Terry Pratchett
El Segador
MARTÍNEZ ROCA
Título original: Reaper Man
© Terry y Lyn Pratchett
© Martínez Roca.
Printed in Spain — Impreso en España
ISBN: 84-01-32910-8 Depósito legal: B. 47.307.
Escaneo y corrección:
Crematia AbysalFire
Darkmmaa
Ddamas
El Cabo Nobbs
Kelyedah
Kitiara (a.k.a) Maeng
Marc_506utyutyuty
Sunami
Taslanis Elfi-kender
Ukiah Ap Rasim (dirección)
ZZ-Cop
Marzo — Julio 2003
Revisado y cotejado con la versión original para la presente edición:
Khanzat.
Edición en Fb2: Koolau
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El baile Morris es una característica común en todos los mundos habitados del Multiverso.
Se baila bajo cielos azules para celebrar la revitalización de suelo, y bajo estrellas desnudas porque es primavera y con un poco de suerte el dióxido de carbono volverá a descongelarse. Sienten ese mismo imperativo los seres que habitan en las profundidades oceánicas, que nunca han visto el sol, y los humanos urbanitas cuya única conexión con los ciclos de la naturaleza es que una vez atropellaron una oveja con el Volvo.
Lo bailan con inocencia jóvenes matemáticos de barbitas desastradas, acompañados por violines que interpretan torpemente alguna versión de El inquilino de la señora Widgery, y lo bailan sin piedad los Ninjas Morris de Nuevo Ankh, capaces de hacer cosas extrañas y espantosas con un simple pañuelo y una campana.
Pero en ningún lugar se baila bien.
Excepto en el Mundodisco, que es plano y reposa sobre los lomos de cuatro elefantes, que viajan por el espacio sobre la concha de Gran A’Tuin, la tortuga del mundo.
Incluso en el Mundodisco, sólo se baila bien el Morris en un lugar muy concreto. Se trata de un pequeño pueblo, en lo más alto de las Montañas del Carnero, donde el sencillo gran secreto se transmite de generación en generación.
Allí, los hombres bailan el primer día de la primavera, de adelante a atrás, con campanillas atadas a las rodillas y camisas blancas aleteando al viento. La gente acude a verlos. Después se asa un buey, y según la opinión general se trata de un día perfecto para estar de excursión con la familia.
Pero el secreto no radica en eso.
El secreto radica en el otro baile.
Y eso no tendrá lugar todavía.
Se oye un sonido rítmico, como el que podría emitir un reloj. Y es cierto, en el cielo hay un reloj, y de él surge el tic tac de los segundos recién acuñados.
Al menos, parece un reloj. Pero, en realidad, es todo lo contrario que un reloj. La manecilla larga no da más que una vuelta.
Hay una llanura bajo el cielo oscurecido. Está cubierta de curvas suaves y redondeadas, que, si las ves de lejos, te sugieren imágenes; y, si las ves de lejos, te alegrarás mucho de estarlas viendo de lejos.
Sobre ella flotaban tres figuras grises. El lenguaje normal no basta para describir con exactitud lo que eran. Puede que algunos las denominaran querubines, aunque no tenían nada semejante a mejillas sonrosadas. Se los podría contar entre aquellos que se encargan de que funcione la gravedad, y de que el tiempo se mantenga separado del espacio. Sería mejor considerarlos auditores. Auditores de la realidad.
Estaban conversando sin hablar. No tenían necesidad de hablar. Se limitaban a cambiar la realidad, de manera que hubieran hablado.
Uno dijo: Eso no se ha hecho nunca hasta ahora. ¿Es posible?
Uno dijo: Es imprescindible. Hay una personalidad. Las personalidades tienen un final. Sólo las energías son eternas.
Lo dijo no sin cierta satisfacción.
Uno dijo: Además... ha habido ciertas irregularidades. En cuanto hay una personalidad, hay irregularidades. Eso lo sabe cualquiera.
Uno dijo: ¿Ha sido poco eficaz en su trabajo?
Uno dijo: No. Por ahí no podemos pescar al tipo.
Uno dijo: De eso se trata. Al tipo. Tener personalidad implica inmediatamente falta de eficacia. No nos interesa que esto se extienda. Imaginemos que la gravedad empezara a desarrollar una personalidad. Imaginemos que empezara a gustarle la gente.
Uno dijo: ¿Que estuviera muy estrechamente unida a ellos, por ejemplo?
Uno dijo, con una voz que habría sido más gélida si no rondara ya el cero absoluto: No.
Uno dijo: Disculpa mi pequeña broma.[1]
Uno dijo: Además, a veces se cuestiona su trabajo. Ese tipo de especulaciones son peligrosas.
Uno dijo: Eso es indiscutible.
Uno dijo: Entonces, ¿estamos de acuerdo?
Uno, que parecía llevar un rato pensando en algo, dijo: Alto ahí un momento. ¿No acabas de utilizar el pronombre personal singular «mi»? No estarás desarrollando una personalidad tú también, ¿verdad?
Uno dijo, con gesto culpable: ¿Quién? ¿Nosotros?
Uno dijo: Donde hay una personalidad, hay discordia.
Uno dijo: Sí, sí. Muy cierto.
Uno dijo: De acuerdo. Pero más cuidado en adelante.
Uno dijo: Bien, ¿estamos de acuerdo?
Todos alzaron la vista hacia el rostro de Azrael, perfilado contra el cielo. En realidad, era el cielo.
Azrael asintió con lentitud.
Uno dijo: Muy bien, ¿dónde está ese lugar?
Uno dijo: Es el Mundodisco. Viaja por el espacio sobre el caparazón de una tortuga gigante.
Uno dijo: Oh, no, uno de esos mundos. Yo no los puedo ni ver.
Uno dijo: ¡ Has vuelto a hacerlo! ¡ Has dicho «yo»!
Uno dijo: ¡No! ¡No! ¡No es verdad! ¡Yo nunca digo «yo»! Oh, mierda...
Ardió en una llamarada y se consumió de la misma manera que se consume una pequeña nube de vapor, rápidamente y sin dejar antiestéticos residuos. Casi al instante, apareció otro. Era de aspecto idéntico al de su hermano desaparecido.
Uno dijo: Que sirva de lección. Desarrollar una personalidad es tener un final. Y ahora... vámonos.
Azrael los observó desaparecer.
No es fácil sondear en los pensamientos de una criatura tan grande que, en el espacio real, su longitud sólo podría medirse utilizando como unidad la velocidad de la luz. Pero el hecho es que volvió su gigantesca mole y, con ojos en los que se perderían las estrellas, buscó entre la miríada de mundos uno plano.
Sobre el caparazón de una tortuga. El Mundodisco..., mundo y espejo de mundos.
Aquello parecía interesante. Y, en su prisión de mil millones de años, Azrael se aburría.
Y ésta es la habitación donde el futuro se derrama hacia el pasado a través del agujerito del ahora.
Los cronómetros se alinean contra las paredes. No son relojes de arena, aunque tienen la misma forma. Ni tampoco relojes de cocina para preparar huevos pasados por agua, como esos que se compran de recuerdo, colocados sobre una peanita en la que aparece el nombre del lugar de veraneo favorito de cada familia, grabado con el mismo buen gusto del que dispone una rosquilla de gelatina.
Aquí ni siquiera hay arena. Sólo segundos que, interminablemente, van transformando el puede ser en el fue.
Y todos los cronómetros de vida tienen un nombre inscrito en ellos.
Y la habitación está envuelta en el suave siseo de la gente al vivir.
Imaginad la escena...
Y, ahora, añadid el sonido brusco del hueso al golpear contra la piedra. El sonido se acerca.
Una forma oscura cruza nuestro campo de visión, y va caminando al lado de las interminables estanterías de sibilantes instrumentos de cristal. Clic, clic. Aquí hay uno que tiene la parte superior casi vacía, apenas le queda arena. Los dedos óseos lo recogen. Seleccionado. Y otro. También seleccionado. Y más. Muchos, muchos más. Seleccionados, seleccionados.
Todos son para el trabajo del día. O lo serían, si aquí existieran los días.
Clic, clic, mientras la forma oscura se mueve con paciencia a lo largo de las hileras.
Y se detiene.
Y titubea.
Porque hay un pequeño cronómetro de oro, poco más grande que un reloj de pulsera.
No estaba aquí ayer, o no lo habría estado si aquí existiera el ayer.
Los dedos óseos se cierran en tomo a él, y lo elevan un poco hacia la luz para verlo mejor.
Tiene un nombre grabado, en letras pequeñas, mayúsculas.
El nombre es MUERTE.
La Muerte dejó el reloj en su lugar, y luego volvió a cogerlo. Las arenas se derramaban ya en su interior. Le dio la vuelta a modo de tentativa. Sólo por si acaso. La arena siguió derramándose, sólo que ahora iba de abajo arriba. En realidad, ya se lo había temido.
Aquello significaba que, aunque aquí hubieran existido los mañanas, no iba a haberlos. Nunca más.
Hubo un movimiento en el aire, detrás de él.
La Muerte se giró lentamente, y se dirigió a la figura que tililaba vagamente en la penumbra.
¿POR QUÉ?
Eso se lo dijo.
PERO... NO ESTA BIEN.
Eso le dijo que no, que no estaba bien.
En el rostro de la Muerte no se movió ni un músculo, porque no tenía ni un músculo.
APELARÉ.
Eso le dijo que él[2], más que nadie, debería saber que no se podía apelar.
Nunca se podía apelar. Nunca se podía apelar. La Muerte meditó un momento, y luego dijo: SIEMPRE HE CUMPLIDO CON MI OBLIGACIÓN DE LA MEJOR MANERA POSIBLE.
La figura flotó un poco más cerca de él. Recordaba vagamente a un monje con túnica gris y la capucha sobre los ojos. Le dijo: Ya lo sabemos. Por eso permitiremos que te lleves el caballo.
El sol estaba cerca del horizonte.
Las criaturas de vida más corta de todo el Mundodisco eran las cachipollas efímeras, que apenas si duraban veinticuatro horas. Dos de las más viejas zigzagueaban sin rumbo fijo, sobre las aguas de un arroyo de truchas, discutiendo acerca de historia con algunos de los miembros más jóvenes de la nidada vespertina.
—En estos tiempos, el sol ya no es el que era —dijo una de ellas.
—En eso no te falta razón. En las horas de antes sí que había un sol como debe ser. Era todo amarillo. No como esa cosa roja.
—Y también estaba más alto.
—Es verdad, tienes razón.
—Y las ninfas y las larvas te mostraban un poco de respeto.
—Muy cierto, muy cierto —asintió la otra cachipolla efímera con vehemencia. Las cachipollas más jóvenes escuchaban con educación.
—Recuerdo —prosiguió una de las moscas viejas— cuando todo lo que abarcaba la vista eran praderas. Las cachipollas jóvenes miraron a su alrededor.
—Siguen siendo praderas —aventuró una de ellas tras un cortés intervalo.
—Recuerdo cuando eran praderas mejores —replicó bruscamente la vieja.
—Sí —asintió su colega—. Y también había una vaca.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Me acuerdo de esa vaca! Estuvo justo allí durante..., oh, durante cuarenta o cincuenta minutos. La recuerdo bien, era marrón.
—Ya no hay vacas así en estas horas.
—Ya no hay siquiera vacas.
—¿Qué es una vaca? —preguntó una de las jovencitas.
—¿Lo ves? —replicó la cachipolla vieja en tono triunfal—. Así son las moscas modernas. —Hizo una pausa—. ¿Qué estábamos haciendo antes de empezar a hablar sobre el sol?
—Zigzaguear sin rumbo fijo sobre las aguas —dijo una de las moscas jóvenes. No estaba del todo segura, pero era una suposición con visos de probabilidad.
—No, antes de eso.
—Eh..., nos estabas hablando sobre la Gran Trucha.
—Ah, sí. Eso. La Trucha. Bueno, veréis, si has sido una buena cachipolla efímera, si has revoloteado bien arriba y abajo...
—... prestando atención a los ancianos, que saben más que tú...
—... si, prestando atención a los ancianos, que saben más que tú, entonces, al final, la Gran Trucha... Clop. Clop.
—¿Sí? —inquirió una de las moscas más jóvenes.
No recibió respuesta.
—¿Qué pasa con la Gran Trucha? —quiso saber otra mosca, nerviosa.
Contemplaron la larga serie de anillos concéntricos que se expandían en el agua.
—¡El signo sagrado! —exclamó una cachipolla—. ¡Recuerdo que me hablaron de eso! ¡Un Gran Círculo en el agua! ¡Ése será el signo de la Gran Trucha!
La más vieja de las cachipollas jóvenes contempló el agua, pensativa. Empezaba a darse cuenta de que, al ser la mosca de más edad entre las presentes, le correspondía el privilegio de revolotear más cerca de la superficie.
—Se dice —empezó la cachipolla que volaba en la parte superior de la zigzagueante multitud— que, cuando la Gran Trucha viene a buscarte, vas a una tierra donde abunda..., abunda... —Las cachipollas efimeras no comen. No sabía cómo seguir—. Donde abunda el agua —terminó como pudo.
—Debe de ser verdad —asintió la mosca más vieja.
—Pues allí se debe de estar muy bien —siguió la joven.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque nadie ha querido volver aquí.
Mientras que, por el contrario, los seres más viejos del Mundodisco eran los Pinos Contadores, que crecen en las nieves eternas de las altas Montañas del Carnero.
El Pino Contador es uno de los pocos ejemplos conocidos de evolución por préstamo.
Muchas de las especies existentes siguen el curso de la evolución por su cuenta y riesgo, aprendiendo a medida que ascienden, tal y como marca la naturaleza. Todo eso está muy bien, es muy natural y orgánico, en sintonía con los misteriosos ciclos del cosmos, que cree que no hay nada como unos cuantos millones de años de frustrante prueba y error para dar a una especie fibra moral y, en algunos casos, columna vertebral.
Esto sin duda está muy bien desde el punto de vista de la especie, pero, desde la perspectiva de los individuos que tienen que atenerse a la norma, el inventor de la misma es un auténtico cerdo, o al menos un pequeño reptil rosado devorador de raíces que quizá algún día evolucione hasta convertirse en un auténtico cerdo.
De manera que los Pinos Contadores se ahorraban todos los malos tragos mediante el sistema de permitir que el resto de la vegetación evolucionara en lugar de ellos. Una semilla de pino que aterrice en cualquier lugar del Disco recoge inmediatamente el código genético más efectivo de la zona gracias a la resonancia mórfica, y crece para convertirse en lo que mejor se adapte al suelo y al clima de la localidad. Por lo general, encima lo hace mucho mejor que los árboles nativos, cuyos puestos suele usurpar.
Pero, pese a todo esto, lo que hace más interesante a los Pinos Contadores es su manera de contar.
Se dieron cuenta, de una manera nebulosa, de que los seres humanos habían aprendido a averiguar la edad de los árboles contando los anillos del tronco, y por eso los primeros Pinos Contadores decidieron que ésa era la razón de que los humanos cortasen árboles.
Así, de la noche a la mañana, hasta el último de los Pinos Contadores reajustó su código genético para generar en su tronco, más o menos a la altura de los ojos humanos, en letras claras, su edad exacta. En menos de un año quedaron casi extinguidos por el interés que provocaron en el negocio de las placas ornamentales para los números de las casas, y sólo sobrevivieron unos pocos, en las zonas de más difícil acceso.
Los seis Pinos Contadores que formaban aquel grupo de árboles escuchaban al más viejo de ellos, cuyo retorcido tronco aseguraba tener treinta y un mil setecientos treinta y cuatro años de edad. La conversación que pasamos a relatar duró diecisiete años, pero la hemos acelerado un poco para su publicación.
—Recuerdo cuando todo esto no eran praderas.
Los pinos contemplaron los más de mil quinientos kilómetros de paisaje. El cielo parpadeaba como en los efectos especiales baratos de una película de viajes en el tiempo. La nieve aparecía, se aposentaba durante un instante y luego se fundía.
—Entonces, ¿qué había aquí? —quiso saber el pino más cercano.
—Hielo. Pero hielo de verdad, a ver si me entiendes. En aquellos tiempos, los glaciares eran como debían ser. No era como el hielo de ahora, que sólo dura una estación y se funde. Aquel hielo duró siglos.
—¿Qué le pasó?
—Se fue.
—¿Adónde?
—A donde se van las cosas. Todo va siempre a toda velocidad.
—Vaya, pues sí que fue duro.
—¿El qué?
—El invierno del que hablas.
—¿Y eso te parece un invierno? Cuando yo era un brote, sí que había inviernos de verdad...
Entonces, el árbol desapareció. Tras una pausa de un par de años producida por la sorpresa, uno de los árboles dijo:
—¡Ha desaparecido! ¡Como si tal cosa! ¡Un día estaba aquí, y al siguiente había desaparecido!
Si los otros árboles hubieran sido humanos, habrían arrastrado los pies en gesto de incomodidad.
—Son cosas que pasan, chico —dijo uno de ellos con cautela—. Se lo han llevado a un Lugar Mejor,[3] de eso puedes estar seguro. Siempre fue un buen árbol.
—¿Qué clase de «Lugar Mejor»? —quiso saber el joven árbol, que sólo tenía cinco mil ciento once años.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta —dijo otro de sus congéneres. Se estremeció inseguro, mecido por un vendaval que duró una semana—. Pero creemos que tiene algo que ver con el... serrín.
Como los árboles no eran capaces de captar ningún acontecimiento que durase menos de un día, nunca oían el sonido de las hachas.
Windle Poons, el mago más viejo de toda la facultad de la Universidad Invisible...
... centro de la magia, la hechicería y las cenas pantagruélicas...
... también iba a morir.
Lo sabía, tenía el conocimiento del hecho de una manera frágil y temblorosa.
Por supuesto, meditó mientras hacía avanzar su silla de ruedas sobre las enormes losas en dirección a su estudio de la planta baja, si se plantea esto en términos más difusos, todo el mundo sabe que va a morir, incluso la gente del pueblo llano. Nadie sabe dónde estaba antes de nacer, pero, una vez naces, tardas poco en darte cuenta de que has llegado con el billete de vuelta ya reservado.
En cambio, los magos lo sabían de verdad. Si la muerte era cuestión de violencia, o un asesinato, no, claro. Pero si la muerte llegaba sencillamente porque se te acababa la vida..., bueno, en esos casos, los magos lo sabían. Por lo general, les llegaba la premonición con tiempo suficiente como para devolver todos los libros a la biblioteca, comprobar que su mejor traje estuviera limpio y pedir prestadas a los amigos grandes sumas de dinero.
Windle Poons tenía ciento treinta años. Pensó que, durante la mayor parte de su vida, había sido un anciano. Aquello no era justo.
Y nadie le había dicho nada. Lo había mencionado como de pasada en la Sala No-Común la semana anterior, pero nadie había captado la indirecta. Hoy, durante el almuerzo, apenas si le habían dirigido la palabra. Hasta los que decían ser sus mejores amigos parecían evitarlo, y eso que ni siquiera había intentado pedirles dinero.
Era como cuando nadie se acuerda de tu cumpleaños, pero peor.
Iba a morir solo. A nadie le importaba.
Abrió la puerta con un empujón de la silla de ruedas y palpó la superficie de la mesa situada junto a la puerta, en busca de la caja de yescas.
Esa era otra. Ya casi nadie utilizaba los yesqueros. Todos preferían las grandes cerillas amarillentas y malolientes que fabricaban los alquimistas. Windle se oponía abiertamente a aquello. El fuego era una cosa muy importante. Uno no debería ser capaz de encenderlo con tanta facilidad, era una verdadera falta de respeto. Así era la gente de hoy en día, siempre corriendo a todas partes, y... estaban los fuegos. Sí, además eso, en los viejos tiempos hacía mucho más calor. Los fuegos de ahora no te calentaban a menos que estuvieras casi encima de ellos. Era culpa de la madera, seguro, la madera no era ya como antes. Era más delgada. Más deshilachada. Ya nada tenía auténtica vida. Y los días eran más cortos. Mmm. Cada día tardaba un siglo en transcurrir..., cosa la mar de extraña, porque los días en plural pasaban como una estampida. La gente no necesitaba gran cosa de un mago de ciento treinta años, y Windle había adquirido la costumbre de llegar a la mesa de la cena con dos horas de antelación, simplemente para pasar el rato.
Días interminables que pasaban muy deprisa. Aquello no tenía sentido. Mmm. Pero claro, es que ahora ya las cosas no tenían tanto sentido como en los viejos tiempos.
Además, ahora se permitía que la Universidad estuviera dirigida por simples mocosos. En los viejos tiempos los dirigentes eran magos con todas las de la ley, hombres corpulentos con la constitución de barcazas, magos hacia los que uno podía alzar la vista.
Y luego, así, como si tal cosa, todos habían desaparecido, y Windle se encontraba tratado con condescendencia por aquellos muchachos, algunos de los cuales todavía conservaban sus propios dientes. Como aquel tal Ridcully. Windle lo recordaba con toda claridad. Un chaval flaco, con orejas de soplillo, nunca se sonaba bien la nariz, se había pasado la primera noche llorando y llamando a su mamá en el dormitorio común. Alguien había intentado explicar a Windle que ahora Ridcully era el archicanciller. Mmm. Debían de pensar que Windle era idiota.
¿Dónde estaba la maldita caja de yescas? Esos dedos..., en los viejos tiempos los dedos eran como debían ser...
Alguien apartó la cubierta de una lámpara. Otro alguien le puso una copa en la mano tanteante.
—¡Sorpresa!
En el salón de la casa de la Muerte hay un reloj con un péndulo semejante a una hoja cortante; pero no tiene manecillas, porque en la casa de la Muerte no existe más tiempo que el presente. (Por supuesto, hubo un presente antes del presente que hay ahora, pero también fue el presente. Simplemente, se trata de un presente más antiguo.)
El péndulo es una navaja que habría hecho que Edgar Allan Poe se rindiera y empezara de nuevo como actor en el circuito de provincias. Se balancea con un suave zumbido, cortando suavemente finas lonchas de intervalo de la panceta de la eternidad.
La Muerte pasó de largo junto al reloj para adentrarse en la sombría penumbra de su estudio. Albert, su criado, le estaba esperando con una toalla y un par de plumeros.
—Buenos días, señor.
En silencio, la Muerte se sentó en su gran silla. Albert le echó la toalla sobre los hombros angulosos.
—Otro bonito día —añadió en tono conversacional.
La Muerte no dijo nada.
Albert movió el plumero y echó hacia atrás la capucha de la Muerte.
ALBERT.
—¿Señor?
La Muerte le mostró el pequeño cronómetro de oro.
¿VES ESTO?
—Sí, señor. Muy bonito. Nunca había visto uno igual. ¿De quién es?
MIO.
Albert miró de soslayo. En una esquina del escritorio de la Muerte había un gran reloj, montado en una estructura de madera. No tenía arena.
—Creía que el suyo era ése, señor —dijo.
LO ERA. AHORA ES ÉSTE. UN REGALO DE DESPEDIDA. DEL MISMÍSIMO AZRAEL.
Albert examinó el objeto que la Muerte tenía en la mano.
—Pero... la arena, señor..., está cayendo.
ESO PARECE.
—Entonces, eso significa..., o sea...
SIGNIFICA QUE, UN DÍA, LA ARENA TERMINARÁ DE CAER, ALBERT.
—Eso ya lo sé. señor, pero..., usted..., yo creía que el Tiempo era algo que sólo les pasaba a los demás, señor. ¿No es verdad? A usted no, señor.
Antes del final de la frase, la voz de Albert se había convertido en un quejido implorante.
La Muerte se quitó la toalla y se levantó.
VEN CONMIGO.
—Pero usted es la Muerte, señor —siguió el criado, corriendo con sus piernecillas retorcidas a la alta figura que se dirigía pasillo abajo, hacia los establos—. Esto no será una especie de broma pesada, ¿verdad? —añadió con tono esperanzado.
EL SENTIDO DEL HUMOR NO ESTÁ ENTRE MIS VIRTUDES.
—Ya, claro que no, perdone, no pretendía ofenderle. Pero escuche, usted no puede morir, porque usted es la Muerte, no puede sucederse a sí mismo, sería como la serpiente ésa que se muerde la cola...
AUN ASI, VOY A MORIR. NO SE PUEDE APELAR.
—¿Y qué me pasará a mí? —casi chilló Albert.
El terror brillaba en sus palabras como destellos metálicos en el filo de una navaja.
HABRÁ UNA NUEVA MUERTE.
Albert se irguió.
—La verdad, señor, no creo que pueda servir a un nuevo amo-dijo.
EN ESE CASO, VUELVE AL MUNDO. TE DARÉ DINERO. HAS SIDO UN BUEN CRIADO, ALBERT.
—Pero es que, si vuelvo...
SI —asintió la Muerte—. MORIRÁS.
En la penumbra cálida, caballuna, del establo, el pálido caballo de la Muerte alzó la vista de sus recipientes para la avena, y le dedicó un breve relincho de saludo. El nombre del caballo era Binky. Se trataba de un caballo de verdad. A lo largo de su carrera, la Muerte había probado corceles de fuego y caballos esqueleto, pero no los encontraba nada prácticos, sobre todo los de fuego, que tenían tendencia a incendiar su lecho de paja y luego miraban a su amo con expresión de vergüenza.
La Muerte descolgó la silla de montar de su gancho y miró a Albert, que en aquellos momentos padecía una crisis de conciencia.
Hacía miles de años, Albert había optado por servir a la Muerte en vez de morir. No es que fuera exactamente inmortal. El tiempo real estaba prohibido en los dominios de la Muerte. Allí sólo existía un ahora siempre cambiante, pero que duraba muchísimo tiempo. Le quedaban menos de dos meses de tiempo real. Atesoraba sus días como si fueran lingotes de oro macizo.
—Yo, eh... —empezó—. La verdad...
¿TIENES MIEDO DE MORIR?
—No es que no quiera..., o sea, siempre he..., bueno, lo que pasa es que la vida es un hábito, resulta muy difícil dejarlo...
La Muerte lo miró con curiosidad, como se podría mirar a un escarabajo que hubiera caído de espaldas y no pudiera darse la vuelta.
Por último, Albert prefirió guardar silencio.
LO COMPRENDO —asintió la Muerte, al tiempo que descolgaba las riendas de Binky.
—¡Pero usted no parece preocupado! ¿Es verdad que va a morir?
SÍ. SERÁ UNA GRAN AVENTURA.
—¿Eso le parece? ¿No tiene miedo?
NO SÉ CÓMO TENER MIEDO.
—Si quiere, puedo enseñarle —se ofreció Albert.
NO. ME GUSTARIA APRENDERLO POR MÍ MISMO. TENDRÉ EXPERIENCIAS. POR FIN.
—Señor..., si usted se va..., ¿habrá...?
UNA NUEVA MUERTE SE ALZARA DE LAS MENTES DE LOS VIVOS, ALBERT.
—Oh. —Albert parecía aliviado—. No tendrá usted idea de cómo será, ¿verdad?
NO.
—Puede que deba limpiar todo esto un poco..., ya sabe, preparar un inventario y esas cosas.
BUENA IDEA —asintió la Muerte, con tanta amabilidad como pudo—. CUANDO VEA A LA NUEVA MUERTE, TE RECOMENDARÉ, NO LO DUDES.
—Ah. Así que lo va a ver...
OH, SÍ. AHORA TENGO QUE MARCHARME.
—Cómo, ¿tan pronto?
DESDE LUEGO. ¡NO DEBO PERDER EL TIEMPO!
La Muerte ajustó la silla, se dio media vuelta y sostuvo orgullosamente el pequeño reloj de arena ante la nariz ganchuda de Albert.
¿LO VES? ¡TENGO TIEMPO! ¡POR FIN TENGO TIEMPO!
Albert retrocedió un paso, nervioso.
—Y ahora que lo tiene, señor, ¿qué va a hacer con él? —preguntó.
La Muerte montó en su caballo.
LO VOY A PASAR.
La fiesta estaba en todo su apogeo. La pancarta en la que se leía «Adiós 130 Gloriosos Años de Windle» empezaba a inclinarse un poco a causa del calor. Las cosas habían llegado ya a ese punto en que no quedaba nada para beber más que ponche, y nada para comer a excepción de la extraña crema amarillenta y las sospechosísimas tortillas de maíz... y a nadie le importaba. Los magos charlaban entre ellos con la forzada jovialidad de la gente que se ha estado viendo durante todo el día, y ahora se encuentra viéndose durante toda la noche.
En el centro de todo aquello estaba sentado Windle Poons, con un gran vaso de ron en la mano y un sombrerito de papel en la cabeza. Parecía al borde de las lágrimas.
—¡Una auténtica fiesta de Adiós! —murmuraba con voz ronca una y otra vez—. No celebrábamos una desde que al viejo «Sarna» Hocksole le dijimos su Adiós. —La mayúscula encajaba en su sitio con toda facilidad—. Fue en el, mmm, en el Año del Delfín Intimidante. Creía que ya nadie se acordaba de cómo se hacían las fiestas.
—Le pedimos al bibliotecario que nos buscara documentación sobre los detalles —dijo el tesorero, señalando a un gran orangután que estaba intentando soplar en un matasuegras—. También ha sido él quien ha preparado la crema de plátano para mojar las tortillas. Espero que alguien se la coma pronto.
Se inclinó hacia adelante.
—¿Quieres que te sirva más ensaladilla de patata? —dijo con la voz alta, ponderada, que se utiliza para hablar con imbéciles o con ancianos.
Windle se llevó una mano temblorosa a la oreja.
—¿Qué? ¿Qué?
—¿¡Más! ¡Ensaladilla! ¡Windle!?
—No, muchas gracias.
—¿Y otra salchicha?
—¿Qué?
—¡Salchicha!
—Es que luego me producen unos gases terribles toda la noche —replicó Windle.
Meditó un instante sobre lo que acababa de decir, y luego se comió cinco.
—Eh... —empezó el tesorero, titubeante, pero sin dejar de gritar—. ¿Sabes por casualidad a qué hora...?
—¿Eh?
—¿¡Qué! ¡Hora!?
—A las nueve y media —respondió Windle, seguro, aunque algo tembloroso.
—Vaya, qué bien —asintió el tesorero—. Así tendrás el resto de la noche..., eh..., libre.
Windle rebuscó en los temibles rincones de su silla de ruedas, un auténtico cementerio de cojines viejos, libros sobados con las esquinas de las páginas dobladas y antiquísimos caramelos a medio comer. Por fin, consiguió hacer aflorar una libretita de cubiertas verdes, y la puso entre las manos del tesorero.
El tesorero la examinó. Sobre la cubierta se leía: Windle Poons Su Diario. Un trozo de corteza de panceta servía para marcar la fecha del día actual.
En el apartado de «Cosas que hacer» una mano temblorosa había escrito: Morir.
El tesorero no pudo contenerse, y pasó la página.
Sí. En el apartado «Cosas que hacer» del día siguiente ponía: Nacer.
Su mirada se desvió de soslayo hacia una mesita situada en un lado de la habitación. Pese a que toda la sala estaba abarrotada de gente, había una zona de suelo despejado alrededor de la mesita, como si ésta tuviera una especie de espacio personal que nadie osara invadir.
En la documentación que habían reunido sobre la ceremonia de Adiós, había instrucciones muy concretas relativas a la mesita. Debía estar cubierta por un mantel negro, en el que se habrían bordado unos cuantos signos mágicos. Sobre ella había un plato con una selección de los mejores canapés. También había una copa de vino. Tras una larga y acalorada discusión entre los magos, colocaron además un gorrito de papel.
Todos parecían expectantes.
El tesorero se sacó el reloj del bolsillo y abrió la tapita.
Era uno de los relojes modernos, con manecillas. Marcaban las nueve y cuarto. Lo sacudió. Una pequeña escotilla se abrió bajo el número doce, y un diminuto demonio asomó la cabeza por ella.
—Ya vale, jefe, que no puedo pedalear más deprisa —refunfuñó. El tesorero volvió a cerrar el reloj y miró a su alrededor a la desesperada.
Nadie parecía tener demasiadas ganas de acercarse a Windle Poons. El mago se sentía en la obligación de dar al anciano algo de conversación educada. Repasó mentalmente los posibles temas. No había ninguno que no presentara problemas.
Windle Poons lo sacó del aprieto.
—He estado pensando en volver como mujer —dijo en tono ligero.
El tesorero abrió y cerró la boca unas cuantas veces.
—La verdad es que me apetece mucho —siguió Poons—. Puede ser, mmm, muy divertido.
El tesorero trató de recordar a la desesperada su limitado repertorio de documentación acerca de las mujeres. Se inclinó hacia la arrugada oreja de Windle.
—¿No crees que habrá demasiadas...? —Titubeó sin rumbo fijo-¿... cosas que lavar? ¿Y camas que hacer, y cocinar, y todo eso?
—En la clase de vida que, mmm, que tengo pensada, no —replicó Windle con firmeza.
El tesorero cerró la boca.
El archicanciller dio unos golpes en la mesa con la cuchara.
—¡Hermanos...! —empezó, cuando se hizo algo parecido al silencio.
Esto provocó un escandaloso coro de aplausos y aclamaciones. Como todos sabéis, nos hemos reunido aquí esta noche para celebrar el..., eh..., el retiro —risas nerviosas— de nuestro viejo amigo y colega, Windle Poons. ¿Sabéis?, al ver aquí esta noche al viejo Windle, no sé por qué, me acuerdo de la historia de la vaca que tenía tres patas de madera. Pues bueno, iba esta vaca por...
El tesorero dejó vagar su mente. Conocía bien aquella historia. El archicanciller siempre chafaba el final, y además, tenía que pensar en otras cosas.
No dejaba de mirar la mesita.
El tesorero era una persona amable, aunque de temperamento algo nervioso, y disfrutaba mucho con su trabajo. Aparte de todas las demás ventajas que ofrecía, no había ningún otro mago que se lo envidiara. Muchos magos querían ser archicancilleres, por ejemplo, o jefes de cualquiera de las ocho órdenes de la magia, pero casi ninguno sentía el menor deseo de pasarse montones de tiempo en un despacho, repasando papeles y haciendo cuentas. Por lo general, el papeleo de toda la Universidad se acumulaba en el despacho del tesorero, lo que significaba que por las noches se iba a la cama agotado, pero al menos dormía de un tirón y no tenía que molestarse en buscar escorpiones en su camisa de dormir.
En las órdenes de la magia, uno de los métodos de ascenso más populares y habituales era asesinar a un mago de grado superior. En cambio, la única persona que podía tener interés en matar a un tesorero era alguien que considerase todo un placer pasarse el día viendo columnas de cifras bien organizadas... y ese tipo de gente no suele ser propensa a cometer asesinatos.[4]
Recordó su infancia, hacía ya tanto tiempo, en las Montañas del Carnero. Su hermana y él siempre dejaban un vaso de vino y un bizcocho para Papá Puerco todas las Noches de la Vigilia de los Puercos. En aquellos tiempos el tesorero era mucho más joven, mucho más ignorante y, probablemente, mucho más feliz.
Por ejemplo, había ignorado que algún día sería mago, y estaría reunido con otros magos, dejando un vaso de vino, un bizcocho, un sospechoso vol-au-vent de pollo y un gorrito de papel para...
... para alguien.
Cuando era niño, también había habido fiestas de la Vigilia de los Puercos. Todas seguían unas normas semejantes. Cuando los chiquillos ya no podían soportar más la impaciencia, uno de los adultos decía con malicia «¡Me parece que va a llegar un visitante especial!» y, sorprendentemente, nada más decirlo se oía el sospechoso tintineo de unas campanillas junto a la ventana, y entraba...
... entraba...
El tesorero sacudió la cabeza. Por supuesto, entraba el abuelo de cualquiera de los críos, disfrazado con una barba falsa. Algún abuelete jovial, con un saco de juguetes, aplastando la nieve con las botas. Alguien que te daba algo.
Mientras que esta noche...
Por supuesto, lo más probable era que el viejo Windle no lo estuviera viendo de la misma manera. Después de ciento treinta años, la muerte debía de parecerle en cierto modo atractiva. Seguro que a uno le empezaba a interesar averiguar qué venía después.
La retorcida anécdota del archicanciller llegó torpemente a su fin. Los magos allí reunidos se rieron obedientemente, y luego trataron de adivinar dónde estaba el chiste.
El tesorero consultó disimuladamente su reloj. Eran las nueve y veinte.
Windle Poons hizo un discurso. Fue largo, balbuceante y desarticulado. Habló sobre los buenos viejos tiempos, y parecía creer que la mayoría de los que le rodeaban eran la gente que, en realidad, había muerto hacía ya cincuenta años. Pero la cosa no tenía mayor importancia, porque todos los presentes se habían acostumbrado a no escuchar al viejo Windle.
El tesorero no podía apartar los ojos de su reloj. Desde el interior del objeto le llegaba el chirrido de los pedales a medida que el demonio se encaminaba pacientemente hacia el infinito.
Las nueve y veinticinco.
El tesorero se preguntaba cómo iba a suceder. ¿Se oiría -¡Me parece que va a llegar un visitante especial!— el ruido de los cascos de un caballo por la ventana?
¿Se abriría realmente la puerta, o entraría Él atravesándola? Se lo conocía por Su habilidad para entrar en lugares sellados..., sobre todo en lugares sellados, si uno se lo planteaba con lógica. Enciérrate en cualquier lugar, séllalo... y ya veras, es cuestión de tiempo.
El tesorero tenía la esperanza de que Él usara la puerta como debe ser. Por su parte, ya tenía los nervios bastante destrozados.
Las conversaciones empezaban a decaer. El tesorero se dio cuenta de que muchos de los otros magos también miraban en dirección a la puerta.
Windle se encontraba en el centro de un círculo que, con suma educación, era cada vez más amplio. Nadie esquivaba al anciano. Lo que pasaba era que algo semejante a un movimiento browniano al azar estaba apartando suavemente de él a todo el mundo.
Los magos tienen la capacidad de ver a la Muerte. Y cuando muere un mago, la Muerte acude en persona para guiarlo hacia el Más Allá. El tesorero se preguntaba por qué la gente parecía considerarlo un privilegio...
—La verdad, no sé qué estáis mirando todos —dijo Windle alegremente.
El tesorero abrió su reloj.
La escotilla situada bajo las doce se abrió de golpe.
—¿Quieres dejar de darme sacudidas? —se quejó el demonio con voz chirriante—. ¡No hago más que perder la cuenta!
—Lo siento —susurró el tesorero. Eran las nueve y veintinueve.
El archicanciller dio un paso adelante.
—Bueno, Windle, pues adiós —dijo, al tiempo que estrechaba la mano apergaminada del anciano—. Esto no será lo mismo sin ti.
—No sé cómo nos las vamos a arreglar —asintió el tesorero, agradecido.
—Buena suerte en la próxima vida —intervino el decano—. Si alguna vez pasas por aquí, y te acuerdas de quién eras..., ya sabes, entra a vernos.
—No quiero que perdamos el contacto, ¿eh? —añadió el archicanciller.
Windle Poons asintió con gesto amistoso. No había oído lo que le estaban diciendo. Tenía la costumbre de asentir por regla general. Los magos, como un solo hombre, se encararon hacia la puerta. La escotilla situada bajo las doce volvió a abrirse de golpe.
—Bing bing bong bing —dijo el demonio—. Bingely-bingely hong bing bing.
—¿Qué? —se sobresaltó el tesorero.
—Las nueve y media —replicó el demonio. Los magos se volvieron hacia Windle Poons. Lo miraban con gesto en cierto modo acusador.
—¿Qué miráis? —quiso saber el anciano.
En el reloj, la manecilla de los segundos seguía su rumbo.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el decano en voz alta.
—Nunca me había sentido mejor —respondió Windle—. ¿Queda más de ese, mmm, ron?
Los magos lo vieron servirse una generosa ración en su tazón.
—No es bueno cometer excesos —le indicó el decano, algo nervioso.
—¡Salud! —brindó Windle Poons.
El archicanciller tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Poons —empezó—, ¿estás del todo seguro?
Windle se había desviado por una tangente, y no parecía dispuesto a abandonarla.
—¿Quedan más torturillas de ésas? No es lo que yo llamaría una comida —añadió—, esto de mojar en lodo trozos de pastel duro, ¿qué tiene de especial? Lo que más me apetecería comer ahora es una de las famosas empanadas del señor Escurridizo...
Y entonces, murió.
El archicanciller miró a sus colegas magos, y luego, de puntillas, cruzó la habitación en dirección a la silla de ruedas. Cogió una muñeca surcada de venas azuladas para comprobar el pulso. Sacudió la cabeza.
—Así es como me gustaría morir —dijo el decano con un suspiro.
—¿Cómo, balbuceando no sé qué acerca de empanadas? —se sorprendió el tesorero.
—No. Tarde.
—Esperad un momento, esperad un momento —intervino el archicanciller—. Esto no es lo correcto. Según la tradición, cuando muere un mago, la Muerte en persona se presenta a recogerlo...
—Quizá Él estaba ocupado —se apresuró a replicar el tesorero.
—Es verdad —asintió el decano—. Tengo entendido que hay una epidemia de gripe muy grave en la zona de Quirm.
—Y además, menuda tormenta hubo anoche. Seguro que hubo montones de naufragios —corroboró el conferenciante de Runas Modernas.
—Y por si fuera poco, estamos en primavera, que es cuando más avalanchas hay en las montañas.
—Y epidemias.
El archicanciller se acarició la barba con gesto pensativo.
—Mmm —dijo.
De entre todas las criaturas del mundo, sólo los trolls creen que los seres vivos se mueven en el tiempo hacia atrás. Si el pasado es visible y el futuro nos queda oculto, según ellos, eso significa que vamos mirando en la dirección equivocada. Todo lo que vive, aseguran, avanza de espaldas por la vida. Se trata de una idea muy interesante, si consideramos que se le ha ocurrido a una raza cuyos miembros se pasan la mayor parte del tiempo golpeándose unos a otros con rocas en la cabeza.
Vayan en la dirección que vayan, el tiempo es algo que poseen las criaturas vivas.
La Muerte galopaba hacia abajo, entre crecientes nubarrones negros.
Ahora él también tenía tiempo. Y pensaba pasarlo.
Windle Poons escudriñó en la oscuridad.
—¿Hola? —dijo—. ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¡Eeeh!
Se oyó un suspiro lejano, melancólico, como el viento al final de un túnel.
—Venga, estés donde estés, sal ya —dijo Windle, con la voz temblorosa por la alegría—. No te preocupes, la verdad es que aguardaba esto con impaciencia.
Juntó las manos espirituales y se las frotó con forzado entusiasmo.
—Vamos, que hay prisa. Tengo que empezar una nueva vida, ¿sabes? —insistió.
La oscuridad siguió inerte. No había allí ninguna silueta, ningún sonido. Era un vacío sin forma. El espíritu de Windle Poons se movió hacia la oscuridad.
Sacudió la cabeza.
—Menudo bromazo —gruñó entre dientes—. Esto no está bien, no señor.
Se quedó allí un rato, y al final, como parecía que no pasaba nada, se dirigió hacia el único hogar que había conocido.
Era el hogar que había ocupado durante ciento treinta años. El hogar en cuestión no esperaba que volviera, así que opuso mucha resistencia. Para superar eso, hay que ser muy poderoso, o bien estar muy decidido, pero Windle Poons había sido mago durante más de un siglo. Además, aquello era como colarte en tu propia casa, en el lugar que has habitado durante años. Uno siempre sabía dónde estaba la metafórica ventana que no cerraba bien.
En resumidas cuentas, que Windle Poons volvió a Windle Poons.
Los magos no creen en los dioses, de la misma manera que la mayor parte de la gente no considera necesario creer, por ejemplo, en las mesas. Saben que están ahí, saben que desempeñan un papel en la existencia, probablemente están de acuerdo en que tienen un lugar asignado en un universo bien organizado, pero no comprenden la necesidad de creer, ni de ir por ahí diciendo: «Oh gran mesa, sin la cual no somos nada». En cualquier caso, o bien los dioses están ahí, creas en ellos o no, o existen sólo como resultado de esa creencia..., así que, sea como sea, no vale la pena perder el tiempo pensando en el tema. Uno siempre puede comer con una simple servilleta sobre las rodillas.
De todos modos, se había instalado una pequeña capilla junto a la sala principal de la Universidad, porque, aunque es cierto que los magos defienden la filosofía arriba expuesta, nadie tiene éxito en la profesión de la magia si se dedica a tocarles las narices a los dioses, aunque esas narices sólo existan en el sentido etéreo o metafórico. Porque, aunque es cierto que los magos no creen en los dioses, saben sin lugar a dudas que los dioses sí creen en los dioses.
Y en esta capilla yacía el cuerpo de Windle Poons. La Universidad había instituido como norma los velatorios de veinticuatro horas, de cuerpo presente por si acaso, desde el embarazoso asunto, treinta años atrás, del difunto Prissal «Bromazos» Teatar.
El cuerpo de Windle Poons abrió los ojos. Dos monedas tintinearon contra el suelo de piedra.
Las manos, cruzadas sobre el pecho, se desentrelazaron.
Windle levantó la cabeza. Algún imbécil le había puesto un lirio sobre el estómago.
Miró de reojo a un lado y al otro. Tenía una vela a cada lado junto a cada sien.
Levantó la cabeza un poco más.
Sí, allí abajo también había dos velas.
Menos mal que existió el bueno de Teatar, pensó. Si no, ahora estaría mirando la parte de abajo de una tapa de pino barato.
Qué cosas, meditó. Estoy pensando. Con claridad.
Uauh.
Windle se recostó de nuevo, notando cómo su espíritu volvía a llenar el cuerpo como un río de metal fundido al correr por el molde. Los pensamientos al rojo blanco surcaban la oscuridad de su cerebro, poniendo en marcha a las neuronas perezosas.
Cuando estaba vivo, no era así.
Pero no estoy muerto.
No vivo y no muerto.
Estoy invivo.
O no-muerto.
Oh, cielos...
Se incorporó de golpe. Los músculos, que no habían trabajado como era debido desde hacía setenta u ochenta años, se pusieron en marcha a toda potencia. Por primera vez en toda su vida..., no, se corrigió, será mejor plantearlo como «ese período de existencia». Bueno, el caso es que, por primera vez, todos los músculos de Windle Poons estaban por completo bajo el control de Windle Poons. Y el espíritu de Windle Poons no iba a permitir que ningún puñado de músculos le levantara la voz.
El cuerpo se levantó. Las articulaciones de las rodillas se resistieron un poco, pero eran tan incapaces de oponerse a la oleada de fuerza de voluntad como un mosquito de soportar la llamarada de un soplete.
La puerta de la capilla estaba cerrada. De todos modos, Windle descubrió que una simple presión bastaba para arrancar el cerrojo de la madera, y para dejar la marca de sus dedos en el metal del pestillo.
—Oh, madre mía —dijo.
Se maniobró para dirigirse al pasillo. El tintineo distante de los cubiertos y el zumbido de las voces sugería que estaba teniendo lugar una de las cuatro comidas diarias de la Universidad.
Se preguntó si se le permitiría comer estando muerto. Probablemente no, pensó.
Además, ¿podría comer? No era que tuviera hambre. Simplemente..., bueno, sabía cómo pensar, y caminar y moverse sólo era cuestión de enviar estímulos a algunos nervios bastante evidentes. Pero ¿cómo funcionaba exactamente el estómago?
Windle empezaba a comprender que el cuerpo humano no está regido por el cerebro, pese a lo que pueda decir el cerebro al respecto. En realidad, los que mandan son una docena de complicados sistemas automáticos, que zumban y cliquean con esa precisión que nadie advierte hasta que se rompe por un motivo u otro.
Se inspeccionó a sí mismo desde la sala de controles que era su cráneo. Observó la silenciosa depuradora química de su hígado con la misma sensación de congoja con que un constructor de canoas supervisaría los controles informáticos de un buque cisterna. Los misterios de los riñones aguardaban a que Windle dominara el tema del control renal. En el fondo, ¿qué era un plexo solar? ¿Y cómo hacía uno para que funcionara?
El corazón se le encogió.
Mejor dicho, no se le encogió.
—Oh, dioses —murmuró Windle.
Se apoyó contra la pared. Venga, ¿cómo se ponía en marcha? Probó con unos cuantos nervios que le parecieron adecuados. ¿Era sístole..., diástole..., sístole..., diástole...? Y además, por si fuera poco, estaba la cuestión de los pulmones...
Como un prestidigitador que mantuviera dieciocho platos girando al mismo tiempo, como un hombre que intentara programar el vídeo basándose en un manual traducido del japonés al holandés por un coreano descascarillador de arroz..., en realidad, como un hombre que acabara de descubrir lo que significa de verdad la palabra «autocontrol», Windle Poons siguió caminando.
Los magos de la Universidad Invisible daban gran importancia al tema de las comidas abundantes, sólidas. Defendían la idea de que no se puede esperar que un hombre se dedique seriamente a la magia sin antes tomar sopa, pescado, caza, varios platos bien llenos de carne, un pastel o dos, algo grande y tembloroso con mucha crema por encima, cositas sabrosas sobre tostadas, fruta, nueces y una chocolatina del tamaño de un ladrillo para acompañar el abundante café. Así, según ellos, el estómago tenía un buen recubrimiento. También era de suma importancia que las comidas se sirvieran a horas regulares. En su opinión, eso proporcionaba al día una estructura razonable.
A excepción del tesorero, por supuesto. El no comía demasiado, más bien se alimentaba del sobrante de energía nerviosa. Estaba seguro de que padecía anorexia, porque, cada vez que se miraba al espejo, veía a un hombre gordo. Era el archicanciller, que estaba de pie detrás de él y le gritaba sin parar.
Y fue el desdichado sino del tesorero lo que hizo que se encontrara sentado frente a las puertas cuando Windle Poons las derribó, porque era más sencillo que empezar a trastear con los pestillos.
El tesorero clavó los dientes en su cuchara de madera.
Los magos se volvieron en sus bancos para mirar.
Windle Poons se tambaleó por un momento, tratando de controlar a la vez las cuerdas vocales, los labios y la lengua.
—Creo que seré capaz de metabolizar el alcohol —dijo al final.
El archicanciller fue el primero en recuperarse de la sorpresa.
—¡Windle! —exclamó—. ¡Creíamos que estabas muerto!
Hubo de admitir que no se trataba de una frase demasiado buena. Si pones a alguien sobre una losa y lo rodeas de velas y lirios, no es porque crees que tiene una leve jaqueca y necesita echarse media horita.
Windle avanzó unos pasos. Los magos más próximos a lo que quedaba de la puerta se cayeron en su intento de huir a toda velocidad.
—Estoy muerto, jovencito idiota —gruñó—. ¿O es que crees que voy siempre con esta pinta? Dioses. —Miró a los magos que lo observaban boquiabiertos—. ¿Alguien tiene idea de para qué sirve un plexo solar?[5]
Llegó junto a la mesa y se las arregló como pudo para sentarse.
—Probablemente tenga algo que ver con el aparato digestivo —siguió—. Qué cosas, ¿eh?, te pasas la vida entera con ese jodido trasto haciendo tic tac, o lo que quiera que haga, gorgoteando y esas cosas, y ni siquiera te enteras de para qué sirve. Es como cuando estás en la cama por la noche y oyes a tu estómago o algo así hacer pripp-pripp-pll-goinnng. Para ti, no son más que gruñidos ininteligibles, pero... ¿quién sabe qué maravillosamente complicados procesos de intercambio químico se están desarrollando realmente en tu interior?
—¿Estás no-muerto? —consiguió por fin exclamar el tesorero.
—No lo he escogido yo —replicó el difunto Windle Poons, en tono irritado, al tiempo que miraba la comida y se preguntaba cómo demonios se hacía para transformarla en Windle Poons—. Si he vuelto es porque no había otro sitio a donde ir. ¿Vosotros creéis que quería estar aquí?
—Pero ¿no llegó...? —empezó el archicanciller—. ¿No te fue a buscar...? Ya sabes, el tipo ese del cráneo y la guadaña...
—No se presentó —replicó Windle en tono cortante, inspeccionando los platos más cercanos—. Oye, esto de no-morir lo saca a uno de quicio.
Los magos se hicieron gestos frenéticos unos a otros por encima de la cabeza del anciano. Este alzó la vista y la clavó en ellos.
—Y no creáis que no veo todos esos gestos frenéticos —añadió. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba diciendo la verdad. Sus ojos, que durante los últimos sesenta años habían visto a través de un velo blanquecino, borroso, funcionaban ahora como la más sofisticada maquinaria óptica.
En realidad, las mentes de los magos de la Universidad Invisible estaban completamente centradas en dos hilos de pensamiento.
Lo que la mayoría de ellos pensaba en aquel momento era: es terrible, ¿de verdad es éste el bueno de Windle?, era un abuelete encantador, ¿cómo nos podemos librar de él? ¿Cómo nos podemos librar de él?
Lo que Windle Poons pensaba, en la ajetreada sala de controles de su cerebro, era: Bueno, así que era verdad. Hay una vida después de la muerte. Y resulta que es la misma. Vaya suerte la mía.
—Bien —dijo en voz alta—, a ver, ¿qué pensáis hacer al respecto?
Habían pasado cinco minutos. Media docena de los magos más viejos caminaban apresuradamente por los pasillos llenos de corrientes, pisándole los talones al archicanciller, cuya túnica ondeaba tras él.
La conversación se desarrollaba de la siguiente manera:
—¡Tiene que ser Windle! ¡Si hasta habla como él!
—¡No es el viejo Windle! ¡El viejo Windle era mucho más viejo!
—¿Más viejo? ¿Más viejo que muerto?
—Dice que quiere volver a su antiguo dormitorio, y no entiendo por qué tengo que trasladarme...
—¿Le habéis visto los ojos? ¡Eran como taladros!
—¿Eh? ¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a Tal’Adr, el enano ése que tiene la tienda de ultramarinos en la calle Cable?
—¡Me refiero al cacharro ése que te hace un agujero!
—... por la ventana se ven los jardines, es muy bonito, y ya he trasladado todas mis cosas, no es justo...
—¿Había sucedido esto en alguna ocasión?
—Bueno, con el viejo Teatar...
—Sí, pero él no estaba muerto de verdad, lo que pasó fue que se puso pintura verde en la cara, abrió de golpe la tapa del ataúd y gritó: «¡Sorpresa, sorpresa!».
—Nunca habíamos tenido un zombi en la Universidad.
—¿Es un zombi?
—Creo que sí...
—Entonces, ¿se pasará la noche agitando cacharros de cocina, y bailando por los pasillos?
—¿Eso hacen los zombis?
—No creo que sea el estilo del bueno de Windle. Cuando estaba vivo, no era muy propenso a bailar...
—Bueno, el caso es que no se puede confiar en esos dioses vudú. Es mi lema, no confíes en un dios que sonríe todo el rato y lleva sombrero de copa.
—...y un cuerno, no pienso cederle mi dormitorio a un zombi, llevo años esperando a...
—¿De verdad? Es un lema muy raro.
Windle Poons volvió a dar un paseo por el interior de su cabeza.
Qué cosa tan extraña. Ahora que estaba muerto, o al menos ya no vivo, o como quiera que estuviese, tenía la mente más clara que nunca.
Y el asunto del control era cada vez más sencillo. Casi no tenía que ocuparse del aparato respiratorio, el plexo solar parecía funcionar a su manera y sus sentidos estaban trabajando a pleno rendimiento. Aunque el sistema digestivo seguía siendo un misterio.
Se miró en un espejo de plata.
Aún parecía muerto. Rostro blanquecino, un tono rojizo bajo los ojos... Un cuerpo muerto. Funcionaba, pero, en esencia, estaba muerto. ¿Era eso justo? ¿Dónde estaba la justicia? ¿Así se le recompensaba por ser un convencido creyente en la reencarnación durante casi ciento treinta años? ¿Reencarnándose en un cadáver?
No era de extrañar que los no-muertos fueran por lo general criaturas muy furiosas.
Si se contemplaba el asunto a largo plazo, iba a suceder algo maravilloso.
Pero, si se consideraba el asunto a corto o medio plazo, iba a suceder algo horrible.
Es como la diferencia entre ver una hermosa estrella nueva en el cielo invernal y estar cerca de una supernova. Es como la diferencia entre la belleza del rocío matutino en una telaraña y ser una mosca.
Era algo que, en circunstancias normales, no habría sucedido hasta dentro de mil años.
Era algo que iba a suceder ahora. Era algo que iba a suceder en el fondo de una alacena casi olvidada, en un ruinoso sótano de las Sombras, la zona más antigua y peligrosa de Ankh-Morpork.
Plop.
Fue un sonido tan suave como la primera gota de lluvia sobre un siglo de polvo.
—Por ejemplo, podríamos hacer que un gato negro caminara sobre su ataúd.
—¡Pero si ni siquiera tiene ataúd! —aulló con voz chillona el tesorero, cuya cordura siempre había sido bastante titubeante.
—Bueno, de acuerdo, pues le compraremos un bonito ataúd nuevo y luego haremos que un gato negro camine sobre él, ¿de acuerdo?
—No, eso es una estupidez. Lo que tenemos que hacer es obligarlo a atravesar agua corriendo.
—¿Qué?
—Que lo obliguemos a atravesar agua corriendo. Los no-muertos son incapaces.
Los magos, que se habían congregado en el despacho del archicanciller, dedicaron a esta afirmación toda su atención fascinada.
—¿Estás seguro? —se sorprendió el decano.
—Eso lo sabe cualquiera —asintió el conferenciante de runas modernas.
—Pues, cuando estaba vivo, Windle no tenía ningún problema para atravesar agua —señaló el decano con voz dubitativa.
—Pero ahora que está muerto, no podrá.
—¿De verdad? Bueno, parece lógico.
—Agua corriente —añadió de pronto el conferenciante de Runas Modernas—. Es el agua corriente lo que no pueden atravesar. Ahora me acuerdo.
—La verdad es que yo tampoco puedo cruzar el agua corriendo —señaló el decano.
—¡No-muerto! ¡No-muerto!
El tesorero estaba perdiendo los últimos vestigios de autocontrol.
—Venga, dejad de tomarle el pelo —dijo el conferenciante al tiempo que daba unas palmaditas en la temblorosa espalda de su colega.
—No puedo, lo digo en serio —insistió el decano—. Me hundo, seguro.
—Los no-muertos no pueden cruzar el agua corriente ni siquiera por un puente.
—Y es el único, eh, eh? ¿O vamos a tener una plaga, eh? —intervino el conferenciante.
El archicanciller tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Es muy poco higiénico que los muertos vayan andando por ahí —dijo.
Esto los dejó callados a todos. Nadie se había parado a contemplar el asunto desde aquella perspectiva, pero Mustrum Ridcully era el tipo de persona que lo haría.
Mustrum Ridcully era el peor o el mejor archicanciller que había tenido la Universidad Invisible en cientos de años. Todo dependía del punto de vista.
Para empezar, había demasiado archicanciller. No se trataba de que fuera especialmente corpulento. Simplemente, tenía una de esas personalidades inmensas, apabullantes, que ocupan todo el espacio disponible. Se solía emborrachar escandalosamente durante la comida, cosa que era un comportamiento perfectamente aceptable para los estándares de los magos. Pero luego volvía a su habitación y se pasaba la noche jugando a los dardos, y se marchaba a las cinco de la madrugada para cazar patos. Gritaba a la gente. Intentaba que todos se comportaran con jovialidad. Y casi nunca se ponía túnicas como debe ser. Había convencido a la señora Whitlow, la temible ama de llaves de la Universidad, para que le hiciera un traje con pantalones amplios, en llamativos colores rojo y azul: dos veces al día, los magos lo observaban perplejos mientras corría resueltamente por los terrenos de la Universidad, con el sombrero puntiagudo firmemente atado a la cabeza con un trozo de cordel. Les gritaba alegremente, porque, en lo más profundo de la gente como Mustrum Ridcully subyace una creencia férrea en el hecho de que a todo el mundo le gustaría hacer lo mismo si lo probaran.
—A lo mejor se muere —se decían unos a otros esperanzados, mientras lo veían tratar de romper la costra de hielo del río Ankh para darse un chapuzón matutino—. Todo ese ejercicio saludable no puede ser bueno para él.
En la Universidad se filtraron algunas historias. El archicanciller había peleado dos asaltos con los puños desnudos contra Detritus, el corpulento troll que trabajaba en el Tambor Remendado. El Archicanciller, por una apuesta, había practicado la lucha libre a brazo partido con el bibliotecario; y, aunque por supuesto no había ganado, aún conservaba el brazo. El archicanciller quería que la Universidad tuviera su propio equipo de fútbol para el gran torneo de la ciudad, que se celebraba el Día de la Vigilia de los Puercos.
Desde el punto de vista intelectual, Ridcully mantenía su posición por dos motivos fundamentales. El primero era que nunca, jamás, cambiaba de opinión acerca de nada. El segundo era que tardaba varios minutos en comprender cualquier idea nueva que se le intentara transmitir. Esto es una cualidad muy importante en cualquier líder, porque si alguien sigue intentando explicarte algo después de dos minutos, es que probablemente se trata de un asunto importante. En cambio, si se han rendido tras cosa de un minuto, casi con toda seguridad era algo con lo que no tenían por qué haberte molestado desde un principio.
En resumen, daba la sensación de que en Mustrum Ridcully había más de lo que puede caber por lógica dentro de un cuerpo.
Plop. Plop.
En la oscura alacena del sótano, ya había todo un estante lleno.
En cambio, en Windle Poons había exactamente todo lo que por lógica puede caber dentro de un cuerpo, y él maniobraba con cautela ese cuerpo por los pasillos.
Esto no me lo esperaba, iba pensando. Esto no me lo merezco. Aquí ha habido un error.
Sintió una brisa fresca en el rostro, y comprendió que había salido al aire libre. Ante él se alzaban las puertas de la verja de la Universidad, cerradas a cal y canto.
De pronto, Windle Poons sintió un agudo ataque de claustrofobia. Había aguardado durante años el momento de su muerte y, ahora que estaba muerto, se encontraba encerrado en aquel..., en aquel mausoleo lleno de ancianos idiotas, cuando lo que él había esperado era pasarse muerto el resto de su vida. Pues bueno, lo primero que pensaba hacer era salir de allí y acabar debidamente consigo mismo.
—Buenas noches, señor Poons.
Se dio la vuelta muy, muy despacio, y vio la figura menuda de Modo, el enano que trabajaba como jardinero de la Universidad. Estaba sentado a la luz del ocaso, fumando su pipa.
—Ah, hola, Modo.
—Me dijeron que estaba muerto, señor Poons.
—Eh..., bueno, sí, lo estaba.
—Ya veo que se le ha pasado.
Poons asintió, mientras contemplaba con gesto lúgubre los muros de la Universidad. Las puertas siempre se cerraban en cuanto se ponía el sol, obligando así tanto a estudiantes como a profesores a trepar por los muros. Windle Poons no se veía muy capaz de hacerlo.
Abrió y cerró los puños. Oh, bueno...
—¿No hay ninguna otra puerta para salir, Modo? —preguntó.
—No, señor Poons.
—¿Qué te parece si hacemos una?
—¿Cómo dice, señor Poons?
Se oyó el estrépito de la piedra torturada. En la pared, quedó un agujero cuya forma recordaba vagamente a la de Poons. La mano de Windle se extendió para recoger su sombrero puntiagudo. Modo volvió a encender su pipa. Pensó que, en aquel trabajo, se veían muchas cosas interesantes.
En un callejón, momentáneamente oculto de las miradas de los transeúntes, alguien llamado Reg Shoe, que estaba muerto, miró a derecha e izquierda, se sacó del bolsillo una brocha y una lata de pintura y trazó en la pared las siguientes palabras:
¡MUERTOS, PERO PRESENTES!
...y echó a correr, o al menos se fue tambaleándose a gran velocidad.
El archicanciller abrió una ventana al paisaje nocturno.
—Escuchad —dijo.
Los magos escucharon.
Un perro ladró. En algún lugar de la ciudad, un ladrón silbó y recibió un silbido de respuesta desde un tejado próximo. A lo lejos, una pareja estaba teniendo una de esas peleas que hacen que, en la mayoría de las calles circundantes, se abran las ventanas y la gente escuche para tomar notas. Pero éstas eran sólo las melodías principales en el continuo zumbar y chirriar de la ciudad. Ankh-Morpork ronroneaba a través de la noche, en dirección al amanecer, como un gigantesco ser vivo. Aunque, por supuesto, esto no era más que una metáfora.
—¿Y qué pasa? —quiso saber el filósofo equino—. No oigo nada especial.
—Eso es precisamente lo que quiero decir. Todos los días mueren docenas de personas en Ankh-Morpork. Si todas hubieran empezado a regresar como el pobre Windle, ¿no creéis que nos habríamos enterado? La ciudad sería un caos. Bueno, quiero decir más caos que de costumbre.
—Siempre hay unos cuantos no-muertos por ahí —señaló el decano, dubitativo—. Están los vampiros, los zombis, los banshees y todo eso.
—Sí, pero son no-muertos más naturales —replicó el archicanciller—. Saben cómo comportarse en su situación. Han nacido para eso.
—Nadie puede nacer para ser un no-muerto —señaló el filósofo equino.[6]
—Me refiero a que es algo tradicional —bufó el archicanciller—. En la zona donde nací yo, había algunos vampiros muy respetables. Llevaban siglos en sus respectivas familias.
—Sí, pero beben sangre —insistió el filósofo equino—. Qué quieres que te diga, a mí eso no me parece lo que se dice muy respetable.
—He leído en alguna parte que, en realidad, no necesitan verdadera sangre —intervino el decano, deseoso de contribuir a la conversación—. Sólo necesitan algo que hay en la sangre. Los hemogoblins, creo que se llaman.
Los otros magos lo miraron.
El decano se encogió de hombros.
—A mí que me registren —insistió—. Hemogoblins. Lo ponía en un libro. Creo que es porque la gente tiene hierro en la sangre.
—Pues, por lo que a mí respecta, estoy seguro de que no tengo goblins de hierro en la sangre —replicó el filósofo equino con un gruñido.
—En cualquier caso, son mejores que los zombis —siguió el decano—. Los vampiros tienen más clase. No van por ahí todo el rato arrastrando los pies.
—¿De qué demonios habláis? —exigió saber el archicanciller.
—Me limitaba a señalar la similitud intrínseca entre dos tipos de...
—Cállate —ordenó el archicanciller, sin siquiera molestarse en enfadarse—. En mi opinión..., en mi opinión..., mirad, la muerte tiene que seguir como estaba, ¿no? La muerte tiene que suceder. Para eso existe la vida. Primero estás vivo, y luego estás muerto. Hay cosas que no deben cambiar nunca.
—Pero Él no vino a buscar a Windle —señaló el decano.
—Es algo que sucede constantemente —siguió Ridcully, haciendo caso omiso de su colega—. Todo muere siempre. Hasta las verduras.
—Es que no creo que la Muerte haya acudido jamás a buscar a una patata —titubeó el decano.
—La muerte llega para todo —insistió el archicanciller con firmeza.
Los magos asintieron. Aquello tenía lógica. Tras una larga pausa, el filósofo equino se rascó la mandíbula, pensativo.
—¿Sabéis una cosa? El otro día leí que todos los átomos de nuestro cuerpo cambian cada siete años. Te salen átomos nuevos y se te caen los viejos. Sucede constantemente. ¿No es una maravilla?
El filósofo equino era capaz de hacer con una conversación lo mismo que una melaza bastante espesa con la maquinaria precisa de un reloj.
—¿Sí? ¿Y qué pasa con los viejos? —preguntó Ridcully, interesado a su pesar.
—Ni idea. Supongo que se quedan flotando en el aire, hasta que se pegan a otra persona.
El archicanciller pareció ofenderse.
—¿Cómo? ¿Y eso les pasa hasta a los magos?
—Oh, sí, a todo el mundo. Es parte del milagro de la existencia.
—¿De veras? Pues a mí me parece muy poco higiénico —replicó Ridcully—. Oye, ¿y no hay manera de impedirlo?
—No, me parece que no —titubeó el filósofo equino—. Creo que no debemos ir por ahí impidiendo los milagros de la existencia.
—¡Pero es que eso significa que todo está hecho de otra cosa!-exclamó el archicanciller.
—Sí. ¿No es increíble?
—Es repugnante, verdaderamente repugnante —replicó Ridcully con tono seco—. Además, lo que quiero decir..., lo que quiero decir... —Hizo una pausa mientras intentaba recordar lo que quería decir—. Bueno, lo que quiero decir es que no se puede abolir la muerte. La muerte no puede morir. Es como pedirle a un escorpión que se clave su propio aguijón.
—Pues, de hecho —intervino el filósofo equino, siempre dispuesto a aportar un dato fidedigno—, la verdad es que a veces los escorpiones se...
—Cállate —dijo el archicanciller.
—¡Pero no podemos permitir que vaya por ahí un mago no-muerto! —protestó el decano—. No hay manera de saber qué le puede dar por hacer. Tenemos que..., tenemos que detenerlo. Por su propio bien.
—Ajos —se limitó a decir el filósofo equino—. A los no-muertos no les gusta el ajo.
—Los comprendo perfectamente, yo tampoco lo soporto —replicó el decano.
—¡No-muerto! ¡No-muerto! —chilló el tesorero.
Nadie le hizo caso.
—Sí, y también están los objetos sagrados —prosiguió el filósofo equino—. El no-muerto típico se convierte en polvo en cuanto los ve. Y tampoco les gusta la luz del sol. Además, en el peor de los casos, siempre queda la opción de enterrarlos en una encrucijada de caminos. Eso es para ir sobre seguro. Además, se les clava una estaca para que no se puedan levantar.
—Una estaca con ajo —apuntó el tesorero.
—Bueno, sí. Supongo que no pasa nada si se le pone ajo a la estaca —concedió el filósofo equino de mala gana.
—Me parece que las estacas no se comen, por mucho ajo que les pongas —protestó el decano.
—Depende de qué estacas —replicó alegremente el conferenciante de Runas Modernas.
—Cállate —dijo el archicanciller.
Plop.
Por fin, las bisagras de la alacena cedieron, y su contenido se desparramó por toda la habitación.
El sargento Colon, de la Guardia Nocturna de Ankh-Morpork, estaba de servicio. Vigilaba el Puente de Latón, el principal enlace entre las ciudades de Ankh y Morpork. Por si alguien intentaba robarlo.
En el tema de la prevención del crimen, el sargento Colon era un firme partidario de pensar a lo grande.
Según cierta escuela de pensamiento, la mejor manera de que un guardián de la ley consiga fama de astuto y eficaz en Ankh-Morpork es patrullar por todas las calles y callejones, sobornar a los informadores, seguir a los sospechosos y todas esas cosas.
El sargento Colon era una negación viviente de esta escuela de pensamiento en concreto. ¡No!, se apresuraría a replicar. Porque intentar que el índice de criminalidad en Ankh-Morpork fuera bajo, sería como intentar que fuera bajo el índice de salinidad en el agua del mar, y la única fama que podría conseguir un guardián de la ley astuto y eficaz sería de esa que hace exclamar a alguien: «¡Eh!, ese cadáver de la cuneta, ¿no es el del sargento Colon?». Porque, según él, hoy en día, el agente de la ley moderno, inteligente y previsor siempre debía mantenerse a un paso por delante del criminal. Un día u otro, alguien intentaría robar el Puente de Latón. Y, ese día, el sargento Colon estaría allí para impedirlo.
Entretanto, el lugar era un agradable refugio cuando el viento mordía. Se podía fumar un cigarrillo tranquilo y, probablemente, no ver nada inquietante.
Apoyó los codos en el parapeto, meditando vagamente acerca de la Vida.
Una figura se acercó tambaleándose entre la niebla. El sargento Colon reconoció la familiar silueta puntiaguda del sombrero de un mago.
—Buenas noches, agente —graznó la voz de su propietario.
—Buenos días, señor.
—¿Tendría la amabilidad de ayudarme a subir al parapeto, agente?
El sargento Colon titubeó, indeciso. Pero aquel tipo era un mago. Uno se podía meter en un buen lío si se negaba a ayudar a un mago.
—¿Está probando alguna magia nueva, señor? —preguntó con tono animado, al tiempo que colaboraba en la tarea de izar aquel cuerpo delgado, pero sorprendentemente pesado, hasta las inseguras piedras del parapeto.
—No.
Windle Poons saltó desde el puente. Se oyó un sonido de chapoteo casi sólido.[7]
El sargento Colon bajó la vista hacia las aguas del Ankh, que volvían a cerrarse lentamente.
Esos magos, siempre tramando cosas raras...
Aguardó un rato. Varios minutos más tarde, la basura y los cascotes junto a la base de uno de los pilares del puente empezaron a estremecerse, cerca de un tramo de maltrechos peldaños que descendían hacia el agua.
Apareció un sombrero puntiagudo.
El sargento Colon oyó cómo el mago subía lentamente por las escaleras, sin dejar de murmurar maldiciones entre dientes.
Windle Poons llegó de nuevo a la cima del puente. Estaba empapado.
—Será mejor que vaya a cambiarse de ropa, señor —le aconsejó el sargento Colon—. Si va por ahí así, puede coger un resfriado de muerte.
—¡Ja!
—Yo, en su lugar, me iría a poner los pies cerca de la chimenea.
—¡Ja!
El sargento Colon miró fijamente a Windle Poons, que empezaba a tener un charco privado bajo él.
—¿Estaba probando alguna magia submarina especial, señor?-aventuró.
—No exactamente, agente.
—Siempre he querido saber cómo se está bajo el agua, qué hay ahí, y todo eso —insistió el sargento Colon, tratando de hacerlo hablar—. Los misterios de las profundidades, criaturas extrañas y maravillosas... Cuando era pequeño, mi madre me contó un cuento sobre un niño que se transformó en sirena..., bueno, en sirena no, en sireno, y tuvo un montón de aventuras bajo el m...
Su voz se apagó bajo la mirada estremecedora de Windle Poons.
—Es muy aburrido —dijo Windle. Se dio media vuelta y se alejó con paso inseguro entre la niebla—. Muy, muy aburrido. No puede ser más aburrido.
El sargento Colon se quedó a solas de nuevo. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas, y echó a andar apresuradamente hacia los cuarteles de la Guardia.
—Esa cara... —iba diciendo para sus adentros—. Y esos ojos..., esos ojos como..., como..., ¿cómo se llama el jodido enano ese que tiene la tienda de ultramarinos en la calle Cable?
—¡Sargento!
Colon se detuvo en seco. Luego, lentamente, se atrevió a bajar la vista. Un rostro lo miraba desde el nivel del suelo. Cuando consiguió recuperarse del susto, distinguió los rasgos afilados de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, el argumento andante y parlante del Mundodisco en favor de la teoría de que la humanidad desciende de alguna especie de roedores. Y.V.A.L.R. Escurridizo solía definirse a sí mismo como «aventurero comercial». Todos los demás lo definían como un buhonero itinerante, cuyos planes para conseguir dinero siempre fracasaban por culpa de algún detalle minúsculo pero vital, como por ejemplo intentar vender cosas que no eran suyas, o que no funcionaban, o que, en algunas ocasiones, ni siquiera existían. Todo el mundo sabe que el oro de los duendes y las hadas se evapora al amanecer, pero, comparado con algunas de las mercancías de Ruina, era una losa de cemento reforzado.
El vendedor se encontraba de pie junto a la base de unas escaleras que bajaban hacia uno de los innumerables sótanos y bodegas de Ankh-Morpork.
—Hola, Ruina.
—¿Te importa bajar un momento, Fred? Me vendría bien un poco de asesoramiento legal.
—¿Tienes algún problema?
Escurridizo se rascó la nariz.
—Bueno, Fred..., ¿es un crimen que te den algo? Sin que lo sepas, quiero decir.
—¿Es que alguien te ha dado algo, Ruina?
Ruina sacudió la cabeza.
—No lo sé. Sabes que guardo mercancías aquí abajo, ¿verdad?-dijo.
—Sí.
—Pues verás, esta noche he venido a recoger unas cuantas cosas, y... —Agitó una mano, incapaz de explicarse—. Bueno, echa un vistazo tú mismo.
Abrió la puerta de la habitación subterránea.
En la oscuridad, algo hizo plop.
Windle Poons se tambaleó sin rumbo fijo por un oscuro callejón de las Sombras, con los brazos extendidos ante él y las manos inertes, dobladas por las muñecas. No sabía por qué lo hacía. Sencillamente, le parecía la postura más apropiada dadas las circunstancias.
¿Y si se tiraba desde lo más alto de un edificio? No, eso tampoco serviría de nada. Tal y como estaba, ya le resultaba bastante difícil andar, no quería ni pensar cuánto le costaría con las dos piernas rotas. ¿Veneno? Imaginaba que sería como tener un espantoso dolor de estómago. ¿Ahorcarse? Quedarse colgado probablemente sería tan aburrido como estar sentado en el fondo del río.
Llegó a un patio nauseabundo, en el que confluían varios callejones. Las ratas huían espantadas a su paso. Un gato, con el lomo erizado, lanzó un maullido de pavor y escapó por los tejados.
Mientras se preguntaba dónde estaba, quién era y qué iba a pasarle a continuación, sintió la punta de un cuchillo apoyada contra su rabadilla.
—Venga, abuelo —dijo una voz a su espalda—. La bolsa o la vida.
En la oscuridad, en la boca de Windle se dibujó una espantosa sonrisa.
—No estoy de broma, viejo —insistió la voz.
—¿Sois del Gremio de Ladrones? —preguntó Windle sin volverse.
—No, eh..., somos autónomos. Venga, a ver cuánta pasta llevas.
—Nada en absoluto —replicó el mago.
Se dio la vuelta. Había dos ladrones más de aspecto nada pacífico detrás de él.
—Por los dioses, mirad qué ojos —gimió uno de ellos.
Windle alzó los brazos por encima de la cabeza.
—Uuuuuuuuh —aulló.
Los criminales retrocedieron a toda prisa. Por desgracia, tenían detrás una pared. Se aplastaron todo lo posible contra ella.
—OoooOOOOoooo largo de aquí OOOooo —insistió Windle, que aún no se había dado cuenta de que la única ruta de escape se encontraba a través de él.
Puso los ojos en blanco para conseguir más efecto.
Enloquecidos por el terror, los aspirantes a ladrones se escabulleron por debajo de sus brazos, pero no sin que antes uno de ellos clavara el cuchillo hasta el mango en el pecho abombado de Windle.
El mago miró el instrumento.
—¡Eh! ¡Que ésta era mi mejor túnica! —gritó—. ¡Quería que me enterraran con...! ¡Mirad lo que habéis hecho! ¿Sabéis lo difícil que es zurcir la seda? Mirad, mirad..., y esto no hay quien lo cosa...
Se quedó escuchando. No se oía más sonido que el de las pisadas, ya lejanas, pero todavía apresuradas.
Windle Poons se arrancó el cuchillo del pecho.
—Podría haberme matado —murmuró al tiempo que lo tiraba a un lado.
En el sótano, el sargento Colon recogió uno de los objetos que se encontraban desperdigados en grandes montones por el suelo.
—Debe de haber miles —señaló Ruina, tras él—. Me gustaría saber quién los ha puesto aquí.[8]
El sargento Colon no dejaba de dar vueltas al objeto entre sus manos.
—Nunca había visto cosas semejantes —dijo. Lo sacudió. Su rostro se iluminó—. Es bonito, ¿no?
—La puerta estaba cerrada, como siempre —insistió Ruina—. Y estoy al día con los pagos al Gremio de Ladrones.
Colon sacudió el objeto de nuevo.
—Muy bonito —repitió.
—¿Fred?
El sargento Colon, fascinado, miraba cómo caían los diminutos copos de nieve dentro de la pequeña esfera de cristal.
—¿Mmm?
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Ni idea. Supongo que son tuyos, Ruina. Aunque, la verdad, no entiendo por qué ha querido nadie deshacerse de ellos.
Se volvió hacia la puerta. Ruina se interpuso en su camino.
—Entonces, son doce peniques —dijo con voz amable.
—¿Qué?
—Doce peniques. Por el que te acabas de guardar en el bolsillo, Fred.
Colon se sacó la esfera del bolsillo.
—¡Anda ya! —protestó—. ¡Si tú te los has encontrado! ¡No te han costado nada!
—Sí, pero está la cuestión del almacenamiento..., el embalaje...
—Dos peniques —replicó Colon a la desesperada.
—Diez peniques.
—Tres peniques.
—Siete peniques... y voy a la ruina, para que lo sepas. Es mi última palabra.
—Hecho —suspiró el sargento, de mala gana.
Sacudió una vez más la esfera.
—Muy bonito, desde luego —dijo.
—Vale lo que cuesta —asintió Escurridizo. Se frotó las manos, esperanzado—. Seguro que se venden como churros, ¿no crees?-dijo al tiempo que cogía un puñado y los metía en una caja. Cerró la puerta cuando salieron.
En la oscuridad, algo hizo plop.
Ankh-Morpork siempre ha tenido fama y tradición por la bienvenida que da a seres de todas las razas, colores y formas, siempre que traigan dinero para gastar y un billete de vuelta.
Según la popular publicación del Gremio de Comerciantes, Bienvenido a Ankh-Morpork, ciudad de las mil sorpresas: «Tú, nuestro visitante, recibirás una calurosa bienvenida en las numerosas tabernas y hostales de esta antiquísima ciudad, en la que muchos establecimientos de restauración se esfuerzan en satisfacer los gustos del que llega de lejos. Ya seas hombre, troll, enano, duende o gnomo, Ankh-Morpork alzará su copa contigo y exclamará, ¡Salud! ¡Sí, tú, el de allá! ¡Te toca pagar la próxima ronda!»
Windle Poons no sabía adónde iban los no-muertos cuando querían divertirse. Todo lo que sabía, y lo sabía a ciencia cierta, era que, si se lo podían pasar bien en algún lugar, ese lugar tendría una sucursal en Ankh-Morpork.
Su andar trabajoso lo llevó hacía la zona interior de las Sombras. Sólo que, ahora, ya no era tan trabajoso.
Durante más de un siglo, Windle Poons había vivido entre los muros de la Universidad Invisible. Desde la perspectiva de los años acumulados, había vivido mucho tiempo. Desde la perspectiva de la experiencia, tenía unos trece años.
En aquellos momentos, estaba viendo, oyendo y oliendo cosas que no había visto, oído ni olido jamás.
Las Sombras era la zona más antigua de la ciudad. Si se pudiera hacer una especie de mapa en relieve de la pecaminosidad, la maldad y la inmoralidad generalizada, como esas representaciones del campo gravitatorio en torno a un agujero negro, entonces, incluso en Ankh-Morpork, las Sombras estaría representado por una columna. De hecho, las Sombras se asemejaba notablemente al fenómeno astronómico antes mencionado: tenía una cierta atracción poderosa, de allí no salía ninguna luz y, desde luego, podía convertirse en un portal hacia otro mundo. Hacia el otro.
Las Sombras era una ciudad dentro de la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de gente. Figuras encubiertas, casi ocultas bajo sus capotes, pasaban sigilosamente junto a él. Por el hueco de escaleras que se hundían en el suelo se elevaba una música extraña. Y también le llegaban olores pronunciados, excitantes.
Poons pasó junto a tiendas de comida para duendes, y vio bares de enanos de los que salían los sonidos de las canciones y las peleas, dos actividades a las que los enanos eran muy aficionados, hasta el punto de que generalmente las practicaban al mismo tiempo. Y también había trolls, que se movían entre las multitudes como..., bueno, como gente enorme moviéndose entre gente pequeña. Y no caminaban tambaleándose.
Hasta entonces, Windle sólo había visto trolls en las zonas más selectas de la ciudad,[9] donde se movían con exagerada cautela por si, accidentalmente, aporreaban a alguien hasta matarlo y luego se lo comían. En las Sombras caminaban a zancadas, con las cabezas bien altas, tanto que casi les sobresalían por encima de las paletillas.
Windle Poons se movía entre la multitud como una bola mal lanzada en una máquina de millón. Aquí, una ráfaga de humo estruendoso procedente de un bar lo lanzaba de vuelta a la calle; allá, un portal discreto que prometía placeres inusuales y prohibidos lo atraía como un imán. En la vida de Windle Poons no había habido demasiados placeres, ni siquiera de los usuales y permitidos. En una puerta iluminada por una luz rosada, algunos dibujos esquemáticos lo dejaron todavía más desconcertado, pero con unas increíbles ganas de aprender pronto.
Dio vueltas y más vueltas por la zona, agradablemente atónito. ¡Qué lugar! ¡A tan sólo diez minutos andando o quince minutos tambaleándose de la Universidad! ¡Y él ni siquiera había sabido que existía! ¡Cuánta gente! ¡Cuánto ruido! ¡Cuánta vida!
Algunas personas, de diferentes formas y especies, tropezaron con él. Una o dos empezaron a decir algo, pero cerraron las bocas a toda velocidad y se alejaron precipitadamente.
Todos iban pensando..., ¡sus ojos! ¡Como taladros!
Y, entonces, una voz se dirigió a él desde la penumbra de un edificio.
—¡Hola, machote! ¿Quieres pasarlo bien?
—¡Oh, sí! —respondió Windle Poons, embriagado ante tantas maravillas—. ¡Oh, sí! ¡Sí!
Se dio media vuelta.
—¡Mierda!
Se oyó el ruido de unas pisadas que se alejaban apresuradamente por un callejón.
Windle se quedó mustio.
Obviamente, la vida sólo era para los vivos. Quizá lo de volver a su cuerpo había sido un error. ¡Qué equivocado había estado al pensar lo contrario!
Se dio la vuelta y, sin apenas preocuparse por mantener el ritmo de los latidos de su corazón, echó a andar de vuelta a la Universidad.
Windle recorrió con pasos cansados el patio cuadrangular hasta llegar a la Gran Sala. Tenía que hablar con el archicanciller, él sabría qué hacer...
—¡Ahí está!
—¡Es él!
—¡Atrapadlo!
El tren de pensamiento de Windle se despeñó por un acantilado. Miró a su alrededor, contemplando los cinco rostros congestionados, preocupados y, por encima de todo, conocidos.
—Ah, hola, decano —dijo con un suspiro de tristeza—. Vaya, ¿también está aquí el filósofo equino? Ah, y el archicanciller, esto es...
—¡Cogedle el brazo!
—¡No le miréis a los ojos!
—¡Cogedle el otro brazo!
—¡Esto es por tu propio bien, Windle!
—¡No es Windle! ¡Es una Criatura de la Noche!
—Os aseguro que...
—¿Ya le habéis cogido las piernas?
—¡Cogedle la pierna!
—¡Cogedle la otra pierna!
—¿Ya le habéis cogido todo? —rugió el archicanciller con voz de trueno.
Los magos asintieron.
Mustrum Ridcully rebuscó entre los gigantescos pliegues de su túnica.
—¡Muy bien, demonio con forma humana! —aulló—. ¿Qué te parece esto, eh? ¡Ajá!
Windle entrecerró los ojos para observar el pequeño objeto que el archicanciller blandía bajo su nariz con gesto triunfal.
—Bueno, eh... —empezó tímidamente—. Pues parece..., SÍ..., mmm..., sí, el olor es muy claro, ¿verdad? Sí, sin duda. Decididamente, se trata de Allium sativum. Ajo común doméstico. ¿Es eso?
Los magos se lo quedaron mirando. Luego contemplaron el pequeño diente blanco. Luego, miraron de nuevo a Windle.
—He acertado, ¿verdad? —insistió el anciano, al tiempo que trataba de sonreír.
—Eh... —titubeó el archicanciller—. Sí. Sí, has acertado. —Ridcully trató de pensar en algo que añadir—. Bien hecho —dijo al final.
—Gracias por intentarlo —suspiró Windle—. No creáis, os lo agradezco de verdad.
Dio un paso hacia adelante. Tanto habría dado que los magos intentaran detener el avance de un glaciar.
—Ahora voy a tumbarme un rato —dijo—. Ha sido un día muy largo.
Echó a andar con pasos tambaleantes hacia el interior del edificio. Avanzó por los pasillos hasta llegar a su habitación. Al parecer, alguien había trasladado sus cosas a ella, pero Windle solucionó el asunto por el sencillo sistema de cogerlo todo en una brazada y tirarlo al pasillo sin contemplaciones.
Luego se tendió en la cama.
Dormir. Bueno, estaba cansado. Para empezar, no era mala cosa. Pero dormir implicaba dejar de controlar su cuerpo, y aún no estaba seguro de que todos sus sistemas funcionaran con precision.
Además, en el fondo, ¿tenía que dormir? Al fin y al cabo, estaba muerto. Se suponía que eso era como estar dormido, sólo que más. Todo el mundo decía que morir era como echarse a dormir, aunque, por supuesto, si uno no tenía cuidado, se le empezaba a pudrir la carne y se le caía.
Y también lo asaltó otra duda, ¿qué tenía que hacer uno cuando dormía? Soñar, por ejemplo..., y eso estaba relacionado con lo de filtrar los recuerdos del día, o algo por el estilo. Pero ¿cómo se hacía?
Se quedó mirando el techo.
—Nunca me imaginé que estar muerto diera tantos problemas-dijo en voz alta.
Tras un rato, un crujido ligero, pero insistente, le hizo girar la cabeza.
Encima de la chimenea había una palmatoria ornamental, que estaba fijada a la pared con una abrazadera. Era una parte del mobiliario tan familiar que Windle no la veía de verdad desde hacía cincuenta años.
Se estaba desatornillando de la pared. Giraba lentamente, dejando escapar un gemido metálico en cada vuelta. Tras una docena de giros, se terminó de desprender y cayó tintineando al suelo.
Los fenómenos inexplicables en sí no eran cosa rara en el Mundodisco.[10] Pero, por lo general, solían tener un objetivo más concreto. O al menos resultaban más interesantes que aquello.
No había más objetos que se movieran en la habitación. Windle se tranquilizó, y volvió a concentrarse en la tarea de organizar sus recuerdos. Allí había cosas de las que se había olvidado por completo.
Se oyeron unos susurros apresurados en el exterior, y entonces la puerta se abrió de golpe...
—¡Cogedle las piernas! ¡Cogedle las piernas!
—¡Sujetadle los brazos!
Windle trató de incorporarse en la cama.
—Ah, hola a todos —dijo—. ¿Qué pasa?
El archicanciller, erguido en toda su altura a los pies del gran lecho, rebuscó en un saco y extrajo un objeto grande, pesado.
Lo sostuvo en alto.
—¡Ajá! —exclamo.
Windle lo miró.
—¿Sí? —lo alentó.
—Ajá —repitió el archicanciller, aunque con algo menos de seguridad.
—Es el hacha simbólica de dos manos que se utiliza en el culto de lo el Ciego —replicó Windle.
El archicanciller se lo quedó mirando.
—Eh..., sí —dijo—. Muy cierto.
La arrojó hacia atrás sin mirar, con lo que casi le cortó la oreja izquierda al decano, y volvió a buscar en las profundidades del saco.
—¡Ajá!
—Eso es un bonito ejemplar del Diente Místico de Offler, el Dios Cocodrilo —señaló Windle.
—¡Ajá!
—Y eso es..., a ver, deja que lo vea mejor..., sí, es una pareja de Sagrados Patos Voladores sacrificados a Ordpor el Malgusto. ¡Oye, esto es muy divertido!
—Ajá.
—Eso es..., no me lo digas, no me lo digas..., es el santo linglong del infame culto de Sootee, ¿no?
—¿Ajá? —Creo que es uno de los peces de tres cabezas que se utilizan en las ceremonias de la religión ictiológica tricápita de Howanda —titubeó Windle.
—Esto es ridículo —suspiró el archicanciller, al tiempo que dejaba caer el pescado. Los magos agacharon las cabezas. Por lo visto, los objetos religiosos no eran un remedio tan definitivo como habían pensado.
—De verdad, lamento estar causando tantas molestias —dijo Windle.
De pronto, el rostro del decano se animo.
—¡Luz del día! —exclamó, emocionado—. ¡Eso seguro que lo arregla todo! —¡Corred la cortina!
—¡Corred la otra cortina!
—Uno, dos, tres..., ¡ya!
Windle parpadeó ante la invasión de luz solar. Los magos contuvieron el aliento.
—Lo siento —suspiró el anciano—. Me temo que no sirve de nada. Todos agacharon las cabezas de nuevo.
—¿No sientes nada? —lo alentó Ridcully. —¿No notas como si te empezaras a convertir en polvo? —insistió el filósofo equino.
—Si me quedo mucho tiempo al sol, se me suele pelar la nariz —respondió Windle a la desesperada—. No sé si eso sirve de gran cosa.
Trató de sonreír. Los magos se miraron entre ellos y se encogieron de hombros.
—Vámonos —bufó el archicanciller. Salieron de la habitación en manada. Ridcully echó a andar tras ellos. Se detuvo junto a la puerta y blandió un dedo en dirección a Windle. —La verdad, esta actitud tan poco cooperativa no te hace ningún bien —le dijo. Y cerró la puerta tras él. Tras unos segundos, los cuatro tornillos que sujetaban el picaporte empezaron a girar muy lentamente. Se elevaron por el aire y orbitaron cerca del techo durante un rato, antes de caer. Windle meditó unos instantes acerca de aquello. Recuerdos. Tenía montones de recuerdos. Ciento treinta años de recuerdos.
Cuando estaba vivo, no había sido capaz de recordar un centenar de las cosas que sabía, pero, ahora que estaba muerto, ahora que su mente no tenía que ocuparse más que del hilo plateado de sus pensamientos, podía sentir la presencia de cada uno de ellos. Todo lo que había leído, todo lo que había visto, todo lo que había oído. Todo, todo estaba allí, pulcramente ordenado en hileras. No había olvidado nada. Cada cosa se encontraba en su lugar.
Tres fenómenos inexplicables en un solo día. Cuatro, si se contaba el hecho de que él siguiera existiendo. Eso era realmente inexplicable.
Y había que explicarlo.
Bueno, pues tendría que encargarse otro. Ahora eran los otros los que tenían que encargarse de todo.
Los magos se agazaparon junto a la puerta de la habitación de Windle.
—¿Lo tenéis todo? —preguntó Ridcully.
—¿Por qué no se encargan de hacerlo los criados? —refunfuñó en un susurro el filósofo equino—. Esto es denigrante para nosotros.
—Porque quiero que se haga bien y con dignidad —replicó el archicanciller—. Si alguien va a enterrar a un mago en una encrucijada de caminos con una estaca clavada en el corazón, serán sus colegas magos. Al fin y al cabo, se lo debemos, somos sus amigos.
—Por cierto, ¿qué es este trasto? —preguntó el decano, que estaba examinando el instrumento que tenía entre las manos.
—Se llama «pala» —le explicó el filósofo equino—. He visto cómo la utilizan los jardineros. El extremo afilado se clava en la tierra. Luego viene toda una serie de movimientos que requieren una técnica especializada.
Ridcully escudriñó a través del ojo de la cerradura.
—Ya se ha vuelto a tumbar en la cama —informó a sus colegas. Se incorporó, se sacudió el polvo de las rodillas y agarró el picaporte.
—¿Preparados? —preguntó—. Haced todo lo que yo haga. Uno..., dos...
Modo, el jardinero, estaba empujando una carretilla en la que transportaba los recortes de los setos hacia la hoguera que había encendido tras el nuevo edificio de investigación sobre Magia de Alta Energía cuando una media docena de magos pasaron junto a él a una velocidad que, para los magos, se podía considerar muy elevada. Llevaban en volandas a Windle Poons.
—Sinceramente, archicanciller —le oyó decir Modo—, ¿estás seguro de que esto sí funcionará...?
—Lo hacemos por tu bien —replicó Ridcully.
—No lo dudo, pero...
—Pronto volverás a ser el de antes —le garantizó el tesorero.
—No, no volverá a ser el de antes —siseó el decano—. ¡De eso se trata!
—Sí, claro, pronto dejarás de ser el de antes, de eso se trata —tartamudeó el tesorero al tiempo que doblaban la esquina.
Modo cogió de nuevo los barrotes de la carretilla, y siguió empujándola pensativo hacia la zona aislada donde tenía su hoguera encendida, sus montones de estiércol, sus brazadas de mantillo y el pequeño cobertizo donde solía quedarse sentado cuando llovía.
En el pasado, había sido ayudante del jardinero de palacio, pero el empleo que tenía ahora era mucho más interesante. Se aprendía mucho de la vida.
La sociedad de Ankh-Morpork es una sociedad principalmente callejera. Siempre está pasando algo interesante. En aquel momento, el conductor de un carro de dos caballos cargado de fruta tenía al decano sujeto por el cuello de la túnica del decano, con los pies del decano a quince centímetros del suelo, y amenazaba con hacer pasar el rostro del decano a través de la nuca del decano.
—Son melocotones, ¿entiendes? —gritaba sin cesar—. ¿Y sabes lo que pasa con los melocotones que se quedan demasiado tiempo en el carro? Que se magullan. Y no serán lo único que salga magullado.
—Oye, que soy un mago —gimió el decano, sacudiendo en el aire las zapatillas puntiagudas—. Si no fuera por el hecho de que las reglas de mi profesión no me permiten utilizar la magia más que de una manera puramente defensiva, te encontrarías en un buen aprieto.
—¿Y se puede saber qué hacéis tus amigos y tú? —quiso saber el conductor, que bajó al decano para poder mirar por encima de su hombro con gesto de sospecha.
—Eso —intervino el hombre que intentaba controlar al equipo encargado de transportar un carromato cargado de troncos—. ¿Qué pasa aquí? ¡Hay gente que cobra por horas, por si no lo sabíais!
—¡Los de delante, que se muevan!
El conductor del carromato de troncos se dio la vuelta en el pescante y se dirigió a la cola de vehículos que se extendía tras él.
—¡Ya lo intento! —gritó—. ¡Que no es culpa mía! ¡Hay un montón de magos cavando en plena calle!
El rostro enlodado del archicanciller se asomó por el borde del agujero.
—¡Vamos, hombre, decano! —bufó—. ¡Te dije que te encargaras de esto!
—Sí, le acababa de pedir a este caballero que diera media vuelta y fuera por otro camino —replicó el decano, temeroso de empezar a asfixiarse.
El transportista de fruta le dio la vuelta para que pudiera ver el embotellamiento de tráfico.
—¿Has intentado alguna vez hacer que sesenta carros se dieran la vuelta al mismo tiempo? —casi aulló—. No es cosa fácil. Sobre todo si nadie puede moverse porque habéis hecho que los carromatos den la vuelta a la manzana. Así que ninguno puede girar, porque tiene otro justo detrás.
El decano intentó asentir. El también se había cuestionado seriamente la viabilidad de la idea de excavar un agujero en el cruce de la calle de los Dioses Menores con Broad Way, dos de las avenidas más transitadas de Ankh-Morpork. En su momento, todo había parecido de lo más lógico. Hasta el no-muerto más testarudo tendría que quedarse decentemente enterrado bajo semejante cantidad de tráfico. El único problema en el que nadie había reparado era la dificultad de cavar a la hora punta en la confluencia de dos calles tan transitadas.
—Muy bien, muy bien, ¿qué pasa aquí?
La muchedumbre de espectadores se abrió para dejar paso a la corpulenta figura del sargento Colon, de la Guardia de la Ciudad. El hombrecillo se movía entre la gente como una excavadora. Su barriga lo precedía. Cuando vio a los magos metidos hasta la cintura en un agujero en medio de la calle, su regordete rostro sonrosado se animó.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —exclamó—. ¿Una banda internacional de ladrones de encrucijadas?
Estaba encantado. ¡Su estrategia policial a largo plazo empezaba a dar fruto!
El archicanciller le lanzó a los pies una palada de barro de Ankh-Morpork.
—Oye, no seas imbécil —rugió—. Esto es de una importancia vital.
—Claro, claro. Eso dicen todos —replicó el sargento Colon, a quien no se podía desviar fácilmente de un rumbo de pensamiento una vez la maquinaria de su cerebro había cogido velocidad mental—. Me apuesto lo que sea a que hay cientos de pueblos en lugares paganos como Klatch donde se pagaría mucho dinero por una encrucijada tan bonita y prestigiosa como ésta, ¿eh?
Ridcully lo miró, boquiabierto.
—¿Qué demonios estás diciendo, agente? —preguntó con brusquedad. Se señaló el sombrero puntiagudo con gesto de irritación—. ¿Es que no me has oído? Somos magos. Esto son cosas de magos. Así que sé buen chico, haz el favor de desviar el tráfico...
—Estos melocotones se magullan con sólo mirarlos... —dijo una voz detrás del sargento Colon.
—Esos viejos imbéciles nos tienen aquí retenidos desde hace media hora —intervino un conductor de ganado, que había perdido hacía rato el control sobre los cuarenta novillos que ahora vagaban sin rumbo fijo por las calles circundantes—. Quiero que sean arrestados.
El sargento empezaba a darse cuenta de que, sin saberlo, se había convertido en personaje principal de un drama en el que participaban cientos de hombres, algunos de ellos magos, y todos muy furiosos.
—¿Se puede saber qué están haciendo? —preguntó con voz débil.
—¿A ti qué te parece? Vamos a enterrar a nuestro colega —replicó Ridcully.
Los ojos de Colon se clavaron en un ataúd abierto, situado a un lado de la calle. Windle Poons le dirigió un saludo cortés.
—Pero... si no está muerto..., ¿verdad? —señaló el agente de la ley con el ceño fruncido por el esfuerzo de comprender la situación.
—Las apariencias engañan —replicó el archicanciller.
—¡Si me acaba de saludar! —insistió el sargento a la desesperada.
—¿Y qué?
—Bueno, no es normal que...
—No pasa nada, sargento —intervino Windle.
El sargento Colon se acercó más al ataúd.
—Por cierto, ¿no le vi tirarse al río anoche? —preguntó entre dientes.
—Sí. Muchas gracias por su ayuda —asintió Windle.
—Bueno..., veo que luego salió solo... —siguió el sargento, titubeante.
—Eso me temo.
—Pero estuvo mucho tiempo bajo el agua.
—Bueno, es que estaba muy oscuro, ¿sabe? No encontraba las escaleras.
El sargento Colon tuvo que reconocer que aquello era lógico.
—Bien, en ese caso, supongo que está usted muerto —asintió—. Nadie podría pasar tanto tiempo bajo el agua sin estar muerto.
—Exacto —corroboró Windle.
—Entonces, ¿cómo es que habla, y saluda, y todo eso? —gimió Colon.
El filósofo equino asomó la cabeza por el agujero.
—No es tan extraño que un cadáver se mueva y emita ruidos después de la muerte, sargento —explicó—. Se debe a los espasmos musculares involuntarios.
—Es cierto, el filósofo equino tiene razón —asintió Windle Poons—. Yo también lo leí, no sé dónde.
—Oh. —El sargento Colon miró a su alrededor—. Bueno —siguió, inseguro—. En ese caso... supongo que no pasa nada..., es decir...
—Bueno, ya hemos terminado —lo interrumpió el archicanciller mientras salía del agujero—. Ya es suficientemente profundo. Venga, Windle, abajo.
—De verdad, os aseguro que estoy conmovido —suspiró Windle al tiempo que se tumbaba en el ataúd.
Era un ataúd bastante bueno, lo habían comprado en la funeraria de Elm Street. El archicanciller le había permitido que lo eligiera él mismo.
Ridcully cogió un mazo.
Windle se incorporó de nuevo.
—Todo el mundo se está tomando tantas molestias...
—Claro, claro —lo interrumpió Ridcully. Miró a su alrededor—. Bueno, ¿quién tiene la estaca?
Todos miraron al tesorero. El tesorero los miró a todos.
El tesorero se llevó una mano a la boca. Rebuscó en el saco.
—Es que no encontré ninguna —se disculpó.
El archicanciller se frotó los ojos.
—Muy bien —dijo con tranquilidad—. ¿Sabes una cosa? No me sorprende. No me sorprende en absoluto. ¿Qué has traído? ¿Un palillo para los dientes? ¿El mango de un peine?[11]
—Apio —respondió el tesorero.
—Son los nervios, el pobre está mal —se apresuró a defenderlo el decano.
—Apio —repitió el archicanciller, con un autocontrol tan rígido como para doblar herraduras—. Claro.
El tesorero le tendió un ramito macilento. Ridcully lo cogió.
—Ahora, Windle —empezó—, quiero que imagines que lo que tengo en la mano...
—No pasa nada —lo tranquilizó el anciano.
—La verdad es que no creo que pueda clavar...
—No importa, de verdad.
—¿En serio?
—Lo que vale es la idea —asintió Windle—. Si me das el apio, pero piensas que me estás clavando una estaca, será más que de sobras.
—Es muy amable por tu parte —suspiró Ridcully—. Es el espíritu adecuado para las circunstancias.
—Esprit de corpse —asintió el filósofo equino.
Ridcully lo miró fijamente. Luego, con gesto dramático, lanzó el apio a Windle.
—¡Toma eso! —exclamó.
—Gracias —respondió el anciano.
—Venga, vamos a poner la tapa y luego iremos a comer algo-dijo Ridcully—.No te preocupes, Windle. Seguro que esto funciona de maravilla, ya lo verás. Hoy es el último día del resto de tu vida.
Windle se quedó tendido en la oscuridad, escuchando el repiqueteo de los martillazos. Se oyó un golpe de otro tipo, y una imprecación contra el decano por no sujetar su extremo como era debido. Luego la tierra húmeda se estrelló contra la tapa. Los ruidos le llegaban cada vez más ahogados, más lejanos.
Tras unos instantes, un retumbar distante le informó de que el tráfico y el comercio de la ciudad se habían reanudado. Hasta alcanzaba a oír las voces amortiguadas.
Dio unos golpes en la tapa del ataúd.
—¡Eh, los de arriba, menos escándalo! —exigió—. ¡Que aquí hay gente que intenta morir!
Las voces se interrumpieron. Oyó pisadas que se alejaban apresuradamente. Windle se quedó tendido largo rato. Nunca llegó a saber cuánto. Trató de interrumpir todas sus funciones vitales, pero con eso lo único que conseguía era estar más incómodo. ¿Por qué le resultaba tan difícil morir? Otras personas lo conseguían incluso sin practicar.
Además, le picaba una pierna.
Trató de alargar la mano para rascarse, y rozó algo pequeño y de forma irregular. No sin mucho esfuerzo, consiguió cogerlo con los dedos. Parecía un puñado de cerillas. ¿En un ataúd? ¿Cerillas? ¿Es que alguien había pensado que se iba a fumar un cigarrito para pasar el rato?
Tras varios intentos, se las arregló para quitarse una bota con la otra. La fue empujando con movimientos sinuosos hasta que la tuvo al alcance de la mano. Esto le proporcionó una superficie rasposa contra la que encender la cerilla...
La escasa luz sulfúrica iluminó su pequeño mundo rectangular.
En la parte interior de la tapa había una tarjetita clavada.
La leyó.
La leyó de nuevo.
La cerilla se apagó.
Encendió otra, sólo para asegurarse de que lo que había leído existía de verdad. El mensaje seguía siendo extraño, incluso a la tercera intentona:[12]
La segunda cerilla se apagó y se llevó con ella los últimos vestigios de oxígeno.
Windle se quedó a oscuras, tendido, un buen rato, mientras meditaba sobre lo que debía hacer y terminaba de comerse la rama de apio.
¿Quién lo habría imaginado?
Y, de pronto, el difunto Windle Poons comprendió que no era otro el que tenía que encargarse de aquello. Que, justo cuando pensabas que el mundo te había dejado de lado, resultaba que estaba lleno de cosas rarísimas. Sabía por experiencia que los vivos nunca se enteraban ni de la mitad de lo que estaba sucediendo, porque el hecho de estar vivos ocupaba buena parte de su atención. El espectador es el que mejor se entera del partido, meditó.
Los vivos eran los que no se daban cuenta de que sucedían cosas extrañas y maravillosas, porque la vida estaba demasiado llena de cosas aburridas y mundanas. Pero también tenía su parte rara. Tenía cosas como tornillos que se desatornillaban solos, y pequeños mensajes escritos en tarjetitas y destinados a los muertos.
Tomó la decisión de averiguar qué estaba sucediendo. Y, después..., bueno, si la Muerte no iba a él, él iría a la Muerte. Al fin y al cabo, tenía sus derechos. Sí señor. Encabezaría la mayor búsqueda de una persona desaparecida de todos los tiempos.
Windle sonrió en la oscuridad.
Desaparecido..., presumiblemente Muerte.
Hoy era el primer día del resto de su vida.
Y Ankh-Morpork se extendía a sus pies. Bueno, metafóricamente hablando, claro. Porque la única vía de salida estaba sobre él.
Extendió la mano, tanteó hasta dar con la tarjetita y la arrancó de la tapa. Se la metió entre los dientes.
Windle Poons apoyó los pies contra un extremo de la caja, consiguió poner las manos por encima de la cabeza, y empujó con todas sus fuerzas.
La tierra embarrada de Ankh-Morpork se movió ligeramente.
Windle se detuvo un instante para tomar aliento por la fuerza de la costumbre, pero se dio cuenta de que aquello no tenía mucho sentido. Empujó de nuevo. El extremo del ataúd se astilló.
Windle consiguió aferrarlo y rompió el pino sólido como si fuera papel. Así consiguió un trozo de tabla que habría sido una pala absolutamente inútil para cualquiera que no tuviera la fuerza de un zombi.
Se dio la vuelta hasta quedar tendido sobre el estómago. Apartó la tierra de los costados con la improvisada pala, la pateó con los pies y, así, Windle Poons se abrió camino para volver a empezar.
Imaginad un paisaje, una llanura con suaves curvas.
Corren los últimos días del verano sobre la campiña de hierba octarina entre los imponentes picachos de las elevadas Montañas del Carnero. Los colores predominantes son el ámbar y el dorado. El calor impregna el paisaje. Los saltamontes brincan como si estuvieran sobre una sartén. Hasta el aire parece demasiado caliente como para moverse. Es el verano más caluroso que recuerdan los más viejos del lugar... y, en esta zona, los viejos son muy, muy viejos.
Imaginad una figura a lomos de su caballo. Avanza lentamente por un camino cubierto por cinco centímetros de polvo, entre campos de maíz que ya prometen una cosecha desacostumbradamente abundante.
Imaginad una valla de madera muerta, requemada por el sol. En esa valla hay un cartel clavado. El sol ha decolorado las letras, pero todavía son legibles.
Imaginad una sombra que cae sobre el cartel. Casi se la puede oír leer las tres palabras.
Hay un camino que sale de la carretera principal. Lleva a un grupo de edificios blanquecinos.
Imaginad unas pisadas arrastradas.
Imaginad una puerta, abierta.
Imaginad una sala fresca, oscura, atisbada a través del quicio. No es una habitación donde la gente pase demasiado tiempo. Es una habitación para personas que se pasan la mayor parte del día al aire libre, pero que tienen que entrar en algunas ocasiones, cuando oscurece. Es una habitación para aparejos y para perros, una habitación donde se cuelgan a secar los impermeables. Junto a la puerta hay un barril de cerveza. El suelo es de losas, y las vigas del techo están llenas de ganchos para la panceta. Hay una rudimentaria mesa de madera a la que podrían sentarse treinta hombres hambrientos.
Pero no hay hombres. No hay perros. No hay cerveza. No hay panceta.
Tras la llamada a la puerta, se hizo el silencio, y luego se oyó el rumor de unas zapatillas contra las baldosas. Por fin, una anciana muy flaca, con el rostro del color y la textura de las nueces, se asomó por la entrada.
—¿Sí? —dijo.
EL CARTEL DECÍA: «SE NECESITA AYUDANTE».
—¿De verdad? ¿De verdad? ¡Si está colgado ahí desde el invierno pasado!
¿CÓMO DICE? ENTONCES, ¿,NO NECESITA UN AYUDANTE?
El rostro arrugado lo miró, pensativo.
—Quiero que sepa que no puedo pagar más de seis peniques por semana —señaló.
La alta figura que se erguía casi ocultando la luz del sol pareció meditar sobre aquello.
SÍ —dijo al final.
—Y la verdad, tampoco sabría por dónde decirle que empezara. Aquí no hay nadie que trabaje en serio desde hace tres años. Cuando me hace falta, sólo puedo contratar a esos perezosos inútiles del pueblo.
¿SÍ?
—Entonces, ¿no le importa?
TENGO UN CABALLO.
La anciana echó un vistazo detrás del desconocido. En su patio delantero se encontraba el caballo más impresionante que había visto. Entrecerró los ojos.
—Ese es su caballo, ¿no?
SÍ.
—¿Y quiere trabajar por seis peniques a la semana?
SÍ.
La anciana frunció los labios. Miró fijamente al desconocido, luego al caballo del desconocido, luego al estado ruinoso en que se encontraba su granja. Por último, pareció tomar una decisión, probablemente basándose en la teoría de que alguien que no posee caballos no tenía nada que temer de un ladrón de caballos.
—Usted dormirá en el granero, ¿me ha entendido bien? —indicó.
¿DORMIR? AH. SÍ, CLARO. SÍ, TENDRÉ QUE DORMIR.
—Por supuesto, no puedo permitir que duerma en la casa. No estaría bien visto.
ME ENCONTRARÉ PERFECTAMENTE EN EL GRANERO, SE LO ASEGURO.
—En cambio, sí puede entrar a las horas de las comidas.
MUCHAS GRACIAS.
—Soy la señorita Flitworth.
SÍ.
La mujer aguardó.
—Supongo que usted también tendrá nombre.
SÍ. ES CIERTO.
La mujer aguardó de nuevo.
—¿Y bien?
¿DISCULPE?
—¿Cuál es su nombre?
El desconocido se la quedó mirando un instante. Luego miró a su alrededor, frenético.
—Venga —insistió la señorita Flitworth—. No voy a contratar a nadie que no tenga nombre. ¿Señor...?
La figura miró hacia arriba.
¿SEÑOR CIELO?
—Nadie se apellida Cielo.
¿SEÑOR... PUERTA?
La anciana asintió.
—Es posible. Es posible que se llame Puerta. Una vez conocí a un tipo que se llamaba Puertas. Bien. Señor Puerta. ¿Y de nombre? No me diga que tampoco tiene. Seguro que se llama Bill, o Tom, o Bruce, o uno de esos.
SÍ.
—¿Qué?
UNO DE ÉSOS.
—¿Cuál?
EH... EL PRIMERO.
—¿Se llama Bill?
¿SÍ?
La señorita Flitworth puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, Bill Cielo... —dijo.
PUERTA.
—Sí, claro. Perdone. De acuerdo, Bill Puerta...
LLÁMEME BILL.
—Y usted llámeme señorita Flitworth. Supongo que querrá cenar algo...
¿DE VERAS? AH. SÍ. CENAR. LA COMIDA DE LA NOCHE. POR SUPUESTO.
—La verdad es que parece medio muerto de hambre. O más que medio.
Entrecerró los ojos para ver mejor a la figura. No sabía por qué, pero resultaba difícil describir el aspecto de Bill Puerta, o recordar el sonido exacto de su voz. Obviamente, estaba allí, y había hablado, sin duda. Si no, ¿por qué lo iba a recordar?
—En esta zona hay mucha gente que no utiliza el nombre que le pusieron al nacer —suspiró al final la anciana—. Y, como siempre digo yo, no es bueno ir por ahí haciendo preguntas personales. Supongo que sabrá usted trabajar bien, señor Bill Puerta. Todavía estoy recogiendo el heno de los prados de arriba, y cuando llegue la temporada de la cosecha habrá mucho trabajo. ¿Sabe manejar la guadaña?
Bill Puerta pareció meditar largo rato sobre aquella pregunta.
CREO QUE LA RESPUESTA A ESO ES UN ROTUNDO «SÍ», SEÑORITA FLITWORTH —dijo al final.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo también decía siempre que no era bueno ir por ahí haciendo preguntas personales, al menos cuando iban dirigidas a él e iban en la línea de «¿Son suyas esas cosas, tiene permiso para venderlas?». Pero, al parecer, nadie tenía intención de increparle por estar vendiendo propiedades ajenas, y a él con eso le bastaba y le sobraba. Aquella mañana ya había vendido más de un millar de las pequeñas esferas, hasta tuvo que contratar a un troll para que le transportara el flujo de mercancía procedente de la misteriosa fuente en el almacén subterráneo.
A la gente le encantaban.
La técnica de funcionamiento era sencilla hasta lo risible, y el ciudadano medio de Ankh-Morpork podía aprehenderla con facilidad tras unos cuantos intentos fallidos.
Si se le daba una sacudida a la esfera, en el líquido del interior se agitaba una nube de blancos copitos de nieve, que luego se iban posando suavemente sobre una pequeña reproducción a escala de un lugar famoso de Ankh-Morpork. En algunos globos se trataba de la Universidad, o de la Torre del Arte, o del Puente de Latón, o del Palacio del Patricio. Las diminutas maquetas estaban realizadas con una sorprendente cantidad de detalles.
Y, de repente, las esferas se acabaron. Bueno, es una lástima, pensó Ruina. Como no le habían pertenecido desde el punto de vista técnico (aunque moralmente..., por supuesto, moralmente eran suyas), no podía quejarse. Bueno, podía quejarse, por supuesto, pero sólo entre dientes, y a nadie en particular. Bien pensado, quizá fuera lo mejor que podía pasar. Amontona mucho y véndelo barato. Que te lo quiten de las manos..., así era mucho más fácil extenderlas abiertas, en un gesto de inocencia herida cuando decías: «¿Quién, yo?».
Aunque las esferas eran realmente bonitas. Excepto la caligrafía, por extraño que pareciera. Había algo escrito en la base de cada globo, con letras temblorosas, infantiles, como trazadas por alguien que nunca las hubiera visto y estuviera tratando de copiarlas. En la base de las esferas, bajo el complicado diseño del edificio cubierto de copos de nieve, se leía:
Mustrum Ridcully, archicanciller de la Universidad Invisible, era un autocondimentador[13] impenitente. Se hacía colocar ante él sus vinagreras especiales para aliñar antes de cada comida. Las vinagreras incluían sal, tres tipos de pimienta, cuatro tipos de mostaza, cuatro tipos de vinagre, quince clases diferentes de salsa picante y su favorita: la salsa Guau-Guau, una mezcla de cebolletas picantes, pepinillos picados, alcaparras, mostaza, mangos, higos, bonetero rallado, esencia de anchoas, asa fétida y, cosa significativa, azufre y salitre para darle sabor. Ridcully había heredado la receta de su tío, quien, tras tomarse medio litro largo de esta salsa durante un banquete nocturno, se comió un bizcocho de carbón para aposentar el estómago, encendió la pipa y desapareció en circunstancias misteriosas e inexplicables, aunque al verano siguiente encontraron sus zapatos sobre el tejado de la casa.
El almuerzo consistía en carne fría de carnero. El carnero iba de maravilla con la salsa Guau-Guau. Por ejemplo, la noche en que murió el pariente de Ridcully, habían ido juntos al menos cinco kilómetros.
Mustrum se ató la servilleta al cuello, se frotó las manos y alargó una.
La bandeja de los condimentos se apartó.
Extendió la mano de nuevo. La bandeja se deslizó otro par de centímetros.
Ridcully suspiró.
—Venga, muchachos —gruñó—. Ya conocéis las normas, nada de magia en la mesa. ¿Quién está haciendo el gilipollas?
Los otros magos superiores lo miraron.
—No..., no..., no..., no creo que tengamos que hacerlo —dijo el tesorero, que en aquellos momentos sólo rozaba la cordura en contadas ocasiones—. Creo..., creo..., creo... que ya está hecho.
Miró a su alrededor, dejó escapar una risita histérica, y volvió a concentrarse en la labor de cortar el carnero con la cuchara. Dadas las circunstancias, los demás magos mantenían los cuchillos fuera de su alcance.
La bandeja de condimentos flotó en el aire, y empezó a girar lentamente. Luego explotó.
Los magos, empapados de vinagre y especias carísimas, observaron los restos con expresiones de lo más serias.
—Ha debido de ser la salsa —aventuró el decano—. Anoche me pareció que estaba cerca de alcanzar el punto crítico.
Algo le cayó en la cabeza y aterrizó sobre su plato de comida. Era un tornillo de hierro negro, de varios centímetros de longitud.
Otro tornillo causó una ligera contusión al tesorero.
Tras un par de segundos, un tercero aterrizó de punta sobre la mesa, junto a la mano del archicanciller, y se quedó clavado.
Los magos miraron hacia arriba.
Por las noches, la iluminación de la Gran Sala provenía de una gigantesca lámpara de araña, aunque esta palabra, que se suele asociar a brillantes trocitos de cristal en forma de prisma, no podía resultar más inapropiada para el enorme trasto pesado, negro, cubierto de sebo, que colgaba del techo como un paracaídas amenazador. Podía acoger hasta un millar de velas. Se encontraba suspendido directamente encima de la mesa de los magos superiores.
Otro tornillo cayó tintineando al suelo, junto a la chimenea.
El archicanciller carraspeó.
—¿Corremos? —sugirió.
El candelabro cayó.
Los trocitos de mesa y vajilla fueron a estrellarse contra las paredes. Letales pedazos de sebo, del tamaño de la cabeza de un hombre, salieron disparados por las ventanas. Una vela entera se propulsó desde el lugar de la catástrofe a una velocidad monstruosa, y se clavó a varios centímetros de profundidad en la puerta.
El archicanciller se las arregló para salir de entre los restos de su silla.
—¡Tesorero! —aulló.
El tesorero fue exhumado de la chimenea.
—¿S-sí, archicanciller? —tartamudeó.
—¿Qué significaba eso?
El sombrero de Ridcully se elevó sobre su cabeza.
Era el típico sombrero de mago, puntiagudo y de ala blanda, pero había sido adaptado al estilo de vida deportista y activo del archicanciller. Tenía clavadas varias moscas artificiales para cebo. Llevaba en la banda una ballesta muy pequeña, por si acaso veía algo contra lo que disparar mientras estaba haciendo jogging, y Mustrum Ridcully había descubierto que el extremo puntiagudo tenía el tamaño exacto para meter una botella del Peculiar Coñac Muy Viejo de Bentinck. Sí, el archicanciller estaba muy apegado a su sombrero.
Pero el sombrero ya no estaba apegado a él.
Flotaba libre por la habitación. Se oyó el sonido tenue pero claro de un gorgoteo. El archicanciller se puso en pie de un salto.
—¡Cacho cabrón! —rugió—. ¡Que eso cuesta nueve dólares el botellín!
Se lanzó hacia el sombrero, pero no alcanzó su objetivo. Siguió avanzando a trompicones por el aire, hasta detenerse a varios metros por encima del suelo. El tesorero, nervioso, alzó una mano.
—Puede que sea carcoma —sugirió.
—Si esto se prolonga un momento más —rugió Ridcully—, oídme bien, aunque sea un sólo segundo, me pondré muy furioso, ¿entendido?
Cayó bruscamente al suelo, en el mismo momento en que las enormes puertas se abrían. Uno de los porteros de la Universidad entró a trompicones, seguido por un escuadrón de la guardia palaciega del patricio.
El capitán de la guardia escrutó al archicanciller de la cabeza a los pies, con la expresión de esas personas para quienes la palabra «civil» se pronuncia más o menos en el mismo tono que «cucaracha».
—¿Tú eres el que manda aquí? —preguntó.
El archicanciller se sacudió la túnica y trató de atusarse la barba.
—Yo soy el archicanciller de esta universidad, sí —replicó con frialdad.
El capitán de la guardia examinó la sala con mirada curiosa. Todos los estudiantes estaban acurrucados en el rincón más alejado. Las paredes estaban casi cubiertas de comida hasta el techo. Había trozos de mobiliario en torno a los restos del candelabro, que se erguía como los árboles alrededor del punto de impacto de un meteorito particularmente dañino.
Luego habló con el tono asqueado de quien dejó de recibir educación institucional a los nueve años, pero que ha oído contar muchas cosas...
—Con que permitiéndonos un poco de diversión juvenil, ¿eh? —bufó—. ¿Tirándose miguitas de pan unos a otros, y esas cosas?
—¿Puedo preguntar qué significa esta intromisión? —preguntó Ridcully con voz gélida.
El capitán de la guardia se apoyó en su lanza.
—Bueno —empezó—, os explicaré cómo están las cosas. El Patricio se ha escondido en su habitación, porque los muebles del palacio van volando por todas partes como locos; los cocineros no quieren ni entrar en la cocina por lo que está pasando allí...
Los magos trataron de no mirar la punta de la lanza. Se estaba desenroscando.
—En fin —prosiguió el capitán, sin advertir los tenues sonidos metálicos—, que el patricio ha mirado a través del ojo de la cerradura, y me ha dicho: «Douglas, si no te importa, ve a la Universidad y pregunta al que manda allí si tendría la amabilidad de pasarse por aquí un momento, siempre que no esté muy ocupado». Pero claro, si lo preferís, puedo volver al palacio y decirle que estáis muy ocupados con vuestras diversiones estudiantiles.
La punta de la lanza ya casi se había desprendido del asta.
—¿Me estáis escuchando? —insistió el capitán de la guardia con tono de sospecha.
—¿Eh? ¿Qué? —dijo el archicanciller, que apenas conseguía apartar los ojos de la pieza de metal—. Oh. Sí. Bueno, amigo mío, le puedo garantizar que nosotros no somos responsables de lo que...
—¡Aaaargh!
—¿Cómo?
—¡La punta de la lanza me ha caído en el pie!
—¿De verdad? —dijo Ridcully con inocencia.
El capitán de la guardia daba saltitos a la pata coja.
—A ver, vosotros, mierda de hechiceros, ¿vais a venir o no? —aulló entre dos saltos—. El jefe está mosqueado. Pero que muy mosqueado.
Una gran nube informe de Vida se movía sobre el Mundodisco, como el agua que se acumula tras una presa cuando las compuertas están cerradas. Sin una Muerte que se llevara la fuerza vital cuando ésta completaba su misión, no tenía adónde ir.
Aquí y allá, se conectaba a tierra en actividad sobrenatural aleatoria, como los chispazos de los rayos veraniegos antes de una gran tormenta.
Todo lo que existe anhela vivir. En eso se basa lo de los ciclos vitales. Ese anhelo es el motor que impulsa los potentes bombeos biológicos de la evolución. Todo intenta trepar centímetro a centímetro por el árbol, clavando las garras, aferrándose con los tentáculos o deslizándose gracias a mucosidades hasta el siguiente puesto ventajoso, hasta llegar a la mismísima cima..., cosa que, al final, nunca da la sensación de que el esfuerzo haya merecido la pena.
Todo lo que existe anhela vivir. Incluso las cosas que no están vivas. Incluso las cosas que tienen una especie de subvida, una vida metafórica, una casi vida. Y ahora, de la misma manera que una repentina oleada de calor hace que broten flores exóticas, antinaturales...
Las pequeñas esferas tenían un algo especial. Uno se sentía impelido a cogerlas, a sacudirlas, a ver cómo giraban y brillaban los hermosos copos de nieve. No podía dejar de llevárselas luego a casa para ponerlas sobre la repisa de la chimenea.
Y luego todos las olvidaban.
Las relaciones entre la Universidad Invisible y el patricio, gobernante absoluto y casi benévolo dictador de Ankh-Morpork, eran complejas y sutiles.
Los magos defendían la idea de que, como servidores de una verdad superior, no estaban sometidos a las leyes mundanas de la ciudad.
El patricio decía que sí, que era muy cierto, pero que tenían que pagar los jodidos impuestos como todo hijo de vecino.
Los magos decían que, como seguidores de la luz de la sabiduría, no debían lealtad a ningún mortal.
El patricio decía que muy posiblemente eso fuera verdad, pero que también era verdad que debían a la ciudad doscientos dólares de impuestos por cabeza y año, a pagar en plazos trimestrales.
Los magos decían que los edificios de la Universidad se alzaban en terreno mágico, y por tanto estaban exentos de toda carga fiscal, y que además no se podían poner impuestos al conocimiento.
El patricio decía que claro que se podía. Que eran doscientos dólares per capita. Que si lo de «per capita» suponía algún problema, la decapitación era una solución rápida.
Los magos decían que la Universidad nunca había pagado impuestos a la autoridad civil.
El patricio decía que no tenía intención de seguir siendo civilizado mucho tiempo más.
Los magos decían, ¿qué tal unos cómodos plazos?
El patricio decía que les estaba ofreciendo unos cómodos plazos. Que no les gustaría saber cómo eran los plazos incómodos.
Los magos decían que había habido un gobernante en..., oh, más o menos en el Siglo de la Libélula, que había intentado dar órdenes a la Universidad. El patricio podía pasar cuando quisiera a echarle un vistazo.
El patricio decía que lo haría. Vaya si lo haría.
Al final, se llegó a un acuerdo según el cual los magos, aunque por supuesto no pagarían impuestos, harían un donativo absolutamente voluntario de, bueno, pongamos doscientos dólares por cabeza, sin perjuicio de, mutatis mutandis, sin condiciones, que se utilizaría estrictamente para objetivos no militares y siempre respetuosos con el medio ambiente.
Era ésta dinámica interrelación entre los diferentes bloques de poder político lo que hacía que Ankh-Morpork fuera un lugar tan interesante, estimulante y, sobre todo, jodidamente peligroso, para vivir.[14]
Los magos superiores no solían salir a menudo para recorrer lo que en Bienvenidos a Ankh-Morpork probablemente se denominaba las callejuelas pintorescas y los locales típicos de la ciudad, pero aun así enseguida les resultó evidente que estaba pasando algo raro. No era que las piedras no volaran de vez en cuando por los aires, pero generalmente era porque alguien las había lanzado. Lo corriente no era que flotaran por su cuenta.
Una puerta se abrió de golpe, y por ella salieron unos pantalones y una camisa, con un par de zapatos bailando tras ellos y un sombrero flotando a pocos centímetros del cuello vacío. Los siguió al momento un hombre delgado, tratando de hacer con una toallita anudada a toda prisa cosas para las que generalmente hacen falta unos pantalones.
—¡Eh, volved aquí! —gritó al ver que las prendas doblaban la esquina—. ¡Que todavía debo siete dólares por vosotros!
Un segundo par de pantalones salió a la calle para seguir apresuradamente a sus parientes.
Los magos se juntaron más, como un animal asustado con cinco cabezas puntiagudas y diez piernas. Todos se preguntaban quién sería el primero en hacer algún comentario.
—¡Esto es increíble! —rugió el archicanciller.
—¿Mmm? —replicó el decano en tono indiferente, como tratando de dar a entender que él veía cosas más increíbles que aquello a todas horas, y que el hecho de que el archicanciller llamara la atención sobre un simple traje que se movía por su cuenta estaba dejando muy mal al mundo de la magia.
—¡Anda ya! ¡Que en esta ciudad no hay muchos sastres que te den un segundo par de pantalones con un traje de siete dólares!-bufó Ridcully.
—Oh —dijo el decano.
—Si vuelve a pasar junto a nosotros, ponedle la zancadilla, que quiero echarle un vistazo a la etiqueta.
Una sábana se retorció para salir por una de las ventanas superiores y se alejó revoloteando por encima de los tejados contiguos.
—¿Sabéis? —empezó el conferenciante de runas modernas, que hacía un esfuerzo por hablar con voz tranquila y relajada—, no creo que esto sea magia. No sé, me da la sensación de que no es magia.
El filósofo equino rebuscó en las profundidades de los bolsillos de su túnica. Se oyeron tintineos amortiguados, crujidos y algún que otro graznido. Al final, consiguió sacar un cubo de cristal azul oscuro. El cubo tenía un cuadrante en una de las caras.
—¿Y lo llevas en el bolsillo? —se sobresaltó el decano—. ¡Es un aparato muy valioso!
—¿Qué demonios es? —quiso saber Ridcully.
—Un instrumento sorprendentemente sensible para la medición de la magia —respondió el decano—. Mide la densidad de un campo mágico. Es un taumómetro.
El filósofo equino alzó el cubo con gesto orgulloso, y apretó un botón de un lado.
En el cuadrante, una aguja vibró un instante, y luego se detuvo.
—¿Lo véis? —insistió el filósofo equino—. No es más que el residuo habitual, no representa ningún peligro para la salud pública.
—Habla más alto —indicó el archicanciller—. Con tanto ruido, no te oigo.
En las casas a ambos lados de la calle resonaban gritos y golpes estruendosos.
La señora Evadne Cake era medium, tirando a pequeñita.
No era una profesión que le diera excesivo trabajo. Pocos de los que morían en Ankh-Morpork sentían el menor deseo de charlar con los parientes que les habían sobrevivido. Todo lo contrario, parecían dispuestos a poner entre ellos tantas dimensiones místicas como pudieran. La señora Cake ocupaba su abundante tiempo libre con trabajos como modista y una activa colaboración en la iglesia. En cualquier iglesia. Era una mujer muy devota y religiosa, al menos según sus criterios personales.
Evadne Cake no era una de esas mediums que se rodean de cortinas de cuentas y barritas de incienso, en parte porque el incienso no le iba nada, pero sobre todo porque era una excelente profesional. Un buen mago puede dejar atónito a cualquiera con una simple caja de cerillas y un mazo de cartas de lo más vulgar: si quiere examinarlo, señor, verá que son unas cartas corrientes... No necesita para nada la ayuda de las mesas plegables, de esas con las que siempre te pillas los dedos, ni de los complicados sombreros de copa comprimibles que utilizan los prestidigitadores de categoría inferior. De la misma manera, a la señora Cake también le sobraban todos los accesorios. Hasta la bola de cristal grueso que tenía en su consulta era sólo como detalle para los clientes. En realidad, ella podía leer el futuro hasta en un tazón de gachas.[15] Podía tener una revelación ante una sartén de panceta frita. Se había pasado toda la vida entrando en el mundo de los espíritus..., aunque, en el caso de Evadne, el término «entrar» no era el más apropiado. Ella no era de las que se limitan a entrar. En su caso, más bien se trataba de irrumpir a zancadas en el mundo de los espíritus y exigir con tono firme que la llevaran ante su jefe.
Y, mientras se preparaba el desayuno y cortaba pedazos de comida de perros para Ludmilla, empezó a oír voces.
Eran voces muy tenues. No porque estuvieran por encima del umbral de audición, ya que no se trataba de esas voces que se pueden oír con unas vulgares orejas. Sonaban dentro de su cabeza.
... a ver si miras por dónde vas..., dónde estoy... eh, tú, sin empujar...
Luego las voces volvieron a desvanecerse.
Las sustituyó un sonido chirriante que procedía de la habitación contígua. La mujer apartó a un lado su huevo pasado por agua y atravesó la cortina de cuentas.
El sonido llegaba desde debajo del tapete liso, severo, sin concesiones, con el que resguardaba del polvo la bola de cristal.
Evadne volvió a la cocina y eligió la sartén más pesada. La blandió en el aire un par de veces para sopesarla, y luego volvió de puntillas a la habitación donde aguardaba la bola de cristal bajo su cobertor.
Levantó la sartén para atizar un golpe a cualquier cosa desagradable, y apartó la tela a un lado.
La bola estaba girando lentamente sobre su peana.
Evadne se la quedó mirando durante un buen rato. Al final, corrió las cortinas, se dejó caer sobre la silla y respiró hondo.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
La mayor parte del techo se le derrumbó encima.
Tras varios minutos y una cierta cantidad de esfuerzos, la señora Cake consiguió asomar la cabeza.
—¡Ludmilla!
Se oyeron unas pisadas suaves en el pasillo, y luego entró algo procedente del patio trasero. Era un ser de forma clara, incluso atractivamente femenina, al menos en sus rasgos generales, y lucía un vestido completamente normal. También era obvio que padecía un grave caso de vello superfluo, que no se podría disimular ni con todas las pinzas depilatorias del mundo. Además, llevaba los dientes y las uñas mucho más largos de lo que marcaba la moda para esta temporada. Cuando abrió la boca, uno casi esperaba oírla gruñir, pero en vez de eso habló con una voz agradable y absolutamente humana.
—¿Madre?
—Estoy aquí abajo.
La espantosa Ludmilla levantó una enorme viga y la arrojó a un lado con facilidad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿No tenías conectada la premonición?
—La apagué para hablar con el panadero. Cielos, eso me ha dado un buen susto.
—¿Quieres que te prepare una taza de té?
—Pues la verdad... en tus Días siempre aplastas las tazas en cuanto las coges.
—Pero cada vez se me da mejor —replicó Ludmilla.
—Estupendo, buena chica. De todos modos, gracias, pero me la prepararé yo.
La señora Cake se levantó, se sacudió los restos de yeso del delantal y dijo:
—¡Se pusieron a gritar! ¡Se pusieron a gritar! ¡Todos a la vez!
Modo, el jardinero de la Universidad, estaba plantando un lecho de rosas cuando el césped aterciopelado, antiguo, se agitó junto a él para luego dejar salir a un robusto y perenne Windle Poons, que parpadeó para protegerse de la intensa luz solar.
—¿Eres tú, Modo?
—El mismo, señor Poons —respondió el enano—. ¿Quiere que le eche una mano para levantarse?
—Me parece que me las puedo arreglar solo, pero muchas gracias.
—Si le hace falta, traigo la pala del cobertizo.
—No, no de verdad.
Windle se incorporó para salir de entre la hierba y se sacudió los restos de tierra húmeda que le habían quedado pegados a la túnica.
—Siento lo del césped —añadió, contemplando el agujero del suelo.
—No se preocupe, señor Poons.
—¿Tardó mucho tiempo en crecer?
—Creo que unos quinientos años.
—Vaya, cuánto lo lamento. Había apuntado a las bodegas, pero parece que me desorienté.
—No tiene por qué preocuparse, señor Poons —insistió el enano con tono alegre—. Además, últimamente todo crece de locura. Esta tarde llenaré el agujero y sembraré unas semillas. Quinientos años pasan volando, ya lo verá usted.
—Tal como van las cosas, es probable que sí —suspiró Windle, entristecido. Miró a su alrededor—. ¿Sabes si está el archicanciller? —preguntó.
—Los vi salir a todos, se dirigían al palacio —respondió el jardinero.
—En ese caso, iré a darme un baño rápido y a cambiarme de ropa. No quisiera molestar a nadie.
—Tenía entendido que no sólo estaba usted muerto, sino también enterrado —le señaló Modo mientras Windle le alejaba con paso tambaleante.
—Es cierto.
—A los buenos no hay manera de aplastarlos, ¿eh?
Windle se dio media vuelta.
—Por cierto..., ¿dónde está Elm Street?
Modo se rascó una oreja.
—¿No es una de las calles que salen de la carretera Mina de Melaza?
La naturaleza circular de la muerte de Windle Poons no le preocupaba demasiado. Al fin y al cabo, los árboles parecían muertos en invierno, pero volvían a resurgir cada primavera. Él mismo plantaba en la tierra semillas viejas y secas, y luego brotaban plantas frescas, jóvenes. No había prácticamente nada que muriera durante mucho tiempo. El abono era un buen ejemplo.
Modo creía en el abono con la misma pasión con que otras personas creían en los dioses. Sus montones de abono se elevaban, fermentaban, brillaban con luz tenue en la oscuridad, quizá debido a que Modo incluía en ellos ingredientes misteriosos y probablemente ilegales..., aunque nunca se había demostrado nada, y en cualquier caso nadie tenía ganas de excavar en uno para analizar con detalle su contenido.
Todo era materia muerta, pero, en cierto modo, viva. Y, desde luego, hacía crecer las rosas. El filósofo equino había explicado a Modo que sus rosas crecían tan grandes por un milagro de la existencia, pero el jardinero pensaba para sus adentros que lo hacían para alejarse lo máximo posible del abono.
Los montones iban a pasarlo de maravilla aquella noche. Las semillas se estaban portando muy bien. Modo nunca había visto plantas que crecieran tan deprisa y tan frondosas. Pensó que sin duda se debía a todo aquel abono.
Para cuando los magos llegaron al palacio, el edificio entero era un caos. Los muebles planeaban cerca del techo. Un montón de cuchillos, como un banco de pececillos plateados en el aire, pasó zumbando junto al archicanciller y se alejó en picado por un pasillo. El palacio parecía en las garras de un huracán selectivo y bien organizado.
Ya habían llegado otras personas. Entre ellas destacaba un grupo vestido de manera semejante a la de los magos en muchos aspectos, aunque un observador bien documentado podía advertir diferencias fundamentales.
—¿Sacerdotes? —se escandalizó el decano—. ¿Aquí? ¿Antes que nosotros?
Los dos grupos, subrepticiamente, empezaron a adoptar posturas que les dejaban las manos libres.
—¿Para qué sirve esa pandilla? —bufó el filósofo equino.
La temperatura metafórica descendió varios grados de golpe.
Una alfombra pasó ondulando por la sala.
El archicanciller intercambió una mirada con el corpulento sumo sacerdote de lo el Ciego. Al ser el sacerdote más importante del dios más importante del tortuoso panteón del Mundodisco, aquel hombre era lo más parecido que había en Ankh-Morpork a u a portavoz oficial sobre asuntos religiosos.
—Estúpidos crédulos —murmuró el filósofo equino.
—Liantes ateos —dijo un menudo acólito, arriesgándose a echar un vistazo desde detrás de la mole del sumo sacerdote.
—¡Idiotas ingenuos!
—¡Basura sin fe!
—¡Cretinos serviles!
—¡Hechicerillos de segunda!
—¡Sacerdotes sanguinarios!
—¡Magos entrometidos!
Ridcully arqueó una ceja. El sumo sacerdote asintió ligeramente.
Dejaron a una distancia segura a los dos grupos que intercambiaban imprecaciones, y echaron a andar como quien no quiere la cosa hacia una zona de la sala que estaba en relativa tranquilidad.
Allí, refugiados tras una estatua de uno de los predecesores del patricio, se dieron la vuelta y quedaron cara a cara.
—Bueno..., ¿qué tal van las cosas en el negocio de los diosecillos? —preguntó Ridcully.
—Hacemos lo que podemos en nuestra humildad. ¿Y qué tal vuestras peligrosas intromisiones en cosas que el hombre no debe ver?
—No van mal, no van mal. —Ridcully se quitó el sombrero y pescó algo en el interior del cono—. ¿Puedo ofrecerte un trago de algo?
—El alcohol es una trampa para el espíritu. ¿Te apetece un cigarrillo? Tengo entendido que vosotros no tenéis reparo en fumar.
—Yo sí. Si te contara lo que te hace eso en los pulmones...
Ridcully desenroscó la punta misma de su sombrero, y vertió en ella una generosa cantidad de coñac.
—Bien —dijo—. ¿Qué está pasando?
—Uno de nuestros altares empezó a flotar por el aire y luego se nos cayó encima.
—A nosotros se nos desatornilló un candelabro de araña. Aquí cada vez faltan más tornillos. ¿Sabes una cosa? Cuando veníamos, vi pasar un traje corriendo a toda velocidad. ¡Dos pares de pantalones por siete dólares!
—Mmm. ¿Llegaste a ver la etiqueta?
—Además, todo palpita. ¿Os habíais dado cuenta de que todo palpita?
—Pensábamos que era cosa vuestra.
—No, no es magia. Supongo que los dioses no estarán más descontentos que de costumbre...
—Aparentemente, no.
Tras ellos, los sacerdotes y los magos se gritaban ya barbilla contra barbilla.
El sumo sacerdote se acercó un poco más al archicanciller.
—Creo que tendré fuerza espiritual suficiente como para controlar un poquito de trampa —dijo—. No me sentía así desde que tuve a la señora Cake en mi rebaño.
—¿La señora Cake? ¿Quién es?
—Vosotros tenéis... Cosas espectrales procedentes de las Dimensiones Mazmorra, ¿verdad? Temibles peligros de vuestra profesión descreída, ¿no?
—Sí.
—Pues nosotros tenemos a la señora Cake.
Ridcully lo miró, interrogante.
—No preguntes nada —dijo el sacerdote con un escalofrío—. Da gracias por no tener que saberlo.
En silencio, Ridcully le pasó el coñac.
—Así, entre nosotros —prosiguió el sacerdote—, ¿tienes idea de qué está pasando? Los guardias están intentando apartar cosas para rescatar a su señoría. Ya te puedes imaginar que, cuando lo consigan, querrá respuestas. Y ni siquiera estoy seguro de conocer las preguntas.
—No es cosa de magia ni cosa de los dioses —dijo Ridcully, pensativo—. Oye, ¿me devuelves la trampa? Gracias. No es cosa de magia ni cosa de los dioses. Así que no queda gran cosa donde elegir.
—Supongo que no será algún tipo de magia que vosotros no conocéis, ¿verdad?
—Si lo es, no la conocemos.
—Parece lógico —hubo de reconocer el sacerdote.
—No quiero ni pensar que los dioses se estén dedicando a hacer cosas poco divinas, ¿eh? —insistió Ridcully, agarrándose a la última esperanza—. Quizá un par de ellos hayan cogido una rabieta, o algo por el estilo. No será como aquel asunto de las manzanas de oro...
—Parece que los dioses están bastante tranquilos últimamente —replicó el sumo sacerdote. Sus ojos brillaban mientras hablaba, como si estuviera leyendo un texto grabado en el interior de su cabeza—. Hyperopia, diosa de los zapatos, está convencida de que Sandelfon, dios de los pasillos, es el hermano gemelo de Grunio, dios de la fruta fuera de temporada, y de que fueron separados al nacer. La cuestión es, ¿quién puso la cabra en la cama de Offler, el dios cocodrilo? ¿Acaso está Offler tramando una alianza con Sek, el de las siete manos? Entretanto, Hoki el Bromista ha vuelto a las andadas con sus trucos...
—Sí, sí, muy bien —lo interrumpió Ridcully—. La verdad es que, personalmente, nunca me ha interesado demasiado todo ese lío.
Detrás de ellos, el decano trataba de impedir que el conferenciante de runas modernas transformara al sacerdote de Offler, el dios cocodrilo, en un juego de maletas de viaje, y el tesorero sangraba mucho por la nariz tras un golpe fortuito con un incensario.
—Creo que, dadas las circunstancias —empezó Ridcully—, tenemos que presentar un frente unido. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asintió el sumo sacerdote.
—Perfecto. Por ahora.
Una pequeña alfombra pasó ondulando a la altura de sus ojos. El sumo sacerdote le devolvió la botella de coñac.
—Por cierto —dijo—, mamá me ha dicho que últimamente no escribes.
—Sí... —El resto de los magos se habrían sorprendido mucho ante la expresión de vergüenza y contrición de su archicanciller—. Es que he estado muy ocupado. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Me dijo que te recordara que nos espera a los dos para comer el Día de la Vigilia de los Puercos.
—No, si no se me había olvidado —respondió Ridcully, malhumorado—. Me muero de impaciencia.
Se volvió hacia la batalla campal que tenía lugar tras ellos.
—Ya basta, muchachos —dijo.
—¡Hermanos! ¡Desistid! —exclamó el sumo sacerdote.
El filósofo equino aflojó su presa de la cabeza del sumo sacerdote del culto de Hinki. Un par de curas dejaron de dar patadas al tesorero. Hubo un atusamiento generalizado de ropas, una búsqueda de sombreros y varias ráfagas de tosecillas avergonzadas.
—Eso está mejor —asintió Ridcully—. Escuchad bien, su Eminencia el Sumo Sacerdote y yo hemos tomado la decisión de...
El decano se volvió hecho una furia hacia un menudo obispo.
—¡Me ha pegado una patada! ¡Sí, tú, me has pegado una patada!
—¡Oooh! ¡Yo no he sido, hijo mío!
—¡Y tanto que sí! —rugió el decano—. ¡De lado, para que no te vieran!
—... hemos decidido... —repitió Ridcully, clavando los ojos en el decano — buscar una solución para los asuntos que nos preocupan en estos momentos, y hacerlo en un clima de hermandad y buena voluntad y eso te incluye a ti, filósofo equino.
—¡No lo he podido evitar! ¡Él me ha empujado!
—¿Qué dices? ¡Los dioses te perdonen! —replicó con testarudez el archidiácono de Thrume.
Se oyó el ruido de un fuerte golpe en el piso superior. Una chaise-longe bajó a trompicones por las escaleras y destrozó la puerta del vestíbulo.
—Creo que los guardias todavía están intentando liberar al patricio —dijo el sumo sacerdote—. Por lo que parece, hasta sus pasadizos secretos se han bloqueado.
—¿Todos? ¡Yo pensaba que ese viejo astuto los tenía a cientos! —se sorprendió Ridcully.
—Pues se le han bloqueado del primero al último —insistió el sumo sacerdote—. Todos.
—Casi todos —dijo una voz tras ellos.
El tono de voz de Ridcully no cambió cuando se dieron la vuelta. Si acaso, le añadió una dosis extra de miel.
Una figura acababa de salir de la pared, al menos aparentemente. Era humana, pero sólo en términos generales. El patricio, delgado, pálido, vestido siempre en color negro polvoriento, siempre hacía que Ridcully pensara en un flamenco depredador, si es que existía algún flamenco negro y con la paciencia de una roca.
—Ah, Lord Vetinari —dijo—. Me alegra que hayas salido ileso.
—Caballeros, os recibiré en el Despacho Oblongo —respondió el patricio.
Detrás de él, un panel de la pared se deslizó en silencio.
—Esto..., creo que arriba hay un bueno número de guardias tratando de rescatarte... —empezó el sumo sacerdote.
El patricio hizo un gesto con la mano.
—No me gustaría interrumpirlos —replicó—. Así tienen algo que hacer, y se sienten importantes. Si no, su única ocupación sería pasarse el día sentados, con caras fieras y controlando sus vesículas. Venid por aquí.
El resto de los dirigentes de los demás gremios de Ankh-Morpork fueron llegando solos o en grupos de dos, y ocuparon poco a poco toda la sala.
El patricio se quedó sentado, con gesto sombrío, mirando fijamente el papeleo acumulado sobre su escritorio, mientras los hombres discutían.
—Pues nosotros no hemos sido —dijo el jefe de los alquimistas.
—Cuando vosotros andáis de por medio, las cosas siempre vuelan por los aires —replicó Ridcully.
—Sí, pero eso sólo se debe a algunas reacciones exotérmicas imprevistas —explicó el alquimista.
—Las cosas explotan —tradujo su ayudante sin levantar la vista.
—Bueno, sí, explotan, pero luego caen a tierra. No se quedan flotando por ahí, ni se desatornillan solas —insistió su jefe, al tiempo que le dirigía una mirada de advertencia—. Además, ¿por qué íbamos a hacerlo nosotros? ¡Tendríais que echar un vistazo a mi laboratorio! ¡Hay cosas flotando por todas partes! ¡Justo cuando iba a salir para acá, un recipiente carísimo de cristal se hizo añicos!
—Vaya, qué agudo.
La marea de cuerpos se apartó a un lado para dejar a la vista al Secretario General e Imbécil Jefe del Gremio de Bufones y Bromistas. El hecho de recibir tanta atención hizo que se acobardara, pero en realidad se pasaba la vida entera acobardado. Tenía aspecto de haber recibido un pastelazo más de la cuenta, de haber lavado demasiado a menudo sus pantalones con detergentes que estropeaban los colores y de poseer unos nervios que se desintegrarían por completo si oía el ruido de un matasuegras más. Los dirigentes de los demás gremios trataban de ser agradables con él, de la misma manera que la gente trata de ser agradable con quienes se encuentran de pie en la cornisa de un edificio muy alto.
—¿Qué quieres decir, Geoffrey? —preguntó Ridcully, con toda la amabilidad que fue capaz de reunir.
El bufón tragó saliva.
—Bueno, veréis... —titubeo—. Tenemos unos añicos, añicos de cristal, que seguramente serían muy afilados. O sea, agudos. Por eso he dicho que era agudo. ¿Entendéis? Es un juego de palabras. Mmm. Quizá no fuera muy bueno.
El archicanciller clavó la vista en unos ojos que eran como dos huevos mal cocidos.
—Ah, un chiste —dijo—. Claro. Jo jo jo.
Hizo una señal a los demás, alentándolos.
—Jo jo jo —dijo el sumo sacerdote.
—Jo jo jo —dijo el jefe del gremio de asesinos.
—Jo jo jo —dijo el dirigente alquimista—. ¿Y sabes por qué es aún más divertido? Porque los trocitos de cristal no eran nada afilados.
—Así que, en definitiva, lo que me estáis diciendo —intervino el patricio, mientras unas manos amables se llevaban al bufón— es que ninguno de vosotros sois los responsables de estos acontecimientos.
Al tiempo que hablaba, clavaba en Ridcully una mirada cargada de sentido.
El archicanciller estaba a punto de responder cuando un movimiento sobre el escritorio del patricio capto toda su atención.
Allí había una pequeña maqueta del palacio, dentro de una esfera de cristal. Y, junto a ella, reposaba un abrecartas.
El abrecartas se estaba doblando lentamente.
—¿Qué respondes? —insistió el patricio.
—Nosotros no hemos sido —dijo Ridcully con voz cavernosa.
El patricio siguió la dirección de su mirada.
El pequeño cuchillo ya estaba tan curvado como un arco.
El patricio miró fijamente a la avergonzada multitud que tenía delante, hasta que dio con el capitán Doxie, de la guardia de la ciudad.
—¿No puedes hacer algo? —exigió.
—Eh... ¿como qué, Señor? ¿Qué le puedo hacer al cuchillo? Quizá arrestarlo por doblamiento ilegal...
Lord Vetinari alzó las manos.
—¡Perfecto! ¡Así que no es cosa de magia! ¡Así que no es cosa de los dioses! ¡Así que no es cosa de nadie! Entonces, ¿quién es el responsable de esto? ¿Y quién va a hacer que cese? ¿A quién voy a acudir?
Media hora más tarde, la pequeña esfera de cristal había desaparecido. Nadie se dio cuenta. Nadie se da cuenta de esos detalles.
La señora Cake sí sabía muy bien a quién iba a acudir.
—¿Estás ahí, Hombre-Un-Cubo? —preguntó.
Luego se agachó, sólo por si acaso.
Una voz aflautada y petulante rezumó en el aire:
¿dónde ha estado? ¡aquí no hay quien se mueva!
La señora Cake se mordisqueó el labio inferior. Una respuesta tan directa sólo podía significar que su guía espiritual estaba preocupado. Cuando no tenía nada claro qué decir, solía pasarse cinco minutos hablando sobre búfalos y grandes espíritus blancos, aunque si Hombre-Un-Cubo había estado alguna vez cerca de un espíritu blanco, lo había confundido con una sábana. Y cualquiera sabía qué podía hacer con un búfalo.
—¿Qué quieres decir?
¿ha habido una catástrofe generalizada o algo por el estilo? ¿una especie de plaga de un minuto?
—Que yo sepa, no.
pues aquí dentro no podemos estar más apretados. ¿qué hacen todos estos aquí?
—¿A qué te refieres?
¿queréis callaros de una vez, que estoy intentando hablar con la señora? ¡eh, vosotros, los de allá, no gritéis tanto! ¿ah, sí? pues tú eres...
La señora Cake oía las otras voces que intentaban ahogar la de su guía.
—¡Hombre-Un-Cubo!
con que soy un pagano salvaje, ¿eh? ¿quieres saber lo que opina de ti este pagano salvaje? pues a ver si te enteras, yo llevo aquí cien años, ¡yo! ¡no tengo por qué soportar que me hable de esa manera alguien que todavía está caliente! bueno..., eso ya es el colmo..., te voy a...
Su voz se desvaneció.
La señora Cake consiguió recogerse la mandíbula.
Su voz reapareció.
... ah, ¿sí? ah, ¿sí? bueno, puede que fueras muy importante cuando estabas vivo, amigo, ¡pero aquí y ahora no eres más que una sábana con agujeros! vaya, parece que eso no te ha gustado, ¿eh?...
—Va a empezar a pelearse otra vez, mamá —dijo Ludmilla, que estaba enroscada junto al horno de la cocina—. Cuando va a pegar a alguien, siempre lo llama antes «amigo».
La señora Cake suspiró.
—Y, por lo que parece, se va a pelear con un montón de gente —insistió Ludmilla.
—Vale, vale, de acuerdo. Anda, ve a traerme un jarrón. Uno de los baratos.
Casi todo el mundo intuye, aunque no lo sepa a ciencia cierta, que todo lo que existe tiene asociada una forma espiritual que, tras la muerte, existe durante un corto plazo de tiempo en la grieta que separa el mundo de los vivos del de los muertos. Esto es muy importante.
—No, ése no. Ese perteneció a tu abuela.
Esta supervivencia fantasmal no se prolonga demasiado si no hay una consciencia que mantenga su integridad, pero, dependiendo de para qué lo quieras, ese escaso tiempo puede ser más que suficiente.
—Vale, ése mismo. Nunca me ha gustado el dibujo.
La señora Cake cogió el jarrón naranja con dibujos de peonias color violeta de entre las zarpas de su hija.
—¿Estás todavía ahí, Hombre-Un-Cubo? —preguntó.
te haré lamentar el día en que moriste, llorica de...
—Atrapa esto.
Dejó caer el jarrón contra el horno. El recipiente se hizo añicos.
Un momento más tarde, se oyó un sonido procedente del Otro Lado. Si un espíritu incorpóreo hubiera golpeado a otro espíritu incorpóreo con el fantasma de un jarrón, habría sonado exactamente así.
bien —dijo la voz de Hombre-Un-Cubo—, y no os olvidéis de que puedo tener más de éstos cuando quiera, ¿entendido?
Las Cake, madre y peluda hija, se hicieron un gesto de asentimiento mutuo.
Cuando Hombre-Un-Cubo volvió a hablar, su voz estaba cargada de presumida satisfacción.
nada, un pequeño altercado sobre problemas de antigüedad —dijo—. Sólo era cuestión de aclarar el asunto del espacio personal. aquí tenemos muchos problemas, señora Cake. Es como una sala de espera...
Se oyó el agudo clamor de otras voces incorpóreas.
... si no le importa podría llevar un mensaje, por favor, al señor...
... dígale a mi mujer que hay una bolsa llena de monedas en la cornisa de la chimenea...
... que no le dé la vajilla de plata a Agnes, no se lo merece después de lo que dijo sobre nuestra Molly...
... no tuve tiempo de dar de comer al gato, a ver si alguien puede...
¡callaos de una vez! —Este era Hombre-Un-Cubo de nuevo—. No tenéis ni idea de lo que os ha pasado, ¿verdad? ¿así hablan los fantasmas? ¿qué pasó con lo de «soy muy feliz aquí, esperaré a que te reúnas conmigo»?
... muy gracioso, si alguien más se reúne con nosotros, tendremos que ponernos en montones...
no se trata de eso. lo que digo es que no se trata de eso. cuando uno es un espíritu, tiene que decir ciertas cosas. ¿señora Cake?
—¿Sí?
tiene que informar a alguien sobre esto.
La señora Cake asintió.
—Ahora lo que tenéis que hacer todos es marcharos —dijo—. Me está entrando una de mis jaquecas.
La bola de cristal quedó en blanco.
—¡Vaya! —exclamó Ludmilla.
—No pienso ir a contárselo a los sacerdotes —dijo la señora Cake con firmeza.
No era porque la señora Cake no fuera una mujer religiosa. Como ya se ha mencionado, era una mujer extremadamente religiosa. No había un solo templo, iglesia, mezquita o pequeño grupo de megalitos a donde no hubiera asistido en un momento u otro de su vida. Como consecuencia de esto, era más temida que una Nueva Era de Iluminación; la sola visión del cuerpecito rechoncho de la señora Cake en el umbral era suficiente para que la mayor parte de los sacerdotes se interrumpieran a media invocación.
Los muertos. Esa era la cuestión. Todas las religiones tenían opiniones muy firmes en cuanto a lo de hablar con los muertos. Y la señora Cake también. Ellos defendían que era un pecado. La señora Cake defendía que no era más que simple cortesía.
Por lo general, esto llevaba a un acalorado debate eclesiástico, al final del cual la señora Cake solía dar al sumo sacerdote lo que ella denominaba «un par de opiniones». Había tantas opiniones de la señora Cake dispersas por la ciudad que resultaba sorprendente que a ella le quedara alguna, pero, por increíble que pareciera, cuantas más opiniones daba más parecían quedarle.
También estaba el asunto de Ludmilla. Ludmilla era todo un problema. El difunto señor Cake, quenpazdescanse, ni siquiera había silbado a la luna llena en toda su vida, y la señora Cake tenía serias sospechas de que su hija era un salto atrás biológico, algo procedente del pasado lejano de la familia, en las montañas. O quizá hubiera contraído la genética cuando era niña. Recordaba vagamente que, en cierta ocasión, su madre había aludido de pasada al hecho de que su tío abuelo Erasmus a veces tenía que comer debajo de la mesa. En cualquier caso, Ludmilla era una jovencita perfectamente honesta y erguida tres semanas de cada cuatro, y una mujer lobo perfectamente educada el resto del tiempo.
Pero los sacerdotes rara vez lo comprendían así. Para cuando la señora Cake se enfadaba con cualesquiera que fueran los sacerdotes[16] que en ese momento estuvieran haciendo de moderadores entre ella y los dioses, por lo general ya se había hecho cargo por la fuerza bruta de su personalidad de los arreglos florales, de quitar el polvo al altar, de limpiar el templo, de frotar con el estropajo la piedra de los sacrificios, de cuidar de las vírgenes honorarias, de arreglar los cojines y de todas las demás funciones vitales para el buen funcionamiento de cualquier religión, con lo cual su desaparición implicaba un caos absoluto.
La señora Cake se abrochó la chaqueta.
—No servirá de nada —señaló Ludmilla.
—Probaré a ver con los magos. Hay que decírselo —replicó la señora Cake.
La conciencia de su propia importancia la hacía estremecer como un rabioso balón del fútbol.
—Sí, pero tú misma dijiste que nunca te hacen caso —señaló Ludmilla.
—Hay que intentarlo. Por cierto, ¿qué haces fuera de tu habitación?
—Oh. madre, ya sabes que detesto ese cuarto. No hace falta que...
—Todas las precauciones son pocas. ¿Qué pasaría si te da un pronto y sales a cazar los pollos de los vecinos? ¿Qué se diría en el barrio?
—Nunca he sentido la menor necesidad de cazar pollos, madre —respondió Ludmilla con un suspiro.
—O podrías correr ladrando detrás de los carros.
—Es lo hacen los perros, madre.
—Me da igual, lo que tienes que hacer es volver a tu habitación, echar el cerrojo y coser un rato como una buena chica.
—Ya sabes que no puedo sujetar bien las agujas, madre.
—Inténtalo, hazlo por mí.
—Sí, madre —se rindió Ludmilla.
—Y no te acerques a la ventana, no quiero que asustes a la gente.
—Sí, madre. Y tú, lleva siempre la premonición conectada. Ya sabes que tus ojos no son los de antes.
La señora Cake se quedó mirando cómo su hija subía por las escaleras hacia el piso superior. Luego cerró la puerta de entrada tras ella, y echó a andar a zancadas hacia la Universidad invisible, donde, según tenía entendido, había un alto índice de insensateces.
Cualquiera que se hubiera molestado en observar el avance de la señora Cake por la calle, habría advertido un par de detalles extraños. A pesar de su caminar errático, nadie tropezaba con ella. No porque la gente la esquivara; sencillamente, la buena mujer nunca se encontraba en el mismo lugar que los demás. En cierto momento, titubeó durante un segundo, y se metió en un callejón. Un instante más tarde un barril cayó rodando de un carro que alguien estaba descargando ante la puerta de una taberna, y fue a estrellarse contra los guijarros del punto exacto donde había estado. La mujer salió del callejón, pasó por encima de los restos del barril, y siguió caminando sin dejar de refunfuñar entre dientes.
La señora Cake se pasaba mucho tiempo refunfuñando. Su boca se movía constantemente, como si siempre estuviera tratando de quitarse una pepita molesta de entre los dientes.
Llegó junto a las altas puertas negras de la Universidad, y titubeó de nuevo, como si escuchará los susurros de una voz interior.
Luego dio un paso a un lado y aguardo.
Bill Puerta estaba tendido en la oscuridad, sobre el montón de heno, y aguardaba. Desde abajo le llegaban de vez en cuando los ruidos equinos de Binky: algún que otro movimiento suave, el chasquido de las quijadas...
Bill Puerta. Así que ahora tenía nombre. Bueno, claro, siempre había tenido nombre, pero era relativo a lo que encarnaba, no a quién era. Bill Puerta. Tenía un sonido contundente, sólido. El señor Bill Puerta. William Puerta, hacendado. Billy P... no. Nada de Billy.
Bill Puerta se acomodó mejor en el heno. Rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó el reloj dorado. Era obvio que en la parte superior quedaba menos arena. Volvió a guardarlo.
Además, estaba la cuestión de «dormir». Sabía muy bien lo que era. La gente se pasaba mucho tiempo dedicada a esa actividad. Se tumbaban y se limitaban a dejar que sucediera. Era de suponer que tenía alguna función concreta. Bill Puerta aguardaba el momento con gran interés. Quería someterlo a un detallado análisis.
La noche vagó por encima del mundo, perseguida por un nuevo día.
Se oyeron suaves ruidos en el gallinero, al otro lado del patio.
—Cocoro..., eh...
Bill Puerta contempló el techo del granero.
—Kicocoro..., eh.
Una luz grisácea de amanecer se filtraba por las ranuras.
¡Pero si tan sólo unos momentos antes se filtraba la luz rojiza del ocaso!
Habían desaparecido seis horas.
Bill sacó apresuradamente el reloj. Sí. Desde luego, el nivel había bajado.
Mientras aguardaba el momento de experimentar el hecho de dormir, algo le había robado parte de su..., de su vida. Y encima, se había perdido la experiencia.
—Kikiriki..., Kicoro..., eh...
Bajó del altillo del granero y salió a la tenue niebla de la madrugada.
Las gallinas más viejas lo miraron con cautela mientras escudriñaba el interior de su hogar. Un gallo anciano y de aspecto francamente avergonzado clavó la vista en él y se encogió de hombros.
Se oyeron fuertes golpes metálicos cerca de la casa. Junto a la puerta colgaba un viejo aro de barril, y la señorita Flitworth lo golpeaba vigorosamente con un cucharón de cocina.
Bill Puerta se acercó para hacer algunas indagaciones.
¿POR QUE HACE ESE RUIDO, SEÑORITA FLITWORTH?
La mujer se dio la vuelta bruscamente, con el cucharón en el aire.
—¡Cielo santo, usted debe caminar como un gato!
¿POR QUÉ DEBO HACERLO?
—Quiero decir que no le he oído acercarse.
Retrocedió un paso y lo miró de arriba abajo.
—Tiene usted un algo que no acabo de comprender, Bill Puerta —dijo—. Y me gustaría saber qué es.
El esqueleto de más de dos metros le devolvió la mirada, impasible. Tenía la sensación de que no podía decir nada satisfactorio.
—¿Qué quiere para desayunar? —preguntó al final la anciana—. No es que importe gran cosa, porque no hay más que gachas.
Más tarde, pensó: debe de habérselas comido, porque el tazón está vacío. Entonces, ¿por qué no recuerdo nada?
También estaba el asunto de la guadaña. Bill Puerta parecía no haber visto una en toda su vida. La mujer le señaló los aperos. El se limitó a mirarlos con educación.
¿CÓMO LA AFILA, SEÑORITA FLITWORTH?
—¡Pero si está afilada de sobra!
¿CÓMO LA AFILA MÁS?
—No se puede. Lo afilado está afilado, y no puede estar más afilado.
Él blandió la guadaña a modo experimental, y dejó escapar un siseo de desaprobación. Además, la cuestión de la hierba. El prado del heno estaba en la parte superior de la colina, junto a la granja, por encima del maizal. La mujer observó a su ayudante durante un rato. Era el método más interesante que había presenciado en su vida. Nunca habría creído que fuera técnicamente posible.
—Qué bien —dijo al final—. Y sabe moverla y todo eso.
GRACIAS, SEÑORITA FLITWORTH.
—Pero ¿,por qué sólo corta una brizna de hierba cada vez?
Bill Puerta observó durante unos instantes las ordenadas hileras de tallos.
¿HAY OTRO SISTEMA?
—Sí, se pueden cortar muchas de un solo golpe.
NO. NO. UN TALLO CADA VEZ. UN GOLPE, UN TALLO.
—Así no cortará muchos —replicó la señorita Flitworth.
HASTA EL ÚLTIMO DE ELLOS, CRÉAME.
—¿De veras?
SÉ LO QUE HAGO.
La señorita Flitworth lo dejó con su tarea y volvió al edificio de la granja. Se quedó junto a la ventana de la cocina, observando la figura lejana que se movía por la ladera de la colina.
¿Qué habrá hecho?, se preguntaba. Tiene un Pasado. Es uno de esos Hombres Misteriosos, estoy segura. Quizá cometió un robo y ahora se está Ocultando.
Ya ha cortado toda una hilera. De uno en uno, pero, no sé cómo, más deprisa que cualquiera que cortara los tallos a manojos...
El único material de lectura de la señorita Flitworth era el Almanaque del Granjero y Catálogo de Semillas, que podía durar todo un año junto al retrete si nadie se ponía enfermo. Además de sensata información sobre las fases de la luna y la época de plantación para las diferentes semillas, narraba con escabroso detalle los diferentes asesinatos de masas, robos especialmente salvajes y desastres naturales que caían sobre la humanidad, siempre en un estilo semejante a «15 de Junio, año del Armiño Improvisado: tal día como hoy, hace ciento cincuenta años, un hombre murió por una increíble lluvia de guiso de carne en Quirm»; o bien «14 personas murieron a manos de Chume, el infame Lanzador de Arenques».
Lo más importante era que todo aquello sucedía en lugares muy lejanos, posiblemente a causa de algún tipo de intervención divina. En aquella zona, lo único criminal que sucedía era algún que otro robo de un pollo, o el paso de un troll errante. Por supuesto había ladrones y atracadores en las colinas, pero se llevaban bien con los residentes de la región y eran esenciales para el buen funcionamiento de la economía local. De todos modos, la señorita Flitworth se habría sentido mucho más segura con cualquier otro ayudante por los alrededores.
La oscura silueta que trabajaba en la ladera de la colina ya había adelantado mucho con la segunda hilera. Tras ella, la hierba cortada brillaba al sol.
HE TERMINADO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Pues vaya a dar de comer a la cerda. Se llama Nancy.
NANCY —repitió Bill, dando vueltas a la palabra en la boca, como si intentara verla por todos los lados.
—Se lo puse por mi madre.
IRÉ A DAR DE COMER A LA CERDA NANCY, SEÑORITA FLITWORTH.
A la señorita Flitworth le dio la sensación de que habían pasado escasos segundos.
YA HE TERMINADO, SEÑORITA FLITWORTH.
La mujer se lo quedó mirando. Luego, muy despacio, con deliberación, se secó las manos con un trapo, salió al patio y se encaminó hacia la pocilga.
Nancy estaba metida hasta los ojos en la artesa que contenía su comida.
La señorita Flitworth se preguntó para sus adentros cuál sería el comentario más adecuado para las circunstancias.
—Muy bien. Muy bien. Usted, usted, usted desde luego trabaja muy... deprisa.
SEÑORITA FLITWORTH, ¿POR QUÉ CANTA DE ESA MANERA EL GALLO? NO ES NORMAL.
—Ah, se refiere a Cyril. Tiene mala memoria, el pobre. ¿Verdad que es ridículo? Ya me gustaría que aprendiera correctamente.
Bill Puerta encontró un trozo de tiza en la vieja herrería de la granja, buscó un pedazo de tablón entre los escombros y escribió con sumo cuidado durante cierto tiempo. Después clavó el tablón delante del gallinero y se lo señaló a Cyril.
LEERÁS ESTO —dijo.
Cyril escudriñó con ojillos miopes el «Kikiriki» escrito en gruesos caracteres góticos. En su diminuto y enloquecido cerebro de gallo se abrió camino la idea clara, gélida, de que más le valía aprender a leer muy, muy deprisa.
Bill Puerta se había sentado entre el heno, y estaba meditando sobre los acontecimientos del día. Desde luego, había sido una jornada llena de novedades. Había cortado hierbajos, había alimentado a los animales, había arreglado una ventana. Encontró en el granero, colgado de un gancho, un viejo mono de trabajo. Parecía mucho más apropiado para un Bill Puerta que una túnica tejida con hilo de oscuridad absoluta, así que se lo puso. Y la señorita Flitworth le había dado un sombrero de paja de ala ancha.
Además, se había aventurado a recorrer el kilómetro escaso que lo separaba del pueblo. Ni siquiera era eso que se suele denominar «una ciudad de un solo caballo». Si alguien hubiera tenido un caballo allí, ya se lo habrían comido. Los residentes del lugar parecían ganarse la vida robándose unos a otros la ropa colgada de la colada.
Había hasta una plaza del pueblo, cosa ridícula. En realidad, no era más que una encrucijada grande, con una torre del reloj. Allí era donde se encontraba la única taberna. Bill Puerta había entrado.
Tras la pausa inicial mientras las mentes de todos los presentes se reajustaban para dejarle sitio, le habían ofrecido una cautelosa hospitalidad. Las novedades se transmiten aún más deprisa en una vid con pocas uvas.
—Usted debe de ser el nuevo ayudante de la granja de la señorita Flitworth —le dijo el camarero—. El señor Puerta, tengo entendido.
LLÁMEME BILL.
—¿Ah? Antes, en los viejos tiempos, era una buena granja. La verdad, no creíamos que la vieja fuera a quedarse.
—Ah —asintió una pareja de ancianos, sentados junto a la chimenea.
AH.
—Entonces, ¿es nuevo por aquí? —insistió el camarero.
El repentino silencio del resto de los hombres junto a la barra fue como un agujero negro.
NO EXACTAMENTE.
—¿Así que ya había estado antes?
SÓLO DE PASO.
—Se dice que la señorita Flitworth está bastante chalada —intervino una de las figuras que se sentaban en los bancos, bordeando las paredes ennegrecidas por el humo.
—Pero es más lista que el hambre —añadió otro de los clientes.
—Oh sí. Todo lo lista que quieras, pero no por eso menos chiflada.
—Y se dice que tiene cajas llenas de tesoros en la sala de su casa.
—Es muy agarrada, lo sé de buena tinta.
—Eso demuestra lo que yo digo. Los ricos siempre son agarrados.
—Bueno. Lista y rica. Pero chiflada.
—Cuando uno es rico, no está chiflado. Si eres rico, te llaman excéntrico.
El silencio regresó al local y lo invadió. Bill Puerta buscó a la desesperada algo que decir. Nunca se le había dado bien la charla insustancial. Quizá porque nunca había tenido ocasión de practicarla.
¿Qué solía decir la gente en ocasiones como aquélla? Ah. Sí.
INVITO A TODOS A UNA RONDA —anuncio.
Más tarde, le enseñaron un juego que consistía en una mesa con agujeros y redes por todo el borde, y unas bolas de madera talladas por mano experta. Al parecer, las bolas tenían que rebotar unas contra otras y luego entrar en los agujeros. Se llamaba Williamar. Él jugaba bien. En realidad, jugaba perfectamente. Al principio, no sabía cómo no hacerlo. Pero, cuando oyó a los presentes atragantarse unas cuantas veces, se corrigió y empezó a cometer errores con abrumadora precisión. Cuando le enseñaron a jugar a los dardos, ya le había cogido el tranquillo al asunto. Cuantos más errores cometía, mejor le caía a la gente. Así que lanzaba los pequeños dardos emplumados con gélida habilidad, sin permitir jamás que se clavaran a menos de treinta centímetros del lugar que le señalaban. Incluso hizo que uno rebotara en un clavo y luego en el candelabro del techo para al final aterrizar en una jarra de cerveza, lo que hizo que uno de los ancianos se riera hasta el punto de verse obligado a salir para tomar un poco de aire fresco.
Todos lo llamaban El Bueno de Bill.
Nadie lo había llamado así jamás.
Qué velada tan extraña.
Pero había habido un instante de peligro. En determinado momento, oyó una voz fina que decía: «Ese señor es un queleto». Se volvió para ver a una niña menuda, vestida con su camisón de dormir, que lo miraba por encima de la barra. En sus ojos no se reflejaba terror alguno, sino una especie de espanto fascinado.
El propietario de la taberna (a esas alturas, Bill Puerta ya sabía que se llamaba Lifton) dejó escapar una risita nerviosa y se disculpó.
—Tiene que perdonar a mi hija —dijo—. Qué cosas dicen los niños, ¿eh? Anda, Sal, vuelve a la cama. Y di al señor Puerta que lo sientes.
—Es un queleto con ropa —insistió la chiquilla—. ¿Por qué no se le cae lo que bebe por los huecos?
Casi había sufrido un ataque de pánico. Aquello indicaba que sus poderes intrínsecos se estaban esfumando. Por lo general, la gente no podía ver su presencia física: él ocupaba un punto ciego de todos los sentidos, que los demás llenaban mentalmente con cualquier otra cosa que prefiriesen ver. Pero, evidentemente, la incapacidad de los adultos para verlo no resistiría demasiado contra aquel tipo de declaraciones insistentes. Ya notaba el desconcierto general a su alrededor. Entonces, justo a tiempo, la madre de la niña llegó de la trastienda y se la llevó. Se oyeron unas últimas protestas amortiguadas por la distancia, del estilo de «... un queleto, con todos los huesos al aire...», que desaparecieron por las escaleras.
Y, durante todo aquel tiempo, el antiguo reloj situado sobre la chimenea no dejó de tictaquear, mientras le arrancaba segundos de su vida. Hacía poco tiempo había tenido la sensación de que le quedaban muchos...
Se oyeron unos golpes suaves en la puerta del granero, debajo del altillo del heno. Luego se abrió.
—¿Está usted presentable, Bill Puerta? —preguntó la voz de la señorita Flitworth en la oscuridad.
Bill Puerta analizó la frase, buscando su sentido por el contexto.
¿SÍ? —aventuró al final.
—Le he traído un vaso de leche caliente.
¿SÍ?
—Venga, baje deprisa. Si no, se le enfriará.
Con cautela, Bill Puerta bajó por la escalerilla de madera. La señorita Flitworth sostenía un farolillo, y tenía un chal sobre los hombros.
—Le he puesto canela. Mi Ralph siempre la bebía con canela —suspiró.
Bill Puerta fue perfectamente consciente de la gama de tonos subyacentes y sobreentendidos, de la misma manera que un astronauta es consciente de las pautas que marcan el clima muy por debajo de él: todo está a la vista, no falta nada, se lo puede estudiar con detalle, y se encuentra completamente al margen de la experiencia del momento.
GRACIAS —dijo.
La señorita Flitworth miró a su alrededor.
—Se las ha arreglado usted para ponerse cómodo aquí —dijo con tono animado.
SÍ.
La mujer se abrigó más con el chal.
—Bueno, entonces, me vuelvo para la casa —dijo—. Ya me llevará la jarra mañana por la mañana.
Se adentró rápidamente en la noche.
Bill Puerta subió al altillo con la jarra de leche. La colocó sobre una viga baja, se sentó y se la quedó mirando hasta que estuvo completamente fría y la vela se hubo consumido.
Tras un rato, se dio cuenta de que oía un siseo insistente. Sacó el reloj dorado y lo puso en el rincón más alejado del altillo, bajo un montón de heno.
No sirvió de nada.
Windle Poons fue examinando con los ojos entrecerrados los números de las casas (sólo por esta calle habían muerto un centenar de Pinos Contadores), hasta que se dio cuenta de que no le hacía falta. Estaba siendo miope por la fuerza de la costumbre. Mejoró su visión.
Tardó cierto tiempo en encontrar el número 688, porque en realidad se trataba de un primer piso, situado sobre el taller de un sastre. Se accedía a él por un callejón, al final del cual había una puerta de madera. Sobre la pintura cuarteada, alguien había clavado una tarjeta en la que se leía, en caligrafía optimista:
La puerta daba a un tramo de escaleras que olían a pintura vieja y a moscas muertas. Crujían aún más que las rodillas de Windle.
Alguien había estado garabateando las paredes. La fraseología era exótica, pero el tono general le resultaba lo suficientemente familiar: ¡Fantasmas del mundo, en pie!, No tenéis nada que perder, sólo las cadenas, La mayoría silenciosa exige derechos para los Muertos y ¡¡Llegará el fin del vitalismo!!
En la cima de las escaleras había un rellano con una puerta. En el pasado más remoto, alguien había colgado del techo una lámpara de aceite, pero por su aspecto parecía que nadie la había encendido en los mil últimos años. Una vieja araña, que probablemente sobrevivía gracias a los restos del aceite, lo miró con cautela desde su nido.
Windle volvió a mirar la tarjeta. Respiró hondo por la fuerza de la costumbre, y llamó a la puerta.
El archicanciller volvió a la Universidad a zancadas, hecho una furia. El resto de los magos seguían su paso como podían.
—¡Que a quién va a acudir, dice! ¡Ya estamos aquí los magos!
—Sí, pero en realidad no sabemos qué está pasando, ¿verdad?-señaló el decano.
—¡Pues lo vamos a averiguar! —rugió Ridcully—. ¡No sé a quién va a acudir él, pero tengo jodidamente claro a quién voy a acudir yo!
Se detuvo bruscamente. El resto de los magos chocaron contra él.
—Oh, no —gimió, el filósofo equino—. ¡Por favor, eso no!
—¡Pero si no pasa nada!-replico Ridcully—. No hay por qué preocuparse; la verdad es que anoche estuve leyendo sobre el tema. Ni siquiera hace falta gran cosa, se puede hacer con tres trocitos de madera y...
—Cuatro centilitros de sangre de ratón —terminó el filósofo equino con voz lastimera—. Y tampoco eso es imprescindible. Se puede hacer con dos trocitos de madera y un huevo. Aunque tiene que ser un huevo fresco.
—¿Por qué?
—Supongo que el ratón se siente mejor así.
—No, me refiero al huevo.
—Oh, ¿quién sabe cómo se siente un huevo?
—En cualquier caso —intervino el decano—, es muy peligroso. Siempre he tenido la sensación de que sólo se queda dentro del octograma para guardar las apariencias. Además, no me gusta nada esa manera en que te mira y parece estar contando.
—Es verdad —asintió el filósofo equino—. No hay necesidad de que lo hagamos. Hemos superado muchas cosas. Dragones, monstruos, ratas..., ¿os acordáis de las ratas, el año pasado? Parecía que estaban por todas partes. Y Lord Vetinari no nos hacía caso, ¿él?, qué va. En cambio, pagó mil piezas de oro a aquel charlatán de los leotardos rojos y amarillos para que nos librara de ellas.
—Pero dio resultado —señaló el conferenciante de runas modernas.
—Claro que dio resultado, ¿no te fastidia? —bufó el decano—. También dio resultado en Quirm, y en Sto Lat. Y se habría salido con la suya en Pseudópolis si alguien no lo hubiera reconocido. ¡Se hacía llamar El Increíble Maurice y sus Ratas Domesticadas.
—No sirve de nada intentar cambiar de tema —los interrumpió Ridcully—. Vamos a llevar a cabo el Rito del CuesthiEnte, ¿de acuerdo?
—Invocar a la Muerte —gimió el decano—. Oh, cielos.
—La Muerte no tiene nada de malo —señaló Ridcully—. Es un tipo muy profesional. Alguien tiene que encargarse de ese trabajo, y él lo hace. Así de sencillo. Sabrá qué está pasando.
—Oh, cielos —repitió el decano.
Llegaron junto a la entrada. La señora Cake dio un paso adelante para interponerse en el camino del archicanciller.
Ridcully arqueó las cejas.
El archicanciller no era de esos hombres que se divierten siendo groseros y bruscos con las mujeres. O, para ser más exactos, era grosero y brusco con todo el mundo en general, sin consideraciones de sexo, lo que en cierto modo se podía considerar bastante equitativo. Y, si la siguiente conversación no hubiera tenido lugar entre alguien que escuchaba lo que los demás le decían con varios segundos de antelación, y alguien que no escuchaba lo que los demás le decían en absoluto, todo habría sido muy diferente. O también es posible que no.
La señora Cake empezó con una respuesta.
—¡No soy su querida señora! —le espetó.
—¿Quién es usted, mi querida señora? —preguntó el archicanciller.
—Bueno, es que ésa no es manera de hablar a una persona respetable —replicó la señora Cake.
—No hay necesidad de que nos pongamos nerviosos —dijo Ridcully.
—Oh, rayos, ¿de verdad estoy haciendo eso? —se sobresaltó la señora Cake.
—Oiga, ¿por qué me responde antes de que le diga nada?
—¿Qué? —¿A qué se refiere?
—¿A qué se refiere usted?
—¿Qué?
Se miraron el uno al otro, encajonados en un bucle irrompible de la conversación. Entonces, la señora Cake lo comprendió.
—Ah, ya veo, estoy otra vez haciendo premoniciones prematuras. —Se metió un dedo en la oreja y lo retorció con sonidos húmedos—. Bueeeno, ya está todo bien. Iba diciendo que no hay motivo...
Pero Ridcully ya había tenido suficiente.
—Tesorero —ordenó—, dale a esta mujer una moneda y que vuelva a sus asuntos.
—¿Cómo? —se escandalizó la señora Cake, increíblemente furiosa.
—Este mundo está cada vez peor —dijo Ridcully al decano mientras se alejaban.
—Es la presión y las tensiones de vivir en una gran ciudad —señaló el filósofo equino—. Lo he leído no sé dónde. Afecta mucho a la gente.
Atravesaron la verja por una de las grandes puertas, que el decano cerró ante las narices de la señora Cake.
—Puede que no venga —dijo el filósofo equino cuando cruzaron la sala—. No vino a la fiesta de despedida del pobre Windle.
—Al Rito sí vendrá —replicó Ridcully—. No es una simple invitación, ¡es una orden de búsqueda y captura!
—Ah, qué bien, se encargará la policía —asintió el tesorero.
—Cállate, tesorero.
Había un callejón en cierto lugar de Las Sombras, que era la zona con más callejones en una ciudad llena de callejones. Por él rodó algo pequeño y brillante, que desapareció en la oscuridad. Tras un rato, se escucharon tenues sonidos metálicos.
En el estudio del archicanciller, el ambiente no podía ser mas frío.
Al final, el tesorero se estremeció.
—A lo mejor está ocupado —gimió.
—Cállate —ordenaron todos los magos al unísono.
Desde luego, estaba sucediendo algo. En el interior del octograma mágico de tiza, el suelo se había puesto blanco por la escarcha.
—Nunca había sucedido una cosa semejante —señaló el filósofo equino.
—Es que esto no está bien, lo sabéis de sobras —gruñó el decano—. Tendría que haber unas cuantas velas, y muchos calderos, y cosas hirviendo en crisoles, y un poco de polvo brillante, y algo de humo de colores...
—Para el Rito no hacen falta esas tonterías —replicó Ridcully tajante.
—Puede que al Rito no le hagan falta, pero a mí, sí —murmuro el decano entre dientes—. Llevarlo a cabo sin toda la parafernalia es casi como quitarte toda la ropa para darte un baño.
—Yo me la quito —señaló Ridcully.
—Mmpf. Bueno, cada cual es libre de hacer lo que quiera, claro, pero todavía quedamos algunos a los que nos gusta mantener la dignidad.
—A lo mejor está de vacaciones —sugirió el tesorero.
—Sí, claro —se burló el decano—. Puede que esté en alguna playa. Con unas cuantas bebidas heladas y un sombrerito de paja blanca.
—Un momento, un momento, parece que viene alguien —siseó el filosofo equino.
El tenue perfil de una silueta encapuchada apareció por encima del octograma. La forma parpadeaba constantemente, como si la estuvieran viendo a través de un aire demasiado caliente.
—Es él —susurró el decano.
—No, qué va —replicó el conferenciante de runas modernas—. No es más que una túnica gris..., no hay nada dentro...
Se interrumpió a media frase.
La túnica se dio la vuelta lentamente. Estaba llena, daba la impresión de que alguien o algo la llevaba puesta, pero al mismo tiempo sugería un vacío absoluto, como si fuera una simple forma para algo que careciera de forma propia. La capucha estaba vacía.
La nada miró a los magos durante unos cuantos segundos, y luego se concentró en el archicanciller.
Dijo:¿Quién eres?
Ridcully tragó saliva.
—Eh..., Mustrum Ridcully. Archicanciller.
La capucha asintió. El decano se metió un dedo en la oreja y lo retorció un rato. La túnica no estaba hablando. Ellos no oían nada. Simplemente parecía como si, después, recordaran repentinamente lo que no se acababa de decir, sin saber cómo.
La capucha dijo: ¿Eres un ser superior en este mundo?
Ridcully miró a los demás magos por el rabillo del ojo. El decano lo estaba observando fijamente.
—Bueno..., ya sabes..., sí..., el primero entre los iguales y esas cosas..., sí —consiguió responder.
Le dijeron: Traemos buenas noticias.
—¿Buenas noticias? ¿Buenas noticias? —Ridcully se estremeció ante la mirada sin ojos—. Ah, qué bien. Qué buena noticia.
Le dijeron: La Muerte se ha jubilado.
—Eh... Eso es... toda una noticia —respondió Ridcully, inseguro—... Eh..., ¿cómo? Quiero decir..., ¿cómo...?
Le dijeron: Pedimos disculpas por la reciente suspensión de los servicios.
—¿Suspensión? —gimió el archicanciller, ahora completamente desconcertado— Bueno, eh..., no estoy seguro de que haya habido una..., es decir, claro, el tipo siempre andaba por ahí, pero casi nunca nos parábamos a pensar...
Le dijeron: Ha sido de lo más irregular.
—¿De veras? ¿Sí? Oh, vaya, pues no se deben tolerar las irregularidades —respondió el archicanciller.
Le dijeron: Debe de haber sido terrible.
—Bueno, yo..., es decir..., supongo que nosotros..., no estoy seguro..., ¿tú crees?
Le dijeron: Pero ahora la carga ya no recae sobre vuestros hombros. Regocijaos. Se acabó. Habrá un breve período de transición hasta que se presente un candidato adecuado, y después el servicio se reanudará de forma normal. En el intervalo, nos disculpamos por los inevitables inconvenientes causados por los efectos de la vida supérflua.
La figura parpadeó aún más y empezó a esfumarse.
El archicanciller agitó las manos en gesto desesperado.
—¡Espera! —gritó—. ¡No te puedes ir así, como si tal cosa! ¡Te ordeno que te quedes! ¿Qué servicio? ¿Qué significa todo esto? ¿Quién eres?
La capucha se volvió de nuevo hacia él y dijo: No somos nada.
—¡Eso no sirve de gran cosa! ¿Cómo te llamas?
Somos el olvido.
La figura desapareció.
Los magos se quedaron en silencio. La escarcha del octograma empezó a sublimarse de vuelta al aire.
—Oh, oh —dijo el tesorero.
—¿Un breve período de transición? ¿Así que eso es lo que está pasando? —se preguntó el decano.
El suelo se estremeció.
—Oh, oh —repitió el tesorero.
—Eso no explica por qué todo tiene de repente una vida propia-señaló el filósofo equino.
—Un momento..., un momento —intervino Ridcully—. Si la gente llega al final de su vida, y abandona su cuerpo y todo lo demás pero la Muerte no se los lleva...
—Entonces, eso quiere decir que se están amontonando aquí-terminó el decano.
—Sin tener adónde ir.
—Y no sólo la gente —asintió el filósofo equino—. Debe de ser absolutamente todo. Todo lo que muere.
—El mundo se está llenando de fuerza vital —dijo Ridcully. Los magos hablaban en tono monocorde. Todas las mentes iban varios pasos por delante de la conversación, acercándose vez más al lejano horror de la conclusión.
—Una fuerza vital que no tiene nada que hacer —señaló el conferenciante de runas modernas.
—Fantasmas.
—Actividad sobrenatural.
—Dioses.
—Esperad un momento —intervino el tesorero, que por fin había conseguido coger el ritmo de los acontecimientos—. Eso no tiene por qué preocuparnos. No tenemos nada que temer de los muertos, ¿verdad? Al fin y al cabo, sólo son personas que han muerto. Son gente normal y corriente. Son gente como nosotros.
Los magos meditaron un instante. Se miraron unos a otros. Empezaron a gritar todos a la vez.
Nadie se acordó de lo del candidato adecuado.
La fe es una de las fuerzas orgánicas más poderosas del Multiverso. Puede que no sea capaz de mover montañas, al menos en el sentido literal. Pero puede crear a alguien que sí sea capaz de hacerlo.
La idea que tiene la gente sobre la fe está equivocada de cabo a rabo. Todo el mundo cree que funciona de atrás adelante. Piensan que, en la secuencia de los acontecimientos, primero existe el objeto, y luego nace la fe. En realidad, es exactamente al contrario.
La fe salpica el firmamento como trozos de arcilla que giran en espiral en el torno de un alfarero. Así, por ejemplo, es como fueron creados los dioses. Es evidente que fueron creados por sus propios creyentes, porque un breve resumen de las vidas de la mayor parte de los dioses sugiere que su origen no tiene nada de divino. Tienen tendencia a hacer exactamente el mismo tipo de cosas que harían los hombres si pudieran, sobre todo en los asuntos relativos a las ninfas acuáticas, las lluvias de oro y la exterminación de los enemigos.
La fe también puede crear otras cosas.
Por ejemplo creó a la Muerte. No la muerte, que no es más que un término técnico para definir el estado causado por la ausencia Prolongada de vida, sino a la Muerte, a la personalidad. Evolucionó al mismo tiempo que la vida. En cuanto una cosa viviente fue remotamente consciente de la probabilidad de pasar a ser de repente una cosa no viviente, existió la Muerte. Era la Muerte desde mucho antes de que los humanos pensaran en él como en un «él». En realidad, lo único que hicieron fue proporcionar la forma y toda la parafernalia de la guadaña y la túnica a una personalidad que ya tenía millones de años.
Y, ahora, había desaparecido. Pero la fe no se detiene. La fe sigue teniendo fe. Como el punto focal de la fe había desaparecido estaban brotando nuevos puntos. Aún eran pequeños, y no muy poderosos. Eran las muertes privadas de las diferentes especies, que ya no estaban reunidas, sino particularizadas.
En el arroyo, con sus escamas negras, nadaba la nueva Muerte de las cachipollas efímeras. En los bosques, invisible, una criatura que era sólo ruido, palpitaba la Muerte cortante de los árboles.
En el desierto, una concha oscura y vacía se movía con decisión, a un centímetro por encima del suelo..., era la Muerte de las tortugas.
La Muerte de la humanidad aún no estaba terminada. Los humanos pueden llegar a creer cosas muy complicadas.
Es como la diferencia entre algo hecho a medida y otra cosa encargada al por mayor.
En el callejón, dejaron de brotar los sonidos metálicos.
Entonces, se hizo el silencio. Era ese silencio tan cauteloso de algo que no hace ruido.
Y, por último, se oyó el tenue entrechocar de algo que se alejaba, hasta que desapareció en la distancia.
—No te quedes en la puerta, amigo. No bloquees la entrada. Pasa, pasa.
Windle Poons parpadeó en la penumbra.
Cuando los ojos se le acostumbraron a la semioscuridad, se dio cuenta de que había un semicírculo de sillas en una habitación que, aparte de ellas, no contaba con más mobiliario que una espesa capa de polvo. Todas las sillas estaban ocupadas.
En el centro, en el punto focal del semicírculo, había una pequeña mesa, junto a la cual habían estado sentadas algunas personas. Ahora se dirigían hacia él, con las manos extendidas y amplias sonrisas en los rostros.
—No digas nada, déjame adivinar —dijeron—. Eres un zombi, ¿a que sí?
—Eh...
Windle Poons no había visto en toda su vida ni en toda su muerte a alguien con la piel tan pálida. Ni que llevara ropa que pareciera haber sido lavada entre navajas, o que oliera no sólo como si alguien hubiera muerto con ella, sino que además aún la llevara puesta. Ni que llevara una chapa con el lema «Me gusta ser gris».
—No lo sé —consiguió responder al final—. Supongo que sí. Pero luego me enterraron, claro, y me encontré con esta tarjeta...
La esgrimió como si fuera un escudo.
—Pues claro, pues claro —dijo la figura.
Va a querer que le estreche la mano, pensó Windle. Y si lo hago, seguro que al final tengo más dedos que al empezar. Oh, dioses, ¿yo también voy a acabar así?
—Estoy muerto —añadió con poca convicción.
—Y además, harto de que te traten como a un zapato, ¿eh?-asintió el hombre de piel verdosa.
Windle le estrechó la mano con suma cautela.
—Bueno, no exactamente...
—Shoe. Me llamo Reg Shoe.
—Poons. Windle Poons —respondió Windle—. Eh...
—Sí, siempre pasa lo mismo —asintió Reg Shoe con amargura—. En cuanto estás muerto, la gente no quiere saber nada, ¿verdad? Se comportan como si tuvieras una enfermedad contagiosa. En cambio, la muerte es algo que le puede suceder a cualquiera, ¿no?
—Yo pensaba que a todo el mundo —señaló Windle—. Eh..., no estoy...
—Sí, ya sé cómo te sientes. En cuanto le dices a alguien que estás muerto, parece como si hubieran visto un fantasma —continuó el señor Shoe.
Windle se dio cuenta de que hablar con el señor Shoe era muy semejante a hablar con el archicanciller. No importaba gran cosa lo que uno dijera, porque no te escuchaban. Sólo que, en el caso de Mustrum Ridcully, era porque no le importaba un bledo lo que pudieras decir, mientras que con Reg Shoe daba la sensación de que él mismo aportaba mentalmente tu parte de la charla.
—Sí, claro —asintió Windle, rindiéndose.
—La verdad es que estábamos a punto de terminar —dijo el señor Shoe—. Permite que te presente a todos los demás. Muchachos, éste es...
Titubeó.
—Poons. Windle Poons.
—El hermano Windle —anunció el señor Shoe—. ¡Dadle una bienvenida Volver a Empezar!
Hubo un embarazoso coro de «holas». Un joven corpulento bastante peludo, sentado al final de la hilera, captó la mirada Windle y puso en blanco los ojos amarillentos, en un teatral gesto de comprensión.
—Este es el hermano Arthur Winkings...
—El conde Noserastu —replicó bruscamente una voz femenina.
—Y la hermana Doreen..., es decir, la condesa Noserastu, por supuesto.
—Es todo un placer —dijo la voz femenina, mientras la mujercita menuda y regordeta sentada junto a la figura menuda y regordeta del conde extendía una mano llena de anillos.
El conde se limitó a dedicar a Windle una sonrisa angustiada Parecía vestir un traje de ópera, diseñado para un hombre varias tallas más corpulento.
—Y el hermano Schleppel...
—Buenas noches.
La silla estaba vacía. Pero le había saludado una voz profunda, desde la oscuridad de debajo de ella.
—Y el hermano Lupine.
El joven peludo y musculoso, con las orejas puntiagudas y colmillos afilados, estrechó calurosamente la mano de Windle.
—Y la hermana Drull. Y el hermano Gorper. Y el hermano Ixolite.
Windle estrechó buen número de variaciones sobre el tema de la mano.
El hermano Ixolite le entregó un trocito de papel amarillo que tenía escrita una palabra: OoooEeeeOoooEeeeOoooEEEee.
—Siento que no seamos más esta noche —dijo el señor Shoe.— Hago todo lo que puedo, pero me temo que algunas personas no parecen muy dispuestas a poner algo de su parte.
—Eh..., ¿personas muertas? —inquirió Windle, que no dejaba de mirar la nota.
—Yo creo que es apatía —replicó el señor Shoe con amargura—. ¿Cómo va a progresar el movimiento si la gente no hace más que pasarse el día tendida por ahí?
Lupine empezó a hacerle frenéticas señales de «¡no le tires de la lengua!» por detrás de la cabeza del señor Shoe, pero Windle no consiguió interrumpirse a tiempo.
—¿Qué movimiento? —preguntó.
—Los Derechos de los Muertos —se apresuró a responder el señor Shoe—. Te daré uno de mis panfletos.
—Pero..., pero bueno, los muertos no tienen derechos, ¿verdad?-señaló Windle.
Por el rabillo del ojo vio que Lupine acababa de taparse la cara con las manos.
—Con eso has llegado a un punto muerto —dijo el joven, con el rostro absolutamente serio.
El señor Shoe le lanzó una mirada.
—Apatía —repitió—. Siempre pasa lo mismo. Haces lo que puedes por la gente, y ellos ni caso. ¿Sabes que los vivos pueden decir lo que quieran de ti, pueden llevarse tus propiedades, sólo porque estás muerto? Además...
—Es que yo pensaba que la mayor parte de la gente, cuando moría..., pues ya sabes..., moría —gimió Windle.
—No es más que pereza —replicó el señor Shoe—. Lo que les pasa es que no quieren hacer el esfuerzo.
Windle Poons nunca había visto a nadie que pareciera tan abatido. Reg Shoe se había encogido varios centímetros.
—¿Cuánto tiempo lleva muerrto, Windle? —preguntó Doreen, con quebradiza animación.
—Casi nada, muy poco —respondió Windle, animado por el cambio de tono—. La verdad es que no está siendo como imaginaba.
—Ya se acostumbrará —le dijo Arthur Winkings, alias conde Noserastu, con gesto pesimista—. Es una de las cosas que tiene esto de estar no muerto. Es tan fácil como despeñarte por un acantilado. Aquí todos somos no muertos.
Lupine carraspeó.
—Excepto Lupine —añadió Arthur.
—Digamos que más bien soy un no muerto honorario —asintió —Claro, como es un hombre lobo... —explicó Arthur.
—En cuanto lo vi, me imaginé que era un hombre lobo —asintió Windle.
—Cada luna llena —dijo Lupine—. Como un reloj.
—Empiezas a aullar y te sale pelo —señaló Windle.
Todos sacudieron las cabezas.
—Eh..., no —suspiró el joven—. En realidad, lo que me pasa es que dejo de aullar y se me cae temporalmente parte del pelo. Es muy embarazoso, te lo digo yo.
—Pero yo tenía entendido que, en las noches de luna llena, el típico hombre lobo...
—El prroblema de Lupine —intervino Doreen— es que su aprroximación al tema es la inversa.
—Técnicamente, soy un lobo —explicó Lupine—. Resulta ridículo, de verdad. En cuanto llega la luna llena, me transformo en un lobo hombre. El resto del tiempo soy un simple lobo.
—Cielo santo —lo compadeció Windle—. Debe de ser un problema espantoso.
—Lo peor son los pantalones —señaló el joven.
—Ah..., ¿sí?
—Ni te lo imaginas. Para los hombres lobo humanos la cosa va bien, ya sabes. Se quedan con la ropa puesta. Bueno, puede que se les desgarre un poco, pero al menos la tienen al alcance de la mano, ¿no? En cambio yo, si veo la luna llena, lo siguiente que se es que voy andando, hablando y que estoy en un buen apuro por ir tan escaso de pantalones. Así que necesito tener siempre un par en alguna parte. El señor Shoe...
—...llámame Reg...
—...me deja que los tenga en el lugar donde trabaja.
—Trabajo en la funeraria de Elm Street —explicó el señor Shoe-Y no me da ninguna vergüenza. Todo sea por salvar a algún hermano que otro.
—¿Cómo dice? —se sorprendió Windle—. ¿Salvar?
—Yo soy el que clava las tarjetas en la parte interior de la tapa-asintió el señor Shoe—. Nunca se sabe. Vale la pena intentarlo.
—¿Y suele dar resultado a menudo? —pregunto Windle.
Contempló la habitación a su alrededor. Su tono debía de haber sugerido que era una sala bastante amplia, y en cambio solo había ocho personas en ella..., nueve si se contaba a la voz procedente de debajo de la silla, que, era de suponer, pertenecía a alguna persona.
Doreen y Arthur intercambiaron una mirada.
—En el caso de Arrthurr, dio rresultado —explicó la mujer.
—Discúlpenme —se atrevió a añadir Windle Poons—, no he podido dejar de preguntarme..., en fin..., ustedes dos... ¿son vampiros, por casualidad?
—Y tanto —suspiró Arthur—. Por desgracia.
—¡Bah! No deberrías hablarr de esa manerra —replicó Doreen con tono arrogante—. Deberrías estarr orrgulloso de tu noble herrencia.
—¿Por qué? —suspiró Arthur.
—¿Le mordió un murciélago, o algo por el estilo? —intervino rápidamente Windle, que no quería provocar ninguna disputa familiar.
—No —respondió Arthur—. Me mordió un abogado. Es que recibí una carta, ¿sabe? El sobre llevaba un sello muy cursi de cera, y todo eso. Blablablabla... tío-abuelo... blablablabla... único pariente vivo... blablablabla... queremos ser los primeros en presentar nuestro más sincero... blablablabla. En un momento era Arthur Winkings, un próspero comerciante en el negocio de la venta de frutas y verduras al por mayor, y al siguiente me encuentro con que soy Arthur, el conde Noserastu, propietario de cincuenta acres de la cara rocosa de un acantilado por donde se caería hasta una cabra, un castillo de donde han huido hasta las cucarachas, y una invitación del burgomaestre para dejarme caer por el pueblo cualquier día de éstos y charlar acerca de más de trescientos años de impuestos atrasados.
—Detesto a los abogados —dijo la voz desde debajo de la silla.
Tenía un tono triste, hueco. Windle trató de acercar un poco más las piernas a su propia silla.
—Erra un castillo muy bonito —protestó Doreen.
—Era un jodido montón de piedras mohosas —replicó Arthur Con un bufido.
—Tenía unas vistas prreciosas.
—Sí, a través de todas las paredes.-El conde pareció dar por zanjada esa línea de conversación—. Debí de imaginarlo incluso antes de que fuéramos a echarle un vistazo. Así que, nada más llegar, hice que el carruaje diera media vuelta. Vale, genial, pensé, cuatro días perdidos, y justo en la temporada de más trabajo. Y no le doy más vueltas al asunto. Lo siguiente que sé es que me despierto en la oscuridad, dentro de una caja. Por fin encuentro aquellas cerillas, enciendo una y veo que tengo una tarjeta delante de la nariz. Decía...
—«No tienes por qué aguantar que te entierren» —dijo el señor Shoe con cierto orgullo—. Fue una de las primeras que puse.
—No fue culpa mía —replicó Doreen con gesto tenso—. Llevabas trres días tendido, rrígido.
—Pues menudo susto le di al sacerdote —gruñó Arthur.
—¡Bah! ¡Sacerdotes! —bufó el señor Shoe—. Todos son iguales. Se pasan el tiempo diciéndote que volverás a vivir después de la muerte, pero cuando lo haces, no veas qué cara ponen.
—A mí tampoco me gustan los sacerdotes —corroboró la voz desde debajo de la silla.
Windle empezaba a preguntarse si alguien más la oía.
—Nunca se me olvidará la expresión en la cara del reverendo Welegare —suspiró Arthur, sombrío—. Yo llevaba treinta años asistiendo a los servicios en ese templo. Era un miembro respetado de la comunidad. Ahora, con sólo pensar en poner el pie en un local religioso, me empieza a doler toda la pierna.
—Sí, pero tampoco hacía falta que dijeras lo que dijiste al levantar la tapa —le reprochó Doreen—. Y al pobre, que es un sacerdote, nada menos. Los sacerdotes ni siquiera deben de saber que existen esas expresiones.
—Me gustaba ese templo —insistió Arthur con ansiedad—.Así tenía algo que hacer los miércoles.
Windle Poons se dio cuenta de que, milagrosamente, Doreen había aprendido a utilizar bien las erres.
—¿Y usted también es una vampira, señora Win..., oh, disculpe..., condesa Noserastu? —preguntó con educación.
La condesa sonrió.
—Porr supuesto que sí —asintió.
—Por matrimonio —añadió Arthur.
—¿Eso se puede hacer? Pensaba que lo del mordisco era obligatorio —señaló Windle.
La voz bajo la silla dejó escapar una risita disimulada.
—No veo ningún motivo para ir por ahí mordiendo a mi señora después de treinta años de matrimonio, así de claro —replicó el conde.
—Todas las mujerres deberrían comparrtirr las aficiones de sus esposos —añadió Doreen—. Así el matrrimonio conserrva el intterrés.
—¿Quién quiere un matrimonio interesante? A ver, ¿he pedido yo alguna vez un matrimonio interesante? Eso es lo malo de la gente de hoy, que esperan que cosas como el matrimonio sean interesantes. Además, lo mío no es una afición —gimió Arthur—. Esto de ser un vampiro no es lo que la gente cree, ¿sabe? No se puede salir al sol, no puede comer ajo, no se puede uno afeitar bien...
—¿Por qué no...? —empezó Windle.
—No puedo utilizar los espejos —suspiró Arthur—. Pensé que eso de convertirme en murciélago al menos sería interesante, pero los búhos de esta zona son monstruosos. En cuanto a lo de..., ya te imaginas..., lo de la sangre..., bueno, eso...
Su voz se apagó.
—A Arrthurr nunca se le ha dado bien rrelacionarrse con la gente —explicó Doreen.
—Y lo peor es tener que ir constantemente con traje de etiqueta.-añadió el conde. Miró de soslayo a Doreen—. Estoy seguro de que no es obligatorio.
—Es muy imporrtante conserrvarr las forrmas —replicó Doreen.
Doreen, además de su acento vampírico de quita y pon, había decidido complementar el traje de etiqueta de Arthur con lo que ella consideraba apropiado para una vampira: traje negro ceñidísimo, pelo largo y oscuro cortado en pico de viuda, y maquillaje muy pálido. La naturaleza la había diseñado para ser menuda y regordeta, con el pelo rizado y la complexión vigorosa. Los síntomas del conflicto estaban a la vista.
—Debí quedarme en aquel ataúd —suspiró Arthur.
—Ah, no, no —le reprochó el señor Shoe—. Eso es optar por la salida fácil. El movimiento necesita de gente como tú, Arthur. Tenemos que dar ejemplo a los demás. Recuerda nuestro lema.
—¿Qué lema en concreto, Reg? —preguntó Lupine con cansancio—. Tenemos tantos...
—«No muerto, sí, ¡no persona, no!» —declamó Reg.
—Mira, tiene buenas intenciones —comentó Lupine, cuando hubo terminado la reunión.
Windle y él iban caminando a la luz grisácea del amanecer. Los Noserastu se habían marchado antes para llegar a casa antes de que saliera el sol y aumentaran con él los problemas de Arthur, y el señor Shoe se había marchado, según dijo, a dar un mitin.
—Va al cementerio que hay detrás del Templo de los Dioses Menores, y se pone a gritar —le explicó Lupine—. Lo llama «despertar las conciencias», pero tengo la sensación de que ni él mismo se lo cree demasiado.
—¿Quién había debajo de la silla? —quiso saber Windle.
—Ah, ése era Schleppel —dijo el joven—. Creemos que es un hombre del saco.
—¿Hay hombres del saco no-muertos?
—No nos lo quiere decir.
—¿Es que nunca lo habéis visto? Creía que los hombres del saco se escondían debajo de cualquier cosa y..., y bueno, luego saltaban sobre la gente.
—A él se le da bien la primera parte, lo de esconderse. Pero me parece que no le hace mucha gracia lo de saltar —respondió Lupine.
Windle meditó unos instantes sobre aquello. Un hombre del saco con agorafobia era lo que faltaba para completar el cuadro.
—Qué cosas —dijo vagamente.
—La verdad es que sólo vamos al club por complacer a Reg —siguió Lupine—. Doreen dice que, si no lo hiciéramos, le romperíamos el corazón. ¿Sabes qué es lo peor?
—Estoy preparado para oírlo —suspiró Windle.
—A veces se trae una guitarra y nos hace cantar canciones como «Las calles de Ankh-Morpork» y «No nos moverán».[17] Es espantoso.
—No canta bien, ¿eh?
—¿Cantar? Lo de cantar es lo de menos. ¿Has visto alguna vez a un zombi intentando tocar la guitarra? Lo que más vergüenza da es ayudarlo a encontrar los dedos cuando acaba. —Lupine suspiró—. Por cierto, la hermana Drull es un espíritu necrófago. Si te ofrece algún pastelito de carne, no se lo aceptes.
Windle recordó a una anciana sigilosa, insignificante, que lucía un informe vestido gris.
—Oh, cielos —se espantó—. ¿Quieres decir que los hace de carne humana?
—¿Qué? No, qué va. Lo que pasa es que es una cocinera pésima.
—Oh.
—Y el hermano Ixolite es probablemente el único banshee del mundo con problemas de dicción. Así que, en vez de sentarse en los tejados y aullar cuando alguien va a morir, le escribe una nota y se la pasa por debajo de la puerta...
Windle recordó el rostro demacrado, triste.
—A mí también me dio una.
—Es que tratamos de animarlo para que recupere la autoestima —le explicó Lupine—. Es muy tímido.
De pronto, su brazo salió disparado para empujar a Windle contra una pared.
—¡Silencio!
—¿Qué pasa?
Las orejas de Lupine se estremecían. Sus fosas nasales vibraban. Hizo un gesto a Windle para indicarle que permaneciera donde estaba, y después el lobo hombre se deslizó en silencio absoluto por el callejón, hasta llegar al lugar donde se cruzaba con otro, aún más estrecho y siniestro. Se detuvo allí un instante. Después lanzó una mano peluda al otro lado de la esquina.
Se oyó un gemido. La mano de Lupine volvió a su lugar, arrastrando a un hombre que se debatía. Los enormes músculos cubiertos de vello se movieron bajo la camisa desgarrada de Lupine cuando levantó al hombre hasta la altura de sus colmillos.
—Estabas acechando para atacarnos, ¿eh? —dijo el joven.
—¿Quién, yo?
—Te he olido —explicó Lupine con tranquilidad.
—Nunca se me habría...
Lupine suspiró.
—Los lobos no hacen este tipo de cosas, ¿sabes? —le dijo.
El hombre se balanceó.
—Ya me imagino —gimió.
—Los combates siempre son cara a cara, colmillo contra colmillo, garra contra garra —insistió el joven—. Nunca verás a un lobo escondido entre las rocas, dispuesto a atacar a un tejón que pase por allí.
—¿Me sueltas?
—¿Quieres que te arranque la garganta? —El hombre miró fijamente los ojos amarillos. Calculó sus posibilidades en un enfrentamiento contra un hombre de dos diez con unos dientes como aquellos.
—¿Puedo elegir? —preguntó.
—Este amigo mío —siguió Lupine, al tiempo que hacía un gesto en dirección a Windle— es un zombi...
—Bueno, no sé si soy exactamente un zombi, creo que para eso hay que comer no sé qué clase de raíz y un pescado raro...
—... y ya sabes lo que hacen los zombis con la gente, ¿verdad?
El hombre intentó asentir, aunque tenía el puño de Lupine justo bajo el cuello.
—Siggg —consiguió decir.
—Bueno, pues ahora te va a mirar bien para acordarse de tu cara, y si alguna vez vuelve a verte...
—Oye, un momento... —murmuró Windle.
—...irá a por ti. ¿Verdad, Windle?
—¿Eh? Ah, claro. Exacto. Como un rayo —respondió él, nada satisfecho—. Venga, ahora lárgate corriendo, sé buen chico, ¿vale?
—Vaggglegg —trató de asentir el aspirante a atracador. Estaba pensando: ¡Sugs ogjos! ¡Cogmo taglagdros!
Lupine lo soltó. El hombre cayó contra los guijarros del suelo, lanzó una última mirada aterrada a Windle y huyó como si le fuera la vida en ello.
—Eh..., ¿qué hacen los zombis con la gente? —preguntó Windle—. Supongo que será mejor que lo sepa.
—Oh, cogen a cualquiera y lo hacen trizas como si fuera de papel —explicó el joven.
—¿Sí? Vaya —asintió Windle.
Siguieron caminando en silencio. ¿Por qué yo?, iba pensando Windle. Todos los días mueren en esta ciudad cientos de personas. Y me apuesto lo que sea a que no tienen tantos problemas. Se limitan a cerrar los ojos y, cuando despiertan, son otra persona, o están en una especie de paraíso, o quizá en una especie de infierno. O iban a celebrar festines en el hogar de los dioses, cosa que nunca le había parecido una perspectiva demasiado buena: los dioses estaban muy bien a su manera, pero no eran la clase de gente con la que querría comer una persona honrada. Los budistas yen pensaban que, sencillamente, te volvías muy rico. Algunas religiones klatchianas afirmaban que ibas a un hermoso jardín lleno de jovencitas, cosa que tampoco parece muy religiosa...
Windle se descubrió a sí mismo preguntándose qué habría que hacer para solicitar la nacionalidad klatchiana después de muerto.
Y, en ese momento, los guijarros del suelo se alzaron contra él.
Por lo general, esto es una manera poética de dar a entender que alguien se ha caído de bruces. Pero, en este caso concreto, los guijarros se alzaron literalmente contra él. Formaron un surtidor que giró silenciosamente en el aire sobre el callejón durante unos instantes. Luego cayeron como piedras.
Windle se los quedó mirando. Lupine hizo lo mismo.
—Esto no se ve todos los días —dijo al final el lobo hombre—. Creo que es la primera vez que veo volar un montón de piedras.
—Y luego caer como piedras —apuntó Windle.
Dio un golpecito a una con la punta de la bota. Parecía completamente satisfecha con el papel que le había señalado la gravedad.
—Tú eres mago...
—Era mago —lo corrigió Windle.
—Bueno, tú eras mago. ¿Por qué ha pasado eso?
—Creo que, probablemente, se trata de un fenómeno inexplicable —explicó Windle—. Últimamente, no sé por qué, hay muchos. Me gustaría saber la razón.
Dio otro golpecito a la piedra. No parecía tener la menor tendencia a moverse.
—Será mejor que me vaya ya —suspiró Lupine.
—¿Cómo se siente uno al ser un lobo hombre? —quiso saber Windle.
Lupine se encogió de hombros.
—Muy solo —dijo.
—¿Mmm?
—Es que, ¿sabes?, no acabo de encajar en ninguna parte. Cuando soy un lobo, recuerdo lo que era ser un hombre, y viceversa. Es decir..., mira, te explicaré, a veces..., a veces, eso, cuando tengo forma de lobo, voy corriendo por las colinas... en invierno, ya sabes, cuando hay luna creciente en el cielo, una capa de nieve sobre la tierra, y las colinas parecen infinitas..., y los otros lobos..., bueno, ellos sienten lo que es eso, claro, pero no lo saben, como yo. Es sentir y saber al mismo tiempo. Nadie puede comprender lo que es eso. No hay nadie en el mundo que experimente algo semejante. Ahí está lo malo, en tener la certeza de que nadie más...
Windle se dio cuenta de que se estaba meciendo al borde de un abismo de pesares. Nunca había sabido qué decir en momento como aquél.
Lupine se animó un poco.
—Ya que estamos en eso, ¿cómo se siente uno al ser un zombi?.
—Pasable. No se está del todo mal.
Lupine asintió.
—Bueno, ya nos veremos —dijo.
Se alejó a zancadas.
Las calles empezaban a estar invadidas por la población de Ankh-Morpork, ya que a aquella hora comenzaba el cambio de guardia informal entre los noctámbulos y los partidarios del día. Todos esquivaban a Windle. Nadie tropieza con un zombi si puede evitarlo.
Windle llegó ante las puertas de la Universidad, que ya estaban abiertas, y se dirigió hacia su dormitorio.
Si iba a trasladarse, necesitaría dinero. Había ahorrado bastante a lo largo de los años. ¿Había hecho testamento? En la última década, todo le había parecido bastante confuso. Era posible que sí. ¿Habría estado tan confuso como para legarse todo su dinero a sí mismo? Tenía la esperanza de que así fuera. No se conocía casi ningún caso de alguien que hubiera conseguido impugnar su propio testamento.
Levantó uno de los tablones del suelo, junto al pie de su cama, y sacó una bolsa de monedas. Recordó entonces que había estado ahorrando para la vejez.
También estaba allí su diario. Se acordó de que era un diario para cinco años, con lo que, en el sentido más técnico de la expresión, Windle había malgastado cosa de..., hizo un cálculo rápido..., sí, cosa de tres quintas partes de su dinero.
O, bien pensado, aún más. Al fin y al cabo, no había gran cosa en las páginas. Windle no había hecho nada digno de anotarlo desde hacía muchos años. Y, si lo había hecho, al llegar la noche ya no se acordaba. Allí aparecían sólo las fases de la luna, listas de fiestas religiosas y algún que otro chicle pegado entre las páginas.
Había algo más bajo el tablón del suelo. Rebuscó en el espacio polvoriento, y dio con un par de esferas de superficie pulida. Las sacó y se las quedó mirando, desconcertado. Las sacudió, y vio cómo caían los diminutos copos de nieve. Leyó el cartelito, y advirtió que parecían más letras dibujadas que escritas. Se agachó y recogió un tercer objeto: era una ruedecita de metal torcida. Una simple ruedecita de metal. Y, junto a ella, había una esfera rota.
Windle contempló la colección de objetos.
Sí, cierto, durante los últimos treinta años había sido un poco distraidillo, y a veces se había puesto la ropa interior por encima de la túnica, quizá había babeado y divagado algo, pero... ¿en algún momento se hahía dedicado a coleccionar souvenirs? ¿O ruedecitas?
Se oyó una tosecita detrás de él.
Windle dejó caer los misteriosos objetos en el agujero del suelo y miró a su alrededor. La habitación estaba desierta, pero le pareció ver una sombra detrás de la puerta abierta.
—¿Quién es? —dijo.
—Soy yo, señor Poons —dijo una voz profunda, retumbante, pero muy desconfiada.
Windle frunció el entrecejo, tratando de recordar.
—¿Schleppel? —preguntó.
—Así es.
—¿El hombre del saco?
—Así es.
—¿Detrás de mi puerta?
—Así es.
—¿Por qué?
—Es una puerta muy acogedora.
Windle se dirigió hacia la puerta y la cerró con cautela. Detrás de ella no había nada más que el yeso viejo de la pared, aunque le pareció sentir un tenue movimiento en el aire.
—Ahora estoy debajo de la cama, señor Poons —dijo la voz de Schleppel desde, sí, debajo de la cama—. No le molesta, ¿verdad?
—Bueno, no. En realidad, no. Pero ¿no deberías meterte en el armario de alguien? Cuando yo era niño, ahí era donde se escondían los hombres del saco.
—En estos tiempos no es fácil encontrar un buen armario, señor Poons.
Windle suspiró.
—De acuerdo. La parte de debajo de la cama es toda tuya. Ponte cómodo.
—La verdad, señor Poons, si no le molesta, preferiría volver a acechar desde detrás de la puerta.
—Como quieras.
—¿Le importa cerrar los ojos un momento?
Obediente, Windle cerró los ojos.
Sintió otro tenue movimiento en el aire.
—Ya puede mirar, señor Poons.
Windle abrió los ojos.
—Caray —se sorprendió la voz de Schleppel—, si hasta tiene aquí un gancho para colgar la chaqueta, y todo.
Windle observó cómo los bolos de latón de la cabecera de su cama se desenroscaban solos.
Un temblor sacudió el suelo.
—¿Qué pasa, Schleppel? —preguntó.
—Una acumulación de fuerza vital, señor Poons.
—¿Cómo? ¿Es que lo sabes?
—Oh, sí. Eh, oiga, aquí detrás hay un cerrojo, y un pestillo, y una placa de latón, ¡hay de todo...!
—¿Qué quiere decir eso de una acumulación de fuerza vital?
—... y las bisagras, éstas sí que son de las buenas, nunca había tenido una puerta con...
—¡Schleppel!
—No es más que fuerza vital, señor Poons. Ya sabe. Esa fuerza que tienen las cosas que están vivas. Pensaba que los magos entendían de estas cosas.
Windle Poons abrió la boca para decir algo así como «claro que entendemos» antes de empezar a averiguar diplomáticamente qué diantres estaba diciendo el hombre del saco, pero recordó a tiempo que ya no tenía por qué comportarse de esa manera. Eso era lo que habría hecho de estar vivo, pero, pese a lo que asegurase Reg Shoe, era muy difícil mostrarse orgulloso cuando uno estaba muerto. Rígido, sí, pero no orgulloso.
—No tengo ni la menor idea —dijo—. ¿Para qué se está acumulando?
—Ni idea. No debería hacerlo en esta época del año. Por estas fechas, lo lógico sería que estuviera muriendo por ahí —respondió Schleppel.
El suelo tembló de nuevo. En aquel momento, el tablón bajo el cual se habían ocultado las escasas posesiones de Windle empezó a crujir, y le brotaron ramitas.
—¿En esta época del año? —insistió Windle con tono fascinado.
—Lo normal es que suceda en primavera —le explicó la voz desde detrás de la puerta—. Los narcisos brotan del suelo y esas cosas.
—No tenía ni idea.
—Yo creía que los magos lo sabían todo acerca de todo.
Windle contemplo su sombrero de mago. No le había sentado bien el enterramiento y el posterior cavado de túneles, pero la verdad era que, después de más de un siglo de uso continuado, tampoco era ya el culmen de la haute couture.
—Siempre se puede aprender algo —dijo.
Llegó un nuevo amanecer. Cyril, el gallo, se desperezó en su palo.
Las palabras trazadas en riza brillaban a la media luz del alba.
Se concentró.
Tomó aliento.
—¡Kicorrocoki!
Ahora que estaba resuelto el problema de memoria, lo único preocupante era la dislexia.
Arriba, en los prados más elevados, el viento soplaba con fuerza, y él sol brillaba cerca de la tierra. Bill Puerta recorría los montones de hierba cortada en la colina como una barca motora sobre una ola verde.
Se preguntaba si había sentido alguna vez antes el viento y la luz del sol. Sí, los había sentido, tenía que haberlo sentido. Pero nunca los había experimentado de aquella manera. La manera en que el viento te empujaba, en que el sol le daba calor. La manera en que uno sentía el paso del Tiempo.
Que te arrastraba con él.
Se oyeron unos golpecitos tímidos en la puerta del granero.
¿SÍ?
—Baje un momento, Bill Puerta.
Descendió en la oscuridad y abrió la puerta con cautela.
La señorita Flitworth protegía con la mano una vela encendida.
—Mmm —dijo.
¿CÓMO?.
—Si quiere, puede entrar en la casa. Para pasar la velada. La noche no, claro. Es que no me gusta la idea de que esté usted aquí tan solo cuando yo tengo la chimenea encendida y todo eso.
A Bill Puerta no se le daba bien leer en las expresiones de los rostros. Era una habilidad que nunca había necesitado. Contempló la sonrisa tensa, preocupada, suplicante, de la señorita Flitworth, como un babuino que buscara el significado de la Piedra Rosetta.
GRACIAS —dijo.
La mujer salió arrastrando los pies.
Cuando él llegó a la casa, no la encontró en la cocina. Siguió la pista de un sonido de algo al rascar, que lo llevó por un estrecho pasillo hasta una puerta baja. La señorita Flitworth estaba a cuatro patas en la pequeña habitación que había al otro lado. Trataba febrilmente de encender la chimenea.
Cuando llamó educadamente a la puerta abierta, la mujer alzó la vista, confusa.
—Casi ni vale la pena gastar una cerilla —murmuró a modo de disculpa, avergonzada—. Siéntese, prepararé un poco de té para los dos.
Bill Puerta se acomodó como pudo en una de las sillas estrechas situadas junto a la chimenea, y observó la habitación.
Era una sala poco corriente. Fueran cuales fueran sus funciones, no estaba entre ellas la posibilidad de que alguien la habitara. La cocina era una especie de espacio exterior con techo y el eje de las actividades de la granja, y en cambio aquella habitación se asemejaba mucho más a un mausoleo.
Aunque se pudiera pensar lo contrario, Bill Puerta no estaba familiarizado con las decoraciones funerarias. Las muertes rara vez tenían lugar dentro de las tumbas, si se exceptuaban algunos casos muy aislados y desafortunados. Al aire libre, en el fondo de los ríos, a medio camino del aparato digestivo de los tiburones, en toda una amplia gama de lechos, sí..., en las tumbas, no.
Su trabajo consistía en separar el germen de trigo que era el alma de la broza del cuerpo mortal, y por lo general concluía mucho antes que los ritos asociados con algo que, analizado fríamente, no era más que una reverente forma de tirar la basura.
Pero aquella sala parecía una de las tumbas de esos reyes que se quieren llevar con ellos todo lo que tienen.
Bill Puerta se quedó sentado, con las manos sobre las rodillas, mirándolo todo.
En primer lugar, estaban los adornos. Había más teteras de las que parecían posibles. Perritos de porcelana con ojos que miraban fijamente. Extrañas bandejas para tartas. Una mezcolanza de estatuas y platos de cerámica pintados con alegres mensajes escritos en ellos: Recuerdo de Quirm, Una Vida Larga y Feliz. Los objetos cubrían hasta la última superficie plana en un estado de democracia absoluta, de manera que un antiguo candelabro de plata, bastante valioso, estaba junto a un perrito de porcelana de brillantes colores con un hueso en la boca y una expresión de culpable estupidez.
Los cuadros ocultaban las paredes por completo. La mayor parte de ellos estaban pintados en tonos tierra, y mostraban deprimidos rebaños de ganado en paisajes húmedos y nebulosos.
En realidad, los adornos también ocultaban los muebles, cosa que no era ninguna pérdida. Aparte de las dos sillas que gemían bajo el peso de los macasares acumulados, el resto del mobiliario no parecía tener más objetivo que sostener los adornos. Había mesitas ahusadas por todas partes. La alfombra era de retales. A alguien le debía de haber gustado mucho hacer trabajos manuales con retales. Y, por encima de todo, en torno a todo, impregnándolo todo, estaba aquel olor.
Olía a tardes largas, aburridas.
En un aparador cubierto por telas había dos pequeños cofres de madera, flanqueando otro más grande. Pensó que aquellos debían de ser los famosos cofres del tesoro.
De pronto, fue consciente de un tictac.
Había un reloj en la pared. Por lo visto, alguien había considerado que sería una idea divertida hacer un reloj en forma de búho. Cuando el péndulo se movía, los ojos del búho iban de un lado al otro en un gesto que a aquellos gravemente enfermos de aburrimiento les debía de parecer bastante divertido. Si lo mirabas fijamente un rato, tus propios ojos empezaban a oscilar por simpatía.
La señorita Flitworth entró precipitadamente con una bandeja cargada de cosas. La sala se convirtió en un torbellino de actividad mientas la mujercita llevaba a cabo la ceremonia alquímica de preparar el té, untar de mantequilla los panecillos, distribuir los bizcochos, pescar terrones de azúcar...
Por fin, se sentó. Entonces, como si llevara veinte minutos en estado de reposo absoluto, le dirigió una sonrisa jadeante.
—Bueno..., qué agradable es esto.
SÍ, SEÑORITA FLITWORTH.
—En estos tiempos no tengo muchas ocasiones para abrir la sala.
NO.
—No. Desde que perdí a mi padre, no...
Por un momento, Bill Puerta se preguntó si la mujer habría perdido al difunto señor Flitworth en la sala. Quizá el pobre se había extraviado en el laberinto de adornos. Luego recordó que a veces los humanos tenían una manera muy rara de decir las cosas.
AH.
—Siempre se sentaba en esa misma silla, a leer el Almanaque.
¿ERA UN HOMBRE ALTO, CON BIGOTE? —aventuró—. ¿LE FALTABA LA PUNTA DEL DEDO MEÑIQUE DE LA MANO IZQUIERDA?
La señorita Flitworth se lo quedó mirando por encima de la taza.
—¿Lo conocía usted? —preguntó.
CREO QUE NOS VIMOS EN UNA OCASIÓN.
—Nunca lo mencionó —insistió la señorita Flitworth con malicia—. Al menos, no por el nombre de Bill Puerta.
NO ES PROBABLE QUE LE HABLARA DE MÍ —replicó Bill Puerta pausadamente.
—Claro, claro, lo entiendo —asintió la señorita Flitworth—. Sé a qué se refiere. Mi padre también hacía algo de contrabando. Bueno, es que esta granja no es muy grande. No da tanto como para vivir. Él siempre decía que un hombre tiene que hacer todo lo que puede. Supongo que estaba usted en el mismo tipo de negocio. Le he estado observando. Seguro que se dedicaba a eso.
Bill Puerta meditó a fondo.
TRANSPORTES —dijo al final.
—Sí, claro, algo semejante. ¿Tiene usted familia, Bill?
UNA HIJA.
—Qué bonito.
ME TEMO QUE HEMOS PERDIDO EL CONTACTO.
—Es una lástima —replicó la señorita Flitworth, con un tono de sinceridad absoluta—. Aquí solíamos pasarlo muy bien en los viejos tiempos. Eso era cuando mi muchacho vivía, por supuesto.
¿TIENE USTED UN HIJO? —preguntó Bill, que estaba perdiendo el hilo. La mujer le lanzó una mirada agria.
—Le ruego que considere bien la palabra «señorita»-dijo—. En esta zona nos tomamos esas cosas muy en serio.
LE PIDO DISCULPAS.
—No, se llamaba Rufus. Era contrabandista, como mi padre. Aunque que no tan bueno. Eso tengo que reconocerlo. Lo suyo era más artístico. Siempre me traía montones de cosas del extranjero, ¿sabe? Joyas y esas cosas. Y también íbamos a bailar. Recuerdo que Rufus tenía unas bonitas pantorrillas. Me gustan los hombres con buenas piernas.
Contempló fijamente la chimenea durante un rato.
—Es que... un día, no regresó. Fue poco antes de nuestra boda. Mi padre dijo que no debió intentar cruzar las montañas estando tan próximo el invierno, pero yo sé que quería hacerlo para poder traerme un regalo bonito. También quería ganar dinero para impresionar a mi padre, que se oponía a...
Cogió el atizador y golpeó los tizones con más rabia de la que merecían.
—El caso es que algunos dijeron que había huido muy lejos, a Farferee o a Ankh-Morpork, a un sitio de ésos, pero yo sé que nunca me habría hecho una cosa semejante.
La mirada penetrante que lanzó a Bill Puerta lo clavó en la silla.
—¿Qué opina usted, Bill Puerta? —preguntó bruscamente.
LAS MONTAÑAS PUEDEN SER MUY TRAICIONERAS EN INVIERNO, SEÑORITA FLITWORTH.
La mujer pareció aliviada.
—Eso es lo que siempre he dicho yo —asintió—. ¿Sabe otra cosa, Bill Puerta? ¿Sabe lo que pensé?
NO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Como le he dicho, eso fue el día anterior a nuestra boda. Después uno de sus ponis de carga volvió solo, y los hombres fueron a buscarlo y encontraron la avalancha..., ¿sabe lo que pensé yo? Que aquello era ridículo. Que era estúpido. ¿No es terrible? Bueno, después también pensé otras cosas, claro, pero lo primero que me dije fue que el mundo no debería comportarse como si todo estuviera en una especie de libro. ¿No es espantoso que pensara una cosa semejante?
PERSONALMENTE, NUNCA HE CONFIADO MUCHO EN LOS DRAMAS TEATRALES, SEÑORITA FLITWORTH.
En realidad, ella no le escuchaba.
—Y pensé, ahora la vida espera de mí que me pase varios años vestida con el traje de novia y caminando como un espectro, que me vuelva tarumba. Eso es lo que quiere que haga. ¡Ja! ¡Ni hablar! Así que puse el vestido de novia en la bolsa de los trapos, e invitamos a todo el mundo al almuerzo de bodas, porque era un crimen que se desperdiciara una comida tan buena.
Agredió al fuego de nuevo, y luego le lanzó otra mirada de varios megawatios.
—A mí me parece que siempre es muy importante ver lo que es realmente real y lo que no lo es, ¿y a usted?
¿SEÑORITA FLITWORTH?
—¿Sí?
¿LE IMPORTA SI PARO EL RELOJ?
La mujer miró en dirección al búho de ojos saltones.
—¿Qué? Oh. ¿Porqué?
LA VERDAD ES QUE ME CRISPA LOS NERVIOS.
—No suena demasiado fuerte, ¿verdad?
Bill Puerta habría querido decirle que cada tictac era como el martillazo de una barra de hierro contra un pilar de bronce.
NO ES MÁS QUE MOLESTO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Bueno, párelo si quiere, cómo no. Yo sólo le doy cuerda para que me haga compañía.
Agradecido, Bill Puerta se levantó, rodeó cautelosamente la selva de adornos, y detuvo el péndulo en forma de piña. El búho de madera lo miró, y el tictac dejó de sonar, al menos en el mundo del sonido normal y corriente. Pero él estaba seguro de que, en otro lugar, el goteo del Tiempo continuaba inmutable. ¿Cómo podía soportarlo la gente? Incluso permitían que el Tiempo entrara en sus casas, como si fuera un amigo.
Volvió a sentarse.
La señorita Flitworth había empezado a hacer punto ferozmente.
El fuego crepitaba en la chimenea.
Bill Puerta se echó hacia atrás en la silla y contempló el techo.
—¿Se lo pasa bien su caballo?
¿PERDÓN?
—Su caballo. Lo he visto, parece que se lo está pasando bien en el prado-apuntó la señorita Flitworth.
OH. SÍ.
—El pobre se pasa el día corriendo, como si no hubiera visto hierba en su vida.
LE GUSTA LA HIERBA.
—Y a usted le gustan los animales. Se le nota.
Bill Puerta asintió. Sus reservas de charla insustancial, que nunca habían sido muy abundantes, estaban agotadas por completo.
Se quedó sentado en silencio durante un par de horas más, con manos aferradas a los brazos de la silla, hasta que la señorita Flitworth anunció que ella se iba a la cama. Entonces, Bill Puerta volvió al granero y se durmió.
Bill Puerta no se había dado cuenta de que se acercaba. Pero la figura gris que flotaba en la oscuridad del granero ya estaba allí.
Había cogido el reloj dorado.
Le dijo: Bill Puerta, se ha cometido un error.
El cristal se rompió en mil pedazos. Los finos segundos de oro brillaron en el aire durante un momento antes de posarse.
Le dijo: Vuelve. Tienes mucho trabajo. Se ha cometido un error.
La figura se desvaneció.
Bill Puerta asintió. Claro que se había cometido un error. Saltaba a la vista que se había cometido un error. En ningún momento había dudado de que se trataba de un error.
Arrojó el mono a un rincón y se vistió con la túnica de oscuridad absoluta.
Bueno, había sido toda una experiencia. Y si de algo estaba seguro era de que no querría volver a pasar por ella. Se sentía como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.
¿En eso consistía estar vivo? ¿En sentir cómo se acercaba la oscuridad?
¿Cómo podían soportarlo? Pero lo soportaban, y hasta parecían disfrutar de sus vidas efímeras, cuando la única opción sensata sería la desesperación. Sorprendente. Sabían que sólo eran diminutos seres vivos, encajonados entre dos abismos de oscuridad. ¿Cómo podían soportar la vida?
Obviamente, había que nacer para ello.
La Muerte ensilló su caballo y lo hizo trotar por los campos. El maíz ondulaba como un mar. La señorita Flitworth tendría que buscarse otro ayudante si quería recoger la cosecha.
Qué cosa tan extraña. Había un sentimiento entremezclado con el alivio. ¿Pesar? ¿Qué era eso? Pero era un sentimiento de Bill Puerta, y Bill Puerta estaba... muerto. Nunca había vivido. Volvía a ser él mismo, el de siempre, a salvo en un lugar donde no había sentimientos. Ni pesares.
Nunca más pesares.
Y ahora estaba en su estudio, cosa rara, porque no conseguía recordar cómo había llegado allí. El momento anterior iba a lomos de su caballo, y ahora estaba en el estudio, con todos los estantes, los relojes y los instrumentos.
Además, era más grande de lo que recordaba. Las paredes se perdían a lo lejos.
Eso era cosa de Bill Puerta. A Bill Puerta le parecería grande aquel estudio, por supuesto, y lo más probable era que aún le quedaran dentro unos restos de su personalidad. Lo mejor que podía hacer era mantenerse ocupado. Lanzarse de lleno al trabajo.
Ya había unos cuantos relojes de vidas sobre su escritorio. No recordaba haberlos puesto allí, pero eso no tenía importancia. Lo más importante era ponerse a trabajar...
Cogió el que tenía más cerca, y leyó el nombre.
—¡Corikirococo!
La señorita Flitworth se incorporó bruscamente en la cama. Por el rabillo de los sueños, había oído otro ruido, el que seguramente había despertado al gallo.
Buscó a tientas una cerilla y al final consiguió encender la vela. Hurgó por debajo de la cama hasta dar con un machete, que el difunto señor Flitworth había utilizado a menudo en sus viajes de negocios por las montañas.
Bajó apresuradamente por las inseguras escaleras, y salió al aire frío del amanecer.
Se detuvo un instante ante la puerta del granero, titubeando. Luego abrió la puerta lo justo como para deslizarse hacia el interior.
—¿Señor Puerta?
Oyó un crepitar entre el heno, y luego se hizo un silencio atento.
¿SEÑORITA FLITWORTH?
—¿Me ha llamado usted? Estoy segura de que alguien ha gritado mi nombre.
Hubo otro crepitar, y la cabeza de Bill Puerta apareció por el borde del altillo.
¿SEÑORITA FLITWORTH?
—Sí, claro, ¿a quién esperaba? ¿Se encuentra bien?
EH... SÍ. SÍ. CREO QUE SÍ.
La mujer apagó la vela. La luz previa al amanecer permitía ya ver.
—Bueno, como usted diga... Ya que estoy levantada, será mejor que ponga a hacer las gachas.
Bill Puerta volvió a tumbarse en el heno hasta que tuvo la seguridad de que podía confiar en sus piernas para que lo transportaran. Luego bajó y echó a andar por el patio en dirección a la granja.
No dijo ni una palabra mientras la mujer le ponía delante el cuenco de gachas y las ahogaba con leche. Por último, no pudo contenerse más. No sabía bien cómo formular las preguntas, pero necesitaba desesperadamente las respuestas.
—SEÑORITA FLITWORTH?
—¿Sí?
¿CÓMO SE LLAMA ESO... POR LA NOCHE... CUANDO UNO VE COSAS, O NO SON COSAS DE VERDAD?
La mujer se incorporó, con la cacerola de las gachas en una mano y el cucharón en la otra.
—¿Se refiere a lo de soñar?
¿ESO ES SOÑAR?
—¿Es que usted no sueña? Creía que todo el mundo soñaba.
¿SOBRE COSAS QUE VAN A SUCEDER?
—Ah, a eso lo llaman premoniciones. Yo, personalmente, nunca he creído en ellas. ¡No irá a decirme que no sabe qué son los sueños!
NO. NO. CLARO QUE NO.
—¿Por qué está tan preocupado, Bill?
DE PRONTO, SÉ QUE VAMOS A MORIR.
La mujer lo miró, pensativa.
—Bueno, como todo el mundo —señaló al final— Ha estado soñando con eso, ¿no? Todos nos sentimos así de vez en cuando. Yo que usted no me preocuparía demasiado. Lo mejor que puede hacer para que se le pase es mantenerse ocupado y tener alegría, como siempre digo yo.
¡PERO LLEGARÁ NUESTRO FINAL!
—Bueno, tampoco es para tanto —replicó la señorita Flitworth—. Supongo que todo depende de cómo se haya portado cada uno en la vida.
¿PERDÓN?
—¿Es usted creyente?
¿QUIERE DECIR QUE TRAS LA MUERTE SUCEDE LO QUE UNO CREÍA QUE IBA A SUCEDER?
—Sería bonito, ¿verdad? —respondió ella alegremente.
PERO, ES QUE..., VERÁ, YO NO SÉ LO QUE CREO. CREO EN... NADA.
—Vaya, sí que estamos pesimistas esta mañana, ¿eh? —rió la señorita Flitworth—. Lo mejor que puede hacer es acabarse esas gachas. Le irán bien. Dicen que son buenas para los huesos.
Bill Puerta miró el contenido del cuenco.
¿PUEDE PONERME MAS?
Bill Puerta se pasó el resto de la mañana cortando madera. Era una labor agradablemente monótona.
Cansarse. Eso era lo más importante. Sin duda había dormido antes de la noche anterior, pero había estado demasiado cansado como para soñar. Y estaba decidido a no volver a soñar. El hacha ascendía, descendía sobre los troncos como la maquinaria de un reloj.
¡No! ¡Nada de relojes!
Cuando volvió a la granja, la señorita Flitworth tenía varios pucheros en la cocina.
HUELE BIEN —señaló Bill, en un esfuerzo de amabilidad.
Levantó la tapa de una de las cazuelas. La señorita Flitworth se volvió rápidamente.
—¡No toque eso! ¡No lo pruebe! ¡Es para las ratas!
¿ES QUE LAS RATAS NO SE ALIMENTAN SOLAS?
—Vaya si lo hacen. Por eso les vamos a dar una ración extra antes de que empiece la cosecha. Unas cuantas gotas de esto cerca de sus agujeros... y se acabaron las ratas.
Bill Puerta tardó un buen rato en sumar dos y dos, pero, cuando por fin lo consiguió, fue como si se aparearan dos megalitos.
¿ESTO ES VENENO?
—Esencia de escorpión mezclada con harina de avena. Nunca falla.
¿Y SE MUEREN?
—Al instante. Estiran la pata enseguida. Nosotros comeremos pan con queso —añadió—. No pienso cocinar dos veces al día, y esta noche vamos a comer pollo. Ahora que lo pienso, hablando del pollo..., venga.
Cogió un cuchillo de su gancho y salió al patio. Cyril, el gallo, le miró con gesto de sospecha desde la cima del estercolero. Su harén de gallinas gordas y bastante viejas, que habían estado picoteando el suelo, anadearon inseguras en dirección a la señorita Flitworth, con el andar torpe de todas las gallinas a lo largo y ancho del Multiverso. La mujer se inclinó rápidamente y atrapó a una.
El animal miró a Bill Puerta con ojos brillantes, estúpidos.
—¿Sabe desplumar un pollo? —preguntó la señorita Flitworth.
Bill miró a la gallina. Luego miró a la anciana. Luego otra vez a la gallina.
PERO... LAS HEMOS ALIMENTADO... —dijo con tono desamparado.
—Exacto. Y ahora ellas nos alimentarán a nosotros. Ésta no pone huevos desde hace meses. Así funcionan las cosas en el mundo de los pollos. El señor Flitworth solía retorcerles el cuello, pero yo no le cogí el tranquillo. Con el cuchillo se ensucia todo más, y luego corren un rato, pero están muertas, y lo saben.
Bill Puerta consideró sus opciones. La gallina había clavado en él un ojo como una cuenta de cristal. Los pollos son mucho menos interesantes que los humanos, y carecen de los sofisticados filtros mentales que les permiten no ver lo que tienen delante. Aquella gallina sabía muy bien dónde estaba y qué estaba mirando.
Bill Puerta vio su vida minúscula, sencilla, y advirtió cómo se derramaban los últimos segundos.
Nunca había matado. Se había llevado vidas, pero sólo cuando ya habían concluido. Hay una gran diferencia entre robar algo y encontrárselo.
NO, EL CUCHILLO NO —dijo, rindiéndose—. DÉME A LA GALLINA.
Se dio la vuelta un instante, y luego tendió el cuerpo inerte a la señorita Flitworth.
—Bien hecho —aprobó ella.
La mujer volvió a la cocina.
Bill Puerta sintió la mirada acusadora de Cyril.
Abrió la mano. En su palma brillaba un pequeño punto de luz.
Sopló suavemente sobre él, hasta que se desvaneció.
Después del almuerzo, pusieron el veneno para las ratas. Él se sintió como un asesino.
Murieron muchas ratas.
Bajo el suelo, en los túneles que discurrían por debajo del granero, en el más profundo de ellos, excavado hacía mucho tiempo por antepasados roedores largo tiempo olvidados, algo apareció en la oscuridad.
Dio la impresión de que no se decidía por una forma concreta. Comenzó como un trozo de queso de aspecto altamente sospechoso. Esto no pareció funcionar.
Luego probó con algo que se asemejaba mucho a un terrier pequeño, hambriento. También rechazó esta opción.
Por un momento, fue una trampa de mandíbulas de acero. Obviamente, no era la forma adecuada.
Buscó nuevas ideas a su alrededor y, para su propia sorpresa, le llegó una con toda suavidad, como si viniera de muy cerca. No era tanto una forma como el recuerdo de una forma.
La probó, y descubrió que, aunque no era en absoluto adecuada para el trabajo, de una manera profundamente satisfactoria sí era la única forma posible.
Empezó a trabajar.
Aquella tarde, los hombres de dedicaron a practicar el tiro con arco en la pradera. Bill Puerta se había labrado concienzudamente la reputación local de ser el peor arquero en toda la historia de la toxofilia. A nadie se le había ocurrido nunca que clavar flechas en el sombrero de un espectador situado tras el arquero era, obviamente, mucho más difícil que limitarse a acertar en una diana bastante grande situada a tan sólo cincuenta metros.
Era increíble la cantidad de amigos que podía ganar uno con sólo ser un perfecto inútil, siempre que la inutilidad fuera tanta como para resultar divertida.
De manera que le permitieron sentarse en un banco fuera de la taberna, en compañía de los ancianos.
En el edificio contiguo, las chispas brotaban de la chimenea del herrero del pueblo, y subían en espiral hacia el cielo del ocaso. Tras las puertas cerradas se oía el retumbar de los feroces martillazos. Bill Puerta se preguntaba por qué estaría siempre cerrada la herrería. La mayor parte de los herreros trabajaban con las puertas abiertas, de manera que su forja llegaba a convertirse en la sala de reuniones no oficial de cada pueblo. En cambio, éste se concentraba por completo en su trabajo...
—Hola, queleto.
Se volvió como un resorte.
La niña pequeña de la taberna lo estaba mirando con los ojos más penetrantes que había visto nunca.
—Eres un queleto, ¿a que sí? —insistió—. Se te nota por los huesos.
TE EQUIVOCAS, NIÑA PEQUEÑA.
—Sí que lo eres. Todo el mundo se convierte en queleto cuando se muere. Pero luego no van por ahí andando y hablando con la gente.
JA. JA. JA. ¿HABÉIS OÍDO A LA NIÑA?
—¿Y tú, por qué andas?
Bill Puerta miró a los ancianos. Parecían absortos en la competición.
MIRA, TE DIRÉ UNA COSA —susurró a la desesperada—. SI TE MARCHAS, TE DOY MEDIO PENIQUE.
—Yo tengo una máscara de queleto para ir por las casas la Noche de Todos los Huertos —insistió la chiquilla —. Es de papel. Te dan caramelos.
Bill Puerta cometió el error que habían cometido millones de personas con los niños pequeños, en circunstancias semejantes. Trató de razonar.
MIRA —le dijo—, SI DE VERDAD FUERA UN ESQUELETO, NIÑA PEQUEÑA, ESTOY SEGURO DE QUE ESTOS CABALLEROS TENDRÍAN ALGO QUE DECIR AL RESPECTO.
La chiquilla miró a los ancianos sentados al otro lado del banco.
—No, porque ellos ya son casi queletos también —replicó—. Me parece que no quieren ver a otro.
Él se rindió.
HE DE ADMITIR QUE EN ESO NO TE FALTA RAZÓN.
—¿Por qué no se te caen los trozos?
NO SÉ. NUNCA ME HA PASADO.
—Yo he visto queletos de pájaros y otras cosas, y a todos se les caen los trozos.
A LO MEJOR ES PORQUE ELLOS SON LO QUE ALGO FUE, MIENTRAS QUE ESTO ES LO QUE YO SOY.
—El boticario que hace las medicinas en Chambly tiene un queleto colgado de un gancho, con alambres para que no se le caigan los huesos —señaló la niña, con el tono de quien imparte una información obtenida tras una diligente investigación.
YO NO TENGO ALAMBRES.
—¿Los queletos vivos son diferentes de los queletos muertos?
SÍ.
—Entonces, lo que tiene él es un queleto muerto, ¿a que sí?
SÍ.
—¿Y antes estaba dentro de alguien?
SÍ.
—Puaj. Qué asco.
La niña contempló durante unos instantes el paisaje, a lo lejos.
—Tengo unos calcetines nuevos —dijo al final.
¿SÍ?
—Si quieres, te los dejo ver.
Un piececito sucio se presentó para su inspección.
VAYA, VAYA. QUÉ COSAS. CALCETINES NUEVOS.
—Me los ha hecho mi mamá. Con una oveja.
INCREÍBLE.
El horizonte sufrió otro examen detallado.
—¿Sabes? —siguió la niña— Hoy es..., es viernes.
SÍ.
—Me he encontrado una cuchara.
Bill Puerta se dio cuenta de que aguardaba, expectante. No estaba familiarizado con gente que tuviera una capacidad de concentración inferior a tres segundos.
—¿Trabajas para la señorita Flitworth?
SÍ.
—Mi papá dice que te has arrimado a buen árbol.
A Bill Puerta no se le ocurrió qué responder a aquella afirmación, sobre todo porque no la entendía. Era una de las muchas frases que confeccionaban los humanos, en apariencia llanas, pero que servían para ocultar algo más sutil, algo que a menudo se daba a entender por el tono de voz o una mirada especial. La niña no estaba practicando ninguna de las dos cosas.
—Mi papá dice que tiene cajas con tesoros.
¿DE VERDAD?
—Yo tengo dos peniques.
QUÉ COSAS.
—¡Sal!
Los dos alzaron la vista cuando la señora Lifton apareció en el umbral.
—Venga, a la cama. Deja de molestar al señor Puerta.
OH, LE ASEGURO QUE NO ME ESTA...
—Vamos, dile buenas noches.
—¿Cómo se duermen los queletos? No pueden cerrar los ojos, porque...
Bill Puerta escuchó las voces que se alejaban hacia el interior de la taberna.
—No debes llamar esas cosas al señor Puerta, aunque esté..., aunque sea..., tan..., aunque sea tan delgado...
—No importa, no es de los muertos.
La voz de la señora Lifton tenía el tono preocupado de alguien que no puede creerse lo que están viendo sus ojos. Él lo conocía bien.
—A lo mejor es que ha estado muy enfermo.
—Sí, más enfermo no ha podido estar.
Bill Puerta volvió a la granja, pensativo. Había luz en la cocina, pero él se fue directamente al granero, subió por la escalera hacia el altillo y se tendió entre el heno. Podía impedir el paso a los sueños, pero no podía dejar de recordar. Contempló la oscuridad. Tras un rato, se dio cuenta de que el susurro constante que oía era de múltiples pisadas diminutas. Se dio la vuelta.
Un reguero de pálidos espectros en forma de ratas recorría la viga que tenía justo encima de la cabeza. Se iban desvaneciendo poco a poco, y pronto no quedó más que el ruido de los pasos.
Tras los espectros de las ratas llegó... una forma.
Tenía unos quince centímetros de altura. Vestía una túnica negra. Sostenía una diminuta guadaña con una garrita esquelética. La nariz, blanca como el hueso, con frágiles bigotes grises, asomaba de la capucha envuelta en sombras.
Bill Puerta extendió una mano y la cogió. No ofreció resistencia, sino que se irguió en la palma de su mano y clavó la vista en él, de profesional a profesional.
Bill Puerta titubeó.
¿ERES...?
La Muerte de las Ratas asintió.
KIIIK.
RECUERDO —dijo lentamente Bill Puerta—, CUANDO ERAS PARTE DE MÍ...
La Muerte de las Ratas chilló de nuevo.
Bill Puerta rebuscó en los bolsillos de su mono. Se había guardado allí parte del almuerzo. AH, SÍ.
SUPONGO QUE PUEDES MATAR A UN TROZO DE QUESO —dijo.
La Muerte de las Ratas lo aceptó con cortesía, Bill Puerta recordaba haber visitado en cierta ocasión (sólo en una) a un hombre que se había pasado toda la vida encerrado en la celda de una torre, por no sabía qué crimen, y había domesticado a los pajarillos para que le hicieran compañía durante su cadena perpetua.
Los pájaros cagaban en su jergón y se comían sus escasas raciones, pero él los toleraba y sonreía al verlos entrar y salir volando entre los barrotes de la ventana. En aquella ocasión, la Muerte se había preguntado por qué alguien hacía semejante tontería.
NO TE RETRASARÉ MÁS —dijo—. SUPONGO QUE TIENES QUE HACER MUCHAS COSAS, VISITAR A MUCHAS RATAS... SÉ CÓMO SON ESTAS COSAS.
Y ahora lo comprendía, volvió a depositar a la figura sobre la viga, y se tendió en el heno.
NO DEJES DE VISITARME CUANDO PASES POR AQUÍ.
Bill Puerta contempló de nuevo la oscuridad.
Sueño. Percibía su presencia cercana. Sueño, con su corte de pesadillas.
Se quedó tendido en la oscuridad, resistiéndose.
El grito de la señorita Flitworth lo hizo incorporarse bruscamente Se sintió momentáneamente aliviado cuando el grito persistió. La puerta del granero se abrió de golpe.
—¡Bill! ¡Baje enseguida!
Él buscó a tientas la escalera.
¿QUÉ PASA, SEÑORITA FLITWORTH?
—¡Hay un incendio!
Echaron a correr por el patio, y salieron al camino. Sobre el poblado, el cielo estaba rojo.
—¡Vamos!
PERO SI EL INCENDIO NO ES NUESTRO.
—¡Pronto será de todos! ¡Se extiende por los tejados de paja!
Llegaron a la parodia de plaza del pueblo. La taberna estaba ya en llamas, la paja del techo ardía con un millón de chispas.
—¡La gente no hace más que mirar! —rugió la señorita Flitworth—. ¡Hay una bomba de agua y cubos por todas partes! ¿Es que nadie piensa?
Se oyó el ruido de un enfrentamiento cuando dos de los clientes habituales de la taberna intentaron impedir que Lifton corriera hacia el edificio. El hombre gritaba a pleno pulmón.
—La niña está dentro todavía —dijo la señorita Flitworth—. Eso es lo que ha dicho, ¿no?
SÍ.
Las llamas cubrían todas las ventanas del piso superior.
—Tiene que haber alguna manera de sacarla —insistió la señorita Flitworth—. Tenemos que buscar una escalera y...
NO DEBEMOS HACERLO.
—¿Qué? Hay que intentarlo. ¡No podemos dejar a nadie ahí dentro.
USTED NO LO ENTIENDE —insistió Bill Puerta—. JUGAR CON EL DESTINO DE UN SOLO INDIVIDUO PODRÍA ACABAR CON LA DESTRUCCIÓN DEL MUNDO ENTERO.
La señorita Flitworth lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Qué tonterías está diciendo?
QUE A TODO EL MUNDO LE LLEGA SU HORA DE MORIR.
La mujer se lo quedó mirando. Luego alzó la mamo y le dio una sonora bofetada en la cara. La tenía más dura de lo que ella esperaba. Dejó escapar un gemido y se lamió los nudillos.
—Se marchará de mi granja esta noche, señor Bill Puerta —rugió— ¿Entendido?
Luego se giró en redondo y echó a correr hacia la bomba de agua. Algunos hombres habían buscado unos ganchos largos y estaban arrancando del tejado manojos de paja en llamas. La señorita Flitworth organizó a un grupo para que llevara una escalera y la situara bajo una de las ventanas de los dormitorios. Pero, para cuando convencieron a un hombre para que trepara por ella tras la humeante protección de una manta empapada, la parte superior de la escalera ya estaba en llamas.
Bill Puerta contempló el incendio.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó el reloj dorado. El cristal brillaba con chispas rojas a la luz del fuego. Volvió a guardarlo.
Parte del tejado se derrumbó.
KIIIK.
Bill Puerta bajó la vista. Una pequeña figura envuelta en una túnica desfiló entre sus piernas y se dirigió hacia la puerta llameante.
Alguien chillaba algo acerca de los barriles de coñac.
Bill Puerta volvió a meterse la mano en el bolsillo y se sacó el reloj de nuevo. Su siseo ahogó el rugir de las llamas. El futuro fluía hacia el pasado, y había mucho más pasado que futuro, pero lo que más lo sorprendió fue el hecho de que lo que fluía constantemente era el ahora.
Guardó el reloj con sumo cuidado.
La Muerte sabía que jugar con el destino de un solo individuo podía destruir el mundo entero. Lo sabía muy bien. Era un conocimiento que tenía perfectamente asimilado.
Pero comprendió que, para Bill Puerta, aquello eran chorradas.
OH, MIERDA —dijo.
Y corrió hacia el incendio.
—Mmmm. Soy yo, bibliotecario —dijo Windle, que intentaba gritar por el ojo de la cerradura—. Windle Poons.
Trato de dar más golpes en la puerta.
—¿Por qué no responde?
—Ni idea —dijo una voz detrás de él.
—¿Schleppel?
—Sí, señor Poons.
—¿Por qué estás detrás de mí?
—Tengo que estar detrás de algo, señor Poons. Para eso soy un hombre del saco.
—¿Bibliotecario? —insistió Windle, con más golpes en la puerta.
—Oook.
—¿Por qué no me dejas entrar?
—Oook.
—Pero es que tengo que investigar una cosa...
—¡Oook oook!
—Bueno, sí, lo estoy. ¿Y eso qué tiene que ver?
—¡Oook!
—¡No..., no es justo!
—¿Qué dice, señor Poons?
—¡Que no me deja entrar porque estoy muerto!
—Sí, lo de siempre. Ésa es la típica cuestión que siempre critica Reg Shoe, ¿sabe?
—¿Hay alguien más que entienda sobre eso de la fuerza vital?
—Bueno, está la señora Cake, claro. Pero es un bicho raro.
—¿Quién es la señora Cake? —Entonces, Windle cayó en la cuenta de lo que acababa de decir Schleppel—. ¿Un bicho raro? Oye, tú eres un hombre del saco.
—¿Nunca ha oído hablar de la señora Cake?
—No.
—No, claro, no creo que le interese mucho la magia... En cualquier caso, al señor Shoe no le gusta que hablemos con ella. Dice que explota a los muertos.
—¿Cómo?
—Es una médium. Bueno, más bien pequeña.
—¿De verdad? Está bien iremos a verla. Una cosa más, Schleppel...
—¿Sí?
—Me da escalofríos que estés siempre detrás de mí.
—Es que me pongo muy nervioso si no estoy detrás de algo, señor Poons.
—¿Y no puedes esconderte tras otra cosa?
—¿Qué sugiere, señor Poons? Windle meditó un instante.
—Sí, puede que funcione —dijo con voz pausada—. Lo único que necesito es un destornillador.
Modo, el jardinero, estaba de rodillas, plantando las dalias, cuando oyó una serie de sonidos rítmicos detrás de él, como los que haría alguien que intentara mover a rastras un objeto pesado.
Volvió la cabeza.
—Buenas noches, señor Poons. Veo que aún sigue muerto.
—Buenas noches, Modo. Estás dejando esto muy bonito.
—Señor Poons, hay alguien que le sigue detrás de una puerta.
—Sí, lo sé.
La puerta se movió cautelosamente por el sendero. Cuando pasó cerca de Modo, giró un poco, como si el que la transportara quisiera estar tan detrás de ella como fuera posible.
—Es una especie de puerta de seguridad —le explicó Windle.
Se detuvo un instante. Había algo que no encajaba. No sabía a ciencia cierta qué era, pero de repente había muchas cosas que no encajaban. Era como oír una nota discordante en una orquesta.
Examinó la escena que se extendía ante sus ojos.
—¿Qué es ese trasto donde pones las semillas? —quiso saber.
Modo miró el objeto que tenía a un lado.
—Es bueno, ¿verdad? —asintió—. Lo encontré junto a los montones de stiércol.
Se me había roto la carretilla, eché un vistazo, y allí...
—Nunca había visto una cosa semejante —replicó Windle—. ¿Para qué iba alguien a hacer una cesta de alambre tan grande? Además, esas ruedas parecen demasiado pequeñas.
—Pero es muy cómodo empujarlo por el mango —señaló Modo—. Es increíble que alguien lo haya tirado. ¿Por qué habrán tirado una cosa así, señor Poons?
Windle contempló el carrito. No dejaba de tener la sensación de que el objeto le devolvía la mirada.
—A lo mejor ha llegado aquí él solo —se oyó decir.
—¡Claro, señor Poons! ¡Seguro que buscaba un lugar tranquilo! —rió Modo—. ¡Hay que ver qué cosas tiene usted!
—Sí —asintió Windle con tono desdichado.
Echó a andar hacia la ciudad, consciente de los ruidos de la puerta tras él. Si alguien me hubiera dicho hace un mes, pensó, que en pocos días habría muerto y estaría caminando por la carretera, seguido por un hombre del saco con problemas de timidez que se esconde tras una puerta..., diantres, me habría reído.
No, no me habría reído. Habría dicho «¿eh?» y «¿cómo?» y «¡habla más alto!», y de todos modos no habría entendido nada. Detrás de él, alguien ladró. Un perro lo estaba mirando. Era un perro muy grande, enorme. De hecho, el único motivo de que se le siguiera llamando perro, y no lobo, era que todo el mundo sabe que en las ciudades no hay lobos. El animal guiñó un ojo. No hubo luna llena anoche, pensó Windle.
—¿Lupine? —aventuró. El perro asintió. —¿Puedes hablar?
El perro sacudió la cabeza.
—¿Y qué haces ahora?
Lupine se encogió de hombros.
—¿Quieres venir conmigo?
Hubo otro encogimiento de hombros que casi verbalizó el pensamiento: ¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer...
Si alguien me hubiera dicho hace un mes, pensó Windle, que en pocos días habría muerto y estaría caminando por la carretera, seguido por un hombre del saco con problemas de timidez que se esconde tras una puerta y acompañado por una especie de versión en negativo de un hombre lobo..., diantres, probablemente me habría reído. Después de que me lo repitieran unas cuantas veces, claro. Y a gritos.
La Muerte de las Ratas reunió hasta al último de sus clientes, muchos de los cuales se habían encontrado en el tejado, y los guió entre las llamas hacia dondequiera que fueran las ratas buenas.
Le sorprendió mucho cruzarse con una figura llameante que se abría camino a través del caos incandescente de vigas derrumbadas y tablones incendiados. La figura subió por el infierno que eran las escaleras, mientras se sacaba algo de entre los restos de sus ropas y se lo colocaba cuidadosamente entre los dientes.
La Muerte de las Ratas no aguardó a ver qué sucedía a continuación. Aunque, en algunos aspectos, era tan antigua como la primera protorrata, también tenía menos de un día de vida, y no se encontraba muy cómoda en el papel de Muerte. Probablemente era consciente de que el sonido hueco, profundo, que hacía tambalearse los barriles, era el ruido del coñac que empezaba a hervir.
Y si algo caracteriza al coñac hirviente es que no hierve mucho rato.
La bola de fuego esparció trocitos de la posada en un radio de un kilómetro. De los agujeros donde se habían encontrado las ventanas surgieron llamas rojiblancas. Las paredes explotaron. Las vigas en llamas volaron por encima de las cabezas. Algunas fueron a estrellarse contra los tejados vecinos, iniciando más incendios.
Luego sólo quedó un brillo que hacía llorar los ojos.
Y, después, pequeñas sombras en el ulterior del brillo.
Las sombras se movieron, se reunieron, formaron la silueta de una figura alta que se movía con paso decidido. Llevaba algo en brazos.
La figura pasó entre la multitud de observadores cubiertos de ampollas, y echó a andar por el sendero fresco y oscuro que llevaba a la granja. La gente recuperó la capacidad de reacción y la siguieron. Se movían a través del crepúsculo como la cola de un oscuro cometa.
Bill Puerta subió por las escaleras que llevaban al dormitorio de la señorita Flitworth, y puso a la niña en la cama.
ELLA DIJO QUE HABÍA UN BOTICARIO CERCA DE AQUÍ.
La señorita Flitworth empujó a quien hizo falta hasta llegar a la primera fila, en la cima de las escaleras.
—Sí, hay uno en Chambly —asintió—. Pero también hay una bruja cerca de Lancre.
NADA DE BRUJAS. NADA DE MAGIA. Y TODOS LOS DEMÁS, QUE SE VAYAN.
No era una sugerencia. Ni siquiera era una orden. Era, sencillamente, una afirmación irrefutable.
La señorita Flitworth agitó los delgados brazos ante la gente.
—¡Venga, se acabó! ¡Eeeh! ¡Estáis en mi dormitorio! ¡Fuera de aquí!
—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó alguien, entre las últimas filas de la multitud—. ¡Nadie habría podido salir vivo de allí! ¡Hemos visto cómo el lugar entero volaba por los aires!
Bill Puerta se giró lentamente.
NOS ESCONDIMOS EN EL SÓTANO —dijo.
—¡Eso es! ¿Veis? —exclamó la señorita Flitworth—. En el sótano.Es lógico.
—Pero si la taberna no tiene... —empezó alguien, titubeante.
Y se interrumpió. Bill Puerta lo miraba fijamente.
—En el sótano —se corrigió el hombre—. Sí. Claro. Buena idea.
—Muy buena idea —corroboró la señorita Flitworth—. Venga, todo el mundo fuera de aquí.
La oyó echar a la gente escaleras abajo, hacia la noche. La puerta se cerró de golpe. En cambio, no la oyó subir por las escaleras con un puchero de agua fría y un paño. La señorita Flitworth también podía caminar con pies ligeros cuando quería.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta tras ella.
—Sus padres querrán verla —dijo—. La madre de la niña se ha desmayado, y Henry el Gordo, el del molino, noqueó a su padre cuando quiso meterse entre las llamas, pero en cuanto se despierten vendrán aquí.
Se inclinó y pasó el paño por la frente de la niña.
—¿Dónde estaba?
SE HABÍA ESCONDIDO EN UN ARMARIO.
—¿Para protegerse de un incendio? Bill Puerta se encogió de hombros.
—Lo que me parece increíble es que pudiera encontrarla, con tanto calor y tanto humo —siguió la anciana.
SUPONGO QUE TENGO TALENTO PARA ESO.
—Y la pobrecita no tiene ni un rasguño.
Bill Puerta hizo caso omiso de la pregunta que latía en su voz.
¿HA ENVIADO A ALGUIEN EN BUSCA DEL BOTICARIO?
—Sí.
ESE HOMBRE NO DEBE LLEVARSE NADA.
—¿Qué quiere decir?
QUÉDESE AQUÍ HASTA QUE SE VAYA. NO DEBE LLEVARSE NADA DE ESTA HABITACIÓN.
—Qué tontería. ¿Por qué iba a llevarse nada? ¿Qué iba a querer de aquí?
ES MUY IMPORTANTE. AHORA, TENGO QUE DEJARLA.
—¿Adónde va?
AL GRANERO. DEBO HACER ALGUNAS COSAS. PUEDE QUE NO QUEDE MUCHO TIEMPO.
La señorita Flitworth contempló la pequeña figura tendida en la cama. Se sentía superada por las circunstancias. Lo único que podía hacer era traer agua fresca.
—Parece como si estuviera durmiendo, nada más —dijo, impotente— ¿Qué le pasa?
Bill Puerta se detuvo en el rellano, junto a la cima de las escaleras.
ESTÁ VIVIENDO CON TIEMPO PRESTADO —dijo.
Había una vieja forja detrás del granero. Nadie la había utilizado desde hacía muchos años. Pero, ahora, de ella brotaba una luz roja y amarilla que iluminaba el patio y palpitaba como un corazón.
Y, como si fuera un corazón, se oía un sonido regular. El sonido acompañaba cada palpitar de la luz, que en esos momentos se tornaba azulada.
La señorita Flitworth se deslizó por la puerta entreabierta. Si hubiera sido el tipo de persona predispuesta a jurar, habría jurado que no había hecho ningún ruido audible por encima del crepitar del fuego y los martillazos, pero Bill Puerta se giró en redondo, blandiendo ante él una hoja curvada.
—¡Soy yo!
Él se relajó, o al menos su postura cambió a un nivel de tensión diferente.
—¿Qué demonios está haciendo?
Bill Puerta contempló la hoja que tenía entre las manos como si la viera por primera vez.
ME PARECIÓ QUE ERA EL MOMENTO DE AFILAR ESTA GUADAÑA, SEÑORITA FLITWORTH.
—¿A la una de la madrugada?
Él la miró, inexpresivo.
POR LAS NOCHES ESTÁ IGUAL DE EMBOTADA, SEÑORITA FLITWORTH.
La dejó caer contra el yunque.
¡Y NO PUEDO AFILARLA LO SUFICIENTE!
—Creo que el calor lo ha afectado... —dijo ella. Le tocó el brazo. —Además —añadió—, me parece que ya está lo suficientemente afilada como para...
Se detuvo en seco. Sus dedos se movieron por el hueso que era el brazo de Bill Puerta. Los apartó un instante, y luego volvió a rozarlo. Bill Puerta se estremeció. La señorita Flitworth no vaciló mucho tiempo. A lo largo de sus setenta y cinco años de vida, se había enfrentado a guerras, al hambre, a innumerables animales enfermos, a un par de epidemias y a miles de tragedias menudas, cotidianas. Un esqueleto deprimido no tenía nivel para entrar en la lista de las Diez Peores Cosas que había visto.
—Así que es usted —dijo.
SEÑORITA FLITWORTH, YO...
—Siempre supe que vendría algún día.
CREO QUE LO MEJOR SERÁ QUE...
—¿Sabe? Me he pasado la vida esperando a un caballero en un corcel blanco. —La señorita Flitworth sonrió—. He sido una mema, ¿eh?
Bill Puerta se sentó en el yunque.
—El boticario ha venido —le informó la mujer—. Dijo que no podía hacer nada. Dijo que la niña estaba bien. Pero seguimos sin poder despertarla. Y además, nos costó lo nuestro abrirle la mano. La tenía cerrada con todas sus fuerzas.
¡DIJE QUE NO DEBÍA LLEVARSE NADA!
—Tranquilo, tranquilo. Se lo dejamos en la mano.
BIEN.
—¿Qué era?
MI TIEMPO.
—¿Cómo?
MI TIEMPO. LO QUE ME QUEDA DE VIDA.
—Pues parecía un cronómetro para huevos pasados por agua. Para huevos muy caros, eso sí.
Bill Puerta pareció sorprendido.
SÍ. EN CIERTO MODO. LE HE DADO PARTE DE MI TIEMPO.
—¿Cómo es que usted necesita tiempo?
TODOS LOS SERES VIVOS NECESITAN TIEMPO. Y, CUANDO SE LES ACABA, MUEREN. CUANDO ESE TIEMPO SE ACABE, LA NIÑA MORIRÁ. Y YO TAMBIÉN. DENTRO DE POCAS HORAS.
—Pero usted no puede...
SÍ QUE PUEDO. ES DIFÍCIL DE EXPLICAR.
—Échese a un lado.
¿QUÉ?
—He dicho que se eche a un lado. Yo también quiero sentarme.
Bill Puerta le dejó sitio en el yunque. La señorita Flitworth se sentó.
—Así que va a morir —dijo.
SÍ.
—Y no quiere.
NO...
—¿Por qué no?
La miró como si estuviera chiflada.
PORQUE LUEGO NO HABRÁ NADA. PORQUE NO EXISTIRÉ.
—¿Eso es lo que les pasa a los humanos?
NO, CREO QUE NO. PARA USTEDES ES DIFERENTE. LO TIENEN TODO ORGANIZADO.
Los dos se quedaron sentados, contemplando cómo se apagaban los tizones en la forja.
—Bueno, ¿y para qué estaba afilando la guadaña? —quiso saber la señorita Flitworth.
CREÍ QUE A LO MEJOR PODRÍA... CONTRAATACAR...
—¿Ha servido de algo alguna vez? Con usted, quiero decir.
POR LO GENERAL, DE NADA, A VECES LA GENTE ME DESAFÍA A UN JUEGO. SE JUEGAN LA VIDA, VAMOS.
—¿Le ha ganado alguien?
NO. EL AÑO PASADO UN TIPO CONSIGUIÓ TRES CALLES Y TODAS LAS ESTACIONES.
—¿Qué? ¿Qué juego es ése?
NO ME ACUERDO BIEN. CREO QUE LO LLAMABAN «POSESIÓN EXCLUSIVA». YO ERA LA BANCA.
—Un momento —lo interrumpió la señorita Flitworth—. Si usted es usted, ¿quién vendrá a por usted?
LA MUERTE. ANOCHE, ALGUIEN ME PASÓ ESTO POR DEBAJO DE LA PUERTA.
La Muerte abrió la mano y le mostró un trocito de papel muy arrugado, en el que la señorita Flitworth pudo leer, no sin cierta dificultad, una sola palabra: OOoooEEEeeOOOoooEEeeeOOOoooEEee.
HE RECIBIDO LA NOTA DE UN BANSHEE CON UNA CALIGRAFÍA ESPANTOSA.
La señorita Flitworth lo miró de nuevo, entornando la cabeza.
—Pero..., corríjame si me equivoco, pero...
LA NUEVA MUERTE.
Puerta alzó la hoja.
ÉL SERÁ TERRIBLE.
La hoja giró entre sus manos. Una temblorosa luz azul recorrió el filo.
YO SERÉ EL PRIMERO.
La señorita Flitworth contempló la luz, fascinada.
—¿Como cuánto de terrible?
¿COMO CUÁNTO DE TERRIBLE ES LO MÁS TERRIBLE QUE PUEDE IMAGINAR?
—Oh.
PUES ASÍ DE TERRIBLE.
Blandió la hoja de manera experimental.
—Y también a por la niña —siguió la señorita Flitworth.
SÍ.
—Creo que no le debo ningún favor, señor Puerta. No creo que haya nadie en el mundo que le deba un favor.
PUEDE QUE TENGA RAZÓN.
—Pero claro, la vida también tendría que responder de un par de cosas. A cada cual lo suyo.
NO SABRÍA DECIRLE.
La señorita Flitworth le lanzó otra mirada larga, valorativa.
—Hay una piedra de moler bastante buena en aquel rincón —dijo.
YA LA HE USADO.
—Y tengo una afiladera en la alacena.
TAMBIÉN LA HE UTILIZADO.
—¿Aun así no está lo suficientemente afilada?
Bill Puerta suspiró.
PUEDE QUE NUNCA ESTÉ LO SUFICIENTEMENTE AFILADA.
—Venga, hombre, ¡no se irá a rendir ahora! —le recriminó la señorita Flitworth—. Donde hay vida, ¿eh?
¿DONDE HAY VIDA EH QUÉ?
—¿Hay esperanza?
¿SÍ?
—Y tanto que sí.
Bill Puerta pasó un dedo huesudo por el filo.
—¿ESPERANZA?
—¿No le queda nada por intentar?
Bill sacudió la cabeza. Había probado un buen número de emociones, pero aquélla era nueva.
¿PUEDE CONSEGUIRME UN ESLABÓN DE AFILAR?
Había pasado una hora.
La señorita Flitworth rebuscó en su bolsa de trapos.
—¿Qué toca ahora? —dijo la mujer.
¿QUÉ HEMOS PROBADO YA?
—Déjeme ver..., algodón, percal, lino..., ¿qué tal el raso? Aquí tengo un trozo.
Bill Puerta cogió la tela y la pasó suavemente por el filo de la hoja.
La señorita Flitworth buscó en el fondo de la bolsa, y sacó una tira de tejidoblanco.
¿SÍ?
—Seda —dijo ella con voz tenue—. La mejor seda blanca. De la de verdad. Está sin usar.
Se sentó y la miró. Tras unos instantes, él la cogió amablemente de entre sus manos. GRACIAS.
—Bueno, bueno —replicó la mujer, saliendo de su ensueño—. Ya está, ¿no?
Cuando él giró la hoja, el filo rasgó el aire con un uuuhhhmmm. El fuego de la forja estaba casi extinguido, pero la hoja brillaba con luz cortante.
—Afilada con seda —se maravilló la señorita Flitworth—. ¿Quién iba a imaginarlo?
Y AUN ASÍ, SIGUE EMBOTADA.
Bill Puerta observó a su alrededor, escudriñando los oscuros rincones de la forja. Se dirigió rápidamente hacia uno de ellos.
—¿Qué ha encontrado?
TELARAÑAS.
Se oyó un ruido agudo, como el largo gemido de una hormiga torturada.
—¿Está bien ya?
EMBOTADA TODAVÍA.
La mujer vio cómo Bill Puerta salía a zancadas de la forja, y caminó apresuradamente detrás de él. Se dirigía hacia el centro del patio, con la guadaña alzada de borde contra la ligera brisa del amanecer.
El filo dejaba escapar un murmullo.
—Por lo que más quiera, ¿hasta qué punto se puede afilar una hoja?
PUEDE ESTAR MÁS AFILADA.
Mientras, en el gallinero, Cyril, el gallo, se despertó y miró con gesto cansado las traicioneras letras trazadas en tiza sobre la pizarra. Tomó aliento.
—¡Koriquirocoqui!
Bill Puerta observó el horizonte en dirección periferia, y entonces, con gesto especulativo, contempló la colina que se alzaba tras la casa.
Hacia allí se encaminó.
La luz del nuevo día chapoteaba sobre el mundo. La luz del Mundodisco es vieja, lenta y pesada. Rugía sobre la tierra como una carga de la caballería. Algún valle que otro la demoraba unos instantes, las cadenas montañosas la detenían hasta que se derramaba sobre la cima y caía por la otra ladera.
Se movía sobre el mar, se precipitaba contra las playas y aceleraba por las llanuras, acicateada por el látigo del sol.
En el legendario continente oculto de Xxxx, cerca ya de la periferia, hay una colonia perdida de magos que llevan corchos en torno a sus sombreros puntiagudos, y sólo se alimentan de gambas. Allí la luz es todavía salvaje, fresca, recién llegada del espacio. Los magos hacen surf en el hirviente espacio que separa la noche del día.
Si se transportara a uno de los magos a miles de kilómetros de distancia, por delante del amanecer, quizá habría visto, mientras la luz retumbaba por las altas llanuras, a una alta figura que ascendía trabajosamente por una colina situada en el sendero de la mañana.
La figura llegó a la cima un momento antes que la luz, respiró hondo y luego se giró, sonriente.
Llevaba una larga hoja afilada entre los brazos extendidos.
La luz llegó..., golpeó..., se partió...
Aunque el mago tampoco habría prestado mucha atención, porque seguramente estaría demasiado preocupado pensando en la caminata de ocho mil kilómetros que le esperaba si quería volver a casa.
La señorita Flitworth jadeaba colina arriba, avanzando contra corriente de la luz, del nuevo día. Bill Puerta estaba absolutamente inmóvil. Sólo la hoja de la guadaña se movía entre sus dedos, a medida que la giraba en diferentes ángulos contra la luz.
Por último, pareció satisfecho.
Se dio la vuelta y la blandió de manera experimental en el aire.
La señorita Flitworth se puso las manos en las caderas.
—Venga, hombre —bufó—, no se // puede //afilar // nada // con // luz.
Se interrumpió.
Él blandió la hoja de nuevo.
—Cié//lo san//to.
Abajo, en el patio, de la granja, Cyril estiró su cuello pelado para hacer una nueva intentona. Bill Puerta sonrió y movió la hoja en dirección al sonido.
—¡Ko//riqui//roco//qui!
Sólo entonces bajó la guadaña.
AHORA SÍ ESTÁ AFILADA.
Su sonrisa se desvaneció, o al menos se desvaneció hasta donde le era posible.
La señorita Flitworth se dio la vuelta y siguió la dirección de su mirada, hasta llegar a la intersección: una tenue neblina sobre los campos de maíz.
La neblina parecía una pálida túnica gris, vacía, pero que daba la impresión de conservar la forma de quien la había llevado, como si la prenda estuviera tendida y recibiera el soplo de la brisa.
Tembló un instante, y luego desapareció.
—Lo he visto —dijo la señorita Flitworth.
NO ERA ÉL. ERAN ELLOS.
—¿Qué ellos?
SON COMO... —Bill Puerta movió la mano en un gesto vago, inseguro—, COMO CRIADOS. VIGILANTES. AUDITORES. COMO INSPECTORES.
La señorita Flitworth entrecerró los ojos.
—¿Inspectores? ¿Quiere decir algo así como los de hacienda?-dijo.
SUPONGO QUE SÍ...
El rostro de la anciana se iluminó.
—¿Por qué no lo dijo antes?
¿EL QUÉ?
—Mi padre me hizo prometer que jamás ayudaría a los de hacienda. Decía que, sólo con pensar en ellos, le daban ganas de ir a tumbarse un rato. Decía que estaba por un lado la muerte, y por otra los impuestos y que los impuestos eran mucho peores, porque al menos la muerte no te pasaba todos los años. Cuando empezaba con el tema de los de hacienda, nos teníamos que marchar de la habitación. Son unas criaturas espantosas. Siempre andan hurgando por ahí, y preguntándote qué tienes escondido entre la leña, o detrás de las puertas secretas del sótano. Esos canallas siempre se están metiendo donde nadie los llama.
Dejó escapar un bufido despectivo, Bill Puerta estaba impresionado. La señorita Flitworth era capaz de dar a la palabra «hacienda», que tenía dos vocales y un diptongo, toda la precisión tajante de un taco mucho más breve.
—Debió decirnos desde el principio que esa gente lo buscaba —insistió la anciana—. Los de hacienda no son nada populares por estas tierras. En los tiempos de mi padre, a cualquier inspector que viniera a chismorrear por aquí, le atábamos pesas a los pies y lo tirábamos al estanque.
PERO, SEÑORITA FLITWORTH..., EL ESTANQUE NO TIENE MAS QUE UNOS CENTÍMETROS DE PROFUNDIDAD.
—Sí, pero era muy divertido ver cómo lo averiguaban. Debió decírnoslo antes. Todo el mundo creía que tenía usted algo que ver con los... impuestos.
NO. NADA DE IMPUESTOS.
—Vaya, vaya, vaya. No tenía ni idea de que ahí arriba también había inspectores.
SÍ. EN CIERTO MODO.
La mujer se le acercó más.
—¿Cuándo vendrá él?
ESTA NOCHE. NO PUEDO DECIRLO CON PRECISIÓN. HAY DOS PERSONAS VIVIENDO CON EL MISMO TIEMPO. ESO HACE QUE LAS COSAS SEAN MÁS INCIERTAS.
—No sabía que una persona pudiera dar a otra parte de su vida.
PUES ES MUY HABITUAL.
—Pero ¿está seguro de que será esta noche?
SÍ.
—Y esa hoja funcionará, ¿verdad?
NO LO SÉ. HAY UNA POSIBILIDAD CONTRA UN MILLÓN.
—Oh. —La mujer parecía estar meditando acerca de otra cosa—. Así que tiene usted el resto del día libre, ¿no?
¿SÍ?
—Pues ya puede empezar a recoger la cosecha.
¿QUÉ?
—Así tendrá algo que hacer. No sirve de nada que se pase el día preocupado. Además, le estoy pagando seis peniques a la semana, y seis peniques son seis peniques.
La casa de la señora Cake estaba también en Elm Street. Windle llamó a la puerta.
Tras un rato, oyeron una voz apagada:
—¿Hay alguien ahí?
—Un golpe quiere decir «sí» —le explicó Schleppel.
Windle levantó la tapa de la ranura del buzón.
—Perdone..., ¿es la señora Cake?
La puerta se abrió.
La señora Cake no era como la había imaginado Windle. Era corpulenta, pero no en el sentido de la gordura. Sencillamente, estaba construida a una escala un poco superior a la normal. Era el tipo de persona que suele ir por la vida un poco encorvada y con cara de disculpa constante, por si acaso parece amenazadora sin querer. Además, tenía una magnífica mata de pelo que le coronaba la cabeza y le fluía sobre los hombros como una capa. También lucía unas orejas ligeramente puntiagudas y unos dientes que, pese a ser extremadamente blancos y bastante bonitos, reflejaban la luz de una manera algo inquietante. Windle se sorprendió ante la velocidad a la que sus agudizados sentidos de zombi llegaron a una conclusión. Bajó la vista.
Lupine estaba sentado sobre las patas traseras, demasiado emocionado como para siquiera agitar la cola.
—Me parece que no es usted la señora Cake... —señaló Windle.
—Usted busca a mi madre —respondió la alta joven—. ¡Madre! ¡Aquí hay un caballero!
El refunfuñar lejano se convirtió en un refunfuñar cercano, y después la señora Cake surgió desde detrás del costado de su hija como una pequeña luna que saliera de entre las sombras de un planeta.
—¿Qué quiere? —bufó la mujer.
Windle dio un paso atrás. A diferencia de su hija, la señora Cake era bastante bajita, y su cuerpo formaba una circunferencia casi perfecta. Y, también a diferencia de su hija, cuyo porte y movimientos tenían como único objetivo hacerla parecer más menuda, la mujer parecía imponente. La sensación se debía en buena medida a su sombrero. Windle descubriría mas adelante que lo llevaba puesto siempre, con la misma obsesión que un mago. Era un sombrero enorme, negro, y tenía cosas pegadas, como alas de pájaros, fresitas de cera y alfileres ornamentales. Carmen Miranda podría haber llevado un sombrero así al funeral de un continente. La señora Cake viajaba bajo él igual que la cesta viaja bajo el globo. La gente a menudo hablaba directamente con el sombrero.
—¿Señora Cake? —dijo Windle, fascinado.
—Estoy aquí abajo —le reprochó la voz.
Windle bajó la mirada.
—En persona —dijo la señora Cake.
—¿Tengo el placer de hablar con la señora Cake? —preguntó Windle.
—Sí, ya lo sé —respondió la señora Cake.
—Me llamo Windle Poons.
—Eso también lo sé.
—Verá, soy mago...
—De acuerdo, pero antes límpiese los pies.
—¿Puedo pasar?
Windle Poons hizo una pausa. Repasó las últimas frases de la conversación en la ajetreada sala de controles que era su cerebro. Luego sonrió.
—Exacto —dijo la señora Cake.
—¿Por casualidad es usted clarividente?
—Generalmente, unos diez segundos, señor Poons.
Windle titubeó.
—Tiene que hacer la pregunta —se apresuró a decirle la señora Cake—. Hay gente con muy mala idea que no me hace las preguntas cuando ya las he previsto y he dado la respuesta. Eso me provoca migrañas.
—¿Con qué anticipación ve el futuro, señora Cake?
La mujer asintió.
—Bueno, muy bien —dijo, ablandándose un poco. Lo guió por el vestíbulo, hacia la diminuta sala de estar. —Y el hombre del saco puede entrar, pero tendrá que dejar la puerta y meterse en el sótano. No me gusta tener hombres del saco por toda la casa.
—Uauh, hace siglos que no estaba en un sótano como debe ser —dijo Schleppel.
—Hay arañas —dijo la señora Cake.
—¡Estupendo!
—Y usted quiere una taza de té —dijo la señora Cake a Windle— Otra persona habría dicho «Supongo que querrá una taza de té», o bien «¿Quiere usted una taza de té?». Pero aquello era una afirmación.
—Sí, por favor —dijo Windle—. Me vendrá muy bien una taza de té.
—Pues no debería —replicó la señora Cake—. Es muy malo para los dientes.
Windle tuvo que meditar un instante.
—Con dos azucarillos, por favor —pidió.
—No está mal.
—Tiene usted una casa muy agradable, señora Cake —dijo Windle, con el cerebro trabajando a toda velocidad.
La costumbre de la señora Cake de responder a las preguntas antes de que se hubieran terminado de formar en la mente del otro eran una dura prueba incluso para el cerebro más activo.
—Murió hace diez años —replicó la mujer.
—En... —titubeó Windle. Pero la pregunta ya estaba en su laringe—. Espero que el señor Cake se encuentre bien.
—No pasa nada. De vez en cuando hablo con él.
—Cuánto lo lamento...
—De acuerdo, si así se encuentra más cómodo...
—En..., señora Cake, esto empieza a resultarme un poco confuso. ¿Podría usted..., le importaría... desconectar... su precognición?
La mujer asintió.
—Lo lamento. He cogido la costumbre de dejármela puesta —señaló—. Como aquí sólo estamos Ludmilla y yo, y Hombre-Un-Cubo... Es un espíritu —añadió—. Sabía que iba a preguntar eso.
—Sí. Tengo entendido que los mediums suelen tener guías espirituales nativos —asintió Windle.
—¿Ése? Ése no es un guía. Es una especie de espíritu para todo —bufó la señora Cake—. A mí no me van todas esas tonterías de las cartas, las trompetas y los tableros de aguja, ¿sabe? Y el ectoplasma me parece repugnante. No tolero que entre ectoplasma en mi casa. Ni pensarlo. Luego no hay manera de quitarlo de las alfombras, de verdad. No sale ni con vinagre.
—Cielos —dijo Windle Poons.
—Ni los aullidos. Tampoco tolero los aullidos. Ni los juegos con lo sobrenatural. Lo sobrenatural es antinatural. No lo tolero.
—Mmm —empezó Windle con cautela—. Pues hay gente que pensaría que ser medium es un poco..., bueno, ya sabe..., ¿sobrenatural?
—¿Qué? ¿Qué? Los muertos no tienen nada de sobrenatural. Menuda tontería. Todo el mundo muere, tarde o temprano.
—Eso espero, señora Cake.
—Bueno, señor Poons, ¿qué es lo que quiere? He desconectado la precognición, así que tendrá que decírmelo.
—Quiero saber qué está pasando, señora Cake.
Se oyó un golpe amortiguado, procedente de debajo de sus pies y las alegres exclamaciones lejanas de Schleppel.
—¡Oh, uauh! ¡También hay ratas!
—Fui a verlos a ustedes, a los magos, para intentar explicárselo —replicó la señora Cake con gesto remilgado—. Y no me quisieron hacer caso. Ya sabía que no me iban a hacer caso, pero tenía que intentarlo, claro. Si no, no lo habría sabido.
—¿Con quién habló?
—Con un grandullón vestido de rojo, ése que tiene un bigote como si estuviera intentando tragarse un gato.
—Ah, el archicanciller —asintió Windle con toda seguridad.
—También había otro gordo. Uno que andaba como un pato.
—Sí, ¿verdad? Ése debía de ser el decano —rió Windle.
—Me llamaron buena mujer —bufó la señora Cake—. Me dijeron que me metiera en mis asuntos. No sé por qué tengo que ir ayudando a magos que me llaman buena mujer. Yo iba con la mejor de las intenciones.
—La verdad es que los magos no suelen escuchar —suspiró Windle—. En ciento treinta años, yo nunca escuché.
—¿Por qué no?
—Supongo que para no oír las tonterías que yo mismo estaba diciendo. ¿Qué está pasando, señora Cake? Puede usted decírmelo. Soy mago, pero estoy muerto.
—Bueno...
—Schleppel me dijo que todo se debía a no sé qué de la fuerza vital.
—Se está acumulando, sí.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que hay más de la que debería haber. Es un... —Movió las manos en un gesto vago—. ¿Cómo se llama a eso cuando hay cosas en una balanza, pero más en un lado que en otro?
—¿Desequilibrio?
La señora Cake, que tenía aspecto de estar leyendo un guión situado demasiado lejos, asintió.
—Sí, una de esas cosas, un desequilibrio. Mire, a veces sucede pero sólo uno pequeñito, y entonces salen fantasmas, porque la vida ya no está en el cuerpo, aunque tampoco se ha ido. En invierno suele haber menos, se disipa con más rapidez, y vuelve cuando llega la primavera. También hay algunas cosas que la concentran...
Modo, el jardinero de la Universidad, canturreaba una tonadilla mientras empujaba el extraño carrito hacia su pequeña zona privada, entre el edificio de la biblioteca y el de la Magia de Alta Energía.[18] Llevaba una carga de semillas a los montones de abono.
Desde luego, trabajar cerca de los magos era de lo más interesante. En aquellos momentos, todos parecían muy excitados.
Un trabajo en equipo, sí señor, como debía ser. Ellos cuidaban del equilibrio cósmico, de la armonía universal y de la estabilidad de las diferentes dimensiones, y él se encargaba de que no hubiera pulgones en las rosas.
Se oyó un tintineo metálico. Echó un vistazo por encima del montón de semillas.
—¿Otra?
Una brillante cesta de alambre metálico, con sus pequeñas ruedas y todo, estaba en medio del sendero. ¿Se la habrían comprado los magos? La primera le estaba resultando de lo más útil, aunque a ratos le costaba trabajo guiarla; las ruedecitas parecían querer ir en direcciones diferentes. Tendría que cogerle el tranquillo.
Bueno, estupendo, la segunda le vendría muy bien para llevar los paquetitos de semillas. Empujó el nuevo carrito a un lado y oyó, a su espalda, un sonido que, si hubiera tenido que escribirlo, y si hubiera sabido escribir, probablemente se reflejaría sobre el papel en algo así como: glop.
Se dio la vuelta, y vio cómo el montón de abono más grande palpitaba en la oscuridad.
—¡Mira lo que te he traído para merendar! —dijo alegremente.
Entonces, vio que el abono se movía.
—También en algunos lugares... —dijo la señora Cake.
—Pero ¿por qué se está acumulando? —quiso saber Windle Poons.
—Mire, es como si fuera una tormenta. ¿Conoce esa sensación cosquilleante que se tiene antes de que empiece una? Pues eso mismo está pasando ahora.
—Sí, señora Cake, pero... ¿por qué?
—Bueno... Hombre-Un-Cubo dice que nada está muriendo.
—¿Qué?
—Es una tontería, ¿verdad? Según él, hay muchas vidas que se acaban, pero no se van. Se quedan aquí.
—¿Como fantasmas?
—No, no son como fantasmas. Más bien... como charcos. Y cuando se juntan muchos charcos es como si se formara un mar, ¿no? Además, sólo se pueden obtener fantasmas de cosas como las personas. No hay fantasmas de repollos.
Windle Poons se acomodó en la silla. Imaginó con toda claridad un gigantesco estanque de vida, un lago alimentado por un millón de riachuelos que crecían a medida que los seres vivos agotaban su tiempo asignado. La fuerza vital empezaba a ejercer una presión excesiva, empezaba a haber fugas. Se filtraba hacía donde podía.
—¿Cree usted que podría cambiar unas palabritas con Cubo...? —empezó a decir.
Se detuvo en seco al ver una cosa. Se levantó y se dirigió hacia la repisa de la chimenea.
—¿Cuánto tiempo hace que tiene esto, señora Cake? —pregunto con tono apremiante al tiempo que cogía un conocido objeto de cristal.
—¿Eso? Lo compre ayer. Es bonito, ¿verdad?
Windle sacudió la esfera. Era casi idéntica a las que había encontrado bajo los tablones del suelo. Los copitos de nieve se arremolinaban y se posaban sobre una exquisita reproducción en miniatura de los edificios de la Universidad Invisible.
Le recordaba a algo. Bueno, sí, claro, los edificios le recordaban a la Universidad, pero la forma del objeto... le sugería..., le hacía pensar en...
... ¿desayunos?
—¿Por qué está sucediendo esto? —dijo casi para sus adentros—. Estos trastos aparecen por todas partes.
Los magos echaron a correr por el pasillo.
—¿Cómo se puede matar a un fantasma?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡No es una cuestión que se plantee a menudo!
—Creo que hay que exorcizarlos.
—¿Cómo? ¿Saltando, con carreritas y esas cosas?
El decano había estado preparado para esto.
—Exorcizarlos, no ejercitarlos, archicanciller. No creo que sirviera de gran cosa someter a un fantasma a un..., ejem..., esfuerzo físico.
—Pues claro que no, hombre. Lo que menos necesitamos es que esos fantasmas gocen de buena salud.
En aquel momento, se oyó un grito que helaba la sangre en las venas. Resonó entre los oscuros pilares y arcos, y se apagó de repente.
El archicanciller se detuvo bruscamente. Los magos chocaron contra él.
—¡Ha sonado como un grito que hiela la sangre en las venas! —exclamó—. ¡Seguidme!
Dobló la esquina a toda velocidad.
Hubo un ruido metálico, y un montón de tacos, juramentos y maldiciones.
Algo pequeño, con rayas rojas y amarillas, diminutos colmillos goteantes y tres pares de alas, revoloteó por el rincón y se lanzó en picado contra la cabeza del decano, emitiendo un sonido semejante a la de una sierra mecánica en miniatura.
—¿Alguien sabe qué era eso? —preguntó el tesorero con un hilo de voz.
La cosa revoloteó en torno a los magos durante un instante, y luego desapareció hacia la oscuridad del tejado.
—Me gustaría no tener que oír ese vocabulario —añadió el tesorero.
—Vamos —dijo el decano—. Será mejor que investiguemos a ver qué le ha pasado.
—¿Es imprescindible? —tartamudeó el filósofo equino.
Echaron un vistazo al otro lado de la esquina. El archicanciller estaba sentado en el suelo, frotándose un tobillo.
—¿Quién ha sido el imbécil que ha dejado esto aquí? —rugió.
—¿El qué? —quiso saber el decano.
—Esta jodida cesta de alambre con ruedas —insistió el archicanciller.
Junto a él, una pequeña criatura púrpura en forma de araña se materializó en el aire y corrió rápidamente hacia una grieta en la pared. Los magos no se dieron cuenta.
—¿Qué cesta de alambre con ruedas? —preguntaron todos al unísono.
Ridcully miró a su alrededor.
—Habría jurado... —empezó.
En aquel momento, oyeron otro grito. Ridcully se puso en pie como pudo.
—¡Adelante, camaradas! —exclamó, cojeando heroicamente hacia adelante.
—¿Por qué todo el mundo corre en dirección a un grito que hiela la sangre en las venas? —refunfuñó el filósofo equino—. El sentido común dicta lo contrario.
Al trote, salieron cruzando los claustros al patio cuadrangular. Una forma oscura, redondeada, se alzaba en el centro del antiguo césped. De ella brotaban pequeños jirones de vapor.
—¿Qué es eso?
—No puede ser un montón de abono en medio del césped ¿verdad?
—Menudo se va a poner Modo.
El decano examinó la forma más de cerca.
—Eh..., sobre todo porque..., me parece que eso que asoma por debajo es su pie...
El montón de abono pivotó hacía los magos, con un ruido de glop, glop. Entonces, se movió.
—Bueno, bueno —dijo Ridcully, frotándose las manos con gesto esperanzado—.A ver, muchachos, ¿cuántos de vosotros tenéis un buen hechizo disponible? Los magos se rebuscaron en los bolsillos, todos con expresión avergonzada.
—En ese caso, yo intentaré atraer su atención, mientras el tesorero y el decano sacan a Modo —añadió el archicanciller.
—Ah, bien —respondió el decano con un hilo de voz.
—¿Cómo se puede atraer la atención de un montón de abono? —quiso saber el filósofo equino—. No sabía que tuvieran atención.
Ridcully se quitó el sombrero y dio un paso cauteloso hacia adelante.
—¡Eh, montón de basura! —rugió.
El filósofo equino dejó escapar un gemido y se puso la mano sobre los ojos.
Ridcully agitó el sombrero ante el montón de estiércol.
—¡Porquería biodegradable!
—¿Repugnante vómito verde? —trató de contribuir el conferenciante de runas modernas.
—¡Así se hace! —aprobó el archicanciller—. ¡Hay que poner furioso a este cabrón! (A su espalda, una criatura semejante a una avispa muy furiosa surgió del aire y se alejó zumbando.) El montón se lanzó contra el sombrero.
—¡Estercolero! —insistió Ridcully.
—¡Pero... bueno! —gimió el conferenciante de runas modernas, conmocionado.
El decano y el tesorero avanzaron un paso, cogieron cada uno un pie del jardinero y tiraron con todas sus fuerzas. Modo se deslizó fuera del montón.
—¡Le ha corroído la ropa! —exclamó el decano.
—Pero ¿se encuentra bien?
—Todavía respira —le aseguró el tesorero.
—Y si tiene suerte, habrá perdido el sentido del olfato —asintió el decano.
El montón de estiércol lanzó un bocado al sombrero de Ridcully. Se oyó un glop. La punta del sombrero había desaparecido.
—¡Eh! ¡Que ahí dentro quedaba casi media botella! —rugió Ridcully.
El filósofo equino lo agarró por el brazo.
—¡Vamos, archicanciller!
El montón se giró en redondo y se lanzó hacía el tesorero. Los magos retrocedieron.
—No puede tener inteligencia, ¿verdad? —gimió el pobre hombre.
—No hace más que moverse despacio por ahí, y devorar cosas —dijo el decano.
—Sí, sólo le falta un sombrero puntiagudo para parecer un miembro de la facultad —asintió el archicanciller.
El montón se acercó a ellos.
—Yo a eso no lo llamaría «moverse despacio» —señaló el decano.
Todos miraron al archicanciller, expectantes.
—¡Huyamos!
Pese a la corpulencia media del profesorado de la Universidad, consiguieron una buena velocidad a la hora de atravesar los claustros a la carrera. Se pelearon por el privilegio de cruzar la puerta los primeros, la cerraron de golpe y se apoyaron contra ella. Muy poco después, se oyó un golpe pesado, húmedo, al otro lado.
—De buena hemos escapado —gimió el tesorero.
El decano miró hacia abajo.
—Creo que está atravesando la puerta, archicanciller —dijo con un gemido.
—No seas imbécil, hombre, estamos todos apoyados contra ella.
—No quiero decir que la esté atravesando, sino que la está... atravesando...
El archicanciller olfateó el aire.
—¿Qué es eso que se quema?
—Tus botas, archicanciller —señaló el decano.
Ridcully bajó la vista. Por debajo de la puerta se filtraba un charco de color verde amarillento. La madera empezaba a chamuscarse, las losas del suelo siseaban, y las suelas de cuero de sus botas estaban atravesando un mal momento. El archicanciller se sentía cada vez más bajito.
Se desató los cordones rápidamente, y se apresuró a saltar hacia una baldosa seca.
—¡Tesorero!
—¿Sí, archicanciller?
—¡Dame tus botas!
—¿Qué?
—¡Maldita sea, hombre, que me des tus jodidas botas ahora mismo!
En esta ocasión, una criatura alargada con cuatro pares de alas, dos en cada extremo, y tres ojos, surgió de la nada justo encima de la cabeza de Ridcully, y se posó sobre su sombrero.
—Pero...
—¡Soy tu archicanciller!
—Sí, pero...
—Creo que las bisagras van a ceder —anunció el conferenciante de runas modernas.
Ridcully miró a su alrededor, a la desesperada.
—Nos reagruparemos en la Gran Sala —dijo—. Ahora iniciaremos una... retirada estratégica... hacia las posiciones previamente preparadas.
—¿Quién las ha preparado? —quiso saber el decano.
—Las prepararemos cuando lleguemos a ellas —rugió el archicanciller a través de los dientes apretados—, ¡Tesorero! ¡Tus botas! ¡Ahora mismo!
Llegaron junto a las enormes puertas dobles de la Gran Sala justo en el momento en que la puerta que habían estado protegiendo se medio derrumbaba y medio disolvía. Las puertas de la Gran Sala eran mucho más recias. Cerraron apresuradamente todos los candados y cerrojos.
—Quitad todo lo que haya sobre las mesas y amontonadlas contra la puerta —ordenó Ridcully.
—¡Pero si atraviesa la madera!
Se oyó un gemido procedente del menudo cuerpo de Modo, al que habían dejado apoyado contra una silla. El jardinero abrió los ojos.
—¡Deprisa! —ordenó Ridcully—. ¿Cómo podemos matar a un montón de abono?
—Mmm..., no creo que puedan, señor Ridcully —respondió el jardinero.
—¿Qué tal con fuego? Creo que podría generar una bola de fuego pequeñita —sugirió el decano.
—No, me parece que no serviría de nada. Está muy húmedo —replicó Ridcully.
—¡Está ahí fuera! ¡Ya se abre camino a través de la puerta! ¡Se está comiendo la puerta! —entonó el conferenciante de runas modernas. Los magos retrocedieron poco a poco, hasta quedar contra la otra pared de la habitación.
—Espero que no coma demasiada madera —dijo el conmocionado Modo, que irradiaba una sincera preocupación—. Si se le mete demasiado carbono, será un desastre. Se sobrecalentará demasiado.
—¿Sabes, Modo? Creo que éste es el momento más indicado para una conferencia sobre las sutilezas de la fabricación del abono —señaló el decano.
Los enanos no conocen el significado de la palabra «ironía».
—De acuerdo, muy bien. Ejem, El equilibrio correcto de los ingredientes, distribuidos en capas según la...
—Adiós a la puerta —dijo el conferenciante de runas modernas, apretándose más contra sus colegas.
El montón de muebles empezó a desplazarse lentamente hacia adelante. El archicanciller miró a su alrededor a la desesperada, en busca de cualquier cosa que pudiera servirles de ayuda. En aquel momento, sus ojos tropezaron con una botella muy pesada, situada en una de las alacenas. Era una botella que él conocía muy bien.
—Carbono —dijo—. Eso tiene algo que ver con el carbón, ¿verdad?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —bufó el decano—. No soy alquimista.
El montón de abono salió de entre los restos de los muebles. Echaba vapor por todas partes. El archicanciller contempló con ojos lastimeros la botella de salsa Guau-Guau. La destapó y la olió un largo rato.
—Aquí los cocineros no saben prepararla bien —suspiró—. Pasarán semanas antes de que reciba una nueva remesa de mi casa.
Lanzó la botella hacía el montón de abono que avanzaba hacia ellos. El frasco desapareció en la masa hirviente.
—Las agujas le van muy bien —continuó Modo, detrás del archicanciller—. Le proporcionan el hierro necesario. En cuanto a las cagarrutas de cabra..., bueno, de eso nunca se tiene suficiente. Es lo que aporta las vitaminas, claro. Aunque yo, personalmente, siempre he considerado que una pequeña cantidad de milenrama silvestre...
Los magos aventuraron una mirada por encima de una mesa volcada.
El montón de estiércol había dejado de moverse.
—¿Son cosas mías, o está creciendo? —señaló el filósofo equino.
—Y parece más satisfecho —asintió el decano.
—Huele a rayos —añadió el tesorero.
—En fin —suspiró el archicanciller con tristeza—. Era una botella casi llena de salsa. La abrí hace nada.
—Cuando uno se para a pensarlo, la naturaleza es una cosa maravillosa —dijo el filósofo equino—. Eh, tampoco es para que me miréis de esa manera. Sólo era una afirmación de pasada.
—Hay momentos en que... —empezó Ridcully.
En aquel momento, el montón de abono explotó.
No fue un «bang», ni un «bum». Fue la erupción más húmeda, más corpulenta, en la historia de la flatulencia irreversible. Una oscura llamarada roja ribeteada de negro rugió hasta la altura del techo. Los montoncitos de estiércol salieron disparados por toda la sala, y se fueron a estrellar húmedamente contra las paredes.
Los magos miraron por encima de su barricada, cubierta ahora de hojas de té. Un trozo de repollo aterrizó blandamente sobre la cabeza del decano. El mago observó la pequeña mancha burbujeante sobre las losas del suelo. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.
—Uauh —dijo.
Los otros magos se pusieron lentamente en pie. La resaca de adrenalina lanzó su seductor hechizo. Ellos también sonrieron, y empezaron a darse puñetazos juguetones en los hombros unos a otros.
—¡Traga salsa caliente! —rugió el archicanciller.
—¡Chúpate esa, basura fermentada!
—¿Qué te parece esa patada en el culo? —gritó alegremente el decano.
—No creo que el presente de indicativo sea el tiempo verbal correcto en este caso. Además, no estoy seguro de que se pueda afirmar que un montón de abono tenga... —empezó el filósofo equino.
Pero la marea de excitación iba contra él.
—¡Ese montón no volverá a meterse con unos magos! —exclamó el decano, que se estaba dejando llevar por la emoción—. Somos los mejores, somos los más duros y...
—Modo dice que hay tres más como éste —intervino el tesorero.
Todos se quedaron en silencio.
—Podríamos ir a buscar nuestros cayados, ¿no? —sugirió el decano.
El archicanciller rozó con la punta de la bota un trozo de estiércol.
—Las cosas muertas están cobrando vida —murmuró—. Eso no me gusta. ¿Qué pasará después? ¿Echarán a andar las estatuas?
Los magos alzaron la vista hacia las estatuas de archicancilleres muertos que adornaban todo el perímetro de la Gran Sala y, de hecho, buena parte de los pasillos de la Universidad. La Universidad existía desde hacía miles de años, el promedio de vida de un archicanciller en el ejercicio de sus funciones era de once meses, de manera que había muchas estatuas.
—La verdad, preferiría que no hubieras dicho eso —suspiró el conferenciante de runas modernas.
—No era más que una idea —replicó Ridcully—. Venga, tenemos que echar un vistazo a esos otros montones de estiércol.
—¡Sí! —gritó el decano, en las garras de una emoción nada propia de un mago—, ¡Somos duros! ¡Sí! ¿Somos duros?
El archicanciller arqueó las cejas, y se volvió hacia el resto de los magos.
—¿Somos duros? —preguntó.
—Eh..., yo me siento razonablemente duro —dijo el conferenciante de runas modernas.
—Yo también creo que me siento muy duro —asintió el tesorero—. Me parece que es porque no llevo botas —añadió.
—Bueno, si todo el mundo es duro, yo también —concedió el filósofo equino.
El archicanciller se volvió hacia el decano.
—Sí —dijo—. Parece que todos somos duros.
—¡Yeee! —gritó el decano.
—¿Yeee qué?
—No, no es un yeee qué, es un simple yeee —le explicó el filósofo equino que estaba detrás de él—. Es una exclamación popular, típica de las calles, con referencias a los grupos de estructura militar y matices relativos a rituales masculinos.
—¿Qué? ¿Como «bravo»?
—Supongo que sí —reconoció el filósofo equino de mala gana.
Ridcully estaba satisfecho. Ankh-Morpork nunca había ofrecido buenas perspectivas de caza. Hasta aquel momento, no había creído que fuera posible divertirse tanto en su propia Universidad.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Vamos a por esos montones!
—¡Yeee!
—¡Yeee!
—¡Yeee!
—Ye-ye.
Ridcully suspiró.
—¿Tesorero?
—¿Sí, archicanciller?
—Intenta captar el espíritu, ¿vale?
Las nubes se estaban acumulando sobre las montañas. Bill Puerta recorrió el primer prado una y otra vez, esgrimiendo una de las guadañas normales de la granja. La más afilada había quedado almacenada temporalmente al fondo del granero, para resguardarla de cualquier ráfaga de brisa que pudiera embotarla. Algunos de los peones de la señorita Flitworth caminaban tras él, atando los haces de paja y amontonándolos. La señorita Flitworth nunca había tenido más de un empleado fijo, como no tardó en descubrir Bill Puerta. Contrataba a más ayudantes según los iba necesitando. Así ahorraba unos peniques.
—Nunca había visto a nadie que cortara el maíz con una guadaña —dijo uno de los peones—. Se suele hacer con la hoz.
Se detuvieron para tomar el almuerzo a la sombra del seto. Bill Puerta nunca había prestado demasiada atención a los nombres y caras de las personas, sólo lo imprescindible para su trabajo. El maíz se extendía por la ladera de la colina. Era una marea de tallos individuales, y a los ojos de un tallo otro tallo podía ser un tallo impresionante, con una docena de particularidades divertidas y distintivas que lo diferenciaran de todos los otros tallos. Pero, para el segador, todos los tallos eran... simples tallos.
Ahora empezaba a reconocer las pequeñas diferencias.
Había un William Spigot, y un Gabby Wheels, y un Duque Botommley. Todos era viejos, al menos por lo que Bill Puerta podía advertir, con la piel como cuero. En el pueblo también había hombres y mujeres jóvenes, pero, al llegar a cierta edad, todos pasaban directamente a ser viejos, sin atravesar ningún estadio intermedio. Y, luego, seguían siendo viejos durante un largo tiempo. La señorita Flitworth había dicho que, antes de poder inaugurar un cementerio por aquella zona tendría que golpear a alguien en la cabeza con la pala.
William Spigot era el que cantaba mientras trabajaba, comenzando con un largo gemido nasal que indicaba que estaba a punto de perpetrar una tonada popular. Gabby Wheels nunca decía nada; según Spigot, por eso lo llamaban Gabby[19]. Bill Puerta no había llegado a comprender la lógica de tal afirmación, pero a los demás les parecía muy evidente. Y Duque Bottomley había recibido su nombre de unos padres con grandes aspiraciones pero una idea bastante simplista sobre la estructura de clases: sus hermanos se llamaban Hidalgo, Conde y Rey.
Ahora estaban todos sentados en una hilera a la sombra del seto, aplazando el momento en que tendrían que empezar a trabajar de nuevo. Al final de la hilera se oyó un sonido gorgoteante.
—Pues no ha sido mal verano —dijo Spigot—. Y hay buen tiempo cuando empieza la cosecha, para variar.
—No durará mucho —replicó Duque—. Anoche vi una araña que tejía la tela hacia atrás. Señal segura de que va a haber una tormenta de las buenas.
—No entiendo cómo lo saben las arañas.
Gabby Wheels pasó una gran jarra de barro a Bill Puerta. Algo lo salpicó.
¿QUÉ ES ESTO?
—Zumo de manzana —dijo Spigot.
Los demás se echaron a reír.
AH —asintió Bill Puerta—, UN LICOR DESTILADO FUERTE, ENTREGADO HUMORÍSTICAMENTE A UN RECIÉN LLEGADO QUE NO LO SOSPECHA, PARA ASÍ CONSEGUIR DIVERSIONES CUANDO ÉSTE, DE MANERA INVOLUNTARIA SE EMBRIAGA.
—Vaya —dijo Spigot.
Bill Puerta bebió un largo trago.
—Y también vi que las golondrinas volaban muy bajas —insistió Duque—. Además, las perdices se vuelven a los bosques. Y hay muchas culebras grandes por ahí. Y...
—No creo que ninguno de esos bichos tenga la menor idea de meteorología —replicó Spigot—. Me apuesto lo que sea a que eres tú el que se lo va diciendo. ¿A que sí, chicos? Se acerca una buena tormenta, señora Araña, así que empieza a hacer lo que manda el saber popular.
Bill Puerta bebió otro trago.
¿ CUÁL ES EL NOMBRE DEL HERRERO DEL PUEBLO?
—¿Te refieres a Ned Simnel? —respondió Spigot—. Ahora está muy ocupado, es la época de la cosecha.
TENGO TRABAJO PARA ÉL.
Bill Puerta se levantó y echó a andar hacia la puerta de la valla.
—¿Bill?
Se detuvo.
¿SÍ?
—Si te vas, deja aquí el coñac.
La forja del pueblo era un lugar oscuro y agobiantemente caluroso. Pero Bill Puerta tenía muy buena vista.
Algo se movió entre un complicado amasijo de metal. Resultó ser la mitad inferior de un hombre. La parte superior de su cuerpo se encontraba tras la maquinaria, y de allí surgía de cuando en cuando un gruñido.
Cuando Bill Puerta se aproximó a la máquina, una mano salió disparada.
—Dame una Gripley tres octavos.
Bill miró a su alrededor. En la forja había una inmensa variedad de herramientas dispersas.
—Vamos, vamos —insistió la voz que surgía de la maquinaria.
Bill Puerta eligió una pieza metálica al azar, y la colocó en la mano. Ésta se cerró y se la llevó hacia el interior. Se oyó un ruido tintineante, seguido por otro gruñido.
—He dicho una Gripley. Esto no es una... —Se escuchó el sonido chirriante del metal al ceder— Ay mi dedo, mi dedo, mi dedo, me has hecho... —Otro «clang»—. Arrrgh, eso ha sido mi cabeza. Mira lo que has hecho. Y el muelle del retén se ha vuelto a soltar del muñón del armazón, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
LO LAMENTO.
Hubo una pausa.
¿Eres tú, joven Egbert?.
NO. SOY YO, EL VIEJO BILL PUERTA.
Hubo otra larga serie de golpes y chasquidos mientras la mitad superior del ser humano se desenredaba de la maquinaria. Al final, resultó que pertenecía a un hombre joven, con el pelo negro y rizado el rostro negro, la camisa negra y un delantal negro. Se pasó un trapo por la cara, dejando una mancha rosada, y parpadeó para quitarse el sudor de los ojos.
—¿Quién es usted?
¿EL BUENO DE BILL PUERTA? ¿EL QUE TRABAJA PARA LA SEÑORITA FLITWORTH?
—Ah, sí, ¿el tipo del incendio? Ya, el héroe del día, según tengo entendido. Chóquela.
Extendió la mano de dedos negros. Bill Puerta lo miró, sin comprender.
LO LAMENTO. TODAVÍA NO SÉ, QUÉ ES UNA GRIPLEY TRES OCTAVOS.
—Me refiero a su mano, señor Puerta.
Bill Puerta titubeó, y luego puso la mano sobre la palma del joven. Los ojos circundados de grasa negra titubearon un instante mientras el cerebro arrinconaba las sensaciones del tacto. Luego el herrero sonrió.
—Me llamo Simnel. ¿Qué le parece?
ES UN BUEN NOMBRE.
—No, me refiero a la máquina. Ingeniosa, ¿verdad?
Bill Puerta la examinó con educada incomprensión. A primera vista, parecía un molino de viento portátil pegado a un gigantesco insecto; a segunda vista, una máquina de tortura ambulante para una inquisición interesada en pasar más tiempo al aire libre. Tenía misteriosos brazos articulados, situados en ángulos diferentes. También había correas y largos muelles. El trasto iba montado sobre unas ruedas metálicas cubiertas de púas.
—Bueno, claro, así quieta no parece gran cosa —se apresuró a explicarle Simnel—. Hace falta un caballo para tirar de ella. Al menos por ahora. Tengo un par de ideas innovadoras en ese sentido —añadió con tono soñador.
¿QUÉ ES ESTE TRASTO?
Simnel lo miró, algo ofendido.
—Yo prefiero el término «maquinaria» —indicó—. Revolucionará los métodos agrícolas, ya verá, nos llevará directos al Siglo del Murciélago Frugívoro. Mi familia ha trabajado en esta forja desde hace trescientos años, pero su seguro servidor, Ned Simnel, no tiene intención de pasarse el resto de su vida clavando tiras de metal torcido a las patas de los caballos. Eso se lo garantizo.
Bill lo miró sin expresión. Luego se inclinó para echar un vistazo debajo de la máquina. Había una docena de hoces atornilladas a una gran rueda horizontal. Unos ingeniosos artefactos derivaban la energía de las ruedas, a través de una serie de poleas, hacia una serie de brazos metálicos que podían girar.
Empezó a experimentar una espantosa sensación con respecto al trasto que tenía delante. Pero, aun así, tenía que hacer la pregunta.
—Bueno, el corazón de la maquinaria es esta serie de levas —explicó Simnel, agradecido por el interés—. Recibe energía gracias a esta polea, y las levas mueven los brazos giratorios..., esas cosas de allí..., y el rastrillo, que funciona con el mismo mecanismo, baja cuando el portillo de entrada encaja con esa ranura; por supuesto, al mismo tiempo los dos cojinetes metálicos van girando, y las hojas emplumadas recogen la paja mientras el grano, merced a la gravedad, baja por el conducto de filtrado y cae en la tolva. Es el colmo de la sencillez.
¿Y LA GRIPLEY TRES OCTAVOS?
—Ah, gracias por recordármelo.
Simnel rebuscó entre los trastos dispersos por el suelo, y eligió un pequeño objeto grafilado. Lo atornilló a una pieza sobresaliente del mecanismo.
—Tiene una función muy importante. Detiene el movimiento elíptico de la leva, y se desliza gradualmente por el eje central y encaja en el rebajo de la pestaña; su fallo puede llegar a tener resultados desastrosos, como sin duda puede usted imaginar.
Simnel retrocedió un paso y se limpió las manos con el trapo, con lo que sólo consiguió engrasárselas un poquito más.
—La voy a llamar Cosechadora Combinada —dijo.
Bill Puerta se sintió muy viejo. Bueno, en realidad era muy viejo. Pero nunca se había sentido como si lo fuera. En algún lugar de las sombras de su alma, creía saber, sin necesidad de que el herrero se lo explicara, cuál era el objetivo de la Cosechadora Combinada.
OH.
—Esta tarde la probaremos en el campo grande del viejo Peedbury. Parece muy prometedora, aunque esté mal que lo diga yo. Señor Puerta, está usted viendo el futuro.
SÍ.
Puerta pasó la mano por la estructura metálica.
¿Y LA COSECHA?
—¿Mmmm? ¿Sí?
¿QUÉ OPINARÁ DE ESTO? ¿LO SABRÁ?
Simnel arrugó la nariz.
—¿Saberlo? ¿Qué tiene que saber? El maíz no es más que maíz.
Y SEIS PENIQUES SON SEIS PENIQUES.
—Exacto. —Simnel titubeó un instante—. ¿Para qué me buscaba usted?
La alta figura pasó un dedo desconsolado por el mecanismo engrasado.
—¿Señor Puerta?
¿CÓMO? OH. SÍ. QUIERO QUE ME HAGA UN TRABAJO...
Salió de la forja y regresó casi al instante con un objeto envuelto en seda. Lo desenvolvió cuidadosamente.
Había fabricado un mango nuevo para la guadaña. No era un mango recto, como los típicos de las montañas, sino de doble curva, como los que se usaban en las llanuras.
—¿Quiere que la enderece? ¿Un nuevo mango de madera? ¿Que sustituya la hoja?
Bill Puerta sacudió la cabeza.
QUIERO QUE LA MATE.
—¿Que la mate?
SÍ. POR COMPLETO. QUE DESTRUYA HASTA EL ULTIMO PEDAZO. QUE QUEDE COMPLETAMENTE MUERTA.
—Es una buena guadaña —señaló Simnel—. Da pena. La ha mantenido bien afilada...
¡NO LA TOQUE!
Simnel se lamió el dedo.
—Qué cosas —protestó—. Habría jurado que no la he tocado. ¡Si tenía la mano a varios centímetros! Bueno, en fin, que está muy afilada. La blandió en el aire. —Sí. Mu//y afi//la//da.
Se detuvo. Se metió el dedo meñique en la oreja y se rascó.
—¿Está seguro? —insistió.
Bill Puerta repitió su petición con solemnidad. Simnel se encogió de hombros.
—Bueno, de acuerdo, supongo que puedo fundirla, y luego quemar el mango —asintió.
SÍ.
—En fin, como quiera. Al fin y al cabo es su guadaña, tiene derecho a hacer lo que quiera con ella. Y claro, ahora es tecnología anticuada. Está de más.
ME TEMO QUE TIENE RAZÓN.
Símnel movió un pulgar grasiento en dirección a la Cosechadora Combinada. Bill Puerta sabía que no era más que un montón de metal y lona, y que por tanto no podía mirar a hurtadillas. Pero le estaba mirando a hurtadillas. Y más aún, lo hacía con presunción gélida, metálica.
—¿Por qué no le pide a la señorita Flitworth que le compre una de éstas, señor Puerta? Es lo ideal para una granja de un solo hombre, como la suya. Ya me lo imagino a usted ahí arriba, con el viento en el rostro, las correas moviéndose, los brazos oscilando...
NO.
—Venga, hombre. Esa mujer se lo puede permitir. Se dice que tiene cajas llenas de tesoros, de los viejos tiempos.
¡NO!
—Eh...
Simnel titubeó. El último «NO» contenía una amenaza mucho más segura que el crujir de una fina capa de hielo en un río muy profundo. Indicaba que seguir por el mismo camino sería la mayor estupidez que podía cometer Simnel.
—Bueno, usted sabrá qué es lo que más le conviene —consiguió responder.
SÍ.
—Entonces, no quiere más que eso..., oh, bueno, dejémoslo en un cuarto de penique por lo de la guadaña —parloteó Simnel—. Mire, lo siento, pero es que gasto mucho carbón, ¿sabe?, y los enanos no hacen más que subir el precio de...
TENGA. HAY QUE HACERLO PARA ESTA NOCHE.
Simnel no discutió. Discutir haría que Bill Puerta se quedara más tiempo en la forja, y el hombre empezaba a tener muchas ganas de que se fuera.
—Bien, bien.
¿HA COMPRENDIDO?
—Claro, claro.
HASTA PRONTO —dijo Bill Puerta con solemnidad. Se marchó.
Simnel cerró las puertas tras él, y se apoyó contra ellas. Uff. Era un tipo agradable, desde luego, todo el mundo contaba maravillas de él..., pero, tras un par de minutos en su compañía, uno empezaba a sentir pinchazos por todo el cuerpo. Algo así como si alguien caminara sobre tu tumba, y eso que ni siquiera la habían excavado todavía.
Atravesó el sucio local, llenó la tetera y la colocó en un rincón la forja. Cogió una llave y empezó a hacer los últimos ajustes en la Cosechadora Combinada. Entonces, vio la guadaña apoyada contra la pared.
Se dirigió hacia ella de puntillas, hasta que se dio cuenta de que caminar de puntillas era una actitud de lo más idiota. Aquel trasto no estaba vivo. No podía oír. Sólo parecía afilado.
Alzó la llave, y se sintió culpable. El señor Puerta había dicho..., bueno, el señor Puerta había dicho cosas muy extrañas, había elegido palabras completamente inadecuadas para hablar de un simple instrumento agrícola. Pero él no podía poner ninguna objeción.
Simnel bajó la llave con fuerza.
No hubo resistencia. Pero, otra vez, el herrero habría jurado que la llave se partía en dos, como si estuviera hecha de pan, a varios centímetros del filo de la hoja.
Se preguntó para sus adentros si algo podía estar tan afilado como para poseer, no un simple filo, sino la misma esencia del filo, un campo general de filo que se extendía más allá de los átomos del metal.
—¡Mier//da pu//ta!
Luego cayó en la cuenta de que eran ideas un tanto supersticiosas para un hombre que sabía cómo biselar una Gripley tres-octavos. Con un juego de poleas, uno sabía a qué atenerse. O funcionaba, o no funcionaba. Desde luego, no planteaba extraños misterios.
Contempló con orgullo la Cosechadora Combinada. Sí, cierto, hacía falta un caballo que tirase de ella. Eso lo estropeaba un poco. Los caballos eran cosa del ayer. El mañana pertenecía a la Cosechadora Combinada y a sus descendientes, que harían del mundo un lugar mejor y más limpio. Ahora lo único que necesitaba era una manera de sacar al caballo de la ecuación. Había probado con mecanismos de relojería, pero no le proporcionaban la potencia necesaria. Quizá si trataba de dar cuerda a...
A su espalda, el agua de la tetera hirvió, se salió y apagó el fuego.
Simnel la buscó a ciegas entre el vapor. Eso era lo malo, eso era lo que pasaba siempre. Uno intentaba pensar con lógica y sensatez, pero siempre sucedía alguna tontería que lo distraía.
La señora Cake corrió las cortinas.
—¿Quién es Hombre-un-Cubo? —quiso saber Windle.
La mujer encendió un par de velas y se sentó.
—Perteneció a una de esas tribus de salvajes paganos, de las tribus de Howandalandia —explicó brevemente.
—Vaya nombre tan raro, Hombre-Un-Cubo —señaló Windle.
—Pues no es su nombre completo —replicó la señora Cake de mala gana—. Bueno, ahora tenemos que cogernos de las manos. —lo miró con gesto especulativo—. Pero vamos a necesitar a alguien más.
—Si quiere, llamo a Schleppel —ofreció Windle.
—Ni hablar, no pienso tolerar que un hombre del saco se meta bajo mi mesa y esté todo el rato intentando mirarme las bragas —bufó la anciana—. ¡Ludmilla! —exclamó.
Un momento más tarde, la cortina de cuentas que daba a la cocina se apartó a un lado, y entró la joven que había abierto la puerta a Windle.
—¿Sí, madre?
—Siéntate, niña. Necesitamos a alguien más para esta sesión.
—Sí, madre.
La chica sonrió a Windle.
—Ésta es Ludmilla —explicó con tono brusco la señora Cake.
—Encantado, señorita —respondió él.
Ludmilla le dirigió una sonrisa brillante, cristalina, de esas que desde hace tiempo han convertido en un arte las personas acostumbradas a no dejar salir a la luz sus sentimientos.
—Ya nos conocemos —añadió Windle.
Han pasado casi veinticuatro horas desde la última luna llena, pensó. Todos los síntomas han desaparecido casi por completo. Casi. Vaya, vaya, vaya...
—Es mi vergüenza —suspiró la señora Cake.
—Sigue con lo tuyo, madre —respondió Ludmilla sin rencor.
—Unamos las manos.
Se sentaron en la penumbra. Entonces, Windle notó que la señora Cake apartaba la mano.
—Se me olvidaba el vaso —dijo.
—Pensaba que no creía usted en los tableros de ouija y en esas cosas, señora Cake... —empezó Windle.
Se oyó un sonido gorgoteante que procedía del aparador. La señora Cake puso un vaso lleno sobre el mantel, y volvió a sentarse.
—Y no creo —bufó.
De nuevo, se hizo el silencio. Windle, nervioso, carraspeó para aclararse la garganta.
—De acuerdo, Hombre-Un-Cubo —dijo tras una larga pausa la señora Cake—. Sabemos que estás ahí.
El vaso se movió. El líquido ambarino que contenía se agitó suavemente.
saludos, rostro pálido, desde los felices terrenos de caza... —gorjeó una voz incorpórea.
—Déjate de tonterías —refunfuñó la señora Cake—. Todo el mundo sabe que te atropello un carro en la calle Melaza porque ibas borracho perdido, Hombre-Un-Cubo.
no es culpa mía. no es culpa mía. ¿acaso tengo yo la culpa de que mi bisabuelo se viniera a vivir aquí? por lógica, a mí me tendría que haber matado un puma a mordiscos, o un mamut gigante, o algo por el estilo, se me ha negado mi derecho de muerte.
—El señor Poons, aquí presente, quiere hacerte una pregunta, Hombre-Un-Cubo —siguió la señora Cake.
ella es feliz aquí, y espera el momento en que se reúnan —replicó el espíritu.
—¿Quién? —se sorprendió Windle.
Aquello pareció desconcertar a Hombre-Un-Cubo. Por lo general, la gente se daba satisfecha con esa respuesta, sin pedir más explicaciones.
¿quién le gustaría que fuera? —preguntó con cautela—, ¿qué, me puedo beber eso ya?
—Aún no, Hombre-Un-Cubo —respondió la señora Cake.
pues buena falta me hace, aquí estamos de lo más apretados.
—¿Quiénes? —se apresuró a intervenir Windle—. ¿Te refieres a los espíritus?
los hay a cientos —le aseguró la voz de Hombre-Un-Cubo.
Windle pareció decepcionado.
—¿Sólo cientos? —protestó—. Pues no me parecen demasiados.
—Es que no hay mucha gente que se convierta en fantasma al morir —le explicó la señora Cake—. Para ser un espíritu, uno tiene que tener asuntos inacabados de suma importancia, o una venganza pendiente, o un objetivo cósmico en el que sólo se es un peón...
o una sed terrible —le recordó Hombre-Un-Cubo.
—¿Está oyendo eso? —bufó la anciana.
yo quería permanecer en el mundo espirituoso, o al menos en el divino y la cerveza.
—Bueno, ¿y qué sucede con la fuerza vital si las cosas dejan de vivir? —quiso saber Windle—. ¿Es eso lo que está causando todos estos problemas?
—Díselo al caballero —ordenó la señora Cake, al ver que Hombre-Un-Cubo no parecía muy dispuesto a responder.
¿de qué problemas hablas?
—De cosas que se desatornillan. De trajes que van por ahí corriendo solos. Todo el mundo se siente más vivo. Ese tipo de cosas.
¿eso? eso no es nada, mira, la fuerza vital se filtra por donde puede, lo que cuentas no tiene nada de preocupante, te lo digo yo.
Windle puso la mano sobre el vaso.
—Pero hay algo que sí debería preocuparme, ¿verdad? —señaló con tono rotundo—. Es relativo a esos pequeños objetos de cristal.
no quiero decirlo.
—Díselo.
Era la voz de Ludmilla, profunda, pero atractiva a su manera. Lupine no le quitaba los ojos de encima. Windle se permitió una sonrisa. Esa era una de las ventajas de estar muerto: uno veía toda una serie de cosas que los vivos pasaban por alto.
Hombre-Un-Cubo habló con voz chillona, petulante.
¿y si se lo digo, qué hará con la información, eh? esto me puede meter en un buen lío.
—Bueno, entonces..., ¿puedes decirme si lo adivino? —sugirió Windle.
sssí... a lo mejor.
—No tienes que decir nada —colaboró la señora Windle—. Mira, da dos golpes para decir sí, y uno para decir no, como en los viejos tiempos.
bueno, vaaale.
—Adelante, señor Poons —susurró Ludmilla.
La chica tenía una de esas voces que Windle hubiera deseado acariciar.
Carraspeó de nuevo.
—Creo —empezó—, o sea, me parece que son una especie de huevos. Se me ocurrió..., ¿por qué un desayuno? Y entonces pensé... huevos. Toc.
—Oh. Bueno, ya, era una tontería.
perdona, para decir sí, ¿era un golpe o dos?
—¡Dos! —rugió la médium.
Toc. Toc.
—Ah. —Windle respiró hondo—. Y cuando se abren, ¿sale con ruedas?
sí eran dos golpes, ¿verdad?
—¡Sí!
Toc. Toc.
—Ya lo sabía. ¡Ya lo sabía! ¡Debajo de los tablones del suelo de mi dormitorio, encontré una esfera que había intentado abrirse sin tener sitio suficiente! —cloqueó alegremente Windle. Entonces, frunció el ceño. —Pero ¿qué sale de ellas?
Mustrum Ridcully entró apresuradamente en su estudio y cogió el cayado de mago de la panoplia que colgaba sobre la chimenea. Se lamió el dedo y, con suavidad, tocó la punta del cayado. Se produjo una pequeña chispa octarina, acompañada por un tenue olor a lata engrasada.
Echó a andar hacia la puerta.
Entonces, se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, porque su cerebro había tenido el tiempo necesario para analizar el desordenado contenido del estudio, y dar con la nota incongruente.
—¿Qué demonios hace eso aquí? —dijo.
Le dio un golpecito con la punta del cayado. El objeto tintineó y rodó unos centímetros.
Se parecía en cierto modo, aunque sin excesos, a los trastos que llevaban las criadas, cargados con balletas, toallas limpias y todas esas cosas que siempre llevan las criadas. Ridcully tomó nota mental de avisar al ama de llaves. Luego se olvidó del tema.
—Estos jodidos trastos de alambre con ruedas están por todas partes —refunfuñó.
Cuando pronunció la palabra «jodidos», algo semejante a un moscardón con unos colmillos como los de un gato, apareció en el aire, revoloteó como loco hasta habituarse al nuevo entorno y luego salió volando tras el desprevenido archicanciller.
Las palabras de los magos tienen poder. Y los tacos tienen poder. Y, con toda la fuerza vital que se estaba cristalizando prácticamente en el aire, tenía que encontrar puntos para filtrarse como fuera.
ciudades —dijo Hombre-Un-Cubo—. creo que son huevos de ciudades.
Los magos superiores volvieron a reunirse en la Gran Sala. Hasta el filósofo equino empezaba a estar emocionado. Se consideraba de mala educación utilizar la magia contra sus camaradas magos, y usarla contra los civiles era poco deportivo. De cuando en cuando les iba de maravilla soltarse el pelo un ratito.
El archicanciller los supervisó.
—Decano, ¿por qué tienes la cara llena de rayas de pintura? —quiso saber.
—Es camuflaje, archicanciller.
—Ah, camuflaje.
—Yeee, archicanciller.
—Oh, bueno. Lo único que importa es que te sientas satisfecho contigo mismo.
Se deslizaron hacia la zona del patio que había sido el pequeño territorio privado de Modo. Al menos se deslizaron la mayor parte de ellos. El decano avanzaba con una serie de saltitos y giros, se apretaba de cuando en cuando contra una pared y exclamaba «¡Vamos, vamos, vamos!» entre dientes.
Se quedó muy deprimido cuando vieron que el resto de los montones seguían allí donde Modo los había levantado. El jardinero, que los había seguido de puntillas y en dos ocasiones había estado a punto de ser atropellado por el decano, los examinó durante unos instantes.
—Están disimulando —rugió el decano—. ¡Yo digo que los hagamos pedazos!
—Ni siquiera están calientes todavía —señaló Modo—. El que me atacó debía de ser el más viejo.
—Entonces, ¿quieres decir que no tenemos nada contra lo que luchar? —quiso saber el archicanciller.
Bajo sus pies, el suelo tembló. Y escucharon un tenue sonido tintineante que parecía provenir de los claustros del profesorado. Ridcully frunció el ceño.
—Alguien está dejando por todas partes esas malditas cosas, esas cestas de alambre —dijo—. Esta noche había una en mi estudio.
—Sí —asintió el filósofo equino—. También había uno en mi dormitorio. Abrí el armario, y allí estaba uno de esos trastos.
—¿En tu armario? ¿Para qué lo habías guardado allí? —quiso saber Ridcully.
—Yo no lo guardé. Ya te lo he dicho. Seguro que han sido los estudiantes. Así son las bromitas que gastan. Una vez me pusieron un cepillo en la cama.
—Yo he tropezado con uno hace un rato —dijo el archicanciller—. Pero, cuando me di la vuelta para buscarlo, alguien se lo había llevado.
Volvió a oírse el tintineo, esta vez más cerca.
—Vaya, vaya, sin duda tenemos aquí a Dick el Listo..., a ver, joven, te queremos ver la cara... —gruñó Ridcully, dándose palmaditas en la mano con el cayado, en un gesto preñado de sentido.
Los magos dieron un paso hacia atrás, hasta quedar apoyados contra la pared. El conductor fantasma del carrito ya estaba casi encima de ellos. Con un rugido, Ridcully saltó de su escondrijo.
—Ajá, mi joven..., ¡mierda puta!
—A mí no me intentes tomar el pelo —refunfuñó la señora Cake—. Las ciudades no están vivas. Ya sé lo que se suele decir, pero no es en el sentido literal.
Windle Poons hizo girar entre sus manos una de las bolas llenas de copitos de nieve.
—Debe de estar poniendo miles de huevos como éstos —suspiró—. Pero no sobrevivirán todos, claro. Si no fuera así, estaríamos hasta el cuello de ciudades.
—¿Quiere decir que estas bolitas se abren y de ellas salen lugares grandes? —se sorprendió Ludmilla.
directamente, no. primero viene un estadio de movilidad.
—Algo que tenga ruedas —asintió Windle.
exacto, veo que ya lo sabes.
—Creo que lo sabía —replicó el anciano—, pero no lo comprendía. Después de la etapa de movilidad, ¿qué viene?
ni idea.
Windle se levantó.
—En ese caso, es hora de que lo averigüemos —anunció. Miró de reojo a Ludmilla y a Lupine. Ah. Sí. Bueno, ¿por qué no? Sí puedes ayudar a alguien en tu paso por este mundo, pensó Windle, entonces tu vida, o lo que sea, no habrá sido en vano. Encorvó los hombros y permitió que su voz sonara un poco cascada.
—Pero mis piernas ya no son las que eran —gorjeo—. Si alguien pudiera ayudarme, me haría un gran favor. ¿Le importaría acompañarme hasta la Universidad, señorita?
—Ludmilla no sale mucho de casa, su salud... —se apresuró a responder la señora Cake.
—Mi salud es perfecta —la interrumpió la joven—. Madre, ya sabes que ha pasado un día entero desde la última luna lle...
—¡Ludmilla!
—Bueno, pero ha pasado un día.
—Con los tiempos que corren, una joven no está segura en las calles —insistió la señora Cake.
—Pero el maravilloso perro del señor Poons asustaría hasta al criminal más peligroso —susurró la joven.
Como si le hubieran dado el pie de entrada, Lupine lanzó un ladrido de corroboración, con ojos suplicantes. La señora Cake lo examinó con mirada crítica.
—Desde luego, es un animal muy obediente —reconoció de mala gana.
—Entonces, estamos de acuerdo —se apresuró a decir Ludmilla—. Iré a buscar mi chal.
Lupine se dejó caer rodando por el suelo. Windle le dio una patadita de advertencia.
—Sé bueno —dijo.
Se oyó un carraspeo irónico que provenía de Hombre-Un-Cubo.
—De acuerdo, de acuerdo —suspiró la señora Cake. Cogió un puñado de cerillas de la cómoda, encendió una rascándola contra su uña con gesto distraído, y la dejó caer en el vaso de whisky. El alcohol ardió con una llamarada azul y, en algún lugar del mundo espiritual, el espectro de un wisky doble duró lo justo y suficiente.
Mientras Windle Poons salía de la casa, le pareció oír una voz espectral que canturreaba de manera desafinada.
El carrito se detuvo. Giró de un lado a otro, cómo si observara atentamente a los magos. Luego giró en redondo y se alejo a toda velocidad.
—¡Que no escape! —rugió el archicanciller.
Apuntó con su cayado y lanzó una bola de fuego que convirtió toda una pequeña zona de baldosas en algo amarillo y burbujeante. El carrito, que se movía a toda velocidad, recibió una violenta sacudida, pero no se detuvo, aunque una de sus ruedas parecía desviada.
—¡Es de las Dimensiones Mazmorra! —aulló el decano—. ¡A por la cesta!
El archicanciller le puso una mano en el hombro para calmarlo.
—No seas imbécil. Las Cosas de las Dimensiones Mazmorra tienen muchos más tentáculos y de todo eso. No parecen hechas.
Se volvieron al oír el sonido de otro carrito. Traqueteaba despreocupadamente por un camino lateral, y se detuvo cuando vió, o cuando percibió de alguna manera, a los magos congregados. Les ofreció una pasable representación de un carrito que finge que alguien lo ha dejado ahí por casualidad.
El tesorero se acercó cautelosamente a él.
—Deja de fingir —le espetó—. Te hemos visto, sabemos que puedes moverte.
—Eso —corroboró el decano.
El carrito se hizo el desentendido.
—No puede estar pensando —dijo tras una larga pausa el conferenciante de runas modernas—. Ahí no hay sitio para un cerebro.
—¿Quién ha dicho que estuviera pensando? —bufó el archicanciller—. Lo único que hace es moverse. Para eso no hace falta cerebro. Hasta las gambas se mueven.
Pasó los dedos por la estructura metálica.
—Ya que lo mencionas, las gambas son seres bastante inteli... —empezó el filósofo equino.
—Cállate —ordenó Ridcully—. Mmm. Pero ¿es un objeto hecho?
—Es de alambre —le señaló el filósofo equino—. Y el alambre tiene que haberlo hecho alguien. Además, están las ruedas. No hay casi ninguna cosa en la naturaleza que disponga de ruedas.
—Es que, si lo miras de cerca, parece...
—... todo de una pieza —terminó el conferenciante de runas modernas, que se había arrodillado trabajosamente para examinar mejor el objeto—. Como si fuera una unidad. Fabricada de un tirón Es como una máquina criada por alguien. ¡Pero eso es ridículo!
—Puede. ¿No hay una especie de cuco, en las Montañas del Carnero que construye relojes para anidar en ellos? —señaló el tesorero.
—Si, pero eso no es mas que un ritual de apareamiento —le explicó el conferenciante de runas modernas alegremente—. Además, nunca dan la hora exacta.
El carrito dio un salto para intentar escapar por un hueco entre los magos, y lo habría conseguido si no fuera porque el hueco estaba ocupado por el tesorero, que lanzó un grito y se derrumbó sobre la cesta. El carrito no se detuvo, sino que siguió traqueteando hacia adelante, hacia las puertas de salida del recinto.
El decano levantó el cayado. El archicanciller lo agarró por el brazo.
—Podrías darle al tesorero —dijo.
—¡Sólo una bola de fuego pequeñita!
—Es toda una tentación, pero no. ¡Vamos! ¡A por él!
—¡Yeee!
—Como quieras.
Los magos se lanzaron a la persecución. Tras ellos, sin que nadie los hubiera visto todavía, una bandada de juramentos del archicanciller revoloteaban y zumbaban. Y Windle Poons guiaba a un pequeño grupo hacia la biblioteca.
El bibliotecario de la Universidad Invisible arrastró los nudillos apresuradamente por el suelo, mientras la puerta temblaba ante los tremendos golpes.
—¡Sé que estás ahí! —le llegó la voz de Windle Poons—. ¡Tienes que dejarnos entrar! ¡Es de una importancia vital.
—Oook
—¿No vas a abrir la puerta?
—¡Oook!
—En ese caso, no me dejas elección...
Los viejos bloques de cemento se movieron lentamente a un lado. El mortero empezó a desmoronarse. En aquel momento, parte de la pared se derrumbó hacia el interior de la biblioteca, y Windle Poons apareció ante un agujero que tenía la forma de Windle Poons. El polvo lo hizo toser.
—Siento haber tenido que hacer eso —dijo—. Ya sé que solo servirá para espolear los prejuicios populares.
El bibliotecario aterrizó sobre sus hombros. Para sorpresa del orangután, al mago no le importó demasiado. Un simio de ciento cincuenta kilos suele surtir un efecto reseñable sobre la movilidad de una persona, pero Windle se lo llevó puesto como si fuera un cuello de pieles.
—Creo que buscamos la sección de Historia Antigua —dijo-Oye, ¿te importaría dejar de intentar retorcerme la cabeza?
El bibliotecario miró a su alrededor, enloquecido. Aquella técnica nunca le había fallado.
Sus fosas nasales se movían, agitadas.
El bibliotecario no había sido siempre un orangután. Una biblioteca mágica es un lugar de trabajo muy peligroso, y él se había visto transformado en simio como resultado de una explosión de magia. Como ser humano, siempre fue bastante inofensivo, pero ahora la mayor parte de la gente se había acostumbrado tanto a su nueva forma que pocos lo recordaban. A pesar de todo, con el cambio había recibido la llave de todo un manojo de sentidos y recuerdos raciales. De ellos, uno de los más profundos, más fundamentales, más aferrados a los huesos, tenia relación con las formas. Se retrotraía al amanecer de la consciencia. En la mente evolucionada del simio, las formas con hocicos, colmillos y cuatro patas estaban archivadas bajo el epígrafe Malas Noticias.
Un lobo muy grande acababa de cruzar el agujero de la pared, seguido por una joven bastante atractiva. Los receptores de señales del bibliotecario se sobrecargaron temporalmente.
—Además —siguió Windle—, lo más probable es que yo pudiera hacerte un nudo con los brazos.
—¡Eeek!
—No es un lobo vulgar y corriente. Te lo digo yo.
—¿Oook?
Windle bajó la voz.
—Y puede que, en el sentido más estricto de la palabra, ella no sea una mujer corriente —añadió.
El bibliotecario miró a Ludmilla. Sus fosas nasales temblaron de nuevo. Frunció el ceño.
—¿Oook?
—De acuerdo, de acuerdo, puede que no me haya explicado demasiado bien. Anda, sé buen muchacho, suéltame de una vez.
El bibliotecario soltó a su presa con suma cautela, y se dejó caer al suelo, siempre manteniendo a Windle entre Lupine y él.
Windle se sacudió de la túnica los restos de cemento.
—Tenemos que investigar todo lo posible acerca de las vidas de las ciudades —dijo—. Concretamente, necesito saber qué...
Se oyó un tenue sonido tintineante.
Una cesta de alambre dio la vuelta tranquilamente a la inmensa mole de la estantería más cercana. Iba llena de libros. Se detuvo en cuanto se dio cuenta de que la habían visto, y trató de fingir que en su vida había sido capaz de moverse por su cuenta.
—La etapa de movilidad —se atragantó Windle Poons.
La cesta de alambre trató de retroceder centímetro a centímetro, todavía fingiendo que no se movía. Lupine lanzó un gruñido grave.
—¿A esto se refería Hombre-Un-Cubo? —quiso saber Ludmilla.
El carrito desapareció. El bibliotecario rugió y salió corriendo tras ella.
—Oh, sí. Algo que parezca útil a la gente —asintió Windle, que de pronto se sentía histéricamente alegre—. Así funciona, seguro. Primero, es algo que quieres conservar y colocar en cualquier parte. Miles de esos objetos no conseguirán las condiciones adecuadas, pero no importará, porque habrá millones. Y luego, el siguiente estadio será algo que resulte útil, que pueda llegar a cualquier parte, sin que nadie piense que se ha movido solo. ¡Pero no es el momento adecuado para que suceda esto!
—¿Cómo puede estar viva una ciudad? —insistió Ludmilla—. ¡Están hechas de cosas muertas!
—Igual que la gente. Créeme, te lo digo yo. Lo sé muy bien. Pero me parece que tienes razón. Esto no debería estar sucediendo. Se debe a toda la fuerza vital que rezuma por ahí. Está..., está alterando el equilibrio. Transforma algo que no es realmente real en una realidad. Y sucede demasiado pronto, y demasiado deprisa...
El bibliotecario lanzó un chillido de rabia. El carrito salió rápidamente de entre otra hilera de estanterías. Sus ruedas eran un borrón de movimiento mientras se precipitaba hacia el agujero de la pared. El bibliotecario se había agarrado firmemente a él con una mano, y ondeaba tras el carrito como una bandera muy gorda.
El lobo saltó.
—¡Lupine! —gritó Windle.
Pero, desde el día en que el primer cavernícola lanzó la primera rodaja de tronco por la ladera de una colina, los miembros de la especie canina han sentido la apremiante necesidad racial de perseguir cualquier cosa que vaya sobre ruedas. Lupine ya estaba lanzando furiosas dentelladas al carrito.
Sus mandíbulas se cerraron sobre una rueda. Se oyó un aullido, un grito del bibliotecario, y luego simio, lobo y cesta de alambre fueron a estrellarse contra la pared.
—¡Ay, pobrecito mío! ¡Mírelo!
Ludmilla cruzó apresuradamente la sala y se arrodilló junto al lobo caído.
—¡Mire, le ha pasado por encima de las patas!
—Y probablemente haya perdido un par de dientes —replicó Windle.
Ayudó al bibliotecario a levantarse. Había un brillo rojizo en los ojos del simio. Aquel carrito le había intentado robar sus libros. Ningún mago podría pedir mejor prueba de que aquellos trastos carecían de cerebro.
Se agachó y arrancó las ruedas de la cesta de alambre.
—Olé —aplaudió Windle.
—¿Oook?
—No, no es «con leche» —replicó el mago.
Lupine había apoyado la cabeza en el regazo de Ludmilla, que se la estaba acariciando. Había perdido un diente, y tenía el pelaje hecho un desastre. Abrió un ojo y clavó en Windle una mirada amarillenta, conspiradora, mientras recibía más caricias en las orejas. He aquí un perro con suerte, pensó el anciano. Dentro de nada, abusará de ella: alzará una pata y gemirá.
—Bien —asintió Windle—. Ahora, bibliotecario, creo que ibas a ayudarnos...
—Pobre perro, qué valiente —suspiró Ludmilla.
Lupine alzó una pata y gimió.
Con la aullante carga que era el tesorero, la otra cesta de alambre no podía alcanzar la velocidad de su difunta camarada. Además, iba cojeando de una rueda. Se tambaleaba con impotencia de un lado a otro, y casi se cayó al cruzar las puertas, inclinada hacia un lado.
—¡Estoy seguro de que acertaría! ¡Estoy seguro de que acertaría! —gritaba el decano.
—¡Ni se te ocurra! ¡Podrías darle al tesorero! —rugió Ridcully—. ¡Hasta podría dañar las propiedades de la Universidad!
Pero el desacostumbrado rugido de la testosterona no permitía oír al decano. Una rugiente bola de fuego verde se estrelló contra el carrito lisiado. Las ruedas salieron disparadas por el aire.
Ridcully respiró hondo.
—¡Maldito...! —gritó.
La palabra que siguió era completamente desconocida para aquellos magos que no habían recibido su robusta crianza rural, y por tanto lo ignoraban todo sobre las costumbres de apareamiento de los animales. Pero esa palabra cobró existencia a pocos centímetros del rostro del archicanciller: era gorda, redonda, negra y brillante, con un entrecejo aterrador. Proyectó contra él una lengua insectil, y salió volando para reunirse con el pequeño enjambre de tacos, juramentos y maldiciones.
—¿Qué demonios era eso?
Una cosa más pequeña apareció junto a su oreja.
Ridcully se quitó el sombrero bruscamente.
—¡Mierda! —El enjambre se incrementó en una unidad—, ¡Me acaba de picar algo!
Un escuadrón de Maldiciones recién nacidas emprendieron un valiente vuelo hacia la libertad. Ridcully trató de aplastarlas a sombrerazos.
—¡Fuera de aquí, jo...! —empezó.
—¡No lo digas! —aulló el filósofo equino—, ¡Cállate!
La gente nunca le decía al archicanciller que se callara. Callarse era algo que siempre había visto hacer a los demás. La sorpresa lo dejó callado.
—Es que —se apresuró a explicar el filósofo equino—, cada vez que dices un taco, aparece un bicho de ésos. ¡Salen del aire cosas con alas!
—¡Mierda puta! —exclamó el archicanciller.
Pop. Pop.
El tesorero se desembarazó como pudo de los restos del carrito de alambre. Encontró su sombrero puntiagudo, le quitó el polvo, se lo puso, frunció el ceño, se lo volvió a quitar y sacó una ruedecita del interior. Al parecer, sus colegas no le prestaban demasiada atención.
—¡Pero si llevo toda la vida haciéndolo! —oyó decir al archicanciller—. No hay nada de malo en una buena maldición, hace que la sangre circule mejor. Cuidado, decano, uno de esos jo...
—¿No puedes decir otra cosa? —gritó el filósofo equino para hacerse oír por encima del zumbido y el revoloteo del enjambre.
—¿Como qué?
—Como..., oh, no sé..., como..., cáspita.
—¿Cáspita?
—Sí, o quizá jolín.
—¿Jolín? ¿Quieres que diga jolín?
El tesorero se arrastró hasta el grupo de magos. Ponerse a discutir sobre detalles sin importancia en momentos de emergencia dimensional era una de las costumbres típicas de sus colegas.
—La señora Whitlow, el ama de llaves, siempre dice «canastos» cuando se le cae algo —contribuyó.
El archicanciller se volvió hacia él.
—Puede que diga «canastos» —gruñó—. Pero lo que en realidad quiere decir es mier...
Los magos se agacharon. Ridcully consiguió morderse la lengua a tiempo.
—Oh, caray —dijo, deprimido.
Las maldiciones se posaron cariñosamente sobre su sombrero.
—Les gustas-señaló el decano.
—Eres su papá —asintió el conferenciante de runas modernas. Ridcully bufó.
—Hijos de... míos, a ver si dejáis de decir gi... tonterías a costa de vuestro archicanciller, y me hacéis el pu... el inmenso favor concentraros en averiguar qué está sucediendo —dijo.
Los magos contemplaron el aire con gesto expectante. No brotó nada.
—Lo estás haciendo muy bien —lo felicitó el conferenciante de runas modernas—. Sigue así.
—Canastos, canastos, canastos —repitió el archicanciller— Jolín, jolín, jolín. Caray, caray, caray. —Sacudió la cabeza—. Es inútil. Esto no me ayuda a descargar mis emociones.
—Pero al menos sirve para descargar el aire —señaló el tesorero.
Por primera vez, advirtieron su presencia.
Contemplaron los restos del carrito.
—Cosas que corren por ahí —dijo Ridcully—. Cosas que cobran vida.
Alzaron la vista al oír un sonido chirriante que era cada vez más familiar.
Otras dos cestas sobre ruedas traquetearon por la plaza que se extendía ante las puertas de la verja. Una estaba llena de fruta. La otra estaba medio llena de fruta y medio llena de una niña que gritaba sin cesar.
Los magos se quedaron mirándola boquiabiertos. Una riada de gente corría tras los carritos. A la cabeza, con una ventaja de pocos pasos, iba una mujer, desesperada y decidida. Pasó como una exhalación ante la Universidad.
El archicanciller consiguió atrapar a un hombre corpulento que corría esforzadamente en las últimas filas de la multitud.
—¿Qué ha pasado?
—¡Yo sólo estaba cargando unos melocotones en esa cesta, pero de repente se me escapó!
—¿Y la niña?
—Ni idea. Esa mujer tenía una cesta igual, y me compró unos melocotones, y luego...
Todos se giraron a la vez. Una cesta salió traqueteando por un callejón, los vio, se dio la vuelta rápidamente y escapó de la plaza.
—Pero ¿por qué? —insistió Ridcully.
—Bueno, son unos trastos muy útiles para guardar cosas —replicó el hombre—. Y yo tengo que transportar los melocotones. Se magullan con nada.
—Todos van en la misma dirección —señaló el conferenciante de runas modernas—. ¿Os habíais dado cuenta?
—¡A por ellos! —rugió el decano.
Los demás magos, demasiado asombrados como para discutir, corrieron tras él.
—No... —empezó Ridcully.
Se dio cuenta de que era inútil. Y estaba perdiendo la iniciativa. Con sumo cuidado, formuló mentalmente el grito de combate más suave en la historia de las batallas.
—¡Cáspita, atrapemos a esas cestas malas! —chilló.
Y echó a correr tras el decano.
Bill Puerta trabajó durante toda la larga tarde calurosa, a la cabeza de una hilera de agravilladores y hacinadores.
Hasta que se oyó un grito, y los hombres corrieron hacia el seto que separaba los prados.
El campo grande de Iago Peedbury estaba justo al otro lado. Los peones de su granja empujaban la Cosechadora Combinada, montada sobre ruedas, a través de la puerta de la valla.
Bill fue a reunirse con todos los espectadores apoyados en el seto. A lo lejos se divisaba la figura de Simnel, que daba instrucciones sin cesar. Obligaron a retroceder a un caballo aterrorizado hasta que se colocó entre las dos varas sobresalientes. El herrero trepó hasta el pequeño asiento de metal en el centro de la máquina, y se hizo con las riendas del caballo.
El animal echó a andar. Los brazos articulados se desplegaron. Las sábanas de lona empezaron a girar, y probablemente el eje de la artesa estaba funcionando, pero eso no importó mucho, porque alguna otra cosa hizo «clonk», y la máquina se detuvo.
Entre la multitud de hombres que miraban desde el seto se empezaron a elevar gritos de «¡Llévatela a casa y ordéñala!», «¡A ver cuanto te da por ella el chatarrero!», «¡Ponle un caballo más y así tendrás una pareja!», y otras expresiones típicas del humor popular. Simnel se apeó, mantuvo una conversación en susurros con Peedbury y con sus hombres, y luego desapareció unos instantes en el interior de la máquina.
—¡Nunca volará!
—¡Ha perdido tornillos por el camino!
En esta ocasión, la Cosechadora Combinada avanzó varios metros antes de que uno de los trozos de lona giratoria se rasgara y se enredara en los ejes. Para entonces, algunos de los ancianos sentados en el seto estaban ya doblados de risa.
—¡Hierro viejo, se vende a granel!
—¡Tráete la de repuesto, ésta no va!
Simnel se apeó de nuevo. Le llegaron los silbidos lejanos mientras desataba la lona rasgada y la sustituía por una nueva. No hizo caso.
Sin apartar la mirada de la escena que tenía lugar en el prado contiguo, Bill Puerta se sacó del bolsillo una piedra de afilar y empezó a trabajar en su guadaña con lentitud, con deliberación.
Aparte del tintineo lejano de las herramientas del herrero, el chip-chip de la piedra contra el metal era lo único que se oía en el aire pesado de la tarde.
Simnel se subió de nuevo a la cosechadora, e hizo un gesto de asentimiento en dirección al hombre que sujetaba el caballo.
—¡Allá vamos otra vez!
—¡Apuestas!, ¿qué se romperá ahora?
—¡Dale duro, a ver si avanzas tres metros...!
Los gritos se apagaron. Media docena de pares de ojos contemplaron el movimiento de la Cosechadora Combinada prado arriba, la miraron fijamente mientras airaba en el promontorio, la observaron volver hasta el lugar donde había empezado. Pasó traqueteando junto a ellos, con su movimiento oscilante. Al llegar al final del prado, se volvió con un movimiento limpio. Regresó de nuevo.
—No llegará a gustar —dijo alguien tras un rato con tono sombrío—. Aquí nadie la va a querer, os lo digo yo.
—Claro que no. ¿Para qué sirve un cacharro como ése? —asintió otro.
—Y que lo digas, no es más que un reloj grande. No puede hacer nada más que subir y bajar por el prado...
—... muy deprisa...
—... cortando el maíz y separando el grano...
—Ya ha hecho tres hileras.
—¡Joder!
—¡Casi no se ve como se mueven las piezas! ¿A ti qué te parece, Bill? ¿Bill?
Miraron a su alrededor.
Bill Puerta iba ya por la segunda fila, pero estaba acelerando.
La señorita Flitworth entreabrió la puerta.
—¿Sí? —preguntó con tono de sospecha.
—Se trata de Bill Puerta, señorita Flitworth. Lo traemos a casa.
La mujer abrió más la puerta.
—¿Qué le ha pasado?
Los dos hombres entraron como pudieron, tratando de sostener una figura que medía treinta centímetros más que ellos. La figura alzó la cabeza y dirigió una mirada turbia a la señorita Flitworth.
—No sabemos qué le dio —dijo Duque Bottomley.
—Este tipo es un demonio para el trabajo —añadió William Spigot—. Desde luego, se gana lo que le paga usted, señorita Flitworth.
—Pues será el primero que lo haga —replicó la mujer con amargura.
—Iba por el prado como un loco, intentando derrotar a esa máquina de Ned Simnel. Tuvimos que ponernos cuatro de nosotros a atar los haces. Además, casi ganó.
—Déjenlo en el sofá. —Le dijimos que se estaba esforzando demasiado, con tanto sol...
Duque inclinó el cuello para echar un vistazo hacia la cocina por si veía joyas y tesoros sobresaliendo de los cajones. La señorita Flitworth se interpuso en la trayectoria de su mirada.
—Estoy segura, estoy segura. Gracias. Bueno, supongo que los esperan en casa.
—Si hay algo que podamos hacer...
—Sí, ya sé dónde encontrarlos. Y además, no me pagan el alquiler desde hace cinco años. Adiós, señor Spigot.
Los acompañó hasta la puerta y se la cerró en las narices. Luego se dio la vuelta.
—¿Qué demonios ha estado haciendo, oh gran señor Bill Puerta?
ESTOY CANSADO, Y ESO NO SE DETENÍA.
Bill Puerta se llevó las manos al cráneo.
ADEMÁS, SPIGOT ME DIO EN UN GESTO HUMORÍSTICO UNA BEBIDA DE ZUMO DE MANZANA FERMENTADO PORQUE HACÍA MUCHO CALOR, Y AHORA ME ENCUENTRO ENFERMO.
—No es de extrañar. Lo prepara en su cabaña de los bosques. Manzanas es lo que menos pone.
HASTA AHORA NUNCA ME HABÍA SENTIDO ENFERMO. NI TAMPOCO CANSADO.
—Son cosas de estar vivo.
¿CÓMO LO SOPORTAN LOS HUMANOS?
—En parte, gracias al zumo de manzana fermentado.
Bill Puerta siguió sentado, y contempló el suelo con gesto sombrío.
PERO ACABAMOS EL PRADO —dijo. En su voz había un matiz triunfal—. YA ESTÁ HAZADO EN PILARES. APILADO EN HACES.
Volvió a sujetarse el cráneo.
ARRRGH
La señorita Flitworth desapareció en dirección al fregadero. Se oyó el crujido de la bomba de agua. Regresó con un paño húmedo y vaso de agua.
¡HAY UN TRITÓN DENTRO!
Eso demuestra que está fresca[20] -replicó la señorita Flitworth al tiempo que sacaba al anfibio y lo soltaba sobre las baldosas. El animal se escabulló rápidamente hacia una ranura. Bill Puerta trató de incorporarse.
AHORA CASI COMPRENDO POR QUÉ ALGUNAS PERSONAS DESEAN MORIR —dijo—. HABÍA OÍDO HABLAR DEL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO, PERO HASTA AHORA NO HABÍA ENTENDIDO PLENAMENTE A QUÉ SE REFERÍAN.
La señorita Flitworth echó un vistazo a través de la ventana polvorienta. Las nubes que se habían estado acumulando toda la tarde sobre las colinas eran ahora de color gris, con un amenazador tinte amarillento. El calor presionaba como un torno.
—Se avecina una gran tormenta.
¿ESTROPEARÁ MI COSECHA?
—No. Luego se seca.
¿CÓMO ESTA LA NIÑA?
Bill Puerta abrió la mano. La señorita Flitworth arqueó las cejas. Allí estaba el reloj de cristal dorado, con la burbuja de encima casi vacía. Pero parpadeaba, un instante estaba allí, y al otro no.
—¿Cómo es que lo tiene usted? ¡Si está arriba! La niña lo tiene tan agarrado como... —titubeó—. Como alguien que agarra algo muy fuerte.
TODAVÍA SIGUE ARRIBA. PERO TAMBIÉN ESTÁ AQUÍ. Y EN TODAS PARTES. AL FIN Y AL CABO, NO ES MÁS QUE UNA METÁFORA.
—Pues lo que la niña tiene en la mano parece muy real.
EL HECHO DE QUE ALGO SEA UNA METÁFORA NO QUIERE DECIR QUE NO SEA REAL.
La señorita Flitworth era consciente de que la voz de Bill Puerta resonaba como si hubiera un eco, como si las palabras fueran pronunciadas por dos personas a la vez, casi en sincronía, pero no del todo.
—¿Cuánto le queda?
ES CUESTIÓN DE HORAS.
—¿Y la guadaña?
LE DI INSTRUCCIONES MUY CONCRETAS AL HERRERO.
La mujer frunció el ceño,
—No digo que el joven Simnel sea mal muchacho, pero... ¿está usted seguro de que lo hará? Pedir a un hombre que destruya una herramienta como ésa es..., bueno, es pedir demasiado.
NO TUVE ELECCIÓN. EL PEQUEÑO HORNO QUE HAY AQUÍ NO ERA SUFICIENTE.
—Era una guadaña muy afilada.
ME TEMO QUE NO TODO LO AFILADA QUE HACÍA FALTA.
—¿Y nadie intentó nunca eso con usted?
HAY UN DICHO: NO TE LO PUEDES LLEVAR CONTIGO.
—Sí.
¿CUÁNTA GENTE SE LO HA CREÍDO DE VERDAD?
—Recuerdo que una vez leí algo sobre esos reyes paganos —respondió la señorita Flitworth, titubeante—. Gente del desierto, ya sabe. Los que construían pirámides y metían tantas cosas dentro. Hasta barcos y todo. Hasta chicas con pantalones transparentes, y cacharros de cocina y todo. No me irá a decir que eso está bien.
NUNCA HE ESTADO MUY SEGURO ACERCA DE LO QUE ES EL BIEN —respondió Bill Puerta—. NO ESTOY SEGURO DE QUE EXISTA ESO DEL BIEN. O EL MAL. SOLO HAY ZONAS INTERMEDIAS.
—No, lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal —replicó la señorita Flitworth—. A mí me educaron para conocer la diferencia.
LA EDUCÓ UN CONTRABANDISTA.
—¿Un qué?
UNA PERSONA QUE HACE CONTRABANDO.
—¿Y eso qué tiene de malo?
ME LIMITO A SEÑALAR QUE ALGUNAS PERSONAS PODRÍAN TENER UNA OPINIÓN DIFERENTE.
—¡Ésas no cuentan!
PERO...
En algún punto de la colina cayó un rayo. El trueno consiguiente retumbó sobre la casa. Unos cuantos ladrillos de la chimenea se derrumbaron. Entonces, las ventanas temblaron ante una temible sacudida.
Bill Puerta recorrió la sala a zancadas, y abrió la puerta de golpe. Piedras de granizo, del tamaño de huevos de gallina, rebotaron contra ella y se colaron en la cocina.
OH. TEATRO.
—¡Oh, demonios!
La señorita Flitworth se coló por debajo del brazo de Bill Puerta.
—¿Y de dónde sale ese viento?
¿DEL CIELO? —sugirió Bill Puerta, sorprendido ante el repentino nerviosismo.
—¡Vamos!
La mujer corrió hacia la cocina como un torbellino, y rebuscó en un cajón hasta dar con un farol y un fajo de cerillas.
PERO USTED DIJO QUE SE SECARÍA...
—Con una tormenta normal, sí, pero con esta barbaridad... ¡se estropeará! ¡Mañana por la mañana nos la encontraremos dispersa por toda la colina!
Consiguió encender el farol y volvió corriendo. Bill puerta miró hacia el exterior, hacia la tormenta. Vio cómo el vendaval arrastraba algunas pajas.
¿ESTROPEARSE? ¿MI COSECHA? —Se irguió en toda su altura—. ¡Y UNA MIERDA!
El trueno retumbó también sobre el tejado de la herrería. Ned Simnel hizo funcionar los fuelles de la forja hasta que el corazón de los tizones fue de color blanco, con apenas un atisbo de amarillo.
Había sido un día excelente. La Cosechadora Combinada había funcionado aún mejor de lo que se había atrevido a esperar; el viejo Peedbury se empeñó en quedársela para poder hacer otro prado al día siguiente, así que la había dejado allí, no sin antes cubrirla con una lona alquitranada. Mañana enseñaría a uno de los hombres a manejarla, y así él podría dedicarse a trabajar en un nuevo modelo, con grandes mejoras. El éxito estaba garantizado. No cabía duda de que había abierto las puertas del futuro.
Aparte de eso, estaba el asunto de la guadaña. Se dirigió hacia la pared donde la había colgado. Eso sí que era todo un misterio. Se trataba de la mejor herramienta de su clase que había visto en su vida. Ni siquiera había manera de embotar la hoja. Su filo se extendía más allá del filo en sí. Y le habían ordenado que la destruyera. Aquello carecía de lógica. Ned Simnel creía firmemente en la lógica, sobre todo en cierta lógica especializada.
A lo mejor Bill Puerta sólo pretendía librarse de ella, y eso era perfectamente comprensible; porque, incluso tal como estaba ahora, colgada inocentemente de la pared, parecía irradiar filo. Había una sutil aura violácea en torno a la hoja, causada por las corrientes de aire de la habitación que arrastraban a desafortunadas moléculas de aire hacia una muerte segura.
Ned Simnel la cogió con sumo cuidado.
El tal Bill Puerta era un tipo de lo más extraño. Había dicho que quería estar completamente seguro de que la guadaña quedaba muerta. Como si fuera posible matar a una cosa.
Además, ¿cómo iba alguien a destruir aquel objeto? Oh, sí, el mango se podía quemar, era posible calcinar al metal si ponía en ello auténtico empeño, y al final no quedaría más que un montoncito de polvo y cenizas. Eso era lo que quería el cliente.
Pero, por otra parte, también era de suponer que se podía destruir la guadaña con sólo separar la hoja del mango..., al fin y al cabo, después de hacer eso, lo que quedaría no sería una guadaña. Sólo serían..., bueno, trozos. Sí, claro, con esos trozos se podía fabricar una guadaña, pero también se podría fabricar una guadaña a partir del polvo y las cenizas. Sólo hacía falta saber cómo.
Ned Simnel quedó bastante satisfecho con esta argumentación.
Además, al fin y al cabo, Bill Puerta no le había pedido ninguna prueba de que la herramienta estaba... eh... muerta.
Calculó la distancia con suma cautela y, después, blandió la guadaña para cortar un trozo del yunque. Increíble.
Filo total.
Se rindió. Aquello no era justo. No se le podía pedir a una persona como él que destruyera semejante herramienta. Era una obra de arte. Aún más. Era un prodigio de la técnica.
Se dirigió hacia el otro extremo de la habitación, donde había un montón de leña, y tiró la guadaña al otro lado, para que quedara oculta tras los troncos. Se oyó un quejido breve, punzante.
Y no haría nada incorrecto. Al día siguiente, sin ir más lejos, devolvería a Bill su cuarto de penique.
La Muerte de las Ratas se materializó tras el montón de leña de la forja, y caminó con paso cansino hasta el patético montoncito de piel que había sido la rata que se interpuso en el camino de la guadaña.
Su espíritu estaba de pie junto a él. Parecía deprimido, y no le hizo mucha gracia su llegada.
—¿Kiiik? ¿Kiiik?
KIIIK —explicó la Muerte de las Ratas.
—¿Kiiik?
KIIIK —confirmó la Muerte de las Ratas.
—¿[Vibración de bigotes] [Movimiento de nariz]?
La Muerte de las Ratas asintió con la cabeza.
KIIIK.
La rata pareció abatida. La Muerte de las Ratas le puso en el hombro una zarpa de huesos, no exenta de bondad.
KIIIK
La rata asintió con tristeza. Había vivido bien en la forja. En los dominios de Ned, nadie hacía limpieza nunca, y el herrero era probablemente el campeón mundial en la especialidad de olvidarse bocadillos a medias. Al final, el espíritu del animal se encogió de hombros y echó a andar tras la figura de la túnica oscura. Tampoco tenía mucho donde elegir.
La gente corría precipitadamente por las calles. Muchos transeúntes iban en persecución de carritos. Muchos carritos iban llenos con todo el surtido de cosas para cuyo transporte la gente los había considerado útiles: leña, niños, compras...
Y ya no se escabullían, sino que avanzaban a ciegas, todas en la misma dirección.
Una manera posible de detener a los carritos era volcarlos, para que quedaran ruedas arriba, sacudiéndose inútilmente. Los magos vieron a buen número de entusiastas tratando de destrozarlos, pero aquellos trastos eran prácticamente indestructibles..., se doblaban, pero no se rompían. Y, aunque tan sólo les quedara una rueda entera, intentaban valientemente seguir su camino.
—¡Mirad ése de allá! —rugió el archicanciller—. ¡Lleva toda mi colada! ¡Mi propia colada! ¡Cáspita con ese carrito malo!
Se abrió camino a empujones entre la multitud y metió el cayado entre las ruedas del carrito, haciendo que cayera de lado.
—¡No hay manera de apuntar con tanto civil por medio! —se quejó el decano.
—¡Debe de haber cientos de carritos! —exclamó el conferenciante de runas modernas—. ¡Son como bichajos![21] Aparta de mí, so..., so..., ¡so cesta!
Derribó con su cayado a un molesto carrito.
La marea de cestas sobre ruedas estaba inundando toda la ciudad. Pese a su resistencia, los humanos fueron cayendo presa del agotamiento, o atropellados por las ruedas zigzagueantes. Solo los magos consiguieron mantener el ritmo, gritándose unos a otros y atacando al enjambre plateado con sus bastones. No era que la magia no funcionase. Todo lo contrario, iba bastante bien. Un buen hechizo podía convertir uno de los carritos en un millar de complicados puzzles de alambre. Pero ¿de qué servía eso? Al momento siguiente, dos carritos ocupaban el lugar de su congénere caído.
En torno al decano, los carritos aplastados formaban un montón de desperdicios metálicos.
—Le está cogiendo el tranquillo, ¿no te parece? —dijo el filósofo equino mientras el tesorero y él conseguían volcar una cesta más,
—Desde luego, grita muchos «Yeee» —asintió el tesorero.
El decano no recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Se había pasado sesenta años obedeciendo las reglas autoimpuestas del mundo de la magia... y, de pronto, se lo estaba pasando de maravilla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que, en lo más profundo de su ser, lo que siempre había deseado era destrozar cosas.
El fuego brotaba de la punta de su cayado. Asas y trozos de ruedas que giraban de forma patética caían tintineando a su alrededor. Y lo mejor de todo era que los blancos no parecían tener fin. Una segunda oleada de carritos, esta vez aún más apretados, trataba de avanzar por encima de los que todavía seguían en contacto con el suelo. No les servía de nada, pero, aun así, lo intentaban. Y lo intentaban con desesperación, porque una tercera oleada de carritos trepaba ya por encima de ellos, aplastándolos. Aunque quizá la palabra «intentar» no fuera la más apropiada. Sugería una especie de esfuerzo consciente, una posibilidad de que a lo mejor existía un estado de «no intentar». Pero el movimiento implacable de los objetos, la manera en que se aplastaban unos a otros en su precipitación, tenía un algo que sugería que las cestas de alambre eran tan capaces de decidir en aquel asunto como el agua de decidir si quería o no discurrir cuesta abajo.
—¡Yeee! —gritaba el decano.
La magia en estado puro se estrellaba contra los retorcidos trozos de metal. Llovían ruedas.
—¡Toma taumaturgia, jo...! —empezó el decano.
—¡No digas tacos! ¡No digas tacos! —se apresuró a interrumpirlo Ridcully, gritando para hacerse oír por encima del ruido.
Apartó de un manotazo a un Hijo de Puta que orbitaba en torno a su sombrero.
—¡No sabemos en qué se podrían convertir! —añadió.
—¡Caray! —rugió el decano.
—Es inútil. Tanto daría que estuviéramos conteniendo una marea —suspiró el filósofo equino—. Yo voto por que volvamos a la Universidad y preparemos unos cuantos hechizos. De los duros.
—Buena idea —asintió Ridcully. Contempló unos instantes el muro de alambres retorcidos, que avanzaba sin cesar—, ¿Se te ocurre cómo? —añadió.
—¡Yeeee! ¡Bribones! —gritó el decano.
Volvió a apuntar con su cayado. El bastón emitió un ruidito patético que, si hubiera que escribirlo, se reflejaría en el papel como un pffft. Una débil chispa cayó de la punta y se estrelló contra los guijarros del suelo.
Windle Poons cerró de golpe otro libro. El bibliotecario cerró los ojos como si le doliera,
—¡Nada! Volcanes, maremotos, ira de los dioses, magos ineptos..., no quiero saber cómo han sido asesinadas otras ciudades. Lo que necesito es saber cómo acabaron...
El bibliotecario amontonó otra pila de libros sobre la mesa de lectura.
Windle estaba dándose cuenta de que otra de las ventajas de estar muerto era el dominio de los idiomas. Podía percibir el sentido de las palabras, aunque no supiera qué significaban realmente. Desde luego, estar muerto no era como quedarse dormido. Era como despertar.
Echó un vistazo hacia el otro lado de la biblioteca, donde Ludmilla estaba vendando la pata de Lupine.
—¿Bibliotecario? —susurró.
—¿Oook?
—Tú también sufriste un cambio de especie..., mira, es hablar por hablar, pero... imagina que te encuentras con una pareja que... bueno, supongamos que hay un lobo que se convierte en lobo-hombre cuando hay luna llena, y una mujer que se convierte en mujer-lobo con la luna llena..., ya sabes, que se aproximan a la misma forma pero desde puntos diferentes... Y van y se conocen. ¿Qué les dirías? ¿Dejarías que se aclararan solos?
—Oook —respondió el bibliotecario al instante.
—Es tentador.
—Oook.
—Eso no le haría ninguna gracia a la señora Cake.
—Eeek Oook.
—Tienes razón. Podrías haberlo dicho de una manera menos ruda, pero tienes razón. Todo el mundo tiene derecho a aclarar su vida sin intromisiones.
Suspiró y pasó la página. Abrió los ojos de par en par.
—La ciudad de Kahn Li —dijo—, ¿Habías oído hablar de ella? ¿Qué libro es éste? El Grimorio Increíble Pero Cierto de Stripfettle, Aquí dice... «carritos»..., nadie supo de dónde habían salido,..., tan útiles que se contrató a muchos hombres para reunir una manada y llevarlos a la ciudad... De repente, una marea de criaturas..., los hombres las siguieron y contemplaron..., había una nueva ciudad más allá de los muros, una ciudad como hecha por comerciantes, donde los carritos entraban...
Pasó la página.
—Parece decir que... Aún no lo he comprendido bien, se dijo. Cubo-Un-Hombre piensa que estamos hablando del nacimiento de ciudades. Pero no es así. Una ciudad es algo vivo. Imaginemos que la contempla un gran gigante de vida lenta, como un Pino Contador. Vería edificios que crecen. Vería asaltantes que son repelidos. Vería incendios que se apagan. Vería que la ciudad estaba viva, pero no percibiría a la gente, porque las personas se moverían demasiado deprisa. La vida de una ciudad, la vida que la hace funcionar, no es ninguna fuerza misteriosa. La vida de una ciudad es la gente.
Pasó las páginas con gesto distraído, sin mirarlas realmente...
Así que tenemos las ciudades, criaturas grandes, sedentarias, que crecen en determinado lugar y apenas se mueven en miles años. Se reproducen enviando a la gente a colonizar nuevas tierras. Pero ellas, en sí, se quedan donde están. Están vivas, si, pero sólo de la misma manera que está viva una medusa. O una verdura moderadamente inteligente. Al fin y al cabo, a Ankh-Morpork la llamamos la Gran Pera...
Y cuando hay cosas vivientes muy grandes y lentas, también hay siempre cosas pequeñas y rápidas que se las comen...
Windle Poons sentía cómo chisporroteaban las células de su cerebro. Se hacían conexiones. Las ideas viajaban como ráfagas por senderos nuevos. ¿Había pensado de verdad, así, cuando estaba vivo? Lo dudaba mucho. En aquellos tiempos él no era más que un montón de reacciones complejas relacionadas con toda una variedad de terminaciones nerviosas. Tenía en la cabeza todo desordenado, desde ociosas consideraciones con respecto a la siguiente comida a distraídos recuerdos que se interponían entre él y la posibilidad de pensar bien.
Eso crecía dentro de la ciudad, donde estaba cálido y protegido. Luego rompía la cáscara, salía de la ciudad, y construía..., construía algo, no una ciudad de verdad, sino una ciudad falsa... que se llevaba a la gente, la vida, del anfitrión...
La palabra más adecuada era depredador.
El decano se quedó mirando su cayado con gesto incrédulo. Lo sacudió y apuntó de nuevo.
Esta vez, el sonido escrito habría sido algo así como pfut.
Alzó la vista. Una ondulante oleada de carritos, una marea que llegaba hasta la altura de los tejados, se iba a lanzar contra él.
—Oh..., jopelines —dijo. Se protegió la cabeza con las manos.
Alguien lo agarró por la parte trasera de la túnica y tiró de él en el momento en que caían los carritos.
—¡Vamos! —exclamó Ridcully, apremiante—. ¡Si corremos, les sacaremos ventaja!
—¡Me he quedado sin magia! ¡Me he quedado sin magia! —gemía el decano.
—Te quedarás sin otras muchas cosas si no empiezas a correr —replicó el archicanciller.
Trataron de mantenerse juntos a medida que avanzaban, sin dejar de chocar unos contra otros. Así, los magos emprendieron la fuga a pocos metros por delante de los carritos. Había auténticas riadas de aquellos trastos, cubrían ya toda la ciudad y los alrededores.
—¿Sabéis a que me recuerda esto? —dijo Ridcully mientras luchaban por abrirse paso.
—¿A qué? —jadeó el filósofo equino.
—Al viaje de los salmones.
—¿Al qué?
—En el Ankh no, claro —explicó Ridcully—. No creo que un salmón pudiera avanzar contra corriente en nuestro río...
—A menos que caminara —señaló el filósofo equino.
—...pero en otros ríos los he visto, forman auténticos enjambres —insistió el archicanciller—. Luchan por ir contra la corriente. El río entero parece una masa de plata.
—Qué bien, qué bien —asintió el filósofo equino—. ¿Y para qué lo hacen?
—Bueno..., es algo relativo a la procreación.
El filósofo equino hizo una mueca.
—Qué asco. ¡Y pensar que luego nos bebemos ese agua!
—Bueno, ya estamos en terreno despejado, ahora tendremos que rodearlos —dijo Ridcully—. Busquemos un hueco entre sus filas y...
—No creo que lo encontremos —le informó el conferenciante de runas modernas.
En todas las direcciones se extendía un muro de carretillas que avanzaba, chirriaba, se debatía.
—¡Vienen a por nosotros! ¡Vienen a por nosotros! —aulló el tesorero.
El decano le arrancó el cayado de entre las manos.
—¡Oye, que es mío!
El decano lo apartó de un empujón, y le voló las ruedas al carrito que tenía más cerca.
—¡Es mi cayado!
Los magos cerraron filas espalda contra espalda, rodeados por un anillo de metal que se estrechaba cada vez más.
—Su lugar no está en esta ciudad —dijo el conferenciante de runas modernas.
—Entiendo lo que quieres decir —asintió Ridcully—. Son... de fuera.
—Supongo que nadie llevará encima un hechizo de vuelo... —sugirió el filósofo equino.
El decano, con los dientes apretados, apuntó y fundió una cesta.
—Oye, que me estás gastando el cayado.
—Cállate, tesorero —bufó el archicanciller—. Y tú, decano, no iremos a ninguna parte destruyéndolos de uno en uno. ¿Verdad, muchachos? Queremos causar todo el daño posible al conjunto esos trastos. Recordad..., ráfagas salvajes, incontroladas...
Los carritos avanzaron.
AY. AY.
La señorita Flitworth se movía titubeante entre la húmeda penumbra de la noche. Los pedruscos de granizo crujían bajo sus pies. El trueno retumbó en el cielo.
—Caen fuerte, ¿eh? —dijo.
Y RESUENAN.
Bill Puerta se apoderó de un haz arrastrado por el viento, y lo amontonó junto a los demás. La señorita Flitworth llegó junto a él, doblada por la carga de un enorme haz de maíz.[22] Los dos trabajaron con rapidez, recorriendo el campo en zigzag para recuperar la cosecha antes de que el viento y el granizo se la llevaran toda. Aquello no era una tormenta normal. Era la guerra.
—¡De un momento a otro van a caer chuzos de punta! —gritó la señorita Flitworth por encima del ruido de los elementos—. ¡No tendremos tiempo de llevarlo todo al granero! ¡Vaya a buscar una lona alquitranada, o una tela impermeable, o algo así! ¡Con eso tendrá que bastar por esta noche!
Bill Puerta asintió, y echó a correr a través de la chapoteante oscuridad, hacia los edificios de la granja. Los rayos empezaron a brillar, tan próximos unos a otros y tan cercanos a los prados que el aire chisporroteaba y un aura de brillo se movía por la parte superior del seto.
Y allí estaba la Muerte.
Vio la figura erguida ante él. Era una forma esquelética, acuclillada, dispuesta a saltar, con la túnica negra ondeando al viento.
Una tensión desconocida se apoderó de él. Trataba de obligarlo a huir corriendo, y al mismo tiempo lo mantenía pegado al suelo. Invadía su mente y se quedaba allí, inmóvil, bloqueando todos los pensamientos excepto la pequeña voz interior que le decía, con toda tranquilidad: ASÍ QUE ESTO ES EL TERROR...
Entonces, la Muerte desapareció mientras el brillo de los relámpagos se desvanecía para reaparecer con energías renovadas sobre la colina más cercana.
En aquel momento, la tranquila voz interior añadió: PERO ¿POR QUÉ NO SE MUEVE?
Bill Puerta se obligó a inclinarse un centímetro hacia adelante. La cosa agazapada no hizo ningún movimiento en respuesta.
Sólo entonces comprendió que la cosa que había al otro lado del seto no era más que un montaje de costillas, fémures y vértebras cubierto por una túnica si se lo miraba desde una perspectiva... pero si ésta cambiaba ligeramente, resultaba ser un complejo constructo de brazos desplegables, tolvas y levas, semicubierto por una lona alquitranada que ahora el viento le estaba arrancando.
Lo que tenía delante era la Cosechadora Combinada.
En el rostro de Bill Puerta se dibujó una sonrisa espantosa. En su mente se formaron pensamientos nada propios de Bill Puerta. Dio un paso hacia adelante.
La muralla de carritos rodeó a los magos.
La última ráfaga de un cayado abrió un agujero de metal fundido, que rápidamente se repobló con más carritos.
Ridcully se volvió hacia sus colegas magos. Todos tenían los rostros congestionados, las túnicas rasgadas, y algunos disparos demasiado entusiastas habían provocado la aparición de chamuscaduras en barbas y sombreros.
—¿A nadie le queda ni un hechizo? —preguntó. Todos pensaron febrilmente.
—Creo que yo me acuerdo de uno —señaló el tesorero, titubeante.
—Pues adelante, hombre. En momentos como éste, vale la pena probar cualquier cosa.
El tesorero extendió una mano. Cerró los ojos. Murmuró unas pocas sílabas entre dientes.
Hubo un breve relámpago de luz octarina, y luego...
—Oh —dijo el archicanciller—, ¿Esto es todo?
—El Ramo Sorpresa de Eringyas —asintió el tesorero, con los ojos brillantes—. No sé por qué, pero es el que mejor se me ha dado siempre. Supongo que tengo un don para esto.
Ridcully se quedó mirando el enorme ramo de flores que el tesorero sostenía ahora en la mano.
—Quizá sea sólo una opinión mía, pero no parece lo más útil en este momento —señaló.
El tesorero vio el muro de carritos que se aproximaba. Su sonrisa se desvaneció.
—No, creo que no.
—¿A alguien más se le ocurre alguna idea? —insistió.
No recibió respuesta.
—Pero son unas rosas muy bonitas-apuntó el decano.
—Esto sí que es velocidad —dijo la señorita Flitworth al ver llegar a Bill Puerta junto al montón de haces, arrastrando la lona alquitranada detrás de él.
SÍ, ¿VERDAD? —murmuró él como de pasada.
La mujer lo ayudó a extender la tela por encima del montón, y a sujetar las esquinas con piedras. El viento la agitó y trató de arrancársela de las manos. Tanto habría dado que intentara arrancar una montaña de cuajo.
La lluvia barrió los prados, entre los jirones de niebla que brillaban con descargas eléctricas azuladas.
—En mi vida había visto una noche igual —se sorprendió la señorita Flitworth.
Se escuchó el retumbar de otro trueno. Una serie de luces parpadearon en el horizonte.
La mujer agarró a Bill Puerta por el brazo.
—¿No hay una... figura... en la colina? —dijo—. Me ha parecido ver una... forma.
NO, NO ES MÁS QUE UN ENGENDRO MECÁNICO.
Hubo otro relámpago.
—¿A caballo? —señaló la señorita Flitworth.
Una tercera ráfaga de luz surcó el cielo. Y, esta vez, no quedó ninguna duda. Había una figura montada a caballo en la colina más cercana. Una figura encapuchada. Que sostenía una guadaña con tanto orgullo como si fuera una lanza.
POSES. —Bill Puerta se volvió hacia la señorita Flitworth—. POSES. YO NUNCA HICE UNA COSA SEMEJANTE. ¿DE QUÉ SIRVE? ¿QUÉ SENTIDO TIENE?
Abrió la palma de la mano. En ella apareció el cronómetro de oro.
—¿Cuánto tiempo le queda?
PUEDE QUE UNA HORA. QUIZÁ SÓLO UNOS MINUTOS.
—¡Pues vamos!
Bill Puerta se quedó donde estaba, contemplando el cronómetro.
—¡He dicho que vamos!
NO SERVIRÁ DE NADA. ME EQUIVOQUÉ AL PENSAR QUE HABÍA UNA POSIBILIDAD. NO LA HAY. DE ALGUNAS COSAS NO SE PUEDE ESCAPAR. NO SE PUEDE VIVIR ETERNAMENTE.
—¿Por qué no?
Bill Puerta pareció sorprendido.
¿QUÉ QUIERE DECIR?
—¿Por qué no se puede vivir eternamente?
—NO LO SÉ. ¿SABIDURÍA CÓSMICA?
—¿Y qué sabrá de esto la sabiduría cósmica? Vamos, ¿viene o no?
La figura de la colina no se había movido.
La lluvia había convertido el polvo del suelo en un fino lodo. Resbalaron colina abajo, y recorrieron apresuradamente el patio que llevaba hacia la casa.
DEBÍ PREPARARME MÁS. TENÍA PLANES...
—Pero estaba la cosecha.
SÍ.
—¿Hay manera de que pongamos barricadas contra las puertas, o algo así?
¿SABE USTED LO QUE ESTÁ DICIENDO?
—¡Bueno, pues piense algo! ¿Con usted nunca funcionó nada?
NO —respondió Bill Puerta, no sin cierto orgullo.
La señorita Flitworth echó un vistazo por la ventana, y luego se pegó a la pared en un gesto teatral.
—¡Él se ha ido!
ESO —la corrigió Bill Puerta—. AÚN TARDARÁ UN TIEMPO EN SER UN «ÉL».
—Eso se ha ido. Puede estar en cualquier parte.
PUEDE LLEGAR A TRAVÉS DE LA PARED.
La mujer dio un paso hacia adelanto, y se lo quedó mirando.
DE ACUERDO —asintió—. COJA A LA NIÑA. CREO QUE DEBEMOS MARCHARNOS.
Entonces, se le ocurrió una idea. Pareció animarse un poco.
NOS QUEDA ALGO DE TIEMPO. ¿QUÉ HORA ES?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Se pasa usted el día parando los relojes.
PERO ¿AÚN NO ES MEDIANOCHE?
—No. no creo que pasen de las once y cuarto.
EN ESE CASO, AÚN DISPONEMOS DE TRES CUARTOS DE HORA.
—¿Por qué está tan seguro?
POR EL TEATRO, SEÑORITA FLITWORTH. LA CLASE DE MUERTE QUE SE PONE A POSAR ANTE EL HORIZONTE Y SE HACE ILUMINAR POR RELÁMPAGOS —dijo Bill Puerta con tono de desaprobación— NO SE PRESENTA A LAS ONCE Y VEINTICINCO SI PUEDE APARECER A MEDIANOCHE.
La mujer asintió, pálida como una sábana, y subió al piso de arriba. Regresó un par de minutos más tarde, con Sal envuelta en una manta.
—Todavía está dormida —dijo.
ESO NO ES DORMIR.
La lluvia había cesado, pero la tormenta retumbaba aún sobre las colinas. El aire chisporroteaba, todavía parecía caliente como un horno.
Bill Puerta abrió la marcha. Pasaron junto al gallinero, donde Cyril y su envejecido harén estaban acurrucados en la oscuridad, intentando ocupar todos los mismos escasos centímetros de palo.
En torno a la chimenea de la granja se divisaba una clara nube de brillo verdoso.
—A eso lo llamamos Fuegos Engreídos —explicó la señorita Flitworth—. Son un presagio.
¿UN PRESAGIO DE QUÉ?
—¿Cómo? Ah, ni idea. Un presagio, sin más, supongo. Un presagio como otro cualquiera. ¿Adónde vamos?
AL PUEBLO.
—¿Para estar cerca de la guadaña?
SI.
Desapareció hacia el interior del granero. Salió unos momentos más tarde, tirando de las riendas de Binky, que ya estaba ensillado. Montó, se inclinó hacia un lado e izó a la anciana y a la niña dormida. Las sentó en el caballo, delante de él.
SI ME EQUIVOCO —añadió—, ESTE CABALLO LA LLEVARÁ A DONDE USTED QUIERA.
—¡No quiero ir a ningún sitio que no sea mi casa!
A DONDE QUIERA.
Binky empezó a trotar cuando llegaron al camino que conducía al pueblo. El viento soplaba entre las hojas de los árboles, que se inclinaban hacia el sendero. De cuando en cuando un rayo volvía a hendir el cielo.
La señorita Flitworth contempló la colina que se alzaba más allá de la granja.
—Bill...
LO SÉ.
—... está ahí otra vez...
LO SÉ.
—¿Por qué no nos persigue?
ESTAREMOS A SALVO HASTA QUE SE ACABE LA ARENA.
—Cuando se acabe la arena, ¿usted morirá?
NO. CUANDO SE ACABE LA ARENA, DEBERÍA MORIR. ESTARÉ EN EL ESPACIO QUE SEPARA LA VIDA DE LA OTRA VIDA.
—Bill, me dio la sensación de que la cosa que montaba... al principio parecía un caballo, aunque muy flaco, pero luego...
ES UN CORCEL ESQUELETO. IMPRESIONANTE, PERO POCO PRÁCTICO. YO TAMBIÉN TUVE UNO, PERO SIEMPRE SE LE CAÍA LA CABEZA.
—Ande o no ande, caballo vivo.
JA. JA. MUY DIVERTIDO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Creo que ya va siendo hora de que deje de llamarme «señorita Flitworth» —dijo la señorita Flitworth.
¿RENATA?
La mujer se sobresaltó.
—¿Cómo ha sabido mi nombre? Ah. Seguramente lo ha visto escrito, ¿no?
GRABADO.
—¿En uno de esos relojes de arena?
SÍ.
—¿Todo el mundo tiene uno?
SÍ.
—Así que usted sabe cuánto me queda...
SÍ.
—Debe de sentirse muy extraño sabiendo... las cosas que sabe...
NO ME PREGUNTE NADA.
—Eso no es justo, no me parece bien. Si supiéramos cuándo vamos a morir, los seres humanos viviríamos mejor la vida.
SI LOS SERES HUMANOS SUPIERAN CUÁNDO VAN A MORIR, SEGURAMENTE NO VIVIRÍAN.
—Ah, qué metafórico. ¿Y usted qué sabe, Bill Puerta?
TODO.
Binky subió al trote por una de las escasas calles del pueblo, y llegó a los guijarros de la plaza. No había nadie en la calle. En las ciudades como Ankh-Morpork, la medianoche no era más que una hora tardía de la velada, porque la noche no existía, al menos en sentido cívico. Sólo había largas veladas que desembocaban en amaneceres. Pero, aquí, la gente regulaba su vida según cosas como la puesta del sol y el canto de gallos con problemas de pronunciación. Aquí la medianoche era una medianoche en serio.
Aunque la tormenta seguía soplando sobre las colinas, la plaza estaba en silencio. El tictac del reloj de la torre, que nadie advertía durante el día, ahora parecía resonar entre los edificios.
Cuando se acercaron, algo zumbó en lo más profundo de su interior lleno de telarañas. La aguja de los minutos se movió con un sonoro «clonk», y se detuvo bruscamente en el 9. En la esfera del reloj se abrió una trampilla, y salieron dos figuritas mecánicas con pinta de sentirse muy importantes. Fingiendo que les costaba gran esfuerzo, golpearon una campanilla.
Ting-ting-ting.
Las figuras se alinearon de nuevo y regresaron al interior del reloj.
—Han estado ahí desde siempre, desde que yo era niña —explicó la señorita Flitworth—. Las hizo el tatarabuelo del señor Simnel. ¿Sabe una cosa? Siempre me he preguntado qué hacían cuando no estaban dando campanadas. Llegué a pensar que ahí dentro tenían una casita, o algo así.
NO CREO. NO SON MÁS QUE OBJETOS. NO ESTÁN VIVOS.
—Mmm. Bueno, llevan ahí cientos de años. Quizá la vida sea algo que se adquiere con el tiempo.
SÍ.
Aguardaron en un silencio turbado sólo por el golpeteo regular de la manecilla minutera, que avanzaba en la noche.
—Ha..., ha sido muy agradable contar con usted, Bill Puerta.
Él no respondió.
—Me ha ayudado mucho con la cosecha y todo eso.
FUE... INTERESANTE.
—No hice bien al entretenerlo tanto, sólo por un poco de maíz.
NO. LA COSECHA ES IMPORTANTE.
Bill Puerta abrió la mano. Allí apareció el cronómetro.
—Aún no me explico cómo hace eso.
NO ES DIFÍCIL.
El siseo de la arena subió de volumen hasta que pareció llenar la Plaza.
—¿Quiere decir unas últimas palabras?
SI. NO QUIERO IRME.
—Bueno. Al menos ha sido breve.
Bill Puerta se sorprendió al ver que la mujer intentaba cogerle la mano. Más arriba, las agujas de la medianoche se reunieron. La maquinaria del reloj chirrió. La puertecita se abrió. Los autómatas salieron al exterior. Se detuvieron con un respingo mecánico a ambos lados de la campana de las horas, se inclinaron el uno hacia el otro y alzaron sus respectivos martillos.
Dong.
En aquel momento, se oyó el ruido del trote de un caballo.
La señorita Flitworth se encontró con que todo lo que veía por el rabillo de los ojos se había llenado de puntitos púrpuras y azules como los que quedan después de ver algo muy brillante, pero sin haber visto algo muy brillante.
Si giraba la cabeza rápidamente y miraba de soslayo, alcanzaba a ver pequeñas formas vestidas de gris, suspendidas en torno a las paredes.
Los inspectores, pensó. Han venido a asegurarse de que todo se hace según lo previsto.
—¿Bill? —titubeó.
Él cerró la mano sobre el cronómetro de oro.
AHORA COMIENZA TODO.
El ruido de los cascos de caballo se aproximó más, resonó entre los edificios tras ellos.
RECUERDE. USTED NO CORRE PELIGRO.
Bill Puerta dio un paso hacia la oscuridad. Luego reapareció un instante. PROBABLEMENTE —añadió.
Se retiró de nuevo hacia la penumbra.
La señorita Flitworth se sentó en los peldaños del reloj, y acunó el cuerpo de la niña sobre sus rodillas.
—¿Bill? —aventuró.
Una figura entró a caballo en la plaza.
Desde luego, era un caballo esqueleto. Cuando la criatura trotaba, en sus huesos chisporroteaban llamaradas azules. La señorita Flitworth se encontró preguntándose si se trataría de un esqueleto de verdad, animado de no sabía qué manera, algo que en otros tiempos estuvo en el interior de un caballo, o de un ser esqueleto por derecho propio. Era un hilo de pensamiento ridículo en aquellos momentos, pero siempre sería mejor que enfrentarse a la aterradora realidad de lo que se aproximaba.
¿Lo cepillaría, o le sacaría brillo?
El jinete desmontó. Era mucho más alto de lo que había sido Bill Puerta, pero la oscuridad de su túnica ocultaba todos los detalles. Sostenía entre las manos algo que no era exactamente una guadaña. Quizá hubiera sido una guadaña en su pasado más remoto, de la misma manera que hasta el instrumento quirúrgico mejor diseñado tiene un palo por antepasado. Aquella guadaña se había alejado mucho de cualquier herramienta que hubiera rozado un tallo de maíz.
La figura se acercó a la señorita Flitworth con la guadaña sobre el hombro, y se detuvo.
¿Dónde está Él?
—No sé de quién me habla —bufó la anciana—. Además, joven, yo que usted daría mejor de comer a ese caballo.
A la figura pareció costarle lo suyo digerir aquella información, pero por último logró llegar a una conclusión. Alzó la guadaña y bajó la vista hacia la niña.
Lo encontraré —dijo—. Pero, antes...
Se puso rígido.
Una voz dijo a su espalda:
SUELTA LA GUADAÑA Y DATE LA VUELTA MUY DESPACIO.
Dentro de la ciudad, pensó Windle. En algún lugar de la ciudad. Las ciudades crecen llenas de gente, pero también están llenas de comercio, y de tiendas, y de religiones, y de...
Qué tonterías estoy pensando, se dijo. No son más que cosas. No están vivas.
Quizá la vida sea algo que se adquiere con el tiempo. Parásitos y depredadores, pero no como esos que afectan a los animales y a las plantas. Eran una especie de forma de vida grande, más lenta, metafórica, que se alimentaba de las ciudades. E incubaba dentro de ellas, como esos..., ¿cómo se llamaban? Ahora recordaba, tal como lo podía recordar cualquier cosa, haber leído cuando era estudiante acerca de las criaturas que depositaban sus huevos dentro de otras criaturas. Después de aquello, durante meses se había negado a comer tortillas o caviar, sólo por si acaso.
Y luego, los huevos... tendrían el mismo aspecto que la ciudad, al menos en términos generales, para que los ciudadanos se los llevaran a casa. Como los huevos del cuco.
¿Cuántas ciudades habrían muerto en el pasado? Asfixiadas, acorraladas por los parásitos, de la misma manera que las estrellas de mar podían cercar un arrecife de coral. Las ciudades originales quedaban vacías, huecas, perdían el espíritu que las había animado.
Se levantó.
—¿A dónde han ido todos, bibliotecario?
—Oook oook.
—Muy propio de ellos. Yo también habría hecho lo mismo Actuar precipitadamente, sin pensar. Que los dioses los bendigan y los ayuden, si les queda tiempo con sus eternas riñas familiares.
Entonces pensó..., bueno, y ahora, ¿qué? Ya he meditado ¿qué voy a hacer?
Actuar precipitadamente, claro. Pero sin prisas.
El centro del montón de carritos ya no estaba a la vista. Sucedía algo. Un claro brillo azulado pendía sobre la enorme pirámide de metal retorcido, y de cuando en cuando brillaban relámpagos en el interior de la pila. Los carritos se estrellaban contra sus compañeros como asteroides consolidando el núcleo de un nuevo planeta, pero algunos de los recién llegados hicieron algo completamente diferente. Se encaminaron hacia los túneles que se habían abierto en la estructura, y desaparecieron en dirección a su brillante corazón.
Entonces, hubo un movimiento en la cúspide de la montaña, y algo se abrió camino hacia arriba entre los restos de metal retorcido. Era un asta deslumbrante, que sostenía un globo de unos dos metros de diámetro. Durante un par de minutos, no hizo gran cosa, y luego, mientras la brisa lo secaba, se abrió.
De su interior brotó una cascada de objetos blancos, que el viento se encargo de dispersar por todo Ankh-Morpork para que llegaran a manos de la multitud expectante.
Uno de ellos descendió en un suave zigzag sobre los tejados, y fue a aterrizar a los pies de Windle Poons en el momento en que salía de la biblioteca.
Aún estaba húmedo, y tenía escritas unas letras. O más bien un intento de letras. Se parecía a las extrañas inscripciones orgánicas en las bolas de copos de nieve, palabras trazadas por alguien para quien las palabras significaban bien poco:
Windle llegó a las puertas de la universidad. La gente pasaba a toda velocidad.
Windle conocía bien a sus conciudadanos. Irían a ver lo que fuera sin dudarlo un instante. En cuanto les ponían delante algo escrito con más de un signo de exclamación, se volvían locos.
Tuvo la sensación de que alguien lo miraba, y se volvió. Un carrito lo espiaba desde un callejón. El trasto se dio media vuelta y salió huyendo.
—¿Qué está pasando, señor Poons? —preguntó Ludmilla.
La expresión de los transeúntes tenía algo de irreal. Todos parecían aguardar algo con expectación.
No hacía falta ser mago para darse cuenta de que allí pasaba algo malo. Y los sentidos de Windle zumbaban como un motor.
Lupine saltó para atrapar una hoja de papel arrastrada por el viento, y se la entregó.
Windle sacudió la cabeza con tristeza. Cinco signos de exclamación, síntoma seguro de una mente enferma. Y, entonces, oyó la música. Lupine se sentó sobre las patas traseras y empezó a aullar.
En el sótano situado bajo la casa de la señora Cake, Schleppel, el hombre del saco, se interrumpió a la mitad de su tercera rata, y escuchó.
Cuando terminó de comer, se dirigió hacia la puerta.
El conde Arthur Winkings Noserastu estaba trabajando en la cripta.
Si por él hubiera sido, habría vivido, o revivido, o novivido, o lo que quiera que fuera aquello, sin una cripta. Pero había que tener una cripta. Doreen se había mostrado intransigente al respecto. La cripta era imprescindible. Según ella, daba buen tooono al lugar. Había que tener una cripta y una bóveda; si no, el resto de la sociedad vampírica los miraría por encima de los dientes.
Cuando te metías en lo del vampirismo, nadie se molestaba en explicarte aquellas cosas. Nadie te decía que te tendrías que construir tu propia cripta, comprada por piezas en los Almacenes Hágalo Usted Mismo de Tizón el Troll.
Aquello no les pasaba a la mayoría de los vampiros, reflexionó Arthur. No les pasaba a los vampiros decentes. Sin ir más lejos, ahí estaba el conde Yugular. Ni hablar, un ricachón elegante como aquél haría que alguien se la construyera. Cuando los aldeanos se decidieran a prender fuego a su castillo, no iría el conde en persona a quitar el puente levadizo. Ni hablar. Él diría «Igor (por ejemplo), Igor, levanta el puente».
Ja. Ellos habían puesto un anuncio hacía ya meses en la oficina de colocación del señor Keeble. Cama, tres comidas al día, no era necesaria joroba propia. Y ni siquiera un candidato. Para que luego fuera la gente diciendo por ahí que había paro. Se te helaba la sangre.
Cogió otro trozo de madera, hizo una mueca, y desplegó el metro para tomar medidas.
A Arthur le dolía la espalda de tanto cavar para hacer el foso. Otra de las cosas que no tenían que preocupar al vampiro de alta raigambre. El foso se daba por supuesto en un vampiro profesional. Peor todavía, porque los demás vampiros no tenían una casa que daba a una de las calles más ruidosas de Ankh-Morpork, con la anciana señora Pivey a un lado, quejándose constantemente, y al otro una familia de trolls con los que Doreen no se hablaba, y por tanto no acababan con un foso que simplemente cruzaba el patio trasero.
Arthur, que aún no se había acostumbrado, se caía constantemente.
Y también estaba la cuestión de morder en el cuello a hermosas jóvenes. Mejor dicho, no estaba la cuestión. Arthur siempre se mostraba dispuesto a escuchar el punto de vista de los demás, pero por su parte estaba casi seguro de que en el tema del vampirismo intervenían hermosas jóvenes, pese a lo que dijera Doreen. Hermosas jóvenes con negliyés transparentes, Arthur no sabia muy bien qué era una negliyé transparente, pero había leído algo sobre ellas, y quería ver una antes de morir..., o lo que fuera...
Además, los otros vampiros no se encontraban de repente con esposas que hablaban con erres dobles. Más que nada porque el vampiro típico ya nacía hablando así.
Arthur suspiró.
Ser un vendedor mayorista de fruta y verduras, de clase media baja, con una enfermedad de clase alta, no era vida, ni medio vida, ni otra vida, ni nada.
Y entonces, la música se filtró por el agujero de la pared que él acababa de abrir para colocar una ventana con barrotes.
—Aaay —exclamó—, ¿Doreen?
Reg Shoe dio un sonoro golpe en su podio portátil.
—¡... y que quede claro, no nos quedaremos tumbados, no dejaremos que crezca la hierba sobre nuestras cabezas! —gritó—, ¡Ya conocéis todos nuestro plan de siete puntos para la Igualdad de Oportunidades con los Vivos! ¡Venga, quiero oíros gritarlo!
El viento sacudió las hierbecillas secas del cementerio. La única criatura que parecía prestar atención a Reg era un cuervo solitario.
Reg Shoe se encogió de hombros y bajó la voz.
—Por lo menos, podríais intentarlo, hacer un esfuerzo —dijo, dirigiéndose al otro mundo en general—. Aquí estoy yo, gastándome los dedos hasta el hueso... —flexionó las manos para demostrarlo—. ¿Y oigo siquiera una palabra de agradecimiento?
Hizo una pausa por si acaso.
El cuervo, que era uno de los de talla súper, uno de los animales gordos que infestaban los tejados de la Universidad, inclinó la cabeza hacia un lado y dirigió a Reg Shoe una mirada pensativa.
—La verdad —suspiró Reg—, a veces me entran ganas de rendirme...
El cuervo carraspeó.
Reg Shoe se dio media vuelta.
—Si dijerais una palabra —insistió—, aunque sólo fuera una maldita palabra...
Entonces, oyó la música.
Ludmilla se arriesgó a quitarse las manos de los oídos.
—¡Es espantoso! ¿Qué es eso, señor Poons?
Windle trató de ajustarse los restos del sombrero sobre las orejas.
—Ni idea —tuvo que reconocer—. Podría ser música. Si nunca hubieras oído música.
Desde luego, no eran notas. Eran sonidos amontonados que quizá tuvieran intención de ser notas, conjuntados igual que uno podría dibujar un mapa de un país que nunca ha visto.
Nip. Yñíp. Tuonk.
—Viene de fuera de la ciudad —insistió Ludmilla—, Y todo el mundo... va... hacia... allí... No es posible que les guste, ¿verdad?
—Parece imposible-respondió Windle.
—Sí, pero... ¿recuerda el problema que tuvimos el año pasado con la plaga de ratas? Vino un hombre que decía que tenía una flauta especial, para tocar una música que sólo oían los bichos...
—Es verdad, pero aquello era un fraude, no era más que el Increíble Maurice y sus Ratas Domesticadas...
—Imagine que hubiera sido cierto.
Windle sacudió la cabeza.
—¿Música para atraer a los humanos? ¿Se refiere a eso? No, no puede ser cierto. A nosotros no nos atrae. Es más bien todo lo contrario.
—Sí, pero usted no es del todo... humano —replicó Ludmilla—. Y...
Se interrumpió y se puso colorada.
Windle le dio unas palmaditas en el hombro.
—Muy cierto. Muy cierto —fue lo único que se le ocurrió decir.
—Usted lo sabe, ¿verdad? —preguntó la joven, sin atreverse a levantar la vista.
—Sí. Y, para ser sincero, tampoco me parece que sea algo para avergonzarse. No sé si eso te sirve de ayuda...
—¡Mi madre me dijo que, si alguien se enterase, sería espantoso!
—Supongo que depende de quién sea ese alguien —replicó Windle, que miraba a Lupine de reojo.
—¿Por qué me observa así su perro? —quiso saber Ludmilla.
—Es muy inteligente.
Windle se rebuscó en el bolsillo, se sacó un par de puñados de tierra, y por fin consiguió dar con su diario. Faltaban veinte días para la siguiente luna llena. Iba a ser de lo más interesante.
Los escombros metálicos que formaban la pirámide empezaron a desmoronarse. Los carritos zumbaban en torno a ella, y una gran multitud de ciudadanos de Ankh-Morpork observaba formando un gran círculo, tratando de echar un vistazo hacia el interior. La música antimusical invadía el aire.
—Ahí está el señor Escurridizo —señaló Ludmilla mientras se abrían paso a través de la pasiva multitud.
—¿Qué anda vendiendo esta vez?
—Me parece que no vende nada, señor Poons.
—¿Tan mal están las cosas? Entonces, creo que el asunto es muy grave.
Una luz azulada brillaba desde el interior de un agujero del montón. Los trocitos de carritos rotos tintineaban contra el suelo como hojas de un árbol metálico.
Windle se inclinó, repentinamente tenso, y cogió un sombrero puntiagudo. Estaba desgarrado, le habían pasado por encima muchos carritos, pero aún era reconocible como el objeto que, por derecho, debería encontrarse sobre la cabeza de alguien muy concreto.
—Ahí dentro hay magos —dijo.
La luz arrancaba reflejos plateados del metal. Se movía como si fuera aceite. Windle extendió la mano. Una gran chispa consideró que los dedos eran una buena toma de tierra.
—Mmm —dijo—. Y hay mucho potencial...
Entonces, oyó los gritos de los vampiros.
—¡Eeeeh, señor Poons!
Se dio la vuelta. Los Noserastu se estaban acercando a ellos.
—Nosotros..., es decirr, nosotrros habrríamos querrido venirr antes, perro...
—... yo no encontraba el maldito cuello de la camisa —refunfuñó Arthur, sofocado y jadeante.
Llevaba un sombrero copa plegable, que cumplía con creces lo de plegable, pero dejaba mucho que desear como sombrero de copa, de manera que el vampiro parecía contemplar el mundo desde debajo de una concertina.
—Ah, hola —saludó Windle.
La dedicación de los Winkings al vampirismo militante era fascinante y aterradora.
—Hónrrenos prresentando a esta adorrable joven —dijo Doreen, sonriendo a Ludmilla.
—¿Cómo dice? —se disculpó Windle,
—¿Perrdón?
—Doreen..., es decir, la condesa quiere saber quién es la chica —contribuyó Arthur con voz cansada.
—He entendido perfectamente lo que he dicho —bufó con un acento más típico de los nacidos y criados en Ankh-Morpork que de la nobleza transilvana—. La verdad, si te dejara campar por tu cuenta, aquí no habría clases...
—Me llamo Ludmilla —la interrumpió la joven.
—Encantada —replicó la condesa Noserastu con elegancia, al tiempo que extendía una mano que habría sido delgada y pálida si no fuera rosada y regordeta—. Siemprre es un placerr conocer a sangrre joven. Sí alguna vez pasa por nuestrra casa, no deje de visitarrnos, tenemos un perrro prrecioso.
Ludmilla se volvió a Windle Poons.
—No lo llevo escrito en la cara, ¿verdad? —preguntó.
—No, es que esta gente es muy especial —le aclaró Windle amablemente.
—Ya me parecía a mí —asintió la chica—. No conozco a casi nadie que lleve capa de gala todo el día.
—Lo de la capa es imprescindible —le explicó el conde Arthur—. Por las alas, ya sabe. Mire...
Extendió la capa con gesto teatral. Se oyó el ruido seco de una implosión, y un pequeño murciélago regordete apareció en el aire. Miró hacia abajo, lanzó un chillido furioso, y se estampó de bruces contra el suelo. Doreen lo recogió por las patas y le sacudió el polvo.
—A mí lo que me molesta es tener que dormir toda la noche con la ventana abierta —dijo sin demasiada precisión—. ¿Por qué no para de una vez esa música? Me está dando dolor de cabeza.
Se oyó otro Ummmff. Arthur reapareció cabeza abajo, y volvió a caer de bruces.
—Lo malo es la caída, ya se sabe —suspiró Doreen—. Tiene que tomar carrerilla, necesita espacio. Si no se lanza desde una altura de un piso, por lo menos, no coge velocidad.
—No cojo velocidad —asintió Arthur mientras intentaba ponerse en pie.
—Disculpen —intervino Windle—. ¿No les afecta esta música?
—La verdad es que hace que me rechinen los dientes —asintió el conde—. Y eso no es bueno para un vampiro, salta a la vista.
—El señor Poons opina que afecta a la gente —explicó Ludmilla— —¿Hace que les chirríen los dientes?
Windle observó a la multitud. Nadie parecía fijarse en los miembros de Volver a Empezar.
—Parece como si esperasen algo —dijo Doreen—. Esperrasen, quierro decirr.
—Es aterrador —replicó Ludmilla.
—Lo aterrador no tiene nada de malo —bufó Doreen—. Nosotros somos aterradores.
—El señor Poons quiere entrar en ese montón de hierro —siguió la chica.
—Buena idea. Dígales que paren esa condenada música —asintió Arthur.
—¡Pero podría morir! —exclamó Ludmilla. Windle juntó las manos y se las frotó.
—Ah —sonrió—. En eso, tenemos ventaja.
Caminó hacia el brillo. Nunca había visto una luz tan brillante. Parecía emanar de todas partes, perseguía hasta a la última sombra y la erradicaba sin piedad. Era mucho más brillante que la luz del sol, sin parecerse a ella en absoluto...; tenía un filo azulado que cortaba la vista como un cuchillo.
—¿Se encuentra bien, conde? —se interesó.
—Sí, sí —asintió Arthur.
Lupine gruñó.
Ludmilla tiró de una maraña de metal.
—Miren, debajo de esto hay algo. Parece como si fuera... mármol. Mármol de color naranja. —Pasó un dedo por la superficie—. Pero está caliente. El mármol no debería estar caliente, ¿verdad?
—No puede ser mármol. Ni en todo el mundo habría tanto mármol..., márrmol —replicó Doreen—. Nosotros intentamos comprar mármol para la cripta. —Saboreó el sonido de la palabra y asintió para sí misma—. La cripta, sí. A esos enanos habrría que matarrlos, hay que verr lo que cobran. Son una verrgüenza.
—Me parece que esto no lo ha construido ningún enano —señaló Windle.
Se arrodilló como pudo y examinó el suelo.
—Ya me imagino que no, son unos pequeños vagos. Querían casi setenta dólares por hacernos nuestra cripta. ¿Verdad que sí, Arthur?
—Casi setenta dólares —dijo Arthur.
—Me parece que esto no lo ha construido nadie —siguió Windle en voz baja.
Grietas. Debería haber grietas, pensó. Bordes, y esas cosas, en las zonas donde una losa se junta con otra. No debería ser todo de una sola pieza. Ni tener un tacto ligeramente pegajoso.
—Así que Arthur la ha construido él mismo.
—La he construido yo mismo.
Ah. Allí había un borde. Bueno, quizá no fuera exactamente un borde. El mármol se hacía más claro, como una ventana que diera a otro espacio, también brillantemente iluminado. Y allí dentro había cosas, de perfiles confusos y aspecto fundido. Pero no podían haber entrado por ningún lado.
El parloteo de los Winkings lo acompañó mientras se deslizaba hacia adelante.
—... en realidad es más bien una criptita. Pero ahora tiene su propia mazmorra en casa, aunque hay que salir al vestíbulo para cerrar bien la puerta...
La finura y la distinción se podían reflejar en muchas cosas, pensó Windle. Para algunas personas, consistían en no ser un vampiro. Para otras, en un par de murciélagos de yeso en la pared.
Pasó los dedos por encima de la sustancia clara. Allí, el mundo se componía de rectángulos. Había rincones, y a ambos lados del pasillo había paneles también claros. Y la no-música sonaba sin cesar.
No podía estar vivo, ¿verdad? La vida era... más redondeada.
—¿A ti qué te parece, Lupine? —preguntó.
Lupine ladró.
—Mmm. No es mucha ayuda.
Ludmilla se arrodilló y puso una mano sobre el hombro de Windle.
—¿Qué quiere decir con eso de que no lo ha construido nadie? —quiso saber.
Windle se rascó la cabeza.
—No estoy seguro..., pero me parece que quizá... sea algo... segregado.
—¿Segregado? ¿Qué lo ha segregado?
Los dos alzaron la vista. Un carrito salió chirriando por un pasillo lateral, y derrapó para meterse por otro tras atravesar una sala cuadrangular.
—¿Ellos? —se sorprendió Ludmilla. —No, creo que no. Son más bien criados. Como las hormigas, O quizá las abejas de una colmena.
—¿Cuál es la miel?
—No estoy seguro, pero me parece que aún no está madura. Tengo la sensación de que esto aún no ha terminado. Que nadie toque nada.
Echaron a andar hacia adelante. El pasillo se abría para dar paso a una amplia zona iluminada, con techo en forma de cúpula. Varios tramos de escaleras subían y bajaban hacia diferentes niveles. Había una fuente y una serie de macetas de plantas, que parecían demasiado saludables como para ser de verdad.
—¿No es bonito? —suspiró Doreen. —Uno no deja de tener la sensación de que aquí debería haber gente —señaló Ludmilla—. Mucha gente.
—Al menos, debería haber magos —murmuró Windle Poons—, Media docena de magos no desaparecen así como así.
Los cinco procuraron caminar aún más cerca unos de otros. Por un pasillo como el que acababan de recorrer habría cabido una pareja de elefantes paseando hombro con hombro.
—¿No cree que sería buena idea volver al exterior? —sugirió Doreen.
—¿Qué ganaríamos con eso? —replicó Windle.
—Bueno, estaríamos fuera de aquí.
Windle se dio la vuelta y contó. De la zona de la cúpula salían, en forma de radios, cinco pasillos equidistantes.
—Y seguramente hay otro tanto arriba y abajo —meditó en voz alta.
—Todo esto está muy limpio —comentó Doreen, nerviosa—. ¿A que está limpio, Arthur?
—Está muy limpio.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó de pronto Ludmilla.
—¿Qué ruido?
—Ese ruido. Como si alguien chupara algo.
Arthur miró a su alrededor. Por primera vez, parecía interesado.
—Yo no he sido.
—Son las escaleras —señaló Windle.
—No sea tonto, señor Poons. Las escaleras no chupan nada.
Windle bajó la vista.
—Éstas sí.
Eran negras, como un río que discurriera por una pendiente. A medida que la sustancia oscura brotaba del suelo en un flujo constante, se iba doblando para formar algo semejante a peldaños, que ascendían por la ladera hasta desaparecer otra vez bajo el suelo, más arriba. Cuando los peldaños brotaban del suelo emitían un sonido rítmico, lento, chop-chop, como el de alguien que se hurgara una caries particularmente molesta.
—¿Sabe una cosa? —dijo Ludmilla—. Probablemente, esto es lo más desagradable que he visto en mi vida.
—Yo he visto cosas peores, pero no les anda a la zaga —asintió Windle—. ¿Qué, vamos hacia arriba o hacia abajo?
—¿Qué? ¿Quiere poner los pies ahí?
—No. Pero los magos no están en este piso. Así que, o ponemos los pies ahí, o nos deslizamos por el pasamanos. ¿Han visto bien el pasamanos?
Todos miraron el pasamanos.
—Creo que a nosotros nos va más abajo —comentó Doreen, nerviosa. Descendieron en silencio. Arthur se cayó al saltar cuando las escaleras fueron absorbidas de nuevo por el suelo.
—Por un momento, tuve la horrible sensación de que me iban a arrastrar hacia dentro —dijo en tono apologético mientras lo ayudaban a levantarse. Echó un vistazo a su alrededor.
—Esto es grande —señaló—. Muy espacioso. Yo podría hacer maravillas aquí con un papel pintado de esos que imitan la piedra. Ludmilla se dirigió hacia la pared más cercana.
—Aquí hay más cristal del que había visto en toda mí vida —dijo—. Pero esas zonas despejadas casi parecen tiendas. No sé si tiene mucho sentido, una tienda muy grande llena de tiendas...
—Y aún no está madura —susurró Windle.
—¿Cómo dice?
—Nada, pensaba en voz alta. ¿Alguien alcanza a ver cuál será la mercancía?
Ludmilla se puso una mano sobre los ojos para hacer visera.
—No se ve más que un montón de brillo y colores.
—Si alguien ve a un mago, que me lo diga.
Se oyó un grito.
—O si oye a un mago —añadió Windle.
Lupine se lanzó apresuradamente por un pasillo. Windle lo siguió a toda velocidad.
Había un hombre tendido de espaldas en el suelo. Luchaba a la desesperada contra un par de carritos. Eran más grandes que los que Windle había visto hasta entonces, y tenían un resplandor dorado.
—¡Eh! —gritó.
Los carritos dejaron de intentar descuartizar a la figura yacente, y se volvieron hacia él.
—Oh —añadió al ver que cogían velocidad.
El primero esquivó las mandíbulas de Lupine y chocó contra las rodillas de Windle, derribándolo. Cuando el segundo le pasó por encima, el mago se debatió con energía, agarró el metal por donde pudo, y tiró con todas sus fuerzas. Consiguió arrancar una rueda, y el carrito fue a estrellarse contra la pared.
Se incorporó justo a tiempo para ver a Arthur agarrado al manillar del segundo carrito. Vampiro y carrito giraron juntos, en un loco vals de fuerza centrífuga.
—¡Suelta eso! ¡Suelta eso! —gritó Doreen.
—¡No puedo! ¡No puedo!
—¡Pues haz algo!
Se oyó el «pop» de una implosión. De repente, el carrito ya no enfrentaba sus fuerzas al peso de un vendedor de frutas y verduras al por mayor de mediana edad, sino sólo contra el de un pequeño murciélago histérico. Salió propulsado contra una columna de mármol, rebotó, chocó contra una pared y aterrizó volcado, con las ruedas girando en el aire.
—¡Las ruedas! —gritó Ludmilla—. ¡Hay que arrancarle las ruedas!
—Yo me encargo de eso —replicó Windle—. Ustedes, vayan a ayudar a Reg.
—¿Ese de ahí es Reg? —se sorprendió Doreen.
Windle movió el pulgar para señalar hacia la pared de enfrente. Las palabras «Más vale vivir muerto que mo...» terminaban en un desesperado reguero de pintura.
—En cuanto tiene una pared y un bote de pintura, ya no sabe en qué mundo está —suspiró Doreen.
—Sólo tiene dos para elegir —replicó Windle al tiempo que lanzaba hacia un lado las ruedas del carrito—. Lupine, vigila por si acaso vienen más.
Las ruedas habían sido afiladas, como las de unos patines para pista de hielo. Windle notaba las piernas magulladas. ¿Y cómo demonios funcionaba la curación?
Ayudaron a Reg Shoe a sentarse en el suelo.
—¿Qué está pasando? —dijo—. No venía nadie, así que bajé aquí a ver de dónde salía la música y, lo siguiente que supe fue que esas ruedas...
El conde Arthur recuperó su forma aproximadamente humana, miró a su alrededor con orgullo y, cuando se dio cuenta de que nadie le prestaba atención, se encorvó.
—Estos parecían mucho más duros que los otros— señaló Ludmilla—. Más grandes, más agresivos, y estaban llenos de bordes afilados.
—Soldados — dijo Windle—. Ya habíamos visto a las obreras. Y ahora, a los soldados. Son como las hormigas.
—Cuando era pequeño, tenía una granja de hormigas — intervino Arthur, que se había dado un buen golpe contra el suelo y, por unos momentos, tenía problemas para aclararse con la realidad.
—Un momento, un momento — se sobresaltó Ludmilla —. Yo sé algo sobre las hormigas. Tenemos muchas en el patio de casa. Si hay obreras y soldados, también tiene que haber una...
—Lo sé, lo sé — asintió Windle.
—... aunque la verdad, no sé por qué decían que era una granja. Nunca las vi labrar un campo...
Ludmilla se apoyó contra la pared.
—Seguramente está cerca de aquí — dijo con un hilo de voz.
—Eso mismo pienso yo — corroboró Windle.
—¿Sabe por casualidad que aspecto tendrá?
—... lo único que hace falta es un par de trozos de cristal y unas cuantas hormigas...
—No lo sé, no tengo ni idea. Pero seguro que los magos están cerca.
—La verdad, no entiendo por qué se preocupa por ellos —bufó Doreen—. Al fin y al cabo, ellos fueron los que lo enterraron vivo, sólo porque estaba muerto.
Windle alzó la vista al oír el sonido de unas ruedas. Una docena de cestas guerreras doblaron la esquina y se agruparon en formación.
—Pensaban que era lo más conveniente — dijo Windle—, son cosas que pasan. Es increíble la cantidad de decisiones que parecen correctas en su momento.
La nueva Muerte se irguió.
—¿O?
AH.
EH...
Bill Puerta retrocedió un paso, se dio media vuelta y echó a correr.
Como bien había tenido ocasión de saber él, aquello no era más que aplazar lo inevitable. Pero, al fin y al cabo, en eso consistía la vida.
Ninguno de sus encargos había intentado escapar de él después de muerto. Muchos habían hecho la prueba estando aún vivos, a menudo con métodos de lo más ingeniosos. Pero la reacción normal de un espíritu que se ve repentinamente transportado de un mundo al otro era quedarse en el mismo lugar, conservando algunas esperanzas. Al fin y al cabo, ¿para qué huir? No sabías hacia dónde.
En cambio, el fantasma de Bill Puerta sabía muy bien hacia dónde correr.
La herreria de Ned Simnel estaba cerrada durante la noche, aunque aquello no representaba ningún problema. El espíritu de Bill Puerta, ni vivo ni muerto, atravesó sin titubeos la pared.
El fuego era un brillo apenas visible que se iba asentando en la forja. La herrería estaba llena de una cálida oscuridad.
De lo que no estaba llena era del fantasma de una guadaña.
Bill Puerta miró a su alrededor, desesperado.
¿KIIIK?
Había una diminuta figura, vestida con una túnica oscura, sentada en una viga sobre él. Le hacía frenéticos gestos para señalarle un rincón de la herrería.
Vio un mango oscuro que sobresalía de entre el montón de leña. Trató de cogerlo, con dedos que ahora eran tan insustanciales como una sombra.
—¡DIJO QUE LA DESTRUIRÍA!
La Muerte de las Ratas se encogió de hombros, en gesto comprensivo.
La nueva Muerte atravesó la pared, sujetando la guadaña con ambas manos.
Avanzó hacia Bill Puerta.
Se oyeron una serie de crujidos. Las túnicas grises poblaban ahora la herrería.
Bill Puerta sonrió, aterrado.
La nueva Muerte se detuvo y adoptó una pose teatral ante el brillo de la forja.
Blandió la guadaña.
Casi perdió el equilibrio
— ¡Eh, no tenías que agacharte!
Bill Puerta volvió a lanzarse contra la pared, y cruzó la plaza a toda velocidad, con el cráneo bajo y los pies espectrales deslizándose sin sonido sobre los guijarros. Llegó junto a las dos figuras que aguardaban bajo el reloj.
—¡AL CABALLO! ¡DEPRISA!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¡NO HA FUNCIONADO!
La señorita Flitworth lo miró aterrada, pero puso a la niña inconsciente sobre el lomo de Binky, y montó tras ella. Después Bill Puerta dio una palmada en el flanco del animal. Al menos en esta ocasión sí hubo contacto... Binky existía en todos los mundos.
—¡VETE!
No se molestó en mirar a su alrededor, sino que echó a correr camino arriba,hacia la granja. ¡Un arma! ¡Algo que pudiera esgrimir! La única arma del mundo no-muerto estaba en manos de la nueva Muerte Mientras corría, Bill puerta se dio cuenta de que sonaba un cliqueteo tenue, agudo. Bajó la vista. La Muerte de las Ratas se mantenía a su ritmo. Incluso le dirigió un «KIIIK» alentador. Atravesó la entrada de la granja, y se escudó contra la pared. Se oía el retumbar lejano de la tormenta. Aparte de eso, todo era silencio. Se relajó un poco. Después avanzó con toda cautela junto a la pared, hacia la parte trasera de la granja.
Divisó el brillo de algo metálico. Allí, apoyada contra el muro, donde la habían dejado los hombres del pueblo cuando lo llevaron de vuelta a casa, estaba su guadaña. No la que había preparado con tanto esmero, sino la que utilizó para la cosecha. El filo que tenía se lo habían dado una vulgar piedra de moler y la caricia de las espigas, pero era una forma familiar, y trató de cogerla. Su mano la atravesó sin problemas.
—Cuanto más corres, más te acercas.
La nueva Muerte salió de entra las sombras, sin ninguna prisa.
— Tu deberías saberlo bien —añadió.
Bill Puerta se irguió.
— Esto va a ser divertido.
La nueva Muerte avanzó.
¿DIVERTIDO?
La nueva Muerte avanzó. Bill Puerta retrocedió.
— Sí. Recolectar a una Muerte es como recolectar un billón de vidas inferiores.
¿VIDAS INFERIORES? ¡ESTO NO ES UN JUEGO!
La nueva Muerte titubeó.
— ¿Qué es un juego?
Bill Puerta sintió una chispita de esperanza.
SI QUIERES, TE LO ENSEÑO...
La punta del mango de la guadaña le golpeó bajo la mandíbula y lo derribó contra la pared. Se deslizó contra ella y cayó al suelo.
— Detectamos un truco. No te vamos a escuchar. El segador no escucha a la cosecha.
Bill Puerta trató de levantarse.
El mango de la guadaña lo golpeó de nuevo.
— No cometeremos los mismos errores.
Bill Puerta alzó la vista. La nueva Muerte tenía en la mano el reloj de oro. La parte superior estaba vacía. En torno a ellos dos, el paisaje cambió, se hizo más rojo, empezó a adoptar la apariencia irreal de la realidad vista desde el otro lado.
— Se le ha acabado el Tiempo, señor Bill Puerta.
La nueva Muerte se levantó la capucha.
Allí no había rostro alguno. Ni siquiera un cráneo. Los jirones de humo serpenteaban entre la túnica y una corona dorada.
Bill Puerta se incorporó sobre los codos.
¿UNA CORONA? —su voz temblaba de rabia—. ¡YO NUNCA LLEVÉ CORONA!
— Tú nunca quisiste gobernar.
La Muerte alzó la guadaña.
Y, en aquel momento, tanto la vieja Muerte como la nueva se dieron cuenta de que, en realidad, el siseo del tiempo al transcurrir no se había interrumpido.
La nueva Muerte titubeó, y volvió a sacar el reloj dorado.
Lo sacudió.
Bill Puerta miró hacia el rostro vacío, bajo la corona. Allí había una expresión de asombro, aunque no existieran rasgos que la mostraran. La expresión pendía del aire, por su cuenta.
Vio cómo giraba la corona.
La señorita Flitworth estaba con las manos extendidas, un poco separadas, y los ojos fuertemente cerrados. Entre sus manos, suspendido en el aire, se veía el tenue perfil de un cronómetro de vida, cuya arena se derramaba como un torrente.
Las Muertes consiguieron distinguir a duras penas el nombre grabado en el cristal con caligrafía sinuosa: Renata Flitworth.
La expresión sin rasgos de la nueva Muerte se transformó en un gesto de asombro infinito. Se volvió hacia Bill Puerta.
— ¿Para ti?
Pero Bill Puerta ya se estaba levantando, se erguía como la rabia de los reyes. Buscó algo que tenía a su espalda mientras gruñía, vivía con tiempo prestado.
Sus manos se cerraron en torno a la guadaña de la cosecha.
La Muerte coronada vio acercarse el objeto y alzó su propia arma, pero seguramente no había nada en el mundo capaz de detener la gastada hoja cuando rasgó el aire, con un filo que iba más allá de toda definición de filo, proporcionado por la rabia y la venganza. Atravesó el metal sin aminorar la marcha.
NADA DE CORONAS —dijo Bill Puerta, mirando fijamente el humo—. NADA DE CORONAS. SOLO LA COSECHA.
La túnica se plegó en torno a su hoja. Se escuchó un aullido agudo, que subió de tono hasta quedar más allá del umbral de audición. Una columna negra, como el negativo de un relámpago, brotó del suelo y desapareció entre las nubes tormentosas.
La Muerte aguardó un instante. Luego, con suma cautela, dio una patadita a la túnica que había quedado en el suelo. La corona, ligeramente deformada, rodó unos centímetros antes de evaporarse.
OH —dijo, despectivo—. TEATRO.
Se acordó de la señorita Flitworth y, con suma gentileza, le juntó las manos. La imagen del reloj de arena desapareció. La neblina azul y violácea que veían por el rabillo del ojo se desvaneció al volver la realidad pura, sólida.
Abajo, en el pueblo, el reloj terminó de dar las campanadas de la medianoche.
La anciana estaba temblando. La Muerte chasqueó los dedos ante sus ojos.
¿SEÑORITA FLITWORTH? ¿RENATA?
—No... no sabía qué hacer, y usted dijo que no era difícil, y...
La Muerte entró en el granero. Cuando salió, llevaba puesta la túnica negra.
La mujer todavía seguía allí de pie.
—No sabia que hacer —repitió, aunque posiblemente no hablaba con él—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha acabado ya todo?
PROBABLEMENTE, NO.
Tras la hilera de guerreras aparecieron más carritos. Parecían las pequeñas obreras plateadas, aunque de cuando en cuando se divisaba entre ellas el brillo dorado de una soldado.
—Deberíamos retirarnos hacia las escaleras —señaló Doreen.
—Creo que eso es lo que quieren que hagamos —replicó Windle.
—Por mí, perfecto. Además, me da la sensación de que, con esas ruedas, no podrán subir por las escaleras, ¿verdad?
—Y no podemos luchar contra ellas a muerte —corroboró Ludmilla.
Lupine se mantenía cerca de ella, con los amarillentos ojos clavados en las ruedas, que avanzaban lentamente.
—Ya me gustaría tener ocasión —suspiró Windle.
Llegaron hasta las escaleras móviles. El mago alzó la vista. En la cima de los peldaños había toda una marea de carritos, pero el camino de descenso al piso inferior parecía despejado.
—¿No podríamos buscar otra manera de subir? —preguntó Ludmilla, esperanzada.
Se subieron rápidamente a la escalera móvil. Tras ellos, los carritos avanzaron para impedir que retrocedieran.
Los magos se encontraban en el piso inferior. Estaban tan quietos entre las macetas de plantas y las fuentes, que Windle pasó junto a ellos dando por supuesto que eran una especie de estatuas, o muebles un tanto esotéricos.
El archicanciller lucía una nariz roja postiza y tenía en las manos unos cuantos globos. Junto a él, el tesorero hacía juegos malabares con una serie de pelotas de colores, pero como una máquina, con los ojos inexpresivos clavados en la nada.
El filósofo equino se encontraba un poco alejado de ellos, y llevaba un cartel en el pecho y otro a la espalda. La escritura de los carteles en el pecho y otro a la espalda. La escritura de los carteles aún no había madurado del todo, pero Windle se hubiera apostado su otra vida a que, tarde o temprano, acabaría por decir algo así como ¡¡¡¡VENTAS!!!!
El resto de los magos se encontraban en un grupo, muy juntos, como muñecos a los que no se hubiera dado cuerda. Cada uno llevaba una chapa rectangular prendida en la túnica. La ya familiar escritura de aspecto orgánico crecía en una palabra que se asemejaba a:
Aunque el motivo era un auténtico misterio. Desde luego, los magos no parecían nada seguros.
Windle chasqueó los dedos ante los ojos claros del decano. No obtuvo respuesta.
—No está muerto —señaló Reg.
—Sólo descansa —asintió Windle—. Está desconectado.
Reg dio un empujoncito al decano. El mago se balanceó hacia delante, luego hacia atrás, hasta volver a detenerse en su equilibrio precario.
—Pues así no vamos a poder sacarlos —señaló Arthur—. No podemos con todos. ¿No puede despertarlos?
—Hay que quemar una pluma debajo de su nariz —aportó Doreen.
—No creo que sirva de nada —respondió Windle.
Su afirmación se basaba en el hecho de que los magos tenían a Reg Shoe casi debajo de las narices, y cualquiera cuyo sentido del olfato no registrara la presencia del señor Shoe no iba a reaccionar ante el mero olor de una pluma quemada. Ni ante un yunque que le cayera en la cabeza, ya puestos.
—Señor Poons —intervino Ludmilla.
—Una vez conocí a un gólem que tenía el mismo aspecto —dijo Reg Shoe—. Era igualito que éste. Un tipo grandullón, hecho de arcilla. Así son los gólems, ya sabe. Sólo hay que escribirles una palabra sagrada especial, y se ponen en marcha.
—¿Cómo «seguridad»?
—Es posible.
Windle miró al decano.
—No —suspiró tras un rato—. No hay tanta arcilla en el mundo —miró a su alrededor—. Lo que deberíamos hacer es localizar la fuente de esa condenada música.
—¿Se refiere usted al lugar donde están escondidos los músicos?
—La verdad, no creo que haya ningún músico.
—Tiene que haber músicos, hermanos —señaló Reg—. Por eso se llama «música».
—Para empezar, esto no se parece a ninguna música que yo haya oído, y para seguir, siempre he creído que había que encender lámparas de aceite o velas para producir luz... Aquí no hay nada de eso, y aun así, todo está iluminado y brillante —replicó Windle.
—¿Señor Poons? —insistió Ludmilla al tiempo que le daba un codazo.
—¿Sí?
—Ahí vuelven los carritos.
Los trastos metálicos bloqueaban los cinco pasillos que salían del espacio central.
—No hay escaleras de bajada —susurró Windle.
—Quizá eso..., ella esté dentro de una de esas zonas acristaladas —replicó Ludmilla—. Las... tiendas.
—No parece probable. Tienen aspecto de estar sin acabar. Además, algo va mal...
Lupine dejó escapar un gruñido. Los primeros carritos tenían púas brillantes, pero no parecían a punto de lanzar un ataque.
—Deben haber visto lo que hicimos con los otros —señaló Arthur.
—Sí, pero ¿cómo? Eso fue en el piso de arriba —dijo Windle.
—Bueno, a lo mejor hablan unos con otros...
—¿Cómo pueden hablar? ¿Cómo pueden pensar? En un montón de alambre no hay cerebro —gimió Ludmilla.
—Ya que lo mencionas, las hormigas y las abejas no piensan —señaló Windle-
Están controladas por...
Miró hacia arriba. Todos miraron hacia arriba
—¡Viene de algún lugar del techo! —exclamó—. ¡Tenemos que comprobarlo ahora mismo!
—No hay más que paneles de luz —replicó Ludmilla.
—¡Alguna otra cosa! ¡Buscad alguna otra cosa de donde pueda venir!
—¡Pero si viene de todas partes!
—No sé qué está pensando hacer —dijo Doreen al tiempo que cogía una maceta con una planta y la blandía a modo de garrote—. Pero más vale que lo haga deprisa.
—¿Qué será esa cosa redonda y negra de ahí arriba? —señaló Arthur.
—¿Dónde?
—Ahí.
—De acuerdo, Reg y yo lo ayudaremos a subir, vamos...
—¿A mí? ¡Pero si no soporto las alturas!
—¿No se podría transformar en murciélago?
—¡Sí, pero en un murciélago muy nervioso!
—Deje de quejarse, Venga..., un pie aquí, ahora esa mano ahí, ponga el pie en el hombro de Reg...
—Y no me lo traspase —pidió Reg.
—¡Esto no me gusta! —gimió Arthur mientras lo levantaban. Doreen apartó la vista de los carritos que se acercaban.
—¡Arrthurr! ¡Nobless obligg!
—¿Qué es eso? ¿Alguna especie de código vampiro? —quiso saber Reg.
—Creo que quiere decir algo así como «un conde ha de hacer lo que ha de hacer» —explicó Windle.
—¡Conde! ¡Ja! —gruñó Arthur, que se bamboleaba peligrosamente—. ¡Nunca debí hacer caso de aquel abogado! ¡Tendría que haber imaginado que de un sobre marrón alargado no puede salir nada bueno! ¡Y además, no llego a ese jodido trasto!
—¿Por qué no salta? —sugirió Windle.
—¿Por qué no se muere?
—No puedo.
—¡Y yo no puedo saltar!
—Entonces, vuele. Transfórmese en murciélago y emprenda el vuelo.
—¡Es imposible, no tengo sitio para coger velocidad!
—Podrían propulsarlo hacia arriba —señaló Ludmilla—. Ya saben, como si fuera un avioncito de papel.
—¡Y un cuerno! ¡Soy un conde!
—Pero si acaba de decir que no quería ser conde —señaló Windle con voz suave.
—En tierra no quiero ser conde, pero si se trata de que me lancen como si fuera un frisbee...
—¡Arthur! ¡Haz lo que dice el señor Poons!
—No veo por qué...
—¡Arthur!
Como murciélago, Arthur era sorprendentemente pesado. Windle lo sujetó por las orejas, como si fuera una bola de bolera un tanto deforme, y trató de apuntar:
—¡Recuerde que soy una especie en peligro de extinción! —graznó el conde.
Fue un lanzamiento certero. Arthur revoloteó hasta el disco del techo, y se aferró a él con las garras.
—¿Puede moverlo?
—¡No!
—Pues agárrese fuerte y transfórmese
—¡No!
—¡Arthur! —gritó Doreen, al tiempo que intentaba detener el avance de un carrito con su improvisado garrote.
—Oh, de acuerdo, de acuerdo. Por un instante, vieron a Arthur Winkings aferrado desesperadamente al techo, y luego se desplomó sobre Windle y Reg, con el disco apretado contra el pecho.
La música se interrumpió bruscamente. Un montón de tuberías rosadas brotaron del agujero que había quedado sobre ellos y se enredaron en Arthur, haciendo que pareciera un mal plato de espaguetis con albóndigas. Las fuentes parecieron manar al revés durante un momento, y luego se secaron.
Los carritos se detuvieron. Los de las últimas filas tropezaron contra los de delante, y se escuchó un coro de patéticos tintineos.
Del agujero seguían brotando tuberías semejantes a entrañas. Windle cogió un puñado del suelo. Eran de un desagradable color rosa y estaban pegajosas.
—¿Qué opina que son? —preguntó Ludmilla.
—Opino —respondió Windle— que lo mejor que podemos hacer es marcharnos de aquí ahora mismo.
El suelo tembló. De las fuentes empezaron a brotar ráfagas de vapor.
—O antes todavía —añadió Windle.
Se oyó un gemido. Era el archicanciller. El decano se derrumbó hacia delante. Los otros magos permanecieron erguidos, pero a duras penas.
—Se están recuperando —dijo Ludmilla—. Pero no creo que se las arreglen con las escaleras.
—No creo que nadie deba siquiera intentar arreglar esas escaleras —replicó Windle—. Mírelas.
Las escaleras móviles no se movían. Los peldaños negros brillaban a la luz sin sombras.
—Ya entiendo lo que quiere decir —asintió la chica—. Preferiría intentar andar sobre arenas movedizas.
—Probablemente, sería más seguro —corroboró Windle.
—¿No cree que puede haber una rampa? Los carritos tienen que subir y bajar...
—Buena idea.
Ludmilla echó un vistazo a los carritos. Se movían sin rumbo fijo.
—Pues creo que tengo otra aún mejor... —dijo
Y cogió el mango de uno que pasaba cerca de ella.
El carrito se debatió un instante, y luego, al carecer de instrucciones que le ordenaran lo contrario, se detuvo con docilidad.
—Los que puedan caminar, que caminen; a los demás, los llevaremos. Venga abuelo.
La última frase iba dirigida al tesorero, a quien consiguieron convencer para que se subiera al carrito. El anciano dejó escapar un débil «yee», y luego volvió a cerrar los ojos.
A golpe de fuerza bruta, pusieron al decano sobre él.[23]
—¿Y ahora, por dónde? —quiso saber Doreen.
—Si hay una rampa, tiene que estar al final de un pasillo —indicó Ludmilla—. Vamos.
Arthur bajó la vista hacia las nieblas que se enroscaban en torno a sus pies.
—Me gustaría saber cómo lo consiguen —dijo—. Es casi imposible hacerse con una sustancia que haga esto. Lo intentamos, ya saben, para que nuestra cripta quedara más... bueno, más críptica, pero lo único que logramos fue llenarlo todo de humo y quemar las cortinas...
—Venga, Arthur. Nos vamos.
—No hemos causado demasiados daños, ¿verdad? A lo mejor deberíamos dejar una nota...
—Si, si quieren puedo escribir algo en la pared —se ofreció Reg. Cogió por el mango una carretilla obrera que pasaba junto a él y, con cierta satisfacción, la golpeó contra una columna hasta que se le cayeron las ruedas.
Windle observó al presidente del club Volver a Empezar, que se dirigía hacia el pasillo más cercano, empujando un carrito cargado con un amplio surtido de magos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo—. Así de sencillo. Eso era lo único que teníamos que hacer. Sobraba tanto teatro.
Pareció que iba a dar un paso adelante, pero entonces se detuvo.
Las entrañas rosadas estaban avanzando por el suelo, y ya se le habían aferrado con fuerza a las piernas.
Muchas baldosas del suelo saltaron por los aires. Las escaleras se derrumbaron en pedazos, dejando al descubierto el tejido oscuro, de bordes serrados, y por encima de todo, vivo, que las había alimentado. Los muros empezaron a palpitar y se precipitaron hacia delante. El mármol se agrietó y salió a la luz la sustancia púrpura y rosada que yacía debajo.
Por supuesto, pensó una pequeña parte tranquila en la mente de Windle, nada de esto es realmente real. Los edificios no están realmente vivos. No es más que una metáfora... lo que pasa es que, en estos momentos, las metáforas son como velas en una fábrica de fuegos artificiales.
Ya que estamos en ello, ¿qué clase de criatura es la reina? Como la reina de las abejas, sólo que en este caso ella es también la colmena. Como un frígano, que, si no me equivoco, construye su concha con trocitos de piedra y otras cosas para camuflarse. O como un nautilo, que pone cosas en su concha para hacerla más grande. Y, a juzgar por la manera en que se hace pedazos el suelo, como un monstruo muy, muy furioso.
Quisiera saber cómo se pueden defender las ciudades de este tipo de cosas.
Por lo general, la evolución de las criaturas las dota con algunas defensas contra los depredadores. Veneno, aguijones, espinas y otras cosas.
Así que, ahora, lo más probable es que la defensa sea yo. Windle Espina Poons.
Lo menos que puedo hacer es asegurarme de que los demás se pongan a salvo fuera. Le haré saber que estoy aquí...
Se agachó, cogió un puñado de entrañas palpitantes, y tiró de ellas.
El grito de rabia de la Reina se pudo oír hasta en la Universidad.
El viento arrastraba las nubes de tormenta hacia la colina. Se arremolinaron muy deprisa, hasta formar una mole imponente. Los relámpagos brillaban en su corazón.
AQUÍ HAY DEMASIADA VIDA —dijo la Muerte—. AUNQUE NO ME QUEJO, CLARO. ¿DÓNDE ESTA LA NIÑA?
—La he vuelto a poner en la cama. Ahora está durmiendo. Durmiendo con normalidad.
Un relámpago cayó en la colina, acompañado por su correspondiente trueno. Casi al unísono se oyó un ruido chirriante, no demasiado lejos.
La Muerte suspiró.
AH. MAS TEATRO.
Caminó alrededor del granero, para ver bien los prados oscuros. La señorita Flitworth lo seguía pisándole los talones, utilizándole como escudo contra cualquier terror que pudiera andar suelto.
Un brillo azul chisporroteó tras un seto lejano. Se estaba moviendo.
—¿Qué es eso?
ERA LA COSECHADORA COMBINADA
—¿Era? ¿Y ahora qué es?
La Muerte miró a los vigilantes.
UN DESASTRE
La Cosechadora recorrió los prados húmedos, con los brazos de tela girando en el aire; los pistones se movían en medio de un nimbo de electricidad azulada. Las varas para el caballo se agitaban inútilmente.
—¿Puede funcionar así? ¡Ayer tenían que ponerle un caballo!
AHORA NO LO NECESITA.
Miró a su alrededor, observando a los vigilantes grises. Ahora formaban varias hileras.
—¡Binky todavía está en el patio! ¡Vamos!
NO.
La Cosechadora Combinada aceleró hacia ellos. El chip-chip de sus hojas silbantes se convirtió en un largo gemido.
—¿Está enfadada porque usted le robó la lona alquitranada?
NO FUE LO ÚNICO QUE LE ROBÉ.
La Muerte sonrió a los vigilantes. Levantó la guadaña, le dio varias vueltas en las manos y, cuando estuvo seguro de que todos la miraban fijamente, la dejó caer contra el suelo.
Entonces, se cruzó de brazos.
La señorita Flitworth se acercó más a él.
—¿Qué diantre hace?
TEATRO.
La Cosechadora llegó a la puerta del patio, y la atravesó en medio de una nube de serrín.
—¿Seguro que no nos pasará nada?
La Muerte asintió.
—Ah. Qué bien.
Las ruedas de la Cosechadora eran un borrón en movimiento.
PROBABLEMENTE.
Y entonces...
... dentro de la maquinaria, algo hizo «clonk».
Al momento siguiente, la Cosechadora se seguía moviendo, pero en varios pedazos. De sus ejes brotaba un surtidor de chispas. Unos cuantos brazos y husos se las arreglaron para continuar unidos, sacudiéndose como locos mientras se apartaban girando de la confusión que se movía cada vez más despacio. El aro de hojas afiladas se soltó de los restos de la máquina y se alejó rodando hacia los prados.
Se oyó un tintineo, un estampido y, por último, un boing aislado, que es el equivalente audible al famoso par de botas echando humo.
Y después, el silencio.
La Muerte se inclinó con tranquilidad y recogió un fragmento de aspecto complicado que había llegado rodando hasta sus pies. Estaba doblado hasta formar un ángulo recto.
La señorita Flitworth arriesgó un vistazo desde detrás de él.
—¿Qué ha pasado?
CREO QUE LA LEVA ELÍPTICA QUE SE DESLIZA GRADUALMENTE POR EL EJE CENTRAL HA QUEDADO ATORADA EN EL REBAJO DE LA PESTAÑA, CON CONSECUENCIAS DESASTROSAS.
La Muerte miró desafiante a los vigilantes grises. Uno a uno, empezaron a desaparecer.
Recogió la guadaña.
AHORA TENGO QUE IRME —dijo.
La señorita Flitworth lo miró, horrorizada.
—¿Qué? ¿Así, como si tal cosa?
EXACTAMENTE, TENGO MUCHO TRABAJO POR DELANTE.
—¿Y no volveré a verlo? Es decir...
OH, SÍ. MUY PRONTO —buscó las palabras más adecuadas, pero tuvo que rendirse—. ES UNA PROMESA.
La Muerte se arremangó los faldones de la túnica y rebuscó algo en el bolsillo del mono de Bill Puerta, que todavía llevaba debajo.
CUANDO EL SEÑOR SIMNEL VENGA A RECOGER LOS RESTOS MAÑANA POR LA MAÑANA, SEGURAMENTE BUSCARÁ ESTO —dijo.
Puso un objeto pequeño y biselado en la mano de la anciana.
—¿Qué es?
UNA GRIPLEY TRES OCTAVOS.
La Muerte echó a andar hacia su caballo, pero entonces recordó algo.
ADEMÁS, ME DEBE UN CUARTO DE PENIQUE.
Ridcully abrió un ojo. Estaba rodeado de gente. Había luces y gritos excitados. Muchas personas intentaban hablar a la vez.
Tenía la sensación de estar sentado en un cochecito de niño verdaderamente incómodo, mientras muchos insectos extraños zumbaban a su alrededor.
Alcanzó a oír al decano quejándose, y escuchó también unos gemidos que sólo podían provenir del tesorero, mezclados con la voz de una mujer joven. Alguien estaba cuidando de la gente, pero a él no le prestaban la menor atención. Bueno, pues si había cuidados de por medio, él no se iba a perder su ración.
Lanzó una tos estruendosa.
—Podríais intentar —dijo al cruel mundo en general— obligarme a beber algo de coñac, ¿no?
Sobre su cabeza apareció una aparición que sostenía una lámpara y lo iluminaba con ella. Era una cara de la talla cinco con una piel de la talla catorce.
—¿Oook? —dijo con preocupación.
—Ah, eres tú —dijo Ridcully.
Trató de levantarse a toda velocidad, por si el bibliotecario intentaba hacerle el boca a boca.
Tenía el cerebro algodonoso, poblado de recuerdos confusos. Recordaba, sí, una pared metálica, y luego lo vio todo rosa, y luego... música. Una música interminable, diseñada específicamente para transformar el cerebro de cualquier ser vivo en queso batido.
Se dio la vuelta. Detrás de él había un edificio, rodeado por una multitud de personas. La construcción era cuadrangular, y parecía aferrarse al suelo de una manera extraña, casi animal. Daba la sensación de que, si uno pudiera levantar un ala del edificio, oiría el pop-pop-pop de las ventosas al soltarse. De allí salía luz, y el vapor se filtraba por debajo de las puertas.
—¡Ridcully está despierto!
Aparecieron más rostros. No es la Noche de Todos los Muertos, pensó, así que lo que llevan no son máscaras. Oh, mierda.
Tras la gente, oyó la voz del decano.
—Voto porque preparemos el Reorganizador Sísmico de Herpetty y lo echemos por la puerta. Se acabarían todos los problemas.
—¡No! ¡Estamos demasiado cerca de los muros de la ciudad! Lo único que tenemos que hacer es soltar La Atractiva Punta de Quondo en el lugar adecuado...
—¿Y qué tal la Sorpresa Incendiaria de Sumpjumper? —aquella era la voz del tesorero—.Quemarlo puede ser la mejor solución...
—¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Y que sabes tú de tácticas militares, a ver? ¡Si ni siquiera gritas bien el «yee»!
Ridcully se agarró a los lados del carrito.
—¿A alguien le importa decirme qué co..., qué córcholis esta pasando? —bufó.
Ludmilla se abrió camino entre los miembros del club Volver a Empezar.
—¡Tiene que detenerlos, archicanciller! —exclamó—. ¡Están hablando de destruir la gran tienda!
En la mente de Ridcully se asentaron más recuerdos desagradables.
—Buena idea —dijo.
—¡Pero es que el señor Poons todavía está dentro!
Ridcully trató de enfocar la vista en el edificio que brillaba.
—¿Quién, Windle Poons, el muerto?
—Arthur entró volando cuando nos dimos cuenta de que no nos había seguido. ¡Dice que Windle estaba peleando contra algo que salía de las paredes! ¡Vimos un montón de carritos, pero no nos hicieron nada! ¡Windle consiguió que nos dejaran salir!
—¿Quién, Windle Poons, el muerto?
—¡No puede hacer magia para volar ese lugar en pedazos mientras uno de sus magos esté dentro!
—¿Quién, Windle Poons, el muerto?
—¡Sí!
—Pero está muerto —señaló Ridcully—. Está muerto, ¿verdad? Nos lo dijo él.
—¡Ja! —bufó alguien a quien Ridcully habría querido ver con más pie—. Muy típico. Eso es vitalismo puro y duro, así de claro. Apuesto en que no dudarían en ir a salvarle la vida si estuviera vivo.
—Pero él quería..., no deseaba..., dijo que... —tartamudeó Ridcully. Había muchas circunstancias que lo superaban, pero a las personas como Mustrum Ridcully eso no les resultaba preocupante en absoluto. Ridcully tenía una mente sencilla. Esto no quiere decir que fuera estúpido. Quiere decir que sólo podía analizar debidamente las cosas una vez las había despojado de todas esas cosas complicadas que se interponían en su camino.
Se concentraba en un solo hecho importante. Alguien que, al menos técnicamente, era un mago, estaba en apuros. Eso lo podía entender. Eso provocaba reacciones en él. La cuestión de si ese alguien estaba vivo o muerto podía esperar.
En cambio, otro aspecto menor de la situación lo seguía molestando.
—¿Arthur... entró... volando...?
—Hola.
Ridcully giró la cabeza. Parpadeó.
—Vaya, bonitos dientes —dijo.
—Gracias —sonrió Arthur Winkings.
—¿Son suyos?
—Oh, sí.
—Sorprendente. Bueno, supongo que se los cepilla con regularidad.
—¿Sí?
—Por la higiene. Es lo más importante.
—Bueno, ¿y qué va a hacer usted? —lo apremió Ludmilla.
—Bueno, claro, iremos a sacarlo de ahí —respondió Ridcully.
Aquella chica tenía algo raro. Sentía la necesidad apremiante de darle unas palmaditas en la cabeza.
—Conseguiremos un poco de magia e iremos a sacarla —añadió—. Sí. ¡Decano!
—¡Yee!
—Vamos a entrar ahí para sacar a Windle.
—¡Yee!
—¿Qué? —se sobresaltó el filósofo equino—. ¡Tú te has vuelto loco!
Ridcully trató de adoptar una pose lo más digna posible en sus circunstancias.
—Recuerda que soy tu archicanciller —le espetó.
—¡Entonces tú te has vuelto loco, archicanciller! —chilló el filósofo equino. Consiguió bajar un poco la voz—. Además, está no-muerto. No entiendo cómo se puede salvar a un no-muerto. Es una especie de contradicción.
—Una dicotomía —contribuyó el tesorero.
—No, no creo que haya que recurrir a la cirugía.
—Por cierto, ¿no lo habíamos enterrado? —intervino el conferenciante de runas modernas.
—Pues ahora volveremos a enterrarlo —bufó el archicanciller—. Probablemente sea uno de esos milagros de la existencia.
—Como los escabeches —aportó alegremente el tesorero.
Hasta los miembros del club Volver a Empezar lo miraron sin comprender.
—Los preparan en algunas zonas de Howandalandia —insistió el tesorero—. Hacen jarras muy grandes, enormes, de escabeches especiales, y luego las entierran durante meses para que fermenten bien. Así consiguen que tenga un picor delicioso que...
—Oiga —susurró Ludmilla a Ridcully —, ¿los magos siempre se comportan así?
—El filósofo equino es un ejemplar de lo más característico —asintió Ridcully—. Tiene la misma capacidad de comprender la realidad que un recortable de cartón. Es el orgullo de nuestro equipo. —se frotó las manos—. Muy bien, muchachos. ¿Voluntarios?
—¡Yee! ¡Yee! —gritó el decano, que ahora se encontraba en un mundo diferente.
—No estaría cumpliendo con mi deber si no ayudase a un hermano —dijo Reg Shoe.
—Oook.
—¿Tú? A ti no te podemos llevar —replicó el decano, mirando fijamente al bibliotecario—. No sabes nada sobre la guerra de guerrillas.
—¡Oook! —dijo el bibliotecario.
Acompañó la exclamación con un gesto sorprendentemente claro, que indicaba que, por otra parte, lo que él no supiera sobre la guerra de orangutanes se podría escribir en un espacio diminuto, como por ejemplo los restos aplastados del decano.
—Bastará con que seamos cuatro —asintió el archicanciller.
—Pero si nunca le he oído decir «yee» —refunfuñó el decano.
Se quitó el sombrero, cosa que un mago no suele hacer a menos que quiera sacar algo de dentro, y se lo tendió al tesorero. Luego se arrancó una tira del dobladillo de la túnica, lo alzó entre las manos con gesto teatral, y se lo anudó alrededor de la frente.
—Es parte del carácter distintivo del personaje —explicó en respuesta a la penetrante pregunta no formulada—. Esto es lo que hacen los guerreros del Continente Contrapeso antes de entrar en combate. Y también hay que gritar... —Trató de recordar algo que había leído hacía tiempo—. Eh..., bonsai. Sí. ¡Bonsai!
—Creía que eso significaba algo que cortar árboles en pedacitos para hacerlos más pequeños —apuntó el filósofo equino. El decano titubeó. En realidad, él tampoco estaba demasiado seguro. Pero un buen mago nunca deja que la inseguridad se interponga en su camino.
—No, estoy seguro, es bonsai —replicó. Meditó la cuestión unos momentos más, y luego se animó—. Porque es parte de la técnica de la emboscada. Ya sabes..., emboscada, bosque, árboles. Sí. Cuando uno piensa bien, es lógico.
—Oye, pero aquí no puedes gritar bonsai —señaló el conferenciante de runas modernas —. Aquí tenemos unos referentes culturales diferentes. No serviría de nada. Nadie te entendería.
—Ya me encargaré yo de eso —le aseguró el decano.
Vio que Ludmilla lo miraba con la boca abierta.
—Es charla de magos —le explicó.
—¿De verdad? —replicó Ludmilla—. Nunca lo habría imaginado.
El archicanciller había conseguido salir del carrito, y lo estaba empujando adelante y atrás, a modo de experimento. Por lo general, una idea nueva tardaba mucho tiempo en acomodarse en el cerebro de Ridcully, pero el archicanciller sabía instintivamente que un carrito de alambre con cuatro ruedas puede resultar muy útil.
—¿Vamos ya, o pensamos quedarnos aquí toda la noche poniéndonos vendas en la cabeza?
—¡Yee! —gritó el decano.
—¿Yee? —se sorprendió Reg Shoe.
—¡Oook!
—¿Eso ha sido un yee? —preguntó el decano con desconfianza.
—Oook.
—Bueno..., entonces, vamos.
La Muerte se sentó en la cima de una montaña. No era una montaña particularmente alta, ni escarpada, ni siniestra. Las brujas no celebraban aquelarres desnudas allí; por lo general, las brujas del Mundodisco eran reacias a la idea de quitarse más ropa de la absolutamente imprescindible para lo que estuvieran haciendo. Allí no había espectros. Ningún hombrecillo desnudo se sentaba en la cumbre para impartir sabiduría, porque lo primero que aprende un hombre verdaderamente sabio es que sentarse en la cima de las montañas no sólo provoca hemorroides, sino hemorroides congeladas.
De cuando en cuando, alguien escalaba la cima de la montaña y añadía una piedra o dos al montón de la cumbre, para demostrar que no hay nada realmente estúpido que el ser humano no pueda hacer.
La Muerte se sentó en el montón de piedras y se dedicó a pasar una por la hoja de su guadaña, con movimientos lentos, deliberados.
Hubo una agitación en el aire. Aparecieron tres sirvientes grises.
Uno dijo: ¿Crees que has vencido?
Uno dijo: ¿Crees que has ganado?
La Muerte dio una vuelta a la piedra que tenía en la mano para buscar la superficie más apropiada, y la deslizó por la hoja de la guadaña con un movimiento largo.
Uno dijo: Informaremos a Azrael.
Uno dijo: Al fin y al cabo, no eres más que una pequeña Muerte.
La Muerte alzó la hoja para examinarla a la luz de la luna, le dio varias vueltas entre los dedos, se concentró en los juegos de la luz sobre los brillantes puntos metálicos del filo.
Luego, con gesto rápido, se levantó. Los sirvientes retrocedieron a toda prisa.
Extendió un brazo con la velocidad de una serpiente, y agarró una túnica. Levantó la capucha vacía hasta que estuvo a la altura de sus órbitas oculares.
¿SABES POR QUÉ EL PRISIONERO DE LA TORRE CONTEMPLA EL VUELO DE LOS PAJAROS? —preguntó.
Eso dijo: Quítame las manos de enci..., oops...
Una llamarada azul brilló un instante.
La Muerte bajó la mano y miró a su alrededor, a los dos sirvientes restantes.
Uno dijo: Esto no ha terminado.
Y desaparecieron.
La Muerte se sacudió una partícula de ceniza de la túnica, y luego plantó firmemente los pies en la cima de la montaña. Alzó la guadaña sobre su cabeza con ambas manos, e invocó a todas las Muertes menores que se habían generado en su ausencia.
Tras unos momentos, empezaron a fluir hacia la montaña, como una tenue oleada negra.
Fluían como un río de mercurio oscuro, uniéndose.
Aquello duró largo rato. Luego terminó.
La Muerte bajó la guadaña, y se examinó a sí mismo. Sí, allí estaba todo. Volvía a ser la Muerte, que reunía en sí a todas las muertes del mundo. A excepción de...
Por un momento, titubeó. Tenía una pequeña zona vacía, le faltaba un fragmento, algo que no acababa de identificar.
No conseguía saber a ciencia cierta qué era.
Se encogió de hombros. Tarde o temprano, acabaría por averiguarlo. Y, entretanto, tenía mucho trabajo por delante...
Montó a caballo y se alejó.
Muy lejos, en su madriguera bajo el granero, la Muerte de las Ratas se fue soltando poco a poco de la viga a la que se había aferrado con todas sus fuerzas.
Windle Poons pisó con energía un tentáculo que había salido serpenteando de entre las losas del suelo y avanzaba hacia él rodeado de vapor. Una baldosa de mármol se resquebrajó y le lanzó una lluvia de fragmentos. Windle dio una patada contra la pared.
Probablemente, comprendió, ya no había ninguna salida, y aunque la hubiera él no podría encontrarla. Además, ahora se encontraba en el interior de la cosa. Y la cosa estaba hundiendo sus paredes hacia el interior, intentando atraparlo. Lo mínimo que pensaba hacer era provocarle una grave indigestión.
Echó a correr hacia un orificio que antes había sido la entrada de un ancho pasillo, y se precipitó por él a toda velocidad, justo antes de que se cerrara de golpe. Un fuego plateado chisporroteó en las paredes. Allí había tanta vida que era imposible contenerla.
Todavía quedaban unos cuantos carritos que se movían como locos por el suelo tembloroso. Estaban tan perdidos como Windle.
El mago se dirigió hacia otro lugar que probablemente fuera un pasillo, aunque en los ciento treinta años que había pasado vivo no se había encontrado con ningún pasillo que palpitara y rezumara tanto.
Otro tentáculo salió proyectado de una pared y le puso la zancadilla.
Por supuesto, no podían matarlo. Pero sí podían dejarlo sin cuerpo. Como Hombre-Un-Cubo. Eso sí que sería un destino peor que la muerte.
Se levantó como pudo. El techo cayó sobre él, aplastándolo contra el suelo.
Windle apretó los dientes y se deslizó hacia delante a toda velocidad. Estaba bañado en una nube de vapor.
Resbaló de nuevo, adelantó los brazos para apoyarse.
Sentía que estaba perdiendo el control. Tenía que hacer funcionar demasiadas cosas a la vez. Al cuerno con el plexo solar, ya tenía bastante con mantener en marcha el corazón y los pulmones...
—¡Bosques!
—¿Qué demonios quieres decir?
—¡Bosques! ¿Entiendes? ¡Yee!
—¡Oook!
Windle alzó la vista. Lo veía todo nebuloso.
Ah. Evidentemente, también estaba perdiendo el control del cerebro.
De entre la nube de vapor surgió un carrito, con unas figuras oscuras agarradas a sus costados. Un brazo peludo y un brazo que apenas era ya un brazo se extendieron hacia él, lo izaron enérgicamente lo metieron en la cesta del carrito. Las cuatro pequeñas ruedas derraparon por el suelo, el carrito rebotó contra la pared, consiguió recuperar el equilibrio y siguió avanzando.
Windle apenas era consciente de las voces.
—Tu turno, decano. No creas, ya sé que te morías de impaciencia.
Ese era el archicanciller.
—¡Yeee!
—¿Lo vas a matar por completo? Me parece que no nos gustaría tenerlo por el club Volver a Empezar. No tiene pinta de ser muy gregario.
Ese era Reg Shoe.
—¡Oook!
Ése era el bibliotecario.
—No te preocupes, Windle. Por lo visto, el decano va a hacer algo militar —le explico Ridcully.
—¡Yeee! ¡Bonsai!
—Ay, dioses.
Windle vio pasar la mano del decano, que sostenía algo brillante.
—¿Qué vas a utilizar? —quiso saber Ridcully, mientras el carrito traqueteaba en medio del vapor —. ¿El Reorganizador Sísmico de Herpetty, la Atractiva Punta de Quondo o la Sorpresa Incendiaria de Sumpjumper?
—Yeee —replicó el decano con satisfacción.
—¿Qué? ¿Los tres a la vez?
—¡Yeee!
—Eso es pasarse un poco, ¿no, decano? Ah, por cierto, si vuelves a decir “yeee” una vez más, me encargaré personalmente de expulsarte de la Universidad, perseguirte hasta la periferia del mundo con los mejores demonios que pueda conjurar la taumaturgia, hacerte pedazos muy, muy pequeños, picarlos, convertirlos en una mezcla semejante al steak tartare y echarte de comer a los perros.
—Y... —El decano advirtió la mirada de Ridcully—. Bueno. Bueno. Oh, vamos, archicanciller, ¿de qué sirve dominar el equilibrio cósmico y conocer los secretos del destino si no puedes hacer explotar nada? ¡Por favor! Ya tengo los hechizos preparados. Ya sabes cómo fastidia el inventario si no los usas cuando ya los tienes listos...
El carrito giró bruscamente y derrapó tembloroso sobre dos ruedas.
—Bueeeeno, de acuerdo —concedió Ridcully—. Si tanto significa para ti...
—Y... perdona.
El decano empezó a murmurar algo apresuradamente entre dientes, y luego dejó escapar un grito.
—¡Me he quedado ciego!
—No, es que la venda bonsai se te ha caído sobre los ojos, decano.
Windle gimió.
—¿Cómo te encuentras, hermano Poons?
Los maltratados rasgos de Reg Shoe se interpusieron en la visión de Windle.
—Bueno, ya sabes —replicó el mago—. Podría estar mejor, podría estar peor.
El carrito rebotó contra la pared y se giró para seguir avanzando en otra dirección.
—¿Cómo van esos hechizos, decano? —preguntó Ridcully con los dientes apretados —. Me está costando lo indecible controlar este trasto.
El decano murmuró unas palabras más y, después, agitó una mano en gesto teatral. Las llamas octarinas brotaron de la punta de sus dedos, y fueron a estrellarse contra un punto concreto de las nieblas.
—¡Yeeejuu! —graznó.
—¿Decano?
—¿Sí, archicanciller?
—Ese comentario que te hice antes, ya sabes, sobre la palabra que empiezapor «Y»...
—¿Sí?
—Desde luego, incluía también lo de «yeeejuu».
El decano agachó la cabeza.
—Oh. Sí, archicanciller.
—Además, ¿por qué no ha estallado todo?
—Le he puesto un poco de retraso, archicanciller. Me pareció que sería mejor que saliéramos de aquí antes de que funcionaran los hechizos.
—Bien pensado.
—Pronto te sacaremos de aquí, Windle —lo tranquilizó Reg Shoe—. Nosotros no abandonamos a los nuestros así como así. Esto es...
En aquel momento, el suelo entró en erupción delante de ellos.
Y después, detrás de ellos.
La cosa que surgió de entre las losas destrozadas no tenía forma alguna, o quizá tenía muchas formas a la vez. Se retorcía, furiosa, lanzando sus tuberías contra el grupo del carrito.
El trasto se detuvo bruscamente.
—¿Te queda algo de magia, decano?
—Eh..., no, archicanciller.
—¿Y los hechizos que acabas de lanzar funcionarán...?
—En cualquier momento, archicanciller.
—Así que..., sea lo que sea lo que va a pasar... ¿nos va a pasar a nosotros?
—Sí, archicanciller.
Ridcully dio unas palmaditas a Windle en la cabeza.
—Oye, lo siento —dijo.
Windle se dio la vuelta torpemente para echar un vistazo hacia el pasillo.
Había algo detrás de la reina. Por su aspecto, era una puerta de dormitorio vulgar y corriente, que avanzaba a pasitos cortos, como si alguien la estuviera empujando con cuidado para quedar siempre detrás de ella.
—¿Qué es eso? —se sorprendió Reg.
Windle se incorporó tanto como le fue posible.
—¡Schleppel!
—Anda ya... —gruñó Reg.
—¡Es Schleppel! —gritó Windle—. ¡Schleppel! ¡Somos nosotros! ¿Puedes ayudarnos a salir de aquí?
La puerta se detuvo. Luego la tiraron a un lado.
Schleppel se irguió en toda su estatura.
—Hola, señor Poons. Hola, Reg —dijo.
Todos contemplaron la forma peluda que llenaba el pasillo casi por completo.
—Eh..., Schleppel..., mira..., ¿podrías abrirnos paso? —tartamudeó Windle.
—Encantado, señor Poons. Por un amigo, se hace lo que sea.
Una mano del tamaño de un carrito se abrió camino en medio del vapor y fue a estrellarse contra la obstrucción, destrozándola con increíble facilidad.
—¡Eh, mírenme todos! —exclamó Schleppel alegremente—. ¡Tenían razón! ¡Un hombre del saco necesita una puerta tanto como un pez una bicicleta! Que se entere todo el mundo, a partir de ahora...
—Ahora, ¿nos podrías dejar pasar, por favor?
—Claro. Claro. ¡Uauh!
Schleppel dio otro manotazo a la reina.
El carrito salió disparado hacia delante.
—¡Y será mejor que vengas con nosotros! —añadió Windle a gritos, al ver que Schleppel desaparecía de nuevo entre la niebla.
—No, no será mejor —replicó el archicanciller mientras se alejaban a toda velocidad—. Créeme, te lo digo yo. ¿Qué era eso?
—Es un hombre del saco —explicó Windle.
—¡Pensaba que siempre estaban en los armarios! —contestó Ridcully a gritos.
—Pues ahora ha salido del armario —intervino Reg Shoe con tono orgulloso—. Se ha encontrado a sí mismo.
—Mientras nosotros podamos perderlo...
—¡No podemos dejarlo atrás!
—¡Claro que podemos! ¡Claro que podemos! —le espetó Ridcully.
A sus espaldas se oyó un ruido semejante a una erupción de gas en un pantano. Todo pareció bañarse en una luz verdosa.
—¡Los hechizos han empezado a funcionar! —gritó el decano— ¡Vámonos, deprisa!
El carrito salió zumbando por la entrada y salió hacia el frío de la noche, con las ruedas chirriando.
—¡Yeee! —gritó Ridcully, mientras la gente se apartaba precipitadamente de su paso.
—Entonces, ¿yo también puedo decirlo? —se apresuró a preguntar el decano.
—Bueno, de acuerdo. Pero sólo una vez. Todo el mundo puede decirlo una vez.
—¡Yeee!
—¡Yeee! —repitió Reg Shoe.
—¡Oook!
—¡Yeee! —gritó Windle Poons.
—¡Yeee! —gritó Schleppel.
(En la oscuridad de la noche, en la zona donde había menos gente, la escuálida forma del señor Ixolite, el último banshee vivo del mundo, se deslizó hacia el edificio tembloroso y, tímidamente, deslizó una nota por debajo de la puerta.
Decia: OOOOeeeOOOeeeOOOeee.)
Por último, el carrito se detuvo. Nadie se atrevió a darse la vuelta.
—Estas detrás de nosotros, ¿verdad? —preguntó Reg con vos pausada.
—Y tanto que sí, señor Shoe —replicó Schleppel alegremente.
—Supongo que deberíamos empezar a preocuparnos cuando esté delante de nosotros —apuntó Ridcully—. ¿O es peor ahora, porque sabemos que está detrás?
—¡Ja! ¡Se acabaron los armarios y los sótanos para este hombre del saco! —exclamó Schleppel.
—Pues es una pena, porque en la Universidad tenemos unos sótanos enormes —se apresuró a señalar Windle Poons.
Schleppel se quedó en silencio un instante.
—¿Cómo de enormes? —quiso saber al final.
—Gigantescos.
—¿Sí? ¿Con ratas?
—Ratas y muchas cosas más. Están llenos de demonios que se nos han escapado, allí hay de todo. Están infestados, te lo digo yo.
—¿Qué diantres haces? —siseó Ridcully—. ¡Lo estás invitando a nuestros sótanos!
—¿Preferiríais tenerlo debajo de la cama? —murmuró Windle—. ¿O caminando detrás de ti?
Ridcully asintió apresuradamente.
—Ufff, sí, esas ratas son bárbaras, no hay manera de controlarlas —dijo en voz alta—. Las hay que miden..., cáspita, medio metro, ¿verdad, decano?
—Un metro —replicó el decano—. Como mínimo.
—Y son gordísimas —corroboró Windle.
Schleppel meditó un instante.
—Bueno, de acuerdo —dijo al final de mala gana —. A lo mejor voy a echarles un vistazo.
La gigantesca tienda explotó e implosionó al mismo tiempo, cosa que es casi imposible de lograr sin un enorme presupuesto para efectos especiales, o tres hechizos contradictorios lanzados a la vez. Dio la impresión de que una vasta nube se expandía, pero, al mismo tiempo, se disipaba tan rápidamente que parecía encogerse hasta formar un punto. Los muros se combaron y fueron absorbidos hacia el interior. La tierra arrancada de los campos giró en una loca espiral hacia el vértice. Se oyó una violenta ráfaga de antimúsica, que murió casi al instante.
Luego no quedó nada más que un prado embarrado.
Y, flotando en el cielo de la madrugada, aparecieron miles de cosas semejantes a blancos copos de nieve. Se deslizaron silenciosamente por el aire, y fueron a caer sobre la multitud.
—No estará dispersando semillas, ¿verdad? —se asustó Reg Shoe.
Windle atrapó uno de los copos de nieve. Era un rudimentario rectángulo, desigual y lleno de manchas. Con un cierto esfuerzo de la imaginación, era posible distinguir las palabras:
—No —respondió Windle—. Creo que no.
Se recostó y sonrió. Nunca era demasiado tarde para disfrutar de la vida.
Mientras nadie miraba, el último carrito superviviente del Mundodisco se alejó traqueteando tristemente en la noche, solitario y perdido.[24]
—¡Kiriquirokorico!
En la cocina, la señorita Flitworth se sentó.
Alcanzaba a oír en el exterior los desesperados movimientos ajetreados de Ned Simnel y su aprendiz, que estaban recogiendo los maltratados restos de la Cosechadora Combinada. Había otro montón de gente que, en teoría, los ayudaban, pero que en realidad estaban aprovechando la ocasión para echar un vistazo por los alrededores. La anciana les había preparado un té.
Ahora tenia la barbilla apoyada entre las manos, con la vista clavada en la nada.
Alguien llamó a la puerta. Spigot asomó su rostro sonrosado.
—Por favor, señorita Flitworth...
—¿Mmm?
—Por favor, señorita Flitworth... ¡hay un esqueleto de caballo en el granero! ¡Se está comiendo el heno!
—¿Qué?
—¡Pero se le cae todo por entre los huesos!
—¿De verdad? Entonces, nos lo quedaremos. Al menos, será barato de alimentar.
Spigot se quedó allí unos instantes, dando vueltas al sombrero entre las manos.
—¿Se encuentra bien, señorita Flitworth?
—¿Se encuentra bien, señor Poons?
Windle tenía la vista clavada en la nada.
—¿Windle? —insistió Reg Shoe.
—¿Mmm?
—El archicanciller le acaba de preguntar si quiere beber alguna cosa.
—Quiere un vaso de agua destilada —intervino la señora Cake.
—¿Cómo, sólo agua? —se sorprendió Ridcully.
—Eso es lo que quiere —le aseguró la señora Cake.
—Un vaso de agua destilada, por favor —pidió Windle.
La señora Cake no cabía en sí de orgullo. Al menos, las zonas de la mujer que estaban a la vista no cabían en sí de orgullo. Eran las que quedaban entre el sombrero y su bolso de mano, que era una especie de contrapeso para el sombrero, y tan grande que, cuando se sentaba y se lo ponía sobre el regazo, tenía que levantar las manos para coger las asas. Al enterarse de que habían invitado a su hija a la Universidad, ella también había acudido. La señora Cake siempre daba por supuesto que una invitación a Ludmilla era por extensión una invitación a la madre de Ludmilla. Hay madres como ella por todas partes y, al parecer, la cosa no tiene remedio.
Los miembros del club Volver a Empezar estaban siendo agasajados por los magos, y todos trataban de poner cara de estar pasándoselo muy bien. Era una de esas reuniones problemáticas, plagadas de largos silencios, carraspeos esporádicos y gente diciendo de cuando en cuando: «vaya, qué bien que nos hayamos reunido».
—Por un momento parecía que no estabas en este mundo, Windle —dijo Ridcully.
—Es que estoy algo cansado, archicanciller.
—Creía que los zombis no dormíais.
—Aun así, estoy cansado.
—¿Seguro que no quieres probar otra vez con lo del entierro y todo eso? Te garantizo que lo haríamos con todas las de la ley.
—Te lo agradezco, pero no, muchas gracias. Me parece que no estoy hecho para la no-vida. —Windle miró de reojo a Reg Shoe—. Lo siento, de verdad. No entiendo cómo te las arreglas tú.
Sonrió con gesto apologético.
—Tienes todo el derecho a estar vivo o muerto, a hacer lo que elijas —replicó Reg con severidad.
—Hombre-Un-Cubo dice que la gente ya vuelve a morir con normalidad —intervino la señora Cake —. Así que probablemente tenga usted una cita pronto.
Windle miró a su alrededor.
—Ha sacado a pasear a su perro —dijo la señora Cake.
—¿Dónde está Ludmilla? —preguntó.
Windle esbozó una sonrisa cansada. Las premoniciones de la señora Cake podían llegar a ser agotadoras.
—Me gustaría mucho saber que alguien cuida de Lupine cuando yo... me vaya —dijo—. Oiga, ¿le importaría llevárselo a su casa?
—Bueno... —titubeó la señora Cake.
—¡Pero si es...! —empezó Reg Shoe.
Se interrumpió al ver la expresión de Windle.
—La verdad, reconozco que es tranquilizador tener un perro así en casa —siguió la anciana—. Siempre estoy preocupada por ahí.
—Pero si su hija es... —empezó de nuevo Reg Shoe.
—Cállate, Reg —zanjó Doreen.
—Entonces, todo arreglado —suspiró Windle—. ¿Tiene por casualidad unos pantalones?
—¿Qué?
—¿Hay pantalones en su casa?
—Bueno..., supongo que quedarán algunos del difunto señor Cake, pero... ¿por qué...?
—Lo siento —dijo Windle—. No sé en qué estaba pensando. La mitad de las veces no sé lo que digo.
—Ah —exclamó Reg, animado —. Ya entiendo. Lo que dices es que cuando él...
Doreen le pegó un codazo con toda su alma.
—Oh —se sobresaltó Reg Shoe —. Perdón. No me hagan caso. Perdería hasta la cabeza si no la llevara cosida.
Windle se echó hacia atrás, y cerró los ojos. De cuando en cuando, escuchaba fragmentos de la conversación. Oyó a Arthur Winkings preguntar al archicanciller quién les decoraba el edificio, y dónde compraba la Universidad las frutas y verduras. Oyó gimotear al tesorero acerca del precio de exterminar a todas las maldiciones que se las habían arreglado para sobrevivir a los últimos cambios, y que ahora se alojaban en la oscuridad del tejado. Y, si agudizaba su ahora perfecto oído, alcanzaba incluso a oír los grititos alegres de Schleppel en los sótanos lejanos.
No lo necesitaban. Por fin. El mundo no necesitaba a Windle Poons.
Se levantó silenciosamente y caminó hacia la puerta.
—Voy a dar un paseo —dijo—. Puede que tarde en volver.
Ridcully le dirigió un asentimiento distraído, y siguió concentrado en las explicaciones de Arthur sobre lo mucho que cambiaría la Gran Sala con sólo poner un papel pintado que imitara la madera de pino.
Windle cerró la puerta a su espalda, y se apoyó contra el grueso muro frío.
—¿Estás ahí, Hombre-Un-Cubo? —preguntó en voz baja.
— ¿Cómo lo ha sabido?
—Por que siempre andas cerca.
— ¡je, je, menudos líos ha causado usted por aquí! ¿sabe lo que pasará la próxima luna llena?
—Sí, lo sé. Y tengo la sensación de que ellos también lo sospechan.
— pero él se convertirá en hombre lobo.
—Sí. Y ella en mujer lobo.
— cierto, pero... ¿qué clase de relación pueden tener dos personas que sólo se ven una semana de cada cuatro?
—Tendrán tantas oportunidades de ser felices como la mayor parte de las personas. La vida no es perfecta. Hombre-Un-Cubo.
— ¡a mí me lo cuenta!
—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —pidió Windle—. Mira, tengo que saberlo...
— uff
—Venga, hombre..., al fin y al cabo, vuelves a tener el plano astral para ti solo.
—bueno, adelante.
—¿Por qué te llaman Hombre...?
— ¿nada más que eso? creí que ya se lo habría imaginado, con listo que es uste. en mi tribu, la tradición es poner como nombre a los niños la primera cosa que la madre ve cuando sale de la tienda del parto. es la abreviatura de Un-Hombre-Echando-Un-Cubo-De-Agua-A-Dos-Perros.
—Qué mala suerte —lo compadeció Windle.
— no es tan grave —replicó Hombre-Un-Cubo—. el que sí tuvo mala pata fue mi hermano gemelo. él sí que es digno de compasión, para ponerle su nombre, mi madre miró diez segundos antes.
Windle Poons meditó un instante.
—No me lo digas, déjame adivinar —pidió—. ¿Se llama Dos-Perros-Peleando?
— ¿Dos-Perro-Peleando?¿Dos-Perros-Peleando? — rió Hombre-Un— Cubo—. ufff, mi hermano habría dado el brazo derecho por llamarse Dos-Perros-Peleando.
La historia de Windle Poons llegó a su final realmente mucho más adelante, si por «historia» entendemos todo lo que hizo o puso en marcha. En el pueblo de las Montañas del Carnero donde se baila la auténtica danza Morris, por ejemplo, creen firmemente que nadie ha muerto del todo hasta que mueren las ondulaciones que ha provocado en este mundo: hasta que se para el reloj al que dio cuerda, hasta que fermenta el vino que preparó, hasta que se recoge la cosecha que plantó. Según ellos, los años de la vida en sí no son más que el núcleo de la existencia real.
Mientras caminaba por las calles envueltas en la bruma, dirigiéndose a una cita que tenía concertada desde que nació, Windle tuvo la sensación de que podía predecir ese último acontecimiento.
Tendría lugar dentro de unas semanas, cuando volviera a brillar la luna llena. Seria una especie de codicilo o añadido a la vida de Windle Poons, que nació en el año del Triángulo Significativo, en el siglo de los Tres Piojos (él siempre había preferido el calendario antiguo, con sus viejos nombres, a todos aquellos números de ahora), y murió en el año de la Serpiente Especulativa, en el siglo del Murciélago Frugívoro, más o menos.
Habría dos figuras corriendo por los páramos bajo la luna. No del todo lobos, no del todo humanos. Con un poco de suerte, tendrían lo mejor de ambos mundos. No sólo sentirían, también sabrían.
Siempre es mejor tener dos mundos.
La Muerte se había sentado en su oscuro estudio, con el rostro entre las manos.
De cuando en cuando se mecía adelante y atrás en su silla.
Albert le llevó una taza de té, y volvió a salir en diplomático silencio.
Sólo quedaba un cronómetro de vida sobre el escritorio de la Muerte.
Lo miró.
Se meció. Se meció. Se meció. Se meció.
Afuera, en el vestíbulo, el gran reloj seguía con su tictac, matando al tiempo.
La Muerte tamborileó los dedos esqueléticos sobre la arañada madera del escritorio. Ante él tenía un montón de libros, con las páginas llenas de marcadores improvisados. Eran las vidas de algunos de los mejores amantes del Mundodisco.[25] Sus experiencias, bastante repetitivas, no le habían ayudado en absoluto.
Se levantó, se dirigió hacia la ventana y contempló sus oscuros dominios, al tiempo que se retorcía las manos a la espalda.
Luego cogió el reloj de arena y salió a zancadas de la habitación.
Binky aguardaba en la atmósfera espesa y cálida de los establos. La Muerte lo ensilló rápidamente, lo sacó al patio, montó y cabalgó hacia la noche, hacia la lejana joya brillante que era el Mundodisco.
Al ponerse el sol, tocó tierra silenciosamente en el patio de la granja.
Entró a través de una pared.
Llegó junto a las escaleras.
Alzó el reloj de arena y observó el paso inexorable del Tiempo.
Entonces, se detuvo. Había algo que tenía que saber. Bill Puerta había sentido curiosidad sobre las cosas, y él recordaba haber sido Bill Puerta. Podía ver sus emociones dispuestas ordenadamente como una colección de mariposas, clavadas en corchos, a través de un cristal.
Bill Puerta estaba muerto... o, al menos, su breve existencia había terminado. ¿Cómo era aquella frase? Los años de la vida en sí no son más que el núcleo de la existencia real. Bill Puerta estaba muerto, pero había dejado ecos, resonancias. Y además, el recuerdo de Bill Puerta tenía sus derechos.
La Muerte siempre se había preguntado por qué la gente tenía la manía de poner flores sobre las tumbas. A él le parecía una estupidez. Al fin y al cabo, los muertos se habían ido a donde no podía llegarles el aroma de las rosas. En cambio, ahora..., no era que lo comprendiera, claro, pero al menos tenía la sensación de que el hecho tenía un algo comprensible.
En la acortinada negrura de la salita de la señorita Flitworth, una forma más oscura aún se movió en la oscuridad, y se dirigió hacia los tres cofres cuidadosamente situados sobre el tocador.
La Muerte abrió uno de los pequeños. Estaba lleno de monedas de oro. Tenían aspecto de no haber sido tocadas en muchos años. Luego abrió el otro cofre pequeño. También estaba lleno de oro.
Había esperado más de la señorita Flitworth, aunque seguramente ni el propio Bill Puerta habría sabido decir el qué.
Probó con el cofre grande.
Allí había una capa de papel fino. Bajo el papel encontró algo de un tejido sedoso blanco, una especie de velo al que los años habían vuelto amarillento y quebradizo. Lo miró sin comprender, y lo apartó a un lado. También vio unos zapatos blancos. Le parecieron de lo menos práctico para el trabajo de la granja. No le extrañó en absoluto que estuvieran allí guardados.
Había más papel; un montón de cartas atadas con una cinta. Las puso encima del velo. Nunca había aprendido nada observando lo que los humanos se decían unos a otros: para ellos, el lenguaje no era más que una manera de ocultar lo que pensaban.
Y entonces lo encontró, justo al fondo, una caja más pequeña. La sacó del cofre y le dio vueltas entre las manos. Después abrió el diminuto cerrojo y levantó la tapa.
Una maquinaria chirrió.
La melodía no era demasiado buena. La Muerte había oído toda la música que se había escrito, y casi toda ella era mejor que aquella melodía. Era del tipo plinquiti-plonquiti, con un sencillo ritmo un-dos-tres.
En la caja de música, sobre las ruedecillas del ajetreado mecanismo, dos bailarines de madera se sacudían en una parodia de vals.
La Muerte los miró hasta que a la maquinaria se le acabó la cuerda. Luego leyó la inscripción.
Había sido un regalo.
Junto a él, el cronómetro vertía sus granos de arena en la burbuja inferior. No le hizo caso.
Volvió a dar cuerda a la caja de música. Dos figuras, girando a través del tiempo. Y, cuando la música se acababa, lo único que hacía falta era volver a girar la llave.
Cuando la cuerda se agotó de nuevo, se quedó sentado, en el silencio y la oscuridad. Por fin, tomó una decisión.
Sólo le quedaban segundos. Los segundos habían significado mucho para Bill Puerta, porque disponía de una cantidad limitada de ellos. Pero para la Muerte, que nunca había tenido ninguno, no significaban nada.
Salió de la casa durmiente, montó y se alejó a lomos de su caballo.
El viaje duró sólo un instante, aunque la simple luz habría tardado trescientos millones de años en recorrer la misma distancia. Pero la Muerte viaja por un espacio donde el Tiempo nunca ha existido. La luz cree que viaja más deprisa que nada, pero se equivoca. Por muy rápido que vaya la luz, siempre se encuentra con que la oscuridad ha llegado antes y la está esperando.
Tuvo compañía durante el viaje: galaxias, estrellas, jirones de materia brillante que giraban y formaban espirales en torno a su lejano objetivo.
La Muerte, a lomos de su pálido caballo, se movía por la oscuridad como una burbuja por un río.
Y todos los ríos fluyen hacia un lugar concreto.
Entonces, bajo él, apareció una llanura. Allí la distancia tenía tan poco significado como el Tiempo, pero daba la sensación de ser enorme. Quizá la llanura estuviera a un kilómetro, o quizá a un millón de kilómetros. Había valles alargados y riachuelos que discurrían por ella.
Se acercó. Y aterrizó.
Desmontó en silencio absoluto. Luego clavó una rodilla en tierra.
La perspectiva cambia. El paisaje lleno de surcos se aleja en pendiente en las inmensas distancias, se curva por los bordes, se convierte en la yema de un dedo.
Azrael alzó el dedo hacia un rostro que llenaba el cielo, iluminado por el brillo tenue de las galaxias moribundas.
Hay mil millones de Muertes, pero no son más que aspectos de una sola Muerte: Azrael, el Gran Atractor, la Muerte de los Universos, el principio y el fin del Tiempo.
La mayor parte del universo está compuesto de materia oscura, y sólo Azrael sabe qué es.
Unos ojos tan inmensos que una supernova en ellos no sería más que la sugerencia de un brillo en el iris, se giraron lentamente y se concentraron en la diminuta figura situada en las llanuras planetarias de su dedo. A un lado de Azrael, el Gran Reloj pendía del centro de toda una telaraña de dimensiones. Las estrellas se reflejaban en las pupilas de Azrael.
La Muerte del Mundodisco se levantó.
SEÑOR, VENGO A PEDIR...
Tres de los sirvientes del olvido cobraron existencia junto a él.
Uno dijo: No escuches. Está acusado de interferencia.
Uno dijo: Y de mortícidio.
Uno dijo: Y de orgullo. Y de vivir con intención de sobrevivir.
Uno dijo: Y de aliarse con el caos para enfrentarse al orden.
Azrael arqueó una ceja.
Los sirvientes se apartaron de la Muerte, expectantes.
SEÑOR, SABEMOS QUE NO HAY OTRO ORDEN, SÓLO AQUEL QUE CREAMOS...
La expresión de Azrael no cambió.
NO HAY MÁS ESPERANZA QUE NOSOTROS. NO HAY MÁS PIEDAD QUE NOSOTROS. NO HAY JUSTICIA. SÓLO NOSOTROS.
El rostro sombrío, triste, llenó el cielo.
TODAS LAS COSAS QUE SON, SON NUESTRAS. PERO TIENEN QUE IMPORTARNOS. PORQUE, SI NO NOS IMPORTA NADA, NO EXISTIMOS. Y SI NOSOTROS NO EXISTIMOS, NO QUEDA NADA MÁS QUE EL OLVIDO, EL FIN CIEGO.
Y HASTA EL OLVIDO TIENE QUE LLEGAR A SU FIN ALGÚN DÍA. SEÑOR, ¿ME DARÁS UN POCO DE TIEMPO, SÓLO UN POCO? POR EL EQUILIBRIO CORRECTO DE LAS COSAS. PARA DEVOLVER LO QUE UNA VEZ FUE ENTREGADO. POR LOS PRISIONEROS Y POR EL VUELO DE LOS PÁJAROS.
La Muerte dio un paso hacia atrás.
Era imposible leer expresión alguna en los rasgos de Azrael.
La Muerte miró de reojo a los sirvientes.
SEÑOR, ¿QUÉ PUEDE ESPERAR LA COSECHA, SI NO IMPORTARLE AL SEGADOR?
Aguardó.
¿SEÑOR? —insistió la Muerte.
En el tiempo que tardó en responder, varias galaxias se desplegaron, giraron en torno a Azrael como serpentinas de papel, chocaron y desaparecieron. Y, entonces, Azrael dijo:
Y otro inmenso dedo se extendió en la oscuridad, hacia el Reloj. Se oyeron tenues gritos de rabia emitidos por los sirvientes, seguidos por gritos de horror, seguidos por tres breves llamaradas azules.
Todos los relojes del Multiverso, incluso los relojes sin manecillas de la Muerte, no eran más que simples reflejos del Reloj. Reflejos fieles del Reloj. Decían al universo en qué momento del tiempo se encontraba, pero el Reloj se lo explicaba al mismísimo Tiempo. Era la causa esencial, de donde brotaba todo el tiempo.
Y el Reloj era tal que la manecilla grande sólo daba la vuelta una vez.
La segunda manecilla chirriaba por un camino circular que hasta la luz habría tardado días en recorrer; perseguía eternamente a los minutos, las horas, los días, los meses, los años, los siglos, las eras. Pero el Universo sólo daba la vuelta una vez.
Al menos hasta que alguien diera cuerda al reloj.
Y la Muerte volvió a casa con un puñado de Tiempo a su disposición.
La campanilla de una tienda tintineó.
Druto Pole, florista, miró por encima de un centro de floribunda Sra. Ducha. Había alguien entre los jarrones de flores. Las plantas tenían un aspecto ligeramente brumoso, poco claro; de hecho, más tarde, Druto nunca estuvo seguro de quién había entrado en su tienda, ni de cómo había sonado exactamente su voz.
Se deslizó hacia adelante, frotándose las manos.
—¿En qué puedo serv...?
FLORES.
Druto sólo titubeó un instante.
—Y el, eh..., ¿el objetivo de éstas...?
UNA DAMA.
—¿Tiene alguna prefe...?
LIRIOS.
—¿Sí? ¿Seguro que los lirios son lo...?
ME GUSTAN LOS LIRIOS.
—Mmm..., los lirios son un tanto sombríos...
ME GUSTA LO SOMB...
La figura titubeó.
¿QUÉ ME RECOMIENDA?
Druto entró con suavidad en la rutina habitual.
—Las rosas siempre son bien recibidas —dijo—. O las orquídeas. Últimamente, muchos caballeros me han dicho que algunas de las damas prefieren una sola orquídea a un ramo entero de rosas.
DÉME MUCHAS.
—¿Orquídeas o rosas?
DE LAS DOS.
Los dedos de Druto se retorcieron sinuosamente, como anguilas en una balsa de aceite.
—Quizá esté usted interesado en estos maravillosos ramos de Nervousa gloriosa...
PONGA MUCHOS.
—Y si el señor quiere estirar un poquito el presupuesto, ¿puedo sugerirle que incluya un solo ejemplar de estos escasísimos especímenes...?
SÍ.
—¿Y tal vez...?
SÍ. DE TODO. CON UN LAZO.
Cuando la campanilla de la puerta sonó para anunciar que el cliente se marchaba, Druto miró las monedas que tenía en la mano. Muchas de ellas estaban oxidadas, todas eran muy raras, y una o dos parecían de oro.
—Mmm —dijo—, esto es más que suficiente...
De pronto, oyó un susurro suave.
En torno a él, por toda la tienda, los pétalos de las flores caían como una lluvia.
¿Y ÉSTOS?
—Eso es nuestro Surtido De Luxe —dijo la señorita de la tienda de bombones.
Era un establecimiento tan sofisticado que allí no se vendían sólo dulces, sino también confituras, a menudo en forma de frasquitos envueltos en oro, que causaban agujeros aún más dolorosos en las cuentas bancarias que en los dientes.
El cliente alto, sombrío, eligió una caja que debía de medir casi un metro cuadrado. Sobre la tapa, que parecía un cojín de seda, se veían un par de gatitos bizcos más allá de toda esperanza, metidos en una bota.
¿POR QUÉ ESTA ACOLCHADA ESTA CAJA? ¿ES PARA SENTARSE? ¿QUIZÁ LOS BOMBONES TIENEN SABOR A GATO?
La última pregunta fue formulada en un tono decididamente amenazador, o mejor dicho, más amenazador aún que las anteriores.
—Ehhh, no. Eso es nuestro Surtido Supremo.
El cliente lo apartó a un lado.
NO.
La dependienta miró a ambos lados, y luego abrió un cajón situado bajo el mostrador, al tiempo que bajaba la voz hasta transformarla en un susurro confidencial.
—Por supuesto —dijo—, para esas ocasiones tan especiales...
Era una caja bastante pequeña. Además, era absolutamente negra, a excepción del nombre de su contenido, escrito en menudas letras blancas. A ningún gatito se le permitiría acercarse ni a un kilómetro de una caja como aquélla, aunque se pusiera todas las cintas rosas del mundo. Para entregar una caja de bombones así, los desconocidos morenos subirían a torres o descenderían a los infiernos.
El desconocido oscuro examinó el nombre.
«HECHIZOS OSCUROS» —leyó—. ME GUSTA.
—Para esos momentos íntimos —insistió la dependienta.
El cliente pareció meditar sobre su afirmación.
SÍ. PARECE LO APROPIADO.
La dependienta sonrió.
—Entonces, ¿se los envuelvo?
SÍ. CON UN LAZO.
—¿Alguna otra cosa, señor?
El cliente pareció espantado.
¿OTRA COSA? ¿TENDRÍA QUE HACER ALGUNA OTRA COSA? ¿HAY OTRA COSA? ¿QUÉ MÁS TENGO QUE HACER?
—¿Qué dice, señor?
ES UN REGALO PARA UNA DAMA.
La dependienta se quedó un poco desconcertada por el repentino giro en el flujo de la conversación. Nadó hacia un tópico de confianza.
—Bueno, ya sabe lo que se dice, que los diamantes son los mejores amigos de una chica —dijo con animación.
¿DIAMANTES? OH. DIAMANTES. ¿NADA MÁS?
Brillaban como fragmentos de luz de estrellas sobre el terciopelo negro del cielo.
—Éste —dijo el vendedor— es un ejemplar excelente, ¿no le parece? Fíjese en el fuego, en el excepcional...
¿ES AMISTOSO?
El vendedor titubeó. Él entendía de «quilates», de «brillo adamantino», de «aguas», de «tallas», y de «fuego», pero nunca se le había pedido que juzgara las gemas en términos de afabilidad.
—¿Bastante simpático? —aventuró.
NO.
Los dedos del vendedor eligieron otro trozo de luz congelada.
—Éste —dijo, con voz que volvía a ser segura— viene de las famosas minas de Cañascortas. Fíjese bien en la exquisitez de...
Se dio cuenta de que una mirada penetrante le estaba taladrando la nuca.
—Pero, he de reconocerlo, nunca ha sido considerado muy amistoso —terminó con poca convicción.
El sombrío cliente examinó el establecimiento con gesto de desaprobación. En la penumbra, tras barrotes a prueba de Trolls, las gemas brillaban como los ojos de los dragones en el fondo de una cueva.
¿ALGUNO DE ÉSTOS ES AMISTOSO? —preguntó.
—Señor, puedo asegurarle sin dudarlo ni un momento que nunca hemos basado nuestra política de adquisiciones en la amistosidad de las piedras con que tratamos —le informó el vendedor.
Estaba incómodo, se daba cuenta de que algo iba muy mal, y de que él sabía en lo más profundo de su mente qué era lo que no encajaba, pero que su mente no iba a permitirle bajo ningún concepto que lo supiera. Y aquello le estaba poniendo los nervios de punta.
¿DÓNDE ESTÁ EL DIAMANTE MÁS GRANDE DEL MUNDO?
—¿El más grande? Eso es fácil. Es la Lágrima de Offler, y se encuentra en el santuario interior del Enjoyado Templo Maldito Perdido de Offler el Dios Cocodrilo, en lo más profundo de las selvas de Howandalandia. Pesa ochocientos cincuenta quilates y, señor, adelantándome a su próxima pregunta, le garantizo que yo, personalmente, me iría a la cama con él.
Una de las grandes ventajas de trabajar como sacerdote en el Enjoyado Templo Maldito Perdido de Offler el Dios Cocodrilo era que uno volvía a casa temprano la mayor parte de las tardes. Esto se debía sobre todo a que era un templo perdido. La mayor parte de los fieles nunca encontraban el camino. Y ésos eran los afortunados.
Por tradición, sólo había dos personas que tuvieran acceso al santuario interior. Eran el Sumo Sacerdote y el otro sacerdote, el que no era sumo.
Llevaban allí muchos años, y se turnaban en el puesto del sumo. Era un trabajo con pocas exigencias, ya que la mayor parte de los fíeles en potencia acababan empalados, aplastados, envenenados o triturados por las trampas automáticas, antes de que consiguieran siquiera acercarse a la cajita con el dibujo de un termómetro que había en la sacristía.[26]
Estaban jugando al Porque junto al altar principal, a la sombra misma de la estatua cubierta de Gemas de Offler En Persona, cuando oyeron el crujido lejano de la puerta de entrada.
El Sumo Sacerdote ni siquiera se molestó en levantar la vista.
—Vaya —dijo—. Ahí viene otro candidato para la gran piedra rodante.
Se oyó un golpe terrible, el sonido de algo rodando y un chirrido contra el suelo. Al final, otro golpe.
—Ya está —siguió el Sumo Sacerdote—. Bueno, ¿cómo iban las apuestas?
—Dos guijarros —le informó el sacerdote no sumo.
—Bieeen.
—El Sumo Sacerdote examinó sus cartas—. Vale, veo tus dos guij...
Oyeron el sonido tenue de unas pisadas.
—Aquel tipo del látigo, el de la semana pasada, llegó hasta la estaca gigante —dijo el sacerdote no sumo.
Se escuchó un sonido como el que habría podido emitir la cisterna de un retrete muy viejo. El ruido de las pisadas se interrumpió. El Sumo Sacerdote sonrió.
—Bieeen —dijo—. Veo tus dos guijarros y apuesto otros dos más.
El sacerdote no sumo mostró sus cartas.
—Doble Porque —dijo.
El Sumo Sacerdote las examinó con desconfianza. El sacerdote no sumo consultó un trozo de papel.
—Ahora ya me debes trescientos mil novecientos sesenta y cuatro guijarros —le informó.
Se oyó el sonido de unas pisadas. Los sacerdotes se miraron.
—Hacía tiempo que no llegaba ninguno al pasillo de los dardos envenenados —señaló el Sumo Sacerdote.
—Van cinco a que lo consigue.
—Hecho. Oyeron el débil tintineo de las puntas metálicas chocando contra la piedra.
—Casi me da vergüenza quedarme con tus guijarros.
Se oyeron de nuevo las pisadas.
—Muy bien, pero aún queda... —Un crujido, un chapuzón en el agua— Queda el tanque de los cocodrilos.
Se oyeron pisadas.
—Nadie ha pasado nunca del temible guardián de los portales...
Los sacerdotes se miraron, espantados.
—Oye —dijo el que no era sumo con un hilo de voz—, no creerás que es...
—¿Aquí? Anda ya. Estamos en medio de una selva, no te olvides. —El Sumo Sacerdote trató de esbozar una sonrisa—. No hay manera de que...
Las pisadas se acercaron más.
Los sacerdotes se aferraron el uno al otro, en el paroxismo del terror.
—¡La señora Cake!
Las puertas explotaron hacia dentro. Un viento sombrío azotó la habitación, apagando las velas y dispersando las cartas como si fueran copos de nieve moteados.
Los sacerdotes oyeron el tintineo de un diamante muy grande al ser extraído de su órbita ocular.
GRACIAS.
Un rato más tarde, cuando les pareció que ya no iba a suceder nada más, el sacerdote que no era sumo buscó a tientas una caja de yescas y, tras varios intentos fallidos, consiguió encender una vela.
Los dos sacerdotes alzaron la vista entre las sombras, hacia la estatua. Un agujero negro se abría donde antes había habido un diamante muy grande.
Pasaron unos momentos más. Luego el Sumo Sacerdote suspiró.
—Bueno, míralo por el lado bueno. Aparte de nosotros, ¿quién lo va a saber?
—Claro. No se me había ocurrido. Oye, ¿me dejas ser Sumo Sacerdote mañana?
—No te toca hasta el jueves.
—Anda...
El Sumo Sacerdote se encogió de hombros y se quitó el sombrero de Sumo Sacerdote.
—La verdad, esto me deprime —dijo, mirando de soslayo la desvalijada estatua—. Hay gente que no sabe comportarse en un templo.
La Muerte cruzó el mundo y aterrizó una vez más en el patio de la granja. El sol brillaba en el horizonte cuando llamó a la puerta de la cocina.
La señorita Flitworth le abrió, secándose las manos con el delantal.
Entrecerró los ojos miopes para ver al visitante, y luego dio un paso hacia atrás.
—¿Bill Puerta? Me ha dado un buen susto...
LE HE TRAÍDO UNAS FLORES.
Ella contempló los tallos secos, muertos.
Y TAMBIÉN UN SURTIDO DE BOMBONES, DE LOS QUE LES GUSTAN A LAS DAMAS.
La mujer miró la caja negra.
Y AQUÍ TIENE UN DIAMANTE PARA QUE SE HAGA AMIGO SUYO.
La piedra brillaba con los últimos rayos del sol. Por fin, la señorita Flitworth consiguió recuperar la voz.
—Bill Puerta, ¿qué demonios pretende?
QUIERO LLEVARLA LEJOS DE TODO ESTO.
—¿Sí? ¿Adónde?
La Muerte no había hecho tantos planes.
¿ADÓNDE QUIERE IR?
—Esta noche no pienso ir a ningún sitio más que al baile —replicó la señorita Flitworth con firmeza.
Desde luego, aquello tampoco entraba en los planes de la Muerte.
¿QUÉ BAILE ES ÉSE?
—El baile de la cosecha, ya sabe. Es la tradición. Se celebra cuando ya se ha recogido la cosecha, es una fiesta de acción de gracias.
¿DE GRACIAS A QUIÉN?
—Ni idea. A nadie en concreto, supongo. Debe de ser un agradecimiento en general.
HABÍA PENSADO EN LLEVARLA A VER MARAVILLAS. LAS MEJORES CIUDADES. LO QUE USTED QUISIERA.
—¿Lo que yo quisiera?
SÍ.
—Entonces, Bill Puerta, iremos al baile. Voy todos los años. La gente espera verme. Ya sabe.
SÍ, SEÑORITA FLITWORTH.
Extendió el brazo y le tocó la mano.
—¿Cómo? ¿Ya? Aún no estoy preparada...
MIRE.
La anciana contempló lo que llevaba puesto de repente.
—Este vestido no es mío. Es todo brillante.
La Muerte suspiró. Los grandes amantes a lo largo de la historia, nunca se habían tropezado con la señorita Flitworth. Incluso el mismísimo Enano Casavieja habría renunciado a su escalera.
SON DIAMANTES. EL RESCATE DE UN REY EN DIAMANTES.
—¿De qué rey?
DE CUALQUIER REY.
—Bah.
Binky trotaba con tranquilidad por el camino que llevaba al pueblo. Tras las distancias del infinito, era un alivio encontrarse en un simple sendero polvoriento.
Sentada de lado tras la Muerte, la señorita Flitworth exploraba los crujientes contenidos de la caja de Hechizos Oscuros.
—Vaya —refunfuñó—, alguien se ha comido todas las trufas de ron. —Se oyó el crujido de más papel—. Y también las de la segunda capa. Me molesta muchísimo que la gente empiece a comerse los bombones de la segunda capa antes de que se acaben los de la primera. Sé que había trufas de ron porque lo pone en la cara de dentro de la tapa. A ver, ¿ha sido usted, Bill Puerta?
LO SIENTO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Este diamante grande es un poco pesado. Aunque es bonito —añadió, rezongante—. ¿De dónde lo ha sacado?
DE ALGUIEN QUE PENSABA QUE ERA LA LÁGRIMA DE UN DIOS.
—¿Es la lágrima de un dios?
NO. LOS DIOSES NUNCA LLORAN. NO ES MÁS QUE UN TROZO DE CARBÓN QUE HA SIDO SOMETIDO A UNA GRAN PRESIÓN Y ALTAS TEMPERATURAS.
—Dentro de cada pedazo de carbón hay un diamante escondido, ¿no?
ASÍ ES, SEÑORITA FLITWORTH.
Durante un rato no se oyó más sonido que el de los cascos de Binky.
—Sé lo que está pasando —dijo al final la señorita Flitworth, no sin cierta malicia— Vi cuánta arena. Así que usted ha pensado: «No es mala persona, la vieja, haré que se lo pase bien unas horas y, cuando menos se los espere, será hora de cosecharla». ¿No es eso?
La Muerte no dijo nada.
—Es verdad, ¿a que sí?
NO LE PUEDO OCULTAR NADA, SEÑORITA FLITWORTH.
—Ya. Supongo que debería sentirme adulada, ¿no? Seguro que ha tenido usted montones de citas, en sus tiempos.
MUCHAS MÁS DE LAS QUE PUEDA IMAGINAR, SEÑORITA FLITWORTH.
—Bueno, dadas las circunstancias será mejor que vuelva a llamarme Renata.
Había una hoguera en el prado, más allá de la zona donde se practicaba el tiro con arco. La Muerte divisó algunas figuras que se movían ante ella. Algún que otro chirrido torturado indicaba que alguien estaba afinando un violín.
—Siempre vengo al baile de la cosecha —le informó la señorita Flitworth en tono coloquial—. Aunque no bailo, claro. Por lo general, me encargo de la comida y todo eso.
¿POR QUÉ?
—Bueno, alguien se tiene que encargar de la comida.
QUIERO DECIR QUE POR QUÉ NO BAILA.
—Pues porque soy vieja.
UNO TIENE LA EDAD QUE CREE.
—¡Ja! ¿De verdad? ¿Sí? Ésa es la típica tontería que dice la gente. Todos te dicen, cielos, qué buena cara tienes. Te dicen, aún te queda chispa. Se tocan buenas melodías con un violín viejo. Y todas esas bobadas. Es una estupidez. ¡Como si ser viejo fuera una alegría para nadie! ¡Como si se ganara algo tomándoselo con filosofía! Mi cabeza sabe cómo pensar en joven, pero mis rodillas no tienen ni la menor idea. Ni mi espalda. Ni mis dientes. A ver, intente decirles a mis dientes que tienen la edad que creen, verá de lo que le sirve a usted. O a ellos.
VALE LA PENA INTENTARLO.
Aparecieron más figuras ante la hoguera. La Muerte alcanzó a ver unas cuantas cuerdas llenas de banderines.
—Los mozos del pueblo suelen poner un par de puertas de granero en el suelo y las clavan para hacer una especie de tarima —señaló la señorita Flitworth—. Así todo el mundo puede bailar.
¿BAILES FOLCLÓRICOS? —preguntó la Muerte con tono de cansancio.
—No. Aquí tenemos dignidad, oiga.
PERDONE.
—Eh, es Bill Puerta, ¿no? —preguntó de repente una figura que salía de la oscuridad.
—¡Es el bueno de Bill!
—¡Hola, Bill! La Muerte contempló el círculo de rostros inocentes.
HOLA, AMIGOS MÍOS.
—Se decía que te habías marchado —dijo Duque Bottomley.
Miró a la señorita Flitworth cuando la Muerte la ayudó a bajar del caballo. La voz le falló unos instantes mientras trataba de analizar la situación.
—Esta noche está... chispeante, señorita Flitworth —consiguió decir en tono galante.
El aire olía a hierba húmeda, cálida. La orquesta de aficionados todavía se estaba colocando bajo los toldos.
Había mesas montadas en caballetes, abarrotadas con esa clase de comida que se suele asociar con la palabra «aperitivos»: empanadas de carne como brillantes fortalezas militares, jarras de demoníacas cebollas en escabeche, patatas asadas ahogándose en un océano de colesterol en forma de mantequilla fundida... Algunos de los ancianos del lugar se habían situado ya en los bancos junto a las mesas, y masticaban la comida con estoicismo aunque sin dientes, con aspecto de estar dispuestos a seguir allí toda la noche si fuera necesario.
—Siempre es agradable ver a la gente mayor divirtiéndose —señaló la señorita Flitworth.
La Muerte miró a los comensales. La mayor parte de ellos eran más jóvenes que la señorita Flitworth.
Se oyeron unas risitas procedentes de algún lugar en la aromática oscuridad, más allá de la hoguera.
—Y a los jóvenes —añadió la señorita Flitworth, ecuánime—. Teníamos un dicho relativo a esta época del año. A ver..., era algo así como... «El maíz cortado, las nueces maduras, las faldas arriba...». Y no sé qué más. —Suspiró—. El tiempo vuela, ¿eh?
SÍ.
—¿Sabe una cosa, Bill Puerta?, a lo mejor tenía usted razón en eso del pensar con optimismo. Esta noche me encuentro mucho mejor.
¿SÍ?
La señorita Flitworth contempló la pista de baile con gesto especulativo.
—Cuando era jovencita, bailaba muy bien. Podía bailar hasta tumbar a cualquiera. Durante toda la noche. Hasta que salía el sol.
Alzó los brazos y se quitó las gomas que le sujetaban el pelo en un moño prieto. Sacudió la cabeza para que le cayera sobre los hombros en una cascada blanca.
—Supongo que sabrá usted bailar, Bill Puerta.
DE MARAVILLA, SEÑORITA FLITWORTH.
Bajo el toldo de la orquesta, el primer violín hizo un gesto a sus compañeros músicos, se puso el violín bajo la barbilla y dio unos golpes a los tablones con el pie...
—¡Uuuno! ¡Dooos! ¡Uuun, dooos, tres, cuatro...!
Imaginad un paisaje, con la luz anaranjada de la luna creciente deslizándose por el cielo. Y, abajo, el círculo de luz de una hoguera en la noche.
Sonaron las antiguas melodías conocidas por todo el mundo, los bailes de plaza, las aspas de danzarines, las espirales, movimientos complejos que, si los bailarines hubieran llevado luces, habrían dibujado diagramas intrincados, más allá de la física corriente. Eran el tipo de bailes que hacen gritar cosas extrañas a la gente, sin que luego nadie se sienta en absoluto avergonzado hasta que pasa mucho tiempo.
Cuando hubieron retirado las bajas, los supervivientes se dedicaron a la polka, la mazurka, el foxtrot, el foxgalope y toda una serie de pasos del caballo. Después pasaron a los bailes en que parte de la gente forma un arco y la otra parte danza bajo él (por cierto, es un baile basado en el recuerdo popular de las ejecuciones). Hubo otras danzas, en las que la gente forma un círculo. Estas por lo general se basan en el recuerdo popular de las plagas.
A lo largo de todo aquello, dos figuras bailaron como si no existiera el mañana.
El primer violín tenía la remota conciencia de que, cada vez que se detenía para tomar aliento, una de las figuras se acercaba a él sin dejar de bailar, y le susurraba junto al oído:
CONTINUARÁS, TE LO ASEGURO.
Cuando se detuvo la segunda vez, un diamante tan grande como su puño cayó sobre los tablones junto a él. Otra figura más menuda se apartó del grupo sin dejar de bailar, y le susurró:
—Si no sigues tocando, William Spigot, me encargaré personalmente de que tu vida sea un tormento.
Y regresó a la marea de cuerpos.
El violinista recogió el diamante. Habría servido para pagar el rescate de cinco reyes, de cinco reyes cualesquiera. Se apresuró a ocultarlo con un pie.
—Más energía para tu codo, ¿eh? —dijo el que tocaba el tambor, sonriendo.
—¡Cállate y toca!
Se dio cuenta de que en la punta de sus dedos aparecían melodías que su cerebro nunca había conocido. El tamborilero y el flautista tenían la misma sensación. La música les llegaba de fuera, de alguna parte. No eran ellos los que la tocaban. La música los tocaba a ellos.
ES HORA DE QUE COMIENCE UN NUEVO BAILE.
—Duuurrr ump-da-dum-dum —tarareó el violinista.
El sudor le corría hasta la barbilla. Se vio lanzado a una melodía diferente.
Los bailarines se detuvieron un instante, sin saber muy bien qué pasos debían realizar. Pero una de las parejas se movió con seguridad entre la gente, en un movimiento depredador, con los brazos estirados como el de un galeón asesino. Al llegar al final de la pista, se dieron la vuelta en un revolotear de miembros que pareció desafiar las leyes normales de la anatomía, y emprendieron un avance angular por entre la gente.
—¿Cómo se llama esto?
TANGO.
—¿Y no es ilegal?
CREO QUE NO.
—Sorprendente.
La música cambió.
—¡Esto lo conozco! ¡El baile de las corridas de toros de Quirmish! ¡Ole!
¿«CON LECHE»?
De pronto, un retumbar de sonidos huecos acompañó a la música en su ritmo.
—¿Quién está tocando las maracas?
La Muerte sonrió.
¿MARACAS? YO NO NECESITO... MARACAS.
Y entonces, llegó el ahora. La luna era un fantasma de sí misma cerca del horizonte. En el otro estaba el brillo lejano del día que se aproximaba. Dejaron la pista de baile. Fuera lo que fuera lo que había estado impulsando a la orquesta durante toda la noche, se fue desvaneciendo lentamente, los músicos se miraron unos a otros. Spigot, el violinista, bajó la vista hacia la gema. Todavía la tenía allí.
El tamborilero se masajeó las muñecas para recuperar la circulación de la sangre. Spigot, impotente, miró a los agotados bailarines.
—Bueno... —dijo. Y alzó el violín una vez más.
La señorita Flitworth y su acompañante escucharon de entre la neblina que se deslizaba sobre los prados, a la luz del amanecer. La Muerte reconoció el ritmo lento, insistente. Le hizo pensar en figuritas de madera, que giraban a través del tiempo hasta que se acababa la cuerda.
ÉSE NO LO CONOZCO.
—Es el último vals.
NO CREO QUE EXISTA ESO.
—¿Sabe? —dijo la señorita Flitworth—, llevo toda la noche preguntándome cómo va a suceder. Cómo lo va a hacer usted. Quiero decir, la gente se tiene que morir de algo, ¿no? Pensé que a lo mejor era de agotamiento, pero en mi vida me había encontrado mejor. Me lo he pasado de maravilla, y ni siquiera tengo la respiración acelerada. Ha sido una auténtica delicia, Bill Puerta, y yo...
Se detuvo.
—Yo no estoy respirando, verdad.
No era una pregunta. La mujer alzó una mano, se la puso ante la cara y sopló.
NO.
—Ah, ya. En mi vida me había encontrado mejor..., ¡ja! Bueno..., ¿y cuándo fue?
¿SE ACUERDA CUANDO ME VIO? ME DIJO QUE LE HABÍA DADO UN BUEN SUSTO...
—¿Sí?
LE DI UN SUSTO DE MUERTE.
La señorita Flitworth no pareció oírle. Seguía moviendo la mano ante su rostro, como si se la estuviera viendo por primera vez.
—Veo que ha hecho usted unos cuantos cambios, Bill Puerta —dijo.
NO. ES LA VIDA LA QUE HACE MUCHOS CAMBIOS.
—Es que parezco joven.
A ESO ME REFERÍA.
Chasqueó los dedos. Binky dejó de pastar junto al seto, y trotó hacia ellos. La señorita Flitworth suspiró.
—A veces he pensado..., a menudo he pensado que todo el mundo tenía una especie de edad natural. Hay niños de diez años que se comportan como si tuvieran treinta y cinco. Hay gente que nace ya en la edad madura. Es bonito pensar que siempre he tenido... —Bajó la vista para examinarse—. Oh, pongamos dieciocho años. Toda mi vida. Por dentro.
La Muerte no dijo nada. La ayudó a subir al caballo.
—Cuando se ve lo que hace la vida con la gente, usted no parece tan malo —siguió ella, nerviosa.
La Muerte chasqueó los dientes. Binky echó a andar.
—¿Nunca ha visto a la Vida?
LA VERDAD ES QUE NO.
—Debe de ser una cosa grande, blanca, chispeante. Como una tormenta eléctrica con faldas —sugirió la señorita Flitworth.
NO ME PARECE PROBABLE.
Binky ascendió hacia el cielo de la mañana.
—En fin..., muerte a todos los tiranos —sonrió la señorita Flitworth.
SÍ.
—¿Adónde vamos?
Binky había emprendido el galope, pero el paisaje bajo ellos no se movía.
—Tiene usted un caballo precioso —añadió la señorita Flitworth con voz temblorosa.
SÍ.
—Pero ¿qué hace?
COGER VELOCIDAD.
—¡Si no nos move...!
Desaparecieron.
Reaparecieron.
El paisaje era de nieve y hielo verde entre montañas escarpadas. No eran montañas viejas, erosionadas por el tiempo y por el clima, con suaves laderas nevadas. Eran montañas jóvenes, ceñudas, adolescentes. Ocultaban precipicios secretos y despeñaderos despiadados. Un gritito tirolés fuera de lugar no atraería sólo los ecos alegres de las cabras extraviadas, sino también cincuenta toneladas de nieve por paquete expreso.
El caballo aterrizó en un banco de nieve que, por su apariencia, no debería haber sido capaz de soportar ni una fracción de su peso. La Muerte desmontó y ayudó a bajar a la señorita Flitworth. Echaron a andar sobre la nieve, hasta un sendero cubierto de lodo que se enroscaba a la ladera de la montaña.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó el espíritu de la señorita Flitworth.
NUNCA ME DEDICO A ESPECULAR SOBRE ASUNTOS CÓSMICOS.
—Me refiero a por qué estamos en esta montaña. En esta geografía —le explicó ella con paciencia.
ESTO NO ES GEOGRAFÍA
—¿Y qué es?
HISTORIA.
Doblaron una curva del sendero. Allí había un poni. Estaba cargado de sacos, y se estaba comiendo un arbusto. El sendero terminaba en un muro de nieve sospechosamente limpia.
La Muerte se sacó un reloj de arena de entre los pliegues de la túnica.
AHORA —dijo.
Y entró en la nieve.
Ella lo miró un instante, y se preguntó si también sería capaz de hacer lo mismo. La solidez era un vicio, y costaba mucho dejarlo.
Pero, de pronto, no necesitó hacerlo.
Alguien salió.
La Muerte ajustó las riendas de Binky, y montó. Se detuvo un instante para observar a las dos figuras que se alzaban junto a la avalancha. Se iban esfumando, ya eran casi invisibles, sus voces eran casi tan inaudibles como el aire.
—Y todo lo que me dijo el tipo fue «ALLÁ DONDE VAYÁIS, IRÉIS JUNTOS». Yo le pregunté, ¿adonde? Y él me dijo que no tenía ni idea. ¿Qué ha pasado?
—Rufus..., esto te va a resultar difícil de creer, mi amor...
—¿Y quién era ese enmascarado?
Los dos miraron a su alrededor.
Allí no había nadie.
En el pueblo de las Montañas del Carnero, donde saben de verdad bailar el Morris, sólo lo bailan una vez, al amanecer, el primer día de la primavera. Luego no lo vuelven a bailar en todo el verano. Total, ¿para qué? ¿De qué iba a servir?
Pero en cierto día, cuando las noches se acercan, los bailarines salen de trabajar más temprano y sacan de los desvanes y los baúles el otro traje, el negro, y las otras campanillas. Se dirigen hacia un valle por caminos separados, entre los árboles sin hojas. No hablan. No hay música. Resulta difícil imaginar qué clase de música sería si la hubiera.
Las campanillas no suenan. Están hechas de octihierro, un metal mágico. Pero no son precisamente campanillas silenciosas. El silencio no es más que la ausencia de ruido. Estas campanas emiten lo contrario del ruido, una especie de silencio pesado.
Y, en la fría tarde, mientras la luz se retira del cielo, entre las hojas heladas y el aire húmedo, bailan el otro Morris. Por el equilibrio de las cosas.
Dicen que hay que bailar los dos. Si no, no se puede bailar ninguno.
Windle Poons echó a andar distraídamente sobre el Puente de Latón. En Ankh-Morpork, era esa hora del día en que los habitantes de la noche se iban a la cama, y los habitantes del día empezaban a despertar. Para variar, no se veía a muchos, ni de unos ni de otros.
Windle se había sentido impulsado a ir allí, a aquel lugar, aquella noche, en aquel momento. No era exactamente la misma sensación que percibió cuando supo que iba a morir. Era más bien la percepción de que una rueda dentada encaja en el reloj..., de que las cosas giran, los muelles se tensan, y ahí es donde debes estar...
Se detuvo, y se inclinó sobre la baranda. El agua oscura, o en su defecto el lodo fluido, lamía los pilares de piedra. Había una vieja leyenda..., ¿cómo era? Si tirabas una moneda al Ankh desde el Puente de Latón, tarde o temprano volverías. ¿O era si te tirabas tú al Ankh? Seguramente lo primero. La mayor parte de los ciudadanos, si tiraban una moneda al río, volverían casi con toda seguridad, aunque sólo fuera para buscar la moneda.
Una figura salió de entre la niebla. El mago se puso tenso.
—Buenos días, señor Poons.
Windle se permitió relajarse un poco.
—Ah, hola, sargento Colon. Creía que era otro.
—No, señor, soy yo —dijo el guardia alegremente—. Siempre vuelvo, como la mala moneda.
—Veo que ha transcurrido otra noche sin que nadie intente robar el puente, sargento. Bien hecho.
—Toda precaución es poca, es lo que siempre digo yo.
—Estoy seguro de que los ciudadanos pueden dormir tranquilos, cada uno en cama ajena, sabiendo que nadie se llevará este puente de cinco mil toneladas durante la noche —señaló Windle.
A diferencia de Modo el enano, el sargento Colon sí conocía el significado de la palabra ironía. Pensaba que tenía algo que ver con las recetas médicas. Dirigió a Windle una sonrisa respetuosa.
—Hay que pensar deprisa para mantenerse un paso por delante de los criminales internacionales de hoy en día, señor Poons —dijo.
—Bien hecho. Eh..., supongo que..., que no ha visto a nadie más por aquí, ¿verdad?
—No, esto es un aburrimiento de muerte —respondió el sargento. Entonces, recordó las circunstancias—. Sin ánimo de ofender —añadió.
—Oh.
—Bueno, pues me voy —dijo Colon.
—Claro. Claro.
—¿Se encuentra bien, señor Poons?
—Claro. Claro.
—No se irá a tirar al río otra vez, ¿verdad?
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
—Oh. Bien. Pues nada, buenas noches. —Titubeó un instante—. Vaya, que despistado soy —añadió—. Hay un tipo, allí, que me dio esto para usted.
Le tendió un sobre sucio.
Windle escudriñó entre la niebla.
—¿Qué tipo?
—Aquél de..., vaya, se ha marchado. Era alto, un tanto raro. Windle desdobló el pedazo de papel, en el que aparecía escrito: OOOoooEeeeOooEeeeOOOeee.
—Ah —asintió.
—¿Malas noticias? —se interesó el sargento.
—Depende del punto de vista —sonrió Windle.
—Oh. Bueno. Bien. Entonces..., vaya, buenas noches.
—Adiós.
El sargento Colon titubeó un instante. Luego se encogió de hombros y echó a andar.
Cuando se hubo alejado, la sombra qué había tras él se adelantó y sonrió.
¿WINDLE POONS?
Windle no se dio la vuelta.
—¿Sí?
Por el rabillo del ojo, vio un par de brazos huesudos que se apoyaban en la baranda. Se oyeron los susurros tenues de alguien que se acomoda en un lugar. Luego se hizo un silencio tranquilo.
—Ah —asintió el mago—. Supongo que querrás que nos vayamos...
NO HAY PRISA.
—Es que, como siempre eres tan puntual...
DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS, LA COSA NO VA DE UNOS POCOS MINUTOS.
Windle asintió. Se quedaron así un rato, en silencio absoluto, mientras a su alrededor la ciudad empezaba a despertar.
—¿Sabes? —empezó Windle—, esta otra vida es estupenda. ¿Dónde estabas?
OCUPADO.
En realidad, Windle no le prestaba atención.
—He conocido a gente que ni siquiera sabía que existiera. He hecho montones de cosas. He llegado a saber quién es en realidad Windle Poons.
¿Y QUIÉN ES?
—Windle Poons.
VAYA, HA DEBIDO DE SER TODA UNA SORPRESA.
—Bueno, pues sí.
DESPUÉS DE TANTOS AÑOS, Y TÚ NI SIQUIERA LO HABÍAS SOSPECHADO.
Windle Poons conocía muy bien el significado de la palabra ironía. Y también le resultaba familiar la palabra sarcasmo.
—Sí, para tí todo está muy bien —refunfuñó.
PUEDE.
Windle volvió a mirar el río.
—Ha sido estupendo —dijo—. Después de tanto tiempo..., es importante sentirse necesario.
SÍ. PERO... ¿POR QUÉ?
Windle pareció sorprendido.
—Ni idea. ¿Cómo quieres que lo sepa yo? Supongo que porque todos estamos metidos en esto juntos. Porque no dejamos a los nuestros ahí dentro. Porque llevas mucho tiempo muerto. Porque cualquier cosa es mejor que estar solo. Porque los seres humanos son seres humanos.
Y SEIS PENIQUES SON SEIS PENIQUES. PERO EL MAÍZ NO ES SÓLO MAÍZ,
—¿No?
NO.
Windle se volvió a apoyar en la baranda. La piedra del puente aún seguía cálida del día anterior.
Para su sorpresa, la Muerte también se apoyó.
PORQUE VOSOTROS SOIS TODO LO QUE TENÉIS —dijo.
—¿Qué? Oh. Sí. Eso también. Ahí fuera hay un universo muy grande y muy frío.
NI TE LO IMAGINAS.
—No basta con una vida.
YO NO DIRÍA TANTO.
—¿Mmm?
¿WINDLE POONS?
—¿Sí?
FUE TU VIDA
Y así, con gran alivio, una sensación de optimismo y la firme creencia de que todo habría podido salir mucho peor, Windle Poons murió.
En la noche, Reg Shoe miró a un lado y al otro, se sacó una brocha y un bote de pintura del interior de la chaqueta, e hizo una pintada en la pared que le quedaba más cerca: «Dentro de cada persona viva hay una persona muerta que sólo espera su oportunidad...».
Y entonces, todo acabó. Fin.
La Muerte estaba junto a la ventana de su oscuro despacho, contemplando el jardín. Nada se movía en sus silenciosos dominios. Los lirios negros florecían junto al estanque de las truchas, donde pescaban pequeños esqueletos de gnomos fabricados en yeso. A lo lejos, se divisaban las montañas.
Era su propio mundo. No aparecía en ningún mapa.
Pero, ahora, le faltaba algo.
La Muerte eligió una guadaña de la panoplia que colgaba en la pared de la gran habitación. Pasó junto al enorme reloj sin manecillas, y salió al exterior. Caminó por el bosquecillo negro, donde Albert estaba trabajando en las colmenas, y llegó hasta un pequeño promontorio, en los límites del jardín. Más allá, hacia las montañas, sólo había tierra informe. Habría soportado su peso, tenía una especie de existencia, pero nunca había encontrado motivos para definirla más.
Al menos hasta entonces.
Albert llegó junto a él. Unas cuantas abejas negras zumbaban aún junto a su cabeza.
—¿Qué estás haciendo, señor? —preguntó.
RECORDAR. ¿Eh? RECUERDO CUANDO TODO ESTO ERAN ESTRELLAS. ¿Cómo eran? Ah, sí... Chasqueó los dedos. Aparecieron prados, siguiendo las suaves curvas de la tierra.
—Dorados —señaló Albert—. Qué bonitos. Siempre había pensado que aquí nos vendría bien un poco más de color.
La Muerte sacudió la cabeza. No, aún no era lo que buscaba. Se dio cuenta de que allí faltaba algo. Los cronómetros de las vidas, la gran habitación impregnada con el sonido del tiempo al transcurrir era eficaz y necesaria. Hacía falta tener algo así para garantizar el orden. Pero también...
Chasqueó los dedos de nuevo, y apareció una suave brisa. Los campos de maíz se movieron, las espigas se inclinaron sobre la ladera.
¿ALBERT?
—¿Sí, señor?
¿NO TIENES NADA QUE HACER?
—Creo que no, señor.
ALGO LEJOS DE AQUÍ.
—Ah. Quiere decir que le gustaría estar solo —asintió Albert.
SIEMPRE ESTOY SOLO. PERO AHORA LO QUE QUIERO ES ESTAR SOLO A SOLAS.
—Claro. Me iré a hacer..., eh..., algún trabajo en el patio de atrás.
BIEN.
La Muerte se quedó a solas, contemplando el movimiento de las espigas ante la brisa. Por supuesto, no eran más que una metáfora, claro. La gente era algo más que el maíz. Vivían vidas pequeñas, ajetreadas, literalmente al son del reloj, llenando sus vidas con el puro esfuerzo de vivir. Y todas las vidas tenían exactamente la misma duración. Incluso las más largas, y las más cortas. Al menos, desde el punto de vista de la eternidad.
En algún lugar de su interior, la voz tenue de Bill Puerta dijo: desde el punto de vista del propietario, las largas son las mejores.
KIIIK.
La Muerte bajó la vista.
Había una pequeña figura a sus pies.
Extendió un brazo y la cogió. La levantó hasta la altura de sus órbitas oculares.
SABÍA QUE ME FALTABA ALGO.
La Muerte de las ratas asintió.
¿KIIIK?
La Muerte sacudió la cabeza.
NO. NO LO PUEDO PERMITIR —dijo—. NO TENGO INTENCIÓN DE CONCEDER FRANQUICIAS.
¿KIIIK?
¿ERES EL ÚNICO QUE QUEDA?
La Muerte de las Ratas abrió una pequeña mano esquelética. La diminuta Muerte de las Pulgas alzó la vista, avergonzada, pero con esperanzas.
NO. NO ES POSIBLE. SOY IMPLACABLE. SOY LA MUERTE. ESTOY... SOLO.
Miró a la Muerte de las Ratas. Recordó a Azrael, en su torre de soledad.
SOLO...
La Muerte de las Ratas le devolvió la mirada.
¿KIIIK?
Imaginad a una figura alta, sombría, en medio de un campo de maíz...
NO, NO PUEDES IR A LOMOS DE UN GATO. ¿QUIÉN SE IMAGINA A LA MUERTE DE LAS RATAS MONTANDO EN UN GATO? LA MUERTE DE LAS RATAS TIENE QUE IR EN UNA ESPECIE DE PERRO.
Imaginad más campos, un entramado de prados que se extiende hasta el horizonte, ondulando suavemente...
¿Y A MÍ QUÉ ME CUENTAS? NO TENGO NI IDEA. QUIZA UN TERRIER.
... prados de maíz, vivos, susurrando ante la brisa...
BUENO, Y LA MUERTE DE LAS PULGAS TAMBIÉN PUEDE HACER LO MISMO. ASI MATARÉIS DOS PÁJAROS DE UN TIRO.
... al ritmo del reloj de las estaciones.
METAFÓRICAMENTE.
Y, al final de todas las historias, Azrael, que conocía el secreto, pensó: RECUERDO CUANDO TODO ESTO EMPEZARÁ DE NUEVO.