Terry Pratchett
Lores y damas
Una novela del Mundodisco
Traducción de Albert Solé
PLAZA amp; JANES EDITORES, S.A.
Título original: Lords and Ladies Primera edición: julio, 2002
© 1992, Terry y Lyn Pratchett
Publicado originalmente por Victor Gollanz, Ltd., un sello de Orion Publishing Group, Ltd., Londres
© de la traducción: Albert Solé
© 2002, Plaza amp; Janes Editores, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
Printed in Spain — Impreso en España
ISBN: 84-01-32949-3 Depósito legal: B. 28.843 — 2002
Fotocomposición: Lozano Paisano, S. L.
Impreso en A amp; M Grafic, S. L. Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)
L 329493
Escaneado por: jvgorrister@yahoo.es para Espacio L
Corregido por: oz_siam@yahoo.com.mx
Edición FB2: koolau
NOTA DEL AUTOR
En su gran mayoría los libros del Mundodisco se han bastado a sí mismos, en tanto que obras completas e independientes. Haberlos leído en cierto orden ayuda, pero no es esencial.
Este es distinto. No pude ignorar la historia de lo ocurrido antes. Yaya Ceravieja apareció por primera vez en Ritos iguales. En Brujerías se convirtió en la jefa no oficial de un diminuto conventículo de brujas formado por la plácida y muy casada Tata Ogg y la joven Magrat, la de la nariz roja, cabellera eternamente despeinada y cierta tendencia a ponerse sentimental con las gotas de rocío en las rosas y los bigotes de gatitos.
Y lo que resultó fue una historia bastante emparentada con la de cierta famosa obra sobre un rey escocés, y con Verence II convertido en rey de Lancre, un pequeño país lleno de bosques y montañas.
Técnicamente eso no debió haber ocurrido, dado que estrictamente hablando Verence no era el heredero, pero las brujas lo consideraron el hombre más apropiado para el puesto y, como dicen ellas, bien está lo que bien acaba. También terminó con Magrat llegando a un muy precario Entendimiento con Verence... de lo más precario, en realidad, dado que ambos eran tan tímidos que se olvidaban de lo que querían decirse el uno al otro cada vez que se encontraban, y cuando alguno de ellos conseguía decir algo el otro no entendía lo que había querido decir y se ofendía, y ambos pasaban una considerable parte de su tiempo preguntándose qué estaría pensando el otro. Puede que eso fuese amor. O algo que se le parecía bastante.
En Brujas de viaje, las tres brujas tuvieron que cruzar medio continente para enfrentarse al Hada Madrina (quien había hecho al Destino cierta oferta que este no podía rechazar).
Esta es la historia de lo que ocurrió cuando volvieron a casa.
Y AHORA, SIGAN LEYENDO...
Lores y damas
Y ahora, sigan leyendo...
¿Cuándo comienza?
Hay muy pocos comienzos. Oh, ciertas cosas parecen comienzos. Alguien sube el telón, mueve el primer peón o dispara el primer tiro,[1] pero eso no es el comienzo. La obra, la partida o la guerra no son más que una ventanita que da a una cadena de acontecimientos que pueden remontarse a miles de años atrás. Lo realmente importante es que antes siempre hay algo. Siempre estamos ante un caso de Y Ahora, Sigan Leyendo.
El ingenio humano ha dedicado muchísimas horas a tratar de descubrir el primer Antes.
El estado actual de los conocimientos puede resumirse de la siguiente manera:
En el principio había la nada, que estalló.
Otras teorías sobre el primer comienzo recurren a dioses que crearon el universo a partir de las costillas, las entrañas o los testículos de su padre.[2] Hay muchísimas teorías de ese estilo. Son interesantes, no por lo que te dicen sobre la cosmología, sino por lo que dicen sobre las personas. Eh, chicos, ¿con qué parte creéis que hicieron vuestro pueblo?
Sin embargo, esta historia empieza en el Mundodisco, el cual viaja a través del espacio sobre la espalda de cuatro enormes elefantes que a su vez son transportados encima del caparazón de una enorme tortuga, y que no ha sido hecho de trocitos de los cuerpos de nadie.
Pero ¿cuándo empezar?
¿Hace millares de años? ¿Cuando una gran cascada de piedras humeantes cayó del cielo, hizo un agujero en la montaña Cabeza de Cobre y aplastó todo el bosque en un radio de diez leguas a la redonda?
Los enanos las extrajeron del suelo, porque aquellas piedras estaban hechas de una especie de hierro y los enanos, en contra de la opinión general, aman el hierro más que el oro. Lo que ocurre es que, si bien hay más hierro que oro, cuesta más componer canciones sobre el hierro que sobre el oro. Los enanos adoran el hierro.
Y eso era lo que contenían las piedras: el amor al hierro, un amor tan intenso que atraía hacia sí todo cuanto estuviera hecho de hierro. Los tres enanos que encontraron la primera roca no lograron zafarse de su atracción hasta que consiguieron quitarse sus pantalones de cota de malla.
Muchos mundos son de hierro, en el núcleo. Pero el Mundodisco tiene menos núcleo que un pastel de frutas.
Si encantas una aguja en el Disco, esta se orientará hacia el Eje, donde el campo mágico es más potente. Es muy simple.
En otros lugares, en mundos diseñados con menos imaginación, la aguja gira a causa del amor al hierro.
En aquel entonces, tanto los enanos como los humanos tenían una acuciante necesidad de amor al hierro.
Y ahora, adelantemos el tiempo hasta llegar a un punto situado cincuenta años o más antes de ese «ahora» que nunca se está quieto, a la ladera de una colina y una joven que corre. No está huyendo de algo ni corriendo hacia algo, sino solo corriendo lo bastante rápido para mantenerse por delante de un joven, aunque sin llevarle una ventaja suficientemente grande para que dicho joven se dé por vencido. Ahora está saliendo de los árboles y entrando en el valle donde, encima de una ligera elevación del terreno, se encuentran las piedras.
Tienen la altura de un hombre y son un poco menos gruesas que un hombre gordo.
En cierta manera, la verdad es que no parecen gran cosa. Si hay un círculo de piedras del cual tienes que mantenerte alejado, sugiere la imaginación, debería tratarse de colosales trilitos vagamente amenazadores y antiguos altares de piedra que pregonan a gritos el oscuro recuerdo de sangrientos sacrificios. Eso debería haber, no estos pedruscos tan sosos.
Al final, esta vez ella correrá demasiado rápido y, de hecho, el joven que la persigue riendo la perderá de vista, terminará hartándose y al cabo de un rato decidirá volver al pueblo solo. En este momento ella no lo sabe, y se limita a atusarse distraídamente las flores que lleva en el cabello. Ha sido esa clase de tarde.
Ella sabe todo lo que es necesario saber acerca de las piedras. Nunca se le habla a nadie de ellas. Y nunca se le dice a nadie que no se acerque a ellas, porque quienes se abstienen de hablar de las piedras también saben cuán poderosa es la atracción de lo prohibido. Ir a las piedras simplemente es... algo que no debe hacerse. En especial si somos unas jovencitas encantadoras.
Pero lo que tenemos aquí no es una jovencita encantadora, tal como suele entenderse la expresión. Para empezar, no es hermosa. Hay cierta tensión en la mandíbula y un arco en la nariz que podrían, con una suave brisa de acompañamiento y bajo la luz adecuada, ser calificados de hermosos por un cortés mentiroso. Además, en sus ojos hay la clase de brillo que poseen quienes se han descubierto más inteligentes que la mayoría de las personas que los rodean, pero aun así no han aprendido todavía que una de las cosas más inteligentes que pueden hacer es evitar que dichas personas lleguen a averiguarlo. En combinación con la nariz, eso le confiere una expresión cuya sagacidad resulta desconcertante. No es una cara con la que puedas hablar. Si abres la boca te encontrarás enfocado por una mirada penetrante que declara: más vale que lo que estás a punto de decir sea interesante.
Ahora las ocho piedras que se alzan sobre su pequeña colina están siendo sometidas a esa mirada penetrante.
Hmmm.
Y después la joven se aproxima con cautela. No con la de un conejo presto a salir huyendo en cualquier momento, sino con algo más parecido a la manera en que se mueve un cazador.
Se lleva las manos a las caderas, las cuales no ofrecen demasiado punto de apoyo.
Una alondra revolotea en el soleado cielo de verano. Aparte de eso, no hay ningún otro sonido. Abajo en el pequeño valle, y más arriba en las colinas, los saltamontes chirrían y las abejas zumban y la hierba se agita con un sinfín de microrruidos. Pero en torno a las piedras siempre hay silencio.
—Estoy aquí —dice—. Muéstrate.
La figura de una mujer de oscuro cabello vestida de rojo aparece dentro del círculo. El círculo no es lo bastante grande para que sea posible arrojar una piedra al otro lado, pero la figura se las ingenia para aproximarse desde una gran distancia.
Otras personas habrían salido huyendo. Pero la joven no huye, y eso despierta el interés de la mujer del círculo.
—Así que eres real.
—Por supuesto que lo soy. ¿Cómo te llamas, muchacha?
—Esmerelda.
—¿Y qué quieres?
—Nada.
—Todo el mundo quiere algo. Y si no quieres nada, ¿por qué estás aquí?
—Solo quería averiguar si eras real.
—Para ti, desde luego que lo soy. Tienes muy buena vista.
La joven asiente. Si alguien tirara piedras contra su orgullo, las piedras rebotarían en él.
—Y ahora que ya has averiguado que soy real —dice la mujer del círculo—, ¿qué es lo que quieres?
—Nada.
—¿De veras? La semana pasada subiste a lo alto de las montañas que se elevan por encima de Cabeza de Cobre para hablar con los trolls. ¿Qué querías de ellos?
La joven ladea la cabeza.
—¿Cómo sabes que hice eso?
—Está flotando en tu mente encima de todo lo demás, muchacha. Cualquiera podría verlo. Con tal de que tenga... muy buena vista, claro.
—Algún día seré capaz de hacer eso —dice la joven relamidamente.
—Quién sabe. Podría ser. ¿Qué querías de los trolls?
—Yo... quería hablar con ellos. ¿Sabías que creen que el tiempo fluye hacia atrás? Porque puedes ver el pasado, dicen, y...
La mujer del círculo rió.
—¡Pero en el fondo son como esos estúpidos enanos! Solo les interesan los guijarros, y no hay nada interesante en los guijarros.
La joven ejecuta una especie de uniencogimiento de hombros efectuado con un solo hombro, como indicando que los guijarros bien podrían suscitar un callado interés.
—¿Por qué no puedes salir de entre las piedras?
Está claro que esa no es la pregunta que debía formular. La mujer la pasa por alto.
—Puedo ayudarte a encontrar mucho más que guijarros —dice a continuación.
—No puedes salir de ese círculo, ¿verdad?
—Déjame darte lo que quieres.
—Yo puedo ir a cualquier sitio, pero tú estás atrapada dentro de ese círculo —dice la joven.
—¿De verdad puedes ir a cualquier sitio?
—Cuando sea una bruja podré ir a cualquier sitio.
—Pero tú nunca serás una bruja.
—¿Qué?
—Dicen que nunca escuchas. Dicen que eres incapaz de controlar tu mal genio. Dicen que careces de disciplina.
La joven sacude la cabeza.
—Oh, así que también sabes eso, ¿verdad? Bueno, se podía esperar que dijeran eso, ¿no? Pero tengo intención de ser una bruja digan lo que digan. Una bruja puede descubrir las cosas por sí misma. No tiene por qué escuchar a un montón de viejas atontadas que nunca han tenido una vida. Y, dama del círculo, seré la mejor bruja que haya habido jamás.
—Con mi ayuda, me parece que podrías llegar a serlo —dice la mujer del círculo—. Creo que tu chico te está buscando —añade con dulzura.
Otro de esos encogimientos de hombros unilaterales, para indicar que por lo que a ella respecta, el chico se puede pasar el día entero buscándola.
—Lo seré, ¿verdad?
—Podrías ser una gran bruja. Podrías ser cualquier cosa. Lo que quieras ser. Entra en el círculo. Deja que te lo muestre.
La joven avanza unos pasos y titubea. Hay algo en el tono de la mujer. Su sonrisa es encantadora y afable, pero algo en la voz... demasiado desesperada, demasiado apremiante, demasiado ávida.
—Pero estoy aprendiendo muchas...
—¡Entra en el círculo ahora mismo!
La joven vuelve a titubear.
—¿Cómo sé que...?
—¡El tiempo del círculo ya casi ha terminado! ¡Piensa en todo lo que puedes aprender! ¡Hazlo!
—Pero...
Pero eso ocurrió hace mucho tiempo, en el pasado.[3] Y además, ahora la perra es...
... más vieja.
Una tierra de hielo...
No invierno, porque eso presupone un otoño y quizá algún día una primavera. Esta es una tierra de hielo, no solo un tiempo de hielo.
Y tres figuras a caballo, en lo alto de la ladera nevada, que no apartan los ojos del anillo formado por ocho piedras. Vistas desde este lado parecen mucho más grandes.
Podrías observar a las figuras durante algún tiempo antes de darte cuenta de qué había de extraño en ellas —más extraño, es decir, que sus ropas—. El hálito caliente de sus monturas quedaba suspendido en la gélida atmósfera. Pero el de los jinetes no.
—Y esta vez —dijo la figura del centro, una mujer vestida de rojo— no habrá derrota. La tierra nos recibirá con los brazos abiertos. A estas alturas ya debe de odiar a los humanos.
—Pero había brujas —dijo uno de los jinetes—. Me acuerdo de las brujas.
—Las había, sí —dijo la mujer—. Pero ahora... Pobres, pobres criaturitas. Apenas si les queda ningún poder. Y se han vuelto sugestionables. Sus mentes son dóciles y maleables. He estado rondando por ahí, querido mío. Por la noche, yendo de un lado a otro. Sé qué clase de brujas tienen ahora. Deja que yo me ocupe de las brujas.
—Me acuerdo de las brujas —dijo el tercer jinete con insistencia—. Mentes como... como metal.
—Ya no. Te repito que yo me ocuparé de ellas.
La reina sonrió benévolamente al círculo de piedras.
—Y luego podréis hacer lo que queráis con ellas —dijo—. Yo, por mi parte, prefiero tener un esposo mortal. Un mortal especial. Una unión de los mundos. Para que vean que esta vez tenemos intención de quedarnos.
—Al rey no le gustará nada.
—¿Y cuándo ha importado eso?
—Nunca, mi señora.
—El momento se aproxima, Lankin. Los círculos se están abriendo. Pronto podremos regresar.
El segundo jinete se apoyó en el pomo de la silla de montar.
—Y entonces podré volver a cazar —dijo—. ¿Cuándo? ¿Cuándo, oh, cuándo?
—Pronto —dijo la reina—. Pronto.
Hacía una noche muy oscura, con la clase de oscuridad que no se explica simplemente por la ausencia de luna o estrellas, sino esa oscuridad que parece rezumar de algún otro lugar, tan espesa y tangible que podrías coger un puñado de aire y escurrir la noche de él.
Era la clase de oscuridad que hace que las ovejas salten las vallas y los perros se refugien en sus casetas.
Y sin embargo el viento era más bien cálido, y no tanto fuerte como ruidoso, la clase de viento que aúlla en los bosques y gime dentro de las chimeneas.
Era la clase de noche en que las personas normales se tapan la cabeza con la manta, porque perciben que hay ciertos momentos en los que el mundo pertenece a otras entidades. Por la mañana volvería a ser humano: habría ramas caídas y unas cuantas tejas se habrían desprendido del techo, pero todo sería humano. Hasta que llegara ese momento, no obstante, más valía estar bien tapadito en la cama.
Pero había un hombre despierto.
Jason Ogg, herrador y maestro de forja, accionó un par de veces el fuelle de su fragua por aquello de mantener la imagen y volvió a sentarse encima de su yunque. En la fragua siempre hacía calor, incluso cuando el viento silbaba alrededor de los aleros.
Jason Ogg podía herrar cualquier cosa. Una vez le trajeron una hormiga, para gastarle una broma, y Jason pasó la noche en vela trabajando con una lupa y el yunque que había hecho con la cabeza de un alfiler. La hormiga todavía andaba por allí, en algún lugar de la fragua: de vez en cuando, Jason podía oír el ruidito metálico que producía al ir y venir por el suelo.
Pero esta noche... Bueno, esta noche, en cierta manera, iba a pagar el alquiler. La fragua era de su propiedad, por supuesto. Llevaba muchas generaciones pasando de un Ogg a otro. Pero una fragua era algo más que ladrillos, hierro y argamasa. Jason no hubiese podido ponerle un nombre, pero estaba allí. Representaba la diferencia entre ser un maestro herrador y meramente alguien que se limitaba a retorcer el hierro dándole formas complicadas para ganarse la vida. Y tenía algo que ver con el hierro. Y algo que ver con el que se te permitiera ser muy bueno en lo que hacías. Se hubiera podido decir que era una especie de alquiler.
Un día su papá llevó al joven Jason a dar un paseo por el bosque y le explicó lo que tendría que hacer en noches como aquella.
Habría noches, le dijo, habría noches —y Jason sabría cuándo era una de esas noches sin necesidad de que se lo dijeran—, habría noches en que alguien vendría con un caballo para que se lo herraran. Trátalo bien. Ponle herraduras. No te distraigas. Y procura pensar únicamente en las herraduras.
A estas alturas, Jason ya se había acostumbrado.
El viento se incrementó, y el crujido de un árbol cayendo resonó en algún lugar del bosque.
El pestillo vibró.
Y luego llamaron a la puerta. Una vez. Dos.
Jason Ogg cogió su venda y se la puso sobre los ojos. La venda era muy importante, le había dicho su papá. Evitaba que te distrajeras.
Abrió la puerta.
—Buenas noches, milord —dijo.
—QUÉ NOCHE TAN ESPANTOSA.
Jason olió a caballo mojado mientras el animal era conducido hacia el interior de la fragua con un repiqueteo de cascos sobre las losas.
—Hay té encima del fuego, y nuestra Dreen nos ha llenado de galletas la lata en la que pone Un Regalo de Ankh-Morpork.
—GRACIAS. CONFÍO EN QUE ESTARÁN TODOS BIEN.
—Sí, milord. Ya he hecho las herraduras. No le haré esperar demasiado. Sé que siempre está usted muy... ocupado, digamos.
Un instante después oyó el chasquido de unos pasos que cruzaban el suelo en dirección a la vieja silla de cocina reservada para los clientes o, al menos, para los dueños de los clientes.
Jason ya tenía preparadas las herraduras, los clavos y las herramientas encima del banco que había junto al yunque. Se limpió las manos en el delantal, cogió una lima y empezó a trabajar. No le gustaba mucho herrar en frío, pero llevaba herrando caballos desde que tenía diez años. Podía hacerlo por el tacto.
Y tenía que admitir que aquel era el caballo más obediente que se había encontrado en toda su vida. Lástima que nunca hubiera llegado a verlo. Un caballo semejante tenía que ser realmente magnífico.
No intentes echarle un vistazo, le había dicho su papá.
Oyó el gorgoteo de la tetera y luego el sonido de una cucharilla removiendo líquido, seguido por un suave tintineo metálico cuando la cucharilla fue depositada en la mesa.
Nunca hay ruidos, le había dicho su papá. Excepto cuando camina y habla, nunca le oirás producir el más leve ruido. No hay chasquidos de labios ni nada por el estilo.
No hay respiración.
Oh, y otra cosa. Cuando saques las herraduras viejas, no las dejes tiradas en el rincón para que acaben fundiéndose con el resto de la chatarra. Mantenlas separadas. Fúndelas por separado. Utiliza un recipiente especial, y haz las nuevas herraduras con ese metal. Hagas lo que hagas, nunca pongas ese hierro en otro ser vivo.
De hecho, Jason había conservado un par de aquellas herraduras para emplearlas en las competiciones de lanzamiento de herraduras en las distintas ferias de la aldea, y cuando las lanzaba nunca perdía. Ganar tan a menudo acabó poniéndolo un poco nervioso, y ahora las herraduras pasaban la mayor parte del tiempo colgadas de un clavo detrás de la puerta.
A veces el viento sacudía el marco de la ventana, o hacía que las ascuas crujieran y chisporrotearan. Una serie de golpes sordos y un cacareo lejano sugirieron que el gallinero del final del huerto se había despedido del suelo.
El dueño del cliente se sirvió otra taza de té.
Jason terminó una pezuña y la soltó. Luego extendió la mano. El caballo desplazó el peso de una pata a otra y levantó la última pezuña.
Era un caballo entre un millón. Quizá más.
Poco después, ya había terminado. Era curioso, pero nunca parecía tardar mucho en acabar. Jason no tenía reloj porque no le habría encontrado ninguna utilidad, pero sospechaba que un trabajo que requería la mayor parte de una hora al mismo tiempo quedaba terminado en cuestión de minutos.
—Listo —dijo—. Ya está.
—GRACIAS. DEBO DECIR QUE ESTAS GALLETAS SON EXCELENTES. ¿CÓMO SE LAS ARREGLAN PARA METERLES DENTRO LOS TROCITOS DE CHOCOLATE?
—No lo sé, milord —dijo Jason, mirando fijamente el interior de su venda.
—PORQUE EL CHOCOLATE DEBERÍA DERRETIRSE CUANDO LAS HORNEAN, ¿VERDAD? ¿CÓMO CREE QUE LO HACEN?
—Probablemente sea un secreto del oficio —dijo Jason—. Yo nunca hago esa clase de preguntas.
—BRAVO. SABIA DECISIÓN. Y AHORA DEBO...
Tenía que preguntarlo, aunque solo fuera porque de esa manera siempre sabría que lo había preguntado.
—¿Milord?
—¿SÍ, SEÑOR OGG?
—Tengo una pregunta...
—¿SÍ, SEÑOR OGG?
Jason se pasó la lengua por los labios.
—Si me... quitara la venda, ¿qué vería? —Bueno, ya estaba hecho.
Hubo una rápida serie de chasquidos sobre las losas, y un cambio en la circulación del aire sugirió a Jason que ahora su interlocutor se encontraba delante de él.
—¿ES USTED UN HOMBRE DE FE, SEÑOR OGG?
Jason se lo pensó un poco antes de responder. Lancre no tenía muchas religiones. Estaban los Prodigioseros del Noveno Día, y los Offlianos Estrictos, y perdidos en claros lejanos había varios altares consagrados a unos cuantos dioses menores. Al igual que les ocurría a los enanos, Jason nunca había sentido la necesidad de tener una religión. El hierro era hierro y el fuego era fuego y si empiezas a ponerte metafísico, en el momento menos pensado descubrirás que estás rascando tu pulgar de la parte plana del martillo.
—¿EN QUÉ TIENE REALMENTE FE AHORA MISMO, SEÑOR OGG?
Lo tengo a unos centímetros de distancia, pensó Jason. Podría alargar la mano y tocar...
Había un olor. No era desagradable. De hecho, apenas era nada. Era el olor del aire en viejas habitaciones olvidadas. Si los siglos pudieran oler, entonces los más viejos olerían así.
—¿SEÑOR OGG?
Jason tragó saliva.
—Bueno, milord —dijo—, en este momento... La verdad es que ahora mismo creo en esta venda.
—BRAVO. HACE USTED BIEN. Y AHORA... HE DE IRME.
Jason oyó subir el pestillo. Hubo un golpe sordo cuando las puertas giraron hacia atrás, empujadas por el viento, y luego un ruido de cascos volvió a resonar sobre los adoquines.
—Y COMO SIEMPRE, HA HECHO UN TRABAJO SOBERBIO.
—Gracias, milord.
—HABLANDO DE ARTESANO A ARTESANO, YA ME ENTIENDE.
—Gracias, milord.
—VOLVEREMOS A VERNOS.
—Sí, milord.
—LA PRÓXIMA VEZ QUE MI CABALLO NECESITE HERRADURAS.
—Sí, milord.
Jason cerró la puerta y echó el pestillo, aunque pensándolo bien probablemente no fuese necesario hacerlo.
Pero ese era el trato: herrabas cualquier cosa que te trajeran, cualquier cosa, y el pago era que podías herrar cualquier cosa. En Lancre siempre había habido un herrero, y todo el mundo sabía que el herrero de Lancre era un herrero muy, muy poderoso.
Era un trato muy antiguo, y tenía algo que ver con el hierro.
El viento estaba perdiendo fuerza. Ahora era un susurro alrededor de los horizontes, a medida que salía el sol.
Aquella era tierra de hierba octarina. Un suelo magnífico, en especial para cultivar maíz.
Y allí había un campo lleno de maíz, meciéndose lentamente entre los setos. No un gran campo. No uno notable, solo un campo en el que había maíz, excepto naturalmente durante el invierno, cuando solo contenía palomas y cuervos.
El viento amainó.
El maíz siguió meciéndose. Pero no lo hacía con las ondulaciones normales producidas por el viento. Estas, en cambio, emanaban del centro del campo como las ondas que irradian al tirar una piedra al agua.
El aire chisporroteó y se llenó de un intenso zumbido.
Y entonces, en el centro del campo, crujiendo a medida que se doblaba, el maíz joven se inclinó.
Formando un círculo.
Y los enjambres de abejas se arremolinaron en el cielo, zumbando furiosamente.
Faltaban pocas semanas para que el verano llegara a su apogeo. El reino de Lancre dormitaba bajo el calor, que rielaba encima de los bosques y los campos.
Tres puntos aparecieron en el cielo.
Pasado un rato, pudieron ser identificados como tres figuras femeninas montadas en escobas, volando de una manera que recordaba a los famosos tres patos de escayola voladores.
Obsérvalas con atención.
La primera —llamémosla la que está al mando— vuela con el cuerpo muy tieso, en un abierto desafío a la resistencia del aire del cual parece estar saliendo vencedora. Tiene unas facciones que serían descritas como notables, o incluso bellas, pero no se la puede llamar hermosa, a menos que quieras ver cómo tu nariz crece medio metro de golpe.
La segunda es regordeta y tiene las piernas bastante arqueadas, una cara que recuerda a una manzana dejada a la intemperie durante demasiado tiempo y una expresión de jovialidad casi terminal. Está tocando un banjo y, a falta de un término más apropiado, se podría decir que está cantando. La canción habla de un puercoespín.
A diferencia de la escoba perteneciente a la primera figura, cuyo palo solo tiene que acarrear un par de sacos, la suya se halla sobrecargada de cosas como burritos de peluche púrpura, sacacorchos con forma de niñitos orinando, botellas de vino embutidas en cestas de paja y demás muestras de la cultura internacional. Hecho un ovillo entre ellos se encuentra el gato más maloliente y malévolo del mundo, ahora dormido.
La tercera, y decididamente última, figura montada en una escoba también es la más joven. A diferencia de las otras dos, que van vestidas de cuervo, lleva prendas de vivos colores que no le sientan demasiado bien ahora y probablemente tampoco le sentaran demasiado bien hace diez años. Viaja con un aire de vaga alegría esperanzada. Lleva flores en su cabello pero, al igual que ella, las flores están empezando a marchitarse.
Las tres brujas pasan por encima de las fronteras de Lancre, el reino, y muy poco después sobrevuelan el mismo Lancre. Inician su descenso hacia los páramos que hay más allá del pueblo, y acaban posándose cerca de una gran piedra que, casualmente, marca los confines de sus territorios.
Han vuelto.
Y todo vuelve a estar como es debido.
Durante unos cinco minutos.
Había un tejón en la letrina.
Yaya Ceravieja lo empujó una y otra vez con su escoba hasta que el tejón captó el mensaje y se fue. Después cogió la llave que colgaba del clavo junto al ejemplar del Almanaque y Libro de los Días del año pasado, y subió por el sendero que llevaba a su cabaña.
¡Todo un invierno fuera! Habría montones de cosas que hacer. Ir a recoger las cabras a casa del señor Skindle, sacar las arañas de la chimenea, extraer las ranas del pozo y, en general, reanudar la actividad habitual de ocuparse de los asuntos de los demás, porque nunca se sabe en qué clase de líos puede llegar a meterse la gente cuando no tiene una bruja cerca.
Pero antes podía permitirse una hora con los pies en alto.
Aparte de todo lo demás, unos petirrojos habían anidado en la tetera. Los pájaros habían entrado por un cristal roto en una de las ventanas. Yaya cogió la tetera con cuidado y la dejó encima de la puerta, donde estaría a salvo de los tejones, e hirvió un poco de agua en un puchero.
Después dio cuerda al reloj. Las brujas no necesitaban relojes, pero Yaya lo conservaba por el ruidito que hacía. Aquel tictac hacía que la cabaña pareciera habitada. Había pertenecido a su madre, que le daba cuerda cada día.
La muerte de su madre no la había pillado por sorpresa, en primer lugar porque Esme Ceravieja era una bruja y las brujas pueden ver el futuro, y en segundo lugar porque ya había acumulado una considerable experiencia en lo referente a la medicina y reconoció las señales. Eso le dio ocasión de prepararse, y no había derramado ni una sola lágrima hasta el día siguiente, cuando el reloj se paró justo a la mitad del almuerzo fúnebre. Yaya dejó caer una bandeja llena de rollitos de jamón y luego tuvo que sentarse un rato en la letrina, donde estaría sola y nadie la vería llorar.
Ya iba siendo hora de que pensara en esa clase de cosas. Sí, era un buen momento para pensar en el pasado...
El reloj hacía tictac. El agua estaba hirviendo. Yaya Ceravieja extrajo una bolsita de té del parco equipaje colgado de su escoba, y la metió en la tetera.
El fuego ya había prendido. El frío de una habitación en la que no se había vivido durante meses fue disipándose poco a poco. Las sombras se alargaron.
Hora de pensar en el pasado. Las brujas pueden ver el futuro. El asunto del que Yaya Ceravieja tendría que ocuparse dentro de poco sería el suyo...
Y entonces miró por la ventana.
Tata Ogg se subió con cuidado a un taburete y pasó un dedo por encima del aparador. Después inspeccionó el dedo. Estaba impecable.
—Hummmmpfff —dijo—. Parece pasablemente limpio.
Las nueras se estremecieron de alivio.
—De momento —añadió Tata.
Las tres jóvenes se unieron en su mudo terror.
La relación que mantenía con sus nueras era la única mancha en el por lo demás afable carácter de Tata Ogg. Los hijos políticos eran otra cosa: Tata se acordaba de sus nombres, incluso de sus cumpleaños, y pasaban a formar parte de la familia como polluelos gigantes que buscaran cobijo bajo las alas de una clueca meditabunda. Y los nietos eran un auténtico tesoro, todos y cada uno de ellos. Pero toda mujer tan insensata como para contraer matrimonio con un hijo de la señora Ogg ya podía ir resignándose a una vida de tortura mental e innombrable servidumbre doméstica.
Tata Ogg nunca se ocupaba de ninguna labor doméstica por sí misma, pero era la causa de que otras personas tuvieran labores domésticas.
Bajó del taburete y les dirigió una radiante sonrisa.
—Ya veo que habéis sabido ocuparos de la casa —dijo—. Bravo. —Y su sonrisa se esfumó—. Debajo de la cama del cuarto de los invitados —añadió—. Todavía no he mirado allí, ¿verdad?
Tata Ogg podía llegar a ser tan desagradable que la mismísima Inquisición la habría expulsado por exceso de celo.
Se volvió cuando más miembros de la familia entraron en la habitación, y su rostro se desencajó en la nebulosa sonrisa con que siempre recibía a los nietos.
Jason Ogg hizo avanzar al más pequeño de sus hijos. Era Pewsey Ogg, de cuatro años de edad, y llevaba algo en las manos.
—Bueno, ¿qué tienes ahí? —preguntó Tata—. No tengas miedo y enséñaselo a tu abuelita.
Pewsey lo hizo.
—Vaya, ya veo que has sido un niño muy...
Ocurrió justo entonces, justo allí, justo delante de ella.
Y luego estaba Magrat.
Había pasado ocho meses fuera.
El pánico estaba empezando a adueñarse de ella. Técnicamente estaba prometida con el rey, Verence II. Bueno... no exactamente prometida. Había, y de eso Magrat estaba casi segura, un acuerdo tácito general de que el compromiso era una opción a tomar en cuenta. Magrat no había parado de repetirle que era un espíritu libre y que no quería ataduras de ninguna clase, y naturalmente el compromiso matrimonial estaba considerado como una atadura, más o menos, pero... pero...
Pero... bueno... ocho meses. En ocho meses podía haber sucedido cualquier cosa. Magrat hubiese tenido que volver de Genua sin entretenerse por el camino, pero las otras dos lo estaban pasando en grande.
Quitó el polvo del espejo y se examinó con ojos críticos. No había mucho con lo que trabajar. Hiciera lo que hiciese con su cabello, este tardaba unos tres minutos en volver a quedar tan enredado como una manguera de jardín guardada en un cobertizo.[4] Se había comprado un vestido verde, pero lo que había parecido atractivo y seductor encima del maniquí de escayola parecía un paraguas plegado encima de una Magrat.
Y mientras tanto, Verence había estado reinando durante ocho meses. Claro que Lancre era tan pequeño que no podías tumbarte en el suelo si no tenías un pasaporte, pero aun así Verence era un rey, y los reyes solían atraer a cierta clase de mujeres jóvenes que buscaban una oportunidad de hacer carrera en la profesión de reinar.
Magrat hizo lo que pudo con el vestido y se pasó un cepillo vengativo por el cabello.
Luego subió al castillo.
Montar guardia en el castillo de Lancre era un deber desempeñado por cualquiera que no tuviese gran cosa que hacer en esos momentos. Aquel día le había tocado a Shawn, el hijo pequeño de Tata Ogg, envuelto en una cota de malla que le quedaba bastante grande. Cuando Magrat pasó corriendo junto a él, Shawn adoptó una postura bastante curiosa a la que probablemente llamara cuadrarse, y luego tiró su alabarda al suelo y echó a correr tras ella.
—¿Podría ir un poco más despacio, señorita, por favor?
Logró alcanzarla, subió corriendo los escalones que llevaban a la puerta, cogió una trompeta suspendida de un clavo con un trozo de cuerda, e hizo sonar una apresurada fanfarria de aficionado. Luego volvió a poner cara de pánico.
—Espere aquí, señorita, aquí mismo... Cuente hasta cinco y luego llame —dijo y, entrando a toda prisa por la puerta, la cerró de golpe detrás de él.
Magrat esperó, y después usó la aldaba.
Pasados unos segundos, Shawn abrió la puerta. Estaba enrojecido y lucía una peluca empolvada puesta del revés.
—¿Sí? —preguntó mientras trataba de poner cara de mayordomo.
—Todavía llevas el casco debajo de la peluca —dijo Magrat, queriendo ser útil.
Shawn se desinfló. Sus ojos giraron hacia arriba.
—Supongo que todo el mundo estará muy ocupado con el heno, ¿verdad? —preguntó Magrat.
Shawn levantó su peluca, se quitó el casco y volvió a ponerse la peluca. Luego, y sin darse mucha cuenta de lo que hacía, se puso el casco encima de la peluca.
—Sí, y el señor Spriggins, el mayordomo, vuelve a estar en cama con sus molestias —dijo Shawn—. Solo estoy yo, señorita. Y antes de irme tendré que preparar la cena, porque la señora Ascórbica no se encuentra demasiado bien.
—No hace falta que me acompañes —dijo Magrat—. Conozco el camino.
—No, estas cosas hay que hacerlas como es debido —dijo Shawn—. Usted siga lo más despacito que pueda y déjeme hacer a mí.
Se adelantó corriendo y abrió unas cuantas dobles puertas...
—¡La señorita Magraaaaaat Ajosssstieeeernos!
... y corrió hacia el siguiente par de puertas.
Cuando llegó al tercer par ya se había quedado sin aliento, pero hizo todo lo que pudo.
—La señorita... Magraaaaat... Ajostiernos... Su majestaaaaad el re... Oh, cuernos, ¿dónde se ha metido ese hombre?
La sala del trono estaba vacía.
Finalmente localizaron a Verence II, rey de Lancre, en el patio de los establos.
Algunas personas nacen en el seno de la realeza. Otras logran alcanzarla, o al menos terminan convirtiéndose en cosas como el Archi-Generalísimo-Padre-de-Su-País. Pero en el caso de Verence, la realeza era algo que le había caído encima. No lo habían educado con vistas a ella, y había llegado al trono a través de una de esas complicadas mezclas de fraternidad y parentesco tan comunes en las familias reales.
De hecho lo habían educado para bufón, un hombre cuyo trabajo consistía en contar chistes, hacer piruetas y permitir que le vaciaran salseras llenas de crema dentro de los pantalones. Como era de esperar, eso había desarrollado en él una visión de la vida en extremo seria y solemne y la firme determinación de no volver a reírse nunca de nada, en particular si había crema cerca.
En el papel de gobernante, pues, Verence partía con la ventaja inicial de la ignorancia. Nadie le había dicho nunca cómo ser un rey, lo cual quería decir que tendría que averiguarlo por sí mismo. Había encargado montones de libros sobre el tema. Verence creía a pies juntillas en la utilidad del conocimiento derivado de los libros.
También había llegado a la insólita conclusión de que el trabajo de un rey consiste en hacer que el reino sea un sitio mejor para vivir.
En aquel momento estaba inspeccionando un artilugio bastante complicado. La parte delantera disponía de un par de varales entre los que se podía colocar un caballo, y el resto hacía pensar en una carreta llena de molinos de viento.
Levantó la vista y sonrió distraídamente.
—Oh, hola —dijo—. Así que habéis vuelto sanas y salvas, ¿eh?
—Ejem... —comenzó Magrat.
—Es un rotador de cosechas patentado —explicó Verence, dando unas palmaditas a la máquina—. Acaba de llegar de Ankh-Morpork. El último grito del futuro, sabes. Últimamente me he interesado en todo lo relacionado con las mejoras agrícolas y la eficiencia del suelo. Es preciso que lleguemos a dominar el nuevo sistema de los tres campos.
Magrat estaba bastante desconcertada.
—Pero me parece que solo tenemos tres campos —dijo—, y no hay mucha tierra en...
—Es de gran importancia mantener la relación correcta entre cereales, legumbres y raíces —dijo Verence levantando la voz—. Aparte de eso, estoy pensando seriamente en el trébol. ¡Me interesaría conocer tu opinión al respecto!
—Ejem...
—¡Y creo que deberíamos hacer algo acerca de los cerdos! —exclamó Verence—. ¡El Franja de Lancre! ¡Es muy resistente! ¡Pero podríamos aumentar considerablemente el peso medio por ejemplar! ¡Mediante una cuidadosa crianza selectiva! ¡Cruzándolo con, digamos, el Jorobas de Sto! Voy a hacer que me manden un jabalí que... ¡Shawn, quieres hacer el favor de dejar de tocar esa dichosa trompeta!
Shawn bajó la trompeta.
—Estoy tocando una fanfarria, majestad.
—Sí, sí, pero no se supone que debas tocarla todo el rato. Unas cuantas notas breves son más que una suficiencia. —Verence resopló—. Y algo se está quemando.
—Oh, maldición... Son las zanahorias... —Shawn se fue a toda prisa.
—Así está mejor —dijo Verence—. ¿Dónde estábamos?
—Con los cerdos, creo —dijo Magrat—, pero en realidad yo había venido a...
—En realidad todo se reduce a la tierra —dijo Verence—. Acierta con la tierra apropiada, y el resto funciona por sí solo. Por cierto, he empezado a preparar la boda para el día del Solsticio de Verano. Pensé que te gustaría.
La boca de Magrat formó una O.
—Podríamos trasladarla a otra fecha, por supuesto, pero no mucho más allá debido a la cosecha —dijo Verence.
»Ya he mandado unas cuantas invitaciones, a la gente más obvia —dijo Verence.
»Y he pensado que sería una buena idea organizar alguna clase de feria o festival un poco antes de la boda —dijo Verence.
»He pedido a Boggi's de Ankh-Morporkh que nos envíen a su mejor modista con una selección de telas, y una de las criadas es más o menos de tu talla, y creo que quedarás muy satisfecha con los resultados —dijo Verence.
»Y el señor Fundidordehierroson, el enano, bajó de la montaña especialmente para hacer la corona —dijo Verence.
»Y mi hermano y los hombres del señor Vitoller no podrán venir porque al parecer están haciendo una gira por Klatch, pero Hwel el dramaturgo ha escrito una obra especial para entretener a los asistentes a la boda. Me ha asegurado que ni siquiera unos rústicos podrán desmerecerla —dijo Verence.
»Bueno, entonces estamos de acuerdo, ¿no? —dijo Verence.
Finalmente, la voz de Magrat regresó de algún lejano apogeo, un poco enronquecida.
—¿Y no se supone que antes debes pedirme que me case contigo? —quiso saber.
—¿Qué? Ejem. Pues no, en realidad no —dijo Verence—. Los reyes nunca piden. Lo he leído en los libros. Verás, yo soy el rey, y tú eres, sin ánimo de ofender, una súbdita. No tengo que pedírtelo.
La boca de Magrat se abrió para dar salida a un alarido de rabia pero entonces, y aunque un poco tarde, su cerebro por fin se puso en marcha.
Sí, dijo, claro que puedes soltarle cuatro gritos y marcharte hecha una furia. Y él probablemente vendrá a buscarte. Muy probablemente.
Ejem.
Quizá no tan probablemente. Porque por mucho que Verence sea un hombrecito encantador con unos ojos muy dulces y un poquito llorosos, también es un rey y ha estado consultando los libros. Pero muy probablemente y casi del todo probablemente.
Pero...
¿Quieres apostar el resto de tu vida? ¿Y no era eso lo que querías de todas maneras? ¿Y en realidad no has venido hasta aquí precisamente con esa esperanza?
Verence la estaba mirando con cierta preocupación.
—¿Es por lo de la brujería? —preguntó—. No tienes por qué renunciar del todo a eso, claro. Yo respeto muchísimo a las brujas. Y siempre puedes ser una reina bruja, aunque creo que eso significa que entonces deberás llevar ropa bastante sugerente, tener gatos y dar manzanas envenenadas a la gente. Lo he leído en algún sitio. Lo del embrujar es un problema, ¿verdad?
—No —farfulló Magrat—, no es eso... Ejem... ¿Mencionaste una corona?
—Has de tener una corona —dijo Verence—. Las reinas las tienen. Lo he leído.
El cerebro de Magrat volvió a intervenir. Reina Magrat, sugirió mientras sostenía ante ella el espejo de la imaginación.
—No te habrás enfadado, ¿verdad? —dijo Verence.
—¿Qué? Oh. No. ¿Yo? No.
—Magnífico. Bueno, pues entonces todo resuelto. Creo que no nos olvidamos de nada, ¿no te parece?
—Ejem...
Verence se frotó las manos.
—Estamos haciendo cosas realmente maravillosas con las legumbres —dijo, como si no acabara de remodelar toda la vida de Magrat sin consultarla—. Judías, guisantes... Ya sabes, los fijadores de nitrógeno. Y marga y un poco de caliza, por supuesto. Agricultura científica. Ven a ver esto.
Echó a andar con rápidas y vivaces zancadas.
—Sabes, creo que con un poco de esfuerzo podríamos conseguir que este reino funcionara como es debido.
Magrat lo siguió.
Así que todo estaba resuelto. No una proposición, sino una mera declaración. Magrat no había estado muy segura, ni siquiera en las horas más oscuras de la noche, de cómo sería exactamente el momento, pero tenía una vaga idea de rosas, crepúsculos y pajaritos que trinaban. El trébol apenas figuraba en esa idea. Las judías y demás leguminosas fijadoras del nitrógeno no eran una característica esencial.
Por otra parte, en el fondo Magrat era una persona más práctica de lo que se imaginaba la inmensa mayoría de la gente cuando no veía más allá de su vaga sonrisa y su colección de más de trescientas joyas de lo oculto, ninguna de las cuales funcionaba.
Conque era así como te casabas con un rey. Te lo organizaban todo. No había caballos blancos. El pasado se estrellaba contra el futuro, arrastrándote consigo.
Quizá fuera lo normal. Los reyes siempre estaban muy ocupados. Magrat no tenía mucha experiencia en lo concerniente a casarse con reyes.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
—A la vieja rosaleda.
Ah... Bueno, eso ya se parecía un poquito más a su idea.
Excepto que no había ninguna rosa. El jardín amurallado había sido despojado de sus senderos y arboledas, y ahora contenía una gruesa alfombra de tallos verdes rematados por flores blancas. Las abejas trabajaban frenéticamente entre los brotes.
—¿Judías? —exclamó Magrat.
—¡Sí! Una cosecha experimental. Voy trayendo a los granjeros aquí arriba en pequeños grupos para enseñárselas —dijo Verence. Suspiró—. Asienten, murmuran que está muy bien y sonríen, pero me temo que cuando vuelven a casa siguen haciendo lo mismo de siempre.
—Ya sé a qué te refieres —dijo Magrat—. Cuando intenté darles clases de parto natural, ocurrió exactamente lo mismo.
Verence enarcó una ceja. La idea de Magrat dando clases sobre el parto natural a las fecundas mujeres de Lancre, con sus rostros del color de la teca, le sonaba ligeramente irreal incluso a él.
—¿De veras? ¿Y cómo tenían a los bebés antes? —preguntó.
—Oh, de cualquier manera —dijo Magrat.
Los dos contemplaron el pequeño campo de judías repleto de zumbidos.
—Naturalmente cuando seas reina ya no necesitarás... —comenzó Verence.
Ocurrió muy suavemente, casi como un beso, de una manera tan impalpable como la caricia del sol.
No hubo viento, solo un repentino y pesado encalmamiento de la atmósfera que produjo un chasquido en los oídos.
Los tallos se doblaron hasta partirse y cayeron al suelo formando un círculo.
Las abejas zumbaron, y emprendieron el vuelo.
Las tres brujas llegaron al megalito en el mismo momento.
Ni siquiera se molestaron en dar explicaciones. Hay ciertas cosas que sencillamente sabes.
—¡Justo en medio de mis jodidas hierbas! —dijo Yaya Cera-vieja.
—¡En el jardín del palacio! —dijo Magrat.
—¡Pobre criaturita! ¡Y además me lo estaba enseñando para que lo viera! —dijo Tata Ogg.
Yaya Ceravieja la miró en silencio.
—¿Se puede saber de qué estás hablando, Gytha Ogg? —preguntó al cabo.
—Nuestro Pewsey había decidido cultivar un poco de mostaza con berro encima de una servilleta mojada para su abuelita —explicó Tata Ogg—. Vino a enseñármelo, claro, y justo cuando me estaba inclinando para mirar, entonces... ¡Catacrac, un círculo de la cosecha!
—Esto es serio —dijo Yaya Ceravieja—. Llevábamos muchos años sin ver un caso tan claro. Todas sabemos lo que significa, ¿verdad? Bien, lo que tenemos que hacer...
—Ejem —dijo Magrat.
—... ahora es...
—Disculpa —dijo Magrat, porque había ciertas cosas que te las tenían que explicar.
—¿Sí?
—No sé lo que significa —dijo Magrat—. Quiero decir que, bueno, la Abuela Whemper...
—... enpazdescanse —corearon las dos viejas brujas.
—... me dijo en una ocasión que los círculos eran peligrosos, pero nunca me habló del porqué eran peligrosos.
Las otras dos brujas cruzaron una mirada.
—¿Nunca te habló de los Danzarines? —dijo Yaya Cera-vieja.
—¿Nunca te habló del Hombre Largo? —dijo Tata Ogg.
—¿Qué Danzarines? ¿Te refieres a esas viejas piedras que hay en el páramo?
—Lo único que necesitas saber en este momento —dijo Yaya Ceravieja— es que tenemos que pararles los pies.
—¿A quiénes?
Yaya irradió inocencia.
—A los círculos, por supuesto —dijo.
—Oh, no —dijo Magrat—. Me he dado cuenta por la manera en que lo has dicho. Has hablado como si se tratara de alguna clase de maldición. ¿A quiénes tenemos que pararles los pies? O, mejor dicho, ¿a Quiénes tenemos que pararles los pies?
Las viejas brujas parecían no saber qué cara poner.
—¿Y quién es el Hombre Largo? —preguntó Magrat.
—Nunca hablamos del Hombre Largo —dijo Yaya.
—De todas maneras, tampoco va a pasar nada porque le hablemos de los Danzarines —farfulló Tata Ogg.
—Sí, pero... ya sabes... quiero decir que... Bueno, se trata de Magrat —dijo Yaya.
—¿Qué se supone que significa eso? —quiso saber Magrat.
—Lo que estoy diciendo es que probablemente tú no pensarás lo mismo de Ellos —dijo Yaya.
—Estamos hablando de los... —comenzó Tata Ogg.
—¡No los nombres!
—Sí, claro. Lo siento.
—Ojo, que siempre cabe la posibilidad de que el círculo no se tropiece con los Danzarines —dijo Yaya—. Siempre nos queda esa esperanza. Podría tratarse de una mera casualidad.
—Pero si se abre uno justo dentro del... —dijo Tata Ogg.
—¡Lo estáis haciendo a propósito! —chilló Magrat—. ¡Siempre estáis hablando en clave! ¡Siempre lo estáis haciendo! ¡Pero cuando yo sea reina ya no podréis seguir haciéndolo!
Eso las hizo callar.
Tata Ogg ladeó la cabeza.
—¿Oh? —dijo—. Así que el joven Verence por fin te ha hecho la gran pregunta, ¿verdad?
—¡Sí!
—¿Y cuándo será el feliz acontecimiento? —preguntó Yaya Cera vieja con voz gélida.
—Dentro de dos semanas —anunció Magrat—. El día del Solsticio de Verano.
—Mala elección, mala elección —dijo Tata Ogg—. La noche más corta del año...
—¡Gytha Ogg!
—Y seréis mis súbditas —dijo Magrat, fingiendo no haberla oído—. ¡Y tendréis que hacerme reverencias y todo lo demás! —Supo que era una estupidez nada más decirlo, pero la ira la impulsó a seguir hablando.
Yaya Ceravieja entrecerró los ojos.
—Hmmm —dijo—. Así que te haremos reverencias, ¿verdad?
—Sí, y si no lo hacéis —dijo Magrat—, puede que acabéis en la cárcel.
—Caramba —dijo Yaya—. Pobrecita de mí. Eso no me gustaría. No, no me gustaría nada.
Las tres sabían que las mazmorras del castillo, que en cualquier caso nunca habían sido su dependencia más notable, ya no se utilizaban para nada. Verence II era el monarca más afable y bondadoso de toda la historia de Lancre. Sus súbditos sentían por él esa especie de jovial desprecio del que acaban siendo objeto todas las personas que trabajan callada y diligentemente por el bien público. Además, Verence hubiese preferido cortarse una pierna antes que encerrar a una bruja en las mazmorras, dado que a la larga eso ahorraría problemas y probablemente resultaría mucho menos doloroso.
—La reina Magrat, ¿eh? —dijo Tata Ogg, tratando de aliviar la tensión—. Vaya, vaya. Bueno, al castillo no le iría nada mal un toquecito femenino...
—Oh, puedes estar segura de que Magrat sabrá cómo dárselo —dijo Yaya.
—Bueno, en cualquier caso, no tengo por qué perder el tiempo con esta clase de cosas —dijo Magrat—. Sean las que sean. Eso es asunto vuestro. Estoy segura de que sencillamente no tendré tiempo para ello.
—Y yo estoy segura de que su futura majestad puede hacer lo que le dé la gana —repuso Yaya Ceravieja.
—¡Ja! —exclamó Magrat—. ¡Claro que puedo! ¡Y en cuanto a vosotras, siempre podéis encontrar otra bruja para Lancre! ¿Os parece bien? ¡Otra jovencita un poco cursi que cargue con todo el trabajo pesado, y a la que nunca le explican nada porque las demás están demasiado ocupadas cotilleando como si ella no existiese! ¡Yo tengo cosas mejores que hacer!
—¿Mejores que ser una bruja? —preguntó Yaya.
Magrat no pudo contenerse.
—¡Sí!
—Oh, vaya —murmuró Tata.
—Oh. Bueno, entonces supongo que querrás irte —dijo Yaya con voz afilada—. Para regresar a tu palacio, claro.
—¡Sí!
Magrat cogió su escoba.
El brazo de Yaya se extendió con la velocidad del rayo y sujetó la escoba.
—Oh, no —dijo—. Nada de eso. Las reinas van en carrozas doradas y todas esas zarandajas. A cada uno lo suyo. Las escobas son para las brujas.
—Venga, dejadlo ya —dijo Tata Ogg, una de las mediadoras de la naturaleza—. Y en cualquier caso, se puede ser reina y br...
—Me da igual —replicó Magrat, dejando caer la escoba—. No tengo por qué seguir perdiendo el tiempo con esas tonterías.
Dándose la vuelta, se recogió las faldas y echó a correr. No tardó en convertirse en una silueta perfilada contra el crepúsculo.
—Eres una vieja muy testaruda, Esme —dijo Tata Ogg—. Y todo porque Magrat se va a casar.
—Ya sabes lo que habría dicho si se lo hubiésemos contado —repuso Yaya Ceravieja—. Lo hubiese entendido todo al revés. La Aristocracia, nada menos. Círculos. Hubiese dicho que era... precioso. No, será mejor que no tome parte en esto.
—Llevaban un montón de años inactivos —observó Tata—. Necesitaremos que nos echen una mano. Quiero decir que... Bueno, ¿cuándo fue la última vez que subiste a los Danzarines?
—Ya sabes cómo son estas cosas —dijo Yaya—. Cuando todo está tan tranquilo... no piensas en ellos.
—Habríamos tenido que mantenerlos limpios.
—Cierto.
—Lo primero que tenemos que hacer mañana por la mañana es subir allí —decidió Tata Ogg.
—Sí.
—Y más vale que llevemos una hoz.
En el reino de Lancre hay muy pocos lugares donde puedas dejar caer una pelota sin verla alejarse rodando. La mayor parte del terreno consiste en páramos y largas laderas cubiertas de bosques, que de pronto se convierten en montañas tan escarpadas que ni siquiera los trolls se acercan a ellas y valles tan profundos que hay que tender cañerías para que les llegue un poco de sol.
Había un sendero medio borrado por la maleza que subía por el páramo hasta el sitio donde se alzaban los Danzarines, aunque no hubiese muchas leguas desde allí hasta el pueblo. Los cazadores lo utilizaban en algunas ocasiones, aunque solo por accidente. No se trataba de que hubiera poca caza, pero, bueno...
... estaban las piedras.
Los círculos de piedras eran muy comunes por todas las montañas. Los druidas los construían para emplearlos como ordenadores meteorológicos, y dado que siempre salía más barato levantar un nuevo círculo de 33 Megalitos que hacerle una ampliación de memoria a un modelo viejo y mucho más lento, generalmente había montones de viejos círculos esparcidos por ahí.
Los druidas nunca se acercaban a los Danzarines.
Las piedras no habían sido talladas para darles forma. Ni siquiera se hallaban dispuestas de ninguna manera significativa. No había ninguna de esas sofisticaciones gracias a las que el sol cae sobre cierta piedra durante el amanecer de cierto día. Alguien se había limitado a arrastrar hasta allí ocho rocas rojizas para que formaran un círculo.
Pero allí el tiempo era distinto. La gente decía que, si empezaba a llover, la lluvia siempre caía dentro del círculo unos segundos después de caer fuera de él, como si la lluvia viniera de más lejos. Si unas nubes pasaban por delante del sol, siempre transcurrían unos momentos antes de que la luz se desvaneciera dentro del círculo.
William Scrope va a morir dentro de un par de minutos. Hay que aclarar que William Scrope no hubiese debido estar cazando ciervos fuera de temporada, y especialmente no el magnífico ejemplar cuyo rastro seguía en aquellos momentos, y por cierto no un magnífico ejemplar de la especie Roja de las Montañas del Carnero, que es una especie oficialmente declarada en peligro de extinción, aunque en este preciso instante no corra un peligro de extinción tan grave como el que pesa sobre William Scrope.
El ciervo le llevaba cierta ventaja, y avanzaba a través de los helechos haciendo tanto ruido que hasta un ciego hubiese podido seguirlo.
Scrope iba tras él.
La neblina todavía flotaba alrededor de las piedras, no como cortina sino formando largas franjas deshilachadas.
El ciervo llegó al círculo, y se detuvo. Trotó un par de metros adelante y atrás, y luego levantó los ojos hacia Scrope.
Scrope alzó su ballesta.
El ciervo se dio la vuelta y saltó entre las piedras.
A partir de ese momento solo hubo impresiones confusas. La primera fue de...
... distancia. El círculo tenía varios metros de diámetro, por lo que no hubiese debido parecer que de pronto contenía tantísima distancia.
Y la siguiente fue de...
... velocidad. Algo estaba saliendo del círculo, un punto blanco que se volvía cada vez más grande.
Scrope sabía que había apuntado la ballesta. Pero esta le fue arrebatada de las manos cuando la cosa chocó contra él, y luego de pronto solo hubo una sensación de...
... paz.
Y el breve recuerdo del dolor.
William Scrope murió.
William Scrope contempló los helechos aplastados. La razón por la que estaban aplastados era que su cuerpo yacía encima de ellos.
Sus ojos recién fallecidos recorrieron el paisaje.
Para los muertos no existen las ilusiones. Morir es como despertar después de una fiesta estupenda, cuando puedes gozar de uno o dos segundos de inocente libertad antes de acordarte de todas las cosas que hiciste anoche y que tan lógicas e hilarantes al mismo tiempo te parecieron en aquel momento, y entonces te acuerdas de aquello realmente tan asombroso que hiciste con dos globos y la pantalla de una lámpara, aquello que hizo que todo el mundo se tronchara de risa, y de pronto te das cuenta de que hoy tendrás que mirar a los ojos a un montón de personas y ahora estás sobrio y ellas también lo están, pero todos os acordáis.
—Oh —dijo.
El paisaje fluía alrededor de las piedras. Todo era tan obvio ahora, cuando lo veías desde fuera...
Obvio. Nada de paredes, solo puertas. Nada de bordes, solo esquinas...
—WILLIAM SCROPE.
—¿Sí?
—¿TENDRÍAS LA BONDAD DE VENIR HACIA AQUÍ?
—¿Eres un cazador?
—ME GUSTA PENSAR QUE VOY POR EL MUNDO RECOGIENDO SABROSAS MENUDENCIAS.
La Muerte sonrió esperanzadamente. El entrecejo posfísico de Scrope se frunció.
—¿Qué? ¿Te refieres a... jerez, galletitas... esa clase de cosas?
La Muerte suspiró. La gente no sabía apreciar las metáforas. A veces tenía la sensación de que nadie se lo tomaba en serio.
—NO, LO QUE QUIERO DECIR ES QUE ME LLEVO LAS VIDAS DE LAS PERSONAS —dijo con leve irritación.
—¿Adonde?
—ESO TENDREMOS QUE VERLO, ¿VERDAD?
William Scrope ya se estaba desvaneciendo entre la neblina.
—Esa cosa que acabó conmigo...
—¿Sí?
—¡Creía que se habían extinguido!
—NO. SOLO SE HABÍAN IDO.
—¿Adonde?
La Muerte extendió un dígito huesudo.
—AHÍ.
En principio Magrat no había tenido intención de trasladarse al palacio antes de la boda, porque la gente murmuraría. El palacio tenía muchísimas habitaciones y una docena de personas vivía en él, por supuesto, pero aun así Magrat estaría bajo el mismo techo que su futuro esposo, y bastaba con eso. De hecho, incluso sobraba.
Eso había sido antes. Ahora le hervía la sangre. Que murmuraran. Magrat ya tenía bastante claro quiénes serían las personas que murmurarían, y además sabía que esas personas eran unas auténticas brujas. Ja, ja. Pues que murmuraran todo lo que quisieran.
Se levantó temprano y recogió sus posesiones, que no eran muchas. La cabaña no era exactamente suya, y la mayor parte del mobiliario pertenecía a la misma. Las brujas iban y venían, pero las cabañas de las brujas seguían existiendo, habitualmente con el mismo tejado que habían tenido al iniciar su existencia.
Pero aun así Magrat era propietaria de un juego de cuchillos mágicos, los cordoncillos místicos de colores, el surtido de griales y crisoles, y una caja llena de anillos, collares y brazaletes cargados con los símbolos herméticos de una docena de religiones. Metió todo eso en un saco.
Y luego estaban los libros. La Abuela Whemper había sido una especie de ratón de biblioteca entre las brujas. Había casi una docena. Magrat se lo pensó un buen rato, y finalmente dejó que se quedaran en los estantes.
También estaba el sombrero puntiagudo reglamentario. De todas maneras nunca le había gustado, y siempre había evitado ponérselo. Al saco con él.
Recorrió la habitación con una rápida mirada hasta que vio el pequeño caldero colgado en el rincón de la chimenea. Sí, serviría. Al saco con él, y después atar el cuello con un trozo de cordel.
De camino hacia el palacio, pasó por el puente que atravesaba la Garganta de Lancre y tiró el saco al río.
El saco se meció por unos instantes en la caudalosa corriente, y luego se hundió.
Magrat había albergado la secreta esperanza de que habría una estela de burbujas multicolores, o al menos un siseo. Pero el saco se limitó a hundirse. Como si después de todo no fuera nada demasiado importante.
Otro mundo, otro castillo.
El elfo cruzó al galope el foso helado, cabalgando entre las nubes de vapor que rezumaban de su negro caballo y de lo que se había echado al cuello.
Galopó escaleras arriba y entró en la sala, donde la reina estaba sentada entre sus sueños...
—¡Milord Lankin!
—¡Un ciervo!
El ciervo aún vivía. Los elfos sabían cómo mantenerte con vida, a menudo durante semanas.
—¿Salió del círculo?
—¡Sí, mi señora!
—Se está debilitando. ¿No te lo había dicho?
—¿Cuánto falta? ¿Cuánto?
—Pronto. Pronto. ¿Qué cruzó al otro lado?
El elfo intentó rehuir su mirada.
—Vuestra... mascota, mi señora.
—Sin duda no irá muy lejos. —La reina rió—. Y sin duda lo pasará en grande...
Al amanecer llovió un poco.
No hay nada más desagradable de atravesar que un montón de helechos mojados que te llegan al hombro. Bueno, sí lo hay. Hay incontables cosas que resultan más desagradables de atravesar, sobre todo si te llegan al hombro. Pero allí y en aquel momento, pensó Tata Ogg, costaba pensar en más de una o dos.
No habían aterrizado dentro de los Danzarines, por supuesto. Incluso los pájaros optaban por dar un rodeo antes que atravesar aquel espacio aéreo. Las arañas migratorias suspendidas de hebras tenues como gasas suspendidas a una legua por encima del suelo describían una curva a su alrededor. Las nubes se partían en dos y fluían en torno a él.
La niebla flotaba alrededor de las piedras. Niebla húmeda, pegajosa.
Tata golpeó con su hoz los helechos que intentaban pegarse a su cuerpo.
—¿Estás ahí, Esme? —murmuró.
La cabeza de Yaya Ceravieja surgió de un macizo de helechos a un par de metros de distancia.
—Han estado ocurriendo cosas —dijo con tono frío y decidido.
—¿Como cuáles?
—La vegetación y todos los helechos que crecen alrededor de las piedras están pisoteados. Supongo que alguien ha estado bailando.
Tata Ogg se puso tan seria como un físico nuclear al que acabaran de decirle que alguien estaba golpeando un trozo de uranio subcrítico con otro para entrar en calor.
—Nunca se atreverían a hacerlo —dijo finalmente.
—Lo han hecho. Y hay otra cosa...
Costaba imaginar qué otra cosa podía haber, pero aun así Tata Ogg dijo «¿Sí?».
—Mataron a alguien ahí arriba.
—Oh, no —gimió Tata Ogg—. No dentro del círculo, ¿verdad?
—No. No seas boba, Gytha. Fuera del círculo. Un hombre alto. Tenía una pierna más larga que la otra. Y barba. Probablemente era un cazador.
—¿Cómo has averiguado todo eso?
—Me bastó con pisarlo.
El sol asomó entre las neblinas.
Los primeros rayos de sol ya acariciaban las viejas piedras de la Universidad Invisible, el principal colegio de magia del Mundodisco, a quinientas millas de allí.
Aunque no muchos magos se habían enterado de ello, claro.
Para la mayoría de los magos de la Universidad Invisible, su almuerzo era la primera comida del día. Los magos, en general y mayormente, no eran el tipo de persona que desayuna. El archicanciller y el Bibliotecario eran los dos únicos que sabían qué aspecto tenía el amanecer visto de frente, y tendían a disponer de todo el campus para ellos solos durante varias horas.
El Bibliotecario siempre se levantaba temprano porque era un orangután, y los orangutanes son madrugadores por naturaleza, aunque en su caso no acompañaba el despertar con alaridos para mantener alejados de su territorio a otros machos. Se limitaba a abrir la Biblioteca y dar de comer a los libros.
Y a Mustrum Ridcully, el actual archicanciller, le gustaba pasear por los edificios todavía dormidos, saludando con una inclinación de la cabeza a los sirvientes y escribiendo notitas destinadas a sus subordinados, habitualmente sin otro propósito que el de dejar claro que él ya se encontraba levantado y estaba atendiendo los asuntos del día mientras que ellos todavía estaban profundamente dormidos.[5]
Hoy, sin embargo, tenía otra cosa en la cabeza. Más o menos literalmente.
La cosa en cuestión era redonda y se hallaba rodeada por una abundante y sana cabellera. El archicanciller hubiese podido jurar que ayer no se encontraba allí.
El siguiente miembro del cuadro académico que se despertaba a continuación de que lo hubieran hecho Ridcully y el Bibliotecario era el tesorero; no debido a que fuese madrugador por naturaleza, sino porque las muy limitadas reservas de paciencia del archicanciller se agotaban alrededor de las diez, momento en el que se plantaba delante de la escalera y gritaba:
—¡Tesorerooooooo!
... hasta que aparecía el tesorero.
De hecho aquello ocurría con tanta frecuencia que el tesorero, un neuróvoro natural,[6] solía encontrarse con que se había levantado y vestido en sueños varios minutos antes de la estruendosa llamada. En aquella ocasión ya estaba de pie, vestido y a mitad de camino hacia la puerta antes de que sus ojos se abrieran.
Ridcully nunca perdía el tiempo con preliminares. Con él siempre era ir directo al grano o nada.
—¿Sí, archicanciller? —preguntó el tesorero con voz lúgubre.
El archicanciller se quitó el sombrero.
—Bueno, ¿y qué pasa con esto? —quiso saber.
—Hum, hum, hum... ¿Con qué, archicanciller?
—¡Con esto, hombre! ¡Con esto!
Al borde del pánico, el tesorero examinó con desesperada fijeza la parte superior de la cabeza de Ridcully.
—¿Con qué? Oh. ¿Se refiere a la calva?
—¡No tengo ninguna calva!
—Hum, pues en ese caso...
—¡Quiero decir que ayer no estaba ahí!
—Ah. Bueno. Hum. —Llegados a cierto punto siempre había algo que cedía súbitamente dentro del tesorero, haciendo que no pudiera contenerse por más tiempo—. Ya se sabe que son cosas que pasan y mi abuelo siempre fue partidario de usar una mezcla de miel y estiércol de caballo, se frotaba la cabeza con ella cada día y...
—¡No me estoy quedando calvo!
Un tic comenzó a danzar a través del rostro del tesorero. Las palabras comenzaron a brotar por sí solas, sin ninguna intervención aparente de su cerebro.
—... y después se compró aquel artilugio que tenía una varilla de cristal y, y, y la frotabas con un trozo de seda y...
—¡Lo que quiero decir es que esto es ridículo! ¡En mi familia nunca ha habido casos de calvicie, salvo por una de mis tías!
—... y, y, y después recogía el rocío de la mañana y se lavaba la cabeza con él, y, y, y...
Ridcully, que en el fondo era un buen hombre, se calmó.
—¿Con qué se lo está tratando ahora? —murmuró.
—Extracto, extracto, extracto, extracto —balbuceó el tesorero.
—Las viejas píldoras de extracto de rana, ¿verdad?
—D-d-d-d.
—¿El bolsillo izquierdo?
—D-d-d-d.
—De acuerdo... muy bien... trague...
Los dos magos se miraron por un instante.
El tesorero se fue relajando.
—Ya me en-encuentro mucho mejor, archicanciller, gracias.
—No cabe duda de que está ocurriendo algo, tesorero. Lo siento en mis aguas.
—Lo que usted diga, archicanciller.
—¿Tesorero?
—¿Sí, archicanciller?
—No será usted miembro de una sociedad secreta o algo por el estilo, ¿verdad?
—¿Yo? No, archicanciller.
—Pues entonces sería una idea condenadamente buena que se quitara los calzoncillos de la cabeza.
—¿Lo conoces? —preguntó Yaya Ceravieja.
Tata Ogg conocía a todo el mundo en Lancre, incluso a la criatura solitaria y olvidada que vivía entre los helechos.
—Es William Scrope, de la parte de atrás de Tajada —dijo—. Uno de tres hermanos. Se casó con la chica de los Palliard. La que tenía todas esas corrientes de aire en la dentadura, ¿te acuerdas?
—Espero que la pobre mujer tenga algunas prendas negras respetables —dijo Yaya Ceravieja.
—Parece apuñalado —dijo Tata, dando la vuelta al cadáver con delicadeza pero firmemente.
Los cadáveres como tales no la afectaban en lo más mínimo. Las brujas suelen compaginar el ocuparse de los muertos con el actuar como comadronas. Debido a eso, en Lancre había muchas personas para las que el rostro de Tata Ogg había sido lo primero y lo último que vieron en su vida, lo cual probablemente hizo que todo lo que llegaron a ver entre uno y otro momento les pareciese bastante soso en comparación.
—Lo han atravesado limpiamente —observó—. De parte a parte. Caramba. ¿Quién habrá podido hacer algo semejante?
Las dos brujas se volvieron hacia las piedras.
—No sé qué ha sido, pero sé de dónde ha venido —dijo Yaya.
Tata Ogg ya había visto que los helechos no solo estaban concienzudamente pisoteados alrededor de las piedras, sino que además se habían puesto marrones.
—Voy a llegar al fondo de todo esto —dijo Yaya.
—Supongo que no estarás pensando ir a...
—Sé exactamente adonde debo ir, gracias.
Había ocho piedras en los Danzarines. Tres de ellas tenían nombres. Yaya rodeó el anillo hasta llegar a la conocida como el Flautista.
Una vez allí, extrajo una horquilla de las muchas que sujetaban su sombrero puntiagudo a su cabellera y la sostuvo a quince centímetros de la piedra. Luego la soltó y observó lo que ocurría.
Regresó con Tata.
—Ahí sigue habiendo poder —dijo—. No mucho, pero el anillo todavía aguanta.
—Pero ¿quién puede llegar a ser tan idiota para subir hasta aquí y ponerse a bailar alrededor de las piedras? —dijo Tata Ogg, y luego, cuando un pensamiento traidor le pasó por la cabeza, añadió—: Magrat ha estado fuera con nosotras todo el tiempo.
—Tendremos que averiguarlo —dijo Yaya, frunciendo los labios en una torva sonrisa—. Y ahora ayúdame a levantar a ese pobre hombre.
Tata Ogg puso manos a la obra.
—Caramba, cómo pesa. Para esto sí que nos iría bien tener aquí a la joven Magrat.
—No. Es demasiado alocada —dijo Yaya Ceravieja—. Nunca sabe dónde tiene la cabeza.
—Aun así, es muy buena chica.
—Sí, pero también es un poco boba. Está convencida de que puedes vivir como si todo lo que dicen los cuentos de hadas y las canciones fuese cierto. Lo cual no quiere decir que no le desee toda la felicidad del mundo, naturalmente.
—Espero que sea una buena reina —dijo Tata.
—Le hemos enseñado todo lo que sabe —dijo Yaya Cera vieja.
—Sí —dijo Tata Ogg, mientras las dos desaparecían entre los helechos—. ¿No crees que... quizá...?
—¿Qué?
—¿No crees que quizá deberíamos haberle enseñado todo lo que nosotras sabemos?
—Se tardaría demasiado.
—Sí, en eso tienes razón.
Las cartas siempre tardaban un poco en llegar hasta el archicanciller. El correo solía ser recogido en las puertas de la Universidad por cualquiera que pasase por allí, y luego era dejado encima de algún estante o acababa siendo utilizado para encender pipas o como punto de libro o, en el caso del Bibliotecario, para dormir encima de él.
Aquella carta solo había tardado dos días en hacer el trayecto, y se hallaba intacta aparte de un par de círculos dejados por una copa y de una huella dactilar bananera. Llegó a la mesa junto con el resto del correo mientras el cuadro académico de la facultad estaba desayunando. El decano la abrió con una cuchara.
—¿Alguien de aquí sabe dónde queda Lancre? —preguntó.
—¿Por qué? —dijo Ridcully, levantando la vista de golpe.
—No sé qué rey se va a casar y quiere que asistamos a la boda.
—Oh cielos, oh cielos —dijo el catedrático de Runas Recientes—. ¿Así que un rey de opereta va a casarse y quiere que asistamos a la boda?
—Está arriba en las montañas —informó el archicanciller con voz queda—. Un sitio magnífico para practicar la pesca de la trucha, creo recordar. Realmente magnífico. Lancre. Vaya, vaya. Hacía años que no pensaba en Lancre. Verán, por ahí arriba hay lagos de glaciar donde los peces nunca han visto una caña de pescar. Lancre. Sí.
—Y está condenadamente lejos de aquí-dijo Runas Recientes.
Ridcully no lo estaba escuchando.
—Y hay ciervos. Miles de ciervos. Y alces. Y lobos, está lleno de lobos. Y no me extrañaría que también hubiera gatos monteses, desde luego. He oído decir que hace poco han visto águilas de los hielos por allí arriba. —Le brillaban los ojos—. Solo quedan media docena —añadió.
Mustrum Ridcully hacía muchísimo por las especies raras. Para empezar, se aseguraba de que siguieran siendo raras.
—Está en el fin del mundo —dijo el decano—. Justo en el borde del mapa, si es que no un poquito más allá.
—Yo solía pasar las vacaciones allí arriba con mi tío —dijo Ridcully, los ojos velados por la distancia—. Viví días maravillosos allí arriba. Maravillosos, realmente maravillosos. Los veranos allí arriba... y el cielo es de un azul más intenso que en ningún otro lugar, es muy... y la hierba... y...
Regresó bruscamente de los paisajes de la memoria.
—Bueno, en ese caso habrá que ir —dijo—. El deber nos llama. Un jefe de Estado va a casarse. Un momento de suma importancia. Tiene que haber unos cuantos magos presentes. Mantener las apariencias, ya saben. Nobleza obliga y todo eso.
—Bueno, pues yo no iré —dijo el decano—. El campo no es natural. Hay demasiados árboles. Siempre lo he encontrado insoportable.
—Al tesorero le sentaría bien un viajecito —dijo Ridcully—. Hace días que lo veo un poquito tenso, aunque no entiendo por qué. —Se inclinó hacia adelante para mirar a lo largo de la Gran Mesa—. ¡Tesorerooooooo!
Al tesorero, que estaba comiendo gachas de avena, se le cayó la cuchara dentro del cuenco.
—¿Ven a qué me refería? —dijo Ridcully—. Siempre está hecho un manojo de nervios. Estaba diciendo que un poquito de aire fresco le sentaría muy bien, tesorero. —Asestó un vigoroso codazo al decano—. Espero que no se le estén aflojando los tornillos, pobre hombre —dijo, en lo que optó por creer era un susurro—. Pasa demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes, no sé si me entiende.
El decano, que salía de entre sus cuatro paredes más o menos una vez al mes, se encogió de hombros.
—Seguro que le gustaría pasar una temporadita lejos de la Universidad, ¿Eh? —dijo el archicanciller, asintiendo al mismo tiempo que gesticulaba enloquecidamente—. ¿Paz y silencio? ¿La vida sana del campo?
—Me, me, me, me encantaría, archicanciller —dijo el tesorero, con la esperanza despuntando en su rostro como una seta otoñal.
—Bravo. Bravo. Vendrá conmigo —dijo Ridcully, sonriendo de oreja a oreja.
La esperanza se heló en el rostro del tesorero.
—Tiene que venir alguien más —dijo Ridcully—. ¿Alguien se ofrece voluntario?
Los magos, hombres de ciudad hasta la médula, se inclinaron industriosamente sobre su comida. Siempre se inclinaban industriosamente sobre su comida cualesquiera fueran las circunstancias, pero esta vez lo hacían para no atraer la atención de Ridcully.
—¿Qué les parece el Bibliotecario? —preguntó Runas Recientes, escogiendo una víctima al azar para arrojarla a los lobos.
Hubo un súbito coro de asentimientos de alivio.
—Qué gran idea —dijo el decano—. Es justo lo que le hace falta. El campo. Los árboles. Y... y... y los árboles.
—El aire de la montaña —dijo Runas Recientes.
—Sí, últimamente se lo ve un poco deprimido —observó el catedrático de Escritos Invisibles.
—Seguro que le sentaría de maravilla —opinó Runas Recientes.
—Un hogar lejos del hogar, supongo —dijo el decano—. Montones de árboles.
Todos miraron al archicanciller con ojos expectantes.
—No lleva ropa —dijo Ridcully—. Y siempre está diciendo «ook».
—Yo lo he visto ponerse esa especie de vieja túnica verde que lleva de vez en cuando —dijo el decano.
—Solo después de haberse bañado.
Ridcully se frotó la barba. De hecho le caía bastante bien el Bibliotecario, que nunca discutía con él y siempre se mantenía en forma, aunque en su caso la forma escogida fuese la de una pera. Después de todo, era la forma apropiada para un orangután.
Lo realmente sorprendente del Bibliotecario era que ya nadie reparaba en el hecho de que fuese un orangután, salvo que a un visitante de la Universidad se le ocurriera ponerlo de manifiesto. En cuyo caso alguien diría: «Oh, sí. Fue alguna clase de accidente mágico, ¿verdad? Sí, estoy casi seguro de que fue algo así. En un momento dado era humano, y al siguiente simio. Y lo más curioso es... que no recuerdo qué aspecto tenía antes. Quiero decir que, bueno, supongo que humano. Siempre he pensado en él como un simio, de veras. Verá, creo que en el fondo le va ser un simio».
Y sí, había sido un accidente entre los potentísimos y mágicos libros de la biblioteca de la Universidad lo que había hecho que el genotipo del Bibliotecario se viera bruscamente desplazado a otra rama del árbol evolutivo, con la significativa diferencia de que ahora podía agarrarse a su nueva rama con los pies mientras se mantenía colgado cabeza abajo.
—Oh, de acuerdo —dijo el archicanciller—. Pero tendrá que llevar algo encima durante la ceremonia, aunque solo sea en consideración a la pobre novia.
El tesorero gimió.
Todos los magos se volvieron hacia él.
La cuchara del tesorero aterrizó en el suelo con un golpecito casi inaudible. Era de madera. Los magos se habían asegurado muy discretamente de que el tesorero no dispusiera de cubertería metálica después de lo que ahora se conocía como el Infortunado Incidente Durante La Cena.
—A-a-a-a —gorgoteó el tesorero, intentando apartarse de la mesa.
—Píldoras de extracto de rana —dijo el archicanciller—. Que alguien las saque de su bolsillo.
Los magos no se dieron mucha prisa. Podías encontrar cualquier cosa dentro del bolsillo de un mago: guisantes, criaturas irracionales provistas de patas, pequeños universos experimentales, absolutamente cualquier cosa...
El catedrático de Escritos Invisibles estiró el cuello para averiguar qué había puesto tan nervioso a su colega.
—Eh, fíjense en sus gachas —dijo.
Una concavidad perfectamente redonda acababa de aparecer en ellas.
—Oh, vaya, otro círculo de la cosecha —dijo el decano.
Los magos se tranquilizaron.
—Este año esas condenadas cosas están apareciendo por todas partes —dijo el archicanciller.
No se había quitado el sombrero para comer. Eso era debido a que el sombrero ocultaba una cataplasma de miel y estiércol de caballo y un diminuto generador electrostático accionado por un ratón que aquellos chicos tan listos del edificio de investigación en Magia de Altas Energías habían diseñado y construido para él, porque de verdad que eran unos chicos listísimos, y algún día el archicanciller quizá incluso conseguiría entender la mitad de las cosas tan raras que siempre estaban diciendo...
Mientras tanto, seguiría con el sombrero puesto.
—Y además parecen muy potentes —dijo el decano—. Ayer el jardinero me contó que están haciendo auténticos estragos entre los nabos.
—Creía que esas cosas solo aparecían en los campos y similares —dijo Ridcully—. Un fenómeno natural de lo más normal, ya saben.
—Si el nivel de fluctuación es lo bastante alto, entonces la presión entre los continuos probablemente pueda imponerse a un cociente de realidad de base superior —dijo Escritos Invisibles.
La conversación cesó. Todos se volvieron hacia Escritos Invisibles, el infortunado miembro con menor antigüedad del cuadro académico.
El archicanciller ya lo estaba fulminando con la mirada.
—Oiga, no tengo el menor deseo de que empiece a explicarnos qué significa lo que acaba de decir —dijo—. Probablemente volverá a contarnos todo eso de que el universo es una lámina de goma con unos cuantos pesos repartidos encima, ¿verdad?
—No es exactamente una...
—Y la palabra «cuanto» ya vuelve a galopar hacia sus labios —dijo Ridcully.
—Bueno, el...
—Y supongo que también habrá muchos «continuinutinios» —dijo Ridcully.
El catedrático de Escritos Invisibles, un joven mago llamado Ponder Stibbons, suspiró hondo.
—No, archicanciller. Me limitaba a señalar que...
—No volveremos a empezar con los dichosos agujeros de gusano, ¿verdad?
Stibbons se dio por vencido. Usar una metáfora delante de un hombre dotado de tan poca imaginación como Ridcully era como agitar un trapo rojo delante de un to... era como agitar algo en extremo irritante delante de alguien que se irritaba muchísimo en cuanto lo veía.
Ser catedrático de Escritos Invisibles era realmente muy duro.[7]
—Oiga, no podemos permitir que usted vaya por ahí inventándose millones de universos demasiado pequeños para ser vistos y todas esas tonterías de los continuinutinios —dijo Ridcully—. En cualquier caso, necesitaré a alguien que cargue con mis cañas de pescar y mis ballest... mis cosas —se corrigió.
Stibbons estaba mirando su plato. Discutir no serviría de nada. Lo que realmente quería de la vida era pasar los próximos cien años en la Universidad, disfrutando comidas de muchos platos y sin tener que moverse mucho entre ellas. Stibbons era un joven regordete con la piel del color de algo que vive debajo de una roca. La gente siempre le estaba diciendo que hiciera algo con su vida, y Stibbons tenía muy claro lo que quería hacer con ella. Quería hacer una cama.
—Pero, archicanciller —dijo Runas Recientes—, sigue estando muy lejos de aquí.
—Tonterías —dijo Ridcully—. Les recuerdo que ya han abierto el nuevo sendero de peaje que llega hasta más allá de Sto Helit. Diligencias cada miércoles, con salidas y llegadas regulares. ¡Tesorerooo! Oh, que alguien le dé una píldora de extracto de rana... Señor Stibbons, si consigue localizarse a sí mismo dentro de este universo durante cinco minutos, vaya a comprar los billetes. Bueno, todo arreglado, ¿verdad?
Magrat despertó.
Y supo que ya no era una bruja. La sensación se fue extendiendo gradualmente por todo su ser, formando parte del inventario normal que cualquier cuerpo lleva a cabo de manera automática durante los primeros segundos que siguen a su emergencia del pozo de los sueños: brazos: 2; piernas: 2; pánico existencial: 58%; culpabilidad aleatoria: 94%; nivel de brujería: 00,00.
Lo grave era que no recordaba haber sido otra cosa en toda su vida. Siempre había sido una bruja. Magrat Ajos tiernos, tercera bruja, eso era. La boba sentimental.
Sabía que como bruja nunca había destacado. Oh, podía hacer unos cuantos hechizos y sabía hacerlos bastante bien, y se le daban muy bien las hierbas, pero no llevaba la brujería en la sangre como las dos viejas. Y las dos se habían asegurado de que lo supiera.
Bueno, tendría que aprender a reinar. Al menos era la única reina que había en Lancre. Nadie la miraría por encima del hombro, diciendo cosas como «¡No estás sosteniendo ese cetro como es debido!».
Como es debido...
Alguien le había robado la ropa durante la noche.
Magrat se levantó en camisón y fue hacia la puerta dando saltitos sobre las frías losas. Se hallaba a medio camino de la puerta cuando esta se abrió por impulso propio.
Magrat reconoció a la muchacha morena, no muy alta y apenas visible detrás de un montón de sábanas que entró por ella. En Lancre la inmensa mayoría de las personas conocía a todas las demás.
—¿Millie Chillum?
Las sábanas esbozaron una reverencia.
—¿Sí, señora?
Magrat levantó una parte de la pila de sábanas.
—Soy yo, Magrat —dijo—. Hola.
—Sí, señora. —Otro subir y bajar de las sábanas.
—¿Se puede saber qué te pasa, Millie?
—Sí, señora. —Arriba, abajo. Arriba, abajo.
—Te he dicho que soy yo. No hace falta que me mires así.
—Sí, señora.
El montón de sábanas seguía subiendo y bajando nerviosamente. Magrat descubrió que sus rodillas se flexionaban en una reacción de simpatía, pero iban un poco retrasadas, por lo que cuando iniciaba la bajada se encontraba con que la muchacha ya estaba iniciando la subida.
—Vuelve a decir «sí, señora» y te aseguro que lo lamentarás —consiguió decir Magrat.
—Sí, se... Muy bien, su majestad, señora.
Una tenue comprensión empezó a brillar en la mente de Magrat.
—Todavía no soy reina, Millie. Y nos conocemos desde hace veinte años —jadeó, iniciando la subida.
—Sí. Pero va a ser reina, así que mamá me ha dicho que tenía que ser muy respetuosa con usted —dijo Millie, sin dejar de hacer nerviosas reverencias.
—Oh. Bueno. De acuerdo. ¿Dónde está mi ropa?
—La tengo aquí, pre-majestad.
—Esta no es mi ropa. Y haz el favor de dejar de subir y bajar todo el rato. Estoy un poco mareada.
—El rey la ha hecho traer especialmente de Sto Helit, señora.
—Eso hizo, ¿eh? ¿Cuánto hace de eso?
—No sé, señora.
Verence sabía que yo volvía a casa, pensó Magrat. ¿Cómo? ¿Qué está pasando aquí?
Había muchos más encajes de los que Magrat estaba acostumbrada a usar, pero eso era, por así decirlo, la guinda en el pastel. Magrat solía llevar un vestido sencillo debajo del cual no había gran cosa aparte de Magrat. Las grandes damas no podían permitirse ir vestidas de esa manera. Millie había recibido una especie de diagrama técnico, pero no era de gran ayuda.
Lo estudiaron durante un rato.
—¿Y esto es el atuendo habitual de una reina?
—No sabría deciros, señora. Creo que su majestad se limitó a mandarles un montón de dinero y dijo que se lo enviaran todo.
Fueron extendiendo las distintas secciones encima del suelo.
—¿Esto son las pantuflas?
Fuera, en las almenas, había llegado el momento del cambio de guardia. Fue un momento muy breve, ya que el cambio se redujo a que el guardia se pusiera el delantal de jardinero para ir a escardar las judías. Mientras tanto, dentro estaba teniendo lugar una animada discusión acerca de la indumentaria.
—Me parece que se las ha puesto del revés, señora. ¿Qué parte es el miriñaque?
—Aquí pone que hay que insertar la presilla A en la ranura B, pero no consigo encontrar la ranura B. Y estas otras cosas parecen alforjas. No pienso llevarlas. ¿Y qué es esto?
—Es la gorguera, señora. Hum. Mi hermano dice que están causando auténtico furor en Sto Helit.
—¿Quieres decir que ponen furiosa a la gente? ¿Y esto qué es?
—Brocado, creo.
—Parece cartón. ¿He de llevar encima todo esto cada día?
—Le aseguro que no lo sé, señora.
—¡Pero Verence va por el castillo con unos pantalones de cuero y una chaqueta vieja!
—Ah, pero usted es la reina. Las reinas no pueden hacer esas cosas. Todo el mundo lo sabe, señora. Los reyes pueden ir por ahí con la mitad del trasero fuera de los pantalo...
Millie se estampó la mano en la boca.
—Oh, no te preocupes —dijo Magrat—. Estoy segura de que incluso los reyes tienen... terminaciones superiores de las piernas como todo el mundo. Sigue con lo que estabas diciendo.
Millie se había ruborizado.
—Quiero decir, quiero decir, quiero decir que las reinas tienen que ser auténticas damas —logró balbucear—. El rey tiene libros sobre eso. Eti-queti y todo lo demás.
Magrat se examinó en el espejo.
—Le sienta muy bien, inminente-majestad-futura —dijo Millie.
Magrat se volvió hacia un lado y luego hacia el otro.
—Tengo el pelo hecho un desastre —dijo tras examinarse.
—Por favor, señora, el rey dijo que haría venir a un peluquero desde Ankh-Morpork, señora. Para la boda.
Magrat devolvió a su sitio una trenza que se le había movido. Empezaba a darse cuenta de que ser reina implicaba toda una nueva vida.
—Vaya, vaya —dijo—. ¿Y qué viene ahora?
—No sé, señora.
—¿Qué está haciendo el rey?
—Oh, desayunó muy temprano y luego se largó a Tajada para enseñar al viejo Muckloe cómo tiene que criar sus cerdos guiándose por un libro.
—Bueno, ¿y yo qué hago? ¿Cuál es mi trabajo?
Millie puso cara de perplejidad, algo que no operó grandes cambios en su expresión general.
—Pues no sé, señora. Reinar, supongo. Pasear por el jardín. Convocar a la corte. Hacer tapices. Eso es muy popular entre las reinas. Y luego... más adelante está el asunto de la sucesión real...
—De momento —dijo Magrat con firmeza— le daremos un tiento a eso de los tapices.
Ridcully estaba teniendo ciertas dificultades con el Bibliotecario.
—¡Da la casualidad de que soy su archicanciller, señor!
—Oook.
—¡Le aseguro que le gustará! ¡Aire fresco! ¡Sacos enteros de árboles! ¡Bosque para dar y tomar!
—¡Oook!
—¡Baje de ahí ahora mismo!
—¡Oook!
—Los libros estarán perfectamente durante las vacaciones. Teniendo en cuenta lo que nos cuesta conseguir que los estudiantes vengan a la Biblioteca en el mejor de los casos, no entiendo por qué se pone así cuando...
—¡Oook!
Ridcully miró fijamente al Bibliotecario, quien le devolvió la mirada desde el estante —Parazoología, Ba a Mn— al que se agarraba con los dedos de los pies.
—Oh, bueno —dijo bajando la voz y adoptando tono de astucia—, de verdad es una pena, dadas las circunstancias. Porque he oído decir que en el castillo de Lancre tienen una biblioteca que no está pero que nada mal. Bueno, al menos ellos la llaman biblioteca, aunque en realidad solo es un montón de libros viejos. Parece que nunca se les ha acercado ningún catálogo.
—¿Oook?
—Miles de libros. Alguien me dijo que también tienen incunables. Es una lástima que no quiera echarles un vistazo —dijo Ridcully, con una voz que hubiese podido engrasar los ejes de varias carretas.
—¿Oook?
—Pero ya veo que no habrá manera de hacerle cambiar de parecer. Bueno, en ese caso me voy. Adiós.
Ridcully esperó delante de la puerta de la Biblioteca y empezó a contar en silencio, Había llegado al tres cuando el Bibliotecario cruzó el umbral galopando sobre los nudillos, atraído por los incunables.
—Entonces serán cuatro billetes, ¿no? —dijo Ridcully.
Yaya Ceravieja se dispuso a averiguar qué había estado ocurriendo en los alrededores de las piedras a su propia e inimitable manera.
La gente subestima a las abejas.
Yaya Ceravieja no lo hacía. Tenía media docena de colmenas y sabía, por ejemplo, que la abeja individual sencillamente no existe. Pero sí que hay una criatura llamada enjambre, compuesta por unas células provistas de una movilidad ligeramente mayor que las de, digamos, la almeja común. Los enjambres lo ven todo y perciben mucho más, y pueden recordar cosas durante años, aunque su memoria tiende a ser externa y estar hecha de cera. Un panal es la memoria de una colmena: la disposición de las celdillas-huevos, las celdillas-polen, las celdillas-reina, las celdillas-miel y los distintos tipos de miel forman parte del complejo de la memoria.
Y luego están los enormes y gordos zánganos. La gente piensa que lo único que hacen es pasar el año entero ganduleando dentro de la colmena, esperando esos breves minutos durante los que la reina se digna a tomar nota de su existencia, pero eso no explica el porqué los zánganos tienen más órganos sensoriales que el tejado del edificio de la CÍA.
En realidad, Yaya no criaba abejas para obtener un rendimiento material de ellas. Cada año recogía algo de cera para hacer velas, y en ocasiones se llevaba a casa un poco de miel cuando a las colmenas les parecía que podían prescindir de ella, pero básicamente tenía abejas con el objeto de disponer de alguien con quien hablar.
Por primera vez desde que había vuelto a casa, fue a las colmenas.
Y miró.
Las abejas salían disparadas de las entradas. El monótono zumbido de sus alas llenaba el tranquilo rincón de campo que había detrás de los arbustos de moras. Cuerpos marrones surcaban el aire como una granizada horizontal.
A Yaya le habría gustado saber por qué.
Las abejas eran su único fracaso. No había una sola mente en Lancre que Yaya no pudiera tomar en Préstamo. Incluso podía ver el mundo a través de los ojos de las lombrices.[8] Pero un enjambre, una mente formada por miles de partes móviles, le resultaba inalcanzable. Era la prueba más dura. Yaya había intentado una y otra vez montar en una, ver el mundo a través de diez mil pares de ojos multifacetados, pero lo único que sacó de ello fue una migraña y una tendencia a hacerle el amor a las flores.
Pero aun así podías llegar a descubrir muchas cosas con solo observarlas. La actividad, la dirección, la manera en que se comportaban las abejas guardianas...
Se estaban comportando con extrema preocupación.
Así que fue a acostarse un rato, de la manera en que solo Yaya Ceravieja sabía hacerlo.
Tata Ogg recurrió a un sistema distinto, el cual no tenía mucho que ver con la brujería pero sí muchísimo que ver con su oggidad general.
Pasó un rato sentada en su impoluta cocina, bebiendo ron, fumando su apestosa pipa y contemplando los cuadros de la pared. Habían sido pintados por el más pequeño de sus nietos en una docena de tonalidades del barro, y la mayoría de ellos consistía en figuras de palotes con la palabra ABUELA temblorosamente escrita debajo con temblorosas letras de barro.
Greebo, muy contento de volver a estar en casa, estaba acostado de espaldas enfrente de ella con las cuatro patas dirigidas hacia el techo, concentrado en su muy elogiada imitación felina de algo-encontrado-en-la-cuneta.
Finalmente Tata se levantó y, con expresión seria y pensativa, bajó a la herrería de Jason Ogg.
Una herrería siempre ocupaba una posición importante en las aldeas, cumpliendo la función de ayuntamiento, sala de reuniones y centro general de distribución de los cotilleos. En aquellos momentos acogía a varios hombres que mataban el tiempo durante una pausa en las ocupaciones masculinas habituales de Lancre, o sea la caza furtiva y contemplar cómo las mujeres hacían el trabajo.
—Quiero hablar contigo, Jason Ogg.
La herrería se vació como por arte de magia. Probablemente había algo en el tono de Tata Ogg. Pero Tata extendió la mano y agarró del brazo a un hombre cuando este trataba de pasar junto a ella con una especie de sigiloso tambalearse.
—Me alegro de haberme tropezado con usted, señor Quarney —dijo—. No tenga tanta prisa. La tienda va bien, ¿verdad?
El único tendero de Lancre le dirigió la clase de mirada que un ratón de tres patas dirige a un gato particularmente atlético. Aun así, lo intentó.
—Oh, en estos momentos el negocio va terriblemente mal, señora Ogg.
—O sea que todo va como de costumbre, ¿eh?
La expresión del señor Quarney se había vuelto suplicante. Sabía que no lograría salir de allí sin haber perdido algo, y solo quería saber en qué consistiría ese algo.
—Bueno, bueno —dijo Tata—. ¿Conoce a la viuda Scrope, la que vive un poco más arriba de Tajada?
La boca de Quarney se abrió.
—No es viuda —dijo—. Está...
—¿Se apuesta medio dólar? —repuso Tata.
La boca de Quarney seguía abierta, y el resto de su cara se recompuso alrededor de ella en una expresión de fascinado terror.
—Así que habrá que darle crédito, claro, hasta que se haya acostumbrado a llevar la granja —dijo Tata en el silencio subsiguiente. Quarney asintió sin decir nada.
»Y eso también va por los que están escuchando al otro lado de la puerta —prosiguió Tata, levantando la voz—. No estaría de más que alguien dejara un cuarto de carne delante de su puerta una vez a la semana, ¿eh? Y probablemente ella querrá que le echen una mano cuando llegue el momento de recoger la cosecha. Sé que puedo contar con todos ustedes. Bueno, ya pueden irse...
Salieron corriendo, dejando a Tata Ogg triunfalmente plantada en la puerta.
Jason Ogg la miró con desesperación, un hombre de cien kilos de pronto reducido a un niño de cuatro años.
—¿Jason?
—He de terminar un soporte para el viejo...
—Bueno —dijo Tata, fingiendo que no lo había oído—, ¿y qué novedades ha habido por aquí mientras yo estaba fuera, muchacho?
Jason removió el fuego con una barra de hierro.
—Oh, bueno, la Noche de la Vigilia de los Puercos tuvimos un vendaval terrible, y una de las gallinas de la comadre Peason puso el mismo huevo tres veces, y la vaca del viejo Poorchick dio a luz a una serpiente de siete cabezas, y allá por Tajada llovieron ranas...
—Más o menos lo de siempre, vamos —dijo Tata Ogg, volviendo a llenar su pipa como si tal cosa pero de una manera muy significativa.
—Sí, la verdad es que todo ha estado muy tranquilo —confirmó Jason. Sacó la barra del fuego, la puso encima del yunque y alzó el martillo.
—Ya sabes que me enteraré tarde o temprano —dijo Tata Ogg.
Jason no volvió la cabeza, pero el martillo quedó suspendido en el aire.
—Ya sabes que siempre acabo enterándome —insistió Tata Ogg.
El hierro se fue enfriando, pasando del color de la paja nueva a un intenso rojo.
—Y ya sabes que contárselo a tu vieja madre siempre hace que te sientas mejor —dijo Tata Ogg.
El hierro se enfrió del rojo al negro. Pero Jason, acostumbrado a pasar el día soportando el asfixiante calor de una fragua, parecía sentirse acalorado.
—Yo empezaría a batirlo antes de que se enfríe —dijo Tata Ogg.
—¡No ha sido culpa mía, mamá! ¿Cómo iba a detenerlas?
Tata se repantigó en su asiento, sonriendo.
—¿De quiénes estamos hablando, hijo mío?
—De la joven Diamanda y de Perdita y de esa chica pelirroja que vive en Culo de Mal Asiento y de unas cuantas más. Se lo dije al viejo Peason, le dije que tú tendrías algo que decir al respecto, les dije que la señora Ceravieja se subiría por las pare... se mostraría sarcástica en cuanto se enterara —dijo Jason—. Pero ellas se echaron a reír y no me hicieron caso. Dijeron que podían ser sus propias maestras y aprender brujería por su cuenta.
Tata asintió. En realidad tenían razón. Podías ser tu propia maestra y aprender brujería por tu cuenta. Pero tanto la maestra como la alumna tenían que ser la clase apropiada de persona.
—¿Diamanda? —dijo—. No me acuerdo del apellido.
—Se llama Lucy Tockley —dijo Jason—. Ella dice que Diamanda suena más... más brujeril.
—Ah. ¿Te refieres a la que lleva ese enorme sombrero de fieltro?
—Sí, mamá.
—¿Y además se pinta las uñas de negro?
—Sí, mamá.
—El viejo Tockley la envió a la escuela, ¿no?
—Sí, mamá. Volvió mientras tú estabas fuera.
—Ah.
Tata Ogg encendió su pipa en la fragua. Un sombrero de fieltro, uñas negras y educación. Oh, cielos.
—¿Cuántas de esas chicas hay, entonces? —preguntó.
—Una media docena. Pero se les da bastante bien, mamá.
—¿Sí?
—Y no es como si hubieran estado haciendo nada malo.
Tata Ogg contempló con expresión pensativa el resplandor de la fragua.
Los silencios de Tata Ogg siempre poseían cierta cualidad insondable. Y también cierto componente direccional. Jason enseguida tuvo muy claro que aquel silencio apuntaba hacia él.
Jason siempre mordía el anzuelo, por supuesto. Siempre trataba de llenarlo.
—Y la tal Diamanda ha sido educada como es debido —dijo—. Se sabe algunas palabras preciosas.
Silencio.
—Y yo sé que tú siempre has dicho que hoy en día no había suficientes chicas interesadas en aprender brujería —dijo Jason. Sacó la barra de hierro del fuego y le atizó unos martillazos, más para disimular que por otra razón.
Más silencio fluyó hacia él.
—Cada luna llena van a bailar a lo alto de la montaña.
Tata Ogg se sacó la pipa de la boca y examinó la cazoleta.
—La gente dice —agregó Jason, bajando la voz— que bailan en la más completa...
—¿En la más completa qué? —preguntó Tata Ogg.
—Ya sabes, mamá. En la más completa desnudez.
—Caramba. Bueno, eso siempre impresiona. ¿Alguien ha visto adonde van?
—No. Tejedor el techador dice que siempre consiguen despistarlo.
—¿Jason?
—¿Sí, mamá?
—Han estado bailando alrededor de las piedras.
Jason se pilló el pulgar con el martillo.
En las montañas y los bosques de Lancre había muchos dioses. Uno de ellos era conocido como Herne el Cazado. Era un dios de la persecución y la cacería. Más o menos.
La mayoría de los dioses son creados y sustentados por la fe y la esperanza. Los cazadores bailaban ataviados con pieles de animales y creaban dioses de la cacería, los cuales tendían a ser ruidosamente joviales y a tener menos tacto que un maremoto. Pero esos no son los únicos dioses de la cacería. La presa también tiene una voz oculta, cuando la sangre palpita en las venas y los sabuesos ladran. Herne era el dios de los acosados, de los cazados y de todos los animalillos destinados a convertirse en un chillido húmedo bruscamente interrumpido.
No llegaba al metro de altura, y tenía largas orejas de conejo y unos cuernecitos minúsculos. Pero era un corredor soberbio, y en aquel momento estaba recurriendo a todas sus reservas de velocidad para atravesar el bosque como una exhalación.
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen! ¡Están a punto de regresar!
—¿Quiénes son? —preguntó Jason Ogg, con el pulgar metido en la artesa del agua. Tata Ogg suspiró.
—Ellos —dijo—. Ya sabes. Ellos. No estamos seguras, pero...
—¿Quiénes son Ellos?
Tata titubeó. Había ciertas cosas de las que sencillamente no se hablaba con las personas corrientes. Por otra parte, Jason era un herrero, lo cual significaba que no era corriente. Los herreros tenían que guardar secretos. Y era de la familia: Tata Ogg había tenido una juventud bastante aventurera y no era muy buena contando, pero estaba prácticamente segura de que Jason era hijo suyo.
—Verás —dijo agitando las manos—, esas piedras... los Danzarines... Verás, en los viejos tiempos... Verás, érase una vez... —Se calló, y luego volvió a tratar de explicar la naturaleza esencialmente fractal de la realidad—. Es como si... Ciertos sitios son más delgados que otros, allí donde solían estar las viejas puertas, bueno, no son puertas, la verdad es que nunca lo he entendido del todo, en realidad no son lo que nosotros llamamos puertas, sino más bien lugares donde el mundo es más delgado... Bien, el caso es que los Danzarines... son una especie de valla... Y nosotras, bueno, cuando digo «nosotras» quiero decir hace millares de años... Verás, en realidad son algo más que piedras, son una especie de hierro del rayo, pero... Hay cosas como las mareas, solo que no con agua, y ocurren cuando los mundos llegan a aproximarse tanto que casi puedes saltar de uno a otro... En fin, que alguien ha estado haciendo el tonto alrededor de las piedras, y... y si no tenemos cuidado, entonces Ellos regresarán.
—¿Qué Ellos?
—Ese es el problema —dijo Tata mirándolo con expresión abatida—. Si te lo cuento, lo entenderás todo al revés. Viven al otro lado de los Danzarines.
Su hijo la miró fijamente. Luego una tenue sonrisa de comprensión se paseó por su cara.
—Ah —dijo—. Ya sé a qué te refieres. He oído decir que los magos de Ankh siempre están abriendo agujeros sin querer en esa textura de la realidad o como se llame que tienen por allí abajo, y que entonces unas cosas horribles salen de las Dimensiones Mazmorra. Unos bichos inmensos con docenas de ojos y más patas que una Cuadrilla de Danza Tradicional, ¿verdad? —Cogió su martillo del número 5—. No te preocupes, mamá. Si empiezan a aparecer por aquí, yo los...
—No se trata de eso —dijo Tata—. Esas cosas viven fuera. Pero Ellos viven... por ahí.
Jason la miró con cara de no entender nada.
Tata se encogió de hombros. Después de todo, tarde o temprano tendría que decírselo a alguien.
—Me estoy refiriendo a los Lores y las Damas —dijo.
—¿Quiénes son?
Tata miró alrededor. Pero, después de todo, aquello era una fragua. Había habido una fragua allí mucho antes de que hubiera un castillo, mucho antes de que hubiera siquiera un reino. Había herraduras por todas partes. El hierro se había infiltrado en las mismas paredes. La fragua no era meramente un lugar de hierro, sino un lugar donde el hierro moría y renacía. Si no podías pronunciar las palabras allí, entonces no podías pronunciarlas en ningún sitio.
Aun así, hubiese preferido no pronunciarlas.
—Ya sabes —dijo—. El Pueblo Rubio. La Aristocracia. Los Resplandecientes. Los Hijos de las Estrellas. Ya sabes, Jason.
—¿Qué?
Tata puso la mano encima del yunque, solo por si acaso, y pronunció la palabra.
El fruncimiento de ceño de Jason se fue disipando muy despacio, a la misma velocidad que la luz del sol.
—¿Ellos? Pero ¿no son hermosos y buenos y...?
—¿Lo ves? —dijo Tata—. ¡Ya te había dicho que lo entenderías todo al revés!
—¿Cuánto ha dicho que cuestan? —preguntó Ridcully. El cochero se encogió de hombros. —Tómelo o déjelo —dijo.
—Lo siento, señor —dijo Ponder Stibbons—. Es la única diligencia.
—¡Cincuenta dólares por cabeza es un robo con diurnidad!
—No —dijo el cochero pacientemente—. El robo con diurnidad —explicó, hablando con el tono de autoridad de la persona con experiencia— es cuando alguien salta al camino con una flecha apuntándonos, y luego sus amigos se descuelgan de las rocas y los árboles y se llevan el dinero y nuestras pertenencias. Y después tenemos el robo con nocturnidad, que es como la modalidad anterior con la única diferencia de que además prenden fuego a la diligencia para poder ver lo que están haciendo. El robo con crepuscularidad, en cambio, el robo con crepuscularidad básico es cuando...
—¿Me está diciendo que el que te roben va incluido en el precio? —quiso saber Ridcully.
—El Gremio de Bandidos, ya sabe —dijo el cochero—. Cuarenta dólares por cabeza, ¿comprende? Es lo que podríamos llamar tarifa plana.
—¿Y qué pasa si no pagas? —preguntó Ridcully.
—Que acabas plano en el suelo.
Los magos conferenciaron entre ellos.
—Tenemos ciento cincuenta dólares —dijo Ridcully—. No podemos sacar más dinero de la caja fuerte porque ayer el tesorero se comió la llave.
—Se me ha ocurrido una idea, señor —dijo Ponder—. ¿Me deja probar?
—Adelante.
Ponder obsequió al cochero con una gran sonrisa.
—¿Los animales de compañía viajan gratis? —sugirió.
—¿Oook?
La escoba de Tata Ogg sobrevolaba el bosque a un par de metros de los senderos, tomando las curvas a tal velocidad que las botas de Tata removían las hojas. Cuando llegó a la cabaña de Yaya Ceravieja, Tata saltó de la escoba con tal prisa que no la apagó, y la escoba siguió adelante hasta chocar contra la letrina.
La puerta estaba abierta.
—¿Yuuuju?
Tata miró en la cocina y luego subió por la estrecha escaleta.
Yaya Ceravieja estaba rígidamente tendida en la cama. Tenía la cara grisácea y el cuerpo frío.
Ya la habían encontrado así antes, y siempre resultaba un poco embarazoso. Por eso desde hacía cierto tiempo Yaya tranquilizaba a los visitantes, al mismo tiempo que también tentaba al destino, sosteniendo siempre entre sus tiesos dedos un cartelito escrito a mano en el que ponía:
NO ESTOI MUERTA.
Un trozo de madera hacía de tope en la ventana para que no se cerrara del todo.
—Ah —dijo Tata, más en beneficio propio que en el de otra persona—, ya veo que has salido. ¿Iré a, iré a, iré a poner la tetera en el fuego, si te parece, y esperaré a que regreses?
La habilidad con que Esme sabía Tomar en Préstamo siempre la ponía un poco nerviosa. Entrar en las mentes de los animales y demás estaba muy bien, pero demasiadas brujas nunca habían regresado. Tata había pasado varios años dejando trocitos de grasa y pellejos de tocino delante de la puerta para un herrerillo que estaba seguro era Yaya Postalute, que un día salió a Tomar en Préstamo y nunca volvió. En la medida en que una bruja podía llegar a considerar que algo era inquietantemente sobrenatural, Tata Ogg consideraba que el Préstamo era inquietantemente sobrenatural.
Volvió a la cocina y bajó un cubo al fondo del pozo, acordándose de sacar las salamandras antes de poner a hervir el agua dentro de la tetera.
Después se dedicó a contemplar el huerto.
Pasado un rato, un cuerpecito alado revoloteó a través de él rumbo a la ventana del piso de arriba.
Tata sirvió el té. Extrajo una cucharada de azúcar cuidadosamente medida del cuenco del azúcar, echó el resto del azúcar en su taza, volvió a echar la cucharada en el cuenco, puso las dos tazas en una bandeja y subió la escalera.
Yaya Ceravieja se estaba incorporando en la cama.
Tata miró alrededor.
Un murciélago bastante grande colgaba de una viga cabeza abajo.
Yaya Ceravieja se frotó las orejas.
—¿Serías tan amable de ponerle el orinal debajo, Gytha? —farfulló—. Esos bichos siempre están buscando una ocasión de hacer sus necesidades encima de la alfombra.
Tata localizó el enser doméstico más recatado y discreto del dormitorio de Yaya y lo desplazó a través de la alfombra con un pie.
—Te he traído una taza de té —dijo.
—Bien hecho, Gytha. La boca me sabe a mariposas —dijo Yaya.
—Creía que de noche hacías búhos —dijo Tata.
—Sí, pero luego pasas varios días intentando rascarte los hombros con la nariz —dijo Yaya—. Al menos los murciélagos siempre tienen la cara apuntando en la misma dirección. Primero probé con los conejos, pero no hay manera de que se acuerden de las cosas. Y de todas maneras, con un conejo ya sabes en qué está pensando todo el tiempo. Son famosos por ello.
—Hierba.
—Exacto.
—¿Has descubierto algo? —preguntó Tata.
—Media docena de personas han estado allí arriba. ¡Cada luna llena! —dijo Yaya—. Chicas, a juzgar por sus contornos, Con los murciélagos solo ves siluetas.
—Buen trabajo, Esme —dijo Tata con cautela—. ¿Crees que son de por aquí?
—Tienen que serlo. No usan escobas.
Tata Ogg suspiró.
—Está Agnes Nitt, la hija del viejo Trespeniques —dijo—. Y la chica de los Tockley. Y unas cuantas más.
Yaya Ceravieja la miró con la boca abierta.
—Le pregunté a nuestro Jason —dijo Tata—. Lo siento.
El murciélago eructó. Yaya se tapó la boca con la mano.
—Soy una vieja estúpida, ¿verdad? —dijo pasados unos momentos.
—No, no —dijo Tata—. El Préstamo es un auténtico arte. Y a ti se te da muy bien.
—Una presumida, eso es lo que soy. Hace unos años también se me habría ocurrido ir a preguntar a la gente en vez de perder el tiempo siendo un murciélago.
—Nuestro Jason no te lo habría contado. Si me lo dijo fue únicamente porque yo habría convertido su vida en un infierno si no me lo hubiera contado —dijo Tata—. Para eso están las madres, ¿no?
—Soy muy orgullosa, eso es lo que pasa. Me hago vieja, Gytha.
—Yo siempre digo que una es lo vieja que se siente.
—Eso quería decir.
Tata Ogg la miró con preocupación.
—Imagínate que Magrat hubiera estado aquí —dijo Yaya—. Me habría visto hacer una tontería tras otra.
—Bueno, Magrat está a salvo en el castillo —repuso Tata—. Aprendiendo a ser reina.
—Lo bueno que tiene el ser reina es que si lo haces mal nadie se da cuenta —dijo Yaya—. Como eres tú quien lo hace, entonces tiene que estar bien.
—Sí, la realeza es muy extraña —observó Tata—. Es como la magia. Al principio tienes a una chica con un trasero como dos cerdos envueltos en una manta y la cabeza llena de pájaros y entonces va y se casa con un rey, un príncipe o lo que sea, y de pronto pasa a ser una radiante princesa real como es debido. Qué raro es el mundo, ¿verdad?
—Pero no pienso inclinarme ante ella, ojo —dijo Yaya.
—Bueno, de todas maneras tú nunca te inclinas ante nadie —le recordó Tata Ogg—. Nunca te inclinaste ante el rey que había antes. Y cuando ves al joven Verence, apenas si lo saludas con la cabeza. Tanto da, porque de todas maneras nunca te inclinas ante nadie.
—¡Exacto! —dijo Yaya—. Porque el no inclinarse ante nadie forma parte de ser una bruja.
Tata se tranquilizó un poco. El que Yaya actuara como una anciana la estaba poniendo nerviosa. Yaya en su estado normal de ira controlada a duras penas, en cambio, era simplemente la vieja Yaya de siempre.
Yaya se levantó de la cama.
—Conque la chica del viejo Tockley, ¿eh?
—Eso es.
—Su madre era una Keeble, ¿verdad? Toda una mujer, creo recordar.
—Sí, pero cuando murió ella, el viejo la envió a Sto Lat para que fuera a la escuela.
—No apruebo las escuelas —dijo Yaya—. Se interponen en el camino de la educación. Todos esos libros. ¿Libros? ¿Para qué sirven los libros? Hoy en día se lee demasiado. Cuando éramos jóvenes nunca tuvimos tiempo para leer, eso te lo puedo asegurar.
—Estábamos demasiado ocupadas inventándonos nuestras propias diversiones.
—Claro. Bien, vamos... No disponemos de mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No son solo las chicas. Además hay algo suelto por ahí afuera, una especie de mente que va de un lado a otro.
Yaya se estremeció. Lo había notado de la misma manera en que un cazador experimentado que atraviesa las colinas percibe la presencia de otro cazador: por los silencios allí donde hubiese tenido que haber ruido, por un tallo pisoteado, por el enfado de las abejas.
A Tata Ogg nunca le había gustado la idea del Préstamo, y Magrat ni siquiera había querido intentarlo. Las viejas brujas del otro lado de la montaña ya tenían demasiados problemas con las experiencias intracorpóreas inoportunas para molestarse en probar suerte con las extracorpóreas. Debido a ello, Yaya se había acostumbrado a disponer de toda la dimensión mental para ella sola.
Había una mente suelta por el reino, y Yaya Ceravieja no la entendía.
Ella tomaba Préstamos. Había que tener cuidado, porque era como una droga. Podías montar las mentes de los animales y los pájaros, pero nunca la de las abejas, guiándolas delicadamente y viendo a través de sus ojos. Yaya Ceravieja había saltado muchas veces de uno a otro de los numerosos canales de conciencia disponibles a su alrededor. Para ella, el hacerlo formaba parte del corazón de la brujería. Ver a través de otros ojos...
... a través de los ojos de un mosquito, viendo las lentas pautas del tiempo en la vertiginosa pauta de un día, mientras sus mentes viajaban con la celeridad del rayo...
... escuchar con el cuerpo de un escarabajo, de tal manera que el mundo se convertía en una pauta tridimensional de vibraciones...
... ver con el hocico de un perro, todos los olores súbitamente convertidos en colores...
Pero había un precio. Nadie te pedía que lo pagaras, pero la misma ausencia de cualquier clase de exigencia constituía una obligación moral. Tendías a no aplastar insectos de un manotazo. Procurabas no pisar demasiado fuerte. Dabas de comer al perro. Pagabas. Ibas con muchísimo cuidado, no por bondad o consideración hacia los demás, sino porque era lo que había que hacer. Solo dejabas recuerdos, y solo tomabas experiencia.
Pero aquella inteligencia que rondaba por los alrededores... entraba y salía de otra mente igual que una sierra mecánica, tomando, tomando, tomando. Yaya podía sentir su forma, aquella forma depredadora, toda crueldad y gélida despreocupación; una mente llena de inteligencia, que utilizaría a otros seres vivos y les haría daño porque era divertido hacerlo.
Yaya podía poner un nombre a una mente así.
Elfo.
Las ramas crujían en la copa de los árboles.
Yaya y Tata cruzaban el bosque a grandes zancadas. Al menos, Yaya Ceravieja andaba a grandes zancadas. Tata Ogg más bien correteaba sigilosamente.
—Los Lores y las Damas están tratando de encontrar un camino —dijo Yaya—. Y aparte de eso hay algo más. Algo que ya ha conseguido atravesar la barrera, alguna clase de animal del otro lado. Scrope persiguió a un ciervo hasta el círculo, y la criatura debía de estar allí, y antes siempre decían que cuando algo pasa al otro lado, entonces algo puede atravesar la barrera...
—¿Qué era?
—Ya sabes la clase de visión que tienen los murciélagos. Lo único que vi fue una enorme silueta borrosa. Algo mató al viejo Scrope, y ese algo todavía anda por ahí. No fue uno de... de Ellos, de los Lores y las Damas —dijo Yaya—, pero sí algo salido del País de los Elf... de ese lugar.
Tata contempló las sombras. Había muchas sombras en un bosque durante la noche.
—¿No estás un poco asustada? —preguntó.
Yaya hizo crujir los nudillos.
—No. Pero espero que esa cosa sí lo esté.
—Oooh, así que es verdad lo que dicen. Eres muy orgullosa, Esmerelda Ceravieja.
—¿Quién dice eso?
—Bueno, tú misma lo has dicho. Hace un momento.
—No me encontraba bien.
Otras personas probablemente hubiesen dicho: En ese momento no era yo misma. Pero Yaya Ceravieja no tenía ninguna otra persona que poder ser.
Las dos brujas siguieron andando entre la ventisca.
Desde las zarzas y los espinos entre los que había buscado cobijo, el unicornio las vio pasar.
Diamanda Tockley llevaba un sombrero de terciopelo negro de ala ancha. El sombrero también tenía un velo.
Perdita Nitt, que antaño había sido solo Agnes Nitt antes de que le diera por la brujería, también llevaba un sombrero negro con velo, por la sencilla razón de que Diamanda lo llevaba. Las dos tenían diecisiete años. Y a Perdita le hubiese gustado ser flaca por naturaleza, igual que Diamanda, pero si no podías ser flaca al menos sí podías tener aspecto enfermizo. Por eso, y para ocultar el rosado natural de su cutis, llevaba una gruesa capa de maquillaje blanco.
Habían hecho la Elevación del Cono del Poder, un poco de magia con velas y un poco de adivinación. Ahora Diamanda les estaba enseñando las cartas.
Les había dicho que encerraban la sabiduría destilada de los Antiguos. Perdita se encontró preguntándose quiénes serían aquellos Antiguos, y enseguida se reprochó aquella traición: estaba claro que no eran lo mismo que la gente vieja, sobre los cuales Diamanda decía que eran estúpidos, aunque no se mostró demasiado clara acerca del porqué aquellos Antiguos eran más sabios que, pongamos por caso, la gente moderna.
Tampoco entendía qué era el Principio Femenino, y no tenía muy claro todo aquello del Yo Interior. Perdita comenzaba a sospechar que no tenía un Yo Interior.
Y ojalá pudiera maquillarse los ojos como Diamanda.
Y ojalá pudiera llevar tacones altos como Diamanda.
Amanita de Vicio le había dicho que Diamanda dormía en un ataúd de verdad.
Ojalá se atreviera a tatuarse una daga y una calavera en el brazo como había hecho Amanita, aunque para ello solo empleara tinta corriente y luego tuviera que lavarse el tatuaje cada noche para que su madre no llegara a verlo.
Una vocecita maliciosa procedente del yo interior de Perdita le sugirió que Amanita no había estado muy acertada a la hora de escoger su nombre.
Como tampoco lo había estado Perdita, por supuesto.
Y luego la vocecita dijo que Perdita quizá no debería jugar con cosas que no entendía.
El problema, y Perdita lo sabía, era que eso significaba prácticamente todo.
Le hubiera encantado poder llevar encajes negros como los llevaba Diamanda.
Diamanda obtenía resultados.
Perdita nunca lo hubiese creído. El que en Lancre hubiera brujas no era ninguna novedad para ella, naturalmente. Las brujas eran unas viejas que se vestían de cuervos, excepto Magrat Ajostiernos, que era un caso francamente mental y siempre parecía encontrarse al borde del llanto. Perdita se acordaba de que en una ocasión Magrat se había presentado con una guitarra en una fiesta de la Noche de la Vigilia de los Puercos y había cantado melosas canciones populares con los ojos cerrados de una manera que sugería que de verdad creía en ellas. No sabía tocar, pero en realidad daba igual porque tampoco sabía cantar. La gente había aplaudido porque, bueno, ¿qué otra cosa podías hacer?
Pero Diamanda había leído libros. Sabía montones de cosas. Cómo invocar poder en las piedras, para empezar. Realmente funcionaba.
En aquel momento les estaba enseñando las cartas.
El viento volvía a arreciar. Sacudía los postigos y hacía caer hollín de la chimenea. Perdita tenía la impresión de que el viento había acumulado las sombras en todos los rincones de la habitación...
—¿Estás prestando atención, hermana? —preguntó Diamanda con voz gélida.
Eso también era importante. Para demostrar fraternidad, todas tenían que tratarse de «hermana».
—Sí, Diamanda —dijo mansamente.
—Para las que no estaban prestando atención, esto es la Luna —repitió Diamanda, y les enseñó la carta—. ¿Y qué es lo que vemos aquí? ¿Tú, Muscara?
—Hum... ¿La luna dibujada en una carta? —dijo Muscara (nacida Susan) con voz esperanzada.
—Lo que vemos es una convención no-mimética que, de hecho, no guarda relación con ningún sistema de referencia convencional —dijo Diamanda.
—Ah.
Una fuerte ráfaga de viento sacudió la cabaña. La puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared, proporcionando un fugaz atisbo de un cielo lleno de nubes en el que una convención no-mimética estaba en cuarto creciente.
Diamanda agitó una mano. Hubo un breve destello de luz octarina. La puerta se cerró de golpe. Diamanda sonrió con lo que Perdita consideraba su impasible sabiduría.
Luego depositó la carta encima del trozo de terciopelo negro que había delante de ella.
Perdita la contempló con expresión abatida. Todo aquello era muy bonito, con esas cartas que parecían pequeñas joyas hechas de cartón y tenían nombres tan interesantes. Pero aquella vocecita traidora susurró: ¿Cómo cuernos pueden saber esas cartas lo que nos reserva el futuro? El cartón no es famoso por su inteligencia, que digamos.
Por otra parte, el conventículo estaba ayudando a la gente... más o menos. Invocar poder y todas esas cosas. Oh, cielos, ¿y si se le ocurre preguntarme?
Perdita comprendió que estaba bastante preocupada. Algo iba mal. Algo acababa de ir mal. No sabía qué era, pero algo había ido mal en aquel preciso instante. Levantó la vista.
—Que las bendiciones caigan sobre esta casa —dijo Yaya Ceravieja.
Su tono era muy parecido al que otra persona habría empleado para decir «Traga plomo, Kincaid» o «Después de toda esa emoción, supongo que ahora te estarás preguntando si todavía me quedan globos y pantallas de lámparas».
Diamanda se quedó boquiabierta.
—Oye, lo estás haciendo mal. Cuando te sale esa mano de cartas siempre hay que ir con mucho ojo —dijo Tata Ogg, mirando por encima del hombro y con ganas de ayudar—. Lo que tienes ahí es nada menos que una Doble Cebolla.
—¿Quiénes sois?
Habían aparecido de pronto. Perdita pensó: hace un momento había sombras, y un instante después ellas estaban allí, más sólidas que una montaña.
—¿Y a qué viene toda esa tiza en el suelo? —dijo Tata Ogg—. Porque tenéis el suelo lleno de tiza. Y de escritura pagana. No es que yo tenga nada en contra de los paganos, desde luego —añadió. Pareció reflexionar—. Prácticamente soy una pagana —añadió—, pero no escribo en el suelo. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte a escribir en el suelo? —Dio un suave codazo a Perdita—. Nunca conseguiréis limpiar ese suelo —le aseguró—. La tiza se infiltra en el grano de la madera y luego no hay quien la quite.
—Hum, es un círculo mágico —dijo Perdita—. Hum, hola, señora Ogg. Hum. Es para mantener alejadas a las malas influencias...
Yaya Ceravieja se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Y dime, querida —le dijo a Diamanda—, ¿te parece que está dando resultado? —Se inclinó un poquito más.
Diamanda se inclinó hacia atrás.
Y luego, lentamente, volvió a inclinarse hacia adelante.
Sus narices acabaron rozándose.
—¿Quién es? —preguntó Diamanda, hablando por la comisura de los labios.
—Hum, es Yaya Ceravieja —respondió Perdita—. Hum. Es una bruja, hum...
—¿De qué nivel? —quiso saber Diamanda.
Tata Ogg miró alrededor buscando algo donde esconderse. La ceja de Yaya Ceravieja tembló levemente.
—Niveles, ¿eh? —dijo—. Bueno, en ese caso supongo que soy del nivel uno.
—¿Estás empezando? —preguntó Diamanda.
—Oh, cielos. Te diré lo que vamos a hacer —le murmuró Tata Ogg a Perdita—. Verás, si volcáramos la mesa, probablemente podríamos escondernos detrás de ella y así estaríamos resguardadas.
Pero en realidad estaba pensando: Esme nunca ha podido resistir un desafío. Ninguna de nosotras puede. Si no estás segura de ti misma, entonces no eres una bruja. Pero nos vamos haciendo viejas. Ser una bruja de primera categoría es como ser un espadachín a sueldo. Crees que eres buena, pero sabes que hay alguien más joven que practica cada día, puliendo sus habilidades, y un día vas por el sendero y oyes una voz detrás de ti diciendo: Desenfunda tu sapo, o algo por el estilo.
Incluso para Esme. Tarde o temprano, se encontrará con alguien más rápido que ella.
—Oh, sí —dijo Yaya sin levantar la voz—. Estoy empezando, sí. Cada día empiezo un poquito.
Tata Ogg pensó: Pero no será hoy.
—No me asustas, vieja estúpida —dijo Diamanda—. Oh, claro. Sé cómo asustáis a los campesinos supersticiosos, te lo aseguro. Mascullando entre dientes y poniendo los ojos bizcos, ¿eh? Todo está en la mente. Simple psicología. Eso no es auténtica brujería.
—Creo que iré, eh, a la cocina, eh, y veré si puedo llenar unos cubos con agua, ¿eh? —dijo Tata Ogg a nadie en particular.
—Y supongo que para ti la brujería no tiene secretos —dijo Yaya Ceravieja.
—Estoy estudiando, sí —dijo Diamanda.
Tata Ogg se dio cuenta de que se había quitado el sombrero y estaba mordisqueando nerviosamente el ala.
—Y sospecho que se te da muy bien —dijo Yaya Ceravieja.
—Mucho —confirmó Diamanda.
—Muéstrame lo buena que eres.
Es buena de verdad, pensó Tata Ogg. Lleva más de un minuto sosteniéndole la mirada a Esme. Normalmente hasta las serpientes se dan por vencidas después de un minuto.
Si una mosca hubiera intentado atravesar los escasos centímetros de aire que había entre sus miradas, habría desaparecido en una pequeña llamarada.
—Yo aprendí el oficio de Tata Tumulto —dijo Yaya Ceravieja—, quien a su vez lo aprendió de Comadre Heggety, quien en su juventud estudió con Nanna Plumb, quien había sido instruida por Aliss la Negra, quien...
—O sea que lo que me estás diciendo —resumió Diamanda, cargando las palabras en la frase como cartuchos en una recámara—, es que en realidad nadie ha aprendido nada nuevo.
El silencio que siguió fue roto por Tata Ogg:
—Maldición, pero si he partido el ala de un mordisco. La he atravesado de parte a parte.
—Ya veo —dijo Yaya Ceravieja.
—Mira —dijo Tata Ogg dando un codazo a la temblorosa Perdita—, incluso el forro está roto. Este sombrero me costó dos dólares y curar a un cerdo. Eso son dos dólares y una cura de cerdo que tardaré algún tiempo en volver a ver.
—Así que ya puedes irte, vieja —dijo Diamanda.
—Pero deberíamos volver a encontrarnos —dijo Yaya Cera-vieja.
La bruja vieja y la bruja joven se sopesaron la una a la otra.
—¿Medianoche? —propuso Diamanda.
—¿Medianoche? La medianoche no tiene nada de especial. Cualquiera puede ser una bruja a medianoche —dijo Yaya Cera-vieja—. ¿Qué me dices del mediodía?
—De acuerdo. ¿Por qué vamos a luchar? —preguntó Diamanda.
—¿Luchar? No vamos a luchar. Solo queremos que cada una vea lo que es capaz de hacer la otra. Amistosamente, por supuesto —dijo Yaya Ceravieja. Se levantó—. Bueno, más vale que me vaya —dijo—. Los viejos necesitamos dormir, ya sabes cómo son estas cosas.
—¿Y qué consigue la ganadora? —preguntó Diamanda.
Una levísima sombra de incertidumbre acababa de aparecer en su voz. Era muy tenue, tanto que en la escala Richter de la duda probablemente solo habría sido un vaso de plástico cayendo sobre la alfombra desde lo alto de un estante a varias leguas de distancia, pero estaba allí.
—Oh, la ganadora consigue ganar —dijo Yaya Ceravieja—. De eso se trata, ¿verdad? No te molestes en acompañarnos hasta la puerta. Tampoco has salido a recibirnos.
La puerta se cerró de golpe.
—Simple psicoquinesis —dijo Diamanda.
—Oh, bueno. Entonces podemos estar tranquilas —repuso Yaya Ceravieja, desapareciendo en la noche—. Eso lo explica todo, ¿verdad?
Antes de que inventaran los universos paralelos, las direcciones no podían ser más simples: Arriba y Abajo, Izquierda y Derecha, Adelante y Atrás, Pasado y Futuro...
Pero las direcciones normales no funcionan en el multiverso, que tiene demasiadas dimensiones para que alguien pueda encontrar su camino. Por eso hubo que inventar nuevas direcciones para que fuese posible encontrar el camino.
Como: Al Este del Sol, al Oeste de la Luna.
O: Detrás del Viento del Norte.
O: Al Fondo del Más Allá.
O: De una Ida y una Vuelta.
O: Más Allá de los Campos que Conocemos.
Y en ocasiones hay un atajo. Un umbral o una puerta. Unos cuantos megalitos, un árbol partido por el rayo, un archivador.
Quizá solo un lugar perdido en algún páramo...
Un sitio en el que el allí se encuentra prácticamente aquí.
Prácticamente, pero no del todo. Aun así, se filtra lo suficiente para que los péndulos se balanceen y las personas que tienen poderes psíquicos sufran terribles jaquecas, para que una casa adquiera reputación de encantada, para que algún que otro puchero salga despedido al otro extremo de la habitación. Se filtra lo suficiente para que los zánganos se pongan en guardia.
Oh, sí. Los zánganos.
Hay algo llamado reuniones de zánganos. A veces, en un soleado día de verano, los zánganos de todas las colmenas en varios kilómetros a la redonda se congregan en algún punto, y describen círculos en el aire, zumbando como diminutos sistemas detectores de alerta previa, que es exactamente lo que son.
Las abejas son sensatas. Eso es una palabra humana. Pero las abejas son criaturas del orden, y llevan el odio al caos programado en los genes.
Si ciertas personas llegaran a saber dónde se hallaba situado uno de esos puntos, si experimentaran lo que sucede cuando el aquí y el allí se confunden, entonces podrían —si supieran cómo hay que hacerlo— marcar dicho punto mediante ciertas piedras.
Con la esperanza de que así suficientes memos lo interpretarían como una advertencia, y se mantendrían alejados de él.
—Bueno, ¿qué te parece? —dijo Yaya, mientras las brujas se apresuraban a volver a casa.
—La gordita que no abrió la boca tiene un poco de talento natural —dijo Tata Ogg—. Pude sentirlo. Las demás, en mi opinión, van allí porque lo encuentran emocionante. Juegan a ser brujas. Ya sabes, tableros de Uy-jajá y cartas y llevar guantes de encaje negro sin dedos y tontear con lo oculto.
—No apruebo eso de tontear con lo oculto —dijo Yaya con firmeza—. En cuanto empiezas a tontear con lo oculto empiezas a creer en espíritus, y cuando empiezas a creer en espíritus empiezas a creer en demonios, y antes de que te des cuenta ya estás creyendo en dioses. Y entonces sí te has metido en un buen lío.
—Pero todas esas cosas existen —repuso Tata Ogg.
—Lo cual no es razón para que creas en ellas. Con eso solo consigues darles ánimos.
Yaya Ceravieja aflojó el paso.
—¿Y ella qué? —preguntó.
—¿A qué parte del qué de ella te refieres exactamente?
—¿Sentiste el poder que había allí?
—Oh, sí. Me puso los pelos de punta.
—Alguien se lo dio, y sé quién fue. Una mocosa con la cabeza llena de paparruchas sacadas de los libros, y de pronto tiene el poder y no sabe cómo manejarlo. ¡Cartas! ¡Velas! Eso no es brujería, solo son juegos de sociedad. Tontear con lo oculto. ¿Te fijaste en que lleva las uñas negras?
—Bueno, las mías no están demasiado limpias...
—Me refería a que se las pinta de negro.
—Cuando era joven solía pintarme de rojo las uñas de los pies —dijo Tata con una pizca de melancolía.
—Las uñas de los pies es distinto. Igual que el rojo. Y en todo caso —dijo Yaya—, lo hacías solo para parecer más atractiva.
—Y funcionaba.
—¡Ja!
Siguieron andando en silencio durante un rato.
—Sentí mucho poder allí —dijo Tata Ogg al cabo.
—Sí, lo sé.
—Muchísimo.
—Sí.
—No estoy diciendo que no puedas vencerla —se apresuró a aclarar Tata—. No estoy diciendo eso. Pero creo que yo no podría vencerla, y me ha parecido que incluso tú sudarías un poquito. Tendrías que hacerle un poco de daño para vencerla.
—Estoy perdiendo el juicio, ¿verdad?
—Oh, yo...
—Me sacó de mis casillas, Gytha. No pude contenerme. Ahora tendré que batirme en duelo con una chica de diecisiete años, y si gano seré una vieja bruja malvada y abusona, y si pierdo...
Dio una patada a un montón de hojas secas.
—Mi gran problema es que nunca puedo contenerme.
Tata Ogg no respondió.
—Y pierdo los estribos por cualquier insignificancia...
—Sí, pero...
—¡Todavía no he acabado de hablar!
—Perdona, Esme.
Un murciélago pasó aleteando junto a ellas. Yaya lo saludó con una inclinación de la cabeza.
—¿Has oído cómo le están yendo las cosas a Magrat? —preguntó, en un tono envuelto por una capa de despreocupación forzada tan asfixiante como un corsé.
—Nuestro Shawn dice que se está adaptando muy bien.
—Me alegro.
Llegaron a una encrucijada donde el polvo blanco relucía tenuemente bajo la luz de la luna. Un camino llevaba a Lancre, donde vivía Tata Ogg. Otro acababa perdiéndose en el bosque, se convertía primero en una senda y luego en una vereda, y terminaba llegando a la cabaña de Yaya Ceravieja.
—¿Cuándo volveremos a encontrarnos las... dos? —preguntó Tata Ogg.
—Escucha, Magrat no va a tomar parte en esto —dijo Yaya Ceravieja—. ¿Me has oído bien? ¡Será mucho más feliz siendo una reina!
—Yo no he dicho nada —replicó Tata Ogg con dulzura.
—¡Ya sé que no has dicho nada! ¡He podido oír cómo no decías nada! ¡Tienes los silencios más ruidosos que he oído jamás en alguien que no estuviera muerto!
—Entonces te veré sobre las once, ¿no?
—¡Eso es!
El viento volvió a arreciar mientras Yaya enfilaba la vereda que conducía a su cabaña.
Era consciente de que estaba muy tensa. Había demasiadas cosas que hacer. Había conseguido solucionar lo de Magrat, y Tata podía cuidar de sí misma, pero los Lores y las Damas... Yaya no había contado con ellos.
El problema era que...
El problema era que Yaya Ceravieja tenía el presentimiento de que iba a morir. Y eso empezaba a ponerle los nervios de punta.
Saber cuándo morirás es uno de esos extraños extras que acompañan al hecho de ser un auténtico usuario de la magia. Y, bien pensado, no cabe duda de que es todo un extra.
Muchos magos se han ido al otro mundo muy contentos después de haberse bebido todo el vino de su bodega y, casualmente, debiendo considerables sumas de dinero.
Yaya Ceravieja siempre se había preguntado qué se sentía, qué era lo que veías alzarse de repente ante ti. Y resultó que lo que veías era la nada.
La gente piensa que vive la vida como un punto en movimiento que va del Pasado hacia el Futuro, con la memoria desplegándose a tu espalda como una especie de estela cometaria mental. Pero la memoria también se esparce por delante. Lo que pasa es que la mayoría de los humanos no sabe qué hacer con esa clase de memoria, y por eso esta les llega bajo la forma de premoniciones, corazonadas, intuiciones y palpitos. Las brujas sí saben cómo manejarla, y por eso encontrarse con un vacío allí donde deberían estar los zarcillos del futuro surte el mismo efecto sobre una bruja que el emerger de un banco de nubes y ver una cordada de sherpas en lo alto ejerce sobre un piloto de avión.
Podía contar con unos días, y luego se habría acabado. Siempre había esperado disponer de un poco de tiempo para ella, poner un poco de orden en el huerto y hacer una buena limpieza a fondo para que la bruja que la sucediera no pensara que Yaya Ceravieja no había sabido llevar una casa, escoger un sitio decente donde ser enterrada, y después pasar unas horas sentada en la mecedora, sin hacer nada salvo contemplar los árboles y pensar en el pasado. Ahora ni soñarlo.
Y además estaban ocurriendo otras cosas. Su memoria parecía empezar a hacer de las suyas. Quizá era eso lo que ocurría. Quizá al final sencillamente te ibas consumiendo, como le había ocurrido a la vieja Tata Tumulto, que terminó poniendo al gato encima del fuego y sacando la tetera de casa para que pasara la noche fuera.
Yaya cerró la puerta tras ella y encendió una vela.
En el cajón de la cómoda había una caja. Yaya la puso en la mesa de la cocina, la abrió y extrajo el papel doblado que contenía. Dentro de la caja también había una pluma y tinta.
Después de pensárselo un poco, Yaya siguió escribiendo allí donde lo había dejado:
... y a mi amiga Gytha Ogg le dejo mi cama y la alfombrilla que el herrero de Culo de Mal Asiento hizo para mí, y el juego de palangana, jarra y como se llame esa otra cosa al que siempre le ha echado el ojo, y mi escoba que Quedará Como Nueva con unos cuantos ajustes.
A Magrat Ajostiernos le dejo el Contenimiento restante de esta caja, mi servicio de té de plata con la jarrita de la leche en forma de vaca humerística que es una He Renda, y también el Reloj que perteneció a mi madre, pero le pido que no se olvide de darle cuerda, porque cuando el reloj se para...
Se oyó un ruido fuera.
Si hubiera habido alguien más en la habitación con ella, Yaya Ceravieja habría abierto la puerta sin vacilar, pero estaba sola. Cogió el atizador, fue hacia la puerta moviéndose de manera sorprendentemente silenciosa dada la naturaleza de sus botas, y escuchó con atención.
Había algo en el huerto.
El huerto no era gran cosa. Estaban las hierbas, y los arbustos que daban bayas, un poco de césped y, naturalmente, las colmenas. Y no estaba separado del bosque. A la fauna local jamás se le ocurriría invadir el huerto de una bruja.
Yaya abrió la puerta con precaución.
La luna se estaba poniendo. Una pálida luz plateada convertía el mundo en una visión monocroma.
Había un unicornio en el césped. Su hedor la golpeó con un impacto casi físico.
Yaya avanzó, sosteniendo el atizador delante de ella. El unicornio retrocedió y arañó el suelo con los cascos.
Yaya vio el futuro con toda claridad. Ya conocía el cuándo, y ahora empezó a distinguir el cómo.
—Bueno, bueno —murmuró—. Sé de dónde vienes. Y lo que es por mí ya puedes regresar a ese lugar.
La criatura amagó una finta como si se dispusiera a atacarla, pero el atizador la apuntó.
—No aguantas el hierro, ¿eh? Bueno, pues vuelve trotando con tu dueña y dile que en Lancre sabemos todo lo que hay que saber sobre el hierro. Y yo sé todo lo que hay que saber sobre ella. Más vale que se mantenga alejada de aquí, ¿entiendes? ¡Este lugar es mío!
Entonces había luna. Ahora era de día.
Había una multitud en lo que pasaba por la plaza mayor de Lancre. Normalmente en Lancre nunca ocurrían demasiadas cosas, y un duelo entre brujas era algo digno de verse.
Yaya Ceravieja llegó cuando faltaba un cuarto de hora para el mediodía. Tata Ogg estaba esperando en un banco junto a la taberna. Llevaba una toalla al cuello, y se había traído un cubo de agua en el que flotaba una esponja.
—¿Para qué es eso? —preguntó Yaya.
—Para el intermedio. Y te he preparado un plato de naranjas.
Se lo enseñó. Yaya soltó un bufido.
—Bueno, a juzgar por tu aspecto te sentaría bien comer algo —dijo Tata—. Tienes cara de no haber probado bocado en todo el día...
Bajó la mirada hacia las botas de Yaya y el no muy limpio dobladillo de su largo vestido negro. Había briznas de helecho y trocitos de brezo enganchados a la tela.
—¡Vieja chiflada! —siseó—. ¿Qué has estado haciendo?
—Tenía que...
—Has estado en las Piedras, ¿verdad? Para tratar de mantener a raya a la Aristocracia.
—Por supuesto —dijo Yaya. Su voz no temblaba. No se tambaleaba. Pero su voz no temblaba y no se estaba tambaleando, como podía ver Tata Ogg, porque el cuerpo de Yaya Ceravieja estaba totalmente bajo el control de la mente de Yaya Ceravieja.
—Alguien tiene que hacerlo —añadió.
—¡Podrías haberme dicho que lo hiciera yo!
—Me habrías convencido de que no hacía falta.
Tata Ogg se inclinó hacia adelante.
—¿Te encuentras bien, Esme?
—¡Estupendamente! ¡Estoy estupendamente! No me pasa nada, ¿de acuerdo?
—¿Has dormido algo? —preguntó Tata.
—Bueno...
—No, ¿verdad? ¿Y crees que puedes venir aquí como si tal cosa y sacudirle el polvo a esa chica, así como si nada?
—No lo sé —dijo Yaya Ceravieja.
Tata Ogg la miró.
—No lo sabes, ¿verdad? —dijo con tono más suave—. Oh, bueno... Mira, más vale que te sientes aquí antes de que te caigas. Chupa una naranja. Dentro de unos minutos estarán aquí.
—No —dijo Yaya—. Ella llegará con retraso.
—¿Cómo lo sabes?
—¿De qué te sirve hacer una entrada espectacular si no están todos presentes para verte llegar? Es pura cabezología, ya sabes.
De hecho el conventículo de muchachas llegó veinte minutos después de las doce, y se apostó en los escalones del pentángulo del mercado al otro extremo de la plaza.
—Míralas —dijo Yaya Ceravieja—. Todas de negro, otra vez.
—Bueno, nosotras también vamos de negro —dijo Tata Ogg la razonable.
—Solo porque es respetable y práctico —dijo Yaya—. No porque sea romántico. Ja. Es como si los Lores y las Damas ya estuvieran aquí.
Tras un rato de contacto ocular, Tata Ogg cruzó la plaza y se encontró con Perdita en el centro de esta. La joven aspirante a bruja parecía bastante preocupada debajo de su maquillaje, y sus manos estrujaban nerviosamente un pañuelo de encaje negro.
—Buenos días, señora Ogg —dijo.
—Buenas tardes, Agnes.
—Hum. ¿Y ahora qué?
—No lo sé. Depende de vosotras, supongo.
—Diamanda ha preguntado que por qué tiene que ser aquí y ahora.
—Para que todo el mundo pueda verlo —respondió Tata Ogg—. De eso se trata, ¿no? Nada de secretos y disimulos. Todo el mundo tiene que saber quién es la mejor haciendo brujería. El pueblo entero. Todo el mundo verá cómo la ganadora gana y la perdedora pierde. Así luego no habrá discusiones, ¿eh?
Perdita volvió la mirada hacia la taberna. Yaya Ceravieja se había quedado dormida.
—Como puedes ver, está muy segura de sí misma —dijo Tata Ogg, cruzando los dedos a la espalda.
—Hum, ¿y qué le ocurre a la perdedora?
—Oh, en realidad nada —dijo Tata Ogg—. Generalmente se va a otro sitio. No puedes ser bruja si la gente ha visto cómo te vencen.
—Diamanda dice que no quiere hacerle demasiado daño a la vieja señora —dijo Perdita—. Solo quiere darle una lección.
—Qué bien. Esme aprende muy deprisa.
—Hum. Preferiría que esto no estuviera ocurriendo, señora Ogg.
—Eres muy amable.
—Diamanda dice que la señora Ceravieja tiene una mirada muy impresionante, señora Ogg.
—Diamanda es muy amable.
—Por eso la prueba se reducirá... a mirar, señora Ogg.
Tata se encajó la pipa en la boca.
—¿Te refieres al viejo desafío de a ver quién parpadea o desvía la mirada primero?
—Hum, sí.
—Claro. —Tata pensó en ello y acabó encogiéndose de hombros—. Claro. Pero será mejor que antes hagamos un círculo mágico. No queremos que nadie sufra daño, ¿verdad?
—¿Qué tiene intención de usar, las Runas Skorhianas o el octograma de la Triple Invocación? —preguntó Perdita.
Tata Ogg ladeó la cabeza y la miró.
—Nunca he oído hablar de esas cosas, querida —dijo—. Yo siempre hago los círculos mágicos así...
Andando de lado como un cangrejo, se apartó de la chica gorda al tiempo que deslizaba la puntera de una bota sobre el polvo. Luego fue describiendo un círculo de unos cuatro metros de diámetro, sin levantar el pie del suelo, hasta que acabó chocando con Perdita.
—Perdona. Ya está. Listo.
—¿Eso es un círculo mágico?
—Pues sí. Si no hubiera un círculo mágico, la gente podría salir malparada. Cuando dos brujas pelean, la magia sale disparada en todas direcciones.
—Pero no ha hecho cánticos ni nada.
—¿No?
—Tiene que haber cánticos, ¿verdad?
—No sé. Yo nunca he hecho ninguno.
—Oh.
—Si quieres, podría cantarte una cancioncilla jocosa —dijo Tata, siempre deseosa de ayudar.
—Hum, no. Hum. —Perdita nunca había oído cantar a Tata, pero las noticias vuelan.
—Me gusta tu pañuelo de encaje negro —dijo Tata sin inmutarse—. Así no se ven tanto los moquitos, ¿eh?
Perdita estaba mirando el círculo como hipnotizada.
—Hum. Bueno, ¿empezamos?
—Sí.
Tata Ogg se apresuró a volver al banco y hundió el codo en las costillas de Yaya.
—¡Despierta!
Yaya abrió un ojo.
—No estaba dormida. Solo descansaba la vista.
—¡Lo único que tienes que hacer es mirarla fijamente hasta que ella baje los ojos!
—Eso quiere decir que al menos conoce la importancia de la mirada. ¡Ja! ¿Quién se cree que es? ¡Me he pasado la vida mirando fijamente a la gente!
—Sí, y eso es lo que me preocupa... ¡Aaaaah! ¿Quién es el niñito favorito de Tatita?
El resto del clan Ogg había llegado.
Yaya Ceravieja sentía un intenso desagrado hacia el pequeño Pewsey. Era lo que sentía hacia todos los niños pequeños, siendo esa la razón de que se llevara tan bien con ellos. En el caso de Pewsey, Yaya opinaba que no se debería permitir que nadie anduviese por ahí con una camiseta como único atuendo aunque tuviese cuatro años de edad. Además, y dado que Pewsey siempre tenía la nariz llena de mocos, hubiesen tenido que proveerlo de un pañuelo o, a falta de eso, un corcho.
Tata Ogg, por su parte, era masilla instantánea en manos de un nieto, incluso cuando el nieto en cuestión era tan pegajoso como Pewsey.
—Quiero caramelo —gruñó Pewsey, con esa voz profunda que tienen algunos niñitos.
—Dentro de un momento, patito mío, que ahora estoy hablando con la señora —canturreó Tata Ogg.
—Quiero caramelo ahora.
—Lárgate a dar una vuelta por ahí, precioso mío. ¿No ves que Tatita está muy ocupada?
—¡Ahora caramelo ahora!
Yaya Ceravieja se inclinó hasta que su impresionante nariz quedó a la altura del chorreante apéndice nasal de Pewsey.
—Si no te vas —dijo tajante—, te arrancaré la cabeza y te la llenaré de serpientes.
—¡Huy, qué bien! —dijo Tata Ogg—. ¿Ya sabes que en Klatch hay montones de niños pobres que llorarían de gratitud si les echaran semejante maldición?
Tras unos segundos de incertidumbre, la carita de Pewsey fue atravesada por una sonrisa de calabaza.
—Qué señora tan rara —dijo.
—Te diré lo que vamos a hacer —murmuró Tata, dándole una palmadita en la cabeza a Pewsey y limpiándose la mano en el vestido—. ¿Ves a esas señoras tan guapas al otro lado de la plaza? Pues ellas tienen montones de caramelos.
Pewsey puso rumbo hacia ellas con sus andares de pato.
—Eso es guerra bacteriológica —dijo Yaya Ceravieja.
—Oh, vamos —repuso Tata—. Nuestro Jason ha colocado un par de sillas dentro del círculo. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
—Sobreviviré.
Perdita Nitt volvió a cruzar el camino.
—Eh... ¿Señora Ogg?
—¿Sí, querida?
—Diamanda dice que no me ha entendido, que no tratarán de obligar a la otra a bajar la mirada...
Magrat se aburría. Cuando era bruja nunca se había sentido aburrida. Perpleja y agobiada por el trabajo sí, pero no aburrida.
No paraba de repetirse que probablemente todo iría mejor cuando fuese reina de verdad, aunque no acababa de ver cómo. Mientras tanto, vagaba sin rumbo por las muchas salas del castillo con el susurro de su vestido casi ahogado por el incesante rugir de fondo de las turbinas del tedio:
—meaburromeaburromeaburro...
Había pasado toda la mañana intentando aprender a hacer tapices, porque Millie le había asegurado que eso era lo que hacían las reinas, y en aquel mismo instante la muestra con su mensaje «Los Dioses bendigan a esta Cusa» languidecía abandonada encima de su asiento.
En la Larga Galería había enormes tapices de antiguas batallas, hechos por anteriores inquilinas reales aburridas, que planteaban el sorprendente enigma de cómo habían conseguido convencer a los combatientes de que se estuvieran quietos el tiempo suficiente. Y Magrat había contemplado los muchos, muchos retratos de las anteriores reinas, todas guapas, todas bien vestidas según la moda de su época, y todas con sus diminutos y bien formados cráneos a punto de reventar de puro aburrimiento.
Finalmente volvió al solanar, la gran sala situada en lo alto de la torre principal. En teoría, estaba allí para capturar el sol. Lo hacía. También capturaba el viento y la lluvia. Era una especie de red de arrastre desplegada para recibir cualquier cosa que el cielo quisiera lanzarle.
Magrat tiró de la campanilla suspendida de una cinta que en teoría hacía acudir a un sirviente. No ocurrió nada. Después de darle un par de tirones más, y alegrándose en secreto del ejercicio, Magrat bajó a la cocina. Le hubiese gustado pasar más tiempo allí. La cocina siempre estaba caliente, y generalmente había alguien con quien hablar. Pero por aquello de la nobleza obligatoria, las reinas tenían que vivir Arriba de la Escalera.
Abajo de la Escalera solo estaba Shawn Ogg, limpiando el horno de la enorme caldera de hierro mientras se repetía que aquello no era trabajo para un militar.
—¿Dónde ha ido todo el mundo?
Shawn se levantó de un salto y su cabeza chocó contra la caldera.
—¡Ay! ¡Disculpe, señorita! ¡Ejem! Están todos... están todos en la plaza, señorita. Yo me he quedado porque la señora Ascórbica dijo que me arrancaría la piel a tiras si no quitaba toda esta mugre.
—¿En la plaza? ¿Y qué ocurre en la plaza?
—Dicen que un par de brujas van a verse las caras, señorita.
—¿Qué? ¡No serán tu madre y Yaya Ceravieja!
—Oh, no, señorita. Es alguna bruja nueva.
—¿En Lancre? ¿Una bruja nueva!
—Me parece que eso dijo mamá.
—Voy a echar un vistazo.
—Oh, no creo que sea una buena idea, señorita —dijo Shawn.
Magrat se irguió majestuosamente.
—Da la casualidad de que una es reina —dijo—. Prácticamente. ¡Así que no le digas a una que una no puede hacer cosas, o una te hará limpiar las letrinas!
—Pero es que ya limpio las letrinas —dijo Shawn —. Incluso limpio el guardarropa...
—Y para empezar, esa cosa va a desaparecer —dijo Magrat, estremeciéndose—. Una ya la ha visto.
—No me molesta hacerlo, señorita, porque así tendré libre la tarde de los miércoles, pero lo que quería decir era que tendrá que esperar a que yo haya vuelto de la armería con mi clarín para la fanfarria.
—Una no necesitará una fanfarria, muchísimas gracias.
—Pero he de tocar una fanfarria, señorita.
—Una es perfectamente capaz de soplar su propia trompeta, gracias.
—Sí, señorita.
—¿Señorita qué?
—Señorita reina.
—Y que no se te olvide.
Magrat llegó tan rápidamente como le fue posible llevando el traje de reina, que hubiese debido estar provisto de ruedecillas.
Se encontró con un círculo formado por centenares de personas y, cerca del límite de este, con una Tata Ogg muy pensativa.
—¿Qué ocurre, Tata?
Tata se volvió.
—Ooops, lo siento. No he oído ninguna fanfarria —dijo—. Te haría una reverencia, pero ya sabes que tengo las piernas fatal.
Magrat miró más allá de ella y vio a las dos figuras sentadas dentro del círculo.
—¿Qué están haciendo?
—Es una competición de miradas.
—Pero están mirando el cielo.
—¡Por culpa de esa condenada Diamanda! Se las ha ingeniado para conseguir que Esme intente hacerle bajar la mirada al sol —explicó Tata Ogg—. Nada de volver la cabeza, nada de parpadear...
—¿Cuánto rato llevan así?
—Cosa de una hora —contestó Tata con voz lúgubre.
—¡Eso es terrible!
—Es condenadamente estúpido, eso es lo que es —dijo Tata—. No entiendo qué mosca le ha picado a Esme. ¡Como si la brujería se redujera al poder! Ella ya lo sabe. La brujería no consiste en tener poder, sino en cómo lo encauzas.
Una tenue neblina dorada creada por las emanaciones mágicas flotaba sobre el círculo.
—Tendrán que parar cuando se ponga el sol —dijo Magrat.
—Esme no aguantará hasta que se ponga el sol —repuso Tata—. Mírala. Está toda encorvada.
—Y supongo que tú no podrías usar un poco de magia para... —comenzó Magrat.
—No digas tonterías —replicó Tata—. Si Esme llegara a enterarse, me perseguiría por todo el reino para darme de patadas. Y de todas maneras, las demás se darían cuenta.
—Quizá podríamos crear una nubecilla o algo por el estilo —dijo Magrat.
—¡No! ¡Eso es hacer trampa!
—Bueno, tú siempre haces trampa.
—Hago trampa para mí. No puedes hacer trampa por otras personas.
Yaya Ceravieja volvió a encogerse.
—Yo podría detenerlo —dijo Magrat.
—Y te habrías ganado una enemiga para toda la vida.
—Pensaba que Yaya era mi enemiga de por vida.
—Si piensas eso, muchacha, es que no has entendido nada —dijo Tata—. Un día descubrirás que Yaya Ceravieja es la mejor amiga que has tenido jamás.
—¡Pero tenemos que hacer algo! ¿No se te ocurre nada?
Tata Ogg contempló el círculo con expresión pensativa. Un hilillo de humo brotaba ocasionalmente de su pipa.
Mucho tiempo después, el libro de Silbato para Pájaros Leyendas y Antigüedades de las Montañas del Carnero describiría el duelo mágico de la siguiente manera:
Estando el duelo avanzado de noventa minutos, de pronto un niñito cruzó corriendo la plaza y entró en el círculo mágico, y nada más entrar cayó al suelo con un terrible grito y un destello asimismo. La bruja vieja volvió la cabeza, se levantó de su silla, cogió en brazos al niño y se lo llevó a su abuela, y luego volvió a su asiento, en tanto que la bruja joven nunca apartó los ojos del sol. Pero las otras brujas jóvenes detuvieron el duelo afirmando: Mirad, Diamanda ha ganado, la razón de ello siendo que Ceravieja había desviado la mirada. Después de lo cual la abuela del niño dijo, en voz muy alta: ¿Ah, sí? Venga, Tocadme Las Narices. Lo que se está dirimiendo aquí no es quién tiene más poder, jovencitas estúpidas, sino quién sabe más de brujería, ¿y alguna de vosotras tiene la más ligera idea de lo que significa ser una bruja? ¿Es una bruja alguien que vuelve la cabeza cuando oye gritar a un niño? Y todos los lugareños dijeron: ¡Sí!
—Ha sido maravilloso —dijo la señora Quarney, la esposa del tendero—. Todo el pueblo la ha vitoreado. Lo que se dice una auténtica cualidad mífica.
Estaban en la sala trasera de la taberna. Yaya Ceravieja yacía sobre un banco con una toalla mojada cubriéndole la cara.
—Sí lo fue, ¿verdad? —dijo Magrat.
—Todo el mundo dice que esa chica se quedó sin una pierna que la sostuviera.
—Sí —dijo Magrat.
—Tuvo que largarse con la nariz en cabestrillo, como se suele decir.
—Sí —dijo Magrat.
—¿El pequeño se encuentra bien?
Todos miraron a Pewsey, que estaba sentado en un rincón dentro de un sospechoso charco en el suelo con una bolsita de caramelos y un círculo pegajoso alrededor de la boca.
—No le ha pasado nada —dijo Tata Ogg—. Solo tiene un poquito de insolación. Chilla como un demonio por cualquier cosa, bendito sea —dijo orgullosamente, como si aquello fuera alguna clase de raro talento.
—¿Gytha? —llamó Yaya desde debajo de la toalla.
—¿Sí?
—Ya sabes que no suelo tocar los licores fuertes, pero en alguna ocasión te he oído mencionar el uso del coñac con fines medicinales.
—Marchando.
Yaya levantó la toalla y clavó un ojo en Magrat.
—Buenas tardes, pre-majestad —dijo—. ¿Has venido a ser majestuosa conmigo?
—Has estado muy bien —dijo Magrat fríamente—. ¿Podría hablar un momento contigo, Ta... con usted, señora Ogg? ¿Fuera?
—Por supuesto, reina mía —dijo Tata.
Una vez en el callejón, Magrat se volvió hacia ella con la boca abierta.
—Tú...
Tata levantó la mano.
—Ya sé lo que vas a decir. Pero el pequeñín no corría ningún peligro.
—Pero tú...
—¿Yo? —dijo Tata—. Yo apenas hice nada. Ellas no sabían que Pewsey iba a entrar corriendo en el círculo, ¿verdad? Las dos reaccionaron tal como lo hubiesen hecho normalmente, ¿verdad? Se ha hecho justicia.
—Bueno, en cierta manera sí, pero...
—Nadie hizo trampa —dijo Tata.
Magrat se sumió en un silencio pensativo. Tata le dio una palmadita en el hombro.
—Entonces no le dirás a nadie que viste cómo le enseñaba la bolsita de caramelos al pequeñín, ¿verdad? —preguntó a continuación.
—No, Tata.
—Esta es mi futura reina.
—¿Tata?
—¿Sí, querida?
Magrat respiró hondo.
—¿Cómo supo Verence cuándo íbamos a volver?
Magrat tuvo la impresión de que Tata se lo pensaba unos segundos de más antes de responder.
—No sabría decírtelo —respondió al cabo—. Cuidado, que los reyes siempre han sido un poquito mágicos. Pueden curar la caspa y ese tipo de cosas. Probablemente despertó una mañana y sintió un cosquilleo en su prerrogativa real.
El problema con Tata Ogg era que siempre parecía estar mintiendo. Tata Ogg mantenía una actitud muy pragmática hacia la verdad: la decía si era conveniente decirla y no podía perder el tiempo inventándose algo más interesante.
—Supongo que estarás muy ocupada ahí arriba, ¿verdad? —dijo.
—A una le está yendo estupendamente, gracias —dijo Magrat, con lo que esperaba fuese majestuosa altivez.
—¿A cuál? —preguntó Tata.
—¿A cuál qué?
—¿Cuál es esa una a la que le está yendo estupendamente?
—¡Yo!
—Pues entonces tendrías que haberlo dicho —dijo Tata, poniendo cara de póquer—. Lo importante es mantenerse ocupada, créeme.
—Verence sabía que íbamos a regresar —dijo Magrat con firmeza—. Incluso había enviado las invitaciones. Oh, por cierto, hay una para ti...
—Lo sé, una la recibió esta mañana —dijo Tata—. Tiene el borde todo recortadito, dorados y no sé cuántas cosas más. ¿Quién es Repofé?
Magrat ya estaba acostumbrada a la peculiar visión del mundo que tenía Tata Ogg.
—RPF —dijo—. Significa Responda Por Favor, y quiere decir que deberías comunicarles si vas a asistir.
—Oh, desde luego que una asistirá, porque una no se lo perdería por nada del mundo. ¿Le ha enviado ya el Jason de una su invitación a una? No, claro. Nuestro Jason no es muy hábil con la pluma.
—¿Invitación a qué? —dijo Magrat, que empezaba a hartarse de tantas unas.
—¿Verence no te lo ha contado? —dijo Tata—. Es una obra especial que ha sido escrita especialmente para ti.
—Oh, sí —dijo Magrat—. El Entretenimiento.
—Exacto —dijo Tata—. Van a representarla la noche del solsticio de verano.
—Tratándose de esa noche, tiene que ser algo muy especial dijo Jason Ogg.
La puerta de la herrería había sido cerrada con llave. Dentro se hallaban los ocho miembros de la Cuadrilla de Danza Tradicional de Lancre, seis veces ganadores del Campeonato de Cuadrillas de Danza Tradicional de las Quince Montañas, los cuales estaban enfrentándose a una forma de arte totalmente nueva para ellos.[9]
—Me parece que vamos a hacer el ridículo —dijo Bestialismo Carretero, el único panadero de Lancre—. ¡Un vestido! ¡Espero que mi esposa no me vea!
—Aquí dice —dijo Jason Ogg con su enorme índice trazando un titubeante sendero a lo largo de la página— que es una herm-o-sa historia del amor que la Reina de las Hadas... esa eres tú, Bestialismo...
—Muchísimas gracias...
—... siente por un mortal. Más un inter-lu-dio hum-oríst-ico con Artesanos Cómicos...
—¿Qué es un artesano? —preguntó Tejedor, que se ganaba la vida techando cabañas.
—No sé. Algún tipo de pozo, supongo. —Jason se rascó la cabeza—. Sí. En las llanuras tienen unos cuantos. Hace tiempo reparé una bomba para uno. Pozos artesanos, eso.
—¿Qué tienen de cómico?
—¿No será que la gente se cae dentro de ellos de una manera graciosa?
—¿Por qué no podemos hacer un número de cuadrilla normal? —preguntó Obidiah Carpintero el sastre.[10]
—El baile de cuadrillas es para un día cualquiera —dijo Jason—. Tenemos que hacer algo cultural. Esto ha venido de Ankh-Morpork.
—Podríamos hacer la Danza del Palo y el Cubo —sugirió Carretero el panadero.
—Nadie volverá a ejecutar nunca más la Danza del Palo y el Cubo —dijo Jason—. El viejo señor Thrum todavía cojea, y eso que ya han pasado tres meses.
Tejedor el techador contempló su copia del libreto entornando los ojos.
—¿Y se puede saber quién cuernos es el mamón de Exeunt Oranes? —preguntó.
—Yo no estoy nada contento con mi parte —dijo Carpintero—. Es demasiado pequeña.
—Pues en ese caso compadezco a tu pobre esposa —repuso Tejedor automáticamente.
—¿Por qué? —preguntó Jason.[11]
—¿Y por qué tiene que haber un león? —quiso saber Panadero el tejedor.
—¡Porque es una obra! —dijo Jason—. ¡Si hubiera un... un asno, entonces nadie querría verla! No me imagino a la gente viniendo a ver una obra solo porque en ella sale un asno. ¡Esta obra ha sido escrita por un auténtico dramaturguero! Ja, me parece que ya lo estoy viendo: ¡un auténtico dramaturguero poniendo asnos en una obra! ¡Dice que está impaciente por saber cómo vamos saliendo adelante! ¡Y ahora callaos todos!
—Pues yo no me veo haciendo de la Reina de las Hadas gimió Bestialismo Carretero.[12]
—Ya le irás cogiendo el tranquillo —dijo Tejedor.
—Hombre, espero que no.
—Y tenéis que ensayar —dijo Jason.
—No hay espacio —dijo Techador el carretero.
—Bueno, pues no pienso hacerlo allí donde alguien pueda verme —dijo Bestialismo—. Seguro que la gente me verá aunque vayamos al rincón más perdido del bosque. ¡Yo llevando un vestido!
—Con tu maquillaje no te reconocerán —dijo Tejedor.
—¿Maquillaje?
—Sí, y tu peluca —dijo Sastre, el otro tejedor.
—De todas maneras tiene razón —dijo Tejedor—. Si vamos a hacer el ridículo de esa manera, no quiero que nadie me vea hasta que sepamos hacer el ridículo como es debido.
—En algún sitio que esté lejos de los caminos más frecuentados —dijo Techador el carretero.
—En el campo —dijo Calderero el calderero.
—Allí donde nadie va nunca —dijo Carretero.
Jason se rascó el rallador de queso que tenía por barbilla. Tenía que ocurrírsele algún sitio.
—¿Y quién hará de Exeunt Omnes? —preguntó Tejedor—. No tiene mucho que decir, ¿verdad?
La diligencia se bamboleaba sobre las monótonas llanuras. Las tierras que se extendían entre Ankh-Morpork y las Montañas del Carnero eran fértiles, bien cultivadas y aburridas, aburridas, aburridas. El viaje ensancha la mente. Aquel paisaje te la ensanchaba porque hacía que tu mente se te saliera por las orejas como si se hubiera convertido en un plato de gachas. Era la clase de paisaje en el que, si veías una figura lejana cortando nabos, te dedicabas a mirarla hasta que se perdía de vista por la sencilla razón de que el ojo no tenía nada más que hacer.
—Veo, veo... —dijo el tesorero— algo que empieza por... H.
—Oook.
—No.
—Horizonte —dijo Ponder.
—¡Lo ha adivinado!
—Por supuesto que lo he adivinado. Se supone que he de adivinarlo. Hemos tenido C por Cielo, N por Nabo, O por... por Oook, y no hay absolutamente nada más.
—Oiga, si lo va a adivinar todo entonces no pienso seguir jugando. —El tesorero se caló el sombrero hasta las orejas e intentó hacerse un ovillo encima del duro asiento.
—En Lancre habrá montones de cosas que ver —dijo el archicanciller—. El único trozo de terreno llano que tienen está en un museo.
Ponder no dijo nada.
—Yo solía pasar veranos enteros allí arriba —dijo Ridcully, y suspiró—. Saben... el caso es que las cosas podrían haber sido muy distintas.
Ridcully miró en derredor. Si te dispones a relatar un pasaje muy íntimo de tu historia personal, quieres estar seguro de que va a ser oído.
El Bibliotecario contemplaba el paisaje que oscilaba a su alrededor. No se encontraba de muy buen humor, algo que tenía mucho que ver con el nuevo collar azul claro para perros que le rodeaba el cuello y en el que se leía la palabra «PONGO». Alguien iba a sufrir por ello.
El tesorero estaba tratando de utilizar su sombrero de la misma manera en que una lapa utiliza su concha.
—Había una chica.
Ponder Stibbons, elegido por un destino cruel para ser el único que estaba escuchando, se sorprendió un poco. Era consciente de que, técnicamente hablando, incluso el archicanciller había sido joven alguna vez. Después de todo, era una mera cuestión de tiempo. El sentido común sugería que los magos no surgían de la nada teniendo setenta años y pesando más de cien kilos. Pero el sentido común necesitaba que se lo recordaran de vez en cuando.
Ponder se creyó obligado a decir algo.
—Seguro que era muy hermosa, señor —dijo.
—No. No, la verdad es que no puedo decir que fuera hermosa. Impresionante. Esa es la palabra. Alta. El cabello tan rubio que era casi blanco. Y unos ojos como dos taladros, vaya que sí.
Ponder trató de entender lo que acababa de oír. —No se estará refiriendo a ese enano que tiene la charcutería en—... —comenzó.
—Lo que quiero decir es que siempre tenías la impresión de que podía ver a través de ti —dijo Ridcully, en un tono ligeramente más seco de lo que pretendía—. Y podía correr... —Volvió a sumirse en el silencio y se dedicó a contemplar los noticiarios de la memoria—. Me habría casado con ella, sabe —dijo al cabo.
Ponder no respondió. Cuando eres un corcho que flota en el río de la conciencia de otro, lo único que puedes hacer es dejarte llevar por la corriente y temblar en los remolinos.
—Menudo verano fue aquel —murmuró Ridcully—. Muy parecido a este, realmente. Los círculos de la cosecha cubrían el suelo como gotas de lluvia. Y... bueno, yo estaba teniendo mis dudas, ya sabe. La magia no parecía suficiente. Me sentía un poco... perdido. Habría renunciado a todo por ella. Hasta el último condenado octograma y hechizo mágico. Sin pensármelo dos veces. ¿Nunca ha oído decir eso de que «tenía una risa como un arroyo de montaña»?
—No puedo afirmar que esté familiarizado personalmente con ello —dijo Ponder—, pero he leído poesía que...
—Un montón de chorradas, la poesía —dijo Ridcully—. Yo he oído muchos arroyos de montaña y lo único que hacen es glu-glu-glú. Y además siempre están llenos de bichos, ya sabe a qué me refiero, esa especie de insectos de patitas delgadas y que... En fin, da igual. Lo que quiero decir es que el ruido que hacen no se parece en nada a la risa. Los poetas siempre lo entienden todo al revés. O cuando dicen que una muchacha tenía los labios como cerezas, por ejemplo. ¿Pequeños, redondos y con un huesecito en el centro? ¡Ja!
Cerró los ojos.
—¿Y qué pasó, señor? —preguntó Ponder tras una pausa.
—¿Qué pasó con qué?
—Con la chica de la que me estaba hablando.
—¿Qué chica?
—Esa chica.
—Oh, esa chica. Oh, pues pasó que me dio calabazas. Dijo que había muchas cosas que quería hacer. Dijo que ya habría tiempo de sobras para eso más adelante.
Hubo otra pausa.
—¿Y qué ocurrió luego? —quiso saber Ponder.
—¿Ocurrir? ¿Qué cree usted que ocurrió? Me fui y estudié. Empezó el curso. Le escribí un montón de cartas, pero nunca me respondió. Probablemente nunca las recibió, probablemente allí arriba se comen el correo. Al año siguiente pasé el verano entero estudiando y no tuve ocasión de volver allí. Nunca volví allí. Los exámenes y todo lo demás. Supongo que ahora estará muerta, o será una abuelita gorda con una docena de hijos. Me habría casado con ella sin pensármelo dos veces. De hecho, no me lo habría pensado ni una vez. —Ridcully se rascó la cabeza—. Ja... Me gustaría acordarme de cómo se llamaba...
Se estiró hacia adelante hasta apoyar los pies en el tesorero.
—Qué raro —dijo—. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. ¡Ja! Cuando empezaba a correr, podía dejar atrás a un caballo...
—¡Arrodillaos y entregadlo todo!
La diligencia se detuvo con una última sacudida.
Ridcully abrió un ojo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
Ponder despertó bruscamente de un sueño de labios como arroyos de montaña y miró por la ventanilla.
—Creo que es un salteador de caminos muy pequeñito.
El cochero bajó los ojos hacia la figura que había en el camino. Entre lo ancha que era el ala de su sombrero y lo diminuto de su cuerpo, la verdad era que no se podía ver gran cosa desde aquel ángulo. Era como contemplar una seta muy bien vestida en la que hubiera una pluma.
—Os pido disculpas por esto —dijo el salteador de caminos muy pequeñito—, pero el caso es que ando un poco corto.
El cochero suspiró y dejó las riendas en el pescante. Los atracos apropiadamente ejecutados por el Gremio de Bandidos eran una cosa, pero no estaba dispuesto a dejarse amenazar por un forajido que le llegaba a la cintura y ni siquiera tenía una ballesta.
—Bastardo insignificante —dijo—. Te voy a hacer puré.
Entrecerró los ojos, tratando de ver mejor.
—¿Qué es eso que llevas en la espalda? ¿Una joroba?
—Ah, te has fijado en la escalerilla —dijo el salteador de caminos muy pequeñito—. Permite que te haga una demostración...
—¿Qué está pasando? —preguntó Ridcully desde la diligencia.
—Hum, un enano acaba de subirse a una escalerilla y ha derribado al cochero de una patada —dijo Ponder.
—Eso es algo que no se ve todos los días —dijo Ridcully, que parecía haberse puesto muy contento—. Hasta ahora el viaje ha resultado bastante aburrido.
—Ahora viene hacia nosotros.
—Oh, estupendo.
El salteador pasó por encima del cuerpo gimiente del cochero y fue hacia la puerta de la diligencia, arrastrando su escalerilla.
Abrió la puerta.
—Vuestro dinero o, lamento decirlo, vuestra...
Un chorro de fuego octarino le arrancó el sombrero de la cabeza. La expresión del enano no cambió.
—Me pregunto si se me permitiría expresar de otra manera mis exigencias.
Ridcully se encaró con aquel desconocido elegantemente vestido y lo miró de arriba abajo o, mejor dicho, de abajo a más abajo.
—No pareces un enano —dijo—. Aparte de por la altura, claro.
—¿Aparte de por la altura no parezco un enano?
—Entre otras deficiencias, echo a faltar el casco y las botas de hierro —dijo Ridcully.
El enano se inclinó y extrajo un pequeño rectángulo de papel acartonado de una manga no muy limpia pero envuelta en encajes.
—Mi tarjeta —dijo.
Decía:
Ponder miró por encima del hombro de Ridcully.
—¿De verdad eres un mentiroso profesional?
—No.
—¿Y entonces por qué intentas asaltar diligencias?
—Me temo que caí en una emboscada tendida por unos bandidos.
—Pero aquí pone que eres un soberbio espadachín —dijo Ridcully.
—Me superaban en número.
—¿Cuántos eran?
—Tres millones.
—Sube —dijo Ridcully.
Casavieja metió su escalerilla en la diligencia y luego escrutó la penumbra.
—¿Eso que hay ahí dentro es un simio dormido?
—Sí.
El Bibliotecario abrió un ojo.
—¿Y qué pasa con el olor?
—Oh, a él no le importará.
—¿No crees que deberías pedirle disculpas al cochero? —preguntó Ponder.
—No, pero si él quiere podría patearlo más fuerte.
—Y ese es el tesorero —dijo Ridcully, señalando la prueba B, que estaba durmiendo el sueño de quienes acaban de atizarse una sobredosis cuasiterminal de píldoras de extracto de rana—. Eh, ¿tesorero? ¿Tesoreroooooo? Está fuera de combate. Mételo debajo del asiento. ¿Sabes jugar a Mutilar al Señor Cebolla?
—No muy bien.
—¡Magnífico!
Media hora después, Ridcully debía ocho mil dólares de Ankh-Morpork al enano.
—Pero si lo hice poner en mi tarjeta de visita —señaló Casa-vieja—. Mentiroso profesional. Ahí está.
—¡Sí, pero pensé que estabas mintiendo!
Ridcully suspiró y, para asombro de Ponder, extrajo una bolsa llena de monedas de algún recoveco interior. Las monedas eran grandes y tenían un aspecto sospechosamente dorado y realista.
Casavieja quizá fuera un soldado de fortuna libidinoso por profesión, pero también era un enano por genética, y hay ciertas cosas que los enanos simplemente saben.
—Hmmm —dijo—. Oye, ¿en tu tarjeta de visita no pondrá «mentiroso profesional» por casualidad?
—¡No! —dijo Ridcully con vehemencia.
—Verás, es que puedo reconocer el dinero de chocolate en cuanto lo veo.
—Saben —dijo Ponder mientras la diligencia se bamboleaba a lo largo de un desfiladero—, esto me recuerda el famoso acertijo lógico.
—¿Qué acertijo lógico? —preguntó el archicanciller.
—Bueno —dijo Ponder, sintiéndose gratificado por la atención—, al parecer había un hombre que tenía que escoger entre dos puertas, al parecer, y el guardia de una puerta siempre decía la verdad y el de la otra puerta siempre decía una mentira, y el problema era que detrás de una de las puertas había una muerte segura, y detrás de la otra había la libertad, y el hombre no sabía qué guardia era cuál, y solo podía hacerles una pregunta, así que: ¿qué les preguntó?
La diligencia salvó un bache. El Bibliotecario se dio la vuelta en sueños.
—A mí me suena al tipo de cosa que se podría esperar de Hargon, Gran Señor Psicótico de Quirm —dijo Ridcully tras unos momentos.
—Exacto —dijo Casavieja—. Le encantaba gastar esa clase de bromas pesadas. Cuántos estudiantes puedes meter dentro de una Doncella de Hierro, ese tipo de cosas.
—Así que todo eso ocurrió en su palacio, ¿eh? —dijo Ridcully.
—¿Qué? No lo sé —dijo Ponder.
—¿Y por qué no lo sabe? Parece enterado de todo lo demás.
—No creo que ocurriera en ningún sitio. Es un acertijo.
—Un momento, un momento —dijo Casavieja—. Me parece que ya lo he resuelto. Una pregunta, ¿no?
—Sí —dijo Ponder, aliviado.
—¿Y el hombre puede preguntar a cualquiera de los guardias?
—Sí.
—Bueno, pues en ese caso va hacia el guardia más bajito y dice: «Dime cuál es la puerta que lleva a la libertad si no quieres ver el color de tus riñones, y, por cierto, entraré por ella yendo detrás de ti, así que si intentas ganar el Premio al Señor Listo, acuérdate de quién va a entrar primero».
—¡No, no, no!
—Pues a mí me suena muy lógico —dijo Ridcully—. Eso sí que es saber pensar.
—¡Pero es que no tienes ninguna arma!
—Sí que la tengo. Se la quité al guardia mientras estaba pensando cómo iba a responder a la pregunta —dijo Casavieja.
—Muy astuto —dijo Ridcully—. Y eso sí es pensar con lógica, señor Stibbons. Podría aprender mucho de este hombre...
—... enano...
—... lo siento, enano. Él no pierde el tiempo hablando de universos parásitos.
—¡Paralelos! —replicó con sequedad Ponder, quien había desarrollado la intensa sospecha de que Ridcully lo estaba entendiendo mal deliberadamente.
—¿Y entonces cuáles son los parásitos?
—¡No hay ningún parásito! Le aseguro que no hay parásitos, archicanciller.[13] Universos paralelos, he dicho. Universos en los que cosas que no ocurrieron, como por ejemplo... —Titubeó—. Bueno, como esa chica.
—¿Qué chica?
—La chica con la que usted quería casarse.
—¿Cómo se ha enterado de eso?
—Estuvo hablándonos de ella después de almorzar.
—¿De veras? No hubiese tenido que hacerlo. Bien, ¿y qué pasa con ella?
—Bueno... En cierta manera sí se casó con ella —dijo Ponder.
Ridcully meneó la cabeza.
—Nanay. Estoy seguro de que no lo hice. Uno se acuerda de esa clase de cosas.
—Ah, pero no en este universo...
El Bibliotecario abrió un ojo.
—¿Está sugiriendo que me fugué a otro universo para casarme? —preguntó Ridcully.
—¡No! Lo que quiero decir es que en ese universo usted se casó y que en este no se casó —dijo Ponder.
—¿Me casé? ¿En serio? ¿Con una ceremonia como es debido y todo lo demás?
—¡Sí!
—Hmmm. —Ridcully se acarició la barba—. ¿Está seguro?
—Segurísimo, archicanciller.
—¡Caramba! Pues no me había enterado.
Ponder tenía la sensación de que por fin estaba llegando a alguna parte.
—Así que...
—¿Sí?
—¿Por qué no me acuerdo?
Ponder ya estaba preparado.
—Porque el usted del otro universo es distinto al usted de aquí —dijo—. El que se casó era un usted distinto, y probablemente ahora ya ha echado raíces en algún sitio. A estas alturas seguramente ya es bisabuelo.
—Nunca escribe, eso sí lo sé —dijo Ridcully—. Y el muy bastardo nunca me invitó a la boda.
—¿Quién?
—Él.
—¡Pero si él es usted!
—¿De veras? ¡Ja! Pues siendo yo tendría que acordarse de mí, ¿no le parece? ¡Menudo bastardo está hecho!
No se trataba de que Ridcully fuera estúpido. Los magos estúpidos de verdad tienen la esperanza de vida de un martillo de cristal. Ridcully tenía un intelecto poderoso, pero su clase de potencia era la misma que la de una locomotora y además su intelecto corría sobre raíles, por lo que resultaba casi imposible desviarlo de su rumbo.
Y por supuesto que existen los universos paralelos, aunque en este caso «paralelo» difícilmente sea la palabra apropiada: los universos revolotean unos alrededor de otros, describiendo círculos y espirales como si fueran una máquina de coser enloquecida o un escuadrón de yossarianos con un problema en el oído medio.
Y se ramifican. Pero, y esto es importante, no todo el tiempo. Al universo le importa un pimiento que pises una mariposa. Hay montones de mariposas más. Los dioses quizá noten la caída de un gorrión, pero no hacen ningún esfuerzo por cogerlo antes de que se estrelle contra el suelo.
¿Pegarle un tiro al dictador y evitar la guerra? Pero el dictador no es más que la punta de toda esa llaga infectada llena de pus social de la cual emergen los dictadores, y si le pegas un tiro a uno enseguida tendrás otro. ¿Pegarle un tiro también? ¿Y por qué no pegarle un tiro a todo el mundo e invadir Polonia? Dentro de cincuenta, treinta, diez años el mundo ya casi habrá regresado a su antiguo curso. La historia siempre carga con un gran peso de inercia.
Casi siempre...
En el tiempo del círculo, cuando los muros que separan esto de aquello se van volviendo cada vez más delgados, cuando tienen lugar toda clase de extrañas filtraciones... Ah, entonces se escoge entre una y otra opción, entonces el universo puede ser impulsado hacia otra pernera de los sobradamente conocidos Pantalones del Tiempo.
Pero también existen lagunas de aguas estancadas, universos que han quedado aislados del pasado y del futuro. Esos universos tienen que robar pasados y futuros de otros universos, porque su única esperanza es cebarse en los universos dinámicos mientras estos atraviesan por el período frágil, de la misma manera en que el pez rémora se agarra a un tiburón que pasaba por ahí. Esos son los universos parásitos y, cuando los círculos de la cosecha cubren el suelo como gotas de lluvia, entonces tienen su oportunidad...
El castillo de Lancre era mucho más grande de lo que hubiera sido necesario. Después de todo, tampoco se trataba de que Lancre hubiese necesitado ser más grande en algún momento del pasado: montañas inhóspitas lo rodeaban por tres lados, y un precipicio más o menos cortado a pico ocupaba el lugar donde habría estado el cuarto lado si en él no hubiera habido un precipicio. Que los lancrianos supieran, las montañas no pertenecían a nadie. No eran más que montañas.
El castillo estaba por todas partes. Nadie sabía hasta dónde llegaban los sótanos.
Actualmente todo el mundo vivía en las torretas y los salones más cercanos a la puerta.
—Quiero decir que, bueno, fíjate en los almenajes —dijo Magrat.
—¿Los qué, señora?
—Esa parte de las murallas toda recortada por arriba. Desde ahí podrías mantener a raya a todo un ejército.
—Los castillos sirven para eso, ¿no, señora?
Magrat suspiró.
—Lo que quiero decir es que ahí arriba no hay nadie con quien luchar. Ni siquiera los trolls podrían venir por las montañas, y quien venga por el camino está pidiendo una roca en la cabeza. Además, basta con que cortes el puente de Lancre.
—No sé qué decirle, señora. Supongo que los reyes han de tener castillos.
—¿Es que nunca te preguntas por qué se han hecho las cosas, muchacha estúpida?
—¿De qué sirve hacerlo, señora?
La he llamado muchacha estúpida, pensó Magrat. Esto de la realeza se me está empezando a pegar un poco.
—Oh, bueno —dijo—. ¿Por dónde íbamos?
—Vamos a necesitar dos mil metros del chintz azul con las florecitas blancas —dijo Millie.
—Y todavía no hemos medido ni la mitad de las ventanas —dijo Magrat, enrollando la cinta métrica.
Miró Larga Galería abajo. Lo más destacable de ella, lo que hacía que llamara tanto la atención y lo primero en que se fijaba todo el mundo apenas la veía, era el hecho de que era realmente muy larga. Compartía ciertos rasgos característicos con la Gran Sala y las Mazmorras Profundas. Su nombre la describía a la perfección. Y sería, como hubiese dicho Tata Ogg, condenadamente jodida de enmoquetar.
—¿Por qué? ¿Por qué un castillo en Lancre? —dijo Magrat, más para sí misma que otra cosa, porque hablar con Millie era como hablar con uno mismo—. Nunca nos hemos peleado con nadie. Aparte de delante de la taberna los sábados por la noche.
—No sé qué decirle, señora, se lo aseguro —dijo Millie.
Magrat suspiró.
—¿Dónde está el rey hoy?
—Inaugurando el Parlamento, señora.
—¡Ja! ¡El Parlamento!
El cual había sido otra de las ideas de Verence. Había tratado de introducir la democracia efebiana en Lancre, otorgando el voto a todo el mundo, o por lo menos a todas las personas «que tegnan buena fama y mejor reputación y sean varones y hayan cumplido cuarenta años y posean una cusa [14] que valga más de tres cabras y media al año», porque tampoco hay que dejarse arrastrar por el entusiasmo y no tendría ningún sentido dar el voto a personas que fueran pobres o criminales o dementes o hembras, ya que lo único que sabrían hacer con él sería usarlo irresponsablemente. Funcionaba, más o menos, aunque los Miembros del Parlamento solo comparecían cuando les apetecía hacerlo y en cualquier caso nadie tomaba nota de nada y, además, nadie discrepaba de lo que se le ocurriera decir a Verence porque Verence era el rey. ¿Para qué quieres tener un rey, pensaban, si tienes que gobernarte a ti mismo? Un rey debería hacer su trabajo, aunque no supiera escribir correctamente. ¿O acaso alguien le pedía al rey que ordeñara vacas o techara cabañas?
—Me aburro, Millie. Me aburro, me aburro, me aburro. Voy a dar un paseo por los jardines.
—¿Traigo a Shawn con la trompeta?
—No si quieres seguir viviendo.
No todos los jardines habían sucumbido a los experimentos agrícolas. Estaba el herbario, por ejemplo. A los ojos de experta de Magrat se trataba de un herbario bastante pobre, ya que solo contenía plantas que dieran sabor a la comida. Y en lo concerniente a eso, el repertorio de la señora Ascórbica se terminaba en la menta y la salvia. No había ni un solo tallo de verbena, milenrama o Pantalones del Abuelo en ningún rincón del herbario.
Y luego estaba el famoso laberinto o, al menos, lo que sería un laberinto muy famoso. Verence lo había plantado porque había oído decir que un castillo digno de tal nombre tenía que contar con un laberinto, y todo el mundo estaba de acuerdo en que, una vez los arbustos estuvieran un poco más altos que su palmo actual, sería un laberinto de lo más famoso y la gente podría perderse en él sin tener que cerrar los ojos y andar agachada.
Magrat vagó con desconsuelo por el sendero de gravilla, con su enorme vestido blanco dejando una lisa estela detrás de ella.
De pronto se oyó un alarido al otro lado del seto, pero Magrat reconoció la voz. En el castillo de Lancre había ciertas tradiciones que ya había aprendido.
—Buenos días, Hodgesaargh —dijo.
El halconero del castillo dobló la esquina, limpiándose la cara con un pañuelo. En su otro brazo, las garras aferrándose a él como un instrumento de tortura, había un ave de presa. Unos malévolos ojos rojizos miraron fijamente a Magrat por encima de un pico afilado como una navaja de afeitar.
—Tengo un nuevo halcón —anunció Hodgesaargh con orgullo—. Es un halcón coronado de Lancre. Nunca habían sido domesticados. Lo estoy domesticando. De momento ya he conseguido que deje de picotearme laaaaaaaaaaauuuuu...
Estrelló frenéticamente al halcón unas cuantas veces contra la pared hasta que este le soltó la nariz.
En realidad, Hodgesaargh no era su verdadero nombre. Por otra parte, y si partimos de la base de que el verdadero nombre de alguien es el que utiliza para presentarse a los demás, entonces sin duda se llamaba Hodgesaargh.
Eso era debido a que todos los halcones y gavilanes de las jaulas del castillo eran pájaros de Lancre, y por consiguiente poseían cierta independencia mental de la variedad «que te den por culo». Después de mucho tiempo de paciente crianza y adiestramiento, Hodgesaargh había conseguido que se soltaran de la muñeca de alguien, y ahora trataba de convencerlos de que dejaran de atacar ferozmente a la persona que los sostenía, es decir, invariablemente, a Hodgesaargh. A pesar de todo, el cetrero era un hombre jovial y optimista que vivía para el día en que sus halcones serían los más espléndidos del mundo. Los halcones vivían para el día en que por fin podrían comérsele la otra oreja.
—Ya veo que estás obteniendo excelentes resultados —dijo Magrat—. Aunque me pregunto si no responderían mejor a la crueldad, pongamos por caso.
—Oh, no, señorita —dijo Hodgesaargh—. Tienes que ser bueno con ellos. Verá, tienes que establecer un vínculo. Si no confían en ti, podríaaaagh...
—En ese caso, te dejo para que puedas seguir con lo tuyo, ¿eh? —dijo Magrat mientras el aire se llenaba de plumas.
Magrat no se había sorprendido demasiado cuando se enteró de que dentro de la cetrería existía una distinción de clases y sexos muy precisa: Verence, siendo rey, tenía derecho a usar un gerifalte, fuera lo que fuera esa cosa; cualquier conde de los alrededores podía lanzar al cielo un halcón peregrino, y los sacerdotes podían cazar con gavilanes. A los plebeyos solo les estaba permitido tirar un palo.[15] Magrat se encontró preguntándose qué se le permitiría utilizar a Tata Ogg: una gallinita atada a un cordel, probablemente.
No había ningún halcón específico para una bruja, pero, en tanto que reina, las reglas de cetrería de Lancre permitían que Magrat empleara al bufalcón o Barbudo Timorato. Este era pequeño y miope, y prefería ir a los sitios andando antes que volando. Se desmayaba en cuanto veía un poco de sangre. Y veinte bufalcones trabajando en equipo podían cazar una paloma, con tal que esta se encontrara gravemente enferma. Magrat había pasado una hora con uno en la muñeca. El bufalcón le había dirigido unos cuantos jadeos entrecortados, después de lo cual acabó quedándose dormido con la cabeza apuntando hacia abajo.
Pero Hodgesaargh al menos tenía un trabajo que hacer. El castillo estaba lleno de gente que hacía cosas. Todo el mundo tenía algo útil que hacer excepto Magrat. Ella solo tenía que existir. Por supuesto que todo el mundo le hablaba, con tal que ella les hablara primero. Pero Magrat siempre estaba interrumpiendo algo importante. Aparte de asegurar la sucesión real, una cuestión sobre la que Verence había pedido que le mandaran un libro que hablaba de ella, Magrat...
—No te muevas de donde estás, muchacha. Te aseguro que no quieres acercarte más —dijo una voz.
Magrat se encrespó.
—¿Muchacha? ¡Da la casualidad de que una se encuentra muy próxima a tener sangre real en virtud del matrimonio!
—Puede, pero eso las abejas no lo saben —dijo la voz.
Magrat se detuvo.
Había ido más allá de lo que eran los jardines desde el punto de vista de la familia real para entrar en lo que eran los jardines desde el punto de vista de todos los demás, más allá del mundo de los setos, topiarios y herbarios para adentrarse en el mundo de los viejos cobertizos, montones de macetas, abono y, solo allí, colmenas.
Una de las colmenas tenía la tapa quitada. Junto a ella, en el centro de una nube marrón y fumando su pipa especial para las abejas, se encontraba el señor Brooks.
—Oh —dijo Magrat—. Es usted, señor Brooks.
Técnicamente, el señor Brooks era el Apicultor Real. Pero la relación era un tanto cautelosa. Para empezar y aunque la mayor parte del personal era llamado por su apellido a secas, el señor Brooks compartía con la cocinera y el mayordomo el privilegio de gozar de un tratamiento honorífico. Eso se debía a que el señor Brooks poseía poderes secretos. El fluir de la miel y el apareamiento de las reinas no tenían secretos para él. Entendía de enjambres, y sabía cómo destruir nidos de avispas. Eso le granjeaba la clase de respeto generalizado de que son objeto aquellos, como las brujas y los herreros, cuyas responsabilidades no pertenecen por entero al mundo de lo prosaico y cotidiano; aquellas personas que, de hecho, saben cosas que los demás no saben acerca de cosas de las que nadie tiene ni idea. Y generalmente te lo encontrabas haciendo algo complicado con las colmenas, recorriendo el reino en pos de un enjambre, o fumando su pipa en su cobertizo secreto que olía a miel vieja y veneno para avispas. Nadie ofendía al señor Brooks, a menos que quisiera encontrarse con enjambres en su retrete mientras el señor Brooks reía con su risita cascada en el cobertizo.
El Apicultor Real volvió a tapar la colmena con cuidado y se apartó de ella. Unas cuantas abejas escaparon de los agujeros que había en su velo.
—Buenas tardes, excelencia —se dignó a decir finalmente.
—Hola, señor Brooks. ¿Qué estaba haciendo?
El señor Brooks abrió la puerta de su cobertizo secreto y hurgó dentro de él.
—Están tardando en enjambrar —dijo—. Les estaba echando un vistazo, nada más. ¿Te apetece una taza de té, muchacha?
No se podía ser ceremonioso con el señor Brooks. Trataba a todo el mundo como un igual o, más a menudo, como a alguien ligeramente inferior; lo que quizá derivase de reinar sobre millares de seres cada día. Pero al menos Magrat podía hablar con él. El señor Brooks siempre le había parecido lo más aproximado a una bruja que se podía llegar a ser conservando la masculinidad.
El cobertizo estaba repleto de trocitos de colmena, misteriosos instrumentos de tortura para extraer miel, recipientes viejos, y un hornillo encima del que una tetera bastante mugrienta humeaba al lado de una enorme sartén.
El señor Brooks interpretó el silencio de Magrat como una aceptación, y llenó dos tazones.
—¿Es de hierbas? —preguntó Magrat con voz temblorosa.
—Que me aspen si lo sé. Lo he hecho con unas hojas marrones que he sacado de una lata.
Magrat contempló dubitativamente el interior de un tazón que el tanino puro estaba manchando de marrón. Pero no desfalleció. Sabía que una de las cosas que debía hacer una reina era conseguir que Los Plebeyos Se Sintieran Como En Su Casa. Trató de pensar en alguna pregunta para entablar conversación.
—Tiene que ser muy interesante, eso de cuidar abejas —dijo.
—Sí. Lo es.
—Una suele preguntarse...
—¿Qué?
—¿Cómo hace para ordeñarlas?
El unicornio merodeaba por el bosque. Se sentía ciego y fuera de lugar. Allí nada era como hubiese debido ser. En vez de arder con todos los colores de la aurora, el cielo era azul. Y el tiempo estaba transcurriendo. Para una criatura que no había nacido sujeta al tiempo, era una sensación parecida a la de estar cayendo.
Y además, podía sentir a su señora dentro de su cabeza. Lo cual era todavía peor que el paso del tiempo.
En resumen, que estaba loco.
Magrat se había quedado boquiabierta.
—Creía que las reinas nacían —dijo.
—Oh, no —dijo el señor Brooks—. No hay huevos de reina. Las abejas simplemente deciden alimentar a una de ellas como a una reina, y entonces le dan de comer jalea real.
—¿Y qué pasa si no se la dan?
—Entonces se convierte en una obrera corriente, excelencia —dijo Brooks, con una sonrisa sospechosamente republicana.
Por fortuna para ella, pensó Magrat.
—Así que ya tienen a una nueva reina. Bueno, ¿y entonces qué le ocurre a la vieja?
—Normalmente la vieja reina enjambra —dijo Brooks—. Alza el vuelo y se lleva a una parte de la colonia con ella. Debo de haber visto mil enjambres. Eso sí, nunca he visto un enjambre real.
—¿Qué es un enjambre real?
—No estoy seguro. Sale en algunos de los viejos libros sobre abejas. Un enjambre de enjambres. Dicen que es algo digno de verse —murmuró con melancolía—. Claro que —añadió enderezándose— la verdadera diversión empieza si hace mal tiempo y la vieja reina no puede enjambrar, ¿comprendes? —Su mano describió un sigiloso movimiento circular—. Lo que ocurre entonces es que las dos reinas, la vieja y la nueva, ya sabes, que las dos reinas empiezan a acecharse la una a la otra entre los panales, con la lluvia tamborileando sobre la colmena, y toda la actividad habitual de la colmena teniendo lugar alrededor de ellas... —movió las manos gráficamente y Magrat se inclinó hacia adelante— entre los panales, con todos los zánganos zumbando, y cada reina es consciente en todo momento de la presencia de la otra, porque puede sentirla, sabes, y de pronto se divisan la una a la otra y entonces...
—¿Sí? ¿Sí? —preguntó Magrat, inclinándose más.
—¡Mandoble! ¡Puñalada!
Magrat se golpeó la cabeza contra la pared de la cabaña.
—No puede haber más de una reina en una colmena —dijo el señor Brooks con calma.
Magrat volvió la mirada hacia las colmenas. Siempre le habían gustado, hasta ahora.
—Ya he perdido la cuenta de las veces que me he encontrado una reina muerta delante de la colmena después de que hubiera llovido —dijo jovialmente el señor Brooks—. No pueden soportar que haya otra reina cerca, sabes. Y es una auténtica batalla con todas las de la ley. La vieja reina es más astuta. Pero la nueva reina, esa sí tiene todo por lo que luchar.
—¿A qué se refiere?
—A si quiere que se apareen con ella.
—Oh.
—Pero cuando la cosa se pone de verdad interesante es en otoño —dijo el señor Brooks—. Verás, si hay algo que la colmena no necesita en invierno es un peso muerto, y ahora tenemos a todos esos zánganos haraganeando por ahí sin hacer nada, así que entonces las obreras llevan a todos los zánganos a la entrada de la colmena y les muerden el...
—¡Pare! ¡Esto es horrible! —dijo Magrat—. Creía que la apicultura era, bueno, delicada.
—Claro que esa es la época del año en que las abejas se matan a trabajar —dijo el señor Brooks—. Fíjate, lo que sucede es que la abeja media trabaja y trabaja hasta que ya no puede trabajar más, y entonces verás a un montón de viejas obreras arrastrándose de un lado a otro enfrente de la colmena porque...
—¡Basta! Esto es demasiado. Soy reina, sabe. Casi.
—Lo siento, señorita —dijo el señor Brooks—. Creí que querías saber algunas cosas sobre la apicultura.
—¡Sí, pero no estas!
Magrat se alejó hecha una furia.
—Oh, no sé —dijo el señor Brooks—. Estar en contacto con la naturaleza siempre sienta bien.
Meneó la cabeza alegremente mientras Magrat desaparecía entre los setos.
—No puede haber más de una reina en una colmena —dijo—. ¡Mandoble! ¡Puñalada! ¡Jejejé!
El alarido de Hodgesaargh resonó en la lejanía cuando la naturaleza entró en contacto con él.
Los círculos de la cosecha se estaban abriendo por todas partes.
Los universos se alinearon. Interrumpieron su danza de espaguetis hirviendo y, decididos a pasar por aquel atolladero de la historia, galoparon desesperadamente cuello con cuello en su loca carrera a través de la lámina de goma del Tiempo incontinente.
En un momento semejante, como había percibido vagamente Ponder Stibbons, los universos producían cierto efecto unos sobre otros. Los haces de realidad avanzaron y retrocedieron entre intensos chisporroteos conforme los universos competían entre sí tratando de asegurarse una posición.
Si habías educado tu mente hasta convertirla en el más sutil de los receptores, y en aquel momento la tenías conectada con un nivel de recepción tan alto que habías roto el dial al girarlo, podías captar algunas señales muy extrañas...
El reloj hacía tictac.
Yaya Ceravieja estaba sentada delante de la caja abierta, leyendo. De vez en cuando dejaba de leer, cerraba los ojos y se pellizcaba la nariz.
No conocer el futuro ya era bastante malo, pero al menos Yaya entendía por qué. Ahora estaba teniendo destellos de deja vu. Llevaba así toda la semana. Pero no eran sus deja vus. Yaya los estaba experimentando por primera vez, por así decirlo, y en realidad tenía destellos de una memoria que no podía haber existido. Era imposible que hubiera existido. Ella era Esme Ceravieja y estaba más cuerda que un ladrillo, siempre lo había estado, ella nunca había...
Alguien llamó a la puerta.
Yaya parpadeó, alegrándose de poder librarse de aquellos pensamientos. Necesitó unos segundos para concentrarse en el presente. Después dobló el papel, lo metió en su sobre, volvió a meter el sobre en su fajo, guardó el fajo en la caja, cerró la caja con una llavecita que colgaba encima de la chimenea, y fue hacia la puerta. Hizo una comprobación de último momento para asegurarse de que no se había quitado distraídamente toda la ropa, o algún otro despiste por el estilo, y abrió la puerta.
—Buenas tardes —dijo Tata Ogg, ofreciéndole un cuenco tapado con un paño—. Te he traído un poco de...
Yaya Ceravieja miró más allá de ella.
—¿Quiénes son? —preguntó.
Las tres jovencitas parecían bastante avergonzadas.
—Verás, se presentaron en mi casa y... —comenzó Tata Ogg.
—No me lo digas. Deja que lo adivine —dijo Yaya. Salió de la cabaña e inspeccionó al trío—. Vaya, vaya, vaya. Caramba, caramba. Tres chicas que quieren ser brujas, ¿he acertado? —Su voz pasó al falsete—. Oh, por favor, señora Ogg, nos hemos dado cuenta de que estábamos equivocadas y queremos aprender brujería como es debido. ¿Sí?
—Sí. Algo por el estilo —dijo Tata—. Pero...
—Estamos hablando de brujería —repuso Yaya Ceravieja—. Esto no es... no es un campeonato de canicas, caramba. Oh, pobrecita de mí.
Anduvo a lo largo de la corta fila de temblorosas muchachas.
—¿Cómo te llamas, jovencita?
—Magenta Frottidge, señora.
—Apuesto a que tu mamá no te llama así, ¿verdad?
Magenta se miró los pies.
—Ella me llama Violeta, señora.
—Bueno, el violeta es mejor color que el magenta —dijo Yaya—. Quieres ser un poquito misteriosa, ¿eh? ¿Quieres que la gente piense que tienes buena mano para lo oculto? ¿Puedes hacer magia? Tu amiga te ha enseñado unas cuantas cosillas, ¿verdad? Haz que se me caiga el sombrero.
—¿Qué, señora?
Yaya Ceravieja retrocedió y se dio la vuelta.
—Haz que se me caiga el sombrero. No estoy tratando de impedírtelo. Adelante.
Magenta-bordeando-el-Violeta pasó rápidamente al rosa.
—Bien... la verdad es que nunca he conseguido cogerle el tranquillo a eso de la psico-cosa...
—Oh, vaya. Bueno, veamos qué son capaces de hacer las demás... ¿Y tú quién eres, muchacha?
—Amanita, señora.
—Pero qué nombre tan bonito. Veamos qué eres capaz de hacer.
Amanita miró nerviosamente en derredor.
—Yo, eh, no creo que pueda mientras usted me esté mirando... —comenzó.
—Qué pena. ¿Y tú, la del extremo?
—Agnes Nitt —dijo Agnes, que captaba las ideas más deprisa que las otras dos y ya se había dado cuenta de que insistir en Perdita no serviría de nada.
—Bien, adelante. Inténtalo.
Agnes se concentró.
—Oh, pobrecita de mí —dijo Yaya—. Y sigo teniendo el sombrero en la cabeza. Enséñales cómo se hace, Gytha.
Tata Ogg suspiró, cogió un trozo de rama caída y lo lanzó contra el sombrero de Yaya. Yaya cogió la rama al vuelo.
—Pero, pero... Usted dijo que teníamos que usar magia... —comenzó Amanita.
—No, no lo dije —replicó Yaya.
—Pero eso podría haberlo hecho cualquiera —dijo Magenta.
—Sí, pero no se trata de eso —dijo Yaya—. Lo que importa es que no lo hicisteis. —Sonrió, lo que era poco habitual en ella—. Mirad, no quiero ser mala con vosotras. Sois jóvenes. El mundo está lleno de cosas que podríais estar haciendo. No queréis ser brujas. No si sabéis lo que eso significa. Y ahora marchaos. Volved a casa. No probéis con lo paranormal hasta que no sepáis qué es normal. Venga. Largo de aquí.
—¡Pero eso no es más que un truco! ¡Es lo que dijo Diamanda! Lo único que hace es usar las palabras y los trucos... —protestó Magenta.
Yaya levantó una mano.
En los árboles, los pájaros dejaron de cantar.
—¿Gytha?
Tata Ogg se llevó las manos al ala del sombrero en un gesto defensivo.
—Esme, oye, este sombrero me ha costado dos dólares...
El retumbar pudo oírse en todo el bosque.
Trocitos de forro de sombrero cayeron lentamente del cielo.
Yaya dirigió el dedo hacia las chicas, que trataron de apartarse de él.
—Y ahora —dijo—, ¿por qué no vais a ver a vuestra amiga? Se quedó hecha polvo. Probablemente no se siente muy feliz. No es momento de dejar abandonada a la gente.
Las chicas seguían mirándola. Su dedo parecía fascinarlas.
—Acabo de pediros que os vayáis a casa. Empleando un tono de voz de lo más razonable. ¿Queréis que grite?
Se volvieron y echaron a correr.
Tata Ogg pasó la mano por el agujero que había en el ala de su sombrero y lo contempló con expresión abatida.
—Tardé siglos en preparar esa cura para el cerdo —masculló—. Necesitas ocho clases distintas de hojas. Hojas de álamo, hojas de hierba lombriguera, hojas de Pantalones del Abuelo... Pasé un día entero recogiéndolas. Después de todo, las hojas no crecen en los árboles y...
Yaya Ceravieja estaba contemplando a las chicas mientras estas desaparecían en la lejanía.
Tata Ogg se calló. Luego dijo:
—Como en los viejos tiempos, ¿eh? Me acuerdo de cuando tenía quince años y me planté delante de la vieja Sedis Pectiva y entonces ella, con esa voz que tenía, me dijo: «¿Que quieres ser una qué», y yo me asusté tanto que casi me...
—Yo nunca me planté delante de nadie —dijo Yaya Ceravieja como si hablara desde muy lejos—. Acampé en el jardín de la vieja Tata Tumulto hasta que prometió contarme todo lo que sabía. Ja. Necesitó una semana y yo tenía las tardes libres.
—¿Quieres decir que no fuiste Elegida?
—¿Yo? No. Yo elegí —dijo Yaya. La cara que volvió hacia Tata Ogg tardaría mucho tiempo en ser olvidada por esta—. Yo elegí, Gytha Ogg. Y quiero que sepas una cosa: nunca he lamentado nada. Nunca he lamentado ni una sola de las cosas que he hecho. ¿Comprendido?
—Si tú lo dices, Esme.
¿Qué es la magia?
Está la explicación de los magos, la cual adopta dos formas, dependiendo de los años que tenga el mago. Los magos de mayor edad hablan de velas, círculos, planetas, estrellas, plátanos, cánticos, runas y la importancia de comer en abundancia un mínimo de cuatro veces al día. Los magos más jóvenes, en particular los que están muy pálidos y pasan la mayor parte del tiempo en el edificio de Magia de Altas Energías,[16] te sueltan interminables discursos sobre las fluctuaciones en la naturaleza mórfica del universo, la cualidad esencialmente transitoria de incluso el marco espacio-temporal más rígido, la implausibilidad de la realidad, y etcétera etcétera. Lo que quieren decir con eso es que han dado con algo muy interesante y se van inventando la física a medida que progresan...
Ya casi era medianoche. Diamanda corría colina arriba hacia los Danzarines, con los espinos y el brezo desgarrándole el vestido.
La humillación rebotaba locamente dentro de su cráneo. ¡Estúpidas viejas taimadas! ¡Y la gente también era estúpida! Diamanda había ganado. ¡De acuerdo con las reglas, había ganado! Pero todos se habían reído de ella.
Eso escocía. El recuerdo de aquellos rostros estúpidos, todos sonriendo. Y todos se habían puesto de parte de aquellas horribles viejas, que no tenían ni idea del significado de la brujería y de lo que esta podía llegar a ser.
Bueno, ya les enseñaría.
Delante de ella, los Danzarines alzaban sus oscuras moles contra las nubes bañadas por la luna.
Tata Ogg miró debajo de su cama por si acaso había un hombre allí. Siempre puedes tener un golpe de suerte inesperado, ¿no?
Se acostaría temprano. Había sido un día muy ajetreado. Junto a su cama había un recipiente de caramelos hervidos y un botellón del fluido transparente que salía del complicado alambique que Tata había instalado detrás del cobertizo de la leña. No era exactamente whisky, y tampoco exactamente ginebra, pero tenía exactamente 90°, y consolaba muchísimo durante aquellos momentos de zozobra que en ocasiones se presentaban alrededor de las tres de la madrugada, cuando despertabas de pronto y habías olvidado quién eras. Después de un vaso de aquel líquido transparente seguías sin acordarte de quién eras, pero eso ya no te preocupaba porque habías pasado a ser otra persona.
Ahuecó las cuatro almohadas, mandó a un rincón sus zapatillas peludas de una patada y se subió las mantas por encima de la cabeza, creando una pequeña, cálida y ligeramente rancia cueva. Chupó un caramelo hervido; Tata solo conservaba un diente y este llevaba muchos años aguantando todo lo que su propietaria le lanzaba, así que una golosina a la hora de acostarse no iba a desgastarlo demasiado.
Segundos después una sensación de presión encima de sus pies indicó que el gato Greebo había ocupado su lugar acostumbrado al extremo del lecho. Greebo siempre dormía en la cama de Tata, y por la mañana, la manera en que trataba de sacarte afectuosamente los globos oculares resultaba tan eficaz como un despertador. Pero Tata siempre dejaba una ventana abierta por si Greebo, pobrecito mío, quería salir a destripar algo.
Bueno, bueno. Elfos. (En todo caso, no podían oírte decir la palabra dentro de tu cabeza. Al menos mientras no estuvieran muy cerca.) Tata había creído que ya nunca volverían a verlos. ¿Cuánto tiempo hacía? A las brujas no les gustaba hablar de ello, porque habían cometido un gran error con los elfos. Al final se dieron cuenta de lo que eran realmente, por supuesto, pero por los pelos. Y en aquel entonces había un montón de brujas. Consiguieron detenerlos una y otra vez, haciendo que la vida en este mundo se volviera demasiado caliente para ellos. Los combatieron con el hierro. Nada élfico podía resistir el hierro. Los cegaba, o algo por el estilo. No solo los ojos, sino por entero.
Ahora ya no había muchas brujas. No brujas como era debido. El verdadero problema, no obstante, era que la gente parecía incapaz de recordar cómo eran las cosas cuando los elfos andaban sueltos por el mundo. No cabía duda de que la vida había sido más interesante en aquel entonces, pero porque era más corta. Y tenía mucho más colorido, siempre que te gustara el color de la sangre. Las cosas llegaron a ponerse tan feas que la gente ni siquiera se atrevía a hablar abiertamente de los muy bastardos.
Decías: Los Resplandecientes. Decías: El Pueblo Rubio. Y escupías y tocabas hierro. Pero generaciones después ya te habías olvidado de escupir y del hierro, y también habías olvidado por qué empleabas esos nombres para referirte a ellos, y solo te acordabas de que eran hermosos.
Sí, por aquel entonces había un montón de brujas. Demasiadas mujeres se encontraban con una cuna vacía, o con un esposo que no volvía tras ir de caza. Había sido la caza.
¡Elfos! Los muy bastardos... y con todo... y con todo... de algún modo, sí, le hacían cosas a la memoria.
Tata Ogg se revolvió en la cama y Greebo soltó un gruñido de protesta.
Tomemos los enanos y los trolls, por ejemplo. La gente decía: Oh, no puedes confiar en ellos, así que más vale que nunca le des la espalda a un troll, aunque algunos de ellos son bastante decentes a su manera, pero en el fondo son cobardes y estúpidos, y en cuanto a los enanos, bueno, son unos auténticos diablillos codiciosos y taimados, desde luego, aunque a veces te tropiezas con uno que no está del todo mal para ser un condenado enano, pero en conjunto no son mejores que los trolls, y de hecho...
... son como nosotros.
Pero no son agradables a la vista y carecen de estilo. Y los humanos somos estúpidos, y la memoria hace de las suyas, y lo que recordamos de los elfos es su hermosura y la manera en que se mueven, y olvidamos lo que eran. Somos como ratones diciendo: «Tú dirás lo que quieras, pero los gatos tienen auténtico estilo».
La gente nunca se hacía un tembloroso ovillo en su cama por miedo a los enanos. Nunca se escondía debajo de la escalera para protegerse de los trolls. Puede que tuvieran que ahuyentarlos del gallinero, pero los enanos y los trolls nunca habían sido más que una jodida molestia. Nunca habían sido un terror en la noche.
Solo nos acordamos de que los elfos cantaban. Olvidamos acerca de qué cosas cantaban.
Tata Ogg volvió a darse la vuelta. Hubo un sonido de deslizamiento a los pies de la cama, y un maullido ahogado cuando Greebo cayó al suelo.
Tata se incorporó.
—Ponte las patas de caminar, muchachito. Vamos a salir.
Cuando pasó por la cocina sumida en la medianoche, se detuvo a coger una de las grandes sartenes de hierro que había colgadas encima del fuego y la ató a un trozo de cuerda para tender.
Tata Ogg llevaba toda la vida andando de noche por Lancre sin que se le ocurriese coger ninguna clase de arma. Claro que durante la mayor parte de ese tiempo había sido reconocible como una bruja, y cualquier merodeador que hubiera tratado de importunarla habría terminado llevándose sus partes más esenciales metidas en una bolsa de papel, pero aun así generalmente podía decirse lo mismo de cualquier mujer en Lancre. Y, ya puestos, incluso de los hombres.
Ahora Tata podía percibir su propio miedo.
Los elfos estaban regresando, y ya proyectaban sus sombras por delante de ellos.
Diamanda llegó a lo alto de la colina.
Se detuvo. La maldita Ceravieja era muy capaz de haberla seguido. Diamanda estaba segura de que algo la había seguido a través del bosque.
No había nadie más.
Se volvió.
—Buenas noches, señorita.
—¿Tú? ¡Me has seguido!
Yaya se levantó saliendo de la sombra del Flautista, donde había estado sentada entre la negrura.
—Eso es algo que aprendí de mi papá —dijo—. Cuando íbamos a cazar, ¿sabes? Mi papá solía decir que un mal cazador persigue, y que un buen cazador espera.
—¿Oh? ¿Así que ahora me estás cazando?
—No. Solo estaba esperando. Sabía que vendrías aquí arriba. No tienes otro sitio al que ir. Has venido a llamarla, ¿verdad? Déjame ver tus manos.
No era una petición, era una orden. Diamanda descubrió que sus manos se movían como si tuvieran voluntad propia. Antes de que pudiera apartarlas, la anciana ya las había agarrado y las sostenía firmemente. Al tacto su piel parecía arpillera.
—No has trabajado duro ni un solo día de tu vida, ¿verdad? —dijo Yaya afablemente—. Nunca has recogido nabos llenos de hielo, o cavado una tumba, o vestido un cadáver u ordeñado una vaca.
—¡No tienes que hacer todo eso para ser una bruja! —replicó Diamanda.
—¿Acaso he dicho que tuvieras que hacerlo? Y deja que te diga una cosa. Acerca de mujeres muy hermosas vestidas de rojo con estrellas en su cabellera. Y probablemente lunas, también. Y de las voces que hablaban dentro de tu cabeza cuando dormías. Y del poder cuando subías hasta aquí. Ella te ofreció montones de poder, supongo. Todo lo que tú querías. Gratis.
Diamanda no dijo nada.
—Porque ha ocurrido antes. Siempre hay alguien que escuchará. —Los ojos de Yaya Ceravieja parecieron desenfocarse—. Cuando estás sola, y quienes te rodean parecen indeciblemente estúpidos, y el mundo está lleno de secretos que nadie te quiere contar...
—¿Me estás leyendo la mente?
—¿La tuya? —Yaya volvió a centrar su atención en ella, y su voz perdió aquella cualidad distante—. ¡Ja! Flores y ese tipo de cosas. Bailar bajo las estrellas con el trasero al aire. Jugar con cartas y trocitos de cordel. Y funcionó, supongo. Ella te dio poder, por un tiempo. Oh, cuánto debió de reírse. Y luego cada vez hay menos poder y más precio. Y de pronto no hay ningún poder, y te encuentras pagando cada día. Siempre toman más de lo que dan. Y lo que dan no tiene ningún valor. Y acaban llevándoselo todo. Lo que les gusta obtener de nosotros es nuestro miedo. Lo que quieren por encima de todo es que creamos en ellos. Si los llamas, vendrán. Les proporcionarás un canal si los llamas aquí, en el tiempo del círculo, cuando el mundo es lo bastante delgado para que tu llamada pueda ser escuchada. Tal como están las cosas, ahora el poder que hay en los Danzarines ya es lo bastante débil. Y no voy a tolerar que los... los Lores y las Damas vuelvan a nuestro mundo.
Diamanda abrió la boca.
—Todavía no he terminado. Eres lista. Hay montones de cosas que podrías estar haciendo. Pero no quieres ser una bruja. No es una vida fácil.
—¡No has entendido nada, vieja loca! Los elfos no son...
—No digas la palabra. No digas la palabra. Vienen cuando se los llama.
—¡Estupendo! ¡Elfo, elfo, elfo! Elfo...
Yaya le abofeteó la cara con fuerza.
—Hasta tú sabes que eso es una estupidez y una niñería —dijo—. Ahora escúchame. Si decides quedarte aquí, esto no se volverá a repetir nunca más. O puedes ir a otro sitio y encontrar un futuro y ser una gran dama, porque tienes la clase de mente que se necesita para ello. Y dentro de diez años quizá regresarás cargada de joyas y todo eso, y podrás mirar por encima del hombro a todos los que no nos hemos movido de casa, y eso será estupendo. Pero si te quedas aquí y sigues tratando de llamar a los... Lores y las Damas, entonces tendrás que volver a enfrentarte conmigo. No para perder el tiempo con jueguecitos estúpidos a plena luz del día, sino para saber lo que es la verdadera brujería. Nada de lunas y círculos, sino lo que realmente hay, lo que sale de la sangre y del hueso y de la cabeza. Y tú no sabes nada acerca de eso. ¿Verdad?
Diamanda levantó la vista. Su cara estaba roja allí donde había recibido la bofetada.
—¿Irme? —dijo.
Yaya reaccionó un segundo demasiado tarde.
Diamanda salió disparada entre las piedras.
—¡Niña estúpida! ¡Por ahí no!
La figura ya se estaba empequeñeciendo, a pesar de que parecía estar a solo un par de metros de distancia.
—¡Oh, cuernos!
Yaya se lanzó tras ella, y oyó desgarrarse su falda cuando el bolsillo fue bruscamente arrancado. El atizador que había traído consigo voló por los aires y rebotó en uno de los Danzarines.
Después hubo una serie de crujidos y tañidos cuando los clavos fueron arrancados de las suelas de sus botas y volaron hacia las piedras.
Nada que estuviese hecho de hierro podía pasar entre las piedras, absolutamente nada.
Yaya ya estaba corriendo por la hierba cuando se dio cuenta de lo que eso significaba. Pero no importaba. Había elegido.
Hubo una sensación de dislocación cuando las direcciones bailaron y se enroscaron sobre sí mismas. Y luego nieve bajo sus pies. Era blanca. Tenía que serlo, porque era nieve. Pero extrañas pautas de color se deslizaban a través de ella, reflejando la danza enloquecida de la aurora permanente que había en el cielo.
Diamanda trataba de seguir adelante. Su calzado apenas era adecuado para un verano en la ciudad, y ciertamente no para un palmo de nieve. Mientras que las botas de Yaya Ceravieja, incluso sin los clavos de las suelas, habrían podido sobrevivir a una carrera por la lava.
Aun así, los músculos que las propulsaban llevaban demasiado tiempo haciéndolo. Diamanda la estaba dejando atrás.
Más nieve estaba cayendo de un cielo nocturno. Un círculo de jinetes aguardaba no muy lejos de las piedras, con la reina ligeramente adelantada. Todas las brujas conocían a la reina, o su silueta.
Diamanda tropezó y cayó, y luego consiguió incorporarse hasta quedar arrodillada en el suelo. Yaya se detuvo. El caballo de la reina relinchó.
—Tú, arrodíllate ante tu reina —dijo su jinete. Vestía de rojo, con una corona de cobre en su cabeza.
—No quiero. No lo haré —dijo Yaya.
—Estás en mi reino, mujer —le recordó la reina—. No andarás por él sin mi permiso. ¡Te arrodillarás!
—Voy y vengo sin permiso de nadie —replicó Yaya Ceravieja—. Nunca lo he hecho antes, y no voy a empezar ahora.
Puso la mano en el hombro de Diamanda.
—Estos son tus elfos —dijo—. Hermosos, ¿verdad?
Los guerreros medían más de dos metros de alto. Más que ropa llevaban cosas unidas unas a otras: trozos de piel, placas de bronce, ristras de plumas de vivos colores. Tatuajes verdes y azules cubrían la mayor parte de la piel que se veía. Unos cuantos empuñaban arcos listos para disparar flechas cuyas puntas seguían cada uno de los movimientos de Yaya.
Sus cabellos se acumulaban alrededor de sus cabezas como un halo, impregnados de grasa. Y aunque sus rostros eran los más hermosos que Diamanda hubiera visto jamás, empezó a percatarse de que había algo sutilmente equivocado, la sombra de una expresión que no encajaba del todo.
—La única razón por la que todavía estamos vivas es que somos más divertidas vivas que muertas —dijo la voz de Yaya detrás de ella.
—Ya sabes que no deberías escuchar a la vieja amargada —dijo la reina—. ¿Qué puede ofrecerte?
—Algo más que nieve en pleno verano —dijo Yaya—. Mira sus ojos. Fíjate en ellos.
La reina desmontó.
—Coge mi mano, niña —dijo.
Diamanda extendió una mano con cautela.
Había algo en los ojos. No era la forma o el color. No había ningún destello malévolo. Pero había...
... una mirada. Era el tipo de mirada con que hubiera podido encontrarse un microbio si fuese capaz de atisbar por el extremo inferior del microscopio. Decía: No eres nada. Decía: Eres imperfecto, no tienes ningún valor. Decía: Eres animal. Decía: Quizá seas una mascota o quizá una presa. Decía: Y la elección no es tuya.
Diamanda trató de apartar la mano.
—Sal de su mente, vieja bruja. El sudor corría por el rostro de Yaya.
—No estoy dentro de su mente, elfa. Te estoy manteniendo fuera de ella.
La reina esbozó la sonrisa más hermosa que Diamanda hubiera visto nunca.
—Y además tienes un poco de poder. Asombroso. Siempre creí que no eras nada, Esmerelda Ceravieja. Pero aquí eso no te servirá. Matadlas a las dos. Pero no al mismo tiempo. Que la otra lo vea.
Montando de nuevo, volvió grupas y se alejó al galope.
Dos de los elfos desmontaron y desenvainaron las delgadas dagas de bronce que colgaban de sus cinturones.
—Bueno —dijo Yaya Ceravieja mientras los guerreros iban hacia ellas—. Cuando llegue el momento —añadió bajando la voz—, corre.
—¿Qué momento?
—Ya lo sabrás.
Yaya cayó de rodillas ante los elfos.
—Oh, pobre de mí, perdonadme la vida, no soy más que una pobre vieja y además estoy muy flaca —suplicó—. Oh, perdonadme la vida, joven señor. Oh cielos oh cielos.
Haciéndose un ovillo, empezó a sollozar. Diamanda la miró con asombro, entre otras cosas porque no entendía cómo alguien podía esperar que aquello diese resultado.
Los elfos llevaban mucho tiempo alejados de los humanos. El primer guerrero se inclinó sobre ella para levantarla por el hombro, y al hacerlo fue obsequiado con una contundente doble ración de nudillos huesudos centrada en un área cuya existencia Tata Ogg hubiese jurado era totalmente desconocida para Yaya.
Diamanda ya estaba corriendo. El codo de Yaya se hundió en el pecho del otro elfo mientras echaba a correr detrás de ella.
A su espalda, oyó la alegre risa de los elfos.
Diamanda había quedado sorprendida por el numerito de anciana de Yaya. Y se sorprendió mucho más cuando vio cómo la alcanzaba. Pero Yaya tenía más cosas de las que huir.
—¡Tienen caballos!
Yaya asintió. Y es cierto que los caballos corren más que las personas, pero no es obvio para todo el mundo que eso solo es cierto en distancias medias. En distancias cortas un humano realmente decidido puede dejar atrás a un caballo, porque solo tiene la mitad de extremidades inferiores que ordenar.
Yaya extendió la mano y cogió del brazo a Diamanda.
—¡Corre hacia el hueco que hay entre el Flautista y el Tamborilero!
—¿Cuáles son?
—¿Ni siquiera sabes eso?
Los humanos pueden correr más que un caballo, desde luego. Pero Yaya Ceravieja recordó que nadie puede correr más que una flecha.
Algo pasó zumbando junto a su oreja.
El círculo de piedras parecía tan lejos como siempre.
No serviría de nada. No sería posible. Yaya solo lo había intentado cuando estaba acostada, o al menos cuando tenía algo en que apoyarse.
Ahora lo intentó...
Había cuatro elfos persiguiéndolas. A Yaya ni siquiera se le ocurrió intentar mirar dentro de sus mentes. Pero los caballos... ah, los caballos...
Eran carnívoros, mentes como la punta de una flecha.
Las reglas del Préstamo eran: no hacías daño, te limitabas a cabalgar dentro de esas mentes, no involucrabas al sujeto de ninguna manera...
Bueno, en realidad no era tanto una regla como una pauta general.
Una flecha con punta de piedra ensartó su sombrero.
Ni siquiera se la podía considerar una pauta, en realidad. De hecho, ni siquiera...
Oh, cuernos.
Sumergiéndose en la mente del caballo, Yaya fue descendiendo a través de las capas de locura apenas controlada que es todo lo que hay dentro del cerebro de incluso un caballo normal. Por un momento se contempló a sí misma desde los ojos inyectados en sangre del caballo, tambaleándose a través de la nieve. Por un momento se encontró tratando de controlar seis extremidades inferiores a la vez, dos de ellas situadas en otro cuerpo.
En términos de dificultad, tocar una melodía en un instrumento musical y al mismo tiempo cantar otra totalmente distinta[17] era un picnic en comparación.
Yaya sabía que no podría hacerlo durante más de unos segundos antes de que la confusión más absoluta la embargara. Pero un segundo era todo lo que necesitaba. Dejó que la confusión fuera apareciendo, la soltó en su totalidad dentro de la mente del caballo y luego se retiró bruscamente de ella, volviendo a tomar el control de su propio cuerpo en el mismo instante en que este empezaba a caer.
Dentro de la cabeza del caballo hubo un momento horrible.
No estaba seguro de qué era, o de cómo había llegado hasta allí. Y aún más importante, no sabía cuántas patas tenía. Podía elegir entre dos o cuatro, o incluso seis. Optó por un compromiso de tres.
Yaya lo oyó relinchar y derrumbarse estrepitosamente, a juzgar por el sonido de la caída arrastrando consigo a dos caballos más.
—¡Ja!
Corrió el riesgo de lanzar una mirada de soslayo a Diamanda.
Que no estaba allí.
Estaba en la nieve unos metros más atrás, intentando levantarse con dificultad. El rostro que volvió hacia Yaya estaba tan pálido como la nieve.
Una flecha sobresalía de su hombro.
Yaya volvió corriendo, agarró a la muchacha y la levantó de un tirón.
—¡Vamos! ¡Ya casi hemos llegado!
—No... pue... do... cor...
Diamanda se desplomó de bruces. Yaya la sostuvo al vuelo antes de que chocara con la nieve y, con un gruñido de esfuerzo, se la echó al hombro.
Unos cuantos pasos más, y lo único que tendría que hacer sería desplomarse hacia adel...
Una mano terminada en garra tiró de su vestido...
Y tres figuras cayeron al suelo para rodar sobre el brezo del verano.
El elfo fue el primero en levantarse para mirar alrededor con una expresión entre aturdida y triunfal. Ya tenía un largo cuchillo de cobre en la mano.
Su mirada se centró en Yaya, que había aterrizado sobre la espalda. Yaya percibió el hedor a rancio que emanaba de la criatura cuando esta alzó el cuchillo, y buscó desesperadamente una manera de entrar en su cabeza...
Algo atravesó su campo visual como una exhalación.
Un trozo de cuerda acababa de enroscarse alrededor del cuello del elfo, y se tensó mientras algo surcaba el aire. La criatura contempló con horror cómo una plancha para la ropa zumbaba a medio metro de su cara para luego perderse de vista detrás de su oreja, describiendo una rotación tras otra con creciente velocidad pero decreciente radio orbital hasta impactar violentamente contra la nuca del elfo para hacerlo caer pesadamente sobre la hierba.
Tata Ogg apareció en el campo visual de Yaya.
—Hay que ver lo que apesta, ¿verdad? Puedes oler a los elfos a una milla de distancia.
Yaya se levantó.
No había nada más que hierba dentro del círculo. La nieve y los elfos habían desaparecido.
Se volvió hacia Diamanda. Tata la imitó. La muchacha yacía inconsciente.
—Una flecha élfica —dijo Yaya.
—Oh, mierda.
—Todavía tiene la punta dentro.
Tata se rascó la cabeza.
—Podré extraerla, eso no es problema —dijo—, pero no sé qué hacer con el veneno... Podríamos ponerle un torniquete alrededor de la parte afectada.
—¡Ja! En ese caso el favorito sería su cuello.
Yaya se sentó y apoyó el mentón en las rodillas. Le dolían los hombros.
—Tengo que recuperar el aliento —dijo.
Un torbellino de imágenes flotaba en el primer plano de su mente. Ya volvían a empezar. Yaya sabía que existía algo llamado futuros alternativos, porque después de todo eso era precisamente lo que significaba el futuro. Pero nunca había oído hablar de pasados alternativos. Si se concentraba, podía recordar haber pasado entre las piedras. Pero también podía recordar otras cosas. Por ejemplo, haber estado acostada en su cama en su propia casa, pero era eso, una casa, no una cabaña, pero ella era ella, aquellos eran sus propios recuerdos, y de pronto empezó a tener la vaga sensación de que estaba dormida, en aquel mismo instante...
Medio aturdida, trató de concentrarse en Tata Ogg. Había algo reconfortantemente sólido en Tata Ogg.
Tata acababa de sacar un cortaplumas de su bolsillo.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Voy a hacer que deje de sufrir, Esme.
—A mí no me parece que esté sufriendo mucho.
Un brillo especulativo destelló en los ojos de Tata Ogg.
—Eso tiene fácil remedio, Esme.
—No se te ocurra torturarlo solo porque está caído en el suelo, Gytha.
—Te aseguro que no pienso esperar a que vuelva a tenerse en pie, Esme.
—Gytha.
—Bueno, solían llevarse a los bebés. No consentiré que vuelvan a hacerlo. Solo de pensar en que alguien pudiera llevarse a nuestro Pewsey...
—Ni siquiera los elfos son tan idiotas. Nunca he visto a un niño más pringoso.
Yaya tiró suavemente del párpado de Diamanda.
—Fuera de combate —dijo—. Está jugando con las hadas.
Levantó a la muchacha.
—Vamos. Yo cargo con ella y tú te ocupas del señor Campanilla.
—Fuiste muy valiente al echártela al hombro —dijo Tata—. Y con todos esos elfos disparando flechas, además.
—Y llevarla a cuestas significaba que había menos probabilidades de que sus flechas me acertaran —dijo Yaya.
Tata Ogg quedó anonadada.
—¿Qué? Estoy segura de que ni se te ocurrió pensar en eso, ¿verdad?
—Bueno, ya le habían dado. Si también me hubieran dado a mí, entonces ninguna de las dos habría conseguido salir de allí —se limitó a replicar Yaya.
—Pero eso es... es no tener corazón, Esme.
—Puede que sí, pero ciertamente es tener cabeza. Nunca he presumido de encantadora, solo de sensata. No pongas esa cara. Y ahora, ¿vas a venir o piensas quedarte el día entero plantada ahí con la boca abierta?
Tata cerró la boca, pero volvió a abrirla para decir:
—¿Qué vas a hacer?
—Bueno, ¿sabes cómo curarla?
—¿Yo? ¡No!
—¡Correcto! Yo tampoco. Pero conozco a alguien que podría saberlo —dijo—. Y en cuanto a este, de momento podemos meterlo en una mazmorra. Ahí abajo hay montones de barrotes de hierro. Eso debería mantenerlo calladito.
—¿Cómo logró pasar?
—Se estaba agarrando a mí. No sé cómo funciona. Puede que la... fuerza de la piedra se abra para dejar pasar a los humanos, o algo por el estilo. Mientras sus amigos sigan dentro del círculo, no necesito saber más.
Tata se echó al hombro el elfo inconsciente sin necesidad de esforzarse demasiado.[18]
—Huele peor que el fondo de la cama de una cabra —dijo— En cuanto llegue a casa me daré un baño.
—Oh, cielos —dijo Yaya—. Esas cosas se están poniendo feas, ¿verdad?
¿Qué es la magia?
Luego está la explicación de las brujas, la cual adopta dos formas, dependiendo de los años que tenga la bruja. Las brujan de mayor edad apenas hablan de ello, pero en el fondo de sus corazones quizá sospechen que en realidad el universo no tiene idea de qué demonios está pasando y consiste en un cachillón de trillones de billones de posibilidades, y podría llegar a ser cualquiera de ellas si una mente adiestrada y endurecida por la certeza cuantica fuera introducida en la grieta y se la hiciera girar; es decir, que si realmente tenías que hacer estallar el sombrero de alguien, lo único que debías hacer era meterte en ese universo donde un gran número de moléculas de sombrero deciden salir disparadas al mismo tiempo en distintas direcciones.
Las brujas más jóvenes, por otra parte, siempre están hablando de ello y creen que tiene que ver con los cristales, las fuerzas místicas y el bailar bajo las estrellas con el trasero al aire.
Puede que todas tengan razón al mismo tiempo. Eso es lo realmente curioso que tienen los cuantos.
Hacía poco que había amanecido. Shawn Ogg estaba de guardia en las almenas del castillo de Lancre, con su persona siendo todo lo que se interponía entre sus habitantes y cualquier poderosa horda bárbara que rondase por la zona.
Le gustaba la vida militar. A veces deseaba que una pequeña horda atacara, solo para que él pudiera Salvar el Día. Soñaba despierto con entrar en combate al frente de un ejército, y le habría encantado que el rey se proveyera de uno.
Un corto alarido indicó que Hodgesaargh estaba dando su dedo de la mañana a sus pupilos alados.
Shawn no hizo caso del grito. Era parte del zumbido de fondo del castillo. Estaba pasando el rato probando cuánto tiempo podía contener la respiración.
Disponía de muchas maneras de pasar el rato, dado que hacer guardia en Lancre suponía disponer de el en grandes cantidades. Estaba Dejarse Las Fosas Nasales Realmente Limpias, que era uno de los mejores. O Ventosear Melodías. O Sostenerse Con Una Pierna. Contener El Aliento y Contar era algo a lo que recurría cuando no se le ocurría otra cosa v sus comidas no habían sido demasiado ricas en hidratos de carbono.
El llamador de la puerta produjo un par de ruidosos chirridos muy por debajo de él. Estaba tan lleno de óxido que la única manera de persuadirlo de que produjera algún sonido era levantarlo, lo cual hacía que chirriara, y luego obligarlo a bajar empujándolo con todas tus fuerzas, lo cual causaba otro chirrido y, si el visitante tenía suerte, un golpecito ahogado.
Shawn respiró hondo y se inclinó por encima de la almena.
—¡Alto! ¿Quién Va? —gritó.
Una voz cantarina le respondió desde abajo.
—Soy yo, Shawn. Tu mamá.
—Oh, hola, mamá. Hola, señora Ceravieja.
—Sé buen chico y déjanos entrar.
—¿Amiga o Enemiga?
—¿Qué?
—Es lo que tengo que decir, mamá. Es oficial. Y entonces tú tienes que decir Amiga.
—Soy tu mamá.
—Tienes que hacerlo como es debido, mamá —dijo Shawn, con el tono angustiado de quien sabe que ocurra lo que ocurra él saldrá perdiendo—. Las cosas o se hacen bien o no se hacen.
—Dentro de un momento va a ser Enemiga, muchacho.
—¡Veeeeeenga, mamá!
—De acuerdo. Amiga, entonces.
—Sí, pero a lo mejor lo dices únicamente porque...
—Déjanos entrar ahora mismo, Shawn Ogg.
Shawn saludó, dejándose ligeramente aturdido con la contera de su lanza.
—Enseguida, señora Ceravieja.
Su cara redonda y honrada desapareció. Uno o dos minutos después oyeron el crujido del rastrillo.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Tata Ogg.
—Muy sencillo —dijo Yaya—. Shawn sabe que tú nunca harías estallar su tonta cabeza.
—Bueno, yo sé que tú tampoco lo harías.
—No, no lo sabes. Solo sabes que de momento todavía no lo he hecho.
Magrat había creído que aquellas cosas solo existían en los chistes, pero no era así. La Gran Sala del castillo tenía una mesa muy, muy larga, y ella estaba sentada a un extremo con Verence sentado al otro.
Todo lo cual tenía relación con la etiqueta.
El rey tenía que sentarse a la cabecera de la mesa. Eso era obvio. Pero si Magrat se sentaba a un lado de él eso hacía que los dos se sintieran incómodos, porque entonces tenían que estar volviéndose a cada momento para hablar el uno con el otro. La única solución era extremos opuestos y gritar.
Después estaba la logística de la mesa auxiliar. Una vez más, la opción más sencilla —el que los dos fueran hasta allí y se sirvieran— quedaba descartada. Si los reyes habieran de ponerse comida en el plato, todo el sistema de la monarquía se hubiera desmoronado.
Desgraciadamente, eso significaba que el servicio tenía que correr a cargo del señor Spriggins, el mayordomo, el cual tenía muy mala memoria, tics nerviosos y una rodilla de goma, y de una especie de sistema elevador medieval que conectaba con la cocina y sonaba como el traqueteo de una carreta. El pozo del elevador era una especie de sumidero calórico. La comida caliente siempre llegaba al comedor fría, y la comida fría acababa más fría. Nadie sabía qué le había ocurrido al helado, pero probablemente habría obligado a volver a escribir las leyes de la termodinámica.
Además, la cocinera no conseguía cogerle el tranquillo al vegetarianismo. La cocina palaciega tradicional abundaba en platos obstructores de las arterias tan llenos de grasas saturadas que estas rezumaban formando grandes glóbulos temblorosos. Las verduras existían como elementos destinados a absorber la salsa sobrante y, en cualquier caso, generalmente eran hervidas hasta que adquirían un uniforme tono amarillo. Magrat había intentado explicarle ciertas cosas a la señora Ascórbica, la cocinera, pero las tres papadas de la mujer habían temblado de manera tan amenazadora ante la mera mención de palabras como «vitaminas» que Magrat se había apresurado a inventarse una excusa para largarse de la cocina.
Por el momento se las estaba apañando con una manzana. La cocinera conocía las manzanas. Eran unas cosas enormes a las que, una vez asadas, se les extraía el interior para rellenarlas con pasas y crema. Debido a ello, Magrat había recurrido a robar una del altillo donde las almacenaban. También estaba planeando averiguar dónde guardaban las zanahorias.
Verence era lejanamente visible detrás de los candelabros de plata y un montón de libros de contabilidad.
De vez en cuando alzaban la mirada y se sonreían el uno al otro. O al menos parecía una sonrisa, aunque costaba estar seguro a aquella distancia.
Al parecer Verence acababa de decir algo.
Magrat se llevó las manos a la boca para hacerse bocina.
—¿Cómo has dicho?
—Necesitamos un...
—¿Cómo dices?
—¿Qué?
—¿Qué?
Finalmente Magrat se levantó y esperó mientras Spriggins, el rostro púrpura por el esfuerzo, tiraba de su asiento hacia Verence. Podría haberlo hecho ella misma, pero las reinas no hacían esas cosas.
—Deberíamos tener un Poeta Laureado —dijo Verence, dejando una señal en el libro para indicar hasta dónde había llegado—. Los reinos han de tener uno. Escriben poemas para celebraciones especiales.
—¿Sí?
—Quizá podríamos utilizar a la señora Ogg. He oído decir que sabe cantar canciones muy divertidas.
Magrat consiguió permanecer impasible.
—Yo... eh... creo que conoce montones de rimas para ciertas palabras —dijo.
—Al parecer la tarifa actual es cuatro peniques al año y un trozo de saco —dijo Verence, contemplando la página—. Aunque también podría tratarse de un saco de trozos.
—¿Qué tendría que hacer exactamente? —quiso saber Magrat.
—Aquí dice que las funciones del Poeta Laureado consisten en recitar poemas en ocasiones estatales —dijo Verence.
Magrat había asistido a algunos de los recitados humorísticos de Tata Ogg, sobre todo a los que iban acompañados con gestos. Asintió solemnemente.
—Con tal que —dijo—, y quiero estar absolutamente segura de que me has entendido, con tal que ocupe su puesto después de la boda.
—Oh, vaya. ¿De veras?
—Después de la boda.
—Oh.
—Confía en mí.
—Bueno, por supuesto, si eso te hace feliz...
Hubo una conmoción al otro lado de las puertas, que al instante se abrieron al ser empujadas con brusquedad. Tata Ogg y Yaya Ceravieja entraron, con Shawn tratando de alcanzarlas.
—¡Oh, venga, mamá! ¡Se supone que yo he de entrar primero para anunciar quién es!
—Ya les diremos quiénes somos. Caramba, sus majestades —dijo Tata.
—Que las bendiciones caigan sobre este castillo —dijo Yaya—. Magrat, una persona necesita ciertos cuidados médicos. Aquí.
Tiró al suelo un candelabro y un poco de cubertería con un dramático movimiento del brazo y depositó a Diamanda encima de la mesa. De hecho había varios acres de mesa desprovistos de obstáculos, pero no tiene sentido hacer una entrada espectacular a menos que estés dispuesto a acompañarla armando mucho follón.
—¡Pero creía que ayer estuvo peleando contigo! —dijo Magrat.
—¿Y qué más da? —dijo Yaya—. Buenos días, majestad.
El rey Verence asintió. En ese momento algunos reyes habrían empezado a llamar a gritos a los guardias, pero Verence no hizo lo que hubiesen hecho esos reyes porque era un hombre sensato, se trataba de Yaya Ceravieja y, en cualquier caso, el único guardia disponible era Shawn Ogg, que estaba tratando de enderezar su trompeta.
Tata Ogg había derivado rápidamente hacia la mesa auxiliar. Tata era una persona tan sensible como la que más, pero las últimas horas habían sido muy ajetreadas y allí había un montón de desayuno por el que nadie parecía estar interesado.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Magrat, inspeccionando a la muchacha.
Yaya recorrió la sala con la mirada. Armaduras, escudos colgados de las paredes, viejas picas y espadas oxidadas... Sí, probablemente había suficiente hierro.
—Un elfo la ha herido con...
—Pero... —dijeron Magrat y Verence al unísono.
—Ahora no hay tiempo para preguntas. Un elfo la ha herido con una de esas horribles flechas suyas. Hacen que la mente empiece a vagabundear por su cuenta. Bien, ¿puedes hacer algo?
Magrat no se enfadaba casi nunca, pero no pudo evitar sentir un chispazo de justa indignación.
—Oh, así que de pronto vuelvo a ser una bruja cuando tú...
Yaya Ceravieja suspiró.
—Tampoco hay tiempo para eso —dijo—. Me he limitado a preguntártelo. Basta con que digas que no, ¿de acuerdo? Entonces me la llevaré y no volveré a molestarte.
La suavidad de su voz era tan inesperada que Magrat tropezó con su propia ira. Trató de recuperar el equilibrio.
—No estaba diciendo que no fuera a hacerlo, solo decía que...
—Perfecto.
Una serie de ruidos metálicos indicó que Tata Ogg estaba levantando las tapas de los distintos compartimientos de la gran sopera de plata.
—¡Eh, tienen tres clases de huevos!
—Bueno, no hay fiebre —dijo Magrat—. El pulso es bastante lento y no consigue enfocar la mirada. ¿Shawn?
—¿Sí, señorita reina?
—Pasados por agua, revueltos y fritos. Eso es lo que yo llamo lujo.
—Ve corriendo a mi cabaña y tráeme todos los libros que encuentres. Estoy segura de haber leído algo sobre esto en alguna ocasión, Yaya. ¿Shawn?
Shawn se detuvo a medio camino de la puerta.
—¿Sí, señorita reina?
—Antes de salir del castillo, pasa por las cocinas y diles que hiervan bastante agua. En cualquier caso, siempre podemos empezar limpiando la herida. Pero mira, eso de los elfos...
—Bueno, entonces te dejaré trabajar —dijo Yaya, dándose la vuelta—. ¿Podría hablar un momento contigo, majestad? Abajo hay algo que deberías ver.
—Necesitaré un poco de ayuda —dijo Magrat.
—Tata se ocupará de ello.
—Esa soy yo —balbuceó Tata, despidiendo una lluvia de migas.
—¿Qué estás comiendo?
—Un bocadillo de huevo frito y salsa de tomate —dijo Tata alegremente.
—Ya puestos, más vale que la cocinera también te hierva a ti —dijo Magrat, subiéndose las mangas—. Ve a verla. —Examinó la herida—. Y averigua si tiene algún trozo de pan que se haya llenado de moho...
La unidad básica del estamento mágico es la Orden o el Colegio o, naturalmente, la Universidad.
La unidad básica de la brujería es la bruja, pero la unidad básica continuada, como ya se ha indicado, es la cabaña.
La cabaña de una bruja es un objeto arquitectónico muy preciso. Exactamente no es que se la construya, sino que se va acumulando a lo largo de los años conforme se van uniendo las distintas áreas de reparación, como un calcetín hecho enteramente de remiendos. La chimenea se retuerce como un sacacorchos. El techo de paja y cañizo es tan viejo que pequeños pero robustos árboles crecen en él, todos los suelos hacen pendiente, y de noche cruje como un velero en una tormenta. Si al menos dos paredes no están apuntaladas con alguna que otra viga, entonces no es una auténtica cabaña de bruja, sino meramente el hogar de una vieja medio chocha que lee las hojas del té y habla con su gato.
Las cabañas tienden a atraer a clases similares de brujas. Es natural. Cada bruja enseña a una o dos brujas jóvenes a lo largo de su vida, y cuando en el curso del tiempo mortal la cabaña queda vacía, entonces lo lógico es que una de esas discípulas se vaya a vivir a ella.
La cabaña de Magrat había alojado tradicionalmente a brujas pensativas que se fijaban en las cosas y las anotaban por escrito. Qué hierbas eran mejores para los dolores de cabeza, fragmentos de antiguas historias, ese tipo de cosillas.
Había una docena de libros escritos con letra minúscula y llenos de dibujos, con la ocasional flor interesante o rana rara minuciosamente prensadas entre las páginas.
Era una cabaña de brujas que se hacían preguntas e investigaban las cosas. ¿El ojo de qué tritón? ¿Qué especie de tiburón de agua salada? Estaba muy bien que una poción requiriese Amor-en-soledad, pero ¿cuál de las treinta y siete plantas comunes a las que se llamaba con ese nombre en distintas partes del continente era la que se empleaba para prepararla?
La razón por la que Yaya Ceravieja era mejor bruja que Magrat era que Yaya sabía que en la brujería importa un pimiento cuál sea esa planta, o incluso que se trate de un trocito de hierba.
La razón por la que Magrat era mejor médico que Yaya era que Magrat creía que sí importaba.
La diligencia se detuvo delante de una barricada que cerraba el camino.
El jefe de los bandidos se ajustó el parche del ojo. Tenía dos ojos en perfecto estado, pero la gente respeta los uniformes. Luego fue hacia la diligencia.
—Buenos días, Jim. Bueno, ¿qué tenemos hoy?
—Uh. Esto podría resultar un poco complicado —dijo el cochero—. Uh, hay un puñado de magos. Y un enano. Y un simio. —Se frotó la cabeza e hizo una mueca—. Sí, decididamente un simio. Y no, y creo que esto debería quedar claro, ninguna otra clase de criatura peluda con forma humana.
—¿Te encuentras bien, Jim?
—Llevo cargando con ellos desde Ankh-Morpork. No se te ocurra hablarme de píldoras de extracto de rana.
El jefe de los bandidos enarcó las cejas.
—De acuerdo. No lo haré.
Llamó con los nudillos a la puerta de la diligencia. La ventanilla bajó.
—No quiero que penséis en esto como un robo —dijo—. Preferiría que lo considerarais una pintoresca anécdota que os encantará relatar a vuestros nietos.
—¡Es él! —dijo una voz desde el interior de la diligencia—. ¡Me robó mi caballo!
Un cayado de mago asomó por la ventanilla. El jefe de los bandidos vio el nudo que había en su punta.
—Veamos —dijo afablemente—, conozco las reglas. Los magos no tienen permitido utilizar la magia contra civiles excepto en situaciones donde su vida corra auténtico pelig...
Hubo un estallido de luz octarina.
—En realidad no es una regla —dijo Ridcully—. Es más bien una pauta general. —Se volvió hacia Ponder Stibbons—. Una utilización muy interesante del Resonador Mórfico de Stacklady, como espero que habrá notado.
Ponder miró hacia abajo.
El jefe de los bandidos había sido convertido en una calabaza aunque, tal como prescribían las reglas del humor universal, todavía llevaba puesto el sombrero.
—Y ahora —dijo Ridcully—, agradecería a todos los que están escondidos detrás de las rocas que se pusieran donde pueda verlos. Muy bien. Señor Stibbons, usted y el Bibliotecario ya pueden ir pasando el sombrero, por favor.
—¡Pero esto es un robo! —dijo el cochero—. ¡Y usted lo ha convertido en una fruta!
—Un vegetal —dijo Ridcully—. En cualquier caso, el efecto, se disipará en un par de horas.
—Y a mí se me debe un caballo —dijo Casavieja.
Los bandidos pagaron, entregando de bastante mala gana todo su dinero a Ponder y, también de mala gana pero muy rápidamente, al Bibliotecario.
—Hay casi trescientos dólares, señor —dijo Ponder.
—Y un caballo, que no se le olvide. De hecho, había dos caballos. Me había olvidado del otro caballo hasta ahora.
—¡Magnífico! Ya tenemos dinero para el resto del viaje. Así que si estos caballeros tienen la amabilidad de apartar el obstáculo, seguiremos nuestro camino.
—De hecho, había un tercer caballo del cual acabo de acordarme.
—¡Esto no es lo que se supone que deben hacer! ¡Se supone que tienen que dejar que les roben! —gritó el cochero.
Ridcully lo derribó de un empujón.
—Estamos de vacaciones —dijo.
La diligencia se puso en movimiento. Hubo un grito lejano de «¡Y cuatro caballos, que no se le olvide!» antes de que doblara una curva del camino.
La calabaza desarrolló una boca.
—¿Se han ido?
—Sí, jefe.
—Llévame rodando hasta la sombra, ¿quieres? Y que nadie vuelva a hablar de esto nunca más. ¿Alguien tiene alguna píldora de extracto de rana?
Verence II respetaba a las brujas. Las brujas lo habían puesto en el trono. Estaba prácticamente seguro de eso, aunque no tenía del todo claro cómo había llegado a ocurrir. Y además le tenía pánico a Yaya Cera vieja.
La siguió mansamente hacia las mazmorras, apretando el paso para que no lo dejara atrás con sus largas zancadas.
—¿Qué está ocurriendo, señora Ceravieja?
—Quiero enseñarte algo.
—Antes mencionó a los elfos.
—Así es.
—Creía que eran una historia de hadas.
—¿Y?
—Quiero decir que... ya sabe... ¿un cuento de viejas?
—¿Y?
Yaya Ceravieja parecía generar un campo giroscópico: si empezabas con mal pie, ella se aseguraba de que nunca consiguieras recuperar el equilibrio.
—Lo que intento decir es que no existen.
Yaya llegó a la puerta de una mazmorra. La puerta consistía mayormente en roble ennegrecido por la edad, pero un ventanuco provisto de barrotes ocupaba una parte de la mitad superior.
—Ahí dentro.
Verence echó un vistazo.
—¡Cielos!
—Hice que Shawn la abriera, y no creo que nadie más nos viera pasar. No se lo digas a nadie. Si los enanos y los trolls se enteran, harían pedazos los muros para llevárselo de aquí.
—¿Por qué? ¿Para matarlo?
—Por supuesto. Tienen mejor memoria que los humanos.
—¿Y qué se supone que he de hacer con esa cosa?
—De momento bastará con que lo mantengas encerrado. ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Necesito pensar!
Verence le echó otra mirada al elfo, que se había hecho un ovillo en medio del suelo.
—¿Eso es un elfo? Pero si solo es... un humano alto y delgado con una cara zorruna. Más o menos. Creía que eran hermosos.
—Oh, lo son cuando están conscientes —dijo Yaya, agitando una mano—. Proyectan esa... esa cosa que... Cuando la gente los mira, ve belleza, ve algo a lo que quieren gustar y complacer. Pueden parecer lo que tú quieras que parezcan. Es lo que llaman glamour. Siempre se sabe cuándo hay elfos cerca. La gente empieza a comportase de una manera muy extraña. Dejan de pensar con la cabeza. ¿Es que no te han enseñado nada?
—Creía que... los elfos no eran más que historias... como el Hada de los Dientes, esa que les deja una monedita debajo de la almohada a los niños cuando se les cae un...
—A ver si somos un poco más respetuosos, ¿eh? —dijo Yaya—. El Hada de los Dientes es una mujer muy trabajadora, créeme. Nunca entenderé cómo se las apaña con la escalera y todo lo demás. No. Los elfos son reales. Oh, maldición. Escucha... —Se volvió y levantó un dedo—. Sistema feudal, ¿de acuerdo?
—¿Qué?
—¡Sistema feudal! Presta atención. Sistema feudal. El rey arriba de todo, después los barones y todo eso, y luego todos los demás... con las brujas un poquito hacia un lado —añadió Yaya diplomáticamente. Formó un puente con los dedos—. Sistema feudal. Como esos edificios puntiagudos en los que entierran a los reyes paganos. ¿Comprendes?
—Sí.
—Muy bien. Así es como los elfos ven las cosas. Cuando entran en un mundo, los demás pasan a estar abajo de todo. Esclavos. Peor que esclavos. Peor que animales, incluso. Los elfos toman lo que quieren, y lo quieren todo. Pero lo peor del asunto es... que te leen la mente. Oyen lo que estás pensando, y una reacción de autodefensa hace que pienses lo que ellos quieren que pienses. Glamour. Y entonces viene el cerrar las ventanas durante la noche, y el dejar comida para las hadas delante de la puerta, y el dar tres vueltas antes de hablar de ellos, y las herraduras encima de la puerta.
—Creía que esa clase de cosas eran, ya sabe... —el rey sonrió temblorosamente— ¿folklore?
—¡Por supuesto que son folklore, estúpido!
—Oiga, da la casualidad de que soy rey —dijo Verence en tono de reproche.
—Estúpido rey, majestad.
—Gracias.
—¡Pero eso no quiere decir que no sea cierto! Aunque puede que con los años vaya dejando de estar tan claro como al principio: la gente olvida los detalles, y olvidan el porqué hacen las cosas. Como lo de la herradura.
—Sé que mi abuela tenía una encima de la puerta —dijo el rey.
—¿Lo ves? No tiene nada que ver con su forma. Pero si vives en una vieja cabaña y eres pobre, probablemente es el trozo de hierro con agujeros que tendrás más a mano.
—Ah.
—Y lo peor de los elfos es que no tienen... eh... eso que empieza con m, caramba —dijo Yaya, chasqueando los dedos con irritación.
—¿Modales?
—¡Ja! Eso tampoco, pero no es la palabra.
—¿Músculos? ¿Mocos? ¿Misterio?
—No. No. No. Es algo como... ver las cosas desde el punto de vista de otra persona.
Verence intentó ver el mundo desde la perspectiva de Yaya Ceravieja, y empezó a concebir ciertas sospechas.
—¿Empatía?
—Exacto. Ni pizca de ella. Incluso un cazador, un buen cazador, puede sentirla por la presa. Eso es lo que lo convierte en un buen cazador. Los elfos no son así. Son crueles porque les divierte serlo, y son incapaces de entender cosas como la clemencia. No pueden entender que algo pueda tener sentimientos aparte de ellos. Ríen mucho, sobre todo si han capturado a un humano solitario o a un enano o a un troll. Los trolls quizá estén hechos de roca, majestad, pero lo que te estoy diciendo es que, comparado con los elfos, un troll es tu hermano. Dentro de la cabeza, quiero decir.
—Pero ¿por qué no sé todo eso?
—Glamour. Los elfos son hermosos. Tienen —Yaya escupió la palabra— estilo. Belleza. Gracia. Eso es lo que importa. Si los gatos parecieran ranas, enseguida nos daríamos cuenta de lo desagradables y crueles que son esos pequeños bastardos. Estilo. Eso es lo que recuerda la gente. Se acuerdan del glamour. Todo lo demás, toda la verdad del asunto, termina convirtiéndose en... cuentos de viejas.
—Magrat nunca me ha hablado de ellos.
Yaya titubeó.
—Magrat apenas sabe nada acerca de los elfos —dijo—. Ja. De momento ni siquiera es una joven esposa. No es algo de lo que se hable mucho hoy en día. No es bueno hablar de ellos. Ojalá todo el mundo se olvidara de ellos. Los elfos vienen... cuando se los llama, y no me estoy refiriendo a llamadas como «¡Hola, venid aquí!». Vienen cuando se los llama dentro de la cabeza de la gente. Basta con que la gente quiera que estén aquí. Verence agitó las manos en el aire.
—Todavía estoy aprendiendo en qué consiste la monarquía —dijo—. No entiendo de estas cosas.
—No hace falta que lo entiendas. Eres un rey. Escucha. Por eso levantaron los Danzarines ahí arriba. Son una especie de muro.
—Ah.
—Pero a veces las barreras entre los mundos se debilitan, ¿comprendes? Es como las mareas. Eso es lo que ocurre durante un tiempo del círculo.
—Ah.
—Y si la gente se comporta estúpidamente en esos momentos, entonces ni siquiera los Danzarines son capaces de mantener cerrada la puerta. Porque allí donde el mundo se vuelve más tenue, incluso un pensamiento equivocado puede crear la conexión.
—Ah.
Verence tuvo la sensación de que la conversación había orbitado nuevamente hacia el área dentro de la que podía hacer alguna contribución.
—¿Estúpidamente? —preguntó.
—Llamándolos. Atrayéndolos.
—Ah. Bueno, ¿y yo qué hago?
—Bastará con que sigas reinando. Creo que estamos a salvo. No pueden pasar. Les he parado los pies a las chicas, así que no habrá más canalizaciones. Ten a buen recaudo a ese elfo, y no se lo cuentes a Magrat. No hay por qué preocuparla, ¿verdad? Algo atravesó la barrera, pero le tengo echado el ojo.
Yaya se frotó las manos con sombría satisfacción.
—Creo que lo tengo todo resuelto —dijo.
Parpadeó.
Se pellizcó la nariz.
—¿Qué acabo de decir? —preguntó.
—Uh. Ha dicho que creía tenerlo todo resuelto.
Yaya Ceravieja parpadeó.
—Eso es —dijo—. Sí, eso he dicho. Sí. Y estoy en el castillo, ¿verdad? Sí.
—¿Se encuentra bien, señora Ceravieja? —preguntó el rey con súbita preocupación.
—Estupendamente, estupendamente. Estupendamente. En el castillo. ¿Y los niños también se encuentran bien?
—¿Cómo dice?
Yaya volvió a parpadear.
—¿Qué?
—No tiene usted muy buen aspecto...
Yaya frunció la cara y sacudió la cabeza.
—Sí. El castillo. Yo soy yo, tú eres tú, y Gytha está arriba con Magrat. Eso es. —Miró al rey—. Solo es un... un poquito de cansancio. Nada de que preocuparse. Absolutamente nada de que preocuparse.
Tata Ogg contempló con expresión dubitativa el preparado de Magrat.
—Pues a mí una cataplasma de pan mohoso no me suena muy mágica —dijo.
—La Abuela Whemper siempre decía que iban muy bien. Pero no sé qué podemos hacer acerca del coma.
Magrat estaba pasando esperanzadamente las viejas páginas que crujían. Sus brujas ancestrales habían anotado las cosas más o menos a medida que les iban ocurriendo, por lo que hechizos y observaciones de importancia se mezclaban con comentarios acerca del estado de sus pies.
—Aquí pone que las pequeñas piedras puntiagudas que se encuentran a veces son conocidas como dardos de los elfos, y que son las puntas de las flechas élficas de tiempos pasados. Eso es todo lo que he podido encontrar. Y hay un dibujo. Pero yo también he visto esas piedrecitas por los campos.
—Oh, hay montones de ellas —dijo Tata, vendando el hombro de Diamanda—. Cada vez que cavo en mi huerto encuentro unas cuantas.
—¡Pero los elfos no van por ahí disparándole a la gente! ¡Los elfos son buenos!
—Entonces probablemente solo dispararon unas cuantas flechas contra Esme y la chica para divertirse, ¿verdad?
—Pero...
—Mira, querida, vas a ser reina. Es un trabajo importante. Tú ocúpate del rey, y deja que Esme y yo nos ocupemos de... otras cosas.
—¿Ser reina? ¡Todo consiste en tapices y en llevar vestidos incomodísimos! Conozco a Yaya. No le gusta ninguna cosa que... que tenga estilo y gracia. Está tan amargada...
—Me atrevería a decir que tiene sus razones —replicó Tata afablemente—. Bueno, ya hemos remendado a la chica. ¿Y ahora qué hacemos con ella?
—Tenemos docenas de dormitorios de sobra —dijo Magrat—, y todos están listos para recibir a los invitados. Podemos ponerla en uno de ellos. Hum. ¿Tata?
—¿Sí?
—¿Te gustaría ser doncella en una boda?
—Pues no, querida. Ya estoy un poco vieja para esa clase de cosas. —Hizo una pausa—. Claro que supongo que no tendrás nada que preguntarme, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Teniendo en cuenta que tu mamá ha muerto, que no tienes familia por parte femenina y todo lo demás...
Magrat todavía parecía perpleja.
—Acerca de lo que viene después de la boda, quiero decir —le aclaró Tata.
—Oh, eso. No; se lo encargaremos casi todo a uno de esos servicios especializados en organizar banquetes. La cocinera del castillo no tiene mucha mano para los canapés y demás.
Tata examinó el techo con atención.
—¿Y lo que viene después de eso? —preguntó finalmente—. Supongo que sabes a qué me refiero, ¿no?
—Haré venir a un montón de muchachas para que se ocupen de la limpieza. Oye, no te preocupes. He pensado en todo. Me gustaría que tú y Yaya no me tratarais como si acabara de nacer.
Tata tosió.
—En fin, supongo que tu hombre habrá visto mucho mundo —dijo—. Y sin duda habrá salido con docenas de jovencitas.
—¿Por qué dices eso? No lo creo. Los bufones no tienen mucha vida privada y, naturalmente, desde que es rey ha estado muy ocupado. Es un poco tímido con las chicas.
Tata se rindió.
—De acuerdo —dijo—. Estoy segura de que ya te irás haciendo una idea a medida que...
Yaya y el rey entraron en el comedor.
—¿Cómo está la chica? —preguntó Yaya.
—Bueno, al menos hemos sacado la flecha y limpiado la herida —dijo Magrat—. Pero no se despierta. Sería mejor que se quedara aquí.
—¿Estás segura? —preguntó Yaya—. No se le puede perder de vista ni un instante. Tengo un dormitorio libre.
—No deberíamos moverla —dijo Magrat con bastante sequedad.
—Han puesto su marca sobre ella —dijo Yaya—. ¿Estás segura de que sabes lo que hay que hacer?
—Sé que es una herida bastante grave —dijo Magrat con bastante sequedad.
—No estaba pensando exactamente en la herida —dijo Yaya—. Lo que quiero decir es que ellos la han tocado. Está...
—Te aseguro que sé cómo hay que tratar a una persona enferma —dijo Magrat—. No soy estúpida del todo, sabes.
—No hay que dejarla sola —insistió Yaya.
—Habrá mucha gente —dijo Verence—. Mañana empezarán a llegar los invitados.
—Estar sola no es lo mismo que no haya nadie cerca de ti —dijo Yaya.
—Esto es un castillo, Yaya.
—Claro. Sí. Bueno, entonces no te entretendremos más —dijo Yaya—. Vamos, Gytha.
Tata Ogg sacó una costilla de cordero de debajo de una de las tapaderas de plata, y la agitó delante de la pareja real.
—A pasarlo bien —dijo—. En la medida de lo posible, claro.
—¡Gytha!
—Voy.
Los elfos son prodigiosos. Provocan prodigios.
Los elfos son maravillosos. Causan maravillas.
Los elfos son fantásticos. Crean fantasías.
Los elfos son fascinantes. Proyectan fascinación.
Los elfos son encantadores. Urden encantamientos.
Los elfos son terroríficos. Engendran terror.
Lo que tienen las palabras es que los significados pueden retorcerse como una serpiente, y si quieres encontrar serpientes, entonces búscalas detrás de palabras que han cambiado de significado.
Nadie ha dicho nunca que los elfos sean buenos.
Los elfos son malos.
—Bueno, ya está —dijo Tata Ogg mientras las brujas cruzaban el puente levadizo del castillo—. Bravo, Esme.
—No se ha acabado —dijo Yaya.
—Hace un rato dijiste que ya no pueden atravesar la barrera. Nadie más de por aquí va a tratar de hacer ninguna clase de magia en las piedras, de eso podemos estar seguras.
—Sí, pero todavía será tiempo del círculo durante un par de días. Podría ocurrir cualquier cosa.
—La pequeña Diamanda está fuera de combate, y a las otras les has quitado las ganas de seguir jugando —dijo. Tata Ogg, tirando el hueso de cordero al foso seco—. Y lo que sí sé es que nadie más va a llamarlos.
—Sigue estando el de la mazmorra.
—¿Quieres librarte de él? —dijo Tata—. Si quieres enviaré a nuestro Shawn para que hable con el rey Fundidordehierroson en lo alto de la montaña. O yo misma podría subir a la vieja escoba para hacerle una visita al Rey de la Montaña. Los enanos y los trolls nos lo quitarían de las manos en un abrir y cerrar de ojos. Se acabó el problema.
Yaya fingió no haberla oído.
—Hay algo más —dijo—. Algo en lo que no hemos pensado. Ella seguirá buscando alguna manera.
Ya habían llegado a la plaza del pueblo. Yaya la recorrió con la mirada. Naturalmente, Verence era rey y así era como tenía que ser, y aquel era su reino y también tenía que ser así. Pero en un sentido más profundo el reino le pertenecía a ella. Y a Gytha Ogg, por supuesto. El poder de Verence solo abarcaba las obras de la humanidad; ni siquiera los enanos y los trolls lo reconocían como rey, aunque eran muy corteses al respecto. Pero en lo que hacía referencia a los árboles, las rocas y el suelo, Yaya Ceravieja los veía como suyos. Era muy sensible a sus estados de ánimo.
Y todo aquello aún estaba siendo observado. Yaya podía sentir la vigilancia. Un examen suficientemente atento cambia las cosas observadas, y lo que estaba siendo observado era la totalidad del reino. Todo Lancre estaba siendo objeto de un extraño ataque, y aquí estaba ella, con la mente cada vez más descosida...
—Lo más curioso —dijo Tata Ogg a nadie en particular— es que cuando estaba sentada allí arriba esta mañana, en los Danzarines, se me ocurrió pensar en cosas muy raras...
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Me acuerdo de que cuando era joven había una chica como Diamanda. Tenía muy mal genio y mucho talento, enseguida perdía la paciencia con los demás y siempre les estaba haciendo la vida imposible a las viejas brujas. No sé si te acordarás de ella, por casualidad.
Pasaron por delante de la fragua de Jason, que resonaba con el estrépito de su martillo.
—Nunca la he olvidado —murmuró Yaya.
—Es curioso, ¿verdad? Tarde o temprano, todo vuelve a suceder...
—No —dijo Yaya Ceravieja con firmeza—. Yo no era como ella. Y ya sabes cómo eran las viejas brujas de por aquí. Se habían acostumbrado a hacer las cosas a su manera, pero no eran más que una pandilla de viejas que curaban verrugas. Y nunca les falté al respeto. Solo fui... firme. No me anduve con rodeos. Defendí aquello en lo que creía. Parte de ser una bruja es defender aquello que eres, porque... Estás sonriendo.
—Solo era el viento.
—Con ella es muy distinto. Nadie ha podido decir jamás que yo no esté abierta a las nuevas ideas.
—Eres famosa por lo abierta que estás a las nuevas ideas, desde luego —dijo Tata Ogg—. Es lo que digo siempre: esa Esme Ceravieja, hay que ver lo abierta que está a las nuevas ideas.
—Exacto.
Yaya Ceravieja levantó la vista hacia las colinas cubiertas de bosque que rodeaban el pueblo, y frunció el entrecejo.
—Lo malo es que estas chicas de hoy en día no saben pensar con la cabeza —dijo—. Tienes que pensar con claridad y no dejarte distraer por nada. Eso es lo que le sucede a Magrat, que siempre se está dejando distraer por cualquier cosa. Eso te impide hacer lo que debes hacer. —Hizo una pausa—. Puedo sentirla, Gytha. La Reina de las Hadas. Puede proyectar su mente más allá de las piedras. ¡Condenada muchacha! Ha encontrado una grieta. Está en todas partes. Mire donde mire con mi mente, puedo percibirla.
—Todo se arreglará —dijo Tata palmeándole el hombro—. Ya lo verás.
—Está buscando una manera —repitió Yaya.
—Buenos días tengáis, compadres. ¿Hacia dónde encaminaremos nuestros pasos esta mayúscula mañana? —dijo Carretero el panadero.
El resto de la cuadrilla de baile tradicional de Lancre lo miró en silencio.
—¿Estás tomando alguna medicación o qué? —preguntó Tejedor el techador.
—Solo intentaba participar en el espíritu del asunto —dijo Carretero—. Así es como hablan los rústicos trabajadores.
—¿Quiénes son esos rústicos trabajadores? —quiso saber Panadero el tejedor.
—Supongo que serán lo mismo que los Cómicos Artesanos —dijo Carretero el panadero.
—Le he preguntado a mi madre qué son los artesanos —dijo Jason.
—¿Sí? ¿Y qué ha dicho?
—Que somos nosotros.
—¿Y también somos Rústicos Trabajadores? —dijo Panadero el tejedor.
—Supongo.
—¡Trasero!
—Bueno, pues está claro que no hablamos como esos desgraciados de la obra —dijo Carretero el panadero—. Yo no he dicho «ro-za-gante» ni una sola vez en mi vida. Y no consigo entender ninguno de los chistes.
—No se supone que debas entenderlos. Es una obra —dijo Jason.
—¡Calzones! —dijo Panadero el tejedor.
—Oh, cállate. Y empuja la carreta.
—No veo por qué no podemos hacer la Danza del Palo y el Cubo... —masculló Sastre, el otro tejedor.
—¡No vamos a hacer la danza del Palo y el Cubo! ¡No quiero volver a oír hablar de la danza del Palo y el Cubo! ¡Todavía noto pinchazos en la rodilla! ¡Así que dejad de hablar de la danza del Palo y el Cubo!
—¡Vientre! —gritó Panadero, al que le costaba sacarse una idea de la cabeza.
Jason tenía que admitir que los bailes tradicionales eran más fáciles que actuar. La gente no aparecía de repente para quedarse mirando y soltar risitas. Los niños no te perseguían gritando y riendo. Tejedor y Techador ya estaban al borde de la rebelión declarada, y procuraban equivocarse el mayor número de veces al recitar sus frases. Las noches se estaban convirtiendo en una constante búsqueda de algún sitio donde ensayar.
Ni siquiera el bosque era lo bastante privado, dada la asombrosa cantidad de gente que pasaba casualmente por allí.
Tejedor dejó de empujar y se secó la frente.
—Cualquiera habría pensado que el Roble Fulminado sería un lugar seguro —dijo—. A una legua del camino más próximo, y que me cuelguen si pasados cinco minutos ya no podías dar un paso con todos esos ermitaños, amantes de los árboles, tramperos cazadores, trolls, porquerizos, pajareros, recolectores de juncos, carboneros, buscadores de trufas, enanos, pelmazos y mamones con aspecto sospechoso y gabardinas enormes. Me sorprende que todavía quedara sitio en el bosque para los malditos árboles. ¿Adonde vamos ahora?
Habían llegado a una encrucijada, suponiendo que se la pudiera llamar así.
—No me acuerdo de esta —dijo Carpintero el cazador furtivo—. Creía conocer todos los senderos de por aquí.
—Eso es porque solo los ves por la noche —dijo Jason.
—Sí, todo el mundo sabe que eso es lo que te encanta hacer en una noche de luna llena —dijo Techador el carretero.
—Eso es lo que le encanta hacer cada noche —dijo Jason.
—Eh —dijo Panadero el tejedor—, estamos empezando a dominar todo ese mecanismo del ser toscos y catetos, ¿verdad que sí?
—Vayamos hacia la derecha —dijo Jason.
—No, por ahí todo son zarzas y matorrales espinosos.
—De acuerdo, entonces vayamos hacia la izquierda.
—No hay más que curvas —dijo Tejedor.
—¿Qué os parece el camino del medio? —preguntó Carretero.
Jason miró al frente.
Había un camino del medio, poco más que una vereda para animales, que se alejaba serpenteando bajo la sombra de los árboles. Grandes matas de helechos crecían abundantemente a ambos lados de él. Había una vaga impresión general de oscuro y fértil verdor, la misma sugerida por la palabra «boscoso».[19]
Sus sentidos de herrero despertaron y gritaron:
—¡No, por ahí no!
—Ah, venga —dijo Tejedor—. ¿Qué tiene de malo ese camino?
—Ese camino asciende poco a poco hasta terminar en los Danzarines —dijo Jason—. Mi madre me dijo que nadie tenía que subir a los Danzarines debido a esas jóvenes que bailan desnudas alrededor de las piedras.
—Sí, pero ya se han asegurado de que no vuelvan a hacerlo —repuso Techador—. La vieja Yaya les dio una buena lección y las ha obligado a taparse el trasero.
—Y ahora ya nunca van ahí —dijo Carretero—. Así que sería un sitio tranquilo e ideal para ensayar.
—Mi madre dijo que nadie debía subir ahí —insistió Jason con una sombra de titubeo en la voz.
—Sí, pero probablemente se refería a... ya sabes... a subir ahí con intenciones mágicas —dijo Carretero—. No veo qué puede haber de mágico en exhibir tus dotes interpretativas llevando peluca y todo lo demás.
—Claro —dijo Techador—. Y sería un lugar realmente privado.
—Y —dijo Tejedor— si a alguna jovencita se le ocurre subir allí para bailar bajo las estrellas con el trasero al aire, seguro que la veríamos.
Hubo un momento de introspectivo silencio.
—Supongo que se lo debemos a la comunidad —dijo Techador, exponiendo en voz alta las opiniones no expresadas de casi todos ellos.
—Bueeeeno —dijo Jason—, mi madre dijo que...
—De todas maneras, tu madre no es la persona más adecuada para hablar de eso —dijo Tejedor—. Mi padre me contó que cuando él era joven, tu madre apenas llevaba...
—Oh, de acuerdo —dijo Jason, superado en número—. No veo qué daño puede hacer eso. Solo estaremos actuando. Es como... como el fingir. No es como si hubiera algo real. Pero nadie podrá bailar. Especialmente, y quiero que todos lo tengáis muy claro, la danza del Palo y el Cubo.
—Oh, solo interpretaremos —dijo Tejedor—. Y también mantendremos los ojos bien abiertos, claro.
—Es nuestro deber para con la comunidad —dijo Techador, una vez más.
—Fingir no puede hacer ningún daño —dijo Jason, no muy convencido.
Clang boinng clang ding...
El estrépito resonó por todo Lancre.
Hombres hechos y derechos que estaban cavando en sus huertos tiraron sus palas y corrieron a buscar refugio en sus cabañas...
Clang boinnng goinng ding....
Las mujeres salieron a sus puertas y gritaron a sus niños que volvieran sin perder un instante...
... BANG mierda dong boinng...
Los postigos se cerraron ruidosamente. Algunos hombres, observados por sus asustadas familias, echaron agua al fuego y trataron de embutir sacos en la chimenea...
Tata Ogg vivía sola, porque decía que las personas mayores tenían necesidad de su orgullo y su independencia. Además, Jason vivía a un lado, y él o su esposa comosellamara podían ser despertados en cuestión de segundos mediante una bota enérgicamente aplicada a la pared, y Shawn vivía al otro lado y Tata lo había convencido de que debía colgar un largo trozo de cordel con unas cuantas cacerolas atadas por si se daba el caso de que su presencia fuera necesaria. Pero aquello era solo para las emergencias, por ejemplo cuando Tata quería una taza de té o se sentía aburrida.
Bong cuernos clang...
Tata Ogg no tenía cuarto de baño pero sí una bañera de estaño, que normalmente colgaba de un clavo en la parte de atrás del retrete. En aquel momento la estaba metiendo en casa. La bañera ya casi había recorrido todo el huerto, después de haber rebotado contra varios árboles, paredes y enanos de jardín a lo largo del trayecto.
Tres grandes pucheros negros humeaban encima del fuego. Junto a ellos había media docena de toallas, la esponja de baño, la piedra pómez, el jabón, el jabón para cuando se perdiera el primer jabón, el cazo para sacar arañas del agua, el pato de goma empapado con su bocinita medio herniada, el cepillo grande, el cepillo pequeño, el cepillo con un palito para recovecos difíciles, el banjo, la cosa con todas aquellas cañerías y pequeños grifos cuya utilidad realmente nadie conocía y una botella de esencia de baño Noches Klatchianas, una sola gota de la cual podía evaporar la pintura.
Bong clang slam...
Todos los habitantes de Lancre habían aprendido a reconocer las actividades preablutivas de Tata, más que nada en un acto de defensa propia.
—¡Pero si todavía no es abril! —se decían los vecinos mientras echaban las cortinas.
En la casa que ocupaba el tramo de ladera situado inmediatamente por encima de la cabaña de Tata Ogg, la señora Skindle agarró del brazo a su esposo.
—¡La cabra todavía está fuera!
—¿Estás loca? ¡No voy a salir ahí! ¡No ahora!
—¡Ya sabes lo que pasó la última vez! ¡Estuvo paralizada de medio cuerpo durante tres días enteros, hombre, y no había manera de conseguir que bajara del tejado!
El señor Skindle asomó la cabeza por la puerta. Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.
—Probablemente estará llenando la bañera —dijo.
—Tienes uno o dos minutos —dijo su esposa—. Ve, o pasaremos unas semanas bebiendo yogur.
El señor Skindle cogió una brida de detrás de la puerta, y fue sigilosamente hasta el sitio donde tenían atada a su cabra cerca del seto. La pobre bestia también había aprendido a reconocer el ritual de la hora de bañarse, y estaba tiesa de miedo.
Tratar de llevársela a rastras no serviría de nada. El señor Skindle acabó optando por cogerla en brazos.
Hubo un lejano pero insistente ruido de agua derramada, y el sonido de una piedra pómez flotante chocando con los lados de una bañera de estaño.
El señor Skindle echó a correr.
Entonces se oyó el tañido lejano de un banjo siendo afinado.
El mundo contuvo la respiración.
Y de pronto llegó, como un tornado barriendo una pradera.
—Eeeeeeeeeeeeellll...
Tres macetas se resquebrajaron una tras otra junto a la puerta. Los fragmentos pasaron silbando junto a la oreja del señor Skindle.
—... cayaaaaaado duuuun maaaaago tiene un nudoenla puuuunta, un nudoenlapuuuunta...
El señor Skindle lanzó la cabra a través del hueco de la puerta y saltó tras ella. Su esposa estaba esperando, y cerró detrás de ellos con un portazo.
La familia entera, cabra incluida, se acurrucó debajo de la mesa.
No se trataba de que Tata Ogg cantara mal. El problema estribaba en que podía alcanzar notas que, cuando eran amplificadas por una bañera de estaño medio llena de agua, dejaban de ser sonido para convertirse en una especie de presencia invasiva.
Había habido muchas cantantes cuyas notas más agudas podían hacer añicos una copa, pero el do de pecho de Tata podía limpiarla.
La cuadrilla de bailes tradicionales de Lancre estaba sentada en la hierba mientras una jarra de barro iba pasando cansinamente de mano en mano. No había sido un buen ensayo.
—No funciona, ¿verdad? —dijo Techador.
—No tiene ninguna gracia, que yo sepa —dijo Tejedor—. No consigo imaginarme al rey tronchándose de risa mientras ve cómo interpretamos a una pandilla de rústicos artesanos que no saben representar una obra.
—Lo que pasa es que no sabéis actuar —dijo Jason.
—Se supone que no debemos saber actuar —dijo Tejedor.
—Sí, pero el problema es que no sabéis interpretar a alguien que no sabe actuar —dijo Calderero—. No tengo ni idea de cómo os las apañáis, pero sé que no lo estáis haciendo bien. No podéis esperar que todos los grandes lores y damas...
Una brisa sopló sobre el páramo, trayendo consigo el sabor del hielo en pleno verano.
—... se rían de nosotros porque no sabemos interpretar a alguien que no sabe actuar.
—Y de todas maneras, no sé qué puede haber de gracioso en una pandilla de rústicos artesanos que tratan de representar una obra —dijo Tejedor.
Jason se encogió de hombros.
—Dicen que toda la aristocracia...
Una tenue vibración en el viento, un repentino sabor metálico a nieve...
—... de Ankh-Morpork se estuvo riendo durante semanas con ella —dijo—. Aguantó tres meses en la Gran Vía.
—¿Qué es la Gran Vía?
—Es donde están todos los teatros. El Dysko, los hombres de lord Wynkin, el Sobaco del Oso...
—Allá abajo se ríen de cualquier cosa —dijo Tejedor—. Y además, creen que aquí arriba todos somos tontos. Creen que siempre estamos diciendo oo-aah y cantando estúpidas canciones folklóricas, y que apenas tenemos tres neuronas acurrucadas en un rincón para darse calor porque no paramos de beber esfumino.
—Sí. Pásame esa jarra.
—Condenados bastardos de ciudad.
—No saben lo que es estar metido hasta el sobaco en el trasero de una vaca durante una noche de nevada. ¡Ja!
—Y ni uno solo de ellos es capaz de... ¿De qué estás hablando? Tú no tienes una vaca.
—No, pero sé lo que es eso.
—No saben lo que es meter la bota en un campo lleno de boñigas, y nunca vivirán ese momento horrible en el que agitas el pie sabiendo que, lo pongas donde lo pongas, siempre acabará atravesando la corteza.
La jarra de barro cocido gorgoteó suavemente mientras pasaba de una mano temblorosa a otra.
—Di que sí. Tienes toda la razón. ¿Y los has visto bailar alguna danza tradicional? Te entran ganas de tirar el pañuelo, créeme.
—¿Cómo, danzas tradicionales en una ciudad?
—Bueno, al menos en Sto Helit lo hacen. Un montón de magos y comerciantes que apenas podían tenerse en pie. Los estuve viendo bailar una hora entera y no machacaron ni una sola ingle.
—Condenados bastardos de ciudad. Vienen aquí, nos quitan los trabajos...
—No digas tonterías. Esos tipos no saben lo que es trabajar.
La jarra gorgoteó pero esta vez con un tono más grave, sugiriendo que contenía un montón de vacío.
—Pero nunca han estado metidos hasta el sobaco en...
—Eso es. Eso es. Eso. Eso es, sí. Ja. Siempre riéndose de unos decentes artesanos rústicos, ¿eh? Quiero decir. Quiero decir. ¿Y en realidad de qué se trata? Quiero decir. Quiero decir. Quiero decir. La obra cuenta cómo unos rústicos y catetos... artesanos gilipollas hacen el ridículo representando una obra sobre un montón de lores y damas que...
Un súbito enfriamiento del aire, cortante como carámbanos...
—Necesita algo más.
—Cierto. Cierto.
—Un elemento mítico.
—Exacto. Eso es. Eso es. Eso es. Necesita un argumento que los espectadores puedan silbar mientras vuelven a casa. Exactamente.
—Así que habría que hacerlo aquí, al aire libre. Abierta al cielo y las colinas.
Jason Ogg frunció las cejas. De todas maneras sus cejas siempre estaban bastante fruncidas, porque Jason no podía evitar fruncirlas cada vez que tenía que enfrentarse a las complejidades del mundo. El hierro era el único terreno en que sabía exactamente qué debía hacer. Pero levantó un dedo vacilante y trató de contar a sus compañeros tespianos. Dado que la jarra ya estaba vacía, aquello supuso todo un esfuerzo. Parecía haber un promedio de siete personas más. Pero Jason no podía evitar la vaga sensación de que algo no iba del todo bien.
—Al aire libre —dijo, no muy convencido.
—Buena idea —dijo Tejedor.
—¿No ha sido idea tuya? —preguntó Jason.
—Creía que lo habías dicho tú.
—Yo creía que lo habías dicho tú.
—¿Qué más da quién lo haya dicho? —replicó Techador—. Es una buena idea. Parece... apropiado.
—¿Qué era todo eso de la cualidad mífica?
—¿Qué es mífico?
—Algo que has de tener —dijo Tejedor, experto teatral—. Muy importante, eso de la mífica.
—Mi madre dijo que nadie debía subir a... —comenzó Jason.
—No bailaremos ni nada por el estilo —dijo Carretero—. Comprendo que no quieras que alguien suba hasta aquí para hacer magia de tapadillo. Pero no veo qué puede haber de malo en que todo el mundo venga aquí. El rey y todos los demás, quiero decir. Tu madre también. ¡Ja, seguro que ella sabrá cómo dar su merecido a la primera chica desnuda que pase por allí!
—No creo que sea solo... —comenzó Jason.
—Y la otra también estará allí —dijo Tejedor.
Pensaron en Yaya Ceravieja.
—Caramba, a esa sí le tengo miedo —dijo Techador tras un momento—. La manera en que mira a través de ti. Yo nunca diría una palabra contra ella, cuidado, porque es una mujer magnífica —dijo en voz alta y después, con tono bastante más bajo, añadió—: Pero dicen que de noche ronda por ahí, como una liebre o un murciélago o algo por el estilo. Cambia de forma y todo. No es que yo me crea nada de todo eso —subió la voz, y luego dejó que esta volviera a bajar—, pero el viejo Weezen de Tajada me contó que una noche le dio a una liebre en la pata y al día siguiente la señora Ceravieja se cruzó con él en el camino, dijo «Ay» y le atizó un capón en la nuca.
—Mi padre me contó —dijo Tejedor— que un día estaba llevando nuestra vieja vaca al mercado y que de pronto se le puso enferma y se cayó en el camino que hay cerca de la cabaña de la señora Ceravieja, y no había manera de que la vaca se moviese de allí y mi padre fue a su cabaña y llamó a la puerta y ella abrió y, antes de que el pudiera abrir la boca, ella le dijo: «Tu vaca está enferma, Tejedor», así como si tal cosa... Y luego le dijo...
—¿Te refieres a esa vieja vaca pinta que tenía tu padre?-quiso saber Carretero.
—No, el que tenía la vaca pinta era mi tío, la nuestra era la que tenía un cuerno medio aplastado —dijo Tejedor—. Bueno, el caso es que...
—Hubiese jurado que era pinta —dijo Carretero—. Me acuerdo de que un día mi padre la estaba mirando por encima del seto y dijo: «Hay que ver lo bonitas que son las manchas de esa vaca, hoy en día ya no hacen manchas así». Eso fue cuando teníais aquel viejo campo al lado del Pozo de Cabb.
—Nosotros nunca hemos tenido ese campo, el que lo tenía era mi primo —dijo Tejedor—. Bueno, el caso es que...
—¿Estás seguro?
—El caso es que —dijo Tejedor— ella le dijo: «Espera aquí y te daré algo para la vaca», y fue a la parte de atrás de su cocina y volvió con un par de enormes píldoras rojas, y entonces le...
—¿Y cómo se aplastó el cuerno? —preguntó Carretero.
—... y entonces le dio una de las píldoras a mi padre y dijo: «Lo que tienes que hacer es subirle el rabo y meterle esta píldora allí donde no brilla el sol, y enseguida se levantará y echará a correr», y mi padre le dio las gracias, y cuando iba a salir de su cabaña se le ocurrió preguntarle para qué era la otra píldora, y ella lo miró de una manera muy rara y dijo: «Bueno, supongo que querrás alcanzarla, ¿no?».
—Sería ese valle tan profundo que hay cerca de Tajada —dijo Carretero.
Todos lo miraron.
—¿De qué estás hablando exactamente? —preguntó Tejedor.
—Queda justo detrás de la montaña —dijo Carretero, asintiendo como si hubiera estado allí—. Siempre hay mucha sombra. Supongo que la señora Ceravieja se refería a eso, ¿no? El sitio donde no brilla el sol. Claro que queda un poco lejos para una píldora, pero supongo que las brujas son así.
Tejedor les guiñó un ojo a los demás.
—Oye —dijo—, lo que os estaba diciendo es que ella se refería a... Bueno, al sitio donde el mono puso su nuez.
Carretero meneó la cabeza.
—En Tajada no hay monos —dijo. Una lenta sonrisa iluminó su rostro—. ¡Oh, ahora lo entiendo! ¡Esa mujer está lela!
—Me parece que esos tipos de Ankh que escriben obras nos tienen pero que muy bien calados, ¿eh? —dijo Panadero—. Pásame la jarra.
Jason volvió la cabeza nuevamente. Cada vez estaba más nervioso. Sus manos, que siempre se hallaban en contacto cotidiano con el hierro, le habían empezado a picar.
—Bueno, chicos, me parece que deberíamos ir pensando en volver a casa —consiguió decir.
—Qué noche tan bonita —dijo Panadero, sin moverse de donde estaba—. Mirad cómo parpadean esas estrellas.
—Pero empieza a hacer un poco de frío —dijo Jason.
—El aire huele a nieve —dijo Carretero.
—Oh, sí —dijo Panadero—. Eso es. Nieve en pleno verano. Eso es lo que les cae encima allí donde no brilla el sol.
—Calla, calla, calla —dijo Jason.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¡Algo va mal! ¡No deberíamos estar aquí arriba! ¿Es que no lo sentís?
—Oh, siéntate de una vez —dijo Tejedor—. Todo va bien. Lo único que noto es el aire. Y todavía queda un poco de esfumino en la jarra.
Panadero se recostó.
—Me estoy acordando de una vieja historia sobre este sitio —dijo—. Un hombre se quedó dormido aquí, cuando había salido a cazar.
La jarra gorgoteó en la penumbra.
—¿Y qué? Eso de quedarse dormido también puedo hacerlo yo —dijo Carretero—. Cada noche lo hago, ¿sabes?
—Ah, pero ese hombre, cuando despertó y volvió a su casa, se encontró con que su esposa estaba viviendo con otro tipo y todos sus hijos habían crecido y no sabían quién era él.
—Justo lo que me sucede a mí un día sí y otro también —dijo Tejedor con voz lúgubre.
Panadero olisqueó el aire.
—Sabéis, la verdad es que sí que huele un poquito a nieve. Ya sabéis a qué me refiero, ¿no? Esa especie de olor picante.
Techador se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el brazo.
—Os diré una cosa —anunció—. Si yo creyera que mi pariente se casaría con otro y que esas montañas que tengo por hijos se largarían a otro sitio y dejarían de vaciar la despensa cada día, subiría corriendo aquí con una manta. ¿Quién tiene esa jarra?
Jason bebió un trago para calmarse los nervios, y descubrió que se sentía mejor apenas el alcohol empezó a disolver sus sinapsis.
Pero hizo un esfuerzo.
—Eh, muchachos —dijo con voz pastosa—, tengo otra jarra enfriándose en la artesa de la fragua. ¿Qué me decís? Podríamos bajar allí. ¿Muchachos? ¿Muchachos?
Hubo un coro de suaves ronquidos.
—Oh, muchachos.
Jason se levantó.
Las estrellas giraron.
Jason se desplomó suavemente. La jarra se le cayó de las manos y rodó sobre la hierba.
Las estrellas parpadeaban, la brisa era fría y olía a nieve.
El rey cenó solo, lo cual quiere decir que cenó en un extremo de la mesa mientras Magrat cenaba en el otro.
Pero consiguieron quedar para tomar una última copa de vino delante del fuego.
Siempre les costaba saber qué decir en momentos como aquellos. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a pasar lo que se podría llamar tiempo de calidad en compañía de otra persona. La conversación tendía hacia lo críptico.
Y básicamente giraba alrededor de la boda. Para la realeza, las cosas son diferentes. Para empezar, ya tienes de todo. La tradicional lista de bodas con el juego completo de recipientes de plástico y la vajilla de doce piezas parece un poco fuera de lugar cuando ya tienes un castillo con tantísimas habitaciones amuebladas cerradas desde hace tanto tiempo que las arañas se han escindido en un montón de especies distintas siguiendo estrictos principios evolutivos. Y no puedes limitarte a multiplicarlo todo por el factor realeza y pedir Un Ejército en un Motivo Rojo y Blanco que haga juego con el papel de pared de la cocina. Cuando, se casa, la realeza recibe cosas muy pequeñas, como huevos de relojería exquisitamente construidos, o artículos enormes y bastante voluminosos, como duquesas.
Y luego está la lista de invitados. La lista ya trae bastantes quebraderos de cabeza en una boda corriente, con todos esos viejos parientes que babean y sueltan juramentos, los hermanos que se ponen belicosos en cuanto han bebido una copa, y todas esas personas que No Se Hablan con otras personas debido a Lo Que Dijeron de Nuestra Sharon. La realeza tiene que vérselas con países enteros que se ponen belicosos en cuanto han bebido una copa, y reinos enteros que Han Roto Relaciones Diplomáticas después de lo que el Príncipe de la Corona Dijo de Nuestra Sharon. Verence había conseguido resolver todos esos problemas, pero luego había que pensar en las especies. Los trolls y los enanos de Lancre se llevaban bastante bien entre sí por el sencillo método de no tener nada que ver los unos con los otros, pero bastaría con que hubiera demasiados de ellos bajo el mismo techo, en especial si corría la bebida, y sobre todo si esta corría en dirección a los enanos, para que los invitados empezaran a Romperle los Brazos a la Gente debido a lo que, más o menos, Sus Antepasados Dijeron de Nuestra Sharon.
Y luego hay otras cosas...
—¿Cómo está la chica que trajeron?
—Le he dicho a Millie que no la pierda de vista. ¿Qué están haciendo esas dos?
—No lo sé.
—Eres el rey, ¿no?
Verence se removió nerviosamente.
—Pero ellas son brujas. No me gusta hacerles preguntas.
—¿Por qué no?
—Podrían darme respuestas. ¿Y qué haría yo entonces?
—¿De qué quería hablarte Yaya?
—Oh, ya sabes... cosas...
—No sería... acerca del sexo, ¿verdad?
De pronto Verence puso la cara de un hombre que ha estado esperando un ataque frontal y descubre que están ocurriendo cosas muy desagradables detrás de él.
—¡No! ¿Por qué lo preguntas?
—Tata intentó darme varios consejos de madre. Tuve que morderme la lengua para no echarme a reír. Francamente, las dos me tratan como si fuera una niña grande.
—Oh, no. Nada de eso.
Siguieron sentados a cada lado de la enorme chimenea, ambos sonrojados de pura incomodidad.
Luego Magrat dijo:
—Eh... pediste que te enviaran ese libro, ¿verdad? Ya sabes... el que tenía grabados.
—Oh, sí. Sí, lo hice.
—Ya debería haber llegado.
—Bueno, solo recibimos una diligencia de correos una vez a la semana. Supongo que llegará mañana. Estoy harto de tener que bajar corriendo hasta ahí cada semana por si acaso Shawn llega primero.
—Eres el rey. Deberías decirle que no lo hiciera.
—Bueno, en realidad no querría tener que hacerlo. Se lo toma todo con tanto entusiasmo...
Un leño muy grande se partió en dos con un crujido encima de los morillos de hierro.
—¿Realmente se puede conseguir libros sobre... eso?
—Se puede conseguir libros sobre cualquier cosa.
Los dos miraron el fuego. Verence pensaba: No le gusta ser reina, eso ya lo veo, pero eso es lo que eres cuando te casas con un rey, todos los libros lo dicen...
Y Magrat pensaba: Lo encontraba más agradable cuando era un hombre con campanillas plateadas en el sombrero y cada noche dormía en el suelo delante de la puerta de su señor. Entonces podía hablar con él...
Verence dio una palmada.
—Bien, pues ya está bien por hoy. Mañana tendremos un día muy ajetreado, con la llegada de los invitados y todo lo demás.
—Sí. Va a ser un día muy largo.
—Prácticamente el día más largo. Jajá.
—Sí.
—Bueno, supongo que habrán puesto calentadores en nuestras camas.
—¿Shawn ya le ha cogido el tranquillo?
—Eso espero. No puedo permitirme muchos colchones más.
Era una sala muy grande. Las sombras se aglutinaban en los rincones, a cada extremo.
—Supongo —dijo Magrat mientras los dos contemplaban el fuego— que realmente nunca ha habido muchos libros en Lancre. Hasta ahora.
—La alfabetización es una gran cosa.
—Y supongo que la gente se las arreglaba sin ellos.
—Sí, pero no como es debido. Sus técnicas agrícolas eran muy primitivas.
Magrat miró el fuego. Pues sus técnicas matrimoniales tampoco son nada del otro mundo, pensó.
—Entonces más vale que nos vayamos a la cama, ¿no te parece?
—Supongo que sí.
Verence cogió dos palmatorias de plata, encendió las velas con un cirio y le entregó una a Magrat.
—Buenas noches, pues.
—Buenas noches.
Se besaron y se encaminaron hacia sus respectivas habitaciones.
Las sábanas de la cama de Magrat empezaban a ponerse marrones. Sacó el calentador y lo tiró por la ventana.
Después se volvió hacia el guardarropa y lo miró fijamente.
Magrat probablemente fuese la única persona en todo Lancre a la que le preocupaba el que las cosas fueran biodegradables. Los demás se limitaban a esperar que duraran, sabiendo que prácticamente todo termina pudriéndose si le das el tiempo suficiente.
En casa —corrección, en la cabaña donde solía vivir— había una letrina al fondo del huerto. Magrat lo aprobaba. Con un cubo regular de cenizas, un ejemplar del Almanaque del año anterior colgado de un clavo y la forma de un racimo de uvas recortada en la madera de la puerta, la letrina funcionaba de manera muy efectiva. Cada tres o cuatro meses, Magrat tenía que cavar un agujero grande y buscar a alguien que la ayudara a trasladar la caseta.
El guardarropa consistía en: una especie de cuartito techado incrustado en el muro, con un asiento de madera encima de un agujero cuadrado que descendía hasta la base del muro del castillo muy por debajo de allí, donde a su vez había una abertura a partir de la cual una vez a la semana tenía lugar lo de la biodegradabilidad mediante un proceso órgano-dinámico conocido como Shawn Ogg y su carretilla. Eso Magrat lo entendía, y más o menos encajaba con el concepto de la realeza y los plebeyos. Lo que la dejó perpleja fue que dentro hubiera tantos colgadores.
Eran para guardar ropa. Millie le había explicado que las pieles y demás prendas más caras se dejaban colgadas allí. Las polillas eran ahuyentadas por la corriente de aire que salía del agujero y... por el olor.[20]
Magrat había conseguido salirse con la suya en lo tocante a eso, al menos.
Ahora estaba acostada en su cama y miraba el techo.
Por supuesto que quería casarse con Verence, incluso con su barbilla de bebé y sus ojos ligeramente llorosos. Sola en plena noche, Magrat sabía que no estaba en situación de andarse con demasiadas exigencias y, dadas las circunstancias, conseguir un rey era un auténtico golpe de suerte.
Era solo que Magrat lo había preferido cuando era un bufón. Hay algo de verdad atractivo en un hombre que hace tilín-tilín cada vez que se mueve.
Era solo que podía ver un futuro hecho de pésimos tapices y de permanecer sentada mirando por la ventana con expresión melancólica.
Era solo que estaba harta de los libros de etiqueta y linaje y de la Nobleza de Twurp de las Quince Montañas y las Llanuras de Sto.
Para ser una reina tenías que saber esa clase de cosas. Había libros repletos de ellas en la Larga Galería, y Magrat ni siquiera había explorado el final del pasaje. Cómo dirigirse al primo tercero de un conde. Lo que significaban las imágenes de los escudos, todos esos leones passant y regardant. Y lo de la ropa tampoco estaba mejorando. Magrat se había negado a ponerse un griñón, y el enorme sombrero puntiagudo del cual colgaba un pañuelo tampoco le hacía ninguna gracia. A la dama de Shallot probablemente le quedaría precioso, pero en la cabeza de Magrat le daba el aspecto de alguien a quien se le ha caído un enorme cucurucho de helado encima del cuello.
Tata Ogg se había puesto la bata y estaba sentada delante del fuego, fumando su pipa mientras se cortaba las uñas de los pies. De vez en cuando se oía un leve ping seguido por un rebote en partes alejadas de la habitación, y en un momento dado hubo un leve tintineo cuando una lámpara de aceite resultó hecha añicos.
Yaya Ceravieja yacía en su cama, inmóvil y fría. En sus manos surcadas de venas azules, las palabras: NO ESTOI MUERTA...
Su mente vagaba por el bosque, buscando, buscando...
El problema estribaba en que Yaya no podía ir allí donde no había ojos para ver ni oídos para oír.
Por eso no llegó a darse cuenta de que había ocho hombres durmiendo en una hondonada cerca de las piedras. Y soñando...
Lancre se encuentra separado del resto de las tierras de la humanidad por un puente que cruza la Garganta de Lancre, por encima del angosto pero venenosamente rápido y traicionero río Lancre.[21]
La diligencia se detuvo en el otro extremo.
Donde había un poste bastante mal pintado de rojo, negro y blanco tendido a través del camino. El cochero hizo sonar su bocina.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ridcully, asomando la cabeza por la ventanilla.
—Puente de troll.
—Ooops.
Pasado un rato se oyó un retumbar ahogado debajo del puente, y un troll trepó por el parapeto. Para ser un troll iba muy vestido. Además del taparrabos obligatorio, llevaba un casco. El casco había sido diseñado para una cabeza humana, y se mantenía unido a la mucho más voluminosa cabeza del troll gracias a un cordel, pero aun así probablemente no hubiera una palabra mejor que «llevaba».
—¿Qué ocurre? —preguntó el tesorero despertándose.
—Hay un troll en el puente —dijo Ridcully—, pero está debajo de un casco, así que probablemente se trata de algo oficial y se meterá en un buen lío si se come a alguien.[22] No hay de qué preocuparse.
El tesorero se rió, porque se hallaba en la curva ascendente de cualquiera que fuese la montaña rusa por la que estaba viajando su mente en ese instante.
El troll apareció en la ventanilla de la diligencia.
—Buenas tardes, excelencias —dijo—. La inspección de aduanas de costumbre, ya saben.
—Me parece que no tenemos ninguna —balbuceó el tesorero con una gran sonrisa—. Quiero decir que solíamos tener la tradición de hacer rodar huevos duros colina abajo el Martes del Pastel del Alma, pero...
—No —dijo el troll—, me refería a si traen alguna clase de cerveza, bebidas espirituosas, vinos, licores, hierbas alucinógenas o libros de naturaleza salaz o licenciosa.
Ridcully apartó al tesorero de la ventana.
—No —dijo.
—¿No?
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Les interesaría comprar algunos?
—Ni siquiera tenemos —dijo el tesorero, a pesar de los esfuerzos de Ridcully por sentarse encima de su cabeza— un chivo.
Ciertas personas son capaces de ponerse a cantar el himno sudista en el Congreso Nacional de la Gente de Color.
Pero incluso esas personas considerarían carente de tacto mentarle la palabra «chivo» a un troll.
La expresión del troll fue cambiando lentamente, como un glaciar que erosiona media montaña. Ponder trató de meterse debajo del asiento.
—Así que ahora seguiremos tranquilamente, ¿verdad? —dijo el tesorero, con la voz un poco ahogada a esas alturas.
—No quería decirlo —se apresuró a aclarar el archicanciller—. Han sido las píldoras de extracto de rana hablando por él.
—Le aseguro que perdería el tiempo comiéndoseme —dijo el tesorero—. A quien sí que querrá comerse es a mi hermano, que está mucho más mfmfff mfmfff...
—Bueno, en ese caso creo que... —comenzó el troll, y entonces vio a Casavieja—. Ojojó —dijo—. Contrabando de enanos, ¿eh?
—No sea ridículo, amigo —dijo Ridcully—. El contrabando de enanos no existe.
—¿Sí? ¿Y entonces qué es lo que tienen aquí?
—Soy un gigante —dijo Casavieja.
—Los gigantes son mucho más grandes.
—He estado enfermo.
El troll se quedó perplejo. Para un troll, aquello era pensamiento puro a nivel de doctorado. Pero tenía ganas de jaleo. Finalmente lo encontró en el techo de la diligencia, donde el Bibliotecario había estado tomando un baño de sol.
—¿Qué hay dentro de ese saco que llevan ahí arriba?
—Eso no es un saco. Es el Bibliotecario.
El troll hundió un dedo en la voluminosa masa de pelos rojos.
—Ook...
—¿Cómo? ¿Un mono?
—¿Oook?
Unos minutos después, los viajeros estaban apoyados en el parapeto y contemplaban con expresión pensativa el río que discurría allá abajo.
—Ocurre a menudo, ¿verdad? —dijo Casavieja.
—Últimamente ya no tanto —dijo Ridcully—. Es como... ¿Cuál es la palabra, Stibbons? Ya sabe, todo eso del reproducirse y pasarles ciertas cosas a tus críos.
—Evolución —dijo Ponder. Las ondulaciones seguían lamiendo las orillas.
—Exacto. Verás, mi padre tenía un chaleco con pavos reales bordados, y me lo dejó, y ahora lo tengo yo. Lo llaman hereditariedad...
—No, eso no es... —comenzó Ponder, sin la menor esperanza de que Ridcully lo escuchara.
—... así que de todas maneras, ahora en casa la mayoría de las personas ya saben distinguir entre los simios y los monos —dijo Ridcully—. Es pura evolución: si te duele muchísimo la cabeza porque un orangután ha estado intentando agujerear el pavimento con ella, cuesta bastante dejar descendencia. Las ondulaciones habían cesado.
—¿Cree que los trolls saben nadar? —preguntó Casavieja.
—No. Se limitan a hundirse y luego vuelven a la orilla andando —dijo Ridcully, dándose la vuelta y apoyando los codos en el parapeto—. Realmente es como regresar al pasado, sabes. Ah, el viejo río Lancre... Ahí abajo hay truchas que podrían arrancarte un brazo.
—No solo truchas —dijo Ponder, viendo cómo un casco emergía del agua.
—Y un poco más arriba hay lagunas de límpidas aguas —dijo Ridcully—. Llenas de, de, de... límpidos y todas esas cosas. Y puedes bañarte desnudo y nadie te vería. Y pequeños remansos llenos de... agua, no sé, y flores y montones de cosas más. —Suspiró—. Saben, fue en este mismo puente donde ella me dijo que...
—Ha salido del río —dijo Ponder. Pero el troll no se daba mucha prisa en moverse, porque el Bibliotecario había empezado a aplicar plácidamente el principio de la palanca a una de las enormes piedras que formaban el parapeto.
—En este mismo puente le pregunté...
—Tiene un garrote muy grande —dijo Casavieja.
—Este puente, se podría decir, fue el sitio donde estuve a punto de...
—¿Podría dejar de sostener esa roca en alto de una manera tan provocativa, Bibliotecario? —pidió Ponder.
—Oook.
—Siempre sería una ayuda.
—El puente, por si le interesa a alguien, es el sitio donde toda mi vida cambió para...
—¿Por qué no seguimos nuestro camino? —preguntó Ponder—. Todavía le queda mucha distancia por trepar.
—Es una suerte para él que no haya llegado aquí arriba, ¿eh? —dijo Casavieja. Ponder le dio la vuelta al Bibliotecario y lo empujó hacia la diligencia.
—De hecho, este es el puente donde...
Ridcully se volvió.
—¿Viene o no? —preguntó Casavieja, con las riendas en la mano.
—La verdad es que estaba disfrutando de un momento de calidad compuesto por nebulosas rememoraciones nostálgicas —dijo Ridcully—. Cosa de la que ninguno de ustedes, mamones, se ha dado cuenta, por supuesto.
Ponder le sostenía la puerta.
—Bueno, ya sabe lo que dicen —comentó—. No se puede cruzar el mismo río dos veces, archicanciller.
Ridcully lo miró fijamente.
—¿Por qué no? Eso de ahí es un puente.
En el techo de la diligencia, el Bibliotecario cogió el cornetín del cochero, mordió la punta con expresión pensativa —bueno, nunca se sabe— y después sopló tan fuerte que consiguió dejarlo recto.
Era primera hora de la mañana en Lancre, y el pueblo se hallaba más o menos desierto. Los granjeros se habían levantado horas antes para maldecir, mascullar y tirarles un cubo a las vacas, y luego se habían vuelto a la cama.
El sonido del cornetín rebotó en las casas.
Ridcully bajó de la diligencia dando un gran salto e hizo una profunda y melodramática inspiración de aire.
—¿Pueden olerlo? —preguntó—. Es auténtico aire fresco de la montaña, eso es lo que es —añadió dándose una palmada en el pecho.
—Acabo de pisar algo rural —dijo Ponder—. ¿Dónde está el castillo, señor?
—Creo que podría ser esa enorme cosa negra que se eleva por encima del pueblo —dijo Casavieja.
El archicanciller se plantó en el centro de la plaza y giró lentamente con los brazos extendidos.
—¿Ven esa taberna? —dijo—. ¡Ja! Si tuviera un penique por cada vez que me echaron a patadas de allí, tendría... cinco dólares y treinta y ocho peniques. Y ahí arriba está la vieja fragua, y un poco más allá está la casa de la señora Persifleur, donde me alojaba. ¿Ven ese pico de ahí? Pues es Cabeza de Cobre. Un día subí a la cima con el viejo Carbonáceo el troll. Oh, grandes días, grandes días. ¿Y ven ese bosque que hay allá abajo, en la colina? Ahí es donde ella... —Su voz se convirtió en un balbuceo entrecortado—. Oh, caramba. Todo me está volviendo a la memoria... Menudo verano. Ya no hacen veranos así —suspiró—. Saben, daría cualquier cosa por volver a recorrer esos bosques con ella. Había tantas cosas que nunca... Oh, bueno. Vamos.
Ponder contempló Lancre. Había nacido y se había criado en Ankh-Morpork. En lo que a él concernía, el campo era algo que les ocurría a otras personas, y la mayor parte de ellas tenía cuatro patas. En lo que a él concernía, el campo era como el caos primigenio que había precedido al universo, o sea lo que existía antes de que se creara algo con adoquines y paredes, algo civilizado.
—¿Esto es la capital? —preguntó.
—Más o menos —dijo Casavieja, que solía sentir lo mismo hacia los lugares que no estaban pavimentados.
—Apuesto a que no hay ni una sola delicatessen en ningún sitio —dijo Ponder.
—Y la cerveza de aquí —dijo Ridcully—, la cerveza de aquí... ¡Bueno, más vale que prueben la cerveza de aquí! Y además tienen una cosa llamada esfumino, que fabrican con manzanas y... y que me cuelguen si sé qué otras cosas le meten, aunque les aseguro que no te atreves a echarlo en un tazón metálico. Debería probarlo, señor Stibbons. Le haría salir pelo en el pecho. Y en el suyo... —Se volvió hacia el siguiente en bajar de la diligencia, que casualmente era el Bibliotecario.
—¿Oook?
—Bueno, yo, eh, en su caso yo me limitaría a beber lo que más me apeteciera —dijo Ridcully.
Bajó el saco del correo del techo.
—¿Qué hacemos con esto? —preguntó.
Oyó pasos detrás de él y se volvió para ver a un joven bajito y sonrojado envuelto en una enorme cota de mallas que le quedaba grande y le daba la apariencia de un lagarto que ha perdido kilos muy deprisa.
—¿Dónde está el cochero de la diligencia? —preguntó Shawn Ogg.
—No se encuentra muy bien —dijo Ridcully—. Tuvo un súbito ataque de bandidos. ¿Qué hacemos con esto?
—Yo cojo las cosas del palacio, y generalmente dejamos el saco colgado de un clavo delante de la taberna para que la gente se vaya sirviendo —dijo Shawn.
—¿No es un poco peligroso? —preguntó Ponder.
—No lo creo. Es un clavo muy sólido —dijo Shawn, hurgando en el saco.
—Me refería a que alguien podría robar cartas.
—Oh, nunca harían eso, nunca harían eso. Si alguien lo hiciera, entonces una de las brujas iría y lo miraría fijamente. —Shawn se metió unos paquetes debajo del brazo y colgó el saco del susodicho clavo.
—Sí, esa es otra cosa que solían tener por aquí —dijo Ridcully—. ¡Brujas! Esperen, voy a contarles unas cuantas cosas acerca de las brujas de por aquí...
—Mi mamá es una bruja —dijo Shawn afablemente mientras continuaba hurgando en el saco.
—Por mucho que busquen no las encontrarán mejores, no señor —dijo Ridcully, cambiando la marcha mental en una fracción de segundo—. Y digan lo que digan, les aseguro que no son ninguna pandilla de viejas entrometidas y ávidas de poder.
—¿Han venido para asistir a la boda?
—Así es. Soy el archicanciller de la Universidad Invisible, este es el señor Stibbons, un mago, este es... ¿Dónde se ha metido? Oh, ahí está: este es el señor Casavieja...
—Conde —dijo Casavieja—. Soy conde.
—¿De veras? No nos lo había dicho.
—Bueno, ustedes tampoco me lo preguntaron, ¿verdad? No es lo primero que dices cuando te encuentras con alguien.
Ridcully entrecerró los ojos.
—Pero yo creía que los enanos no tenían títulos —dijo.
—Le presté un pequeño servicio a la reina Agantia de Skund —explicó Casavieja.
—¿Eso hizo? Vaya, vaya. ¿Como cuánto de pequeño?
—No tanto.
—Caramba. Y ese es el tesorero, y ese es el Bibliotecario. —Ridcully dio un paso atrás, movió las manos en el aire y articuló silenciosamente las palabras: No Diga Mono.
—Encantado de conocerlo —dijo Shawn educadamente.
Ridcully se sintió impulsado a investigar.
—El Bibliotecario —repitió.
—Sí, ya me lo ha dicho. —Shawn dirigió una inclinación de la cabeza al orangután—. ¿Cómo está usted?
—Ook.
—Quizá se esté preguntando por qué tiene ese aspecto —insistió Ridcully.
—No, señor.
—¿No?
—Mi mamá dice que ninguno de nosotros puede evitar ser como es —dijo Shawn.
—Qué dama tan singular. ¿Y cómo se llama? —preguntó Ridcully.
—Señora Ogg, señor.
—¿Ogg? ¿Ogg? Ese nombre me suena. ¿Algún parentesco con Sobriedad Ogg?
—Era mi papá, señor.
—Cielos. Así que eres el hijo del viejo Sobriedad, ¿eh? ¿Y qué tal está el viejo diablo?
—Pues como está muerto la verdad es que no lo sé, señor.
—Oh, vaya. ¿Hace cuánto tiempo?
—Murió hará unos treinta años —dijo Shawn.
—Pero no pareces tener más de veinte... —comenzó Ponder, y Ridcully le asestó un codazo en la caja torácica.
—Esto es el campo —siseó—. Aquí la gente hace las cosas de otra manera. Y más a menudo —añadió, volviéndose hacia el rosado y servicial rostro de Shawn—. Bueno, parece que Lancre está empezando a despertar —dijo después, y lo cierto era que los postigos se iban abriendo por toda la plaza—. Desayunaremos en la taberna. Solían preparar desayunos realmente maravillosos. —Volvió a olisquear el aire y sonrió—. Esto es lo que yo llamo aire fresco.
Shawn miró en torno con gran atención.
—Sí, señor —dijo—. Nosotros también lo llamamos así.
Un instante después se oyó un ruido de frenética carrera seguido por una pausa y el rey Verence II dobló la esquina, andando tranquila y lentamente con la cara enrojecida.
—No cabe duda de que le da buen color a la gente —dijo Ridcully con jovialidad.
—¡Es el rey! —siseó Shawn—. ¡Y yo sin mi trompeta!
—Ejem —dijo Verence—. ¿Todavía no ha llegado el correo, Shawn?
—¡Oh, sí, alteza! —dijo Shawn, que se había puesto casi tan sonrojado como el rey—. Lo tengo aquí mismo. ¡No os preocupéis por él! ¡Lo abriré y enseguida lo tendréis todo encima de vuestro escritorio, alteza!
—Hum...
—¿Ocurre algo, alteza?
—Hum... Estaba pensando que quizá...
Shawn ya había empezado a rasgar los envoltorios.
—Aquí tenemos el libro sobre la etiqueta que estabais esperando, alteza, y también ha llegado el manual sobre la cría del cerdo, y este otro... Vamos a ver qué es...
Verence trató de cogerlo. Shawn reaccionó automáticamente tratando de retenerlo. El envoltorio se rompió y el pesado volumen cayó sobre los adoquines. Sus páginas aleteantes ofrecieron sus grabados a la brisa.
Todos miraron hacia abajo.
—¡Caray! —dijo Shawn.
—Cielos —dijo Ridcully.
—Hum —dijo el rey.
—¿Oook?
Shawn cogió el libro con mucho, mucho cuidado, y volvió unas páginas.
—¡Eh, fíjense en este! ¡Lo está haciendo con los pies! ¡No sabía que pudieras hacerlo con los pies! —Le dio un codazo a Ponder Stibbons—. ¡Mire, señor!
Ridcully estaba mirando al rey.
—¿Os encontráis bien, majestad? —preguntó.
Verence se removió nerviosamente.
—Hum...
—Y miren, aquí hay uno en el que los dos tipos lo están haciendo con palos...
—¿Qué? —exclamó Verence.
—Caray —dijo Shawn—. Gracias, alteza. Estoy seguro de que me resultará muy útil. Quiero decir que, bueno, he ido aprendiendo algunas cosas por mi cuenta, un poquito por aquí y otro poquito por allá, pero...
Verence le quitó el libro de las manos y buscó la página del título.
—¿«Artes marciales»? Artes marciales. Pero estoy seguro de que yo escribí Marit...
—¿Alteza?
Hubo un momento exquisito en que Verence tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para recuperar el equilibrio mental, pero finalmente salió vencedor.
—Ah. Sí. Claro. Uh. Bueno, sí. Uh. Por supuesto. Sí. Bueno, verás, un ejército bien entrenado es... es esencial para la seguridad de cualquier reino. Eso es. Sí. Estupendo. Magrat y yo hemos pensado que... Sí. Es para ti, Shawn.
—¡Empezaré a practicar de inmediato, alteza!
—Hum. Muy bien.
Jason Ogg despertó, y enseguida deseó no haberlo hecho.
Hablemos claro. Muchas autoridades en la materia han tratado de describir una resaca, con los elefantes que bailan y similares que suelen emplearse para dicho propósito. Las descripciones nunca funcionan. Siempre huelen a, jojó, esta va por los chicos, jojó, tengamos un poquito de machismo resacoso, jojó, posadero, otras diecinueve pintas de cerveza, eh, anoche cenamos algo, jojó...
Y en cualquier caso, no puedes describir una resaca de esfumino. Su parte menos horrorosa es una sensación de que tus dientes se han disuelto poco a poco hasta acabar esparciéndose alrededor de tu lengua.
Finalmente, el herrero se incorporó y abrió los ojos.[23] El rocío le había empapado la ropa.
Su cabeza parecía estar llena de susurros y nubéculas.
Miró las piedras.
La jarra de esfumino yacía sobre el brezal. Después de haberla contemplado unos momentos, Jason la levantó y echó un trago experimental. Estaba vacía.
Le empujó las costillas a Tejedor con la punta de su bota.
—Despierta, viejo bribón. ¡Hemos pasado toda la noche aquí!
Uno por uno, los integrantes de la cuadrilla de bailes tradicionales de Lancre efectuaron el corto pero doloroso viaje hacia la conciencia.
—Cuando vuelva a casa, nuestra Eva me las hará pagar todas juntas —gimió Carretero.
—Puede que no —dijo Techador, que estaba a cuatro patas buscando su sombrero—. Cuando llegues a casa quizá la encuentres casada con otro, ¿eh?
—Quizá hayan transcurrido cien años —dijo Carretero con voz esperanzada.
—Caray, eso espero —dijo Tejedor, animándose un poco—. Tengo invertidos siete peniques en el Banco de los Ahorros de Ohulan. A interés complicado, seré un millonario. Seré tan rico como Creosoto.
—¿Quién es Creosoto? —preguntó Techador.
—Un ricachón muy famoso —dijo Panadero, extrayendo una de sus botas de un charco de turba—. Es extranjero.
—¿No era aquel que convertía en oro todo lo que tocaba? —dijo Carretero.
—No, ese era otro. El rey no sé qué. Son las cosas que pasan en esos sitios extranjeros. Vivías tan tranquilo, y de pronto todo lo que tocas se convierte en oro. Una auténtica lata, os lo aseguro.
Carretero parecía perplejo.
—¿Y cómo se las apañaba cuando tenía que...?
—Que eso te sirva de lección, joven Carretero —dijo Panadero—. No te muevas de aquí, donde la gente es sensata, y que no se te ocurra largarte a esos lugares del extranjero en los que de pronto puedes encontrarte con una fortuna en las manos y nada en que gastarla.
—Nos quedamos dormidos y hemos pasado toda la noche aquí arriba —dijo Jason con vacilación—. Eso es peligroso.
—En eso tiene razón, señor Ogg —dijo Carretero—. Me parece que algo ha ido al lavabo dentro de mi oreja.
—Quiero decir que se te pueden meter cosas extrañas en la cabeza.
—Sí, yo también me refería a eso.
Jason parpadeó. Estaba seguro de que había soñado. Se acordaba de haber soñado. Pero no conseguía recordar qué había soñado. Aun así, todavía tenía la sensación de que en su cabeza había muchas voces hablando, pero demasiado lejos para que pudieran ser oídas.
—Oh, bueno —dijo, logrando levantarse al tercer intento—, probablemente no habrá ocurrido nada demasiado grave. Volvamos a casa y veamos en qué siglo estamos.
—Oye, ¿y en qué siglo estamos? —preguntó Techador.
—El Siglo del Murciélago Frugívoro, ¿no? —dijo Panadero.
—Puede que ya no lo sea —dijo Carretero esperanzadamente.
Acabó resultando que era el Siglo del Murciélago Frugívoro. Lancre apenas tenía necesidad de emplear unidades de tiempo más pequeñas que una hora o más grandes que un año, pero unas cuantas personas estaban engalanando la plaza del pueblo y un grupo de hombres habían empezado a erigir el Poste de Mayo. Alguien estaba clavando un retrato muy mal pintado de Verence y Magrat debajo del que se leía: Dioses Vendigan a sus Maiestades.
Sin apenas intercambiar palabra, los hombres se separaron y cada uno siguió su tambaleante camino.
Una liebre trotó a través de las neblinas matinales hasta llegar a la vieja cabaña torcida que se alzaba en su claro del bosque.
Llegó a un tocón que había entre la letrina y las Hierbas. La mayoría de los animales del bosque se mantenía alejada de las Hierbas. Eso se debía a que durante los cincuenta últimos años, los animales que no se mantenían alejados de las Hierbas habían tendido a no tener descendientes. Unos cuantos zarcillos ondulaban en la brisa, lo cual era bastante extraño porque no había ninguna brisa.
La liebre se sentó en el tocón.
Y entonces hubo una sensación de movimiento. Algo dejó a la liebre y atravesó el aire hacia una ventana abierta en el piso de arriba. El algo era invisible, al menos para la vista normal.
La liebre cambió. Antes se había movido con un propósito deliberado. Ahora saltó al suelo y empezó a lavarse las orejas.
Pasado un rato la puerta trasera se abrió y Yaya Ceravieja salió por ella, moviéndose con envarada lentitud y llevando un cuenco de pan y leche en las manos. Lo dejó en el escalón y se volvió sin mirar atrás, cerrando nuevamente la puerta detrás de ella.
La liebre se acercó un poco más.
Es difícil saber si los animales entienden las obligaciones o la naturaleza de las transacciones. Pero eso carece de importancia. Las obligaciones forman parte de la brujería. Si de verdad quieres poner nerviosa a una bruja, hazle un favor que no tenga manera de devolverte. La obligación incumplida la roerá por dentro como un sordo dolor de tripas.
Yaya Ceravieja había estado montando la mente de la liebre durante toda la noche. Ahora le debía algo. Durante unos días habría pan y leche delante de su cabaña.
Tenías que devolver lo que se te había dado, bueno o malo. Existía más de un tipo de obligación. Eso era lo que la gente nunca llegaba a entender, se dijo Yaya mientras volvía a la cocina. Magrat no lo había entendido, y aquella chica nueva tampoco. Las cosas tenían que equilibrarse. No podías marcarte la meta de ser una bruja buena o una bruja mala. Eso nunca funcionaba mucho tiempo. Lo único que podías tratar de ser era una bruja, con todas tus fuerzas.
Se sentó junto al frío hogar, y resistió la tentación de peinarse las orejas.
Habían logrado abrirse paso por algún sitio. Yaya podía sentirlo en los árboles, en las mentes de diminutos animales. Y ella estaba planeando algo para dentro de poco. El solsticio de verano no tenía nada de especial en el sentido oculto del término, por supuesto, pero sí en las mentes de las personas. Y las mentes de las personas era el sitio donde los elfos eran más fuertes.
Yaya sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la reina. No a Magrat, sino a la auténtica reina.
Y sería derrotada.
Yaya había dedicado toda su vida a controlar los recovecos de su propia mente. Se enorgullecía de ser lo mejor que había.
Pero ya no. Justo cuando necesitaba toda su segundad en sí misma, no podía confiar en su mente. Podía sentir los cautelosos sondeos de la reina y todavía podía recordar la sensación de aquella mente, de hacía tantas décadas. Y no parecía haber perdido su habitual habilidad con el Préstamo. Pero en cuanto a ella misma... Bueno, si no hubiera tomado la costumbre de dejarse notas, se habría sentido totalmente perdida. Ser una bruja significaba saber con toda exactitud quién eras y dónde estabas, y Yaya estaba perdiendo la capacidad de saber ambas cosas. Anoche se había sorprendido a sí misma poniendo la mesa para dos personas. Había intentado entrar en una habitación que no tenía. Y pronto tendría que luchar con un elfo.
Si te enfrentabas a un elfo y perdías... entonces, si tenías suerte, morirías.
Una Millie Chillum que no paraba de soltar risitas le llevó el desayuno a la cama a Magrat.
—Los invitados ya están llegando, señora. ¡Y en la plaza hay banderas y todo lo demás! ¡Y Shawn ha encontrado la carroza de la coronación!
—¿Cómo puedes perder una carroza? —preguntó Magrat.
—La habían metido en uno de los viejos establos, señora. Ahora mismo le está dando una capa de pintura dorada.
—Pero vamos a casarnos aquí —dijo Magrat—. No tenemos que ir a ninguna parte.
—El rey dijo que quizá podrían ir un ratito en ella. Puede que hasta llegar a Culo de Mal Asiento, dijo. Con Shawn Ogg como escolta militar. Para que la gente pueda saludarlos agitando la mano y gritando hurra. Y luego volver aquí.
Magrat se puso su bata y fue a la ventana de la torre. Desde allí podía ver más allá de las murallas exteriores y hasta la misma plaza de Lancre, que ya se hallaba llena de gente. Habría sido un día de mercado en cualquier caso, pero además habían empezado a colocar bancos y el Poste de Mayo ya estaba en su sitio. Hasta había unos cuantos enanos y trolls, educadamente alejados los unos de los otros.
—Acabo de ver a un mono cruzando la plaza —dijo Magrat.
—¡El mundo entero está viniendo a Lancre! —dijo Millie, que en una ocasión había ido hasta Tajada.
Magrat divisó el lejano retrato de ella y su prometido.
—Menuda tontería —dijo hablando consigo misma, pero Millie la oyó y se quedó perpleja.
—¿Qué quiere decir, señora?
—¡Todo esto! ¡Por mí!
Millie retrocedió, presa de un súbito temor.
—¡Solo soy Magrat Ajostiernos! ¡Los reyes deberían casarse con princesas y duquesas y personas así! ¡Personas que estén acostumbradas a todo eso! ¡No quiero que la gente grite hurra solo porque he pasado por ahí en una carroza! ¡Y especialmente no personas que me conocen de toda la vida! Todo esto... esto... —su frenético ademán abarcó el odiado guardarropa, la enorme cama de cuatro postes y el vestidor repleto de caros y tiesos vestidos— todas estas cosas... ¡no son para mí! Son para una especie de idea. ¿Cuando eras pequeña nunca tuviste esos recortables, esas muñecas, ya sabes... esas muñecas que recortabas, y también había todos esos vestidos que se podían recortar? ¿Y podías hacerles hacer todo lo que quisieras? ¡Pues esa soy yo! Es... ¡es como las abejas! ¡Me están convirtiendo en una reina tanto si quiero como si no! ¡Eso es lo que me está ocurriendo!
—Estoy segura de que el rey le ha comprado toda esa ropa tan bonita porque...
—No me refiero únicamente a la ropa. Lo que quiero decir es que la gente gritaría hurra aunque... ¡aunque en esa carroza fuese cualquiera!
—Pero fue usted la que se enamoró del rey, señora —dijo Millie valientemente.
Magrat, que nunca había llegado a analizar a fondo aquella emoción, titubeó por un instante. Al cabo dijo:
—No. Entonces no era rey. Nadie sabía que iba a ser rey. Solo era un hombrecito triste y encantador que llevaba una gorra y muchas campanillas, y al que nadie hacía caso.
Millie retrocedió un poquito más.
—Supongo que serán nervios, señora —balbuceó—. Todo el mundo se pone un poco nervioso el día antes de su boda. ¿Quiere que... que vaya a prepararle un poco de té de hierbas para...?
—¡No estoy nerviosa! ¡Y puedo prepararme mi propio té de hierbas si da la casualidad de que me apetece!
—La cocinera es muy suya y no quiere que nadie entre en el herbario sin su permiso, señora —dijo Millie.
—¡Ya he visto ese herbario! ¡No hay más que salvia pasada y perejil amarillento! ¡Si no puedes meterlo en el trasero de un pollo, la cocinera no considera que sea una hierba! Y de todas maneras... ¿quién es la reina en estos andurriales?
—Creía que usted no quería serlo, señora —dijo Millie.
Magrat la miró fijamente. Por un momento pareció discutir consigo misma.
Millie podía no ser la chica mejor informada del mundo, pero no era idiota. Ya había llegado a la puerta y salido por ella antes de que la bandeja del desayuno se estrellara contra la pared.
Magrat estaba sentada en la cama con la cabeza apoyada en las manos.
No quería ser reina. Ser reina era como ser un actor, y a Magrat nunca se le había dado demasiado bien actuar. Es más, siempre había tenido la sensación de que no se le daba demasiado bien interpretar el papel de Magrat.
El estrépito de las actividades prenupciales se elevaba del pueblo. Habría bailes populares, por supuesto —no parecía haber manera de evitarlo—, y probablemente también se perpetrarían algunas canciones tradicionales. Y habría osos danzantes y malabaristas cómicos y la competición del poste engrasado, que por alguna razón Tata Ogg siempre ganaba. Y jugarían a los bolos con un cerdo. Y también habría pesca dentro de un recipiente de avena, una actividad que habitualmente estaba a cargo de Tata Ogg: era un hombre valeroso el que metía la mano en un recipiente de avena llenado por una bruja dotada de un gran sentido del humor. A Magrat siempre le habían gustado las ferias. Hasta ahora.
Bueno, todavía había algunas cosas que podía hacer.
Se vistió por última vez con sus ropas de plebeya, y fue por la escalera de atrás a la torre de poniente y la habitación en la que yacía Diamanda.
La herida estaba curando bastante bien, pero parecía haber...
Magrat fue hacia la campanilla del rincón y tiró de ella.
Un par de minutos después Shawn Ogg llegó jadeando. Había pintura dorada en sus manos.
—¿Qué son todas esas cosas? —quiso saber Magrat.
—Hum. Preferiría no tener que hablar de ello, señora...
—Da la casualidad de que una es... prácticamente... la reina —dijo Magrat.
—Sí, pero el rey dijo... Bueno, Yaya dijo...
—Da la casualidad de que Yaya Ceravieja no gobierna el reino —dijo Magrat. Cuando hablaba así se odiaba a sí misma, pero parecía dar resultado—. Y de todas maneras Yaya Ceravieja no se encuentra aquí. Una sí que se encuentra aquí, no obstante, y si no le cuentas a una qué está ocurriendo, una se asegurará de que tengas que hacer todos los trabajos sucios del palacio.
—Pero es que ya los hago —dijo Shawn.
—Me aseguraré de que haya trabajos todavía más sucios.
Magrat cogió uno de los bultos. Estaba formado por tiras de sábana envolviendo lo que resultó una barra de hierro.
—Está rodeada de ellas —dijo—. ¿Por qué?
Shawn se miró los pies. También había pintura dorada en sus botas.
—Bueno, mamá dijo...
—¿Sí?
—Mamá dijo que me asegurase de que hubiera hierro alrededor de ella. Así que yo y Millie cogimos unas cuantas barras de la herrería y las envolvimos así, y Millie las colocó alrededor de ella.
—¿Por qué?
—Para mantener alejados a los... los Lores y las Damas, señora.
—¿Qué? ¡Esas no son más que viejas supersticiones! Y en cualquier caso, todo el mundo sabe que los elfos son buenos, diga lo que diga Yaya Ceravieja.
Detrás de ella, Shawn se encogió. Magrat sacó de la cama los trozos de hierro envueltos en tiras de sábana y los arrojó al rincón.
—Nada de cuentos de viejas aquí, muchísimas gracias. ¿Hay algo más de lo que no se me haya tenido al corriente, por casualidad?
Shawn meneó la cabeza, culpablemente consciente de la cosa que había en la mazmorra.
—¡Uh! Bueno, ya puedes irte. Verence quiere que el reino sea moderno y eficiente, y eso significa que se acabaron las herraduras y demás tonterías. Vamos, vete de una vez.
—Sí, señorita reina.
Al menos puedo hacer algo positivo por aquí, se dijo Magrat.
Sí. Piensa con la cabeza. Ve a ver a Verence. Habla. Magrat se aferró a la idea de que prácticamente todo podía llegar a solucionarse con tal que las personas hablaran entre sí.
—¿Shawn?
El muchacho se detuvo delante de la puerta.
—¿Sí, señora?
—¿Sabes si el rey ha bajado ya a la Gran Sala?
—Creo que todavía se está vistiendo, señorita reina. Lo que sí sé es que no me ha llamado para que hiciera lo de la trompeta.
De hecho, Verence, al que no le gustaba demasiado tener que ir a todas partes precedido por la idea que Shawn tenía de una fanfarria, ya había bajado de incógnito. Pero Magrat fue sigilosamente a su habitación, y llamó a la puerta.
¿Por qué andarse con rodeos? A partir de mañana aquella habitación también sería la suya, ¿no? Puso la mano en el pomo y este giró. Sin llegar a quererlo del todo, Magrat entró.
En cualquier caso, difícilmente se podía decir que las habitaciones del castillo pertenecieran a alguien. Habían tenido demasiados ocupantes a lo largo de los siglos. Su misma atmósfera era el equivalente a esas paredes llenas de agujeritos dejados por las chinchetas con que los ocupantes del último curso han clavado los pósters de grupos de rock disueltos hace ya mucho tiempo. No podías dejar grabada tu personalidad en aquella piedra. Si lo intentabas, la piedra respondería grabándote la suya en la cabeza.
Para Magrat, entrar en el dormitorio de un hombre era como el que un explorador se adentrara en aquella parte del mapa en que se leía Aquí Hay Dragones.[24]
Y aquel dormitorio no era exactamente lo que hubiese debido ser.
Verence había llegado al concepto de dormitorio bastante tarde en la vida. Cuando era pequeño, toda la familia dormía encima de un montón de paja en el altillo de la cabaña. Durante su aprendizaje en el Gremio de Bufones, Verence había dormido en un catre en un dormitorio muy largo con otros muchachos tristes y abatidos. Después de graduarse como bufón había dormido, según prescribía la tradición, hecho un ovillo delante de la puerta de su señor. De pronto, a una edad más tardía de lo habitual, le había sido revelado el concepto de los colchones blandos.
Y Magrat acababa de pasar a ser partícipe del gran secreto.
No había funcionado.
Allí estaba la Gran Cama de Lancre, que se decía era capaz de acoger a una docena de personas, aunque la historia nunca había llegado a aclarar en qué circunstancias y por qué podía ser necesaria tal cosa. Era enorme, y de roble.
Aparte de lo cual, y eso saltaba a la vista, nadie había dormido en ella.
Magrat apartó las sábanas y olió el aroma del lino. Pero también olía a sábanas poco aireadas, como si nunca se hubiera dormido en ellas.
Recorrió la habitación con la mirada hasta que sus ojos se posaron en la pequeña naturaleza muerta que había junto a la puerta. Allí había una camisa de dormir doblada, una palmatoria y una pequeña almohada.
En lo que a Verence concernía, una corona solo cambiaba el lado de la puerta en el que dormías.
Oh, dioses. Verence siempre había dormido delante de la puerta de su señor. Y ahora que era rey, dormía delante de la puerta de su reino.
Magrat sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
No podías evitar amar a alguien tan profundamente sentimental.
Fascinada, y consciente de que estaba donde no hubiera debido estar, Magrat se sonó la nariz y continuó explorando. Un montón de prendas tiradas junto a la cama sugería que Verence había llegado a dominar el arte de colgar la ropa tal como era practicado por la mitad de la población del mundo, y también que se topaba con ciertas dificultades a la hora de llevar a cabo las complejas maniobras topológicas necesarias para que sus calcetines quedaran vueltos en la dirección correcta.
Había una mesita minúscula y un espejo. Pegado al marco del espejo había una flor reseca y descolorida que parecía, a los ojos de Magrat, muy similar a las que ella llevaba habitualmente en el cabello.
No hubiese debido seguir mirando. Después ella misma lo admitiría, pero en aquel momento parecía haber perdido el control.
En el centro de la mesita había un cuenco de madera lleno de monedas, trocitos de cordel y los residuos generales del bolsillo vaciado nocturnamente.
Y un papel doblado. Muy doblado, como si hubiera pasado bastante tiempo dentro del susodicho bolsillo.
Magrat lo cogió y lo desdobló.
Las laderas interiores de las Montañas del Carnero estaban repletas de pequeños reinos. Cada estrecho valle, cada cornisa sobre la que pudiera estar de pie algo que no fuese una cabra, era un reino. En las Montañas del Carnero había reinos tan pequeños que, si fueran asolados por un dragón, y si ese dragón hubiera sido abatido por un joven héroe, y el rey le hubiera dado la mitad de su reino a ese joven héroe tal como estipula la Sección Tres del Código Heroico, entonces no habría quedado reino. Había guerras de anexión que duraban años meramente porque alguien quería un sitio donde poder almacenar el carbón.
Lancre era uno de los reinos más extensos. De hecho, podía permitirse el lujo de tener un ejército en pie de guerra.[25]
Reyes, reinas y varios órdenes subordinados de la aristocracia estaban llegando en un incesante desfile por el puente de Lancre, observados por un troll empapado y disgustado y que había decidido dejar correr lo de vigilar el puente durante el resto del día.
La Gran Sala había sido abierta. Malabaristas y tragafuegos deambulaban entre el gentío. En la galería de los trovadores, una pequeña orquesta tocaba el violín de una sola cuerda de Lancre y las célebres gaitas de las Montañas del Carnero, pero afortunadamente quedaba más o menos ahogada por la algarabía de la multitud.
Tata Ogg y Yaya avanzaban a través de dicha multitud. En deferencia a que se trataba de una ocasión festiva, Tata había sustituido su habitual sombrero negro puntiagudo por uno de la misma forma pero de color rojo, adornado con cerezas de cera. —Todo el gordo mundo está aquí —observó, cogiendo una bebida de una bandeja que pasaba—. Nuestro Shawn me ha dicho que incluso hay unos cuantos magos de Ankh-Morpork. Dijo que uno de ellos había dicho que yo tenía un cuerpo magnífico. Llevo toda la mañana intentando acordarme de quién puede haber sido.
—Con un pasado tan concurrido como el tuyo, no creo que lo consigas —dijo Yaya, pero el desagradable comentario fue una mera reacción automática carente de auténtico entusiasmo. Eso preocupó un poco a Tata Ogg. Su amiga parecía muy lejos de allí—. Recuerda que hay ciertos aristócratas a los que no queremos ver por aquí —añadió Yaya—. No me sentiré tranquila hasta que todo esto haya terminado.
Tata Ogg estiró el cuello para echar una rápida mirada por encima de la cabeza de un pequeño emperador.
—No veo a Magrat —dijo—. Ahí está Verence hablando con algunos reyes, pero no veo a nuestra Magrat por ninguna parte. Nuestro Shawn ha dicho que Millie Chillum le había dicho que esta mañana estaba hecha un saco de nervios.
—Tanta gente de noble cuna... —dijo Yaya, contemplando las cabezas coronadas que la rodeaban—. Me siento como un pez fuera del agua.
—Bueno, tal como lo veo, una tiene que hacer sus propias aguas —dijo Tata, cogiendo un muslo de pollo asado del bufé y metiéndoselo en una manga.
—No bebas demasiado. Debemos mantenernos alerta, Gytha. Acuérdate de lo que te dije. No te dejes distraer por...
—No puede tratarse de la deliciosa señora Ogg, ¿verdad?
Tata se volvió. No había nadie detrás de ella.
—Aquí abajo —dijo la voz.
Tata bajó la vista y se encontró contemplando una gran sonrisa.
—Oh, vaya —dijo.
—Soy yo, Casavieja —dijo Casavieja, quien parecía todavía más diminuto que de costumbre debido a la enorme[26] peluca empolvada que llevaba—. ¿Se acuerda de mí? En Genua, ya sabe, aquella noche en que no paramos de bailar hasta que vimos salir el sol...
—No lo hicimos.
—Bueno, hubiéramos podido hacerlo.
—Qué sorpresa verlo aquí —dijo Tata con un hilo de voz. Lo más curioso de Casavieja, recordó, era que cuanto más enérgicamente te lo quitabas de encima más deprisa volvía rebotando hacia ti, a menudo desde una dirección inesperada.
—Nuestras estrellas están entrelazadas —dijo Casavieja—. El destino nos ha hecho el uno para el otro. Anhelo su cuerpo, señora Ogg.
—Todavía no he acabado de utilizarlo.
Y a pesar de que sospechaba, muy correctamente, que se trataba de una apertura que el segundo mayor amante del mundo empleaba con cualquier cosa que pareciera vagamente femenina, Tata Ogg tuvo que admitir que se sentía halagada. De joven había tenido muchos admiradores, pero el tiempo la había dejado con un cuerpo que solo podía ser calificado de cómodo y una cara como la del Señor Uva la Pasa Alegre. Fuegos que llevaban mucho tiempo dormidos desprendieron un poquito de humo.
Además, Casavieja le caía bien. La mayoría de los hombres usaba métodos de aproximación bastante oblicuos, en tanto que aquel ataque directo resultaba refrescante.
—Nunca saldría bien —dijo—. Somos básicamente incompatibles. Cuando yo mida metro setenta, tú seguirás midiendo metro diez. Y de todas maneras, soy lo bastante mayor para ser tu madre.
—No puedes serlo. Mi madre tiene casi trescientos años, y su barba es bastante mejor que la tuya.
Y eso era otro punto a su favor, por supuesto. Para lo que se estilaba entre los enanos, Tata Ogg apenas era una adolescente.
—Ay, señor, sois terrible —dijo Tata y le dio un cachete juguetón que le hizo zumbar los oídos—. ¿Acaso queréis hacerle perder la cabeza a una sencilla muchacha del campo como yo?
Una vez recuperado, Casavieja se ajustó la peluca y sonrió.
—Me gustan las chicas con espíritu —dijo—. ¿Qué te parece si mantenemos un pequeño tête-à-tête privado cuando esto haya terminado?
Tata Ogg, súbitamente traicionada por su dominio cosmopolita del lenguaje, se quedó en blanco.
—Disculpa un momento —dijo. Dejó su copa encima de la cabeza de Casavieja y se abrió paso a través de la multitud hasta que encontró a una mujer con aspecto de duquesa, a la que dio un codazo en las regiones del polisón.
—Eh, excelencia, ¿qué es un teti a tet?
—Perdón, ¿cómo dices?
—Un teti a tet, ya sabes. ¿Lo haces con la ropa puesta o qué?
—Significa un encuentro íntimo, mi buena mujer.
—¿Y eso es todo? Oh. Ya.
Tata Ogg volvió a abrirse paso a codazos hacia el vibrante enano.
—Trato hecho —dijo.
—He pensado que podríamos disfrutar de una pequeña cena privada, tú y yo solos —dijo Casavieja—. ¿En una de las tabernas?
Nunca, en una larga historia de romances, había sido invitada Tata Ogg a una cena íntima. Los cortejos de que había sido objeto siempre se habían distinguido más por su cantidad que por su calidad.
—Vale —fue todo lo que se le ocurrió decir.
—Líbrate de tu carabina y reúnete conmigo a las seis.
Tata Ogg miró a Yaya Ceravieja, que los estaba contemplando desde lejos con cara de desaprobación.
—No es mi... —comenzó.
Y entonces se dio cuenta de que Casavieja no podía haber pensado ni por un instante que Yaya Ceravieja realmente estuviera haciéndole de carabina.
Los cumplidos y los elogios también habían sido componentes muy menores de la maquinaria de los cortejos de Tata Ogg.
—Sí, de acuerdo —dijo.
—Y ahora voy a circular un poco, porque no quiero que la gente hable y arruine tu reputación —dijo Casavieja, inclinándose ante Tata Ogg y besándole la mano.
Tata se quedó boquiabierta. Nadie le había besado la mano antes, tampoco, y por cierto nadie, empezando por ella misma, se había preocupado por su reputación.
Mientras el segundo mayor amante del mundo ponía rumbo hacia una condesa, Yaya Ceravieja —que había estado observando desde una discreta distancia[27]— dijo, en un tono muy afable:
—Tienes menos moral que un gato, Gytha Ogg.
—Vamos, Esme, ya sabes que eso no es verdad.
—De acuerdo. Entonces diré que tienes la moral de un gato.
—Eso está mejor.
Tata Ogg alisó su masa de rizos blancos y se preguntó si tendría tiempo de ir a casa y ponerse los corsés.
—Debemos permanecer en guardia, Gytha.
—Sí, sí.
—No podemos permitir que otros asuntos nos distraigan.
—No, no.
—No estás oyendo ni una sola palabra de lo que te digo, ¿verdad?
—¿Qué?
—Bueno, al menos podrías averiguar por qué Magrat no está aquí.
—De acuerdo.
Tata Ogg se alejó, andando como en sueños.
Yaya Ceravieja se volvió...
... hubiese tenido que haber violines. El murmullo del gentío hubiese tenido que disiparse, y la multitud de invitados hubiese tenido que abrirse por su centro en un movimiento natural para dejar un pasaje desierto entre ella y Ridcully.
Hubiese tenido que haber violines. Hubiese tenido que haber algo.
Lo que no hubiese tenido que haber era el Bibliotecario aplastándole sin querer el dedo gordo del pie a Yaya con un nudillo mientras iba hacia el bufé, pero aquello, de hecho, sí que lo hubo.
Ella apenas se enteró.
—¿Esme? —dijo Ridcully.
—¿Mustrum? —dijo Yaya Ceravieja.
Tata Ogg llegó corriendo.
—Esme, acabo de ver a Millie Chillum y me ha dicho que...
El feroz codazo de Yaya Ceravieja la dejó sin respiración. Tata reparó en la escena.
—Ah —dijo—. Bueno, pues, bueno... Bueno, pues en ese caso me voy.
Las miradas volvieron a encontrarse.
El Bibliotecario volvió a pasar cargado con un surtido completo de fruta.
Yaya Ceravieja no le prestó atención.
El tesorero, que se encontraba en el punto medio de su ciclo, le dio una palmadita en el hombro a Ridcully.
—Oiga, archicanciller, estos huevos de codorniz son asombrosamente bue...
—MUÉRASE. Señor Stibbons, coja las píldoras de extracto de rana y mantenga los cuchillos alejados de él, por favor.
Las miradas volvieron a encontrarse.
—Vaya, vaya —dijo Yaya un año después.
—Realmente tiene que ser una noche encantada —dijo Ridcully.
—Sí. Eso me temía.
—Realmente eres tú, ¿verdad?
—Realmente soy yo —dijo Yaya.
—No has cambiado nada, Esme.
—Eso significa que tú tampoco has cambiado. Sigues siendo un mentiroso, Mustrum Ridcully.
Fueron el uno hacia el otro. El Bibliotecario se deslizó por entre ellos cargado con una bandeja de merengues. Detrás de ellos, Ponder Stibbons estaba a cuatro patas en el suelo buscando un frasquito de píldoras de extracto de rana del que se habían salido todas las píldoras.
—Vaya, vaya —dijo Ridcully.
—Qué cosas.
—El mundo es un pañuelo.
—Sí que lo es.
—Tú eres tú y yo soy yo. Asombroso. Y es aquí y ahora.
—Sí, pero entonces era entonces.
—Te mandé un montón de cartas —dijo Ridcully.
—Nunca las recibí.
A Ridcully le empezaban a brillar los ojos.
—Qué raro. Y eso que les eché un montón de hechizos de destino —dijo mirándola de arriba abajo—. ¿Cuánto pesas, Esme? Apostaría a que ni un gramo de más.
—¿Para qué quieres saberlo?
—Dale ese gustito a un anciano.
—En ese caso, peso cincuenta y ocho kilos.
—Hmmm... Eso debería de ser... unas tres leguas yendo hacia el Eje... sentirás un pequeño desplazamiento hacia la izquierda, nada que deba preocuparte...
Moviéndose con la celeridad del rayo, le cogió la mano. Se sentía joven y lleno de entusiasmo. Los magos de la Universidad se habrían quedado asombrados.
—Deja que te aparte de todo esto.
Chasqueó los dedos.
Siempre tiene que haber una conservación más o menos aproximada de la masa. Es una regla mágica fundamental. Si algo es trasladado de A hasta B, entonces algo que estaba en B tiene que encontrarse con que ahora está en A.
Y también está la inercia. Aunque el disco gira muy despacio, varios puntos de sus radios se mueven a distintas velocidades con relación al Eje, y un mago que se proyecte a sí mismo la distancia que sea hacia el Borde debe estar preparado para tomar tierra corriendo.
Las tres leguas que había hasta el Puente de Lancre solo supusieron un leve tirón, para el que Ridcully ya había estado preparado, y un instante después se encontró apoyado en el parapeto con Esme Ceravieja entre los brazos.
El troll de las aduanas que había estado sentado allí hasta hacía una fracción de segundo acabó extendido cuan largo era sobre el suelo de la Gran Sala, casualmente justo encima del tesorero.
Yaya Ceravieja volvió la cabeza hacia las veloces aguas, y luego miró a Ridcully.
—Vuelve a llevarme allí ahora mismo —dijo—. No tienes ningún derecho a hacer esto.
—Cielos, parece que me he quedado sin poder. No lo entiendo y te aseguro que es muy embarazoso, pero de repente tengo los dedos fláccidos —dijo Ridcully—. Podríamos andar, claro. Hace una noche preciosa. Aquí siempre teníais unas noches preciosas.
—¡Ya hace cincuenta o sesenta años de eso! —dijo Yaya—. No puedes aparecer de repente y decir que todos esos años no han sucedido.
—Oh, sé muy bien que han sucedido —dijo Ridcully— Ahora soy el mago que está arriba de todo. Me basta con dar una orden y un millar de magos me... eh... desobedecerán, ahora que lo pienso, o dirán «¿Qué?», o empezarán a llevarme la contraría. Pero no pueden hacer como si yo no existiera.
—He estado varias veces en esa Universidad —dijo Yaya-• Un montón de viejos barbudos que están demasiado gordos. — ¡Exacto! ¡Son ellos!
—Muchos proceden de las Montañas del Carnero —dijo Yaya—. Conocí a unos cuantos chicos de Lancre que llegaron a magos.
—Un área muy mágica —convino Ridcully—. Será por algo que hay en el aire.
Debajo de ellos, la corriente de aguas frías y oscuras, siempre bailando hacia la gravedad, no hacía difícil la navegación.
—Hace años incluso tuvimos de archicanciller a un Ceravieja —dijo Ridcully.
—Eso tengo entendido. Un primo lejano. Nunca llegué a conocerlo —dijo Yaya.
Los dos contemplaron el río por unos instantes. De vez en cuando, una rama arrastrada por la corriente giraba locamente sobre las aguas.
—¿Te acuerdas...?
—Tengo... muy buena memoria, gracias.
—¿Nunca te has preguntado cómo habría sido la vida si hubieras dicho sí? —quiso saber Ridcully.
—No.
—Supongo que habríamos echado raíces en algún sitio y tenido hijos, nietos, esa clase de cosas...
Yaya se encogió de hombros. Era la clase de cosa que decían los idiotas románticos. Pero aquella noche había algo en el aire...
—¿Y el incendio qué? —dijo.
—¿Qué incendio?
—El que consumió nuestra casa justo después de nuestra boda. El que nos mató a los dos.
—¿Qué incendio? No sé nada de ningún incendio.
Yaya se volvió hacia él.
—¡Claro que no! No ocurrió. Pero lo importante es que podría haber ocurrido. No puedes decir que si esto no ha ocurrido entonces habría ocurrido aquello otro, porque no sabes todo lo que podría haber ocurrido. Puedes pensar que algo habría estado muy bien, pero por lo que sabes podría haber resultado horrible. No puedes decir «Ah, si yo hubiera...» porque entonces podrías estar deseando cualquier cosa. Lo importante es que nunca lo sabrás. Lo has dejado atrás, así que no sirve de nada pensar en ello. Por eso no pienso en ello.
—Los Pantalones del Tiempo —dijo Ridcully con expresión pensativa. Cogió un trozo de piedra que se había desprendido del parapeto y lo lanzó al agua. El trozo hizo plunk, como suele suceder.
—¿Qué?
—Es la clase de cosa de la que hablan continuamente en el edificio de Magia de Altas Energías, ¡Y se llaman magos! Deberías oírlos hablar. Esos bobos no sabrían reconocer una espada mágica ni aunque les mordiera en la rodilla. Los jóvenes magos de hoy en día son así. Creen haber inventado la magia.
—¿Sí? Pues deberías ver a las chicas que quieren ser brujas hoy en día —dijo Yaya Ceravieja—. Sombreros de terciopelo, lápiz de labios negro y guantes de encaje sin dedos. Y además son todas unas descaradas.
Inmóviles uno junto al otro, los dos contemplaban el río.
—Los Pantalones del Tiempo —dijo Ridcully—. Un tú baja por una pernera, y un tú baja por la otra. Y además todo está lleno de continuinutinios. Cuando yo era joven solo había un universo decente y era este, y solo tenías que preocuparte de que ninguna criatura escapara de las Dimensiones Mazmorra, pero al menos había este dichoso universo real y sabías qué terreno pisabas. Ahora resulta que hay millones de esas condenadas cosas. Y además está ese maldito gato que, según han descubierto, puedes meter dentro de una caja y está muerto y vivo al mismo tiempo. O algo por el estilo, no sé. Y siempre están corriendo de un lado a otro diciendo maravilloso, maravilloso, hurra, aquí viene otro cuanto. Pídeles que hagan un hechizo de levitación como está mandado y te mirarán como si hubieras empezado a babear. Deberías oír las cosas que dice el joven Stibbons. Hace poco intentó convencerme de que yo no me había invitado a mi propia boda. ¡Yo!
Un martín pescador surgió de una ladera de la cañada, descendió sobre el agua con apenas una ondulación y se elevó en dirección contraria con algo plateado retorciéndose en su pico.
—No paraba de repetir que todo está ocurriendo al mismo tiempo —prosiguió Ridcully con voz malhumorada—. Como si el elegir no existiera, ya sabes. Lo único que haces es decidir hacia qué pernera vas. Stibbons asegura que tú y yo llegamos a casarnos, ¿entiendes? Así que ahí fuera hay millares de yoes que nunca llegaron a ser magos, de la misma manera que hay millares de túes que, oh, respondieron a las cartas. ¡Ja! Para ellos, nosotros somos algo que pudo haber sido. No sé qué opinarás tú, pero creo que un chico en edad de crecer no debería pensar esas cosas. Cuando empecé a estudiar magia, el viejo Alaridos Spold era archicanciller, y si alguno de los magos jóvenes se hubiera atrevido aunque solo fuese a sugerir semejantes tonterías, habría sentido un cayado a través de su trasero. ¡Ja!
En algún lugar muy por debajo de ellos, una rana se lanzó al río desde lo alto de una piedra.
—Claro que supongo que todos hemos pasado muchas aguas desde entonces.
Ridcully se dio cuenta de que el diálogo se había convertido en un monólogo. Se volvió hacia Yaya, que contemplaba el río con los ojos tan abiertos como si nunca hubiera visto agua antes.
—Idiota, idiota, idiota —dijo.
—Perdona, pero yo solo estaba...
—No me refería a ti. No hablaba contigo. ¡Idiota! Qué idiota he sido. ¡Pero no me he estado volviendo lela! ¡Ja! ¡Y pensar que creía estar perdiendo la memoria! Y en realidad la había perdido, claro. Mi memoria se encontraba muy ocupada yendo de caza por ahí.
—¿Cómo?
—¡Empezaba a asustarme! ¡Yo! ¡Y a no pensar con claridad! ¡Aunque en realidad no podía estar pensando más claro!
—¡Cómo!
—¡Olvídalo! Bueno, no voy a negar que esto ha sido bastante... agradable —dijo Yaya—. Pero ahora he de regresar. Vuelve a hacer esa cosa con los dedos. Y deprisa.
Ridcully se desinfló un poco.
—No puedo —dijo.
—Acabas de hacerlo.
—Precisamente por eso. Cuando dije que no podía volver a hacerlo no estaba bromeando. La trasmigración siempre te deja bastante agotado, ¿sabes?
—Que yo recuerde, antes podías hacerlo sin tener que pararte a descansar —dijo Yaya. Se atrevió a sonreír—. Nuestros pies apenas tocaban el suelo.
—Entonces era más joven. Ahora, con una vez es suficiente.
Las botas de Yaya crujieron cuando se dio la vuelta y echó a andar rápidamente hacia el pueblo. Ridcully la siguió con andares pesados.
—¿A qué viene tanta prisa?
—Tengo cosas importantes que hacer —dijo Yaya sin volverse—. Últimamente no he estado cumpliendo con nadie.
—Algunas personas podrían decir que esto es importante.
—No. Solo es personal. Personal no es lo mismo que importante, aunque la gente piensa que sí lo es.
—¡Ya estás volviendo a hacerlo!
—¿El qué?
—No sé cómo habría sido el otro futuro —dijo Ridcully—, pero te aseguro que me habría gustado intentarlo.
Yaya se detuvo. Su mente empezaba a crujir de puro alivio. Se preguntó si debía hablarle de los recuerdos y abrió la boca para hacerlo, pero se lo pensó mejor. No. Ridcully se pondría espantosamente sentimental.
—Me hubiera enfadado por cualquier cosa y siempre habría estado de mal humor —optó por decir.
—Por supuesto.
—¡Ja! ¿Y qué me dices de ti? Habría tenido que aguantar tus borracheras y el que siempre estuvieras corriendo detrás de las primeras faldas que se cruzaran en tu camino, ¿verdad?
Ridcully puso cara de perplejidad.
—¿Para qué iba a correr detrás de unas faldas?
—Estamos hablando de lo que habría podido ser.
—¡Pero soy un mago! Casi nunca nos relacionamos con mujeres. Hay leyes al respecto. Bueno... digamos que hay reglas. Pautas básicas, en todo caso.
—Pero entonces nunca habrías llegado a ser mago.
—Y casi nunca estoy borracho.
—Si hubieras estado casado conmigo, habrías ido de borrachera en borrachera.
Ridcully por fin logró alcanzarla.
—Ni siquiera el joven Ponder piensa así —dijo—. Has llegado a la conclusión de que habría sido espantoso, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Tú qué crees?
—¡Te lo he preguntado a ti!
—Estoy demasiado ocupada para seguir perdiendo el tiempo con esto —repuso Yaya—. Como ya he dicho, personal no es lo mismo que importante. Sirva usted de algo, señor Mago. Ya sabes que estamos pasando por un tiempo del círculo, ¿verdad?
Ridcully se llevó la mano al ala del sombrero.
—Oh, sí.
—¿Y sabes qué significa eso?
—Me han dicho que significa que los muros que separan unas realidades de otras se debilitan. Los círculos son... ¿cuál es la palabra que emplea Stibbons? Isoresones. Conectan niveles de, oh, alguna de esas estupideces suyas... niveles similares de realidad, eso. Lo cual es condenadamente estúpido. En ese caso podrías ir andando de un universo a otro.
—¿Lo has intentado alguna vez?
—¡No!
—Un círculo es una puerta a medio abrir. No se necesita gran cosa para abrirla del todo. La mera creencia acabará por abrirla. Por eso pusieron los Danzarines ahí arriba, hace años. Pedimos a los enanos que se encargaran de ello. Hierro del rayo, eso es lo que son esas piedras. Hay algo especial en ellas. Tienen el amor al hierro. No me preguntes cómo funciona. Los elfos lo odian todavía más que al hierro corriente. Trastorna... sus sentidos, o algo por el estilo. Pero las mentes pueden atravesar la barrera...
—¿Elfos? Todo el mundo sabe que los elfos ya no existen. No los elfos de verdad, al menos. Quiero decir que, bueno, ciertas personas afirman que son elfos...
—Oh, sí. Linaje élfico. Los elfos y los humanos pueden aparearse, como si eso fuera algo para estar orgulloso. Pero lo único que consigues es una raza de tipos flacuchos con las orejas puntiagudas y una tendencia a reírse por nada y que se queman apenas les toca el sol. No estoy hablando de ellos. Son inofensivos. Estoy hablando de auténticos elfos salvajes, algo que no vemos por aquí desde...
El camino que llevaba del puente al pueblo describía una curva entre dos elevaciones del terreno, con el bosque volviéndose más frondoso a cada lado y, en algunos lugares, incluso encontrándose por encima del camino. Gruesos helechos, que ya se estaban curvando como rompientes verdes, cubrían las orillas arcillosas.
Los helechos se agitaron y crujieron.
El unicornio saltó al camino.
Miles de universos enredándose entre sí como una cuerda trenzada a partir de muchas hebras...
Tiene que haber filtraciones, una especie de equivalente mental de esas mezclas de canales típicas en los equipos de alta fidelidad baratos que te obsequian con las noticias en sueco durante los silencios en la música. Especialmente si llevas toda la vida usando tu mente como un receptor.
Captar los pensamientos de otro ser humano cuesta muchísimo, porque no hay dos mentes que estén en la misma, eh, longitud de onda.
Pero en algún lugar ahí fuera, en el punto donde se confunden los universos paralelos, hay un millón de mentes exactamente como la tuya. Por una razón muy obvia.
Yaya Ceravieja sonrió.
Millie Chillum, el rey y un par de mirones estaban esperando delante de la puerta de Magrat cuando llegó Tata Ogg.
—¿Qué sucede?
—Sé que está ahí dentro —dijo Verence, con las manos sosteniendo su corona de monarca de Lancre en la famosa posición Ay-Señor-Bandidos-Mexicanos-Han-Asaltado-Nuestra-Aldea—. Millie la oyó gritarle que se fuera y creo que tiró algo contra la puerta.
Tata Ogg asintió sabiamente.
—Nervios de boda —dijo—. Tenía que pasar.
—Pero todos vamos a asistir al Entretenimiento —dijo Verence—. Magrat debería asistir al Entretenimiento.
—Bueno, no sé —dijo Tata—. Ver a nuestro Jason y a los demás haciendo el memo con pelucas de paja... Quiero decir que ya sé que lo hacen con buena intención, pero no es algo que una chica tan joven tenga que ver la noche previa a sus nupcias. ¿Le has pedido que abriera la puerta?
—Hice algo mejor que eso —dijo Verence—. Le di instrucciones de abrirla. Hice bien, ¿verdad? Si ni siquiera Magrat va a obedecerme, entonces no tengo mucho futuro como rey.
—Ah —dijo Tata tras unos momentos de cautelosa reflexión—. Me parece que no has pasado mucho tiempo en compañía de mujeres, ¿verdad? En el sentido generalizado del término, quiero decir.
—Bueno, yo...
La corona giraba entre los nerviosos dedos de Verence. Los bandidos no solo habían invadido la aldea, sino que además los Siete Magníficos habían decidido que aquella era la noche ideal para ir a jugar a los bolos.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo Tata, dándole una palmadita en la espalda—. Tú te vas a presidir el Entretenimiento y a codearte noblemente con los otros nobles. Yo me ocuparé de Magrat, no te preocupes. He sido novia tres veces, y eso solo incluye la puntuación oficial.
—Sí, pero ella debería...
—Creo que si no abusamos de los «debería» —dijo Tata— todos conseguiremos estar presentes en la boda. Y ahora, marchaos todos.
—Alguien debería quedarse aquí —dijo Verence—. Shawn estará de guardia, pero...
—No irá a invadirnos nadie, ¿verdad? —dijo Tata—. Deja que yo me ocupe de esto.
—Bueno... si está segura...
—¡Vete!
Tata Ogg esperó hasta que los oyó bajar por la escalera principal. Pasado un rato, un estrépito de carruajes acompañado por un griterío general sugirió que los asistentes a la boda se habían ido, excepto la futura novia.
Tata contó hasta cien, sin hacer ningún ruido.
Luego:
—¿Magrat?
—¡Vete!
—Oye, ya sé cómo son estas cosas —dijo Tata—. La noche antes de mi boda yo también estaba un poco preocupada. —Se abstuvo de añadir: porque había cierta posibilidad de que Jason apareciera de pronto en calidad de invitado extra.
—¡No estoy preocupada! ¡Estoy furiosa!
—¿Por qué?
—¡Ya lo sabes!
Tata se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.
—Ahora sí que me has pillado —dijo.
—Y él lo sabía. Sé que él lo sabía, y sé quién se lo dijo —dijo la voz ahogada desde el otro lado de la puerta—. Todo estaba arreglado. ¡Cómo debéis de haberos reído todos!
Tata dirigió un fruncimiento de ceño a la impasible madera.
—Nanay —dijo—. Por aquí seguimos sin verlo claro.
—Bueno, pues yo no pienso decir nada más.
—Todo el mundo ha ido al Entretenimiento —dijo Tata Ogg. No hubo respuesta—. Y luego regresarán.
Un nuevo silencio.
—Y después habrá mucha jarana y malabaristas y tipos que se meten comadrejas en los pantalones —dijo Tata.
Silencio.
—Y después será mañana, ¿y entonces qué harás?
Silencio.
—Siempre puedes volver a tu cabaña. Nadie la ha ocupado. O puedes quedarte una temporada conmigo si quieres... Pero tendrás que tomar una decisión, sabes, porque no puedes quedarte encerrada ahí dentro.
Tata se apoyó contra la pared.
—Recuerdo que hace años mi abuelita me hablaba de la reina Amonia, bueno, digo reina, pero la verdad es que nunca fue reina salvo durante unas tres horas debido a lo que me dispongo a contarte, porque después de la boda, en la fiesta a los invitados se les ocurrió jugar al escondite y ella se escondió dentro de un enorme arcón que se habían dejado olvidado en no sé qué desván, y la tapa se cerró de golpe y nadie la encontró hasta siete meses después, momento en que podías decir sin temor a equivocarte que el pastel de bodas ya estaba un poquito pasado.
Silencio.
—Bueno, si no quieres contármelo, no puedo pasarme toda la noche aquí —dijo Tata—. Todo irá mejor por la mañana, ya lo verás.
Silencio.
—¿Por qué no te acuestas temprano? —sugirió Tata—. Nuestro Shawn te traerá una bebida caliente si lo llamas con la campanilla. Aquí fuera hace un poco de frío, la verdad. Es curioso, pero estos castillos tan viejos siempre conservan el frío.
Silencio.
—Bueno, pues en ese caso me voy —le dijo Tata al inflexible silencio—. Ya veo que mi presencia no ha servido de mucho. ¿Estás segura de que no quieres hablar?
Silencio.
—Preséntate ante tu dios, inclínate ante tu rey y arrodíllate ante tu hombre. Esa es la receta para una vida feliz —le dijo Tata al mundo en general—. Bueno, me voy. Oye, ¿qué te parece si vuelvo mañana a primera hora para echarte una mano con los preparativos y todas esas cosas? ¿Qué me dices?
Silencio.
—Bueno, entonces ya está todo aclarado —dijo Tata—. Buenas noches.
Esperó un minuto entero. Por lógica, por los mecanismos humanos de situaciones como aquella, los pestillos tendrían que haber sido descorridos y Magrat tendría que haber asomado la cabeza al pasillo, o incluso haberla llamado. No lo hizo.
Tata meneó la cabeza. Se le ocurrían tres maneras de entrar en la habitación, y solo una de ellas requería pasar por la puerta. Pero había un tiempo y un lugar para la brujería, y no eran aquellos. Tata Ogg había llevado una vida larga y generalmente feliz sabiendo cuándo no había que ser una bruja, y aquella era una de esas ocasiones.
Bajó por la escalera y salió del castillo. Shawn montaba guardia en la puerta principal, practicando disimuladamente golpes de kárate contra el aire del anochecer. Cuando vio venir a Tata Ogg se detuvo, con leve embarazo.
—Ojalá pudiera ir al Entretenimiento, mamá.
—Me atrevería a decir que el rey será muy generoso contigo cuando llegue el día de paga por lo bien que has sabido cumplir con tu deber —dijo Tata Ogg—. Recuérdame que se lo recuerde.
—¿Tú no vas a ir?
—Bueno, yo... Voy a dar un paseo por el pueblo —dijo Tata—. Supongo que Esme se habrá ido con ellos, ¿no?
—No sabría decirte, mamá.
—Tengo algunas cosillas que hacer.
Tata no había ido muy lejos cuando una voz detrás de ella dijo:
—Hola, oh luna de mi deleite.
—Sabes llegar sin que te oigan, Casavieja.
—He hecho los arreglos necesarios para que podamos cenar en la Cabra y el Matorral —dijo el conde enano.
—Oooooh, es un sitio espantosamente caro —repuso Tata Ogg—. Nunca he comido allí.
—Han recibido algunas provisiones especiales, con todo eso de la boda y de que la aristocracia iba a venir aquí —dijo Casavieja—. He hecho ciertos arreglos especiales.
Que habían resultado bastante difíciles de hacer.
La comida como afrodisíaco no era un concepto que hubiera echado raíces en Lancre, dejando aparte el célebre Pastel de Zanahorias y Ostras de Tata Ogg.[28] Por lo que respectaba al cocinero de la Cabra y el Matorral, la comida y el sexo solo estaban conectados a través de ciertos gestos humorísticos relacionados con cosas como los pepinos. Nunca había oído hablar del chocolate, las pieles de plátano, el aguacate y el jengibre, el regaliz y los mil alimentos más que las personas han empleado en alguna u otra ocasión para convertir los tortuosos senderos del romance en una autopista que lleve directamente desde la A hasta la B. Casavieja había pasado diez minutos muy ocupados redactando un menú detallado, y una abultada suma de dinero había cambiado de manos.
Había organizado una cena minuciosamente romántica a la luz de las velas. Casavieja siempre había creído en el arte de la seducción.
Muchas mujeres altas accesibles por escalerilla de un confín a otro del continente habían pensado en lo extraño que resultaba el que los enanos, una raza para la que el antes mencionado arte de la seducción consistía básicamente en averiguar con tacto cuál era el sexo, debajo de todo ese cuero y cota de mallas, del otro enano, hubiese llegado a generar algo como Casavieja.
Era como si los esquimales hubieran producido un experto natural en el cuidado y atención de plantas tropicales exóticas. Todas las aguas contenidas de la sexualidad enanil habían encontrado una abertura en el fondo de la presa: pequeña pero con la suficiente potencia para accionar una dinamo.
Todo lo que sus congéneres hacían muy de vez en cuando si lo exigía la naturaleza Casavieja lo hacía continuamente, a veces en la trasera de una silla de manos y en una ocasión cabeza abajo colgado de un árbol; pero, y esto es lo importante, con una minuciosidad y una atención al detalle típicamente enaniles. Los enanos eran capaces de pasar meses enteros trabajando en una exquisita pieza de joyería y, por razones en gran medida similares, Casavieja era un visitante popular en muchas cortes y palacios, por alguna extraña razón generalmente cuando el señor local se encontraba fuera. También poseía la habilidad enanil con las cerraduras, un talento que siempre resulta útil para esos momentos de incomodidad que tienden a producirse sur le boudoir.
Y Tata Ogg era una dama atractiva, que no es lo mismo que hermosa. Casavieja la encontraba fascinante. Era una persona con la que te sentías increíblemente cómodo, en parte debido a que tenía una mente tan amplia que podía acomodar tres estadios de fútbol y una bolera.
—Ojalá tuviera mi ballesta —masculló Ridcully—. Con esa cabeza en mi pared siempre tendría un sitio donde colgar el sombrero.
El unicornio meneó la cabeza y rascó el suelo con los cascos. Nubes de vapor se elevaban de sus flancos.
—No sé si funcionaría —dijo Yaya—. ¿Estás seguro de que no te queda ningún whooosh en esos dedos tuyos?
—Podría crear una ilusión —dijo el mago—. Eso no cuesta mucho.
—No serviría de nada. El unicornio es una criatura élfica. La magia no los afecta. Ven a través de las ilusiones. Y no me extraña, teniendo en cuenta lo hábiles que son a la hora de crearlas. ¿Qué me dices de la orilla? ¿Crees que podrías trepar por ella?
Los dos contemplaron las orillas. De arcilla roja, eran tan escurridizas como sacerdotes.
—Empecemos a andar hacia atrás —dijo Yaya—. Despacio.
—¿Y su mente? ¿Puedes entrar en ella?
—Ya hay alguien dentro. Ese pobre bicho es la mascota de la reina. Solo la obedece a ella.
El unicornio los siguió, intentando vigilarlos a los dos al mismo tiempo.
—¿Qué haremos cuando lleguemos al puente?
—Todavía puedes nadar, ¿no?
—El río queda bastante más abajo.
—Pero justo ahí hay un estanque muy profundo. ¿No te acuerdas? En una ocasión te tiraste de cabeza a ese estanque. Una noche de luna...
—En aquel entonces era joven y estúpido.
—¿Y? Ahora eres viejo y estúpido.
—Creía que los unicornios eran más... sutiles.
—¡Tienes que ver claro! ¡No te dejes atrapar por el glamour! ¡Mira lo que tienes delante de los ojos! ¡Es un caballo condenadamente grande con un cuerno en el extremo! —dijo Yaya.
El unicornio volvió a rascar el suelo con los cascos.
Los pies de Yaya rozaron el puente.
—Hemos llegado hasta aquí por accidente, y no podemos volver —dijo—. Si solo hubiera habido uno de nosotros, a estas alturas ya estaría cargando. Bueno, estamos llegando a la mitad del puente...
—Ese río ha crecido mucho con el deshielo —dijo Ridcully, que no parecía nada convencido.
—Oh, sí —dijo Yaya—. Te veré en la esclusa.
Y de pronto ya no estaba allí.
El unicornio, que había estado intentando decidirse entre dos objetivos, se encontró con que ya solo le quedaba Ridcully.
Sabía contar hasta uno.
Bajó la cabeza.
A Ridcully nunca le habían gustado los caballos, unos animales que le parecían siempre al borde de la locura.
Mientras el unicornio cargaba, Ridcully saltó por encima del parapeto y se precipitó, sin demasiada gracia aerodinámica, hacia las gélidas aguas del Lancre.
Al Bibliotecario le gustaba mucho el escenario. La primera noche de un nuevo montaje en cualquiera de los teatros de Ankh siempre lo encontraba en primera fila, donde sus habilidades prensiles le permitían aplaudir el doble de fuerte que ningún otro espectador o, en caso de que procediese, lanzar cáscaras de cacahuete.
Y se sentía bastante decepcionado. Apenas si había libros en el castillo, salvo volúmenes muy serios sobre etiqueta, cría de animales y administración estatal. Por regla general, la realeza no lee mucho.
El Bibliotecario no esperaba que el Entretenimiento lo dejara asombrado. Había echado una mirada detrás del trozo de saco que desempeñaba las funciones de camerino, y visto a media docena de hombres corpulentos discutiendo entre sí. No era un buen presagio para una velada de esplendor tespiánico, aunque siempre cabía la posibilidad de que uno de ellos le diera a otro en la cara con un pastel de nata.[29]
Había conseguido agenciarse los tres asientos de la primera fila. Aquello iba en contra de las reglas de preferencia, pero la rapidez con que todo el mundo se apresuró a apretujarse para hacerle sitio fue asombrosa. También había conseguido encontrar unos cuantos cacahuetes. Nadie sabía cómo se las había arreglado para ello.
—¿Oook?
—No, gracias —dijo Ponder Stibbons—. Me dan gases.
—¿Oook?
—¡Me gusta escuchar a un hombre al que le gusta hablar! ¡Whoops! ¡Serrín y almíbar! ¡Mete eso en tu arenque y fúmatelo!
—Creo que no le apetecen —dijo Ponder.
El telón subió, o al menos fue apartado por Carretero el panadero.
El Entretenimiento comenzó.
El Bibliotecario lo contempló con creciente abatimiento. Era asombroso. Normalmente disfrutaba mucho con una obra mal interpretada, siempre que hubiera suficientes objetos volando por los aires, pero aquellos tipos ni siquiera sabían actuar mal. Además, nadie parecía dispuesto a tirar nada.
Sacó un cacahuete de la bolsa y empezó a girarlo entre los dedos mientras miraba fijamente la oreja izquierda de Sastre, el otro tejedor.
Y de pronto sintió que se le erizaban los pelos, algo que siempre se nota muchísimo en un orangután.
Miró colina arriba por detrás de los erráticos actores y soltó un gruñido ahogado.
—¿Oook?
Ponder le dio un codazo.
—¡Silencio! —siseó—. Están empezando a pillarle el truco...
La voz del que llevaba la peluca de paja tenía eco.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ponder.
—¡Oook!
—¿Cómo ha conseguido hacer eso? Ese maquillaje es muy bueno, desde lu... —Ponder se calló.
De pronto el Bibliotecario se sintió muy solo.
El resto de la audiencia tenía los ojos clavados en el escenario sobre la hierba.
El Bibliotecario subió y bajó una mano delante de la cara de Stibbons.
El aire temblaba sobre la colina, y la hierba de la ladera se estaba moviendo de una forma que hizo que al Bibliotecario le dolieran los ojos.
—¿Oook?
En lo alto de la colina, entre las pequeñas piedras, empezó a nevar.
—¿Oook?
Sola en su habitación, Magrat desenvolvió el traje de novia.
Y aquello era otra cosa.
Hubiese tenido que participar en lo del traje, al menos. Iba a ser... habría sido la que lo hubiese llevado, después de todo. Hubiese tenido que haber semanas para escoger la tela, y sesiones de prueba, y cambiar de parecer, y cambiar la tela por otra, y cambiar la forma del traje, y más sesiones de prueba...
... aunque naturalmente ella no tenía por qué rendirle cuentas a nadie, y no necesitaba esa clase de cosas para nada... pero hubiese debido poder elegir.
Era de seda blanca, con una elegante cantidad de encaje. Magrat no era ninguna experta en el lenguaje de las modistas. Sabía qué eran las cosas, solo que no conocía los nombres. Había demasiadas sisas, dobladillos, pespuntes, fruncimientos y demás.
Sostuvo el traje ante ella y lo examinó con mirada crítica.
Había un espejito junto a la pared.
Después de cierto tira y afloja interno, Magrat se dio por vencida y se puso el traje. Al fin y al cabo, no era como si mañana fuese a llevarlo. Si nunca se lo probaba, siempre se preguntaría cómo le habría quedado.
Era justo de su medida. O, mejor dicho, no lo era de una manera muy favorecedora. Fuera cual fuese la suma pagada por Verence, había valido la pena. El modisto había hecho cosas muy ingeniosas con la tela, de manera que esta quedaba entrada allí donde Magrat se limitaba a ser recta y sobresalía allí donde Magrat no lo hacía.
El velo tenía flores de seda en la banda.
No lloraré otra vez, se dijo Magrat. Voy a seguir furiosa. Seguiré avivando la ira hasta que llegue a ser lo bastante gruesa para convertirse en rabia, y cuando regresen les...
¿...qué?
Podía tratar de ser gélida. Podía pasar majestuosamente por delante de ellos —aquel traje era la indumentaria ideal para eso—, y darles una buena lección.
¿Y luego qué? No podía quedarse allí, no con todo el mundo sabiéndolo. Y lo sabrían. Se enterarían de lo de la carta. En Lancre las noticias circulaban más deprisa que la trementina a través de un asno enfermo.
Tendría que irse. Quizá podría encontrar algún sitio donde no hubiera brujas y volver a empezar, aunque por el momento los sentimientos que le inspiraban las brujas eran de tal naturaleza que hubiese preferido cualquier otra profesión, siempre que hubiera otras profesiones para una ex bruja.
Magrat adelantó el mentón. Tal como se sentía ahora, con la bilis burbujeando igual que una fuente termal, crearía una nueva profesión. Una que, con un poco de suerte, prescindiría de los hombres y las viejas entrometidas.
Y se llevaría aquella maldita carta, solo como recuerdo.
No había parado de preguntarse cómo se las habría ingeniado Verence para organizado todo, semanas antes de que ella volviera a Lancre, y era así de sencillo. Cómo debían de haberse reído...
Tata Ogg pensó por un instante que debería estar en algún otro sitio, pero en aquella época de su vida las invitaciones a cenas íntimas a la luz de las velas no eran algo de cada día. Tenía que haber un momento en que dejabas de preocuparte por el resto del mundo y pensabas un poco en ti misma. Tenía que haber un momento para un momento de paz y tranquilidad interiores.
—Este vino es condenadamente bueno —dijo, cogiendo otra botella—. ¿Cómo has dicho que se llamaba? —Examinó la etiqueta—. ¿Chateau Maison? Chat-eau... Eso es extranjero para aguas de gato, sabes, pero supongo que solo es su manera de decirlo, porque ya me he dado cuenta de que no es aguas de gato. Las auténticas aguas de gato tienen un sabor más seco. —Incrustó el corcho en la botella con la punta de su cuchillo, y luego lo sujetó con un dedo mientras sacudía vigorosamente la botella para «mezclar lo bueno».
»Pero no apruebo eso de beber de las botas de las damas —prosiguió—. Ya sé que se supone que está de moda, pero no veo qué puede haber de tan maravilloso en volver andando a casa con las botas llenas de vino. ¿No tienes hambre? Si no quieres ese trocho de tuétano, me lo comeré. ¿Queda alguna langosta? Nunca había comido langosta. Y esa mayonesa. Y esos huevecitos rellenos de cosas. Ojo, a mí me ha parecido que la confitura de moras sabía a pescado.
—Se llama caviar —murmuró Casavieja.
Estaba sentado con el mentón apoyado en la mano, contemplándola con extasiada concentración.
Y estaba, como le sorprendió descubrir, pasándolo muy bien sin hallarse en posición horizontal.
Casavieja sabía cómo se suponía que debía discurrir aquella clase de cena. Era una de las armas básicas en el arsenal del seductor. Para empezar, al objeto del deseo se le suministraban excelentes vinos y platos caros pero ligeros. Había mucho contacto ocular cargado de sobreentendidos a través de la mesa, así como mucho enredarse de pies por debajo. Había mucho comer de manera significativa peras y bananas, y así sucesivamente. Y de esa manera el navío de la tentación era conducido, delicada pero inexorablemente, hacia un buen atraque.
Y luego estaba Tata Ogg.
Tata Ogg tenía su propia manera de apreciar el buen vino. A Casavieja nunca se le hubiera ocurrido que alguien podía rellenar una copa de vino blanco con oporto solo porque había llegado al final de la primera botella.
En cuanto a la comida... Bueno, también le gustaba comer. Casavieja jamás había visto unos codos tan activos. Si se ponía una buena cena a Tata Ogg, ella atacaba con cuchillo, tenedor y ariete. Verla comer una langosta era una experiencia que Casavieja tardaría mucho tiempo en olvidar. Estarían sacando trocitos de pinza de la madera durante semanas.
Y el espárrago... Bueno, Casavieja quizá intentaría olvidar cómo Tata Ogg liquidaba un espárrago tras otro, pero sospechaba que el recuerdo volvería a su mente una y otra vez.
Tenía que ser alguna cosa brujeril, se dijo. Las brujas siempre se mostraban muy claras acerca de lo que querían. Si escalabas acantilados, desafiabas ríos y esquiabas montaña abajo para llevarle una caja de bombones a Tata Ogg, ella habría acabado con los bombones de licor de la capa inferior antes de que hubieras tenido tiempo de quitarte los crampones. Haga lo que haga, una bruja siempre lo hace al ciento por ciento.
¡Hurra, hurra!
—¿No vas a comerte esas gambas? Bueno, pues entonces empuja la bandeja hacia aquí.
Casavieja había intentado practicar algún que otro movimiento de pies para no perder la práctica, por así decirlo, pero un golpe accidental en el tobillo asestado por una de las gruesas botas con suela claveteada de Tata había puesto fin a eso.
Y también había estado lo del violinista gitano. Al principio Tata se había quejado de que hubiera gente tocando el violín mientras ella trataba de concentrarse en comer, pero entre un plato y otro había despojado al músico de su instrumento, tirado el arco dentro de un cuenco de camelias, afinado el violín hasta convertirlo en algo que se aproximaba bastante a un banjo y obsequiado a Casavieja con tres enardecedores versos de lo que, dado que él era extranjero, Tata optó por llamar Il Porcupino Nil Sodomía Est.
Luego había bebido más vino.
Lo que también cautivaba a Casavieja era la manera en que la cara de Tata Ogg se convertía en una masa de alegres líneas horizontales cuando reía, y Tata Ogg reía muchísimo.
De hecho, Casavieja estaba descubriendo, a través de la tenue neblina del vino, que se estaba divirtiendo.
—Bien, supongo que no hay ningún señor Ogg —dijo finalmente.
—Oh, sí que hay un señor Ogg —dijo Tata—. Lo enterramos hace años. Bueno, tuvimos que hacerlo. Se había muerto.
—Para una mujer tiene que ser muy duro vivir sola.
—Horrible —dijo Tata Ogg, que no había vuelto a preparar una comida o empuñar un plumero desde que su hija mayor fue lo bastante mayor para hacerlo por ella, y que cada día disfrutaba de un mínimo de cuatro comidas distintas preparadas por vanas nueras aterrorizadas.
—Y la noche tiene que ser especialmente solitaria —dijo Casavieja, más por la fuerza de la costumbre que por otro motivo.
—Bueno, está Greebo —dijo Tata—. Me mantiene calientes los pies.
—Greebo...
—El gato. Oye, ¿crees que habrá algo de pudín?
Un rato después, pediría una botella de algo elegante.
El señor Brooks, el criador de abejas, sacó un poco de líquido verdoso y maloliente de la sartén que siempre se estaba cociendo a fuego lento dentro de su choza secreta, y llenó su rociador.
Había un avispero en el muro del jardín. Por la mañana sería un cementerio.
Eso era lo que tenían las abejas. Siempre defendían la entrada a la colmena, con sus vidas si era necesario. Pero las avispas eran muy hábiles a la hora de encontrar una rendija en la madera de la parte de atrás, y antes de que te dieras cuenta aquellos escurridizos diablillos ya habían entrado y estaban saqueando la colmena. Las abejas de la colmena les dejaban hacer. Custodiaban la entrada, pero si una avispa descubría otro acceso, no sabían qué hacer.
Presionó el émbolo. Un chorro de líquido salió disparado del rociador y dejó una franja humeante en el suelo.
Las avispas eran bastante bonitas. Pero si estabas de parte de las abejas, entonces tenías que estar en contra de las avispas.
Al parecer celebraban alguna clase de fiesta en la sala. El señor Brooks recordaba vagamente haber recibido una invitación pero, en general, esa clase de cosas nunca despertaban su interés. Y ahora menos que nunca, por supuesto. Algo andaba mal. Ninguna colmena mostraba señales de estar a punto de enjambrar. Ni una sola.
Mientras pasaba por delante de las colmenas a la hora del crepúsculo, oyó el zumbido. Solías oírlo en las noches cálidas. Batallones de abejas se apostaban en la entrada de la colmena, abanicando el aire con sus alas para mantener frescas a las crías. Pero esta noche también había el rugir de las abejas describiendo círculos alrededor de la colmena.
Estaban furiosas, y en guardia.
Allí donde terminaba Lancre había una serie de pequeñas esclusas. Yaya Ceravieja se izó a lo alto de la estructura de madera mojada y fue andando entre crujidos líquidos hasta la orilla, donde vació sus botas.
Pasado un rato, un sombrero puntiagudo de mago llegó flotando por el río y se elevó para revelar al mago puntiagudo que había debajo de él. Yaya le tendió la mano a Ridcully para ayudarlo a salir del agua.
—Tonificante, ¿verdad? —le dijo—. Me pareció que te iría bien un baño frío.
Ridcully trató de quitarse un poco de barro de la oreja y miró a Yaya con cara de pocos amigos.
—¿Por qué no estás mojada?
—Lo estoy.
—No, no lo estás. Solo estás húmeda. Yo estoy empapado. ¿Cómo puedes bajar flotando por un río y solo estar húmeda?
—Me seco rápido.
Yaya Ceravieja alzó la mirada hacia las rocas. No muy lejos de allí el escarpado sendero llevaba hacia Lancre, pero entre los árboles había otros caminos más privados que ella también conocía.
—Bien —dijo, más o menos para sí—. Quiere impedir que vaya allí, ¿verdad? Bueno, eso ya lo veremos.
—¿Ir adonde? —preguntó Ridcully.
—No estoy segura. Lo único que sé es que si ella no quiere que vaya, entonces será allí adonde iré. Pero no había contado con que aparecerías de pronto y se te subiría la sangre a la cabeza. Vamos.
Ridcully estrujó su túnica. Un montón de las lentejuelas se habían desprendido. Se quitó el sombrero y desenroscó la punta.
Todos los sombreros captan vibraciones mórficas. En una ocasión la Universidad Invisible había tenido que enfrentarse a serios problemas causados por el sombrero de un antiguo archicanciller, el cual había acumulado demasiadas vibraciones mágicas después de haber pasado tanto tiempo cubriendo cabezas de magos y había desarrollado su propia personalidad. Ridcully puso fin a aquello haciendo que una firma de sombrereros enloquecidos de Ankh-Morpork le hiciera un sombrero confeccionado de acuerdo con especificaciones muy precisas.
El suyo no era un sombrero de mago normal. Pocos magos han llegado a hacer algún uso de la parte puntiaguda, salvo quizá para guardar el par de calcetines de repuesto. Pero el sombrero de Ridcully estaba provisto de diminutos cajoncitos. Tenía sorpresas. Tenía cuatro patas telescópicas y un rollo de seda encerada en el borde que se extendía hacia abajo para formar una tienda, pequeña pero de lo más práctica, y un hornillo de alcohol patentado justo encima de ella. Tenía bolsillos interiores con una provisión de raciones de supervivencia para tres días. Y la punta podía ser desenroscada para proporcionar un suministro adecuado de licores espirituosos a utilizar en situaciones de emergencia, como por ejemplo cuando Ridcully tenía sed.
—¿Coñac? —preguntó.
—¿Qué llevas en la cabeza?
Ridcully se acarició el cuero cabelludo.
—Hum...
—A mí me huele a miel y manzanas de caballo. ¿Y qué es esa cosa?
Ridcully se quitó la jaulita de la cabeza. Dentro había una pequeña cinta sin fin embutida en una compleja estructura de varillas de hierro. Se podía distinguir un par de cuencos de comida, y también había un ratoncito peludo y bastante empapado.
—Oh, es algo que se les ocurrió a los magos jóvenes —dijo Ridcully tímidamente—. Les dije que... que lo probaría para ver si funcionaba. El pelaje del ratón va frotando las varillas de cristal y entonces saltan chispas, sabes, y... y...
Yaya Ceravieja contempló la un tanto pringosa cabellera del archicanciller y enarcó una ceja.
—Vaya, vaya —dijo—. Me pregunto qué será lo próximo que se les ocurrirá.
—En realidad no entiendo cómo funciona, porque Stibbons es el que se ocupa de esas cosas, pero pensé que podía echarles una mano y...
—Y fue una suerte que estuvieras quedándote calvo, ¿eh?
En la oscuridad de su cuarto de enferma Diamanda abrió los ojos, suponiendo que fueran sus ojos. Ahora relucían con un suave resplandor nacarado.
La canción todavía apenas podía ser oída.
Y el mundo había cambiado. Una pequeña parte de su mente todavía era Diamanda, y miraba hacia fuera a través de las nieblas del encantamiento. El mundo era un patrón de finas líneas plateadas en constante movimiento, como si todo hubiera sido recubierto de filigrana. Salvo donde había hierro. Allí las líneas estaban aplastadas, dobladas y retorcidas. Allí, el mundo entero era invisible. El hierro distorsionaba el mundo. Había que mantenerse lo más lejos posible del hierro.
Se levantó de la cama y, usando el borde de la manta para girar el pomo, abrió la puerta.
Shawn Ogg casi se había puesto firmes.
Estaba custodiando el castillo y Averiguando Cuánto Tiempo Podía Sostenerse Con Una Pierna.
De pronto se le ocurrió que aquella no era una actividad apropiada para un artista marcial, y la convirtió en la N.° 19, la Doble Patada Caída del Crisantemo Volador.
Pasado un rato se dio cuenta de que estaba oyendo algo. Era vagamente rítmico, y le recordó el canto de un saltamontes. Venía del interior del castillo.
Shawn se volvió con cautela, manteniéndose alerta por si acaso los ejércitos reunidos de las Partes Extranjeras trataban de invadirlos mientras él les daba la espalda.
Aquello iba a requerir cierto esfuerzo mental. Shawn no tenía que mantenerse en guardia contra las cosas que había dentro del castillo, ¿verdad? «Estar de guardia» se refería a las cosas de fuera. Los castillos estaban precisamente para eso, y por eso tenías todas aquellas murallas y demás. Shawn tenía colgado en su habitación el póster gigante que regalaban con el Almanaque Mundial de las Armas de Asedio. Sabía de qué estaba hablando.
Shawn no era el más rápido de los pensadores, pero aun así sus pensamientos se dirigieron inexorablemente hacia el elfo de la mazmorra. Claro que la puerta de la mazmorra estaba cerrada. El mismo la había cerrado con llave. Y allí había hierro por todas partes, y mamá se había mostrado muy categórica acerca del hierro.
Aun así...
Shawn fue muy metódico. Subió el puente levadizo, bajó el rastrillo y echó una rápida mirada por encima del muro para asegurarse, pero fuera solo había la penumbra y la brisa nocturna.
Ahora podía sentir el sonido. Parecía emanar de la piedra, y tenía una extraña cualidad de dientes de sierra que le puso los nervios de punta.
No podía haberse escapado, ¿verdad? No, claro que no. La gente no se dedicaba a construir mazmorras de las que pudieras salir.
El sonido seguía meciéndose a través de la escala tonal.
Shawn apoyó su pica oxidada en la pared y desenvainó la espada. Sabía cómo usarla. Cada día practicaba diez minutos con ella, y todos los sacos llenos de paja que colgaba del techo para practicar siempre acababan en un estado lamentable.
Entró con sigilo en la fortaleza por la puerta de atrás y fue por los pasadizos que llevaban a la mazmorra. No había nadie. Todos estaban en el Entretenimiento, claro. Y regresarían en cualquier momento para armar jarana por todo el lugar.
El castillo parecía enorme, y viejo, y frío.
Regresarían en cualquier momento.
Era inevitable.
El ruido cesó.
Shawn asomó la cabeza por la esquina. Allí estaban los escalones, así como la entrada que daba acceso a las mazmorras.
—¡Alto! —gritó, solo por si acaso.
El sonido rebotó en las piedras.
—¡Alto! O... o... o... ¡Alto!
Luego bajó por los escalones y miró a través de la arcada.
—¡Se lo advierto! ¡Estoy aprendiendo el Camino del Loto de Jade Feliz!
La puerta de la celda estaba entornada. Y junto a ella había una figura vestida de blanco.
Shawn parpadeó.
—¿No es usted la señorita Tockley?
Entonces ella le sonrió. Sus ojos relucían en la penumbra.
—Llevas cota de malla, Shawn —dijo.
—¿Cómo dice, señorita? —repuso Shawn, volviendo a mirar la puerta abierta.
—Eso es terrible. Tienes que quitártela, Shawn. ¿Cómo puedes oír con esa cosa alrededor de tus orejas?
Shawn era consciente del espacio vacío que había detrás de él. Pero no se atrevía a volver la cabeza.
—Puedo oírlo todo, señorita —dijo, tratando de volverse muy lentamente con la espalda apoyada contra una pared.
—Pero no oyes lo que realmente hay que oír —dijo Diamanda, deslizándose hacia adelante—. El hierro te vuelve sordo.
Shawn todavía no estaba acostumbrado a que jóvenes no demasiado vestidas se le aproximaran con expresión soñadora. Deseó poder emprender el Camino de la Espalda En Retirada.
Miró a un lado.
Una forma alta y flaca se recortaba en la entrada abierta de la celda. Permanecía inmóvil, como si quisiera mantenerse alejada de cuanto la rodeaba.
Diamanda le estaba sonriendo de una manera muy rara.
Shawn echó a correr.
De algún modo, los bosques habían cambiado. Ridcully estaba seguro de que en su juventud habían estado llenos de rosas silvestres y campánulas y... y campánulas y similares. No de enormes matorrales espinosos que parecían estar por todas partes. Tiraban de su túnica, y en un par de ocasiones algún equivalente que se dedicaba a trepar por los árboles le había arrebatado el sombrero de la cabeza.
Lo que lo empeoraba todavía más era el hecho de que Esme Ceravieja parecía esquivarlos todos.
—¿Cómo lo haces?
—Sabiendo dónde estoy en todo momento —dijo Yaya.
—¿Y? Yo también sé dónde estoy.
—No lo sabes. Da la casualidad de que estás presente, nada más. No es lo mismo.
—Bueno, ¿y sabes por casualidad dónde hay un sendero como es debido?
—Esto es un atajo.
—Entre dos sitios donde no estés perdido, quiero decir.
—¡Ya te he dicho que no estoy perdida! Solo me estoy enfrentando a... a un pequeño desafío direccional.
—¡Ja!
Pero Ridcully debía admitir que eso era algo que no se podía negar acerca de Esme Ceravieja. Podía estar perdida, y Ridcully tenía razones para sospechar que eso ocurría en ese momento, a menos que en aquel bosque hubiera dos árboles con idéntica disposición de las ramas y un trocito de su túnica enganchado en una de ellas, pero poseía una cualidad que, en cualquiera que no llevase un maltrecho sombrero puntiagudo y un vestido negro que parecía salido de un museo, hubiera podido ser llamada donaire. Donaire absoluto. Costaba imaginársela haciendo un movimiento torpe a menos que quisiera hacerlo.
Ridcully ya se había dado cuenta de ello hacía años, aunque naturalmente en aquel entonces se había limitado a asombrarse ante la manera en que su figura encajaba a la perfección en el espacio que la rodeaba. Y...
Había vuelto a engancharse con algo.
—¡Espera un momento!
—¡No llevas ropa adecuada para el campo!
—¡No esperaba tener que hacer una excursión por el bosque! ¡Esto es un condenado atuendo ceremonial!
—En ese caso, quítatelo.
—¿Y entonces cómo sabrán que soy un mago?
—¡Yo me aseguraré de decírselo!
Yaya Ceravieja empezaba a enfadarse. Aparte de eso, y a pesar de todo lo que había dicho, estaba perdida. Pero lo importante era que nadie podía perderse entre la esclusa que había al final de los rápidos de Lancre y el pueblo. Todo el trayecto era cuesta arriba. Además, Yaya llevaba toda la vida andando por los bosques locales. Eran sus bosques. Era como perderte en tu propio huerto.
También estaba segura de que había visto al unicornio en un par de ocasiones. Los estaba siguiendo. Yaya había intentado introducirse en su mente, pero era como tratar de trepar por una pared de hielo.
Su mente, de hecho, tampoco estaba muy tranquila. Pero ahora al menos sabía que estaba cuerda.
Cuando los muros que separan un universo de otro se adelgazan, cuando las hebras paralelas del Si se apelotonan para pasar a través del Ahora, entonces se filtran ciertas cosas. Señales minúsculas quizá, pero audibles para un receptor suficientemente experimentado.
Dentro de su cabeza resonaban los tenues, insistentes pensamientos de un millar de Esmes Ceravieja.
Magrat no tenía muy claro qué debía llevarse consigo. La mayor parte de sus ropas originales parecía haberse evaporado desde que estaba en el castillo, y coger las que Verence le había comprado no hubiese sido de muy buena educación. Lo mismo podía decirse del anillo de compromiso. Magrat no estaba segura de si estaba permitido conservarlo.
Se volvió hacia el espejo para fulminarse con la mirada.
Tenía que dejar de pensar así. Era como si se hubiera pasado la vida intentando volverse lo más pequeña posible, intentando ser cortés y pidiendo disculpas cada vez que la pisoteaban, intentando ser educada. ¿Y qué había ocurrido? Que la gente la había tratado como si fuera diminuta, cortés y educada.
Dejaría la, la maldita carta en el espejo, para que todos supieran por qué se había ido.
Estaba empezando a pensar seriamente en ir a alguna ciudad y hacerse cortesana.
Fuera lo que fuese eso.
Y entonces oyó el cántico.
Era sin duda el sonido más hermoso que Magrat había oído nunca. Fluía a través de los oídos para introducirse en el cerebro, en la sangre, en los huesos...
Un camisón de seda resbaló de entre sus dedos para caer al suelo.
Magrat tiró desesperadamente del pomo de la puerta, y una diminuta parte de su cerebro que todavía era capaz de pensar racionalmente se acordó de la llave.
La canción llenaba el pasillo. Magrat se recogió unos pliegues de su traje de novia para que no le costara tanto correr y fue hacia la escalera...
Algo salió disparado de otra entrada y la arrastró al suelo.
Era Shawn Ogg. A través de la neblina cromática, Magrat pudo ver su rostro preocupado contemplándola desde su oxidada capucha de...
... hierro.
La canción cambió sin dejar de ser la misma. Las complejas armonías y aquel ritmo fascinante no se alteraron, pero de pronto pasaron a ser insufribles, como si Magrat estuviera oyendo la canción a través de unos oídos distintos.
Fue arrastrada hacia el soportal.
—¿Se encuentra bien, señorita reina?
—¿Qué está pasando?
—No lo sé, señorita reina. Pero creo que tenemos elfos.
—¿Elfos?
—Y han cogido a la señorita Tockley. Hum. Usted quitó el hierro, ya sabe, y...
—¿De qué estás hablando, Shawn?
Shawn estaba pálido.
—El que había en las mazmorras empezó a cantar, y ellos pusieron su marca en ella, así que ahora está haciendo todo lo que ellos quieren que haga...
—¡Shawn!
—Y mamá dijo que no te matan, no si pueden evitarlo. No de inmediato. Te encuentran mucho más divertido si no estás muerto.
Magrat lo miró.
—¡Tuve que huir! ¡Ella estaba intentando quitarme la capucha! ¡Tuve que dejarla allí, señorita! ¿Lo entiende, señorita?
—¿Elfos?
—¡Tiene que agarrarse a algo de hierro, señorita! ¡Odian el hierro!
Magrat lo abofeteó, lastimándose los dedos con la cota de malla.
—¡Deja de decir tonterías, Shawn!
—¡Están ahí fuera, señorita! ¡He oído bajar el puente levadizo! Están ahí fuera y nosotros estamos aquí dentro y no te matan, te mantienen con vida...
—¡Firmes, soldado! —Fue lo único que se le ocurrió. Pareció funcionar. Shawn se calmó un poco—. Oye —dijo Magrat—, todo el mundo sabe que ya no hay elf... —No llegó a terminar la frase. Entornó los ojos—. Todo el mundo salvo Magrat Ajostiernos sabe que las cosas son de otra manera, ¿verdad?
Shawn estaba temblando. Magrat lo agarró por los hombros.
—¡Mi mamá y la señora Ceravieja dijeron que usted no debía saberlo! —gimoteó Shawn—. ¡Dijeron que eso era asunto de las brujas!
—¿Y dónde están ahora, cuando tienen unos cuantos asuntos de brujas que atender? —dijo Magrat—. Yo no las veo, ¿y tú? ¿Están detrás de la puerta? ¡No! ¿Están debajo de la cama? Qué raro, no están ahí... Solo estoy yo, Shawn Ogg. Y si no me cuentas ahora mismo todo lo que sabes, haré que lamentes el día en que nací.
La nuez de Shawn subió y bajó mientras su propietario reflexionaba. Luego se zafó de las manos de Magrat con una brusca sacudida y escuchó junto a la puerta.
El cántico había cesado. Por un momento Magrat creyó oír pasos al otro lado de la puerta, alejándose rápidamente.
—Bueno, señorita reina, nuestra mamá y la señora Ceravieja subieron a los Danzarines...
Magrat escuchó. Y finalmente dijo:
—¿Y dónde está todo el mundo ahora?
—No lo sé, señorita. Todos se fueron al Entretenimiento... pero a estas alturas ya deberían haber regresado.
—¿Dónde es el Entretenimiento?
—No lo sé, señorita. ¿Señorita?
—¿Sí?
—¿Por qué lleva su vestido de boda?
—No te preocupes por eso.
—Trae mala suerte que el novio vea a la novia vestida para la boda antes de la ceremonia —dijo Shawn, buscando refugio en los tópicos más idiotas para aliviar su terror.
—Como yo lo vea primero, entonces sí tendrá motivos para lamentarse de su suerte —gruñó Magrat.
—¿Señorita?
—¿Sí?
—Temo lo que puede haberle ocurrido a todo el mundo. Nuestro Jason dijo que tardarían una hora en volver, y ya hace horas de eso.
—Pero hay casi un centenar de invitados y prácticamente toda la gente del pueblo. Los elfos no han podido hacerles nada.
—No tendrían que hacérselo, señorita. —Shawn se acercó a la ventana—. Mire, señorita. Desde aquí puedo saltar al granero en el patio del establo. Es de cañizo, así que no me haré daño. Después puedo atravesar las cocinas y salir con precisión militar por la puertecita que hay junto a la torre central.
—¿Para qué?
—Para ir a buscar ayuda, señorita.
—Pero no sabes si hay alguna ayuda que buscar.
—¿Se le ocurre otra cosa, señorita?
A Magrat no se le ocurrió nada.
—Es... muy valiente por tu parte, Shawn —dijo.
—No se mueva de aquí y estará a salvo. Le diré lo que vamos a hacer... ¿Qué le parece si cierro la puerta y me llevo la llave? De esa manera, aunque le canten no podrán convencerla de que abra la puerta.
Magrat asintió.
Shawn trató de sonreír.
—Ojalá tuviéramos otra cota de malla —dijo—. Pero están todas en la armería.
—No me pasará nada —dijo Magrat—. Bueno, vete.
Shawn asintió. Esperó un instante en el alféizar de la ventana y luego se dejó caer hacia la oscuridad.
Magrat puso la cama contra la puerta y se sentó en ella.
Entonces se le ocurrió que también hubiese debido irse. Pero eso habría significado dejar vacío el castillo, y no le parecía bien.
Además, estaba muy asustada.
Había una vela en el dormitorio, y ya estaba por la mitad. ¡Cuando se consumiese del todo, solo quedaría la luz de la luna. A Magrat siempre le había gustado la luz de la luna. Hasta ahora. Todo estaba muy silencioso. Hubiese tenido que oír los ruidos del pueblo.
Dejar marchar a Shawn con una llave quizá no había sido tan buena idea después de todo, porque si lo capturaban entonces podrían abrir...
Hubo un prolongado grito y luego la noche fue regresando lentamente.
Unos minutos después hubo unos ruiditos en la cerradura, muy parecidos a los que produciría alguien que manipulase una llave envuelta en varias capas de tela para evitar el contacto con el hierro.
La puerta comenzó a abrirse y chocó contra la cama.
—¿No queréis salir, noble señora?
La puerta volvió a crujir.
—¿No queréis venir a bailar con nosotros, hermosa señora? —La voz estaba envuelta en extrañas armonías y un eco que seguía zumbando en la cabeza varios segundos después de que la última palabra hubiera sido pronunciada.
La puerta se abrió de golpe.
Tres figuras entraron en la habitación y la registraron. Después una de ellas fue a la ventana y miró fuera.
El viejo muro medio en ruinas que descendía hacia el techo de cañizo estaba vacío.
La figura hizo un gesto con la cabeza a otras dos siluetas inmóviles en el patio, y sus rubios cabellos relucieron a la luz de la luna.
Una de ellas señaló hacia arriba, donde una mujer, su largo vestido blanco ondulando bajo la brisa, trepaba por el muro de la fortaleza.
El elfo rió. Aquello iba a ser más entretenido de lo que había imaginado.
Magrat se izó por encima del alféizar y se derrumbó, jadeando, sobre el suelo. Luego fue con paso tambaleante hacia la puerta, que no tenía su llave. Pero había dos gruesas trancas de madera que Magrat puso en su sitio.
También había un postigo de madera para la ventana.
No permitirían que volviera a escapárseles. Magrat había estado esperando una flecha, pero... No, algo tan simple como eso no hubiese sido lo bastante divertido.
Escrutó la oscuridad. Bueno... estaba en una habitación. Magrat ni siquiera sabía cuál era. Encontró una palmatoria y un manojo de cerillas y, después de rascar unas cuantas, consiguió encender una.
Había varias cajas y bultos amontonados junto a la cama. Una habitación de invitados.
Los pensamientos goteaban a través del silencio de su cerebro, uno tras otro.
Se preguntó si le cantarían, y si podría volver a soportarlo. Quizá si sabías qué esperar...
Llamaron suavemente a la puerta.
—Tenemos a vuestros amigos abajo, señora. Venid a bailar conmigo.
Magrat recorrió desesperadamente la habitación con la mirada.
Era tan impersonal como cualquier otra habitación de invitados. Jofaina y palangana encima de un pedestal, la horrible alcoba del guardarropa inadecuadamente escondida tras una cortina, una cama encima de la cual había bolsas y paquetes, una vieja silla de la cual había desaparecido todo el barniz, y un pequeño cuadrado de alfombra agrisado por la edad y el polvo incrustado.
La puerta tembló en su marco.
—Dejadme entrar, dulce señora.
Esta vez la ventana no era ninguna escapatoria. Quedaba la cama para esconderse debajo, y eso solo funcionaría durante un par de segundos, ¿verdad?
La mirada de Magrat fue nuevamente atraída por alguna clase de horrible magia hacia el guardarropa del dormitorio, que seguía acechando detrás de su cortina.
Levantó la tapa. El hueco era lo bastante ancho para permitir el paso de un cuerpo. Los guardarropas eran famosos en ese aspecto. Varios reyes impopulares habían encontrado su fin en el guardarropa, a manos de un asesino provisto de una lanza, dotes de escalador y una visión fundamentalista de la política.
La puerta recibió un potente impacto.
—Mi señora, ¿queréis que os cante?
Magrat tomó una decisión.
Fueron las bisagras las que terminaron cediendo, cuando los pernos oxidados perdieron su último asidero en la piedra. La cortina a medio correr de la alcoba temblaba bajo la brisa. El elfo sonrió, fue hacia ella y la apartó. La tapa de roble estaba levantada. El elfo miró hacia abajo.
Magrat se incorporó por detrás del elfo como un fantasma blanco y le golpeó en la nuca con la silla, que se hizo pedazos. El elfo intentó volverse y conservar el equilibrio, pero en las manos de Magrat todavía quedaba silla suficiente para golpearlo con un desesperado revés ascendente. El elfo se desplomó por el agujero, trató de agarrarse a la tapa y solo consiguió cerrarla tras de sí. Magrat oyó un golpe ahogado y un alarido de rabia mientras la criatura se precipitaba hacia la maloliente oscuridad. Esperar que la caída lo matara sería hacerse demasiadas ilusiones. Después de todo, aterrizaría encima de algo blando.
—Cuanto más alto estés —se dijo Magrat—, más apestosa lesera la caída.
Esconderse debajo de la cama solo funciona un par de segundos, pero a veces un par de segundos son suficientes. Dejó caer la silla. Estaba temblando. Pero seguía viva, y la sensación resultaba muy agradable. Eso era lo bueno de estar vivo. Estás vivo para disfrutarlo.
Se asomó al pasillo.
Tenía que moverse. Cogió una pata de la silla porque la reconfortaba sentirla entre sus dedos, y salió al pasillo.
Hubo otro grito, este procedente de la Gran Sala.
Magrat miró en dirección opuesta, hacia la Larga Galería. Echó a correr. Tenía que haber una salida en alguna parte, alguna puerta, alguna ventana...
Algún monarca emprendedor había puesto cristales en las ventanas hacía cierto tiempo. La luz de la luna los atravesaba en grandes bloques plateados intercalados con cuadrados de oscuras sombras.
Magrat corrió de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, por aquella interminable estancia. Monarca tras monarca desfilaban velozmente junto a ella, como en una película acelerada. Rey tras rey, todos ellos patillas y coronas y barbas. Reina tras reina, todas ellas corsés y rígidos corpiños y bufalcones de caras barbudas y timoratas y perritos y...
Alguna forma, alguna ilusión óptica creada por la luna, alguna expresión en un rostro pintado logró abrirse paso a través de su terror y atrajo su mirada.
Magrat nunca había visto aquel retrato. Nunca había llegado tan lejos en sus paseos. La estúpida vacuidad de las reinas allí reunidas siempre le había resultado deprimente. Pero esta...
Esta, de alguna manera, parecía estar llamándola.
Se detuvo delante del cuadro.
No podía haber sido pintado a partir de la vida real. En los tiempos de aquella reina, la única pintura conocida localmente era una especie de azul, y se utilizaba encima del cuerpo. Pero unas generaciones antes, el rey Lully I había desarrollado cierta faceta de historiador y romántico. Había investigado todo lo que se sabía sobre los primeros tiempos de Lancre y, allí donde las evidencias tangibles escaseaban, el rey Lully, siguiendo las mejores tradiciones del historiador étnico, había llevado a cabo ciertas deducciones partiendo de la sabiduría revelada evidente[30] y extrapolado basándose en las fuentes asociadas.[31] Acto seguido había encargado el retrato de la reina Ynci la Mal Genio, una de las fundadoras del reino.
La reina Ynci tenía un casco alado adornado con un pincho y una masa de negros cabellos recogidos en tirabuzones con sangre como loción fijadora. Iba aparatosamente maquillada siguiendo las directrices estilísticas de la escuela de cosmética bárbara glasto-y-sangre-y-espirales. Lucía un sujetador con copas de la talla extra y hombreras erizadas de pinchos. Llevaba rodilleras provistas de pinchos, y pinchos en las sandalias, y una falda tirando a corta en el motivo tartán y sangre que se había puesto tan de moda. Una mano permanecía tranquilamente apoyada en un hacha de guerra de doble hoja rematada por un pincho, y la otra acariciaba la mano de un guerrero enemigo capturado. El resto del guerrero colgaba de unos cuantos pinos en el fondo del cuadro.
En el retrato también figuraba Estaca, su pony de batalla favorito, de la ahora extinta raza montañesa de Lancre cuyo temperamento y constitución general tanto recordaban a un barril de pólvora, y su carro de guerra, que recapitulaba el popular tema de los pinchos. Tenía unas ruedas con las que hubieras podido afeitarte. Magrat descubrió que no podía apartar los ojos del cuadro. Nunca habían mencionado aquello.
Le habían hablado de tapices, y de hacer bordados, y de miriñaques, y de cómo había que darle la mano a un noble. Nunca le habían hablado de los pinchos.
Hubo un ruido al final de la galería. Magrat se recogió las faldas y corrió.
Oyó pasos que la seguían, y risas. Por la izquierda bajando hacia los claustros, luego a lo largo del oscuro pasillo que había encima de las cocinas, y más allá de... Una forma se movió entre las sombras. Hubo un destello de dientes. Magrat levantó la pata de la silla pero se quedó inmóvil sin llegar a asestar el golpe.
—¿Greebo?
El gato de Tata Ogg se restregó contra sus piernas. Tenía el pelaje pegado al cuerpo. Eso la puso todavía más nerviosa. Después de todo se trataba de Greebo, rey indiscutido de la población felina de Lancre y padre de la mayor parte de ella, ante cuya presencia los lobos procuraban no hacer ruido y los osos se subían a los árboles. Y ahora estaba asustado.
—¡Ven aquí, jodido idiota!
Lo agarró por el pellejo del cuello lleno de cicatrices y siguió corriendo, mientras Greebo le hundía agradecidamente las garras en el brazo hasta el hueso[32] y se encaramaba a su hombro.
Debía de encontrarse muy cerca de las cocinas, porque ese era territorio de Greebo. Era un área desconocida y nebulosa, el verdadero terror incógnito, donde el grosor de las alfombras y el yeso de las columnas terminaban de pronto para revelar la osamenta de piedra del castillo.
Magrat estaba segura de oír pasos detrás de ella, muy veloces ligeros.
Si conseguía doblar la próxima esquina...
Greebo se tensó como un resorte encima de su hombro. Magrat se detuvo.
Detrás de la siguiente esquina...
Sin que Magrat pareciera ordenárselo, la mano que empuñaba el trozo de madera se puso en guardia.
Magrat fue hacia el rincón y apuñaló en un solo movimiento. Hubo un siseo triunfal que se convirtió en graznido cuando la madera bajó por el cuello del elfo que había oculto allí. La criatura se apartó tambaleándose. Magrat corrió hacia la puerta más próxima, llorando de pánico, y forcejeó con el pomo. La puerta se abrió. Cruzó el umbral, cerró de un portazo, manoteó en la oscuridad buscando las trancas, las oyó ocupar su posición en los soportes y cayó de rodillas.
Algo chocó contra la puerta en el pasillo.
Pasado un rato, Magrat abrió los ojos y se preguntó si realmente los había abierto, porque la oscuridad seguía igual de oscura. Había una sensación de espacio delante de ella. En el castillo había toda clase de cosas, viejas habitaciones escondidas, un poco de todo... Allí podía haber un pozo, podía haber cualquier cosa. Magrat buscó a tientas el marco de la puerta, se levantó guiándose por él y después tanteó más o menos en la dirección de la pared.
Había un estante. Aquello era una vela. Y aquello otro un manojo de cerillas.
Así pues, pensó Magrat por encima de los latidos de su corazón, aquella habitación había sido utilizada recientemente.
En Lancre la mayoría de la gente todavía usaba yesqueros. Solo el rey podía permitirse utilizar cerillas que eran traídas desde Ankh-Morpork. Yaya Ceravieja y Tata Ogg también tenían cerillas, pero ellas no las compraban. A ellas se las daban. Cuando eras una bruja, era muy fácil que te dieran cosas.
Magrat encendió el cabo de vela y se volvió para ver en que clase de habitación se había metido.
Oh, no...
—Vaya, vaya —dijo Ridcully—. Ese árbol me resulta familiar.
—Cállate.
—Creía que alguien había dicho que solo teníamos que subir colina arriba —dijo Ridcully.
—Cállate.
—Recuerdo que en una ocasión vinimos a dar un paseo por estos bosques y dejaste que yo...
—Cállate.
Yaya Ceravieja se sentó en un tocón.
—Nos están haciendo perdernos —dijo—. Alguien está jugando con nosotros.
—Me acuerdo de una historia que oí en cierta ocasión —dijo Ridcully—, sobre dos niños que se perdieron en el bosque y un montón de pájaros vinieron y los taparon con hojas. —La esperanza apuntaba en su voz como el dedo gordo de un pie asomando por debajo de una crinolina.
—Sí, eso es justo el tipo de gilipollez que se le ocurriría a un pájaro —dijo Yaya. Se rascó la cabeza—. Todo esto es cosa de ella —añadió—. Es un truco élfico. Confundir a los viajeros para que se extravíen. Y ahora me está confundiendo. Me nubla la mente, y me refiero a esta mente. Oh, es muy astuta haciendo que vayamos donde ella quiere. Haciendo que andemos en círculos. Haciéndomelo a mí.
—A lo mejor te has distraído pensando en otras cosas —dijo Ridcully, sin renunciar del todo a la esperanza.
—Pues claro que estoy pensando en otras cosas, contigo cayéndote a cada momento y diciendo bobadas —replicó Yaya—. Si el señor Mago Atontolinado no hubiera querido desenterrar restos de cosas que para empezar nunca existieron, ahora yo no estaría aquí: estaría en el centro de las cosas y sabría qué está pasando. —Apretó los puños.
—Bueno, no tienes por qué estar ahí —dijo Ridcully—. Hace una noche preciosa. Podríamos quedarnos sentados aquí y...
—Tú también empiezas a notarlo —dijo Yaya—. Toda esa tontería romántica de los ojos que se encuentran a través de una habitación llena de gente, ¿eh? No entiendo cómo te las has arreglado para conservar tu puesto de mago que manda.
—Pues principalmente inspeccionando mi cama con mucho cuidado y asegurándome de que alguien más ya ha disfrutado de una rebanada de lo que sea que estoy comiendo —dijo Ridcully, con una sinceridad desarmante—. Oh, en realidad no es nada del otro mundo. Básicamente consiste en firmar papeles y pegar un buen grito de vez en cuando...
Ridcully se rindió.
—De todas maneras, pareciste sorprenderte bastante en cuanto me viste —dijo—. Te pusiste blanca.
—Cualquiera se hubiese puesto blanco, viendo a un hombre hecho y derecho que te mira con cara de oveja atragantada —dijo Yaya.
—Nunca te das por vencida, ¿eh? —dijo Ridcully—. Asombroso. No cedes ni un centímetro.
Otra hoja pasó flotando junto a ellos.
Ridcully no se movió.
—Sabes —dijo, manteniendo la voz firme y tranquila—, o el otoño llega demasiado pronto en este sitio, o los pájaros de aquí son los de la historia que he mencionado, o hay alguien en el árbol encima de nosotros.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Sí, porque he prestado atención mientras tú te dedicabas a esquivar el tráfico en el Callejón del Recuerdo —dijo Yaya—. Hay al menos cinco, y están justo encima de nosotros. ¿Cómo van esos dedos mágicos tuyos?
—Podría arreglármelas para hacer una bola de fuego.
—No serviría de nada. ¿Puedes sacarnos de aquí?
—No a ambos.
—¿Solo a ti?
—Probablemente, pero no voy a dejarte.
Yaya puso los ojos en blanco.
—Así que es verdad, mira por dónde —dijo—. Todos los hombres son unos cursis. No te pongas sentimental, viejo bobo. No tienen intención de matarme. Al menos no todavía. Pero no saben casi nada sobre los magos, y te cortarán en rebanadas sin pensárselo dos veces.
—¿Quién está siendo sentimental ahora?
—No quiero verte muerto cuando podrías estar haciendo algo útil.
—Huir no sirve de nada.
—Será más útil que quedarse aquí.
—Si me fuera, nunca me lo perdonaría.
—Y yo nunca te perdonaría si te quedaras, y tengo más experiencia que tú en no perdonar —dijo Yaya—. Cuando todo haya terminado, intenta localizar a Gytha Ogg. Dile que mire en mi vieja caja. Ella sabrá qué hay dentro. Y si no te marchas ahora mismo...
Una flecha se clavó en el tocón junto a Ridcully.
—¡Esos desgraciados me están disparando! —gritó—. Si tuviera mi ballesta...
—En ese caso, yo que tu iría a cogerla —dijo Yaya.
—¡Tienes razón! ¡Vuelvo enseguida!
Ridcully desapareció. Un instante después varios trozos de almena del castillo cayeron sobre el sitio en que había estado.
—Bueno, ya nos lo hemos quitado de encima —dijo Yaya a nadie en particular.
Se puso en pie y paseó la mirada por los árboles.
—De acuerdo, aquí me tenéis —dijo—. No voy a huir. Venid por mí. Aquí me tenéis. Por entero.
Magrat se fue calmando. Naturalmente que existía. Cada castillo tenía una. Y, naturalmente, aquella era utilizada. Un sendero transitado abierto a través del polvo llevaba al colgador instalado a un par de metros de la puerta, donde varias cotas de malla desvencijadas colgaban de una varilla, al lado de las picas. Shawn probablemente iba allí cada día. Era la armería.
Greebo saltó de los hombros de Magrat y se alejó por las avenidas llenas de telarañas, absorto en su incesante búsqueda de cualquier cosa pequeña que chillara.
Magrat lo siguió, andando como en sueños. Los reyes de Lancre nunca habían tirado nada. O al menos nada con lo que se pudiera matar a alguien. Había armaduras para hombres. Había armaduras para caballos. Había armaduras para perros de combate. Hasta había armaduras para cuervos, aunque el proyecto del rey Gurnt el Estúpido para organizar una fuerza de ataque aéreo nunca había llegado a despegar. Había picas, y espadas, sables, cimitarras, espadones, moretes, manguales, mazas, garrotes y enormes cosas erizadas de pinchos. Estaban todas revueltas y, en aquellos puntos donde habían aparecido goteras en el techo, se habían oxidado hasta fundirse en una sola masa. Había arcos largos, arcos cortos, arcos-pistola, arcos de estribo y ballestas, amontonados como leña para el fuego y dejados en cualquier sitio con idéntico descuido. Partes de armadura se amontonaban en pilas, y habían enrojecido con el óxido. De hecho, el óxido se hallaba presente por todas partes. Aquella enorme estancia estaba llena de la muerte del hierro.
Magrat siguió andando, como un muñeco de relojería que no cambiará de dirección hasta que tropiece con algo.
La luz de la vela se reflejaba apagadamente en cascos y corazas. Las armaduras para caballos eran particularmente terribles, suspendidas de sus soportes de madera medio podrida: se alzaban como esqueletos exteriores y, como los esqueletos, dirigían la mente hacia pensamientos de mortalidad. Cuencas vacías contemplaban sin verla a la pequeña figura iluminada por la vela.
—¿Mi señora?
La voz venía del otro lado de la puerta, a bastante distancia por detrás de Magrat. Pero resonó alrededor de ella, rebotando en los siglos de armamentos mohosos.
No pueden entrar aquí, pensó Magrat. Hay demasiado hierro. Aquí estoy a salvo.
—Si la señora quiere jugar, traeremos a sus amigos.
Magrat se volvió y la luz hizo brillar el borde de algo.
Magrat apartó un enorme escudo.
—¿Mi señora?
Magrat extendió los brazos.
—¿Mi señora?
Las manos de Magrat sostenían un oxidado casco de hierro con alas.
—Venid a bailar en la boda, mi señora.
Las manos de Magrat se cerraron sobre una coraza recubierta de pinchos y generosamente dotada.
Greebo, que había estado persiguiendo ratones a través de una armadura caída en el suelo, asomó la cabeza por una pierna.
Un cambio había tenido lugar en Magrat. Se le notaba en la respiración. Antes jadeaba, debido al miedo y el agotamiento. Luego, por unos segundos, su respiración no produjo ningún sonido. Y finalmente volvió a hacerse audible. Lenta, profunda Y muy deliberadamente.
Greebo vio cómo Magrat, a la que siempre había despreciado por considerarla una especie de ratón con forma humana, levantaba aquel sombrero con alas y se lo encasquetaba.
El poder de los sombreros era un tema que no tenía secretos para Magrat.
El estrépito de los carros de guerra retumbó en los oídos de su mente.
—¿Mi señora? Vamos a traer a vuestros amigos para que os canten.
Magrat se volvió.
La vela centelleó en sus ojos.
Greebo buscó refugio en el interior de la armadura. Se acordó de una ocasión en que había saltado sobre una raposa. En circunstancias normales Greebo podía acabar con un zorro sin que se le moviese un pelo, pero resultó que aquella raposa tenía crías. No lo descubrió hasta que la hubo perseguido al interior de su madriguera. Greebo perdió un trozo de oreja y un montón de pelaje antes de poder huir.
Aquella raposa había tenido una expresión muy similar a la que ahora veía en el rostro de Magrat.
—¿Greebo? ¡Ven aquí!
El gato trató de encontrar un lugar seguro en el peto de la armadura. Estaba empezando a dudar si sobreviviría a aquella noche.
Los elfos merodeaban por los jardines del castillo. Cuando se sintieron suficientemente aburridos, mataron a los peces del estanque ornamental.
El señor Brooks estaba sentado en una silla de cocina, ocupándose de una hendidura que había en la pared del establo.
Era vagamente consciente de que estaba ocurriendo algo, pero solo afectaba a los humanos y por consiguiente era de importancia secundaria. Pero sí se dio cuenta del cambio producido en el rumor de las colmenas, y del astillarse de la madera.
Una colmena ya había sido volcada. Abejas enfurecidas formaban una nube alrededor de tres figuras cuyos pies estaban haciendo estragos en los panales, la miel y las crías.
Las risas se detuvieron cuando una figura velada y cubierta de blanco asomó por encima del seto. La figura alzó un largo tubo metálico.
Nadie había sabido nunca qué era lo que el señor Brooks metía en su rociador. La mezcla contenía tabaco viejo, raíces hervidas, cortezas raspadas de los árboles y hierbas de las que ni siquiera Magrat había oído hablar. El rociador lanzó por encima del seto un chorro reluciente que le dio justo entre los ojos al elfo del centro, para esparcirse a continuación sobre los otros dos.
El señor Brooks los contempló sin inmutarse hasta que dejaron de debatirse.
—Avispas —dijo.
Después fue a coger una caja, encendió una linterna y, con cuidado y delicadeza, sin preocuparse de las picaduras, empezó a reparar los panales dañados.
Shawn ya no sentía gran cosa en su brazo, excepto de una manera lejana y caliente que indicaba que como mínimo tenía un hueso roto, y sabía que dos de sus dedos no hubieran debido tener aquel aspecto. Solo llevaba su chaleco y sus calzones, pero aun así estaba sudando. Nunca hubiese debido quitarse la cota de malla, pero cuesta mucho negarse cuando un elfo te está apuntando con un arco. Afortunadamente, Shawn sabía algo que muchas personas ignoran: que una cota de malla no ofrece mucha defensa contra una flecha. Y, ciertamente, ninguna cuando la flecha te apunta entre los ojos.
Lo habían llevado a rastras por los pasillos hasta la armería. Había al menos cuatro elfos, pero era difícil verles las caras. Shawn se acordó de cuando el espectáculo ambulante del Linternote Mágico había venido a Lancre, aquella noche en que contempló extasiado cómo distintas imágenes eran proyectadas encima de una de las sábanas de Tata Ogg. Las caras de los elfos le recordaban aquello. Había ojos y una boca perdida en algún sitio, pero todo lo demás parecía provisional, con las facciones de los elfos desfilando rápidamente a través de sus caras como las imágenes sobre la pantalla.
No decían gran cosa. Solo reían mucho. Eran gentes muy alegres, sobre todo cuando te retorcían el brazo para averiguar hasta dónde podías doblarlo.
Los elfos hablaron entre ellos en su lengua. Después uno se volvió hacia Shawn y señaló la puerta de la armería.
—Queremos que la dama salga de allí —dijo—. Debes decirle que si no sale, entonces jugaremos un poco más contigo.
—¿Y qué nos haréis si sale? —preguntó Shawn.
—Oh, entonces también jugaremos contigo —dijo el elfo—. Eso es lo que hace que resulte tan gracioso. Pero ella tiene que aferrarse a la esperanza, ¿verdad? Y ahora, habla con ella.
Shawn fue empujado hacia la puerta y llamó, con lo que esperaba fuese una manera respetuosa.
—Hum. ¿Señorita reina?
La voz de Magrat sonó curiosamente ahogada.
—¿Sí?
—Soy yo, Shawn.
—Lo sé.
—Estoy aquí fuera. Hum. Creo que le han hecho daño a la señorita Tockley. Hum. Dicen que si usted no sale ahora mismo, me harán más daño. Pero no es necesario que salga, porque no se atreven a entrar debido a todo ese hierro. Así que yo de usted no les haría caso.
Hubo unos cuantos tintineos lejanos, y luego una especie de tañido.
—¿Señorita Magrat?
—Pregúntale si hay comida y agua ahí dentro —dijo el elfo.
—Señorita, dicen...
Un elfo lo apartó de un manotazo. Dos de ellos se apostaron a los lados de la entrada, y uno pegó su oreja puntiaguda a la puerta.
Después se arrodilló para mirar por el ojo de la cerradura, cuidando de no acercarse demasiado al metal.
Hubo un ruidito no más fuerte que un chasquido. El elfo permaneció inmóvil unos momentos, y luego se desplomó.
Shawn parpadeó.
Un par de centímetros de dardo de ballesta sobresalían del ojo del elfo. Las plumas habían sido arrancadas del astil por su paso a través del ojo de la cerradura.
—Caray —dijo Shawn.
La puerta de la armería se abrió, revelando únicamente oscuridad.
Uno de los elfos se echó a reír.
—Bueno, eso le habrá servido de lección —dijo—. Menudo estúpido... ¿Mi señora? ¿Escucharéis a vuestro guerrero?
Agarró el brazo roto de Shawn y lo retorció.
Shawn intentó no gritar. Luces púrpura destellaron delante de sus ojos. Se preguntó qué ocurriría si perdía el sentido.
Ojalá su mamá estuviera allí.
—Mi señora —dijo el elfo—, si no...
—Está bien —dijo Magrat desde algún lugar en la oscuridad—. Voy a salir, pero debes prometerme que no me harás daño.
—Oh, mi señora, pues claro que os lo prometo.
—Y soltaréis a Shawn.
—Sí.
Los elfos apostados a los lados de la puerta intercambiaron un rápido gesto con la cabeza.
—¿Por favor? —suplicó Magrat.
—Sí.
Shawn gimió. Si hubieran sido mamá o la señora Ceravieja, habrían luchado hasta la muerte. Mamá tenía razón: Magrat siempre había sido demasiado blanda y sentimental...
... y acababa de disparar una ballesta a través del ojo de una cerradura.
Algún octavo sentido hizo que Shawn desplazara su peso de un pie al otro. Si el elfo aflojaba su presa por un instante, Shawn estaba dispuesto a salir tambaleándose.
Magrat apareció en el umbral. Traía consigo una vieja caja de madera con la palabra «Velas», ya medio borrada, pintada en un lado.
Shawn contempló el pasillo con ojos esperanzados.
Magrat le sonrió alegremente al elfo que había junto a él.
—Esto es para ti —dijo, tendiéndole la caja. El elfo la tomó automáticamente—. Pero no debes abrirla. Y recuerda que prometiste no hacerme daño.
Los elfos cerraron filas detrás de Magrat. Uno de ellos levantó la mano con que empuñaba un cuchillo de piedra.
—¿Mi señora? —dijo el elfo que sostenía la caja, la cual se mecía suavemente en sus manos.
—¿Sí? —preguntó Magrat.
—Te he mentido.
El cuchillo se precipitó sobre su espalda. Y se hizo añicos.
El elfo contempló la expresión inocente de Magrat, y abrió la caja.
Greebo había pasado un par de minutos muy irritantes dentro de aquella caja. Técnicamente, un gato encerrado en una caja puede estar vivo o puede estar muerto. No lo sabes hasta que echas una mirada. De hecho, el mero acto de abrir la caja determinará el estado del gato, aunque en este caso había tres estados determinados en los que podía hallarse el gato: Vivo, Muerto o Condenadamente Furioso.
Shawn dio un brinco mientras Greebo estallaba como una mina Claymore.
—No te preocupes por él —dijo Magrat plácidamente, mientras el elfo manoteaba tratando de quitarse de encima al gato enloquecido—. En el fondo es un viejo sentimental.
Luego extrajo un cuchillo de entre los pliegues de su vestido, se volvió y apuñaló al elfo que había detrás de ella. El golpe no fue muy preciso, pero no tenía por qué serlo. No con una hoja de hierro.
Magrat completó el movimiento subiéndose elegantemente el borde del vestido y pateando al tercer elfo justo debajo de la rodilla.
Shawn entrevió un destello metálico antes de que su pie volviera a desaparecer debajo de la seda.
Después Magrat apartó de un codazo al elfo que gritaba, fue hacia la puerta y volvió con una ballesta.
—¿Cuál te hizo daño, Shawn? —preguntó.
—Todos ellos —dijo Shawn con un hilo de voz—. Pero el que está peleando con Greebo apuñaló a Diamanda.
El elfo se quitó de la cara a Greebo. Sangre verdeazulada chorreaba de una docena de heridas, y Greebo se aferró a los brazos del elfo mientras este lo estrellaba contra la pared.
—Basta —dijo Magrat.
El elfo bajó la mirada hacia la ballesta y se quedó inmóvil.
—No suplicaré clemencia —dijo.
—Me alegro —dijo Magrat, y disparó.
Eso dejó a un elfo que giraba sobre las losas agarrándose la rodilla con las manos.
Magrat pasó grácilmente por encima del cuerpo de otro elfo, desapareció un momento en el interior de la armería y regresó con un hacha.
El elfo dejó de moverse y concentró su atención en Magrat.
—Y ahora —dijo ella en un afable tono de conversación—, no voy a mentirte acerca de tus probabilidades, porque no tienes ninguna. Voy a hacerte unas preguntas. Pero en primer lugar me aseguraré de que me prestas atención.
El elfo lo estaba esperando, y consiguió apartarse hacia un lado antes de que el hacha astillara las piedras.
—¿Señorita? —murmuró Shawn mientras Magrat volvía a levantar el hacha.
—¿Sí?
—Mamá dice que no sienten dolor, señorita.
—¿No? Bueno, pero estoy segura de que aun así se les puede hacer pasar un mal rato —dijo, y bajó el hacha—. Claro que siempre están las armaduras —añadió—. Podríamos meter a este dentro de una. ¿Qué te parece?
—¡No!
El elfo trató de huir a rastras.
—¿Por qué no? —quiso saber Magrat—. Siempre sería mejor que las hachas, ¿verdad?
—¡No!
—¿Por qué no?
—Es como ser enterrado vivo —siseó el elfo—. ¡No hay ojos, no hay boca, no hay orejas!
—Una cota de malla, entonces —dijo Magrat.
—¡No!
—¿Dónde está el rey? ¿Dónde está todo el mundo?
—¡No lo diré!
—Muy bien.
Magrat volvió a la armería, y salió de ella arrastrando una cota de malla.
El elfo trató de huir.
—No podrá ponérsela —dijo Shawn desde donde yacía— Nunca podrá pasársela por los brazos...
Magrat cogió el hacha.
—Oh, no —dijo Shawn—. ¡Señorita!
—Nunca lo recuperarás —dijo el elfo—. Ella lo tiene en su poder.
—Eso ya lo veremos —dijo Magrat—. Muy bien, Shawn. ¿Qué vamos a hacer con él?
Al final lo llevaron a un almacén contiguo a la mazmorra y lo sujetaron con grilletes a los barrotes de la ventana. La criatura todavía gemía debido al contacto con el hierro cuando Magrat cerró de un portazo.
Shawn trataba de mantenerse a una respetuosa distancia de ella, más que nada por la manera en que Magrat no cesaba de sonreír.
—Y ahora echaremos un vistazo a ese brazo tuyo —dijo.
—Estoy bien —dijo Shawn—, pero apuñalaron a Diamanda en la cocina.
—¿Fue a ella a la que oí gritar?
—Uh. En parte. Uh. —Shawn contempló con fascinación a los elfos muertos mientras Magrat pasaba por encima de ellos—. Los ha matado —dijo.
—¿Hice mal?
—Hum. No —dijo Shawn cautelosamente—. No, hizo... Bueno, en realidad lo hizo muy bien.
—Y hay uno dentro del pozo. Supongo que sabes a qué pozo me refiero, ¿verdad? ¿Qué día es hoy?
—Martes.
—¿Y tú lo limpias los...?
—Miércoles. Solo que el miércoles pasado me lo salté porque tuve que...
—Entonces probablemente no es necesario que nos preocupemos por él. ¿Queda alguno más?
—No lo creo. Huh. ¿Señorita reina?
—¿Sí, Shawn?
—¿Podría bajar el hacha, por favor? Me sentiría mejor si bajara el hacha. El hacha, señorita reina. No para de moverla de un lado a otro. Podría dispararse en cualquier momento.
—¿Qué hacha?
—La que tiene en la mano.
—Oh, esta. —Magrat pareció fijarse en ella por primera vez—. Ese brazo tiene mal aspecto. Bajemos a la cocina y te lo entablillare. Y esos dedos tampoco tienen buena pinta. ¿Mataron a Diamanda?
—No lo sé. Y no sé por qué. Quiero decir que, bueno, ella los estaba ayudando.
—Sí. Espera un momento. —Magrat entró una vez más en la armería, y volvió trayendo un saco—. Vamos. ¡Greebo!
Greebo la miró con suspicacia y dejó de acicalarse.
—¿Sabes qué es lo más curioso de Lancre? —preguntó Magrat mientras iban escalera abajo.
—No, señorita.
—Nunca tiramos nada. ¿Y sabes otra cosa?
—No, señorita.
—No pueden haberla tenido delante mientras pintaban. Quiero decir que por aquel entonces la gente no pintaba retratos. Pero la armadura... ¡Ja! Para eso lo único que tenían que hacer era mirar alrededor. ¿Y sabes qué?
De pronto Shawn empezó a sentirse asustado. Antes había tenido miedo, pero de una manera inmediata y física. Pero Magrat, tal como estaba ahora, lo asustaba más que los elfos. Era como ser atacado por una oveja.
—No, señorita —dijo.
—Que nadie me había hablado de ella. ¡Cualquiera habría pensado que todo se reduce a bordar tapices y lucir vestidos muy largos!
—¿A qué se refiere, señorita?
Magrat barrió expresivamente el aire con un brazo.
—¡A todo esto!
—¡Señorita! —dijo Shawn a la altura de sus rodillas.
Magrat miró hacia abajo.
—¿Qué?
—¡Baje el hacha, por favor!
—Oh. Perdona.
Hodgesaargh pasaba sus noches en un pequeño cobertizo adyacente a las jaulas de las aves. Él también había recibido una invitación a la boda, pero le había sido arrebatada de la mano y devorada por Lady Jane, una vieja gerifalte de muy mal temperamento que la había confundido con uno de sus dedos. Así que Hodgesaargh había pasado por su habitual rutina nocturna, lavándose las heridas, cenando pan un poco pasado y queso viejo y acostándose temprano para sangrar lentamente a la luz de la vela en compañía de un ejemplar de Picos y garras.
Un ruido procedente de las jaulas hizo que levantara la vista, cogiera la palmatoria y saliera del cobertizo.
Un elfo estaba contemplando a las aves. Tenía a Lady Jane posada en un brazo.
Hodgesaargh, al igual que el señor Brooks, nunca se interesaba demasiado por los acontecimientos situados más allá de su pasión inmediata. Era consciente de que el castillo estaba lleno de visitantes y, en lo que a él concernía, cualquiera que viniese a ver los halcones era otro entusiasta de la cetrería.
—Lady Jane es mi mejor pájaro —dijo orgullosamente—. Ya casi la tengo adiestrada. Es un ave magnífica. La estoy adiestrando. Es muy inteligente. Conoce once órdenes.
El elfo asintió solemnemente. A continuación le quitó la capucha al pájaro y señaló a Hodgesaargh con un gesto de la cabeza.
—Mata —ordenó.
Los ojos de Lady Jane destellaron a la luz de la antorcha. Luego saltó, y dos juegos de garras y un pico dieron de lleno en el cuello del elfo.
—Conmigo también lo hace —dijo Hodgesaargh—. Vaya, lo siento. Es muy inteligente.
Diamanda yacía en el suelo de la cocina, en medio de un charco de sangre. Magrat se arrodilló junto a ella.
—Aún vive. Por poco. —Agarró el borde de su traje y trató de rasgarlo—. Condenado armatoste. Ayúdame, Shawn.
—¿Señorita?
—¡Necesitamos vendas!
—Pero...
—¡Oh, deja de mirarme con esa cara!
La falda se rasgó. Una docena de rosas de encaje se deshicieron.
Shawn nunca había sabido qué llevaban las reinas debajo de la ropa, pero incluso partiendo de ciertas observaciones concernientes a Millie Chillum, nunca había tomado en consideración la posibilidad de que usaran ropa interior metálica.
Magrat se golpeó el peto con el puño.
—Me queda estupendamente —dijo, desafiando a Shawn a que hiciera la observación de que en ciertas zonas había montones de aire entre el metal y el cuerpo—. ¿No crees que me sienta bien?
—Oh, sí —dijo Shawn—. Uh. No cabe duda de que el hierro labrado es lo suyo, señorita reina.
—¿De verdad lo crees?
—Oh, sí —dijo Shawn, mintiendo como un descosido—. Tiene la figura ideal para lucirlo.
Magrat le atendió la fractura y le entablilló el brazo y los dedos, trabajando metódicamente y empleando tiras de seda como vendas. Diamanda fue más complicada. Magrat limpió, cosió y vendó, mientras Shawn la miraba tratando de ignorar el insistente dolor entre helado y abrasador de su brazo.
No paraba de repetir:
—Se rieron y la apuñalaron. Y ella ni siquiera intentó escapar. Era como si estuvieran jugando.
Por alguna razón Magrat miró a Greebo, quien tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Orejas puntiagudas y un pelaje que quieres acariciar —dijo vagamente—. Y pueden fascinarte. Y cuando están contentos hacen un ruido muy agradable.
—¿Qué?
—Oh, solo estaba pensando en voz alta. —Magrat se incorporó—. Bien. Avivaré el fuego y te traeré un par de ballestas y las dejaré cargadas. Mantén la puerta cerrada y no dejes entrar a nadie, ¿me has oído? Y si no regreso... intenta llegar a algún sitio donde haya gente. Reúne a los enanos de la montaña. O a los trolls.
—¿Qué va a hacer?
—Voy a averiguar qué le ha ocurrido a todo el mundo.
Magrat abrió el saco que había traído de la armería. Dentro había un casco. El casco tenía alas, y a Shawn le pareció que no sería nada práctico.[33] También había un par de guantes de malla y un surtido de armamento oxidado.
—¡Pero probablemente hay más de esas cosas ahí fuera!
—Mejor ahí fuera que aquí dentro.
—¿Sabe luchar?
—No lo sé. Nunca lo he intentado —dijo Magrat.
—Pero si esperamos aquí, tarde o temprano tendrá que venir alguien.
—Sí. Me temo que vendrán.
—¡Lo que quiero decir es que no tiene por qué hacer esto!
—Sí que he de hacerlo. Mañana me voy a casar. De una manera o de otra.
—Pero...
—¡Cállate!
La van a matar, pensó Shawn. No basta con poder empuñar una espada. Tienes que saber qué extremo de ella hay que clavar en el enemigo. Se supone que yo he de montar guardia, y ella va a conseguir que la maten...
Pero...
Pero...
Le metió un dardo de ballesta en el ojo a uno, disparándolo a través del agujero de la cerradura. Yo no habría podido hacer eso. Antes hubiese dicho algo como «¡Manos arriba!». Pero ellos estaban en medio y ella... los quitó de en medio.
Aun así va a morir. Probablemente morirá como una valiente.
Ojalá mi mamá estuviera aquí.
Magrat terminó de enrollar los restos manchados del vestido de boda y lo metió en el saco.
—¿Tenemos algún caballo?
—Hay... caballos de los elfos en el patio del establo, señorita. Pero no creo que pueda montar en uno. —Shawn comprendió que no hubiera debido decir aquello.
Era negro, y más grande de lo que se imaginaba Magrat cuando pensaba en un caballo humano. Sus ojos rojos giraron locamente en las cuencas cuando la vio, y trató de colocarse en posición de cocearla. Magrat no consiguió montar hasta que no hubo logrado atarle las patas a las anillas que había en la pared del establo, pero el caballo cambió apenas la tuvo encima. De pronto mostró la docilidad de los severamente azotados, y pareció dejar de tener mente propia.
—Es el hierro —dijo Shawn.
—¿Qué les hace? No puede dolerles.
—No lo sé, señorita. Parece que los deja como paralizados.
—Baja el rastrillo en cuanto yo haya pasado.
—Señorita...
—¿Vas a decirme que no vaya?
—Pero...
—Pues entonces cállate.
—Pero...
—Me acuerdo de una canción tradicional que habla de una situación como esta —dijo Magrat—. Una joven vio cómo la reina de los elfos le robaba su prometido y en vez de dedicarse a lloriquear por allí, la joven se subió a su caballo y fue y lo rescató. Bueno, pues eso voy a hacer yo.
Shawn trató de sonreír.
—¿Va a cantar? —preguntó.
—Voy a luchar. Tengo muchas cosas por las que luchar, ¿verdad? Y todo lo demás ya lo he probado.
Shawn quería decir: ¡pero es que no es lo mismo! ¡Cuando eres una persona real, ir a luchar no es como en las canciones folklóricas! ¡En la vida real mueres! ¡En las canciones basta con que te acuerdes de taparte una oreja y sepas cómo cantar el siguiente estribillo! ¡En la vida real nadie va por ahí lan-larín-leando-y-cantando-hu-rra-lí!
Sin embargo, lo que dijo fue:
—Pero, señorita, si usted no regresa...
Magrat se volvió sobre la silla de montar.
—Volveré.
Shawn vio cómo espoleaba al apático caballo hasta ponerlo al trote y desaparecía por el puente levadizo.
—¡Buena suerte! —gritó.
Después bajó el rastrillo y volvió a la fortaleza, donde había tres ballestas cargadas encima de la mesa de la cocina.
También había el libro sobre artes marciales que el rey había pedido especialmente para él.
Shawn avivó el fuego con el fuelle, puso una silla de cara a la puerta y buscó la Sección Avanzada del manual.
Magrat ya se encontraba a medio camino de la plaza cuando el efecto de la adrenalina se disipó y su vida por fin logró darle alcance.
Bajó los ojos hacia la armadura y el caballo, y pensó: Me he vuelto loca.
Ha sido aquella maldita carta. Y estaba asustada. Me dije que le demostraría a todo el mundo de qué estaba hecha. Y ahora probablemente lo sabrán: estoy hecha de montones de tubos y cositas tirando a blandas de un color entre verde y púrpura.
Con esos elfos tuve suerte, nada más. Y no pensé. En cuanto pienso, enseguida lo hago todo del revés. No creo que vuelva a tener tanta suerte...
¿Suerte?
Pensó tristemente en sus bolsas de amuletos y talismanes en el fondo del río. Nunca habían surtido efecto, si había que guiarse por lo que había sido su vida, pero quizá —y era una idea horrible—, quizá habían evitado que fuese todavía peor.
Apenas había luces en el pueblo, y muchas de la casas tenían los postigos cerrados.
Los cascos del caballo resonaban sobre los adoquines. Magrat escrutó las sombras. Hubo un tiempo en el que solo habían sido sombras, pero ahora podían ser puertas a cualquier cosa.
Las nubes venían del Eje. Magrat se estremeció.
Nunca había visto aquello.
Era noche auténtica.
La noche había caído sobre Lancre, y era una noche muy vieja. No era la simple ausencia del día, patrullada por la luna y las estrellas, sino una extensión de algo que había existido mucho antes de cualquier luz para definir su ausencia. Iba desplegándose a sí misma desde las raíces de los árboles y el interior de las piedras, reptando lentamente a través de la tierra.
El saco de lo que Magrat consideraba utensilios esenciales podía estar en el fondo del río, pero ella llevaba más de diez años siendo bruja, y podía sentir el terror en el aire.
La gente recuerda bastante mal. Pero las sociedades recuerdan bien, el enjambre recuerda, codificando la información para burlar a los censores de la mente, transmitiéndola de abuela a nieta bajo la forma de pequeños fragmentos de insensateces que no se molestarán en olvidar. A veces la verdad se mantiene viva a sí misma de maneras tortuosas pese a los tenaces esfuerzos de los guardianes oficiales de la información. Viejos fragmentos empezaron a unirse con un tintineo musical en la cabeza de Magrat.
Subiendo con el viento por la montaña, bajando con el torrente por el prado...
De fantasmas, trasgos y bestias de largas patas...
Mi madre me dijo que nunca debía...
No nos atrevemos a ir de caza, por miedo a...
Y las cosas que vagan por la...
Jugar con las hadas en el bosque...
Magrat se irguió sobre aquel caballo en que no confiaba y aferró la espada que no sabía usar mientras los códigos surgían de la memoria y trepaban unos sobre otros hasta adquirir forma.
Roban el ganado y los bebés.
Roban la leche...
Les encanta la música, y se llevan a los músicos...
De hecho lo roban todo.
Nunca seremos tan libres como ellos, tan hermosos como ellos, tan listos como ellos, tan ágiles como ellos; somos animales.
Un viento helado soplaba en el bosque más allá del pueblo. Siempre había sido un bosque muy agradable para pasear, pero Magrat sabía que ya no volvería a serlo. Los árboles tendrían ojos. Habría risas lejanas flotando en el viento.
Se lo llevan todo.
Magrat espoleó al caballo hasta ponerlo al paso. Una puerta se cerró de golpe en algún lugar del pueblo.
Y lo que te dan a cambio es miedo.
Unos martillazos resonaron al otro lado de la calle. Un hombre estaba clavando algo en su puerta. Miró en torno a él con ojos aterrorizados, vio a Magrat, y entró corriendo en su casa.
Lo que había clavado en la puerta era una herradura.
Magrat ató el caballo a un árbol y desmontó. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.
¿Quién vivía allí? ¿Carretero el tejedor, o sería Tejedor el panadero?
—¡Abre de una vez, hombre! ¡Soy yo, Magrat Ajostiernos!
Al lado del escalón de la puerta había algo blanco. Resultó un cuenco de leche.
Una vez más, Magrat volvió a pensar en el gato Greebo.
Maloliente, imprevisible, cruel y vengativo... pero que ronroneaba deliciosamente, y cada noche tenía derecho a un cuenco de leche.
—¡Vamos! ¡Abre de una vez!
Pasado un rato los pestillos fueron descorridos y un ojo fue aplicado a una rendija muy estrecha.
—¿Sí?
—Eres Carretero el panadero, ¿verdad?
—Soy Tejedor el techador.
—¿Y sabes quién soy?
—¡Señorita Ajostiernos!
—¡Venga, déjame entrar!
—¿Está sola, señorita?
— Sí.
La rendija se agrandó hasta adquirir la anchura de una Magrat.
Había una vela encendida en la habitación. Tejedor retrocedió ante Magrat hasta quedar torpemente apoyado en la mesa. Magrat miró alrededor.
El resto de la familia Tejedor estaba escondido debajo de la mesa. Cuatro pares de ojos asustados alzaron la mirada hacia Magrat.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Eh... —dijo Tejedor—. No la había reconocido con su sombrero de vuelo, señorita...
—Creía que estabais haciendo el Entretenimiento. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Dónde está mi futuro esposo?
—Eh...
Sí, probablemente era el casco. Esa fue la conclusión a que llegó Magrat después. Había ciertos objetos, como espadas y sombreros de mago y coronas y anillos, que terminaban captando algo de la naturaleza de sus dueños. La reina Ynci seguramente nunca había cosido un tapiz en su vida, y sin duda tardaba menos en perder los estribos que una bosta de vaca en mojarse cuando llovía.[34] Lo mejor que podía hacer era pensar que algo de ella se le había pegado al casco y ahora estaba siendo transmitido a Magrat como una especie de enfermedad capilar de la realeza. Lo mejor que podía hacer era dejar que Ynci tomara las riendas.
Cogió por el cuello a Tejedor.
—Si vuelves a decir «Eh» una sola vez más —dijo—, te cortaré las orejas.
—Eh... aargh... Verá, señorita... ¡Son los Lores y las Damas, señorita!
—¿De verdad son los elfos?
—¡Señorita! —exclamó Tejedor con ojos suplicantes—. ¡No lo diga! Los hemos oído bajar por la calle. Docenas de ellos. Y han robado la vaca del viejo Techador y la cabra de Skindle y derribaron la puerta de...
—¿Por qué has puesto un cuenco de leche fuera? —quiso saber Magrat.
La boca de Tejedor se abrió y se cerró varias veces antes de que consiguiera hablar.
—Verá, mi Eva dijo que su abuelita siempre ponía fuera un cuenco de leche para ellos, para que estuvieran conté...
—Comprendo —dijo Magrat con voz gélida—. ¿Y el rey?
—¿El rey, señorita? —repuso Tejedor, ganando un poco de tiempo.
—El rey —dijo Magrat—. No muy alto, ojos llorosos y orejas que sobresalen, a diferencia de otras orejas de los alrededores dentro de poco.
Los dedos de Tejedor se enroscaron entre sí como serpientes atormentadas.
—Bueno... bueno... bueno...
Reparó en la cara que estaba poniendo Magrat, y se dio por vencido.
—Hicimos la obra —dijo—. Yo les dije que hiciéramos la Danza del Palo y el Cubo en vez de la obra, pero no hubo manera de que cambiasen de parecer. Y al principio todo iba bastante bien y luego, y luego, y luego... de pronto Ellos estaban allí, centenares de ellos, y todo el mundo corría, y alguien chocó conmigo y me caí al arroyo, y luego hubo todo aquel ruido, y vi a Jason Ogg atizándole a cuatro elfos con lo primero que encontró...
—¿Otro elfo?
—Exacto, y luego encontré a Eva y los chicos, y luego todo el mundo volvió corriendo a su casa, y luego llegaron esos... aristócratas a caballo, y pude oír cómo se reían, y llegamos a casa y Eva me dijo que pusiera una herradura en la puerta y...
—¿Y qué pasó con el rey?
—No lo sé, señorita. Lo último que recuerdo es que se estaba riendo de Techador y su peluca de paja.
—¿Y Tata Ogg y Yaya Ceravieja? ¿Qué ha sido de ellas?
—No lo sé, señorita. No recuerdo haberlas visto, pero había gente corriendo por todas partes y...
—¿Y dónde ocurrió todo eso?
—¿Señorita?
—¿Dónde ocurrió? —repitió Magrat, intentando hablar despacio y con claridad.
—Arriba en los Danzarines, señorita. Ya sabe. Las viejas piedras.
Magrat lo soltó.
—Oh, sí —dijo—. No se lo digáis a Magrat. Magrat no debe enterarse de esa clase de cosas. ¿Los Danzarines? Sí, claro.
—¡No fuimos nosotros, señorita! ¡Solo estábamos fingiendo!
—¡Ja!
Volvió a descorrer los cerrojos.
—¿Adonde va, señorita? —preguntó Tejedor, que nunca ganaría el Campeonato de Rapidez Mental de Lancre.
—¿Adonde crees que voy?
—Pero, señorita, no puede llevar hierro...
Magrat cerró de un portazo. Luego pateó el cuenco de leche con tanta fuerza que esparció su contenido por toda la calle.
Jason Ogg se arrastraba cautelosamente entre los helechos goteantes. A un par de metros había una figura. Jason sopesó la piedra que llevaba en la mano...
—¿Jason?
—¿Eres tú, Tejedor?
—No; soy yo... Sastre.
—¿Dónde están los demás?
—Calderero y Panadero acaban de encontrar a Carpintero. ¿Has visto a Tejedor?
—No, pero vi a Carretero y Techador.
Volutas de niebla subían hacia el cielo mientras la lluvia tamborileaba sobre la tierra caliente. Los siete bailarines supervivientes se metieron bajo las goteantes ramas de un arbusto.
—¡Mañana sí que se armará una buena! —gimió Carretero—. ¡Cuando nos encuentre estaremos perdidos!
—Todo irá bien si conseguimos hallar un poco de hierro —dijo Jason.
—¡El hierro no la afecta! ¡Nos arrancará la piel a tiras!
Carretero pegó las rodillas al pecho en una reacción de puro terror.
—¿Quién?
—¡La señora Ceravieja!
Techador le dio un codazo en las costillas. El agua caía de las hojas encima de ellos y se les metía por el cuello.
—¡No seas idiota! ¡Ya has visto a esas cosas! ¿A qué viene eso de preocuparse por esa vieja pesada?
—¡Nos arrancará la piel a tiras, te lo digo yo! ¡Nos culpará de todo!
—Espero que tenga ocasión de decirlo —masculló Calderero.
—Estamos atrapados entre la roca y un sitio duro —dijo Techador.
—No —sollozó Carretero—. Yo he estado allí. Es esa cañada que hay justo encima de Culo de Mal Asiento. ¡Y no estamos atrapados allí! ¡Ojalá lo estuviéramos! ¡Estamos atrapados debajo de este arbusto! ¡Y nos estarán buscando! ¡Y ella también nos buscará!
—¿Qué sucedió cuando estábamos haciendo el entrete...? —comenzó Carpintero.
—Esa no es la pregunta que voy a hacer —dijo Jason—. La pregunta que voy a hacer es: ¿cómo volvemos a casa esta noche?
—¡Ella nos estará esperando! —gimoteó Carretero.
Algo tintineó en la oscuridad.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Jason.
—Es el saco del equipo —dijo Carretero—. ¡Dijiste que mi trabajo consistía en cuidar del saco del equipo!
—¿Y has subido hasta aquí cargado con todo eso?
—¡No quería tener todavía más problemas por haber perdido el saco del equipo!
Carretero empezó a temblar.
—Si logramos volver a casa —dijo Jason—, hablaré con nuestra mamá para que te consiga algunas de esas nuevas píldoras de extracto de rana.
Cogió el saco y deshizo el nudo que lo cerraba.
—Aquí dentro están nuestras campanillas —dijo—, y los palos. ¿Y quién te dijo que cogieras el acordeón?
—Pensé que a lo mejor queríamos hacer la Danza del Palo y...
—Nadie volverá a hacer jamás la Danza del Palo y...
Hubo una carcajada, lejos en la colina empapada por la lluvia, y un crujido entre los heléchos. De pronto Jason se sintió el centro de la atención.
—¡Están ahí! —gritó Carretero.
—Y no tenemos ninguna arma —dijo Calderero.
Un juego de pesadas campanillas de latón le dio en el pecho.
—Calla y ponte las campanillas —dijo Jason—. ¿Carretero?
—¡Nos están esperando!
—Solo lo diré una vez —replicó Jason—: después de esta noche nadie volverá a hablar jamás de la Danza del Palo y el Cubo. ¿De acuerdo?
Los bailarines tradicionales de Lancre se miraron unos a otros mientras la lluvia les pegaba las ropas al cuerpo.
Carretero, lágrimas de terror mezclándose con el maquillaje y la lluvia, estrujó el acordeón. Hubo el acorde largamente prolongado que la ley estipula que debe preceder a toda la música tradicional para que los inocentes que pasan casualmente por allí tengan tiempo de alejarse.
Jason levantó la mano y contó sus dedos.
—Uno, dos... —La frente se le llenó de arrugas—. Uno, dos, tres...
—... cuatro... —siseó Calderero.
—... cuatro —repitió Jason—. ¡Bailad, muchachos! Seis gruesos palos de fresno se encontraron en el aire. —... uno, dos, adelante, uno, atrás, girar... Poco a poco, a medida que los gemebundos compases de El inquilino de la señora Widgery se entrelazaban con la neblina, los bailarines saltaron y chapotearon en un lento progreso a través de la noche...
—... dos, atrás, saltar...
Los palos volvieron a entrechocar.
—¡Nos están vigilando! —jadeó Sastre mientras sus saltos lo llevaban hacia Jason—. ¡Puedo verlos!
—... uno... dos... ¡No harán nada hasta que pare la música! Atrás, dos, girar ¡Adoran la música! Adelante, salto, girar... uno y seis, aplastar escarabajos... salto, atrás, girar...
—¡Están saliendo de los heléchos! —advirtió Carpintero mientras los palos volvían a encontrarse.
—Los veo... dos, tres, adelante, girar... Carretero... atrás, girar... ahora haces un doble... dos, atrás... posadero vagabundo por el medio...
—¡Estoy perdiendo el compás, Jason!
—¡Toca! Dos, tres, girar...
—¡Nos tienen rodeados!
—¡Bailad!
—¡Nos están mirando! ¡Cada vez los tenemos más cerca!
—... girar, atrás... salto... ya casi hemos llegado al camino...
—¡Jason!
—¿Os acordáis de cuando... tres, vuelta... ganamos la copa contra los Impasibles de Ohulan? Girar...
Los palos se encontraron con un sordo retumbar de madera contra madera. Terrones de suelo húmedo fueron pateados hacia la noche.
—Jason, no querrás decir...
—... atrás, dos... hacedlo...
—Carretero se está quedando... uno, dos... sin respiración...
—... dos, girar...
—Jason, el acordeón se está derritiendo —lloriqueó Carretero.
—... uno, dos, adelante... ¡A limpiar las judías!
El acordeón jadeaba. Los elfos estaban cada vez más cerca. Mirando con el rabillo del ojo, Jason vio una docena de rostros sonrientes y fascinados.
—¡Jason!
—... uno, dos... Carretero al centro... uno, dos, girar...
Siete pares de botas golpearon el suelo.
—¡Jason!
—... uno, dos... girar... listos... uno, dos... atrás... atrás... uno, dos... girar... MATAR... y atrás, uno, dos...
La posada era una ruina. Los elfos la habían despojado de todo lo comestible y sacado fuera cada barril, aunque un par de quesos rebeldes habían resistido heroicamente en el sótano.
La mesa se había derrumbado. Pinzas de langosta y cabos de vela estaban desperdigados entre los restos del banquete.
Nada se movía.
Entonces alguien estornudó y un poco de hollín cayó sobre el hogar vacío, seguido por Tata Ogg y, pasados unos momentos, por la pequeña, negra y muy airada figura de Casavieja.
—Qué asco —dijo Tata contemplando los restos—. Ahora sí se acabó la fiesta.
—¡Tendrías que haber dejado que me enfrentara a ellos!
—Eran demasiados, muchacho.
Casavieja arrojó su espada al suelo con una mueca de disgusto.
—¡Empezábamos a conocernos mutuamente como es debido, y de pronto cincuenta elfos irrumpen en el reservado! ¡Maldición! ¡Esta clase de cosas me ocurren de continuo!
—Lo bueno que tiene el negro es que apenas se nota el hollín —dijo Tata Ogg mientras se sacudía el polvo—. Así que al final lo consiguieron, ¿eh? Esme tenía razón. Me pregunto dónde estará. Oh, bueno. Vamos.
—¿Adonde? —preguntó el enano.
—A mi cabaña.
—¡Ah!
—A coger mi escoba —dijo Tata Ogg con firmeza—. No voy a tolerar que la Reina de las Hadas gobierne a mis niños, así que será mejor que busquemos un poco de ayuda. Esto ha ido demasiado lejos.
—Podríamos subir a las montañas —propuso Casavieja mientras bajaban por la escalera—. Ahí arriba hay miles de enanos.
—No —dijo Tata Ogg—. Esme no me lo va a agradecer, pero yo soy la que agita la bolsa de caramelos cuando ella se mete en un lío... y estoy pensando en alguien que odia de verdad a la reina.
—No encontrarás a nadie que la odie más que los enanos —dijo Casavieja.
—Oh, ya verás como sí —repuso Tata Ogg—. Basta con saber dónde mirar.
Los elfos también habían estado en la cabaña de Tata Ogg. No había dos muebles enteros.
—Lo que no se llevan lo hacen pedazos —dijo Tata Ogg.
Removió los restos con el pie y hubo un tintineo de cristales.
—Ese jarrón fue un regalo de Esme —dijo al implacable mundo en general—. Nunca me gustó demasiado.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Casavieja, mirando alrededor.
—Oh, destruirían el mundo si creyeran que haría un ruido bonito al romperse —dijo Tata. Salió de la cabaña, buscó a tientas debajo de los aleros del tejado y acabó extrayendo su escoba con un pequeño gruñido de triunfo—. Siempre la meto ahí arriba —explicó—, porque si no los críos la cogen para ir a dar un paseo. Tú irás detrás, aunque no estoy segura de que no sea una imprudencia por mi parte.
Casavieja se estremeció. Los enanos suelen temer las alturas, dado que no disponen de muchas oportunidades de acostumbrarse a ellas.
Tata se rascó el mentón, produciendo un ruidito de papel de lija.
—Y necesitaremos una palanqueta —dijo—. En la fragua de Jason habrá una. Sube, muchacho.
—La verdad es que no me esperaba esto —dijo Casavieja, subiéndose a la escoba con los ojos cerrados—. Había pensado en una velada festiva, solos tú y yo.
—Solo estamos tú y yo.
—Sí, pero no había previsto que también participaría una escoba.
La escoba despegó muy despacio. Casavieja se aferró a la paja.
—¿Adonde vamos? —preguntó con un hilo de voz.
—A un sitio que conozco, arriba en las colinas —dijo Tata— Hace siglos que no voy por esos parajes. Esme se niega a poner los pies allí, y Magrat todavía es demasiado joven para hablarle de él. Pero antes yo solía ir mucho por allí. Cuando era una muchacha. Las chicas solían ir allí arriba si querían que... Oh, maldición...
—¿Qué?
—Algo ha pasado volando por delante de la luna, y estoy segura de que no era Esme.
Casavieja trató de mirar alrededor sin abrir los ojos.
—Los elfos no pueden volar —murmuró.
—Eso te crees tú —dijo Tata—. Montan en tallos de artemisa.
—¿Tallos de artemisa?
—Aja. En una ocasión lo intenté. Puedes sacarles un poco de impulso ascendente, pero son una auténtica tortura para los empalmes. Yo prefiero un buen manojo de paja. Y en todo caso —le dio un suave codazo a Casavieja—, ahora deberías sentirte como en casa. Magrat dice que una escoba es una metáfora sexual.[35]
Casavieja había abierto un ojo lo suficiente para ver cómo un tejado pasaba silenciosamente por debajo de ellos. Empezaba a sentirse mareado.
—Con la diferencia de que una escoba se mantiene arriba mucho más tiempo —dijo Tata Ogg—. Y además puedes utilizarla para limpiar la casa, lo cual es bastante más de lo que se puede decir de... ¿Te encuentras bien?
—Esto no me gusta nada, señora Ogg.
—Solo intentaba levantarle los ánimos, señor Casavieja.
—Nunca digo que no a eso, señora Ogg —replicó el enano—, pero ¿no podríamos evitar los excesos de altitud?
—No tardaremos en bajar.
—Eso sí me gustará.
Las botas de Tata Ogg arañaron el duro barro del patio de la herrería.
—Solo será un momento, así que dejaré encendida la magia —dijo. Ignorando los balidos de socorro del enano, saltó de la escoba y desapareció por la puerta de atrás.
Los elfos no habían estado allí. Demasiado hierro. Tata cogió una palanqueta del banco de las herramientas y salió a toda prisa.
—Ten, coge esto —le dijo a Casavieja, y luego titubeó—.
Nunca se puede tener demasiada suerte, ¿verdad? —añadió, y regresó corriendo a la fragua. Esta vez tardó menos en volver a salir, metiéndose algo en el bolsillo.
» ¿Listo?
—No.
—Entonces vamos. Y vigila bien. Con los ojos abiertos.
—¿He de buscar elfos? —preguntó Casavieja mientras la escoba ascendía hacia la luna.
—Podría ser. No era Esme, y aparte de ella el único que vuela por aquí es el señor Ixolite el banshee, y él siempre se asegura de pasarnos una nota por debajo de la puerta cuando sale a dar un paseo. Para no liar al control del tráfico aéreo, ¿sabes?
La mayor parte del pueblo estaba a oscuras. La luna desplegaba un damero negro y plata a través de los campos. Pasado un rato, Casavieja tuvo una visión menos tenebrosa de la situación. De hecho, el movimiento de la escoba era muy relajante.
—Has transportado a muchos pasajeros, ¿verdad? —preguntó.
—De vez en cuando, sí —dijo Tata.
Casavieja pareció reflexionar en ciertas cosas. Y de pronto dijo, con una voz que rezumaba interés científico:
—Dime, ¿sabes si alguien ha intentado en alguna ocasión...?
—No —dijo Tata Ogg—. Te caerías.
—No sabes qué iba a preguntar.
—¿Te apuestas medio dólar?
Volaron en silencio un par de minutos, hasta que Casavieja le puso la mano en el hombro.
—¡Elfos a las tres en punto! —anunció.
—Ah, entonces tranquilo. Todavía faltan varias horas para las tres.
—¡Quiero decir que están por ahí!
Tata escrutó las estrellas. Algo se movía a través de la noche.
—Oh, maldición.
—¿Puedes dejarlos atrás?
—No. Son capaces de dar la vuelta al mundo en cuarenta minutos.
—¿Y por qué iban a querer hacer eso? ¿Se han cansado de verlo de este lado? —preguntó Casavieja, al que le empezaban a apetecer unas cuantas píldoras de extracto de rana.
—Lo que quiero decir es que son muy rápidos. No podríamos dejarlos atrás ni aunque perdiéramos lastre.
—Me parece que ya estoy perdiendo una pizca —dijo Casa-vieja mientras la escoba iniciaba un vertiginoso picado hacia los árboles.
Las hojas arañaron las botas de Tata Ogg. La luz de la luna destelló sobre unos cabellos rubio ceniza, bastante lejos a su izquierda.
—Mierda, mierda, mierda.
Tres elfos se mantenían pegados a la escoba. Eso era lo peor de los elfos. Te perseguían hasta que te caías, hasta que tu sangre se agriaba de puro terror. Si un enano te quería muerto, se limitaba a cortarte en dos con su hacha a la primera oportunidad, porque los enanos eran más buena gente que los elfos.
—¡Se están acercando! —dijo Casavieja.
—¿Tienes la palanqueta?
—¡Sí!
—De acuerdo...
La escoba zigzagueó por encima del bosque silencioso. Uno de los elfos desenvainó su espada y descendió sobre ellos. Para hacer que se estrellaran contra los árboles, manteniéndolos con vida el mayor tiempo posible...
La escoba puso la marcha atrás. La cabeza y las piernas de Tata Ogg se desplazaron hacia adelante, con lo que se encontró parcialmente sentada encima de las manos pero mayormente encima de la nada. El elfo se precipitó sobre ella, riendo...
Casavieja descargó la palanqueta.
Hubo un ruido muy parecido a doioinng.
La escoba volvió a salir disparada hacia adelante, lanzando a Tata Ogg al regazo de Casavieja.
—Lo siento.
—Oh, no te preocupes. De hecho, si te apetece puedes volver a hacerlo.
—Le has dado, ¿verdad?
—Lo he dejado sin aliento.
—Estupendo. ¿Dónde están los demás?
—No puedo verlos.
Casavieja sonrió.
—Les hemos dado una buena lección, ¿eh?
Algo hizo zip y se clavó en el sombrero de Tata Ogg.
—Saben que tenemos hierro —dijo Tata—. No volverán a acercarse. No necesitan hacerlo —añadió con amargura.
La escoba esquivó un árbol y atravesó unos cuantos heléchos. Después viró rumbo a un sendero medio oculto por la maleza.
—Ya no nos siguen —dijo Casavieja—. Los hemos asustado, ¿verdad?
—No hemos sido nosotros. No se atreven a acercarse al Hombre Largo. No forma parte de su territorio. Fíjate en el estado de ese sendero y verás que ahora crecen árboles en él. Cuando yo era joven no habrías encontrado ni una brizna de hierba creciendo en él. —Aquel lejano recuerdo la hizo sonreír—. Ah, sí, el Hombre Largo era un sitio muy popular durante las noches de verano.
La textura del bosque acababa de sufrir un cambio. De pronto se había vuelto viejo incluso para los patrones de la boscosidad de Lancre. Barbas de musgo colgaban de las retorcidas ramas inferiores. Antiguas hojas crujieron por debajo de sus pies mientras el enano y la bruja volaban entre los árboles. Algo se apresuró a refugiarse en la espesa maleza. A juzgar por el ruido que hacía, era algo con cuernos.
Tata dejó que la escoba fuera reduciendo la velocidad hasta detenerse.
—Ahí está —dijo, apartando una fronda de heléchos—. El Hombre Largo.
Casavieja miró por debajo de su codo.
—¿Y eso es todo? Solo es un viejo túmulo funerario.
—Tres túmulos funerarios —precisó Tata.
Casavieja paseó la mirada por aquel paisaje recubierto de vegetación.
—Sí, ya los veo —dijo—. Dos redondos y uno alargado. ¿Y bien?
—La primera vez que los vi desde el aire —dijo Tata—, me reí tanto que casi me caigo de la maldita escoba.
Hubo una de esas pausas conocidas como la gota que tarda una eternidad en caer mientras el enano trataba de asimilar la topografía de la situación.
Luego dijo:
—Cáspita. Creía que la gente que levantaba túmulos funerarios, baluartes y demás eran druidas muy serios y personas de ese estilo, no... no el tipo de personas que hacen dibujos en las paredes de las letrinas empleando doscientas mil toneladas de tierra, por así decirlo.
—No suena muy propio de ti el que esas cosas puedan escandalizarte.
Tata hubiese podido jurar que el enano se ruborizó debajo de su peluca.
—Bueno, no olvides que hay algo llamado estilo —dijo Casavieja—. Y también algo llamado sutileza, ¿verdad? No te conformas con gritar: tengo un tolón realmente enorme.
—Es más complicado que eso —dijo Tata, empezando a abrirse paso entre los arbustos—. Lo que tenemos aquí es un paisaje entero que está diciendo: tengo un tolón realmente enorme. «Tolón» es una palabra de los enanos, ¿verdad?
—Sí.
—Pues es una palabra muy apropiada.
Casavieja estaba intentando soltarse del arbusto espinoso en que se había enredado.
—Esme nunca viene por aquí arriba —dijo Tata desde algún punto por delante de él—. Dice que ya tenemos más que suficiente con las canciones folklóricas, los postes de mayo y todo lo demás, para que encima el mismo paisaje se vuelva sugerente. Claro que nunca tuvieron la intención de que esto fuera un sitio para mujeres —prosiguió—. Mi bisabuela decía que en los viejos tiempos los hombres solían subir aquí para celebrar extraños ritos que ninguna mujer podía presenciar.
—Excepto tu bisabuela, que se escondía entre los arbustos —dijo Casavieja.
Tata se paró en seco.
—¿Cómo lo sabes?
—Digamos que yo también estoy desarrollando cierta comprensión de la feminidad de las Ogg, señora Ogg —dijo el enano. Un espino le había desgarrado la chaqueta.
Dijo que solían construir chozas para sudar, y que todos olían igual que el sobaco de un herrero y bebían esfumino, y bailaban alrededor del fuego llevando cornamentas en la cabeza y que se meaban en los árboles —explicó Tata—. Si he de ser franca, también decía que era un poco asqueroso. Pero siempre he pensado que un hombre tiene que ser un hombre, aunque eso suponga ser un poco asqueroso. ¿Qué ha sido de tu peluca?
—Creo que se ha quedado colgada de ese árbol que había más atrás.
—¿Todavía tienes la palanqueta?
—Sí, señora Ogg.
—Bueno, pues ya hemos llegado.
Habían llegado al pie del montículo alargado. Allí había tres grandes piedras irregulares que formaban una especie de cueva baja. Tata Ogg se agachó para pasar por debajo del dintel y entró en aquella oscuridad rancia que olía a amoníaco.
—No es necesario que vayamos más lejos —dijo—. ¿Tienes una cerilla?
El resplandor sulfuroso reveló una roca plana con un tosco dibujo tallado en ella. Las líneas habían sido frotadas con una tintura ocre. Mostraban la figura de un hombre de ojos de búho tocado con una cornamenta y envuelto en una piel de animal.
Debajo había una inscripción rúnica.
—¿Alguien ha logrado descifrar lo que dice? —preguntó Casavieja.
Tata Ogg asintió.
—Es una variante del oggham —dijo—. En esencia significa «Tengo Un Tolón Realmente Enorme».
—¿Oggham? —dijo el enano.
—Mi familia lleva mucho tiempo siendo una presencia habitual en estas, cómo te diría yo, en estas partes —explicó Tata Ogg.
—Haberla conocido está resultando muy instructivo, señora Ogg —dijo Casavieja.
—Eso dicen todos. Y ahora mete la palanqueta en esa rendija que hay al lado de la piedra. Siempre he querido tener una excusa para bajar ahí.
—¿Qué hay ahí abajo?
—Bueno, lleva a las Cuevas de Lancre. Al parecer se extienden por todo el reino, y llegan incluso a lo alto de la montaña. Se supone que hay una entrada en los sótanos del castillo, pero nunca he conseguido dar con ella. Pero principalmente llevan al mundo de los elfos.
—Creía que los Danzarines llevaban al mundo de los elfos.
—Este es el otro mundo de los elfos.
—Creía que solo tenían uno.
—Nunca hablan de este.
—¿Y tú quieres entrar en él?
—Sí.
—¿Quieres encontrar elfos?
—Exacto. Y ahora, ¿vas a quedarte plantado ahí toda la noche, o vas a apartar esa piedra con tu palanqueta? —Le dio un suave codazo—. Ahí abajo hay oro, sabes.
—Oh, sí, muchísimas gracias —dijo Casavieja con sarcasmo—. Eso es especiesismo, eso es lo que es. Te aprovechas de mi situación de... inferioridad vertical para convencerme de que siga adelante prometiéndome oro, ¿verdad? Los enanos no son más que un montón de apetitos encima de un par de piernas, eso es lo que piensas. ¡Ja!
Tata suspiró.
—Oh, está bien —dijo—. Te diré lo que vamos a hacer... Cuando volvamos a casa te prepararé un poco de pan enanil como es debido. ¿Qué te parece?
Una sonrisa de incredulidad iluminó el rostro de Casavieja.
—¿Auténtico pan enanil?
—Sí. Me parece que todavía tengo la receta, y de todas maneras llevo semanas sin cambiarle la arena al gato.[36]
—Bueno, de acuerdo...
Casavieja metió un extremo de la palanqueta debajo de la piedra y aplicó su fuerza de enano al otro. Tras un momento de resistencia, la piedra cedió.
Debajo había escalones, apenas visibles bajo la capa de tierra y viejas raíces que los recubrían.
Tata empezó a bajar sin mirar atrás, y un instante después se dio cuenta de que el enano no la seguía.
—¿Qué ocurre?
—Nunca me han gustado la oscuridad y los espacios reducidos.
—¿Cómo? ¡Eres un enano!
—Nací enano, sí. ¡Pero incluso me pongo nervioso cuando tengo que esconderme en un armario! Lo cual supone un serio inconveniente en mi profesión, dicho sea de paso.
—No seas bobo. Yo no tengo miedo.
—Tú no eres yo.
—Te diré lo que haremos: lo coceré con un poco de gravilla extra.
—Ooh... Está usted hecha toda una tentadora, señora Ogg.
—Y coge las antorchas.
Las cuevas eran secas y cálidas. Casavieja trotó detrás de Tata, no queriendo salirse de la luz de las antorchas.
—¿Has estado aquí abajo antes?
—No, pero conozco el camino.
Pasado un rato, Casavieja comenzó a sentirse mejor. Las cavernas eran preferibles a los armarios. Para empezar, no te tropezabas una y otra vez con zapatos, y seguramente allí no había muchas probabilidades de que un esposo agraviado abriera la puerta empuñando una espada.
De hecho, comenzó a sentirse bastante contento.
Las palabras aparecieron en su cabeza de motu proprio, procedentes de algún lugar del bolsillo trasero de sus genes.
—Aibó, aibó...
Tata Ogg sonrió en la oscuridad.
El túnel terminaba en una caverna. El resplandor de las antorchas captó la silueta de unos muros lejanos.
—¿Es aquí? —preguntó Casavieja aferrando la palanqueta.
—No. Esto es otra cosa. Nosotras... conocemos este lugar. Es mítico.
—¿Quieres decir que no es real?
—Oh, sí lo es. Y también es mítico.
La antorcha crepitó. Había centenares de losas cubiertas de polvo esparcidas alrededor de la caverna formando una espiral en cuyo centro se divisaba una enorme campana, suspendida de una cuerda que desaparecía en la oscuridad del techo. Justo debajo de la campana colgante había un montoncito de monedas de plata y otro de monedas de oro.
—No toques el dinero —dijo Tata—. Espera, mira esto. Mi papá me habló de ello, y es un buen truco.
Extendió la mano y rozó la campana con la punta de los dedos, provocando un tenue ting.
Una cascada de polvo cayó de la losa más próxima. Lo que Casavieja había creído no era más que una escultura se incorporó entre crujidos. Era un guerrero armado. Dado que se había incorporado se podía estar prácticamente seguro de que estaba vivo, pero parecía haber pasado del rigor mortis a la vida sin atravesar la muerte por el camino.
Sus ojos hundidos en las cuencas se posaron en Tata Ogg.
—¿Qué demonios de horas crees que son estas?
—Todavía no es tu hora —dijo Tata.
—¿Y entonces por qué has hecho sonar la campana? No consigo pegar ojo desde hace, no sé, doscientos años, porque siempre tiene que venir algún mamón a hacer sonar la campana. Largo de aquí.
El guerrero volvió a acostarse.
—Es algún viejo rey y sus guerreros —susurró Tata mientras se marchaban a toda prisa—. Alguna clase de sueño mágico, me han dicho. Fue cosa de algún viejo mago. Se supone que despertaran para alguna batalla final cuando un lobo se coma al sol.
—Esos magos... Siempre están fumando algo —dijo Casavieja.
—Podría ser. Y ahora hacia la derecha. Siempre a la derecha.
—¿Estamos andando en círculos?
—En espiral. Ahora nos encontramos justo debajo del Hombre Largo.
—No, eso no puede ser —dijo Casavieja—. Hemos bajado por un agujero que había debajo del Hombre Largo y... Eh, un momento. ¿Quieres decir que ahora estamos en el sitio del que partimos y que es un lugar distinto?
—Vaya, veo que empiezas a cogerle el tranquillo.
Siguieron la espiral.
Que, finalmente, los condujo hasta una puerta, o algo así. Allí el aire era más caliente. Luces rojas brillaban en los pasajes laterales.
Dos enormes piedras habían sido apoyadas contra una pared rocosa, con una tercera colocada a través de ellas. Pieles de animales colgaban sobre la tosca entrada así formada, con hilillos de vapor enroscándose alrededor de ellas.
—Fueron levantadas al mismo tiempo que los Danzarines —explicó Tata—. Solo que aquí el agujero es vertical, así que únicamente necesitaron tres. Será mejor que dejes la palanqueta y que te quites las botas si es que están claveteadas.
—Estas botas fueron cosidas por el mejor zapatero de Ankh-Morpork —dijo Casavieja—, y algún día se las pagaré.
Tata apartó las pieles.
Una nube de vapor brotó de ellas.
Dentro había oscuridad, caliente y espesa como la melaza y oliendo como un vestuario de zorros. Mientras seguía a Tata Ogg, Casavieja percibió la presencia de figuras invisibles en aquel aire pestilente, y oyó conversaciones murmuradas que eran súbitamente interrumpidas. En un momento dado creyó ver un cuenco de piedras al rojo vivo, pero una mano sombría apareció sobre ellas y vertió el contenido de un cucharón, escondiéndolas en una nube de vapor.
Esto no puede estar dentro del Hombre Largo, se dijo. El Hombre Largo es un túmulo de tierra, y esto es una tienda muy larga hecha de pieles.
No pueden ser la misma cosa.
Se dio cuenta de que estaba chorreando sudor.
Dos antorchas se volvieron visibles entre las ondulaciones del vapor, su luz apenas algo más que una tenue coloración roja en la oscuridad. Pero bastaron para mostrar a una inmensa figura recostada junto a otro cuenco de piedras calientes.
La figura levantó la vista. Unas astas inmensas se agitaron entre el calor húmedo y pegajoso.
—Ah. Señora Ogg.
La voz era como chocolate.
—Excelencia —dijo Tata.
—Supongo que sería esperar demasiado que te arrodillaras, ¿verdad?
—Ciertamente, su señoría —dijo Tata, sonriendo.
—Sabes, señora Ogg, tienes una manera de mostrar respeto a tu dios que dejaría verde de envidia al ateo medio —repuso la figura oscura. Bostezó.
—Gracias, eminencia.
—Ahora ya nadie baila para mí. ¿Acaso es pedir demasiado que alguien lo haga?
—Lo que digáis, señoría.
—Vosotras las brujas ya no creéis en mí.
—Habéis vuelto a dar en el blanco, vuestra cornamenta.
—Ah, pequeña señora Ogg... ¿Y cómo, habiendo llegado hasta aquí, piensas salir? —preguntó el encorvado.
—Porque tengo hierro —dijo Tata con un tono repentinamente seco.
—Por supuesto que no lo tienes, pequeña señora Ogg. Ningún hierro puede entrar en este reino.
Tata sacó la mano del bolsillo de su delantal y alzó una herradura.
Casavieja oyó una súbita agitación alrededor, como si elfos escondidos tropezaran unos con otros en su apresuramiento por apartarse. Más vapor se elevó con un siseo cuando un brasero de piedras calientes fue volcado.
—¡Llévatela!
—Me la llevaré cuando me vaya —dijo Tata—. Y ahora escúchame. Ella vuelve a armar jaleo. Tienes que ponerle fin. Es lo justo, ¿no? No queremos volver a empezar con el Viejo Problema.
—¿Por qué debería hacer eso?
—Entonces quieres que sea poderosa, ¿eh?
Hubo un resoplido.
—Nunca podrás volver a reinar sobre el mundo —dijo Tata—. Hay demasiada música. Hay demasiado hierro.
—El hierro se oxida.
—El que hay en la cabeza no.
El rey soltó otro bufido.
—Aun así... incluso con eso... algún día...
—Algún día. —Tata asintió—. Sí. Brindaré por eso. Algún día. ¿Quién sabe? Algún día. Todo el mundo necesita «algún día». Pero no será hoy. ¿Es que no lo ves? Tendrás que subir a poner un poco de orden. Porque de lo contrario haré que caven en el Hombre Largo con palas de hierro, comprendes, y dirán: Vaya, pero si no es más que un viejo túmulo de tierra, y magos jubilados y sacerdotes sin nada mejor que hacer vendrán a examinar los restos y escribirán libros aburridísimos sobre tradiciones funerarias y demás, y eso será otro clavo de hierro en tu ataúd. Y yo lo lamentaría un poco, porque la verdad es que siempre he sentido cierta debilidad por ti. Pero tengo críos, comprendes, y mis críos no se esconden debajo de la escalera porque le tengan miedo al trueno, y no dejan un cuenco de leche fuera para los elfos, y no regresan corriendo a casa porque ha anochecido, y antes de que volvamos a las viejas y oscuras costumbres te veré lleno de clavos.
Las palabras rasgaron el aire como cuchillos.
El hombre astado se puso en pie. Subió, subió y subió hasta que su cornamenta tocó el techo.
Casavieja se quedó boquiabierto.
—Así que no será hoy, ya ves —dijo Tata, que ya se había calmado—. Algún día, quizá. Quédate aquí abajo y sigue sudando hasta que llegue Ese Día. Pero hoy no.
—Yo... decidiré.
—Muy bien. Tú decides. Y ahora me voy.
El hombre astado bajó la mirada hacia Casavieja.
—¿Qué estás mirando, enano?
Tata Ogg le dio un codazo a Casavieja.
—Venga, responde a la pregunta que acaba de hacerte este caballero tan simpático.
Casavieja tragó saliva.
—Caray —dijo—, ya veo que vuestra imagen no os hace justicia.
En un estrecho valle a unas leguas de allí, una partida de elfos había encontrado una carnada de conejitos que, en conjunción con un hormiguero cercano, los mantuvieron entretenidos un buen rato.
Incluso los mansos que están ciegos y carecen de voz tienen dioses.
Herne el Cazado, dios de los acosados, se arrastró entre los arbustos y deseó fervientemente que los dioses tuvieran dioses.
Los elfos le dieron la espalda cuando se inclinaron para ver mejor.
Herne el Cazado reptó por debajo de un macizo de espinos, tensó los músculos y saltó.
Hundió los dientes en la pantorrilla del elfo hasta que estos se encontraron, y fue lanzado por los aires cuando la criatura aulló y se dio la vuelta.
Herne aterrizó y echó a correr.
Ese era el problema. No estaba hecho para luchar, no había ni un solo gramo de depredador en él. Atacar y huir, esa era la única opción.
Y los elfos podían correr más deprisa.
Saltó troncos y resbaló a través de montones de hojas secas, sabiendo en el mismo instante en que se le nublaba la vista que los elfos le estaban dando alcance por ambos lados, manteniéndose a su altura, esperando a que Herne...
Las hojas estallaron. El dios menor fue fugazmente consciente de una silueta con colmillos, toda ella brazos y venganza. Luego aparecieron un par de humanos bastante sucios y despeinados, uno de los cuales agitaba una barra de hierro alrededor de su cabeza.
Herne no se quedó a ver qué ocurría a continuación. Salió disparado entre las piernas de las apariciones, pero un lejano grito de guerra resonó en sus largas y lisas orejas:
—¡Por supuesto que me apetece tu mejillón! ¿Cómo lo hacemos? ¡Volumen!
Tata Ogg y Casavieja volvieron en silencio a la entrada de la cueva y el tramo de escalones. Finalmente, cuando salieron al aire nocturno, el enano dijo:
—Uf.
—Se filtra incluso hasta aquí arriba —dijo Tata—. Es un sitio muy macho.
—Pero quiero decir, cielos...
—Es más listo que ella. O más perezoso —dijo Tata—. Esperará a que todo se haya resuelto de una u otra manera.
—Pero era...
—Pueden tener el aspecto que quieran, a nuestros ojos —dijo Tata—. Vemos la forma que les hemos dado. —Dejó caer la roca y se limpió las manos.
—Pero ¿por qué iba a querer detenerla?
—Bueno, después de todo es su esposo. No la soporta. Es lo que podríamos llamar un matrimonio abierto.
—¿Y a qué te referías cuando le dijiste que tendría que esperar? —preguntó Casavieja, mirando en torno a él para ver si había más elfos.
—Oh, ya sabes —dijo Tata, agitando una mano—. Todo ese hierro, los libros, los mecanismos de relojería, las universidades, la lectura y lo demás es... Verás, él cree que todo eso acabará desapareciendo. Y de pronto un día todo habrá terminado, y la gente levantará la mirada hacia el horizonte en el crepúsculo y allí estará él.
Casavieja se encontró volviéndose para contemplar el crepúsculo más allá del túmulo, medio imaginando la gigantesca figura recortándose contra los últimos destellos del sol.
—Un día él regresará —murmuró Tata—. Cuando incluso el hierro que hay en la cabeza se haya oxidado.
Casavieja ladeó la cabeza. Nadie pasa la mayor parte de su vida frecuentando una especie distinta sin aprender a leer una buena parte de su lenguaje corporal, especialmente si está impreso en letra tan grande.
—Y una parte de ti se alegrará de ello, ¿eh?
—¿Yo? ¡No quiero que regresen! Son unos parásitos crueles y arrogantes, no te puedes fiar de ellos y no nos hacen ninguna falta.
—¿Te apuestas medio dólar?
Tata enrojeció.
—¡No me mires así! Esme tiene razón. Por supuesto que tiene razón. No queremos saber nada más de los elfos. Está clarísimo.
—Esme es la bajita, ¿verdad?
—Ja, no, Esme es la alta de la nariz. Ya la conoces.
—Oh, claro.
—La bajita es Magrat. Tiene un alma bondadosa y es un poco mema. Lleva flores en el pelo y cree en las canciones. Supongo que se habrá ido a bailar con los elfos sin pensárselo dos veces.
Más dudas se estaban introduciendo en la vida de Magrat. Para empezar, tenían que ver con las ballestas. Una ballesta es un arma muy útil y fácil de emplear diseñada pensando en la rapidez, la comodidad y la letalidad cuando está en manos de personas carentes de experiencia, algo así como una versión más rápida de la cena televisiva que no requiere ningún código. Pero ha sido diseñada para ser utilizada una sola vez, por alguien que dispone de un lugar seguro donde ponerse a cubierto mientras recarga. De otra manera, no es más que un montón de metal y madera con un trozo de cordel.
Luego estaba la espada. Pese a los temores de Shawn, en teoría Magrat sabía qué se hacía con una espada. Intentabas clavársela al enemigo mediante un vigoroso movimiento del brazo, y el enemigo intentaba impedírtelo. Magrat no estaba muy segura de qué sucedía a continuación. Esperaba que se te permitiese otro intento.
También tenía ciertas dudas acerca de su armadura. El casco y la coraza estaban muy bien, pero el resto era cota de malla. Y, como sabía Shawn Ogg, desde el punto de vista de una flecha la cota de malla puede considerarse una serie de agujeros precariamente entrelazados.
La rabia seguía allí y la furia más absoluta continuaba ardiendo en el núcleo de su ser. Pero no había manera de pasar por alto el hecho de que el corazón en el cual había hecho presa se encontraba rodeado por el resto de Magrat Ajostiernos, solterona oficial de aquella parroquia y con muchas probabilidades de permanecer en tal situación.
No había elfos visibles en el pueblo, pero Magrat enseguida pudo ver dónde habían estado. Las puertas colgaban de sus bisagras. El lugar parecía haber sido visitado por Gengis Cohen.[37]
Magrat estaba siguiendo el sendero que llevaba a las piedras. Era más ancho de lo que había sido en el pasado: los caballos y carruajes lo habían desbrozado durante la subida, y la gente que huía lo había convertido en un cenagal durante la bajada.
Sabía que la estaban observando, y casi sintió alivio cuando tres elfos salieron de entre los árboles antes de que hubiera perdido de vista el castillo.
El del medio sonrió.
—Buenas noches, muchacha —dijo—. Soy lord Lankin, y cuando me dirijas la palabra antes me harás una reverencia.
El tono sugería que no había ninguna posibilidad de que fuera desobedecido. Magrat sintió cómo sus músculos intentaban hacer lo que se les pedía.
La reina Ynci no habría obedecido...
—Da la casualidad de que soy prácticamente la reina —dijo.
Era la primera vez que miraba a un elfo a la cara en condiciones de percibir los detalles. En aquel momento el que se hacía llamar lord Lankin lucía unos pómulos muy marcados, llevaba el pelo recogido en una coleta y vestía una mezcla de harapos, encajes y pieles, confiado en la certeza de que a un elfo cualquier cosa le sentaba bien.
El elfo arrugó su perfecta nariz.
—En Lancre solo hay una reina —dijo—. Y no cabe duda de que no eres tú.
Magrat intentó concentrarse.
—¿Entonces dónde está? —preguntó.
Los otros dos enarcaron las cejas.
—¿Buscas a la reina? En ese caso te conduciremos hasta ella —declaró Lankin—. Y por si te sintieras inclinada a usar ese feo arco de hierro tuyo, mi señora, debo decirte que hay más arqueros escondidos entre los árboles.
Y ciertamente hubo un rumor entre los árboles a un lado del camino, pero fue seguido por un golpe sordo que pareció dejar un tanto desconcertados a los elfos.
—Apartaos de mi camino —dijo Magrat.
—Me temo que tienes una idea muy equivocada de la situación —dijo el elfo. Su sonrisa se ensanchó, pero se desvaneció en cuanto hubo un segundo estrépito boscoso al otro lado del sendero—. Te vigilamos desde que entraste en el sendero —prosiguió—. ¡La valerosa joven que se dispone a rescatar a su enamorado! ¡Oh, qué romántico! Cogedla.
Una sombra se alzó detrás de los dos elfos armados, tomó una cabeza en cada mano y las hizo entrechocar.
La sombra avanzó por encima de sus cuerpos y, cuando Lankin comenzaba a darse la vuelta, le atizó un puñetazo que lo levantó del suelo y lo incrustó en el tronco de un árbol.
Magrat desenvainó su espada.
Fuera lo que fuese, aquello parecía peor que los elfos. Estaba cubierto de barro y era peludo y casi trollesco en su constitución, y se dispuso a coger la brida con un brazo que parecía no terminar nunca. Magrat levantó la espada...
—¿Oook?
—¡Haga el favor de bajar esa espada, señorita! La voz procedía de algún lugar a sus espaldas, pero sonaba humana y preocupada. Los elfos nunca sonaban preocupados.
—¿Quién eres? —preguntó Magrat sin volverse. El monstruo que tenía delante la obsequió con una enorme sonrisa llena de dientes amarillentos.
—Hum, soy Ponder Stibbons. Un mago. Y él también es un mago.
—¡No lleva ropa!
—Si quiere, puedo convencerlo de que se dé un baño —dijo Ponder, en un tono ligeramente histérico—. Después de bañarse siempre se pone un viejo albornoz verde.
Magrat se relajó un poco. Nadie que hablara así podía constituir una seria amenaza, excepto para sí mismo.
—¿De qué lado está usted, señor Mago?
—¿Cuántos lados hay?
—¿Oook?
—Cuando yo desmonte, este caballo huirá al galope —dijo Magrat—. Así que ¿podría pedirle a su... amigo que soltara la brida? Se va a hacer daño.
—¿Oook?
—Hum. Probablemente no.
Magrat desmontó. El caballo, aligerado del peso del hierro, partió al galope. Cosa de unos dos metros.
—Oook.
El caballo estaba tratando de volver a ponerse en pie.
Magrat parpadeó.
—Hum, me temo que en estos momentos está algo enfadado —dijo Ponder—. Uno de los... elfos... le disparó una flecha.
—¡Pero ellos hacen eso para controlar a las personas!
—Hum. Él no es una persona.
—¡Oook!
—Genéticamente, quiero decir.
Magrat ya había conocido a unos cuantos magos. De vez en cuando alguno visitaba Lancre, aunque nunca se quedaban mucho tiempo. Había algo en la presencia de Yaya Ceravieja que les hacía seguir su camino.
Aquellos magos no se parecían en nada a Ponder Stibbons. Él había perdido la mayor parte de su túnica, y de su sombrero ahora solo quedaba el ala. Casi toda su cara estaba cubierta de barro, y tenía un hematoma multicolor encima de un ojo.
—¿Ellos te hicieron eso?
—Bueno, el barro y la ropa destrozada solo son de, ya sabe, el bosque. Y nos hemos tropezado con...
—Ook.
—... hemos pasado por encima de los elfos unas cuantas veces. Pero esto es de cuando el Bibliotecario me dio un puñetazo.
—Oook.
—Por suerte —añadió Ponder—. Me dejó inconsciente. De no haber sido por eso, ahora estaría como los otros.
El presentimiento de una conversación que aún no había tenido lugar se adueñó de Magrat.
—¿Qué otros? —preguntó secamente.
—¿Está sola?
—¿Qué otros?
—¿Tiene alguna idea de lo que ha estado ocurriendo?
Magrat pensó en el castillo, y en el pueblo.
—Creo que podría aventurar una conjetura —dijo.
Ponder meneó la cabeza.
—Se trata de algo peor que eso —dijo.
—¿Qué otros? —volvió a preguntar Magrat.
—Me parece que no cabe duda de que se ha abierto una brecha entre los continuos, y estoy seguro de que hay una diferencia en los niveles de energía.
—Pero ¿qué otros? —insistió Magrat.
Ponder Stibbons contempló nerviosamente el bosque que los rodeaba.
—Salgamos del sendero. Por ahí atrás hay muchos elfos.
Ponder desapareció en la maleza. Magrat lo siguió, y encontró a un segundo mago apoyado contra un árbol tan rígidamente como si fuera una escalera. Una ancha sonrisa le arrugaba los rasgos.
—Es el tesorero —dijo Ponder—. Me parece que quizá se nos haya ido un poquito la mano con la dosis de píldoras de extracto de rana. —Levantó la voz—. ¿Cómo... va... todo... señor?
—Bueno, pues para mí la comadreja asada, si es usted tan amable —dijo el tesorero, sonriéndole bobamente a la nada.
—¿Por qué se ha puesto tan tieso? —preguntó Magrat.
—Pensamos que es alguna clase de efecto secundario —dijo Ponder.
—¿No puedes hacer nada al respecto?
—¿Cómo, y no tener nada para atravesar los torrentes?
—¡Vuelva mañana y tendremos uno con mucha corteza, panadero! —dijo el tesorero.
—Y además se lo ve muy feliz —dijo Ponder—. ¿Es usted una guerrera, señorita?
—¿Qué? —dijo Magrat.
—Bueno, lo decía por la armadura y todo lo demás.
Magrat bajó la vista. Todavía empuñaba la espada. El casco no cesaba de caérsele encima de los ojos, pero lo había rellenado un poco con una tira del vestido de novia.
—Yo... esto... sí. Sí, eso es. Eso es lo que soy —dijo—. Por supuesto. Sí.
—Y supongo que estará aquí por la boda. Igual que nosotros.
—Eso es. Sí, sin duda estoy aquí por la boda. Es verdad. —Se cambió de mano la espada—. Y ahora cuéntame qué ha sucedido —dijo—. Prestando particular atención a lo que les ocurrió a los otros.
—Bueno... —Ponder cogió distraídamente una esquina de su túnica desgarrada y empezó a retorcerla entre los dedos—. Todos habíamos ido a ver ese Entretenimiento, ¿comprende? Una obra. Ya sabe, actuar. Y, y era muy graciosa. Había un grupo de patanes con unas botas enormes, pelucas de paja y todo eso, que iban de un lado a otro fingiendo ser lores y damas y todo eso, y siempre estaban metiendo la pata. Era muy gracioso. El tesorero no paraba de reír. Ojo, la verdad es que también se ha estado riendo de los árboles y las rocas. Pero todo el mundo lo estaba pasando en grande. Y entonces., y entonces...
—Quiero saberlo todo —dijo Magrat.
—Bueno... bueno... entonces vino esa parte que en realidad no consigo recordar. Tuvo algo que ver con la interpretación, creo. Quiero decir que de pronto... de pronto todo pareció real. ¿Sabe a qué me refiero?
—No.
—Había un tipo con la nariz roja y las piernas arqueadas y estaba interpretando a la reina de las hadas o algo por el estilo, y de pronto seguía siendo él, pero... entonces todo pareció... Todo a mi alrededor se desvaneció, solo quedaron los actores... y había aquella colina... Quiero decir que tenían que ser muy buenos, porque realmente me lo creí... Me parece recordar que en un momento dado alguien nos pidió que siguiéramos el compás batiendo palmas... y todo el mundo ponía unas caras muy raras, y había una especie de cánticos y todo era maravilloso y... y...
—Oook.
—Y entonces el Bibliotecario me dio un puñetazo —añadió Ponder.
—¿Por qué?
—Será mejor que se lo cuente él con sus propias palabras —dijo Ponder.
—Oook ook eek. ¡Ook! ¡Ook!
—¡Tose, Julia! ¡Se te ha ido por el otro lado! —dijo el tesorero.
—No he entendido lo que ha dicho el Bibliotecario —dijo Magrat.
—Hum —dijo Ponder—. Todos estuvimos presentes en un desgarro interdimensional causado por la creencia. La obra fue la gota que colmó el vaso, porque supongo que ya hacía falta muy poco para abrirlo. Tiene que haber habido un área muy delicada de inestabilidad bastante cerca. Es difícil de describir, pero si me prestara una lámina de goma y unos cuantos pesos de plomo podría hacerle una demostración práctica...
—¿Estás intentando decirme que esas... cosas existen porque la gente cree en ellas?
—Oh, no. Supongo que existen de todas maneras. Lo que sucede es que ahora están aquí porque la gente cree en ellas aquí.
—Ook.
—El Bibliotecario huyó con nosotros. Le dispararon una flecha.
—Eeek.
—Pero solo le dio picores.
—Oook.
—Normalmente es manso como un cordero. De veras.
—Oook.
—Pero no soporta a los elfos. Dice que no huelen como es debido.
El Bibliotecario soltó un bufido.
Magrat no entendía mucho de junglas, pero pensó en simios subidos a los árboles percibiendo el rancio olor del tigre. Los simios nunca admiraban el brillo del pelaje y el resplandor de los ojos, porque eran demasiado conscientes de los dientes de las fauces.
—Sí —dijo—, supongo que era de esperar. Los enanos y los trolls también los odian. Pero no tanto como yo.
—No podrá con todos —dijo Ponder—. Ahí arriba hay más elfos que abejas en un enjambre. Y además algunos de ellos vuelan. El Bibliotecario dice que hicieron que la gente cogiera árboles caídos y todo lo que tenían a mano y derribaran esas, ya sabe, esas piedras. En lo alto de la colina había unas cuantas piedras. Las atacaron. No sé por qué.
—¿Visteis alguna bruja en el Entretenimiento? —preguntó Magrat.
—Brujas, brujas... —murmuró Ponder.
—Si hubieran estado allí seguro que las habrías visto —dijo Magrat—. Habría habido una delgada que miraba a todo el mundo con cara de pocos amigos, y otra bajita y gorda que cascaba nueces y se reía mucho. Y habrían hablado entre ellas a voz en cuello, y llevarían unos enormes sombreros puntiagudos.
—Pues no puedo asegurar que las viera —dijo Ponder.
—Entonces no han estado allí —dijo Magrat—. Ser bruja consiste en hacer notar tu presencia. —Se disponía a añadir que eso era algo que nunca se le había dado muy bien, pero no lo hizo. Lo que dijo fue—: Voy a subir allí.
—Necesitará un ejército, señorita. Quiero decir que, bueno, hace unos momentos se habría metido en un buen lío si el Bibliotecario no hubiese estado en los árboles.
—Pero no tengo un ejército. Así que tendré que intentarlo sola, ¿no crees?
Esta vez Magrat consiguió espolear al caballo hasta ponerlo al galope.
Ponder la vio alejarse.
—Sabes, algún día las canciones folklóricas tendrán que responder de muchas cosas —le dijo al aire nocturno.
—Oook.
—Va a conseguir que la maten bien muerta.
—Oook.
—Hola, señor Maceta, dos pintas de anguilas si tiene la amabilidad.
—Claro que podría ser su destino, o algo así.
—Oook.
—Mano de milenio y gamba.
Ponder Stibbons no sabía qué cara poner.
—¿Alguien quiere seguirla?
—Oook.
—Ooops, allá va él con su gran reloj.
—¿Eso ha sido un «sí»?
—Oook.
—No me refería a usted sino a él.
—Temblorín temblorán, aquí viene nuestro flan.
—Probablemente se podría considerar un «sí» —admitió Ponder de mala gana.
—¿Oook?
—Tengo una preciosa chaqueta nueva.
—Pero tengan en cuenta —dijo Ponder— que los cementerios están llenos de gente que fue más valiente que sensata.
—Ook.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el tesorero, haciendo una fugaz escala en la realidad mientras iba de camino a algún otro sitio.
—Creo que ha dicho «Tarde o temprano los cementerios están llenos de todo el mundo» —dijo Ponder—. Oh, maldición. Vamos.
—Pues claro que sí-dijo el tesorero—. ¡Arriba esos mitones, contramaestre!
—Oh, cállese.
Magrat desmontó y dejó marchar al caballo.
Sabía que ya estaba muy cerca de los Danzarines. Luces multicolores destellaban en el cielo.
Deseó poder irse a casa.
Allí el aire era más frío, demasiado para una noche de mediados de verano. Mientras echaba a andar, los copos de nieve danzaron en la brisa y se convirtieron en nieve.
Ridcully se materializó dentro del castillo, y tuvo que sujetarse de una columna para no caer hasta recuperar el aliento. La trasmigración siempre hacía aparecer manchitas azules delante de sus ojos.
Nadie se fijó en él. El castillo se hallaba en plena conmoción.
No todo el mundo había buscado refugio en su casa. Los ejércitos habían marchado a través de Lancre muchas veces durante los últimos miles de años, y el recuerdo de que los gruesos muros del castillo ofrecían protección estaba prácticamente grabado en la memoria popular. Corred al castillo. Y ahora contenía a la mayoría de la población del pequeño país.
Ridcully parpadeó. La gente formaba pequeños grupos que estaban siendo arengados por un muchacho con un brazo en cabestrillo y una cota de malla que le quedaba demasiado grande, el cual parecía la única persona con cierta idea de lo que estaba pasando.
Cuando estuvo seguro de que podría andar sin hacer eses, Ridcully fue hacia él.
—¿Qué está ocurriendo, mi jo...? —Pero no llegó a terminar la pregunta. Shawn volvió la cabeza hacia él—. ¡Condenada bruja taimada! —exclamó Ridcully, dirigiéndose al aire en general—. ¡«Oh, en ese caso ve a cogerla y vuelve», dijo, y yo me lo tragué! ¡Aun suponiendo que pudiera volver a hacerlo, no sé dónde estábamos!
—¿Señor? —dijo Shawn.
Ridcully trató de calmarse.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó.
—¡No lo sé! —dijo Shawn, que se encontraba al borde del llanto—. ¡Creo que estamos siendo atacados por elfos! ¡Nada de lo que me están diciendo tiene sentido! ¡No sé cómo, pero llegaron durante el Entretenimiento! ¡O algo así!
Ridcully paseó la mirada por aquellos rostros confusos y asustados.
—¡Y la señorita Magrat ha ido a enfrentarse con ellos sola!
Ridcully puso cara de perplejidad.
—¿Quién es la señorita Magrat?
—¡Va a ser reina! ¡La novia! Ya sabe, ¿no? Magrat Ajos-tiernos.
La mente de Ridcully solo podía digerir un hecho por vez.
—¿Y por qué ha hecho eso?
—¡Han capturado al rey!
—¿Sabías que también tienen a Esme Ceravieja?
—¿Cómo, a Yaya Ceravieja?
—He vuelto para rescatarla —dijo Ridcully, y al punto se dio cuenta de que aquello sonaba a disparate o a cobardía.
Shawn estaba demasiado alterado para reparar en ello.
—Espero que no estén coleccionando brujas —dijo—. Porque en ese caso necesitarán a nuestra mamá para tener el juego completo.
—Pues no me tienen —dijo Tata Ogg detrás de él.
—¡Mamá! ¿Cómo has entrado?
—Vía escoba. Será mejor que pongas algunos hombres con arcos en el tejado. He venido por ahí, así que otros también pueden hacerlo.
—¿Qué vamos a hacer, mamá?
—Hay bandas de elfos por todas partes —dijo Tata—, y se divisa un intenso resplandor encima de los Danzarines...
—¡Debemos atacarlos! —gritó Casavieja—. ¡Que prueben el frío acero!
—¡Ese enano es todo un hombre! —dijo Ridcully—. ¡Eso es! ¡Voy por mi ballesta!
—Hay demasiados —dijo Tata secamente.
—Yaya y la señorita Magrat están ahí fuera, mamá —dijo Shawn—. ¡La señorita Magrat primero se puso muy rara, y luego se embutió en una armadura y salió a enfrentarse con todos ellos!
—Pero las colinas están infestadas de elfos —dijo Tata—. Es una ración doble de infierno con diablos extra. Una muerte segura.
—Como todas las muertes, en cualquier caso —dijo Ridcully—. Eso es lo que tiene la Muerte: la certeza.
—No tendríamos ninguna posibilidad —dijo Tata.
—De hecho tendríamos una posibilidad —dijo Ridcully—. No entiendo muy bien eso de los continuinutinios, pero a juzgar por lo que dice el joven Stibbons, significan que todo tiene que ocurrir en algún sitio, comprende, lo cual significa que podría ocurrir aquí. Aunque solo haya una probabilidad entre un millón, señora.
—Todo eso está muy bien —dijo Tata—, pero lo que está diciendo es que por cada señor Ridcully que sobreviva a lo que hay que hacer esta noche, 999.999 morirán, ¿verdad?
—Sí —dijo Ridcully—, pero no me preocupan nada esos otros desgraciados. Que se las apañen como puedan. Se lo tienen bien merecido por no haberme invitado a sus bodas.
—¿Qué?
—Nada.
Shawn estaba dando saltitos sobre ambos pies.
—¡Deberíamos estar combatiéndolos, mamá!
—¡Míralos! —dijo Tata—. ¡Están agotados, empapados y confusos! ¡Eso no es un ejército!
—¡Mamá, mamá, mamá!
—¿Qué?
—¡Yo los enardeceré, mamá! ¡Es lo que hay que hacer antes de que las tropas vayan a la batalla, mamá! ¡Lo he leído en los libros! ¡Puedes coger a una escoria asustada, soltarle el discurso apropiado y enardecerla hasta convertirla en una fuerza de combate terrible, mamá!
—¡Pero si ya tienen un aspecto terrible!
—¡Me refería a terrible en el sentido de feroz, mamá!
Tata Ogg contempló al centenar escaso de súbditos de Lancre, y se dijo que iba a necesitar algún tiempo para aceptar que pudieran enfrentarse a algo.
—¿Y dices que has estado estudiando esas cosas, Shawn? —quiso saber.
—Tengo cinco años enteros de Arcos y munición, mamá —dijo Shawn en tono de reproche.
—Bueno, en ese caso inténtalo. Si crees que dará resultado...
Temblando de emoción, Shawn se subió a una mesa, desenvainó su espada con la mano buena y golpeó la superficie hasta que todos guardaron silencio.
Luego soltó un discurso.
Les explicó que su rey había sido capturado y que su futura reina había ido a salvarlo. Hizo hincapié en su responsabilidad como leales súbditos. Les aseguró que otras personas que en esos momentos no se encontraban allí sino en casa escondiéndose debajo de la cama desearían, después de la gloriosa victoria, haber estado allí también en vez de debajo de la susodicha cama bajo la que se escondían en esos momentos, ya saben, la cama que él acababa de mencionar. De hecho, era preferible que hubiera tan pocos para enfrentarse al enemigo, porque eso significaba que habría un porcentaje de honor mucho más elevado por cabeza superviviente. Utilizó la palabra «gloria» tres veces. Dijo que en tiempos venideros la gente volvería la mirada hacia este día, cualquiera fuese la fecha, y enseñaría orgullosamente sus cicatrices, o por lo menos aquellos que hubieran sobrevivido enseñarían sus cicatrices, y se sentirían muy orgullosos y probablemente recibirían invitaciones a tomar unas cuantas copas. Les aconsejó que imitaran la acción del Zorro Reciprocante de Lancre y tensaran unos cuantos tendones al tiempo que los dejaban lo bastante flexibles para poder mover brazos y piernas, de hecho, probablemente sería mejor relajarlos un poco ahora y tensarlos apropiadamente cuando llegara el momento. Sugirió que Lancre esperaba que todos cumplieran con su deber. Y hum. Y uh. ¿Por favor?
El silencio subsiguiente fue roto por Tata Ogg, quien dijo:
—Probablemente necesitarán unos momentos para pensárselo, Shawn. ¿Por qué no acompañas a nuestro señor mago a su habitación y le echas una mano con su ballesta? —sugirió, señalándole la escalera con un gesto que no podía ser más significativo.
Shawn titubeó, pero no por mucho tiempo. Había visto el brillo en los ojos de su madre.
Cuando se hubo marchado, Tata se subió a la misma mesa.
—Bueno, voy a explicaros cómo están las cosas —dijo—. Si salís ahí fuera, puede que tengáis que enfrentaros con los elfos. Pero si os quedáis aquí, os aseguro que tendréis que enfrentaros conmigo. Admito que los elfos son peores que yo. Pero soy muy persistente.
Tejedor alzó una mano dubitativa.
—¿Señora Ogg?
—¿Sí, Tejedor?
—¿En qué consiste exactamente la acción del Zorro Reciprocante?
Tata se rascó la oreja.
—Que yo recuerde —dijo—, sus patas traseras se mueven así pero sus patas delanteras se mueven así.
—No, no, no —dijo Quarney el tendero—. Es la cola la que se mueve así. Sus patas se mueven así.
—Eso no es reciprocar, eso solo es oscilar —dijo alguien—. Estás pensando en el Ocelote de Cola Anillada.
Tata asintió.
—Bueno, entonces todo aclarado —dijo.
—Espere, no estoy seguro de que...
—¿Sí, señor Quarney?
—Oh... bueno...
—Bien, bien —dijo Tata mientras Shawn reaparecía—. Me estaban diciendo lo mucho que los ha conmovido tu discurso, querido Shawn. Los has dejado realmente enardecidos.
—¡Caray!
—Están dispuestos a seguirte al interior de la mismísima boca del infierno —dijo Tata.
Alguien levantó la mano.
—¿Usted también viene, señora Ogg?
—Os seguiré a cierta distancia.
—Oh. Bueno. En ese caso, tal vez hasta la boca del infierno.
—Asombroso —le dijo Casavieja a Tata mientras la multitud desfilaba de mala gana hacia la armería.
—Basta con saber cómo tratar a la gente.
—¿Siempre seguirán a una Ogg?
—No exactamente —dijo Tata—, pero si saben lo que les conviene, entonces irán allí donde los siga una Ogg.
Magrat salió de entre los árboles, y los páramos se extendieron ante ella.
Un torbellino de nubes giraba encima de los Danzarines, o al menos encima del lugar donde habían estado. Entre destello y destello Magrat pudo entrever una o dos piedras, caídas en el suelo o empujadas cuesta abajo.
La misma colina relucía. Algo andaba mal con el paisaje. Se curvaba allí donde no hubiese debido curvarse. Las distancias no eran las que hubiesen debido ser. Magrat se acordó de un grabado que había usado como punto de lectura en uno de sus viejos libros. Mostraba el rostro de una vieja, pero si lo examinabas con atención, veías que también era la cabeza de una joven: una nariz se convertía en un cuello, una ceja se convertía en un collar. Las imágenes iban y venían de una cara a otra. Y como le ocurría a todo el mundo, Magrat había acabado mareada de tanto bizquear tratando de ver las dos imágenes al mismo tiempo.
El paisaje estaba haciendo prácticamente lo mismo. Lo que era una colina también era, al mismo tiempo, un vasto panorama nevado. Lancre y la tierra de los elfos estaban intentando ocupar el mismo espacio.
El país intruso no se salía del todo con la suya. Lancre se estaba resistiendo.
Ahora había un círculo de tiendas en la cúspide de los paisajes enfrentados, como una cabeza de playa en una costa extranjera. Las tiendas eran de vivos colores. Todo lo que envolvía a los elfos era hermoso, hasta que de pronto la imagen se inclinaba, y entonces la veías desde el otro lado...
Algo estaba ocurriendo. Varios elfos habían montado, y más caballos estaban siendo llevados hacia otro sitio entre las tiendas.
Parecía como si estuvieran levantando el campamento.
La reina estaba sentada en un trono improvisado en su tienda. Tenía el codo apoyado en uno de los reposabrazos y sus dedos se curvaban pensativamente alrededor de su boca.
Había otros elfos sentados en un semicírculo, aunque en su caso «sentados» era una palabra muy poco satisfactoria. Más bien parecían haberse posado allí, porque los elfos podían estar cómodos incluso encima de un alambre. Y había más encaje y terciopelo y menos plumas, aunque era difícil saber si eso significaba que se trataba de aristócratas: los elfos parecían llevar cualquier cosa que les apeteciese llevar, seguros de que siempre estarían absolutamente impresionantes.[38]
Todos miraban a la reina, y eran un espejo de sus estados de ánimo. Cuando la reina sonreía, ellos sonreían. Cuando la reina decía algo que consideraba gracioso, ellos reían.
En ese momento el objeto de su atención era Yaya Cera-vieja.
—¿Qué está ocurriendo, vieja? —preguntó la reina.
—No es fácil, ¿verdad? —dijo Yaya—. Pensabas que iba a ser muy fácil, ¿verdad?
—Has hecho un poco de magia, ¿verdad? Algo se nos está resistiendo.
—No es magia —dijo Yaya—. No tiene nada que ver con la magia. Es solo que habéis estado demasiado tiempo fuera. Las cosas cambian. Ahora la tierra pertenece a los humanos.
—No puede tratarse de eso —replicó la reina—. Los humanos toman. Aran con hierro. Asolan la tierra.
—Admito que algunos lo hacen. Otros devuelven más de lo que toman. Devuelven amor. Llevan la tierra en los huesos. Le dicen a la tierra lo que es. Los humanos están para eso. Sin humanos, Lancre solo sería un poco de suelo con unas cuantas cositas verdes que ni siquiera sabrían que son árboles. Aquí abajo estamos juntos, señora: nosotros y la tierra. Ahora ya no es meramente tierra, sino un país. Es como un caballo domado y herrado o como un perro domesticado. Cada vez que la gente hunde un arado en el suelo o planta una semilla, hace que la tierra se aleje un poco más de ti —dijo Yaya—. Las cosas cambian.
Verence estaba sentado junto a la reina. Sus pupilas eran diminutas cabezas de alfiler y sonreía, tenue y permanentemente, de una manera que recordaba mucho al tesorero.
—Ah. Pero cuando estemos casados —dijo la reina—, la tierra deberá aceptarme. De acuerdo con vuestras propias reglas. Sé cómo funciona. Ser rey es algo más que llevar una corona. El rey y la tierra son una sola cosa. El rey y la reina son una sola cosa. Y yo seré reina.
Sonrió a Yaya. Había un elfo a cada lado de ella y, Yaya lo sabía, al menos uno detrás de ella. Los elfos no eran muy dados a la introspección; si se movía sin permiso, moriría.
—Lo que serás tú es algo que todavía he de decidir —dijo la reina. Levantó una mano exquisitamente delgada y juntó el pulgar y el índice, formando un anillo que se llevó al ojo—. Y ahora se aproxima alguien —dijo—, con una armadura que no es de su talla y una espada que no puede usar y un hacha que apenas si puede levantar, porque todo eso es muy romántico, ¿verdad? ¿Cómo se llama?
—Magrat Ajostiernos —anunció Yaya.
—Es una encantadora muy poderosa, ¿verdad?
—Es buena con las hierbas.
La reina rió.
—Podría matarla desde aquí.
—Sí —dijo Yaya—, pero no resultaría muy divertido, ¿verdad? La clave está en la humillación.
La reina asintió.
—¿Sabes que piensas casi como un elfo?
—Creo que pronto amanecerá —dijo Yaya—. Un día magnífico. Hará mucho sol.
—No lo bastante pronto. —La reina se puso en pie. Miró al rey Verence por un momento y cambió. Su vestido pasó del rojo al plateado, reflejando la luz de las antorchas como relucientes escamas de pez. Sus cabellos se desenredaron y adquirieron una nueva forma, volviéndose rubios como el trigo. Y una sutil oleada de alteraciones fluyó a través de su rostro antes de que dijera—: ¿Qué te parece?
Tenía la apariencia de Magrat. O al menos la apariencia que Magrat siempre había deseado tener y quizá la que Verence siempre le había atribuido. Yaya asintió. Como experta en el tema, sabía reconocer a la primera cuando alguien era realmente desagradable.
—Y te presentarás ante ella teniendo esa apariencia —dijo.
—Ciertamente. Dentro de un rato. Cuando llegue el momento decisivo. Pero no sientas pena por ella. Solo va a morir. ¿Quieres que te muestre lo que podrías haber llegado a ser?
—No.
—No me costaría nada hacerlo. Hay más momentos que este. Podría enseñarte a la abuela Cera vieja.
—No.
—Tiene que ser terrible saber que no tienes amigos. Que a nadie le importará que mueras. Que nunca has conmovido un corazón.
—Sí.
—Y estoy segura de que piensas en ello... en esas largas noches cuando no hay más compañía que el tictac del reloj y el frío de la habitación, y entonces abres la caja y contemplas...
La reina agitó una mano mientras Yaya intentaba liberarse.
—No la matéis dijo—. Resulta más divertida viva.
Magrat clavó la espada en el fango y sopesó el hacha de guerra. Había bosque a ambos lados. Los elfos tendrían que venir por allí. Parecía haber centenares de ellos, y solo había una Magrat Ajostiernos.
Magrat sabía que existía algo llamado inferioridad heroica. Canciones, baladas, relatos y poemas estaban llenos de historias acerca de cómo una sola persona se enfrentaba a un vasto número de enemigos y los derrotaba sin ayuda de nadie.
Solo que de pronto empezaba a comprender que el problema consistía en que eran canciones, baladas, cuentos y poemas porque trataban de cosas que eran, para no andarse con rodeos, mentira.
Ahora que tenía tiempo de pensar en ello, Magrat ni siquiera podía recordar un solo ejemplo tomado de la historia.
Un elfo levantó su arco en el bosque a un lado de ella y apuntó con cuidado.
Una ramita se partió detrás de él. La criatura se volvió.
El tesorero le dirigió una radiante sonrisa.
—Qué susto, viejos pantalones, se me ha mojado la nariz.
El elfo volvió el arco hacia él.
Dos pies prensiles surgieron del verdor, lo sujetaron por los hombros y lo izaron bruscamente. Un instante después se oyó un chasquido cuando la cabeza del elfo chocó contra una rama.
—Oook.
—¡Venga, sigamos!
Otro elfo tomó puntería al otro lado del sendero. Y entonces su mundo se alejó velozmente de él...
Este es el interior de la mente de un elfo:
Aquí están los cinco sentidos normales, pero todos se encuentran subordinados al sexto sentido. En el Mundodisco no hay ningún término para referirse a él, porque la fuerza es tan tenue que solo llega a ser detectada por herreros muy observadores, los cuales la llaman Amor al Hierro. Los navegantes podrían haberla descubierto si no fuera porque el campo mágico permanente del Disco es mucho más fiable. Pero las abejas la perciben, porque las abejas lo perciben todo. Las palomas navegan guiándose por ella. Y en todos los rincones del multiverso, los elfos la usan para saber exactamente dónde están.
En cambio los humanos, y eso tiene que ser bastante duro para ellos, pasan la vida dando trompicones a través de una geografía que nunca está donde debería estar. Los humanos siempre se encuentran ligeramente perdidos. Es una de sus características básicas. Eso explica muchas cosas acerca de ellos.
Los elfos nunca están perdidos. Es una de sus características básicas. Eso explica muchas cosas acerca de ellos.
Los elfos poseen lo que podríamos llamar posición absoluta. El flujo de la fuerza plateada delinea tenuemente el paisaje. Todos los seres generan pequeñas cantidades de ella, y al hacerlo se vuelven perceptibles dentro del flujo. Sus músculos chisporrotean con ella, sus mentes zumban con ella. Para quienes aprenden cómo hacerlo, hasta los pensamientos pueden ser leídos a través de los diminutos cambios locales en el flujo.
Para un elfo, el mundo es algo que está ahí esperando ser tomado. Excepto por el terrible metal que bebe la fuerza y deforma el flujo del universo como un peso puesto sobre una lámina de goma, y los ciega y los ensordece y los deja a la deriva y más solos de lo que nunca podrá llegar a estarlo la inmensa mayoría de los humanos...
El elfo cayó de bruces.
Ponder Stibbons bajó la espada.
En su lugar, otra persona apenas habría pensado en ello. Pero a Ponder le había correspondido el triste destino de buscar pautas en un mundo al que estas le importaban un comino.
—Pero si apenas lo he tocado —le dijo a nadie, excepto a sí mismo.
—Y la besé entre los matojos, allí donde los ruiseñores... ¡Cantadla, bastardos! ¡Dos, tres!
No sabían dónde estaban. No sabían dónde habían estado. No estaban seguros de quiénes eran. Pero a esas alturas, la Cuadrilla de Bailes Tradicionales de Lancre ya había alcanzado un estado en el que resultaba más fácil seguir que parar. Cantar atraía a los elfos, pero también los fascinaba.
Los bailarines giraban y saltaban, deslizándose a lo largo de los senderos entre rotaciones y piruetas. Atravesaron aldeas aisladas, donde los elfos se olvidaron de quienquiera que estuviesen torturando en aquellos momentos para acercarse a la claridad de los edificios incendiados...
—¡Y con un larín-larán, PATAPAF lan-larín-leando, cantad hu-rra-lí!
Seis palos hicieron su trabajo, dando en el lugar exacto.
—¿Hacia dónde vamos, Jason?
—Me parece que hemos bajado por la Hondonada Resbaladiza y ahora volvemos hacia el pueblo —dijo Jason, pasando junto a él con una rápida serie de saltos—. ¡Sigue tocando, Carretero!
—¡La lluvia se está metiendo entre las teclas, Jason!
—¡Da igual! ¡No notarán ninguna diferencia! ¡Para ser música folklórica tampoco está tan mal!
—¡Creo que me he roto el palo con ese último, Jason!
—¡Continúa bailando, Calderero! Y ahora, muchachos... ¿qué os parece si probamos con Recogiendo vainas de guisante? Dado que estamos aquí, podríamos practicarla un poco...
—Hay alguien delante —dijo Sastre mientras pasaba bailando junto a ellos—. Puedo ver antorchas y todo eso.
—¿Humanos, dos, tres, o más elfos?
—¡No sé!
Jason giró y danzó hacia atrás.
—¿Eres tú, nuestro Jason?
Jason soltó una risita mientras la voz resonaba entre los árboles empapados.
—¡Es nuestra mamá! Y nuestro Shawn. Y... ¡y montones de gente! ¡Lo hemos conseguido, muchachos!
—Jason —dijo Carretero.
—¿Sí?
—¡No estoy seguro de poder parar!
La reina se examinó la cara en un espejo colgado del poste de la tienda.
—¿Por qué haces eso? —dijo Yaya—. ¿Qué ves?
—Lo que yo quiera ver —dijo la reina—. Ya lo sabes. Y ahora... cabalguemos hacia el castillo. Atadle las manos. Pero dejadle las piernas libres.
Volvía a llover y lo hacía sin demasiada intensidad, aunque alrededor de las piedras la lluvia se convertía en granizo. El agua que goteaba del cabello de Magrat deshizo temporalmente los enredos.
Zarcillos de niebla brotaban entre los árboles allí donde el verano y el invierno luchaban entre sí.
Magrat vio montar a la corte élfica. Logró distinguir la figura de Verence moviéndose como una marioneta. Y a Yaya Ceravieja, atada detrás del caballo de la reina por un largo trozo de cuerda.
Los caballos echaron a andar por el fango. Llevaban campanillas de plata en sus arneses, docenas de ellas.
Los elfos del castillo, la noche de fantasmas y sombras, todo aquello solo era un duro nudo en su memoria. Pero el tintineo de las campanillas fue como si alguien le estuviera pasando una lima para las uñas por los dientes.
La reina detuvo el cortejo a unos metros de ella.
—Ah, la valerosa joven —dijo— que ha venido a salvar a su prometido totalmente sola. Qué encantador. Que alguien la mate.
Un elfo espoleó a su caballo y alzó su espada. Magrat empuñó el hacha de guerra.
Una ballesta se disparó en algún lugar detrás de ella. El elfo se bamboleó, al igual que uno de los que había detrás de él. La flecha siguió adelante, con su trayectoria curvándose levemente al pasar por encima de uno de los Danzarines caídos.
Un instante después el abigarrado ejército de Shawn Ogg salió a paso de carga de entre los árboles, excepto por Ridcully, que intentaba febrilmente volver a tensar la cuerda de su ballesta.
La reina no pareció sorprenderse.
—Y solo son unos cien —dijo—. ¿Qué te parece, Esme Ceravieja? ¿Un valeroso último intento? Es tan hermoso, ¿verdad? Adoro la manera en que piensan los humanos. Piensan como las canciones.
—¡Baja de ese caballo! —le gritó Magrat.
La reina le sonrió.
Shawn lo sintió. Ridcully lo sintió. Ponder lo sintió. El glamour los envolvió a todos.
Los elfos temían el hierro, pero no tenían por qué acercarse a él.
No podías enfrentarte a los elfos, porque valías muchísimo menos que ellos. Así era como debía ser. Y eran tan hermosos mientras tú no lo eras. Siempre habías sido el que era metafóricamente escogido el último para cualquier equipo, porque antes que tú escogían incluso al gordito con una fosa nasal permanentemente obstruida que nunca paraba de moquear; siempre habías sido aquel al que no le explicaban las reglas hasta que perdías, y entonces tampoco te explicaban las nuevas reglas; siempre habías sido el que sabía que todo lo interesante les estaba sucediendo a otras personas. Aquellos abrasadores sentimientos capaces de consumir tu ser se fundían en uno solo. No podías enfrentarte a un elfo. Alguien tan inútil como tú, tan estólido como tú, tan humano como tú, nunca podría ganar; porque el universo sencillamente no estaba hecho así.
Los cazadores dicen que, muy de vez en cuando, un animal saldrá de los arbustos y se quedará inmóvil esperando la lanza.
Magrat consiguió levantar un poco el hacha, y luego su mano cayó sobre su costado. Miró hacia abajo. La actitud correcta de un humano ante un elfo era de vergüenza. Y ella le había gritado tan groseramente a algo tan hermoso como un elfo...
La reina desmontó y fue hacia ella.
—No la toques —dijo Yaya.
La reina asintió.
—Puedes resistirte —dijo—. Pero, verás, en realidad da igual. Podemos adueñarnos de Lancre sin necesidad de luchar. No hay nada que puedas hacer al respecto. Contempla el pequeño y valiente ejército, esperando allí como ovejas. Los humanos son tan entusiásticos.
Yaya se miró las botas.
—Mientras yo esté viva no podrás reinar —dijo.
—No habrá más trucos —repuso la reina—. Nada de viejas ridículas agitando bolsas de caramelos.
—Te diste cuenta, ¿verdad? —dijo Yaya—. Supongo que Gytha lo hizo con buena intención. ¿Te importa si me siento?
—Pues claro que puedes sentarte —asintió la reina—. Después de todo, ahora eres vieja.
Les hizo una seña con la cabeza a los elfos. Yaya se sentó con gratitud en una roca, las manos todavía atadas a la espalda.
—Eso es lo bueno que tiene la brujería —dijo—. No te mantiene joven, pero aguantas más tiempo siendo vieja. Mientras que vosotros no envejecéis, por supuesto —añadió.
—No, ciertamente.
—Pero sospecho que aun así se os podría reducir.
La sonrisa de la reina no se desvaneció, pero se congeló, como les ocurre a las sonrisas cuando su propietario no está muy seguro de qué acaba de decirse y tampoco de lo que se dirá a continuación.
—Te has entrometido en una obra —dijo Yaya—. Me parece que no eres consciente de lo que has hecho. Ah, las obras y los libros... No puedes darles la espalda en ningún momento, porque entonces se volverán contra ti. Y yo me aseguraré de que lo hagan. —Saludó afablemente con la cabeza a un elfo cubierto de glasto y pieles a medio curtir—. ¿No es así, Hada Flordeguisante?
La reina frunció las cejas.
—El no se llama así —dijo.
Yaya Ceravieja le sonrió alegremente.
—Ya lo veremos —dijo—. Hoy en día hay muchos más humanos, y muchos de ellos viven en ciudades, y apenas saben nada acerca de los elfos. Y tienen hierro en la cabeza. Habéis tardado demasiado en volver.
—No. Los humanos siempre nos necesitarán —dijo la reina.
—Ya no. A veces quieren que estéis allí, lo cual no es lo mismo. Pero lo único que podéis darles es oro que se esfuma en cuanto amanece.
—Hay quienes dirían que basta con que el oro dure una noche.
—No es así.
—Siempre es mejor que el hierro, vieja estúpida, niña estúpida que ha envejecido y no ha hecho nada y no ha sido nada.
—No. Lo único que tiene el oro es que es blando y reluce. Es agradable a la vista, pero no sirve para nada —dijo Yaya, su voz todavía firme y tranquila—. Pero esto es un mundo real, señora. Eso es lo que he tenido que aprender. Y con personas reales en él. No tienes ningún derecho a ellas. La gente ya tiene bastante con tratar de ser gente. No les hace ninguna falta tenerte rondando por ahí con tu cabello reluciente, tus ojos relucientes y tu oro reluciente, yendo de lado a través de la vida, siempre joven y siempre cantando, sin aprender nunca.
—No siempre pensaste así.
—Ya hace mucho tiempo de eso. Y, mi señora, puede que sea vieja y que tenga un montón de años, pero no soy idiota. No eres ninguna diosa. No tengo nada contra los dioses y las diosas, siempre que sepan quedarse en su sitio. Pero tienen que ser los que nosotros hagamos. De esa manera podremos desmontarlos para volver a usar las piezas cuando ya no los necesitemos, ¿comprendes? Y los elfos muy lejos en el país de las hadas, bueno, quizá eso sea algo que la gente necesita para sobrevivir a los tiempos del hierro. Pero no toleraré que haya elfos aquí. Quieres obligarnos a desear aquello que no podemos tener y lo que nos dais no vale nada y lo que tomáis es todo y entonces lo único que nos queda es la fría ladera de la colina, y el vacío, y la risa de los elfos. —Respiró hondo y añadió—: Así que idos a la mierda.
—Oblíganos, vieja.
—Ya imaginaba que dirías eso.
—No queremos el mundo. Bastará con este pequeño reino. Y lo tomaremos, tanto si nos quiere como si no.
—Por encima de mi cadáver, señora.
—Bueno, si es una condición...
La reina lanzó un zarpazo mental, como un gato.
Yaya Ceravieja torció el gesto y por un momento se inclinó hacia atrás.
—¿Señora?
—¿Sí? —dijo la reina.
—Ya no hay reglas, ¿verdad?
—¿Reglas? ¿Qué son las reglas? —dijo la reina.
—Me lo imaginaba —dijo Yaya—. ¿Gytha Ogg?
Tata consiguió volver la cabeza.
—¿Sí, Esme?
—Mi caja. Ya sabes, la que hay en la cómoda. Sabrás qué hacer.
Yaya Ceravieja sonrió. La reina se inclinó hacia un lado, como si la hubieran abofeteado.
—Has aprendido —dijo.
—Oh, sí. Ya sabes que nunca entré en vuestro círculo. Podía ver adonde llevaba. Y por eso tuve que aprender. Durante toda mi vida. Por las bravas. Siguiendo el camino más duro, que aun así no es tan duro como el camino fácil. Aprendí de los trolls y los enanos y las personas. Hasta de los guijarros.
La reina bajó la voz.
—No se te matará —susurró—. Te lo prometo. Seguirás viviendo, para babear y balbucear y hacértelo todo encima y vagar de una puerta a otra en busca de sobras. Y dirán: allí va la vieja loca.
—Ya lo dicen ahora —dijo Yaya Ceravieja—. Creen que no los oigo.
—Pero dentro —continuó la reina, sin prestarle atención—, dentro mantendré intacta una parte de ti que mirará hacia fuera a través de tus ojos y sabrá en qué te has convertido.
»Y no habrá nadie para ayudarte —añadió la reina. Se había acercado un poco más, sus ojos dos alfileres de odio—. No habrá caridad para la vieja loca. Oh, ya verás lo que tienes que comer para seguir viviendo. Y todo el tiempo estaremos contigo dentro de tu cabeza, solo para recordártelo. Podrías haber sido la más grande, había tantas cosas que podrías haber hecho. Y en tu interior lo sabrás, y pasarás las largas noches suplicando el silencio de los elfos.
La reina no se esperaba lo que ocurrió a continuación. La mano de Yaya Ceravieja salió disparada, trozos de cuerda cayendo de ella, y le cruzó la cara de un bofetón.
—¿Me amenazas con eso? —dijo—. ¿A mí? ¿Que me estoy haciendo vieja?
La mano de la mujer elfo subió lentamente hacia la lívida marca que le cruzaba la mejilla. Los elfos levantaron sus arcos, esperando una orden.
—Vuelve al sitio del que has venido —dijo Yaya—. Te llamas diosa y no sabes nada, señora, nada. Lo que no muere no puede vivir. Lo que no vive no puede cambiar. Lo que no cambia no puede aprender. La criatura más diminuta que muere en la hierba sabe más que tú. Tienes razón, soy vieja. Tú has vivido más tiempo que yo, pero soy más vieja que tú. Y mejor que tú. Y, señora, eso no cuesta mucho.
La reina la atacó con salvaje ferocidad.
El rebote del golpe mental hizo caer de rodillas a Tata Ogg. Yaya Ceravieja parpadeó.
—No ha estado nada mal —graznó—. Pero todavía estoy de pie, y todavía no me he arrodillado. Y todavía tengo fuerzas...
Un elfo se desplomó. Esta vez la reina se bamboleó.
—Oh, y no puedo seguir perdiendo el tiempo con esto —dijo, y chasqueó los dedos.
Hubo una pausa. La reina volvió la mirada hacia sus elfos.
—No pueden disparar —dijo Yaya—. Y además tú no querrías eso, ¿verdad? No te conformarás con un final tan sencillo, ¿verdad?
—¡No puedes estar conteniéndolos! ¡No tienes tanto poder!
—¿Quieres saber de cuánto poder dispongo, señora? ¿Aquí, encima de la hierba de Lancre?
Dio un paso al frente. El poder chisporroteó en el aire y la reina tuvo que retroceder.
—¿En mi propio terreno? —dijo Yaya.
Volvió a abofetear a la reina, esta vez casi con dulzura.
—¿Qué es esto? —preguntó Yaya Ceravieja—. ¿Es que no puedes oponer ninguna resistencia? ¿Dónde está vuestro poder ahora, señora? ¡Haced acopio de vuestro poder, señora!
—¡Vieja estúpida!
Fue sentido por cada ser vivo en un radio de una legua. Las criaturas más pequeñas murieron. Los pájaros llovieron del cielo en locas espirales. Tanto elfos como humanos cayeron al suelo, llevándose las manos a la cabeza.
Y en el huerto de Yaya Ceravieja las abejas salieron de sus colmenas.
Surgieron de ellas como una nube de vapor, entrechocándose en su prisa por alzar el vuelo. El profundo zumbido de los zánganos servía de contrapunto a los frenéticos rugidos de las obreras.
Pero, aún más audible que el rumor de los zánganos, era el estridente canturreo de las reinas.
Los enjambres se elevaron sobre el claro en una gran espiral, describieron un círculo y luego se dispersaron rápidamente. Otros enjambres surgidos de patios traseros y árboles huecos se les unieron, oscureciendo el cielo.
Pasado un rato, el orden fue prevaleciendo en la gran nube que giraba en círculos. Los zánganos volaban en los extremos, vibrando como bombarderos. Las obreras formaban un cono compuesto por millares de cuerpos diminutos. Y en su punta volaban cien reinas.
Los campos se sumieron en el silencio después de que el enjambre de enjambres en forma de flecha se marchase.
Las flores se habían quedado sin nadie que las cortejara. El néctar fluía sin ser bebido. Los brotes tendrían que fertilizarse a sí mismos.
Las abejas pusieron rumbo hacia los Danzarines.
Yaya Ceravieja cayó de rodillas y se llevó las manos a la cabeza.
—No...
—Oh, pues claro que sí —dijo la reina.
Esme Ceravieja alzó las manos. Tenía los dedos rígidos por el esfuerzo y el dolor.
Magrat descubrió que podía mover los ojos. El resto de ella se sentía débil e inútil, incluso con la cota de malla y la coraza. Así que ya estaba. Pudo sentir cómo el fantasma de la reina Ynci reía despectivamente desde hacía un millar de años. Ella nunca se hubiese dado por vencida. Magrat solo era otra de aquellas docenas de mujercitas gimoteantes que deambulaban por ahí con sus largos vestidos, asegurando la sucesión real...
Las abejas cayeron del cielo.
Yaya Ceravieja volvió la cara hacia Magrat.
Magrat oyó con claridad la voz dentro de su cabeza.
—¿Quieres ser reina?
Y quedó libre.
Sintió cómo el cansancio abandonaba su cuerpo y, al mismo tiempo, como si un destilado de pura reina Ynci estuviera derramándose del casco.
Más abejas llovieron del cielo, cubriendo la figura caída de la vieja bruja.
La reina se volvió y la sonrisa se le heló en los labios cuando Magrat se irguió, dio un paso adelante y, con apenas un pensamiento en la cabeza, alzó el hacha de guerra y la impulsó en un solo y largo barrido.
La reina fue más rápida. Su mano se movió con la rapidez de una serpiente y agarró la muñeca de Magrat.
—Oh, sí —dijo sonriéndole en la cara—. ¿De veras? ¿Eso crees? —Le retorció la muñeca y el hacha cayó al suelo—. ¿Y tú querías ser una bruja?
Las abejas eran una niebla marrón que escondía a los elfos: demasiado pequeñas para golpear, impenetrables al glamour, pero decididas a matar.
Magrat sintió el rechinar del hueso.
—La vieja bruja está acabada —dijo la reina, obligando a Magrat a inclinarse—. No diré que no fuera buena, pero no lo suficiente. Y tú ciertamente no lo eres.
Lenta e inexorablemente, Magrat fue obligada a inclinarse.
—¿Por qué no intentas hacer un poco de magia? —dijo la reina.
Magrat le dio una patada. Su pie chocó con la rodilla de la reina y oyó un crujido. Mientras la reina retrocedía tambaleándose, Magrat se abalanzó y la derribó por la cintura.
Le asombró lo poco que pesaba. Magrat era bastante flaca, pero la reina no parecía pesar absolutamente nada.
—Vaya —dijo, incorporándose hasta que la cara de la reina quedó a la altura de la suya—, pero si no eres nada. Todo está en la mente, ¿verdad? Sin el glamour eres...
... una cara casi triangular, una boca minúscula, la nariz apenas existente, pero los ojos más grandes que los ojos humanos y ahora clavados en Magrat con el terror reduciéndolos a dos puntas de alfiler.
—Hierro —murmuró la reina. Sus manos se cerraron sobre los brazos de Magrat. No había fuerza en ellos. La fortaleza de un elfo estribaba en persuadir a los demás de que eran débiles.
Magrat pudo sentir cómo trataba desesperadamente de entrar en su mente, pero no lo conseguía. El casco...
... estaba a un par de metros de ella, caído en el barro. Solo tuvo tiempo para desear que no se hubiera dado cuenta de ello antes de que la reina volviera a atacar, estallando en su vacilación como una nova.
No era nada. Era insignificante. Era tan vil y carente de importancia que incluso algo completamente vil y exhaustivamente carente de importancia la consideraría indigna de su desprecio. Al haberle puesto las manos encima a la reina, se había hecho merecedora de una eternidad de dolor. No tenía ningún control de su cuerpo. No se merecía tenerlo. No se merecía nada.
El desdén llovió sobre ella como una granizada, haciendo pedazos el cuerpo planetario de Magrat Ajostiernos.
Nunca valdría nada. Nunca sería hermosa, o inteligente, o fuerte. Nunca llegaría a ser nada.
¿Confiar en sí misma? ¿Confiar en qué?
Lo único que veía eran los ojos de la reina. Lo único que quería hacer era perderse en ellos...
Y la ablación de Magrat Ajostiernos siguió rugiendo, desgarrando los estratos de su alma...
... hasta dejar al descubierto el núcleo.
Dio un puñetazo entre los ojos a la reina.
Hubo un momento de perplejidad terminal antes de que la reina gritara, y Magrat volvió a golpearla.
¡Solo una reina en una colmena! ¡Tajo! ¡Mandoble!
Rodaron en un confuso forcejeo, cayendo sobre el barro. Magrat sintió que algo le aguijoneaba la pierna, pero lo ignoró. No se enteró del estrépito que había a su alrededor, pero encontró el hacha de guerra debajo de su mano cuando las dos cayeron en un charco. La mujer elfo trató de sujetarla pero esta vez sin ninguna fuerza, y Magrat consiguió erguirse sobre las rodillas y levantar el hacha...
... y entonces reparó en el silencio.
El silencio envolvió a los elfos de la reina y el ejército improvisado de Shawn Ogg mientras la fascinación se desvanecía.
Había una figura silueteada delante de la luna poniente.
Su olor impregnaba la brisa del amanecer.
Olía a jaulas de leones y hojas cubiertas de moho.
—Ha regresado —dijo Tata Ogg. Volvió la cabeza y vio que Ridcully, el rostro enrojecido, estaba levantando su ballesta—. Bájala —dijo.
—Pero ¿ha visto los cuernos que tiene esa cosa...?
—Bájala.
—Pero...
—Lo atravesaría sin hacerle mella. Mira, puedes ver ese árbol a través de él. En realidad no está aquí. No puede cruzar el umbral. Pero puede enviar sus pensamientos.
—Pero puedo oler...
—Si realmente estuviera aquí, ya no estaríamos en pie.
Los elfos se hicieron a un lado cuando el rey pasó entre ellos. Sus patas traseras no habían sido diseñadas para la marcha bípeda: las rodillas se doblaban en el sentido contrario, y los cascos eran demasiado grandes.
Los ignoró a todos y fue lentamente hacia la reina caída. Magrat se levantó y sopesó el hacha sin saber qué hacer.
La reina se estiró, levantándose de un salto y alzando las manos, la boca articulando las primeras palabras de alguna maldición... El rey extendió la mano y dijo algo. Solo Magrat lo oyó. Algo sobre encontrarse bajo la luz de la luna, diría más tarde.
Y despertaron.
El sol ya se había elevado por encima del Borde. La gente comenzó a ponerse en pie, mirándose unos a otros.
No había ni un solo elfo a la vista.
Tata Ogg fue la primera en hablar. Por regla general las brujas siempre son capaces de aceptar lo que realmente es, en vez de insistir en lo que hubiese debido ser.
Levantó los ojos hacia los páramos.
—Lo primero que haremos —dijo—, lo primero, será volver a poner las piedras.
—Lo segundo —la corrigió Magrat.
Las dos bajaron la vista hacia el cuerpo inmóvil de Yaya Ceravieja. Unas cuantas abejas volaban en círculos desconsolados sobre la hierba cerca de su cabeza.
Tata Ogg le guiñó un ojo a Magrat.
—Te has portado muy bien, muchacha. No te creía capaz de sobrevivir a un ataque como ese. Confieso que estuve a punto de desmayarme.
—He adquirido cierta práctica —dijo Magrat hoscamente.
Tata Ogg enarcó las cejas, pero no hizo más comentarios. Lo que hizo fue empujar a Yaya con la bota.
—Despierta, Esme —dijo—. Bravo. Hemos ganado. ¿Esme?
Ridcully se arrodilló con cierta dificultad y le levantó un brazo a Yaya.
—Tiene que haberla dejado agotada, todo ese esfuerzo —balbuceó Tata—. Liberar a Magrat y todo lo demás...
Ridcully la miró.
—Está muerta —dijo. Deslizó los brazos por debajo del cuerpo y se levantó trastabillando.
—Oh, ella nunca haría eso —dijo Tata, pero con la voz de alguien cuya boca funciona en automático porque el cerebro se ha desconectado.
—No respira y no hay pulso —dijo el mago.
—Probablemente solo está descansando.
—Sí.
Las abejas describían círculos en el cielo azul.
Ponder y el Bibliotecario ayudaron a llevar las piedras hasta su sitio y dejarlas en posición, para lo que en algunos momentos usaron como palanca al tesorero. Estaba volviendo a pasar por la fase rígida.
Eran piedras bastante insólitas, se fijó Ponder: muy duras, y había algo en su apariencia que sugería que una vez, hacía mucho tiempo, habían sido derretidas y enfriadas.
Jason Ogg lo encontró sumido en profundas reflexiones junto a una de ellas. Ponder sostenía un trozo de cordel del que hubiese debido colgar un clavo. Pero, en vez de colgar del cordel, el clavo formaba un ángulo casi recto con este, y lo tensaba como si estuviera haciendo un desesperado esfuerzo por alcanzar la piedra. El cordel vibraba. Ponder lo miraba como hipnotizado por él.
Jason titubeó. Rara vez se encontraba con magos, y no estaba muy seguro de cómo debías tratarlos.
—Chupa —oyó decir al mago—. Pero ¿por qué chupa?
Jason no dijo nada.
Oyó a Ponder decir:
—Quizá hay hierro y... ¿y hierro que ama al hierro? ¿O hierro masculino y hierro femenino? ¿O hierro plebeyo y hierro real? ¿Habrá algún hierro que contenga algo más? ¿Cierto hierro crea un peso en el mundo y el otro hierro cae rodando por la lámina de goma?
El tesorero y el Bibliotecario se reunieron con él y contemplaron el clavo suspendido en el aire.
—¡Maldición! —dijo Ponder y soltó el clavo. Este hizo plink al chocar con la piedra.
Se volvió hacia los demás con la expresión atormentada de un hombre que debe desmantelar la inmensa maquinaria zumbante del Universo y únicamente cuenta con un clip doblado para hacerlo.
—¡Hola, señor Rayito de Sol! —dijo el tesorero, que se sentía casi animado con todo aquel aire fresco y la ausencia de gritos.
—¡Piedras! ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo con unos trozos de roca? ¿Cuándo le han dicho algo a alguien? —dijo Ponder—. Sabe, señor, a veces pienso que hay un gran océano de verdad ahí fuera y yo me limito a estar sentado en la playa jugando con... con piedras. —Le dio una patada a la piedra—. Pero algún día encontraremos una manera de navegar por ese océano —dijo. Suspiró—. Bien, vamos. Supongo que más vale que bajemos al castillo.
El Bibliotecario vio cómo se unían al cortejo de hombres cansados que bajaban tambaleándose hacia el valle.
Después tiró del clavo unas cuantas veces, y contempló cómo volvía volando a la piedra.
—Oook.
Alzó la mirada para encontrarse con los ojos de Jason Ogg.
Y para sorpresa de este, el orangután le guiñó un ojo.
A veces, si te fijas mucho en los guijarros descubres algunas cosas acerca del océano.
El reloj hacía tictac.
En la fría penumbra matutina de la cabaña de Yaya Ceravieja, Tata Ogg abrió la caja.
En Lancre todos sabían de la misteriosa caja de Esme Cera-vieja. Se rumoreaba que contenía libros de hechizos, un pequeño universo privado, curas para todas las enfermedades, los títulos de propiedad de tierras perdidas y varias toneladas de oro, lo que no estaba nada mal para una caja que medía un palmo de largo. Ni siquiera a Tata Ogg se le había hablado nunca de su contenido, aparte del testamento.
Se sintió un poco decepcionada pero no sorprendida cuando descubrió que la caja solo contenía un par de sobres, un fajo de cartas, y un surtido bastante revuelto de objetos comunes en el fondo.
Sacó los papeles. El primer sobre iba dirigido a ella, con la leyenda: Para Gytha Ogge, Lee Esto AHORA.
El segundo era un poco más pequeño y rezaba: El Testamento de Esmerelda Ceravieja, Muerta la Víspera del Solsticio de Verano.
Y también había un fajo de cartas atadas con un trozo de cordel. Eran muy viejas, y pequeños fragmentos de papel amarillento se desprendieron de ellas cuando Magrat las sacó de la caja.
—Son cartas dirigidas a ella —dijo.
—No veo nada de raro en eso —dijo Tata—. Cualquiera puede recibir cartas.
—Y en el fondo hay un montón de cosas —dijo Magrat—. Parecen guijarros.
Cogió uno y se lo enseñó.
—Este tiene una de esas cosas fósiles que se enroscan tan graciosamente —dijo—. Y esto... parece aquella roca roja de la que hicieron los Danzarines. Tiene pegada una aguja. Qué extraño.
—Esme siempre prestaba atención a los pequeños detalles. Siempre intentaba ver dentro de la cosa real.
Las dos guardaron silencio, y el silencio se estiró alrededor de ellas y llenó la cocina, para ser cortado en delicadas rebanaditas por el suave tictac del reloj.
—Nunca pensé que llegaríamos a hacer esto —dijo Magrat, pasado un rato—. Nunca pensé que leeríamos su testamento. Pensaba que seguiría aquí por siempre.
—Bueno, así es la vida —dijo Tata—. Tempus fuggit.
—¿Tata?
—¿Sí, cariño?
—No lo entiendo. Era tu amiga, pero no pareces... bueno... afectada.
—Bueno, he enterrado a unos cuantos esposos y a un par de críos. Al final le vas cogiendo el tranquillo. Y de todas maneras, si no hubiese ido a un sitio mejor seguro que ahora estaría tomando medidas para mejorarlo.
—¿Tata?
—¿Sí, cariño?
—¿Sabías algo acerca de la carta?
—¿Qué carta?
—La carta a Verence.
—No sé nada de ninguna carta a Verence.
—Tuvo que recibirla semanas antes de que regresáramos. Yaya tuvo que enviarla cuando ni siquiera habíamos llegado a Ankh-Morpork.
Tata Ogg estaba poniendo cara, o eso le pareció a Magrat, de que realmente no entendía nada.
—Oh, demonios —dijo Magrat—. Me refiero a esta carta.
La sacó de su coraza.
—¿Ves?
Tata Ogg leyó en voz alta:
—«Querida alteza, Esta misiva es para informarte de que Magrate Ajostiernos retornará a Lancre el o alrededor del Martes del Cerdo Ciego. Es una Polluela Mojada pero es limpia y tiene Buenos Dientes. Si quieres casarte con ella, empieza a hacer los preparativos sin tardanza, porque si te limitas a declararte y similares entonces Magrat te Traerá de Cabeza, porque no hay nadie como ella para hacerse un lío con su propia vida. No Sabe lo que Quiere. Tú eres Rey y puedes hacer lo que te dé la gana. Tienes que Darle Un Empujón y presentárselo Todo Hecho. PS. He oído decir que se está hablando de hacer pagar impuestos a las brujas, ningún rey de Lancre lo ha intentado en muchos Años, y harías bien siguiendo su ejemplo. Tuya en buena salud, por el momento. UNA AMIGA (SRA).»
El tictac del reloj dio unas cuantas puntadas más en la manta del silencio.
Tata Ogg se volvió hacia él.
—¡Lo preparó todo! —dijo—. Ya sabes cómo es Verence. Quiero decir que, bueno, no se puede decir que intentara disimular quién era, ¿verdad? Y yo volví y me encontré con que ya se había ocupado de todo...
—¿Qué habrías hecho si no se hubiese ocupado de nada? —preguntó Tata.
Por un momento Magrat no supo qué responder.
—Bueno, yo... Quiero decir que si él hubiera... entonces yo...
—¿Crees que te irías a casar hoy? —dijo Tata con tono distante, como si estuviera pensando en otra cosa.
—Bueno, eso depende...
—Quieres casarte, ¿no?
—Bueno, sí, por supuesto, pero...
—Entonces perfecto —dijo Tata, en lo que Magrat llamaba su voz de parvulario.
—Sí, pero ella me hizo a un lado y me encerró en el castillo y me enfadé tanto que...
—Estabas tan furiosa que le plantaste cara a la reina. Llegaste a ponerle las manos encima —dijo Tata—. Bien hecho. La Magrat de antes nunca hubiera hecho eso, ¿verdad? Esme siempre supo ver lo que había realmente. Y ahora sé buena, ¿quieres?
Sal por la puerta de atrás y echa una mirada al montón de la leña.
—¡Pero yo la odiaba y la odiaba y ahora está muerta!
—Sí, querida. Y ahora ve y cuéntale a Tata cómo está la leña.
Magrat abrió la boca para dar forma a las palabras «Da la casualidad de que casi soy reina», pero decidió no hacerlo. Lo que hizo fue salir fuera graciosamente y contemplar el montón de troncos.
—Está bastante alto —dijo, volviendo a entrar y sonándose la nariz—. Y parece que acabaran de reponerlo.
—Y ayer le dio cuerda al reloj —dijo Tata—. Y la lata del té está medio llena, acabo de mirarlo.
—¿Y bien?
—Yaya no estaba segura —dijo Tata—. Hmmm.
Abrió el sobre dirigido a ella. Era más grande y menos abultado que el del testamento, y dentro solo había un trozo de tarjeta.
Tata la leyó y la dejó caer encima de la mesa.
—Vamos —dijo—. ¡No disponemos de mucho tiempo!
—¿Qué ocurre?
—¡Y coge el cuenco del azúcar!
Tata abrió la puerta de un manotazo y corrió hacia su escoba.
—¡Venga, venga!
Magrat cogió la tarjeta. La letra era familiar. Ya la había visto en varias ocasiones, cuando iba a ver a Yaya Ceravieja sin haber avisado antes.
Decía: NO ESTOI MUERTA.
—¡Alto! ¿Quién va?
—¿Qué estás haciendo de guardia con el brazo en cabestrillo, Shawn?
—El deber me llama, mamá.
—Bueno, déjanos entrar ahora mismo.
—¿Eres Amiga o Enemiga, mamá?
—Shawn, la casi-reina Magrat está aquí conmigo, ¿de acuerdo?
—Sí, pero tenéis que...
—¡Ahora mismo!
—¡Oooooooh, mamá!
Magrat intentó no perder de vista a Tata mientas esta correteaba por el castillo.
—El mago tenía razón. Estaba muerta, sabes. No te culpo por haberte hecho esperanzas, pero sé cuándo la gente está muerta.
—No, no lo sabes. Recuerdo que hace unos años viniste corriendo a mi casa hecha un mar de lágrimas, y luego resultó que Yaya solo había salido de Préstamo. Entonces fue cuando empezó a usar el cartel.
—Pero...
—Yaya no estaba segura de lo que iba a ocurrir —dijo Tata—. Con eso me basta.
—Tata...
—No se sabe hasta que no se mira —dijo Tata Ogg, exponiendo su Principio de la Incertidumbre particular.
Tata abrió de una patada las puertas de la Gran Sala.
—¿Qué es todo esto?
Ridcully se levantó de su asiento con aspecto un poco avergonzado.
—Bueno, no me parecía correcto dejarla sola y...
—Oh cielos, oh cielos —dijo Tata, contemplando el solemne cuadro—. Velas y lirios. Apuesto a que los has cogido del jardín con tus propias manos, ¿eh? ¡Y luego vas y la encierras entre cuatro paredes!
—Bueno...
—¡Y a nadie se le ha ocurrido dejar abierta ni una maldita ventana! ¿Es que no las oyes?
—¿Oír qué?
Tata miró apresuradamente en torno y cogió un candelero de plata.
—¡No!
Magrat se lo quitó de la mano.
—Da la casualidad... —dijo, echando el brazo hacia atrás— de que este castillo es prácticamente... —tomando puntería— mío...
Los rayos de sol recién emitidos descendieron hacia la mesa, moviéndose visiblemente en el lento campo mágico del Disco. Y descendiendo por ellos, como canicas que ruedan por un canalón, llegó una cascada de abejas.
El enjambre se posó encima de la cabeza de la bruja, creando la impresión de que llevaba una peluca muy peligrosa.
—¿Qué has...? —comenzó Ridcully.
—Ahora estará presumiendo de esto durante semanas —dijo Tata—. Nadie lo había hecho nunca con abejas. Su mente está por todas partes, ¿comprendes? No se encuentra dentro de una sola abeja, sino que está en todo el enjambre.
—¿Qué estás...?
Los dedos de Yaya Ceravieja se estremecieron.
Sus ojos temblaron.
Luego se incorporó, moviéndose muy despacio. Sus ojos enfocaron con cierta dificultad a Magrat y Tata Ogg, y dijo:
—Quiero un ramo de florezzz, un pote de miel y alguien a quien picar.
—He traído el cuenco del azúcar, Esme —dijo Tata Ogg.
Yaya lo contempló con avidez, y luego miró a las abejas que habían empezado a despegar de su cabeza como bombarderos que huyen de un portaaviones alcanzado.
—Puezzzz entoncezzzz échale una gota de agua y vuélcalo encima de la mezzzza para ellazzzz.
Luego les miró las caras con expresión triunfal hasta que Tata Ogg comenzó a hacer lo que le había pedido.
—¡Lo he hecho con abejazzzz! ¡Nadie puede hacerlo con abejazzzz, y yo lo he hecho! ¡ Acabazzz con la mente volando en un montón de direccionezzzz dizzzztintazzzz! ¡Tienezzz que zzzzzer realmente muy buena para hacerlo con abejazzzz!
—¿Estás viva? —logró balbucear Ridcully.
—La educación univerzzzzitaria obra auténticozzzz prodi-giozzzzz, ¿eh? —dijo Yaya, intentando devolver un poco de vida a sus brazos mediante un enérgico masaje—. Lo único que tie-nezzzz que hacer ezzz levantarte y hablar durante cinco minu-tozzzzz, y pueden deducir que ezzztázzzz viva.
Tata Ogg le tendió un vaso de agua. Este quedó suspendido en el aire un momento y luego se hizo añicos contra el suelo, porque Yaya había intentado cogerlo con su quinta pata.
—Lo zzzziento.
—¡Sabía que no estabas segura! —dijo Tata.
—¿Zzzzegura? ¡Puezzzz claro que ezzzztaba zzzzegura! Nunca tuve la mázzz mínima duda.
Magrat pensó en el testamento.
—¿Nunca tuviste un momento de duda?
Yaya Ceravieja tuvo la decencia de no mirarla a los ojos. En vez de eso, lo que hizo fue frotarse las manos.
—¿Qué ha ocurrido mientras he estado fuera?
—Bueno —dijo Tata—, Magrat le plantó cara a la...
—Oh, ya sabía que haría eso. Habéis celebrado la boda, ¿no?
—¿Boda?
Los demás intercambiaron miradas.
—¡Por supuesto que no! —dijo Magrat—. El hermano Perdore de los Prodigioseros del Noveno Día iba a encargarse de oficiar la ceremonia y un elfo lo dejó sin sentido, y de todas maneras la gente está...
—Nada de excusas —dijo Yaya—. Y en todo caso, un mago veterano puede celebrar un servicio si no hay nadie más disponible, ¿verdad?
—Yo, yo, yo creo que sí —dijo Ridcully, que se estaba quedando un poco rezagado en lo concerniente a los acontecimientos mundanos.
—Claro. Un mago no es más que un sacerdote sin un dios y un apretón de manos húmedo —dijo Yaya.
—¡Pero la mitad de los invitados han huido! —dijo Magrat.
—Ya reuniremos a unos cuantos más —dijo Yaya.
—¡La señora Ascórbica nunca tendrá preparado el banquete de bodas a tiempo!
—Tendrás que decirle que se dé prisa —dijo Yaya.
—¡Las doncellas de la novia no están aquí!
—Nosotras ya valemos.
—¡No tengo un vestido!
—¿Qué es eso que llevas puesto?
Magrat bajó la vista hacia la cota de malla manchada, la coraza llena de barro seco y los escasos y húmedos restos de seda blanca que colgaban sobre ellos como un maltrecho tabardo.
—Tampoco está tan mal, ¿no? —dijo Yaya—. Tata se encargará de peinarte.
Magrat levantó las manos instintivamente, se quitó el casco y se alisó el cabello. Trocitos de rama y fragmentos de helecho se le habían incrustado con una complejidad capaz de desafiar a cualquier peine. Su cabello nunca estaba bien durante cinco minutos seguidos ni en las mejores circunstancias, y en aquel momento parecía un nido de pájaros.
—Creo que lo dejaré como está.
Yaya asintió con aprobación.
—Así se habla —dijo—. Lo que importa no es lo que tienes, sino cómo lo tienes. Bueno, en ese caso ya estamos listos.
Tata se inclinó sobre ella y le murmuró algo.
—¿Qué? Oh, sí. ¿Dónde está el novio?
—Está un poco confuso —dijo Magrat.
—Vista la despedida de soltero que le han organizado, no me extraña —dijo Tata.
Hubo que superar ciertas dificultades:
—Necesitamos un padrino.
—Ook.
—Bueno, al menos que le pongan algo de ropa.
La señora Ascórbica la cocinera cruzó sus enormes brazos rosados.
—No se puede hacer —dijo con firmeza.
—Había pensado que quizá bastaría con ensalada y quiche y alguna cosita ligera... —repuso Magrat en tono implorante.
La peluda barbilla de la cocinera hendió el aire.
—Esos elfos han puesto la cocina patas arriba —dijo—. Tardaré días en ordenarla. Además, todo el mundo sabe que las verduras crudas son malas para la salud, y nunca he aguantado esos pasteles de huevo.
Magrat lanzó una mirada suplicante a Tata Ogg. Yaya Cera-vieja había ido a dar un paseo por los jardines, donde estaba tratando de superar cierta tendencia a meter las narices en las flores.
—Esto no tiene nada que ver conmigo —dijo Tata—. No es mi cocina, querida.
—No; es mi cocina. Llevo años cocinando para este castillo —dijo la señora Ascórbica—, y sé cómo hacer las cosas, y no permitiré que una mocosa me dé órdenes en mi propia cocina.
Magrat se desinfló. Tata le dio una palmadita en el hombro.
—Llegados a este punto, puede que necesites esto —dijo, y le entregó el casco alado.
—El rey siempre se ha mostrado muy satisfecho de... —comenzó la señora Ascórbica.
Hubo un chasquido. Los ojos de la señora Ascórbica se deslizaron a lo largo de la ballesta hasta encontrarse con la mirada impasible de Magrat.
—Adelante —dijo dulcemente la reina de Lancre—. Hazme una quiche y alégrame el día.
Verence, en camisa de dormir, estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos. No recordaba casi nada de la noche, excepto una sensación de frialdad. Y nadie parecía dispuesto a contarle lo ocurrido.
La puerta se abrió con un leve crujido.
Verence levantó la vista.
—Me alegro de ver que ya estás despierto y levantado —dijo Yaya Ceravieja—. Vengo para ayudarte a vestirte.
—He mirado dentro del armario —dijo Verence—. Los elfos... Fueron ellos, ¿verdad? Bueno, pues lo han destrozado todo. No hay nada que pueda ponerme.
Yaya recorrió la habitación con la mirada. Luego fue hacia un arcón y lo abrió. Hubo un suave tintineo de campanillas, y un destello de rojo y amarillo.
—Estaba segura de que no las habías tirado —dijo—. Y no has engordado ni un gramo, así que todavía te cabrán. Adelante con la farándula. Magrat te lo agradecerá.
—Oh, no —dijo Verence—. He decidido mostrarme muy firme en lo que respecta a eso. Ahora soy rey. Para Magrat sería degradante casarse con un bufón. Tengo una posición que mantener, por el bien del reino. Además, existe algo llamado orgullo.
Yaya lo miró en silencio durante tanto rato que Verence empezó a removerse nerviosamente.
—Bueno, el caso es que existe —dijo.
Yaya asintió y fue hacia la puerta.
—¿Por qué te vas? —preguntó Verence nerviosamente.
—No me voy —dijo Yaya sin levantar la voz—. Solo iba a cerrar la puerta.
Y luego estuvo el incidente con la corona.
Ceremonias y protocolos del reino de Lañare fue encontrado finalmente después de un apresurado registro del dormitorio de Verence. El manual no podía mostrarse más claro acerca del procedimiento. La nueva reina era coronada por el rey como parte de la ceremonia. Eso no resultaba técnicamente muy difícil para ningún rey que supiera qué extremo de la reina era cuál, algo que incluso el rey más memo lograba averiguar al segundo intento.
Pero Ponder Stibbons tuvo la impresión de que el ritual chirriaba un poco en cuanto se hubo llegado a ese punto.
Pareció, de hecho, que justo cuando se disponía a poner la corona sobre la cabeza de la prometida el rey volvía la mirada hacia el extremo de la sala donde se encontraba la bruja flaca y vieja. Y prácticamente todos los demás también volvieron la mirada en esa dirección, la novia incluida.
La vieja bruja asintió de manera casi imperceptible.
Magrat fue coronada.
Y larín, larán, larero, etcétera.
El novio y la novia estaban de pie el uno al lado del otro, estrechando las manos de la larga hilera de invitados de esa manera un tanto perpleja que resulta normal una vez se ha llegado a esa fase de la ceremonia.
—Estoy seguro de que serán muy felices...
—Gracias.
—¡Ook!
—Gracias.
—¡Clávelo al mostrador, lord Ferguson, y malditos sean esos ladrones de quesos!
—Gracias.
—¿Puedo besar a la novia?
Verence creyó que el aire acababa de dirigirle la palabra. Miró hacia abajo.
—Oh, disculpe —dijo—. ¿Usted es...?
—Mi tarjeta —dijo Casavieja.
Verence la leyó y enarcó las cejas.
—Ah —dijo—. Uh. Hum. Bueno, bueno, bueno. Así que el número dos, ¿eh?
—Pero todavía no me he dado por vencido —dijo Casavieja.
Verence miró alrededor sintiéndose bastante culpable, y luego se inclinó hasta que su boca quedó a la altura de la oreja del enano.
—¿Podríamos hablar en privado dentro de un rato?
La Cuadrilla de Bailes Tradicionales de Lancre volvió a reunirse por primera vez en la recepción. Sus integrantes descubrieron que les resultaba bastante difícil mantener una conversación. Algunos de ellos iban saltando distraídamente de un lado a otro mientras hablaban.
—Veamos —dijo Jason—, ¿alguien se acuerda? ¿Alguno de vosotros realmente se acuerda de lo ocurrido?
—Yo me acuerdo del comienzo —dijo Sastre, el otro tejedor—. Sí, recuerdo el comienzo. Y el bailar en los bosques. Pero el Entretenimiento...
—Había elfos —dijo Calderero el calderero.
—Por eso todo acabó liándose de aquella manera —dijo Techador el carretero—. Y también recuerdo que todo el mundo gritaba mucho.
—Había alguien con cuernos —dijo Carretero—, y además tenía un... eh... un... Bueno, el caso es que lo tenía realmente descomunal.
—Todo fue una especie de sueño —dijo Jason.
—Eh, Carretero, mira eso —dijo Tejedor, guiñando el ojo a los demás—. Ahí está ese mono. Tienes que preguntarle algo, ¿verdad?
Carretero parpadeó.
—Caramba, pues sí —dijo.
—Yo de ti no desperdiciaría una oportunidad como esta —dijo Tejedor, con la alegre malicia que los listos suelen endilgar a los simples.
El Bibliotecario estaba charlando con Ponder y el tesorero, y se volvió cuando Carretero lo tocó con el dedo.
—Así que has estado en Tajada, ¿verdad? —dijo con su alegre franqueza habitual.
El Bibliotecario le dirigió una mirada de educada incomprensión.
—¿Oook?
Carretero puso cara de perplejidad.
—Ahí es donde pones tu nuez, ¿verdad?
El Bibliotecario volvió a mirarlo como si no entendiera nada, y meneó la cabeza.
—Oook.
—¡Tejedor! —gritó Carretero—. ¡El mono dice que no ha puesto su nuez allí donde no brilla el sol! ¡Y tú dijiste que lo había hecho! Lo dijiste, ¿verdad? Él ha dicho que tú lo hiciste. —Se volvió hacia el Bibliotecario—. Pues no lo hizo, Tejedor. Ya sabía yo que lo habías entendido todo al revés. Mira que eres tonto. En Tajada no hay monos.
El silencio fluyó hacia fuera a partir de ambos.
Ponder Stibbons contuvo la respiración.
—Qué fiesta tan bonita —le dijo el tesorero a una silla—. Me encantaría estar aquí.
El Bibliotecario cogió una gran botella de la mesa. Le dio una palmadita en el hombro a Carretero. Después le sirvió una generosa ración de bebida y le dio una palmadita en la cabeza.
Ponder se relajó y volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Había atado un cuchillo a un trozo de cordel, y contemplaba con expresión lúgubre cómo giraba y giraba.
Cuando volvía a casa aquella noche, Tejedor cayó en manos de un misterioso asaltante que lo arrojó al Lancre. Nadie llegó a saber nunca por qué. No te metas en los asuntos de los magos, especialmente de los simiescos. No son demasiado sutiles.
Otras personas también volvieron a casa aquella noche.
—Ahora se creerá que es alguien, y a saber qué tonterías se le ocurrirá hacer —dijo Yaya Ceravieja, mientras las dos brujas andaban tranquilamente por el aire impregnado de fragancias.
—Es una reina. Eso es estar bastante arriba —dijo Tata—. Casi tanto como las brujas.
—Sí... bueno... pero no tienes por qué darte aires de grandeza —repuso Yaya Ceravieja—. Contamos con ciertas ventajas, sí. Pero actuamos con modestia y no Vamos Presumiendo Por Ahí. Nadie puede decir que yo no haya sido decentemente modesta durante toda mi vida.
—Yo siempre he dicho que tú eres una tímida violeta —comentó Tata Ogg—. Es lo que le digo siempre a la gente: si andáis buscando humildad, no encontraréis a nadie más humilde que Esme Ceravieja.
—Nunca me he metido con nadie y siempre me he ocupado de mis propios asuntos...
—Como que muchas veces ni siquiera me he dado cuenta de que andabas por ahí —dijo Tata Ogg.
—Estaba hablando yo, Gytha.
—Perdona.
Siguieron andando en silencio durante un rato. La noche era cálida y seca. Los pájaros cantaban en los árboles.
—Resulta extraño, ¿verdad? —dijo Tata—. Pensar que ahora Magrat está casada y todo lo demás...
—¿Qué quieres decir con «y todo lo demás»?
—Bueno, ya sabes... Se ha casado, ¿no? —dijo Tata—. Le di unos cuantos consejos. Siempre hay que llevar algo puesto en la cama. Eso mantiene interesado al hombre.
—Tú siempre llevabas tu sombrero.
—Exacto.
Tata agitó una salchicha pinchada en un palillo. Siempre había creído que había que hacer acopio de toda la comida gratis disponible.
—Y el banquete de bodas me ha parecido excelente, ¿verdad? Y Magrat estaba radiante.
—Pues a mí me pareció que estaba bastante roja y acalorada.
—Si eres una novia, eso se llama estar radiante.
—En una cosa sí que tienes razón —dijo Yaya Ceravieja, que se había adelantado un poco—. La cena no ha estado nada mal. Nunca había probado eso de la Opción Vegetariana.
—Cuando me casé con el señor Ogg, en nuestro banquete de bodas tuvimos tres docenas de ostras. No todas funcionaron, eso sí.
—Y me ha gustado mucho la manera en que nos dieron un trocito del pastel de bodas metido en una bolsita —dijo Yaya.
—Claro. Ya sabes lo que dicen, ¿no? Si pones un poquito del pastel de bodas debajo de tu almohada, sueñas con tu futuro espo... —La lengua de Tata Ogg tropezó consigo misma. Se detuvo, sintiéndose avergonzada, lo cual era insólito en una Ogg.
—No te preocupes —dijo Yaya—. No me importa.
—Lo siento, Esme.
—Todo ocurre en algún lugar. Lo sé. Lo sé. Todo ocurre en algún lugar. Así que al final tanto da, ¿verdad?
—Qué manera de pensar tan continuinutista, Esme.
—Lo del pastel ha sido todo un detalle —dijo Yaya—, pero... en este momento... y no sé por qué... lo que realmente me apetecería ahora, Gytha, sería... un dulce.
La última palabra quedó suspendida en el aire nocturno como el eco de un disparo.
Tata se detuvo. Su mano voló a su bolsillo, donde residía la habitual bolsa de caramelos hervidos recubiertos de pelusas. Clavó los ojos en la nuca de Yaya Ceravieja y el apretado moño de grises cabellos que asomaba por debajo del ala del sombrero puntiagudo.
—¿Dulces?
—Supongo que ya habrás comprado otra bolsa, ¿verdad? —dijo Yaya sin volver la cabeza.
—Esme...
—¿Tienes algo que decir, Gytha? ¿Acerca de una bolsa de caramelos, quizá?
Yaya Ceravieja aún no se había vuelto.
Tata se miró las botas.
—No, Esme.
—Sabía que irías a ver al Hombre Largo, ¿sabes? ¿Cómo conseguiste entrar?
—Utilicé una de las herraduras especiales.
Yaya asintió.
—No tendrías que haberlo metido en esto, Gytha.
—Sí, Esme.
—Es tan astuto y retorcido como ella.
—Sí, Esme.
—Y ahora estás recurriendo a la mansedumbre preventiva, ¿no?
—Sí, Esme.
Siguieron andando.
—¿Qué era esa danza que bailaron tu Jason y sus hombres cuando se emborracharon? —preguntó Yaya.
—Es la Danza del Palo y el Cubo de Lancre, Esme.
—Supongo que será legal, ¿no?
—Técnicamente hablando, no debe interpretarse cuando hay mujeres presentes —dijo Tata—. En ese caso se la considera acoso sexual danzado.
—Y además tuve la impresión de que Magrat se quedó bastante sorprendida cuando recitaste ese poema durante la recepción.
—¿Poema?
—Ese en el que hiciste todos aquellos gestos.
—Oh, ese poema.
—Vi cómo Verence tomaba notas en su servilleta.
Tata volvió a meter la mano en las insondables profundidades de su ropa y extrajo una botella de champán para la que hubieses jurado que no había espacio suficiente.
—Pero se la veía muy contenta, cuidado —dijo—. Allí, con medio vestido destrozado y la cota de malla por debajo. Eh, ¿sabes qué me contó?
—¿Qué te contó?
—¿Has visto ese viejo cuadro de la reina Ynci? Ya sabes, la del corpiño de hierro y aquel carro de guerra todo erizado de pinchos y cuchillos. Bueno, pues me dijo que estaba segura de que el... el espíritu de Ynci la había ayudado. Dijo que en cuanto se puso la armadura, empezó a hacer cosas que antes nunca se hubiese atrevido a hacer.
—Mira tú por dónde —dijo Yaya, sin parecer demasiado interesada.
—Qué raro es el mundo —convino Tata.
Siguieron andando en silencio.
—Así que no le dijiste que la reina Ynci nunca había existido, ¿eh?
—¿Para qué se lo iba a decir?
—El viejo rey Lully se la inventó porque pensaba que nos hacía falta un poco de historia romántica. Y en cuanto hubo empezado, se lo tomó tan en serio que incluso hizo fabricar la armadura.
—Lo sé. El esposo de mi bisabuela la hizo a partir de una bañera de estaño y un par de sartenes.
—Pero ¿no pensaste que debías decírselo?
—No.
Yaya asintió.
—Qué curioso —dijo—. Magrat siempre es la misma incluso cuando es completamente distinta.
Tata Ogg sacó una cuchara de madera de algún lugar de su delantal. Después se quitó el sombrero y bajó de él con mucho cuidado un cuenco de crema, gelatina y canela que había escondido allí.[39]
—Uh. No entiendo por qué siempre andas robando comida —dijo Yaya—. Verence te daría una bañera llena si se lo pidieras. Ya sabes que él nunca toca la crema.
—Es más divertido de esta manera —dijo Tata—. Me merezco un poco de diversión.
Los espesos matorrales crujieron y el unicornio salió de ellos.
Estaba furioso. Se hallaba en un mundo al que no pertenecía. Y estaba siendo conducido.
Rascó el suelo con los cascos a cien metros de ellas, y bajó su cuerno.
—Ooops —dijo Tata, dejando caer su merecido postre—. Vamos. Ahí hay un árbol, vamos.
Yaya Ceravieja meneó la cabeza.
—No. Esta vez no voy a correr. Antes no pudo conmigo y ahora lo está intentando a través de un animal.
—¿Has visto el tamaño del cuerno que tiene esa cosa?
—Lo veo perfectamente —dijo Yaya sin inmutarse.
El unicornio bajó la cabeza y cargó. Tata Ogg llegó al árbol más próximo que tenía ramas bajas y saltó hacia arriba...
Yaya Ceravieja se cruzó de brazos.
—¡Vamos, Esme!
—No. Antes no podía pensar con claridad, pero ahora sí. Hay ciertas cosas de las que no tengo por qué huir.
La forma blanca se precipitó como una bala por la avenida de árboles, quinientos kilos de músculo detrás de treinta centímetros de cuerno reluciente. Nubes de vapor se arremolinaban detrás de ella.
—¡Esme!
El tiempo del círculo estaba llegando a su fin. Además, ahora ya sabía por qué le había parecido que se le estaba descosiendo la mente, y eso también ayudaba. Ya no podía oír los pensamientos fantasmales de las otras Esmes Ceravieja.
Algunas quizá vivían en un mundo gobernado por elfos.
O habían muerto hacía mucho tiempo. O estaban viviendo lo que ellas consideraban existencias felices. Yaya Ceravieja rara vez deseaba nada, porque el desear era de cursis sentimentales, pero en aquel momento lamentó no haber podido llegar a conocerlas.
Algunas quizá iban a morir ahora, aquí en este sendero. Todo lo que hacías significaba que un millón de copias de ti hacían otra cosa. Algunas morirían. Yaya había percibido sus muertes futuras... las muertes de Esme Ceravieja. Y no podía salvarlas, porque el azar no funcionaba así.
En un millón de laderas la muchacha corrió, en un millón de puentes la muchacha escogió, en un millón de senderos la mujer esperó sin moverse...
Todas diferentes, todas la misma.
Lo único que podía hacer por todas ellas era ser ella misma, aquí y ahora, con todas sus fuerzas.
Extendió una mano.
El unicornio estaba a unos metros de ella cuando chocó contra un muro invisible. Sus patas danzaron locamente mientras trataba de recomponerse, el cuerpo contorsionado por el dolor, y resbalaba el resto del trayecto hasta los pies de Yaya deslizándose sobre su espalda.
—Gytha —dijo Yaya, mientras la criatura trataba de incorporarse—, ahora te quitarás las medias, las anudarás haciendo una brida y me las pasarás con cuidado.
—Esme...
—¿Qué?
—No llevo medias, Esme.
—¿Qué ha sido de aquel precioso par rojo y blanco que te regalé la Noche de la Vigilia de los Puercos? Las hice yo misma. Ya sabes cómo odio hacer punto.
—Bueno, hace una noche bastante cálida. Ya sabes que me gusta dejar que el aire circule.
—Los talones me costaron lo suyo.
—Lo siento, Esme.
—Bueno, ¿tendrías la bondad de ir corriendo a mi casa y traerme todo lo que hay en el fondo de la cómoda?
—Sí, Esme.
—Pero antes pasa por casa de vuestro Jason y dile que empiece a calentar la fragua.
Tata Ogg contempló al unicornio que luchaba y se debatía. Parecía haberse quedado atascado, aterrorizado por Yaya y totalmente incapaz de escapar.
—Oh, Esme, no pensarás pedirle a nuestro Jason que...
—No voy a pedirle que haga nada. Y tampoco te estoy pidiendo nada a ti.
Yaya Ceravieja se quitó el sombrero y lo arrojó a los arbustos. Después, sin apartar los ojos del animal, se llevó las manos al moño gris acero de su cabello y extrajo unas cuantas horquillas cruciales.
El moño se desenroscó como una serpiente hecha de finos cabellos, que cayeron hasta la cintura de Yaya en cuanto esta sacudió la cabeza un par de veces.
Tata contempló con paralizada fascinación cómo Yaya volvía a alzar la mano y se arrancaba un pelo de raíz.
Las manos de Yaya Ceravieja describieron un complicado movimiento en el aire mientras hacía un lazo con algo que era casi demasiado delgado para ser visto. Ignorando el cuerno que no paraba de moverse, lo pasó por el cuello del unicornio. Luego tiró.
Debatiéndose, sus cascos sin herrar levantando grandes pellas de barro, el unicornio se incorporó.
—Eso no aguantará —dijo Tata, deslizándose alrededor del árbol.
—Podría retenerlo con una telaraña, Gytha Ogg. Con una telaraña, ¿me oyes? Y ahora ve a ocuparte de tus asuntos.
—Sí, Esme.
El unicornio echó la cabeza hacia atrás y chilló.
Medio pueblo estaba esperando cuando Yaya llevó la bestia a Lancre, los cascos patinando sobre los adoquines, porque cuando le dices algo a Tata Ogg se lo dices a todo el mundo.
La bestia danzaba al extremo de aquella brida imposiblemente delgada, soltando coces a los incautos pero sin llegar a liberarse.
Jason Ogg, todavía con sus mejores ropas, esperaba nerviosamente en la puerta de la fragua. El aire hiperrecalentado vibraba sobre la chimenea.
—Señor herrero —dijo Yaya Ceravieja—, tengo un trabajo para ti.
—Ejem —dijo Jason—, eso es un unicornio.
—Correcto.
El unicornio volvió a chillar y dirigió sus enloquecidos ojos rojizos hacia Jason.
—Nadie ha herrado jamás a un unicornio —dijo Jason.
—Considéralo tu gran momento —repuso Yaya Ceravieja.
La multitud se acercó un poco más, tratando de ver y oír al tiempo que se mantenía fuera del alcance de los cascos.
Jason se rascó el mentón con el martillo.
—No sé si...
—Escúchame, Jason Ogg —dijo Yaya, tirando del cabello mientras la criatura daba brincos a su alrededor—, puedes herrar cualquier cosa que te traigan. Y eso tiene un precio, ¿verdad?
Jason lanzó una mirada de pánico a Tata Ogg, quien tuvo el detalle de sentirse un poco incómoda.
—Nunca me ha hablado de ello —dijo Yaya, con su habitual capacidad para leer la expresión de Tata a través de la parte de atrás de su cabeza.
Después se inclinó más hacia Jason, con lo que casi quedó colgada de la bestia que se debatía y pataleaba.
—El precio por ser capaz de herrar cualquier cosa, cualquier cosa que te traigan... es tener que herrar cualquier cosa que te traigan. El precio por ser el mejor siempre es... tener que ser el mejor. Y tú lo pagas, al igual que yo.
Una coz del unicornio arrancó unos centímetros de madera del marco de la puerta.
—Pero hierro... —dijo Jason—. Y clavos...
—¿Sí?
—El hierro lo matará —dijo Jason—. Si le clavo hierro, lo mataré. Matar no forma parte de ello. Yo nunca he matado nada. Pasé toda la noche en vela con esa hormiga, y no sintió absolutamente nada. No le haré daño a un ser vivo que nunca me ha hecho daño.
—¿Has cogido todas esas cosas de mi cómoda, Gytha?
—Sí, Esme.
—Entonces tráelas aquí. Y tú, Jason, mantén caliente esa fragua.
—Pero si le clavo hierro, entonces...
—¿He mencionado el hierro?
El cuerno arrancó una piedra de la pared a un par de palmos de la cabeza de Jason.
—En ese caso tendrá que entrar para que se esté quieto —dijo—. Nunca he herrado a un corcel de ese tamaño sin dos hombres y un chico sujetándolo.
—Hará todo lo que se le diga —prometió Yaya—. No puede llevarme la contraria.
—Asesinó al viejo Scrope —dijo Tata—. No me importaría matarlo.
—Deberías avergonzarte, mujer —la reprendió Yaya—. Es un animal. Los animales no pueden asesinar. Solo nosotras las razas superiores podemos asesinar. Esa es una de las cosas que nos distinguen de los animales. Dame ese saco.
Remolcó al animal a través de las grandes puertas dobles y un par de aldeanos se apresuraron a cerrarlas. Un instante después, un casco abrió un agujero en los tablones.
Ridcully llegó corriendo con su enorme ballesta colgada del hombro.
—¡Me han dicho que el unicornio ha vuelto a aparecer!
Otro tablón quedó hecho astillas.
—¿Está ahí dentro?
Tata asintió.
—Yaya lo ha traído a rastras desde los bosques —dijo.
—¡Pero esa condenada criatura es una fiera salvaje!
Tata Ogg se frotó la nariz.
—Sí, bueno... Pero Yaya está cualificada, ¿no? En lo que se refiere a domar unicornios, quiero decir. No tiene nada que ver con la brujería.
—¿Qué quieres decir?
—Creía que había algunas cosas que todo el mundo sabía acerca de capturar unicornios —dijo Tata con tono seco—. Acerca de quién puede atraparlos, y no sé si entiendes adonde quiero llegar con la máxima delicadeza posible. Esme siempre corrió más que tú. Podía dejar atrás a cualquier hombre.
Ridcully se había quedado boquiabierto.
—Yo, en cambio —dijo Tata—, siempre tropezaba con la primera vieja raíz de árbol que se me cruzaba en el camino. A veces tardaba siglos en encontrar una.
—Estás diciendo que después de que me fui» ella nunca...
—No empieces a hacerte ideas románticas. A nuestra edad una ya no piensa en esas cosas —dijo Tata—. Nunca le habría pasado por la cabeza si no hubieras aparecido de repente. —Una idea asociada pareció ocurrírsele de pronto—. No habrás visto a Casavieja, ¿verdad?
—Hola, mi capullito de rosa —dijo jovialmente una voz esperanzada.
Tata ni siquiera se volvió.
—Siempre apareces allí donde la gente no está mirando —dijo.
—Soy famoso por ello, señora Ogg.
Dentro de la fragua se hizo el silencio. Un instante después oyeron el tap-tap-tap del martillo de Jason.
—¿Qué están haciendo ahí dentro? —preguntó Ridcully.
—Sea lo que sea, el unicornio ha dejado de dar coces —dijo Tata.
—¿Qué había en el saco, señora Ogg?
—Lo que ella me dijo que trajera —contestó Tata—. Su viejo juego de té de plata. Una herencia familiar, ya sabes. Solo lo he visto un par de veces, y una de ellas fue ahora mismo cuando lo metí en el saco. No creo que lo haya usado nunca. La jarrita de la leche tiene forma de vaca humorística.
Más gente seguía reuniéndose delante de la fragua. La multitud ya llegaba hasta la plaza.
Los martillazos cesaron. La voz de Jason, muy cerca, dijo:
—Vamos a salir.
—Van a salir —anunció Tata.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que van a salir.
—¡Ya salen!
La multitud retrocedió. Las puertas se abrieron.
Yaya salió conduciendo al unicornio. La criatura andaba con tranquila majestad, los músculos moviéndose bajo su blanco pelaje como ranas en aceite. Y sus cascos repiqueteaban sobre los adoquines. Ridcully no pudo evitar fijarse en cómo relucían.
Anduvo mansamente junto a la bruja hasta el centro de la plaza. Entonces Yaya lo soltó y le dio una palmadita en la grupa.
El unicornio relinchó suavemente, se dio la vuelta y galopó calle abajo, hacia el bosque...
Tata Ogg apareció silenciosamente detrás de Yaya Ceravieja mientras esta lo veía alejarse.
—¿Herraduras de plata? —preguntó en voz baja—. No durarán nada.
—Y clavos de plata. Durarán lo suficiente —dijo Yaya, hablándole al mundo en general—. Y ella nunca lo recuperará, ni aunque lo esté llamando durante mil años.
—Herrar al unicornio —rezongó Tata meneando la cabeza—. Solo a ti se te puede ocurrir ponerle herraduras a un unicornio, Esme.
—Llevo toda la vida haciéndolo —dijo Yaya.
El unicornio ya era un puntito en los páramos. Y al poco desapareció en la penumbra crepuscular.
Tata Ogg suspiró, y rompió cualquier hechizo que pudiera haber habido.
—Bueno, así que se acabó.
—Sí.
—¿Asistirás al baile del castillo?
—¿Y tú?
—Bueno... el señor Casavieja me ha preguntado si podía enseñarle el Hombre Largo. Ya sabes. Enseñárselo como es debido, quiero decir. Supongo que será por eso de que es un enano. Les interesan mucho los túmulos.
—Nunca nos cansamos de ellos —dijo Casavieja.
Yaya puso los ojos en blanco.
—Intenta actuar de acuerdo con la edad que tienes, Gytha.
—¿Actuar? No necesito actuar, puedo hacerlo automáticamente —replicó Tata—. Actuar como si tuviera la mitad de mi edad... Eso sí que tiene miga. Y en todo caso, no me has respondido.
Para gran sorpresa de Tata y Ridcully, y posiblemente incluso de Yaya Ceravieja, Yaya enlazó su brazo en el de Ridcully.
—El señor Ridcully y yo vamos a dar un paseo hasta el puente.
—¿Sí? —dijo Ridcully
—Oh, eso está muy bien.
—Gytha Ogg, continúa mirándome así y te calentaré la oreja.
—Perdona, Esme —dijo Tata.
—Así me gusta.
—Supongo que querréis hablar de los viejos tiempos —sugirió Tata.
—Tal vez de los viejos tiempos. Tal vez de otros tiempos. El unicornio llegó al bosque y siguió galopando.
Las aguas de Lancre corrían por debajo de ellos. Nadie cruzaba las mismas aguas dos veces, ni siquiera por un puente.
Ridcully cogió un guijarro y lo dejó caer. El guijarro hizo plunk.
—Al final todo termina arreglándose en algún sitio —dijo Yaya Ceravieja—. Tu joven mago lo sabe, pero lo envuelve en un montón de tonterías. Si supiera ver lo que tiene delante, podría llegar a ser alguien.
—Quiere quedarse aquí una temporada —dijo Ridcully con voz lúgubre, y lanzó otro guijarro a las profundidades—. Esas piedras parecen tenerlo fascinado. No puedo decir que no, ¿verdad? El rey está a favor. Dice que otros reyes siempre han tenido bufones, así que él intentará tener a un sabio, solo por si eso da mejores resultados.
Yaya rió.
—Y cualquier día de estos la joven Diamanda se levantará de la cama —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, nada. Eso es lo bueno que tiene el futuro. Podría terminar siendo cualquier cosa. Y todo.
Cogió un guijarro y lo arrojó al río. El guijarro chocó con el agua al mismo tiempo que lo hacía el de Ridcully, produciendo un doble plunk.
—¿Crees que... en algún lugar... todo salió bien? —preguntó Ridcully.
—Sí. ¡Aquí!
Yaya se ablandó un poco al ver cómo el abatimiento le encorvaba los hombros.
—Pero allí también —dijo.
—¿Qué?
—Quiero decir que en algún lugar Mustrum Ridcully se casó con Esmerelda Ceravieja y vivieron... —Yaya apretó los dientes— vivieron felices por siempre jamás. Más o menos.
—¿Cómo lo sabes?
—He estado captando fragmentos de sus recuerdos. Parecía bastante satisfecha. Y soy muy difícil de complacer.
—¿Cómo puedes hacer eso?
—Intento ser buena en todo lo que hago.
—¿Y no dijo nada sobre...?
—¡Nada! ¡No sabe que existimos! ¡No hagas preguntas! Basta con saber que todo ocurre en algún lugar, ¿verdad? —Ridcully trató de sonreír.
—¿Eso es lo mejor que puedes decirme? —preguntó.
—Es lo mejor que hay. O algo que se le parece bastante.
¿Dónde termina?[40]
En una noche de verano, con cada pareja siguiendo su camino y la seda púrpura del crepúsculo creciendo entre los árboles. Desde el castillo, mucho después de que las celebraciones hayan terminado, una risa tenue y el tintineo de campanillas de plata. Y desde la ladera desierta, solo el silencio de los elfos.