Terry Pratchett
RITOS IGUALES
Una novela del Mundodisco
Traducción: Cristina Macía Orío
Título original: Equal rites
Año 1ª edición del original 1987
Año 1ª edición en castellano: 1991
© 2003, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
ISBN: 9788499086446
Gracias a Neil Gaiman, que nos presto
el último ejemplar existente del libro
Liber paginarum fulvarum, y un saludo
a todos los chicos del H.P. Lovecraft Holiday Fun Club.
Quiero dejar en claro que este libro no es absurdo.
Sólo las pelirrojas tontas de la tele de
los años cincuenta son absurdas.
Tampoco es estrafalario.
Ésta es una historia sobre la magia, sobre lo que hace, y quizá más importante, sobre cómo surge y por qué, aunque la historia en sí no pretende responder a todas estas preguntas. A lo mejor ni siquiera a algunas de ellas.
En cambio, es posible que contribuya a explicar por qué Gandalf no se casó nunca, y por qué Merlín era un hombre. Porque esta historia también habla sobre el sexo, aunque no en el sentido atlético-deportista de cuenta-las-piernas-y-divide-por-dos, a menos que los personajes escapen por completo del control del autor. Que podría ser.
En cualquier caso es, por encima de todo, una historia sobre el mundo. Atención, que empieza. Ni pestañeéis, que los efectos especiales son de los caros.
Aparece a lo lejos, en la parte superior, más grande que el más grande de los acorazados estelares nacidos de la imaginación de un cineasta con un productor generoso: una tortuga de quince mil kilómetros de largo. Es Gran A'Tuin, uno de los escasos astroquelonios en un universo donde las cosas no son tanto como son sino como la gente imagina que son, y lleva sobre su caparazón mellado por los meteoritos a cuatro elefantes gigantes, los cuales transportan sobre sus inmensos lomos la enorme rueda del Mundodisco.
Cambia el enfoque de la cámara, y todo el mundo se divisa a la luz de su pequeño sol orbital. Hay continentes, archipiélagos, mares, desiertos, cordilleras y hasta un pequeño casquete de hielo en el centro. Los habitantes de este lugar, obviamente, no aceptan las teorías globales. Su mundo, rodeado por un océano circular que cae eternamente al espacio en una larguísima cascada, es tan redondo y plano como una pizza geológica, aunque sin anchoas.
Un lugar así, un lugar que existe sólo porque los dioses también tienen sentido del humor, debe de ser un mundo en el que la magia puede sobrevivir. Y también el sexo, por supuesto.
Llegó caminando a través de la tormenta, y se veía a la legua que era un mago. En parte por la larga capa y el cayado lleno de extrañas tallas, pero sobre todo porque las gotas de lluvia se detenían a un metro por encima de su cabeza antes de evaporarse.
Las Montañas del Carnero eran una buena zona tormentosa, una tierra de cumbres escabrosas, densos bosques y pequeños valles surcados por ríos, valles tan profundos que, para cuando la luz del día llegaba a ellos, ya era hora de marcharse. Jirones desgarrados de nubes se aferraban a los picos inferiores, más abajo del sendero por el que el mago subía a trompicones. Unas cuantas cabras de ojos cansinos le observaban con cierto interés. Hace falta poco para interesar a una cabra.
De vez en cuando se detenía y lanzaba al aire su pesado cayado. Siempre caía señalando en la misma dirección, y el mago suspiraba, lo recogía y continuaba con su trabajosa caminata.
La tormenta se alejó entre las colinas caminando sobre sus patas de relámpago, gritando y rugiendo.
El mago desapareció tras un recodo del camino, y las cabras volvieron a los húmedos pastos.
Hasta que otra cosa las hizo mirar hacia arriba. Se pusieron tensas, con los ojos abiertos de par en par y las fosas nasales palpitantes. Cosa extraña, porque en el sendero no había nada. De todos modos, las cabras lo miraron pasar hasta que se perdió de vista a lo lejos.
Había un pueblecito incrustado en un estrecho valle, entre grandes bosques. No era un pueblo muy grande, no aparecía en los mapas de las montañas. Casi ni siquiera aparecía en los mapas del pueblo.
Era, de hecho, uno de esos lugares que sólo existen para que haya gente que venga de ellos. En el universo los hay a montones: pueblecitos recónditos, pequeñas aldeas azotadas por el viento bajo cielos despejados, cabañas aisladas en montañas gélidas cuya única característica histórica es ser lugares increíblemente vulgares donde empezó a suceder algo extraordinario. A menudo no hay más que una pequeña placa señalando que, contra toda probabilidad ginecológica, alguien famoso nació en medio de una pared.
La niebla reptaba entre las casas mientras el mago cruzaba un estrecho puente sobre el crecido arroyo y se dirigía hacia la herrería del pueblo, aunque ambos hechos no tenían la menor relación. La niebla habría reptado de todos modos. Era una niebla con experiencia, que había llevado el hecho de reptar a la categoría de arte.
La herrería estaba casi abarrotada, por supuesto. Una herrería es un lugar donde uno espera encontrar una buena hoguera y gente con la que charlar. Muchos habitantes del pueblo holgaban entre las cálidas sombras cuando el mago se aproximó, y se sentaron expectantes tratando de parecer inteligentes, con escaso éxito.
El herrero no se sintió obligado a ser tan obsequioso. Hizo un gesto en dirección al mago, pero fue un saludo entre iguales, o al menos entre iguales por lo que respectaba al herrero. Después de todo, cualquier herrero medianamente competente tiene una cierta relación con la magia, o al menos le gusta pensar que la tiene.
El mago hizo una reverencia. Un gato blanco que había estado durmiendo junto al horno se despertó y lo examinó cautelosamente.
—¿Cómo se llama este lugar, señor? —dijo el mago.
El herrero se encogió de hombros.
—Culo de Mal Asiento —dijo.
—¿Culo...?
—De Mal Asiento —repitió el herrero, con un tono que desafiaba a cualquiera que tuviese algo que objetar.
El mago lo meditó un instante.
—Un nombre con historia —dijo por fin—, una historia que en otras circunstancias me encantaría escuchar. Pero quiero hablarte sobre tu hijo, herrero.
—¿Sobre cuál? —preguntó el herrero.
Los mirones rieron disimuladamente, y el mago sonrió.
—Tu tienes siete hijos, ¿verdad? Y tú mismo fuiste un octavo hijo, ¿no?
El rostro del herrero se puso tenso. Se volvió hacia los otros aldeanos.
—Ha dejado de llover, gente, así que largáos todos —dijo—. Tengo que hablar con...
Miró al mago con las cejas arqueadas.
—Tambor Leño —dijo el mago.
—Tengo que hablar con el señor Leño.
Hizo un vago gesto con el martillo y, uno tras otro, mirando por encima del hombro por si el mago hacía algo interesante, los espectadores se dispersaron.
El herrero sacó un par de taburetes de debajo de una mesa. Cogió una botella de un aparador junto al depósito de agua y llenó un par de vasitos con el claro liquido.
Los dos hombres se sentaron y observaron la lluvia que reptaba sobre el puente.
—Sé a qué hijo te refieres —dijo por fin el herrero—. La vieja Yaya está con mi esposa ahora. El octavo hijo de un octavo hijo, por supuesto. Se me pasó por la cabeza, pero, para ser sincero, no le di mucha importancia. Vaya, vaya. Un mago en la familia, ¿eh?
—Lo has captado muy deprisa —dijo Leño.
El gato blanco saltó de su sitio, vagó por el lugar y se sentó en el regazo del mago, acurrucándose entre sus piernas. El mago lo acarició distraídamente con sus largos y delgados dedos.
—Vaya, vaya —repitió el herrero—. Un mago en Culo de Mal Asiento, ¿eh?
—Es posible, es posible —asintió Leño—. Por supuesto, antes tendrá que ir a la universidad. Claro que es posible que le vaya muy bien.
El herrero consideró todos los aspectos de la idea, y llegó a la conclusión de que le gustaba mucho. De pronto, se le ocurrió una cosa.
—Un momento —dijo—. Estoy tratando de recordar lo que me contaba mi padre. Cuando un mago sabe que va a morir, puede hacer algo como... pasar su magia a una especie de sucesor, ¿no?
—Nunca lo había oído expresar tan sucintamente, sí —replicó el mago.
—¿Así que vas a... una especie de muerte?
—Oh, sí.
El gato ronroneó cuando los dedos le rascaron detrás de la oreja.
El herrero pareció avergonzado.
—¿Cuándo?
El mago pensó un instante.
—En unos seis minutos.
—Oh.
—No te preocupes —le tranquilizó el mago—. La verdad es que lo espero con impaciencia. Me han contado que es bastante indoloro.
El herrero meditó la respuesta.
—¿Quién te lo ha contado? —preguntó al final.
El mago fingió no haberle oído. Estaba mirando el puente, atento a una delatora turbulencia en la niebla.
—Mira —suspiró el herrero—, más vale que me cuentes cómo se educa a un mago, porque por esta zona no hay ninguno, no sé si lo sabes...
—Las cosas vendrán por sí solas —respondió Leño tranquilizador—. La magia me ha guiado hasta ti, y la magia se encargará de todo. Suele hacerlo. ¿He oído un llanto?
El herrero miró hacia el techo. Por encima del repiqueteo de la lluvia, captó el sonido de unos pulmones recién estrenados a toda potencia.
Una mujer alta de pelo blanco apareció al final de la escalera, portando un fardo envuelto en una manta. El herrero le hizo un gesto para que se acercara al mago.
—Pero... —empezó la mujer.
—Esto es muy importante —empezó el herrero con tono de importancia—. ¿Qué hacemos ahora, señor?
El mago alzó su cayado. Tenía la altura de un hombre, era casi tan ancho como su muñeca y estaba lleno de tallas que parecían cambiar ante los ojos del herrero, como si las malditas cosas no quisieran que las viera con claridad.
—El bebé debe cogerlo —dijo Tambor Leño.
El herrero asintió y hurgó entre los pliegues de la manta hasta dar con una manita rosa. La guió delicadamente hasta la madera. La manita la aferró con fuerza.
—Pero... —dijo la comadrona.
—Todo va bien, Yaya. Sé lo que hago. Es una bruja, señor —dijo dirigiéndose al mago—, no le haga caso. Bien, ¿qué viene ahora?
El mago se quedó en silencio.
—¿Qué viene a...? —empezó a decir el herrero.
Se interrumpió y se inclinó hacia adelante para observar el rostro del anciano mago. Leño sonreía, aunque nadie habría podido decir por qué.
El herrero volvió a poner al bebé en brazos de la desesperada comadrona. Luego, con todo el respeto posible, separó los delgados dedos blancos del cayado.
La madera tenía un tacto extraño, untuoso, como cargada de electricidad estática. Era negra, aunque las tallas tenían un matiz más claro, y hacían daño a la vista si intentabas distinguirlas con claridad.
—Estás satisfecho contigo mismo, ¿eh? —dijo la comadrona.
—¿Eh? Oh, sí. La verdad es que sí. ¿Por qué?
La mujer apartó un pliegue de la manta. El herrero miro hacia abajo, y se atragantó.
—No —susurró—. Pero si él dijo...
—¿Y cómo iba a saberlo? —se burló Yaya.
—¡Pero si él dijo que sería un hijo!
—Pues a mí no me lo parece, amigo.
El herrero se dejó caer en el taburete, sujetándose la cabeza entre las manos.
—¿Qué he hecho? —gimió.
—Acabas de dar al mundo su primera maga —señaló la comadrona—. ¿Qué, nenitabonitachiquita?
—¿Cómo?
—Hablaba con el bebé.
El gato blanco ronroneó y arqueó el lomo como si se estuviera frotando contra las piernas de un viejo amigo. Cosa extraña, porque allí no había nadie.
—Fui idiota —dijo una voz en un registro que ningún mortal podría oír—. Supuse que la magia sabría lo que hacía.
—Quizá sea así.
—Si pudiera hacer algo...
—No hay manera de volver atrás. No hay manera de volver atrás —dijo una voz profunda y pesada, como las puertas de una cripta al cerrarse.
El jirón de nada que era Tambor Leño meditó durante un instante.
—Pero la niña va a tener muchos problemas.
—Así es la vida. Por lo menos, es lo que me han contado. No lo sé personalmente, por supuesto.
—¿Qué hay de las reencarnaciones?
La muerte titubeó.
—No te gustarían —dijo—. Créeme.
—Pues he oído decir que algunos lo hacen constantemente.
—Hay que estar bien entrenado. Hay que empezar desde pequeño y trabajar mucho. No tienes ni idea de lo espantoso que es ser una hormiga.
—¿Muy malo?
—Ni te lo creerías. Y, con tu karma, hasta una hormiga es demasiado.
El bebé había sido devuelto a su madre, y el herrero observaba la lluvia con desconsuelo.
Leño Tambor rascó al gato detrás de las orejas y meditó sobre su vida. Había sido larga, ésa era una de las ventajas de ser mago, y había hecho muchas cosas de las que no siempre estaba orgulloso. Ya era hora de...
—Oye, no tengo todo el día —dijo la Muerte en tono de reproche.
El mago bajó la vista para mirar al gato, y por primera vez se dio cuenta del extraño aspecto que tenía ahora.
A menudo, los vivos no aprecian el aspecto tan complicado que tiene el mundo cuando estás muerto, porque aunque la muerte libera la mente de las restricciones tridimensionales, también la separa del Tiempo, que en realidad no es más que otra dimensión. Así que, mientras que el gato que se frotaba contra las piernas invisibles era sin lugar a dudas el mismo gato que había visto hacía unos minutos, era también obviamente un gatito recién nacido y un gordo animal viejo y medio ciego, con todas las etapas intermedias también presentes. Todas a la vez. Dado que empezaba desde pequeño, parecía una zanahoria blanca en forma de gato, descripción que tendrá que bastar hasta que la gente invente adjetivos aptos para la cuarta dimensión.
La mano esquelética de la Muerte rozó amablemente a Leño en el hombro.
—Vámonos, hijo mío.
—¿No puedo hacer nada?
—La vida es para los vivos. Además, le has dado tu cayado.
—Sí. La verdad es que si.
La comadrona se llamaba Yaya Ceravieja. Era una bruja, circunstancia aceptable en las Montañas del Carnero, donde nadie decía nada en contra de las brujas. Al menos, nadie que se quisiera levantar por la mañana con la misma forma que tenía al acostarse.
El herrero seguía contemplando la lluvia con gesto sombrío cuando ella bajó por la escalera y le puso la mano llena de verrugas en el hombro.
Él alzó la vista.
—¿Qué puedo hacer, Yaya? —dijo sin poder evitar que su voz tuviera un tono de suplica.
—¿Qué has hecho con el mago?
—Lo he metido en el depósito de combustible. ¿He hecho bien?
—Por ahora, bastará —dijo animosamente—. Ahora, tienes que quemar el cayado.
Los dos se volvieron para mirar el pesado bastón, que el hombre había lanzado al rincón más oscuro de la herrería. Casi pareció que les devolvía la mirada.
—¡Pero si es mágico! —susurró.
—¿Y qué?
—¿Arderá?
—Nunca he visto madera que no arda.
—¡No me parece correcto!
Yaya Ceravieja cerró de golpe las grandes puertas y se volvió hacia él, furiosa.
—¡Ahora, Gordo Herrero, escúchame bien! —dijo—. ¡Lo que no es correcto es que exista una mujer mago! ¡No es hechicería adecuada para las mujeres, es hechicería de magos, toda llena de libros, estrellas y jometría! Ella no entenderá nada. ¿Dónde se ha visto a una maga?
—Hay brujas —replicó el herrero, inseguro—. Y también hechiceras, me han dicho.
—Las brujas son muy diferentes —le espetó Yaya Ceravieja—. Es una magia que nace de la tierra, no del cielo, y los hombres nunca la comprenderán. En cuanto a las hechiceras —añadió—, ni me las menciones. Hazme caso, quema el cayado, quema el cadáver y olvídate de todo.
Herrero asintió de mala gana, se dirigió hacia la forja y sopló con el fuelle hasta que saltaron chispas. Luego, intentó coger el cayado.
No consiguió moverlo.
—¡No consigo moverlo!
El sudor le perló la frente mientras tiraba de la madera. Esta no cooperó en absoluto.
—Espera, deja que lo intente yo —dijo Yaya situándose a su lado.
Se oyó un chasquido, y la habitación se impregnó de un olor a lata quemada.
Herrero corrió al otro lado de la forja, lloriqueando, hacia donde Yaya había aterrizado cabeza abajo contra la pared.
—¿Te encuentras bien?
La mujer abrió dos ojos que eran como diamantes enfurecidos.
—Ya veo. Así están las cosas, ¿eh?
—¿Qué cosas? —quiso saber Herrero, desconcertado.
—Ayúdame a levantarme, idiota. Y consígueme un hacha.
El tono de su voz sugería que no sería inteligente desobedecer. Herrero rebuscó desesperadamente entre los trastos acumulados al fondo de la habitación, hasta que encontró una vieja hacha de doble filo.
—Bien. Ahora, quítate el delantal.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer? —preguntó el herrero, que a estas alturas ya no entendía nada.
Yaya lanzó un suspiro de exasperación.
—Porque es de cuero, idiota. Lo usaré para envolver el mango. ¡No me va a atrapar dos veces de la misma manera!
Herrero forcejeó para quitarse el pesado delantal de cuero, y se lo tendió a la mujer animosamente. Yaya lo enrolló en torno al hacha e hizo un par de pases en el aire. Después, como una figura arácnida a la luz del horno casi incandescente, caminó por la habitación y, con un gruñido de triunfo y esfuerzo, descargó de golpe la pesada hacha contra el centro del cayado.
Se oyó un clic. Se oyó un sonido como el de una perdiz. Se oyó un golpe.
Se oyó el silencio.
al final de la escalera.
Herrero extendió la mano muy despacio, sin mover la cabeza, y tocó el filo del hacha. Ya no estaba en el hacha. Se había enterrado en la puerta justo al lado de su cabeza, arrancándole por el camino un pedacito de oreja.
Yaya parecía algo trastornada por el esfuerzo de golpear con todas sus fuerzas un objeto inamovible, y contempló el palo de madera que le había quedado entre las manos.
—Biiiiieeeeennnn —dijo mientras le castañeteaban los dientes—. Eeeeennnn eeeesssseeee ccccaaaassssoooo...
—No —la interrumpió Herrero con firmeza, frotándose la oreja—. Sea lo que sea lo que vas a sugerir, la respuesta es no. Déjalo en paz. Amontonaré unas cuantas cosas encima. Nadie lo verá. Déjalo en paz. No es más que un bastón.
—¿¡No es más que un bastón!?
—¿Se te ocurre una idea mejor? ¿Alguna que no ponga en peligro mi cabeza?
Ella contempló el cayado, que no le prestaba la menor atención.
—Ahora mismo, no —admitió—. Pero dame tiempo...
—De acuerdo, de acuerdo. De todos modos, tengo cosas que hacer, magos que enterrar, ya sabes cómo son las cosas.
Herrero cogió una pala de detrás de la puerta, y titubeó.
—¿Yaya?
—¿Qué?
—¿Sabes cómo quieren ser enterrados los magos?
—¡Sí!
—Bueno, ¿cómo?
Yaya Ceravieja hizo una pausa
—Lo más tarde posible.
Horas después, la noche cayó suavemente a medida que los últimos restos de luz escapaban del valle, y una luna clara, lavada por la lluvia, brillaba en un cielo tachonado de estrellas. Y, en un huerto sombrío, tras la forja, se oía el ruido de una pala contra la tierra, junto con alguna otra maldición ahogada.
En la cuna, en el piso de arriba, la primera maga del mundo no soñaba con nada importante.
El gato blanco dormitaba en su repisa privada cerca del horno. El único sonido en la cálida forja oscura era el crepitar de los carbones al apagarse.
El cayado estaba en el rincón donde había caído, rodeado por sombras ligeramente más oscuras de lo normal.
Pasó el tiempo. El trabajo del tiempo es pasar, claro.
Se oyó un levísimo tintineo, y un estremecimiento en el aire. El gato se sentó y miró con interés.
Llegó el amanecer. Aquí arriba, en las Montañas del Carnero, los amaneceres siempre eran impresionantes, sobre todo si una tormenta había limpiado el aire. Desde el valle donde estaba Culo de Mal Asiento se divisaba un panorama de montañas y colinas más bajas, teñidas de púrpura y naranja a la temprana luz matutina que fluía suavemente sobre ellas (ya que la luz se desplaza muy despacio a través del vasto campo mágico del Disco) mientras las extensas llanuras de más adelante seguían siendo un charco de sombras.
De hecho, desde allí se divisaba el Borde del mundo.
No es una metáfora, sino un hecho constatado, ya que el mundo era plano y, además, viajaba por el espacio a lomos de cuatro gigantescos elefantes que reposaban sobre el caparazón de Gran A'Tuin, la Tortuga Celestial.
Abajo, Culo de Mal Asiento empieza a despertar. El herrero acaba de entrar en la forja y la ha encontrado más ordenada de lo que ha estado en los últimos cien años, con todas las herramientas en su sitio, el suelo barrido y el fuego chisporroteando alegremente en el horno recién encendido. Se ha sentado en el yunque, que ahora se encuentra al otro lado de la habitación, y contempla el cayado intentando pensar.
No sucedió gran cosa de importancia durante siete años, excepto que uno de los manzanos del huerto situado junto a la herrería creció considerablemente más que los otros. A él solía trepar con frecuencia una niñita con el pelo castaño, los dientes delanteros mellados y la clase de facciones que prometían ser, si no hermosas, al menos interesantemente atractivas.
La llamaron Eskarina por ninguna razón en particular aparte del hecho de que a su madre le gustaba el sonido de la palabra; y, aunque Yaya Ceravieja la vigiló de cerca, no advirtió en ella rastro alguno de magia. Cierto que la niña se pasaba más tiempo trepando a los árboles, corriendo y gritando del que suelen pasarse las niñas, pero a una niña con cuatro hermanos mayores en la misma casa hay que disculparle muchas cosas. De hecho, la bruja empezó a tranquilizarse y a pensar que, pese a todo, la magia no se había apoderado de ella.
Pero la magia tiene la costumbre de aguardar a hurtadillas, como una serpiente entre la hierba.
Llegó otro invierno, y fue de los malos. Las nubes pendían en torno a las Montañas del Carnero como ovejas gordas, llenando de nieve los desfiladeros y convirtiendo los bosques en cavernas sombrías y silenciosas. Los pasos quedaron cerrados, y las caravanas no tendrían oportunidad de acercarse hasta la primavera. Culo del Mal Asiento quedó convertido en una pequeña isla de calor y de luz.
—Estoy preocupada por Yaya Ceravieja —dijo la madre de Esk durante el desayuno—. Últimamente no se la ha visto por aquí.
Herrero la miró por encima de su cucharada de gachas.
—Mejor —replicó—. Es una...
—Una fisgona. —terminó Esk.
Sus padres la miraron.
—No deberías decir esas cosas —la reprendió su madre.
—Pero papá dice que es una fis...
—¡Eskarina!
—Pero si él dice...!
—¡He dicho que te...!
—Sí, pero es verdad, papá dice...
Herrero la abofeteó. No fue una bofetada muy fuerte, y al momento ya se había arrepentido. Los niños recibían la mano de lleno (y ocasionalmente el cinturón de largo) cuando se lo merecían. En cambio, lo malo de su hija no eran las travesuras normales, sino aquella exasperante costumbre de seguir despiadadamente el hilo de una discusión mucho después de que debiera haberla abandonado. Le ponía furioso.
La niña se echó a llorar. Herrero se levantó, tan furioso como avergonzado, y salió a la herrería.
Se oyó un crujido y un sonoro golpe.
Lo encontraron desmayado en el suelo. Después, siempre afirmó que se había golpeado la cabeza contra el dintel de la puerta. Cosa extraña, porque no era demasiado alto y hasta entonces había habido sitio de sobra, pero el hombre estaba seguro de que lo que sucedió no tenía nada que ver con el borrón de movimiento en el rincón más oscuro de la herrería.
Fuera como fuese, los acontecimientos marcaron el día. Fue un día desastroso, la gente no dejó de poner el pie debajo de los pies de los demás, y encima se enfadaba por todo. A la madre de Eskarina se le cayó una jarra que había pertenecido a su abuela, y resultó que toda una caja de manzanas de la despensa estaban podridas. En la forja, el horno se puso testarudo y se negó a tirar. Jaims, el hijo mayor, resbaló en el hielo acumulado del camino y se hizo daño en un brazo. El gato blanco, o posiblemente uno de sus descendientes, ya que los gatos llevaban una compleja vida secreta en el pajar cercano a la herrería, trepó por la chimenea de la cocina y se negó a bajar. Hasta el cielo se volvió pesado como una manta vieja y el aire pareció cargado a pesar de la nevada.
Los nervios tensos, el aburrimiento y el mal genio hicieron que el ambiente zumbara como si amenazara tormenta.
—¡Muy bien, esto es demasiado! —gritó la madre de Esk—. Cern, ve con Gulta y con Esk a ver cómo está Yaya y luego... ¿Dónde está Esk?
Los dos niños más pequeños alzaron la vista desde debajo de la mesa, donde peleaban con todas sus fuerzas.
—Esk se ha ido al huerto —respondió Gulta—. Otra vez.
—Pues ve a buscarla y marchaos.
—¡Pero si hace frío!
—¡Va a nevar más!
—Sólo hay un kilómetro de distancia, y la carretera está despejada. Además, ¿quién tenía tantas ganas de salir cuando cayó la primera nieve? —Marchaos ya, y no volváis hasta que no estéis de mejor humor.
Encontraron a Esk sentada entre las ramas del gran manzano. A los niños no les gustaba mucho aquel árbol. Para empezar, estaba tan cubierto de muérdago que parecía verde incluso en medio del invierno, sus frutos eran pequeños, y eran tan amargos que daban dolor de estómago, o se pudrían y atraían a todas las avispas de la zona. Además, aunque parecía fácil trepar a él, sus ramas tenían la costumbre de romperse y dejar caer a la gente en el peor momento. Pero soportaba a Esk, quien tenía la costumbre de sentarse sobre él cuando estaba enfadada, harta u, sencillamente, deseaba sentirse a solas. Los otros presentían que el derecho legítimo de todo hermano de torturar amablemente a su hermana terminaba al pie de su tronco. Así que le lanzaron una bola de nieve. Fallaron.
—Vamos a ver a Ceravieja.
—Pero no tienes que venir.
—Porque lo único que harás será retrasarnos, y además, seguro que te echas a llorar.
Esk los miró con solemnidad. No solía llorar, ya que no parecía servir de gran cosa.
—Si no queréis que vaya, iré —dijo con lógica infantil.
—Oh, si queremos que vengas —Intervino rápidamente Gulta.
—Encantada de oírlo —respondió Esk al tiempo que se dejaba caer de un salto sobre la nieve.
Tomaron una cesta llena de salchichas ahumadas, huevos en conserva y (dado que su madre era prudente, además de generosa) una gran jarra de conserva de melocotón que no le gustaba a nadie de la familia. De todos modos, seguía preparándola cada vez que los melocotones estaban maduros.
Los habitantes de Culo de Mal Asiento habían aprendido a vivir con los largos inviernos y su nieve, y los caminos que salían del pueblo estaban bordeados de tablones que impedían en parte resbalar y, más importante aún, evitaban que los viajeros se perdieran. Si vivían en la zona no importaría demasiado que se perdieran, porque un genio anónimo del consejo del pueblo, hacía varias generaciones, había tenido la idea de marcar un árbol de cada diez en los alrededores hasta una distancia de casi tres kilómetros. Habían tardado siglos, y siempre que alguien estaba ocioso podía dedicarse a repasar las marcas, pero con unos inviernos durante los cuales, en una tormenta, cualquiera podía extraviarse a pocos metros de su casa, más de una vida se había salvado gracias a las marcas tanteadas entre la nieve.
Volvía a nevar cuando salieron del camino principal y echaron a andar hacia arriba por el sendero al final del cual, en verano, la casa de la bruja parecía reposar en un nido de fresales y extraños arbustos de origen incierto.
—No hay huellas —señaló Cern.
—Excepto de zorros —asintió Gulta—. Dicen que se puede transformar en zorro. O en cualquier cosa. Incluso en pájaro. En cualquier cosa. Por eso siempre sabe lo que pasa.
Miraron a su alrededor con cautela. Un zarrapastroso espantapájaros los observaba desde un distante tocón de árbol.
—Dicen que en Pico Quebrado hay toda una familia que puede transformarse en lobos —insistió Gulta, que no era dado a abandonar un tema prometedor—, porque una noche alguien disparó contra un lobo, y al día siguiente la tía cojeaba y tenía una herida de flecha en la pierna, y luego...
—Yo no creo que la gente pueda transformarse en animales —señaló Esk con voz pausada.
—Ah, ¿no, señorita Lista?
—Yaya es muy corpulenta. Si se transformara en zorro, ¿qué pasaría con los trozos que sobran?
—Hará magia para que desaparezcan —señaló Cern.
—Me parece que la magia no funciona así —insistió Esk—. No se puede hacer que pasen cosas así de fácil, hay una especie de..., no sé, como un balancín, si empujas un extremo para abajo, el otro sube...
Su voz se fue apagando, y los chicos la miraron.
—No me imagino a Yaya en un balancín —dijo Gulta.
Cern dejó escapar una risita.
—No, lo que quiero decir es que, siempre que pasa una cosa, tiene que pasar otra..., creo —siguió Esk insegura, atravesando con cuidado una zona en que la nieve era más profunda—. Sólo que... en dirección contraria.
—Qué tontería —se burló Gulta—. ¿No te acuerdas de la feria del verano pasado, cuando vino ese mago que hacía aparecer pájaros y muchas cosas de la nada? O sea, eso pasaba y ya está, sólo tenía que decir palabras, mover las manos, y pasaban cosas. No había ningún balancín.
—Había un columpio —señaló Cern—. Y una cosa donde había que tirar cosas a las cosas para ganar cosas.
—Y tú no le diste a ninguna.
—Ni tú tampoco, dijiste que las cosas estaban pegadas a las cosas para que no se cayeran, dijiste...
Su conversación siguió vagando como una pareja de cachorrillos. Esk apenas escuchaba. «Sé lo que quiero decir —penso—. La magia es fácil. Sólo hay que encontrar el lugar donde las cosas están en equilibrio, y luego empujar. Cualquiera puede hacerlo. No tiene nada de mágico. Todas las palabras raras, esos gestos son sólo..., son sólo para...»
Se detuvo, sorprendida de sí misma. Sabía lo que quería decir. La idea estaba allí, en el mismísimo centro de su mente. Pero no sabía expresarla en palabras, ni siquiera para sí misma.
Era horrible notar cosas en la cabeza y no saber cómo encajaban. Era...
—¡Venga, no queremos quedarnos aquí todo el día!
Esk sacudió la cabeza y corrió en pos de sus hermanos.
La casa de la bruja estaba compuesta por tantas ampliaciones y anexos que era difícil imaginar el aspecto del edificio original, o deducir que lo había habido. En verano, estaba rodeada por densos lechos de lo que Yaya denominaba genéricamente «las Hierbas», extrañas plantas, filamentosas, gruesas, aplastadas, enredadas, con extrañas flores, o llamativos frutos, o desagradables protuberancias. Sólo Yaya sabía para qué servían. Cualquier paloma torcaz tan hambrienta como para atacarías solía emerger riendo como una tonta y dándose topetazos contra las cosas. O no emergía.
Ahora todo estaba hundido en la nieve. Una manga de viento se sacudía sobre su pértiga. Yaya no aprobaba el vuelo, pero algunas de sus amigas seguían usando escobas.
—Parece desierta —dijo Cern.
—No se ve humo —dijo Gulta.
Las ventanas parecen ojos, pensó Esk. Pero se abstuvo de mencionarlo.
—Sólo es la casa de Yaya —dijo—. No tiene nada de malo.
El pequeño edificio irradiaba vaciedad. Lo notaban. Desde luego, las ventanas parecían ojos, pupilas negras y amenazadoras destacando contra la nieve. Y, en las Montañas del Carnero, nadie dejaba que se le apagara el fuego en medio del invierno, era cuestión de orgullo.
Esk quería decir «Vámonos a casa», pero sabía que, si lo hacía, los chicos se agarrarían a la oportunidad como si les fuera la vida en ello.
—Mamá dice que hay una llave colgada de un clavo, en el excusado —señaló en cambio.
Cosa que fue casi igual de mala. Cualquier excusado desconocido, por vulgar que sea, alberga pequeños terrores como avisperos, enormes arañas, cosas misteriosas que se arrastran por el techo y, en un invierno de los malos, un pequeño oso hibernando que provocó diarreas agudas en la familia hasta que consiguieron convencerlo para que durmiera en el pajar. En el excusado de una bruja podía haber cualquier cosa.
—Iré a echar un vistazo, ¿vale? —añadió.
—Si quieres... —concedió Gulta despreocupadamente, intentando ocultar su alivio.
De hecho, cuando por fin consiguió abrir la puerta pese a la nieve acumulada delante, el interior estaba limpio, y no contenía nada más amenazador que un almanaque viejo, o para ser exactos la mitad de un almanaque viejo, cuidadosamente colgado de un clavo. Yaya sentía una filosófica aversión hacia la lectura, pero sería la última en decir que los libros, sobre todo los libros con buenas páginas finas, eran inútiles.
Junto a la puerta, la llave compartía una repisa con una crisálida y un trozo de vela. Esk la cogió animosamente, tratando de no tocar la crisálida, y corrió de vuelta con los chicos.
Era inútil probarla con la puerta delantera. En Culo de Mal Asiento, las puertas delanteras sólo las usaban las novias y los cadáveres, y Yaya siempre se había negado a convertirse en ninguna de las dos cosas. Al otro lado de la casa, la nieve estaba amontonada delante de la puerta, y nadie había roto el hielo del tonel del agua.
La luz empezaba a abandonar el cielo para cuando consiguieron abrir la puerta y convencieron a la llave de que girase.
En el interior, la gran cocina estaba oscura y fría, y olía sólo a nieve. Siempre había estado oscura, pero los niños se habían acostumbrado a ver un gran fuego en la amplia chimenea, y a oler los espesos vapores de lo que se estuviera cociendo en aquel momento, aunque generalmente provocaran dolores de cabeza o les hicieran ver cosas.
Vagaron inseguros por la casa, llamando a la anciana, hasta que Esk decidió que ya no podían aplazar más la necesidad de subir al piso de arriba. El crujido del cerrojo de la puerta que daba a la escalera fue mucho más sonoro de lo necesario.
Yaya estaba en la cama, con los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho. La pequeña ventana se había abierto por el viento. Finos copos de nieve entraban en la habitación, desperdigándose por el suelo y la cama.
Esk miró fijamente la colcha de retales sobre la que reposaba la anciana, porque a veces un pequeño detalle del dibujo se expandía hasta llenar el mundo entero. Casi no se enteró de que Cern empezaba a gritar. Por extraño que pareciera, recordó a su padre haciendo la colcha hacía dos inviernos, cuando la nieve había sido casi igual de abundante y apenas tenía trabajo en la herrería; recordó cómo había usado toda clase de retales llegados a Culo de Mal Asiento desde todos los rincones del mundo: seda, cuero disyuntivo, algodón de agua... Como, además, coser no era lo suyo, el resultado fue un extraño trasto bulboso más parecido a una tortuga aplastada que a una colcha, y su madre había decidido generosamente regalársela a Yaya en la últinia Noche de la Vigilia de los Puercos, así que...
—¿Está muerta? —preguntó Gulta, como si Esk fuera una especialista en el tema.
Esk miró atentamente a Yaya Ceravieja. El rostro de la anciana parecía demacrado y gris. ¿Qué aspecto tendría un muerto? Por cierto, ¿no debería respirar?
Gulta consiguió recuperarse.
—Deberíamos ir a buscar a alguien y deberíamos ir ya porque se va a hacer de noche en cualquier momento —dijo con voz átona—. Pero Cern se quedará aquí.
Su hermano le miró horrorizado.
—¿Para qué?
—Alguien tiene que quedarse con los muertos —dijo Culta—. Acuérdate cuando se murió tío Derghart, y papá tuvo que quedarse sentado allí toda la noche, con velas y esas cosas. Si no lo haces, vienen cosas malas que te cogen el alma y se la llevan a..., a otro sitio —terminó con tono poco persuasivo—. Y luego, el muerto vuelve y te persigue.
Cern abrió la boca dispuesto a gritar de nuevo.
—Me quedaré yo —se apresuró a decir Esk—. No me importa. Sólo es Yaya.
Gulta la miró, aliviado.
—Enciende unas velas, o algo así —dijo—. Creo que eso es lo que hay que hacer. Y luego...
Algo rascó el alféizar de la ventana. Un cuervo se había posado allí, y los miraba con recelo. Gulta gritó y le lanzó su sombrero. El pájaro se fue volando con un graznido de reproche, y el niño cerró la ventana.
—Lo he visto antes por aquí —explicó—. Creo que Yaya le da de comer. Le daba —se corrigió—. Bueno, volveremos con alguien enseguida. Vamos, Ce.
Bajaron por la oscura escalera. Esk los vio salir de la casa y cerrar la puerta tras ellos. El sol era una bola roja sobre las montañas, y ya habían aparecido algunas estrellas.
La niña vagó por la sombría cocina hasta encontrar un trocito de vela y un yesquero. Tras muchos esfuerzos, consiguió encender la vela y colocarla sobre la mesa, aunque la llamita no iluminó la habitación: se limitó a poblar de sombras la oscuridad. Luego, Esk encontró la mecedora de Yaya junto a la chimenea fría, y se sentó a esperar.
Pasó el tiempo. Nada sucedió.
Entonces, se oyó un golpecito en la ventana. Esk cogió el trozo de vela y miró a través de los gruesos cristales.
Un ojillo brillante y amarillento le devolvió la mirada.
La llama tembló y se apagó.
Esk se quedó quieta, rígida, casi sin respirar. Los golpecitos sonaron de nuevo, y luego cesaron. Hubo un breve silencio... antes de que el pestillo crujiera.
«Vienen cosas malas», habían dicho los chicos.
Recorrió la habitación a ciegas hasta volver a la mecedora, y la arrastró como pudo hasta apoyarla contra la puerta delantera. El pestillo dejó escapar un último crujido y quedó en silencio.
Esk aguardó, escuchando, hasta que el silencio le rugió en los oídos. En aquel momento, algo empezó a golpear el ventanuco de la despensa, suave pero insistentemente. Hizo una pausa, y luego volvió a empezar en el dormitorio del piso superior..., un ruido tenue, como el de una garra.
Esk sintió que aquello exigía valor, pero en ciertas noches el valor duraba sólo lo que la llama de una vela. Volvió a recorrer la cocina a ciegas, con los ojos bien cerrados, hasta que llegó a la puerta.
Hubo un golpe en el hogar cuando cayó una enorme bola de hollín, y entonces oyó los arañazos desesperados que bajaban por la chimena. Abrió la puerta de golpe y salió corriendo hacia la noche.
El frío la golpeó como un cuchillo. Una costra de hielo cubría la nieve. No le importaba adónde iba, pero el terror silencioso le dio una ardiente decisión de llegar lo antes posible.
Dentro de la casa, el cuervo aterrizó pesadamente en el hogar, rodeado de hollín y refunfuñando irritado. Saltó hacia las sombras y, un momento más tarde, se oyó el chirrido del pestillo de la puerta que daba a la escalera.
Esk extendió los brazos todo lo que pudo y tanteó el árbol buscando la muesca. Esta vez tuvo suerte, pero el dibujo de puntos y rayas le indicó que estaba a más de kilómetro y medio del pueblo, y que había corrido en dirección contraria.
La luna brillaba como un enorme queso, y las estrellas resplandecían pequeñas, luminosas y despiadadas. El bosque que la rodeaba era un dibujo de sombras negras y nieve blanca... y Esk fue consciente de que no todas las sombras estaban quietas.
Todo el mundo sabía que había lobos en las montañas, porque algunas noches sus aullidos resonaban desde las altas cumbres. Pero no solían acercarse al pueblo..., los lobos modernos eran hijos de unos antepasados que sobrevivieron porque aprendieron que la carne humana resultaba peligrosa para la salud.
Pero el tiempo había sido espantoso, y aquella manada estaba lo suficientemente hambrienta como para olvidar todo lo relativo a la selección natural.
Esk recordó lo que se enseñaba a todos los niños: Sube a un árbol. Enciende un fuego. Si todo lo demás falla, busca un palo y al menos tú también les harás daño. Nunca intentes huir corriendo.
El árbol que tenía detrás era un haya de corteza lisa, imposible trepar.
Esk vio cómo una sombra alargada se separaba del pozo de oscuridad ante ella para acercarse un poco más. Se arrodilló, cansada, asustada, incapaz de pensar, y escarbó en la nieve hiriente en busca de un palo.
Yaya Ceravieja abrió los ojos y contempló el techo, que estaba lleno de fisuras y combado como una tienda de campaña.
Se concentró en recordar que tenía brazos, no alas, y que no necesitaba saltar. Siempre debía permanecer tendida un rato después de un Préstamo, para dejar que la mente se acostumbrara al cuerpo, pero sabía que no disponía de tiempo.
—Maldita cría —murmuró, intentando posarse en la cabecera de la cama.
El cuervo, que había pasado por aquello docenas de veces, y consideraba, al menos hasta el punto en que los pájaros pueden considerar algo, que no es gran cosa, que una dieta regular de trocitos de panceta y sobras selectas, junto con un lugar cálido donde dormir por la noche, bien valía el inconveniente ocasional de permitir que Yaya compartiera su cabeza, la miró con cierto interés.
Yaya encontró sus botas y bajó la escalera tambaleándose, resistiendo con todas sus fuerzas el impulso de planear. La puerta estaba abierta de par en par, y la nieve ya había entrado.
—Oh, rayos —murmuro.
¿Valdría la pena intentar localizar la mente de Esk? No, las mentes humanas no eran tan claras y definidas como las de los animales, y en cualquier caso la mente del bosque convertía la búsqueda en algo tan difícil como tratar de identificar el sonido de una cascada durante una tormenta. Pero, hasta sin buscar, sentía la mente común de la manada de lobos, una sensación concreta y densa que le llenó la boca de sabor a sangre.
Distinguió a duras penas las pequeñas huellas en el hielo, ahora medio llenas de la nieve recién caída. Maldiciendo y refunfuñando, Yaya Ceravieja se abrigó con el chal y echó a andar.
El gato blanco despertó en su repisa particular en la herrería al oír los sonidos que venían del rincón más oscuro. Herrero había cerrado cuidadosamente las pesadas puertas cuando salió con los niños casi histéricos, y el gato observó interesado cómo una delgada sombra sondeaba la cerradura y las bisagras.
Las puertas eran de roble, endurecidas por el calor y el tiempo, pero eso no impidió que salieran despedidas al otro lado de la calle.
Herrero oyó un ruido en el cielo mientras corría por el sendero. Yaya también lo oyó. Era un zumbido claro, como el vuelo de una bandada de gansos, y las nubes de nieve hirvieron y se retorcieron a su paso.
Los lobos también lo oyeron cuando descendió sobre las copas de los árboles y se precipitó hacia el claro. Pero lo oyeron demasiado tarde.
Ahora, Yaya Ceravieja no tenía que seguir las huellas. Se dirigió hacia los lejanos relámpagos de luz extraña, hacia los escalofriantes silbidos y golpes, hacia los aullidos de terror y dolor. Un par de lobos pasaron como rayos junto a ella, con las orejas gachas, decididos a huir por patas se interpusiera lo que se interpusiera en su camino.
Resonó el crujido de ramas al romperse. Algo grande y pesado aterrizó en un abeto junto a Yaya, y cayó gimoteando a la nieve. Otro lobo pasó a su lado a la altura de su cabeza, y se estrelló contra el tronco de un árbol. Luego, se hizo el silencio.
Yaya se abrió camino por entre las ramas cubiertas de nieve.
Advirtió que la nieve estaba aplastada en un círculo blanco. Unos cuantos lobos yacían en los límites, o muertos o inteligentemente decididos a no moverse. En el centro estaba el cayado, junto a un bulto encogido hacia el que Yaya alargó el brazo con suavidad.
El cayado se movió. Fue apenas un estremecimiento, pero la mano de Yaya se detuvo justo antes de rozar el hombro de Esk. Yaya miró fijamente las tallas de la madera, y lo retó a moverse de nuevo.
El aire se espesó. Entonces el cayado pareció retroceder, aunque en realidad no se movió, mientras que al mismo tiempo algo indefinible dejó perfectamente claro para la anciana bruja que, por lo que al bastón respectaba, aquello no era una derrota, sino una sencilla reconsideración táctica, y que no creyera que había ganado, porque no había ganado.
Esk se estremeció. Yaya la acarició insegura.
—Soy yo, pequeña. No pasa nada.
El bulto no se desenroscó.
Yaya se mordió el labio. No se sentía a gusto con los niños. Pensaba sobre ellos —cuando pensaba sobre ellos— que eran algo intermedio entre animales y personas. A los bebés sí los comprendía. Se les ponía leche por un extremo y se mantenía el otro tan limpio como fuera posible. Los adultos eran aún más sencillos, porque se alimentaban y se limpiaban solos. Pero, entre ambos estadios, había todo un mundo de experiencias que jamás había investigado. Sólo sabía que había que impedir que pillaran alguna enfermedad mortal y esperar que todo saliera bien.
La verdad era que Yaya estaba confundida, pero debía hacer algo.
—¿No nos ha mordido ese lobo malomalomalo? —aventuro.
Por razones que no tenían nada que ver con la lógica, aquello pareció funcionar.
—Tengo ocho años, ¿sabes? —dijo una voz ahogada desde las profundidades de la bola.
—La gente que tiene ocho años no se acurruca en la nieve —replicó Yaya, abriéndose camino a ciegas por las complicaciones de una conversación adulto-niño.
La bola no respondió.
—Debo de tener leche y bizcochos en casa —sugirió Yaya.
No consiguió ningún resultado.
—¡Eskarina Herrero, si no te comportas te daré una buena tunda!
Esk asomó la cabeza cautelosamente.
—No hace falta que me grites —dijo.
Cuando Herrero llegó a la casa, Yaya acababa de llegar, llevando a Esk de la mano. Los niños asomaron la cabeza desde detrás de él.
—Mm —dijo Herrero, no muy seguro de cómo empezar una conversación con alguien que se suponía estaba muerto—. Mmm... me han dicho... mmm... que estabas... enferma.
Se volvió para mirar a sus hijos.
—Sólo me había tumbado para descansar, debí de quedarme dormida. Tengo un sueño muy profundo.
—Ya —asintió Herrero, inseguro—. Bueno, todo va bien. ¿Qué pasa con Esk?
—Se asustó un poco —replicó Yaya apretando la mano de la niña—. Las sombras, y todo eso. Sólo necesita calentarse. Iba a meterla en mi cama, está algo aturdida, si no te importa.
Herrero no estaba en absoluto seguro de que no le importara. De lo que sí estaba seguro era de que su esposa, como todas las demás mujeres del pueblo, sentía un respeto reverente por Yaya Ceravieja, y que si empezaba a poner objeciones lo lamentaría durante mucho tiempo.
—Claro, claro —respondió—. Si no es molestia... Haré que vengan a recogerla mañana por la mañana.
—Estupendo —asintió Yaya—. Os invitaría a pasar, pero se me ha apagado el fuego y...
—No te preocupes —se apresuró a tranquilizarla Herrero—. La cena me está esperando.
Dirigió una mirada a Gulta, quien había abierto la boca para decir algo, pero, inteligentemente, se abstuvo.
Cuando se hubieron marchado, con el sonido de las protestas de los dos niños resonando entre los árboles, Yaya abrió la puerta, empujó a Esk hacia el interior y corrió el cerrojo. Cogió un par de velas del aparador y las encendió. Luego sacó de un antiguo arcón unas cuantas mantas de lana, viejas pero todavía utilizables aunque olieran a hierbas antipoliIlas, envolvió a Esk con ellas y la sentó en la mecedora.
Se puso de rodillas con un acompañamiento de crujidos y gruñidos, y empezó a encender el fuego. Era una cuestión complicada en la que intervenían yescas secas, virutas de madera, ramitas rotas, y muchos soplidos y sudores.
—No tienes que hacerlo así, Yaya —dijo Esk.
Yaya se puso tensa y observó la chimenea. Era muy bonita, Herrero se la había forjado hacía años decorándola con búhos y murciélagos. Pero, en aquel momento, el diseño era lo que menos le importaba.
—Ah, ¿no? —dijo con voz átona—. ¿Se te ocurre algún sistema mejor?
—Enciéndela con magia.
Yaya se concentró muchísimo en colocar trocitos de rama sobre las llamas desganadas.
—¿Y cómo sugieres que lo haga? —preguntó, al parecer hablando con la chimenea.
—Eh... —titubeó Esk—. No..., no me acuerdo. Pero seguro que tú lo sabes, ¿no? Todo el mundo dice que puedes hacer magia.
—Hay un tipo de magia —dijo Yaya—, y otro tipo de magia. Es muy importante que recuerdes para qué es y para qué no es la magia, niña. Y créeme, la magia no es para encender fuegos, de eso puedes estar bien segura. Si el Creador hubiera querido que encendiéramos el fuego con la magia, no nos habría dado... eh... cerillas.
—Pero ¿se puede encender el fuego con magia? —insistió Esk mientras Yaya colgaba una vieja tetera negra de su gancho—. O sea, si quisieras. Si estuviera permitido.
—Es posible —respondió Yaya, que no podía hacerlo porque el fuego no tenía mente, no estaba vivo, y ésas eran sólo dos de las tres razones.
—Te seria mucho más fácil.
—Si vale la pena hacer una cosa, vale la pena aunque sea difícil —replicó Yaya recurriendo a los aforismos, el último refugio del adulto acosado.
—Sí, pero...
—No me vengas con peros.
Buscó algo en el oscuro cajón de madera del aparador. Se enorgullecía de su conocimiento inigualable sobre las propiedades de todas las hierbas que se podían encontrar en las Montañas del Carnero —nadie sabía como ella de los múltiples usos del mosto orejero, el deseo de doncella y el cardo amoroso—, pero en ocasiones tenía que recurrir a su pequeña reserva de medicinas de Lejos (que, por lo que a ella respectaba, designaba a cualquier lugar situado a más de un día de viaje) para conseguir los resultados apetecidos.
Pulverizó unas cuantas hojas rojas bien secas sobre un tazón, las cubrió de miel y agua caliente procedente de la tetera, y lo colocó entre las manos de Esk. Luego puso una gran piedra redonda bajo la rejilla de la chimenea —más tarde, envuelta en un trozo de manta, serviría para calentar la cama— e, indicando seriamente a la niña que no se moviera de la mecedora, se dirigió a la cocina.
Esk tamborileó los talones contra las patas de la silla mientras bebía a sorbos. El contenido de la taza tenía un sabor extraño, picante. Se preguntó qué sería. No era la primera vez que probaba los brebajes de Yaya, por supuesto, con más o menos miel dependiendo de si la anciana creía o no que ibas a armar jaleo, y Esk sabía que la bruja era famosa en las montañas por sus pociones especiales para enfermedades que la madre de la niña —y también algunas jóvenes de vez en cuando— mencionaba sólo en voz baja y arqueando las cejas...
Cuando Yaya volvió, ya estaba dormida. No se dio cuenta de que la llevaba a la cama, ni de que cerraba las ventanas.
Yaya Ceravieja volvió a bajar, y acercó su mecedora al fuego.
Se dijo que había algo agazapado en la mente de la niña. No le gustaba pensar en lo que era, pero recordó lo que les sucediera a los lobos. Y todo aquello de encender fuego con magia. Los magos lo hacían, era una de las primeras cosas que les enseñaban.
Yaya suspiró. Sólo había una manera de asegurarse, y ella ya era vieja para aquellas cosas.
Cogió una vela y salió por la despensa al anexo donde estaban sus cabras. La miraron sin miedo, cada una sentada en su corral como una mancha lanosa, tres bocas dando cuenta rítmicamente del heno del día. El aire tenía un olor cálido y algo flatulento.
En las vigas había un pequeño búho, una de las muchas criaturas que consideraban que vivir con Yaya bien valía algún inconveniente ocasional. La anciana lo llamó y le acarició la cabeza en forma de bala cuando se posó en su mano, y empezó a buscar un lugar confortable en el que tenderse. Tendría que conformarse con un montón de heno.
Apagó la vela y se tumbó, con el búho aferrado a su dedo.
Las cabras masticaron, eructaron y no mostraron la menor intención de dejar de comer. Era lo único que se oía en la casa.
El cuerpo de Yaya se quedó inmóvil. El búho sintió cómo ella entraba en su mente, y le hizo sitio con toda amabilidad. Yaya sabía que lo lamentaría: dos Préstamos en un solo día la dejarían hecha polvo a la mañana siguiente, por no mencionar que sentiría un irresistible deseo de comer ratones. Por supuesto, cuando era más joven, aquello no significaba nada para ella, corría con los ciervos, cazaba con los zorros, descubría los extraños caminos oscuros de los topos, sin apenas pasar una noche en su propio cuerpo. Pero ahora le resultaba cada vez más difícil, sobre todo el regreso. Quizá llegara un momento en que no podría regresar, quizá el cuerpo tendido no fuera más que un montón de carne muerta, y quizá no fuera una cosa tan terrible, al fin y al cabo.
Era la clase de cosas que los magos nunca conocerían. Si se les ocurría entrar en la mente de una criatura, lo harían como un ladrón, no por maldad sino sencillamente porque no se les ocurriría hacerlo de otra manera, los muy idiotas. ¿Y de qué servía apoderarse de la mente de un búho? El mago no sabía volar, tendría que pasarse la vida aprendiendo. Pero el método suave era cabalgar sobre su mente, hacerla maniobrar con la delicadeza de la brisa agitando una hoja.
El búho se estremeció, aleteó hasta la pequeña ventana y planeó silenciosamente hacia la noche.
Las nubes se habían dispersado y la luna hacía brillar las montañas. Yaya escudriñó a través de los ojos del búho mientras volaba silencioso entre los árboles. ¡Era una manera única de viajar cuando el cuerpo se acostumbraba a ella! Le gustaba tomar en Préstamo a los pájaros más que a ninguna otra criatura, utilizarlos para explorar los altos valles recónditos adonde no llegaba nadie, los lagos secretos entre los negros precipicios, las pequeñas praderas amuralladas escondidas entre rocas abruptas, que eran propiedad de seres misteriosos. En cierta ocasión, había cabalgado con los gansos que pasaban sobre las montañas en primavera y otoño, y se llevó el peor susto de su vida cuando casi llegó más allá del punto sin retorno.
El búho salió del bosque y planeó sobre los tejados del pueblo, posándose con una lluvia de nieve en el manzano más alto del huerto del herrero. Estaba cubierto de muérdago.
Yaya supo que había acertado en cuanto sus garras rozaron la corteza. Al árbol le molestó su presencia, lo sintió tratando de expulsarla.
No pienso irme, pensó.
En el silencio de la noche, el árbol replicó:
Eso, métete conmigo sólo porque soy un árbol. Típico de las mujeres.
Al menos, ahora sirves de algo —pensó Yaya—. Más vale árbol que mago, ¿eh?
No es tan mala vida —pensó el árbol—. Sol. Aire fresco. Tiempo para pensar. Y también abejas, en primavera.
El tono del árbol al mencionar las abejas tenía algo de lascivo que casi quitó a Yaya, que tenía varias colmenas, el gusto por la miel. Era como si le recordaran que los huevos eran gallinas nonatas.
He venido por lo de la niña, Esk, siseó ella.
Una chiquilla prometedora —pensó el árbol—. La estoy observando con interés. Y le gustan las manzanas.
¡Bestia!, le espetó Yaya, horrorizada.
¿Qué he dicho? ¡Mira cómo se pone ésta!
Yaya se acercó un poco más al tronco.
Tienes que dejarla en paz —pensó—. La magia empieza a invadirla.
¿Ya? Impresionante, replicó el árbol.
¡No es magia adecuada para ella! —graznó Yaya—. ¡Es magia de mago, no magia de mujeres! ¡Ella aún no sabe lo que es, pero esta noche ha matado a una docena de lobos!
¡Genial!, exclamó el árbol.
Yaya ululó, furiosa.
¿Genial? Imagínate que hubiera estado discutiendo con sus hermanos y se hubiera enfadado de verdad, ¿eh?
El árbol se encogió de hombros. Una cascada de copos de nieve cayó de sus ramas.
Entonces, tendrás que entrenarla, sugirió.
¿Entrenarla? ¡No tengo la menor idea de cómo se entrena a un mago!
Pues envíala a la universidad.
¡Es una mujer!, ululó Yaya, saltando en su rama.
¿Y qué? ¿Quién dice que las mujeres no pueden ser magos?
Yaya titubeó. Tanto daría que el árbol hubiera preguntado por qué los peces no podían ser pájaros. Tomó aliento y empezó a hablar. Y se detuvo. Sabía que existía una respuesta cortante, incisiva, determinante y, sobre todo, evidente. Sólo que, por molesto que le resultase, no se le ocurría.
Las mujeres nunca han sido magas. Va contra la naturaleza. Es como si dijeras que los hombres pueden ser brujos.
Si tu definición de bruja es alguien que adora la necesidad pan creativa, es decir, que venera lo básicamente..., empezó el árbol.
Y siguió así durante varios minutos. Yaya Ceravieja escuchó impaciente y molesta expresiones como «Diosas Madre» y «Adoración primitiva de la luna», y se dijo que sabía muy bien lo que era ser una bruja, todo cuestión de hierbas, maldiciones, revoloteos nocturnos y, sobre todo, mantenerse del lado de la tradición. Desde luego, no tenía nada que ver con diosas, ni de las madres ni de las otras, que al parecer tenían costumbres muy reprochables. Y cuando el árbol empezó a hablar sobre «bailar desnudas», trató de no escuchar, porque aunque era consciente de que, bajo sus complicados estratos de combinaciones y faldas había algo de piel, eso no significaba que lo aprobara.
El árbol finalizó su monólogo.
Yaya aguardó hasta estar segura de que no iba a añadir nada.
Eso es la brujería, ¿no?, dijo.
En teoría, si.
Los magos tenéis unas ideas bien raras.
Ya no soy un mago, sólo un árbol.
Yaya erizó las plumas.
Pues escucha bien, señor Arbol Teórico. Si las mujeres estuvieran destinadas a ser magas, podrían dejarse crecer la barba, y Esk no va a ser maga, eso te lo garantizo, ésa no es la magia adecuada, te enteras, no es más que luces y fuegos y trastear con un poder del que ella no tendría por qué saber nada, así que buenas noches.
El búho se alejó de la rama. Yaya no temblaba de ira, pero era sólo porque eso le impediría volar. ¡Magos! Hablaban demasiado, clavaban los hechizos en libros como si fueran mariposas y, lo peor de todo, creían que su magia era la única que merecía la pena.
Yaya estaba completamente segura de una cosa. Las mujeres nunca habían sido magas, y no iban a empezar ahora.
Llegó a la parte trasera de su casa en la penumbra de la noche. Al menos, su cuerpo estaba descansado tras haber echado un sueñecito en el heno, y Yaya tenía la esperanza de pasar unas cuantas horas en la mecedora, ordenando sus pensamientos. Era el momento adecuado, cuando la noche aún no había terminado pero el día no había empezado realmente, para que los pensamientos brotaran claros, nítidos y sin disfraz. Era...
El cayado estaba apoyado contra la pared, junto al aparador.
Yaya se quedó rígida.
—Ya veo —dijo al fin—. Así están las cosas, ¿eh? ¡Y en mi propia casa!
Moviéndose con toda lentitud, se dirigió hacia el rincón de la chimenea, puso un par de troncos sobre las brasas y bombeó con el fuelle hasta que las llamas rugieron en la chimenea.
Cuando quedó satisfecha, se dio la vuelta, murmuró entre dientes unos cuantos hechizos de protección por si acaso, y agarró el cayado. El cayado no se resistió, y la anciana casi cayó de espaldas. Pero ahora lo tenía en las manos, sentía su cosquilleo, el crepitar de la magia en su interior, y se echó a reír.
Así de sencillo. El trasto no pensaba pelear.
Murmurando una maldición contra los magos y contra todo lo que hacían, levantó el cayado por encima de su cabeza y lo golpeó con todas sus fuerzas contra los troncos ardientes, en la parte más caliente del fuego.
Esk gritó. El sonido retumbó a través del suelo del dormitorio, y taladró toda la casa.
Yaya estaba vieja, cansada, y no muy segura de nada después de un largo día, pero para sobrevivir una bruja necesita la habilidad de sacar conclusiones a toda velocidad, y para cuando miró el cayado y oyó el grito sus manos estaban cogiendo la gran tetera negra. La vació sobre el fuego, sacó el cayado de la nube de vapor, y corrió escalera arriba, aterrada con sólo pensar en lo que podía encontrarse.
Esk estaba sentada en la estrecha cama, ilesa, pero gritando. Yaya cogió a la niña en ~s brazos y trató de consolarla. No estaba muy segura de cómo se hacía, pero un palmeo distraído en la espalda y sonidos vagamente tranquilizadores parecieron surtir efecto: los gritos se convirtieron en gemidos, y luego en sollozos. De cuando en cuando, Yaya captaba palabras como «fuego» o «quema», y apretó los labios.
Por último, dejó a la niña en la cama, la arropó y bajó silenciosamente por la escalera.
El cayado volvía a estar apoyado contra la pared. No se sorprendió al advertir que el fuego no le había dejado la menor marca.
Yaya giró la mecedora para sentarse frente a él, y se sentó con la barbilla apoyada en la mano y un gesto de sombría decisión.
Al momento, la silla empezó a mecerse por su propio impulso. Fue el único sonido en un silencio que se espesó e invadió la habitación como una niebla terrible y oscura.
A la mañana siguiente, antes de que Esk se levantara, Yaya escondió el cayado en la techumbre de paja, donde no pudiera hacer daño.
Esk devoró su desayuno y bebió una jarra de leche de cabra, sin el menor atisbo de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Era la primera vez que estaba en casa de Yaya durante más tiempo que el de una visita breve y, mientras la anciana lavaba los platos y ordeñaba a las cabras, aprovechó al máximo el permiso implícito para explorar.
Descubrió que, en aquella casa, las cosas no iban del todo bien. Por ejemplo, estaba el asunto de los nombres de las cabras.
—¡Pero tienen que tener nombres! —dijo— ¡Todo tiene un nombre!
Yaya la miró desde detrás de la cabra, mientras la leche caía en la cubeta.
—Supongo que tienen nombre en cabra —aventuró—. ¿Para qué quieren otro en humano?
—Bueno... —empezó Esk. Se detuvo y meditó un momento—. Entonces, ¿cómo consigues que hagan lo que quieres?
—Hacen lo que quieren ellas, y cuando me necesitan, balan.
Con gesto serio, Esk dio a la cabra una brizna de heno. Yaya la miró, pensativa. Las cabras tenían nombres cuando hablaban entre ellas, como bien sabía: estaba la «cabra que es hija mía», «cabra que es mi madre», «cabra que es la jefa del rebaño», junto con otra media docena de nombres, el más corriente de los cuales era «cabra que es esta cabra». Tenían un complicado sistema de jerarquías, y cuatro estómagos, y un sistema digestivo muy ajetreado en las noches silenciosas, así que Yaya siempre había considerado que ponerles nombres como «Blanquita» era insultar a un animal noble.
—¿Esk? —dijo, tomando una decisión.
—¿Sí?
—¿Qué quieres ser de mayor?
Esk no supo qué decir.
—No lo sé.
—Bueno —insistió Yaya, sin dejar de ordeñar—, ¿qué crees que harás cuando seas mayor?
—No lo sé. Supongo que me casare.
—¿Te apetece?
Los labios de Esk empezaron a fruncirse por tercera vez en torno a la N, pero advirtió la mirada de Yaya e hizo una pausa para pensar.
—Todos los adultos que conozco están casados —dijo por fin. Pensó un momento mas—. Menos tú
—añadió cautelosamente.
—Cierto —asintió Yaya.
—¿Tu— no querías casarte?
Ahora le tocó a Yaya el turno de pensar.
—La verdad, nunca se me ocurrió —dijo por último—. Tenía demasiadas cosas que hacer.
—Papá dice que eres una bruja —señaló Esk, ahusando de su suerte.
—Lo soy.
Esk asintió. En las Montañas del Carnero, las brujas tenían un estatus similar al de las monjas, los recaudadores de impuestos o los limpiadores de letrinas en otras culturas: se las respetaba, a veces se las admiraba, generalmente se las aplaudía por hacer un trabajo necesario, pero la gente no se sentía a gusto cuando las tenía cerca.
—¿Te gustaría aprender brujería? —preguntó Yaya.
—¿Quieres decir magia?
Los ojos de Esk se iluminaron.
—Sí, magia. Pero no magia de fuegos artificiales. Magia de verdad.
—¿Puedes volar?
—Hay cosas mejores que volar.
—¿Y yo puedo aprenderlas?
—Si tus padres te dejan, sí.
Esk suspiró.
—Mi padre no me dejará.
—En ese caso, hablaré con él —aseguró Yaya.
—¡Escúchame bien, Gordo Herrero!
Herrero retrocedió en la forja, con las manos semialzadas como para guardarse de la ira de la anciana. Ella avanzó hacia él, sacudiendo un dedo en gesto amenazador.
—Yo te traje al mundo, estúpido, y no tienes más sentido común ahora que entonces.
—Pero... —trató de defenderse Herrero al tiempo que esquivaba el yunque.
—¡La magia la encontró! ¡Magia de mago! No es la magia adecuada, ¿entiendes? ¡No estaba destinada para ella!
—Sí, pero...
—¿Tienes la menor idea de lo que puede hacer? Herrero se hundió.
—No.
Yaya se detuvo y se calmó un poco.
—No —repitió con tono más suave—. Claro que no la tienes.
Se sentó en el yunque e intentó pensar con tranquilidad.
—Mira, la magia tiene una especie de... vida propia. Eso no importa, porque... el caso es que la magia de magos... —Alzó la vista, se encontró con el enorme rostro desconcertado, y probó otro enfoque—. ¿Sabes qué es la sidra?
Herrero asintió. Ahora se sentía en terreno más seguro, aunque no sabía muy bien adónde le conduciría.
—Y luego viene el aguardiente de manzana —siguió la bruja.
El herrero asintió de nuevo. En Culo de Mal Asiento, todo el mundo hacía aguardiente de manzana en invierno, mediante el sistema de dejar cubos de sidra en el exterior durante la noche y quitar el hielo hasta que sólo quedaba un pequeño resto de alcohol.
—Puedes beber mucha sidra y te sienta bien, ¿verdad?
Nuevo asentimiento.
—Pero el aguardiente de manzana se bebe en esos vasitos pequeños, se toma poco y sólo de vez en cuando, porque va directo a la cabeza.
El herrero volvió a asentir y, consciente de que no estaba contribuyendo mucho a la conversación, añadió:
—Es cierto.
—Ahí está la diferencia.
—¿Qué diferencia?
Yaya suspiró.
—La diferencia entre la magia de bruja y la magia de mago —dijo—. A ella la ha encontrado, y si no la controla, Otros la controlarán. La magia puede ser una especie de puerta, y al otro lado hay Cosas desagradables. ¿Lo entiendes?
El herrero asintió una vez más. No comprendía nada, pero supuso con toda sensatez que, si Yaya se daba cuenta, entraría en horribles detalles.
—La niña tiene una mente fuerte, y quizá tarden —siguió—. Pero, tarde o temprano, la desafiarán.
Herrero cogió un martillo de su mesa, lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, y volvió a dejarlo.
—Pero —se atrevió a intervenir—, si tiene magia de mago, aprender brujería no servirá de nada, ¿verdad? Dices que son diferentes.
—Las dos son magias. Si no sabes cabalgar sobre un elefante, al menos aprende a montar a caballo.
—¿Qué es un elefante?
—Una especie de tejón —respondió Yaya.
Si hubiera ido por ahí admitiendo su ignorancia, no habría conservado su credibilidad durante cuarenta años.
El herrero suspiró. Sabía que estaba derrotado. Su esposa le había dejado bien claro que ella aprobaba la idea y, ahora que lo pensaba, tenía ciertas ventajas. Después de todo, Yaya no viviría eternamente, y no estaría mal ser el padre de la única bruja de la zona.
—De acuerdo —dijo.
Y así, mientras el invierno se daba media vuelta y comenzaba de mala gana la larga escalada hacia la primavera, Esk pasó días enteros con Yaya Ceravieja, aprendiendo brujería.
Que parecía consistir sobre todo en memorizar cosas.
Las lecciones eran bastante prácticas: limpiar la mesa de la cocina y Herboristería Básica; cepillar a las cabras y Propiedades de los Hongos; hacer la colada e Invocar a los Dioses Menores. Y siempre había que vigilar el gran caldero de la cocina y la Teoría y Práctica de la Destilación. Para cuando empezaron a soplar los cálidos vientos periféricos, y de la nieve no quedaron más que pequeños jirones blancos en el lado Eje de los árboles, Esk ya sabía cómo preparar toda una variedad de ungúentos, coñacs medicinales, infusiones especiales y pociones misteriosas que, según Yaya, aprendería a utilizar a su debido tiempo.
Lo que no había hecho era nada de magia.
—A su debido tiempo —repetía Yaya vagamente.
—¡Pero si soy una bruja!
—Aún no eres una bruja. Dime tres hierbas buenas para los intestinos.
Esk se puso las manos a la espalda, cerró los ojos y recito:
—La flor del Guisantón Mayor, la raíz del Pantalón del Viejo, el tallo del Lirio de Agua Ensangrentada, la vaina del...
—Muy bien. ¿Dónde buscarías pepinillos de agua?
—En pozas estancadas, entre los meses de...
—Bien. Estás aprendiendo.
—¡Pero eso no es magia!
Yaya se sentó junto a la mesa de la cocina.
—La mayor parte de la magia no es magia —explicó—. Consiste sólo en conocer las hierbas adecuadas, en aprender a interpretar el clima y en saber qué cosas hacen los animales. Y las personas.
—¿Nada más? —se horrorizó Esk.
—¿Cómo que nada más? ¿Te parece poco? Pero si, hay otras cosas.
—¿No puedes enseñármelas?
—A su debido tiempo. No hay necesidad de que te descubras ya.
—¿Descubrirme? ¿Ante quién?
Los ojos de Yaya volaron hacia las sombras que poblaban los rincones de la habitación.
—No importa.
Después, hasta esos últimos jirones de nieve desaparecieron, y los chaparrones primaverales azotaron las montañas. El aire del bosque empezó a oler a hojas mohosas y a terebinto. Unas cuantas flores primerizas se enfrentaron a las noches gélidas, y las abejas empezaron a volar.
—Las abejas sí que son mágicas de verdad —dijo Yaya Ceravieja.
Levantó cautelosamente la tapa de la primera colmena.
—Tus abejas —siguió— son tu aguamiel, tu cera, tu miel... Tus abejas son algo maravilloso. Además, las gobierna una reina —añadió con tono de aprobación.
—¿No te pican? —preguntó Esk, algo rezagada. Las abejas bullían en la colmena y cubrían la madera áspera de la caja.
—Casi nunca —respondió Yaya—. ¿No querías magia? Mira.
Metió una mano entre la masa de insectos, y emitió un tenue ruidito silbante que le salía del fondo de la garganta. La masa se movió, y una abeja mucho más grande que las otras subió entre sus dedos. Unas cuantas obreras la siguieron, acariciándola y ayudándola.
—¿Cómo lo has hecho? —se asombró Esk.
—Ah —dijo Yaya—. ¿Te gustaría saberlo?
—Sí, Yaya. Por eso te lo he preguntado —dijo Esk severamente.
—¿Crees que he utilizado magia?
Esk miró a la abeja reina. Alzó la vista hacia la bruj a.
—No —respondió—. Creo que sabes muchas cosas de las abejas.
Yaya sonrío.
—Exacto. Y eso es una forma de magia.
—¿Saber cosas?
—Saber cosas que otros no saben.
Con todo cuidado, volvió a dejar a la reina entre sus súbditos, y cerró la tapa de la colmena.
—Creo que ya es hora de que aprendas algunos secretos —añadió.
Por fin, pensó Esk.
—Pero, antes, tenemos que presentar nuestros respetos a la Colmena —dijo Yaya, arreglándoselas para que la C sonara mayúscula.
Sin pensar, Esk hizo un gesto de saludo.
La mano de Yaya se aferró a su nuca.
—Inclínate —dijo sin resentimiento—. Las brujas se inclinan.
Le hizo una demostración.
—Pero ¿por qué? —se quejó Esk.
—Porque las brujas tienen que ser diferentes, eso es parte del secreto —dijo Yaya.
Se sentaron en un banco descolorido, junto al muro de la casa que daba a la periferia. Frente a ellas, las Hierbas habían alcanzado ya treinta centímetros de altura, eran una siniestra serie de hojas color verde claro.
—¿Has visto el sombrero que hay en el vestíbulo, detrás de la puerta? —dijo Yaya—. Ve a buscarlo.
Obediente, Esk entró en la casa y descolgó el sombrero de Yaya. Era alto, puntiagudo y, por supuesto, negro.
Yaya le dio vueltas entre sus manos y lo observó con atención.
—Dentro de este sombrero —dijo con solemnidad— hay uno de los secretos de la brujería. Si no me sabes decir en qué consiste, tanto da que deje de enseñarte. Pero, una vez descubras el secreto del sombrero, no hay vuelta atrás. Dime lo que sepas del sombrero.
—¿Puedo cogerlo?
—Como quieras.
Esk escudriñó en el interior. Había algunos alambres rígidos para darle forma, y un par de horquillas. Nada más.
No tenía nada de extraño, excepto el hecho de que nadie en el pueblo tenía uno semejante. Pero eso no lo hacía mágico. Esk se mordió el labio inferior. Se imaginó a sí misma devuelta a casa, avergonzada.
El tacto no tenía nada de raro, y tampoco había bolsillos ocultos. No era más que un típico sombrero de bruja. Yaya siempre lo llevaba cuando iba al pueblo, aunque para salir al bosque no se ponía más que una capucha de piel.
Trató de recordar los fragmentos de enseñanzas que a Yaya se le habían ido escapando contra su voluntad. No se trata de lo que sabes, sino de lo que los demás no saben. La magia puede ser algo adecuado en el lugar erróneo, o algo erróneo en el lugar adecuado. Puede ser...
Yaya siempre lo llevaba cuando iba al pueblo. Junto con la amplia capa negra, que desde luego no era mágica, porque la habían utilizado durante todo el invierno como manta para las cabras, y Yaya la lavó en cuanto llegó la primavera.
Esk comenzó a vislumbrar la posibilidad de una respuesta que no le gustó mucho. Era como la mayoría de las respuestas de Yaya. Un juego de palabras. No hacía más que decir cosas que ya sabías, pero de otra manera, para que parecieran importantes.
—Creo que lo sé —dijo al final.
—Pues venga.
—Es como en dos partes.
—¿Y?
—Es un sombrero de bruja porque tú lo llevas. Pero tú eres una bruja porque llevas el sombrero.
—Así que... —la animó Yaya.
—Así que la gente te ve llegar con el sombrero y la capa, y saben que eres una bruja, y por eso tu magia funciona, ¿no?
—Exacto —asintió Yaya—. Eso es cabezología.
Se palmeó el cabello plateado, recogido en un moño tan tieso que serviría para romper una roca.
—¡Pero no es de verdad! —protestó Esk—. Eso no es magia, es...
—Escucha —la interrumpió Yaya—. Si le das a alguien una botella de vino tinto para la flatulencia, puede que funcione, sí. Pero, si quieres asegurarte de que funcionará, tienes que hacer que su mente lo crea y trabaje para ello. Diles que son rayos de luna disueltos en vino de hadas, o algo así. Habla entre dientes. Lo mismo vale para las maldiciones.
—¿Maldiciones? —dijo Esk débilmente.
—Sí, hijita, maldiciones, ¡y no pongas esa cara! Maldecirás cuando lo necesites. Cuando estés sola, y nadie pueda ayudarte, y...
Titubeó un instante, incómodamente consciente de la mirada interrogante de Esk, y terminó de manera poco convincente:
—...y cuando la gente no te muestre respeto. Que sea una maldición sonora, que sea complicada, que sea larga, que sea como te apetezca, el caso es que funcionará. Al día siguiente, cuando se den un martillazo en el pulgar, o cuando se caigan de la escalera, o cuando se les muera el perro, te recordarán. Y en la siguiente ocasión se comportarán mejor.
—Pues me sigue pareciendo que no es magia —dijo Esk, haciendo dibujos en la tierra con los pies.
—Una vez le salvé la vida a un hombre —siguió Yaya—. Una medicina especial dos veces al día. Agua hervida con un poquito de jugo de fresón. Le dije que se lo había comprado a los enanos. La verdad es que eso es lo más importante: la mayoría de la gente podría superar la mayoría de las cosas sólo si se lo propusieran, así que hay que darles un aliciente.
Palmeó la mano de Esk tan bondadosamente como le fue posible.
—Eres algo joven para esto —dijo—. Pero, cuando crezcas, te darás cuenta de que la mayoría de la gente no piensa demasiado. Como tú —añadió crípticamente.
—No lo entiendo.
—Me sorprendería que lo entendieses —zanjó Yaya con energía—. En cambio, puedes decirme cinco hierbas para la tos.
La primavera empezó a invadirlo todo. Yaya adoptó la costumbre de llevarse a Esk en largos paseos que duraban todo el día, hasta estanques ocultos o situados en lo alto de la montaña, para recoger plantas extrañas. Esk disfrutaba con aquellas caminatas, en las que el sol calentaba con fuerza pero la brisa seguía siendo gélida. Allí las plantas crecían por doquier. Desde algunos de los picos más altos se divisaba el Océano Periférico que cubría el Borde del mundo; en dirección contraria, las Montañas del Carnero se perdían en k distancia, envueltas en un invierno eterno. Llegaban hasta el Eje del mundo, donde, según la opinión popular, vivían los dioses en una montaña de hielo y roca de quince kilómetros de altura.
—Los dioses son buena cosa —le dijo Yaya mientras almorzaban y contemplaban el paisaje—. Tú no molestas a los dioses, y ellos no te molestan a ti.
—¿Conoces a muchos dioses?
—He visto unas cuantas veces a los del trueno —respondió Yaya—. Y a Hoki, claro.
—¿Hoki?
Yaya masticó un emparedado sin corteza.
—Oh, es un dios de la naturaleza —explicó—. A veces se manifiesta en forma de roble, o mitad hombre y mitad cabra, pero yo lo veo sobre todo como una condenada molestia. Sólo se encuentra en lo mas profundo de los bosques, claro. Toca la flauta. Muy mal, por cierto.
Esk se tumbó sobre el vientre y contempló lo que la rodeaba, mientras unos cuantos abejorros ociosos patrullaban sobre los arbustos de tomillo. El sol le caldeaba la espalda, pero, a aquella altura, aún quedaban rastros de nieve en el lado Eje de las rocas.
—Cuéntame cosas sobre las tierras de allí abajo —dijo perezosamente.
Yaya observó desaprobadora el paisaje de quince mil kilómetros.
—Sólo son otros lugares —dijo—. Igual que aquí, pero diferentes.
—¿Hay ciudades y esas cosas?
—Supongo.
—¿Nunca has ido a ver?
Yaya se sentó, arreglándose rápidamente la falda para dejar al sol varios centímetros de respetable franela, y permitió que el calor le acariciara los viejos huesos.
—No —respondió—. Aquí ya hay suficientes problemas como para que vayamos a buscarlos lejos.
—Una vez soñé con una ciudad —contó Esk—. Había cientos de personas, y unas puertas muy grandes que eran mágicas...
Detrás de ella, oyó un sonido como de tela al desgarrarse. Yaya se había quedado dormida.
—¡Yaya!
—¿Mmm?
Esk meditó un instante.
—¿Crees que hace un tiempo como es debido?
—Mmm.
—Pues dijiste que me enseñarías magia de verdad a su debido tiempo. Ahora, por ejemplo.
—Mmm.
Yaya Ceravieja abrió los ojos y contempló el cielo. Allí arriba era más oscuro, purpúreo en vez de azul. ¿Por qué no?, pensó. Aprende deprisa. Sabe más que yo sobre hierbas. Cuando yo tenía su edad, la vieja Gamatica Tumulto me hacía pasarme el día tomando Préstamos, Cambiando y Enviando. Quizá he sido demasiado cautelosa.
—Sólo un poquito —suplicó Esk.
Yaya le dio vueltas en la cabeza. No se le ocurrían más excusas. Me arrepentiré de esto, se dijo con visión de futuro.
—Muy bien —dijo secamente.
—¿Magia de verdad? —preguntó Esk—. ¿No más hierbas o cabezología?
—Magia de verdad, como la llamas tú, sí.
—¿Un hechizo?
—No. Un Préstamo.
El rostro de Esk era la imagen de la expectación. A Yaya le pareció que estaba más viva que nunca.
Yaya observó el valle que se extendía ante ellas, hasta encontrar lo que buscaba. Un águila gris trazaba círculos perezosos sobre una zona del bosque teñida de azul. En aquel momento, su mente estaba tranquila. Les vendría como anillo al dedo.
La llamó suavemente, y empezó a volar hacia ellas.
—Lo primero que debes aprender sobre los Préstamos es que hay que estar en un lugar cómodo y seguro —dijo—. El mejor es la cama.
—Pero ¿qué es un Préstamo?
—Túmbate y cógeme la mano. ¿Ves esa águila de ahí arriba?
Esk entrecerró los ojos para observar el cielo oscuro, ardiente.
Ha¡,ía... dos figuras como muñecos en la hierba de abajo, mientras giraba en el viento...
Sentía el latigazo del aire a través de sus plumas. Como el águila no estaba cazando, sino sencillamente disfrutando de la sensación del sol en las alas, el mundo no era más que una forma sin importancia. En cambio, el aire era una cosa compleja, tridimensional, un dibujo de espirales y curvas entrelazadas que se perdían en la distancia, una montaña rusa de corrientes cálidas y frías. Sintió...
una presión suave que la contuvo.
—Lo segundo que debes aprender —dijo la voz de Yaya, muy cerca— es a no asustar al propietario. Si se entera de que estás aquí, te combatirá o se asustará, y en cualquiera de los dos casos saldrás perdiendo. Ella se ha pasado la vida siendo águila, y tú no.
Esk no dijo nada.
—No tienes miedo, ¿verdad? —dijo Yaya—. Puedo guiarte la primera vez y...
—No tengo miedo —respondió Esk—. ¿Cómo puedo controlarla?
—No puedes. Aún no. Además, no se aprende fácilmente a controlar a una criatura salvaje. Tienes que... como sugerirle que se sienta inclinada a hacer cosas. Con un animal domado es diferente, por supuesto. Pero nunca puedes obligar a una criatura a hacer algo que vaya completamente en contra de su naturaleza. Ahora, busca la mente del águila.
Esk percibía a Yaya en forma de difusa nube plateada al fondo de su propia mente. Tras una breve búsqueda, dio con el águila. Casi la pasó por alto. Su mente era pequeña, definida y púrpura, como una punta de flecha. Estaba concentrada en el vuelo, y no la sintió.
—Bien —dijo Yaya, aprobadora—. No vamos a ir lejos. Si quieres hacer que gire, debes...
—Sí, sí —la interrumpió Esk.
Flexionó los dedos, dondequiera que estuviesen, y el pájaro viró en el aire.
—Muy bien —se sorprendió Yaya—. ¿Cómo lo has hecho?
—No... no lo sé. Me pareció obvio.
—Mpf.
Yaya examinó suavemente la pequeña mente del águila, que parecía ignorar por completo la presencia de sus pasajeras. Estaba sinceramente impresionada, cosa muy poco habitual.
Planearon sobre la montaña mientras una emocionada Esk exploraba los sentidos del águila. La voz de Yaya retumbó en su consciencia, dándole instrucciones y advertencias. La escuchó a medias. Lo que decía parecía demasiado complicado. ¿Por qué no podía controlar la mente del águila? No pasaría nada malo.
Veía cómo hacerlo, era como chasquear los dedos (cosa que en realidad nunca había logrado hacer), y entonces experimentaría el vuelo de verdad, no de segunda mano.
Entonces podría...
—No —dijo Yaya con calma—. No sería bueno.
—¿Qué?
—¿De verdad crees que eres la primera, hijita? ¿Piensas que a nadie más se le ha ocurrido lo bonito que sería apoderarse de un cuerpo y surcar el viento, o respirar el agua? ¿Y de verdad crees que seria así de fácil?
Esk la miro.
—No pongas esa cara —la reprendió Yaya—, algún día me darás las gracias. No empieces a juguetear por ahí hasta que no sepas lo que haces, ¿eh? Antes de comenzar con los trucos, tienes que aprender lo que hay que hacer si las cosas van mal. No intentes caminar antes de saber correr.
—Creo que noto cómo hacerlo, Yaya.
—Quizá, pero sólo quizá. Un Préstamo es más difícil de lo que parece, aunque la verdad es que tienes intuición. Por hoy es suficiente. Llévanos hacia nosotras y te enseñaré a Regresar.
El águila batió las alas sobre los dos cuerpos tendidos y, con los ojos de la mente, Esk vio dos canales abiertos para ellas. La forma mental de Yaya desapareció.
Y...
Yaya se había equivocado. La mente del águila apenas se resistió, y no tuvo tiempo de asustarse. Esk la envolvió con su propia mente. Se estremeció durante un momento, y luego se fundieron.
Yaya abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo el águila lanzaba un ronco grito de triunfo, describía un círculo sobre la hierba y volaba hacia la ladera de la montaña. Durante un momento no fue más que un punto menguante, y luego desapareció, dejando atrás tan sólo un grito resonante.
Observó la forma silenciosa de Esk. La niña pesaba poco, pero había un largo camino de vuelta a casa, y ya empezaba a anochecer.
—Rayos —dijo sin mucho énfasis.
Se puso de pie, se arregló la falda y, con un gruñido de esfuerzo, se echó al hombro el cuerpo inerte de Esk.
Arriba, en el aire cristalino del ocaso sobre las montañas, el águila-Esk ascendió más, ebria del placer de volar.
De camino a casa, Yaya se encontró con un oso hambriento. La bruja tenía la espalda hecha polvo, y no estaba de humor para escuchar gruñidos. Murmuró unas palabras entre dientes y el oso, para su propia y breve sorpresa, caminó pesadamente hacia un árbol y no recuperó el conocimiento hasta varias horas más tarde.
Cuando llegó a su casa, Yaya puso el cuerpo de Esk en la cama y encendió el fuego. Hizo entrar a las cabras en el establo, las ordeñó y terminó de hacer las tareas vespertinas.
Se aseguró de que todas las ventanas estaban abiertas y, cuando empezó a oscurecer, encendió una lámpara y la puso en el alféizar de una.
Yaya Ceravieja no solía dormir más que unas horas como norma general, y se despertó a medianoche. Nada había cambiado en la habitación, excepto que la lámpara tenía ahora su sistema solar de polillas estúpidas.
Cuando despertó de nuevo, al amanecer, hacía ya tiempo que la vela se había agotado, y Esk seguía inmersa en el sueño insustancial e indespertable del Préstamo.
Al sacar a las cabras del establo, observó el cielo con atención.
Llegó el mediodía y, poco a poco, la luz fue huyendo. Yaya paseó inquieta por la cocina. De cuando en cuando, se dedicaba con ahínco frenético a las labores del hogar: el polvo milenario fue expulsado sin ceremonias de las grietas entre las losas, y el hollín invernal de la chimenea fue rascado y rascado hasta que el hogar tembló por su vida. Los ratones que vivían junto al aparador fueron trasladados amable, pero firmemente, al cobertizo de las cabras.
Llegó el ocaso.
La luz del Mundodisco era vieja, lenta y pesada. Desde la puerta de su casa, Yaya vio cómo se alejaba entre las montañas, fluyendo como ríos de oro a través del bosque. De cuando en cuando se demoraba en un valle, hasta amortiguarse y desaparecer.
Yaya tamborileó con los dedos en la puerta, al tiempo que tarareaba entre dientes una melodía de amargura.
Llegó el anochecer. La casa estaba vacía, a excepción del cuerpo de Esk, silencioso e inmóvil en la cama.
Pero, mientras la luz dorada fluía lentamente por el Mundodisco como una marea, el águila trazaba círculos en la cúpula del cielo, batiendo el aire con aleteos lentos y poderosos.
El mundo entero se extendía bajo Esk..., todos los continentes, todas las islas, todos los ríos y, sobre todo, el gran anillo del Océano Periférico.
Allí arriba no había nada más, ni siquiera un sonido.
Esk estaba extasiada con la sensación, exigía un esfuerzo cada vez mayor a sus músculos doloridos. Pero algo iba mal. Parecía incapaz de controlar sus pensamientos, se le escapaban constantemente. El dolor, la alegría y el agotamiento invadían su mente, y parecía que otras cosas tenían que salir para dejarles sitio. Iba perdiendo los recuerdos en el viento. Tan pronto como conseguía aferrarse a una idea, ésta se evaporaba sin dejar rastro.
Estaba perdiendo trozos de sí misma, y no conseguía recordar qué eran. Se asustó y se refugió en cosas de las que estaba segura...
Soy Esk, y he robado el cuerpo de un águila, y la sensación del viento en las plumas, el hambre, la búsqueda en el no-cielo de abajo...
Lo intentó de nuevo: Soy Esk y busco senderos en el viento, el dolor de los músculos, el filo del aire frío... Soy Esk en el aire-húmedo-blanco, por encima de todo, el cielo es tenue... Soy soy.
Yaya estaba en el jardín, entre las colmenas, la brisa de la madrugada le sacudía las faldas. Fue de colmena en colmena, tocando las tapas. Después, entre los matorrales de borraja que había plantado alrededor de las cajas, se irguió con los brazos extendidos ante ella, y cantó algo en tonos tan altos que ninguna persona normal los habría oído.
Pero de las colmenas surgió un rugido, y el aire se llenó de las formas de ojos grandes y voces profundas de los zánganos. Volaron sobre la cabeza de la anciana, sumando su zumbido grave al cántico.
Luego, desaparecieron en la luz cada vez más intensa del claro, y se desperdigaron entre los árboles.
Es bien sabido —al menos, es bien sabido entre las brujas— que todas las colonias de abejas son parte de la criatura llamada Enjambre, de la misma manera que cada abeja es una célula de la mente colmena. Yaya no solía mezclar sus pensamientos a menudo con los de las abejas, en parte porque las mentes de los insectos eran cosas extrañas y diferentes con sabor a latón, pero sobre todo porque sospechaba que Enjambre era mucho más inteligente que ella.
Sabía que los zánganos llegarían pronto a las colonias de abejas silvestres que habitaban en lo más profundo del bosque, y que en pocas horas hasta el ultimo rincón de los prados de las montañas pasaría por un cuidadoso escrutinio. Ahora sólo le quedaba esperar.
Los zánganos regresaron al mediodía, y Yaya leyó en la aguda mente ácida de la colmena que no había rastro de Esk.
Volvió a entrar en el frescor de la casa, y se sentó en la mecedora, contemplando la puerta.
Sabía cuál era el siguiente paso. Y detestaba pensar en ello. Pero cogió una escalera corta, subió con dificultad al tejado y sacó el cayado de su escondrijo entre la techumbre de paja.
Estaba frío como el hielo. Echaba humo.
—Pues vamos a la nieve —dijo Yaya.
Bajó de nuevo y lo tiro sin contemplaciones entre las flores. Lo miró. Tuvo la desagradable sensación de que le devolvía la mirada.
—No te creas que has ganado, porque no es así —le espetó—. Lo que pasa es que no puedo perder tiempo con tonterías. Debes de saber dónde está. ¡Te ordeno que me lleves con ella!
El cayado la miró con cara de palo.
—¡Por...! —Yaya se detuvo. Tenía un poco olvidadas las invocaciones—. ¡Por el palo y la piedra, te lo ordeno!
Actividad, movimiento, vitalidad..., todas estas palabras serían completamente inadecuadas para describir la respuesta del cayado.
Yaya se rascó la barbilla. Recordó la pequeña lección que debían aprender todos los niños: ¿cuál es la palabra mágica...?
—¿Por favor? —sugirió.
El cayado vibró, se elevó un poquito sobre el suelo y giró en el aire, de manera que quedó suspendido, invitador, a la altura de la cintura.
Yaya había oído decir que las escobas volvían a estar muy de moda entre las brujas jóvenes, pero a ella no le gustaba la idea. No había manera de parecer respetable volando por ahí sobre un instrumento de limpieza. Además, le molestaban las corrientes de aire.
Pero no había tiempo para pensar en la respetabilidad. Se entretuvo sólo lo suficiente como para coger su sombrero de detrás de la puerta, antes de montar en el cayado —de lado, por supuesto, y con las faldas firmemente apretadas entre las rodillas—, y aferrarse lo mejor que pudo.
—Muy bien —dijo—, y ahora ¿queeeeeé...?
En todo el bosque, los animales se espantaron y huyeron cuando una sombra pasó sobre ellos gritando y maldiciendo. Yaya se agarró hasta que los nudilíos se le pusieron Hancos, pateando febrilmente con las delgadas piernas mientras, muy por encima de las copas de los árboles, aprendía importantes lecciones sobre centros de gravedad y turbulencias del aire. El cayado iba disparado, sin prestar atención a sus gritos.
Para cuando sobrevoló los prados de las montañas, ya se había reconciliado en parte con el diabólico instrumento: podía agarrarse con las manos y las rodillas, siempre y cuando no le importara ir cabeza abajo. Al menos, la forma aerodinámica de su sombrero le resultaba útil.
El cayado pasó como un rayo entre negros precipicios y valles yermos por los que, según se decía, habían discurrido ríos de nieve en los tiempos de los Gigantes del Hielo. El aire era tenue, y hacía daño en la garganta.
Se detuvieron bruscamente sobre un ventisquero. Yaya cayó de bruces y se quedó tendida en la nieve, jadeando y tratando de recordar por qué se estaba sometiendo a aquella tortura.
A pocos metros, bajo un saliente, había un montón de plumas. Cuando Yaya se le acercó, asomó la cabeza bruscamente y el águila la miró con ojillos salvajes y aterrados. Intentó volar, pero se desplomó. La anciana tocó al pájaro, y éste le arrancó limpiamente un triángulo de carne de la mano.
—Ya veo —dijo Yaya con voz tranquila, sin dirigirse a nadie concreto.
Miró a su alrededor, y encontró una roca del tamaño adecuado. Se escondió tras ella unos segundos, en bien de la respetabilidad, y reapareció con la combinación en la mano. El pájaro se resistió, echando a perder varias semanas de pulcro bordado, pero al final consiguió envolverlo y sostenerlo de manera que no la alcanzaran sus ataques esporádicos.
Yaya se volvió hacia el cayado, que estaba clavado en la nieve.
—Volveré andando —le dijo con frialdad.'
Resultó que se encontraban en una estribación de la montaña, y había un precipicio de varios cientos de metros compuesto exclusivamente por afiladas rocas negras.
—Muy bien, de acuerdo —concedió—. Pero volarás despacio, ¿entendido? Y bajito.
La verdad fue que, quizá porque tenía algo más de experiencia, o porque el cayado iba con mas cuidado, el viaje de vuelta resultó casi tranquilo. Yaya casi llegó a pensar que, con el tiempo, podía llegar a sentirse incómoda volando, en vez de detestarlo con todas sus fuerzas. Lo único importante era no mirar hacia abajo.
El águila se desplomó en la raída alfombra ante la chimenea apagada. Había bebido un poco de agua sobre la que Yaya había murmurado algunos de los hechizos con los que solía impresionar a sus pacientes, pero nunca se sabía, quizá tuvieran algún poder. El bicho comió también unos trocitos de carne cruda.
Lo que no hizo en ningún momento fue dar la menor muestra de inteligencia.
Yaya se preguntó si se habría equivocado de pájaro. Arriesgándose a otro picotazo, observó atentamente los crueles ojillos anaranjados, y trató de convencerse de que allí, en lo más profundo, casi oculto, había una extraña llamita.
Sondeó la cabeza afilada. La mente del águila estaba allí, desde luego, clara y nítida, pero había algo más. Por supuesto, una mente no tiene color, pero por alguna razón la del águila parecía ser purpúrea. Y, entretejidas con ella, había unas tenues hebras plateadas.
Esk había descubierto demasiado tarde que la mente da forma al cuerpo, que un Préstamo es una cosa, y que el sueño de adoptar otra encarnación llevaba incluido su propia penitencia.
Yaya se sentó y se meció. Sabía que no sabía qué hacer. Desenmarañar las mentes enredadas estaba fuera del alcance de su poder, fuera del alcance del poder de cualquier residente en las Montañas del Carnero, fuera del alcance incluso...
No hubo sonido alguno, quizá fue un cambio en la textura del aire. Alzó la vista hacia el cayado, que se había resignado a volver a la casa.
—No —dijo Yaya con firmeza.
¿Para quién lo he dicho?, pensó. ¿Para mí? Ahí dentro hay poder, pero no mi tipo de poder. Pero no tengo ningún otro a mano. Y quizá sea ya demasiado tarde. Puede que siempre haya sido demasiado tarde. Volvió a entrar en la cabeza del pájaro para disipar el terror del animal. Éste se dejó coger y reposó en la muñeca de la anciana, con las garras tan apretadas como para hacerle sangre.
Yaya cogió el cayado y subió al piso de arriba, donde Esk yacía en la pequeña cama del dormitorio.
Hizo que el pájaro se posara en la cabecera, y se concentró en el cayado. Las tallas volvieron a cambiar ante sus ojos, sin permitirle ver su auténtica forma.
Yaya sabía utilizar el poder, pero también sabía que para ello dependía de presiones sutiles con las que hacer maniobrar las cosas. Ella no lo habría dicho así, por supuesto..., habría dicho que siempre había una palanca si sabías dónde buscarla. El poder del cayado era rudo, salvaje, magia pura destilada a partir de las fuerzas que movían el universo.
No sería gratis. Y Yaya conocía la magia de magos lo suficiente como para estar segura de que el precio sería alto. Pero, si te preocupa el precio, ¿para que entras en la tienda?
Carraspeó, preguntándose qué demonios tenía que hacer a continuación. Quizá si...
El poder la golpeó como un ladrillo lanzado con buena puntería. Tan clara fue la sensación de que la dominaba y la elevaba, que se sorprendió al mirar hacia abajo y descubrir sus pies firmemente apoyados en el suelo. Trató de dar un paso hacia adelante, y las descargas de magia hicieron crepitar el aire. Se apoyó contra la pared, y al instante los viejos tablones se estremecieron y florecieron. Un ciclón de magia recorrió la habitación, levantando el polvo y dándole por un instante formas aterradoras. La jarra y la jofaina con los dibujos de rosas se hicieron pedazos.
Bajo la cama, el tradicional tercer miembro del trío de porcelana se convirtió en algo horrible que escapó a toda velocidad.
Yaya abrió la boca para lanzar un juramento, pero se lo pensó mejor cuando las palabras brotaron de su boca convertidas en nubecillas multicolores.
Bajó la vista hacia Esk y el águila, que parecían ajenas a todo aquel jaleo, e intentó concentrarse. Se deslizó dentro de la cabeza del animal, y vio de nuevo las hebras de mente, los hilos plateados tan densamente tejidos en torno a los purpúreos que ambos formaban una sola cosa. Pero ahora veía también los extremos de las hebras, y el punto exacto en el que un tirón juicioso empezaría a desenmarañarías. Era tan obvio que se oyó a sí misma reír, antes de que el sonido adoptara matices anaranjados y rojos, y desapareciera en el techo.
Pasó el tiempo. Pese al poder que palpitaba en su cabeza, era un trabajo dolorosamente arduo, como hacer punto a la luz de la luna. Pero, al final, consiguió hacerse con un puñado de plata. En el mundo lento y pesado en que parecía encontrarse ahora, lanzó la madeja pausadamente hacia Esk. Se convirtió en una nube, giró como un remolino y desapareció.
Era consciente de un sonido agudo, y atisbó sombras con el rabillo del ojo. Bueno, a todo el mundo le sucedía, tarde o temprano. Habían llegado, atraídas como siempre por una descarga de magia. Sólo había que aprender a no hacerles caso.
Yaya despertó cuando la brillante luz del sol le dio en los ojos. Estaba derrumbada junto a la puerta, y todo su cuerpo se sentía como si le dolieran las muelas.
Extendió una mano a ciegas, dio con el borde del pedestal de la jofaina, y consiguió sentarse. No se sorprendió demasiado al ver que tanto la jarra como la jofaina estaban exactamente igual que siempre. Pero la curiosidad se sobrepuso al dolor, y echó un rápido vistazo bajo la cama para asegurarse de que, si, nada había cambiado.
El águila seguía posada en la cabecera de la cama. Sobre el colchón, Esk dormía, y Yaya vio que era un sueño auténtico, no la quietud de un cuerpo vacío.
Ahora, sólo cabía esperar que la niña no despertara con un deseo irresistible de cazar ratones.
Llevó al dócil pájaro al piso de abajo y lo liberó ante la puerta trasera. Voló pesadamente hasta el árbol más cercano, donde se posó para descansar. El pájaro tenía la sensación de que alguien le había jugado una mala pasada, pero no podría recordar por qué ni aunque lo matasen.
Esk abrió los ojos y contempló el techo durante largo rato. A lo largo de los meses, se había ido familiarizando con cada bulto y grieta del yeso, que creaban un paisaje fantástico en el que ella había hecho residir a una compleja civilización.
Los sueños le zumbaban en la mente. Sacó un brazo de entre las sábanas, y se preguntó por qué no estaría cubierto de plumas. Era muy extraño.
Apartó las mantas, sacó las piernas por el borde de la cama, extendió las alas al viento y planeó sobre el mundo...
El golpe contra el suelo del dormitorio hizo subir a Yaya, quien la tomó en sus brazos y la estrechó cuando el terror la invadió. Yaya se meció adelante y atrás sobre los talones, emitiendo ruiditos tranquilizadores.
Esk alzó la vista para mirarla. Su rostro era una máscara de terror.
—¡Sentí cómo yo misma desaparecía!
—Sí, sí. Ya estás bien —murmuró la anciana.
—¡No lo entiendes! ¡Ni siquiera recordaba mi nombre! —gritó Esk.
—Pero ahora silo recuerdas. La niña titubeó.
—Sí —dijo al final—. Sí, claro. Ahora si.
—Entonces, no pasa nada.
—Pero...
Yaya suspiró.
—Has aprendido algo —dijo. Le pareció conveniente poner voz más dura—. Dicen que un poco de conocimiento es peligroso, pero no tanto como mucha ignorancia.
—Pero ¿qué sucedió?
—Te pareció que un Préstamo no era suficiente. Pensaste que estaría bien robarle el cuerpo a alguien. Pero tienes que saber que un cuerpo es como..., como un molde para gelatina. Da forma a su contenido, ¿entiendes? No puedes tener mente de niña en un cuerpo de águila. Al menos, no por mucho tiempo.
—¿Me convertí en águila?
—Sí.
—¿No era yo en absoluto?
Yaya lo meditó un momento. Siempre tenía que hacer una pausa cuando las conversaciones con Esk la llevaban más allá de los límites del vocabulario propio de una persona decente.
—No —respondió al final—. Al menos, no en el sentido que tú quieres decir. Sólo eras un águila que quizá a veces tenía sueños extraños. Como cuando tú sueñas que vuelas... quizá ella recordaría que caminaba y hablaba.
—Urgh.
—Pero, ahora, todo ha terminado —dijo Yaya, obsequiándola con una breve sonrisa—. Vuelves a ser tú misma, y el águila ha recuperado su mente. Está posada en el haya grande, junto al excusado. Quiero que le lleves algo de comer.
Esk hizo girar los talones, mirando hacia un punto indefinido detrás de la cabeza de la anciana.
—Había algunas cosas raras —dijo con tono tranquilo.
Yaya se dio media vuelta.
—Quiero decir..., en una especie de sueño, vi cosas —siguió Esk.
La conmoción de la anciana era tan evidente que titubeó, temerosa de haber dicho algo malo.
—¿Qué clase de cosas? —se limitó a preguntar Yaya.
—Una especie de criaturas grandes, de toda clase de formas. Estaban sentadas, no hacían nada.
—¿Estaba oscuro? O sea, esas Cosas ¿estaban en la oscuridad?
—Me parece que había estrellas. ¿Yaya?
Yaya Ceravieja miraba fijamente la pared.
—¿Yaya? —repitió Esk.
—¿Mmm? ¿Sí? Ah. —Yaya se recuperó de la conmoción—. Sí. Ya veo. Bueno, baja y coge la panceta que hay en la despensa, quiero que se la pongas al águila, ¿entiendes? Tampoco estará de más que le des las gracias. Nunca se sabe.
Cuando Esk volvió, Yaya estaba untando mantequilla en grandes rebanadas de pan. La niña acercó un taburete a la mesa, pero la anciana le hizo una señal con el cuchillo.
—Lo primero es lo primero. Levántate. Mírame.
Esk obedeció, asombrada. Yaya colgó el cuchillo de la tabla y sacudió la cabeza.
—Rayos —dijo al mundo en general—. No sé cómo lo hacen. Debe de haber alguna clase de ceremonia. Conozco a los magos, seguro que hacen cosas complicadas...
—¿A qué te refieres?
Yaya pareció no escucharla, y se dirigió al rincón oscuro junto al aparador.
—Seguramente deberías meter un pie en un cubo de gachas frías, ponerte un guante y hacer ese tipo de cosas —siguió—. Yo no quería hacer esto, pero Ellos me obligan.
—¿De qué hablas, Yaya?
La anciana bruja sacó el cayado de entre las sombras, y lo agitó vagamente ante Esk.
—Ten. Es tuyo. Cógelo. Sólo espero estar haciendo lo correcto.
En realidad, la entrega del cayado a un aprendiz de mago suele ser una ceremonia impresionante, sobre todo si el cayado había pertenecido a un mago viejo. La tradición impone una prueba larga y aterradora llena de máscaras, capuchas, espadas y juramentos terribles sobre gente cuya lengua será arrancada, cuyas entrañas serán devoradas por pájaros salvajes, cuyas cenizas serán lanzadas a los ocho vientos, etcétera. Y, tras unas horas de cosas así, el aprendiz entra en la hermandad de los Sabios e Iluminados.
También suele haber un discurso muy largo. Por pura casualidad, Yaya repitió lo esencial en dos palabras.
Esk cogió el cayado y lo examino.
—Es muy bonito —dijo, insegura—. Las tallas son preciosas. ¿Para qué sirve?
—Siéntate. Y, por una vez, escucha bien. El día en que naciste...
—...y, más o menos, eso es todo.
Esk miró atentamente el cayado, y luego clavó la vista en Yaya.
—¿Tengo que ser mago?
—Sí. No. No lo sé.
—Eso no es respuesta, Yaya —le reprochó Esk—.¿Sí o no?
—Las mujeres no pueden ser magos —se limitó a responder Yaya—. Va contra la naturaleza. Es como si una mujer fuera herrero.
—La verdad es que he visto a papá trabajando, y no entiendo por qué...
—Mira —se apresuró a interrumpirla Yaya—, no puede haber mujeres mago igual que no puede haber hombres bruja, porque...
—He oído hablar de brujos —insistió Esk.
—¡Hechiceros!
—Me parece que si.
—No hay hombres brujos, sólo hombres idiotas —se acaloró la anciana—. Si los hombres fueran brujos, no serían magos. Es cuestión de... —Se palmeó la frente—. Cabezología. De cómo funciona tu mente. La mente de un hombre no es como la nuestra. Su magia está llena de números, ángulos, filos y lo que hacen las estrellas, como si tuviera importancia. Es todo poder, es todo... —Yaya se detuvo y saboreó su palabra favorita para describir todo lo que detestaba en los magos—. Jometría.
—Entonces, perfecto —dijo Esk, aliviada—. Me quedaré aquí y aprenderé brujería.
—Se dice fácil —replicó Yaya, sombría—. No creo que puedas.
—¡Pero si acabas de decir que las mujeres no pueden ser magos, ni al revés!
—Es cierto.
—Entonces —zanjó Esk con tono triunfal—, todo resuelto, ¿no? Tengo que ser bruja.
Yaya señaló el cayado. Esk se encogió de hombros.
—No es más que un palo viejo.
Yaya sacudió la cabeza. Esk parpadeó.
—¿No?
—No.
—¿Y no podré ser bruja?
—No sé qué podrás ser. Coge el cayado.
—¿Qué?
—Que cojas el cayado. Mira, he puesto leña en la chimenea. Enciéndela.
—La yesca está... —empezó Esk.
—En cierta ocasión, me dijiste que había mejores maneras de encender fuego. Demuéstramelo.
Yaya se levantó. Pareció crecer hasta llenar la penumbra de la cocina de sombras cambiantes, desgarradas, amenazadoras. Sus ojos se clavaron en Esk.
—Demuéstramelo —repitió con la voz cargada de hielo.
—Pero... —dijo Esk aferrándose desesperadamente al cayado y derribando el taburete en su prisa por retroceder.
—Demuéstramelo.
Con un grito, Esk se dio media vuelta. El fuego brilló en las puntas de sus dedos y voló por la habitación. La llamarada estalló con una fuerza que volcó los muebles, y una bola de luz verde se estrelló contra la chimenea.
Dibujos cambiantes lo recorrieron zumbantes mientras se ensañaba con las piedras, que se resquebrajaron y luego se derritieron. La rejilla de hierro resistió valientemente unos segundos antes de fundirse como la cera. Hizo una última aparición en forma de charco rojo, y luego desapareció. Un momento más tarde, la tetera siguió el mismo camino.
Justo cuando parecía que la chimenea desaparecería de igual manera, las viejas losas cedieron y, con un último estallido, la bola de fuego quedó fuera de la vista.
Un crepitar ocasional o una nube de vapor de cuando en cuando fueron marcando su paso por la tierra. Aparte de eso, sólo hubo silencio, ese silencio sonoro y siseante que se hace tras un ruido ensordecedor. Y, después de aquel brillo actínico, la habitación pareció negra como la noche.
Al rato, Yaya se aventuró a arrastrarse desde detrás de la mesa y se acercó todo lo que le permitió la osadía hasta el agujero, que seguía rodeado por una costra de lava. Se echó hacia atrás bruscamente cuando otra nube de vapor ardiente brotó como una seta.
—Dicen que hay minas de enanos bajo las Montañas del Carnero —dijo, consciente de que no venía a cuento—. Los pobres se van a llevar una sorpresa.
Examinó cautelosa el charquito de hierro fundido que había sido la tetera.
—Lo siento por la rejilla —añadió—. Tenía tallas de búhos.
Acarició el pelo chamuscado de Esk.
—Creo que nos hará falta una buena taza de..., una buena taza de agua fría.
Esk se contempló la mano, asombrada.
—Eso ha sido magia de verdad —dijo al final—. Y la hice yo.
—Una clase de magia de verdad —la corrigió Yaya—. No lo olvides. Además, no querrás pasarte la vida haciendo eso. Si lo llevas dentro, debes aprender a controlarlo.
—¿Puedes enseñarme?
—¿Yo? ¡No!
—¿Cómo voy a aprender si nadie me enseña?
—Tienes que ir a donde pueden enseñarte. A una escuela de magos.
—Pero si has dicho...
Yaya se detuvo mientras llenaba una jarra del cubo de agua.
—Sí, sí —le espetó—. No importa lo que he dicho, ni lo que diga el sentido común, ni nada. A veces hay que hacer lo que hay que hacer, y tú irás a la escuela de magos sea como sea.
Esk meditó sobre la idea.
—¿Quieres decir que es mi destino? —preguntó por fin.
Yaya se encogió de hombros.
—Algo por el estilo. Probablemente. ¿Quién sabe?
Esa noche, mucho después de que Esk se acostara, Yaya se puso el sombrero, encendió una vela nueva, despejó la mesa y sacó de su escondrijo en el aparador una cajita de madera. Dentro había una botellita de tinta, una plumilla milenaria y unas cuantas hojas de papel.
A Yaya no le gustaba demasiado enfrentarse con el mundo de las letras. Los ojos se le saltaban de las órbitas, la lengua se le pegaba, pequeñas gotas de sudor se le formaban en la frente, pero la pluma se abrió camino a arañazos por el papel, acompañada por algún que otro «rayos» o «maldita sea».
La carta decía lo siguiente, aunque a esta versión le faltan las manchas de cera, los borrones de tinta, los tachones y las zonas húmedas del original.
Al gefe de los Magos, Unibersida Inbisible, ola, espero que este bien, le enbio a Escarina Errero, puede ser una buena maga y ademas trabaja mucho y sabe acer diurersas cosas de la casa, lleba dinero no se preocupe, que biba usted muchos años y acabe en paz, sulla señorita Esmerenciana Cerabieja, bruja.
Yaya sostuvo su trabajo a la luz de la vela y lo examino con ojo crítico. Era una buena carta. Había sacado la palabra «diurersas» del Almanaque, que leía todas las noches. Siempre estaba prediciendo «diurersas molestias» y «diurersas calamidades». Yaya no estaba muy segura de su significado, pero seguía pareciéndole una palabra condenadamente buena.
La selló con cera de la vela y la guardó en el aparador. La podría entregar al portador a la mañana siguiente, cuando bajara al pueblo a comprar una nueva tetera.
Por la mañana, Yaya se tomó ciertas molestias con su ropa, eligiendo un vestido negro con un estampado de murciélagos y ranas, una gran capa de terciopelo —o al menos una capa hecha de eso que parece el terciopelo tras treinta años de uso constante— y el sombrero puntiagudo, crucificado a horquillazos.
La primera visita fue al albañil, para encargar una chimenea nueva. Luego iría a casa del herrero.
Fue una reunión larga y tormentosa. Esk vagabundeó por el huerto y trepó a su antiguo lugar en el manzano mientras en la casa resonaban los gritos de su padre, los aullidos de su madre y las largas pausas silenciosas, que significaban que Yaya Ceravieja estaba hablando suavemente en lo que Esk denominaba su «esa» voz. A veces, la anciana tenía una manera de hablar clara, comedida. Seguramente era el mismo tono de voz que usó el Creador. No había datos para discutir si en él había magia o sencillamente cabezología. Dejaba bien claro que lo que estaba diciendo era tan cierto como se puede ser.
La brisa sacudía el árbol suavemente. Esk se sentó en la rama, balanceando las piernas.
Pensó en los magos. No solían ir muy a menudo a Culo de Mal Asiento, pero se contaban muchas historias sobre ellos. Recordó que eran sabios, generalmente muy viejos, hacían una magia muy poderosa, complicada y misteriosa, y casi todos llevaban barba. Y todos eran, sin excepción, hombres.
Sobre las brujas sabía mucho más, ya que había acompañado a Yaya en sus visitas a las brujas de un par de pueblos. Además, esas mujeres eran parte fundamental del folklore de las Montañas del Carnero. Las brujas eran astutas, y casi todas muy viejas, o al menos trataban de parecer viejas, practicaban una magia hogareña, orgánica, ligeramente sospechosa, y algunas de ellas tenían barba. También eran, sin excepción, mujeres.
Allí había algún problema básico que no conseguía resolver. ¿Por qué no era posible que...?
Cern y Gulta bajaron corriendo por el sendero y se detuvieron bajo el árbol. Miraron a su hermana con una mezcla de fascinación y desprecio. Las brujas y los magos eran objeto de admiración; las hermanas no. Por alguna razón, el hecho de saber que tu hermana estaba estudiando para bruja devaluaba a toda la profesión.
—No puedes lanzar hechizos —dijo Cern—. ¿A que no?
—Claro que no puede —afirmó Gulta—. ¿Qué es ese palo?
Esk había dejado el cayado apoyado contra el árbol. Cern lo rozó con cautela.
—No quiero que lo toques —se apresuró a decir Esk—. Por favor. Es mío.
Por regla general, Cern tenía tanta sensibilidad como un cardo borriquero, pero, para su propia sorpresa, su mano se detuvo.
—¿Y quién quiere tocarlo? —replicó para ocultar su confusión—. No es más que un palo viejo.
—¿Es verdad que puedes hacer hechizos? —preguntó Gulta—. Hemos oído a Yaya decir que si.
—Pues habéis dicho que no puedo —respondió Esk.
—Bueno, ¿puedes o no? —insistió Gulta, con el rostro colorado.
—A lo mejor.
—¡No puedes!
Esk miró a su hermano desde arriba. Quería mucho a sus hermanos, al menos cuando se acordaba, de una manera obediente, aunque generalmente los recordaba como una pandilla de molestias embutida en pantalones. Pero había algo muy desagradable en la mirada de Gulta, algo similar a un cerdo, como si el chico se sintiera insultado por Esk.
Notó que su cuerpo empezaba a vibrar y, de repente, el mundo le pareció muy claro y nítido.
—Sí puedo —dijo.
Gulta miró a su hermana y al cayado alternativamente, con los ojos entrecerrados. Dio una patada al bastón.
—¡Un palo viejo!
Esk pensó que parecía un cerdito furioso.
Los gritos de Cern hicieron que Yaya y sus padres salieran a la puerta trasera, y luego bajaran corriendo por el sendero.
Esk seguía entre las ramas del manzano, con una expresión sonadora en el rostro. Cern estaba escondido detrás del árbol, y su cara no era más que un círculo en torno a un aullido rojo, desgarrador.
Gulta estaba sentado, bastante asombrado, sobre un montón de ropa que ya no le iba bien, y arrugaba el morro, olisqueando.
Yaya trepó por el árbol hasta que su nariz ganchuda quedó a. la altura de la de Esk.
—No está permitido convertir a las personas en cerdos —siseo—. Ni aunque sean tus hermanos.
—No lo he hecho yo, sencillamente... sucedió. Además, no me negarás que es la forma más apropiada para él —replicó Esk.
—¿Qué pasa? —preguntó Herrero—. ¿Dónde está Gulta? ¿Qué hace aquí este cerdo?
—Este cerdo es tu hijo —explicó Yaya Ceravieja.
La madre de Esk dejó escapar un suspiro antes de desplomarse suavemente de espaldas, pero a Herrero no le cogió tan desprevenido. Miró atentamente a Gulta, que había conseguido escapar del lío de ropas y devoraba con entusiasmo las primeras frutas caídas, y luego a su única hija.
—¿Ha sido ella?
—Sí. O ha sido a través de ella —respondió Yaya, contemplando el cayado con gesto de sospecha.
—Oh.
Herrero contempló a su quinto hijo. Se vio obligado a admitir que la forma le pegaba. Sin mirar, extendió la mano y dio un golpe en la nuca al vociferante Cern.
—¿Puedes devolverle su cuerpo? —preguntó.
Yaya se dio media vuelta y clavó los ojos en Esk, que se encogió de hombros. —dijo que no podía hacer magia —repuso con tranquilidad.
—Sí, bueno, creo que ya lo has dejado bien claro —asintió Yaya—. Y ahora, le devolverás su cuerpo, señorita. Ahora mismo, ¿me oyes?
—No quiero. Ha sido antipático.
—Ya veo.
Esk la miró desde arriba, desafiante. Yaya la miró desde abajo, testaruda. Sus voluntades chocaron como un par de cimbales, y el aire se espesó entre ellas. Pero Yaya se había pasado toda una vida doblegando a criaturas recalcitrantes y, aunque Esk era una adversaria sorprendentemente fuerte, era obvio que se rendiría antes del final del párrafo.
—Oh, vale —suspiró—. No sé por qué nadie se molesta en convertirlo en cerdo, con lo bien que lo hacía él solo.
No sabía de dónde había venido la magia, pero miró mentalmente en esa dirección e hizo una sugerencia. Gulta reapareció, desnudo, con una manzana en la boca.
—¿Quuu puasa? —preguntó.
Yaya se enfrentó con Herrero.
—¿Me crees ahora? —le espetó—. ¿De verdad piensas que puede quedarse aquí y olvidarse de la magia? ¿Te imaginas a su pobre marido, si llega a casarse?
—Pero tu siempre has dicho que las mujeres no podían ser magos —dijo Herrero.
En realidad, estaba muy impresionado. Yaya Ceravieja nunca había podido transformar a nadie en nada.
—Eso ya no importa —replicó Yaya, calmándose un poco—. Necesita entrenamiento. Necesita aprender a controlarlo. Por lo que más queráis, ponedle algo de ropa a ese crío.
—Gulta, ve a vestirte. Y deja de lloriquear —le ordenó su padre antes de volverse hacia Yaya—. ¿Dijiste que había una especie de escuela? —aventuró.
—La Universidad Invisible, sí. Para entrenar a los magos.
—¿Y sabes dónde está?
—Sí —mintió Yaya, cuyos conocimientos de geografía eran algo inferiores a los de física subatómica.
Herrero miro a su hija, que estaba de morros.
—¿Y la convertirán en mago? —preguntó. Yaya suspiró.
—No sé en qué la convertirán.
Y así fue como, una semana más tarde, Yaya cerró la puerta de la casa y colgó la llave de su clavo en el excusado. Había enviado a las cabras a vivir con una hermana bruja que vivía colina abajo, quien también había prometido echar un ojo a la casa. Culo de Mal Asiento tendría que arreglárselas sin bruja durante una temporada.
Yaya era difusamente consciente de que uno no encontraba la Universidad Invisible a menos que la Universidad Invisible se dejase, y el único lugar por donde empezar a buscar era la ciudad de Ohulan Cutash, un núcleo de un centenar de casas a unos veinte kilómetros de distancia. Allí iban una o dos veces al año todos los Asientanos verdaderamente cosmopolitas: Yaya sólo había estado una vez en su vida, y le pareció un lugar reprobable. Olía mal, se había perdido y desconfiaba de la gente de la ciudad, con sus costumbres ostentosas.
Consiguieron que las llevaran en el carro que llegaba periódicamente con metal para la herrería. Era destartalado, pero más valía eso que andar, sobre todo teniendo en cuenta que Yaya había cargado sus escasas posesiones en un gran saco. Se sentó sobre él para que fuera más seguro.
Esk se acurruco acariciando el cayado y contemplando el paso de los bosques.
—Me dijiste que en Lejos las cosas eran diferentes —dijo cuando estuvieron a vanos kilómetros del pueblo.
—Y lo son.
—A mí estos árboles me parecen iguales.
Yaya los miró, desdeñosa.
—Ni la mitad de buenos.
En realidad, el temor se estaba apoderando de ella. En un momento de inconsciencia, prometió acompañar a Esk a la Universidad Invisible, y Yaya, que había aprendido lo poco que sabía sobre el resto del Disco gracias a rumores y a las páginas del Almanaque, estaba convencida de que se dirigían hacia terremotos, maremotos, plagas y masacres, muchas de ellas diurersas, o quizá aún peores. Pero estaba decidida a salir de aquélla. Una bruja depende demasiado de sus palabras como para volverse atrás de ellas.
Iba vestida de un sufrido color negro, y llevaba montones de horquillas y un cuchillo del pan ocultos en diversas partes de su atuendo. En los misteriosos estratos de su vestimenta viajaban también la pequeña reserva de dinero, reluctantemente cedida por Herrero. Los bolsillos de su falda tintineaban bajo el peso de los amuletos, y una herradura recién forjada, poderoso preventivo contra los problemas, se escondía en su bolso de mano. Estaba preparada para enfrentarse con el mundo.
El sendero descendente serpenteaba entre las montañas. Por una vez, el cielo estaba claro, las altas Montañas del Carnero se divisaban nítidas y blancas como novias del cielo (con su ajuar lleno de nubes tormentosas›, y los muchos arroyuelos que bordeaban o cruzaban el sendero fluían perezosamente entre la hierba y las raíces.
A la hora del almuerzo, llegaron al barrio residencial de Ohulan (era un lugar demasiado pequeño para tener más de uno), que consistía en una posada y un puñado de casas pertenecientes a personas que no soportaban las presiones de la vida urbana, y minutos más tarde el carro las dejó en la plaza principal (la única) de la ciudad.
Resultó día de mercado.
Yaya Ceravieja se quedó plantada sobre los guijarros, insegura, agarrando con fuerza a Esk por el hombro mientras la multitud pasaba junto a ellas. Había oído que a las mujeres del campo recién llegadas a ciudades grandes les podían pasar cosas indecentes, y se aferró a su bolso hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Si a algún varón se le ocurría siquiera saludarla, lo pagaría caro.
Los ojos de Esk brillaban. La plaza era un rompecabezas de ruidos, colores y olores. A un lado estaban los templos de las deidades más exigentes del Disco, y de ellos salían extraños perfumes que se mezclaban con los hedores del comercio en una compleja fusión de fragancias. Había tenderetes llenos de curiosidades tentadoras que se moría por investigar más a fondo.
Yaya dejó que la multitud las arrastrara. Los tenderetes también la intrigaban a ella. Los contempló, aunque ni por un momento bajó la guardia ante la posible presencia de rateros, terremotos y traficantes de sexo, hasta que vio algo vagamente familiar. Había un tenderete cubierto, polvoriento, con toldo negro, encajonado en el estrecho espacio que separaba dos casas. Pese a su apariencia insignificante, parecía tener mucho público. Los clientes eran en su mayoría mujeres de todas las edades, aunque también vio a unos cuantos hombres. Pero todos tenían algo en común: ninguno entraba directamente. Parecían pasear junto a él hasta casi pasar de largo, y de pronto se metían bajo la sombra de su toldo. Un momento más tarde, salían apartando rápidamente la mano de la bolsa o el bolsillo, y competían por el titulo del Paseo Más Inocente del Mundo con tanta eficacia que cualquier observador dudaría sobre lo que había visto.
Era sorprendente que un tenderete desconocido para tanta gente resultara tan popular.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Esk—. ¿Qué compra todo el mundo?
—Medicinas —respondió Yaya con firmeza.
—Debe de haber muchos enfermos en las ciudades —repuso Esk con gravedad.
Por dentro, el tenderete era una masa de sombras aterciopeladas, y el olor a hierbas era tan espeso que se podría embotellar. Yaya tocó un montón de hojas con mano experta. Esk se separó de ella y trató de leer los garabatos de las botellas que tenía delante. Conocía de maravilla la mayoría de los preparados de Yaya, pero no estaba familiarizada con ninguno de aquéllos. Los nombres eran muy graciosos: Aceite de Tigre, Plegaria de Doncella o Ayuda para el Marido, y un par de los tapones olían como la cocina de Yaya cuando había preparado alguno de sus destilados secretos.
Una forma se movió en los rincones sombríos del tenderete, y una mano oscura y arrugada se deslizó hacia la suya.
—¿En qué puedo servirte, señorita? —dijo una voz cascada—. ¿Quieres que te cuente tu futuro, o prefieres cambiarlo?
—Viene conmigo —se apresuró a decir Yaya, dándose la vuelta—. Y los ojos te fallan si ya no puedes ver su edad, Hilta Fallacabras.
La sombra que Esk tenía delante se inclinó.
—¿Esme Ceravieja? —preguntó.
—La misma —replicó Yaya—. ¿Todavía vendes gotas de trueno y deseos a precio de ganga, Hilta? ¿Cómo te va?
—Mucho mejor ahora que te veo —dijo la forma—. ¿Qué te ha hecho bajar de las montañas, Esme? Y esta niña... ¿Es tu ayudante?
—¿Qué vendes? —preguntó Esk.
La forma se echó a reír.
—Oh, cosas para impedir las cosas que no deben ser y para ayudar a las cosas que deben ser, cielo —dijo—. Esperad un momento a que cierre, enseguida estoy con vosotras.
La forma pasó junto a Esk envuelta en un calidoscopio nasal de fragancias, y abrochó las cortinas de la parte delantera del tenderete. Luego levantó las de atrás, dejando entrar el sol de la tarde.
—No soporto la oscuridad ni el aire viciado —dijo Hilta Fallacabras—, pero es lo que los clientes esperan. Ya sabes.
—Sí —asintió Esk—. Cabezología. Hilta, una mujercita menuda y gruesa que llevaba un enorme sombrero decorado con frutas, miró a la niña, luego miró a Yaya, y sonrío.
—Exacto —asintió—. ¿Queréis tomar un té? Se sentaron en los fardos de hierbas desconocidas, y bebieron algo fragante y verde en tazas sorprendentemente delicadas. A diferencia de Yaya, que vestía como un cuervo muy respetable, Hilta Fallacabras era todo encajes, chales, colores, pendientes y tantas pulseras que un simple movimiento de sus brazos sonaba como toda una sección de percusión cayendo por un acantilado. Pero Esk advirtió el parecido.
Era difícil de describir. No se las imaginaba haciendo reverencias ante nadie.
—Bueno —dijo Yaya—. ¿Cómo va la vida?
La otra bruja se encogió de hombros, haciendo que los músicos se tambalearan de nuevo cuando ya casi habían conseguido volver a la cima.
—Como un amante con prisa, viene y va... —empezó.
Se detuvo al ver que Yaya le señalaba a Esk con los ojos.
—Bien, bien —se corrigió apresuradamente—. Los mandamases han intentado echarme un par de veces, ya sabes, pero todos tienen esposa, y al final siempre se vuelven atrás. Dicen que soy un mal bicho, pero habría más de una familia en esta ciudad más numerosa y más pobre si no fuera por los Profilácticos de Madame Fallacabras. Y sé quién entra en mi tienda, vaya si lo sé. Recuerdo quién compra gotas de potro y Ungúento Yabasta. La vida no está mal. ¿Y cómo te va a ti por ahí arriba, en ese pueblo de nombre raro?
—Culo de Mal Asiento —aportó Esk, servicial. Cogió un botecito de arcilla del mostrador y olfateó su contenido.
—Bastante bien —concedió Yaya—. Siempre hay necesidad de doncellas de la naturaleza.
Esk volvió a olfatear el polvo, que parecía poleo con una base que no supo identificar, y lo tapó de nuevo cuidadosamente. Mientras las dos mujeres intercambiaban chismorreos en algún extraño idioma femenino, lleno de contactos visuales y adjetivos sin verbalizar, examinó muchas otras pócimas exóticas allí expuestas. O mejor dicho, no expuestas. Parecían hábilmente semiocultas de una manera extraña, como si Hilta no deseara venderlas.
—No reconozco ninguna —dijo, casi para sí misma—. ¿Qué dan a la gente?
—Libertad —respondió Hilta, que tenía buen oído. Se volvió hacia Yaya—. ¿Cuánto le has enseñado?
—No tanto —replicó la otra anciana—. Tiene poder, pero no sé de qué clase. Quizá sea poder de mago.
Hilta se volvió muy despacio, y miró atentamente a Esk.
—Ah —dijo—. Eso explica lo del cayado. No entendí lo que decían las abejas. Vaya, vaya. Deja que te vea la mano, niña.
Esk le tendió la mano. Los dedos de Hilta estaban tan llenos de anillos que fue como hundirla en un saco de avellanas.
Yaya se irguió en la silla, irradiando desaprobación, cuando Hilta empezó a inspeccionar la palma de la niña.
—No creo que esto sea necesario entre nosotras —dijo tercamente.
—Pues tú lo haces, Yaya —señaló Esk—. En el pueblo. Te he visto. Y posos de té. Y cartas.
Yaya se removió, inquieta.
—Sí, bueno —dijo—. Es muy fácil. Tú sólo tienes que mirar la mano a la gente, y ellos solos se predicen el futuro. Pero no hace falta que lo creamos. Si fuéramos por ahí creyéndolo todo, tendríamos muchos problemas.
—Los Poderes Futuros tienen muchas cualidades extrañas, y de variadas maneras dan a conocer sus deseos al círculo de luz que denominamos mundo físico —dijo Hilta con solemnidad.
Guiñó un ojo a Esk.
—¡Pero bueno! —se enfadó Yaya.
—No, de verdad —dijo Hilta—. Es cierto.
—Mpf.
—Veo que emprenderás un largo viaje.
—¿Conoceré a un hombre alto y moreno? —preguntó Esk, mirándose la mano—. Yaya siempre dice eso a las mujeres, les dice...
—No —replicó Hilta mientras Yaya lanzaba un bufido—. Pero será un viaje muy extraño. Irás muy lejos, aunque sin moverte. Y será en una extraña dirección. Será una exploración.
—¿Todo eso pone en mi mano?
—La verdad es que estoy adivinando la mayor parte —dijo Hilta, recostándose en la silla y alargando el brazo hacia la tetera (el tamborilero, que había conseguido trepar hasta la mitad del precipicio, cayó sobre el cimbalista). Miró atentamente a Esk y añadió—: Una mujer mago, ¿eh?
—Yaya me va a llevar a la Universidad Invisible.
Hilta arqueó las cejas.
—¿Sabes dónde está?
Yaya frunció el ceño.
—No exactamente —admitió—. Esperaba que pudieras darme alguna dirección concreta, ya que conoces mejor los ladrillos y esas cosas.
—Dicen que tiene muchas puertas, pero las que dan a este mundo se encuentran en Ankh-Morpork —dijo Hilta. Yaya la miró inexpresiva—. En el Mar Circular —añadió. La mirada educadamente interrogativa de Yaya persistió—. A setecientos cincuenta kilómetros.
—Oh —dijo Yaya.
Se levantó y se sacudió del vestido una imaginaria mota de polvo.
—En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha —añadió.
Hilta se echó a reír. A Esk le gustó bastante aquel sonido. Yaya nunca reía, se limitaba a permitir que las comisuras de sus labios girasen hacia arriba, pero la carcajada de Hilta era la de alguien que ha meditado mucho sobre la Vida y había entendido el chiste.
—Marchaos mañana —sugirió—. Tengo sitio en casa, podéis quedaros esta noche conmigo, y mañana tendréis luz.
—No querríamos molestarte —aseguró Yaya.
—Tonterías. ¿Por qué no dais una vuelta mientras recojo el puesto?
El mercado de Ohulan surtía a varios pueblos, y el día de mercado no terminaba al anochecer. En vez de eso, todos los tenderetes se iluminaban con antorchas, y la luz se derramaba por las puertas abiertas de las posadas. Hasta en los templos se encendían lámparas para atraer a adoradores nocturnos.
Hilta se movía entre la multitud como una estilizada serpiente entre la hierba seca, con todo su tenderete y mercancía reducidos a un fardo sorprendentemente pequeño que llevaba a cuestas, y sus joyas tintineaban como un saco lleno de bailaoras de flamenco. Yaya trotaba como podía tras ella, con los pies doloridos por el desacostumbrado roce contra los guijarros.
Y Esk se perdió.
Le costó cierto trabajo, pero al final lo consiguió. Tuvo que esconderse entre dos tenderetes y luego escurrirse por un callejón. Yaya le había advertido profusamente sobre los innombrables horrores que poblaban las ciudades, demostración evidente de que la mujer no tenía la menor idea de cabezología, porque ahora Esk estaba decidida a ver uno o dos de ellos con sus propios ojos.
La verdad era que, al ser Ohulan un poco bárbara y sin civilizar, lo único que pasaba en la calle después del anochecer eran pequeños atracos, intercambios de aficionados en los centros de la lujuria, y borracheras que hacían que el interesado se desmayara, o cantara, o ambas cosas.
Según la poesía estandarizada, uno debería moverse por el mercado como un cisne blanco sobre las aguas de la bahía al anochecer, pero, debido a ciertas dificultades prácticas, Esk decidió moverse entre la multitud como un pequeño coche de choque, rebotando de cuerpo a cuerpo, mientras el extremo del cayado sobresalía más de un metro por encima de su cabeza. Hizo que más de uno se volviera, y no por haber recibido algún golpe: por allí solían pasar magos de vez en cuando, y era la primera vez que se veía a uno de metro veinte y con el pelo largo.
Si alguien la hubiera mirado con atención, habría advertido que a su paso sucedían cosas extrañas.
Por ejemplo, el hombre de las tres tazas vueltas del revés, que invitaba a una pequeña multitud a explorar con él el emocionante mundo del azar y la probabilidad en relación con la ubicación de un pequeño guisante seco. Fue difusamente consciente de que una figura menuda le miraba con solemnidad durante unos momentos, y luego un saco de guisantes brotó en cascada de cada taza que volvió. En pocos minutos, las legumbres le llegaban hasta las rodillas, y los problemas aún más arriba: de repente, debía a todo el mundo un montón de dinero.
Un monito desdichado se había meneado durante años al extremo de una cadena, mientras su propietario maltrataba los oídos de la concurrencia con un organillo. De repente, el animal se volvió, entrecerró los ojillos rojos, mordió a su propietario en la pierna, rompió la cadena y se escapó por los tejados, llevándose las ganancias de la noche en su taza de latón. La historia no ha dejado dicho cómo las gastó.
En un tenderete cercano, los patos de mazapán de una caja cobraron vida y pasaron sacudiendo las alas junto a la vendedora, para caer, graznando alegremente, al río (donde se derritieron antes del amanecer; así es la selección natural).
El tenderete se alejó trotando por un callejón, y nunca volvió a ser visto.
El caso es que Esk se desplazó por la feria como un incendiario a través de un pajar, o un neutrón en un reactor, con perdón de los poetas, y un hipotético observador habría podido detectar su paso siguiendo el rastro de ataques de histeria y violencia. Pero, como sucede con todos los buenos catalizadores, ella no se implicaba en los procesos a que daba lugar, y para cuando todos los observadores no hipotéticos la buscaban, ya estaba en otro lugar.
Pero empezaba a cansarse. Yaya Ceravieja aprobaba la noche en términos generales, pero desde luego no permitía el desperdicio de velas... Si tenía que leer algo después de anochecer, solía convencer al búho para que se posara en el respaldo de la silla, y leía a través de los ojos del animal. Así que Esk solía irse a la cama cuando se ponía el sol. Y de eso hacia ya mucho tiempo.
Divisó un portal de apariencia amistosa. De él surgían alegres sonidos y una luz amarilla que bañaba los guijarros. Con el cayado, que aún irradiaba magia aleatoria como un faro demoníaco, se dirigió hacia la luz, cansada pero decidida.
El posadero del Artista Violinista se consideraba un hombre comprensivo, y era verdad: era demasiado estúpido como para ser cruel, y demasiado perezoso como para ser malvado. Aunque su cuerpo había viajado mucho, su mente nunca fue más allá de los confines de su cabeza.
No estaba acostumbrado a encontrarse frente a frente con cayados. Y menos si le hablaban con vocecilla aflautada y le pedían un vaso de leche de cabra.
Con cautela, consciente de que todos los ojos de la posada estaban fijos en él y de que había demasiadas sonrisas, se alzó por encima de la barra y miró hacia abajo. Esk miró hacia arriba. Directamente a los ojos, como le había dicho Yaya siempre: «Concentra tu poder en ellos, míralos, mira como una bruja, nadie gana en miradas a una bruja, excepto una cabra, por supuesto.»
El posadero, cuyo nombre era Habilidor, se encontró mirando fijamente a una chiquilla que parecía bizquear.
—¿Cómo? —dijo.
—Leche —insistió la niña, todavía mirándole furiosamente—. Se saca de las cabras, ¿sabes?
Habilidor sólo despachaba cerveza, y según sus clientes la sacaba de los gatos. Ninguna cabra que se respetase habría soportado el olor del Artista Violinista.
—No tenemos —dijo.
Miró fijamente el cayado, y sus cejas se encontraron, conspiradoras, en la cima de su nariz.
—¿Por qué no mira? —pidió Esk.
Habilidor se bajó de la barra, en parte para esquivar la mirada, que le estaba haciendo llorar en simpatía, y en parte porque una horrible sospecha le estaba congelando la mente.
Hasta un camarero de segunda, vibra al son de la cerveza que sirve, y las vibraciones que venían de los enormes barriles situados tras él ya no eran cantarinas. Retransmitían en una frecuencia más láctea. Abrió un grifo sólo por probar, y vio cómo un delgado chorro de leche caía al cubo situado abajo.
El cayado seguía asomando por encima del mostrador, como un periscopio. Habilidor habría jurado que también le estaba mirando.
—No la desperdicies —dijo una voz—. Algún día te hará falta.
Era el mismo tono de voz que utilizaba Yaya cuando Esk no demostraba entusiasmo ante un plato de nutritivos guisantes, hervidos hasta que soltaban hasta el último fragmento de vitamina, pero a los oídos hipersensibles de Habilidor no era una frase hecha, sino una predicción. Se estremeció. No se imaginaba un momento en que pudiera agradecer un vaso de leche. Prefería la muerte.
Y quizá la tuviera.
Secó cuidadosamente con el pulgar una jarra casi limpia, y la llenó de lo que salía del grifo. Era consciente de que buen número de sus clientes se marchaban tan silenciosamente como les era posible. A nadie le gustaba la magia, y menos en manos de una mujer. Nunca se sabía qué se le podía ocurrir.
—Tu leche —dijo—. Señorita —añadió rápidamente.
—Tengo un poco de dinero —dijo Esk.
Yaya siempre le había dicho: «Muéstrate dispuesto a pagar y no tendrás que hacerlo, a la gente siempre le gusta, es pura cabezología.»
—No, ni se me ocurriría cobrarte —se apresuró a decir Habilidor. Se inclinó sobre la barra—. Perdona, ¿te importaría... eh... devolverme el resto? Aquí la leche no tiene mucha demanda.
Se apartó un poco. Esk había apoyado el cayado contra la barra mientras bebía su leche, y el maldito trasto le ponía incómodo.
Esk le miró por encima de un bigote de nata.
—Yo no lo transformé en leche, sólo sabía que sería leche porque yo quería leche —dijo—. ¿Qué pensabas que era?
—Eh... cerveza.
Esk lo meditó un instante. Recordaba haber probado la cerveza una vez, y le había sabido como de segunda mano. Pero había otra cosa que, según la opinión general en Culo de Mal Asiento, era mucho mejor que la cerveza: una de las recetas mejor guardadas de Yaya. Era buena para la salud, porque sólo tenía fruta, además de muchas gotas de cosas congeladas o hervidas cuidadosamente dosificadas.
Yaya le ponía una cucharadita en la leche cuando la noche era fría de verdad. Tenía que ser con una cucharilla de madera, dados los resultados que producía sobre el metal.
Se concentró. Imaginó mentalmente el sabor y, con las pequeñas habilidades que empezaba a aceptar aunque aún no entendía, descubrió que podía dividir el gusto en pequeñas formas coloreadas...
La flaca esposa de Habilidor había salido de la habitación trasera para ver por qué había tanto silencio. Él la hizo callar, mientras Esk se mecía ligeramente, con los ojos cerrados y los labios en movimiento.
pequeñas formas que no había que devolver al gran pozo de formas, pero encontrabas en él otras que sí necesitabas, y las juntabas, y luego había una especie de gancho que significaba que podían convertir cualquier cosa útil en algo como ellas, y ademas...
Habilidor se volvió con toda cautela y miró el barril que tenía detrás. El olor de la habitación había cambiado, sentía el oro puro rezumando suavemente entre los viejos tablones.
Con sumo cuidado, cogió un vasito de debajo del mostrador y dejó que unas cuantas gotas del oscuro liquido dorado escaparan del grifo. Lo contempló pensativo a la luz de las lámparas, lo hizo girar entre los dedos, lo olfateó unas cuantas veces, y engulló el contenido de un trago.
Su rostro permaneció inmutable, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y la garganta se le estremeció. Su esposa y Esk le miraron, mientras una delgada película de sudor le cubría la frente. Pasaron diez segundos. Obviamente, el posadero se disponía a batir algún heroico récord. Podía haberle salido humo por las orejas, pero eso no era más que un rumor. Sus dedos tamborilearon un extraño ritmo sobre la barra.
Por fin, tragó saliva, pareció tomar una decisión y se volvió solemnemente hacia Esk.
—¿Hwarl ish fnish saaarghs ishfhs oorgsh? —preguntó.
Frunció el entrecejo, trató de recordar cómo empezaba la frase, y lo intentó de nuevo.
—¿Aargh argh shaaah gok?
Se rindió.
—¡Bharrghs nargh!
Su esposa dejó escapar un bufido y le quitó el vaso de la mano. Lo olfateó. Miró los barriles, los diez. Se encontró con la mirada insegura de su marido. En un paraíso privado para dos, calcularon mentalmente el precio de venta de dos mil litros de licor artesanal de pera montañesa, y se quedaron sin ceros.
La señora Habilidor era más rápida que su marido. Se inclinó y sonrió a Esk, que estaba demasiado cansada como para volver a empezar el juego de miradas. No fue una sonrisa demasiado buena, porque la señora Habilidor no tenía mucha práctica.
—¿Cómo has llegado aquí, pequeña? —dijo con una voz que sugería casitas de chocolate y grandes hornos cerrándose de golpe.
—Iba con Yaya y me he perdido.
—¿Y dónde está Yaya, cariño?
Las puertas del horno volvieron a cerrarse. Iba a ser una mala noche para todos los niños perdidos en bosques metafóricos.
—Supongo que en alguna parte.
—¿Quieres dormir en una gran cama de plumas, bien calentita?
Esk la miró con agradecimiento, al tiempo que se daba cuenta vagamente de que la cara de la mujer parecía la de un hurón ansioso, y asintió.
Tienes razón, lector. Para salir de ésta, va a hacer falta algo más que un leñador que pasaba por ahí.
Entretanto, Yaya estaba a dos calles de distancia. Y también estaba, según el punto de vista de otras personas, perdida. Ella no lo veía de la misma manera. Sabía dónde estaba, aunque el resto de las cosas no.
Ya se ha mencionado antes que es mucho más difícil rastrear una mente humana que la de un zorro, por poner un ejemplo. La mente humana, que considera que esto es una calumnia, quiere saber por qué. Ahí va.
Las mentes animales son sencillas y, por tanto, definidas. Los animales no se dedican a dividir la experiencia en pequeños fragmentos y a especular sobre los que se han perdido. Para ellos, todo el universo se divide en cosas para a) copular, b) comer, e) de las que huir, y d) piedras. Esto libera a la mente de pensamientos innecesarios, y le proporciona precisión allí donde hace falta. Por ejemplo, un animal corriente nunca intenta caminar y mascar chicle al mismo tiempo.
Por el contrario, el ser humano corriente piensa en toda clase de cosas, todo el día, a toda clase de niveles, con la interrupción de docenas de imposiciones biológicas y momentos críticos. Hay pensamientos a punto de ser formulados, pensamientos privados, pensamientos de verdad, pensamientos sobre pensamientos y toda una gama de pensamientos inconscientes. Para un telépata, la mente humana es el caos. Es una terminal de ferrocarril con todos los altavoces funcionando a la vez. Es toda una banda de FM... y algunas de las emisoras no son legales, sino piratas procedentes de mares prohibidos que emiten melodías nocturnas con letras marginales.
En su intento de localizar a Esk con la única ayuda de la magia mental, Yaya trataba de localizar una aguja en un pajar.
No estaba teniendo el menor éxito, pero las hebras de ideas que captaba en su investigación de un millar de cerebros pensando a la vez, la convencieron de que, desde luego, el mundo era tan estúpido como siempre había creído ella.
Se reunió con Hilta en una esquina. La otra bruja llevaba su escoba, lo mejor para llevar a cabo una supervisión aérea (sigilosa, por supuesto. Los hombres de Ohulan aceptaban de buena gana el Ungüento Larga Duración, pero de ninguna manera a mujeres voladoras). Estaba pálida.
—Ni rastro de ella —dijo Yaya.
—¿Has bajado hasta el río? ¡Quizá se haya caído!
—Habría salido al momento. Además, sabe nadar. Creo que la condenada se está escondiendo.
—¿Qué hacemos?
Yaya le dirigió una mirada dura.
—Hilta Fallacabras, me avergüenzo de ti. ¿Me ves preocupada?
Hilta la miró atentamente.
—Pues sí. Un poco. Te estás mordiendo los labios.
—Porque estoy furiosa, nada mas.
—Siempre vienen gitanos cuando hay mercado. Quizá se la hayan llevado.
Yaya estaba dispuesta a creer cualquier cosa sobre la gente de la ciudad, pero conocía bien aquel terreno.
—Tendrían que ser mucho más estúpidos de lo que creo —replicó—. Esk tiene el cayado.
—¿Y de qué le servirá? —preguntó Hilta, a punto de llorar.
—Me parece que no has entendido nada de lo que te he contado —le reprochó Yaya—. Sólo tenemos que volver a tu casa y esperar.
—¿El qué?
—Los gritos, o las explosiones, o las bolas de fuego, lo que sea —respondió vagamente Yaya.
—¡No tienes corazón!
—Oh, serán ellos los que se preocupen. Ve tú delante y pon la tetera al fuego.
Hilta le dirigió una mirada de asombro, pero montó en su escoba y se elevó lentamente entre las sombras de las chimeneas. Si las escobas fueran coches, aquélla sería un 600.
Yaya la observó alejarse, y luego echó a andar por las calles húmedas, siguiéndola. Estaba decidida a no montar en aquel cacharro.
Esk se encontraba entre las sábanas grandes, algodonosas y ligeramente húmedas de la cama situada en el desván del Artista. Estaba cansada, pero no podía dormir. Para empezar, la cama era gélida. Se preguntó intranquila si se atrevería a calentarla, pero se lo pensó mejor. No les cogía el truco a los hechizos con fuego, sin importar lo cautelosamente que experimentara: o no funcionaban en absoluto, o funcionaban demasiado bien. Los bosques que rodeaban la casa de Yaya empezaban a convertirse en un lugar peligroso, lleno de agujeros dejados por las bolas de fuego al desaparecer. Al menos, como decía Yaya, si lo de la magia no salía bien, siempre podía dedicarse a construir letrinas o a cavar pozos.
Se dio media vuelta y trató de no captar el tenue olor mohoso de la cama. Extendió la mano en la oscuridad hasta dar con el cayado, y lo acercó a la cabecera de la cama. La señora Habilidor se había puesto un poco pesada con su insistencia de llevarlo abajo, pero Esk se aferró a él con todas sus fuerzas. Era la única cosa del mundo que le pertenecía a ciencia cierta.
La superficie pulida, con sus extrañas tallas, le parecía curiosamente reconfortante. Esk se quedó dormida, y soñó con brazaletes, con extraños envoltorios y con montañas. Estrellas distantes brillaban sobre las montañas, y también había un desierto frío donde raras criaturas reptaban por la arena seca y la miraba con ojos de insecto...
Se oyó un crujido en la escalera. Luego, otro. Después se hizo el silencio, ese silencio ahogado producido por alguien que trata de estar lo más quieto posible.
La puerta se abrió. Habilidor era una sombra negra que destacaba contra la luz de velas procedente de la escalera, y hubo una conversación en susurros antes de que se aventurase, tan sigilosamente como pudo, hacia la cabecera de la cama. El cayado se deslizó hacia el suelo cuando su primer tanteo cauteloso lo movió, pero consiguió atraparlo al momento, y dejó escapar el aliento contenido.
Así que apenas tuvo suficiente para gritar cuando el cayado se movió en sus manos. Sintió las escamas reptantes, los músculos en movimiento...
Esk se incorporó bruscamente justo a tiempo para ver cómo Habilidor caía rodando por la escalera, sacudiéndose desesperadamente algo invisible que se le enroscaba en los brazos. Otro grito resonó en el piso inferior cuando aterrizó sobre su esposa.
El cayado se deslizó hasta el suelo y allí se quedó, envuelto en una tenue luz octarina.
Esk salió de la cama. Los oídos le retumbaron con una terrible maldición. Asomó la cabeza por la puerta, y se encontró frente a frente con la señora Habilidor.
—¡Dame ese cayado!
Esk se puso las manos a la espalda y se aferró a la madera pulida.
—No —respondió—. Es mío.
—No es cosa para niñas pequeñas —le espetó la mujer del posadero.
—Me pertenece —dijo Esk.
Cerró la puerta con toda tranquilidad. Escuchó durante un momento los murmullos procedentes del piso inferior, y trató de pensar qué debía hacer. Si transformaba a la pareja en algo armaría un jaleo y, además, no estaba muy segura de cómo hacerlo.
La verdad era que la magia sólo funcionaba cuando no pensaba en ella. Su mente no hacia más que estorbar.
Recorrió la habitación y abrió el ventanuco. Los extraños aromas nocturnos de la civilización invadieron el desván..., el olor húmedo de las calles, la fragancia de las flores en los jardines, el rastro lejano de una letrina sobrecargada. Fuera, había tejas húmedas.
Cuando oyó que Habilidor subía de nuevo por la escalera, sacó el cayado al tejado y se arrastró tras él, agarrándose a las tallas que había sobre la ventana. El tejado estaba inclinado, y se las arregló para permanecer al menos remotamente erguida mientras se deslizaba —o mas bien caía— por las tejas desiguales. Un salto de casi dos metros hasta un montón de barriles viejos, una rápida bajada por la madera resbaladiza, y se encontró corriendo por el patio de la posada.
Cuando llegó a las calles envueltas en niebla, pudo oír los gritos de la discusión que tenía lugar en el Artista.
Habilidor pasó corriendo junto a su esposa y puso la mano sobre el grifo del barril más cercano. Hizo una pausa, y lo abrió de golpe.
El olor del licor de pera llenó la habitación, afilado como un cuchillo. Cortó el flujo y se relajó.
—¿Tenias miedo de que se transformara en algo desagradable? —le preguntó su esposa.
El asintió.
—Si no hubieras sido tan torpe... —empezó la mujer.
—¡Te digo que me mordió!
—Si hubieras estudiado para mago, no tendríamos que preocuparnos por estas cosas. ¿Es que no tienes ambición?
Habilidor sacudió la cabeza.
—Tengo entendido que no basta un cayado para ser mago —dijo—. Y también que los magos no tienen permitido casarse, ni siquiera tienen permitido...
Se detuvo titubeante.
—¿El qué? ¿Qué más no tienen permitido?
Habilidor se ruborizó.
—Bueno. Ya sabes. Eso.
—Lo único que sé es que no entiendo de qué hablas —refunfuñó la señora Habilidor.
—No, supongo que no.
De mala gana, abandonó la oscuridad del bar y fue tras ella. Empezaba a pensar que la vida de un mago no era tan mala.
Los hechos le dieron la razón cuando, a la mañana siguiente, descubrieron que los diez barriles de licor de pera se habían transformado en algo definitivamente desagradable.
Esk vagó sin rumbo por las calles grises, hasta que llegó al pequeño muelle del río de Ohulan. Amplias barcazas planas se mecían suavemente contra los malecones y, en un par de ellas, invitadores jirones de humo brotaban de las estufas. Esk subió con facilidad a la más cercana, y utilizó el cayado para recuperar el equilibrio sobre la lona impermeable que cubría la mayor parte de su superficie.
Captó un olor cálido, una mezcolanza de lanolina y estiércol. La barcaza llevaba una carga de lana.
Es una estupidez quedarse dormido en una barcaza desconocida, sin saber junto a qué extraños acantilados estará navegando cuando despiertes, sin saber que los tripulantes suelen iniciar sus viajes muy temprano (cuando apenas ha salido el sol), sin saber qué nuevos horizontes te saludarán por la mañana...
Nosotros lo sabemos. Esk no.
La despertó el sonido de alguien que silbaba. Se quedó tumbada, muy quieta, repasando mentalmente los acontecimientos de la noche anterior hasta que recordó dónde estaba. Entonces, rodó sobre si misma con mucho cuidado y levantó la lona un poquito.
Así que allí era donde estaba. Pero «allí» se había movido.
—Entonces, esto es navegar —dijo observando el paso de la orilla lejana—. Pues no me parece tan especial.
Ni se le ocurrió empezar a preocuparse. Durante sus primeros ocho años de vida, el mundo había sido un lugar particularmente aburrido; ahora que se ponía interesante, Esk no tenía intención de parecer desagradecida.
Un perro que ladraba empezó a acompañar al silbador. Esk se tendió en la lana y buscó hasta dar con la mente del animal, para tomarla prestada con toda suavidad. En aquel cerebro ineficaz y desordenado, descubrió que había al menos cuatro personas en la barcaza, y otras muchas en las demás que navegaban en fila por el río. Algunas de las personas parecían niños.
Dejó marchar al animal y volvió a contemplar el paisaje durante largo rato... La barcaza pasaba ahora entre altos acantilados anaranjados, con franjas de roca de tantos colores que parecía como si un dios hambriento hubiera batido un récord de velocidad preparando un emparedado de varios pisos. Esk trató de esquivar el siguiente pensamiento. Pero el pensamiento insistió, y se abrió paso a codazos en su mente. Tarde o temprano, tendría que salir. No era que su estómago se estuviera poniendo pesado, pero su vejiga ya no admitía más demora.
Quizá si...
Alguien retiró la lona que le cubría la cabeza, y un enorme rostro barbudo la miró desde arriba.
—Vaya, vaya —dijo—. ¿Qué tenemos aquí? Un polizón, ¿eh?
Esk se lo pensó un momento.
—Sí —dijo al final. Parecía inútil negarlo—. ¿Te importa ayudarme a salir?
—¿No tienes miedo de que te tire a... a los lucios? —dijo la cabeza. Advirtió su mirada perpleja—. Peces de agua dulce, muy grandes —explicó—. Rápidos. Con muchos dientes. Lucios.
La idea no le había pasado por la cabeza.
—No —respondió con sinceridad—. ¿Por qué? ¿Lo vas a hacer?
—No. Claro que no. No tengas miedo.
—No tengo miedo.
—Oh.
Un brazo bronceado apareció, unido a la cabeza por el sistema habitual, y la ayudó a salir de su nido de vellones.
Esk se irguió en la cubierta de la barcaza y miró a su alrededor. El cielo era más azul que un tonel de galletas, y hacia juego con el amplio valle por el que discurría el río, tan perezoso como un funcionario rellenando impresos.
A su espalda, las Montañas del Carnero seguían haciendo de asideros para las nubes, pero ya no parecían tan dominantes como siempre. La distancia las había erosionado.
—¿Dónde estamos? —dijo, olfateando los nuevos olores de pantano y junco.
—En el Valle Superior del río Ankh —dijo su aprehensor—. ¿Qué te parece?
Esk miró el río que se extendía ante ella y detrás de ella. Ya era mucho más ancho que cuando pasara por Ohulan.
—No lo sé. Hay mucho río. ¿Este barco es tuyo?
—Es un bote —la corrigió el hombre.
Era más alto que su padre, aunque no tan viejo, y vestía como un gitano. Muchos dientes se le habían transformado en oro, pero Esk supuso que no era el momento adecuado para preguntar por qué. Tenía ese tipo de bronceado intenso que tanta gente rica trata desesperadamente de conseguir con vacaciones costosas y trocitos de estaño, cuando en realidad lo único que hay que hacer para tenerlo es trabajar hasta matarte al aire libre día tras día. Frunció el ceño.
—Sí, es mío —dijo, decidido a recuperar la iniciativa—. Lo que me gustaría saber es qué haces tú aquí. Te has escapado de casa, ¿eh sí? Si fueras un chico, diría que vas en busca de fortuna.
—¿Es que las chicas no buscan fortuna?
—Se supone que deben buscar a un chico con fortuna —respondió el hombre con una sonrisa de doscientos quilates. Extendió una mano bronceada llena de anillos—. Ven a desayunar algo.
—La verdad es que necesito utilizar su excusado.
El hombre se quedó boquiabierto.
—Esto es una barcaza, ¿eh, sí?
—¿Sí?
—Así que sólo tienes el río. —Le palmeó la mano—. No te preocupes, el pobre está acostumbrado.
Yaya estaba en el muelle, tamborileando con la bota sobre la madera. El hombrecillo, que era lo más parecido que existía en Ohulan a un encargado de puerto, estaba recibiendo una dosis completa de su mirada, y se estremecía a ojos vistas. La expresión de la anciana no era tan amenazadora como un potro de tortura, pero parecía sugerir que el potro de tortura era una posibilidad muy real.
—Así que se marcharon antes del amanecer —dijo.
—Ssí —respondió el hombre—. Pero no sé adónde iban.
—¿Viste si había una niña pequeña a bordo?
Más tamborileo con la bota.
—Mmm. No. Lo siento. —Se animó un poco—. Eran zoones —dijo—. Si la niña está con ellos, no le pasará nada. Dicen que los zoones son de toda confianza. Les gusta la vida de familia.
Yaya se volvió hacia Hilta, que estaba agitada como una mariposa histérica, y arqueó las cejas.
—Oh, sí —se apresuró a asegurar Hilta—. Los zoones tienen muy buena reputación.
—Mmpf —titubeó Yaya.
Giró sobre sus talones y echó a andar hacia el centro de la ciudad. El encargado del puerto se inclinó como si hasta entonces hubiera tenido un perchero dentro de la camisa.
Las habitaciones de Hilta estaban encima de las de un herborista y detrás de una curtiduría, y desde ellas se divisaba un espléndido panorama de los tejados de Ohulan. Le gustaba porque le ofrecía intimidad, siempre agradecida por «mis clientes más selectos, que siempre prefieren hacer sus compras especiales en un ambiente tranquilo donde la discreción es el lema», como decía ella.
Yaya Ceravieja examinó la habitación casi sin ocultar su desprecio. Allí había demasiadas borlas, demasiadas cortinas de cuentas, demasiadas cartas astrales y demasiados gatos negros. Yaya no soportaba a los gatos. Olisqueó el aire.
—¿Es por la curtiduría? —preguntó, acusadora.
—Incienso —explicó Hilta. Se enfrentó valientemente con el gesto despectivo de Yaya—. Los clientes lo agradecen —dijo—. Les da la adecuada perspectiva mental. Ya sabes.
—Pensé que se podía ejercer una profesión perfectamente respetable sin recurrir a trucos de feria, Hilta —dijo Yaya al tiempo que se sentaba e iniciaba la larga y delicada labor de quitarse las horquillas.
—En las ciudades es diferente —se defendió la otra bruja—. Hay que avanzar con los tiempos.
—Pues no entiendo por qué. ¿Has puesto la tetera al fuego?
Yaya extendió la mano y retiró el paño de terciopelo que cubría la bola de cristal de Hilta, una esfera de cuarzo tan grande como su cabeza.
—Nunca le he cogido el truco a estos malditos cacharros de silicio —dijo—. Cuando yo era niña, bastaba con un bote de agua con una gota de tinta dentro. Veamos, ahora...
Escudriñó el cambiante corazón de la bola, tratando de concentrar su mente en el paradero de Esk.
Los cristales siempre eran cacharros engañosos, y por lo general, al mirarlos, lo único que se veía con claridad del futuro era una fuerte migraña. Yaya no confiaba en ellos, los consideraba demasiado próximos a la magia de magos. Siempre le había parecido que al maldito trasto no le importaría en absoluto absorberle la mente como si fuera un huevo crudo.
—Asqueroso cacharro, lleno de chispas —dijo echándole el aliento y secándolo con la manga.
Hilta miró por encima de su hombro.
—No son chispas, significan algo —señaló.
—¿El qué?
—No estoy segura. ¿Me dejas probar? La bola está acostumbrada a mí.
Hilta echó a un gato de la otra silla y se inclinó para contemplar las profundidades del cristal.
—Mpf. Como quieras —dijo Yaya—. Pero no veras...
—Espera. Está apareciendo algo.
—Pues desde aquí sólo se ven chispas —insistió Yaya—. Lucecitas plateadas que parecen flotar, como esos juguetes que son una bola con nieve dentro. Son muy monos.
—Sí, pero mira más allá de los copos...
Yaya miró.
Esto fue lo que vio:
Sus ojos estaban muy arriba, y una amplia extensión de tierra yacía abajo, azulada por la distancia. A través de ella, un ancho río discurría como una serpiente borracha. Había lucecitas plateadas flotando por doquier, pero sólo eran, por seguir con el ejemplo, unos cuantos copos en la gran nevada de luces que se convirtió en una gran espiral perezosa, como un tornado geriátrico con un ataque de nievitis, y descendió formando un túnel hacia el brillante paisaje. Yaya entornó los ojos, y divisó algunos puntos en el río.
De cuando en cuando, una especie de relámpago brillaba un instante en el suave túnel de motas.
Yaya parpadeó y alzó la vista. La habitación parecía muy oscura.
—Qué clima más raro —dijo a falta de una frase mejor.
Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo las motas brillantes.
—No creo que sea el clima —dijo Hilta—. Me parece que la gente no lo puede ver, pero el cristal lo muestra. Creo que es magia condensada en el aire.
—¿Magia del cayado?
—Sí. Es un efecto propio de los cayados de los magos. Destila magia, por decirlo de alguna manera.
Yaya se arriesgó a echar otro vistazo al cristal.
—Hacia Esk —dijo con cautela.
—Sí.
—Parece que hay mucha.
—Sí.
No era la primera vez que Yaya deseaba saber más sobre los magos y su magia. Imaginó a Esk llenándose de magia hasta que le rebosaba de cada poro. Luego empezaría a gotear... lentamente al principio, cayendo a la tierra en pequeñas ráfagas que luego crecían hasta crear una gran descarga de potencialidad oculta. Podía causar daños terribles.
—Rayos —dijo—. Nunca me gustó ese cayado.
—Al menos, la niña va hacia donde está la Universidad —señaló Hilta—. Ellos sabrán qué hacer.
—Sólo quizá. ¿A qué distancia crees que está?
—A unos treinta kilómetros. Esas barcazas van tan lentas como si caminaran. Los zoones no tienen prisa.
—Bien.
Yaya se levantó y adelantó la barbilla, desafiante. Cogió el sombrero y el saco con sus pertenencias.
—Creo que puedo caminar más deprisa que una barcaza —dijo—. El río está lleno de recodos, y yo iré en línea recta.
—¿Vas a seguirlos a pie? —se asombró Hilta—. ¡Pero si hay bosques, y animales salvajes!
—Perfecto, será agradable volver a la civilización. Esk me necesita. El cayado la está dominando. Ya lo decía yo, pero nadie me hizo caso.
—¿No? —replicó Hilta, todavía tratando de adivinar qué había pretendido decir Yaya con eso de volver a la civilización.
—No —replicó Yaya fríamente.
Se llamaba Amschat B'hal Zoon. Vivía en la balsa con sus tres esposas y sus tres hijos. Era un Mentiroso.
Lo que más molestaba a los enemigos de la tribu zoon era, no sólo su sinceridad, enfurecedoramente absoluta, sino sus maneras tan directas. Los zoones nunca habían oído hablar de un eufemismo, y no sabrían qué hacer con uno silo tuvieran entre las manos, pero sin duda lo denominarían «manera agradable de decir algo desagradable».
Su rígida adhesión a la verdad no era, al parecer, un don de algún dios, como suele suceder, sino que tenía una base genética. A un zoon normal le resultaba tan imposible mentir como respirar bajo el agua, y el concepto mismo bastaba para turbarlos terriblemente: decir una mentira significaba nada menos que alterar totalmente el universo.
Era una considerable desventaja para un pueblo de comerciantes, y así, a lo largo de los milenios, los ancianos de los zoones estudiaron aquel extraño poder que todo el mundo poseía en tal abundancia, y decidieron que ellos también lo necesitaban.
Animaban a los jóvenes varones que mostraban algún indicio de tener tal talento a retorcer aún más la Verdad en ocasiones ceremoniales durante las que se celebraban competiciones. La primera protomentira zoon de la que ha quedado constancia fue «En realidad, mi abuelo es bastante alto», pero, con el tiempo, le fueron cogiendo el tranquillo, y se creó el cargo de Mentiroso de la Tribu.
Debe quedar bien claro que, aunque la mayoría de los zoones no pueden mentir, sienten un gran respeto por cualquiera de los suyos capaz de decir que el mundo no es como es, y el Mentiroso tiene un puesto de honor en la tribu. La representa en todos sus tratos con el mundo exterior, un mundo que el zoon normal ya ni siquiera intenta comprender. Las tribus zoon están muy orgullosas de sus Mentirosos.
En cambio, otras razas se molestan bastante. Opinan que los zoon debieron elegir un nombre más adecuado, como «diplomático» o «jefe de Relaciones Públicas». Les parece que los zoones se están tomando el asunto a cachondeo.
—¿Es cierto todo eso? —preguntó Esk en tono de sospecha, examinando el atestado camarote de la barcaza.
—No —dijo Amschat con firmeza.
Su esposa más joven, que estaba preparando gachas sobre una estufita repujada, dejó escapar una risita. Los tres niños miraron a Esk solemnemente por encima del borde de la mesa.
—¿Nunca dices la verdad?
—¿Tú si? —Amschat le dedicó una sonrisa de mina de oro, pero sus ojos no sonreían—. ¿Por qué estabas entre mis vellones? Amschat no es ningún secuestrador. En tu casa estarán preocupados, ¿no?
—Yaya vendrá a buscarme —respondió Esk—, pero no creo que se preocupe mucho. Sólo estará enfadada. Además, voy a Ankh-Morpork. Puedes tirarme del barco... bote... si quieres. No me importan los lucios.
—No puedo hacer eso.
—¿Has dicho una mentira?
—¡No! Estamos en una zona sin civilizar, llena de ladrones y... cosas.
Esk asintió, animada.
—Entonces, todo arreglado —dijo—. No me importa dormir en los vellones. Y puedo pagar por el viaje. Puedo hacer... —Titubeó y se detuvo. La frase sin acabar quedó suspendida en el aire como una viruta de cristal, mientras la discreción intentaba con éxito controlarle la lengua—. Puedo hacer cosas útiles —terminó sin mucha convicción.
Se dio cuenta de que Amschat miraba de reojo a su esposa mayor, que cosía junto a la estufa. Según la tradición zoon, la mujer sólo vestía de negro. Yaya habría aprobado su atuendo.
—¿Qué clase de cosas útiles? —preguntó el hombre—. Lavar y barrer, ¿eh, sí?
—Si quieres, si —asintió Esk—. O destilar con el alambique doble o triple, hacer barnices, abrillantadores, cremas y juegos de palabras, purificar cera y fabricar velas, seleccionar semillas, hierbas y flores, y la mayoría de los preparados con las Ochenta Hierbas Maravillosas; sé hilar, cardar, bordar y tejer a mano o con bastidor, y también sé hacer punto si alguien me echa los puntos, sé interpretar el suelo y las rocas, hacer carpintería básica, predecir el clima gracias a los animales y al cielo, atender a las abejas, preparar cinco tipos diferentes de hidromiel, preparar tintes y pigmentos incluido el azul oscuro, puedo trabajar casi cualquier tipo de estaño, arreglar las botas, curar y dar forma a la mayor parte de los cueros y, si tenéis cabras, puedo cuidarlas. Me gustan las cabras.
Amschat la miró, pensativo. Esk pensó que quería que continuara.
—A Yaya no le gusta que la gente se quede de brazos cruzados —explicó—. Dice que a una niña que sabe hacer cosas nunca le faltará una manera de ganarse la vida.
—O de ganarse un marido —asintió Amschat débilmente.
—La verdad es que Yaya tiene algunas opiniones al respecto...
—Me lo imaginaba.
El hombre miró a su esposa mayor, quien asintió de manera casi imperceptible.
—Muy bien —dijo—, si haces algo útil, puedes quedarte. ¿Sabes tocar algún instrumento musical?
Esk le devolvió la mirada sin pestañear.
—Probablemente.
Y así fue como Esk, con mínimas dificultades y sólo un poco de nostalgia, abandonó las Montañas del Carnero y su clima, y se unió a los zoones en su gran expedición comercial Ankh abajo.
Había por lo menos treinta barcazas, en cada una de las cuales residía como mínimo una numerosa familia zoon, y no había dos botes que llevaran el mismo cargamento. Muchos de ellos estaban unidos mediante cuerdas, de manera que los zoones sólo tenían que tirar de las sogas y pasar caminando a la cubierta contigua si querían compañía.
Esk se instaló entre los vellones. Eran cálidos y olían casi como la casa de Yaya. Y, mucho mas importante, allí nadie la molestaba.
Empezaba a estar preocupada por la magia.
Apenas podía controlarla. Ella no hacia magia, la magia tenía lugar a su alrededor. Y tenía la sensación de que a la gente no le gustaría.
Aquello significaba que, si fregaba, se veía obligada a hacer un poco de ruido y chapotear para ocultar el hecho de que los platos se estaban lavando solos. Si remendaba algo, tenía que hacerlo en algún lugar recóndito de la cubierta, para que nadie viera que los bordes del agujero se juntaban como por..., como por arte de magia. La noche de su segunda jornada de viaje, se despertó y se dio cuenta de que la lana en torno al lugar donde había escondido su cayado se había hilado, cardado y enroscado por sí misma, para formar pulcras madejas.
Se quitó de la cabeza cualquier intención de encender fuegos.
Pero también había compensaciones. Cada perezoso recodo del gran río lodoso traía nuevos paisajes. Había tramos sombríos que pasaban por lo más profundo de los bosques, y en ellos las barcazas viajaban por el mismo centro del río, con todos los hombres armados y las mujeres escondidas..., menos Esk, que escuchaba con toda atención los bufidos y risitas despectivas que les llegaban de entre los arbustos de las orillas. Otros tramos del río pasaban por terrenos cultivados. Vieron ciudades mucho más grandes que Ohulan. Hasta vieron algunas montañas, aunque eran viejas y pulidas, no jóvenes y abruptas como las suyas. No era que tuviera nostalgia, al menos no exactamente, pero a veces se sentía como si ella misma fuera un bote, parte de una caravana infinita, pero siempre anclado.
Las barcazas se detuvieron en algunas ciudades. Por tradición, los únicos que bajaban a la orilla eran los hombres, y sólo Amschat, con su sombrero ceremonial de Mentir, hablaba con los no zoones. Esk solía ir con él. El hombre trató de indicarle sutilmente que debería obedecer las leyes no escritas de la vida zoon y quedarse a bordo, pero para Esk una indicación sutil era como un picotazo de mosquito para un rinoceronte: ya estaba aprendiendo que, si no haces caso de las leyes, la mitad de las veces la gente las reescribe para que no se apliquen a ti.
Además, a Amschat le parecía que, cuando Esk estaba con él, siempre conseguía buenos precios. Aquella niñita mirando con decisión desde detrás de sus piernas tenía un algo que hacía que hasta a los mercaderes más curtidos les entrara prisa por cerrar los tratos.
De hecho, empezaba a preocuparse. Cuando un cambista de la ciudad amurallada de Zemfis le ofreció una bolsa de gemas ultramarinas a cambio de un centenar de vellones, una vocecita resonó a la altura de sus bolsillos.
—No son gemas ultramarinas.
—¡Escucha lo que dice la niña! —sonrió el cambista.
Con solemnidad, Amschat examinó una de las piedras.
—Ya estoy escuchando —dijo—. Y parecen gemas ultramarinas. Tienen el brillo y la vibración adecuados.
Esk sacudió la cabeza.
—No son más que espirdos —dijo.
Había hablado sin pensar, y se arrepintió al momento. Los dos hombres la miraron.
Amschat hizo girar la gema en la palma de su mano. Conocía el truco tradicional de colocar unos cuantos espirelos camaleónicos en una caja con algunas gemas auténticas para que parecieran cambiar de color, pero aquéllas tenían el auténtico fuego azul en su interior. Miró atentamente al cambista. Amschat había recibido un buen entrenamiento en el arte de Mentir. Ahora que se paraba a pensar, percibía en él los sutiles signos.
—Parece que hay ciertas dudas —dijo—, pero podemos resolverlas fácilmente, sólo tenemos que llevarlas al aquilatador de la calle del Pino, porque todo el mundo sabe que los espirdos se disuelven en el fluido hipáctico, ¿eh si?
El cambista vaciló. Amschat había cambiado de postura ligeramente, y sus músculos le sugirieron que cualquier movimiento brusco tendría como resultado un buen golpe contra el suelo. Y la condenada niña le seguía mirando como si pudiera ver el fondo de su mente. Le fallaron los nervios.
—Lamento esta desafortunada discusión.
—Yo he aceptado las gemas ultramarinas de buena fe, pero, antes de causar más desacuerdos entre nosotros, te ruego que las aceptes como..., regalo. En cuanto a los vellones, ¿puedo ofrecerte a cambio esta rosetona de primera calidad?
Sacó una piedrecita roja de una pequeña bolsa de terciopelo. Amschat apenas la miró: sin apartar los ojos del hombre, se la entregó a Esk, quien asintió.
Cuando el mercader se marchó apresuradamente, Amschat cogió a Esk por la mano y casi la arrastró hasta el tenderete del aquilatador, que era poco más que un nicho en la pared. El anciano escuchó la explicación apresurada de Amschat, cogió la más pequeña de las piedras azules y la sumergió en una fuente llena de fluido hipáctico. La gema desapareció.
—Muy interesante —dijo.
Cogió otra de las piedras con unas pinzas y la examinó bajo un cristal.
—Son espirdos, desde luego, pero unos espirdos excelentes —afirmó—. Tienen cierto valor, yo mismo podría ofrecerte..., ¿qué le pasa a esa niña en los ojos?
Amschat dio un codazo a Esk, quien dejó de intentar otra Mirada.
—Podría ofrecerte... ¿digamos dos zats de plata?
—Digamos mejor cinco —respondió Amschat en tono amable.
—Y yo quiero quedarme con una de las piedras —intervino Esk.
El anciano se llevó las manos a la cabeza.
—¡Pero si no son más que objetos raros! —exclamó—. ¡Sólo tienen valor para un coleccionista!
—Un coleccionista podría venderlos a algún credulo como rosetonas o ultramarinas —indicó Amschat—. Sobre todo si es el único aquilatador de la ciudad.
El aquilatador gruñó un poco, pero por último acordaron un precio de tres zats, junto con uno de los espirdos colgado de una fina cadenita de plata para Esk.
Cuando se hubieron alejado, Amschat le tendió las pequeñas monedas de plata.
—Son tuyas —dijo—. Te las has ganado. Pero...
—Se agachó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los de la niña—. Pero tienes que decirme cómo supiste que las gemas eran falsas.
Parecía preocupado, y Esk presintió que no le gustaría saber la verdad. La magia hacía que la gente se sintiera incómoda. A Amschat no le gustaría que dijera: los espirdos son espirdos, las ultramarinas son ultramarinas, y aunque creas que son iguales no lo son, lo que pasa es que la gente no sabe usar los ojos. Nada puede disfrazar del todo su auténtica naturaleza.
—Los enanos tienen minas de espirdos cerca del pueblo donde nací —dijo en vez de eso—, allí aprendemos pronto a ver esa manera rara en que reflejan la luz.
Amschat la miró a los ojos. Luego, se encogió de hombros.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo. Bueno, tengo más cosas que hacer. ¿Por qué no vas a comprarte ropa nueva, o algo así? Te aconsejaría que tuvieras cuidado con los vendedores tramposos, pero me parece que no te causarán problemas.
Esk asintió. Amschat se alejó a zancadas por el mercado. Fue a doblar la esquina, se volvió para mirarla pensativo, y luego desapareció entre la multitud.
Bueno, así que se ha acabado la navegación, pensó Esk. No está del todo seguro, pero a partir de ahora me vigilará, y antes de que me dé cuenta me habrán quitado el cayado y habrá montones de problemas. ¿Por qué la gente se molesta tanto por la magia?
Dejó escapar un filosófico suspiro y se dedicó a explorar las posibilidades de la ciudad.
Pero quedaba la cuestión del cayado. Esk lo había escondido entre los vellones, dado que aún no iban a descargarlos. Si volvía a por él, empezarían a hacerle preguntas, y no sabía las respuestas.
Encontró un callejón adecuado y se coló por él hasta llegar a un portal que le proporcionó la intimidad necesaria.
Si no podía volver, sólo quedaba una posibilidad. Extendió una mano y cerró los ojos.
Sabia exactamente lo que quería hacer, lo veía con toda claridad. El cayado no debía acudir volando por los aires, destrozando la barcaza y llamando la atención. Lo que deseaba, se dijo, era un pequeno cambio en la organización del mundo. Que no fuera un mundo en el que el cayado se encontrara entre los vellones, sino en su mano. Un pequeño cambio, una alteración infinitesimal en el Estado de las Cosas.
Si Esk hubiera aprendido magia de manera apropiada, habría sabido que era imposible. Cualquier mago sabía mover las cosas, jugar con los protones y de ahí para arriba, pero lo más importante de mover algo de A a Z, según la física elemental, era que en un momento u otro tenía que pasar por el resto del abecedario. La única manera de hacer que algo desapareciera en A y reapareciera en Z, seria dar de lado a toda la realidad. Los problemas que provocaría esto serian inimaginables.
Pero claro, Esk no había aprendido magia, y todo el mundo sabe que un ingrediente vital del éxito es no saber que lo que intentas es imposible.
Mientras Esk intentaba mover el cayado, las ondas concéntricas se dispersaron en el éter mágico, cambiando el Mundodisco en miles de detalles. La mayoría pasaron desapercibidos. Quizá unos cuantos granos cambiaron de posición en las playas, o alguna que otra hoja colgó de su árbol de manera diferente que hasta entonces. Pero cuando la primera oleada de probabilidad chocó contra los límites de la Realidad y rebotó contra las que le seguían, provocó remolinos pequeños, pero importantes, en el tejido mismo de la existencia. El tejido de la existencia puede tener remolinos, porque es un tejido bien extraño.
Esk no sabía nada de todo esto, por supuesto, pero quedó satisfecha cuando el cayado apareció de la nada en su mano.
Estaba caliente.
Lo miró durante un rato. Tenía la sensación de que debería hacer algo al respecto: era demasiado grande, demasiado evidente, demasiado molesto. Llamaba la atención.
—Si quiero llevarte a Ankh-Morpork —dijo, pensativa—, tendré que disfrazarte.
Las ultimas chispas de magia revolotearon en torno al cayado, que luego quedó oscuro.
Esk resolvió el problema más inmediato cuando dio con un tenderete en el centro de Zemfis donde se vendían escobas. Compró la más grande, la llevó al portal que tan bien la había acogido antes, quitó el palo y clavó el cayado entre las cerdas. No le parecía bien tratar de aquella manera a tan noble objeto, y le dirigió una muda disculpa.
Pero cumplió su objetivo: nadie se paraba a mirar a una niñita con una escoba.
Se compró una empanada muy especiada para comer mientras exploraba. El vendedor se equivocó descuidadamente, en su propio beneficio, al darle el cambio, y sólo más adelante se dio cuenta de que le había dado sin querer dos monedas de plata de más. Por añadidura, durante la noche las ratas se comieron todas sus provisiones, y a su abuela le cayó un rayo encima.
La ciudad era más pequeña que Ohulan, y muy diferente, porque se encontraba en la conjunción de tres rutas mercantiles, aparte del río. La habían construido en torno a una gigantesca plaza, una especie de mezcla entre un permanente atasco de tráfico exótico y una aldea compuesta exclusivamente por tiendas de campaña. Los camellos coceaban a las mulas, las mulas coceaban a los caballos, y todos coceaban a los humanos. Era una barahúnda de colores, un caos de ruidos, una sinfonía nasal de olores, poblados por cientos de personas que se dedicaban con todas sus fuerzas a ganar dinero.
Una de las razones del jaleo era que, en extensas zonas del continente, otras personas preferían ganar dinero sin trabajar y, dado que en el Disco todavía no había surgido ninguna compañía discográfica, se veían obligados a recurrir a otras formas de robo más tradicionales.
Por extraño que parezca, solían requerir considerables esfuerzos. Hacer rodar rocas pesadas desde la cima de un acantilado para preparar una emboscada decente, cortar árboles para bloquear un camino, cavar un agujero con el fondo lleno de estacas y entrenar diariamente para manejar bien el puñal, eran actividades que exigían tanto esfuerzo físico y mental como otras profesiones aceptadas socialmente. De todos modos, seguía habiendo personas tan equivocadas como para soportar todo esto, por no hablar de las largas noches en sitios incómodos, sólo para conseguir cajas de gemas de lo más corriente.
Así que, en ciudades como Zemfis, las caravanas se dividían, se mezclaban y volvían a juntarse, y docenas de mercaderes se agrupaban para protegerse de los marginados sociales que poblaban los caminos. Esk, vagando sin que nadie le prestara atención, descubrió todo esto por el sencillo sistema de encontrar a alguien que pareciera importante y tirarle del dobladillo de su chaqueta.
El hombre que había elegido estaba contando balas de tabaco, y lo habría conseguido de no ser por la interrupción.
—¿Qué?
—Le he preguntado qué pasa aquí.
El hombre pensaba decirle: «Vete a molestar a otra persona.» Pensaba darle un coscorrón. Así que se sorprendió mucho cuando se inclinó para hablar seriamente con una niña de cara sucia que llevaba una enorme escoba. Una escoba que, según pensó el hombre más tarde, también parecía prestar atención.
Le explicó lo de las caravanas. La niña asintió.
—¿La gente se reúne para viajar?
—Exacto.
—¿Adónde?
—A diferentes lugares. A Sto Lat, a Pseudópolis... a Ankh-Morpork, por supuesto...
—Pero el río va allí —indicó Esk razonablemente—. Barcazas. Los zoones.
—Ah, sí —asintió el mercader—, pero cobran precios muy altos, no pueden llevarlo todo y, además, nadie confía en ellos.
—¡Pero si son muy honrados!
—Eh... sí —asintió—, pero ya sabes lo que dicen: «nunca confíes en un hombre honrado». Sonrió con gesto de entendido.
—¿Quién lo dice?
—Ya sabes. La gente —respondió, ahora con cierta intranquilidad.
—Oh —asintió Esk. Pensó un momento—. La gente debe de ser muy tonta —dijo—, pero gracias de todas maneras.
La miró alejarse, y reanudó su cuenta. Un momento más tarde, sintió otro tirón en la chaqueta.
—Cincuentaysietecincuentaysietecincuentaysiete —dijo tratando de no perder la cuenta.
—Perdona que te moleste otra vez —dijo Esk—, pero esas balas...
—¿Qué les pasa cincuentaysietecincuentaysietecincuentaysiete?
—¿Es normal que tengan como gusanitos blancos?
—Cincuentaysie... ¿qué? —El mercader bajó su pizarra y miró a Esk—. ¿Qué gusanitos blancos?
—Unos que se retuercen —explicó Esk servicialmente—. Como cavando agujeros dentro de las balas.
—¿Lombriz del tabaco?
Contempló aterrado las balas que estaba descargando un vendedor... Ahora que se fijaba, el vendedor tenía el aspecto nervioso de un duende a medianoche, un duende con muchas ganas de acabar pronto y pocas de descubrir en qué se transformaba al amanecer el oro de las hadas.
—Pero si me ha dicho que habían estado bien almacenadas... Además, ¿cómo lo sabes tú?
La niña había desaparecido entre la multitud. El mercader clavó los ojos en el lugar donde había estado. Clavó los ojos en el vendedor, que sonreía nervioso. Clavó los ojos en el cielo. Luego se sacó una navajita del bolsillo, la miró un momento, tomo una decisión y se dirigió hacia la bala más cercana.
Entretanto, Esk había encontrado a golpe de rumores la caravana que se dirigía hacia Ankh-Morpork. El jefe de la caravana estaba sentado junto a una mesa compuesta por un tablón cruzado sobre dos barriles.
Estaba muy ocupado.
Estaba hablando con un mago.
Los viajeros expertos sabían que una caravana dispuesta a atravesar zonas probablemente hostiles debía llevar un buen número de espadas, pero también, imprescindiblemente, un mago, por si hacían falta sus artes, aunque fuera para encender fuegos. Un mago del tercer nivel para arriba no tenía que pagar por el privilegio de unirse a una caravana. Más bien se le pagaba. Las delicadas negociaciones estaban llegando a su fin.
—Es justo, Maestro Treatle, pero... ¿qué hay del joven? —preguntó el jefe, un tal Adab Gander, una figura impresionante que vestía un chaquetón de piel de troll, un sombrero gallardamente ladeado y faldones de cuero—. Veo que no es un mago.
—Está aprendiendo —dijo Treatle, un mago alto y flaco cuya túnica le delataba como miembro de los Antiguos y Verdaderamente Originales Hermanos de la Estrella de Plata, una de las ocho órdenes mágicas.
—Entonces, no es un mago —insistió Gander—. Conozco las reglas, y sé que no eres mago a menos que tengas un cayado. Él no lo tiene.
—Ahora se dirige hacia la Universidad Invisible para ultimar ese pequeño detalle —replicó Treatle con superioridad.
Los magos prescindían del dinero con tantas ganas como los tigres de sus dientes.
Gander examinó al muchacho en cuestión. Había conocido a buen número de magos en su vida, se consideraba experto en la materia, y tuvo que reconocer que el chico tenía madera de mago. En otras palabras, era flaco, larguirucho, pálido de tanto leer libros turbadores en habitaciones poco saludables, y tenía unos ojos llorosos como dos huevos mal cocidos. A Gander se le ocurrió que, si quería ganar a la larga, tendría que especular.
Lo único que necesita para llegar a la cima, pensó, es algún pequeño defecto. Los magos son mártires de cosas como el asma o los pies planos, parece que esos handicaps los impulsan.
—¿Cómo te llamas, hijo? —dijo con tanta bondad como le fue posible.
—Sssssss —dijo el chico.
Su nuez subió y bajó como un globo cautivo. Se volvió hacia su compañero con una súplica muda.
—Simón —dijo Treatle.
—Simón —asintió Simón, agradecido.
—¿Puedes lanzar bolas de fuego o torbellinos, para defenderte de un enemigo, por ejemplo?
Simón miró de reojo a Treatle.
—Nnnnnnnnnnn —aventuró.
—Mi joven amigo practica una magia de nivel más elevado que los simples sortilegios —explicó el mago.
—...o —dijo Simón.
Gander asintió.
—Bien, quizá llegues a ser mago, chico. Quizá, cuando tengas tu cayado, aceptes viajar una vez conmigo, ¿de acuerdo? Haré una inversión, ¿de acuerdo?
—Sss...
—Limítate a asentir —señaló Gander, que no era hombre de naturaleza cruel.
Simón asintió, agradecido. Treatle y Gander intercambiaron saludos, y luego el mago se alejó con su aprendiz pisándole los talones. El muchacho iba doblado bajo el peso del equipaje.
Gander examinó la lista que tenía delante, y tachó cuidadosamente la palabra «mago».
Una pequeña sombra se proyectó sobre la página. Alzó la vista, y se sobresaltó involuntariamente.
—¿Sí? —dijo fríamente.
—Quiero ir a Ankh-Morpork —dijo Esk—. Por favor. Tengo un poco de dinero.
—Vete a casa con tu madre, niña.
—No, de verdad. Estoy buscando fortuna.
Gander suspiró.
—¿Por qué llevas esa escoba? —quiso saber.
Esk la miró como si no la hubiera visto en su vida.
—Todas las cosas tienen que estar en alguna parte —respondió.
—Vete a casa, hijita —insistió Gander—. No pienso llevar a ninguna niña que se haya escapado de casa hasta Ankh-Morpork. A las chiquillas les pueden pasar cosas raras en las grandes ciudades.
Esk se animó.
—¿Qué clase de cosas raras?
—Oye, te he dicho que te vayas a casa. ¡Y ya!
Volvió a coger la tiza y siguió punteando cosas en su pizarra, tratando de hacer caso omiso de la mirada firme que parecía taladrarle la cabeza.
—Puedo hacer cosas útiles —dijo Esk con voz tranquila.
Gander dejó caer la tiza y se rascó la barbilla, irritado.
—¿Cuántos anos tienes?
—Nueve.
—Pues bien, señorita Nueve Años, tengo doscientos animales y un centenar de personas que quieren ir a Ankh. La mitad de ellos odian a muerte a la otra mitad, no llevo a suficientes hombres capaces de luchar, me han dicho que los caminos están muy mal, los bandidos son cada vez más osados y los trolls cobran este año un peaje más alto por pasar por los puentes, las provisiones están llenas de gorgojos, tengo unas jaquecas espantosas, ¿me quieres decir para qué demonios te necesito a ti, encima?
—Oh —dijo Esk. Miró alrededor, contemplando la plaza abarrotada—. Entonces, ¿cuál de estos caminos lleva a Ankh?
—El de ahí, el de la verja.
—Gracias —respondió con seriedad—. Adiós. Espero que no tenga más problemas y que se le quiten los dolores de cabeza.
—Muy bien —asintió Gander, inseguro.
Hizo tamborilear los dedos sobre la mesa, y miró a Esk, mientras la niña se alejaba en dirección al camino de Ankh. Un camino largo, tortuoso. Un camino lleno de ladrones y gnolls. Un camino que cruzaba elevados pasos montañosos y desiertos abrasadores.
—Oh, rayos —masculló entre dientes—. ¡Eh! ¡Tú!
Yaya Ceravieja estaba en apuros.
Para empezar, pensó, nunca habría debido permitir que Hilta la convenciera de que usara su escoba. Era un trasto viejo, incontrolable, que sólo volaba de noche e iba poco más rápido que si hubiera seguido caminando.
Sus hechizos de elevación estaban tan agotados que no empezaban a funcionar hasta que no se movía a cierta velocidad. De hecho, era la única escoba del mundo que necesitaba pista de despegue.
Y fue mientras Yaya Ceravieja, sudorosa y agotada, corría por un sendero del bosque sosteniendo el condenado trasto a la altura del hombro por décima vez, cuando encontró la trampa para osos.
El segundo problema fue que un oso la había encontrado antes. La verdad es que no fue un problema muy grave, porque Yaya estaba ya de un humor de perros, así que le había golpeado entre los ojos con la escoba y el oso se encontraba ahora tan lejos de ella como le era posible dentro del agujero, tratando de ser optimista.
No fue una noche demasiado cómoda, y la mañana no se arregló con la llegada de una partida de cazadores, que, al amanecer, los miraron desde el borde del hoyo.
—Ya era hora —bufó Yaya—. Sacadme de aquí.
Los rostros asombrados se retiraron, y Yaya oyó una apresurada conversación en susurros. Habían visto el sombrero y la escoba.
Por último, una cabeza barbuda reapareció de mala gana, como si alguien tirase hacia atrás del cuerpo al que iba pegada.
—Mmm —empezó—. Mira, madre...
—No soy madre de nadie —le espetó Yaya—. Y desde luego no soy tu madre, en el caso de que hayas tenido madre, cosa que dudo. Si yo fuera tu madre, habría huido antes de que nacieras.
—Sólo era una manera de hablar —le reprochó la cabeza.
—¡Era un condenado insulto, eso es lo que era!
Hubo otra conversación en susurros.
—Si no salgo de aquí ahora mismo —dijo Yaya con voz retumbante—, habrá problemas. ¿Habéis visto mi sombrero? ¿Lo habéis visto?
La cabeza reapareció.
—Ése es el asunto, ¿sabes? —dijo—. O sea, ¿qué pasará si te dejamos salir? Parece menos arriesgado llenar el hoyo de tierra, y ya está. No es nada personal, ¿comprendes?
Yaya se dio cuenta de lo que había visto de raro en la cabeza.
—¿Estás de rodillas? —preguntó, acusadora— No, ¿verdad que no? ¡Sois enanos!
Susurros, susurros.
—¿Y qué pasa si lo somos? —inquirió la cabeza en tono desafiante—. No hay nada de malo en ello. ¿Tienes algo contra los enanos?
—¿Sabéis arreglar escobas?
—¿Escobas. mágicas?
—¡Sí!
Susurros, susurros.
—¿Y qué pasa si sabemos?
—Bueno, podríamos llegar a un acuerdo...
Las salas de los enanos resonaban con los martillazos, aunque era más que nada para dar ambiente. A los enanos les costaba trabajo pensar sin ruido de martillazos de fondo, de manera que los enanos bien situados económicamente gracias a trabajos administrativos pagaban a duendes para que golpearan pequeños yunques ceremoniales, y así mantener la imagen tradicional.
La escoba descansaba entre dos caballetes. Yaya Ceravieja estaba sentada en un saliente de. roca, mientras un enano la mitad de alto que ella, con un delantal plagado de bolsillos, caminaba en torno a la escoba examinándola cuidadosamente.
Por último, palmeó las cerdas y aspiró aire con una larga inhalación, una especie de silbido al revés, que es la señal secreta entre todos los artesanos del universo y significa que está a punto de suceder algo caro.
—Bueeeno —dijo—. Podría llamar a los aprendices para que echaran un vistazo a esto. Sería muy instructivo. ¿Y dices que se elevaba de verdad?
—Volaba como un pájaro —replicó Yaya.
El enano encendió su pipa.
—Me habría gustado ver a ese pájaro —murmuro—. Debía de ser algo digno de ver.
—Bueno, ¿puedes arreglarla? —preguntó Yaya—. Tengo prisa.
El enano se sentó lenta, deliberadamente.
—Arreglarla —dijo—. Arreglarla, no sé. Reconstruirla, quizá. Claro que no es fácil conseguir cerdas en estos tiempos que corren, y para los hechizos hace falta...
—No quiero que la reconstruyas, quiero que funcione bien —señaló Yaya.
—Es un modelo antiguo —siguió el enano—. Los modelos antiguos eran complicados. No se puede hacer que la madera...
Se vio levantado hasta que sus ojos quedaron a la altura de los de Yaya. Los enanos, al ser también seres mágicos, tienen una notable resistencia a la magia, pero la expresión de Yaya era como si intentara clavarle los ojos en el fondo del cráneo.
—Limítate a arreglarla —siseó—. Por favor.
—¿Qué quieres, que haga una chapuza? —dijo el enano mientras su pipa caía al suelo.
—Sí.
—¿Que le haga un remiendo? ¿Que eche por tierra mi reputación haciendo un trabajo a medias?
—Sí —dijo Yaya.
Sus pupilas eran dos pequeños orificios negros.
—Oh —asintió el enano—. De acuerdo.
Gander, el jefe de la caravana, estaba muy preocupado.
Habían viajado tres jornadas desde que salieran de Zemfis, llevaban un buen ritmo, y ahora ascendían hacia el paso rocoso que cruzaba la montaña, un paso llamado Pezones de Escila (había ocho; Gander se preguntaba a menudo quién habría sido Escila, y si le habría gustado conocerla).
Una partida de gnolls los había atacado durante la noche. Las desagradables criaturas, una especie de duendes silíceos, le habían cortado la garganta a un guardia y seguramente tenían intención de asesinar a todo el grupo. Pero...
Pero nadie sabía bien qué había sucedido después. Los gritos los habían despertado y, para cuando la gente consiguió reavivar los fuegos y el mago Treatle proyectó un brillo azulado sobre el campamento, los gnolls supervivientes ya estaban muy lejos, unas sombras arácnidas que corrían como silos persiguieran todos los perros del Infierno.
A juzgar por lo que les había sucedido a sus colegas, probablemente estaban en lo cierto. De una roca cercana colgaban trocitos de gnoll que le daban un aire alegre y festivo. Gander no lo lamentaba demasiado: los gnolls eran aficionados a capturar viajeros y a ofrecerles la hospitalidad de sus cachiporras y sus cuchillos al rojo vivo. Pero le ponía nervioso estar en la misma zona que Algo capaz de pasar a través de una docena de gnolls armados hasta los dientes como una cuchara a través de un huevo pasado por agua, y sin dejar rastros.
De hecho, el suelo estaba convertido en una llanura pulida.
Había sido una noche muy larga, y la llegada del amanecer no aportó ninguna mejora. La única persona que conseguía mantener los ojos abiertos era Esk, que había dormido bajo uno de los carromatos y sólo se quejaba de haber tenido sueños extraños.
Aun así, fue un alivio alejarse de aquel macabro espectáculo. Gander consideraba que un gnoll vuelto del revés era aún más feo que de costumbre. Les habría sacado las tripas si no estuvieran ya esparcidas por el suelo.
Esk viajaba en el carromato de Treatle, charlando con Simón, quien lo guiaba con mano inexperta mientras el mago dormía tras ellos.
Simón lo hacía todo con mano inexperta. Se le daba de maravilla. Era uno de esos chicos altos, aparentemente hechos de rodillas, codos y pulgares. Verlo andar era una tortura, tenias la sensación de que los cordeles que lo sostenían se romperían de un momento a otro. Y, cuando hablaba, el sufrimiento se reflejaba en su rostro cada vez que avistaba una 5 o una M en la frase, de manera que la gente decía la palabra en su lugar de manera instintiva. Valía la pena por la sonrisa de agradecimiento que se dibujaba en el rostro salpicado de acné como un amanecer en la luna.
En ese momento tenía los ojos llorosos a causa de la alergia.
—¿Querías ser mago desde pequeño?
Simón sacudió la cabeza.
—Ssss...
—Sólo... qqueria sss...
—¿Saber?
—...como funcionan las cosas. Alguien del pueblo habló con la univesidad, y el mmmaestro Treatle fue a bbuscarme. Estudiaré mmmm... magia... algún día. El mmmaestro Treatle dice que la ttteoría sssse mmme da mmmmuy bien. —Los ojos de Simón se humedecieron todavía más, y una luz casi de éxtasis iluminó su rostro devastado—. Mmmmme ha dicho que en la Universidad Invisible hay mmmmmiles de libros —dijo con voz de hombre enamorado—. Mmmmás libros de los que podré leer en tttoda una vida.
—No sé si me gustan los libros —señaló Esk—. ¿Cómo es posible que el papel sepa cosas? Mi yaya dice que los libros sólo son buenos si el papel es fino.
—No, no es cierto —la interrumpió Simón apresuradamente—. Los libros están llenos de pppppp...
Tomó aliento y le dirigió una mirada suplicante.
—¿Palabras? —sugirió Esk tras pensar un momento.
—ssssí, y pueden cambiar las c-cosas. P-por ess... Por esss..., essss... eso... debo a-averiguarlo. Sssssé que está ahí, en alguno de esos libros viejos. Dicc..., diccc... dicen... que no quedan hechizos nuevos, pero yo ssssé que están ahí, o-ocultos entre las ppp... palabras... y ningún mmmmmm...
—¿mago? —le auxilió Esk, con el ceño fruncido en gesto de concentración.
—...eso, las ha encontrado. —Cerró los ojos y esbozó una sonrisa beatífica—. Las palabras mágicas que cambiarán el mundo.
—¿Qué?
—¿Eh? —se sobresaltó Simón, abriendo los ojos justo a tiempo para evitar que el carromato se saliera del sendero.
—¡Has dicho un montón de emes!
—¿Sí?
—¡Te he oído! ¡Inténtalo otra vez!
Simón respiró profundamente.
—Las pppa..., pppa... pppaaab... Es inútil —suspiró—, ssse ha pasado. Ssssucede a veces, cuando nnno lo intento. El Mmmaestro Treatle dice que sssoy alérgico a algo.
—¿Alérgico a las emes?
—No, essss...
—Estúpida —le ayudó Esk, generosamente.
—es algo qqqq... que... flota en el aire, o en la hhhierba. El Mmmmaestro Treatle ha intentado averiguar la ccccausa, pero la mmmmmaaa... magia... no ssssirve de nada.
En aquel momento pasaban por un estrecho desfiladero de rocas anaranjadas. Simón lo observó, desconsolado.
—Mi yaya me enseñó algunos remedios para la alergia —dijo Esk—. Podríamos probarlos.
Simón sacudió la cabeza. Casi pareció que se le iba a caer.
—Lo he intentado ttttodo —suspiró—. Vaya mmma..., mma..., hechicero, no puedo ni decir la palabra mmma..., mmmm aaaa..., el nombre.
—Sí, me parece que será un problema —asintió Esk.
Miró el paisaje durante un rato, siguiendo un hilo de pensamiento.
—Eh... ¿sería posible para una mujer..., ya sabes, ser mago? —preguntó al final.
Simón la miró. Ella le devolvió la mirada, desafiante.
El muchacho tensó la garganta. Estaba tratando de encontrar una frase sin eses ni emes. Al final, tuvo que hacer concesiones.
—Curiosa idea —dijo.
Meditó un momento, y se echó a reír hasta que la expresión de Esk le advirtió sobre su error.
—Divertida, de verdad —añadió. Pero ya no se reía, sino que más bien parecía asombrado—. Nunca sssse mmmme había ocurrido p-pensarlo.
—¿Entonces? ¿Puede ser, o no?
La voz de Esk habría servido para afeitarse.
—Claro que no. Es obvio, niña. Vuelve a tus estudios, Simon.
Treatle apartó la cortinilla que daba a la parte trasera del carromato, y se sentó en el banquillo.
La expresión de miedo ocupó su lugar acostumbrado en el rostro de Simón. Dirigió una mirada suplicante a Esk mientras Treatle le quitaba las riendas de las manos, pero la niña hizo caso omiso de ella.
—¿Por qué no? ¿Qué es obvio?
Treatle se volvió para observarla. Hasta entonces no le había prestado mucha atención, no era más que otra figura en torno a las hogueras del campamento.
Era vicecanciller de la Universidad Invisible, y estaba acostumbrado a ver figuras como aquéllas dedicadas a trabajos esenciales pero poco importantes, como servirle las comidas y limpiarle la habitación. Era estúpido, desde luego, con esa estupidez propia de la gente muy inteligente, y quizá tuviera la sensibilidad de una avalancha y la egolatría de un tornado, pero nunca se le había pasado por la cabeza que los niños fueran tan importantes como para tratarlos mal.
Desde el pelo blanco hasta las botas de puntera retorcida, Treatle era un mago-mago. Tenía, por supuesto, las pobladas cejas, la túnica bordada y la barba patriarcal sólo ligeramente deslucida por las manchas amarillentas de la nicotina (los magos son célibes, pero no por eso dejan de disfrutar de un buen cigarro).
—Lo entenderás cuando seas mayor —dijo—. Es una idea divertida, como un juego de palabras. ¡Una mujer mago! ¡Es como si hubiera un hombre bruja!
—Hechiceros —señaló Esk.
—¿Cómo dices?
—Mi yaya opina que los hombres no pueden ser brujas —siguió—. Dice que, si los hombres fueran brujas, serían magos.
—Parece que es una mujer muy inteligente —aprobó Treatle.
—Dice que las mujeres deberían limitarse a hacer lo que saben hacer bien —insistió Esk.
—Muy sensata.
—¡Dice que, si las mujeres fueran tan buenas como los hombres, serían mucho mejores!
Treatle se echó a reír.
—Es una bruja —añadió Esk.
Chúpate esa, señor mago listo, se dijo mentalmente.
—Mi querida jovencita, ¿qué pretendes, que me horrorice? Resulta que siento un gran respeto hacia las brujas.
Esk frunció el ceño. Eso no era lo que esperaba oír.
—¿De verdad?
—Por supuesto. En mi opinión, la brujería es una profesión excelente para una mujer. Una noble vocación.
—¿De verdad? ¿En serio?
—Oh, sí. Resulta muy útil en las zonas rurales para..., para cuando va a nacer un bebé, y cosas de ésas. Pero las brujas no son magos. La brujería es el camino que sigue la naturaleza para permitir a las mujeres el acceso a los flujos mágicos, pero no olvides nunca que no es magia superior.
—Ya. No es magia superior —dijo Esk, sombría.
—Oh, no. La brujería es excelente para ayudar a las personas en la vida, claro, pero...
—Supongo que las mujeres no son tan sensatas como para ser magos —le interrumpió Esk—. Supongo que, en el fondo, se trata de eso.
—Siento el mayor de los respetos hacia las mujeres —dijo Treatle, que no había advertido el nuevo tono en la voz de la niña—. Pero no tienen rival para..., para...
—¿Para traer niños al mundo, y esas cosas?
—Por ejemplo, sí —concedió generosamente el mago—. Pero a veces son un poco inestables. Se emocionan demasiado. La magia superior requiere una gran claridad de razonamiento, ¿sabes?, y el talento de la mujer no discurre en esa dirección. Su cerebro tiende a sobrecalentarse. Lamento decir que la magia sólo tiene una puerta, y es la entrada de la Universidad Invisible. Ninguna mujer la ha cruzado jamás.
—Dime —pidió Esk—, ¿para qué sirve realmente la magia superior?
Treatle le dedicó una sonrisa.
—La magia superior, hijita —dijo—, puede darnos todo lo que queramos.
—Oh.
—Así que quítate de la cabeza todas esas tonterías de la magia, ¿de acuerdo? Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Eskarina.
—¿Y para qué vas a Ankh, querida?
—Pensé en buscar fortuna —murmuró Esk—, pero quizá las niñas no tengan fortuna. ¿Seguro que los magos le dan a la gente lo que quiere?
—Por supuesto. Para eso es la magia.
—Ya.
La caravana viajaba muy despacio. Esk se bajó de un salto, sacó el cayado de su escondrijo temporal entre las bolsas y petates a un lado del carromato, y corrió por entre los animales y los vehículos. Entre las lágrimas, vio a Simón que la miraba desde la parte trasera del carromato, con un libro abierto en las manos. El chico le dirigió una sonrisa sorprendida y empezó a decir algo, pero Esk se apartó del camino.
Los matorrales le arañaron las piernas cuando echó a correr por la llanura desierta, entre los precipicios anaranjados.
No se detuvo hasta que se sintió extraviada, pero la ira seguía ardiendo en su interior. Había estado furiosa en otras ocasiones, pero nunca de aquella manera. Por lo general, la furia era como la llama roja que aparece en la forja cuando la enciendes, todo brillo y chispas. En cambio, la que sentía ahora era diferente..., no provocaba chispas, era como la llamita azulada que corta el hierro.
Le cosquilleaba dentro del cuerpo. Si no hacía algo, reventaría.
¿Por qué sería que cuando Yaya parloteaba sobre la brujería ella anhelaba la magia de los magos, pero cuando oía a Treatle hablar con aquella voz chillona habría luchado a muerte por la brujería? Ella sería ambas cosas, o ninguna. Y cuanto más intentaban impedírselo, más lo deseaba.
Sería bruja, y también sería mago. Y ya verían todos.
Esk se sentó al pie de un enebro de ramas bajas junto a un abrupto acantilado, con la mente rebosante de planes y de ira. Sentía puertas que se cerraban cuando apenas había empezado a abrirlas. Treatle tenía razón; no la dejarían entrar en la universidad. No bastaba con tener un cayado para ser mago, también necesitaba aprender, y nadie iba a enseñarle.
El sol del mediodía caía de plano sobre el acantilado, y el aire empezaba a oler a abejas y a enebro. Esk se tendió de espaldas, contemplando la cúpula casi purpúrea del cielo a través de las hojas y, al poco tiempo, se quedó dormida.
Un efecto secundario de usar la magia es que se suelen tener sueños muy reales y turbadores. Esto tiene una explicación, aunque pensar en ella basta para causar pesadillas a cualquier mago.
La cosa es que las mentes de los magos pueden dar forma a los pensamientos. Las brujas suelen trabajar con lo que ya existe en el mundo, pero un mago, si es de los buenos, puede dar carne a su imaginación. Esto no causaría ningún problema si no fuera porque el pequeño circulo de luz llamado —bastante libremente— «universo espaciotemporal» va a la deriva en un medio mucho más desagradable e impredecible. Tras la frágil empalizada de la normalidad, hay Cosas Extrañas que merodean rugiendo; en las profundas grietas del borde del Tiempo resuenan aullidos escalofriantes. Hay cosas tan terribles que hasta la oscuridad les tiene miedo.
La mayor parte de la gente no sabe esto; mejor para ellos, porque el mundo no podría seguir adelante si todos se quedaran en la cama, tapándose la cabeza con las mantas..., que es exactamente lo que sucedería si la gente conociera los horrores que habitan a una distancia equivalente al espesor de una sombra.
Lo malo es que las personas interesadas en la magia y en el misticismo se pasan demasiado tiempo en los límites de la luz, así que las cosas de las Dimensiones Mazmorra las conocen muy bien, y luego tratan de usarlas en sus constantes esfuerzos por irrumpir en esta Realidad concreta.
La mayor parte de esas personas pueden resistirse, pero el ataque despiadado de las Cosas nunca es tan fuerte como cuando el sujeto duerme.
Bel-Shamharoth, C'hulangan, el Enterado... los repugnantes dioses oscuros del Necroteleconomicón, el libro conocido entre ciertos adeptos locos por su auténtico nombre, Liber Paginarum Fulvarum, siempre están dispuestos a entrar sigilosamente en cualquier mente somnolienta. Las pesadillas suelen ser muy vívidas, y siempre desagradables.
Esk se había acostumbrado a ellas después del sueño que tuviera tras el primer Préstamo, y la familiaridad casi había reemplazado al terror. Cuando se encontró sentada en la brillante llanura polvorienta, bajo estrellas inexplicables, supo que estaba metida en otra pesadilla.
—Rayos —masculló—. Muy bien, vamos allá. Que salgan los monstruos. Sólo espero que no venga el que guiña el ojo.
Pero, en esta ocasión, parecía que la pesadilla había cambiado. Esk volvió la vista y vio un gran castillo negro a su espalda. Sus torreones desaparecían entre las estrellas. Las luces, los fuegos artificiales y la música brotaban como una cascada desde la parte superior. El enorme portalón estaba invitadoramente abierto. Al parecer, dentro se estaba celebrando una fiesta bastante divertida.
Se levantó, se sacudió la arena plateada del vestido y echó a andar hacia las puertas.
Casi había llegado junto a ellas cuando se cerraron de golpe. No parecieron moverse: sencillamente, en un momento estaban abiertas de par en par, y al siguiente cerradas a cal y canto con un ruido que retumbó en el horizonte.
Esk las tocó. Eran negras, y estaban tan frías que el hielo empezaba a formarse sobre ellas.
Algo se movió tras ella. Se dio media vuelta y vio el cayado, sin su disfraz de escoba, erguido sobre la arena. Unos gusanillos de luz blanca recorrían la madera pulida y reptaban entre las tallas de manera que nadie pudiera examinarlas.
Lo cogió y lo golpeó contra las puertas. Hubo una lluvia de chispas octarinas, pero el metal negro ni se inmutó.
Esk entrecerró los ojos. Sostuvo el cayado con el brazo extendido y se concentró hasta que una fina hebra de fuego brotó de la madera y ardió contra la puerta. El hielo se fundió y se evaporó, pero la oscuridad —ahora Esk ya no estaba segura de que fuera metal— absorbió la energía sin siquiera brillar. La niña redobló la potencia, y dejó que el cayado proyectara toda su magia acumulada en un solo rayo, tan brillante que se vio obligada a cerrar los ojos (y, aun así, siguió viendo la línea luminosa en su mente).
Entonces, desapareció.
Tras unos segundos, Esk corrió hacia adelante y tocó las puertas con ansiedad. La frialdad casi le congeló los dedos.
Y, desde la parte superior, le llegó el sonido de una risita disimulada. Una carcajada no habría sido tan horrible, sobre todo una impresionante carcajada con muchos ecos, pero aquello era sencillamente... una risita disimulada.
Duró largo rato. Era uno de los sonidos más desagradables que Esk había oído en su vida.
Despertó con un estremecimiento. Era más de medianoche, y las estrellas parecían húmedas y frías. El silencio ajetreado de la noche llenaba el aire, ese sonido causado por cientos de cositas peludas que se arrastran cautelosas con la esperanza de encontrar cena y evitar ser el plato principal.
La luna creciente empezaba a brillar con menos seguridad, y un tenue brillo grisáceo en el Borde del mundo sugería que, contra toda probabilidad, se preparaba otro día.
Alguien había envuelto a Esk en una manta.
—Sé que estás despierta —dijo la voz de Yaya Ceravieja—. Podrías hacer algo útil y encender fuego. Aquí hay madera de sobra.
Esk se sentó y se aferró al enebro. Se sentía tan ligera que podría flotar.
—¿Fuego? —murmuro.
—Sí. Ya sabes. Señalas con el dedo y chas —le dijo Yaya con impaciencia.
Estaba sentada sobre una roca, tratando de adoptar una postura en la que no le molestase la artritis.
—N-no creo que pueda.
—¿De verdad? —preguntó Yaya crípticamente.
La vieja bruja se inclinó hacia adelante y puso la mano en la frente de Esk. Era como ser acariciada por un calcetín lleno de dados cálidos.
—Te está subiendo la fiebre —añadió—. Demasiado sol caliente, demasiada tierra fría. Eso es lo que pasa cuando vas Lejos.
Esk se dejó caer hacia adelante hasta reposar la cabeza en el regazo de Yaya, con sus conocidos olores a alcanfor, hierbas y algo de cabra. Yaya la palmeó con un gesto que esperaba fuera tranquilizador.
—No me dejarán entrar en la universidad —dijo Esk tras un rato, en voz baja—. Me lo ha dicho un mago, y lo he soñado, y era uno de esos sueños de verdad. Ya sabes, lo que me contaste, una metacosa de ésas.
—Una metefuera —le aclaró Yaya.
—Pues eso.
—¿Pensaste que sería fácil? —preguntó la anciana—. ¿Creíste que podrías cruzar sus puertas saludando con el cayado? Estoy aquí, quiero ser mago, muchas gracias.
—¡Me dijo que en su universidad no dejaban entrar a las mujeres!
—Se equivoca.
—No, decía la verdad. Ya sabes, Yaya, yo siempre sé cuándo...
—Niña tonta. Todo lo que pasa es que él creía decir la verdad. El mundo no es siempre como piensa la gente.
—No lo entiendo —dijo Esk.
—Ya aprenderás. Dime una cosa de ese sueno. No te querían dejar entrar en su universidad, ¿verdad?
—¡No, y encima se reían!
—¿Y tú intentaste quemar las puertas?
Esk giró la cabeza en el regazo de Yaya y abrió un ojo con gesto de sospecha.
—¿Cómo lo sabes?
Yaya sonrió, pero igual que habría sonreído un lagarto.
—Yo estaba a kilómetros de aquí —dijo—. Trataba de localizar tu mente, y de repente pareció que estabas en todas partes. Brillabas como un faro, y tanto que sí. En cuanto al fuego... mira alrededor.
A la escasa luz del amanecer, el lugar era una masa de arcilla cocida. Delante de Esk, el precipicio tenía un aspecto cristalino, debía de haberse derretido como el alquitrán. Presentaba grandes grietas, que se habían llenado de roca fundida y de cenizas. Al escuchar con atención, oyó los tenues chasquidos de la piedra al enfriarse.
—Oh —dijo—. ¿Yo he hecho eso?
—Parece que sí —asintió Yaya.
—¡Pero si estaba dormida! ¡Sólo fue un sueño!
—Es la magia. Trata de encontrar una salida. La magia de bruja y la magia de mago están..., no se, como potenciándose la una a la otra. Creo.
Esk se mordisqueó el labio inferior.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó—. ¡Sueño montones de cosas!
—Para empezar, iremos directamente a la universidad —decidió Yaya—. Deben de estar acostumbrados a que los aprendices no sepan controlar la magia y tengan sueños ardientes, si no el lugar se habría quemado hace años.
Miró en dirección al Borde, y luego clavó la vista en la escoba.
No relataremos las subidas y las bajadas, los topetazos de la escoba, las maldiciones masculladas contra los enanos, los breves momentos de esperanza en que la magia chispeaba fielmente, las horribles sensaciones cuando se apagaba, más topetazos, carreras, el hechizo que se para de golpe, los gritos, el despegue...
Esk se aferró a Yaya con una mano y agarró el cayado con la otra mientras, por decirlo francamente, se tambaleaban a cien metros por encima del suelo. Unos cuantos pájaros revolotearon junto a ellas, muy interesados en aquel nuevo tipo de árbol volador.
—¡Largo, malditos! —gritó Yaya, quitándose el sombrero y sacudiéndolo.
—No vamos muy deprisa, Yaya —señaló Esk.
—¡Para mí, de sobra!
Esk miró alrededor. Tras ellas, el Borde era un río de oro orlado de nubes.
—Creo que deberíamos bajar un poco, Yaya —se apresuró a decir—. Me contaste que la escoba no vuela a la luz del sol.
Echó un vistazo al paisaje que se extendía a sus pies. Parecía abrupto e inhóspito. También parecía expectante.
—Sé muy bien lo que hago, señorita —replicó Yaya, agarrándose fuerte a la escoba y tratando de hacerse más ligera.
Ya se ha mencionado que la luz del Mundodisco viaja despacio como consecuencia del campo mágico del Disco.
Así que el amanecer no es un acontecimiento repentino, como en otros mundos. El nuevo día no irrumpe, más bien se desliza suavemente por el paisaje dormido de la misma manera que la marea repta milímetro a milímetro por la playa, fundiendo durante la noche los castillos de arena. Fluye alrededor de las montañas y, si atraviesa un bosque muy denso, sale hecha jirones.
Un observador situado en algún lugar privilegiado, como un cirroestrato al borde del espacio, por ejemplo, señalaría lo hermoso que es ver desparramarse la luz sobre la tierra, cómo avanza por las llanuras y se demora cuando encuentra terrenos elevados, lo bello que...
En realidad, hay observadores que, al ver toda esa belleza, asegurarían que la luz no tiene peso, y que por lo tanto no puede caer. A lo que uno sólo puede responder: «Entonces, ¿qué haces tú subido en una nube?»
Bravo por el cinismo. Pero, en el Disco, la escoba entraba en barrena cada vez que se topaba con el amanecer, y se precipitaba hasta volver a dar con la sombra de la noche.
—¡Yaya!
El día rompió sobre ella. Delante de la escoba, las rocas parecieron inflamarse cuando la luz las recorrió. Yaya sintió cómo el palo se rendía, y vio con horror y fascinación la sombra que se deslizaba más abajo. Se acercaba cada vez mas.
—¿Qué pasará cuando choquemos contra el suelo?
—Depende de si encuentro algunas rocas blandas —dijo Yaya con preocupación.
—¡La escoba se va a estrellar! ¿No podemos hacer nada?
—Bueno, supongo que podríamos bajarnos.
—Yaya —dijo Esk con la voz exasperante y asombrosamente adulta que usan los niños para corregir a los mayores—, me parece que no lo entiendes bien. No quiero golpear el suelo. Nunca me ha hecho nada.
Yaya estaba tratando de recordar algún hechizo adecuado, al tiempo que lamentaba que la cabezología no funcionara con las rocas. Si hubiera detectado el tono cortante en la voz de Esk, quizá le habría dicho: «Cuéntaselo a la escoba.»
Y entonces sí que se habrían estrellado. Pero se acordó a tiempo de agarrarse el sombrero y afianzarse bien. La escoba se estremeció, vaciló...
...y el paisaje desapareció.
En realidad fue un viaje bastante breve, pero Yaya sabía que lo recordaría siempre, sobre todo algunas noches a las tres de la madrugada después de una cena pesada. Recordaría los colores irisados que zumbaban en el aire, la horrible sensación de densidad, la impresión de que algo muy grande y muy gordo acababa de sentarse encima del universo.
Recordaría la risa de Esk. Pese a todos sus esfuerzos, recordaría la manera en que la tierra se aceleró bajo ellas, cómo cordilleras enteras pasaron zumbando con un desagradable silbido.
Y, sobre todo, recordaría haber alcanzado a la noche.
Apareció ante ella, una línea quebrada de oscuridad que discurría por delante del despiadado amanecer. Vio con horror y fascinación cómo la línea se transformaba en un punto, en una mancha, en todo un continente de negrura que se precipitaba hacia ellas.
Por un instante, quedaron suspendidas en la cumbre del amanecer, que rompía sobre la tierra como un trueno silencioso. Ningún surfista había cabalgado jamás sobre una ola semejante, pero la escoba rompió la membrana de luz y se deslizó suavemente hacia la frialdad de delante.
Yaya se permitió volver a respirar.
La oscuridad hizo que el vuelo fuera un poco menos aterrador. También significaba que, si Esk perdía el interés, la escoba volvería a volar por sus propios medios de magia oxidada. —dijo Yaya. Se aclaró la garganta, seca como un hueso, y lo intentó de nuevo—. ¿Esk?
—Es divertido, ¿eh? ¿Cómo lo habré hecho?
—Sí, muy divertido —asintió Yaya débilmente—. ¿Me dejas que lleve yo la escoba, por favor? No quiero que nos salgamos del Disco. Por favor.
—¿Es verdad que hay una catarata gigante alrededor del Borde del mundo, y que si miras hacia abajo se ven las estrellas? —preguntó Esk.
—Sí. ¿Podemos ir un poco más despacio?
—Me gustaría ir allí.
—¡No! Quiero decir, ahora no.
La escoba aminoró la marcha. La burbuja irisada que la rodeaba desapareció con un audible pop. Sin un trompicón, sin un solo frenazo brusco, Yaya se encontró volando de nuevo a una velocidad respetable.
Yaya se había ganado una reputación sólida de conocer siempre la respuesta a todo. Conseguir que admitiera no saber algo, incluso para sus adentros, era un logro asombroso. Pero el gusano de la curiosidad roía ya la manzana de su mente.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó por fin.
Se hizo un silencio pensativo a su espalda.
—No lo sé —dijo Esk—. Simplemente, lo necesitaba, y lo tenía en la cabeza. Como cuando te acuerdas de algo que habías olvidado.
—Sí, pero... ¿cómo?
—No..., no lo sé. Sólo tenía una imagen de cómo quería que fueran las cosas, y bueno..., mas o menos... entre en la imagen.
Yaya clavó los ojos en la noche. En su vida había oído hablar de magia como aquélla, pero parecía desagradablemente poderosa, y quizá letal. ¡Entrar en la imagen! Por supuesto, toda magia cambiaba el mundo en cierto modo, los magos no la querían para otra cosa (no comprendían el concepto de dejar el mundo tal como estaba y cambiar a la gente›, pero aquello sonaba como más literal. Había que pensar al respecto. En tierra firme.
Por primera vez en su vida, Yaya se preguntó si no habría algo importante en todos esos libros que la gente valoraba tanto. Su aversión a los libros tenía un fundamento moral, ya que había oído decir que muchos de ellos estaban escritos por gente muerta, y por tanto leerlos sería peor que la necromancia. Entre las muchas cosas de este universo con las que Yaya no estaba de acuerdo, una de ellas era hablar con los muertos, que ya tenían bastantes problemas sin que nadie los molestase.
Pero no tantos como ella, pensó ahora. Contempló el terreno oscuro, y se preguntó difusamente por qué las estrellas estaban bajo ella.
Durante un cardíaco momento, tuvo la sensación de que se habían salido del Borde, hasta que se dio cuenta de que los miles de puntitos eran demasiado amarillos, y además parpadeaban. ¿Y desde cuándo se encontraban las estrellas en pautas tan ordenadas?
—Qué bonito —dijo Esk—. ¿Es una ciudad?
Yaya escudriñó el espectáculo, nerviosa. Si era una ciudad, desde luego parecía demasiado grande. Pero, ahora que lo pensaba, olía a mucha gente junta.
En torno a ellas, el aire apestaba a incienso, grano, especias y cerveza, pero sobre todo a ese olor causado por un nivel hidrostático alto, miles de personas y un primitivo sistema de cloacas.
Se sacudió mentalmente. El día las seguía de cerca. Buscó una zona donde las antorchas fueran más pequeñas y estuvieran más espaciadas, razonando que aquello indicaría un barrio más pobre (la gente pobre no solía tener nada contra las brujas), y bajó suavemente el mango de la escoba.
Consiguió llegar a metro y medio del suelo antes de que amaneciera por segunda ve?.
Las puertas eran muy grandes, muy negras, y parecían hechas de oscuridad sólida.
Yaya y Esk se sumaron a la multitud que abarrotaba la plaza junto a la Universidad Invisible, y las contemplaron desde abajo.
—No sé cómo puede entrar la gente —dijo al final Esk.
—Supongo que con magia —respondió Yaya—. Así son los magos. Cualquier otra persona habría puesto una aldaba. —Agitó la escoba en dirección a las altas puertas—. Seguro que hay que decir alguna palabreja rara para entrar, no me extrañaría —añadió.
Llevaban tres días en Ankh-Morpork y, para su propia sorpresa, Yaya estaba empezando a disfrutar. Habían encontrado alojamiento en Las Sombras, una zona antigua de la ciudad cuyos habitantes eran en su mayoría noctámbulos, y nunca se metían en los asuntos de los demás porque la curiosidad no sólo mató al gato, sino que también lo arrojó al río con pesos atados a los pies. Sus habitaciones estaban en un piso superior, junto a las bien vigiladas instalaciones de un respetable comerciante de artículos robados, porque Yaya se sentía subsidiariamente protegida.
En resumen, en Las Sombras moraban dioses desacreditados, ladrones sin licencia, damas de la noche, traficantes de productos exóticos, alquimistas de la mente, actores errantes y todo el aceite del motor de la civilización.
Aun así, pese al hecho de que estas personas solían agradecer los efectos de una magia moderada, había una gran escasez de brujas. En pocas horas, la noticia de la llegada de Yaya había corrido por todo el barrio, y un río de gente se arrastraba, cojeaba o se dirigía a hurtadillas hacia su puerta, buscando pócimas, amuletos o datos sobre el futuro, aparte de varios servicios personales especializados que las brujas proporcionan tradicionalmente a aquellos cuyas vidas son oscuras, o negras como el betún.
Primero se sintió molesta, luego abochornada, por último adulada: sus clientes tenían dinero, que siempre era útil, pero le pagaban sobre todo con respeto, una de las monedas más sólidas.
Así que Yaya había llegado a plantearse la posibilidad de buscar un alojamiento algo más grande, con un trocito de jardín, y hacerse traer a sus cabras. El olor sería un problema, desde luego, pero las cabras tendrían que acostumbrarse.
Habían visitado los lugares turísticos de Ankh-Morpork, sus abarrotados muelles, sus muchos puentes, sus mercadillos, sus calles llenas de templos y de nada más. Yaya había contado los templos con gesto pensativo. Los dioses siempre exigían a sus seguidores que actuaran de una manera diferente a la que les indicaba su naturaleza, cosa que siempre acababa por dar mucho trabajo a las brujas.
Los terrores de la civilización tampoco se habían presentado, aunque un ladrón intentó apropiarse del bolso de Yaya. Para sorpresa de los transeúntes, Yaya le ordenó que volviera, y el ladrón volvió, luchando contra unos pies que de pronto ya no le obedecían. Nadie vio qué pasaba con los ojos de Yaya cuando los clavó en su rostro, ni oyó lo que susurraba a su oído acobardado, pero el caso fue que el ladrón se lo devolvió todo, amén de una buena cantidad de dinero perteneciente a otras personas. Además, antes de que le soltara, le prometió afeitarse, caminar erguido y ser bueno el resto de su vida. Antes de que anocheciera, la descripción de Yaya ya había circulado por todo el Gremio de Ladrones, Rateros, Revientapisos y Profesiones Relacionadas,* junto con estrictas instrucciones de esquivarla a toda costa. Los ladrones, que también solían ser criaturas de la noche, reconocían un problema en cuanto lo tenían delante.
Yaya había escrito dos cartas más a la universidad. No recibió respuesta.
—Me gustaba más el bosque —dijo Esk.
—No sé —titubeó Yaya—. En el fondo, esto se parece al bosque. Y, además, aquí la gente aprecia a una bruja en todo su valor.
—Son muy simpáticos —concedió Esk—. ¿Te acuerdas de esa casa que hay al final de la calle, la de la señora gorda que vive con todas esas chicas jóvenes? Me dijiste que eran parientes suyas.
—La señora Palma —asintió Yaya con cautela—. Una mujer muy respetable.
—Pues la gente va a visitarías durante toda la noche. Lo he visto. No sé cuándo duermen.
—Mmm.
—Pobre mujer, debe de pasarlo muy mal, y además tiene que alimentar a todas esas hijas. La gente debería tener más consideración.
—Pues, la verdad —dijo Yaya—, no estoy segura de que...
La salvó la llegada a las puertas de la universidad de un gran carromato pintado con colores brillantes. El conductor tiró de las riendas de los bueyes a pocos metros de Yaya.
—Disculpa, buena mujer —la saludó—, ¿te importaría apartarte?
Yaya dio un paso atrás, insultada por aquel despliegue de sincera educación, muy molesta ante la idea de que alguien la considerase una buena mujer. Entonces, el conductor vio a Esk.
Era Treatle, que sonrió como una serpiente preocupada.
—Vaya, vaya. La jovencita que cree que las mujeres pueden ser magos, ¿eh?
—Si —replicó Esk, sin hacer caso del puntapié de Yaya.
—Qué graciosa. Has venido a unirte a nosotros, ¿eh?
—Sí —asintió Esk. Como los modales de Treatle parecían exigirlo, añadió—: señor. Pero no podemos entrar.
—¿Podemos? —preguntó Treatle, intrigado. Volvió a fijarse en Yaya—. Ah, ya. Claro. Debe de ser tu tía, ¿no?
—Mi yaya. Aunque en realidad no es mi yaya, es como la yaya de todo el mundo.
Yaya asintió con gesto rígido.
—Esto no se puede consentir, claro que no —dijo Treatle con voz tan cordial como un budín de ciruelas—. Ni pensarlo. Nuestra primera mujer mago no se puede quedar en la puerta. Sería una vergíienza. ¿Puedo acompañaros?
Yaya agarró a Esk por el hombro con firmeza.
—Si no le importa... —empezó a decir.
Pero Esk se liberó de su mano, y echó a correr tras el carro.
—¿De verdad puedes llevarme adentro? —preguntó, con los ojos brillantes.
—Claro que sí. Los jefes de las Órdenes estarán encantados de conocerte. También se asombrarán un poco, claro —añadió con una carcajada.
—Eskarina Herrero... —dijo Yaya. Se detuvo y miró a Treatle—. No sé qué tienes en mente, señor Mago, pero no me gusta. Ya sabes dónde vivimos, Esk. Si quieres hacer tonterías, hazlas, pero sola.
Se dio media vuelta y echó a andar por la plaza.
—Qué mujer tan especial —dijo Treatle vagamente—. Veo que todavía llevas tu escoba. Excelente.
Soltó las riendas un momento y trazó un complejo signo en el aire con ambas manos.
Las enormes puertas se abrieron de par en par, permitiendo ver un amplio patio rodeado de césped. Tras el césped, había un edificio irregular, o más bien unos edificios irregulares: no era fácil distinguirlos, porque, más que un diseño premeditado, parecía como si un montón de arcos, paredes, torres, ventanas, cúpulas y portones se hubieran juntado mucho para darse calor.
—¿Es esto? —preguntó Esk—. Parece un poco... fundida.
—Sí —respondió Treatle—. Por supuesto, por dentro es mucho más grande, algo así como un iceberg, o eso me han dicho, yo nunca he visto uno. La Universidad Invisible... como su nombre indica, buena parte de ella no está a la vista. ¿Te importa ir a buscar a Simón?
Esk apartó las pesadas cortinas y escudriñó en la oscuridad del interior del carromato. Simón estaba tumbado sobre un montón de alfombras, leyendo un libro muy grande y tomando notas en trozos de papel.
El chico alzó la vista y sonrió.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Sí —respondió Esk con convicción.
—Pppensamos que te habías mmmmarchado. Todos creíamos que ibas en otro cccarro, y c-cuando nos de-detuvimos...
—Más o menos... os he alcanzado. Creo que el señor Treatle quiere que salgas a ver la universidad.
—¿Yyya hemos llegado? —La miró de manera extraña—. ¿Y tú estás aquí?
—Sí.
—¿Cómo?
—El señor Treatle me invitó a entrar, dijo que todo el mundo se sorprendería al conocerme. —La inseguridad brilló un momento en las profundidades de sus ojos—. ¿Crees que tiene razón?
Simón bajó la vista hacia su libro, y se secó los ojos llorosos con un pañuelo rojo.
—A v-veces le dan esos c-caprichos —murmuró—. Pppero no es maaa... mmmmala p-persona.
Extrañada, Esk contempló las páginas amarillentas que el muchacho tenía ante sí. Estaban llenas de símbolos rojos y negros muy complicados que, por alguna razón inexplicable, eran tan desagradables como un paquete que hiciera tic-tac, pero que de todos modos captaban la atención de cualquiera de la misma manera que un accidente atroz. A uno le entraban ganas de entender lo que decían, pero con la sensación de que, una vez lo supiera, preferiría olvidarlo.
Simón vio su expresión y cerró el libro apresuradamente.
—Sólo es una cosa q-que estoy estudiando —murmuro—. Algo de ma-mmmma... magia... —dijo Esk maquinalmente.
—Gracias.
—Debe de ser muy interesante eso de leer libros —dijo Esk.
—Mmmás o mmmmenos. ¿No sss-sssabes leer, Esk?
La niña se sorprendió al oír el asombro reflejado en su voz.
—Supongo que sí —replicó, desafiante—. Nunca lo he intentado.
Esk no habría sabido lo que era un nombre colectivo aunque le hubiera metido el dedo en el ojo, pero si sabía lo que era un rebaño de cabras o una reunión de brujas. No entendía lo que era un montón de magos. ¿Una orden de magos? ¿Una conspiración? ¿Un círculo?
Fuera lo que fuera, la universidad estaba llena de eso. Los magos paseaban entre los claustros y se sentaban en bancos bajo los árboles. Los magos jóvenes correteaban por los senderos mientras sonaban las campanas, con los brazos cargados de libros o —en el caso de los estudiantes más antiguos— con los libros aleteando en el aire tras ellos. El ambiente rezumaba el tacto grasiento de la magia, y sabia a latón.
Esk caminaba entre Treatle y Simón, bebiéndose el mundo con los ojos. No era sólo que hubiera magia en el aire, sino que además estaba domesticada, funcionaba como un molino bien engrasado. Era poder, pero poder contenido.
Simón estaba tan emocionado como ella, aunque sólo lo demostraban sus ojos, más humedecidos, y su tartamudeo empeorado. No dejaba de detenerse para señalar los diferentes colegios universitarios y edificios de investigación.
Uno era muy bajo y recio, con ventanas elevadas y estrechas.
—E-eso es la b-biblioteca —dijo Simón con la voz cargada de admiración y respeto—. ¿P-puedo echar un v-vistazo?
—Ya habrá tiempo para eso —respondió Treatle.
Simón echó una mirada nostálgica al edificio.
—T-todos los libros de mmmmagia que ssse han escrito —susurró.
—¿Por qué hay barrotes en las ventanas?
Simón tragó saliva.
—Ppp-orque los libros de mmm-magia no sssson como los otros libros, t-tienen una...
—Ya es suficiente —le interrumpió bruscamente Treatle.
Bajó la vista hacia Esk, la miró como si nunca la hubiera visto, y frunció el ceño.
—¿Por qué estás aquí?
—Tú me invitaste a pasar —señaló Esk.
—¿Yo? Oh, sí. Claro. Perdona, estaba distraído. La señorita que quiere ser mago. Sigamos, ¿te parece?
Los guió subiendo un ancho tramo de escalera hasta unas puertas impresionantes. O que, al menos, estaban diseñadas para ser impresionantes. El diseñador había invertido osadamente en cerrojos pesados, bisagras ondulantes, remaches de cobre y un arco de complicadas tallas, para dejar perfectamente claro a cualquiera que entrase que, en el fondo, no era una persona muy importante.
Era un mago. Se había olvidado de la aldaba.
Treatle llamó a la puerta con su cayado. Esta titubeó un instante y luego, lentamente, los cerrojos se deslizaron, y se abrió.
La sala estaba abarrotada de magos y de niños. Y de padres de los niños.
Hay dos maneras de entrar en la Universidad Invisible (la verdad es que hay tres, pero los magos aún no lo sabían).
La primera es realizar un buen trabajo de magia, como recuperar alguna reliquia tan antigua como poderosa, o inventar un hechizo completamente nuevo, pero en estos tiempos ya era cosa rara. En el pasado había habido grandes magos, capaces de extraer hechizos completamente nuevos del caos de magia pura que cubría el mundo, magos para quienes florecía la magia; pero esos días ya habían pasado. Ya no quedaban generachiceros.
Así que la manera más típica era que te avalara un mago respetado, tras un período de aprendizaje.
Había mucha competencia por una plaza en la universidad, y por los honores y privilegios que reportaba un título de la Invisible. Muchos de los niños que correteaban por la sala, lanzándose unos a otros hechizos menores, fracasarían. Tendrían que pasarse el resto de sus vidas como hechiceros inferiores, simples técnicos de la magia con barbas desafiantes y parches de cuero en los codos, que se congregaban en pequeños grupos y partidos celosos.
Para ellos no había sombreros puntiagudos con símbolos astrológicos optativos, ni túnicas impresionantes, ni cayados de autoridad. Pero al menos podían mirar por encima del hombro a los conjuradores, que solían ser alegres y gordos, hablaban incorrectamente, bebían cerveza e iban por ahí con tristes mujeres flacas vestidas con leotardos de lentejuelas, y además enfurecían a los hechiceros porque no comprendían lo inferiores que eran y les contaban chistes. Por debajo de todos —excepto de las brujas, por supuesto— estaban los taumaturgos, que no recibían la menor instrucción. En un taumaturgo se podía confiar lo justo como para permitirle lavar un alambique. Muchos hechizos requerían cosas como moho extraído de un cadáver aplastado, o semen de un tigre vivo, o la raíz de una planta que lanzaba un grito ultrasónico cuando la arrancaban. ¿Quién tenía que ir a buscar estas cosas? Exacto.
Es un error muy extendido denominar a estos magos inferiores «magos iletrados». En realidad, la magia iletrada es una forma de hechicería muy especializada, a la que se suelen dedicar hombres silenciosos y pensativos, de inclinaciones druidas e inclinaciones botánicas. Si invitas a un mago iletrado a una fiesta, se pasará la mitad de la velada charlando con tu ficus. Y la otra mitad, escuchando la respuesta.
Esk advirtió que en la sala había algunas mujeres, porque hasta los magos jóvenes tenían madres y hermanas. Las familias enteras acudían a despedir a los hijos agraciados por la suerte. Muchos se sonaban las narices y se secaban las lágrimas, y las monedas tintineaban cuando padres orgullosos ponían algo de dinero para gastos en manos de sus retoños.
Magos muy viejos deambulaban por entre los grupos, hablando con los magos avaladores y examinando a los futuros estudiantes.
Varios de ellos salieron de entre la gente para recibir a Treatle, moviéndose como galeones a todo trapo. Se inclinaron con toda seriedad ante él, y miraron a Simón con gesto aprobador.
—Conque éste es el joven Simón, ¿eh? —dijo el mas gordo de todos, examinando al chico—. Hemos recibido muy buenos informes sobre ti, muchacho. ¿Eh? ¿Qué?
—Simón, saluda al archicanciller Cortángulo, archimago de los Magos de la Estrella de Plata —indicó Treatle.
Simón se inclinó con aprensión.
Cortángulo le miró con benevolencia.
—Hemos oído cosas excelentes sobre ti, muchacho —dijo—. El aire de la montaña debe de ser bueno para el cerebro, ¿eh?
Se echó a reír. Los magos que le rodeaban se echaron a reír. Treatle se echó a reír. A Esk le pareció muy raro, porque no estaba pasando nada divertido.
—No ssssé, ssss...
—¡Por lo que nos han dicho, debe de ser lo único que no sabes, hijo! —dijo Cortángulo muerto de risa.
Hubo otro coro de carcajadas cuidadosamente cronometradas. Cortángulo palmeó el hombro de Simón.
—Este es el chico de la beca —siguió—. Unos resultados asombrosos, nunca los he visto mejores. Y además, autodidacta. ¿No es sorprendente? ¿Verdad, Treatle?
—Sensacional, archicanciller.
Cortángulo recorrió con la mirada a los magos que los observaban.
—Quizá puedas darnos alguna muestra —dijo—. Una pequeña demostración, ¿eh?
Simón lo miró con pánico animal.
—La v-verdad, no sssssoy muy bbbbuuu...
—Vamos, vamos —le interrumpió Cortángulo con lo que probablemente creía que era un tono de voz tranquilizador—. No tengas miedo. Tómate tiempo. Cuando estés preparado.
Simón se lamió los labios y dirigió a Treatle una mirada de muda súplica.
—Ehh —dijo—. Ssssss... —Se detuvo y tragó saliva—. El bbbbb...
Los ojos se le salían de las órbitas, las lágrimas le brotaron de los ojos, y le temblaron los hombros.
Treatle le dio unas palmaditas consoladoras en la espalda.
—Alergia —explicó—. No puedo curársela, lo he intentado todo.
Simón tragó saliva y asintió. Hizo apartarse a Treatle con un gesto de sus largas manos blancas, y cerró los ojos.
Durante unos segundos, nada sucedió. Se quedó allí de pie, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, y de él emanó silencio como la luz emana de una vela. Ondas silenciosas recorrieron a las multitudes de la sala, golpeando las paredes con toda la potencia de un beso y luego retrocediendo en olas concéntricas. Los congregados vieron cómo sus acompañantes hablaban sin emitir sonido alguno, y se pusieron rojos cuando sus propias carcajadas resultaron tan audibles como el chillido de un mosquito.
Unas motitas de luz aparecieron en torno a la cabeza de Simón. Giraron en espiral en una danza tridimensional, para luego crear una forma.
En realidad, a Esk le pareció que la forma había estado allí desde siempre, esperando a que sus ojos la vieran, de la misma manera que una nube de lo más inocente puede transformarse de pronto, sin sufrir ningún cambio perceptible, en una ballena, en un barco o en una cara.
La forma que rodeaba la cabeza de Simón era el mundo.
Era bastante obvio, aunque el brillo y el movimiento de las lucecitas hacían borrosos algunos de los detalles. Pero allí estaba Gran A'Tuin, la tortuga celestial, con los cuatro elefantes sobre su concha, cargados con el Disco. Se divisaba el resplandor de la gran cascada que rodeaba el Borde del mundo y el brillo de la delgada aguja rocosa en el mismo Eje, la gran montaña Cori Celesti donde vivían los dioses.
La imagen se amplió, centrándose en el Mar Circular, y luego en la misma Ankh. Las lucecitas que brotaban de Simón parpadeaban y se extinguían a un metro por encima de su cabeza. Ahora mostraban la ciudad desde el aire, dirigiéndose hacia los observadores. Se veía la universidad, cada vez más grande. Se veía la Sala Principal... se veía a la gente, mirando silenciosa y boquiabierta, y al mismo Simón dibujado en puntitos de luz plateada. Y una pequeña imagen giraba en el aire en torno a él, y esa imagen contenía otra imagen, que contenía otra imagen, que contenía otra imagen...
Todo el mundo tuvo la sensación de que el universo se había vuelto del revés en todas las dimensiones de golpe. Era una sensación roma, inflamada. Sonaba como si el mundo entero hubiera dicho «glup».
Los muros desaparecieron. El suelo, también. Los retratos de grandes magos de la antigüedad, todo, pergaminos, barbas y ceños fruncidos, se esfumaron. Las baldosas del suelo, con su bonito diseño en blanco y negro, se evaporaron... para ser sustituidas por arena fina, gris como la luz de la luna y fría como el hielo. Estrellas raras e inesperadas brillaron arriba. En el horizonte había pequeñas colinas erosionadas, no por el viento ni por la lluvia de este lugar sin clima, sino por la suave lija del mismísimo Tiempo.
Nadie más parecía advertirlo. De hecho, nadie más parecía vivo. Esk estaba rodeada de personas tan quietas y silenciosas como estatuas.
Y no estaban solas. Había otras... cosas... tras ellas, y seguían apareciendo más y más. No tenían forma, o más bien parecían tomar su forma al azar copiando a toda una serie de criaturas. Daba la impresión de que alguien les había hablado de brazos, piernas, mandíbulas, garras y órganos, pero sin explicarles cómo hacerlos encajar. O sin que a ellos les importara. O quizá estaban tan hambrientos que no se habían molestado en averiguarlo.
El sonido que emitían recordaba a un enjambre de moscas.
Eran las criaturas que poblaban sus sueños, habían venido a alimentarse de la magia. Esk sabía que ya no sentían interés por ella, excepto como postre de la cena. Toda su atención se centraba en Simón, que desconocía su presencia.
Esk le dio una patada en el tobillo.
El frío desierto desapareció. El mundo real regresó rápidamente. Simón abrió los ojos, sonrió débilmente y, con suavidad, cayó de espaldas en brazos de Esk.
Un susurro recorrió las filas de los magos, y muchos empezaron a aplaudir. Nadie parecía haber advertido nada extraño, aparte de las luces plateadas.
Cortángulo recuperó el habla y alzó una mano para acallar a la multitud.
—Es... asombroso —dijo a Treatle—. ¿Y dices que lo ha elaborado él solo?
—Sí, señor.
—¿No le ha ayudado nadie?
—No había nadie que pudiera ayudarle —señaló Treatle—. Iba vagando de pueblo en pueblo, haciendo pequeños hechizos. Pero sólo si la gente le pagaba en libros o en papel.
Cortángulo asintió.
—No ha sido ninguna ilusión —dijo—, pero el chico no ha utilizado las manos. ¿Qué estaba diciendo para sí mismo? ¿Lo sabes?
—Dice que no son más que palabras para que su mente funcione bien —explicó Treatle. Se encogió de hombros—. La verdad es que no entiendo la mitad de las cosas que masculla. Me ha comentado que tiene que inventar palabras, porque no hay ninguna para describir las cosas que hace.
Cortángulo miró de soslayo a sus camaradas magos. Todos asintieron.
—Será un honor admitirlo en la universidad —dijo—. ¿Te importa decírselo cuando despierte? Sintió que algo le tiraba de la túnica, y bajó la vista.
—Disculpa —dijo Esk.
—Hola, jovencita —la saludó Cortángulo con voz almibarada—. ¿Has venido a ver cómo tu hermano ingresa en la universidad?
—No es mi hermano —dijo Esk. Había ocasiones en las que el mundo parecía lleno de hermanos, pero ésta no era una de ellas—. ¿Eres importante? —preguntó.
Cortángulo miró a sus colegas y sonrió. Los magos, como todo el mundo, tenían sus modas. A veces los magos eran flacos, demacrados, y hablaban con los animales (los animales no escuchaban, pero la intención es lo que vale), mientras que otras tendían hacia lo moreno y saturnino, con barbitas puntiagudas. En aquel momento, la grasa era el último grito. Y Cortángulo rebosaba modestia.
—Bastante importante —dijo—. Hago lo que puedo por servir a la humanidad. Sí. Bastante importante, diría yo.
—Quiero ser mago —dijo Esk.
Los magos menores situados tras Cortángulo la miraron como si fuera una interesante especie de escarabajo desconocida hasta entonces. El rostro del archicanciller se puso rojo, y los ojos se le salieron de las órbitas. Bajó la vista hacia Esk, pareció contener el aliento. Luego, se echó a reír. La risa comenzó en algún punto de su amplia zona estomacal, y después fue ascendiendo, rebotando de costilla a costilla y provocando pequeños magomotos en su pecho antes de brotar en una serie de bufidos estrangulados. Aquella risa era fascinante. Tenía personalidad propia.
Pero se interrumpió al ver la mirada de Esk. Si la risa era un payaso de cabaret, los ojos decididos de la niña eran un cubo de agua fría bien dirigido.
—¿Mago? —dijo el hombre—. ¿Tú quieres ser mago?
—Sí —respondió Esk, poniendo al desmayado Simón en los brazos del desganado Treatle—. Soy octavo hijo de un octavo hijo. O sea, hija.
Los magos que la rodeaban se miraban entre ellos y susurraban. Esk trató de no hacerles caso.
—¿Qué ha dicho?
—¿Es en serio?
—A esta edad los niños son riquísimos, ¿verdad?
—¿Eres el octavo hijo de una octava hija? —preguntó Cortángulo—. ¿De verdad?
—Al revés, pero no exactamente —replicó Esk, desafiante.
Cortángulo se enjugó los ojos con un pañuelo.
—Esto es fascinante —dijo—. Me parece que en mi vida había visto nada semejante, ¿eh?
Volvió la vista hacia el creciente público que le rodeaba. La gente del fondo no veía a Esk, y todos estiraban el cuello para averiguar si se estaba ejecutando alguna magia interesante. Cortángulo no sabía qué hacer
—Bueno, bueno —dijo—. ¿Quieres ser mago?
—Eso le digo a todo el mundo, pero nadie me hace caso —respondió Esk.
—¿Cuántos años tienes, nenita?
—Casi nueve.
—¿Y quieres ser mago cuando seas mayor?
—Quiero ser mago ahora —insistió Esk—. Aquí es donde enseñan a los magos, ¿no?
Cortángulo miró a Treatle y le guiñó un ojo.
—Te he visto —le advirtió Esk.
—Me parece que nunca ha habido una mujer mago —dijo Cortángulo—. Es más, creo que iría contra las normas. ¿No preferirías ser bruja? Tengo entendido que es una buena profesión para las chicas.
Un mago inferior se echó a reír tras él. Esk le dirigió una mirada.
—Ser bruja no está mal —concedió Esk—. Pero creo que los magos se divierten más. ¿Qué opinas tú?
—Opino que eres una niñita muy singular —respondió Cortángulo.
—¿Qué significa eso?
—Significa que como tú sólo hay una.
—Es verdad —asintió Esk—. Y sigo queriendo ser mago.
Cortángulo se quedó sin palabras.
—Bueno, pues no puede ser —dijo al final—. ¡Vaya idea!
Se irguió en toda su anchura y se dio media vuelta. Algo le tiró de la túnica.
—¿Por qué no? —preguntó una voz.
Se volvió.
—Porque —respondió lenta, deliberadamente—, porque..., porque es una idea ridícula, por eso. ¡Y, desde luego, va contra las normas!
—¡Pero si yo puedo hacer magia de mago! —exclamó Esk, con un temblor apenas perceptible en la voz.
Cortángulo se inclinó hasta que su rostro quedó a la altura del de la niña.
—No, no puedes —siseó—. Porque no eres mago. Las mujeres no son magos, ¿me explico con claridad?
—Mira —dijo Esk.
Extendió la mano derecha con los dedos separados y la siguió con la vista hasta alinearía con la estatua de Malich el Sabio, fundador de la universidad. Instintivamente, los magos que se encontraban entre la niña y la estatua se apartaron a un lado, y luego se sintieron un poco tontos.
—Va en serio —advirtió Esk.
—Adelante, nena —dijo Cortángulo.
—Bien —replicó Esk.
Entrecerró los ojos y se concentró en la estatua con todas sus fuerzas.
Las grandes puertas de la Universidad Invisible están hechas de octirón, un metal tan inestable que sólo puede existir en un universo saturado de magia pura. Son impenetrables para cualquier energía que no sea la magia: ni el fuego, ni un ariete, ni un ejército entero podría derribarlas.
Por eso la mayoría de los visitantes normales que acuden a la universidad entran por la puerta trasera, que está hecha de madera completamente normal y no va por ahí aterrorizando a la gente, ni siquiera se queda quieta aterrorizando a la gente. Tiene una aldaba como dios manda, y todo.
Yaya examinó detenidamente la puerta, y dejó escapar un gruñido de satisfacción cuando encontró lo que buscaba. En ningún momento había dudado de que estaría allí, astutamente oculta en la textura de la madera.
Agarró la aldaba, que tenía forma de cabeza de dragón, y llamó a la puerta con tres golpes secos. Tras un rato, le abrió una joven con la boca llena de pinzas para la ropa.
—¿O oono vo? —le preguntó.
Yaya se inclinó, permitiendo que la chica viera el sombrero negro puntiagudo con las horquillas en forma de murciélagos. Surtió un efecto impresionante: enrojeció y, echando un vistazo apresurado al callejón, hizo un gesto apremiante a Yaya para que entrara.
Al otro lado del muro había un gran patio cubierto de musgo, lleno de cuerdas donde se secaba la colada. Yaya tuvo la oportunidad de convertirse en una de las pocas mujeres que saben qué llevan los magos bajo las túnicas, pero apartó los ojos con recato y siguió a la chica cuando ésta bajó por un ancho tramo de peldaños.
Daban a un largo túnel de techo elevado, bordeado de arcos y, en aquel momento, lleno de vapor. Yaya vio las largas hileras de lavaderos en las habitaciones de los lados. El aire tenía el olor cálido y denso del planchado. Un grupo de chicas cargadas con cestos de ropa pasaron junto a ella y subieron apresuradamente por la escalera... y se detuvieron a medio camino, volviéndose lentamente para mirarla.
Yaya irguió la espalda y trató de parecer tan misteriosa como le fuera posible.
Su guía, que todavía no se había quitado las pinzas de la boca, la llevó por un pasillo lateral hasta una habitación que era un laberinto de estantes llenos de ropa limpia. En el centro mismo del laberinto, sentada junto a una mesa, había una mujer muy vieja con una peluca color jengibre. Había estado escribiendo algo en un libro de cuentas —aún lo tenía abierto ante ella—, pero en aquel momento examinaba un chaleco con una gran mancha.
—¿Habéis probado a blanquearlo? —preguntó.
—Sí, señora —respondió la jovencita que tenía al lado.
—¿Y con tinte de mirryt?
—Sí, señora. No hizo más que volverlo azul.
—Nunca había visto nada semejante —suspiró la encargada de la lavandería—. Y he limpiado manchas de azufre, de hollín, de sangre de dragón, de sangre de demonio y de no sé cuántas cosas más. —Volvió el chaleco del revés y leyó la etiqueta cuidadosamente cosida en la parte interior—. Granpán el blanco. Si no cuida mejor su ropa, se convertirá en Granpán el Gris. Te lo digo yo, chica, un mago blanco no es mas que un mago negro con un buen servicio de lavandería. Créeme...
Vio a Yaya, y se interrumpió.
—Ha llaado a la uedta —explicó la guía de Yaya, con una apresurada reverencia—. Coo zu zombedo...
—Si, si, gracias, Ksandra, puedes marcharte —la interrumpió la mujer gorda.
Se levantó y dirigió una sonrisa a Yaya. Con un chasquido casi audible, su voz subió varias clases sociales.
—Te ruego que nos disculpes —dijo—. Esto está manga por hombro, hoy es día de colada. ¿Se trata de una visita de cortesía, o puedo atreverme a preguntar...? —Bajó la voz—. ¿Hay algún mensaje del Hotro Ladio?
Yaya la miró inexpresiva, pero sólo una fracción de segundo. Las marcas brujeriles en el marco de la puerta indicaban que la propietaria acogía con agrado a las brujas y tenía gran interés en recibir noticias de sus cuatro maridos; también había iniciado la caza del quinto, de ahí la peluca y, silos ojos no engañaban a Yaya, el crujido de tantos huesos de ballena como para despertar las iras de todo un movimiento ecologista. Crédula y boba, decían también los signos. Yaya prefería no juzgar aún, porque las brujas urbanas tampoco le parecían demasiado listas.
La mujer debió de malinterpretar su expresión.
—No tengas miedo —dijo—, mis trabajadoras tienen órdenes de recibir bien a las brujas, aunque, por supuesto, los de arriba no lo aprueban. ¿Quieres tomar una taza de té y unas pastas?
Yaya se inclinó con solemnidad.
—Y veremos si podemos encontrar un buen fardo de ropa vieja para ti —añadió la mujer con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Ropa vieja? Oh. Sí. Gracias.
La encargada de la lavandería echó a andar como un viejo cortacésped durante una tempestad, e hizo un gesto a Yaya para que la siguiera.
—Haré que nos suban el té a mi piso. Té con muchas hojas.
Yaya caminó tras ella. ¿Ropa vieja? ¿Lo diría en serio aquella gorda? ¡Qué desfachatez! Aunque claro, si era de buena calidad...
Parecía haber todo un mundo bajo la universidad. Era un laberinto de bodegas, despensas, cocinas y almacenes, y cada una de las personas con las que se cruzaron llevaba algo, o bombeaba algo, o empujaba algo, o simplemente gritaba algo. Yaya atisbó habitaciones llenas de hielo, y otras que irradiaban calor procedente de cocinas al rojo vivo que se extendían de pared a pared. Los hornos olían a pan reciente, y las bodegas a cerveza vieja. Y todo apestaba a sudor y a humo.
La encargada la había hecho subir por una antigua escalera de caracol, y abrió una puerta con una de las muchas llaves que colgaban de su cinturón.
La habitación en la que entraron era rosa y abarrotada de encajes. Había encajes en cosas que nadie en su sano juicio adornaría con encajes. Era como estar en el interior de un montón de azúcar hilado.
—Muy bonito —dijo Yaya. Advirtió que se esperaba algo más de ella—. Buen gusto —añadió.
Buscó algo sin encajes para sentarse, y se rindió.
—¿En qué estoy pensando? —preguntó la encargada—. Soy la señora Panadizo, pero doy por supuesto que eso ya lo sabe. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
—¿Eh? Oh, soy Yaya Ceravieja.
Yaya se estremeció. Los encajes empezaban a darle dolor de cabeza.
—Yo también tengo poderes psíquicos, por supuesto —añadió la señora Panadizo.
Yaya no tenía nada contra adivinar el futuro, siempre y cuando lo hicieran mal personas sin ningún talento para ello. Pero era muy diferente cuando lo hacia gente con cerebro. Ella consideraba que el futuro ya era bastante frágil en el mejor de los casos, y que si la gente lo miraba con demasiada atención, cambiaba. Yaya tenía algunas teorías bastante complicadas sobre el espacio, el tiempo y por qué no había que andar jugando con ellos, pero por fortuna los buenos adivinos escaseaban, y de todas formas la gente prefería a los malos, que aportaban la dosis adecuada de optimismo.
Yaya sabía perfectamente cómo adivinar mal el futuro. Era mucho más difícil que hacerlo bien. Hacía falta una gran imaginaclon.
No pudo evitar preguntarse 51 la señora Panadizo sería una bruja nata que no llegó a recibir instruccion. Desde luego, aquella mujer estaba asediando al futuro con todas sus fuerzas. Había una bola de cristal bajo un mantelito de encaje rosa, varios juegos de cartas de adivinación, una bolsita de terciopelo rosa llena de piedras runicas, una de esas mesitas con ruedas que ninguna bruj a prudente tocaría con una escoba de tres metros, y —aunque Yaya no estaba muy segura de esto— unos cuantos excrementos secos de monje, o quizá de lama, que se podían utilizar para adivinar la suma total de la sabiduría y el conocimiento existentes en el universo. Todo era muy triste.
—Y también están los posos de té, por supuesto —dijo la señora Panadizo, señalando la tetera marron que había sobre la mesa—. Sé que muchas brujas los prefieren, aunque a mí me parecen un poco... vulgares. Sin ánimo de ofender.
No la había ofendido, desde luego, pensó Yaya. La mirada que le dirigía la señora Panadizo era muy semejante a la de un cachorrito de perro cuando no sabe qué esperar y empieza a preocuparse por silo que se avecina es el periódico enrollado.
Cogió la taza de la señora Panadizo y empezó a escudriñar el interior, pero vio la expresión de desencanto que cruzaba el rostro de la encargada como una sombra por un campo cubierto de nieve. Entonces, recordó lo que estaba haciendo, sacudió la taza unas cuantas veces, hizo unos pases mágicos sobre ella y murmuró un hechizo (en realidad, era el que usaba para curar la mastitis en las cabras viejas, pero eso daba igual›. Aquel despliegue de poderes mágicos pareció animar muchísimo a la señora Panadizo.
A Yaya no se le daban muy bien los posos de té, pero escudriñó la costra azucarada del fondo de la taza, y dejó vagar su mente. Lo que necesitaba en aquel momento era una rata, o como mínimo una cucaracha, que estuviera por casualidad cerca de Esk, para poder tomar Prestada su mente.
Y Yaya descubrió que la universidad tenía una mente propia.
Es bien sabido que la piedra puede pensar, porque toda la electrónica se basa en ese hecho, pero en algunos universos los hombres se pasan siglos buscando otras inteligencias en el cielo, sin mirar ni una sola vez lo que tienen bajo los pies. Eso es porque no tienen ni idea de la duración del tiempo. Desde el punto de vista de la piedra, el universo está recién creado, las cordilleras saltan como cabras mientras los continentes se mueven con buen humor, chocando unos contra otros por el simple placer de darle impulso y sacudirse las rocas. Pasará mucho tiempo antes de que la piedra tenga alguna enfermedad de la piel que la obligue a rascarse. Menos mal.
Pero las piedras con las que estaba construida la Universidad Invisible llevaban muchos miles de años absorbiendo magia, y ese poder tenía que acumularse en alguna parte.
Así que la universidad había desarrollado una personalidad propia.
Yaya la sentía como un animal grande y bondadoso, como si estuviera a punto de tumbarse sobre el tejado para que le rascaran el suelo. Pero la personalidad no le prestaba atención. Estaba observando a Esk.
Yaya encontró a la niña al final de las hebras de la atención de la universidad, y observó fascinada las escenas que tenían lugar en la Sala Principal...
—... ¿ahí?
La voz le llegó desde muy lejos.
—¿Mmm?
—He preguntado qué ves ahí.
—¿Eh?
—He preguntado...
—Oh.
Yaya recuperó su mente, un poco confusa. Lo malo de tomar Prestada otra mente era que siempre te sentías algo fuera de lugar cuando volvías a tu propio cuerpo, y Yaya era la primera persona del mundo en leer la mente de un edificio. Ahora se sentía grande, agrietada y llena de pasillos.
—Te encuentras bien?
Yaya asintió y abrió las ventanas. Extendió el ala este y la Oeste, e intentó concentrarse en la tacita que sostenía entre sus pilares.
Por fortuna, la señora Panadizo atribuyó su palidez de yeso y su silencio pétreo a los poderes ocultos, y Yaya descubrió que la breve visión de la memoria silícea de la univesidad había estimulado su imaginación.
Con una voz que era como un pasillo cavernoso, cosa que impresionó mucho a la encargada, tejió un futuro lleno de jóvenes ansiosos peleando por los amplios favores de la señora Panadizo. Habló muy deprisa, porque lo que había visto en la Sala Principal la hacía desear volver lo antes posible a la puerta de entrada.
—Hay otra cosa —añadió.
—¿Sí? ¿Sí?
—Te veo contratando a una nueva criada... Tú eres quien contrata a las criadas, ¿no? Si... ésta es una niña, muy económica, buena trabajadora, sirve para todo.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó la señora Panadizo, saboreando las gráficas descripciones de Yaya sobre su futuro, ebria de curiosidad.
—Los espíritus no lo dicen muy claro —indicó Yaya—, pero es muy importante que la contrates.
—No hay problema —asintió la señora Panadizo—. Aquí las criadas no duran nada. Es por toda esa magia. Tiene escapes. Sobre todo en la biblioteca, donde guardan todos esos libros mágicos. En realidad, ayer se despidieron dos de las doncellas del piso superior, dijeron que estaban hartas de acostarse sin saber con qué forma se despertarían por la mañana. Los magos mayores las curaban, claro. Pero no es lo mismo.
—Sí, bueno, los espíritus dicen que esta niña no causará ningún problema en ese aspecto —señaló Yaya con tono sombrío.
—Si sabe barrer y fregar, bienvenida sea —asintió la señora Panadizo, asombrada.
—Hasta trae su propia escoba. Según los espíritus, claro.
—Qué amable. ¿Cuándo llegará esa jovencita?
—Oh, pronto, pronto..., eso dicen los espíritus.
Una tenue sombra de sospecha nubló el rostro de la encargada.
—No es el tipo de cosas que suelen decir los espíritus. ¿Dónde lo pone, exactamente?
—Aquí —señaló Yaya—. Mira, en ese montoncito de posos que hay entre el azúcar y la grieta. ¿Tengo razón o no?
Las dos mujeres se miraron. La señora Panadizo tendría sus debilidades, pero era suficientemente dura como para controlar el submundo de la universidad. Pero Yaya podía hacer apartar la vista a una serpiente: tras unos segundos, a la encargada empezaron a llorarle los ojos.
—Si, supongo que sí —respondió débilmente mientras pescaba un pañuelo de entre las profundidades de su seno.
—Entonces, perfecto —dijo Yaya incorporándose en la silla y dejando la taza de té en su platito.
—Aquí hay muchas oportunidades para cualquier jovencita que quiera trabajar duro —explicó la señora Panadizo—. Yo misma empecé como doncella.
—Igual que todas —señaló Yaya ambiguamente—. Ahora, tengo que irme.
Se levantó y cogió su sombrero.
—Pero...
—He de darme prisa. Una cita urgente —dijo Yaya por encima del hombro mientras bajaba apresuradamente la escalera.
—Hay un fardo de ropa vieja...
Yaya se detuvo, con sus instintos luchando por el dominio.
—¿Algo de terciopelo negro?
—Sí, y también de seda.
Yaya no estaba muy segura de que la seda fuera decente, había oído decir que la sacaban del capullo de los gusanos, pero el terciopelo negro siempre había ejercido una poderosa atracción sobre ella. Al final, la lealtad vencio.
—Guárdamelo, puede que vuelva —gritó mientras corría pasillo abajo.
Las cocineras y criadas corrieron a refugiarse cuando la anciana pasó trotando sobre las losas resbaladizas, subió a saltos la escalera del patio y salió patinando al callejón, con el chal ondeando a su espalda y las botas arrancando chispas de los guijarros. Una vez al aire libre, se arremangó las faldas y echó a correr al galope, doblando la esquina que daba a la plaza principal con un chirrido de suelas que dejó un largo arañazo blanco sobre las piedras.
Llegó justo a tiempo de ver como Esk salía por la puerta, hecha un mar de lágrimas.
—¡La magia no funcionó! ¡La notaba, sabía que estaba ahí, pero no salió!
—Quizá lo intentaste demasiado —señaló Yaya—. La magia es como pescar. Si vas por ahí saltando y chapoteando, nunca pescarás un pez, tienes que quedarte quieta y dejar que suceda con naturalidad.
—¡Y luego todos se rieron de mí! ¡Hasta me dieron un caramelo!
—Entonces, al menos has salido ganando algo.
—¡Yaya! —exclamó Esk, acusadora.
—Bueno, ¿y qué esperabas? —preguntó la anciana—. Menos mal que sólo se rieron. La risa no duele. Vas al mago jefe, haces el tonto delante de todo el mundo, ¿y sólo se ríen de ti? Pues no te ha ido nada mal. ¿Te has comido ya el caramelo?
—Si —refunfuñó Esk.
—¿De qué era?
—De café.
—No me gusta el café.
—Ya —dijo Esk—. Supongo que, la próxima vez, querrás que lo coja de menta.
—No se te ocurra ponerte antipática conmigo, señorita. La menta no tiene nada de malo. Pásame esa fuente.
Otra de las ventajas de la vida urbana, como había descubierto Yaya, eran los recipientes de cristal. Algunas de sus pócimas más complicadas requerían instrumental que, o bien tenía que comprar a los enanos a precios de estafa, o pedirlo al soplador de vidrio humano más próximo. De esta última manera, los recipientes llegaban en paja y, generalmente, en anicos. Yaya había tratado de aprender a soplar cristal, pero el esfuerzo le hacía toser, lo que producía resultados muy divertidos. Pero la próspera profesión alquímica de la ciudad implicaba que había tiendas enteras llenas de cristal, y a una bruja siempre se le hacía descuento.
Observó cómo un vapor amarillo recorría ellaberinto de tubos entrelazados, para al final condensarse en una gran gota pegajosa. La recogió limpiamente con una cuchara de cristal, y la guardó en un vial de vidrio.
Esk la miró entre las lágrimas.
—¿Qué es eSO? preguntó.
—Un atiqueteimporta —replicó Yaya al tiempo que sellaba la boca del vial con cera.
—¿Una medicina?
—En cierto modo.
Yaya sacó los instrumentos de escribir y eligió una plumilla. Asomó la punta de la lengua por la comisura de la boca mientras escribía cuidadosamente una etiqueta, con muchas pausas para pensar y deletrear.
—¿Para quién es?
—Para la señora Aquimino, la mujer del soplador de vidrio.
Esk se sonó la nariz.
—Ése que no sopla mucho vidrio, ¿verdad?
Yaya la miró por encima del escritorio.
—¿Qué quieres decir?
—Ayer, cuando hablaba contigo, lo llamó Viejo Una Vez Al Mes.
—Mpf.
Terminó cuidadosamente la frase: «Mecclar con un baso de agua i acerle el te con esto i acordarse de yebar ropa suelta i que no baya a benir nadie.»
Algún día, se dijo, tendría que hablar con ella de eso.
La niña parecía extrañamente ignorante. Ya había asistido a suficientes partos, había llevado las cabras al macho de la vieja Nanny Ananzana, pero sin sacar las conclusiones obvias. Yaya no sabía muy bien qué debía hacer, y nunca llegaba el momento adecuado para sacar el tema. Se preguntó si, en el fondo del fondo, no le daría vergüenza: se sentía como un veterinario capaz de herrar caballos, curarlos, ensillarlos y juzgarlos, pero sin la más remota idea de cómo montarlos.
Pegó la etiqueta en el vial y lo envolvió cuidadosamente en papel.
Ahora.
—Hay otra manera de entrar en la universidad —dijo mirando de soslayo a Esk, que machacaba hierbas en un mortero con poca habilidad—. Una manera para brujas.
Esk alzó la vista. Yaya se permitió una leve sonrisa y empezó a escribir otra etiqueta. Escribir etiquetas era lo más difícil de la magia, al menos para ella.
—Pero supongo que no te interesará —añadió—. No es muy elegante.
—Se rieron de mí —murmuró Esk.
—Sí. Ya me lo dijiste. Así que no querrás volver a intentarlo. Casi lo comprendo.
Se hizo un silencio, quebrado sólo por los arañazos de la plumilla de Yaya.
—Esa manera... —dijo Esk al final.
—¿Mmm?
—¿Sirve para que entre en la universidad?
—Por supuesto. Te dije que encontraría un camino, ¿no? Además, es un camino muy bueno. No tendrás que aprender lecciones, tendrás libertad para ir a todas partes, nadie te verá..., serás como invisible. Pero claro, se rieron, así que no querrás volver. ¿Verdad?
—¿Otra taza de té, Yaya Ceravieja?
—Sí —aceptó Yaya—. Con tres terrones de azúcar, por favor.
La señora Panadizo empujó el azucarero hacia ella. Esperaba con ansiedad las visitas de Yaya, pero le salían caras en azúcar. Los terrones desaparecían pronto cuando Yaya estaba cerca.
—Es muy malo para la silueta —dijo—. Y creo que también para los dientes.
—Nunca he tenido una silueta presentable, y mis dientes saben cuidarse solos —dijo Yaya.
Por desgracia, era verdad. Yaya padecía de unos dientes robustos y saludables, cosa que consideraba una grave desventaja para una bruja. Sentía auténtica envidia de Nanny Ananzana, la bruja de la montaña, que había conseguido perder todos los dientes antes de cumplir los veinte años, y tenía la credibilidad inherente. Sin dientes, uno se ve obligado a comer mucha sopa, pero también obtiene mucho respeto. Y luego, las verrugas. A Nanny Ananzana no le había costado nada tener una cara que parecía un calcetín lleno de guijarros, mientras que Yaya había probado todos los métodos capaces de causar verrugas, sin siquiera obtener la obligatoria de la nariz. Había brujas con suerte.
—¿Mmm? —dijo, consciente del parloteo de la señora Panadizo.
—Estaba diciendo que la pequeña Eskarina es un auténtico tesoro. Una chiquilla increíble. Mantiene los suelos sin una mancha, sin una mancha. Ningún trabajo es excesivo para ella. Ayer voy y le digo: «Esa escoba tuya es como si estuviera viva», ¿y sabes lo que me respondió?
—No me atrevo a imaginarlo —musitó Yaya.
—¡Dijo que el polvo tenía miedo de la escoba! ¿Te lo imaginas?
—Sí.
La señora Panadizo empujó la taza de té en dirección a ella, y sonrió avergonzada.
Yaya suspiró para sus adentros, y examinó las nada limpias profundidades del futuro. Empezaba a agotársele la imaginación.
La escoba recorrió el pasillo levantando una gran nube de polvo que luego parecía absorbido por las cerdas, como habría visto cualquier observador atento. Si el observador fuera muy, muy atento, advertiría también que el mango de la escoba tenía extrañas marcas, dibujos que no parecían tallados, sino que más bien cambiaban a medida que los mirabas.
Pero allí no había ningún observador atento.
Esk se sentó en el alféizar de una de las ventanas y contempló la ciudad. Se sentía más furiosa que de costumbre, así que la escoba atacaba al polvo con un vigor inusitado. Las arañas huían desesperadamente de su paso, abandonando sus telas ancestrales a merced del instrumento. En las paredes, en el interior de sus agujeros, los ratones se abrazaban aterrados. Las carcomas se arrastraban por el interior de las vigas, tratando de resistirse a la fuerza inexorable que las arrancaba de sus túneles.
—¡Esto sí que es limpiar! —dijo Esk.
Admitía que aquel puesto tenía sus ventajas. La comida era sencilla pero abundante, tenía una habitación entera para ella en algún lugar del tejado, y podía permitirse el lujo de dormir hasta las cinco de la mañana, hora que para Yaya hubiera sido prácticamente el mediodía. Desde luego, el trabajo no era duro. Sólo tenía que empezar a barrer hasta que el cayado comprendía lo que se quería de él, y luego Esk podía descansar hasta que acababa. Si se acercaba alguien, el cayado se apoyaba inmediatamente en la pared, fingiendo inocencia.
Pero Esk no estaba aprendiendo magia. Podía entrar en aulas vacías y examinar los diagramas dibujados con tiza en la pizarra, o en el suelo cuando se trataba de clases más avanzadas, pero las formas no tenían sentido. Ni estética.
Le recordaban los dibujos en el libro de Simón. Parecían vivas.
Paseó la mirada por los tejados de Ankh-Morpork y razonó así: la escritura no era más que las palabras que decía la gente, aplastadas entre capas de papel hasta que quedaban fosilizadas (en el Mundodisco conocían bien los fósiles, grandes conchas espirales o criaturas mal construidas, restos de cuando el Creador aún no sabía muy bien qué quería hacer y se había dedicado a juguetear con el Pleistoceno). Y las palabras que decía la gente no eran más que sombras de las cosas reales. Pero..., pero algunas cosas eran demasiado grandes como para dejarse encerrar en palabras, e incluso las palabras eran demasiado poderosas como para que la escritura las domesticara por completo.
Así que algunas cosas escritas intentaban transformarse en cosas de verdad. En este punto, los pensamientos de Esk se volvieron confusos, pero estaba segura de que las palabras más mágicas eran esas que palpitaban furiosas, tratando de escapar y de hacerse reales.
Y no parecían muy agradables.
Pero, entonces, recordó el día anterior.
Había sido bastante extraño. Las aulas de la universidad estaban diseñadas según el principio del embudo, con hileras de asientos —pulidos por los traseros de los mejores magos del Disco— que parecían precipitarse hacia la zona central, donde había una mesa, un par de pizarras y un espacio de suelo en el que cabía un octograma de tamaño aceptable. Bajo las hileras había un buen espacio, y Esk descubrió que eran un punto de observación bastante útil, aunque tuviera que mirar al instructor por entre las botas puntiagudas de los aprendices de mago. Era un lugar muy tranquilo, el murmullo de las conferencias la acunaba con la misma suavidad que el zumbido de las abejas en el jardín de hierbas especiales de Yaya. Nunca había magia práctica, sólo palabras. Al parecer, a los magos les encantaban las palabras.
Pero el día anterior había sido diferente.
Esk había estado sentada en la penumbra polvorienta, tratando de pergeñar algo de magia sencilla, cuando oyó el ruido de la puerta al abrirse y el de unas pisadas de botas. Aquello era sorprendente. Esk conocía los horarios, y los estudiantes de segundo año que solían ocupar aquella sala estaban en el gimnasio, con Jeofal el Vigoroso, en Principios de Desmaterialización. (Los estudiantes de magia no necesitaban para nada ejercicio físico. El gimnasio era una gran habitación con las paredes forradas de plomo y de madera de serbal, donde los neófitos podían trabajar con magia superior sin desequilibrar gravemente el universo, aunque no siempre sin desequilibrarse seriamente ellos mismos. La magia no tenía piedad con los débiles. Algunos estudiantes torpes tenían la suerte de salir por su propio pie, a otros los sacaban en botellas.)
Esk escudriñó entre las hendiduras. Aquéllos no eran estudiantes, eran magos. Y muy importantes, a juzgar por sus túnicas. Y conocía de sobra a la figura que subió al púlpito del conferenciante como una marioneta mal manejada, chocando contra el atril y pidiéndole disculpas distraídamente. Se trataba de Simón. No había nadie más que tuviera los ojos como dos huevos pasados por agua y la nariz roja de tanto sonarse. Para Simón, el polen estaba presente en todas partes.
A Esk se le ocurrió que, aparte de su alergia generalizada a toda la creación, con un buen corte de pelo y unas cuantas lecciones de comportamiento, el chico podía ser bastante guapo. Era una idea desacostumbrada, y la reservó para analizarla más adelante.
Cuando los magos se hubieron sentado, Simón empezó a hablar. Leía sus notas y, cada vez que se atascaba con una palabra, todos los magos, como un solo hombre, la coreaban sin poder impedirlo.
Tras un rato, un trozo de tiza se elevó del atril y se dirigió hacia la pizarra situada tras Simón. Esk había aprendido lo suficiente sobre magia de magos como para saber que aquello era un logro asombroso... Simón llevaba apenas un par de semanas en la universidad, y la mayoría de los estudiantes no dominaban la Levitación Ligera hasta el final de su segundo año.
La barrita blanca se deslizó y chirrió por la superficie negra, acompañando a la voz de Simón. Incluso sin el tartamudeo, el chico no habría sido buen orador. Dejaba caer las notas. Se corregía. Llenaba las frases de «mmms» y de «ehhhhs». Y a Esk le parecía que no estaba diciendo nada interesante. Hasta su escondrijo llegaban frases como «el tejido básico del universo». Ella no entendía qué era eso, a menos que se refiriese al terciopelo o a la franela. En cuanto a la «mutabilidad de la matriz de probabilidad», no tenía la menor idea de lo que quería decir.
A veces parecía estar diciendo que nada existía a menos que la gente pensara que existía, que el mundo estaba allí porque la gente se empeñaba en imaginarlo. Pero luego parecía decir que había montones de mundos, todos casi iguales y en el mismo lugar, pero separados por el espesor de una sombra, de manera que todo lo que podía suceder tuviera un lugar donde suceder.
(Esk sí entendía esto. Lo había intuido desde que limpiara el lavabo de los magos superiores, o mejor dicho, mientras el cayado lo hacía y ella examinaba los urinarios. Con la ayuda de lo que recordaba de sus hermanos cuando se metían en la cuba para bañarse, ante la chimenea de su casa, formuló la Teoría General de Anatomía Comparada. El lavabo de los magos superiores era un lugar mágico, con auténtica agua corriente, baldosas interesantes y, lo más importante, dos grandes espejos de plata clavados en paredes enfrentadas, de manera que alguien que se mirase en uno podía ver su imagen repetida una y otra vez, hasta que era minúscula. Así trabó contacto Esk con la idea del infinito. Más aún, tuvo la sensación de que una de las Esks del espejo, la que atisbaba por el rabillo del ojo, la estaba saludando.)
Las frases de Simón tenían algo de turbador. Parecían dar a entender que el mundo era tan real como una burbuja de jabón o un sueño.
La tiza chirrió por la pizarra tras él. A veces, Simón tenía que detenerse para explicar los símbolos a los magos, quienes, según le pareció a Esk, se emocionaban ante frases muy tontas. Luego la tiza se movía de nuevo, trazando estelas de cometa en la oscuridad y dejando su rastro de polvillo.
La luz empezaba a desaparecer en el cielo del exterior. A medida que las sombras invadían la habitación, las palabras escritas en tiza brillaron. De repente, a Esk le pareció que la pizarra no es que fuera oscura, sino que no estaba allí, como esas bolas de nada que la magia podía transformar en estrellas, mariposas o diamantes. Todo estaba hecho de vacío.
Lo raro era que a Simón le parecía fascinante.
Esk sólo era consciente de que las paredes de la habitación se habían vuelto tan finas e insustanciales como el humo, como si su vacío se hubiera extendido hasta engullir todo lo que las definía como paredes. Ahora sólo quedaba la conocida llanura fría, vacía, brillante, con sus lejanas colinas erosionadas y las criaturas inmóviles como estatuas que miraban desde arriba.
Ahora había muchas más. Parecían estar por todas partes, arremolinadas como polillas en torno a una luz.
Pero había una diferencia importante: la cara de una polilla, incluso vista desde cerca, sería tan simpática como la de un conejito comparada con las cosas que observaban a Simón.
En aquel momento entró un criado para encender las lámparas, y las criaturas desaparecieron, transformándose en las inofensivas sombras que poblaban los rincones de la sala.
En algún momento del pasado más reciente, alguien había decidido animar los antiguos pasillos de la universidad con una mano de pintura, con la vaga noción de que Aprender Debe Ser Divertido. No había salido bien. En todos los universos, es un hecho que no importa el cuidado con que se elijan los colores, toda decoración institucional acaba siendo verde vómito, marrón inmencionable, amarillo nicotina o rosa vendaje usado. Por alguna ley de resonancia simpática apenas conocida, los pasillos pintados de estos colores siempre olían ligeramente a repollo hervido, aunque jamás se hubiera hervido un repollo en los alrededores.
En algún lugar de los pasillos, sonó una campana. Esk se dejó caer del alféizar, agarró el cayado y empezó a barrer industriosamente mientras las puertas se abrían de golpe para dejar salir a los estudiantes. Pasaron junto a ella a ambos lados, como corrientes de agua en torno a una roca. Durante unos minutos, todo fue confusión. Luego las puertas se cerraron, las pisadas se alejaron, y Esk se encontró sola de nuevo.
No por primera vez, la niña deseó que el cayado pudiera hablar. El resto de los criados y criadas eran simpáticos, sí, pero con ellos no se podía mantener una conversación. Al menos, sobre magia.
También empezaba a llegar a la conclusión de que debía aprender a leer. Ese asunto de la lectura parecía ser la clave de la magia de magos, que era todo cuestión de palabras. Los magos creían que los nombres eran lo mismo que las cosas, y que si cambias el nombre, cambias la cosa. O algo por el estilo...
Leer. O sea, la biblioteca. Simón había dicho que allí había miles de libros, y con tantas palabras seguro que existían un par de ellas que Esk pudiera leer. Se puso el cayado al hombro y echó a andar decididamente hacia el despacho de la señora Panadizo.
Casi había llegado cuando una pared le dijo:
—¡Psst!
Esk la miró, y ésta se transformó en Yaya. No era que Yaya pudiera hacerse invisible. Simplemente, tenía la capacidad de fundirse con el entorno, de manera que nadie la veía.
—¿Qué tal te va? —preguntó la anciana—. ¿Cómo va la magia?
—¿Qué haces aquí, Yaya? —preguntó Esk.
—He venido a adivinarle el futuro a la señora Panadizo —respondió Yaya, sujetando con cierta satisfacción un gran fardo de ropa vieja.
Su sonrisa se borró ante la mirada testaruda de Esk.
—Bueno, en la ciudad las cosas son diferentes —explicó—. La gente de la ciudad siempre está muy preocupada por el futuro, les pasa por comer tanta comida rara. Además —añadió al comprender que se estaba disculpando—, ¿por qué no debería adivinar el futuro?
—Porque siempre dices que Hilta estaba jugando con la estupidez de las mujeres —señaló Esk—. Dijiste que los que adivinaban el futuro deberían avergonzarse, y además, no necesitas ropa vieja.
—No desperdicies nada, no desperdicies nada —la sermoneó Yaya. Se había pasado la vida llevando ropa vieja, y no pensaba permitir que una prosperidad temporal la hiciera cambiar—. ¿Te dan bien de comer?
—Sí —respondió Esk—. Yaya, la magia de magos es todo palabras...
—Ya te lo decía yo.
—No, quiero decir... —empezó Esk.
Pero Yaya sacudió una mano en gesto de irritación.
—En este momento no puedo ocuparme de eso —dijo—. Tengo unos encargos importantes para esta noche, si las cosas siguen así tendré que entrenar a alguien. ¿Por qué no vienes a verme cuando te den una tarde libre, o algo así?
—¿Entrenar a alguien? —se horrorizó Esk—. ¿Como bruja?
—No —respondió Yaya—. Bueno, quizá.
—¿Y yo, qué?
—Tú sigues tu propio camino —señaló Yaya—. Sea el que sea.
—Mpf —gruñó Esk.
Yaya la miró.
—Bien, me voy —dijo al final.
Se dio media vuelta y echó a andar hacia la entrada de la cocina. Al hacerlo, su capa revoloteó sobre sus hombros, y Esk advirtió que el forro interior era rojo. Rojo oscuro, rojo vino, pero rojo al fin y al cabo. En Yaya, cuya ropa visible siempre había sido de un sufrido negro, aquello era increíble.
—¿La biblioteca? —dijo la señora Panadizo—. ¡Pero si nadie limpia la biblioteca!
Parecía sinceramente asombrada.
—¿Por qué? —preguntó Esk—. ¿No entra polvo?
—Bueno... —titubeó la señora Panadizo. Meditó un momento—. Sí, supongo que si, ahora que lo mencionas. La verdad es que nunca lo había pensado.
—Es que ya he limpiado por todas partes —dijo Esk dulcemente.
—Sí —asintió la señora Panadizo—. Es verdad, sí.
—Entonces, bien.
—La cosa es que... nunca lo habíamos hecho —se rindió la mujer—. Aunque la verdad, no sé por qué.
—Entonces, bien —repitió Esk.
—¿Ook? —dijo el bibliotecario jefe, alejándose de Esk.
Pero la niña había oído hablar de él, y venía preparada. Le ofreció un plátano.
El orangután extendió la mano lentamente, y agarró el plátano con una sonrisa triunfal.
Quizá haya universos en los que la profesión de bibliotecario se considere tranquila, en los que el único riesgo inherente es que caiga un libro grande de la estantería y te dé en la cabeza. Pero el puesto de bibliotecario mágico no es para gente descuidada. Los hechizos tienen poder, escribirlos y encerrarlos entre cubiertas no basta para reducirlo. Los libros tienen escapes. Los grimorios suelen reaccionar unos en presencia de otros, creando una magia aleatoria con mente propia. Los libros de magia suelen estar encadenados a los estantes, pero no es para impedir que los roben...
Uno de estos accidentes había transformado al bibliotecario en simio, y desde entonces se había resistido a todos los intentos de devolverle su forma, explicando en lenguaje de signos que la vida de un orangután era considerablemente mejor que la de un ser humano, ya que todas las grandes cuestiones filosóficas se reducían a preguntarse de dónde vendría el siguiente plátano. Además, los brazos largos y los pies prensiles eran ideales para los estantes altos.
Esk le dio todo un racimo de plátanos y se escabulló entre los libros antes de que el bibliotecario pusiera objeciones.
Esk jamás había visto más de un libro a la vez, así que, para ella, aquella biblioteca era igual que cualquier otra. Cierto, era un poco extraño que el suelo pareciera fundirse con la pared en la distancia, y las estanterías engañaban a la vista, parecían tener más dimensiones aparte de las tres habituales. También sorprendía un poco ver estanterías en el techo, con algún que otro estudiante vagando despreocupadamente entre ellas.
La verdad era que la presencia de tanta magia distorsionaba el espacio donde se encontraba. El terciopelo —o quizá la franela— del universo estaba retorcido allí para adoptar formas peculiares. Los millones de palabras atrapadas, incapaces de escapar, deformaban la realidad a su alrededor.
A Esk le parecía lógico que entre todos aquellos libros hubiera uno que te enseñara cómo leer los demás. No sabía muy bien cómo encontrarlo, pero en el interior de su corazón sentía que, probablemente, tendría dibujos de gatitos y conejitos alegres en la cubierta.
Desde luego, la biblioteca no era silenciosa. De cuando en cuando se oía el zumbido de alguna descarga mágica, y un chispazo octarino saltaba de estante en estante. Las cadenas tintineaban débilmente. Y, por supuesto, se escuchaba el crujido de miles de páginas en sus prisiones de encuadernación de cuero.
Esk se aseguró de que no había nadie cerca, y cogió el volumen más próximo. Se abrió de golpe en sus manos, y la niña advirtió con pesadumbre que las páginas estaban llenas de los mismos diagramas desagradables que había advertido en el libro de Simón. La escritura no significaba nada para ella, cosa de la que se alegraba..., sería horrible conocer todo lo que significaban de verdad aquellas letras, que parecían criaturas horripilantes haciéndose cosas complicadas unas a otras. Cerró el libro con esfuerzo, pese a la resistencia desesperada de las palabras. En la cubierta había un dibujo de una criatura. Se parecía sospechosamente a una de las cosas del desierto frío. Desde luego, no era un gatito alegre.
—¡V-vaya! ¿Esk, verdad? ¿C-cómo has llegado a-aquí?
Era Simón, que llevaba un libro bajo cada brazo. Esk se sonrojó.
—Yaya no quiere decírmelo —respondió—. Creo que tiene algo que ver con los hombres y las mujeres.
Simón la miró sin comprender. Luego, sonrió. Esk volvió a pensar sobre la pregunta.
—Trabajo aquí. Barriendo.
Señaló el cayado en gesto de explicación.
—¿Aquí?
Esk le miró. Se sentía sola, perdida y muy traicionada. Todo el mundo parecía concentrado en vivir sus vidas, excepto ella. Se pasaría los años limpiando detrás de los magos. No era justo, estaba harta.
—La verdad es que no. Estoy aprendiendo a leer para poder ser mago.
El chico la contempló con sus ojos húmedos unos instantes. Luego, amablemente, cogió el libro de manos de Esk y leyó el título.
—Demonoylogía Deformatorum de Expulsión de Espíritus Inmundos. ¿Cómo p-pretendes leer esto?
—Mmm —respondió Esk—. Bueno, hay que intentarlo hasta que lo consigues, ¿no? Es como ordeñar, o hacer punto o...
Su voz se fue apagando.
—No estoy muy ssseguro. Estos libros s-son un ppppoco agresivos. Sssi no tienes cuidado, son ellos l-los que te l-leen a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Hay quien dddddd...
—dice... —concluyó Esk maquinalmente.
—que había un mmmmm... mago... que empezó a l-leer el Necroteleconomicón, y se le escapó la mmmmm... mente... y al otro día e-encontraron sssus ropas en la sssilla, con el sssombrero encima, y el libro tenía...
Esk se metió los dedos en los oídos, pero no consiguió dejar de oír.
—Si es muy horrible, no quiero saberlo.
—...tenía mmmuchas mmmás páginas.
Esk se sacó los dedos de los oídos.
—¿Había algo en las páginas?
Simón asintió con solemnidad.
—Sí. En cada una de ellas ha-había ppp...
—No —le interrumpió Esk, aunque maldita la falta que hacía—. No quiero ni imaginarlo. Pensé que leer era una cosa más tranquila, o sea, Yaya leía su Almanaque todos los días y nunca le pasó nada.
—Yo d-diría que las palabras nnn... normales... son adecuadas —concedió Simón con magnanimidad.
—¿Estás completamente seguro?
—Lo que pasa es que las pppalabras tienen pppoder —dijo Simón, colocando el libro en su sitio con firmeza. El volumen hizo tintinear sus cadenas—. Y dicen que la pppluma es mmmás p-poderosa que la esss...
—...espada —terminó Esk—. Es posible, pero... ¿con cuál de las dos cosas preferirías que te golpearan?
—Mmm, sssupongo que es inútil d-decirte que no dddeberías estar aquí, ¿verdad? —inquirió el joven mago.
Esk consideró la cuestión.
—Sí —asintió—. Me parece que si lo sería.
—Ppp-podría llamar a los g-guardianes pppara que te echaran.
—Sí, pero no lo harás.
—Esque no qqqu... quiero... que te pppase nada mmmalo. De v-verdad. Este lugar es pppeligroso...
Esk percibió una tenue agitación en el aire sobre el chico. Por un momento las vio, grandes formas gris es surgidas del lugar frío. Estaban observando. Y, en la tranquilidad de la biblioteca, donde el peso de la magia menguaba considerablemente la consistencia del universo, se habían decidido a entrar en acción.
Alrededor, el sordo crepitar de los libros se convirtió en un estruendo desesperado de páginas crujiendo. Algunos de los libros más poderosos consiguieron salir revoloteando de sus estantes, tirando de las cadenas como locos. Un enorme grimorio se las arregló para saltar de su nido en el estante más elevado —arrancando su cadena de paso— y huyó como un pollo asustado, dejando atrás un reguero de páginas.
Un viento mágico arrancó el pañuelo de la cabeza de Esk, y su pelo gritó a sus espaldas. Vio cómo Simón intentaba asirse a una estantería mientras los libros saltaban contra él. El aire era espeso y sabía a latón. Zumbaba.
—¡Están intentando entrar! —gritó Esk.
El rostro torturado de Simón se volvió hacia ella. Un incunable aterrorizado le golpeó salvajemente en la rabadilla y le hizo caer al suelo tembloroso antes de rebotar muy por encima de las estanterías. Esk se agachó para esquivar una bandada de diccionarios que trazaban círculos en torno al estante, y avanzó a gatas hacia el chico.
—¡Eso es lo que asusta a los libros! —le gritó al oído—. ¿Los ves?
Simón asintió sin poder formular palabra. Un libro se liberó de su encuadernación y las páginas llovieron sobre ellos.
El horror puede entrar en la mente a través de todos los sentidos. Está el sonido de una risita amenazadora en una habitación oscura, la visión de medio gusano en la ensalada, el curioso olor procedente de la habitación de un inquilino, el sabor de una babosa en la coliflor. Por lo general, el tacto no tiene mucho que decir.
Pero algo le sucedía al suelo bajo las manos de Esk. Bajó la vista, con el rostro convertido en un rictus de horror, porque los polvorientos tablones de repente parecían arenosos. Y secos. Y muy, muy fríos.
Entre sus dedos había una arenilla plateada.
Agarró el cayado, se protegió los ojos del viento, y lo agitó en dirección a las imponentes figuras que tenía ante ella. Sería bonito poder decir que un relámpago de purísimo fuego blanco limpió el aire grasiento. Pero no hubo ningún relámpago...
El cayado se retorció como una serpiente en su mano, y golpeó a Simón en la sien.
Las cosas grises titubearon y desaparecieron. La realidad volvió y trató de fingir que no se había ido en ningún momento. El silencio se posó como un grueso paño de terciopelo. Era un silencio pesado, retumbante. Unos cuantos libros cayeron bruscamente del aire, sintiéndose muy ridículos.
Bajo Esk, el suelo era de madera, sin lugar a dudas. De todos modos, la niña le dio un par de puntapiés para asegurarse.
Había sangre en el suelo, y Simón yacía inmóvil. Esk miró al chico, luego al aire tranquilo, luego al cayado. Éste parecía muy satisfecho.
Le llegó el sonido de voces y pasos apresurados. Una mano semejante a un guante de piel se deslizó suavemente entre sus dedos, y una voz tras ella susurró:
—Ook.
Se volvió y se encontró frente al rostro amable y peludo del bibliotecario. El orangután se llevó un dedo a los labios, gesto inconfundible, y le tiró de la mano.
—¡Le he matado! —susurró Esk.
El bibliotecario negó con la cabeza y volvió a tirarle de la mano.
—Ook —explicó—. Ook.
De mala gana, Esk se dejó arrastrar hacia una salida lateral en el laberinto de antiguas estanterías, justo antes de que un grupo de magos, atraídos por el sonido, doblaran la esquina.
—Los libros han vuelto a pelearse...
—¡Oh, no! ¡Tardaremos siglos en capturar a los hechizos de nuevo! Ya sabes que siempre se esconden...
—¿Quien es ese que está en el suelo?
Hubo una pausa.
—Está inconsciente. Ha debido de darse contra un estante.
—¿Quién es?
—El chico nuevo. Ya sabes, el que dicen que tiene toda la cabeza llena de cerebro.
—Pues si ese estante llega a apuntar un poco mejor, ahora mismo lo estaríamos comprobando.
—Vosotros dos, llevadlo a la enfermería. Los demás recogeremos los libros. ¿Dónde está el condenado bibliotecario? No debió permitir que llegara a producirse una Misa Crítica.
Esk miró de soslayo al orangután, que arqueó las cejas. Sacó un polvoriento volumen sobre hechizos de jardinería, cogió un blando plátano marrón oculto tras él, y se lo comió con la tranquilidad de quien sabe que, sean cuales sean los problemas, pertenecen en su totalidad a los seres humanos.
La niña volvió la vista hacia el cayado que tenía en la mano, y apretó los labios. Sabía que no se le había resbalado. El cayado se había lanzado contra Simón, con sus entrañas de madera llenas de intenciones asesinas.
El chico yacía en una cama dura de la pequeña habitación, con una toalla fría sobre la frente. Treatle y Cortángulo le examinaban cuidadosamente.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Cortángulo.
Treatle se encogió de hombros.
—Tres días.
—¿Y no ha recuperado el sentido en ningún momento?
—No.
Cortángulo se dejó caer pesadamente en el borde de la cama, y se pellizcó la nariz, pensativo. Simón nunca había parecido muy saludable, pero ahora su rostro estaba espantosamente demacrado.
—Una mente genial —suspiró—. Su explicación de los principios fundamentales de la magia y la materia... fue asombrosa.
Treatle asintió.
—¡Y cómo absorbe conocimientos! —siguió Cortángulo—. He trabajado como mago toda mi vida y, hasta ahora, nunca había comprendido el funcionamiento de la magia. Hasta que él lo explicó. Tan claro. Tan..., bueno, tan obvio.
—Todo el mundo lo dice —respondió Treatle, sombrío—. Cuentan que es como si te quitaran una venda de los ojos y vieras la luz del día por primera vez.
—Exacto —asintió Cortángulo—. Tiene madera de mago supremo, desde luego. Acertaste al traerlo.
Hubo una pausa meditativa.
—Sólo que... —dijo Treatle.
—¿Sólo que? —preguntó Cortángulo.
—Sólo que... ¿que comprendiste, exactamente? Eso es lo que me preocupa. Quiero decir, ¿podrías explicarlo?
—¿El qué?
Cortángulo parecía preocupado.
—Lo que dice él —insistió Treatle con voz desesperada—. Oh, es cierto, estoy seguro. Pero... ¿que es, exactamente?
Cortángulo le miró con la boca abierta.
—Es muy sencillo —dijo al final—. El universo está lleno de magia, ya sabes, y cada vez que el universo cambia, no, quiero decir, cada vez que se invoca la magia, el universo cambia, sólo que en todas las direcciones a la vez, entiendes, y... —Agitó las manos, inseguro, tratando de captar alguna chispa de comprensión en el rostro de Treatle—. Por decirlo de otra manera, cualquier trozo de materia, como una naranja, o el mundo, o..., o...
—¿O un cocodrilo? —sugirió Treatle.
—Sí, o un cocodrilo, o lo que sea, tiene forma de zanahoria.
—No recuerdo que dijera eso.
—Pues yo estoy seguro de que sí —afirmó Cortángulo, que empezaba a sudar.
—No, lo que yo recuerdo es cuando parecía sugerir que, si ibas suficientemente lejos en cualquier dirección, acababas viéndote tu propia nuca —insistió Treatle.
—¿Seguro que no se refería a otra nuca?
Treatle meditó un momento.
—No; estoy casi seguro de que dijo «tu propia nuca» —insistió—. Y me parece que también dijo que podía demostrarlo.
Consideraron la idea en silencio. Por fin, Cortángulo habló lenta, cuidadosamente.
—Tal y como yo lo veo, las cosas están así —dijo—. Antes de oírle hablar, yo era como todo el mundo, ¿entiendes lo que quiero decir? Estaba confuso e inseguro acerca de los pequeños detalles de la vida. Pero ahora —se animó—, aunque sigo estando confuso e inseguro, es en un plano muy superior, al menos sé que me asombran los hechos realmente importantes y fundamentales del universo.
Treatle asintió.
—No lo había visto desde esa perspectiva, pero tienes toda la razón. Ha ampliado los límites de la ignorancia. ¡Hay tantas cosas que no sabemos del universo...!
Los dos saborearon la extraña satisfacción de ser mucho más ignorantes que las personas normales, que sólo eran ignorantes con respecto a cosas normales.
—Espero que se ponga bien —suspiró Treatle al final—. La fiebre ha bajado, pero no parece querer despertar.
Un par de criadas entraron con un barreño de agua y toallas limpias. Una de ellas llevaba una escoba un tanto cochambrosa. Cuando empezaron a cambiar las sábanas empapadas en sudor sobre las que yacía el joven, los dos magos se marcharon, todavía discutiendo sobre las amplias perspectivas de ignorancia que el genio de Simón había descubierto al mundo.
Yaya esperó hasta que sus pisadas se hubieron alejado, y se quitó el pañuelo de la cabeza.
—Condenado trasto —dijo—. Escucha junto a la puerta, Esk.
Quitó la toalla que cubría la cabeza de Simón, y le tocó la frente.
—Has sido muy amable al venir —dijo Esk—. Ya sé que tienes mucho trabajo, y todo eso.
—Mpf.
Yaya frunció los labios. Alzó los párpados de Simón y le tomó el pulso. Apoyó una oreja contra el pecho de xilófono, y escuchó los latidos de su corazón. Se quedó quieta unos instantes, sondeando el interior de la cabeza del chico.
Puso mala cara.
—¿Está bien? —preguntó Esk, ansiosa.
Yaya contempló los muros de piedra.
—Condenado lugar. No es sitio para un enfermo.
—No, pero ¿está bien?
—¿Qué? —se sobresaltó Yaya, arrancada bruscamente de sus pensamientos—. Oh, sí. Probablemente. Dondequiera que esté.
Esk la miró, y luego contempló el cuerpo de Simón.
—No hay nadie en casa —se limitó a decir Yaya.
—¿Qué quieres decir?
—Vaya con la niña, cualquiera diría que no le he enseñado nada. Quiero decir que su mente está Errante. No está aquí. —Miró el cuerpo de Simón con algo semejante a la admiración—. La verdad es que no deja de sorprenderme —añadió—. Nunca había conocido a un mago que pudiera tomar un Préstamo.
Se volvió hacia Esk, cuya boca era una O de horror.
—Recuerdo que, cuando yo era niña, la vieja Nanny Ananzana empezó a Errar. Se metió demasiado en la mente de una raposa, si no me falla la memoria. Tardamos días en encontrarla. Y a ti te pasó lo mismo. Nunca habría dado contigo de no ser por el cayado, y... por cierto, niña, ¿qué has hecho con él?
—Le golpeó —murmuró Esk—. Intentó matarle. Lo tiré al río.
—No fuiste muy amable, después de que te salvó la vida —dijo Yaya.
—¿Me salvó golpeándole?
—¿No te diste cuenta? Simón estaba llamando a... esas Cosas.
—¡No es verdad!
Yaya vio los ojos desafiantes de Esk, y la idea le pasó por la cabeza: la he perdido. Tres años de trabajar con ella, por el retrete. No puede ser mago, pero al menos habría podido ser bruja.
—¿Por qué no es verdad, Señorita Lista? —pregunto.
—¡Él no haría una cosa semejante! —Esk estaba al borde de las lágrimas—. Le he oído hablar, es..., no es malo, es un genio, entiende casi todas las cosas, es...
—Supongo que es un buen muchacho —la interrumpió Yaya—. Nunca he dicho que hiciera magia negra.
—¡Son Cosas horribles! —sollozó Esk—. ¡Él no las llamaría! Él no las quiere para nada, todo lo contrario, y tú eres una vieja mala y...
La bofetada resonó como una campana. Esk dio un paso atrás, blanca de la sorpresa. Yaya seguía con la mano alzada, temblorosa.
Había pegado a Esk una vez antes..., el golpe que recibe un bebé para presentarle al mundo y darle una idea aproximada de lo que puede esperar de la vida. Pero aquella vez fue la última. En los tres años que habían pasado bajo el mismo techo había habido causas suficientes, cuando la leche hervía hasta salirse, o las cabras quedaban sin agua, pero una palabra brusca o un silencio aún más brusco consiguieron siempre más que la fuerza, y además no dejaban cicatrices.
Agarró a Esk firmemente por los hombros, y la miró a los ojos.
—Escúchame —dijo apremiante—, ¿no te he dicho siempre que si usas la magia pasarás por el mundo como un cuchillo a través del agua? ¿No te lo he dicho?
Esk, mesmerizada como un conejito asustado, asintió.
—Y tú pensaste que eran tonterías de la vieja Yaya, ¿no es cierto? Pero la verdad es que, si usas la magia, atraes la atención. La atención de Ellos. Vigilan todo el mundo a la vez. Las mentes normales no significan nada para Ellos, no se toman molestias por tan poca cosa, pero una mente que tenga magia brilla, llama su atención como un faro. A Ellos no los atrae la oscuridad, sino la luz, ¡la luz que crea las sombras!
—Pero... pero... ¿qué les interesa? ¿Qué quieren Ellos?
—Vida y forma —replicó Yaya. Soltó a Esk—. En realidad son patéticos. No tienen vida ni forma propias, pero pueden robar. No son capaces de vivir en este mundo, igual que un pez no podría vivir en el fuego, pero eso no les impide intentarlo. Y tienén suficiente inteligencia como para odiarnos porque estamos vivos.
Esk se estremeció. Recordó el tacto de la arena fría.
—¿Qué son Ellos? Siempre pensé que eran una especie de demonios.
—No. En realidad, nadie lo sabe. Sólo son cosas de las Dimensiones Mazmorra, fuera del universo. Criaturas de sombra.
Se volvió hacia la forma inerte de Simón.
—No tendrás ni idea de dónde está, ¿verdad? —dijo mirando inquisitivamente a Esk—. No se habrá ido a volar con las gaviotas, ¿verdad?
Esk sacudió la cabeza.
—No —suspiró Yaya—, ya me parecía a mí que no. Lo tienen Ellos.
No era una pregunta. Esk asintió con tristeza y dolor.
—No es culpa tuya —la consoló Yaya—. Su mente les proporcionó una abertura y, cuando se quedó sin sentido, se lo llevaron con Ellos. Aunque... Hizo tamborilear los dedos sobre el borde de la cama, y tomó una decisión.
—¿Quién es el mago más importante de este sitio?
—Mmm... Lord Cortángulo —respondió Esk—. Es el archicanciller. Era uno de los que estaban aquí cuando llegamos.
—¿El gordo, el que parecía avinagrado?
Esk intentó no imaginar a Simón en el desierto frío, y se descubrió respondiendo:
—En realidad, es un mago de octavo nivel, tiene un gran prestigio.
—O sea, que es viejo y tramposo —señaló Yaya—. No deberías pasar tanto tiempo entre magos, niña, estás empezando a tomártelos en serio. Todos se autodenominan Altísimo Señor lo que sea y no sé qué Imperial. Es parte de su sistema. Hasta los hechiceros lo hacen, una habría imaginado que eran más sensatos, pero no, en el fondo son iguales. Bueno, ¿y dónde está esa eminencia?
—Ahora todos estarán cenando en la Sala Principal —respondió Esk—. Entonces, ¿él puede traer de vuelta a Simón?
—Eso es lo difícil —suspiró Yaya—. Creo que podemos traer algo de vuelta, algo que camine y hable. Pero ¿será Simón? Eso ya es harina de otro costal. —Se levantó—. Bien, vayamos a esa Sala Principal. No hay tiempo que perder.
—Mmm... no dejan entrar a las mujeres —dijo Esk.
Yaya se detuvo junto a la puerta. Irguió los hombros y se volvió lenta, muy lentamente.
—¿Qué has dicho? ¿Me engañan estas viejas orejas? No me digas que si, porque sé que no.
—Lo siento —se disculpó Esk—. La fuerza de la costumbre.
—Veo que te han estado metiendo ideas raras en la cabeza —dijo Yaya fríamente—. Ve a buscar a alguien para que cuide del chico, y luego veremos qué tiene esa sala para que yo no pueda entrar.
Y así fue como, mientras toda la facultad de la Universidad Invisible se encontraba cenando en la venerable sala, las puertas se abrieron de golpe produciendo un efecto teatral que se vio bastante mermado cuando una de ellas chocó contra un camarero y rebotó hacia Yaya, dándole un golpe en el tobillo. En vez de las zancadas desafiantes que tenía proyectadas para cruzar la sala, se vio obligada a cojear y andar a saltitos. Al menos, esperaba que fueran unos saltitos dignos.
Esk corrió tras ella, dolorosamente consciente de que los cientos de ojos estaban clavados en ellas.
El rugido de la conversación y el tintineo de los cubiertos enmudecieron al instante. Un par de sillas cayeron al suelo. Al otro lado de la sala, vio a casi todos los magos superiores, en su mesa elevada sobre una tarima. A su vez, la tarima flotaba por encima de las baldosas. Todos las miraban.
Un mago de grado medio —Esk lo reconoció, ayudaba en las clases de Astrología Aplicada —corrió hacia ellas agitando las manos.
—Nonononono —gritó—. Os habéis equivocado. Marchaos.
—No te preocupes por mí —dijo Yaya tranquilamente, pasando de largo.
—Nononono, va contra las reglas, tenéis que marcharos ya. ¡Las damas no pueden entrar aquí!
—No soy una dama, soy una bruja —replicó Yaya. Se volvió hacia Esk—. ¿Este es muy importante?
—Me parece que no respondió Esk.
—Bien. —Yaya se volvió hacia el ayudante—. Ve a buscar a un mago importante, por favor. Deprisa.
Esk la rozó en la espalda. Un par de magos con más presencia de ánimo se habían situado junto a la puerta, y varios porteros avanzaban amenazadores por la sala, entre los aplausos de los estudiantes. A Esk no le gustaban los porteros, que vivían aislados en su residencia, pero en aquel momento se compadeció de ellos.
Dos de los hombres apoyaron sus manos peludas en los hombros de Yaya. El brazo de la mujer desapareció a su espalda, hubo un breve borrón de movimiento, y los dos hombres saltaron hacia atrás, quejándose y maldiciendo.
—Una horquilla —explicó Yaya.
Agarró a Esk con la mano libre y avanzó como un tornado hacia la mesa elevada, desanimando con una mirada a cualquiera que pareciera pensar en interponerse. Los estudiantes más jóvenes, que reconocían una diversión gratuita en cuanto la veían, patalearon, aplaudieron e hicieron resonar los platos contra las largas mesas. La tarima cayó sobre las baldosas con un fuerte golpe, y los magos se pusieron apresuradamente tras Cortángulo mientras éste trataba de reunir sus reservas de dignidad. Sus esfuerzos no se vieron coronados por el éxito: es muy difícil aparentar dignidad con una servilleta atada al cuello.
Alzó las manos para pedir silencio, y toda la sala aguardó expectante mientras Yaya y Esk se aproximaban a él. Yaya observó con interés los antiguos retratos y estatuas de magos del pasado.
—¿Quiénes son estos cretinos? preguntó entre dientes.
—Fueron magos jefes —susurró Esk.
—Parece que tienen diarrea. No he conocido a ningún mago que fuera bién del vientre.
—Yo sólo sé que acumulan un montón de polvo. Cortángulo se irguió con las piernas separadas, las manos en la cintura y el estómago con aspecto de pista de esquí para principiantes, todo él adoptando una pose que generalmente se asocia a Enrique VIII, con opción a Enrique IX y a Enrique X.
—¿Sí? —rugió—. ¿Qué significa este ultraje?
—¿Éste es importante? —preguntó Yaya a Esk.
—¡Yo, señora, soy el archicanciller! ¡Y dirijo esta universidad! ¡Y usted, señora, está en terreno muy peligroso! Se lo advierto..., ¡deje de mirarme así!
Cortángulo se tambaleó hacia atrás, con las manos alzadas para defenderse de la mirada de Yaya. Los magos que tenía detrás se dispersaron, derribando las mesas en su prisa por huir de aquellos ojos.
Al retroceder, el archicanciller chocó contra una columna, y el golpe le hizo recuperarse. Sacudió la cabeza, irritado, alzó una mano y lanzó un rayo de fuego blanco hacia la bruja.
Sin dejar de mirar, Yaya alzó una mano y desvió las llamas hacia el techo. Hubo una explosión, y llovieron fragmentos de yeso.
La mujer abrió los ojos de par en par.
Cortángulo desapareció. En el lugar donde había estado, vieron ahora una enorme serpiente enroscada, dispuesta a atacar.
Yaya desapareció. En su lugar, había una gran cesta de mimbre.
La serpiente se convirtió en un gigantesco reptil surgido de las nieblas del tiempo.
La cesta se transformó en el vendaval de nieve de los Gigantes del Hielo, cubriendo de escarcha al monstruo que se debatía.
El reptil se transformó en un tigre con dientes de sable, flexionado para saltar.
El vendaval se transformó en un hirviente pozo de brea.
El tigre consiguió transformarse en un águila abatiéndose sobre su presa.
El pozo de brea se transformó en un capuchón.
Las imágenes se hicieron borrosas a medida que las formas cambiaban a velocidad cada vez mayor. Sombras estroboscópicas bailaban por toda la sala. Se levantó un viento mágico, espeso y aceitoso, que arrancaba chispas octarinas de los dedos y las barbas. Esk, situada en el centro de todo aquello, apenas distinguía las dos figuras de Yaya y Cortángulo, estatuas satinadas en medio del torbellino de imágenes.
También era consciente de otra cosa, un sonido agudo casi inaudible.
Lo había oído antes, en la llanura fría..., un sonido chirriante, el zumbido de una colmena, el murmullo de un hormiguero...
—¡Vienen Ellos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Vienen ahora!
Salió de detrás de la mesa tras la que se había refugiado cuando comenzara el duelo mágico, y trató de llegar hasta Yaya. Una ráfaga de magia la levantó por los aires y la lanzó hacia una silla.
El zumbido resonaba más alto ahora, de manera que el aire rugía como un cadáver de tres semanas en un día de verano. Esk intentó de nuevo llegar hasta Yaya, y retrocedió cuando un fuego verde le recorrió el brazo y le chamuscó el pelo.
Miró a su alrededor, enloquecida, buscando a los otros magos. Pero los que no habían huido de los efectos de la magia estaban acurrucados tras muebles volcados mientras la tormenta negra rugía sobre ellos.
Esk corrió por la habitación y salió al pasillo oscuro. Las sombras la rodearon mientras subía los escalones sollozante, en dirección a la pequeña habitación de Simón.
Algo intentaría entrar en el cuerpo, lo había dicho Yaya. Algo que caminaría y hablaría como Simón, pero no sería Simón...
Un grupo de estudiantes miraban ansiosos por la puerta. Volvieron los rostros blancos hacia Esk cuando la niña corrió hacia ellos, y estaban tan nerviosos como para retirarse y dejarle paso.
—Ahí dentro pasa algo —dijo uno.
—¡No podemos abrir la puerta!
La miraron expectantes.
—No llevarás la llave maestra por casualidad, ¿verdad?
Esk agarró el pestillo y lo giró. Se movió un poco, pero luego retrocedió con tal fuerza que casi le despellejó las manos. El chirrido del interior subió de volumen, y también había otro ruido, como el batir de unas alas de cuero.
—¡Vosotros sois magos! —gritó Esk—. ¡Haced magia, maldita sea!
—Pero aún no hemos estudiado telekinesis —se disculpó uno.
—Yo estaba enfermo cuando dieron las clases de Lanzamiento de Fuego...
—Es que la Desmaterialización no se me da muy bien...
Esk amp;e dirigió hacia la puerta y se detuvo con un pie en el aire. Recordó a Yaya cuando la anciana le contaba que los edificios, si eran muy viejos, tenían mente. Y la universidad era muy vieja.
Se deslizó cuidadosamente hacia un lado y pasó las manos sobre las piedras milenarias. Había que hacerlo con mucha cautela para no asustarla... Percibió la mente de las piedras, lenta, sencilla, pero mente al fin y al cabo. Palpitaba en torno a ella, notaba las chispitas en lo más profundo de la roca.
Algo ululaba tras la puerta.
Los tres estudiantes miraban atónitos a Esk, que seguía con las manos y la frente apoyadas en la pared.
Casi había llegado. Sentía su propio peso enorme, la enormidad de su cuerpo, los recuerdos lejanos del amanecer de los tiempos, en el que la roca estaba fundida y libre. Por primera vez en su vida, supo lo que era tener balcones.
Se deslizó con suavidad por la mente del edificio, agudizando las impresiones, buscando tan deprisa como se atrevía este pasillo, esta puerta.
Extendió un brazo con suma cautela. Los estudiantes vieron cómo estiraba un dedo muy, muy despacio.
Las bisagras de la puerta empezaron a chirriar.
Hubo un momento de tensión cuando los clavos de las bisagras saltaron y se estrellaron contra la pared tras la niña. Las tablas empezaron a combarse a medida que la puerta trataba de abrirse, pese a la fuerza de... de lo que fuera que la mantenía cerrada.
La madera se hinchó.
Rayos de luz azul salieron al pasillo, moviéndose y bailando mientras formas indefinidas se cruzaban en el brillo de la habitación. La luz era nebulosa y actínica, ese tipo de luz que hace que Steven Spielberg llame a los abogados para defender sus derechos.
El pelo de Esk se erizó hasta que la niña pareció un geranio con patas. Gusanillos de fuego mágico le recorrieron la piel cuando cruzó la puerta.
Fuera, los estudiantes la miraron con horror mientras desaparecía hacia la luz.
La luz se apagó con una explosión silenciosa.
Cuando por fin reunieron el valor necesario como para echar un vistazo hacia el interior, no vieron más que el cuerpo dormido de Simón. Y a Esk, silenciosa y fría en el suelo, respirando con lentitud. Los tablones del suelo estaban cubiertos de una fina capa de arena plateada.
Esk flotaba entre las nieblas del mundo, advirtiendo con una curiosa sensación impersonal la manera precisa en que atravesaba la materia sólida.
No estaba sola. Oía su parloteo.
Se enfureció. Se volvió y echó a andar tras el ruido, luchando contra las seductoras fuerzas que no dejaban de decirle lo agradable que sería relajar su mente y hundirse en un cálido mar de nada. Estar furiosa, ése era el truco. Sabía que lo más importante era seguir realmente furiosa.
El Mundodisco quedó tras ella, muy abajo, como el día en que se convirtió en águila. Pero, esta vez, bajo ella estaba el Mar Circular —exactamente circular, como si Dios se hubiera quedado sin ideas— y mas allá estaban los brazos del continente, y la larga hilera de las Montañas del Carnero en su desfile hacia el Eje. También había otros continentes de los que nunca había oído hablar, y pequeños grupos de islas.
La perspectiva cambió, alcanzó a ver la Periferia. Era de ñoche, puesto que el sol del Disco se encontraba debajo del mundo e iluminaba la larga catarata que ribeteaba el Borde.
También iluminaba a Gran A'Tuin, la Tortuga del Mundo. Esk se había preguntado a menudo si la Tortuga no sería en realidad un mito. Le parecía que ningún ser inteligente se tomaría la molestia de pasear un mundo por ahí. Pero allí estaba, casi tan grande como el Disco que transportaba, glaseada de polvo estelar y llena de cráteres de meteoritos.
Su cabeza pasó delante de la niña, que miró directamente hacia un ojo tan grande que por él podrían navegar todos los barcos del mundo. Había oído decir que, si pudieras ver a lo lejos en la dirección hacia la que miraba Gran A'Tuin, verías el final del universo. Quizá fuera sólo por la forma de su pico, pero Gran A'Tuin parecía vagamente esperanzada, incluso optimista. Quizá el final de todas las cosas no fuera tan malo, al fin y al cabo.
Como en sueños, trató de tomar en Préstamo la mente más grande del universo.
Se detuvo justo a tiempo, como un niño con un tobogán de juguete que esperase una suave pendiente y se encontrase de pronto ante inmensas montañas cubiertas de nieve en un infinito gélido. Nadie podía tomar prestada aquella mente, sería como intentar beberse todo el mar. Los pensamientos que se movían por ella eran grandes y lentos como glaciares.
Más allá del Disco estaban las estrellas, y parecía que les sucedía algo malo. Giraban como copos de nieve. De cuando en cuando, se posaban y quedaban tan inmóviles como siempre, pero luego volvían a bailar como locas.
Las estrellas de verdad no debían de hacer eso, supuso Esk. Así que no estaba viendo estrellas de verdad. Así que no estaba exactamente en un lugar de verdad. Pero el sonido cerquísima de ella le recordó que, casi con certeza, moriría de verdad si llegaba a perderles la pista a esos ruidos. Se volvió y los persiguió a través de la tormenta de nieve estelar.
Y las estrellas saltaban, se paraban, saltaban, se paraban...
A medida que ascendía, Esk trató de concentrarse en cosas cotidianas, porque sabía que, si dejaba que su mente se detuviese en lo que iba delante de ella, daría media vuelta, y no estaba segura de conocer el camino. Trató de recordar las dieciocho hierbas que curan el dolor de oídos, cosa que la mantuvo ocupada un rato, ya que nunca conseguía acordarse de las cuatro últimas.
Una estrella pasó velozmente, y luego se desvió de pronto: tendría unos seis metros de diámetro.
Cuando se le acabaron las hierbas, empezó con las enfermedades de las cabras, cosa que la mantuvo ocupada bastante tiempo, porque las cabras pueden atrapar un montón de las cosas que padecen las vacas, junto con otro montón de las que padecen las ovejas, junto con otro montón de horribles dolencias exclusivas. Cuando terminó con la xeroftalmía, trató de recordar todo el código de puntos y rayas que había en los árboles alrededor de Culo de Mal Asiento para que la gente que se perdía pudiera encontrar el camino de vuelta en las noches de nieve.
Ya había llegado a punto punto punto raya punto raya («A kilómetro y medio del pueblo en dirección Eje, gira a la derecha»), cuando el universo que la rodeaba desapareció con un tenue «pop». Esk cayó hacia adelante, se golpeó contra algo duro y arenoso, y rodó hasta que consiguió detenerse.
La cosa arenosa era arena. Arena fina, seca, fría. Daba la sensación de que, aunque excavaras muchos metros, seguiría igual de fría, igual de seca.
Esk se quedó un momento tendida de bruces, reuniendo todo su valor para alzar la vista. A poca distancia por delante de ella vio el ribete de un vestido perteneciente a alguien. Perteneciente a algo, se corrigió. A no ser que fuera un ala. Podía ser un ala, un ala de cuero.
La recorrió hacia arriba con los ojos hasta dar con una cara, más alta que una casa, recortada contra el cielo estrellado. Obviamente, su propietario trataba de parecer como salido de una pesadilla, pero se había pasado. En general, tenía el aspecto de un pollo que llevara dos meses muerto, pero el efecto de repugnancia quedaba bastante mitigado por los colmilíos de jabalí, las antenas de polilla, las orejas de lobo y el cuerno de unicornio. Parecía que se hubiera construido a sí mismo, como si el propietario hubiera oído hablar de la anatomía, pero sin ver ilustraciones.
La cara miraba en dirección a algo que no era Esk. Algo situado tras la niña ocupaba toda su atención. Esk volvió la cabeza muy despacio.
Simón estaba sentado, con las piernas cruzadas, en el centro de un círculo de Cosas. Había cientos de ellas, tan quietas y silenciosas como estatuas, mirando al chico con paciencia de reptiles.
Éste sostenía en las manos algo pequeño y anguloso. Emitía una borrosa luz azulada que daba un aspecto extraño a su rostro.
Otras formas yacían en el suelo junto a él, cada una envuelta en su suave brillo dorado. Eran esas formas regulares a las que Yaya denominaba despectivamente «jometría»: cubos, diamantes de muchas caras, conos, incluso un globo. Todos eran transparentes, y dentro había...
Esk se acercó más. Nadie se fijaba en ella.
Dentro de una esfera de cristal que yacía sobre la arena, flotaba una bola color azul verdoso, surcada por nubecillas blancas y cosas que casi habrían parecido continentes si alguien fuera tan idiota como para vivir en una bola. Quizá fuera una maqueta, pero su brillo tenía algo que dijo a Esk que era real, probablemente muy grande y que, además, no estaba dentro de la esfera, al menos no en todos los sentidos.
Volvió a dejarla con todo cuidado y examinó un bloque de diez caras en el cual flotaba un mundo más aceptable. Tenía la forma de disco acostumbrada, pero en vez de Catarata Periférica había un muro de hielo, y en vez de Eje había un árbol gigantesco, tan grande que sus raíces formaban cadenas montañosas.
Junto a él, un prisma contenía otro disco que giraba lentamente, rodeado de diminutas estrellas. Éste no tenía muros de hielo, sino un hilo rojo y dorado que, visto desde más cerca, resultaba ser una serpiente..., una serpiente tan grande como para rodear todo un mundo. Por razones que ella sabría, se estaba mordiendo su propia cola.
Con curiosidad, Esk dio vueltas y más vueltas al prisma, advirtiendo que el disquito del interior permanecía estable.
Simón dejó escapar una risita. Esk depositó el disco-serpiente en el suelo y miró cautelosamente por encima de su hombro.
El chico tenía en la mano una pequeña pirámide de cristal. Dentro había estrellas y, de vez en cuando, la agitaba para que se movieran como copos de nieve al viento, antes de volver a sus lugares correspondientes. Entonces, dejaba escapar una risita.
Y más allá de las estrellas...
Era el Mundodisco. Una Gran A'Tuin no mayor que un platito avanzaba cargada con un mundo que más bien parecía obra de un joyero enloquecido. Reír, agitar. Reír, agitar, reír. El cristal ya presentaba finísimas grietas.
Esk miró los ojos inexpresivos de Simón, y luego los rostros hambrientos de las Cosas más cercanas. Avanzó unos pasos, le arrebató la pirámide de las manos y echó a correr.
Las Cosas no se inmutaron cuando corrió hacia ellas, casi doblada por la mitad, abrazando la pirámide contra su pecho. Pero, de repente, sus pies ya no corrían sobre la arena, y se elevaba en el aire gélido, y una Cosa con cara de conejo ahogado se volvió lentamente hacia ella extendiendo una garra.
No estás aquí, se dijo Esk. Sólo es una especie de sueño, una de esas analogerías que dice Yaya. No te puede pasar nada. Todo son imaginaciones. No te puede pasar absolutamente nada, lo que ves está dentro de tu mente.
Se preguntó si la Cosa lo sabría.
La garra la había atrapado en el aire, y la cara de conejo se abrió como una piel de plátano. No tenía boca, sólo un agujero oscuro, como si la Cosa no fuera en realidad más que una abertura a una dimensión todavía peor, un lugar en el que la arena gélida y la luz de luna sin luna parecerían una alegre tarde en la playa por comparación.
Esk se aferró a la pirámide del Disco y, con la mano libre, golpeó la garra que la rodeaba. No surtió el menor efecto. La oscuridad se cernió sobre ella, una puerta hacia el fin.
La niña le dio una patada con todas sus fuerzas.
Que no fue muy fuerte, dadas las circunstancias. Pero cuando su pie asestó el golpe, hubo una explosión de chispas blancas y una especie de pop... que habría sido una explosión mucho más satisfactoria si el escaso aire del lugar no hubiera absorbido el sonido.
La Cosa chirrió como una sierra que acabara de encontrarse con un clavo viejo y olvidado en el interior de un tablón. Las demás dejaron escapar un zumbido como un eco.
Esk le propinó otra patada, y la Cosa chilló y la dejó caer en la arena. La niña tuvo la inteligencia necesaria para rodar sobre sí misma, protegiendo el pequeño mundo contra ella, porque hasta en sueños un tobillo roto es muy doloroso.
La Cosa se irguió insegura sobre ella. Esk entrecerró los ojos. Con mucho cuidado, dejó el mundo en el suelo, golpeó a la Cosa con todas sus fuerzas más o menos en el lugar donde estarían sus espinillas en el caso de que hubiera espinillas bajo aquella capa, y volvió a coger el mundo con un movimiento rápido.
La criatura aulló, se dobló por la mitad y luego se derrumbó como un saco de perchas. Cuando chocó contra el suelo, se desparramó como una masa de miembros desencajados. La cabeza rodó un cierto trecho antes de detenerse.
¿Ya está?, pensó Esk. ¿Casi no pueden ni andar? ¿Cuando los golpeas, se derrumban?
Las Cosas más cercanas chirriaron y trataron de retroceder cuando ella se les acercó con gesto decidido. No se les daba nada bien, dado que lo que mantenía sus cuerpos unidos era una buena dosis de voluntad. Esk golpeó a una cuya cara era como una pequeña familia de pulpos, y la Cosa se desinfló hasta transformarse en un montón de huesos reptantes, trocitos de pellejo y extremos de tentáculos, algo muy semejante a una comida griega. Otra tuvo algo más de éxito, y había empezado a alejarse tambaleante, cuando Esk le asestó una patada en una de sus cinco espinillas.
Se agitó desesperadamente mientras caía, derribando a otras dos.
Para entonces, las demás se las habían arreglado para apartarse de Esk, y la miraban desde lejos.
La niña dio unos pasos hacia la más cercana, que intentó alejarse y cayó.
Quizá fueran feas. Quizá fueran malvadas. Pero, en cuestión de poesía en movimiento, las Cosas tenían tanta elegancia y coordinación como un pupitre.
Esk las miró, y luego clavó los ojos en el Disco encerrado en la pirámide de cristal. Pese a todos los movimientos, seguía imperturbable.
La niña pensó que podía salir, si es que el Disco era un lugar en el que entrar. Pero ¿cómo podría volver?
Alguien se rió. Era la clase de risa...
En términos generales, era p'ch'zarni'chiwkov. Esta palabra machacagargantas se utilizaba muy raramente en el Disco, a no ser que lo hicieran lingüistas de exhibición muy bien pagados, excepto por supuesto en la pequeña tribu de los K'turni, quienes la habían inventado. No tenía ningún sinónimo, aunque la palabra cumjuli squernt («lo que se siente al descubrir que el anterior ocupante del retrete ha usado todo el papel») proporciona una idea general de su significado. La traducción más aproximada es la siguiente: el ruidito desagradable de una espada al ser desenvainada justo detrás de ti cuando pensabas que ya habías terminado con todos tus enemigos aunque los k'turniparlantes aseguran que no recoge todo el sentido de sudor frío, corazón detenido y entrañas enroscadas del original.
Era esa clase de risa.
Esk se volvió muy despacio. Simón avanzaba por la arena hacia ella, con las manos formando un cuenco y los ojos fuertemente cerrados.
—¿De verdad pensaste que sería así de fácil? —preguntó.
O algo lo preguntó. No parecía la voz de Simón, sino una docena de voces hablando a la vez.
—¿Simón? —dijo Esk, insegura.
—Él ya no nos sirve de nada —dijo la Cosa con la forma de Simón—. Nos ha mostrado el camino, niña. Ahora, danos lo que nos pertenece.
Esk retrocedió.
—No creo que os pertenezca —replicó—. Seáis quienes seáis.
El rostro que tenía ante ella abrió los ojos. Allí no había nada más que negrura..., no un color, eran agujeros que daban a otro espacio.
—Podríamos decirte que, si nos lo dieras, tendríamos piedad. Podríamos decirte que te dejaríamos salir de aquí con tu propia forma. Pero no serviría de nada, ¿verdad?
—No os creería.
—Claro, claro. — La Cosa-Simón sonrío—. Lo único que haces es aplazar lo inevitable.
—Por mí, perfecto.
—Podríamos cogerlo cuando quisiéramos.
—Entonces, cogedlo. Pero me parece que no podéis. No podéis coger nada a menos que os lo den, ¿verdad?
Las Cosas dieron media vuelta.
—Nos lo entregarás —dijo la Cosa-Simón.
Otras empezaban a acercarse por el desierto con horribles movimientos tambaleantes.
—Te cansarás —siguió—. Podemos esperar. Se nos da muy bien esperar.
Hizo una finta hacia la derecha, pero Esk se volvió rápidamente para quedar frente a aquello.
—Eso no importa —dijo—. Esto no es mas que un sueño, y en mis sueños no podéis hacerme daño.
La Cosa hizo una pausa y la miró con sus ojos vacíos.
—En vuestro mundo hay una palabra, creo que es «psicosomático».
—Nunca la había oído —replicó Esk.
—Significa que en tus sueños sí podemos hacerte daño. Y lo mejor de todo es que, si mueres en tu sueño, te quedarás aquí. Será estupeeeendo.
Esk miró de soslayo en dirección a las montañas lejanas, que se erguían en el gélido horizonte como pasteles de barro derretido. No había árboles, ni siquiera rocas. Sólo arena, y estrellas frías, y...
Más que oír el movimiento, lo sintió, y se volvió con la pirámide aferrada entre sus manos como una porra. Golpeó a la Cosa-Simón en mitad del salto con un ruido muy satisfactorio... pero, en cuanto chocó contra el suelo, se incorporó de un brinco con desagradable facilidad. Pero había oído el gemido de Esk, había visto el breve ramalazo de dolor en sus ojos.
—Ah, eso te ha dolido, ¿eh? No te gusta ver sufrir a alguien, al menos a éste.
Se dio media vuelta, hizo un gesto, y dos de las Cosas más altas le agarraron firmemente por los brazos.
Sus ojos cambiaron. La oscuridad desapareció, y luego los auténticos ojos de Simón la miraron desde su rostro. El chico alzó la vista y miró a las dos cosas que tenía a ambos lados. Trató de zafarse, pero una le había rodeado la muñeca con varios pares de tentáculos, y la otra le sujetaba el brazo con la pinza de langosta más grande del mundo.
Entonces vio a Esk, y sus ojos se clavaron en la pequeña pirámide de cristal.
—¡Escapa! —siseó—. ¡Llévatela de aquí! ¡No dejes que la cojan!
Hizo una mueca cuando la pinza le apretó el brazo.
—¿Es un truco? —preguntó Esk—. ¿Quién eres de verdad?
—¿Es que no me reconoces? —sollozó—. ¿Qué haces tú en mi sueño?
—Si esto es un sueño, me gustaría despertarme, por favor —pidió Esk.
—Escucha, tienes que huir ahora mismo, ¿lo entiendes? ¡No te quedes ahí con la boca abierta!
—Entréganoslo —dijo una voz fría dentro de la cabeza de Esk.
Esk miró la pirámide de cristal con su disquito despreocupado, y luego miró a Simón, con la boca convertida en una O de asombro.
—Pero ¿qué es?
—¡Míralo bien!
Esk escudriñó a través del cristal. Si entrecerraba los ojos, le parecía que el pequeño disco era granuloso, como si estuviera compuesto por millones de motas. Si miraba las motas con atención...
—¡Sólo son números! —exclamó—. El mundo entero... está hecho de números...
—No es el mundo, es una idea del mundo —explicó Simón—. La creé para ellos. Verás, no pueden pasar a través de nosotros, pero aquí las ideas tienen forma. ¡Las ideas son reales!
—Entréganoslo.
—¡Pero las ideas no le pueden hacer daño a nadie!
—Transformé las cosas en números para comprenderlas, pero ellos sólo quieren controlar —dijo Simón con amargura—. Cavaron túneles en mis números como si...
Grito.
—Entréganoslo o le haremos pedazos.
Esk miró la cara de pesadilla más cercana.
—¿Cómo sé que puedo confiar en vosotros?
—No puedes confiar en nosotros. Pero no tienes elección.
Esk miró el círculo de rostros que no habrían agradado ni a un necrófilo, rostros fabricados con restos de un estercolero, rostros elegidos al azar por cosas que habitaban en profundas simas oceánicas y cuevas encantadas, rostros que no eran tan humanos como para hacer muecas o lanzar carcajadas burlonas, pero que resultaban tan amenazadores como una aleta en forma de V cerca de un bañista incauto.
No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección.
Algo más estaba sucediendo, en un lugar situado a la distancia del espesor de una sombra.
Los estudiantes habían vuelto corriendo a la Sala Principal, donde Cortángulo y Yaya Ceravieja seguían enzarzados en el equivalente mágico de un combate indio. Las losas del suelo estaban medio fundidas y rotas bajo Yaya, y la mesa situada tras Cortángulo había echado raíces y ya presentaba una buena cosecha de piñas.
Uno de los estudiantes se había ganado varias medallas al valor por atreverse a tirar de la túnica de Cortángulo...
Y ahora, todos estaban en la pequeña habitación, mirando los dos cuerpos.
Cortángulo llamó a los doctores del cuerpo y a los de la mente, y la habitación rezumaba de magia cuando empezaron a trabajar.
Yaya le tocó en el hombro.
—Quiero decirle unas palabras, joven —empezó.
—No tan joven, señora, no tan joven —suspiró Cortángulo.
Se sentía agotado y seco. Hacía décadas que no sostenía un duelo de magia, aunque eran muy corrientes entre los estudiantes. Y tenía la desagradable sensación de que, tarde o temprano, Yaya habría ganado. Luchar con ella era como intentar sacudirte una mosca de la nariz. No sabía cómo demonios se le había ocurrido intentarlo.
Yaya hizo que le acompañara al pasillo, y doblaron la esquina para dirigirse hacia un banco junto a una ventana. Ella se sentó y apoyó la escoba contra la pared. La lluvia tamborileaba fuertemente sobre los tejados en el exterior, y unos cuantos relámpagos zigzagueantes anunciaban que una tormenta de proporciones propias de las Montañas del Carnero se acercaba a la ciudad.
—Fue una exhibición impresionante —dijo la anciana—. Casi estuvo a punto de vencerme en un par de ocasiones.
—Oh —se animó Cortángulo—, ¿lo dice de verdad?
Yaya asintió.
Cortángulo se palmeó la túnica hasta localizar una sucia bolsita de tabaco y un rollito de papel de fumar. Las manos le temblaban mientras cogía unas hebras de segunda mano y formaba un delgado pitillo. Se llevó el maltrecho cigarrillo a la lengua y lo humedeció ligeramente. En aquel momento, un tenue recuerdo de buen comportamiento se agitó en el fondo de su mente.
—Mmm —dijo—, ¿le importa que fume?
Yaya se encogió de hombros. Cortángulo encendió una cerilla contra la pared e intentó con todas sus fuerzas dirigir la llama y el cigarrillo hacia un mismo lugar. Yaya le cogió la cerilla amablemente de la mano temblorosa, y le ayudó a encenderlo.
Cortángulo dio una calada, dejó escapar la tosecilla ritual y se recostó en el asiento. La roja brasa del cigarrillo era la única luz en el sombrío pasillo.
—Están Errantes —dijo Yaya por último.
—Lo sé —asintió Cortángulo.
—Sus magos no podrán traerlos de vuelta.
—Eso también lo sé.
—Pero puede que traigan algo de vuelta.
—Preferiría que no hubiera dicho eso.
Hicieron una pausa para meditar sobre lo que podía volver dentro de aquellos cuerpos, comportándose casi igual que sus habitantes originales.
—Probablemente, es culpa mía... —empezaron al unísono.
Se detuvieron, atónitos.
—Usted primero, señora —dijo Cortángulo.
—Estas cosas, los cigarrillos... ¿son buenas para los nervios? —preguntó Yaya.
Cortángulo abrió la boca para señalar con toda cortesía que el tabaco era una costumbre reservada para los magos, pero se lo pensó mejor. Tendió a Yaya la bolsa de picadura.
Ella le habló del nacimiento de Esk, de la llegada del viejo mago, del cayado y de las incursiones de la niña en el mundo de la magia. Para cuando terminó, había conseguido enrollar un cilindro delgado y prieto que ardió con una llamita azulada y le hizo llorar los ojos.
—Me parece que será mejor tener los nervios destrozados —tosió.
Cortángulo no la escuchaba.
—Es asombroso —dijo—. ¿Y de verdad a la niña no le sucedió nada?
—Que yo sepa, no —asintió Yaya—. El cayado parecía..., bueno, parecía estar de su parte, no sé si me entiende.
—¿Y dónde está ahora ese cayado?
—Esk dijo que lo había tirado al río...
El viejo mago y la anciana bruja se miraron con los rostros iluminados por un relámpago del exterior.
Cortángulo sacudió la cabeza.
—El río estará crecido —dijo—. Es una posibilidad de una entre un millón.
Yaya sonrió con amargura. Era la clase de sonrisa de la que huían los lobos. Agarró decididamente su escoba.
—Las posibilidades de una entre un millón salen bien nueve de cada diez veces —dijo.
Hay tormentas que son francamente teatrales, con relámpagos y truenos imponentes. Hay tormentas que son tropicales y opresivas, con preferencia por los vientos cálidos y los chispazos eléctricos. Pero ésta era una tormenta de las llanuras del Mar Circular, y su principal ambición era golpear el suelo con la mayor cantidad posible de agua. Era la clase de tormenta que sugiere que todo el cielo ha estado tomando diuréticos. El trueno y el rayo se quedan de secundarios, una especie de coro, y la lluvia es la estrella del espectáculo. Bailaba claqué sobre la tierra.
Los terrenos de la universidad se extendían hasta el río. Durante el día, eran un esquema muy formalito de senderos de gravilla y setos, pero en una noche húmeda y enloquecida los setos parecían haber desaparecido, y los senderos se habían escondido en algún sitio seco.
—¿No puede usar una de esas bolas de fuego de los magos?
—Tenga piedad, señora.
—¿Seguro que ella debió de venir por aquí?
—Si no me he extraviado, aquí hay una especie de espigón.
Se oyó el ruido de un cuerpo pesado chocando contra un arbusto, y luego un chapuzón.
—El caso es que he encontrado el río.
Yaya Ceravieja escudriñó a través de la chorreante oscuridad. Oía el rugido del agua, y divisaba apenas las crestas blancas de la inundación. También captaba el peculiar olor del río Ankh, que sugería que todo un ejército lo había utilizado primero como orinal y luego como sepulcro.
Cortángulo chapoteó hacia ella.
—Esto es una tontería —dijo—. Sin ánimo de ofender, señora. Pero la corriente lo habrá arrastrado hasta el mar. Y yo me voy a morir de frío.
—No se puede mojar más de lo que está. Además, no sabe caminar con la lluvia.
—¿Cómo dice?
—Va como encorvado, pelea contra ella, y no se hace así. Debería..., bueno, moverse entre las ropas.
Y, en realidad, Yaya no parecía más que algo mojada.
—Lo tendré en cuenta. Vamos, señora, necesito una buena chimenea y una taza de algo caliente.
Yaya suspiró.
—No sé. En cierto modo, esperaba verlo salir del barro, o algo así. Pero con tanta agua...
Cortángulo le dio unas palmaditas amables en el hombro.
—Quizá podamos hacer otra cosa... —empezó.
Se vio interrumpido por otro relámpago, seguido por su correspondiente trueno.
—Decía que quizá podamos hacer algo... —empezó de nuevo.
—¿Qué es eso que he visto? —quiso saber Yaya.
—¿El qué? —preguntó Cortángulo, intrigado.
—¡Proporcióneme algo de luz!
El mago dejó escapar un suspiro húmedo, y extendió una mano. Un rayo de fuego dorado surcó las aguas hirvientes y siseó al apagarse.
—¡Eso! —exclamó Yaya, triunfal.
—No es más que un bote —explicó Cortángulo—. Los muchachos lo usan en verano...
Vadeó tras la figura decidida de Yaya tan deprisa como pudo.
—¡No estará pensando en sacarlo con una noche como ésta! ¡Es una locura!
Yaya avanzó por los empapados tablones del espigón, que estaba casi sumergido.
—¡No sabe manejar un bote! —protestó Cortángulo.
—En ese caso, tendré que aprender deprisa —replicó Yaya con tranquilidad.
—¡Pero si no he ido en bote desde que era un chiquillo!
—No le he pedido que venga. ¿El lado puntiagudo va delante?
Cortángulo gimió.
—Esto tiene mucho mérito, pero... ¿no sería mejor esperar a mañana?
Un relámpago iluminó el rostro de Yaya.
—Quizá no —concedió Cortángulo.
Avanzó por el espigón y atrajo el pequeño bote de remos hacia sí. Subirse a él era cuestión de suerte, pero al final lo consiguió, tanteando la boza en la oscuridad.
El bote salió al agua, que lo arrastró haciéndolo girar lentamente.
Yaya se aferró al asiento mientras el bote se mecía en las aguas turbulentas, y miró a Cortángulo expectante.
—¿Y? —dijo.
—¿Y qué? —dijo que sabía manejar un bote.
—No. Dije que usted no sabía.
—Oh.
Se agarraron como pudieron mientras el bote se escoraba peligrosamente, se enderezaba de milagro y la corriente lo seguía arrastrando.
—Cuando dijo que no había estado en un bote desde que era un chiquillo... —empezó Yaya.
—Creo que tenía dos años.
El bote quedó atrapado en un remolino, giró sobre sí mismo y siguió corriente abajo.
—Creí que había sido usted la clase de niño que se pasaba el día metido en un bote.
—Nací en las montañas. Por si le interesa, la hierba húmeda me mareaba —dijo Cortángulo.
El bote chocó contra un tronco sumergido, y una ola entró por la proa.
—Conozco un hechizo para no ahogarnos —añadió con tristeza.
—Me alegra oírlo.
—Pero hay que pronunciarlo cuando se está en tierra seca.
—Quítese las botas —ordenó Yaya.
—¿Qué?
—¡Que se quite las botas, hombre!
Cortángulo se removió inquieto en el banquito.
—¿Qué está pensando?
—¡No sé mucho sobre botes, pero sí que se supone que el agua debe estar fuera! —Yaya señaló la marea oscura que lamía los pantoques—. ¡Llene las botas de agua y arrójela por la borda!
Cortángulo asintió. Tenía la sensación de que las dos últimas horas habían pasado sin que él tuviera nada que decir al respecto, y por un momento acarició la idea, extrañamente consoladora, de que no tenía control sobre su propia vida y, por tanto, nadie podría echarle la culpa. Llenarse las botas de agua para achicarla del bote en un río crecido a medianoche y sentado frente a una mujer, era tan lógico como cualquier otra cosa, dadas las circunstancias.
Y una mujer que era toda una figura, dijo una voz olvidada en el fondo de su mente. Al verla barrer el agua con su escoba para sacarla del bote, algo en el descuidado subconsciente de Cortángulo empezó a agitarse.
No estaba muy seguro sobre lo de la figura, por supuesto, dado el viento, la lluvia y la costumbre de Yaya de ponerse todo su guardarropa a la vez. Cortángulo carraspeó, titubeante. Toda una figura, metafóricamente hablando, decidió.
—Mmm... mire —dijo—. Todo esto tiene mucho mérito, pero consideremos las circunstancias, la velocidad del agua y todo eso, ¿entiende? Puede que ahora ya esté en medio del océano. Quizá nunca vuelva a la orilla. ¡Incluso puede caer por la Catarata Periférica!
Yaya, que había estado escudriñando las aguas, se dio media vuelta.
—¿No se le ocurre decir nada que pueda servir de ayuda? —inquino.
Cortángulo siguió achicando unos momentos.
—No —dijo.
—¿Ha oído hablar alguna vez de alguien que Volviera?
—No.
—Entonces vale la pena intentarlo, ¿no cree?
—Nunca me ha gustado el océano —suspiró—. Debería estar pavimentado. Hay cosas horribles en él, en las zonas profundas. Monstruos marinos. O eso dicen.
—Siga achicando, muchacho, o tendrá ocasión de comprobarlo.
La tormenta rugía sobre ellos. Allí, sobre las llanuras fluviales, se sentía perdida. Su lugar estaba en las Montañas del Carnero, donde la gente sabía apreciar una buena tormenta. Rondaba por allí, buscando aunque fuera una colina moderadamente alta para dejar caer un relámpago sobre ella.
La lluvia amainó hasta convertirse en esa llovizna suave capaz de caer insistente durante días. Una niebla marina se disponía a ayudarla.
—Si tuviéramos remos, podríamos remar, en el caso de que supiéramos adónde vamos —dijo Cortángulo.
Yaya no respondió.
El mago achicó unas cuantas botas de agua, y pensó que el bordado de oro de su túnica no volvería a ser el mismo. Era bonito pensar que, algún día, eso tendría importancia.
—Supongo que no sabrá usted por casualidad hacia dónde está el Eje —aventuró, sólo por preguntar algo.
—En dirección a donde crece el musgo en los árboles —replicó Yaya sin volver la cabeza.
—Ah —asintió.
Escudriñó las aguas aceitosas con gesto sombrío, y se preguntó de dónde vendrían. A juzgar por el olor a sal, ya debían de estar en la bahía.
Lo que realmente le aterraba del mar era que lo único que se interponía entre él y las cosas horribles que vivían en el fondo, era el agua. Por supuesto, la lógica le indicaba que lo único que se interponía entre él y, por ejemplo, los tigres devoradores de hombres de las selvas de Klatch era la distancia. Pero no era lo mismo. Los tigres no surgen de abismos espeluznantes, con bocas llenas de dientes como agujas...
Se estremeció.
—¿No lo nota? —preguntó Yaya—. ¿No lo saborea en el aire? ¡Magia! ¡Y tiene que salir de alguna parte!
—En realidad, no se disuelve en el agua —dijo Cortángulo.
Chasqueó los labios un par de veces. Desde luego, debía admitir que la niebla tenía un ligero sabor metálico, y que el aire era levemente aceitoso.
—Usted es un mago —gruñó Yaya—. ¿No puede llamarlo, o algo así?
—Nunca se habían dado las circunstancias —se excusó Cortángulo—. Hasta ahora, ningún mago había tirado su cayado al mar.
—Sé que está aquí, por alguna parte. ¡Ayúdeme a buscarlo, hombre!
Cortángulo gimió. Había sido una noche ajetreada, y antes de hacer más magia necesitaba urgentemente doce horas de sueño, varias comidas abundantes y una tarde tranquila ante una buena chimenea. Se estaba haciendo viejo, ése era el problema. Pero cerró los ojos y se concentró.
Allí alrededor había magia, desde luego. Hay lugares en los que la magia se acumula por naturaleza. Va creciendo en torno a trozos de metal octhierro, en la madera de ciertos árboles, en lagos aislados, y las personas que saben hacerlo pueden cogerla y almacenaría. En aquella zona había un buen depósito de magia.
—Es potente —dijo—. Muy potente.
Se llevó las manos a las sienes.
—Hace un frío de muerte —gruñó Yaya.
La lluvia insistente se había transformado en nieve.
El mundo cambió de repente. El bote se detuvo, pero no bruscamente, sino como si el mar hubiera decidido de pronto volverse sólido. Yaya miró por la borda.
El mar se había vuelto sólido. El sonido de las olas venía de muy lejos, y parecía alejarse cada vez más.
Se inclinó por encima de la borda y tanteó el agua.
—Hielo —dijo.
El bote se había quedado inmóvil en un océano de hielo. Crujía ominosamente.
Cortángulo asintió con lentitud.
—Tiene sentido —dijo—. Si están... donde creemos que están, allí hace mucho frío. Se dice que tanto como entre las estrellas durante la noche. Así que el cayado también lo siente.
—Bien —dijo Yaya, saliendo del bote—. Ahora, sólo tenemos que encontrar el centro del hielo, y allí estará el cayado, ¿verdad?
—Sabia que diría eso. ¿Puedo al menos ponerme las botas?
Caminaron entre las olas heladas. Cortángulo se detenía de vez en cuando para sentir la ubicación exacta del cayado. La túnica se le estaba congelando. Le castañeteaban los dientes.
—¿No tiene frío? —preguntó a Yaya, cuyo vestido apenas crujía.
—Tengo frío —concedió la mujer—. Sencillamente, no tirito.
—Cuando yo era niño, los inviernos eran así
—suspiró Cortángulo, echándose aliento en los dedos—. En Ankh casi nunca nieva.
—¿De verdad? —dijo Yaya, escrudiñando a través de la nieve helada.
—Recuerdo que, en la cima de las montañas, había nieve durante todo el año. Ah, las temperaturas ya no son como antes. Al menos, hasta ahora —añadió dando una patada al hielo.
Éste crujió amenazador, recordándole que sólo él se interponía entre su vida y el fondo del mar. El siguiente paso fue tan suave como le resultó posible.
—¿A qué montañas se refiere? —preguntó Yaya.
—Ah, las Montañas del Carnero. Más hacia el Eje. Nací en Cuello de Lata.
Yaya meditó un instante.
—Cortángulo, Cortángulo... —dijo suavemente—. ¿Tiene algo que ver con el viejo Acktur Cortángulo? Vivía en una gran casa vieja, al pie de la Montaña Saltarina, y tenía un montón de hijos.
—Era mi padre. ¿Cómo discos lo sabe, señora?
—Crecí allí —dijo Yaya, dominando la tentación de sonreír—. En el valle de al lado, en Culo de Mal Asiento. Recuerdo a su madre. Buena mujer, tenía gallinas morenas y blancas. Yo solía ir a comprar huevos para la mía. Antes de hacerme bruja, claro.
—No la recuerdo a usted —suspiró Cortángulo—. Pero claro, fue hace mucho tiempo. Siempre había muchos niños alrededor de nuestra casa.
—Suspiró de nuevo—. Hasta es posible que le tirase a usted del pelo alguna vez. Solía hacer esas cosas.
—Quizá. Recuerdo a un niño gordo, muy antipático.
—Puede que fuera yo. Me parece recordar a una niña un tanto mandona, pero fue hace mucho tiempo.
—En aquellos tiempos yo no tenía el pelo blanco.
—En aquellos tiempos todo era diferente.
—Cierto.
—En verano no llovía tanto.
—Los ocasos eran más rojos.
—Había más ancianos. El mundo estaba lleno de ancianos —dijo el mago.
—Sí, lo sé. Y ahora está lleno de jóvenes. Es raro..., cualquiera habría dicho que sería al revés.
—Hasta el aire era mejor. Más fácil de respirar —dijo Cortángulo.
Siguieron caminando a través de los torbellinos de nieve, meditando sobre las ironías del clima y del tiempo.
—¿Ha vuelto alguna vez a casa? —preguntó Yaya.
Cortángulo se encogió de hombros.
—Cuando murió mi padre. Es extraño, nunca le he contado esto a nadie, pero..., bueno, allí están mis hermanos, porque soy octavo hijo, por supuesto. Todos tienen hijos, y hasta nietos, y casi ninguno sabe escribir su propio nombre. Yo podría haber comprado todo el pueblo. Y me trataron como a un rey, pero..., bueno, he estado en lugares y he visto cosas que los volverían locos, me he enfrentado con criaturas peores que sus pesadillas, conozco secretos que muy pocos comparten...
—Se sintió usted desplazado —dijo Yaya—. No tiene nada de raro. A todos nos pasa lo mismo. Nosotros lo elegimos.
—Los magos no deberían volver a casa.
—Yo no creo que tengan casa —asintió Yaya—. Como siempre digo yo, no se puede cruzar el mismo río dos veces.
Cortángulo pensó un instante sobre aquella afirmación.
—Creo que en eso se equivoca —señaló—. Yo he debido de cruzar el mismo río miles de veces.
—Oh, pero no era el mismo río.
—¿No?
—No.
Cortángulo se encogió de hombros.
—Pues el condenado río parecía el mismo.
—No tiene por qué hablar así —le reprochó—. ¡No sé por qué debo aguantar ese vocabulario de un mago que ni siquiera responde a las cartas!
Cortángulo se quedó en silencio, a excepción del castañeteo de sus dientes.
—Oh —dijo—. Oh, ya. Las envió usted, ¿eh?
—Exacto. Iban firmadas. Se supone que eso da una pista en cuanto al remitente, ¿no?
—Sí, sí. Pero pensé que eran una especie de broma —murmuró Cortángulo.
—¿Una broma?
—No recibimos muchas solicitudes de mujeres. No recibimos ninguna.
—No sé por qué no me respondió —insistió Yaya.
—Si quiere saber la verdad, las tiré.
—Al menos, podría haber... ¡Ahí está!
—¿Dónde? ¿Dónde? Oh, ahí.
La niebla se despejó y lo vieron con claridad..., un surtidor de nieve, una columna ornamental de aire helado. Y bajo ella...
El cayado no estaba encerrado en el hielo, sino que yacía tranquilamente en un charco de agua.
Uno de los aspectos más inusuales de un universo mágico es la existencia de opuestos. Ya se ha mencionado que la oscuridad no es el opuesto de la luz, sino una simple ausencia de luz. De la misma manera, el cero absoluto no es más que la ausencia de calor. Si queréis saber lo que es el auténtico frío, un frío tan intenso que el agua no puede helarse, sino antihervir, sólo tenéis que mirar ese charco.
Lo miraron en silencio unos segundos, olvidando la discusión.
—Si mete la mano en eso, los dedos se le quebrarán como zanahorias —dijo pausadamente Cortángulo.
—¿No puede cogerlo usted con magia?
Cortángulo se palmeó los bolsillos y al final dio con la bolsita de tabaco. Con dedos experimentados, convirtió los restos de unas cuantas colillas y un papel de fumar en un pitillo nuevo, y lo lamió para darle forma sin apartar los ojos del cayado.
—No —dijo—. Pero lo intentare.
Miró con añoranza el cigarrillo, y luego se lo colocó tras la oreja. Extendió las manos con los dedos entreabiertos, y sus labios se movieron sin emitir sonido alguno, formulando algunas palabras de poder.
El cayado giró en el charco y luego se elevó suavemente sobre el hielo. Al instante, se convirtió en el centro de un capullo de aire helado. Cortángulo gimió por el esfuerzo. La levitación directa era la parte más difícil de la magia aplicada, por el constante peligro de los conocidos principios de acción y reacción, que vienen a decir que si un mago intenta levantar algún objeto pesado sólo con el poder de su mente, se arriesga a acabar con el cerebro en las botas.
—¿Puede ponerlo de pie? —preguntó Yaya.
Con gran delicadeza, el cayado giró lentamente en el aire hasta quedar frente a Yaya, a pocos centímetros por encima del hielo. El hielo brillaba en sus tallas, pero a Cortángulo le pareció (a través de la neblina roja de la migraña que pendía ante sus ojos) que le estaba mirando. Resentido.
Yaya se ajustó el sombrero y se irguió con decisión.
—Bien —dijo.
Cortángulo dio un respingo. Su tono de voz cortaba como un filo de diamante. Recordaba vagamente las reprimendas de su madre cuando era niño; pues era la misma voz, sólo que refinada, concentrada, afilada, un tono imperativo capaz de poner en pie a un cadáver y hacerlo cruzar medio cementerio antes de que se acordara de que estaba muerto.
Yaya se cruzó de brazos ante el cayado flotante, casi fundiendo su cobertura de hielo con la ira de su mirada.
—¿Te parece que es manera de comportarse? ¿Quedarte ahí tendido en el mar mientras la gente muere? ¡Vaya, qué bonito!
Paseó trazando un semicírculo en torno al cayado. Para sorpresa de Cortángulo el bastón se volvió para seguirla.
—Bien, te tiraron al agua —le espetó Yaya—. ¿Y qué? No es más que una niña, y los niños acaban por tirarnos a todos tarde o temprano. ¿A esto lo llamas lealtad? ¿Es que no te da vergüenza, quedarte aquí haciendo el vago cuando por fin podrías hacer algo útil?
Se inclinó hacia adelante, con la nariz ganchuda a pocos centímetros del cayado. Cortángulo estuvo casi seguro de que el cayado intentaba retroceder.
—¿Quieres que te diga lo que les pasa a los cayados malos? —siseó—. ¿Quieres saber lo que te haré si Esk no vuelve a este mundo? Una vez te salvaste del fuego porque ella sentía el dolor. La próxima vez, no será fuego.
Su voz se convirtió en un susurro como un látigo.
—Primero, un cepillo de carpintero. Luego, una lija, y un berbiquí, y un cuchillo de mondar...
—Ya basta, ya basta —dijo Cortángulo con los ojos llorosos.
—...y lo que quede de ti lo dejaré en el bosque para los hongos, los gusanos y los escarabajos. Tardarán años en acabar contigo.
Las tallas se estremecieron. La mayoría se habían trasladado a la parte trasera del cayado, huyendo de la mirada de Yaya.
—Ahora —insistió la bruja—, te diré lo que voy a hacer. Te cogeré y volveremos todos juntos a la universidad, ¿de acuerdo? Si no, la sierra.
Se arremangó y extendió una mano.
—Mago —indicó—. Quiero que lo suelte.
Cortángulo asintió boquiabierto.
—Cuando diga ya. ¡Ya!
Cortángulo volvió a abrir los ojos.
Yaya estaba de pie, con el brazo estirado ante ella y la mano aferrada al cayado.
El hielo caía de él en gotas de vapor.
—Bien —terminó Yaya—, y si esto vuelve a suceder, me enfadaré mucho. ¿Ha quedado claro?
Cortángulo bajó las manos y corrió hacia ella.
—¿Está herida? Ella sacudió la cabeza.
—Es como sostener un carámbano caliente —dijo—. Vamos, no podemos perder tiempo charlando.
—¿Cómo volveremos?
—Oh, vamos, hombre, piense un poco. Iremos volando.
Yaya agitó su escoba. El archicanciller la miró, dubitativo.
—¿En eso?
—Por supuesto. ¿Es que los magos no vuelan en sus cayados?
—No es muy digno.
—Si yo puedo soportarlo, usted también.
—Sí, pero... ¿iremos seguros?
Yaya le dirigió una de sus miradas.
—¿Quiere decir en términos absolutos? —preguntó—. ¿O comparándolo con la posibilidad de quedarnos aquí, sobre un témpano de hielo que se está fundiendo?
—Es la primera vez que vuelo en una escoba —dijo Cortángulo.
—¿De veras?
—Pensé que sólo hacía falta montarse, y ellas volaban —siguió el mago—. No sabía que había que correr, y gritarles.
—Es un truco.
—Y pensé que iban más deprisa —insistió Cortángulo—. Y a más altura, para ser sinceros.
—¿Cómo que a más altura? —preguntó Yaya, tratando de compensar el peso del mago en la parte trasera mientras viraba hacia la parte superior del río.
Como todos los pasajeros desde el amanecer de los tiempos, insistía en inclinarse hacia el lugar erróneo.
—Bueno..., como por encima de los árboles —dijo el mago, agachándose para esquivar el latigazo de una rama.
—Esta escoba no tiene nada que no se arreglase si perdiera usted unos cuantos kilos —le espetó Yaya—. ¿O prefiere bajarse e ir andando?
—La verdad, mis pies van rozando el suelo la mitad del trayecto —señaló Cortángulo—. Pero no quiero avergonzarla. Si alguien me hubiera pedido una lista de los peligros inherentes al hecho de volar, nunca se me habría ocurrido anotar el riesgo de que los arbustos te destrozaran las piernas.
—¿Está fumando? —preguntó Yaya con la mirada clavada al frente—. Huelo a quemado.
—Sólo es para calmar los nervios, señora.
—Pues apáguelo ahora mismo. Y agárrese.
La escoba ascendió un poco, y aceleró hasta alcanzar la velocidad de un corredor geriátrico.
—¿Señor mago?
—¿Sí?
—Cuando le dije que se agarrara...
—¿Sí?
—No me refería ahí.
Hubo una pausa.
—Oh. Si. Ya. Lo siento muchísimo.
—No pasa nada.
—Mi memoria ya no es lo que era..., se lo aseguro..., no pretendía ofenderla.
—No me ha ofendido.
Volaron en silencio un momento mas.
—De todos modos —siguió Yaya, pensativa—, creo que preferiría que apartara las manos.
La lluvia recorría las tejas de la Universidad Invisible y bajaba por las zanjas, en las que los nidos de los cuervos, abandonados desde el verano, flotaban como barquichuelos mal construidos. El agua gorgoteaba por cañerías viejísimas. Encontraba una manera de filtrarse entre las losas y saludar a las arañas que vivían bajo ellas.
Bajo los interminables tejados de la universidad habitaban ecosistemas enteros: los pájaros cantaban en pequeñas selvas nacidas de pepitas de manzana y semillas de hierba, pequeñas ranas nadaban en las zanjas, y una colonia de hormigas se dedicaba a inventar una civilización tan compleja como interesante.
Una de las cosas que el agua no podía hacer era descender a través de las gárgolas ornamentales que recorrían los tejados. Eso era porque las gárgolas corrían a esconderse en los desvanes a la primera señal de lluvia: mantenían que, aunque fueran feas, no eran idiotas.
Llovía a cántaros. Llovía a ríos. Llovía a mares. Pero, sobre todo, llovía a través del techo de la Sala Principal, donde el duelo entre Yaya y Cortángulo había dejado un buen agujero. Treatle se sentía como si estuviera lloviendo personalmente sobre él.
Estaba de pie sobre una mesa, organizando a los equipos de estudiantes que retiraban los antiguos cuadros y tapices antes de que se empaparan por completo. Lo de la mesa era necesario, ya que el agua ya había subido algunos centímetros.
Por desgracia, no era agua de lluvia. Era agua con auténtica personalidad, ese carácter que obtiene el agua tras un largo viaje. Tenía la textura de la genuina agua del Ankh..., demasiado sólida como para beberla, demasiado líquida como para sembrar en ella.
El río se había liberado de sus orillas, y un millón de regueros corrían hacia las bodegas y las ranuras de las baldosas para meterse bajo ellas. De cuando en cuando, resonaba una explosión lejana cuando el agua entraba en alguna mazmorra y hacía reaccionar a una magia olvidada. A Treatle no le hacían la menor gracia los siseos y burbujas que salían a la superficie.
Volvió a pensar en lo bonito que seria convertirse en la clase de mago que vivía en una cueva oculta, recogía hierbas, se dedicaba a pensar cosas importantes y entendía lo que decían los búhos. Pero, seguramente, la cueva estaría húmeda, las hierbas serían venenosas, y Treatle no estaba demasiado seguro de qué pensamientos eran importantes a aquellas alturas.
Bajó trabajosamente y chapoteó por las oscuras aguas. Bueno, había hecho todo lo posible. Había tratado de organizar a los magos superiores para que arreglaran el techo con sus artes mágicas, pero se entabló una discusión generalizada sobre los hechizos concretos que debían usarse, y se llegó a la conclusión de que aquello era cosa de los albañiles.
«Así son los magos —pensó sombrío mientras vadeaba entre los arcos goteantes—: siempre sondeando el infinito, sin jamás advertir lo concreto, y menos en cuestiones del hogar. Antes de que llegara esa mujer, nunca habíamos tenido esta clase de problemas.»
Subió por la escalera, iluminada por un relámpago particularmente impresionante. Tenía la fría certeza de que, aunque nadie podía culparle por lo sucedido, todo el mundo lo haría. Se agarró el borde de la túnica y lo exprimió, antes de buscar su bolsa de tabaco.
Era una bonita bolsa, verde e impermeable. Así que la lluvia que había entrado en ella no había podido salir luego. Era indescriptible.
Encontró el rollito de papel de fumar. Las hojas estaban hechas un montón compacto, como el legendario billete encontrado en el bolsillo trasero de unos pantalones que acaban de ser lavados, secados y planchados.
—Mierda —masculló con ganas.
—¡Por favor! ¡Treatle!
Treatle miró alrededor. Había sido el último en salir de la sala, donde ahora sólo quedaban los bancos, que empezaban a flotar. Remolinos y burbujas marcaban los lugares en que la magia salía de las bodegas, pero no había nadie a la vista.
A menos, por supuesto, que hubiera hablado una de las estatuas. Eran demasiado pesadas para sacarlas de allí, y Treatle recordaba haber dicho a los estudiantes que un buen lavado no les sentaría mal.
Miró los rostros de piedra, y lo lamentó. Las estatuas de magos muertos muy poderosos tenían a veces más vida de la que corresponde a una estatua. Quizá debió haberlo dicho en voz baja.
—¿Si? —aventuró, dolorosamente consciente de las miradas pétreas.
—¡Aquí arriba, idiota!
Alzó la vista. La escoba descendió pesadamente en medio de la lluvia con una serie de trompicones y movimientos bruscos. A cosa de metro y medio por encima del suelo, perdió las pocas pretensiones aéreas que le quedaban, y cayó con un sonoro chapuzón.
—¡No te quedes ahí, imbécil!
Treatle miro nervioso en la oscuridad.
—Tengo que quedarme en alguna parte —explicó.
—¡Quiero decir que nos eches una mano! —le gritó Cortángulo, surgiendo de entre las aguas como una Venus gorda y furiosa—. A la señora primero, por supuesto.
Se volvió hacia Yaya, que trataba de pescar algo en el agua.
—He perdido el sombrero —dijo.
Cortángulo suspiro.
—¿Cree que tiene mucha importancia, en un momento como éste?
—Una bruja tiene que llevar sombrero, si no nadie sabrá que lo es.
Consiguió atrapar un objeto oscuro y empapado, lo esgrimió triunfal y se lo puso en la cabeza. Ya no estaba rígido, y la punta le colgaba descuidadamente ante un ojo.
—Bien —dijo en un tono de voz que sugería que el universo haría bien en tener cuidado.
Hubo otro relámpago, demostración de que hasta los dioses del clima tienen buen ojo para lo teatral.
—Le queda muy bien —dijo Cortángulo.
—Disculpa —le interrumpió Treatle—, pero... ¿no es la b...?
—Eso no importa —se apresuró a decir Cortángulo, cogiendo a Yaya de la mano y ayudándola a subir la escalera.
Cogió también el cayado.
—Pero va contra las normas que una m... Se detuvo al ver cómo Yaya tocaba la pared húmeda, junto a la puerta. Cortángulo hundió un índice en el pecho de Treatle.
—¿Dónde está escrito eso? —preguntó.
—Los han llevado a la biblioteca —intervino Yaya.
—Era el único lugar seco —asintió Treatle—. Pero...
—A este edificio le dan miedo las tormentas —dijo Yaya—. Alguien debería consolarlo un poco.
—Pero las reglas... —insistió el desesperado Treatle.
Yaya caminaba ya a zancadas pasillo abajo, y Cortángulo trotaba tras ella. Se dio media vuelta.
—Ya has oído a la señora.
Treatle los vio alejarse, con la boca abierta. Cuando el ruido de sus pisadas desapareció en la distancia, se quedó un momento en silencio, pensando en la vida y en qué momento de la suya se había equivocado.
Pero nadie le iba a acusar de desobediencia.
Con suma cautela, sin saber muy bien por qué, extendió la mano y dio una palmadita cariñosa al muro.
—Calma, calma —dijo.
Por extraño que pareciera, se sintió mucho mejor.
Cortángulo pensó que debería ser él quien abriera el camino, ya que se trataba de su universidad, pero, cuando Yaya tenía prisa, un adicto casi terminal a la nicotina no era rival para ella, así que se limitó a seguirla a saltitos de cangrejo.
—Es por aquí —dijo pisando charcos.
—Lo sé, el edificio me lo dijo.
—Sí, iba a preguntarle sobre eso —dijo Cortángulo—. Verá, a mí nunca me ha dicho nada, y hace años que vivo aquí.
—¿Se ha parado a escuchar alguna vez?
—A escuchar, lo que se dice a escuchar, no —concedió Cortángulo.
—Pues eso —replicó Yaya, salvando de un salto una catarata que ocupaba el lugar de la escalera de la cocina (el lavadero de la señora Panadizo no volvería a ser el mismo)—. Creo que está ahí arriba, al final del pasillo, ¿verdad?
Pasó junto a un trío de magos atónitos, que se sorprendieron al verla a ella y pegaron un respingo al ver su sombrero.
Cortángulo jadeaba tras Yaya, y la agarró por un brazo al llegar junto a las puertas de la biblioteca.
—Mire —dijo desesperadamente—, sin animo de ofender, señorita... mmm, señora...
—Puede llamarme Esmeralda, ahora que hemos compartido una escoba y todo eso.
—¿Le importa que pase yo delante? Es mi biblioteca —suplicó.
Yaya se dio media vuelta, con la sorpresa reflejada en el rostro. Luego, sonrío.
—Por supuesto. Lo siento mucho.
—Es por las apariencias, ya sabe —se disculpó Cortángulo.
El mago abrió la puerta de golpe.
La biblioteca estaba llena de magos, que cuidaban de sus libros igual que las hormigas cuidan de sus huevos... y, en los momentos difíciles, los transportaban de manera muy similar. El agua había entrado incluso allí, y se encontraba en los lugares más extraños debido a los curiosos efectos gravitacionales de la biblioteca. Los magos habían quitado los libros de los estantes más bajos, y los estaban amontonando en cada mesa o balda seca. El sonido crepitante de las páginas furiosas llenaba el aire, casi cubriendo el retumbar lejano de la tormenta.
Obviamente, aquello molestaba al bibliotecario, que saltaba de mago en mago tirándoles de las túnicas y chillando «ook».
Vio a Cortángulo, y se cimbreó rápidamente hacia él. Yaya no había visto un orangután en su vida, pero no estaba dispuesta a admitirlo, así que permaneció impasible ante el hombrecillo de vientre abultado, brazos larguisimos y una piel talla 40 en un cuerpo talla 32.
—Ook —explicó—. Ooooook.
—Supongo que sí —replicó brevemente Cortángulo.
Agarró al mago más cercano, que se tambaleaba bajo el peso de una docena de grimorios. El hombre le miró como si fuera un fantasma, vio a Yaya por el rabillo del ojo, y dejó caer los libros al suelo. El bibliotecario se estremeció.
—¿Archicanciller? —se atragantó el mago—. ¿Estás vivo? Quiero decir... nos dijeron que se te había llevado... —Volvió a mirar a Yaya—. Quiero decir, Treatle nos avisó... pensamos...
—Oook —intervino el bibliotecario, volviendo a colocar algunas páginas entre las cubiertas.
—¿Dónde están el joven Simón y la niña? ¿Qué habéis hecho con ellos? —exigió saber Yaya.
—Están..., los pusimos allí —señaló el mago, al tiempo que retrocedía—. Mmm...
—Guíanos —dijo Cortángulo—. Y deja de tartamudear, hombre. Cualquiera diría que nunca has visto a una mujer.
El mago tragó saliva con un esfuerzo y asintió vigorosamente.
—Desde luego. Y... quiero decir... seguidme, por favor... m...
—No irías a decir nada sobre las reglas, ¿verdad? —preguntó Cortángulo.
—Mmm... no, archicanciller.
—Bien.
Lo siguieron entre las hileras de estanterías y magos, muchos de los cuales dejaban de trabajar para mirar a Yaya.
—Esto empieza a ser embarazoso —masculló Cortángulo por la comisura de la boca—. Tendré que nombrarla a usted mago honorario.
Yaya siguió mirando al frente, y apenas movió los labios al responder:
—Si se atreve a hacerlo —siseó—, le nombraré bruja honoraria.
Cortángulo cerró la boca de golpe.
Esk y Simón estaban tumbados sobre una mesa, en una de las salas de lectura, y media docena de magos los vigilaban. Retrocedieron nerviosos al ver acercarse al trío.
—He estado pensando —dijo Cortángulo—, sin duda sería mejor darle el cayado a Simón. Él es un mago, y...
—Sobre mi cadáver —replicó Yaya—. Y también sobre el de usted. Están consiguiendo su poder a través de él, ¿quiere darles más?
Cortángulo suspiró. Había estado admirando el cayado, era uno de los mejores que había visto.
—Muy bien. Tiene usted razón, por supuesto. Se inclinó y puso el cayado sobre la forma dormida de Esk, y luego se irguió con un gesto teatral.
Nada sucedió.
Uno de los magos carraspeó, nervioso.
Nada siguió sucediendo.
Las tallas del cayado parecían sonreír.
—No funciona, ¿verdad? —señaló Cortángulo.
—Ook.
—Déle tiempo —aconsejó Yaya.
Le dieron tiempo. En el exterior, la tormenta recorría el cielo, tratando de levantar las tapaderas de las casas.
Yaya se sentó en un montón de libros y se frotó los ojos. Las manos de Cortángulo volaron hacia su bolsita de tabaco. El mago del carraspeo nervioso salió de la habitación auxiliado por un colega.
—Oook —dijo el bibliotecario.
—¡Ya lo sé! —exclamó Yaya con tal brío que el pitillo a medio liar cayó de entre los dedos temblorosos de Cortángulo con una lluvia de tabaco.
—¿El qué?
—¡No está acabado!
—¿El qué?
—¡Esk no puede usar el cayado, por supuesto! —dijo Yaya, poniéndose de pie.
—Pero si dijo usted que barría los suelos con él, y que la protegía, y... —empezó Cortángulo.
—Nonononono —le interrumpió Yaya—. Eso significa que el cayado se usa a sí mismo o la usa a ella, pero Esk nunca ha sido capaz de usarlo, ¿comprende?
Cortángulo miró los dos cuerpos inmóviles.
—Pues no entiendo por qué. Es un cayado de mago perfectamente normal.
—Ah. Entonces, ella es un mago perfectamente normal, ¿no? —señaló Yaya.
Cortángulo titubeó.
—No, claro que no. No puede pedirnos que la declaremos mago. No hay precedente.
—¿No hay qué? —preguntó Yaya con voz cortante.
—Que nunca había sucedido.
—Hay muchas cosas que nunca habían sucedido hasta que sucedieron. Sólo nacemos una vez.
Cortángulo le dirigió una mirada de súplica muda.
—Pero va contra las r...
Estaba a punto decir «reglas», pero se tragó la palabra.
—¿Dónde está escrito eso? —preguntó Yaya triunfal—. ¿Dónde pone que las mujeres no pueden ser magos?
Los siguientes pensamientos cruzaron la mente de Cortángulo a toda velocidad.
No lo pone en ninguna parte, lo pone en todas partes.
Pero el joven Simón pareció decir que todas partes se parece tanto a ninguna parte que a veces no hay diferencia.
¿Quiero que me recuerden como el primer archicanciller que permitió que entraran mujeres en la universidad? Aunque... me recordarían, seguro.
Cuando adopta esa postura, es una mujer realmente impresionante.
Ese cayado tiene ideas propias.
Esto tiene su lógica.
Se reirán de mí.
Puede que no funcione.
Puede que sí funcione.
No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección. Esk miró los terribles rostros que la contemplaban, los cuerpos enjutos, piadosamente ocultos por las capas.
Las manos le cosquillearon.
En el mundo de la sombra, las ideas eran reales. El pensamiento pareció viajar por sus brazos.
Era un pensamiento vigoroso, como lleno de burbujas. Se rió, separó las manos, y el cayado apareció entre ellas como un rayo de electricidad sólida.
Las Cosas empezaron a chirriar nerviosas, y una o dos retrocedieron tambaleantes. Simón cayó de bruces cuando las que le retenían le soltaron apresuradamente, y aterrizó en el suelo sobre las manos y las rodillas.
—¡Úsalo! —gritó—. ¡Eso es! ¡Tienen miedo!
Esk le dedicó una sonrisa, y siguió examinando el cayado. Por primera vez, podía ver cómo eran de verdad las tallas.
Simón cogió la pirámide del mundo, y corrió hacia ella.
—¡Vamos! —le dijo—. ¡Eso no les gusta!
—¿Cómo dices?
—¡Usa el cayado! —la apremió Simón. Extendió una mano para cogerlo—. ¡Eh! ¡Me ha mordido!
—Lo siento —se disculpó Esk—. ¿De qué estábamos hablando? —Alzó la vista y miró a las Cosas como si las viera por primera vez—. Ah, de ésos. Sólo existen dentro de nuestras cabezas. Si no creyéramos en ellos, no existirían en absoluto.
Simón miró a su alrededor.
—Sinceramente, no puedo decirte que te creo.
—Me parece que deberíamos volver a casa —indicó Esk—. La gente estará preocupada.
Juntó las manos, y el cayado desapareció, aunque por un momento los dedos le brillaron como si ocultara una vela tras ellos.
Las Cosas aullaron. Unas cuantas se derrumbaron.
—Lo más importante de la magia es cómo no usarla —dijo Esk, agarrando a Simón por el brazo.
El chico miró fijamente las figuras despavoridas que los rodeaban, y en su rostro se dibujó una sonrisa estúpida.
—¿Cómo no usarla? —pregunto.
—Exacto —asintió Esk mientras caminaban hacia las Cosas—. Prueba tu.
Extendió las manos, y el cayado brotó del aire. Se lo tendió al chico. Simón hizo ademán de cogerlo, pero se detuvo.
—Eh... no —dijo—. Me parece que no le gusto.
—Creo que, si te lo doy yo, no pasa nada. No puede discutir.
—¿Adónde va cuando desaparece?
—Me parece que se convierte en una idea de sí mismo.
Simón volvió a extender la mano, y cerró los dedos en torno a la madera pulida.
—Bien —dijo, alzándolo en la clásica pose vengativa del mago—. ¡Ahora verán!
—No, mal hecho.
—¿Cómo que mal hecho? ¡Tengo el poder!
—Son como... reflejos de nosotros —explicó Esk—. No puedes golpear a tus reflejos, siempre serán tan fuertes como tú. Por eso se acercaron más a ti cuando empezaste a utilizar la magia. Y no se cansan. Se alimentan de magia, así que no puedes derrotarlos con ella. No, la cosa es..., bueno, no es no usar la magia porque no puedes, eso no sirve de nada. Pero no usar la magia porque puedes... eso sí que les molesta. No les gusta nada. Si la gente dejara de usar la magia, morirían.
Las Cosas que estaban ante ellos cayeron unas sobre otras en su prisa por retroceder.
Simón miró el cayado, luego a Esk, luego a las Cosas, luego otra vez al cayado.
—Habrá que pensar mucho sobre eso —dijo, inseguro—. Me gustaría analizar esa idea.
—Lo harás muy bien.
—Porque lo que estás diciendo es que el auténtico poder es atravesar la magia y salir por el otro lado.
—Pero funciona, ¿no?
Ahora estaban solos en la llanura. Las Cosas no eran más que palos a lo lejos.
—¿Será esto lo que llaman «superhechiceria»? —se preguntó Simón.
—No sé. Puede.
—Me gustaría analizar esa idea —repitió el chico, dando vueltas al cayado entre sus manos—. Podríamos preparar algunos experimentos, ¿sabes?, cómo no usar magia deliberadamente. Cuidadosamente, podríamos no dibujar un octograma en el suelo, deliberadamente no invocar a ninguna cosa, y... ¡Sólo pensarlo me hace sudar!
—Yo preferiría pensar en cómo volver a casa —dijo Esk, mirando la pirámide.
—Bueno, se supone que ésta es mi idea del mundo. Debería ser capaz de encontrar un camino. ¿Cómo haces eso con las manos?
El chico las juntó. El cayado se deslizó entre ellas, y su luz le iluminó los dedos un momento, antes de desaparecer. Sonrió.
—Perfecto. Ahora sólo tenemos que buscar la universidad...
Cortángulo encendió su tercer pitillo con la colilla del segundo. Este último pitillo debía mucho a los poderes creativos de la energía nerviosa, y parecía un camello sin patas.
Ya había visto cómo el cayado se elevaba suavemente sobre Esk para pasar a Simón.
Y ahora volvía a flotar en el aire.
Otros magos habían entrado en la habitación. El bibliotecario estaba sentado bajo la mesa.
—¡Ojalá supiéramos qué está pasando! —suspiró Cortángulo—. No soporto el suspense.
—Sea optimista, hombre —replicó Yaya—. Y apague ese condenado cigarrillo, no creo que nadie quiera volver a una habitación que huele como una chimenea.
Como un solo hombre, todos los magos reunidos se volvieron hacia Cortángulo, expectantes.
Él se quitó de entre los labios el amasijo humeante y, con una mirada que ninguno de los otros magos se atrevió a mantener, lo aplastó bajo su bota.
—Probablemente ya es hora de que lo deje —asintió—. Y eso va también por vosotros. A veces este lugar huele peor que un fogón sucio.
En aquel momento, vio el cayado. Estaba...
Cortángulo sólo podía describir el efecto diciendo que parecía ir muy deprisa sin moverse del mismo lugar.
Chispazos de algo semejante a un gas brillaron en su superficie, y luego desaparecieron. El cayado resplandeció como un cometa diseñado por un creador de efectos especiales inepto. Saltaron chispas de colores, que se esfumaron al instante.
También estaba cambiando de color, empezaba por un rojo oscuro y luego subía por todo el espectro hasta un violeta hiriente. Unas serpientes de fuego coruscaban en toda su longitud.
(Pensó que debería de haber una palabra para designar a las palabras que suenan como sonarían algunas cosas que hicieran ruido. La palabra «viso» sugiere un brillo aceitoso, y si alguna vez hubo una palabra que sugiriera exactamente el aspecto que tienen las chispas cuando reptan por el papel quemado, o la manera en que las luces de las ciudades se extenderían por el mundo si toda la civilización humana decidiera reunirse una noche, esa palabra sería «coruscar».)
Sabía lo que sucedería después.
—Cuidado —susurró—. Va a...
En el silencio absoluto, la clase de silencio que absorbe todos los sonidos, el cayado entero brilló con luz octarina pura.
El octavo color, producido por la luz al atravesar un campo mágico potente, bañó los cuerpos, las estanterías, las paredes. Los demás colores se difuminaban y desaparecían en un borrón, como si la luz fuera un vaso de ginebra vertido sobre la acuarela del mundo. Las nubes que cubrían la universidad brillaron, se retorcieron adoptando formas fascinantes e inesperadas, y salieron disparadas hacia arriba.
Un observador situado por encima del Disco habría visto un pequeño parche de tierra, cerca del Mar Circular, brillando como una piedra preciosa durante largos segundos, antes de apagarse.
El silencio de la habitación quedó roto por un estampido de madera cuando el cayado se desplomó desde el aire y chocó contra la mesa.
Alguien dejó escapar un tenue ook.
Por fin, Cortángulo recordó cómo usar las manos, y las alzó hacia donde esperaba que estuvieran sus ojos. Todo se había vuelto negro.
—¿Hay... alguien ahí? —preguntó.
—Dioses, no sabes cuánto me alegro de oír eso —dijo otra voz.
De pronto, el silencio estaba lleno de balbuceos.
—¿Todavía estamos donde estábamos?
—No lo sé. ¿Dónde estábamos?
—Creo que aquí.
—¿Te importa extender la mano?
—Sí, a menos que sepa lo que voy a tocar, buen hombre —dijo la voz inconfundible de Yaya Ceravieja.
—Que todo el mundo extienda las manos y trate de tocar a alguien —ordenó Cortángulo.
Ahogó un grito cuando una mano como un guante de cuero se cerró en torno a su tobillo. Sonó un ook satisfecho, que le proporcionó la alegría y el alivio de tocar a otro ser humano o, en este caso, antropoide.
Se oyó un chasquido, y luego divisó la bendita llama roja cuando un mago al otro lado de la habitacion encendió un cigarrillo.
—¿Quién ha sido?
—Lo siento, archicanciller, la fuerza de la costumbre.
—Fuma todo lo que quieras.
—Gracias, archicanciller.
—Me parece que ahora veo el perfil de la puerta —dijo otra voz.
—¿Yaya?
—Sí, ahora estoy seguro de ver...
—¿Esk?
—Estoy aquí, Yaya.
—¿Puedo fumar yo también, señor?
—¿El chico está contigo?
—Sí.
—Ook.
—Estoy aquí.
—¿Qué pasa?
—¡Silencio todos!
Una luz normal, lenta, gratificante para los ojos, volvió a la biblioteca.
Esk se levantó, librándose del cayado. El bastón rodó bajo la mesa. La niña sintió algo que se deslizaba sobre sus ojos, y alzó las manos para cogerlo.
—¡Un momento! —ordenó Yaya, lanzándose hacia ella.
Cogió a la niña por los hombros y le miró los ojos.
—Bienvenida —dijo.
Y la besó.
Esk subió la mano y palpó algo duro que tenía sobre la cabeza. Se lo quitó para examinarlo.
Era un sombrero puntiagudo, un poco más pequeño que el de Yaya, pero de un azul brillante y con un par de estrellas plateadas.
—¿Un sombrero de mago? —preguntó.
Cortángulo dio un paso al frente.
—Esto..., sí —dijo. Carraspeó—. Verás, pensamos..., se nos ocurrió..., en fin, que cuando lo meditamos...
—Eres un mago —se limitó a decir Yaya—. El archicanciller cambió las reglas. La verdad es que fue una ceremonia bastante sencilla.
—El cayado tiene que estar por aquí —siguió Cortángulo—. Lo vi caer... Oh. —Cogió el cayado y se lo mostró a Yaya—. Creí que tenía tallas. Parece un palo vulgar.
Y era verdad. El cayado parecía tan poderoso y amenazador como la pata de una silla.
Esk giró el sombrero entre sus manos, como alguien que, al abrir el proverbial paquete de regalo, se encuentra dentro un frasco de sales de baño.
—Es muy bonito —dijo, insegura.
—¿Eso es todo? —inquirió Yaya.
—También es puntiagudo.
Por alguna razón, ser mago no le parecía diferente de no serlo.
Simón se inclinó hacia adelante.
—Recuerda —susurró—, tienes que haber sido mago. Luego podrás pasar al otro lado. Como tú dijiste.
Se miraron y sonrieron.
Yaya miró a Cortángulo. El mago se encogió de hombros.
—A mí que me registren —dijo—. ¿Qué ha pasado con tu tartamudeo, chico?
—Parece que ha desaparecido, señor —respondió Simón animadamente—. Lo he debido de dejar en alguna parte.
El río seguía marrón e hinchado, pero al menos volvía a parecer un río.
Hacía un calor antinatural para tratarse de los últimos días del otoño, y en toda la parte baja de Ankh-Morpork el vapor se alzaba de miles de alfombras y mantas puestas a secar. Las calles estaban llenas de cieno, cosa que en realidad era una mejora..., la impresionante colección cívica de perros de Ankh-Morpork había sido arrastrado por las aguas.
El vapor se alzaba también de las losas de la galería privada del archicanciller, y de la tetera colocada sobre la mesa.
Yaya se recostó en la vieja mecedora, y dejó que el calor le acariciara los tobillos. Contempló con escaso interés a un equipo de hormigas urbanas, que habían vivido tanto tiempo bajo las losas de la universidad que la magia residual había alterado sus genes de manera permanente. En aquel momento, transportaban un terrón de azúcar en un diminuto carrito. Otro grupo estaba erigiendo una grúa con cerillas al borde de la mesa.
Quizá a Yaya le habría interesado saber que una de las hormigas era Tambor Leño, que había decidido dar otra oportunidad a la vida.
—Dicen que, si ves una hormiga el día de la Vigilia de los Puercos, el resto del invierno no será muy frío —señaló Yaya.
—¿Quién lo dice? —quiso saber Cortángulo.
—Por lo general, gente que se equivoca. Tomo notas en mi Almanaque. La gente cree muchas cosas que son falsas.
—Como eso de «Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo» o «No se pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo» —asintió Cortángulo.
—Yo no creo que los perros viejos estén para eso —señaló Yaya.
El terrón de azúcar había llegado hasta la grúa, y un par de hormigas lo estaban colgando de una polea microscópica.
—No entiendo la mitad de las cosas que dice Simon —suspiró Cortángulo—, aunque a algunos estudiantes les emocionan mucho.
—Yo entiendo perfectamente lo que dice Esk, sencillamente no me lo creo —señaló Yaya—. Excepto lo de que los magos necesitan corazón.
—También dijo que las brujas necesitan cabeza —añadió Cortángulo—. ¿Quiere un panecillo? Me temo que están un poco húmedos.
—Esk dice que, si la magia le da a la gente lo que quiere, no usar la magia le dará lo que necesita —siguió Yaya, con la mano sobre el plato.
—Eso me ha dicho Simón. Aunque no lo entiendo. La magia es para usarla, no para almacenarla. Vamos, vamos, tome uno más.
—Magia más allá de la magia —bufó Yaya.
Tomó el panecillo y lo untó de mermelada. Tras un momento de vacilación, también le puso crema de leche.
El terrón de azúcar llegó al suelo y, al momento, quedó rodeado por otro equipo de hormigas, que lo ataron a una larga hilera de hormigas rojas esclavas, capturadas en el huerto.
Cortángulo se removió incomodo en la silla, que crujió.
—Esmeralda —empezó—, he pensado pedirle...
—No —respondió Yaya.
—En realidad, iba a decir que hemos pensado en aceptar a algunas chicas mas en la universidad. A modo de experimento. Una vez arreglemos el problema de los cuartos de baño.
—Eso depende de usted, por supuesto.
—Y, ya que parece que vamos a convertirnos en un colegio mixto, me parece que..., bueno, lo más apropiado...
—¿Sí?
—En fin, que quizá a usted no le parezca mal... ¿querría aceptar un sillón?
Volvió a acomodarse en la silla. El terrón de azúcar pasó bajo ella rodando sobre cerillas, mientras las hormigas esclavas lanzaban gemidos inaudibles.
—Mmm —dijo Yaya—. No veo por qué no. Siempre me han gustado esos grandes, mullidos, con orejas de piel. Si no es mucha molestia.
—No me refería exactamente a eso —dijo Cortángulo—. Aunque puede arreglarse —añadió rápidamente—. Hablaba de un sillón en el claustro de profesores. ¿Querría venir a dar conferencias a los estudiantes? ¿De vez en cuando?
—¿Sobre qué?
Cortángulo buscó rápidamente un tema.
—¿Hierbas? —aventuró—. Aquí no sabemos casi nada sobre hierbas. Y Cabezología. Esk me habló de eso, parece fascinante.
Con un último tirón, el terrón de azúcar desapareció por una ranura de la pared más cercana. Cortángulo hizo un ademán en dirección a las hormigas.
—Se llevan mucho azúcar —explicó—, pero nos da pena hacer algo para evitarlo.
Yaya frunció el ceño, y luego asintió. Señaló el brillo lejano de la nieve en las Montañas del Carnero, visible entre la neblina de la ciudad.
—Están muy lejos, y a mi edad no puedo ir yendo y viniendo.
—Podemos comprarle una escoba mucho mejor —insistió Cortángulo—. Una con la que no haya que dar saltos para despegar. Y además, puede tener aquí una segunda residencia. Y toda la ropa vieja que quiera —añadió, usando el arma secreta.
Había invertido su tiempo inteligentemente en una conversación con la señora Panadizo.
—Mpf —dijo Yaya—. ¿Seda?
—Negra y roja.
Imaginó a Yaya envuelta en seda negra y roja, y tuvo que tomar aliento.
—Y quizá, en verano, podamos llevar algunos estudiantes a su casa —siguió Cortángulo—. Con salidas culturales.
—¿Quién es Cultur Ales?
—Quiero decir... podrán aprender muchas cosas, estoy seguro.
Yaya meditó sobre la idea. Desde luego, el excusado necesitaba una buena revisión antes de que empezara a hacer demasiado calor, y había que hacer algunos arreglos en el cobertizo de las cabras. También había que arreglar la plantación de hierbas. El techo del dormitorio era un desastre, y hacia falta fijar algunas tejas.
—¿Cosas prácticas? —preguntó, pensativa.
—Completamente practicas.
—Mpf. Bueno, lo pensare —asintió Yaya, vagamente consciente de que una no debía ir demasiado lejos en la primera cita.
—¿Querría cenar conmigo esta noche para comunicarme su decisión? —pidió Cortángulo, con los ojos brillantes.
—¿Qué habrá para comer?
—Carne fría y patatas.
La señora Panadizo había hecho un buen trabajo.
Y así fue.
Esk y Simón siguieron desarrollando un nuevo tipo de magia que nadie comprendía muy bien, pero que, pese a ello, todo el mundo consideraba muy valiosa y, en cierto modo, tranquilizadora.
Más importante aún: las hormigas usaron todos los terrones que pudieron robar para construir una pequeña pirámide de azúcar en uno de los muros huecos. Dentro de la pirámide, con gran ceremonia, enterraron el cuerpo momificado de una reina muerta. En la pared de una pequeña cámara secreta escribieron, con jeroglíficos de insectos, el secreto de la longevidad.
Lo habían descubierto, funcionaba, y sin duda habría tenido consecuencias importantísimas para el universo si no hubiera sido porque, la siguiente vez que la universidad se inundó, el agua disolvió la pirámide por completo.