¿Cuerdo? ¿Cómo puede estar cuerdo? —Dijo Balde—. Usted tenía mucha razón, mire. La atmósfera de este sitio puede volver loco a cualquiera. ¡Es muy posible que yo sea el único aquí que tiene los dos pies en el suelo! —Se dio la vuelta. Frunció los ojos al ver a un grupo de coristas que susurraba nerviosamente.
—¡Chicas! ¡No os quedéis ahí paradas! ¡A ver cómo saltáis!. —bramó—. ¡Con una sola pierna!
Se volvió a Salzella.
—¿Qué estaba yo diciendo?
—Estaba usted diciendo —dijo Salzella—, que tiene los dos pies en el suelo. A diferencia del corps de ballet. Y del corps de señor Pounder.
—Creo que ese comentario ha sido de bastante mal gusto -dijo el señor Balde en tono frío.
—Lo que yo creo —dijo el director musical— es que tenemos que cerrar, reunir a todos los hombres capaces, darles antorchas y ponerlos a registrar este sitio de arriba abajo, obligarlo a salir, perseguirlo por las calles, pillarlo, darle una paliza de muerte y luego tirar lo que quede al río. Es la única forma de estar seguros.
—Ya sabe que no podemos permitirnos cerrar —dijo Balde
—Parece que ganamos miles de dólares por semana pero también parece que gastamos miles de dólares por semana. Y le juro que no sé adonde se van. Yo creía que dirigir este sitio no era más que cuestión de sentar culos en butacas, pero cada vez que miro hacia arriba hay un culo girando lentamente en el aire. Me pregunto qué es lo próximo que va a hacer...
Se miraron entre ellos y luego sus miradas, como atraídas por alguna clase de magnetismo animal, se volvieron y volaron por encima del auditorio hasta encontrar la mole enorme y resplandeciente de la lámpara de araña.
—Oh, no... —Gimió Balde—. ¿No haría eso, verdad? Eso sí que nos haría cerrar.
Salzella suspiró.
—Mire, pesa más de una tonelada —dijo—. La soga que la aguanta es más gruesa que su brazo. El cabestrante tiene un candado cuando no se usa. Es completamente segura.
Se miraron entre ellos.
—Pondré a un hombre que la vigile en todo momento cuando haya función —dijo Salzella—. Lo haré en persona, si quiere.
—¡Y quiere que esta noche Christine cante a Mercromina! ¡Pero tiene la voz como un pito!
Salzella enarcó las cejas.
—Por lo menos eso no es un problema, ¿no cree? —dijo.
—¿Cómo que no? ¡Es un papel crucial!
Salzella pasó un brazo alrededor de los hombros del propietario.
—Creo que tal vez es hora de que usted explore unos cuantos recodos poco conocidos de ese mundo maravilloso que es la ópera —dijo
*****
La diligencia se detuvo en la Plaza Sator de Ankh-Morpork. El empleado del servicio de carruajes estaba esperando impacientemente.
—¡Llega usted quince horas tarde, señor Reever! —gritó.
El cochero asintió con cara impasible. Dejó caer las riendas se bajó del pescante y examinó a los caballos. Sus movimientos tenían cierto aire como de madera.
Los pasajeros estaban agarrando su equipaje y marchándose a toda prisa.
—¿Y bien? —dijo el empleado.
—Hemos hecho un picnic —dijo el cochero. Tenía la cara gris.
—¿Se ha parado para hacer un picnic?
—Y cantar unas cancioncillas —dijo el cochero, sacando las bolsas de forraje de los caballos de debajo del asiento.
—¿Me está diciendo que ha parado la diligencia que trae el correo para hacer un picnic y cantar unas cancioncillas?
—Ah, y el gato se quedó subido a un árbol. —Se chupó la mano y el empleado vio que llevaba atado un pañuelo alrededor.
Un recuerdo neblinoso empañó los ojos del cochero.
—Y luego estuvieron las historias —dijo.
—¿Qué historias?
—La pequeña y gordita dijo que todo el mundo tenía que contar una historia para pasar el rato.
—¿Sí? ¿Y qué? ¡No entiendo por qué eso le tiene que retrasar!
—Tendrías que haber oído la historia que contó. Una historia sobre un hombre muy alto y un piano. Me entró tanta vergüenza que me caí del carruaje. ¡Yo no usaría un vocabulario semejante ni con mi propia abuelita!
—Y por supuesto —dijo el empleado, que se jactaba de lo irónico de su enfoque—, la palabra «horario» nunca se le pasó por la cabeza mientras ocurría todo eso, ¿verdad?
El cochero se giró para mirarlo a la cara por primera vez. El empleado retrocedió un paso. Tenía delante a un hombre que había planeado sin motor por encima del Infierno.
—Díselo tú —dijo el cochero, y se alejó.
El empleado le siguió con la mirada y luego caminó hasta la portezuela.
Un hombre de pequeña estatura y aspecto atormentado bajó de la diligencia, arrastrando tras de sí a un hombre gordo y enorme y parloteando apresuradamente en un idioma que el empleado no entendió.
Y luego el empleado se quedó a solas con un carruaje y los caballos y un círculo en plena expansión de pasajeros que se marchaban a toda prisa.
Abrió la portezuela y miró el interior.
—Buenos días, señor —dijo Tata Ogg.
Paseó la mirada con cierta perplejidad desde ella hacia Yaya Ceravieja.
—¿Va todo bien, señoras?
—Un viaje muy agradable —dijo Tata Ogg, cogiéndose de su brazo—. Está claro que volveremos a viajar con ustedes alguna vez.
—El cochero parecía pensar que podía haber algún problema...
—¿Problema? —Dijo Yaya—. Yo no he notado ningún problema. ¿Y tú, Gytha?
—Podría haber sido un poco más rápido cuando fue a buscar la escalera —dijo Tata mientras bajaba—. Y estoy segura de que murmuró algo entre dientes aquella vez que nos paramos a mirar el paisaje. Pero estoy dispuesta a ser comprensiva en ese sentido.
—¿Se pararon a admirar el paisaje? -Preguntó el empleado-¿Cuándo?
—Oh, varias veces —dijo Tata—. No tiene sentido ir con apuro todo el tiempo, ¿verdad? Vísteme despacio que tengo prisa y todo eso. ¿Podría indicarnos por dónde está la calle Olmo? Tenemos nuestro alojamiento en casa de la señora Palma. Nuestro Nev habla muy bien del sitio, dice que nadie ha ido nunca a buscarlo allí...
El empleado dio un paso atrás, tal como solía hacer la gente ante el parloteo a presión neumática de Tata.
—¿La calle Olmo? —tartamudeó—. Pero... las señoras respetables no tendrían que ir allí...
Tata le dio una palmadita en el hombro.
—Eso está bien —dijo—. Así no nos encontraremos a ningún conocido.
Cuando Yaya pasó a su lado, los caballos intentaron esconderse detrás del carruaje.
*****
Balde esbozó una sonrisa jovial. Por los bordes de la cara le caían gotitas de sudor.
—Ah, Perdita —dijo—. Siéntate, hija. Esto. ¿Te lo estás pasando bien con nosotros de momento?
—Sí, gracias, señor Balde —dijo Agnes, obediente.
—Bien. Eso está bien. ¿Verdad que está bien, señor Salzella? ¿No le parece bien, señor Undershaft?
Agnes miró aquellas tres caras de preocupación.
—Estamos todos muy contentos —dijo el señor Balde—. Esto, bueno, tenemos una oferta asombrosa que hacerte y que estoy seguro de que te ayudará a pasarlo incluso mejor todavía.
Agnes miró las caras congregadas.
—¿Sí? —dijo en tono precavido.
—Ya sé que, esto, prácticamente acabas de llegar, pero hemos decidido, ejem... —Balde tragó saliva y miró a los otros dos en busca de apoyo moral— dejarte cantar el papel de Mercromina en la producción de esta noche de La Triviata.
—¿Sí?
—Hum. No es el papel principal pero por supuesto incluye la famosa aria de «La partida»...
—Ah. ¿Sí?
—Esto... hay, ejem... esto... —Balde renunció y miró desesperadamente a su director musical—. ¿Señor Salzella?
Salzella se inclinó hacia delante.
—Lo que de hecho nos gustaría que hicieras... Perdita... es cantar el papel, ciertamente, pero no, en realidad no vas a... representar el papel.
Agnes escuchó mientras se lo explicaban. Estaría en el coro, justo detrás de Christine. A Christine le dirían que cantara muy bajito. Se había hecho docenas de veces en el pasado, explicó Salzella. Se hacía mucho más a menudo de lo que el público era consciente: cuando a los cantantes les dolía la garganta, por ejemplo, o cuando habían perdido la voz del todo, o cuando aparecían tan borrachos que apenas podían tenerse en pie, o bien, en un famoso ejemplo de hacía muchos años, cuando el cantante murió justo en el intermedio y posteriormente cantó su famosa aria gracias a un mango de escoba que le sujetaba la espalda y con la mandíbula accionada mediante un cordel.
No era inmoral. El espectáculo tenía que continuar.
El círculo de caras desesperadamente sonrientes la observaron.
Podría largarme sin más, pensó ella. Alejarme de estas caras sonrientes y del misterioso Fantasma. Y no podrían detenerme. Pero no había ningún sitio al que ir, salvo de vuelta.
—Sí, esto, sí —dijo—. Estoy muy... esto... pero ¿por qué hacerlo así? ¿No bastaría con que ocupara su lugar y cantase el papel?
Los hombres se miraron entre ellos y empezaron a hablar todos al mismo tiempo.
—Pero mira, es que Christine es... tiene... más experiencia en el escenario...
—... Dominio técnico...
—...Presencia escénica...
—...Capacidad lírica aparente...
—...Le cabe el vestido...
Agnes se miró las manos enormes. Notaba el rubor avanzando como una horda bárbara, quemándolo todo a su paso.
—Nos gustaría, por así decirlo —dijo Balde—, que hicieras un papel fantasma...
—¿Fantasma? —dijo Agnes.
—Es un término escénico —dijo Salzella.
—Ah, ya veo —dijo Agnes—. Sí. Bueno, claro. Haré lo que pueda, por supuesto.
—Maravilloso —dijo Balde—. No olvidaremos esto. Y estoy seguro de que muy pronto aparecerá un papel adecuado para ti. Ve a ver al doctor Undershaft esta tarde y él te enseñará el papel.
—Ejem. Creo que ya lo conozco bastante bien —dijo Agnes, en tono incierto.
—¿En serio? ¿Cómo?
—He estado... dando clases.
—Eso está muy bien, hija —dijo el señor Balde—. Y demuestra que eres aplicada. Estamos muy impresionados. Pero ve a ver al doctor Undershaft de todas maneras.
Agnes se levantó y, todavía cabizbaja, salió a toda prisa. Undershaft suspiró y negó con la cabeza.
—Pobre chica —dijo— Ha nacido demasiado tarde. Antes en la ópera la voz era lo único que importaba. Saben, me acuerdo de los tiempos de las grandes sopranos. Lady Violetta Gigli, lady Clarissa Extendo... A veces me pregunto qué fue de ellas
—¿No hubo un cambio climático? —dijo Salzella en tono desagradable.
—He ahí una figura que podría volver a poner de moda el anillo de los Nibelunguingungos -continuó Undershaft—. Aquello sí que era una ópera.
—¿Tres días de dioses gritándose entre ellos y veinte minutos de melodías memorables? —Dijo Salzella—. No, muchas gracias.
—Pero ¿no se la imagina cantando a Hildabrun, la líder de las Valkirias?
—Sí. Oh, sí. Pero por desgracia también me la imagino cantando a Nobbo el enano y a Ío, el Jefe de los Dioses.
—Qué tiempos aquellos —dijo Undershaft con tristeza, negando con la cabeza—. Entonces sí que teníamos una ópera como era debido. Me acuerdo de cuando lady Veritasi metió a un músico dentro de su propia tuba por bostezar...
—Sí, sí, pero ahora estamos en el siglo del Murciélago Frugívoro —dijo Salzella, poniéndose de pie. Volvió a echar un vistazo a la puerta y negó con la cabeza.
—Asombroso —dijo—. ¿Creen que sabe lo gorda que está?
*****
La puerta del discreto establecimiento de la señora Palma se abrió en respuesta a la llamada de Yaya.
La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había forma posible de que nadie la confundiera con un hombre joven en ningún idioma, especialmente en braille.
Tata miró por encima del hombro empolvado de la joven señorita en dirección al interior de felpa roja y adornos dorados, y después levantó la vista hacia la cara impasible de Yaya Ceravieja, y finalmente la movió de vuelta hacia la joven.
—Cuando llegue a casa voy a moler a palos a nuestro Nev —murmuró—. Vamonos, Esme, será mejor que no entremos aquí. Sería demasiado largo explicarte...
—¡Caramba, Yaya Ceravieja! —dijo la chica alegremente—. ¿Y quién es esta?
Tata levantó la vista hacia Yaya Ceravieja, cuya expresión no había cambiado.
—Tata Ogg —dijo Tata finalmente—. Sí, soy Tata Ogg. La mamá de Nev —añadió en tono lúgubre—. Sí, señor. Sí. Debido a que soy... —Las palabras «una viuda respetable» intentaron colocarse en sus cuerdas vocales, se secaron ante la enormidad de aquella mentira y la obligaron a conformarse con—: Su madre. De Nev. Sí. La mamá de Nev.
—Hola, Colette —dijo Yaya—. Qué pendientes tan fascinantes llevas. ¿Está en casa la señora Palma?
—Siempre está en casa para las visitas importantes -dijo Colette—. ¡Entra, todo el mundo estará encantado de volver a verte!
Se oyeron gritos de bienvenida mientras Yaya se adentraba en la penumbra escarlata.
—¿Cómo? ¿Has estado aquí antes? —dijo Tata, escrutando la carne rosada y el encaje blanco que conformaban buena parte del escenario.
—Oh, sí. La señora Palma es una vieja amiga. Prácticamente es bruja.
—Tú... tú sabes qué clase de sitio es este, ¿verdad, Esme? —dijo Tata Ogg. Se sentía curiosamente irritada. Estaba perfectamente dispuesta a deferir a la maestría de Yaya en los mundos de la mente y la magia, pero tenía la fuerte convicción de que había áreas más especializadas que eran claramente territorio Ogg, y de que Yaya Ceravieja no tenía ni por qué saber cuáles eran.
—Oh, sí —dijo Yaya, tranquilamente.
A Tata se le acabó la paciencia.
—¡Es una casa de mala reputación, eso es lo que es!
—Al contrario —dijo Yaya—. Creo que la gente habla muy bien de ella.
—¿Tú lo sabías? ¿Y no me lo has dicho?
Yaya enarcó una ceja irónica.
—¿A la mujer que inventó el Bamboleo de Fresa?
—Bueno, sí, pero...
—Todos vivimos la vida lo mejor que podemos, Gytha. Hay mucha gente que cree que las brujas son malas.
—Sí, pero...
—Antes de criticar a nadie, Gytha, camina un kilómetro con sus zapatos —dijo Yaya, con una ligera sonrisa.
—Con los zapatos que llevaba ella, me torcería el tobillo —dijo Tata, apretando la mandíbula—. Me haría falta una escalera solo para subirme. —La forma que tenía Yaya de enredarte para que leyeras su mitad de diálogo pondría furiosa a cualquiera. Y te enseñaba partes inesperadas de tu propia mente.
—Y es un sitio hospitalario y las camas son blandas —dijo yaya.
—Y también cálidas, sospecho —dijo Tata Ogg, rindiéndose— Y siempre hay una luz amigable en la ventana.
—Vaya, vaya, Gytha Ogg. Siempre pensé que no se te podía escandalizar.
—Escandalizar, no —dijo Tata—. Pero me sorprendo con facilidad.
*****
El doctor Undershaft, director del coro, miró a Agnes por encima de sus gafas en forma de media luna.
—El, ejem, aria de «La partida», tal como se la conoce —dijo— es toda una pequeña obra maestra. No es uno de los grandes momentos de la ópera universal, pero sigue siendo muy memorable.
Se le empañaron los ojos.
- «Questa maledetta», canta Mercromina, mientras le cuenta a Peccadillo lo mucho que le cuesta dejarlo... «¡Questa maledetta porta si blocccca, Si blocca comunque diavolo lo facccio...!»
Se detuvo para limpiarse teatralmente las gafas con el pañuelo.
—Cuando la Gigli la cantaba, no quedaba un ojo seco en la ópera —murmuró—. Yo estuve presente. Fue entonces cuando decidí que... oh, qué grandes tiempos. —Se volvió a poner las gafas y se sonó las narices.
—Voy a pasártela una vez —dijo—, solamente para que entiendas cómo tiene que ir. Adelante, André.
El joven que había sido reclutado para tocar el piano en la sala de ensayos asintió y le guiñó un ojo disimuladamente a Agnes.
Ella fingió que no lo había visto y se puso a escuchar con actitud de atención intensa mientras el anciano recorría la partitura.
—Y ahora —dijo—. A ver qué tal te sale.
Le entregó la partitura e hizo un gesto al pianista.
Agnes cantó el aria, o por lo menos unos cuantos compases. André dejó de tocar y apoyó la cabeza en el piano, intentando sofocar una risa.
—Ejem —dijo Undershaft.
—¿Estaba haciendo algo mal?
—Estabas cantando en tenor —dijo Undershaft, mirando a André con expresión severa.
—¡Ella la cantaba con la voz de usted, señor!
—Tal vez puedas cantarla, esto... ¿como la cantaría Christine, por ejemplo?
Volvieron a empezar.
—¡¿Kwesta?! ¡¡Maledetta!!...
Undershaft levantó las dos manos. A André le temblaban los hombros debido al esfuerzo por no reírse.
—Sí, sí. Una observación muy aguda. Me atrevo a decir que tienes razón. Pero ¿podemos empezar otra vez y, ejem, tal vez puedas cantarla como tú creas que hay que cantarla? Agnes asintió. Volvieron a empezar...y terminaron.
Undershaft se había sentado y miraba a otro lado. No estaba preparado para mirarla a la cara.
Agnes se quedó allí de pie, mirándole insegura.
—Esto. ¿Lo he hecho bien? —dijo.
André el pianista se levantó despacio y la cogió de la mano
—Creo que será mejor que lo dejemos solo —dijo en voz baja, tirando de ella en dirección a la puerta.
—¿Lo he hecho mal?
—No... exactamente.
Undershaft levantó la cabeza, pero no se volvió hacia ella.
—Siga ensayando esas erres, señorita, y esfuércese por conseguir mayor seguridad por encima del pentagrama —dijo con voz ronca.
—Sí. Sí, lo haré. André la llevó al pasillo, cerró la puerta y luego se volvió hacia ella.
—Ha sido asombroso —dijo—. ¿Alguna vez has oído cantar a la gran Gigli?
—Ni siquiera sé quién es la Gigli. ¿Qué era lo que estaba cantando?
—¿Tampoco lo sabes?
—No sé qué significa, no.
André miró la partitura que tenía en la mano.
—Bueno, no domino mucho el idioma, pero supongo que el inicio se podría cantar más o menos así:
La maldita puerta está atascada
La maldita puerta está atascada
Se atasca y da lo mismo qué demonios haga yo
Pone « Tirar» y llevo una hora tirando
¿Tal vez debería poner «Empujar»?
—Agnes parpadeó.
—¿Eso es lo que dice?
—Sí.
—¡Pero yo creía que se suponía que era muy conmovedora y romántica!
—Y lo es —dijo André—. Lo era. Esto no es la vida real, es ópera. No importa lo que signifiquen las palabras. Lo que aporta es el sentimiento. ¿Nadie te ha dicho...? Mira, tengo ensayos durante el resto de la tarde, pero tal vez podamos quedar mañana, ¿no? ¿Tal vez después del desayuno?
Oh, no, pensó Agnes. Aquí viene. El rubor iba subiendo inexorablemente. Se preguntó si algún día le llegaría a la cara y seguiría subiendo, de forma que terminara en una gran nube rosa encima de su cabeza.
—Esto, sí —dijo—. Sí. Eso sería... una gran ayuda.
—Ahora me tengo que ir. —Le dedicó una débil sonrisita y le dio unos golpecitos en la mano—. Y... siento mucho que tenga que pasar todo esto. Porque... ha sido asombroso.
Continuó alejándose y de pronto se detuvo.
—Ah... perdona si te asusté anoche —dijo.
—¿Qué?
—En la escalera.
—Ah, eso. No me asusté.
—Tú... esto... no se lo mencionaste a nadie, ¿verdad? No querría que la gente pensara que me estaba preocupando por nada.
—Si tengo que decirte la verdad, no había vuelto a pensar en ello. Ya sé que tú no puedes ser el Fantasma, si es eso lo que te preocupa.
—¿Yo? ¿El Fantasma? ¡Jajá!
—Jajá. —dijo Agnes.
—Bueno, esto, nos vemos mañana, pues...
—Vale.
Agnes regresó a su cuarto, sumida en sus pensamientos.
Christine estaba allí, mirándose al espejo con aire crítico. Se dio la vuelta al entrar Agnes. Incluso se movía con signos de exclamación.
—¡¡Oh, Perdita!! ¡¿Te has enterado?! ¡¡Esta noche voy a cantar el papel de Mercromina ¡¿No es maravilloso?!. -Cruzó el cuarto a toda prisa e hizo un intento de abrazar a Agnes y levantarla del suelo, pero al final se conformó con abrazarla.
—¡¿Y me he enterado de que ya te han admitido en el coro?!.
—Sí, así es..
—¡¿Qué bien, no?! Llevo toda la mañana ensayando con el señor Salzella. ¡¿Kwesta?! ¡¡Mallydetta!! ¡¡Pourta chi bloca!! —giró sobre sí misma felizmente. Cientos de lentejuelas invisibles llenaban el aire con su resplandor.
—¡¡Cuando sea muy famosa —dijo— no te arrepentirás de ser amiga mía!! ¡¡Haré todo lo que pueda para ayudarte!! ¡¡Estoy segura de que me traes suerte!!
—Sí, claro —dijo Agnes, desesperanzada.
—¡¡Porque mi querido padre me dijo una vez que un pequeño duendecillo bueno vendría y me ayudaría a hacer realidad mi mayor ambición!! ¡¿Y sabes qué?! ¡¡Creo que ese pequeño duendecillo eres tú!!
Agnes sonrió con tristeza. Después de conocer a Christine durante cualquier período de tiempo, la gente tenía que reprimir el deseo de mirarle en el oído para ver si se vislumbraba la luz del sol viniendo del otro lado.
—Esto. Yo creía que nos habíamos intercambiado las habitaciones.
—¡¡Ah, eso!! —exclamó Christine, sonriente—. ¡¿Qué tonta fui, no?! ¡Además, voy a necesitar el espejo grande ahora que voy a ser una prima donna! ¡¿No te importa, verdad?!
—¿Qué? Oh. No. No, claro que no. Esto. Si estás segura...
Agnes miró el espejo y luego miró la cama. Y luego a Christine.
—No —dijo, escandalizada por la enormidad de la idea que se le acababa de presentar, entregada por la Perdita de su alma—. No hay ningún problema.
*****
El doctor Undershaft se sonó las narices y trató de recuperar la compostura.
Bueno, no tenía por qué soportarlo. Tal vez a la chica sí le sobraban unos kilos, pero la Gigli, por ejemplo, una vez había apastado a un tenor hasta matarlo y nadie había pensado nunca mal de ella por eso.
Iba a protestar al señor Balde.
El doctor Undershaft era un hombre de ideas fijas. Creía en las voces. No importaba el aspecto que tuviera nadie. Nunca miraba la ópera con los ojos abiertos. Era la música lo que importaba y no la actuación y ciertamente no la figura de las cantantes.
¿Qué importaba el tipo que tuviera? Lady Tessitura tenía una barba en la que se podían encender cerillas y una nariz aplastada que le ocupaba media cara, pero seguía siendo una de las mejores bajos que jamás abriera botellas de cerveza con el pulgar.
Por supuesto, Salzella decía que, aunque todo el mundo aceptaba que las mujeres corpulentas de cincuenta años pudieran interpretar a chicas esbeltas de diecisiete, nadie aceptaría que lo hiciera una chica gorda de diecisiete. Decía que se tragaban de buena gana una trola como una casa y se atragantaban con una mentirijilla. Salzella siempre decía ese tipo de cosas.
Algo no iba bien en los tiempos que corrían. El lugar entero parecía... enfermo, si es que un edificio puede estar enfermo. El público seguía viniendo, pero parecía que ya no había dinero. Todo parecía demasiado caro... Y ahora el propietario era un comerciante de quesos, por todos los dioses, una tosca rata de mostrador que probablemente querría introducir ideas sofisticadas. Lo que necesitaban era un hombre de negocios, un contable capaz de sumar columnas de cifras como era debido y no interferir. Aquel era el problema de todos los propietarios que había conocido: que empezaban considerándose hombres de negocios y de pronto empezaban a creerse que podían hacer contribuciones artísticas.
Con todo, posiblemente los comerciantes de quesos tenían que sumar quesos. Mientras que este se quedara en su despacho con los libros y no fuera por ahí actuando como si el sitio le perteneciera solo porque casualmente el sitio le pertenecía...
*****
Undershaft parpadeó. Se había vuelto a equivocar de camino. No importaba cuánto tiempo llevara uno aquí, el lugar era un laberinto. Estaba detrás del escenario, en la sala de ensayos de la orquesta. Por todas partes había amontonados instrumentos y sillas plegables. Su pie volcó una botella de cerveza.
El tañido de una cuerda lo hizo mirar a su alrededor. El suelo estaba lleno de instrumentos rotos. Había media docena de violines destrozados. Varios oboes estaban hechos trizas. A un sacabuche le habían arrancado el buche.
Alzó la cabeza y se encontró con una cara.
-Pero... ¿Qué haces tú...?
Las gafas en forma de media luna salieron dando vueltas y vueltas y se rompieron contra los tablones del suelo. Luego el atacante se encajó la máscara, tan blanca y lisa como el cráneo de un ángel, y dio un paso hacia delante con determinación...
El doctor Undershaft parpadeó.
No había más que oscuridad. Una figura con capa levantó la cabeza y lo miró con unas cuencas huesudas y blancas.
Los recuerdos recientes del doctor Undershaft eran un poco confusos, pero un dato destacó sobre los demás.
—Aja-dijo—. ¡Te tengo! ¡Eres el Fantasma!
¿SABE? SE EQUIVOCA DE UNA FORMA BASTANTE DIVERTIDA.
El doctor Undershaft vio cómo otra figura enmascarada recogía el cadáver de... el doctor Undershaft, y lo arrastraba hacia las sombras.
—Ah, ya veo. Estoy muerto.
La Muerte asintió.
PARECE QUE ESE ES EL CASO, SÍ.
—¡Pero ha sido un asesinato! ¿Lo sabe alguien?
EL ASESINO. Y USTED, POR SUPUESTO.
—Pero ¿precisamente él? ¿Cómo puede...? —empezó Undershaft.
TENEMOS QUE IRNOS, dijo la Muerte.
—¡Pero me acaba de matar! ¡Me ha estrangulado con sus propias manos!
SÍ. CONSIDÉRELO UNA EXPERIENCIA MÁS.
—¿Quiere decir que no puedo hacer nada al respecto?
DÉJELO PARA LOS VIVOS. HABLANDO EN TÉRMINOS GENERALES SE INCOMODAN CUANDO EL DIFUNTO LLEVA A CABO UN PAPEL CONSTRUCTIVO EN UNA INVESTIGACIÓN POR ASESINATO. TIENDEN A PERDER LA CONCENTRACIÓN.
—¿Sabe que tiene usted una buena voz de bajo?
GRACIAS.
—¿Y va a haber... coros y esas cosas?
¿LE GUSTARÍAN UNOS CUANTOS?
*****
Agnes salió a hurtadillas por la entrada para actores y se adentró en las calles de Ankh-Morpork.
La luz la hizo parpadear. Notaba un aire que agarrotaba, cortante y demasiado frío.
Lo que estaba a punto de hacer estaba mal. Muy mal. Y llevaba toda la vida haciendo solamente cosas que estaban bien.
Adelante, dijo Perdita.
De hecho, lo más probable era que no llegara a hacerlo. Pero no había nada de malo en el simple hecho de preguntar dónde había una herboristería, así que lo preguntó.
Y no había nada de malo en entrar, así que entró.
Y estaba claro que no iba contra ninguna ley comprar los ingredientes que compró. Al fin y al cabo, era posible que más adelante le viniera dolor de cabeza, o que no pudiera dormir.
Y tampoco pasaría nada si los llevara de vuelta a su cuarto y los metiera debajo del colchón.
Es verdad, dijo Perdita.
De hecho, si uno comparaba la dificultad moral de lo que se estaba proponiendo con todas las pequeñas actividades que tenía que llevar a cabo a fin de hacerlo, probablemente no estuviera tan mal después de todo.
Aquellos pensamientos reconfortantes se fueron organizando en su cabeza durante el camino de regreso. Dobló una esquina y a punto estuvo de chocar con Tata Ogg y Yaya Ceravieja.
Se pegó a la pared y contuvo la respiración.
No la habían visto, aunque el asqueroso gato de Tata le siseo por encima del hombro de su propietaria.
¡Se la llevarían de vuelta a casa! ¡Estaba segura de que lo harían!
El hecho de que ella fuera una agente libre y su propia dueña y totalmente libre de irse a Ankh-Morpork no tenía nada que ver. Ellas se entrometerían. Siempre lo hacían.
Se escurrió de vuelta por el callejón y luego corrió tan deprisa como pudo hasta la parte trasera de la Ópera.
El vigilante de la entrada para actores no dio señales de verla pasar.
*****
Yaya y Tata fueron paseando por la ciudad hasta la zona conocida como la Isla de los Dioses. Situada allí donde el río trazaba una curva tan pronunciada que casi formaba una isla, no era exactamente Ankh y tampoco era exactamente Morpork. Era donde la ciudad guardaba todas aquellas cosas que necesitaba de vez en cuando pero que en general la incomodaban, como la Casa de la Guardia, los teatros, la cárcel y las editoriales. Era el lugar donde guardaba todas las cosas que podían explotar de formas inesperadas.
Greebo caminaba tranquilamente detrás de ellas. El aire estaba lleno de olores nuevos y se sentía ansioso por averiguar si alguno de ellos procedía de algo que él pudiera comer, atacar o violar.
Tata Ogg se descubrió a sí misma cada vez más preocupada.
—Esto no es propio de nosotras, Esme —dijo.
—Entonces, ¿de quién?
—Quiero decir que el libro solamente era para divertirme un rato. No tiene sentido hacernos impopulares, ¿verdad?
—No podemos permitir que se tome el pelo a las brujas, Gytha.
—Yo no siento que me hayan tomado el pelo. Me sentía bien hasta que tú me dijiste que me habían tomado el pelo —dijo Tata, señalando así una importantísima cuestión sociológica.
—Te han explotado —dijo Yaya en tono firme.
—No es verdad.
—Sí que es verdad. Eres una masa oprimida.
—No lo soy.
—Te han estafado los ahorros de tu vida —dijo Yaya.
—¿Dos dólares?
—Bueno, es todo lo que tenías ahorrado —dijo Yaya, acertadamente.
—Solamente porque me gasté todo lo demás —dijo Tata
Otra gente se dedicaba a guardar dinero para cuando fueran mayores, pero Tata prefería atesorar recuerdos.
—Bueno, pues ahí lo tienes.
—Los pensaba gastar en unas tuberías nuevas para mi alambique en Cabeza de Cobre [5] —dijo Tata—. Ya sabes que ese esfumino se come el metal...
—Estabas ahorrando un poco para tener algo de seguridad y paz de mente cuando seas anciana —tradujo Yaya.
—Con mi esfumino no se consigue paz de mente —dijo Tata en tono feliz—. Demencia sí, pero no de mente. Está hecho con las mejores manzanas, ya sabes —añadió—. Bueno, sobre todo manzanas.
Yaya se detuvo delante de una puerta ornamentada y echó un vistazo a la placa de metal que había atornillada a la misma.
—Este es el sitio —dijo.
Miraron la puerta.
—Nunca me han gustado mucho las puertas principales —dijo Tata, cambiando nerviosamente el peso de un pie al otro.
Yaya asintió. Las brujas tenían algo contra las puertas delanteras. Un breve registro localizó un callejón que llevaba a la parte de atrás del edificio. Allí había un par de puertas mucho más grandes, abiertas de par en par. Varios enanos estaban cargando fardos de libros en un carro. De algún sitio al otro lado de la puerta venía un golpeteo rítmico.
Nadie prestó atención a las brujas cuando entraron tranquilamente en el edificio.
La tipografía móvil era conocida en Ankh-Morpork, pero si los magos se enteraban la movían allí donde nadie pudiera encontrarla. Por lo general no se entrometían en el funcionamiento de la ciudad, pero cuando se trataba de la tipografía móvil sacaban la mano dura de la túnica. Nunca habían explicado por qué, y la gente no quería insistir en la pregunta porque con los magos no se insiste en las preguntas, por lo menos si te gusta la forma que tienes. Así que se limitaban a eludir el problema y lo hacían todo a base de grabados. Aquello era un proceso muy lento e implicaba que Ankh-Morpork, por ejemplo, tuviera vedado el beneficio de los periódicos y que se dejara a la población engañarse a sí misma lo mejor que pudiera.
En un extremo del almacén había una prensa martilleando con un ruido sordo. A su lado, en largas mesas, una serie de enanos y humanos se dedicaba a coser páginas y a pegar con cola las cubiertas.
Tata cogió un libro de un montón. Era El placer del tentempié.
—¿Puedo ayudarlas, señoras? —preguntó una voz. Su tono sugería con mucha claridad que no tenía pensado ofrecer ninguna clase de ayuda, salvo tal vez facilitarles la salida a la calle a toda prisa.
—Hemos venido por este libro —dijo Yaya.
—Soy la señora Ogg —dijo Tata Ogg.
El hombre la miró de arriba abajo.
—¿Ah, sí? ¿Puede identificarse?
—Claro que sí. Me reconocería a mí misma en cualquier parte.
—¡Ja! Bueno, resulta que yo sé qué aspecto tiene Gytha Ogg, señora, y no se parece a usted.
Tata Ogg abrió la boca para responder y al cabo de un momento dijo, con la voz de alguien que se ha metido inconscientemente en el camino y solamente ahora se acuerda del carruaje que se acerca a toda velocidad:
—...Oh.
—¿Y cómo sabe usted el aspecto que tiene la señora Ogg —dijo Yaya.
—¡Oh, qué tarde es! Será mejor que nos vayamos... —dijo Tata.
—Porque, de hecho, me envió un retrato —dijo Goatberger— sacando su billetera.
—Estoy segura de que no nos interesa en absoluto —dijo Tata a toda prisa, tirando del brazo de Yaya.
—Yo estoy extremadamente interesada —dijo Yaya. Le arrebató un trozo doblado de papel de las manos a Goatberger y se lo quedó mirando.
—¡Ja! Sí... esta es Gytha Ogg —dijo—. Sí, señor. Me acuerdo de cuando aquel joven artista vino a Lancre a pasar el verano.
—En aquella época yo llevaba el pelo más largo —murmuró Tata.
—Lo cual era una suerte, dadas las circunstancias —dijo Yaya—. Aunque no sabía que tuvieras copias.
—Oh, ya sabes cómo son las cosas cuando eres joven —dijo Tata en tono soñador—. Dibujitos y más dibujitos durante todo el verano. —Se despertó de su ensoñación—. Y sigo pesando lo mismo hoy que entonces.
—Pero ha cambiado de sitio —dijo Yaya, desagradable.
Le devolvió el dibujo a Goatberger.
—Sí que es ella —dijo—. Pero con unos sesenta años y varias capas de ropa menos. Es Gytha Ogg, la misma que tiene usted aquí.
—¿Me está diciendo usted que a esto se le ocurrió la Sopa Sorpresa de Bananana?
—¿La ha probado? —preguntó Tata.
—El señor Tijeretazo, el jefe de impresores, la probó, si.
—¿Y se quedó sorprendido?
—Ni la mitad que la señora Tijeretazo.
—Puede afectar a la gente así —dijo Tata—. Creo que tal vez exageró con la nuez moscada.
Goatberger observó con atención. Le estaban empezando a asaltar las dudas. Solamente había que mirar cómo Tata Ogg le sonreía a uno para creerse que fuera capaz de escribir algo como el placer del tentempié.
—¿De verdad ha escrito usted esto? —dijo.
—De memoria —dijo Tata, orgullosa.
—Y ahora quiere algo de dinero —dijo Yaya.
La cara del señor Goatberger se retorció como si acabara de comerse un limón y lo hubiera hecho bajar con vinagre.
—Pero si ya le devolvimos su dinero —dijo.
—¿Lo ves? —dijo Tata, con la cara larga—. Te lo dije, Esme...
—Quiere más —dijo Yaya.
—No, yo no...
—¡No, no quiere más! —acordó Goatberger.
—Sí que lo quiere —dijo Yaya—. Quiere un poquito de dinero por cada libro que hayan vendido.
—Tampoco espero que me traten como a la realeza [6] —dijo Tata.
—Tú te callas —dijo Yaya—. Yo sé lo que tú quieres. Queremos dinero, señor Goatberger.
—¿Y qué pasa si no se lo quiero dar?
Yaya le lanzó una mirada.
—Entonces nos iremos y pensaremos qué vamos a hacer a continuación —dijo.
—Eso es toda una amenaza —dijo Tata—. Hay un montón de gente que se ha arrepentido de que Esme piense en qué hacer a continuación.
—¡Entonces vuelvan cuando lo hayan pensado! —espetó Goatberger. Y se marchó dando zancadas—. Esto es lo último, autores que quieren que se les pague, por todos los...
Y desapareció entre los montones de libros.
—Esto... ¿tú crees que nos podría haber ido mejor? —dijo Tata.
Yaya echó un vistazo a la mesa que tenían al lado. Estaba atestada de largos pliegos de papel. Le dio un codazo a un enano, que había estado presenciando divertido la discusión.
—¿Esto qué es? —dijo.
—Son las galeradas del Almanaque. —Vio la cara inexpresiva de ella—. Son una especie de impresión de prueba del libro para asegurarnos de que todos los errores de ortografía se quedan en el texto.
Yaya cogió el montón de hojas.
—Vamos, Gytha —dijo.
—No quiero problemas, Esme —dijo Tata Ogg mientras echaba a correr detrás de ella—. No es más que dinero.
—Ahora ya es más que dinero —dijo Yaya—. Ahora es una forma de igualar el marcador.
*****
El señor Balde cogió un violín. Estaba partido en dos trozos unidos por las cuerdas. Una de las cuales se rompió.
—¿Quién haría algo así? —dijo—. Sinceramente, Salzella, ¿qué diferencia hay entre la ópera y la locura?
—¿Es una pregunta con truco?
—¡No!
—Entonces yo diría: mejores decorados. Ah... ya me lo imaginaba...
Salzella hurgó entre la destrucción y se incorporó con una carta en la mano.
—¿Quiere que la abra? —dijo—. Va dirigida a usted. —Balde cerró los ojos.
—Adelante —dijo—. No se moleste en leer los detalles. Claramente dígame, ¿cuántos signos de exclamación?
—Cinco.
—Oh.
Salzella le pasó la hoja de papel.
Balde leyó:
Querido balde
¡Uuuuups!
¡¡¡¡¡Jajajajaja!!!!!
Saludos.
El Fantasma de la Ópera
—¿Qué podemos hacer? —dijo—. ¡Unas veces escribe notitas educadas y otras pierde la chaveta por escrito!
—Herr Problematikus ha mandado a todo el mundo a buscar instrumentos nuevos —dijo Salzella.
—¿Los violines son más caros que las zapatillas de ballet?
—Hay pocas cosas en el mundo más caras que las zapatillas de ballet. Resulta que los violines son una de ellas —dijo Salzella.
—¡Más gastos!
—Eso parece, sí.
—¡Pero yo creía que al Fantasma le gustaba la música! ¡¡¡Herr Problematikus me ha dicho que el órgano ya es irreparable!!!
Se detuvo. Era consciente de que había exclamado un poco menos racionalmente de lo que corresponde a un hombre cuerdo.
—Oh, bueno —continuó Balde en tono cansino—. Suponga que el espectáculo debe continuar.
—Sí, claro —dijo Salzella.
Balde negó con la cabeza.
—¿Cómo va todo de cara a esta noche?
—Creo que funcionará, si es eso lo que me pregunta. Perdita parece dominar muy bien su papel.
—¿Y Christine?
—Domina extraordinariamente bien la habilidad de ponerse un vestido. Entre las dos componen una prima donna.
El orgulloso propietario de la Ópera se puso de pie lentamente.
—Todo parecía tan simple —gimió—. Yo pensaba: la ópera no puede ser muy difícil. Canciones. Chicas guapas bailando. Decorados bonitos. Un montón de gente soltando dinero. Tiene que ser mejor que el brutal mundo de los yogures, pensaba yo. Y ahora allí donde miro hay...
Algo crujió debajo de su zapato. Recogió del suelo los restos de unas gafas en forma de media luna.
—Son del doctor Undershaft, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué están haciendo aquí?
Sus ojos hallaron la mirada firme de Salzella.
—Oh, no —gimió.
Salzella se giró a medias y se quedó mirando con cara pensativa un enorme estuche de contrabajo que había apoyado en la pared. Enarcó las cejas.
—Oh, no -volvió a decir Balde—. Adelante. Ábralo. Yo tengo las manos todas sudorosas...
Salzella caminó con pasos suaves hasta el estuche y agarró la tapa.
—¿Listo?
Balde asintió cansado. El estuche fue abierto de golpe.
—¡Oh, no!
Salzella asomó la cabeza para mirar.
—Ah, sí —dijo—. El cuello está roto y el cuerpo ha recibído un buen montón de patadas. Va a costar un buen pellizco repararlo, de eso no hay duda.
—¡Y todas las cuerdas están arrancadas! ¿Los contrabajos son más caros de reparar que los violines?
—Me temo que resulta increíblemente caro reparar cualquier instrumento musical, con la posible excepción del triángulo —dijo Salzella—. De todos modos, podría haber sido peor, ¿no?
—¿Qué?
—Bueno, podría haber sido el doctor Undershaft el que estuviera ahí dentro, ¿no?
Balde se lo quedó mirando boquiabierto y luego cerró la boca.
—Oh. Sí. Claro. Oh, sí. Eso habría sido peor. Sí. Hemos tenido un poco de suerte, supongo. Sí. Hum.
*****
—Así que eso es una ópera, ¿eh? —Dijo Yaya—. Parece que alguien haya construido una caja enorme y luego le haya pegado la arquitectura encima.
Tosió y pareció que estaba esperando algo.
—¿Podemos echarle un vistazo? —dijo Tata obedientemente, consciente de que la curiosidad de Yaya solamente era comparable con su deseo de no mostrarla.
—Supongo que no puede hacer ningún daño —dijo Yaya, como si estuviera concediendo un gran favor—. Ya que no tenemos nada mejor que hacer ahora mismo.
El edificio de la Ópera era, ciertamente, el más eficientemente multifuncional de los diseños arquitectónicos. Era un cubo. Pero tal como había señalado Yaya, el arquitecto se había dado cuenta a última hora de que no podía dejarlo sin ninguna decoración, y la había añadido a toda prisa en un revuelo de frisos, pilares, coribantes y florituras. Las gárgolas habían colonizado los puntos más elevados. Vista desde delante, la fachada transmitía la impresión de ser una enorme pared de piedra torturada.
En la parte trasera, por supuesto, había el habitual desorden insulso de ventanas, tuberías y paredes de piedra húmeda. Una de las reglas de cierta clase de arquitectura pública es que solamente ocurre por delante.
Yaya se detuvo debajo de una ventana.
—Hay alguien cantando —dijo—. Escucha.
—La-la-la-la-la-LAA —trinó alguien—. Do-re-mi-fa-sol-la-si-doo...
—Es ópera, está claro —dijo Yaya—. Me suena extranjero.
Tata tenía un don inesperado para los idiomas. Podía ser comprensiblemente incompetente en un nuevo idioma al cabo de un par de horas. Lo que hablaba estaba a un paso del galimatías pero era un galimatías auténticamente extranjero. Y sabía que Yaya Ceravieja, fueran cuales fuesen sus otras cualidades, tenía todavía peor oído para los idiomas que para la música.
—Ejem. Puede ser —dijo—. Siempre están haciendo cosas ahí dentro, eso lo sé. Mi Nev me contó que a veces hacen varias operaciones por noche.
—¿Cómo lo descubrió? —dijo Yaya.
—Bueno, había mucho plomo. Cuesta bastante moverlo. Me contó que a él le gustaban las operaciones ruidosas. Podía tararear la música y además nadie oía los martillazos.
Las brujas se acercaron paseando.
—¿Te has dado cuenta de que la joven Agnes casi choca con nosotras hace un rato? —dijo Yaya.
—Sí. Tuve que controlarme para no girarme —dijo Tata.
—No estaba muy contenta de vernos, ¿verdad? Prácticamente le oí ahogar un grito.
—Eso es muy sospechoso, pienso yo —dijo Tata—. O sea, si ve dos caras amigas del sitio de donde viene, lo normal sería que viniera corriendo...
—Somos viejas amigas, al fin y al cabo. Viejas amigas de su abuela y de su madre, en todo caso, que viene a ser lo mismo.
—¿Recuerdas aquellos ojos de la taza de té? —Dijo Tata-¡Podría estar bajo la influencia de alguna extraña fuerza oculta! Debemos tener cuidado. La gente puede ser muy engañosa cuando están en manos de una extraña fuerza oculta. ¿Te acuerdas del señor Escrúpulo de Tajada?
—Aquello no era una extraña fuerza oculta. Era acidez de estómago.
—Bueno, pues durante un tiempo sí que pareció algo extraño y oculto. Sobre todo cuando las ventanas estaban cerradas.
Su trayecto las había llevado a la entrada para actores de la Ópera.
Yaya contempló una hilera de carteles.
- La Triviata -leyó en voz alta—. ¿El Anillo de los Niyelunguingungos...?
—Bueno, básicamente hay dos tipos de ópera —dijo Tata, que también tenía la habilidad genuina de toda bruja para ser segura y experta en las cosas sin apoyarse en ninguna experiencia en absoluto—. Está la ópera pesada, donde básicamente la gente canta en extranjero y va un poco así: «Oh oh oh me muero, oh me muero, oh oh oh lo digo en serio», y luego está la ópera ligera, donde cantan en extranjero y vienen a decir: «¡Cerveza! ¡Cerveza! ¡Cerveza! ¡Me gusta beber mucha cerveza!», aunque a veces beben champán en vez de cerveza. Y así viene a ser toda la ópera en realidad.
—¿Cómo? ¿O morirse o beber cerveza?
—Básicamente, sí —dijo Tata, apañándoselas para sugerir que aquello cubría todo el espectro de la experiencia humana.
—¿Y eso es la ópera?
—Bueeeno... Puede haber alguna otra cosilla. Pero básicamente es birra o apuñalamientos.
Yaya fue consciente de una presencia.
Se dio la vuelta.
De la entrada para actores acababa de salir alguien que cargaba con un cartel, un cubo de cola y una escoba.
Era una figura extraña, una especie de pulcro espantapájaros a quien la ropa le venía un poco pequeña, aunque, para ser fieles a la verdad, probablemente no había ninguna ropa que le hubiera sentado bien a aquel cuerpo. Sus tobillos y muñecas parecían ser infinitamente extensibles y obedecer a impulsos independientes.
El hombre se encontró con las dos brujas de pie frente al molón de carteles y se detuvo cortésmente. Ellas pudieron ver como la frase se iba aglutinando detrás de aquellos ojos desenfocados.
—¡Perdonen señoras! ¡El espectáculo debe continuar!
Las palabras estaban todas presentes y tenían sentido, pero cada frase salía disparada al mundo como una unidad.
Yaya apartó a Tata a un lado.
—¡Gracias!
Se quedaron mirando en silencio cómo el hombre, con gran cuidado y meticulosidad, aplicaba cola a un rectángulo bien delimitado y luego pegaba el cartel, alisando metódicamente cada arruga.
—¿Cómo te llamas, joven? —preguntó Yaya.
—¡Walter!
—Llevas una boina muy bonita.
—¡Me la compró mi madre!
Walter dio caza a la última burbuja de aire hasta el borde del papel y retrocedió. Luego, haciendo caso omiso de las brujas de tan concentrado que estaba en su tarea, recogió el bote de cola y regresó al interior.
Las brujas miraron el nuevo cartel en silencio.
—¿Sabes? No me importaría ver una operación —dijo Tata, al cabo de un rato—. El siñore Basílica nos dio entradas.
—Oh, ya me conoces —dijo Yaya—. Yo no soporto esa clase de cosas.
Tata la miró de reojo y sonrió para sí misma. Aquel era un primer verso habitual en Esme Ceravieja. Significaba: claro que quiero, pero me tienes que convencer.
—Tienes razón, claro —dijo—. Son cosas para la gente que va en carruajes elegantes. No son para gente como nosotras.
Yaya pareció vacilar un momento.
—Supongo que estamos apuntando demasiado alto —continuó Tata—. Supongo que si entráramos nos dirían: largaos de aquí, viejas asquerosas...
—¿Ah, sí? ¿Eso harían?
—No creo que quieran que la chusma vulgar como nosotras se mezcle con toda esa gente elegante y estirada —dijo Tata.
—¿Conque no? ¿Conque esas tenemos? ¡Pues ven conmigo!
Yaya dobló furiosamente el recodo hasta la parte delantera del edificio, donde la gente ya se estaba bajando de sus carruajes. Subió abriéndose paso a empujones por la escalera y fue repartiendo codazos hasta las taquillas.
Se inclinó hacia delante. El hombre que estaba detrás de la rejilla retrocedió.
—¿Conque viejas asquerosas, eh? —le espetó.
—¿Disculpe...?
—¡No pienso hacerlo todavía! Mira esto, tenemos entradas para... —Miró las cartulinas que tenía en la mano y tiró de Tata Ogg— Aquí dice Patio. ¿Qué demonios es eso? ¿Patio? ¿Nosotras? —Se volvió hacia el vendedor de entradas—. Mira, el Patio no es lo bastante bueno para nosotras, queremos entradas en... —Levantó la vista hacia la pizarra que había cerca de la ventanilla de las entradas-... El Paraíso. Sí, eso me suena mejor.
—¿Perdone? ¿Tiene entradas de Patio y quiere cambiarlas por asientos en el Paraíso?
—¡Sí, y no esperes que paguemos más dinero!
—No iba a pedirle que...
—¡Pues mejor! —dijo Yaya, con una sonrisa triunfal. Miró sus nuevas entradas con aprobación—. Ven, Gytha.
—Ejem, disculpe —dijo el hombre cuando Tata Ogg se dio la vuelta—, pero ¿qué es eso que lleva sobre los hombros?
—Es... una estola de piel —dijo Tata.
—Perdone, pero acabo de ver cómo mueve la cola.
—Sí. Es que resulta que yo creo en la belleza sin crueldad.
*****
Agnes era consciente de que estaba pasando algo en los bastidores. Varios grupitos de hombres se iban formando y luego disgregándose mientras diversos individuos partían a toda prisa para llevar a cabo sus misteriosas tareas.
En la parte de delante la orquesta ya estaba afinando. El coro estaba desfilando y preparándose para ser Una Plaza de Mercado Abarrotada, en la que varios malabaristas, gitanos, tragasables y palurdos vestidos de fiesta no se sorprenderían en absoluto de ver cómo un barítono aparentemente borracho llegaba paseando para cantarle un montón de guión a un tenor que pasaba por allí.
Vio que el señor Balde y el señor Salzella estaban enfrascados en una acalorada discusión con el director de escena.
—¿Cómo vamos a registrar el edificio entero? ¡Este lugar es un laberinto!
—A lo mejor simplemente se ha perdido por ahí...
—Sin esas gafas está más ciego que un murciélago.
—Pero no podemos estar seguros de que le haya pasado algo.
—¿Ah, no? No decía usted eso cuando abrimos el estuche del contrabajo. Estaba usted seguro de que lo íbamos a encontrar dentro. Admítalo.
—Yo... no esperaba encontrarme un simple contrabajo destrozado, es verdad. Pero es que en aquel momento me sentía un poco agobiado.
Un tragasables le dio un codazo a Agnes.
—¿Qué?
—Se levanta el telón dentro de un minuto, cariño —dijo, echándose mostaza en la espada.
—¿Le ha pasado algo al doctor Undershaft?
—No tengo ni idea, cariño. No tendrás un poco de sal, ¿verdad?
*****
—Disculpe. Disculpe. Perdón. ¿Le he pisado? Disculpe.
Dejando un rastro de clientes enfadados y doloridos detrás de sí, las brujas fueron pisando fuerte hasta sus asientos.
Yaya se puso cómoda a codazos y luego, dado que en algunos sentidos tenía el mismo umbral de aburrimiento que un criatura de cuatro años, dijo:
—¿Qué pasa ahora?
El escaso conocimiento que tenía Tata de la ópera no acudió en su ayuda. Así que se volvió hacia la señora que tenía al lado.
—Perdone, ¿me puede prestar su programa? Gracias. Perdone ¿me puede prestar sus gafas? Muy amable.
Dedicó unos momentos a examinar el programa con cuidado.
—Ahora va la obertura —dijo—. Es una especie de muestra gratuita de lo que va a pasar. También viene un sumario de la historia. La Triviata.
Se puso a leer moviendo los labios. De vez en cuando se le arrugaba el ceño.
—Bueno, en realidad es bastante simple —dijo por fin—. Hay mucha gente enamorada de otra gente, mucha gente que se disfraza de quien no es y mucha confusión general, hay un sirviente con mucho morro, nadie sabe realmente quién es nadie, un par de viejos duques se vuelven locos, hay un coro de gitanos y etcétera. Una ópera típica. Probablemente alguien va a resultar ser el hijo desaparecido mucho tiempo atrás de alguien, o su hija o su esposa.
—¡Chisss! —dijo una voz detrás de ellas.
—Ojalá hubiéramos traído algo para comer —murmuró Yaya.
—Creo que tengo alguna pastilla de menta en la pernera de las bragas.
—¡Chisss!
—Quiero que me devuelva mis gafas, por favor.
—Aquí tiene, señora. No van muy bien, ¿eh?
Alguien le dio un golpecito a Tata Ogg en el hombro.
—¡Señora, su estola de piel se está comiendo mis bombones!
Y alguien le dio un golpecito en el hombro a Yaya Ceravieja.
—Señora, ¿puede quitarse el sombrero, por favor?
Tata Ogg se atragantó con su pastilla de menta.
Yaya Ceravieja se giró hacia el caballero de cara sulfurada que tenía detrás.
—Sabe lo que es una mujer con un sombrero puntiagudo, ¿no? —dijo.
—Sí, señora. Una mujer con un sombrero puntiagudo es lo que no me deja ver.
Yaya le lanzó una mirada. Y luego, para sorpresa de Tata, se quitó el sombrero.
—Le ruego me perdone —dijo—. Me doy cuenta de que he sido maleducada sin querer. Le pido excusas.
Se giró en dirección al escenario.
Tata Ogg recuperó el aliento.
—¿Te encuentras bien, Esme?
—Mejor que nunca.
Yaya Ceravieja escrutó el auditorio, sin hacer caso de todo lo que se oía a su alrededor.
- Le aseguro, señora, que su piel se está comiendo mis bombones. ¡Ha empezado con la segunda capa!
- Oh, vaya. Enséñele el plano que hay dentro de la tapa, ¿quiere? Solamente busca las trufas, y no tiene que costar mucho secar la baba de los demás.
- ¿Le importaría guardar silencio?
- A mí no me importa, es este hombre con sus bombones el que no para de hacer ruido...
Una sala muy grande, pensó Yaya. Una sala gigantesca y sin ventanas.
Notó un cosquilleo en los pulgares.
Se quedó mirando la lámpara de araña. La soga desaparecía en un receso del techo.
Recorrió con la mirada las hileras de palcos. Estaban todos bastante llenos. En uno, sin embargo, las cortinas estaban casi cerradas, como si hubiera alguien dentro que quisiera ver sin ser visto.
Luego Yaya miró al patio de butacas. El público era mayoritariamente humano. De vez en cuando se veía la figura descomunal de un troll, aunque el equivalente troll de las óperas solía extenderse durante un par de años. Se veían los destellos de unos cuantos cascos de enanos, aunque normalmente a los enanos no les interesaba nada donde no hubiera enanos. Parecía haber un montón de plumas allí abajo, y de vez en cuando un resplandor de joyas. Aquella temporada se veían muchos hombros desnudos. Se notaba que había mucha atención puesta en las apariencias. La gente iba allí para mirar, no para ver.
Cerró los ojos.
Aquí era donde se empezaba a ser una bruja. No era cuando practicaba la cabezología sobre ancianos bobos, ni cuando se mezclaban medicinas, ni cuando se daba la cara por una misma, ni cuando se distinguía una hierba de otra.
Era cuando se abría la mente al mundo y se examinaba con atención todo lo que captaba.
Hizo caso omiso de sus oídos hasta que los ruidos del público se redujeron a un zumbido lejano.
O por lo menos, un zumbido lejano interrumpido por la voz de Tata Ogg.
—Aquí dice que lady Timpani, que canta el papel de Crucigramella, es una prima de Donna —dijo Tata—. Lo que no explica es quién es esa Donna. Seguro que alguna mandamás de la ópera. No me extraña que la hayan contratado, si es prima suya. Así cualquiera.
Yaya asintió sin abrir los ojos.
Y los mantuvo cerrados mientras empezaba la ópera. Tata, que sabía cuándo tenía que dejar en paz a su amiga, intentó guardar silencio. Pero se sentía impelida a hacer algún comentario de paso.
Entonces dijo:
—¡Ahí está Agnes! ¡Eh, esa es Agnes!
—Deja de saludarla y siéntate —murmuró Yaya, intentando aferrarse a su sueño en la vigilia.
Tata se inclinó por encima de la barandilla.
—Va vestida de gitana —dijo—. Y ahora hay una chica que se adelanta para cantar. —Echó un vistazo al programa robado.
—La famosa aria de «La partida», dice aquí. A eso le llamo yo una buena voz...
—Es Agnes la que canta —dijo Yaya
—No, es esa tal Christine.
—Cierra los ojos, vieja mema, y dime si no es Agnes la que canta —dijo Yaya.
Tata Ogg cerró los ojos obedientemente un momento y luego los volvió a abrir.
—¡Es Agnes la que canta!
—Sí.
—Pero ¡esa chica de la sonrisa tan grande está ahí delante moviendo los labios y todo!
—Sí.
Tata se rascó la cabeza.
—Aquí hay algo que no cuadra, Esme. No podemos permitir que la gente robe la voz de nuestra Agnes.
Yaya todavía tenía los ojos cerrados.
—Dime si las cortinas de ese palco de la derecha se han movido —dijo.
—Acabo de verlas temblar, Esme.
—Ah.
Yaya se permitió relajarse otra vez. Se hundió en el asiento mientras el aria la bañaba y volvió a abrir la mente...
Bordes, paredes, puertas...
En cuanto un espacio se cerraba, se convertía en su propio universo. Había cosas que quedaban atrapadas en su interior.
La música le entraba por un lado de la cabeza y le salía por el otro, pero con ella le llegaban otras cosas, retahílas de cosas, ecos de antiguos gritos...
Se sumergió más hondo, allá por debajo de la conciencia, en la oscuridad que se extendía más allá de la luz de la fogata.
Y allí había miedo. En aquel lugar acechaba el miedo como un enorme animal oscuro. Merodeaba por todos los rincones. Estaba en las piedras. Había un viejo terror agazapado en las sombras. Era uno de los terrores más viejos, el que significaba que tan pronto como la humanidad había aprendido a andar con dos piernas se había caído de rodillas. Era el terror de la impermanencia, el conocimiento de que todo aquello acabaría muriendo, de que una voz hermosa o una figura maravillosa eran cosas cuya llegada no se podía controlar y cuya partida no se podía postergar. No era lo que ella había estado buscando, pero tal vez sí era el mar en el que aquello nadaba. Se sumergió más hondo. Allí estaba, rugiendo a través de la noche del alma de aquel lugar como una corriente fría y profunda. Al acercarse vio que no era una cosa sino dos, dos cosas enredadas la una con la otra. Extendió el brazo...
Engaños. Mentiras. Traiciones. Asesinato.
—¡No!
Parpadeó.
Todo el mundo se había girado para mirarla.
Tata le estiró del vestido.
—¡Siéntate, Esme!
Yaya miró. La lámpara de araña colgaba tranquilamente sobre las butacas atestadas.
—¡Lo matan a golpes!
—¿Qué dices, Esme?
—¡Y lo tiran al río!
—¡Esme!
- ¡Chiss!
- ¡Señora, quiere sentarse de una vez!
—... ¡Y ahora ha empezado con las espirales de turrón!
Yaya agarró su sombrero y se alejó de lado por la hilera de butacas, aplastando algunos de los calzados más elegantes de Ankh-Morpork bajo sus gruesas suelas de Lancre.
Tata se quedó atrás, reticente. Le había gustado la canción y quería aplaudir. Pero su par de manos no era necesario. El público había estallado en aplausos nada más apagarse la última nota.
Tata Ogg miró el escenario, tomó nota de algo y sonrió:
—¿Conque sí, eh? ¡Gytha! —.Suspiró.
—Ya voy, Esme. Disculpe. Disculpe. Perdón. Disculpe...
Yaya Ceravieja estaba fuera en el pasillo cubierto de felpa roja, con la frente apoyada en la pared.
—Es muy grave, Gytha —murmuró—. Está todo muy retorcido. No estoy nada segura de poder arreglarlo. El pobre diablo...
Se incorporó.
—Mírame, Gytha, ¿quieres?
Gytha abrió los ojos como platos, obediente. Se estremeció brevemente cuando un fragmento de la conciencia de Yaya Ceravieja se le coló por los ojos.
Yaya se puso el sombrero, se metió debajo del mismo algún que otro mechón gris descarriado y luego cogió, uno por uno, los ocho alfileres de sombrero y los clavó con la misma decisión con que un mercenario debía de comprobar sus armas.
—Muy bien —dijo por fin.
Tata Ogg se relajó.
—No es que me importe, Esme —dijo— Pero ojalá usaras un espejo.
—Es tirar el dinero —dijo Yaya.
Ahora completamente armada, se alejó a zancadas por el pasillo.
—Me alegro de ver que no has perdido los nervios con ese hombre que te daba la paliza con el sombrero —dijo Tata, corriendo detrás de ella.
—¿Para qué? Mañana estará muerto.
—Oh, cielos. ¿De qué?
—Atropellado por un carro, creo.
—¿Por qué no se lo dijiste?
—Podría equivocarme.
Yaya alcanzó la escalera y la bajó como una exhalación.
—¿Adonde vamos?
—Quiero ver quién hay detrás de esas cortinas.
El aplauso, lejano pero aun así atronador, inundó la escalera.
—Les ha encantado la voz de Agnes —dijo Tata.
—Sí, espero que lleguemos a tiempo.
—¡Oh, mierda!
—¿Qué?
—¡Me he dejado a Greebo arriba!
—Bueno, le gusta conocer a gente nueva. Dioses, este sitio es un laberinto.
Yaya salió a un pasillo curvado, bastante más afelpado que el que habían dejado atrás. A lo largo había una serie de puertas.
—Ah, entonces ahora...
Empezó a seguir la hilera de puertas, contando, y por fin probó un pomo.
—¿Puedo ayudarlas, señoras?
Se giraron. Una anciana pequeñita acababa de aparecer sin hacer ruido detrás de ellas, cargada con una bandeja de bebidas.
Yaya sonrió a la anciana. Tata Ogg sonrió a la bandeja.
—Nos estábamos preguntando —dijo Yaya—: ¿A qué persona de las que ocupan los palcos le gusta sentarse con las cortinas casi cerradas?
La bandeja empezó a temblar.
—Déme, ¿quiere que le aguante eso? —dijo Tata—. Lo va a derramar todo si no tiene cuidado.
—¿Qué saben ustedes del Palco Ocho? —preguntó la anciana.
—Ah. El Palco Ocho —respondió Yaya—. Seguro que es ese, sí. Es este de aquí, ¿no?
—No, por favor...
Yaya se acercó y agarró el pomo.
La puerta estaba cerrada con llave.
La anciana le puso la bandeja a Tata en sus manos agradecidas.
—Vaya, gracias. No se preocupe, no me importa... —dijo Tata.
La mujer tiró del brazo de Yaya.
—¡No lo haga! ¡Traerá una mala suerte terrible! —Yaya extendió una mano.
—¡La llave, señora! —dijo. Detrás de ella, Tata examinaba una copa de champán.
—¡No lo ponga furioso! ¡Ya están bastante mal las cosas! —La mujer estaba claramente aterrada.
—Hierro —dijo Yaya, forcejeando con el pomo—. No puedo hacer magia con el hierro...
—Dame —dijo Tata, acercándose con pasos un poco vacilantes—. Déjame uno de tus alfileres. Nuestro Nev me enseñó toda clase de trucos...
Yaya se llevó una mano al sombrero y luego miró la cara arrugada de la señora Plinge. Bajó la mano.
—No —dijo—. No, supongo que lo dejaremos estar por ahora.
—No sé qué está pasando... —sollozó la señora Plinge—. Antes nunca era así...
—Suénese bien —dijo Tata, dándole un pañuelo mugriento y unas palmaditas amables en la espalda.
—... No se dedicaba a matar a la gente... Solamente quería un sitio para ver la ópera... le hacía sentirse mejor...
—¿De quién estamos hablando? —dijo Yaya.
Tata Ogg le lanzó una mirada de advertencia por encima de la cabeza de la anciana. Había algunas cosas que era mejor dejarle a Tata.
—... Lo abría una hora todos los viernes para que yo lo limpiara y siempre dejaba una notita que daba las gracias o se disculpaba por los bombones que había debajo del asiento... ¿Y a quién le hacía daño? me gustaría saber a mí...
—Suénese otra vez, ande —dijo Tata.
—... Y ahora hay gente cayendo como moscas de las bambalinas... Dicen que es él, pero yo sé que él nunca quiso hacerle daño a nadie...
—Claro que no —dijo Tata, con voz tranquilizadora.
—...Y muchas veces los he visto levantar la vista y mirar su palco. Siempre se sentían mejor si lo podían ver... y luego al pobre señor Pounder lo estrangularon. Miré y encontré su sombrero, así tal cual...
—Es terrible cuando pasa eso —dijo Tata Ogg—. ¿Cómo se llama, querida?
—Señora Plinge —dijo la señora Plinge sorbiéndose las narices— Me cayó justo delante. Lo habría reconocido en cualquier parte...
—Creo que sería buena idea que la lleváramos a casa, señora Plinge —dijo Yaya.
—¡Oh, querida, tengo a todas estas señoras y caballeros a los que atender! Y además es peligroso irse a casa a estas horas de la noche... Walter me acompaña siempre a casa pero hoy se tiene que quedar hasta tarde... oh, cielos...
—Suénese otra vez, ¿quiere? —dijo Tata—. Encuentre un trozo que no esté demasiado mojado.
Hubo una serie de chasquidos. Yaya Ceravieja había entrelazado los dedos y extendido los brazos para hacer crujir los nudillos.
—Peligroso, ¿eh? —dijo—. Bueno, no podemos dejar que se quede así de alterada. Yo la acompañaré a casa y la señora Ogg se encargará de todo esto.
—... Pero tengo que atender a los palcos... Tengo todas estas bebidas que servir... Juraría que las tenía hace un momento...
—La señora Ogg es una experta en bebidas —dijo Yaya, fulminando con la mirada a su amiga.
—No hay nada que yo no sepa sobre bebidas. —Tata se mostró de acuerdo, vaciando sin vergüenza el último vaso—. Especialmente, sobre estas.
—... ¿Y qué pasa con mi Walter? Se morirá de preocupación...
—¿Walter es su hijo? —preguntó Yaya—. ¿Lleva boina? La anciana asintió.
—Es que siempre vuelvo a recogerlo si trabaja hasta tarde... —empezó a decir.
—¿Usted vuelve a recogerlo... pero él la acompaña a casa? dijo Yaya.
—Yo... él es... es... —La señora Punge recuperó la compostura—. Es un buen chico —dijo en tono desafiante.
—Estoy segura de que sí, señora Plinge —dijo Yaya.
Le quitó con cuidado la cofia blanca de la cabeza a la señora Plinge para dársela a Tata, que se la puso, y después le quitó el delantal blanco. Aquello era lo bueno del color negro. Si una iba vestida de negro podía ser prácticamente cualquier cosa. Madre superiora o madama de burdel, no era más que una cuestión de estilo. Dependía simplemente de los detalles.
Se oyó un chasquido. Se acababa de pasar el pestillo del Palco Ocho. Luego se oyó el chirrido débil de una silla al ser arrastrada y encajada bajo el pomo de la puerta.
Yaya sonrió y cogió a la señora Plinge del brazo.
—Volveré enseguida que pueda —dijo.
Tata asintió y miró cómo se marchaban.
Al final del pasillo había un armarito. Dentro había un taburete bajo, las costuras de la señora Plinge y un bar pequeño pero muy bien aprovisionado. También había, sobre un tablón barnizado de caoba, una serie de campanillas colgando de enormes muelles en espiral.
Varias de ellas estaban subiendo y bajando furiosamente.
Tata se puso un gin-ginebra con un chorrito de ginebra exprimida y examinó las hileras de botellas con interés considerable.
Se puso a sonar otra campanilla.
Había un frasco enorme lleno de aceitunas rellenas. Tata se sirvió un puñado y le quitó el polvo de un soplido a una botella de oporto.
Una campanilla se cayó de su muelle.
En alguna parte del pasillo se abrió una puerta y la voz de un hombre joven vociferó:
—¡Dónde están esas bebidas, mujer!
Tata probó el oporto.
Tata Ogg estaba acostumbrada a la idea del servicio domestico. De chica, había sido doncella en el Castillo de Lancre, donde el rey sentía cierta inclinación a presionar al servicio y cualquier otra cosa de que pudiera echar mano. La joven Gytha Ogg ya había perdido la inocencia [7], pero tenía ideas bastante claras acerca de las presiones no deseadas, y cuando el rey se le tiró encima en el fregadero ella cometió lo que técnicamente era alta traición con una pierna enorme de cordero blandida con las dos manos. Aquello acabó con su vida de escaleras abajo y dificultó considerablemente las actividades del rey de escaleras arriba.
De aquella breve experiencia había salido con ciertas opiniones que no eran lo bastante definidas como para ser políticas pero que sí eran firmemente oggianas. Y la señora Plinge tenía pinta de no comer muy bien y de no dormir muy bien tampoco. Tenía las manos flacas y rojas. Tata nunca escatimaba su tiempo para los Plinge del mundo.
¿Combinaba bien el oporto con el jerez? Oh, bueno, no pasaba nada por probarlo...
Ahora estaban sonando todas las campanillas. Debía de estar llegando el intermedio.
Luego, mientras más gente empezaba a asomar la cabeza por las puertas y a hacer demandas airadas, fue al estante del champán y cogió un par de botellas mágnum. Las agitó a base de bien, se puso una debajo de cada brazo con los pulgares sobre los corchos y salió al pasillo.
La filosofía vital de Tata consistía en hacer lo que le pareciera que era buena idea a cada momento, y hacerlo tan fuerte como pudiera. El sistema no le había fallado nunca.
*****
Cayó el telón. El público seguía de pie, aplaudiendo.
—¿Qué pasa ahora? —le susurró Agnes al gitano de al lado. El gitano se quitó el pañuelo que llevaba anudado en la cabeza.
—Bueno, cariño, por lo general hacemos una escapadita a... ¡Oh, no, piden que salgamos al escenario a saludar!
El telón volvió a subir. Las luces iluminaron a Christine, que hizo una reverencia y saludó con la mano y resplandeció.
Su compañero gitano le dio un codazo a Agnes.
—Mira a lady Timpani —dijo—. A eso le llamo yo una pelusona.
Agnes miró a la prima donna.
—Está sonriendo —dijo.
—También sonríen los tigres, querida.
El telón bajó una vez más, con una rotundidad que venía a decir que el director de escena iba a desmontar el decorado y que le pegaría un grito a cualquiera que se atreviera a volver a tocar aquellas cuerdas...
Agnes se marchó corriendo con los demás. En el siguiente acto no había gran cosa que hacer. Había intentado memorizar el argumento de antemano, aunque los demás miembros del coro habían hecho lo posible para disuadirla, basándose en que los versos se pueden cantar o se pueden entender, pero no ambas cosas.
Con todo, Agnes era una chica aplicada:
—... Entonces Peccadillo (ten.), hijo del duque de Tagliatella (bajo), se ha disfrazado secretamente de porquero para cortejar a Crucigramella, sin saber que el doctor Mozzarella (bar.) le ha vendido el elixir a Ludi el sirviente, sin darse cuenta de que en realidad él es la doncella Mercromina (sop.) disfrazada de chico porque el conde Artaud (bar.) afirma que...
Un ayudante del director de escena tiró de ella para apartarla de en medio e hizo una señal con la mano a alguien que estaba en los bastidores.
—Suelta la campiña, Ron.
Hubo una serie de silbidos fuera del escenario, seguidos de otro procedente de lo alto.
Se levantó el telón de fondo. De la oscuridad de encima del escenario empezaron a descender los sacos de arena que hacían de contrapeso.
—...Entonces Artaud revela, esto, que Zibelina se tiene que casar con Fideli, quiero decir, con Fiabe, sin saber, esto, que la fortuna familiar...
Los sacos de arena descendieron. Por lo menos a un lado del escenario. Al otro lado, Agnes vio su tarea imposible interrumpida por los gritos y al levantar la vista se encontró con las facciones del revés y en no en muy buen estado del difunto doctor Undershaft.
*****
Tata se coló de un brinco por una puerta cercana, la cerró a su espalda y se apoyó en ella. Al cabo de unos momentos el ruido de pies que corrían pasó de largo.
Bueno, había sido divertido.
Se quito la cofia de encaje y el delantal y, dado que Tata tenía cierta honradez básica, se los metió en un bolsillo para devolvérselos más tarde a la señora Plinge. Luego sacó algo negro, redondo y plano y lo golpeó contra su brazo. La punta salió. Después de unos cuantos ajustes su sombrero oficial estaba como nuevo.
Miró el sitio donde estaba. Cierta ausencia de luz y de moqueta, junto con una presencia abundante de polvo, sugerían que aquella era una parte del lugar que el público no debería ver.
Oh, mierda. Supuso que lo mejor sería encontrar otra puerta. Por supuesto, eso quería decir que tenía que abandonar a Greebo, estuviera donde estuviese, pero ya aparecería. Siempre aparecía cuando quería que le dieran comida.
Había un tramo de escalera que descendía. Lo bajó hasta un pasillo que estaba un poco mejor iluminado y lo recorrió durante bastante rato. Y luego lo único que tuvo que hacer fue seguir los gritos.
Emergió entre los bastidores y el desorden de objetos de atrezo que había tras el escenario.
Nadie reparó en ella. La aparición de una anciana menuda y amistosa no era algo que fuera a causar comentario alguno en aquellos momentos.
La gente corría de un lado para otro, gritando. La gente más impresionable permanecía inmóvil de pie y gritaba. Una mujer corpulenta estaba despatarrada sobre dos sillas teniendo un ataque de histeria mientras unos tramoyistas distraídos intentaban abanicarla con un guión.
Tata Ogg no estaba segura de si acababa de pasar algo importante o bien si aquello era solo una continuación de la ópera por otras vías.
—Yo le aflojaría el corsé si fuera vosotros —dijo cuando pasó tranquilamente a su lado.
—¡Por todos los dioses, señora, ya hay bastante pánico tal como están las cosas!
Tata se acercó a una interesante multitud de gitanos, nobles y tramoyistas.
Las brujas son curiosas por definición e inquisitivas por naturaleza. Ella se mezcló con el grupo.
—Déjenme pasar, soy una persona fisgona —dijo, usando ambos codos. Funcionó, tal como suele pasar con esa clase de métodos.
Había alguien muerto en el suelo. Tata había visto la muerte en muchas de sus modalidades, y ciertamente reconocía el estrangulamiento cuando lo tenía delante. No era el final más agradable, aunque podía tener bastante colorido.
—Oh, cielos —dijo—. Pobre hombre. ¿Qué le ha pasado?
—El señor Balde dice que se debe de haber quedado atrapado en... —empezó a decir alguien.
—¡No se ha quedado atrapado en nada! ¡Esto es obra del Fantasma! —dijo otra persona—. ¡Puede que siga ahí arriba. Todas las miradas se volvieron hacia arriba. —El señor Salzella ha enviado a algunos tramoyistas para que lo hagan salir.
—¿Llevan antorchas llameantes? —preguntó Tata. Varios de ellos la observaron como preguntándose, por primera vez, quién era aquella mujer.
—¿Cómo?
—Hay que llevar antorchas llameantes cuando se está persiguiendo a monstruos malignos —dijo Tata—. Lo sabe todo el mundo.
Hubo un momento de silencio mientras aquella información era asimilada, y luego:
—Es verdad.
—Pues tiene razón.
—Lo sabe todo el mundo, querida.
—¿Y llevaban antorchas llameantes?
—Creo que no. Linternas normales.
—Oh, no sirven —dijo Tata—. Las linternas son para los contrabandistas. Para los monstruos malignos hacen falta antorchas...
—¡Disculpad, chicos y chicas!
El director de escena se había subido a una caja.
—Muy bien —dijo, con la cara un poco pálida—. Sé que todos estáis familiarizados con la expresión «el espectáculo debe continuar»...
Hubo un coro de gemidos procedente del coro.
—Es muy difícil cantar una alegre tonadilla sobre comer puercoespines cuando estás esperando a que te pase un accidente -gritó un rey gitano.
—Es curioso, ya que hablamos de canciones sobre puercoespines, yo... —empezó a decir Tata, pero nadie le estaba prestando atención.
—Vamos a ver, no sabemos qué ha pasado en realidad...
—¿Ah, no? ¿A que lo adivinamos? —dijo un gitano.
—... pero tenemos hombres ahora mismo en el altillo colgante...
—¿Ah, sí? ¿En caso de que haya más accidentes?...
—Y el señor Balde me ha autorizado para deciros que habrá una gratificación adicional de dos dólares en reconocimiento de vuestra valiente decisión de continuar con el espectáculo...
—¿Dinero? ¿Después de un susto así? ¿Dinero? ¿Se cree que puede ofrecernos un par de dólares y nosotros aceptaremos quedarnos en este escenario maldito?
—¡Qué vergüenza!
—¡No tiene corazón!
—¡Impensable!
—¡Por lo menos tendría que pagar cuatro!
—¡Eso, eso!
—¡Qué vergüenza, amigos! Hablar de un puñado de dólares cuando hay un hombre muerto ahí mismo... ¿No tenéis respeto por su memoria?
—¡Exacto! Un par de dólares es una falta de respeto. ¡O cinco dólares o nada!
Tata Ogg asintió para sí misma, se alejó y acabó encontrando un trozo de tela lo bastante grande como para cubrir al difunto doctor Undershaft.
A Tata le gustaba bastante el mundo del teatro. Tenía su propia clase de magia. Era por eso que a Esme no le gustaba, creía ella. Era la magia de las ilusiones y de los engaños y de la tomadura de pelo, y aquello ya le estaba bien a Tata Ogg, porque no se podía haber estado casada tres veces sin alguna tomadura de pelo que otra. Pero se acercaba lo bastante a la propia magia de Yaya como para que Yaya se incomodara. Y eso significaba que no podía dejarlo en paz. Era como rascarse un picor.
La gente no se fijaba en las ancianitas que daban la impresión de estar donde debían, y Tata Ogg podía dar esa impresión más deprisa que un pollo muerto en una granja de gusanos.
Además, Tata tenía un pequeño talento adicional, que consistía en una mente como una sierra radial detrás de una cara como una manzana arrugada. Alguien estaba llorando.
Había una extraña figura de rodillas junto al difunto director del coro. Parecía una marioneta a la que hubieran cortado los hilos.
—¿Me puede echar una mano con esta tela, señor? —dijo Tata en voz baja.
La cara levantó la vista. Dos ojos vidriosos inundados de lágrimas miraron a Tata parpadeando:
—¡No se va a despertar más!
Tata cambió de marchas mentalmente.
—Es verdad, cariño —dijo—. Tú eres Walter, ¿verdad?
—¡Siempre se portaba muy bien conmigo y con mi mamá! ¡Nunca me dio ninguna patada!
A Tata le pareció obvio que allí no iba a obtener ninguna ayuda. Se puso de rodillas y empezó a hacer lo que pudo con el difunto.
—¡Señorita dicen que ha sido el Fantasma señorita! ¡No ha sido el Fantasma señorita! ¡Él nunca haría nada parecido! ¡Siempre se portó bien conmigo y con mi mamá!
Tata volvió a cambiar de marchas. Con Walter Plinge había que aminorar un poco.
—¡Mi mamá sabría lo que hay que hacer!
—Sí, bueno... Se ha ido temprano a casa, Walter.
La cara amarillenta de Walter empezó a retorcerse en una expresión de horror terminal.
—¡No puede irse a casa sin que Walter la proteja! —gritó.
—Apuesto a que ella siempre dice eso —dijo Tata—. Apuesto a que siempre se asegura de que su Walter esté con ella cuando se va a casa. Pero sospecho que ahora mismo quiere que su Walter continúe con su trabajo para poder estar orgullosa de él. La función prácticamente acaba de empezar.
—¡Es peligroso para mi mamá!
Tata le dio unas palmaditas en la mano y luego se limpió distraídamente la suya en el vestido.
—Buen chico —dijo—. Ahora me tengo que ir.
—¡El Fantasma no le haría daño a nadie!
—Sí, Walter, es que me tengo que ir pero encontraré a alguien que te ayude y entonces tienes que poner al pobre doctor Undershaft en un sitio seguro hasta que la función termine. ¿Me entiendes? Y yo soy la señora Ogg.
Walter se la quedó mirando boquiabierto y luego asintió bruscamente.
—Buen chico.
Tata lo dejó todavía mirando el cadáver y se adentró en la parte de atrás del escenario.
Un joven que pasaba a toda prisa descubrió que de pronto había adquirido una Ogg.
—Disculpa, joven —dijo Tata, todavía cogida a su brazo—. ¿Conoces a alguien por aquí que se llama Agnes? ¿Agnes Nitt?
—Me temo que no, señora. ¿A qué se dedica? —Intentó acelerar tan educadamente como le era posible, pero la presa de Tata era de acero.
—Canta un poco. Es una chica grande. Tiene bisagras dobles en la voz. Viste de negro.
—¿No se refiere a Perdita?
—¿Perdita? Ah, sí. A esa me refiero.
—Creo que está cuidando de Christine. Están las dos en el despacho del señor Salzella.
—Y Christine debe de ser la chica delgada que va de blanco, ¿no?
—Sí, señora.
—Y supongo que ahora me vas a enseñar dónde está el despacho de ese tal Salzella, ¿verdad?
—Esto, ¿yo voy...? Ejem, sí. Siga el escenario hacia allí, es la primera puerta a la derecha.
—Qué buen chico, cómo ayuda a una ancianita —dijo Tata. Su presa se incrementó hasta unos pocos gramos antes de cortarle la circulación—. ¿Y no sería buena idea que ayudaras al joven Walter que está ahí a hacer algo respetuoso por el pobre hombre muerto?
—¿Que está dónde?
Tata se dio la vuelta. El difunto doctor Undershaft no se había ido a ninguna parte, pero Walter había desaparecido.
—El pobre chaval estaba un poco trastornado, y no me extraña —dijo Tata—. Era de esperar. Así pues... ¿por qué no buscas a otro joven fornido para que te ayude a ti?
—Esto... si.
—Sé buen chico —repitió Tata.
*****
Faltaba poco para la hora de cenar. Yaya y la señora Plinge se abrieron paso entre la multitud hasta las Sombras, una parte de la ciudad abarrotada como un nido de grajos, fragante como una fosa séptica y viceversa.
—Así pues —dijo Yaya, mientras entraban en la red de fétidos callejones—. Walter siempre la acompaña a casa, ¿verdad?
—Es un buen chico, señora Ceravieja —dijo la señora Plinge, a la defensiva.
—Estoy segura de que está usted agradecida de tener a un chico fuerte en el que apoyarse —dijo Yaya.
La señora Plinge levantó la vista. Mirar a los ojos de Yaya era como mirar un espejo. Lo que veías allí devolviéndote la mirada eras tú mismo, y no había donde esconderse.
—Lo atormentan todo el tiempo —murmuró—. Lo pinchan y le esconden la escoba. No es que por aquí sean malos chicos, pero lo atormentan.
—Él se lleva la escoba a casa, ¿verdad?
—Cuida de sus cosas —dijo la señora Plinge—. Siempre lo he criado para que se cuide de sus cosas y no moleste a nadie. Pero ellos siempre están pinchándolo al pobrecillo e insultándolo de una manera...
El callejón daba a un patio, que parecía un pozo entre los dos edificios. Las cuerdas de tender surcaban en todas direcciones el rectángulo de cielo iluminado por la luna.
—Aquí vivo yo —dijo la señora Plinge—. Muy agradecida.
—¿Cómo llega Walter a casa sin usted? —dijo Yaya.
—Oh, hay muchos sitios para dormir en la Ópera. Él ya sabe que si no voy a buscarle tiene que quedarse allí a pasar la noche. Hace lo que se le dice, señora Ceravieja. Nunca causa ningún problema.
—Nunca he dicho que los causara.
La señora Plinge se hurgó en el bolso, en parte para buscar la llave y en parte para escapar de la mirada de Yaya.
—Supongo que su Walter ve la mayoría de cosas que pasan en la ópera —dijo Yaya, cogiendo una de las muñecas de la señora Plinge con su mano—. Me pregunto qué es lo que su Walter... vio.
El corazón saltó al mismo tiempo que los ladrones. Se oyó un chirrido de metal. Una voz grave dijo:
—Vosotras sois dos y nosotros seis. No sirve de nada gritar.
—Ay, ay, pobrecilla de mí —dijo Yaya.
La señora Plinge se dejó caer sobre sus rodillas.
—¡Oh, por favor, no nos hagan daño, amables señores, somos ancianitas indefensas! ¿Es que no tienen madres?
Yaya puso los ojos en blanco. Demonios, demonios y maldición. Era una buena bruja. Aquel era su papel en la vida. Era la carga que le tocaba llevar. El Bien y el Mal eran bastante superfluos cuando uno había crecido con un sentido altamente desarrollado de lo Correcto y lo que no. Confiaba, oh, confiaba en que a pesar de ser tan jóvenes, aquellos hombres fueran criminales hechos y derechos...
—Yo tuve una madre una vez —dijo el ladrón más cercano—. Pero creo que me la debí comer...
Ah. Matrícula de honor. Yaya se llevó las dos manos al sombrero para sacar dos largos alfileres...
Una teja se desprendió de un tejado y cayó en un charco.
Todos levantaron la vista.
Durante un instante pudieron ver a una figura con capa que se recortaba contra la luz de la luna. La figura desenvainó una espada y la sostuvo con el brazo extendido. Después se lanzo al vacío y aterrizó delante de un hombre estupefacto. La espada ondeó en el aire.
El primer ladrón se giró y acometió a la figura sombría que tenía delante, que resultó ser otro ladrón, cuyo brazo salió disparado hacia arriba y recorrió con su cuchillo el tórax del ladrón que tenía al lado.
La figura enmascarada bailaba en medio de la banda, con su espada casi dejando una estela en el aire. A Yaya se le ocurrió más tarde que la espada nunca llegó a hacer contacto con nada, pero es que tampoco le hizo falta... cuando hay seis personas contra uno en una reyerta cuerpo a cuerpo en plena oscuridad, y sobre todo cuando esos seis no están acostumbrados a un enemigo más difícil de acertar que una avispa, y más todavía cuando todos han aprendido la lucha con navaja de otros aficionados, entonces hay seis posibilidades de entre siete de que acaben apuñalando a un compinche y una posibilidad aproximadamente de entre doce de que se corten su propia oreja.
Los dos que quedaban ilesos después de diez segundos se miraron entre ellos, dieron media vuelta y corrieron.
Y así terminó la cosa.
La figura vertical superviviente hizo una profunda reverencia delante de Yaya Ceravieja.
—Ah. ¡Bella Donna!
Hubo un revuelo de capa negra y seda roja y la figura desapareció también. Durante un momento se oyeron unos pasos suaves rozando los adoquines.
La mano de Yaya todavía estaba a medio camino de su sombrero.
—¡Hay que ver! —dijo.
Bajó la vista. Había varios cuerpos gimiendo o haciendo ruidos gorgoteantes por lo bajo.
—Ay, ay, qué cosas —dijo. Luego recobró la compostura. —Me temo que vamos a necesitar un poco de agua caliente Y algunas vendas y una aguja bien afilada para dar puntos, señora Plinge —dijo—. No podemos dejar que estos pobres hombres mueran desangrados, ¿verdad que no? Aunque hayan intentado atracar a unas ancianitas...
La señora Plinge parecía horrorizada.
—Tenemos que ser caritativas, señora Plinge —insistió Yaya.
—Voy a avivar el fuego y a hacer jirones con una sábana —dijo la señora Plinge—. No sé si podré encontrar una aguja
—Oh, yo creo que tengo una aguja —dijo Yaya, sacándose una del ala del sombrero.
Se arrodilló junto a un ladrón caído. —Está algo oxidada y no muy afilada —añadió—. Pero tendremos que hacer lo que podamos.
La aguja brilló bajo la luz de la luna. Los ojos redondos y asustados del ladrón miraron primero la aguja y luego la cara de Yaya. El hombre soltó un gemido. Sus omóplatos intentaron cavar un túnel de huida en los adoquines.
Tal vez fuera lo mejor para todos que nadie más pudiera ver la cara de Yaya en las sombras.
—Hagamos un poco el bien —dijo.
*****
Salzella se echó las manos a la cabeza.
—¡Imagínese que hubiera caído en mitad del acto!
—Muy bien, muy bien -dijo Balde, que estaba sentado detrás de su mesa igual que un hombre podría esconderse detrás de un bunker—. Estoy de acuerdo. Después del espectáculo llamamos a la Guardia. Está decidido. Solamente tendremos que pedirles que sean discretos.
—¿Discretos? ¿Ha conocido alguna vez a algún miembro de la Guardia? —preguntó Salzella.
—Tampoco van a encontrar nada. Para entonces él ya se habrá alejado por los tejados, puede contar con eso. Sea quien sea. Pobre doctor Undershaft. Siempre fue un manojo de nervios.
—Esta noche era un manojo de cuerdas —dijo Salzella
—¡Eso ha sido de mal gusto!
Salzella se inclinó sobre la mesa.
—Sea o no de mal gusto, la compañía está formada por gente del mundo del teatro. Gente supersticiosa. Basta una cosita de nada como que alguien sea asesinado en el escenario y todos se derrumban.
—No lo asesinaron en el escenario, lo asesinaron fuera del escenario. ¡Y no podemos estar seguros de que fuera un asesinato! Últimamente estaba muy... deprimido.
Agnes se había sentido horrorizada, pero no había sido por la muerte del doctor Undershaft. Lo que la había impresionado era su propia reacción. Ver al muerto había resultado alarmante y desagradable, pero lo peor de todo había sido verse a sí misma interesada de verdad en lo que sucedía: la forma en que la gente reaccionaba, la forma en que se movían, las cosas que decían. Era como si estuviese fuera de sí misma, observándolo todo.
Christine, por otro lado, había caído redonda. Igual que lady Timpani. Mucha más gente había corrido a atender a Christine que a la prima donna, a pesar de que lady Timpani se había despertado y se había vuelto a desmayar teatralmente diversas veces y al final se había visto obligada a recurrir a la histeria. A nadie se le había ocurrido ni por un minuto que Agnes no fuera capaz de mantener la calma.
A Christine la habían llevado al despacho de Salzella en los bastidores y la habían puesto en un sofá. Agnes había ido a buscar un cuenco de agua y un paño y ahora le estaba mojando la frente, puesto que hay gente destinada a que la lleven a sofás bien cómodos y otra gente cuyo único sino es irles a buscar un cuenco de agua fría.
—El telón se vuelve a levantar dentro de dos minutos —dijo Salzella—. Será mejor que me vaya a reunir a la orquesta. Están todos en La Puñalada en la Espalda, al otro lado de la calle. Los muy cerdos pueden beberse media pinta antes de que se hayan terminado los aplausos.
—¿Y son capaces de tocar?
—Nunca lo han sido, así que no veo por qué iban a empezar ahora —dijo Salzella—. Son músicos, Balde. La única manera en que un cadáver los podría molestar es que se les cayese dentro de la cerveza, y aun así tocarían si les ofrecieran dinero de Muerto.
Balde caminó hacia donde Christine estaba acostada.
—¿Cómo se encuentra?
—Sigue balbuceando un poquito... —empezó a decir Agnes
—.¿Una taza de té? ¿Té? ¿Alguien quiere té? No hay nada mejor que una taza de té, bueno, miento, pero veo que el sofá está ocupado, solamente es una bromita, que nadie se ofenda ¿alguien quiere una taza de té?
Agnes miró a su alrededor, horrorizada.
—Bueno, a mí me vendría bien una tacita —dijo Balde, con falsa jovialidad.
—¿Y usted, señorita? —Tata le guiñó un ojo a Agnes.
—Esto... no, gracias... ¿trabaja usted aquí? —preguntó Agnes. —Solamente estoy ayudando a la señora Punge, que no se encuentra muy bien —respondió Tata, guiñándole otra vez el ojo—. Soy la señora Ogg. Ustedes sigan con lo suyo.
Aquello pareció satisfacer a Balde, aunque solamente fuera porque los distribuidores aleatorios de té constituían la más pequeña de las amenazas en aquel momento.
—Esta noche todo se parece más al Grand Guignol que a la ópera —dijo Tata. Le dio un codazo a Balde—. Significa «sangre por todo el escenario» en extranjero —dijo con aire solícito.
—¿Ah, sí?
—Sí. Quiere decir Guignol Grande. —La música empezó a sonar a lo lejos.
—Es la obertura del Acto Dos —dijo Balde—. Bueno, si Christine todavía no se encuentra bien, entonces... —Miró desesperadamente a Agnes. Bueno, en un momento así la gente lo entendería.
A Agnes se le hinchó más el pecho de orgullo.
—¿Sí, señor Balde?
—Tal vez podamos encontrarte algo blanco...
Con los ojos todavía cerrados, Christine se llevó la muñeca a la frente y gimió.
—Oh, cielos, ¿qué ha pasado? —Balde se arrodilló al instante.
—¿Te encuentras bien? ¡Has tenido un shock bastante fuerte! ¿Crees que puedes continuar por el bien del arte y de que la gente no pida que le devuelvan el dinero?
Ella esbozó una sonrisa valiente. Innecesariamente valiente, le pareció a Agnes.
—¡No puedo decepcionar a mi querido público! —dijo.
- ¡Magnífico!...-dijo Balde—. Yo de vosotras me iría corriendo, entonces. Perdita te ayudará... ¿verdad, Perdita?
—Sí. Claro.
—Y estarás en el coro para el dueto —dijo Balde—. Cerca de ella en el coro.
Agnes suspiró.
—Sí, ya lo sé. Vamos, Christine.
—Querida Perdita... —dijo Christine.
Tata las vio marcharse. Luego dijo:
—Me llevo su taza si ha terminado con ella.
—Ah, sí. Sí, estaba muy bueno —dijo Balde.
—Esto... he tenido un pequeño accidente en los palcos —dijo Tata.
Balde se llevó una mano al pecho.
—¿Cuántos muertos ha habido?
—Oh, nadie ha muerto, nadie ha muerto. Se han mojado un poco porque he derramado una pizca de champán.
Balde soltó un suspiro de alivio.
—Oh, yo no me preocuparía por eso —dijo.
—Cuando digo derramado... O sea, continuó ocurriendo...
El hizo un gesto con la mano quitándole importancia.
—No cuesta nada quitarlo de la moqueta —dijo.
—¿Mancha los techos?
—¿Señora...?
—Ogg.
—Por favor, márchese.
Tata asintió, recogió las tazas y salió tranquilamente del despacho. Si nadie interrogaba a una anciana con una bandeja de te, ciertamente tampoco se iban a preocupar por una que empujara el carrito de la colada. La colada es una insignia de miembro en cualquier lugar.
Por lo que respectaba a Tata Ogg, la colada era también algo que ocurría a otra gente, pero pensó que podía ser buena idea no salirse del personaje. Encontró una hornacina en la pared con una bomba de agua y un fregadero, se remangó y se puso manos a la obra.
*****
Alguien le dio un golpecito en el hombro.
—No tendría que hacer eso, ¿sabe? —Dijo una voz—. Trae muy mala suerte.
Tata giró la cabeza y vio a un tramoyista.
—¿El qué? ¿Lavar la ropa trae siete años de mala suerte? —dijo.
—Estaba usted silbando.
—¿Y qué? Siempre silbo cuando pienso.
—Quiero decir que no tendría que silbar sobre el escenario.
—¿Da mala suerte?
—Supongo que se puede decir así. Cuando estamos cambiando los decorados usamos códigos de silbidos. Supongo que podría traer mala suerte que le cayera un saco de arena encima.
Tata levantó la vista. La mirada de él siguió la de ella. En aquel sitio preciso el techo estaba a unos sesenta centímetros.
—Simplemente es más seguro no silbar —balbuceó el chico.
—Lo recordaré —dijo Tata—. Nada de silbar. Interesante. Cada día se aprende algo nuevo, ¿verdad?
*****
Subió el telón para el Segundo Acto. Tata estaba mirando desde los bastidores.
Lo interesante era la forma en que la gente se las ingeniaba para mantener siempre una mano por encima del cuello, por si había algún accidente. Parecía haber muchos más saludos y ademanes y gestos dramáticos de los que eran estrictamente necesarios en la ópera.
Presenció el dueto entre Mercromina y Mozzarella, posiblemente el primero de la historia de la ópera en que ambos cantantes estuvieron todo el tiempo mirando decididamente hacia arriba.
A Tata también le gustaba la música. Si la música era el alimento del amor, ella siempre estaba lista para una sonata con patatas fritas. Pero estaba claro que aquella noche las cosas habían perdido su chispa.
Negó con la cabeza.
Una figura se movió entre las sombras a su espalda y extendió un brazo. Ella se giró para encontrarse con un rostro aterrador.
—Ah, hola, Esme. ¿Cómo has entrado?
—Tú te has quedado con las entradas, así que he tenido que hablar con el hombre de la puerta. Pero dentro de un par de minutos estará como nuevo. ¿Qué ha estado pasando?
—Bueno... el Duque ha cantado una canción muy larga para decir que tenía que irse, y el Conde ha cantado una canción que decía lo bonita que era la primavera, y también ha caído un cadáver del techo.
—Eso pasa mucho en la ópera, ¿no?
—Yo creo que no.
—Ah. En el teatro, me he dado cuenta de que si miras a los cadáveres durante bastante tiempo, puedes ver que se mueven.
—Yo dudo que este vaya a moverse. Estrangulado. Alguien está asesinando a la gente de la ópera. He estado charlando con las chicas del ballet.
—¿De veras?
—Es ese Fantasma del que hablan todos.
—Hum. ¿Lleva uno de esos trajes negros para ir a la ópera y una máscara blanca?
—¿Cómo lo sabes?
Yaya puso una cara petulante.
—O sea, no me imagino quién querría asesinar a la gente de la ópera... —Tata pensó en la expresión de la cara de lady Timpani—. Salvo quizá otra gente de la ópera. Y tal vez los músicos— Y tal vez alguien del público.
—Yo no creo en fantasmas —dijo Yaya en tono firme.
—¡Oh, Esme! Pero ¡si sabes que tengo una docena en mi casa!
—Oh, sí creo en fantasmas -dijo Yaya—. En criaturas tristes que flotan por ahí haciendo uuuuuh uuuuuh uuuuuh... pero no creo que maten a gente ni que usen espadas. —Se alejó un poco—. Por aquí ya hay demasiados fantasmas.
Tata no dijo nada. Era mejor no decir nada cuando Yaya estaba escuchando sin usar los oídos.
—¿Gytha?
—¿Sí, Esme?
—¿Qué quiere decir «Bella Donna»?
—Es el nombre pijo del espinacardo, Esme.
—Ya me parecía. ¡Ja! ¡Menuda jeta!
—Solo que en la ópera quiere decir mujer hermosa.
—¿De verdad? Oh —Yaya se llevó una mano a la cabeza y se dio unos golpecitos en el moño duro como el hierro—. ¡Qué tontería!
... Él se había movido como la música, como alguien que baila a un ritmo que tiene dentro de la cabeza. Y por un momento su cara bajo la luz de la luna se convirtió en el cráneo de un ángel...
*****
El dueto recibió otra ovación del público de pie.
Agnes se volvió a esconder sutilmente en el coro. Durante el resto del acto no tenía mucho más que hacer que bailar junto con el resto del coro, o por lo menos moverse todo lo rítmicamente que pudiera, durante la Feria Gitana. Y escuchar al Duque cantar una canción acerca de lo precioso que estaba el campo en verano. Con un brazo extendido dramáticamente por encima de la cabeza.
Ella no quitaba ojo de los bastidores.
Si Tata Ogg estaba allí, eso quería decir que la otra también debía de rondar cerca. Ojalá nunca hubiera escrito aquellas cartas. Bueno... no iban a arrastrarla hasta casa, por mucho que lo intentaran...
*****
El resto de la ópera transcurrió sin que nadie muriera, salvo allí donde la partitura requería que lo hicieran por algún tiempo. Hubo un pequeño tumulto cuando a un miembro del coro a punto estuvo de romperle la crisma un saco de arena que habían tirado sin querer de un andamio los tramoyistas colocados allí para prevenir accidentes.
Hubo más aplausos al final. La mayoría para Christine.
Luego cayó el telón, se abrió y volvió a caer unas cuantas veces mientras Christine hacía sus reverencias.
Agnes tuvo la impresión de que tal vez hacía una reverencia más de las que los aplausos del público realmente justificaban. Perdita, observando la escena con sus ojos, dijo: «Por supuesto que sí».
Y luego el telón cayó por última vez.
El público se fue a casa.
Desde los bastidores, y arriba en las bambalinas, los tramoyistas silbaban sus órdenes. Partes enteras del mundo desaparecían en la oscuridad aérea. Alguien se dedicó a ir apagando la mayoría de las luces. Ascendiendo como una tarta de cumpleaños, la lámpara de araña fue elevada hasta su tarima mediante el cabestrante para poder apagar las velas. Luego se oyeron los Pasos de los hombres que abandonaban el altillo...
Veinte minutos después de que sonara el último aplauso, el auditorio quedó vacío y a oscuras salvo por un puñado de luces.
Se oyó el claqueteo de un cubo.
Walter Plinge subió caminando al escenario, si es que se podía aplicar esta palabra a su modo de avance. Se movía como una marioneta con hilos elásticos, de manera que parecía que sus pies tocaban el suelo solo por casualidad.
Muy despacio, y de forma muy concienzuda, empezó a fregar el suelo.
Al cabo de unos minutos una sombra se desprendió del telón y se le acercó. Walter bajó la vista.
—Hola señor Gatito —dijo.
Greebo se frotó contra sus piernas. Los gatos tienen instinto para detectar a cualquiera que sea lo bastante bobo como para darles comida, y ciertamente Walter estaba bien cualificado.
—¿Voy a buscarte un poco de leche vale señor Gato?
Greebo ronroneó como una tormenta eléctrica.
Caminando a su extraña manera, avanzando solamente por término medio, Walter desapareció entre bastidores.
Había dos figuras sentadas en el Paraíso.
—Triste —dijo Tata.
—Tiene un buen trabajo en un sitio resguardado y su madre lo vigila —dijo Yaya—. Hay mucha gente que está peor.
—No le veo mucho futuro, sin embargo —dijo Tata—. Si lo piensas un poco.
—Tenían un par de patatas frías y medio arenque para cenar —dijo Yaya—. Y apenas tenían muebles.
—Qué pena.
—Aunque ahora es un poco más rica, eso sí —admitió Yaya—. Sobre todo si vende todos esos cuchillos y botas —añadió para sí misma.
—Es un mundo cruel para las ancianas —dijo Tata, matriarca de un gigantesco clan familiar y tirana indiscutible de la mitad de las Montañas del Carnero.
—Sobre todo para una que vive tan aterrada como la señora Plinge —dijo Yaya.
—Bueno, yo también tendría miedo si fuera vieja y tuviera que cuidar de Walter.
—No hablo de eso, Gytha. Yo sé mucho de miedo.
—Es verdad —dijo Tata—. La mayoría de gente que conoces se muere de miedo.
—La señora Plinge vive en el miedo —dijo Yaya, aparentando no haber oído aquello—. Le deja la mente embotada. El terror apenas la deja pensar. Noté que salía de ella como si fuera niebla.
—¿Por qué? ¿Por el Fantasma?
—Todavía no lo sé. Por lo menos no del todo. Pero lo descubriré.
Tata rebuscó en los recovecos de su ropa.
—¿Te apetece una copa? —preguntó. Se oyó un tintineo apagado procedente de alguna parte de sus enaguas—. Tengo champán, coñac y oporto. También algunas cosas para picar y galletas.
—Gytha Ogg, creo que eres una ladrona —dijo Yaya.
—¡No lo soy! —dijo Tata, y añadió, con ese dominio de la moralidad avanzada que le sale natural a una bruja—: Solamente porque de vez en cuando técnicamente robo algo no quiere decir que sea una ladrona. No pienso como una ladrona.
—Volvamos a casa de la señora Palma.
—Muy bien —dijo Tata—. Pero ¿primero podemos comprar algo para comer? No me importa cocinar, pero el papeo que tienen ahí es un poco como un desayuno para todo el día, no sé si me entiendes...
Cuando se estaban levantando se oyó un ruido procedente del escenario. Walter acababa de regresar, seguido de un Greebo un poco más gordo. Sin darse cuenta de que lo estaban mirando, continuó fregando el escenario.
—Mañana a primera hora —dijo Yaya—, iremos otra vez a ver al señor Goatberger del Almanaque. Ya he tenido tiempo de pensar qué vamos a hacer a continuación. Y luego resolveremos todo esto.
Miró fijamente la figura inocente que estaba limpiando el esenario y dijo en voz baja:
—¿Qué es lo que sabes, Walter Plinge? ¿Qué es lo que has visto?
*****
—¡¿No ha sido asombroso?! -dijo Christine, incorporándose en la cama. Agnes se había fijado en que su camisón era blanco y estaba rebosante de encaje.
—Uy, sí —dijo Agnes.
—¡¡Han pedido que saliera cinco veces!! ¡¡El señor Balde dice que no se lo habían pedido tantas veces a nadie desde lady Gigli!! ¡¡Estoy segura de que no voy a poder dormir de tanta emoción!!
—Pues entonces bébete esa infusión tan rica con leche caliente que he preparado para las dos —dijo Agnes—. Me ha costado una eternidad subir con la cacerola por esas escaleras.
—¡¡Y las flores!! —dijo Christine, sin hacer caso del tazón que Agnes le había colocado al lado—. ¡¡El señor Balde me ha dicho que empezaron a llegar en cuanto terminó la representación!! ¡¡Me ha dicho...!!
Se oyó cómo llamaban suavemente a la puerta.
Christine se ajustó el camisón.
—¡¡Adelante!!
Se abrió la puerta y entró Walter Plinge arrastrando los pies, casi invisible detrás de los ramos de flores.
Después de dar unos pocos pasos tropezó con sus propios pies, se desplomó hacia delante y dejó caer las flores. Luego miró a las dos chicas mudo de vergüenza, dio media vuelta de pronto y chocó contra la puerta.
Christine soltó una risita.
—Lo siento se-señorita —dijo Walter.
—Gracias, Walter —dijo Agnes.
La puerta se cerró.
—¡¿No es muy raro?! ¡¿Has visto cómo me mira?! ¡¿Crees que puedes encontrar un poco de agua para estas flores, Perdita?!
—Claro, Christine. Solamente son siete pisos.
—¡¡Y como recompensa me beberé esta maravillosa tisana que me has preparado!! ¿Tiene especias?
—Oh, sí. Especias —dijo Agnes.
—¡No será una de esas pociones que preparan tus brujas, verdad, ¿verdad?!
—Ejem, no —dijo Agnes. Al fin y al cabo, en Lancre todo el mundo usaba algunas hierbas frescas—. Esto... no creo que vaya a haber bastantes jarrones para todas las flores, aunque use el vadebajo...
—¡¿EL qué?!
—El... ya sabes. Lo que va-debajo de la cama. El vade-bajo.
—¡¡Qué graciosa eres!!
—En todo caso, no va a haber bastantes jarrones —dijo Agnes, ruborizándose al máximo. En su mente, Perdita cometió asesinato.
—¡Entonces coloca todas las que sean de condes y caballeros y de las demás ya me encargaré mañana! —dijo Christine, cogiendo su tisana.
Agnes cogió la tetera y echó a andar hacia la puerta.
—¿Perdita, querida? —dijo Christine, con el tazón a medio camino de los labios. Agnes se dio la vuelta.
—¡Me ha parecido que estabas cantando una pizquita demasiado alto, querida! Estoy segura de que a todo el mundo le debe de haber costado un poco oírme.
—Lo siento, Christine —dijo Agnes.
Bajó las escaleras a oscuras. Aquella noche había una vela encendida en un nicho de cada dos rellanos. Sin ellas, las escaleras habrían estado simplemente a oscuras. Con ellas, las sombras acechaban y saltaban desde todos los rincones.
Llegó a la bomba que había en la hornacina de al lado del despacho del director de escena y llenó la tetera. Fuera, en el escenario, alguien empezó a cantar. Era la parte de Peccadillo de un dúo de hacía tres horas, pero cantada sin música y con una voz de tenor de un tono y una pureza tales que la tetera se le escapó de la mano a Agnes y le derramó agua fría por los pies.
Escuchó durante un rato y entonces se dio cuenta de que estaba cantando en voz baja la parte de la soprano.
La canción tocó a su fin. Pudo oír el ruido hueco de unos pasos distantes que se retiraban a lo lejos.
Corrió a la puerta que daba al escenario, se detuvo un momento y luego la abrió y la atravesó y salió al enorme vacío sumido en la penumbra. Las velas que quedaban encendidas proporcionaban tanta luz como estrellas en una noche clara. Allí no había nadie.
Caminó hasta el centro del escenario, se detuvo y recuperó el aliento después de la fuerte impresión.
Sentía el auditorio que tenía delante. Aquel enorme espacio vacío hacía el ruido que haría el terciopelo si pudiera roncar.
No era silencio. Un escenario nunca guarda silencio. Era el ruido producido por un millón de otros ruidos que nunca se han apagado del todo: el estruendo de los aplausos, las oberturas, las arias. No paraban de fluir... fragmentos de melodías, acordes perdidos, pedazos de canciones.
Dio un paso atrás y pisó el pie de alguien.
Agnes se dio la vuelta:
—André, no hay...
Alguien retrocedió, encogido.
—¡Lo siento señorita!
Agnes recuperó el aliento.
—¿Walter?
—¡Lo siento señorita!
—¡No pasa nada! Es que me has asustado.
—¡No la había visto señorita!
Walter tenía algo agarrado. Para asombro de Agnes, la figura más oscura que había en la oscuridad era un gato, colgando plácidamente de los brazos de Walter como una alfombra vieja, ronroneando de felicidad. Era como ver a alguien que ha metido el brazo dentro de una máquina de picar carne para intentar desatascarla.
—Ese es Greebo, ¿verdad?
—¡Es un gato feliz! ¡Se ha atiborrado de leche!
—Walter, ¿por qué estás en medio del escenario a oscuras cuando todo el mundo se ha ido a casa?
—¿Qué estaba haciendo usted señorita?
Era la primera vez que oía a Walter hacer una pregunta. Y al fin y al cabo era una especie de conserje, se dijo a sí misma. Podía ir a donde quisiera.
—Yo... me he perdido —dijo, avergonzada por la mentira—. yo... ahora me vuelvo a mi habitación. Esto. ¿Has oído cantar a alguien?
—¡Todo el tiempo señorita!
—Quiero decir ahora mismo.
—¡Ahora mismo estoy hablando con usted señorita!
—Oh...
—¡Buenas noches señorita!
Agnes cruzó la penumbra cálida y suave hasta la puerta de los bastidores, resistiendo a cada paso el deseo imperioso de mirar a su alrededor. Recogió la tetera y subió a toda prisa los escalones.
Detrás de ella, en el escenario, Walter dejó con cuidado a Greebo en el suelo, se quitó la boina y sacó de su interior algo blanco con aspecto de papel.
—¿Qué queremos escuchar, señor Gato? Ya lo sé, queremos escuchar la obertura de Die Flederleiv de J. Q. Bubbla dirigida Por Vochua Doinov.
Greebo le dedicó esa cara mofletuda de los gatos que están preparados a soportar prácticamente cualquier cosa por comida.
Walter se sentó a su lado y escuchó la música que venía de las Paredes.
*****
Cuando Agnes regresó a la habitación Christine ya estaba profundanente dormida, roncando los ronquidos de quienes se encuentran en el cielo de las hierbas. El tazón estaba junto a la cama.
Lo que había hecho no era malo, se aseguró a sí misma Agnes. Christine probablemente necesitaba dormir bien aquella noche. Era prácticamente un acto caritativo.
Volvió su atención hacia las flores. Había montones de rosas y orquídeas. La mayoría venía con tarjetas. Al parecer había muchos aristócratas que apreciaban el buen canto, o por lo menos el buen canto que parecía venir de una cara como la de Christine.
Agnes colocó las flores al estilo de Lancre, que consistía en agarrar el jarrón con una mano y el ramo con la otra y poner ambas cosas en conjunción a la fuerza.
El último ramo era el más pequeño y estaba envuelto en papel rojo. No tenía tarjeta. De hecho, no tenía flores.
Alguien se había limitado a envolver media docena de tallos de rosa ennegrecidos y larguiruchos y luego, por alguna razón, los había rociado con perfume. Era un aroma almizclado y bastante agradable, pero no dejaba de ser un mal chiste. Tiró el ramo a la papelera junto con la basura, apagó la vela de un soplido y se sentó a esperar.
No estaba segura de a quién. O a qué.
Al cabo de un par de minutos se dio cuenta de que venía un resplandor de la papelera. Se trataba de una fluorescencia apenas visible, como una luciérnaga enferma, pero allí estaba.
Gateó por el suelo y echó un vistazo.
En los tallos muertos había capullos de rosa, transparentes como el cristal y solamente visibles por el brillo del borde de cada pétalo. Titilaban como luces de una ciénaga.
Agnes los recogió con cuidado y buscó el tazón vacío a tientas en la oscuridad. No era el mejor jarrón posible, pero tendría que servir. Luego se sentó y se quedó mirando las flores fantasmales hasta que...
...alguien tosió. Ella levantó la cabeza bruscamente, consciente de que se había quedado dormida.
—¿Señora?
—¡¿Señor?!
La voz era melodiosa. Daba la impresión de que en cualquier momento podía romper a cantar.
—Escucha. Mañana tienes que cantar el papel de Laura en Il Truccatore. Tenemos mucho que hacer. En una noche apenas nos da tiempo. El aria del Acto Primero ocupará gran parte de nuestra sesión.
Se oyó un breve pasaje de música de violín.
—Esta noche has actuado... bien. Pero hay áreas que tenemos que reforzar. Escucha.
—¿Has enviado tú las rosas?
—¿Te gustan las rosas? Solamente florecen en la oscuridad.
—¡¿Quién eres?! ¿¡Eres tú a quien he oído cantar hace un rato?!
Hubo un momento de silencio.
—Sí.
Y luego:
—Examinemos el papel de Laura en Il Truccatore, «El Maestro de los Disfraces», también conocido vulgarmente a veces como «El hombre de las mil caras»...
*****
Cuando a la mañana siguiente las brujas llegaron a las oficinas de Goatberger se encontraron a un troll muy grande sentado en las escaleras. Tenía un garrote sobre las rodillas y levantó una mano del tamaño de una pala para impedirles que siguieran adelante.
—No puede entrar nadie —dijo—. El señor Goatberger está reunido.
—¿Cuánto tiempo va a durar su reunión? —dijo Yaya.
—El señor Goatberger es un reunidor muy duradero.
Yaya miró al troll con expresión calculadora.
—¿Llevas mucho tiempo en el negocio editorial? —dijo.
—Desde esta mañana —contestó el troll con orgullo.
—¿Te ha dado el trabajo el señor Goatberger?
—Sí. Ha venido al camino de la cantera y me ha elegido especialmente para... —Al troll se le frunció el ceño mientras intentaba recordar aquellas palabras extrañas-...subir como espuma en el mundo trepidante de la edición.
—¿Y cuál es tu trabajo exactamente?
—Editor.
—Disculpa —dijo Tata, abriéndose paso—. Reconocería ese estrato en cualquier parte. Eres de Cabeza de Cobre, en Lancre, ¿verdad?
—¿Y qué?
—Nosotras también somos de Lancre.
—¿Sí?
—Esta es Yaya Ceravieja, ¿sabes?
El troll le dedicó una sonrisa incrédula; después su ceño se volvió a ondular y por fin miró a Yaya. Ella asintió.
—La que vosotros llamáis Aaoograha boa, ¿sabes? —dijo Tata—. «Aquella Que Debe Ser Evitada.»
El troll miró su garrote como si estuviera considerando seriamente la posibilidad de golpearse a sí mismo hasta la muerte.
Yaya le dio unas palmaditas en el hombro lleno de liquen incrustado.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Carborundo, señorita —murmuró. Le empezó a temblar una de las piernas.
—Bueno, estoy segura de que vas a ganarte muy bien la vida aquí en la gran ciudad —dijo Yaya.
—Sí, ¿por qué no vas y empiezas ahora mismo? —dijo Tata
El troll le dedicó una mirada agradecida y huyó, sin molestarse siquiera en abrir la puerta.
—¿Es verdad que me llaman así? —dijo Yaya.
—Ejem, sí —dijo Tata, reprendiéndose mentalmente a sí misma—. Es una señal de respeto, por supuesto.
—Oh.
—Esto...
—Siempre he hecho lo que he podido por llevarme bien con los trolls, ya lo sabes.
—Oh, sí.
—¿Y qué hay de los enanos? —preguntó Yaya, igual que alguien que acabara de encontrarse un forúnculo inesperado y no pudiera resistir la tentación de hurgárselo—. ¿También tienen un nombre para mí?
—Vamos a ver al señor Goatberger, ¿no? —dijo Tata jovialmente.
- ¡Gytha!
—Esto... bueno... Creo que es K'ez'rek d'b'duz -dijo Tata.
—¿Qué quiere decir?
—Esto... «Ve Por el Otro Lado de la Montaña» —dijo Tata.
—Oh.
Yaya estuvo inhabitualmente callada mientras subían las escaleras.
Tata no se molestó en llamar. Abrió la puerta y dijo:
—¡Yu-juuu, señor Goatberger! Hemos vuelto, tal como usted dijo. Oh, yo no intentaría salir por la ventana así: está usted en un tercer piso y esa bolsa llena de dinero puede ser un poco peligrosa si va a dedicarse a trepar por ahí.
El hombre dio la vuelta a la sala hasta poner su mesa entre él y las brujas.
—¿No había un troll abajo? —dijo.
—Ha decidido dejar el mundo de la edición —dijo Tata. Se sentó y le dedicó una amplia sonrisa—. Me imagino que tiene usted algún dinero para nosotras.
El señor Goatberger se dio cuenta de que estaba atrapado. Su cara se retorció formando una serie de expresiones crispadas mientras ensayaba mentalmente algunas respuestas. Luego esbozó una sonrisa tan amplia como la de Tata y se sentó delante de ella.
—En fin, las cosas están muy difíciles en este momento —dijo—. De hecho, no recuerdo un momento peor —añadió con sinceridad considerable.
Miró a Yaya a la cara. Su sonrisa permaneció en su sitio pero el resto de su cara empezó a alejarse lentamente.
—Parece que la gente no compra libros —dijo—. Y el precio del aguafuerte, bueno, es un espanto.
—Todo el mundo que conozco compra el Almanaque —dijo Yaya—. Creo que en Lancre todo el mundo compra vuestro Almanaque. En las Montañas del Carnero todo el mundo compra el Almanaque, hasta los enanos. Eso son muchísimos medios dólares. Y el libro de Gytha parece que vende bastante bien.
—Bueno, por supuesto, me alegro de que sea tan popular, pero entre la distribución, pagar a los vendedores callejeros, el mantenimiento de...
—Tu Almanaque dura todo un invierno en una casa, usado con cuidado —dijo Yaya—. Siempre y cuando no haya nadie enfermo, y el papel es fino y agradable.
—Mi hijo Jason compra dos ejemplares —dijo Tata—. Por supuesto, tiene una familia grande. La puerta del lavabo nunca deja de abrirse y cerrarse.
—Sí, pero verán, lo que digo es... Que en realidad no tengo que pagarles nada -dijo el señor Goatberger, intentando no hacer caso de todo aquello. Su sonrisa tenía ahora toda la cara para ella sola—. Usted me pagó a mí para que yo lo imprimiera, y yo le devolví su dinero. De hecho, creo que nuestro departamento de contabilidad cometió un pequeño error a favor de usted, pero no voy a...
Su voz se apagó.
Yaya Ceravieja estaba desdoblando un papel.
—Estas predicciones para el año que viene... —dijo.
—¿De dónde las ha sacado?
—Las tomé prestadas. Si quieres podemos devolvértelas.
—Bueno, ¿qué pasa con ellas?
—Son incorrectas.
—¿Qué quiere decir con que son incorrectas? ¡Son prediciones!
—No veo que vaya a haber lluvias de curry en Klatch en mayo. El curry no llega tan temprano.
—¿Conoce usted el negocio de las predicciones? —preguntó Goatberger—. ¿Usted? Yo llevo años imprimiendo predicciones.
—Yo no me hago la lista con años de antelación como vosotros —admitió Yaya—. Pero soy bastante precisa si quieres una de aquí a treinta segundos.
—¿Ah, sí? ¿Y que va a pasar dentro de treinta segundos?
Yaya se lo dijo.
Goatberger soltó una risotada.
—¡Oh, sí, esa es buena, tendría que dedicarse a escribir para nosotros! —dijo—. Oh, caramba. No hay nada como ser ambicioso, ¿eh? ¡Esa es mejor que la combustión espontánea del Obispo de Quirm, que de hecho ni siquiera pasó! Dentro de treinta segundos, ¿eh?
—No.
—¿No?
—Veintiún segundos —dijo Yaya.
*****
El señor Balde había llegado al edificio de la ópera temprano para ver si ya había muerto alguien en lo que llevaban de jornada.
Consiguió llegar hasta su despacho sin que cayera un solo cadáver de las sombras.
Nunca habría imaginado que fuera así. A él le gustaba la ópera. Siempre le había parecido muy artística. Había visto cientos de óperas y prácticamente no había muerto nadie, salvo una vez durante la escena del ballet de La Triviata cuando aquella bailarina había sido lanzada de forma excesivamente entusiasta al regazo de un anciano caballero sentado en la primera fila del patio de butacas. No es que ella se hiciera daño, pero el anciano murió en un instante de felicidad increíble.
Alguien llamó a la puerta.
El señor Balde la abrió medio centímetro.
—¿Quién ha muerto? —dijo.
—¡Na-nadie señor Balde! ¡Le traigo sus cartas!
—Ah, eres tú, Walter. Gracias.
Cogió el fardo y cerró la puerta.
Había facturas. Siempre había facturas. La Ópera prácticamente funciona sola, le habían dicho. Bueno, sí, pero prácticamente funciona a base de dinero. Fue revolviendo las cart...
Había un sobre con el emblema de la Ópera.
Se lo quedó mirando igual que un hombre mira a un perro muy feroz sujeto con una correa muy fina.
El sobre no hizo nada salvo quedarse ahí y parecer tan engomado como puede parecer un sobre.
Por fin Balde lo destripó con el abrecartas y enseguida lo volvió a arrojar sobre la mesa, como si le fuera a morder.
Como pareció que no mordía estiró un brazo vacilante y sacó la carta doblada. Decía lo siguiente:
Querido Balde
Le estaría de lo más agradecido si Christine cantara el papel de Laura esta noche. Le aseguro que es perfectamente capaz.
El segundo violinista es un poco lento, en mi opinión, y el segundo acto de anoche estuvo extremadamente envarado, con sinceridad. De verdad le digo gue no están dando la talla.
Denle la bienvenida de mi parte al signore Basílica. Le felicito a usted por su llegada.
Le desea lo mejor,
El Fantasma de la Ópera
—¡Señor Salzella!
Salzella fue localizado al cabo de poco. Leyó la nota.
—No tendrá usted intención de acceder a esto, ¿verdad? —dijo.
—Ella tiene una voz soberbia, Salzella.
—¿Se refiere a la Nitt?
—Bueno... sí... ya me entiende.
—Pero ¡esto es nada menos que chantaje!
—¿Lo es? La verdad es que no nos amenaza con nada.
—Usted la dejó... quiero decir, a ellas, claro... usted las dejó cantar anoche, y mire el bien que le hizo al pobre doctor Undershaft.
—¿Pues qué me aconseja?
Se volvió a oír a alguien que llamaba de forma entrecortada a la puerta.
—Pasa, Walter —dijeron Balde y Salzella al unísono.
Walter entró dando bandazos, con el cubo para el carbón en la mano.
—He ido a ver al comandante Vimes de la Guardia de la ciudad —dijo Salzella—. Me ha dicho que enviaría a algunos de sus mejores hombres aquí esta noche. De incógnito.
—Creía que usted me había dicho que eran todos unos incompetentes.
Salzella se encogió de hombros.
—Tenemos que hacer esto como corresponde. ¿Sabía que al doctor Undershaft lo estrangularon antes de colgarlo?
—De ahorcarlo —dijo Balde, sin pensar—. A los hombres se les ahorca. Es la carne muerta lo que se cuelga.
—¿En serio? —dijo Salzella—. Aprecio la información, bueno, pues parece que al pobre Undershaft lo estrangularon. Y luego lo colgaron.
—De veras, Salzella, tiene usted un sentido desviado del...
—¡Ya he terminado señor Balde!
—Sí, gracias, Walter. Ya puedes irte.
—¡Sí señor Balde!
Walter cerró la puerta tras de sí, muy concienzudamente.
—Me temo que es por trabajar aquí —dijo Salzella—. Cuando uno no encuentra alguna forma de lidiar con... ¿se encuentra bien, señor Balde?
—¿Qué? —Balde, que se había quedado mirando la puerta cerrada, negó con la cabeza—. Oh. Sí. Walter...
—¿Qué pasa con él?
—No... no le pasa nada, ¿verdad?
—Oh, es un poco... Tiene sus cosas raritas. Es inofensivo si se refiere a eso. Algunos de los tramoyistas y los músicos son un poco crueles con él... Ya sabe, lo mandan a comprar una lata de pintura invisible o una bolsa de agujeros para clavos y cosas así. El se cree todo lo que le dicen. ¿Por qué?
—Oh... solamente me lo preguntaba. Algo tonto.
—Supongo que lo es, técnicamente.
—No, me refería a... Oh, no importa...
*****
Yaya Ceravieja y Tata Ogg salieron del despacho de Goatberger y caminaron solemnemente por la calle. Por lo menos Yaya caminaba solemnemente. Tata iba un poco inclinada.
Cada treinta segundos decía:
—¿Cuánto dices que hay?
—Tres mil doscientos setenta dólares con ochenta y siete centavos —dijo Yaya. Tenía aspecto pensativo.
—Me ha parecido muy amable por su parte mirar en todos los ceniceros en busca de toda la chatarra suelta que pudiera reunir —dijo Tata—. En todos a los que podía llegar, al menos. ¿Cuánto dices que hay?
—Tres mil doscientos setenta dólares con ochenta y siete centavos.
—Nunca había tenido setenta dólares —dijo Tata.
—No he dicho solamente setenta dólares, he dicho...
—Ya lo sé. Pero lo estoy asimilando en plan gradual. Te diré una cosa sobre el dinero. Pica de verdad.
—No sé por qué tienes que llevar el monedero en la pernera de las bragas —dijo Yaya.
—Es el último sitio donde la gente buscaría. —Tata suspiró—. ¿Cuánto dices que hay?
—Tres mil doscientos setenta dólares con ochenta y siete centavos
—Voy a necesitar una lata más grande.
—Vas a necesitar una chimenea más grande.
—Está claro que no me iría mal una pernera más grande. —le dio un codazo a Yaya—. Ahora que soy rica vas a tener que ser bien educada conmigo —dijo.
—Sí, ya lo creo —dijo Yaya, con la mirada perdida en el infinito— No creas que no lo estoy considerando.
Se detuvo. Tata chocó con ella, con un tintineo de lencería.
La fachada del edifico de la Ópera se erguía ante ellas.
—Tenemos que volver a entrar ahí —dijo Yaya—. Y en el Palco Ocho.
—Con una palanca —dijo Tata en tono firme—. Una con punta sacaclavos del 3 servirá.
—No somos tu Nev —dijo Yaya—. Además, entrar como ladronas no sería lo mismo. Tenemos que tener todo el derecho a estar ahí.
—Mujeres de la limpieza —dijo Tata—. Podemos ser mujeres de la limpieza, y... No, no está bien que yo sea mujer de la limpieza ahora, con mi posición.
—No, no estaría bien, con la posición que tienes ahora.
Yaya se quedó mirando a Tata mientras delante de la Ópera se detenía un carruaje:
—Por supuesto —dijo, con una voz que goteaba ingenio como si fuera toffee—, siempre podríamos comprar el Palco Ocho.
—No funcionaría —dijo Tata. Había gente bajando la escala con ese aspecto empalagoso y esos ajustes de puños de armsa que caracterizan a los comités de bienvenida de todo el mundo—. Les da miedo venderlo.
—¿Por qué no? —preguntó Yaya—. Hay gente que se muere y la ópera no cierra. Eso quiere decir que hay alguien dispuesto a vender a su abuela si le dan bastante dinero por ella.
—Nos costaría una fortuna, en todo caso —dijo Tata.
Miró la expresión triunfal de Yaya y gimió.
—¡Oh, Esme! ¡Yo iba a ahorrar ese dinero para mis días de anciana! —Se quedó un momento pensando—. En todo caso, aun así no funcionaría. O sea, míranos, no tenemos aspecto de ser la clase adecuada de gente...
Enrico Basílica salió del carruaje.
—Pero sí que conocemos a la clase adecuada de gente —Dijo Yaya.
—¡Oh, Esme!
*****
La campanilla de la tienda tintineó en un tono refinado, como si le diera vergüenza hacer algo tan vulgar como ruido. Habría preferido con diferencia dar un carraspeo educado.
Se trataba de la tienda de ropa de señora más prestigiosa de Ankh-Morpork, y una señal clara de aquello era la ausencia aparente de algo tan burdo como mercancías. La ocasional pieza de material caro colocada con esmero se limitaba a sugerir las posibilidades disponibles.
No era una tienda donde se compraran cosas. Era un emporio donde uno iba a tomarse una taza de café y a charlar. Posiblemente, como resultado de aquella conversación en voz baja, cuatro o cinco metros de tela exquisita cambiaban de propietario de una forma etérea, y sin embargo no había tenido lugar nada tan burdo como un negocio.
—¡Ah de la casa! —tronó Tata.
Una señora apareció desde detrás de una cortina y contempló a las visitantes, muy posiblemente con la nariz.
—¿No se han equivocado de puerta? —dijo. A madame Alborada la habían educado para que fuera educada con los sirvientes y los comerciantes, aunque fueran tan desaliñados como estos dos vejestorios.
—Mi amiga quiere un vestido nuevo —dijo la más regordeta de las dos—. Uno de esos vestidos pijos con cola y el culo acolchado
—En negro —dijo la delgada.
—Y queremos todos los complementos —dijo la regordeta. —Un bolsito de esos con cordel, unas gafas con palito, todo, vamos.
—Creo que tal vez podría ser que les costara una pizquita más de lo que estaban pensando gastar —dijo madame Alborada.
—¿Cuánto es una pizquita? —dijo la regordeta.
—Quiero decir que esta es una tienda más bien selecta.
—Por eso hemos venido aquí. No queremos porquería. Yo me llamo Tata Ogg y esta es... lady Esmerelda Ceravieja.
Madame Alborada contempló a lady Esmerelda socarronamente. No había duda de que la mujer tenía cierto porte. Y miraba como una duquesa.
—De Lancre —dijo Tata Ogg—. Y podría tener un conservatorio si le apeteciera, pero no quiere ninguno.
—Esto... —Madame Alborada decidió seguirles la corriente durante un rato—. ¿Qué estilo tenían en mente?
—Alguna cosa pija —dijo Tata Ogg.
—Tal vez necesitaría una pizquita más de orientación...
—Tal vez pueda enseñarnos algunas cosas —dijo lady Esmerelda, sentándose—. Es para la ópera.
—Ah, ¿asisten ustedes a la ópera?
—Lady Esmerelda asiste a quien le da la gana —dijo Tata Ogg, categóricamente.
Madame Alborada tenía unos modales que eran peculiares de su clase y crianza. La habían educado para que viera el mundo de cierta manera. Cuando el mundo no actuaba de esa manera ella se tambaleaba un poco pero, igual que un giroscopio, al final se recuperaba y seguía girando como si allí no hubiera pasado nada. Si la civilización se derrumbara por completo y los supervivientes se vieran forzados a comer cucarachas, madame Alborada seguiría usando servilleta y miraría con desprecio a la gente que se comiera sus cucarachas del lado equivocado.
—Les enseñaré, hum, algunos ejemplos —dijo—. Perdónenme un momentito.
Se escabulló hasta el fondo de los largos talleres que había detrás de la tienda, donde abundaba bastante menos el dorado. Se apoyó en la pared e hizo venir a su costurera jefe.
—Mildred, hay dos mujeres muy extrañas...
Se detuvo. ¡La habían seguido!
Ahora estaban campando a sus anchas por el pasillo que quedaba entre las hileras de modistas, saludando a la gente con la cabeza y examinando algunos de los vestidos que llevaban puestos los maniquíes.
Volvió a toda prisa hacia ellas.
—Estoy segura de que preferirían...
—¿Cuánto vale este? —preguntó lady Esmerelda, manoseando una creación destinada a la duquesa Viuda de Quirm.
—Me temo que este no está a la venta...
—¿Cuánto valdría si estuviera a la venta?
—Creo que trescientos dólares —dijo madame Alborada.
—Quinientos dólares me parece un precio justo —dijo lady Esmerelda.
—¿En serio? —dijo Tata Ogg—. Ah, sí, claro...
El vestido era negro. Por lo menos lo era en teoría. Era negro de la misma forma en que es negra el ala de un estornino. Era de seda negra, con cuentas de color azabache y lentejuelas. Era el color negro cuando estaba de vacaciones.
—Parece de mi talla. Nos lo quedamos. Paga a la mujer, Gytha.
El giroscopio de Madame se puso a rotar a toda velocidad.
—¿Se lo quedan? ¿Ahora? ¿Quinientos dólares? ¿Y me pagan? ¿Me pagan ahora? ¿En metálico?
—Encárgate, Gytha.
—Bueeeno.
Tata Ogg se dio la vuelta recatadamente y se levantó la falda. Hubo una serie de susurros de tela y tañidos de elasticos y por fin se volvió a girar con una bolsa en la mano.
Contó cincuenta monedas de diez dólares más bien calientes y las puso en la mano dócil de madame Alborada.
—Y ahora vamos a volver a la tienda y echar un vistazo a ver si encontramos el resto de cosas —dijo lady Esmerelda—. A mí me apetecen unas plumas de avestruz. Y una de esas capas grandes que llevan las damas. Y un abanico de esos con el borde de encaje...
—¿Por qué no compramos algunos diamantes enormes ya que estamos aquí? —dijo Tata Ogg secamente.
—Buena idea.
Madame Alborada las oyó discutir mientras se alejaban tranquilamente por el pasillo.
Miró el dinero que tenía en la mano.
Conocía el dinero viejo, que en cierta manera estaba bendecido por el hecho de que la gente se había aferrado a él durante años, y conocía el dinero nuevo, que parecía caer siempre en manos de todos aquellos advenedizos que inundaban la ciudad últimamente. Pero por debajo de su pecho empolvado era una comerciante de Ankh-Morpork, y sabía que la mejor clase de dinero era el dinero que estaba en la mano de ella y no en la de otra persona. La mejor clase de dinero era el mío, no el tuyo.
Además, era lo bastante esnob como para confundir la mala educación con la buena cuna. De la misma forma que la gente muy rica nunca puede estar loca (sino que son excéntricos), tampoco pueden ser maleducados (sino que son directos y no se andan con rodeos).
Siguió a toda prisa a lady Esmerelda y a su amiga más bien extraña. La sal de la tierra, se dijo a sí misma.
Llegó a tiempo de escuchar furtivamente una misteriosa conversación.
—Me estás castigando, ¿verdad, Esme?
—No tengo ni idea de qué estás hablando, Gytha.
—Sólamente porque tuve mi pequeño momento.
—De verdad que no te sigo. Además, dijiste que no tenías la menor idea de qué hacer con el dinero.
—Sí, pero me habría gustado no tener la menor idea tumbada en una cheslón bien cómoda en alguna parte con un montón de hombres fuertes comprándome bombones y animándome a aceptar sus favores.
—El dinero no compra la felicidad, Gytha.
—Yo solamente quería alquilarla por unas semanas.
*****
Agnes se levantó tarde, con la música todavía pitándole en los oídos, y se vistió somnolienta. Pero primero tapó el espejo con una sábana, por si acaso.
En la cantina había media docena de bailarinas del coro compartiendo un tallo de apio y soltando risitas.
Y estaba André. Se estaba comiendo algo con expresión ausente mientras miraba una partitura. De vez en cuando agitaba su cuchara en el aire con la mirada perdida, después la volvía a dejar sobre la mesa y tomaba unas cuantas notas.
En mitad de un compás vio a Agnes y le dedicó una amplia sonrisa.
—Hola. Pareces cansada.
—Esto... sí.
—Te has perdido toda la diversión.
—¿Ah, sí?
—Ha estado aquí la Guardia, han hablado con todo el mundo y se han dedicado a hacer montones de preguntas y a apuntar cosas muy despacio.
—¿Qué clase de preguntas?
—Bueno, conociendo a la Guardia, probablemente cosas tipo: «Lo hiciste tú, ¿verdad?». No son muy espabilados.
—Oh, cielos. ¿Quiere eso decir que se cancela la función esta noche?
André se rió. Tenía una risa bastante agradable.
—¡No creo que el señor Balde pudiera cancelarla! —dijo— Por mucho que la gente esté cayendo como moscas de las bambalinas.
—¿Por qué no?
—¡Porque ha habido colas de gente para comprar entradas!
—¿Por qué?
El se lo dijo.
—¡Es asqueroso! —dijo Agnes—. ¿Quieres decir que van a venir solo porque puede ser peligroso?
—Me temo que es la naturaleza humana. Por supuesto, hay algunos que quieren oír a Enrico Basilica. Y... bueno... parece que Christine es popular... —La miró con cara de pena.
—No me importa, sinceramente —mintió Agnes—. Hum... ¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí, André?
—Esto... solamente unos meses. Antes... daba clases de música a los hijos del seriph de Klatch.
—Ejem... ¿qué piensas del Fantasma?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que debe de ser alguna clase de loco.
—Hum... ¿sabes si canta? O sea, ¿si sabe cantar bien?
—He oído que envía pequeñas reseñas al director. Algunas chicas dicen que han oído a alguien que canta por las noches, pero siempre están diciendo tonterías.
—Hum... ¿hay pasadizos secretos por aquí?
El se la quedó mirando con la cabeza torcida hacia un lado.
—¿Con quién has estado hablando?
—¿Perdón?
—Las chicas dicen que sí. Por supuesto, también dicen que ven al Fantasma continuamente. A veces en dos lugares al mismo tiempo.
—¿Por qué tendrían ellas que verlo?
—Tal vez al tipo le gusta mirar a señoritas jóvenes. Siempre están ensayando en recodos extraños. Además, todas están medio desquiciadas por el hambre.
—¿Es que no te interesa el Fantasma? ¡Ha matado a gente!
—Bueno, la gente dice que podría haber sido el doctor Undershaft.
—Pero ¡si lo han matado!
—Podría haberse ahorcado él solo. Llevaba un tiempo deprimido. Y siempre fue un poco extraño. Nervioso. Las cosas no van a ser fáciles sin él, sin embargo. Ten, te he traído unos cuantos programas antiguos. Algunas anotaciones pueden serte de ayuda, ya que no llevas mucho tiempo en la ópera.
Agnes se los quedó mirando, sin verlos.
Había gente desapareciendo y lo primero que todo el mundo pensaba era que iba a ser un inconveniente no contar con ellos.
El espectáculo debía continuar. Eso decían todos. La gente lo decía todo el tiempo. A menudo sonreían al decirlo, pero por debajo de la sonrisa lo decían en serio de todos modos. Nadie decía nunca por qué. Pero el día anterior, cuando el coro empezó a discutir por el dinero, todo el mundo había sabido que en realidad no iban a negarse a cantar. No era más que un juego.
El espectáculo continuaba. Ella había oído todas las historias. Había oído historias sobre espectáculos que continuaban mientras el resto de la ciudad estaba en llamas, mientras un dragón estaba posado en el techo, mientras había disturbios fuera en las calles. ¿Que el escenario se hundía? El espectáculo continuaba. ¿Que moría el tenor protagonista? Entonces se hacía un llamamiento al público en busca de algún estudiante de música que se supiera el papel y se le daba su gran oportunidad mientras el cuerpo de su predecesor se enfriaba lentamente en los bastidores. ¿Por qué? Solamente era un espectáculo, por todos los dioses. Tampoco era nada importante. Y sin embargo... el espectáculo continuaba. Todo el mundo daba aquello por sentado en tal medida que ya ni siquiera pensaban en ello, como si tuvieran niebla dentro de la cabeza.
Por otro lado... alguien le estaba enseñando a cantar por las noches. Una persona misteriosa cantaba en el escenario después de que todo el mundo se fuera a casa. Intentó imaginarse que aquella voz pertenecía a alguien que mataba a la gente. No lo consiguió. Tal vez se le había contagiado aquella niebla y no quería conseguirlo. ¿Qué clase de persona podía tener aquel sentimiento musical y al mismo tiempo matar a gente?
Se encontraba pasando ociosamente las páginas de un viejo programa cuando le llamó la atención un nombre.
Hojeó rápidamente los otros que había debajo. Allí estaba de nuevo. No en todas las actuaciones, y nunca en papeles principales, pero allí estaba. Por lo general interpretaba a un posadero o a un sirviente.
—¿Walter Plinge? —dijo—. ¿Walter? Pero... él no canta, ¿verdad?
Sostuvo un programa en alto y lo señaló con el dedo.
—¿Cómo? ¡Oh, no! —André se rió—. Madre mía... es un... una especie de nombre conveniente, supongo. A veces alguien tiene que cantar un papel muy menor... tal vez a un cantante le toca un papel por el que no quiere que le recuerden... pues aquí, cuando pasa eso, figuran en el programa como Walter Plinge. Muchos teatros tienen nombres útiles de ese tipo. Como por ejemplo Yon Osoy. Es conveniente para todos.
—Pero... ¿Walter Plinge?
—Bueno, supongo que empezó siendo una broma. O sea, ¿te puedes imaginar a Walter Plinge sobre un escenario? —André sonrió—. ¿Con esa boinita que lleva?
—¿Y qué piensa él del tema?
—No creo que le importe. Es difícil saberlo, ¿no?
Se oyó un estruendo procedente de la cocina, aunque era mas bien un crestruendo: el repiqueteo de larga duración que arranca con un montón de platos que empieza a resbalar, continúa con alguien que intenta agarrarlos, desarrolla un contratema desesperado cuando la persona se da cuenta de que no tiene tres manos y termina con el roinroinroin del único plato milagrosamente intacto que queda girando y girando en el suelo.
Oyeron una voz femenina iracunda.
—¡Walter Plinge!
—¡Lo siento señora Clamp!
—¡Ese puñetero bicho sigue agarrado al borde de la olla! ¡Suelta, insecto de los demonios...!
Se oyó un ruido de vajilla barriéndose y después un sonido gomoso que podía describirse aproximadamente como un «spoing».
—¿Dónde ha ido ahora?
—¡No lo sé señora Clamp!
—¿Y qué hace aquí ese gato?
André se volvió hacia Agnes y le dedicó una sonrisa triste
—Supongo que es un poco cruel —dijo—. El pobre es un poco memo.
—No estoy muy segura —dijo Agnes— de haber conocido a nadie aquí que no lo sea.
Él volvió a sonreír.
—Lo sé —dijo.
—¡O sea, todo el mundo actúa como si la música fuera lo único que importara! ¡El argumento no tiene sentido! ¡La mitad de las historias se basan en gente que no reconoce a sus criados o a sus mujeres porque llevan puesta una máscara diminuta! ¡Hay señoras gordas que interpretan a chicas tísicas! ¡Nadie sabe actuar como es debido! No me extraña que todo el mundo acepte que yo cante por Christine... ¡eso es prácticamente normal comparado con la ópera! ¡Es una idea digna de la ópera! ¡Tendría que haber un letrero en la puerta que dijera: «Deje su sentido común aquí»! ¡Si no fuera por la música, todo seria ridículo!
Agnes se dio cuenta de que él la estaba mirando con cara de ópera.
—Por supuesto, es eso, ¿verdad? Es el espectáculo lo que importa, ¿verdad? —dijo ella—. Todo es espectáculo.
—No pretende ser real —dijo André—. No es como el teatro. Nadie dice: «Tienes que fingir que esto es un gran campo de batalla y que el tipo de la corona de cartón en realidad es el rey». El argumento solamente está ahí para hacer tiempo hasta la siguiente canción.
Se inclinó hacia delante y le cogió la mano.
—Esto tiene que ser duro para ti —dijo.
Ningún varón había tocado antes a Agnes, excepto tal vez para tirarla al suelo de un empujón y robarle los caramelos.
Ella retiró la mano.
—Yo, esto, tendría que irme a ensayar —dijo, sintiendo que empezaba el rubor.
—Pillaste muy bien el papel de Mercromina —dijo André.
—Yo, esto, tengo un tutor privado —dijo Agnes.
—Entonces es alguien que ha estudiado ópera, de eso estoy seguro.
—Yo... creo que sí.
*****
—¿Esme?
—¿Sí, Gytha?
—No es que me esté quejando ni nada...
—¿Sí?
—... pero ¿por qué no soy yo la clienta pija de la ópera?
—Porque eres más basta que la tela de esparto, Gytha.
—Ah. Vale. —Tata sometió aquella declaración a cierto examen y no le encontró ninguna inexactitud que pudiera influir en un jurado—. Me parece bien.
—A mí tampoco es que me guste esto.
—¿Le hago los pies a la señora? —dijo la manicurista. Miró fijamente las botas de Yaya y se preguntó si sería necesario usar un martillo.
—Tengo que admitirlo, el peinado es bonito —dijo Tata.
—La señora tiene un pelo maravilloso -dijo el peluquero—. ¿Cuál es su secreto?
—Hay que asegurarse de que no haya tritones en el agua —dijo Yaya. Miró su reflejo en el espejo de encima de la jofaina y se apresuró a apartar la vista... y luego echó otro vistazo disimulado. Hizo un mohín con los labios—. Hummm —dijo.
En el otro extremo, la manicurista había conseguido quitarle las botas y los calcetines a Yaya. Para su gran asombro, en lugar de las monstruosidades llenas de callos y juanetes que había esperado encontrar, lo que apareció fue un par de pies perfectos. No supo por dónde empezar porque no había nada que empezar, pero aquella manicura costaba veinte dólares y en aquellas circunstancias había que buscar algo que hacer por narices.
Tata se sentó al lado de su montón de paquetes y trató de calcularlo todo usando un trozo de papel. No tenía el talento para los números de Yaya. Cuando ella los miraba, los números solían volverse borrosos y sumarse mal.
—¿Esme? Me parece que ya llevamos gastados... probablemente más de mil dólares, sin contar el alquiler del carruaje, y todavía no le hemos pagado la habitación a la señora Palma.
—Dijiste que nada era demasiado esfuerzo para ayudar a una chica de Lancre —dijo Yaya.
Pero no dije que nada fuera demasiado dinero, pensó Tata, que luego se regañó a sí misma por pensar así. Pero la verdad era que se sentía bastante más ligera en la zona de la ropa interior.
Entre los artesanos de la belleza pareció establecerse un consenso general sobre el tema de que habían hecho lo que podían. Yaya hizo girar su silla.
—¿Qué te parece? —dijo.
Tata Ogg la observó detenidamente. Había visto mil cosas extrañas en su vida, algunas de ellas dos veces. Había visto elfos y piedras que caminaban y cómo herraban a un unicornio. Le había caído una granja en la cabeza. Pero nunca había visto a Yaya Ceravieja con colorete.
Todas sus exclamaciones normales de sobresalto y de sorpresa se fundieron al instante, y se encontró a sí misma recuriendo a una antigua palabrota que había pertenecido a su abuela.
—¡Ahora sí que me han descoñingado! —dijo.
—La señora tiene una piel excelente —dijo la encargada los cosméticos.
—Lo sé —dijo Yaya—. No hay nada que pueda hacer para evitarlo.
—¡Me han descoñingado! —volvió a decir Tata.
—Polvos y pinturas —dijo Yaya—. Ja. Nada más que otra clase de máscara. Ah, bueno. —Le dedicó al peluquero una sonrisa atroz—. ¿Cuánto le debemos? —dijo.
—Esto... ¿treinta dólares? —dijo el peluquero—. Eso sería.
—Dale treinta dólares a esta m... a este hombre y veinte más por las molestias —dijo Yaya, llevándose una mano a la cabeza.
—¿Cincuenta dólares? Con ese dinero se puede comprar una tienda...
—¡Gytha!
—Oh, de acuerdo. Perdonen, voy un momento al banco.
Se dio la vuelta recatadamente, se levantó el dobladillo de la falda...
... twangtwingtwongtwang...
... y se volvió a girar con un puñado de monedas.
—Aquí tiene, buena sen... señor —dijo en tono amargo.
Había un carruaje esperando fuera. Era el mejor que Yaya había podido alquilar con el dinero de Tata. Un lacayo sostuvo la puerta abierta mientras Tata ayudaba a su amiga a subir.
—Vamos directamente a casa de la señora Palma para que me cambie —dijo Yaya mientras el carruaje arrancaba—. Y luego a la Ópera. No tenemos mucho tiempo. ¿Te encuentras bien?
—Nunca he estado mejor. —Yaya se dio unos golpecitos en el pelo— Gytha Ogg, no serías una bruja si no pudieras sacar conclusiones apresuradas, ¿verdad?
Tata asintió:
—Verdad. —No lo dijo con vergüenza. A veces no había tiempo para hacer nada más que precipitarse. A veces había que confiar en la experiencia y la intuición y la conciencia general y tirarse al vacío. Personalmente, Tata podía rebasar una conclusión bastante rápida incluso dándole ventaja.
—Así que sin duda tiene que haber alguna idea flotando en tu mente sobre ese Fantasma...
—Bueno... más o menos una idea, sí...
—¿Un nombre, tal vez?
Tata se movió incómodamente en su asiento, y no solo por las bolsas de dinero que llevaba debajo de la falda.
—Tengo que admitir que algo me ha pasado por la cabeza Una especie de... sensación. O sea, nunca se sabe...
Yaya asintió.
—Sí. Es demasiado perfecto, ¿no? Es mentira.
—Pero ¡tú dices que anoche lo viste todo!
—Sigue siendo mentira. Es como esa mentira de las máscaras.
—¿Qué mentira de las máscaras?
—Eso que dice la gente de que esconden las caras.
—Claro que esconden las caras —dijo Tata Ogg.
—Solamente la de fuera.
*****
Nadie prestaba mucha atención a Agnes. Se estaba preparando el escenario para el estreno de esa noche. La orquesta se dedicaba a ensayar. A las bailarinas las habían pastoreado hasta su sala de ensayos. En otras salas diversas había gente cantando cosas distintas al mismo tiempo. Pero nadie parecía querer que ella hiciera nada.
Soy solamente una voz errante, pensó.
Subió las escaleras hasta su habitación y se sentó en la cama.
Las cortinas seguían cerradas y en la oscuridad resplandecían las extrañas rosas. Las había rescatado del cubo de basura porque eran preciosas, pero en cierta forma se sentiría más contenta si no estuvieran allí. De esa manera podría creer que se lo había imaginado todo.
De la habitación de Christine no venía ningún ruido. Diciéndose a sí misma que en realidad era su habitación, y que Christine solamente tenía derecho a usarla de prestado. Estaba hecha un desastre. Christine se había levantado, se había vestido —eso, o bien un ladrón concienzudo pero demasiado entusiasta había registrado todos los cajones del lugar— y se había marchado. Los ramos que Agnes había metido en cualquier receptáculo que pudo encontrar la noche anterior estaban donde ella los había dejado. Los demás también estaban donde ella los había dejado, y ya se estaban muriendo.
Se sorprendió a sí misma preguntándose dónde podría encontrar algunos jarrones y tarros para meterlas, y se odió por ello. Estaba tan mal como decir «¡Jopé!». Lo mismo se podía pintar un BIENVENIDOS encima y tumbarse en el umbral del universo. No era nada divertido tener una personalidad maravillosa. Ah, ni el pelo bonito.
Y luego se fue a buscar tarros para las flores de todas maneras.
El espejo dominaba la habitación. Cada vez que ella lo miraba parecía volverse un poco más grande.
Muy bien. Tenía que saberlo, ¿verdad?
Con el corazón acelerado, palpó los bordes del espejo. Había una pequeña zona levantada que parecía parte del marco, pero cuando la recorrió con los dedos se oyó un «clic» y el espejo cedió un centímetro hacia dentro. Al empujarlo ella, se movió.
Agnes exhaló por fin. Y entró.
*****
—¡Es asqueroso! —exclamó Salzella—. ¡Es someterse al gusto más depravado!
El señor Balde se encogió de hombros.
—Tampoco es que estemos escribiendo en los carteles «Buena probabilidad de Ver a Alguien Estrangulado sobre el Escenario» —dijo—. Pero ha corrido la voz. A la gente le gustan... las cosas dramáticas.
—¿Quiere decir que la Guardia no quiso que cerráramos?
—No. Solamente dijeron que teníamos que montar guardias igual que anoche y que ellos darían los pasos necesarios.
—Los pasos hasta el lugar seguro más cercano, sin duda.
—A mí no me gusta más que a usted, pero la cosa se nos ha ido de las manos. Ahora necesitamos a la Guardia. En todo caso, si cerráramos habría disturbios. A Ankh-Morpork siempre le ha gustado... la emoción. Hemos vendido hasta la última localidad. El espectáculo debe continuar.
—Ah, sí —dijo Salzella en tono desagradable—. ¿Quiere que raje unas cuantas gargantas en el segundo acto, para que nadie se sienta decepcionado?
—Claro que no —dijo Balde—. No queremos que muera nadie. Pero...
El «pero» permaneció flotando en el aire igual que el difunto doctor Undershaft.
Sazella se llevó las manos a la cabeza.
—Además, creo que ya ha pasado lo peor —dijo el señor Balde.
—Confío en que sí —dijo Salzella.
—¿Dónde está el signore Basilica? —preguntó Balde.
—La señora Plinge lo ha llevado a sus camerinos.
—¿La señora Plinge no ha sido asesinada?
—No, hoy todavía no hemos encontrado a nadie muerto —dijo Salzella.
—Eso sí que son buenas noticias.
—Sí, y deben de ser, oh, por lo menos las doce y diez —dijo Salzella con una ironía que Balde no consiguió percibir—. Voy a buscar a Basilica para que podamos comer, ¿de acuerdo? Debe de llevar por lo menos media hora sin probar bocado.
Balde asintió. Después de que el director se fuera volvió a examinar subrepticiamente sus cajones. No había ninguna carta. Tal vez todo había terminado de verdad... Tal vez era cierto lo que decían sobre el difunto doctor.
Alguien llamó a la puerta cuatro veces. Solamente había una persona que pudiera dar cuatro golpes sin ningún ritmo de ninguna clase.
—Entra, Walter.
Walter Plinge entró dando tumbos en la sala.
—¡Hay una dama! —dijo—. ¡Quiere ver al señor Balde!
Tata Ogg asomó la cabeza por la puerta.
—¡Yu-juuuu! —dijo—. Soy yo.
—Es la... señora Ogg, ¿verdad? —dijo el señor Balde.
Había algo ligeramente preocupante en aquella mujer. No recordaba haber visto su nombre en la lista de empleados. Por otro lado, parecía en su salsa en el edificio, no estaba muerta y hacía un té nada malo, así pues, ¿por qué se iba a preocupar si no le estaban pagando?
—Por los dioses, yo no soy la dama —dijo Tata Ogg—. Yo soy más basta que la tela de esparto, lo dicen los expertos. No, ella está esperando en el vestíbulo. Se me ha ocurrido que sería mejor pasar por aquí a avisarle.
—¿Avisarme? Avisarme ¿de qué? Esta mañana ya no tengo más citas. ¿Quién es esa dama?
—¿Ha oído hablar alguna vez de lady Esmerelda Ceravieja?
—No. ¿Debería?
—Es una famosa mecenas de la ópera. Tiene conservatorios en todas partes —dijo Tata—. Y montones de dinero.
—¿Ah, sí? Pero es que tengo que...
Balde miró por la ventana. En la calle había un carruaje y cuatro caballos. Tenía tantos adornos rococó que resultaba sorprendente que consiguiera moverse siquiera.
—Bueno, yo... —volvió a empezar—. La verdad es que es muy mal mom...
—No es la clase de persona a quien le guste que la hagan esperar —dijo Tata, con absoluta sinceridad. Y luego, como ya llevaba toda la mañana poniéndola de los nervios y la vergüenza inicial por lo de la señora Palma todavía le dolía y había una vena de travesura en Tata que medía un kilómetro de ancho, añadió—: Dicen que en su juventud fue una famosa cortesana. Dicen que por entonces ya no le gustaba que la hicieran esperar. Ahora está retirada, claro. O eso dicen.
—¿Sabe? He visitado las óperas más importantes del disco y nunca he oído ese nombre —caviló Balde.
—Ah, he oído que le gusta mantener sus donaciones en secreto.
La brújula mental del señor Balde giró una vez más para apuntar hacia el Dinero.
—Será mejor que la acompañe usted hasta aquí —dijo— y tal vez pueda dedicarle unos minutos...
—Nadie le ha dedicado a lady Esmerelda menos de media hora jamás —dijo Tata, y le guiñó un ojo a Balde—. Voy a buscarla, ¿de acuerdo?
Se marchó afanosamente, llevando a Walter a remolque.
El señor Balde se quedó mirando cómo se marchaba. Luego, después de pensarlo un momento, se levantó y comprobó el estado de su bigote en el espejo que tenía sobre la chimenea.
Oyó abrirse la puerta y se giró con su mejor sonrisa puesta.
Solamente se le desvaneció un poco al ver a Salzella, que estaba haciendo pasar a la mole impresionante de Basilica. Al lado apareció nerviosamente el pequeño representante e intérprete, como un remolcador.
—Ah, signore Basilica —dijo Balde—. Confío en que los camerinos le resulten satisfactorios.
Basilica le dedicó una sonrisa inexpresiva mientras el interprete le hablaba en brindisiano y después respondió.
—El signore Basilica dice que no están mal pero que la despensa no es lo bastante grande.
—Jajá —dijo Balde, y se detuvo cuando vio que nadie más se reía.
—De hecho —dijo a toda prisa—. Estoy seguro de que al signore Basilica le alegrará saber que nuestras cocinas han hecho un esfuerzo especial para...
Volvieron a llamar a la puerta. Él se apresuró a abrirla.
En el umbral estaba Yaya Ceravieja, pero no por mucho tiempo. Enseguida lo apartó a un lado y entró fulminantemente en el despacho.
Enrico Basílica soltó un ruido ahogado.
—¿Cuál de ustedes es Balde? —Exigió Yaya.
—Esto...Yo.
Yaya se quitó un guante y extendió la mano.
—Lo siento mucho —dijo—. No estoy acostumbrada a que la gente importante abra la puerta en persona. Me llamo Esmerelda Ceravieja.
—Encantado. He oído hablar mucho de usted —mintió Balde— Por favor, déjeme que la presente. Supongo que conoce usted al signore Basilica.
—Claro —dijo Yaya, mirando a Henry Babosa a los ojos—. Estoy segura de que el signore Basilica se acuerda de los muchos ratos felices que hemos pasado en otras óperas de cuyos nombres ahora mismo no me acuerdo.
Henry hizo una mueca parecida a una sonrisa y le dijo algo al intérprete.
—Esto es asombroso —dijo el intérprete—. El signore Basilica acaba de decirme que guarda muy gratos recuerdos de haber estado muchas veces con usted en otras óperas cuyos nombres se le han ido de la cabeza en este momento.
Henry besó la mano de Yaya y levantó la vista para mirarla con expresión de súplica.
Caramba, pensó Balde, esa forma de mirarla... Me pregunto si alguna vez han...
—Oh, ah, y este es el señor Salzella, nuestro director musical —dijo, volviendo a los formalismos.
—Es un honor —dijo Salzella, dándole un firme apretón de manos a Yaya y mirándola a los ojos. Ella asintió con la cabeza.
—¿Y cuál es la primera cosa que sacaría usted de una casa en llamas, señor Salzella? —preguntó ella.
Él le dedicó una sonrisa cortés.
—¿Qué le gustaría a usted que sacara, señora?
Yaya asintió con cara pensativa y le soltó la mano.
—¿Puedo ofrecerle una copa? —dijo Balde.
—Un poco de jerez —dijo Yaya.
Salzella se acercó furtivamente a Balde mientras este estaba sirviendo la copa.
—¿Quién demonios es?
—Parece que le sale el dinero por las orejas —susurró Balde—. Y le encanta la ópera.
—Nunca he oído hablar de ella.
—Bueno, el signore Basílica sí, y a mí ya me sirve. Sea usted agradable con ellos mientras yo intento arreglar la comida, ¿quiere?
Abrió la puerta y se tropezó con Tata Ogg.
—¡Lo siento! —dijo Tata, poniéndose de pie y dedicándole una sonrisa jovial—. Estos pomos son muy jodidos de limpiar, ¿verdad?
—Esto, señora...
—Ogg.
—... Ogg, ¿podría ir un momento a las cocinas y decirle a la señora Clamp que habrá otra persona a comer, por favor?
—Enseguida.
Tata se alejó apresuradamente. Balde asintió con expresión aprobatoria. Qué ancianita más fiable, pensó.
*****
No era exactamente un secreto. Al dividirse la habitación había quedado un espacio entre las paredes. En su extremo más alejado daba a unas escaleras, unas escaleras normales y corrientes, que hasta tenían retazos de luz del día que entraba por una ventana embadurnada de suciedad.
Agnes se sintió un poco decepcionada. Ella había esperado, bueno, un pasadizo secreto de verdad, tal vez con unas cuantas antorchas parpadeando secretamente en soportes secretos y más bien valiosos de hierro forjado. Pero las escaleras simplemente habían quedado emparedadas y aisladas del resto del lugar en algún momento. No eran nada secreto, simplemente habían quedado olvidadas.
Había telarañas en los rincones. Del techo colgaban los capullos de moscas extintas. El aire olía a pájaros que llevaban mucho tiempo muertos.
Pero había un rastro evidente sobre el polvo del suelo. Alguien había usado las escaleras varias veces.
Agnes vaciló entre subir y bajar y por fin subió. No fue un gran periplo: después del siguiente rellano las escaleras terminaban en una trampilla que ni siquiera estaba cerrada con pestillo.
Ella la empujó y luego parpadeó al irrumpir la luz. El viento le alborotó el pelo. Una paloma la miró y echó a volar cuando ella asomó la cabeza al aire fresco.
La trampilla daba al tejado de la Ópera, una abertura más en un bosque de claraboyas y conductos de ventilación.
Regresó al interior y empezó a descender. Y al hacerlo fue consciente de las voces...
Las viejas escaleras no habían sido olvidadas del todo. Por lo menos alguien había visto su utilidad como conducto de ventilación. Las voces se filtraban. Se oían escalas, música lejana y fragmentos de conversaciones. En su descenso Agnes atravesó varias capas de ruido, como en un exquisito y exclusivo pastel de sonidos.
*****
Greebo estaba sentado encima de un armario de la cocina y se dedicaba a observar el espectáculo con interés.
—¿Por qué no usa usted el cucharón? —dijo un tramoyista.
—¡Porque no llega! ¡Walter!
—¿Sí señora Clamp?
—¡Dame esa escoba!
—¡Sí señora Clamp!
Greebo levantó la vista hasta el alto techo, en el que había pegada una especie de estrella fina de diez puntas. En su centro había un par de ojos muy asustados.
—«Echarlo en agua hirviendo» —dijo la señora Clamp—, Pues es lo que decía el libro de cocina. En ningún lugar decía: «Cuidado, se agarrará a los lados de la olla y pegará un salto hacia arriba»...
Agitó la escoba en el aire. El calamar se encogió.
—Y esa pasta no está quedando bien —dijo entre dientes. Lleva horas en la parrilla y sigue más dura que si fuera un montón de clavos, maldita sea.
—Yu-juuu, soy yo —dijo Tata Ogg, asomando la cabeza por la puerta, y era tal la naturaleza abrumadora de su personalidad que hasta aquellos que no sabían quién era creyeron sus palabras—. Parece que tenéis algún problemilla, ¿no?
Examinó la escena, incluyendo el techo. El aire transportaba un olor a pasta quemada.
—Ah —dijo—. Ese debe de ser el almuerzo especial para el siñore Basílica, ¿verdad?
—Es lo que tenía que ser —dijo la cocinera, sin dejar de blandir la escoba en vano—. Pero ese maldito bicho no quiere bajar.
Había otras ollas colocadas a fuego lento en la larga hilera de fogones de hierro.
Tata las señaló con la barbilla.
—¿Qué van a comer los demás? —dijo.
—Asado de oveja con bolitas pringosas, y picadura de buey —dijo la cocinera.
—Ah. Comida buena y decente —dijo Tata, refiriéndose a un océano de sebo aliñado con manteca.
—¡Y se supone que de postre hay Diablillos de Mermelada y he estado tan liada con este bicho apestoso que ni siquiera he podido empezar!
Tata le quitó con cuidado la escoba de las manos a la cocinera.
—Le diré lo que vamos a hacer —dijo—. Usted haga bastantes bolitas y picadillo para cinco personas y yo la ayudaré preparando algún postre rápido, ¿qué le parece?
—Bueno, es una oferta muy generosa, señora...
—Ogg.
—La mermelada está en una jarra al lado de...
—Oh, no necesito mermelada —dijo Tata. Se quedó mirando el estante de las especias, sonrió y luego se colocó detrás de la mesa recatadamente...
Tvvingtwangtwongtwang...
—¿Tiene algo de chocolate? —preguntó, sacando un librito. Tengo una receta por aquí que puede ser divertida...
Se lamió el pulgar y abrió el libro por la página 53. Delicia de Chocolate con Salsa Secreta Especial.
Sí, pensó Tata. Esto seguro que será divertido.
Si la gente quería dedicarse a darle lecciones a la gente, la otra gente tendría que recordar que aquella gente sabía un par de cosas sobre la gente.
De las paredes emanaban fragmentos de conversaciones mientras Agnes descendía en su ruta secreta por las escaleras olvidadas.
Era... emocionante.
Nadie decía nada importante. No se oían oportunos secretos culpables. Solamente eran los ruidos de la gente haciendo sus tareas cotidianas. Pero eran ruidos secretos.
Y estaba mal escucharlos, claro.
A Agnes la habían educado enseñándole que había muchas cosas que estaban mal. Que estaba mal escuchar al otro lado de las puertas, mirar directamente a la gente a los ojos, hablar cuando no tocaba, responder, ponerse una antes que los demás...
Pero detrás de las paredes podía ser la Perdita que siempre había querido ser. A Perdita no le importaba nada. Perdita hacía cosas. Perdita podía vestir como quisiera. Perdita X Nitt, la señora de la oscuridad, Magdalena de la elegancia, podía espiar las vidas de la gente. Y nunca, nunca tener que tener una personalidad encantadora.
Agnes sabía que tenía que regresar a su cuarto. Fuera lo que fuese que habitaba en las profundidades cada vez más sombrías, probablemente era algo que ella no tenía que encontrar.
Perdita continuó el descenso. Y Agnes fue con ella para hacerle compañía.
*****
Las bebidas de antes del almuerzo estaban yendo bastante bien pensó el señor Balde. De momento todo el mundo estaba manteniendo conversaciones corteses y absolutamente nadie había aparecido muerto.
Y había sido muy gratificante ver las lágrimas de gratitud en los ojos del señor Basílica cuando le dijeron que la cocinera estaba preparando una comida especial brindisiana solamente para él. Parecía completamente abrumado.
Le tranquilizaba saber que Basilica conocía a lady Esmerelda. Había algo en aquella mujer que dejaba terriblemente perplejo al señor Balde. Le estaba resultando un poco difícil conversar con ella. Como táctica para entablar conversación, «Hola, me han dicho que tiene usted mucho dinero, ¿me da un poco, por favor?» carecía, en su opinión, de cierta sutileza.
—Así pues, esto, señora —probó a decir—. ¿Qué la trae a nuestra, hum, ciudad?
—Se me ha ocurrido que podía venir a gastar algo de dinero —dijo Yaya—. Tengo mucho, ya sabe. Tengo que estar cambiando de bancos todo el tiempo porque los lleno.
En algún lugar del torturado cerebro de Balde, una parte de su mente gritó «yupiii» e hizo entrechocar los talones.
—Si hay algo que yo pueda hacer... —murmuró.
—Pues de hecho, sí —dijo Yaya—. Estaba pensando en...
Sonó un gong.
—Ah —dijo el señor Balde—. El almuerzo está servido.
Extendió un brazo hacia Yaya, que le lanzó una mirada extraña hasta que recordó quién era y se lo cogió...
Junto al despacho de Balde había un pequeño y exclusivo comedor. Contenía una mesa preparada para cinco personas y también a Tata Ogg, bastante maja con una cofia de encaje de camarera.
Tata les hizo una reverencia.
Enrico Basilica soltó un ruidito asfixiado desde el fondo de la garganta.
—Disculpen, ha habido un pequeño problema —dijo Tata.
—¿Quién ha muerto? —dijo Balde.
—No, no ha muerto nadie —dijo Tata—. Es la cena, que sigue viva y pegada al techo. Y la pasta se ha puesto toda negra, miren por dónde. Y yo le he dicho a la señora Clamp, le he dicho: puede que sea extranjera, pero no me parece que tenga que estar crujiente...
—¡Esto es terrible! ¡Qué manera de tratar a nuestro huésped honorífico! —dijo Balde. Se volvió hacia el intérprete—. Por favor, asegúrele al signore Basilica que vamos a mandar traer pasta fresca ahora mismo. ¿Qué vamos a comer los demás, señora Ogg?
—Asado de oveja con bolitas pringosas —dijo Tata.
Detrás de la cara del signore Basilica la garganta de Henry Slugg soltó otro pequeño gruñido.
—Y también hay picadura de buey la mar de rica con una nuez de mantequilla —siguió Tata.
Balde miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Hay algún perro por aquí? —preguntó.
—Bueno, yo personalmente no creo en consentir a los cantantes —dijo Yaya Ceravieja—. ¡Comida elegante, ni más ni nenos! ¡Dónde se ha visto! ¿Por qué no le dan oveja como al resto?
—Oh, lady Esmerelda, esa no es manera de tratar... —empezó a decir Balde.
Enrico le dio un codazo a su intérprete, el codazo especial de hombre que ya se imaginaba las bolitas pringosas desapareciendo a lo lejos si no tenía cuidado. Soltó con voz ronca una frase muy firme.
—El signore Basilica dice que estaría más que encantado de probar la comida indígena de Ankh-Morpork —dijo el intérprete.
—No, de verdad que no podemos... —intentó nuevamente Balde.
—De hecho, el signore Basílica insiste en que quiere probar la comida indígena de Ankh-Morpork —dijo el intérprete.
—Sí, amici —dijo Basílica.
—Bien —dijo Yaya—. Y denle una cerveza ya que estamos puestos. —Le dio un golpecito juguetón a la tripa del tenor que hizo que su dedo quedara hundido hasta la segunda falange—. ¡Vaya, que espero que dentro de nada puedan prácticamente convertirlo en un nativo!
*****
Las escaleras de madera dieron paso a la piedra.
Perdita dijo: «Tendrá una caverna enorme en algún lugar debajo de la Ópera. Tendrá cientos de velas que proyectarán una luz emocionante pero romántica sobre el, sí, el lago, y habrá una mesa para la cena llena de cristal y de loza resplandecientes, y por supuesto tendrá, sí, un órgano enorme...».
Agnes se ruborizó intensamente en la oscuridad.
«... En el cual, quiero decir, tocará muchos clásicos de la ópera con estilo virtuoso.»
Agnes dijo: «Habrá humedad. Habrá ratas».
*****
—¿Otra bolita pringosa, siñore? —dijo Tata Ogg.
—¡Mmfmmfmmf!
—Ya que se pone, coja dos.
Ver comer a Enrico Basilica era una experiencia educativa. No es que engullera la comida, sino que comía de forma contínua, como un hombre cuya intención es seguir haciéndolo todo el día como si fuera una cadena de producción industrial, con la servilleta pulcramente metida debajo del cuello de su camisa. El tenedor quedaba cargado mientras la remesa actual era masticada concienzudamente, de forma que el tiempo real entre bocados era el más pequeño posible. Incluso Tata, quien no era ajena a un metabolismo que iba a por todas, se quedó impresionada. Enrico Basilica comía como un hombre liberado por fin de la tiranía de los tomates con todo.
—Voy a pedir otro tanque de salsa de menta, ¿de acuerdo? —dijo Tata.
El señor Balde se giró hacia Yaya Ceravieja.
—Estaba usted diciendo que puede sentirse inclinada a asistir a nuestra ópera —murmuró.
—Oh, sí —dijo Yaya—. ¿Va a cantar esta noche el signore Basilica?
—Mmfmmf.
—Espero que sí —murmuró Salzella—. O eso o a reventar.
—Entonces está claro que quiero estar presente —dijo Yaya—. Un poco más de cordero aquí, buena mujer.
—Sí, señora —dijo Tata Ogg, haciéndole una mueca a la nuca de Yaya.
—Esto... de hecho, las localidades para esta noche están... —empezó a decir Balde.
—Un palco ya me sirve —dijo Yaya—. No soy quisquillosa.
—De hecho, hasta los palcos están...
—¿Qué hay del Palco Ocho? He oído que el Palco Ocho siempre está vacío.
El cuchillo de Balde rechinó en su plato.
—Esto, el Palco Ocho, el Palco Ocho, verá, nosotros no...
—Estaba pensando en hacer una pequeña donación —dijo Yaya.
—Pero es que el Palco Ocho, mire usted, aunque técnicamente no está vendido, es...
—Lo que tenía en mente eran dos mil dólares —dijo Yaya—. Cielos, a su camarera se le han caído todas las bolitas por el suelo. Es difícil conseguir sirvientes fiables y educados hoy en día.
*****
Salzella y Balde se miraron desde sus lados respectivos de la mesa.
Luego Balde dijo:
—Perdóneme, señora, tengo que tratar un asunto de nada con mi director musical.
Los dos hombres fueron apresuradamente al otro extremo de la sala, donde empezaron a discutir en voz baja.
—¡Dos mil dólares! —exclamó Tata, entre dientes, mirándolos.
—Puede que no sea bastante —dijo Yaya.
—Los dos tienen la cara muy roja. —señaló Tata
—¡Sí, pero dos mil dólaresl
—Es solamente dinero.
—Sí, pero es solamente mi dinero, no solamente tu dinero
—Las brujas siempre lo hemos compartido todo, ya lo sabes —dijo Yaya.
—Bueno, sí —dijo Tata, y una vez más fue al grano del debate sociopolítico—: es fácil compartirlo todo cuando nadie tiene nada.
—Vaya, Gytha Ogg —dijo Yaya—. ¡Yo creía que tú desdeñabas las riquezas!
—Pues sí, así que me gustaría tener la oportunidad de desdeñarlas de cerca.
—Pero yo te conozco, Gytha Ogg. Y el dinero te echaría a perder.
—Me gustaría tener la oportunidad de demostrar que no, es lo único que digo.
—Calla, que vienen...
El señor Balde se acercó, sonrió con expresión incómoda y se sentó.
—Esto —empezó—. Tiene que ser el Palco Ocho, ¿verdad? Porque tal vez podríamos convencer al ocupante de algún otro...
—No quiero ni oír hablar del tema —dijo Yaya—. He oído que nunca se ha visto a nadie en el Palco Ocho.
—Esto... jajá... es ridículo, lo sé, pero hay ciertas antiguas tradiciones teatrales asociadas con el Palco Ocho, memeces totales, claro, pero...
Dejó que el «pero» quedara flotando en el aire, esperanzado. Pero la palabra se congeló bajo la mirada de Yaya.
—Verá, está encantado —murmuró.
—Oh, caray —dijo Tata Ogg, recordando vagamente que debía mantener su representación. ¿Otro cubo de picadillo de buey, siñore Basílica? ¿Y qué me dice de otro cuarto de cerveza?
—Mmfmmf —dijo el tenor con aire alentador, sacando tiempo de comer para señalar con el tenedor su jarra vacía. Yaya seguía mirando fijamente.
—Disculpe —volvió a decir Balde.
Él y Salzella volvieron a hacer un corro, del que salieron sonidos como: «¡Pero dos mil dólares! ¡Eso es un montón de zapatillas!».
Balde volvió a emerger. Con la cara gris. La mirada fija de Yaya podía hacerle aquello a la gente.
—Esto... Debido al peligro, esto, que por supuesto no existe, jajá, nosotros... es decir, la dirección... consideramos que es nuestra responsabilidad insistir, es decir, solicitarle educadamente que si entra en el Palco Ocho lo haga en compañía de un... hombre.
Se encogió un poco.
—¿Un hombre? —dijo Yaya.
—Para protegerla —dijo Balde con un hilo de voz.
—Aunque no sabemos muy bien quién lo va a proteger a él —Dijo Salzella en voz muy baja.
—Pensamos que tal vez uno de los empleados... —murmuró Balde.
—Soy muy capaz de encontrar a mi propio hombre en caso de que surja la necesidad —dijo Yaya, con una voz cargada de nieve.
La respuesta educada de Balde se le murió en la garganta cuando vio, detrás de la espalda de lady Esmerelda, a Tata Ogg sonriendo como si fuera la luna llena.
—¿Alguien quiere postre? —preguntó.
Llevaba un cuenco grande sobre una bandeja. Parecía haber una neblina de calor encima del mismo.
—Caramba —dijo Balde—. ¡Tiene un aspecto delicioso!
Enrico Basílica miró por encima de su comida con la expresión de un hombre que tiene el asombroso privilegio de ir al cielo mientras sigue vivo.
—¡Mmmf!
*****
Sí que había humedad. Y debido a la defunción del señor Pounder, ciertamente había ratas.
La piedra también parecía antigua. Por supuesto, toda la piedra era antigua, se dijo Agnes a sí misma, pero aquella había envejecido en forma de mampostería. Ankh-Morpork llevaba allí miles de años. Y mientras que otras ciudades se habían construido sobre arcilla o roca o cieno, Ankh-Morpork se había construido sobre Ankh-Morpork. La gente construía edificos nuevos sobre los restos de los antiguos, derribando unas cuantas puertas aquí y allí para convertir antiguos dormitorios en sótanos.
Las escaleras fueron dando paso a losas húmedas, sumidas en una oscuridad casi total.
A Perdita le parecía romántico y gótico.
A Agnes le parecía lúgubre.
Si alguien usaba aquel lugar necesitaría luces, ¿no? Y una búsqueda a tientas lo confirmó. Encontró una vela y cerillas metidas en un nicho de la pared.
Aquello sirvió para despejar tanto a Agnes como a Perdita. Alguien usaba aquel prosaico librito de cerillas con el dibujo de un troll sonriente en la cubierta y aquel cabo de vela perfectamente normal y corriente. Perdita habría preferido una antorcha encendida. Agnes no sabía qué habría preferido.
Solamente pensaba que si una persona misteriosa venía y se ponía a cantarle a las paredes, y se movía por el lugar como un fantasma, y posiblemente mataba a gente... Bueno, uno preferiría algo con un poco más de estilo que una caja de cerillas con el dibujo de un troll sonriente. Aquella era la clase de cosas que usaría un matón.
Encendió la vela y, con opiniones enfrentadas acerca de todo aquello, se adentró en la oscuridad.
*****
La Delicia de Chocolate con Salsa Secreta Especial estaba siendo un gran éxito y descendiendo entre el pecho y la espalda de los comensales como alma que llevaba el diablo.
—¿Más, señor Salzella? —dijo Balde—. Esto es realmente de primera, ¿no cree? Tengo que felicitar a la señora Clamp.
—Debo confesar que es ciertamente sabroso —dijo el director musical—. ¿Qué le parece a usted, signore Basílica?
—Mmmf.
—¿Lady Esmerelda?
—No me importaría un poco más —dijo Yaya, pasando su plato.
—Estoy seguro de detectar un matiz de canela —dijo el intérprete, con un círculo marrón alrededor de la boca.
—Cierto, y posiblemente un asomo de nuez moscada —dijo el señor Balde.
—A mí me ha parecido notar... ¿cardamomo? —dijo Salzella.
—Cremoso y sin embargo picante —dijo Balde. Los ojos se le pusieron un poco vidriosos—. Y es curioso... pero calienta un poco.
Yaya dejó de masticar y miró su plato con cara de sospecha. Luego olió su cuchara.
—Esto... ¿soy solamente yo, o hace un poquito... de calor aquí dentro? —dijo Balde.
Salzella se agarró a los brazos de su silla. La frente le resplandecía.
—¿Cree que podríamos abrir una ventana? —dijo—. Me siento un poco... extraño.
—Sí, por lo que más quiera —dijo Balde. Salzella se intentó levantar y una expresión preocupada tiñó sus rasgos. Se volvió a sentar bruscamente.
—No, más bien creo que me voy a quedar sentado un momento —dijo.
—Oh, cielos —dijo el intérprete. Le salía una voluta de vapor del cuello de la camisa.
Basilica le dio unos golpecitos educados en el hombro, gruñó en tono esperanzado e hizo unos gestos de «páseme eso» en dirección a la bandeja a medio terminar de pudin de chocolate.
—¿Mmmf? —dijo.
—Oh, cielos —dijo el intérprete.
El señor Balde se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Le empezaba a caer el sudor por la cara.
Basilica renunció a conseguir la atención de su afligido colega y extendió el brazo en gesto resuelto para pescar la bandeja con su tenedor.
—Esto... sí —dijo Balde, intentando no mirar a Yaya.
—Sí... ya lo creo —dijo Salzella, con una voz que venía de muy, muy lejos.
—Oh, cielos —dijo el intérprete, mientras se le humedecían los ojos—. ¡Ai! ¡Meu Deus! ¡Dio mió! ¡O Goden! ¡D'zuk fd! ¡Aagorahaa!
El signore Basilica volcó el resto de la Salsa Secreta Especial en su plato y rascó la bandeja prolijamente con su cuchara, sosteniéndola del revés para alcanzar los últimos restos.
—El clima ha sido un poco... fresco últimamente —consiguió decir Balde—. Muy frío, de hecho.
Enrico acercó la salsera a la luz y la escrutó con expresión crítica en caso de que quedara alguna gota escondida en algún rincón.
—Nieve, hielo, escarcha... esas cosas —dijo Salzella— ¡Ya lo creo que sí! Frío en todas sus modalidades, de hecho.
—¡Sí! ¡Sí! —dijo Balde en tono agradecido—. ¡Y en un momento como este creo que es muy importante intentar recordar los nombres de, por ejemplo, cualquier clase de cosas aburridas y espero que muy frías!
—Viento, glaciares, carámbanos...
—¡Carámbanos no!
—Oh —dijo el intérprete, y se desplomó hacia delante sobre su plato. Su cabeza golpeó una cuchara, que salió dando vueltas por el aire y rebotó en la cabeza de Enrico.
Salzella empezó a silbar por lo bajo y a dar golpes en el brazo de su silla.
Balde parpadeó. Tenía delante la jarra del agua. La jarra del agua fría. Extendió el brazo...
—Oh, oh, oh, cielos, qué puedo decir, parece que me la he derramado toda por encima —dijo, a través de las nubes crecientes de vapor—. Soy un patoso, está claro. Llamaré a la señora Ogg para que nos traiga otra.
—Ciertamente —dijo Salzella—. ¿Y no le importaría tal vez llamarla deprisa? Yo también me siento muy... propenso a los accidentes.
Basilica, sin dejar de masticar, levantó la cabeza del intérprete de la mesa y se volcó con cuidado en su plato el pudin que este no se había terminado.
—De hecho, de hecho, de hecho —dijo Salzella—. Creo que simplemente... me voy a dar una... me voy a poner debajo de... si me perdonan un segundo...
Apartó su silla y huyó de la habitación caminando encogido sobre sí mismo.
El señor Balde relucía.
—Yo es que, yo es que, yo es que... vuelvo enseguida —dijo y salió correteando.
Hubo un silencio roto solamente por la cuchara del signore Basílica al rascar el plato y por un ruido borboteante procedente del intérprete. Luego el tenor eructó en barítono.
—Uy, perdonen mi klatchiano —dijo—. Oh, mierda.
Pareció ver por primera vez la mesa diezmada. Se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa esperanzada a Yaya.
—¿Cree usted que habrá una tabla de quesos? —dijo.
La puerta se abrió de golpe y Tata Ogg entró apresuradamente, trayendo un cubo de agua con las dos manos.
—Muy bien, muy bien, ya... —empezó a decir, y luego se detuvo.
Yaya se secó remilgadamente las comisuras de la boca con su servilleta.
—¿Decía, señora Ogg?
Tata miró el plato vacío que había delante de Basílica.
—¿O tal vez un poco de fruta? —dijo el tenor—. ¿Unos frutos secos?
—¿Cuánto ha comido? —susurró Tata.
—Casi la mitad —dijo Yaya—. Pero no creo que le esté haciendo ningún efecto porque no le llega a tocar los lados.
Tata desplazó su atención hacia el plato de Yaya.
—¿Y tú qué? —dijo.
—He repetido —dijo Yaya—. Con extra de salsa, Gytha Ogg, que los dioses te perdonen.
Tata la miró con algo parecido a la admiración en los ojos.
—¡Ni siquiera estás sudando! —dijo.
Yaya cogió su vaso de agua y lo sostuvo con el brazo extendido.
Al cabo de unos segundos, el agua empezó a hervir.
—De acuerdo, estás llegando a dominarlo muy bien, tengo que admitirlo —dijo Tata—. Supongo que tendría que levantarme muy temprano para alcanzarte...
—Yo supongo que no tendrías que irte a dormir —Dijo Yaya.
—Lo siento, Esme.
El signore Basilica, que no conseguía seguir aquella conversación, se dio cuenta a su pesar de que era muy probable que la comida se hubiera terminado.
—Absolutamente soberbio —dijo—. Me ha encantado ese pudín, señora Ogg.
—De verdad que no me extraña ni un pelo, Henry Babosa —dijo Tata.
Henry se sacó con cuidado un pañuelo limpio del bolsillo, lo usó para taparse la cara y se reclinó hacia atrás en su silla. El primer ronquido llegó unos segundos más tarde.
—No molesta nada, ¿verdad? —dijo Tata—. Come, duerme y canta. Ya se sabe qué es lo que hay, con él. Por cierto, he encontrado a Greebo. Todavía sigue a Walter Plinge a todas partes. —Su expresión se volvió un poco desafiante—. Di lo que quieras, pero si a Greebo le cae bien, no tengo ningún problema con el joven Walter.
Yaya suspiró.
—Gytha, a Greebo le caería bien Norris el Maníaco Comedor de Ojos de Quirm si supiera servir comida en un cuenco.
*****
Y ahora estaba perdida. Había hecho lo que había podido para no perderse. Cada vez que entraba en una sala fría y húmeda, Agnes había tomado nota cuidadosamente de los detalles. Había memorizado meticulosamente los giros a izquierda y a derecha. Y seguía estando perdida. Por todas partes había escaleras que bajaban a sótanos inferiores, pero el nivel del agua era tan alto que llegaba al peldaño de arriba. Y el sitio apestaba. La vela ardía con una llama que tenía los rebordes verdeazules. En alguna parte, decía Perdita, seguro que estaba la sala secreta. Si no había una caverna enorme y resplandeciente, ¿de que demonios servía estar viva? Tenía que haber una sala secreta, una sala llena de... velas gigantes, y de estalagmitas enormes...
«Pero es evidente que no está aquí», dijo Agnes. Se sentía como una idiota de remate. Había atravesado el espejo en busca de... Bueno, no estaba del todo preparada para admitir qué era lo que había estado buscando, pero fuera lo que fuese estaba claro que no era aquello. Iba a tener que pedir ayuda a gritos. Por supuesto, alguien podía oírla, pero aquel riesgo existía siempre que uno pedía ayuda a gritos. Carraspeó.
—Esto... ¿hola? —El agua borboteó.
—Esto... ¿socorro? ¿Hay alguien ahí?
Una rata le pasó por encima del pie. Oh, sí, pensó amargamente con la parte de su cerebro que pertenecía a Perdita: si fuera Christine la que hubiera bajado allí lo más probable es que habría habido una caverna enorme y resplandeciente y llena de deliciosos peligros. El mundo reservaba las ratas y los sótanos malolientes para Agnes, porque tenía una personalidad encantadora.
—Hum... ¿hay alguien?
Más ratas corretearon por el suelo. Se oyeron chillidos débiles procedentes de los pasadizos laterales.
—¿Hola?
Estaba perdida en los sótanos con una vela que se iba agotando por segundos. El aire era malsano, las losas eran resbaladizas, nadie sabía dónde estaba, podía morir allí abajo, podía estar... Unos ojos brillaron en la oscuridad. Uno era verde amarillento y el otro de color blanco perla. Detrás de ellos apareció una luz.
Algo se acercaba por el pasadizo, proyectando unas sombras alargadas.
Las ratas tropezaron entre ellas en su pánico por alejarse.
Agnes intentó pegarse a la pared de piedra.
—¡Hola señorita Perdita X Nitt!
Una forma familiar salió dando tumbos de la oscuridad detrás de Greebo. Era todo rodillas y codos. Llevaba un saco al hombro y una linterna en la otra mano. Algo huyó de la oscuridad. El terror se desvaneció...
—¡Señorita Nitt no le conviene estar aquí abajo con todas las ratas!
—¡Walter!
—¡Ahora que el pobre señor Pounder ha pasado a mejor vida, yo tengo que hacer su trabajo! ¡A mí me caen todos los trabajos! ¡Encima de cornudo apaleado! ¡Pero el señor Greebo les da un golpe con la pata y las manda al cielo de las ratas en un periquete!
—¡Walter! —repitió Agnes, aliviada.
—¿Ha venido usted a explorar? ¡Estos viejos túneles llegan hasta el río! ¡Hay que estar muy atento para no perderse aquí abajo! ¿Quiere volver conmigo?
Era imposible tenerle miedo a Walter Plinge. Walter suscitaba muchas emociones, pero el terror no se contaba entre ellas.
—Esto... sí —dijo Agnes—. Me he perdido. Lo siento.
Greebo se sentó y empezó a limpiarse de una forma que a Agnes le pareció altanera. Si los gatos pudieran soltar risitas burlonas, él estaría soltando una risita burlona.
—¡Ahora que he llenado el saco tengo que llevarlo a la tienda del señor Tal'Adr! —anunció Walter, dando media vuelta y saliendo del sótano al trote sin molestarse en ver si ella lo seguía—. ¡Nos dan medio penique por cada una lo que no está nada mal! ¡Los enanos creen que las ratas son buenas para comer lo cual demuestra que el mundo sería muy extraño si todos fuéramos iguales!
Caminaron una distancia que pareció ridiculamente corta hasta llegar al pie de unas escaleras distintas, que tenían aspecto de ser usadas muy a menudo.
—¿Has visto alguna vez al Fantasma, Walter? —preguntó Agnes cuando Walter puso el pie en el primer peldaño.
Él no se giró.
—¡Está mal decir mentiras!
—Esto... sí, eso creo. Así pues... ¿cuándo fue la última vez que viste al Fantasma?
—¡Ví al Fantasma por última vez en el salón de la escuela de danza!
—¿De veras? ¿Y qué hacía?
Walter hizo una pausa y luego las palabras le salieron todas apelotonadas.
—¡Se fue corriendo!
Empezó a subir las escaleras con zancadas que sugerían de forma muy enfática que la conversación se había terminado.
Greebo le soltó una risita burlona a Agnes y lo siguió.
Las escaleras subían hasta una trampilla situada en el único rellano que daba a los bastidores. Agnes había estado perdida a solamente un par de puertas de distancia del mundo real.
Nadie se fijó en ella cuando salió. Pero es que nadie se fijaba nunca en ella. Simplemente daban por sentado que estaría por allí cuando se la necesitara.
Walter Plinge ya se había alejado al trote, como si tuviera prisa.
Agnes dudó. Probablemente ni siquiera se darían cuenta de que estaba allí hasta el mismo momento en que Christine abriera la boca...
Walter Plinge no había querido responder a su pregunta, pero siempre contestaba cuando se dirigían a él y a Agnes le daba la sensación de que no era capaz de decir mentiras. Decir mentiras habría estado mal.
Ella nunca había visto la escuela de ballet. No estaba lejos del escenario, pero era un mundo aparte. Las bailarinas salían de allí todos los días como un rebaño de ovejas muy delgadas y parloteantes sometidas al mando de ancianas con aspecto de comer limas encurtidas para desayunar. Solamente después de hacer algunas preguntas tímidas a los tramoyistas Agnes comprendió que aquellas chicas se habían unido al ballet porque habían querido.
Sí que había visto el camerino de las bailarinas, donde tres chicas se lavaban y se cambiaban en un espacio bastante más pequeño que el despacho de Balde. Guardaba la misma relación con el ballet que el compost con las rosas.
Volvió a mirar a su alrededor. Todavía nadie le prestaba ninguna atención. Se dirigió a la escuela de danza. Había que subir unos pocos escalones y tomar un pasillo fétido cubierto de tablones de anuncios y que olía a mugre antigua. A su lado pasaron revoloteando un par de chicas. Nunca se veía a una sola: siempre iban en grupos, como las cachipollas. Empujó la puerta para abrirla y entró en la escuela.
Reflejos de reflejos de reflejos... Había espejos en todas las paredes.
Unas cuantas chicas que ensayaban en las barras que recorrían las paredes levantaron la vista cuando entró. Espejos...
De vuelta en el pasillo se apoyó en la pared y recobró el aliento. Nunca le habían gustado los espejos. Siempre parecían estar riéndose de ella. Pero ¿acaso no decían que aquella era la marca de una bruja, el que no le gustara estar entre dos espejos? Reabsorbían el alma o algo así. Las brujas nunca se ponían entre dos espejos si podían evitarlo...
Pero por supuesto, estaba muy claro que ella no era una bruja. Así que respiró hondo y volvió a entrar en la sala. Las imágenes de sí misma se repetían en todas las direcciones. Consiguió andar unos pasos, luego dio media vuelta y volvió a buscar la puerta a tientas, bajo la mirada de las sorprendidas bailarinas.
Era la falta de sueño, se dijo a sí misma. El exceso general de emociones. Además, no le hacía ninguna falta entrar en la sala, ahora que sabía quién era el Fantasma. Era del todo evidente. Al Fantasma no le hacía falta ninguna cueva misteriosa e inexistente, cuando lo único que necesitaba era esconderse allí donde todo el mundo lo podía ver.
*****
El señor Balde llamó a la puerta del despacho de Salzella. Una voz apagada dijo:
—Adelante.
En el despacho no había nadie, pero sí había otra puerta cerrada en la pared del fondo. Balde volvió a llamar despacio. Intentó mover el pomo.
—Estoy en el cuarto de baño —dijo Salzella.
—¿Está usted decente?
—Estoy vestido, si es a eso a lo que se refiere. ¿Hay un cubo de hielo ahí fuera?
—¿Ha sido usted quien lo ha pedido? —dijo Balde en tono culpable.
—¡Sí!
—Pues, esto, lo he hecho llevar a mi despacho para poder meter los pies dentro...
—¿Los pies?
—Sí. Esto... He salido a correr un rato por la ciudad, no sé por qué, me apetecía...
—¿Y bien?
—En la segunda vuelta se me han incendiado las botas. Se oyó un chapoteo y unos gruñidos sotto voce y luego la puerta se abrió y apareció Salzella con una bata de color púrpura.
—¿Han amarrado bien al signore Basilica? —dijo, goteando en el suelo.
—Está repasando la música con herr Problematikus.
—¿Y se encuentra... bien?
—Ha encargado a la cocina que le traigan algo de picar.
Salzella negó con la cabeza.
—Asombroso.
—Y han metido al intérprete en un armario. Parece que no hay nadie capaz de desdoblarlo.
Balde se sentó con cuidado. Llevaba pantuflas de felpa.
—Y... —le apuntó Salzella.
—¿Y qué?
—¿Dónde ha ido esa mujer tan espantosa?
—La señora Ogg le está enseñando el lugar. Bueno, qué otra cosa podía hacer yo? ¡Son dos mil dólares, recuerdelo.
—Estoy luchando por olvidarlo —dijo Salzella—. Prometo no hablar nunca más de ese almuerzo si usted no lo hace tampoco.
—¿Qué almuerzo? —dijo Balde en tono inocente.
—Así me gusta.
—Sí que es verdad que ella parece tener un efecto asombroso, ¿no le parece...?
—No sé de quién me está hablando.
—Quiero decir que no es difícil ver cómo ha amasado su fortuna...
—¡Por todos los dioses, hombre, si tiene la cara más chupada que un hacha!
—Dicen que la reina Ezeriel de Klatch era bizca, pero eso no le impidió tener catorce maridos, y ese es solamente el recuento oficial. Además, ya debe de tener sus años...
—¡Yo creía que llevaba doscientos años muerta!
—Estoy hablando de lady Esmerelda.
—Yo también.
—Por lo menos intente ser cortés con ella en la soirée de antes de la función de esta noche.
—Lo intentaré.
—Confío en que esos dos mil dólares solamente sean el principio. ¡Cada vez que abro un cajón hay más facturas! ¡Parece que le debemos dinero a todo el mundo!
—La opera es cara.
—A mí me lo dice. Siempre que intento ponerme a trabajar en la contabilidad pasa algo atroz. ¿Cree usted que podría tener unas pocas horas de tranquilidad sin que pase algo horrible?
—¿En una ópera?
*****
La voz sonaba amortiguada por el mecanismo medio desmantelado del órgano.
—Muy bien: dame el do medio.
Un dedo peludo pulsó una tecla. Aquello hizo un ruido sordo y en otra parte del mecanismo algo hizo uoing.
—Mierda, se ha soltado del gancho... espera... inténtalo otra vez.
La nota sonó dulce y clara.
—Muy bien —dijo la voz del hombre escondido en las entrañas desnudas del órgano—. Espera a que tense el gancho.
Agnes se acercó. La figura enorme que estaba frente al órgano se giró y le dedicó una sonrisa amistosa y mucho más amplia que las sonrisas normales y corrientes. Su dueño estaba cubierto de pelo rojo y, aunque iba un poco corto en materia de piernas, estaba claro que era el primero de la cola cuando abrieron el cajón de los brazos. Y también le había tocado una oferta especial de labios.
—¿André? —dijo Agnes con voz débil. El organista se extrajo a sí mismo del mecanismo. Tenía en la mano una compleja barra de madera con muelles.
—Ah, hola —dijo.
—Ejem... ¿quién es este? —dijo Agnes, apartándose instintivamente del primitivo organista.
—Ah, este es el Bibliotecario. No creo que tenga nombre. Es el Bibliotecario de la Universidad Invisible pero, lo que es mucho más importante, también es su organista, y resulta que nuestro órgano es un Johnson [8], igual que el de ellos. Nos ha dado algunas piezas que le sobraban...
- Ook.
—Perdón, nos ha prestado algunas piezas que le sobraban.
—¿Toca el órgano?
—De una forma asombrosámente prensil, sí.
Agnes se relajó. No parecía que la criatura fuera a atacar.
—Oh —dijo— Bueno... supongo que es natural, porque a menudo venían a nuestro pueblo hombres con organillos y a menudo traían un simpático y pequeño mon...
Se oyó un acorde estruendoso. El orangután levantó la otra mano y levantó un dedo educadamente delante de la cara de Agnes.
—No le gusta que le llamen mono —dijo André—. Y le caes bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque normalmente no se anda con advertencias.
Ella retrocedió bruscamernte y agarró el brazo del joven.
—¿Puedo hablar contigo en privado? —dijo.
—Solamente tenemos unas horas y realmente me gustaría arreglar esto...
—Es muy importante.
Él la siguió a los bastidorers. Detrás de ellos, el Bibliotecario pulsó unas cuantas teclas del teclado a medio reparar y luego se agachó por debajo.
—Sé quién es el Fantasma —susurró Agnes.
Él se la quedó mirando. Luego tiró de ella hacia las sombras.
—El fantasma no es nadie —dijo en voz baja—. No seas boba. Es solo el Fantasma.
—Quiero decir que es otra persona cuando se quita la máscara.
—¿Quién?
—¿Tendría que decírselo al señor Balde y al señor Salzella?
—¿Quién? ¿Decirles que es quién?
—Walter Plinge.
Él se la quedó mirando otra vez.
—Si te ríes, te... te daré una patada. —dijo Agnes.
—Yo tampoco lo creía pero él me dijo que había visto al Fantasma en la escuela de ballet y allí las paredes están cubiertas de espejos y si pusiera la espalda recta sería bastante alto y se dedica a deambular por los sótanos...
—Oh, venga ya...
—La otra noche me pareció oírle cantar en el escenario cuando se había ido todo el mundo.
—¿Lo viste?
—Estaba oscuro.
—Estaba oscuro.
—Oh, bueno... —empezó a rechazar aquello André.
—Pero después estoy segura de que lo oí hablar con el gato. Quiero decir hablar normal. O sea. O sea, como una persona normal. Y tienes que admitir que... es extraño. ¿Acaso no es exactamente la clase de persona a la que le gustaría llevar máscara para esconder quién es? —Dejó caer los hombros—. Mira, ya me doy cuenta de que no quieres escuchar...
—¡No! No, yo creo... Bueno...
—Simplemente me pareció que me sentiría mejor si se lo contaba a alguien.
André sonrió en medio de la penumbra.
—Yo no se lo mencionaría a nadie más, sin embargo.
Agnes se miró los pies.
—Supongo que sí que suena un poco descabellado...
André le puso una mano en el brazo. Perdita sintió que Agnes se retraía.
—¿Y te sientes mejor? —dijo él.
—No... lo sé... o sea... No lo sé... es decir, no me lo imagino haciendo daño a nadie... me siento tan estúpida...
—Todo el mundo está de los nervios. No te preocupes.
—Yo... odiaría que pensaras que soy una boba...
—Le echaré un ojo a Walter, si quieres. —Sonrió a Agnes— Pero será mejor que vuelva a mi trabajo —añadió. Le dedico una sonrisa, tan rápida y breve como un relámpago estival.
—Grac...
Pero él ya estaba caminando de vuelta al órgano.
*****
Aquella tienda era de confección para caballeros.
—No es para mí —dijo Tata Ogg—. Es para un amigo. Mide metro noventa, con las espaldas muy anchas.
—¿Altura de entrepierna?
—Ya lo creo.
Echó un vistazo a la tienda. No veía por qué escatimar. Después de todo, el dinero era de ella.
—Y un abrigo negro, leotardos negros largos, zapatos de esos con hebillas relucientes, uno de esos sombreros de copa, una capa grande con forro de seda roja, una pajarita, un bastón negro que sea muy pijo y tenga un pomo la mar de estirado y... un parche negro para el ojo.
—¿Un parche para el ojo?
—Sí. Tal vez con lentejuelas o algo parecido, ya que es para la ópera.
El sastre lanzó una mirada a Tata.
—Esto es un poco irregular —dijo—. ¿Por qué no viene el caballero en persona?
—Todavía no es exactamente un caballero.
—Pero señora, quiero decir que tenemos que tomarle las medidas como es debido.
Tata Ogg echó un vistazo a la tienda.
—¿Sabe qué le digo? —dijo—. Usted véndame algo que tenga buena pinta y ya lo ajustaremos nosotras para que le siente bien. Disculpe...
Se dio la vuelta recatadamente...
... twingtwangtwong...
...y se volvió a dar la vuelta, alisándose el vestido y sujetando una bolsa de cuero en la mano.
—¿Cuánto va a ser? —dijo.
El sastre miró la bolsa con cara inexpresiva.
—Me temo que no vamos a poder tener todo eso por lo menos hasta el miércoles —dijo.
Tata Ogg suspiró. Tenía la impresión de que se estaba familiarizando con una de las leyes más fundamentales de la física. El tiempo equivalía al oro. Por tanto, el oro equivalía al tiempo.
—Estaba algo así como confiando en tenerlo todo un poco antes —dijo, agitando la bolsa para que tintineara.
El sastre la miró por encima del hombro.
—Somos artesanos, señora. ¿Cuánto tiempo piensa que deberíamos tardar?
—¿Qué tal diez minutos?
Doce minutos más tarde salió de la tienda con un paquete de gran tamaño bajo el brazo, una sombrerera debajo del otro y un bastón de ébano entre los dientes.
Yaya estaba esperando fuera.
—¿Lo tienes todo?
—Sí.
—Yo te llevo el parche, si quieres.
—Necesitamos conseguir una tercera bruja ya —dijo Tata, intentando recolocar los paquetes—. La joven Agnes tiene buenos brazos.
—Ya sabes que si vamos y la sacamos de allí cogiéndola por el pellejo del cogote lo reprochará toda la vida —dijo Yaya— Será bruja cuando lo quiera ser.
Se dirigieron a la entrada de actores de la Ópera.
—Buenas tardes, Les —dijo Tata alegremente cuando entraron—. Ya no te pica, ¿verdad?
—El ungüento que me dio usted es maravilloso, señora Ogg —dijo el vigilante de la entrada, con el bigote doblado en algo que podría haber sido una sonrisa.
—¿La señora de Les está bien? ¿Qué tal la pierna de su hermana?
—Va muy bien, señora Ogg, gracias por preguntar.
—Esta es Esme Ceravieja, que me está ayudando con unas cosillas —dijo Tata.
El portero asintió. Estaba claro que cualquier amiga de la señora Ogg era amiga suya.
—No hay problema, señora Ogg.
Mientras recorrían la red polvorienta de pasillos Yaya pensó, y no por primera vez, que Tata tenía una magia propia y exclusiva.
No era tanto que Tata entrara en los lugares como que se insinuaba en ellos. Había desarrollado inconscientemente un talento natural para que le cayera bien la gente y lo había convertido en una ciencia oculta. Yaya Ceravieja estaba segura de que su amiga ya conocía los nombres, las historias familiares, los cumpleaños y los temas favoritos de conversación de la mitad de gente de allí, y probablemente también la cuña vital que provocaría que se abrieran a ella. Podía ser hablar de sus hijos, de una poción para sus problemas de pies, o bien una de las historias cochinas de Tata, pero Tata siempre conseguía entrar y al cabo de veinticuatro horas ya la conocerían de toda la vida. Y le contarían cosas. Por voluntad propia. Tata se llevaba bien con la gente. Tata podía conseguir que una estatua le llorara en el hombro y le contara lo que pensaba en realidad de las palomas.
Era un don. Yaya nunca había tenido paciencia para adquirirlo. Y solamente de vez en cuando se preguntaba si tal vez habría sido buena idea.
—Se levanta el telón dentro de hora y media —dijo Tata—. Le he prometido a Giselle que le echaría una mano...
—¿Quién es Giselle?
—Lleva el maquillaje.
—Pero ¡si tú no sabes maquillar!
—Pinté el retrete al temple, ¿no? —dijo Tata—. Y pinto caras en los huevos para los chiquillos todos los Martes del Pastel del Alma.
—¿Y tienes alguna otra cosa que hacer después? —preguntó Yaya con sarcasmo—. ¿Levantar el telón? ¿Sustituir a una bailaria que se ha puesto malita?
—Pues la verdad es que dije que ayudaría a servir bebidas en la suagué —dijo Tata, dejando que la ironía se evaporara como agua sobre un fogón al rojo vivo—. Bueno, gran parte del personal se ha largado perdiendo el culo por culpa del Fantasma. Es en el vestíbulo principal dentro de media hora. Supongo que tendrías que asistir, con eso de que eres asistente de la ópera.
—¿Qué es una suagué? —dijo Yaya con aire receloso.
—Es una especie de fiesta pija que hay antes de la ópera.
—¿Qué tengo que hacer?
—Beber jerez y tener conversaciones educadas —dijo Tata—. O conversaciones, al menos. He visto el papeo que están preparando para la ocasión. Hasta tienen cubitos de queso pinchados con palitos clavados a un pomelo, que es lo más pijo que puede haber.
—Gytha Ogg, no habrás preparado ningún... plato especial, ¿verdad?
—No, Esme —dijo Tata Ogg mansamente.
—Es que tienes un diablillo perverso dentro.
—He estado demasiado ocupada para esas cosas —dijo Tata.
Yaya asintió.
—Entonces será mejor que encontremos a Greebo —dijo.
—¿Estás segura de esto, Esme? —dijo Tata.
—Puede que tengamos mucho trabajo esta noche —dijo Yaya—. Tal vez nos venga bien que alguien nos eche una mano.
—Una pata.
—De momento, sí.
*****
Era Walter. Agnes lo sabía. No era exactamente un conocimiento que tuviera en la mente. Era prácticamente algo que respiraba. Lo notaba igual que los árboles notan el sol.
Todo encajaba. Podía ir a cualquier parte y nadie se fijaba e Walter Plinge. En cierta forma era invisible, porque siempre estaba presente. Y si eras alguien como Walter Plinge, ¿acaso no anhelarías ser un hombre tan bien plantado y gallardo como el Fantasma?
Si eras alguien como Agnes Nitt, ¿acaso no anhelarías una mujer tan oscura y misteriosa como Perdita X Sueño?
El pensamiento traidor se presentó antes de que pudiera sofocarlo. Añadió a toda prisa: pero yo nunca he matado a nadie.
Porque era aquello lo que tendría que pensar, ¿no? Si es el fantasma, entonces ha matado a gente.
De todos modos... tiene un aspecto raro, y habla como si las palabras se le intentaran escapar...
Una mano le tocó el hombro. Ella se giró.
—¡Soy yo! —dijo Christine.
—... Oh.
—¡¿No te parece que este vestido es maravilloso?!.
—¿Qué?
—¡¡Este vestido, boba!!
Agnes la miró de arriba abajo.
—Oh. Sí. Muy bonito —dijo, con el desinterés extendiéndose sobre su voz como la lluvia sobre la acera a medianoche.
—¡¡No pareces muy impresionada!! ¡¡De verdad, Perdita, no hace falta ponerse celosa!!
—No estoy celosa, estaba pensando...
Solamente había visto al Fantasma un momento, pero ciertamente no se movía como Walter Plinge. Walter caminaba como si le estuvieran estirando del cuerpo por la cabeza. Pero ahora la certeza era tan firme como el mármol.
—¡¡Bueno, tengo que decir que no pareces muy impresionada!!
—Me estoy preguntado si Walter Plinge es el Fantasma —dijo Agnes, e inmediatamente se maldijo a sí misma, o por lo menos se dijo jopé. Ya le había avergonzado bastante la reacción de André.
Christine abrió mucho los ojos.
—¡¡Pero si es un payaso!!
—Camina raro y habla raro —dijo Agnes—. Pero si se pusiese derecho...
Christine se rió. Agnes notó su propio enfado.
—¡Y prácticamente me dijo que lo era!
—¡¿Y tú le creíste, verdad?! —Christine chasqueó la lengua de una forma que a Agnes le resultó bastante ofensiva—. ¡¡De verdad, es que vosotras las chicas os tragáis cada cosa!!
—¿A quién te refieres con eso de nosotras las chicas?
—¡Oh, ya sabes! Las bailarinas siempre están diciendo que han visto al Fantasma por todas partes...
—¡Por los dioses! ¿Crees que soy alguna clase de idiota impresionable? ¡Piensa un momento antes de contestar!
—Bueno, claro que no, pero...
—¡Ja!
Agnes se fue dando zancadas a los bastidores, más preocupada por el efecto que por la dirección. Los ruidos de fondo del escenario se fueron apagando detrás de ella mientras entraba en el almacén de decorados. El almacén no daba a ninguna parte más que al mundo de fuera a través de un par de portones. Estaba lleno de trozos de castillos, balcones y celdas de prisiones románticas, todo amontonado de cualquier manera.
Christine la siguió a toda prisa.
—¡De verdad que no quería decir... mira, Walter no... solamente es un tipo muy raro que hace trabajillos para todos!
—¡Hace toda clase de trabajos! ¡Nadie sabe nunca dónde está... todo el mundo da por sentado que está por ahí!
—Muy bien, pero no tienes por qué sulfurarte tanto...
Detrás de ellas se oyó el más débil de los sonidos.
Se dieron la vuelta.
El Fantasma hizo una reverencia.
*****
—¿Quién es un buen chico? Tata tiene un cuenco de huevos de pescado para un buen chico —dijo Tata, intentando mirar por debajo del enorme aparador de la cocina.
—¿Huevos de pescado? —dijo Yaya en tono frío.
—Los he cogido prestados de las cosas que han preparado para la suagué —dijo Tata.
—¿Prestados? —dijo Yaya.
—Eso es. Ven aquí, Greebo, ¿quién es un buen chico?.
—Prestados. O sea que... cuando el gato haya terminado de comérselos, los vas a colocar otra vez en su sitio, ¿no?
—Solamente es una manera de hablar, Esme —dijo Tata con voz suave y dolida—. No es lo mismo que robar si no tienes intención. Vamos, chico, aquí tienes unos huevos de pescado muy ricos...
Greebo retrocedió más adentro de las sombras.
*****
Christine soltó un ligero suspiro y se desmayó en el suelo. Pero se las apañó, tal como notó Agnes con amargura, para desplomarse de forma que probablemente no se hiciera daño al dar en el piso y que ofreciera la mejor perspectiva de su vestido. Agnes estaba empezando a darse cuenta de que Christine era notablemente lista de ciertas maneras especializadas.
Volvió a mirar a la máscara.
—No pasa nada —dijo, con una voz que le sonó ronca incluso a ella—. Sé por qué estás haciendo esto. De verdad.
Ninguna expresión podía cruzar aquella cara de marfil, pero los ojos parpadearon.
Agnes tragó saliva. La parte de ella que correspondía a Perdita quería rendirse en aquel mismo momento, ya que sería más excitante, pero ella no dio el brazo a torcer.
—Quieres ser algo distinto y estás atrapado en lo que eres —dijo Agnes—. Conozco perfectamente la sensación. Tienes suerte. Lo único que tú tienes que hacer es ponerte una máscara. Por lo menos tu forma es la correcta. Pero ¿por qué tienes que ir matando a gente? ¿Por qué? ¡El señor Pounder no te podía hacer ningún daño! Pero... hurgaba en sitios extraños, ¿Verdad? Y tal vez... ¿encontró algo?
El Fantasma asintió ligeramente y luego levantó su bastón de ébano. Sostuvo los dos extremos y tiró hasta extraer una espada larga y muy fina.
—¡Sé quién eres! —estalló Agnes, y dio un paso hacia delante— ¡Yo... probablemente yo podría ayudarte! ¡Puede que no fuera culpa tuya! —Retrocedió—. ¡Yo no te he hecho nada! ¡No me has de tener miedo!
Siguió retrocediendo a medida que la figura avanzaba. Los ojos, dentro de los huecos oscuros de la máscara, resplandecían como joyas diminutas.
—Soy tu amiga, ¿no lo ves? ¡Por favor, Walter! ¡Walter!
A modo de respuesta sonó un ruido lejano que pareció tan fuerte como un trueno y tan imposible, dadas las circunstancias como una tetera de chocolate.
Era el claqueteo del mango de un cubo.
—¿Qué pasa señorita Perdita Nitt?
El Fantasma vaciló.
Se oyeron unos pasos. Unos pasos irregulares.
El Fantasma bajó la espada, abrió una puerta situada en una pieza de decorado pintada para representar la muralla de un castillo, hizo una reverencia irónica y se escabulló.
Walter apareció doblando un recodo.
Era un caballero andante inverosímil. Para empezar, llevaba un traje de etiqueta obviamente diseñado para alguien de una envergadura distinta. Todavía llevaba su boina. También llevaba un delantal y transportaba un cubo y una fregona. Pero ningún héroe al rescate armado con una lanza cruzó nunca al galope un puente levadizo en mejor momento. Prácticamente le rodeaba un resplandor dorado.
—¿...Walter?
—¿Qué le pasa a la señorita Christine?
—Ella... esto... se ha desmayado —dijo Agnes—. Esto... Probablemente... sí, probablemente la emoción. Por la ópera... De esta noche. Sí. Probablemente. La emoción. Por la ópera de esta noche.
Walter le dedicó una mirada ligeramente preocupada.
—Sí —dijo, y añadió en tono paciente—. Sé dónde hay un botiquín ¿quiere que lo traiga?
Christine gimió e hizo revolotear sus pestañas.
—¿Dónde estoy?
Perdita rechinó los dientes de Agnes. «¿Dónde estoy?» Aquello no sonaba como la clase de cosa que alguien decía al despertarse de un desmayo. Sonaba más bien como la clase de cosa que decían porque habían oído que era la clase de cosa que la gente decía.
—Te has desmayado —dijo.
Miró a Walter con expresión severa
—¿Por qué estás aquí, Walter?
—Tengo que fregar el retrete de los tramoyistas señorita Nitt. ¡Siempre da problemas, llevo meses trabajando en él!
—Pero ¡si vas de etiqueta!
—Sí, es que tengo que hacer de camarero después porque falta personal y no hay nadie más para hacer de camarero cuando den las bebidas y las salchichas pinchadas con palos antes de la ópera.
Nadie podría haberse movido tan deprisa. Cierto, el Fantasma y Walter no habían estado en la sala al mismo tiempo, pero ella había oído su voz. Nadie podría haber tenido tiempo para ir agachado por detrás de los montones de bastidores y aparecer en el otro extremo de la sala en cuestión de segundos, a menos que fuera alguna clase de mago. Y algunas de las chicas decían que casi parecía que el Fantasma pudiera estar en dos lugares al mismo tiempo. Tal vez había otros lugares secretos como las viejas escaleras. Tal vez él...
Se detuvo. Así pues, Walter Plinge no era el Fantasma. No tenía sentido buscar una explicación emocionante para intentar demostrar que el sol salía de noche.
Se lo había dicho a Christine. Bueno, Christine solamente miraba con expresión ligeramente aturdida mientras Walter la ayudaba a levantarse. Y se lo había dicho a André, pero no parecía que él le creyera, así que probablemente no pasaba nada.
Lo cual quería decir que el Fantasma era...
...otra persona.
Con lo segura que había estado.
*****
—Te va a gustar, madre. De verdad.
—No es para gente como nosotros, Henry. No entiendo por qué el señor Morecombe no te dio entradas para ver a Nellie Sello en la revista de variedades. Eso sí que es música. Canciones como es debido, que se entienden.
—Las canciones como «Ella se sienta entre las coles y los puerros» no son muy culturales, madre.
Dos figuras deambulaban por entre la multitud en dirección al edificio de la Ópera. Esta era su conversación.
—Por lo menos te ríes. Y no hay que alquilar trajes. Me parece una tontería tener que alquilar un traje solamente para oír música.
—Realza la experiencia —dijo el joven Henry, que había leído aquello en alguna parte.
—O sea, ¿cómo lo sabe la música? —dijo su madre—. En cambio, Nellie Sello...
—Por favor, madre.
Iba a ser una de aquellas tardes, él lo sabía.
Henry Legulino hacía lo que podía. Y teniendo en cuenta su punto de partida, no lo hacía nada mal. Era empleado en la firma de Morecombe, Slant & Honeyplace, un bufete de abogados un poco a la antigua usanza. Una razón del estilo poco moderno del bufete era el hecho de que los señores Morecombe y Honeyplace eran vampiros y el señor Slant era un zombi. Los tres socios estaban, por tanto, técnicamente muertos, aunque aquello no les impedía trabajar a jornada completa, normalmente de noche en el caso de los señores Morecombe y Honeyplace.
Desde el punto de vista de Henry, el horario estaba bien y el trabajo no era pesado, aunque le producían cierto resquemor sus perspectivas de ascenso porque, si bien normalmente era cierto que «a rey muerto rey puesto», en este caso los reyes llevaban tiempo muertos y aun así no tenían pensado bajarse del trono. Había decidido que la única forma de triunfar era Mejorar Su Mente, cosa que intentaba a la menor ocasión. Probablemente constituya una descripción completa de la mente de Henry Legulino el hecho de que si le dieras un libro titulado Cómo mejorar tu mente en cinco minutos, lo leería con cronómetro. Su progreso en la vida se veía obstaculizado por su tremenda conciencia de su propia ignorancia, un impedimento que afecta a demasiada poca gente.
El señor Morecombe le había regalado dos entradas para la ópera como premio por resolver un agravio indemnizable particularmente problemático. Y él había invitado a su madre porque ella representaba el cien por cien de las mujeres que conocía.
La gente solía estrecharle la mano a Henry con cuidado, por si acaso se le caía.
Había comprado un libro sobre ópera y lo había leído con atención, porque había oído decir que era absolutamente insólito ir a la ópera sin tener idea de qué iba la cosa, y que las posibilidades de enterarse mientras ya la estabas viendo eran remotas. En aquel preciso momento notaba en el bolsillo el peso tranquilizador de aquel libro. Lo único que necesitaba para llevar la velada a buen termino era una madre menos vergonzante.
—¿Podemos comprar unos cacahuetes antes de entrar? —dijo su madre.
—Madre, en la ópera no venden cacahuetes.
—¿No hay cacahuetes? ¿Y qué tiene que hacer uno si no le gustan las canciones?
*****
Los ojos recelosos de Greebo eran dos resplandores en la penumbra.
—Dale con el mango de una escoba —sugirió Yaya.
—No —dijo Tata—. Con alguien como Greebo hay que usar un poquito de amabilidad.
Yaya cerró los ojos e hizo un gesto con la mano.
Debajo del aparador de la cocina se oyó un maullido y el ruído de algo escarbando frenéticamente. Luego, dejando un rastro tras de sí en el suelo con las zarpas, Greebo salió de espaldas, sin parar de forcejear.
—Eso sí, un montón de crueldad también funciona —admitió Tata—. Nunca te han gustado mucho los gatos, ¿verdad Esme?
Greebo le habría bufado a Yaya, pero incluso su cerebro de gato era lo bastante listo como para darse cuenta de que aquella no habría sido su mejor jugada posible.
—Dale sus huevos de pescado —dijo Yaya—. Da igual que se los coma ahora o después.
Greebo examinó el plato. Ah, bueno, todo iba bien después de todo. Querían darle comida.
Yaya asintió mirando a Tata Ogg. Las dos extendieron las manos, con las palmas hacia arriba.
Greebo iba por la mitad del caviar cuando notó que sucedía Eso.
—¡Wrrrooowlllll! —gimió, y luego su voz se fue volviendo más grave a medida que su pecho se expandía, y se fue elevando físicamente a medida que sus patas traseras se alargaban.
Las orejas se le aplanaron contra la cabeza y luego descendieron lentamente por los lados.
—¡...llllwwaaaa...!
—La chaqueta hace ciento diez de pecho —dijo Tata. Yaya asintió.
—¡...aaaaoooo...!
La cara se le acható. Los bigotes se le expandieron. La nariz de Greebo desarrolló una vida propia.
—¡... ooooomm... mmierda!
—Está claro que cada vez le coge el tranquillo más deprisa —dijo Tata.
—Ponte algo de ropa ahora mismo, hijo —dijo Yaya, que había cerrado los ojos.
Tampoco era que aquello cambiara mucho las cosas, tuvo que admitir después. Completamente vestido, Greebo conseguía transmitir la desnudez que había tras la ropa. Su bigote despreocupado, las largas patillas y el pelo negro y alborotado se combinaban con los músculos bien desarrollados para darle un aire de bucanero galante o de un poeta romántico que hubiera dejado el opio para pasarse a la carne roja. Tenía una cicatriz atravesándole la cara y ahora un parche negro allí donde le cruzaba el ojo. Cuando sonreía, exudaba una sensación de lascivia sin destilar y excitantemente peligrosa. Podía caminar con aire fanfarrón mientras dormía. De hecho, Greebo podía cometer acoso sexual simplemente sentándose sin decir nada en la habitación de al lado.
Salvo por lo que respectaba a las brujas. Para Yaya, un gato era un maldito gato tuviera la forma que tuviera, y Tata Ogg siempre pensaba en él como en el Señor Peludito.
Tata le ajustó la pajarita y retrocedió para mirarlo con ojo crítico.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Parece un asesino, pero servirá —respondió Yaya.
—¡Oh, qué cosas más feas dices!
Greebo sacudió los brazos a modo de prueba y manoseó el bastón de marfil. Costaba un poco acostumbrarse a los dedos, pero los reflejos gatunos aprendían deprisa.
Tata le puso un dedo juguetón debajo de la nariz. Greebo agitó una mano desganada hacia él.
—Ahora quédate con Yaya y haz lo que ella te diga como un buen chico —dijo.
—Ssí, Taaa-ta —dijo Greebo en tono reticente. Consiguió agarrar el bastón como era debido.
—Y nada de peleas.
—No, Taaa-ta.
—Y nada de dejar trocitos de gente en el felpudo.
—No, Taaa-ta.
—No quiero que nos metamos en líos como con aquellos ladrones del mes pasado.
—No, Taaa-ta.
Greebo parecía deprimido. Los humanos no se divertían.
Las actividades más básicas estaban rodeadas de complicaciones raíbles.
—Y nada de convertirse otra vez en gato hasta que nosotras lo digamos.
—Ssí, Taaa-ta.
—Juega bien tus cartas y tal vez te lleves un arenque ahumado.
—Ssí, Taaa-ta.
—¿Cómo lo vamos a llamar? —dijo Yaya—. No puede llamarse Greebo sin más, que por cierto siempre he dicho que era un nombre muy tonto para un gato.
—Bueno, parece aristocrático... —empezó a decir Tata.
—Parece un matón guapo y sin cerebro —la corrigió Yaya.
—Aristocrático —repitió Tata.
—Es lo mismo.
—De todas formas, no lo podemos llamar Greebo.
—Ya se nos ocurrirá algo.
*****
Salzella se apoyó desconsolado en la barandilla de mármol de la gran escalinata del vestíbulo y miró tristemente su copa.
Siempre le había parecido que uno de los principales defectos del mundo de la ópera era el público. No estaban casi nunca a la altura. Los únicos peores que los que no sabían nada de música, y cuya idea de una observación sensata era «me ha gustado ese trozo casi al final donde a ella le temblaba la voz», eran los que se creían que sí sabían...
—¿Quiere una copa señor Salzella? ¡Hay muchas fíjese! —Walter Plinge iba tranquilamente de un lugar para otro, con su traje negro dándole el aspecto de un espantapájaros de primera clase.
—Plinge, limítate a decir: «¿Una copa, señor?» —dijo el director musical—. Y por favor, quítate esa boina ridicula.
—¡Me la hizo mi madre!
—Estoy seguro de que sí, pero... El señor Balde se le acercó.
—¡Creí haberle dicho que no dejara que el signore Basilica se acercara a los canapés! —dijo entre dientes.
—Lo siento, no encontré una palanca lo bastante grande —dijo Salzella, haciendo un gesto en dirección a Walter y a su boina para que se alejaran—. Además, ¿no se supone que tendría que estar en su camerino en plena comunión con su musa? ¡El telón se levanta dentro de veinte minutos!
—Dice que canta mejor con el estómago lleno.
—Entonces esta noche nos espera una gran función.
Balde se giró y contempló la escena.
—En todo caso, está yendo bien —dijo.
—Supongo que sí.
—La Guardia está aquí, ya sabe. De paisano. Entremezclados con el público.
—Ah... déjeme adivinar...
Salzella echó un vistazo a la multitud. Había, ciertamente, un hombre muy bajo que llevaba un traje hecho para un hombre bastante más grande. El efecto era especialmente pronunciado en su capa para la ópera, que alcanzaba a arrastrarse por el suelo tras él y le daba el aire general de ser un superhéroe que había pasado demasiado tiempo en presencia de kriptonita. Llevaba un gorro de piel deformado y estaba intentando fumar disimuladamente un cigarrillo.
—¿Se refiere a ese hombrecillo que lleva escrito: «Guardia Disfrazado» en letras intermitentes bailándole encima de la cabeza?
—¿Dónde? ¡Eso no lo he visto!
Salzella suspiró.
—Es el cabo Nobby Nobbs —dijo en tono cansino—. La única persona conocida que necesita carnet de identidad para demostrar la especie a la que pertenece. Lo he visto entremezclarse con tres copas grandes de jerez.
—Pero no es el único —dijo el señor Balde—. Se están tomando esto en serio.
—Oh, sí —dijo Salzella—. Si miramos en esa dirección, por ejemplo, veremos al sargento Detritus, que es un troll, y que lleva puesto lo que dadas las circunstancias es un traje bastante a la medida. Es por tanto, en mi opinión, una lástima que se haya olvidado de quitarse el casco. Y se supone que esta es la gente que la Guardia ha elegido por su talento para entremezclarse.
—Bueno, ciertamente serán de utilidad si el Fantasma ataca de nuevo —dijo Balde, abatido.
—El Fantasma tendría que... —Salzella se detuvo. Parpadeó—. Oh, cielos —susurró—. Pero ¿qué es lo que ha encontrado?
Balde se giró.
—Es lady Esmerelda... oh.
Greebo caminaba al lado de ella con ese aire suave y elegante que pone pensativas a las mujeres y blancos a los nudillos de los hombres. El rumor de las conversaciones se acalló durante un momento y luego se reanudó convertido en un rumor un poco más agudo.
—Estoy impresionado —dijo Salzella.
—Ciertamente no parece un caballero —susurró Balde—. ¡Mire el color de ese ojo! —Compuso lo que confiaba que fuera una sonrisa e hizo una reverencia.
—¡Lady Esmerelda! —dijo—. ¡Qué grato es verla de nuevo! ¿No nos quiere presentar a su... invitado?
—Este es lord Gribeau —dijo Yaya—. El señor Balde, el propietario, y el señor Salzella, que parece ser el que manda.
—Jajá —dijo Salzella.
Gribeau gruñó, dejando al descubierto unos incisivos mas grandes que ningunos otros que Balde hubiera visto fuera de un zoo. Y Balde nunca había visto un ojo de color tan verde amarillento. La pupila no era nada normal...
—Ajaja... —dijo—. ¿Y puedo pedirles una copa?
—Él tomará leche —dijo Yaya con firmeza.
—Supongo que tiene que recargar energías —dijo Salzella.
Yaya se dio la vuelta bruscamente. Su expresión pudo haber hecho incisiones sobre el acero.
—¿A alguien le apetece una copa? —dijo Tata Ogg saliendo de la nada con una bandeja e interponiéndose hábilmente entre ellos como una fuerza de pacificación muy pequeña—. Tengo un poco de todo por aquí...
—Incluyendo un vaso de leche, por lo que veo —dijo Balde.
Salzella miró primero a una bruja y luego a la otra.
—Eso demuestra una previsión notable —dijo.
—Bueno, nunca se sabe —dijo Tata.
Gribeau cogió el vaso con las dos manos y empezó a beber la leche dando lametones con la lengua. Luego miró a Salzella.
—¿Qué esstás mirrrrando? ¿Nunca hass vissto a nadie be-berrr leche?
—Pues no... no así, tengo que admitirlo.
Tata le guiñó un ojo a Yaya Ceravieja mientras se giraba para desaparecer discretamente.
Yaya la cogió del brazo.
—Recuerda —le dijo en un susurro—, cuando entremos en el palco... no pierdas de vista a la señora Plinge. La señora Plinge sabe algo. No estoy segura de qué va a pasar. Pero sé que va a pasar.
—De acuerdo —dijo Tata. Se alejó afanosamente, murmurando por lo bajo—. Oh, sí... haz esto, haz aquello...
—Una copa aquí, por favor, señora.
Tata bajó la vista.
—Por los dioses —dijo—. ¿Qué es usted?
La aparición con gorro de piel le guiñó un ojo.
—Soy el conde de Nobbs —dijo aquello—. Y este de aquí añadió, señalando a una pared móvil— es el conde de Tritus.
Tata le echó un vistazo al troll.
—¿Otro conde? Estoy segura de que aquí se esconden más condes de los que puedo contar. ¿Y qué les puedo ofrecer, agentes —dijo.
—¿Agentes? ¿Nosotros? —dijo el conde de Nobbs—. ¿Qué le hace pensar que somos hombres de la Guardia?
—Que él lleva el casco puesto —señaló Tata—. Y también la insignia puesta en la chaqueta.
—¡Te dije que la guardaras! —dijo Nobby entre dientes. Luego miró a Tata y sonrió con cara de circunstancias—. Es el estilo chic militar —dijo—. No es más que un accesorio de moda. En realidad somos caballeros bienestantes que no tien nada que ver con la Guardia de la ciudad en absoluto.
—Bueno, caballeros, ¿quieren una copa de vino?
—Gracias, pero nosotros de servicio —dijo el troll.
—Oh, sí, muchísimas gracias, conde de Tritus —dijo Nobby en tono cortante—. ¡Oh, sí, muy de incógnito, claro que sí! ¿Por qué no saludas con la porra para que todo el mundo la pueda ver?
—Bueno, si crees que es buena idea...
—¡Guarda eso!
Al conde de Tritus se le juntaron las cejas por el esfuerzo de pensar.
—Eso era ironía, ¿sí? ¿Hacia un superior?
—No puedes ser un superior, ¿no te parece? Porque no somos de la Guardia. Mira, el comandante Vimes nos lo explicó tres veces...
Tata Ogg se alejó diplomáticamente. Ya era bastante malo verles lastimar su tapadera como para encima hurgar en la herida.
Aquel era un nuevo mundo, estaba claro. Ella estaba acostumbrada a una vida en que los hombres llevaban la ropa llamativa y las mujeres iban de negro. Lo cual facilitaba mucho la decisión de qué ponerse por la mañana. Pero dentro del edificio de la ópera las normas indumentarias estaban todas invertidas, igual que las leyes del sentido común. Aquí las mujeres se vestían como pavos reales escarchados y los hombres parecían pingüinos.
Así pues... había polis en el lugar. Tata Ogg era básicamente una persona que respetaba la ley cuando no tenía razón para violarla, y por tanto su actitud respecto a los agentes de la ley era la actitud que tenía una persona de aquel tipo. Es decir, una actitud de desconfianza profunda y permanente.
Estaba, por ejemplo, la actitud de los agentes hacia el robo. Tata tenía una visión del robo propia de las brujas, que era mucho más complicada que la visión que adoptaba la ley y, ya que estamos, la de la gente con propiedades que valiera la pena robar. Lo que ellos tendían a hacer era blandir la enorme hacha embotada de la ley en circunstancias que requerían el delicado escalpelo del sentido común.
No, pensó Tata. En una noche como aquella no se necesitaba a los policías con sus botas enormes. No sería mala idea poner una chincheta debajo de los lentos y pesados pies de la Justicia.
Se agachó detrás de una estatua dorada y buscó a tientas en los recovecos de su ropa mientras la gente que tenía cerca miraba perpleja a su alrededor en busca de aquellos tañidos erráticos de cosas elásticas. Estaba segura de que tenía un poco en alguna parte: lo había guardado para casos de emergencia.
Se oyó el tintineo de un botellín. Ah, sí.
Un momento más tarde Tata Ogg emergió decorosamente con dos vasos pequeños en la bandeja y se dirigió decididamente a los hombres de la Guardia.
—¿Bebida de fruta, agentes? —dijo—. Oh, qué tonta, pero qué digo. No quería decir agentes. ¿Quieren una bebida de frutas casera?
Detritus olisqueó con cara de recelo y los senos nasales se le limpiaron en el acto.
—¿Qué lleva? —dijo.
—Manzanas —dijo Tata Ogg rápidamente—. Bueno... sobre todo manzanas.
Debajo de su mano, un par de gotas derramadas terminaron de atravesar el metal de la bandeja y cayeron sobre la alfombra, donde empezaron a humear.
*****
Por todo el auditorio se oía el murmullo de los asistentes de la Ópera al sentarse y de la señora Legulino al intentar encontrar sus zapatos.
—No te los tendrías que haber quitado, madre.
—Los pies me están fastidiando.
—¿Has traído las cosas de tejer?
—Creo que me las he dejado en el lavabo de señoras.
—Oh, madre.
Henry Legulino marcó la página que estaba leyendo en el libro, levantó los ojos llorosos hacia el cielo y parpadeó. Justo encima de él —muy por encima de él— había un círculo de luz resplandeciente.
Su madre siguió su mirada.
—¿Y eso qué es?
—Creo que es una lámpara de araña, madre.
—Pues es bastante grande. ¿Y cómo se aguanta?
—Estoy seguro de que tienen cuerdas especiales y cosas, madre.
—Pues a mí me parece un poco peligrosa.
—Estoy seguro de que no tiene ningún peligro, madre.
—¿Y tú qué sabes de lámparas de araña?
—Estoy seguro de que la gente no vendría a la ópera si hubiera alguna posibilidad de que les cayera una lámpara de araña encima de la cabeza, madre —dijo Henry, intentando leer su libro.
Il Truccatore, El Maestro de los Disfraces. Il Truccatore (ten.), un misterioso noble, causa el escándalo en la ciudad cuando empieza a cortejar a mujeres de alta cuna disfrazado de sus maridos. Sin embargo, Laura (sop.), la recién casada esposa de Capriccio (bar.), se niega a ceder a sus lisonjas...
Henry puso un punto en el libro, se sacó del bolsillo uno más pequeño y consultó el significado de «lisonjas». Se estaba moviendo en un mundo en el que no se sentía muy seguro. La vergüenza acechaba en cada esquina y a él no le iban a pillar por lo que quería decir una palabra. Henry vivía su vida sumido en el terror permanente de que Después Le Hicieran Preguntas.
...y con la ayuda de su sirviente Alitas (ten.) adopta un subterfugio...
El diccionario volvió a aparecer un momento.
... lo cual culmina...
Y una vez más.
... en la escena del famoso Baile de Máscaras en el Palacio del Duque. Pero Il Truccatore no ha contado con su viejo adversario el conde de...
—Adversario... —Henry suspiró y se echó la mano otra vez al bolsillo.
*****
Cinco minutos para levantar el telón...
Salzella pasó revista a sus tropas. Consistían en tramoyistas y pintores y en todos los demás empleados que no eran indispensables aquella noche. Al final de la hilera, más o menos el cincuenta por ciento de Walter Plinge había conseguido ponerse firme.
—Muy bien, todos sabéis cuál es vuestro puesto —dijo Salzella—. Y si veis algo, lo que sea, tenéis que hacérmelo saber de inmediato. ¿Lo entendéis?
—¡Señor Salzella!
—¿Sí, Walter?
—¡No debemos interrumpir la ópera señor Salzella!
Salzella negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que la gente lo entenderá...
—¡El espectáculo tiene que continuar señor Salzella!
—¡Walter, harás lo que te digan!
Alguien levantó una mano.
—Pero tiene algo de razón, señor Salzella...
Salzella puso los ojos en blanco.
—Vosotros atrapad al Fantasma —dijo—. Si podemos hacerlo sin gritar mucho, mejor que mejor. Por supuesto que no quiero parar el espectáculo —añadió, y los vio relajarse.
Un acorde grave resonó por todo el escenario.
—¿Qué demonios ha sido eso?
Salzella fue dando zancadas hasta la parte de atrás del escenario y allí se encontró con André, que parecía emocionado
—¿Qué está pasando?
—¡Lo hemos reparado, señor Salzella! Lo que pasa ahora es que... bueno, que no quiere abandonar el asiento...
El Bibliotecario saludó con la cabeza al director musical. Salzella conocía al orangután, y entre las cosas que sabía de él se contaba el hecho de que, si el Bibliotecario se quería sentar en alguna parte, allí era donde se sentaba. Pero era un organista de primera, Salzella tenía que admitirlo. Sus recitales a la hora del almuerzo en la Gran Sala de la Universidad Invisible eran extremadamente populares, sobre todo debido a que el órgano de la Universidad tenía todos y cada uno de los efectos de sonido que la genialidad invertida de Jodido Estúpido Johnson había sido capaz de idear. Nadie habría creído, antes de que un par de manos de simio trabajaran en el proyecto, que algo como el romántico Preludio en sol mayor de Doinov se pudiera adaptar para Cojín de Broma y Conejos Aplastados.
—Están las oberturas —dijo André— y la escena del salón de baile...
—Por lo menos consiguele una pajarita —dijo Salzella.
—Nadie puede verlo, señor Salzella, y tampoco es que tenga mucho cuello...
—Aquí tenemos ciertos niveles de exigencia, Andre.
—Sí, señor Salzella.
—Como parece que te han eximido del trabajo esta tarde, tal vez puedas ayudarnos a prender al Fantasma.
—Por supuesto, señor Salzella.
—Pues tráele una pajarita y ven conmigo.
Un poco más tarde, después de que lo dejaran solo, el Bibliotecario abrió su ejemplar de la partitura y lo puso con cuidado en el atril.
Metió la mano debajo del asiento y sacó una bolsa grande de papel marrón llena de cacahuetes. No estaba del todo seguro de porqué André, después de convencerle para que tocara el órgano aquella noche, le había dicho al otro hombre que lo que pasaba era que él, el Bibliotecario, se había empeñado en hacerlo. De hecho, tenía algunas catalogaciones muy interesantes que hacer y que le apetecían bastante. Y en cambio, ahora parecía que se iba a pasar la noche aquí, aunque medio kilo de cacahuetes pelados era una paga generosa para los estándares de cualquier simio. La mente humana era un misterio profundo y pertinaz y el Bibliotecario se alegraba de ya no tener una.
Examinó la pajarita. Tal como había previsto André, presentaba ciertos problemas para alguien que había estado detrás de la puerta cuando se repartían los cuellos.
*****
Yaya Ceravieja se detuvo delante del Palco Ocho y miró a su alrededor. La señora Plinge no estaba a la vista. Abrió la puerta con la que probablemente fuera la llave más cara del mundo.
—Y tú pórtate bien —dijo.
—Ssí, Yaaa-ya —gimió Greebo.
—Nada de ir al lavabo en los rincones.
—No, Yaaa-ya.
Yaya fulminó a su acompañante con la mirada. Aunque llevara pajarita, aunque llevara su fino bigote encerado, seguía siendo un gato. No se podía confiar en ellos para nada salvo para aparecer a la hora de las comidas.
El interior del Palco era de opulenta felpa roja, resaltada con decoración dorada. Era como un mullido cuartito privado.
A ambos lados del mismo había sendas columnas gruesas que soportaban parte del mirador de arriba. Yaya se asomó por encima de la barandilla y examinó la distancia vertical que los separaba del patio de butacas. Por supuesto, se podía trepar hasta allí desde uno de los palcos adyacentes, pero quien lo hiciera tendría que hacerlo a la vista del público y segúramente causaría algún comentario. Echó un vistazo debajo de los asientos. Se puso de pie sobre una silla y palpó el techo, que estaba decorado con estrellas doradas. Examinó minuciosamente la moqueta.
Lo que vio la hizo sonreír. Había estado preparada para apostar a que sabía cómo entraba el Fantasma, y ahora no le cabía duda.
Greebo se escupió en la mano y trató en vano de peinarse el pelo.
—Quédate quieto y cómete tus huevos de pescado —dijo Yaya.
—Ssí, Yaaa-ya.
—Y mira la ópera, que no te irá mal.
—Ssí, Yaaa-ya.
*****
—¡Buenas tardes, señora Plinge! —dijo Tata en tono jovial—. ¿A que es emocionante? El murmullo del público, la atmósfera de expectación, los tipos de la orquesta buscando un sitio donde esconder las botellas y tratando de acordarse de cómo tocar... Toda la euforia y el drama de la experiencia operística esperando para desplegarse...
—Ah, hola, señora Ogg —dijo la señora Plinge. Estaba sacando brillo a los vasos en su bar diminuto.
—Ciertamente está abarrotado —dijo Tata. Miró de reojo a la anciana [9]—. He oído que se ha vendido hasta el ultimo asiento.
Aquello no logró la reacción esperada.
—¿Quiere que le eche una mano para limpiar el Palco Ocho? —continuó.
—Oh, ya lo limpié la semana pasada —dijo la señora Plinge. Levantó un vaso para mirarlo a contraluz.
—Sí, pero he oído que la dama es muy quisquillosa —dijo Tata—. Muy maniática con todo.
—¿Qué dama?
—Es que el señor Balde ha vendido el Palco Ocho —dijo Tata.
Oyó un tintineo de cristales. Ah.
La señora Plinge apareció en la entrada de su cuartito.
—Pero ¡no puede hacer eso!
—La ópera es de él —dijo Tata, mirando con cautela a la señora Plinge—. Supongo que él cree que sí puede.
—¡Es el Palco del Fantasma!
El público empezaba a aparecer por el pasillo.
—No creo que al Fantasma le importe por una sola noche —dijo Tata Ogg—. El espectáculo debe continuar, ¿no? ¿Se encuentra bien, señora Plinge?
—Creo que será mejor que vaya a... —empezó a decir, dando un paso hacia delante.
—No, lo que tiene que hacer es sentarse y descansar —dijo Tata, empujándola hacia atrás con suavidad pero con una fuerza irresistible.
—Pero tengo que ir a...
—¿A qué, señora Plinge? —dijo Tata.
La anciana palideció. Yaya Ceravieja podía ser cruel, pero la crueldad siempre estaba en el escaparate: uno era consciente de que podía aparecer en el menú. La brusquedad procedente de Tata Ogg, sin embargo, era como que te mordiera un perro grande y amigable. Resultaba mucho peor porque nadie se la esperaba.
—Supongo que quería ir usted a hablar con alguien, ¿verdad, señora Plinge? —dijo Tata en voz baja—. ¿Con alguien que podría llevarse un buen susto de encontrar su palco lleno, tal vez? Creo que puedo ponerle nombre a ese alguien, señora Plinge. Ahora, si...
La mano de la anciana sostuvo en alto una botella de champán y luego bajó con fuerza en un intento de hacer zarpar al SS Gytha Ogg hacia los mares de la inconsciencia. La botella rebotó.
Luego la señora Plinge dio un brinco y se alejó a la carrera con sus botitas negras lustradas centelleando.
Tata Ogg se agarró al marco de la puerta y se tambaleó un poco mientras detrás de sus ojos se disparaban fuegos artificiales azules y púrpuras. Pero entre los antepasados de los Ogg había sangre de enano, lo cual implicaba un cráneo con el que se podía ir a trabajar a la mina.
Se quedó mirando la botella con la cabeza embotada.
—Año de la Cabra Insultada —balbuceó—. Un buen año.
Entonces la consciencia ganó la mano.
Sonrió mientras echaba a galopar detrás de la figura cada vez más lejana. De estar en el lugar de la señora Plinge ella habría hecho exactamente lo mismo, solo que considerablemente más fuerte.
*****
Agnes esperó junto con los demás a que se levantara el telón. Era una de la cincuentena aproximada de aldeanos que iban a oír a Enrico Basílica cantar sus éxitos como maestro de los disfraces, y constituía una parte vital del proceso el que, aunque el coro escuchara las explicaciones de la trama, e incluso las cantara a coro, después sufrieran un lapsus instantáneo de memoria a fin de que los desenmascaramientos posteriores los cogieran por sorpresa.
Por alguna razón, sin que nadie dijera nada al respecto, parecia que toda la gente que había podido había adquirido sombreros de ala muy ancha. Aquellos que no los tenían aprovechaban cualquier oportunidad para mirar hacia arriba.
Delante del telón, herr Problematikus dio entrada a la obertura.
Enrico, que estaba masticando una pata de pollo, dejó con cuidado el hueso sobre un plato y asintió. El tramoyista que esperaba a su lado salió corriendo.
La ópera acababa de empezar.
*****
La señora Plinge llegó al pie de la gran escalinata y se agarró a la balaustrada, jadeando.
La ópera ya había empezado. El lugar estaba vacío. Y tampoco se oía ningún ruido de persecución.
Puso la espalda recta e intentó recuperar el aliento.
—¡Yu-juuu, señora Plinge!
Blandiendo la botella de champán como si fuera una porra, Tata Ogg ya se estaba deslizando a toda velocidad cuando llegó al primer giro de la balaustrada, pero se inclinó como una profesional y mantuvo el equilibrio mientras enderezaba nuevamente su rumbo, y luego se volvió a escorar para la siguiente curva...
...lo cual dejaba únicamente la gran estatua dorada del pie de la escalinata. Es el destino de todas las balaustradas por las que vale la pena deslizarse que haya algo desagradable esperando al final. Pero la reacción de Tata Ogg fue soberbia. Levantó una pierna en pleno descenso en picado y se impulsó para separarse, de manera que sus botas con clavos dejaron surcos en el mármol mientras aterrizaba girando delante de la anciana.
La señora Plinge fue levantada en volandas y transportada a la oscuridad de detrás de otra estatua.
—No intente dejarme atrás corriendo, señora Plinge —susurro Tata, tapando firmemente la boca de la señora Plinge con la mano—. Lo que le conviene es esperar aquí en silencio conmigo. Y ni se le pase por la cabeza que soy una persona amable. Sólamente soy amable comparada con Esme, pero lo mismo se puede decir prácticamente de cualquiera...
—¡Mmf!
Agarrando fuertemente el brazo de la señora Plinge con una mano y tapándole la boca con la otra, Tata se asomó al otro lado de la estatua. Oía cantar a lo lejos.
No sucedió nada más. Al cabo de un rato, empezó a preocuparse. Tal vez él se habría asustado. Tal vez la señora Plinge le había dejado alguna clase de señal. Tal vez había decidido que el mundo actual era demasiado peligroso para los Fantasmas, aunque Tata dudaba que alguna vez llegara a tomar aquella decisión...
A aquel ritmo se acabaría el primer acto antes de que... En alguna parte se abrió una puerta. Una figura desgarbada con traje negro y una boina ridicula cruzó el vestíbulo y subió las escaleras. Una vez arriba, lo vieron girar en dirección a los palcos y desaparecer.
—Mire usted —dijo Tata, intentando desentumecerse los brazos y las piernas—. Lo que pasa con Esme es que es tonta...
—¿Mmf?
—...así que cree que la forma más obvia de que el Fantasma entre y salga del palco, mire por dónde, es por la puerta. Si no se puede encontrar un panel secreto, piensa ella, es porque no hay ninguno. Los mejores paneles secretos son los que no están, y la razón es que así no los puede encontrar ningún mamón. Ahí es donde todos ustedes piensan demasiado operáticamente, ¿sabe? Están todos apelotonados en este sitio, escuchando tramas estúpidas que no se entienden, y supongo que eso acaba por afectarles a la cabeza. Y como nadie encuentra ninguna trampilla, pues dicen, oh cielos, lo que pasa es que tiene que estar escondida de maravilla. Mientras que una persona normal, como por ejemplo yo y Esme, diríamos: pues a lo mejor no hay ninguna. Y la mejor manera de que el Fantasma llegue al lugar sin que nadie lo vea es que lo vean y no se fijen en él. Sobre todo si tiene llaves. La gente no se fija en Walter. Miran para otro lado. Aflojó suavemente su presa.
—No la culpo, señora Plinge, porque yo haría lo mismo por uno de los míos, pero habría hecho usted mejor en confiar en Esme desde el principio. Ella la ayudará si puede.
Tata soltó a la señora Plinge, pero no soltó la botella de champán, por si acaso.
—¿Y si no puede? —dijo la señora Plinge amargamente.
—¿Cree que Walter ha cometido esos asesinatos?
—¡Es un buen chico!
—Estoy segura de que eso es lo mismo que un «no», ¿verdad?
—¡Lo mandarán a la cárcel!
—Si ha cometido los asesinatos, Esme no dejará que eso suceda —dijo Tata.
La mente no muy alerta de la señora Plinge pareció comprender algo:
—¿Qué quiere decir con que no dejará que eso suceda? —dijo.
—Digo —dijo Tata— que si se lanza usted de cabeza a la piedad de Esme, más le vale estar puñeteramente segura de que se merece rebotar.
—¡Oh, señora Ogg!
—Ahora no se preocupe por nada —dijo Tata, tal vez un poco tarde dadas las circunstancias. Se le ocurrió que el futuro inmediato podía ser un poco más fácil para todos si la señora Plinge se tomaba un merecido descanso. Buscó a tientas en su ropa y sacó una botella llena a medias de un líquido turbio de color naranja—. Le voy a dar un sorbo de algo que le calmará los nervios.
—¿Qué es?
—Viene a ser un tónico —dijo Tata. Hizo saltar el tapón derecho con el pulgar. La pintura del techo encima de ella soltó un crujido—. Está hecho de manzanas. Bueno... sobre todo manzanas...
*****
Walter Plinge se detuvo delante del Palco Ocho y miró a su alrededor.
Luego se quitó la boina y sacó la máscara. Se guardó la boina en el bolsillo.
Irguió la espalda y de pronto dio la sensación de que Walter Plinge con la máscara puesta medía bastantes centímetros más.
Se sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y la figura que entró en el Palco ya no se movía como Walter Plinge. Se movía como si cada uno de sus nervios y músculos estuvieran bajo el control total de un atleta.
Los ruidos de la ópera llenaban el palco. Las paredes estaban forradas de terciopelo rojo y cubiertas de cortinas. Las sillas eran altas y muy acolchadas.
El Fantasma se deslizó sobre una de ellas y se puso cómodo.
Una figura sentada en la otra silla se inclinó hacia delante y dijo:
—¡No te puedess comerrr miss huevosss de pesscado!
El Fantasma dio un salto. La puerta hizo clic a sus espaldas.
Yaya salió de entre las cortinas.
—Vaya, vaya, nos volvemos a encontrar —dijo.
Él retrocedió hasta el borde del palco.
—No creo que puedas saltar —dijo Yaya—. La caída es demasiado grande —concentró su mejor mirada en la máscara blanca—. Y ahora, señor Fantasma...
Él dio un salto de espaldas hasta la barandilla del palco, saludó ostentosamente a Yaya y brincó hacia arriba.
Yaya parpadeó.
Hasta aquel momento la Mirada siempre había funcionado.
—Demasiado oscuro, narices —dijo entre dientes— ¡Greebo!.
El cuenco de caviar salió volando de los dedos nerviosos de Greebo y causó una experiencia paranormal en alguna parte del patio de butacas.
—¡Ssí, Yaaa-ya!
—¡Atrápalo! ¡Y puede que te ganes un arenque ahumado!
Greebo gruñó, feliz. Aquello ya le gustaba más. La opera se le había empezado a hacer pesada en cuanto se dio cuenta de que nadie iba a volcarles un cubo de agua fría encima a los cantantes. Pero sí entendía de perseguir cosas.
Además, le gustaba jugar con sus amigos.
*****
Agnes vio el movimiento con el rabillo del ojo. Una figura acababa de saltar desde uno de los palcos y estaba trepando hacia arriba en dirección al paraíso. Luego otra figura empezó a encaramarse tras la primera, impulsándose por entre los querubines dorados.
A los cantantes les vaciló la voz en plena nota. La figura que trepaba en cabeza era inconfundible. Era el Fantasma.
*****
El Bibliotecario se dio cuenta de que la orquesta había dejado de tocar. Al otro lado del telón de fondo los cantantes también se habían detenido. Se oyó un murmullo de conversaciones excitadas y un par de gritos.
Se le empezó a erizar el pelo que le cubría todo el cuerpo. Los sentidos diseñados para proteger a su especie en las profundidades de la selva se habían ajustado sin problemas a las condiciones de la gran ciudad, que simplemente era más seca y tenía más carnívoros.
Cogió el corbatín que había tirado antes y, con gran parsimonia, se lo ató en torno a la frente de forma que acabó pareciendo un guerrero kamikaze muy formal. Luego tiró la partitura de la ópera y se quedó mirando un momento al infinito. Sabía por instinto que algunas situaciones requerían acompañamiento musical.
A aquel órgano le faltaban los que él consideraba los accesorios más básicos, como el pedal Trueno, un tubo Terremoto de cuarenta y dos metros y un teclado completo de ruidos animales, pero estaba seguro de que se podía hacer algo emocionante con el registro de bajos.
Extendió los brazos e hizo crujir los nudillos. Aquello le llevó algún tiempo.
Y luego empezó a tocar.
*****
El Fantasma avanzó grácilmente por el borde del paraíso haciendo volar sombreros y anteojos para la ópera. El público observó con asombro y luego arrancó a aplaudir. No entendía muy bien cómo encajaba aquello en la trama... pero al fin y al cabo aquello era la ópera.
Llegó al centro de la baranda, subió un trecho por el pasillo a paso ligero, dio media vuelta y lo volvió a bajar a toda velocidad. Llegó al borde, saltó, volvió a saltar, voló por encima del auditorio...
...y aterrizó en la lámpara de araña, que tintineó y empezó a mecerse suavemente.
El público se puso de pie y aplaudió mientras él trepaba por los diversos niveles tintineantes en dirección al cable central.
Luego otra sombra llegó trepando al borde del paraíso y se apresuró en su persecución. Se trataba de una figura más fornida que la primera, con un solo ojo, de espaldas anchas y cintura estrecha. Parecía malvado pero de una forma interesante, como un pirata que entendiera de verdad las palabras «pabellón azabache». Ni siquiera tomó carrerilla sino que cuando llegó a la parte más cercana a la lámpara simplemente se lanzó al vacio.
Estaba claro que no iba a llegar.
Y después no estaba claro cómo lo hizo.
La gente que estaba mirando con sus anteojos para la opera juraría más tarde que el hombre había extendido un brazo que pareció que solo rozó la araña y que sin embargo fue capaz de hacer girar todo su cuerpo en medio del aire.
Un par de personas juraron todavía con mayor insistencia que, justo cuando el hombre extendía el brazo, las uñas parecieron crecerle varios centímetros.
La enorme montaña de cristal se balanceó pesadamente en su soga y, cuando estaba llegando al final de su balanceo, echó las piernas hacia delante, como un trapecista. El público dejó escapar un «oooh» de admiración.
Greebo se retorció de nuevo. La lámpara vaciló un momento en el extremo de su arco y luego inició su retroceso.
Mientras la lámpara tintineaba y crujía sobre el patio, la figura colgante se impulsó hacia arriba, se soltó y dio una voltereta hacia atrás que lo hizo aterrizar en medio de los cristales.
Una lluvia de velas y prismas roció los asientos de abajo. Y luego, mientras el público aplaudía y lo vitoreaba, empezó a trepar por la cuerda en persecución del Fantasma.
*****
Henry Legulino intentó mover el brazo, pero un cristal caído le había remachado la manga de la chaqueta al brazo de su butaca.
Era embarazoso. Estaba bastante convencido de que aquello no tenía que estar pasando, pero no estaba seguro del todo.
A su alrededor oía a la gente haciendo preguntas.
—¿Esto era parte del argumento?
—Estoy seguro de que debe serlo.
—Oh, sí. Sí. Claro que lo era —dijo alguien sentado fila abajo, en tono autoritario—. Sí. Sí. La famosa escena de la persecución. Claro. Oh, sí. La hicieron en Quirm, ya sabe.
—Oh... sí. Sí, claro. Estoy seguro de que he oído hablar de ella...
—A mí me ha parecido cojonuda —dijo la señora Legulino.
—¡Madre!
—Ya era hora de que pasara algo interesante. Me lo tendrías que haber dicho. Me habría puesto las gafas.
*****
Tata Ogg subió a buen paso las escaleras traseras que llevaban al altillo flotante.
—Algo ha salido mal —murmuró por lo bajo mientras subía los escalones de dos en dos—. Ella cree que solamente le hace falta mirarlos y se volverán como una malva en sus manos. ¿Y despues a quién le toca arreglar las cosas? Adivina...
La vetusta puerta de madera que había en lo alto de las escaleras cedió a la bota de Tata Ogg con el impulso de Tata Ogg detrás, y se quebró para dar paso a un espacio enorme y sombrío. Lleno de figuras que corrían. De piernas que correteaban a la luz de linternas. Había gente gritando.
Una figura corrió directamente hacia ella.
Tata se agazapó de golpe con los dos pulgares apoyados en el tapón de corcho de la botella de champán agitada que acunaba debajo del brazo.
—¡Esto, es una mágnum! —dijo—. ¡Y no me da miedo bebérmela!
La figura se detuvo.
—Ah, es usted, señora Ogg...
La memoria infalible de Tata para los detalles personales sacó una carta.
—¿Eres Peter, verdad? —dijo, relajándose—. El que tiene problemas en los pies.
—Eso es, señora Ogg.
—Los polvos que te dí funcionan, ¿verdad?
—Ya los tengo mucho mejor, señora Ogg...
—¿Qué está pasando, pues?
—¡El señor Salzella ha atrapado al Fantasma!
—¿De verdad?
Ahora que la mirada de Tata había conseguido discernir cierto orden en el caos, pudo ver a un corro de personas en mitad del altillo, alrededor de la lámpara de araña.
Salzella estaba sentado en los tablones del suelo. Tenia el cuello de la camisa rasgado y le habían arrancado una manga de la chaqueta, pero su mirada era de triunfo.
Sostuvo algo en alto.
Era blanco. Parecía un trozo de cráneo.
—¡Era Plinge! —dijo—. ¡Os lo digo, era Walter Plinge! ¿Por qué estáis todos ahí parados? ¡Id a por él!
—¿Walter? —dijo uno de los hombres, nada convencido.
—¡Sí, Walterl
Otro hombre apareció corriendo y agitando su linterna.
—¡He visto al Fantasma dirigiéndose al tejado! ¡Y había un cabrón enorme y tuerto corriendo detrás de él como un gato escaldado!
Esto no va bien, pensó Tata. Hay algo aquí que no va bien.
—¡Al tejado! —gritó Salzella.
—¿No sería mejor que cogiéramos primero las antorchas llameantes?
—¡Las antorchas llameantes no son obligatorias!
—¿Rastrillos y guadañas?
—¡Eso es solamente para los vampiros!
—¿Y qué me dice de una sola antorcha?
—¡Subid ahora mismo! ¿Entendido?
*****
Bajó el telón. Hubo algunos aplausos que apenas se oyeron por encima del parloteo del público.
Los miembros del coro se miraron entre ellos.
—¿Eso tenía que pasar?
Hubo una lluvia de polvo. Los tramoyistas estaban trotando de un lado a otro por los andamios que había muy por encima del escenario. Entre las cortinas polvorientas y las cuerdas se oían ecos de gritos. Un tramoyista cruzó corriendo el escenario con una antorcha llameante.
—Eh, ¿qué está pasando? —dijo un tenor.
—¡Tienen al Fantasma! ¡Se dirige al tejado! ¡Es Walter Plinge!
—Cómo, ¿Walter?
—¿Nuestro Walter Plinge?
—¡Sí!
El tramoyista echó a correr otra vez soltando un rastro de chispas y dejando que la levadura de los rumores fermentara en la masa preparada que era el coro. ¿Walter? ¡No puede ser!
—Bueeeno... Es un poco rarito, ¿no?
—Pero si esta misma mañana me ha dicho: «¡Qué día tan bonito señor Sidney!». Así tal cual. Lo más normal del mundo Bueno... normal para Walter.
—De hecho, a mí siempre me ha preocupado que los ojos se le moviesen como si no hablaran entre ellos...
—¡Y siempre está en todas partes!
—Sí, pero es el que hace todo el trabajo sucio...
—¡De eso sí que no hay duda!
—No es Walter —dijo Agnes.
Todos la miraron.
—Es a él a quien ha dicho que están persiguiendo, querida.
—No sé a quién están persiguiendo, pero Walter no es el Fantasma. ¡Cómo puede pensar alguien que Walter es el Fantasma! —dijo Agnes, acalorada—. Pero ¡si no le haría daño ni a una mosca! Además, yo he visto...
—Pues a mí siempre me ha parecido un poco falso.
—Y dicen que baja muy a menudo a los sótanos. ¿Y para qué?, me pregunto yo. Afrontémoslo. Las cosas por su nombre. Está loco.
—¡No actúa como un loco!
—Bueno, siempre parece a punto de hacerlo, eso tienes que admitirlo. Voy a ver qué está pasando. ¿Alguien se viene?
Agnes se rindió. Era un descubrimiento horrible, pero hay veces en que lo evidente es pisoteado y empieza la cacería.
*****
Se abrió una trampilla. El Fantasma salió trepando, miró hacia abajo y cerró la trampilla de un golpe. Se oyó un aullido del otro lado.
Luego cruzó dando saltos el emplomado hasta llegar al parapeto recubierto de gárgolas, negro y plateado bajo la luz de la luna. El viento le infló la capa mientras corría por el mismo borde del tejado y se volvía a dejar caer junto a otra puerta.
Y de pronto una gárgola dejó de ser una gárgola para convertirse en una figura que extendía un brazo hacia abajo y le quitaba la máscara de un tirón.
Fue como cortarle las cuerdas.
—Buenas noches, Walter —dijo Yaya, mientras él caía de rodillas.
—¡Hola señorita Ceravieja!
—Señora —lo corrigió Yaya—. Ahora ponte de pie.
De una parte lejana del tejado llegó un gruñido y luego un golpe sordo. Por un momento se alzaron pedazos de trampilla contra la luz de la luna.
—¿Qué bien se está aquí arriba, verdad? —dijo Yaya—. Hay aire fresco y estrellas. He pensado: ¿arriba o abajo? Pero abajo solamente hay ratas.
Con otro movimiento rápido agarró la barbilla de Walter y se la torció a un lado, justo mientras Greebo se aupaba al tejado lleno de deseos aplazados de asesinar.
—¿Cómo funciona tu mente, Walter Plinge? Si tu casa estuviera en llamas, ¿qué es lo primero que intentarías sacar?
Greebo cruzó al acecho el tejado, gruñendo. Le gustaban los tejados en general, y algunos aparecían en sus más gratos recuerdos, pero le acababan de arrear en la cabeza con una trampilla y ahora estaba buscando algo que destripar.
Entonces reconoció la figura de Walter Plinge como la de alguien que le había dado comida. Y al lado de Walter vio la silueta mucho menos grata de Yaya Ceravieja, que una vez lo había pillado escarbando en su jardín y le había dado una patada en los cataplines.
Walter dijo algo. Greebo no le prestó mucha atención.
Yaya Ceravieja dijo:
—Bien hecho. Buena respuesta. ¡Greebo!
Greebo le dio un buen codazo a Walter en la espalda.
—¡Quierrro leche ahorrra missmo! ¡Prrr, prrr!
Yaya le tiró la máscara al gato. A lo lejos había gente subiendo las escaleras y gritando.
—¡Ponte esto! Y tú agáchate lo más que puedas, Walter Plinge. Al fin y al cabo un hombre enmascarado se parece mucho a otro. Y cuando te persigan, Greebo... hazles correr de lo lindo. HazIo bien y puede que te ganes un...
—Ssí, ya lo ssé —dijo Greebo con desaliento, cogiendo la máscara. Estaba siendo una tarde de lo más larga y ajetreada para un simple arenque.
Alguien asomó la cabeza por la trampilla siniestrada. La luz arrancó un destello de la máscara de Greebo... Y había que decir, y hasta Yaya lo admitió, que quedaba bien como Fantasma. Para empezar, su campo morfogénico estaba empezando a restablecerse. Sus garras ya no podían confundirse ni remotamente por uñas humanas.
Bufó en dirección a sus perseguidores, que ya empezaban a salir en tropel por las escaleras, arqueó dramáticamente la espalda en el borde mismo del tejado y dio un paso al vacío.
Un piso más abajo extendió un brazo, se cogió de una repisa y aterrizó sobre la cabeza de una gárgola, que dijo: «oh, uchí-si-as acias» en tono de reproche.
Los perseguidores se lo quedaron mirando desde arriba. Algunos habían conseguido finalmente hacerse con antorchas llameantes, ya que a veces la convención es demasiado fuerte como para rechazarla a la ligera.
Greebo gruñó desafiante y se volvió a dejar caer, saltando de una cornisa a una tubería de desagüe y luego a un balcón y deteniéndose de vez en cuando para otra pose dramática y otro gruñido a sus perseguidores.
—Mejor que vayamos tras él, cabo de Nobbs —dijo uno de ellos, que iba dando tumbos al final del grupo.
—Mejor que vayamos tras él volviendo con cuidado a las escaleras, quieres decir. Porque algo que he bebido no quiere quedarse dentro. Si corremos mucho más voy a echar los higadillos, te lo digo.
Los demás miembros de la partida también parecían estar llegando a la conclusión de que no tenía demasiado futuro perseguir a un hombre que estaba bajando por la pared de un edificio. Así que todos a una dieron media vuelta y, gritando y agitando en el aire sus antorchas, regresaron a las escaleras.
Al disgregarse, la multitud dejó atrás a Tata Ogg, que llevaba una horca en una mano y una antorcha en la otra y estaba blandiendo ambas en el aire mientras murmuraba: «ruibarbo, ruibarbo».
Yaya se acercó a ella y le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ya se han ido, Gytha.
—Ruiba... Ah, hola, Esme —dijo Tata, bajando los instrumentos del castigo justiciero—. Solamente me había pegado a ellos para asegurarme de que no se desmadraran. ¿Es Greebo ese al que he visto?
—Sí.
—Oooh, bendito sea —dijo Tata—. Aunque parecía un poco molesto. Espero que nadie se le cruce por delante.
—¿Dónde tienes la escoba? —preguntó Yaya.
—Está en el armario de la limpieza de detrás del escenario.
—Entonces la voy a coger prestada y a vigilar un poco —dijo Yaya.
—Eh, es mi gato, soy yo quien debería cuidar de él... —empezó a decir Tata.
Yaya se hizo a un lado para dejar al descubierto a una figura acurrucada que se estaba abrazando las rodillas.
—Tú cuida de Walter Plinge —dijo—. Se te dará mejor que a mí.
—¡Hola señora Ogg! —dijo Walter en tono lastimero.
Tata se lo quedó mirando un momento.
—¿Así pues, él es...?
—Sí.
—¿Quieres decir que él es el ases...?
—¿A ti que te parece? —dijo Yaya.
—Bueno, si me lo preguntas, creo que no es él —dijo Tata—. ¿Puedo decirte algo al oído, Esme? No creo que deba decirlo delante del joven Walter.
Las brujas juntaron las cabezas. Hubo una breve conversación en voz baja.
—Todo es simple cuando una conoce la respuesta —dijo Yaya—. Vuelvo enseguida.
Y se marchó a toda prisa. Tata oyó sus zapatos aporreando las escaleras.
Tata volvió a mirar a Walter y le ofreció su mano.
—Arriba, Walter.
—¡Sí señora Ogg!
—Supongo que tenemos que encontrar un sitio para que te escondas, ¿no?
—¡Yo conozco un escondite señora Ogg!
—Sí, ¿verdad?
Walter cruzó el tejado tambaleándose hacia una trampilla distinta y la señaló con cara orgullosa.
—¿Ahí? —dijo—. No me parece un sitio muy escondido Walter.
Walter le dedicó una mirada perpleja y luego sonrió de la misma forma en que podría sonreír un científico después de resolver una ecuación particularmente difícil.
—¡Está escondido a la vista de todos señora Ogg!
Tata clavó en él una mirada afilada, pero en los ojos de Walter no había nada más que una inocencia ligeramente vidriosa.
Él levantó la trampilla y señaló educadamente hacia abajo.
—¡Baje usted primero por la escalerilla y así yo no le veré las bragas!
—Muy... amable —dijo Tata. Era la primera vez que alguien le decía algo así.
El hombre esperó pacientemente a que Tata llegara al pie de la escalera de mano y luego bajó laboriosamente detrás de ella.
—Esto no son más que unas viejas escaleras, ¿no? —dijo Tata, blandiendo la antorcha en dirección a las sombras.
—¡Sí! ¡Van hasta abajo del todo! ¡Excepto en la parte de abajo, donde van hasta arriba del todo!
—¿Alguien más las conoce?
—¡El Fantasma señora Ogg! —dijo Walter, bajando por la escalera.
—Ah, sí —dijo Tata, despacio—. ¿Y dónde está ahora el Fantasma, Walter?
—¡Se ha escapado!
Ella sostuvo la antorcha en alto. Seguía sin poder leerse nada en la expresión de Walter.
—¿A qué se dedica aquí el Fantasma, Walter?
—¡Vigila la ópera!
—Muy amable de su parte, no me cabe duda.
Tata inició el descenso, y mientras las sombras bailaban a su alrededor oyó decir a Walter:
—¿Sabe que ella me hizo una pregunta muy tonta señora Ogg? ¡Era una pregunta tonta de la que cualquier idiota sabe la respuesta!
—Ah, sí —dijo Tata, examinando las paredes—. Supongo que sobre casas incendiadas...
—¡Sí! ¡Me preguntó qué sacaría de nuestra casa si se estuviera quemando!
—Supongo que fuiste un buen chico y le dijiste que te llevarías a tu madre —dijo Tata.
—¡No! ¡Mi madre se llevaría ella sola!
Tata pasó la mano por la pared más cercana. Cuando se decidió a abandonar aquellas escaleras, habían cerrado las puertas con clavos. Alguien que subiera y bajara por allí, con un oído bien atento, podría enterarse de muchas cosas...
—Pues entonces, ¿qué sacarías de la casa, Walter? —dijo.
—¡El fuego!
Tata miró fijamente la pared sin verla y por fin una sonrisa apareció lentamente en su cara.
—Eres un memo, Walter Plinge —dijo.
—¡Más memo que un calcetín señora Ogg! —dijo Walter en tono jovial.
Pero no estás loco, pensó ella. Eres un memo pero estás cuerdo. Eso es lo que diría Esme. Y hay cosas mucho peores.
*****
Greebo corría pesadamente por Broadway. De pronto no se encontraba muy bien. Le temblaban los músculos de formas extrañas. Un cosquilleo en la base del espinazo le indicaba que su cola quería crecer, y también estaba claro que sus orejas querían subir por los lados de su cabeza, lo cual siempre es embarazoso cuando sucede en compañía.
En aquel caso la compañía estaba como a un centenar de metros detrás de él y al parecer tenía intención de desplazar las orejas bastante lejos de su posición actual, resultara o no embarazoso.
Y también le estaba ganando terreno. Normalmente Greebo era famoso por su velocidad, pero no cuando a cada pocos segundos sus rodillas intentaban darse la vuelta.
Su plan habitual cuando lo perseguían era saltar sobre el barril de agua que había detrás de la cabaña de Tata Ogg y rastrillarle la nariz al perseguidor con las garras en cuanto doblaba la esquina. Como en aquel momento aquello requeriría un sprint de ochocientos kilómetros, había que buscar alguna alternativa.
Delante de una de las casas había un carruaje esperando. Se acercó dando bandazos, saltó al pescante, agarró las riendas y dirigió brevemente su atención hacia el cochero.
—Fffuerra de aquí.
Los dientes de Greebo brillaron bajo la luz de la luna. El cochero, con gran presencia de ánimo y apremiante ausencia de cuerpo, dio un salto mortal hacia atrás y se perdió en la noche.
Los caballos se encabritaron y trataron de romper a galopar sin pasar por el trote. Los animales son menos susceptibles de ser engañados que los hombres. Aquellos sabían que lo que tenían detrás era un gato muy grande, y el hecho de que tuviera forma de hombre no hacía que la situación les gustara más.
El carruaje arrancó pesadamente. Greebo miró por encima de su hombro tembloroso a la multitud iluminada por antorchas e hizo un gesto burlón con la pata. El efecto le satisfizo tanto que trepó al techo del carruaje bamboleante y continuó con sus mofas.
Es un atributo gatuno el retar con bufidos a los enemigos desde un lugar seguro. En aquellas circunstancias habría sido mejor que los atributos gatunos incluyeran la capacidad de manejar las riendas.
Una rueda golpeó el parapeto del Puente de Latón, empezó a rozarlo y la llanta de hierro se puso a soltar chispas. El impacto derribó a Greebo de su posición a mitad de gesto burlón. Aterrizó de pie en medio de la calle, mientras los caballos aterrados seguían al galope y el carruaje se alejaba dando peligrosos bandazos.
Los perseguidores se detuvieron.
—¿Y ahora qué hace?
—Nada, está ahí de pie.
—Solamente es uno y nosotros somos muchos, ¿verdad? Lo podemos reducir sin problema.
—Buena idea. A la de tres nos echamos todos encima de él, ¿de acuerdo? Uno... dos... y tres. —Hubo una pausa—. No habéis echado a correr.
—Bueno, tú tampoco.
—Sí, pero yo era el que estaba diciendo «uno, dos y tres».
—¡Recuerda lo que le hizo al señor Pounder!
—Sí, bueno, a mí Pounder nunca me cayó muy bien...
Greebo gruñó. A su cuerpo le estaban pasando cosas que le hacían cosquillas. Echó la cabeza hacia atrás y rugió.
—Mirad, como mucho se podrá llevar por delante a uno o dos de nosotros...
—Ah, y eso es bueno, ¿verdad?
—Oye, ¿por qué se está retorciendo así?
—Tal vez se haya hecho daño al caer del carruaje...
—¡Vamos a por él!
La muchedumbre lo rodeó. Greebo, luchando contra un campo morfogénico que oscilaba salvajemente de una especie a otra, le dio un puñetazo al primer hombre en la cara con una mano y le arrancó la camisa a otro con algo que se parecía más a una garra gigante.
—¡Oh, mierrrrr...!
Veinte manos lo agarraron. Y luego, en plena melé y a oscuras, aquellas veinte manos ya no agarraban más que ropa vacía. Las botas vengativas no conectaban más que con el aire, las porras que se habían proyectado contra una cara ahora surcaban el espacio vacío y regresaban para golpear a sus propietarios en la oreja.
—¡...rrdaaaoouuu!
Bastante inadvertida en medio de la riña, una bala de piel con las orejas aplanadas salió disparada por entre las piernas de la escaramuza.
Las patadas y los puñetazos solamente se detuvieron cuando se hizo evidente que la muchedumbre no estaba atacando a nadie más que a sí misma. Y como el CI de una muchedumbre es el CI de su miembro más estúpido dividido por el número de sus integrantes, a nadie le llegó a quedar nunca muy claro lo que acababa de pasar. Era obvio que habían rodeado al Fantasma, y estaba claro que no se podía haber escapado. Lo único que quedaba era una máscara y algunas ropas rasgadas. Así pues, razonó la muchedumbre, tenía que haber terminado en el río. Y se lo tenía bien merecido.
Y felices en su conocimiento de que habían hecho un buen trabajo, pasaron al pub más cercano.
Tras de sí dejaron al sargento conde de Tritus y al cabo conde de Nobby Nobbs, que fueron dando tumbos hasta el medio del puente y contemplaron los pocos jirones de ropa que quedaban.
—Al comandante Vimes no le... no le... gustará esto —dijo Detritus—. Ya sabes, le gusta que los prisioneros estén vivos.
—Sí, pero a este lo habrían colgado de todas maneras —dijo Nobby, que estaba intentando permanecer erguido—. Lo que ha pasado simplemente ha sido un poco más... democrático. Un gran ahorro en términos de soga, por no mencionar el desgaste de cerraduras y llaves.
Detritus se rascó la cabeza.
—¿No debería haber algo de sangre? —se aventuró a preguntar.
Nobby lo miro con cara avinagrada.
—No ha podido salir de esta —dijo—. Así que no me vengas con esa clase de preguntas.
Solo sé que si a los humanos les das muy fuerte ponen todo perdido —dijo Detritus.
Nobby suspiró. Aquel era el calibre de la gente que uno se encontraba últimamente en la Guardia. Tenían que convertirlo todo en un misterio. En los viejos tiempos, cuando solamente eran la pandilla de toda la vida y existía una política oficiosa de lassefer las cosas, le habrían dicho un sentido «bien hecho, chavales» a la partida de linchamiento y habrían vuelto al cuartel temprano. Pero ahora que había sido ascendido a comandante, el viejo Vimes parecía estar enrolando a gente que hacía preguntas todo el tiempo. Aquello estaba afectando incluso a Detritus, de quien los demás trolls pensaban que tenía tan pocas luces como una luciérnaga muerta.
Detritus se agachó y recogió un parche del suelo.
—¿Qué te parece, entonces? —dijo Nobby en tono de burla—. ¿Crees que se ha convertido en murciélago y se ha ido volando?
—¡Ja! No pienso eso porque es in... consis... tente con métodos policiales modernos —dijo Detritus.
—Bueno, lo que yo creo —dijo Nobby— es que cuando se ha descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, no justifica que estemos deambulando por las calles en una noche fría y haciéndonos preguntas cuando podríamos estar al lado de una copa bien cargada. Vamos. Esta migraña va a necesitar mucha medicina.
—¿Eso era ironía?
—Eso era metáfora.
Detritus, incómodo en el fondo de lo que técnicamente era su mente, palpó los jirones rotos de ropa.
Algo rozó su pierna. Era un gato. Tenía las orejas todas desgarradas, un solo ojo bueno y una cara que parecía un puño cubierto de pelo.
—Hola, gatito —dijo Detritus.
El gato se desperezó y sonrió.
—Piérrrrdete, maderrro...
Detritus parpadeó. No existen los gatos troll y Detritus nunca había visto un gato antes de llegar a Ankh-Morpork donde había descubierto que eran muy, muy difíciles de comer. Y nunca los había oído hablar. Por otro lado, era intensamente consciente de su reputación de ser la persona más estúpida de la ciudad, y no tenía intención de llamar a nadie la atención sobre un gato que hablaba si luego iba a resultar que todo el mundo salvo él sabía que los gatos hablaban todo el tiempo.
En la alcantarilla, a un par de metros, había algo blanco. Lo recogió con cuidado. Se parecía a la máscara que había llevado el Fantasma.
Aquello era probablemente una Pista.
Él lo blandió en la mano con gesto apremiante.
—Eh, Nobby...
—Gracias. —Algo se abalanzó sobre el troll en medio de la oscuridad, le quitó la máscara de la mano y desapareció volando en la noche.
El cabo Nobbs se dio la vuelta.
—¿Sí? —dijo.
—Esto... ¿cómo de grandes son los pájaros? Normalmente.
—Ay, caray, no lo sé. Los hay grandes y los hay pequeños. ¿A quién le importa?
Detritus se chupó el dedo.
—Oh, por nada —dijo—. Soy demasiado listo para que me engañen las cosas perfectamente normales.
*****
Algo chapoteó debajo de sus pies.
—Aquí abajo hay mucha humedad, Walter —dijo Tata.
Y el aire estaba cargado y era rancio y parecía estar sofocando la luz de la antorcha. La llama tenía los bordes oscuros.
—¡Ya falta poco señora Ogg!
En la oscuridad tintinearon unas llaves y se oyó el chirrido de unas bisagras.
—¡He encontrado esto señora Ogg! ¡Es la caverna secreta del Fantasma!
—La caverna secreta, ¿eh?
—¡Tiene que cerrar usted los ojos! ¡Tiene que cerrar los ojos! —dijo Walter en tono apremiante.
Tata lo hizo, pero para su vergüenza sostuvo con fuerza la antorcha, por si acaso. Y dijo:
—¿Y está el Fantasma ahí dentro, Walter?
—¡No!
Se oyó el traqueteo de una caja de cerillas, el ruido de alguien correteando y luego...
—¡Ya los puede abrir señora Ogg!
Tata los abrió.
Aparecieron luces y colores borrosos y luego las cosas se fueron volviendo nítidas, primero en sus ojos y luego, al cabo de un momento, en su cerebro.
—Ay, caray —murmuró—. Ay, ay, ay...
Había velas, de aquellas grandes y planas que se usaban para iluminar el escenario, flotando en cuencos con poca agua. La luz que daban era suave y reverberaba por la sala como el alma del agua.
Arrancaba destellos del pico de un cisne enorme. Hacía resplandecer el ojo de un dragón enorme y combado.
Tata Ogg se dio la vuelta lentamente. No tenía mucha experiencia con la ópera, pero las brujas cogen las cosas deprisa, y allí estaba el casco con alas que llevaba Hildabrun en El anillo de los
niblunguingungos, y ahí estaba el poste a rayas de El barbero de Pseudópolis, y allá estaba el disfraz de caballo con la trampilla cómica de El flautín embrujado, y más allá...
...más allá estaba la ópera, toda amontonada. Una vez la vista lo abarcaba todo entonces uno tenía ocasión de fijarse en la pintura descascarillada y en el yeso podrido y en el aire general de lento enmohecimiento. El atrezo decrépito y los trajes raídos habían acabado en aquel lugar porque nadie los quería en ninguna otra parte.
Pero allí abajo sí había alguien que quería todo aquello. Un vez uno veía la ruina se presentaba la ocasión de fijarse en los pequeños fragmentos de reparaciones recientes y las zonas donde se había aplicado con cuidado la pintura nueva.
En una zona diminuta del suelo libre de atrezo había algo parecido a un escritorio. Y luego Tata se dio cuenta de que estaba provisto de un teclado y un taburete, y de que tenía encima montones ordenados de papeles.
Walter la estaba observando con una sonrisa enorme y orgullosa.
Tata deambuló hacia el artefacto.
—Es un armonio, ¿verdad? Un órgano pequeñito.
—¡Eso es señora Ogg!
Tata levantó uno de los fajos de papeles. Movió los labios mientras leía la meticulosa caligrafía.
—¿Una ópera sobre gatos? —dijo—. Nunca he oído hablar de una ópera sobre gatos. Es una idea de narices. Las vidas de los gatos vienen a ser como óperas si uno lo piensa bien.
Hojeó los demás montones.
—¿Morpork Side Story? ¿Cantando bajo la lluvia de curry? ¿Les el miserable? ¿Quién es Les? ¿Siete enanos para otros siete enanos? ¿Qué es todo esto, Walter?
Se sentó en el taburete y pulsó algunas de las teclas amarillentas y agrietadas, que se movieron con un crujido audible.
Debajo del armonio había un par de pedales de gran tamaño. Al pisarlos se accionaban los fuelles y entonces las teclas esponjosas producían algo que era a la música de órgano lo mismo que «jopé» era a las palabrotas.
Así que allí era donde se sentaba Wal... el Fantasma, pensó Tata, debajo del escenario, entre los despojos olvidados de las representaciones. Debajo del gigantesco recinto sin ventanas donde, noche tras noche, la música y las canciones y las emociones desenfrenadas arrancaban ecos por doquier y nunca se escapaban ni morían del todo. El Fantasma trabajaba allí abajo, con la mente tan abierta como un pozo, y la llenaba de ópera. La ópera le entraba por las orejas y algo distinto le salía de la mente.
Tata pisó varias veces los pedales. El aire se escapaba siseando por las junturas defectuosas. Probó unas cuantas notas. Sonaban aflautadas. Sin embargo, reflexionó, a veces la vieja mentira era cierta y el tamaño realmente no importaba. Lo que importaba era solamente lo que uno hacía con lo que tenía.
Walter la miró con cara expectante.
Ella cogió otro fajo de papeles y echó un vistazo a la primera página. Pero Walter se le acercó y le quitó el libreto de la mano.
—¡Esta no está terminada señora Ogg!
*****
La ópera seguía revuelta. La mitad del público había salido y la otra mitad permanecía a la espera en caso de que acabaran por tener lugar más acontecimientos interesantes. La orquesta estaba acurrucada en el foso, preparando su petición de una Bonificación Especial Por Haber Sido Trastornados Por Un Fantasma. El telón estaba bajado. Algunos miembros del coro se habían quedado en el escenario. Otros se habían ido corriendo para tomar parte en la persecución. El aire transmitía esa sensación de excitación eléctrica que tiene cuando la vida civilizada normal se cortocircuita temporalmente.
Agnes iba rebotando frenéticamente de rumor en rumor.
Habían atrapado al Fantasma y había resultado ser Walter Plinge. Al Fantasma lo había atrapado Walter Plinge. Al Fantasma lo había atrapado otra persona. El Fantasma se había escapado. El Fantasma había muerto.
Por todas partes se iniciaban discusiones.
—¡Todavía no me puedo creer que fuera Walter! O sea, por los dioses... ¿Walter?
—¿Y qué pasa con la representación? ¡No podemos pararla sin más! ¡El espectáculo nunca se detiene, aunque muera alguien!
—Oh, a veces hemos parado cuando moría alguien...
—¡Sí, pero solamente el tiempo necesario para sacar el cuerpo del escenario!
Agnes retrocedió hasta los bastidores y pisó algo.
—Lo siento —dijo en tono automático.
—Solamente era mi pie —dijo Yaya Ceravieja—. Así pues ¿cómo va la vida en la gran ciudad, Agnes Nitt?
Agnes se dio la vuelta.
—Oh... hola, Yaya... —balbuceó—. Y aquí no me llamo Agnes, si no te importa —añadió, un poco más desafiante.
—¿Es un buen trabajo ser la voz de otra persona, entonces?
—Estoy haciendo lo que quiero hacer —dijo Agnes. Se irguió en toda su anchura—. ¡Y no podéis detenerme!
—Pero no tomas parte en las cosas, ¿verdad? —dijo Yaya en tono tranquilo de conversación—. Lo intentas, pero siempre te descubres mirándote a ti misma mirar a la gente, ¿verdad? Y nunca te crees realmente nada. Siempre piensas lo que no deberías. ¿A que sí?
—¡Cállate!
—Ah. Ya me lo parecía.
—¡No tengo ninguna intención de hacerme bruja, muchas gracias!
—Vamos a ver, no te sulfures solamente porque sabes que al final ocurrirá. Vas a ser una bruja porque eso es lo que eres, y ahora que le dejas en la estacada no sé qué va a ser de Walter Plinge.
—¿No está muerto?
—No.
Agnes vaciló.
—Yo sabía que era el Fantasma —empezó a decir— luego vi que no podía serlo.
—Ah —dijo Yaya—. Te creíste lo que te decían los ojos, ¿verdad? ¿En un sitio como este?
—¡Uno de los tramoyistas acaba de decirme que lo han perseguido hasta el tejado y luego hasta la calle y que lo han matado a golpes!
—Ah, bueno —dijo Yaya—. Nunca llegarás a ninguna parte si te crees lo que te dicen. ¿Qué es lo que sabes?
—¿Qué quieres decir con qué es lo que sé?
—No vayas de lista conmigo, señorita.
Agnes contempló la expresión de Yaya y supo que tenía que dejarlo estar.
—Sé que es el Fantasma —dijo.
—Bien.
—Pero veo que no puede serlo.
—¿Sí?
—Y sé... Estoy bastante segura de que no tiene mala intención.
—Bien. Bien hecho. Puede que Walter no sepa distinguir la mano derecha de la izquierda, pero sabe lo que es correcto y lo que no. —Yaya se frotó las manos—. Bueno, pues ya tenemos lo que buscábamos, ¿no?
—¿Qué? Pero ¡si no has resuelto nada!
—Claro que lo hemos resuelto. Sabemos que no fue Walter el que cometió los asesinatos, así que ahora solamente nos queda averiguar quién lo hizo. Fácil.
—¿Dónde está Walter ahora?
—Tata lo ha llevado a un sitio.
—¿Y está ella sola?
—Te lo acabo de decir, está con Walter.
—Quería decir... bueno, él es un poco raro. Solamente en la parte que se ve.
Agnes suspiró y empezó a decir que no era problema de ella. Pero se dio cuenta de que era inútil siquiera intentarlo. Este conocimiento se aposentó en su mente como un intruso petulante. Fuera lo que fuese, sí que era problema de ella.
—Muy bien —dijo—. Te ayudaré si puedo, ya que estoy aquí. Pero después... ¡se acabó! Después me dejarás en paz. ¿Lo prometes?
—Por supuesto.
—Bueno... está bien entonces... —Agnes se detuvo.— Oh, no —dijo—. Ha sido demasiado fácil. No me fío de ti.
—¿No te fías de mí? —dijo Yaya—. ¿Estás diciendo que no te fías de mí?
—Exacto. No me fío. Encontrarás una manera de culebrear para saltarte la promesa.
—Yo nunca culebreo —dijo Yaya—. Es Tata Ogg la que cree que deberíamos tener una tercera bruja. Yo creo que la vida ya es bastante difícil sin tener a una chica en medio todo el tiempo solamente porque cree que le queda bien el sombrero en punta.
Hubo una pausa. Luego Agnes dijo:
—Tampoco voy a picar con eso. Esta es la parte en que tú dices que soy demasiado estúpida para ser bruja y yo digo «oh, no, no lo soy», y tú acabas ganando otra vez. Prefiero ser la voz de otra persona a ser una vieja bruja sin amigos y que le da miedo a todo el mundo y que lo único que tiene es que es un poco más lista que el resto de la gente y no sabe hacer ninguna magia de verdad...
Yaya inclinó la cabeza a un lado.
—Me parece que eres más lista de lo que te conviene —dijo—. Muy bien. Cuando todo esto se acabe, te dejaré que hagas tu vida. No te detendré. Pero ahora quiero que me expliques cómo se va al despacho del señor Balde...
*****
Tata sonrió con su sonrisa de manzana vieja arrugada y jovial.
—Venga, dame eso, Walter —dijo—. No pasa nada por dejármelo ver, ¿verdad que no? No a la vieja Tata.
—¡No se puede ver hasta que esté acabado!
—Bueno, bueno —dijo Tata, odiándose a sí misma por tirar la bomba atómica—. Estoy segura de que a tu madre no le gustaría oír que te has portado mal, ¿verdad?
Por los rasgos amarillentos de Walter pasaron flotando varias expresiones mientras él trataba de lidiar con varias ideas a la vez. Por fin, sin decir palabra, le entregó bruscamente el fardo a la bruja, con los brazos temblando por la tensión.
—Eso es ser buen chico —dijo Tata.
Ella echó un vistazo a las primeras páginas y luego las acercó más a la luz.
—Hum.
Pedaleó en el armonio durante un rato y tocó varias notas con la mano izquierda. Representaban casi todas las notas musicales que sabía tocar. Se trataba de un temilla muy simple, hasta el punto de que se podía interpretar en el teclado con un solo dedo.
—Eh...
Leyó el argumento moviendo los labios.
—Vaya, vaya, Walter —dijo—. ¿Acaso no es esto una especie de ópera sobre un fantasma que vive en una ópera? —Pasó una página—. Un tipo muy listo y elegante. Y por lo que veo, tiene una caverna secreta...
Tocó otra fase musical corta.
—Y la música es pegadiza...
Volvió a la lectura y se dedicó a decir de tiempo en tiempo cosas como: «vaya, vaya» y «recórcholis». De vez en cuando miraba a Walter con expresión calculadora.
—Me pregunto por qué ha escrito esto el fantasma, Walter —dijo al cabo de un rato—. Es un tipo más bien callado, ¿no? Que lo pone todo en su música.
Walter se miró los pies.
—Va a haber muchos problemas señora Ogg.
—Oh, Yaya y yo los resolveremos todos —dijo Tata.
—No está bien decir mentiras —dijo Walter.
—Probablemente —dijo Tata, que nunca hasta entonces había dejado que aquello la preocupara.
—No estaría bien que mi madre perdiera su trabajo señora.
—No estaría bien, no.
A Tata le llegó flotando la sensación de que Walter estaba intentando transmitirle alguna clase de mensaje.
—Esto... ¿qué clase de mentiras no estaría bien decir, Walter?.
Walter abrió mucho los ojos.
—¡Mentiras... sobre las cosas que uno ve señora Ogg! ¡Aunque sea verdad que las ha visto!
A Tata se le ocurrió que probablemente era hora de presentar el punto de vista oggiano:
—No está mal decir mentiras si uno no las piensa de verdad —dijo.
—¡Él dijo que mi madre perdería su trabajo y que me meterían en la cárcel si lo contaba señora Ogg!
—¿En serio? ¿Y quién es ese «él»?
—¡El Fantasma señora Ogg!
—Creo que Yaya tendría que echarte un buen vistazo, Walter —dijo Tata—. Creo que tienes la mente más enredada que un ovillo de lana que se ha caído al suelo. —Pisó los pedales del armonio con expresión pensativa—. ¿Me estás hablando del Fantasma que escribió toda esta música, Walter?
—¡No está bien decir mentiras sobre la sala donde están los sacos señora Ogg!
Ah, pensó Tata.
—Ese sitio debe de estar por aquí abajo ¿no?
—¡Me dijo que no se lo dijera a nadie!
—¿Quién?
—¡El Fantasma señora Ogg!
—Pero si tú eres... —empezó a decir, pero luego probó de otra forma—. Ah, pero yo no soy nadie —dijo—. Además, si fueras a esa sala donde están los sacos y yo te siguiera, eso no sería decírselo a nadie, ¿verdad? Si una anciana te siguiera no sería culpa tuya, ¿verdad, Walter?
La cara de Walter estaba desgarrada por la indecisión, pero por errático que pudiera ser su pensamiento, no se podía comparar con la duplicidad meretricia de Tata Ogg. Walter se las veía con una mente que consideraba que la verdad era un punto de referencia pero ciertamente no un par de grilletes. El pensamiento de Tata Ogg podía recorrer un sacacorchos en medio de un tornado sin tocar sus lados.
—Además, no pasa nada si soy yo —añadió para redondear las cosas. De hecho, probablemente quería decir «con la excepción de la señora Ogg», pero se le olvidó.
Lentamente, Walter extendió el brazo y cogió una vela. Sin decir palabra salió por la puerta y se adentró en la oscuridad húmeda de los sótanos.
Tata Ogg lo siguió, con las botas chapoteando en el barro.
El lugar no parecía encontrarse muy lejos. Por lo que pudo deducir Tata, ya no estaban debajo del edificio de la Ópera, aunque no era fácil estar segura. Sus sombras bailaban a su alrededor y ellos atravesaron otras salas todavía más oscuras y con más goteras que las salas de donde venían. Walter se detuvo un momento ante un montón de leña que brillaba por la podredumbre y apartó unos cuantos tablones reblandecidos.
Había algunos sacos prolijamente amontonados.
Tata le dio una patada a uno, que se rompió.
Bajo la luz parpadeante de la vela lo único que pudo ver fueron destellos de luz mientras caía la cascada, pero era imposible confundir el suave tintineo metálico de un buen montón de dinero. Muchísimo dinero. El bastante dinero como para sugerir a las claras que pertenecía a un ladrón o bien a un editor, y por allí cerca no parecía haber ningún libro.
—¿Qué es esto, Walter?
—¡Es el dinero del Fantasma señora Ogg!
En el rincón más alejado de la sala había un agujero cuadrado. A pocos centímetros debajo del mismo resplandecía el agua. Al lado había media docena de recipientes de diversos tipos: viejas latas de galletas, cuencos rotos y cosas por el estilo. En cada uno había un palo, o posiblemente un tallo muerto.
—¿Y eso de ahí, Walter? ¿Qué es eso de ahí?
—¡Rosales señora Ogg!
—¿Aquí abajo? Pero nada puede crec...
Tata se detuvo.
Se acercó chapoteando a las macetas. Alguien las había llenado de porquería raspada del suelo. Los tallos muertos tenían un resplandor de cieno.
Por supuesto, allí abajo no podía crecer nada. No había luz. Todo lo que crecía necesitaba algo de que alimentarse. Y... acercó más la vela y olió la fragancia. Sí. Era sutil, pero se notaban rosas en la oscuridad.
—Vaya, vaya, Walter Plinge —dijo—. Estás lleno de sorpresas, ¿verdad?
*****
La mesa del señor Balde estaba llena de libros amontonados.
—Lo que estás haciendo está mal, Yaya Ceravieja —dijo Agnes desde la puerta.
Yaya levantó la vista.
—¿Tan mal como vivir las vidas de otras personas por ellos? —dijo—. De hecho, hay algo todavía peor que eso, que es vivir las vidas de otros por uno mismo. ¿Lo que hago está así de mal?
Agnes no dijo nada. Yaya Ceravieja no podía saberlo.
Yaya se volvió hacia los libros.
—En todo caso, esto solamente parece que está mal. Las apariencias engañan. Tú concéntrate en vigilar el pasillo, señorita.
Hojeó los trozos de sobres rasgados y las notas garabateadas que parecían ser el equivalente en la Ópera a una contabilidad como era debido. Aquello era un caos. De hecho, era más que un caos. Era de lejos demasiado caótico para ser un verdadero, porque un caos de verdad tiene trozos ocasiónales de coherencia, fragmentos de lo que se podría llamar un orden aleatorio. Más bien era esa clase de caos errático que sugería que alguien se había propuesto ser caótico desde un principio.
Por ejemplo, los libros de contabilidad. Estaban llenos de pequeñas filas y columnas, pero a alguien no le había parecido valiera la pena invertir en papel pautado y tenía una calígrafía que se torcía un poco. En la parte izquierda de la página había cuarenta filas, pero cuando llegaban al otro lado solamente había treinta y seis. Y era difícil fijarse en aquello porque para entonces ya te lloraban los ojos.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Agnes, apartando la vista del pasillo.
—Asombroso —dijo Yaya—. ¡Hay cosas que están apuntadas dos veces! ¡Y creo que hay una página por aquí donde alguien ha añadido el mes y ha quitado la hora del día!
—Creí que no te gustaban los libros —dijo Agnes.
—No me gustan —dijo Yaya, pasando la página—. Te pueden mirar a la cara y aun así estar mintiéndote. ¿Cuántos rascatripas hay tocando en la banda?
—Creo que en la orquesta hay nueve violinistas.
La corrección pareció pasar desapercibida.
—Bueno, pues pasa lo siguiente —dijo Yaya sin mover la cabeza—. Parece que hay doce en nómina, pero tres están en la página siguiente, así que uno puede no darse cuenta. —Levantó la vista y se frotó felizmente las manos—. A menos que tenga buena memoria, claro.
Recorrió otra columna errática con un dedo flaco.
—¿Qué es un trinquete elevado?
—¡No lo sé!
—Aquí dice: «Reparaciones en el trinquete elevado, muelles nuevos para el ensamblaje de ruedas dentadas y puesta a punto. Ciento sesenta dólares y sesenta y tres centavos». ¡Ja!
Se lamió el dedo y probó otra página.
—Ni siquiera a Tata se le dan tan mal los números —dijo—. Para que se te den tan mal se te tienen que dar bien. ¡Ja! No me extraña que este sitio nunca gane dinero. Es como intentar llenar un colador.
Agnes se metió corriendo en la sala.
—¡Viene alguien!
Yaya se levantó y apagó la lámpara de un soplido.
—Ponte detrás de las cortinas —le ordenó.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Oh... yo tendré que pasar desapercibida...
Agnes corrió hasta el ventanal y se giró para mirar a Yaya que estaba de pie junto a la chimenea.
La vieja bruja se desvaneció. No es que desapareciera. Simplemente se confundió con el entorno.
Un brazo se volvió gradualmente parte de la repisa de la chimenea. Un pliegue de su vestido se convirtió en una sombra. Un codo se transformó en la parte superior de la silla que tenía detrás. Su cara se fundió con un jarrón de flores descoloridas.
Seguía estando en el mismo sitio, igual que la anciana del dibujo enigmático que a veces imprimían en el Almanaque, en el que se podía ver a la anciana o bien a la chica joven pero no a las dos al mismo tiempo, porque cada una estaba hecha con las sombras de la otra. Yaya Ceravieja seguía estando de pie junto a la chimenea, pero solamente se la podía ver si uno sabía que estaba allí.
Agnes parpadeó. Y ya no pudo ver más que las sombras, la silla y el fuego.
Se abrió la puerta. Ella se agachó detrás de las cortinas, con la sensación de estar llamando tanto la atención como una fresa en un estofado y convencida de que los latidos de su corazón la iban a delatar.
La puerta se cerró con cuidado, haciendo apenas un chasquido. Unos pasos cruzaron la sala. Un ligero chirrido de madera que podría proceder de alguien que movía un poco una silla.
Un raspado seguido de un susurro indicaron que se esta encendiendo una cerilla. Un tintineo indicó que alguien estaba levantando el cristal de la lámpara... Luego todos los ruidos cesaron. Agnes se encogió, con todos los músculos chillando repentinamente por culpa de la tensión. Nadie había encendido la lámpara, o ella habría visto la luz a través de las cortinas. Había alguien allí en completo silencio. Había alguien allí que de repente sospechaba algo. Un tablón del suelo crujió muuuy despaaacio, mientras alguien acomodaba el peso de su cuerpo.
Agnes sintió que iba a gritar, o bien a estallar por el esfuerzo de permanecer en silencio. El tirador de la ventana que tenía detrás, un simple punto de presión un momento antes, ahora estaba intentando seriamente convertirse en parte de su vida. Tenía la boca tan seca que si se atrevía a tragar saliva sabía que le chirriaría como unas bisagras.
No podía tratarse de nadie que tuviera derecho a estar allí. La gente que tenía derecho a estar en un sitio caminaba haciendo ruido. El tirador de la ventana se estaba poniendo íntimo de verdad. Intenta pensar en otra cosa... La cortina se movió. Había alguien de pie al otro lado de ella.
De no tener la garganta tan árida podría haber sido capaz de gritar.
Ahora notaba la presencia a través de la tela. En cualquier momento alguien iba a abrir la cortina de un tirón.
Agnes saltó, o por lo menos llevó a cabo lo más parecido a un salto que pudo: fue una especie de movimiento vertical pesado, que hizo volar las cortinas a un lado, colisionó con un cuerpo delgado al otro lado y terminó en el suelo en un enredo con extremidades y terciopelo rasgado.
Ella respiró hondo y concentró todo su peso en el bulto que se retorcía debajo de ella.
—¡Voy a gritar! —le dijo—. ¡Y si grito te van a salir los tímpanos por la nariz!
Los torcimientos se detuvieron.
—¡Perdita! —dijo una voz amortiguada.
Encima de ella, la barra de la cortina se soltó por un lado y uno por uno, los aros de metal cayeron girando al suelo.
*****
Tata regresó a los sacos. Cada uno de ellos estaba atiborrado de formas duras y redondas que tintineaban suavemente bajo el tanteo de su dedo.
—Aquí hay mucho dinero, Walter —dijo con cautela.
—¡Sí señora Ogg!
Tata perdía la cuenta del dinero con gran facilidad, aunque aquello no quería decir que el tema no le interesara: era simplemente que, más allá de cierto punto, se volvía algo parecido a un sueño. Lo único de lo que podía estar segura era de que la cantidad que tenía delante podría hacer que se le cayeran las bragas a cualquiera.
—Supongo —dijo— que si yo te preguntara cómo ha llegado hasta aquí, dirías que lo ha traído el Fantasma, ¿verdad? Igual que las rosas.
—¡Sí señora Ogg!
Ella lo miró con preocupación.
—Vas a estar bien aquí abajo, ¿verdad? —dijo—. ¿Puedes quedarte aquí sentadito? Creo que tengo que hablar con alguna gente.
—¿Dónde está mi madre señora Ogg?
—Está echando una siestecita, Walter.
Walter pareció satisfecho con aquello.
—Te vas a quedar sentadito en tu... en esa sala, ¿verdad?
—¡Sí señora Ogg!
—Buen chico.
Ella volvió a mirar los sacos de dinero. El dinero traía problemas.
*****
Agnes se echó hacia atrás hasta quedar sentada en el suelo.
André se apoyó en los codos y se apartó la cortina de la cara
—¿Qué demonios estabas haciendo aquí? —dijo.
—Estaba... ¿Cómo que qué estaba haciendo yo aquí? ¡Tú eras quien iba por aquí como un ladrón!
—¡Y tú estabas escondida detrás de la cortina! —dijo André, poniéndose de pie y buscando a tientas las cerillas otra vez—. La próxima vez que apagues una lámpara, acuérdate de que va a seguir caliente.
—Estábamos... tratando unos asuntos importantes...
La lámpara brilló. André se dio la vuelta.
—¿Estábamos? —dijo.
Agnes asintió y miró al sitio donde estaba Yaya. La bruja no se había movido, aunque había que hacer un esfuerzo deliberado para distinguirla entre las formas y las sombras.
André cogió la lámpara y dio un paso adelante.
La sombras se movieron.
—¿Y bien? —dijo.
Agnes cruzó la sala dando zancadas y agitó una mano en el aire. Estaba el respaldo de la silla, estaba el jarrón y estaba... nada más.
—Pero ¡si estaba aquí!
—Un fantasma, ¿eh? —dijo André con sarcasmo.
Agnes retrocedió.
Hay algo raro en la luz de una lámpara sostenida por debajo de la cara de alguien. Las sombras están mal. Caen en lugares desafortunados. Los dientes parecen más prominentes. Agnes comprendió de repente que estaba a solas en una sala en circunstancias sospechosas con un hombre cuya cara resultaba súbitamente mucho más desagradable que antes.
—Te sugiero —dijo él— que vuelvas ahora mismo al escenario, ¿de acuerdo? Sería lo mejor que puedes hacer. Y no te entrometas en cosas que no te interesan. Ya has ido demasiado lejos.
El miedo no había abandonado a Agnes, pero sí había encontrado un espacio donde metamorfosearse en rabia.
—¡No tengo por qué aguantar esto! ¡Por lo que yo sé, tú podrías ser el Fantasma!
—¿De veras? Pues a mí me dijo alguien que Walter Plinge era el Fantasma —dijo André—. ¿A cuánta gente se lo dijiste? ahora resulta que ha muerto...
—¡No ha muerto!
Le salió antes de que pudiera evitarlo. Solamente lo había dicho para borrarle la sonrisa burlona de la cara. Y se la borró. Pero la expresión que vino después no era precisamente una mejora.
Crujió un tablón del suelo.
Los dos se dieron la vuelta.
En el rincón había una percha para sombreros, junto a una librería. De la percha colgaban varios abrigos y bufandas. Lo más probable es que solamente fuera la forma en que se proyectaban las sombras lo que hacía que, desde aquel ángulo, la percha pareciera una anciana. O bien...
—Malditos suelos —dijo Yaya, materializándose en primer plano. Se separó de los abrigos.
Tal como dijo Agnes más tarde: no era que se hubiera vuelto invisible. Simplemente se había vuelto una parte del escenario hasta que volvió a adelantarse. Estaba allí pero sin estar. Sin destacar en absoluto. Pasando tan desapercibida como el mejor de los mayordomos.
—¿Cómo ha entrado usted? —dijo André—. ¡He registrado toda la sala!
—Hay que ver para creer —dijo Yaya en tono tranquilo—. Por supuesto, el problema es que creer es también ver, y últimamente ha habido demasiado de eso por aquí. Ahora veamos: sé que tú no eres el Fantasma... así pues, ¿qué eres tú, que te cuelas a hurtadillas en sitios donde no deberías estar?
—Yo podría hacerle la misma pregunt...
—¿Yo? Soy una bruja, y bastante buena en ello.
—Es, ejem, de Lancre. De donde yo vengo —musitó Agnes, intentando mirarse los pies.
—Ah. ¿No será la que escribió ese libro? —dijo André— Porque he oído a la gente hablar de...
—¡No! Soy mucho peor que esa, ¿lo entiendes?
—Lo es —musitó Agnes.
André se quedó mirando fijamente a Yaya, como si estuviera sopesando sus posibilidades. Debió de decidir que andaban por las nubes.
—Yo... deambulo por los sitios oscuros en busca de problemas —dijo.
—¿Ah, sí? Hay un nombre muy feo para ese tipo de gente —dijo Yaya en tono cortante.
—Sí —dijo André—. Es «policía».
*****
Tata Ogg salió de los sótanos, frotándose la barbilla con expresión pensativa. Seguía habiendo músicos y cantantes pululando por todas partes, sin que nadie supiera qué iba a suceder a continuación. El Fantasma había tenido la decencia de ser perseguido y matado durante la pausa. En teoría aquello quería decir que no había razón para que no hubiera un tercer acto, tan pronto como herr Problematikus hubiera dado una batida en los pubs cercanos y arrastrado de vuelta a la orquesta. El espectáculo tenía que continuar.
Sí, pensó Tata, tiene que continuar. Es como cuando se prepara una tormenta eléctrica... no... es más bien como hacer el amor. Sí. Aquella era una metáfora mucho más oggiana. Uno pone todas sus energías en ello, así que tarde o temprano llega un punto en que hay que seguir adelante como sea, porque detenerse es inimaginable. El director de escena podía descontarles un par de dólares del salario y aun así ellos continuarían, y todo el mundo lo sabía. Y aun así continuarían.
Llegó a una escalera de mano y subió lentamente hasta las bambalinas.
No había tenido ocasión de asegurarse. Y ahora necesitaba estar segura.
El altillo flotante estaba vacío. Caminó con cuidado por la pasarela hasta estar encima del auditorio. A través del techo que tenía debajo le llegaba el rumor del público, un poco amortiguado.
Salía luz hacia arriba por el punto en que el grueso cable de la lámpara de araña desaparecía en su agujero. Ella caminó hasta la trampilla chirriante y se asomó hacia abajo.
Un calor tremendo estuvo a punto de chamuscarle el pelo. Pocos metros por debajo de ella ardían cientos de velas.
—Menudo horror si todo eso se cayera —dijo en voz baja—. Supongo que todo el lugar ardería como un pajar.
Dejó que su mirada subiera y subiera por el cable hasta el punto, a la altura de la cintura, en que estaba cortado a medias. Era algo que no se veía a menos que uno esperara encontrárselo.
Luego volvió a bajar la vista y la paseó por entre la oscuridad y el polvo hasta descubrir algo medio escondido en el polvo.
Por detrás de ella, una sombra entre las sombras se puso de pie, recuperó el equilibrio con cuidado y echó a correr.
—Conozco a los policías —dijo Yaya—. Tienen cascos enormes y pies enormes y se los ve a un kilómetro de distancia. Hay un par de ellos husmeando en los bastidores. Cualquiera puede ver que ellos son policías. Pero tú no tienes pinta de serlo. —Le dio vueltas y más vueltas a la placa en sus manos—. No me gusta nada la idea de policías secretos —dijo—. ¿Para qué se necesitan policías secretos?
—Porque —dijo André— a veces hay criminales secretos.
Yaya estuvo a punto de sonreír.
—Eso está claro —dijo. Echó un vistazo al pequeño grabado que había en la parte de atrás de la placa—. Aquí dice «Particulares de la calle Cable»...
—No somos muchos —dijo André—. Acabamos de empezar. El comandante Vimes dijo que, como no podemos hacer nada con el Gremio de Ladrones y el Gremio de Asesinos, mejor que busquemos otros crímenes. Crímenes ocultos requieren hombres de la Guardia con... habilidades distintas... yo sé tocar el piano bastante bien...
—¿Qué clase de habilidades tienen ese troll y ese enano? —dijo Yaya—. A mí me parece que lo único que se les da bien es pulular por ahí llamando la atención y con pinta de idiot... ¡Ja! SÍ...
—Exacto. Y ni siquiera necesitaron mucha formación —dijo André—. El comandante Vimes dice que no puede haber otros policías más evidentes. Por cierto, el cabo Nobbs tiene ciertos documentos que demuestran que es un ser humano.
—¿Falsificados?
—Creo que no.
Yaya Ceravieja inclinó la cabeza a un lado.
—Si tu casa estuviera ardiendo, ¿qué es lo primero que sacarías de ella?
—Oh, Yaya... —empezó a decir Agnes.
—Hum. ¿Quién la ha incendiado? —dijo André.
—Eres policía, está claro —Yaya le entregó su placa—. ¿Has venido a detener al pobre Walter? —dijo.
—Sé que no asesinó al doctor Undershaft. Lo tenía bajo vigilancia. Se pasó toda la tarde intentando desatascar los retretes...
—Yo tengo pruebas de que Walter no es el Fantasma —dijo Agnes.
—Estaba casi seguro de que era Salzella —dijo André—. Sé que a veces baja a escondidas a los sótanos y estoy seguro de que está robando dinero. Pero al Fantasma se lo ha visto cuando Salzella estaba a la vista de todos. Así que ahora pienso...
—¿Piensas? ¿Piensas? —dijo Yaya—. ¿Así que por fin hay alguien por aquí que piensa? ¿Cómo se reconoce al Fantasma, señor policía?
—Bueno... lleva una máscara...
—¿De verdad? Ahora dilo otra vez y escucha lo que estás diciendo. ¡Por los dioses! ¿Se lo reconoce porque lleva una máscara? ¿Se lo reconoce porque no se sabe quién es? ¡La vida es tan sencilla! ¿Quién ha dicho que solamente haya un Fantasma?
*****
La figura atravesó corriendo las sombras del altillo flotante con la capa ondeando a su alrededor. Tata Ogg era un contorno que se recortaba contra el fondo de luz, asomada hacia abajo. Sin volver la cabeza, Tata dijo:
—Hola, señor Fantasma. Ha venido a por su sierra, ¿verdad? Y luego dio la vuelta en un abrir y cerrar de ojos hasta ponerse detrás del cable, contemplando a la sombra.
—¡Hay millones de personas que saben que estoy aquí arriba! Y no le haría daño usted a una ancianita, ¿verdad? Ay, cielos... ¡mi pobre corazón!
Se desplomó hacia atrás, golpeando el suelo lo bastante fuerte como para hacer que el cable se balanceara.
La figura vaciló. Luego se sacó una cuerda fina de un bolsillo y avanzó con cautela hasta la bruja caída. Se arrodilló, se enrolló un extremo de la cuerda en torno a cada mano y se inclinó hacia delante.
Tata lanzó un rodillazo de repente.
—Ya me siento mucho mejor, caballero —dijo, mientras él salía despedido hacia atrás.
Tata se puso de pie esforzadamente y agarró la sierra.
—Venía usted a terminar el trabajo, ¿eh? —dijo ella, blandiendo la herramienta en el aire—. ¡Me pregunto cómo le iba a echar la culpa de esto a Walter! Le haría a usted feliz, ¿verdad?, ver cómo todo esto arde.
Con movimientos torpes, la figura retrocedió mientras ella avanzaba. Luego se dio la vuelta, echó a andar a trompicones por la pasarela bamboleante y desapareció entre las sombras.
Tata lo siguió a buen paso y lo vio bajar por una escalera de mano. Echó un vistazo rápido a su alrededor, agarró una soga para bajar deslizándose en su persecución y oyó que en algun parte empezaba a traquetear una polea.
Descendió con la falda ondeando a su alrededor. Cuando estaba a mitad de camino, un montón de sacos de arena pasaron a su lado subiendo a toda velocidad.
Mientras continuaba el descenso traqueteante, vio por entre sus botas que había alguien forcejeando con la trampilla que daba a los sótanos.
Aterrizó a un par de metros de distancia, con la soga todavía en las manos.
—¿Señor Salzella?
Tata se metió dos dedos en la boca y soltó un silbido capaz de fundir la cera de las orejas.
Soltó la soga.
Salzella levantó la vista para mirarla mientras levantaba la puerta de la trampilla y en ese momento vio la forma que bajaba desde el techo.
Noventa kilos de sacos de arena cayeron sobre la puerta, cerrándola de golpe.
—¡Ándese con ojo! —dijo Tata en tono jovial.
*****
Balde esperaba nervioso en los bastidores. Innecesariamente nervioso, claro. El Fantasma estaba muerto. No podía haber nada de que preocuparse. Había gente diciendo que habían visto su muerte, aunque Balde tenía que admitir que eran un poco vagos sobre los detalles en sí.
Nada de que preocuparse.
Nada de nada.
Nada en absoluto, de ninguna manera.
No había nada de lo que preocuparse en ningún sentido posible.
Se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa. La Verdad era que la vida en el negocio de los quesos al por mayor no había sido tan mala. La peor preocupación que se podía tener era un botón del pantalón del pobre Reg Plenty en el queso de granja con nueces o la vez que el joven Wecvins se hizo migas el pulgar en la batidora y solamente la suerte quiso que justo entonces estuvieran preparando yogur de fresa
Notó una presencia imponente a su lado. Se agarró a una cortina para no perder el equilibrio y luego se giró para ver con gran alivio la panza majestuosa y tranquilizadora de Enrico Basílica. El tenor tenía un aspecto magnífico vestido con un enorme disfraz de pollo, incluyendo un pico gigante, barbas y cresta.
—Ah, signore —balbuceó Balde—. Muy impresionante, déjeme que se lo diga.
—Vero —dijo una voz amortiguada procedente de alguna parte detrás del pico, mientras otros miembros de la compañía pasaban apresuradamente a su lado en dirección al escenario.
—Déjeme transmitirle mis disculpas por todo lo que ha sucedido antes. Puedo asegurarle que no pasa todas las noches, jajaja...
—Vero
—Probablemente es que los ánimos están muy altos, jajaja... El pico se giró hacia él. Balde retrocedió.
—Vero
—... Sí... bueno, me alegro de que sea usted tan comprensivo...
Temperamental, pensó, mientras el tenor se marchaba dando zancadas hacia el escenario y la obertura del Tercer Acto tocaba a su fin. Los verdaderos artistas son así. Sus nervios pueden estirarse como gomas elásticas, supongo. Es como esperar al queso, en realidad. Uno se puede poner realmente nervioso mientras espera a ver si ha conseguido media tonelada del mejor queso azul o solamente una cuba llena de comida para cerdos. Probablemente sea lo mismo cuando uno tiene un aria a punto de llegar...
—¿Adonde ha ido? ¿Adonde ha ido?
—¿Cómo? Ah... señora Ogg...
La anciana le blandió una sierra delante de la cara. En actual estado de tensión mental del señor Balde no fue un gesto beneficioso.
De pronto se vio rodeado de otras figuras, igualmente suscitadoras de signos de exclamación múltiples.
—¿Perdita? ¿Por qué no estás en el escenario...? Oh, lady Esmerelda, no la había visto. Por supuesto, si quiere venir a los bastidores solamente tiene que...
—¿Dónde está Salzella? —dijo André.
Balde miró a su alrededor con expresión vaga.
—Estaba aquí hace unos minutos... Es decir —dijo, recuperando la compostura— que probablemente el señor Salzella esté atendiendo a sus obligaciones en alguna parte, lo cual, joven, es más de lo que puedo decir de...
—Le exijo que detenga el espectáculo ahora mismo —dijo André.
—¿Ah, en serio? ¿Y con qué autoridad, si me permite la pregunta?
—¡Ha estado serrando la cuerda! —dijo Tata.
André sacó una placa.
—¡Con esta!
Balde la examinó de cerca.
—¿«Gremio de Músicos de Ankh-Morpork. Miembro 1.244»?
André lo fulminó con la mirada, luego hizo lo propio con la placa y se puso a palmearse los bolsillos apresuradamente.
—¡No! Mierda, sé que tenía la otra hace un momento... Mire, tiene usted que vaciar el teatro, tenemos que hacer una batida, y eso quiere decir...
—No detenga el espectáculo —dijo Yaya.
—No voy a detener el espectáculo —dijo Balde.
—Porque sospecho que a él le gustaría ver que se detiene. El espectáculo tiene que continuar, ¿no? ¿No es eso lo que ustedes piensan? ¿Es posible que haya salido del edificio?
—He enviado al cabo Nobbs a la entrada para actores y el sargento Detritus está en el vestíbulo —dijo André—. Cuando se trata de quedarse en la puerta, se cuentan entre los mejores.
—Perdonen, ¿qué está pasando aquí? —dijo Balde.
—¡Podría estar en cualquier parte! —dijo Agnes—. ¡Hay centenares de escondrijos!
—¿Quién? —dijo Balde.
—¿Y qué hay de esos sótanos de los que habla todo el mundo? —dijo Yaya.
—¿Dónde?
—Solamente hay una entrada —dijo André—. No es tonto.
—No puede meterse en los sótanos —dijo Tata—. ¡Se ha ido corriendo! ¡Probablemente debe de estar metido en algún armario!
—No, permanecerá donde haya mucha gente —dijo Yaya—. Eso es lo que yo haría.
—¿Cómo? —dijo Balde.
—¿Podría haber llegado hasta el público desde aquí? —dijo Tata.
—¿Quién? —dijo Balde.
Yaya señaló con un pulgar hacia el escenario.
—Está ahí en alguna parte. Lo noto.
—¡Entonces esperaremos a que salga!
—¿Cuando ochenta personas salgan al mismo tiempo del escenario? —dijo Agnes—. ¿No sabéis cómo es cuando se baja el telón?
—Y no queremos detener el espectáculo —murmuró Yaya.
—No, no queremos detener el espectáculo —dijo Balde, aferrándose a la única idea familiar que vio pasar arrastrada por la corriente de incomprensibilidad—. Ni devolverle a la gente su dinero de ninguna forma en absoluto. ¿Alguien sabe de qué estamos hablando aquí?
—El espectáculo debe continuar —murmuró Yaya Ceravieja, todavía asomándose desde los bastidores—. Las cosas han de acabar correctamente. Esto es la ópera. Han de tener un final operático...
Tata Ogg se puso a dar saltitos emocionados.
—¡Ooh, ya sé qué estás pensando, Esme! —chilló— ¡sí, sí! ¿Podemos? ¡Así podré decir que lo he hecho! ¿Eh? ¿lo hacemos? ¡Venga! ¡Hagámoslo!
*****
Henry Legulino miró con atención el folleto de la ópera. Por supuesto, no había entendido del todo los acontecimientos de los dos primeros actos, pero sabía que no pasaba nada porque había que ser bastante ingenuo para esperar que además de haber buenas canciones todo tuviera sentido. Además, todo se explicaría en el último acto, que era el Baile de Máscaras en el Palacio del Duque. Casi seguro que acabaría resultando que la mujer que uno de los hombres había estado cortejando de forma más bien atrevida era en realidad su propia esposa, pero tan astutamente disfrazada con una máscara diminuta que su marido no se habría fijado en que llevaba la misma ropa y el mismo peinado. El sirviente de alguien resultaría ser la hija de otro disfrazada. Alguien moriría de algo que no le impediría cantar sobre ello durante varios minutos. Y la trama se resolvería gracias a algunas coincidencias que, en la vida real, serían tan probables como un martillo de cartón.
Él no sabía nada de todo esto con certeza. No eran más que suposiciones bien fundadas.
Entretanto el Tercer Acto se abrió con el ballet tradicional, que en aquella ocasión parecía ser una danza campestre a cargo de las Doncellas de la Corte.
Henry oyó risotadas sofocadas a su alrededor.
La razón de las mismas era que, si uno recorría con la mirada las cabezas de la hilera de bailarinas que subían grácilmente al escenario cogidas de los brazos, se encontraba con un vacío aparente.
Y aquel vacío solamente se llenaba si uno bajaba medio metro la mirada, hasta una bailarina pequeña y gorda con una amplia sonrisa, un tutu que le venía pequeño, bragas largas y blancas y... botas.
Henry se fijó en ellas. Eran unas botas enormes. Y se movían de un lado a otro a una velocidad asombrosa. Las zapatillas de sap de las demás bailarinas titilaban al deslizarse por el suelo, pero aquellas botas relampagueaban y repiqueteaban como un bailarín de claque que tuviera miedo de caerse dentro del fregadero.
Las piruetas también eran originales. Mientras las demás bailarinas giraban como copos de nieve, la pequeña y gorda giraba como una peonza y se movía por el escenario también como una peonza, con diversas partes de su anatomía intentando emplazarse en una órbita geoestacionaria.
Alrededor de Henry había miembros del público hablando en voz baja.
—Oh, sí —oyó afirmar a alguien—. Esto lo intentaron en Pseudópolis.
Su madre le dio un codazo.
—¿Esto está en el guión?
—Esto... Creo que no...
—¡Pues es cojonudo! ¡Una risa!
La bailarina gorda chocó con un burro vestido de etiqueta, perdió el equilibrio y se agarró de la máscara del burro, que se soltó...
Herr Problematikus, el director de la orquesta, se quedó paralizado de horror y de asombro. A su alrededor los miembros de la orquesta se fueron deteniendo, confundidos, con la excepción de la tuba...
...uum-BAA... uum-BAA... uum-BAA...
...que había memorizado la partitura hacía años y nunca le interesaban mucho los acontecimientos presentes.
Dos figuras se pusieron de pie delante de Problematikus. Una mano le agarró la batuta.
—Lo siento, señor —dijo André—. Pero el espectáculo tiene que continuar, ¿verdad? —Y le dio la batuta a la otra figura.
—Aquí tienes —dijo—. Y no les dejes parar.
—¡Ook!
El Bibliotecario cogió cuidadosamente en volandas a her Problematikus con una mano y lo dejó a un lado. Luego lamió la batuta con gesto pensativo y por fin concentró su mirada en el intérprete de tuba.
... uum-BAA-uum-BAA... uum... om...
El intérprete de tuba le dio unos golpecitos en el hombro a un trombonista.
—Eh, Frank, hay un mono en el sitio del viejo Problematikus...
—¡Callacallacallacalla!
Satisfecho, el orangután alzó los brazos.
La orquesta levantó la vista. Y luego la levantó un poco más. Ningún director de orquesta en toda la historia de la música, ni siquiera el que una vez frió el hígado del intérprete de flautín en un címbalo por tocar demasiadas notas en falso, ni siquiera el que ensartó a tres violinistas problemáticos con su batuta, ni siquiera el que hizo comentarios sarcásticos realmente dolorosos en voz alta, fue nunca objeto de semejante atención reverencial.
Sobre el escenario, Tata Ogg aprovechó el silencio para quitarle la cabeza a una rana.
—¡Señora!
—Lo siento, pensaba que era usted otra persona...
Los largos brazos cayeron. Con un solo acorde enorme y desmañado, la orquesta regresó bruscamente a la vida.
Las bailarinas, después de un momento de confusión durante el cual Tata Ogg aprovechó para decapitar a un payaso y a un fénix, intentaron reanudar su baile.
El coro observaba, divertido.
Christine sintió que le daban unos golpecitos en el hombro, se giró y vio a Agnes.
—¡Perdita! ¡¿Dónde has estado?! —dijo entre dientes—. ¡Ya casi es la hora de mi dúo con Enrico!
—¡Tienes que ayudarnos! —dijo Agnes entre dientes. Pero en el fondo de su alma Perdita dijo: «conque Enrico, ¿eh? Para todos los demás es el signore Basilica...».
—¡¿Ayudaros a qué?! —dijo Christine.
—¡A quitarle la máscara a todo el mundo!
La frente de Christine se llenó de hermosas arrugas.
—Eso no tiene que pasar hasta el final de la ópera, ¿no?
—Esto... ¡lo han cambiado todo! —dijo Agnes en tono apremiante. Se giró hacia un noble que llevaba una máscara de cebra y se la quitó de un tirón desesperado. El cantante que había debajo la fulminó con la mirada.
—¡Lo siento! —susurró ella—. ¡Creí que era usted otra persona!
—¡No nos las podemos quitar hasta el final!
—¡Lo han cambiado!
—¿Ah, sí? ¡Nadie me lo ha dicho!
Una jirafa de cuello corto que había junto a él se inclinó hacia un lado:
—¿Qué pasa?
—¡Parece que la gran escena del desenmascaramiento es ahora!
—¡Nadie me lo ha dicho!
—Ya, pero ¿alguien nos dice algo alguna vez? Solamente somos el coro... Oye, ¿por qué el viejo Problematikus lleva una máscara de mono...?
Tata Ogg pasó haciendo piruetas, se lanzó contra un elefante de etiqueta y lo decapitó tirándole de la trompa. Luego susurró:
—Es que estamos buscando al Fantasma.
—Pero... el Fantasma está muerto, ¿no?
—Los fantasmas cuestan de matar —dijo Tata.
A partir de aquel momento el rumor se empezó a propagar. No hay nada como un coro para difundir rumores. La misma gente que no creería a un sumo sacerdote si les dijera que el cielo es azul, y además pudiera mostrarles declaraciones juradas en este sentido firmadas por su anciana madre canosa y tres vírgenes vestales, creería en cambio cualquier cosa que un completo desconocido les susurrara en un pub tapándose la boca con la mano.
Una cacatúa se dio la vuelta y tiró de la máscara de un loro.
*****
Balde sollozó. Aquello era peor que el día en que explotó la leche de manteca. Aquello era peor que la ola de calor repentina que sembró el caos en un almacén lleno de Lancre Extra Fuerte.
La ópera se había convertido en una pantomima.
El público se estaba riendo.
El único personaje que seguía llevando su máscara era el signore Basilica, que estaba contemplando los esfuerzos del coro con todo el asombro altivo que le permitía su propia máscara, y que, asombrosamente, era considerable.
—Oh, no —gimió Balde—. ¡Ya no levantaremos cabeza! ¡Nunca regresará con nosotros! ¡Va a correr la voz por todo el circuito de la ópera y ya nadie querrá venir aquí!
—¿Ya nadie querrá qué...? —balbuceó una voz detrás de él.
Balde se dio la vuelta.
—Oh, signore Basilica —dijo—. No lo había visto... Justamente estaba pensando, ¡confío en que no crea usted que esto es típico de aquí!
El signore Basilica lo miró sin verlo, bamboleándose ligeramente para un lado y para otro. Llevaba la camisa rota.
—Ahguien... —dijo.
—¿Perdone?
—Ahguien... ahguien me ha arreao en la cabeza —dijo el tenor—. ¿Me da un vaso de agua, po favo...?
—Pero usted... está a punto... de... cantar... ¿verdad que sí? dijo Balde. Agarró al hombre aturdido por el cuello de la camisa para acercárselo, pero lo único que consiguió fue levantarse a sí mismo del suelo hasta que sus zapatos estuvieron a la altura de las rodillas de Basilica—. Dígame... que está usted... en el escenario... ¡¡¡por favor!!!
Incluso en su estado aturdido, Enrico Basilica, alias Henry Babosa, reconoció lo que podría llamarse la dicotomía esencial de aquella declaración. Así que se atuvo a lo que conocía. —Ahguien me ha atizao nun pasillo... —sugirió.
—¿No es usted el que está ahí fuera?
Basílica parpadeó pesadamente.
—¿Yo no soy yo?
—¡¡¡Va a cantar usted el famoso dúo dentro de un momento!!!!
Otra idea pasó por el cráneo maltratado de Basílica:
—¿Ese soy yo? —dijo—. Qué bien. Tengo buchas ganas. Nunca me he escuchao a bi bisbo.
Soltó un pequeño suspiro de felicidad y se desplomó de espaldas cuan largo era.
Balde se apoyó en una columna para no perder el equilibrio. Luego se le frunció el ceño y, en la mejor tradición de las reacciones tardías, se quedó mirando al tenor caído y contó hasta uno con los dedos. Luego se giró hacia el escenario y contó hasta dos.
Notaba que en cualquier momento se avecinaba un cuarto signo de exclamación.
*****
El Enrico Basilica que estaba en el escenario giró su máscara en una dirección y luego en la otra. A la derecha del escenario, Balde estaba hablando en voz baja con un grupo de tramoyistas. A la izquierda del escenario, André el pianista secreto estaba esperando. A su lado se erguía un troll enorme.
El cantante rojo y gordo caminó hasta el centro del escenario mientras empezaba el preludio del dúo. El público se volvió a poner cómodo. Los juegos y la diversión en el coro estaban muy bien, tal vez incluso formaban parte de la trama, pero ellos habían pagado por esto. Esto era lo que realmente importaba.
Agnes lo observó mientras Christine caminaba hacia él. Ahora se daba cuenta de que algo fallaba en Basilica. Oh, si, estaba gordo, de una forma que sugería una almohada debajo de la camisa, pero no se movía como Basilica. Basilica se movía con pasitos suaves, como suelen hacer los hombres gordos, dando la impresión de ser un globo mal amarrado.
Miró a Tata, que también estaba vigilando con atencion al hombre. No podía ver a Yaya Ceravieja por ninguna parte. Probablemente aquello quería decir que estaba muy cerca.
La expectación del público pesaba sobre todos ellos. Sus cejas abiertas como pétalos. La cuarta pared del escenario, la oscuridad enorme y absorbente de fuera, era un pozo de silencio que suplicaba que lo llenaran.
Christine se estaba acercando a él con total despreocupación. Christine se metería en la boca de un dragón si llevara un letrero que dijera «Totalmente inofensiva, prometido»... Por lo menos si el letrero estuviera impreso en letras grandes y fáciles de entender. Nadie parecía querer hacer nada al respecto. Era un dúo famoso. Y hermoso. Agnes lo sabía bien. Se había pasado toda la noche anterior cantándolo.
Christine cogió de la mano al falso Basilica y, mientras sonaban los compases iniciales del dúo, abrió la boca...
—¡Detente!
Agnes había puesto toda su energía en el grito. La lámpara de araña tintineó.
La orquesta dejó de tocar con un revuelo de bufidos y tañidos.
En medio de los acordes evanescentes y los ecos moribundos, el espectáculo se detuvo.
*****
Walter Plinge estaba sentado a la tenue luz de las velas debajo del escenario, con las manos apoyadas en el regazo. No pasaba a menudo que Walter Plinge no tuviera nada que hacer, pero cuando no tenía nada que hacer, no hacía nada.
Le gustaba aquel sitio. Era familiar. A través de las paredes le llegaban los sonidos de la ópera. Llegaban lejanos, pero no importaba. Walter se sabía todos los textos, hasta la última nota de las partituras, hasta el último paso del último baile. Necesitaba las actuaciones propiamente dichas de la misma forma en que un reloj necesita su diminuto mecanismo de escape: mantenía en marcha su tranquilo tictac.
La señora Plinge le había enseñado a leer usando viejos programas de la ópera. Así es como había descubierto que él formaba parte de todo aquello. Aunque no era nada que no supiera ya. Había echado los dientes mordisqueando un casco con cuernos. La primera cama que recordaba era la misma cama elástica usada por lady Gigli en el infame incidente de la Gigli Saltarina.
La ópera era la vida de Walter Plinge. Respiraba sus canciones, pintaba sus decorados, encendía sus fuegos, fregaba sus suelos y sacaba brillo a sus zapatos. La ópera llenaba espacios en Walter Plinge que de otra manera habrían quedado vacíos.
Y ahora el espectáculo acababa de detenerse.
Pero toda la energía y toda la emoción contenida y en estado puro que se acumula detrás de un espectáculo —todos los gritos, los miedos, las esperanzas, los deseos— siguieron volando, como un cuerpo que sale despedido de un accidente.
Y aquel terrible impulso se estampó contra Walter Plinge como un maremoto que golpeara una taza de té.
Lo hizo salir volando de su silla y lo lanzó contra el decorado ruinoso.
Resbaló hasta el suelo y se encogió hasta no ser más que una bola temblorosa en el suelo, tapándose los oídos con las manos para no oír aquel silencio repentino, antinatural.
De las sombras salió una figura.
Yaya Ceravieja nunca había oído hablar de la psiquiatría y aunque ese no fuera el caso no habría querido tener nada que ver con ella. Hay algunas artes demasiado oscuras hasta para una bruja. Ella practicaba la cabezología; de hecho, la había practicado hasta convertirse en una maestra. Y aunque pudiera haber algunas semejanzas superficiales entre un psiquiatra y un cabezólogo, en la práctica existía una diferencia enorme. Si estuviera tratando a un hombre que teme estar siendo seguido por un monstruo enorme y terrible, el psiquiatra se esforzaría por convencerle de que los monstruos no existen. Yaya Ceravieja simplemente le daría una silla para que se subiera a ella y un palo muy grande.
—Levántate, Walter Plinge —dijo Yaya.
Walter se puso de pie, mirando hacia delante.
—¡Se ha parado! ¡Se ha parado! ¡Parar el espectáculo trae mala suertel —dijo con voz ronca.
—Alguien tendría que empezarlo de nuevo —dijo Yaya.
—¡No se puede parar el espectáculo! ¡Es el espectáculo!
—Sí, alguien tendría que empezarlo de nuevo, Walter Plinge.
Walter no parecía ser consciente de su presencia. Hojeó erráticamente su pila de partituras y pasó las manos por los montones de viejos programas. Puso una mano sobre el teclado del armonio y tocó unas cuantas notas neuróticas.
—No está bien parar. El espectáculo debe continuar...
—El señor Salzella está intentando parar el espectáculo, ¿verdad, Walter?
Walter levantó de repente la cabeza. Miró fijamente hacia delante.
—¡No has visto nada, Walter Plinge! —dijo, con una voz tan parecida a la de Salzella que hasta Yaya enarcó una ceja—. ¡Y si dices mentiras, te encerraré y me encargaré de que tu madre tenga problemas graves!
Yaya asintió.
—Se enteró de lo del Fantasma, ¿verdad? —dijo—. El Fantasma que aparece cuando lleva puesta la máscara... ¿verdad, Walter? Y pensó: puedo aprovecharme de esto. Y cuando sea hora de que cojan al Fantasma... bueno, hay un Fantasma al que pueden coger. Y lo mejor es que todos lo creerán. Se sentirán mal consigo mismos, tal vez, pero lo creerán. Y ni siquiera Walter Plinge estará seguro porque tiene la mente hecha un lío.
Yaya respiró hondo.
—Está hecha un lío pero no es retorcida. —Hubo un suspiro— Bueno, los problemas tendrán que resolverse solos. No queda otro remedio.
Se quitó el sombrero y hurgó en el interior de la punta.
—No me importa decirte esto, Walter —dijo—, porque no lo vas a entender y no te vas a acordar. Había una vez una bruja malvada que se llamaba Aliss la Negra. Era un terror impío. Nunca ha habido ninguna peor ni más poderosa. Hasta ahora. Porque yo podría escupirle en el ojo y robarle la dentadura postiza, ya ves. Porque ella no podía distinguir lo que era Correcto de lo que no, así que la mente se le retorció y aquel fue su final.
»El problema, ¿sabes?, es que si uno distingue lo que es Correcto de lo que no lo es, entonces no puede elegir lo segundo. No se puede elegir eso y seguir adelante con tu vida. Así pues... si yo fuera una mala bruja podría hacer que los músculos del señor Salzella se volvieran contra sus huesos y se los rompieran en el acto... si fuera mala. Podría hacerle cosas a su cabeza, cambiar la forma que él cree que tiene, y él acabaría de rodillas, o en lo que habían sido sus rodillas, y me suplicaría que lo convirtiera en una rana... si fuera mala. Podría dejarle la mente como unos huevos revueltos, oyendo los colores y escuchando los olores... si fuera mala. Oh, sí. —Hubo otro suspiro, más profundo y más sentido—. Pero no puedo hacer nada de todo eso. No sería Correcto.
Soltó una risita despectiva. Y si Tata Ogg hubiera estado escuchando, habría llegado a la siguiente conclusión: que ninguna risotada enloquecida de la Aliss la Negra del infausto recuerdo, ninguna risita maligna de cualquier vampiro demente cuya moralidad fuera todavía peor que su ortografía, ninguna carcajada salpicada de babas del torturador más inventivo podía ser tan aterradora como una risita jovial de Yaya Ceravieja cuando estaba a punto de hacer lo más conveniente.
De la punta de su sombrero Yaya sacó una máscara fina como el papel. Era una cara muy sencilla: lisa, blanca y básica. Tenía sendos agujeros semicirculares para los ojos. No estaba ni triste ni alegre.
Ella le dio vueltas con las manos. A Walter pareció cortársele la respiración.
—Qué cosa tan sencilla, ¿verdad? —dijo Yaya—. Es preciosa, pero no es más que un objeto normal y corriente, igual que cualquier otra máscara. Los magos se podrían pasar un año urgando en ella y seguirían diciendo que no tiene ni una pizca de magia, ¿verdad? Lo cual viene a demostrar lo poco que saben, Walter Plinge. Se la lanzó. Él la cogió con avidez y se la puso en la cara. Entonces se incorporó con un solo movimiento elegante, como si fuera un bailarín.
—No sé qué eres cuando estás detrás de la máscara —dijo Yaya—, pero «fantasma» no es más que otra palabra para decir «espíritu», y «espíritu» no es más que otra palabra para decir «alma». Ahora puedes ir, Walter Plinge. La figura enmascarada no se movió.
—Quería decir... puedes ir, Fantasma. El espectáculo debe continuar.
La máscara asintió y salió disparada. Yaya dio una palmada que retumbó como el juicio final.
—¡Vale! ¡Hagamos un poco el bien! —le dijo al universo en general.
*****
Todo el mundo la estaba mirando.
Se encontraban en un momento del tiempo, un pequeño punto entre el pasado y el futuro, en que un segundo podía dilatarse sin fin...
Agnes sintió que empezaba a ruborizarse. El rubor avanzaba hacia su cara como la venganza del dios volcán. Cuando llegara allí, lo sabía, todo se habría acabado para ella.
Pedirás perdón, se burló Perdita.
—¡Cállate! —gritó Agnes.
Echó a andar antes de que el eco tuviera tiempo de regresar de la otra punta del auditorio y arrancó la máscara roja
El coro entero soltó una exclamación al unísono. Después de todo, aquello era la ópera. El espectáculo se había detenido pero la ópera continuaba...
—¡Salzella!
Salzella agarró a Agnes y le tapó la boca con la mano. Su otra mano salió disparada hasta su cinturón y desenvainó la espada.
No era una espada de atrezo. La hoja siseó en el aire mientras Salzella se giraba para mirar al coro.
—¡Oh, cielos, cielos, cielosl —dijo—. Qué extremadamente operístico soy. Y ahora me temo que voy a tener que coger como rehén a esta pobre chica. Es lo más apropiado, ¿verdad?
Miró a su alrededor con expresión triunfal. El público se lo quedó mirando y guardó un silencio fascinado.
—¿Es que nadie va a decir «No te saldrás con la tuya»? —dijo.
—No te saldrás con la tuya —dijo André desde los bastidores.
—Tienes el lugar rodeado, me imagino —dijo Salzella en tono jovial.
—Sí, tenemos el lugar rodeado.
Christine chilló y se desmayó.
Salzella sonrió con aire todavía más jovial.
—¡Ah, eso si que es un comportamiento operístico! —dijo—. Pero ¿sabéis qué? Resulta que sí que me voy a salir con la mía, porque yo no pienso en términos operísticos. Yo y esta joven señorita vamos a bajar a los sótanos donde es posible que yo la deje sin hacerle ningún daño. Dudo mucho que tengáis los sótanos rodeados. Ni siquiera yo conozco todos los lugares a los que llevan, y creedme, mi conocimiento es bastante extenso...
Hizo una pausa. Agnes intentó soltarse, pero él reforzó la presa sobre su cuello.
—Llegado este punto —dijo—, alguien tendría que haber dicho: «Pero ¿por qué, Salzella?». Hay que ver, ¿eh? ¿Es que tengo que hacerlo todo yo?
Balde se dio cuenta de que tenía la boca abierta.
—¡Es justo lo que yo iba a preguntar! —dijo.
—Ah, bien. Bueno, en ese caso, yo debería decir algo estilo: porque quería. Porque me gusta mucho el dinero, sobre todo —respiró hondo—, porque odio de verdad la Ópera. Tampoco quiero emocionarme innecesariamente con esto, pero la ópera, me temo, es lo más espantoso que hay. Y ya me he hartado. Así pues, ahora que tengo el escenario para mí, dejadme deciros que es una forma de arte completamente horrible, narcisista, totalmente carente de realismo y de ningún valor, un desperdicio terrible de buena música, un...
Se oyó un runruneo a un lado del escenario. Las faldas de los vestidos empezaron a inflarse. Se levantó una polvareda.
André miró a su alrededor. A su lado, la máquina de viento se había puesto a funcionar. La manivela estaba girando sola.
Salzella se volvió para ver lo que todo el mundo estaba mirando.
El Fantasma se había dejado caer ágilmente sobre el escenario. Su capa operística ondeaba a su alrededor... operísticamente.
Hizo una pequeña reverencia y desenvainó su espada.
—Pero si estás mué... —empezó a decir Salzella—. ¡Oh, sí! ¡El fantasma de un Fantasma! ¡Totalmente inverosímil y una ofensa al sentido común, en la mejor tradición operística! ¡De verdad que esto es mucho mejor de lo que esperaba!
Apartó a Agnes de un empujón y asintió con expresión feliz.
—Esto es lo que la ópera le hace a uno —dijo—. Pudre el cerebro, fijaos, y dudo que este pobre tuviera mucho cerebro para empezar. Vuelve loca a la gente. ¡¡Loca, escuchadme, loca!! Ejem. Les hace actuar de forma irracional. ¿Acaso creéis que no me he pasado años observándoos? ¡¡Esto es como un invernáculo para la demencia!! ¿Me escucháis? ¡¡Demencia!!
El y el Fantasma empezaron a caminar en círculos el uno alrededor del otro.
—¡¡No podéis imaginaros lo mal que lo he pasado, de verdad, siendo el único hombre cuerdo en este manicomio!! ¡¡Os creéis cualquier cosall ¡¡Preferiríais creer que un fantasma puede estar en dos sitios a la vez antes que admitir que podría simplemente haber dos personas!! ¡¡Hasta a Pounder se le ocurrió que podía chantajearme!! Bueno, por supuesto, tuve que matarlo por su propio bien. ¡¡Este lugar vuelve locos incluso a los cazadores de ratas!! Y Undershaft... bueno, ¿por qué no pdía haberse olvidado las gafas como hacía habitualmente, eh?
Lanzó una estocada. El Fantasma detuvo el golpe.
—Y ahora voy a luchar contra este Fantasma vuestro —dijo avanzando en medio de un revuelo de estocadas—, y os daréis cuenta de que este Fantasma no tiene nociones de esgrima. Porque solamente conoce la esgrima del teatro, mira por dónde... donde lo único que importa, por supuesto, es golpear la espada del oponente haciendo el correspondiente ruido metálico impresionante... para poder morir muy dramáticamente por el mero hecho de que él le ha metido con cuidado la espada debajo del sobaco...
El Fantasma se vio obligado a retroceder ante la arremetida, hasta que tropezó con el cuerpo inconsciente de Christine y cayó de espaldas.
—¿Lo veis? —dijo Salzella—. ¡¡¡Eso es lo que les pasa a quienes creen en la ópera!!!
Se agachó rápidamente y le quitó la máscara de la cara a Walter Plinge.
—¡¡¡De verdad, Walter!!! ¡¡¡Eres un chico malo!!!.
—¡Lo siento señor Salzella!
—¡¡¡Mira cómo te está mirando todo el mundo!!!
—¡Lo siento señor Salzella!
La máscara se deshizo entre los dedos de Salzella. Dejó caer los trozos al suelo. Luego estiró de Walter para ponerlo de pie.
—¿Lo veis todos los de la compañía? ¡¡¡Esta es vuestra suerte!!! ¡¡¡Este es vuestro Fantasma!!! ¡¡¡Sin su máscara no es mas que un idiota que apenas se sabe atar los cordones de los zapatos!!! ¡¡¡¡Jajajaja!!!! Ejem. Todo es culpa tuya, Walter Plinge.
—¡Sí señor Salzella!
—No.
Salzella miró a su alrededor.
—Nadie creería a Walter Plinge. Ni siquiera Walter Plinge tiene claras las cosas que Walter Plinge ve. Hasta su madre tenía miedo de que pudiera haber asesinado a alguien. La gente podría creer casi cualquier cosa de alguien como Walter Plinge.
Se oyó una prolongada serie de golpecitos.
Se abrió la trampilla que Salzella tenía al lado.
Y apareció lentamente un sombrero puntiagudo, seguido del resto de Yaya Ceravieja, con los brazos cruzados. Mientras el suelo se colocaba de vuelta en su sitio con un chasquido, Yaya fulminó a Salzella con la mirada. Su pie dejó de dar golpecitos en los tablones del suelo.
—Vaya, vaya —dijo él—. ¿Lady Esmerelda, eh?
—Ya he dejado de ser una dama, señor Salzella.
Él echó un vistazo al sombrero en punta.
—¿Y ahora es usted una bruja?
—Ciertamente.
—Una bruja malvada, me imagino.
—Peor que eso.
—Pero esto —dijo Salzella— es una espada. Todo el mundo sabe que las brujas no pueden encantar el hierro ni el acero. ¡¡¡Apártese de mi camino!!!
La espada descendió con un siseo.
Yaya levantó la mano. Hubo un borrón de carne y acero y...
... y ella tenía la espada agarrada por el filo.
—Le diré qué haremos, señor Salzella —dijo ella sin levantar la voz—. Tendría que ser Walter Plinge el que terminara esto, ¿no? Es él a quien usted ha hecho daño, además de la gente a la que ha asesinado, claro. Eran cosas que no le hacía falta hacer. Pero llevaba usted máscara, ¿verdad? Las máscaras tienen cierta clase de magia. Las máscaras esconden una cara, pero rebelan otra. La que solamente sale en la oscuridad. Apuesto a que detrás de una máscara podría usted hacer lo que le apeteciera...
Salzella la miró, parpadeando. Tiró de su espada, haciendo toda la fuerza que pudo para soltar una hoja afilada de una mano sin ninguna protección.
Se oyó un gemido procedente de varios miembros del coro.
Yaya sonrió. Se le pusieron los nudillos blancos cuando redobló la presa.
Giró la cabeza hacia Walter Plinge.
—Ponte la máscara, Walter.
Todo el mundo miró la destrozada máscara de cartón que yacía sobre el escenario.
—¡Ya no tengo ninguna señora Ceravieja!
Yaya siguió su mirada.
—Ay, caray —dijo—. Vaya. Parece que vamos a tener que hacer algo al respecto. Mírame, Walter.
Él obedeció. Yaya entrecerró los ojos.
—Tú... confías en Perdita, ¿verdad, Walter?
—¡Sí señora Ceravieja!
—Eso está bien, porque ella tiene una máscara nueva para ti, Walter Plinge. Es mágica. Es como la que tenías, ¿sabes?, pero la llevas debajo de la piel y no hace falta que te la quites, y nadie más que tú tendrá que saber nunca que está ahí. ¿La tienes, Perdita?
—Pero yo... —empezó a decir Agnes.
—¿La tienes?
—Esto... oh, sí. Aquí está. Sí. La tengo en la mano —hizo un gesto vago con la mano vacía.
—¡La estás aguantando del revés, querida!
—Oh. Lo siento.
—¿Y bien? Dásela, pues.
—Esto. Sí.
Agnes se acercó a Walter.
—Ahora cógela, Walter —dijo Yaya, sin soltar la espada.
—Sí señora Ceravieja...
Walter extendió el brazo hacia Agnes. Mientras lo hacia, estuvo segura de notar, solo por un momento, una ligera presión en las yemas de los dedos.
—¿Y bien? ¡Póntela!
Walter pareció dudar.
—Tú crees que hay una máscara ahí, ¿verdad, Walter? —exigió saber Yaya—. Perdita es una chica sensata y reconoce una máscara invisible cuando la ve.
Él asintió lentamente y se llevó las manos a la cara. Y Agnes tuvo la certeza de que Walter se había vuelto más nítido de alguna manera. Estaba casi claro que no había pasado nada que se pudiera medir con ninguna clase de instrumental, del mismo modo que no se podía pesar una idea ni vender la buena suerte a metros. Pero Walter estaba allí erguido, con una leve sonrisa.
—Bien —dijo Yaya. Luego miró a Salzella.
—Creo que ustedes dos deberían luchar otra vez —dijo—. Pero no se dirá que soy injusta. Me imagino que tendrá usted una máscara de Fantasma, ¿no? La señora Ogg le vio a usted con una en la mano. Y no es tan corta de entendederas como parece...
—Gracias —dijo una bailarina gorda.
—... así que pensó: ¿cómo puede la gente decir después que han visto al Fantasma? Porque así es como se reconoce al Fantasma, por su máscara. Así que hay dos máscaras.
Bajo la mirada de Yaya, y diciéndose a sí mismo que podría resistirse en el momento que quisiera, Salzella se metió la mano en la chaqueta y sacó su propia máscara.
—Póngasela, pues. —Ella soltó la espada—. Entonces la persona que es usted puede luchar con la persona que es él.
En el foso, el percusionista se quedó boquiabierto cuando sus baquetas se elevaron solas y emprendieron un redoble de tambores.
—¿Eres tú la que está haciendo eso, Gytha? —dijo Yaya Ceravieja.
—Yo creía que eras tu.
—Entonces es la ópera. El espectáculo debe continuar.
Las espadas chocaron.
Agnes se dio cuenta de que era un combate de teatro. Las espadas chocaban y rechinaban mientras los espadachines danzan de arriba abajo por el escenario. Walter no estaba intentando alcanzar a Salzella. Todas las estocadas eran rechazadas.
Todas las oportunidades de devolver el golpe, mientras el director musical se iba enfureciendo más y más, eran desperdiciadas.
—¡Esto no es combatir! —gritó Salzella, irguiéndose—. Esto es...
Walter lanzó una estocada.
Salzella se alejó trastabillando, hasta ir a topar con Tata Ogg. Dio un bandazo hacia un lado. Luego avanzó tambaleándose, cayó sobre una rodilla, se volvió a poner de pie precariamente y fue haciendo eses hasta el centro del escenario.
—¡¡¡¡Pase lo que pase —dijo jadeando y quitándose la máscara de un tirón—, no puede ser peor que una temporada de ópera!!!! ¡¡¡¡No me importa adonde voy con tal de que no haya hombres gordos que fingen ser chicos delgados, ni canciones interminables que todo el mundo dice que son preciosas solamente porque no entienden de qué demonios tratan en realidad!!!! Ah... Ah-argh...
Se desplomó en el suelo.
—Pero si Walter no ha... —empezó a decir Agnes.
—Cállate —le dijo Tata Ogg con la comisura de la boca.
—Pero si él no ha... —empezó a decir Balde.
—Por cierto, otra cosa que no soporto de la ópera —dijo Salzella, poniéndose de pie y renqueando hacia atrás en dirección a las cortinas— son los argumentos. ¡¡No tienen sentido!! ¡¡¡Y nadie lo menciona nunca!!! ¿Y la calidad de las actuaciones? ¡¡Es inexistente!! Todo el mundo se queda de pie mirando al que canta. Por los dioses, va a ser un alivio no tener que aguantarlo más... ah... argh...
Se desplomó en el suelo.
—¿Ya está? —dijo Tata.
—Yo diría que no —dijo Yaya Ceravieja.
—¡¡¡En cuanto a la gente que va a la ópera —dijo Salzella, luchando por ponerse de pie y tambaleándose de lado a lado creo que tal vez los odio incluso más!!! ¡¡¡Son tan ignorantes!!! ¡¡¡No hay ni uno de ellos que tenga ni la más remota idea de música!!!¡¡¡Hablan de las melodías!!! Se pasan el día entero esforzanse por ser seres humanos sensatos y luego entran aquí y se dejan su inteligencia en el guardarropa...
—Entonces, ¿por qué no te marchaste? —le cortó Agnes—. Con todo ese dinero que has robado, ¿por qué no te fuiste a otra parte, si odiabas esto tanto?
Salzella la miró mientras se bamboleaba de atrás hacia delante. Abrió y cerró la boca un par de veces, como si estuviera intentando pronunciar palabras en un idioma extraño.
—¿Irme? —consiguió decir—. ¿Irme? ¿Irme de la ópera?... argh, argh, argh... Volvió a caer al suelo.
André tocó con el pie al director caído.
—¿Ya está muerto? —dijo.
—¿Cómo puede estar muerto? —dijo Agnes—. Por los dioses, ¿es que nadie puede ver que...?
—¿Sabéis lo que me fastidia de verdad? —dijo Salzella, incorporándose hasta ponerse de rodillas—. ¡¡¡¡¡Que todo el mundo tarde tanto!!!!! ¡¡¡¡¡Tiempo!!!!! ¡¡¡¡¡En!!!!!...argh... argh... argh...
Cayó redondo.
La compañía esperó un momento. El público contenía su respiración colectiva.
Tata Ogg lo empujó con una bota.
—Sí, ya está. Parece que ya ha dado su último saludo desde el escenario —dijo.
—Pero ¡si Walter no le ha clavado la espada! —dijo Agnes—. ¿Por qué nadie me escucha? Mirad, ni siquiera tiene la espada clavada! ¡La tiene metida entre el cuerpo y el brazo, por todos los dioses!
—Sí —dijo Tata—. Supongo que en realidad es una pena que no se haya dado cuenta de eso. —Se rascó el hombro—. Anda, estos vestidos de ballet pican un montón...
—Pero ¡está muerto!
—Tal vez se haya sobreexcitado un poco —dijo Tata, toqueteando un tirante.
—¿ Sobreexcitado?
—Se habrá puesto frenético. Ya conoces a estos artistas. Bueno, tú eres una de ellos, claro.
—¿Está muerto de verdad? —dijo Balde.
—Eso parece —dijo Yaya—. Una de las mejores muertes operísticas de todos los tiempos, no me importaría apostar.
—¡¡Es terrible!! —Balde agarró al difunto Salzella por el cuello de la chaqueta y tiró de él hasta ponerlo derecho—. ¿Dónde está mi dinero? ¡¡¡Vamos, suéltalo, dime qué has hecho con mi dinero!!! ¡¡¡No te oigo!!! ¡¡¡No está diciendo nada!!!
—Eso es porque está muerto —dijo Yaya—. Los difuntos no suelen ser muy habladores. Por lo general.
—¡¡¡Bueno, usted es bruja!!! ¿No puede hacer la cosa esa con las cartas y los vasos?
—Bueno, sí... podríamos echar unas manitas de póquer —dijo Tata—. Buena idea.
—El dinero está en los sótanos —dijo Yaya—. Walter le enseñará dónde.
Walter Plinge hizo chocar los talones.
—Ciertamente —dijo—. Encantado.
Balde se lo quedó mirando. Era la voz de Walter Plinge y salía de la cara de Walter Plinge, pero tanto la cara como la voz eran distintas. Sutilmente distintas. La voz había perdido su matiz inseguro y asustado. La mirada torcida había desaparecido de la cara.
—Cielo santo —murmuró Balde, y soltó la chaqueta de Salzella. Se oyó un golpe sordo.
—Y como va usted a necesitar un nuevo director musical —dijo Yaya—, le recomiendo que piense en nuestro amigo Walter.
—¿En Walter?
—Sabe todo lo que se puede saber sobre la ópera —dijo Yaya—. Y también lo sabe todo sobre este edificio.
—Tendría que ver usted la música que ha escrito... —dijo Tata.
—¿Walter? ¿Director musical? —dijo Balde.
—... material que se puede silbar de verdad...
—Sí, creo que se sorprendería usted —dijo Yaya.
—... hay una en la que salen muchos marineros bailando y cantando que no hay mujeres...
—Pero este es el mismo Walter, ¿verdad?
—... Y luego hay un tipo que se llama Les que es todo un miserable...
—Oh, sí, es el mismo Walter —dijo Yaya—. En persona.
—...Y hay una, ja, donde salen un montón de gatos saltando y cantando, esa sí que es divertida —parloteaba Tata—. No me imagino cómo se le debe de haber ocurrido...
Balde se rascó la barbilla. Ya se sentía bastante mareado sin necesidad de aquello.
—Y es de fiar —dijo Yaya—. Y es honrado. Y lo sabe todo sobre el edificio de la Ópera, tal como he dicho. Y... sabe dónde está todo...
El señor Balde ya había tenido bastante.
—¿Quieres ser director musical, Walter? —preguntó.
—Gracias, señor Balde —dijo Walter Plinge—. Eso me gustaría mucho. Pero ¿qué pasa con limpiar los retretes?
—¿Disculpa?
—No tendré que dejar de limpiarlos, ¿verdad? Es que acabo de arreglarlos.
—¡Oh! Ya veo. ¿De verdad? —El señor Balde puso los ojos bizcos un momento—. Bueno, vale. Puedes cantar mientras los limpias, si quieres —añadió con generosidad—. ¡Y ni siquiera te recortaré el sueldo! ¡Te lo... te lo subiré! ¡Seis... no, siete dólares como siete soles!
Walter se frotó la cara con cara pensativa.
—Señor Balde...
—¿Sí, Walter?
—Creo... que al señor Salzella le pagaba usted cuarenta dólares como cuarenta soles... —Balde se volvió hacia Yaya.
—¿Es alguna clase de monstruo?
—Usted escuche las cosas que ha estado escribiendo —dijo Tata—. Unas canciones asombrosas, y ni siquiera están en extranjero. ¿Quiere mirar usted esto...? Disculpe...
Le dio la espalda al público...
... tuingtuangtuong...
... y se volvió a dar la vuelta con un fajo de partituras en las manos.
—Yo sé reconocer la buena música cuando la veo —dijo, dándosela a Balde y señalando emocionada algunos fragmentos—. Tiene bolitas negras y palitos ondulados por todas partes, ¿lo ve?
—¿Tú has estado escribiendo esta música? —le dijo Balde a Walter—. Que está inexplicablemente caliente, por cierto.
—Por supuesto, señor Balde.
—¿En horas de trabajo?
—Aquí hay una canción preciosa —dijo Tata—. «No llores por mí, Genua». Es muy triste. Lo cual me recuerda que tengo que ir a ver si la señora Punge ha vuelto en s... a ver si se ha despertado. Puede que se me haya ido un poquito la mano con el esfumino. —Y se marchó tan ancha, estirándose del vestido aquí y allá y dándole un codazo a una bailarina fascinada— Esto del ballet no hace sudar nada, ¿no te parece?
—Perdone, pero hay algo que no termino de creerme —dijo André. Cogió la espalda de Salzella y palpó la hoja con cuidado.
—¡Au! —gritó.
—Está afilada, ¿verdad? —dijo Agnes.
—¡Sí! —André se chupó el pulgar—. Ella la ha cogido con la mano.
—Es una bruja —dijo Agnes.
—Pero ¡es de acero! ¡Yo pensaba que nadie podía encantar el acero! ¡Lo sabe todo el mundo!
—Yo no me dejaría impresionar demasiado si fuera tu —dijo Agnes en tono amargo—. Probablemente sea alguna clase truco...
André se volvió hacia Yaya.
—¡Ni siquiera tiene usted un arañazo en la mano! ¿Cómo... ha... podido...?
La mirada de Yaya lo retuvo durante un momento en su lomo de zafiro. Cuando él apartó la vista parecía vagamente perplejo, como un hombre que no recuerda dónde ha dejado algo.
—Confío en que no haya hecho daño a Christine —balbuceó—. ¿Por qué nadie la está atendiendo?
—Probablemente porque siempre se asegura de chillar y desmayarse antes de que pase nada —dijo Perdita por boca de Agnes.
André echó a andar por el escenario. Agnes lo siguió. En realidad había un par de bailarinas arrodilladas junto a Christine.
—Sería terrible que le pasara algo —dijo André.
—Oh... sí.
—Todo el mundo dice que es tan prometedora... —Walter apareció a su lado.
—Sí. Tenemos que llevarla a alguna parte —dijo. Su voz era controlada y precisa.
Agnes sintió que su mundo empezaba a perder fondo.
—Sí, pero... tú sabes que era yo la que cantaba, ¿no?
—Oh, sí... sí, claro... —dijo André, incómodo—. Pero... bueno... esto es la ópera... ya sabes...
Walter cogió a Agnes de la mano.
—Pero ¡era a mí a quien enseñabas! —dijo ella, desesperada.
—Entonces eras muy buena —dijo Walter—. Sospecho que ella nunca será igual de buena, ni siquiera después de muchos meses bajo mi instrucción. Pero Perdita, ¿has oído alguna vez la expresión «cualidades de estrella»?
—¿Es lo mismo que talento? —espetó Agnes.
—Es menos frecuente.
Ella se lo quedó mirando. La cara de él, fuera como fuese que estaba controlada ahora, resultaba bastante atractiva a la luz de las candilejas.
Ella se soltó la mano.
—Me gustabas más cuando eras Walter Plinge —dijo.
Agnes apartó la vista y sintió la mirada de Yaya Ceravieja sobre ella. Estaba segura de que era una mirada de burla.
—Esto... tendríamos que llevar a Christine al despacho del señor Balde —dijo André.
Aquello pareció romper alguna clase de hechizo.
—¡¡¡Por supuesto!!! —dijo Balde—. Y tampoco podemos dejar el cadáver del señor Salzella ahí cadavereando sobre el escenario. Vosotros dos, llevadlo a los bastidores. Los demás... bueno, ya estaba a punto de acabarse de todas formas... esto... ya está. La... ópera se ha acabado.
—¡Walter Plinge!
La señora Plinge entró, apoyada en Tata Ogg. La madre de Walter clavó en él una mirada brillante.
—¿Has sido un chico malo?
El señor Balde se le acercó y le dio unos golpecitos en la mano.
—Creo que será mejor que venga usted también a mi despacho —dijo. Le dio el fajo de partituras a André, que lo abrió por una página al azar.
André les echó un vistazo y abrió mucho los ojos.
—Eh... esto es bueno —dijo.
—¿Lo es?
André miró otra página.
—¡Por los dioses!
—¿Qué? ¿Qué? —dijo Balde.
—Yo nunca... o sea, hasta yo puedo ver... tum-ti TUM tum-tum... sí... señor Balde, ¿sabe que esto no es ópera? Hay música, y... sí... bailes y canciones, en efecto, pero no es opera. Para nada. Está muy lejos de la ópera.
—¿Cómo de lejos? ¿No querrá usted decir...? —Balde dijo, saboreando la idea—. ¿No querrá usted decir que hay posibilidad de que uno ponga música y saque dinero?
André tarareó unos compases.
—Ese podría muy bien ser el caso, señor Balde.
Balde sonrió encantado. Puso un brazo en los hombros de André y el otro en los de Walter.
—¡¡¡¡¡Bien!!!!! —dijo—. ¡¡¡¡¡Esto pide una copa muy gra... de tamaño medio!!!!!
Uno a uno o bien en grupos, los cantantes y bailarines abandonaron el escenario. Y las brujas se quedaron solas con Agnes.
—¿Y ya está? —dijo Agnes.
—Todavía no del todo —dijo Yaya.
Alguien entró al escenario dando tumbos. Una mano amable le había vendado la cabeza a Enrico Basilica, y presumiblemente otra mano amable le había dado el plato de espaguetis que tenía en la mano. Todavía parecía estar bajo los efectos de la conmoción cerebral leve. Miró parpadeando a las brujas, como un hombre que hubiera dejado de entender los acontecimientos inmediatamente recientes y por tanto hubiera decidido aferrarse a consideraciones más antiguas.
—Ahguien me ha dao unos 'paguetis —dijo.
—Qué bien —dijo Tata.
—¡Ja! ¡Pagguetis buenos pa quien le guhten... pero no pa mí! ¡Ja! ¡Sí! —Se giró y se quedó mirando embotadamente la oscuridad del patio de butacas.
—¿Saben qué voy a hacer? ¿Saben qué voy a hacer ahora mismo? ¡Voy a decir adiós a Enrico Basilica! ¡Oh, sí! ¡Ya ha masticado su último tentáculo! Voy a salir ahora mismo y me voy a soplar ocho pintas de Turbot Extra Rara. ¡Y probablemente una salchicha en panecillo! Y luego me voy a ir al teatro de variedades a oír cómo Nellie Sello canta «De qué sirve la colita si no tienes alfiler», y si alguna vez vuelvo a cantar aquí será con el nombre orgulloso de Henry Babosa, ¿me oyen...?
En alguna parte del público se oyó un chillido:
—¿Henry Babosa?
—Esto... sí.
—¡Ya me había parecido que eras tú! ¡Te has dejado crecer barba y te has metido una bala de paja dentro de los pantalones pero ya me parecía a mí que debajo de ese pequeño disfraz eras mi Henry, claro que sí!
Henry Babosa se protegió con la mano los ojos del brillo de las candilejas.
—¿Angeline?
—¡Oh, no! —dijo Agnes en tono cansino—. Esta clase de cosas no pasan.
—En el teatro pasan a todas horas —dijo Tata Ogg.
—Está claro que sí —dijo Yaya—. Es un puro milagro que no tenga un gemelo perdido mucho tiempo atrás.
Se oyó un ruido parecido a una refriega entre el público. Alguien estaba saliendo aparatosamente de su hilera de asientos y arrastrando a otra persona tras de sí.
—¡Madre! —dijo una voz procedente de las sombras—. ¿Qué crees que estás haciendo?
—¡Tú te vienes conmigo, joven Henry!
—¡Madre, no podemos subir al escenario!
Henry Babosa lanzó el plato como un disco volador entre los bastidores, bajó con dificultad del escenario y pasó pesadamente por encima del borde del foso de la orquesta, ayudado por un par de violinistas.
Se encontraron en la primera hilera de asientos. Agnes pudo oír sus voces.
—Yo quería volver. ¡Ya lo sabes!
—Y yo quería esperar, pero entre una cosa y otra... especialmente entre una cosa. Ven aquí, joven Henry...
—Madre, ¿qué está pasando?
—Hijo... ¿sabes que siempre te dije que tu padre era el señor Legulino el malabarista de anguilas?
—Sí, el...
—¡Por favor, venid los dos a mi camerino! Veo que tenemos mucho de lo que hablar.
—Oh, sí. Mucho...
Agnes los vio marcharse. El público, que era capaz de distinguir la ópera aunque no hubiera nadie cantando, les dedicó un aplauso.
—Muy bien —dijo Agnes—. Y ahora, ¿se ha terminado?
—Casi —dijo Yaya.
—¿Les habéis hecho algo a las cabezas de la gente?
—No, pero a mí me han dado ganas de aporrear unas cuantas —dijo Tata.
—Pero ¡nadie ha dado las gracias ni nada!
—Suele pasar —dijo Yaya.
—Están demasiado ocupados pensando en la siguiente función —dijo Tata—. El espectáculo tiene que continuar —añadió.
—Pero eso... ¡es una locura!
—Es la ópera. Me he dado cuenta de que hasta el señor Balde se ha contagiado —dijo Tata—. Y a ese joven André lo han salvado de ser policía, si me queda algo de juicio.
—Pero ¿qué hay de mi?
—Oh, la gente que hace los finales no es la que se los lleva —dijo Yaya. Y se quitó una mota invisible de polvo del hombro.
—Supongo que tendríamos que ir yéndonos, Gytha —dijo, dándole la espalda a Agnes—. Mañana salimos muy temprano.
Tata dio unos pasos hacia delante, protegiéndose los ojos de la luz mientras contemplaba las fauces oscuras del auditorio.
—El público todavía no se ha ido, fijaos —dijo—. Siguen ahí sentados.
Yaya fue a su lado y escrutó la oscuridad.
—No entiendo por qué —dijo—. Balde ha dicho que la ópera había acabado.
Se giraron para mirar a Agnes, que estaba de pie en el centro del escenario y se dedicaba a fruncir el ceño a la nada.
—¿Te sientes un poco enfadada? —dijo Tata—. Es de esperar.
—¡Sí!
—¿Sientes que todo ha sucedido para los demás y que no hay nada para ti?
—¡Si!
—Pero míralo así —dijo Yaya Ceravieja—: ¿qué le queda a Christine? Simplemente se convertirá en cantante. Atrapada en ese pequeño mundo. Oh, tal vez aprenda lo bastante como para conseguir un poco de fama, pero un día la voz le fallará y ese será el fin de su vida. Mientras que tú puedes elegir. Puedes quedarte sobre los escenarios y ser una simple artista que repite líneas de memoria... O puedes estar en la parte de fuera, y saber cómo funciona el libreto, dónde se cuelgan los decorados y dónde están las trampillas. ¿No es eso mejor?
—¡No!
Lo que más rabia daba de Tata Ogg y Yaya Ceravieja, pensó Agnes más tarde, era la forma en que a veces actuaban en tándem, sin intercambiar una palabra. Por supuesto, había más cosas: el hecho de que nunca pensaran que entrometerse era entrometerse si eran ellas quienes lo hacían. El hecho de que dieran por sentado automáticamente que los asuntos de los demás eran asuntos de ellas. El hecho de que vivieran la vida en línea recta. El hecho, en suma, de que llegaran a cualquier situación y de inmediato se pusieran a cambiarla. Comparado con aquello, actuar según un acuerdo tácito no era más que una molestia menor, pero ahora le estaba sucediendo delante de las narices. Las dos se le acercaron y cada una le puso una mano en un hombro.
—¿Te sientes furiosa? —dijo Yaya.
—¡SÍ!
—Entonces si yo fuera tú la dejaría salir —dijo Tata. Agnes cerró los ojos, apretó con fuerza los puños, abrió la boca y gritó.
Empezó siendo un sonido grave. Del techo se puso a llover polvo de yeso. Los prismas de la lámpara de araña tintinearon suavemente mientras temblaban.
Y se elevó, pasando rápidamente por ese tono a catorce ciclos por segundo en que el espíritu humano empieza a sentirse claramente incómodo con el universo y con el lugar que las tripas ocupan en él. Por todo el edificio de la Ópera la vibración empezó a hacer caer de las estanterías objetos pequeños que se estrellaron contra el suelo.
La nota ascendió, tañó como una campana y ascendió más todavía. En el Foso, todas las cuerdas de los violines se partieron, una tras otra.
A medida que el tono se elevaba, los prismas de cristal de la lámpara temblaban más y más. En el bar, los tapones de las botellas de champán dispararon una salva. El hielo traqueteaba y se resquebrajaba en su cubo. Una hilera de copas de vino se unió al coro, con los bordes borrosos por la vibración, y después explotaron como si fueran vilanos de cardo peligrosos y con actitud.
Había armónicos y ecos que causaban extraños efectos. En los camerinos el maquillaje del número 3 se derritió. Los espejos se resquebrajaron y llenaron la escuela de ballet de un millón de imágenes fracturadas.
Se levantó una polvareda, cayeron los insectos. Las partículas de cuarzo de las piedras del edificio de la Ópera danzaron durante un instante muy breve...
Luego se hizo el silencio, roto de vez en cuando por algún golpe o algún tintineo.
Tata sonrió.
—Ah —dijo—. Ahora sí que se ha acabado la ópera.
*****
Salzella abrió los ojos.
El escenario estaba vacío, y a oscuras, y sin embargo lo iluminaba un gran resplandor. Es decir, había una tremenda luz sin sombras que manaba de alguna fuente invisible y aun sí, aparte del propio Salzella, no tenía nada más que iluminar.
Sonaron unos pasos a lo lejos. Su propietario tardó un rato en llegar, pero cuando entró en el aire líquido que rodeaba a Salzella pareció incendiarse.
Vestía de rojo: un traje rojo con puntillas rojas, una capa roja, zapatos rojos con hebillas de rubí y un sombrero rojo de ala ancha con una enorme pluma roja. Incluso caminaba ayudándose de un bastón largo y rojo engalanado con cintas rojas. Pero para ser alguien que había invertido tanto tiempo y meticulosidad en su disfraz, el individuo había descuidado el asunto de su máscara. Era una tosca máscara de calavera, de esas que se pueden comprar en cualquier tienda de artículos teatrales. Salzella podía incluso ver el cordel.
—¿Adonde han ido todos? —quiso saber Salzella. En la mente le estaban empezando a borbotear algunos desagradables recuerdos recientes. Todavía no los podía recordar con claridad, pero tenían mal sabor.
La figura no dijo nada.
—¿Dónde está la orquesta? ¿Qué le ha pasado al público?
La figura alta y roja se encogió casi imperceptiblemente de hombros.
Salzella empezó a ver otros detalles. Lo que hasta entonces había pensado que era el escenario le resultaba un poco arenoso bajo los pies. El techo parecía estar muy lejos, tal vez todo lo lejos que puede estar algo, y estaba lleno de puntos fríos y nítidos de luz.
—¡Te he hecho una pregunta!
TRES PREGUNTAS, DE HECHO.
Las palabras se materializaron en el interior de los oídos de Salzella sin ninguna señal de que hubieran viajado como el sonido normal.
—¡No me has contestado!
HAY COSAS QUE TIENE QUE AVERIGUAR POR USTED MISMO, Y ESTA ES UNA DE ELLAS, CRÉAME.
—¿Quién eres tú? ¡No eres del reparto, eso lo sé! ¡Quítate esa máscara!
COMO QUIERA. ME GUSTA PARTICIPAR EN EL AMBIENTE.
La figura se quitó la máscara.
—¡Y ahora quítate esa otra máscara! —dijo Salzella, mientra los dedos gélidos del terror empezaban a subirle por la espalada. La Muerte tocó un resorte secreto del bastón. Una hoja aftlada salió rápidamente, tan fina que era transparente, con un resplandor azul en el filo mientras cortaba las moléculas de aire en sus átomos constituyentes.
AH, dijo, levantando la guadaña. AHÍ CREO QUE ME HA PILLADO.
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Los sótanos estaban oscuros, pero Tata Ogg había caminado sola por las extrañas cavernas que había en el subsuelo de Lancre y por el bosque de noche con Yaya Ceraviejá. La oscuridad no contenía espantos para una Ogg.
Encendió una cerilla.
—¿Greebo?
La gente llevaba horas yendo de arriba abajo. La oscuridad ya no era íntima. Había hecho falta un buen montón de gente para transportar todo el dinero, eso para empezar. Hasta el final de la ópera, aquellos sótanos habían tenido algo misterioso. Ahora eran solo... bueno... habitaciones subterráneas llenas de humedad. Algo que antes vivía allí se había marchado.
Su pie golpeó un trozo de cerámica.
Soltó un gruñido mientras se agachaba apoyándose en una rodilla. El suelo estaba lleno de grumos de barro y fragmentos de maceta rota. Aquí y allí, desarraigados y arrancados, había trozos abandonados de brotes muertos.
Había que ser alguna clase de tonto para meter palitos en macetas llenas de barro en el subsuelo y esperar que pasara algo.
Tata cogió uno y probó a olisquearlo. Olía a barro. Y a nada más.
Le habría gustado saber cómo se había hecho aquello. Simple interés profesional, claro. Y ahora sabía que no llegaría a saberlo nunca. Ahora que estaba allá arriba bajo las luces, Walter era un hombre atareado. Y para que algo empezara, otras cosas tenían que terminar.
—Todos llevamos alguna clase de máscara —le dijo al aire húmedo—. De qué sirve ahora remover las cosas, ¿eh...?
*****
La diligencia no salía hasta las siete en punto de la mañana. Para alguien de Lancre aquello era casi mediodía. Las brujas llegaron temprano.
—Esperaba tener tiempo de comprar unos cuantos souvenirs —dijo Tata, pateando fuerte en los adoquines para combatir el frío—. Para los niños.
—No hay tiempo —dijo Yaya Ceravieja. —Tampoco importa mucho porque no tengo dinero con que comprarlos —siguió Tata.
—No es culpa mía que dilapides tu dinero —dijo Yaya.
—No recuerdo haber tenido una sola oportunidad de dilapidar.
—El dinero solamente es útil por las cosas que permite hacer.
—Bueno, sí. No me habrían ido mal unas botas nuevas, para empezar.
Tata caminó un poco de arriba para abajo y silbó entre dientes.
—La señora Palma ha sido muy amable al dejar que nos quedáramos en su casa gratis —dijo.
—Sí.
—Por supuesto, yo he ayudado tocando el piano y contando chistes.
—Una bonificación extra —dijo Yaya, asintiendo.
—Y por supuesto también preparé varios aperitivos. Con la Salsa Especial para Fiestas.
—Sí, claro —dijo Yaya con cara de póquer—. Esta misma mañana la señora Palma estaba diciendo que lo mismo se jubilaba el año que viene.
Tata volvió a escrutar la calle.
—Supongo que Agnes aparecerá en cualquier momento -dijo.
—Pues no lo sé, la verdad —dijo Yaya en tono altanero.
—No es que tenga gran cosa que hacer por aquí, después de todo.
Yaya se sorbió la nariz.
—Estoy segura de que eso es cosa suya.
—Creo que todo el mundo se quedó muy impresionado cuando agarraste la espada con la mano.
Yaya suspiró.
—Ja, sí, supongo que sí. No pensaron con claridad, ¿verdad? Lo que le pasa a la gente es que es perezosa. Nunca piensan que tal vez yo tuviera algo en la mano, un trozo de metal o algo así. Ni se les ocurre que pudiera ser un truco. No se les ocurre que si te fijas en las cosas siempre hay una explicación perfectamente válida. Probablemente crean que hice alguna clase de magia.
—Sí, pero... es que no tenías nada en la mano, ¿verdad que no?
—Esa no es la cuestión. Podría haberlo tenido. —Yaya escrutó la plaza—. Además, no se puede hacer magia con el hierro.
—Eso es verdad. Con el hierro no. Ahora bien, alguien como la vieja Aliss la Negra podría hacer que su piel fuera más dura que el acero... pero supongo que eso no es más que una vieja leyenda...
—Sí que podía hacerlo —dijo Yaya—. Pero no se puede ir trasteando con la causa y el efecto. Eso es lo que la volvió loca, al final de todo. Creyó que podía estar al margen de cosas como la causa y el efecto. Pero no se puede. Si uno agarra una espada afilada por la hoja, se hace daño. El mundo sería un lugar terrible si la gente se olvidara de eso.
—Pero tú no te hiciste daño.
—No fue culpa mía. No tenía tiempo. —Tata se sopló en las manos.
—Hay una cosa buena, sin embargo —dijo—. Es un milagro que la lámpara de araña no llegara a caerse. Eso me preocupó nada más verla. Parecía demasiado dramática para su propio bien. Si yo fuera una chiflada, es lo primero que me cargaría.
—Sí.
—No he podido encontrar a Greebo desde anoche.
—Aunque siempre acaba apareciendo.
—Por desgracia.
Se oyó un traqueteo y el carruaje apareció doblando una esquina.
Y se detuvo.
Luego el cochero tiró de las riendas y dio un giro de ciento ochenta grados y volvió a desaparecer.
—¿Esme? —dijo Tata al cabo de un rato.
—¿Sí?
—Hay un hombre y dos caballos que nos están mirando asomados desde la esquina —levantó la voz—. ¡Vamos, sé que estáis ahí! ¡Esta diligencia tiene que salir a las siete! ¿Compraste los billetes, Esme?
—¿Yo?
—Ah —dijo Tata en tono incierto—. Así que... ¿no nos quedan ocho dólares para los billetes?
—¿Qué tienes tú debajo de los elásticos? —dijo Yaya mientras el carruaje avanzaba con cautela.
—Nada que sea moneda de curso legal para viajar, me temo.
—Entonces... no, no tenemos dinero para los billetes.
Tata suspiró.
—Oh, bueno, tendré que usar mi encanto.
—Nos espera una larga caminata —dijo Yaya.
El carruaje se detuvo. Tata levantó la vista hacia el cochero y le dedicó una sonrisa inocente.
—¡Buenos días, buen señor!
Él le dedicó una mirada ligeramente temerosa pero sobre todo cargada de recelo.
—¿Lo son?
—Desearíamos viajar a Lancre, pero por desgracia nos encontramos un poco avergonzadas en materia de bragas.
—¿Ah, sí?
—Pero somos brujas y probablemente podríamos pagar nuestro viaje, por ejemplo, curando cualquier pequeño acné vergonzoso que pueda usted tener.
El cochero frunció el ceño.
—No te voy a llevar a cambio de nada, vieja arpía. ¡Y no tengo ningún pequeño achaque vergonzoso!
Yaya dio un paso adelante.
—¿Cuántos te gustarían? —dijo.
*****
La lluvia retumbaba sobre las llanuras. No era una tormenta impresionante de las Montañas del Carnero, sino una lluvia persistente y perezosa, procedente de nubes bajas, como una neblina espesa. Llevaba todo el día siguiéndolas.
Las brujas tenían el carruaje para ellas solas. Varias personas habían abierto la portezuela mientras el vehículo estaba esperando para arrancar, pero por alguna razón habían acabado decidiendo de repente que los planes de viaje del día no incluían un trayecto en diligencia.
—Vamos bien de tiempo —dijo Tata, abriendo las cortinas y asomándose a la ventanilla.
—Supongo que el cochero tiene prisa.
—Sí, supongo que sí.
—Pero cierra la ventanilla, que está entrando agua.
—Maaarchando.
Tata agarró la correa y de pronto sacó la cabeza fuera, bajo la lluvia.
—¡Para! ¡Para! ¡Dile al hombre que pare!
El carruaje se detuvo con un patinazo en medio de una cortina de barro.
Tata abrió la portezuela de golpe.
—¡Qué crees que haces intentando volver a casa a pie, y con este tiempo! ¡Te vas a morir de una pulmonía!
La lluvia y la niebla entraban por la portezuela abierta. Luego una forma empapada saltó esforzadamente al pesebrón y se metió debajo de los asientos, dejando una serie de charquitos detrás de sí.
—Intentaba ser independiente —dijo Tata—. Qué mono es.
La diligencia reanudó su camino. Yaya estaba contemplando los interminables campos cada vez más oscuros y la llovizna infatigable cuando vio a otra figura avanzando con gran esfuerzo por el barro del camino que, al cabo de un largo viaje, llegaría a Lancre. Al pasar a su lado, el carruaje empapó a la caminante de agua enfangada.
—Sí, por supuesto. Ser independiente es una buena ambición —dijo corriendo las cortinas.
*****
Cuando Yaya Ceravieja llegó a su cabaña, todos los árboles estaban pelados.
El viento había arrastrado montones de ramitas y semillas por debajo de la puerta. Había caído hollín por la chimenea. Su casa, que siempre había sido más o menos orgánica, se había acercado un poco más a sus raíces enterradas en la arcilla.
Había cosas por hacer, así que Yaya las hizo. Había hojas por barrer y se tenía que amontonar la leña al resguardo del alero del tejado. Había que zurcir la manga de viento de debajo de las colmenas, rasgada por las tormentas de otoño. Había que traer paja para las cabras. Había que almacenar manzanas en el altillo. A las paredes no les iría mal otra capa de encalado.
Pero antes de nada había que hacer otra cosa. Esa cosa dificultaría un poco todas las demás tareas, pero no había otro remedio. No se podía encantar el hierro. Y no se podía coger una espada sin hacerse daño. De no ser eso cierto, el mundo estaría todo patas arriba.
Yaya se hizo un poco de té y luego puso el hervidor al fuego otra vez. Sacó un puñado de hierbas de una caja que tenia en la cómoda y las metió en un cuenco junto con el agua hirviendo. Sacó un trozo de venda limpia de un cajón y lo dejo con cuidado sobre la mesa junto al cuenco. Enhebró una aguja tremendamente afilada y dejó el hilo y la aguja junto a la venda. Sacó un poco de ungüento verdoso con los dedos de una lata pequeña y lo extendió sobre un trozo cuadrado de tela.
Aquello parecía suficiente.
Se sentó y apoyó el brazo sobre la mesa con la palma de la mano hacia arriba.
—Bueno —dijo, dirigiéndose a nadie en concreto—, supongo que ahora sí que tengo tiempo.
*****
Había que mover el retrete. Era un trabajo que Yaya prefería hacer ella sola. Cavar un agujero muy profundo tenía algo increíblemente satisfactorio. Carecía de complicaciones. Con un agujero en el suelo uno sabía a qué atenerse. A la tierra no le entraban ideas extrañas ni creía que la gente era honrada porque tenía una mirada fija y un apretón firme. Simplemente estaba ahí, esperando a que una lo moviera. Y después de hacerlo, una podía quedarse ahí sentada con el conocimiento cálido y gratificante de que pasarían meses antes de tener que hacerlo otra vez.
Se encontraba precisamente en el fondo del agujero cuando una sombra se proyectó sobre el mismo.
—Buenas tardes, Perdita —dijo sin levantar la vista.
Levantó otra palada de tierra hasta la altura de la cabeza y la arrojó por encima del borde del agujero.
—Has venido a casa de visita, supongo —dijo.
Clavó otra vez la pala en la arcilla del fondo del agujero, hizo un gesto de dolor y la obligó a hundirse pisando con el pie.
—Me pareció que te estaba yendo muy bien en la ópera —continuó—. Por supuesto, no soy una experta en esas cosas. Aunque es bueno ver cómo los jóvenes buscan fortuna en la gran ciudad.
Levantó la vista con una sonrisa amplia y amigable.
—Veo que también has perdido un poco de peso. —La inocencia colgaba de sus palabras como churretes de caramelo líquido.
—He estado... haciendo ejercicio —dijo Agnes.
—El ejercicio es bueno, está claro —dijo Yaya, regresando a su excavación—. Aunque dicen que puede ser excesivo ¿Cuándo te vuelves?
—No... no lo he decidido.
—Bueeeno, no compensa estar siempre haciendo planes. No hay que atarse todo el tiempo, siempre lo he dicho. Te estás quedando con tu madre, ¿no?
—Sí —dijo Agnes.
—Ah. Pues la vieja cabaña de Magrat sigue vacía. Le harías un favor a todo el mundo si la airearas un poco. Ya sabes, mientras estés aquí.
Agnes no dijo nada. No se le ocurría nada que decir.
—Es gracioso —dijo Yaya, dando golpes a una raíz particularmente problemática—. No se lo contaría a cualquiera, pero el otro día estaba acordándome de cuando era joven y me hacía llamar Endemonidia...
—¿En serio? ¿Cuándo?
Yaya se frotó la frente con la mano vendada, dejando un rastro de color rojo arcilla.
—Oh, durante tres o cuatro horas —dijo—. Hay nombres que no se te pegan. Nunca elijas un nombre con el que no puedas fregar el suelo.
Tiró la pala fuera del agujero.
—Échame una mano para salir, ¿quieres? —Agnes lo hizo. Yaya se sacudió la tierra y el mantillo del delantal y trató de quitarse la arcilla de las botas pisoteando con fuerza. —Es hora de tomar una taza de té, ¿no? —dijo—. Caray, si que tienes buen aspecto. Es el aire fresco. En esa ópera el aire estaba demasiado viciado, me parecía a mí.
Agnes intentó en vano detectar en los ojos de Yaya Ceravieja algo que no fuera sinceridad transparente y buena voluntad.
—Sí. A mí también me lo parecía —dijo—. Esto, ¿te has hecho daño en la mano?
—Se curará. Muchas cosas se curan. Se echó la pala al hombro y se dirigió hacia la cabaña. Y entonces, en mitad del sendero, se giró para mirar atrás.
—Es solamente una pregunta, ya sabes, una pregunta amable de vecina, que se interesa por las cosas y tal, ya sabes, no sería humana si no...
Agnes suspiró.
—¿Sí?
—¿Estás muy ocupada estos días a media tarde?
A Agnes le quedaba la cantidad justa de rebelión como para contestar con un matiz de sarcasmo en la voz.
—¿Ah? ¿Me estás ofreciendo enseñarme alguna cosa?
—¿Enseñarte? No —dijo Yaya—. No tengo paciencia para enseñar. Pero puedo dejarte que aprendas.
—¿Cuándo nos volveremos a reunir las tres?
—Todavía no nos hemos reunido ni una vez.
—Claro que sí. Yo llevo reuniéndome contigo por lo menos...
—Me refiero a que nosotras Tres nunca nos hemos Reunido. Ya sabes... oficialmente...
—Vale... ¿Cuándo nos reuniremos las tres?
—Ya estamos aquí.
—Muy bien. ¿Cuándo...?
—Cállate y saca los malvaviscos. Agnes, dale a Tata los malvaviscos.
—Sí, Yaya.
—Y ten cuidado de no quemar los míos.
Yaya se echó hacia atrás. Era una noche luminosa, aunque las nubes que se estaban acumulando hacia el Eje prometían que iba a nevar pronto. Unas cuantas chispas volaron hacia las estrellas. Yaya miró a su alrededor con orgullo.
—Pero qué bien se está así —dijo.
FIN
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