El Rey Verence I de Lancre es asesinado por su primo, el Duque Felmet, y la corona del Rey y su bebé son entregados por un sirviente a las tres brujas. Las brujas le encargan a una compañía de actores viajantes, tomando en cuenta que el destino se encaminará (eventualmente) y que Tomjon crecerá para derrocar al Duque Felmet.
Sin embargo, el reino (la tierra, y el colectivo de la gente) esté enojado, y no quiere esperar quince años, así que las brujas mueven el reino completo hacia el futuro. Mientras tanto, el Duque ha decidido que quiere una obra de teatro para mostrar su benevolencia en términos que el pueblo entienda. Manda a su bufón a Ankh-Morpork, quien termina contratando a la misma compañía de actores en la que se encuentra Tomjon, para escribirla e interpretarla.
Terry Pratchett
Brujerías
Una novela del Mundodisco
Traducción de
Cristina Macía
Título original: Wyrd Sisters
Ilustración de portada: © Ron Kirby
Publicado originalmente por Victor Gollancz Ltd.,
un sello de Orion
Publishing Group Ltd., Londres
© 1988, Terry Pratchett
© de la traducción, Cristina Macía
© 1999, Random House Mondadori, S.A.
© 2008, de esta edición Ediciones Al taya S.A.
ISBN: 978-84-487-2293-7
Depósito legal: NA-2405-2008
Impreso en España por Rodesa
El viento aullaba. El relámpago apuñalaba la tierra erráticamente, como un asesino inexperto. El trueno retumbaba sobre las oscuras colinas azotadas por la lluvia.
La noche era tan negra como las entrañas de un gato. De verdad, era de esas noches en que los dioses mueven a los hombres como si fueran peones, en el tablero de ajedrez del destino. En medio de la tormenta, una hoguera brillaba entre los arbustos empapados, como la locura en los ojos de una comadreja. Iluminaba a tres figuras encorvadas. El caldero burbujeaba.
—¿Cuándo volveremos a reunimos? —preguntó una voz seca, sobrecogedora.
Hubo una pausa.
Por fin, otra voz respondió, en tono mucho más normal:
—Bueno, a mí me va bien el martes que viene.
* * *
Por las profundidades insondables del espacio nada la tortuga estelar, Gran A’Tuin, que transporta sobre su caparazón a los cuatro elefantes gigantes que a su vez soportan sobre sus lomos la masa del Mundodisco. En torno a ellos giran un pequeño sol y una luna diminuta. Dibujan una órbita muy complicada para provocar los cambios de estación, así que debe de ser el único lugar del universo donde a veces un elefante tiene que levantar una pata para dejar pasar al sol.
Quizá nunca sepamos exactamente el porqué de esto. Es posible que el Creador del universo se aburriera de tanta inclinación axial, albedo y velocidad de rotación, y decidiera divertirse un ratito.
No hace falta ser un genio para suponer que los dioses de un mundo así no deben de jugar al ajedrez, y así es. La verdad es que ningún dios juega al ajedrez. Les falta imaginación. Los dioses prefieren juegos más sencillos y salvajes, donde uno No Expande Su Intelecto sino que se Va A La Porra Directamente. Para comprender toda religión es imprescindible saber que a los dioses les divierte ver a las niñas saltando a la comba con alambres de púas.
La magia es lo que mantiene la consistencia del Mundodisco, es una magia generada por su mismo girar, una magia entretejida como hilos de seda a la estructura subyacente de su existencia, una magia que sutura las heridas de la realidad.
Buena parte de ella termina en las Montañas del Carnero, que se extienden desde las llanuras heladas cercanas al Eje, atraviesan los archipiélagos y llegan hasta los mares cálidos que se vierten interminablemente al espacio por el Borde.
La magia pura es invisible, pero crepita de cumbre en cumbre, y se entierra en las montañas. De las Montañas del Carnero ha surgido la mayor parte de los magos y brujas del mundo. En las Montañas del Carnero, las hojas de los árboles se mueven incluso cuando no hay brisa. Las rocas pasean antes de cenar.
Hasta la tierra, de vez en cuando, parece viva...
* * *
Y en ocasiones, también el cielo.
La tormenta estaba azotando con todo su entusiasmo. Aquélla era su gran oportunidad. Se había pasado años de gira por provincias, haciendo trabajitos útiles para conseguir experiencia, consiguiendo contactos, y sólo de vez en cuando asaltando a pastores distraídos o hendiendo pequeños robles. Ahora, un hueco en el escalafón del tiempo le había dado su gran oportunidad, y la tormenta se esforzaba al máximo con la esperanza de que la viera alguno de los climas importantes.
Era una buena tormenta. Ponía auténtica pasión en su trabajo, pero sin olvidar la eficacia, y los críticos opinaban que, en cuanto aprendiera a controlar un poco mejor sus truenos, no tardaría en ser una tormenta a tener en cuenta.
Los bosques rugieron sus aplausos, y se llenaron de nieblas y hojas desprendidas.
* * *
En noches como ésta, los dioses, según se ha señalado ya, juegan a cosas que no son el ajedrez con los destinos de los mortales y los tronos de los reyes. Es importante recordar que siempre hacen trampas, del principio al final.
Un coche de caballos recorría a toda velocidad el tortuoso sendero del bosque, se tambaleaba con violencia cuando las ruedas tropezaban en las raíces de los árboles. El conductor azuzaba a los animales, el crujido desesperado de su látigo proporcionaba un interesante contrapunto al rugir de la tempestad.
Tras él (muy poco por detrás, y acercándose) había tres jinetes encapuchados.
En noches como ésta se llevan a cabo acciones malvadas. También buenas, claro. Pero las malas ganan de largo.
* * *
En noches como ésta, las brujas cruzan las fronteras.
Metafóricamente hablando, claro. Porque no les gusta la comida, el agua no es de confianza, y los chamanes son unos mandones. Pero la luna llena se divisaba entre los jirones de nubes, el aire estaba poblado de susurros, y todo apuntaba hacia la magia.
En su claro, desde donde se divisaba el bosque, así hablaron las brujas:
—El martes me toca hacer de canguro —dijo la que no llevaba sombrero, sino una masa de rizos blancos tan espesa que parecía un casco—. Para el pequeño de Jason. Me va mejor el viernes. Date prisa con el té, querida, estoy seca.
La más joven de las tres dejó escapar un suspiro, y vertió parte del agua hirviendo del caldero en una tetera.
La tercera bruja le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.
—Lo dijiste muy bien —le aseguró—. Sólo hay que trabajar un poco más los aullidos. ¿No te parece, Tata Ogg?
—Claro, claro, los aullidos son muy útiles —se apresuró a asentir Tata Ogg—. Ya veo que Abuela Whemper, quenpazdescanse, te ayudó mucho en lo de bizquear.
—Son unos bizquees muy buenos —la apoyó Yaya Ceravieja.
La bruja más joven, que se llamaba Magrat Ajostiernos, se tranquilizó visiblemente. Admiraba mucho a Yaya Ceravieja. En las Montañas del Carnero, todo el mundo sabía que la señora Ceravieja no aprobaba nada demasiado. Si ella decía que era un buen bizqueo, es que Magrat se había mirado las fosas nasales como mínimo.
A diferencia de los magos, que adoran las jerarquías, y cuanto más complicadas mejor, a las brujas no les va mucho eso de la estructuración en la carrera profesional. De cada una depende educar a una niña de su zona para que se encargue de todo cuando ella muera. Las brujas no son gregarias por naturaleza, al menos con otras brujas. Y, desde luego, no tienen líderes.
Yaya Ceravieja era la más respetada de las líderes que no tenían.
A Magrat le temblaban un poco las manos mientras preparaba el té. Todo era muy gratificante, claro, pero también resultaba algo tenso iniciar su vida laboral como bruja de pueblo entre Yaya y Tata Ogg, que vivía al otro lado del bosque. Había sido idea suya crear los aquelarres. Le parecía más..., bueno, más oculto. Para su sorpresa, las otras dos asintieron, o al menos no disintieron demasiado.
—¿Aquel padre? —había dicho Tata Ogg—. ¿Para qué demonios queremos otro padre? Yo ya ni me acuerdo del mío.
—Un aquelarre, Gytha, un aquelarre —le había explicado Yaya Ceravieja—. Ya sabes, como en los viejos tiempos. Una reunión de brujas.
—¿Una juerguecita? —insistió Tata Ogg, esperanzada.
—Nada de bailes —le advirtió Yaya—. No apruebo eso de bailar. Ni cantar, ni emocionarse demasiado, ni todo eso de los ungüentos, ni nada por el estilo.
A Magrat la había decepcionado un poco lo del baile, pero se alegraba de no haber propuesto una o dos ideas más que llevaba preparadas. Rebuscó en la bolsa que había llevado con ella. Era su primera reunión de brujas, y estaba decidida a hacerlo bien.
—¿Alguien quiere una pastita? —ofreció.
Yaya miró fijamente la suya antes de comérsela. Magrat las había horneado dándoles forma de murciélagos. Los ojitos eran pasas.
* * *
El coche de caballos pasaba como una centella junto al lindero del bosque. Se mantuvo unos segundos sobre dos ruedas tras tropezar con una piedra, volvió a ceñirse a las leyes del equilibrio y prosiguió su alocada carrera. Pero ahora iba más despacio. La cuesta era empinada.
El cochero, de pie como si guiara una cuadriga, se apartó el pelo de los ojos y escudriñó la oscuridad. Allí, en las laderas de las Montañas del Carnero, no vivía nadie, pero había luz más adelante. Increíble, maravilloso, había luz.
Una flecha se clavó en el techo del coche, tras él.
* * *
Entretanto, el rey Verence, monarca de Lancre, estaba descubriendo algo.
Como la mayor parte de la gente (bueno, como la mayor parte de la gente que aún no ha cumplido los sesenta), Verence no había meditado mucho sobre lo que sucedía tras la muerte. Como la mayor parte de la gente desde el amanecer de los tiempos, daba por hecho que ya lo averiguaría en su momento.
Y, como la mayor parte de la gente desde el amanecer de los tiempos, ahora estaba muerto.
De hecho, se encontraba tendido al pie de una de sus propias escalinatas, en el Castillo Lancre, con una daga clavada en la espalda.
Se sentó, y le sorprendió ver que, aunque alguien a quien podía considerar sin lugar a dudas como él mismo se estaba sentando, algo muy semejante a su cuerpo permanecía tendido en el suelo.
Por cierto, era un buen cuerpo, ahora que lo veía desde fuera por primera vez. Siempre se había sentido muy unido a él, aunque tenía que reconocer que ya no era el caso.
Era un cuerpo grande y musculoso. Lo había cuidado bien. Le había dejado crecer un bigote y patillas largas. Se había encargado de que recibiera mucho ejercicio al aire libre y cantidades ingentes de carne roja. Y ahora, justo cuando más necesitaba un cuerpo, le dejaba de lado. O le dejaba fuera.
Además, aún tenía que reconciliarse con la visión de la figura alta y delgada que se erguía junto a él. La mayor parte de ella quedaba oculta bajo una túnica negra con capucha, pero el brazo que salía de entre los pliegues para sostener una gran guadaña era de hueso.
Cuando uno está muerto, hay cosas que reconoce por instinto.
MUY BUENAS.
Verence se irguió en toda su estatura, o en lo que habría sido toda su estatura si la parte de él a la que se podía aplicar la palabra «estatura» no estuviera tendida rígida en el suelo, enfrentándose a un futuro en el que sólo era apropiada la palabra «profundidad».
—Más respeto, que soy un rey —dijo.
ERAS, MAJESTAD.
—¿Qué? —rugió Verence.
HE DICHO QUE ERAS. SE LLAMA PRETÉRITO IMPERFECTO. YA TE ACOSTUMBRARÁS.
La alta figura tamborileó los dedos calcáreos sobre el mango de la guadaña. Obviamente, estaba molesta por algo.
Pues ya que lo mencionamos, pensó Verence, yo también. Pero los sutiles indicios que se le presentaban en sus circunstancias actuales empezaban a penetrar incluso la espesa coraza de valor estúpido que era la característica predominante de su personalidad, y comenzaba a intuir que, fuera cual fuera el reino donde se encontraba, él no era ya el rey.
—Oye, tú, ¿eres la Muerte?
TENGO MUCHOS NOMBRES.
—¿Cuál usas ahora mismo? —insistió Verence con algo más de deferencia.
La gente pasaba a su alrededor. En realidad, muchos pasaban a través de ellos, como fantasmas.
—Vaya, así que ha sido Felmet —añadió vagamente el rey, al ver la figura escurridiza que observaba alegremente la escena desde la cima de las escaleras—. Mi padre me dijo que no confiara en él. ¿Por qué no estoy furioso?
GLÁNDULAS —replicó la Muerte brevemente—. ADRENALINA Y ESAS COSAS. Y EMOCIONES. NO TIENES. AHORA LO ÚNICO QUE TIENES ES PENSAMIENTO.
La alta figura pareció tomar una decisión.
TODO ESTO ES MUY IRREGULAR —siguió, al parecer hablando consigo misma—. PERO ¿QUIÉN SOY YO PARA DISCUTIR?
—Eso, ¿quién?
¿QUÉ?
—Que quién.
CÁLLATE.
La Muerte inclinó el cráneo hacia un lado, como si escuchara alguna voz interior. La capucha se le deslizó hacia atrás, y el difunto rey advirtió que la Muerte parecía un esqueleto bien pulido en todo excepto en un detalle. Sus órbitas oculares tenían un brillo azul celeste. Pero Verence no tuvo miedo. No sólo porque es muy difícil tener miedo cuando los pedazos necesarios para tener miedo están tendidos en el suelo a varios metros de distancia, sino porque no había tenido miedo de verdad en toda su vida, y no estaba por la labor de empezar ahora. Esto se debía en parte a que no tenía imaginación, y en gran medida a que era uno de esos escasos individuos concentrados en el momento.
La mayoría de la gente no lo es. Viven sus vidas como una especie de borrón en torno al punto donde se encuentra su cuerpo, anticipándose al futuro o aferrándose al pasado. Suelen estar tan preocupados con lo que sucederá que sólo averiguan lo que sucede cuando ya ha sucedido. Así son la mayor parte de las personas. Aprenden a tener miedo porque no saben lo que va a suceder. Y ya les está sucediendo.
Pero Verence había vivido siempre en el presente. Al menos hasta ahora, claro.
La Muerte suspiró.
¿DEBO SUPONER QUE NADIE TE HA MENCIONADO NADA? —aventuró.
—¿Cómo dices?
¿NO HAS TENIDO PREMONICIONES? ¿NI SUEÑOS EXTRAÑOS? ¿NINGÚN LOCO TE HA GRITADO NADA POR LA CALLE?
—¿Sobre qué, sobre lo de morir?
NO, SUPONGO QUE NO. SERÍA ESPERAR DEMASIADO —Suspiró la Muerte con amargura—. SIEMPRE ME LO DEJAN A MÍ.
—¿Quién? —preguntó Verence, asombrado.
SINO. DESTINO. Y TODOS LOS DEMÁS. —La Muerte apoyó una mano sobre el hombro del rey—. BIEN, ME TEMO QUE PRONTO TE CONVERTIRÁS EN UN FANTASMA.
—Oh.
Bajó la vista y miró su... su cuerpo, que parecía bastante sólido. Alguien caminó a través de él.
TRATA DE TOMÁRTELO BIEN.
Verence vio cómo se llevaban su cadáver rígido de la sala con toda reverencia.
—Lo intentaré.
ASÍ SE HACE.
—Pero no creo que se me dé bien todo eso de andar con sábanas blancas y cadenas —señaló—. ¿Tendré que gemir y aullar?
La Muerte se encogió de hombros.
¿TE APETECE? —preguntó.
—No.
ENTONCES, YO EN TU LUGAR NO ME PREOCUPARÍA.
La Muerte se sacó un reloj de arena de entre los pliegues de la túnica oscura, y lo examinó.
BIEN, TENGO QUE MARCHARME YA —dijo.
Se dio media vuelta, se echó la guadaña al hombro y se dirigió hacia la pared más cercana con la evidente intención de atravesarla.
—¿Cómo? ¡Alto ahí un momento! —gritó Verence, corriendo tras ella.
La Muerte no volvió la vista. Verence la siguió a través de la pared. Fue como cruzar un banco de niebla.
—¿Eso es todo? —exigió saber—. A ver, ¿cuánto tiempo seré un fantasma? ¿Por qué soy un fantasma? ¡No puedes dejarme así! —Se detuvo y alzó un dedo imperioso, algo transparente—. ¡Alto! ¡Te lo ordeno!
La Muerte sacudió la cabeza con pesimismo y atravesó la siguiente pared. El rey corrió tras ella con toda la dignidad que le quedaba, y la encontró desatando las riendas de un gran caballo blanco. El caballo tenía una bolsa de alfalfa atada al cuello.
—¡No me puedes dejar así! —repitió, pese a las pruebas.
La Muerte se volvió hacia él.
PUEDO —dijo—. ESTÁS NO MUERTO, ¿SABES? LOS FANTASMAS HABITAN EN UN MUNDO QUE SE ENCUENTRA ENTRE EL DE LOS VIVOS Y EL DE LOS MUERTOS. NO CAE BAJO MI JURISDICCIÓN. —Dio unas palmaditas en el hombro del rey—. TRANQUILO —dijo—, NO SERÁ ETERNO.
—Bien.
AUNQUE PUEDE QUE TE PAREZCA ETERNO.
—¿Cuánto tiempo será en realidad?
SUPONGO QUE HASTA QUE HAYAS REALIZADO TU DESTINO.
—¿Y cómo sabré cuál es mi destino? —preguntó el rey, desesperado.
NI IDEA, LO SIENTO.
—Bueno, ¿cómo lo puedo averiguar?
TENGO ENTENDIDO QUE ESTAS COSAS SE REVELAN TARDE O TEMPRANO —replicó la Muerte al tiempo que montaba.
—Y hasta entonces, tendré que encantar este lugar. —El rey Verence miró a su alrededor, contempló los muros de piedra—. Yo solo, supongo. ¿Nadie podrá verme?
OH, SÍ, LOS QUE TENGAN CIERTOS PODERES PSÍQUICOS. LOS PARIENTES CERCANOS. Y LOS GATOS, CLARO.
—Detesto los gatos.
El rostro de la Muerte se tensó un poco más, como si fuera posible. Los destellos azulados de sus órbitas oculares se tornaron rojos durante un instante.
COMPRENDO —dijo. Su tono sugería que la muerte era demasiado buena para los que odiaban a los gatos—. SUPONGO QUE TE GUSTAN LOS PERROS, Y CUANTO MÁS GRANDES MEJOR.
—La verdad es que sí.
El rey contempló el amanecer con gesto sombrío. Sus perros. Iba a echarlos mucho de menos. Y parecía que iba a ser un día estupendo para la caza.
Se preguntó si los fantasmas cazaban. Supuso que no, casi con toda seguridad. Y tampoco comerían, ni beberían..., eso sí que era deprimente. Le gustaban los grandes banquetes, mejor con mucho jaleo, y vaciando* más de una jarra de buena cerveza. Y más de una de mala cerveza, claro. Pero nunca había sido capaz de diferenciarlas hasta la mañana siguiente.
Dio una patada a una piedra, y advirtió con desesperación que su pie la atravesaba. Nada de caza, ni de bebida, ni de juergas, ni de borracheras, ni de perros..., empezaba a comprender que los placeres de la carne eran más bien escasos cuando se carecía de carne. De repente, la vida no valía la pena. El hecho de no estar vivo no lo animaba en absoluto.
A ALGUNOS LES GUSTA SER FANTASMAS —señaló la Muerte.
—¿Mmm? —se interesó Verence.
TENGO ENTENDIDO QUE NO ESTÁ TAN MAL. PODRÁS VER LO QUE HACEN TUS DESCENDIENTES. ¿PERDÓN? ¿PASA ALGO?
Pero Verence había desaparecido a través de una pared.
TRANQUILO, COMO SI YO NO ESTUVIERA —se enfurruñó la Muerte.
Miró a su alrededor con una mirada que podía ver a través del tiempo, el espacio y las almas de los hombres, y advirtió un terremoto en la lejana Klatch, un huracán en Howandalandia, una epidemia de peste en Hergen.
SIEMPRE TRABAJO, SIEMPRE TRABAJO —murmuró mientras espoleaba a su caballo hacia el cielo.
Verence corrió a través de los muros de su propio castillo. Sus pies apenas rozaban el suelo..., de hecho, la irregularidad del suelo implicaba que en ocasiones no lo rozaban en absoluto.
Cuando era rey, solía tratar a los criados como si no estuvieran allí, y correr a través de ellos en forma de fantasma venía a ser casi lo mismo. La única diferencia era que no se apartaban.
Verence llegó al cuarto de los niños, vio la puerta rota, las sábanas colgadas de la ventana...
Oyó el sonido de los cascos de un caballo. Llegó junto a la ventana, vio cómo su corcel salía a toda velocidad tirando de un carro. Segundos más tarde, tres jinetes lo siguieron. El retumbar de su galope resonó sobre los guijarros antes de desaparecer.
El rey golpeó la repisa de la ventana, su puño atravesó diez centímetros de piedra.
Luego se lanzó al aire. Hizo caso omiso de la caída (que de todos modos no sintió) y medio voló medio corrió hacia los establos, al otro lado del patio.
Sólo tardó veinte segundos en comprender que, entre las muchas cosas que un fantasma no puede hacer, estaba la de montar a caballo. Consiguió encaramarse a la silla, o al menos trepar al aire sobre la silla, pero cuando el caballo se encabritó, aterrado por las cosas misteriosas que le sucedían a sus orejas, Verence se encontró a horcajas de metro y medio de aire puro.
Trató de correr, y llegó hasta la entrada de la verja antes de que el aire que lo rodeaba adquiriera la consistencia del alquitrán.
—No puedes —dijo tras él una voz vieja, triste—. Tienes que quedarte en el lugar donde te mataron. En eso consiste encantar un sitio. Hazme caso, tengo experiencia.
* * *
Yaya Ceravieja se detuvo con la segunda pastita a medio camino de la boca.
—Se acerca algo —dijo.
—¿Lo sabes porque te cosquillean los pulgares? —inquirió rápidamente Magrat.
Había aprendido mucha brujería en los libros.
—Lo sé porque me cosquillean las orejas —replicó Yaya.
Miró a Tata Ogg, arqueando las cejas. La anciana Abuela Whemper había sido una bruja excelente a su manera, pero demasiado moderna. Demasiadas flores, demasiadas ideas románticas, esas cosas.
De cuando en cuando los relámpagos mostraban el páramo que se extendía hasta el bosque, pero la lluvia sobre la cálida tierra estival había llenado el aire de espectros de niebla.
—¿Cascos de caballo? —se sorprendió Tata Ogg—. Nadie sube hasta aquí a estas horas de la noche.
Magrat miró a su alrededor tímidamente. El páramo estaba salpicado de grandes piedras verticales cuyo origen se perdía en la niebla del tiempo. Se decía que aquellas piedras tenían una vida de lo más interesante. Se estremeció.
—¿De qué hay que tener miedo? —consiguió preguntar.
—De nosotras —replicó Yaya Ceravieja, con el ceño fruncido.
El sonido del galope se acercó, se hizo más lento. Y entonces, el coche de caballos apareció entre los arbustos. El conductor saltó del vehículo, corrió hacia la puerta, sacó un fardo del interior y se dirigió precipitadamente hacia el trío.
Estaba a medio camino cuando se detuvo en seco y miró a Yaya Ceravieja con expresión de horror.
—No pasa nada —susurró ella.
El susurro destacó por encima del fragor de la tormenta con la nitidez de una campana.
Yaya Ceravieja dio unos pasos hacia delante, y un relámpago muy oportuno le permitió ver los ojos del hombre. Tenían esa mirada peculiar de los que Saben que ya no verán nada de este mundo.
Con un último movimiento compulsivo, puso el fardo en brazos de Yaya y se desplomó hacia delante. De su espalda surgía el asta emplumada de una flecha.
Tres figuras se acercaron a la hoguera. Yaya alzó la vista hacia otro par de ojos, tan gélidos como las fosas del Infierno.
Su propietario apartó la ballesta. Bajo su capa empapada brilló la cota de mallas cuando desenfundó la espada.
No hizo florituras. Los ojos que no se apartaban del rostro de Yaya no eran ojos de alguien que pierde el tiempo con florituras. Eran los ojos de alguien que sabe muy bien para qué sirven las espadas. Extendió una mano.
—Dámelo —dijo.
Yaya apartó los pliegues de la manta que tenía entre los brazos, y vio una carita dormida.
Alzó la vista.
—No —dijo, generalizando.
El soldado miró a Magrat y a Tata Ogg, que estaban tan quietas como las piedras verticales del páramo.
—¿Sois brujas? —preguntó.
Yaya asintió. Un relámpago hendió el cielo, y un arbusto a cien metros de distancia estalló en llamas. Los dos soldados rezagados murmuraron algo, pero el primer hombre sonrió y alzó una mano enfundada en un guantelete metálico.
—¿La piel de las brujas repele el acero? —preguntó.
—Que yo sepa, no —replicó Yaya con tranquilidad—. Puedes probar a ver.
Uno de los soldados se adelantó y tocó el brazo del hombre con gesto ansioso.
—Señor, con todos los respetos, señor, no creemos que sea buena idea.
—Cállate.
—Pero es que trae muy mala suerte...
—¿Tengo que ordenártelo de nuevo?
—Señor... —titubeó el hombre.
Sus ojos se cruzaron con los de Yaya un momento, reflejaban un terror desesperado.
El jefe sonrió a Yaya, que no había movido ni un músculo.
—Vuestra magia campesina es para idiotas, madre de la noche. Puedo matarte antes de que te des cuenta.
—Bien, ataca cuando quieras —sugirió Yaya, mirando por encima de su hombro—. Si tu corazón te lo dicta, ataca.
El hombre alzó la espada. El relámpago volvió a rasgar el cielo y destrozó una roca, a escasos metros de ellos, llenando el aire de humo y del hedor del silicio fundido.
—Falló —señaló él.
Yaya vio que los músculos del hombre se tensaban mientras se disponía a descargar el golpe.
De pronto, el rostro del soldado reflejó un asombro sin límites. Inclinó la cabeza hacia un lado y abrió la boca, como si intentara reconciliarse con una idea novedosa. La espada se le cayó de la mano y aterrizó de punta sobre la hierba. Dejó escapar un suspiro y se dobló sobre sí mismo, muy despacio, para desplomarse a los pies de Yaya.
Ella le dio unas pataditas.
—Me parece que no te diste cuenta de a dónde apuntaba —susurró—. ¡Madre de la noche! ¡Será posible...!
El soldado que había tratado de detener al jefe miró con horror la daga ensangrentada que tenía en la mano, y retrocedió.
—N-n-no podía permitirlo. No debió hacerlo. No..., no estaba bien —tartamudeó.
—¿Eres de aquí, joven? —preguntó Yaya.
Él se dejó caer de rodillas.
—De Lobo Loco, señora —contestó. Volvió a mirar el cuerpo del capitán—. ¡Ahora me matarán! —gimió.
—Pero hiciste lo que consideraste correcto —señaló Yaya.
—No me hice soldado para esto. No quiero ir por ahí matando a la gente.
—Bien pensado. Yo en tu lugar me habría hecho marinero —asintió ella, pensativa—. Sí señor, una profesión en el mar. Yo que tú empezaría lo antes posible. Ahora mismo, de hecho. Venga, corre. Corre hacia el mar, donde no hay huellas. Tendrás una vida larga y llena de éxitos, te lo prometo. —Se quedó pensativa un instante—. Al menos, más larga de lo que sería si te quedas por aquí —añadió.
El joven se levantó, le dirigió una mirada de agradecimiento y admiración, y se perdió corriendo en la niebla.
—Y ahora, espero que alguien nos diga qué está pasando —dijo Yaya, dirigiéndose al tercer hombre.
A donde había estado el tercer hombre.
Se oyó el retumbar lejano de unos cascos de caballo sobre la tierra húmeda. Luego, el silencio.
Tata Ogg se inclinó hacia delante.
—Puedo atraparlo —dijo—. ¿Qué te parece?
Yaya sacudió la cabeza. Se sentó en una roca y miró al niño que tenía entre los brazos. El chiquillo no aparentaba más de dos años, y estaba desnudo bajo la manta. Lo meció vagamente y clavó los ojos en el vacío.
Tata Ogg examinó los dos cadáveres.
—Quizá fueran ladrones —susurró Magrat, temblorosa.
Tata sacudió la cabeza.
—Es extraño —señaló—, los dos llevan la misma insignia. Dos osos sobre un campo negro y gualda. ¿Alguien sabe qué significa?
—Es el emblema del rey Verence —respondió Magrat.
—¿Quién es ése? —se interesó Yaya Ceravieja.
—El que gobierna este país.
—Ah. Ese rey —asintió Yaya, como si su interés en el asunto fuera igual o menor que cero.
—Soldados peleando entre ellos. Eso no es lógico —dijo Tata Ogg—. Echa un vistazo al coche, Magrat.
La joven bruja dio un buen rodeo para esquivar los cadáveres, y volvió con una saca. La abrió. Un objeto cayó al suelo.
La tormenta se había desplazado al otro lado de la montaña, y la luna proyectaba una luz tenue sobre los páramos húmedos. Iluminaba también lo que sin lugar a dudas era una corona extremadamente importante.
—Es una corona —señaló Magrat—. Tiene picos y todo eso.
—Oh, cielos —suspiró Yaya.
El niño gorgoteó en sueños. A Yaya Ceravieja no le gustaba mirar hacia el futuro, pero ahora notaba que el futuro la estaba mirando a ella.
Y no le gustaba lo más mínimo su expresión.
* * *
El rey Verence estaba mirando hacia el pasado, y se había formado una idea muy similar.
—¿Puedes verme? —preguntó.
—Oh, sí. Y con bastante claridad, por cierto —respondió el recién llegado.
Verence frunció el ceño. Parecía que para ser un fantasma hacía falta un esfuerzo mental muy superior al requerido para estar vivo. Se las había apañado muy bien durante cuarenta años sin tener que pensar más de una o dos veces al día, y ahora se veía obligado a hacerlo constantemente.
—Ah —dijo al final—. Tú también eres un fantasma.
—Muy listo.
—Lo he notado porque llevas la cabeza bajo el brazo —señaló Verence, satisfecho consigo mismo—. Eso me dio la pista.
—¿Te molesta? Si te da reparo, me la pongo —ofreció amablemente el viejo espíritu. Le tendió la mano libre—. Encantado de conocerte. Soy Ornal, rey de Lancre.
—Verence. Lo mismo. —Examinó de cerca el rostro del viejo rey—. No recuerdo haber visto tu retrato en la galería —añadió.
—Ah, esas cosas no se hacían en mis tiempos —señaló Ornal con gesto vago.
—Vaya, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
Ornal bajó la mano para rascarse la nariz.
—Unos mil años —dijo con una voz en la que se advertía el orgullo—. Entre hombre y fantasma.
—¡Mil años!
—Para ser exactos, yo construí este castillo. Aunque lo reformaron cuando mi sobrino me cortó la cabeza mientras dormía. Ni te imaginas cuánto me molestó aquello.
—Pero... mil años... —repitió Verence débilmente.
Ornal le cogió del brazo.
—No está tan mal —le confió mientras guiaba al acongojado rey por el patio—. En muchos aspectos, es mejor que estar vivo.
—¡Vaya idea! —estalló Verence—. ¡A mí me gustaba estar vivo!
El viejo rey le sonrió, tranquilizador.
—Pronto te acostumbrarás —le aseguró.
—¡Es que no quiero acostumbrarme!
—Tienes un campo morfogénico muy fuerte —dijo Ornal—. Se nota, se nota. Yo me doy cuenta de estas cosas. Sí señor, es muy fuerte.
—¿Qué es eso?
—Nunca se me dio muy bien explicarme —suspiró Ornal—. Siempre me pareció más sencillo golpear a la gente con algo. Pero me temo que eso depende de lo vivo que esté uno. Cuando estás vivo, claro. Es algo que se llama... —hizo una pausa—. Vitalidad animal. Sí, eso es. Vitalidad animal. Cuanta más tienes, más parecido a ti mismo sigues siendo cuando te conviertes en fantasma. Seguro que, cuando estabas vivo, estabas vivo al cien por cien.
Muy a su pesar, Verence se sintió halagado.
—Siempre traté de mantenerme ocupado —dijo.
Habían atravesado el muro de la Sala Principal, que ahora estaba vacía. La visión de las mesas provocó una reacción automática en el rey.
—¿Cómo nos montamos lo del desayuno? —preguntó.
La cabeza de Ornal pareció sorprendida.
—De ninguna manera —replicó—. Somos fantasmas.
—¡Pero es que tengo hambre!
—No, no tienes hambre. Es tu imaginación.
De las cocinas les llegó el tintineo de los platos. Los cocineros ya se habían levantado y, a falta de otras instrucciones, estaban preparando el menú habitual para los desayunos del castillo. Los aromas familiares llenaban toda la estancia.
Verence olfateó.
—Salchichas —dijo, soñador—. Beicon. Huevos. Pescado ahumado. —Miró a Ornal—. Y budín de pasas —susurró.
—No tienes estómago —señaló el anciano fantasma—. Todo está en tu mente, es la fuerza de la costumbre. Lo que pasa es que crees que tienes hambre.
—Creo que estoy muerto de hambre.
—Sí, pero el caso es que no puedes tocar nada —le explicó amablemente Ornal—. Nada en absoluto.
Verence se dejó caer sentado en un banco, con suavidad, para no atravesarlo. Hundió la cabeza entre las manos. Le habían dicho que la muerte era mala, pero no que fuera tan mala.
Quería vengarse. Quería salir de aquel castillo, que de pronto se le antojaba espantoso, para encontrar a su hijo. Pero lo que más le aterraba era darse cuenta de que lo que más deseaba en aquel momento era un plato de riñones al jerez.
* * *
Un amanecer húmedo inundó el paisaje, trepó por las almenas del Castillo Lancre, luchó con valor y por fin consiguió llegar al patio.
El duque Felmet contempló con gesto sombrío el bosque empapado por la lluvia. Era todo un bosque, bien grande. Él no tenía nada contra los árboles, pero ver tantos juntos le resultaba deprimente. Siempre le daban ganas de contarlos.
—Claro, mi amor —dijo.
La gente que conocía al duque empezaba a pensar de repente en un lagarto, seguramente uno de esos que viven en islas volcánicas, se mueven una vez al día, tienen un tercer ojo vestigial y parpadean una vez al mes. Se consideraba un hombre civilizado, más preparado para el ambiente seco y el sol brillante de un clima bien organizado.
Por otra parte, pensó, no estaría tan mal ser un árbol. Los árboles no tenían oídos, de eso estaba casi seguro. Y parecían arreglárselas muy bien sin la institución del matrimonio. El roble macho se limitaba a dispersar su polen al viento y al asunto de las piñas, a no ser que tuvieran manzanas, no, estaba convencido de que los robles tenían piñas...
—Por supuesto, preciosa —dijo.
Sí, los árboles lo tenían todo hecho. El duque Felmet contempló la densa vegetación. Los muy egoístas.
—Desde luego, querida mía —dijo.
—¿Cómo? —replicó la duquesa.
El duque titubeó, trató desesperadamente de recordar el monólogo de los cinco últimos minutos. Había dicho algo así como que él era medio hombre..., ¿débil y sin voluntad? Y también estaba seguro de que había habido alguna queja sobre lo frío que era el castillo. Sí, probablemente. Malditos árboles, podrían trabajar al menos una vez.
—Haré que corten unos cuantos y los traigan, adorada —dijo Felmet.
Lady Felmet se quedó sin habla un momento. Por cierto, esto era un acontecimiento digno de ser recordado. Se trataba de una mujer corpulenta e imponente. Los que la veían por primera vez se llevaban el recuerdo indeleble de un galeón con todas las velas desplegadas. El efecto se acentuaba por el hecho de que el terciopelo rojo le iba al pelo. Pero no para disimular su complexión, sino para acentuarla.
El duque pensaba a menudo en la suerte que había tenido al casarse con ella. De no ser por el motor ambicioso de su esposa, no sería más que otro noble rural, sin más ocupaciones que cazar, beber y ejercer su droit de seigneur *. En vez de eso, ahora estaba a un paso del trono, y pronto sería monarca de todo lo que divisaba.
Siempre y cuando todo lo que divisara fueran árboles.
Suspiró.
—¿Qué cortarás? —preguntó Lady Felmet con voz gélida.
—Oh, los árboles.
—¿Qué tienen que ver los árboles con esto?
—Bueno... es que hay muchos —señaló el duque con pasión.
—¡No cambies de tema!
—Lo siento, nenita.
—Te decía que cómo has podido ser tan idiota como para permitir que escaparan. Te dije que ese criado era demasiado leal. No se puede confiar en gente así.
—No, amor mío.
—Supongo que habrás enviado a alguien en su busca, ¿no?
—A Benzen, querida. Y a dos guardias más.
—Oh.
La duquesa hizo una pausa. Benzen, como capitán de la milicia personal del duque, era un asesino tan eficaz como una mangosta psicópata. Ella misma lo habría elegido. Le molestaba verse privada temporalmente de una oportunidad para sacar fallos a su marido, pero se recuperó admirablemente.
—No habrías tenido que enviarlo si me hubieras hecho caso. Pero nunca lo haces.
—¿El qué, vida mía?
El duque bostezó. Había sido una noche muy larga. La tormenta llegó a adquirir proporciones innecesariamente teatrales, y luego había estado todo el molesto asunto de los cuchillos.
Ya hemos mencionado que el duque Felmet se encontraba a un paso del trono. El paso en cuestión estaba ubicado en la cima de las escaleras que llevaban a la Sala Principal, por las cuales había tropezado el rey Verence para aterrizar, contra todas las leyes de la probabilidad, sobre su propia daga.
Pero, de cualquier manera, su médico había firmado un certificado de defunción por causas naturales. Benzen le había explicado que caer por una escalinata con una daga clavada en la espalda era una enfermedad causada por las palabras poco medidas.
De hecho, algunos miembros de la guardia del rey, un poco duros de oído, habían sido víctimas de la misma enfermedad. Se trataba de una pequeña epidemia.
El duque se estremeció. Algunos detalles de la noche anterior le resultaban a la vez nebulosos y horribles.
Trató de infundirse ánimos, de convencerse de que lo más desagradable ya había pasado, de que ahora tenía un reino. No era lo que se dice un gran reino, estaba compuesto de árboles en su mayoría, pero era un reino, y tenía su corona.
Si la encontraba, claro.
El castillo Lancre se alzaba sobre un saliente de roca. Lo había edificado un arquitecto que había oído hablar de Gormenghast, pero no tenía presupuesto. Había puesto su mejor voluntad con pequeñas torretas prefabricadas, vigas de rebajas y almenas, ventanucos, gárgolas torreones, patios, celdas y mazmorras de rebajas. Casi todo lo que necesita un castillo, excepto quizás unos cimientos decentes y ese mortero que no se va con la lluvia.
El castillo descendía en un picado vertiginoso hacia las blancas aguas agitadas del río Lancre, que corría trescientos metros más abajo. De cuando en cuando algunos fragmentos se precipitaban hacia la corriente.
Pero, pese a ser bastante pequeño, en aquel castillo había mil sitios donde esconder una corona.
La duquesa se marchó en busca de otra víctima a la que atormentar, dejando a Lord Felmet contemplando el paisaje con gesto sombrío. Empezaba a llover.
Fue entonces cuando alguien llamó vigorosamente a la puerta del castillo. Esto molestó mucho al portero, que en aquel momento jugaba a las cartas con el cocinero y el bufón de la corte, al calor de la cocina.
Lanzó un gruñido y se levantó.
—¿Y yo qué sé, idiota?
—Llaman afuera —dijo.
—¿Dónde? —preguntó el bufón.
—Fuera de la puerta, idiota.
El bufón le dirigió una mirada preocupada.
—El Zen enseña la relatividad de ese tipo de conceptos.
Cuando el portero se alejó gruñendo en dirección a la entrada, el cocinero echó otro leño al fuego y miró al bufón por encima de sus cartas.
—¿Qué es un Zen? —preguntó.
Las campanillas del bufón tintinearon mientras examinaba sus naipes.
—Oh, un subsector del sistema filosófico de Sumtin en Klatch dextro —respondió sin pensar—. Famoso por su sencilla austeridad y la promesa de tranquilidad personal y plenitud, que se adquieren mediante la meditación y la práctica de técnicas respiratorias. Uno de sus aspectos más interesantes es la formulación de preguntas, aparentemente sin sentido, con el objetivo de ampliar los márgenes de la percepción.
—¿Y eso cómo se come? —preguntó el cocinero, malhumorado.
Tenía los nervios de punta. Mientras desayunaba en la Sala Principal, había tenido la sensación de que alguien intentaba quitarle la bandeja de las manos. Y, por si fuera poco, el nuevo duque le había hecho preparar... Se estremeció. ¡Tostadas! ¡Y un huevo pasado por agua! El cocinero no tenía edad ya para aquellas cosas. Se aferraba a sus costumbres. Era un cocinero de la mejor tradición feudal. No preparaba nada que no tuviera una manzana en la boca y no se pudiera meter en el horno.
El bufón titubeó con una carta en la mano, disimuló el pánico y pensó a toda velocidad.
—Cosas que oye uno, pero ni idea de lo que significan —se apresuró a tartamudear.
El cocinero se tranquilizó.
—Ah, bueno —dijo, no del todo seguro.
El bufón perdió las tres bazas siguientes, sólo para convencerlo del todo.
Entretanto, el portero desatrancaba la puerta y miraba hacia el exterior.
—¿Quién hay ahí fuera? —rugió.
El soldado, pese a estar empapado y aterrado, titubeó.
—¿Fuera? ¿Fuera de dónde?
—¡Oye, si me vas a tomar el pelo, te quedas ahí todo el día!
—¡No! ¡Tengo que ver al duque ahora mismo! —gritó el guardia—. ¡Las brujas han cruzado las fronteras!
El portero estaba a punto de replicar «han elegido una buena época del año», o «ya me gustaría a mí hacer lo mismo», pero se contuvo al ver el rostro del hombre. No era el rostro de un hombre que se tomaría a bien la broma. Era el rostro de un hombre que ha visto cosas que nadie debe ver...
* * *
—¿Brujas? —preguntó Lord Felmet.
—¡Brujas! —exclamó la duquesa.
En los fríos pasillos, una voz tan tenue como el viento al cruzar una cerradura distante dijo, con cierto tono de esperanza:
—¡Brujas!
Los que tenían ciertos poderes psíquicos...
* * *
—Esto es meterse en líos, no cabe duda —dijo Yaya Ceravieja—. No puede salir nada bueno.
—A mí me parece muy romántico —insistió Magrat apasionadamente, al tiempo que dejaba escapar un suspiro.
—Cuchi cuchi cuchi —dijo Tata Ogg.
—Además —siguió Magrat—, ¡tú mataste a ese hombre horrible!
—En absoluto. No hice más que... potenciar el curso normal de los acontecimientos. —Yaya Ceravieja frunció el ceño—. No tenía el menor respeto. Cuando la gente pierde el respeto a los demás, empieza a haber problemas.
—Cuchiguapo, cuchinene, chiquitín.
—¡Ese otro hombre lo trajo aquí para salvarlo! —gritó Magrat—. ¡Quería que lo cuidáramos! ¡Es obvio! ¡Es el destino!
—Vaya, obvio —le espetó Yaya—. Claro que es obvio. Lo malo es que porque una cosa sea obvia no quiere decir que sea cierta.
Sostuvo la corona entre sus manos. Parecía muy pesada, en un sentido que no tenía nada que ver con los kilos y los gramos.
—Sí, pero lo que importa... —empezó Magrat.
—Lo que importa —la interrumpió Yaya—, es que va a venir gente a buscarlo. Gente seria. Con aspecto serio. Con aspecto de derribar muros y quemar techos de paja. Y...
—Mi nenitobonito, nenitobonito, ¿gugu?
—... y, Gytha, te garantizo que seré mucho más feliz si dejas de balbucear tonterías —estalló Yaya.
Tenía los nervios a flor de piel. Siempre le pasaba lo mismo cuando no estaba segura. Además, ahora se encontraban en la casita de Magrat, y la decoración empezaba a darle náuseas, porque Magrat creía en la sabiduría de la naturaleza, en los elfos, en el poder curativo de los colores, en el ciclo de las estaciones y en muchas otras cosas que a Yaya Ceravieja le parecían simplezas.
—¡No irás a explicarme cómo se cuida a un niño! —replicó Tata Ogg—. ¡A mí, que he tenido quince!
—Lo único que digo es que tenemos que pensarlo —insistió Yaya.
Las otras dos la miraron durante un rato.
—¿Y? —preguntó al final Magrat.
Los dedos de Yaya tamborilearon sobre el borde de la corona. Frunció el ceño.
—Lo primero que tenemos que hacer es alejarlo de aquí —dijo, y alzó una mano—. No, Gytha, estoy segura de que tu casa es ideal y todo eso, pero no es segura. Tenemos que llevarlo lejos de aquí, muy lejos, donde nadie sepa quién es. Y luego queda esto.
La corona pasó de mano en mano.
—Bah, eso es fácil —la tranquilizó Magrat—. No hay más que esconderla bajo una piedra, o algo por el estilo. Es fácil. Mucho más que los bebés.
—No lo es —replicó Yaya—. Evidentemente, el mundo está lleno de bebés y todos son parecidos, pero no he visto muchas coronas. Además, se hacen encontrar. Es como si llamaran mentalmente a la gente. Si la escondemos aquí, bajo una piedra, en menos de una semana se hará descubrir por accidente. Créeme.
—Eso es verdad, sí —se apresuró a apoyarla Tata Ogg—. ¿Cuántas veces has arrojado un anillo mágico a lo más profundo del océano y luego, cuando vuelves a casa a prepararte un té, te lo encuentras en la tetera?
Lo meditaron en silencio.
—Ninguna —replicó Yaya, enfadada—. Y tú tampoco. Además, puede que quiera recuperarla. Si es suya por derecho, claro. Los reyes aprecian mucho sus coronas. La verdad, Gytha, a veces dices unas...
—¿Queréis que prepare un poco de té? —interrumpió rápidamente Magrat, al tiempo que se precipitaba hacia la despensa.
Las dos brujas mayores se quedaron sentadas junto a la mesa, en educado (aunque tenso) silencio. Fue Tata Ogg quien lo rompió.
—Tiene una casa muy graciosa, ¿verdad? Con tantas flores y todo eso. ¿Qué son esas cosas de las paredes?
—Signos cabalísticos —contestó Yaya con amargura—. O algo por el estilo.
—Qué... curiosos —dijo Tata Ogg, educadamente—. Y todas esas túnicas, esas varas...
—Moderneces —bufó Yaya Ceravieja—. Cuando yo tenía su edad, nos teníamos que conformar con un trozo de cera y unos cuantos alfileres. En aquellos tiempos una tenía que hacerse sus propios hechizos.
—Oh, bueno, ha llovido mucho desde entonces —asintió Tata Ogg con tono de entendida.
Dedicó un gorgoteo al bebé.
Yaya Ceravieja bufó de nuevo. Tata Ogg había estado casada tres veces, y gobernaba una tribu de hijos y nietos dispersos por todo el reino. Desde luego, las brujas no tenían prohibido casarse. Yaya lo aceptaba, aunque de mala gana. De muy mala gana. Bufó otra vez, desaprobadora. Era un error.
—¿Qué es ese olor? —gruñó de repente.
—¡Ah! —exclamó Tata Ogg. Movió al bebé con todo cuidado—. Iré a ver si Magrat tiene alguna tela que me sirva...
Y Yaya se quedó sola. Se sentía cohibida, como le pasa a todo el mundo que se queda a solas en la habitación de otra persona. Tuvo que luchar contra el impulso de levantarse para inspeccionar los libros de la estantería, o averiguar si había polvo en la repisa de la chimenea. Dio más vueltas a la corona entre sus manos. Volvía a tener la impresión de que era más grande, más pesada de lo que parecía.
Vio el espejo colgado sobre la chimenea, bajó la vista hacia la corona. Era una tentación. Prácticamente le suplicaba que se la probara. Bueno, ¿por qué no? Se aseguró de que las otras brujas no estaban cerca y, con un rápido movimiento, se quitó el sombrero y se puso la corona.
Parecía hecha a medida. Yaya se irguió orgullosamente, y alzó una mano imperiosa en dirección a la repisa.
—Más te vale obedecer —dijo. Contempló con arrogancia el reloj de pared—. ¡Que le corten la cabeza! —ordenó.
Sonrió con gesto torvo.
Y se quedó helada al oír los gritos, el galope de los caballos, el silbido mortífero de las flechas, el golpe sonoro de las lanzas contra la carne. En su cabeza, la espada chocó contra el escudo, o contra otra espada, o contra el hueso..., sin cesar, una y otra vez. Los años pasaron por su mente en un segundo. En ocasiones se encontraba entre los muertos, o colgada de la rama de un árbol. Pero siempre había unas manos que la recogían y la colocaban sobre un cojín de terciopelo...
Lenta, cuidadosamente, Yaya se la quitó. Le costó todo un esfuerzo, porque la corona no se dejaba. La puso sobre la mesa.
—¿Así que en eso consiste ser rey? —dijo en voz baja—. Entonces, ¿por qué todo el mundo quiere el puesto?
—¿Lo tomas con azúcar? —preguntó Magrat tras ella.
—Hay que nacer idiota para querer ser rey —replicó Yaya.
—¿Cómo dices?
La anciana bruja se volvió.
—No te vi entrar —se disculpó—. ¿Qué me decías?
—Que si tomas el té con azúcar.
—Tres cucharaditas —pidió Yaya rápidamente.
Una de las pocas desilusiones que Yaya Ceravieja había sufrido en la vida era que, pese a todos sus esfuerzos, conservaba la complexión de una manzana bien sana, y todos los dientes. No había hechizo capaz de hacerle crecer una verruga en el rostro atractivo, aunque algo equino, y la ingestión constante de azúcar sólo había servido para proporcionarle un vigor ilimitado. Un mago con el que consultó le había explicado que se debía a que tenía un metabolismo, cosa que al menos le permitía sentirse vagamente superior a Tata Ogg, de quien sospechaba que en su vida había visto uno.
Obedientemente, Magrat le sirvió tres cucharaditas bien colmadas, al tiempo que pensaba que un «gracias» de cuando en cuando sería una agradable novedad.
Se dio cuenta de que la corona la miraba.
—Lo notas, ¿verdad? —dijo Yaya—. ¡Ya os lo dije! ¡Las coronas llaman a la gente!
—Es horrible.
—No, no. Es lo que es. No lo puede evitar.
—¡Pero es mágica!
—Sólo es lo que es —repitió Yaya.
—Quiere que me la ponga —dijo Magrat, con la mano suspendida sobre la corona.
—Sí.
—Pero seré fuerte.
—Estoy segura —replicó Yaya, con una expresión repentinamente rígida—. ¿Qué hace Gytha?
—Está bañando al bebé en la cocina —respondió Magrat vagamente—. ¿Cómo podemos esconder algo así? ¿Y si la enterráramos a mucha profundidad, pero mucha, mucha?
—Algún tejón la desenterraría —respondió Yaya con voz cansada—. O alguien buscando oro daría con ella. O se enredaría entre las raíces de un árbol, y luego una tormenta lo arrancaría, y entonces alguien la cogería para ponérsela...
—A menos que ese alguien tuviera una voluntad tan fuerte como la nuestra —señaló Magrat.
—Claro, claro —asintió Yaya, contemplándose las uñas—. Pero el problema con las coronas no es ponérselas, es quitárselas.
Magrat la cogió y la examinó atentamente.
—Ni siquiera parece una buena corona —dijo.
—Claro, como has visto tantas... —se burló Yaya—. No me cabe duda de que eres una experta.
—Pues he visto unas cuantas. Suelen tener muchas más joyas, y cosas de tela en medio —replicó Magrat, desafiante—. Esta es demasiado fina...
—¡Magrat Ajostiernos!
—Es verdad. Cuando me enseñaba la Abuela Whemper...
—... quenpazdescanse...
—... quenpazdescanse, me llevaba a menudo a Rorcual y a Lancre cuando había ferias y cosas así. Le gustaba mucho sobre todo el teatro. Y había cantidad de coronas, aunque... —Hizo una pausa—. Aunque la Abuela me dijo que eran de latón, de papel y todo eso. Y que las joyas eran falsas, de cristal. Pero parecían más reales que ésta. ¿Te parece extraño?
—Las cosas que intentan parecer cosas a menudo parecen más cosas que las cosas. Es un hecho —replicó Yaya—. Pero no lo apruebo. ¿Y qué hacen en eso del teatro con las coronas?
—¿No sabes nada sobre el teatro? —se asombró Magrat.
Yaya Ceravieja jamás reconocía su ignorancia sobre ningún tema, así que no vaciló.
—Oh, sí —dijo—. Es de ese estilo de cosas.
—La Abuela Whemper decía que es como un espejo de la vida. A ella siempre la animaba.
—Es lógico es lógico. Al menos cuando es un buen teatro. ¿Son gente decente, esos teatreros?
—Creo que sí.
—¿Y dices que van por todo el país? —siguió Yaya, pensativa, mientras miraba hacia la puerta de la cocina.
—Por todas partes. Tengo entendido que ahora mismo hay una compañía en Lancre. No he ido porque..., ya sabes. —Magrat bajó la vista—. No es correcto que una mujer vaya sola a esos sitios.
Yaya asintió. Aprobaba sin reparos esa manera de pensar, siempre y cuando no se aplicara a ella, claro. Tamborileó los dedos sobre el mantel de Magrat.
—Bien —dijo—. ¿Por qué no? Ve a decirle a Gytha que abrigue bien al niño. Hace mucho que no oigo un buen teatro.
* * *
Magrat estaba en éxtasis, como de costumbre. El teatro no consistía más que en algunos metros cuadrados de telas pintadas, y unos tablones sobre cuatro barriles, acompañados por media docena de bancos en la plaza del pueblo. Pero al mismo tiempo había logrado convertirse en El Castillo, en Otra Parte Del Castillo, en La Misma Parte Un Poco Más Tarde, El Campo De Batalla, y ahora era Un Camino En Las Afueras De La Ciudad. La tarde habría sido perfecta de no ser por Yaya Ceravieja.
Tras varias miradas penetrantes hacia la orquesta de tres hombres para intentar averiguar cuál de los instrumentos era el teatro, la anciana bruja se decidió a prestar atención al escenario, y Magrat empezaba a darse cuenta de que Yaya aún no había aprehendido algunos aspectos fundamentales de la dramaturgia.
En aquel momento, estaba rabiosa, agitándose en su taburete.
—¡Lo ha matado! —siseó—. ¿Por qué no hacen algo? ¡Lo ha matado! ¡Y aquí mismo, delante de todo el mundo!
Magrat sujetó desesperadamente a su colega por el brazo. Yaya intentaba ponerse de pie.
—No pasa nada —susurró—. ¡No está muerto!
—¿Intentas decir que miento, niña? —rugió Yaya—. ¡Lo he visto todo!
—Mira, Yaya, no es de verdad, ¿entiendes?
Yaya Ceravieja cedió un poco, pero aún seguía gruñendo entre dientes. Empezaba a tener la sensación de que querían dejarla en ridículo.
En el escenario, un hombre ataviado con una sábana estaba embarcado en un inspirado monólogo. Yaya escuchó atentamente unos minutos, y luego dio un codazo a Magrat entre las costillas.
—¿Qué le pasa a ése ahora? —preguntó, imperiosa.
—Está diciendo cuánto siente que el otro hombre haya muerto —respondió Magrat—. ¿Has visto cuántas coronas? —añadió rápidamente, tratando de cambiar de tema.
Pero Yaya no tenía intención de dejarse distraer.
—Entonces, ¿por qué le ha matado?
—Bueno, es un poco complicado... —respondió Magrat débilmente.
—¡Una vergüenza, eso es lo que es! —estalló Yaya—. ¡Y el pobre muerto, ahí tirado!
Magrat dirigió una mirada suplicante a Tata Ogg, que masticaba una manzana mientras estudiaba el escenario con mirada de investigador científico.
—Creo —dijo lentamente—, creo que están fingiendo. Mira, aún respira.
El resto del público, que a aquellas alturas ya había decidido que la conversación era parte de la obra, contempló como un sólo hombre el cadáver. Éste se sonrojó.
—Y además, mira que botas —insistió Tata con tono crítico—. Un rey de verdad jamás llevaría botas como ésas.
El cadáver trató de ocultar los pies tras un arbusto de cartón.
Yaya tuvo la sensación de que, de alguna manera profunda, había conseguido una pequeña victoria sobre los representantes de falsedades y artificios. Cogió una manzana de la bolsa y contempló el escenario con renovado interés. Los nervios de Magrat empezaron a calmarse, y se dispuso a disfrutar de la obra. Pero resultó que la tregua era sólo temporal. Su voluntaria eliminación de la incredulidad se vio interrumpida de nuevo.
—¿Qué pasa ahora?
Magrat suspiró.
—Bueno —se atrevió a explicar—, él cree que es el príncipe, pero en realidad es la otra hija del rey, disfrazada de hombre.
Yaya sometió al actor a una larga mirada analítica.
—Es un hombre —dijo—. Con una peluca de paja. Y poniendo voz chillona.
Magrat se estremeció. Sabía muy poco sobre las convenciones del teatro. Había estado temiendo aquello. Yaya Ceravieja tenía sus Puntos de Vista.
—Sí, sí —suspiró—. Pero esto es el Teatro. Los papeles de las mujeres los representan hombres.
—¿Por qué?
—No se permite que las mujeres suban al escenario —dijo Magrat en un hilo de voz.
Cerró los ojos.
Pero no hubo ninguna explosión en el asiento que tenía a su izquierda. Se arriesgó a lanzar una mirada rápida.
Yaya seguía masticando en silencio el mismo bocado de manzana, una y otra vez, sin que sus ojos se apartaran ni un instante del escenario.
—No la armes, Esme —dijo Tata, que también conocía los Puntos de Vista de Yaya—. Este trozo es bueno. Me parece que le empiezo a coger el tranquillo.
Alguien dio una palmadita a Yaya en el hombro.
—Señora, ¿tendría la bondad de quitarse el sombrero?
Yaya se volvió muy despacio en su taburete, como impulsada por algún motor oculto, y sometió al hombre a una mirada azul diamante de cien kilovatios de potencia. El espectador retrocedió, sintiendo la repentina necesidad de que la tierra se abriera bajo sus pies.
—No —dijo Yaya.
El hombre consideró sus opciones.
—Muy bien —respondió.
Yaya se dio media vuelta e hizo un gesto a los actores, que se habían interrumpido para observarla.
—No sé qué miráis —gruñó—. Venga, seguid.
Tata Ogg le pasó otra bolsa.
—Tómate un bizcocho —sugirió.
El silencio volvió a invadir el teatro provisional, roto sólo por las voces titubeantes de los actores, que seguían mirando de soslayo la figura imponente de Yaya, y el sonido de una dentadura sana al masticar un bizcocho algo duro.
Entonces, Yaya exclamó con una voz retumbante que hizo que a un actor se le cayera la espada de madera:
—¡Ahí hay un hombre que les susurra algo!
—Es el apuntador —le explicó Magrat—. Les cuenta lo que tienen que decir.
—¿No lo saben?
—Creo que se les está olvidando —replicó la joven con amargura—. ¿Por qué será?
Yaya dio un codazo a Tata Ogg.
—¿Qué pasa ahora? ¿Por qué están los reyes y todo el mundo ahí arriba?
—Es un banquete, ¿sabes? —respondió con autoridad Tata Ogg—. En honor del rey muerto, el de las botas, aunque estaba disimulando porque, si te fijas bien, ahora se hace pasar por soldado. Todo el mundo hace discursos diciendo lo bueno que era y cuánto les gustaría saber quién lo mató.
—¿Sí? —dijo Yaya, sombría.
Paseó la vista por los actores, buscando al asesino.
Estaba tomando una decisión.
Entonces, se levantó.
El chal negro ondeaba a su alrededor como las alas de un ángel vengador, que acudía para liberar al mundo de toda su estupidez, falsedad y artificio. Parecía mucho más corpulenta de lo normal. Señaló al culpable con gesto furioso.
—¡Fue él! —gritó, triunfal—. ¡Todos lo hemos visto! ¡Lo mató con una daga!
* * *
El público se marchó satisfecho. Al fin y al cabo, la obra había sido buena, decidieron, aunque resultaba un poco difícil seguir todos los detalles. Pero se habían reído mucho cuando todos los reyes salieron corriendo y la mujer de negro saltó al escenario gritando. Sólo por eso ya valía la pena haber pagado el dinero de la entrada.
Las tres brujas se quedaron solas, sentadas en el borde del escenario.
—¿A qué habrán venido aquí todos esos reyes y nobles? —preguntó Yaya, sin el menor rubor—. Yo creía que estaban muy ocupados. Gobernando, y cosas así.
—No —suspiró Magrat—. Me parece que aún no lo has comprendido del todo bien.
—Bueno, pues pienso llegar al fondo de todo esto —estalló Yaya.
Se volvió hacia el escenario y apartó el telón.
—¡Tú! —gritó—. ¡Estás muerto!
El infortunado ex cadáver, que se estaba comiendo un bocadillo de jamón para calmarse los nervios, se cayó de espaldas de su taburete.
Yaya dio una patada a un arbusto. Su pie lo atravesó.
—¿Lo ves? —dijo al mundo en general, con una voz extrañamente satisfecha—. ¡Todo es mentira! ¡No hay más que pintura, madera y papeles!
—¿Puedo ayudaros en algo, hermosas señoras?
Era una voz profunda y maravillosa, cada sílaba se deslizaba con precisión hacia su lugar. Era una voz dorada y castaña. Si el creador del multiverso tenía voz, debía de ser como aquélla. Su único inconveniente era que no se podía usar para algunas cosas, como por ejemplo para pedir carbón. El carbón pedido con aquella voz se transformaba en diamantes.
Al parecer, pertenecía a un hombre definitivamente gordo, que padecía un grave caso de bigote inadecuado. Las venillas rosas trazaban en sus mejillas el mapa de una ciudad de dimensiones considerables. Su nariz se habría podido camuflar en un bote de fresones en conserva. Llevaba una casaca ajada y unos leotardos llenos de agujeros, pero lo hacía con un aplomo que casi te convencía que de sus ropajes de seda y armiño estaban en la lavandería en ese momento. En una mano llevaba una toalla, con la que obviamente se acababa de quitar el maquillaje que aún engrasaba sus rasgos.
—Yo te conozco —dijo Yaya—. Eres el asesino. —Miró de soslayo a Yaya, y admitió de mala gana—: Al menos, lo parecía.
—Encantado. Siempre es un placer conocer a una auténtica experta. Olwyn Vitoller, a vuestro servicio. Soy el representante de esta panda de vagabundos —dijo el hombre al tiempo que se quitaba el apolillado sombrero.
Hizo una aparatosa reverencia. No era tanto una cortesía como un ejercicio de topología avanzada.
El sombrero giró y describió una serie de arcos complejos, para acabar en el extremo de un brazo que ahora señalaba hacia el cielo. Entretanto, una de sus piernas se había desplazado hacia atrás. El resto de su cuerpo se inclinó educadamente hasta que la cabeza quedó a la altura de las rodillas de Yaya.
—Sí, bueno —dijo ésta.
De repente, notaba la ropa mucho más pesada, mucho más cálida.
—A mí me pareció muy bonito, lo hizo muy bien —dijo Tata Ogg—. ¡Cómo les gritaba, qué cosas tan graciosas les decía! Parecía un rey de verdad.
—Esperamos no haber estropeado la obra —intervino Magrat.
—Mi querida señorita —la interrumpió Vitoller—. ¿Cómo podría explicarle lo gratificante que es para un simple cómico intuir que su público ha visto más allá de la simple capa de pintura, que ha intuido el espíritu que yace bajo ella?
—Espero que pueda —dijo—. Espero que pueda decir algo, lo que sea, señor Vitoller.
Él volvió a ponerse el sombrero. Sus ojos se encontraron, con la mirada larga y calculada de un profesional sopesando la valía de otro. Vitoller se rindió el primero, y trató de fingir que no había sido una competición.
—Bien, ¿a qué debo la visita de tres damas tan encantadoras?
La verdad era que había ganado. A Yaya se le abrió la boca involuntariamente. Ella no se habría descrito más que con un «bien conservada para su edad». Por su parte, Tata tenía las encías desnudas de un bebé, y su rostro parecía una pasa. De Magrat, lo mejor que se podía decir era que se trataba de una mujer decentemente vulgar, plana como una tabla de planchar con dos guisantes bajo el forro, aunque tuviera la cabeza demasiado llena de fantasías. Yaya advirtió que allí había una especie de magia, una magia poderosa a la que no estaba acostumbrada.
Era la voz de Vitoller. Sólo con pronunciar una palabra, transformaba el objeto al que se refería.
Mira a estas dos, se dijo, envanecidas como un par de adolescentes. Yaya consiguió contenerse para no darse una palmada en el duro trasero, y carraspeó, pensativa.
—Queremos hablar con usted, señor Vitoller. —Señaló a los actores, que estaban desmontando el escenario procurando mantenerse bien lejos de ella—. En algún lugar privado —añadió en un susurro de conspiración.
—Délo por hecho, mi querida señora —replicó él—. Actualmente, me alojo en el establecimiento público de la zona.
Las brujas miraron a su alrededor. Al final, Magrat se atrevió a preguntar:
—¿En el pub?
* * *
La Sala Principal del Castillo Lancre era fría, llena de corrientes, y la vesícula del nuevo chambelán ya no era la de otros tiempos. Se irguió y se estremeció bajo la mirada de Lady Felmet.
—Oh, sí —dijo—. Claro que tenemos. Muchas.
—¿Y la gente no hace nada? —le interrogó la duquesa.
El chambelán parpadeó.
—¿Perdón?
—¿La gente las tolera?
—Oh, por supuesto —respondió el hombre alegremente—. Se dice que trae buena suerte tener a una bruja en el pueblo. Claro que sí.
—¿Por qué?
El chambelán titubeó. La última vez que había acudido a una bruja fue a causa de ciertos problemas rectales que convertían el excusado en una cámara de torturas cotidiana, y el tarro de ungüento que le entregó la mujer convertía el mundo en un lugar mucho más agradable.
—Ellas allanan las pequeñas asperezas de la vida —respondió.
—En el lugar donde yo nací, no toleramos a las brujas —insistió la duquesa, tozuda—. Y aquí tampoco las toleraremos. Tú nos proporcionarás sus direcciones.
—¿Sus direcciones, señora?
—El lugar donde viven. Supongo que los recaudadores de impuestos las tendrán.
—Ah... —titubeó el chambelán.
El duque se inclinó hacia delante en el trono.
—Supongo que pagarán impuestos —dijo.
—Pues... no exactamente, mi señor.
Hubo un silencio.
—Sigue, hombre —le animó el duque.
—Bueno, más que «no exactamente», debería haber dicho «no en absoluto». Nunca nos pareció, es decir, el viejo rey nunca pensó..., en fin, que no pagan impuestos.
El duque apoyó una mano en el brazo de su esposa.
—Ya —dijo fríamente—. Muy bien, puedes marcharte.
El chambelán le dedicó una breve reverencia de alivio, y retrocedió hacia la puerta caminando como un cangrejo.
—¡Desde luego! —se indignó la duquesa.
—Ciertamente.
—Así gobierna un reino tu familia, ¿eh? Tenías el deber moral de asesinar a tu primo. Obviamente, era en beneficio de la especie. Los débiles no merecen sobrevivir.
El duque se estremeció. Su mujer no dejaba de recordárselo. En esencia, no veía nada de malo en matar a la gente, o al menos en ordenar que mataran a la gente y presenciarlo. Pero eso de matar a un pariente lo tenía atascado en la garganta, o (recordó) en el hígado.
—Más o menos —consiguió responder—. Pero claro, parece que hay muchas brujas, quizá sea difícil encontrar a las tres del páramo.
—Eso no importa.
—Por supuesto que no.
—Pon manos a la obra.
—Sí, mi amor.
Manos a la obra. Claro que pondría manos a la obra. Si cerraba los ojos, podía ver el cuerpo derrumbándose escaleras abajo. ¿Se había oído un siseo atragantado, en la oscuridad de la sala? Desde luego, no había estado solo. ¡Manos a la obra! Seguía intentando limpiárselas de sangre. Si lo lograba, se dijo, sería como si nada hubiera sucedido. Se las frotaba una y otra vez. Se las frotaba hasta gritar de dolor.
* * *
Yaya no se encontraba a gusto en los locales públicos. Se sentaba rígida tras su combinado de limón, como si fuera un escudo contra las tentaciones del mundo.
Por el contrario, Tata Ogg engullía con entusiasmo su tercera copa. Yaya pensó con amargura que se iba adentrando por el camino que conducía con sus habituales bailes sobre la mesa, enseñando las enaguas y cantando la canción del puercoespín.
La mesa estaba cubierta de monedas de cobre. Vitoller y su esposa, sentados cada uno a un extremo, las contaban. Era como una especie de carrera.
Yaya examinó a la señora Vitoller mientras ella arrebataba monedas a su marido casi de debajo de los dedos. Era una mujer de aspecto inteligente, que parecía tratar al hombre de la misma manera que un perro pastor a su cordero favorito. Yaya sólo conocía por referencias las complejidades de la vida marital, al igual que un astrónomo sólo puede ver la superficie de un mundo remoto y extraño, pero ya había adivinado que la esposa de Vitoller tenía que ser una mujer muy especial, con una infinita paciencia, capacidad de organización y dedos hábiles.
—Señora Vitoller —dijo al final—, ¿puedo tener el atrevimiento de preguntar si su unión ha recibido la bendición de algún fruto?
La pareja se quedó boquiabierta.
—Quiere decir... —empezó Tata Ogg.
—No, ya entiendo —la interrumpió la señora Vitoller con tranquilidad—. No, aunque tuvimos una niña.
Un pequeño nubarrón pendió sobre la mesa. Durante un segundo o dos, Vitoller pareció del tamaño de un simple ser humano, y mucho más viejo. Contempló el montoncito de dinero que tenía ante él.
—Verán, tenemos a este niño... —señaló Yaya, haciendo un gesto en dirección al bebé que Tata Ogg tenía entre sus brazos—. Necesita un hogar.
Los Vitoller se miraron. Luego, el hombre suspiró.
—Ésta no es vida para un niño —dijo—. Siempre en movimiento. Cada día en una ciudad nueva. Sin colegios. Y eso es muy importante en estos tiempos, me han dicho.
Pero no apartaba los ojos del bebé.
—¿Por qué necesita un hogar? —se interesó la señora Vitoller.
—Porque no lo tiene —replicó Yaya—. Al menos, no tiene un hogar donde lo quieran.
Se hizo un largo silencio.
—Y ustedes —dijo la señora Vitoller—, ¿qué son del niño?
—Sus madrinas —intervino rápidamente Tata Ogg.
Yaya se quedó sin habla. A ella jamás se le habría ocurrido.
Vitoller jugueteaba con las monedas que tenía delante. Su esposa le acarició la mano por encima de la mesa, y hubo un momento de comunicación sin palabras. Yaya apartó la vista. Se había convertido en una auténtica experta a la hora de leer en los rostros, pero en algunas ocasiones le gustaría no serlo.
—Es que no nos sobra el dinero... —empezó Vitoller.
—Pero lo estiraremos —replicó su mujer con firmeza.
—Sí, creo que sí. Nos encantará cuidar de él.
Yaya asintió, y rebuscó entre los más profundos pliegues de su capa. Por último, sacó una bolsita de piel que vació sobre la mesa. Había mucha plata, incluso unas moneditas de oro.
—Esto bastará para... —Se atragantó—. Para pañales y esas cosas. Ropa y todo eso. Supongo.
—Unas cien veces, más o menos —respondió Vitoller débilmente—. ¿Por qué no lo mencionó antes?
—Si tenía que comprarlos a ustedes, no valdrían la pena.
—¡Pero no sabe nada de nosotros! —se asombró la señora Vitoller.
—No, ¿verdad? —asintió Yaya con calma—. Por supuesto, querremos saber cómo van las cosas. Ustedes deberán enviarnos cartas y cosas así. Pero será mejor que no vuelvan a mencionar el tema cuando se vayan, ¿comprenden? Es por el bien del niño.
La señora Vitoller miró a las dos ancianas.
—Hay algo que no nos están contando, lo sé —dijo—. Algo importante.
Yaya titubeó, luego asintió.
—¿Y será mejor que no sepamos qué es?
Otro asentimiento.
Yaya se levantó cuando entraron varios actores, rompiendo el embrujo. Los actores tienen la costumbre de llenar todo el espacio que los rodea.
—Tengo que encargarme de algunas cosas —dijo—. Discúlpenme un momento.
—¿Cómo se llama el niño? —preguntó Vitoller.
—Tom —respondió Yaya sin titubear.
—John —dijo Tata al mismo tiempo.
Las dos brujas intercambiaron miradas. Yaya venció.
—Tom John —señaló con firmeza antes de salir.
Se reunió con una jadeante Magrat junto a la puerta.
—Encontré una caja —dijo la joven—, tenían guardadas todas las coronas y esas cosas. Así que la puse dentro, como dijiste, debajo de todas.
—Bien.
—¡Nuestra corona parecía la peor!
—Sólo es para el teatro —replicó Yaya—. ¿Te vio alguien?
—No, todos estaban muy ocupados, pero...
Magrat titubeó, y se sonrojó.
—Habla ya, chica.
—Cuando ya la había guardado, vino un hombre y me pellizcó en el trasero.
—¿De veras? —dijo Yaya—. ¿Y luego?
—Luego..., luego...
—¿Sí?
—Me dijo..., me dijo...
—¿Qué te dijo?
—Me dijo: «Hola, chata, ¿qué haces esta noche?».
Yaya meditó un momento.
—La Abuela Whemper no salía a menudo, ¿verdad? —preguntó al final.
—Tenía la pierna pachucha, ya sabes.
—Pero ¿te enseñó todo lo de la obstetricia, a asistir en los partos?
—Ah, eso sí —asintió Magrat—. Lo he hecho muchas veces.
—Pero... —Yaya titubeó, avanzaba por un territorio que le resultaba poco familiar—. Pero nunca te habló de lo que podríamos considerar... previo.
—¿Cómo dices?
—Ya sabes —insistió Yaya, al borde de la desesperación—. De los hombres, y todo eso.
Magrat parecía a punto de gritar.
—¿Qué pasa con los hombres?
Yaya Ceravieja había hecho muchas cosas desacostumbradas durante su vida, y era extraño que rechazase un desafío. Pero, esta vez, se rindió.
—Me parece —suspiró, impotente—, que sería buena idea que tuvieras una charla tranquila con Tata Ogg un día de estos. Cuanto antes, mejor.
Les llegó una ráfaga de carcajadas por la ventana, tras ellas. Los vasos entrechocaron, y una voz seca entonó una canción:
—... con una jirafa si te subes a un taburete. Pero el puercoespín...
Yaya dejó de escuchar.
—Pero que no sea ahora mismo —añadió.
* * *
La compañía teatral se puso en marcha unas horas antes del anochecer. Los cuatro carros traqueteaban por la carretera que llevaba a las llanuras Sto y a las grandes ciudades. Según la ley de Lancre, todos los cómicos, feriantes y otros criminales en potencia tenían que encontrarse antes del anochecer fuera de los muros de la ciudad. La cosa no tenía mayor importancia, porque la ciudad no tenía muros; además, a nadie le importaría si volvían a entrar en cuanto anocheciera. Pero las apariencias eran muy importantes.
Las brujas vigilaban desde la casita de Magrat, utilizando la vieja bola de cristal verde de Tata.
—Ya era hora de que aprendieras a hacer funcionar este cacharro —murmuró Yaya.
Le dio un empujoncito, llenando la imagen de ondulaciones.
—Era muy extraño —suspiró Magrat—. Lo que había en esos carros... ¡Qué cosas tenían! Árboles de papel, todo tipo de disfraces y... —Hizo amplios gestos con las manos—. Y un gran cuadro del extranjero, con todos los templos y esas cosas. Era precioso.
Yaya gruñó.
—Me pareció sorprendente cuando los actores se transformaron en reyes y nobles, ¿a vosotras no? Fue como magia.
—Magrat Ajostiernos, ¿qué estás diciendo? No era más que papel pintado. Se veía a la legua.
Magrat abrió la boca para decir algo, imaginó la discusión que seguiría, y volvió a cerrarla.
—¿Dónde está Tata? —preguntó.
—Ha salido a tumbarse en la hierba. Se encontraba mal.
Desde fuera les llegó el sonido de Tata Ogg encontrándose mal a pleno pulmón.
Magrat suspiró.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Si somos sus madrinas, deberíamos haberle hecho tres regalos. Es lo tradicional.
—¿De qué hablas, niña?
—Se supone que tres brujas buenas tienen que hacer tres regalos al niño. No sé, como belleza, sabiduría y felicidad —insistió Magrat, desafiante—. Eso es lo que se hacía en los viejos tiempos.
—Ah, cuando había casitas de chocolate y todo eso —bufó Yaya—. Y ruecas para hilar, y duendes que te clavaban espinas de rosa en los dedos, y cosas de ésas. No lo soportaría.
Acarició la bola con gesto reflexivo.
—Sí, pero... —titubeó Magrat.
Yaya alzó la vista hacia ella. Así era Magrat, con la cabeza llena de duendes. Hada madrina del primero que se lo pidiera. Pero buena chica en el fondo. Le gustaban los animalitos. Una de esas personas que se preocupan por si los pajaritos se caen de sus nidos.
—De acuerdo, si eso te hace feliz... —murmuró, sorprendiéndose a sí misma. Contempló la imagen de los carros que se alejaban—. ¿Qué le damos? ¿Riqueza, belleza?
—El dinero no lo es todo, y si sale a su padre ya será suficientemente guapo —respondió Magrat, seria de repente—. ¿Qué tal sabiduría?
—Eso lo tendrá que aprender él solo.
—¿Buena vista? ¿Bonita voz para cantar?
Del exterior les llegó la voz cascada pero entusiasta de Tata Ogg, diciéndole al cielo nocturno que El Cayado Del Mago Tiene Un Nudo En La Punta.
—No son cosas importantes —replicó Yaya—. Tienes que pensar con cabezología. Todo eso del dinero y la belleza son tonterías, no tienen importancia.
Se volvió de nuevo hacia la bola e hizo un gesto desganado.
—Será mejor que hagas entrar a Tata, ya que se supone que debemos ser tres.
No sin cierto esfuerzo, Magrat ayudó a entrar a Tata, y tuvieron que explicarle las cosas.
—Tres regalos, ¿eh? —dijo—. No hacía nada semejante desde que era una chiquilla, me recuerda..., ¿qué haces?
Magrat recorría la habitación, encendiendo velas por todas partes.
—Oh, tenemos que crear el ambiente mágico adecuado —le explicó.
Yaya se encogió de hombros, pero no dijo nada, ni ante la provocación extrema. Cada bruja tenía su propio estilo, y al fin y al cabo estaban en casa de Magrat.
—Entonces, ¿qué le vamos a dar? —preguntó Tata.
—Lo estábamos pensando —respondió Yaya.
—Ya sé lo que querrá —anunció la primera.
Hizo una sugerencia que fue acogida con un silencio gélido.
—No entiendo para qué le puede servir eso —dijo Magrat al final—. ¿No será muy incómodo?
—Cuando sea mayor, nos lo agradecerá, toma nota de lo que te digo —insistió Tata—. Mi primer marido siempre decía...
—Este tipo de cosas no suelen ser tan físicas —la interrumpió Yaya, mirándola fijamente—. No empieces a estropearlo todo, Gytha. ¿Por qué siempre tienes que...?
—Bueno, al menos por experiencia...
Ambas voces bajaron de tono hasta desaparecer. Se hizo un largo silencio.
Magrat lo rompió con repentina animación.
—Creo que lo mejor sería que nos fuéramos cada una a nuestra casa y lo hiciéramos por el camino. Ya sabéis. Por separado. Ha sido un día muy largo, todas estamos cansadas.
—Buena idea —asintió Yaya con firmeza. Se levantó—. Vamos, Tata Ogg —gruñó—. Ha sido un día muy largo, todas estamos cansadas.
Magrat las oyó discutir mientras caminaban sendero abajo. Se sentó algo triste entre las velas de colores, sosteniendo entre las manos una botellita de incienso extremadamente mágico que había pedido por catálogo a una tienda de suministros taumatúrgicos en la lejana Ankh-Morpork. Había estado esperando una buena ocasión para probarlo. Deseó que la gente fuera un poquito más amable...
Miró la bola de cristal.
Bueno, podía empezar ya.
—Hará amigos con facilidad —susurró.
No era mucho, lo sabía, pero a ella nunca se le había dado muy bien.
Tata Ogg, sentada a solas en su cocina, con un enorme gato acurrucado en el regazo, se sirvió una última copa y, entre las neblinas de su mente, trató de recordar la letra de la canción del puercoespín, que se le había olvidado a la altura del vigésimo séptimo verso. Decía algo sobre cabras, estaba casi segura, pero no sabía qué concretamente. El tiempo hacía estragos en su memoria.
Hizo un brindis en dirección a algo invisible.
—Una memoria estupenda, eso es lo que debe tener —dijo—. Siempre se acordará de todo.
Y Yaya Ceravieja, que caminaba a solas por el bosque nocturno, se arrebujó en su chal y meditó. Había sido un día largo, un día duro. Lo del teatro había sido aún peor. Todo el mundo fingiendo ser quien no era, cosas falsas, paisajes que no se podían pisar... A Yaya le gustaba saber dónde estaba, y no aprobaba aquel tipo de cosas. No le agradaba que el mundo cambiara constantemente.
Antes no cambiaba tanto. Era desconcertante.
Caminó rápidamente por la oscuridad, con el paso seguro de quien tiene al menos la certeza de que en el bosque había algo terrible en aquella noche húmeda y ventosa: ella.
—Que siempre sea quien cree ser —dijo—. Es lo máximo que cualquiera puede esperar en la vida.
Al igual que la mayor parte de la gente, las brujas no viven concentradas en el momento. La diferencia estriba en que ellas lo comprenden, aunque sea de una manera nebulosa, y aprovechan la circunstancia. Valoran el pasado porque una parte de ellas aún vive en él, y pueden ver las sombras que proyecta el futuro.
Yaya captaba la forma del futuro, y veía que estaba llena de cuchillos afilados.
* * *
Empezó a las cinco de la madrugada siguiente. Cuatro hombres cabalgaron por los bosques cercanos a la casita de Yaya, ataron los caballos lejos para no ser oídos, y se deslizaron cautelosamente entre la neblina.
El sargento que estaba al mando no parecía nada contento con su misión. Había nacido en las Montañas del Carnero, y no tenía la menor idea de cómo se hace para arrestar a una bruja. En cambio, imaginaba que a la bruja no le haría ninguna gracia. Y no le hacía gracia hacer algo que no hiciera gracia a una bruja.
Sus hombres también eran de la zona. Le seguían de cerca, muy de cerca, preparados para escudarse tras él en cuanto vieran algo más inesperado que un árbol.
Entre la niebla, la casita de Yaya tenía forma de seta. Las indómitas hierbas de su jardín parecían moverse, incluso aunque no había viento. Allí había plantas desconocidas en las montañas, sus raíces y semillas provenían del otro lado del Mundodisco, y el sargento habría podido jurar que una o dos flores se volvieron hacia él. Se estremeció.
—¿Y ahora, qué, sargento?
—Nos..., nos dispersamos —respondió—. Eso. Nos dispersamos.
Cruzaron la valla cautelosamente. El sargento se agazapó tras un tronco que le vino al pelo.
—Bien —dijo—. Muy bien. Habéis captado la idea. Ahora nos dispersaremos otra vez, pero por separado.
Los hombres refunfuñaron un poco, pero desaparecieron en la niebla. El sargento les dio unos minutos para ocupar sus posiciones.
—Bien —dijo—. Ahora...
Se interrumpió.
Se preguntó si se atrevía a gritar, y se respondió que no.
Se irguió. Se quitó el casco para demostrar su respeto y avanzó hacia la puerta trasera. Llamó con toda suavidad.
Tras una espera de varios segundos, volvió a ponerse el casco y se alejó.
—No hay nadie. Maldita sea.
La puerta se abrió. Se abrió muy despacio, con el máximo posible de crujidos. La simple negligencia no habría causado una oxidación tal en las bisagras, alguien tenía que haberlas trabajado durante muchas semanas con agua caliente. El sargento se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, tratando de mover los menos músculos posibles.
Sintió todo tipo de cosas contradictorias al ver que no había nadie en la entrada. Él tenía entendido que las puertas no se abren solas.
Carraspeó, nervioso.
—Fea tos —susurró Yaya Ceravieja junto a su oído—. Has hecho bien en venir.
El sargento alzó la vista hacia ella con una expresión de gratitud enloquecida.
—Arrrrhg —dijo.
* * *
—¿Que ella hizo qué? —se asombró el duque.
El sargento tenía la vista clavada en un punto a diez centímetros a la derecha de la silla del duque.
—Me dio una taza de té, señor.
—¿Y tus hombres?
—También preparó té para ellos.
El duque se levantó de la silla y puso el brazo en torno a la oxidada cota de mallas del sargento, a la altura de los hombros. Estaba de mal humor. Se había pasado media noche lavándose las manos. Seguía teniendo la sensación de que alguien le susurraba algo al oído. Su tazón de cereales de desayuno estaba demasiado salado, y además lo habían asado y le habían puesto una manzana. Desde luego, el duque estaba muy molesto. Era educado, de ese tipo de hombres que son más amables cuanto más cerca de estallar están, hasta llegar el punto en que las palabras «Muchas gracias» tienen el filo cortante de una guillotina.
—Sargento... —dijo mientras acompañaba al soldado.
—¿Señor?
—Me parece que no te expliqué bien las órdenes, sargento —señaló el duque con tono siseante.
—¿Señor?
—En fin, es posible que mis instrucciones fueran confusas. Quise ordenarte «Tráeme a esa bruja, encadenada si hace falta», pero quizá lo que dije en realidad fue «Ve a tomar una taza de té con ella». ¿Se trata de eso?
El sargento frunció el ceño. El sarcasmo no había entrado hasta entonces en su vida. Según su experiencia, cuando alguien se enfadaba con él, había gritos y algún que otro golpe.
—No, señor —respondió.
—En ese caso, no alcanzo a comprender por qué no hiciste lo que ordené.
—¿Señor?
—Supongo que pronunció algunas palabras mágicas, ¿verdad? He oído hablar de las brujas —dijo el duque, que se había pasado la otra mitad de la noche leyendo, hasta que las manos vendadas le temblaron demasiado, algunas de las obras* más expresivas sobre el tema—. Imagino que te ofreció visiones de delicias extraterrenas. ¿Te mostró...? —Se estremeció—. ¿Te mostró oscuras fascinaciones y éxtasis prohibidos en los que los mortales no deben ni pensar, y secretos demoníacos que te llevaron a lo más profundo de los deseos humanos?
El duque se sentó y se dio aire con el pañuelo.
—¿Te encuentras bien, señor? —se alarmó el sargento.
—¿Qué? Oh, perfectamente, perfectamente.
—Te has puesto todo rojo.
—¡No cambies de tema! —le espetó el duque, recuperando un poco la compostura—. Admítelo. Te ofreció placeres hedonistas y licenciosos, conocidos sólo para los que dominan las artes carnales, ¿verdad?
El sargento se puso firme y miró hacia el frente.
—No, señor —respondió con el tono del que dice la verdad, sean cuales sean las consecuencias—. Me ofreció un bizcocho.
—¿Un bizcocho?
—Sí, señor. De pasas.
Felmet se quedó completamente quieto mientras trataba de recuperar la paz interior. Todo lo que consiguió decir fue:
—¿Y tus hombres?
—Ellos también comieron bizcocho, señor. Todos excepto el joven Roger, que no puede comer fruta, señor, por su problema.
El duque, tambaleante, se sentó en una silla junto a la ventana, y se cubrió los ojos con una mano. Yo nací para gobernar en las llanuras, pensó, donde todo es tan plano y tan sencillo, no hace este tiempo y la gente parece más cuerda. Ahora me contará qué comió Roger.
—Roger comió una pasta, señor.
El duque se volvió y contempló los árboles. Estaba furioso. Estaba muy furioso. Pero veinte años de matrimonio con Lady Felmet le habían enseñado, no sólo a controlar sus emociones, sino a controlar incluso sus instintos, y ni un tic muscular delataba lo que pasaba por su mente. Además, en los más oscuros rincones de su mente, había una emoción a la que hasta entonces había dedicado muy poco tiempo. La curiosidad acababa de dar señales de vida.
El duque se las había arreglado muy bien durante cincuenta años sin encontrarle uso a la curiosidad. No era una característica muy apreciada entre los aristócratas. La certeza siempre le había parecido mucho mejor. Pero se le ocurrió que, por una vez, la curiosidad podía ser útil.
El sargento estaba de pie ante él, con el aire estólido de quien aguarda una orden, y seguramente seguirá esperando hasta que la deriva continental lo arranque de su lugar. Llevaba muchos años cumpliendo las escasas órdenes de los reyes de Lancre, y se le notaba. Su cuerpo estaba en posición de firmes. Pese a todos los esfuerzos que hacía, su estómago, no.
El duque miró al bufón, que estaba sentado en su taburete junto al trono. La figura jorobada alzó la vista con cierta vergüenza, e hizo tintinear desganadamente sus cascabeles.
El duque tomó una decisión. Se dijo que, para avanzar, había que buscar los puntos débiles. Trató de no pensar en que entre esos puntos débiles estaban los riñones de un rey en la cima de una escalinata oscura, y se concentró en los asuntos que tenía al alcance de la mano.
... mano. Se había frotado y frotado, pero sin lograr nada. Al final, fue a las mazmorras y pidió prestado al torturador uno de sus cepillos de alambres. También con eso se frotó y se frotó, y también sin lograr nada. Nada bueno, al menos, porque cuanto más frotaba, más sangre había. Tenía miedo de estar volviéndose loco.
Luchó contra la idea. Puntos débiles. Eso era. El bufón entero parecía un punto débil.
—Puedes retirarte, sargento.
—Señor —saludó el soldado.
Se alejó, caminando con rigidez.
—Bufón.
—Decidme, oh gran señoooor —contestó el bufón, nervioso, dando un rápido rasgueo a su detestada mandolina.
El duque se sentó en el trono.
—Ya tengo el soniquete de mi esposa en los oídos, no necesito el tuyo. Quiero que me aconsejes.
—A tus órdenes, tío.
—No soy tu tío, si lo fuera me acordaría, estoy seguro —replicó Lord Felmet, inclinándose hasta que la proa de su nariz quedó a escasos centímetros del rostro aterrado del bufón—. Y si vuelves a tocar esa maldita mandolina, verás mi lado malo.
El bufón movió los labios sin pronunciar palabra.
—¿Os molesta también el tintineo de los cascabeles? —preguntó al final.
El duque sabía cuándo mostrarse generoso.
—Con eso puedo vivir. Y tú también. Pero no tientes a la suerte. —Le dedicó una sonrisa amistosa—. ¿Cuánto hace que eres bufón, chico?
El bufón iba a rasguear la mandolina, pero una mirada del duque le hizo contenerse.
—To... toda mi vida, señor. Desde niño. Como lo fue mi padre antes que yo. Y mi tío. Actuaban a dúo. Y mi abuelo antes que ellos. Y su...
—¿Todos en tu familia han sido bufones?
—Sí, señor, por tradición.
El duque sonrió de nuevo. El bufón estaba demasiado ocupado intentando mantenerse en su papel como para preguntarse qué significaría aquello.
—Eres de estas tierras, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Así que conocerás las creencias y supersticiones de aquí.
—Creo que sí. Señor.
—Bien. ¿Dónde duermes, bufón mío?
—En los establos, señor.
—De ahora en adelante, puedes dormir en el pasillo, junto a la puerta de mi habitación —concedió el duque generosamente.
—Cielos.
—Y ahora —siguió el duque, con una voz que caía sobre el bufón como la miel sobre una tostada—, háblame de las brujas...
* * *
Aquella noche, el bufón durmió sobre las regias baldosas de un pasillo lleno de corrientes, en vez de en la cálida paja de los establos.
—Esto es estúpido —se dijo—. Pero ¿será suficientemente estúpido?
Durmió muy mal, con una especie de sueño en el que una figura difusa trataba de atraer su atención, y apenas fue consciente de las voces de Lord y Lady Felmet al otro lado de la puerta.
—Al menos no hay tantas corrientes —decía la duquesa, de mala gana.
El duque se sentó en el sillón y dedicó una sonrisa a su esposa.
—¿Dónde están las brujas? —exigió saber ella.
—Parece que el chambelán tenía razón, amada mía. Esas brujas tienen hechizada a la gente de esta zona. El sargento de la guardia volvió con las manos vacías.
Manos..., trató de rechazar el inoportuno pensamiento.
—¡Pues manda que lo ejecuten! —le espetó su mujer—. ¡Así servirá de ejemplo a los demás!
—Querida mía, generalmente esa manera de actuar suele llevar a ordenar que el último soldado se corte su propia garganta para servirse de ejemplo a sí mismo. Por cierto —añadió con suavidad—, parece que hay menos criados en el castillo. Ya sabes que no suelo entrometerme...
—Pues no lo hagas —bufó ella—. Eso lo controlo yo. No puedo permitir la negligencia.
—Estoy seguro de que sabes lo que haces, pero...
—¿Qué pasa con esas brujas? ¿Piensas quedarte sin hacer nada y dejar problemas para el futuro? ¿Permitirás que esas brujas te desafíen? ¿Y la corona?
El duque se encogió de hombros.
—Sin duda acabó en el río —dijo.
—¿Y el niño? ¿Fue entregado a las brujas? ¿Hacen sacrificios humanos?
—Tengo entendido que no —respondió el duque.
La duquesa pareció algo decepcionada.
—Al parecer, esas brujas hechizan a la gente —siguió el duque.
—Bueno, es obvio que...
—No, no se trata de un hechizo de magia. Es más bien que les tienen respeto. Practican la medicina y cosas así. Los que viven en la montaña parecen temerlas y respetarlas a la vez. Quizá sea difícil que eso cambie.
—Empiezo a pensar que a ti también te han hechizado —bufó la duquesa.
La verdad era que el duque estaba intrigado. El poder tenía una cualidad vagamente fascinante, quizá por eso se había casado con la duquesa. Contempló el fuego de la chimenea.
—De hecho —añadió la duquesa, que reconocía aquella sonrisa malévola—, te gusta la idea del peligro, ¿verdad? Recuerdo cuando nos casamos, todo aquello de la cuerda de nudos...
Chasqueó los dedos ante la mirada perdida del duque. Él pegó un respingo.
—¡En absoluto! —gritó.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Esperar.
—¿Esperar?
—Esperar y meditar. La paciencia es una virtud.
El duque se irguió. Sonrió con la sonrisa de quien puede pasarse un millón de años sentado sobre una roca. Tenía un tic nervioso en un ojo.
La sangre brotaba de nuevo bajo los vendajes de sus manos.
* * *
Una vez más, la luna llena cabalgaba entre las nubes.
Yaya Ceravieja ordeñó a las cabras y les puso comida, encendió el fuego en el hogar, echó un trapo sobre el espejo y sacó su escoba mágica de detrás de la puerta. Salió de casa, cerró la puerta trasera y colgó la llave de un clavito en el excusado.
Aquello era más que suficiente. En toda la historia de la brujería en las Montañas del Carnero, sólo en una ocasión un ladrón había entrado en la casa de una bruja. La bruja afectada descargó sobre él el más terrible de los castigos.*
Yaya se sentó en su escoba y murmuró unas palabras, pero sin mucha convicción. Tras un par de intentos, se bajó, arregló un poco las cerdas y probó de nuevo. El extremo del palo brilló un momento, pero enseguida se apagó.
—Rayos —murmuró Yaya entre dientes.
Miró a su alrededor, por si había alguien vigilándola. Sólo vio un tejón al acecho, que a su vez oyó el sonido de los pies corriendo, sacó la cabeza de entre los arbustos y vio a Yaya lanzada como una exhalación sendero abajo, arrastrando la escoba tras ella. Por fin, la magia prendió, y Yaya consiguió saltar a bordo torpemente antes de que se elevara hacia el cielo con la elegancia de un pato manco de un ala.
En las alturas resonó una maldición dedicada a todos los cacharros mágicos.
La mayor parte de las brujas preferían vivir en casitas aisladas, con las tradicionales chimeneas semiderruidas y hierbajos en los jardines. Yaya Ceravieja aprobaba esta actitud. Era inútil ser bruja a menos que la gente lo supiera.
En cambio a Tata Ogg le importaba bien poco lo que supiera la gente, y aún menos lo que pensara; vivía en una casita cómoda y pulcra en el centro mismo de Lancre, en el centro de su imperio privado. Varias hijas y nueras acudían allí a limpiar y cocinar, organizadas en turnos rotatorios. Toda superficie plana se encontraba atestada de adornos y recuerdos traídos por los miembros viajeros de la familia. Los hijos y nietos se encargaban de tener llena la leñera, de estucar los techos y de limpiar la chimenea. La alacena de las bebidas estaba siempre llena, al igual que la bolsita de tabaco junto a su mecedora. Sobre la chimenea pendía un gran cartel que decía «Madre». En la historia del mundo, ningún tirano había logrado un control tan absoluto como ella.
Tata Ogg también tenía un gato, un macho enorme llamado Mandón, que repartía su tiempo entre dos tareas: dormir y procrear en la tribu felina más extensa e incestuosa que ha existido jamás. Abrió su ojo, semejante a una ventana amarillenta que diera al infierno, cuando oyó la escoba de Yaya aterrizar torpemente en el césped del jardín trasero. Con instinto felino, identificó inmediatamente a Yaya como uno de esos seres que detestan a los gatos, y se metió bajo una silla.
Magrat ya estaba sentada junto a la chimenea.
Una de las pocas reglas inmutables de la magia es que los que la practican no pueden cambiar de apariencia durante mucho tiempo. El cuerpo humano tiene desarrollada una especie de inercia mórfica y, gradualmente, recupera su forma original. Pero Magrat lo intentaba. Todas las mañanas, su cabellera era larga, espesa y rubia, pero por la tarde siempre había vuelto a ser el estropajo enmarañado de siempre. Trataba de paliar el efecto entrelazándose flores en el pelo. El resultado no era precisamente el que esperaba. Daba la impresión de que se le había caído una maceta en la cabeza.
—Buenas noches —dijo Yaya.
—Bienhallada bajo la luz de la luna —respondió Magrat educadamente—. Feliz este encuentro. Una estrella brilla...
—Suficiente —la interrumpió Tata Ogg.
Magrat parpadeó.
Yaya se sentó y empezó a quitarse las horquillas que le sujetaban el sombrero puntiagudo al moño. Por fin, se fijó en Magrat.
—¡Magrat!
La joven bruja pegó un respingo, y se llevó las manos al virtuoso escote del vestido.
—¿S-sí? —tartamudeó.
—¿Qué tienes en el regazo?
—Es mi familiar, mi espíritu protector —replicó a la defensiva.
—¿Qué le pasó al sapo que tenías?
—Se escapó —murmuró Magrat—. Bueno, no era gran cosa.
Yaya suspiró. Magrat había estado buscando un familiar de confianza durante mucho tiempo, y pese al amor y la atención que les dedicaba, todos parecían tener alguna lacra terrible, como tendencia a morder, dejarse atropellar o, en casos extremos, metamorfosearse.
—Con éste ya van quince este año —señaló Yaya—. Sin contar al caballo. ¿Qué es esta vez?
—Una piedra —rió Tata Ogg.
—No estaría mal, al menos le duraría —dijo Yaya.
A la roca le brotó una cabeza y la miró con cierta ironía.
—Es una tortuga —la corrigió Magrat—. La compré en el mercado de Risco del Cordero. Es increíblemente vieja y conoce muchos secretos, me lo dijo el vendedor.
—Ya sé a qué vendedor te refieres —asintió Yaya—. Es el que vende gargantillas de oro que se oxidan a los dos días.
—Bueno, sea como sea, la voy a llamar Veloz —insistió Magrat con la voz cargada de desafío—. Estoy en mi derecho.
—Sí, sí, claro —asintió Yaya—. Bien, ¿qué tal estáis, hermanas? Has pasado dos meses desde nuestra última reunión.
—Tendríamos que vernos cada luna nueva —señaló Magrat, testaruda—. Siempre.
—Se casaba la pequeña de mi Grame —replicó Tata Ogg—. No me lo podía perder.
—Y yo me pasé la noche cuidando a una cabra enferma —se disculpó a su vez Yaya Ceravieja.
—Bueno, bueno —asintió Magrat, aunque algo dubitativa. Rebuscó en su bolso—. En fin, si vamos a empezar ya, será mejor que encendamos las velas.
Las brujas mayores intercambiaron una mirada de resignación.
—Pero si tenemos una lámpara preciosa que me envió mi Tracie —dijo Tata Ogg con inocencia—. Además, iba a atizar el fuego de la chimenea.
—Yo veo perfectamente, Magrat —señaló Yaya—. Veo que ya has estado otra vez leyendo esos libros raros, esos bromuros.
—Grimorios...
—Y tampoco pintarás en el suelo esta vez —le advirtió Tata Ogg—. Mi Dreen tardó días en limpiar aquellas comosellamen...
—Runas —suspiró Magrat. Tenía una mirada implorante en los ojos—. Una velita sólo, por favor...
—De acuerdo —asintió Tata, cediendo un poco—. Si tanto te apetece..., pero sólo una. Y una vela blanca, como está mandado. Nada de cosas raras.
Magrat suspiró de nuevo. Probablemente no sería buena idea sacar el resto del contenido de su bolso.
—Deberíamos ser más —dijo con tristeza—. No está bien un aquelarre de tres...
—No sabía que siguiéramos siendo un aquelarre. Nadie me ha dicho que aún fuéramos un aquelarre —bufó Yaya Ceravieja—. De todos modos, no hay más brujas en estas montañas, excepto la vieja Gammer Dismass, que no sale mucho últimamente.
—Pues en mi pueblo hay montones de niñas —dijo Magrat—. Ya sabéis, a lo mejor se apuntaban.
—Nunca lo hacemos así, lo sabes muy bien —replicó Yaya, desaprobadora—. La gente no busca la brujería, es la brujería la que busca a la gente.
—Sí, sí —dijo Magrat—. Lo siento.
—Bien —respondió Yaya, algo tranquilizada.
Nunca había dominado el arte de la disculpa, pero sabía valorarlo en otras personas.
—¿Qué se sabe de ese nuevo duque? —preguntó Tata para aligerar el ambiente.
Yaya se acomodó en la silla.
—Hizo quemar algunas casas en Culo de Mal Asiento —dijo—. Por eso de los impuestos.
—Es terrible —dijo Magrat.
—El viejo rey Verence también solía hacerlo —asintió Tata—. Tenía un genio tremendo.
—Pero él casi siempre dejaba que la gente saliera antes —señaló Yaya.
—Cierto, cierto —dijo Tata, que era promonárquica convencida—. Tenía esos detalles. Incluso daba dinero a la gente para que reconstruyeran la casa. Cuando se acordaba, claro.
—Y cada Noche de la Vigilia de los Puercos, una pata de venado. Sin falta —suspiró Yaya.
—Desde luego, era muy respetuoso con las brujas —añadió Tata Ogg—. Cuando salía a cazar gente, si se encontraba conmigo en el bosque, siempre se quitaba el casco y me saludaba, «Espero que se encuentre bien, señora Ogg», me decía, y al día siguiente me enviaba a su mayordomo con un par de botellas de algo. Un rey como debe ser.
—Pero lo de cazar gente tampoco está muy bien —dijo Magrat.
—Bueno, no —concedió Yaya Ceravieja—. Pero sólo lo hacía si habían hecho algo muy malo. Y él decía que lo disfrutaban. Además, si le habían hecho pasar un buen rato, los dejaba vivir.
—Y luego estaba esa cosa peluda suya —dijo Tata Ogg.
Hubo un cambio perceptible en el ambiente. Se hizo más cálido, más oscuro, llenó los rincones con las sombras de una muda conspiración.
—Ah —asintió Yaya Ceravieja, perdida en sus pensamientos—. Su droit de seigneur.
—Necesitaba mucho ejercicio —añadió Tata Ogg, con la vista fija en el suelo.
—Pero al día siguiente enviaba a su mayordomo con una bolsa de plata y un montón de cosas para la boda. Más de una pareja tuvo un buen matrimonio gracias a eso.
—Cierto —afirmó Tata—. Y algún que otro individuo soltero, también.
—Era un rey de los pies a la cabeza.
—¿De qué habláis? —preguntó Magrat, desconcertada—. ¿Hacía obras de caridad?
Las dos brujas salieron de las profundas corrientes donde habían estado nadando. Yaya Ceravieja se encogió de hombros.
—La verdad —siguió Magrat, severa—, para tener tan buena opinión del viejo rey, no parecéis muy preocupadas por el hecho de que lo asesinaran. Es decir, fue un accidente muy sospechoso...
—Son cosas que les pasan a los reyes —dijo Yaya—. Vienen y van, buenos y malos. Su padre envenenó al rey que teníamos antes.
—Sí, al viejo Thargum —asintió Tata—. Recuerdo que tenía una barba roja muy llamativa. También era muy atento, ¿sabéis?
—Pero ahora nadie debe decir que Felmet mató al rey —aportó Magrat.
—¿Qué? —se sorprendió Yaya.
—El otro día hizo ejecutar a unos hombres en Lancre por decirlo —siguió Magrat—. Los acusó de ir difundiendo mentiras maliciosas. Aseguró que cualquiera que opinase lo contrario visitaría el interior de sus mazmorras, aunque por poco tiempo. Según él, Verence murió de muerte natural.
—En realidad, el asesinato es una muerte natural cuando se trata de un rey —comentó Yaya—. No sé por qué se lo toma tan mal. Cuando asesinaron al viejo rey Thargum, clavaron su cabeza en una pica, encendieron una hoguera enorme, y todos los del palacio se emborracharon durante una semana.
—Me acuerdo, me acuerdo —asintió Tata—. Pasearon la cabeza por todos los pueblos para demostrar que estaba muerto. Me pareció muy convincente. Sobre todo para él. Sonreía. Creo que es la manera en que le habría gustado morir.
—Pues me parece que a éste será mejor tenerlo vigilado —suspiró Yaya—. Quizá sea listo. Eso no es bueno para un rey. Y creo que no es nada respetuoso.
—La semana pasada vino a verme un hombre, para preguntarme si quería pagar impuestos —intervino Magrat—. Le dije que no.
—A mí también vino a verme —dijo Tata Ogg—. Pero mi Jason y mi Wane, que le abrieron la puerta, le dijeron que no estábamos interesados.
—¿Un tipo bajito, calvo, con capa negra? —preguntó Tata, pensativa.
—Sí —respondieron las otras dos al unísono.
—Lo encontré merodeando entre mis tomateras. Pero, cuando fui a ver qué quería, salió huyendo.
—La verdad es que yo le di dos moneditas de cobre —reconoció Magrat—. Es que me dijo que, si no conseguía que las brujas pagaran impuestos, iban a torturarlo...
* * *
Lord Felmet examinó detenidamente las dos monedas que tenía en el regazo.
Luego clavó la vista en el recaudador de impuestos.
—Explícate —dijo.
El recaudador carraspeó para aclararse la garganta.
—Bueno, señor, veréis... Les conté que había que pagar a un ejército regular, etcétera, y ellas preguntaron que por qué, y les dije que por los bandidos, etcétera, y ellas dijeron que los bandidos nunca las molestaban.
—¿Y las obras públicas?
—Ah, sí. Bien, les señalé la necesidad de construir y mantener puentes, etcétera.
—¿Y?
—Dijeron que no los usaban.
—Ah —asintió el duque con gesto de entendido—, no pueden cruzar corrientes de agua.
—De eso no estoy seguro, señor. Creo que las brujas cruzan lo que les da la gana.
—¿Te dijeron algo más?
El recaudador de impuestos se retorció distraídamente el dobladillo de la túnica.
—Bueno, señor..., mencioné que los impuestos ayudan a mantener la Paz del Rey, señor...
—¿Y?
—Me dijeron que el rey tenía que mantener su propia paz, señor. Y luego me dirigieron una mirada.
—¿Qué clase de mirada?
—Es difícil de describir.
El recaudador trató de esquivar los ojos de Lord Felmet, que le empezaban a provocar la alucinación de que el suelo embaldosado se extendía en todas las direcciones, y había cubierto ya varios acres de terreno. La fascinación de Lord Felmet era para él lo que un alfiler para una mariposa.
—Inténtalo —le invitó el duque.
El recaudador se sonrojó.
—Bueno —dijo—, no fue... agradable.
Lo cual demuestra que al recaudador de impuestos se le daban mucho mejor los números que las palabras. Lo que habría podido decir si la vergüenza, el miedo, la mala memoria y una carencia absoluta de imaginación no hubieran conspirado contra él, era:
«Cuando era pequeño, y estaba en casa de mi tía, y ella me había dicho que no tocara la crema, etcétera, y la había guardado en el estante más alto de la despensa, y yo cogí un taburete cuando ella no estaba, y mi tía volvió y no me di cuenta, y no pude coger bien el bote y se rompió contra el suelo, y ella abrió la puerta y me miró..., con esa mirada. Pero lo peor era que las brujas lo sabían».
—No fue agradable —repitió el duque.
—No, señor.
El duque tamborileó los dedos de la mano izquierda sobre el brazo del trono. El recaudador de impuestos carraspeó de nuevo.
—No..., no me obligarás a volver allí, ¿verdad, señor? —preguntó.
—¿Eh? —se sobresaltó el duque. Movió una mano, irritado—. No, no —dijo—. En absoluto. Cuando salgas de aquí, ve a ver al torturador, a ver qué tiene para ti.
El recaudador le dirigió una mirada agradecida, e hizo una reverencia.
—Sí, señor. Ahora mismo, señor. Gracias, señor. Eres muy...
—Sí, sí —replicó Lord Felmet, ausente—. Puedes retirarte.
El duque quedó a solas en la vasta sala. Llovía de nuevo. De cuando en cuando, un trocito de yeso del techo se estrellaba contra las baldosas, y los muros crujían al alejarse aún más unos de otros. El aire olía a sótano cerrado.
Dioses, cómo detestaba aquel reino.
Era diminuto, unos sesenta kilómetros de largo por quince de ancho, constituido en su mayor parte por montañas ariscas, con laderas de hielo verdoso y picos afilados como cuchillos, o densos bosques oscuros. Un reino así no tenía por qué dar el menor problema.
Pero no podía librarse de la sensación de que, además de longitud y anchura, tenía profundidad. Parecía contener mucha geografía, demasiada.
Se levantó y caminó hasta el balcón, desde donde se divisaba un inigualable paisaje de árboles y más árboles. Se le ocurrió que los árboles también lo miraban a él.
Advertía su resentimiento, pero eso era extraño, porque los habitantes en sí no habían objetado demasiado. La verdad es que no ponían objeciones a casi nada. Verence había sido bastante popular, a su manera. Hubo mucha gente en el funeral. Lord Felmet recordaba los rostros solemnes. No estúpidos, no, de ninguna manera. Sólo preocupados, como si lo que hiciesen los reyes no tuviera demasiada importancia.
Eso le parecía casi tan turbador como los árboles. Una buena revuelta, en cambio, habría sido más..., más apropiada. Entonces podría haber salido a caballo para ahorcar a la gente, habría tenido la tensión creativa que es fundamental para el desarrollo de un estado. En las llanuras donde había nacido, si uno daba patadas a la gente, la gente se las devolvía. En cambio, allí arriba, si dabas una patada a alguien, éste se apartaba y se limitaba a esperar a que se te cansara la pierna. ¿Cómo podía un rey pasar a la historia gobernando sobre semejante pueblo? No se los podía oprimir más de lo que se puede oprimir a una manta.
Había elevado los impuestos, había quemado unos cuantos pueblos por cuestión de principios, sólo para demostrar a todo el mundo con quién se las tenían que ver. No había surtido el menor efecto.
Y luego estaban aquellas brujas. Le obsesionaban.
—¡Bufón!
El bufón, que estaba echando una cabezadita tras el trono, despertó horrorizado.
—¡Sí!
—Acércate, bufón.
El bufón se acercó con la cabeza gacha, haciendo tintinear sus cascabeles.
—Dime, bufón, ¿aquí siempre llueve?
—Pues veréis, señooooooor...
—Limítate a responder a la pregunta —le interrumpió Lord Felmet, al ver que echaba mano de la mandolina.
—A veces la lluvia cesa, señor. Para dejar sitio a la nieve. Y a veces tenemos nieblas realmente orgulosas —respondió el bufón.
—¿Orgulosas? —inquirió el duque, distraído.
El bufón no pudo contenerse. Sus oídos espantados oyeron a su boca afirmar:
—Espesas, mi señor. Del latatiano orgulum, que significa sopa o caldo.
Pero el duque no le escuchaba. La experiencia le había enseñado que escuchar el parloteo de los criados era una pérdida de tiempo.
—Me aburro, bufón.
—Permitid que os entretenga, mi señor, con alegres historias y divertidas anécdotas.
—Prueba a ver.
El bufón se lamió los labios resecos. No se esperaba aquello. El rey Verence siempre se había conformado con darle una patada, o tirarle una botella a la cabeza. Un rey como debe ser.
—Estoy esperando. Hazme reír.
El bufón se decidió.
—A ver, señor —tartamudeó—, ¿cuántos bufones hacen falta para cambiar una bombilla?
El duque frunció el ceño. El bufón consideró que era mejor no esperar.
—Cinco, señor. Uno para sujetar la bombilla y cuatro para dar vueltas a la silla.
Y, como parte del chiste, rasgueó su mandolina.
El dedo índice del duque marcaba un extraño ritmo en el brazo del trono.
—Sigue —dijo—. ¿Qué pasa luego?
—Eh..., me temo que eso era todo, señor —dijo el bufón—. Mi abuelo lo consideraba uno de sus mejores chistes.
—Seguro que lo contaba de otra manera —señaló el duque. Se levantó—. Haz venir al montero mayor. Voy a salir a cazar. Tú también puedes venir.
—¡Pero señor, nunca he montado a caballo!
Por primera vez aquella mañana, Lord Felmet sonrió.
—¡Excelente! —exclamó—. Te daremos un caballo que nunca haya sido montado. Ja. Ja.
Se miró las manos vendadas. Y después, dijo para sus adentros, haré que el herrero me fabrique una buena lima.
* * *
Pasó un año. Los días se sucedían con paciencia. En el principio del multiverso, habían intentado pasar todos a la vez, pero la cosa no funcionó.
Tomjon estaba sentado bajo la desvencijada mesa de Hwel, mirando a su padre, que paseaba de arriba a abajo moviendo un brazo y sin dejar de hablar. Vitoller siempre movía los brazos cuando hablaba. Si le ataran las manos a la espalda, se quedaría mudo.
—Muy bien —estaba diciendo—, ¿qué tal Las Novias del Rey?
—El año pasado —respondió la voz de Hwel.
—Vale, vale. Entonces haremos Mallo, el Tirano de Klatch —replicó Vitoller. Su laringe se cambió las pilas y su voz se convirtió en aquel trueno retumbante que podía hacer vibrar las ventanas de cualquier plaza de pueblo—. Entre sangre llegué, y por ley de sangre, que nadie ose limpiar la sangre de estos muros...
—La hicimos el año antepasado —le interrumpió Hwel con tranquilidad—. Además, la gente está harta de reyes. Lo que quieren es reírse.
—De mis reyes nadie se harta —replicó Vitoller—. Mi querido muchacho, la gente no va al teatro para reír, van a Experimentar, a Aprender, a Maravillarse...
—A reír —se limitó a señalar Hwel—. Echa un vistazo a ésta.
Tomjon oyó el crujido del papel y los de la estructura de madera cuando Vitoller hizo descender todo su peso sobre un cesto puesto al revés.
—Una especie de mago —leyó Vitoller—, O, Como os dé la gana.
Hwel estiró las piernas por debajo de la mesa y dio una patada a Tomjon. Sacó al niño por una oreja.
—¿Qué es esto? —dijo Vitoller—. ¿Magos? ¿Demonios? ¿Duendes? ¿Mercaderes?
—Me gusta sobre todo el Acto II, Escena IV —señaló Hwel—. Cómico Lavando la Ropa con Dos Criados.
—¿Alguna escena de lecho de muerte? —preguntó Vitoller, esperanzado.
—N-no. Pero puedo hacer un monólogo humorístico en el Acto III.
—¡Un monólogo humorístico!
—Vale, hay sitio para un soliloquio en el último —se apresuró a añadir Hwel—. Te lo escribiré esta misma noche, no hay problema.
—Y un apuñalamiento —pidió Vitoller al tiempo que se ponía de pie—. Un asesinato despiadado. Eso siempre gusta.
Salió para organizar el montaje del escenario.
Hwel suspiró y cogió la pluma. Al otro lado de las paredes de la tienda estaba la ciudad de Perro Ahorcado, que se había dejado construir en un saliente de un precipicio monstruoso. Había mucho terreno llano en las Montañas del Carnero. Por desgracia, casi todo se encontraba en posición vertical.
A Hwel no le gustaban las Montañas del Carnero, cosa extraña, puesto que era tierra tradicional de enanos, y él era un enano. Pero lo habían expulsado de su tribu hacía años, no sólo por su claustrofobia, sino porque además tenía tendencia a soñar con los ojos abiertos. El rey enano era de la opinión de que no se trataba de un talento valioso para alguien que debe blandir un hacha de doble filo, y sobre todo acordarse de qué debe golpear con ella, de manera que Hwel recibió una bolsa pequeña, muy pequeña, de oro, los mejores deseos de la tribu, y una despedida irrevocable.
Casualmente, la compañía itinerante de Vitoller había pasado por la zona en aquel momento, y el enano invirtió una monedita de cobre en ver El Dragón de las Llanuras. Contempló la obra sin mover ni un sólo músculo de la cara, volvió a su alojamiento, y a la mañana siguiente llamó a la puerta de Vitoller con el primer borrador de El Rey Bajo la Montaña. En realidad, no era muy bueno, Pero Vitoller fue lo suficientemente perceptivo como para ver que en aquella cabeza afilada y peluda había una imaginación que asombraría al mundo, y así, cuando los actores itinerantes echaron a andar, uno de ellos tuvo que correr para no perderlos de vista...
Las partículas de inspiración recorren el universo constantemente. De cuando en cuando, una de ellas va a caer sobre una mente perceptiva, que entonces inventa el ADN, o las sonatas para flauta dulce, o la manera de hacer que las bombillas se fundan en la mitad de tiempo. Pero la mayoría se pierden. La vida de muchísima gente transcurre sin que una de estas partículas se le acorche siquiera.
Otros son aún más desgraciados. Las reciben todas.
Hwel era una de estas personas. Suficientes inspiraciones como para escribir una historia completa del arte dramático entraban continuamente en un pequeño cráneo, diseñado como mucho para resistir golpes de hacha.
Lamió la pluma y contempló el campamento a su alrededor. Nadie miraba. Cautelosamente, levantó el Mago, y descubrió otro fajo de papeles.
No era otro folletón más. Cada página estaba manchada de sudor, las líneas eran un laberinto de tachones, flechas e inserciones. Hwel las miró un instante, a solas en un mundo compuesto por él, la siguiente página en blanco y las voces clamorosas que poblaban sus sueños.
Empezó a escribir.
Libre de la atención de Hwel, que nunca era excesiva, Tomjon abrió la tapa del cesto donde se guardaban los elementos para los disfraces. Con el estilo metódico de los muy jóvenes, empezó a desempaquetar las coronas.
El enano se mordió la punta de la lengua mientras guiaba la pluma por la página emborronada. Había encontrado lugar para los desgraciados amantes, los sepultureros cómicos y el rey jorobado. Pero le estaban dando problemas los gatos y los patinadores...
Un gorjeo le hizo alzar la vista.
—Por lo que más quieras, niño —dijo—. Es demasiado grande para ti, vuelve a ponerla en su sitio.
* * *
Llegó el invierno al Disco.
En las Montañas del Carnero, si se quiere hablar con propiedad, no se puede describir el invierno como ese país de las maravillas helado, la nieve no es un sutil encaje que entrelaza las ramas de los árboles. En las Montañas del Carnero, el invierno no se anda con tonterías. Es una puerta directa a esa frialdad primaria que existía antes de la creación del mundo. En las Montañas del Carnero, el invierno consistía en varios metros de nieve, los árboles eran una serie de túneles color verde sombrío agitados por las ventiscas. El invierno significaba la llegada del viento perezoso, que no se tomaba la molestia de soplar alrededor de las personas, sino que soplaba a través de ellas. La idea de que el invierno pudiera ser hermoso jamás se le habría ocurrido a los habitantes de las Montañas del Carnero, que tenían dieciocho nombres diferentes para la nieve.*
El fantasma del rey Verence rondaba por las almenas, helado y hambriento, contemplaba sus amados bosques y aguardaba su oportunidad.
Era un invierno lleno de portentos. Los cometas centelleaban al surcar los gélidos cielos nocturnos. Las nubes, con formas de ballenas y dragones, navegaban de día muy cerca de la tierra. En el pueblo de Rorcual, una gata parió un gatito de dos cabezas, pero como el esforzado Mandón era el antepasado macho de al menos las treinta últimas generaciones, aquello tampoco era nada del otro mundo.
De todos modos, en Culo de Mal Asiento un pollo puso un huevo, y tuvo que enfrentarse a algunas preguntas muy personales y embarazosas. En Lancre, un hombre juró que había conocido a un hombre que había visto con sus propios ojos cómo un árbol se levantaba y caminaba. Cierto día, llovieron gambas. Hubo luces extrañas en el cielo. Los gansos caminaron hacia atrás. Y, por encima de todo, brillaron las grandes cortinas de fuego frío provenientes del Eje, cuyo centelleo helado iluminó y coloreó las nieves invernales.
Nada de esto era muy inusual. Las Montañas del Carnero, que como ya se ha dicho se extienden a lo largo del vasto campo mágico del Disco como una barra de hierro depositada inocentemente sobre los raíles del metro, estaban tan saturadas de magia que ésta producía descargas constantes sobre el medio ambiente. La gente se despertaba sobresaltada en medio de la noche, pero luego se limitaba a murmurar «Rayos, otro jodido portento», y volvía a dormirse.
La Noche de la Vigilia de los Puercos llegó para marcar el principio de otro año. Y repentina, alarmantemente, no sucedió nada.
Los cielos permanecieron claros; la nieve, profunda y crujiente como un glaseado de azúcar.
Los bosques helados estaban silenciosos, y olían a latón. Lo único que caía del cielo era más nieve para relevar a la anterior.
Un hombre cruzó los páramos entre Rorcual y Lancre sin ver ni un sólo fuego fatuo, ni un perro sin cabeza, ni un árbol andante, ni un carro fantasma, ni siquiera un cometa, y tuvieron que meterlo en una taberna y darle una copa para calmarle los nervios.
El estoicismo de los habitantes de las Montañas, desarrollado a lo largo de años como resistencia soberana contra el caos taumatúrgico, no fue capaz de soportar aquel brusco cambio. Era como un ruido que no se oye hasta que no deja de sonar.
Yaya Ceravieja lo oía ahora, mientras yacía calentita bajo un montón de mantas en su gélido dormitorio. La Noche de la Vigilia de los Puercos es, por tradición, la única noche en todo el largo año del Disco en que las brujas se quedan en su casa, y ella se había acostado temprano, en compañía de una bolsa de manzanas y una bolsa de agua caliente. Pero algo la había despertado de su duermevela.
Una persona normal habría bajado sigilosamente por las escaleras, probablemente con un atizador en la mano. Yaya se limitó a cogerse las rodillas y a dejar que su mente vagara.
No había sido en la casa. Detectaba las mentes pequeñas y rápidas de los ratones, y las brumosas de las cabras que dormitaban en su cómoda flatulencia del corral. Un búho cazando fue un repentino cuchillo de atención cuando planeó por encima del tejado.
Yaya se concentró más, hasta que su mente se llenó con el chirriar de los insectos en la paja del techo, con los crujidos de la carcoma en las vigas. Nada digno de interés.
Descendió y vagó hacia el bosque, que estaba en silencio, a excepción de algún que otro golpe sólido cuando la nieve se deslizaba de las ramas de un árbol. Incluso en invierno, el bosque estaba lleno de vida, aunque ésta dormitara o hibernara entre los árboles.
Todo como de costumbre. Yaya se dispersó más, hasta los páramos elevados y los pasos secretos donde los lobos corrían en silencio sobre la tierra helada; tocó sus mentes, afiladas como cuchillos. Aún más arriba, los campos nevados no tenían más habitantes que las sabanadijas.*
Todo era tal como debía ser, excepto por el hecho de que nada era como debía ser. Había algo..., sí, había algo vivo allí fuera, algo joven y antiguo y...
Yaya trató de aislar la sensación que captaba. Sí. Eso era. Algo. Algo desolado. Algo perdido. Y...
Los sentimientos nunca eran sencillos, y Yaya lo sabía bien. Cuando se consigue aislar uno, aparece otro debajo.
Algo que, si no dejaba de sentirse desolado y perdido muy pronto, iba a ponerse furioso.
Y, aún así, no podía encontrarlo. Captaba las pequeñas mentes de las crisálidas bajo las hojas húmedas. Percibía a los gusanos, que habían emigrado a capas más profundas de la tierra para huir del hielo. Hasta podía captar a algunas personas, lo más difícil de todo, porque las mentes humanas albergaban tantos pensamientos a la vez que eran casi imposibles de localizar. Era como intentar clavar la niebla a la pared.
Allí no había nada. Allí no había nada. La sensación la rodeaba, y no había nada que la causase. Había descendido tanto como le era posible, hasta la criatura más pequeña del reino animal, y allí no había nada.
Yaya Ceravieja se sentó en la cama, encendió una vela y cogió una manzana. Contempló la pared de su dormitorio.
No le gustaba que la derrotaran. Afuera había algo, algo que se alimentaba de magia, algo que crecía, algo tan vivo que parecía rodear toda la casa, y ella no lo encontraba.
Dejó sólo el corazón de la manzana y lo depositó cuidadosamente sobre la bandeja del candelabro. Apagó la vela.
El terciopelo frío de la noche volvió a cubrir la habitación.
Yaya hizo un último intento. Quizá se hubiera equivocado de dirección...
Un momento más tarde, se encontró tendida en el suelo, con la almohada sobre la cabeza.
Y pensar que había creído que se trataba de algo pequeño...
El Castillo Lancre tembló. No fue un temblor violento, pero tampoco hacía falta, dado que su arquitectura era tal que se inclinaba incluso con la más suave brisa. Un pequeño torreón se desplomó lentamente hacia las profundidades del cañón.
El bufón estaba tendido en las baldosas, y se estremeció en sueños. Agradecía el honor que se le concedía, si es que se trataba de un honor, pero dormir en el pasillo siempre le hacía soñar con el Gremio de Bufones, entre cuyos severos muros grises había padecido durante siete años de terrible aprendizaje. Sólo que allí las baldosas eran un poco más blandas que las camas.
A pocos metros de allí, una armadura tembló suavemente. La pica vibró en el guantelete hasta terminar por hendir el aire nocturno como un murciélago y estrellarse contra las baldosas a un centímetro de la oreja del bufón.
El bufón se sentó y comprendió que seguía temblando. Igual que el suelo.
En la habitación de Lord Felmet, el temblor hacía caer cascadas de polvo de la gran cama antigua. El duque despertó de un sueño en el que una gran bestia rondaba el castillo, y descubrió horrorizado que podía ser verdad.
El retrato de un rey muerto hacía tiempo cayó de la pared. El duque gritó.
El bufón entró en la habitación, tratando de mantener el equilibrio en un suelo que se comportaba como un mar. El duque saltó de la cama y se aferró al hombrecillo.
—¿Qué pasa? —gimió—. ¿Es un terremoto?
—Por aquí no hay terremotos, mi señor —dijo el bufón, que recibió un golpe cuando una chaise-longue se deslizó sobre la alfombra.
El duque corrió hacia la ventana y miró en dirección a los bosques iluminados por la luna. Los árboles cubiertos de nieve se cimbreaban en la noche tranquila.
Un trozo de yeso se estrelló contra el suelo. Lord Felmet se dio la vuelta, y esta vez su garra elevó al bufón medio metro por encima del suelo.
Entre los muchos lujos de los que el duque había prescindido a lo largo de su vida estaba el de la ignorancia. Le gustaba sentir que sabía lo que estaba pasando. Las gloriosas inseguridades de la existencia no le atraían en absoluto.
—Son las brujas, ¿verdad? —gimió mientras su mejilla izquierda temblaba con el tic, como un pez fuera del agua—. Están ahí fuera, ¿no? Tienen una Influencia sobre el castillo, ¿a que sí?
—Pues, la verdad, señor... —empezó el bufón.
—Ellas mandan en este país, ¿no es cierto?
—No, mi señor, nunca han...
—¿Quién te ha pedido tu opinión?
El aterrado bufón temblaba de miedo justo al revés que el castillo, de manera que sólo él en toda la habitación parecía completamente quieto.
—Eh..., vos, mi señor.
—¿Vas a discutir conmigo?
—¡No, mi señor!
—Justo lo que pensaba. ¡Seguro que estás aliado con ellas!
—¡Mi señor! —exclamó el bufón, sinceramente asombrado.
—¡Todos estáis aliados con ellas! —rugió el duque—. ¡Todos vosotros, sin excepción! ¡No sois más que una panda de payasos!
Empujó al bufón a un lado y abrió de golpe el balcón. Salió al gélido aire nocturno. Contempló el reino dormido.
—¿Me oís todos? —gritó—. ¡Soy el rey!
El temblor cesó, y el duque perdió el equilibrio. Consiguió recuperarlo y se sacudió el yeso del camisón.
—Así me gusta —dijo.
Pero aquello era peor. Ahora, el bosque escuchaba. Todo lo que decía Lord Felmet se perdía en el gran vacío del silencio.
Allí fuera había algo. Lo notaba. Era tan fuerte como para sacudir el castillo, y ahora le miraba, le escuchaba.
El duque retrocedió cautelosamente, volvió a la habitación, cerró los ventanales y corrió apresuradamente las cortinas.
—Soy el rey —repitió en voz baja.
Miró al bufón, quien sintió que se esperaba alguna respuesta de él.
Este tipo es mi amo y señor, pensó. Me da el pan de cada día, o como se diga eso. En la escuela del Gremio me dijeron que un bufón debe ser fiel a su amo hasta el fin, incluso después de que todos los demás lo hayan abandonado. No importa si el señor es bueno o malo. Todo dirigente necesita un bufón. Sólo es cuestión de lealtad, es lo único que importa. Aunque él esté como una cabra, seré su bufón hasta que uno de los dos muera.
Horrorizado, se dio cuenta de que el duque estaba llorando.
El bufón rebuscó en su manga y sacó un pañuelo rojo y amarillo bastante sucio, con un bordado de cascabeles. El duque lo cogió con expresión de gratitud y se sonó la nariz. Luego se lo apartó del cuerpo y lo miró con terror demente.
—¿Es una daga lo que veo ante mí? —murmuró.
—Eh..., no, mi señor. Es un pañuelo, ¿sabéis? Si lo examináis bien, notaréis la diferencia. No tiene tantos filos.
—Buen bufón —suspiró el duque vagamente.
Completamente loco, pensó el bufón. Si perdía un tornillo más, se desmontaría. Más sonado que el pecho de un gorila.
—Arrodíllate junto a mí, bufón.
El bufón obedeció. El duque le puso una mano vendada sobre el hombro.
—¿Eres leal, bufón? —preguntó—. ¿Eres digno de confianza?
—Juré seguir a mi señor hasta la muerte —replicó el bufón con voz ronca.
El duque bajó el rostro enloquecido hacia el bufón, quien alzó la vista hacia unos ojos inyectados de sangre.
—Yo no quería —siseó en tono confidencial—. Me obligaron. Yo no quería...
La puerta se abrió de golpe. La duquesa llenó el marco. De hecho, tenía casi la misma forma.
—¡Leonal! —ladró.
El bufón se quedó fascinado por lo que sucedía en los ojos del duque. La llama roja de la locura se desvaneció, retrocedió para ser sustituida por la dura mirada azul que ya había llegado a conocer. Comprendió que aquello no significaba que el duque estuviera menos loco. Incluso la frialdad de aquella cordura era, en cierto modo, demente. El duque tenía un cerebro que funcionaba como un reloj y, como en un reloj, de vez en cuando le daban las horas.
Lord Felmet alzó la vista con tranquilidad.
—¿Sí, querida?
—¿Qué significa todo esto? —exigió saber ella.
—Deben de ser las brujas.
—La verdad, no pienso... —empezó a decir el bufón.
La mirada de Lady Felmet no se limitó a silenciarlo, casi lo clavó a la pared.
—Eso es obvio —dijo la duquesa—. Eres un payaso.
—Un bufón, mi señora.
—Tanto da. —Se volvió hacia su marido—. Vaya —siguió, sombría—. Así que aún te desafían.
El duque se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que luche contra la magia? —preguntó.
—Con palabras —respondió el bufón, sin pensar.
Lo lamentó al instante. Los duques lo miraron.
—¿Qué? —le interrogó la duquesa.
Al bufón se le cayó la mandolina de vergüenza.
—En..., en el Gremio —explicó, tartamudeando—, nos enseñan que las palabras pueden ser más poderosas que la magia.
—¡Payaso! —exclamó el duque—. Las palabras no son más que palabras. Sílabas breves. Palos y piedras me romperán los huesos... —Hizo una pausa, saboreando la idea—. Pero las palabras, no.
—Hay palabras que pueden hacer daño, señor —dijo el bufón—. ¡Mentiroso! ¡Usurpador! ¡Asesino!
El duque pegó un respingo y se agarró a los brazos del trono, parpadeando.
—Esas palabras no contienen verdad alguna —se apresuró a añadir el bufón—, pero pueden extenderse como un fuego subterráneo, y arder cuando...
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —gimió el duque—. ¡Las oigo constantemente! —Se inclinó hacia delante—. ¡Son las brujas! —siseó.
—Entonces, se las puede combatir con otras palabras —aseguró el bufón—. Las palabras pueden derrotar incluso a las brujas.
—¿Qué palabras? —preguntó la duquesa, pensativa.
El bufón se encogió de hombros.
—Arpía. Malojo. Vieja idiota.
La duquesa arqueó una espesa ceja.
—No eres del todo idiota, ¿eh? —dijo—. Te refieres a los rumores.
—Exacto, mi señora.
El bufón puso los ojos en blanco. ¿Dónde se había metido?
—Son las brujas —susurró el duque, sin dirigirse a nadie en concreto—. Tenemos que hablar al mundo de las brujas. Son malvadas. Han hecho que volviera la sangre. Ni el papel de lija sirve de nada.
* * *
Hubo otro temblor mientras Yaya Ceravieja caminaba apresuradamente por los senderos estrechos y helados del bosque. Un montón de nieve se desprendió de una rama y le cayó en el sombrero.
Aquello no estaba bien, lo sabía. Nunca se había sabido de ninguna bruja que saliera en la Noche de la Vigilia de los Puercos. Iba contra la tradición. Nadie sabía por qué, pero eso tampoco importaba.
Llegó al páramo encharcado y siguió caminado. La luna creciente brillaba sobre el horizonte, y su brillo pálido iluminaba las cimas de las montañas. Allí arriba había un mundo diferente, y ni las brujas se aventuraban en él demasiado a menudo. El paisaje recordaba al nacimiento gélido del mundo, todo era hielo verde y riscos afilados en torno a valles profundos, secretos. Era un lugar no apto para seres humanos. No era hostil, al menos no más que un ladrillo o una nube, pero sí terriblemente descuidado.
Pero, en aquel momento, la miraba. Una mente distinta de todas las que Yaya había conocido centraba en ella buena parte de su atención. Alzó la vista hacia las laderas gélidas, casi esperando ver una sombra montañosa moviéndose contra las estrellas.
—¿Quién eres? —gritó—. ¿Qué quieres?
Su voz resonó por los desfiladeros, las rocas le devolvieron el eco. En lo más alto, entre los picos, oyó el ruido distante de una avalancha.
En la parte más elevada del páramo, donde en verano las perdices rondaban entre los arbustos, como imbéciles enamoradas, había una piedra vertical. Señalaba más o menos el lugar donde se reunían las brujas, aunque nunca habían trazado formalmente los límites.
La roca tenía la altura de un hombre, y era de un color azulado. Se la consideraba muy mágica, porque, aunque sólo había una, nadie había sido capaz de contarla. Si veía a alguien mirándola de forma especulativa, se escondía. Era el monolito más tímido jamás descubierto.
También era uno de los numerosos puntos de descarga para la magia que se acumulaba en las Montañas del Carnero. La tierra que la circundaba en varios metros a la redonda no estaba cubierta por la correspondiente capa de nieve, y de ella brotaba un tenue vapor.
La piedra se escondió un poco y miró a Yaya con gesto de sospecha desde detrás de un árbol.
Aguardó durante diez minutos, hasta que Magrat llegó corriendo por el camino de Comadreja Rabiosa, un pueblo cuyos bondadosos habitantes empezaban a acostumbrarse al masaje de orejas y a los remedios homeopáticos a base de flores que curaban todo lo que no fuera una decapitación consumada.*
Estaba sin aliento, y sólo llevaba un chal sobre el camisón, que habría sido muy revelador si Magrat hubiera tenido algo que revelar.
—¿Tú también lo notas? —preguntó.
Yaya asintió.
—¿Dónde está Gytha?
Las dos contemplaron el sendero que llevaba a la ciudad de Lancre, un racimo de luces sobre la penumbra de la nieve.
* * *
Se estaba celebrando una fiesta. La luz llegaba hasta la calle. La gente no dejaba de entrar y salir en casa de Tata Ogg, y dentro resonaban las carcajadas, los gritos infantiles y algún que otro ruido de vaso al romperse. Obviamente que en aquella casa se experimentaba la vida familiar al máximo.
Las dos brujas se quedaron en la calle, inseguras.
—¿Crees que debemos entrar? —titubeó Magrat—. No estamos invitadas. Y no hemos traído una botella.
—Me da la sensación de que ahí dentro ya hay demasiadas botellas —replicó Yaya Ceravieja, desaprobadora.
Un hombre salió tambaleándose, eructó, tropezó con Yaya, dijo: «Feliz Vigilia de los Puercos, señorita», alzó la vista hacia su rostro y recuperó la sobriedad al instante.
—Señora —le espetó Yaya.
—L-lo siento en el alma...
Yaya pasó junto a él sin prestarle atención.
—Vamos, Magrat —ordenó.
Dentro, la luz era semejante a la de un día de niebla espesa. La Noche de la Vigilia de los Puercos, Tata Ogg, por tradición, invitaba a todo el pueblo a su casa, y el ambiente de la habitación estaba ya más allá del alcance de cualquier control de polución. Yaya se abrió camino entre la marea de cuerpos, guiada por el sonido de una voz cascada que explicaba a todo el mundo en cien metros a la redonda que, comparado con muchísimos otros animales, el puercoespín era muy afortunado.
Tata Ogg estaba sentada en una silla junto a la chimenea, con una jarra de cerveza en una mano, y marcaba el compás de la conversación con un cigarro puro. Sonrió al ver el rostro de Yaya.
—Vaya, vaya, querida —aulló para hacerse oír—. Me alegra que hayas venido. Tómate una copa. Tómate dos. Hola, Magrat, acércate una silla, quita de en medio a ese gato.
Mandón, que observaba la celebración con el ojo amarillento entrecerrado, sacudió la cola un par de veces.
Yaya se sentó muy erguida, la viva imagen de la decencia.
—No vamos a quedarnos —dijo al tiempo que miraba a Magrat, quien extendía tímidamente la mano hacia un plato de cacahuetes—. Ya veo que estás ocupada. Es que no sabíamos si habías notado... algo. Esta noche. Hace un rato.
Tata Ogg frunció el ceño.
—El mayor de mi Darron se puso enfermo —dijo—. Debió de ser la cerveza de su padre.
—A menos que estuviera extremadamente enfermo —replicó Yaya—, no creo que fuera eso a lo que me refería.
Trazó un complejo signo en el aire, del cual Tata hizo caso omiso.
—Alguien quiso bailar sobre la mesa —siguió—. Se cayó en la salsa de calabaza de mi Reet. Nos reímos un montón.
Yaya arqueó las cejas y se puso un dedo junto a la nariz, en un gesto cargado de sentido.
—Estoy hablando de cosas de naturaleza diferente —sugirió.
Tata Ogg la miró.
—¿Te pasa algo en la nariz, Esme? —aventuró.
Yaya Ceravieja suspiró.
—Están teniendo lugar acontecimientos de índole mágica muy preocupantes —dijo en voz alta.
Toda la habitación quedó en silencio. Todo el mundo miró a las brujas, excepto el mayor de Darron, que aprovechó la oportunidad para continuar con sus experimentos alcohólicos. Luego, tan deprisa como habían escapado, varias docenas de conversaciones volvieron a su lugar.
—Sería buena idea que lo discutiéramos en un lugar más tranquilo —sugirió Yaya, mientras el tranquilizador caos volvía a rodearlas.
Acabaron en el lavadero, donde Yaya trató de informarlas sobre la mente con la que se había encontrado.
—Está ahí fuera, en las montañas, en los bosques altos —dijo—. Y es muy grande.
—A mí me pareció que buscaba a alguien —aportó Magrat—. Me recordó a un perro enorme. Ya sabéis lo que quiero decir. Perdido. Asombrado.
Yaya meditó un instante. Ahora que lo decían...
—Sí —asintió—. Algo así. Un perro grande.
—Preocupado —insistió Magrat.
—Buscando algo —siguió Yaya.
—Y cada vez más furioso.
—Eso es —asintió Yaya, mirando fijamente a Tata.
—Podría ser un troll —aportó ésta—. Me habéis hecho dejar una cerveza a medias —añadió en tono de reproche.
—Sé perfectamente cómo es la mente de un troll, Gytha —dijo Yaya.
No parecía furiosa. De hecho, fue su manera tranquila de decirlo lo que hizo titubear a Tata.
—Me han dicho que cerca del Eje hay trolls muy grandes —sugirió, insegura—. Y gigantes del hielo, y nosequés peludos que viven en las nieves. Pero no te refieres a nada por el estilo, ¿verdad?
—No.
—Oh.
Magrat se estremeció. Se dijo que una bruja tiene control absoluto sobre su cuerpo, y que la carne de gallina bajo su camisón no era más que una imaginación suya. Por desgracia, tenía una imaginación excelente.
Tata Ogg suspiró.
—En ese caso, será mejor que echemos un vistazo —dijo.
Levantó la tapa de la caldera. Tata Ogg nunca la utilizaba, ya que de la colada se encargaban sus nueras, una tribu de mujeres sometidas, de rostros grisáceos, cuyos nombres nunca se molestaba en recordar. Por tanto, se había convertido en un lugar de almacenamiento para velas secas, calderos requemados y jarras de jalea fermentada. Hacía diez años que la caldera no se usaba. Los ladrillos estaban agrietados, y extraños helechos crecían en el interior. El agua que había bajo la tapa era de un color negro tinta y, según se rumoreaba, insondable. A los nietos de la familia Ogg se les había enseñado que en sus profundidades habitaban monstruos procedentes del amanecer de los tiempos, ya que Tata creía que un poco de terror infundado era el ingrediente esencial de la magia en la infancia.
En verano, usaba la caldera para refrescar las cervezas.
—Tendrá que bastar con esto. Supongo que será mejor que nos cojamos de las manos —dijo—. Magrat, por favor, asegúrate de que la puerta está cerrada.
—Siempre he dicho que una buena Invocación no puede salir mal —siguió Tata—. Hace años que no hago una.
Yaya Ceravieja frunció el ceño.
—Pero no la puedes hacer —señaló Magrat—. Aquí no. Hace falta un caldero, y una espada mágica. Y un octograma. Y especias, y montones de cosas.
Yaya y Tata intercambiaron una mirada.
—No es culpa suya —suspiró Yaya—. Son todos esos bromuros que le compraron. —Se volvió hacia Magrat—. No hace falta nada de todo eso. Sólo se necesita cabezología.
Paseó la vista por el viejo lavadero.
—Hay que usar lo que se tiene a mano —añadió.
Cogió el oxidado barrote de cobre, y lo sopesó, pensativa.
* * *
—Te conjuramos e invocamos por el poder de este... —Yaya hizo una pausa—, afilado y terrible barrote de cobre.
El agua de la caldera se movió en suaves ondas.
—Mira cómo dispersamos... —Magrat suspiró—. Este detergente mohoso y los fragmentos de un estropajo roto en tu honor. La verdad, Tata, no creo...
—¡Silencio! Ahora tú, Gytha.
—Te invocamos y sometemos con el cepillo roto del Arte y la tabla de lavar de la Protección —dijo Tata, blandiendo los instrumentos.
A la tabla se le cayeron un par de astillas.
—Esto de la sinceridad está muy bien —susurró Magrat, resignada—, pero me da la sensación de que no es lo mismo.
—Haz el favor de escuchar, niña —ordenó Yaya—. A los demonios no les importa la forma exterior de las cosas. Lo fundamental es lo que tú crees. Venga, sigamos.
Magrat trató de imaginar que la pastilla de jabón amarillento y rancio era un precioso ungüento aromático procedente del lejano Klatch. Aquello suponía todo un esfuerzo. Sólo los dioses sabían qué tipo de demonio respondería a semejante invocación.
Yaya tampoco estaba del todo tranquila. No le importaban gran cosa los demonios, y todo aquello de los Encantamientos y tonterías semejantes apestaba a magia de mago. Si se hacían las cosas tan aparatosas, los demonios empezarían a sentirse importantes. Los demonios deberían acudir cuando se los llamaba, y punto.
Pero, según el protocolo, la bruja anfitriona tenía el poder de decisión, y a Tata le gustaban los demonios, que eran de género masculino, o al menos lo aparentaban.
A Yaya le tocaba ahora alternar los halagos y las amenazas al otro mundo con un palo podrido de medio metro. Le impresionaba su propia osadía.
Las aguas vibraron un poquito, volvieron a calmarse, y entonces, con un movimiento repentino y un sonido como el de una pompa de jabón al romperse, adquirieron la forma de una cabeza. A Magrat se le cayó el jabón de las manos.
Era una cabeza atractiva, de ojos quizás un poco crueles, con la nariz, algo picuda, pero atractiva a su manera, sí. Esto no tenía nada de sorprendente, puesto que el demonio se limitaba a proyectar una imagen de sí mismo hacia la realidad, y le costaba lo mismo hacerlo bien que mal. Se giró muy despacio, como una brillante estatua negra bajo la adecuada luz de la luna.
—Venga, ¿qué? —dijo.
—¿Quién eres? —preguntó Yaya, sin demasiada sutileza.
La cabeza se giró hacia ella.
—Mi nombre es impronunciable en tu idioma, mujer —replicó.
—Eso lo decidiré yo —bufó Yaya—. Y no me llames mujer.
—Como quieras. Mi nombre es WxrtHltl-jwlpklz —contestó el demonio.
—¿Dónde estabas cuando repartieron las vocales, debajo de la mesa? —dijo Tata Ogg.
—Pues bien, señor..., —Yaya titubeó sólo un instante—, señor WxrtHltl-jwlpklz, supongo que se preguntará por qué le hemos llamado esta noche.
—No tienes que decir eso —se quejó el demonio—. Tienes que decir...
—Silencio. Tenemos la espada del Arte y el octograma de la protección, te lo advierto.
—Como quieras. Pero a mí me parecen una barra de cobre y una tabla de lavar —se burló el demonio.
Yaya miró de reojo. Un rincón del lavadero estaba lleno de leña, y había un tocón para cortarla. Miró fijamente al demonio y, sin apartar la vista, descargó un golpe contra la dura madera.
El silencio de muerte que siguió sólo se vio quebrado por el sonido de las dos mitades perfectas del tocón al caer al suelo.
El rostro del demonio permaneció impasible.
—Se os permite hacer tres preguntas —dijo.
—¿Hay algo extraño en el reino? —preguntó Yaya.
El demonio pareció pensárselo.
—Nada de mentiras —le advirtió Magrat rápidamente—. Si no, probarás el cepillo.
—¿Quieres decir más extraño de lo habitual?
—Venga, responde de una vez —se quejó Tata—. Se me están quedando los pies helados.
—No. No hay nada extraño.
—Pero hemos notado... —empezó Magrat.
—Espera, espera —la interrumpió Yaya.
Movió los labios sin decir nada. Los demonios eran como genios, o como profesores de filosofía: si no formulabas la pregunta con toda precisión, les encantaba darte respuestas perfectamente precisas y falsas.
—¿Hay en el reino algo que no hubiera antes? —aventuró.
—No.
Según la tradición, sólo podían hacer tres preguntas. Yaya trató de formular una que no hubiera manera de malinterpretar deliberadamente. Se dio cuenta de que se había equivocado.
—¿Qué diantre está pasando? —preguntó con cautela—. Y no me des largas, o te achicharramos.
El demonio pareció titubear. Obviamente, aquel enfoque le resultaba nuevo.
—Magrat, ¿te importa acercarme las cerillas?
—Protesto por este tratamiento —dijo el demonio, con voz insegura.
—Bueno, no tenemos tiempo para andarnos con jueguecitos toda la noche —replicó Yaya—. Estos juegos de palabras están muy bien para los magos, pero nosotras somos harina de otro costal.
—O de otro lavadero —señaló Tata.
—Mirad —dijo el demonio, en cuya voz había ahora un atisbo de terror—, es que no debemos regalar la información así como así. Hay reglas, ya sabéis.
—Creo que hay aceite en la estantería, Magrat —pidió Tata.
—Lo único que digo es... —empezó el demonio.
—¿Sí? —lo alentó Yaya.
—No se lo diréis a nadie, ¿verdad? —suplicó.
—Ni una palabra —prometió Yaya.
—Nuestros labios están sellados —añadió Magrat.
—No hay nada nuevo en el reino —dijo el demonio—, pero la tierra ha despertado.
—¿Qué quieres decir?
—Es desdichada. Quiere un rey que la ame.
—¿Cómo...? —empezó Magrat, pero Yaya la hizo callar con un gesto.
—No te refieres a la gente, ¿verdad? —preguntó. La brillante cabeza se sacudió en gesto de negación—. No, ya me parecía a mí.
—¿Qué...?
Yaya interrumpió a Tata, llevándose un dedo a los labios. Se dio la vuelta y se acercó a la ventana del lavadero, un auténtico cementerio de mariposas atrapadas en telarañas. Un tenue brillo más allá de los cristales cubiertos de escarcha sugería que, contra todo pronóstico, pronto amanecería un nuevo día.
—¿Puedes decirnos por qué? —preguntó, sin volverse.
Había sondeado la mente de todo un país... Estaba impresionada.
—No soy más que un demonio, ¿cómo quieres que lo sepa? Sólo conozco lo que sucede, no el cómo ni el porqué.
—Ya, claro.
—¿Puedo irme ya?
—¿Eh?
—Por favor...
Yaya se irguió.
—Oh, sí. Lárgate —dijo, distraídamente—. Y gracias.
La cabeza no se movió. Se quedó inmóvil, como un botones de hotel que acabara de subir quince maletas al décimo piso, enseñado a todo el mundo dónde estaban los baños, ahuecado las almohadas y subido todas las persianas habidas y por haber.
—Eh..., supongo que no os importará hacerme desaparecer —pidió, al ver que nadie captaba la indirecta.
—¿Qué? —preguntó Yaya, otra vez inmersa en sus pensamientos.
—Nada, que me sentiría mejor si me hicierais desaparecer apropiadamente. Lo de «Lárgate» no es muy ortodoxo —gimió la cabeza.
—Ah. Bueno, si quieres..., ¡Magrat!
—¿Sí? —respondió la joven bruja, sobresaltada.
Yaya le tendió el barrote de cobre.
—¿Quieres hacer los honores?
Magrat cogió el barrote por lo que esperaba que Yaya viera como la empuñadura, y sonrió.
—Cómo no. Muy bien. Voy. Desaparece, demonio oscuro, hacia el más oscuro pozo...
La cabeza sonrió con satisfacción. Aquello ya era más apropiado. Se fundió en las aguas de la caldera como una vela bajo la llama. Su último comentario despectivo casi se perdió entre las ondas.
—Lárgate, nada menos...
* * *
Yaya volvió a casa sola, mientras la luz rosada del amanecer se deslizaba sobre la nieve, y entró en su casa.
Las cabras estaban inquietas en el corral. Los estorninos hacían chasquear sus dentaduras postizas entre la paja del tejado. Los ratones correteaban por la despensa de la cocina.
Preparó el té, consciente de que todos los sonidos parecían más agudos. Cuando dejó caer el estropajo en la pila de fregar, resonó como una campana golpeada por un martillo.
Siempre se encontraba incómoda tras verse involucrada en cualquier tipo de magia organizada. Aquello no le iba. Paseó por la habitación, buscando algo que hacer y luego dejándolo a medias. Recorrió una y otra vez las frías losas del suelo.
En momentos como éste, la mente encuentra las ocupaciones más extrañas para evitar su objetivo primario, o sea, pensar. Si alguien la hubiera estado observando, se habría sorprendido de la dedicación con que Yaya acometió tareas tales como limpiar el estante de la tetera, quitar las nueces viejas del frutero que había en la alacena, y sacar migas de pan fosilizadas de entre las baldosas con la ayuda del mango de una cucharilla.
Los animales tenían mente. Las personas tenían mente, aunque la humana era más bien vaga y nebulosa. Hasta los insectos tenían mente, puntitos de luz en la oscuridad de la no mente.
Yaya se consideraba experta en mentes. Y estaba bastante segura de algunas cosas, como por ejemplo, que los países no tenían mente.
Diantre, ni siquiera estaban vivos. Un país era..., bueno, era...
Alto ahí. Alto ahí... Una idea cobró forma suavemente en la mente de Yaya, y trató de atraer su atención.
Había una manera de que aquellos bosques pudieran tener mente. Yaya se sentó muy erguida, con una corteza de pan duro digna de anticuario en la mano, y contempló especulativamente la chimenea. Su ojo mental miró a través de los ladrillos, hacia los pasillos nevados entre los árboles. Sí. Nunca se le había ocurrido. Por supuesto, tenía que ser una mente compuesta por todas las pequeñas mentes que había dentro. Mentes de insectos, mentes de pájaros, mentes de osos, incluso las grandes mentes lentas de los mismos árboles...
Se sentó en la mecedora, que empezó a mecerse por su cuenta.
A menudo había pensado que el bosque era una amplia criatura, pero sólo metafóricamente, como diría un mago. Con el ronroneo de las abejas en el verano, con el zumbido del viento en otoño, acurrucado y dormido en invierno. Se le ocurrió que, además de ser una colección de otras cosas, el bosque también era algo vivo. Vivo, pero no en el sentido en que está viva una musaraña, por poner un ejemplo.
Y era mucho más lento.
Eso tenía que ser importante. ¿A qué velocidad latía el corazón de un bosque? Quizás una vez al año. Sí, seguro, más o menos. Allí fuera, el bosque aguardaba un sol más brillante y días más largos que bombearían un millón de litros de savia a cien metros de altura, en un latir demasiado fuerte como para que nadie lo oyera.
Más o menos a estas alturas del razonamiento, Yaya se mordió un labio.
Se le acababa de ocurrir la palabra sístole, y desde luego no estaba incluida en su vocabulario.
Tenía compañía en la cabeza.
Había algo.
¿Acababa de pensar aquellos pensamientos, o alguien los había pensado a través de ella?
Clavó la vista en el suelo, tratando de mantener sus ideas en privado. Pero algo o alguien le vigilaba la mente con tanta facilidad como si tuviera el cráneo de cristal.
Yaya Ceravieja se levantó y abrió las cortinas de par en par.
Y allí estaban en lo que en meses más cálidos era el césped. Y todos, sin excepción, la miraban.
Tras unos minutos, la puerta principal de la casa de Yaya se abrió. Aquello era todo un acontecimiento. Como la mayoría de los habitantes de la zona, Yaya vivía su vida a través de la puerta trasera. En una existencia normal, la puerta principal sólo se cruzaba tres veces, y en las tres te transportaban.
Se abrió con gran dificultad, con una serie de trompicones dolorosos. Unas cuantas astillas de pintura cayeron sobre la nieve, se coló hacia el interior. Por último, consiguió entreabrirla.
Yaya se deslizó como pudo por la abertura, y salió a la nieve hasta entonces inmaculada.
Se había puesto el sombrero puntiagudo y la larga capa negra que usaba cuando quería que alguien comprendiera sin lugar a dudas que era una bruja.
Había una vieja silla de cocina medio enterrada en la nieve. En verano era un buen lugar para sentarse y hacer labores, al tiempo que vigilaba el sendero. Yaya la puso de pie, sacudió la nieve del asiento y se sentó, con las rodillas ligeramente separadas y los brazos cruzados en gesto desafiante. Alzó la barbilla.
El sol estaba muy alto, pero la luz aquel Día de la Vigilia de los Puercos seguía siendo rosado y sesgado. Brillaba sobre la gran nube de vapor que pendía sobre las criaturas reunidas. No se habían movido, aunque de cuando en cuando alguna de ellas agitaba una pata, o se rascaba.
Yaya alzó la vista hacia un punto de movimiento. No lo había advertido hasta entonces, pero hasta el último árbol del jardín estaba lleno de pájaros, hasta tal punto que parecía que una extraña primavera castaña y negra había llegado con antelación.
En el lugar donde la hierba crecía en verano estaban los lobos, sentados o de pie, con las lenguas colgando. Tras ellos se alineaba un contingente de osos, y detrás de éstos una escuadra de ciervos. Ocupando los metafóricos flancos había una legión de conejos, comadrejas, ardillas, zorros y todo tipo de criaturas que, pese a vivir siempre en una sanguinaria atmósfera de cazadores y presas, matar o morir a garra, a zarpa o a colmillo, suelen recibir el nombre común de «fauna».
Ahora estaban juntos en la nieve, habían olvidado sus relaciones culinarias habituales para establecer un duelo de miradas, todos contra ella.
A Yaya le resultaron obvias dos cosas. Una era que allí tenía una muestra exhaustiva de la vida animal en el bosque.
La otra no pudo evitar formularla en voz alta.
—No sé qué hechizo será éste —dijo—. Pero os aseguro que, cuando se desvanezca, más os vale correr.
Ningún animal se movió. No hubo sonido alguno, excepto el de un lobo viejo aliviando sus necesidades con expresión avergonzada.
—¿Qué queréis que haga? —dijo Yaya—. No sirve de nada que acudáis a mí. Es el nuevo señor. Este reino es suyo. No puedo entrometerme. No estaría bien que me metiera en los asuntos de los que mandan. Para bien o para mal, la cosa tendrá que arreglarse sola. Es una de las reglas fundamentales de la magia. No se puede ir por ahí dominando a la gente con hechizos, porque cada vez hacen falta más.
Se acomodó en la silla, agradecida por la tradición que no permitía que los Sabios y los Inteligentes reinaran. Recordaba lo que le había hecho sentir la corona, incluso aunque fuera durante unos pocos segundos.
No, los objetos como las coronas surtían un efecto muy desagradable en la gente inteligente. Era mejor dejar las cosas del gobierno a personas cuyas cejas se juntaban cuando intentaban pensar. Por raro que pareciera, se les daba mucho mejor.
—La gente tiene que resolver sus asuntos —añadió—. Eso lo sabe cualquiera.
Le pareció que uno de los venados más grandes le dirigía una mirada particularmente dubitativa.
—Sí, bueno, ya sé que mató al viejo rey —concedió—. Pero es ley natural, ¿no? Vosotros deberíais saberlo. La supervivencia de los comosellamen.
Tamborileó los dedos sobre las rodillas.
—Además, el viejo rey no era lo que se dice amigo vuestro, ¿verdad? Le encantaba cazar.
Trescientos pares de ojos oscuros la miraron sin pestañear. Yaya probó otra táctica.
—No sirve de nada que me miréis así. No puedo ir por ahí metiéndome con los reyes sólo porque no os gusten. ¿Dónde acabarían las cosas? A mí no me ha hecho nada.
Trató de esquivar la mirada de una comadreja particularmente bizca.
—De acuerdo, es una actitud egoísta —se defendió—. Pero en eso consiste ser una bruja. Buenos días a todos.
Entró apresuradamente en la casa, y trató de cerrar la puerta de golpe. Las bisagras se atascaron un par de veces, cosa que estropeó un tanto el efecto.
Una vez dentro, corrió las cortinas, se sentó en la mecedora y se meció con fiereza.
—En eso consiste —se dijo—. No puedo entrometerme. Eso es lo importante.
* * *
Los carromatos traqueteaban lentamente por malos caminos, hacia una ciudad, otra más, de cuyo nombre la compañía no se acordaba muy bien y olvidaría en cuanto saliera de ella. El sol invernal brillaba bajo sobre los plantíos de coliflores húmedos y neblinosos de las Llanuras Sto, y el silencio algodonoso hacía que resonara aún más fuerte el crujido de las ruedas.
Hwel iba sentado en la parte trasera del último carromato, con las piernecillas regordetas colgando.
Había hecho todo lo posible. Vitoller había dejado la educación de Tomjon en sus manos; «A ti se te dan mejor esas cosas —dijo; y luego añadió, con su habitual tacto—: Además, os parecéis más en estatura».
Pero la cosa no había funcionado.
—Manzana —repitió, enseñándole la fruta.
Tomjon le sonrió. Tenía casi tres años, y aún no había dicho una sola palabra comprensible. Hwel albergaba sombrías sospechas con respecto a las brujas.
—Pues parece inteligente —dijo la señora Vitoller, que viajaba en el interior del carromato e iba remendando una cota de mallas—. Sabe lo que son las cosas. Hace lo que le dicen. Ojalá hablaras —suspiró con cariño, dando una palmadita en la mejilla del niño.
Hwel entregó la manzana a Tomjon, quien la aceptó con seriedad.
—Tengo la sensación de que aquellas brujas os jugaron una mala pasada —dijo el enano—. Ya sabe, gato por liebre. Antes hacían mucho ese tipo de cosas. Mi tatarabuela me contó que una vez se lo hicieron a mi familia. Las hadas intercambiaron a un humano y a un enano. Y no nos enteramos hasta que no empezó a pegarse con la cabeza contra el techo. Dicen...
Dicen que esta fruta es metáfora,
tan dulce, jugosa, madura,
del corazón de un hombre,
roja, pero dentro, sin indicios,
encontramos el gusano, la podredumbre,
la lacra. No veas sólo el brillo, es el mordisco
el que muestra la maldad humana.
Los dos se giraron para mirar a Tomjon, quien saludó y se dedicó a devorar la manzana.
—Era el discurso del gusano en El tirano —susurró Hwel. Su habitual dominio del lenguaje le abandonó por un momento—. Demonios —dijo.
—Pero si hablaba como...
—Voy a hablar con Vitoller —dijo Hwel.
Saltó del carromato y corrió sobre los charcos helados hasta el principio de la caravana, donde el actor-director silbaba sin melodía y, sí, agitaba los brazos.
—¿Qué tal, b’zugda-hiara? * -dijo alegremente.
—¡Tienes que venir enseguida! ¡Está hablando!
—¿Hablando?
Hwel daba saltos.
—¡Está recitando! —gritó—. ¡Tienes que venir! ¡Habla igual que...!
—¿Yo? —dijo Vitoller unos minutos más tarde, después de que hubieron detenido los carromatos junto a un grupo de árboles sin hojas, cerca del camino—. ¿Yo hablo así?
—Sí —respondió toda la compañía al unísono.
El joven Willikins, especializado en papeles femeninos, miró a Tomjon, de pie sobre un barril situado en el centro del claro.
—Oye, chico, ¿conoces mi papel en Como gustéis? —preguntó.
Tomjon asintió.
—Os digo que no está muerto quien yace bajo la piedra. Porque si la Muerte pudiera oír...
Escucharon en silencio asombrado mientras las nieblas interminables cubrían los campos húmedos y la bola roja que era el sol descendía más y más. Cuando el niño hubo terminado, el rostro de Hwel estaba cubierto de lágrimas.
—Por todos los dioses —dijo—, yo debía de estar muy inspirado cuando escribí eso.
Se sonó la nariz.
—¿De verdad hablo así? —preguntó Willikins, pálido.
Vitoller le dio una palmadita amistosa en el hombro.
—Si hablaras así, muchacho —dijo—, no estarías metido hasta las rodillas en lodo, en medio de estos campos perdidos, tomando té de hojas de repollo.
Dio una palmada.
—Ya basta, ya basta —dijo, mientras su aliento formaba nubéculas de vapor en el aire gélido—. Cada uno a su lugar. Tenemos que estar fuera de los muros de Sto Lat antes de que se ponga el sol.
Los actores salieron del ensueño, y volvieron a los pescantes de los carromatos caminando entre nubes. Vitoller llamó al enano y le puso el brazo en torno a los hombros, o mejor dicho, sobre la cabeza.
—¿Qué opinas? —preguntó—. Vosotros lo sabéis todo sobre la magia, o eso se dice. ¿Qué te parece esto?
—Se pasa todo el tiempo alrededor del escenario. Es natural que recuerde las cosas —respondió Hwel vagamente.
Vitoller se inclinó hacia delante.
—¿Tú crees eso?
—Creo que oí una voz que cogió lo que yo había escrito, le dio forma y me lo disparó contra las orejas, directo al corazón —se limitó a responder el enano—. Creo que oí una voz que iba más allá de la ruda forma de las palabras y decía las cosas que yo quise decir y no pude por falta de habilidad. ¿Quién sabe cómo ha sucedido?
Contempló impasible el rostro enrojecido de Vitoller.
—Quizá lo haya heredado de su padre —dijo.
—Pero...
—¿Y quién sabe hasta dónde llegan los poderes de las brujas? —insistió el enano.
Vitoller sintió que su esposa le cogía de la mano. Cuando se levantó, asombrado y furioso, ella le besó en la nuca.
—No te atormentes —dijo—, todo ha sido para bien. Tu hijo ha declamado su primera palabra.
* * *
Llegó la primavera, y el ex rey Verence seguía sin tomarse nada bien lo de estar muerto. Paseaba incansable por el castillo, tratando de que las viejas piedras lo dejaran libre.
También trataba de no tropezar con otros fantasmas.
Ornal no era mal tipo, aunque algo pesado. Pero Verence se había sobresaltado al ver por primera vez a los Gemelos, cogidos de la mano por los pasillos nocturnos; los pequeños fantasmas eran el recuerdo de un acto aún más negro que las habituales molestias del regicidio.
Y luego estaba el Troglodita Errante, un hombre simio vestido con taparrabos de piel, quien al parecer hechizaba el castillo porque lo habían construido sobre su túmulo funerario. Sin motivo aparente, de cuando en cuando salía del lavadero un carro en el que viajaba una mujer aullante. En cuanto a la cocina...
Un día se había rendido, pese a los consejos del viejo Ornal, y siguió los aromas de la comida hasta la inmensa caverna cálida que era la cocina-despensa del castillo. Qué cosas, pensó, no había pasado por allí desde su infancia. Al parecer, los reyes y las cocinas no pegaban demasiado.
Estaba llena de fantasmas.
Pero no eran humanos. Ni siquiera eran protohumanos.
Eran venados. Eran pavos. Eran conejos, y faisanes, y perdices, y corderos, y cerdos. Hasta había unas cosas redondas informes que parecían fantasmas de ostras. Estaban tan apretados que se fundían unos con otros, convirtiendo la cocina en una silenciosa pesadilla de dientes, pelo y cuernos, apenas visibles y nebulosos. Algunos advirtieron su presencia, y hubo un caos de ruidos lejanos, desagradablemente fuera de registro. A través de los fantasmas, el cocinero y sus ayudantes caminaban despreocupadamente, preparando salsas de verduras.
Verence contempló la escena medio minuto y luego huyó, deseando tener un estómago de verdad para poder meterse los dedos en la garganta y vomitar todo lo que había comido durante su vida.
Luego buscó tranquilidad en los establos, donde sus amados perros de caza gimotearon y arañaron la puerta, muy incómodos ante la presencia que sentían sin ver.
Ahora hechizaba (cómo detestaba aquella palabra) la Galería Larga, donde los retratos de reyes muertos mucho tiempo atrás lo contemplaban desde arriba, desde las sombras polvorientas. Habría tenido una opinión mucho mejor de ellos si no se hubiera encontrado a bastantes rondando por las diferentes habitaciones.
Verence había decidido que tenía dos objetivos en la muerte. Uno era salir del castillo y buscar a su hijo, y el otro vengarse del duque. Pero no matándolo, había decidido, ni siquiera aunque encontrara la manera, porque una eternidad en compañía de aquel idiota balbuceante significaría empeorar aún más la muerte.
Se sentó bajo un retrato de la reina Bemery (670-722), cuya belleza madura habría apreciado mucho más si no la hubiera visto aquella misma mañana atravesando la pared.
Verence trataba de no atravesar las paredes. Al menos, le quedaba su dignidad.
Fue consciente de que le estaban vigilando.
Volvió la cabeza.
Había un gato sentado junto a la puerta, y lo miraba sin parpadear. Era gris, extremadamente gordo...
No. Extremadamente grande. Tenía tantas cicatrices que parecía un puño recubierto de pelo. Sus orejas eran un par de muñones perforados, sus ojos como dos hendiduras amarillas de malevolencia, su cola una serie de interrogaciones en movimiento mientras le miraba.
Mandón se había enterado de que Lady Felmet tenía una gatita blanca, y pasaba por allí para presentarle sus respetos.
Verence jamás había visto un animal con tanta maldad inherente. No se resistió cuando el bicho se acercó a él e intentó frotarse contra sus piernas, ronroneando como un motor a reacción.
—Bueno, bueno —dijo el rey vagamente.
Extendió la mano e hizo un esfuerzo por rascarle detrás de los dos jirones que tenía en la cabeza. Era un alivio encontrarse con algo que pudiera verle, y no fuera un fantasma. Además, notaba que Mandón no era un gato cualquiera. Los gatos del palacio eran o bien mascotas malcriadas o habitantes de los establos y las cocinas, que acababan pareciéndose a los roedores de los que se alimentaban. Pero aquel gato no tenía más dueño que él mismo. Es la impresión que dan todos los gatos, claro, pero en vez del egoísmo ciego que le hace parecer sabios, Mandón irradiaba genuina inteligencia. También irradiaba un olor que podía derribar una pared y provocar problemas de sinusitis a un zorro muerto.
Sólo una clase de personas tenían gatos como aquél.
El rey trató de agacharse, y descubrió que se estaba hundiendo en el suelo. Intentó calmarse, y se elevó. Una vez un hombre se asienta en el mundo etéreo, ya no hay esperanza para él, pensaba.
Sólo los parientes cercanos y los que tengan ciertos poderes psíquicos, había dicho la Muerte. Ni los unos ni los otros abundaban en el castillo. El duque entraba en la primera categoría, pero su egoísmo exacerbado lo convertía en un ser tan psíquicamente útil como una zanahoria. En cuanto a los demás, sólo el cocinero y el bufón parecían cualificados, pero el cocinero se pasaba gran parte del día escondido en la despensa y llorando porque ya no le dejaban asar nada con más sangre que una chirivía, y el bufón se había convertido en tal manojo de nervios que Verence dejó de intentar contactar con él.
Pero una bruja... Si una bruja no tenía «ciertos poderes psíquicos», entonces él, el rey Verence, era una ráfaga de viento. Tenía que conseguir que una bruja acudiera al castillo. Y luego...
Había trazado un plan. En realidad, era algo más. Era un Plan. Se había pasado meses dedicado a perfeccionarlo. No tenía nada más que hacer, excepto pensar. En eso tenía razón la Muerte. Los fantasmas no tenían más que pensamiento, y aunque durante su vida el rey había intentado pensar lo menos posible, la carencia de un cuerpo que lo distrajera con sus tendencias le hacía apreciar el valor de lo cerebral. Hasta entonces, nunca había tenido un Plan, al menos ninguno más elaborado que «busquemos algo y matémoslo». Y allí, ante él, lamiéndose los bigotes, tenía la pieza clave.
—Gatito, gatito —aventuró.
Mandón le dirigió una penetrante mirada amarilla.
—Gato —se corrigió rápidamente el rey.
Retrocedió y siguió llamándolo. Por un momento, pareció que el gato no tenía la menor intención de seguirle, pero entonces, para alivio del rey, Mandón se levantó, bostezó y caminó pausadamente hacia él. Mandón no veía fantasmas muy a menudo, y le interesaba vagamente aquel hombre alto y barbudo del cuerpo translúcido.
El rey lo precedió por un pasillito polvoriento hacia la habitación de los trastos, atestada de tapices rotos y retratos de reyes que nadie recordaba. Mandón lo examinó todo con gesto crítico. Luego se sentó en el suelo sucio y miró al rey, expectante.
—Aquí hay montones de ratones y cosas de ésas, ¿sabes? —dijo Verence—. La ventana está rota y se cuela la lluvia. Además, se puede dormir sobre los tapices. Perdóname.
En eso había estado trabajando todos aquellos meses. Cuando estaba vivo, había cuidado bien de su cuerpo, y una vez muerto trató de conservar la forma. Era demasiado fácil dejarse llevar y permitir que se te difuminaran los bordes. En el castillo había algunos fantasmas que parecían glóbulos translúcidos. Pero Verence tenía una voluntad de hierro, y había hecho ejercicio (mejor dicho, había pensado con todas sus fuerzas en hacer ejercicio), con lo que ahora sus músculos espectrales aparecían bien marcados. Aquellos meses de levantar ectoplasma lo habían dejado en mejor forma que nunca, si se descontaba el hecho de que estaba muerto.
Después, empezó a ejercitarse con motilas de polvo. La primera casi lo mató,* pero él perseveró, y consiguió progresar hasta los granos de arena, y luego hasta guisantes enteros. Aún no se atrevía a volver a la cocina, pero se había divertido echando sal de más en la comida de Felmet, un pellizquito cada vez, hasta que se dijo que lo de envenenar a alguien no era honorable, ni aunque se tratara de aquella sabandija.
Ahora, apoyó todo su peso contra la puerta y, forzando al máximo cada microgramo de su ser, empujó con todas sus fuerzas. El sudor de la autosugestión le goteó de la nariz y desapareció antes de llegar al suelo. Mandón observó interesado cómo los músculos se movían en los brazos del rey, como balones de fútbol.
La puerta empezó a moverse, crujió, luego aceleró y se cerró con un golpe sordo.
Más valía que la cosa funcionara, se dijo Verence. Él sólo, jamás sería capaz de abrirla de nuevo. Pero una bruja sin duda buscaría a su gato, ¿verdad?
* * *
En las colinas, no lejos del castillo, el bufón yacía de bruces y contemplaba las profundidades de un pequeño lago. Un par de truchas le devolvieron la mirada.
La razón le decía que, en algún lugar del disco, debía de haber alguien aún más atormentado que él. Se preguntaba quién sería.
No había consultado con ningún bufón, pero tampoco habría importado, porque en su familia nadie escuchaba nada de lo que decía desde la fuga de su padre.
Desde luego, su abuelo, no. Su primer recuerdo del abuelo era cómo le enseñaba el repertorio de chistes, acompañando cada uno con un golpe de cinturón. Era de cuero duro, y el hecho de que tuviera cascabelitos no mejoraba las cosas.
El abuelo había recibido siete chistes nuevos oficiales. Había ganado la gorra y cascabeles honoríficos en el Gran Premio de los Payasos en Ankh-Morpork durante cuatro años seguidos, una hazaña que nadie había repetido, y se suponía que aquello lo convertía en el hombre más gracioso del Disco. Había trabajado duro para conseguirlo, eso se lo reconocía.
El bufón recordó con un escalofrío como, a los seis años, se había acercado tímidamente al anciano después de comer, con un chiste que había inventado. Iba sobre un pato.
Aquello hizo que le propinara la peor paliza de su vida, cosa que supuso todo un desafío para el viejo bufón.
—Así aprenderás... —recordaba cada frase entre el tintineo de los cascabeles—, que no hay nada más serio que un chiste. De ahora en adelante, nunca... —el viejo se detuvo para cambiarse el cinturón de mano—, nunca, nunca, nunca te atrevas ni a susurrar un chiste que no haya sido aprobado por el Gremio. ¿Quién te crees para decidir qué es divertido? Sólo provocarás las risas del ignorante. Que nunca te vuelva a ver hacerlo.
Después de aquello, se dedicó exclusivamente a los trescientos ochenta y tres chistes aprobados por el Gremio, cosa que ya era bastante mala, y al glosario, que era mucho más largo y mucho peor.
Luego lo enviaron a Ankh, y allí, en las habitaciones austeras, descubrió que había más libros aparte del pesado Súper libro de la risa, con su encuadernación de piel y sus remaches de latón. Allí fuera había todo un mundo circular, lleno de lugares extraños y de gente que hacía cosas interesantes, cosas como...
Cantar. Oía a alguien cantar.
Alzó la cabeza con cautela, y se sobresaltó cuando sonaron los cascabeles de su gorro.
Los cantos continuaron. El bufón escudriñó con cautela a través del follaje que le ofrecía un escondrijo perfecto.
Los cánticos no eran demasiado buenos. La única palabra que la cantante parecía conocer era «la», pero la utilizaba con entusiasmo. La melodía daba la impresión de que la cantante creía que la gente debe cantar «lalala» en determinadas circunstancias, y estaba decidida a hacer lo que el mundo esperaba de ella.
El bufón se arriesgó a levantar la cabeza un poco más, y vio a Magrat por primera vez.
La joven había dejado de bailar por el prado, e intentaba ponerse unas margaritas en el cabello, aunque sin demasiado éxito.
El bufón contuvo el aliento. En las largas noches sobre las frías losas del pasillo, había soñado con mujeres como ella. La verdad, si era sincero, no se parecían demasiado a ella: estaban más dotadas a la altura del pecho, no tenían la nariz tan roja y puntiaguda, y su pelo no parecía un estropajo. Pero la libido del bufón era lo suficientemente inteligente como para conocer la diferencia entre lo imposible y lo probable, y puso en marcha rápidamente algunos circuitos de filtración.
Magrat cogía flores y hablaba con ellas. El bufón trató de escuchar.
—Aquí está Pluma de Algodón —dijo—. Y Tentáculo de Gusano, muy bueno para las infecciones de oído...
Ni siquiera Tata Ogg, que veía el mundo con buenos ojos, habría podido decir un sólo cumplido sobre la voz de Magrat. Pero era música para las orejas del bufón.
—Y el Falso Mago de Cinco Hojas, para los trastornos del hígado. Oh, y aquí está el Sapo Viejo, para la diarrea.
El bufón se irguió con timidez, haciendo sonar todo un carillón de cascabeles. Para Magrat fue como si en el prado, donde hasta entonces no había habido nada más amenazador que nubes de mariposas azules y abejorros ajetreados, hubiera surgido un demonio rojo y amarillo.
Un demonio que abría y cerraba la boca. Un demonio con tres cuernos amenazadores.
Una voz apremiante al fondo de su mente dijo: deberías salir corriendo, chica, como una tímida gacela. Es lo que se suele hacer en estos casos.
El sentido común intervino. Ni en sus momentos más optimistas se había comparado Magrat a una gacela, tímida o no. Además, correr no era lo suyo, un tronco de árbol la habría adelantado.
—Ehhh... —dijo la aparición.
El sentido común, del cual Magrat poseía una dosis suficiente pese a la opinión de Yaya Ceravieja, le señaló que pocos demonios tartamudeaban de una manera tan patética, o temblaban sacudiendo cascabeles.
—Hola —dijo ella.
La mente del bufón trabajaba también a toda velocidad. Empezaba a tener ganas de salir corriendo.
A Magrat no le gustaba el tradicional sombrero puntiagudo de las brujas más ancianas, pero seguía fiel a uno de los preceptos fundamentales de su oficio: no sirve de nada ser una bruja si no lo pareces. En su caso, eso se reflejaba en montones de joyas de plata con octogramas, murciélagos, arañas, dragones y otros símbolos del misticismo cotidiano. A Magrat le habría gustado pintarse las uñas de negro, pero no creía poder soportar las burlas de Yaya.
El bufón empezaba a darse cuenta de que estaba ante una bruja.
—Ooops —dijo.
Y se volvió para echar a correr.
—No... —empezó a decir Magrat.
Pero el bufón corría ya sendero abajo, hacia el castillo.
Magrat contempló la amapola que tenía entre las manos. Se pasó los dedos por el pelo, provocando una lluvia de pétalos.
Tenía la sensación de que acababa de perderse algo importante.
Sentía la imperiosa necesidad de maldecir. Conocía muchas maldiciones, la Abuela Whemper era una mujer de gran imaginación en ese aspecto; hasta las criaturas del bosque esquivaban su casita.
Pero no encontró ninguna que expresara plenamente sus sentimientos.
—Oh, caray —dijo al final.
* * *
Otra vez había luna llena y, contra lo acostumbrado, las tres brujas llegaron a la piedra vertical muy temprano. A la piedra le dio tanta vergüenza que corrió a esconderse entre unos arbustos.
—Mandón no aparece por casa desde hace dos días —dijo Tata Ogg nada más llegar—. No es propio de él. No lo encuentro por ninguna parte.
—Los gatos se saben cuidar solos —replicó Yaya Cera vieja—. Los países, no. Tengo que informaros de algo. Enciende el fuego, Magrat.
—¿Mm?
—Que enciendas el fuego.
—¿Mm? Ah. Sí.
Las dos ancianas la observaron moverse soñadora, tropezando con todo. Parecía que Magrat tenía algo en la cabeza.
—No está como de costumbre —señaló Tata Ogg.
—Sí. Puede ser toda una mejora —asintió Yaya. Se sentó en una roca—. Debería haberlo tenido encendido antes de que llegáramos. Es su trabajo.
—Tiene buena intención —dijo Tata, contemplando pensativa la espalda de Magrat.
—Yo también tenía buena intención cuando era niña, pero eso no hizo que la lengua de la Abuela Filtro perdiera filo. Las brujas jóvenes tienen que espabilarse, ya lo sabes. En nuestros tiempos era más difícil. Mírala, ni siquiera lleva sombrero puntiagudo. ¿Cómo lo va a saber la gente?
—¿Se puede saber qué te preocupa, Esme? —la interrumpió Tata.
Yaya suspiró.
—Ayer recibí una visita.
—Yo también.
Pese a la preocupación, Yaya se molestó un poco.
—¿De quién? —bufó.
—El alcalde de Lancre y unos cuantos peces gordos de la ciudad. No están nada contentos con el rey. Quieren un rey en el que puedan confiar.
—Yo no confiaría en un rey en el que confiase un pez gordo —señaló Yaya.
—Sí, pero nadie se beneficia con tanto impuesto, con tanto matar gente. El nuevo sargento que han puesto es muy aficionado a prender fuego a las casa. El viejo rey Verence también lo hacía, claro, pero... bueno...
—Ya sé, ya sé, de una manera más personal —asintió Yaya—. Se notaba que lo hacía de corazón. El pueblo sentía que los valoraba.
—Ese tal Felmet odia el reino —siguió Tata—. Lo dice todo el mundo. Me han contado que, cuando van a hablar con él, se limita a mirarlos, se ríe, se frota las manos... y tiene un tic en un ojo.
Yaya se rascó la barbilla.
—El viejo rey gritaba, los echaba a patadas y todo eso. Decía que no tenía tiempo para tenderos y gentuza semejante —añadió en tono de aprobación.
—Pero siempre lo hacía de manera muy elegante —dijo Tata Ogg—. Y además...
—El reino está preocupado —la interrumpió Yaya.
—Sí, ya lo he dicho.
—No me refiero a la gente, me refiero al reino.
Yaya se lo explicó todo. Tata la interrumpió un par de veces para formular breves preguntas. En ningún momento se le ocurrió dudar de lo que oía. Yaya Ceravieja jamás se inventaba nada.
Cuando hubo concluido, dijo:
—Vaya.
—Lo mismo pienso yo.
—Qué cosas.
—Eso mismo.
—¿Y qué hicieron entonces los animales?
—Se marcharon. Eso los había hecho reunirse, y eso los dispersó.
—¿No viste a nadie más?
—No.
—Qué extraño.
—Y tanto.
Tata Ogg contempló el sol poniente.
—No tengo noticia de que haya otros reinos que se comporten así —dijo—. Ya viste el teatro. Los reyes y esa gente se pasan el día matándose unos a otros. Los reinos se las arreglan como pueden. ¿Por qué le habrá dado a éste por ofenderse tan de repente?
—Lleva aquí mucho tiempo —replicó Yaya.
—Como todas partes —señaló Tata. Luego añadió con aires de intelectual de toda la vida—: Todos los lugares están donde están desde que los pusieron ahí. Es cosa de geografía.
—Eso sólo se refiere a la tierra. Con los reinos, no es lo mismo. Un reino está compuesto por todo tipo de cosas. Ideas. Lealtades. Recuerdos. Todo eso existe a la vez, y crea una especie de idea viviente. Compuesta por todo lo que está vivo y por lo que esto piensa. Y por lo que pensó lo que existió antes.
Magrat volvió y encendió la hoguera como si estuviera en trance.
—Ya veo que has meditado mucho sobre el tema —dijo Tata, con cautela—. Y este reino quiere un rey mejor, ¿es eso?
—¡No! Es decir, sí. Mira... —Se inclinó hacia delante—. No le gustan o le desagradan las mismas cosas que a la gente, ¿sabes?
Tata Ogg se inclinó hacia detrás.
—Parece lógico —aventuró.
—No le importa si la gente es buena o mala. Ni siquiera creo que lo sepa, igual que tú no sabes si una hormiga es buena o mala. Pero quiere que el rey lo ame.
—Sí, pero... —Tata titubeó. Le empezaba a dar un poco de miedo el brillo en los ojos de Yaya—. Hay muchos que han matado a otros para llegar a ser reyes de Lancre. Han cometido asesinatos de lo más variado.
—¡No importa! ¡No importa! —exclamó Yaya, sacudiendo los brazos. Empezó a contar con los dedos—. Razones —dijo—: Una, los reyes van por ahí matándose unos a otros porque es cosa del destino y todo eso, así que no son asesinatos de verdad, y dos, matan por el reino. Eso es lo más importante. Pero este nuevo sólo quiere el poder. Detesta el reino.
—Claro, es como un perro —asintió Magrat.
Yaya la miró boquiabierta. Luego, su expresión se suavizó.
—Una cosa así —asintió—. A un perro no le importa si su amo es bueno o malo, mientras lo quiera.
—Ya —dijo Tata—. Y a nadie ni a nada le gusta Felmet. ¿Qué podemos hacer?
—Nada. Ya sabes que no podemos entrometernos.
—Tú salvaste a aquel bebé —señaló Tata.
—¡Aquello no fue una intromisión!
—Como quieras. Pero quizá vuelva un día. Por eso del destino. Y tú dijiste que escondiéramos la corona. Oye lo que te digo, volverá. Date prisa con el té, Magrat.
—¿Y qué harás con esos peces gordos? —preguntó Yaya.
—Les dije que se las arreglaran solos. Una vez se empieza con la magia, no hay manera de pararla. Ya lo sabes.
—Claro —asintió Yaya, pero algo pensativa.
—La verdad es que no les hizo mucha gracia. Se marcharon de muy mal humor.
—¿Conocéis al bufón, al que vive en el castillo? —intervino Magrat.
—¿El bajito que bizquea? —preguntó Tata, aliviada al ver que la conversación se centraba en temas más normales.
—No es tan bajo —replicó Magrat—. ¿Tenéis idea de cómo se llama?
—Lo llaman bufón, y nada más —replicó Yaya—. Eso no es trabajo para un hombre, mira que andar por ahí con cascabeles...
—Su madre era de Beldame, más allá de Cristal Negro —dijo Tata Ogg, cuyos conocimientos sobre la genealogía de todo Lancre eran legendarios—. Una belleza, de joven. Rompió más de un corazón, y tanto que sí. Me enteré de que hubo un par de escándalos. Pero Yaya tiene razón, un bufón no es más que un bufón.
—¿Por qué quieres saberlo, Magrat? —preguntó Yaya Ceravieja.
—Oh..., una de las chicas de mi pueblo me lo preguntó —respondió la joven, colorada hasta las orejas.
Tata carraspeó y sonrió a Yaya Ceravieja, quien bufó sonoramente.
—Es un trabajo seguro —dijo Tata—. Eso te lo puedo garantizar.
—Bah —replicó Yaya—. Un hombre que va haciendo sonar cascabeles todo el día..., no es marido para nadie.
—Al menos así sabrías..., ella sabría siempre dónde estaba —dijo Tata, que se lo estaba pasando en grande—. Bastaría con escuchar.
—No se puede confiar en un hombre que lleva un sombrero de picos —insistió Yaya.
Magrat se levantó y recuperó la compostura, aunque dio la impresión de que algunos fragmentos de ella tenían que recorrer una distancia considerable.
—Sois un par de viejas tontas —dijo con voz tranquila—. Me voy a mi casa.
Y echó a andar sendero abajo, hacia su pueblo, sin añadir ni una palabra.
Las dos brujas se miraron.
—¡Vaya! —dijo Tata.
—Son todos esos libros que leen hoy en día —replicó Yaya—. Les recalientan el cerebro. No le habrás estado metiendo ideas en la cabeza, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
Tata se levantó.
—La verdad, no veo por qué una chica va a tener que quedarse soltera toda la vida sólo porque a ti te parezca lo correcto —dijo—. Además, si la gente no tuviera hijos, ¿dónde estaríamos?
—Ninguna de tus hijas es bruja —señaló Yaya, al tiempo que se ponía en pie.
—Pero podrían haberlo sido —replicó Tata a la defensiva.
—Sí, si las hubieras dejado seguir su camino, en vez de empujarlas a los brazos de los hombres.
—Son muy guapas. No te puedes interponer en el curso de la naturaleza. Si tú...
—¿Si yo, qué? —preguntó Yaya Ceravieja sin alzar la voz.
Se miraron en silencio asombrado. Ambas sentían la tensión acumularse en ellas, procedente del suelo mismo: la sensación dolorosa, ardiente, de que habían comenzado algo y debían acabarlo a cualquier precio.
—Te conocí cuando eras una jovencita —bufó Tata—. Una engreída, sí señor.
—Al menos, yo me pasaba la mayor parte del tiempo de pie —replicó Tata—. Lo tuyo era repugnante. Todo el mundo lo pensaba.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque el pueblo entero hablaba de ti.
—¡Y de ti! Te llamaban «La Doncella de Hielo», ¿a que no lo sabías? —se burló Tata.
—¡Yo no me ensuciaré la boca diciendo lo que te llamaban a ti! —gritó Yaya.
—Ah, ¿sí? ¡Pues perdona que te diga, guapa...!
—¡No me hables en ese tono! ¡Y no me llames guapa!
—¡De acuerdo, no mentiré!
Hubo otro silencio mientras se miraban, nariz contra nariz, pero en este silencio el volumen de animosidad era muy superior al del anterior. En el calor de aquel silencio se podía asar un pavo. No hubo más gritos. Las cosas estaban demasiado mal como para gritar. Ahora las voces brotaban bajas y cargadas de amenazas.
—No debí hacer caso a Magrat —gruñó Yaya—. Esto de los aquelarres es ridículo. Acude la gente más indeseable.
—Me alegra que hayamos tenido esta pequeña conversación —siseó Tata Ogg—. Ha despejado el ambiente.
Bajó la vista.
—Y estás en mi territorio, señora.
—¡Señora!
El trueno retumbó a lo lejos. La tormenta fija de Lancre, tras un viajecito a las colinas, había regresado a las montañas y pensaba quedarse toda la noche. Los últimos rayos de sol brillaron débilmente entre las nubes, y gruesas gotas de agua empezaron a repiquetear sobre los sombreros puntiagudos de las brujas.
—No tengo tiempo para esto —bufó Yaya, temblando de ira—. Tengo que hacer cosas mucho más importantes.
—Y yo —replicó Tata.
—Buenas noches.
—Lo mismo digo.
Se dieron la espalda y echaron a andar bajo el chaparrón.
* * *
La lluvia nocturna tamborileó sobre las ventanas encortinadas de Magrat mientras la joven repasaba con gesto decidido la colección de libros de la Abuela Whemper. A falta de una definición mejor, se los podía encasillar en el género de «magia natural».
La anciana había sido muy aficionada a acumular ese tipo de cosas y, por raro que pareciera, incluso había escrito algo en los libros. Por lo general, a las brujas no les interesa demasiado la literatura. Pero todos aquellos libros estaban llenos de caligrafía menuda y meticulosa, detallando los resultados de la magia aplicada sobre diversos pacientes. La Abuela Whemper había sido una bruja investigadora.*
Magrat buscaba hechizos amorosos. Cada vez que cerraba los ojos, veía una figura roja y amarilla en la oscuridad. Tenía que hacer algo al respecto.
Cerró el libro y consultó las notas que estaba tomando. En primer lugar, tenía que averiguar el nombre del bufón. Eso se podía hacer con el viejo truco de la piel de manzana. Había que pelar una manzana, procurando sacar la piel de una pieza, y luego tirarla hacia atrás; caía formando el nombre buscado. Millones de jovencitas lo habían intentado, y todas sufrían una decepción a menos que su amado se llamase Scscs. Eso era porque no usaban una Golden poco madura recogida tres minutos antes del mediodía en el primer día con escarcha del otoño, ni la pelaban con la mano izquierda utilizando un cuchillo de plata con hoja de menos de cuatro centímetros de ancho. La Abuela había hecho muchos experimentos, y era muy precisa en aquel punto. Magrat siempre tenía unas cuantas para emergencias, y aquello era una emergencia, sin lugar a dudas.
Respiró hondo y lanzó la piel de manzana por encima de su hombro.
Se dio la vuelta lentamente.
Soy una bruja, se dijo. Esto es sólo un hechizo más. No hay nada que temer. Contrólate, niña. Mujer.
Bajó la vista, y se mordió el dorso de la mano, presa de los nervios y de la vergüenza.
—¿Quién lo habría imaginado? —dijo en voz alta.
Había funcionado.
Volvió a consultar las notas, con el corazón latiéndole a toda velocidad. ¿Qué venía a continuación? Ah, sí..., recoger semillas de helechos con un pañuelo de seda al amanecer. La menuda caligrafía de la Abuela Whemper ocupaba dos páginas de instrucciones botánicas detalladas que, si se seguían cuidadosamente, servirían para fabricar una de esas pócimas amorosas que hay que guardar en un frasco bien cerrado y dentro de un cubo de hielo.
Magrat abrió la puerta trasera. Los truenos habían cesado, pero ahora la primera luz grisácea del nuevo día se ahogaba en una llovizna constante. Aún así, seguía siendo un amanecer, y Magrat estaba decidida.
Las zarzas le arañaban el vestido, la lluvia le pegaba el pelo a la cabeza, pero salió al bosque húmedo.
Los árboles temblaron, aunque no había brisa.
* * *
Tata Ogg también salió temprano. No había podido dormir ni un instante, estaba preocupada por Mandón. Mandón era una de sus debilidades. Aunque el intelecto le decía que se trataba de un bicho gordo, astuto, maloliente y violador reincidente, seguía imaginándolo como el gatito algodonoso que había sido décadas antes. El hecho de que en cierta ocasión hubiera perseguido a una loba hasta obligarla a subir a un árbol, y en otro hubiera pegado un buen susto a una osa que buscaba alimento, no hacía que dejara de preocuparse por si le había pasado algo malo. Todo el reino opinaba que la única cosa capaz de detener aunque fuera momentáneamente a Mandón era el impacto directo de un meteorito grande.
Ahora, Tata usaba un poco de magia elemental para seguir su pista, aunque cualquiera que no careciera de olfato lo habría podido hacer por medios naturales. La pista la llevó por las calles húmedas, hasta las puertas abiertas del castillo.
Hizo un gesto de saludo a los guardias al pasar. A ninguno se le pasó por la cabeza la idea de detenerla, porque las brujas, al igual que los apicultores y los gorilas, iban a donde les daba la gana. En cualquier caso, una señora anciana que anduviera por ahí haciendo resonar una cuchara contra un tazón no parecía la avanzadilla de un ejército invasor.
La vida de un guardia de castillo en Lancre era de lo más aburrido. Uno de ellos, apoyado en su lanza, vio pasar a Tata y deseó un trabajo más emocionante. Pronto descubriría cuán equivocado estaba. El otro guardia se irguió y saludó.
—Buenos días, mamá.
—Buenos días, Shawn —saludó Tata, antes de echar a andar por el patio.
Como todas las brujas, Tata Ogg desconfiaba de las puertas delanteras. Dio un rodeo para entrar por las cocinas. Un par de doncellas la saludaron con respeto, al igual que una criada a la que Tata Ogg reconoció vagamente como nuera suya, aunque no recordaba su nombre.
Y así fue como, cuando Lord Felmet salió de su dormitorio, vio a una bruja avanzando por el pasillo en dirección a él. No había duda. Desde la punta del sombrero hasta las botas, era una bruja. E iba a por él.
* * *
Magrat resbaló hasta una de las orillas del riachuelo. Estaba calada hasta los huesos, y cubierta de lodo. Pensó con amargura que, al leer los hechizos, una siempre imaginaba soleadas mañanas primaverales. Y se le había olvidado mirar qué maldita clase de malditos helechos tenía que recoger.
La brisa sacudió una rama, y el agua acumulada en las hojas le cayó encima. Magrat se apartó el pelo empapado de los ojos y se dejó caer sentada sobre un tronco en el que crecían setas pálidas y enfermizas.
Al principio le había parecido una idea fenomenal. Había puesto grandes esperanzas en el aquelarre. Estaba segura de que no era correcto ser una bruja solitaria, a una se le ocurrían ideas extrañas. Soñaba con discusiones eruditas sobre energías naturales, mientras una gran luna redonda brillaba en el cielo, y luego quizá bailarían algunas de las antiguas danzas descritas en los libros de la Abuela Whemper. No desnudas, o con la piel expuesta a la luna, como decían amablemente los textos, porque Magrat no se engañaba con respecto a su cuerpo, y las brujas ancianas estaban muy aferradas a sus ropas. Además, tampoco era absolutamente imprescindible. Los libros decían que las brujas del pasado a veces bailaban con la muda. Magrat se preguntaba si la muda tenía que ser una bruja, o bastaba con cualquier pobre chica sin voz.
Pero lo que menos esperaba era encontrarse con un par de viejas cascarrabias que se negaban a entrar en el espíritu del asunto. Oh, habían sido buenas con el bebé, al menos a su manera, pero le daba la sensación de que, si una bruja era buena con alguien, siempre lo hacía por motivos egoístas.
Y, cuando practicaban la magia, hacían que pareciera tan vulgar como fregar los platos. No llevaban joyas misteriosas. Magrat tenía una gran fe en las joyas misteriosas.
Todo estaba saliendo mal. Decidió volver a casa.
Se levantó, se arrebujó en el vestido empapado, y echó a andar por los bosques cubiertos de nieblas...
... y oyó el ruido de unas pisadas acercándose a toda prisa. Alguien corría a toda velocidad, sin importarle que se le oyera, y por encima del ruido de las ramitas al romperse le llegó un tintineo. Magrat se ocultó tras un arbusto, y escudriñó cautelosa entre las hojas.
Era Shawn, el pequeño de Tata Ogg, y el sonido metálico lo provocaba su cota de mallas, que le quedaba demasiado grande. Lancre es un reino pobre, y a lo largo de los siglos las cotas de mallas de los guardias palaciegos pasaban de generación en generación. La que llevaba Shawn le hacía parecer un sabueso a prueba de balas.
La joven salió al descubierto.
—¿Es usted, señorita Magrat? —preguntó, levantándose el visor que le cubría los ojos, y parte de la boca—. ¡Se trata de mamá!
—¿Qué le ha pasado?
—¡Él la ha encerrado! ¡Dijo que iba a envenenarle! ¡Y no puedo bajar a las mazmorras a verla, porque todos los guardias son nuevos! Dicen que la han encadenado... —Shawn frunció el ceño—. ¡Y eso significa que va a ocurrir algo espantoso! Ya sabe cómo se pone cuando la hacen enfadar. Esto no acabará así, señorita.
—¿Adónde vas? —preguntó Magrat.
—A buscar a Jason, a nuestro Wane, a nuestro Darron, a...
—Espera un momento.
—Oh, señorita Magrat, ¿y si intentan torturarla? ¡Ya sabe qué vocabulario tiene cuando se pone furiosa!
—Estoy pensando.
—Él ha puesto a su guardia personal en las puertas, y todo...
—¿Te quieres callar un momento, Shawn?
—Cuando Jason se entere, al duque le va a caer una buena, señorita. Dice que ya va siendo hora de que alguien lo ponga en su sitio.
Jason, el hijo de Tata Ogg, era un joven con la constitución de un buey (y, según Magrat, con un cerebro a juego). Tenía la piel bien dura, pero aún así dudaba de que sobreviviera a una andanada de flechas.
—No se lo digas aún —ordenó, pensativa—. Quizás haya otro sistema...
—¿Quiere que busque a Yaya Cera vieja, señorita? —preguntó Shawn, dando saltitos de nerviosismo—. Ella sabrá lo que hay que hacer. Es una bruja.
Magrat se quedó inmóvil. Antes había pensado que estaba furiosa, pero ahora iba en serio. Estaba empapada, tenía frío y hambre y aquel niñato... Pensó que, hacía pocos días, se habría echado a llorar en las mismas circunstancias.
—Ooops —susurró Shawn—. Mm..., no quería decir..., oops...
Retrocedió un par de pasos.
—Si por casualidad encuentras a Yaya Ceravieja —dijo Magrat lentamente, en un tono que habría grabado las palabras en un cristal—, puedes decirle que yo me encargo de todo. Ahora, lárgate antes de que te convierta en una rana. Total, no notarías la diferencia.
Se dio media vuelta, se recogió las faltas y corrió a toda velocidad hacia su casa.
* * *
A Lord Felmet se le daba muy bien ser malévolo.
—¿Qué, estamos cómodos? —dijo.
Tata Ogg meditó un instante.
—¿Quieres decir aparte de los grilletes? —preguntó.
—No me afectan tus maldiciones —replicó el duque—. Desprecio tus viles artes. Serás torturada, por si te interesa saberlo.
Aquello no pareció surtir el efecto apetecido. Tata contemplaba la mazmorra con vago interés.
—Y luego te quemaremos —añadió la duquesa.
—Muy bien —asintió Tata.
—¿Muy bien?
—Aquí me estoy muriendo de frío. ¿Qué es esa especie de armario lleno de pinchos?
El duque temblaba de ira.
—Ajá —dijo—. Ahora te das cuenta, ¿eh? Eso es una Doncella de Hierro. El último grito. Te...
—¿Puedo probarla?
—Tus súplicas no...
El duque se quedó sin voz. Volvió el tic de su ojo.
La duquesa se inclinó hacia delante, hasta que su rostro rojizo estuvo a milímetros de la nariz de Tata.
—Te encanta mostrarte indiferente —siseó—, ¡pero pronto te volveremos del revés!
—Sólo tengo un lado.
La duquesa acarició amorosamente una bandeja de instrumentos.
—Ya lo veremos —dijo, cogiendo unas tenazas.
—Y no pienses que vendrá alguien a ayudarte —dijo el duque, que sudaba pese al frío—. Sólo nosotros tenemos llaves de esta mazmorra. Jajá. Servirás de ejemplo a todos los que han estado esparciendo rumores maliciosos sobre mí. ¡No intentes alegar que eres inocente! Oigo voces constantemente, mienten...
La duquesa lo agarró por el brazo.
—Basta —rugió—. Vamos, Leonal. La dejaremos sola un rato para que medite sobre su destino.
—... las caras..., mentiras terribles..., yo no estaba allí, se cayó..., toda la comida llena de sal... —murmuró el duque, tembloroso.
La puerta se cerró tras ellos. Las cerraduras y cadenas la bloquearon.
Tata se quedó a solas en la penumbra. La titubeante antorcha que colgaba de una pared sólo conseguía hacer más amenazadora la oscuridad circundante. Las extrañas formas metálicas, destinadas a probar científicamente la resistencia del cuerpo humano, proyectaban sombras desagradables. Tata Ogg desentumeció sus músculos encadenados.
—Muy bien —dijo—. Ya te veo. ¿Quién eres?
El rey Verence dio un paso adelante.
—Te vi hacerle muecas —añadió Tata Ogg—. Casi se me escapa la risa.
—No estaba haciendo muecas, eran gestos de desprecio.
Tata entrecerró los ojos.
—Oye, yo te conozco. Estás muerto.
—Yo prefiero la palabra «difunto» —señaló el rey.
—Te haría una reverencia,* pero con estas cadenas... No habrás visto un gato por aquí, ¿verdad?
—Sí. Está en una habitación del piso de arriba, dormido.
Tata se tranquilizó un poco.
—Ah, entonces no pasa nada. Empezaba ya a preocuparme. —Volvió a examinar la mazmorra—. ¿Qué es esa cama grande de ahí?
—El potro de tormento —contestó el rey.
Le explicó su utilidad. Tata Ogg asintió.
—Vaya ideas que se le ocurren —señaló.
—Me temo que soy el responsable de tu situación actual —suspiró Verence al tiempo que se sentaba en un yunque, o al menos a pocos milímetros por encima de él—. Quería hacer que viniera una bruja.
—Supongo que no podrás abrir unas cuantas cerraduras.
—Lo siento, pero están fuera de mis capacidades. Pero sin duda tú... —El fantasma del rey movió la mano en un vago gesto que comprendió a Tata, la mazmorra y las cadenas—. Para una bruja, esto no es más que...
—Hierro sólido —dijo Tata—. Tú puedes atravesarlo, pero yo no.
—No lo sabía —dijo Verence—. Creía que las brujas podían hacer magia.
—Haz el favor de callar, joven —ordenó Tata.
—¡Señora! ¡Que soy un rey!
—También estás muerto, así que no te corresponde tener opiniones. Ahora, calla y espera como un buen chico.
Contra todos sus instintos, el rey obedeció. No había manera de contradecir a aquel tono de voz. Le hablaba a través de los años, desde sus días de niño. Sus ecos le decían que, si no se lo comía todo, iría derechito a la cama.
Tata Ogg sacudió las cadenas. Esperaba que vinieran pronto.
—Eh... —dijo el rey, intranquilo—, creo que te debo una explicación.
* * *
—Gracias —dijo Yaya Ceravieja. Como Shawn parecía esperarlo, añadió—: Has hecho muy bien.
—Sí, señora. ¿Señora?
—¿Qué más?
Shawn retorció una punta de su cota de mallas, avergonzado.
—No es verdad lo que van diciendo de nuestra madre, señora —dijo—. No va por ahí echando maldiciones a todo el mundo. Excepto a Daviss, el carnicero. Y al viejo Migaja, que le dio una patada a su gato. Pero no son lo que se dice maldiciones de verdad, ¿no cree, señora?
—Puedes dejar de llamarme señora.
—Sí, señora.
—Eso dicen, ¿eh?
—Sí, señora.
—Bueno, a veces tu madre hace enfadar a la gente.
Shawn daba saltitos, nervioso.
—Sí, señora, pero también dicen cosas terribles de usted cuando no está, señora.
Yaya se puso rígida.
—¿Qué cosas?
—No me gusta repetirlas, señora.
—¿Qué cosas?
Shawn meditó sobre lo que debía hacer. No tenía mucho donde elegir.
—Muchas cosas que no son ciertas, señora —dijo, presentando sus credenciales lo antes posible—. Todo tipo de cosas. Como que el viejo Verence era un mal rey y usted lo ayudó a llegar al trono, o que provocó el invierno malo del año pasado, que la vaca del viejo Norbut no dio leche después de que usted la cuidó. Mentiras, señora —añadió lealmente.
—Ya —dijo yaya.
Cerró la puerta ante el rostro sudoroso del muchacho, meditó un instante y se dirigió hacia su mecedora.
—Ya —repitió al cabo de un rato.
Más silencio.
—Es una vieja antipática —dijo al final—, pero no podemos permitir que vayan por ahí haciendo cosas a las brujas. Si te pierden el respeto, no queda nada. No recuerdo haber cuidado de la vaca del viejo Norbut. ¿Quién es el viejo Norbut?
Se levantó, descolgó el sombrero puntiagudo de su gancho tras la puerta, se miró al espejo para colocárselo bien, y lo sujetó con buen número de horquillas, que fueron encajando en su lugar una a una, imparables como la ira de Dios.
Salió de la casa un momento y volvió con su capa de bruja, que usaba como manta para las cabras enfermas cuando no la estaba utilizando.
En tiempos remotos había sido de terciopelo negro. Ahora era de tejido negro. Se la puso lenta, deliberadamente, y se la sujetó con un broche de plata.
Ningún samurai, ningún caballero andante, se había vestido jamás con tanta ceremonia.
Por último, Yaya se irguió, admiró su reflejo en el cristal, esbozó una sonrisita de aprobación, y salió por la puerta trasera.
Su aire amenazador sólo quedó algo mermado por el sonido de las carreras al intentar que la escoba arrancara.
* * *
Magrat también se estaba mirando al espejo.
Había desenterrado del baúl un vestido color verde brillante, diseñado para ser a la vez revelador y misterioso. Y lo habría sido si Magrat tuviera algo que revelar, o algo que ocultar con misterio. Le puso un par de lazos en lugares estratégicos para ocultar las deficiencias más obvias. También había probado un hechizo con su cabello, pero era impermeable a la magia, y ya empezaba a erizarse por las puntas (antes de las dos del mediodía parecería un diente de león).
Además, ensayó un maquillaje. No fue lo que se dice un éxito, carecía de práctica. Empezaba a preguntarse si no se habría pasado con la sombra de ojos.
Su cuello, sus dedos y brazos transportaban suficiente plata como para hacer una vajilla para seis personas, y se abrigaba con una capa negra ribeteada en seda roja.
Bajo cierta luz, y desde un ángulo cuidadosamente elegido, Magrat no carecía por completo de atractivos. Es muy discutible que los preparativos previos mejorasen algo su imagen, pero al menos daban un barniz de confianza a su tembloroso corazón.
Se irguió y dio unos pasitos. Los racimos de amuletos, joyas mágicas y brazaletes misteriosos tintinearon al unísono en diferentes partes de su cuerpo. Cualquier enemigo notaría que se le acercaba una bruja, a menos que estuviera ciego. Y sordo.
Se volvió hacia su mesa de trabajo y examinó lo que, con cierta timidez, y nunca en presencia de Yaya, denominaba «Instrumentos del Arte». Allí estaba el cuchillo de puño blanco que se usaba para preparar ingredientes mágicos. Y el cuchillo de puño negro utilizado para la ejecución en sí. Magrat había tallado tantas runas en ambos que en cualquier momento se partirían por la mitad. Sin duda eran poderosos, pero...
Magrat sacudió la cabeza apenada, fue a la cocina, abrió un armario y sacó el cuchillo del pan. Algo le decía que, con los tiempos que corrían, un buen cuchillo afilado era el mejor amigo de una chica.
* * *
—Veo, veo, una cosita, con la letrita T —dijo Tata Ogg. El fantasma del rey contempló desganado la mazmorra.
—Tenazas —sugirió.
—No.
—¿Torniquete?
—Bonito nombre. ¿Qué es?
—Sirve para cortar las hemorragias. O la circulación. Mira —señaló el rey.
—No es eso.
—¿Látigo? —propuso a la desesperada.
—Eso empieza por L, y además, si te refieres a ese trasto de ahí, tiene demasiadas colas para ser un látigo.
El rey de explicó los matices de la cuestión.
—No, desde luego, no era eso.
—¿Gota malaya? —sugirió él.
—Se te dan demasiado bien estos nombres —señaló Tata con tono brusco—. ¿De verdad no usabas esto cuando estabas vivo?
—Te lo juro, Tata —aseguró el fantasma.
—Los niños que dicen mentiras van al infierno —le advirtió ella.
—Lo digo de verdad, la mayoría los ha traído Lady Felmet —se defendió el rey.
Su situación actual ya le parecía suficientemente precaria, no quería tener que preocuparse por el infierno.
—Muy bien —dijo Tata, algo calmada—. Era «Tenazas».
—Pero eso ya lo di... —empezó el rey.
Se detuvo justo a tiempo. En toda su vida adulta no había temido a ningún hombre, bestia o combinación de ambas cosas, pero la voz de Tata le traía viejos recuerdos del colegio y las institutrices, de una vida bajo las órdenes estrictas de damas severas vestidas con faldas largas, de comida siempre gris o marrón que entonces parecía indigerible, pero que ahora consideraría un manjar.
—Gano cinco a cero —anunció Tata alegremente.
—Esos dos volverán pronto —dijo el rey—. ¿Estás segura de que no te pasará nada?
—Si no lo estoy, ¿hasta qué punto puedes servirme de ayuda? —preguntó Tata.
Una llave giró en la cerradura.
* * *
Ya había una multitud fuera del castillo cuando la escoba de Yaya descendió insegura hacia el suelo. Todo el mundo guardó silencio mientras ella avanzaba a zancadas, y le abrieron paso. Llevaba una cesta de manzanas bajo el brazo.
—Hay una bruja en las mazmorras —le susurró alguien—. ¡Dicen que la van a torturar!
—Tonterías —replicó Yaya—. No puede ser. Supongo que Tata Ogg ha ido a aconsejar al rey, o algo por el estilo.
—Dicen que Jason Ogg está reuniendo a sus hermanos —dijo el herrero, asombrado.
—Os aconsejo que volváis a vuestras casas —dijo Yaya Ceravieja—. Seguramente ha habido un error. Todo el mundo sabe que no se puede retener a una bruja contra su voluntad.
—Esta vez ha ido demasiado lejos —dijo un campesino—. Tanto quemar, tanto impuesto, y ahora, esto. La culpa la tenéis las brujas. Las cosas tienen que cesar. Conozco mis derechos.
—¿Cuáles son tus derechos? —preguntó Yaya.
—Derecho a que no me quemen la casa, y menos con la cabra dentro. Era una cabra muy buena.
—Uno que conozca sus derechos como tú, irá muy lejos —dijo Yaya—. Pero, ahora mismo, debe ir derecho a su casa.
Se dio media vuelta y contempló la verja. Había dos guardias, extremadamente temerosos. Se acercó a uno de ellos y le dirigió una mirada penetrante.
—Soy una inofensiva vendedora de manzanas —dijo con una voz más apropiada para abrir hostilidades en una guerra de calibre medio—. Déjame pasar, hijito.
La última palabra tenía filos por todas partes.
—Nadie puede entrar en el castillo —dijo uno de los guardias—. Son órdenes del duque.
Yaya se encogió de hombros. El truco de la vendedora de manzanas sólo había funcionado una vez en toda la historia de la brujería, al menos que ella supiera, pero era tradicional.
—Te conozco, Champett Poldy —dijo—. Te traje al mundo.
Miró a la multitud, que había retrocedido un poco, y se volvió de nuevo hacia el guardia, cuyo rostro era ya una máscara de pavor. Se inclinó un poco más hacia él.
—Te di el primer cachete que recibiste en este valle de lágrimas —añadió—. Y por todos los dioses, si no te apartas, te daré el último.
Hubo un suave sonido metálico cuando al hombre se le cayó la lanza de los dedos temblorosos. Yaya le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro.
—No te preocupes, muchacho —dijo—. Anda, toma una manzana.
Dio un paso hacia delante, y una segunda lanza le cortó el paso. Alzó la vista, interesada.
El otro guardia no era nativo de las Montañas, sino un mercenario nacido en la ciudad e importado para cubrir alguna de las bajas de los últimos años. Su rostro era un mapa de cicatrices. Algunas de las cicatrices se redistribuyeron para formar algo semejante a una mueca burlona.
—Así que ésa es la magia de las brujas, ¿eh? —dijo el guardia—. Poca cosa. Quizás asuste a estos idiotas pueblerinos, mujer, pero no a mí.
—Supongo que hace falta mucho más para asustar a un muchacho tan corpulento y fuerte como tú —replicó Yaya, tocándose el sombrero.
—Ni lo intentes. —El guardia se irguió y se meció sobre las puntas de los pies—. Hay que ver, dejarse asustar por una anciana...
—Como prefieras —dijo Yaya, apartando a un lado la lanza.
—Escucha, he dicho... —empezó el guardia.
Agarró a Yaya por el hombro. La mano de la mujer se movió tan deprisa que nadie la vio, pero de pronto el guardia se agarraba el brazo y gemía.
Yaya volvió a colocarse la horquilla en el sombrero y echó a correr.
* * *
—Empezaremos Mostrando el Instrumental —dijo la duquesa.
—Ya lo he visto todo —replicó Tata—. Al menos, todo lo que empieza por P, S, I, R, y T.
—Pues veremos hasta cuándo puedes mantener ese tono indiferente. Enciende el brasero, Felmet —ordenó la duquesa.
—Enciende el brasero, bufón —ordenó el duque.
El bufón se movió muy despacio. Aquello no lo esperaba. En su plan del día no entraba torturar a nadie. Hacer daño a una anciana a sangre fría no era plato de su gusto, y hacer daño a una bruja a sangre de cualquier temperatura no era ni mucho menos un banquete de lujo. Palabras, dijo. Pero aquello se incluía bajo el epígrafe de palos y piedras.
—No me gusta hacer esto —murmuró entre dientes.
—Bien —dijo Tata Ogg, que tenía un oído excelente—. Recordaré que no te gustaba.
—¿Qué pasa? —preguntó el duque con voz chillona.
—Nada —replicó Tata—. ¿Durará mucho tiempo esto? No he desayunado.
El bufón encendió una cerilla. Hubo una ligerísima turbación en el aire junto a él, y se le apagó. Dejó escapar una maldición y encendió otra. Esta vez sus manos temblorosas consiguieron acercarla al brasero antes de que también la segunda cerilla se apagara.
—¿Quieres darte prisa? —ordenó la duquesa, dejando a un lado una bandeja de instrumentos.
—Parece que no quiere encenderse —murmuró el bufón, mientras otra cerilla temblaba si se apagaba.
El duque le quitó la caja de fósforos de entre los dedos temblorosos, y le dio una bofetada con una mano llena de anillos.
—¿Es que nadie obedece mis órdenes? —gritó—. ¡Débil! ¡Enclenque! ¡Dame esa caja!
El bufón retrocedió. Alguien a quien no veía le estaba susurrando cosas ininteligibles al oído.
—¡Sal de aquí! —siseó el duque—. ¡Encárgate de que nadie nos moleste!
El bufón tropezó con el último escalón, se volvió y dirigió a Tata otra mirada suplicante antes de salir precipitadamente. Hizo una cabriola, por la fuerza de la costumbre.
—El fuego no es estrictamente imprescindible —dijo la duquesa—. Sólo ayuda. Bien, mujer, ¿vas a confesar?
—¿El qué? —preguntó Tata.
—Lo sabe todo el mundo. Traición. Práctica ilegal de la brujería. Dar cobijo a los enemigos del rey. Robo de la corona.
Un tintineo les hizo bajar la vista. Una daga manchada de sangre se acababa de caer de la bandeja, como si alguien hubiera intentado cogerla sin tener fuerzas para ello. Tata oyó al fantasma del rey maldecir entre dientes, o entre lo que deberían ser sus dientes.
—...y esparcir falsos rumores —terminó la duquesa.
—Sal en mi comida... —dijo el duque, mirándose las vendas de la mano.
Seguía teniendo la sensación de que había una cuarta persona en la mazmorra.
—Si confiesas —siguió la duquesa—, solamente serás quemada en la hoguera. Y por favor, no hagas ningún chiste.
—¿Qué falsos rumores?
El duque cerró los ojos, pero las visiones seguían allí.
—Rumores relativos al accidente del difunto rey Verence —susurró él con voz ronca.
El aire se estremeció de nuevo.
Tata se sentó con la cabeza inclinada hacia un lado, como si escuchara algo que sólo ella podía oír. Aunque al duque también le parecía oír algo, no exactamente una voz, más bien el suspiro lejano de la brisa.
—Oh, yo no sé nada falso —dijo—. Se que tú lo apuñalaste, y tú le diste la daga. Fue en la cima de las escaleras. —Hizo una pausa, escuchó y asintió—. Junto a la armadura de la pica, y tú dijiste «Si hay que hacerlo, cuanto antes mejor», o algo así, y luego le quitaste la daga al rey, esa misma que está ahora en el suelo, y...
—¡Mientes! No hubo testigos. Hicimos... ¡No hubo nada de lo que ser testigo! ¡Oí a alguien en la oscuridad, pero no había nadie! ¡No pudo haber nadie viendo nada! —chilló el duque.
Su esposa le pegó un empujón.
—Cállate, Leonal —dijo—. Creo que entre estas cuatro paredes podemos pasar sin ataques de histeria.
—¿Quién se lo ha dicho? ¿Se lo has dicho tú?
—¡Cálmate! No se lo ha dicho nadie. ¡Por lo que más quieras es una bruja, ellas adivinan estas cosas! Tienen el ojo abierto, o algo así.
—El ojo que ve —señaló Tata.
—Del que tú no dispondrás mucho tiempo más, a menos que nos digas quién más lo sabe, y nos ayudes en otros asuntos —replicó la duquesa en tono sombrío—. Lo harás, créeme. Se me da muy bien manejar estas cosas.
Tata examinó la mazmorra. Aquello empezaba a estar abarrotado. El rey Verence irradiaba tal vitalidad airada que era casi visible, e intentaba por todos los medios coger un cuchillo. Pero tras él había otros..., no exactamente fantasmas, sino formas temblorosas, rotas, implantadas en la sustancia misma de las paredes a fuerza de puro dolor y terror.
—¡Con mi propia daga! ¡Los muy canallas! ¡Me mataron con mi propia daga! —exclamó el rey Verence, al tiempo que alzaba los brazos transparentes como implorando al otro mundo en general que fuera testigo de la humillación definitiva—. Dame fuerzas...
—Sí —dijo Tata—. Vale la pena intentarlo.
—Empecemos —dijo la duquesa.
* * *
—¿Qué? —preguntó el guardia.
—HE DICHO —insistió Magrat—, que vengo a vender estas hermosas manzanas. ¿Estás sordo o qué?
—No han organizado un mercadillo aquí dentro, ¿verdad?
El guardia estaba muy nervioso desde que se habían llevado a su compañero a la enfermería. No había aceptado aquel empleo para enfrentarse a cosas semejantes.
La luz se hizo en su mente.
—Eres una bruja, ¿verdad? —gimió, asiendo la pica pero sin saber muy bien qué hacer con ella.
—Claro que no. ¿Tengo cara de bruja?
El guardia miró sus misteriosos brazaletes, su capa ribeteada, sus manos y su rostro tembloroso. El rostro era lo que más le preocupaba. Magrat se había puesto muchos, muchos polvos, para parecer más pálida e interesante. Eso, combinado con una máscara de pestañas aplicada con más bien poca maestría, bastaba para que el guardia tuviera la impresión de estar viendo dos moscas aplastadas en un bote de azúcar. Descubrió que sus dedos querían hacer el signo para espantar el mal de sombra de ojo.
—Claro —respondió, inseguro.
Daba vueltas al problema mentalmente. Era una bruja. Últimamente, se decía a menudo que las brujas eran perjudiciales para la salud. Le habían dicho que no dejara pasar a ninguna bruja, pero nadie le habló de vendedoras de manzanas. Las vendedoras de manzanas podían pasar. Ella decía que era una vendedora de manzanas, y el guardia no era quién para dudar de la palabra de una bruja.
Satisfecho por aquella demostración de lógica aplicada, se apartó a un lado e hizo una amplia reverencia.
—Pasa, vendedora de manzanas —dijo.
—Gracias —respondió Magrat con dulzura—. ¿Quieres una manzana?
—No, gracias. No me he terminado la que me dio la otra bruja. —Se mordió la lengua—. No. No era una bruja. No era una bruja, era una vendedora de manzanas. Me lo dijo ella, y parecía muy segura.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unos minutos...
* * *
Yaya Ceravieja no se había perdido. No era de esas personas que se pierden. Lo que pasaba era que, en aquel momento, aunque sabía muy bien dónde se encontraba, no conocía la ubicación del resto de las cosas. En realidad, había llegado otra vez a la cocina, provocando un ataque de nervios al cocinero, que estaba intentando asar un tazón de cereales. El hecho de que varias personas hubieran intentado comprarle manzanas no mejoraba en absoluto el humor de Yaya.
Magrat en cambio había llegado a la Sala Principal, que en aquel momento se encontraba vacía y desierta, a excepción de dos guardias que jugaban a los dados. Llevaban los tabardos de la guardia personal de Felmet, y dejaron de jugar en cuanto ella apareció.
—Vaya, vaya —dijo uno, burlón—. Ven a hacernos compañía, preciosa.*
—Estaba buscando las mazmorras —dijo Magrat, para quien las palabras «acoso sexual» no eran más que una colección de silabas.
—Estupendo —asintió uno de los guardias, guiñando el ojo al otro—. Creo que te podemos ayudar.
Los dos se levantaron y se pusieron a ambos lados de la joven. Ella sólo vio dos barbillas en las que se podía encender una cerilla, acompañadas de un terrible hedor a cerveza rancia. Los gritos frenéticos de una parte desentrenada de su mente empezaron a minar su convicción férrea de que sólo a la gente mala le pasan cosas malas.
La escoltaron mientras bajaban varios tramos de escaleras, en un laberinto de humedad, pasadizos en forma de arco. Magrat buscaba desesperadamente alguna manera educada de librarse de ellos.
—Debo avisaros de algo —dijo—. Pese a las apariencias, no soy una simple vendedora de manzanas.
—Estupendo.
—La verdad es que soy una bruja.
Aquello no causó la impresión esperada. Los guardias intercambiaron miradas.
—Qué bien —dijo uno—. Siempre me he preguntado cómo sería besar a una bruja; la gente dice que te conviertes en rana.
El otro guardia le dio un codazo.
—Entonces —dijo, con el tono agudo y lento de quien cree que va a decir algo increíblemente divertido—, supongo que besaste a una hace años.
La breve carcajada se vio repentinamente interrumpida cuando lanzaron a Magrat contra una pared, y la obsequiaron con un primer plano de las fosas nasales del guardia.
—Ahora, escucha bien, corazón —dijo el hombre—. No eres la primera bruja que traemos aquí, si es que eres una bruja, pero puede que tengas suerte y vuelvas a salir. Si eres amable con nosotros, ¿entiendes?
Un grito agudo resonó cerca de ellos.
—¿Oyes? —siguió el guardia—. Eso era una bruja que lo está pasando mal. Haznos un favor a todos, ¿vale? La verdad, tienes suerte de haber tropezado con nosotros.
Su mano indagadora se detuvo un instante.
—¿Qué es esto? —preguntó a la pálida Magrat—. ¿Un cuchillo? ¿Un cuchillo? Me parece que nos lo tenemos que tomar muy en serio, ¿no es verdad, Hron?
—Tienes que atarle las manos y amordazarla —dijo Hron apresuradamente—. No pueden hacer magia si no les es posible hablar o mover las manos...
—¡Dejadla en paz!
Los tres alzaron la vista hacia el bufón. Éste tintineaba de rabia.
—¡Soltadla ahora mismo! —gritó—. ¡Si no, os denunciaré!
—Vaya, nos vas a denunciar, ¿eh? —rió Hron—. ¿Y quién te va a creer, enano ridículo?
—Hemos cogido a una bruja —dijo el otro guardia—. Así que vete a hacer sonar los cascabeles a otra parte. —Se volvió a Magrat—. Me gustan las chicas duras —añadió, aunque luego cambiaría de opinión.
El bufón avanzó con la decisión de los terminalmente furiosos.
—Os he dicho que la dejéis en paz —repitió.
Hron desenfundó la espada y guiñó un ojo a su compañero.
Magrat atacó. Fue un golpe no planeado, instintivo, con un impulso considerablemente incrementado por el peso de los anillos y los brazaletes; su brazo describió un arco que conectó con la mandíbula del soldado y le hizo girar dos veces sobre sí mismo antes de caer con un ligero suspiro y, de paso, con varios símbolos mágicos grabados en la mejilla.
Hron miró a su compañero, y luego a Magrat. Alzó la espada aproximadamente en el mismo momento en que el bufón se lanzaba como una bala contra él, y los dos hombres cayeron en un caos de brazos y piernas. Como la mayor parte de los bajitos, el bufón confiaba en el impulso de rabia inicial para conseguir una ventaja, y luego se encontraba perdido. Las cosas le habrían ido muy mal si Hron no se hubiera dado cuenta de que un cuchillo de cocina le presionaba la garganta.
—Suéltalo —ordenó Magrat, apartándose el pelo de los ojos.
El guardia se puso rígido.
—Te estarás preguntando si voy a cortarte la garganta de verdad —jadeó Magrat—. Yo tampoco lo sé. Imagina cuánto nos divertiremos averiguándolo juntos.
Estiró el otro brazo y levantó al bufón por el cuello de la camisa.
—¿De dónde vino ese grito? —preguntó sin apartar la vista del guardia.
—De ahí abajo. La tienen en la cámara de torturas, no me gusta, esto va demasiado lejos, no pude entrar, y vine a buscar a alguien...
—Bueno, me has encontrado a mí —dijo Magrat. Miró al guardia—. Tú te quedas aquí. O te vas corriendo, me da igual. El caso es que no nos sigas.
El hombre asintió y los vio alejarse a toda velocidad pasillo abajo.
—La puerta está cerrada —dijo el bufón—. Dentro hay mucho ruido, pero la puerta está cerrada.
—Bueno, es una mazmorra, ¿no?
—¡Las mazmorras no suelen estar cerradas desde dentro!
Aquello era irrebatible. Al otro lado sólo se oía el silencio..., un silencio ajetreado, espeso, que reptaba por las hendiduras y se derramaba por el pasillo, uno de esos silencios que son peores que cualquier grito.
El bufón temblaba de nervios mientras Magrat tanteaba la superficie áspera de la puerta.
—¿De verdad eres una bruja? —preguntó—. Dijeron que eras una bruja, ¿lo eres? No lo pareces, eres muy..., es decir... —Se puso colorado—. No eres vieja, ni tienes verrugas, eres preciosa...
Afortunadamente, se quedó sin voz.
Tengo un control absoluto sobre la situación, se dijo Magrat. Nunca pensé que pudiera ser así, pero estoy pensando con toda claridad.
Y se dio cuenta, con toda claridad, de que el relleno del pecho se le había resbalado hasta la cintura, sentía la cabeza como si toda una bandada de pájaros sucios hubiera anidado en ella, y la máscara de pestañas no se le había corrido, más bien había escapado a toda velocidad. Tenía el vestido desgarrado por varios sitios, las piernas llenas de arañazos, los brazos llenos de magulladuras, y sin razón concreta se sentía en la cima del mundo.
—Será mejor que te apartes, Verence —dijo—. No sé cómo funcionará esto.
El bufón se atragantó.
—¿Cómo has sabido mi nombre?
Magrat pasó la mano por la puerta. El roble era viejo, tenía siglos, pero la bruja aún captaba un poco de savia bajo la superficie pulida por los años hasta transformarla en algo casi tan duro como la piedra. En circunstancias normales, lo que iba a intentar requería un día entero de preparativos y un saco de ingredientes exóticos. Al menos, eso había pensado siempre. Ahora se sentía dispuesta a ponerlo en duda. Si se podían conjurar demonios en un lavadero, se podía hacer cualquier cosa.
Se dio cuenta de que el bufón había dicho algo.
—Oh, supongo que me lo habrá comentado alguien —respondió con vaguedad.
—No creo, nunca uso mi nombre —replicó el bufón—. No es muy popular, ahora que manda el duque. Fue cosa de mi madre, ¿sabes? Le gustaba poner a sus hijos nombres de reyes. Mi abuelo dijo que era una tontería, claro...
Magrat asintió. Estaba examinando el túnel húmedo con mirada profesional.
No era un lugar nada prometedor. Las viejas tablas de roble llevaban años en aquella oscuridad, apartadas del reloj de las estaciones.
Por otra parte... Yaya había dicho que, en cierto modo, todos los árboles eran un árbol, o algo por el estilo. Magrat creía comprenderlo, aunque no sabía exactamente qué significaba. Y allí arriba era primavera. El fantasma de vida que aún había en la madera debía saberlo. Y, si se le había olvidado, ella debía recordárselo.
Apoyó las palmas de las manos en la puerta una vez más, y cerró los ojos, tratando de que su mente atravesara la piedra, saliera del castillo y se adentrara en la fina tierra negra de las montañas, en el aire, en la luz del sol...
El bufón sólo veía a Magrat muy quieta. A la joven se le estaba poniendo el pelo de punta poco a poco, y había un olor a hojas húmedas.
Y entonces, sin previo aviso, el martillo que puede hacer que una frágil seta atraviese quince centímetros de cemento, o que una anguila atraviese miles de millas de océano hostil hasta llegar a una charca concreta tierra adentro, la recorrió y sacudió la puerta.
Magrat retrocedió con cautela, algo atontada, luchando contra el deseo irresistible de enterrar los pies en el suelo y permitir que le brotaran hojas. El bufón la cogió, y el esfuerzo casi lo derribó a él también.
Magrat temblaba contra el cuerpo tintineante. Se sentía victoriosa. ¡Lo había logrado! ¡Y sin ayuda artificial! Ojalá la hubieran visto las otras...
—No te acerques a la puerta —murmuró—. Creo que..., que se me ha ido la mano.
El bufón aún sostenía su cuerpo anguloso entre sus brazos, y estaba demasiado emocionado como para decir palabra. Aun así, Magrat no se quedó sin respuesta.
—Sospecho que sí —dijo Yaya Ceravieja, saliendo de entre las sombras—. A mí no se me habría ocurrido.
Magrat la miró.
—¿Has estado ahí todo el tiempo?
—Sólo unos minutos. —Yaya observó la puerta—. Buena técnica —dijo—, pero la madera es muy vieja. Incluso ha sufrido un incendio, por lo que parece. Hay demasiados clavos de hierro. No creo que funcione. Yo en tu lugar hubiera probado con las piedras, pero...
La interrumpió un suave «pop».
Sonó otro, y luego toda una larga serie, como si alguien estuviera haciendo palomitas.
Tras ellos, la puerta empezaba a cubrirse de hojas.
Yaya la miró unos segundos y luego se encontró con la mirada aterrada de Magrat.
—¡Corred! —gritó.
Entre las dos, agarraron al bufón, y corrieron a esconderse en un recodo del pasadizo.
La puerta emitió un crujido de advertencia. Varios de sus tablones se retorcieron en una agonía vegetal, hubo una lluvia de astillas duras como la roca, los clavos salieron disparados como espinas y fueron a estrellarse contra la pared. El bufón se agachó cuando parte de la cerradura pasó silbando sobre su cabeza y chocó contra el muro opuesto.
De la parte baja de los tablones brotaron raíces blancas que se deslizaron por el suelo en busca de la ranura más cercana donde enterrarse. En los nudos de la madera brotaban ramas que chocaban contra el dintel de piedra y lo derruían. Y no dejaba de sonar un gemido grave, el sonido de las células de la madera tratando de contener el chorro de vida pura que bombeaba a través de ellas.
—Yo en tu lugar —dijo Yaya Ceravieja al tiempo que parte del techo se derrumbaba al otro lado del pasillo—, no lo habría hecho así. No es que me parezca mal, claro —se apresuró a añadir al ver que Magrat abría la boca—. No es mal trabajo. Pero quizá te hayas excedido un poquito.
—Disculpad —intervino el bufón.
—No sé hacer las rocas —señaló Magrat.
—No, claro, las rocas son difíciles, hay que practicar...
—Disculpad.
Las dos brujas lo miraron, y el hombrecillo retrocedió.
—¿No teníais que rescatar a alguien? —dijo.
—Oh —asintió Yaya—. Sí. Vamos, Magrat. A ver qué ha armado Tata esta vez.
—Hubo gritos —dijo el bufón, que tenía la sensación de que no se lo estaban tomando suficientemente en serio.
—Por supuesto —bufó Yaya, apartándolo a un lado y avanzando sobre las raíces—. Si alguien me encerrara a mí en una mazmorra, también habría gritos.
Había mucho polvo en la mazmorra, y gracias al aura de luz que rodeaba la solitaria antorcha, Magrat distinguió dos figuras acurrucadas en el rincón más lejano. La mayor parte de los muebles estaban volcados y dispersos por el suelo. No parecían diseñados para ser el último grito en comodidad. Tata Ogg estaba sentada, bastante tranquila pese a los grilletes.
—Ya era hora —señaló—. ¿Queréis quitarme esto? Empiezo a estar entumecida.
Y también había una daga.
Giraba suavemente en el centro de la habitación, centelleando cada vez que la hoja reflejaba la luz.
—¡Con mi propia daga! —gritó el fantasma del rey, con una voz que sólo las brujas podían oír—. ¡Y en todo este tiempo, yo sin saberlo! ¡Mi propia daga! ¡Los muy canallas me asesinaron con mi propia daga!
Dio otro paso hacia la real pareja, blandiendo el puñal. Un gemido huyó a toda velocidad de los labios del duque.
—Lo hace bien, ¿verdad? —dijo Tata mientras Magrat la liberaba.
—¿No es ése el viejo rey? ¿Lo pueden ver ellos?
—Me parece que no.
El rey Verence se tambaleaba un poco bajo el peso. Era demasiado viejo para tanta actividad sobrenatural.
—Si pudiera agarrar bien esto..., oh, rayos —dijo.
El cuchillo se resbaló de la tenue mano del fantasma, y cayó al suelo. Yaya Ceravieja se adelantó rápidamente y lo pisó.
—Los muertos no deben matar a los vivos —señaló—. Se crearía un comosellame, un precedente, muy peligroso. Para empezar, nos superarían en número.
La duquesa fue la primera en superar el terror. Los cuchillos habían volado por los aires, las puertas habían reventado, y ahora aquellas mujeres la desafiaban en sus propias mazmorras. No sabía muy bien cómo reaccionar ante las cuestiones sobrenaturales, pero tenía las ideas muy claras con respecto a lo tercero.
Su boca se abrió como la puerta a un infierno rojo.
—¡Guardias! —gritó. Vio al bufón junto a la puerta—. ¡Bufón! ¡Llama a la guardia!
—Todos están ocupados. Y ya nos íbamos —dijo Yaya—. ¿Cuál de vosotros es el duque?
Desde su rincón, Felmet alzó hacia ella unos ojos desencajados. Un hilillo de saliva le caía por una comisura de la boca, y reía entre dientes.
Yaya le miró de cerca. En el centro de aquellos ojos enrojecidos, algo le devolvió la mirada.
—No te diré por qué —dijo la bruja, con toda tranquilidad—. Pero será mucho mejor que abandones este país. Abdica, o algo así.
—¿En favor de quién? —replicó la duquesa con voz gélida—. ¿De una bruja?
—No lo haré —dijo el duque.
—¿Qué?
El duque se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y miró fijamente a Yaya. La frialdad en el centro de sus ojos había crecido.
—He dicho que no lo haré —repitió—. ¿Crees que me puedes asustar con unos pocos conjuros? Soy rey por derecho de conquista, y eso no lo puedes cambiar. Así de fácil, bruja.
Se acercó aún más.
Yaya lo miró. Jamás se había enfrentado a nada semejante. El hombre estaba loco, de eso no cabía duda, pero en el corazón de su locura había una cordura fría y terrible, un centro de puro hielo interestelar en medio del horno. Lo había creído débil, escudado tras una débil capa de fuerza, pero no era tan sencillo. En algún lugar de lo más profundo de su mente, más allá del horizonte de racionalidad, la presión de la locura había martilleado su demencia hasta darle la dureza de un diamante.
—Si me derrotáis con magia, la magia reinará —dijo el duque—. Y eso no es posible. Cualquier rey proclamado con vuestra ayuda estará sometido a vosotras. La magia destruye todo aquello que domina. Vosotras también seríais destruidas, lo sabéis. Ja. Ja.
Cuando el hombre se le acercó más, a Yaya se le pusieron los nudillos blancos.
—Podríais derrocarme ahora —dijo—. Y quizás encontraríais a alguien para sustituirme. Pero tendría que ser un imbécil, porque se sabría siempre vigilado por vosotras. Si hacía algo que no os gustara, perdería la vida al instante. Podríais alegar que no, pero él sabría que reinaba con vuestro permiso. Y no sería un auténtico rey, ¿verdad?
Yaya apartó la vista. Las otras brujas retrocedieron, preparadas a esquivar lo que fuera.
—Te he hecho una pregunta.
—Sí —dijo Yaya—. Es verdad...
—Sí.
—... pero hay alguien que puede derrotarte —dijo Yaya, marcando bien cada palabra.
—¿El niño? Deja que venga cuando se haga mayor. Un joven armado con su espada, a la búsqueda de un destino —se burló el duque—. Muy romántico. Pero tengo muchos años para prepararme. Dejad que lo intente.
Junto a él, el puño del rey Verence salió disparado, pero no conectó con mandíbula alguna.
El duque se inclinó aún más hacia delante, hasta que su nariz estuvo a un centímetro de la de Yaya.
—Volved a vuestros calderos, hermanas de escoba —dijo suavemente.
* * *
Yaya Ceravieja recorrió los pasillos del Castillo Lancre como un enorme murciélago furioso, mientras la risa del duque le resonaba en los oídos.
—Podrías haber hecho que le salieran golondrinos, o algo así —dijo Tata Ogg—. Las hemorroides también son estupendas. Eso no está prohibido. No le impediría reinar, simplemente tendría que reinar de pie. Y además, nos reiríamos. Almorranas, jeje.
Yaya Ceravieja no dijo nada. Si la furia fuera caliente, su sombrero estaría ardiendo.
—Aunque claro, igual empeorábamos las cosas —siguió Tata, que tenía que correr para mantenerse a su ritmo—. Igual que el dolor de muelas. —Miró de reojo hacia los rasgos contraídos de Yaya—. No tenías que haberte preocupado —añadió—. No me hicieron nada. Pero gracias.
—No me preocupabas tú, Gytha Ogg —bufó Yaya—. Sólo vine porque Magrat estaba preocupada. Siempre he dicho que, si una bruja no sabe cuidarse sola, no tiene derecho a ser una bruja.
—Magrat lo hizo muy bien con la madera, ¿eh?
Pese a la ira, Yaya Ceravieja se permitió asentir.
—Está mejorando —dijo. Miró a derecha e izquierda, y se acercó a la oreja de Tata Ogg—. No le daré el placer de decírselo —dijo—, pero ese canalla nos ha derrotado.
—Bueno, aún no —señaló Tata—. Mi Jason y unos cuantos muchachos más vendrán...
—Ya has visto a algunos de los guardias. No son como los de antes. Éstos son duros.
—Podríamos echar una mano a los chicos...
—No funcionaría. La gente tiene que arreglar estas cosas por su cuenta.
—Si tú lo dices, Esme... —concedió Tata, todo mieles.
—Lo digo. La magia es para dominarla, no para que domine.
Tata asintió y entonces, recordando una promesa, se agachó y recogió una piedrecilla del techo derrumbado del túnel.
—Ya creí que se te olvidaba —dijo el fantasma del rey junto a su oído.
En el mismo pasillo, el bufón corría tras Magrat.
—¿Puedo volver a verte? —preguntó.
—Bueno..., no sé —respondió la joven, cuyo corazón cantaba.
—¿Qué tal esta noche?
—Oh, no —dijo Magrat—. Esta noche estoy muy ocupada.
Sus planes consistían en beber un vaso de leche caliente y leer las anotaciones de la Abuela Whemper sobre astrología experimental, pero el instinto le decía que cualquier pretendiente necesitaba tener que salvar algún obstáculo para interesarse aún más.
—¿Y mañana por la noche? —insistió el bufón.
—Creo que tengo que lavarme el pelo.
—Puedo conseguir que me den libre la noche del viernes.
—Es que, de noche, trabajamos mucho...
Magrat titubeó. Quizá su instinto estuviera equivocado.
—Bueno... —dijo.
—A las dos. ¿En el prado que hay junto a la charca?
—Bueno...
—Entonces, te veré allí. ¿De acuerdo? —suplicó el bufón, desesperado.
—¡Bufón!
La voz de la duquesa resonó en el pasillo, y una expresión de terror recorrió el rostro del hombrecito.
—Tengo que irme —dijo apresuradamente—. En el prado, ¿vale? Me pondré algo para que me reconozcas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —repitió Magrat, hipnotizada por la fuerza de su insistencia.
Se volvió y echó a correr tras las otras brujas.
Fuera del castillo se había armado un auténtico caos. La multitud que presenciara la llegada de Yaya había crecido considerablemente y entraba por la puerta, ahora sin vigilancia. Las revueltas eran una novedad en Lancre, pero sus habitantes ya habían dominado algunas de las manifestaciones más elementales, y blandían rastrillos y horcas en sencillos movimientos arriba-abajo, al tiempo que hacían muecas y gritaban «¡Grrr!», aunque algunos ciudadanos que no habían captado bien la idea hacían ondear banderitas y lanzaban aclamaciones. Los estudiantes más espabilados buscaban ya con la vista los edificios más combustibles. Varios vendedores de empanadas y perritos calientes, aparecidos de la nada,* estaban haciéndose ricos. Pronto alguien empezaría a tirar algo.
Las tres brujas se detuvieron en la cima de las escaleras que descendían hasta el patio, y observaron el mar de rostros airados.
—Ahí está mi Jason —dijo Tata alegremente—. Y Wane y Darron y Kev y Trev y Nev...
—Recordaré sus rostros —dijo Lord Felmet, apareciendo entre ellas y poniéndoles las manos en los hombros—. ¿Y vosotras, veis a mis arqueros en los muros?
—Sí —respondió Yaya, sombría.
—Entonces, sonreíd y saludad —ordenó el duque—. Para que la gente sepa que todo va bien. Al fin y al cabo, ¿no habéis venido a verme por asuntos de estado?
Se inclinó más hacia Tata.
—Sí, podrías hacer cien cosas diferentes —dijo—. Pero al final, todas acaban igual. —Se irguió—. Me considero una persona razonable —añadió con tono alegre—. Quizá, si convences a la gente para que se tranquilice, me plantee la idea de moderar mi manera de reinar. Aunque no prometo nada, claro.
Yaya no respondió.
—Sonríe y saluda —ordenó de nuevo el duque.
Yaya alzó una mano con un vago movimiento, y esbozó un breve rictus que no tenía nada de humorístico. Lanzó un gruñido y dio un codazo a Tata Ogg, que agitaba los brazos como una loca.
—No tienes por qué poner tanto entusiasmo —siseó.
—Pero es que ahí están mi Reet, y mi Sharleen, que han venido con sus chiquitines —replicó Tata—. ¡Eeeeeh!
—¿Te quieres callar, vieja tonta? —le espetó Yaya—. ¡Haz el favor de controlarte!
—Bien hecho, bien hecho —sonrió el duque.
Alzó las manos. Mejor dicho, la mano. La otra aún le dolía. La noche anterior había probado con un cepillo de carpintero, pero sin lograr nada.
—¡Pueblo de Lancre! —exclamó—. ¡No temáis! Soy vuestro amigo. ¡Yo os protegeré de las brujas! ¡Han accedido a dejaros en paz!
Yaya lo miró mientras hablaba. Es uno de esos maníacos depresivos, se dijo. Suben y bajan constantemente. En un momento te mata, al siguiente te pregunta cómo te encuentras.
Se dio cuenta de que el duque la miraba expectante.
—¿Qué?
—He dicho que ahora la respetada Yaya Ceravieja dirá unas palabritas, jajá —respondió.
—¿Eso has dicho?
—¡Sí!
—Esta vez has ido demasiado lejos.
—¡Qué va, qué va! —rió el duque.
Yaya se volvió hacia la multitud expectante, que guardó silencio.
—Marchaos a casa —dijo.
Más silencio.
—¿Eso es todo? —preguntó el duque.
—Sí.
—¿Y dónde están las promesas de lealtad eterna?
—Eso, ¿dónde están? ¡Deja de saludar a la gente, Gytha!
—Perdona.
—Nosotras también nos vamos —zanjó Yaya.
—Ahora que empezábamos a conocernos... —suspiró el duque.
—Vamos, Gytha —siguió Yaya con voz de hielo—. ¿Adónde ha ido Magrat?
La joven alzó la vista con gesto culpable. Había estado inmersa en una conversación con el bufón, aunque era una de esas conversaciones en que ambas partes se pasan mucho tiempo mirándose los pies y contándose las uñas. El noventa por ciento del amor consiste en una timidez insuperable.
—Nos vamos —repitió Yaya.
—Entonces, el viernes por la noche —siseó el bufón.
—Bueno, si puedo... —respondió Magrat.
Tata Ogg se echó a reír.
Y así, Yaya Ceravieja bajó por las escaleras y pasó entre la multitud, mientras las otras dos la seguían corriendo. Varios guardias sonrientes cruzaron una mirada con ella, y desearon no haberlo hecho, pero entre la gente, aquí y allá, sonaron algunas risitas apenas contenidas. Las brujas salieron por la puerta de la muralla, cruzaron el puente y atravesaron la ciudad. Cuando Yaya caminaba deprisa, los demás tenían que correr para alcanzarla.
Tras ellas, el duque, que había llegado a la cumbre más alta de la demencia y descendía a toda velocidad hacia el pozo de la desesperación, reía.
—Ja. Ja.
Yaya no se detuvo hasta que no se encontró fuera de la ciudad, bajo los acogedores árboles frondosos del bosque. Salió del camino, se sentó en un tronco y enterró el rostro entre las manos.
Las otras dos se acercaron a ella con cautela. Magrat le dio unas palmaditas en la espalda.
—No desesperes —dijo—. Las dos pensamos que manejaste la situación muy bien.
—No estoy desesperando, estoy pensando —replicó Yaya—. Apártate.
Tata Ogg miró a Magrat y arqueó las cejas en gesto de advertencia. Ambas se retiraron a una distancia aceptable, aunque cuando Yaya tenía aquel estado de ánimo el universo más próximo no era del todo seguro, y se sentaron en una piedra cubierta de musgo.
—¿Estás bien? —se interesó Magrat—. No te hicieron nada, ¿verdad?
—No me pusieron ni un dedo encima —bufó Tata—. No son auténticos reyes —añadió—. El viejo rey Gruneweld, por ejemplo, no hubiera perdido el tiempo enseñando los cacharros esos y amenazando a la gente. Latigazos, astillas bajo las uñas y hierros al rojo desde el principio. Nada de zarandajas. Nada de risas malévolas, y esas bobadas. Era un auténtico rey.
—Oí que te amenazaba con quemarte.
—Bah, no se lo hubiera permitido, hasta ahí podríamos llegar. He visto que tienes un pretendiente —dijo Tata.
—¿Cómo?
—El joven de los cascabeles. El que tiene cara de perro apaleado.
—Ah, ése. —Magrat enrojeció como un tomate bajo el maquillaje—. Bah, no es nadie. Es que me sigue...
—Sí, son una molestia —rió Tata.
—Además, es tan bajo... y va dando saltitos.
—No lo has mirado muy bien, ¿eh? —señaló la anciana bruja.
—¿Qué?
—Que no lo has mirado bien. Ese bufón es un hombre muy listo. Seguro que podría llegar a actor.
—¿Qué quieres decir?
—La próxima vez que lo veas, míralo con ojos de bruja, no con ojos de mujer —dijo Tata al tiempo que daba un codazo de complicidad a Magrat—. Hiciste un buen trabajo con la puerta —añadió—. Estás aprendiendo mucho. Espero que le dijeras lo de Mandón.
—Ah, sí. Me aseguró que lo soltaría enseguida, Tata.
Yaya Ceravieja lanzó un bufido.
—¿Oísteis las risitas entre la multitud? —dijo—. ¡Alguien se rió!
Tata Ogg fue a sentarse junto a ella.
—Y uno o dos nos señalaron —asintió—. Lo vi.
—¡No podemos consentirlo!
Magrat se sentó en el otro extremo del tronco.
—Hay otras brujas —dijo—. Hay muchas brujas en las Montañas del Carnero. Quizá podrían ayudarnos.
Las otras dos la miraron, dolorosamente sorprendidas.
—No creo que haya que llegar tan lejos —replicó Yaya—. Pedir ayuda.
—Muy mala costumbre —asintió Tata Ogg.
—Pero si pedimos a un demonio que nos ayudara —se quejó Magrat.
—En absoluto —dijo Yaya.
—Jamás hemos hecho tal cosa.
—Le ordenamos que colaborara con nosotras.
—Exacto.
Yaya Ceravieja estiró las piernas y se miró las botas. Eran unas botas buenas, bien fuertes y resistentes.
—Por ejemplo, está esa bruja que vive de camino a Skund —dijo—. La hermana Nosequé, su hijo se hizo marinero..., ya sabes a quién me refiero, Gytha, la que te mira por encima del hombro y pone un pañito en la silla antes de que te sientes...
—Grodley —dijo Tata Ogg—. La que levanta el dedo meñique al beber el té y siempre arrastra las erres.
—Esa misma. No me he rrrebajado a hablarrr con ella desde aquel asunto de las hierrrbas, como rrrecorrrdarrrás. Le encantarrría venirrr a meterrr las narrrices, a decirrrrnos cómo tenemos que hacerlo todo. Ayuda. Menuda cosa. Estaríamos buenas si nos pasáramos el día por ahí ayudando.
—Sí, y en Skund los árboles te hablan y caminan por la noche —asintió Tata—. Sin siquiera pedir permiso. Están muy mal organizados.
—¿No están tan bien organizados como nosotras? —preguntó Magrat con toda la mala intención.
Yaya se levantó, decidida.
—Me voy a casa —dijo.
Hay miles de razones por las que la magia no domina el mundo. Se llaman «magos» y «brujas», reflexionó Magrat mientras seguía a las otras dos por el camino.
Seguramente era alguna maravillosa defensa de la naturaleza para protegerse. Se encargaba de que cualquier persona con talento para la magia estuviera tan dispuesta a cooperar como una osa con dolor de muelas, de manera que todo el peligroso poder se dispersaba sin riesgos en rivalidades y enfrentamientos personales. Había diferencias en el estilo, claro. Los magos se asesinaban unos a otros en pasillos llenos de corrientes, las brujas en cambio se limitaban a ponerse verdes en la calle. Todos eran tan ególatras como peonzas. Incluso cuando se ayudaban, en secreto lo hacían por razones egoístas. Niños creciditos, eso es lo que eran.
Excepto yo, pensó con cierto orgullo.
—Está muy enfadada, ¿verdad? —dijo a Tata Ogg.
—Bueno, ya sabes —suspiró Tata—. Es por ese problema. Cuanto más te acostumbras a la magia, más quieres usarla. Y más se interpone en tu camino. Supongo que, cuando estabas empezando, aprendiste unos cuantos hechizos de la Abuela Whemper, quenpazdescanse, y los usabas constantemente, ¿a que sí?
—Sí, claro. Todo el mundo lo hace.
—Cierto, cierto —asintió Tata—. Pero, cuando conoces más el Arte, descubres que la magia más difícil es la que no usas nunca.
Magrat meditó sobre la idea.
—No será una especie de Zen, ¿verdad?
—No sé. Nunca he visto uno.
—Cuando estábamos en las mazmorras, Yaya dijo algo sobre «probar con las rocas». A mí eso me parece magia muy difícil.
—Bueno, es que a la Abuela no se le daban muy bien las rocas —respondió Tata—. Pero no es tan difícil. No hay más que sondear sus recuerdos. Ya sabes, los viejos tiempos. Cuando estaban calientes y fluidas.
Titubeó, y se llevó la mano al bolsillo. Tocó el trozo de piedra del castillo, y se tranquilizó.
—Por un momento se me había olvidado —dijo al tiempo que lo sacaba—. Ya puedes salir.
El rey Verence era apenas visible con la claridad del día. Parpadeó. No estaba acostumbrado al sol.
—Esme —llamó Tata—. Aquí hay alguien que quiere verte.
Yaya se volvió muy despacio y miró al fantasma.
—Te vi en la mazmorra, ¿no? —dijo—. ¿Quién eres?
—Verence, rey de Lancre —respondió el fantasma. Hizo una reverencia—. ¿Tengo el honor de dirigirme a Yaya Ceravieja, decana de las brujas?
Ya hemos mencionado que el hecho de que Verence procediera de una larga estirpe de reyes no significaba que fuera del todo idiota, y un año sin las distracciones de la carne había obrado maravillas con su intelecto. Yaya Ceravieja se consideraba inmune a todo tipo de peloteo, pero el rey estaba acostumbrado a hacer tragar píldoras doradas a todo un país. La reverencia fue todo un detalle.
Yaya alzó ligeramente una comisura de la boca. Hizo una reverencia breve y rígida, porque no sabía muy bien qué significaba «decana».
—Soy yo —reconoció—. Ya puedes levantarte —añadió con regia cortesía.
Verence permaneció arrodillado, a unos cinco centímetros por encima del suelo.
—Suplico una merced —dijo.
—Venga, ¿cómo has salido del castillo? —preguntó Yaya.
—La inestimable Tata Ogg, aquí presente, me ayudó —dijo el rey—. Razoné que, si estoy atado a las piedras de Lancre, entonces también puedo ir allí a donde vayan las piedras. Me temo que he puesto en práctica un pequeño truco por mis intereses. Actualmente, vivo en su vestido.
—No eres el primero —señaló Yaya.
—¡Esme!
—Quiero suplicarte, Yaya Ceravieja, que instales a mi hijo en el trono.
—¿Instalar?
—Ya me entiendes. ¿Goza de buena salud?
Yaya asintió.
—La última vez que lo Observamos, se estaba comiendo una manzana —dijo.
—¡Su destino es ser rey de Lancre!
—Sí, bueno..., ya sabes que el destino juega malas pasadas.
—¿No me ayudarás?
Yaya parecía deprimida.
—Eso sería entrometerme —explicó—. Si te entrometes en la política, todo va de mal en peor. Y cuando empiezas, ya no hay manera de parar. Es una de las reglas básicas de la magia. Y las reglas básicas son algo muy serio.
—Entonces, ¿no me ayudarás?
—Bien..., naturalmente, algún día, cuando tu hijo sea un poco mayor...
—¿Dónde está ahora? —preguntó el rey con voz gélida.
Las brujas trataron de no mirarse entre ellas.
—Nos encargamos de que saliera del país —titubeó Yaya.
—Con una familia excelente —añadió Tata Ogg rápidamente.
—¿Qué clase de familia? —quiso saber el rey—. Espero que no será gente vulgar.
—En absoluto —respondió Yaya, recordando a Vitoller—. De vulgares no tienen nada en absoluto.
Miró a Magrat, suplicante.
—Son tespianos —dijo la joven con firmeza.
Su voz irradiaba tal aprobación que el rey asintió automáticamente.
—Oh —dijo—. Bien.
—¿De verdad? —susurró Tata Ogg—. No lo parecían.
—No haces más que demostrar tu ignorancia, Gytha Ogg —bufó Yaya. Se dirigió de nuevo al fantasma del rey—. Perdona, majestad. Esta mujer es terrible. Ni siquiera sabe dónde está Tespia.
—Esté donde esté, espero que allí sepan cómo educar a un hombre en las artes de la guerra —dijo Verence—. Conozco a Felmet. Dentro de diez años, estará más instalado aquí que un sapo sobre una piedra. —Miró a las brujas alternativamente—. ¿Qué reino se encontrará cuando regrese? He oído lo que está pasando, y eso en tan poco tiempo. ¿Os limitaréis a verlo cambiar con los años, a presenciar cómo se estropea y se pervierte?
El fantasma del rey se desvaneció. Su voz permaneció un instante en el aire, tenue como una brisa.
—Recordad, bondadosas hermanas —dijo—. El rey y la tierra son uno.
Y desapareció del todo.
Magrat rompió el silencio embarazoso sonándose la nariz.
—¿Uno? ¿Un qué?
—Tenemos que hacer algo —dijo Magrat, con la voz ahogada por la emoción—. ¡Con reglas o sin ellas!
—Esto es irritante —asintió Yaya en voz baja.
—Sí, pero ¿qué vas a hacer?
—Reflexionar sobre el tema. Pensar en ello.
—Llevas casi un año pensando —señalo Magrat.
—¿Cómo que son uno? ¿Un qué?
—No sirve de nada reaccionar así por que sí. Hay que...
Un carromato se acercó traqueteante por el camino de Lancre. Yaya hizo caso omiso.
—... considerar este asunto con mucho cuidado.
—No sabes qué hacer, ¿verdad? —dijo Magrat.
—Tonterías, sé...
—Viene una carreta, Yaya.
Yaya Ceravieja se encogió de hombros.
—Lo que los jóvenes no comprendéis... —empezó a decir.
Las brujas nunca se molestan por asuntos de seguridad vial. Todo el tráfico de los caminos de Lancre daba un rodeo en torno a ellas o, si no era posible, esperaba a que se apartaran. Yaya Ceravieja había vivido toda la vida dándolo por hecho. Si no murió sabiendo que no era un hecho fue porque Magrat, con unos reflejos mucho mejores, la empujó, y fue a caer a una zanja junto al camino.
Era una zanja muy interesante. Allí había cosas resbaladizas, descendientes directas de las cosas que habían estado en el caldo primordial de la creación. Cualquiera que pensase que el agua estancada era aburrida, podría pasar media hora muy instructiva en aquella zanja con un buen microscopio. También había plantas, hojas, piedras, y ahora tenía a Yaya Ceravieja.
Se puso en pie como pudo, roja de rabia, y se irguió como una Venus, sólo que más vieja y con plantas acuáticas.
—T-t-t... —dijo, señalando con un dedo tembloroso en dirección al carro que se alejaba.
—Era el joven Nesheley, de Tapón de Tinta —explicó Tata Ogg desde un arbusto cercano—. Su familia siempre ha sido un poco rara. Claro, su madre era de Espinilla.
—¡Casi nos atropella! —exclamó Yaya.
—Os podríais haber apartado —señaló Magrat.
—¿Apartarnos? —rugió Yaya—. ¡Somos brujas! ¡Es la gente la que se aparta de nosotras!
Salió al sendero, con el dedo aún señalando hacia el carro lejano.
—Por Hoki, le haré desear no haber nacido...
—Recuerdo que fue un bebé muy grande —dijo el arbusto—. Su madre lo pasó fatal.
—Jamás me había pasado nada semejante —siguió Yaya, todavía vibrando como la cuerda de un arco—. ¡Ya le enseñaré a atropellarnos como si fuéramos..., como si fuéramos gente normal!
—Ya sabe hacerlo —señaló Magrat—. ¿Quieres ayudarme a sacar a Tata de ese arbusto?
—Lo convertiré en...
—La gente ya no sabe lo que es el respeto, desde luego —dijo Tata mientras Magrat la ayudaba a quitarse las espinas—. ¡Supongo que es porque el rey es uno, seguro!
—¡Somos brujas! —gritó Yaya, mirando al cielo y sacudiendo los puños.
—Sí, sí —dijo Magrat—. El equilibrio armonioso del universo y esas cosas. Creo que Tata está un poco cansada.
—¿Qué he estado haciendo todo este tiempo? —dijo Yaya, con una retórica que habría hecho enmudecer a Vitoller.
—No gran cosa —señaló la joven.
—¡Se han reído de mí! ¡Se han reído de mí! ¡Y en mis propios caminos! —gritó Yaya—. ¡Esto es el colmo! ¡No pienso soportarlo durante diez años más! ¡No pienso soportarlo ni durante un día más!
En torno a ella, los árboles se sacudieron y el polvo del camino se levantó formando formas que intentaban por todos los medios apartarse de su paso. Yaya Ceravieja extendió un largo brazo y al final de él desplegó un largo dedo, de cuya uña curva brotó una breve llamarada de fuego octarino.
A un kilómetro de distancia, las cuatro ruedas se desprendieron del carromato a la vez.
—Conque encerrar a una bruja, ¿eh? —gritó Yaya a los árboles.
Tata se puso en pie como pudo.
—Será mejor que la sujetemos —susurró a Magrat.
Las dos saltaron sobre Yaya y le sujetaron los brazos al cuerpo.
—¡Le demostraré lo que puede hacer una bruja! —aulló.
—Sí, sí, muy bien, muy bien —la tranquilizó Tata—. Pero no ahora, y no así, ¿eh?
—¡Hermanas de escoba! ¡Nada menos! —gritó Yaya—. ¡Le haré...!
—Sujétala un momento, Magrat —dijo Tata Ogg mientras se arremangaba—. Con las personas versadas en el Arte, tiene que ser así —añadió.
Y le estampó una bofetada que elevó a ambas brujas por encima del suelo.
Tras el silencio sin aliento que siguió, Yaya Ceravieja dijo:
—Gracias.
Se arregló el vestido con cierta dignidad.
—Pero lo decía en serio —añadió—. Nos reuniremos esta noche junto a la piedra y haremos lo que haya que hacer.
Se ajustó las horquillas del sombrero y echó a andar con paso inseguro en dirección a su casa.
—¿Qué pasa con la regla de no entrometerse en la política? —preguntó Magrat, observando la espalda que se alejaba.
Tata Ogg se frotó los dedos doloridos.
—Por Hoki, esa mujer tiene una mandíbula de hierro —suspiró—. ¿Qué decías?
—He preguntado que qué pasa con la regla de no entrometernos.
—Ah —asintió Tata. Cogió a la chica por el brazo—. Cuando progreses en el Arte —explicó—, aprenderás que hay otra regla. Esme la ha obedecido toda su vida.
—¿Cuál es?
—Cuando rompas las reglas, rómpelas a base de bien —dijo Tata.
Y sonrió mostrando unas encías más amenazadoras que cualquier colmillo.
* * *
El duque sonrió mientras contemplaba el bosque.
—Funciona —dijo—. La gente murmura sobre las brujas. ¿Cómo lo haces, bufón?
—Con chistes, tío. Y con cotilleos. La gente está predispuesta a creerlos. Todo el mundo respeta a las brujas, pero lo importante es que a nadie le gustan demasiado.
El viernes por la noche, pensó. Tendré que llevarle flores. Y mi mejor traje, el de las campanitas de plata. Oh, cielos.
—Excelente, excelente. Si todo sigue así, bufón, te nombraré caballero.
Aquél era el número 302, y el bufón se sintió obligado a coger con la mano el pie.
—Ya, tío —dijo débilmente, haciendo caso omiso del espasmo de dolor que surcaba el rostro del duque—, si me nombras caballero, ¿tendré que vivir en las cuadras? Además, un caballero sin caba...
—Sí, sí, muy bien —le interrumpió Lord Felmet.
La verdad era que empezaba a encontrarse mucho mejor. Las gachas no habían estado demasiado saladas aquella noche, y sentía un vacío muy agradable en el castillo. Ya no oía más voces por encima del nivel de audición.
Se sentó en el trono. Lo encontró verdaderamente cómodo por primera vez.
La duquesa se sentó junto a él, con la barbilla apoyada en una mano. Miraba fijamente al bufón. Esto le molestaba. Con el duque, sabía bien dónde ponía los pies, era cuestión de aguantar hasta que la curva de su locura entrara en período ascendente hacia la alegría, pero la duquesa le daba miedo.
—Parece que las palabras son muy poderosas —dijo la mujer.
—Cierto, señora.
—Sin duda has estudiado mucho.
El bufón asintió. El poder de las palabras lo había sostenido a través del infierno del Gremio. Los magos y las brujas usaban las palabras como si fueran instrumentos para hacer las cosas, pero el bufón creía que las palabras eran cosas por derecho propio.
—Las palabras pueden cambiar el mundo —dijo.
La duquesa entrecerró los ojos.
—Ya lo dijiste. Pero no estoy convencida. Los hombres fuertes pueden cambiar el mundo —dijo—. Los hombres fuertes y sus hazañas. Las palabras no son más que adornos en un pastel. Entiendo que pienses que las palabras son importantes. Eres débil, no tienes otra cosa.
—Te equivocas, señora.
La regordeta mano de la duquesa tamborileó impaciente sobre el brazo del trono.
—Más vale que puedas argumentar ese comentario.
—Señora, el duque desea talar los bosques, ¿no es así?
—Los árboles se pasan el día murmurando sobre mí —susurró Lord Felmet—. Los oigo susurrar cuando salgo a caballo. ¡Dicen mentiras acerca de mi persona!
La duquesa y el bufón intercambiaron miradas.
—Pero —siguió el bufón—, ese plan ha tropezado con una oposición fanática.
—¿Qué?
—A la gente no le gusta.
La duquesa estalló.
—¿Y eso qué importa? —rugió—. ¡Somos los reyes! ¡Harán lo que digamos, o serán ejecutados sin piedad!
El bufón hizo una cabriola y una reverencia conciliadora.
—Pero, mi amor, nos quedaremos sin súbditos —señaló el duque.
—¡No es necesario, no es necesario! —intervino el bufón a la desesperada—. ¡No hace falta! Lo que tenéis que hacer es... —Se interrumpió un instante, moviendo los labios—, iniciar un ambicioso plan intensivo para mejorar la industria agrícola, proporcionando empleo a largo plazo, abriendo nuevas tierras para el desarrollo y dificultando las huidas de los salteadores.
El duque se quedó boquiabierto.
—¿Cómo haremos todo eso?
—Talando los bosques.
—Pero si has dicho...
—Cállate, Felmet —ordenó la duquesa.
Dedicó al bufón otra larga mirada pensativa.
—¿Cómo se hace para derribar las casa de la gente que no nos gusta? —preguntó al final.
—Reestructuración urbana —respondió el bufón.
—Yo había pensado en quemarlas.
—Reestructuración urbana dentro del plan de desinfección —puntualizó rápidamente el bufón.
—Y echar sal en las tierras.
—Eso es reestructuración urbana dentro de un programa de mejoras medioambientales. También sería buena idea plantar unos cuantos árboles.
—¡Nada de árboles! —gritó el duque.
—No pasa nada, no sobrevivirán. Lo importante es que se hayan plantado.
—Pero también quiero subir los impuestos —dijo la duquesa.
—Vaya, tío...
—No soy ningún tío.
—¿Ni tía?
—Tampoco.
—Bueno, t..., pues..., necesitas financiar tu ambicioso programa de mejoras en pro del país.
—¿Qué? —dijo el duque, que se perdía otra vez.
—Quiere decir que cortar los árboles cuesta dinero —aclaró la duquesa.
Sonrió al bufón. Era la primera vez que lo miraba como si no fuera una cucaracha repugnante. En su mirada seguía habiendo un buen tanto por ciento de cucaracha, pero decía: cucaracha buena, has aprendido un truco.
—Muy interesante —dijo—. Pero ¿pueden tus palabras cambiar el pasado?
El bufón meditó un instante.
—Creo que es más fácil todavía —dijo—. Porque el pasado es lo que la gente recuerda, y los recuerdos son palabras. ¿Quién sabe qué hizo un rey hace mil años? Sólo quedan los recuerdos y las leyendas. Y las obras de teatro, claro.
—Ah, sí, una vez vi una obra de teatro —asintió Felmet—. Unos tipos muy graciosos, vestidos con leotardos. Gritaban mucho. La gente se divertía.
—¿Quieres decir que la historia es lo que la gente cree? —insistió la duquesa.
El bufón paseó la vista por la sala del trono, y encontró al rey Gruneberry el Bueno (906-967).
—¿Lo fue? —dijo, señalándolo—. ¿Quién lo sabe ahora? ¿En qué era bueno? Pero será Gruneberry el Bueno hasta el final de los tiempos.
El duque se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
—Quiero ser un buen rey —dijo—. Quiero que mi pueblo me ame. Quiero que me recuerden con cariño.
—Supongamos —intervino la duquesa, hablando muy despacio—, supongamos que hubiera otros asuntos... controvertidos. Temas de índole histórica que hubiera que... ocultar.
—Yo no lo hice, de verdad —señaló el duque rápidamente—. Resbaló y cayó. Eso es. Resbaló y cayó. Yo ni siquiera estaba allí. Me atacó. Fue en defensa propia. Eso es. Resbaló y cayó sobre su propia daga en defensa propia.
Su voz se convirtió en un murmullo incoherente. Se frotó la mano de la daga, aunque la palabra empezaba a ser muy poco apropiada.
—Silencio, esposo —ordenó la duquesa—. Ya sé que tú no lo hiciste. Yo no estaba allí contigo, como recordarás. Fui yo quien no te dio la daga.
El duque se estremeció de nuevo.
—Y ahora, bufón —siguió la duquesa—, como iba diciendo, creo que hay algunos asuntos de los que dejar constancia correcta.
—¿Por ejemplo, que no estabais allí? —dijo el bufón, con tono animado.
En verdad que las palabras tienen poder, y una de las cosas que pueden hacer es salir de la boca del que habla antes de que éste pueda detenerlas. Si las palabras fueran dulces corderitos, el bufón las habría visto saltar alegremente hacia el lanzallamas que era la mirada de la duquesa.
—¿Dónde no estábamos?
—En ninguna parte —se apresuró a aclarar el bufón.
—¡Estúpido! Todo el mundo está en alguna parte.
—Quiero decir que estabais en todas partes excepto en aquellas escaleras.
—¿Qué escaleras?
—Unas escaleras cualquiera. —El bufón empezaba a sudar—. ¡Recuerdo claramente no haberos visto!
La duquesa lo miró fijamente.
—Espero que lo recuerdes —dijo.
Se frotó la mandíbula, que raspaba.
—Dices que la realidad no son más que palabras débiles. Por tanto, las palabras son la realidad. Pero ¿cómo pueden convertirse en historia?
—La obra de teatro que vi era muy buena —intervino Felmet, soñador—. Había peleas, pero nadie moría de verdad. Y decían cosas muy bonitas.
La barbilla de la duquesa seguía sonando como un papel de lija.
—¿Bufón?
—¿Señora?
—¿Sabrías escribir una obra de teatro? ¿Una obra que diera la vuelta al mundo, una obra que todo el mundo recordara después de que murieran los rumores?
—No, señora. Para eso hace falta un talento especial.
—¿Y puedes encontrar a alguien que lo tenga?
—Hay gente así, señora.
—Busca a alguien —murmuró el duque—. Busca al mejor. Busca al mejor. Que se sepa la verdad. Busca al mejor.
* * *
La tormenta estaba descansando. No quería, pero lo estaba haciendo. Había pasado quince días de aprendizaje con un famoso anticiclón sobre el Mar Circular, trabajando todos los días, en primera fila del frente frío, agradecida por la oportunidad de arrancar de cuajo algún que otro árbol u organizar tornados que se llevaran las granjas a la ciudad esmeralda más cercana. Pero su gran oportunidad con el clima no había llegado aún.
Se consoló pensando que ni siquiera las mejores tormentas del pasado (El Gran Temporal de 1789, por ejemplo, o el Huracán Zelda y Sus Increíbles Lluvias de Ranas) habían hecho tanto como ella al principio de su carrera. Era parte de la tradición climática.
Además, había pasado buenos ratos sobre las llanuras, llevando la nieve y la escarcha. Tenía que tomarse el regreso con filosofía, aunque no tuviera mucho que hacer, aparte de agitar un poco el calor. Si el clima fuera una persona, aquella tormenta mataría el tiempo usando un gorrito de cartón en un infierno de hamburguesas.
En aquel momento, se dedicaba a observar a tres figuras que se movían despacio por el páramo, convergiendo con decisión hacia una zona yerma donde estaba la piedra vertical, o donde solía estar, porque en aquel momento se había escondido.
Las reconoció, eran viejas amigas y expertas en el tema, y conjuró un breve trueno para saludarlas, aunque no fuera época. Pero no le hicieron caso.
—Las malditas piedras se han ido —dijo Yaya Ceravieja—. Si es que hay varias.
Estaba pálida. Parecía que iba directa al grano. A un mal grano.
—Enciende el fuego, Magrat —añadió automáticamente.
—Supongo que nos encontraremos mejor después de una taza de té —dijo Tata Ogg, pronunciando las palabras como si fueran un mantra. Rebuscó entre los pliegues de su chal—. Pero un poco animado —añadió, al tiempo que sacaba una botellita de aguardiente de manzana.
—El alcohol enturbia la mente —señaló Magrat con tono virtuoso.
—Yo nunca lo pruebo —asintió Yaya Ceravieja—. Necesitamos tener la mente clara, Gytha.
—Echar una gotita al té no es beber —protestó Tata—. Es medicinal. El viento aquí arriba es gélido, hermanas.
—Muy bien —aceptó Yaya—. Pero sólo una gota.
Bebieron en silencio. Fue Yaya quien lo rompió al final.
—Bueno, Magrat, tú entiendes de estos asuntos de los aquelarres. Será mejor que empecemos ya. ¿Qué viene ahora?
Magrat titubeó. No estaba por la labor de sugerir bailes con poca ropa.
—Hay una canción —dijo—. En honor a la luna llena.
—No está llena —señaló Yaya—. Está comosediga. Creciente.
—Como una raja de melón —asintió Tata.
—Creo que es en honor de las lunas llenas en general —aventuró Magrat—. Y luego tenemos que elevar nuestras conciencias. Pero para eso sí que creo que hace falta la luna llena. Las lunas son muy importantes.
Yaya le dirigió una mirada larga, calculadora.
—En eso consiste la brujería moderna, ¿eh? —dijo.
—En parte sí, Yaya. Pero hay mucho más.
Yaya Ceravieja suspiró.
—En fin, como gustes. Pero no pienso dejar que una bola de piedra brillante me diga lo que debo hacer.
—Eso, a la porra con todo —asintió Tata—. Vamos a maldecir a alguien.
* * *
El bufón caminó de puntillas por los pasillos nocturnos. No tenía intención de correr el menor riesgo. Magrat le había hecho un resumen muy gráfico del talante de Mandón, y el bufón había cogido un casco y un par de guantes metálicos del arsenal hereditario del castillo.
Llegó a la sala de los trastos, abrió la puerta con cautela y se pegó rápidamente a la pared.
El pasillo pareció ligeramente más oscuro cuando la oscuridad más intensa de la habitación se derramó hacia el exterior y se mezcló con la oscuridad descafeinada que ya había.
Aparte de eso, nada. El número de bolas de pelo rabiosas que atravesaron la puerta fue igual o menor que cero. El bufón se relajó un poco y se deslizó hacia el interior.
Mandón cayó sobre su cabeza.
Había sido un día muy largo. La habitación no ofrecía la vida cómoda a la que Mandón estaba acostumbrado y exigía. El único punto de interés había sido el descubrimiento a media mañana de una colonia de ratones que llevaban generaciones devorando los valiosísimos tapices de la historia de Lancre, y habían llegado ya al rey Murune (709-745), que sufrió un destino terrible,* cuando ellos también lo sufrieron. Mandón se había afilado las garras en un busto de la única vampira regia en la historia de Lancre, la reina Grimnir la Empaladora (1514-1553, 1553-1557, 1557-1562, 1562-1567 y 1568-1573). Había realizado sus abluciones matutinas en un retrato de un monarca desconocido, que empezaba a disolverse. Ahora estaba aburrido y furioso.
Engarfió las garras en el lugar donde deberían estar las orejas del bufón, y su única recompensa fue un sonido metálico.
—Gatito bueno, gatito bueno —dijo el bufón—. Cuchicuchicuchi.
Aquello intrigó a Mandón. La única persona que le había hablado así en su vida era Tata Ogg. Todos los demás lo llamaban «Aggghlargoditabestijjjdeputa». Se inclinó hacia delante con todo cuidado, interesado en aquella nueva experiencia.
El bufón lo que vio fue una cabeza de gato del revés, que descendía lentamente ante sus ojos, con una expresión de malévolo interés.
—¿Se quiere ir a su casa el gatito bueno? —dijo, esperanzado—. Mira, la puertecita está abierta.
Mandón se aferró aún con más fuerza. Había encontrado un amigo.
El bufón se encogió de hombros y, con sumo cuidado, se dio la vuelta y echó a andar de nuevo por el pasillo. Pasó ante las dependencias de los soldados y salió por la puerta principal, dirigiendo un asentimiento (cauteloso) a los soldados.
—Acaba de pasar un tipo con un gato en la cabeza —dijo uno de ellos tras reflexionar un par de minutos.
—¿Has visto quién era?
—Creo que el bufón.
Hubo otra pausa meditativa. El segundo guardia se encogió de hombros.
—Es un trabajo asqueroso —dijo—. Pero supongo que alguien tiene que hacerlo.
* * *
—No vamos a maldecir a nadie —dijo Yaya con firmeza—. Si el interesado no lo sabe, nunca funciona.
—Bueno, podemos mandarle un muñeco con su cara, todo lleno de alfileres.
—No, Gytha.
—Sólo necesitamos recoger los restos cuando se corte las uñas de los pies —insistió Tata con entusiasmo.
—No.
—O un mechón de pelo, o algo así. Yo tengo alfileres.
—No.
—Maldecir a la gente es moralmente reprobable, y afecta negativamente a tu karma —señaló Magrat.
—Me da igual, lo pienso maldecir —refunfuñó Tata—. Aunque sea en voz baja. ¡Al muy..., le hubiera dado igual que me muriera en esa mazmorra!
—No vamos a maldecirlo —repitió Yaya—. Vamos a sustituirlo. ¿Qué has hecho con el viejo rey?
—Dejé la piedra en la mesa de la cocina —respondió Tata—. No lo soportaba más.
—No veo por qué —dijo Magrat—. Parecía muy agradable, para ser un fantasma.
—Oh, si él no estaba mal. Eran los demás.
—¿Los demás?
—«Por favor, buena mujer, coge una piedra del castillo para que pueda hechizarla», me dijo —gruñó Tata Ogg—. «Esto es jodidamente aburrido, Tata Ogg, y perdona mi klatchiano.» Y claro, le ayudé. Supongo que los demás se enterarían. Eso es, pensaron, vámonos, ya va siendo hora de que nos tomemos unas vacaciones. No tengo nada contra los fantasmas, y menos contra los fantasmas de reyes —añadió con lealtad—. Pero mi casa no es lugar apropiado para ellos. Hay una mujer que va en carro chillando todo el día en el lavadero, ¿qué os parece? Y tengo un par de críos en la despensa, hombres sin cabeza por todas partes, alguien que aúlla debajo del fregadero..., ah, sí, y un tipo bajito y peludo con cara de despistado. No está bien.
—Mientras no esté aquí... —dijo Yaya—. No queremos a ningún hombre ahora.
—Es un fantasma, no un hombre —señaló Magrat.
—No tenemos tiempo para entrar en detalles —replicó Yaya con voz fría.
—Pero no puedes poner al viejo rey en el trono de nuevo —insistió la joven—. Los fantasmas no pueden reinar. A ver, ¿cómo se pondría la corona? Se le caería constantemente.
—Lo sustituiremos por su hijo. Una sucesión como debe ser —dijo Yaya.
—Oh, eso ya lo hemos discutido —suspiró Tata—. Dentro de quince años, a lo mejor, pero...
—Esta noche —la interrumpió Yaya.
—¿Un niño en el trono? No duraría ni cinco minutos.
—No será un niño —dijo Yaya con tranquilidad—. Será un adulto. ¿Recuerdas a Aliss Demurrage?
Se hizo el silencio. Tata Ogg volvió a sentarse.
—Demonios —susurró—. ¿Vas a intentar eso?
—Voy a probarlo.
—Demonios —repitió Tata Ogg, en voz muy baja—. ¿Lo has pensado bien?
—Sí.
—Oye, Esme..., mira, Aliss la Negra era una de las mejores. No, tú también eres muy buena en..., en cabezología, en pensar y todo eso. Pero Aliss la Negra era otra cosa.
—¿Quieres decir que no podré?
—Perdón...
—No, no, claro que no —respondió Tata, sin hacer caso de la joven.
—Bien.
—Sólo que..., bueno, ella era una ya sabes, una rácana de brujas, como dijo el rey.
—Decana —la corrigió Yaya, que se había informado—. No rácana.
—Perdón —repitió Magrat, esta vez en voz más alta—. ¿Quién era Aliss la Negra? Y nada de intercambiar miradas de entendidas a mis espaldas —añadió rápidamente—. En este aquelarre hay tres brujas, a ver si lo recordáis.
—No llegaste a conocerla —dijo Tata Ogg—. Y la verdad es que yo tampoco. Vivía cerca de Skund. Era una bruja muy poderosa.
—Eso se dice, son rumores —bufó Yaya.
—Una vez convirtió una calabaza en una carroza real —insistió Tata.
—Pamplinas —replicó Yaya Ceravieja—. Vaya manera de ayudar a la gente, hacer que se presenten en un baile oliendo a pastel. Y esas tonterías del zapatito de cristal..., en mi opinión, un juego peligroso.
—Pero lo más importante que hizo —siguió Yaya, sin hacer caso de la interrupción—, fue dormir a todo un reino durante cien años, hasta que... —Titubeó—. No me acuerdo. ¿Era lo de los rosales, o lo de las ruecas? Creo que una princesa tenía que tocar..., no, a un príncipe. Eso.
—¿Tocar a un príncipe? —preguntó Magrat, intranquila.
—No..., él tenía que besarla. Aliss la Negra era muy romántica. Siempre incluía algún romance en sus hechizos. Le encantaba lo de Chica conoce Rana.
—¿Por qué la llamaban Aliss la Negra?
—Por las uñas —respondió Yaya.
—Y por los dientes —añadió Tata Ogg—. Era muy golosa. Vivía en una auténtica casita de chocolate. Al final, un par de críos la metieron en su propio horno. Fue terrible.
—¿Y vas a hacer dormir a todo el castillo? —se alarmó Magrat.
—Ella nunca hizo semejante cosa —bufó Yaya—. Sólo son historias —añadió, mirando a Tata—. Se limitó a estirar un poco el tiempo. No es tan difícil como cree la gente. Todo el mundo lo hace constantemente. El tiempo es como de goma, lo puedes estirar a tu conveniencia.
Magrat estaba a punto de decir, no es cierto, el tiempo es el tiempo, cada segundo dura un segundo, de eso se trata, es su trabajo...
Entonces, recordó las semanas que habían pasado volando, y las tardes que habían durado siglos. Algunos minutos eran como horas, algunas horas pasaban tan deprisa que casi ni se había enterado...
—Pero eso no son más que percepciones de la gente —dijo—. ¿Verdad?
—Oh, sí —asintió Yaya—, desde luego. Como todo. ¿Y qué importa?
—Pero cien años sería un poco excesivo —señaló Tata.
—Dejémoslo en quince, número redondo —asintió Yaya—. Eso significa que, al final, el chico tendrá dieciocho. Sólo tenemos que lanzar el hechizo, ir a buscarlo para que encuentre su destino, y todo irá bien.
Magrat no dijo nada, porque estaba pensando que los destinos parecían muy sencillos cuando se hablaba de ellos, pero nunca lo eran tanto cuando se trataba de seres humanos concretos. Pero Tata Ogg se sentó y se sirvió otra generosa ración de aguardiente de manzanas en el té.
—Podría salir bien —reflexionó—. Un poco de paz y tranquilidad durante quince años. Si no recuerdo mal el hechizo, después de pronunciarlo hay que volar en torno al castillo antes de que el gallo cante.
—No estaba pensando en eso —dijo Yaya—. No saldría bien. Felmet seguiría siendo el rey durante todo ese tiempo. El reino enfermaría. No, estaba pensando en hacérselo a todo el reino.
Sonrió.
—¿A todo Lancre? —se escandalizó Tata.
—Sí.
—¿Moverlo quince años hacia el futuro?
—Sí.
Tata miró la escoba de Yaya. Era un trasto bien construido, duradero, aparte de los ocasionales problemas al arrancar. Pero tenía sus límites.
—No lo conseguirás —dijo—. No puedes dar la vuelta al reino entero en eso. Tienes que subir hasta Cuchillo en Polvo, y bajar hasta Caída del Tambor. No puedes transportar tanta magia.
—Ya lo he pensado.
Sonrió de nuevo. Aquello era aterrador.
Un minuto más tarde, el páramo quedó desierto mientras las brujas corrían para llevar a cabo sus encargos. Se hizo el silencio durante un rato, rasgado sólo por los graznidos de los murciélagos y el susurro de la brisa entre los arbustos.
Luego se oyó un burbujeo en una charca cercana. Poco a poco, coronada por una mata de musgo, la piedra vertical asomó a la superficie y miró a su alrededor con desconfianza.
* * *
Mandón se lo estaba pasando en grande. Al principio pensó que su nuevo amigo lo llevaba a la casita de Magrat, pero sin razón aparente se había apartado del sendero en la oscuridad, y ahora paseaba por el bosque. Por una de las zonas más interesantes, en opinión de Mandón. Estaba llena de toperas y pantanos cubiertos por la niebla incluso durante el buen tiempo. Mandón solía pasar por allí, con la esperanza de encontrar a algún lobo incauto.
—Creía que los gatos siempre encontraban el camino de vuelta a su casa —murmuró el bufón.
Se maldijo entre dientes. Habría sido sencillo llevar a aquella asquerosa criatura a casa de Tata Ogg, que estaba a tan sólo unas calles de distancia, casi a la sombra del castillo. Pero luego se le había ocurrido entregárselo a Magrat. Eso la impresionaría. Las brujas eran muy aficionadas a los gatos. Se sentiría obligada a invitarlo a pasar, a ofrecerle una taza de té o algo por el estilo...
Metió el pie en otro agujero lleno de agua. Algo se escurrió bajo él. El bufón dejó escapar un gemido y lo sacó rápidamente.
—Mira, gato —dijo—. Tienes que bajar, ¿entiendes? Así podrás buscar el camino hacia tu casa, y yo te seguiré. Los gatos ven bien en la oscuridad, y nunca se pierden —añadió, esperanzado.
Alzó los brazos. Mandón le clavó las uñas en la mano a modo de advertencia amistosa, y se sorprendió mucho al advertir que no surtían el menor efecto en la cota de mallas.
—Muy bien, gato bueno —dijo el bufón al tiempo que lo bajaba al suelo—. Venga, busca el camino hacia tu casa. O hacia cualquier casa.
La sonrisa de Mandón se extinguió poco a poco, hasta que sólo quedó el gato. Aquello era casi tan aterrador como lo otro.
Se desperezó y bostezó para esconder su vergüenza. El que alguien lo llamara «gato bueno» en uno de sus terrenos de caza favoritos iba a arruinar su reputación. Desapareció entre la maleza.
El bufón escudriñó en la penumbra. Se dio cuenta de que, aunque le gustaban los bosques, le gustaban de lejos. Era bonito saber que existían, pero los bosques imaginarios no eran igual que los de verdad. Por ejemplo, en los de verdad, uno se perdía. En los imaginarios había más robles y menos zarzas. Siempre se veían a la luz del día, los árboles no tenían rostros malévolos ni ramas que arañasen. Los árboles de la imaginación eran orgullosos gigantes del bosque. En cambio, la mayoría de aquéllos parecían gnomos vegetales, alojamiento para las setas y la hiedra.
El bufón era vagamente consciente de que se podía saber en qué dirección estaba el Eje observando en qué lado de los árboles crecía el musgo. Una rápida inspección de los troncos más cercanos le reveló que, contra toda probabilidad geográfica, el Eje estaba en todas partes.
Mandón había desaparecido.
El bufón suspiró, se quitó la cota de mallas que lo había protegido, y echó a andar con paso tintineante, en busca de algún terreno elevado. Eso parecía buena idea, porque el terreno donde se encontraba en aquel momento temblaba. Y estaba seguro de que no era buena cosa.
* * *
Magrat planeaba con su escoba a algunos cientos de metros por encima de las fronteras Dextro de Lancre, contemplando un mar de nieblas a través de las cuáles se veía de cuando en cuando la copa de un árbol, semejante a una roca cubierta de algas durante la marea alta. La luna creciente flotaba sobre ella, seguramente volvía a ser una raja de melón. Suspiró. Una luna menguante, finita y frágil, habría parecido más apropiada.
Se estremeció y se preguntó dónde estaría Yaya Ceravieja en aquel momento.
La escoba de la anciana bruja era conocida y temida en todo el cielo de Lancre. Yaya había conocido el vuelo a edad bastante avanzada, pero, tras las sospechas iniciales, le había cogido gusto. Por desgracia, para Yaya volar significaba ir en línea recta de A a B, y no comprendía que otros usuarios del aire tuvieran algún tipo de derechos. Las pautas de migración aérea de todo un continente habían cambiado por este hecho. Una evolución acelerada en los pájaros de la zona había resultado en toda una generación de aves que volaban de espaldas, para poder vigilar bien los cielos.
La creencia implícita de Yaya en que nada debía interponerse en su camino se hacía extensiva a otras brujas, a los árboles muy altos y, de cuando en cuando, a las montañas.
«Oh, cielos— pensó Magrat—. Espero que a Yaya no le haya pasado nada.»
Una brisa nocturna la hizo girar suavemente en el aire. Se estremeció, y entrecerró los ojos para contemplar las montañas iluminadas por la luna. Los desfiladeros helados, los abismos sepultados bajo la nieve, no tenían rey ni cartógrafo. Sólo en el extremo más cercano a la Periferia se alzaba Lancre, abierta al mundo. El resto de las fronteras eran tan escarpadas como las mandíbulas de un lobo, y también igual de intransitables. Desde allí arriba se divisaba todo el reino...
Un silbido rasgó el aire sobre ella. Una ráfaga de viento la hizo gritar, y le llegó un grito con distorsión Doppler: «¡Deja de soñar despierta!».
Se aferró a las cerdas de la escoba con las rodillas, y dirigió la escoba hacia arriba.
Tardó varios minutos en alcanzar a Yaya, que iba casi tendida sobre la escoba para presentar menos resistencia al viento. Las oscuras copas de los árboles rugían mucho más abajo. Magrat se puso a la altura de Yaya, que se volvió hacia ella, sujetándose el sombrero con una mano.
—Justo a tiempo —dijo—. No creo que a ésta le queden más de unos minutos de vuelo. Venga, vamos.
Extendió una mano. Magrat hizo lo mismo. Inseguras, con las escobas avanzando a trompicones, las dos mujeres se rozaron los dedos.
Magrat sintió un cosquilleo en el brazo a medida que el poder fluía a través de él.* La escoba de Yaya cobró nuevo impulso.
—¡Déjame un poco! —gritó Magrat—. ¡Tengo que bajar!
—No te resultará difícil —replicó Yaya por encima del rugido del viento.
—¡Pero es que me gustaría bajar a salvo!
—Eres una bruja, ¿no? Por cierto, ¿has traído la leche caliente? ¡Me estoy helando de frío!
Magrat asintió desesperadamente y, con la mano libre, le pasó una cesta de paja.
—Bien —asintió Yaya—. Buen trabajo. Te veré en el Puente de Lancre.
Le soltó los dedos.
Magrat bajó como una flecha azotada por el viento, aferrada a una escoba que, mucho se temía, tenía tanto potencial mágico como un leño. Desde luego, no era capaz de mantener a una mujer adulta alejada de las garras de la gravedad.
Mientras se precipitaba en picado hacia el frondoso bosque, reflexionó que había algo de adulador en la manera que tenía Yaya Ceravieja de no tener en cuenta los problemas de los demás. Daba a entender que, en su muy respetable opinión, eran perfectamente capaces de apañárselas solos.
Se imponía algún hechizo de cambio.
Magrat se concentró.
Bueno, al parecer, había funcionado.
A los ojos mortales, nada parecía haber cambiado. Lo que Magrat había logrado era un simple ajuste en los procesos mentales: la mujer asombrada y un tanto asustada que se precipitaba inexorablemente hacia el suelo nada invitador era ahora una persona con la mente clara, optimista, que llevaba las riendas de su destino y controlaba su propia vida. Sabía muy bien de dónde venía. Por desgracia, el lugar a donde iba no había cambiado en absoluto. Pero se sentía mucho mejor.
Apretó los tobillos y forzó a la escoba a usar sus últimas reservas de energía en una breve ráfaga, que la envió en una trayectoria errática a un metro por encima de los árboles. Luego, volvió a descender. Magrat se puso tensa. Rezó a cualquier dios del bosque que pudiera estar escuchando para que le permitiera caer sobre algo blando, y se soltó.
Hay tres mil dioses principales conocidos en el Disco, y los teólogos investigadores descubren más cada semana. Aparte de los dioses menores de las rocas, los árboles y el agua, hay dos dedicados a las Montañas del Carnero: Hoki, mitad hombre y mitad cabra, aficionado integral a los chistes malos, que fue expulsado de Dunmanifestin por gastarle la vieja broma del muérdago explosivo a Io el Ciego, jefe de todos los dioses; y Herne el Perseguido, la aterrada y aprensiva deidad de todas las criaturitas peludas cuyo destino es acabar sus días como aperitivo crujiente.
Cualquiera de los dos habría podido atribuirse el pequeño milagro que tuvo lugar, porque, en un bosque lleno de rocas frías, ramas afiladas y zarzales crueles, Magrat aterrizó sobre algo blando.
Entretanto, Yaya aceleraba hacia las montañas en la segunda etapa de su viaje. Consumió la leche, que por desgracia no pasaba de tibia. Con loable conciencia ecológica, dejó caer la botella al pasar sobre un lago.
Resultó que la idea de Magrat de «provisiones» era un sándwich de huevo y escarola, sin corteza y (Yaya se dio cuenta antes de que el viento se la llevara) una ramita de perejil primorosamente colocada encima. Yaya lo miró unos momentos, y luego se lo comió.
Un precipicio apareció a lo lejos, todavía cubierto de nieve invernal. Como una pequeña chispa en la oscuridad, un punto de luz contra la enormidad de las Montañas del Carnero, Yaya se lanzó a recorrer el laberinto de picos.
En el bosque, Magrat se sentó y se apartó una ramita de la cara con gesto distraído. A pocos metros, la escoba cayó entre los árboles, provocando una lluvia de hojas.
Un gemido y un tintineo desganado hicieron que escudriñara en la penumbra. Una figura confusa estaba en el suelo, a cuatro patas, buscando algo.
—¿He caído sobre ti? —preguntó Magrat.
—Alguien ha caído, no sé si eras tú —respondió el bufón.
Se acercaron el uno al otro.
—¿Tú?
—¡Tú!
—¿Qué haces aquí?
—Pues mira, iba caminando —respondió el bufón—. Hay mucha gente que lo hace. Ya me entiendes, quiero decir, quizá no sea muy original, pero a mí siempre me ha bastado.
—¿Te he hecho daño?
—Creo que uno o dos de mis cascabeles no volverán a ser los mismos.
El bufón tanteó entre las hojas caídas, y por fin localizó su detestado sombrero.
—Completamente aplastado —dijo, tirándolo a un lado.
Eso pareció hacer que se sintiera mejor, y miró a Magrat.
—Lluvia, sí; hojas, sí. Incluso arena. Peces y ranas, pase. Mujeres, hasta ahora, no. ¿Volverá a suceder?
—Tienes una cabeza muy dura —fue la respuesta de Magrat al tiempo que se ponía de pie.
—La modestia me impide hacer ningún comentario —replicó el bufón.
Se miraron, mientras sus mentes trabajaban a toda velocidad.
Tata dijo que lo mirase bien, pensó Magrat. Lo estoy mirando. Y me parece el mismo. Un hombrecillo flaco, con un ridículo traje de bufón, ¡si es casi un jorobado!
Entonces, de la misma manera en que los perfiles de una nube pueden convertirse de pronto en un barco o en una ballena a los ojos del que la mira, Magrat se dio cuenta de que el bufón no era bajo en absoluto. Era al menos de altura media, pero se hacía pequeño encorvando los hombros, torciendo las piernas y caminando con las rodillas medio flexionadas, con lo que parecía estar haciendo reverencias constantemente.
¿Qué más advertiría Gytha Ogg?, se preguntó, intrigada.
Él le tocó el brazo y sonrió.
—Supongo que no tendrás ni idea de dónde estamos —dijo.
—Las brujas nunca se pierden —replicó Magrat con firmeza—. Aunque su ubicación puede ser incierta temporalmente. Lancre está por allí, creo. Perdona, pero tengo que buscar una colina.
—¿Para saber dónde estamos?
—Para saber cuándo estamos. Hay mucha magia en marcha esta noche.
—¿De verdad? En ese caso, permite que te acompañe —dijo el bufón caballerosamente, tras calibrar con cautela la penumbra de árboles que al parecer se interponía entre él y sus losas—. No me gustaría que te pasara nada.
Yaya seguía casi tendida sobre su escoba mientras ésta recorría los insondables abismos de las montañas. De cuando en cuando se inclinaba hacia un lado con la esperanza de maniobrar, aunque cada vez le salía peor, por extraño que pareciera. El viento que levantaba a su paso hacía que la nieve que caía tras ella adoptara formas extrañas. Las capas de escarcha que habían resistido todo el invierno en los valles glaciares temblaron e iniciaron una larga, silenciosa caída. A lo largo de su vuelo, provocó varias avalanchas.
Bajó la vista hacia el paisaje de muerte súbita y belleza dentada, y fue consciente de que le devolvía la mirada, igual que un hombre que sestea miraría a un mosquito. Se preguntó si el país comprendería lo que estaba haciendo. Se preguntó si le proporcionaría un lugar blando donde caer, y se reprochó mentalmente tal debilidad. No, la tierra no era así. No hacía tratos. Golpeaba y recibía golpes. El perro siempre muerde con más fuerza la mano del veterinario.
La niebla, que en las montañas nunca andaba lejos, había vuelto, pero esta vez se esmeraba, era un mar espeso y plateado ante ella. Yaya gimió.
En el centro de aquella sopa, Tata Ogg flotaba, echando de cuando en cuando un traguito de su petaca para protegerse del frío.
Y así fue como Yaya, con el sombrero y el pelo gris acerado goteando por la humedad, con las botas llenas de escarcha, oyó el sonido lejano de su voz, explicando con entusiasmo al cielo invisible que el puercoespín tenía menos preocupaciones que los demás mamíferos. Como un halcón que acabara de divisar algo pequeño y peludo en la hierba, como un germen interestelar de gripe que avistara un bonito planeta azul en su trayectoria, Yaya hizo girar su escoba y se lanzó hacia la voz.
—¡Vamos! —gritó, ebria de velocidad (el sonido, a doscientos metros de altura, hizo perder el apetito a un lobo)—. ¡Ahora mismo, Gytha Ogg!
Tata Ogg le cogió la mano de mala gana, y las dos escobas volaron juntas hacia arriba, hacia el claro cielo estrellado.
Como siempre, el Disco daba la impresión de que el Creador lo había diseñado concretamente para ser visto desde arriba. Los jirones de nubes blancas y plateadas se extendían hacia el Borde. Tras las escobas, el espeso mar de niebla se vio absorbido por un túnel de vapor blanco, de manera que los dioses vigilantes (que, desde luego, estaban vigilando) pudieran ver el terrible vuelo como una estela en el cielo.
A cuatrocientos metros de altura, elevándose todavía por el aire gélido, las dos brujas volvían a discutir.
—Ha sido una idea de lo más idiota —gimió Tata—. Nunca me han gustado las alturas.
—¿Has traído algo para beber?
—Por supuesto. Como me dijiste.
—¿Y?
—Me lo he bebido, claro —replicó Tata—. Mira que tenerme aquí, a mi edad... Bueno se pondrá mi Jason si se entera.
Yaya apretó los dientes.
—En fin, pásame la energía —dijo—. Me estoy quedando sin impulso. Es increíble como...
La voz de Yaya se convirtió en un grito cuando, sin previo aviso, su escoba se precipitó hacia abajo y desapareció entre las nubes.
* * *
El bufón y Magrat se sentaron en un tronco, en un pequeño saliente desde donde se dominaba el bosque. La verdad era que las luces de Lancre no parecían muy lejanas, pero ninguno de los dos había sugerido la posibilidad de marcharse.
El aire entre ellos chisporroteaba con pensamientos no formulados y esperanzas locas.
—¿Hace mucho que eres un bufón? —preguntó Magrat educadamente.
La joven se sonrojó en la oscuridad. En aquel ambiente, parecía la menos educada de las preguntas.
—Toda la vida —respondió el bufón con amargura—. Eché los dientes con un cascabel, en vez de con un chupete.
—Supongo que es hereditario, pasa de padres a hijos —dijo Magrat.
—La verdad es que no vi mucho a mi padre. Se marchó para ser el bufón de los señores de Quirm cuando yo era pequeño —dijo el bufón—. Se peleó con mi abuelo. Vuelve de vez en cuando para ver a mi madre.
—Es terrible.
Sonó un triste tintineo cuando el bufón se encogió de hombros. Recordaba vagamente a su padre como un hombrecillo bajo, simpático, con ojos semejantes a un par de ostras. Una hazaña tan valerosa como enfrentarse al viejo debió de ser algo contrario a su naturaleza. El sonido de los dos juegos de cascabeles sacudidos por la ira aún poblaba sus pesadillas, que ya tenían material de sobra.
—Aun así —siguió Magrat, con la voz más aguda que de costumbre por la inseguridad—, debe de ser una vida muy alegre. Eso de hacer reír a la gente, quiero decir.
Al no recibir respuesta, se volvió hacia el hombre. Su rostro estaba rígido como la piedra. En voz baja, como si la joven no estuviera allí, el bufón habló.
Habló del Gremio de Bufones y Payasos en Ankh-Morpork.
Al principio, muchos visitantes lo confundían con las oficinas del Gremio de asesinos, que era el edificio agradable y soleado de al lado (los asesinos siempre tenían mucho dinero). A veces los jóvenes bufones, albergados en habitaciones que siempre eran frías, incluso en verano, oían a los jóvenes asesinos jugar al otro lado de la pared, y los envidiaban, aunque el numero de voces agudas disminuía considerablemente al final de cada trimestre (los asesinos tenían exámenes competitivos).
De hecho, ningún sonido tenía muchos problemas para colarse por encima de los grandes muros sombríos, desprovistos de ventanas. Los jóvenes bufones habían interrogado cuidadosamente a los criados, obteniendo así una imagen de la ciudad donde se encontraban. Allí fuera había tabernas, y parques. Había todo un mundo bullicioso en el que los estudiantes y aprendices de diferentes Gremios y Universidades tomaban parte, ya fuera gastando bromas en él, corriendo por él, gritando a través de él o destrozando partes de él. Había risas que no se atenían a las Cinco Cadencias ni a las Doce inflexiones. Y, aunque los estudiantes discutían estos temas en sus dormitorios, de noche, se decía que había humor no autorizado, estilos libres, sin referencia alguna al Súper libro de la Risa, ni al Consejo, ni a nadie.
Allí fuera, tras los sucios muros, la gente contaba chistes no aprobados.
Era una idea que daba que pensar. Bueno, no exactamente, porque en el Gremio no se permitía pensar. Pero, si se permitiera, lo sería.
El bufón habló con amargura del corpulento Hermano Chanzas, con su rostro enrojecido, de las noches aprendiendo las Bromas Alegres, de las largas mañanas en el gélido gimnasio aprendiendo las Dieciocho Caídas y la trayectoria aprobada para una tarta. Y haciendo juegos malabares, ¡juegos malabares! El hermano Bolo, un hombre con el alma más fría que el hielo, les enseñaba malabarismo. El hecho de que el bufón hiciera los juegos malabares mal no era lo que lo llevaba al límite de la furia. Se supone que los bufones deben hacerlos mal, sobre todo si los juegos incluyen elementos tan divertidos como tartas, antorchas encendidas o cuchillos muy afilados. Lo que volvía loco de rabia al hermano Bolo era que el Bufón hacía mal los juegos malabares porque no sabía hacerlos bien.
—¿No querías ser otra cosa? —preguntó Magrat.
—¿El qué? —suspiró el bufón—. Jamás he podido elegir.
En el último año de aprendizaje, los aprendices de bufón podían salir, pero sometidos a una temible serie de restricciones. Haciendo lastimosas reverencias por las calles, había visto por primera vez a los magos, que se movían como dignas carrozas de carnaval. Había visto a los asesinos supervivientes, jóvenes divertidos vestidos de seda negra, afilados como cuchillos bajo ella. Había visto a los sacerdotes, cuyos fantásticos trajes sólo desmerecían un poco por los grandes delantales de goma que utilizaban para los sacrificios. Cada carrera o profesión tenía su traje distintivo, según pudo advertir, y por primera vez se dio cuenta de que el uniforme que llevaba había sido diseñado meticulosamente con el único objetivo de hacer que el que lo llevara pareciera un perfecto imbécil.
Aun así, había perseverado. Se había pasado la vida perseverando.
Perseveró precisamente porque no tenía el menor talento, y porque de lo contrario su abuelo lo habría despellejado vivo. Memorizó los chistes autorizados hasta que le dolió la cabeza, y se levantó aún más temprano cada mañana para hacer juegos malabares hasta que le dolieron los codos. Perfeccionó su dominio del vocabulario cómico hasta que sólo los expertos más avanzados pudieron entenderle. Hizo reverencias y payasadas con sombría determinación, y se graduó el primero de su promoción, y le premiaron con la Vesícula de Honor. La tiró por el retrete en cuanto llegó a casa.
Magrat guardó silencio.
—¿Cuánto hace que eres bruja? —preguntó el bufón.
—¿Eh?
—O sea, ¿fuiste a clases, o algo así?
—Oh. No. La Abuela Whemper bajó un día al pueblo, nos puso en fila a todas las niñas, y me eligió a mí. Una no elige el Arte, ¿sabes? Es el Arte el que te elige.
—Sí, pero ¿cuándo te conviertes en bruja?
—Supongo que cuándo las demás brujas te tratan como si lo fueras —suspiró Magrat—. Si es que alguna vez llegan a hacerlo —añadió—. Pensé que me respetarían después de lo que hice en el pasillo. La verdad es que me salió muy bien.
—Fue una especie de rito de iniciación —comentó el bufón sin poder contenerse.
Magrat le miró sin comprender. Él carraspeó.
—¿Las otras brujas son esas dos ancianas? —añadió, cayendo de nuevo en su melancolía habitual.
—Sí.
—Supongo que tienen una personalidad muy fuerte.
—Mucho —asintió Magrat con toda su alma.
—Quizá conocieron a mi abuelo...
Magrat se miró los pies.
—La verdad es que son buenas personas —dijo—. Sólo que, cuando eres una bruja, no piensas en los demás. Bueno, sí, piensas en los demás, pero no en sus sentimientos, no sé si me comprendes. A menos que lo intentes, claro.
Volvió a mirarse los pies.
—Tú no eres así —dijo el bufón.
—Oye, me gustaría que dejaras de trabajar para el duque —suplicó Magrat, desesperada—. Ya sabes cómo es, tortura a la gente, prende fuego a las casas y todo eso.
—Pero yo soy su bufón. Un bufón tiene que ser leal a su amo. Hasta la muerte. Me temo que es la tradición. Y la tradición es muy importante.
—¡Pero si ni siquiera te gusta ser bufón!
—Lo detesto. Pero eso no tiene nada que ver. Si tengo que ser un bufón, seré el mejor.
—Eso es una payasada.
—Yo prefiero la palabra «bufonada».
El bufón se había estado acercando milímetro a milímetro.
—Si te beso —añadió con cautela—, ¿me convertiré en rana?
Magrat se miró los pies de nuevo. Se escondieron bajo su vestido, avergonzados de ser objeto de tanta atención.
Casi podía ver las sombras de Gytha Ogg y Esme Ceravieja a ambos lados de ella. El espectro de Yaya la miraba. Una bruja domina todas las situaciones, decía.
Sobre todo éstas, añadía la visión de Tata Ogg, al tiempo que le hacía un breve gesto lleno de sonrisas y movimiento de brazos.
—Tendremos que comprobarlo —dijo.
Estaba destinado a ser el beso más impresionante de la historia de los besos.
* * *
El tiempo, como había dicho Yaya Ceravieja, es una experiencia subjetiva. Los años que el bufón había pasado en el Gremio fueron una eternidad, mientras que las horas con Magrat pasaron como un par de minutos. Y, sobre Lancre, unos cuantos segundos se dilataron hasta convertirse en horas de terror aullante.
—¡Helada! —gritó Yaya—. ¡Está helada!
Tata Ogg se situó junto a ella, haciendo esfuerzos desesperados por seguir el rumbo de la tambaleante escoba. Llamas octarinas chisporroteaban en las cerdas heladas, erizándolas al azar. Se inclinó hacia delante y agarró la falta de Yaya.
—¡Ya te dije que era una tontería! —gritó—. Primero atraviesas toda esa niebla húmeda, y luego no se te ocurre más que subir hasta el aire helado, ¡vieja boba!
—¡Suéltame la falda, Gytha Ogg!
—Venga, agárrate a mí. ¡Tienes la escoba ardiendo!
Atravesaron la base del banco de nubes y gritaron al unísono cuando el suelo cubierto de arbustos apareció de la nada y se dirigió directo hacia ellas.
Y pasó de largo.
Tata bajó la vista hacia la negra perspectiva, al fondo de la cuál las aguas hirvientes resultaban apenas visibles. Estaban sobre el Desfiladero de Lancre.
De la escoba de Yaya brotaba un humo azulado, pero ella se agarró con decisión y la forzó a girar.
—¿Qué demonios haces? —rugió Tata.
—Puedo seguir el curso del río —gritó Yaya Ceravieja por encima del crepitar de las llamas—. ¡No te preocupes!
—¡Haz el favor de subir a bordo! Se ha terminado, no vas a poder...
Hubo una pequeña explosión detrás de Yaya, y un puñado de cerdas en llamas se precipitó hacia las rugientes profundidades del desfiladero. El palo de la escoba se inclinó peligrosamente, y Tata tuvo que agarrarla por los hombros.
La escoba ardiente se escapó de entre las piernas de Yaya, giró en el aire y ascendió como una flecha, dejando un rastro de chispas y produciendo un sonido semejante al de un dedo húmedo que frotara el borde de una copa.
De esta manera, Tata quedó volando cabeza abajo, sujetando a Yaya como podía. Se miraron.
—¡No puedo subirte! —gritó Tata.
—Bueno, pues es obvio que yo no puedo subir, ¿verdad? ¡Compórtate como una mujer adulta, Gytha!
Tata meditó sobre el significado de la frase. Luego, la soltó.
Tres matrimonios y una adolescencia aventurera habían proporcionado a Tata Ogg unos músculos con los que se podían cascar nueces, y la fuerza de la gravedad la absorbió en cuanto apuntó hacia abajo su escoba. Descendió como una flecha.
Más abajo, distinguió a Yaya Ceravieja, que caía a plomo mientras se sujetaba el sombrero con una mano y con la otra trataba de impedir que la gravedad le levantara las faldas. Tata enderezó la escoba con tal energía que la hizo crujir, agarró a su colega por la cintura, controló el rumbo del vuelo y, sólo entonces, respiró.
Fue Yaya Ceravieja la que rompió el silencio que siguió.
—No vuelvas a hacer eso, Gytha Ogg.
—Te lo prometo.
—Ahora, da la vuelta. Nos dirigimos al Puente de Lancre, ¿recuerdas?
Obediente, Tata hizo girar la escoba, pasando a milímetros de las paredes del cañón.
—Aún faltan kilómetros —señaló.
—Pienso hacerlo. Queda mucha noche.
—Me temo que no suficiente.
—Una bruja no conoce el significado de la palabra «fracaso», Gytha.
Surcaron de nuevo el aire claro. El horizonte era una línea de luz dorada mientras el lento amanecer del Disco empezaba a inundar la tierra, derribando los suburbios de la noche.
—¿Esme? —dijo Tata Ogg tras un rato.
—¿Qué?
—Significa «Falta de éxito».
Volaron en un silencio helado durante varios segundos.
—Hablaba en sentido comosellame. Figurado —dijo Yaya.
—Ah. Bueno. Haberlo dicho.
La línea de luz se hacía más ancha, más brillante. Por primera vez, un atisbo de duda entró en la mente de Yaya, desconcertado al hallarse en un terreno tan poco familiar.
—¿Cuántos gallos habrá en Lancre? —preguntó en voz baja.
—¿Es una de esas preguntas comosellamen?
—No, simple curiosidad.
Tata Ogg se acomodó en la escoba. Había treinta y dos en edad de cantar. Lo sabía porque se había enterado la noche anterior (esta noche), antes de dar instrucciones detalladas a su Jason. Tenía quince hijos adultos e innumerables nietos y tataranietos, que habían tenido toda la velada para colocarse cada uno en su posición. Con eso debería bastar.
—¿Has oído eso? —dijo Yaya—. Allá, por la zona de Rorcual.
Tata contempló el paisaje neblinoso con aire inocente. El sonido viajaba con toda claridad a aquellas horas de la mañana.
—¿El qué?
—Una especie de «arg».
—No.
Yaya se volvió.
—Otra vez, ahora por allí —dijo—. Lo he oído con toda claridad. Sonaba algo así como «kikiriagggh».
—No he oído nada, Esme —replicó Tata, sonriendo hacia el cielo—. El Puente de Lancre está ahí delante.
—¡Otra vez! ¡Lo he oído con toda claridad!
—No tengo ni idea de a qué te refieres, Esme. Mira, queda menos de un kilómetro.
Yaya clavó la vista en la nuca de su colega.
—Aquí está pasando algo —dijo.
—A mí que me registren.
—¡Te tiemblan los hombros!
—Es que he perdido el chal, tengo un poco de frío. Mira, casi hemos llegado.
Yaya miró hacia delante, con la mente convertida en un laberinto de sospechas. Llegaría al fondo de aquello. En cuanto tuviera tiempo.
Los húmedos troncos del principal enlace de Lancre con el mundo exterior se mecieron suavemente bajo ellas. De la granja de pollos que se encontraba a un kilómetro de allí, les llegó un coro de graznidos estrangulados, seguidos por varios golpes.
—¿Y eso? ¿Qué me dices de eso? —insistió Yaya.
—¿Y yo qué sé? Ten cuidado, que bajamos.
—¿Te estás riendo de mí?
—Qué va, Esme, estoy orgullosa de ti. Esto hará que pases a la historia.
Descendieron sobre los tablones del puente. Yaya Ceravieja descendió con cautela, y se arregló el vestido.
—Sí. Bueno —añadió, complacida en el fondo.
—Todo el mundo dirá que eres mejor que Aliss la Negra —siguió Tata Ogg.
—Alguien lo dirá, sí —asintió Yaya.
Examinó las aguas turbulentas, más abajo, y luego alzó la vista hacia el saliente donde se alzaba el Castillo Lancre.
—¿Tú crees? —añadió, halagada.
—No lo dudes.
—Mm.
—Pero claro, antes tienes que completar el hechizo.
Yaya Ceravieja asintió. Se volvió de cara al amanecer, alzó los brazos y completó el hechizo.
* * *
Es casi imposible describir el transcurso repentino de quince años y dos meses con palabras.
En las películas es mucho más sencillo, sólo hace falta un calendario al que se le van cayendo las páginas, o un reloj cuyas manecillas giran cada vez más deprisa hasta que son sólo un borrón, o árboles floreciendo y dando frutos en cuestión de segundos...
Bueno, ya sabéis. O el sol se convierte en una estela roja que surca el cielo, y los días y las noches pasan a toda velocidad, y los cambios en la moda se reflejan en la tienda de ropa de un escaparate, cambiando más deprisa que un noctámbulo de bar.
Hay cantidad de maneras, pero no nos hacen falta, porque la verdad es que nada de esto sucedió.
El sol, sí, titubeó un poco, y pareció que los árboles de la zona periferia del desfiladero eran un poco más altos, y Tata tuvo la sensación de que alguien se había sentado de golpe sobre ella, aunque luego se hubiera levantado muy deprisa.
Esto fue porque el reino no se movió a través del tiempo en el sentido normal, el de las fotografías a toda velocidad. Más bien dio un rodeo, una técnica mucho más limpia y sencilla, que encima ahorra la molestia de tener que poner el laboratorio enfrente de una tienda de ropa que conserve el mismo maniquí en el escaparate durante sesenta años.
* * *
El beso duró más de quince años.
Eso no lo soportan ni las ranas.
El bufón se apartó con los ojos brillantes y una expresión de asombro en el rostro.
—¿Sentiste cómo se movía el mundo? —preguntó, arrobado.
Magrat volvió la vista hacia el bosque.
—Creo que lo ha logrado —dijo.
—¿El qué?
La joven titubeó.
—Oh. Nada. Nada importante, de veras.
—¿Probamos otra vez? Me parece que no lo hemos hecho del todo bien.
Magrat asintió.
Esta vez duró sólo quince segundos, pero pareció más largo.
* * *
Un temblor sacudió el castillo, haciendo vibrar la bandeja del desayuno del duque Felmet. Éste había descubierto aliviado que las gachas no tenían demasiada sal.
Lo notaron los fantasmas que ahora abarrotaban la casa de Tata Ogg como un equipo de rugby en una cabina telefónica.
Se extendió por todos los gallineros del reino, y un montón de manos apretadas abrieron los dedos. Y treinta y dos gallos, con los rostros amoratados, tomaron aliento y cantaron como locos, pero era demasiado tarde, demasiado tarde...
—Sigo pensando que hiciste algo —dijo Yaya Ceravieja.
—Tómate otra taza de té —sugirió Tata con voz agradable.
—No le habrás puesto nada de alcohol, ¿verdad? El alcohol tuvo la culpa de lo de anoche. Yo jamás me habría lanzado de aquella manera. Es una vergüenza.
—Aliss la Negra no hizo nada tan importante —la animó Tata—. Sí, fueron cien años, claro, pero sólo movió un castillo. Y un castillo lo puede mover cualquiera.
A Yaya se le arqueó una de las comisuras de la boca.
—Y además, dejó que crecieran hierbajos por todas partes —señaló.
—Eso mismo.
—Muy bien hecho —intervino rápidamente el rey Verence—. A todos nos pareció sensacional. Por supuesto, al estar en el plano etéreo, nos encontrábamos en posición de observar con detalle.
—Muy bien, majestad —aprobó Tata Ogg.
Se volvió y observó a la multitud de fantasmas tras el, que no habían recibido permiso para sentarse a (o en parte a través de) la mesa de la cocina.
—¡Eh, todos vosotros, marchaos al trastero! —ordenó Tata—. Excepto los niños, ellos pueden quedarse. Pobrecitos míos —añadió.
—¡Es tan agradable salir del castillo...! —suspiró el rey.
Yaya Ceravieja bostezó.
—Sea como sea —dijo—, ahora tenemos que localizar al chico. Ése es el siguiente paso.
—Lo buscaremos directamente después de comer.
—¿Comer?
—Hay pollo —replicó Tata—. Y tú estás cansada. Además, para hacer una búsqueda como debe ser, se necesita tiempo.
—Estará en Ankh-Morpork —afirmó Tata—. Oye bien lo que te digo. Todo el mundo acaba allí. Empezaremos por Ankh-Morpork. Cuando una persona tiene un destino, no necesitas buscarla. Basta con que la esperes en Ankh-Morpork.
Tata se animó.
—Mi Karen se casó con un tabernero de allí —dijo—. Aún no he visto al bebé. Además, tendremos casa gratis.
—No tenemos que ir. Lo importante es que él venga. Esa ciudad tiene algo... —suspiró Yaya—. Absorbe a la gente.
* * *
—¡Está a ochocientos kilómetros! —exclamó Magrat—. ¡Estarás fuera siglos!
—No puedo evitarlo —se quejó el bufón—. El rey me ha dado instrucciones especiales. Confía en mí.
—¡Bah! Para contratar más soldados, supongo.
—No, no nada de eso. No es nada tan malo.
El bufón titubeó. Había mostrado a Felmet el mundo de las palabras. Sin duda aquello era mejor que matar a la gente con la espada, ¿no? ¿No serviría para ganar tiempo? ¿No era lo mejor para la mayoría, dadas las circunstancias?
—¡Pero no tienes que ir! ¡No quieres ir!
—Eso no tiene nada que ver. Le prometí lealtad...
—Sí, sí, hasta la muerte. ¡Y eso que ni siquiera crees en esas promesas! ¡Me contaste cuánto detestabas el Gremio, y todo aquello!
—Bueno, sí, pero eso no quita que deba hacerlo. Di mi palabra.
Magrat estuvo a punto de dar una patada contra el suelo, pero no cayó tan bajo.
—¡Justo cuando empezábamos a conocernos! —gritó—. ¡Eres patético!
El bufón entrecerró los ojos.
—Sólo sería patético si rompiera mis promesas —dijo—. En cambio, quizás esté muy mal aconsejado. Lo siento. Volveré en pocas semanas.
—¿No comprendes que te estoy pidiendo que le desobedezcas?
—Ya te he dicho que lo siento. ¿Puedo volver a verte antes de irme?
—Me estaré lavando el pelo —replicó Magrat, rígida.
—¿Cuándo?
—¡Cuando sea!
* * *
Hwel se pellizcó la nariz y contempló débilmente el papel lleno de salpicaduras de cera.
La obra no le estaba saliendo nada bien.
Había eliminado el candelabro que se caía, había encontrado sitio para que un villano se pusiera una máscara para ocultar su rostro desfigurado, y había reescrito uno de los diálogos divertidos para añadir que el héroe había nacido en un bolso. Pero los que le daban problemas eran los payasos, otra vez. Seguían cambiando cada vez que pensaba en ellos. Los prefería por parejas, era lo tradicional, pero ahora parecía haber un tercero, y no se le ocurrían frases divertidas para él.
La pluma arañó la última hoja de papel, tratando de reflejar las voces que habían pasado como un rayo por su mente soñadora, y tan divertidas le parecieron en aquel momento.
Asomó la punta de la lengua por la comisura de la boca. Estaba sudando.
Hwel contempló horrorizado lo que había escrito. En la página, parecía un sinsentido ridículo. Pero..., ante el público embelesado de su mente...
Mojó la pluma en el tintero, y persiguió los ecos aún más allá.
Segundo payaso: Esasto, jefe.
Tercer payaso: (Toca la bocina) Honk, honk.
Hwel se rindió. Sí, era divertido, él sabía que era divertido, había oído las carcajadas en sus sueños. Pero no estaba bien. Aún no. Quizá nunca. Era como la otra idea con los dos payasos, uno gordo, el otro flaco... En bonito lío me has metido, Stanley... Se había reído hasta que le dolió el pecho, y el resto de la compañía lo miró con asombro. Pero, en sus sueños, resultaba desternillante.
Dejó la pluma y se frotó los ojos. Debía de ser casi medianoche, y la costumbre de toda una vida le dijo que ahorrase velas, aunque la verdad es que ahora se podían permitir todas las velas que quisieran, dijera lo que dijera Vitoller.
Las campanadas de las horas resonaron en toda la ciudad, y los serenos proclamaron que sí, que era medianoche, y que parecía que todo iba bien. Muchos de ellos consiguieron acabar la frase antes de que los asaltaran.
Hwel abrió la ventana y contempló Ankh-Morpork.
Era tentador decir que la ciudad doble estaba en su mejor época del año, pero eso no sería del todo correcto. Estaba en su época más típica del año.
El río Ankh, cloaca de medio continente, ya era bastante ancho y espeso cuando llegaba a las afueras de la ciudad. Cuando la abandonaba, más que fluir, exudaba. Debido a los sedimentos depositados durante siglos, el lecho del río era más elevado que algunas zonas bajas de la ciudad, y ahora, cuando la nieve fundida alimentaba su cauce, las áreas pobres de Morpork se inundaban, si es que se puede utilizar tal palabra para hablar de un líquido que podría recogerse con red. Esto sucedía todos los años, y habría provocado serios problemas en los desagües y cloacas, así que era una suerte que no hubiera muchos en la ciudad. Sus habitantes se limitaban a tener una barcaza en el patio trasero y, periódicamente, añadían un ala nueva al edificio.
Se decía que era una ciudad muy saludable. Pocos gérmenes sobrevivían.
Hwel contempló el mar de niebla en que los edificios se amontonaban como una competición de castillos de arena durante la marea alta. Las antorchas y las ventanas iluminadas trazaban alegres dibujos en la superficie iridiscente, pero había una luz concreta, mucho más cercana, que le llamaba especialmente la atención.
En una zona de terreno ligeramente más elevada, junto al río, adquirida por Vitoller por una suma ruinosa, se estaba construyendo un nuevo edificio. Crecía incluso por la noche, como una seta... Hwel alcanzaba a ver las antorchas en los andamios mientras los obreros contratados e incluso algunos actos se negaban a que una simple oscuridad en el cielo interrumpiera su trabajo.
Los edificios nuevos no abundaban en Ankh-Morpork, y aquél era incluso un nuevo tipo de edificio.
El Dysko.
Al principio Vitoller había sido contrario a la idea, pero Tomjon la defendía. Y todos sabían que, cuando el muchacho quería, podía convencer al agua para que fluyera montaña arriba.
—Pero siempre hemos sido actores ambulantes, hijito —dijo Vitoller con la voz desesperada de quien sabe que, al final, perderá—. No puedo asentarme, a mi edad.
—Pues esta manera de vivir no te hace bien —replicó Tomjon con firmeza—. Tanto frío por las noches, tanta humedad por las mañanas... Ya no eres un niño. Deberíamos quedarnos en algún lugar, hacer que la gente acudiera a nosotros. Y acudirá. Ya ves las multitudes que reunimos ahora. Las obras de Hwel son famosas.
—No son mis obras —había replicado Hwel—. Son los actores.
—No me imagino sentado junto a la chimenea, o durmiendo en colchones, y todas esas tonterías —insistió Vitoller.
Pero vio la expresión en el rostro de su esposa, y se rindió.
Y luego, el asunto del teatro en sí. Hacer que el agua fluyera montaña arriba era un juego de niños comparado con la tarea de hacer que Vitoller soltara el dinero, pero la verdad era que les había ido muy bien últimamente. Desde que Tomjon tuvo edad suficiente para ponerse unos leotardos y decir dos palabras sin que le saliera un gallo.
Hwel y Vitoller habían visto juntos cómo se alzaban las primeras vigas de la estructura de madera.
—Esto es antinatural —se quejó Vitoller, apoyado en su bastón—. Capturar el espíritu del teatro, encerrarlo en un edificio..., lo matará.
—No sé, no sé —dudó Hwel.
Tomjon le había expuesto sus planes durante toda una noche antes siquiera de mencionar el asunto a su padre, y ahora la mente del enano vibraba con las posibilidades de montajes, cambios de escenario, vuelos, máquinas que hicieran bajar a los dioses del cielo y trampillas que hicieran subir a los demonios del infierno. Hwel era tan capaz de poner objeciones al nuevo teatro como un mono de ponerlas a una plantación de bananeros.
—Esta maldita cosa ni siquiera tiene nombre —insistía Vitoller—. Deberíamos llamarlo «mina de oro», por lo que me está costando. Me gustaría saber de dónde va a salir tanto dinero.
La verdad era que habían probado muchos nombres, pero Tomjon no estuvo de acuerdo con ninguno.
—Tiene que ser un nombre que lo signifique todo —dijo—, porque todo estará ahí dentro. El mundo entero en el escenario, ¿comprendes?
Y Hwel aportó la idea, sabiendo mientras la decía que era exactamente lo que buscaban:
—El Disco.
Y ahora, el Dysko estaba casi terminado, y él aún no había escrito la nueva obra.
Cerró la ventana y volvió a su escritorio, cogió la pluma y se acercó otra hoja de papel. Se le ocurrió una idea. El mundo entero era un escenario, para los dioses...
Empezó a escribir.
Todo el Disco no es más que un teatro, escribió. Y todos los hombres y las mujeres son actores. Cometió el error de hacer una pausa, y otra inspiración se coló en su mente, desviando su tren de ideas hacia raíles completamente nuevos.
Miró lo que había escrito, y añadió: Excepto los que venden las palomitas.
Tras un momento, lo tachó todo y añadió: El mundo es un teatro, los hombres son los actores.
Aquello sonaba un poco mejor.
Pensó un momento y siguió: A veces entran en escena. A veces hacen mutis.
Estaba perdiendo el hilo de la idea. Tiempo, tiempo, necesitaba una eternidad...
Se oyó un grito ahogado y un golpe en la habitación contigua. Hwel dejó caer la pluma y abrió la puerta con cautela.
El chico estaba sentado en la cama, pálido. Se relajó cuando Hwel entró.
—¿Hwel?
—¿Qué pasa, hijo? ¿Pesadillas?
—¡Dioses, ha sido terrible! ¡Las he visto otra vez! Por un momento me pareció que...
Hwel, que había estado recogiendo distraídamente las ropas que Tomjon había dejado dispersas por toda la habitación, se detuvo un instante. Le interesaban los sueños. De ahí salían las ideas.
—¿Qué te pareció?
—Fue como si..., como si yo estuviera dentro de algo, dentro de un cazo o algo así, y esos tres rostros terribles me miraban fijamente.
—¿Y qué más?
—Luego las tres empezaron a discutir sobre mi nombre; y dijeron: «¿Quién será el rey después?»; y una preguntó: «¿Después de qué?»; y una de las otras dijo: «Después a secas, niña, es lo que se dice en estos casos, a ver si haces un esfuerzo». Y luego todas parecieron acercarse más, y una dijo: «Parece un poco flaco, seguro que es esa comida del extranjero»; y la más joven respondió: «Tata, te he dicho mil veces que no hay ningún país llamado Tespia». Empezaron a discutir, y una de las viejas preguntó: «Él no nos oye, ¿verdad? Parece agitado»; y la otra respondió: «Ya sabes que nunca me he aclarado con el sonido de este trasto, Esme». Se pelearon más, y entonces todo se hizo borroso y..., y me desperté —terminó—. Fue horrible, porque cada vez que se acercaban, era como si estuvieran detrás de una lupa, y yo sólo veía ojos y narices.
Hwel se encaramó al borde de la estrecha cama.
—Los sueños son muy graciosos —dijo.
—Éste no tenía nada de gracioso.
—No, pero por ejemplo yo, anoche, soñé con un hombrecillo de piernas torcidas que venía por el camino —dijo Hwel—. Llevaba un sombrero negro, y caminaba como si tuviera las botas llenas de agua.
Tomjon asintió educadamente.
—¿Sí? —dijo—. ¿Y luego?
—Luego, nada. Iba haciendo cabriolas con un bastón, era increíble...
La voz del enano se apagó. En el rostro de Tomjon había una expresión de asombro educado y un poco condescendiente, la misma que Tomjon había llegado a conocer y a temer.
—Bueno, pues a mí me pareció muy gracioso —dijo casi para sus adentros.
Pero sabía que tenía que convencer al resto de la compañía. Ellos opinaban que, si nadie lanzaba una tarta, no tenía gracia.
Tomjon saltó de la cama y empezó a vestirse.
—No pienso volver a dormir —dijo—. ¿Qué hora es?
—Más de medianoche —replicó Hwel—. Y ya sabes lo que opina tu padre sobre acostarse tarde.
—No me voy a acostar tarde —señaló Tomjon mientras se ponía las botas—. Me estoy levantando temprano. Levantarse temprano es una costumbre saludable. Y ahora me voy a tomar una copa muy saludable. ¿Por qué no vienes? —añadió—. Para vigilarme, claro.
Hwel le dirigió una mirada dubitativa.
—También sabes lo que opina tu padre sobre beber —dijo.
—Sí. Contó que lo hacía constantemente cuando era joven. Que le encantaba meterse la cerveza entre pecho y espalda y volver a casa a las cinco de la madrugada, destrozando ventanas por el camino. Contó que era un juerguista nato, no como esos blandengues de hoy en día, que no saben beber. —Tomjon terminó de arreglarse ante el espejo, y añadió—: ¿Sabes, Hwel? Creo que la responsabilidad se adquiere cuando te haces mayor. Como las varices.
Hwel suspiró. La memoria de Tomjon para las cosas que uno no debería haber dicho era legendaria.
—Muy bien —dijo—. Pero sólo una copa. Y en algún lugar decente.
—Te lo prometo.
Tomjon se puso el sombrero. Tenía una pluma.
—Por cierto —dijo—. ¿Cómo se mete uno la cerveza entre pecho y espalda?
—Bebiendo parte de ella y echándose encima el resto.
* * *
Si el agua del río Ankh era más espesa, con más personalidad que el agua de cualquier otro río, el aire del Tambor Remendado estaba más cargado que el de cualquier otro sitio. Era como una niebla seca.
Tomjon y Hwel observaron cómo se derramaba hacia el exterior. La puerta se abrió de golpe y un hombre salió de espaldas, sin tocar el suelo hasta que no chocó contra el muro al otro lado de la calle.
Un gigantesco troll, contratado por los propietarios para mantener una apariencia de orden en el local, salió arrastrando otros dos cuerpos inertes, que depositó sobre el asfalto antes de darles unas patadas en lugares blandos.
—Parece que ahí dentro hay una juerga, ¿no crees? —señaló Tomjon.
—Da esa impresión —asintió Hwel con un escalofrío.
Detestaba las tabernas. Todo el mundo le apoyaba la jarra en la cabeza.
Entraron rápidamente mientras el troll sostenía a un borracho inconsciente por una pierna, y le sacudía la cabeza contra el suelo en busca de cualquier objeto valioso.
Beber en el Tambor ha sido comparado a nadar en un pantano, pero en los pantanos los cocodrilos no te vacían los bolsillos antes. Doscientos ojos se clavaron en la pareja cuando se abrió camino entre la multitud hacia la barra, cien bocas se detuvieron mientras bebían, maldecían o suplicaban, y noventa y nueve ceños se fruncieron con el esfuerzo de tratar de adivinar si los recién llegados entraban en la categoría A, gente de la que tener miedo, o B, gente a la que dar miedo.
Tomjon caminó entre la gente como si el local fuera suyo y, con el ímpetu de la juventud, dio una palmada sobre la barra. El ímpetu no era bueno para la supervivencia en el Tambor Remendado.
—Dos jarras de tu mejor cerveza, posadero —dijo con un tono tan calculado que el camarero se sorprendió de verse llenando obedientemente la primera jarra antes de que el joven hubiera terminado la frase.
Hwel alzó la vista. Había un hombre muy grande a su derecha, vestido con las pieles de varios búfalos y adornado con más cadenas de las necesarias para anclar un buque de guerra. Un rostro que parecía un solar para construcción pero con pelo lo miró desde arriba.
—Demonios —dijo—. Si es un adorno para el césped.
Hwel se quedó helado. Pese a ser cosmopolitas, los habitantes de Morpork tenían una manera muy radical de tratar a los no humanos, por ejemplo, golpearles la cabeza con un ladrillo y luego tirarlos al río. Eso no se aplicaba a los troll, claro, porque es muy difícil tener prejuicios raciales contra criaturas de más de dos metros capaces de derribar una pared a mordiscos, al menos durante mucho tiempo. Pero la gente de noventa centímetros se prestaba a todo tipo de discriminaciones.
El gigante dio una palmada a Hwel en la cabeza.
—¿Dónde te has dejado la caña de pescar, adorno para el césped?
El camarero empujó las jarras sobre la encharcada barra.
—Aquí tenéis —dijo alegremente—. Una jarra. Y media jarra.
Tomjon abrió la boca para decir algo, pero Hwel le dio un codazo en la rodilla. Aguanta, aguanta, salgamos lo antes posible, es la única manera...
—¿Y el sombrerito puntiagudo? —insistió el barbudo.
La taberna se había quedado en silencio. Aquello parecía el comienzo de algo bueno.
—He dicho que dónde está tu sombrero puntiagudo, microbio.
El camarero cogió el grueso bastón con clavos que vivía bajo el mostrador, por si acaso.
—Eh... —dijo.
—Estoy hablando con el adorno para el césped.
El hombre cogió su jarra y la vació lentamente sobre la cabeza del silencioso enano.
—No volveré a esta taberna —murmuró al ver que ni aquello surtía efecto—. Ya es bastante malo que dejen entrar a los monos, pero a los pigmeos...
Ahora el silencio del bar adquirió una nueva intensidad, en la cual el sonido de un taburete apartado muy despacio fue como el crujido de las puertas del infierno. Todos los ojos se volvieron hacia el otro lado de la habitación, donde se encontraba el único cliente del Tambor Remendado que entraba en la Categoría C.
Lo que Tomjon había imaginado que era un saco viejo tirado sobre la barra, empezó a extender los brazos y..., y otros brazos, aunque estos ocupaban el lugar de las piernas. Una cara triste, con tacto de caucho, se volvió hacia el hombre de la barba con una expresión tan melancólica como las nieblas de la evolución. Sus graciosos labios se contrajeron sobre unos dientes que no tenían nada de gracioso.
—Eh... —insistió el camarero, con una voz que lo asustó hasta a él en el terrible silencio simiesco—. No lo decías en serio, ¿verdad? Lo de los monos, ¿eh? Era en broma, ¿a que sí?
—¿Qué demonios es eso? —siseó Tomjon.
—Creo que es un orangután —respondió Hwel—. Un simio.
—Un mono es un mono —dijo el hombre de la barba, ante lo cual algunos de los clientes más precavidos del Tambor empezaron a dirigirse hacia la puerta—. Y lo decía en serio, ¿qué pasa? Pero estos malditos adornos para el césped...
El primer golpe de Hwel le acertó a la altura de la ingle.
Los enanos tienen fama de ser unos luchadores temibles. Cualquier raza de gente que mida noventa centímetros y use hachas para entrar en combate como si se tratara de un concurso de tala de árboles adquiere fama muy pronto. Pero los años de esgrimir una pluma en vez de un martillo había quitado a los puñetazos de Hwel parte de su energía, y aquello habría podido ser su final cuando el hombre gritó y desenfundó la espada, de no ser porque un par de manos delicadas y cuerudas se la quitaron al momento y, con poco esfuerzo, la doblaron por la mitad.*
Cuando el gigante rugió y se dio la vuelta, un brazo semejante a dos mangos de escoba unidos por una goma y cubiertos de pelo rojizo se desplegaron en un complicado movimiento y le golpearon en la mandíbula con tal fuerza que se alzó varios centímetros por encima del suelo antes de caer sobre una mesa.
Para cuando la mesa chocó contra otra y volcó un par de bancos, ya tenía impulso más que suficiente como para iniciar la cotidiana pelea nocturna, sobre todo teniendo en cuenta que el de la barba iba acompañado por varios amigos. Como ninguno de ellos tenía muchas ganas de atacar al simio, que con gesto soñador había cogido una botella del estante y le había roto la base contra el mostrador, golpearon a cualquiera que estuviera cerca. Este comportamiento entra dentro de la etiqueta de cualquier pelea de taberna.
Hwel se metió bajo una mesa y arrastró con él a Tomjon, que observaba el espectáculo con interés.
—¿Esto es una juerga? Nunca había visto una.
—No sería mala idea que nos marcháramos —sugirió el enano con firmeza—. Antes de que nos metamos en problemas, ya sabes.
Alguien aterrizó sobre la mesa que les servía de refugio. Se rompieron más cristales.
—¿Será una juerga de verdad, o una simple fiestecita? —preguntó Tomjon sonriente.
—¡En cualquier momento, se convertirá en una auténtica carnicería, chico!
Tomjon asintió, y salió de debajo de la mesa. Hwel lo oyó golpear la barra del bar con algo para pedir silencio.
El enano se llevó las manos a la cabeza, aterrado.
—No quería decir... —empezó.
En realidad, el hecho de pedir silencio ya era suficientemente raro en medio de una pelea de taberna, así que Tomjon obtuvo su silencio. Y llenó ese silencio.
Hwel se sobresaltó al oír la voz del chico, sonora, llena de confianza, con una proyección de primera.
—¡Hermanos! Porque hermanos llamo a todos los hombres esta noche...
El enano se asomó para ver a Tomjon, de pie en una silla, con un brazo alzado en aire declamatorio. En torno a él, los hombres se habían congelado en el acto de golpearse unos a otros, y todos lo miraban.
A la altura del tablero de la mesa, Hwel movía los labios en perfecta sincronía con las palabras de Tomjon, a medida que éste desarrollaba el familiar discurso. Se arriesgó a lanzar otra mirada.
Todos los clientes se habían erguido, recuperaban la compostura, se arreglaban las ropas y se lanzaban miradas de disculpa unos a otros. Más de uno se había puesto firme.
Hasta Hwel sintió con cosquilleo en la sangre, y él había escrito aquellas frases. Lo habían mantenido despierto una noche entera, hacía ya años, cuando Vitoller le dijo que necesitaban otros cinco minutos en el Acto III de El rey de Ankh.
—Escribe algo con marcha —pidió—. Ya sabes, algo que haga hervir la sangre a nuestros amigos de las localidades caras. Algo para que nos dé tiempo a cambiar el decorado.
En su momento, se había sentido un tanto avergonzado de aquella obra. Sospechaba que la famosa Batalla de Morpork había consistido en unos dos mil hombres perdidos en un cenagal en un día frío y húmedo, asesinándose unos a otros con espadas oxidadas. ¿Qué habría dicho el último rey de Ankh a un montón de hombres harapientos, que sabían que los superaban en número, en estrategia y en todo? Algo con garra, algo con filo, algo como un trago de coñac para un moribundo. Nada de lógica, nada de explicaciones, sólo palabras que llegaran directas al cerebro de un hombre cansado, lo agarraran por los testículos y lo pusieran en pie.
Y ahora estaba viendo su efecto.
Empezó a creer que las paredes habían caído, que había una niebla fría sobre los pantanos, con un silencio asfixiante roto sólo por los graznidos de las aves carroñeras.
Y aquella voz...
Hwel había escrito las palabras, eran suyas, ningún rey medio loco había hablado jamás así. Y las había escrito para llenar un hueco, de manera que un castillo pintado sobre tela de saco tuviera tiempo de encajar en un bastidor tras el telón, pero aquella voz estaba quitando el polvo de carbón a sus palabras, y llenaba la habitación de diamantes.
Yo hice esas palabras, pensó Hwel. Pero no me pertenecen. Le pertenecen a él.
Mira a esa gente. Ni uno ha tenido jamás un pensamiento patriótico, pero si Tomjon se lo pidiera, esta manada de borrachos atacaría el palacio del patricio esta misma noche. Y lo arrasarían.
Espero que su boca nunca caiga en malas manos...
Cuando las últimas sílabas murieron, mientras sus ecos al rojo blanco penetraban en todas las mentes de la ciudad, Hwel se repuso, salió de su escondrijo y agarró a Tomjon por la rodilla.
—Vámonos ya, idiota —siseó—. Antes de que se les pase.
Cogió al chico por el brazo con firmeza, entregó un par de entradas para el teatro al asombrado tabernero, y subió a toda velocidad por los escalones. No se detuvo hasta que no estuvieron a una calle de distancia.
—Pues yo creí que lo estaba haciendo bastante bien —dijo Tomjon.
—Demasiado bien.
El chico se frotó las manos.
—Estupendo. ¿Adónde vamos ahora?
—¿Ahora?
—¡La noche es joven!
—No, la noche ha muerto. Es el día el que es joven —aclaró apresuradamente el enano.
—Pues yo no me voy a casa todavía. ¿No hay algún lugar con gente más amable? La verdad es que no hemos bebido nada.
Hwel suspiró.
—Una taberna de trolls —dijo Tomjon—. Me han hablado bien de ellas. Hay algunas en las Sombras.* Quiero ver una taberna de trolls.
—Son sólo para trolls, chico. Beben lava fundida, ponen música rock y de aperitivo sirven guijarros con queso.
—¿Y los bares para enanos?
—No te gustarían —respondió Hwel de todo corazón—. Además, te darías con la cabeza contra el techo.
—Ya, están hechas a medida.
—Mira, ¿cuánto tiempo seguido crees que podrías cantar sobre el oro?
—«Es amarillo, y tintinea, y sirve para comprar cosas» —probó Tomjon mientras atravesaban la atestada Plaza de las Lunas Rotas—. Unos cuatro segundos, más o menos.
—Exacto. Tras cinco horas, se vuelve un poco repetitivo.
Hwel dio una patada a una piedra, malhumorado. Había investigado en unos cuantos bares de enanos la última vez que se detuvieron en una ciudad, y no le gustaron. Por algún motivo extraño, sus compañeros expatriados, que en su hogar no hacían nada más reprobable que practicar la minería y cazar criaturitas peludas, en la ciudad se sentían impulsados a vestir calzoncillos de hierro, pasear con hachas colgadas del cinturón y adoptar nombres como Timkin Sacatripas. Y, en cuestión de echarse tragos entre pecho y espalda, nadie ganaba a un enano de ciudad. A veces ni siquiera usaban la boca.
—Además —añadió—, te echarían por ser demasiado creativo. La letra de las canciones es «Oro, oro, oro, oro, oro, oro».
—¿Y el estribillo?
—Oro, oro, oro, oro, oro —dijo Hwel.
—Te has dejado un «oro».
—Es porque no estoy cortado para ser un enano.
—Yo diría que te cortaron demasiado, adorno para el césped —sonrió Tomjon.
Hwel tomó aliento.
—Lo siento —se apresuró a añadir el muchacho—. Es que como mi padre...
—A tu padre lo conozco desde hace mucho —dijo Hwel—, en lo bueno y en lo malo, aunque ha habido bastante más malo que bueno. Desde antes de que tú nacie... —Titubeó—. Eran tiempos difíciles —murmuró—. Lo que quiero decir es que... algunas cosas uno tiene que ganárselas.
—Sí. Lo siento.
—Es que, verás... —Hwel se detuvo ante la entrada de un callejón oscuro—. ¿No has oído nada? —preguntó.
Escudriñaron la negrura del callejón, demostrando otra vez que acababan de llegar a la ciudad. Los morporkianos no miran en los callejones oscuros, oigan los ruidos que oigan. Si ven cuatro figuras peleando, su primer instinto no es correr en ayuda de nadie, o al menos no correr en ayuda de nadie que parezca ir perdiendo. No gritan, «¡Ayuda!» y, sobre todo, no ponen cara de asombro cuando los asaltantes, en vez de huir con gesto culpable, les muestran una tarjeta.
—¿Qué es esto? —preguntó Tomjon.
—¡Es un payaso! —exclamó Hwel—. ¡Han atracado a un payaso!
—Licencia de Robo —dijo Tomjon, sosteniendo la tarjeta cerca de la luz.
—Exacto —dijo uno de los tres hombres, el jefe—. Pero ahora no podemos atenderos, ya nos íbamos a casa.
—Cierto —asintió uno de los ayudantes—. Es por eso de la cuota.
—¡Pero si le estabais dando patadas!
—Qué va, sólo unas pocas. Eran patadas flojitas.
—Sí el muy cretino se enfrentó a Ron, ¿verdad?
—Sí. Hay gente que no sabe comportarse.
—Malditos despiadados... —empezó Hwel, pero Tomjon le puso una mano en la cabeza, en gesto de advertencia.
El chico dio la vuelta a la tarjeta. El reverso decía:
J. H. «Pie de Paja» Boggis y Sobrinos
Ladrones Profesionales
La Firma Original
(Fundada en 1789)
Se realizan todo tipo de robos.
Se desvalijan casas. Servicio las 24 horas.
Ningún encargo es demasiado pequeño.
PREGUNTE POR NUESTRAS TARIFAS FAMILIARES.
—Parece en orden —dijo, de mala gana. Hwel se detuvo mientras ayudaba a levantarse a la maltratada víctima.
—¿En orden? —gritó—. ¿Robar a alguien?
—Le daremos un recibo, claro —dijo Boggis—. Menos mal que se ha encontrado con nosotros. Algunos de los recién llegados al negocio no tienen ni idea.*
—Intrusismo —asintió Tomjon.
Boggis abrió la bolsa del bufón, que se había colgado del cinturón. Entonces, palideció.
—Oh, demonios —gimió.
Los sobrinos se agruparon en torno a él.
—La hemos hecho buena.
—Y es la segunda vez este año, tío.
Boggis miró a la víctima.
—¿Cómo iba a saberlo? No había manera, ¿o sí? Miradlo bien. ¿Cuánto habríais supuesto que llevaba encima? Un par de monedas, ¿a que sí? Si no, no nos habríamos encargado, pero nos caía de camino a casa. Esto es lo que pasa por hacerle favores a la gente.
—¿Cuánto tiene? —preguntó Tomjon.
—Aquí debe de haber cien monedas de plata —gimió Boggis, señalando la bolsa—. Eso cae fuera de mis tarifas, no tengo autorización. No puedo encargarme de tanto dinero. Para robar estas cantidades hay que estar en el Gremio de Abogados, o algo así.
—En ese caso, devuélveselo —sugirió Tomjon.
—¡Pero si ya le he hecho el recibo!
—El Gremio es muy estricto con las cuentas —explicó uno de los sobrinos.
Hwel cogió a Tomjon por la mano.
—¿Nos disculpas un momento? —pidió al nervioso jefe de los ladrones. Arrastró a Tomjon al otro lado del callejón—. A ver —dijo—. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Ellos? ¿Yo? ¿Tú?
Tomjon se lo explicó.
—¿Así que es legal?
—Hasta cierto punto. Fascinante, ¿eh? Un tipo me lo contó en el bar.
—¿Pero han robado demasiado!
—Eso parece. Tengo entendido que el Gremio es muy estricto con las cuotas.
La víctima, agarrada a sus brazos, dejó escapar un gemido. Tintineaba.
—Cuida de él —dijo Tomjon—. Arreglaré esto.
Volvió con los ladrones, que parecían muy preocupados.
—Mi cliente opina que podría resolverse la situación si le devolvéis el dinero —explicó.
—S-sí —asintió Boggis, como si la idea fuera una nueva teoría sobre el origen del universo—, pero está lo del recibo, ya lo hemos rellenado, está el lugar, la hora, todo...
—Mi cliente piensa que podríais robarle..., pongamos cinco monedas de cobre —lo tranquilizó el muchacho.
—¡Ni en sus mejores sueños! —gritó el bufón, que empezaba a espabilarse.
—Eso son las dos monedas de cobre previstas, y tres piezas por los gastos, por las molestias...
—Por los destrozos en la ropa... —señaló Boggis.
—Exacto.
—Es justo, es justo. —Boggis miró a Tomjon por encima del bufón, que ahora estaba completamente despierto y muy furioso—. Es justo —repitió—. Buena solución. Estoy muy agradecido. ¿Necesita algún servicio, señor? —añadió—. Sólo tiene que decirlo. Tenemos unas mutilaciones de oferta esta temporada. Prácticamente indoloras, apenas notará nada.
—Son cortes limpios —dijo el sobrino mayor—. Además, usted elige el miembro.
—No me hace falta, muchas gracias.
—Oh, bueno, a su gusto.
—Así que sólo nos queda —siguió Tomjon cuando los ladrones se disponían a marcharse—, la cuestión de la factura por asesoramiento.
* * *
El suave brillo de la luz del amanecer bañó Ankh-Morpork. Tomjon y Hwel, sentados junto a la mesa de sus habitaciones, contaban el dinero.
—Tres monedas de plata y dieciocho de cobre —dijo el muchacho.
—Ha sido increíble —dijo el bufón—. Se ofrecieron a ir a casa a buscar más dinero después de que les largaras aquel discurso sobre los derechos del hombre.
Se puso más ungüento en la cabeza.
—Y el más joven se echó a llorar —añadió—. Increíble.
—Se les pasará —dijo Hwel.
—Eres un enano, ¿verdad?
A Hwel no le pareció posible negarlo.
—Y a ti se te nota que eres un bufón.
—Lo dices por los cascabeles, ¿verdad? —replicó el bufón débilmente, al tiempo que se frotaba las costillas.
Tomjon sonrió y dio una patada a Hwel por debajo de la mesa.
—Os estoy muy agradecido —dijo el bufón. Se levantó y guiñó un ojo—. Me encantaría demostrároslo —añadió—. ¿Habrá alguna taberna abierta por aquí?
Tomjon se dirigió con él hacia la ventana, y señaló el tramo de calle que se divisaba.
—¿Ves todos esos carteles de tabernas? —preguntó.
—Sí. Cielos, hay cientos de ellas.
—Exacto. ¿Ves la del final, la que tiene el letrero azul y blanco?
—Me parece que sí.
—Pues, que yo sepa, es la única que cierra de vez en cuando.
—En ese caso, permitidme que os invite a una copa —dijo el bufón—. Estoy seguro de que al hombrecillo le apetecerá echarse un trago entre pecho y espalda.
Hwel se agarró al borde de la mesa y abrió la boca para lanzar un rugido.
Se detuvo en seco.
Contempló las dos figuras. Siguió con la boca abierta. La cerró de golpe con un chasquido.
—¿Pasa algo? —preguntó Tomjon.
Hwel apartó la vista. Había sido una noche muy larga.
—Un truco de la luz —murmuró—. Y me vendría bien una copa, sí —añadió—. Un buen trago entre pecho y espalda. ¿Para qué luchar contra ello?, pensó. —Incluso toleraré las canciones.
* * *
—¿Qué dice ahogga la canción?
—Cgeo que ogo. Oro.
—Ah.
Hwel miró inseguro su jarra. La ebriedad tenía una cosa buena, y era que cortaba el flujo de inspiraciones.
—Y te has dejado un «oro» —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Tomjon.
Se había puesto el gorro del bufón.
Hwel meditó un instante.
—Creo —dijo, haciendo un esfuerzo—, que fue entre «oro» y «oro». Y Creo —dijo mirando su jarra. Estaba vacía, un espectáculo aterrador—, creo —intentó de nuevo—, que necesito otra copa.
—Esta vez pago yo —dijo el bufón—. Jajaja. Una copa para el enano.
Trató de levantarse, y se golpeó la cabeza.
En la penumbra del bar, doce manos agarraron doce hachas con más firmeza. La parte de Hwel que permanecía sobria, y que estaba horrorizada de ver al resto tan borracho, lo obligó a levantar la mano hacia los ceños que los miraban desde la oscuridad.
—No pasa nada —dijo a la taberna en general—. No lo dice en serio, es un comosellame, un idiota, un bufón. Un bufón muy gracioso, viene de nosedónde.
—Lancre —aclaró el bufón, al tiempo que se sentaba pesadamente.
—Eso es. Está muy lejos del sitio ése que tiene nombre raro. No sabe comportarse. No conoce a muchos enanos.
—Jajaja —rió el bufón—. En mi país hay un bajo número de ellos.
Alguien dio una palmadita a Hwel en el hombro. Éste se volvió y vio un rostro arrugado y peludo bajo un casco de hierro. El enano en cuestión sopesaba su hacha de hierro con gesto amenazador.
—Deberías decirle a tu amigo que fuera menos gracioso —sugirió—. ¡Si no, irá a divertir a los demonios en el infierno!
Hwel lo miró a través de una neblina alcohólica.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Grabpot Ráfaga de Trueno —respondió el enano, dándose un golpe en el pecho cubierto por una cota de mallas—. Y te digo que...
Hwel lo miró más de cerca.
—Oye, yo te conozco —dijo—. Tienes una tienda de cosméticos en la Calle Ejerrápido. Te compré un montón de maquillajes para teatro la semana pasada...
Una expresión de pánico cruzó por el rostro de Ráfaga de Trueno. Se inclinó hacia delante, aterrado.
—Calla, calla —susurró.
—Es verdad, se llama Perfumes y Coloretes Élficos —siguió Hwel alegremente.
—Buen material —intervino Tomjon, que trataba de no caerse del pequeño banco—. Sobre todo el número 19, Verde Cadáver, mi padre dice que es el mejor que ha visto. De primera.
El enano sopesó el hacha, incómodo.
—Bueno, eh... —dijo—. Oh. Ya. Sí. Gracias. Sólo con los mejores ingredientes, ya sabes.
—¿Los recolectas con eso? —insistió Hwel inocentemente, señalando el hacha—. ¿O es tu noche libre?
Las cejas de Ráfaga de Trueno se movían como una convención de cucarachas.
—Oye, ¿vosotros no sois los del teatro?
—Así es —asintió Tomjon—. Actores ambulantes. —Se corrigió—. Ahora actores asentados. Jajá. Actores instalados.
El enano soltó el hacha y se sentó en el banco, con el rostro repentinamente suavizado por el entusiasmo.
—Yo fui la semana pasada —dijo—. Fue muy bueno. Había una chica y un tipo, pero ella estaba casada con el viejo, y luego estaba el otro, y todos decían que había muerto, y entonces ella se tomó un veneno, pero resultó que el hombre era el otro tipo disfrazado, y no se lo podía decir a ella porque... —Ráfaga de Trueno se detuvo y se sonó la nariz—. Al final moría todo el mundo —terminó—. Muy trágico. Me pasé todo el camino de vuelta a casa llorando, y no me importa decirlo. Ella estaba tan pálida...
—Número diecinueve matizado con polvos —señaló Tomjon alegremente—, y un poco de sombra de ojos marrón.
—¿Eh?
—Y unos refuerzos en el corpiño —añadió.
—¿De qué habla? —preguntó el enano a la compañía en baja forma, a falta de una definición mejor.
Hwel sonrió a su jarra de cerveza.
—Lárgales un trozo del soliloquio de Gretalina, chico —dijo.
—Bien.
Tomjon se levantó, se dio un golpe en la cabeza, volvió a sentarse y se arrodilló en el suelo. Se llevó las manos a lo que, de no ser por unos cuantos cromosomas, habría sido su busto.
—Mentís los que lo llamáis verano... —empezó.
Los enanos reunidos escucharon en silencio durante varios minutos. Uno de ellos dejó caer el hacha, y los demás le sisearon ruidosamente para que guardara silencio.
—... y la nieve se funde. Adiós —terminó Tomjon—. Bebe del frasquito, se desploma entre bastidores, baja por la escalera, se quita el vestido y se pone el tabardo del Segundo Guardia Cómico, luego entra por la izquierda. ¿Qué hay...?
—Creo que ya basta —dijo Hwel con tranquilidad.
Varios enanos lloraban con los cascos puestos. Muchos se sonaban la nariz.
Ráfaga de Trueno se secó los ojos con un pañuelo blindado.
—Es la cosa más triste que he oído en mi vida —dijo. Miró a Tomjon—. ¡Un momento! —exclamó, empezando a comprender—. Es un hombre. Yo me enamoré de la chica del escenario. —Dio un codazo a Hwel—. No será medio elfo, ¿verdad?
—Completamente humano —replicó Hwel—. Conozco a su padre.
Miró fijamente una vez más al bufón, que los observaba boquiabierto, y luego clavó la vista en Tomjon.
Naaa, pensó. Coincidencias.
—Eso se llama actuar —dijo—. Un buen actor puede ser lo que elija, ¿verdad?
Sentía la mirada del bufón taladrándole la nuca.
—Sí, pero vestirse de mujer es un poco... —titubeó Ráfaga de Trueno.
Tomjon se quitó los zapatos y se arrodilló sobre ellos, poniendo su rostro a la altura del enano. Lo miró con ojos calculadores unos segundos, y luego ajustó sus rasgos.
Y hubo dos Ráfagas de Trueno. Cierto que uno de ellos estaba de rodillas y parecía haberse afeitado.
—Oro, oro —dijo Tomjon con la voz del enano.
Aquello resultó ser un gag hilarante para el resto de los enanos, que tenían un sentido del humor un tanto sencillo. Todos se reunieron en torno a ellos, y alguien tocó amablemente a Hwel en el hombro.
—¿Vosotros dos estáis en un teatro? —preguntó el bufón, ahora casi sobrio.
—Así es.
—Entonces, he venido a buscaros.
* * *
Era, como habría señalado Hwel en sus apuntes para los actores, Más Tarde el Mismo Día. El ruido de los martillazos en el teatro Dysko le entraba por un oído y le salía por otro, pero taladrándolo todo a su paso.
Recordaba haber tomado unas copas, de eso estaba seguro. Y los enanos pagaron muchas rondas más cuando Tomjon los imitó. Luego cambiaron a un bar que Ráfaga de Trueno conocía, y luego pasaron por una taberna klatchiana, y después todo se perdía en una neblina...
No se le daba bien echarse tragos entre pecho y espalda. Le caían demasiado en la boca.
Y a juzgar por cómo le sabía, alguna criatura de la noche con incontinencia había tenido muy buena puntería.
—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Vitoller.
Hwel se lamió los labios para quitarse el mal gusto.
—Supongo que sí —señaló Tomjon—. Tal como lo contó, parecía muy interesante. Un rey malvado que gobierna con la ayuda de unas brujas perversas. Bosques espectrales. La lucha a muerte del legítimo heredero. El brillo de una daga. Gritos, alarmas. El malvado rey muere. El bien triunfa. Suenan las campanas.
—Lo de la lluvia de pétalos de rosa se puede arreglar —indicó Vitoller—. Conozco a un tipo que nos los puede conseguir casi a precio de coste.
Ambos miraron a Hwel, que tamborileaba los dedos sobre su taburete. Los tres se concentraron en la bolsa de plata que el bufón había entregado a Hwel. Allí había dinero suficiente como para terminar el Dysko. Y el bufón decía que habría más. Algo relativo al mecenazgo.
—Entonces, ¿lo harás? —quiso saber Vitoller.
—No es mala idea —reconoció Hwel—. Pero..., la verdad, no sé...
—No quiero presionarte.
Los tres pares de ojos volvieron a clavarse en la bolsa del dinero.
—Parece un asunto escabroso —concedió Tomjon—. Es decir, el bufón es buen tipo. Pero lo que cuenta... es extraño. Su boca dice una cosa, y sus ojos otra. Yo tengo la sensación de que deberíamos fiarnos de sus ojos.
—Por otra parte —se apresuró a intervenir Vitoller—, ¿qué mal puede hacer? Lo importante es la paga.
Hwel alzó la cabeza.
—¿Qué? —dijo, algo mareado.
—Nada importante, nada importante.
Se hizo el silencio de nuevo, roto sólo por el tamborileo de los dedos de Hwel. La bolsa de plata parecía más grande. De hecho, parecía llenar la habitación.
—Lo más importante es... —empezó a Vitoller, con voz innecesariamente alta.
—Tal como yo lo veo... —empezó a la vez Hwel.
Ambos se interrumpieron.
—Tú primero. Perdona.
—No tenía importancia. Sigue.
—Iba a decir que, aún sin este trabajo, podemos permitirnos construir el Dysko.
—Sólo el exterior y el escenario —dijo Vitoller—. Pero no las otras cosas. Ni el mecanismo de la trampilla, ni la máquina para hacer bajar a los dioses del cielo. Ni la plataforma giratoria, ni los ventiladores para simular el viento.
—Antes nos las arreglábamos sin todas esas cosas —replicó Hwel—. ¿Recuerdas los viejos tiempos? Sólo teníamos unos cuantos tablones y unas telas pintadas. Pero le echábamos agallas. Si queríamos viento, teníamos que hacerlo nosotros. —Tamborileó los dedos—. Aunque claro —añadió—, así podríamos tener una máquina para hacer olas. Una pequeñita. Tengo un argumento con un barco que naufraga cerca de una isla, llena de...
Vitoller sacudió la cabeza.
—Lo siento.
—¡Pero si viene mucho público a vernos! —exclamó Tomjon.
—Sí, hijo, sí. Pero pagan en monedas de cobre. Los fabricantes de esas máquinas quieren plata. Si queríamos ser hombres..., si queríamos ser gente rica —se corrigió apresuradamente—, tendríamos que haber nacido carpinteros —dijo, intranquilo—. Le debo a Chrystophrase el Troll más de lo conveniente.
Los otros dos se miraron.
—¿El que arranca los miembros a la gente? —preguntó Tomjon.
—¿Cuánto le debes? —quiso saber Hwel.
—No pasa nada —los tranquilizó Vitoller—. Voy pagando los intereses. Más o menos.
—Sí, pero ¿qué quiere?
—Un brazo y una pierna.
El enano y el muchacho se miraron, horrorizados.
—¿Cómo puedes haber sido tan...?
—¡Lo hice por vosotros dos! Tomjon se merece un escenario mejor, no debe perder la salud durmiendo en carromatos, sin conocer nunca un hogar. Y tú, amigo mío, tienes que asentarte, debes tener todas las cosas que quieres, trampillas, máquinas para hacer olas, todo eso. Vosotros me convencisteis, y me pareció bien. Estar siempre en los caminos no es vida, es terrible tener que hacer dos funciones al día ante un puñado de granjeros, y luego pasar el sombrero, ¿qué clase de futuro tendríais? Pensé que necesitábamos un lugar fijo, con asientos cómodos para la gente importante, con un público que no tire patatas al escenario. Cueste lo que cueste, pensé. Sólo quería que vosotros dos...
—¡Vale, vale! —exclamó Hwel—. ¡Escribiré esa obra!
—Y yo actuaré —dijo Tomjon.
—No quiero obligaros, claro —señaló Vitoller—. Sois vosotros quienes elegís.
Hwel frunció el ceño. Debía admitir que la idea tenía puntos interesantes. Las tres brujas estaban muy bien. Con dos no habría suficiente, y cuatro serían demasiadas. Se entrometerían en el destino de los hombres, y todo eso. Montones de humo, luces verdes. A tres brujas se les podía sacar mucho jugo. Era sorprendente que a nadie se le hubiera ocurrido antes.
—Bien, ¿podemos decirle a ese bufón que aceptamos? —preguntó Vitoller, con la mano sobre la bolsa de plata.
Y además, una buena tormenta siempre era impactante. También estaba el papel del fantasma, que Vitoller había cortado en Como gustéis, alegando que no podían permitirse gastar tanta muselina. Y quizá pudiera meter también a la Muerte. El joven Dafe hace muy bien la Muerte, con maquillaje blanco y suelas altas...
—¿De dónde dijo que venía? —preguntó.
—De las Montañas del Carnero —dijo Vitoller—. De un pequeño reino que nadie conoce, tiene un nombre como de enfermedad.
—Tardaremos meses en llegar allí.
—Aún así, me gustaría ir —aseguró Tomjon—. Allí fue donde nací.
Vitoller clavó la vista en el techo. Hwel clavó la vista en el suelo. Cualquier cosa era mejor que mirarse el uno al otro.
—Eso me habéis contado —siguió el muchacho—. Que nací mientras estabais de gira por las montañas.
—Sí, pero no recuerdo exactamente donde —aseguró el director—. A mí todas esas pequeñas ciudades rurales me parecen iguales. Nos pasábamos más tiempo subiendo colinas y cruzando puentes en los carros que en el escenario.
—Podría llevarme a algunos de los más jóvenes, sería durante el verano —insistió Tomjon—. Representaríamos obras viejas. Y estaríamos de vuelta antes del Día del Pastel de Gracias. Tú te quedarás aquí para encargarte del teatro, regresaremos para la inauguración. —Sonrió a su padre—. Será bueno para ellos —añadió astutamente—. Siempre dices que algunos de los jóvenes no saben lo que es la vida de un actor.
—Hwel aún tiene que escribir la obra —señaló Vitoller.
El enano se quedó en silencio. Tenía la mirada perdida. Tras un rato, rebuscó en un cajón y sacó una hoja de papel, un tintero y un manojo de plumas.
Lo observaron mientras, sin prestarles atención, abría el tintero, mojaba una pluma, la sostenía un instante como un halcón a la espera de su presa, y luego empezaba a escribir.
Vitoller hizo una señal a Tomjon.
Caminando tan silenciosamente como les fue posible, salieron de la habitación.
* * *
A mediodía le subieron una bandeja con comida y un paquete de hojas de papel.
La bandeja seguía intacta a la hora del té. El papel había desaparecido.
Unas horas más tarde, un miembro de la compañía informó de que había oído un grito de «¡No puede ser así! ¡No tiene garra!», y el ruido de algo lanzado contra una pared.
A la hora de la cena, Vitoller oyó gritos pidiendo más velas y plumas nuevas.
Tomjon trató de acostarse temprano, pero la creatividad que tenía lugar en la habitación contigua le impidió dormir. Escuchó murmullos sobre balcones, y sobre si el mundo necesitaba realmente máquinas para simular olas. El resto fue silencio, rasgado sólo por el insistente arañar de la pluma sobre el papel.
Al final, Tomjon se durmió. Y soñó.
—Venga. ¿Lo tenemos todo esta vez?
—Sí, Yaya.
—Enciende el fuego, Magrat.
—Sí, Yaya.
—Bien. A ver...
—Lo tengo todo escrito, Yaya.
—Sé leer, niña, gracias. Veamos: «Alrededor del caldero, con las entrañas del sacrificio...». ¿Qué es esto?
—Mi Jason mató un cerdo ayer, Esme.
—Aquí se puede aprovechar mucho más, Gytha. Se le pueden sacar por lo menos dos raciones.
—¡Por favor, Yaya!
—Hay mucha gente que se muere de hambre en Klatch, seguro que ellos no harían tantos ascos... Bueno, bueno. «Trigo entero y lentejas también, que hiervan en el caldero.» ¿Qué pasa con el sapo?
—¡Por favor, Yaya, no haces más que poner pegas! Ya sabes que la Abuela era contraria a toda crueldad innecesaria. La proteína vegetal es perfectamente aceptable como sustituto.
—Supongo que entonces tampoco habrá escorpiones, ni ojos de serpiente.
—No, Yaya.
—¿Y la uña de tigre?
—Aquí tienes.
—¿Qué diantres es esto?
—Una uña de tigre. Mi Wane se la compró a un comerciante de fuera.
—¿Seguro?
—Seguro, Esme.
—Pues a mí me parece una vulgar uña de cabra. Oh, bueno. «Hierve, hierve, caldero...» ¿POR QUÉ no hierve el caldero, Magrat?
Tomjon se despertó temblando. La habitación estaba a oscuras. Fuera, unas cuantas estrellas perforaban las nieblas sobre la ciudad, y de cuando en cuando se oían las pisadas de los atracadores, dedicados a su honrado negocio.
La habitación contigua estaba en silencio, pero por la rendija de la puerta se veía la luz de una vela.
Volvió a la cama.
Al otro lado del espeso río, el bufón también se había despertado. Se alojaba en el Gremio de Bufones, no porque le gustara, sino porque el duque no le había dado dinero para gastos, y le estaba resultando muy difícil conciliar el sueño. Las gélidas paredes le traían demasiados recuerdos. Además, si prestaba atención, oía los sollozos ahogados procedentes de los dormitorios de los estudiantes, que veían con horror la vida que les esperaba.
Dio un puñetazo a la almohada, dura como la roca, y se sumergió en un sueño intranquilo. Acaso para soñar.
—Bate el ungüento, dice. Pero no dice qué consistencia debe tener.
—La Abuela Whemper recomendaba probarlo con el dorso de una cuchara metálica, como si fuera caramelo.
—Lástima que no hayamos traído ninguna, Magrat.
—Creo que deberíamos empezar ya, Esme. Amanecerá dentro de nada.
—Bueno, pero luego no me echéis la culpa si no funciona. A ver... «Un pelo de gorila y...» ¿Quién tiene el pelo de gorila? Ah, gracias, Gytha, aunque más bien parece un pelo de gato, pero no importa. «Un pelo de gorila y raíz de mandrágora», y si esto es auténtica mandrágora, que me aspen, «zumo de zanahoria y una lengua de bota», ya veo, el toque humorístico...
—¡Haz el favor de darte prisa!
—Vale, vale. «Vuele el búho, brille el gusano..., ¡hierva el caldero por mi mano!»
—Esto no sabe nada mal, Esme.
—¡No tienes que bebértelo, decana estúpida!
Tomjon se incorporó como un resorte. Eran ellas otra vez, las mismas caras, las mismas voces cascadas distorsionadas por el tiempo y el espacio.
Incluso después de mirar por la ventana, de ver que la luz del día se derramaba sobre la ciudad, seguía oyendo las voces a lo lejos, como un trueno que se perdiera en la distancia.
—¡Pues a mí lo de la lengua de bota me parece muy raro!
—Y además no se ha disuelto. ¿Espesamos el brebaje con un poco de harina?
—Da igual aunque esté líquido. Sólo pueden pasar dos cosas, que venga o que no venga...
Se levantó y se lavó la cara en la jofaina.
El silencio entraba a oleadas procedente de la habitación de Hwel. Tomjon se vistió y abrió la puerta.
Parecía como si hubiera nevado allí dentro, grandes copos pesados que ocupaban hasta el último rincón. Hwel estaba sentado en su taburete alto, con la cabeza apoyada sobre un montón de papeles, roncando.
Tomjon recorrió la habitación de puntillas, y cogió un papel arrugado. Lo alisó y leyó:
REY: Ahora pondré la corona sobre este arbusto, y vosotros me diréis si alguien intenta cogerla, ¿de acuerdo?
MOSQUETEROS: ¡Sí!
REY: Ahora tengo que buscar mi caballo...
(El primer asesino sale de detrás de una roca.)
PÚBLICO: ¡Detrás de ti!
(El primer asesino desaparece.)
REY: Estáis intentando engañar al rey, malos, malos...
Había muchos tachones y una mancha de tinta. Tomjon tiró el papel a un lado y eligió otra bola al azar.
REY: ¿Es una daga un cuchillo lo que veo detrás delante en frente ante mí, con la punta el puño señalando hacia mi corazón» mano?
ASESINO 1: Os juro que no lo es. ¡Os lo juro!
ASESINO 2: Decís bien, señor. ¡Así es!
A juzgar por el estado del papel, aquel trozo había recibido un golpe especialmente fuerte contra la pared. Hwel había explicado una vez a Tomjon su teoría sobre las inspiraciones, y al parecer aquella noche había habido toda una lluvia de ellas.
Fascinado por aquella visión del proceso creativo, Tomjon eligió otro intento descartado.
REINA: ¡Cielos, oigo ruido afuera! Quizá sea mi esposo que regresa. ¡Rápido, entra en el armario, yo te diré cuándo puedes salir!
ASESINO: ¡Pero si tu doncella aún no me ha traído las pantuflas!
DONCELLA (abriendo la puerta): El arzobispo, majestad.
SACERDOTE (bajo la cama): ¡Cielos!
Tomjon se deslizó cautelosamente hacia la mesa y, con mucho cuidado, sacó las hojas de papel de debajo de la cabeza del enano dormido, y se la apoyó suavemente en un cojín.
La hoja superior decía.
Noche de Reyes, por Hwel, de la Compañía Vitoller. Una Tragedia en Nueve Actos.
PERSONAJES:
Felmet, un rey bueno.
Verence, un rey malo
Peraciega, una bruja mala
Hogg, otra bruja mala
Magerat, una sirena...
Tomjon pasó a la página siguiente.
ESCENA: Un Salón Barco en el Mar Callejón en Pseudópolis Páramo Perdido. Entran las Tres Brujas...
El chico leyó durante un rato, y luego pasó a la última página.
Amigos, permitidnos bailar y cantar, y desear larga vida al rey (Salen todos, cantan, bailan, etcétera. Llueven pétalos de rosas. Suenan las campanas. Los dioses descienden de los cielos, los demonios se alzan del infierno, el escenario gira, etcétera.) Fin.
* * *
Hwel roncaba.
En sus sueños, los dioses subían y bajaban los barcos se movían por océanos de lona, las imágenes cambiaban y se sucedían con precisión. Los hombres volaban con ayuda de alambres, sin ayuda de alambres, grandes barcos de ilusión luchaban unos contra otros en cielos imaginarios, los mares se abrían, había mil y un efectos especiales. Trataba de abarcar todo aquello con los brazos, aun sabiendo que nada existía ni existiría jamás, y que lo único que tenía eran unos metros cuadrados de tablas, algo de lona y pintura para atrapar las imágenes que invadían su mente.
Sólo en los sueños somos libres. El resto del tiempo dependemos del presupuesto.
* * *
—Es una buena obra —dijo Vitoller—, si exceptuamos lo del fantasma.
—El fantasma se queda —afirmó Hwel.
—Pero la gente siempre se ríe, y le tira cosas. Además, ya sabes lo que cuesta quitar el polvo de tiza de la ropa después.
—El fantasma se queda. Es un personaje imprescindible.
—También era un personaje imprescindible en la última obra.
—Lo era.
—Y en Como gustéis, y en El Mago de Ankh, y en todas las demás.
—Me gustan los fantasmas.
Se apartaron a un lado y observaron a los expertos enanos que montaban la máquina de olas. Consistía en media docena de pértigas cubiertas por una compleja serie de espirales de lona pintadas en tonos de azul, verde y blanco, que cubrían toda la superficie del escenario. Un juego de correas y cintas continuas unían el entramado a un molino de viento. Cuando todas las espirales giraban a la vez, la gente con el estómago delicado tenía que apartar la vista.
—Batallas marinas —soñó Hwel—. Naufragios. Tritones. ¡Piratas!
—Problemas de espacio —gimió Vitoller, apoyándose en el bastón—. Gastos de mantenimiento. Tiempo de montaje.
—Parece bastante... complicado —tuvo que admitir Hwel—. ¿Quién lo ha diseñado?
—Un viejo de la Calle de los Artesanos. Leonardo de Quirm. En realidad es pintor, hace estas cosas por diversión. Me enteré de que llevaba meses trabajando en esto, y le pedí que lo acelerase un poco en cuanto tuvimos el dinero.
Observaron el movimiento de las falsas olas.
—¿Estás decidido a ir? —preguntó al final Vitoller.
—Sí. Tomjon aún es joven. Necesita tener un adulto cerca.
—Te echaré de menos, muchacho, no me importa reconocerlo. Has sido como un hijo para mí. ¿Qué edad tienes, exactamente? Nunca he llegado a saberlo.
—Ciento dos años.
Vitoller asintió, sombrío. Él tenía sesenta, y la artritis empezaba a ser realmente molesta.
—Entonces has sido como un padre para mí —dijo.
—Al final, es lo mismo. La mitad de la altura y el doble de la edad. Si lo miras desde ese punto de vista, por término medio los enanos vivimos el mismo tiempo que los hombres.
El director suspiró.
—En fin, no sé qué haré sin Tomjon y sin ti, te lo prometo.
—Sólo será durante el verano, y se quedan muchos de los chicos. La verdad es que sólo nos llevamos a los aprendices. Tú mismo dijiste que les hacía falta experiencia.
Vitoller parecía deprimido y, en el frío ambiente del teatro en construcción, mucho más pequeño que de costumbre, como un globo dos semanas después de la fiesta. Dio unos golpecitos distraídos a unas virutas de madera con el bastón.
—Nos hacemos viejos, Hwel. Al menos —se corrigió—, yo me hago viejo, y tú te haces más viejo. Ya hemos oído las campanadas de medianoche.
—Cierto. No quieres que el chico vaya, ¿verdad?
—Al principio, sí que era partidario, ya lo sabes. Luego lo pensé bien, es por eso del destino. Justo cuando las cosas parecen ir bien, interviene el maldito destino. Ya sabes que de allí es de donde viene, de aquellas montañas. Ahora, el destino le llama. No volverá.
—Sólo será durante el verano...
Vitoller alzó una mano.
—No me interrumpas, había cogido la vena dramática.
—Perdona.
El bastón golpeó más virutas, lanzándolas al aire.
—Ya sabes que no es carne de mi carne.
—Pero es tu hijo —replicó Hwel—. Eso de la herencia es una soberana tontería.
—Eres muy amable.
—Lo digo en serio. Mírame a mí. Se supone que no debería escribir obras de teatro. Demonios, se supone que los enanos ni siquiera saben leer. Yo en tu lugar no me preocuparía demasiado por el destino. Yo estaba destinado a ser minero. El destino nunca acierta.
—Pero tú mismo has dicho que se parece a ese bufón. La verdad es que yo no lo noto.
—Tiene que ser bajo determinada luz.
—Puede que el destino tenga algo que ver con eso.
Hwel se encogió de hombros. El destino era una cosa la mar de rara. No se podía confiar en él. A veces ni siquiera se lo podía ver. Justo cuando pensabas que lo tenías acorralado, resultaba ser otra cosa..., coincidencia, tal vez, o providencia. Le cerrabas la puerta, y te lo encontrabas dentro de la habitación.
Él usaba a menudo el destino. Como herramienta en sus obras, era aún mejor que un fantasma. No había nada como un poco de destino para dar marcha a cualquier argumento. Pero era un error creer que se podía interpretar. Y en cuanto a querer controlarlo...
* * *
Yaya Ceravieja contempló irritada la bola de cristal de Tata Ogg. No era demasiado buena, en realidad se trataba de una pecera de cristal verde que uno de sus hijos le había traído como recuerdo de un viaje. Lo distorsionaba todo, incluida la verdad, o eso sospechaba Yaya.
—Ya se ha puesto en marcha —dijo por fin—. En un carromato.
—Hubiera sido mejor que viniera en una carroza blanca —señaló Tata Ogg.
—¿Trae una espada mágica? —preguntó Magrat, inclinándose para ver mejor.
Yaya Ceravieja se echó atrás en la silla.
—Sois un par de desastres —dijo—. Qué cosas, carrozas mágicas, espadas blancas..., parecéis un par de crías.
—La espada mágica es muy importante —aseguró Magrat—. Tiene que tener una. Deberíamos fabricársela —añadió, animada—. Tengo un hechizo que sirve para eso. Necesitamos que un rayo caiga sobre una barra de acero.
—No apruebo esas tonterías —bufó Yaya—. Hay que esperar días hasta que cae el condenado rayo, y cuando cae casi te arranca el brazo.
—Y una marca de nacimiento en forma de fresa —siguió Tata Ogg, haciendo caso omiso de la interrupción.
Las otras dos la miraron, expectantes.
—Una marca de nacimiento en forma de fresa —repitió—. Es una de las cosas que debes tener si eres un príncipe que quiere reclamar su reino. Es para que todo el mundo lo sepa. Aunque claro, no sé muy bien por qué.
—No soporto las fresas —señaló Yaya vagamente, examinando de nuevo el cristal.
En sus agrietadas profundidades verdes, que todavía olían a pescado, un diminuto Tomjon besó a sus padres, estrechó las manos o abrazó al resto de la compañía, y subió al primer carromato.
Ha funcionado, se dijo. Si no, no vendría, ¿verdad? Los demás deben de ser su banda de compañeros inseparables. Tiene sentido común, no debe recorrer sólo tantos kilómetros por tierras difíciles, le podría pasar cualquier cosa.
Seguro que traen las armaduras y las espadas en los carros.
Sintió una sombra de duda, y la enterró al instante. Sé razonable, pensó, no hay otro motivo que lo impulse a volver. Hicimos el hechizo correctamente. A excepción de los ingredientes. Y de la mayor parte de las frases. Además, no era el momento adecuado. Y Gytha se llevó lo que sobró para el gato, eso no estuvo bien.
Pero viene. Eso es evidente.
—Échale un trapo por encima cuando acabes, Esme —pidió Tata—. Siempre me preocupa que alguien me vigile mientras me estoy bañando.
—Ya está en marcha —anunció Yaya, con la voz cargada de satisfacción.
Puso el trozo de terciopelo negro sobre la bola.
—El camino es largo —dijo Tata—. Hay muchos lugares peligrosos. Puede que se encuentren con bandidos.
—Los vigilaremos —asintió Yaya.
—Eso no está bien. Si va a ser rey, tendrá que saber defenderse —protestó Magrat.
—Es mejor que no desperdicie sus energías —aseguró Tata.
—Pero, cuando llegue, dejaremos que luche a su manera, ¿verdad?
Yaya se frotó las manos.
—Por supuesto —dijo—. Siempre y cuando vaya a ganar, claro.
Se habían reunido en casa de Tata Ogg. Magrat dio una excusa para quedarse un momento después de que se marchara Yaya, cuando ya amanecía. Dijo que ayudaría a Tata a recogerlo todo.
—¿Qué pasó con lo de no entrometernos? —preguntó.
—¿A qué te refieres?
—Lo sabes muy bien, Tata.
—Esto no es exactamente entrometerse. Es ayudar a que las cosas se desarrollen como debe ser.
—¡No lo dirás en serio!
Tata se sentó y cogió un cojín.
—Mira, lo de no entrometerse está muy bien cuando todo es normal —dijo—. No entrometerse es fácil cuando no es necesario. Además, yo tengo que pensar en mi familia. Mi Jason se ha metido ya en un par de peleas porque la gente va diciendo cosas sobre nosotras. A mi Shawn lo echaron del ejército. En mi opinión, cuando el nuevo rey esté en su sitio, nos deberá unos cuantos favores. Es lo justo.
—Pero si la semana pasada decíais...
Magrat se interrumpió, asombrada ante aquella demostración de pragmatismo.
—Una semana es mucho tiempo para la magia —dijo Tata—. Quince años, para empezar. Además, Esme está decidida, y yo no pienso detenerla.
—Así que, según vosotras —replicó Magrat con voz fría—, es que eso de la «no intromisión» es como hacer voto de no nadar. Jamás lo romperás, a no ser que te encuentres en el agua.
—Es mejor que ahogarse —señaló Tata.
De la repisa de la chimenea cogió una pipa de arcilla que era como un pequeño pozo de alquitrán. La encendió con una astilla del fuego, mientras Mandón la miraba cauteloso desde su cojín.
Como quien no quiere la cosa, Magrat levantó la tela que cubría la bola, y la miró.
—Creo que nunca acabaré de comprender la brujería —dijo—. Justo cuando pienso que le he cogido el tranquillo, va y cambia.
—No somos más que personas. —Tata lanzó una nube de humo azul hacia la chimenea—. Como todo el mundo.
—¿Me prestas la bola? —preguntó la joven de repente.
—Cómo no —respondió Tata. Sonrió a espaldas de Magrat—. ¿Te peleaste con tu amigo?
—No sé de qué me hablas.
—Hace semanas que no lo veo.
—Oh, el duque lo envió a... —Magrat se detuvo un instante—. Lo envió a no sé qué. No es que me importe, claro.
—Ya, por supuesto. Llévate la bola, no la necesito.
Magrat se alegró de volver a su casa. No había nadie por los páramos de noche, pero en los dos últimos meses las cosas habían empeorado. Además de los rumores generalizados sobre las brujas, las pocas personas de Lancre que tenían tratos con el mundo exterior empezaban a comprende que a) habían pasado más cosas de las que creían, o b) el tiempo andaba loco. No era fácil demostrarlo,* pero los escasos comerciantes que llegaban por los caminos de la montaña después del invierno parecían ser bastante más viejos de lo que les correspondía. Los acontecimientos inexplicables eran cosa cotidiana en las Montañas del Carnero a causa del su elevado potencial mágico, pero la desaparición de varios años era pasarse de la rosca.
* * *
El bufón dormitaba bajo la lona de una barcaza que ascendía por el Ankh a una velocidad constante de tres kilómetros por hora. No era un medio de transporte muy emocionante, pero al final llegabas a tu destino.
Parecía sano y salvo, pero se agitaba y removía en sueños.
Magrat se preguntó qué se sentiría al pasarse toda la vida haciendo algo que no querías hacer. Era como estar muerto, razonó, sólo que peor, porque estás vivo para sufrirlo.
Pensaba que el bufón era débil, falto de agallas, que necesitaba un poco más de valor. Y anhelaba que volviera para no verlo nunca más.
* * *
Fue un verano largo y abrasador.
Se tomaron las cosas con calma. Había mucho camino entre Ankh-Morpork y las Montañas del Carnero. Hasta Hwel hubo de admitir que resultaba divertido, y eso que no era una palabra muy común en el vocabulario de los enanos.
Como gustéis funcionó bien, como siempre. Los aprendices se superaron: olvidaban sus papeles y llenaban los huecos con chistes. En Sto Lat, todo el tercer acto de Gretalina y Melias se representó sobre el telón de fondo del segundo acto de Las guerras mágicas, pero nadie pareció darse cuenta de que la mejor escena de amor de la historia se representaba sobre una marea que arrasaba un continente entero. Seguramente fue porque Tomjon hacía el papel de Gretalina.
Al día siguiente, en algún pueblo sin nombre en el centro de un interminable mar de cebollas, dejó que Tomjon representara el papel del viejo Miskin en Como gustéis. Vitoller solía bordarlo. No lo podía hacer nadie de menos de cuarenta años, a menos que el viejo Miskin tuviera que engordar con una almohada y pintarse las arrugas.
Hwel no se consideraba viejo. Su padre había seguido trabajando en la mina como el que más a los doscientos años.
Ahora, se sentía viejo. Veía a Tomjon renquear por el escenario, y durante un instante supo lo que era ser un anciano obeso y alcoholizado, luchando en viejas guerras que a nadie le importaban ya, aferrándose al precipicio de la edad madura más tardía por miedo a convertirse en una antigualla, pero sólo con una mano, porque con la otra saludaba ya a la Muerte. Por supuesto, lo había imaginado cuando escribió el papel. Pero, ahora, lo sabía.
En cambio, no conseguía infundir la misma magia a la nueva obra. La probaron unas cuantas veces para ver cómo iba. El público la seguía con atención, y luego se iban a casa. Ni siquiera se molestaban en lanzar fruta podrida. No les parecía una mala obra. Sencillamente, no les parecía nada.
Y tenía todos los ingredientes, ¿verdad? La tradición estaba llena de pueblos que se libraban de sus malos gobernantes. Las brujas siempre gustaban. La aparición de la Muerte era especialmente buena, tenía unos diálogos estupendos. Todo junto... parecía anularse, convertirse en una caótica manera de llenar el escenario durante un par de horas.
Por la noche, cuando el resto de la compañía dormía, Hwel se sentaba en uno de los carromatos y lo rescribía todo con energía febril. Reorganizó las escenas, cortó diálogos, añadió diálogos, incluyó un payaso, metió otra pelea, mejoró los efectos especiales... Nada pareció surtir efecto. La obra era como un cuadro maravilloso e intrincado, un festín de impresiones desde cerca, un mero borrón desde lejos.
Cuando las inspiraciones llegaban a toda velocidad, probó incluso a cambiar el estilo. Por la mañana, los más madrugadores se habían acostumbrado a encontrarse con los experimentos fallidos adornando el césped en torno a las carretas, como setas muy cultas.
Tomjon conservaba uno de los más extraños.
BRUJA 1: Llega tarde. (Pausa)
BRUJA 2: Dijo que vendría. (Pausa)
BRUJA 3: Eso dijo, pero no viene. Éste es mi último tritón. Lo guardaba para él. Pero no ha venido. (Pausa)
—Creo que no deberías esforzarte tanto —le dijo luego Tomjon—. Has hecho lo que te pidieron. Nadie exige que sea genial.
—Pero podría serlo, lo sabes. Es que no doy con ello.
—¿Estás completamente seguro de lo del fantasma?
El tono del muchacho dejaba bien claro que él no lo estaba.
—El fantasma es perfecto —estalló Hwel—. La escena del fantasma es la mejor que he escrito.
—Ya, pero quizá no sea ésta la obra adecuada para ella, es lo único que digo.
—El fantasma se queda. Vamos, muchacho.
* * *
Dos días más tarde, cuando las Montañas del Carnero eran ya un muro azul y blanco en el horizonte Eje, la compañía fue asaltada. No hubo mucho drama; acababan de cruzar un riachuelo con los carromatos y estaban descansando a la sombra de unos árboles, cuando de pronto llovieron ladrones como frutos maduros.
Hwel contempló la hilera formada por media docena de filos oxidados. Sus propietarios no parecían muy seguros de lo que tenían que hacer.
—Tenemos un recibo, esperad que lo busque... —empezó.
Tomjon le dio un codazo.
—No parecen ladrones del Gremio —susurró—. Creo que éstos son profesionales liberales.
Sería bonito decir que el jefe de los ladrones era un bestia de barba negra, con un pañuelo rojo en la cabeza, un pendiente de oro y una barbilla con la que se podían fregar cacharros. En realidad, era toda una tentación. Y reflejaba la realidad. Hwel opinaba que la pata de palo era un poco excesiva, pero, obviamente, el hombre había estudiado mucho su papel.
—Bien, bien —dijo el jefe de los bandidos—. ¿Qué tenemos aquí, llevarán dinero encima?
—Somos actores —respondió Tomjon.
—Eso responde a las dos preguntas —asintió Hwel.
—Nada de réplicas ingeniosas —advirtió el bandido—. He estado en la ciudad, ¿eh? Y las cazo al vuelo. —Se volvió a sus hombres y arqueó una ceja para indicar que su siguiente frase iba a ser divertida—. Si no andáis con cuidado, yo también puedo dar respuestas cortantes.
Se hizo un silencio mortal detrás de él, hasta que hizo un gesto impaciente con la navaja.
—Suficiente —dijo al coro de risas inseguras—. Nos llevaremos las monedas que tengáis, los objetos vendibles, la comida y la ropa.
—¿Puedo decir algo? —preguntó Tomjon.
La compañía retrocedió un paso. Hwel sonrió, mirándose los pies.
—Vas a suplicar piedad, ¿eh? —dijo el bandido.
—Más o menos.
Hwel se metió las manos en los bolsillos y alzó la vista hacia el cielo, silbando entre dientes y tratando de no esbozar una sonrisa. Sabía que los demás actores también miraban a Tomjon con expectación.
Les va a largar el discurso de la piedad de La Leyenda del Troll, pensó...
—Lo que me gustaría señalar —dijo Tomjon, y su voz cambió sutilmente, se hizo más profunda, su mano derecha se alzó automáticamente—, es que «la valía de un hombre no se mide por sus hazañas con las armas, ni por la fiereza de sus rapiñas...».
Será como cuando aquel hombre intentó atracarnos en Sto Lat, pensó Hwel. Si acaban entregándonos las espadas, ¿qué demonios hacemos con ellas? Y es muy embarazoso cuando se echan a llorar...
En aquel momento, el mundo que lo rodeaba adquirió un tinte verdoso, y le pareció distinguir otras voces, justo por encima del umbral de audición.
—¡Hay hombres con espadas, Yaya!
—... ganados con las brillantes hojas que maravillan al mundo... —dijo Tomjon, y las voces al borde de la imaginación dijeron «un rey no va por ahí pidiendo piedad. Pásame esa jarra de leche, Magrat».
—...el corazón de la compasión, el beso...
—Fue un regalo de mi tía.
—... esta joya de joyas, esta corona de coronas.
Se hizo el silencio. Dos de los bandidos lloraban ocultando el rostro entre las manos.
El jefe de los ladrones lo miró.
—¿Ya está?
Por primera vez en su vida, Tomjon se quedó desconcertado.
—Bueno..., sí —dijo—. Eh... ¿quieres que lo repita?
—Ha sido un buen discurso —reconoció el bandido—, pero no sé qué tiene que ver conmigo. Yo soy un hombre práctico. Entregadme todo lo que tengáis de valor.
Su espada descendió hasta quedar a la altura de la garganta de Tomjon.
—Y los demás, no os quedéis ahí quietos como idiotas —añadió—. Obedeced o el chico se la carga.
Wimsloe, el aprendiz, alzó cautelosamente una mano.
—¿Qué pasa? —preguntó el bandido.
—¿S-seguro que h-ha oído bien, señor?
—¡No pienso repetirlo! ¡Lo que quiero oír ahora es el tintineo de las monedas, si no vosotros oiréis un último grito!
En realidad, lo que todos oyeron fue un silbido procedente del cielo, y el golpe de una jarra de leche, congelada por el frío de las alturas, que golpeó al jefe de los bandidos en el casco.
Los ladrones restantes observaron los resultados y, en consecuencia, echaron a correr.
Los actores se quedaron mirando al bandido tirado en el suelo. Hwel dio una patada a un trozo de leche helada.
—Vaya, vaya —dijo débilmente.
—¡No les hizo efecto! —susurró Tomjon.
—Un crítico nato —lo consoló el enano.
Era una jarra azul y blanca. Es gracioso cómo los pequeños detalles destacan en momentos así. Se había roto varias veces en el pasado, eso saltaba a la vista, porque algunos trozos habían sido cuidadosamente pegados. Alguien había apreciado sinceramente aquella jarra.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, buscando a la desesperada algún fragmento de lógica—. Es un tornado raro. Obviamente.
—Pero las jarras de leche no caen del cielo —dijo Tomjon, demostrando la asombrosa capacidad del ser humano para negar lo evidente.
—La verdad, no sé. He oído hablar de lluvias de peces, de ranas y de piedras —señaló Hwel—. No veo por qué no puede llover loza. Es uno de esos fenómenos extraños. Suceden constantemente en esta zona, no tiene nada de raro.
Volvieron a los carromatos y avanzaron en un silencio desacostumbrado. El joven Wimsloe recogió todos los trocitos de jarra que encontró, los guardó cuidadosamente en la caja de accesorios, y se pasó el resto del día observando el cielo, a la espera de un azucarero.
* * *
Los carromatos viajaron por las polvorientas laderas de las Montañas del Carnero, como simples motas en el nebuloso cristal de la bola.
—¿Están bien? —preguntó Magrat.
—No hacen más que desviarse —dijo Yaya—. Quizá se les dé muy bien lo de actuar, pero en cuestiones de viajar les queda mucho que aprender.
—Era una jarra estupenda —suspiró Magrat—. Ya no las fabrican así. Si me hubieras dicho para qué la querías, tengo una plancha de hierro en la estantería.
—Hay cosas más importantes que las jarras de leche.
—Tenía un dibujo de una margarita en la tapa.
Yaya hizo caso omiso de la afirmación.
—Creo —dijo—, que va siendo hora de que veamos a este nuevo rey. De cerca.
Lanzó una carcajada.
—Te has reído a carcajadas, Yaya —señaló Magrat, sombría.
—¡No es verdad! —Yaya buscó la palabra adecuada—. Ha sido una risita.
—Seguro que Aliss la Negra se reía a carcajadas.
—Ten cuidado o acabarás igual que ella —intervino Tata, desde su silla junto a la chimenea—. Al final se volvió algo chalada, ya sabes. Le dio por envenenar manzanas y esas cosas.
—Sólo porque me haya reído... un poco fuerte... —bufó Yaya. Notaba que se estaba poniendo a la defensiva—. Además, las carcajadas no tienen nada de malo. Con moderación, claro.
* * *
—Creo que nos hemos perdido —dijo Tomjon.
Hwel alzó la vista hacia los páramos purpúreos que los rodeaban. Se extendían hasta las imponentes torres de las montañas. Incluso en aquella época, la cúspide del verano, en los picos más altos quedaban algunos jirones de nieve. Es un paisaje de belleza descriptible.
Las abejas estaban ajetreadas, o al menos fingían estar ajetreadas entre los matorrales que bordeaban la carretera. Las sombras de las nubes se dibujaban sobre los prados alpinos. Todo estaba inmerso en uno de esos silencios avasalladores, vacíos, provocados por un entorno donde no hay gente ni maldita la falta que hace.
Donde no hay tampoco carteles indicadores.
—Nos perdimos hace quince kilómetros —replicó Hwel—. La situación en que nos encontramos ahora debe de tener otro nombre.
—Dijiste que las montañas estaban llenas de minas de enanos —dijo Tomjon—. Dijiste que un enano nunca se perdía en las montañas.
—Bajo tierra, dije bajo tierra. Todo es cuestión de estratos y formaciones rocosas. En la superficie, no. El paisaje nos impide ver bien.
—Podríamos cavarte un agujero —sugirió Tomjon.
Pero era un día agradable, y el sendero serpenteaba entre robles y pinos, las afueras del bosque, con lo que permitieron que las muías avanzaran a su paso. Hwel tenía la sensación de que el camino debía llevar a alguna parte.
Esta ficción geográfica había sido la perdición de mucha gente. Los caminos no tienen por qué llevar a algún lugar obligatoriamente. Lo único que es obligatorio es que empiecen en algún lugar.
—Nos hemos perdido, ¿verdad? —insistió Tomjon.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿dónde estamos?
—En las montañas. Resultan evidentes en cualquier atlas.
—Tendríamos que parar y preguntar a alguien.
Tomjon miró a su alrededor. En algún lugar se oía el canto de un mirlo solitario, o tal vez fuera un ruiseñor... Hwel no era experto en asuntos rurales, al menos en aquellos que tenían lugar por encima del suelo. No había otro ser humano en kilómetros a la redonda.
—¿Se te ocurre alguien en concreto? —preguntó, sarcástico.
—A aquella mujer del sombrero raro —señaló Tomjon—. Hace un rato que la estoy mirando. Cuando cree que la he visto, se esconde entre los arbustos.
Hwel se volvió hacia las matas de tomillo.
—Hola, abuela —saludó.
Del arbusto brotó una cabeza indignada.
—¿Abuela de quién? —preguntó al bufón.
Hwel titubeó.
—Era una manera de hablar, señora..., señorita...
—Señorita —le espetó Yaya—. Y no soy más que una pobre anciana que recoge leña —añadió, desafiante. Se aclaró la garganta—. Ejem —siguió—. Me has asustado, joven. Mi pobre corazón.
Los carromatos quedaron en silencio. Tomjon fue quien lo rompió.
—¿Cómo dices?
—¿Qué?
—¿Qué le pasa a tu pobre corazón?
—¿Cómo que qué le pasa a mi pobre corazón? —gruñó Yaya, que no estaba acostumbrada a comportarse como una anciana, y tenía un repertorio muy limitado sobre el tema.
Pero la tradición ordena que los jóvenes herederos en busca de su destino reciban ayuda de ancianas misteriosas que recogen leña, y ella respetaba ese tipo de cosas.
—Nada, que lo has mencionado —intervino Hwel.
—Bueno, no tiene importancia. Ejem. Supongo que buscáis el camino a Lancre —dijo Yaya, apresurándose a ir al grano.
—Pues sí —asintió Tomjon—. Llevamos buscándolo todo el día.
—Habéis pasado de largo. Retroceded cosa de tres kilómetros y seguid por el desvío de la derecha, donde veáis un grupo de pinos.
Wimsloe dio un codazo a Tomjon.
—Cuando t-te encuentras con una anciana m-misteriosa en el camino —le informó—, tienes que ofrecerte a compartir la c-comi-da con ella. O ayudarla a cruzar el r-río.
—¿Tú crees?
—T-trae muy m-mala suerte no hacerlo.
Tomjon dedicó a Yaya una sonrisa educada.
—¿Quieres compartir nuestra comida, abue..., ancia..., señora?
Yaya dudó un instante.
—¿Qué tenéis?
—Cerdo salado.
Ella sacudió la cabeza.
—No, pero gracias —dijo con un esfuerzo de amabilidad—. Me da gases.
Se dio media vuelta y desapareció entre los arbustos.
—¡Si quieres, podemos ayudarte a cruzar el río! —le gritó Tomjon.
—¿Qué río? —preguntó Hwel—. Estamos en un páramo, no hay un río en kilómetros a la redonda.
—Hay que t-tenerlas de p-parte de uno —dijo Wimsloe—. Así t-te ayudan.
—Quizá deberíamos haberle dicho que esperase mientras buscábamos uno —gruñó Hwel.
Encontraron el desvío. Llevaba a un bosque con un laberinto de senderos indescifrable, uno de esos bosques en los que la nuca te dice que los árboles se vuelven para mirarte en cuanto pasas de largo, uno de esos bosques en los que el cielo está muy arriba, muy lejos. Pese a lo caluroso del día, una penumbra húmeda e impenetrable envolvía los troncos de los árboles, que crecían junto a los senderos como si tuvieran intención de borrarlos.
Pronto volvieron a perderse, y descubrieron que estar perdido en un lugar donde no sabes dónde estás es mucho peor que estar perdido al aire libre.
—Podría habernos dado instrucciones más concretas —se quejó Hwel.
—Como por ejemplo, «preguntad a la siguiente chiflada» —dijo Tomjon—. Mira allí.
El enano se irguió en la silla.
—Hola, abue..., ancia... —aventuró.
Magrat se arrebujó en el chal.
—Sólo estoy recogiendo leña —les espetó.
Mostró una ramita a modo de prueba. Varias horas de espera, con los árboles como única compañía para charlar, la habían puesto de un humor aún peor.
Wimsloe dio un codazo a Tomjon, quien asintió y trató de sonreír de la manera más amable.
—¿Quieres compartir nuestra comida, ancia..., abue..., señorita? —preguntó—. Me temo que sólo podemos ofrecerte cerdo salado.
—La carne es un veneno para el sistema digestivo —le informó Magrat—. Si vieras el interior de tu colon, te quedarías horrorizado.
—Estoy seguro —murmuró Hwel.
—¿Sabéis que un varón adulto lleva constantemente en los intestinos dos kilos de carne roja sin digerir? —insistió la joven, cuyas conferencias informativas sobre temas de nutrición tenían fama de lograr que familias enteras se encerrasen en el sótano hasta que se marchaba—. En cambio, la piña piñonera y las semillas de girasol...
—¿No hay por aquí algún río para que podamos ayudarte a cruzarlo? —preguntó Tomjon a la desesperada.
—No digas tonterías —gruñó Magrat—. Sólo soy una humilde mujer que recoge leña, ejem, y de paso oriento a los viajeros perdidos, les indico el camino hacia Lancre.
—Ah —asintió Hwel—. Sabía que llegaríamos a eso.
—Tenéis que seguir adelante cosa de un kilómetro y luego, cuando veáis una roca grande con una hendidura, girad a la derecha. No tiene pérdida.
—Bien —gruñó el enano—. No te entretendremos más. Seguro que aún tienes que recoger mucha leña.
Silbó a las mulas para que volvieran a ponerse en marcha, malhumorado.
Cuando, una hora más tarde, el sendero desembocó en un prado sembrado de rocas grandes como casas, Hwel soltó las riendas con sumo cuidado y se cruzó de brazos. Tomjon le miró.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Esperar —anunció el enano con firmeza.
—Pero pronto se hará de noche.
—No estaremos aquí mucho tiempo.
Al final, Tata Ogg se rindió y salió de detrás de su roca.
—Cerdo salado, ¿entiendes? —le espetó Hwel—. O lo tomas, o lo dejas. A ver, ¿por dónde se va a Lancre?
—Seguid adelante, por la izquierda del desfiladero, llegaréis a un camino que termina en un puente, no tiene pérdida —respondió Tata alegremente.
Hwel cogió las riendas.
—Te has olvidado de los ejems.
—Rayos. Lo siento. Ejem.
—Supongo que eres una anciana inofensiva que recoge madera —siguió Hwel.
—En el grano, chico —asintió Tata alegremente—. Justo ahora iba a empezar.
Tomjon dio un codazo al enano.
—Te has olvidado de lo del río.
Hwel lo miró.
—Ah, sí —murmuró—. Si quieres, puedes esperar aquí mientras buscamos un río.
—Para ayudarte a cruzarlo —le indicó Tomjon.
Tata le dedicó una sonrisa radiante.
—Hay un puente estupendo —dijo—. Pero no diré que no si os ofrecéis a llevarme.
Para irritación de Hwel, Tata Ogg se subió las faltas y trepó al pescante del carromato, donde se metió entre Tomjon y el enano y se retorció como una ostra hasta ocupar la mitad del asiento.
—Has mencionado no sé qué de cerdo salado —sugirió—. ¿Tenéis mostaza, por casualidad?
—No —replicó Hwel, malhumorado.
—No soporto el cerdo salado sin condimentos —le explicó Tata—. Pero tendrá que bastar.
Sin decir palabra, Wimsloe le tendió la cesta donde estaba la cena para toda la compañía. Tata levantó la tapadera y valoró el contenido con gesto crítico.
—Este queso está un poco pasado —señaló—. Hay que comerlo pronto. ¿Qué hay en esta botella?
—Cerveza —dijo Tomjon un segundo antes de que Hwel tuviera la presencia de ánimo necesaria para decir «agua».
—Es floja —suspiró Tata después de echar un buen trago.
Rebuscó en los bolsillos de su delantal y sacó la bolsa de tabaco.
—¿Alguien tiene fuego? —preguntó.
Un par de actores le tendieron cerillas. Tata asintió y guardó la bolsa.
—Bien —dijo—. Ahora, ¿alguien tiene tabaco?
* * *
Media hora más tarde, los carromatos cruzaron el puente de Lancre, pasaron junto a las granjas de las afueras y atravesaron los bosques que constituían la mayor parte del reino.
—¿Esto es todo? —preguntó Tomjon.
—Bueno, todo no —dijo Tata, que había esperado algo más de entusiasmo—. Hay mucho más al otro lado de las montañas. Pero ésta es la zona llana.
—¿A esto lo llamáis llano?
—Bastante llano —concedió Tata—. Pero el aire es puro. El palacio está ahí arriba, desde allí se divisa todo el territorio.
—Te refieres a todos los bosques.
—Te gustará —lo animó Tata.
—Es un poco pequeño.
Tata meditó un instante. Se había pasado casi toda la vida dentro de las fronteras de Lancre. Siempre le había parecido de su talla.
—Es coqueto —dijo—. Y bien comunicado.
—¿Bien comunicado con qué?
Tata se rindió.
—Con todo lo que esté cerca...
Hwel no dijo nada. El aire era puro, subía y bajaba por las laderas de las montañas como una marea, teñido por los aromas de los bosques alpinos. Atravesaron la puerta de la muralla y entraron en lo que allí denominaban ciudad. El urbanita en que se había convertido decidió que, en las llanuras, lo calificarían de zona desierta.
—Hay una posada —dijo Tomjon, dubitativo.
Hwel siguió la dirección de su mirada.
—Sí —dijo al final—. Creo que sí.
—¿Cuándo representaremos la obra?
—No tengo ni idea. Supongo que debemos subir al castillo para decir que hemos llegado. —Hwel se rascó la barbilla—. El bufón dijo que el rey o alguien querrían ver el libreto.
Tomjon contempló la ciudad de Lancre. Le parecía un lugar tranquilo. No era uno de esos sitios donde echan a los actores al anochecer. Allí necesitaban de toda la población disponible.
—Ésta es la capital del reino —les informó Tata Ogg—. Ya habréis observado el hermoso diseño de las calles.
—¿Calles? —se asombró Tomjon.
—Calle —se corrigió Tata—. Y las casas están en muy buenas condiciones, recién restauradas.
—¿Recién?
—Hace apenas veinte años —hubo de reconocer Tata—. Y la vista es preciosa, mira...
—Señora, hemos venido a divertir a la ciudad, no a comprarla —señaló Hwel.
Tata Ogg miró a Tomjon de soslayo.
—Sólo quería que vieras lo bonito que es esto —dijo.
—Tu orgullo ciudadano te honra —replicó el enano—. Y ahora, por favor, baja del carro. Supongo que tendrás que recoger mucha leña. Ejem.
—Gracias por el aperitivo —dijo Tata al tiempo que se apeaba.
—Por la comida —la corrigió Hwel.
Tomjon le dio un codazo.
—Deberías ser más educado —le indicó—. Nunca se sabe. —Se volvió hacia Tata—. Gracias por todo, abue..., vaya, se ha marchado.
* * *
—Han venido a hacer un teatro —informó Tata. Yaya Ceravieja siguió desgranando guisantes al sol, cosa que molestaba profundamente a Tata.
—¿Y? ¿No vas a decir nada? He averiguado cosas —dijo—. He recogido información. No me he quedado sentada preparando sopa...
—Estofado.
—Supongo que es una diferencia vital —gruñó Tata.
—¿Qué clase de teatro?
—No lo dijeron. Creo que es algo para el duque.
—¿Para qué quiere el duque un teatro?
—Eso tampoco lo dijeron.
—Seguramente todo es un truco para entrar en el castillo —señaló Yaya con tono de experta—. Una buena idea. ¿Viste algo en los carromatos?
—Cajas, sacos y esas cosas.
—Sin duda estaban llenos de armas y escudos, oye lo que te digo.
Tata Ogg no parecía tan segura.
—A mí no me parecieron soldados. Todos eran muy jóvenes, muy delgados.
—Son listos. Supongo que, en mitad de la obra, el rey manifestará su destino delante de todo el mundo. Es un buen plan.
—Ésa es otra —añadió Tata—. No parece que le guste mucho este lugar.
—Claro que le gusta. Lo lleva en la sangre.
—Los traje por el camino bonito. Y no pareció nada impresionado.
Yaya titubeó.
—Seguramente sospechaba de ti —dijo al final—. O estaba demasiado impresionado como para hablar.
Dejó a un lado el puchero de guisantes, y contempló los árboles con gesto pensativo.
—¿Te queda algún familiar trabajando en el castillo? —preguntó.
—Shirl y Daff ayudan en las cocinas desde que el cocinero se volvió loco.
—Perfecto. Hablaré con Magrat. Creo que debemos ver ese teatro.
* * *
—Perfecto —dijo el duque.
—Gracias —respondió Hwel.
—Has comprendido perfectamente aquel terrible accidente. Es como si hubieras estado allí. Ja. Ja.
—No estuviste, ¿verdad? —preguntó Lady Felmet, inclinándose hacia el enano.
—Me he limitado a utilizar la imaginación —se apresuró a explicar éste.
La duquesa le lanzó una mirada, sugiriendo que su imaginación podía considerarse muy afortunada si no la llevaban al patio para dar explicaciones a cuatro caballos furiosos y unos metros de cadenas.
—Perfecto, perfecto —dijo el duque al tiempo que pasaba las páginas con una sola mano—. Así fue, así fue exactamente.
—Así habrá sido —le corrigió la duquesa.
Lord Felmet pasó otra página.
—Y también sales tú —dijo—. Sorprendente. Es tal y como lo recuerdo, palabra por palabra. Veo que también sale la Muerte.
—Siempre es muy popular —asintió Hwel—. A la gente le gusta.
—¿Cuándo podéis hacerla?
—Representarla —le corrigió Hwel—. Ya la hemos ensayado. Cuando queráis.
Y así podremos marcharnos de aquí cuanto antes, dijo para sus adentros, lejos de tus ojos, que parecen dos huevos escalfados, y de esa montaña de mujer vestida de rojo, y de este castillo que es como un imán para el viento. No pasará a la historia como una de mis mejores obras, lo tengo bien claro.
—¿Cuánto dijimos que te íbamos a pagar? —preguntó la duquesa.
—Se habló de cien piezas de plata más —respondió Hwel.
—Las vale —asintió el duque.
Hwel se marchó precipitadamente, antes de que la mujer empezara a regatear. Pero habría pagado de buena gana con tal de poder marcharse de allí. Coqueto, pensó. Dioses, ¿cómo podía gustarle a alguien un reino como aquél?
* * *
El bufón aguardaba en el prado junto al lago. Contempló pensativo el cielo, y se preguntó dónde demonios estaría Magrat. Aquel era su lugar, el sitio donde se sentían más unidos, o eso decía ella. El hecho de que lo compartieran con unas cuantas vacas no parecía tener mayor importancia.
La joven llegó con un vestido verde y un humor de perros.
—¿Qué es eso que se dice de una obra de teatro? —preguntó.
El bufón se apoyó en un tronco de sauce.
—¿No te alegras de verme? —preguntó.
—Bueno, sí. Claro. Esa obra...
—Mi señor quiere algo para convencer a su pueblo de que él es el legítimo rey de Lancre. Creo que sobre todo quiere convencerse a sí mismo.
—¿Por eso fuiste a la ciudad?
—Sí.
—¡Es repugnante!
El bufón se sentó con toda tranquilidad.
—¿Prefieres los métodos de la duquesa? —preguntó—. Ella es partidaria de matar a todo el mundo. Se le dan muy bien esas cosas. Y luego habría guerras y todo eso. Moriría mucha gente. Quizás esto sea más sencillo.
—¡No tienes agallas!
—¿Qué?
—¿No quieres morir por una causa justa?
—Preferiría vivir en paz por una causa justa. Para vosotras las brujas es muy fácil, podéis hacer lo que queráis, pero yo tengo unos deberes.
Magrat se sentó junto a él. Averigua todo lo posible sobre esa obra, le había dicho Yaya. Habla con tu amigo, el de los cascabeles. Es muy leal, había replicado ella. Puede que no quiera decirme nada. Y Yaya había lanzado uno de sus legendarios bufidos. No es momento para andarse con zarandajas. Si es necesario, sedúcelo.
—¿Y cuándo se hará esa obra? —preguntó acercándose más a él.
—Cielos, sé que no se me permite decírtelo —respondió el bufón—. El duque me dijo, «que no se enteren las brujas de que es mañana por la noche».
—Entonces, no me lo digas —asintió Magrat.
—A las ocho.
—Claro.
—Pero se reunirán a las siete y media para tomar un aperitivo.
—Supongo que tampoco puedes decirme quiénes son los invitados —suspiró la joven.
—Es cierto. La mayor parte de los dignatarios de Lancre. Comprenderás que no debo decírtelo.
—Claro, claro.
—Pero creo que tienes derecho a saber lo que no te digo.
—Bien pensado. ¿Sigue existiendo esa puertecita trasera, la que lleva a las cocinas?
—¿Ésa que casi siempre está sin guardia?
—Sí.
—Pues sigue igual que siempre.
—¿Crees que habrá alguien por allí mañana a las ocho?
—Quizás esté yo. Solo.
—Bien.
El bufón apartó el morro húmedo de una vaca inquisitiva.
—El duque os estará esperando —añadió.
—Si has dicho que dijo que no debíamos enterarnos.
—Dijo que yo no debía decíroslo. Pero también dijo: «Vendrán de todos modos, o eso espero». Es muy extraño. Parecía de buen humor. Mm..., ¿podré verte después cuando acabe la obra?
—¿No dijo nada más?
—Sí, algo sobre enseñar su futuro a las brujas. No lo entendí. De verdad, me gustaría verte después de la obra. He comprado...
—Creo que estaré lavándome el pelo —replicó Magrat vagamente—. Perdona, tengo que irme.
—Pero es que te he traído un rega...
El bufón se quedó mirando la espalda de la joven que se alejaba.
Cuando desapareció entre los árboles, suspiró y contempló el collar que llevaba firmemente entrelazado entre los dedos. Sabía que era de un gusto pésimo, pero era como a ella le gustaban, todo de plata y cráneos. Le había costado más de lo que podía gastar.
Una vaca, engañada por los cuernos de su gorro, le metió la lengua en la oreja.
Es verdad lo que dicen, pensó el bufón. A veces las brujas hacen cosas terribles a la gente.
* * *
Llegó mañana por la noche, y las brujas se dirigieron hacia el castillo de mala gana, dando un rodeo.
—Si él quiere que vayamos, yo no quiero ir —bufó Yaya—. Debe de tener algún plan. Está usando la cabezología.
—Pasa algo —asintió Magrat—. Anoche sus hombres incendiaron tres casitas en mi pueblo. Siempre da esas órdenes cuando está de buen humor. El nuevo sargento tiene la cerilla fácil.
—Mi Daff me ha dicho que ha visto a los actores practicar esta mañana —dijo Tata Ogg, que llevaba una bolsa de nueces y una petaca de bolsillo, de la que se elevaba un olor punzante—. Dice que no había más que gritos y apuñalamientos, y luego todo el mundo se preguntaba quién lo había hecho, y la gente se murmuraba cosas a gritos.
—Actores —gruñó Yaya—. Como si en el mundo no hubiera ya bastantes historias, van ellos y se inventan más.
—Además, gritan tan alto... —se quejó Tata—. No se oye lo que te dice el de al lado.
También llevaba, en un bolsillo del delantal, un trozo de piedra hechizada del castillo. El rey vería la función gratis.
Yaya asintió. Pero valdrá la pena, pensó. No tenía ni la menor idea de las intenciones de Tomjon, pero su innato sentido de lo teatral le garantizaba que el chico haría algo importante. Se preguntó si saltaría del escenario y apuñalaría al duque, y se dio cuenta de que lo estaba deseando.
—Larga vida a comosellame —dijo entre dientes—. Al rey que viene ahora.
—A ver si nos damos prisa —las acució Tata—. Si no, cuando lleguemos no quedarán canapés.
El bufón aguardaba nervioso junto a la puertecita trasera. Su rostro se animó al ver a Magrat, pero se congeló en una expresión de educada sorpresa al encontrarse también con las otras dos.
—No causaréis ningún problema, ¿verdad? —rogó—. No quiero que pase nada. Por favor.
—No entiendo a qué te refieres —bufó Yaya, pasando de largo junto a él.
—¿Qué tal, cascabeles? —saludó Tata, al tiempo que le daba un codazo en las costillas—. No nos canses mucho a la niña, ¿eh?
—¡Tata! —exclamó Magrat, horrorizada.
El bufón sonrió con la mueca desesperada de todos los jóvenes cuando se encuentran con una anciana impertinente que se mete en su vida íntima.
Las brujas mayores entraron. El bufón agarró a Magrat por un brazo.
—Conozco un lugar desde donde lo veremos todo muy bien —dijo.
Ella titubeó.
—No pasará nada —insistió el bufón—. Conmigo estás a salvo.
—Sí. Claro —murmuró Magrat, tratando de mirar a su alrededor para ver dónde se ponían las otras.
—Representarán la obra en el patio grande. La veremos muy bien desde la puerta de la torre, además allí no habrá nadie. He dejado una botella de vino para nosotros, y todo.
Al ver que todavía dudaba, añadió:
—También hay una cisterna de agua y una chimenea que los guardias usan a veces. Por si quieres lavarte el pelo.
* * *
El castillo estaba lleno de gente que se miraba de esa manera educada y algo afectada de quienes suelen verse todo el día, pero en circunstancias sociales diferentes, como en una fiesta en la oficina. Las brujas pasaron desapercibidas, y encontraron asientos en las hileras de bancos situados en el patio principal, ante el escenario rápidamente improvisado.
Tata Ogg ofreció la bolsa de nueces a Yaya.
—¿Quieres una?
Un caballero de Lancre pasó ante ella y señaló educadamente el asiento de su izquierda.
—¿Hay alguien en este sitio? —preguntó.
—Sí —respondió Tata.
El caballero contempló distraídamente el resto de los bancos, que empezaban a ocuparse a toda velocidad, y luego al espacio claramente libre que tenía delante. Se recogió los faldones de la túnica con expresión decidida.
—Creo que, en vista de que la obra comienza a empezar, sus amigos tendrán que buscarse otro sitio cuando lleguen —dijo, y se sentó.
En pocos segundos, la cara se le puso blanca. Los dientes le castañetearon. Se llevó las manos al estómago y gimió.*
—Ya te lo dije —señaló Tata mientras el hombre se alejaba dando tumbos—. ¿Para qué preguntas, si luego no haces lo que te dicen? —Se inclinó hacia el asiento vacío—. ¿Nueces?
—No, gracias —respondió el rey Verence, haciendo un gesto con su mano espectral—. Ya sabes que me atraviesan.
—Por favor, estimados espectadores, escuchad nuestra historia...
—¿Qué es esto? —siseó Yaya—. ¿Quién es el tipo de los leotardos?
—Es el Prólogo —respondió Tata—. Tienes que tenerlo al principio, para que la gente sepa de qué va la obra.
—Pues no le entiendo nada. ¿Qué es un espectador?
—No estoy segura, pero creo que tengo un jarabe para eso.
Hubo un coro de «shhh».
—Estas nueces están durísimas —siguió Tata sin inmutarse. Escupió una que había intentado cascar con los dientes—. Las tendré que abrir con el zapato.
Yaya, en cambio, se sumergió en un silencio desacostumbrado, preocupado, e intentó prestar atención al prólogo. El teatro la hacía sentir incómoda. Tenía una magia propia, una magia que ella no controlaba, una magia que no le pertenecía. Cambiaba el mundo, decía que las cosas no eran como eran. Y lo peor de todo... era una magia que no pertenecía a las brujas y a los magos. Estaba a las órdenes de la gente común, de personas que no conocían las normas. Se dedicaban a alterar el mundo sólo porque así les parecía mejor.
El duque y la duquesa estaban sentados en sus tronos, ante el escenario. Cuando Yaya los miró, el duque se dio media vuelta, y le vio sonreír.
Quiero que el mundo siga siendo como es, pensó Yaya. Quiero que el pasado permanezca inalterado. El pasado ya no es lo que era.
La orquesta empezó a tocar.
Hwel miraba desde los bastidores, e hizo una señal a Wimsloe y a Brattsley, que salieron a la luz de las antorchas.
ANCIANO PRIMERO: ¿Qué le sucede a la tierra?
ANCIANA PRIMERA: Ahora impera el terror...
El enano los observó unos instantes, moviendo los labios sin emitir sonido alguno. Luego regresó a la habitación de la guardia, donde el resto del reparto terminaba de vestirse apresuradamente. Hwel lanzó el tradicional grito de rabia de los directores.
—¡Vamos! —ordenó—. ¡Soldados del rey, firmes! Y las brujas... ¿Dónde están las condenadas brujas?
Los aprendices más jóvenes se presentaron ante él.
—¡He perdido mi verruga!
—¡Este caldero está lleno de hollín!
—¡En esta peluca hay algo vivo!
—¡Calma, calma! —gritó Hwel—. ¡Todo saldrá bien la noche del estreno!
—¡Ésta es la noche del estreno, Hwel!
El enano cogió un puñado de masilla de la mesa de maquillajes, y estampó una verruga del tamaño de una naranja. La peluca de paja fue colocada bruscamente sobre la cabeza de su propietario, con habitantes y todo, y el caldero recibió una breve inspección tras lo cuál su hollín fue calificado de perfecto y adecuadísimo a las circunstancias.
En el escenario, a un guardia se le cayó el escudo, se agachó para recogerlo y se le cayó la lanza. Hwel puso los ojos en blanco y rezó en silencio a cualquier dios que le estuviera escuchando.
Las cosas ya iban mal. En las primeras representaciones, habían tenido problemas, cierto, pero Hwel había conocido un par de fracasos monumentales, y aquello llevaba camino de ser el peor de todos. Aquella compañía estaba más temblorosa que un cubo de flanes. Los diálogos eran entrecortados y tartamudeantes.
—... vengar el terror de la muerte de vuestro padre —siseó a modo de apuntador, antes de volverse hacia las temblorosas brujas.
Dejó escapar un gemido. Hubiera dado cualquier cosa por poder hacer mutis. Se suponía que aquel trío estaba aterrorizando al reino. Sólo quedaba un minuto para que entraran en escena.
—¡Bien! —exclamó, recuperando el dominio—. ¿Qué sois? Malvadas hechiceras, ¿verdad?
—Sí, Hwel —asintieron con aire sumiso.
—¡Decidme qué sois! —ordenó.
—Somos malvadas hechiceras, Hwel.
—¡Más alto!
—¡Somos Malvadas Hechiceras!
Hwel dio unos pasos, luego se giró bruscamente sobre los talones.
—¿Y qué vais a hacer?
La Segunda Bruja se rascó la poblada peluca.
—¿Vamos a maldecir a la gente? —aventuró—. Lo pone en el libreto...
—¡No os OIGO!
—¡Vamos a maldecir a la gente! —corearon los tres, mirando hacia arriba para no encontrarse con los ojos del enano.
Hwel volvió a pasear con las manos a la espalda.
—¿Qué sois?
—¡Somos brujas, Hwel!
—¿Qué clase de brujas?
—¡Brujas crueles y sanguinarias! —gritaron los tres, captando el espíritu.
—¿Qué clase de brujas crueles y sanguinarias?
—¡Malvadas brujas crueles y sanguinarias!
—¿Sois perversas?
—¡Sí!
—¿Sois astutas?
—¡Sí!
Hwel se irguió en toda su altura, por poca que fuera.
—¿Qué-sois-vo-so-tras?
—¡Somos perversas y astutas brujas malvadas, crueles y sanguinarias!
—¡Eso es!
Señaló con dedo vibrante hacia el escenario, bajó la voz y, en ese momento, una inspiración dramática se precipitó hacia él procedente de la estratosfera y acertó de lleno en su módulo creativo, haciéndole añadir:
—Ahora quiero que salgáis y los pongáis de pie. No por mí. No por el maldito capitán. —Se pasó el imaginario puro de una comisura a otra de la boca, se echó hacia atrás un casco inexistente, y rugió—. Sino por el cabo Walkowski y su perro.
Lo miraron, incrédulos.
Como si le hubieran dado el pie, a alguien se le cayó la hoja de latón, y rompió el hechizo.
Hwel puso los ojos en blanco. Se había criado en las montañas, donde las tormentas de truenos saltaban de pico en pico sobre patas de rayos. Recordaba tormentas que cambiaban la forma de las cordilleras, que arrasaban bosques enteros. Y una hoja de latón no era lo mismo, por mucho entusiasmo que se pusiera a la hora de sacudirla.
Sólo por una vez, pensó. Sólo por una vez.
Abrió los ojos y miró a las brujas.
—¿Qué hacéis ahí de pie! —gritó—. ¡Salid al escenario y maldecid a todo el mundo!
Los vio situarse en su lugar, y entonces Tomjon le dio un toquecito en la cabeza.
—No encuentro la corona, Hwel.
—¿Mm? —preguntó el enano, mientras su mente buscaba formas de construir máquinas para simular rayos y truenos.
—Que no encuentro la corona, y necesito una.
—¡Cómo que no la encuentras! Es la grande, la de los cristales rojos, muy impresionante, la usamos en aquel pueblo de la plaza cuadrada...
—Pues creo que nos la dejamos allí.
Se oyó otro amago de trueno, pero, aún así, la parte de Hwel que vivía la obra oyó un tartamudeo en el escenario. Corrió hacia las bambalinas.
—...he acabado con más de una vida... —susurró, y volvió corriendo con Tomjon—. Bueno, pues ponte otra —dijo vagamente—. Están en la caja de accesorios. Eres el Malvado Rey, tienes que llevar corona. Vamos, chico, te toca salir en pocos minutos. Improvisa.
Tomjon volvió hacia la caja. Había vivido siempre entre coronas, grandes coronas doradas hechas de madera y masilla, adornadas con cristales de colores. Había echado los dientes con los Símbolos de la Autoridad. Pero la mayor parte de ellas se habían quedado en el Dysko. Apartó a un lado dagas falsas, cráneos y jarrones, en estratos de años, y por fin, justo al fondo, sus dedos se cerraron en torno a algo delgado y con forma de corona, que nadie había querido ponerse nunca porque era muy poco regia.
Sería bonito decir que vibró en sus manos. Quizá fue así.
* * *
Yaya estaba sentada, inmóvil como una estatua y casi igual que fría. Horrorizada, empezaba a comprender.
—Somos nosotras —dijo—, en torno a ese estúpido caldero. Se supone que somos nosotras, Gytha.
Tata Ogg hizo una pausa, con una nuez a medio camino de sus encías. Escuchó a los actores.
—¡Yo nunca he provocado un naufragio! —exclamó—. ¡Dicen que me dedico a provocar naufragios! ¡Es mentira!
En la torre, Magrat dio un codazo en las costillas al bufón.
—Lleva colorete verde —dijo, mirando a la Tercera Bruja—. Yo no tengo esa pinta, ¿verdad?
—Ni por lo más remoto —respondió el bufón.
—¡Ni ese pelo!
El bufón escudriñó entre las almenas, como una gárgola ansiosa.
—Parece paja —dijo—. Y no muy limpia, por cierto.
Titubeó, pasando los dedos por el musgo que cubría la piedra. Antes de marcharse de la ciudad, había pedido a Hwel algunas frases adecuadas para decírselas a una joven, y las había memorizado durante el camino de vuelta. Era ahora o nunca.
—Me gustaría saber si puedo compararte con un día de verano. Porque... bueno, el 12 de junio fue muy bonito y... Oh. Te has ido.
* * *
El rey Verence se agarró al borde de su asiento. Sus dedos lo atravesaron. Tomjon acababa de salir al escenario.
—Ése es mi hijo, ¿verdad?
La nuez sin abrir se cayó de entre los dedos de Tata Ogg y rodó por el suelo. La anciana asintió.
Verence volvió hacia ella el rostro transparente, demacrado.
—Pero ¿qué hace? ¿Qué dice?
Tata sacudió la cabeza. El rey escuchaba boquiabierto a Tomjon, que recorría el escenario en medio de su mejor soliloquio.
—Creo que se supone que eres tú —dijo Tata, distante.
—¡Pero si yo en mi vida he caminado así! ¿Por qué tiene una joroba en la espalda? ¿Qué le ha pasado en la pierna? —Escuchó unos segundos más y añadió—: ¡Y desde luego, jamás hice semejante cosa! ¡Ni eso tampoco! ¿Por qué dice que lo hice?
La mirada que lanzó a Tata estaba cargada de súplicas. Ella se encogió de hombros.
El rey alzó los brazos, se quitó la corona espectral y la examinó.
—¡Y lleva puesta mi corona! ¡Mirad, es ésta! Y dice que hice todas ésas... —Tras una pausa de cosa de un minuto para escuchar las últimas frases, prosiguió—: Muy bien, quizás eso sí lo hice. Vale, prendí fuego a unas cuantas casas. Pero eso es cosa corriente. Además, favorece al desarrollo de la industria inmobiliaria.
Volvió a ponerse la corona fantasma.
—¿Por qué dice todas esas cosas de mí? —suplicó.
—Es el arte —respondió Tata—. Hace nosequé de poner un espejo ante la vida.
Yaya se giró lentamente y contempló al público. Todo el mundo contemplaba la actuación como en trance. Las palabras calaban en ellos, surcando el aire silencioso. Aquello era real. Aquello era más real que la realidad. Aquello era historia. Quizá no fuera la verdad, pero eso no importaba.
Yaya nunca había dedicado mucho tiempo a las palabras. Eran insustanciales. Ahora deseaba haberles prestado más atención. Eran suaves como el agua, pero también tan poderosas como el agua, inundaban al público, erosionaban los matices de la realidad y arrasaban el pasado en sus oleadas.
Ésas de ahí somos nosotras, pensó. Todo el mundo nos conoce en la realidad, pero lo que recordarán de verdad es lo que ven ahora..., tres viejas repugnantes y malvadas con gorros puntiagudos. Todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos sido, dejará de existir.
Contempló el fantasma del rey. Bueno, no había sido peor que cualquier otro rey. Claro, quemaba alguna que otra casa de cuando en cuando, con una cierta indiferencia, pero sólo cuando estaba enfadado por alguna razón. Además, podía dejarlo cuando quisiera. Hería al mundo, pero las heridas que infligía eran de las que se curan.
Quienquiera que hubiera escrito aquel Teatro, entendía de magia. Hasta yo creo lo que estoy viendo, y sé que no puede ser más falso.
Esto es el Arte que refleja la vida como un espejo. Por eso todo se ve al revés.
Estamos perdidas. No podemos hacer nada contra esto sin convertirnos precisamente en lo que no somos.
Tata Ogg le dio un violento codazo en las costillas.
—¿Has oído eso? —preguntó, escandalizada—. ¡Uno ha dicho que metemos bebés en el caldero! ¡Me han llamado asesina! ¡No pienso quedarme aquí sentada para oír cómo dicen que metemos bebés en el caldero!
Yaya la agarró por el chal para impedir que se levantara.
—¡No se te ocurra hacer nada! —siseó—. Sólo serviría para empeorar las cosas.
—«Parteras del infierno», dicen. Ésa debe de ser la pequeña Millie Hipwood, que no se atrevió a decírselo a su madre y salió a recoger leña. El suyo me tuvo despierta toda la noche —murmuró Tata—. Bonita cría tuvo. ¿Qué es una partera?
—Palabras —dijo Yaya, casi para sí misma—. Es lo único que queda. Palabras.
—Y ahora viene un hombre con una trompeta. ¿Qué va a hacer? Oh. Fin del Primer Acto.
Nadie olvidará las palabras, pensó Tata. Tienen poder. Y son palabras condenadamente buenas.
Resonó otro trueno, que terminó con un golpe muy semejante al que produce una hoja de latón al caerse de las manos de alguien que la sacude y chocar contra la pared de enfrente.
En el mundo, fuera del escenario, el calor era agobiante como una almohada sobre la boca, arrancaba la vida al aire mismo. Yaya vio a un paje susurrar algo al oído del duque. No, no iba a interrumpir la obra. Claro que no. Quería que siguiera su curso.
El duque debió de sentir el fuego de la mirada de Yaya en la nuca. Se volvió, la localizó, y le dirigió una extraña sonrisita. Luego dio un codazo a su esposa. Ambos se echaron a reír.
Yaya Ceravieja se enfadaba a menudo. Creía que era una de sus mejores cualidades. La ira genuina era una de las mejores fuerzas creativas del mundo. Pero había que aprender a controlarla. Eso no significaba que hubiera que disiparla, todo lo contrario: había que acumularla, permitir que desarrollara una cabeza pensante, dejar que invadiera los valles de la mente, y entonces, cuando toda la estructura parecía a punto de derrumbarse, había que abrir un pequeño escape en la base para que la corriente de ira dura como el acero alimentara las turbinas de la venganza.
Sintió la tierra bajo ella, incluso a través de muchos metros de cimientos, losas, suelas y calcetines. Sintió que la tierra aguardaba.
Oyó la voz del rey.
—¡Es carne de mi carne! ¿Por qué me hace esto? ¡Me enfrentaré a él!
Yaya cogió suavemente la mano de Tata Ogg.
—Vamos, Gytha —dijo.
* * *
Lord Felmet se sentó en su trono y sonrió desde su locura al mundo, que en aquel momento le parecía un buen lugar. Todo iba saliendo mejor de lo que se había atrevido a esperar. Sentía cómo el pasado se fundía a sus espaldas, como el hielo entre las garras de la primavera.
Impulsivamente, llamó de nuevo al paje.
—Busca al capitán de la guardia —ordenó—. Dile que arreste a las brujas.
La duquesa lanzó un gruñido.
—¿Recuerdas lo que pasó la última vez, idiota?
—Dejamos sueltas a dos —replicó el duque—. Esta vez..., tendremos a las tres. La opinión pública está de nuestra parte. Eso afectará a las brujas, puedes estar segura.
La duquesa hizo crujir sus nudillos para indicar lo que pensaba de la opinión pública.
—Tendrás que admitir, tesoro mío, que el experimento está funcionando de maravilla.
—Eso parece.
—Muy bien. No te quedes ahí, hombre. Dile que las arreste antes de que acabe la obra. Quiero tener a esas brujas entre rejas.
* * *
La Muerte se ajustó el cráneo de cartón ante el espejo, dio una forma aceptable a su capucha, retrocedió un paso y valoró el efecto general. Iba a ser su primer papel con diálogos. Quería hacerlo bien.
—Temblad ahora, mortales —dijo—. Porque soy la Muerte, contra quien ninguna..., ninguna..., ¿contra ningún qué, Hwel?
—Ay, por lo que más quieras, Dafe. «Contra quien ninguna cerradura resiste, ni vale de nada candado alguno». No entiendo cómo te puede resultar tan difícil... ¡No tan arriba, idiotas!
Hwel corrió hacia el escenario oculto por el telón, en busca de los ineptos que estaban colocando los decorados.
—Perfecto —dijo la Muerte, sin dirigirse a nadie en concreto. Se miró de nuevo al espejo—. «Contra quien ninguna..., tumpitum..., ni tumpitumpi..., alguno» —declamó, inseguro.
Blandió su guadaña. La hoja cayó al suelo.
—¿Te parezco suficientemente temible? —preguntó mientras trataba de colocarla de nuevo.
Tomjon, que estaba sentado sobre su joroba y bebía un té, le dirigió un asentimiento alentador.
—Estás perfecto, amigo mío —dijo—. Comparada contigo, la Muerte en persona no es tan temible. Pero creo que deberías hablar con tonos más huecos.
—¿A qué te refieres?
Tomjon dejó a un lado la taza. Las sombras parecieron cubrir su rostro. Sus ojos se hundieron en las órbitas, sus labios dejaron al descubierto los dientes, su piel se tensó y palideció.
—HE VENIDO A BUSCARTE, MAL ACTOR —entonó, haciendo que cada sílaba encajara como la tapa de un ataúd.
Luego, sus rasgos volvieron a la normalidad.
—Así —añadió.
Dafe, que se había acurrucado contra la pared, se relajó un poco y dejó escapar una risita nerviosa.
—Dioses, no sé cómo lo haces —dijo—. Jamás seré tan buen actor como tú.
—No es tan difícil, de verdad. Venga, sal ya. A Hwel le va a dar un ataque.
Dafe le dirigió una mirada de gratitud, y corrió a ayudar con las modificaciones del escenario.
Tomjon bebió otro sorbo de té, intranquilo. Los ruidos del escenario lo rodeaban como una niebla. Estaba preocupado.
Hwel había dicho que la obra no tenía nada de malo, excepto la obra. Y Tomjon seguía teniendo la sensación de que la obra misma trataba de cambiar de forma, de adquirir un rumbo diferente. En su mente, había estado escuchando otras palabras, sólo que demasiado lejanas, demasiado débiles, casi como si escuchara a hurtadillas una conversación en susurros. Se había sentido obligado a gritar más para ahogar el zumbido de su cabeza.
Aquello no era bueno. Una vez la obra estaba escrita, quedaba..., bueno, escrita. No debía cobrar vida y empezar a retorcerse.
No era de extrañar que todos necesitaran del apuntador. La obra se retorcía entre sus manos, trataba de cambiar.
Dioses, se alegraría de salir de aquel castillo siniestro, de alejarse de aquel duque loco. Echó un vistazo a su alrededor, calculó que faltaba un rato hasta que le tocara salir de nuevo, y echó a andar sin rumbo, en busca de aire fresco.
Una puerta se abrió ante él. Salió a las almenas de la torre. Volvió a cerrarla, aislándose de los sonidos del escenario, que fueron reemplazados por un susurro aterciopelado. El ocaso era una mancha lívida encerrada entre barrotes de nubes, pero el aire estaba tan tranquilo como el estanque de un molino, y tan caliente como un horno. Abajo, en el bosque, un ave nocturna lanzó un graznido.
Caminó hacia el otro lado del torreón y miró hacia abajo, hacia las profundidades del desfiladero. Al fondo, muy al fondo, el Lancre hervía entre sus nieblas eternas.
Se dio media vuelta y se encontró con una comente tan gélida que se atragantó.
Brisas desconocidas le sacudieron la ropa. Oyó un extraño murmullo junto al oído, como si alguien tratara de hablarle, pero no lo hiciera en la frecuencia adecuada. Se quedó rígido un instante, hasta recuperar el aliento. Luego, echó a correr hacia la puerta.
* * *
—¡Pero si no somos brujas!
—Entonces, ¿por qué lo parecéis? Atadles las manos, muchachos.
—¡Disculpad, pero es que no somos brujas de verdad!
El capitán de la guardia contempló los tres rostros. Su mirada se fijó sobre todo en los sombreros puntiagudos, en las melenas desordenadas que olían a pajar húmedo, en las pieles verdosas y en la legión de verrugas. El trabajo como capitán de la guardia del duque no ofrecía grandes probabilidades de ascenso, ni siquiera de continuidad, para aquellos que usaban la iniciativa. A él le habían pedido tres brujas, y aquellas tres parecían encajar en la descripción.
El capitán no iba nunca al teatro. En su niñez, había recibido un susto terrible al ver un espectáculo de marionetas, y desde entonces se cuidaba muy bien de asistir a ninguna diversión organizada en la que pudieran intervenir cocodrilos. Se había pasado la última hora tomándose tranquilamente una copa en la garita.
—He dicho que les atéis las manos —ordenó.
—¿Las amordazamos también, capitán?
—Pero por favor, escuchad, estamos con el teatro...
—Sí —respondió el capitán, con un escalofrío—. Amordazadlas.
—Por favor...
El capitán se inclinó hacia delante y miró fijamente los tres pares de ojos asustados. Temblaba.
—No volveréis a pegar a nadie con el garrote —dijo.
Se dio cuenta de que los soldados lo miraban como si fuera un bicho raro. Carraspeó y trató de controlarse.
—Muy bien, mis teatrales brujas —añadió—. Ya habéis dado el espectáculo, es hora de que os aplaudamos. —Hizo una señal a los guardias—. Encadenadlas.
* * *
Otras tres brujas se sentaron en la penumbra tras el escenario, contemplando la oscuridad con ojos vacíos. Yaya Ceravieja había conseguido una copia de la obra, y la miraba de cuando en cuando, como si buscara ideas.
—Muchos mutis por el foro e incursiones —leyó, insegura.
—Eso es algo terrible —señaló Magrat—. Siempre sale en las obras.
—¿Mutis y qué? —preguntó Tata Ogg, que no había estado prestando atención.
—Incursiones —explicó Magrat con paciencia.
—Oh. —Tata se animó un poco—. A mí me gustaría ir a la playa.
—Cállate de una vez, Gytha —gruñó Yaya Ceravieja—. No es lo que te imaginas, son cosas de los actores. Seguro que lo hacen para descansar de los mutis.
—No podemos permitir que esto siga adelante —intervino Magrat a toda velocidad—. Si la obra se representa por ahí, las brujas serán siempre viejas crueles con maquillaje verde.
—Que se entrometen en los asuntos de los reyes —añadió Tata—. Cosa que nosotras jamás hacemos, como todo el mundo sabe.
—Yo no me opongo a las intromisiones —dijo Yaya Ceravieja, apoyando la barbilla en una mano—. Me opongo a las intromisiones malignas.
—Y a los malos tratos para con los animales —murmuró Magrat—. Todo eso del ojo de perro y la oreja de sapo..., ¡nadie usa esas cosas!
Yaya Ceravieja y Tata Ogg pusieron mucho cuidado en no mirarse.
—Las brujas no son así —siguió Magrat—. Vivimos en armonía con los grandes ciclos de la naturaleza, y no hacemos daño a nadie, son muy malos al decir lo que dicen. Deberíamos llenarles los huesos de plomo derretido.
Las otras dos la miraron con una mezcla de sorpresa y admiración. Ella se sonrojó, aunque no adquirió un tono verdoso, y se contempló las rodillas.
—La Abuela Whemper tenía una receta —confesó—. Es bastante sencilla. Sólo hay que tener un poco de plomo y...
—No me parece apropiado —suspiró Yaya, tras una breve lucha interna—. La gente pensaría mal.
—Pero no por mucho tiempo —señaló acertadamente Tata.
—No, no podemos hacerlo —dijo Yaya, ahora con algo más de firmeza—. Todo el mundo nos lo echaría en cara.
—¿Y por qué no cambiamos las palabras? —preguntó Magrat—. Cuando vuelvan a salir al escenario, podríamos lanzarles un hechizo para que se les olvidara lo que están diciendo y que se les ocurrieran cosas nuevas.
—Supongo que tú serás experta en palabras del teatro —bufó Yaya, sarcástica—. Tienen que ser palabras especiales, si no la gente se daría cuenta.
—No debe de ser tan difícil —intervino Tata Ogg—. He estado estudiando. Tumpi tu tumpi tu tum.
Yaya meditó la idea.
—Creo que hay algo más —dijo al fin—. Algunos de los discursos que han dado eran muy buenos. Casi no entendí ni una palabra...
—No tiene truco —insistió Tata Ogg—. Además, a la mitad de los actores se les está olvidando ya lo que tienen que decir. Será sencillo.
—¿Podremos poner palabras en sus bocas? —preguntó Magrat.
Tata Ogg asintió.
—Palabras nuevas, no sé —dijo—. Pero seguro que conseguimos que se les olviden éstas.
Las dos miraron a Yaya Ceravieja, que se encogió de hombros.
—Vale la pena intentarlo —reconoció.
—Las brujas del futuro nos lo agradecerán —anunció Magrat, entusiasmada.
—Ah, qué bien.
—¡Por fin! ¿A qué demonios jugáis vosotros tres? ¡Os he buscado por todas partes!
Las brujas se volvieron para ver a un airado enano que trataba de alzarse ante ellas.
—¿Qué? —se asombró Magrat—. Si no estamos en...
—Claro que estáis, ¿no os acordáis? Lo añadimos la semana pasada. Segundo Acto, Al Fondo del Escenario, en torno al caldero. No tenéis que decir nada. Simbolizáis las fuerzas misteriosas que intervienen en la vida de los hombres. Sólo tenéis que resultar horribles. Vamos, buenos chicos. Hasta ahora lo habéis hecho muy bien.
Hwel dio una palmada a Magrat en el trasero.
—Buen relleno, Wilph —dijo, alentador—. Pero por dios, ponte un poco más, aún no pareces una mujer. Unas verrugas estupendas, Billem, de verdad —añadió—. Parecéis tres brujas repugnantes, en serio. Bien, bien. Las pelucas también son muy buenas. Venga, salid ya. Levantamos el telón enseguida. Rompeos una pierna.
Dio otra sonora palmada a Magrat en la grupa (cosa que le hizo un poco de daño en la mano) y salió corriendo para gritar a algún otro.
Ninguna de las brujas se atrevió a decir palabra. Magrat y Tata Ogg se volvieron instintivamente hacia Yaya.
La anciana bufó. Alzó la vista. Miró a su alrededor. Miró hacia el escenario iluminado que quedaba tras ella. Dio una palmada que retumbó en todo el castillo, y se frotó las manos.
—Muy bien —dijo, sombría—. Haremos lo que debemos hacer.
Tata miró con gesto hosco al enano que se alejaba.
—Que se rompa una pierna él —murmuró.
* * *
Hwel estaba entre bambalinas, y dio la señal para que subiera el telón. Y para que sonara el trueno.
El trueno no sonó.
—¡Trueno! —siseó en un susurro que medio público oyó con toda claridad—. ¡Ese trueno!
Desde detrás del escenario, le respondió una voz gimoteante.
—El trueno se me ha doblado, Hwel. ¡No hace más que clonk-clonk!
Hwel se quedó en silencio un momento, contando hasta diez. La compañía lo miraba asombrada, preguntándose si no estaría tronado.
Por fin, alzó los puños hacia el cielo abierto.
—¡Quería una tormenta! —exclamó—. ¡Una simple tormenta! Ni siquiera una tormenta grande. Cualquier tormenta. ¡Voy a intentar explicarme con toda CLARIDAD! ¡Ya estoy HARTO! ¡Quiero un trueno AHORA!
La puñalada de luz que le respondió hizo que las sombras del castillo pasaran a ser de un blanco cegador, mientras que el resto se sumía en la negrura más absoluta. Fue seguida inmediatamente por el rugido de un trueno.
Era el sonido más fuerte que Hwel había oído en su vida. Parecía iniciarse en el interior de su cabeza y abrirse camino hacia el exterior.
Continuaba, y continuaba, sacudiendo hasta la última piedra del castillo. El polvo caía en cascadas. Un torreón se derrumbó con la lentitud de una bailarina y cayó suavemente hacia las hambrientas profundidades del desfiladero.
Cuando cesó, dejó un silencio que resonaba como una campana.
Hwel alzó la vista hacia el cielo. Grandes nubes negras se arremolinaban en torno al castillo, ocultando las estrellas.
La tormenta había vuelto.
Se había pasado siglos aprendiendo su oficio. Se había pasado años asentada en valles lejanos. Había practicado durante horas delante de un glaciar. Había estudiado a las grandes tormentas del pasado. Había llevado su arte a la perfección. Y ahora, esta noche, con un público entendido a la espera, iba a lanzarse..., bueno, tempestuosamente.
Hwel sonrió. Quizá los dioses escuchaban, al fin y al cabo. Deseó haber pedido también una buena máquina para simular viento.
Hizo un gesto frenético a Tomjon.
—¡Adelante!
El chico asintió, y comenzó su principal discurso.
—Y ahora que nuestro dominio es absoluto...
Tras él, en el escenario, las tres brujas se inclinaban sobre el caldero.
—Es una porquería de latón —siseó Tata—. Y está lleno de hollín.
—Mirad, el fuego no es más que papel rojo —susurró Magrat—. ¡Con lo real que parecía! Si se mueve y todo...
—No importa —intervino Yaya—. Fingid que estáis muy atareadas, y esperad hasta que yo os diga.
Cuando el Malvado Rey y el Buen Duque comenzaron el intercambio de frases que desembocaría en la emocionante Escena del Duelo, ambos se dieron cuenta de que había una actividad extraña tras ellos, y de las risitas del público. Tras una carcajada totalmente fuera de lugar, Tomjon se arriesgó a lanzar una mirada de soslayo.
Una de las brujas estaba haciendo pedacitos su fuego. Otra intentaba limpiar el caldero. La tercera estaba sentada, con los brazos cruzados, y le miraba fijamente.
—El suelo mismo llora ante la tiranía... —continuó Wimsloe.
Vio la expresión en el rostro de Tomjon, y siguió la dirección de su mirada. Se interrumpió a media frase.
—«Y me pide venganza» —apuntó Tomjon, tratando de ayudarle.
—P-pero... —susurro Wimsloe, que señalaba disimuladamente con la daga.
—No usaría un caldero como éste aunque me mataran —decía Tata Ogg en un susurro que se oía con toda claridad hasta en las filas más alejadas—. Hay que echarle dos días de trabajo con estropajo y lija.
—«¡Y me pide venganza!» —susurró Tomjon.
Por el rabillo del ojo, vio a Hwel entre bastidores. El enano estaba paralizado en un ademán de rabia incoherente.
—¿Cómo hacen para que brille? —preguntó Magrat.
—Callaos las dos —ordenó Yaya—. Estáis molestando a la gente. —Hizo una señal hacia Wimsloe—. Sigue, joven. Como si no estuviéramos.
—¿Eh? —se sorprendió Wimsloe.
—Ah, te pide venganza, ¿no es cierto? —dijo Tomjon, a la desesperada—. Y los cielos también piden venganza, supongo.
En cuanto le dieron el pie, la tormenta puso en escena otro trueno que voló la parte superior de una segunda torre.
El duque se encogió en su asiento. Su rostro era el retrato del miedo. Extendió lo que en el pasado había sido un dedo.
—Están ahí —gimió—. Son ellas. ¿Qué hacen en mi obra? ¿Quién les ha dado permiso para meterse en mi obra?
La duquesa, menos partidaria de las preguntas retóricas, hizo una señal al guardia más cercano.
En el escenario, Tomjon sudaba bajo el peso del libreto. Wimsloe era una incoherencia con forma de hombre. Ahora Gumridge, que representaba a la Duquesa Buena con una peluca de lino, había perdido también el hilo.
—Ajá, me llamáis rey malvado, aunque lo habéis susurrado para que sólo yo lo oyera —gimió el muchacho—. Y también habéis llamado a la guardia, posiblemente con una señal secreta, sin usar para nada los labios y la lengua.
Un guardia entró en escena caminado de espaldas, aún tambaleándose por el empujón de Hwel. Miró a Yaya Ceravieja.
—¿Qué es esto? —siguió Tomjon—. ¿Te he oído decir Aquí estoy, mi señora?
—¿Qué hacen éstas aquí?
Tomjon avanzó hacia la parte delantera del escenario.
—Balbuceas incoherencias, soldado. Observa cómo esquivo tu lanza traicionera. Tu lanza, hombre. Tienes agarrada la maldita lanza.
El guardia le dirigió una mirada desesperada, era incapaz de reaccionar.
Tomjon titubeó. Los tres actores que lo rodeaban miraban fijamente a las brujas. Tenía ante él, con la inevitabilidad de una declaración de renta, un duelo a espada durante el cual, si las cosas no cambiaban, tendría que detener sus propias estocadas y acabar dándose muerte de un sablazo.
Se volvió hacia las tres brujas. Se quedó boquiabierto.
Por primera vez en la vida, su asombrosa memoria lo abandonó. No se le ocurrió nada que decir.
Yaya Ceravieja se irguió. Avanzó hacia el borde del escenario. El público contuvo el aliento. Yaya alzó una mano.
—Fantasmas de la mente, engaños, marchaos. Ordeno que la verdad..., tumpitu tumpi tu tum..., impere.
Tomjon sintió que el frío lo envolvía. Los otros también se sobresaltaron.
Desde las profundidades de sus mentes en blanco, surgieron nuevas palabras, palabras teñidas de sangre y venganza, palabras que habían resonado entre las piedras del castillo, palabras acumuladas en el silicio, palabras que querían hacerse oír, palabras que aferraban sus bocas con tal fuerza que cualquier intento de no decirlas hubiera tenido como resultado una mandíbula rota.
—¿Le temes ahora? —preguntó Gumridge, la duquesa—. Está ebrio. Toma su daga, esposo..., sólo la longitud de esta hoja te separa del reino.
—No me atrevo —replicó Wimsloe atónito, tratando de mirarse los labios.
—¿Quién lo sabrá? —Gumridge movió una mano en dirección al público. Nunca había actuado tan bien—. Mira, sólo hay noche sin ojos. Toma la daga ahora, toma el reino mañana. Clava el puñal ya.
La mano de Wimsloe tembló.
—Ya la tengo, esposa, —dijo—. ¿Es una daga lo que veo ante mí?
—Claro que es una daga. Adelante, hazlo ahora. Los débiles no merecen piedad. Diremos que cayó por las escaleras.
—¡Pero la gente sospechará!
—¿Acaso no hay mazmorras? ¿No tenemos patíbulos? La propiedad es el noventa por ciento de la ley cuando esa propiedad es un cuchillo, esposo.
Wimsloe bajó el brazo.
—¡No puedo! ¡Ha sido la bondad personificada conmigo!
—Y tú puedes ser la muerte personificada para él...
* * *
Dafe oía las voces a lo lejos. Se ajustó la máscara, comprobó lo mortífero de su apariencia en el espejo, y leyó el guión en la penumbra tras el escenario.
—Temblad ahora, mortales —dijo—. Porque soy la Muerte, contra que..., contra que...
QUIEN.
—Oh, gracias —asintió el chico, distraído—. «Contra quien ninguna cerradura aguanta...»
RESISTE.
—Contra quien ninguna cerradura resiste, ni vale de nada candado alguno, porque he de cobrar mi presa en esta noche de reyes.
Dafe suspiró.
—A ti te sale mucho mejor —gimió—. Pones la voz adecuada, y recuerdas los diálogos. —Se dio media vuelta—. No son más que tres líneas, pero..., Hwel... me... despellejará...
Se quedó paralizado. Sus ojos se abrieron de par en par, se convirtieron en dos platos de miedo, y la Muerte chasqueó los dedos ante su rostro rígido.
OLVIDA —ordenó.
Se dio la vuelta y caminó silenciosamente hacia el escenario.
Su cráneo sin ojos se fijó en las perchas de disfraces, en los restos depositados sobre la mesa de maquillajes. Sus fosas nasales descarnadas olfatearon la mezcla de olores a naftalina, polvos y sudor.
Allí había algo que casi pertenecía a los dioses, pensó. Los humanos habían construido un mundo dentro del mundo, que lo reflejaba igual que una gota de agua refleja el paisaje. Y aún así...
Dentro de este pequeño mundo, se habían molestado en meter todas las cosas de las que uno habría pensado que querían escapar: odio, miedo, tiranía... La Muerte estaba intrigada. Los humanos querían estar por encima de ellos mismos, pero sus sueños los arrastraban hacia el interior de su propio ser. La Muerte estaba fascinada.
Había acudido con un objetivo muy concreto. Tenía que recoger un alma. No había tiempo para menudencias. Pero, al fin y al cabo, ¿qué era el tiempo?
Involuntariamente, esbozó unos pasos de claque sobre las losas.
... LA PRÓXIMA NOCHE COLGARÁN UNA ESTRELLA EN LA PUERTA DE TU CAMERINO...
Recuperó la compostura, se colocó bien la guadaña, y aguardó en silencio a que llegara su turno.
Siempre lo había hecho.
Iba a dejarlos en el sitio.
* * *
—Y tú puedes ser la muerte personificada para él. ¡Ahora!
La Muerte entró, arrastrando los pies por el escenario.
TEMBLAD AHORA MORTALES —dijo—, PORQUE SOY LA MUERTE, CONTRA QUIEN... CONTRA QUIEN...
Titubeó. Titubeó por primera vez en la eternidad de su existencia.
Porque, aunque la Muerte del Mundodisco estaba acostumbrada a encargarse de la defunción de millones de personas, al mismo tiempo cada muerte era un acto íntimo y personal.
Raro era que alguien viera a la muerte, sólo aquellos con poderes psíquicos. Y sus clientes, por supuesto. El motivo de que nadie más la viera era que el cerebro humano es lo suficientemente inteligente como para pasar por alto aquellas visiones demasiado espantosas, pero lo malo era que, en aquel momento, allí había varios cientos de personas esperando ver a la Muerte. Por tanto, la veían.
La Muerte se giró lentamente y contempló los centenares de ojos vigilantes.
Pese a encontrarse en las garras de la verdad, Tomjon sabía cuándo un colega actor estaba en apuros, y luchó por recuperar el control de sus labios.
—«... contra quien ninguna cerradura resiste...» —susurró entre dientes.
La Muerte lo miró con la sonrisa enloquecida de quien sufre el pánico del escenario.
¿QUÉ? —susurró con una voz semejante a un yunque golpeado por un martillo de plomo.
—«... contra quien ninguna cerradura resiste, ni vale de nada...» —la alentó Tomjon.
CONTRA QUIEN NINGUNA CERRADURA RESISTE... Ni VALE DE NADA... EH... —repitió la Muerte a la desesperada, sin dejar de mirar los labios del chico.
—... candado alguno...
CANDADO ALGUNO.
—¡No, no puedo hacerlo! —gimió Wimsloe—. ¡Me verán! ¡Hay alguien abajo, en la sala, vigilando!
—¡No hay nadie!
—¡Siento su mirada!
—¡Idiota balbuceante! ¿Tendré que hacerlo yo? ¡Mira, su pie está ya en la escalera!
El rostro de Wimsloe se contrajo de miedo e inseguridad. Hizo un gesto con la mano.
—¡No!
El grito venía de entre el público. El duque se había incorporado en su asiento, y se mordía los nudillos atormentados. Ante los ojos atónitos de todo el mundo, se dirigió hacia el escenario.
—¡No! ¡Yo no lo hice! ¡No fue así! ¡No podéis decir que fue así! ¡Vosotros no estabais allí!
Contempló los rostros asombrados que lo rodeaban, y se estremeció.
—Yo tampoco, claro —siguió con una risita—. Yo estaba durmiendo, ¿sabéis? Lo recuerdo muy bien. Había sangre en la escalera, sangre en el suelo, no había manera de lavar la sangre, pero eso no prueba nada. No se puede permitir una investigación que afecte a la seguridad de la nación. No fue más que un sueño, y cuando despierte, mañana él estará vivo. Y mañana no habrá sucedido porque nadie lo hizo. Y mañana podréis decir que no lo sabía. ¡Qué ruido hizo al caer! Como para despertar a los muertos... ¿quién habría pensado que tenía tanta sangre dentro?
A estas alturas, el duque ya había subido al escenario, y sonreía a la compañía congregada.
—Espero que esto lo aclare todo. Ja. Ja.
En el silencio que siguió, Tomjon abrió la boca para decir algo adecuado, algo tranquilizador, y descubrió que no se le ocurría nada.
Pero otra personalidad entró en él, se adueñó de sus labios y dijo:
—¡Con mi propia daga, canalla! ¡Sabía que fuiste tú! ¡Te vi en la cima de aquellas escaleras, chupándote el pulgar! Te mataría ahora mismo, pero no quiero pasarme el resto de la eternidad escuchando tus gimoteos. Yo, Verence, antes rey de...
—¿Qué clase de testigo es éste? —intervino la duquesa. Se situó ante el escenario, con media docena de soldados junto a ella—. No sois más que traidores, un montón de cómicos locos.
—¡Yo fui el rey de Lancre! —gritó Tomjon.
—En ese caso, eres la supuesta víctima —replicó la duquesa con toda tranquilidad—. Por tanto, no puedes ser testigo de la acusación. No hay precedentes.
El cuerpo de Tomjon se giró hacia la Muerte.
—¡Tú estabas allí! ¡Lo viste todo!
TENGO LA SOSPECHA DE QUE NO SOY UNA TESTIGO APROPIADA.
—Por tanto, no hay pruebas, y sin pruebas no hay crimen —zanjó la duquesa. Hizo un gesto a los soldados para que se adelantaran—. Mira lo que pasa con tu experimento —dijo a su marido—. Me parece que mi sistema es mejor.
Paseó la vista por el escenario, y localizó a las brujas.
—Arrestadlas —ordenó.
—No —dijo el bufón, saliendo de entre bastidores.
—¿Qué has dicho?
—Yo lo vi todo —se limitó a responder—. Yo estaba en la Sala Principal aquella noche. Tú mataste al rey, mi señor.
—¡No es verdad! —gritó el duque—. ¡Tú no estabas allí! ¡No te vi! ¡Te ordeno que no estuvieras allí!
—Antes no te atreviste a decirlo —señaló Lady Felmet.
—Cierto, señora. Pero ahora, debo hacerlo.
El duque clavó una mirada temblorosa en él.
—Me juraste lealtad hasta la muerte, bufón —siseó.
—Es verdad, mi señor. Lo siento.
—Estás muerto.
El duque arrancó la daga de la mano de Wimsloe, se precipitó hacia delante y la hundió hasta el puño en el corazón del bufón. Magrat gritó.
El bufón se tambaleó, inseguro.
—Menos mal que todo ha terminado —murmuró.
Magrat se abrió paso hacia él entre los actores y lo estrechó contra lo que podríamos llamar su seno. El bufón se dio cuenta de que nunca había visto un seno tan de cerca, al menos desde que era un bebé. El mundo era muy cruel al reservarle tal experiencia para después de la muerte.
Con toda suavidad, apartó uno de los brazos de Magrat, se quitó el detestado gorro de picos y lo lanzó tan lejos como pudo. Comprendió que ya no tenía que ser un bufón, ni hacer reverencias, ni nada por el estilo. Eso, unido a lo de los senos, convertía la muerte en algo deseable.
—Yo no lo hice —dijo el duque.
No duele, pensó el bufón. Es raro. Pero claro, nadie siente dolor cuando está muerto. Sería una pérdida de tiempo.
—Todos habéis visto que no lo hice yo —insistió el duque.
La Muerte miró al bufón, asombrada. Luego rebuscó entre los pliegues de su túnica, y extrajo un reloj de arena. Estaba adornado con cascabeles. Lo sacudió suavemente, con lo que tintineó.
—No he ordenado que se hiciera semejante cosa —dijo el duque con tranquilidad.
Su voz parecía venir de muy lejos, de allí donde estaba ahora su mente. La compañía lo miró sin decir nada. No era posible odiar a alguien así, sólo sentir mucha vergüenza por encontrarse a su lado. Hasta el bufón sentía vergüenza, y eso que estaba muerto.
La Muerte examinó el reloj de arena, y se lo llevó a la oreja por si se había parado.
—Todos mentís —siguió el duque con su voz tranquila—. Mentir es de niños malos.
Apuñaló a los actores más cercanos con gesto soñador, suavemente, y luego mostró la daga a todo el mundo.
—¿Veis? ¡No hay sangre! ¡No fui yo! —Miró a la duquesa, que se lanzaba sobre él como un gigantesco tsunami rojo sobre un pueblecito de pescadores—. Fue ella. Ella lo hizo.
La apuñaló un par de veces como quien no quiere la cosa, luego se clavó la daga en su propio corazón, y la dejó caer.
Tras unos segundos de reflexión, dijo con voz mucho más próxima a la normalidad:
—Ahora ya no me podéis coger. —Se volvió hacia la Muerte—. ¿Habrá un cometa? —preguntó—. Tiene que aparecer un cometa cuando muere un príncipe. Iré a echar un vistazo.
Salió del escenario. El público aplaudió.
—Hay que reconocer que tenía sangre real —dijo al final Tata Ogg—. Está muy claro, la realeza es mucho más excéntrica que la gente como nosotras.
La Muerte se llevó el reloj de arena al cráneo, con el asombro reflejado en el rostro.
Yaya Ceravieja recogió la daga caída y tocó la hoja con un dedo. La hoja se deslizó hacia el interior de la empuñadura, sin apenas un chirrido.
Se la tendió a Tata.
—Aquí tienes tu espada mágica —dijo.
Magrat la miró, luego miró al bufón.
—¿Estás muerto o no?
—Debo de estarlo —replicó él con voz algo ahogada—. Creo que estoy en el paraíso.
—No, oye, lo digo en serio.
—No lo sé. Pero quiero respirar.
—Entonces es que estás vivo.
—Todo el mundo está vivo —señaló Yaya—. Es una daga de mentira. Supongo que no se puede confiar en los actores para que usen armas de verdad.
—Claro, si ni siquiera saben mantener limpio un caldero —bufó Tata.
—Eso de que todo el mundo está vivo lo decido yo —intervino la duquesa—. Soy la que manda aquí, así que yo decido. Es obvio que mi marido ha perdido la razón. —Se volvió hacia los soldados—. Y ordeno...
—¡Ahora! —siseó el rey Verence al oído de Yaya—. ¡Ahora!
Yaya Ceravieja se irguió en toda su estatura.
—¡Silencio, mujer! —ordenó—. ¡El verdadero rey de Lancre está ante ti!
Dio una palmada a Tomjon en el hombro.
—¿Quién? ¿Éste?
—¿Quién? ¿Yo?
—Eso es ridículo —replicó la duquesa—. No es más que un cómico.
—Tiene razón, señora —asintió Tomjon, al borde del pánico—. Mi padre dirige un teatro, no un reino.
—Es el verdadero rey. Podemos demostrarlo —insistió Yaya.
—Ah, no, ni hablar —dijo la duquesa—. No lo consentiremos. Nada de herederos misteriosos que regresan a este reino. ¡Guardias! ¡Cogedla!
Yaya Ceravieja alzó una mano. Los soldados se removieron, incómodos.
—Es una bruja, ¿no? —dijo al final uno de ellos, inseguro.
—Desde luego —asintió la duquesa.
Los guardias no se tranquilizaron en absoluto.
—Acabamos de ver que convierten a la gente en salamandras —señaló uno.
—Y luego hacen que se hundan sus barcos.
—Eso, y muchos mutis por el foro.
—Sí.
—Deberíamos discutir este asunto. Las brujas no entran en el contrato.
—Podrían hacernos cualquier cosa. Hasta una poción de ésas.
—No digáis tonterías —bufó la duquesa—. Las brujas no hacen nada de eso. No son más que cuentos para asustar a la gente.
El guardia sacudió la cabeza.
—Pues a mí me pareció muy convincente.
—Claro que sí, para eso era... —empezó la duquesa.
Suspiró, y arrancó la lanza de las manos del guardia.
—Os enseñaré cuál es el poder de estas brujas —dijo, y la arrojó contra la cabeza de Yaya.
Yaya movió la mano a la velocidad de una serpiente, y atrapó la lanza justo detrás de su cabeza.
—Vaya —dijo—. A esto hemos llegado, ¿eh?
—A mí no me asustáis, hermanas de escoba. Vuestra brujería no es más que un montón de artificios e ilusiones, para deslumbrar a las mentes débiles. A mí no me da miedo. Haz lo que quieras.
Yaya la estudió unos segundos.
—¿Lo que quiera? —preguntó al final.
Magrat y Tata Ogg se apartaron discretamente de su camino. La duquesa se echó a reír.
—Eres lista, eso te lo concedo. Y rápida. Vamos, vieja, saca tus sapos y tus demonios, los...
Se interrumpió, abriendo y cerrando la boca, pero sin que saliera palabra alguna. Sus labios se contrajeron en un rictus de terror, sus ojos se clavaron en algún punto más allá de Yaya, más allá del mundo. Se llevó un puño a la boca y dejó escapar un gemido. Permaneció paralizada, como un conejito al ver las luces de un coche, sabiendo a ciencia cierta que son las últimas luces que verá.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Magrat, la primera que se atrevió a hablar.
Yaya sonrió.
—Cabezología —dijo. Sonrió de nuevo—. Para esto no hace falta magia de Aliss la Negra.
—Sí, pero ¿qué le has hecho?
—Nadie llega a ser como ella sin alzar muros dentro de la mente —explicó—. Yo me he limitado a derribarlos. Cada grito. Cada súplica. Cada aguijón de culpabilidad. Cada ráfaga de conciencia. Todo a la vez. Es un truquito. —Miró a Magrat, condescendiente—. Algún día te lo enseñaré.
Magrat meditó un instante.
—Es horrible —dijo al final.
—Tonterías. —La sonrisa de Yaya era espantosa—. Todo el mundo quiere conocerse a sí mismo. Ahora ella lo ha conseguido.
—A veces hay que ser un poco cruel —intervino Tata, aprobadora.
—Creo que es lo peor que le puede pasar a nadie —insistió Magrat, mientras la duquesa se tambaleaba.
—Por todo lo que más quieras, niña, utiliza la imaginación —bufó Yaya—. Hay cosas mucho peores Agujas debajo de las uñas, por ejemplo. O las cosas que hacen con las tenazas.
—O cuchillos al rojo vivo por el escote —añadió Tata Ogg—. Empezando por el mango, para que te cortes los dedos si intentas quitártelos.
—Esto es, sencillamente, lo peor que yo puedo hacer —asintió Yaya Ceravieja—. Y además, es lo correcto. Una bruja no tiene por qué andarse con florituras. La mayor parte de la magia está en la cabeza. Eso es la cabezología. Y ahora, si me...
Un sonido semejante a una fuga de gas se escapó entre los labios de la duquesa. Echó la cabeza atrás de repente. Abrió los ojos, parpadeó y miró a Yaya. El odio más puro retorcía sus rasgos.
—¡Guardias! —exclamó—. ¡He dicho que las detengáis!
Yaya se quedó boquiabierta.
—¿Qué? P-pero si te he mostrado tu auténtico ser...
—¿Y crees que eso me puede molestar? —Mientras los soldados obedecían desganados y agarraban a Yaya por los brazos, la duquesa acercó su rostro al de la anciana, con las espesas cejas formando una V de odio triunfal—. ¿Pensabas que me derrumbaría! ¡Pues he visto lo que soy con toda claridad, vieja, y estoy orgullosa! ¿Entiendes? Volvería a hacerlo todo, pero con más fuego, y que durase más! Disfruté cada segundo, ¡lo hice porque quería hacerlo!
Se dio un golpe en la amplia superficie de su pecho.
—¡Todos sois idiotas! —gritó—. ¡Débiles! De verdad creéis que la gente es en el fondo buena y honrada, ¿verdad?
La multitud reunida en el escenario retrocedió, huyendo de su exultante alegría.
—Pues yo he visto lo que hay bajo esa capa —siguió la duquesa—. Sé qué es lo que hace que la gente se mueva y actúe. Es el miedo. El miedo más puro, más profundo. No hay ni uno de vosotros que no me tenga miedo. Os puedo hacer gritar de terror, y voy a...
En aquel momento, Tata Ogg la golpeó en la nuca con el caldero.
—Hay que ver, la gente cada día está más desequilibrada —dijo con naturalidad, mientras la duquesa se derrumbaba.
Se hizo un silencio largo, embarazoso.
Yaya Ceravieja carraspeó. Luego dedicó a los soldados que la sujetaban una sonrisa animada, amistosa, y señaló a la duquesa caída.
—Lleváosla y encerradla en alguna celda —ordenó.
Los hombres se pusieron firmes, y levantaron a la duquesa por los brazos con bastantes dificultades.
—Con cuidado, con cuidado —recomendó Yaya.
Se frotó las manos y se volvió hacia Tomjon, que la miraba con la boca abierta.
—Puedes creerme, chico —siseó—. No tienes elección. Eres el rey de Lancre.
—¡Pero si no sé ser rey!
—Te hemos visto. Lo haces muy bien, incluso lo de gritar.
—¡Eso era cuando actuaba!
—Pues actúa. Ser rey es..., es... —Yaya titubeó, y chasqueó los dedos en dirección a Magrat—. ¿Cómo se llaman esas cosas, que hay cien en todo?
Magrat la miró, asombrada.
—¿Te refieres a los tantos por ciento?
—Eso mismo —asintió Yaya—. En mi opinión, casi todos los tantos por ciento de ser un rey consisten en actuar. A ti se te dará muy bien.
Tomjon dirigió una mirada suplicante hacia las bambalinas, hacia donde debería estar Hwel. El enano estaba allí, sí, pero no prestaba mucha atención. Tenía ante él una copia de la obra, y reescribía a toda velocidad.
* * *
TE GARANTIZO QUE NO ESTÁS MUERTO, TIENES MI PALABRA.
El duque lanzó una risita. Había sacado una sábana de cualquiera sabía dónde, se había envuelto con ella, y ahora corría por los pasillos más desiertos del castillo. De vez en cuando gritaba «uuuuu» con voz hueca.
Aquello preocupaba mucho a la muerte. Estaba acostumbrada a que todos insistieran en que no estaban muertos, porque la muerte siempre llega por sorpresa, y hay a quien le cuesta superarlo. Pero que alguien asegurara que estaba muerto cuando su corazón latía sin el menor problema era una experiencia novedosa y desconcertante.
—Daré sustos a la gente —dijo el duque, soñador—. Haré crujir mis huesos toda la noche. Me colgaré de los techos y predeciré las muertes en la casa.
ESO LO HACEN LAS BANSHEES.
—Pues yo también lo haré si me da la gana —insistió el duque, con los restos de su antigua determinación—. Y atravesaré las paredes flotando, daré golpes en las mesas, pondré a todo el que no me guste perdido de ectoplasma. Ja. Ja.
NO PODRÁS. A LOS VIVOS NO SE LES PERMITE CONVERTIRSE EN FANTASMAS. LO SIENTO.
El duque intentó sin éxito flotar a través de una pared, se rindió y abrió la puerta que daba a una ruinosa sección de las almenas. La tormenta se había apaciguado un poco, y un atisbo de luna se divisaba entre las nubes, como un billete de ida hacia la eternidad.
La Muerte atravesó la muralla y lo siguió.
—Si no estoy muerto —dijo de improviso el duque—, ¿qué haces tú aquí?
Se subió al muro de seguridad e hizo ondear la sábana.
ESPERAR.
—¡Pues más te vale esperar sentada, cara de hueso! —exclamó el duque, triunfal—. Volaré sobre el mundo de noche, me buscaré unas cadenas que chirríen bien, haré...
Dio un paso hacia atrás, perdió el equilibrio, cayó pesadamente contra el muro, y resbaló. Por un momento, los restos de su mano derecha trataron de buscar asidero, luego desapareció.
Por supuesto, la Muerte se encuentra potencialmente en cualquier lugar, y por tanto se puede decir que estaba tanto en las almenas, sacudiendo algunas imaginarias partículas de metal brillante de su guadaña, como metida hasta la cintura en las aguas hirvientes que corrían por el fondo del desfiladero de Lancre, contemplándolo todo con su mirada calcárea y fijándose por fin en un punto donde el torrente discurría a escasos centímetros traicioneros, sobre un lecho de piedras angulosas.
Tras unos momentos, el duque se sentó, transparente entre las olas fosforescentes.
—Hechizaré los pasillos —dijo—, y susurraré bajo las puertas en las noches tranquilas. —Su voz se hizo más tenue, casi se perdió en el incesante rugir del río—. Haré que las sillas de mimbre crujan de la manera más alarmante, ya veréis.
La Muerte le sonrió.
AHORA SÍ.
Empezaba a llover.
* * *
La lluvia en las Montañas del Carnero tenía una cualidad curiosa, penetrante, que hace que la lluvia normal parezca casi árida. Se derramaba en torrentes sobre los tejados del castillo, parecía filtrarse a través de las tejas y llenar la sala principal con una humedad cálida e incómoda.
La sala estaba atestada con la mitad de la población de Lancre. En el exterior, el batir de la lluvia llegaba incluso a ahogar el rugido lejano del río. Empapaba el escenario. Los colores se corrían y se mezclaban en los decorados pintados, y uno de los telones se soltó de sus rieles y fue a caer tristemente en un charco.
Dentro, Yaya Ceravieja terminó de hablar.
—Se te ha olvidado lo de la corona —susurró Tata Ogg.
—Ah —asintió Yaya—. Sí, la corona. La lleva en la cabeza, como podéis ver. La escondimos entre las coronas cuando los actores se marcharon, porque nadie pensaría en buscarla ahí. Es obvio que le sienta perfectamente.
Fue un auténtico tributo a los poderes de persuasión de Yaya que todo el mundo viera lo perfectamente que le quedaba a Tomjon. De hecho, el único que no lo vio fue el propio Tomjon, consciente de que la corona no le servía de collar gracias a sus orejas.
—Imaginad lo que sintió al ponérsela por primera vez —siguió ella—. Supongo que fue un cosquilleo taumatúrgico.
—En realidad, lo que noté... —empezó Tomjon.
Pero nadie le escuchaba. Se encogió de hombros y se inclinó sobre Hwel, que todavía escribía con prisa febril.
—¿Eso de taumatúrgico significa «incómodo»?
El enano alzó la vista hacia él, con la mirada perdida.
—¿Qué?
—Te he preguntado si taumatúrgico significa incómodo.
—¿Eh? Oh. No. No, creo que no.
—Entonces, ¿qué significa?
—Ni idea. Creo que «ovalado». —La mirada de Hwel se posó de nuevo sobre lo que había escrito, como si estuviera hipnotizado—. ¿Recuerdas lo que dijo después de todos aquellos «mañanas»? No lo cogí muy bien...
—No hacía falta que le dijeras a todo el mundo que soy adoptado —le reprochó Tomjon.
—Pero es la verdad —replicó el enano vagamente—. Lo mejor que se puede hacer en estos casos es ser sincero. Dime, ¿llegó a apuñalarla, o sólo la acusó?
—¡No quiero ser rey! —susurró Tomjon con voz ronca—. ¡Todo el mundo dice que he salido a mi padre.
—Es curioso esto de los padres —suspiró el enano—. Si yo saliera al mío, estaría a cien metros bajo tierra, excavando rocas, en vez de...
Su voz se apagó, y contempló la punta de la pluma como si le fascinara de manera irresistible.
—¿En vez de qué?
—¿Eh?
—¿Es que ni siquiera me escuchas?
—Sabía que algo andaba mal cuando la escribí, sabía que era al revés..., ¿qué? Oh, sí. Hazte rey. Es un buen trabajo. Al menos, mucha gente lo desea. Me alegro mucho por ti. Una vez seas rey, podrás hacer lo que quieras.
Tomjon examinó los rostros de los nobles de Lancre, en torno a la mesa. Todos tenían una mirada astuta, calculadora, como el público de una subasta. Lo estaban sopesando. De una manera fría, aterradora, supo que una vez fuera rey, podría hacer lo que quisiera, siempre que no quisiera otra cosa que ser rey.
—Podrás construirte tu propio teatro —señaló Hwel, cuyos ojos se iluminaron un instante—. Con tantas trampillas como quieras, con trajes magníficos. Podrás actuar en una obra nueva cada noche. Tu teatro hará que el Dysko parezca un cobertizo.
—¿Y quién vendrá a verme? —preguntó Tomjon.
—Todo el mundo.
—¿Cómo, cada noche?
—Puedes ordenárselo —replicó Hwel sin alzar la vista.
Supe que iba a decir eso desde el principio, pensó Tomjon. Seguro que no lo piensa en serio. Él ya tiene su obra. Ahora mismo, no está en este mundo.
Se quitó la corona y le dio vueltas entre las manos. No había mucho metal en ella, pero parecía pesada. Se preguntó lo pesada que llegaría a ser para alguien obligado a usarla constantemente.
En la cabecera de la mesa había una silla vacía donde se encontraba el fantasma de su verdadero padre, o al menos eso le habían asegurado. Sería bonito poder decir que, cuando se lo presentaron, sintió algo más que una sensación gélida y un cosquilleo en las orejas.
—Supongo que así podría ayudar a papá a pagar el Dysko —dijo.
—Sería muy amable por tu parte, desde luego —asintió Hwel.
Siguió dando vueltas a la corona entre sus manos, y escuchó desganado las conversaciones.
—¿Quince años? —se escandalizó el alcalde de Lancre.
—Fue necesario —replicó Yaya Ceravieja.
—Ya me parecía a mí que el panadero llegaba un poco pronto la semana pasada.
—No, no —dijo la bruja, impaciente—. La cosa no funciona así, nadie ha perdido nada.
—Según mis cuentas —intervino el hombre que trabajaba como enterrador y contable de Lancre al mismo tiempo—, todos hemos perdido quince años.
—En absoluto, los hemos ganado —replicó el alcalde—. Es obvio. El tiempo es una especie de camino con muchas curvas, y nosotros hemos acortado campo a través...
Tomjon dejó que las aguas de la discusión volvieran a cerrarse sobre él.
Todo el mundo quería que fuera el rey. Nadie se había parado a pensar sobre lo que podía querer él. Su opinión no contaba para nada.
Sí, eso era. Nadie quería que él fuera el rey. Sencillamente, resultaba lo más conveniente.
El oro no puede albergar recuerdos, al menos que se sepa, pero Tomjon sintió que la fina banda de metal que tenía entre las manos era desagradablemente profunda..., había estado sobre demasiadas cabezas problematizadas. Si se la acercaba al oído, escucharía los gritos.
Se dio cuenta de que alguien le miraba, escudriñando su rostro. Alzó la vista. Era la tercera bruja, la joven..., bueno, la más joven, la de rostro beatífico y peinado estilo erizo. Estaba sentada junto al bufón, como si tuviera acciones en él.
No, no miraba su rostro, miraba sus rasgos..., miraba cada detalle como calibrándolo, valorándolo. El joven le dirigió una sonrisita valiente, que ella pasó por alto. Como todos los demás, pensó Tomjon.
Sólo el bufón se fijó en él, y le devolvió la sonrisa con una mueca apologética y un pequeño gesto de complicidad que decía: «¿Qué hacen aquí dos personas sensatas como nosotros?». La joven seguía mirando alternativamente al bufón y a Tomjon. Luego se volvió hacia la más anciana de las brujas, la única persona en toda la sala húmeda y calurosa que había conseguido una jarra de cerveza, y le susurró algo al oído.
Las dos se embarcaron en una animada conversación en susurros. A Tomjon le parecía la típica manera femenina de hablar. Solía tener lugar en los portales, las participantes mantenían los brazos cruzados y, si alguien era tan maleducado como para pasar ante ellas, se callaban bruscamente y permanecían en silencio hasta asegurarse de que nadie las oía.
Se dio cuenta de que Yaya Ceravieja había dejado de hablar, y toda la sala le miraba con expectación.
—¿Qué? —se sobresaltó.
—Lo mejor sería hacer la coronación mañana —dijo Yaya—. No es bueno que el reino esté sin rey. No le gusta.
Se levantó, echó hacia atrás la silla, y cogió a Tomjon por la mano. Él la siguió sin protestar, incluso cuando lo guió para subir las escaleras hacia el trono. Una vez arriba, le puso las manos en los hombros y lo empujó con firmeza hacia los cojines rojos.
Se oyó el crujido de bancos y sillas. Miró a su alrededor, aterrado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—No te preocupes —replicó Yaya con firmeza—. Todos quieren venir a jurarte lealtad. Sólo tienes que asentir con majestad y preguntarles cuál es su trabajo y si les gusta. Ah, y será mejor que les devuelvas la corona.
Tomjon se la quitó a toda velocidad.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Quieren entregártela.
—¡Pero si ya la tengo! —exclamó Tomjon, desesperado.
Yaya suspiró con paciencia.
—Sólo en el sentido comosellame, real —dijo—. Esto es más ceremonial.
—¿Quieres decir más irreal?
—Exacto —asintió Yaya—. Pero mucho más importante.
Tomjon se aferró a los brazos del trono.
—Haz que venga Hwel —pidió.
—No, no debes hacer eso. Es cosa de las prioridades, ¿sabes? Primero debes ver a...
—He dicho que venga el enano. ¿No me has oído, mujer?
Esta vez, Tomjon consiguió proyectar la voz con el tono y la potencia adecuada, pero Yaya esquivó muy bien.
—Me parece que no sabes con quién hablas, jovencito —dijo.
Tomjon se incorporó en el trono. Había representado el papel de muchos reyes, y la mayor parte de ellos no eran de esos que estrechaban manos majestuosamente y preguntaban a la gente cuál era su trabajo y si les gustaba. Eran más bien de esos monarcas que tienen que lanzar a sus hombres a la batalla a las cinco de la madrugada de un día gélido, y encima convencerlos de que eso es mejor que estar en la cama. Reunió a todos esos reyes, y obsequió a Yaya Ceravieja con una mirada de orgullo y arrogancia regios.
—Sabemos que estamos hablando con una súbdita —rugió—. ¡Ahora, haz lo que decimos!
El rostro de Yaya se quedó inmóvil unos segundos, mientras trataba de decidir qué haría a continuación. Luego, sonrió para sus adentros, dijo un «como desees» en tono conversacional, y cogió por el cuello a Hwel, que seguía escribiendo. El enano hizo una reverencia rígida ante Tomjon.
—Nada de eso —replicó el joven—. ¿Qué hago ahora?
—Ni idea, ¿quieres que te prepare un buen discurso de coronación?
—¡Ya te he dicho que no quiero ser rey!
—Entonces, el discurso de coronación se presenta problemático —señaló el enano—. ¿Lo has pensado bien? Ser rey es un gran papel.
—¡Pero es el único que representas!
—Mm. En ese caso, sólo tienes que decirles «no».
—¿Así de fácil? ¿Crees que funcionará?
—Vale la pena intentarlo.
Unos cuantos dignatarios de Lancre se acercaban portando la corona sobre un cojincito. Sus rostros lucían expresiones de respeto, no exentas de cierta satisfacción. Llevaban la corona como si fuera el regalo para un Niño Bueno.
El alcalde de Lancre carraspeó.
—Tardaremos cierto tiempo en organizar una coronación como es debido —empezó—, pero nos gustaría...
—No — le interrumpió Tomjon.
El alcalde titubeó.
—¿Perdón?
—No la acepto.
El alcalde titubeó de nuevo. Movió los labios, sus ojos brillaron con luz extraña. Tenía la sensación de que se había perdido algo, y decidió que lo mejor sería empezar todo de nuevo.
—Tardaremos cierto tiempo en organizar... —aventuró.
—No —repitió Tomjon—. No seré rey.
El alcalde abría y cerraba la boca como un pez.
—¿Hwel? —llamó Tomjon a la desesperada—. A ti se te dan bien las palabras.
—El problema que se nos presenta —comenzó el enano—, es que, al parecer, «no» no es una de las opciones que se te presentan cuando te ofrecen una corona. Creo que este pobre toleraría un «quizá».
Tomjon se levantó, cogió la corona y la alzó por encima de su cabeza.
—Escuchadme todos —dijo—. Os agradezco el ofrecimiento, es un gran honor. Pero no puedo aceptar. He llevado más coronas de las que os imagináis, y el único reino que sé gobernar tiene un telón delante. Lo siento.
Un silencio de muerte acogió sus palabras. No parecían las más adecuadas.
—Otro de los problemas —siguió Hwel, hablando con naturalidad—, es que no pareces tener mucha opción. Eres el rey. Es un trabajo que aceptas al nacer.
—¡No se me dará bien!
—Eso no importa. Un rey no es lo que hace, es lo que es.
—¡No puedes dejarme aquí! ¡No hay nada más que bosques!
Tomjon volvió a sentir la sofocante sensación de frío, el zumbido en las orejas. Por un momento, le pareció ver, tenue como una neblina, la figura de un hombre alto y triste que extendía las manos en gesto de súplica.
—Lo siento —susurró—. Lo siento de verdad.
A través de la sombra que se desvanecía, vio que las tres brujas lo miraban fijamente.
—Tú única esperanza sería que hubiera otro heredero —dijo Hwel junto a él—. ¿No recuerdas si tuviste hermanos?
—¡No recuerdo a nadie! Hwel, yo...
Se inició entre las brujas otra discusión feroz. Y luego Magrat echó a andar a zancadas, moviéndose como una marejada, sacudiéndose la mano de Yaya Ceravieja, que intentaba detenerla. Cogió al bufón por el brazo y lo arrastró hacia el trono.
* * *
—¡Ehhhhh!
—¡Eh! ¿Hay alguien?
—¡Por favor! ¡Si alguien nos oye, que lo diga!
Arriba, el castillo estaba lleno de jolgorio y regocijo, y nadie podía escuchar las educadas voces frenéticas que resonaban en las mazmorras, más educadas y más frenéticas a cada hora que pasaba.
—Mm..., ¿por favor? Es que Billem tiene un miedo terrible a las ratas, así que, si no les importa...
Permitamos que la cámara de la mente retroceda lentamente por los sombríos pasillos, dejando atrás el musgo húmedo, las cadenas oxidadas, la piedra gris, las sombras...
—¿Nos oye alguien? Por favor, esto ya es excesivo, se ha cometido un error absurdo, mirad, nos podemos quitar las pelucas...
Dejemos que los ecos se pierdan por los rincones cubiertos de telarañas, por los túneles infestados de ratones, hasta que no sean más que un susurro inaudible.
—¡Eh! ¡Por favor, que alguien nos ayude!
Alguien bajará a las mazmorras un día de estos, seguro.
* * *
Poco tiempo después, Magrat preguntó a Hwel si creía en los compromisos largos. El enano se detuvo mientras cargaba el carromato.*
—De una semana como máximo —dijo al final—. Con dos funciones, claro.
* * *
Pasó un mes. Los primeros aromas húmedos de la tierra en otoño recubrieron los páramos en la oscuridad aterciopelada de la noche, mientras la luz de las estrellas teñía su reflejo en las hogueras.
La piedra vertical volvía a estar en su sitio, pero se escondería inmediatamente si alguien la miraba demasiado.
La brujas se sentaron en silencio cauteloso. Aquél no iba a ser uno de los cien aquelarres más emocionantes de todos los tiempos. Si Mussorgsky las hubiera visto, su noche en el monte pelado habría acabado a la hora del té.
Fue Yaya Ceravieja quien quebró el silencio.
—Pero fue un buen banquete.
—Yo casi cogí una indigestión —dijo Tata Ogg, orgullosa—. Y mi Shirl ayudó en la cocina, y me trajo todas las sobras.
—Ya me he enterado —dijo Yaya fríamente—. Dicen que desapareció medio cerdo asado junto con tres botellas de vino espumoso.
—Aún queda gente buena que piensa en los ancianos —siguió Tata Ogg, sin darse por aludida—. También tengo una jarra de la coronación. —La sacó y la mostró—. Dice: «Viva Verence II Rex». Es curioso que se llame Rex. No se puede decir que lo hayan sacado muy parecido, nunca lo he visto con un asa saliéndole de la oreja.
Hubo otra pausa larga, educada.
—Nos sorprendió mucho que no fueras, Magrat —dijo al final Yaya.
—Imaginábamos que estarías en la mesa del rey, o algo por el estilo —asintió Tata—. Creíamos que ya vivirías en el castillo.
Magrat se miró fijamente los pies.
—No me invitaron —se limitó a decir.
—¿Quién a hablado de invitaciones? —bufó Yaya—. A nosotras no nos invitaron. La gente no invita a las brujas, simplemente saben que apareceremos si nos apetece. Y nos hacen sitio enseguida —añadió con cierta satisfacción.
—Es que ha estado muy ocupado, ¿sabéis? —dijo Magrat a sus pies—. Aclarando las cosas y todo eso. Es muy listo. Pese a su apariencia.
—Un muchacho decente —asintió Tata.
—Además, hay luna llena —añadió Magrat rápidamente—. Hay que hacer aquelarres cada luna llena, aunque haya otros compromisos urgentes.
—¿Has...? —empezó a decir Tata Ogg, antes de que Yaya le diera un buen codazo en las costillas.
—Es buena cosa que esté dedicando tanto tiempo a poner el reino al día —dijo Yaya, tranquilizadora—. Demuestra que es considerado. Apuesto a que, tarde o temprano, lo aclarará todo. Es que ser rey ocupa mucho tiempo.
—Sí —suspiró Magrat con voz casi inaudible.
El silencio que siguió fue casi sólido. Fue roto por Tata, con una voz tan brillante y quebradiza como el hielo.
—Bueno, yo he traído una botella de ese vino espumoso —dijo—. Por si él..., por si..., por si nos apetecía beber algo.
Echó un trago y pasó la botella a las otras dos.
—Yo no quiero —dijo Magrat, apagada.
—Vas a beber, niña —ordenó Yaya Ceravieja—. Hace frío. Te irá bien para el pecho.
Sonrió a Magrat mientras la luna salía de detrás de una nube.
—Oye —añadió—, tienes el pelo un poco sucio. Parece como si no te lo hubieras lavado desde hace un mes.
Magrat se echó a llorar.
* * *
La misma luna brilló sobre la ciudad de Rham Nitz, a unos ciento cincuenta kilómetros de Lancre.
Tomjon salió del escenario entre aplausos retumbantes al acabar el último acto de El Troll de Ankh. Cien personas volverían a sus casas aquella noche preguntándose si los trolls eran de verdad tan malos como habían creído hasta entonces, aunque, por supuesto, aquello no mejoraría en absoluto la opinión que tenían de ellos.
Hwel le dio una palmadita en la espalda cuando se sentó a la mesa del maquillaje y empezó a rascarse la espesa capa gris que le hacía parecer una roca andante.
—Bravo, bravo —dijo—. La escena del amor... te salió de miedo. Y cuando te diste la vuelta y le lanzaste el rugido al mago, creo que no quedó ni un asiento seco.
—Lo sé.
Hwel se frotó las manos.
—Esta noche podemos permitirnos el lujo de dormir en una taberna —dijo—. Así que...
—Dormiremos en los carromatos —replicó Tomjon con firmeza, mirándose en el fragmento de espejo.
—¡Pero ya sabes cuánto nos dio el bu..., el rey! ¡Podríamos dormir en lechos de plumas hasta llegar a casa!
—Dormiremos sobre paja y llegaremos con más dinero —zanjó Tomjon—. Y con eso te compraré dioses del cielo, demonios del infierno, viento, olas y más trampillas de las que necesites, mi adorno para el césped.
La mano de Hwel reposó un instante en el hombro de Tomjon.
—Tienes razón, jefe —dijo al final.
—Por supuesto. ¿Cómo va la obra?
—¿Eh? ¿Qué obra? —preguntó Hwel, aparentando inocencia.
Tomjon se quitó cuidadosamente una cera de masilla.
—Ya sabes —dijo—. Esa obra. El rey de Lancre.
—Oh. Va saliendo. Va saliendo, ya sabes. La tendré terminada un día de éstos. —Hwel cambió de tema con rapidez—. Podríamos bajar hasta el río y coger un barco para regresar a casa. No estaría mal, ¿verdad?
—Pero también podríamos ir por tierra y ganar más dinero. Eso estaría mejor, ¿verdad? —Tomjon sonrió—. Esta noche hemos sacado ciento tres monedas. Conté las cabezas durante el monólogo del Juicio. Descontando los gastos, nos queda casi una pieza de plata.
—Sales a tu padre, no cabe duda —sonrió Hwel.
Tomjon se sentó de nuevo y se miró al espejo.
—Sí —asintió—. Me pareció lo más adecuado.
* * *
Magrat no tenía gatos, y detestaba la sola idea de poner ratoneras. Siempre había pensado que debería ser posible llegar a algún tipo de acuerdo con los ratones, de manera que la comida disponible fuera racionada en beneficio de todas las partes. Era una opinión muy humanitaria, aunque hay que decir que los ratones no la compartían, y por tanto la cocina iluminada por la luna estaba muy animada.
Cuando alguien llamó a la puerta, todo el suelo pareció correr hacia las paredes.
Tras unos segundos, llamaron de nuevo.
Hubo otra pausa. Luego las llamadas hicieron que la puerta se estremeciera en sus bisagras.
—¡Abrid en nombre del rey! —gritó una voz.
—No tienes que gritar tanto —dijo otra voz, con tono dolido—. ¿Por qué gritas tanto? No te he ordenado que gritaras tanto. Con esos gritos asustas a cualquiera.
—¡Lo siento, señor! ¡Es deformación profesional, señor!
—Llama otra vez. Con un poco más de suavidad, por favor.
El siguiente golpe quizá fue un poquito menos fuerte. El delantal de Magrat se cayó de su gancho detrás de la puerta.
—¿Estás seguro de que no puedo llamar yo mismo?
—No se hace, señor, los reyes no llaman a las puertas de las casas humildes. Es mejor que lo haga yo. ¡ABRID EN NOMBRE DE...!
—¡Sargento!
—Lo siento, señor. Me olvidé.
—Prueba con la cerradura.
Se oyó el ruido de alguien al titubear extremadamente.
—Eso no me gusta, señor —dijo el sargento invisible—. Podría ser peligroso. Mi consejo es que peguemos fuego a la casa.
—¿Pegarle fuego?
—Sí, señor. Siempre lo hacemos cuando no responden. Así salen, seguro.
—No creo que sea apropiado, sargento. Si te da lo mismo probaré yo con la cerradura.
—Me rompe el alma verlo, señor.
—Vaya, cuánto lo siento.
—Al menos, permite que derribe la puerta.
—¡No!
—¿Ni siquiera puedo incendiar el excusado?
—¡No, ni hablar!
—Ese gallinero de ahí ardería como...
—¡Sargento!
—¡Señor!
—¡Vuelve al castillo!
—¿Cómo, señor? ¿Y dejarte solo?
—Es un asunto extremadamente delicado, sargento. Estoy seguro de que eres un hombre de cualidades valiosísimas, pero en algunas ocasiones hasta los reyes tienen que estar solos. Es algo relativo a una joven, ¿comprendes?
—Ah. Entiendo, señor.
—Gracias. Ayúdame a desmontar, por favor.
—Siento mucho todo lo que he hecho, señor. Qué falta de tacto.
—Olvídalo.
—Si necesitas ayuda con la joven, para encender la llama...
—Por favor, vuelve al castillo, sargento.
—Sí, señor. Si está seguro, señor... Gracias, señor.
—¿Sargento?
—¿Sí, señor?
—Necesitaré que alguien lleve mi gorro y mis cascabeles al Gremio de Bufones de Ankh-Morpork, ahora que dejo el oficio. Creo que eres el hombre ideal.
—Gracias, señor. Será un honor.
—Es por tu..., eh..., ardiente deseo de servirme.
—¿Sí, señor?
—Asegúrate de que te instalan en uno de los cuartos para huéspedes.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Un caballo se alejó al trote. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió, y el bufón entró en la casa.
Hace falta mucho valor para entrar en la cocina de una bruja a oscuras, pero probablemente no más del que se necesita para llevar una camisa púrpura con mangas de terciopelo acabadas en piquitos. Al menos tenía una cosa buena, y era su absoluta carencia de cascabeles.
Llevaba consigo una botella de vino espumoso del banquete, y un ramo de flores. Ambas cosas habían perdido todo su atractivo durante el viaje. Las dejó sobre la mesa y se sentó junto a las brasas de la chimenea.
Se frotó los ojos. Había sido un día muy largo. Tenía la sensación de que no era un buen rey, pero se había pasado la vida trabajando duro para ser algo que no era lo suyo, y al final le saldría bien. Que él supiera, sus predecesores ni siquiera lo habían intentado. Tanto que hacer, tanto que arreglar, tanto que organizar...
Por encima de todo, estaba el problema con la duquesa. Se había sentido obligado a instalarla en una celda decente, en una torre soleada. Al fin y al cabo, se acababa de quedar viuda. Y había que ser compasivo con las viudas. Pero a la duquesa la compasión no la afectaba en lo más mínimo, no la entendía, le parecía un signo de debilidad. El bufón tenía miedo de verse obligado a cortarle la cabeza.
No, ser rey no era cosa de risa. Aquello lo animó un poco. Era toda una ventaja.
Y, tras un rato, se quedó dormido.
* * *
La duquesa no dormía. En aquel momento, se estaba descolgando por el muro del castillo gracias a una cuerda hecha con sábanas anudadas, ya que el día anterior se había dedicado a eliminar el cemento que sujetaba los barrotes de la ventana, aunque en realidad las paredes del castillo Lancre se podían horadar con la ayuda de un trozo de queso. ¡El muy idiota! Le había dado tijeras, y montones de ropa de cama. Así era como reaccionaba aquella gente. Permitían que el miedo pensara por ellos. Ella les inspiraba terror, incluso cuando creían tenerla en su poder (el débil nunca tiene al fuerte en su poder, nunca del todo). Si ella misma se hubiera encerrado, se habría dedicado en cuerpo y alma a hacerse lamentar el haber nacido. Pero le habían dado mantas, se habían preocupado por ella.
Bien, pues volvería. Allí fuera había un mundo muy grande, y ella sabía bien cómo usar las palancas para que la gente la obedeciera. Además, esta vez no cargaría con un marido. ¡Débil! Él había sido el peor de todos, sin una chispa de valor para ser tan malo como sabía que era en su interior.
Cayó pesadamente en el musgo, se detuvo para coger aliento y entonces, con el cuchillo preparado en la mano, se deslizó a lo largo del muro y se dirigió al bosque.
Llegaría hasta la frontera más lejana, cruzaría el río a nado, o quizá construyera una balsa. Al amanecer, estaría lo suficientemente lejos como para que no la encontraran, en el dudoso caso de que intentaran buscarla.
¡Débiles!
Se movió por el bosque a velocidad sorprendente. Al fin y al cabo había senderos, lo suficientemente anchos como para que pasaran carros, y ella tenía un buen sentido de la orientación. Además, lo único que necesitaba era ir colina abajo. Si encontraba el desfiladero, sólo tendría que seguir el curso del agua.
De pronto, pareció que había demasiados árboles. Aún había sendero, e iba en la dirección adecuada más o menos, pero los árboles a ambos lados estaban más juntos de lo que cabría esperar, y cuando trató de dar la vuelta el sendero había desaparecido tras ella. Se volvió bruscamente, con la seguridad de que vería moverse a los árboles, pero siempre los encontraba estoicamente inmóviles, con las raíces firmemente clavadas en el musgo.
No notaba el viento, pero las copas de los árboles se agitaban.
—Muy bien —dijo entre dientes—. Muy bien, me voy. Quiero irme, por eso me voy. Pero volveré.
En aquel preciso instante, el sendero se abrió para dejar paso a un claro que no había estado allí el día anterior, y que no estaría mañana, un claro en el que la luz de la luna brillaba sobre los cuernos y colmillos, y arrancaba destellos de los ojos fieros.
Los débiles, si se reúnen, pueden resultar despreciables, pero la duquesa comprendió que una alianza de los fuertes es un problema serio.
Durante unos segundos, sólo hubo silencio, roto de cuando en cuando por una respiración entrecortada. Al final, la duquesa sonrió, alzó el cuchillo y se lanzó al ataque.
Las filas delanteras de las criaturas reunidas se abrieron para dejarle paso, y luego volvieron a cerrarse. Hasta los conejos intervinieron.
El reino dejó escapar un suspiro.
* * *
En los páramos, bajo la sombra misma de los picos, el poderoso coro nocturno de la naturaleza se había quedado en silencio. Los jilgueros ya no trinaban, los búhos no ululaban, y los lobos se dedicaban a sus propios asuntos.
Sonó una canción que resonó de precipicio en precipicio, llegando hasta los altos valles ocultos y provocando avalanchas en miniatura. Se deslizó por los túneles secretos bajo los glaciares, y perdió todo su sentido al cruzar entre los muros de hielo.
Para saber en qué consistía realmente aquella canción, había que acudir junto al fuego moribundo, al lado de la piedra vertical, donde los ecos y las resonancias convergían en una menuda anciana que blandía una botella vacía.
—... con un caracol si quieres arrastrarte, pero el puercoespín...
—El final de la botella es lo que mejor sabe, ¿verdad? —dijo Magrat, tratando de hacerse oír por encima de los ecos.
—Es cierto —asintió Yaya al tiempo que apuraba su vaso.
—¿Queda más?
—Por el aspecto de Gytha, creo que lo ha terminado todo.
Se quedaron sentadas, entre las fragancias de la noche, y contemplaron la luna.
—Bueno, tenemos un rey —dijo Yaya—. Ya ha terminado todo.
—Ha sido gracias a ti y a Yaya —señaló Magrat, con un hipido.
—¿Por qué?
—Nadie me habría creído sin vuestro apoyo.
—Sólo hablamos cuando nos preguntaron.
—Pero todo el mundo sabe que las brujas no mienten, eso es lo que importa. Es decir, eran muy parecidos, eso saltaba a la vista, pero podía ser una coincidencia. Verás... —Magrat se sonrojó—. Busqué eso de droit de seigneur. La Abuela Whemper tenía un diccionario.
Tata Ogg dejó de cantar.
—Sí —dijo Yaya Ceravieja—. Bueno.
Magrat se dio cuenta de que ambas parecían incómodas.
—Dijisteis la verdad, ¿no? —insistió—. Son hermanos, ¿verdad?
—Oh, sí —aseguró Gytha Ogg—. Desde luego. Cuidé a su madre cuando nació tu..., cuando nació el nuevo rey. Y a la reina, cuando nació el pequeño Tomjon, y ella me dijo quién era su padre.
—¡Gytha!
—Lo siento.
El vino se le estaba subiendo a la cabeza, pero las ruedecitas de la mente de Magrat consiguieron ponerse en marcha.
—Un momento —pidió.
—Recuerdo al padre del bufón —dijo Tata Ogg con voz lenta, deliberada—. Un joven muy avispado, pero no se llevaba bien con su padre. Aunque volvía de vez en cuando. Para hacer visitas a los amigos.
—Hacía amigos con facilidad —confirmó Yaya.
—Sobre todo entre las chicas. Era muy atlético. Podía trepar por los muros como si tal cosa, o eso me dijeron.
—Yo lo que sé es que era muy popular en la corte —añadió Yaya.
—Al menos, era muy popular con la reina.
—Y el rey siempre estaba por ahí cazando, y esas cosas.
—Por lo de ese droit suyo —asintió Tata—. Siempre por ahí, rara era la noche que dormía en casa.
—Un momento —repitió Magrat.
La miraron.
—¿Sí? —inquirió Yaya.
—¡Dijisteis a todo el mundo que eran hermanos, y que Verence era el mayor!
—Es cierto.
—Y permitisteis que todos creyeran...
Yaya Ceravieja le echó el chal por los hombros.
—Estamos obligadas a decir la verdad, pero no tenemos obligación de que nos entiendan correctamente.
—No, no, lo que estás diciendo es que el rey de Lancre no es en realidad...
—Lo que estoy diciendo es —atajó Yaya con firmeza—, que tenemos un rey que no es peor que la mayoría y sí mejor que muchos, que tiene la cabeza en su sitio...
—Aunque la espalda la tenga algo torcida... —puntualizó Tata.
—...y que el fantasma del viejo rey por fin descansa en paz, ha habido una coronación preciosa, algunas de nosotras tenemos jarras, aunque no nos correspondían, sólo eran para los niños, y, en resumen, las cosas están mucho mejor que antes. Eso es lo que estoy diciendo. No me importa cómo deberían o podrían ser las cosas. Eso no tiene el menor interés.
—¡Pero no es un rey de verdad!
—Puede serlo —replicó Tata.
—Si acabáis de decir...
—¿Quién sabe? A la reina no se le daba muy bien llevar las cuentas. Además, él no sabe que no tiene sangre real.
—Y tú no se lo dirás, ¿verdad? —dijo Yaya Ceravieja.
Magrat contempló la luna, rodeada por unas pocas nubes.
—No —respondió.
—Muy bien —asintió la anciana—. Además, mira las cosas desde otro punto de vista. La realeza tiene que comenzar en algún momento. Tanto da que sea con él. Parece que se lo va a tomar en serio, que es mucho más de lo que han hecho otros reyes. Le irá bien.
Magrat sabía que había perdido. Contra Yaya Ceravieja siempre se perdía, lo único interesante consistía en ver cómo.
—Pero vosotras dos me habéis dado una auténtica sorpresa —insistió—. Sois brujas. Eso significa que debéis preocuparos por asuntos como la verdad, la tradición y el destino, ¿no?
—Ahí es donde siempre te has armado el lío —señaló yaya—. El destino es importante, claro, pero la gente se equivoca al pensar que los controla. Es al revés.
—Una birria de destino —asintió Tata.
Yaya la miró.
—Supongo que nadie te dijo que ser bruja fuera sencillo, ¿verdad?
—Estoy aprendiendo —suspiró Magrat. Miró hacia el otro lado del páramo, donde una tenue orla de amanecer brillaba sobre el horizonte—. Creo que será mejor que me vaya —añadió—. Se hace temprano.
—Yo también me voy —dijo Tata Ogg—. Mi Shirl se preocupa si no estoy en casa cuando me lleva el desayuno.
Yaya apagó cuidadosamente los restos de la hoguera.
—¿Cuándo volveremos a reunimos? —preguntó.
Las brujas apenas se atrevieron a mirarse.
—Estoy un poco ocupada el mes que viene —dijo Tata—. Cumpleaños y cosas de esas. Eh..., y el trabajo se me ha amontonado con todo lo que ha pasado. Además, tengo que ocuparme de los fantasmas.
—Creí que los habías enviado de vuelta al castillo —señaló Yaya.
—Sí, pero no quisieron irse —replicó Yaya vagamente—. Para ser sincera, me he acostumbrado a tenerlos en casa. Me hacen compañía por las noches. Y ya casi no gritan.
—Estupendo. ¿Y tú, Magrat?
—En esta época del año es cuando más trabajo hay, ¿no os parece?
—Cierto —asintió Yaya con voz amable—. Es mejor que tengas todo tu tiempo libre. Lo dejamos en el aire, ¿de acuerdo?
Las otras dos asintieron. Y, cuando el nuevo día se derramó sobre el paisaje, cada bruja se fue a casa* inmersa en sus propios pensamientos.