En recuerdo de Keith Parkinson.
A Phil y Debra Pizzolato, y a sus hijos, Joey, Nicolette, Philip y Adriana, quienes constantemente me recuerdan el valor de la vida al llevar su amor y risas a la mía
Aquellos que han venido aquí a odiar deberían marchar ahora, pues en su odio no hacen más que traicionarse a sí mismos.
Traducido de El libro de la vida
Dedicatoria
Las siguientes personas han sido de inestimable ayuda para dar vida a La biblioteca secreta.
Brian Anderson
Jeff Bolton
R. Dean Bryan
Dra. Joanne Leovy
Mark Masters
Desirée y el doctor Roland Miyada
Keith Parkinson
Phil y Debra Pizzolato
Tom y Karen Whelan
Ron Wilson
Cada una de estas personas ha estado a mi lado cuando más las he necesitado. Todas ellas poseen unas aptitudes únicas que desempeñaron un papel clave en la consecución de este libro. Cada una de ellas lleva alegría a mi vida simplemente por el hecho de ser ellas mismas.
Capítulo 1
—¡Lord Rahl!
Richard se volvió justo a tiempo de ver a Berdine saltar hacia él. Aterrizó contra su pecho, rodeándole con brazos y piernas, y el impacto lo dejó sin respiración. La larga trenza de ondulado pelo castaño lo azotó con un movimiento envolvente. Richard trastabilló hacia atrás a la vez que la rodeaba con los brazos para impedir que la joven cayera, aunque parecía no necesitar su ayuda.
Pocas veces había visto Richard a una ardilla voladora efectuar un salto mejor. A pesar de todo lo que ocupaba su mente, no pudo evitar sonreír ante la vehemencia de Berdine. Quién habría pensado que una mord-sith volvería alguna vez a ser tan espontáneamente alegre como una niña pequeña.
La joven se acomodó bien, agarrándole con fuerza los hombros y con las piernas bien entrelazadas alrededor de su cintura, mientras le sonreía de oreja a oreja. Berdine echó una mirada a la cara de pocos amigos de Cara.
—Todavía le gusto más yo... lo noto.
Cara se limitó a mirar al techo.
Con las manos en la cintura de Berdine, Richard alzó a la joven y la depositó en el suelo. Era más baja que la mayoría de las mord-sith que Richard conocía. También era más voluptuosa, y muchísimo más vivaz. Richard siempre había encontrado que era una combinación muy cautivadora de sensualidad sin malicia y un temperamento travieso y juguetón. Al igual que cualquiera de las mord-sith, no obstante, también podía desatar una violencia instantánea y despiadada pese a su chispeante superficie infantil. También amaba a Richard apasionada y abiertamente, pero de un modo franco, inocente y filial.
—Verte me alegra el corazón, Berdine. ¿Cómo estás?
Ella lo miró con perplejidad.
—Lord Rahl, soy una mord-sith. ¿Cómo creéis que estoy?
—Creando problemas como siempre —dijo él por lo bajo.
Ella sonrió, complacida por el comentario.
—Oímos que estuvisteis aquí hace poco, pero no tuve oportunidad de veros. Ya van dos veces que no os he podido ver recientemente. No iba a permitir que os volvierais a esfumar sin veros. Tenemos tanto sobre lo que hablar que ni siquiera sé por dónde empezar.
Richard bajó la mirada al amplio corredor, a través de la extensión de mármol dorado y veteado, y vio a un grupo de soldados que iba hacia él a paso ligero. Muy por encima de su cabeza la lluvia golpeaba sin cesar contra la claraboya que dejaba entrar una luz mate y gris. Aquella luz apagada parecía reflejarse intensamente en los bruñidos petos de los soldados.
Todos ellos tenían hachas en media luna sujetas a los cintos, junto con las espadas y los cuchillos largos que también portaban. Algunos de los hombres iban armados con ballestas que estaban amartilladas, listas para ser disparadas. Tales hombres, de los que los demás se mantenían bien apartados, llevaban puestos guantes negros. Sus ballestas estaban cargadas con saetas de plumas rojas.
Los pasillos estaban atestados de gentes de todas clases, desde aquellos que vivían y trabajaban allí a personas que habían acudido a comerciar. Todo el mundo dejaba espacio más que suficiente a los soldados que se aproximaban y, al mismo tiempo, todos observaban a Richard aunque intentando no dar la impresión de que lo estaban observando. Cuando la mirada de Richard se encontraba con las suyas o los pillaba mirando, algunos inclinaban la cabeza en una reverencia mientras que otros doblaban una rodilla en tierra. Richard sonreía, para que se tranquilizaran.
En todo caso era un acontecimiento que el lord Rahl estuviese en su palacio, así que Richard no podía esperar que la gente no sintiera curiosidad al verlo. Con su vestimenta negra de mago guerrero, junto con la ondulante esclavina dorada, era difícil pasarlo por alto. Con todo, él seguía sin poder pensar en un lugar como aquél como su hogar. En su corazón consideraba los bosques de Ciudad del Corzo como su casa. Había crecido caminando entre árboles imponentes, no entre majestuosos pilares de piedra.
El comandante general Trimack de la Primera Fila del Palacio del Pueblo se detuvo en seco y, a modo de saludo, golpeó con el puño la coraza de cuero moldeado que le cubría el pecho. El tintineo metálico que emitían los correajes y las armas se apagó una vez que la docena de hombres que le acompañaban saludaron todos a la vez. Aquellos hombres, que escrutaban constantemente los pasillos y evaluaban a cada una de las personas que pasaban junto a ellos, eran la guardia personal del lord Rahl cuando éste estaba en su palacio. Cada uno observó con atención a Cara y estudió con rapidez a Nicci, justo al lado de Richard. Aquellos hombres eran el círculo de acero que impedía que nada peligroso asomara la nariz en las proximidades del lord Rahl. Servían en la Primera Fila porque eran los más hábiles y leales de todos los miembros de las tropas d’haranianas.
Tras el saludo, el comandante añadió una inclinación de cabeza en dirección a Cara y luego a Richard.
—Lord Rahl, nos complace teneros en casa, por fin.
—Me temo, general Trimack, que es sólo una visita breve. No puedo quedarme. —Richard señaló a Cara y a Nicci—. Tenemos asuntos apremiantes que atender.
El general Trimack, con un semblante sinceramente decepcionado pero no del todo sorprendido, suspiró. Luego pareció ocurrírsele algo y se animó un poco.
—¿Encontrasteis a la mujer... vuestra esposa... la que estuvo en el Jardín de la Vida y dejó la estatua que encontrasteis allí?
Richard sintió una punzada de angustia por Kahlan. Se sentía culpable por no hacer más para encontrarla. ¿Cómo podía permitir que otros asuntos le impidieran encontrar a Kahlan? ¿Cómo podía haber algo lo bastante importante como para distraerlo de la tarea de encontrarla? Intentó no pensar en la visión de ella que Shota le había dado. Parecía que con todo lo que estaba sucediendo había dejado a un lado la búsqueda de la persona que más significaba para él; pero sabía que no era así en realidad.
Aun cuando se encontrara trabajando en otras cosas, ella no estaba nunca realmente fuera de sus pensamientos y seguía intentando pensar adónde la habría llevado la hermana Ulicia. Ahora que tenían las cajas del Destino —o al menos dos de ellas—, ¿adónde irían las Hermanas? ¿Qué podrían estar tramando? Si era capaz de deducir eso, podría ir tras ellas.
Se le había ocurrido también que todavía necesitarían el Libro de las sombras contadas para poder abrir la caja del Destino correcta, de modo que era posible que, si se limitaba a permanecer quieto en un mismo lugar el tiempo suficiente, ellas tuvieran que ir a él, ya que el libro sólo existía en su memoria. Lisa y llanamente, la cuestión era que, a menos que estuviesen dispuestas a hacer una conjetura y correr el riesgo de equivocarse, necesitaban el Libro de las sombras contadas para abrir la caja correcta, y Richard era incapaz de imaginar que fuesen a arriesgarse a perder lo que creían que sería su inmortalidad. Necesitaban la llave que sólo él tenía, la llave que daba acceso a la solución para abrir la caja correcta. Kahlan era parte de la llave que proporcionaba esa solución, pero todavía necesitaban la que sólo poseía Richard.
El único método que se le ocurría para encontrarla era averiguar todo lo que pudiera sobre el funcionamiento del hechizo Cadena de Fuego y las cajas del Destino. En alguna parte en aquella mezcla habría una pista sobre lo que las Hermanas harían a continuación. Los libros que necesitaba estudiar para lograr eso, junto con las personas que los entendían mejor y tenían más experiencia en tales cosas, estaban en el Alcázar. Necesitaba regresar allí.
Richard miró los ojos expectantes del general.
—Aún no, me temo. Todavía la estamos buscando, pero gracias por preocuparse.
Nadie excepto Richard la recordaba, ni a ella ni a su sonrisa o sus verdes ojos. Pero en ocasiones Kahlan ni siquiera le parecía real a él. Parecía un ser imposible, como si nadie pudiera ser todo lo que él recordaba, como si sólo pudiera ser una invención de sus más profundos deseos. Podía comprender la dificultad que aquellos que le eran más allegados tenían para lidiar con esa situación.
—Lamento oír eso, lord Rahl. —El general escudriñó las multitudes que recorrían el corredor—. Confío en que al menos no estéis aquí esta vez en mitad de un mar de problemas.
Ahora le tocó el turno a Richard de suspirar. ¿Por dónde empezar?
—En cierto modo, así es.
—¿El ejército de la Orden Imperial prosigue su avance sobre D’Hara? —aventuró el general.
Richard asintió.
—Eso me temo. En pocas palabras, general, he dado órdenes a nuestras fuerzas de que no se enfrenten al ejército del emperador Jagang porque no poseen efectivos suficientes. Sería una carnicería sin la menor utilidad, y Jagang acabaría teniendo de todos modos el Nuevo Mundo para él.
El general Trimack se rascó una cicatriz que resaltaba en la piel rubicunda de su mandíbula.
—¿Qué otra opción hay, lord Rahl, si no es enfrentarse al enemigo en combate?
Sus palabras, sosegadas y sencillas, sonaban a consejo, a cautela nacida de la experiencia, a esperanza sostenida en equilibrio sobre el afilado filo de la desesperanza. Por un momento, Richard escuchó el susurro catedralicio de los pies sobre la piedra mientras las multitudes pasaban ininterrumpidamente.
—He ordenado a nuestras fuerzas que vayan a arrasar el Viejo Mundo. —Richard dirigió la feroz mirada de nuevo al general—. Ellos querían guerra. Tengo intención de hacer que se traguen su deseo y se ahoguen en él.
Ante la sorprendente noticia, algunos de los soldados se quedaron boquiabiertos. El comandante general Trimack abrió los ojos, atónito, luego se acarició pensativamente la cicatriz. Una mirada astuta mostró finalmente que, a pesar de su sorpresa inicial, empezaba a gustarle la idea.
—Imagino que eso significa que le corresponderá a la Primera Fila mantener a esos bastardos fuera del palacio.
Richard observó con atención la mirada firme del oficial.
—¿Cree que pueden hacerlo?
Una sonrisa torva apareció en la boca del general.
—Lord Rahl, mi humilde talento es sólo un elemento, y menor, para preservar el palacio. Vuestros antepasados construyeron este lugar como lo hicieron para impedir que nadie lo tomara. —Señaló con la mano las elevadas columnas, paredes y galerías que los rodeaban—. Además de las defensas naturales, a este lugar se le han conferido poderes que debilitan a cualquier persona con el don del enemigo.
Richard sabía que el palacio estaba construido siguiendo un hechizo que reforzaba el poder de cualquier Rahl que estuviese dentro de él, y minaba las energías de cualquier otra persona con el don. Todo el palacio estaba construido en la forma de un emblema, y, hasta cierto punto, Richard comprendía su forma y la naturaleza general de su significado.
Por desgracia, aquel hechizo debilitaría incluso a aquellos poseedores del don que estuviesen de su lado, como Verna. Necesitaba que Verna fuese capaz de ayudar a proteger el palacio, pero si ella o las Hermanas que la acompañasen se veían debilitadas por aquel hechizo, resultaría mucho más difícil defender el palacio. En contrapartida, cualquiera que atacase tendría el mismo problema, de modo que no tendrían ventaja sobre Verna y sus Hermanas.
—Además de refuerzos, enviaré a algunas Hermanas aquí, junto con Verna, su prelada.
El general Trimack asintió.
—Conozco a la mujer. Es obstinada cuando está feliz e imposible cuando no lo está. Me alegraré de tenerla de nuestro lado, lord Rahl, y no al contrario.
Richard tuvo que sonreír. El hombre realmente conocía a Verna.
—Regresaré cuando pueda, general. Entretanto, cuento con vos para salvaguardar el Palacio del Pueblo.
—Habrá que sellar las puertas interiores.
—Lo que considere mejor, general.
—Las puertas grandes están investidas con el mismo poder que el resto del palacio, de modo que no son un eslabón débil ante un ataque. El único problema de cerrar las puertas es que pone fin al comercio, que es lo que da vida al palacio... en tiempos de paz, al menos.
Richard contempló a las multitudes que se abrían paso por el corredor y por las galerías situadas arriba.
—Con lo que se avecina, el comercio no va a ser posible de todos modos. Nadie va a poder viajar por las llanuras Azrith... ni por ningún otro lugar del Nuevo Mundo, bien mirado. El comercio se está viendo alterado en todas partes. Preparaos para un largo asedio.
El hombre se encogió de hombros.
—Eso es lo que los ejércitos enemigos hacen históricamente, aguantar ahí fuera y esperar a que nos muramos de hambre. Pero en las llanuras Azrith, ellos morirán de hambre primero. ¿Regresaréis, lord Rahl, para ayudar en la protección del palacio?
Richard se pasó una mano por la boca.
—No sé cuándo podré regresar. Pero lo haré si puedo. Por ahora, tengo que dedicar toda mi mente a este nuevo esfuerzo. Vamos a destruir a la Orden arrancándole el corazón, en lugar de pelear contra su musculatura.
—¿Y si sitian el palacio entretanto y necesitáis regresar? ¿Cómo podréis volver a entrar?
—Bueno, no tengo un dragón, de modo que no puedo entrar volando —Cuando el hombre se limitó a mirarle sin comprender, Richard carraspeó y dijo—: Si es necesario puedo regresar del modo en que vine hoy, con la ayuda de la magia... a través de la sliph.
El general no dio la impresión de saber de qué le hablaba, pero aceptó las palabras de Richard.
—Voy allí ahora, general. Si quiere, puede escoltarme y verlo por usted mismo.
El oficial pareció un tanto aliviado al ver que le permitían llevar a cabo su trabajo de proteger al lord Rahl. Richard tomó el brazo de Berdine y empezó a conducirla pasillo adelante mientras todos los soldados se abrían en abanico para formar un perímetro de protección.
Berdine era considerablemente más baja que Richard, de modo que él se inclinó un poco para hablarle.
—Necesito saber algunas cosas. ¿Has estado traduciendo más partes del diario de Kolo?
Ella sonrió ampliamente igual que una doncella rebosante de chismorreos.
—Yo diría que sí. Debido a algunas de las cosas que Kolo quería decir, no obstante, he tenido que empezar a investigar otros libros también... para comprender mejor cómo encaja todo. —Se le acercó más—. Estaban sucediendo cosas que ni siquiera advertimos antes, cuando trabajamos en ello juntos. Sólo arañamos la superficie.
Richard no creía que ella supiera ni la mitad de todo.
—¿Algunas de esas cosas tienen que ver con el Primer Mago Baraccus?
Berdine se detuvo bruscamente y lo miró atónita.
—¿Cómo sabíais eso?
Capítulo 2
Richard alargó la mano, cogió a Berdine del brazo y la arrastró con él.
—Te lo explicaré en otro momento, cuando tenga más tiempo. ¿Qué escribió Kolo sobre Baraccus en su diario? —Bueno, lo que Kolo escribió es sólo parte de la historia. Kolo simplemente dio a entender algo de lo que pasaba, así que, para llenar los espacios en blanco, empecé a leer los libros de vuestras bibliotecas privadas.
Jamás dejaba de asombrar a Richard el hecho de que, al ser el lord Rahl, ahora tuviera acceso a tales bibliotecas restringidas. No tenía ni la más remota idea de la gran profusión de conocimientos contenidos en aquellos volúmenes.
—¿Qué clases de libros?
—Uno de ellos podemos verlo de camino —respondió Berdine—, no en las zonas comunes sino en las secciones privadas del palacio; lugares donde a casi nadie se le permite jamás el acceso. Os lo mostraré. Parte de ello tiene que ver con algo llamado «emplazamientos principales».
Manteniendo el paso al otro lado de él, Nicci se inclinó al frente.
—Nathan me contó que leyó algunas cosas sobre unos lugares llamados «emplazamientos principales».
—¿Cómo? —preguntó Richard.
Nicci se apartó los rubios cabellos de un lado del rostro y se los echó atrás, por encima del hombro.
—Los emplazamientos principales son bibliotecas muy secretas. Los emplazamientos principales se establecieron en algún momento cercano o posterior a la gran guerra como un lugar seguro, inexpugnable y oculto para guardar allí libros que eran considerados demasiado peligrosos para que los conociera nadie que no fuese un grupo de personas muy reducido, controlado y selecto. Nathan dijo que cree que había tal vez una media docena de esos emplazamientos.
—Es cierto —dijo Berdine, y miró a su alrededor para asegurarse de que ninguno de los soldados que los seguían estaba lo bastante cerca para oírlos—. Lord Rahl, encontré una referencia donde se daba a entender que al menos algunos de esos emplazamientos estaban marcados con el nombre de un lord Rahl que mencionaban las profecías.
Richard se detuvo.
—¿Te refieres a que pusieron ese nombre en una lápida?
Las cejas de Berdine se enarcaron.
—Así es. Mencionaba que esos lugares, esas bibliotecas, conservaban huesos. Pensaron, por lo que sabían de las profecías, que un futuro lord Rahl necesitaría encontrar esos libros que estaban guardados allí y por lo tanto, en al menos un caso, pusieron su nombre en una lápida.
—En Caska.
Berdine se mordisqueó el dedo, luego lo agitó ante él.
—Ése es el lugar que vi mencionado. ¿Cómo lo sabéis?
—He estado ahí. Mi nombre aparece en un monumento enorme en el cementerio.
—¿Estuvisteis allí? ¿Por qué? ¿Qué buscabais? ¿Qué encontrasteis?
—Encontré un libro... Cadena de Fuego... que ayudó a demostrar lo que le sucedió a mi esposa.
Berdine dirigió un vistazo a Cara y a Nicci antes de volver a mirar a Richard.
—He estado oyendo rumores sobre que teníais una esposa. Al principio pensé que eran simplemente chismorreos. ¿Así pues, es realmente cierto?
Richard inhaló profundamente mientras recorría con paso decidido el pasillo, rodeado de guardias y observado por las multitudes que pasaban. No se sentía con ánimo para explicar a Berdine que ella conocía a Kahlan, y que, de hecho, había pasado mucho tiempo con ella.
—Es cierto —se limitó a contestar.
—Lord Rahl, ¿de qué va todo esto?
—Es una larga historia y no dispongo de tiempo para contarla ahora. ¿Qué sucede con esos emplazamientos principales que te tiene tan excitada?
—Bueno —repuso Berdine a la vez que volvía a inclinarse hacia él mientras recorrían a toda prisa el amplio corredor—, ¿recordáis que Baraccus se mató después de regresar del Templo de los Vientos?
Richard le dirigió una mirada.
—Sí.
—Había algo tras ello.
—Tras ello... ¿A qué te refieres?
Berdine llegó a un pasillo lateral custodiado por dos hombres armados con lanzas, quienes, al percatarse de la presencia de Richard y su séquito, se llevaron los puños a los corazones y se hicieron a un lado. Berdine abrió de un tirón una de las puertas dobles recubiertas de metal. Mostraba una imagen de un patio ajardinado repujada meticulosamente en la pulida superficie. Al otro lado de la puerta, un pasillo recubierto de paneles de suntuosa caoba estaba vacío. Era la entrada a las zonas privadas del palacio.
—No he conseguido deducir qué, pero creo que Baraccus hizo algo mientras estuvo en el Templo de los Vientos. —Berdine volvió la mirada hacia Richard para asegurarse de que prestaba atención—. Algo grande. Algo significativo.
Richard asintió mientras seguía a la mord-sith por el pasillo.
—Cuando Baraccus estuvo en el Templo de los Vientos, de algún modo garantizó que yo nacería con Magia de Resta.
Esta vez fue Nicci quien agarró el brazo de frenó en seco y lo hizo volverse de cara a ella.
—¡Qué! ¿De dónde sacaste una idea como ésa?
Richard pestañeó ante el semblante conmocionado de la mujer.
—Shota me lo contó.
—¿Y cómo podría saber Shota una cosa así?
Richard se encogió de hombros.
—Ya conoces a las brujas, ven cosas en el flujo del tiempo. Parte de ello lo deduje a partir de los fragmentos de historia que conozco.
Nicci parecía cualquier cosa menos convencida.
—¿Por qué diablos tendría que hacer Baraccus algo así? Shota dijo que, sin venir a cuento, ese antiguo mago viajó al inframundo y mientras estaba allí pensó... ¿qué? ¿Que, puesto que ya estaba allí, podría encargarse de que cuando un tipo llamado Richard Rahl naciera tres mil años más tarde lo hiciera con Magia de Resta?
Richard se la quedó mirando muy serio.
—Es un poco más complicado que eso, Nicci. Estoy muy seguro de que lo hizo para contrarrestar lo que otro mago había hecho cuando había estado allí antes. Aquel mago era Lothain. ¿Lo recuerdas, Berdine?
—Por supuesto.
—Lothain era un espía.
Berdine ahogó una exclamación.
—Eso es lo que Kolo pensaba... que había sido un espía desde el principio... colocado allí para estar al acecho por si aparecía una oportunidad de atacar. Kolo no creía que Lothain simplemente se hubiese vuelto loco como todo el mundo supuso. Eso era lo que se decía por entonces: que el estrés y el peligro que conllevaba su trabajo habían afectado a Lothain y que éste ya no pudo con ello, por lo que simplemente enloqueció. Kolo nunca insistió en contar a otras personas lo que pensaba porque no creía que fuesen a creerlo, y también porque la gente había empezado a pensar que el espía era Baraccus.
Richard frunció el entrecejo mientras volvía a caminar.
—¡Baraccus! Eso es una locura.
—Eso es también lo que pensaba Kolo.
—¿Qué se supone que hizo ese mago llamado Lothain? —preguntó Nicci en un tono de voz enérgico, pensado para hacerle volver al tema en cuestión y subrayar la seriedad de la pregunta.
Richard la miró a los azules ojos un momento y vio allí no tan sólo a Nicci, sino a la poderosa hechicera que también era. Debido a sus facciones deslumbrantes, los penetrantes ojos azules y el modo en que lo trataba con tanta consideración, por no mencionar su inquebrantable amistad, resultaba fácil olvidar que era una hechicera que había visto y hecho cosas que él no podía ni imaginar. Probablemente era una de las hechiceras más poderosas que había nacido nunca.
Y Nicci, justamente, merecía saber la verdad. No era que él estuviese intentando ocultársela... tan sólo sucedía que no había tenido tiempo para comentárselo. En realidad, deseaba habérselo contado ya, conocer sus ideas sobre todo ello, en especial sobre la biblioteca secreta que tenía Baraccus, y el libro destinado a Richard que había enviado allí con su mujer para que estuviese en lugar seguro... hasta el día en que un mago guerrero volviera a nacer al mundo para retomar su causa.
Richard suspiró. No había habido tiempo, aún. No obstante lo mucho que quería explicárselo todo, quería contarle toda la historia cuando pudieran discutirla a fondo, junto con algunas de las preguntas que tenía, así que, por el momento, decidió dejar fuera la mayor parte de los detalles y limitarse a lo que venía al caso.
—Lothain era un espía de las fuerzas del Viejo Mundo. A lo mejor se dio cuenta de que no iban a ganar la guerra. A lo mejor simplemente estaba tomando precauciones extra. En cualquier caso, cuando fue al Templo de los Vientos sembró las semillas para que su causa resurgiera en el futuro. Hizo algo, como mínimo, para asegurarse de que volviera a nacer un Caminante de los Sueños en el mundo. Baraccus fue incapaz de anular el sabotaje, de modo que optó por la mejor alternativa posible. Se encargó de que naciera algo para contrarrestarlo: yo.
Nicci, sin habla, no podía hacer otra cosa que mirarlo atónita.
Richard volvió a girarse hacia Berdine.
—¿Y qué tiene que ver este asunto de Baraccus con esos emplazamientos principales?
Berdine volvió a mirar en derredor, comprobando lo cerca que estaban los soldados.
—Kolo escribió en su diario que hubo rumores entre un grupo de personas influyentes de que Baraccus podría haber sido un traidor, y que si lo fue, entonces podría haber hecho algo desastroso mientras estuvo en el Templo de los Vientos.
Richard sacudió la cabeza.
—¿Qué sospechaban que hizo?
Berdine se encogió de hombros.
—No he podido deducirlo todavía. Es muy secreto. Todos se mostraban muy prudentes. Nadie quería dar la cara directamente y decir nada o acusar a Baraccus de ser un traidor. No querían enojar a las personas equivocadas. Baraccus todavía era muy venerado por muchas personas, como Kolo.
»Podría darse el caso incluso de que no tuviesen ninguna acusación en concreto, sino simplemente una sospecha. No lo olvidéis, nadie consiguió jamás volver a entrar en el Templo de los Vientos después de Baraccus, hasta que vos lo hicisteis. Aparentemente, también temían a aquella mujer, a Magda Searus. Ya sabéis, la que convirtieron en Confesora.
—Sí, lo recuerdo —dijo Richard—. Parece raro, no obstante, que algo que supuestamente tuviera el potencial para ser tan desastroso no saliera más a relucir.
—No —repuso Berdine por lo bajo, como si los fantasmas del pasado pudieran oírla—. Ésa es la cuestión. Temían que si la gente descubría sus sospechas, pudiera provocarse el pánico o algo así... No lo olvidéis, la guerra todavía continuaba y no sabían si sobrevivirían siquiera, y aún menos si triunfarían. Todo el mundo estaba preocupado por la moral de la gente mientras proseguían con la lucha. En mitad de todo eso, ese pequeño círculo de personas de alto rango estaba de lo más preocupado por si Baraccus podría haber hecho algo terrible en el Templo de los Vientos que no debería de haberse hecho.
Richard alzó las manos.
—¿Como qué?
El rostro de Berdine se crispó en una expresión exasperada.
—No lo sé. Kolo únicamente lo insinuó. Creía en Baraccus. Y le enojaba que esas personas estuviesen haciendo aquello, pero al mismo tiempo no estaba en posición de discutir con ellas. No estaba entre aquellos que mandaban, no era un mago con un rango lo bastante alto.
»Pero hay un pasaje, una mención en su diario, que me puso la piel de gallina cuando lo leí. No sé si tenía que ver con la disputa sobre Baraccus o no. Quiero decir que no puedo señalar nada específicamente, no como para...
—¿Qué decía el pasaje?
Junto con Richard, Nicci y Cara se inclinaron un poco al frente.
Berdine suspiró.
—Habla en su diario sobre el tiempo tan desagradable que hacía y lo hartos que empezaban a estar todos de la lluvia, y hace el comentario, que no venía al caso, de que estaba disgustado porque había averiguado a través de sus fuentes que «ellos» habían hecho cinco copias del «libro que jamás tenía que ser copiado».
Aquello dio que pensar a Richard, y también le puso la carne de gallina.
—No mucho después de eso —siguió Berdine—, vuelve a hablar de los emplazamientos principales.
—De modo que piensas... ¿qué? ¿Que a lo mejor ocultaron esas copias que no se suponían que tenían que hacer en los emplazamientos principales?
Berdine sonrió a la vez que se golpeaba la sien con un dedo.
—Estáis empezando a hacer las mismas preguntas que yo me he estado haciendo.
—¿Y no hizo la menor mención sobre qué libro copiaron? —preguntó Nicci.
Berdine negó con la cabeza.
—Ésa es la parte que me puso la carne de gallina. Pero había allí algo más que sus palabras.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Nicci.
—¿Sabéis? Cuando uno trabaja en la traducción de un libro, se llega a reconocer el estado de ánimo del autor original, a intuir lo que quieren decir, a saber por dónde van sus pensamientos incluso aunque no los escriban. Bueno... —tiró de su trenza castaña para pasarla por encima del hombro—, me di cuenta por el modo en que escribe que temía incluso dar el nombre de un libro tan secreto, tan importante. Era como si anduviese con pies de plomo en lo referente a mencionar ese libro.
Richard pensó que la mord-sith no andaba desencaminada.
Berdine fue a detenerse ante una alta puerta de hierro.
—Aquí es donde encontré los libros que mencionan que los emplazamientos principales están con los huesos... signifique lo que signifique.
—El lugar que encontré estaba en unas catacumbas —dijo Richard.
Berdine frunció el entrecejo mientras lo consideraba.
—Eso podría explicar esa parte.
—Nathan me contó —dijo Nicci en voz baja— que cree que había catacumbas bajo el Palacio de los Profetas, y que el palacio mismo estaba construido allí en parte para ocultar lo que estaba enterrado.
Los soldados aminoraron la marcha hasta detenerse, agrupándose algo más atrás en el pasillo. Richard advirtió que Berdine los observaba.
—¿Por qué no aguarda ahí fuera con sus hombres? —gritó Berdine al general Trimack—. Tengo que entrar en la biblioteca y mostrar a lord Rahl unos libros. Creo que quizá deberían custodiar el pasillo y asegurarse de que nadie se mueve a hurtadillas por aquí.
El general asintió y ordenó a sus hombres que tomaran posiciones por todos los pasillos. Berdine sacó una llave de su traje.
—Aquí dentro encontré un libro que me provocó pesadillas.
Miró atrás a Richard y luego giró la llave en la cerradura.
Nicci se inclinó junto a la oreja de Richard.
—Este lugar está protegido. —La desconfianza le tensaba la voz.
—Pero ella no tiene el don —susurró Richard en respuesta—. No puede atravesar escudos. Si está protegido, ¿cómo es que puede entrar?
Berdine, oyéndolos, agitó la llave después de haberla sacado de la cerradura.
—Tengo la llave. Sabía dónde la tenía escondida Rahl el Oscuro.
Nicci enarcó una ceja a la vez que volvía a mirar a Richard.
—La llave desconecta los escudos de la puerta. No he visto nunca algo parecido.
—Debió de haber sido diseñada para permitir el acceso a asistentes o estudiosos de confianza que no poseían el don —adivinó Richard, y se giró otra vez hacia Berdine.
—A propósito, ¿averiguaste algo más sobre Baraccus?
—No mucho —respondió ella, mirando atrás—. Salvo que Magda Searus, la mujer que se convirtió en la primera Confesora, había estado casada con él.
Richard no pudo hacer otra cosa que mirarla atónito.
—¿Cómo sabe estas cosas? —masculló Richard para sí.
—¿Qué? —preguntó Berdine.
—Nada —respondió él, e indicó con un ademán la puerta—. Así pues, ¿qué encontraste aquí dentro?
—Algo conectado con lo que Kolo dijo.
—Te refieres a ese libro que no se tenía que copiar.
Berdine se limitó a dedicar a Richard una sonrisa traviesa mientras se guardaba la llave, luego abrió la puerta de hierro.
Capítulo 3
Dentro, tres ventanas alargadas que ocupaban la mayor parte de la pared opuesta iluminaban la habitación con la luz lúgubre del atardecer. La lluvia tamborileaba contra los cristales y discurría en sinuosos riachuelos. Las paredes de la estancia estaban bordeadas de estanterías de roble. Sólo había espacio en el centro de la habitación para una sencilla mesa con cuatro sillas de madera. En el centro de la mesa descansaba una lámpara de cuatro lóbulos, que ofrecía a cada silla su propia luz desde un reflector plateado.
Con un amplio movimiento del brazo, Nicci envió una chispa de su don a las cuatro mechas. Las llamas crecieron, proyectando una calidez dorada en la habitación. Richard reparó en que, a pesar de que el hechizo del palacio reducía el poder de cualquiera que no fuese un Rahl, ella parecía no haber tenido ningún problema para encender las lámparas.
Berdine fue hacia las estanterías situadas a la derecha de la puerta.
—Cerca de la parte del diario de Kolo donde menciona el libro que no tenía que copiarse, creo que él podría estar dando a entender que los hombres que no confiaban en Baraccus fueron los que hicieron las copias; pero no estoy segura. Se refiere a ellos como «los mentecatos de las Historietas de Yanklee».
Nicci se giró en redondo hacia Berdine.
—¡Las Historietas de Yanklee!
Richard pasó la mirada del semblante estupefacto de Nicci al de Berdine.
—¿Qué son las Historietas de Yanklee? —preguntó.
—Un libro —contestó Berdine.
Richard dirigió una mirada inquisitiva a Nicci.
La hechicera lanzó un resoplido.
—Es más que eso, Richard. Las Historietas de Yanklee es un libro de profecías. Un libro de profecías de lo más peculiar. Precede en siete siglos a la gran guerra. Los sótanos del Palacio de los Profetas contenían una de las primeras copias que se hicieron. Era una curiosidad que toda Hermana estudiaba en el curso de su educación.
Richard paseó una mirada escrutadora por los libros que ocupaban los estantes.
—¿Qué tenía de peculiar?
—Que no era otra cosa que una sarta de chismorreos y rumores.
Richard se volvió hacia ella.
—No lo entiendo.
—Bueno —dijo Nicci, haciendo una pausa para encontrar las palabras correctas—, no se creía que fuesen profecías sobre acontecimientos futuros... exactamente. En realidad se consideraban profecías sobre chismorreos futuros, por así decirlo.
Richard se frotó los cansados ojos a la vez que suspiraba. Volvió a alzar la mirada hacia Nicci.
—¿Lo que quieres decir es que este Yanklee escribió predicciones sobre chismorreos? —Cuando Nicci asintió, todo lo que él pudo preguntar fue—: ¿Por qué?
Nicci se inclinó un poco al frente.
—Ésa es precisamente la pregunta para la que todo el mundo querría una respuesta.
Richard meneó la cabeza.
—Ya sabes, hay muchas cosas que son secretas... —Nicci hizo un ademán en dirección a Berdine—, como esa cuestión del libro que se suponía que no tenía que copiarse. Esas clases de secretos a menudo permanecen ignorados porque las personas mueren sin haberlos revelado jamás. Por eso cuando estudiamos documentos históricos a veces no somos capaces de resolver misterios...
»Pero, otras veces, existen pequeñas noticias jugosas flotando por ahí, cosas que la gente vio u oyó por casualidad, y las personas que las vieron u oyeron empiezan a cotillear sobre eso. Había Hermanas en el Palacio de los Profetas que creían que, escondidos en el interior de ese libro profético de chismorreos, habría indicios de lo que acabaría ocurriendo.
Richard enarcó una ceja.
—¿Quieres decir que esas Hermanas, en esencia, leían chismorreos para poder enterarse de algo por casualidad?
Nicci asintió.
—Algo parecido.
»Verás, había unas cuantas Hermanas que consideraban que ese volumen de aparentes tonterías era uno de los libros más importantes de profecías que existían. Estaba guardado bajo estrictas medidas de seguridad. Jamás se permitió que abandonara los sótanos para ser estudiado, como sucedía con otros volúmenes.
»Había Hermanas que dedicaban mucho tiempo a estudiar ese libro aparentemente estúpido. Debido a que las personas, por lo general, no se toman la molestia de dejar constancia de chismorreos, las Historietas de Yanklee está considerado el único libro de su clase. Esas Hermanas creían que había acontecimientos que no podían ser descubiertos o estudiados de cualquier otro modo que no fuera a través de este libro, que era muy anterior a tales acontecimientos. En esencia, creían que leían cotilleos sobre cosas que sucederían en el futuro, cotilleos sobre cosas secretas. Creían que ese libro contenían pistas de valor incalculable para descubrir secretos.
Richard se presionó las yemas de los dedos contra la frente mientras intentaba asimilarlo todo.
—Has dicho que hubo Hermanas consagradas al estudio de ese libro. ¿Sabes por casualidad quién era alguna de estas Hermanas?
Nicci asintió lentamente.
—La hermana Ulicia.
—¡Oh, fantástico! —masculló Richard.
Berdine abrió una puerta acristalada de una de las librerías y extrajo un volumen del estante. Se giró y mostró la cubierta del volumen a Richard y Nicci.
El título era Historietas de Yanklee.
—Cuando leí en el diario de Kolo sobre «los mentecatos de las Historietas de Yanklee», ese nombre me resultó tan curioso que digamos que se me quedó grabado. ¿Sabéis lo que quiero decir? Entonces, un día, estaba yo aquí investigando y el título de este libro me llamó la atención. No me di cuenta de que era un libro de profecías, como tú has dicho, Nicci.
Nicci encogió los hombros.
—Algunos libros de profecías son difíciles de reconocer como tales; en especial para alguien que no está adiestrado. Volúmenes tan importantes pueden dar la impresión de ser simples informes aburridos o, en el caso de las Historietas de Yanklee, nada más que tonterías banales.
Berdine indicó las estanterías que bordeaban la pequeña habitación.
—Salvo que difícilmente habría algo banal en esta habitación.
—Eso es verdad —dijo Richard.
Berdine sonrió, complacida de que él reconociera el valor de su razonamiento. Depositó el libro sobre la mesa que ocupaba el centro de la diminuta biblioteca y abrió la tapa con cuidado. Hojeó las frágiles páginas hasta encontrar el lugar que quería, y luego miró a cada uno de ellos por turno.
—Puesto que Kolo mencionaba este libro, pensé que debía leerlo. Es realmente aburrido. Casi me hizo dormir. No parecía tener la menor importancia... —dio unos golpecitos en una página—, hasta que descubrí esto, aquí. Esto me despertó.
Richard torció la cabeza para leer las palabras situadas por encima del dedo de la mord-sith. Tuvo que esforzarse un momento para deducir el significado del pasaje escrito en d’haraniano culto. Se rascó la sien mientras traducía en voz alta.
—«Tan nerviosos estarán los entrometidos mentecatos al copiar la llave que jamás debería copiarse, que temblarán de miedo ante lo que han hecho y arrojarán la sombra de la llave entre los huesos, sin revelar jamás que únicamente una llave fue reproducida fielmente.»
A Richard se le erizaron los pelos del cogote.
Cara cruzó los brazos.
—¿De modo que lo que quieres decir es que piensas que, cuando llegó el momento del hecho en sí e hicieron las copias, se acobardaron y las falsearon todas excepto una.
Berdine deslizó la mano sobre su larga trenza.
—Eso parece.
Richard seguía absorto en las palabras.
—Arrojar la sombra de la llave entre los huesos... —Alzó los ojos hacia Berdine—. Ocultarlas en los emplazamientos principales... Enterrarlas con los huesos.
Berdine sonrió.
—Es tan fantástico teneros de vuelta, lord Rahl. Vos y yo pensamos exactamente igual. Os he echado tanto en falta. Ha habido tantas cosas como ésta que he querido discutir con vos.
Richard le posó un brazo sobre los hombros, para transmitirle un sentimiento parecido sin usar palabras.
Berdine pasó más páginas del libro. Finalmente se detuvo en un lugar que estaba en blanco.
—Hay una serie de libros en los que parece faltar texto, como en este lugar, aquí.
—La profecía —dijo Nicci—. Es parte del hechizo Cadena de Fuego que las Hermanas de las Tinieblas usaron con la esposa de Richard.
Berdine consideró las palabras de la hechicera.
—Eso ciertamente va a dificultarlo más. Ha desaparecido gran cantidad de información que podría ser útil. Verna había mencionado la existencia de omisiones en las copias de los libros de profecías, pero no conocía la razón.
Nicci paseó la mirada por las estanterías.
—Muéstrame todos los libros que sepas que les falta texto.
Richard se preguntó por qué Nicci mostraba una expresión tan suspicaz.
Berdine abrió varias de las puertas de cristal y sacó varios volúmenes. Se los fue entregando a Nicci. Ésta les echó un vistazo, luego los depositó displicentemente sobre la mesa.
—Profecías —declaró una vez más mientras arrojaba el último que le entregó Berdine sobre el montón.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Richard.
En lugar de responderle, ella miró a Berdine.
—¿Algunos más a los que les falte texto?
Berdine asintió.
—Hay uno más.
Lanzó una ojeada a Richard, luego apartó una hilera de libros que tenía delante. En el fondo de la estantería deslizó a un lado un panel, y una pequeña sección de la pared se abrió para mostrar un nicho dorado con un libro pequeño descansando sobre un cojín de terciopelo verde con un fleco dorado. La tapa de cuero parecía haber sido roja en el pasado, pero ahora estaba tan descolorida y desgastada que los retazos de tenue color únicamente insinuaban su pasado esplendor. Era un libro de una delicada belleza, intrigante en parte debido a su pequeño tamaño, y en parte a la elaborada marroquinería.
—Acostumbraba a ayudar a lord Rahl... quiero decir a Rahl el Oscuro... en la tarea de traducir libros en d’haraniano culto —explicó Berdine—. Esta habitación era uno de los lugares en los que estudiaba sus libros privados. Por eso sabía dónde encontrar la llave y la existencia de este compartimiento secreto. Realmente pensé que podría ser algo útil.
—¿Y lo fue? —inquirió Richard.
—Pensé que lo sería, pero me temo que no es así. También le falta texto. Salvo que, a diferencia de esos otros libros, a éste no le falta simplemente algo de texto aquí y allá, o secciones. A este libro le faltan todas y cada una de las palabras. Está vacío.
—¿Le faltan todas las palabras? —preguntó Nicci con suspicacia—. Déjame verlo.
Berdine le pasó el libro a Nicci.
—Está completamente en blanco, te lo estoy diciendo. Míralo por ti misma.
Nicci abrió la antigua y desgastada cubierta de cuero y echó una ojeada a la primera página. El dedo se desplazó como si estuviera leyendo. Pasó la página y estudió la siguiente, luego hizo lo mismo una vez más.
—Queridos espíritus... —musitó mientras daba la impresión de leer.
—¿Qué sucede? —preguntó Richard.
Berdine se estiró de puntillas y miró el libro.
—Mirad... está en blanco.
—No, no lo está —murmuró Nicci a la vez que leía—. Es un libro de magia. Sólo parece en blanco para aquellos que no poseen el don. Y, en el caso de esta obra en concreto, incluso los que sí lo poseen, tienen que poseerlo en gran medida para ser capaces de leerla. Es un volumen de suma importancia.
Berdine arrugó la nariz.
—¿Qué?
—Los libros de magia son peligrosos, algunos extremadamente peligrosos. Algunos, como éste, mucho más que sumamente peligrosos. —Nicci agitó el libro ante la mord-sith.
»Como un modo de protección, tales libros por lo general llevan alguna clase de salvaguarda. Si se les consideraba lo bastante peligrosos, se les protegía con hechizos que hacen que el texto desaparezca de la mente de una persona tan de prisa que ésta no recuerda verlo. Hace que la gente piense que está en blanco. Una persona sin el don no puede retener las palabras de un libro de magia en la mente. En realidad sí que ves las palabras de este libro, pero olvidas que las ves tan de prisa que no retienes nada de sus páginas. Las palabras desaparecen de tu mente casi antes de que las percibas.
»Este hechizo es, en parte, la base para la idea del hechizo Cadena de Fuego. Los magos de la antigüedad... que a menudo utilizaban tales hechizos para proteger libros peligrosos... empezaron a preguntarse si tal cosa podría hacérsele a una persona.
Nicci gesticuló vagamente mientras su atención volvía hacia el libro.
—Desde luego, cuando hay una alma involucrada, la cuestión se complica.
Richard hacía tiempo que había aprendido que había conseguido memorizar el Libro de las sombras contadas únicamente debido a que poseía el don. Zedd le había contado que, de no haber tenido el don, no habría sido capaz de retener las palabras en su mente el tiempo suficiente para haber recordado una sola de ellas.
—Así pues, ¿de qué trata este libro? —preguntó.
Nicci apartó por fin la mirada de las páginas y alzó los ojos.
—Es un libro de instrucciones mágicas.
—Lo sé, ya lo has dicho —repuso él con paciencia—. ¿Instrucciones para qué?
Nicci volvió a comprobar la página, y tragó saliva a la vez que volvía a mirarle a los ojos.
—Creo que éste es el libro original que da las instrucciones para poner en funcionamiento las cajas del Destino.
Richard sintió que, una vez más, se le ponía la carne de gallina.
Tomó con delicadeza el libro de manos de Nicci. Efectivamente, no estaba en blanco. Cada página estaba atestada de una letra menuda, diagramas, gráficos y fórmulas.
—Esto es d’haraniano culto. —Alzó la mirada hacia Nicci—. ¿Me estás diciendo que sabes leer d’haraniano culto?
—Desde luego.
Richard intercambió una mirada con Berdine.
Pudo ver, inmediatamente, que el libro era sumamente complejo. Había aprendido d’haraniano culto, pero aquel libro estaba en los límites de su comprensión.
—Esto es mucho más técnico que el d’haraniano culto que estoy acostumbrado a leer —dijo mientras echaba un vistazo a las páginas.
Nicci se inclinó más cerca y señaló un lugar en la página que él miraba fijamente.
—Esto de aquí son las fórmulas que se necesitan en determinados conjuros. Tienes que conocer las fórmulas y los hechizos para comprenderlo realmente.
Richard la miró a los azules ojos.
—¿Y tú los conoces?
Ella hizo una mueca a la vez que contemplaba la página con el ceño fruncido.
—No lo sé. Tendría que estudiarlo con detenimiento para saber si puedo.
Berdine volvió a estirarse de puntillas y miró en el libro, como para comprobar si a lo mejor las palabras aparecerían ahora.
—¿Por qué no puedes decirlo directamente? Quiero decir, o puedes leerlo y comprenderlo, o no puedes.
Nicci pasó los dedos de una mano por su rubia cabellera a la vez que inspiraba profundamente.
—No es tan simple con los libros de magia. Es como llevar a cabo complejas ecuaciones matemáticas. Puedes conocer los números y al principio pensar que sabes de qué va, que puedes hacer funcionar la ecuación, pero si luego descubres símbolos desconocidos enterrados en la ecuación... símbolos que hacen referencia a cosas que te son desconocidas... entonces la ecuación entera resulta de todo punto inviable. Sólo conocer algunos de los números no es suficiente. Tienes que saber que significa cada elemento, o al menos descubrir el valor o cantidad que representa.
»Esto es muy parecido, aunque lo estoy simplificando para que puedas comprender lo que quiero decir. En esto de aquí hay no tan sólo símbolos, sino referencias obsoletas a hechizos, lo que hace que sea mucho más difícil de comprender. El que esté en d’haraniano culto lo empeora más porque, con el paso del tiempo, las palabras del d’haraniano culto y su significado han cambiado. Además de eso, este texto es una antigua forma de argot.
Richard le aferró el brazo, atrayendo su atención.
—Nicci, esto es importante, ¿crees que puedes hacerlo?
La hechicera miró el libro con expresión vacilante.
—Pasará algún tiempo antes de que pueda traducir lo suficiente para ser capaz de decirte si tengo una posibilidad de tener éxito.
Richard le cogió el libro de las manos, lo cerró y se lo devolvió.
—Entonces será mejor que lo lleves contigo. Cuando tengamos más tiempo puedes estudiarlo y ver si puedes descifrarlo.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Por qué? ¿Qué estás pensando?
—Nicci, ¿no lo ves? Esto podría ser nuestra respuesta. Si puedes traducirlo, lo que hay aquí dentro podría proporcionarnos un modo de contrarrestar o anular lo que hizo la hermana Ulicia. Con esto a lo mejor podemos hacer que las cajas del Destino vuelvan a dejar de estar en funcionamiento.
Nicci frotó el pulgar sobre la cubierta del pequeño libro.
—Eso suena como si tuviera sentido, Richard, pero saber cómo hacer algo no significa que puedas deshacerlo.
—¿Algo parecido a intentar desembarazarse de algo? —preguntó Cara.
Nicci sonrió.
—Algo como eso.
La inesperada analogía de Cara arrastró la mente de Richard de vuelta a Kahlan, y a cuando había estado embarazada. Un grupo de hombres la habían cogido estando sola y golpeado hasta casi matarla. Había perdido la criatura que Richard y ella esperaban. El embarazo había finalizado antes incluso de que él hubiera tenido noticia de que Kahlan estaba encinta.
El recuerdo de ver a Kahlan tan gravemente herida casi hizo que le fallaran las rodillas y tuvo que obligar a aquellos espantosos recuerdos a retroceder de vuelta a la oscuridad de la que habían venido.
La frente de Nicci se crispó al observar la angustia reflejada en su rostro. Él hizo caso omiso de su muda preocupación por él.
—No necesito recordarte lo importante que es esto —dijo él.
Ella mantuvo la mirada trabada con la suya durante un largo rato, como si quisiera decirle que era imposible, pero anhelando desesperadamente no tener que decirle que no. Por fin, apretó los labios y asintió.
—Haré todo lo que pueda, Richard.
El semblante de Nicci se iluminó de repente. Pasó las hojas hasta el final del libro. Permaneció absorta durante un momento mientras inspeccionaba la página final.
—Esto es interesante —murmuró.
—¿Qué? —preguntó Richard.
Nicci alzó los ojos.
—Bueno, al final de algunos libros de magia, como una precaución contra un uso no autorizado, de vez en cuando aparece algún paso final que es esencial. Si es así, entonces, incluso si las cajas están ya en funcionamiento, podríamos ser capaces de interrumpir la serie de acciones requeridas. ¿Comprendes lo que quiero decir? En ocasiones, si el libro es lo bastante peligroso, no estará completo, sino que requerirá alguna otra cosa para completarlo.
—¿Alguna otra cosa? ¿Cómo qué?
—No lo sé. Eso es lo que estoy comprobando. —Alzó un dedo—. Deja que lea sólo un poco de esta parte...
Poco después alzó la vista a la vez que daba un golpecito a la página.
—Sí, yo tenía razón. Esto advierte que, para usar este libro, debe emplearse la llave. De lo contrario, sin la llave, todo lo que se ha indicado antes no sólo será infructuoso, sino fatal. Dice que en el plazo de un año la llave debe completar lo que ha sido forjado con este libro.
—La llave... —repitió Richard en tono apagado.
Dirigió una ojeada a Berdine.
—«Temblarán de miedo ante lo que han hecho y arrojarán la sombra de la llave entre los huesos» —citó ésta de las Historietas de Yanklee—. ¿Creéis que ésa podría ser la llave de la que habla este libro?
Algo se agitó en los oscuros márgenes de la conciencia de Richard. Una chispa de entendimiento alumbró su mente y comprendió.
Todo su cuerpo se quedó helado.
—Queridos espíritus... —musitó.
Nicci lo miró con el entrecejo fruncido.
—Richard, qué sucede. Te has quedado tan blanco como el papel.
A Richard le costó trabajo recuperar la voz, pero por fin pudo decir:
—Tengo que regresar junto a Zedd.
Nicci alargó la mano y la posó sobre su brazo.
—¿Qué sucede?
—Creo que sé qué es la llave.
Empezó a jadear a medida que el corazón le latía descontrolado. Todo lo que sabía se estaba volviendo del revés y todas las piezas se desmontaban. Parecía como si no pudiera ser capaz de respirar.
«Temblarán de miedo ante lo que han hecho y arrojarán la sombra de la llave entre los huesos.»
—Bueno, qué crees...
—Lo explicaré cuando lleguemos allí. Tenemos que irnos... ahora.
Preocupada, Nicci deslizó el libro dentro de un bolsillo de su falda.
—Haré todo lo que pueda, Richard. Descifraré esto..., lo prometo.
Él asintió distraídamente mientras su mente trabajaba ya a toda velocidad para volver a encajar todas las piezas. Sintió como si se viera a sí mismo actuar.
Agarró a Berdine del brazo.
—Baraccus tenía un lugar secreto; una biblioteca. Necesito que descubras dónde estaba.
—De acuerdo, lord Rahl. Veré qué puedo averiguar. Haré todo lo que pueda —convino Berdine, y dirigió una mirada a los nudillos blancos de la mano que le sujetaba el brazo. Richard comprendió que debía estarle haciendo daño y la soltó.
—Gracias, Berdine. Sé que puedo contar contigo. —Las otras mujeres lo miraban todas fijamente—. Tengo que regresar junto a Zedd. Tengo que hablar con él en seguida. Tengo que saber dónde lo consiguió.
—¿Consiguió qué? —Nicci le apretó una mano contra el pecho, deteniéndolo antes de que cruzara la puerta—. Richard, ¿qué es tan importante que...?
—Mira, lo explicaré cuando estemos de vuelta allí —dijo él, interrumpiéndola—. Ahora necesito considerarlo detenidamente.
Nicci intercambió una mirada de preocupación con Cara.
—De acuerdo, Richard. Cálmate. Estaremos de vuelta en el Alcázar muy pronto.
Él agarró a Cara por el traje de cuero rojo y la empujó a través de la entrada, por delante de él.
—Llévanos de vuelta a la sliph... por la ruta más corta.
Toda eficiencia, ahora, Cara empuñó el agiel.
—Vamos, pues.
Él se volvió hacia Berdine, corriendo de espaldas tras Cara.
—Necesito que averigües todo lo que te sea posible sobre Baraccus. ¡Todo!
Berdine echó a correr justo por delante de Nicci.
—Lo haré, lord Rahl.
Él volvió a señalarla con el dedo.
—Verna estará aquí pronto. Dile que dije que necesito que te ayude. Haz que sus Hermanas también te ayuden. Revisad todo libro que haya en el palacio si es necesario, pero averiguad todo lo que podáis sobre Baraccus: dónde nació, dónde creció, qué le gustaba, qué no le gustaba. Fue Primer Mago, de modo que debería haber información. Quiero saber quién le cortaba el pelo, quién le hacía la ropa, cuál era su color favorito. Todo, no importa lo insignificante que penséis que es. Mientras estáis en ello, mirad si podéis averiguar alguna cosa más sobre lo que los mentecatos de las Historietas de Yanklee hicieron.
—No os preocupéis, lord Rahl, si hay alguna información, la obtendré. Lo averiguaré y tendré una respuesta cuando regreséis.
Richard agarró la mano de Nicci para asegurarse de que no se rezagaba y luego miró a Cara.
—De prisa.
Berdine, empuñando el agiel, corrió tras ellos, custodiando la retaguardia. Richard sólo percibía vagamente los destellos de luz que se reflejaban en armaduras y armas, y el tintineo del equipo, mientras los soldados emprendían la persecución como si el Custodio en persona fuese tras el lord Rahl.
Mientras su cerebro trabajaba a la misma velocidad que sus pies, Richard decidió que lo mejor sería que fuese a Caska primero.
Cuanto más consideraba aquella idea, y a medida que más piezas del rompecabezas empezaban a encajar, reconsideró la idea. Con la sliph, podía viajar rápidamente a Caska desde el Alcázar.
Era más urgente que se reuniera con Zedd.
Mientras corrían por el laberinto de vestíbulos, habitaciones y corredores, Richard oyó el lejano tañido de la campana llamando a la gente a la oración al lord Rahl.
Se preguntó si todos ellos estarían pronto arrodillándose ante el Custodio del inframundo y dirigiéndole a él sus oraciones.
Capítulo 4
Seis se levantó súbitamente. Sin decir una palabra dio tres largas zancadas hasta la pared de la cueva que albergaba los dibujos de Violet y presionó con sus manos huesudas los símbolos que ésta había dibujado allí hacía tres días. Aquellos símbolos empezaron a resplandecer, la tiza amarilla brillaba con luz amarilla, la tiza roja con luz roja y la azul con luz azul. La espectral iluminación de los llameantes colores rielaba sobre las paredes de la cueva del mismo modo en que la luz se refleja en unas aguas ondulantes.
Rachel echó un vistazo a Violet, sentada sobre un taburete con un almohadillado color púrpura que había hecho que aquélla llevara allí para ella días antes. La aburrida reina rascaba con una uña la pared de piedra que tenía detrás. Rachel había acabado por pensar en Violet como la Reina de la Cueva, ya que pasaba allí cada vez más tiempo.
A Violet no le gustaba sentarse sobre rocas cuando no dibujaba. Una mugrienta roca vieja, había dicho, era más que suficiente para Rachel, pero no para una reina. A Seis le había traído bastante sin cuidado la cuestión del taburete; la mujer siempre parecía tener cuestiones más trascendentales en la cabeza. Violet, no obstante, se cansaba de aguardar mientras Seis pensaba sobre aquellas cuestiones trascendentales, y por eso había hecho que Rachel cargara con el pesado taburete hasta la cueva.
Ahora, la Reina de la Cueva, bajo la luz parpadeante de las antorchas y los símbolos refulgentes, permanecía sentada en su almohadillado trono púrpura esperando a que su consejera le indicara qué debía hacer.
—Viene —siseó Seis—. Vuelve a venir a través del vacío.
Para Rachel estaba claro que la mujer no hablaba en realidad a Violet, sino consigo misma. Era como si la reina ni siquiera estuviese allí.
Violet alzó la mirada. No parecía predispuesta a molestarse en ponerse en pie a menos que Seis le dijera que era necesario que realizara más dibujos, pero estaba claro que había despertado su interés. Aquello era, después de todo, lo que quería, y el motivo de que se tomara la molestia de llevar a cabo la tarea de realizar unos dibujos tan complejos en las profundidades de una cueva húmeda y sombría cuando podría haber estado probándose vestidos y joyas o asistiendo a banquetes espléndidos en los que sus invitados la adularan.
Seis parecía estar en un mundo propio mientras deslizaba las manos sobre el dibujo. Colocó una mejilla contra la piedra y alargó un brazo atrás.
—Venid, pequeña.
Una mueca de desagrado arrugó las facciones regordetas de Violet.
—Querrás decir, «mi reina».
Seis o no la oyó, o no tuvo ganas de rectificar sus palabras.
—De prisa. Es hora de empezar las conexiones.
Violet se puso en pie.
—¿Ahora? Tendría que haber cenado hace rato. Me muero de hambre.
Seis, frotando suavemente la barbilla contra el dibujo en tiza de Richard igual que un gato restregando su rostro contra las piernas de una persona, no pareció interesada en la cena.
Con un gesto de la mano, llamó a Violet.
—Tiene que ser ahora. Daos prisa. No debemos malgastar una oportunidad tan rara. Las conexiones que necesitamos requieren tiempo y no hay modo de saber de cuánto.
—¿Entonces por qué no empezamos antes, cuando había...?
—Debe empezarse ahora, cuando él está en el vacío. —Seis arañó el aire con un mano—. Es más fácil arrancarle los ojos cuando no puede ver —dijo con su voz sibilante.
—No veo por qué...
—Es el modo de hacerlo. ¿Deseáis hacerlo o no?
Los brazos cruzados de Violet, junto con su obstinación, cayeron a los costados. Su semblante adquirió una expresión siniestra.
—Lo deseo.
Una sonrisa sinuosa se dibujó en las facciones de la mujer.
—Entonces que empiece. Ahora tenéis que completar las conexiones.
Con un semblante repentinamente decidido, Violet agarró las tizas de colores de una repisa en la pared de piedra que tenía tras el taburete. Mientras avanzaba majestuosamente para colocarse junto a Seis, la mujer dio un golpecito a la piedra con un dedo.
—Empezad en el signo de la daga, tal y como os he enseñado, tal y como lo practicasteis, para asegurar que, al iniciarse la conexión, lo que hayáis forjado estará listo.
—Lo sé, lo sé —dijo Violet a la vez que acercaba la punta de la tiza amarilla al extremo de uno de los intrincados símbolos refulgentes que había a un lado de Richard.
Seis agarró la muñeca de Violet. Movió la mano de la muchacha unos centímetros hacia un lado, luego dejó que la tiza volviera a tocar el símbolo, pero en el ápice siguiente de un contorno hecho por docenas de puntos.
—Os lo dije —indicó Seis con forzada cortesía mientras ayudaba a Violet a iniciar la línea—, un error aquí durará toda la eternidad.
—Lo sé... simplemente me equivoqué de vértice, eso es todo —resopló Violet—. Ahora ya lo veo.
Seis, haciendo caso omiso de la reina, con la mirada fija en el dibujo, asintió en señal de aprobación mientras contemplaba cómo la tiza empezaba a moverse por la piedra.
—Cambiad a rojo. —Apuntó la mujer una vez que Violet hubo pasado la tiza unos pocos centímetros a lo largo del tramo despejado.
Sin la menor discusión o vacilación, Violet cambió la tiza por la roja y empezó a moverla en ángulo desde la línea amarilla que ya había dibujado. Tras hacer que recorriera la mitad de la distancia que quedaba en dirección al dibujo de Richard, se detuvo sin que Seis tuviera que decírselo y cambió a la tiza azul.
Entonces dudó y echó una mirada a Seis.
—¿Es así? ¿Verdad?
—Así es —murmuró Seis, complacida con lo que veía—. Así es, haced que dé la vuelta y completad la primera ligadura.
Violet dibujó un círculo azul al final de la línea roja antes de cruzar el espacio vacío sobre la pared de piedra. Cuando la tiza azul alcanzó uno de los puntos del siguiente símbolo, la muchacha volvió atrás y dibujó una línea desde el círculo para conectarlo a Richard. La tríada de líneas que Violet acababa de dibujar empezó a resplandecer. El círculo azul se encendió con un haz de luz, como el foco de un faro entrando a través de una ventana.
Seis alzó súbitamente una mano, ordenando a Violet que se detuviera antes de que posase la tiza en el punto siguiente de la secuencia.
—¿Qué sucede? —preguntó la muchacha.
—Algo... no está bien...
Seis presionó la mejilla contra el dibujo, en esta ocasión justo sobre el rostro de Richard.
—Nada bien... Richard tomó otra bocanada del plateado éxtasis pero, como lo agobiaban sus apremiantes preocupaciones, no llegó a alcanzar el extraordinario arrobamiento que acostumbraba a experimentar en el interior de la sliph.
Cayó en la cuenta, no obstante, de que cuando viajaba en la sliph acostumbraba a estar seriamente preocupado por algo; al fin y al cabo, los problemas siempre eran el motivo de que viajase en la sliph. Con todo, jamás se había sentido así. La sensación no era tanto de temor como un mal presentimiento. Con cada bocanada, aquel peso fantasma presionaba aún más sobre él.
Dentro de la sliph no existía una sensación real de visión, del mismo modo que no había una sensación real de tiempo, o de arriba, o abajo. Aun así, había colores y, a veces, formas oscuras que parecían surgir de pronto y, con la misma rapidez, desvanecerse. Y aquella velocidad alucinante le hacía sentir como si no fuese más que una flecha disparada desde un poderoso arco. Al mismo tiempo, se sentía casi flotar, inmóvil, dentro del espeso vacío de la sliph. Esas distintas sensaciones creaban una mezcla embriagadora que suspendía sus ganas de separarlas en los elementos que la constituían.
A medida que corría a toda velocidad a través de la esencia de azogue de la sliph, empezó a quitar importancia a su ansiedad. Fue entonces cuando Richard percibió un tenue roce contra la piel, una presión furtiva que reconoció al instante como una sensación que jamás había experimentado mientras viajaba. Una aprensión hormigueante propagándose por su interior.
Mientras se dejaba llevar, sujeto en el abrazo del vasto vacío plateado, intentó separar la percepción de haber sido tocado. Sintió el plácido aislamiento de la sliph rodeándolo, acariciándolo, protegiéndolo de la temeraria velocidad que, de lo contrario, daría la impresión de que sería capaz de destrozar a una persona. Todavía sentía el bálsamo del sosiego disipando su temor de llevar a sus pulmones el líquido en el que flotaba.
Pero Richard sentía algo más, aunque no era capaz aún de separar la inquietante sensación de todas las demás lo suficiente como para definirla.
No obstante tenía la creciente convicción de que algo iba mal. Terriblemente mal. Resultaba aún más inquietante porque no podía comprender cómo lo sabía, y se afanó por entender por qué pensaba algo así.
Tenía que haber sido, decidió, aquel contacto furtivo. Se preguntó brevemente si podría haberlo imaginado, pero luego desechó la idea. Lo había sentido.
Parecía casi como si se hallara en presencia de algo discordante, como estar tumbado en un prado bajo la cálida luz del sol un día hermoso, rodeado por el aroma balsámico de las flores silvestres, contemplando el lento discurrir de las nubes algodonosas por un luminoso cielo azul, y entonces captar el tufillo de un cuerpo en descomposición.
Lo que normalmente parecía un período atemporal discurriendo a través de la suave sustancia plateada de la sliph había empezado a semejarse a una desesperante suspensión del avance.
Cara le sujetaba ya la mano derecha, pero Nicci le agarraba la izquierda con más fuerza aún. También ella percibía algo. Deseó poder preguntarle qué percibía, pero hablar en el interior de la sliph no era posible.
Abrió más los ojos, intentando ver más de lo que había a su alrededor, pero era un mundo apagado y turbio donde no había gran cosa que ver, aparte de titilantes haces de luz, amarillos, rojos, azules. A Richard no le parecía que aquellos haces de luz se movieran como siempre; de todos modos, resultaba difícil saber tales cosas con seguridad en el interior de la sliph. Por lo general allí se sentía una sensación nebulosa.
Había algo allí por delante de él, comprendió, algo que maniobraba a través de la plateada oscuridad. Al principio parecieron unos largos pétalos que empezaban a abrirse como los de una flor. Cuando aquello se acercó más, Richard vio que eran más parecidos a un gran número de brazos abriéndose en abanico desde un elemento central que, por algún motivo, todavía era incapaz de desentrañar del todo.
Su contemplación desorientaba porque resultaba poco comprensible. A medida que se acercaba cada vez más, a Richard le empezó a parecer como si estuviese compuesto de segmentos de cristal, todos ensamblados en algo ordenado, algo que se abría entre ondulaciones ante él. Podía ver a través de aquellos brazos transparentes en expansión, ver los haces de color y luz que titilaban más allá.
Era la cosa más rara que había visto jamás, y, por mucho que lo intentaba, sencillamente no podía encontrarle sentido. Era como si estuviese allí, pero sin estar.
Y entonces, con gélido pavor, la comprensión lo embargó.
Al mismo tiempo, Nicci tiró de su mano con tanta fuerza que casi le dislocó el brazo. El tirón debió de echarlo hacia atrás, porque Cara, que seguía sujetando su otra mano, voló a su alrededor como si cayera a través del aire. Richard se agachó. La forma traslúcida pasó rauda junto a él, sin tocarlo por muy poco.
Nicci había tirado de él hacia atrás justo a tiempo.
Richard supo entonces lo que era aquello.
Era la bestia.
La sensación de estar en presencia del mal fue de improviso tan fuerte que lo envolvió con un pánico asfixiante. Al tiempo que pasaba casi rozándolo, la bestia giró en redondo. Los brazos vítreos se abrieron en abanico a la vez que se alargaban y volvían a intentar atraparle.
Con un brusco tirón, Nicci volvió a hacerle recular lejos de la red, en forma de estrella, de tentáculos extendidos. Una vez más, éstos intentaron cerrarse a su alrededor.
Richard desasió su mano de la de Cara y desenvainó el cuchillo. Con la mano ahora libre, la mord-sith lo sujetó al instante por la camisa para mantenerse agarrada a él.
Richard intentó con denuedo acuchillar los brazos que se alargaban hacia él tratando de estrecharlo en su letal apretón. No tardó en darse cuenta que pelear con un cuchillo en el interior de la sliph era poco menos que imposible. Era un entorno demasiado líquido para que Richard pudiese golpear con algo de velocidad. Era como intentar moverse en miel. Cambió de táctica y esperó a que los brazos se retrajeran a su alrededor; aguardó a que lo que fuera que estuviese en el vítreo centro fuese a por él.
Cuando lo hicieron, dirigió el cuchillo en dirección al centro de la traslúcida amenaza. No obstante, en lugar de quedar atravesada por la hoja, la criatura sólo dio la impresión de plegarse alrededor del cuchillo de Richard.
Y luego volvió a acercarse para atacar, ahora con una especie de brusca furia. La criatura se movía con una gracilidad que no parecía verse entorpecida por el líquido mundo que los rodeaba.
A un lado Richard vio la reluciente forma de Cara, agarrando todavía su camisa mientras intentaba atacar a la bestia con la mano libre. En el otro lado, Nicci intentaba usar magia. No parecía que ésta funcionase en el entorno de la sliph.
Uno de los brazos de la bestia se enrolló alrededor del brazo de Richard, otro chasqueó cerca del de Cara. La mord-sith sujetó la muñeca de Richard con la otra mano. La bestia se agarró al otro brazo de la mujer también y, sin esfuerzo, desasió los dos. En un instante, Cara desapareció. En la turbia oscuridad Richard no pudo saber dónde estaba ella. Lo que era peor, no sabía si estaba bien.
Nicci se agarró alrededor de la cintura de Richard con gesto protector, aferrándose como si le fuese la vida en ello, mientras más de los ondulantes brazos transparentes surgían de la penumbra y se les enrollaban. Era como estar enredado por serpientes, todas entrelazándose a su alrededor y contrayéndose. La que rodeaba la pierna de Richard tiraba con tanta fuerza que pensó que acabaría por arrancarle el miembro.
Aun cuando Richard no podía oír a Nicci en el sentido convencional de la palabra, percibía sus gritos ahogados de furia mientras combatía a la cosa que los había atrapado. Una especie de relámpagos sordos parpadeaban enloquecidamente alrededor de Nicci. Richard supo que intentaba usar su poder, pero que no estaba teniendo el menor efecto en la bestia.
Richard hizo caso omiso del dolor que le producían los vítreos tentáculos y lanzó cuchilladas una y otra vez, hiriendo gruesos brazos que sólo parecían estar allí en parte. Con cólera decidida y concentrada atacó con el cuchillo y consiguió desprender algunos de los brazos de la parte central de la criatura. Una vez seccionados, éstos se retorcían furiosamente mientras caían al interior del vacío que los rodeaba, como hundiéndose en un mar sin fondo.
No parecía servir de nada. Cada vez un número mayor de los serpenteantes tentáculos iba a por él surgiendo de la oscuridad. Era como encontrarse en el fondo de un oscuro pozo lleno de víboras furiosas. Richard siguió peleando con todas sus fuerzas, cortando, acuchillando. Los brazos le dolían por el esfuerzo. Vio que Nicci forcejeaba con los gruesos tentáculos con una mano, el otro brazo negándose a soltarle, y pudo darse cuenta por el modo en que se arqueaba y retorcía que la hechicera era presa de un dolor terrible. Richard empezó a dar machetazos con todas sus fuerzas a los brazos de la bestia que lastimaban a Nicci.
Pero entonces ésta le fue arrancada violentamente.
Richard se quedó solo en mitad de ninguna parte, con la poderosa criatura vítrea batallando para llevarlo hacia su parte central, hacia algo que podía oír cómo gruñía, lanzaba dentelladas y castañeteaba.
No existía modo de combatir a una criatura como aquélla, no había modo de escapar de la sujeción de los múltiples brazos. Cada vez más de aquellos brazos salían disparados hacia él para capturarlo.
Con todas sus fuerzas, empujó el cuchillo en dirección a la masa central que no podía ver con claridad.
Contactó con algo sólido, y la bestia aulló con un sonido que le hirió los oídos. Los brazos se aflojaron un poquitín; no lo soltaron, pero se aflojaron lo suficiente para que Richard efectuara una torsión del cuerpo que consiguió sacarlo con un giro de las garras de la criatura. En un instante, igual que una semilla de calabaza presionada por unos dedos húmedos, salió disparado, lejos de la mortífera tenaza.
Intentó alejarse nadando, escapar de los traslúcidos brazos en frenético movimiento que iban a por él, pero la criatura era más rápida que él, más poderosa, e incansable.
—¡Aquí! —ordenó Seis a la vez que golpeaba con los nudillos el centro de un emblema.
Violet corrió con la tiza hasta el punto que le había indicado. Sus dedos volaron con movimientos veloces y seguros. Con el dorso de la otra mano, la muchacha se limpió el sudor del rostro, con los dedos secó el de los ojos. Rachel no había visto nunca a Violet trabajar con tanto ahínco.
La niña no sabía qué sucedía, pero era evidente que algo no iba del modo en que Seis había esperado. La mujer mantenía un equilibrio precario entre el pánico y la cólera. Rachel temía cualquiera de los dos lados hacia los que se inclinaba la balanza.
Mientras Violet completaba conexiones a toda velocidad, cambiando de tiza y trasladándose a cada punto sucesivo, Seis reanudó la queda entonación de sus conjuros. El corrosivo sonido de aquellas palabras musitadas daba la sensación de abrasar el alma de Rachel, y si bien la niña no comprendía las palabras ni su significado, eran pronunciadas con un designio siniestro que la aterraba.
Dirigió una ojeada a la lejana entrada de la cueva pero, puesto que estaba oscuro fuera, Rachel no pudo ver nada. Quiso salir corriendo pero no se atrevió. Sabía que si provocaba que Violet o Seis tuvieran que dejar lo que estaban haciendo e ir tras ella, iba a salir muy mal parada.
Chase le había enseñado a domeñar los impulsos, como él decía, y a esperar las auténticas oportunidades. Le había advertido que, si no se hallaba en un peligro de muerte inminente, sólo debería actuar cuando tuviera un plan bien elaborado. Le había dicho que no debía actuar llevada por un terror ciego, sino trabajar para hallar modos de aumentar las probabilidades de éxito.
A pesar de lo atareadas que estaban las otras dos mujeres, Rachel sabía que, con las dos juntas y en tal estado de frenesí, ambas reaccionarían ante cualquier indisciplina suya con una violencia incontrolada. No era la oportunidad correcta; levantarse justo entonces y echar a correr no era un buen plan, y lo sabía.
Mientras Rachel permanecía sentada inmóvil y callada, intentando no llamar la atención, Seis golpeó con suavidad el puño contra varios de los nodos llameantes de las conexiones que Violet ya había dibujado. Cada brillante círculo que golpeaba se oscurecía con un quedo gruñido que hacía que a Rachel le corriera un escalofrío por la espalda. La cueva parecía zumbar con los rítmicos conjuros de la bruja.
Violet, dibujando con trazos audaces y drásticos, echó una ojeada para comprobar los progresos de Seis. La mujer, apagando las luces por orden, estaba alcanzando a la reina. Ésta, como en un trance, dibujó más de prisa. La tiza emitía un golpeteo con cada línea que Violet trazaba en la piedra, y el sonido de la tiza iba parejo al ritmo del cántico de Seis.
Alrededor de toda la figura de Richard, Seis, recitando versos musitados en una ascendente salmodia poco a poco hizo entrar un remolino de viento aullante en la cueva, a la par que daba golpecitos con el puño sobre puntos en las conexiones dibujadas por Violet. Rachel había pensado que Violet no tardaría en desplomarse de agotamiento pero, muy al contrario, parecía estar sumida en el esfuerzo febril de mantenerse por delante de Seis. No obstante la rapidez con se movía la mano, cada línea que Violet dibujaba parecía totalmente exacta, cada intersección quedaba unida con precisión. Seis había hecho que Violet practicara incesantemente dibujando los símbolos y ahora todo aquel trabajo parecía estar dando sus frutos.
El dibujo de Richard estaba casi embutido por completo en la telaraña de símbolos y líneas de enlace.
Con una palabra extraña, gritada para ser oída por encima del aullido del viento, Seis apagó la última luz alrededor de la figura de Richard. El viento cesó súbitamente. Pedacitos de hojas y otros desechos cayeron revoloteando al suelo.
Seis detuvo su salmodia. Arrugó la frente. Con las yemas de los dedos tocó varios de los símbolos, como si les tomara el pulso. Débiles resplandores de luces de colores parpadearon por la cueva.
—Lo tiene —musitó Seis para sí.
Violet paró, tragando saliva a la vez que recuperaba el aliento.
—¿Qué?
—Apogeo al vértice inferior —Dirigió una mirada ponzoñosa a una sobresaltada Violet—. ¡Hacedlo!
Sin un titubeo, Violet se volvió de nuevo hacia la pared y alzó el brazo. Empezó a dibujar líneas en espiral que descendían desde uno de los elementos centrales situados por encima de la cabeza de Richard.
Seis alzó una mano.
—Estad preparada, pero no toquéis los puntos primordiales de invocación hasta que os lo diga.
Violet asintió. Seis puso los ojos en blanco al mismo tiempo que se inclinaba al frente apoyando las yemas de los dedos sobre la figura de Richard. Mientras Violet y Rachel observaban, la mujer musitó una quedo murmullo de extrañas palabras.
Capítulo 5
Nicci afloró por encima de la superficie de azogue de la sliph. El peso del plúmbeo líquido rodó fuera de sus cabellos y rostro. Colores y luces parecieron surgir con un estallido de la silenciosa y suave oscuridad.
Respira.
Con todas sus fuerzas, Nicci obligó inmediatamente al fluido plateado a salir de sus pulmones.
Respira.
La necesidad venció su temor. Respiró entrecortadamente para tomar una desesperada bocanada de aire. La quemó como si inhalara vapores ácidos.
La habitación giró espantosamente ante sus ojos. Vio una mancha roja. Luchó por mantenerse a flote mientras volvía a inhalar entrecortadamente, y por fin consiguió alcanzar el borde y pasar un brazo por encima de la pared de piedra del pozo para mantenerse en alto. El pánico amenazaba con desbordarla.
Una mano le agarró el brazo. Nicci consiguió izar su mochila y pasarla por encima de la pared del pozo. Otra mano descendió y ayudó a subir a la hechicera lo suficiente para que pudiera pasar ambos brazos por encima de la pared de la sliph. La mancha roja que había visto era Cara.
—¿Dónde está lord Rahl?
Nicci alzó la mirada hacia los ojos de color azul intenso de la mordsith. Nunca hubiera dicho que el azul doliera tanto. Cerró los ojos y sacudió la cabeza, todavía intentando despejar su mente de la experiencia pasada, de la confusión, del zumbido de la voz de Cara resonando a través del tuétano de sus huesos.
—Richard...
Sentía como si las tripas se le retorcieran por la angustia de querer ayudarle y no ser capaz.
—Richard...
Cara gruñó por el esfuerzo de alzar el peso muerto de Nicci y acabar de izarla fuera del pozo. La hechicera, que se sentía como el superviviente de un naufragio en un mar tempestuoso, resbaló por encima de la parte superior de la pared de piedra, incapaz de hacer gran cosa para contribuir a su propio rescate. Cara apoyó una rodilla en el suelo, atrapando a Nicci antes de que su cuerpo sin fuerzas golpeara las losas del piso.
Una vez que Cara la hubo bajado al suelo, Nicci hizo acopio de todas sus fuerzas, pero no parecía capaz de recuperar su acostumbrada energía. Era una sensación horrenda, no poder hacer que el cuerpo la obedeciera. Con un gran esfuerzo consiguió por fin recostarse pesadamente contra el pozo.
Cara la agarró por el cuello del vestido y la zarandeó.
—Nicci... ¿dónde está lord Rahl?
Nicci pestañeó, mirando a su alrededor, intentando explicarse todo aquello. Le dolía todo tanto... El dolor le recordó una de las palizas de Jagang, aquella agonía en medio de una entumecida neblina de confusión. Pero esto no era cosa del emperador. Este dolor se debía a algo que había sucedido en la sliph. Viajar en la sliph nunca antes le había provocado dolor. Jamás había sido una experiencia dolorosa.
—¡Dónde está lord Rahl!
Nicci se estremeció al oír resonar el grito por la habitación. Tragó saliva a pesar de la irritación que notaba en la garganta.
—No lo sé. —Colocó los codos sobre las rodillas y se pasó los dedos hacia atrás por el pelo, sosteniéndose la martilleante cabeza en ambas manos—. Queridos espíritus, no lo sé...
Cara se inclinó por encima del pozo tan de prisa y con tanta fuerza que Nicci pensó que podría perder el equilibrio y caer dentro. Instintivamente, alargó el brazo para agarrar las piernas de la mord-sith.
—¡Sliph!
El grito de Cara volvió a resonar por toda la polvorienta habitación de piedra. Nicci compartía el sentimiento, pero sabía que ese arrebato no conseguiría nada.
Haciendo caso omiso del dolor punzante en sus articulaciones, se levantó tambaleante. La sensación de que todo daba vueltas empezaba a disminuir. Vio que el rostro de la sliph emergía del pozo, sus facciones formándose en la lustrosa superficie.
—¿Dónde está lord Rahl? —preguntó Cara.
La sliph optó por hacer caso omiso de la pregunta de Cara. En su lugar miró detenidamente a Nicci por encima del borde.
—No debes hacer nunca eso cuando estás en mi interior. —La espectral voz resonó quedamente por la habitación.
—¿Quieres decir la magia? —adivinó Nicci.
—Me cuesta horrores soportar la liberación de tal poder dentro de mí, pero una cosa así podría ser peor para ti y cualquier otro que viajara al mismo tiempo. Jamás debes usar tu habilidad cuando viajas. Te producirá náuseas como mínimo, pero podría resultar mucho peor. Es peligroso para todos.
—Tiene razón en eso —dijo Cara en tono confidencial—. Cuando empezaste a hacer eso dolía como si estuviesen usando un agiel contra mí. Mis piernas todavía no me sostienen bien.
—Tampoco las mías —admitió Nicci—. Pero no podía dejar que la bestia cogiera a Richard, ¿no crees?
Turbada por haber dado la ligera impresión de que no habría hecho cualquier cosa para proteger a Richard, Cara sacudió la cabeza.
—Habría soportado cosas mucho peores que eso para proteger a lord Rahl. Hiciste lo correcto. No me importa lo que diga la sliph.
—A mí tampoco —repuso Nicci.
En aquel momento, sin embargo, no estaba preocupada por ella misma o por Cara. Se volvió hacia la sliph.
—¿Dónde está Richard? ¿Qué le ha sucedido? ¿Dónde está?
—No puedo...
La paciencia de Cara, si tenía alguna, había desaparecido. Se abalanzó hacia la sliph como si fuese a estrangular su plateado cuello.
—¡Dónde está!
El rostro de la sliph se deslizó fuera de su alcance. Nicci agarró el traje de Cara y tiró hacia atrás. El rostro de la mord-sith, rojo de cólera, casi hacia juego con su traje de cuero.
—Sliph, esto es de vital importancia —dijo Nicci, intentando mostrarse razonable—. Estábamos con Richard... con lord Rahl, tu amo... cuando nos atacaron. Por eso tuve que usar mi poder. Intentaba protegerle. Esa bestia es sumamente peligrosa.
El perfecto rostro plateado se crispó, adoptando un semblante temeroso.
—Lo sé, me hizo daño.
Nicci hizo una pausa, totalmente atónita.
—¿La bestia te hizo daño?
La sliph asintió. Los reflejos de la habitación se ondularon y fluyeron en formas serpenteantes por encima de los contornos de las esculturales facciones plateadas. Nicci contempló maravillada cómo se formaban lágrimas de reluciente azogue a lo largo del párpado inferior de los ojos de la sliph y descendían por la lustrosa superficie de sus mejillas.
—Me dolió. Esa cosa no quería viajar —La frente de plata se arrugó con lo que parecía indignación mezclada con un sufrimiento indecible—. No tenía derecho a usarme de ese modo. Esa cosa me hizo daño.
Nicci intercambió una mirada con Cara.
Cara puede que mostrara un semblante sorprendido, pero ella no se compadeció. La verdad sea dicha, en aquel momento la preocupación que Nicci sentía por Richard tenía prioridad sobre cualquier otra inquietud.
—Sliph, lo siento —dijo Nicci—, pero...
—¿Dónde está? —gruñó Cara—. Sólo dinos dónde está lord Rahl.
La sliph vaciló.
—Ya no viaja.
—¿Dónde está, entonces? —repitió Cara.
La voz de la sliph se tornó fría y distante.
—Jamás revelo información sobre otros que han estado conmigo.
—¡Él no es sólo un viajero! —chilló Cara, enfurecida—. ¡Es lord Rahl!
La sliph retrocedió hasta la pared opuesta de su pozo.
Nicci alzó una mano en dirección a Cara, instándola a moderarse y a que permaneciera en silencio un momento.
—Nos atacó algo maligno cuando viajábamos juntos. Eso lo sabes.
Nicci intentó calmarla; aunque sabía que no estaba teniendo mucho éxito. El pánico creciente que sentía por Richard hacía que le fuese difícil pensar; eso y la advertencia de Jebra de que no debían permitir que Richard estuviera solo, ni siquiera por un instante.
—Sliph, esa criatura maligna ibas tras tu amo, tras Richard. Nosotras somos amigas de Richard... eso también lo sabes. Necesita nuestra ayuda.
—Lord Rahl podría estar herido —añadió Cara.
Nicci asintió en ratificación de las palabras de Cara.
—Tenemos que llegar hasta él.
El silencio en la habitación de piedra resultaba doloroso. Nicci pugnaba todavía por suprimir el terrible dolor que se retorcía en su interior mientras intentaba pensar qué hacer a continuación.
—Tenemos que llegar hasta Richard —repitió.
El rostro plateado se elevó un poco más, irguiendo su líquido cuello fuera del pozo. La sliph miró intrigada a Nicci.
—¿Deseáis viajar?
Nicci controló su cólera.
—Sí. Eso es. Deseamos viajar.
Cara, siguiendo el ejemplo de Nicci, indicó al interior del pozo.
—Sí, así es. Deseamos viajar.
—No volveré a usar mi magia dentro de ti otra vez, lo prometo. —Nicci hizo una seña a la sliph para que se acercara más—. Deseamos viajar... inmediatamente. Ahora mismo.
La sliph se animó, como si todo quedase olvidado.
—Seréis complacidas —Parecía ansiosa por satisfacerlas—. Venid, viajaremos.
Nicci subió una rodilla y la colocó sobre el murete. Los muslos le dolieron por el esfuerzo, pero hizo caso omiso del terrible dolor que le recorría los músculos y las articulaciones, y trepó laboriosamente a lo alto de la ancha pared de piedra. La tranquilizaba que hubiese hallado por fin un modo de hacer que la sliph obedeciera, aunque no fuera diciéndoles dónde estaba Richard.
—Sí, viajaremos —dijo Nicci, intentando aún recuperar el resuello.
La sliph formó un brazo, lo deslizó alrededor de la cintura de Nicci y la ayudó a subir.
—Vamos. ¿Adónde deseáis viajar?
—A donde está lord Rahl. —Cara se encaramó a lo alto de la pared, junto a Nicci—. Llévanos allí —dijo, adoptando una sonrisa en consideración a la sliph—, y estaremos complacidas.
La sliph hizo una pausa y la contempló fijamente. El brazo se retiró, fundiéndose con la superficie que chapoteaba lentamente. El rostro plateado se mostró repentinamente impersonal, incluso adusto.
—No puedo revelar información sobre otros clientes.
Nicci cerró sus puños.
—¡Él no es un cliente cualquiera! ¡Es tu amo y tiene problemas! ¡Es nuestro amigo! ¡Tienes que llevarnos hasta él!
El rostro reflectante de la sliph se apartó.
—No puedo hacer tal cosa.
Nicci y Cara permanecieron mudas durante un momento, ambas sin saber qué hacer, incapaces de pensar en cómo convencer a la sliph para que cooperase. Nicci tuvo ganas de chillar, llorar o liberar magia suficiente para hervir a la sliph y obligarla a hablar.
—Si no nos ayudas —dijo por fin con calma—, sentirás más dolor del que sentiste por culpa de la bestia. Yo me ocuparé. Por favor no me hagas recurrir a eso. Sabemos que quieres proteger a Richard. Nosotras también queremos protegerle.
La sliph la miró fijamente en silencio, como una estatua de plata, como si intentara evaluar la amenaza.
Cara apretó los dedos contra sus sienes.
—Es como intentar razonar con un cubo de agua —masculló.
Nicci dirigió una mirada feroz a la sliph.
—Nos llevarás con tu amo. Es una orden.
—Será mejor que hagas lo que dice —dijo Cara— o, cuando ella haya acabado contigo, tendrás que responder ante mí.
La mord-sith empuñó su agiel para dejarlo bien claro.
Pero, una vez hecho esto, se quedó repentinamente petrificada, con la vista fija en el arma. El color desapareció de su rostro. Incluso las manos resaltaron blancas en contraste con el cuero rojo del traje.
Nicci se inclinó hacia ella y le posó una mano en el hombro.
—¿Qué sucede?
La mandíbula desencajada de Cara se movió por fin.
—Está muerto.
—¿De qué estás hablando?
Los ojos azules de Cara reflejaban un pánico desenfrenado.
—Mi agiel está muerto. No lo percibo.
Si bien Nicci podía percibir el sobresaltado desaliento en la voz de la mord-sith, no comprendía su origen. Que un agiel no le produjera dolor no parecía precisamente un motivo para sentir pánico. Con todo, un terror descarnado como aquél era contagioso.
—¿Significa eso algo? —preguntó, temiendo la respuesta.
La sliph observaba desde el lado opuesto del pozo.
—El agiel funciona a través de nuestro vínculo con lord Rahl... por su don. —Alargó el arma, como a modo de prueba—. Si el agiel está muerto, entonces también lo está el lord Rahl.
—Escucha, usaré mi poder si tengo que hacerlo para obligar a la sliph a llevarnos hasta él. Pero Cara, no empieces a sacar conclusiones precipitadas. No podemos saber...
—Él no está ahí.
—¿Él no está dónde?
—En ninguna parte. —Inmóvil, Cara contempló fijamente la delgada arma que sostenían en alto sus dedos temblorosos—. Ya no puedo sentir el vínculo. —Su límpida mirada azul se alzó hacia Nicci—. El vínculo siempre nos dice dónde está el lord Rahl. Ya no puedo percibirle. Ya no percibo dónde está. No está en ninguna parte.
Una oleada de náuseas recorrió a Nicci. Se sintió mareada. Los dedos de las manos y los pies se le entumecían.
Se volvió hacia la sliph.
Había desaparecido.
La hechicera se inclinó para atisbar al interior del pozo. En la oscuridad de abajo vio un tenue destello plateado justo cuando se desvanecía, dejando atrás tan sólo oscuridad.
Se volvió hacia Cara y la agarró por el hombro. Saltó, arrastrando a Cara con ella.
—Vamos. Sé de alguien que puede decirnos dónde está Richard.
Capítulo 6
Con Cara al lado, Nicci corrió por el pasillo iluminado por antorchas, sobre alfombras de primorosos diseños que ahogaban sus pisadas, pasando ante entradas sumidas en la oscuridad, ante habitaciones con lámparas de aceite que iluminaban cálidamente espacios vacíos. El Alcázar, casi tan vasto como la montaña que lo guarecía, parecía vacío y embrujado. Nicci había pasado décadas en el extenso complejo conocido como el Palacio de los Profetas, el cual en algunos aspectos recordaba al Alcázar, pero el palacio había hervido de actividad, con cientos de personas de todas clases viviendo allí, desde la Prelada a los mozos de los establos. También había sido un lugar de magos; magos que se adiestraban para serlo, al menos. El Alcázar existía para ser útil al hombre, y sin embargo se alzaba silencioso y carente de aquellos que podrían darle vida. Si se podía decir que un lugar era desolado, la inmensa construcción que era el Alcázar era tal lugar.
Cara corría con todas sus fuerzas, impulsada por su lealtad y amor hacia Richard, por el temor de que le hubiera sucedido lo peor. Nicci corría igual de rápida, impulsada por el temor a considerar siquiera la posibilidad de que estuviese muerto, como si intentara dejar atrás a la misma muerte. No podía permitirse ni siquiera imaginarlo, no fuera a hundirse en la desesperación. Un mundo sin Richard sería un mundo muerto para ella.
Cara patinó por el pulido suelo de mármol gris para aminorar la velocidad y efectuar el giro cuando Nicci enganchó una mano en un pilar de mármol negro y empezó a ascender a toda prisa por los amplios peldaños de granito negro. Las ventanas, situadas muy por encima estaban oscuras, lo que les daba el aspecto de negros huecos. La escalera, iluminada por unas cuantas esferas de cristal, ascendía por una torre hasta alturas aparentemente imposibles, provocando que Nicci se sintiera como si estuviera en el fondo de un pozo de piedra muy profundo.
Los sonidos de sus pisadas resonaban por el Alcázar, como los perturbadores susurros de aquellas almas largo tiempo desaparecidas que en una ocasión habían recorrido aquellos mismos pasillos, ascendido aquellos mismos peldaños, reído y vivido en aquel mismo lugar. En lo alto del tercer tramo de escalones, Nicci, con las piernas doloridas por el frenético esfuerzo, penetró en un amplio corredor. Mientras pasaba a la carrera ante las pilastras de cerezo que separaban extensiones de cristal emplomado de vivos colores, señaló al frente, haciendo saber a Cara que girarían a la derecha en el siguiente corredor.
Finalmente dentro de la red de corredores más pequeños que conducían a las dependencias que habían ocupado, Nicci divisó a Zedd, yendo con paso decidido hacia ellas. Rikka lo seguía de cerca. El anciano mago, con aspecto sombrío, aguardó a que ellas recorrieran el último trecho que los separaba.
—¿Qué sucede? —preguntó, sabiendo por sus semblantes que algo iba mal.
—¿Dónde está lord Rahl? —exigió saber Rikka a la vez que frenaba bruscamente justo detrás de él.
Nicci reconoció la expresión ansiosa de su rostro. Era la misma expresión que Cara había lucido en el momento en que había descubierto que su agiel no funcionaba. La hechicera bajó la mirada y vio que Rikka aferraba su agiel en un puño de nudillos blancos, igual que Cara. Aquellos objetos y su conexión con el lord Rahl estaban ahora inactivos.
—¿Dónde está mi nieto? —preguntó Zedd, formulando la pregunta en un tono angustiado—. ¿Por qué no está con vosotras?
La última parte sonó como una acusación, como si les recordara lo que Jebra les había advertido antes de que marcharan, y la promesa que Nicci había hecho.
—Zedd —repuso Nicci—, no podemos decirlo con seguridad.
El mago ladeó la cabeza. La mirada que le dedicó fue muy parecida a la de un mago haciéndose cargo de un hombre desasosegado.
—No juegues conmigo, criatura.
De no haber sido la situación tan terriblemente grave, Nicci podría haberse reído ante esa imagen.
—Estábamos todos juntos en la sliph, de regreso al Alcázar —le contó Nicci—, y en algún punto durante el camino... es imposible saber dónde estás mientras viajas... nos atacó la bestia.
Zedd dirigió una veloz mirada a Cara.
—La bestia.
Cara lo ratificó con un asentimiento de cabeza.
—¿Luego qué?
—No lo sé. —Nicci alzó los brazos con gesto contrariado en su intento de hallar las palabras para describir la experiencia—. Intentamos rechazarla. Tenía una serie de brazos parecidos a serpientes. Forcejeamos con ella. Intenté usar mi han contra ella...
—¿En la sliph?
—Sí, pero sirvió de poco, por no decir de nada. Yo probaba todo lo que se me ocurría. Entonces, la bestia simplemente nos arrancó a Cara y a mí de Richard. No pudimos encontrarle en la oscuridad. Lo intentamos, pero no pudimos encontrar nada... ni siquiera la una a la otra. Como he dicho, es imposible saber dónde estás cuando viajas en la sliph. No puedes ver, ni oír en realidad. Es un lugar más bien confuso y, por mucho que lo intentamos, sencillamente no pudimos encontrar a Richard.
Zedd mostraba un semblante cada vez más furioso.
—Entonces ¿por qué estáis aquí, en lugar de en la sliph, buscándolo?
—La sliph nos escupió fuera —dijo Cara—. Nos encontramos aquí, de vuelta en el Alcázar. Nicci y yo intentábamos cada una a nuestro modo localizar a lord Rahl, pero... no había nada. Ni bestia, ni lord Rahl. Entonces la sliph nos escupió aquí, en el lugar al que veníamos todos cuando fuimos atacados.
—¿Qué hacéis aquí, entonces? —preguntó de nuevo él en voz amenazadora—. ¿Por qué no estáis de vuelta en la sliph buscando o, mejor aún, haciendo que la sliph os diga dónde está?
Nicci vio que tenía los puños apretados a los costados y supo cómo se sentía. Le agarró el brazo con delicadeza.
—Zedd, la sliph no quiso decirnos dónde está. Créeme, lo intentamos. Podría ser que nos lo dijera finalmente, no lo sé, pero creo que conozco un modo mejor... alguien que podría ser capaz de decirnos dónde está Richard: Jebra. No quiero perder más tiempo, y creo que Jebra podría ser capaz de darnos una respuesta antes de lo que lo haría la sliph.
Zedd apretó sus finos labios mientras cavilaba.
—Vale la pena probar —dijo por fin—, pero es necesario que comprendas que esa mujer ha estado muy alterada desde que os fuisteis. Ha estado inconsolable en el mejor de los casos y en ocasiones atenazada por algo similar a la histeria. Hemos intentado tranquilizarla, pero ha sido en vano. Temo que, con todo por lo que ha pasado, resulta aún más desalentador para ella tener que enfrentarse al repentino retorno de sus extraordinarias visiones. Evidentemente le resulta difícil asumir el volver a tenerlas, por no mencionar la naturaleza de ésta en concreto.
»Finalmente la acostamos, con la esperanza de que, si conseguía descansar un poco, recuperaría las fuerzas y sería más capaz de poner en orden la confusión de sus visiones. Al menos no se halla en un estado parecido al de la reina Cyrila; lucha para no caer en esa locura. Es consciente de que necesita ayudarnos, pero por el momento su desesperación la domina. Estoy seguro, también, de que su agotamiento también tiene que ver con las dificultades que experimenta. Esperamos que, tras algo de descanso, pueda añadir algo más a lo que ya nos ha contado.
—¿Y qué ha dicho? —preguntó Nicci, esperando que la respuesta pudiera proporcionarles una pista.
Zedd le estudió los ojos un momento.
—Dijo que regresaríais sin Richard.
Nicci miró fijamente al mago.
—¿Y ha dicho lo que ha sido de él?
La mirada de Zedd descendió.
—Ésa es la parte que estamos intentando sacarle.
—Mi agiel ha dejado de funcionar —dijo Rikka—. No puedo percibir el vínculo. No puedo percibir a lord Rahl. ¿Y si está muerto?
Zedd se giró levemente y alzó una mano, como para tranquilizarla.
—No saquemos conclusiones precipitadas. Podría haber muchas explicaciones.
Cara no pareció en absoluto animada por la sugerencia
—¿Cómo cuáles? —preguntó.
Zedd volvió sus ojos color avellana hacia ella, estudiando a la mordsith por un momento.
—No lo sé, Cara. Simplemente no lo sé. He estado examinando todas las opciones desde que Jebra me contó que él no regresaría con vosotras. Hay muchas posibilidades pero en este momento tenemos escasas pistas para seguir adelante. No dejaremos piedra sin remover, eso os lo prometo.
Nicci se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
—Justo ahora, nuestra mejor posibilidad es ver si podemos averiguar por Jebra dónde está Richard. Si podemos sacarle eso, entonces podemos actuar. Si podemos actuar, tenemos una posibilidad de ayudarlo.
—Si sigue vivo —dijo Rikka.
Nicci apretó los dientes al tiempo que dirigía una mirada iracunda a Rikka.
—Está vivo.
Rikka tragó saliva.
—Simplemente decía que...
—Nicci tiene razón —insistió Cara—. Es de lord Rahl de quien estamos hablando. Está vivo. —Una lágrima le corrió por la mejilla—. Está vivo.
—No obstante —dijo el mago con voz afligida—, tenemos que estar preparados para lo peor. —Cuando vio la expresión del rostro de Cara, le brindó una pequeña sonrisa—. Decirlo en voz alta no lo convertirá en verdad. Lo que es, es. Sólo estoy diciendo que debemos estar preparados para cualquier eventualidad, eso es todo. Es lo más sensato. Es lo que el mismo Richard haría si perdiera a uno de nosotros, y lo que querría que hiciésemos en el caso de que le sucediera algo a él. ¿No esperarías que él siguiera peleando si os sucediera algo? Sencillamente no podemos hacer caso omiso de las cosas a las que nos enfrentamos. Richard querría que siguiéramos peleando, que peleáramos por nosotros mismos.
Nicci pensó que, tal vez más que nunca antes, estaba escuchando al Primer Mago hablando, y pudo ver de donde había sacado Richard algo de su extraordinaria determinación.
Cara dirigió una mirada furiosa al mago.
—Hablas como si estuviera muerto. No lo está.
Zedd le dedicó una sonrisa y asintió con la cabeza. No consiguió que resultase convincente.
—Necesito hablar con Jebra —dijo Nicci—. Justo ahora ése es el mejor lugar por el que empezar. ¿Qué más tiene que decir sobre su visión?
—No mucho —respondió Zedd con un suspiro—. Hacía años que no tenía una visión y ésta fue no sólo una completa sorpresa sino que, al parecer, abrumadoramente atroz. He empezado a temer que el motivo de que no haya tenido visiones es debido a lo que Richard dijo, que la magia está fallando. Si es así, el que ésta se abra paso a través de su declinante habilidad deja bien a las claras su importancia. Mientras estaba despierta y durante los períodos en que se ha mostrado coherente, su capacidad para captar la integridad de su visión, los acontecimientos involucrados en ella, parecía haber quedado menguada.
—A lo mejor podemos ayudarla a reconstruirlos —dijo Nicci con todo el tacto posible, a pesar de lo decidida que estaba a obligar a la mujer a hacer lo que fuese necesario.
Evidentemente Zedd no pensaba que fuese a servir de nada, pero al parecer prefería invertir sus esfuerzos en el intento antes que rendirse.
—Por aquí —dijo y se giró con un ademán ceremonioso para marchar a toda prisa por el pasillo tenuemente iluminado.
Al llegar ante una puerta más bien pequeña y con la parte superior en arco, con intrincadas enredaderas y hojas que se solapaban talladas en los paneles de caoba, Zedd, con Nicci y las otras dos mord-sith flanqueándolo, llamó con suavidad. Mientras aguardaba una respuesta, le dijo a Rikka.
—Ve a buscar a Nathan. Dile que es urgente, y que necesitará reunir sus cosas. Va a tener que partir al momento.
Nicci sospechó lo que Zedd iba a pedir a Nathan que hiciera, pero apartó el pensamiento de su mente. Eso equivalía a pensar lo impensable. En su lugar, se concentró en la tarea que tenían entre manos. Debía conseguir que Jebra le contara dónde estaba Richard, qué le estaba sucediendo. Si era necesario, Nicci tenía la intención de usar su don.
Mientras Rikka echaba a correr por el pasillo, Zedd volvió a golpear con los nudillos, un poco más fuerte. Al no obtener respuesta, miró atrás, a Nicci.
Se toqueteó nerviosamente el puño de su sencilla túnica.
—¿Percibes alguna cosa... rara?
Nicci estaba tan abrumada por pensamientos y emociones que no había estado prestando atención. Después de todo, se encontraban en el Alcázar. Había alarmas por todas partes que deberían protegerlos de cualquier visitante no deseado.
Dejó a un lado sus pensamientos a la vez que sus sentidos entraban en un estado agudizado de conciencia.
—Ahora que lo mencionas, algo sí parece... raro.
—¿Raro como qué? —preguntó Cara mientras volvía a empuñar el agiel; mostró una expresión de sorpresa, pero justo un instante después la comprensión puso fin a la sorpresa.
Nicci alzó con delicadeza la mano del mago del picaporte.
—¿No hay nadie ahí dentro con ella, verdad? ¿A lo mejor Tom, o Friedrich?
Zedd la miró con el entrecejo fruncido.
—No que yo sepa. Esos dos están fuera, de patrulla. Estaba sentado, haciendo compañía a Jebra, cuando percibí que Cara y tú veníais. Ella estaba dormida. Yo había querido estar cerca por si despertaba y era capaz de contarme algo más sobre su visión. La dejé y fui a vuestro encuentro, con la esperanza de ver que se había equivocado respecto a Richard. Ann y Nathan ya se habían acostado. Supongo que podría ser alguno de ellos.
Nicci, con los sentidos totalmente alerta, negó con la cabeza.
—No es ninguno de ellos. Es otra cosa.
Zedd clavó la mirada en el vacío, como si quisiera percibir cualquier sonido, pero Nicci sabía que no escuchaba exactamente en busca de un sonido revelador. Hacía lo mismo que ella: usar su don para sondear, captar la presencia de vida. No obstante, por lo que Nicci podía percibir, sólo estaban ellos tres en las inmediaciones, y al otro lado de la puerta, Jebra.
Pero había algo más. La sensación, sin embargo, carecía de sentido. Era una presencia, pero no era la clase de percepción que ella tendría si hubiera otra persona acechando detrás de la puerta.
Sí parecía, no obstante, como si pudiese haber tenido una percepción muy similar hacía muy poco. Frunció el entrecejo, intentando recordar.
—Tengo alarmas extra colocadas por toda esta zona —le dijo Zedd.
Nicci asintió.
—Lo sé. Las percibí.
—No hay modo de que nadie pueda atravesarlas. Lo sabría. ¡Córcholis!, no hay modo de que ni siquiera un ratón pase a través de las trampas que coloqué.
—¿Podría ser debido a lo que lord Rahl nos contó? —preguntó Cara en voz baja—. ¿Quiero decir, sobre eso de que le pasa algo a la magia? ¿Podría ser que le ocurre algo a vuestro don y por eso percibís lo que percibís?
Zedd dedicó a la mujer una mirada agria.
—Te refieres a que nuestro don está... ¿qué? ¿Distorsionado?
Cara se encogió de hombros y luego amplió la idea:
—No sé mucho sobre magia, pero a lo mejor es eso lo que le sucede a mi agiel. A lo mejor eso es todo lo que pasa. Lord Rahl insistió mucho en que la magia estaba corrompida. A lo mejor vuestros sentidos del don están corrompidos del mismo modo. A lo mejor la conclusión que yo sacaba es totalmente errónea. A lo mejor ése es el motivo... la corrupción.
Zedd resopló, mofándose de la idea. Alzó un brazo y los quinqués situados sobre las mesas que flanqueaban la puerta se apagaron.
—Bueno, esta parte de mi poder funciona —susurró, y posó de nuevo la mano sobre el picaporte a la vez que dedicaba a Nicci una mirada decidida—. Estate preparada para cualquier cosa.
—Espera —dijo Nicci.
Zedd miró atrás. Era difícil verle las facciones en la débil luz, pero sus ojos sí se veían, y Nicci vio en ellos algo de los ojos de Richard.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Acabo de recordar algo que estaba intentando explicarme.
Nicci juntó las yemas de los dedos a la vez que intentaba rememorar los detalles. Finalmente agitó un dedo mientras decía:
—Cuando la bestia nos atacó mientras viajábamos, sentí una sensación curiosa. La descarté porque estar en la sliph ya es de por sí tan extraño que es difícil saber si algo de lo que sientes es importante, y mucho menos fuera de lo corriente. Sensaciones cotidianas pueden parecer maravillosas... incluso milagrosas. No sabes si es todo tan sólo la culminación de todas las percepciones desconocidas o algo más.
—¿Exactamente cuándo tuviste esa sensación? —preguntó Zedd, sumamente interesado de repente en lo que ella tuviera que decir—. ¿Durante el tiempo en el que viajasteis, o en algún momento específico?
—No, fue después de que la bestia nos atacara.
—Sé más específica. Piensa. ¿Fue cuando os atacó la bestia? ¿Tal vez cuando agarró a Richard? ¿O cuando te agarró a ti?
Nicci presionó las yemas de los dedos contra sus sienes a la vez que cerraba los ojos, intentando desesperadamente rememorarlo con precisión.
—No... no, fue después de que fuera arrancada de Richard. No inmediatamente después, pero poco después.
—¿Cuál fue la secuencia en que tuvieron lugar esos acontecimientos?
—La bestia atacó. Estábamos luchando contra ella. Intenté usar mi don pero no sirvió de nada. La bestia me hacía daño. Richard usó su cuchillo para seccionar algunos de los tentáculos. Me salvó.
»Entonces la bestia arrancó a Cara de su lado. No mucho después de eso también me arrancó a mí de su lado. Fue entonces, después de eso... no inmediatamente después, sólo un poco después. Lo sé porque sentí esa curiosa sensación cuando buscaba frenéticamente a Richard.
Nicci alzó los ojos hacia el mago.
—La cosa es que, justo después de que tuviera aquella sensación, ya no pude percibir la presencia de la bestia. Busqué, intentando encontrar a Richard, pero no pude. Mientras la sliph nos arrastraba de vuelta al Alcázar la sensación se desvaneció rápidamente y me olvidé de ella.
—¿A qué se parecía... esa sensación?
Nicci gesticuló.
—Producía la misma impresión que lo que está al otro lado de esa puerta.
Zedd la miró fijamente.
—¿Lo que está al otro lado produce la misma sensación? ¿Una clase de... zumbante flujo de poder?
Nicci asintió.
—Una carga de magia que de algún modo parece infundada.
—La magia frecuentemente da la impresión de flotar libremente —dijo Cara—. ¿Qué tiene de raro eso?
Zedd negó con la cabeza.
—La magia no es algo que simplemente flote por ahí. La magia carece de conciencia, pero esta sensación en cierto modo imita esa clase de intención consciente.
—Sí —dijo Nicci—. Ésa es la sensación que yo tengo. Por eso parece tan curiosa, porque la magia con esta clase de presencia no puede ser infundada. Esto es un poder que genera sus característicos campos de control, pero sin la vida necesaria para ello.
Zedd se irguió.
—Eso es una muy buena descripción de lo que percibo. —Escudriñó con suspicacia la puerta—. Creo que si nos acercamos más, podríamos ser capaces de detectarlo mejor y averiguar qué es. Si podemos acercarnos lo suficiente, tal vez podamos analizarlo. —Dirigió una mirada a ambas—. Tengamos cuidado, ¿de acuerdo?
Los tres se apiñaron muy juntos en el poco iluminado pasillo mientras el mago giraba con cautela el picaporte y empujaba lentamente la puerta. Nicci no percibió más con la puerta entreabierta de lo que había percibido con ella cerrada. Zedd introdujo la cabeza dentro un momento, luego acabó de empujar la puerta para abrirla del todo. La habitación estaba a oscuras, sólo la débil luz del pasillo dejaba ver las formas y las sombras de lo que había en el interior.
En la pared de su izquierda, Nicci vio una silla vacía con un edredón doblado con pulcritud sobre el respaldo. No muy lejos de la entrada, en el mismo lado de la habitación, descansaba una mesa redonda y baja con una lámpara que no estaba encendida. Más allá de la mesa, la cama aparecía vacía. Las sábanas arrugadas habían sido empujadas fuera del lecho y se amontonaban en el suelo. Nicci paseó la mirada con detenimiento junto con Zedd y Cara, pero no vio a Jebra. Si estaba en algún otro lugar de la habitación, estaba demasiado oscuro para distinguirla. Con la extraña sensación aún más fuerte en el interior de la estancia, la percepción interna de la hechicera no servía de gran cosa.
Zedd envió un destello de su han a la lámpara. Habían dejado baja la mecha, de modo que la luz no fue lo bastante fuerte para conjurar a las espesas sombras de las esquinas, o del otro extremo del armario al otro lado de la habitación. Con todo, no había ni rastro de Jebra.
Nicci, distanciada de sus emociones y concentrada en la percepción gobernada por su han, pasó por delante de Zedd para permanecer tensa e inmóvil en el centro de la habitación. Con su don intentó abrirse a la sensación de que hubiera otra presencia acechando en la oscuridad, pero no percibió ninguna.
Una brisa hizo susurrar las cortinas. Las puertas dobles, hechas de pequeños recuadros de cristal, permanecían abiertas a un balcón pequeño. Nicci sabía que éste daba a la oscura ciudad situada muy por debajo en la base de la montaña.
En lo alto de la barandilla del balcón, una silueta oscura tapaba el paisaje iluminado por la luz de la luna.
Detrás de Nicci, Zedd elevó la mecha del quinqué. Al aumentar la luz, Nicci vio que era Jebra quien estaba en aquel balcón. De espaldas a ellos, de pie, descalza, en lo alto de la gruesa barandilla de piedra.
—Queridos espíritus —musitó Cara—, va a saltar.
Los tres permanecieron totalmente inmóviles, temiendo hacer nada que pudiera sobresaltar a la mujer y provocar que saltase antes de que lograran alcanzarla. No parecía saber aún que ellos estaban allí.
—Jebra —dijo Zedd con una voz queda y cautelosa—, hemos venido a verte.
Si la mujer lo oyó, no mostró ninguna reacción. Nicci no creía que Jebra oyese nada, de todos modos, aparte del inquietante susurro de la magia. Nicci podía percibir las tenues oleadas de aquel extraño poder pasando veloces por su lado, zumbando en dirección a la vidente, de pie como una estatua de piedra sobre la barandilla del balcón. La mujer miraba fijamente al exterior, contemplando la ciudad de Aydindril, situada muy por debajo de ella. Una suave brisa le alborotaba los cortos cabellos.
El balcón, Nicci lo sabía, si bien daba al valle situado abajo, no estaba justo por encima de los patios y tejados del Alcázar. En cualquier caso, Jebra se enfrentaba a una caída de decenas de metros. A la altura en que se encontraba, no importaba que no fuera a caer montaña abajo o en los patios o tejados de pizarra del Alcázar. Se mataría igualmente.
—Estrellas —dijo Jebra en voz baja y débil al vacío que tenía delante.
Zedd agarró el brazo de Nicci, la acercó a él y le susurró al oído:
—Creo que alguien está buscando las mismas respuestas que nosotros. Creo que alguien está sondeando su mente. Eso es lo que percibo. Es un ladrón, un ladrón de pensamientos.
—Jagang —musitó Cara.
Nicci sabía que ésa sería la suposición lógica. Con el vínculo con Richard roto, Jagang podía, en teoría, hacer tal cosa. Sin Richard ocupando el papel del lord Rahl, todos ellos eran repentinamente vulnerables al Caminante de los Sueños.
Una nauseabunda oleada de gélido temor recorrió a Nicci ante el recuerdo de Jagang poseyendo su mente, su voluntad. Sin el lord Rahl, el vínculo que los protegía a todos quedaba roto. Si el emperador viajaba esa noche, podía muy bien hallarles desprotegidos. El Caminante de los Sueños podía, en cualquier momento, sin advertencia previa, flotar sin ser visto, sin ser percibido, hasta el interior de sus mentes e instalarse en sus pensamientos.
Pero Nicci conocía a Jagang. Sabía cómo era cuando poseía la mente de una persona. En una ocasión, al fin y al cabo, él había poseído la suya, había controlado su persona, gobernado sus pensamientos mediante aquella presencia terrible. Esto era diferente.
—No —dijo—, no es Jagang. Lo que percibo es otra cosa.
—¿Cómo lo sabes con seguridad? —musitó Zedd.
Nicci apartó por fin la mirada de Jebra y miró al ceñudo mago.
—Bueno, para empezar —susurró—, si fuera Jagang, no percibirías nada. El Caminante de los Sueños no deja rastro. No hay modo de decir que está ahí. Esto es totalmente distinto.
Zedd se frotó la bien afeitada barbilla.
—Con todo resulta familiar... —murmuró para sí.
—Estrellas... —volvió a decir Jebra a la noche que se extendía más allá del balcón.
Zedd hizo intención de cruzar las puertas para salir afuera, pero Nicci le agarró el brazo y lo retuvo.
—Aguarda —musitó.
—Estrellas caídas al suelo... —dijo Jebra con una voz inquietante.
Zedd y Nicci intercambiaron una mirada.
—Estrellas entre la hierba... —dijo Jebra con aquella misma voz sin vida.
Zedd se quedó rígido.
—Queridos espíritus. Ahora la reconozco.
Nicci se inclinó más hacia él.
—¿La presencia?
El mago asintió despacio.
—Es la sensación que produce una bruja cuando ejerce su poder.
Jebra alzó los brazos lateralmente.
—¡Va a saltar! —gritó Nicci al tiempo que Jebra empezaba a caer al frente.
Capítulo 7
Richard tosió violentamente.
El dolor de la involuntaria convulsión lo devolvió a la conciencia. Se oyó a sí mismo intentar gemir sin éxito. No tenía aliento. Con la conciencia le llegó un pánico creciente a asfixiarse. Volvió a toser, haciendo una mueca de dolor al hacerlo. Intentó lanzar un grito desesperado al tiempo que se hacía un ovillo sobre el suelo, con los brazos bien apretados contra la cintura, intentando impedir otro ataque de tos espasmódica.
Respira.
Richard consideró la inquietante voz que aparentemente surgía de algún lugar en otro mundo, una voz como la de la locura. Richard tomó cuidadosas y superficiales bocanadas de aire.
Respira.
No sabía dónde estaba y en aquel momento tanto le daba. Todo lo que le importaba era la sensación de asfixia. Y no quería respirar, a pesar de lo desesperadamente que necesitaba tomar aire. Aquella sensación era tan opresiva, tan nauseabunda, que resultaba no sólo debilitante, sino todopoderosa. Morir parecía preferible a que continuara la sensación. No podría soportarlo.
Richard no quería moverse porque, a cada momento que pasaba, le resultaba más fácil no respirar. Parecía que si simplemente podía evitar respirar un poco más, entonces el dolor y el sufrimiento se alzarían por encima de la cresta de aquella oscura colina.
Se esforzó por yacer absolutamente inmóvil, esperando que el mundo, que giraba como una peonza, se detuviera antes de que vomitase. No podía ni imaginar lo mucho que eso dolería. Sólo con que pudiera estar tumbado sin moverse un poco más, todo sería más fácil, todo desaparecería.
Respira.
Hizo caso omiso de la lejana voz aterciopelada. Su mente vagó a un tiempo en el pasado en que había sentido tanto dolor como ahora. Había sido cuando Denna lo tenía encadenado e indefenso, cuando lo tenía a su merced, cuando le hacía daño hasta que él desvariaba debido a la tortura.
Denna le había enseñado a soportar el dolor, no obstante. La imaginó de pie, allí, observándolo, aguardando para ver si rebasaría el límite y caería en brazos de la muerte. Había habido ocasiones con ella en que había alcanzado la cresta de aquella distante colina oscura, e iniciado el descenso por el otro lado.
Cuando eso sucedía Denna estaba allí para poner su boca sobre la de él, insuflándole vida. Ella no sólo había controlado su vida, había controlado su muerte. Se había apoderado de todo. Ni siquiera su propia muerte le pertenecía.
Ella lo observaba ahora. El rostro plateado se acercó, aguardando para ver qué haría él. Richard se preguntó si se le concedería la muerte, o si ella volvería a poner la boca sobre la suya y...
Respira.
Richard la contempló intrigado. Denna no se parecía en absoluto a una estatua de plata.
—Debes respirar —le dijo la voz aterciopelada—. Si no lo haces, morirás.
Richard pestañeó contemplando el hermoso rostro suavemente iluminado por la fría luz de la luna. Intentó introducir un poco más de aire en los pulmones.
Cerró los ojos.
—Duele —susurró apurando aquella superficial bocanada.
—Debes respirar. Es vida.
Vida. Richard no sabía si quería vida. Estaba tan cansado, tan agotado. La muerte parecía tan atractiva... Basta de lucha. Basta de dolor. Basta de desesperación. Basta de soledad. Basta de lágrimas. Basta de sufrir echando en falta a Kahlan...
Kahlan.
Respira.
¿Si él moría, quién la ayudaría?
Tomó una bocanada más profunda, obligándola a pasar más allá del dolor hirviente de sus pulmones. Pensó en la sonrisa de Kahlan, para anular el dolor.
Volvió a inhalar. Más hondo aún.
Una mano plateada resbaló sobre la parte posterior de su hombro, como para reconfortarlo en la agonía que le producía su lucha por aferrarse a la vida. El rostro parecía tristemente comprensivo mientras observaba su lucha.
Respira.
Richard asintió mientras apretaba los puños y respiraba entrecortadamente el frío fuego del aire nocturno.
Expectoró un fino líquido rojo y coágulos de sangre que tenían un gusto metálico. Tomó otra bocanada de aire, haciendo acopio de la energía necesaria para toser más del líquido que le abrasaba los pulmones. Durante un tiempo permaneció de costado, alternando entre inhalaciones entrecortadas y toses que expulsaban líquido.
Cuando se encontró respirando otra vez, aunque de un modo irregular, se dejó caer sobre la espalda, con la esperanza de conseguir que el movimiento de rotación cesara. Cerró los ojos, pero eso sólo lo empeoró, añadiendo una especie de movimiento basculante y ondulante a la rotación. El estómago se le revolvió.
Abrió los ojos y, en la oscuridad, clavó los ojos arriba, en las hojas sobre su cabeza. Vio principalmente hojas de arce en el dosel de ramas de árboles situado encima. Contemplar hojas —para él talismanes de lo familiar— le proporcionó una sensación agradable. A la luz de la luna, vio otras clases de árboles también. Para apartar la mente del dolor y la náusea, se obligó a identificar todos los árboles que pudiera distinguir. Había un puñado de hojas de tilo, con su forma de corazón, y, alzándose mucho más por encima, una rama grande o dos de lo que parecía ser un pino blanco. Había algunos grupos de robles a lo lejos, a los lados, junto con piceas y balsaminas. En las proximidades, sin embargo, la mayoría eran arces. Con cada soplo de brisa podía oír el característico golpeteo quedo de las hojas de los álamos.
Además del dolor asociado con el mero hecho de respirar, Richard reconoció con claridad que algo no estaba bien dentro de él. Algo mucho más básico, más elemental.
No tenía ninguna lesión, pero sabía que algo estaba terriblemente mal. Trató de identificar la percepción, pero no pudo precisarla. Era una sensación de vacío y desolación que no guardaba relación con las emociones familiares de su vida, cosas como la necesidad de encontrar a Kahlan, o lo que había hecho al lanzar al ejército d’haraniano sobre el Viejo Mundo. Consideró las cosas inquietantes que Shota le había contado, pero no era eso. Tampoco.
Era más un vacío perturbador en su interior que nunca había sentido antes. Por eso tenía tantas dificultades para identificarlo: era un estado totalmente desconocido. Había habido algo allí, una sensación respecto de sí mismo, sobre la que advirtió que nunca había pensado, que nunca había identificado, una parte discreta de su constitución, que ahora había desaparecido.
Richard sintió como si ya no fuese él mismo.
La historia que Shota la había contado de Baraccus y el libro que había escrito, Secretos del poder de un mago guerrero, acudió a su mente. Se preguntó si su voz interior intentaba sugerir que un libro así podría ayudarle en una situación como aquélla, y tuvo que admitir que el problema sí que parecía conectado en cierto modo con su don.
Pensar en aquel libro provocó que su mente vagara a lo que Shota le había contado sobre su madre: que no había muerto sola en aquel incendio. Zedd insistió en que había examinado los restos carbonizados de la casa y no había encontrado otros huesos. ¿Cómo podía ser eso? O Zedd o Shota tenían que estar equivocados.
En algún lugar de lo más recóndito de su mente la respuesta le parpadeó, pero, por mucho que lo intentó, no consiguió que se le iluminara el pensamiento.
Sintió una punzada de soledad por su madre, un sentimiento que lo había visitado de vez en cuando a lo largo de su vida. Se preguntó qué habría dicho ella sobre todo lo que le había sucedido. No había tenido la posibilidad de verle crecer, de verlo convertido en un hombre. Sólo lo había conocido como un muchacho.
Sabía que su madre querría a Kahlan. Estaría tan feliz por él, tan orgullosa de tener una nuera como Kahlan... Ella siempre había querido que él tuviera una buena vida, y no podía existir una vida mejor que una vida con Kahlan.
Pero ya no tenía una vida con Kahlan.
Supuso que estaba vivo y, teniéndolo todo en cuenta, eso era más o menos todo lo que podía esperarse en aquellos momentos. Como mínimo podía esforzarse por realizar sus sueños. Los muertos no tenían sueños.
Permaneció tumbado sobre la espalda, dejando que el aire saturase sus ardientes músculos, permitiéndose recuperar los sentidos. Estaba tan débil que apenas podía moverse, así que no lo intentó. En lugar de ello, mientras permanecía allí tumbado recuperándose, se concentró en todo lo que había sucedido, intentando volver a juntarlo todo en su cabeza.
Había estado viajando de regreso al Alcázar con Nicci y Cara cuando los habían atacado. Había sido la bestia. Había percibido su aura de maldad. El ser había aparecido bajo una forma distinta a las anteriores, pero formaba parte de la naturaleza de esa bestia asumir formas diferentes. La única cosa con la que podía contar que fuese constante era que la bestia seguiría yendo tras él, hasta que lo matara.
Recordaba haber peleado contra ella. Dirigió la mano al lugar de su pierna donde uno de los tentáculos había apretado hasta hacerle pensar que le reventaría la carne. El muslo estaba hinchado y le dolía al tocarlo. Recordó haber cortado algunos de los brazos de la criatura, y recordó a Nicci intentando utilizar su poder, y desear que dejara de hacerlo, porque parte del poder que había liberado Nicci contra la bestia lo había atravesado a él. Sospechó que, de no ser por la sustancia de la sliph, la magia de Nicci podría haberle matado. Desde luego no lastimó a la bestia; al menos no lo suficiente para volverla más lenta. La sliph también debía haberla protegido a ella, al menos hasta cierto punto.
Recordó cómo había sido arrancada Cara de su lado. Recordó asimismo a Nicci siendo separada violentamente de él. Recordó a la bestia intentando despedazarle. Y recordó haber conseguido liberarse súbitamente.
Pero entonces había sucedido algo que no comprendía.
Mientras estaba separado de la bestia, lo había sacudido una sensación desconocida y dolorosa que se abrió paso, desgarradora, hasta el mismo centro de su ser. Era distinta del dolor provocado por el poder de Nicci... o del de cualquier magia que hubiese sentido jamás.
Magia.
Una vez que hubo dado forma al pensamiento, comprendió que tenía razón; había sido magia de alguna especie.
Aunque había sido distinto del contacto de cualquier clase de encantamiento que hubiese sentido jamás, reconoció que había sido el contacto de magia. Y a pesar de que en ese momento se había liberado de la bestia —ni siquiera sabía dónde estaba la bestia en aquel momento—, fue entonces cuando todo había cambiado de improviso.
Al mismo tiempo que jadeaba de dolor por la brusca embestida de poder, la esencia de la sliph volvió a llenarle los pulmones. Aquella inhalación le había producido una violenta sensación de pánico.
Richard recordó una sensación similar cuando había sido un muchacho. Había estado con otros chicos, zambulléndose hasta el fondo de un lago en una competición para recuperar guijarros. Con sus zambullidas desde ramas que colgaban sobre el pequeño pero profundo lago, habían revuelto el fondo, y Richard perdió el sentido de la orientación. No le quedaba aire cuando dio con la cabeza contra una rama gruesa. Puesto que estaba desorientado, pensó que el encontronazo con la rama significaba que había salido a la superficie y topado con una de las ramas bajas que colgaban por encima del borde del lago. No era así. Había sido una rama submarina. Antes de advertir lo que realmente ocurría, tomó una bocanada de la fangosa agua.
Había estado cerca de la superficie, de la orilla y de sus amigos. Había sido una experiencia aterradora, pero había finalizado rápidamente y se había recuperado con prontitud, aprendiendo la lección de sentir más respeto por el agua.
El recuerdo de respirar agua siendo un chico había dificultado aún más el hecho de respirar dentro de la sliph la primera vez. Superó aquel temor, no obstante, y resultó ser una experiencia extática.
Pero en la sliph, cuando descubrió de improviso que se ahogaba, no existía superficie, ni orilla, ni ayuda. Algo así no había sucedido nunca antes en la sliph.
Richard echó una mirada bajo la luz de la luna. La sliph estaba a poca distancia, observándolo. Reparó en que no estaba en un pozo, tal y como siempre la había visto antes. Estaban sobre tierra, en un lugar arbolado. No pudo oír más sonidos que los de la naturaleza. No pudo detectar nada que no fueran los olores del bosque.
Bajo las hojas, la pinaza y las raíces, Richard notó un tosco suelo de piedra. Las juntas tenían más de un dedo de anchura, y no eran como las que había en los palacios primorosamente construidos, aunque eran sin duda obra del hombre.
Y el rostro plateado de la sliph, más que mirar desde el interior de su pozo, se había alzado ligeramente desde una abertura más bien pequeña e irregular del antiguo suelo de piedra. Pedazos desiguales de aquel suelo de piedra yacían ahora por todas partes, encima de las hojas secas y los restos de ramas, como si la sliph se hubiese abierto paso a través de ellos.
Richard se sentó en el suelo.
—Sliph, ¿estás bien?
—Sí, amo.
—¿Sabes lo que ha sucedido? Parecía como si me estuviese ahogando.
—Os estabais ahogando.
Richard miró con asombro su rostro a la luz de la luna.
—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Qué salió mal?
Una mano plateada se alargó para pasar unos dedos de azogue sobre su frente.
—No tenéis la magia requerida para viajar.
Richard parpadeó confuso.
—No comprendo. He viajado muchas veces antes.
—Antes teníais lo que se requería.
—¿Y ahora no?
La sliph lo observó un momento.
—Ahora no lo tenéis —confirmó.
Richard sintió que debía de estar desvariando.
—Pero poseo ambos lados del don. Puedo viajar.
La sliph alargó cautelosamente la mano y volvió a palparle el rostro. La mano descendió hasta el pecho, deteniéndose un momento para ejercer una leve presión sobre él. El brazo volvió a retroceder al interior del oscuro agujero en la piedra rota.
—No poseéis la magia requerida.
—Ya has dicho eso. No tiene sentido. Ya estaba viajando.
—Mientras viajabais, perdisteis lo que se requiere.
Los ojos de Richard se abrieron como platos.
—¿Quieres decir que he perdido un lado del don?
—No, lo que quiero decir es que no poseéis el don. Carecéis de toda magia. No podéis viajar.
Richard tuvo que repetirse las palabras mentalmente para asegurarse de haber oído bien. No veía cómo podría haber malinterpretado lo que la sliph había dicho. Por su mente pasaron a toda velocidad fragmentos de pensamientos revueltos al tiempo que intentaba comprender cómo era posible tal cosa.
Una idea horrible le pasó por la cabeza. ¿Podría ser que la corrupción provocada por los repiques fuese la responsable? ¿Lo había atrapado por fin aquella corrupción y anulado su don? ¿Lo había descompuesto sin que él lo supiera hasta que, finalmente, había dejado de funcionar?
Pero eso no explicaría la sensación que había sentido allá, en la sliph, junto después de haber escapado de las garras de la bestia y justo antes de que hubiese empezado a ahogarse; la repentina sensación de una magia oscura y furtiva extendiéndose hacia él cuando era más vulnerable, y tocándolo.
Miró a su alrededor pero no vio otra cosa que árboles. Como guía que era, odiaba la sensación de no saber dónde estaba.
—¿Dónde estamos, de todos modos? ¿Cómo hemos llegado aquí?
—Cuando sucedió, cuando perdisteis lo que se necesita para viajar, tuve que traeros aquí.
—¿Y dónde es «aquí»?
—Lo siento, pero no lo sé exactamente.
—¿Cómo puedes traerme aquí y no saber dónde estás? Siempre sabes dónde estás y los lugares a los que puedes viajar.
—Ya os lo he dicho, nunca antes he estado en este lugar. Este lugar es un corredor de emergencia. Conocía su existencia, desde luego, pero nunca antes había estado aquí. Nunca había habido una emergencia en mi interior.
»Esa bestia terrible me lastimó. Luchaba por manteneros a todos con vida. Y entonces, hubo otra cosa que penetró en mí. No pude detenerla. Igual que la bestia, entró en mí sin mi permiso. Me violó.
Aquello confirmó la impresión de Richard de que, justo después de que consiguiera desasirse de la bestia, alguna otra cosa, alguna clase de poder, había alargado su brazo hacia él y lo había tocado con su poder.
—Siento que resultases lastimada, sliph. ¿Qué le sucedió a la bestia?
—Poco después de que ese otro poder entrara en mí, la bestia dejó de existir.
—¿Quieres decir que ese otro poder la destruyó?
—No. El poder no tocó a la bestia. Sólo os tocó a vos con toda su fuerza. Una vez que lo hizo, entonces ya no tuvisteis lo que se requiere para viajar. Tras eso, la bestia buscó por todas partes en mi interior durante un breve período de tiempo, y luego desapareció. Yo ya no podía sustentaros en mi interior, así que tuve que localizar el portal de emergencia más cercano.
—¿Qué hay de Nicci y Cara? ¿Resultaron heridas? ¿Están a salvo?
—También ellas sintieron mi dolor, y una de ellas intentó usar su poder en mí... algo que no es correcto. Después de que os trajese aquí, las llevé al Alcázar, adonde deseaban viajar. Dije a la que usó su poder que era peligroso hacerlo, y que no debía hacer tal cosa.
—Creo que comprendo —dijo Richard—. También me dolió a mí. ¿Resultaron malheridas?
—Están a salvo en el Alcázar.
—Entonces debemos de estar en algún lugar entre el Palacio del Pueblo y el Alcázar —calculó Richard.
—No.
Dirigió la mirada al líquido rostro plateado.
—No comprendo. Íbamos del palacio al Alcázar. Así que este corredor de emergencia, tendría que estar entre el palacio y el Alcázar.
—Si bien no conozco este lugar, sí conozco la zona en general. Estamos en un lugar situado un poco más de a medio camino del otro extremo de la Tierra Central, más allá de las Fuentes del Agaden, casi en las tierras remotas.
Richard sintió como si el mundo acabase de dar un bandazo.
—Pero, pero eso es mucho, mucho más lejos del Palacio del Pueblo de lo que está el Alcázar. ¿Por qué no me llevaste al lugar más próximo al Alcázar?
—No funciono de ese modo. Lo que a vos podría pareceros la distancia más corta entre dos lugares no es el camino más corto para mí. Yo estoy en muchos lugares a la vez.
Richard se inclinó hacia la sliph.
—¿Cómo puedes estar en muchos lugares a la vez?
—Vos tenéis un pie sobre esa piedra oscura, y uno sobre una piedra que es más clara. Estáis en dos lugares a la vez.
Richard suspiró.
—Supongo que entiendo lo que quieres decir.
—Viajo de un modo que es diferente de vuestro modo de viajar. Este lugar, aquí, aun cuando está a medio camino del otro extremo de la Tierra Central para vos, era el lugar más cercano para mí. Tenía que sacaros a vuestro mundo otra vez para que pudieseis respirar.
»Ya no teníais lo que era necesario para viajar. Vuestros pulmones estaban llenos de mí. Para los que carecen del don, respirarme es venenoso. Los mata. Pero para vos, puesto que ya estabais en mí y respirándome, hubo un breve período en el que pasasteis por una transición, de modo que tenerme dentro de vos no fue fatal en el acto. Habríais muerto pronto, pero quedaba un poco de tiempo antes de que eso sucediera. Sabía que el tiempo de que disponíais antes de que murieseis no era mucho. Pensé en hacer todo lo posible para salvaros, llevaros a un lugar donde pudieseis estar de vuelta en vuestro mundo y con un poco de suerte recuperaros.
»Os traje aquí, y os deposité en vuestro mundo otra vez. Estabais lastimado, pero sabía que mi esencia, que aún estaba dentro de vos, ayudaría a sustentar vuestra vida durante un corto espacio de tiempo.
—¿Si yo ya no podía viajar, porque no tengo el don requerido, entonces que te hizo pensar eso?
—Hicieron que poseyera ciertas propiedades que podían ayudar en emergencias. Esas propiedades están dentro de mí... y de ese modo en vuestro interior, también. Ayudan a iniciar el proceso de recuperación. Esas propiedades se previeron únicamente para el caso de que hubiera una crisis, e incluso se me advirtió que no era seguro que funcionase porque existen variables que no pueden controlarse.
»Mientras dormíais entre mundos, y mi magia, que aún teníais dentro, funcionaba para extraer lo que se había convertido en veneno para vos, acabé de llevar a los demás al Alcázar. Cuando regresé, aguardé junto a vos hasta que estuvisteis lo bastante recuperado para volver a respirar. Entonces os ayudé a recordar lo que debéis hacer para vivir.
»Durante un tiempo no supe si funcionaría. Jamás he tenido que hacer una cosa así. Fue terrible tener que esperar mientras os contemplaba yacer ahí, sin saber si volveríais a respirar. Temí que os había fallado, y que sería la causa de vuestra muerte.
Richard contempló el rostro plateado durante un largo rato. Finalmente le dedicó una sonrisa.
—Gracias, sliph. Me salvaste la vida. Hiciste lo que tenías que hacer. Lo hiciste bien.
—Sois mi amo. Haría cualquier cosa por vos.
—Tu amo. Un amo que no puede viajar.
—Me resulta tan desconcertante como lo es para vos.
Richard intentó considerarlo detenidamente, intentó comprenderlo, pero con el dolor de respirar tras casi ahogarse en la sliph produciéndole aún una sensación de terrible opresión en el pecho, tenía problemas para centrar la mente.
Apoyó los antebrazos en las rodillas.
—Supongo que no hay modo de que me lleves de vuelta al Alcázar...
—Sí, amo. Si deseáis viajar, puedo llevaros.
Richard se sentó más tieso.
—¿Puedes? ¿Cómo?
—Simplemente tenéis que obtener la magia requerida, y entonces puedo llevaros otra vez. Entonces viajaremos. Seréis complacido.
Obtener la magia requerida... Ni siquiera sabía cómo usar la magia que tenía... o que había tenido. No era capaz de imaginar qué le había sucedido a su don, y no tenía la menor idea de cómo recuperarlo. Había habido innumerables ocasiones en que había querido deshacerse de él; pero ahora que realmente había sucedido, en todo en lo que podía pensar era en recuperarlo.
Cuando su don había dejado de funcionar, la bestia aparentemente lo había perdido en la sliph. Como consuelo por la pérdida de su don, parecía que la bestia sería un problema menos al que tendría que enfrentarse por el momento; su don, al fin y al cabo, había sido el mecanismo mediante el cual la bestia estaba sintonizada con él, el medio por el que lo perseguía. Se suponía que existía un equilibrio en la magia; quizá eso equilibraba su pérdida.
Se pasó los dedos por los cabellos.
—Al menos Nicci y Cara consiguieron llegar y están a salvo. —Alzó los ojos hacia la sliph—. ¿Estás segura de que están bien?
—Sí, amo. Están a salvo. Las llevé al Alcázar, adonde habían deseado viajar. Tenían lo que se requería para viajar.
—Y les dijiste dónde estaba. ¿Les contaste lo que había sucedido?
Ella pareció sorprendida, aquello parecía más un mandato que una pregunta.
—No, amo. Jamás revelaría lo que hago con otro.
—¡Oh, fantástico! —masculló él, y se esforzó por controlar la exasperación—. Pero tú me has hablado de ellas.
—Sois mi amo. Hago cosas con vos que no haría con nadie más.
—Sliph, son mis amigas. Probablemente estén muy preocupadas por mí. Debes decirles lo que necesitan saber.
La cabeza plateada se ladeó.
—Amo, no puedo traicionaros. No lo haría.
—No es una traición. Te digo que deberías decirles lo sucedido.
La sliph dio la impresión de pensar que aquélla era la petición más extraña que le habían hecho nunca.
—¿Amo, deseáis que hable a otros sobre nosotros, sobre lo que hacemos cuando estamos juntos?
—Sliph, intenta comprender. Ya no eres una prostituta.
—Pero las personas me utilizan para satisfacer sus deseos.
—No es lo mismo. —Richard volvió a pasarse los dedos por los cabellos, intentando no parecer enojado—. Escucha, unos magos, en tiempos remotos, te cambiaron, haciendo que dejases de ser quien eras, lo que eras.
La sliph asintió solemnemente.
—Lo sé, amo. Lo recuerdo. Después de todo, fue a mí a quien le sucedió.
—Eres distinta ahora. No es lo mismo. No puedes equiparar las dos cosas. Son diferentes.
—Se me encomendó el deber de servir a otros en esta condición. Mi naturaleza sigue estando en mi interior.
—Pero algunos de los que te utilizamos valoramos en gran medida tu ayuda.
—Siempre se me ha valorado por lo que hago.
—Esto es diferente de lo que hacías antes. —Richard no quería mantener aquella discusión, pues tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse—. Sliph, cuando viajas con nosotros a menudo ayudas a salvar vidas. Cuando viajaste con nosotros al Palacio del Pueblo, me estabas ayudando a poner fin a la guerra. Estás haciendo algo bueno.
—Si vos lo decís, amo... Pero debéis comprender que aquellos que me crearon me hicieron del modo que soy. Usaron lo que fui una vez para crearme como soy ahora. No puedo ser distinta a como soy. No puedo desear ser diferente, del mismo modo que vos no podéis viajar ahora simplemente deseándolo.
Richard suspiró.
—Supongo que no.
Con una mano partió por la mitad unas ramitas secas mientras lo meditaba. Intercambió una larga mirada con el hermoso rostro que lo observaba, pendiente de cada una de sus palabras. Finalmente, dijo con suavidad:
—Hay veces en que uno debe confiar en los demás. Ésta es una de esas veces.
Esas palabras tuvieron un efecto. El hermoso rostro líquido se acercó un poco más.
—Vos sois la persona —musitó la sliph.
—¿La persona? ¿Cuál?
—La que Baraccus me dijo que vendría.
El pelo del cogote de Richard se erizó.
—¿Conociste a Baraccus?
—En una ocasión fue mi amo, como lo sois vos ahora.
—Por supuesto —murmuró Richard para sí—. Era Primer Mago.
—Él fue quien insistió en que poseyera esos recursos para una emergencia de los que os he hablado. También mandó que existiera este portal de emergencia. De no haber hecho él esas cosas, habríais muerto. Era muy sabio.
—Muy sabio —convino Richard a la vez que miraba boquiabierto a la sliph—. ¿Has dicho que Baraccus te contó algo sobre una persona que vendría?
La sliph asintió.
—Era amable conmigo. Su esposa me odiaba, pero Baraccus era amable conmigo.
—¿Conociste a su esposa también?
—Magda.
—¿Por qué tendría ella que odiarte?
—Porque Baraccus era amable conmigo. Y porque me lo llevaba de su lado.
—Quieres decir, que te lo llevabas cuando él deseaba viajar.
—Desde luego. Cuando le decía que sería complacido, ella cruzaba los brazos y me miraba con hostilidad.
Richard sonrió levemente.
—Estaba celosa.
—Lo amaba y no quería que la abandonase. Cuando yo regresaba con él después de que viajásemos, a menudo ella estaba allí, esperándolo. Él siempre sonreía al verla, y ella sonreía a su vez.
—¿Y qué dijo Baraccus sobre mí?
—Me dijo lo mismo que acabáis de decir, que hay veces en que uno debe confiar en los demás. Ésas fueron sus palabras, las mismas que las vuestras. Dijo que un día otro amo diría esas palabras exactas, y luego añadiría las mismas palabras que habéis dicho: «Ésta es una de esas veces».
»Me dijo que si un amo decía alguna vez estas palabras, eso quería decir que era la persona correcta y que tenía que contarle algunas cosas.
Richard sintió que cada uno de los pelos de los brazos se le erizaban.
—Llevaste a Magda Searus a alguna parte, ¿verdad?
—Sí, amo. Después de eso jamás volví a ver a Baraccus. Pero cuando me contó que algún día alguien diría esas palabras, también me dijo que le transmitiera su mensaje.
—¿Dejó un mensaje? —Cuando ella asintió, él abrió las manos—. ¿Y cuál fue?
—«Lo siento. No conozco las respuestas que te salvarían. Si las conociera, por favor, cree que te las daría de buen grado. Pero conozco la bondad que hay en ti. Creo en ti. Sí sé que tienes dentro de ti lo que debes tener para lograr el éxito. Habrá momentos en los que dudarás de ti. No te rindas. Recuerda entonces que yo creo en ti, que sé que puedes llevar a cabo tu tarea. Eres una persona excepcional. Cree en ti mismo. Has de saber que creo que eres quien puede hacerlo.»
Richard se quedó petrificado. Las palabras resonaron en su cabeza. Resultaban curiosamente familiares.
—He oído esas palabras antes.
La sliph se deslizó algo más cerca, sus facciones se tensaron.
—¿Sí?
Richard se concentró mientras repetía las palabras mentalmente, intentando recordar...
Y entonces recordó. Fue justo después de que Shota le hubiese hablado de Baraccus. Justo antes de que se fuera, la bruja le había dicho aquellas mismas palabras. Había algo en aquellas palabras, pronunciadas por Shota, que había despertado un recuerdo vago.
—Fue Shota, la bruja —dijo Richard a la vez que fruncía el entrecejo—. Me dijo esas palabras...
La sliph retrocedió.
—Lo siento, amo. No habéis superado la prueba.
Richard alzó los ojos hacia ella.
—¿Qué prueba?
—La prueba que Baraccus os acaba de hacer. Lo siento, pero no habéis superado su prueba. No puedo deciros nada más.
Sin una palabra más, la sliph desapareció súbitamente en el interior del oscuro agujero en la piedra.
Richard se arrojó al suelo, inclinándose al interior del agujero.
—¡No! ¡Aguarda! ¡No te vayas!
Su propia voz resonó en el vacío del pozo negro.
La sliph se había ido. Sin su don, no tenía modo de llamarla de vuelta.
Capítulo 8
Nicci oyó un suave golpe en la puerta. Zedd alzó los ojos pero no se levantó. Cara, con las manos entrelazadas a la espalda y mirando por la ventana, volvió la cabeza para mirar. Nicci, que era quien estaba más cerca de la puerta, la abrió. La pequeña llama de la lámpara no estaba a la altura de la tarea de expulsar la penumbra de la habitación, pero proyectó toda la cálida luz que pudo sobre el rostro del alto profeta.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Nathan con su voz profunda, y pasó una mirada suspicaz por los presentes—. Rikka no quiso decirme gran cosa aparte de que Cara y tú estabais de vuelta, y que Zedd quería verme inmediatamente.
—Así es —dijo Zedd—. Entra, por favor.
Nathan echó una ojeada a la sombría habitación a la vez que entraba con paso decidido.
—¿Dónde está Richard?
Nicci tragó saliva.
—No consiguió regresar con nosotras.
—¿No consiguió regresar? —Hizo una pausa para asimilar la expresión desolada del rostro de Nicci—. Queridos espíritus...
Zedd, sentado al lado de Jebra, junto a la cama, no alzó los ojos. Jebra estaba inconsciente. Cuando intentaban cerrarle los ojos, los párpados volvían a abrírsele de golpe, así que dejaron de intentarlo y le permitieron mantener la vista fija en el techo.
Zedd se había ocupado ya de su pierna rota lo mejor que había podido. La mujer tenía mucha suerte de que Cara fuese no sólo veloz sino fuerte, y que hubiese podido agarrar el tobillo de Jebra justo a tiempo mientras el peso muerto de ésta caía desde el balcón. No obstante, el impulso había hecho que la vidente describiera un brusco giro y se quedara bajo el balcón, donde la pierna había golpeado un puntal de sostén que la rompió. Nicci sospechaba que la mujer estaba inconsciente en el momento de empezar a caer.
Había sido una mala fractura. Zedd se había puesto a trabajar al momento en la lesión pero, debido al inusual estado en que se hallaba Jebra, no había podido soldar la rotura. Todo lo que había podido hacer era encajar el hueso, entablillarlo y aplicar su don para que empezara a soldarse. Cuando la mujer despertara, él podría acabar la curación. Si despertaba. Nicci tenía sus dudas.
La hechicera sabía que la pierna rota de Jebra era el menor de los problemas de la mujer. Pese a todo lo que habían probado, no habían conseguido sacarla de su estado catatónico. Zedd lo había intentado. Nicci lo había intentado. La hechicera había probado incluso peligrosas invocaciones que involucraban Magia de Resta. Zedd había estado en contra al principio, pero cuando Nicci le planteó la cruda naturaleza de las elecciones que tenían ante sí accedió de mala gana.
Desgraciadamente, ni siquiera eso había ayudado. La mente de Jebra estaba cerrada. Fuera la que fuese la magia que la bruja había usado con ella, no la podían vencer. Lo que fuera que se hubiese hecho, no le parecía a Nicci que estuviese pensado para ser reversible. Si conociesen su naturaleza tal vez podrían tener una posibilidad de romper el hechizo, pero no conocían su composición.
Nathan se inclinó y posó dos dedos en la sien de la inconsciente mujer. Se irguió y sacudió la cabeza ante la expresión inquisitiva de Zedd.
Nicci no había visto nunca nada parecido. Zedd, por otra parte, se había frotado la barbilla al principio, mientras cavilaba, y había mascullado que había algo curiosamente familiar en su naturaleza. Qué, no podía decirlo.
No obstante la insistencia de Nicci, y no obstante su propio deseo desesperado de hacer algo, a Zedd le volvía loco no poder discernir por qué tenía la sensación de que había visto algún aspecto de tal conjuro con anterioridad.
Él era, al fin y al cabo, les había recordado, el Primer Mago, y había pasado una buena parte de su vida estudiando tales cosas. Creía que debería ser capaz de identificar qué clase de telaraña habían tejido alrededor de la mujer. Nicci sabía que, si Jebra hubiese estado consciente, ello habría facilitado en gran medida la tarea, pero Zedd no estaba dispuesto a usar una excusa para justificar su propia incapacidad.
Se oyó un alboroto fuera en el pasillo. Nathan sacó la cabeza por la puerta para echar un vistazo.
—¿Qué sucede? —gritó una voz a lo lejos.
Era Ann, corriendo por el pasillo, escoltada por Rikka. Finalmente, Ann llegó a la puerta.
—¿Qué está pasando?
Cuando penetró en la habitación, esforzándose por recuperar el aliento, Nathan le posó una de sus enormes manos sobre el hombro.
—Algo le ha sucedido a Richard.
Mechones de pelo gris sobresalían del moño flojo de su nuca como un penacho de plumas erizadas. La mirada calculadora de la mujer recorrió veloz a los que estaban en la habitación, aquilatando el grado de seriedad que veía en cada uno de ellos. Era la clase de evaluación rápida y escueta que Nicci asociaba con Ann. Como Prelada de las Hermanas de la Luz, siempre había tenido una presencia que podía infundir miedo prácticamente a cualquiera, desde una Hermana de alto rango a los mozos de las caballerizas.
A pesar de que Nicci ya no era una Hermana de la Luz, siempre alzaba la guardia cada vez que la antigua prelada entraba en la habitación. La baja estatura de la mujer no disminuía de ningún modo la atmósfera de inminente amenaza que parecía rodearla.
Ann alzó una penetrante mirada hacia Nathan.
—¿Qué sucedió? ¿Está herido el muchacho...?
—No lo sé, todavía —respondió Nathan, alzando una mano para anticiparse a una avalancha de preguntas—. Deja que ella lo explique.
—Todo lo que sabemos con seguridad —dijo Nicci cuando Ann dirigió una ardiente mirada iracunda sobre ella— es que, mientras viajábamos en la sliph, de vuelta aquí desde el Palacio del Pueblo, la bestia nos atacó. Cara y yo intentamos ayudar a Richard a combatirla, y entonces fuimos separadas de él. En cuanto eso sucedió sentí alguna especie de magia extrínseca. Lo siguiente que supimos fue que Cara y yo estábamos de vuelta en el Alcázar. Richard no estaba con nosotras. No tenemos ni idea de qué le sucedió después de que lo tocara el extraño poder que percibí. Tampoco volvimos a ver a la bestia.
»Después de que regresásemos aquí, a Jebra la atacó una telaraña mágica que pude discernir que había sido lanzada por la misma persona que lanzó el poder que tocó a Richard en la sliph. Gracias a los conocimientos de Zedd, sabemos ahora que era poder conjurado por una bruja.
—Y mi agiel no funciona —dijo Cara, sosteniendo el arma en alto—. Nuestro vínculo con lord Rahl está roto. Ya no podemos percibirle.
—Querido Creador... —musitó Ann a la vez que retiraba la mirada.
Zedd indicó con un ademán a la mujer tendida en la cama.
—Sea cual sea el poder que esa bruja lanzó, dejó a Jebra inconsciente. No podemos despertarla. Aunque sé que fue el hechizo de una bruja lo que se apoderó de ella, no consigo dilucidar cómo pudo una bruja lanzar tal telaraña desde lejos. Por experiencia sé que ellas no sólo viven retiradas de todos sino que no pueden llevar a cabo cosas de esta naturaleza. Está más allá de sus capacidades.
—¿Estás seguro de que era una bruja? —preguntó Ann.
Zedd inhaló profundamente mientras consideraba la pregunta con toda seriedad.
—Ya he tenido tratos con brujas. Una vez que un gato te ha clavado las zarpas, no olvidas con facilidad lo que se siente. No conozco a la persona concreta que hizo esto, pero conozco la sensación. Fue una bruja.
Nicci cruzó los brazos.
—Creo que tenemos una muy buena idea de quién es esa bruja: Seis. Y no lo olvides, el simple hecho de que reconozcas la firma del poder de una bruja no significa que conozca tus límites o vaya a conocer tu auténtico potencial.
—Muy cierto —admitió Zedd con un suspiro.
Nathan hizo a un lado el tema de las brujas.
—¿Dijo Jebra alguna cosa más sobre la visión que tuvo? Cualquier cosa...
Zedd intercambió una mirada con Nicci.
—Bueno, no hasta que este hechizo se adueñó de ella. Justo antes de entrar en este estado, le oímos decir: «Estrellas... Estrellas caídas al suelo... Estrellas entre la hierba».
—Estrellas... —repitió Nathan mientras daba vueltas por la pequeña habitación, sosteniendo un codo con una mano y dándose golpecitos con las yemas de los dedos de la otra en la barbilla. Finalmente se giró hacia Zedd—. Me temo que una profecía así no significa nada para mí. Es probable que sólo pronunciara un fragmento en voz alta. En ese caso, no tenemos suficiente.
A Nicci se le cayó el alma a los pies. Había tenido la esperanza de que el profeta pudiera descifrar la profecía de la vidente.
Ann se rascó una aleta de la nariz, buscando palabras.
—Así que es posible, entonces, que... —carraspeó—, que hayamos perdido a Richard. Que esta bruja lo matase.
Cara dio un paso al frente con gesto agresivo.
—¡Lord Rahl no está muerto!
En el resonante silencio que siguió, Zedd se alzó de la silla. Lanzó a Cara una mirada de advertencia antes de dirigirse a Ann.
—Yo tampoco lo creo.
Ann paseó la mirada del semblante acalorado de Cara a Zedd.
—Sé por qué ella no cree que sea así. ¿Por qué no lo crees tú?
Él señaló a Jebra.
—Debido a esta mujer que yace en esta cama.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ann, frunciendo el entrecejo.
—Bueno, la primera visión que Jebra tuvo en varios años tiene que ver con Richard.
—Es cierto —terció Nicci—. Su visión fue sobre lo que le iba a suceder. Me dijo... específicamente... que no le permitiera estar solo, ni por un instante.
Ann arqueó una ceja.
—Y no obstante lo hiciste.
Nicci hizo caso omiso de la afrenta.
—Sí. No deliberadamente, sino debido a la bestia. La bestia fue un factor impredecible, un suceso aleatorio.
Cuando Ann se limitó a mostrar una expresión más perpleja, Zedd explicó:
—Creemos que el plan de la bruja era tocar a Richard con su poder. Pero la bestia hizo acto de presencia justo en el momento equivocado, estropeando el plan que la bruja había construido con tanto cuidado.
Ann frunció aún más el entrecejo.
—¿En qué forma?
—La bestia provocó que no consiguiera coger a Richard, como había planeado —explicó Nicci—. Por culpa de la bestia, perdió a Richard en la sliph, tal y como nos pasó a nosotras. Ahora tiene un problema. Tiene que encontrarle.
—Así que hizo lo mismo que hicimos nosotros —dijo Zedd—. Vino aquí, o al menos envió su poder aquí, para averiguar por la vidente dónde está.
—¿Buscaba una profecía? —preguntó Ann—. Las brujas ven cosas en el flujo del tiempo. ¿Por qué tendría que necesitar a la vidente?
Zedd extendió las manos.
—Sí, ven cosas pero, como estoy seguro que Nathan puede explicar mejor que yo, no pueden ver exactamente lo que quieren ver, cuando quieren verlo.
Nathan asentía ya con la cabeza.
—Existe un elemento aleatorio en la profecía. Viene cuando viene, no cuando deseas que venga. A lo mejor los magos de la antigüedad conocían las claves para usar la profecía a voluntad pero, si lo hacían, no transmitieron tal conocimiento. Raras veces puede uno elegir los acontecimientos que quiere ver en la profecía.
Zedd alzó un dedo para hacer hincapié en su argumento.
—Probablemente Seis vio, mediante su habilidad o su magia relacionada con los acontecimientos, que Jebra ya había tenido una visión que revelaba lo que le sucedería a Richard y dónde estaría a continuación, así que se limitó a introducirse subrepticiamente en la mente de Jebra para robar la respuesta.
—Creo que es la razón de que no podamos despertar a Jebra —indicó Nicci—. No creo que Seis quiera que nadie más sea capaz de obtener la información que ella ya ha obtenido. Aunque Jebra pronunció sólo unas palabras en voz alta, apostaría a que Seis extrajo toda... toda la visión... de la mente de Jebra. Creo que Seis obligó luego a Jebra a saltar de aquel balcón para que se matase y no pudiera revelar su visión a nadie más. Al fracasar en eso, el hechizo la dejó inconsciente. Eso sirve igual a sus propósitos.
La frente de Nathan se había arrugado mientras escuchaba.
—¿O sea, que piensas que, en su profecía, Jebra revelaba que Richard va a encontrar estrellas que han caído al suelo? ¿Qué estará en un lugar con estrellas entre la hierba...?
Zedd enlazó las manos a la espalda y asintió.
—Así parece.
Nathan clavó la vista a lo lejos mientras cavilaba, asintiendo para sí de vez en cuando. Ann no parecía tan convencida.
—¿Así que piensas que Richard está vivo —preguntó—, y que esa bruja, Seis, le lanzó un hechizo?
Nicci dedicó a la antigua prelada un firme asentimiento de cabeza.
—Ésa es la conclusión a la que hemos llegado Zedd y yo.
Ann se inclinó más hacia su antigua pupila.
—¿Con qué propósito? Puedo llegar a comprender los motivos de Seis para asesinar a Richard, pero ¿por qué tendría que lanzarle un hechizo?
Nicci no rehuyó la mirada fija de la mujer.
—Seis usurpó el puesto de Shota. ¿Por qué? Bien, ¿qué cogió Seis? Al compañero de Shota, Samuel —dijo en respuesta a su propia pregunta—. Y Samuel tiene la Espada de la Verdad, la espada que llevó en el pasado.
Ann dio la impresión de que acababa de perder el hilo del relato.
—¿Qué tiene eso que ver con nada?
—¿Para qué usó Samuel la espada? ¿Qué robó? —preguntó Nicci.
Los ojos de Ann se abrieron de par en par.
—Una de las cajas del Destino.
—A una Hermana de las Tinieblas —siguió Nicci—, con la ayuda de la Espada de la Verdad.
Ann dirigió una mirada aturullada a Zedd.
—Pero ¿por qué esa mujer, Seis, querría a Richard?
La mirada del mago descendió al suelo mientras se frotaba los surcos de la frente con las yemas de los dedos.
—Para abrir la caja del Destino correcta, hay que tener un libro muy importante. Creo que vosotros dos, precisamente, tendríais que estar muy familiarizados con ese volumen en concreto.
La comprensión dejó boquiabierto a Nathan.
—El Libro de las sombras contadas —musitó Ann.
Zedd asintió.
—La única copia de ese libro está en la cabeza de Richard. Quemó el original una vez que lo hubo memorizado.
—Tenemos que ser los primeros en encontrarlo —dijo Ann.
Zedd rió con sorna ante la mera sugerencia, enarcando las cejas en fingido asombro, como si jamás se le hubiese podido ocurrir tal idea.
—Tenemos un problema más inmediato —observó Nicci.
Cara, desde el otro lado de la pequeña habitación, movió su agiel.
—Hasta que encontremos a lord Rahl, no hay vínculo.
—Sin el vínculo —dijo Nicci—, todos estamos a merced del Caminante de los Sueños.
La comprensión pareció golpear a Ann igual que un trueno.
—Hay que hacer algo al instante —añadió Zedd—. La amenaza es espantosa y hay poco tiempo. Si no actuamos, podríamos perder esta guerra en cualquier momento.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Nathan con suspicacia.
Zedd alzó los ojos hacia el ceñudo profeta.
—Necesitamos que te conviertas en el lord Rahl. No podemos arriesgarnos a que nuestra gente esté sin el vínculo ni un momento más. Debes partir de inmediato hacia el Palacio del Pueblo.
Nathan permaneció en silencio, con semblante sombrío. Era un hombre alto, de espaldas anchas, y con los blancos cabellos rozándole los hombros tenía un aspecto imponente. A Nicci la angustió pensar que otra persona iba a ocupar el lugar de Richard como lord Rahl.
La alternativa, sin embargo, era permitir que el Caminante de los Sueños les devastara las mentes, y ella sabía muy bien qué se sentía. Sabía que su vínculo con Richard no le había salvado simplemente la vida, sino que le había mostrado la alegría de vivir. Su vínculo con Richard no había sido la aquiescencia formal al gobierno del lord Rahl, como sucedía con los habitantes de D’Hara; había sido un compromiso más profundo con Richard, el hombre. El hombre que había amado desde casi el primer momento que había visto la chispa de la vida en sus ojos grises. Richard le había mostrado no sólo cómo volver a vivir, sino cómo amar.
Se tragó el dolor que ello le provocaba, el dolor de saber que jamás podría tenerle; peor, el dolor de saber que su corazón pertenecía a otra, a alguien de quien ella ni siquiera se acordaba. Sería mejor si Nicci recordara a aquella Kahlan, si supiera que era inteligente, afectuosa, hermosa, porque entonces podría sentirse feliz por Richard. Era difícil sentirse feliz por él si amaba a un fantasma.
—Comprendo —dijo Nathan por fin en un tono de voz profundo.
Ann dio la impresión de tener un millar de objeciones, una por cada año de la edad del profeta, pero consiguió guardárselas ante la clara evidencia de las consecuencias de no tener a un lord Rahl.
—El ejército d’haraniano no está lejos del palacio —dijo Nathan—. Pronto tendrán que enfrentarse a la horda de Jagang. Creo que tienes razón en que serviría mejor a nuestra causa si estuviese allí.
Nicci no les había contado nada aún. Carraspeó para asegurarse de que la voz no le fallase.
—Richard habló con el ejército. Por eso fuimos a D’Hara. Les dijo que no podían combatir a la Orden Imperial y confiar en vencer.
El rostro de Ann enrojeció violentamente.
—¡Así pues qué van a hacer! Si no es combatir a la Orden, entonces... ¿qué?
—Arrasar el Viejo Mundo —respondió Nicci con siniestra determinación.
Zedd, Nathan y Ann la miraron fijamente.
—¿Les dijo que hicieran qué? —preguntó Zedd con incredulidad.
—Es el único modo —dijo Nicci—. No tenemos ninguna esperanza de destruir su ejército. La intención de Richard es que el ejército d’haraniano destruya la voluntad de pelear del enemigo. Es la única posibilidad que tenemos.
—Queridos espíritus... —musitó Zedd a la vez que se daba la vuelta.
Fue a la ventana y permaneció con la vista fija en la noche. Por fin se giró otra vez, con los ojos rebosantes de lágrimas.
—He estado en su posición. He tenido que ordenar a nuestro bando que hiciera cosas que tenían que hacerse —Volvió a sacudir la cabeza—. El pobre muchacho... Me temo que tiene razón. Debería haberlo visto yo mismo. Imagino que no quería verlo. En ocasiones, hace falta mucho valor personal para hacer lo que uno debe hacer.
Cara se adelantó e hincó una rodilla en tierra ante Nathan. Inclinó la cabeza.
—«Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.»
Zedd dobló una rodilla en tierra, igual que hizo Rikka. Nicci también lo hizo. Finalmente, de mala gana, Ann los imitó.
—«Amo Rahl, guíanos —dijeron todos al unísono—. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.»
Nathan permaneció erguido y silencioso, con las manos enlazadas y la mirada puesta en las cabezas inclinadas, mostrando todo el aspecto del lord Rahl. Cuando hubieron finalizado la oración, todos se levantaron, un tanto desasosegados por la trascendencia no expresada de lo que acababan de hacer, de lo que significaba: que Richard ya no era el lord Rahl.
—Está hecho —dijo Cara, y puso a prueba la sensación que producía su delgada arma roja al entrar en contacto con sus dedos, contemplándola con sus azules ojos llenos de lágrimas—. Mi agiel vuelve a tener vida —Sonrió de un modo distante y triste—. La conexión con el vínculo vuelve a estar intacta. Todos los d’haranianos reconocerán que volvemos a tener un lord Rahl.
Nathan soltó una profunda bocanada de aire.
—Al menos tenemos eso de nuestro lado.
—Nathan —dijo Zedd al profeta—, debes ir a D’Hara al instante. Hay tropas de la Orden Imperial en los pasos mayores, al este de aquí, que dan acceso a D’Hara. Están intentando aún encontrar un modo de entrar por la puerta de atrás. Te mostraré algunos caminos que los evitan.
»Lo mejor sería tener a un lord Rahl, el guardián del vínculo, apoyando a aquellos que ahora van a defender el palacio.
—¿Qué pasa con el ejército de Jagang? —preguntó Ann con semblante inquieto, una vez que Nathan hubo asentido con la cabeza—. ¿Qué crees que hará Jagang cuando descubra que el ejército d’haraniano se ha evaporado justo antes de que pudiera cerrar el puño a su alrededor.
Zedd encogió los hombros.
—Sitiará el Palacio del Pueblo. Verna y algunas de sus Hermanas estarán allí para ayudar en la defensa, pero el Palacio del Pueblo está construido con la forma de un hechizo que aumenta el poder de un Rahl y reprime el de las demás personas. Verna y las Hermanas no podrán recurrir a toda la fuerza de su habilidad. Ahora Nathan es el único Rahl que tenemos para que ayude plenamente a defender el palacio y su gente.
—Por eso necesitamos que Nathan parta de inmediato hacia allí —dijo Nicci.
—Esta noche —añadió Zedd.
La mirada de Nathan pasó de los ojos de Zedd a los de Nicci.
—Comprendo. Haré todo lo que pueda. Esperemos que Richard pueda un día ser capaz de recuperar su puesto.
En aquel momento, sus palabras mitigaron un poco el peso que oprimía el corazón de Nicci.
—Trabajaremos para que ocurra eso —le aseguró Zedd.
—Puedes contar con ello —dijo Nicci.
Cara apuntó con el agiel al profeta.
—Y será mejor que no se te meta ninguna idea estúpida en la cabeza respecto a quedarte con el puesto. Pertenece a lord Rahl.
Nathan enarcó una ceja.
—Yo soy el lord Rahl, ahora.
Cara lo miró con semblante adusto.
—Ya sabes a lo que me refiero.
Nathan le dedicó una lenta sonrisa.
Ann golpeó a Nathan en las costillas con un dedo.
—No empieces a tener grandes ideas, lord Rahl. Voy a ir contigo para asegurarme de que no te metes en líos.
Nathan encogió los hombros.
—Supongo que al lord Rahl no le iría mal un ayudante. Tú servirás.
Capítulo 9
Tras permanecer tumbado sobre el antiguo y frío suelo de piedra en las profundidades de un bosque solitario durante lo que pareció una eternidad, con la vista fija en el interior del negro abismo, sin saber qué otra cosa hacer, Richard finalmente volvió a sentarse. Había llamado a la sliph hasta quedarse casi ronco, pero sin obtener respuesta. La sliph se había ido.
Apoyó los codos en las rodillas. Al tiempo que hundía la cabeza al frente, entrelazó las manos por detrás de su cuello. Sentía como si hubiese perdido el rumbo y no supiese qué hacer a continuación. ¿Cuántas veces, desde que había abandonado sus bosques de Ciudad del Corzo, se había sentido exactamente de ese modo, había pensado que ya no podía más? Siempre había hallado una solución, pero no sabía si esta vez podría.
Mientras crecía, Richard no había sabido nunca que había nacido con el don. Nunca había sabido nada sobre la magia. Una vez que descubrió que había nacido con el don, no lo quiso; no quería más que deshacerse de él, como si fuese una enfermedad que le hubiesen contagiado. Simplemente quería ser él mismo. Pero había acabado por aceptar el valor de sus habilidades y comprender que formaban parte de quien era. Después de todo, en muchas ocasiones le habían ayudado a salvar no sólo su propia vida, sino la de Kahlan y la de muchos otros. Su don era una parte de él, algo que no se podía separar de su ser del mismo modo que no le podían quitar el corazón o los pulmones.
Ahora, no obstante, había perdido el don.
Al principio, cuando la sliph le había dicho que ya no poseía la magia requerida para viajar, le había costado muchísimo creer que tal cosa fuese posible, que su don realmente hubiese desaparecido. Había pensado que debía tratarse de un fallo en la magia, una anomalía. En la época en que había deseado deshacerse de él, había indagado sobre cómo podía despojarse de su don y había averiguado que tal cosa simplemente no era posible.
Si bien no le parecía concebible, Richard sabía que era cierto. Lo sabía porque junto con el don, había perdido su capacidad de recordar el Libro de las sombras contadas. Era como si no lo hubiese memorizado jamás, porque, junto con su don, había perdido aquel recuerdo.
El Libro de las sombras contadas había sido un libro mágico. Era necesario el don para poder leerlo, y también era necesario para recordar cualquier palabra del texto. Sin el don, Richard no podía leer libros mágicos o, con más exactitud, recordar las palabras el tiempo suficiente para saber lo que decían. Sin el don, los libros de magia aparecían en blanco. Ahora su recuerdo del Libro de las sombras contadas había quedado en blanco.
Y también había fallado una prueba que ni siquiera sabía que estaba pasando. Ni siquiera sabía con claridad cuál había sido la prueba. No obstante, no la había superado.
Sintió como si le hubiese fallado a Kahlan.
Era incapaz de imaginar cómo aquellas palabras podían haber sido una prueba. ¿Cómo podían ponerle a prueba? ¿Ponerle a prueba en qué? No sabía de qué prueba podía estar hablando la sliph, así que no tenía modo de dilucidar en qué había fallado.
Deseó tener a Zedd para que le ayudase a averiguarlo, o a Nicci, o a Nathan; alguien, cualquier persona. Paró y se preguntó cuántas veces aquella noche había deseado obtener respuestas, ayuda, que alguien acudiera a salvarle. Ninguno de sus deseos había obtenido respuesta. Los deseos, sabía, jamás la obtenían.
Se recordó que estaba desperdiciando un tiempo valioso compadeciéndose a sí mismo. Tenía que pensar, no quedarse sentado allí esperando que algún otro apareciera y pensara por él.
Se recostó en la piedra y clavó la mirada en lo alto, en el dosel de ramas y hojas sobre su cabeza y, más allá de ellas, las estrellas. Sonrió, burlándose de sí mismo y pensando que a lo mejor una estrella fugaz contestaría a sus deseos. Finalmente, apartó sus deseos y concentró su mente en lo que tenía entre manos.
Lo había revisado todo mentalmente cien veces y todavía seguía sin tener sentido. Baraccus decía, a través del mensaje dejado con la sliph, que no tenía las respuestas que salvarían a Richard. Baraccus creía, no obstante, que Richard tenía en su interior lo que era necesario para tener éxito. Baraccus decía a Richard que creyera en sí mismo, y quería que supiese que él creía en Richard, aunque no había utilizado el nombre de Richard explícitamente.
El mensaje, razonó, había ido dirigido a aquel que nacería con el lado de Resta del don que Baraccus se había ocupado de que fuera liberado del Templo de los Vientos, pero Baraccus no sabía el nombre de aquella persona, no sabía quién sería. Al menos, Richard no pensaba que lo supiera. Tenía más sentido que Baraccus se limitase a hablar sin usar nombres. Paradójicamente, eso hacía que sonase como una alocución directa.
¿Cómo podía eso ser una prueba? ¿Cómo podía no haberla superado Richard?
Suspiró con desaliento a la vez que tiraba de un largo tallo que crecía en una de las junturas que se habían quedado sin argamasa. Mientras consideraba la cuestión, mordió la brizna de hierba.
¿Podría ser que Baraccus hubiese conferido algún poder a la sliph, como los recursos que le había dado para actuar ante una emergencia, de modo que pudiera ver si Richard poseía o no lo que era necesario para tener éxito? ¿Podría ser que esa percepción proporcionada a la sliph dijera a ésta que Richard no satisfacía los requisitos?
La fuente. Mientras clavaba la mirada en las estrellas, Richard reflexionó sobre ello. Había contado a la sliph que había oído aquellas palabras antes de labios de Shota y entonces, de pronto, la sliph ya no había querido saber nada de él.
¿Podía la sliph conocer a Shota? A lo mejor, desde el punto de vista de Baraccus, Richard no debía relacionarse con una bruja. A lo mejor ésa era la razón de que Richard hubiese fracasado; porque no había estado haciendo las cosas solo, por sí mismo. Hizo una mueca. Le costaba imaginar que Baraccus no quisiera que trabajara con gente para encontrar respuestas, resolver problemas.
Repasó las palabras en su mente, tan bien como pudo recordarlas.
«Lo siento. No conozco las respuestas que te salvarían. Si las conociera, por favor, cree que te las daría de buen grado. Pero conozco la bondad que hay en ti. Creo en ti. Sí sé que tienes dentro de ti lo que debes tener para lograr el éxito. Habrá momentos en los que dudarás de ti mismo. No te rindas. Recuerda entonces que yo creo en ti, que sé que puedes llevar a cabo tu tarea. Eres una persona excepcional. Cree en ti mismo. Has de saber que creo que eres quien puede hacerlo.»
Ése era el mensaje de Baraccus, según la sliph. Richard recordó, no obstante, que aquéllas habían sido las mismas palabras que Shota le había dicho no hacía mucho, la última vez que la había visto, justo antes de que se fuera.
Richard no creía en las coincidencias, y en este caso menos. Shota no podía haber dicho por casualidad las mismas palabras que Baraccus había dicho a la sliph. El mensaje era demasiado largo y demasiado detallado.
Si no había sido una coincidencia, y Richard estaba seguro de que no lo era, entonces ¿por qué habría usado Shota las mismas palabras que Baraccus? ¿Intentaba ella decirle algo? ¿Advertirle sobre algo?
Si la bruja había querido ayudarle, entonces ¿por qué no lo advirtió sobre la prueba? Si no podía darle la respuesta, al menos podía haberle explicado cuál sería la prueba. Zedd había dicho a menudo, sin embargo, que una bruja jamás te contaba lo que querías oír sin contarte algo que no querías oír. ¿Podía ser eso? Lo dudaba, puesto que le había mencionado muchas cosas terribles aquel día; cosas que le habían ayudado a descubrir lo que tenía que hacer con el ejército.
Lo que le irritaba, no obstante, era que había frases en el mensaje que conformaban un modo de expresarse que difería levemente del modo normal en que hablaba la gente. No eran drásticamente distintas, pero eran un poco excéntricas, casi infantiles, y a la vez con cierta formalidad sencilla. Richard suspiró. No parecía capaz de decir concretamente qué era, pero había algo poco convencional en ese lenguaje.
La comprensión le llegó con una gélida sacudida, y recordó.
Recordó por qué aquellas palabras le habían sonado inquietantemente familiares cuando Shota las había dicho. Porque las había oído antes.
Eran las palabras exactas que había pronunciado el geniecillo nocturno la noche del día que Richard conoció a Kahlan.
Habían estado en el pino refugio. Kahlan preguntó si le asustaba la magia y luego, tras aprobar su respuesta, sacó una pequeña botella a rayas que contenía al geniecillo. El geniecillo nocturno, Shar, había guiado a Kahlan a través del Límite, pero por aquel entonces se moría. El geniecillo era incapaz de vivir lejos de su lugar de nacimiento y de los de su especie, pero no tenía fuerzas suficientes para volver a cruzar el Límite.
Richard recordó a Kahlan diciendo: «Shar ha sacrificado su vida para ayudarme porque si Rahl el Oscuro tiene éxito, todos los de su especie, entre otros, perecerán».
El geniecillo había sido quien había contado a Richard por vez primera que Rahl el Oscuro iba tras él. Shar había advertido que si Richard huía lo atraparían y matarían. Richard había dado las gracias al geniecillo por ayudar a Kahlan. Contó a Shar que su vida se había alargado porque ella le había salvado de hacer algo estúpido aquel día. Contó a Shar que su vida era mejor por conocer a Kahlan, y le había dado las gracias por ayudar a conducirla sana y salva a través del Límite.
Shar le había dicho entonces que creía en él, exactamente como Baraccus se lo había dicho a la sliph. En aquel momento había pensado que su forma de hablar era una peculiaridad de los geniecillos; y a lo mejor realmente lo era, pero Baraccus había usado aquellas palabras exactas por un motivo.
Shota también había utilizado las mismas palabras —o deliberadamente o de forma inocente— sin duda a fin de ayudarle, recordándole aquellas palabras de Shar. Probablemente no reparó en el motivo real para decir aquellas palabras, pero tenían como intención hacerle pensar. Hacerle recordar. Probablemente, debido a la terrible visión que Richard había tenido de Kahlan siendo testigo de su ejecución, no había relacionado las palabras de Shota con las que había oído años antes de labios del geniecillo. Aquella visión había podido con todo lo demás.
Escuchó los sonidos nocturnos del bosque, insectos que chirriaban, las hojas susurrando al viento, y de un lejano sinsonte, mientras otro recuerdo empezaba a aflorar a su conciencia.
Shar, el geniecillo, había usado su nombre sin que los hubieran presentado. Supuso que la criatura podría haberlo oído por casualidad mientras estaba en la botellita guardada en la bolsa del cinturón de Kahlan.
O tal vez podría haber sabido ya su nombre.
Richard abrió unos ojos como platos al recordar algo más. Había preguntado al geniecillo por qué intentaba matarle Rahl el Oscuro, si era porque había ayudado a Kahlan o si había otra razón.
Shar se había acercado y preguntado: «¿Otra razón? ¿Secretos?».
«Secretos.»
Richard se puso en pie de un salto y lanzó un grito en voz alta, anonadado por la repentina comprensión.
Se sujetó la cabeza con ambas manos, incapaz de reprimir otro grito.
—¡Lo comprendo! ¡Queridos espíritus, lo comprendo!
«Secretos.»
Richard había pensado por aquel entonces que el geniecillo sabía lo del diente que Richard guardaba oculto bajo la camisa, pero no era eso, en absoluto. No tenía nada que ver con aquel diente. Shar le preguntaba algo completamente distinto. Le ofrecía su primera oportunidad de recuperar el libro secreto que Baraccus había dejado para él.
Pero había sido demasiado pronto. Richard no estaba preparado aún.
Richard había suspendido la prueba de Baraccus entonces, también. La había suspendido por primera vez aquella noche con el duendecillo. Baraccus, con todo, probablemente no tenía modo de saber cuándo estaría preparado Richard. Tenía que disponer de un modo de ponerle a prueba de vez en cuando. Shota había dicho que el simple hecho de que Baraccus se hubiese encargado de que Richard naciera con la habilidad no significaba que él fuera a hacer las cosas correctas.
Baraccus no le había quitado el libre albedrío... y así pues, de vez en cuando, Baraccus necesitaba poner a prueba al que había nacido con aquella habilidad para ver si había aprendido a usarla para conseguir aquellas cosas que era necesario lograr. Richard se preguntó cuántas otras cosas puestas en su camino habían sido cosa de Baraccus. En aquel momento, no tenía modo de conocer la respuesta a esa pregunta.
Sí sabía que, cuando la sliph dijo que no había superado la prueba, ésa era al menos la segunda vez que había fallado. La prueba de la sliph era una segunda prueba, para después de que Richard hubiese aprendido más, una vez que supiera quién era en realidad.
«Secretos.»
Richard sentía como si la cabeza le fuese a estallar con el poder de la comprensión. Todas las emociones que había sentido jamás parecían colisionar unas con otras, retorciéndole las tripas con su agitación y ansiedad.
Se arrojó sobre el suelo de piedra, aferrando con las manos el borde, hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
—¡Sliph! ¡Regresa! ¡Sé lo que Baraccus quería decir! ¡Lo comprendo! ¡Sliph!
A simples centímetros de distancia, una columna de metal líquido se elevó, adquiriendo las facciones perfectas de la sliph. Era una visión de una belleza increíble, que reflejaba los oscilantes árboles y el propio rostro de Richard en fluidas distorsiones de la realidad.
La sliph sonrió.
—¿Deseáis cambiar vuestra respuesta, amo?
Richard quiso besar el rostro de azogue.
—Sí.
La criatura ladeó la cabeza.
—¿Qué deseáis confiarme, amo?
—Un duendecillo nocturno me dijo eso antes. No sólo Shota. —Richard gesticuló con la frustración de intentar contarlo todo antes de que la sliph pudiera decir que no había pasado la prueba—. Shota fue la segunda. Fue un duendecillo nocturno quien me dijo primero esas mismas palabras, las palabras que usó Baraccus. Eso es lo que Baraccus quería que supiese; que se trataba de los duendecillos nocturnos.
Richard medio esperó que los plateados brazos le rodearan el cuello y lo atrajeran hacia sí.
—¿Alguna cosa más, amo? —musitó la sliph en tono íntimo.
—Sí. Con ese mensaje, Baraccus quería que comprendiera que lo que dejó... lo que dejó sólo para mí... está escondido con los duendecillos nocturnos.
La sliph se acercó aún más, mostrando todavía la suave curva de una sonrisa de complicidad. Su mirada lo contemplaba con deleite. Por primera vez desde que la conocía, sus labios se movían al pronunciar sus palabras, su voz surgía con el susurro jadeante de la rendición.
—Habéis pasado la prueba, amo. Estoy complacida.
—Vaya, eso es una novedad —dijo Richard.
La sliph rió, con un sonido tan nítido y hermoso como la luz de la luna.
—¿Conocéis el lugar donde están los geniecillos, amo?
Richard negó con la cabeza.
—No, pero Kahlan me habló un poco sobre ellos, sobre su hogar. Kahlan es mi esposa. Ha viajado en ti antes y se sintió complacida, pero no la recuerdas porque la capturaron unas mujeres malvadas que liberaron un hechizo para hacer que todo el mundo la olvidara; algo un poco parecido a lo que te hicieron a ti. Intento encontrarla antes de que esas malvadas puedan hacer daño a todo el mundo.
»Por eso Baraccus dejó algo para mí..., algo para ayudarme en mis esfuerzos.
—Entiendo. Me siento feliz por vos, amo.
—En cualquier caso, Kahlan me habló sobre el lugar en el que viven los geniecillos nocturnos. Dijo que es hermoso.
—Eso me dijo también Baraccus.
—Kahlan dijo que no se puede ver a los geniecillos durante el día, únicamente por la noche. Imagino que por eso los llaman geniecillos nocturnos.
»Kahlan dijo que son como estrellas, como estrellas caídas del cielo. Dijo que es como ver estrellas entre la hierba.
La sliph respondió a su entusiasmo con un asentimiento.
—Me alegro de que estéis complacido, amo.
—¿Puedes ir allí? ¿Al lugar donde están los geniecillos nocturnos... a ese lugar de estrellas caídas al suelo?
—Aun cuando pudieseis viajar, me temo que no —respondió la sliph—. Baraccus mandó que este portal de emergencia se construyera aquí por una razón. No deseaba que yo pudiese ir al hogar de los duendecillos nocturnos porque no quería que nadie supiese que él iba allí. Tampoco quería que se convirtiera en un destino, sino más bien que siguiera siendo un lugar remoto y secreto.
»Baraccus me contó que este portal no está a una gran distancia de los duendecillos, pero es lo más que puedo acercarme a ellos. No quería que diese ningún indicio de que este lugar existía, ni que divulgara jamás nada que implicara a mis futuros amos. Fue su modo de protegeros. Por eso no podía decir a vuestras amigas dónde estabais. Esa confidencialidad también estaba pensada para identificar a la persona correcta. Esa protección no sólo os protegía a vos, sino que, al denegaros la ayuda de vuestros amigos, os obligó a pensar por vos mismo. Pensar es lo que Baraccus dijo que haría girar la llave para vos.
A Richard la cabeza le daba vueltas con todo lo que averiguaba. Se inclinó más al frente, buscando confirmar lo que ya sabía.
—Trajiste a la esposa de Baraccus, a Magda, aquí, ¿no es cierto? Y ella llevaba algo.
—Sí. Éste es el lugar al que llevé a Magda después de la última vez que vi al amo Baraccus. Ella reparó la piedra, que hay aquí, antes de regresar. Fue la última vez que la vi. No se ha traído a nadie a este lugar desde entonces.
»Habéis pasado la prueba, amo. Éste es el camino a la biblioteca secreta que Baraccus os dejó.
Capítulo 10
Kahlan pisó con cuidado entre los escombros de antiguos edificios que, a lo largo de milenios, se habían ido desmoronando, enviando secciones colina abajo por la empinada ladera. Polvorientos pedazos de ladrillo y piedra yacían desperdigados por todas partes entre la porquería seca y en descomposición de la ladera. Sería fácil dar un traspié y caer en la oscuridad, y era una larga caída. Jillian, una forma imprecisa y ágil justo por delante de ellas, trepaba por los cascotes con la misma facilidad que una cabra montesa, mientras que la hermana Ulicia, por delante de Kahlan, y las otras dos Hermanas, detrás de ella, resoplaban y jadeaban por el esfuerzo de la ardua ascensión. Ansiosas como estaban por seguir adelante, las Hermanas empezaban a cansarse. Con frecuencia perdían el equilibrio y resbalaban.
Kahlan pensaba que sería aconsejable aguardar hasta que amaneciera para finalizar la escalada a las ruinas de la ciudad de Caska. Aunque no tenía la más mínima intención de darles ese consejo. Las Hermanas hacían su voluntad y no había nada que Kahlan pudiera hacer al respecto. Al final, el único resultado de cualquier sugerencia que pudiera ofrecer sería una paliza por interferir.
A Kahlan le habría gustado ver a alguna de las Hermanas caer y partirse el cuello, pero sabía que las otras dos no resultarían menos conflictivas. De hecho, una sola de las Hermanas era más que capaz de convertir la vida de Kahlan en una atormentada pesadilla. Cualquiera de ellas podía usar fácilmente su poder a través del collar de hierro que rodeaba el cuello de Kahlan y llevarla a una insoportable agonía. Así pues, trepó sin hacer comentarios sobre lo acertado de efectuar algo así disponiendo tan sólo de la luz de la luna.
Puesto que el sendero que seguía Jillian era tan traicionero, habían tenido que dejar los caballos al pie de los promontorios. Con todo, había ciertos artículos que las Hermanas no querían dejar atrás, y por lo tanto hicieron que Kahlan los transportara, junto con las mochilas. Era un esfuerzo extenuante ascender por el escarpado sendero llevando a cuestas aquella pesada carga. Jillian había querido ayudar con algunas de las mochilas, pero las Hermanas se negaron, argumentando que Kahlan era una esclava y que había nacido para hacer ese trabajo. Dijeron a Jillian que se preocupara de guiarlas hasta Tovi. Kahlan indicó a la jovencita con los ojos que hiciera lo que las Hermanas querían y se alejara. Se recordó en silencio que tal trabajo no haría más que volverla más fuerte, en tanto que las Hermanas, que rehuían todo esfuerzo, no harían más que debilitarse.
Kahlan quería permanecer fuerte, pues algún día iba a necesitar sus energías. Pero había sido un día largo y aquellas energías flaqueaban.
Al menos se acercaban al final del prolongado y precipitado viaje. Las Hermanas no tardarían en volver a estar todas juntas y entonces a lo mejor se establecerían en un sitio durante un tiempo, estarían menos tensas, no se enfadarían con tanta rapidez. Si bien Kahlan esperaba con ilusión un respiro de un día o dos, le inquietaba lo que eso podía significar.
Las Hermanas habían dado la clara impresión de que aquello iba a ser el final del viaje, el final de sus esfuerzos, y el inicio de una nueva era. A Kahlan no se le ocurría qué podía significar eso, pero le preocupaba enormemente. Las Hermanas a menudo hablaban entre ellas de que la recompensa que les aguardaba estaba casi a su alcance. En más de una ocasión, la hermana Ulicia había comentado, en respuesta a la impaciencia de las otras: «No falta mucho ya».
Kahlan no tenía ni idea de cuál era su plan, qué gran acontecimiento estaba a punto de tener lugar, pero estaba segura de que tenía que ver con las cajas que transportaba a la espalda: las cajas de lord Rahl. Las dos Hermanas que iban detrás mantenían una cuidadosa vigilancia sobre aquellas cajas. La noche anterior, Kahlan había oído casualmente a las mujeres decir que cuando llegaran hasta Tovi y la tercera caja, se iniciarían los preparativos.
Kahlan suspiró aliviada cuando, por fin, alcanzaron lo alto de la empinada pendiente. Había lugares donde cauces de agua habían socavado y arrastrado secciones del muro. Kahlan echó una última mirada a la llanura iluminada por la luna, allá abajo, antes de seguir a Jillian a través de una de las oscuras aberturas de la pared. Una vez al otro lado, Kahlan descubrió que el muro era tan grueso como el de una casa. Quienes fueran las personas que construyeron una pared como aquélla, debían haber estado indudablemente preocupadas por lo que podría atacarles.
El empinado sendero se allanó al otro lado del muro y las condujo entre edificios dispuestos muy cerca unos de otros.
No tardaron en hallarse en una calle estrecha entre edificios que estaban en mejor estado. Daba la impresión de que la periferia había sido la más castigada por el clima y, por consiguiente, era la más deteriorada. Desde los edificios se abrieron paso para penetrar en un cementerio. A la luz de la luna era una visión inquietante, con estatuas alzándose aquí y allá igual que fantasmas entre los difuntos.
Avanzando entre las tumbas, Kahlan vio que, más arriba, los edificios se extendían igual que una alfombra interminable sobre el ondulado paisaje. En el cielo despejado divisó al cuervo de Jillian, Lokey. La jovencita no lo había señalado en ningún momento, al parecer con la esperanza de que las Hermanas lo considerasen simplemente una ave salvaje, pero cuando Kahlan miraba hacia ella, Jillian le indicaba a veces con los ojos que mirara arriba. Lokey efectuaba piruetas aéreas que hacían que Jillian, si las Hermanas miraban hacia otro lado, sonriera. Parecía una muchacha en busca de algún pequeño motivo de alegría en medio de la desolación que les había sobrevenido a ella y a su abuelo. Cuando, en una ocasión, la hermana Armina advirtió la presencia del cuervo, ésta pensó que era un buitre que las seguía por el desolado paisaje. Kahlan no la corrigió.
—¿Cuánto más falta? —preguntó la hermana Ulicia a la vez que hacía una pausa entre las lápidas.
Sin saber exactamente el motivo, Kahlan se dijo que Ulicia desconfiaba de Jillian.
Jillian señaló.
—No mucho. Ahí arriba, cruzando ese edificio. Es el corredor que lleva a los muertos.
La hermana Cecilia lanzó un bufido.
—Corredor que lleva a los muertos... Tovi siempre tuvo un gran sentido de lo dramático.
La hermana Armina se encogió de hombros.
—Me parece de lo más apropiado.
—Vamos, entonces —dijo la hermana Ulicia al tiempo que hacía una seña a la muchacha para que volviera a ponerse en movimiento.
Jillian inició la marcha al momento, conduciéndolas fuera del laberinto del cementerio y arriba, hacia el interior de la vacía ciudad. Kahlan no pudo saberlo con seguridad disponiendo sólo de la luz de la luna, pero parecía que todo —cada pared, techo, calle— era del color del polvo y la muerte. El espectral silencio entre los edificios amortajaba la noche con una fantasmagórica sensación de quietud. Kahlan sintió como si estuviese andando a través del esqueleto inmenso de una ciudad, como si le hubiesen arrancado cada trocito de tejido y vida, y todo lo que quedara fuesen huesos que se desmenuzaban.
En una amplia vía que, a la vista de las curvas paredes ornamentales de piedra, debía haber sido hermosa en el pasado, Jillian se deslizó como una sombra a través de los arcos que se abrían en la fachada de uno de los edificios de mayor tamaño. Dentro, resultaba difícil ver. Kahlan oyó cómo los pies de la muchacha aplastaban con un crujido pedazos de argamasa. Las Hermanas no parecieron advertir el mosaico que había debajo, pero allí donde la luz de la luna caía sobre el suelo Kahlan pudo ver baldosines descoloridos que componían un cuadro de árboles y senderos. Incluso había personas en el mosaico.
Contemplando la extensión del dibujo que recorría el suelo mientras acarreaba su pesada carga, Kahlan dio un traspié y cayó de rodillas. La hermana Ulicia la golpeó inmediatamente en la cabeza, derribándola de bruces cuan larga era.
—¡Levántate, estúpida patosa! —gritó la hermana Ulicia a la vez que pateaba a Kahlan en las costillas.
Kahlan lo intentaba, pero con el peso de la carga sobre su espalda era más fácil decirlo que hacerlo.
—Sí, Hermana —dijo, jadeando entre las patadas, con la esperanza de ganar tiempo para levantarse.
Jillian fue a colocarse entre ellas.
—¡Déjela en paz!
La hermana Ulicia se irguió con mirada colérica.
—Cómo osas interferir... Te retorceré ese escuálido cuello.
—Creo que deberíamos despellejarla viva —dijo la hermana Armina— y dejar su cadáver sangrante para los buitres.
La hermana Ulicia agarró a Jillian del cuello del vestido.
—Apártate para que pueda darle una lección a esta gandula estúpida.
—Déjela estar —repitió Jillian, negándose a retroceder.
—Limitémonos a cortarle el cuello a esta mocosa y acabemos con ella —propuso la hermana Cecilia—. No tenemos tiempo para esto. Ahora podemos encontrar a Tovi nosotras solas.
Sabiendo que tenía que apaciguar a las Hermanas antes de que cumplieran sus amenazas de hacer daño a la muchacha, Kahlan consiguió por fin ponerse en pie. Inmediatamente tomó a Jillian del brazo y tiró de ella hacia atrás, poniéndola a salvo.
—Lo lamento, es culpa mía —dijo Kahlan—. Podemos irnos ahora...
Kahlan se giró a medias para ponerse en marcha, pero no dio ni un paso. Sabía bien que no debía hacerlo sin permiso. La hermana Ulicia no se movió. Tenía una mirada asesina.
—No hasta que ella vea cómo recibes la lección que hace ya tiempo que debes recibir—dijo—. Te estás acostumbrando demasiado a ser tratada con ligereza en cada una de tus transgresiones.
—Van a dejar en paz a Kahlan —dijo Jillian que estaba detrás de Kahlan.
La hermana Ulicia se puso en jarras.
—¿O qué?
—O no les enseñaré dónde está Tovi.
—Niña idiota —gruñó la hermana Ulicia—. Ya sabemos dónde está Tovi. Está aquí dentro. Ya nos has conducido hasta ella.
Jillian negó lentamente con la cabeza.
—Hay kilómetros de pasadizos ahí abajo. Se perderán entre los huesos. Dejen a Kahlan en paz o no les mostraré el camino.
—Puedo percibir a Tovi —dijo la hermana Cecilia con un suspiro desdeñoso—. Cortadle el cuello a la cría, Estamos lo bastante cerca para que pueda encontrar a Tovi sólo con mi don.
—También yo puedo percibirla —dijo la hermana Armina.
—Percibir que está cerca —repuso Jillian— no significa que vayan a ser capaces de encontrar el pasadizo correcto para llegar a ella. Abajo, con los huesos, pueden estar a una corta distancia de ella, pero si efectúan un solo giro equivocado de los muchos que deben dar, andarán durante kilómetros y jamás llegarán hasta ella. Hay gente que ha bajado ahí y muerto porque no pudieron hallar el camino de vuelta al exterior.
La hermana Ulicia entrelazó las manos, cavilando, mientras contemplaba despectivamente a la muchacha.
—No tenemos tiempo para esto ahora —anunció por fin—. Ponte en marcha —dijo a Jillian, y luego dirigió una mirada significativa a las otras dos Hermanas—. No tardaremos en pasar cuentas respecto a esto... y respecto a otras cosas,
Y puso un semblante amenazador que hizo que los ojos de Jillian se dilataran.
—Llévanos hasta Tovi o es probable que se impaciente y empiece a romper los huesos de tu abuelo... de uno en uno.
El rostro de Jillian denotó una repentina alarma, y la muchacha las condujo de inmediato al interior de un laberinto de pasillos y habitaciones. Había lugares donde los pasillos estaban abiertos a la luz de la luna. Otros eran angostos y oscuros como la muerte. Las Hermanas encendieron pequeñas llamas que flotaban por encima de sus palmas para poder ver. Jillian pareció sobresaltarse al descubrir que esas mujeres podían hacer algo así.
Llegaron a otro cementerio. Sin aminorar la marcha, Jillian las condujo a través del lugar de los muertos, entre montículos cubiertos de retorcidos olivos e hileras de tumbas salpicadas de flores silvestres. Finalmente las hizo detenerse encima de una lápida que descansaba junto a un agujero en el suelo.
—¿Hay que bajar por este agujero inmundo? —preguntó la hermana Armina.
—Si quieren llegar hasta Tovi. —Jillian agarró el farol que descansaba al lado de la piedra y, después de que una Hermana lo encendiera, inició el descenso.
Todas fueron bajando por la estrecha escalera, siguiendo a Jillian. Los antiguos peldaños de piedra eran irregulares, con el borde frontal redondeado por el uso. Para Kahlan, con todo el peso que llevaba a la espalda, el descenso era traicionero. Las Hermanas extendieron al frente llamas temblorosas para que las ayudasen a ver en aquel reino de sepulturas.
Cuando por fin alcanzaron el fondo, el pasadizo dio paso a corredores más amplios que estaban tallados en la roca. Por todas partes había nichos tallados en las paredes de roca. Kahlan reparó en que todas las cavidades contenían huesos.
—Cuidado con las cabezas —advirtió Jillian mientras cruzaba una de las entradas laterales.
Todas agacharon las cabezas mientras penetraban en una habitación con el techo igual de bajo que la entrada. Al llegar ante los cruces, Jillian giraba sin la menor vacilación, como si siguiera un sendero pintado en el suelo. Kahlan advirtió que había unas cuantas huellas de pies en el polvo, pero también vio huellas que se alejaban por distintos corredores. Las huellas eran más grandes que las que habrían hecho los pequeños pies de la muchacha.
El angosto pasillo dio paso a cámaras grandes. Cruzaron lo que parecían infinitas habitaciones con ordenados montones de huesos apilados en ellas.
Había varias habitaciones llenas únicamente de cráneos. Kahlan calculó que debía de haber miles de ellos. A todos los habían encajado con cuidado dentro de nichos más grandes, con los cráneos mirando hacia fuera. Cada nicho estaba lleno hasta arriba. Kahlan contempló todos los ojos huecos que le devolvían la mirada, observándola pasar, y se recordó que aquellas cosas habían sido personas. Todos ellos habían estado vivos en otro tiempo, y cada uno había sido un individuo vivo que respiraba y pensaba. En otra época habían vivido vidas llenas de temores y anhelos. Eso le recordó lo valiosa y breve que era la vida, lo importante que era, porque una vez desaparecida, para aquella persona había desaparecido para siempre. Le recordó una vez más por qué quería recuperar su vida.
Con Jillian, Kahlan sentía que ahora tenía una conexión que la llevaba de vuelta al mundo, a quién era. Cuando Jillian la veía y recordaba, Kahlan se sentía un poquitín más viva, como si realmente fuese alguien, y su vida tuviera significado.
Cruzaron habitaciones con huesos de piernas amontonados en nichos y huesos de brazos en otros. Largos cubículos de piedra tallados en la base de las paredes bordeaban algunas de las habitaciones y contenían huesos más pequeños, todos colocados con esmero.
Separar los huesos de esqueletos de tal modo le parecía a Kahlan una cosa extraña. Consideraba que sería más respetuoso para con los muertos dejar juntos los huesos de los difuntos. Era posible, supuso, que no dispusieran del lujo del espacio, ya que apilarlos de aquel modo ahorraba gran cantidad de espacio. A lo mejor, sencillamente era demasiado trabajo tallar un nicho para un solo cuerpo, o una familia, cuando había tantos muertos que enterrar. A lo mejor había habido una epidemia que se llevó a un gran porcentaje de la población y no podían preocuparse de tales minucias.
La ciudad que había dentro de las murallas parecía muy apiñada. El espacio debía de haber estado muy cotizado. Para que las personas, y sus difuntos, permanecieran dentro de las murallas de la ciudad, los vivos tendrían que haber hecho concesiones.
Era realmente curioso, ya que el terreno alrededor de la ciudad se extendía vacío de horizonte a horizonte. Se preguntó si podría haberse debido a una guerra, en la que las consideraciones sentimentales por los muertos tuvieron que ser abandonadas en favor de las necesidades de los vivos. El promontorio parecía el lugar más defendible de las inmediaciones. Si bien partes de las murallas estaban en el borde de los riscos cortados a pico, siempre podían haber ampliado la ciudad; pero supuso que podría ser que erigir más murallas tan macizas como las que tenía la ciudad se considerase demasiado difícil.
Se preguntó si podría ser, también, que las personas que habían vivido allí en el pasado no sintiesen lo mismo por los muertos que ella. Al fin y al cabo, ¿qué trascendencia real había en los huesos? La vida había desaparecido de ellos. El individuo que habían sido una vez ya no existía. Era la vida, después de todo, lo que importaba en realidad. Su mundo había finalizado con su muerte.
Pero las personas que vivían allí debían de haber tenido apego por aquellos huesos, a las personas que habían sido, considerando lo difícil que habría sido construir una ciudad subterránea como aquélla para los muertos. Kahlan advirtió, también, las decoraciones dibujadas y talladas alrededor de los nichos. No, los vivos se habían preocupado por sus difuntos.
Se preguntó si, cuando muriera, recordaría alguien quién había sido, o sabría siquiera que había vivido una vez, que había amado la vida. Sintió una curiosa envidia de todos aquellos huesos. Amigos y familiares de cada conjunto de huesos depositado allí abajo habían conocido a la persona que habían sido, la habían llorado, y dado reposo para que los vivos recordaran a aquellos que habían fallecido.
Se preguntó qué les habría sucedido a todas las personas que habían vivido en aquel lugar, a las personas que enterraron los huesos. Se preguntó quién los había enterrado a ellos. Al fin y al cabo, los edificios vacíos daban testimonio de que no quedaba nadie. Excepto Jillian. Por lo que Kahlan había averiguado, Jillian vivía con un grupo pequeño de nómadas que venían a aquel lugar de vez en cuando.
Súbitamente, llegaron a una sección del pasillo que parecía como si se hubiese derrumbado en parte, dejando cascotes desparramados por el suelo. La hermana Armina agarró el brazo de la muchacha.
—Este recorrido turístico de las catacumbas empieza a resultar ridículo. Será mejor que no nos estés haciendo dar algún estúpido rodeo para divertirte.
Jillian alzó un brazo para señalar.
—Casi hemos llegado. Sigamos y lo verán.
—De acuerdo —dijo Ulicia—, sigue adelante.
Jillian rodeó una enorme losa de piedra que daba la impresión de que podría haber sellado en una ocasión lo que había al otro lado. Cuando Jillian entró, Kahlan pudo ver que el farol de la jovencita iluminaba una estancia en el otro lado con estanterías talladas en la roca maciza. Las estanterías estaban cargadas de libros. Los colores de los lomos de piel estaban descoloridos.
Las Hermanas se maravillaron. La hermana Armina soltó un quedo silbido mientras aminoraba el paso para pasear la mirada con detenimiento por las estanterías. La hermana Cecilia rió a carcajadas. Incluso la hermana Ulicia sonrió mientras pasaba los dedos por los polvorientos lomos.
—Por aquí —dijo Jillian.
Siguieron de buen grado a la muchacha mientras ésta cruzaba una serie de habitaciones, la mayoría pequeñas y angostas, con estanterías todas repletas de libros. Jillian zigzagueó por una maraña de corredores tallados en la roca, conduciéndolas aún más al interior de la biblioteca subterránea. Las cabezas de las Hermanas giraban a un lado y a otro, aparentemente absortas en la lectura de aquellos títulos que podían descifrar mientras caminaban arrastrando los pies detrás de Jillian y Kahlan. La luz del farol revelaba el interior de habitaciones oscuras ante las que pasaban, donde había aún más libros.
—Maldita sea la Luz —susurró la hermana Ulicia con deleite—. Hemos encontrado el emplazamiento principal de Caska. Éste es el lugar donde estará el libro. Apuesto a que Tovi ha estado dedicando su tiempo a buscarlo.
—Apuesto a que ya lo ha encontrado —dijo la hermana Cecilia, con el entusiasmo animándole la voz.
La hermana Ulicia sonrió de oreja a oreja.
—Tengo la sensación de que estás en lo cierto.
A través de un pasillo con un techo de bóveda más primorosamente tallado, adornado con un mural de un viñedo que ahora era una sombra de lo que había sido, doblaron una esquina y llegaron a unas puertas dobles. Las dos puertas, talladas con sencillos dibujos de parras y hojas, eran bastante estrechas. Kahlan supuso que las dos puertas hacían que la pequeña entrada resultara un poco más espléndida.
—Percibo a Tovi al otro lado... por fin —dijo la hermana Cecilia con un suspiro de alivio.
—Creo que deberíamos iniciar los rituales esta noche —repuso la hermana Armina con voz animada.
La hermana Ulicia asintió a la vez que posaba una mano sobre el picaporte de bronce.
—Si Tovi ha conseguido hallar el libro... y apuesto a que a estas horas ya lo ha hecho... entonces, con las tres cajas finalmente reunidas otra vez, no veo por qué no se puede empezar en seguida. —Sonrió—. Cuanto antes se libere al Custodio de su prisión, antes tendremos nuestra recompensa.
Kahlan se preguntó si existía algún modo de que pudiese echar por tierra sus planes. Estaba segura de que una vez que llevaran a cabo lo que fuera que tenían intención de hacer, no habría vuelta atrás... para nadie. Pensó en las cajas que transportaba, y se preguntó qué sucedería si, cuando las Hermanas estuviesen distraídas al reencontrarse finalmente con Tovi, ella hiciera añicos al menos una de las cajas. Incluso podría tener tiempo para romper las dos.
Kahlan sabía que por tal acción las Hermanas, presas de frenesí, probablemente la matarían. Pero por otra parte, Kahlan había llegado a la convicción de que si las Hermanas tenían éxito, probablemente moriría de todos modos.
La hermana Armina se inclinó al frente.
—Y, como nuestra primera acción, creo que deberíamos saldar una vieja cuenta pendiente. —Su semblante se tornó viperino—. Recuerdo muy bien haber sido enviada a las tiendas por aquel bruto arrogante. Jamás olvidaré lo que se les permitió hacernos a sus soldados.
La frente de la hermana Ulicia se crispó con una mirada asesina.
—Oh, creo que es una cuenta que todas disfrutaremos saldando. —Una sonrisa maléfica se extendió a través de su expresión de odio. Hizo girar el picaporte de bronce—. Acabemos con esto.
Capítulo 11
La hermana Ulicia abrió las puertas de par en par y entró con paso firme en la habitación oscura como boca de lobo.
—¿Tovi? ¿Qué haces en la oscuridad... dormir? —La irritación tomó el control de la voz—. Despierta. Somos nosotras. Finalmente hemos conseguido llegar aquí.
Con las Hermanas a la cabeza, llevando pequeñas llamas por encima de las palmas, vueltas hacia arriba, había la luz suficiente para distinguir unas antorchas apagadas en soportes a ambos lados, pero no mucho más. Las Hermanas enviaron aquellas pequeñas llamas a las apagadas antorchas, encendiéndolas con una ardiente llamarada. A medida que las antorchas prendían, la luz inundó una habitación que no era muy grande, con estanterías talladas en la roca color paja de las paredes.
En el otro extremo de la pequeña habitación había una pesada mesa de hierro y tablas, y en la silla alta y tallada con motivos decorativos situada detrás de aquella mesa estaba sentado un hombre corpulento, con la barbilla descansando sobre un pulgar mientras las observaba.
Era el hombre de aspecto más temible que Kahlan había visto jamás.
Las tres Hermanas se detuvieron en seco, sus ojos se abrieron de par en par, reflejando la impresión, mezcla de confusión e incredulidad, que les producía lo que veían ante ellas.
El hombre fornido permaneció sentado con tranquilidad tras la mesa, contemplando a las tres Hermanas. El que no hablara, no se moviera, no pareciera tener la menor prisa, únicamente aumentaba la palpable sensación de peligro en la habitación. El único sonido era el siseo de las antorchas.
El hombre, con unos brazos enormes y musculosos y un cuello corto y ancho, era la encarnación de la amenaza. Sin camisa, sus hombros musculosos sobresalían de un chaleco de borreguillo que exhibía su pecho desnudo y poderoso. Aros de plata le rodeaban los brazos por encima de los voluminosos bíceps. Cada uno de sus gruesos dedos lucía un anillo de oro o plata. Su cabeza afeitada reflejaba destellos de la luz de las antorchas. Kahlan no pudo imaginarle con pelo; habría disminuido su presencia amedrentadora. Un aro de oro en la aleta izquierda de su nariz sostenía un extremo de una fina cadena de oro que discurría hasta otro aro a media altura en la oreja izquierda. Iba perfectamente afeitado a excepción de un bigote que crecía hacia abajo desde las comisuras de su sonrisa burlona, y una perilla bajo el labio inferior.
A pesar de lo aterrador, lo formidable, lo despiadado que parecía el hombre, eran sus ojos lo que resultaba una auténtica pesadilla. Carecían por completo del blanco del ojo, y estaban enturbiados por tenebrosas y cambiantes formas oscuras. Aun así, no hubo la menor duda en la mente de Kahlan cuando la mirada del hombre se posó en ella. Aquella mirada la hizo sentir desnuda. Pensó que las rodillas se le doblarían bajo el peso de su galopante pánico.
Cuando su torva mirada pasó a las Hermanas, Kahlan alargó la mano a tientas, localizando a Jillian, y le pasó un brazo por encima en ademán protector. Pudo sentir que la muchacha temblaba. Advirtió, no obstante, que Jillian no parecía sorprendida de encontrar al hombre en la habitación.
Kahlan no podía comprender el silencio de las Hermanas, ni su falta de reacción. Por el manifiesto aire de amenaza que tenía el hombre, tendrían que haberlo abrasado ya. Nunca antes habían mostrado las Hermanas el menor reparo en matar a nadie de quien sospecharan siquiera que podía causar problemas. El hombre que tenían delante era a todas luces mucho más que problemático. Parecía capaz de triturarles los cráneos con el puño, y la expresión de los ojos decía que estaba acostumbrado a llevar a cabo tales actos.
Detrás de Kahlan, dos hombres fornidos abandonaron las oscuras esquinas y cerraron las dobles puertas. También ellos tenían un aspecto temible, con tatuajes en amenazadoras espirales sobre sus facciones. Sus músculos estaban recubiertos de sudor y hollín. Cuando se colocaron el uno junto al otro ante las puertas cerradas, Kahlan pudo oler su sudor agrio entre el olor de la brea ardiendo.
Aquellos dos parecían más que preparados para cualquier eventualidad. Gruesas correas de cuero que sujetaban un arsenal de cuchillos les entrecruzaban los pechos. Hachas y mazas con bordes afilados colgadas de sus cintos centelleaban a la luz de las sibilantes antorchas. Sus rostros también estaban erizados con púas de metal: en las orejas, cejas, y a través de los caballetes de las narices. E igualmente llevaban la cabeza afeitada del todo. Los dos hombres no parecían del todo humanos, y mucho menos civilizados, sino más bien una corrupción deliberada del ser humano.
Aun cuando llevaban espadas cortas, no las desenvainaron. Las Hermanas no parecían asustarles en lo más mínimo.
—Emperador Jagang... —La voz llorosa y débil de la hermana Ulicia se apagó con abyecto terror.
¡Emperador Jagang!
El impacto de aquellas dos palabras sacudió a Kahlan hasta la misma alma.
Por el concepto que se había formado de aquel hombre —a partir de haber visto a su ejército a distancia y por haber pasado por algunos de los lugares que habían atacado— Kahlan lo temió aún más que a las Hermanas. En comparación con las Hermanas, su masculinidad añadía una belicosidad obscena a la amenaza que proyectaba.
Hasta donde podía recordar, ellas habían hecho todo lo posible por mantenerse lejos de Jagang, y sin embargo él estaba sentado, justo delante de ellas. Parecía relajado, como un hombre que lo tiene todo bien controlado. Parecía no tener preocupaciones. Ni siquiera unas Hermanas de las Tinieblas parecían inquietarle.
Kahlan sabía que no se trataba de un encuentro accidental. Había sido orquestado.
Había algo más que el miedo a Jagang que habían engendrado en Kahlan las conversaciones oídas por casualidad a las Hermanas y el empecinamiento de éstas en evitar a aquel hombre; había algo más, algo más profundo; un temor sombrío arraigado en su alma, casi como un recuerdo fuera de su alcance al que delataba una vaga pero siniestra sombra.
Al echarles una mirada, Kahlan vio que las Hermanas parecían petrificadas donde estaban, como si las hubieran convertido en piedra. También se habían quedado lívidas.
La hermana Ulicia llevaba su vestido azul, elegido especialmente para la reunión con Tovi. Ahora estaba cubierto de polvo, no sólo por la ascensión a lo alto del promontorio, sino por el descenso al interior de éste. La hermana Armina llevaba un vestido con volantes blancos en los puños y un gran escote. Dadas las circunstancias, en un osario polvoriento y ante unos animales de miradas lascivas, los volantes parecían ingenuamente ridículos. La hermana Cecilia, de más edad, con un control estricto de sí misma, y habitualmente pulcra, con una rizada cabellera gris, parecía ahora a punto de precipitarse al refugio que proporcionaba la locura.
Los ojos tenebrosos de Jagang vigilaban a las tres Hermanas. Kahlan sabía que el hombre saboreaba el momento, saboreaba su sobresaltado espanto. Si las Hermanas hubiesen sido capaces de hacer algo ante aquella situación, Kahlan estaba segura de que ya lo habrían hecho.
La lengua de la hermana Armina salió disparada para humedecerse los labios.
—Excelencia —dijo con una vocecita tensa.
Kahlan lo consideró un lastimoso intento de ofrecer un saludo respetuoso, a todas luces engendrado por el pánico.
—Excelencia —añadió la hermana Cecilia con una voz no más firme.
Kahlan había visto en contadas ocasiones a las Hermanas mostrándose cautas, pero jamás las había visto asustadas. Nunca había sido capaz de imaginarlas sintiendo miedo. Siempre habían parecido controlar la situación. Ahora su carácter arrogante no aparecía por ningún sitio.
Las tres Hermanas efectuaron una reverencia con movimientos vacilantes, como tres marionetas a las que tiraran torpemente de los hilos.
Cuando se irguió, la hermana Ulicia tragó saliva. Aterrada como era evidente que estaba, una curiosidad confusa, así como el insoportable silencio, la impulsaron a hablar.
—Excelencia, ¿qué hacéis aquí?
La traicionera mirada iracunda de Jagang volvió a transformarse en una sonrisa burlona ante el tono manso, inocente y femenino de la pregunta.
—Ulicia, Ulicia, Ulicia... —Suspiró pesadamente—. De verdad que eres una zorra muy estúpida.
Las tres mujeres doblaron todas una rodilla en tierra como si un puño invisible les hubiese caído encima. Pequeños gemidos lastimeros escaparon de sus gargantas.
—Por favor, Excelencia, nuestra intención no era...
—Sé exactamente cuál era vuestra intención. Conozco cada uno de los sucios detalles de todo lo que hay en vuestras mentes.
Kahlan no había visto nunca a la hermana Ulicia intimidada, y mucho menos tan terriblemente aterrorizada.
—Excelencia... no comprendo...
—Claro que no comprendes —dijo él con expresión despectiva al tiempo que las palabras de la mujer se iban apagando hasta acallarse por completo—. Por eso estáis de rodillas ante mí, y no al contrario, que es justo lo que deseabais, ¿no es cierto, Armina?
Cuando deslizó la mirada hacia la hermana Armina, ésta dejó escapar un gritito sobresaltado. Rezumó sangre de sus orejas, descendiendo en un pequeño reguero rojo por la carne, blanca como la nieve, de su cuello. Aparte de su leve temblor, la mujer no se movió.
Los brazos de Jillian se aferraron a Kahlan, quien puso una mano, con gesto protector, sobre un lado del rostro de la muchacha, apretándola más contra ella e intentando confortarla cuando no existía un consuelo real que obtener ante un hombre como aquél.
—¿También tenéis a Tovi, entonces? —preguntó la hermana Ulicia, todavía tan sorprendida por el giro de los acontecimientos que no podía asimilarlo.
—¡Tovi! —Jagang prorrumpió en un estallido de ásperas carcajadas—. ¡Tovi! Pero si Tovi lleva muerta una barbaridad de tiempo.
La hermana Ulicia se lo quedó mirando, horrorizada.
—¿Está muerta?
Él alzó el brazo con un gesto displicente.
—Enviada por fin a la otra vida por un amigo mutuo, un amigo muy desleal y traicionero. Imagino que el Custodio está muy enfadado con la incapacidad de Tovi para servirle. Tendréis toda la eternidad para descubrir hasta qué punto está enfadado. —Su sonrisita burlona regresó al mismo tiempo que miraba iracundo a la mujer—. Pero no hasta que acabe con vosotras en esta vida.
La hermana Ulicia agachó la cabeza.
—Desde luego, Excelencia.
Kahlan advirtió que la hermana Armina se había orinado encima. La hermana Cecilia daba la impresión de estar a punto de echarse a llorar... o a chillar.
—Excelencia —balbuceó la hermana Ulicia—, cómo... pudisteis... quiero decir, con nuestro vínculo.
—¡Vuestro vínculo! —Jagang volvió a reír a carcajadas, dando palmadas sobre la mesa—. Ah, sí, vuestro vínculo con lord Rahl. Vuestra conmovedora lealtad para con lord Rahl que os «protege» de mis habilidades como Caminante de los Sueños.
A Kahlan se le cayó el alma a los pies al oír que las Hermanas mantenían alguna especie de acuerdo con lord Rahl. Por algún motivo, había tenido una mejor opinión de aquel hombre. Le dolió descubrir que estaba equivocada.
—«No somos nosotras quienes atacamos a Richard Rahl» —dijo con voz de falsete, juntando las manos en una actitud burlona, aparentemente citando alguna declaración pasada de Ulicia—. «Jagang es quien va tras él, buscando destruirle, no nosotras. Nosotras somos las que esgrimiremos el poder de las cajas y luego concederemos a Richard Rahl lo que solamente nosotras tendremos el poder de conceder. Eso es suficiente para preservar nuestro vínculo y protegernos del Caminante de los Sueños.»
Se deshizo del afeminado fingimiento.
—Vuestra lealtad y devoción a lord Rahl es enternecedora.
Dejó caer violentamente el puño sobre la mesa y su rostro enrojeció de cólera.
—¿De verdad creéis, zorras estúpidas, que un vínculo con lord Rahl como el que os inventasteis os mantendría a salvo?
Kahlan recordó a las Hermanas hablando en voz alta sobre la misma cosa. Ella tampoco había sido capaz de comprenderlo por entonces.
¿Por qué tendría Richard Rahl algo que ver con aquellas mujeres malvadas, y mucho menos haber establecido un pacto con ellas? ¿Podía realmente ser cierta tal cosa? ¿Podría ser que no fuera en realidad mejor que ellas?
Un detalle no encajaba, no obstante. ¿Si le habían jurado lealtad, entonces por qué tendrían que robar las cajas de su palacio?
—Pero la magia del vínculo... —La voz de la hermana Ulicia se apagó.
Jagang se puso en pie. Ese movimiento hizo que las tres lanzaran un grito ahogado y temblaran aún más. Kahlan estaba segura de que, de haber sido capaces de hacerlo, habrían retrocedido al menos un paso y probablemente más.
Él sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que llegaran a ser tan ignorantes.
—Ulicia, yo estaba allí en tu mente observando todo el lastimoso suceso. Estaba allí el día, hace años, que le propusiste el arreglo a Richard Rahl. Tengo que decírtelo, no creí realmente que lo dijeses en serio. Me costó creer que pudieras ser tan estúpida como para creer que podías cerrar un trato así para liberarte de mí.
—Pero debería haber funcionado.
—No, no había modo de que una cosa así pudiera funcionar. No era nada más que una idea irracional. Querías creer que era cierto, así que lo creíste.
—¿Estabais en nuestras mentes ese día? —preguntó la hermana Cecilia—. ¿Por qué permitisteis que creyéramos que habíamos tenido éxito?
Su mirada negra como la noche se fijó en ella.
—¿No recordáis lo que os dije a todas al principio, el primer día que estuvisteis de pie ante mí? «El control —os dije—, es más importante que matar.» Os dije entonces que os podría haber matado a las seis, pero ¿de qué me habría servido entonces? Siempre que sigáis bajo mi dominio, no sois una amenaza para mí, y sí de utilidad, y de tantas formas...
»No, desde luego que no lo recordáis porque preferisteis pensar que erais lo bastante listas para engañarme con vuestra enrevesada e ilógica noción del vínculo. Pensáis que sois demasiado listas para que os engañen, y por lo tanto volvéis a estar ante mí, sin haber estado nunca fuera de mi poder.
—¿Y sin embargo, dejasteis... que siguiéramos... con nuestras cosas? —preguntó la hermana Cecilia.
Jagang se encogió de hombros mientras rodeaba la mesa.
—Os podría haber detenido en cualquier momento, si así lo quería. Sabía que os tenía bajo mi control. Pero ¿qué habría ganado, entonces? Tan sólo unas pocas Hermanas de las Tinieblas más, y ya tenía muchas... aunque su número ha quedado seriamente reducido en la actualidad. —Se inclinó hacia ellas—. Las de vuestra clase tienen una gran tendencia a morir en nombre de la causa de la Fraternidad de la Orden.
»Pero con vosotras —siguió a la vez que se erguía— tenía algo sumamente interesante. Tenía unas Hermanas de las Tinieblas que tramaban cosas. —Se dio unos golpecitos en la sien con un grueso dedo—. Que tenían planes tortuosos, y los conocimientos para llevarlos a cabo.
»Poseéis toda una vida de experiencia procedente de los sótanos del Palacio de los Profetas, sótanos que contenían miles de libros que ahora han desaparecido. No importaba lo irracionales que acababan siendo a veces vuestros planes... eso no niega vuestros conocimientos obtenidos durante décadas de estudio, ni significa que cada uno de vuestros planes sea impracticable.
—¿Así pues, conocíais nuestros planes desde el principio? ¿Desde aquel día con Richard Rahl?
Jagang miró con ferocidad a la hermana Ulicia.
—Desde luego que los conocía. Me enteré de tu plan en el instante mismo en que lo tramaste. —Su voz descendió, amenazadora—. Pensabas que únicamente penetraba en los sueños de las personas. No es así. Pensabas que no estaba allí, en tu mente, cuando estabas despierta. Lo estaba. Una vez que penetré en tu mente, Ulicia, estaré ahí, en tu mente, siempre.
»Lo que sea que pienses, cuando sea, yo soy testigo de ello. Cada sórdido asunto que concibes, lo veo. Cada pensamiento, cada acción, cada deseo repugnante, los conozco como si se dijeran en voz alta en el mismo instante en que los concibes. Debido a que no hacía que fueses consciente de mi presencia, sin embargo, creías que no estaba allí, pero estaba. —Meneó un grueso dedo—. ¡Ah, Ulicia, estaba allí!
»Cuando contaste a lord Rahl tu plan, que querías jurarle lealtad a cambio de alguien que a él le importaba profundamente, bueno, apenas podía creer que tú creyeras que funcionase.
Por alguna razón, Kahlan sintió una punzada de tristeza al oír que Richard Rahl tenía a alguien que le importaba profundamente. Supuso que desde aquel día en que había estado en su hermoso jardín, había llegado a sentir una conexión con él a algún nivel personal, aun cuando fuera tan sólo un aprecio compartido por aquella belleza de cultivar cosas de la naturaleza, del mundo que los rodeaba, de la vida. Pero ahora oía que él trataba con Hermanas de las Tinieblas, y que tenía a alguien que le importaba profundamente. Todo ello hizo que se sintiera aún más como una don nadie olvidada. Se preguntó en qué podría haber estado pensando.
—Pero... pero —tartamudeó la hermana Ulicia—, funcionó...
Jagang negó con la cabeza.
—Esa fidelidad según tus términos, a pesar de que continuarías trabajando para destruirlo, aun cuando seguirías trabajando a favor de todo aquello contra lo que él lucha; fidelidad, aun cuando seguirías manteniendo tu juramento de lealtad al Custodio del inframundo; esa fidelidad urdida a partir de tus deseos egoístas era sólo un vano deseo. Y desearlos no convierte los deseos en realidad.
Kahlan experimentó al menos un pequeño alivio al oír que las Hermanas seguían trabajando para la destrucción de lord Rahl. A lo mejor eso significaba que él no era en realidad un aliado de las Hermanas. A lo mejor, de algún modo, a él le sucedía como a ella, que lo estaban utilizando en contra de su voluntad.
—Apenas podía creerlo mientras te oía dictando los términos de vuestra lealtad para con él —decía Jagang, gesticulando ampulosamente—, sosteniendo que tal fidelidad estaba sujeta al filtro moral que vosotras, no él, aplicaríais. Me refiero a que, si ibais a inventar creencias de la nada, Ulicia, ¿por qué no os ahorrasteis molestias y decidisteis que, por vuestra pura voluntad, vuestra mente había quedado convertida en impenetrable para un Caminante de los Sueños? Habría sido un escudo igual de efectivo.
Sacudió la cabeza.
—¡Caramba, caramba, Ulicia! Qué cruel es la naturaleza al no permitirte tus irracionales deseos.
Efectuó un amplio movimiento con el brazo.
—Y no menos sorprendente fue que, el resto de tus Hermanas también lo creyó. Lo sé. Estaba allí, en sus mentes, también, observando cómo las embargaba el regocijo porque iban a verse libres de mí simplemente porque tú afirmabas que podías acceder al vínculo con el lord Rahl con tu propia forma de lealtad.
—Pero nos permitisteis hacerlo —dijo la hermana Ulicia, todavía abrumada por el asombro—. ¿Por qué no quisisteis acabar con nosotras entonces?
Jagang se encogió de hombros.
—Tenía muchas Hermanas bajo mi control. Era una oportunidad interesante. Aprendo muchísimo de los conocimientos que poseen otros. Aprender cosas le concede a uno poder.
»Decidí ver qué podíais llevar a cabo si se os permitía valeros por vosotras mismas, ver qué podíais aprender para mí. Al fin y al cabo, podría haber acabado con cualquiera de vosotras en cualquier momento si me cansaba de mi pequeño experimento. Hubo momentos en los que me sentí muy tentado, como la vez, no hace mucho, en que la hermana Armina dijo: «Me encantaría colgar a Jagang de una cuerda y divertirme con él».
Enarcó una ceja.
—¿Recuerdas eso, Armina? No te inquietes si se te ha olvidado. Te lo recordaré de vez en cuando, sólo para refrescarte la memoria.
La hermana Armina alzó una mano, como a modo de súplica.
—Yo, yo únicamente...
Él la miró con ferocidad hasta que ella calló, incapaz de sacarse una excusa de la manga, y luego prosiguió:
—Sí, estuve allí todo el tiempo. Sí, lo vi todo. Sí, podría haber acabado con vosotras en cualquier momento. Pero poseo algo que tú no posees, Ulicia. Paciencia. Con paciencia uno puede mover montañas... o rodearlas, o pasar por encima de ellas.
—Pero podríais haber acabado con Richard Rahl allí mismo, cuando le ofrecimos nuestros términos. O podríais haber acabado con él en el campamento.
—Igualmente podríais haber acabado con él vosotras en el campamento. Le lanzasteis un hechizo, y estaba a vuestra merced. Podíais haberlo acabado. ¿Entonces por qué no lo hicisteis? Porque teníais un plan más grandioso, así que lo dejasteis tranquilo, pensando que vuestro vínculo con él era vuestra protección, mientras seguíais adelante para dedicaros a algo de mayor valor para vosotras.
—Pero vos no le necesitabais —insistió ella—. Podríais haber acabado con él.
—Ah, pero si bien matar a gente como castigo es útil, no es ni con mucho tan beneficioso como lo que puedes hacer con ellas cuando están vivas. Tomaos a vosotras tres, por ejemplo. La muerte no proporciona un gran castigo, únicamente la recompensa de la otra vida si habéis servido al Creador en ésta. A vosotras tres, no obstante, se os negará la Luz del Creador. ¿De qué me sirve eso a mí? Pero si una persona está viva puedo hacerla sufrir. —Se inclinó más cerca—. ¿No estás de acuerdo?
—Sí, Excelencia —consiguió decir la hermana Ulicia con voz estrangulada al tiempo que empezaba a salirle un hilillo de sangre de la oreja.
—Me gustaron partes de vuestro plan —dijo él mientras se erguía—. Las encuentro muy útiles para mis propios propósitos. Cosas como las cajas del Destino... Por qué debería matar a Richard Rahl; tengo la oportunidad de hacer mucho más que simplemente matarlo. Lo quiero vivo para que soporte un padecimiento inconcebible.
»Dejándole vivir aquel día, cuando estaba acampado allí, igual que hicisteis vosotras cuando activasteis el hechizo Cadena de Fuego, sabía que podría usar esa ocasión para quitárselo todo. Puesto que estaba en vuestras mentes, también yo quedé protegido del hechizo Cadena de Fuego, al igual que vosotras.
»Ahora, con todo lo que me habéis dado, puedo despojar a Richard Rahl de su poder, su tierra, su gente, sus amigos, sus seres queridos. Puedo quitárselo todo en el nombre de la Fraternidad de la Orden.
Jagang convirtió la mano en un apretado puño a la vez que hacía rechinar los dientes.
—Por oponerse a nuestra justa causa, tengo intención de aplastarle hasta la misma alma, y luego, cuando se lo haya sacado todo, le haya proporcionado todo el dolor que exista en este mundo, extinguiré la llama de su alma. Y vosotras habéis hecho todo eso posible.
La hermana Ulicia asintió llorosa. Parecía resignada a su nuevo deber.
—Excelencia, no podemos lograr nada de ello sin el libro que vinimos a buscar aquí.
Jagang alzó un volumen de la mesa y lo sostuvo en alto para que lo vieran.
—El Libro de las sombras contadas. El libro que vinisteis a encontrar. Se me ocurrió ir en su busca mientras aguardaba a que completaseis vuestro viaje hasta aquí.
Volvió a arrojar el libro sobre la mesa.
—Un libro sumamente raro. Ésta es una de las pocas copias que no tenían que haberse hecho jamás y por lo tanto estaba oculta en este lugar. Por supuesto, yo estaba allí, en vuestra mente, cuando averiguasteis todo esto.
»Incluso me habéis traído el medio de efectuar la verificación. —Su mirada perturbadora pasó a Kahlan—. Y le habéis puesto un collar alrededor del cuello mediante el cual puedo controlarla. —Dedicó una sonrisa condescendiente a la hermana Ulicia—. ¿Sabes?, puesto que estoy en tu mente no tengo más que ordenarlo y, a través de ti, controlo cada uno de sus movimientos... con la misma facilidad que lo haces tú.
La esperanza de Kahlan de tener una posibilidad de escapar se evaporó. Si las Hermanas eran unas amas crueles, aquel hombre lo sería más. Kahlan no conocía aún cuáles eran sus intenciones, pero no se hacía ilusiones: serían peor que repugnantes.
Una noción vaga de otra cosa empezó a brotar en su interior. Por algún motivo era valiosa para las Hermanas y ahora igual de valiosa para Jagang. ¿Cómo podía ser ella el medio para verificar un libro antiguo escondido durante miles de años? Siempre le habían dicho que era una don nadie, una esclava, y nada más. Empezaba a comprender que las Hermanas le habían estado mintiendo; que sólo querían que pensara que era una don nadie. En su lugar, daba la impresión de que era de una importancia capital para todos ellos.
Jagang indicó con un movimiento de la mano a Jillian.
—Además del collar, la tengo a ella para ayudarme a convencer a Kahlan, aquí presente, de que haga lo que se le dice. Dime, querida, ¿has estado alguna vez con un hombre?
Jillian se aplastó contra Kahlan.
—Dijisteis que liberaríais a mi abuelo. Dijisteis que si hacía exactamente lo que decíais, y traía a las Hermanas aquí, lo liberaríais a él y a los demás. He hecho lo que me dijisteis que hiciera.
—Sí, lo has hecho. Y realmente has sido de lo más convincente. Yo estaba allí, en sus mentes, todo el tiempo, observando tú actuación. Seguiste mis instrucciones impecablemente. —Su voz se tornó tan amenazadora como la feroz mirada—. Ahora responde a mi pregunta o tu abuelo y los otros serán comida para los buitres por la mañana. ¿Has estado alguna vez con un hombre?
—No estoy segura de lo que queréis decir —dijo ella con un hilo de voz.
—Entiendo. Bueno, si Kahlan no hace todo lo que le diga que haga, serás entregada a mis soldados para que se diviertan. Les gusta ponerles las manos encima a jovencitas como tú que no han experimentado con anterioridad... deseos como los que ellos tienen.
Jillian cerró los dedos con más fuerza sobre la camisa de Kahlan y apretó el rostro contra su brazo a la vez que sofocaba un sollozo. Kahlan le oprimió el hombro, tratando de darle consuelo, intentando hacerle saber que no permitiría que nada malo le pasara si podía evitarlo.
—Me tenéis a mí —dijo Kahlan—. Dejadla en paz.
—Tovi tiene la tercera caja —dijo la hermana Ulicia.
Kahlan tuvo claro que la mujer intentaba ganar tiempo, así como congraciarse con Jagang.
Él le dirigió una mirada feroz.
—Se la robaron.
—¿Robaron? Bueno... puedo ayudar a encontrarla.
Jagang apoyó el trasero sobre la mesa a la vez que cruzaba los brazos.
—Ulicia, ¿cuándo vas a aprender que yo no sólo voy por delante de ti, sino que estoy en tu mente a su vez. Sé todo lo que estás pensando. Pero sigue pergeñando tus intrigas. Son de lo más ingeniosas.
»E incluso concebiste algunos planes magníficos —dijo con un suspiro satisfecho mientras se le acercaba—. Llegaste más lejos con ellos de lo que pensé que serías capaz.
Su voz adquirió un tono cortante que le provocó escalofríos en la espalda a Kahlan.
—Y mira lo que mi paciencia me ha conseguido —dijo a la vez que giraba hacia Kahlan, clavando en ella la mirada de sus terribles ojos totalmente negros—. ¿Querías saber por qué os dejé vagar por ahí en libertad, haciendo lo que queríais? Aquí está la respuesta. Dejaros andar por ahí buscando por vuestra cuenta, Ulicia, me ha conseguido el mayor trofeo de todos los trofeos.
Kahlan supo en aquel momento que había estado en lo cierto. Ella era valiosa. Deseó saber por qué. Deseó saber quién era ella en realidad.
Kahlan no pudo hacer nada, excepto contemplar cómo Jagang recorría la distancia que lo separaba de ella. No había ningún sitio al que huir. Por si acaso se le pudiera haber ocurrido eso, no obstante, sintió que una descarga de dolor le llameaba columna abajo y se abría paso a lo largo de las piernas, inmovilizándolas. Sabía que era el collar lo que le provocaba esa dolorosa parálisis, porque las Hermanas habían hecho aquello mismo antes. Él, desde luego, lo sabría, porque había estado dentro de sus mentes todo el tiempo y visto cómo lo hacían. Pudo ver en su despiadada expresión que, esta vez, él era la causa del dolor.
Jagang alargó el brazo y pasó sus gruesos dedos por el pelo de Kahlan. Ella no quería que la tocara, pero no podía hacer nada para impedirlo. Él pareció olvidar a todas las demás personas de la habitación mientras la miraba fijamente.
—Sí, Ulicia, desde luego que me has traído el mayor trofeo de todos los trofeos. Me has traído a Kahlan Amnell.
Amnell.
Ahora ella conocía su apellido. Había detectado una vacilación levísima en ese nombre, casi como si debiera haberse añadido un título.
Jagang se inclinó muy cerca, con una sonrisa obscena que contenía un significado que ella no quiso considerar. Kahlan se mantuvo firme. El poderoso cuerpo de Jagang se apretó contra ella. Fue como sentir el peso de un toro contra ella.
Con un dedo, el hombre le apartó el cabello del cuello. Su barba incipiente le raspó la mejilla cuando acercó la boca a su oreja.
—Pero Kahlan no sabe quién es, no conoce siquiera la auténtica naturaleza del trofeo que es.
Por primera vez, Kahlan deseó ser invisible, que aquel hombre no pudiera verla, como casi todo el mundo. No es que no quisiera que la reconociera; lo que no quería es que se le acercara en absoluto.
—No puedes ni remotamente imaginar —le susurró él con una voz que la abrasó con un terror candente— lo extraordinariamente desagradable que esto va a ser para ti.
»Valías mi paciencia, valías todo lo que he tenido que aguantar de Ulicia. Vamos a hacernos muy íntimos, tú y yo. Si piensas que le reservo lo peor a lord Rahl, entonces no puedes ni remotamente imaginar lo que tengo pensado para ti, cariño.
Kahlan jamás se había sentido tan sola, tan desamparada, en su vida. En contra de su voluntad, sintió que una lágrima le corría por la mejilla al mismo tiempo que reprimía un sollozo en su garganta.
Capítulo 12
Una vez que Jagang le dio la espalda y dejó de mirarla, Kahlan se permitió por fin tragar saliva con callado alivio por tener las manos del hombre lejos de ella, aunque sólo le hubiese tocado el pelo. Un temor impotente tiritó a través de ella por haberlo tenido tan cerca. Comprendía perfectamente la mirada que le había dedicado. Sabía que él podía hacerle cualquier cosa que quisiera, y que ella estaba completamente a su merced.
No. Todavía había aliento en sus pulmones. No podía ceder a tal creencia. No podía permitirse pensar que estaba indefensa.
Tenía que pensar en lugar de dejarse llevar por el pánico. El pánico no la ayudaría a conseguir nada. A lo mejor era cierto que no tenía el control de su propia vida, pero sabía que estaba perdida frente a la voluntad de aquel hombre si se resignaba a dejarse llevar por el pánico. Eso era lo que él quería que hiciera.
En el otro extremo de la habitación, ante la pesada mesa, Jagang abrió la tapa del libro y a continuación se inclinó sobre ambas manos mientras lo estudiaba detenidamente en silencio. Los músculos de sus amplios hombros, la poderosa musculatura de su espalda, y su grueso cuello parecían más propios de un toro que de un hombre. Las prendas que llevaba sólo servían para aumentar su aspecto animal. Él, y sus hombres, parecían rehuir deliberadamente los ideales más nobles de la humanidad y abrazar en su lugar una forma más abyecta y bestial. La aspiración a alcanzar la forma más inferior de existencia, en lugar de una más elevada, revelaba una dimensión elemental de la amenaza que representaban aquellos hombres; aspiraban a ser no hombres, sino a degradarse.
Atrás, a poca distancia frente a las puertas, los dos enormes guardias permanecían de pie, en silencio, con los pies separados y las manos enlazadas a la espalda. Kahlan posó una mano sobre el hombro de Jillian cuando la muchacha alzó los ojos con silenciosa ansiedad por estar en presencia de tales hombres, quienes, de vez en cuando, le dirigían siniestras miradas.
Los dos guardias no veían a Kahlan. Al menos, ella no creía que lo hicieran. Había prestado atención a su comportamiento y advertido que, de vez en cuando, además de a Jillian, pasaban revista a las Hermanas, pero sin demasiado interés. Cuando Jagang había hablado a Kahlan los guardias parecieron un poco confundidos. No dijeron nada, pero Kahlan sabía que debía haberles parecido que su líder hablaba consigo mismo. Al igual que todo el mundo excepto Jillian, las Hermanas, y Jagang los guardias olvidaban a Kahlan antes de que supieran que la habían visto. Deseó poder ser igual de invisible para su jefe.
—¿Qué hay de vuestro ejército, Excelencia? —preguntó la hermana Ulicia, todavía intentando ganar tiempo dándole conversación.
Jagang miró por encima del hombro con una amplia sonrisa maliciosa.
—Está cerca.
Desconcertada, la mujer pestañeó.
—¿Cerca?
Él asintió, todavía sonriendo burlón.
—Justo al otro lado de la línea del horizonte en dirección norte, en el interior de D’Hara.
—¡El norte... dentro de D’Hara! —soltó la hermana Armina—. Pero eso no es posible, Excelencia.
Él alzó una ceja, disfrutando a todas luces con la sorpresa de las mujeres.
—Deben estar equivocados los informes sobre su localización —dijo la hermana Armina, tratando de congraciarse con el emperador; la mujer se pasó la lengua por los labios—. Lo que quiero decir, Excelencia, es que, nosotras, bueno, los dejamos atrás hace bastante tiempo. Estaban todavía allí atrás, en la Tierra Central, todavía de camino al sur para rodear las montañas que se interponen en su camino. No es posible que hayan llegado...
Su trémula voz se fue apagando, como si mirar a Jagang le consumiera todo el valor, incluso el valor para hablar, hasta quedar convertida en un silencioso cascarón de temor.
—¡Oh!, pero sí que han rodeado ya las montañas y girado al norte, al interior de D’Hara —dijo Jagang—. Veréis, influencié vuestras mentes para haceros ir a donde yo quería que fueseis. Mi objetivo era hacer que pensarais que estabais a salvo, que pensarais que sabíais dónde estaba yo. Jamás oísteis siquiera mis susurros, pero esos susurros os guiaron sin que fueseis conscientes de ello.
—Pero vimos vuestras tropas —dijo la hermana Cecilia—. Las vimos y las rodeamos. Las dejamos muy atrás.
—Visteis lo que yo quería que vieseis —replicó Jagang con un ademán desdeñoso—. Pensabais que ibais a donde queríais, pero de hecho ibais a dónde yo os guiaba... directamente a mí y a mi fuerza principal.
»Os hice pasar junto a varias divisiones de retaguardia y luego algunas unidades que iban al sur, a otras áreas de la Tierra Central. Hice que creyerais lo que quería que creyerais, para que os sintierais seguras de vuestros planes, mientras me ocupaba de que el ejército principal siguiera adelante con mis planes.
»Nuestras fuerzas han conseguido llegar mucho más lejos de lo que pensabais. Quiero acabar esta guerra y tal meta está por fin a la vista, así que adapté mis tácticas. Hacer avanzar a la fuerza principal a un paso tan extenuante es algo que no acostumbro a hacer porque agota a un ejército y nos cuesta muchos hombres, por lo general sin que sirva para nada, pero el final está ahora a la vista, de modo que las bajas valen la pena. Además, están ahí para servir a la causa de la Orden, no al revés.
—Entiendo —dijo Armina con voz queda, descorazonada al enterarse de más cosas aún sobre el modo en que las habían engañado y la desesperada situación en que estaban.
—Ahora, tenemos trabajo.
Las tres Hermanas saltaron al frente de improviso, como si tiraran violentamente de ellas mediante unas correas que llevaran al cuello.
—Sí, Excelencia —dijeron todas al unísono.
Al parecer, Jagang había gruñido una orden silenciosa que únicamente ellas podían oír, probablemente sólo para recordarles que estaba allí, en sus cabezas.
Kahlan cayó en la cuenta de que él podía controlarla mediante el collar que llevaba al cuello, a través de su control de las mentes de las Hermanas, pero que no parecía que fuera capaz de controlarla directamente. Daba la impresión de que, si bien estaba de algún modo en el interior de las mentes de las Hermanas, no estaba en la mente de Kahlan.
Pero no podía estar segura de eso.
Al fin y al cabo, a las Hermanas les había hecho creer la misma cosa: que el Caminante de los Sueños no estaba allí, en sus mentes, observando cada uno de sus pensamientos. Así pues, si bien tenía que asumir que era una posibilidad, no creía que él estuviera también en su cabeza. Aunque, no era sólo eso, había más cosas aún; la trataba de un modo distinto a como trataba a las Hermanas. Ellas eran cautivas traicioneras. Kahlan era un trofeo.
Él las había engañado con un propósito. En esencia espiaba sus pensamientos. Ellas tramaban cosas y él las escuchaba subrepticiamente de modo que pudiera hacer que fueran en su propio provecho. Sabía que Kahlan no tramaba nada, aparte de querer escapar de las Hermanas. Ella no tenía más planes; ni siquiera recordaba quién era. No había nada que Jagang pudiera espiar dentro de su mente, y tenía que resultar obvio que ella tampoco quería ser su cautiva, que quería recuperar su vida. Así pues, no había nada que él pudiera averiguar realmente espiando lo que pensaba. A menos que ella empezara realmente a pensar.
Pero si él no estaba en su cabeza, entonces ¿cómo podía ser eso? Era un Caminante de los Sueños, al fin y al cabo, un hombre con tal poder que las Hermanas habían intentado permanecer alejadas de él. Sin resultado, como había quedado claro, precisamente debido a la habilidad y poder de aquel hombre. Él deseaba muchísimo a Kahlan como su mayor trofeo. Si estuviese en su mente podría haberla controlado con la misma correa invisible que usaba para controlar a las Hermanas en lugar de tener que servirse de la habilidad de éstas para hacerlo. No parecía la clase de hombre que recurriría a tal método de control si pudiera evitarlo.
¿Qué sentido tendría, pues, no dar a conocer su presencia en su mente, si realmente podía hacerlo? Lo que era aún más esencial, ¿si ella era tan importante para él, sin duda querría tener ese modo de control si era posible, así que ¿por qué no era capaz de entrar en su cabeza y controlarla directamente?
También sucedía algo más, y tenía la clara impresión de que había cosas que él tenía buen cuidado de no mencionar.
—Éste es, pues —dijo a las Hermanas—. Éste es el Libro de las sombras contadas. Por esto habéis venido aquí, lo necesitabais. Quiero empezar al instante.
—Pero Excelencia —dijo la hermana Ulicia, mostrándose sobresaltada—, tenemos únicamente dos de las cajas. Necesitaríamos las tres.
—No, no las necesitáis. Queréis este libro para descubrir si una de las dos cajas que tenemos aquí es la que realmente necesitáis. Si la caja que falta es la que nos destruiría, o destruiría todo lo que existe, entonces ¿para qué la necesitamos?
La hermana Ulicia parecía tener muy buenas razones para justificar tal necesidad, pero lo cierto era que no quería discutir aquel punto.
—Bueno —dijo, buscando las palabras adecuadas—, supongo que muy bien podría ser así. Al fin y al cabo, en realidad no hemos tenido aún la oportunidad de estudiar el Libro de las sombras contadas, de modo que no podemos saberlo con seguridad. Las otras referencias podrían estar equivocadas. Por eso nos dirigíamos aquí, después de todo. Necesitábamos el libro. Podría ser como decís, Excelencia, que no necesitemos la tercera caja.
A Kahlan le resultó evidente que la hermana Ulicia no creía tal cosa. Jagang no pareció preocupado por sus dudas.
—Y aquí descansa, aguardando. —Indicó con un ademán el libro que había sobre la pesada mesa—. Una vez que estudiéis este libro, podéis decirme qué caja necesitamos. Si resulta que estas dos son las cajas equivocadas, tal vez para entonces aparecerá la tercera.
Las Hermanas vacilaban, pero no parecían dispuestas a discutir.
Finalmente, tras echar veloces miradas a las demás, la hermana Ulicia reconoció el valor de su sugerencia.
—Ninguna de nosotras ha visto este libro antes, así que necesitaremos... aprender de él lo que podamos. Creo que estáis en lo cierto, Excelencia. Estudiar el libro sería lo indicado.
Jagang ladeó la cabeza en dirección al libro.
—Entonces poneos a ello.
Las Hermanas se apretujaron e inclinaron hacia adelante, contemplando reverentemente por vez primera el libro que durante tanto tiempo habían buscado. Leyeron en silencio, sin que Jagang las perdiera de vista ni a ellas ni al libro.
—Excelencia —dijo la hermana Ulicia tras sólo un breve examen—, da la impresión de que no podemos sencillamente... empezar, como lo expresáis vos.
—¿Por qué no?
—Bien, mirad aquí. —Dio un golpecito a la página—. Justo al principio, esto confirma lo que previamente sospechábamos, que existen salvaguardas contra cualquier eventualidad...
Calló mientras echaba un vistazo a Kahlan.
—Bueno —prosiguió—, justo aquí en el principio pone: «La verificación de la veracidad de las palabras del Libro de las sombras contadas, si las pronuncia otro, en lugar de leerlas aquel que tiene el dominio de las cajas, sólo puede asegurarse mediante la utilización de...» Bien, Excelencia, podéis ver por vos mismo lo que pone.
Kahlan tuvo claro que la mujer evitaba decir algo en voz alta. Jagang leyó la frase en silencio.
—¿Y qué? —arguyó—. Lo está leyendo aquel que tiene el dominio de las cajas. Lo estoy leyendo yo, a través de vosotras. Yo controlo las cajas ahora.
La hermana Ulicia carraspeó.
—Excelencia, quiero ser totalmente sincera con vos...
—Estoy en tu mente, Ulicia. Te sería imposible no ser totalmente sincera. Sé que dudas de mi idea, pero eres contraria a expresar tales pensamientos en voz alta. Como sabes, me daría cuenta si intentases engañarme.
—Sí, Excelencia. —Indicó con un gesto el libro—. Pero veréis, esto es un tema muy técnico.
—¿Cuál?
—El tema de la verificación, Excelencia. Esto es un libro de instrucciones para desencadenar consecuencias profundamente complejas. No sólo profundamente complejas, sino profundamente peligrosas... para todos nosotros. Así pues, por esa razón, es del todo imprescindible prestar mucha atención a lo que dice este libro. No es un asunto que se pueda abordar a la ligera. Uno no puede dar nada por supuesto. Las cosas que dice este libro son muy específicas por buenas razones. Hay que reflexionar sobre cada palabra, cada frase, cada fórmula que hay en él. Hay que considerar cada posibilidad. Todas nuestras vidas dependen de que se use la mayor cautela en estas cuestiones.
—Ahí dice «La verificación, si la pronuncia otro...». Y no las pronuncia otro. Lo estamos leyendo directamente.
—Es eso precisamente, Excelencia. No lo estamos leyendo directamente.
El rostro de Jagang enrojeció de cólera.
—¡Qué crees que estamos haciendo, entonces!
La hermana Ulicia tragó aire como si una mano invisible la sujetara por la garganta.
—Excelencia, vos tenéis el dominio de las cajas ahora. Pero no estáis leyendo realmente el Libro de las sombras contadas.
Él se inclinó hacia ella de un modo amenazador.
—¿Entonces qué estoy leyendo?
—Una copia —respondió ella.
Él calló un momento.
—¿Y?
—Por lo tanto, no estáis, técnicamente, leyendo el Libro de las sombras contadas. Estáis leyendo una copia de él. Estáis, en esencia, leyendo algo dicho por otro.
El entrecejo de Jagang se arrugó más.
—¿Quién es el que lo lee, entonces?
—El que hizo la copia.
Jagang se irguió a la vez que la comprensión aparecía en su semblante.
—Sí... esto no es el original. En cierto sentido lo estoy oyendo de quien hizo la copia. —Se rascó la incipiente barba—. Por lo tanto tiene que ser verificado.
—Exactamente, Excelencia —repuso la hermana Ulicia, visiblemente aliviada.
Jagang miró atrás, a Kahlan.
—Ven aquí.
Kahlan se apresuró a hacer lo que ordenaba, no deseando que le hicieran daño en una pelea que sabía que él ganaría con facilidad. Jillian se mantuvo pegada a ella.
La gran mano de Jagang agarró a Kahlan del cogote. Tiró violentamente de ella al frente y la inclinó en dirección al libro.
—Mira esto y dime si es auténtico.
Después de que la soltase, Kahlan todavía pudo sentir la dolorosa y persistente sensación de los poderosos dedos allí donde le habían oprimido el cuello. Resistió el impulso de frotarse la zona donde sentía las punzadas y en lugar de ello tomó el libro.
No tenía la menor idea de cómo saber si un libro que no había visto nunca antes era auténtico o no. De todos modos, sabía que Jagang no aceptaría una excusa así. A él sólo le importaba obtener una respuesta; no querría oír que ella no sabía la respuesta.
Decidiendo que al menos tenía que intentarlo, empezó a hojear las páginas, tratando de dar la impresión de que efectuaba un franco esfuerzo cuando en realidad no hacía más que pasar páginas en blanco de un libro abierto en la mesa ante ella.
—Lo siento —dijo por fin, incapaz de pensar en nada que decirle aparte de la verdad—, pero esto está todo en blanco. No hay nada que pueda verificar.
—No puede ver las palabras, Excelencia —dijo la hermana Ulicia por lo bajo, como si no le sorprendiera en absoluto—. Esto es un libro de magia. Se requiere una conexión intacta a tipos específicos de han para leerlo.
Jagang echó una ojeada al collar que Kahlan llevaba alrededor del cuello.
—Intacta. —La miró a los ojos con detenimiento—. A lo mejor miente. A lo mejor simplemente no quiere decirnos lo que ve.
Kahlan se preguntó si esto confirmaba que él no estaba en su mente, o si por algún motivo seguía con una estratagema cuidadosamente elaborada. No le parecía que, llegados a aquel punto, tal reticencia a revelar su presencia en su mente sirviera para nada. Después de todo, las cajas, y el libro, eran el motivo central de todo el engaño al que había sometido a las Hermanas. Él había usado su secreta presencia para traerlas allí, hasta aquel libro.
Jagang agarró bruscamente a Jillian por el pelo, quien lanzó un sorprendido grito entrecortado. Era evidente que le hacía daño. La muchacha hizo todo lo posible por no oponerse a la mano que le sujetaba el pelo, no fuera a ser que le arrancara el cuero cabelludo.
—Le voy a sacar un ojo a esta muchacha —dijo Jagang a Kahlan—. Luego te volveré a preguntar si el libro es auténtico o no. Si no obtengo una respuesta... por el motivo que sea... entonces le sacaré el otro ojo. Preguntaré una última vez, y si de nuevo no me das la respuesta, entonces le sacaré el corazón. ¿Qué tienes que decir?
Las Hermanas permanecieron mudas mientras observaban, sin efectuar el menor movimiento. Jagang sacó un cuchillo de una vaina que llevaba colgada del cinto. Jillian empezó a jadear aterrada mientras él la hacía girar violentamente, colocándole el brazo contra la garganta al tiempo que la apretaba contra su pecho para dejarla indefensa y mantenerla quieta mientras acercaba la punta del cuchillo a su rostro.
—Dejadme ver el libro —dijo Kahlan, con la esperanza de evitar lo irrevocable.
Con el pulgar y un dedo libre de la mano que sostenía el cuchillo, él levantó el libro y se lo entregó. Kahlan lo hojeó con más cuidado, asegurándose de que no pasaba por alto ninguna página que pudiera poner cualquier cosa, pero siguió sin ver nada. Cada una de las páginas estaba en blanco. No había nada que ver, ningún modo de decir si era real o no.
Cerró la tapa y pasó la palma de la mano sobre ella. No sabía qué hacer. No tenía ni idea de qué buscar. Dio la vuelta al libro, comprobando la contracubierta. Miró el borde desgastado de las páginas. Giró el libro, contemplando el título grabado en letras doradas sobre el lomo.
Jillian soltó un grito ahogado cuando Jagang intensificó la presión sobre su garganta, alzándole los pies del suelo, y colocó la punta del cuchillo a la altura del ojo derecho de la muchacha. Ésta parpadeó, incapaz de apartarse, con las pestañas rozando la punta de la hoja.
—Es hora de quedarse ciega —gruñó Jagang.
—Es falso —dijo Kahlan.
Jagang alzó los ojos.
—¿Qué?
Kahlan le tendió el libro.
—Este libro es una copia falsa. Es una falsificación.
La hermana Ulicia dio un paso al frente.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
Parecía desconcertada por el hecho de que Kahlan pudiera declarar que el libro era un fraude sin ser capaz de leer ni una sola palabra en él.
Kahlan no le hizo caso. En su lugar, siguió mirando los ojos de pesadilla del Caminante de los Sueños allí. Formas nebulosas se desplazaban igual que furiosas nubes de tormenta sobre un horizonte nocturno. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no desviar la mirada.
—¿Estás segura? —preguntó Jagang.
—Sí —respondió ella con toda la seguridad que pudo reunir—. Es una falsificación.
Plenamente concentrado en Kahlan ahora, Jagang soltó a Jillian. Una vez libre, la muchacha corrió a colocarse detrás de Kahlan.
Jagang observó con atención los ojos de Kahlan.
—¿Cómo sabes que no es el Libro de las sombras contadas?
Kahlan, tendiéndole aún el libro, lo giró de modo que él pudiera ver el lomo.
—Todos estáis buscando el Libro de las sombras contadas. Aquí pone el Libro de la sombra contada.
La mirada iracunda llameó más.
—¿Qué?
—Preguntasteis cómo sé que no es auténtico. Así es como lo sé. Pone «sombra contada» no «sombras contadas». Es una falsificación.
La hermana Cecilia se pasó cansinamente una mano por el rostro. La hermana Armina puso los ojos en blanco.
La hermana Ulicia, no obstante, contempló el libro con el entrecejo fruncido. Leyó el lomo.
—Tiene razón.
—¿Y qué? —Jagang alzó las manos—. Resulta que a las palabras «la sombra contada» les falta una letra. Está en singular en lugar de en plural. ¿Y qué?
—Simple —dijo Kahlan—. Uno es auténtico, el otro no.
—¿Simple? —preguntó él—. ¿Crees que es así de simple?
—¿Cuánto más simple puede llegar a ser?
—Probablemente no significa nada —dijo la hermana Cecilia, ansiosa por ponerse de parte de su malhumorado amo—. Singular, plural, ¿qué podría importar? No es más que la tapa. Es lo que hay dentro lo que de verdad cuenta.
—Podría ser sólo un error —dijo Jagang—. A lo mejor la persona que encuadernó la copia cometió un error. Es muy probable que el libro lo hubiese encuadernado otra persona, de modo que el libro en sí está perfectamente.
—Es cierto —dijo la hermana Armina, deseando ponerse del lado del emperador también—. La persona que hizo la encuadernación es la que cometió el error, no la que hizo la copia. Es sumamente improbable que fuesen la misma persona. Es probable que el encuadernador fuese un zoquete. El que escribió el texto del libro habría tenido que poseer el don. Las palabras escritas dentro del libro son lo que importa. Ésa es la información que tiene que ser cierta, no lo que la envuelve. No hay duda de que es un simple error cometido por un artesano encuadernador, y no significa nada.
—La trajimos aquí por este motivo —les recordó la hermana Ulicia entre dientes—. Es irrelevante lo simple que pueda parecer. El libro mismo advierte al principio que, justo en estas circunstancias, debe ser verificado... por ella.
—Éste es un asunto sumamente peligroso. Una respuesta así es demasiado simple —proclamó la hermana Cecilia.
La hermana Ulicia la miró.
—¿Y si un asesino te ataca con un cuchillo, es esa hoja algo demasiado simple para que creas que es un peligro?
La hermana Cecilia no pareció divertida.
—Éste asunto es demasiado complicado para que lo decida algo tan simple.
—¿Oh? —La hermana Ulicia dirigió una feroz mirada condescendiente a la otra mujer—. ¿Y dónde dice que la verificación tiene que ser complicada? Únicamente dice que ella debe hacerla. Ninguna de nosotras advirtió el error. Ella sí.
La hermana Cecilia miró con desprecio a la mujer que había sido su líder pero que ya no lo era. En aquellos momentos la hermana Ulicia ya no era quien estaba al mando, ya no era a quien tenían que complacer.
—No creo que signifique nada —dijo Jagang, todavía con la vista fija en los ojos inmutables de Kahlan—. Dudo que ella sepa realmente que esto es una falsificación. Sólo intenta salvar el pescuezo.
Kahlan se encogió de hombros.
—Si eso es lo que queréis pensar, estupendo. Pero a lo mejor no dudáis porque queréis creer que esta copia es auténtica... —enarcó una ceja—, no porque lo sea.
Jagang la miró fijamente un momento, luego, le arrebató el libro de las manos y se volvió hacia las Hermanas.
—Es necesario que echemos un cuidadoso vistazo a lo que hay dentro. Eso es lo que importa para encontrar y abrir la caja correcta. Es necesario que nos aseguremos de que no contiene el menor error.
—Excelencia —empezó a decir la hermana Ulicia—, podría no existir modo de decir si algo escrito aquí es...
Jagang arrojó el libro sobre la mesa, interrumpiéndola.
—Quiero que las tres reviséis todo lo que pone este libro. Que veáis si podéis encontrar cualquier motivo para pensar que podría ser una falsificación.
La hermana Ulicia carraspeó.
—Bien, podemos intentar...
—¡Ahora! —Su retumbante voz resonó por la habitación—. ¿O preferiríais ir a las tiendas y distraer a mis hombres? La elección del tipo de servicio está en vuestras manos. Elegid uno.
Las tres Hermanas saltaron hacia la mesa. Todas empezaron a estudiar el libro. Jagang se introdujo entre Ulicia y Cecilia, aparentemente para vigilar lo que leían y asegurarse de que no se les pasaba nada por alto.
Capítulo 13
Una vez que estuvo segura de que los cuatro estaban ocupados, Kahlan condujo en silencio a Jillian al otro extremo de la habitación.
—Quiero que me escuches con mucha atención y hagas exactamente lo que te voy a decir —le dijo Kahlan en voz baja para que Jagang y las Hermanas no la pudieran oír.
Jillian alzó los ojos hacia ella con el entrecejo fruncido, aguardando.
—Necesito estar segura de algo. Andaré hasta aquellos dos guardias...
—¡Qué!
Kahlan colocó una mano sobre la boca de la muchacha.
—Silencio.
Jillian echó una ojeada a sus captores, preocupada ahora de que hubiera atraído su atención. No lo había hecho.
Kahlan retiró la mano.
—Tengo la sospecha de que he sido embrujada por esas tres hechiceras. Creo que por eso no recuerdo quién soy. Casi nadie excepto ellas y Jagang puede recordar que me ve. Casi nadie lo hace. No tengo ni idea de por qué tú puedes. También me pusieron este collar al cuello y pueden usarlo para hacerme daño.
»Ahora bien, no creo que los guardias puedan verme, pero necesito averiguarlo con seguridad. Quiero que te quedes justo aquí. No me observes o harás que desconfíen.
—Pero...
Kahlan se llevó un dedo a los labios.
—Hazme caso. Haz lo que te pido.
Jillian asintió con la cabeza.
Kahlan volvió a echar una mirada para asegurarse de que Jagang y las Hermanas estaban ocupados leyendo. Una vez que se aseguró, empezó a andar. Avanzó tan silenciosamente como pudo. Puede que los guardias no supieran que ella estaba allí, pero si Jagang o las Hermanas la oían, perdería su oportunidad.
Los dos guardias tenían la vista fija al frente, observando a su emperador. De vez en cuando, el situado más cerca de Jillian echaba una mirada a la muchacha. Kahlan sabía, por su prolongada mirada, en lo que pensaba: tenía la esperanza de que Jagang le entregase a Jillian. Kahlan imaginaba que, con un hombre como Jagang, tales recompensas eran una de las ventajas de haberse ganado una posición de tanta confianza como la de guardia personal de un emperador. Jillian no tenía ni idea del destino que la aguardaba. Kahlan tenía que hacer algo para cambiar el vertiginoso curso de aquellos acontecimientos que se les venían encima.
Una vez delante de los guardias, tuvo cuidado de mantenerse fuera de la línea de visión entre ellos y las cuatro personas de la mesa. También debía procurar no atraer la atención ni de las Hermanas, ni de Jagang. Aun cuando los dos guardias no pudieran recordar a Kahlan el tiempo suficiente para darse cuenta de que estaba allí, no quería descubrir qué sucedería si, misteriosamente, no podían ver a su líder. Ambos eran hombres cautelosos, poseedores sin duda de talentos excepcionales, y era imposible saber qué cosa insignificante podía alertarlos de que había problemas, y Kahlan tenía intención de causar muchísimos problemas... pero cuando estuviera preparada.
Al pararse justo delante de los dos hombretones, reparó en que únicamente les llegaba a la altura de los hombros, de modo que no sería probable que les bloquease la visión. Ellos no la miraron, ni dieron muestras de advertir su presencia. Tocó con suavidad la estaca de metal que atravesaba la nariz de uno de los hombres. Él arrugó la nariz y luego, con toda tranquilidad, alzó la mano y se la rascó, pero no le cogió la mano a ella.
Convencida de que él no haría nada más, Kahlan alargó el brazo y extrajo con suavidad un cuchillo de una vaina de la correa de cuero que uno de los hombres llevaban cruzada sobre el pecho. A medida que la hoja salía a la luz de las antorchas, tuvo buen cuidado de sacarla uniformemente, sin mover la funda o la correa. Él no advirtió nada mientras el arma acababa de salir.
Era una sensación agradable tener el arma en la mano. La emoción que le producía la llevó de vuelta a la Hostería del Caballo Blanco, cuando las Hermanas habían matado al matrimonio que la regentaba. Recordó haber cogido una pesada cuchilla de carnicero para impedir que las mujeres hicieran daño a la hija.
Recordó la profunda satisfacción interior de tener una arma en la mano, porque equivalía a la sensación de tener los medios de controlar su propia vida. Una arma significaba no estar a merced de aquellos malvados; no ser una presa indefensa de aquellos que eran más fuertes y querían usar tal fuerza para dominar a otros.
Hizo girar el cuchillo sobre la mano, mientras observaba cómo reflejaba la luz parpadeante de las antorchas al girar.
Representaba la salvación. Si no para ella, al menos para Jillian.
Recordando dónde estaba y lo qué estaba haciendo, Kahlan deslizó a toda prisa el cuchillo dentro de la bota. Echó una mirada al otro lado para asegurarse de que Jillian permanecía callada y sin moverse. Los ojos de la muchacha se habían abierto como platos. Kahlan regresó a su tarea y extrajo un segundo cuchillo de una vaina de la correa del segundo guardia. La hoja era un poco más fina, el arma un poco mejor equilibrada. Igual que con el primero, hizo que la hoja perforara el cuero de su bota, cerca de la parte superior, y la deslizó al interior. A continuación empujó la punta para fijarla en la parte inferior de la bota. En la improvisada funda el cuchillo no podía moverse y herirla al andar.
Tan en silencio como le fue posible, andando casi de puntillas, Kahlan regresó rápidamente junto a la sobresaltada Jillian. Las Hermanas y su amo estaban enfrascados en una animada conversación sobre la relevancia de la posición de las estrellas, el clima y la época del año para la formación y concentración del poder necesario para conjurar ciertos hechizos. Las Hermanas explicaban el significado de algunos pasajes y Jagang hacía preguntas cada pocos minutos, poniendo en tela de juicio sus suposiciones.
A Kahlan le sorprendió un poco oír lo muy versado que estaba el hombre en todo aquello. Las Hermanas descubrían en ocasiones que había averiguado más de lo que ellas sabían sobre ciertos temas relacionados con las cajas del Destino. Jagang no parecía un hombre de los que valoraban los conocimientos obtenidos en libros, pero Kahlan estaba equivocada. Si bien ella no comprendía la mayor parte de las cosas de las que hablaban, era evidente que Jagang era una persona instruida y que estaba más que capacitado para mantener una conversación inteligente con las Hermanas.
No era simplemente un bruto. Era peor que eso. Era un bruto muy listo.
—Muy bien —dijo Kahlan en voz muy baja, para asegurarse de que los otros no podían oírla—, quiero que me escuches. Puede que no tengamos mucho tiempo.
Los ojos de Jillian estaban aún abiertos como platos.
—¿Cómo has hecho eso?
—Yo tenía razón, no pueden verme.
—¿Y qué pasa con los cuchillos que has cogido?
Kahlan se encogió de hombros, desechando una pregunta que no podía responder si quería abordar cuestiones más importantes.
—Mira, es necesario que te saque de aquí. Ésta puede ser nuestra única oportunidad.
La idea pareció horrorizar a Jillian.
—Pero si escapo matará a mi abuelo, y probablemente a los demás también. No puedo irme.
—Ése es el poder que tiene sobre ti. Pero si no huyes, la verdad es que todos podéis acabar asesinados. Tienes que comprender que ésta podría ser la única oportunidad que tienes de conseguir tu libertad.
—¿Y estás realmente segura de eso? ¿Cómo puedo arriesgar la vida de mi abuelo?
Kahlan inhaló profundamente. No había querido tener que explicarlo.
—No tengo tiempo para convencerte de un modo agradable, para persuadirte con delicadeza. Sólo tengo tiempo de explicarte lo esencial de la verdad, así que eso es lo que voy a hacer, por lo tanto escucha con atención.
»Sé cómo son estos hombres. He visto lo que hacen a mujeres jóvenes como tú y yo..., lo he visto con mis propios ojos. He visto sus cuerpos desnudos y destrozados abandonados de cualquier modo donde yacían cuando los soldados de la Orden Imperial acabaron de utilizarlos, o arrojados a zanjas como si fuesen desperdicios.
»Si no huyes, van a sucederte cosas muy malas. Pasarás el resto de tu corta vida como esclava, siendo utilizada por soldados para su repugnante placer y diversión en modos que no quieres ni saber. Pasarás el resto de tu vida oscilando entre el terror y el llanto. En el peor de los casos, van a matarte cuando Jagang se marche.
»Sea como sea, es de locos pensar que va a dejarte ir. No importa lo que suceda, tanto si escapas como si te quedas, podría dejar ir a tu abuelo y a los otros simplemente porque puede que no quieran tomarse el tiempo ni el trabajo de matarlos. Jagang está interesado en cosas más importantes.
»Pero tú eres un botín que tiene valor para él. Por lo menos, te entregará a esos dos soldados como una paga por sus servicios. De ese modo los hombres como Jagang atraen a animales despiadados para que les sirvan lealmente: dándoles apetitosas sobras insignificantes como tú. ¿Tienes idea de lo que harán contigo... antes de que te degüellen? ¿La tienes?
Jillian permaneció en silencio durante un momento. Tragó saliva antes de responder:
—Sé lo que Jagang quiso decir, antes, cuando me preguntó si había estado alguna vez con un hombre... pero fingí que no. Sé lo que quiso decir cuando dijo que me entregaría a sus soldados. Sé lo que quiso decir cuando dijo que les gustaría ponerle las manos encima a una joven como yo. Sé lo que quiso decir al hablar de sus deseos.
»Mi familia me ha advertido sobre los peligros de extranjeros como éstos. Mi madre me lo ha explicado. Creo que no me lo contó todo, sin embargo, para que no tuviese pesadillas. Antes, sólo fingí no saber de qué hablaba Jagang para que no supiese lo mucho que me aterraba que me hiciese eso.
Kahlan no pudo evitar sonreír.
—Fue algo muy sensato eso de guardarte la información.
Jillian crispó la boca, conteniendo las lágrimas ante el sombrío destino que acababa de admitir que comprendía.
—¿Tienes un plan?
—Sí. Tienes unas piernas largas, pero aun así dudo que pudieras dejarles atrás. No obstante, existe otro modo, un modo que utiliza lo que tú sabes y ellos no. Dijiste que un solo error al girar en una dirección ahí fuera provoca que la gente se pierda en el laberinto de túneles y habitaciones. Si consigues llevarles aunque sea una pequeña delantera, podrás perderles rápidamente. Con lo complejo que es este lugar, no creo que ni siquiera los poderes de las Hermanas pudieran ayudarles para atraparte, y no creo que Jagang fuera a malgastar tiempo intentándolo.
Ella se mostró todavía dudosa.
—Pero yo...
—Jillian, ésta es una oportunidad que tienes de escapar. Puede que no se presente otra jamás. No quiero que te suceda nada horrible. Si te quedas, te sucederá. Quiero que comprendas que debes aprovechar esta oportunidad. Te quiero fuera de aquí. Es todo lo que puedo hacer por ti.
Una expresión horrorizada se adueñó del semblante de Jillian.
—¿Te refieres a que... no vas a venir conmigo?
Kahlan apretó con fuerza los labios y negó con la cabeza. Dio un golpecito al collar que llevaba al cuello.
—Pueden detenerme con esto. Es una especie de magia. Podrán derribarme. Pero creo que antes de que lo hagan seré capaz de retrasarles lo suficiente para que puedas huir.
—Pero te harán daño, o te matarán, por ayudarme a huir.
—Van a hacerme daño de todo modos. Jagang ya me ha prometido lo peor que pueda imaginar. No puede hacer más de lo que ya tiene pensado hacer. En cuanto a matarme, no creo que lo hagan, por ahora al menos. Todavía me necesitan.
»Te estoy ayudando a huir y eso es todo lo que hay. He tomado una decisión. Es la única cosa que puedo hacer, la única cosa donde tengo una elección. Si te ayudo, eso hace que mi propia vida signifique más para mí. Al menos tendré esta victoria sobre ellos.
Jillian la miró con asombro.
—Eres tan valiente como lord Rahl.
Las cejas de Kahlan se enarcaron.
—¿Te refieres a Richard Rahl? ¿Conoces a Richard Rahl?
Jillian asintió.
—Él también me ayudó.
Kahlan sacudió la cabeza, maravillada.
—Para vivir aquí fuera, en mitad de ninguna parte, pareces haber conocido a mucha gente importante. ¿Qué hacía él aquí?
—Regresó de entre los muertos.
—¿Qué? —preguntó Kahlan, frunciendo el entrecejo.
—Bueno, no exactamente de los muertos, en realidad. Al menos eso es lo que me contó. Pero surgió del pozo de los muertos del cementerio, tal y como las predicciones decían que haría. Yo soy la sacerdotisa de los huesos. Soy su sirviente, una lanzadora de sueños. Él es mi señor. Ha habido muchas sacerdotisas de los huesos antes de mí, pero él jamás acudió. Nunca sospeché que fuera a ser yo quien le viera regresar.
»También vino en busca de libros. Fue él quien encontró este lugar. Yo jamás supe que estaba aquí abajo. Ninguno de los míos lo sabía. Ni siquiera mi abuelo.
»Richard buscaba un libro que le ayudara a encontrar a alguien importante para él. El libro se llamaba Cadena de Fuego. Una vez que descubrió este lugar y me trajo aquí abajo, fui yo la que encontró ese libro. Estaba realmente emocionado. Me sentí muy feliz de ser yo quien le ayudara a encontrar lo que necesitaba.
»Desde que bajé aquí con él, he dedicado todo mi tiempo a explorar este lugar, aprendiendo cada giro, túnel y habitación. Espero que Richard regrese un día, como dijo que haría, y entonces podré mostrárselo todo. Tengo muchas ganas de hacer que esté orgulloso de mí.
Kahlan pudo ver el anhelo en los ojos de Jillian de satisfacer a aquel hombre, de hacer algo que él valoraría, de hacer que reconociera su esfuerzo y habilidad. Quiso hacer mil preguntas, pero no tenía tiempo para ello. No pudo resistir hacer una, no obstante.
—¿Cómo es?
—El amo Rahl me salvó la vida. Nunca he conocido a otro como él. —Jillian sonrió de un modo distante—. Era, bueno, no sé... —Suspiró, incapaz de hallar las palabras.
—Entiendo —dijo Kahlan al ver la expresión soñadora de los ojos de la muchacha.
—Salvó mi vida de los soldados que Jagang envió. Buscaban estos libros. Yo tenía tanto miedo de que el hombre que me tenía sujeta fuese a degollarme... pero Richard lo mató. Luego, me abrazó y calmó mis lágrimas. —Alzó la mirada que había tenido puesta en sus recuerdos—. Y salvó a mi abuelo, también. Bueno, no exactamente él, sino la mujer que lo acompañaba.
—¿Mujer?
Jillian asintió.
—Nicci. Ella dijo que era una hechicera. Era muy hermosa. Yo no podía apartar los ojos de ella. Nunca antes había visto a una mujer tan hermosa. Era como un buen espíritu, con el pelo como la luz del sol y unos ojos que eran como el mismo cielo.
Kahlan suspiró. ¿Por qué no iba a tener un hombre así a una mujer hermosa con él? Tras oírlo, no supo por qué no había considerado siquiera tal posibilidad antes.
No conocía el motivo, pero sintió como si algo, alguna esperanza que jamás había osado definir, o quizá un anhelo inconmensurable al que todavía se aferraba sobre su pasado... se le acabara de escapar.
Tuvo que apartar la vista de la mirada de Jillian no fuese a ser que perdiera el control al pensar en la situación de desamparo en que se encontraba. Fingió echar una ojeada para asegurarse de que el emperador y sus Hermanas seguían ocupados, mientras secaba una inesperada y solitaria lágrima de su mejilla.
Las Hermanas parecían más enfrascadas que nunca en una discusión de los tecnicismos del libro. Jagang exigía saber cómo podían estar seguras de que ciertas partes del libro eran correctas.
Cuando Kahlan volvió a girar la cabeza, Jillian la miraba fijamente.
—Pero no era tan hermosa como tú.
Kahlan sonrió.
—La diplomacia debe ser un requisito para ser una sacerdotisa de los huesos.
—No —repuso ella, mostrándose repentinamente preocupada porque Kahlan pudiera no creer que decía la verdad—. De veras. Hay algo en ti.
Kahlan frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
Jillian arrugó la nariz mientras se esforzaba por buscar las palabras.
—No sé cómo explicarlo. Eres hermosa y lista, y sabes lo que hay que hacer. Pero hay algo más.
Kahlan se preguntó si eso tendría que ver con quien realmente era. Había estaba buscando a alguien que fuese capaz de verla, y recordarla, y tal vez darle una pista.
—¿Cómo qué?
—No sé. Algo noble.
—¿Noble?
Jillian asintió.
—Me recuerdas a lord Rahl en cierto modo. Salvó mi vida sin vacilar, tal y como tú quieres hacerlo. No era sólo eso, no obstante. No sé como explicarlo. Simplemente había algo en él... y tú tienes esa misma cualidad, también.
—Estupendo. Al menos él y yo tenemos algo en común, porque estoy a punto de salvarte la vida, también.
Kahlan tomó una bocanada de aire para tranquilizarse a la vez que volvía a echar un vistazo por encima del hombro. Los otros seguían sumidos en su acalorada conversación. Se giró otra vez hacia Jillian y le dedicó una mirada muy seria.
—Tenemos que hacerlo ahora.
—Pero, sigo preocupada por mi abuelo...
Kahlan miró a la muchacha a los ojos.
—Escúchame, Jillian. Estás peleando por tu vida. Es la única vida que tendrás jamás. Ellos no te mostrarán ninguna misericordia si te quedas. Sé que tu abuelo querría que aprovechases esta oportunidad.
Jillian asintió.
—Comprendo. Lord Rahl me dijo algo muy parecido sobre la importancia de mi vida.
Por alguna razón, aquello dio ánimos a Kahlan y la hizo sonreír. La sonrisa desapareció rápidamente, no obstante, mientras devolvía su mente a la tarea que tenía entre manos. No sabía si Jagang y las Hermanas acabarían pronto, o si se pasarían con eso toda la noche, pero no podía permitirse dejar pasar la oportunidad.
—Tenemos que hacerlo ahora, antes de que pierda el valor. Quiero que hagas exactamente lo que diga.
—Lo haré —respondió Jillian.
—Esto es lo que vamos a hacer. Permanecerás justo aquí. Yo voy a ir allí y mataré a esos dos hombres.
Los ojos de Jillian se abrieron de par en par.
—¿Vas a hacer qué?
—Matarlos.
—¿Cómo? Eres sólo una mujer, y ellos son enormes. Y son dos.
—No es imposible si sabes cómo.
—¿Vas a degollarlos? —adivinó Jillian.
—No. Harían ruido si hiciera eso. Además, no podría hacerles eso a los dos al mismo tiempo. Así pues, voy a quitarles otros dos cuchillos y luego me deslizaré detrás de ellos y los apuñalaré justo... aquí.
Dio un golpecito a la espalda de Jillian con un dedo, justo en la zona blanda de su riñón. El golpecito hizo que la niña lanzara un gruñido de dolor por lo sensible que era aquel lugar.
—Apuñalar a un hombre justo ahí, en el riñón, es tan doloroso que le impide totalmente gritar.
—No puedes hablar en serio. Sin duda chillarán.
Kahlan negó con la cabeza.
—El dolor es tan grande cuando te apuñalan en el riñón que la garganta se te cierra. El grito queda encerrado en los pulmones. Ésa será nuestra oportunidad. Antes de que se desplomen, tenemos que cruzar esa puerta que tienen detrás. Tenemos que deslizarnos a través de ella tan en silencio como sea posible para ganar todo el tiempo que podamos. Probablemente sólo dispondremos de unos instantes antes de ser descubiertas, pero es todo lo que necesitamos para huir.
»Tú quédate justo aquí. En cuanto les hunda los cuchillos en la espalda, dirígete hacia la puerta... tan rápido como puedas. Pero no hagas ningún ruido.
Jillian jadeaba de miedo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Pero quiero que vengas conmigo.
Kahlan se acuclilló y abrazó a la muchacha.
—Lo sé. Esto es todo lo que puedo hacer para protegerte, Jillian. Pero creo que será suficiente.
Ella se secó los ojos.
—Pero ¿qué te harán?
—Sólo preocúpate de huir. Si tengo una posibilidad de escapar, te prometo que lo haré. Di a Lokey que esté atento por si consigo huir.
—De acuerdo.
Kahlan sabía que era una falsa esperanza. Oprimió el hombro de Jillian y se puso en pie. Comprobó lo que hacían los cuatro de la mesa una última vez. Lo hizo justo a tiempo.
Jagang echó un vistazo para ver qué hacía Kahlan. Ésta permaneció de pie en silencio junto a Jillian, contemplandolo a él y a las Hermanas, como si hubiese estado allí todo el tiempo, sin hacer otra cosa que aguardar su destino. Él volvió su atención a la acalorada discusión entre la hermana Ulicia y la hermana Cecilia. La hermana Ulicia hacía gala de su testarudez característica, en tanto que la hermana Cecilia intentaba encontrar un modo de apaciguar a Jagang diciéndole lo que fuera que él quisiera oír.
Una vez que estuvo segura de que la atención de Jagang habían regresado al libro, Kahlan inmediatamente empezó a ir hacia los guardias. Mientras uno se dedicaba otra vez a contemplar a Jillian con una lujuria cada vez más descarada, Kahlan extrajo con cuidado un cuchillo largo de su cinto. Sin demora, fue hasta el guardia situado al otro lado e hizo lo mismo.
De pie, detrás de ellos, echó una ojeada a las Hermanas y a Jagang y, viendo que seguían ocupados, miró en dirección a Jillian. La muchacha, secándose el sudor de las palmas en las caderas, asintió para indicar que estaba lista.
Kahlan alargó la mano hacia el hombre de la derecha y sacó un cuchillo que éste llevaba en una funda que colgaba de una correa sobre su costado. Se colocó la hoja plana entre los dientes.
Sin entretenerse más, escrutó la parte inferior de las espaldas de los guardias, eligiendo los lugares exactos donde tenía que atacar. Eligió el lado derecho del hombre a su izquierda, y el izquierdo del que tenía a la derecha, de modo que tuviera los blancos muy cerca el uno del otro y pudiera poner toda su fuerza en las puñaladas.
Miró a un lado y luego a otro, asegurándose de que alcanzaría el lugar correcto con cada cuchillo. Si erraba, resultaría fatal, pero no para los hombres. Sería Jillian quien pagaría el error. Tenía que salir bien, y a la primera.
Inhaló profundamente, conteniendo la respiración sólo brevemente, luego soltó el aire con fuerza. Con todas sus energías, hundió ambos cuchillos en las espaldas de ambos. Las hojas se hundieron hasta la empuñadura.
El violento impacto dejó rígidos a los dos hombres.
Kahlan había tomado ya otra bocanada de aire. Esta vez, con toda la rapidez que pudo, obligó al aire a salir y usó su considerable fuerza para hacer que las hojas girasen y desgarraran los riñones de los hombres.
Los guardias permanecieron totalmente rígidos, con las espaldas arqueadas por el atroz dolor. Los ojos se les desorbitaron, las bocas se les abrieron, pero no emitieron ningún sonido. Permanecieron parados en un trauma mortal, incapaces de jadear o lanzar un grito.
Cuando Kahlan alzó los ojos, Jillian iba ya de camino. Kahlan abrió a toda prisa una de las estrechas puertas. No quiso dar a sus perseguidores un camino despejado abriendo las dos.
Jillian llegó. Las rodillas de los hombres empezaron a doblarse. Kahlan posó la mano en la espalda de Jillian, entre los hombros, y la empujó a través de la entrada, impeliéndola fuera, al pasillo.
Luego se quitó el cuchillo de los dientes.
—Corre. No pares por nada.
Jillian le respondió con un asentimiento de cabeza. Por su semblante, parecía como si el Custodio en persona le pisara los talones.
Kahlan se dio la vuelta para cerrar la puerta, pero justo entonces los hombres chocaron contra el suelo.
Cuatro rostros sobresaltados se volvieron de golpe hacia ella. Kahlan cerró la puerta y corrió como si el Custodio también fuera tras ella.
Vio a Jillian en la mal iluminada distancia justo cuando llegaba a una intersección donde varios corredores se extendían en direcciones distintas. La muchacha hizo una pausa, mirando atrás a Kahlan. Intercambiaron una breve mirada, y luego corrió, desapareciendo por uno de los pasillos. Estaba tan oscuro que Kahlan no estuvo segura de cuál había tomado Jillian.
Detrás sonó un estallido de madera astillándose, como si hubieran volado las puertas. La luz de las antorchas se derramó de improviso por el corredor, envolviendo a Kahlan, quien inmediatamente se detuvo y se giró en redondo. Sujetó el cuchillo por la punta. Vio sombras que corrían en dirección a la entrada.
Con todas sus fuerzas lanzó el cuchillo sin que hubiera nadie allí aún.
Una enfurecida hermana Cecilia apareció la primera. El cuchillo se incrustó en su pecho. Kahlan hubiera deseado que fuese Jagang el primero en cruzar, pero había estado bastante segura de que sería una de las Hermanas, así que había apuntado en consecuencia. El arma se había hundido directamente en el corazón de la mujer.
La Hermana cayó pesadamente. Kahlan corrió con todas sus fuerzas. Justo al darse la vuelta, había visto a las otras caer sobre el cuerpo de la hermana Cecilia.
Kahlan corrió como no había corrido nunca antes. Dobló por la primera esquina a la izquierda. No sabía qué giros había tomado Jillian, pero no la vio. La muchacha había desaparecido.
Un arrebato de euforia recorrió a Kahlan, llenándole el alma con la emoción del éxito. Había funcionado. Había mantenido su promesa a Jillian, y a sí misma. Les había vencido.
La embriagaba la sensación de victoria incluso mientras corría como una loca. No sólo había matado a los dos guardias sino que había acabado con la hermana Cecilia. Imágenes del dolor que la mujer le había causado, y la satisfacción que había obtenido con ello, le pasaron como una exhalación por la cabeza, y saboreó su venganza.
Ahora que su plan había funcionado, y Jillian no estaba, el terror la invadió. Sabía que no conseguiría huir. Todo lo que podía hacer era correr, doblando esquinas al azar, y aguardar el fin.
Éste llegó con una repentina sacudida de dolor que pensó que debía parecerse a lo que habían sentido los dos hombres.
Supo que chocaba contra el suelo, pero en realidad no lo sintió.
Y entonces fue como si el techo entero y la ciudad muerta que había encima se derrumbaran sobre ella.
El mundo se tornó negro como una tumba.
Capítulo 14
Richard estaba sin resuello cuando por fin coronó la elevación. No era sólo que estuviese sin aliento, estaba sin fuerzas también. Sabía que no había comido tanto como debería durante el camino, y ahora pagaba el precio. Notaba las piernas como si fuesen de plomo. El estómago le dolía de hambre. Se sentía débil y no quería otra cosa que tumbarse, pero no podía, no ahora, no cuando estaba tan cerca. No cuando había tanto en juego.
Había comido algunos piñones y unos cuantos puñados de arándanos con los que se había tropezado mientras andaba, pero no se había desviado del camino para recoger más. No había querido tomarse el tiempo necesario para ello.
Al menos tenía su mochila con él, de modo que la noche anterior había podido colocar un sedal en una laguna justo al ponerse el sol. Luego había recogido una brazada de leña seca y encendido un fuego con un pedernal y acero. Cuando el fuego empezó a arder con ganas, tenía ya tres truchas en el sedal. Había tenido tanta hambre que había estado tentado de comérselas crudas, pero el pescado se cocina de prisa, de modo que esperó.
Puesto que no quería detenerse más tiempo del necesario, había dormido poco durante el corto viaje desde la sliph. Razonó que, cuanto antes pusiera las manos en el libro que Baraccus había dejado para él, mejor le iría. El libro ya había estado esperándolo durante tres mil años, y no quería que lo esperara otra noche más. Pensó en cómo, de haber sido lo bastante listo para encontrar el libro antes, podría haber evitado los problemas a los que ahora se enfrentaba; esperaba que éste pudiera ayudarle de algún modo a encontrar a Kahlan, tal vez incluso ayudarle a hallar un modo de invertir el contaminador hechizo Cadena de Fuego.
Juzgó que el mejor plan sería recuperar el libro tan pronto como fuera posible; luego podría leer un poco mientras comía. Ya se preocuparía entonces de dormir y de cómo regresar al Alcázar.
El Alcázar estaba muy lejos. No sabía con exactitud dónde se hallaba él, salvo que se encontraba muy al sur de las Fuentes del Agaden, en lo que parecía una zona deshabitada situada o cerca de o en una zona salvaje, de modo que le preocupaba cómo iba a encontrar caballos. «Un problema cada vez, se recordó, un problema cada vez.»
A pesar de que había sido difícil acometer la ascensión por la empinada y rocosa elevación en la oscuridad, se obligó a no parar ahora que sabía que estaba cerca. Además, si quería ver a los duendecillos nocturnos, sólo podía ser de noche, así que no quiso aguardar hasta la mañana para efectuar la ascensión y luego tener que aguardar allí todo el día hasta que volviera a oscurecer.
Al llegar por fin a la cima, Richard escrutó la zona para orientarse. Por encima del borde de la empinada ladera, el terreno se nivelaba en un robledal escasamente arbolado. La brisa de primeras horas del día había cesado hacía horas, al atardecer, y reinaba ahora una calma sepulcral. Notaba el silencio como una carga opresiva, y, por alguna razón, los típicos sonidos nocturnos de animales que eran comunes en las tierras bajas que se alargaban infinitamente detrás de él, permanecían enmudecidos allí arriba, en la cima.
A la luz de la luna, Richard advirtió al instante que había algo que no era normal en los árboles. Parecía como si estuviesen muertos. Los troncos achaparrados estaban retorcidos. La corteza había empezado a desprenderse en tiras irregulares, y las ramas, deformadas, parecían garras alargándose para atrapar a cualquiera que osara entrar en el lugar.
Richard había estado concentrado en la caminata y la ascensión, pero de improviso se puso alerta, la atención fija mientras aguzaba el oído en busca de cualquier sonido en el fantasmagórico silencio. Avanzó con cuidado bajo los árboles, intentando hacer el menor ruido posible. Sin embargo, era difícil, ya que el suelo estaba cubierto de ramitas y hojas secas. Las ramas que se alzaban amenazadoras sobre su cabeza proyectaban sombras grotescas a la luz de la luna, y el aire tenía una frialdad que hizo que le corriera un escalofrío por la espalda.
Con el siguiente paso, algo bajo el pie se quebró con un curioso chasquido. En todos los años que había pasado en los bosques, Richard no había oído jamás un sonido como aquél.
Se detuvo en seco donde estaba, escuchando, aguardando. Su mente trabajaba a toda velocidad mientras repasaba el sonido, intentando dar con su causa. Por mucho que lo intentaba, no conseguía identificarlo. Cuando no oyó nada más, y no vio moverse nada, retrocedió con cuidado, alzando el pie de lo que fuera que se había partido.
Tras echar una mirada de comprobación en todas direcciones, evaluando cada sombra, se puso en cuclillas para ver qué había pisado. Fuera lo que fuese, estaba cubierto de hojas. Las apartó con cuidado.
Allí, medio enterrado en la tierra, ennegrecido por los años, había un cráneo humano roto, contemplándolo. El peso del pie había roto la redondeada parte superior de la calavera. Las cuencas de los ojos, que parecían observarlo, seguían intactas.
Richard escudriñó el suelo del bosque y vio otros montículos bajo las hojas. También vio algo más: más cráneos que no estaban enterrados bajo el mantillo del bosque. Justo desde donde estaba acuclillado, podía ver una buena media docena de cráneos yaciendo, al menos en parte, encima de hojas, y aún más formas redondeadas bajo ellos. Bajo las hojas encontró el resto de los huesos que pertenecían al cráneo que acababa de pisar.
Se levantó despacio y volvió a ponerse en movimiento, inspeccionando el suelo, los achaparrados y retorcidos troncos, así como las gruesas ramas sobre su cabeza mientras avanzaba. No vio a nadie ni oyó nada.
Ahora que sabía lo que buscaba, pudo distinguir cráneos por todas partes. Dejó de contar una vez que hubo llegado a treinta. Los huesos aparecían desperdigados, no agrupados. Con pocas excepciones, parecían haber muerto en aquellos lugares concretos. Supuso que también podrían haber colocado los cuerpos allí. No tenía modo de saberlo realmente.
Se agachó para inspeccionar varios cráneos, tanto de aquellos que yacían al aire libre como los enterrados bajo el mantillo. Su primer pensamiento fue que posiblemente se tratara del escenario de una batalla pero, por lo que era capaz de ver a la luz de la luna, aquellas personas no habían muerto al mismo tiempo. Había algunos huesos que estaban en perfecto estado, mientras que otros se descomponían. Algunos parecían tan antiguos que se desintegraban cuando los tocaba. El lugar era como un cementerio.
La otra cosa que advirtió fue que no parecía que ningún depredador hubiese molestado a los muertos. Richard había tropezado con restos de seres vivos en los bosques cuando había sido guía, y los animales siempre daban cuenta de los muertos, humanos o de otro tipo. No obstante, parecía como si cada uno de aquellos cuerpos se hubiese ido descomponiendo a lo largo del tiempo, con los huesos colocados en la misma posición exacta en la que había caído la persona: de costado, con los brazos extendidos o de bruces. A ninguno lo habían colocado, con los brazos pulcramente cruzados sobre el pecho, o a los lados. Simplemente daban la impresión de haber caído muertos. Pese a todo, podría no haber parecido tan peculiar de no ser porque ninguno de los cadáveres parecía haber sido tocado por ningún depredador.
Mientras andaba por el robledal, Richard se preguntó si éste finalizaría. En una noche sin luna, con nubes, o incluso en un día nebuloso, era la clase de lugar donde habría sido fácil perderse. Todo parecía igual. Los árboles estaban espaciados uniformemente, y no había nada que le indicase una dirección a excepción de la luna y las estrellas.
Durante lo que pareció la mitad de la noche, Richard avanzó siempre hacia adelante por el bosque de los muertos. Estaba seguro de que había seguido las indicaciones que le había dado la sliph. De todos modos, la sliph no tenía modo de saber con exactitud qué encontraría. Ella sólo había recibido instrucciones de Baraccus, y eso había sido hacía tres mil años. El paisaje podía haber cambiado muchísimo desde entonces. Los huesos, no obstante, no parecían tan viejos.
Mientras seguía adelante, el bosque empezó a tornarse más sombrío, hasta que se encontró penetrando en las negras sombras de un bosque oscuro de coníferas inmensas, con los troncos muy juntos entre sí y cada uno casi tan grande como lo había sido su casa en los bosques de Ciudad del Corzo. Era como toparse con una pared alzándose hacia el cielo. Los troncos, igual que pilares, estaban despojados de ramas hasta algún punto allá en lo alto que quedaba fuera de la vista. Pero aquellas ramas ocultaban totalmente el cielo y dejaban el suelo del bosque a sus pies convertido en un oscuro y confuso laberinto.
Richard se detuvo a cavilar sobre cómo mantendría una dirección en la total oscuridad que tenía delante, siendo incapaz, al mismo tiempo, de moverse en línea recta.
Fue entonces cuando oyó los susurros.
Ladeó la cabeza, escuchando, intentando distinguir las palabras. No pudo, así que penetró con cuidado más en la penumbra, dejando que sus ojos se adaptaran a la oscuridad antes de dar unos pasos más. No tardó en empezar a distinguir las formas de los árboles que tenía delante, así que avanzó entre los monumentales pinos.
—Regresa —le llegó en un susurro.
—¿Quién anda ahí? —susurró él a su vez.
—Regresa —dijo una vocecita tenue—, o permanece más para siempre con los huesos de aquellos que vinieron antes que tú.
—He venido a hablar con los duendecillos nocturnos —dijo Richard.
—Entonces has venido por nada. Vete —repitió la voz con más energía.
Richard intentó recordar si esas palabras le recordaban la voz de un duendecillo. Si bien no era lo mismo, sí que tenían cualidades en común.
—Por favor, date a conocer para que pueda hablar contigo.
Únicamente el silencio le respondió. Richard avanzó una docena de pasos al interior de la oscuridad.
—Es la última advertencia —oyó decir a la espectral voz—. Vete.
—He venido de muy lejos. No voy a regresar sin hablar con los duendecillos. Esto es importante.
—No para nosotros.
Richard se quedó parado con una mano en la cadera mientras intentaba considerar qué hacer a continuación. Distaba mucho de tener la mente lúcida, y el cansancio le dificultaba la tarea de pensar.
—Sí, esto es importante también para vosotros.
—¿Cómo?
—He venido a buscar lo que me dejó Baraccus.
—Lo mismo que aquellos junto a cuyos huesos has pasado.
—Mira, esto es importante. En última instancia, vuestras vidas dependen también de esto. En esta lucha no habrá espectadores. Todos serán arrojados al interior de la tempestad.
—Las historias que has oído sobre un tesoro son mentiras sin fundamento. No hay nada aquí.
—¿Tesoro? No... no lo comprendes. No se trata de eso en absoluto. Creo que me malinterpretas. Ya he pasado las pruebas que Baraccus dejó para mí. Por eso estoy aquí. Soy Richard Rahl. Estoy casado con Kahlan Amnell, la Madre Confesora.
—No conocemos a esa persona. Regresa junto a ella mientras todavía puedes.
—No, ésa es la cuestión, no puedo. Estoy intentando encontrarla.
Frustrado, Richard se pasó los dedos por el pelo. No sabía cuánto tiempo más podría tener para decir lo que necesitaba decir, o cuánto debería callar, si quería convencer a los duendecillos de su auténtica razón para estar allí; si quería convencerles de que lo ayudaran.
—En una ocasión la conocisteis. Se usó magia contra Kahlan para hacer que todo el mundo la olvide. Vosotros también la conocíais, pero la olvidasteis igual que todos los demás. Kahlan venía aquí. Como Madre Confesora luchó por proteger la tierra de los duendecillos nocturnos.
»Me habló sobre el hermoso país de los duendecillos nocturnos. Me habló sobre las zonas abiertas al cielo en el interior de antiguos bosques remotos. Ha estado entre los duendecillos cuando se reúnen al ponerse el sol para danzar juntos en los pastos silvestres.
»Me contó que pasó muchas noches tumbada de espaldas en la hierba mientras los duendecillos se reunían a su alrededor, hablando con ella de cosas comunes a las vidas de ambos: de sueños y esperanzas, de amores.
»Por favor, los duendecillos la conocían. Era vuestra amiga.
Richard vio, entonces, que una luz diminuta salía de detrás de un árbol.
—Vete, o tus huesos permanecerán aquí, con los otros que buscaban el tesoro, y nadie volverá a verte ni sabrá qué fue de ti.
—Si necesitase oro lo ganaría. No estoy interesado en tesoros.
La diminuta chispa de luz empezó a alejarse.
—No todos los tesoros son de oro.
Mientras se alejaba con suavidad, los reflejos de la tornadiza luz salpicaban los árboles junto a los que pasaba.
—Conocí a Shar —gritó Richard.
La luz paró. Dejó de balancearse.
Durante un momento, Richard observó con atención cómo la chispa de luz permanecía suspendida allí, a lo lejos, iluminando tenuemente los apiñados monarcas del bosque, erguidos cual centinelas de lo que había más allá.
—¿No has venido por las leyendas sobre el tesoro?
—No.
—¿Qué sabes del nombre que has pronunciado?
—Estuve con Shar después de que ella cruzara el Límite. Shar lo cruzó para detener la amenaza que significaba Rahl el Oscuro. Shar cruzó el Límite para que, también yo, pudiera ayudar en esa lucha. Antes de morir, Shar dijo que, si alguna vez necesitaba la ayuda de los duendecillos nocturnos, debía decir su nombre y ellos me ayudarían, pues ningún enemigo podía conocerlo.
Richard señaló atrás, en dirección al bosquecillo de robles, donde reposaban los muertos.
—Tengo la sensación de que ninguna de las personas cuyos huesos yacen ahí atrás conocía su nombre, ni el nombre de ningún duendecillo.
La luz regresó lentamente entre los árboles, yendo a detenerse no lejos de él. Podía percibir el suave resplandor de los reflejos de la luz deslizándose por los contornos de su rostro. Eran casi como el tenue contacto de una telaraña.
Richard dio un paso adelante.
—Hablé con Shar antes de que muriera. Dijo que ya no podía vivir lejos de los de su especie por más tiempo, y que no tenía las energías para regresar a su hogar.
»Fue la primera que me puso la prueba que dejó Baraccus. Dijo que creía en mí, que creía que tenía en mi interior lo que es necesario para vencer. Era un mensaje que venía de él.
La diminuta luz adquirió un cálido tono sonrosado mientras giraba en silencio un instante.
—¿Y pasaste su prueba?
—No —admitió Richard—. Era demasiado pronto para que yo lo comprendiera todo. Más tarde, llegué a comprenderlo. La sliph dijo que ahora he superado la prueba que Baraccus me dejó.
—¿Cómo te llamas?
—Crecí con el nombre de Richard Cypher. Desde entonces he averiguado que soy Richard Rahl. Se me han dado otros nombres también: el Buscador; el que nació con rectitud; el portador de muerte; Richard el del genio pronto; el guijarro en el estanque; y el Caharin. ¿Significa algo para ti alguno de los nombres?
—¿Significa el nombre Ghazi algo para ti?
—¿Ghazi? —Richard pensó durante un instante—. No. ¿Debería?
—Significa «fuego». La profecía dio ese nombre a Ghazi. Si fueses el elegido, conocerías ese nombre, también.
—Lo siento, pero no lo conozco. No sé por qué, pero puedo decirte que no estoy muy de acuerdo con las profecías.
—Lo siento mucho, pero la desdicha ha venido a esta tierra. Los duendecillos viven una época de padecimientos. No podemos ayudarte. Deberías marcharte ahora.
El duendecillo empezó a alejarse otra vez, girando sobre sí mismo al tiempo que flotaba entre los altísimos árboles.
Richard dio un paso al frente.
—¡Shar dijo que si necesitaba la ayuda de los duendecillos, ellos me ayudarían! ¡Necesito vuestra ayuda!
El pequeño punto luminoso volvió a detenerse. Richard tuvo la clara impresión, por el modo en que flotaba inmóvil en el aire, que el duendecillo reflexionaba sobre algo. Al cabo de un momento, volvió a rotar lentamente, emitiendo brillantes rayos de luz. Desanduvo parte del camino.
El duendecillo pronunció entonces un nombre que Richard no había oído decir en voz alta en muchos años.
La sangre se le heló en las venas.
—¿Y significa ese nombre algo para ti? —preguntó el ser.
—¿Cómo conoces el nombre de mi madre? —musitó Richard.
Lentamente, el duendecillo se aproximó más.
—Hace muchas, muchas estaciones, Ghazi atravesó un límite oscuro para ir en su busca, para ayudarla, para hablarle de su hijo, para contarle muchas cosas que necesitaba saber, muchas cosas que su hijo necesitaría saber. Ghazi jamás regresó.
Richard lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué hacen los duendecillos durante el día? ¿Cuando hay luz?
El duendecillo, que no parecía más que una refulgente ascua plateada, giró sobre sí mismo lentamente, arrojando haces de luz sobre el rostro de Richard.
—Vamos a donde esté oscuro. No nos gusta la luz.
—¿Os hace daño el fuego?
Los haces de luz perdieron intensidad.
—El fuego puede matarnos.
—Queridos espíritus... —musitó Richard.
El duendecillo se acercó más, la brillante luz se intensificó otra vez, mientras daba la impresión de estudiarle el rostro.
—¿Qué sucede?
—¿Cuál era la profecía sobre Ghazi? —preguntó Richard.
La luz que daba vueltas lentamente se detuvo.
—La profecía se refería a la muerte de Ghazi. Decía que moriría por el fuego.
Los ojos de Richard se cerraron un momento.
—Hace muchas estaciones, cuando no era más que un niño, mi madre murió en un incendio.
El duendecillo permaneció callado.
—Lo siento pero —siguió Richard con un hilo de voz a la vez que las palabras de Shota resonaban en su cabeza— creo que Ghazi murió en mi casa. Nuestra casa se incendió. Después de que nos sacara sanos y salvos a mi hermano y a mí, mi madre regresó en busca de algo. Jamás salió. Jamás volví a verla. Murió en el incendio.
»Creo que regresó a buscar a Ghazi. Creo que mi madre y Ghazi murieron juntos en aquel incendio, sin que él llegara a completar su propósito.
El duendecillo pareció observarle durante un rato.
—Lamento lo que le sucedió a tu madre. Después de todo este tiempo, las lágrimas todavía acuden a ti.
Richard se había quedado sin palabras y sólo pudo asentir.
El duendecillo empezó a girar más de prisa otra vez.
—El nombre Richard Cypher es el nombre por el que te conocemos. Ven, Richard Cypher, y te contaremos lo que Ghazi fue a contar a tu madre.
Capítulo 15
Richard siguió al centelleante punto luminoso al interior del antiquísimo bosque. Nunca había visto árboles tan grandes, y le resultó curioso que criaturas tan diminutas vivieran entre árboles tan grandes. Pareció como si anduvieran durante horas, aunque Richard sabía que sólo le daba esa impresión porque él estaba agotado. Cuando por fin entraron a un extenso claro, Richard apenas pudo creer lo que veían sus ojos. Era tal y como Kahlan lo había descrito. El prado, cubierto de hierba, centelleaba con cientos de duendecillos nocturnos deslizándose entre las briznas de hierba y las flores silvestres. La franja de cielo estrellado de lo alto, a través de la abertura en los imponentes árboles, parecía sin vida comparada con las estrellas de la hierba.
Era una visión hermosa, pero llevó dolor al corazón de Richard porque le hizo pensar en Kahlan, en el primer día que la había visto, cuando le había presentado a Shar. Kahlan y los duendecillos estaban permanentemente unidos en su mente.
Y ahora, después de tanto tiempo, sabía que era un duendecillo nocturno lo que su madre había querido salvar al regresar corriendo al interior de su casa en llamas. No había muerto sola.
Todo debido a que un hombre miles de años atrás había ido al Templo de los Vientos y hecho algo que daría como resultado que Richard naciera con ambos lados del don, los dos lados que la sliph decía que ya no poseía.
Mientras Richard penetraba en el claro, algunos de los duendecillos se acercaron más, curiosos por ver al desconocido que había aparecido entre ellos. Los duendecillos aumentaban y reducían la intensidad de sus destellos, como si conversaran.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Richard al duendecillo que lo había escoltado.
—Soy Tam.
Richard observó que algunos duendecillos se deslizaban más cerca de él, ascendiendo a lo largo de toda su estatura, antes de alejarse a toda velocidad.
—Nuestro número mengua —dijo Tam—. Algo así no ha sucedido nunca antes. Es una época de sufrimiento para nosotros. No conocemos la causa.
—La causa es en parte el motivo de que esté aquí —le explicó Richard—. Espero encontrar ayuda para detener lo que está provocando esta enfermedad entre los duendecillos. Si no tengo éxito, desapareceréis todos.
Tam caviló en silencio. Otros que habían oído las palabras de Richard se dispersaron lejos, hundiéndose en las zonas oscuras de la hierba, como si buscasen un lugar tranquilo donde llorar. Algunos, no obstante, se acercaron más.
—Muchos de los que hay aquí conocían a Ghazi —dijo Tam—. Lo echan de menos. ¿Puedes decirnos algunas de las cosas que dijo antes de que su vida se apagara?
—Lo siento, Tam, pero jamás vi a Ghazi. Jamás supe que había ido a ver a mi madre. Ghazi y mi madre debían morir antes de que él tuviera una oportunidad de contarnos el motivo por el que estaba allí.
Richard se preguntó si aquél había sido el motivo del incendio.
La luz de muchos de los duendecillos se atenuó, como decepcionados de que no pudiera decirles ninguna de las últimas palabras de Ghazi.
Richard recordó su propósito y volvió la cabeza hacia su guía.
—Por favor, Tam, he venido por un motivo importante que, como te he dicho, podría ayudar a los duendecillos. He venido porque Baraccus dejó algo aquí para mí. Su biblioteca está aquí. Envió a su esposa con un libro para mí.
—Magda —dijo uno de los duendecillos.
No estuvo seguro de cuál hablaba, pero sonó más femenino que Tam.
—Es cierto.
—Esto fue mucho antes de nuestro tiempo —dijo ella—, pero las palabras de Baraccus nos han sido transmitidas. Todavía guardamos los secretos que nos pidió guardar. Soy Jass. Ven. Tam y yo te los mostraremos.
Tam y Jass se llevaron a Richard a través de la sedosa hierba, en dirección a los altísimos árboles que había a su izquierda. Entre los árboles, lejos del prado abierto, volvía a ser como descender a un mundo oscuro. Únicamente los dos duendecillos le proporcionaban luz suficiente para ver por dónde iba.
—¿Está muy lejos? —preguntó Richard.
—No —respondió Jass.
—Es un lugar situado dentro de nuestro reino —dijo Tam—, un lugar donde podemos vigilarlos y protegerlos. Con el paso de los milenios la semilla de los relatos plantados en la tierra ha sido regada por deseos y empezó a arraigar y crecer. Al final, surgió a borbotones un copioso fruto de rumores, que el viento desperdigó en rumores que decían que ocultábamos un fabuloso tesoro de oro. Nada pudo convencer a los que así lo creyeron de que no era cierto. La verdad no relumbra para esas personas como lo hace el oro. Su sueño de hacerse con riquezas inmerecidas era tan fuerte en ellos que preferían sacrificar todo lo realmente precioso antes que aceptar la verdad de que era una creencia sin fundamento.
—Lo que ocultamos no es un tesoro —repuso Jass—, sino una promesa hecha por nuestros antepasados.
—Es un tesoro, en cierto modo —les dijo Richard—. Para la persona correcta, al menos.
Lo que no parecía muy lejos para ellos le parecía bastante lejos a Richard, a quien cada vez resultaba más agotador poner una pierna delante de la otra. Su estómago gruñía hambriento mientras recorrían el silencioso bosque.
En algún momento en mitad de la noche, cuando los árboles se abrieron, Richard pudo ver por fin, iluminado por la plateada luz de la luna, un valle que se extendía mucho más abajo. Bosques exuberantes alfombraban la hondonada del valle, con una alfombra de árboles ascendiendo las laderas de montañas situadas a poca distancia a cada lado. El lugar desde donde contemplaba toda la extensión del valle no era tan sólo un punto prominente, sino un lugar con vistas de una belleza perturbadora de las cosas que Richard siempre había amado. Anheló poder explorar un lugar como aquél, estar abajo, en aquellos bosques... pero con Kahlan. Sin ella, la belleza era sólo una palabra. Sin Kahlan sonriéndole, el mundo estaba vacío y muerto.
—Éste es el lugar donde se halla la biblioteca que el amo Baraccus nos dejó en custodia —indicó Tam.
Richard paseó la vista. Sólo vio helechos, algunas enredaderas que descendían de la oscuridad de lo alto, y los enormes troncos de las coníferas que se alzaban junto a él en el borde del mirador.
—¿Dónde? —preguntó—. No veo ningún edificio.
—Aquí —dijo Jade a la vez que descendía hacia un bloque de piedra.
—Aquí debajo está la biblioteca.
Richard se rascó la cabeza. Parecía un lugar raro para una biblioteca. Pero entonces recordó haber encontrado la entrada a la biblioteca de Caska bajo una lápida. Teniendo en cuenta eso, aquello tenía más sentido. Un edificio podría haber sido descubierto y saqueado mucho tiempo atrás.
Se inclinó y apoyó el hombro contra la roca, evitando los cantos. Estaba seguro de no ser lo bastante fuerte para mover un bloque de piedra tan grande, pero puso todo su peso contra la piedra de todos modos. Con un gran esfuerzo, ésta empezó a pivotar lentamente a un lado.
Los duendecillos se acercaron más, contemplando con Richard lo que se hallaba debajo. La piedra había ido a descansar sobre un reborde pequeño y cuidadosamente alisado. No había agujero, ninguna escalera que descendiera al interior de la tierra.
Richard se arrodilló y escarbó en lo que había bajo la roca. Era blando y seco.
—Esto es arena.
—Sí —dijo Jazz—. Cuando Magda vino, siguió las instrucciones de su esposo, usando magia, y llenó lo que había debajo.
Richard no podía creerlo.
—¿Con arena?
—Sí —contestó Jass.
—¿Cuánta arena? —preguntó Richard, aunque no le hacía ninguna ilusión tener que excavar un agujero en la arena.
—¿Ves ese pequeño río abajo, en el valle? —preguntó Jass.
Richard entrecerró los ojos a la débil luz de la luna. Vio el reflejo centelleante de agua que serpenteaba entre bancos de arena.
—Sí, lo veo.
—Las palabras que se nos han transmitido —siguió Jass— dicen que Magda trajo con ella un poderoso hechizo de Baraccus. Lo usó para crear un torbellino que extrajo la arena de los márgenes y llenó este lugar para protegerlo.
—¿Protegerlo? —preguntó Richard—. ¿De qué?
—De cualquiera que consiguiera llegar hasta aquí. Esta arena tiene como misión frustrar los planes de cualquiera que pudiera venir a por lo que hay ahí abajo.
—Bueno, supongo que si hay arena suficiente, eso desde luego los retrasaría. —Richard dirigió una mirada suspicaz a los dos duendecillos que giraban lentamente a la luz de la luna—. ¿Cuánta arena hay aquí abajo, de todos modos?
Tam flotó más allá del borde del precipicio.
—¿Ves esa repisa, ahí abajo?
Richard se inclinó con cuidado por encima del borde del precipicio y miró. Tenía que haber una distancia de varias decenas de metros hasta allí.
—La veo.
—A esa altura está la biblioteca.
—¿La biblioteca está enterrada bajo toda esta arena... ahí abajo, en el fondo?
—Sí —contestó Tam.
Richard estaba anonadado. Tenía que haber arena suficiente para llenar un palacio.
—¿Cómo voy a desenterrar algo así? Tardaría una eternidad en lograr tal cosa.
Tam regresó, acercándose a su rostro.
—Quizá. Pero Baraccus dijo que si tú eras el elegido, sabrías qué hacer.
—¿Si soy el elegido? —Richard sintió el peso del desánimo, como una montaña de arena sobre él—. ¿Por qué siempre tengo que ser el elegido?
Tam giró un momento.
—Eso no podemos decirlo nosotros.
Richard gimió con la decepción de estar tan cerca, pero tan lejos.
—¿Si soy el elegido, entonces por qué no podía simplemente dejarme un mensaje de modo que supiese qué hacer?
Tam y Jass permanecieron en silencio un momento, como si reflexionaran.
—Bueno, se transmitió otra cosa —dijo por fin Jass.
—¿Y cuál?
—Baraccus dijo que los duendecillos tendrían que custodiar esto durante siglos y siglos, pero que cuando las arenas del tiempo se hubiesen agotado, aquel a quien estaba destinado el libro estaría aquí y se lo llevaría. —Jass se acercó—. ¿Ayuda eso, Richard Cypher?
Richard se pasó una mano por la cara. ¿Por qué no podía Baraccus sencillamente decirle cómo recuperar Secretos del poder de un mago guerrero? A lo mejor Baraccus pensaba que el hombre que estaba destinado a tener el libro debía haber llegado ya a dominar su poder hasta el punto de que esto no representaría un obstáculo. A lo mejor pensaba que Richard sabría cómo dar forma a un torbellino mágico y succionar fuera toda la arena. Si eso era así, entonces Richard no era el elegido. No sólo no sabía cómo usar su poder sino que, desde que había estado en la sliph, ya no poseía su don.
En lo que concernía a Richard, las arenas del tiempo ya se habían agotado. Las Hermanas de las Tinieblas habían puesto en funcionamiento las cajas del Destino; los repiques habían contaminado el mundo de la vida, iniciando la destrucción de la magia, lo que era probablemente la gran desdicha que afligía a los duendecillos; y el ejército de la Orden Imperial recorría el Nuevo Mundo sin obstáculos, arrasándolo todo. Pero lo peor de todo, para él, era que habían raptado a Kahlan, que ésta se hallaba bajo la influencia del hechizo Cadena de Fuego, y que necesitaba desesperadamente su ayuda.
Y allí estaba él, aguardando a que las arenas del tiempo se agotaran.
Apartó la mano del rostro a la vez que fruncía el entrecejo. Se inclinó por encima del borde del precipicio, mirando abajo, a la repisa situada muy por debajo. Las arenas del tiempo.
Miró al lado izquierdo y estudió la roca. No vio nada que pudiese utilizar allí, pero a la derecha le pareció ver un modo de bajar. Se quitó la mochila de la espalda y la depositó en el suelo. Sacó su pala de acampada.
—«Cuando las arenas del tiempo se hubiesen agotado, aquel a quien estaba destinado el libro estaría aquí y se lo llevaría» —citó—. ¿No es eso lo que has dicho?
—Sí —repuso Jass—. Es lo que se nos dijo.
Richard volvió a mirar por encima del precipicio.
—Tengo que bajar ahí, a esa repisa —dijo a los duendecillos.
—Te iluminaremos el camino —dijo Tam.
Richard no tardó nada en descender por la pared del risco. Resultó ser tan difícil como había juzgado que sería, pero no le llevó mucho tiempo y al poco estaba de pie sobre la estrecha repisa.
Buscó por todas partes, escarbando en la superficie de la pared de roca, hasta encontrar lo que buscaba. Empezó a cavar al instante, haciendo palanca para sacar rocas que habían sido embutidas tan ajustadamente que era difícil saber con seguridad, a la pobre luz de la luna y de los dos duendecillos, si realmente era lo que pensaba. Cuando empezaron a salir rocas, su confianza aumentó. Cuantos más fragmentos de piedra arrancaba, más fácil resultaba sacar más.
Tuvo que trabajar con cuidado para liberar algunas de las piedras de más tamaño; un paso en falso y podía resbalar y caer del estrecho saliente. Algunas de las piedras que había en el agujero eran más grandes de lo que podría haber levantado, así que tuvo que hacerlas rodar y sacarlas de la abertura, que se ensanchaba por momentos. Por suerte, consiguió hacerlos rodar fuera. Permanecía a un lado sobre el estrecho saliente y dejaba que las rocas y piedras cayeran pasando junto a él, contemplando cómo caían en la noche sin hacer ruido hasta que finalmente chocaban contra el bosque del fondo.
De improviso, cuando la pala se abrió paso a través de algo blando, el resto del tapón de roca empezó a soltarse con un chirrido y estalló abruptamente en una cascada de fragmentos. Richard tuvo que apartarse a un lado. Con un rugido atronador, la arena fue detrás en una columna que manaba al exterior, cubriendo una gran distancia antes de empezar a describir un arco hacia abajo.
Richard permaneció con la espalda apretada contra la pared de roca, el corazón latiéndole con fuerza por la sorpresa ante el modo fulminante en que se había desatascado la abertura que daba al interior hueco del risco. Los dos duendecillos giraban mientras observaban la sorprendente visión. Uno de ellos, Richard no estuvo seguro de cuál, siguió la columna de arena abajo durante un trecho antes de regresar.
Pareció prolongarse eternamente, pero por fin la arena fue menguando mientras manaba del agujero, dejando sólo pequeñas cantidades que caían a rachas en forma de llovizna.
Richard se introdujo en el agujero sin perder un minuto.
—Vamos —llamó a los duendecillos—, necesito luz.
Los dos seres lo complacieron, pasando por encima de sus hombros para entrar primero. Una vez por delante de él, iluminaron la cámara situada más allá. Richard se irguió en el interior, sacudiéndose la tierra. Luego paseó la mirada por estanterías repletas de libros. Era pasmoso pensar que era la primera persona que había estado en aquel lugar desde Magda Searus, la mujer que se convertiría en la primera Confesora.
Eso le recordó a Kahlan, y su necesidad de encontrarla. Miró a su alrededor. Parecía una biblioteca bastante simple, con una entrada en el extremo opuesto que pudo ver que conducía más al interior del risco. Vio sombras de entradas, y escaleras circulares. A pesar de la arena que salía a borbotones del agujero, aún había mucha arena cubriéndolo todo. Se necesitaría algo de tiempo para limpiar el lugar y ver realmente qué había allí.
A la derecha, no obstante, sobre un pedestal situado contra una pared de piedra lisa, descansaba un libro separado del resto. Richard lo levantó del pedestal y sopló encima para quitarle la arena y el polvo.
En la tapa ponía: Secretos del poder de un mago guerrero.
Deslizó los dedos sobre las letras doradas de la tapa mientras volvía a leer las palabras dirigidas a él.
Era una sensación sobrecogedora darse cuenta de que un mago guerrero, el Primer Mago Baraccus en persona, había creado aquel libro para la persona que nacería con el poder que él se había encargado de que fuera liberado del Templo de los Vientos. Richard había hallado por fin el tesoro que Baraccus le había dejado.
Un duendecillo nocturno revoloteaba por encima de cada uno de sus hombros, observándolo mientras contemplaba con veneración el libro que finalmente respondería a sus preguntas, que finalmente le ayudaría a dominar su don.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Richard abrió la tapa para ver lo que Baraccus había querido que supiese.
La primera página estaba en blanco.
Pasó más páginas, pero estaban todas en blanco. Hojeó el libro entero y, aparte de las letras de la cubierta, descubrió que todo el libro estaba en blanco.
Se oprimió las sienes con los dedos de una mano. Pensó que iba a vomitar.
—¿Alguno de vosotros puede ver algo en las páginas?
—No —dijo Jass—. Lo siento.
—No veo la menor señal de escritura —añadió Tam.
Richard comprendió, entonces, cuál era el problema. Le cayó el alma a los pies.
Secretos del poder de un mago guerrero era un libro que instruía sobre el uso de formas específicas del don. El libro tenía que ver con magia. Por algún motivo a Richard lo habían separado de su don, y sin ese don para ayudarlo, lo que estuviera escrito en las páginas no permanecería en su mente. Olvidaría las palabras antes de que pudiera recordar haberlas leído.
Del mismo modo que ya no recordaba una sola palabra del Libro de las sombras contadas, no podía retener las palabras de Secretos del poder de un mago guerrero el tiempo suficiente para recordar haber visto alguna palabra. Sin el don, aparecería en blanco ante él.
Hasta que pudiera dilucidar qué le pasaba a su don, no sería capaz de leer aquel libro.
—Tengo que llevarme esto —dijo Richard a los duendecillos.
—Tal y como Baraccus dijo que harías, Richard Cypher —repuso Tam.
Richard se preguntó si Baraccus, de algún modo, también sabía que aquello iba a sucederle. Tanto si lo sabía como si no, Richard no tenía tiempo para reflexionar sobre ello. Volvió a trepar fuera del agujero y ascendió por la pared rocosa del risco.
Advirtió que la roca sobresalía por encima de la abertura que daba a la biblioteca, probablemente de modo que el agua no pudiera erosionar el tapón con el paso del tiempo o abrirse paso al interior. La arena tenía que estar seca no sólo para que los libros del interior no se estropearan, sino para que pudiera caer fuera. Richard decidió que por el momento la biblioteca estaba relativamente a salvo de la lluvia.
Una vez en lo alto del risco, guardó el valioso libro en su mochila. Vio que en el interior del reborde de piedra, donde antes había habido arena, ahora había una escalera de caracol que descendía a la oscuridad del fondo. Para asegurarse de que nadie descubriera la biblioteca, empujó con todas sus fuerzas el peñasco hasta conseguir que rotara de vuelta a su lugar.
Jadeando por el esfuerzo, se echó la mochila a la espalda. Mil pensamientos distintos se agolpaban en su mente. En el camino de vuelta a través del oscuro bosque, Richard habló poco con los duendecillos, aparte de darles las gracias por su ayuda.
Una vez que llegaron de nuevo al prado, dejó vagar la mirada por el espectáculo de todos aquellos seres nocturnos deslizándose entre la hierba y las flores silvestres, algunos girando sobre sí mismos en una complicada danza. Se preguntó cuántos duendecillos nocturnos más había habido cuando Kahlan había estado allí.
Echaba tanto de menos a Kahlan que el pensamiento le provocó un nudo en la garganta. Ella era su mundo... El mundo entero, en tantos aspectos, parecía estar desvaneciéndose.
—Tengo que irme —dijo a Tam y a Jass—. Espero usar lo que he encontrado aquí para ayudar a detener el sufrimiento de los duendecillos, y de otros.
—¿Regresarás? —preguntó Jass.
Dedicando un breve pensamiento a la biblioteca secreta, Richard asintió.
—Sí. Y espero traer a Kahlan conmigo, y que para entonces la recordéis. Sé que estará encantada de volveros a ver.
—Cuando la recordemos —dijo Jass—, también nosotros nos sentiremos llenos de alegría.
No queriendo volver a poner a prueba su voz, Richard asintió y luego inició la marcha.
Tam lo escoltó a través del antiguo bosque, ayudándole a encontrar el camino. En el linde de los antiguos árboles, el duendecillo se detuvo.
—Baraccus fue sabio al elegirte, Richard Cypher. Creo que llevas el éxito contigo. Te deseo lo mejor.
Richard sonrió tristemente. Deseó estar tan seguro como Tam. Ya no tenía acceso al don que había dentro de él —si es que seguía estando allí— y no tenía ni idea de cómo tendría éxito. A lo mejor Zedd podría ayudar.
—Gracias, Tam. Tú y los duendecillos habéis sido buenos protectores de todas las cosas que Baraccus os dejó. Haré todo lo que pueda para protegeros, y a los otros inocentes que se hallan en peligro.
—Si fracasas, Richard Cypher, sé que no será por falta de esfuerzo por tu parte. Si alguna vez vuelves a necesitar nuestra ayuda, como Shar te contó, di uno de nuestros nombres e intentaremos ayudarte.
Richard asintió y empezó a alejarse. Se dio la vuelta una vez para saludar con la mano. El duendecillo giró, emitiendo un color rosa durante un momento y luego desapareció entre los árboles. Richard se sintió de improviso espantosamente desamparado a la luz de la luna.
Los robles muertos parecían no tener fin. Caminó lenta y pesadamente en un aturdimiento entumecido. Necesitaba comer algo y descansar, pero quería salir del extraño bosque y estar de vuelta en la floresta. Vio huesos entre las raíces de los robles, como si los árboles intentasen recoger a los muertos para abrazarlos contra sus pechos.
En algún lugar del bosque muerto, tras caminar interminablemente, absorto en sus atribulados pensamientos, Richard sintió un repentino helor en el aire que le hizo estremecer e introducir con un jadeo el agudo frío en sus pulmones.
Parecía como si hubiese ido a parar al interior de las fauces del invierno.
Cuando alzó la mirada, divisó lo que en un principio pareció una sombra erguida entre las calaveras. Cuando vio por fin lo que era en realidad, otro escalofrío le corrió por la espalda.
Era una mujer alta de pelo negro e hirsuto. Llevaba una túnica de un negro intenso, y su piel era tan pálida como la luna, lo que hacía que su rostro enjuto pareciera flotar en la oscuridad. Su carne reseca estaba muy tensada sobre sus huesudas facciones, tal y como imaginaba que habría sido el aspecto de aquellos muertos mientras yacían sin vida en aquel bosque desolado, aguardando a que los gusanos llevaran a cabo su tarea.
La sonrisa fina y amenazadora de la mujer decía inequívocamente que era de esas personas que dejaría que los huesos de un viajero agotado se pudrieran justo en un lugar como aquél, entre los muertos en descomposición.
Richard sentía tanto frío que no podía moverse. Advirtió que tiritaba, pero no lo podía evitar. No notaba los dedos de las manos ni de los pies. Quería moverse, correr, pero no podía.
No tenía don que invocar. No tenía espada que desenvainar.
Se sentía indefenso ante la mirada de aquellos descoloridos ojos azules.
Se preguntó si sus restos sin vida acabarían abandonados en aquel lugar para que se pudrieran, olvidados, junto con todos los otros huesos anónimos de aquellos que habían acudido soñando con encontrar un tesoro.
Los brazos de la mujer se elevaron majestuosos, como las alas de un cuervo alzándose. Y la noche lo envolvió.
Capítulo 16
Kahlan, de un modo gradual, fue consciente de un desconcertante zumbido de voces, tanto cercanas como lejanas. No obstante, estaba tan aturdida, que no estaba segura de si eso era real o sólo lo imaginaba. Sabía que algunos de los pensamientos que fluían incesantemente por su cabeza tenían que ser cosa de su imaginación, a pesar de lo reales que parecían. Sabía que no se hallaba en un campo lleno de flores, entre las estrellas, ni en mitad de una batalla campal con cadáveres resecos a caballo, ni volando entre las nubes a lomos de un dragón rojo. Todo parecía real, pero sabía que no podía serlo.
Al fin y al cabo, no existían los dragones. Sólo eran un mito.
Pero si realmente eran voces lo que oía, no era capaz de entender las palabras. Le llegaban más como burdos sonidos, cada tono resonando dolorosamente en las profundidades de su ser.
De lo que estaba segura era de que la cabeza le daba punzadas a un ritmo lento y que cada vez que el atroz latido presionaba, parecía como si el cráneo fuera a partírsele por la presión. A medida que cada ciclo intermitente amainaba, las náuseas brotaban en su interior, para luego ser obligadas a retroceder de nuevo por la llegada de la siguiente y torturante compresión.
Por mucho que intentaba abrir los ojos, Kahlan no podía alzar los pesados párpados. Eso habría requerido más energías de las que podía reunir justo en aquellos momentos. Además, temía que pudiera haber luz, y estaba segura de que la luz la lastimaría igual que largas agujas acuchillando sus ojos indefensos.
Parecía como si alguna presión desconocida y consistente la mantuviese suspendida e inmóvil, mientras una fuerza oculta y vibrante la torturaba. Intentando desesperadamente escapar de sus garras, trató de doblar los brazos, pero estaban agarrotados. Trató de mover las piernas, o incluso alzar una rodilla, pero le fue imposible.
Un sonido, posiblemente una palabra áspera, la sobresaltó, acercándola más al borde de la conciencia, alzándola a través de la aturdida confusión hacia el mundo de la vida. Esta vez estuvo segura de que los sonidos eran voces. Empezó a poder distinguir alguna que otra palabra.
Aferró mentalmente aquellas palabras como si fuesen una cuerda de salvamento y las usó para izarse fuera de los oscuros pozos de la inconsciencia. Respiró con normalidad, concentrándose en las palabras, obligando al dolor a retroceder a un segundo plano mientras aguzaba el oído para captar cada palabra, en un intento de enlazarlas en forma de conceptos coherentes. Reconoció voces de mujeres y la voz de un hombre. Un hombre arisco.
El dolor de estar despierta, pese a todo, era aún más debilitante que el sufrimiento nebuloso. La realidad tenía una manera de añadir una dimensión atroz al dolor, un tormento despiadado que le producía punzadas por todo el cuerpo.
En un esfuerzo por sacar su mente del dolor en el que estaba sumida, Kahlan abrió los ojos justo lo suficiente para atisbar y pasear una cuidadosa mirada. Estaba dentro de alguna clase de estructura. Parecía más bien una tienda hecha de lona de color canela, pero si realmente era una tienda era mucho más grande que cualquier tienda que recordara haber visto. Soberbios tapices colgaban a un lado, dando la impresión de cumplir la función de puertas dobles.
Ella yacía sobre gruesas pieles que estaban encima de algo ligeramente elevado. En aquella atmósfera bochornosa las pieles la hacían sudar. Al menos no estaba cubierta con mantas. Pensó que a lo mejor la habían colocado allí para impedir que estorbara el paso. Había una silla, con un respaldo tallado, frente al lugar donde yacía, pero nadie se sentaba en ella.
Había varías lámparas colocadas por toda la habitación sobre arcones, mientras que otras colgaban de cadenas. No servían para ahuyentar la lúgubre atmósfera del interior de la tienda, pero al menos el olor del aceite ardiendo ayudaba a disimular el hedor a sudor, animales y estiércol. Kahlan sintió un gran alivio al comprobar que la luz no le hería los ojos como había temido que hiciera.
Una de las Hermanas paseaba bajo la tenue luz, igual que un fantasma incapaz de encontrar su tumba.
Ruidos entremezclados y apagados procedentes del exterior pasaban a través de la gruesa lona y las paredes recubiertas de tapices de la tienda. Sonaba como si toda una ciudad rodeara el callado santuario. Kahlan podía oír el murmullo de la cantinela de hombres a millares junto con cascos de caballos, el traqueteo de carros, el rebuzno de mulas y el tintineo de armas y corazas. A lo lejos, unos hombres chillaban órdenes, o reían, o maldecían, mientras que los que estaban más cerca contaban historias que no podía captar del todo.
Kahlan sabía cómo era aquel ejército. Lo había visto fugazmente desde lejos, había pasado por lugares donde había estado y había visto a aquellos a los que habían torturado, violado y asesinado. No quería tener que salir jamás allí afuera, entre aquellos salvajes.
Cuando advirtió que Jagang echaba un vistazo en su dirección, fingió seguir inconsciente, sin moverse en absoluto y manteniendo los ojos casi cerrados. Creyendo que no estaba aún despierta, él dejó que su mirada vagara de nuevo hacia la hermana Ulicia, que seguía paseando.
—No puede ser tan simple —insistió la hermana Armina desde donde permanecía de pie, junto a una mesa, y alzó la nariz en un gesto altanero.
Kahlan distinguió el borde de un libro sobre aquella mesa. Los dedos extendidos de la hermana Armina descansaban sobre la tapa de cuero del libro.
—Armina —preguntó Jagang con voz calmada y casi amable—, ¿puedes hacerte ni la más remota idea de lo entretenido que me resulta estar en la mente de una Hermana problemática a la que envío a las tiendas para que se la pasen mis hombres unos a otros?
La mujer palideció mientras retrocedía un paso hasta quedar con la espalda contra la pared de la tienda.
—No, Excelencia.
—¿Estar allí, siendo testigo de su terror? ¿Estar en su mente, viendo lo completamente indefensas que están mientras unas manazas les arrancan las ropas y magrean sus cuerpos, mientras las empujan al suelo desnudo, las obligan a separar la piernas y las montan hombres que no las consideran de ningún valor aparte de cómo un poco de diversión lasciva? ¿Hombres que no sienten en absoluto la menor lástima por ellas, a quienes no les importa lo más mínimo el sufrimiento que inflijan? ¿Puedes imaginar lo satisfactorio que es para mí estar allí, en las mentes de tan irritantes Hermanas, ser un testigo presencial, por así decirlo, de su bien merecido castigo?
Con los ojos desorbitados por el pánico, la hermana Armina respondió en una voz apenas audible.
—No, Excelencia.
—En ese caso, sugiero que dejes de poner objeciones que no están basadas en lo que crees, sino en lo que crees que quiero oír. No estoy interesado en que me hagas la pelota. En mi lecho se te permite halagarme si crees que con ello obtendrás mi favor, lo que no conseguirás, pero en esto sólo me interesa la verdad. Tus argumentos obsequiosos no harán que tengamos éxito. Únicamente la verdad lo hará. Si tienes algo que decir que merezca la pena, entonces dilo, pero deja de interrumpir a Ulicia para criticar su opinión con lo que crees que yo quiero oír, o volverás a ser enviada a las tiendas más pronto que tarde. ¿Entendido?
La hermana Armina dirigió la mirada al suelo.
—Sí, Excelencia.
La hermana Ulicia tomó aire para sosegarse cuando Jagang volvió la atención hacia ella. Detuvo su paseo y alzó un brazo en dirección al libro de la mesa.
—El problema es, Excelencia, que no tenemos modo de confirmar si esta copia es auténtica o no. Sé qué es lo que queréis que hagamos, y creedme que lo hemos intentado, pero la verdad es que no podemos hallar nada que pueda resolver la cuestión.
—¿Por qué no?
—Bueno, si dice «situar las cajas mirando al norte», ¿cómo se supone que vamos a poder saber si ésa es un instrucción cierta o falsa sólo leyéndola? Por lo que sabemos, colocarlas mirando al norte podría ser una copia exacta del manuscrito original, en cuyo caso no hacer lo que dice sería fatal... o podría ser una instrucción falsa y hacer lo que dice sería fatal. ¿Cómo vamos a saberlo? Puede que deseéis que lleguemos a una conclusión sobre la validez del libro sólo leyéndolo, pero no tenemos modo de hacer eso. Sé que no queréis que mienta para satisfacer vuestra petición. Os estoy sirviendo del mejor modo siendo sincera.
Jagang la observó con suspicacia.
—Ten cuidado, Ulicia, no cruces la línea que lleva a la adulación. No estoy de humor.
La hermana Ulicia inclinó la cabeza.
—Desde luego, Excelencia.
Jagang cruzó los corpulentos brazos sobre su enorme pecho y regresó a la cuestión que tenían entre manos.
—De modo que piensas que, por esta razón, los que hicieron las copias nos dejaron este otro modo de diferenciar la falsa.
—Sí, Excelencia —repuso la hermana Ulicia, a pesar de parecer inquieta por expresar una opinión que sabía que no lo complacería.
Puesto que el emperador podía leerle el pensamiento, sabría que lo que ella decía, lo creía de verdad. Kahlan imaginó que la mujer entendía que su mejor posibilidad de no incurrir en su cólera era mantenerse fiel a lo que creía. Ulicia era lista.
—Crees que ésta es la explicación real, entonces, que no es un error, sino que fue calculado y deliberado.
—Sí, Excelencia. Tiene que existir algún modo de saberlo. De lo contrario, la utilización del libro con éxito sería sólo resultado del azar. Las cajas del Destino se crearon para contrarrestar...
Hizo una pausa al tiempo que dirigía una ojeada a Kahlan. Ésta mantuvo los ojos entornados en rendijas casi imperceptibles, de modo que la mujer no supiera que estaba despierta. La hermana Ulicia dirigió su atención de vuelta a Jagang.
—Habrían razonado que si alguna vez resultaba necesario usar esa contramedida sólo podría ser porque la situación era desesperada, así que necesitarían con urgencia saber que el libro era auténtico, o de lo contrario se arriesgaban a perder todo aquello en lo que creían. Al fin y al cabo, estarían usando el libro para salvar todo en lo que creían. Si los que usaban la contramedida de las cajas empleaban la copia falsa, podían perder más que sus vidas... se arriesgaban a perder el mundo de la vida.
—A menos que los que hicieron las copias quisieran que hubiera copias falsas para frustrar a un ladrón —dijo Jagang.
—Pero, Excelencia —repuso la hermana Ulicia—, para detener cualquier plan alevoso, los que estaban a cargo de las cajas deberían tener un modo de diferenciar las copias auténticas de las falsas. Si no dejaban tal método a los que vendrían después de ellos, habrían abandonado a sus descendientes al azar. Su auténtica razón para realizar las copias era que les preocupaban los riesgos que podrían presentarse en el futuro teniendo sólo el texto original. Después de todo, el libro en cuestión estaría sujeto a infinidad de amenazas, desde fuego, a agua, pasando por gusanos, y eso sin incluir las amenazas deliberadas. Debieron de asegurarse de que hubiera una copia fiel en el caso de que alguna vez fuese necesario utilizar las cajas y el libro original no estuviese disponible por motivos que ellos podrían no ser capaces de imaginar siquiera. Arriesgar ese futuro al azar sería contrario a su propósito al hacer las copias.
»¿Entendéis lo que quiero decir? Puesto que hicieron sólo una copia auténtica, y varias falsas, con ello intentaban que no se hiciera un uso ilícito de las cajas... colocando otro obstáculo en el camino; pero al mismo tiempo, si alguna vez era verdaderamente necesario usar las cajas, es seguro que no habrían querido que el azar hubiese intervenido. Habrían dejado un modo de confirmar la autenticidad del ejemplar, un medio de determinar cuál era auténtico y cuál falso.
Jagang se giró hacia la otra Hermana.
—Vaya, a Armina se le ha ocurrido algo. Habla, querida.
La hermana Armina se aclaró la garganta.
—Se nos pide que creamos que unas palabras en singular en lugar de en plural servían como su única indicación de validez. —La Hermana negó con la cabeza—. Creo que es una respuesta demasiado simple, por no decir un mensaje poco claro. Este medio de diferenciar la auténtica de la falsa en sí mismo también es azaroso, a menos que estipularan un modo de confirmarlo.
—Y lo han hecho, ¿no? —La hermana Ulicia enarcó una ceja mientras se inclinaba un poco hacia la otra mujer—. Está justo ahí, justo en el principio, donde nos dice exactamente cómo detectar si el libro es auténtico o no. Dice que «ella» debe verificarlo. Lo ha hecho.
Armina cruzó los brazos.
—Como he dicho, creo que sencillamente es demasiado simple para ser la respuesta.
—Si es tan simple, Armina, entonces ¿por qué no lo viste? —preguntó la hermana Ulicia.
Kahlan cerró los ojos un poco más cuando la hermana Ulicia la señaló con la mano.
—Ella encontró el defecto. ¿Por qué no lo vio ninguno de nosotros? Sólo ella lo vio. Sin ella probablemente no lo habríamos advertido o, de haberlo hecho, probablemente habríamos pensado que no sería importante y no habríamos hecho caso. Ha hecho lo que el libro decía que debía. Dijo que la copia es falsa. Ése es precisamente el propósito para el cuál el libro dijo que se la tenía que usar.
»Algunos de nosotros podemos no considerar ese defecto lo bastante determinante, pero eso no importa. Permanece el hecho de que ella debe verificar la autenticidad de este libro y, debido a un fallo que únicamente ella advirtió, afirma que es una copia falsa. Y por tanto tenemos que tomar ese dictamen como válido.
Reflexionando sobre las palabras de cada mujer, Jagang volvió a frotarse el cuello mientras paseaba ante la mesa. Clavó los ojos en el libro durante un rato, luego habló.
—Hay un modo de estar seguro. —Miró con ferocidad a cada una de las Hermanas por turno—. Tenemos que encontrar las otras copias y compararlas. Si todas ellas, o únicamente unas pocas, tienen ese mismo defecto exacto en el título, entonces eso lo señalaría como carente de significado. Por otra parte, si todas excepto una tienen ese mismo defecto, entonces la que no lo tenga será la copia auténtica. Entonces podemos comparar los textos y si la que no tiene el título equivocado es distinta de todas las demás, habremos confirmado que es la copia auténtica de verdad.
—Excelencia —dijo la hermana Armina con una respetuosa inclinación de cabeza—, ésa es una idea excelente. Si podemos localizar las otras, y ésta es la única con este defecto, entonces eso probaría mi argumento de que no es más que un simple error aislado cometido por un encuadernador ignorante.
Jagang la miró fijamente durante un momento antes de romper por fin el contacto visual y dirigirse a un arcón situado a un lado. Abrió la tapa y sacó un libro. Lo arrojó sobre la mesa de modo que se deslizara por el tablero hacia las dos Hermanas.
La hermana Armina lo recogió y leyó la cubierta. Incluso a la tenue luz de las lámparas de aceite, Kahlan pudo ver que el rostro de la mujer adquiría un intenso tono rojo.
—Libro de la sombra contada —dijo en un susurro incrédulo.
—¿«La sombra contada»? —preguntó la hermana Ulicia, atisbando abajo por encima del hombro de la otra Hermana—. ¿No «las sombras contadas»?
—No —replicó Jagang—. Es el Libro de la sombra contada, lo mismo que el procedente de Caska.
—Pero, pero... —tartamudeó la hermana Armina—. No comprendo. ¿De dónde procede esta copia?
Una sonrisa condescendiente se unió a la mirada feroz de Jagang.
—Del Palacio de los Profetas.
La hermana Armina se quedó boquiabierta.
La hermana Ulicia frunció el entrecejo.
—¿Qué? Eso no puede ser. ¿Estáis seguro?
—¿Que si estoy seguro? —resopló él—. ¡Oh, sí, estoy seguro! Verás, tengo este libro desde hace bastante tiempo. Es parte de la razón por la que os permití, estúpidas criaturas, proseguir con vuestra búsqueda. Necesitaba a la misma mujer tras la que ibais para averiguar si ésta es una copia auténtica o no.
»Durante todo el tiempo que tuve este libro jamás reparé en el singular, en «la sombra contada». Pero nuestra desvanecida amiga de ahí lo advirtió al instante.
—Pero ¿cómo pudisteis obtener esto del Palacio de los Profetas? —preguntó la hermana Ulicia—. Por lo que hemos averiguado, estas copias se enterraron con huesos, como en Caska, en catacumbas ocultas. Jamás se descubrieron catacumbas en el palacio antes de que fuera destruido.
Jagang sonrió, como si explicara cosas a unos niños.
—Te crees muy lista, Ulicia, por haber descubierto lo de las cajas, lo del libro necesario para abrirlas, lo de las catacumbas y lo de la persona concreta que hace falta para verificar el texto del libro. Pero yo he sabido desde hace décadas lo que tú has descubierto hace poco.
»He estado visitando mentes durante un período muy largo de tiempo para ayudar a nuestra causa. Te sorprenderían todas las cosas que averigüé hace mucho. Mientras vosotras estabais ocupadas en maniobras palaciegas, en batallas por el poder en vuestra isla diminuta, en hacerle la corte bien al Creador o al Custodio, en buscar favores a cambio de lealtad a uno o a otro, he estado trabajando para unir al Viejo Mundo bajo la causa de la Fraternidad de la Orden, que es la auténtica causa del Creador y por lo tanto la única causa justa de la humanidad.
»Mientras enseñabais a jóvenes a ser magos, yo mostraba a esos mismos jóvenes la auténtica Luz. Sin que las Hermanas fueran siquiera conscientes de ello, muchos de aquellos jóvenes magos ya se habían consagrado a la futura salvación de la humanidad convirtiéndose en discípulos de la Orden. Pasaron décadas recorriendo los pasillos del Palacio de los Profetas, justo bajo las narices de las Hermanas, mientras trabajaban como hermanos de la Fraternidad de la Orden. Y yo estaba allí, en sus mentes, mientras leían todos aquellos libros restringidos en los sótanos del palacio.
»Como Caminante de los Sueños, les proporcioné orientación en sus estudios. Hice que buscaran para mí. Como hermanos de la Orden encontraron hace mucho la entrada secreta que descendía a las catacumbas; estaba oculta debajo de una zona de almacenamiento que no se utilizaba y llevaba mucho tiempo olvidada, en la sección más antigua de las caballerizas. Hicieron desaparecer este libro, así como otros volúmenes valiosos, de las catacumbas, y luego cuando finalmente llegué al palacio tras haber unificado triunfalmente el Viejo Mundo, me los entregaron. Hace décadas que tengo esta copia.
»Lo único que no tenía era un modo de llegar hasta las cajas y al medio de verificación. Pero entonces, las Hermanas me hicieron un favor llevando a cabo cosas que provocaron la destrucción de esa barrera.
»Ahora que el Palacio de los Profetas ha sido destruido, me temo que las catacumbas y los libros que contenían se han perdido para siempre, pero aquellos jóvenes leyeron en la mayoría de aquellos volúmenes ocultos, y a través de sus ojos he leído la mayor parte de ellos. El palacio y las catacumbas han desaparecido, pero no todo el conocimiento contenido allí se ha perdido. Aquellos jóvenes crecieron para convertirse en hermanos, y muchos siguen vivos y sirviendo en nuestra lucha.
»Cuando fui testigo de cómo urdíais vuestro plan para capturar a la Madre Confesora, me di cuenta de que podía utilizar ese plan para ponerle por fin las manos encima y usarla para mis propósitos, así que os permití pensar que lograbais lo que queríais, mientras, de hecho, lograbais lo que yo quería. Ahora tengo el libro, y a la Madre Confesora que el libro dice que debe ser utilizado para confirmar su validez.
Las dos Hermanas no pudieron hacer más que mirarlo atónitas.
A Kahlan la cabeza le daba vueltas. Madre Confesora. Ella era la Madre Confesora.
¿Qué diantre era una Madre Confesora?
Jagang lanzó a las Hermanas una sonrisa maliciosa.
—Habéis sido unas perfectas idiotas, ¿no creéis?
—Sí, Excelencia —reconocieron ambas al unísono con un hilo de voz.
—Así pues, como veis —prosiguió él—, ahora tenemos dos copias del Libro de las sombras contadas, y ambas tienen el mismo error.
—Pero, con todo, sólo son dos —dijo la hermana Armina—. ¿Y si las otras copias tienen el mismo defecto?
—No creo que eso vaya a suceder —indicó la hermana Ulicia.
—Bueno, si lo tuvieran, desde luego demostraría algo, ¿no? —Jagang enarcó una ceja en gesto inquisitivo—. Ahora tengo dos, y tienen el mismo error. Necesitaremos el resto para confirmar la teoría de que uno tendrá el título escrito correctamente, «las sombras contadas». Así pues, necesitamos mantener a la Madre Confesora con vida.
—¿Y si todas las copias tienen el mismo defecto, Excelencia? —preguntó la hermana Armina.
—Entonces habremos averiguado que el error en el título no es el método para verificar el Libro de las sombras contadas. Puede darse el caso de que tengamos que proporcionarle acceso a la copia misma para que pueda tener una base más amplia para efectuar la verificación; para que la haga sobre cosas que por ahora no es capaz de ver.
La hermana Armina alzó una mano.
—Pero Excelencia, no sé si tal cosa es posible.
Jagang no respondió a la hermana Armina, en su lugar le cogió el libro de las manos y lo colocó junto al que estaba en la mesa.
—La Madre Confesora todavía es vital para nosotros. Ella es el único modo de verificar la única copia auténtica. Aún no podemos estar seguros de que lo haya hecho. Ha emitido un juicio basado en la única información de que disponía. Por ahora, la necesitamos con vida.
—Sí, Excelencia —dijo la hermana Armina.
—Creo que podría estar despertándose —indicó la hermana Ulicia.
Kahlan advirtió que había estado escuchando con tanta atención que había dejado de cerrar los ojos cuando la hermana Ulicia había mirado en su dirección. La Hermana se acercó más, escudriñándola con la mirada.
Kahlan no quería que supieran que les había oído llamarla por su título de Madre Confesora. Se desperezó un poco, como intentando escapar de los dominios de la inconsciencia mientras trataba de imaginar qué podría significar tal título.
—¿Dónde estamos? —farfulló, fingiendo una voz vacilante.
—Tengo plena confianza de que muy pronto te quedará muy claro —La hermana Ulicia golpeó el hombro de Kahlan con el dedo—. Ahora, despierta.
—¿Qué sucede? ¿Deseáis algo, Hermana? —Kahlan se frotó los ojos, intentando parecer falta de coordinación y aturdida—. ¿Dónde estamos?
La hermana Ulicia enganchó un dedo alrededor del collar que rodeaba el cuello de Kahlan y la puso en pie de un tirón.
Antes de que la Hermana pudiera decir nada más, la mano rolliza de Jagang le agarró el brazo y la hizo retroceder. Tenía la atención concentrada en Kahlan, y le agarró la camisa, a la altura de la garganta, con las dos manos. La alzó en vilo.
—Mataste a dos guardias leales —dijo entre dientes—. Mataste a la hermana Cecilia.
Su rostro enrojecía con una cólera que aumentaba rápidamente. Su frente se arrugó sobre los oscuros ojos, y parecía como si pudieran centellear relámpagos.
—¿Qué te hizo pensar que podrías matarles y quedar impune?
—No pensé que pudiera quedar impune —dijo Kahlan con toda la calma que le fue posible.
Tal y como había sospechado, su calma sólo sirvió para provocar la furia del emperador.
Éste rugió con furia y la zarandeó con tal violencia que dio la impresión de que podría haberle desgarrado los músculos del cuello. Era evidente que era un hombre que montaba en cólera a la menor provocación.
Kahlan no quería morir, pero sabía que una muerte rápida podría ser preferible a lo que él le había prometido. De todos modos, tampoco podía hacer nada para detenerlo.
—¡Si no pensabas que podías quedar impune, por qué te atreviste a hacer una cosa así!
—¿Qué más da? —preguntó ella con tranquila indiferencia mientras los puños que la sujetaban por la camisa la sostenían en alto.
—¿De qué hablas?
—Bien, ya me dijisteis que el tratamiento que me daréis será lo más terrible que haya experimentado jamás. Os creo. Es el único modo en que personas como vos pueden vencer: mediante amenazas y brutalidad. Cometisteis la equivocación de decirme que no podía ni imaginar todas las cosas terribles que teníais intención de hacerme. Ésa fue vuestra gran equivocación.
—¿Equivocación? ¿De qué hablas? —La atrajo contra su cuerpo musculoso—. ¿Qué equivocación?
—Cometisteis un error táctico, emperador —dijo Kahlan, consiguiendo poner énfasis en su título de un modo que lo hizo sonar como una burla, pues lo quería enojado.
A pesar de colgar de sus puños, Kahlan intentaba sonar serena, incluso distante.
—Veréis, me habéis dejado claro que, no importa lo que haga, no tengo nada que perder. Habéis dejado claro que no se puede razonar con vos. Dijisteis que ibais a hacerme todo lo peor que pudierais. Al revelar que no puedo esperar ninguna misericordia en absoluto, me habéis dado una ventaja que antes no tenía.
»Veréis, al cometer esa equivocación, me mostrasteis que no tenía nada que perder matando a vuestros guardas y, puesto que seré sometida al peor trato que podáis darme de todos modos, también podía aprovechar para vengarme de la hermana Cecilia. Al cometer tal error táctico, me mostrasteis que no sois tan listo después de todo, que sois simplemente un bruto y que se os puede vencer.
Él aflojó la sujeción justo lo suficiente para que Kahlan apoyara las puntas de las botas en el suelo.
—Realmente eres especial —dijo él al tiempo que una lenta sonrisa maliciosa vencía su cólera—. Voy a disfrutar con lo que tengo planeado para ti.
—¿Os he hablado ya de vuestro error, y lo repetís? Al parecer, no aprendéis, ¿verdad?
Antes, cuando él la había atraído contra él en un ataque de cólera y acercado su rostro al suyo, cuando había tenido las manos sujetándola de un modo amenazador, Kahlan había usado la distracción para quitarle con cuidado el cuchillo de la funda que llevaba al cinto y escondérselo en la manga. Él había estado tan furioso que no lo había advertido.
En lugar de volver a ponerse hecho una furia ante el último insulto recibido, Jagang empezó a reír.
Kahlan tenía ya el cuchillo bien sujeto en el puño.
Sin ceremonias ni advertencia previa, se lo clavó tan fuerte como pudo.
Su intención había sido hundir la hoja por debajo de las costillas hacia arriba, para cercenar órganos vitales. No obstante, el modo en que él la sujetaba dificultó el movimiento lo suficiente para que errara el blanco por unos milímetros y en su lugar alcanzó la costilla inferior. La punta pinchó en hueso.
Antes de que tuviera tiempo de arrancarlo otra vez y volver a acuchillarle, él le sujetó la muñeca con fuerza y le retorció violentamente el brazo hacia atrás, haciéndolo girar en redondo. La espalda de Kahlan chocó contra el pecho de Jagang, quién le arrebató el cuchillo de la mano. El brazo que mantenía cruzado sobre su garganta la dejó sin aire mientras lo presionaba. La cólera le hacía respirar agitadamente contra la espalda de Kahlan.
En vez de admitir la derrota, y antes de que perdiera el conocimiento por falta de aire, Kahlan usó toda su fuerza para estrellar el tacón de la bota contra su espinilla. Por el grito que él profirió, supo que le había dolido. Le golpeó con el codo directamente en la herida recién abierta, y él se encogió. Mientras el codo rebotaba debido al impacto, lo ladeó para ganar impulso y a continuación golpeó violentamente hacia atrás, alcanzándolo en la mandíbula. Sin embargo, él era tan corpulento que el golpe no tuvo un efecto incapacitador. Había sido como dar un puñetazo a un toro. Y, al igual que un toro, sólo lo enfureció más.
Jagang la agarró por un trozo de la camisa antes de que pudiera escabullirse fuera de su alcance y le asestó un puñetazo en el estómago que la hizo doblarse al frente y que le dejó los pulmones sin aire.
Reparó en que estaba de rodillas sólo cuando él la alzó por los cabellos y volvió a ponerla en pie.
Jagang sonreía burlón. Una pelea inesperada y peligrosa, pero desigual, y una oportunidad de infligir dolor habían disipado su ramalazo de ira. Empezaba a disfrutar con el juego.
—¿Por qué no os limitáis a matarme? —consiguió decir Kahlan mientras él permanecía, observándola.
—¿Matarte? ¿Por qué tendría que matarte? Entonces sólo estarías muerta. Te quiero viva para hacerte sufrir.
Las dos Hermanas no hicieron el menor movimiento para refrenar a su amo. Kahlan sabía que no habrían puesto objeciones a nada que le hubiera hecho, ya que mientras tuviese la atención puesta en Kahlan no la tenía en ellas. Antes de que él pudiera volver a golpearla, la luz irrumpió en la tienda, atrayendo su atención.
—Excelencia —dijo una voz profunda.
Uno de los enormes brutos sostenía el tapiz a un lado mientras aguardaba. El hombre tenía un aspecto similar al de los dos guardias que ella había matado, y Kahlan supuso que Jagang tenía una provisión infinita de tales hombres.
—¿Qué sucede?
—Estamos listos para levantar el campamento, Excelencia. Lamento la interrupción, pero pedisteis ser informado en cuanto estuviésemos preparados.
Jagang soltó los cabellos de Kahlan.
—De acuerdo, pongámonos en marcha pues.
Giró inesperadamente en redondo, asestándole un revés en la cara con tanta fuerza que la envió rodando por el suelo.
Mientras ella yacía en el suelo, recuperándose, él presionó una mano contra la herida abierta en su costilla. Apartó la mano para ver cuánto sangraba y luego se la limpió en los pantalones, decidiendo al parecer que era una herida relativamente leve, nada por lo que inquietarse. Por lo que Kahlan pudo ver de él, lucía unas cuantas cicatrices, la mayoría dando testimonio de heridas mucho peores que la que ella le había infligido.
—Ocupaos de que no se le ocurran más ideas —dijo a las Hermanas a la vez que se encaminaba hacia el tapiz que el guardia sostenía en alto.
Kahlan sintió fuego corriendo desde el collar y a través de sus nervios, hasta sus pies. El abrasador dolor le arrancó un involuntario grito ahogado.
Quiso chillar enfurecida ante la presencia, una vez más, de aquel dolor abrasador desgarrándola. Odiaba el modo en que las Hermanas utilizaban el collar para controlarla. Odiaba la impotente agonía por la que hacían pasar.
La hermana Ulicia se acercó y se la quedó mirando.
—Eso ha sido una gran estupidez, ¿no?
El aturdidor dolor no dejaba responder a Kahlan, pero lo que habría querido decir a las Hermanas era que no había sido una estupidez en absoluto, que había valido la pena.
Mientras tuviera aliento en los pulmones, pelearía contra ellos. Con su último aliento, si era necesario, pelearía.
Capítulo 17
En la puerta de la tienda del emperador Jagang, Kahlan retrocedió al ver el ejército de la Orden Imperial de cerca por primera vez. La lejanía había suavizado un poco las cosas, y aun cuando tenía una buena idea de cómo eran, seguía siendo una visión que acobardaba. La compacta masa de hombres se extendía ininterrumpidamente hasta el horizonte. Con todo el mundo en movimiento y trasladándose —inclinándose, poniéndose de pie, girando, alzando equipos, incorporándose a las filas, ensillando caballos, cargando carros, con distintos grupos a caballo moviéndose como olas entre la masa de hombres—, parecía un infinito, revuelto y traicionero mar negro.
No había un solo hombre a la vista —y podía ver a miles y miles y miles— que tuviera un aspecto afable o inofensivo. Todos y cada uno de ellos tenían un aspecto torvo y amenazador, como si no hubiera nada que esperaran en la vida tanto como la perspectiva de hacer uso de la violencia. Aquellos hombres parecían impulsados por la única expectativa del saqueo más cruel. Kahlan temió pensar en aquellos que pudiesen encontrarse en el camino de tales individuos.
A medida que lo asimilaba todo, empezó a reparar en que había diferencias entre ellos. El grupo más próximo al emperador era más disciplinado y metódico en todo lo que hacía. Prestaban más atención a sus armas. Todos los soldados que se hallaban más cerca de las tiendas del emperador se parecían mucho a los dos que Kahlan había matado.
Luego, había otros, vestidos con distintos uniformes hechos de cotas de malla y cuero. Todos parecían ser casi tan fornidos y estar casi tan bien adiestrados como los situados cerca del emperador, pero sus armas principales parecían ser hachas en forma de media luna. Más allá había más hombres, incluidos soldados con ballestas cargadas, espadachines y filas de piqueros en formación cerrada, preparándose para la larga marcha al frente.
Si bien los hombres que se encontraban alrededor del emperador iban pertrechados con sus propios uniformes característicos, todos eran sujetos de gran tamaño, robustos y profusamente equipados con armas bien confeccionadas. Era el núcleo de los efectivos más mortíferos, más temibles y formidables con los que contaba el emperador.
También había oficiales. Algunos daban órdenes a mensajeros, otros a hombres de rango inferior, mientras que unos terceros se reunían en grupos, haciendo planes sobre mapas y en ocasiones hablaban brevemente con Jagang.
Más allá estaba la chusma que componía el grueso de la horda. Las armas que llevaban —espadas, hachas, picas, lanzas, mazas, garrotes y cuchillos— eran toscas y tenían un aspecto aún más letal por ello. Compartían una cosa con los militares que estaban más cerca del emperador: todos parecían idealistas, resueltos a imponer sus creencias a sangre y fuego. Kahlan sintió como si estuviera varada en una isla rodeada de monstruos en un mar embravecido.
Y también vio a mujeres. Al principio no había reparado en ellas porque sus vestidos se fundían con la vestimenta de los hombres. Por el modo en que aquellas mujeres vigilaban a todo el mundo, empezó a sospechar que eran Hermanas que protegían al emperador. También había hombres que iban desarmados, pero cuyo aspecto a Kahlan le recordó a las Hermanas. Probablemente también poseían el don. Ninguno de aquellos hombres ni las Hermanas dirigieron siquiera una ojeada a Kahlan. Nadie salvo las hermanas Ulicia y Armina y Jagang sabían que ella estaba allí.
Igualmente había jóvenes, quienes, por sus pantalones sencillos y holgados y el hecho de ir desarmados, parecían ser esclavos encargados de las tareas ingratas. De algunas de las tiendas del complejo del emperador, Kahlan vio emerger mujeres jóvenes que eran introducidas en carromatos. Por el modo en que los hombres las miraban descaradamente y por sus escasas ropas, su propósito le quedó muy claro a Kahlan. La expresión vacua y apagada de los ojos de las mujeres le indicó que debían ser cautivas obligadas a servir como prostitutas.
La muchedumbre situada más allá creaba un alboroto incesante, en tanto que la mayoría de los hombres más cercanos a Kahlan permanecían en silencio mientras llevaban a cabo los preparativos para levantar el campamento. La mayoría de los soldados situados cerca lucían tachuelas, aros, cadenas y rostros tatuados que les daban un aspecto no sólo salvaje, sino deliberadamente menos que humano, como si rechazaran esa condición. El objetivo al que habían consagrado su vida era a todas luces la brutalidad. Mientras llevaban a cabo su tarea hablaban poco y prestaban atención a órdenes chilladas por oficiales que pasaban a caballo entre ellos. Trabajaban con una precisión experta mientras empaquetaban el equipo, preparaban las armas y ensillaban los caballos.
Las enormes masas de hombres que había mucho más allá, sin embargo, no eran ni con mucho tan metódicos o cuidadosos. Reunían sus equipos de cualquier modo, y cuando partían dejaban atrás montículos de basura y objetos saqueados hechos pedazos. Tales cosas les traían sin cuidado; su objetivo en la vida era hacer entrar en vereda a aquellos que no creían en sus métodos superiores.
Viendo la reacción de Kahlan ante todos aquellos hombres feroces, la hermana Ulicia los señaló con un gesto de cabeza y se inclinó un poco más cerca de Kahlan.
—Sé cómo te sientes.
Kahlan lo dudó. No quiso decir nada porque estaba segura de que Jagang dominaba la mente de la Hermana, observando para ver qué decía Kahlan cuando él no estaba por allí.
—En realidad no importa cómo me siento, ¿verdad? —dijo a las dos Hermanas que la contemplaban—. Me hará lo que quiera. —Comprobó el corte de la mejilla que le había hecho uno de los anillos de Jagang y vio que finalmente había dejado de sangrar—. Lo ha dejado muy claro.
—Supongo que lo hará —repuso la hermana Ulicia.
—Nos hará lo que quiera a todas nosotras —añadió la hermana Armina—. No puedo creer que fuésemos tan estúpidas.
Un grupo de oficiales fue al encuentro de Jagang. Los soldados que los seguían traían con ellos caballos ya ensillados. Otros sacaban arcones, sillas, mesas y objetos más pequeños de la tienda del emperador y lo metían todo en cajones que había en los carros que aguardaban. En cuanto la tienda quedó vacía, las cuerdas descendieron, seguidas por los postes, y por fin la tienda misma. En unos instantes, lo que había parecido una pequeña ciudad de tiendas, con la gran tienda del emperador en el centro, quedó convertido en un solar.
Jagang hizo una seña para que un hombre entregara a Kahlan las riendas de un caballo.
—Hoy cabalgarás conmigo.
Kahlan se preguntó qué sería de ella al día siguiente, pero no hizo la pregunta en voz alta. Parecía que Jagang tenía planes para ella, y aunque no era ni remotamente capaz de adivinarlos, los temía.
Introdujo una bota en un estribo y se izó hasta la silla, luego escrutó el mar de hombres, calculando sus posibilidades si intentaba huir. Quizá podría ser capaz de abrirse paso entre ellos, porque, con la excepción de las dos Hermanas y Jagang, los soldados no podrían recordarla el tiempo suficiente para tener constancia de su presencia. A ellos les parecería que un caballo sin jinete salía corriendo, y probablemente no querrían acabar pisoteados sin que hubiera un buen motivo.
Las Hermanas, vigilándola, montaron también, una a cada lado de ella, para asegurarse de que no se daba a la fuga. Aun cuando fuese invisible para los soldados, Kahlan sabía que las Hermanas podían utilizar el collar para derribarla donde estaba. Tampoco necesitaban estar cerca; lo había averiguado por las malas. Las piernas todavía le dolían por lo que le habían hecho un poco antes. Era una buena cosa que fuese a ir a caballo, porque justo en aquellos momentos no creía que pudiese llegar lejos a pie.
El mar de hombres había empezado ya a alejarse en una oscura marea embravecida. La luz del amanecer centelleó en millones de armas, dando un aspecto líquido al ejército. La guardia personal del emperador y su séquito de Hermanas, sirvientes y esclavos, empezaron a moverse lentamente en dirección al norte, hacia la línea de horizonte.
Cabalgaban con el sol naciente a la derecha. Kahlan, entre las Hermanas, en medio de la guardia personal del emperador, avanzaba con la masa de soldados que fluía como un torrente en dirección norte. Disponía de una buena vista de todo ello desde lo alto de su silla, y al menos no tenía que llevar a la espalda las cosas de las Hermanas como había tenido que hacer antes.
Los parloteos iniciales entre los soldados no tardaron en cesar debido al monótono esfuerzo de la marcha. Conversar se tornó demasiado difícil para ellos. No pasó mucho tiempo antes de que Kahlan empezara a sudar bajo aquel calor. Los hombres que transportaban mochilas pesadas avanzaban lenta y pesadamente, con los ojos puestos en el suelo por delante de ellos. Detenerse probablemente significaría ser pisoteado. Debía de tratarse de una fuerza de millones de personas.
Durante todo el día, carros, u hombres a caballo, se abrieron paso entre los hombres, repartiendo comida. Otros carros transportaban agua, y no tardó en haber una fila de hombres quienes, sin detener la marcha, aguardaban su turno para conseguir un poco del refrescante líquido.
Cerca del mediodía un carro pequeño llegó al centro del grupo de personas que iba con el emperador. Llevaba comida caliente que se distribuyó a todos los oficiales. Las Hermanas hicieron llegar a Kahlan lo mismo que a éstos: pan de pita enrollado alrededor de una carne salada y blanda. No sabía demasiado bien, pero Kahlan estaba hambrienta y no le hizo ascos.
Cuando empezó a anochecer todo el mundo estaba exhausto por la ardua marcha. Habían comido sobre la marcha y no se habían detenido en ningún momento. Recorrían más terreno de lo que Kahlan pensaba que era capaz de lograr un ejército de aquel tamaño. Se sentía como si le hubiera caído encima una gran parte del terreno que habían recorrido, y no sabía si la haría más feliz la presencia de lluvia, que eliminaría el polvo, porque entonces tendrían que lidiar con el lodo.
A Kahlan le sorprendió ver más allá, por delante de ellos, lo que parecía la magna tienda del emperador. Banderas en lo alto ondeaban bajo el aire caliente como dando la bienvenida al líder de la Orden. Comprendió que los carros con todo el equipo del emperador debían habérseles adelantado y montado el campamento. Los hombres les habían dejado un camino despejado para que pudieran avanzar a toda prisa y, antes del anochecer, los encargados empezarían a montar el campamento, de modo que cuando el emperador llegara todo estuviera preparado.
Kahlan vio carne asándose en espetones encima de varias fogatas. Los aromas hicieron que el estómago le doliera de hambre. Otras fogatas contenían calderos humeantes colgados de hierros. Había esclavos correteando de un lado a otro, transportando provisiones, trabajando ante mesas, girando asadores, removiendo lo que contenían los calderos y añadiendo ingredientes. Empezaban a prepararse ya bandejas con panes, carnes y frutas.
Jagang, que cabalgaba justo por delante de Kahlan, desmontó ante su enorme tienda. Un hombre se acercó a toda prisa para tomar las riendas. Cuando las Hermanas y Kahlan desmontaron, más jóvenes llegaron corriendo a hacerse cargo de sus caballos. Las Hermanas, como si obedecieran órdenes mudas, condujeron a Kahlan mientras seguían a Jagang al interior, pasando por debajo de la enorme y ornamentada colgadura que cubría la entrada de la tienda, que sostenía un soldado fornido sin camisa. El hombre estaba cubierto de sudor, probablemente por la tarea de montar la tienda, y lo envolvía un hedor agrio.
Dentro, todo parecía exactamente igual a como estaba por la mañana. Las lámparas ya estaban encendidas. Kahlan dio gracias por el olor que desprendían, ya que ocultaba algo del hedor a orina, estiércol y sudor.
Jagang se volvió bruscamente, agarró a la hermana Ulicia por el pelo y tiró de ella al frente. La mujer emitió un grito de dolor y sorpresa al principio, pero rápidamente interrumpió el quejido y no ofreció resistencia mientras tiraba de ella. Los esclavos se limitaron a echar un breve vistazo al oír el grito de la Hermana, y luego inmediatamente reanudaron su trabajo como si no vieran nada.
—¿Por qué nadie más la ve? —preguntó Jagang.
Kahlan sabía a qué se refería.
—El hechizo, Excelencia. El hechizo Cadena de Fuego. —La hermana Ulicia estaba sujeta en una posición difícil de mantener, sin poder mantener el equilibrio del todo—. Precisamente era el propósito del hechizo: que nadie pudiera verla. Fue creado específicamente para que una persona pareciera haberse desvanecido. Creo que pudo haberse ideado como un método para crear un espía que no pudiera ser detectado. Utilizamos el hechizo con ese propósito: de modo que pudiésemos sacar las cajas del Destino del Palacio del Pueblo sin que nadie lo supiera.
Kahlan sintió que se le caía el alma a los pies al oír el modo en que la habían utilizado, el modo en que la habían despojado de su vida y recuerdos. Se le hizo un nudo en la garganta al oír el arrogante menosprecio que sentían las Hermanas por su preciosa vida. ¿Qué daba a aquellas mujeres el derecho a robarle a nadie su vida?
No hacía apenas nada que había pensado que era una don nadie sin un recuerdo, una esclava de las Hermanas. Ahora, en un corto espacio de tiempo, había averiguado que era Kahlan Amnell, y la Madre Confesora; fuera eso lo que fuese. Ahora sabía que ignoraba todo eso porque las Hermanas la habían hechizado.
—Es como se supone que tiene que funcionar —dijo Jagang—. Así pues ¿por qué la vio aquel posadero? ¿Por qué la vio aquella pequeña rata de pedregal, allá en Caska?
—No, no lo sé —tartamudeó la hermana Ulicia.
Él la acercó un poco más con un zarandeo. Ella empezó a alzar las manos para agarrarle las muñecas e intentar evitar que le arrancasen el cuero cabelludo, pero cambió de opinión y dejó caer los brazos, que oscilaron inertes desde los encorvados hombros.
—Permíteme reformular la pregunta de modo que incluso una zorra estúpida como tú pueda comprenderla. ¿Qué hicisteis mal?
—Pero Excelencia...
—¡Debisteis hacer algo mal o esos dos no habrían sido capaces de verla! —La hermana Ulicia tembló pero no respondió mientras él la sermoneaba—. Armina y tú podéis verla porque estabais controlando el hechizo. Yo puedo verla porque estaba en vuestras mentes y por lo tanto quedé protegido por el mismo proceso. Pero nadie más debería poder verla.
»Ahora —siguió tras una pausa para rechinar los dientes—, te lo volveré a preguntar. ¿Qué hicisteis mal?
—Excelencia, no hicimos nada mal. Lo juro.
Jagang llamó con un dedo a Armina. La mujer avanzó dócilmente con pasitos melindrosos.
—¿Querrías contestar a mi pregunta y contarme qué hicisteis mal? ¿O también te gustaría ser enviada a las tiendas junto con Ulicia?
La hermana Armina se tragó el terror a la vez que extendía las manos.
—Excelencia, si pudiera evitármelo confesando, lo haría, pero Ulicia tiene razón. No hicimos nada mal.
Él volvió a dirigir la feroz mirada a la Hermana que tenía cogida por el pelo.
—Me parece de lo más evidente que las dos estáis equivocadas. El hechizo debería haberla convertido en invisible pero otros pueden verla. ¿Y sin embargo continuáis aferrándoos a esa historia cuando eso es evidentemente una mentira? Tuvisteis que hacer algo mal o esas personas no la habrían visto.
La hermana Ulicia, con lágrimas goteándole de las mejillas por el dolor que sentía, intentó sacudir la cabeza.
—No, Excelencia... no funciona de ese modo.
—¿Qué no funciona de ese modo?
—El hechizo Cadena de Fuego. Una vez iniciado, sigue su curso. El hechizo hace el trabajo. Se autodirige. Nosotras no lo guiamos ni lo controlamos en ningún modo. De hecho, no es posible ninguna intervención durante el proceso. Se inicia y a continuación el hechizo va pasando por sus rutinas predeterminadas. Ni siquiera sabemos cuáles son esas rutinas. En algunos aspectos funcionan de modo similar a un hechizo construido. No osaríamos intentar indebidamente nada de ello. El poder liberado por el hechizo Cadena de Fuego implica mucho más de lo que sabemos regular... y no tenemos modo de alterarlo ni aunque quisiéramos.
—Ella tiene razón, Excelencia. Sabíamos lo que se suponía que hacía, cuál se suponía que era el resultado, pero no sabemos cómo funciona. ¿Qué podríamos cambiar? Nuestro objetivo era que funcionara, que hiciera aquello para lo que había sido concebido. No teníamos ningún motivo para manipularlo, de modo que no hay nada que pudiéramos haber hecho mal.
—Todo lo que hicimos fue ponerlo en marcha —insistió la hermana Ulicia, mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas—. Llevamos a cabo las redes de verificación para asegurarnos de que todo estuviera como debía, y luego lo iniciamos. El hechizo hizo el resto. No tenemos ni idea de por qué esas personas pueden verla. Fue toda una sorpresa para nosotras.
Él dirigió una feroz mirada a la hermana Armina.
—¿Podéis arreglar lo que sea que esté mal?
—No tenemos ni idea de cuál es el problema —respondió la hermana Armina—, o sea, que no hay modo de que podamos arreglarlo. Ni siquiera tenemos la seguridad que realmente haya algo que no funcione. Por lo que sabemos, podría ser que sencillamente sea el modo en el que funciona el hechizo; que unas cuantas personas, por alguna razón que desconocemos, sí pueden verla de todos modos. El hechizo es mucho más complejo que cualquier cosa con la que nos hayamos topado jamás. No tenemos ni idea de qué está mal... si es que realmente hay algo mal... ni de cómo corregirlo.
—Creo que quizá fue una anomalía aleatoria —sugirió la hermana Ulicia cuando el silencio en la tienda empezó a no presagiar nada bueno—. Esas cosas suceden a veces con la magia. Pequeñas cuestiones sin importancia que el creador del hechizo no prevé se cuelan en él. Podría no ser nada más que eso.
»Al fin y al cabo el hechizo tiene miles de años de antigüedad. Quienes lo crearon jamás lo pusieron a prueba, así que podrían existir cuestiones no resueltas de las que no tendrían conocimiento.
Jagang no pareció convencido.
—Tiene que haber habido algo que hicisteis mal.
—No, Excelencia. Ni siquiera aquellos antiguos magos podían hacer nada con el hechizo una vez que estaba en funcionamiento. Al fin y al cabo, la magia de las cajas fue creada para ocuparse del hechizo si era liberado alguna vez. Nada de menor envergadura puede alterar su curso.
Kahlan aguzó el oído. Se preguntó por qué habrían usado las Hermanas un hechizo para robar las cajas del Destino, que estaban diseñadas para contrarrestar el hechizo. A lo mejor su intención había sido asegurarse de que nadie podía usar esa contramedida.
Jagang soltó por fin a la hermana Ulicia, arrojándola al suelo con un gruñido de repugnancia. La mujer se cubrió la cabeza con las manos, tratando de mitigar el dolor.
El emperador paseó de un lado a otro mientras reflexionaba sobre lo que le habían contado. Al ver que alguien atisbaba en el interior de la tienda, se paró e hizo una seña. Varias mujeres entraron con jarras y vertieron vino tinto en unas jarritas que estaban sobre la mesa. Jóvenes sirvientes masculinos empezaron a penetrar en tropel transportando fuentes y bandejas repletas de una variedad de comida humeante. Jagang reanudó su deambular, sin prestarles apenas atención.
Cuando la mesa quedó llena por fin, Jagang tomó asiento en la silla tallada. Permaneció caviloso mientras observaba con atención a las dos Hermanas. Todos los esclavos formaron fila en silencio detrás de él, preparados para obedecer sus órdenes o traerle cualquier cosa que pidiera.
Finalmente, él dirigió su atención a la cena y clavó una mano en el jamón cocido. Extrajo un puñado de la caliente carne, y con la otra arrancó largas tiras. Las devoró mientras contemplaba a las Hermanas y a Kahlan, como si considerara si debían vivir o morir.
Cuando hubo acabado con el jamón, sacó el cuchillo que llevaba al cinto y lo usó para cortar una tajada a un pedazo de rosbif. Acuchilló el trozo de carne y lo sostuvo en alto, aguardando. La sangre de la carne corrió por la hoja y por toda la extensión de su brazo hasta el codo, que descansaba sobre la mesa.
Hizo una pausa y sonrió a Kahlan.
—Un mejor uso para mi cuchillo del que a ti se te ocurrió, ¿no te parece?
Kahlan sopesó permanecer en silencio, pero no pudo resistirse a hablar.
—Yo prefiero el uso que le di. Sólo deseo que mi puntería hubiese sido certera. De haberlo sido, no mantendríamos esta conversación.
Él sonrió.
—Tal vez. —Tomó un trago de vino de una jarra antes de darle un mordisco a un trozo de carne clavado en el cuchillo.
Mientras observaba a Kahlan, y a la vez que masticaba, dijo:
—Quítate la ropa.
Kahlan pestañeó.
—¿Qué?
—Quítate la ropa. —Hizo un ademán con el cuchillo—. Toda la ropa.
Kahlan apretó las mandíbulas.
—No. Me la tendréis que arrancar.
Él se encogió de hombros.
—Haré eso más tarde, sólo por la satisfacción de hacerlo pero, por ahora, quítatela.
—¿Por qué?
Él enarcó una ceja.
—Porque yo lo digo.
—No —repitió ella.
La mirada de sus ojos de pesadilla fue a parar a la hermana Ulicia.
—Habla a Kahlan sobre las tiendas de tortura.
—¿Excelencia?
—Háblale sobre la amplia experiencia que tenemos en convencer a la gente para que haga lo que deseamos. Cuéntale qué torturas empleamos.
Antes de que la hermana Ulicia pudiera hablar, Kahlan lo hizo primero.
—Limitaos a torturadme. Nadie está interesado en oíros cotillear sobre ello como una vieja solterona. Estoy segura de que preferís hacerme sufrir... así que no perdáis tiempo.
—Ah, la tortura no es para ti, querida. —Le arrancó un muslo a un ganso asado y lo usó para indicar a una joven que tenía detrás—. La tortura es para ella.
Kahlan dirigió una veloz mirada a la chica, repentinamente aterrada, y luego miró a Jagang con el entrecejo fruncido.
—¿Qué?
Él arrancó de un mordisco parte de la oscura carne del ganso. Le corrió grasa por los dedos y él chupeteó la que había quedado en los anillos.
—Bien —dijo mientras jugueteaba con la carne que colgaba del muslo—, tal vez debería ser yo quien lo explicara. Verás, tenemos la tortura en la que el interrogador efectúa una pequeña incisión en el bajo vientre de la persona en cuestión. —Se giró y golpeó con el muslo de ganso el vientre de la joven, justo por debajo del ombligo. El ganso dejó una mancha grasienta sobre la carne desnuda—. Justo ahí.
»Luego —siguió, volviéndose hacia Kahlan—, el interrogador introduce las mordazas de unas tenazas en el interior del vientre y busca a tientas, hasta que consigue atrapar un pedazo del intestino delgado. Está todo muy resbaladizo ahí dentro, y la persona sometida a este tratamiento no se limita a permanecer allí quieta mientras lo hacen, si entiendes lo que quiero decir, así que por lo general hace falta trabajar un poco para enganchar el pedazo apropiado de sus intestinos. Una vez que lo tiene, empieza a sacar lentamente unos cuantos centímetros al exterior. Es todo un calvario.
Se inclinó al frente y arrancó otra tira de jamón cocido.
—Ahora bien, si no haces lo que digo, vamos a ir todos hasta las tiendas de tortura... y vamos a dejar que uno de nuestros experimentados interrogadores le haga eso a esta chica que tengo detrás.
Dirigió una gélida mirada a Kahlan.
—Todo porque rehúsas hacer lo que se te dice. Tendrás que contemplar toda la atroz operación. Tendrás que escuchar sus alaridos, escuchar cómo suplica por su vida, contemplar cómo sangra, ver cómo le extraen las tripas. Una vez que el interrogador ha sacado fuera unos cuantos centímetros, empieza a enrollarlos alrededor de un palo... sólo para mantener todo el revoltijo bien ordenadito. Después de eso, hará una pausa y me mirará.
»En ese momento, volveré a pedirte educadamente que hagas lo que te he ordenado. Si vuelves a negarte, él volverá a extraer unos cuantos centímetros más de su tierno, delicado y ensangrentado intestino, enrollándolo en el palo, mientras todos oímos cómo chilla y nos suplica morir. Todo el proceso puede continuar durante bastante rato. Es una experiencia espantosamente lenta y dolorosa. —Jagang dedicó a Kahlan una alegre sonrisa—. Y luego, cerca del final, podrás ver sus convulsiones mientras muere.
Kahlan alzó los ojos hacia la muchacha, que no se había movido, pero que se había quedado tan blanca como el azúcar amontonado en el cuenco situado a un lado de la mesa.
Jagang masticó despacio y luego engulló el bocado con un trago de vino.
—Después de eso, puedes contemplar cómo arrojamos su cuerpo sin vida a la carreta de los muertos, con los otros cuerpos destrozados de personas que han sido interrogadas.
»Luego, ofreceré a Ulicia y a Armina que elijan entre ser enviadas a las tiendas, a entretener a mis hombres, que tienen unos deseos de lo más sensual, o, si lo prefieren, pensar en modos de utilizar ese collar que llevas al cuello para proporcionarte más dolor del que te haya hecho experimentar hasta ahora. La condición será que no deben permitir que pierdas el conocimiento. Querré, desde luego, que lo sientas todo.
Fuera, el barullo del ejército proseguía sin pausa, pero dentro de la tienda el silencio era sepulcral. Jagang cortó otro trozo del sanguinolento rosbif mientras proseguía.
—Una vez que las Hermanas hayan agotado su imaginación, y creo que el incentivo les suscitará muchas ideas nuevas, yo personalmente te daré una paliza que te deje a un paso de la muerte. Después de todo eso, te arrancaré la ropa y estarás de pie desnuda ante mí.
Sus ojos de pesadilla se clavaron en ella.
—Tú eliges, querida. En cualquier caso, al final, cumplirás mi orden y acabarás ahí de pie desnuda ante mí. ¿Qué método eliges? Hazlo de prisa. No volveré a ofrecerte la posibilidad de elegir.
Kahlan no tenía elección. Resistirse carecía de sentido. Tragó saliva e inmediatamente empezó a desabotonarse la camisa.
Capítulo 18
Jagang tomó un puñado de almendras de un cuenco de plata e introdujo unas cuantas en su boca. Sonrió ante su triunfo mientras contemplaba cómo Kahlan empezaba a quitarse la ropa. Su expresión de autosuficiencia la hizo sentir aún más desamparada e impotente.
Estaba segura de haber enrojecido. No hizo ningún otro intento de oponerse a la orden, pues sabía que tenía que elegir sus batallas, y aquélla no era una que pudiese ganar. Se preguntó si volvería a ganar otra alguna vez. Empezaba a dudar que fuese posible. No habría salvación para ella. Ésta era su vida, su futuro. No había nada que esperar.
Con tan poca ceremonia como le fue posible, dejó caer las ropas en un montón a medida que se las quitaba, sin preocuparse por ganar tiempo doblándolas. Cuando hubo terminado y quedó totalmente en cueros, permaneció agachada en el silencio sepulcral de la habitación, sin alzar los ojos hacia Jagang porque no quería enfrentarse a su lascivo triunfo. Hizo todo lo posible por impedir que sus temblores resultaran evidentes.
—Mantente más erguida —dijo Jagang.
Kahlan hizo lo que le decían. De improviso se sintió cansada. No cansada de efectuar esfuerzos físicos, sino cansada de todo. ¿Por qué luchaba? ¿Qué vida podría tener jamás? No tenía ninguna posibilidad de ser libre alguna vez, de experimentar alguna vez el amor, de sentirse a salvo alguna vez. ¿Qué posibilidad tenía de lograr jamás algo de felicidad en la vida?
Ninguna.
En aquel momento nada deseaba más que hacerse un ovillo sobre el suelo y llorar... o simplemente dejar de respirar y acabar con aquello. No parecía existir esperanza. Sus esfuerzos eran vanos contra tanto poder, contra tal número de efectivos, contra tales habilidades.
Dejó de sentirse avergonzada. No le importó si él la miraba. Estaba segura de que Jagang no tardaría mucho en acabar de cenar y entonces haría algo más que limitarse a mirar. Tampoco tenía elección en eso. No tenía elección en nada. Sólo poseían una imitación de vida. Sin la capacidad para controlar ni tanto así de su vida, en realidad no tenía vida. La vida era algo que tenían otros. Ella respiraba, veía, sentía, oía, tenía el sentido del gusto, incluso pensaba, pero no vivía de un modo que tuviera sentido.
—Hay una formación rocosa saliendo en línea recta de mi tienda —dijo Jagang a la vez que se recostaba en su asiento—. ¿Recuerdas haberla visto cuando llegamos?
Kahlan alzó los ojos hacia él, sintiéndose muerta por dentro. Pensó en la pregunta. Recordaba haberla visto. Estaba muy lejos, pero recordaba el modo en que el oscuro río de hombres había fluido alrededor del afloramiento rocoso.
—Sí la recuerdo —dijo con la voz apagada de una esclava.
—Bien. —Jagans tomó un trago y dejó la jarra sobre la mesa—, quiero que vayas hasta esa roca. No vayas en línea recta, sino efectuando una ruta circular. —Enarcó una ceja—. No es necesario que te pongas colorada, querida. Los hombres no pueden verte... ¿recuerdas?
Kahlan lo miró fijamente.
—¿Entonces por qué queréis que lo haga?
Él encogió los hombros.
—Bueno, mataste a mis dos guardias. Necesito algunos más.
—Hay muchos hombres justo ahí fuera.
—Sí —Le sonrió—, pero no pueden verte. Quiero hombres que puedan verte.
Kahlan empezó a comprender, y de improviso empezó a sentirse muy desnuda otra vez.
—Tal y como yo lo imagino, probablemente no existe mejor modo de descubrir a los hombres que pueden verte que hacer que te pasees ante ellos mostrándoles todo lo que tienes que ofrecer —Dejó vagar la mirada a lo largo de toda ella antes de regresar a sus ojos—. Créeme, si pueden verte, no hay ninguna posibilidad de que no vayan a delatarse. No tengo ninguna duda de que, si pueden verte, como el posadero o aquella niña podían verte, y te ven así, dejarán cualquier cosa que estén haciendo y acudirán a ofrecerte una amable bienvenida.
Rió con ganas ante su propio chiste. Nadie más en la tienda sonrió siquiera, pero a él no pareció importarle. Finalmente, el ataque de risa se extinguió.
—Con todos los hombres que tenemos, apostaría a que sin duda alguna pescaremos a unos cuantos que pueden verte. En medio de tantos, tienen que existir por fuerza más «anomalías», como lo expresa Ulicia. —Ladeó la cabeza hacia ella—. Entonces, tendremos guardias a los que no podrás acercarte a hurtadillas, ni escabullirte de ellos, tal y como hiciste con los otros.
»Verás, querida, cometiste un error táctico. Deberías haberte guardado ese truco para una mejor ocasión. Lo has malgastado.
Ella no lo había malgastado. Lo había hecho para salvar la vida de Jillian. Kahlan sabía que no tenía posibilidad de obtener su libertad, pero al menos le había dado ese regalo a Jillian. No le sería de ninguna utilidad decirlo, no obstante, así que no rebatió lo que él pensaba que le había proporcionado una ventaja en el juego.
A Kahlan no se le ocurrió nada que decir que fuera a hacerle desistir de su plan. Su única esperanza era permanecer invisible. Pero no se sentía en absoluto invisible. De improviso sintió como si, cuando abandonara la tienda del emperador, todo hombre del campamento fuera a poder verla, y podía sentir ya a millones de hombres lascivos mirándola con lujuria.
Jagang hizo una seña.
—Ulicia, Armina, vosotras la acompañareis, pero manteneos a una considerable distancia por detrás. Si algún hombre puede verla no quiero que adviertan vuestra presencia y les entre la timidez antes de haber tenido la oportunidad de darse a conocer ante nosotros. Quiero que cualquier hombre que pueda verla se muestre lo bastante ansioso y audaz como para dejar lo que sea que esté haciendo y abordar a nuestra refinada y joven dama.
Ambas efectuaron una reverencia y como una sola dijeron:
—Sí, Excelencia.
Jagang abandonó la fingida jovialidad y se tornó amenazador.
—Ahora, poneos en marcha. Describid un gran círculo a la derecha, a través del campamento, hasta esa formación rocosa, y luego continuad rodeándola para regresar aquí. ¡Muévete, mujer!
Kahlan caminó con suavidad por las mullidas alfombras hasta el tapiz que colgaba sobre la entrada. Podía notar la mirada lasciva del emperador puesta en ella. Apartó el tapiz a un lado y salió.
Fuera, frente al extenso campamento, el pavor la dejó rígida. Se obligó, temblando a cada paso, a caminar entre las corpulentas bestias de hombres que había cerca de la tienda del emperador. Las lágrimas le escocieron en los ojos. Se sentía humillada ante todos los hombres del campamento.
Paró en el primer círculo de defensa de soldados, aterrándole seguir adelante. Quería chillar de rabia, de mortificada vergüenza. Se sentía atrapada por los que la controlaban. No podía hacer que las piernas dieran otro paso. Miró atrás.
Jagang estaba justo fuera de su tienda, sujetando por los cabellos a la mujer que había amenazado con torturar. Ésta lloraba desconsoladamente.
Kahlan había hecho algo difícil para salvar la vida de Jillian, así que decidió que también salvaría la vida de la mujer a la que Jagang mantenía ahora bajo tan terrible amenaza. También ella era una esclava que no tenía voz ni voto en su vida. Únicamente Kahlan podía efectuar una elección que le ahorraría a la mujer un padecimiento atroz.
Se volvió a girar en dirección al caos que era el campamento y empezó a salir. El terreno era desigual y tenía que pisar con cuidado para evitar no sólo las rocas y pedazos de equipo roto, sino también estiércol fresco.
Se recordó que ninguno de aquellos hombres podía verla. Paró ante otra línea de defensa donde montaban guardia unos hombretones. Alzó la mirada a hurtadillas hacia el hombre que tenía al lado. Éste no advirtió su presencia, y en su lugar se dedicó a vigilar a los que estaban más allá. Hasta el momento, ninguno de los hombres podía verla. Miró atrás y vio a las Hermanas aguardando a que se alejara más. Jagang seguía sujetando a la mujer por los cabellos. Kahlan comprendió el mensaje y sin perder un momento empezó a avanzar otra vez.
Vio caballos a poca distancia y consideró brevemente la idea de echar a correr hacia ellos. Mentalmente se vio saltando sobre el lomo de un caballo y alejándose al galope, escapando del campamento definitivamente. Sabía que era sólo una fantasía. Las Hermanas darían rienda suelta a un torrente de dolor a través del collar y la derribarían. Y además, la mujer que Jagang sujetaba moriría. No era hombre que profiriera amenazas vanas; las llevaba a cabo, no fuera a pensar nadie que era de los que se marcan faroles.
Kahlan sabía que tal huida era imposible, pero pensar en ello le apartó la mente de todos los hombres que tenía a su alrededor, de todas las manos mugrientas que no podía evitar mirar. Se sentía completamente vulnerable. Sobresalía entre el desperdigado campamento igual que un nenúfar del color del alabastro varado en mitad de una marisma enorme y maloliente.
Avanzó rápidamente, razonando que cuanto antes efectuara el circuito, antes estaría de regreso en la acogedora protección de la tienda. Era un pensamiento terrible, que la tienda de Jagang fuera su protección, que aquel hombre fuera su seguridad. Al menos estaría fuera de la vista otra vez, y justo en aquel momento eso era todo lo que quería. Se convirtió en el punto focal de sus pensamientos. «Recorre la distancia hasta las rocas y vuelve.» Cuanto antes lo hiciera, antes volvería a estar allí dentro.
A menos que hubiera soldados que pudieran verla. Tenía mucho sentido. Había tropezado con dos personas que podían verla y eso fue entre una pequeña muestra de personas. En aquel ejército había millones de hombres, de modo que lo más probable era que tropezara con algunos que la vieran perfectamente.
¿Qué haría entonces? Volvió la cabeza. Las Hermanas parecían estar muy por detrás. ¿Y si un hombre la agarraba y la arrojaba al suelo, la arrastraba lejos? Las Hermanas finalmente empezaron a seguirla, pero estaban muy atrás. ¿Y si todo un grupo de hombres podía verla? ¿Serían capaces las Hermanas de apartar a toda una multitud? A Kahlan le preocupó hasta donde llegarían aquellos hombretones antes de que las Hermanas aparecieran.
Pero las Hermanas podían lanzar magia. Seguramente, no permitirían que la violaran.
Se preguntó qué le hacía tener tal confianza.
Jagang. La quería para él, y no era la clase de hombre que permitiera a subalternos hacerse con su trofeo. Querría hacerla suya. La sola idea de tenerlo encima hizo que le recorriera un escalofrío de gélido terror.
De todos modos, el problema inmediato no era Jagang, eran aquellos hombres. En un fluido movimiento, al pasar junto a un soldado que le daba la espalda, extrajo un cuchillo de la funda que éste llevaba sobre la cadera. Hizo que el movimiento encajara con el balanceo de los brazos, de modo que si las Hermanas miraban no vieran lo que había hecho. El hombre echó una mirada a su alrededor, pues había notado algo, pero incluso a pesar de que la miró directamente por un momento, su mirada siguió adelante y reanudó su conversación.
Los hombres entre los que se había estado moviendo eran todos aún parte de los círculos exteriores de las muchas capas que rodeaban la tienda del emperador, pero ahora empezaba a ir más allá, penetrando entre los soldados corrientes. Éstos bebían, reían, jugaban y contaban historias alrededor de fogatas. Había caballos estacados entre ellos y carros parados en distintos lugares. Algunos ya habían montado toscas tiendas de campaña, mientras que otros se contentaban con cocinar o dormir.
También vio conducir a mujeres al interior de tiendas. Ninguna iba alegremente. Vio salir a otras mujeres que eran agarradas inmediatamente por hombres que aguardaban y las arrastraban a la siguiente tienda. Recordó a Jagang mencionando que enviaría a las Hermanas a las tiendas como castigo. Oír llorar a las mujeres desde el interior de aquellas tiendas hizo que Kahlan sudara aterrorizada ante su propio destino cuando regresara a la tienda de Jagang. Aterrador como sería ser llevada al interior de aquellas tiendas con aquellos hombres, Kahlan no podía sentir lástima por las Hermanas. Que acabaran siendo violadas por aquellos hombres no era castigo suficiente en su opinión. Merecían algo mucho peor.
Uno de los hombres de las proximidades alzó los ojos hacia ella. Kahlan vio que el reconocimiento le relampagueaba en los ojos... unos ojos que se clavaron en ella. La veía. Se quedó boquiabierto, emocionado con su suerte ante la clase de mujer que acababa de caerle en sus brazos, por así decirlo.
Mientras se alzaba, antes de que estuviese totalmente erguido, Kahlan le abrió el vientre de lado a lado a la vez que seguía avanzando con rapidez, como si nada hubiera sucedido. El hombre, con el rostro registrando el impacto de lo sucedido, intentó débilmente atrapar las tripas que se le derramaban fuera. Cayó al frente y chocó contra el suelo al tiempo que emitía gruñidos que no llamaron la atención por el ruido que había por todas partes. Cuando golpeó el suelo, las tripas brotaron del todo al exterior. Algunos giraron la cabeza para mirar, otros quedaron conmocionados, los hubo que rieron, todos ellos pensando que el hombre acababa de perder en una reyerta a cuchillo.
Kahlan no aminoró el paso ni miró atrás. Siguió caminando, sin variar el paso, recordándose su tarea: llegar hasta la roca, regresar a la tienda. Hacer lo que le habían dicho.
Cuando un hombre surgió de la multitud y se le acercó a la carrera, tensó los músculos y utilizó el impulso del hombre para hundirle el cuchillo hacia arriba por debajo de las costillas, rajándole los órganos vitales. La cuchillada ascendente, como un puñetazo, junto con el peso en descenso del hombre, impulsó la mano a través del tajo y al interior de las cálidas tripas. Por el modo en que él cayó, como un saco de arena, sin pronunciar siquiera una palabra, tuvo la seguridad de que había conseguido partirle el corazón. Como un recordatorio del breve encuentro, ahora tenía una mano cubierta de sangre.
Se preguntó dónde había aprendido a hacer tales cosas. Daban la impresión de acudir a ella de un modo instintivo, del modo en que las emociones acudían con naturalidad, sin la necesidad de invocarlas. No podía recordar nada sobre sí misma, pero sí recordaba cómo usar una arma. Supuso que debería sentirse contenta por poder hacerlo.
En su avance por la multitud, llegó a una densa isla de actividad. Los soldados se habían apartado para dejar un terreno despejado en el centro de una zona baja, y unos hombres jugaban a Ja’La allí. Los reunidos alrededor, en decenas de miles, vitoreaban a un equipo o al otro. El partido era violento, con el hombre punta llevándose la peor parte. Cuando cayó, ensangrentado, la mitad de los espectadores profirieron salvajes aclamaciones.
—Vaya, vaya —dijo un espectador a su izquierda—. Parece que una ramera encantadora ha venido a visitarme.
Cuando empezaba a girar hacia él, otro hombre a la derecha le agarró la muñeca, la retorció y le cogió el cuchillo. En un instante, ambos hombres cayeron sobre ella, agarrándola, tirando de ella hacia atrás, lejos de la multitud reunida para contemplar el partido.
Kahlan forcejeó para liberarse, pero eran mucho más fuertes, y la habían cogido por sorpresa. Se enfureció en silencio consigo misma por haber sido cogida por sorpresa. Ninguno de los hombres que había alrededor advirtió nada en absoluto. No podían verla. Era invisible para ellos, pero no para aquellos dos, que se apretaban con fuerza contra ella para ocultarla a sus camaradas, no fueran a tener que pelear por su recién adquirido trofeo.
Uno de ellos le metió la mano entre las piernas, y ella lanzó un grito ahogado. Mientras él se inclinaba para manosearla, ella consiguió liberar la muñeca, y en un instante giró el brazo violentamente y le estrelló el codo en el centro del rostro, rompiéndole la nariz. El tipo retrocedió chillando, con sangre manándole sobre las mejillas y los ojos. El otro rió, viéndolo como su oportunidad de tenerla sólo para él. Cambió de dirección, tirando de ella y sujetándole ambas muñecas juntas con una de las poderosas manos mientras usaba la otra para explorar su botín.
Kahlan forcejeó y se retorció, pero él era demasiado grande y fornido para ella. No podía ejercer ninguna presión para zafarse.
—Eres peleona —le dijo él al oído—. ¿Qué creías... que podías eludir tu sagrado deber para con los soldados de la Orden? ¿Crees que eres demasiado buena para servir en las tiendas? Bien, pues no lo eres. Aquí está mi tienda, así que es hora de que cumplas con tu deber.
Kahlan se revolvió para morderle mientras él la arrastraba hacia una tienda vacía a poca distancia. Él le asestó un revés, y el golpe la dejó aturdida. El ruido del campamento pareció desvanecerse. No conseguía hacer que sus músculos hicieran lo que quería, no podía hacer que se resistieran al mugriento soldado mientras éste tiraba de ella hacia la tienda.
Repentinamente, Kahlan vio el rostro de la hermana Ulicia. Nunca antes se había alegrado de ver a una de las Hermanas, pero ahora lo hizo.
La Hermana distrajo la atención del hombre por un instante, luego presionó los dedos sobre una sien del soldado. Finalmente libre, Kahlan saltó atrás mientras su captor caía de rodillas, llevándose las manos a la cabeza a la vez que chillaba de dolor.
—Levanta —le dijo la hermana Ulicia—. O haré algo mucho peor. —El individuo se alzó sobre piernas tambaleantes—. Se te ordena presentarte de inmediato en la tienda del emperador para servir como guardia especial.
El hombre pareció confundido.
—¿Guardia especial?
—Así es. Custodiarás a esta conflictiva dama para Su Excelencia.
El hombre dedicó a Kahlan una mirada peligrosa.
—Será un placer.
—Placer o no, ponte en marcha. Es una orden del emperador Jagang en persona. —Señaló con un pulgar atrás, por encima del hombro—. Por ahí.
El soldado agachó la cabeza en una reverencia, evidentemente temeroso de las habilidades mágicas de la mujer. Contempló a la Hermana con una especie de cauteloso, aunque mudo, aborrecimiento. Era evidente que aquellos sujetos no tenían en gran estima a los que poseían el don.
—Nos veremos las caras, pronto —prometió el hombre a Kahlan antes de salir corriendo para hacer lo que le habían ordenado.
Kahlan vio a la hermana Armina dando al hombre de la nariz rota las mismas instrucciones. Hablaba en una voz que Kahlan no pudo oír por encima del escándalo, pero quedó claro que el hombre la oyó porque se quedó rígido de miedo, le dedicó una reverencia y salió corriendo.
La hermana Ulicia volvió su atención de nuevo a Kahlan.
—Las lágrimas no te servirán de nada. Ahora ponte en marcha.
Kahlan no discutió. Cuanto antes acabara con ello, mucho mejor. Empezó a andar al momento, considerándose afortunada por haber eliminado a dos de los cuatro que hasta el momento habían podido verla. Tuvo que rodear el partido de Ja’La que estaba llevando a la muchedumbre al paroxismo. Paró un momento para alzarse de puntillas y asegurarse de dónde estaba la roca; luego se encaminó hacia ella.
Para cuando regresó a la tienda de Jagang, habían reunido cinco hombres. Todos ellos estaban de pie fuera de la tienda, aguardando órdenes, incluido el que acariciaba su nariz rota, que le dirigió una mirada furibunda cuando pasó junto a él, conducida a través de la abertura de la tienda por las dos Hermanas.
Kahlan se las había apañado para armarse a toda prisa después de que la hermana Ulicia la rescató la primera vez. Esa vez, Kahlan se había ocupado de hacerse con dos cuchillos, uno para cada mano. Sostenía las empuñaduras en los puños, con las hojas apoyadas contra la parte anterior de las muñecas, de modo que las Hermanas, que la seguían a una buena distancia, no habían podido verlas.
Había conseguido matar a otros seis hombres que podían verla, sin que las Hermanas advirtieran lo que había hecho. No había sido difícil; aquellos animales no veían ninguna amenaza en una mujer desnuda. Estaban muy equivocados. Puesto que habían bajado la guardia, ella había podido clavar las armas en su objetivo con rapidez y sin alborotos. Había tanto ruido, confusión, gritos y peleas en el campamento que las Hermanas jamás repararon en los hombres que Kahlan había eliminado.
Cuando no había tenido oportunidad de despachar a los hombres que podían verla, bien porque la hermana Ulicia o Armina estaban demasiado cerca o porque estaban muy atentas y llegaban a toda prisa para rescatarla y comunicar a los soldados su nueva misión como guardas especiales, Kahlan siempre dejaba que los cuchillos resbalaran al suelo y desaparecieran bajo la multitud de soldados de modo que las Hermanas no sospecharan. Al ser invisible para casi todos los hombres, había resultado muy fácil hacerse con más cuchillos durante la larga y angustiosa caminata entre los soldados.
Una vez dentro de la tienda, Jagang le arrojó a Kahlan sus ropas.
—Vístete.
En vez de cuestionar sus motivos, no perdió tiempo en acatar sus deseos. Bajo la firme mirada oscura del hombre, era un enorme alivio volver a llevar puestas las ropas. De todos modos, ello no pareció disminuir el evidente interés del emperador en lo que había visto.
Jagang dirigió finalmente su atención a las dos Hermanas.
—He dado instrucciones a nuestros nuevos guardias sobre sus deberes —Sonrió de un modo que hizo que ambas mujeres tragaran saliva—. Ahora que tenemos algunos guardias para que os quiten ese peso de las espaldas, tendréis algo de tiempo libre para pasarlo en las tiendas, tumbadas sobre esas espaldas para cumplir con un deber distinto.
—Pero Excelencia... —dijo la hermana Armina con voz temblorosa—, hemos hecho todo lo que solicitasteis. Conseguimos a los hombres...
—¿Creéis que porque hacéis lo que se os dice durante un corto espacio de tiempo olvidaré los años que habéis estado corriendo por ahí conspirando e intrigando para acabar conmigo? ¿Creéis que olvidaré tan fácilmente vuestro abandono de vuestras obligaciones para con la causa de la Orden, de vuestra responsabilidad de sacrificar vuestros deseos terrenales por el bien de otros?
—No fue de ese modo, Excelencia. —La hermana Armina se frotó las manos mientras buscaba las palabras que podrían salvarla—. Sí, fuimos vergonzosamente egoístas, lo admito, pero no había una idea concreta de lastimaros.
Él soltó una risotada.
—¿No creéis que liberar al Custodio del inframundo me lastimaría? ¿No creéis que entregar a la humanidad al Custodio sería una acción en mi contra, contra las prácticas de la Orden, contra el Creador?
La hermana Armina calló. Sabía que no tenía argumentos. Kahlan siempre había considerado a las Hermanas como víboras; pero en aquel momento se retorcían ante alguien con un pellejo demasiado duro para poder clavarle los colmillos.
Las hermanas Ulicia y Armina eran atractivas. Kahlan tuvo el presentimiento de que su belleza no haría más que empeorar las cosas para ellas allí fuera, entre los animales que formaban el ejército de la Orden Imperial.
—Poseo el control de la... —Jagang se dio cuenta de que había estado a punto de utilizar el título— de Kahlan, a través del collar, a través de vuestra habilidad. No es necesario que estéis presentes para que pueda invocar ese poder si es necesario..., sólo vivas. Daré instrucciones a los hombres de que no quiero que os liquiden mientras disfrutan de vuestros encantos femeninos.
—Gracias, Excelencia —consiguió decir la hermana Ulicia con un hilo de voz, mientras aferraba sus faldas con unos puños de nudillos totalmente blancos.
—Bien, hay dos hombres aguardando fuera que han recibido instrucciones sobre lo que tienen que hacer con vosotras dos. Id con ellos. —Les sonrió como si fuese la muerte misma—. Que paséis una buena noche, señoras. Os lo merecéis... y muchas más.
Mientras ellas abandonaban la tienda, Kahlan permaneció de pie en el centro, aguardando un destino similar.
Jagang se le acercó más. Kahlan pensó que o bien iba a desmayarse de miedo o bien a vomitar ante la idea de lo que estaba a punto de sucederle.
Capítulo 19
Kahlan clavó los ojos en el dibujo de la alfombra que había a sus pies. No quería mirar con aire desafiante los ojos negros de Jagang. Una demostración de valentía en aquel momento, lo sabía, no serviría de gran cosa.
Cuando había sido obligada a andar mientras las Hermanas iban a caballo, siempre se había dicho que eso la haría más fuerte para cuando llegara el momento. De un modo muy parecido, no quería usar ahora su determinación en un desafío inútil. Clamar encolerizada contra su captor y lo que estaba a punto de hacerle cuando sabía que no podía hacer nada para detenerlo no haría más que desperdiciar sus energías.
Quería guardar su cólera hasta que llegara el momento.
Y aquel momento llegaría. Se lo prometió. Aunque fuera cuando se arrojase a las fauces de la muerte, desataría su ardiente furia contra los que la habían maltratado a ella y a todas las otras víctimas inocentes de la Orden Imperial.
Vio aparecer las botas de Jagang justo ante ella. Contuvo la respiración, esperando a que la agarrara. No sabía qué haría ella cuando realmente sucediera, cómo podría ser capaz de soportar lo que sabía que él iba a hacer.
Alzó la mirada un poco, lo suficiente para ver dónde tenía él el cuchillo en el cinto. Jagang posó la mano sobre la empuñadura del arma.
—Vamos a salir —dijo.
Kahlan alzó los ojos con el entrecejo fruncido.
—¿Salir? ¿Con qué propósito?
—Esta noche es una noche de torneos de Ja’La dh Jin. Varias unidades de nuestros soldados tienen equipos. Hay noches dedicadas a los torneos. Eleva los ánimos de nuestras fuerzas tener al emperador allí para presenciar cómo juegan.
»También se reúnen hombres procedentes de todas las zonas conquistadas del Nuevo Mundo y se les da la oportunidad de tomar parte en los desafíos a otros equipos. Es una gran oportunidad para ellos para empezar a encajar en la nueva cultura que traemos a las tierras vencidas, de convertirse en parte del tejido de la Orden, de participar en nuestras costumbres.
»Los mejores jugadores pueden a veces convertirse en héroes. Las mujeres pelean por conseguirlos. Los hombres de mi equipo son todos de esa clase... héroes que nunca pierden. Multitud de mujeres los aguardan después de los partidos, ansiosas por abrir las piernas para ellos. Los jugadores de Ja’La pueden elegir a cualquier mujer.
Kahlan advirtió que si bien, como emperador, Jagang probablemente podía elegir entre muchas mujeres que querrían estar cerca de un hombre con autoridad y poder como él, él preferiría forzarla a ella. Preferiría tomar lo que no se le ofrecía, tener lo que no había ganado por méritos propios.
»Esta noche algunos de esos equipos juegan para clasificarse. Todos esperan tener la oportunidad un día de jugar contra mi equipo en una gran competición. Mi equipo se enfrenta a los mejores de los mejores una o dos veces al mes. Jamás pierden. Siempre existe una ardiente esperanza entre cada grupo nuevo de retadores de que ellos serán los que derrotarán a los mejores... al equipo del emperador... y serán coronados campeones. Habría muchas recompensas para un equipo así, siendo una de las más importantes las mujeres más hermosas de entre aquellas que ahora sólo están ansiosas por estar con los hombres de mi equipo.
Parecía disfrutar hablándole sobre los hábitos de tales mujeres, como si generalizara sobre todas y al hacerlo le dijera que pensaba que ella era, en el fondo, igual. Kahlan preferiría cortarse las venas, así que hizo caso omiso de la insinuación y preguntó otra cosa en su lugar:
—¿Si vuestro equipo no juega, por qué deseáis ir? Sin duda un hombre como vos no agraciaría con vuestra valiosa presencia a los fieles con tanta regularidad sólo para ser generoso.
Él la contempló detenidamente con una expresión de desconcierto.
—Para ver su estrategia, desde luego, para descubrir los puntos fuertes, los puntos débiles, de aquellos que se convertirán en los adversarios de mí equipo.
La sonrisa maliciosa regresó.
—Eso es lo que uno hace: evaluar a aquellos que podrían ser sus adversarios; y no intentes decirme que tú no lo haces. Veo cómo tu mirada se dirige a las armas, a la distribución de habitaciones, a la posición de los hombres, a lugares donde ponerse a cubierto y a rutas de escape. Siempre estás buscando una oportunidad, observando constantemente, pensando en todo momento en cómo vencer a aquellos que son un obstáculo.
»El Ja’La dh Jin es muy parecido. Es un juego de estrategia.
—Lo he visto jugar. Yo diría que la estrategia es secundaria, que es fundamentalmente un juego brutal.
—Bueno, sino disfrutas con la estrategia —dijo él con una sonrisita burlona—, entonces sin duda disfrutarás contemplando cómo los hombres sudan, se esfuerzan y combaten unos contra otros. Por eso a muchas mujeres les gusta contemplar el Ja’La. Los hombres disfrutan con él por la estrategia, el toma y daca de la competición, la oportunidad de animar a su equipo para que obtenga la victoria, y el imaginar que son ellos mismos esos hombres; a las mujeres les gusta contemplar cuerpos semidesnudos y músculos cubiertos de sudor. Les gusta ver imponerse a los más fuertes, sueñan con ser el objeto de deseo de esos héroes, y luego urden modos de ponerse a su disposición.
—Ambas cosas me parecen absurdas. Tanto la brutalidad como la fornicación sin sentido.
Él se encogió de hombros.
—En mi idioma, Ja’La dh Jin significa «el juego de la vida». ¿No es la vida una lucha... una competición brutal? ¿Una competición de hombres, y de sexos? La vida, como el Ja’La, es una lucha brutal.
Kahlan sabía que la vida podía ser brutal, pero que tal brutalidad no definía la vida ni su propósito, y que los sexos no eran rivales, sino que estaban pensados para compartir juntos el trabajo y las alegrías de la vida.
—Para los que son como vos lo es —dijo—. Ésa es una diferencia que existe entre vos y yo. Yo utilizo la violencia únicamente como último recurso, únicamente cuando es necesaria para defender mi vida... mi derecho a existir. Vos usáis la brutalidad como una herramienta para realizar vuestros deseos, incluso vuestros deseos corrientes, porque, excepto por la fuerza, no tenéis nada que ofrecer que merezca la pena a cambio de lo que queréis o necesitáis... y eso incluye a las mujeres. Vos tomáis, no lo ganáis.
»Yo soy mejor que eso. Vos no valoráis la vida ni nada en ella. Yo sí. Por eso tenéis que aplastar cualquier cosa que sea buena; porque demuestra la falsedad de vuestra vida, demuestra que no hacéis otra cosa que malgastar vuestra existencia.
»Por eso vos y los que son como vos odian a los que son como yo: porque soy mejor que vos y lo sabéis.
—Tal creencia es la marca de un pecador. Considerar que la propia vida tiene significado es un delito contra el Creador así como contra el prójimo.
Cuando ella se limitó a mirarle con ferocidad, él enarcó una ceja con una expresión admonitoria a la vez que se inclinaba un poco más cerca. Alzó un grueso dedo —adornado con un anillo de oro, producto de algún saqueo— ante su rostro para señalar un punto importante, como si sermoneara a una criatura egoísta y testaruda que estaba a punto de recibir una bien merecida zurra.
—La Fraternidad de la Orden nos enseña que ser mejor que alguien es ser peor que todo el mundo.
Kahlan no pudo hacer otra cosa que abrir de par en par los ojos ante una idea tan tosca. Aquella declaración hipócrita de una convicción falsa le proporcionó una repentina y genuina comprensión del abismo que era la naturaleza salvaje de aquel hombre, y el carácter vengativo de la Orden misma. Era un concepto que había abandonado los lejanos fundamentos en los que había sido basado —que toda vida tenía igualmente el derecho a existir por su propio bien—, para poder justificar matar en nombre de la propia noción corrupta del bien común de la Orden.
Aquel concepto tan simple e irracional acababa de revelárselo todo.
Explicaba la depravación de toda su causa y las emociones determinantes que guiaban la naturaleza de aquellos hombres monstruosos concentrados allí fuera, preparados para matar a cualquiera que no se sometiera a su credo. Era un dogma que rehuía la civilización, alababa el salvajismo como modo de existencia y requería una brutalidad constante para aplastar cualquier idea noble y al hombre que la poseía. Era un movimiento que atraía a él a ladrones que querían considerarse honrados, a asesinos que querían una sagrada absolución para la sangre de víctimas inocentes que les empapaba las manos.
Atribuía cualquier logro no a aquel que lo había generado, sino a aquellos que no se lo habían ganado y no lo merecían. Valoraba el latrocinio, no el talento.
Al mismo tiempo, revelaba una incapacidad para existir a cualquier nivel salvo el de una bestia primitiva, siempre temerosa de que algún otro fuera a ser mejor. No era simplemente un rechazo de todo lo que era bueno, un rencor ante el talento; era mucho peor. Era una expresión de un odio lacerante por cualquier cosa buena, surgido de una reticencia interior a esforzarse por alcanzar cualquier cosa que valiera la pena.
Al igual que todas las creencias irracionales, también era impracticable. Para vivir, aquellas creencias tenían que ser ignoradas para lograr objetivos de dominación, los cuales, en sí mismos, eran una violación de las creencias por las que luchaban. No existían iguales entre los que pertenecían a la Orden, los abanderados de la igualdad forzosa. Tanto si se trataba de un jugador de Ja’La, del soldado más profesional o de un emperador, el mejor no sólo era necesario sino que era buscado y sumamente valorado, y así pues, como un conjunto, albergaban un odio interior por su fracaso para estar a la altura de sus propias enseñanzas, y un temor de que fueran a ser desenmascarados. Como castigo por su incapacidad para cumplir con sus creencias, en su lugar recurrían a proclamar lo indignos que eran todos los hombres y desahogaban su odio a sí mismos en cabezas de turco: culpaban a las víctimas.
A la postre, el credo no era otra cosa que unas estupideces irreflexivas repetidas como un mantra en un intento de dotarlas de credibilidad, de hacer que parecieran sagradas.
—Ya he visto partidos de Ja’La —dijo Kahlan, y le dio la espalda—. No siento deseos de ver más.
Él la agarró de la parte superior del brazo, haciendo que se volviera otra vez de cara a él.
—Sé que estás ansiosa porque te lleve a mi cama, pero puedes esperar. Ahora vamos a ir a ver los partidos de Ja’La.
Una sonrisa libidinosa asomó a su rostro, igual que porquería grasienta borboteando desde su alma purulenta.
—Si no disfrutas contemplando los partidos por su estrategia y competición, entonces puedes dejar que tus ojos vaguen por la carne desnuda de los competidores. Estoy seguro de que tales visiones harán que te sientas ansiosa por lo que viene más tarde, esta noche. Intenta no ser demasiado impaciente.
Kahlan se sintió repentinamente estúpida. Pero el partido de Ja’La tenía lugar allí fuera, entre los hombres, y no deseaba volver a salir. Tampoco tenía elección. Odiaba estar entre aquellos asquerosos, pero se recordó que tenía que controlar sus sentimientos. Los soldados no podían verla. Estaba actuando como una idiota.
Él tiró de ella en dirección al corredor que conducía fuera de la tienda, y ella fue sin oponer resistencia. No era el momento de resistirse.
Fuera, los cinco guardias especiales aguardaban. Todos advirtieron que Kahlan estaba vestida, pero ninguno habló. Permanecieron muy erguidos, tiesos y atentos, dando la impresión de estar listos para saltar si se les decía que lo hicieran. Evidentemente mostraban su mejor comportamiento ante su emperador, deseando impresionarle.
Kahlan adivinó que ser mejor que alguien era correcto si eras el emperador. Jagang peleaba por una doctrina de la que se excluía a sí mismo, como hacían todos y cada uno de sus hombres. Kahlan sabía que debía hacer mención de ello.
—Éstos son tus nuevos guardias —le dijo Jagang—. No tendremos una repetición del último incidente, ya que estos hombres pueden verte.
Todos los hombres parecieron muy complacidos consigo mismos, y con la naturaleza aparentemente inofensiva de la mujer que tenían que custodiar.
Kahlan echó una rápida mirada al primer hombre que las Hermanas habían enviado para la tarea, el compañero del que tenía la nariz rota. Con una ojeada evaluó las armas que llevaba, un cuchillo y una espada toscamente confeccionada con dos mitades de una empuñadura de madera sujetas con alambre sobre la espiga de la hoja, y la poca elegancia que mostraba en el modo en que las llevaba. Con aquella ojeada supo que eran instrumentos que sin duda usaba con bravuconería al matar salvajemente a mujeres y niños inocentes. Dudó que las hubiera usado jamás en combate con otros hombres. Era un matón, nada más. La intimidación era el arma que prefería.
A juzgar por su sonrisa presuntuosa, no parecía que ella le causara ninguna impresión. Al fin y al cabo, ya la había, él solo, casi domeñado, y llevado a su tienda. Había estado a pocos pasos de tenerla debajo.
—A ti —dijo ella, señalando justo entre los ojos del hombre—. A ti te mataré el primero.
Todos los hombres profirieron una risita burlona. Ella pasó una mirada sobre todos ellos y sus armas, averiguando lo que había que averiguar.
Señaló al hombre de la nariz rota.
—Tú morirás el segundo, después de él.
—¿Qué hay de nosotros tres? —preguntó uno de los otros, incapaz de contener otra risita—. ¿En qué orden nos matarás?
—Lo sabréis justo antes de que os rebane la garganta —respondió ella, encogiéndose de hombros.
Todos los hombres rieron. Jagang no.
—Más vale que la toméis en serio —les dijo el emperador—. La última vez que le puso las manos encima a un cuchillo mató a mis dos guardaespaldas más leales; hombres mucho mejores que vosotros como soldados... y a una Hermana de las Tinieblas. Ella solita, y todo en cuestión de instantes.
Las risas se apagaron.
—Estaréis todos alerta —siguió Jagang—, u os destriparé yo mismo si se me pasa siquiera por la cabeza que no estáis prestando atención a vuestro deber. Si ella escapa estando bajo vuestra vigilancia, os enviaré a las tiendas de tortura y ordenaré que vuestra muerte tarde un mes y un día en llegar, que vuestra carne se pudra y muera antes que vosotros.
Ya no quedó la menor duda en las mentes de los hombres sobre lo serias que eran las órdenes del emperador, ni del valor de su trofeo.
Una vasta escolta de cientos, por no decir miles, de los guardias más expertos del círculo interior del emperador se formó alrededor de su líder mientras éste se alejaba con resueltas zancadas de la tienda. Los cinco guardias especiales rodearon a Kahlan por todos los lados, salvo en el que estaba Jagang, y todos avanzaron en una cuña de armaduras y armas desenvainadas. Kahlan supuso que, como líder, Jagang se limitaba a tomar precauciones normales, pero se dijo que era más que eso.
Él era mejor que todos los demás.
Capítulo 20
Para cuando regresaban a la tienda del emperador tras las competiciones de Ja’La, el nivel de inquietud de Kahlan había aumentado. No era sólo el temor evidente a estar a solas con un hombre tan imprevisible y peligroso... ni siquiera el pánico que sentía sobre lo que sabía que él tenía intención de hacerle.
Era todo eso, más el trasfondo siniestro de su crueldad revolviéndose justo bajo la superficie. Había un rubor en su rostro, un carácter más enérgico en sus movimientos, una cualidad cortante en sus comentarios, una intensidad feroz en sus ojos. Contemplar los partidos había puesto a Jagang en un estado de ánimo aún más violento de lo que ella creía que era lo normal en él. Los partidos lo habían excitado... en todos los aspectos.
Cuando estaba contemplando los partidos le había dado la impresión de que uno de los equipos no había jugado usando su máximo potencial, que no habían dado todo lo que tenían. Había pensado que se contenían.
Cuando perdieron, los hizo ejecutar en el mismo terreno de juego.
La multitud había proferido más aclamaciones ante aquello que ante el más bien tedioso desarrollo del partido. Aclamaron a Jagang por haber ajusticiado a los perdedores. Los partidos siguientes se celebraron con mucha más pasión, y sobre un terreno empapado con la sangre de las decapitaciones. El Ja’La era un juego en el que los hombres corrían, se esquivaban y pasaban a toda velocidad unos ante otros, o le cerraban el paso, o perseguían al hombre que llevaba la pesada pelota —el broc—, intentando capturarla, o atacar con ella, o marcar con ella. Los hombres caían a menudo o eran derribados. Bajo el calor del verano, no tardaron en estar recubiertos de una capa no sólo de sudor sino de sangre. Por lo que Kahlan pudo ver de la sección femenina de los seguidores que observaban desde las bandas, a las mujeres no les provocaba ninguna sensación de rechazo la visión de la sangre. En todo caso, hacía que estuviesen más ansiosas por llamar la atención de los jugadores.
Los perdedores de los partidos jugados tras las ejecuciones no fueron ejecutados, como los anteriores, sino sólo azotados, puesto que al menos habían jugado con salvaje determinación. Un látigo terrible, compuesto de varias cuerdas con nudos, fue el instrumento utilizado para el castigo. Cada una de aquellas cuerdas llevaba pedazos de metal en la punta. A los hombres se les daba un latigazo por cada punto por el que habían perdido. La mayoría de los derrotados perdieron por una diferencia de varios puntos, pero incluso un único azote de aquel látigo desgarraba la carne desnuda de la espalda de un hombre.
La muchedumbre contó con entusiasmo cada latigazo dado a cada miembro del equipo perdedor arrodillado en el centro del campo. Los vencedores a menudo se dedicaban a exhibirse por todo el perímetro del terreno de juego, ante la multitud, mientras los perdedores, con las cabezas gachas, recibían sus azotes.
A Kahlan le había producido náuseas contemplarlo. A Jagang lo había excitado.
Kahlan se sintió aliviada de que los partidos hubiesen finalizado, pero ahora que volvían a la tienda del emperador, una torturante sensación de temor le devoraba las tripas. La violencia del juego había hecho hervir la sangre de Jagang. Kahlan podía verle en los ojos que no estaba de humor para que se le negara nada.
Y la única cosa que le quedaba por obtener esa noche era ella.
Justo cuando estaban a punto de apostar a los guardias especiales a sus puestos, fuera de la tienda, Kahlan divisó a un hombre que llegaba corriendo, seguido por otros. Jagang hizo un alto en sus instrucciones a los guardias especiales cuando los círculos de defensores se abrieron para dejar pasar al hombre y a una manada de oficiales. Cuando el hombre se detuvo, sin resuello, se anunció a sí mismo como un mensajero.
—¿Qué sucede? —preguntó Jagang al mensajero.
A Jagang no le complacía en absoluto que lo molestaran cuando tenía la mente puesta en otras cosas.
Kahlan sabía que ella era el centro de sus cavilaciones, y que quería estar a solas con ella. Había llegado la hora y estaba impaciente por hacerla suya.
Hasta el momento no la había tocado de ningún modo indecoroso. Estaba esperando su momento. De un modo muy parecido a como cualquier ciudad en el camino de su ejército tenía que aguardar en angustioso terror el inminente ataque, también ella, sentía la opresión de un miedo abrumador mientras aguardaba lo que sabía que se avecinaba. Intentaba no imaginar lo que iba a hacerle y cómo sería, pero no podía pensar en otra cosa, del mismo modo que no podía refrenar su galopante corazón.
El mensajero le entregó un cilindro de cuero, que emitió un hueco chasquido cuando Jagang quitó la tapa. Con dos dedos extrajo un pedazo de papel enrollado. Rompió el sello de cera, lo desenrolló y lo sostuvo en alto para leerlo a la luz de las antorchas que flanqueaban la entrada a su tienda. Los anillos que llevaba en cada dedo centellearon bajo la parpadeante luz.
Aunque frunció el entrecejo en un principio, el emperador empezó a sonreír mientras leía. Finalmente lanzó una sonora carcajada y alzó los ojos hacia sus oficiales.
—El ejército del Imperio d’haraniano ha abandonado el campo de batalla. Exploradores y Hermanas por igual han informado todos lo mismo, que los d’haranianos estaban tan aterrados ante la perspectiva de enfrentarse a Jagang el Justo y el ejército de la Orden que han desertado todos y se han dispersado en todas direcciones, demostrando qué cobardes son en realidad.
»Las fuerzas del Imperio d’haraniano ya no existen. No hay nada que se interponga entre nosotros y el Palacio del Pueblo.
Los oficiales aclamaron a su emperador. Todo el mundo se mostró entusiasmado. Jagang ofreció su enhorabuena a los oficiales por ser en parte responsables de hacer huir al enemigo.
Mientras escuchaba, manteniéndose a un lado mientras todos los demás observaban a Jagang agitando el papel y diciendo que el final de la larga guerra estaba próximo, Kahlan levantó lenta y cuidadosamente una pierna hasta que sus dedos encontraron la empuñadura del cuchillo que llevaba metido en la bota derecha.
Moviéndose tan poco como le fue posible para no atraer la atención de los cinco hombres que podían verla, o del mismo Jagang, sacó el arma de la bota. En cuanto la tuvo bien cogida en la mano, recuperó el segundo cuchillo de la otra bota.
Agarró con fuerza el asa envuelta en cuero de cada una de las bien confeccionadas armas, moviendo los dedos para sujetar con firmeza las empuñaduras. Tener armas a mano la llenaba de una sensación de propósito, desterrando el impotente terror ante lo que la esperaba aquella noche. Ahora tenía un modo de atacar. Sabía que podría no ser capaz de impedir que Jagang le hiciera lo que iba a hacerle, pero no sería sin luchar. Era su oportunidad de venderse cara.
No movió la cabeza, únicamente los ojos, mientras estudiaba la posición que ocupaba cada hombre. A Jagang, por desgracia, no lo tenía cerca. Había avanzado hacia el mensajero, y luego se había acercado más a sus oficiales. Kahlan sabía que no era en absoluto estúpido. Si ella se colocaba a su lado, él sospecharía de inmediato. Sabría que ella no haría tal cosa voluntariamente. También sabía que era un luchador experimentado, que reaccionaría antes de que pudiera abalanzarse sobre él. Tenerlo más cerca probablemente tampoco le habría servido de mucho.
Existían blancos mejores. Los cinco guardias especiales estaban cerca a su izquierda, los oficiales un poco más allá, a su derecha. Los oficiales no podían verla. Más allá había un campamento de hombres que no podían verla. Pero aun cuando los oficiales no pudieran verla, los cinco sí podían y en cuanto se moviera dispondría sólo de un instante antes de que reaccionaran.
Sabía que podía derramar mucha sangre, pero que había pocas posibilidades de que escapara.
La alternativa era someterse mansamente a su inminente violación.
Kahlan hizo acopio de su cólera. Aferró las empuñaduras de los cuchillos con más fuerza. Era una oportunidad de tomar represalias contra sus captores.
Con una cuchillada potente, directa y en línea recta clavó el largo cuchillo que sostenía en la mano izquierda en el centro del pecho del guardia que había prometido matar primero. Alguna zona nebulosa de su mente advirtió la agarrotada sorpresa del hombre.
Justo al otro lado de él, los ojos del hombre de la nariz rota se abrieron de par en par mientras, también él, se quedaba rígido por la sorpresa. Kahlan utilizó el cuchillo colocado en el pecho del primer hombre como sostén, para impulsarse. Con aquella sujeción para ayudarla, giró alrededor del hombre ya apuñalado y, al mismo tiempo, hizo girar el cuchillo de la mano derecha con ella, en un arco. La hoja le rebanó la garganta al hombre de la nariz rota. En el tiempo que tardaba en latir dos veces su martilleante corazón los había matado a ambos.
Hundió la bota izquierda en el primer hombre mientras éste caía, para poder extraer el cuchillo incrustado y saltar en dirección opuesta... hacia los oficiales. Con el tercer latido de su corazón cayó sobre el primer oficial como en un placaje del Ja’La. A la vez que chocaba contra él, le hundió el cuchillo de la mano derecha en el vientre, empujando violentamente hacia arriba para desgarrárselo.
Luego clavó el otro cuchillo directamente en la garganta del hombre justo al lado y un poco por detrás del primer oficial. Ése era realmente su objetivo. Lo acuchilló con tal fuerza que la hoja no sólo le atravesó la garganta sino que, penetrando en el espacio entre las vértebras, le perforó todo el cuello. Seccionada la médula espinal, todo su peso muerto cayó directamente al suelo, a tal velocidad que hizo perder el equilibrio a Kahlan, que seguía sujetando el cuchillo, y la arrastró con él.
Y en ese momento, antes de que pudiera frenar la caída o arrancar el cuchillo para recuperarlo, el poder del collar golpeó a Kahlan como un rayo.
Mientras, los otros tres guardias especiales la placaron, haciendo que acabara de caer y aplastándola de bruces contra el suelo. Con el collar haciendo que los brazos se le quedaran entumecidos e inútiles, y que las piernas no respondieran a sus deseos, no tuvieron problemas para desarmarla.
Cuando Jagang aulló la orden, la izaron violentamente en pie. Kahlan jadeaba por el esfuerzo del breve combate; el corazón le palpitaba todavía a toda velocidad. Aun cuando no había conseguido escapar, no estaba del todo decepcionada. En realidad no había pensado que sus posibilidades fuesen tan buenas. No obstante, había tenido la esperanza de matar al menos a un par de oficiales, y había logrado eso. Únicamente la decepcionaba que los guardias especiales no la hubiesen matado en lugar de capturarla.
Jagang despidió a los confundidos oficiales, explicando que era un poco de magia que se había escapado, y les aseguró que lo tenía todo bien controlado. Eran hombres acostumbrados a la violencia y parecieron tomar la repentina muerte de unos camaradas ocasionada por una mano invisible, si no con calma, al menos con autocontrol.
Varios hombres retiraron a toda prisa los cadáveres. Los guardias que acudieron a ver qué era todo aquel alboroto quedaron consternados al ver los muertos. Todos dirigieron veloces miradas a Jagang para juzgar su estado de ánimo y, viéndolo calmado, se ocuparon a toda prisa de acabar de retirar a los cuatro muertos.
Una vez que se hubieron marchado, Jagang dirigió por fin una mirada iracunda a Kahlan.
—Ya veo que observabas con suma atención los partidos. Pareces haber estado prestando más atención a la estrategia que a la carne desnuda de los hombres fornidos.
Kahlan cruzó la mirada con las de los tres guardias especiales que la sujetaban.
—Me limitaba a cumplir una promesa.
Jagang soltó lentamente un profundo suspiro, como si intentara contenerse para no matarla.
—Eres una mujer formidable... una adversaria formidable.
—Soy la portadora de muerte —le dijo ella.
Él echó un vistazo a los cuerpos que se llevaban.
—Sí que lo eres.
Dirigió su intensa atención a los tres hombres que sujetaban a Kahlan.
—¿Hay alguna razón por la que no debería enviaros a los tres a ser torturados?
Los hombres, que se habían mostrado muy pagados de sí mismos por haberla derribado, de improviso no parecieron estarlo tanto. Intercambiaron nerviosas miradas.
—Pero Excelencia —dijo uno de ellos—. Los dos hombres que os fallaron pagaron con sus vidas. Nosotros tres la detuvimos. No le permitimos escapar.
—Fui yo quién la detuvo —dijo él a través de una cólera apenas contenida—. La detuve mediante el collar que lleva al cuello. —Los contempló en silencio un momento, dejando que su ramalazo de cólera se calmara un poco—. Pero me llaman Jagang el Justo por un buen motivo. Os permitiré vivir a los tres por el momento, pero que esto os sirva de lección. Os advertí que era peligrosa. Ahora, quizá, os deis cuenta de que sé de lo que hablo.
—Sí, Excelencia —dijeron los tres atropelladamente.
Jagang entrelazó las manos a la espalda.
—Soltadla.
Pasó una mirada fulminante por cada uno antes de coger el brazo de Kahlan y conducirla hacia la entrada de la tienda. Ella todavía se tambaleaba por la sacudida asestada por el collar. Le dolían las articulaciones, las piernas y los brazos le ardían.
Se había preguntado si Jagang había dicho la verdad al afirmar que podía usar el collar sin que las Hermanas estuvieran presentes. Ahora lo sabía. Sin aquel collar podría haber tenido una buena posibilidad de escapar. Con él no la tenía. No se atrevería a tomar a ligera las habilidades de Jagang a partir de aquel momento. Al menos ahora lo sabía. En ocasiones era peor preguntarse si algo habría sido posible.
—Quiero que los tres montéis guardia fuera de mi tienda esta noche. Si ella sale sin mí, será mejor que la detengáis.
Los tres soldados hicieron una reverencia.
—Sí, Excelencia.
Ya no parecían en absoluto pagados de sí mismos. Parecían lo que eran: unos hombres que acababan de librarse de una sentencia de muerte.
Mientras los tres ocupaban sus puestos, Jagang dirigió una mirada sombría a Kahlan.
—La última vez sólo fuiste a dar una vuelta entre mis hombres. Fue un paseo corto. Viste únicamente una pequeña muestra de mi ejército. Mañana, vas a tener una oportunidad mucho mejor de ver a muchísimos más de mis hombres. Y es seguro que muchos más de ellos te verán.
»No sé qué es esa anomalía de la que hablaba Ulicia, ni su causa, pero no me importa en realidad. Lo que importa es que, como en todas las cosas, la utilizaré para mi propia conveniencia. Tengo intención de ocuparme de que estés bien custodiada. Volverás a cabalgar mañana y efectuaremos un recorrido entre las tropas, pero tú vas a hacerlo sin tus ropas. De ese modo, nos ayudarás a encontrar una considerable provisión de nuevos guardias especiales. Debería resultar un día de lo más emocionante.
Kahlan no efectuó ninguna protesta; ninguna habría servido de nada. Pudo darse cuenta por el cuidadoso modo en que él lo explicaba que tenía intención de hacerla sentir incómoda. Sospechó que su humillación no hacía más que empezar.
El emperador Jagang la condujo a través de la entrada de su tienda como si perteneciera a la realeza. Se mofaba de ella, Kahlan lo sabía. En un momento dado pudo sentir que el poder del collar aflojaba su dominio sobre ella; por fin podía mover pies y brazos por sí misma. El dolor, afortunadamente, empezó a desaparecer también.
El interior de la tienda estaba casi a oscuras, iluminado sólo por velas que daban al lugar un resplandor cálido, proporcionándole un aspecto acogedor y seguro, casi como si fuera un lugar sagrado. Era cualquier cosa menos eso.
Kahlan sintió como si la estuvieran conduciendo a su propia ejecución.
Capítulo 21
Los esclavos que habían preparado una degustación de medianoche de comidas ligeras para el emperador fueron todos despedidos. Viendo la expresión de sus ojos, y tras haber oído los alaridos de los hombres que morían, todos estuvieron encantados de irse cuando les gruñó que salieran.
Jagang les observó salir a todos en tropel y luego, con un grueso dedo apretado contra la parte central de la espalda de Kahlan, hizo pasar a ésta por delante de la mesa dispuesta con jarras de vino, fuentes de fiambres, hogazas de pan moreno, cuencos de frutos secos y composiciones de frutas y dulces, escoltándola más allá de otro tapiz que colgaba ante una entrada a un dormitorio.
Este dormitorio estaba aislado del resto de la tienda y del exterior por lo que parecían ser paneles acolchados, probablemente para hacerlo más silencioso. Las paredes estaban cubiertas asimismo con pieles y colgaduras de tela tejidas con diseños de colores apagados. La habitación también estaba decorada de modo acogedor con alfombras de exquisita factura, unas pocas piezas de mobiliario, librerías acristaladas repletas de libros y recargadas lámparas de oro y plata. El lecho, cubierto de pieles de pelo largo y sedoso, tenía oscuros postes de madera tallados en espiral en cada esquina.
Kahlan ocultó sus temblorosos dedos a la espalda mientras contemplaba cómo Jagang cruzaba la habitación y se despojaba del chaleco de lana de cordero. Lo arrojó sobre una silla situada junto a un pequeño escritorio. Su desnudo pecho y su espalda estaban cubiertos de pelo oscuro y rizado; era un hombretón tosco y rudo en más de un aspecto, y parecía cualquier cosa menos alguien que tuviese colchas de raso en la cama. Kahlan sospechó que en realidad él no valoraba tales cosas, pero las quería como un signo de su posición social. Imaginó que debía haber olvidado que nadie tenía que ser mejor que cualquier otra persona dentro de la Orden. Imaginó que jamás se planteaba si los hombres que había fuera, en las mugrientas tiendas de campaña, tenían o no colchas de raso bajo las que dormir.
Jagang alzó la vista hacia ella.
—Bien, mujer, quítate las ropas. ¿O prefieres que yo te las arranque? Tú eliges.
—Tanto si me las quito yo como si me las arrancáis vos, seguirá siendo una violación.
Él se irguió y la miró con atención durante un momento en silencio. Fuera, el campamento se había acallado considerablemente, dejando sólo los sonidos apagados de palabras lejanas fusionándose en un sordo zumbido. Los soldados estaban cansados por la larga marcha llevada a cabo aquel día, así como por la agitación provocada por los partidos de Ja’La, y Jagang había decretado que la marcha de cada día sería igual de rápida hasta que llegaran al Palacio del Pueblo, de modo que sin duda la mayoría estarían en sus tiendas durmiendo.
El único que no se había calmado antes de acostarse era Jagang. Si ya estaba en un estado de excitación tras los partidos, después de que ella matara a los cuatro hombres se hallaba al borde del desenfreno total. A Kahlan en realidad no le importaba. Si la pegaba hasta dejarla sin sentido, entonces no tendría que estar consciente para lo demás que iba a hacerle.
—Eres mía, ahora —dijo él en un tono bajo y peligroso—. Me perteneces... a mí... a nadie más. Sólo a mí. Puedo hacer cualquier cosa que desee contigo. Si decido degollarte, entonces es tu deber desangrarte hasta morir para mí. Si te entrego a esos tres hombres que pueden verte, entonces te someterás a ellos, tanto si te gusta como si no, tanto si lo haces voluntariamente como si no.
»Me perteneces. Tu destino es el que elija para ti. No tienes elección. Ninguna. Todo lo que te sucede es porque yo lo decido.
—Sigue siendo una violación.
Él cruzó la habitación en tres zancadas furiosas y la abofeteó, derribándola cuan larga era. La levantó, tirándole de los cabellos y la arrojó a la cama. El mundo daba vueltas alrededor de Kahlan. No chocó con el poste de madera por centímetros.
—¡Por supuesto que es una violación! ¡Eso es lo que quiero que sea! ¡Eso es lo que te espera!
Se abalanzó hacia la cama como un toro enfurecido. Tenía los negros ojos llenos de violentas formas tempestuosas. Antes de que Kahlan se diera cuenta, estaba sobre ella. Kahlan lo tenía todo planeado. No iba a intentar detenerle, a darle la satisfacción de tener que usar la fuerza para poseerla; pero con él justo allí, encima de ella, a horcajadas sobre sus caderas, tales pensamientos se perdieron en el repentino pánico provocado por aquellos acontecimientos que deseaba desesperadamente que no sucedieran. Olvidó todos sus planes y, llena de desesperación, intentó apartarle las manos, pero en el estado de ánimo en que él estaba no existía modo de detenerlo. Ella no tenía fuerzas para contrarrestar ni remotamente las suyas, y él ni se molestó en abofetearla para obligarla a dejar de resistirse. De un tirón le desgarró la camisa.
Kahlan se quedó inmóvil cuando él paró, respirando entrecortadamente por el esfuerzo mientras él clavaba los ojos en sus pechos.
Usó la repentina calma para reflexionar. Acababa de matar a cuatro de aquellos animales. Podía hacer aquello. No era nada comparado con tener un collar alrededor del cuello, con que le hubieran arrebatado la memoria, con haber perdido la identidad, perdido quién era, con haberse convertido en una esclava indefensa de las Hermanas de las Tinieblas y de un emperador de una turba de matones.
Aquello no era nada. Ella sabía bien que no debía pelear contra él de un modo tan estúpido, como una colegiala intentando apartar a cachetes las manos de un bravucón. Ella no peleaba de ese modo. No lo haría. Era más lista que eso. Sí, estaba aterrada, pero no tenía que dejarse vencer por el pánico; estaba asustada cuando había matado a aquellos cuatro hombres, pero había controlado el miedo y actuado.
Ella era mejor que él. Él era solamente más fuerte; sólo podría tenerla por la fuerza. Saber eso le proporcionaba un hilo de poder sobre él, y Jagang lo sabía. Jamás la tendría voluntariamente porque ella era mejor que él, y merecía algo mucho mejor. Él nunca podría tener a una mujer como ella salvo por la fuerza porque era débil y despreciable como hombre.
—¿Es vuestro trofeo satisfactorio, Excelencia? —se mofó.
—¡Oh, sí! —La sonrisa perversa de Jagang se ensanchó—. Ahora quítate esos pantalones.
Cuando ella no hizo ningún movimiento para obedecer, él lo hizo por ella, quitándole los botones de uno en uno como si abriera algo valioso. Ella permaneció tumbada con las manos a los costados. Él introdujo los dedos por la cintura del pantalón, se lo bajó por las piernas, y lo volvió del revés al pasarlo por los pies. Arrojó la prenda a un lado. Hizo una pausa para evaluar toda la longitud de su cuerpo casi desnudo.
Kahlan se mordió en silencio el interior de la mejilla para evitar apartarle la mano, presa del pánico, cuando él la deslizó hacia arriba por la pierna, palpando su suave muslo. Contuvo las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por no estar allí, por estar en cualquier otra parte que no fuera a merced de aquel monstruo.
—Ahora, el resto —dijo él en un susurro pastoso—. Quítate esa ropa interior.
Ella podía darse cuenta de que quitarle las ropas sólo lo había excitado aún más, así que hizo lo que le decía, intentando hacer que pareciera cualquier cosa menos seductor.
Mientras la observaba seguir sus órdenes, Jagang se sentó en el borde del lecho y se quitó las botas. Dejó caer los pantalones y se los sacó sacudiendo los pies. Tan asqueada como aterrada por la visión del cuerpo desnudo de aquel hombre, Kahlan cedió a la debilidad y apartó los ojos de él.
Se preguntó cómo podría ser capaz jamás de enamorarse y permitir que un hombre la tocara después de aquello. Se censuró a sí misma. Jamás iba a tener la oportunidad de enamorarse. Se inquietaba por un problema que nunca tendría.
La cama se movió bajo el peso de Jagang cuando éste se metió en ella y se tumbó. Hizo una pausa para mirarla fijamente, para pasarle la mano por el vientre. Ella había esperado que sería un contacto áspero, que la agarraría con rudeza, pero en su lugar fue un contacto furtivo, una evaluación lenta y comedida de algo muy valioso. No esperaba que aquella gentileza en el trato durase mucho más.
—Realmente eres de lo más extraordinario —dijo él con voz ronca, casi más para sí que para ella—. Percibirte a través de los ojos de otros sencillamente no fue lo mismo... ahora me doy cuenta.
Su tono de voz había cambiado. La cólera se había esfumado bajo el ardor de su deseo. Estaba a punto de entregarse a la lujuria más desenfrenada.
—No es en absoluto lo mismo... Siempre supe que era excepcional, pero ahora que te veo, de este modo... eres una criatura notable. Simplemente... muy notable.
Kahlan se preguntó a qué se refería al decir que la había percibido a través de los ojos de otros. Se preguntó si se refería a que la había observado a través de los ojos de las Hermanas. La asaltó una repentina idea que la consternó: fue pensar en que él la hubiese observado desvistiéndose cuando ella había pensado que sólo había allí una Hermana. Eso la llenó de gélida furia.
Él había estado allí, entonces, observándola, planeando aquello. Pero al mismo tiempo tuvo la sensación de que él hablaba también de algo más. Había más en sus palabras, más significado en ellas, algo oculto. Algo en el modo en que lo había dicho le hizo pensar que hablaba sobre algo en su vida que era anterior a las Hermanas, de mucho antes de que hubiese perdido quién era. La enfurecía pensar en él contemplándola a través de las Hermanas, pero pensar en él viéndola antes, en la vida que no podía recordar, le hacía perder los nervios.
Jagang rodó repentinamente sobre ella.
—No puedes imaginar cuánto tiempo he esperado para hacerte esto.
La respiración y los latidos de Kahlan apenas habían empezado a calmarse. Sucedía demasiado de prisa. El corazón volvía a golpearle violentamente las costillas. Quería obligarle a ir más despacio, darse tiempo para pensar en un modo de impedir que le hiciera aquello. Sin embargo, al sentir el contacto de su piel contra la suya, la mente se le quedó en blanco. Era incapaz de pensar en ningún modo de detenerlo; sólo podía obsesionarse en lo mucho que no quería que él hiciera aquello.
Se recordó las promesas que se había hecho. Era mejor que él, debía actuar en consonancia.
No dijo nada. Clavó la mirada en el techo de la tienda suavemente iluminado por la luz de las lámparas.
—No puedes imaginar lo mucho que he deseado hacerte esto —dijo él con voz súbitamente amenazadora—. No puedes imaginar hasta qué punto te has ganado esto.
Ella cambió la dirección de la mirada para ir al encuentro de sus ojos de pesadilla.
—No, no puedo. Así que limitaos a seguir con ello y ahorradme un discurso que no significa nada para mí, ya que no sé en absoluto de qué estáis hablando.
Apartó los ojos para volver a clavarlos en el techo. Quería mostrarle sólo indiferencia. Dejó libre la mente para que vagase. No fue fácil con él apretándose contra ella, a punto de hacerle lo que se le antojara, pero hizo todo lo posible por hacer como si no existiera, por pensar en otras cosas. No quería darle la satisfacción de una lucha que no haría más que perder. Pensó en el partido de Ja’La, no porque fuera algo en lo que desease pensar, sino porque estaba lo bastante fresco en su memoria para ser fácil de rememorar en detalle.
Bruscamente, él le pasó los brazos por detrás de las rodillas y le alzó las piernas casi hasta el pecho. Respirar le resultaba difícil, y estar doblada de aquel modo hacía que le dolieran las articulaciones de la cadera, pero se tragó el grito de dolor e intentó hacer caso omiso del modo en que él trataba de controlarla, de dominarla mientras la hacía suya.
—Si él lo supiera... esto lo mataría.
Los ojos de Kahlan giraron hacia Jagang. Únicamente pudo tomar media bocanada de aire bajo su peso.
—¿De quién habláis?
Pensó que a lo mejor se trataba de su padre; un padre que ella no recordaba. A lo mejor ella tenía un padre que era un comandante militar, por eso quizá sabía cómo pelear con un cuchillo. No podía imaginar de quién más podría estar hablando él.
Quiso decir algo para bajarle los humos, pero se lo pensó mejor y permaneció callada, indiferente.
Jagang tenía la boca sobre su oreja. La áspera barba de varios días le arañó dolorosamente la mejilla y el cuello. Su respiración era rápida e irregular, y estaba inmerso en la lujuria que estaba a punto de desatar sobre ella.
—Sí tú lo supieras... esto te mataría —dijo, evidente y profundamente complacido con la idea.
Más perpleja aún, ella permaneció en silencio, su preocupación creciendo respecto a qué podría querer decir él.
Pensó que estaba a punto de proseguir con su libidinosa necesidad, pero él permaneció allí, manteniéndole las piernas abiertas, con la vista fija en ella. Toda la longitud del peludo cuerpo apretada contra ella, a punto de llevar a cabo sus intenciones. Con su peso sobre el cuerpo, Kahlan apenas podía respirar, pero sabía que cualquier protesta sólo recibiría desinterés por el malestar que pudiera estar provocando.
En cierto modo, deseó que se diera prisa y acabara de una vez. La espera la estaba enloqueciendo. Quería gritar, pero se lo prohibió.
No podía evitar temer el mucho daño que él le causaría, el mucho tiempo que podría durar; el modo en que sin duda se repetiría no tan sólo aquella noche sino en noches venideras. De no ser porque su peso bestial la aplastaba contra la cama habría estado temblando ante la terrible expectativa.
—No —dijo él para sí—. No, esto no es lo que quiero.
Kahlan estaba desconcertada. No estaba segura de haber oído bien.
Él le soltó las piernas, dejando que resbalaran sobre la cama a la vez que se izaba sobre las manos. Deseó no tenerlo tumbado entre las piernas para poder juntarlas.
—No —repitió él—. No de este modo... Tú no quieres esto, pero sería solamente molesto. No te gustaría, pero nada más.
»Quiero que sepas quién eres cuando haga esto. Quiero que sepas lo que significo para ti cuando haga esto. Quiero que lo aborrezcas más de lo que has aborrecido jamás nada en toda tu vida. Quiero ser quien os haga esto a los dos. Quiero plantar el recuerdo de lo que significa para ti cuando plante mi semilla en ti. Quiero que ese recuerdo te persiga durante todo el tiempo que puedas vivir, que lo persiga a él eternamente, cada vez que te mire. Quiero que aprenda a odiarte por ello, a odiar lo que has llegado a representar para él. A odiar a tu hijo, el hijo que te daré.
»Para hacer eso, tienes que saber quién eres, primero. Si te hago esto ahora, sólo te insensibilizará, estropeará el padecimiento exquisito que te causaría si supieses quién eres cuando te suceda.
—Entonces contádmelo —dijo ella, casi dispuesta a soportar una violación con tal de saberlo.
Una sonrisa lenta y maliciosa apareció en el rostro de Jagang.
—Contártelo no sirve de nada. Las palabras resultarían huecas, sin significado, sin emoción. Tienes que saber. Tienes que recordar quién eres, tienes que saberlo todo, si esto ha de ser realmente una violación... y tengo intención de que sea la peor violación que puedas padecer, una violación que te dará un hijo que él verá como un recordatorio, como un monstruo...
Con los ojos puestos en ella, meneó lentamente la cabeza con autosatisfacción.
—Para que sea eso, tienes que ser totalmente consciente de quién eres, y de todo lo que esto significará para ti, todo lo que dañará, todo lo que mancillará para toda la eternidad.
Rodó bruscamente fuera de ella, a un lado. Kahlan inhaló una bocanada de aire que fue casi un jadeo.
Él apretó los dientes, y la enorme mano le agarró el seno derecho.
—No creas que has escapado a nada, querida. No irás a ninguna parte. Sólo me estoy ocupando de que sea mucho peor para ti de lo que habría sido esta noche. —Rió socarronamente mientras le oprimía el seno—. Peor también para él.
Kahlan no podía imaginar que algo podía hacerlo peor de lo que habría sido; sólo podía imaginar que, para él, la violación proyectaba un sentimiento de culpabilidad sobre la víctima. Era el modo en que él pensaba, el modo en que la Orden pensaba, que era a la víctima a quien había que culpar.
Jagang la expulsó con brusquedad de la cama, y ella aterrizó dolorosamente sobre el suelo, pero al menos la caída quedó amortiguada por las alfombras.
Él bajó la vista hacia ella.
—Dormirás en el suelo, justo ahí, junto a la cama. Más adelante, te tendré en mi cama. —Sonrió burlón—. Cuando tu memoria regrese, esto te destruirá. Entonces te daré lo que mereces, lo que sólo yo puedo darte, lo que sólo yo puedo hacer para arruinar tu vida... y la de él.
Kahlan permaneció tumbada en el suelo, temiendo moverse, temiendo que él pudiera cambiar de opinión. Le produjo un alivio embriagador que esa noche no fuera a tener que soportarlo.
Él se inclinó por encima del borde de la cama, acercándose más a ella, escudriñándola con sus inquietantes ojos negros, y le introdujo la enorme mano entre las piernas tan inesperadamente que ella lanzó un grito.
Le sonrió burlón.
—Y si se te ocurre la idea de intentar pensar en un modo de escabullirte, o peor, de acabar conmigo mientras duermo, será mejor que lo olvides ahora mismo. No funcionará. Todo lo que conseguirás es pasar tiempo en las tiendas, más adelante, después de que lo haya arruinado todo para ti. Me ocuparé de que todos esos hombres te posean, justo donde están mis dedos. ¿Entendido?
Kahlan asintió, sintiendo cómo le corría una lágrima por la mejilla.
—Si te alejas de esas alfombras que hay junto a la cama esta noche, el poder del collar te detendrá. ¿Deseas ponerlo a prueba?
Kahlan negó con la cabeza, temiendo que la voz le fallara.
Él retiró la mano.
—Estupendo.
Le oyó girar sobre el costado, dándole la espalda, y permaneció tumbada, totalmente inmóvil. Apenas era capaz de respirar. No estaba segura de qué había sucedido esa noche, ni qué podría significar todo ello. Sólo sabía que se sentía más sola de lo que se había sentido en la vida... al menos, en la parte de su vida que podía recordar.
De un modo extraño casi deseó que la hubiera violado. De haberlo hecho, no estaría ahora temblando de miedo ante lo que había dicho, preguntándose qué había querido decir. Ahora tendría que despertar cada mañana sin saber si era el día en que recuperaría la memoria. Cuando lo hiciera, ello, de algún modo, haría que aquella violación fuese mucho peor, lo haría todo peor, muchísimo peor.
Kahlan le creía. Ansioso como había estado por poseerla, y ella sabía muy bien lo ansioso que había estado, no se habría detenido en aquel punto a menos que todo lo que había dicho fuese verdad.
Comprendió que ya no quería saber quién era. Su pasado acababa de convertirse en demasiado peligroso para ella para que quisiera saber quién era. Si lo sabía, él le haría lo peor. Era mejor que permaneciera en la inconsciencia, a salvo de aquello.
Cuando oyó la respiración acompasada de Jagang, y luego su ronquido sordo y retumbante, alargó el brazo y con dedos temblorosos se puso la ropa interior y luego el resto de la ropa.
A pesar de ser verano, temblaba presa de un gélido pavor. Se echó por encima una alfombra que tenía cerca mientras yacía junto a la cama, sabiendo bien que era mejor no poner a prueba su palabra sobre las consecuencias de cualquier intento de fuga. No había escapatoria. Ésta era su vida.
De modo que ahora tan sólo esperaba mantener el resto de ella enterrada y olvidada.
Si alguna vez recordaba quién era, entonces su vida se volvería infinitamente peor. No permitiría que eso sucediera; permanecería tras ese oscuro manto. Esa noche era una persona nueva, distinta de quien había sido. Aquella persona tenía que permanecer muerta para siempre.
Se preguntó quién podría ser el hombre del que había hablado Jagang. Temió imaginar lo que Jagang iba a hacerle, a través de ella, aquello que lo destruiría.
Expulsó aquellos pensamientos. Ésa era la antigua ella. Aquella persona había desaparecido para siempre, y permanecería así.
En medio de la más profunda soledad y desesperación, Kahlan se hizo un ovillo sobre el suelo y lloró en silencio entre sollozos incontrolables.
Capítulo 22
Richard caminaba aturdido, contemplando el suelo ante él iluminado por la luz de la luna. A través de aquel estado sombrío y confuso, únicamente una chispa de algo parecía capaz de abrirse paso.
Kahlan.
La echaba tanto de menos... Estaba tan cansado de luchar... Estaba tan cansado de intentarlo... Estaba tan cansado de fracasar.
Ansiaba tenerla de vuelta. Recuperar su vida con ella. Abrazarla... simplemente abrazarla.
Recordó la vez, años atrás, en la casa de los espíritus, cuando no había sabido que era la Madre Confesora y ella se había sentido desesperadamente sola y abrumada por los demoledores secretos que tenía que guardar. Le había pedido que la abrazara, que simplemente la abrazara, y él recordaba el dolor en su voz, el dolor de necesitar ser abrazada.
Daría cualquier cosa por hacer eso en aquellos momentos.
—Detente —le siseó una voz—. Aguarda.
Richard se detuvo. Le costaba preocuparse por lo que sucedía, aun cuando era consciente de que debería. Podía notar la tensión en la postura de la mujer. Era como un ave de presa ladeando la cabeza, alzando las alas.
No parecía capaz de escapar del espeso letargo que lo abrumaba para poder considerarlo detenidamente. El porte de la mujer parecía tener el potencial, a punto de salir disparado como un resorte, para la agresión, pero por debajo de eso podía ver un atisbo de miedo.
Finalmente consiguió hacer acopio de la preocupación necesaria para intentar comprender. Entonces, a la luz de la luna, vio lo que Seis observaba con atención: lo que parecía un campamento enorme desplegado a través de un valle. Puesto que era medianoche, las cosas estaban relativamente tranquilas abajo. Incluso a través del insensibilizador miasma que creaba la presencia de la mujer, Richard sintió aumentar su preocupación.
También vio algo más. Más allá del campamento del valle, en lo alto del terreno elevado situado detrás, vio un castillo que le pareció reconocer.
—Vamos —siseó Seis al tiempo que se deslizaba por delante de él.
Richard caminó pesadamente tras ella, volviendo a sumirse en la ofuscada indiferencia en la que en todo en lo que podía pensar era en Kahlan.
Caminaron durante lo que parecieron horas a través de la campiña en mitad de la noche. Seis era silenciosa como una serpiente, moviéndose, deteniéndose, luego volviéndose a mover mientras avanzaba por senderos que cruzaban espesos bosques. Richard se sintió reconfortado por el aroma a balsaminas y abetos; el musgo y los helechos lo deleitaron con recuerdos de la infancia.
El encanto de los bosques se evaporó cuando empezaron a andar por calles adoquinadas, entre tiendas cerradas, pasando ante edificios a oscuras. Había hombres en las sombras, en parejas, llevando picas. Richard sentía como si estuviese en un sueño contemplando cómo pasaba todo por su imaginación. Medio esperó que todo lo que tendría que hacer era volver a imaginar los bosques y aparecerían.
Imaginó a Kahlan. No apareció.
Dos hombres con bruñidas corazas de metal salieron apresuradamente de una calle. Cayeron de rodillas ante Seis, besándole el repulgo del negro vestido. Ella aflojó sólo muy levemente el paso para recibir su servil súplica, y ellos los acompañaron mientras ella proseguía la ascensión por las calles, convirtiéndose en escoltas de la sombra nocturna que dejaba un rastro de oscuridad tras ella.
Todo resultaba tan nebuloso... Richard sabía que tenía que luchar contra ello, pero era incapaz de obligarse a hacer que le importara. Lo único significativo para él era hacer lo que Seis le decía. No podía evitarlo. Ver la figura ondulante de la mujer lo hechizaba, mirarla a los ojos lo cautivaba, oír su voz lo embrujaba. Al no tener su don, ella llenaba aquel hueco vacío que tenía en el alma.
La presencia de Seis lo completaba de algún modo, lo llenaba de propósito.
Los dos guardias que los acompañaban llamaron suavemente con los nudillos a una puerta de hierro en un enorme muro de piedra y se abrió una puertecilla cubierta por una pequeña reja. Unos ojos atisbaron fuera, dilatándose un poco al ver la pálida sombra ante ellos. Richard pudo oír a hombres en el otro lado apresurándose a descorrer una pesada barra.
La puerta se abrió y Seis pasó al interior, seguida por Richard. Éste vio enormes muros de piedra a la luz de la luna, pero no les prestó demasiada atención. Lo fascinaba mucho más la sinuosa figura que lo conducía a través de la sedosa noche.
Una vez que cruzaron unas puertas enormes, empezaron a correr hombres por todas partes, abriendo aún más puertas, gritando órdenes y trayendo antorchas.
—Por aquí —dijo uno a la vez que los conducía a una escalera.
Bajaron, descendiendo en espiral, a zonas cada vez más profundas. Richard sintió como si estuvieran siendo engullidos por el gaznate de alguna gigantesca bestia de piedra. De todos modos, mientras Seis siguiera conduciéndolo, tanto le daba ser engullido. Al llegar a niveles inferiores, en un corredor frío y húmedo, los hombres la condujeron al interior de un lugar sombrío. Había heno por el suelo viscoso, y se escuchaba el eco del gotear de agua a lo lejos.
—Aquí está el lugar que pedisteis —dijo un guardia a la mujer.
La pesada puerta chirrió en herrumbrosa protesta cuando él tiró de ella para abrirla. Dentro, sobre una mesa pequeña, encendió una vela con la antorcha.
—Tu habitación para pasar la noche —dijo Seis a Richard—. Pronto será de día. Entonces, regresaré.
—Sí, ama —respondió él.
Ella se inclinó un poco hacia él, con una fina sonrisa hendiendo su rostro exangüe.
—Si conozco a la reina, ésta querrá empezar de inmediato. Es bastante impaciente, además de impulsiva. No hay duda de que traerá a los hombretones de los látigos. Espero que antes de que finalice la mañana te haya arrancado la piel a tiras de la espalda.
Richard la contempló fijamente, incapaz de hacer que su mente lo captara todo.
—¿Ama?
—La reina no es sólo despiadada, sino vengativa. Vas a ser objeto de su veneno. Pero no te preocupes; todavía te necesito con vida. Puede que padezcas un dolor espantoso, pero vivirás.
Se giró con un ondulante floreo y abandonó la habitación con paso majestuoso, una sombra engullida por la oscuridad.
Los hombres salieron tras ella, y la puerta se cerró de un portazo. Richard oyó el chasquido del cerrojo. En un santiamén, se encontró de repente a solas en una habitación de piedra, abandonado, desamparado y olvidado.
En el silencio, el terror empezó a filtrársele en los huesos. ¿Por qué querría una reina hacerle daño? ¿Para qué le necesitaba Seis con vida?
Parpadeó. A medida que transcurrían los instantes, notó que su mente trabajaba para comprender. Daba la impresión de que cuanto más se alejaba Seis, mejor podía él pensar.
Después de que las antorchas desaparecieran, transcurrió un rato antes de que consiguiera adaptar los ojos a la luz de la vela. Paseó la mirada por la habitación de piedra. No había más que una silla y una mesa. El suelo era de piedra. Las paredes eran de piedra. El techo tenía gruesas vigas.
Cayó en la cuenta de repente.
Denna.
Era la habitación a la que lo habían llevado la primera vez que Denna lo había capturado. Reconocía la mesa. Recordó a Denna sentada en aquella misma silla. Alzó la vista y allí, justo donde recordaba que estaba, vio el gancho de hierro.
Había tenido las muñecas sujetas con esposas de hierro, y Denna había colgado la cadena que las mantenía unidas de aquel gancho de hierro. Había colgado de él mientras Denna lo torturaba con su agiel. Imágenes aterradoras de la noche que la mord-sith lo había doblegado le pasaron como una exhalación por la cabeza. La noche en que ella había pensado que lo había doblegado, en todo caso. Él había dividido su mente en secciones, pero recordaba las cosas que ella le había hecho esa noche.
Y recordaba qué la había inducido a tal violencia.
Había estado colgado allí cuando la princesa Violet había acudido a observar. La princesa había decidido que quería participar, tomar parte en su tortura, y Denna le había dado al pequeño monstruo su agiel y mostrado cómo usarlo sobre él.
Richard recordaba a Violet jactándose sobre cómo iba a hacer que violaran, torturaran y, finalmente, mataran a Kahlan.
Él le había asestado una patada con tanta fuerza que le había hecho pedazos la mandíbula y seccionado la lengua.
Ésa era la habitación.
Se recostó en la pared y resbaló por ella para sentarse y descansar. Necesitaba pensar, encontrar una explicación, comprender lo que sucedía.
Estaba apoyado en la mochila, así que se la sacó y la depositó sobre el regazo. Le pasó una idea por la mente y rebuscó en la mochila, apartando a un lado su equipo de mago guerrero y la esclavina dorada, hasta que encontró el libro que Baraccus le había dejado. Hojeó las páginas. Seguían estando en blanco. Si no hubiese perdido su don, habría podido leer el libro. Si supiese cómo usar su habilidad habría podido salvarse. Sí...
Una idea le pasó de repente por la cabeza. No podía permitirles encontrar aquel libro. Seis poseía el don. Alguna forma de él, en todo caso. No podía permitir que lo viera. Baraccus lo había ocultado durante tres mil años. No estaba pensado para otros ojos que los suyos. No podía decepcionar aquella confianza. No podía permitir que nadie conociera la existencia de aquel libro.
Se levantó y paseó por la habitación, buscando un lugar en el que pudiera ocultar el libro. No había tal lugar. Era una simple habitación de piedra. No había compartimentos, ni huecos, ni piedras sueltas. No había ningún lugar donde ocultar nada.
Mientras permanecía en el centro de la habitación, pensando, Richard alzó los ojos y vio el gancho de hierro. Recorrió la habitación, inspeccionando las vigas. Había una viga, que corría paralela a una pared, sin demasiado espacio entre la viga y la pared. La viga, como la mayoría de las del techo, tenía largas rendijas de cuando había sido tallada y luego secada. Se le ocurrió una idea.
Acercó inmediatamente la silla y se subió encima. No era lo bastante alta. Apartó la silla de un empujón y arrastró la mesa hasta allí. Tras pasar desde la silla al tablero de la mesa, pudo por fin alcanzar el gancho de hierro. Lo meneó, pero estaba bien clavado. Necesitaba aquel gancho de hierro si quería esconder el libro.
Agarró la pieza de metal y utilizó todo su peso para zarandearse. Por fin el gancho empezó a aflojarse. Trabajando con rapidez y usando todas sus fuerzas, consiguió finalmente que éste se meneara. Lo movió de un lado a otro hasta que consiguió soltarlo.
Arrastró entonces la mesa hasta el lado de la habitación situado cerca de la oscura esquina, y se subió encima. Inspeccionó la hendidura de la viga, localizando un lugar donde se abría, cerca de los puntales transversales. Introdujo el gancho de hierro en la raja de la viga, hasta que quedó bien sujeto.
Recuperó la mochila y la embutió arriba, entre la viga y la pared. Una vez que la tuvo tan plana como pudo, la empujó a lo largo de la viga hasta que quedó encajada por encima del gancho de hierro. Puso a prueba la mochila tirando de ella, pero estaba firmemente atascada. No iba a ir a ninguna parte.
Saltó al suelo y colocó la silla y la mesa donde habían estado. La mochila era de un color parecido al de la envejecida madera de roble de la viga y quedaba en sombras. A menos que una persona la buscara, no creía que nadie fuera a advertir la presencia de la mochila alojada allí arriba. Además, era lo mejor que podía hacer.
Convencido de haber hecho todo lo que podía para impedir que el libro, y el equipo de mago guerrero, cayeran en malas manos, se sentó en el frío suelo de piedra contra la pared opuesta e intentó dormir un poco.
Descubrió que le era imposible dormir pensando en lo que Seis le había prometido para el día siguiente. El miedo lo corroía, haciendo que su mente trabajara a toda prisa. Sabía que necesitaba descansar un poco, pero no conseguía calmarse.
Sí que sentía una sensación de alivio al estar lejos de Seis. Había perdido toda noción del tiempo desde que había estado con los duendecillos y había encontrado a Seis al salir de los viejos árboles. Era incapaz de pensar cuando estaba con ella, incapaz de hacer nada. Ella le consumía toda la mente.
Toda la mente.
Recordó cuando estuvo en aquella habitación la otra vez, con Denna. Ella le había dicho que él era su mascota, y que lo doblegaría a su voluntad. Recordó haberse dicho que le permitiría hacer lo que quisiera, pero que guardaría un pedazo de sí mismo, lo apartaría y no permitiría que nadie entrase en aquella parte, ni siquiera él mismo, hasta que necesitara abrir la cerradura de aquel lugar seguro y volver a ser él.
Tenía que volver a hacer eso. No podía permitir que Seis poseyera toda su mente, tal y como había hecho desde que lo había capturado. Todavía podía sentir el peso de la influencia de la mujer, la fuerza de su voluntad, pero ahora que no estaba en su inmediata presencia se sentía libre de ella y capaz de pensar. Capaz de decidir, hasta cierto punto, lo que quería.
Lo que quería era verse libre de la bruja.
Creó un lugar en su mente, tal y como había hecho hacía tanto tiempo en aquella misma habitación, y encerró una parte de sí mismo, una parte de su energía, el núcleo de su voluntad, de un modo muy parecido a como había ocultado la mochila en un rincón escondido donde nadie la encontraría.
Con su nueva capacidad de pensar, y un plan, sintió una sensación de alivio. Aun cuando todavía percibía los colmillos de la bruja clavados en él, sentía que ésta ya no tenía el control. Por fin, fue capaz de relajarse un poco.
Pensó entonces en Kahlan, y recordarla le provocó una sonrisa entristecida. Se obligó a evocar en momentos felices con ella. Pensó en la sensación que producía abrazarla, besarla, estar a solas en la noche con ella musitándole lo mucho que significaba para él.
Pensando en Kahlan, acabó por dormirse.
Capítulo 23
Richard despertó con un sobresalto al oír el cerrojo de la puerta. Fue un despertar brusco, porque Kahlan lo había visitado en sus sueños. No recordaba esos sueños, pero sí sabía que aquellos sueños tenían que ver con ella. Se sentía bañado en su presencia, como si realmente hubiese estado con ella y lo hubiera arrancado de su lado el hecho de estar despierto.
Una vez que estuvo despejado, la esencia de Kahlan empezó a disiparse de inmediato. La pérdida de su presencia soñada en favor de una conciencia fría y vacía resultó descorazonadora. El mundo parecía haber sido mucho más espléndido en sus sueños. A pesar de que no los recordaba, aquellos sueños le parecieron dulces, como música en la distancia, y la simple percepción de ellos era suficiente para que supiese que preferiría no estar en el mundo vigil.
Advirtió entonces lo dolorido que estaba por haber dormido en el suelo de piedra. Teniendo en cuenta lo nebulosa que notaba la cabeza, dudó que hubiese dormido más de unas pocas horas. Cuando vio guardias entrando en tropel en la habitación de piedra, se levantó tambaleándose, intentando estirar los agarrotados músculos.
Seis irrumpió en la habitación como un mal augurio. En contraste con su hirsuta cabellera negra y su ondulante vestidura negra, su tez parecía la de un espectro. Sus descoloridos ojos azules se clavaron en él como si no existiera nada en su mundo excepto él. Richard sintió que aquella mirada descendía sobre su persona como si fuera el peso de una montaña. Aquella mirada, la presencia de la mujer, aplastaban su voluntad.
Nadó en la sensación que lo inundaba. Cuando ella se acercó más, pugnó por mantener la cabeza por encima de las oscuras aguas de la abdicación de su voluntad. Era como luchar por su vida en un río turbulento cuya poderosa corriente lo arrastrara al fondo.
—Vamos, tenemos que llegar a las cuevas. No disponemos de demasiado tiempo.
En vez de preguntarle qué quería decir con lo de no disponer de mucho tiempo —una pregunta que dudó que hubiese sido capaz de reunir la energía necesaria para hacer—, preguntó en su lugar otra cosa, algo para lo que sí tenía esa energía, algo que todavía estaba bien arraigado en sus pensamientos.
—¿Sabes dónde está Kahlan?
Seis paró y se giró a medias para mirarlo con detenimiento.
—Desde luego. Está con Jagang.
Jagang. La sorpresa dejó anonadado a Richard. Seis no sólo recordaba a Kahlan, sino que sabía dónde estaba; también parecía complacida por el dolor que era tan evidente que le acababa de ocasionar.
La mujer fue hacia la puerta.
—Ahora, vamos. Date prisa.
Algo no iba bien. Él no sabía qué era, pero podía percibirlo en el poder que ella ejercía sobre él. Lo mantenía bajo su hechizo de influencia seductora, como una correa de férrea fuerza, empero no era igual que antes; podía percibir que algo era diferente. Había un atisbo de angustia en su semblante.
Pero eso no era precisamente lo que inquietaba a Richard. Jagang tenía a Kahlan. No podía imaginar cómo sabía Seis siquiera quién era Kahlan porque estaba anonadado por el significado de aquellas palabras: «Está con Jagang».
De no ser por el poder que ejercía Seis sobre él, que lo arrastraba tras ella, Richard seguramente habría caído desplomado al suelo. No podía concebir un pesadilla peor que el que Jagang tuviera a Kahlan. Sus pensamientos daban tumbos, acometidos por un pánico ciego, mientras seguía a la bruja por los oscuros recovecos de los pasadizos de piedra. Tenía que hacer algo. Tenía que ayudar a Kahlan. No tan sólo estaba ella en manos de las Hermanas de las Tinieblas, sino que éstas se habían compinchado con el peor enemigo de Richard y Kahlan.
El pensamiento primordial en la mente de Richard —aparte de su temor por Kahlan— era que sabía dónde estaba Jagang. El emperador iba de camino al interior de D’Hara, en dirección al Palacio del Pueblo. Y en aquellos momentos Kahlan estaba con él.
Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que descubrió que se hallaban en el exterior de repente. Comprendió al instante que Seis estaba nerviosa. Había tropas penetrando a borbotones desde todas direcciones. Eran las tropas que habían visto acampadas en el valle la noche anterior.
Seis maldijo por lo bajo a la vez que buscaba un modo de salir del patio. Los soldados penetraban a raudales por cada una de las entradas. El pasillo al interior del castillo, el que llevaba a la habitación de piedra, estaba ya cerrado por una pared de hombres.
Eran todos soldados mugrientos, algunos vestidos con corazas hechas con placas de metal, otros con cotas de malla, pero la mayoría llevaban oscuras piezas de cuero como protección. Correas de cuero tachonado que les cruzaban el pecho sujetaban bolsas de cuero con víveres o cuchillos envainados. Colgados de gruesos cinturones de cuero llevaban hachas, mazas, mayales y espadas. Richard no había visto jamás hombres que parecieran tan amenazadores. Los guardias, con cotas de malla cubiertas por guerreras rojas, no eran lo bastante estúpidos como para intentar detener a hombres así, y menos siendo tan numerosos.
Richard supo sin la menor duda que los hombres que entraban en tropel en los terrenos del castillo eran tropas de la Orden Imperial.
—Según el acuerdo —dijo un tipo fornido mientras avanzaba con paso majestuoso hasta Seis—, hemos venido a comprobar que Tamarang está del lado de la causa de la Orden Imperial.
—Sí, desde luego —repuso Seis—. Pero... habéis llegado considerablemente mucho más temprano de lo que se suponía.
El hombre posó una mano sobre la empuñadura de su espada mientras sus oscuros ojos escudriñaban la distribución del lugar. Richard reconoció la calidad de las armas que el hombre llevaba, lo bien confeccionada que estaba la armadura, y el modo en que asumió el mando al instante. Era el comandante de todos aquellos hombres.
—Avanzamos con rapidez —respondió—. Algunos de los pueblos y ciudades del camino no ofrecieron resistencia, así que pudimos llegar aquí ahora, en lugar de pasado el invierno, como habíamos pensado.
—Bien... por favor aceptad nuestra bienvenida en nombre de la reina —replicó Seis—. Yo, bueno, justo iba a ir en su busca.
El comandante llevaba hombreras de cuero, junto con un peto, también de cuero adornado con dibujos. Dando la impresión de haberle prestado un buen servicio, las placas de cuero tenían cortes y arañazos. Tenía también unos aros en la parte posterior de la oreja izquierda y un tatuaje de escamas le descendía por la mejilla derecha, como si fuera mitad hombre y mitad reptil.
—La Orden funciona para el bien de la Orden y de nuestra causa. Tamarang es ahora parte de la Orden Imperial. Confío en que todos aquí se sientan complacidos de ser ahora miembros de la Orden.
El sonido de botas sobre la piedra cubría el de las aves que cantaban al inminente amanecer. Se acercaron hombres por todas partes, penetrando en el patio hasta llegar a donde estaba Richard.
—Sí, desde luego —dijo Seis al comandante, y pareció que la mujer recuperaba su compostura—. La reina y yo confiamos en que cumpliréis con lo acordado, que en el castillo no entrará ningún miembro de la Orden, y que el castillo mismo se dejará en manos de su Majestad, sus consejeros y sus sirvientes.
El hombre la miró fijamente a los ojos por un momento.
—A mí tanto me da. El castillo no nos es de utilidad. —Pestañeó, como sorprendido de algún modo al oírse dar su conformidad a algo así; luego hinchó el pecho, recuperando algo de su ardor—. Pero según nuestro acuerdo, el resto de Tamarang es ahora una provincia de la Orden Imperial.
Ella inclinó la cabeza en señal de aquiescencia. Su fina sonrisa había regresado.
—Según lo acordado.
Mientras, Richard había conseguido escabullirse del control de Seis. Usó la distracción de la mujer para arrancarse de encima sus invisibles garras, había conseguido abrir aquella tenaza justo lo suficiente para permitir que su mente escapara.
Había llegado la hora de que hiciera algo por sí mismo, por Kahlan.
Aun cuando había perdido el don, y la Espada de la Verdad, no había olvidado las lecciones que había llegado a dominar a través de aquella arma, y aún menos las lecciones aprendidas a lo largo de su vida. Podría no disponer del don, pero recordaba el significado de los símbolos. Conocía el ritmo de la danza con la muerte.
Seguía estando en armonía con una espada.
Mientras Seis y el oficial decidían los límites de las zonas a las que los soldados de la Orden podrían ir, de las que se mantendrían alejados, y de lo que les pertenecía dentro de la ciudad, Richard echó un vistazo atrás, tomando nota de las empuñaduras de madera de las espadas de los soldados, y de la empuñadura de cuero de la espada del oficial subalterno situado a la derecha de Richard.
Le dedicó una sonrisa a la vez que sacaba un penique de cobre del bolsillo y lo hacía rodar con indiferencia sobre los nudillos. Dejó que la moneda resbalara y cayera, como si fuera torpe, y se agachó para recogerla, apretando una mano en la tierra arenosa que había junto al sendero para mantener el equilibrio mientras alargaba la otra para coger la moneda, dejando que la arenilla se le pegara a las palmas y dedos. Recogió el penique, con una pequeña cantidad de arena. El oficial situado detrás, que observaba a su superior hablando con Seis, echó una ojeada en dirección a Richard sólo cuando éste le quitaba la suciedad al penique y luego lo devolvía a un bolsillo. Seis resultaba un sujeto mucho más cautivador que un torpe don nadie. Richard hizo como si se limpiara despreocupadamente las manos, pero en realidad se cubría palmas y dedos con la arena.
Una vez que empezara, no quería que las manos resbalaran en el cuero.
Sin girar, se inclinó hacia atrás en dirección al oficial de menor graduación. El hombre estaba absorto en la fascinante figura de Seis mientras ésta tejía su telaraña, diciendo a los hombres lo que le gustaría que hicieran. En su visión periférica, Richard pudo ver la empuñadura del arma colgando de la cadera del oficial. Era de mejor factura que las armas que llevaban la mayoría.
Mientras Seis y el comandante conversaban, Richard se giró un poco, fingiendo desperezarse. En un instante, su mano estaba ya sobre la espada. Al cabo de otro instante la hoja estaba libre.
Tener una arma, una espada, en la mano, inundó al instante a Richard de recuerdos, formas y habilidades que había pasado largas horas aprendiendo. Era posible que las lecciones hubieran provenido en parte de fuentes sobrenaturales, pero el conocimiento no era mágico. Era la experiencia de innumerables Buscadores antes de Richard. Aun cuando no tenía su arma con él, seguía teniendo aquel conocimiento.
El oficial, al parecer medio pensando que Richard simplemente hacía el tonto, hizo un movimiento para recuperar el arma. Richard hizo girar la espada y con una estocada hacia atrás lo atravesó de punta a punta.
Otros soldados entraron en acción al instante y se desenvainaron espadas en el frío aire del amanecer. Hombres fornidos soltaron enormes hachas de guerra en forma de media luna de sus cintos, junto con mazas y mayales.
Richard estaba de repente en su elemento. La nebulosa había desaparecido de su cerebro. No había esperado que aquella parte de la mente que había guardado bajo llave para salvaguardarla fuera a tener que entrar en acción tan pronto, pero el momento había llegado y tenía que actuar. Ésta era su oportunidad.
Sabía dónde estaba Kahlan, y tenía que llegar hasta ella.
Aquellos hombres se interponían en su camino.
Blandió el arma, cercenando un brazo que empuñaba una hacha. El grito, el chorro de sangre, hizo que los hombres que estaban cerca se encogieran acobardados. En aquella fracción de segundo, Richard actuó. Alzó otra vez la espada, atravesando a otro tipo que sacaba su espada. Éste murió antes incluso de haber doblado totalmente el brazo. Richard giró sobre sí mismo alejándose de las armas que iban a por él.
A pesar de la repentina algarabía del entrechocar del metal, de hombres que gritaban, Richard se hallaba ya en un mundo silencioso de determinación. Tenía el control. Aquellos hombres podían haber pensado que tenían todo un ejército contra él, pero en cierto modo eso le proporcionaba una ventaja. No peleaba contra un ejército; peleaba contra individuos. Ellos pensaban como una masa colectiva, como si los soldados intentasen ser un único y enorme ciempiés de combate.
Eso era un error. Richard lo utilizó para abrirse paso entre ellos. Mientras vacilaban, aguardando a que otros actuaran, aguardando una oportunidad, Richard se movía ya entre sus filas, abatiéndolos. Les permitía blandir las armas y lanzar estocadas, utilizando su fuerza y esfuerzo, mientras él flotaba entre la avalancha de acero. Cada vez que blandía su arma, hería. Era como atravesar una maleza espesa, apartando a mandobles las ramas que se alargaban hacia él. Dejaba que el impulso de la espada propulsara el siguiente ataque, manteniéndola en un movimiento continuo en lugar de usar esfuerzo y un tiempo precioso, para retraerla. Si hacía descender la hoja, rebanando un cuello, continuaba el movimiento alzando el arma por detrás de éste para atravesar a otro hombre en el mismo momento en que éste se abalanzaba al frente, y luego, a la vez que extraía la hoja, se apartaba girando como una peonza mientras espadas, hachas y mayales descendían sobre el lugar en el que había estado hacía apenas un momento. Era una danza fluida, que avanzaba entre los hombres que gruñían, caían en picado, saltaban. Cercenar, cercenar, cercenar, dejando que los alaridos llenaran el aire matutino, dejando que la alarma de no ser capaces de detenerle provocara que otros vacilasen por miedo.
En todo momento, Richard mantuvo su objetivo a la vista. Iba en dirección a la entrada que conducía fuera de la muralla. Aun cuando acometía, zigzagueaba y fintaba en su camino a través de la avalancha de hombres, se dirigía inexorablemente a aquella abertura, y a su libertad. Tenía que cruzarla, y entonces podría llegar hasta Kahlan.
Abatió a algunos que se cruzaron en su camino mientras dejaba atrás a otros girando sobre sí mismo. Su objetivo no era matar a tantos como pudiera, sino llegar a su meta, que era la abierta entrada.
Incluso a pesar del griterío de las órdenes, de los soldados que chillaban enfurecidos pidiendo una oportunidad de atacarlo y de los hombres que aullaban de dolor a medida que los abría en canal, les sacaba las tripas o los acuchillaba, existía un sosegado propósito en la mente de Richard. Él hería desde aquel vacío. Elegía objetivos con rapidez, y acababa con ellos a igual velocidad. No malgastaba esfuerzos blandiendo el arma, sino que hería con certeza. Cuando veía a un líder, un hombre que se movía con más destreza, un hombre por el que se guiaban los demás en el ataque, Richard lo atacaba. Mientras avanzaba hacia la abertura en el muro, se escabullía entre brechas en la defensa de aquellos hombres, sin dejar de herir en ningún momento. No se permitía parar ni por un instante en su marcha implacable, ni tampoco permitía al enemigo recuperar el resuello mientras lo abatía. Acuchillaba sin piedad, acabando con todo aquel que pudiera. Tanto si mostraba un semblante feroz o temeroso, Richard lo eliminaba. Habían esperado que se sintiera intimidado por su superioridad numérica, por sus gritos de batalla mientras se abalanzaban sobre él, pero no era así. Acababa con ellos sin clemencia.
Por fin alcanzó la puerta, decapitando al guardia situado justo a la izquierda y luego al de la derecha. La entrada estaba finalmente libre de soldados de la Orden Imperial. Richard la atravesó como una flecha.
Todo se detuvo bruscamente. Al otro lado había una barrera de arqueros, todos con los arcos tensados, todos apuntándolo con sus flechas. Arqueros y ballesteros estaban formados en un semicírculo al otro lado de la entrada, mirándolo con sus puntas de acero afiladas como cuchillas. Richard sabía muy bien que no tenía la menor posibilidad contra los cientos de flechas que le apuntaban, especialmente a tan poca distancia.
El comandante apareció en la entrada.
—Muy impresionante. No he visto nunca nada parecido.
El hombre realmente sonaba sorprendido, pero se había acabado. Richard suspiró y arrojó la espada al suelo.
El comandante se acercó más, frunciendo el entrecejo al mismo tiempo que evaluaba a Richard, mirándolo de arriba abajo. Detrás, Seis apareció en la abertura de la muralla, una silueta negra recortándose en el amanecer.
El comandante cruzó los musculosos brazos.
—¿Sabes jugar a Ja’La dh Jin?
Richard la consideró la pregunta más rara que podía imaginar en aquel momento. En segundo plano, tras la abertura más bien reducida de la muralla que había conseguido cruzar, hombres heridos de gravedad aullaban, chillaban y suplicaban ayuda.
Richard no mostró ningún temor ante el comandante.
—Sí, sé jugar al juego de la vida.
El hombre sonrió al ver que Richard usaba la traducción de Ja’La dh Jin en la lengua del emperador.
El comandante, sin mostrarse en absoluto preocupado por el número de sus efectivos que Richard había abatido, sonrió a la vez que sacudía la cabeza, maravillado. A Richard tampoco le preocupaban ni los muertos ni los heridos; habían decidido formar parte de un ejército de conquista, saquear, violar y asesinar a personas que no les habían hecho ningún daño, personas que habían cometido el pecado de no creer en los métodos de la Orden, personas que habían deseado vivir sus propias vidas en libertad.
Seis fue a colocarse junto al comandante con paso majestuoso.
—Agradezco vuestros valientes esfuerzos para apresar a este hombre peligroso. Es un prisionero condenado y está bajo mi responsabilidad. La propia reina dará las instrucciones para su castigo.
El comandante le dirigió una veloz mirada.
—Acaba de matar a varios de mis hombres. Es mi prisionero.
La mujer pareció a punto de escupir fuego.
—No permitiré...
Cientos de flechas se alzaron como una sola para apuntar directamente a la bruja, quien se quedó totalmente inmóvil y silenciosa, evaluando la amenaza. Al igual que Richard, evidentemente sabía que sus habilidades no podían competir con tal número de hombres con armas que podían ser disparadas con un solo gesto. Sólo haría falta un único movimiento de un dedo para poner fin a su vida.
—Este hombre es mi prisionero —dijo Seis al comandante en una voz baja pero firme—. Lo conducía en estos momentos ante la reina para...
—Es mi prisionero ahora. Regresa al castillo. Los terrenos pertenecen a la Orden ahora. Esto ya no es un domino de la reina... o tuyo. Este hombre nos pertenece.
—Pero...
—Puedes retirarte. ¿O deseas romper nuestro acuerdo, y hacer que os masacremos a todos?
Los descoloridos ojos azules de Seis pasaron sobre los cientos de hombres que la apuntaban con flechas.
—Desde luego que nuestro acuerdo permanece, comandante. —Dirigió su intensa mirada al hombre—. Yo lo he cumplido, como se acordó, y lo mismo haréis vos.
Él inclinó la cabeza en una leve reverencia.
—Muy bien. Ahora, deja que nos ocupemos de nuestros deberes. Tal y como acordamos, tú, así como aquellos que están al mando aquí, podéis seguir con vuestros asuntos, ir a donde deseéis, y mis hombres no os abordarán ni a ti, ni a ellos, ni al personal del castillo.
Con una última mirada asesina a Richard, la mujer dio media vuelta y se alejó con actitud indignada. Junto con el comandante y todos sus hombres, Richard contempló cómo la bruja cruzaba con paso majestuoso la abertura del muro y caminaba por el ensangrentado sendero entre los muertos y los moribundos, sin dedicarles ni una mirada siquiera. Los hombres se hacían a un lado ante ella, dejándola pasar.
El comandante se volvió hacia Richard.
—¿Cómo te llamas?
Richard sabía que no podía dar su nombre verdadero; ni siquiera podía dar el nombre con el que había crecido, Richard Cypher. Si lo hacía, era probable que lo reconocieran. Su mente trabajó a toda prisa mientras intentaba pensar en otro nombre que pudiera usar. El nombre que a Zedd le gustaba usar cuando necesitaba disfrazar su identidad acudió a su cabeza.
—Soy Ruben Rybnik.
—Bien, Ruben, te daré a elegir. Podríamos despellejarte vivo, clavarte en una estaca, abrirte el vientre en canal y dejar que contemplases cómo los buitres te arrancan los intestinos y pelean por ellos.
Richard sabía que no tendría que enfrentarse a tal destino, porque todo lo que tendría que hacer sería atacar y los arqueros lo matarían. Con todo, no quería morir. No podía ayudar a Kahlan si estaba muerto.
—No me gusta mucho esa opción. ¿Tenéis otra?
Una sonrisa astuta se extendió por el rostro del hombre, muy en concordancia con el aspecto de reptil que le daba el tatuaje de escamas.
—Sí, a decir verdad así es. Verás, las distintas divisiones del ejército tienen equipos de Ja’La. El nuestro está compuesto por una mezcla de mis hombres y de los mejores de entre aquellos con los que nos hemos topado..., hombres bendecidos por el Creador con una habilidad excepcional.
»Fue de lo más impresionante el modo en que te abriste paso entre todos esos hombres y llegaste hasta aquí. Seguiste adelante en dirección a esta meta sin permitir que te detuvieran fuera lo que fuese lo que los hombres lanzaban contra ti... bien, eres un hombre punta por naturaleza.
—Una posición peligrosa, ser el hombre punta.
El comandante encogió los hombros.
—Ése es el juego de la vida. Carecemos de hombre punta justo ahora. Murió en el último partido. Mientras eludía a un hombre que le bloqueaba el paso no consiguió atrapar la pelota y el broc le quebró las costillas. Le perforaron los pulmones. Fue una muerte desagradable y dolorosa.
—Eso no suena muy tentador.
Los ojos del comandante brillaron amenazadores.
—Si lo prefieres, puedes arriesgarte a quedarte sin piel y contemplar cómo los buitres pelean por tus entrañas.
—¿Tendría la oportunidad de jugar contra el equipo del emperador?
—El equipo del emperador... —repitió el comandante, y miró fijamente a Richard un momento, interesado por el hecho de que le hubiera hecho esa pregunta—. Realmente eres de los que tienen espíritu competitivo. —Finalmente asintió—: Todos los equipos de Ja’La sueñan con tener una oportunidad de enfrentarse al equipo del emperador. Si muestras tu valía y nos ayudas a ganar torneos con tu habilidad, entonces, sí, podrías muy bien tener la posibilidad de jugar contra el equipo del emperador. Si sobrevives tanto tiempo.
—Entonces me gustaría unirme al equipo.
El comandante sonrió.
—¿Estás pensando en convertirte en un héroe? ¿Es eso? ¿Un jugador de renombre?
—Es posible.
El comandante se inclinó un poco más hacia él.
—Creo que sueñas con las mujeres que tal victoria te proporcionaría. Las miradas de hembras hermosas. Las sonrisas de mujeres atractivas.
Richard pensó en los hermosos ojos verdes de Kahlan, en su sonrisa.
—Sí, ese pensamiento me ha pasado por la cabeza.
—¡Pasado por la cabeza! —El hombre soltó una risotada—. Bueno, Ruben, destierra ese pensamiento. No eres un jugador que ha venido a unirse a nosotros. Eres un cautivo, y uno peligroso además. Disponemos de medidas de precaución para jugadores de tu clase. Te pondremos en una jaula y te llevaremos en un carro. Te soltaremos para jugar, o entrenar pero, aparte de eso, no serás otra cosa que un animal enjaulado. Durante las sesiones de entrenamiento tendrás que trabajar duro para aprender a trabajar con el resto del equipo, para aprender sus puntos fuertes y sus puntos débiles; al fin y al cabo eres el hombre punta. Pero aun así, no serás un hombre libre.
Richard no vio una alternativa.
—Entiendo.
El comandante inhaló profundamente al tiempo que introducía sus pulgares en el cinto de las armas.
—Estupendo. Si juegas bien, si lo das todo en cada partido, y si por casualidad llegamos a derrotar al equipo del emperador, te permitiré elegir entre las mujeres que se reunirán, ansiosas por yacer con los jugadores.
—Con los vencedores —corrigió Richard.
El comandante asintió.
—Con los vencedores. —Alzó un dedo—. Pero si das un solo paso equivocado, te mataremos.
—Trato hecho —dijo Richard—. Tenéis a vuestro nuevo hombre punta.
El comandante alzó un brazo, haciendo señas a otros oficiales para que se acercaran. Éstos se cuadraron ante el comandante.
—Que traigan aquí el carro... el que tiene la jaula de hierro... para nuestro nuevo hombre punta, aquí presente. Creo que ya sabéis lo peligroso que es. Tratadlo como a tal. Quiero usar su talento contra nuestros adversarios.
El oficial dedicó a Richard una mirada evaluativa.
—Sería agradable ganar con frecuencia.
El comandante asintió a la vez que empezaba a recitar órdenes de un tirón.
—Apostad guardias cerca del castillo y en la ciudad, suficientes para asegurar que no habrá problemas por parte de los habitantes de Tamarang. Luego haced que todos los obreros empiecen a instalar los puestos de servicio para nuestros convoyes de suministros. Primero tendréis que encontrar un lugar lo bastante grande. Mirad justo fuera de la ciudad, cerca del río.
»El verano toca a su fin. El invierno estará aquí antes de que os deis cuenta, y los convoyes de suministros que no tardarán en pasar por aquí serán grandes y frecuentes. Todas nuestras tropas en el Nuevo Mundo necesitarán provisiones que les duren todo el invierno.
»La ciudad de Tamarang proporcionará lo que nuestros hombres necesitarán para la construcción. Hay un puerto en el río, adonde se llevará la madera, así que tendréis que ocuparos de que haya carreteras hasta el nuevo emplazamiento, y barracones para todos los hombres acantonados aquí.
Uno de los oficiales asintió, diciendo:
—Tenemos todos los planes preparados.
Richard sólo pudo suponer que la Orden tenía intención de utilizar la ciudad de Tamarang para construir el depósito de suministros. Les había visto hacer tales cosas antes. Era más fácil tratar con lugares que estaban ansiosos por unirse a la Orden que destruirlo todo y luego tener que volver a construirlo.
—Me pondré en marcha de inmediato con nuestras tropas —dijo el comandante a los oficiales—. Jagang quiere a todos los hombres que pueda conseguir para el ataque al Imperio d’haraniano.
El líder del Imperio d’haraniano permaneció, en silencio, escuchando los planes para el ataque final sobre los habitantes del Nuevo Mundo, para la matanza de aquellos que creían en la libertad, para la batalla que se había asegurado de que jamás tuviera lugar.
Capítulo 24
Rachel despertó al oír a Violet caminando con suavidad por la habitación. Por la pequeña rendija de la puerta de su jaula de paredes de hierro, la niña podía ver la larga ventana del otro extremo de la habitación, y aun cuando los gruesos cortinajes azul cobalto estaban corridos, pudo saber por el color de la luz que penetraba que acababa de amanecer.
La reina Violet no se levantaba tan temprano, normalmente.
Rachel escuchó, intentando oír lo que hacía Violet. Oyó un largo bostezo, y luego los sonidos de la reina vistiéndose.
Rachel tenía calambres en las piernas por haber pasado toda la noche en la jaula y quería salir y estirar el cuerpo. Al menos no le habían colocado la mordaza en la lengua la noche anterior. A veces Violet no tenía ganas de molestarse.
Repentinamente, hubo un estrépito que hizo dar un salto a la pequeña, con el corazón desbocado. Era Violet golpeando con el tacón del zapato sobre la parte superior de la caja de hierro.
—Despierta —dijo Violet—. Es un gran día. Un mensajero deslizó una nota por debajo de la puerta durante la noche. Seis regresó... unas horas antes del amanecer.
La reina silbaba mientras se dedicaba a vestirse. Eso en sí mismo era un poco insólito, porque la reina por lo general llamaba a sus ayudantes para que sacaran sus ropas y la vistieran. Ahora se vestía ella misma, y silbaba mientras lo hacía. Rachel raras veces había oído silbar a Violet. Quedaba bien claro que estaba de buen humor debido al regreso de Seis.
A Rachel se le cayó el alma a los pies ante todo lo que aquello significaba.
La poca luz que entraba en la jaula se oscureció cuando los ojos de Violet aparecieron justo ante la rendija.
—Tiene a Richard. Los hechizos que dibujé funcionaron. Hoy va a ser el peor día de la vida de Richard. Me encargaré de ello. Hoy empezará a pagar por los crímenes cometidos contra mí.
El rostro de Violet desapareció. Los silbidos volvieron a empezar mientras la reina cruzaba la habitación, acababa de vestirse y se ponía unas botas de cordones. A los pocos instantes regresó y volvió a inclinarse muy cerca.
—Voy a dejarte mirar mientras los hombres lo azotan. —Ladeó la cabeza—. ¿Qué tienes que decir?
En una esquina de la pared posterior de la jaula, Rachel tragó saliva.
—Gracias, reina Violet.
Violet rió por lo bajo a la vez que se erguía.
—No le quedará ni un centímetro de carne en la espalda cuando el sol se ponga hoy.
Recorrió un corto trecho hasta el escritorio del rincón y luego regresó. Rachel oyó girar la llave en el candado. El candado soltó un chasquido metálico al abrirse, golpeando contra la puerta de hierro. Violet lo retiró de la aldabilla.
—Y eso es sólo el principio de lo que haré que le hagan...
Sonó una llamada apremiante en la puerta y una voz ahogada exigió que se abriera la puerta. Era la voz de Seis.
—Espera, ya voy —gritó Violet desde el otro lado de la habitación.
Rachel oyó cómo Violet volvía a colocar el candado mientras Seis aporreaba la puerta.
—Ya voy, ya voy —dijo Violet a la vez que soltaba el candado y cruzaba la habitación a toda prisa.
Giró el picaporte de la enorme y pesada puerta y casi al instante ésta se abrió de golpe. Seis entró como una exhalación en la estancia, toda sombría e imponente como un nubarrón.
—¿Lo tienes, verdad? ¿Está aquí, encerrado donde te dije? —preguntó Violet, la voz llena de trémula emoción mientras Seis cerraba la enorme puerta—. Podemos empezar a castigarlo inmediatamente. Haré que los guardias monten...
—El ejército lo cogió.
Rachel se acercó más a la puerta de hierro y atisbó con cautela por la rendija. Seis estaba de pie justo delante de la puerta de la habitación. La reina le daba la espalda a Rachel. Violet estaba inmóvil, con un vestido de raso blanco con un cinturón azul intenso y botas de cordones sobre las media blancas, contemplando con fijeza la figura austera de la bruja.
—¿Qué?
—Las tropas de la Orden Imperial aparecieron justo antes del amanecer. Están entrando en masa en la ciudad mientras hablo, en los terrenos del castillo. Hay miles de ellos... decenas de miles de ellos... tal vez cientos de miles de ellos por lo que yo sé.
Violet pareció confundida, no queriendo creer lo que oía mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Pero eso no puede ser. El mensaje que enviaste decía que estaba encerrado bajo llave, tal y como ordené, encerrado bajo llave en la celda donde me hizo daño.
—«Estaba» es la palabra clave. Llegamos por la noche y lo encerré tal y como deseabais. Luego os envié el mensaje y me ocupé de unas cuantas cosas, esperando la mañana.
»Lo traía conmigo, justo ahora. Lo traía para que se enfrentase a vos cuando topamos con los soldados de la Orden. Es una de esas enormes columnas de avanzada. Sus intenciones no son masacrar y arrasar la población; quieren establecer una zona de estacionamiento en Tamarang para otros convoyes de suministros que asciendan desde el Viejo Mundo. Se mostraron receptivos a mis ofertas de...
—¿Qué hay de Richard?
Seis suspiró.
—Llegué demasiado tarde. No hubo nada que pudiera hacer. Las tropas entraban en tropel desde todas direcciones. Nuestros hombres no tenían ninguna posibilidad de detenerlas. Los que lo intentaron fueron barridos. Consideré que era mejor tratar con los hombres de la Orden yo misma, intentar hallar un modo de obtener la seguridad para vos, y vuestra servidumbre, mientras tenía la posibilidad de hacerlo.
»Cuando hablaba con el comandante, asegurando unos términos favorables para nosotras a cambio de ayudarlos en lo que quieren hacer para establecer rutas de suministro, de improviso Richard sacó una espada.
Violet se puso en jarras.
—¿Qué quieres decir con «sacó una espada»? —Su mal genio aumentaba por momentos—. Te ocupaste de que no tuviese su espada.
—No, no era la Espada de la Verdad. Era otra espada. Sólo una espada corriente. Debe de habérsela cogido a un soldado cuando nadie miraba. No obstante lo sencilla que pudiera haber sido, sabía utilizarla. De improviso Richard era como la muerte misma desatada. Empezó a matar soldados de la Orden Imperial a docenas. Fue demencial. Aquellos hombres pensaron que se enfrentaban a una batalla. Todo el mundo entró en combate sin saber siquiera a qué se enfrentaban.
»Las cosas enloquecieron por un instante. No pude controlarlo. Había demasiados hombres, demasiada violencia. Habría necesitado algún tiempo para obtener el control y no había tiempo. Richard consiguió cruzar la muralla...
—¡Escapó! ¡Después de todo, escapó!
—No. Fuera de la muralla aguardaban centenares de arqueros y ballesteros. Lo tenían atrapado. Lo capturaron.
Violet suspiró aliviada.
—Estupendo. Por un momento pensé que...
—No, no es estupendo. El comandante no quiso entregármelo. Debido a que Richard mató a tantos de sus hombres, el comandante quiso a Richard como prisionero. Probablemente tienen intención de ejecutarlo. Dudo que viva para ver salir el sol mañana.
»Una vez en el castillo, cuando subía hacia aquí, miré por una ventana y les vi meter a Richard en una jaula de hierro de un carro. Se lo llevaron con la columna de tropas que se dirige al norte.
Violet pestañeó con indignación.
—¿Le dejaste escapar? ¿Dejaste que esos mugrientos lo cogieran... cogieran mi trofeo?
En el repentino silencio, Rachel vio ensombrecerse la mirada furiosa de Seis. Nunca antes había visto a la bruja dedicar a la reina una mirada así, y pensó que a Violet le convendría ser un poco más prudente.
—No tuve elección —respondió Seis con una inflexión gélida en sus palabras—. Había arqueros y ballesteros apuntándome con flechas. No tuve elección. Yo no quería entregarles a Richard. Con todo el trabajo que ha costado esto...
—¡Deberías haberlo impedido! ¡Tienes poderes!
—No suficientes para...
—¡Estúpida tarada! ¡Eres una estúpida, una estúpida y despreciable mentecata idiota incapaz de hacer nada bien! ¡Te confío una tarea importante y ni siquiera la llevas a buen término! ¡Haré que te azoten hasta dejarte medio muerta! ¡No eres mejor que el resto de mis despreciables consejeros, que no sirven para nada! ¡Haré que te azoten en lugar de Richard para enseñarte cuál es tu lugar!
Rachel se encogió atemorizaba ante el retumbante sonido del bofetón. Éste hizo caer a Violet, que dio con sus posaderas en el suelo.
—¡Cómo te atreves a tocarme! —dijo Violet, acariciándose la mejilla—. Haré que te decapiten por esto. ¡Guardias! ¡Os necesito!
Casi inmediatamente sonó un golpe en las puertas dobles.
Seis abrió una de ellas. Dos hombres con picas miraron a la reina sentada en el suelo, y luego alzaron la vista hacia los descoloridos ojos azules de la mujer que sujetaba el picaporte de la puerta.
—Si osáis volver a llamar a esta puerta —siseó Seis—. Me comeré vuestros hígados crudos como desayuno y los acompañaré con vuestra sangre.
Los dos guardias se quedaron tan blancos como Seis.
—Perdón por molestaros, señora —dijo uno.
—Sí, perdón —dijo el otro, y pusieron los pies en polvorosa y pasillo adelante.
Con un gruñido furioso, Seis agarró a Violet por los cabellos y la puso en pie. La bruja le asestó un golpe que envió a Violet rodando por el suelo y dejando hilillos de sangre sobre las alfombras tras ella.
—Mocosa desagradecida. He aguantado casi todo lo que podía soportar de ti. Ya lo he tolerado suficiente tiempo. A partir de ahora mantendrás quieta esa lengua o arrancaré lo que te devolví.
Los largos y huesudos dedos agarraron a Violet por el pelo y volvieron a ponerla en pie, luego arrojó a la reina contra la pared. Rachel pudo ver cómo los brazos de Violet colgaban inertes y ésta no hacía ningún gesto para defenderse mientras Seis la golpeaba una y otra vez. Manaba sangre de la nariz de Violet, de la boca, y ésta salpicaba la pared. Una pechera de sangre resaltaba sobre el raso blanco del vestido.
Cuando la alta mujer la soltó, la reina cayó hecha un ovillo al suelo y empezó a sollozar con impotencia.
—¡Cállate! —rugió Seis con creciente cólera—. ¡Ponte en pie! ¡Ponte en pie ahora mismo o no vuelvas a levantarte jamás!
Violet se alzó penosamente, quedando por fin en pie ante Seis, con la mirada alzada hacia ella y los ojos llenos no sólo de lágrimas, sino de terror.
La joven alzó la barbilla y, de un modo visible, hizo a un lado el miedo y se aferró a la indignación en su lugar.
—Cómo te atreves a tocar a tu reina de un modo así... Haré que...
—¿Reina? —se mofó la mujer—. Jamás fuiste otra cosa que una reina títere. Ahora, ya no eres ni siquiera eso. Ya no eres reina. Acabas de dimitir en este mismo instante.
»Yo soy la reina, ahora. No como tú, una mema presuntuosa que se cree importante debido a la extravagancia de sus pataletas, sino una reina de verdad. Una reina con poder de verdad. La reina Seis. ¿Queda claro?
Cuando Violet empezó a llorar de puro resentimiento, Seis la abofeteó con fuerza suficiente para girarle la cabeza y arrojar más sangre aún sobre la filigrana de dibujos estarcidos sobre la pared. Una vez más, enfrentada a una bruja enfurecida, Violet no respondió, ni siquiera para desviar el ataque.
Seis apoyó los puños en sus huesudas caderas a la vez que se inclinaba en dirección a Violet.
—He preguntado si quedaba claro.
Violet, al borde de un frenesí de pánico al oír la letal amenaza en la voz de Seis, asintió.
—¡Dilo! —Seis volvió a abofetearla—. ¡Responde a tu reina como es debido!
Los sollozos de Violet aumentaron, como si eso por sí solo pudiera salvar su trono.
—Dilo o haré que te hiervan viva, te corten en pedacitos y te sirvan como alimento a los puercos.
—Sí..., reina Seis.
—Muy bien —siseó la bruja con una sonrisa cargada de veneno, y a continuación se irguió—. Veamos, ¿qué utilidad puedes tener para mí? —Alzó los ojos al techo, llevándose los dedos a la barbilla—. ¿Debería molestarme siquiera en mantenerte con vida? Sí, ya lo sé... serás la artista de la corte. Un miembro insignificante de mi personal. Haz tu trabajo como es debido y vivirás. Fállame en cualquier modo, y serás hervida y servida como alimento a los puercos. ¿Queda claro?
Violet asintió a la mirada iracunda concentrada en ella.
—Sí, reina Seis.
Seis sonrió con lúgubre orgullo ante la rapidez con que había hecho obedecer a Violet. Agarró el cuello del vestido de la antigua reina por detrás.
—Ahora, tenemos asuntos urgentes. Todavía podemos salir bien de este lío.
—Pero ¿cómo? —gimoteó Violet—. Sin Richard...
—Le he cortado los colmillos. Su don es mío por ahora y permanecerá separado de él. Ya decidiré cuándo es el momento oportuno de ocuparme de Richard.
»En cuanto al resto, existe otro modo pero es, por desgracia, más difícil. Únicamente utilicé a Richard en un principio porque ciertos aspectos eran menos complicados. El otro modo es muchísimo más complejo porque, a diferencia de Richard, hay otras personas involucradas, de modo que debemos empezar en seguida.
—¿Qué otro modo?
Seis le dedicó una sonrisa afectada.
—Harás algunos dibujos más para mí. —Abrió la puerta con una mano y con la otra arrastró a Violet al pasillo—. Necesito que dibujes una mujer. Una mujer con un collar de hierro alrededor del cuello.
—¿De qué mujer hablas? —preguntó Violet con voz temblorosa.
Rachel pudo vislumbrarlas apenas, fuera en el pasillo, mientras Seis alargaba la mano hacia el picaporte de la puerta.
—No la recuerdas. Será más arduo de llevar a cabo debido a eso, pero puedo darte instrucciones sobre cómo lograr los elementos que necesitaré. Con todo, será mucho más difícil que nada que hayas hecho antes. Me temo que pondrá a prueba no sólo tu habilidad, sino tus energías y resistencia. Si no quieres acabar en el comedero de los cerdos, pondrás todo lo que hay en ti en ello. ¿Queda claro?
—Sí, reina Seis —respondió Violet con una voz anegada en lágrimas.
Mientras iniciaba la marcha, arrastrando a la muchacha con ella, Seis cerró de un portazo la puerta tras ella.
En el repentino silencio, Rachel contuvo la respiración, preguntándose si se acordarían de ella y regresarían. Esperó, pero luego tuvo que soltar por fin el aire. Violet había vuelto a colocar el candado. Violet tenía problemas mucho mayores, en aquellos momentos, que preocuparse de dejar salir a Rachel.
La niña temió que iba a morir en aquella maldita jaula compacta. ¿La dejaría salir alguien alguna vez? ¿Regresaría Seis y mataría a Rachel? Al fin y al cabo, a Rachel sólo la habían mantenido allí para tener entretenida a Violet, y ahora ya no había ningún motivo para que Seis siguiera con la simulación.
Seis estaba al mando ahora.
Rachel conocía a la mayoría de las personas que trabajaban en el castillo. Sabía que ninguna de ellas osaría decir ni una palabra cuando Seis les dijera que ahora era la reina. Todo el mundo temía a Violet, porque castigaba a la gente y la hacía ejecutar, pero todo el mundo temía más a Seis porque ella era la que hacía cumplir los caprichos de Violet. Además, cuando Seis decía cosas a la gente, ésta parecía perder su capacidad de hacer otra cosa que no fuera lo que les había dicho que hicieran. Los que contrariaban a Seis parecían esfumarse. A Rachel se le ocurrió que los cerdos parecían bien alimentados.
Rachel volvió a pensar en que cuando Seis abofeteaba a Violet, ésta ni siquiera había intentado protegerse con las manos. Rachel sabía que Seis era una bruja. Las brujas tenían un modo de hacer que las personas olvidaran cómo luchar contra su voluntad. Las personas hacían exactamente lo que decía, sin importar que no quisieran hacerlo. Como los dos guardias, que habían visto a la reina en el suelo con la nariz ensangrentada, pidiendo ayuda, pero habían hecho a toda prisa lo que Seis les dijo, no Violet.
Capítulo 25
Rachel permaneció sentada en su jaula durante un rato, pensando, inquietándose, preguntándose qué sería de ella.
Y entonces se le ocurrió algo. Con cuidado, en silencio, aun cuando no había nadie en la habitación y la puerta estaba cerrada, se apretó contra la puerta y colocó un ojo justo a la altura de la rendija. Primero, miró a todas partes, temiendo que la bruja, de algún modo, pudiera estar observándola. La bruja a veces venía a ella por la noche... en sus sueños. Si Seis se hubiese materializado en el centro de la habitación, Rachel no se habría asombrado en absoluto. Corrían muchísimos rumores entre la servidumbre sobre las cosas extrañas que habían estado sucediendo en el castillo desde la llegada de la mujer.
Pero la habitación estaba vacía. No había nadie más allí, ninguna figura alta con vestiduras negras.
En la seguridad de estar sola, Rachel atisbó en dirección al candado. Tuvo que mirarlo fijamente durante un rato, porque no estaba segura de que lo que veía fuese real.
El candado, colgando de la aldabilla, no estaba cerrado.
Rachel recordó a Violet presionándolo cuando Seis llamó a la puerta, pero en su precipitación no debió hacer que se cerrara. Si ella conseguía sacarlo de la aldabilla, podría abrir la puerta. Podría salir.
Seis había llevado a Violet a la cueva. Violet y Seis no estaban.
Intentó alargar la mano por la hendidura para extraer el candado, pero estaba demasiado lejos. Necesitaba un palo, o algo para alcanzarlo. Buscó en la jaula en la que dormía, pero no había nada. Había muchas cosas fuera de la jaula que podría haber utilizado, pero estaban fuera.
Mientras el candado estuviera pasado a través de la aldabilla, no había modo de que Rachel pudiera empujar la puerta y abrirla. Era lo mismo que si hubieran cerrado el candado.
Volvió a dejarse caer sobre su manta, abatida. Echaba en falta a Chase. Durante un tiempo su vida había sido un sueño. Tuvo una familia y un padre maravilloso que cuidó de ella y le enseñó muchísimas cosas.
Tiró distraídamente del extremo suelto del basto hilo usado para coser el borde de la manta. A Chase lo decepcionaría verla rendirse tan pronto, verla desanimarse, pero ¿qué iba a hacer? No había nada de lo que tenía que pudiera usar para quitar el cerrojo. Llevaba un vestido y unas botas. Las botas no pasarían por la rendija. La única otra cosa que tenía era la manta en la que dormía. Violet se lo había quitado todo. No tenía nada.
Mientras tiraba, se soltó más del grueso hilo, y al bajar los ojos al hilo enrollado alrededor del extremo de su dedo, Rachel tuvo una inspiración.
Empezó a tirar del hilo, deshaciendo las puntadas. No tardó en haber deshecho todo el extremo de la manta y disponer de una larga extensión de hilo. Lo dobló en dos y lo enrolló entre la palma y la pierna, retorciéndolo para conseguir un hilo más grueso. Era lo bastante largo para hacer varias capas, todas bien enrolladas juntas en un resistente cordel. Efectuó una lazada en el extremo y luego fue a la rendija.
Con cuidado, echó fuera el cordel, intentando enganchar el candado, de modo que pudiera tirar de él hacia arriba. Parecía mucho más fácil de lo que era. El cordel no era lo bastante grueso para arrojarlo con precisión. Rachel probó distintos modos de hacerlo, pero siempre se quedaba corto o se limitaba a resbalar por su costado. Era demasiado ligero para poder lanzarlo bien, pero al mismo tiempo era demasiado rígido para plegarse sobre el candado aquellas veces en que sí aterrizaba donde ella quería.
Una vez más, consiguió que el extremo del cordel aterrizara sobre el cerrojo. El extremo, no obstante, osciló hacia fuera en lugar de descansar donde pudiera deslizarlo por encima del diente abierto del candado.
Volvió a hacer entrar el cordel y lo humedeció con saliva, luego probó otra vez. El cordel mojado resultaba un poco más pesado y pudo lanzarlo con algo más de precisión. Empezaba a tener la mano dolorida y cansada de tanto intentarlo porque tenía que torcerla para arrojar el cordel. Parecía como si llevara con ello toda la mañana. El cordel no hacía más que secarse.
Rachel entró otra vez el cordel y lo humedeció dentro de la boca, empapándolo bien. Fue hasta la rendija y lo lanzó. La primera vez aterrizó sobre el candado. La lazada quedó justo por debajo del extremo del diente.
Rachel se quedó totalmente inmóvil. Era lo más cerca que había conseguido colocarlo. Era difícil tener la mano fuera de la rendija y luego ser capaz de ver a través del pequeño espacio que quedaba. No obstante, pudo ver que, si tiraba, el cordel se alzaría y no se engancharía en el diente, donde necesitaba que se enganchara.
El cordel, mojado como estaba, se estaba pegando a la larga barra que hacía de cierre cuando estaba cerrado el candado. Rachel tuvo una idea. Empezó a hacer rodar el cordel entre el índice y el pulgar. Con el cordel pegado por su saliva al metal, el hilo rodó, manteniéndose pegado, hasta que el extremo cayó por encima. Rachel parpadeó a la vez que lo miraba fijamente. Daba la impresión de que la lazada estaba justo donde necesitaba que estuviera. Temía moverse, temía cometer un error, temía perder su oportunidad, temía efectuar el movimiento equivocado por no haberlo meditado lo suficiente.
Chase siempre le había dicho que tenía usar la cabeza —su criterio, como él lo llamaba— y luego actuar según aquel criterio.
Lo mirara por donde lo mirase según su criterio, la lazada estaba en el lugar correcto. Si tiraba, y el cordel permanecía pegado con su saliva al diente del candado, la lazada pasaría por el extremo de la barra. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Advirtió que jadeaba.
Conteniendo la respiración, empezó a tirar del cordel con sumo cuidado. El extremo del metal enganchó la lazada. Si tiraba demasiado fuerte, podría soltarse.
Bajó los dedos para cambiar el ángulo del tirón, para ayudarlo a pasar bien la lazada por el extremo, en lugar de resbalar fuera.
La lazada se tensó con fuerza y luego se deslizó por el extremo del diente del candado. Apenas podía creerlo. Con cuidado, con pulso firme, tiró hacia arriba del cordel, deslizando el candado hacia arriba, fuera de la aldabilla. Cuando estaba casi fuera, el extremo de la barra del candado quedó atorado en el pasador. Probó a tirar un poquitín más fuerte, pero del modo en que estaba atrapado únicamente hizo que el candado se torciera en ángulo, en lugar de alzarse. Rachel temía tirar demasiado fuerte; temía que el cordel se rompiera.
Había doblado el hilo varias veces, dando al cordel varias capas de grosor. Imaginó que probablemente sería muy fuerte, aunque la pregunta a la que no podía responder era hasta qué punto era fuerte para que ella tirara con más energía. Aflojó algo de la tensión y dejó que el cerrojo descendiera, luego lo sacudió un poco, moviéndolo arriba y abajo, intentando menear la barra de metal.
De repente, el candado saltó fuera del pasador. Osciló, colgado del cordel, balanceándose a un lado y a otro bajo la mano de Rachel, que asomaba por la rendija.
La niña empujó, y la puerta se abrió con un chirrido. Con los dorsos de las manos, Rachel se secó las lágrimas de alivio de las mejillas; había conseguido liberarse. Ojalá Chase hubiera podido ver lo que había logrado.
Ahora tenía que escapar del castillo antes de que Violet o Seis regresaran. Rachel no sabía si Violet era consciente de que no había asegurado la puerta con el candado. Si sabía que no la había cerrado, y se lo mencionaba a Seis, regresarían.
Dirigió sus pasos directamente hacia la puerta, pero entonces recordó algo importante. Dio la vuelta y corrió al escritorio del rincón. Bajó la tapa donde Violet escribía sus notas sobre a quién había que castigar o ejecutar y agarró el pomo dorado del cajón central inferior y tiró hacia fuera. Lo depositó a un lado, luego introdujo la mano hasta el fondo y palpó por todas partes. Los dedos tocaron algo de metal.
Lo sacó. Era la llave. Violet no la había sacado aún. Seguía allí, donde la guardaba por la noche.
Aliviada, Rachel deslizó la llave dentro de una de sus botas y luego volvió a colocar el cajón y cerró la tapa del escritorio.
Recordando la jaula donde dormía, cerró la puerta y pasó el candado por la aldabilla, luego presionó el candado para asegurarse de que quedaba bien cerrado. Tiró para asegurarse de que estaba bien colocado; algo que Violet no había hecho. Si alguien entraba en la habitación podría imaginar que Rachel seguía bien encerrada. Si tenía suerte, ni Seis ni Violet echarían una mirada y para entonces Rachel haría tiempo que se habría ido.
Corrió a las grandes puertas dobles y entreabrió levemente una para atisbar fuera. No vio a nadie en el pasillo. Salió y cerró la puerta sin hacer ruido a su espalda.
Tras volver a comprobar los alrededores, fue derecha a la escalera, luego subió corriendo tan silenciosamente como pudo. En el piso siguiente, en un pasillo de paneles de madera sin ventanas, Rachel se encaminó a la habitación que estaría cerrada con llave. Había luces; las mantenían encendidas toda la noche por si la reina quería ir a su habitación de las joyas. Corrió pasillo adelante, a la pata coja, mientras introducía una mano en la bota para recuperar la llave.
Con la llave en la mano, Rachel miró atrás al llegar ante la puerta que buscaba. Justo entonces vio a un hombre a lo lejos, que venía por el pasillo. Era uno de los mayordomos. Rachel lo conocía de cara, pero no sabía su nombre.
—¿Ama Rachel? —dijo él, frunciendo el entrecejo al llegar junto a ella.
Rachel asintió.
—Sí, ¿qué sucede?
—Exactamente. —El hombre dirigió una veloz mirada a la puerta—. ¿Qué sucede?
Chase le había enseñado a darle la vuelta a las cosas cuando había personas que hacían preguntas que ella no quería responder. También le había enseñado a darle la vuelta a las sospechas, de modo que diera la impresión de que era la otra persona la que tramaba algo malo. A menudo lo habían convertido en un juego mientras estaban acampados. Sabía que tenía que hacer eso ahora, aunque en esta ocasión no era un juego. Era algo muy serio.
Adoptó su mejor expresión enfurruñada. Chase también le había enseñado a hacer eso. Le había dicho que simplemente imaginase que un chico quería besarla.
—¿Qué parece que es?
El hombre la miró enarcando una ceja.
—Parece que estáis a punto de entrar en la habitación de las joyas de la reina.
—¿Tienes intención de robarme las joyas de la reina que me han enviado a buscar para ella? ¿Por eso estabas acechando tras la esquina, aguardando a que enviaran a alguien a la habitación de las joyas de la reina? ¿Para poder robarlas?
—Acechando... robar... claro que no, desde luego que no. Simplemente quiero saber...
—¿Quieres saber? —Rachel se puso en jarras—. ¿Tú quieres saber? ¿Estás tú a cargo de las joyas? ¿Por qué no vas a preguntar a la reina Violet lo que quieres saber? Estoy segura de que no le importará que un mayordomo le haga preguntas. A lo mejor sólo hará que te azoten y no te decapitará.
»Estoy aquí por mandato suyo, para coger algo para ella. ¿Necesito ir en busca de unos guardias para que me protejan a mí y las joyas de la reina que debo llevarle?
—¿Guardias? Pues claro que no...
—Entonces ¿qué tienes tú que ver con este asunto? —Miró a un lado y luego al otro, pero no vio a nadie—. ¡Guardias! —chilló, pero no demasiado fuerte—. ¡Guardias! ¡Un ladrón quiere las joyas de la reina!
El pánico se adueñó del hombre, que intentó conseguir que callara, pero en seguida abandonó el intento y se marchó apresuradamente sin decir ni una palabra más. No volvió la cabeza en ningún momento. Rachel hizo girar la llave rápidamente en la cerradura de la puerta, volvió a comprobar el pasillo, y luego se deslizó dentro.
No dedicó ni una mirada a la pared de lustrosos cajoncitos de madera. Las docenas y docenas de pequeños cajones estaban repletos de collares, brazaletes, broches, tiaras y anillos. En su lugar, fue inmediatamente hacia un elaborado pedestal de mármol blanco que permanecía en la esquina opuesta de la habitación. Sobre él había descansado en el pasado el objeto favorito de la reina Milena, la caja recubierta de joyas que contemplaba embelesada cada vez que se le presentaba la oportunidad.
Ahora, en su lugar, había una caja que parecía como si estuviese hecha de los pensamientos más negros del Custodio. Era tan negra que la habitación repleta de preciosas alhajas parecía insignificante en presencia de algo tan siniestro.
Rachel había aborrecido la idea de tocar la caja del Destino recubierta de joyas de la reina Milena, pero odió aún más la idea de tocar la que tenía delante.
De todos modos, tenía que hacerlo.
Sabía que tenía que darse prisa si quería tener alguna posibilidad de escapar. No había modo de saber si Violet recordaría que la jaula de hierro de su habitación no había sido cerrada con el candado. Podría decírselo a Seis... o Seis simplemente podría leerle el pensamiento. Si sabían que Rachel no estaba encerrada, regresarían.
Bajó la caja negra del pedestal de mármol blanco y la introdujo en la bolsa de cuero que había apoyada en la pared. Era la misma bolsa que Samuel había utilizado para llevarle la caja a Seis.
De camino a la puerta, Rachel hizo una pausa ante el alto espejo con marco de madera. Odió verse en el espejo, odió ver sus cabellos cortados a trasquilones por Violet. Cuando había vivido en el castillo la otra vez, en la época en que había sido la compañera de juegos de la princesa Violet, a Rachel no le habían permitido dejarse crecer el pelo porque era una don nadie, y en cuanto Violet la tuvo de vuelta, una de las primeras cosas que hizo fue tomar un enorme par de tijeras de podar y cortar los largos y hermosos cabellos rubios de Rachel. Ésta era la primera vez que Rachel había tenido realmente una oportunidad de echarles un buen vistazo, no obstante, una mirada de cerca.
Se secó las lágrimas de la mejilla.
Chase le había dicho, cuando se fue con él, que si quería ser su hija tendría que dejarse crecer el pelo. Aquel pelo había crecido largo y lustroso durante el último par de años, y ella se sintió como si realmente hubiese llegado a ser su hija. No tenía el mismo aspecto en el espejo, ahora, que el que había tenido la última vez que había estado en aquella habitación, mirándose en el espejo mientras ayudaba al mago Giller a robar la caja del Destino cubierta de joyas. Las facciones eran distintas ahora. Menos infantiles, menos... hermosas. Estaba iniciando la fase larguirucha, como lo llamaba Chase, antes de transformarse en la belleza de mujer que él prometió que sería algún día. Aquel día parecía hallarse sumamente lejos. Además, sin Chase, no habría nadie allí para verla crecer, ni importarle que así fuera.
Ahora Chase estaba muerto y a ella le habían vuelto a cortar el pelo. Violet no se había limitado a cortarlo, sino que lo había cortado con cortes irregulares, dejando trozos más largos aquí y allá. Le daba el aspecto de un perro callejero que dormía junto a un estercolero. Sin embargo, hubo otra cosa que Rachel vio en el espejo; vio a la mujer que sería un día, la mujer que Chase prometió que sería.
¿Qué pensaría Chase si pudiera verla en aquellos momentos, con el pelo cortado a trasquilones?
Rachel empujó esos pensamientos al fondo de su mente y se echó la bolsa de cuero, que un cordón mantenía cerrada, al hombro. Abrió la puerta justo lo suficiente para mirar por el pasillo, luego la abrió un poco más para mirar en la otra dirección. Tranquilo y despejado. Cerró la puerta por fuera e hizo girar la llave.
Recordaba los pasillos y pasadizos del castillo tan bien como recordaba la sonrisa de Chase. A ella lo que más le gustaba era verle reír cuando intentaba mirarla con el entrecejo fruncido.
Usó la escalera de la servidumbre para evitar a la mayoría de los guardias, ya que éstos permanecían por lo general en los pasillos principales y lugares así. El personal andaba muy atareado en el desempeño de sus deberes.
Lavanderas cargadas con fardos de ropa volvieron la cabeza mientras cotilleaban, contemplando cómo Rachel pasaba a la carrera. Hombres que transportaban provisiones no le prestaron la menor atención. Rachel no trabó la mirada con ninguno de ellos, no fueran a preguntarle algo.
Alcanzó la puerta que daba a un vestíbulo que llevaba fuera del castillo. Dobló una esquina y se encontró frente a frente con dos guardias. Llevaban guerreras rojas sobre las cotas de malla e iban armados con picas de puntas centelleantes. Les colgaban espadas de los cintos.
Rachel se dio perfecta cuenta de que no tenían la menor intención de dejarla pasar sin averiguar qué hacía allí y adónde iba.
—¡Debéis huir! —les gritó Rachel—. ¡De prisa! —Señaló detrás de ella—. ¡Las tropas de la Orden Imperial están entrando en el castillo... por ahí atrás!
Uno de los hombres sujetó su pica con ambas manos y apoyó el peso del cuerpo en ella.
—No tenemos nada que temer de esos hombres. Son nuestros aliados.
—¡Tienen la intención de decapitar a todos los guardias de la reina! ¡Oí al comandante dar las órdenes! ¡«Decapitadlos a todos», dijo! Más para nosotros, dijo. Todos los soldados sacaron sus enormes hachas de guerra. Les dijeron que podían quedarse con cualquier cosa que llevaran los hombres que decapitasen. ¡De prisa! ¡Ya vienen! ¡Salvaos!
Ambos hombres se quedaron boquiabiertos.
—¡Por ahí! —gritó Rachel, señalando en dirección a las escaleras de servicio—. No se les ocurrirá mirar allí. ¡De prisa! ¡Avisaré a los demás!
Los dos hombres le dieron las gracias con un movimiento de cabeza y se dirigieron a la puerta de la escalera de servicio. Cuando hubieron desaparecido, Rachel volvió a correr, alcanzando rápidamente la puerta que llevaba fuera del castillo. Tomó la senda que usaban los criados cuando iban a la ciudad a buscar cosas que necesitaban para el castillo. Había soldados fornidos, hombres de aspecto temible, patrullando por todas partes, pero no parecían estar molestando a los sirvientes, así que Rachel se unió a algunos carpinteros y anduvo con ellos junto a su carretilla. Mantuvo el rostro oculto tras el cargamento de tablas.
Los soldados sólo mostraban un interés superficial por los sirvientes que desempeñaban su trabajo, observando principalmente a las mujeres más bonitas. Rachel mantuvo la cabeza gacha y siguió andando; con el pelo cortado a trasquilones parecía una don nadie, y ninguno de los soldados la detuvo.
Una vez al otro lado de la enorme muralla de piedra, siguió andando junto a los sirvientes hasta que cruzaron una zona boscosa. Echó un vistazo atrás y no vio a ningún soldado mirando en su dirección.
Veloz como un gato, Rachel se introdujo en lo profundo del bosque. En cuanto estuvo dentro entre la masa compacta de balsaminas y coníferas, empezó a correr. Fue por sendas abiertas por ciervos que discurrían entre las zarzas, siguiendo cualquiera que pudiera hallar que fuera al oeste o al norte. Una vez que empezó a correr, el pánico surgió de la nada y se hizo con el control de sus piernas. En todo en lo que podía pensar era en escapar. Era su oportunidad. Tenía que correr.
Si los soldados de la Orden Imperial la pescaban allí fuera, sabía que tendría problemas. No estaba segura de qué le harían, pero tenía una idea general bastante clara. Chase la había aleccionado sobre eso una noche oscura mientras estaban sentados ante una hoguera; le contó algo de lo que hombres como aquéllos le harían.
Le dijo que no se dejara coger por hombres así. Le dijo que si se enfrentaba a tales hombres, tenía que pelear con todo lo que tuviera. Chase dijo que no había sido su intención asustarla, sino que esperaba mantenerla a salvo. Con todo, la hizo llorar y únicamente se sintió mejor cuando él la amparó bajo su enorme brazo.
Advirtió que no tenía nada con lo que luchar. Le habían quitado todos los cuchillos. Deseó haber sido más lista y antes de abandonar el castillo haber echado una rápida mirada en la habitación de Violet para ver si encontraba alguno de sus cuchillos. Estaba tan ansiosa por escapar que ni se le ocurrió. Al menos debería haber pasado por la cocina cuando estuvo abajo, en las zonas del servicio, y conseguido un cuchillo. Había estado tan ocupada felicitándose por haber escapado que ni había pensado en conseguir una arma. Chase probablemente estaría lo bastante enojado como para regresar a la vida y regañarla por ser tan descuidada. El rostro le ardió de vergüenza.
Paró al ver una recia rama caída en el suelo. La tomó y comprobó su resistencia. Parecía sólida. La golpeó con fuerza contra un abeto y emitió un sonido sólido. Era un poco más pesada de lo que habría querido llevar, pero al menos tenía algo.
Aminoró la marcha y siguió moviéndose, intentando poner tanta distancia entre ella y el castillo como pudiera. No sabía cuándo descubrirían su ausencia, y no sabía si Seis podía rastrearla tan bien como podía hacer todo lo demás. Se preguntó si la bruja podría ser capaz de mirar dentro de un cuenco de agua y ver dónde estaba Rachel. Eso la hizo volver a correr más de prisa.
A principios de la tarde topó con un sendero, que daba la impresión de dirigirse más o menos al norte. Sabía que Aydindril estaba en algún lugar al norte, y si bien ignoraba si podía llegar, no se le ocurría ningún otro lugar al que ir. Si podía regresar al Alcázar, regresar junto a Zedd, él la ayudaría.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera vio al hombre hasta que casi chocó con él. Alzó los ojos y se dio cuenta de que era un soldado de la Orden Imperial.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?
Cuando él empezaba a alargar la mano hacia ella, Rachel blandió el garrote con todas sus fuerzas, aporreándole la rodilla. El hombre lanzó un grito y cayó al suelo, sujetándose la rodilla y gritándole imprecaciones.
Rachel echó a correr. Volvió a tomar por las sendas abiertas por los ciervos porque como era más menuda, le resultaba más fácil correr por allí de lo que lo sería para aquellos hombres fornidos. De improviso le pareció que una docena de hombres iba tras ella, abriéndose paso ruidosamente por entre la maleza. Podía oír al hombre al que había asestado el garrotazo mucho más atrás, todavía profiriendo imprecaciones y chillando a sus camaradas que la cogieran.
Al llegar a un claro, sin resuello y casi sin fuerzas, vio que unos hombres bloqueaban el camino que tenía delante. Todos se lanzaron a por ella.
Rachel se escabulló a un lado y corrió. Parecía como si hubiera soldados por todas partes. La dominaba el pánico, y no sabía qué hacer para escapar de ellos.
Oyó caer a un hombre. No miró atrás, sino que siguió corriendo. Oyó caer a otro, gritando brevemente, para luego quedar en silencio. Se preguntó si, al correr a una velocidad tan vertiginosa, estarían metiendo los pies en agujeros, o torciéndose los tobillos en enredaderas bajas.
Otro hombre profirió un gruñido. Esta vez Rachel paró y giró la cabeza justo el tiempo suficiente para echar una veloz mirada. No había sido una caída, ni un tobillo torcido. Había sido un sonido soltado en el momento de morir. Los ojos de Rachel se abrieron de par en par mientras miraba atónita. Otro hombre aulló como si lo estuvieran despellejando vivo.
Se preguntó en qué clase de bosque estaba, y qué monstruos andaban sueltos por él.
Corrió. No tenía ninguna posibilidad si los hombres la cogían. No sabía qué otra cosa andaba por allí, pero primero tenía que evitar que la cogieran o era probable que le rebanaran el pescuezo por crearles tantas dificultades.
De improviso, tres hombres surgieron corriendo de la maleza, rugiendo enfurecidos. Rachel emitió un gritito mientras corría con todas sus fuerzas y su terror. No obstante, los hombres tenían unas piernas más largas y la estaban alcanzando.
Uno de ellos se detuvo repentinamente. Rachel echó un vistazo atrás y vio que el hombre arqueaba la espalda, como si sintiera un gran dolor. Vio, luego, un palmo de acero sobresaliendo de su pecho. Los otros dos giraron hacia el inesperado ataque desde la retaguardia.
Mientras el hombre al que habían atravesado con una espada empezaba a caer, Rachel se quedó boquiabierta ante lo que veía detrás de él.
Era Chase, vivito y coleando.
No podía entender nada.
Los dos hombres arremetieron contra él. Chase los rechazó con mandobles veloces y potentes, abatiéndolos como si no hiciera más que apartar insectos molestos, pero más hombres surgieron del bosque, rodeándolos. Rachel vio al menos a media docena de enormes soldados de la Orden Imperial sólo en un lado que arremetían contra el aún más fornido vigilante del Límite.
Rachel regresó corriendo mientras Chase peleaba contra todos los hombres a la vez. Cuando mató a un soldado situado a su lado, uno que estaba al otro lado aprovechó la oportunidad para ir a por él. Rachel lo golpeó con fuerza detrás de las rodillas, haciendo que se le doblaran las piernas. Chase giró en redondo y lo atravesó, luego se enfrentó a la feroz embestida de más hombres aún, todos ellos resoplando por el esfuerzo de intentar abatir a aquel único hombretón. Hacían rechinar los dientes mientras gruñían e intentaban agarrarle los brazos a Chase para que otros pudieran apuñalarle. Rachel les zurraba con todas sus fuerzas, pero en vano.
Cuando uno de los soldados cayó muerto, la niña le arrebató el cuchillo que llevaba colgado del cinto e inmediatamente acuchilló las piernas de un individuo que iba a atacar a Chase por la espalda. El hombre chilló y se volvió. Chase acabó con él en un instante.
De improviso todo quedó en silencio, salvo por la respiración fatigosa de Rachel y Chase. Todos sus enemigos estaban muertos.
Rachel se quedó allí parada, mirando fijamente a Chase. No podía creer lo que veía, no podía creer a sus ojos. Temió que pudiera desvanecerse, como un fantasma.
Él bajó la mirada hacia ella, y aquella maravillosa sonrisa de oreja a oreja suya apareció en su rostro.
—Chase, ¿qué haces aquí?
—Vine a ver si estabas bien.
—¿Bien? Me tenían cautiva en el castillo. Pensé que estabas muerto. Tuve que huir sola. ¿Qué te hizo tardar tanto?
Él se encogió de hombros.
—No me habría gustado estropear tu logro. ¿No es mejor que lo hicieras tú solita?
—Bueno —dijo ella, un poco perpleja—, no me habría ido mal un poco de ayuda.
—¿Es eso cierto? —No pareció conmoverle su queja—. Parece que te las has apañado muy bien.
—Pero tú no sabes. Fue terrible. Me encerraron en la jaula otra vez, y me inmovilizaron la lengua con una abrazadera para que no pudiera hablar.
Chase la miró de soslayo.
—Supongo que no habrás traído esa abrazadera para la lengua contigo, ¿verdad? Parece un artilugio de lo más útil.
Rachel sonrió burlona y le rodeó la cintura con los brazos. La primera vez que lo había visto, había tenido que abrazarle la pierna porque era hasta donde llegaba. Se deleitó con el alivio que le proporcionaba su enorme mano sobre la espalda. Parecía como si todo en el mundo volviera a estar bien.
—Pensé que estabas muerto... —dijo al mismo tiempo que empezaba a llorar.
Él le revolvió el recortado pelo.
—No te haría eso, pequeña. Prometí cuidar de ti, y lo dije en serio.
—Imagino que estoy condenada a ser tu hija.
—Imagino que así es. Tú pelo está horrible, no obstante. Tienes que dejar que vuelva a crecer si quieres quedarte a mi lado. No puedes cortártelo de ese modo si quieres ser mi hija. Ya te lo dije la otra vez.
Rachel sonrió feliz, entre lágrimas.
Chase estaba vivo.
Capítulo 26
Con Cara pegada a los talones, Nicci cruzó con paso firme las inmensas puertas cubiertas de elaborados símbolos grabados. El parpadeo de un relámpago brilló por la docena de ventanas en arco situadas entre las imponentes columnas de caoba para iluminar una hilera tras otra de estanterías por toda la tenebrosa estancia. Sólo habían conseguido hacer un apaño en las ventanas; suficiente, esperaban, para que la habitación pudiera utilizarse como campo de contención. Algunas de las gruesas colgaduras de color verde empezaban a empaparse a medida que la lluvia penetraba por los agujeros que quedaban.
Viendo lo que había en el centro de la habitación, flotando encima de la gran mesa sobre la que la misma Nicci había flotado en una ocasión, la hechicera esperó que un poco de lluvia errante fuese todo lo que entrase a través de las partes que les faltaban a las ventanas.
Abalanzándose a su encuentro, Zedd la agarró por los hombros. La desesperación aparecía claramente en sus ojos.
—¿Lo encontraste? ¿Está vivo, verdad? ¿Está bien?
Nicci tomó aire.
—Zedd, sobrevivió a lo acaecido en la sliph..., al menos averigüé eso.
La sliph también se lo había contado. Rikka había estado allí, custodiando el pozo, cuando la sliph había regresado. A todos les sorprendió que la sliph les contara lo que había sucedido.
La criatura de plata había estado repentinamente ansiosa por hablar, por contarles lo que le había sucedido a Richard. No era porque la sliph quisiera contarles dónde había estado con uno de sus viajeros, sino más bien que Richard, su amo, había dicho a la criatura que les dijera que estaba a salvo y adónde había ido.
Por desgracia, la naturaleza de la sliph era ser reservada, y no consiguieron obtener muchas más respuestas. Zedd había dicho que la sliph no actuaba de un modo perverso; sencillamente no podía remediar ser del modo en que otros la habían creado. Ella era fiel a su naturaleza, así que él dijo que tendrían que limitarse a aceptar el modo que tenía la sliph de revelar información y hacer todo lo posible por averiguar lo que pudieran de ella.
Zedd también había detectado en la sliph el vestigio de un residuo de poder dejado por una bruja. Estaban seguros de que tenía que ser Seis. Ignoraban qué tramaba la mujer exactamente, pero al menos sabían por la sliph que Richard había escapado de sus garras.
—Pero ¿dónde está? ¿Os llevó la sliph allí? ¿Os llevó a donde dijo que lo dejó?
—Lo hizo. —Nicci dirigió una veloz mirada a la mord-sith y luego posó una mano en el hombro de Zedd—. Cuando llegamos al lugar al que la sliph lo había llevado, ella nos contó adónde había ido: a la tierra de los duendecillos nocturnos. Tuvimos que cubrir cierta distancia para llegar allí.
Zedd la miró con estupefacción.
—¿Los duendecillos nocturnos?
—Sí. Pero Richard no estaba allí.
—Al menos está vivo. Parece como si actuase por voluntad propia y no siguiendo la de la bruja —dijo Zedd, un poco aliviado—. ¿Qué dijeron ellos? ¿Qué pudieron contaros los duendecillos?
Nicci suspiró profundamente.
—Ojalá pudieras viajar para que pudieses haber ido allí, Zedd. A lo mejor te habrían contado más de lo que nos quisieron contar. Ni siquiera quisieron permitirnos entrar más allá de ese extraño bosque muerto.
—¿Bosque muerto? ¿Qué bosque muerto?
Nicci alzó las manos.
—No lo sé muy bien, Zedd. Había una vasta zona de robles pero estaban todos muertos...
—¿El robledal está muerto? —Zedd se inclinó más hacia ella—. ¿Hablas en serio? ¿Los robles están muertos?
Nicci se encogió de hombros.
—Supongo. Eran robles. Richard me enseñó lo que es un roble. Ésos estaban todos muertos.
Zedd apartó la mirada a la vez que se rascaba una ceja.
—¿Había huesos entre esos robles?
—Sí, así es —respondió Cara—. Había huesos desperdigados por todas partes entre aquellos árboles muertos.
—¡Recórcholis! —soltó Zedd.
—¿Por qué? —quiso saber Nicci—. ¿Qué sucede?
Zedd alzó los ojos.
—Pero ¿vosotras hablasteis con los duendecillos?
Nicci asintió.
—Tam, dijo él que era su nombre.
Zedd se frotó la barbilla mientras miraba a lo lejos, pensativo.
—Tam... no lo conozco.
—Había otro, llamado Jass —añadió Nicci.
La boca de Zedd se crispó mientras consideraba el nombre.
—Me temo que tampoco conozco a ése.
—Jass dijo que Richard buscaba a una mujer que los duendecillos deberían conocer.
—Ésa era Kahlan —repuso Zedd moviendo la cabeza.
—Eso es lo que también nos figuramos nosotras —dijo Cara.
—Pero ¿por qué iría a los duendecillos a buscarla? —Pareció formular la pregunta más para él mismo que para Nicci, pero ella la respondió de todos modos.
—La sliph no quiso contarnos nada sobre esa parte, únicamente adónde lo llevó. Aparentemente, Richard no fue lo bastante específico en sus órdenes a la sliph. Ella no quiere ir más allá de sus instrucciones explícitas. Como dijiste, es su naturaleza.
»Los duendecillos tampoco quisieron decirnos por qué había estado él allí. Dijeron que sus razones para estar allí le pertenecían a él y no eran de la incumbencia de otros. Dijeron que no podían revelar tales cosas.
—No eran de la incumbencia... pero, pero... —Su voz finalizó en una farfullada agitación, y Zedd volvió a mirarlas a ambas—. Pero ¿no os dijeron nada sobre lo que Richard hacía allí? ¿Nada en absoluto? Tenemos que saber por qué fue a ver a los duendecillos. Venía de camino aquí, y entonces algo sucedió que le costó su don mientras viajaba... probablemente algo que tiene que ver con Seis... ¿y fue a ver a los duendecillos? ¿Por qué? ¿Qué le dijeron ellos? ¿Qué sucedió cuando estuvo allí?
—Lo siento, Zedd —dijo Nicci—. Realmente no conseguimos averiguar gran cosa. La sliph sí nos dijo algo de todo ello: lo que le sucedió a Richard, adónde lo llevó, y que fue a ver a los duendecillos; pero o bien no sabe nada más, o bien no quiere contarnos el resto por algún motivo. Richard jamás regresó a la sliph, pero puesto que ya no puede viajar eso tiene sentido. Podría ser que la sliph realmente no sepa nada más.
»Richard probablemente se puso en marcha a pie. Imagino que se dirigiría de vuelta aquí, al Alcázar. Al fin y al cabo, es a donde iba cuando algo salió mal en la sliph. Por algún motivo fue a ver a los duendecillos, pero eso puede haber tenido más que ver con la geografía que con otra cosa; la distancia hasta ellos era mucho más corta que el camino de vuelta aquí, así que podría haber decidido efectuar una rápida parada allí antes de regresar junto a nosotros. Podría no ser nada más que eso.
»En cuanto a los duendecillos, no quisieron decirnos gran cosa tampoco. No nos dejaron ir más allá de los árboles muertos, no nos dejaron acercarnos a la zona de grandes pinos. Pero algo de bueno ha salido de todo ello. Al menos sabemos con seguridad que Richard está vivo, y que fue a la tierra de los duendecillos. Eso es lo que importa: Richard está vivo. Conociendo a Richard, intentará encontrar un caballo y probablemente aparecerá aquí en cualquier momento.
Zedd le oprimió el brazo.
—Tienes razón, querida.
Fue un gesto que Nicci halló reconfortante, casi como si fuera una conexión con el mismo Richard. Era la clase de tranquilidad que el mismo Richard habría ofrecido en un momento tan preocupante.
Zedd frunció el entrecejo de repente.
—¿Has dicho que los duendecillos no os dejaron penetrar en la zona de los grandes pinos?
Nicci asintió.
—Así es. No dejaron que nos adentráramos más allá del bosque de robles muertos, ni nos permitieron ver a otros duendecillos.
—En cierto modo tiene sentido. —Zedd se tocó una sien mientras reflexionaba—. Los duendecillos son criaturas reservadas, y por lo general no permiten que nadie entre en su territorio, pero parece curioso en esas circunstancias... y con un mensaje mío... que no os dieran la bienvenida entre ellos.
—Se están muriendo.
Los ojos de Zedd se alzaron hacia ella.
—¿Qué?
—Tam dijo que los duendecillos se morían y que ése era el motivo de que no quisieran que entrásemos. Dijo que era una época de gran conflicto entre los duendecillos, de gran tristeza y preocupación. No querían a extraños entre ellos ahora.
—Queridos espíritus —musitó Zedd—, Richard tenía razón.
Nicci sintió que se le hacía un nudo de ansiedad en las tripas.
—¿De qué hablas? ¿Richard tiene razón en qué?
—Los robles que se mueren. Ellos protegen el territorio de los duendecillos. Los duendecillos también se están muriendo. Es parte de una cascada de acontecimientos. Richard ya nos contó el motivo, en esta misma habitación. Como si necesitase aún más razones para creerle...
—¿Aún más razones? ¿Qué quieres decir con eso?
El anciano tomó a Nicci del codo y la giró en dirección a las configuraciones de hechizo que flotaban por encima de la mesa.
—Mira aquí.
—Zedd —dijo ella en tono de amonestación—, eso es la red de verificación de Cadena de Fuego... y se parece sospechosamente a una perspectiva interior.
—Así es.
—Sé que tengo razón. La pregunta es, ¿qué está pasando? ¿Qué tramas?
—Hallé un modo de poner en marcha una especie de simulación de una perspectiva interior; una en la que tú no necesitaras estar dentro. No es lo mismo en todos los sentidos —indicó con un gesto desdeñoso—, pero para el propósito que tenía en mente bastaba.
A Nicci la dejó atónita que hubiera sido capaz de hacer algo así. Resultaba un tanto perturbador volver a ver justo lo que casi había acabado con su vida. Pero eso no era lo que encontraba más alarmante.
—¿Por qué hay dos? —preguntó—. Únicamente hay un hechizo Cadena de Fuego. ¿Por qué hay dos configuraciones de hechizo aquí?
Zedd le lanzó una sonrisa irónica.
—Ah, ahí está el truco. Verás, Richard afirmó que los repiques habían estado presentes en el mundo de la vida. Si eso fuera cierto, su presencia habría contaminado el mundo de la vida, habría contaminado la magia. Y sin embargo ninguno de nosotros ha visto ninguna prueba de ello. Ésa es la paradoja de tal contaminación; erosiona tu capacidad para detectar su presencia. Quise encontrar un modo de ver si Richard tenía razón...
—Richard Rahl tiene razón.
Zedd encogió un huesudo hombro ante su categórica declaración.
—Pero necesitaba ver si podía hallar alguna prueba. No comprendí todo ese asunto de los emblemas al que se refería Richard. También yo creo en él, Nicci, pero no comprendo cómo puede ver un idioma en símbolos del modo en que lo hace, cómo consiguió llegar a las conclusiones a las que llegó. Necesito una prueba.
Nicci cruzó los brazos mientras clavaba la mirada en las idénticas configuraciones de hechizo.
—Supongo que sé cómo te sientes. Yo creo en él, y lo que dice tiene sentido, pero a veces me siento perdida, como me sucedía de novicia cuando tenía lugar un experimento sobre cosas que se enseñaron cuando yo no había estado en la clase. Cuando Richard...
Calló. Descruzó los brazos.
—Zedd, esas dos configuraciones de hechizo no son iguales.
La sonrisa del viejo mago se tornó astuta.
—Lo sé.
Nicci se acercó más a la mesa, se acercó más a las dos formas hechas de líneas refulgentes. Las inspeccionó con más atención, y señaló una.
—Ésa es el hechizo Cadena de Fuego. Lo reconozco. Esta otra es idéntica, pero no es igual. Es una imagen invertida del hechizo real.
—Lo sé. —Parecía más bien orgulloso de sí mismo.
—Eso es imposible.
—Yo también pensaba eso, pero entonces recordé un libro llamado El libro de la inversión y el dúplice...
Nicci la emprendió contra el anciano mago.
—¿Sabes dónde está El libro de la inversión y el dúplice?
Zedd gesticuló con vaguedad.
—Bueno, sí, conseguí ponerle las manos encima a una copia.
Nicci lo contempló con suspicacia.
—¿Ponerle las manos encima a una copia?
Zedd carraspeó.
—La cuestión es —dijo, tomándola del brazo y girándola de vuelta a las refulgentes líneas y el tema que trataban— que recordé que ese libro hablaba de técnicas para duplicar configuraciones de hechizo. Jamás tuvo sentido para mí en aquella época. ¿Por qué querría nadie duplicar una configuración de hechizo?
»Pero había más. El libro daba instrucciones sobre cómo invertir la configuración de hechizo de la que se había hecho un dúplice. La cosa más demencial que había oído nunca. Por aquel entonces deseché el libro y sus abstrusos procedimientos. ¿Qué propósito podría tener tal cosa? ¿Quién necesitaría nunca hacer tal cosa? Nadie, pensé.
Alzó un dedo.
—Y entonces, cuando meditaba sobre la posibilidad de la contaminación dejada por los repiques, e intentaba hallar un modo de probar la teoría de Richard, de repente recordé haber leído ese libro en una ocasión, y lo comprendí. Supe por qué alguien querría duplicar e invertir una configuración de hechizo.
Nicci empezaba a perderse.
—De acuerdo, me rindo. ¿Por qué?
Zedd gesticuló acaloradamente en dirección a las dos configuraciones de hechizo.
—Éste es el motivo. Mira. Ésta es la original, muy parecida a aquella en la que estuviste, pero sin algunos de los elementos más complejos e inestables. —Zedd agitó una mano, para recalcar que aquello no venía al caso—. No los necesitamos para lo que nos proponemos. Este de aquí es el mismo hechizo exacto, duplicado, y luego invertido. Es una copia.
—Eso ya lo entiendo —repuso Nicci—, pero sigo sin ver qué propósito podría servir el llevar a cabo un análisis tan extraño.
Sonriendo con complicidad, Zedd presionó los dedos contra la parte lateral del hombro de la hechicera.
—Defectos.
—¿Defectos? Qué pasa con... —Nicci lanzó una ahogada exclamación al comprender—. ¡Cuando vuelves del revés un hechizo, el defecto no se invierte!
—Correcto —dijo Zedd con un guiño travieso y un instructivo meneo del índice—. El defecto no se invertirá. No puede. La configuración de hechizo es tan sólo una demostración del hechizo, un sustituto de algo real. Por lo tanto se puede manipular... invertir. No es el hechizo auténtico; no podrías invertir un hechizo auténtico. Pero los defectos no están sujetos a la influencia de la magia en los libros de enseñanza... únicamente la magia específica que queremos llevar a cabo lo está. El defecto es real. El defecto reside allí entero.
Zedd se puso solemne ante la naturaleza sumamente seria de la cuestión de fondo.
—Cuando se activa la configuración del hechizo, lleva con ella el defecto, que ya está incrustado allí. Cuando duplicas la configuración de hechizo, ésta lleva consigo el mismo defecto, pero luego, cuando la inviertes, el defecto no puede invertirse porque es real, no un sustituto de algo real como lo son las configuraciones de hechizo. No olvides, que la contaminación fue lo que casi te mató.
Nicci pasó la mirada de los ojos de un intenso color avellana de Zedd a las dos refulgentes configuraciones de hechizo. Eran un reflejo exacto la una de la otra. Empezó a examinar con atención la estructura, viendo cada línea, cada elemento, pasando la mirada a la otra configuración de hechizo que era idéntica, pero al revés.
Y entonces lo vio.
—Ahí —musitó, señalando—. Esa parte de ahí es idéntica en ambas. No está al revés. No es una imagen idéntica invertida como todo lo demás. Es la misma en las dos en tanto que todo lo demás está invertido.
—Exactamente —dijo Zedd en tono triunfal—. De ahí el propósito del Libro de la inversión y el dúplice: descubrir defectos que de otro modo no pueden verse o detectarse.
Nicci miró fijamente al anciano, viéndolo bajo una luz nueva. Había sabido de la existencia del Libro de la inversión y el dúplice, pero, como todos los demás que lo habían estudiado, jamás había comprendido su propósito. Se había debatido sobre él, desde luego, pero nadie pudo ofrecer jamás un propósito para un libro de magia tan esotérico. Desafiaba la sabiduría convencional sobre el funcionamiento y propósito de la magia, de modo que al final había sido desechado como una simple curiosidad de un tiempo pasado. De hecho, lo habían presentado en disertaciones como justo eso, una rareza, una reliquia de la antigüedad, sin utilidad, pero de todos modos un objeto notable simplemente porque había sobrevivido.
Zedd, como Richard, jamás desechaba ningún retazo de conocimiento. Al igual que todo el conocimiento que recopilaba, lo mantenía catalogado en alguna parte en lo más recóndito de su mente por si acaso alguna vez lo necesitaba. Cuando tenía dificultades para encontrar una respuesta comprobaba sus recuerdos de cosas olvidadas, alojadas en algún rincón polvoriento de su mente.
Richard hacía lo mismo. El conocimiento, una vez adquirido, permanecía en su arsenal, y de ese modo le permitía juntar cosas, idear soluciones sorprendentes que a menudo ponían en entredicho viejos modos establecidos de hacer las cosas. Muchas personas hallaban que tal modo de pensar, en especial cuando tenía que ver con magia, se acercaba peligrosamente a la herejía.
Nicci veía su auténtico valor. Respuestas reales a problemas reales surgían precisamente de ese método de usar ideas, lógica y razón; todo ello basado en lo que se sabía. Era la esencia de un Buscador, una de las cualidades centrales en Richard que tanto habían cautivado a Nicci. Era un estudiante sin un adiestramiento formal que era capaz de captar intuitivamente las cuestiones más complejas de un modo que nadie más podía.
Zedd se inclinó al frente, tirando de Nicci con él.
—Mira aquí. ¿Ves esto? ¿Lo reconoces?
—¿La parte que no se invirtió? —La hechicera negó con la cabeza—. No. ¿Qué es?
—Es la contaminación dejada por los repiques. Lo reconozco. Ésta es la araña de la telaraña mágica.
Nicci se irguió.
—Esto demuestra que Richard tenía razón, entonces.
—El chico acertó —convino Zedd—. En realidad no entiendo cómo, pero acertó de pleno. Una vez que queda aislada de este modo, reconozco la corrosión que dejaron los repiques, igual que reconozco las escamas de color marrón rojizo de la herrumbre. Él fue capaz de verlo en el lenguaje de las líneas, y tenía razón. El hechizo está contaminado; el origen de esa contaminación fueron los repiques. Éste es el mecanismo mediante el cual lo repiques corroen y destruyen la magia. Si han infectado el hechizo, tienen que haber infectado otras cosas mágicas también.
—¿Es eso lo que está matando a los duendecillos nocturnos? —preguntó Cara.
—Me temo que es así —le respondió Zedd—. Los robles que rodean su hogar también están investidos de magia protectora. Que tanto los robles como los duendecillos se estén muriendo simultáneamente resulta de lo más sospechoso.
Nicci fue a las ventanas, observando las ráfagas de relámpagos a través del opaco cristal.
—Están muriendo criaturas mágicas. Tal y como Richard nos dijo.
Lo echaba tanto en falta que una angustia apesadumbrada la recorrió igual que la sombra misma de la muerte ensombreciendo su alma. Sintió como si fuera a marchitarse y morir si no lo encontraban pronto; sintió como si no pudiera sobrevivir si no volvía a tener jamás la oportunidad de verlo, de ver la vida que había en sus ojos grises.
—Zedd, ¿crees que tenía razón sobre el resto? ¿Crees que realmente había dragones, y que todos hemos olvidado que existían tales criaturas en el mundo? ¿Crees que Richard tenía razón sobre que el mundo que conocíamos está dejando de existir, que se está desvaneciendo?
Zedd suspiró.
—No lo sé, querida, realmente no lo sé. Me gustaría pensar que el muchacho está equivocado en esa parte, pero aprendí hace mucho tiempo a no apostar en contra de Richard.
Nicci sonrió para sí. Ella había aprendido lo mismo.
Capítulo 27
Nicci —dijo Zedd, vacilando a la vez que gesticulaba, pareciendo buscar las palabras—, eres... bueno, alguien que tiene a Richard en la misma estima que yo, que siente una pasión y lealtad similares por él. En muchos aspectos pareces casi como... —Alzó las manos y luego las dejó caer otra vez a los costados—. No sé.
—Zedd, tú, Cara, yo; todos amamos a Richard, si es eso lo que intentas decir.
—Imagino que ésa es la esencia. No tengo el menor recuerdo de Kahlan, pero imagino que tengo que considerarte de un modo muy parecido a como debo haberla considerado a ella, como algo más que simplemente un confidente que comparte la misma lucha.
Nicci sintió como si la hubiese alcanzado un rayo. No osó permitirse siquiera considerar ni remotamente la carga emocional que había en sus palabras. Con la mayor de las dificultades, consiguió mantener la compostura y mover tan sólo una ceja, preguntando finalmente:
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Al igual que Cara y Richard, he llegado a tenerte en muy buen concepto, en especial considerando lo que pensaba de ti al principio. He llegado a confiar en ti, como digo, tal y como confiaría en una nuera.
Nicci tragó saliva pero no cruzó la mirada con él.
—Gracias, Zedd. Teniendo en cuenta de donde venía, y lo que pensaba de mí misma en un principio, eso significa más para mí de lo que puedas imaginar. Que la gente realmente, sinceramente...
Se aclaró la garganta y por fin alzó los ojos hacia él. A pesar de cómo la habían afectado sus palabras, no creía que fuera su intención que tuvieran ningún significado, sino que simplemente actuaban como preámbulo a algo importante.
—¿Quieres decirme algo?
Él asintió.
—He averiguado más cosas. Cosas enormemente perturbadoras. No contaría a nadie más tales cosas, pero, bueno, aparte del mismo Richard no hay nadie en quien confiaría más que en ti y en Cara. Las dos os habéis convertido en mucho más que amigas en todo esto. Sólo intento hallar un modo de expresaros lo mucho...
Cuando sus palabras se apagaron y se quedó mirando a lo lejos, Nicci le posó con dulzura una mano en el hombro.
—Lo recuperaremos, Zedd, te lo prometo. Pero tienes razón sobre cómo nos sentimos. Richard cambió completamente mi vida. Si hay algo sobre lo que necesitas hablar, me gustaría pensar que puedes confiar en Cara y en mí casi tanto como confiarías en Richard. Creo que es eso lo que quieres decir. Todos sentimos lo mismo por él, y por nuestra causa. Yo... bueno —golpeó ligeramente las yemas de los dedos unas con otras—. Ya sabes lo que quiero decir...
Temiendo haber dicho ya demasiado, Nicci notó que se le enrojecía el rostro.
—Lo que intento decir —dijo por fin Zedd— es que necesito vuestra ayuda y quiero que sepáis lo que ambas significáis para mí; que no revelo ahora estas cosas a la ligera o caprichosamente. Toda mi vida he guardado secretos porque debían guardarse. No es la cosa más fácil de hacer, pero lo hice. Sin embargo las cosas han cambiado y ya no puedo guardarme cierta información para mí. Hay mucho más involucrado ahora de lo que hubo nunca antes.
Nicci asintió y puso toda su atención en el mago.
—Comprendo. Haré lo que pueda para ser digna de tu confianza.
Zedd frunció los labios.
—Ese libro, El libro de la inversión y el dúplice, estaba oculto en un lugar que nadie excepto yo sabe que existe. Estaba en las catacumbas que hay debajo del Alcázar.
Nicci intercambió una mirada con Cara.
—Zedd —preguntó—, ¿estás diciendo que hay huesos debajo del Alcázar? ¿Y que hay libros también ahí?
—Una gran cantidad de libros —respondió él, asintiendo con la cabeza—. Fue ahí donde encontré El libro de la inversión y el dúplice.
Se alejó unos cuantos pasos para clavar la mirada en las ventanas que titilaban con la luz procedente de la tormenta.
—Nadie de quien yo tenga constancia supo jamás que el lugar de los huesos estaba ahí abajo. Lo descubrí cuando era un muchacho, y supe que ninguna otra persona había estado allí abajo desde hacía una eternidad. Ni una sola pisada había desfigurado la capa de polvo de los suelos en miles de años. Fui el primero en dejar una marca en aquel polvo en siglos. No hacía falta que me dijeran la trascendencia de tal hecho.
»Siendo un muchacho más bien me aterró encontrar aquellas antiguas catacumbas. Ya estaba espantado porque intentaba hallar un modo de volver al Alcázar. Cuando descubrí las catacumbas supe instintivamente que aquello no estaría escondido como estaba a menos que existiera un buen motivo, así que, por más que quise hacerlo a veces, jamás le hablé a nadie sobre ello. Casi sentí como si el lugar me hubiese permitido el acceso, pero a cambio requiriese mi silencio. No sólo asumí mi responsabilidad, también desarrollé una actitud genuinamente protectora ante aquel lugar no descubierto. Después de todo, contenía los restos de muchísimas personas... tal vez incluso de mis propios antepasados. Sabía que siempre habría quienes se aprovecharían de un hallazgo así y no quería que le sucediera eso a un lugar tan sagrado para aquellos que lo habían ocultado.
»Añadido a eso, me sentía más bien culpable por haber perturbado tal lugar por el pobre motivo de no meterme en líos por haber salido sin permiso. Me había escapado del Alcázar para ir al mercado que había abajo en Aydindril y echar un vistazo a todas las atractivas chucherías que se pregonaban allí. Parecía mucho más fascinante que los áridos estudios a los que se suponía que debía estar consagrando mi tiempo.
»Tras mi descubrimiento casual, hice preguntas veladas con discreción y descubrí que ni siquiera los magos ancianos sabían nada del lugar bajo el Alcázar. Con el paso del tiempo, llegué a darme cuenta de que no existían ni sospechas, ni mucho menos rumores, sobre la existencia de tal lugar.
»Siendo un muchacho, tenía muchos estudios que llevar a cabo que me ocupaban casi todo mi tiempo. Por entonces, había mucha gente viviendo en el Alcázar, y con todas mis tareas jamás tuve una oportunidad de pasar... en total... más de un par de horas allí abajo. En seguida descubrí que había muchos de los mismos libros que teníamos arriba, en el Alcázar, así que, como era un jovencito, llegué a creer que no era un descubrimiento tan importante como había creído que era en un principio.
Sonrió distraídamente.
—Me imaginé que era un gran explorador, que hallaba tesoros antiguos. Ese tesoro era en su mayor parte huesos y libros. Había una cantidad infinita de libros aburridos aquí arriba, en el Alcázar, que yo tenía que estudiar, así que el hecho de que hubiera aún más libros no era tan emocionante como pensar en hechizos construidos encerrados en ámbar, o maldiciones incrustadas en joyas. Pero no había nada de eso allí abajo. Sólo huesos que se desmenuzaban y libros viejos.
»Hay muchas habitaciones abajo, en las catacumbas, repletas de polvorientos libros viejos. Jamás tuve mucho tiempo para explorar aquellas estancias. No puedo ni remotamente imaginar la cantidad de libros escondidos allí abajo. Sólo pude revisar una pequeña muestra. Como dije, muchos los había visto aquí arriba y de los libros que no había visto, siendo tan joven, ninguno de ellos me impresionó lo suficiente como para recordarlo, a excepción de unos pocos, como El libro de la inversión y el dúplice.
»Cuando crecí me enamoré de la mujer más maravillosa del mundo y no tardó en ser mi esposa. Engendró la otra luz de mi vida, una hija... que creció para ser la madre de Richard. Como un mago joven que trabajaba en el Alcázar, siempre había más cosas que hacer que horas tenía el día. No había tiempo que pasar abajo, entre viejos huesos.
»Y luego el mundo se vio abocado a una guerra terrible con D’Hara. Fue una época oscura de una lucha atroz, y yo me había convertido en el Primer Mago. Las batallas fueron horrorosas como lo son siempre las batallas. Tuve que enviar hombres a la muerte. Tuve que mirar a los ojos a magos, jóvenes y viejos, que sabía que no estaban a la altura del desafío, y decirles que hicieran todo lo que pudieran cuando sabía que todo lo que podían no sería suficiente, y que era muy probable que murieran en el intento. Sabía en lo más profundo que, de hacerlo yo mismo, se haría, y podría hacerlo funcionar, pero había muchas tareas como aquéllas que era necesario llevar a cabo, y yo sólo era uno.
»En ocasiones, hallaba que la responsabilidad, el conocimiento y la habilidad eran una maldición. Contemplar a todas las personas inocentes que contaban conmigo como Primer Mago, y saber que si fracasaba ellas morirían, era casi más de lo que podía soportar.
»En ese sentido, sé exactamente por lo que está pasando Richard. He estado en su lugar. He llevado al mundo sobre mis hombros.
Hizo un ademán para desechar su melancólica digresión.
—En todo caso, con todas mis otras responsabilidades, las catacumbas quedaron olvidadas en su mayor parte, tal y como lo habían estado durante miles de años antes de que yo apareciera. Sencillamente no tenía tiempo para investigar lo que podría haber allí abajo. De mi limitada búsqueda siendo un muchacho creía que no había nada que encontrar, aparte de libros viejos y relativamente sin importancia enterrados junto con huesos olvidados. Parecía haber tantas cuestiones mucho más apremiantes...
»Para mí, lo más importante de las catacumbas era que me proporcionaban un pasadizo secreto para entrar en el Alcázar. Ese pasadizo se convirtió en algo de incalculable valor cuando las Hermanas de las Tinieblas se apoderaron del Alcázar del Hechicero.
»Allá, por la época en que era más joven, después de la guerra en la que había muerto mi esposa, el consejo y yo tuvimos una enconada disputa sobre las cajas del Destino. Y entonces... Rahl el Oscuro violó a mi hija. Así que abandoné la Tierra Central... la abandoné definitivamente... llevándome a mi hija conmigo a través del Límite a la Tierra Occidental. Ella era todo lo que me quedaba y todo lo que me importaba. Pensé que acabaría mis días al otro lado del Límite en la Tierra Occidental.
«Entonces nació Richard. Le contemplé crecer. Mi hija estaba tan orgullosa de él... Yo no decía nada, pero me preocupaba que poseyera el don, y me inquietaba que fuerzas del otro lado de los límites vinieran un día en su busca. Y entonces, hubo un incendio y de improviso mi hija, la madre de Richard, desapareció de mi vida, de la vida de Richard.
»Me refugié en Richard, en busca de consuelo. Le di todo lo que pude que le ayudase a ser todo lo que podía ser. Pasé algunos de los mejores momentos de mi vida con él.
»Sin yo saberlo mientras hacía todo lo posible por olvidar el mundo exterior, Ann y Nathan, empujados por la profecía, habían ayudado a George Cypher a recuperar el Libro de las sombras contadas del Alcázar del Hechicero. Había estado guardado en el enclave privado del Primer Mago, donde yo lo había dejado para que estuviera a buen recaudo.
—Aguarda un minuto —dijo Nicci, deteniendo su relato—. ¿Me estás diciendo que el Libro de las sombras contadas, uno de los libros más importantes que existen, estaba por ahí, en el Alcázar?
—Bueno —repuso él—, no exactamente «por ahí». Como dije, estaba en el enclave del Primer Mago. Eso es más seguro que el Alcázar en general y no es un lugar fácil en el que colarse.
—Si es tan seguro —le recordó Nicci—, ¿cómo consiguieron Ann, Nathan y George Cypher entrar para coger el libro?
Zedd suspiró a la vez que alzaba los ojos para mirarla por debajo de sus pobladas cejas.
—Ahí está lo que ha llegado a preocuparme... la única copia de un libro tan importante siendo así de vulnerable...
—Eso es lo que Richard iba a contarte —dijo Nicci, comprendiendo súbitamente—. Por eso tenía tanta prisa por regresar aquí. Dijo que tenía que verte inmediatamente. ¡Ése era el motivo!
Zedd frunció el entrecejo.
—¿De qué hablas?
La hechicera se acercó más al mago y extrajo un pequeño libro de un bolsillo.
—Éste es el libro que Rahl el Oscuro utilizó para poner en funcionamiento las cajas del Destino...
—¿¡Es qué!?
—Es el libro que Rahl el Oscuro utilizó para poner en funcionamiento las cajas del Destino —repitió ella al atónito mago—. Lo encontramos en el Palacio del Pueblo. Prometí a Richard que lo estudiaría y vería si existe un modo de deshacer lo que la hermana Ulicia había hecho, si existía un modo de volver a dejar inactivas las cajas del Destino. Intenté explicar a Richard que la magia no funciona de ese modo, pero ya conoces a Richard, no acepta tan fácilmente que algo no pueda hacerse.
Zedd clavó la mirada en el libro que ella sostenía como si se tratara de una víbora que pudiera morder a alguien.
—Ese muchacho tiene un modo de toparse siempre con problemas.
—Zedd, esto advierte que para usar este libro, debe usarse la llave. De lo contrario, sin la llave, todo lo que ha sucedido antes, refiriéndose con ello a lo que se ha utilizado de este libro, no sólo será estéril, sino fatal. Dice que en el plazo de un año completo es necesario utilizar la llave para concluir lo que ha sido forjado con este libro.
—La llave... —murmuró Zedd, como si fuera el fin del mundo—. Las cajas deben abrirse antes de transcurrido un año desde su puesta en funcionamiento. Hace falta el Libro de las sombras contadas para abrir las cajas. Ese libro debe de ser la llave.
—Eso creo yo también —dijo Nicci—. La cuestión es que hallamos información procedente de la época de la gran guerra que decía que algunos magos habían efectuado cinco copias «del libro que jamás tenía que ser copiado».
—¿Y crees que «el libro que jamás tenía que ser copiado» era el Libro de las sombras contadas?
—Sí. Existe un libro de profecías que dice «que temblarán de miedo ante lo que han hecho y arrojarán la sombra de la llave entre los huesos».
Zedd la contemplaba fijamente como si el mundo se estuviera desmoronando.
—Queridos espíritus. Eso suena como si procediera de las Historietas de Yanklee.
—Así es. La cuestión es —repuso Nicci— que todas las copias, excepto una, eran copias falsas. Cinco copias... cuatro falsas, una sola auténtica.
Zedd presionó una mano contra la frente. Nicci advirtió que respiraba más rápido de lo normal. Parecía a punto de perder el conocimiento.
—Zedd, ¿qué sucede?
Los dedos del mago temblaban.
—¿Sabes lo que dijiste sobre que el Libro de las sombras contadas fue robado con demasiada facilidad? Eso fue siempre lo que yo pensé también, pero no le di demasiadas vueltas de un modo consciente. Era más bien uno de esos pensamientos que tienes en un rincón de la mente y jamás afloran por completo.
—Sí —dijo Nicci, aguardando pacientemente hasta que él siguió hablando.
—Bien, cuando recordé El libro de la inversión y el dúplice, finalmente recordé dónde lo había visto de muchacho: en las catacumbas. Lo necesitaba para poner a prueba este hechizo, así que mientras vosotras os ibais con Richard al Palacio del Pueblo, volví a entrar en las catacumbas y busqué El libro de la inversión y el dúplice.
Nicci supo lo que iba a decir antes de que lo dijera.
—Y mientras buscaba El libro de la inversión y el dúplice, encontré una copia del Libro de las sombras contadas.
—«Temblarán de miedo ante lo que han hecho y arrojarán la sombra de la clave entre los huesos» —citó Nicci otra vez.
Zedd asintió.
—En toda mi vida, jamás supe que existía una copia de ese libro. Me habían enseñado que no había otras copias. Me habían enseñado que había únicamente una copia. Eso, por sí solo, me indicó lo importante que era aquel libro. Pero ¿si era tan importante, entonces por qué no estaba en un lugar más seguro? Esa pregunta estaba siempre allí, en lo más recóndito de mi mente.
»Fue una de las razones de que me enfadara tanto con el consejo por regalar las cajas del Destino como presentes o favores. Sabía lo peligrosas que eran, pero nadie quiso creerme. Todos pensaron que las cosas que les contaba no eran más que supersticiones antiguas, o cuentos infantiles.
»Parte del motivo de que nadie creyera en el peligro que aquellas cajas representaban era que el libro que hacía falta para poner en funcionamiento las cajas no se había encontrado nunca. Sin el libro, las cajas no eran más que un cuento extravagante. —Señaló el libro que Nicci tenía en la mano—. De hecho, ni siquiera supo nadie nunca el nombre de ese libro. El título parece estar en d’haraniano culto. Necesitaremos que alguien lo traduzca.
—Sé leer el d’haraniano culto —replicó Nicci.
—Por supuesto que puedes —repuso Zedd como si nada pudiera sorprenderle ya—. ¿Cuál es su título, entonces?
—El libro de la vida.
Zedd se quedó casi tan blanco como su ondulado cabello. Al parecer, aún no había rebasado su capacidad para sobresaltarse.
—El libro de la vida —repitió al mismo tiempo que se pasaba una mano por el rostro con gesto cansino.
»Qué nombre más apropiado —dijo—. El poder de las cajas lo genera la vida misma. Abre la caja correcta, y obtienes el poder que contienen: la esencia de la vida misma, el poder sobre todas las cosas vivas y muertas. Tendrías un poder indisputable. Abre la caja equivocada, y la magia te reclamará... estás muerto. Pero abre la otra caja equivocada, y toda cosa viva que exista quedará convertida en nada. Sería el final de toda vida.
»La magia de las cajas es idéntica a la magia de la vida misma, y la muerte forma parte de todo lo que vive, de modo que la magia de las cajas está ligada a la muerte, así como a la vida. Y la llave es el medio de saber qué caja es cuál. La persona dispuesta a abrirlas puede arriesgarse, pero sería una estúpida si lo hiciera sin usar la llave primero, para asegurarse de cuál es cuál.
—¿Estúpidas —dijo Nicci—, como las Hermanas de las Tinieblas a quienes no importa necesariamente si abren la caja equivocada?
Zedd no pudo hacer otra cosa que mirarla atónito.
—Así pues, estabas diciendo que encontraste una de las copias —intervino finalmente Cara cuando Zedd hubo permanecido en silencio durante unos instantes, absorto en sus pensamientos.
Fue un alivio para Nicci que fuese Cara quien lo incitara a seguir cuando el anciano tenía un aspecto tan acongojado por la contemplación de acontecimientos tan terribles que ella probablemente no podía ni remotamente imaginárselos.
—Me temo que eso no es siquiera lo peor de todo ello —dijo él—. Veréis, Richard memorizó el Libro de las sombras contadas siendo un muchacho. George Cypher temía que el libro cayera en las manos equivocadas, pero fue lo bastante sensato para no atreverse a destruir los conocimientos que el libro contenía, así que hizo que Richard lo aprendiera de memoria. Una vez que Richard hubo aprendido cada palabra, él y George Cypher, el hombre que lo había criado y que en aquella época Richard creía que era su padre, quemaron el Libro de las sombras contadas.
»Cuando Rahl el Oscuro capturó a Richard, y estaba abriendo las cajas, hizo que Richard recitara en voz alta las instrucciones procedentes del Libro de las sombras contadas. No recuerdo cómo...
»La cuestión es que yo estaba allí. Recuerdo esa parte muy bien porque estaba anonadado; por dos motivos. Primero, al averiguar que habían robado el libro de mi enclave en el Alcázar para que Richard lo memorizara y, en segundo lugar, porque era un libro de magia y ese dato significaba que Richard sólo podía memorizar y pronunciar las palabras porque poseía el don.
»Cuando encontré la copia del Libro de las sombras contadas ahí abajo, en las catacumbas, me sentí conmocionado. Lo leí y, en efecto, era palabra por palabra exactamente lo que Richard había aprendido de memoria.
Nicci ladeó la cabeza.
—¿Era el mismo? ¿Estás seguro?
—Segurísimo —repuso Zedd, categóricamente—. Los dos eran idénticos.
Nicci empezaba a sentirse enferma también ella.
—Eso sólo puede significar una de dos cosas. O bien uno era el original, y el otro la única copia auténtica de esa llave... o de lo contrario eran ambos, copias falsas.
—No, no podía ser falsos —insistió Zedd—. Cuando Richard leyó el libro en voz alta, dejó fuera un elemento importante justo al final. El hecho de excluir ese trozo concreto del libro derrotó a Rahl el Oscuro. Él, en esencia, lo convirtió en una copia falsa, engañando de ese modo a Rahl el Oscuro para derrotarlo. Como he dicho a menudo a Richard, algunas veces un ardid es la mejor magia.
Nicci depositó el libro sobre la mesa.
—Eso no significa necesariamente que sea la auténtica llave y no la falsa. Mira esto.
Abrió El libro de la vida y dio un golpecito a una página, justo al principio, donde se recalcaba lo importante —lo central— que era.
—Esto es el comentario inicial en El libro de la vida. Ya lo he traducido. Es una advertencia a cualquiera que lea este libro.
»Dice: “Aquellos que han venido aquí a odiar deberían marchar ahora, pues en su odio no hacen más que traicionarse a sí mismos”.
Zedd contempló con ojos entrecerrados las palabras en d’haraniano culto que ocupaban, ellas solas, la página.
—De modo que lo que dices, es que... ¿puesto que Rahl el Oscuro recurrió a las cajas del Destino movido por el odio, habría sido destruido por el auténtico Libro de las sombras contadas del mismo modo que lo habría sido por uno falso?
—Ésa es una posibilidad —respondió Nicci.
Zedd sacudió la cabeza.
—No me creo eso. Alguna magia funciona interpretando las intenciones. La Espada de la Verdad funciona así. Las personas que odian no acostumbran a reconocer esa mácula repugnante dentro de sí mismas. Escupen su odio como algo justificado. Esa corrupción es la que los hace tan malvados... y tan peligrosos. Son capaces de hacer las cosas más despreciables y considerarse héroes por haberlas llevado a cabo.
—¿Entonces vas a decirme que crees que fue una coincidencia que los dos libros resultaran casualmente ser las únicas llaves auténticas? ¿Y que simplemente fue casualidad que estuvieran tan cerca el uno del otro? ¿Crees que los magos que hicieron las copias, y las enviaron a lugares ocultos y lejanos, habrían depositado la copia auténtica aquí, justo cerca de la única otra llave? ¿Con qué propósito?
Zedd se frotó la barbilla mientras lo meditaba.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Con libros como éste, tiene que existir un modo de confirmar las copias... de validarlas.
—Existe —le dijo Zedd—. Al inicio del Libro de las sombras contadas pone: «La verificación de la veracidad de las palabras del Libro de las sombras contadas, si las pronuncia otro, en lugar de leerlas aquel que tiene el dominio de las cajas, sólo puede ser asegurada mediante la utilización de una Confesora...»
»Una copia constituye un “si las pronuncia otro” —siguió él—. La persona que hace la copia está, en esencia, pronunciándola; el lector no está leyendo en realidad el original. A menos que sea la llave original, y esa llave original la esté leyendo realmente el que puso en funcionamiento las cajas, esta advertencia invoca la necesidad de verificación.
—Kahlan... —dijo Nicci.
Los otros dos la miraron, y por las expresiones de sus rostros, comprendían a qué se refería.
—Zedd —preguntó por fin Nicci en mitad del silencio—. Ninguno de nosotros recuerda a Kahlan. Si pudiéramos encontrarla, y si pudiéramos de algún modo reparar este hechizo Cadena de Fuego, o algo así... ¿hay algún modo de hacerle recordar lo que justo ahora no recordaría?
La mirada de Zedd vagó a las refulgentes configuraciones de hechizo de encima de la mesa.
—No.
Nicci no había esperado tal certeza.
—¿Estás seguro?
—Completamente. El hechizo destruye la memoria. No la oculta, o bloquea el acceso a ella, la destruye. No hace que la gente olvide, lo cierto es que borra la memoria. A la persona sobre la que se desata esa cosa tan terrible le desaparece la memoria.
—Pero debe haber algún modo —insistió Cara—, algo mágico que le restaure la mente.
—¿Restaurarla con qué? ¿Con lo que ninguno de nosotros puede recordar? La memoria es la sustancia de la vida. La magia funciona de modos específicos, como hacen todas las cosas que existen. La magia no es una conciencia superinteligente tras un velo que sabe lo que queremos conseguir y puede extraer toda la memoria de una persona... toda su vida... de un bolsillo y devolverla simplemente porque nosotros lo deseemos.
Cara no pareció convencida.
—Pero no se puede...
—Miradlo de este modo. Si empujo ese libro fuera de la mesa, caerá al suelo. La fuerza invisible de la gravedad hace que suceda. La gravedad funciona de un modo específico. No puedo agitar las manos y ordenar a la gravedad que vaya a prepararme la cena.
»Lo mismo pasa con la magia y la memoria. El hechizo Cadena de Fuego destruyó su memoria. No se puede traerla de vuelta. No puedes restituir lo que estuvo y ya no está ahí. Simplemente no puedes. Lo que ha desaparecido, ha desaparecido.
Cara se pasó la mano por la larga trenza rubia.
—Entonces parece que tenemos muchos problemas.
—Ya lo creo que tenemos problemas —admitió el mago.
Nicci quiso decir que el corazón de Richard tenía muchos problemas, pero no osó decir tal cosa en voz alta. Se sentía abatida por él, por aquello a lo que tendría que enfrentarse algún día. Pero no quería ser ella la que hiciera tal observación.
—Entonces, si Richard la encuentra —preguntó Nicci con voz débil—, ¿qué va a hacer?
Zedd, con las manos enlazadas a la espalda, la miró fijamente por un momento antes de desviar los ojos.
—Hay otro modo de confirmar la copia auténtica —dijo Cara.
Zedd y Nicci la miraron ambos con el entrecejo fruncido, ambos aliviados.
—Simplemente encuentra las otras copias —dijo la mord-sith—, y compáralas. Así pues, si encuentras las otras puedes compararlas. La que sea diferente tiene que ser la copia auténtica. Las otras cuatro, que serán todas iguales, tienen que ser las llaves falsas.
Zedd enarcó una ceja.
—¿Y si a las personas que hicieron las llaves falsas les preocupaba que algún día a una mord-sith lista se le ocurriera eso y por lo tanto hicieron todas las copias distintas, de modo que no se pudiesen comparar?
Cara mostró un semblante sorprendido.
—¡Oh!
Nicci alzó los brazos con desesperación.
—¿Cómo podría siquiera emprenderse la tarea de encontrar las otras, de todos modos? Quiero decir, han estado ocultas durante tres mil años.
—No sólo eso —terció Zedd—, sino que Nathan nos contó que había catacumbas bajo el Palacio de los Profetas, y ese lugar fue destruido. Lo sé. Coloqué el hechizo de luz yo mismo. No habría quedado nada, e incluso si una pequeña zona de las catacumbas sobrevivió, el palacio estaba construido en una isla. Después de que la isla quedara destruida, el agua habría inundado cualquier habitación subterránea que no hubiera quedado ya en ruinas.
»Esa copia, si es que una de ellas estaba allí, ya ha sido destruida. ¿Era una llave auténtica o falsa? ¿Y si, transcurrido tanto tiempo, se han destruido otras? Permanece la cuestión de cómo saber si la que Richard conoce, y la que yo encontré, son las únicas dos llaves auténticas.
Nicci clavó la mirada a lo lejos.
—Temo que podrían ser copias falsas... la que Richard aprendió de memoria, y la que encontraste abajo, en las catacumbas.
Zedd empezó a pasear.
—No conozco ningún modo de estar seguro.
—Podría haber dos modos —dijo ella—. Respecto al primero, todavía no puedo jurarlo. Sólo he empezado a traducir El libro de la vida. Pero hay material relacionado con el uso de la llave. Dice que si la persona que pone en funcionamiento las cajas no logra utilizar la llave debidamente, las cajas serán destruidas junto con quien las puso en funcionamiento.
—Utilizar la llave debidamente... —dijo Zedd.
—Eso me parece que significa que si Rahl el Oscuro no hubiera utilizado la llave debidamente, por ejemplo, omitiendo la última parte... como dijiste que Richard hizo cuando se lo recitó... habría sido destruido, pero también lo habrían sido las cajas del Destino. Como sabemos, las cajas del Destino no fueron destruidas, de modo que eso me dice que es muy posible que Richard le recitara la copia falsa y Rahl el Oscuro simplemente abrió la caja equivocada y ella lo destruyó.
»No dice que las cajas serán destruidas si se utiliza una llave falsa porque en la época en que esto se escribió no había llaves falsas aún, de modo que ese problema no había sido tomado en consideración cuando se creó todo este material.
Zedd frunció el entrecejo, pensativo.
—¿Estás segura de eso?
—No —admitió Nicci—, es complejo y sólo he empezado a traducirlo. Leí rápidamente esa parte porque concernía al uso de la llave para completar los pasos exigidos. También contiene las fórmulas que hay que tener en cuenta. Sólo te estoy dando mi impresión preliminar.
Nicci se pasó los dedos de una mano por los cabellos. Permaneció de pie ante la mesa con el libro abierto sobre ella, con la otra mano posada sobre la cadera.
—¿Ves lo que quiero decir, no obstante? —Indicó el libro con un gesto—. Si Richard hubiera corrompido la llave auténtica, haciendo que Rahl el Oscuro eligiera la caja equivocada, esto parece indicar que las cajas habrían resultado destruidas junto con Rahl el Oscuro. Lo cual parece apoyar la idea de que Richard memorizó una llave falsa.
—Quizá. Dijiste que no estabas segura de eso, aún. —Zedd se frotó el cogote mientras paseaba—. No cometamos el error de sacar conclusiones precipitadamente.
Nicci asintió.
—¿Dices que había algo más que estabas considerando? —preguntó Zedd.
La hechicera asintió y luego citó la profecía central, la que Nathan les había dicho.
—«En el año de las cigarras, cuando el paladín del sacrificio y el padecimiento, bajo el estandarte tanto de la humanidad como de la Luz, finalmente divida su enjambre, será la señal de que la profecía se despertará y que llegará la batalla final y decisiva. Tened cuidado, pues todas las bifurcaciones auténticas y sus derivados están condenados en esta raíz adivinatoria. Únicamente un tronco se bifurca de este origen primordial conjunto. Si fuer grissa ost drauka no lidera esta batalla final, el mundo, que está ya al borde de la oscuridad, caerá bajo esa terrible sombra.»
»¿Lo ves? —preguntó Nicci—. El “paladín del sacrificio y el padecimiento, bajo el estandarte tanto de la humanidad como de la Luz” es Jagang y la Orden Imperial. Las palabras siguientes dicen que cuando él “finalmente divida su enjambre, será la señal de que la profecía se despertará y que llegará la batalla final y decisiva”. Él ha dividido su ejército. La mitad está ocupando los pasos, mientras que la otra mitad ha ido a dar la vuelta para subir a través de D’Hara desde el sur. Como dice, “la batalla final y decisiva es inminente”.
Como para confirmar lo que había dicho, una ráfaga de relámpagos titiló a través de las ventanas, acompañada por truenos que hicieron retumbar el Alcázar.
Zedd frunció el entrecejo.
—No sigo tu razonamiento.
—¿Por qué robaron Ann y Nathan el libro para Richard en un principio? Porque malinterpretaron las profecías; pensaron que la batalla final era Rahl el Oscuro. Pensaron que Richard necesitaba el Libro de las sombras contadas para enfrentarse a Rahl el Oscuro en la batalla final. Encontraron la única copia que existía... pensaron.
»¿No lo ves? Eso fue demasiado fácil. Richard nació para librar esta batalla, de ahora, contra Jagang y contra lo que las Hermanas de las Tinieblas han hecho al poner en funcionamiento las cajas del Destino. Esto, ahora, es una extensión de la misma batalla final iniciada con Rahl el Oscuro.
»Creo que las profecías podrían insinuar que Richard aprendió la copia equivocada: “Tened cuidado, pues todas las bifurcaciones auténticas y sus derivados están enmarañados en esta raíz adivinatoria”. Todas las bifurcaciones auténticas... ¿llaves auténticas?... están en la raíz profética de esta batalla final. Dice que las otras bifurcaciones son falsas. A lo mejor otras bifurcaciones contienen las llaves falsas.
»¿No podría decirse que la batalla contra Rahl el Oscuro fue una bifurcación falsa? Ann y Nathan no sabían lo bastante por aquel entonces; no se habían desarrollado suficientes acontecimientos, de modo que recorrieron esa bifurcación, preparando a Richard para pelear contra Rahl el Oscuro, no Jagang. Pero esta profecía dice: “Si fuer grissa ost drauka no lidera esta batalla final, el mundo, que está ya al borde de la oscuridad, caerá bajo esa terrible sombra”.
»Esa terrible sombra es el poder de las cajas liberado por las Hermanas de las Tinieblas. Quieren oscurecer el mundo de la vida. Ann, Nathan y Richard se estaban preparando para la batalla equivocada. Ésta es la batalla que se suponía que tenían que librar.
Zedd paseó, con el rostro surcado de arrugas mientras pensaba. Paró, finalmente, y se giró hacia ella.
—Quizá, Nicci. Quizá. Tú has pasado mucho más tiempo estudiando profecías que yo. Quizá tengas algo ahí.
»Pero por otra parte, quizá no lo tengas. Las profecías, como Nathan explicó, no están sujetas a estudio del modo en que acabas de explicar. Las profecías son un medio de comunicación entre profetas. No pueden necesariamente ser estudiadas, analizadas o comprendidas por aquellos que carecen del don de la profecía.
»Del mismo modo que Ann y Nathan pueden haber llegado a conclusiones precipitadas careciendo de suficiente información, creo que también es demasiado pronto para que tú saques tales conclusiones.
Nicci asintió, admitiendo su punto de vista.
—Espero que tengas razón, Zedd... realmente lo espero. Ésta no es una discusión que quiera ganar. Solamente lo saco a colación porque creo que necesitamos considerar las implicaciones.
Él asintió.
—Hay algo más que considerar. A Richard no le entusiasman las profecías. Defiende el libre albedrío, y la profecía tiene tendencia a adaptarse a él. En este caso, con Rahl el Oscuro, tal vez Rahl el Oscuro fuese una bifurcación falsa pero, de haber vencido él, existen raíces proféticas para cubrir asimismo esa eventualidad. Los partidarios de las profecías las habrían invocado para confirmar que Rahl el Oscuro era la raíz auténtica. Nos hallaríamos ahora en una de esas otras ramificaciones, y ésta sería falsa. Puedes hallar una profecía para apoyar cualquier creencia.
—No sé —repuso Nicci mientras se pasaba los dedos por los cabellos—. Quizá tienes razón.
Estaba muy cansada. Necesitaba dormir un poco. A lo mejor entonces podría pensar con más claridad. A lo mejor su preocupación era lo que provocaba que se dispersara por senderos falsos.
—No existe ningún modo de que podamos decir, llegados a este punto, si las copias del Libro de las sombras contadas, la que encontré yo y la que Richard conoce, son llaves auténticas o falsas.
—En ese caso, ¿qué vamos a hacer? —preguntó ella.
Zedd detuvo su deambular y se volvió de cara a ella.
—Vamos a traer a Richard de vuelta, y él va a encontrar un modo de detener esta amenaza.
Nicci sonrió. El anciano tenía un modo de hacerla sentir mejor en los momentos más sombríos... tal y como hacía Richard.
—Pero te diré una cosa —dijo Zedd—. Antes de que llegue ese momento, será mejor que descubramos si la copia que aprendió de memoria es la auténtica o la falsa.
Nicci cerró la tapa de El libro de la vida y lo cogió, sujetándolo en el pliegue del codo.
—Es necesario que me entere de lo que dice este libro, de cabo a rabo. Necesito averiguar si hay un modo de hacer lo que Richard me pidió: volver a dejar inactivas las cajas, anular su amenaza.
»Si eso no es posible, será mejor que me lo conozca al dedillo de modo que pueda, con un poco de suerte, serle útil a Richard para encontrar una respuesta a todo ello.
Zedd le estudió los ojos.
—Eso va a ser muchísimo trabajo. Va a requerir mucho tiempo; podrían hacer falta meses para comprender totalmente un libro de esa complejidad. Únicamente espero que dispongamos de ese tiempo. Tengo que decir, no obstante, que estoy de acuerdo contigo. Supongo que será mejor que empieces en seguida.
Nicci volvió a deslizar el libro en un bolsillo de su vestido.
—Supongo que será lo mejor. Puede que haya libros aquí que sirvan de ayuda. Si hay alguno que se me ocurra, o que se mencione, te lo haré saber. Por lo que he visto hasta el momento, hay cuestiones técnicas para las que puedo necesitar ayuda. Si me quedo atascada, no me iría mal la ayuda del Primer Mago.
—La tienes, querida —respondió Zedd con una sonrisa.
Ella agitó un dedo ante él.
—Pero si se te ocurre un modo de encontrar a Richard, será mejor que me lo cuentes antes de que hayas acabado de pensarlo.
La sonrisa de Zedd se ensanchó.
—De acuerdo.
—¿Y si no encontramos a lord Rahl? —preguntó Cara.
Los otros dos se la quedaron mirando con fijeza. El trueno retumbaba por el lejano valle y la lluvia tamborileaba ininterrumpidamente contra las ventanas.
—Lo traeremos de vuelta —insistió Nicci, negándose a considerar lo impensable.
—Nada es nunca fácil —masculló Zedd.
Capítulo 28
Apesar de lo cansada que estaba de cabalgar, Kahlan se quedó sobrecogida ante la visión que se alzaba a lo lejos. Más allá de una oscura marea de hombres de la Orden Imperial, al otro lado de las sombras de un gris violáceo que se asentaban a lo largo de la vasta planicie, se alzaba una meseta enorme, que capturaba los últimos rayos dorados del sol poniente.
Sobre aquella meseta descansaba un lugar tan extenso como cualquier ciudad. Las altas murallas exteriores resplandecían bajo la menguante luz de la tarde. El mármol blanco, el estuco y la piedra que componían el vasto despliegue de edificios en una interminable variedad de tamaños, formas y alturas resplandecían con los últimos rubores diurnos. Unos tejados resguardaban el lugar de la inminente llegada de la fría noche de la estación que terminaba como si lo acogieran todo bajo unas faldas protectoras.
Era como ver algo bueno, algo noble, algo hermoso, después de que todo lo que había visto durante semanas interminables de viaje hubieran sido hombres adustos y meditabundos, impacientes por encontrar a alguien sobre quien dar rienda suelta a su naturaleza soez.
A Kahlan le pareció como si fuera una profanación tener a aquellos hombres a la sombra de un lugar como aquél. La avergonzaba hallarse entre la chusma congregada a los pies de tal señero logro del hombre. Sólo mirar el lugar hacía que su corazón cantara, y aunque no podía recordar haberlo visto nunca antes, sentía como si debiera recordarlo.
Por todas partes a su alrededor había hombres que gruñían, mulas que rebuznaban, caballos que resoplaban, carros que crujían y el tintineo de corazas y armas; los sonidos de la bestia que acudía a dar muerte a todo lo que era bueno. El hedor era como una nube tóxica que siempre los acompañaba para servir como recordatorio a cualquiera con quien se tropezaran de hasta qué punto eran realmente malsanos aquellos hombres. Como si alguien necesitase tal pista adicional.
Rodeando totalmente a Kahlan cabalgaban los guardias especiales que, durante semanas ya, la habían mantenido vigilada muy de cerca. Eran cuarenta y tres. Kahlan los había contado para seguirles la pista a todos ellos, y se había encargado durante el viaje de aprenderse sus rostros, sus costumbres. Sabía cuáles eran torpes, cuáles estúpidos, cuáles listos y cuáles buenos con las armas. Como un juego mientras cabalgaban un día interminable tras otro, estudió sus puntos fuertes y sus puntos débiles, planeando cómo podía matarlos a todos y cada uno de ellos.
Hasta el momento, no había matado a ninguno. Había decidido que su mejor posibilidad a la larga era decir «amén», por el momento, a lo que fuera que le dijeran que hiciese, ser dócil, ser obediente. A esos hombres les habían advertido que ella pertenecía a Jagang, y que no debían ponerle ni un dedo encima... salvo para impedirle escapar.
Kahlan quería fundirse con la monotonía de la vida diaria, hacer que los guardias que la custodiaban se confiaran hasta pensar que era, inofensiva, que estaba incluso acobardada, de modo que se convirtiese en otra de sus tediosas tareas. Había dispuesto de unas cuantas oportunidades para matar a varios. Nunca aprovechó esa oportunidad, sin importar lo fácil que habría sido, porque prefería permitirles sentirse cómodos, seguros, incluso hartos de ella. Tal falta de atención hacia el peligro que ella representaba le sería algún día de más utilidad que un ataque inútil que, por el momento, no podía realmente lograr nada. No la ayudaría a escapar, y sólo provocaría que Jagang usase el collar —si no eran las manos— para infligirle dolor. Si bien él no necesitaba ninguna excusa, ella no veía ninguna razón para proporcionarle una.
El único al que no se podía embaucar para que sintiera indiferencia y despreocupación era al mismo Jagang. Él no se hacía una opinión equivocada de ella ni de su fuerza de voluntad, y parecía disfrutar observando sus tácticas, aunque se basaran en no hacer nada. Al igual que ella, tenía la paciencia como arma. Era el único que no bajaba la guardia ni un instante. Kahlan pensaba que él sabía con exactitud lo que ella estaba haciendo.
También hacía caso omiso de él. Incluso aunque él supiera lo que ella hacía, razonaba que, de todos modos, menguaba la cautela que pudiera mantener el hecho de que nunca sucediera nada. Aguardar algo que jamás llegaba era agotador, por más que supieras que era inevitable. Pese a que supiera que ella acabaría por intentar algo, semanas y semanas de dócil complacencia proporcionarían a Kahlan el elemento sorpresa, aunque fuese sólo una sorpresa momentánea. Ese instante de ventaja podría ser todo lo que necesitaba para cambiar las tornas.
A veces, no obstante, le era imposible hacer caso omiso de él. Cuando estaba de mal humor y ella lo enojaba —por lo general mediante su simple presencia, no por nada que dijera—, la golpeaba hasta hacerla sangrar. En dos ocasiones la había tenido que curar una Hermana para evitar que se desangrara hasta morir. Cuando él se hallaba en uno de sus estados de ánimo verdaderamente repugnantes, su castigo acababa siendo muchísimo peor que una simple paliza. Estaba lleno de inventiva en lo referente a cómo ultrajar a una mujer, y cuando tenía ganas de resultar grosero, no el simple dolor sino la humillación parecían fascinarle. Kahlan había aprendido que no estaba dispuesto a parar hasta hacerla llorar por una razón u otra.
Si lloraba, lo hacía solamente cuando no podía evitarlo, cuando el dolor, la humillación o la desesperación alcanzaban tal intensidad que sencillamente no podía contener las lágrimas. Jagang disfrutaba contemplándola llorar. Ella no lo hacía para ceder, para que dejara de hacer lo que estaba haciendo, sino solamente porque había llegado a un punto en el que no podía evitarlo. Y eso era lo que a él le gustaba ver.
En otras ocasiones llevaba mujeres a su tienda mientras que Kahlan tenía que dormir en la alfombra, junto a cama, que era donde la hacía dormir siempre, como si fuera su perro. Acostumbraba a traer a alguna desdichada cautiva que estaba menos que dispuesta. Parecía seleccionar a las cautivas que más temían su atención, y les daba una violenta introducción al hecho de ser una esclava del emperador y compartir su lecho. Cuando se dormía, Kahlan abrazaba a la aterrada mujer, le decía que las cosas mejorarían algún día y la consolaba lo mejor que podía.
Él podría haberlo hecho porque disfrutaba con tales cosas, pero ése era sólo un beneficio colateral. Su objetivo real era recordar constantemente a Kahlan lo que le sucedería una vez que recuperara la memoria.
Kahlan tenía intención de no recuperarla jamás. Su memoria sería su perdición.
Ahora que habían llegado a su destino, habría más tiempo para jugar partidos de Ja’La. Kahlan imaginaba que habría torneos y esperaba que desviaran la atención de Jagang de ella, que lo mantuvieran ocupado. Tendría que acompañarle, pero eso era mejor que estar a solas con él.
Cuando llegaron a la tienda del emperador se sintió un poco perpleja en un principio al ver que el campamento en general estaba tan lejos de su objetivo. Y él estaba tan cerca... Parecía que era sólo una cuestión de otra hora o dos a caballo y estarían allí.
Kahlan no preguntó por qué habían parado antes de llegar, pero no tardó en averiguarlo cuando llegaron oficiales para recibir las instrucciones de todas las noches.
—Quiero a todas las Hermanas de guardia esta noche —les dijo Jagang—. A tan poca distancia no podemos saber qué clase de poderes perversos puede el enemigo descargar sobre nosotros.
Kahlan reparó en que las hermanas Ulicia y Armina mostraban alivio al llegar a sus oídos tales órdenes. Significaba que no las enviarían a entretener a los hombres. Durante la larga marcha de semanas, tras ser enviadas a las tiendas casi todas las noches como castigo, las dos parecían haber envejecido años.
Ambas habían sido mujeres más bien atractivas, pero ya no lo eran. Ambas habían perdido cualquier belleza que poseyeran en el pasado. Sus ojos, en los que aparecían oscuras bolsas, resultaban vacuos y distantes. Los ojos azul cielo de la hermana Armina parecían tener siempre una expresión sobresaltada, como si todavía no pudiera creer su destino. Habían aparecido arrugas en sus rostros, dándoles a ambas un aspecto tosco, agotado y alicaído. Siempre estaban sucias, con los cabellos perpetuamente enmarañados y las ropas desgarradas. A menudo aparecían por la mañana con llamativos moratones.
A Kahlan no le gustaba ver sufrir a nadie, pero no conseguía sentir ninguna lástima por aquellas dos. De no haber sido por ellas, no estaría en las garras de un hombre que no hacía más que contar los instantes hasta que recuperara la memoria y pudiera empezar en serio a hacerla padecer lo que había prometido que sería una agonía insoportable, tanto física como mentalmente.
Le había prometido, en más de una ocasión, que cuando recuperara la memoria iba a fecundarla y ella iba a engendrarle un hijo: un varón, afirmaba siempre. Siempre añadía un mensaje enigmático sobre que cuando recuperara la memoria, ella comprendería entonces exactamente la clase de monstruo que tal hijo sería para ella.
Por lo que a Kahlan concernía, cualquier cosa que Jagang hiciera a aquellas dos mujeres no era suficiente.
Además de lo que le habían hecho, escuchando retazos de conversaciones, Kahlan había llegado a comprender la naturaleza de su complot y lo que aquellas dos planeaban hacerle a todo el mundo. Eso por sí solo hacía imposible que la brutalidad con la que las trataba resultase excesiva. No obstante, de haber podido elegir, Kahlan se habría limitado a ejecutarlas. A Kahlan no le gustaba la tortura. Simplemente creía que no merecían seguir viviendo. Habían renunciado a su derecho a vivir merced al daño que ya habían causado a otros, y por lo que planeaban hacer para privarles a todos de sus vidas. Mirado así, todo el ejército merecía morir.
Kahlan únicamente deseaba que Jagang pudiera padecer un destino similar.
—Al menos su ejército ha huido —dijo a Jagang uno de sus oficiales mientras se llevaban el caballo del emperador.
Otro hombre se hizo cargo de la yegua de Kahlan.
Al oficial le faltaba la mitad de la oreja izquierda, y ésta hacía tiempo que había cicatrizado en forma de bulto, convirtiéndose en una distracción difícil de ignorar. Los hombres que no hacían caso omiso de aquel bulto a veces perdían una oreja.
—No les quedan defensores —dijo otro oficial.
—Estoy seguro de que tienen a personas con el don ahí arriba —dijo Jagang—, pero no deberían constituir un obstáculo.
—Los informes de los exploradores y espías dicen que la carretera que asciende por la ladera es estrecha; demasiado estrecha para un asalto en masa. También hay un puente levadizo que han levantado. Subir materiales de construcción por esa carretera, y luego defendernos mientras intentamos tender un puente sobre el abismo, sería difícil.
»En cuanto a la gran puerta que da acceso al camino interior que permite la ascensión hasta dentro, la han cerrado. Nadie abriga la menor confianza en poder franquear esa puerta. Ha resistido durante miles de años cualquier ataque. Aparte de eso, los informes de los que poseen el don indican que sus poderes quedan debilitados cerca del palacio.
Jagang sonrió.
—Tengo algunas ideas.
El hombre al que le faltaba parte de la oreja inclinó la cabeza.
—Sí, Excelencia.
Mientras Jagang y sus oficiales conversaban, Kahlan reparó en un pequeño grupo de jinetes a lo lejos que cabalgaban como alma que lleva el diablo a través del campamento. Se acercaban por detrás, procedentes del sur. En cada punto de control, los jinetes frenaban en seco los caballos, hablaban brevemente con centinelas, y se les franqueaba el paso.
También Jagang había reparado en ellos. La conversación que mantenía con los oficiales fue cesando y pronto todos observaban junto con el emperador mientras los jinetes penetraban en las defensas interiores y desmontaban en medio de una nube de polvo. Aguardaron en el círculo de la última guardia el permiso para acercarse al emperador.
Cuando Jagang hizo una seña, fueron conducidos al frente. Se aproximaron con presteza, a pesar de lo cansados que parecían.
El hombre que les encabezaba era un tipo enjuto y nervudo, de más edad, con una mirada dura en los oscuros ojos. Saludó.
—Bien —dijo Jagang—, ¿qué eso tan urgente?
—Excelencia, han sido atacadas ciudades del Viejo Mundo.
—Es eso. —Jagang profirió un suspiro de impaciencia—. Son esos insurrectos, la mayoría procedentes de Altur’Rang. ¿No se les ha eliminado aún?
—No, Excelencia, no son insurrectos; aunque también están causando problemas, liderados por uno llamado el Herrero. Demasiados lugares han sido atacados para que sea obra de insurrectos.
Jagang contempló al hombre con suspicacia.
—¿Qué lugares han sido atacados?
El hombre sacó un rollo de pergamino del interior de su polvorienta camisa.
—Aquí tenéis una lista que hemos recopilado, hasta el momento.
—¿Hasta el momento? —inquirió Jagang, enarcando una ceja mientras desenrollaba el pergamino.
—Sí, Excelencia. La información es que hay una oleada de destrucción que barre el territorio.
Jagang echó un rápido vistazo a la larga lista de lugares del pergamino. Kahlan intentó no llamar la atención mientras echaba una ojeada al informe por el rabillo del ojo. Vio dos columnas con una lista de poblaciones y ciudades. Tenía que haber más de treinta y cinco o cuarenta lugares anotados en el pergamino.
—No sé a que te refieres con «que barre el territorio» —gruñó Jagang—. Estos lugares son todos lugares elegidos al azar. No están colocados en una línea, ni en grupo, ni en una zona determinada del Viejo Mundo. Están por todas partes.
El hombre se aclaró la garganta.
—Sí, Excelencia. Eso es lo que dice el informe.
—Algo de esto tiene que estar exagerado.
Para dejarlo claro, Jagang dio un golpe en el papel con un dedo rechoncho. Los anillos de plata de sus dedos centellearon bajo la menguante luz.
—Taka-Mar, por ejemplo. ¿Han atacado Taka-Mar? No puede resultar fácil para una turba de descontentos atacar un lugar así. Hay tropas acuarteladas allí. Es un puesto de tránsito para los convoyes de suministros. Hay abundantes defensas instaladas. Incluso hay Hermanos de la Fraternidad de la Orden. No habrían permitido que una chusma se saliera con la suya en Taka-Mar. Lo más probable es que este informe lo hayan exagerado unos imbéciles nerviosos que tienen miedo hasta de sus propias sombras.
El hombre hizo una reverencia como excusándose.
—Excelencia, Taka-Mar fue uno de los lugares atacados que vi con mis propios ojos.
—¿Bien? —rugió Jagang—. ¿Qué viste, pues? ¡Suéltalo!
—Las carreteras que conducen a la ciudad desde todas direcciones están bordeadas de estacas coronadas con cráneos carbonizados —empezó a decir el hombre.
—¿Cuántos cráneos? —Jagang agitó una mano con gesto displicente—. ¿Docenas? ¿Tantos como cien?
—Excelencia, había una cantidad incalculable, y dejé de contar cuando llegué a varios miles sin haber avanzado mucho en un recuento total. La ciudad misma ya no existe.
—¿No existe? —Jagang pestañeó con desconcierto—. ¿Qué quieres decir con «ya no existe»? Tal cosa es imposible.
—Ha sido quemada hasta los cimientos, Excelencia. No dejaron ni un solo edificio en pie. Los incendios fueron de tal magnitud que la madera no puede aprovecharse. Los huertos de árboles frutales que llegaban hasta las colinas fueron talados. Los campos con cosechas listas para la recolección, que ocupaban kilómetros y kilómetros, han sido quemados. Han arrojado sal sobre los terrenos. Nada volverá a crecer allí. Un lugar que había sido fértil jamás volverá a producir nada. Es como si el Custodio en persona hubiera destruido el lugar.
—¡Bien! ¿Dónde estaban los soldados? ¡Qué hacían mientras sucedía todo eso!
—Los cráneos de las estacas eran los soldados acuartelados allí. Hasta el último de ellos, me temo.
Jagang lanzó una mirada a Kahlan, como si ella fuera de algún modo responsable de la catástrofe. Su mirada furiosa le indicó que él asociaba el problema con ella. Aplastó el papel en el puño a la vez que devolvía la atención al mensajero.
—¿Qué hay de los Hermanos de la Orden? ¿Cuentan qué sucedió y por qué no fueron capaces de detenerlo?
—Había seis Hermanos destinados en Taka-Mar, Excelencia. Los empalaron en postes colocados en mitad de distintas carreteras que llevaban a la ciudad. Cada uno había sido despellejado del cuello para abajo. Dejaron un gorro distintivo del cargo en la cabeza de cada uno, de modo que todos pudieran saber quiénes eran.
»Las gentes que huyeron de la ciudad dicen que el ataque tuvo lugar por la noche. Aterrados como estaban, no fuimos capaces de obtener demasiada información útil de ellos, aparte de que los hombres que los atacaron eran soldados del Imperio d’haraniano. Todos estaban seguros de eso.
»Los atacantes no hicieron ninguna intención de masacrar a los refugiados que escapaban si éstos no ofrecían resistencia armada, pero dejaron muy claro a los que huían que tenían intención de arrasar todo el Viejo Mundo y acabar con cualquiera que apoye a la Orden.
»Los soldados dijeron a la gente que es la Orden y sus creencias lo que ha hecho caer este conflicto sobre ellos, y lo que les llevará a ellos y a su tierra a la ruina. Los soldados juraron que perseguirían a los habitantes del Viejo Mundo hasta sus tumbas y luego al interior de los rincones más oscuros del inframundo si no abandonaban las enseñanzas de la Orden y las odiosas prácticas que derivaban de esas enseñanzas.
Kahlan sólo reparó en que sonreía cuando Jagang arremetió contra ella y la golpeó con la mano con tanta fuerza que la derribó al suelo. Supo que iba a golpearla hasta hacerla sangrar esa noche.
No le importó. Valía la pena por haber oído lo que acababa de oír. No podía dejar de sonreír.
Capítulo 29
Nicci se envolvió mejor con la capa mientras apoyaba un hombro contra el gran merlón de piedra. Bajó los ojos para mirar detenidamente a través de las almenas la calzada situada muy por debajo, contemplando los cuatro jinetes que ascendían por la montaña en dirección al Alcázar. Aún estaban a bastante distancia, pero pensó que tenía una buena idea de quiénes eran.
Bostezó mientras dirigía la mirada sobre la ciudad de Aydindril allí abajo, a sus pies, y la vasta alfombra verde de bosques que había por todas partes. Los intensos colores del otoño empezaban a desvanecerse. Contemplar los árboles que se extendían hacia lo alto por las laderas de las montañas circundantes, y el modo tan llamativo en que anunciaban el cambio de estaciones, la hizo pensar en Richard. Él amaba los árboles. Nicci había llegado a amarlos, asimismo, porque le recordaban a él.
También veía los árboles bajo una luz diferente. Marcaban el transcurrir del tiempo, el paso de las estaciones, los cambios de pautas que eran parte de su mundo ahora, también, debido a su conexión con todas las cosas que había estado estudiando en El libro de la vida. Todo estaba conectado intrincadamente; el modo en que actuaba el poder de las cajas, y cómo ese poder funcionaba a través de su conexión con el mundo de la vida. El mundo, las estaciones, las estrellas, la posición de la luna, eran partes de la ecuación, todo ello partes de lo que contribuía a y gobernaba el poder de las cajas. Cuanto más estudiaba y cuanto más aprendía, más percibía aquel pulso del tiempo y la vida que la rodeaba por todas partes.
Asimismo había llegado a reconocer con total claridad que Richard había memorizado una copia falsa.
En ningún momento se lo dijo a Zedd, pues parecía carecer de importancia por el momento. También era una cuestión difícil de argumentar. No era tanto lo que decía El libro de la vida, sino cómo lo decía. El libro estaba en otro idioma, y no tan sólo d’haraniano culto. Si bien estaba escrito en esa lengua, el auténtico idioma del libro era su interconexión con el poder invocado a través de él. Las formulas, los hechizos y los procedimientos eran sólo un aspecto.
En muchos modos le recordaba la manera en que Richard hablaba tan convincentemente del lenguaje de símbolos y emblemas, y empezaba a comprender a qué se refería él al verlo por sí misma expuesto todo ello en El libro de la vida. Empezaba a ver las líneas y los ángulos de ciertas fórmulas como un idioma en sí mismo. Empezaba a captar de verdad lo que Richard quería decir.
El libro de la vida llevaba consigo un significado que había obligado a Nicci a mirar el mundo de la vida de un modo nuevo; de un modo que le recordaba mucho cómo había contemplado siempre Richard el mundo, a través de un prisma de entusiasmo, asombro y amor por la vida. En cierta forma era un profundo reconocimiento de la naturaleza exacta de las cosas, una apreciación de las cosas por lo que eran, no por lo que la gente imaginaba de ellas.
En parte, eso era debido a que El libro de la vida no era sólo magia de Suma, sino también de Resta, de la misma manera en que la muerte era parte del proceso de la vida. Versaba sobre la suma de todo ello. Por esa razón, Nicci no podía explicárselo a Zedd. Él carecía de la capacidad para utilizar Magia de Resta, y sin esa capacidad, carecía de una parte de lo que era necesario para comprender aquel libro. Ella podía explicar las fórmulas, exponer los procedimientos, mostrarle los hechizos, pero él sólo podía observar gran parte de ellos a través del filtro de su limitada capacidad. Aunque, intelectualmente, podía comprender algo de ello, no podía en realidad captar todo lo que entrañaba.
Era algo parecido a la diferencia entre oír hablar de amor, comprender la profundidad de tales sentimientos, captar cómo afectaba a las personas, pero no haberlo sentido jamás. Sin aquella experiencia, era únicamente una comprensión académica, estéril.
Hasta que uno no percibía la magia, uno no lo comprendía plenamente.
Por eso había llegado a saber que Richard había memorizado una copia falsa. Había estado en lo cierto, antes, sobre que si la persona que ponía en funcionamiento las cajas no conseguía usar la llave adecuadamente, las cajas serían destruidas junto con aquel que las puso en funcionamiento. Pero era algo más que esa simple afirmación. Estaba toda la compleja naturaleza de los procesos involucrados en la utilización de las cajas, la cual demostraba ese concepto en modos que las palabras sólo presentaban de una forma simplificada y condensada.
A través de los mecanismos del libro, podía vislumbrar cómo funcionaba ese poder. Mediante la comprensión de esa función a un nivel profundo, podía ver cómo la magia, si era invocada, necesitaba y usaba la llave para consumarse. A través de la comprensión de ese proceso, podía ver que si la llave se usaba de un modo indebido, las cajas quedaban ineludiblemente destruidas junto con la persona que cometía el fatal error. La magia sencillamente no permitiría tal alteración.
Sería como arrojar una roca y sin ninguna influencia o intervención exterior esperar que flotara en el aire. Sencillamente no sucedería. Del mismo modo, la magia de las cajas seguía unas leyes. Por aquellas leyes, tenía que destruir las cajas si la llave no se usaba debidamente. La roca tenía que caer.
Cuando Richard utilizó su recuerdo de lo que creía era el Libro de las sombras contadas, lo cambió para engañar a Rahl el Oscuro y que abriera la caja equivocada. Pero el libro que había memorizado no era más que una astuta falsificación, una llave falsa. De haber sido auténtica, al ser usada indebidamente de aquel modo, las cajas ya no existirían.
Una copia falsa, una ingeniosa falsificación, sencillamente no podía desencadenar el poder para destruir las cajas, pero la copia auténtica, de usarse del modo en que Richard la había usado, habría provocado que toda la estructura del hechizo se desplomara sobre sí misma, llevándose a las cajas con ella.
Las cajas del Destino, al fin y al cabo, habían sido creadas con el propósito de contrarrestar el hechizo Cadena de Fuego. Emplear mal la llave significaba, a un nivel profundo, que alguien sin la intención y conocimientos correctos intentaba obtener acceso al poder de las cajas; que, en esencia manipulaba el propósito para el que había sido creado. El libro de la vida dejaba muy claro dentro de la estructura de las configuraciones de hechizo que, como salvaguarda, si no se hacía todo correctamente, o sea, se completaba con la llave del modo exacto y prescrito, las fórmulas y hechizos se autodestruirían... de un modo no muy distinto a como Richard había desconectado la red de verificación, haciendo que se viniera abajo, para salvar a Nicci.
Richard había aprendido de memoria una copia falsa, una llave falsa, ésa era la verdad.
—¿Qué sucede? —oyó decir a Zedd.
Nicci miró atrás y vio al anciano mago andando con paso decidido por el amplio bastión. Comprendió que tenía que dejar de lado las cosas que había estado considerando. Hablar con Zedd sobre la llave falsa en aquel momento sólo provocaría que él quisiera discutir su punto de vista, y discutir con Zedd no serviría para nada.
Richard era quien realmente necesitaba saber que la llave que poseía era falsa.
—Cuatro jinetes —le respondió Nicci.
Zedd se detuvo ante el borde de la muralla. Miró con atención abajo, a la calzada, y gruñó para indicar que los veía.
—A mí me parece que son Tom y Friedrich —dijo Cara—. Deben haber encontrado a alguien rondando por la zona.
—No lo creo —repuso Nicci—. No parecen prisioneros precisamente. Puedo ver el destello del acero. El hombre lleva armas. Tom habría desarmado a cualquiera que pensara que era una amenaza. Además, el otro parece una niña.
—¿Rachel? —preguntó Zedd, frunciendo el entrecejo mientras se inclinaba más hacia fuera, intentando ver mejor entre los árboles; no pasarían muchos más días antes de que aquellas hojas de un marrón dorado desaparecieran con el cambio de estación—. ¿Realmente crees que podría ser ella?
—Es lo que yo diría —dijo Nicci.
Él se giró y la estudió con mirada crítica.
—Tienes un aspecto terrible.
—Gracias —replicó ella—. Justo lo que una mujer quiere oír de un caballero.
Él resopló, como lamentándose por sus groseros modales.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste un poco?
Nicci volvió a bostezar.
—No lo sé. ¿El verano pasado, cuando regresé del Palacio del Pueblo con ese libro?
El anciano hizo una mueca ante su pobre intento de hacer una gracia. Nicci no sabía por qué intentaba ser graciosa con él. Zedd podía hacer reír a la gente sólo gruñendo, pero siempre que ella decía algo que pensaba que era más bien divertido, la gente se limitaba a mirarla fijamente, tal y como Cara hacía en aquellos momentos.
—¿Qué tal va? —preguntó él.
Nicci sabía a qué se refería. Apartó unas guedejas de pelo de su rostro, sujetándolas atrás para que no se las arrebatara el viento.
—No me iría mal tu ayuda con algunas de las cartas astrales y cálculos de ángulos. Podría acelerar las cosas. Podría pasar a algunas de las otras traducciones y problemas.
Zedd le posó una mano con ternura en la espalda, confortándola.
—Con una condición.
—¿Cuál es? —preguntó ella a la vez que volvía a bostezar.
—Qué duermas un poco.
Nicci sonrió mientras asentía.
—De acuerdo, Zedd —Hizo un ademán, señalando con la barbilla—. Primero creo que sería mejor que bajemos ahí para ver quiénes son nuestros invitados.
En el mismo instante en que salían por la gran puerta del Alcázar de la entrada del cercado, los jinetes pasaban por debajo de la abertura en forma de arco de la muralla.
Tom y Friedrich escoltaban a Chase y Rachel. Rachel llevaba el pelo muy corto y Chase parecía estar en un sorprendente buen estado de salud para ser alguien a quien habían matado con la Espada de la Verdad.
—¡Chase! —chilló Zedd—. ¡Estás vivo!
—Bueno, es difícil montar a caballo cuando estás muerto.
Cara rió entre dientes. Nicci le dirigió una veloz mirada, preguntándose de dónde había surgido aquella repentina apreciación de una gracia.
—Nos los encontramos cuando venían de regreso —dijo Tom—. Las primeras personas que hemos visto ahí fuera en meses.
—Fue estupendo ver a Rachel de vuelta —indicó Friedrich.
El hombre de más edad contempló a la niña con una gran sonrisa, demostrando hasta qué punto lo decía en serio.
Zedd atrapó a Rachel cuando ésta resbaló fuera de la silla mientras Cara se hacía cargo de las riendas del caballo.
—Vaya, empiezas a pesar mucho —le dijo Zedd.
—Chase me rescató —contó Rachel—. Fue muy valiente. Tendrías que haberle visto. Mató a un centenar de hombres él solito.
—¡Un centenar! Vaya, vaya, todo un logro.
—Tú acuchillaste a uno en la pierna por mí —dijo Chase a la vez que saltaba de su silla—. De lo contrario, sólo habría acabado con noventa y nueve.
Rachel pataleó, ansiosa por que la dejaran en el suelo.
—Zedd, he traído algo importante.
Una vez en el suelo, la pequeña desató una bolsa de cuero de detrás de su silla de montar. La llevó a los peldaños de granito y la depositó allí, luego soltó el cordón.
Cuando retiró la funda de cuero, la oscuridad salió a la fría y vigorizante luz diurna de finales de otoño. Para Nicci, fue como mirar al interior de la negra oscuridad de los ojos de Jagang.
—Rachel —dijo Zedd, atónito—, ¿dónde conseguiste esto?
—Un hombre, Samuel, que tenía la espada de Richard la llevaba consigo. Acuchilló a Chase y me llevó con él. Luego dio esto a una bruja llamada Seis, y a Violet, la reina de Tamarang, aunque me parece que ya no es reina.
»No puedes imaginar lo malvada que es Seis.
—Creo que puedo—le dijo Zedd.
Puesto que tenía algunos problemas para seguir el relato, volvió a alzar un poco la bolsa de cuero un poco para echar una mejor mirada dentro.
Contemplando de hito en hito una de las cajas del Destino descansando en los escalones ante ella, Nicci sintió un nudo en la garganta. Tras semanas y semanas de estudio del libro que acompañaba a las cajas, ver realmente una era pasmoso. La teoría era una cosa, pero ver la realidad de lo que el objeto representaba era muy distinto.
—No podía permitirles que la tuvieran —contó Rachel a Zedd—. Así que, cuando tuve una oportunidad de escapar, la robé y me la llevé.
Zedd le alborotó los trasquilados cabellos rubios.
—Hiciste bien, pequeña. Siempre supe que eras especial.
Rachel abrazó con fuerza el cuello del mago.
—Seis hizo que Violet dibujara imágenes de Richard. Me asustó ver lo que hacían.
—¿En una cueva? —preguntó Zedd, y cuando Rachel asintió, alzó la vista hacia Nicci—. Eso explica muchas cosas.
Nicci se acercó un paso.
—¿Estaba Richard allí? ¿Lo viste?
Rachel negó con la cabeza.
—No. Seis se fue un día. Cuando por fin regresó contó a Violet que lo había estado trayendo de vuelta con ella, pero que la Orden Imperial lo capturó.
—La Orden Imperial... —dijo Zedd.
Nicci intentó imaginar qué era peor, que la bruja tuviera a Richard en sus garras, o que la Orden Imperial lo hubiese capturado.
Imaginó que lo que era peor era que Richard hubiera quedado despojado de su don, su espada, y estuviera en las manos de la Orden.
Capítulo 30
Kahlan se arrebujó mejor en su capa mientras andaba junto al emperador, como su compañera, constante y dócil. No era por elección, desde luego, sino por fuerza. Por la noche dormía en la alfombra junto a su cama, un recordatorio constante de dónde acabaría, y durante el día permanecía siempre a su lado, como si fuera su perro, sujeto con una traílla. La traílla que llevaba, no obstante, era un collar de hierro con el que él podía hacerla obedecer en cualquier momento.
Era incapaz de imaginar qué podía engendrar tal odio hacia ella, qué podía haber dado origen a su ardiente necesidad de hacer caer sobre ella el castigo por los pecados que veía en todos sus enemigos. Lo que fuera que ella hubiese hecho para merecer su odio, él se lo merecía.
Cuando una ráfaga de viento gélido se abrió paso violentamente a través del campamento, Kahlan ocultó su rostro tras la capa. Los hombres giraron las caras para apartarlas del torbellino de polvo que transportaba el viento. Con el otoño tocando a su fin, el invierno no tardaría en caer sobre ellos. Kahlan no pensaba que fuese a resultar en absoluto agradable estar allí, en la desprotegida llanura que rodeaba la meseta del Palacio del Pueblo, pero también sabía que Jagang no iba a soltar aquel hueso por nada del mundo. Si algo era, era tenaz.
Se suponía que existía otra copia del Libro de las sombras contadas oculto en algún lugar del interior de la meseta, y Jagang tenía intención de hacerse con él.
En las llanuras Azrith, la construcción seguía adelante penosamente. Había proseguido a lo largo del otoño, y ella sabía que seguiría al llegar el invierno, todo el invierno si era necesario, hasta que estuviese finalizada. Si el terreno no se congelaba; aunque Kahlan sospechaba que él tenía planes para esa eventualidad... probablemente hogueras, si era necesario, para evitar que la tierra se congelara. También suponía que si el tiempo permanecía seco, el terreno podría excavarse de todos modos aunque estuviera congelado.
No existía modo de franquear la enorme puerta interior que conducía dentro de la meseta, y la carretera que ascendía por el exterior se había revelado inútil para un ataque ingente.
Jagang tenía una solución.
Había decidido construir una gran carretera en forma de rampa que permitiera a su ejército marchar directamente hasta los muros del palacio, situado en lo alto de la meseta. Había dicho a sus oficiales que, una vez que alcanzaran las murallas, podrían usarse máquinas de asedio para demolerlas. Primero, de todos modos, tenían que llegar allí arriba.
A tal fin, más allá del enorme campamento, cerca de la meseta, el ejército construía la rampa. La anchura de la rampa era pasmosa. Necesitaban que fuese ancha por dos razones, ambas igualmente importantes. Se precisaba una rampa lo bastante amplia para que pudiera acabar soportando un asalto masivo. Igual de importante, era que la meseta se alzaba a una altura imponente por encima de las llanuras Azrith, y para que la rampa alcanzara aquella altura, la base tenía que ser monumental, no fuera a ser que se viniera abajo. En esencia, tenían que construir una montaña pequeña apoyada contra la meseta para poder alcanzar la cima. Desde luego, Jagang era tenaz.
La distancia que los separaba de su objetivo, desde donde habían empezado, era sobrecogedora. Debido a la altura, la rampa requería una gran longitud para que, llegado el momento, hombres y equipo pudieran marchar y rodar por ella hasta las murallas mismas del Palacio del Pueblo.
Al principio pareció una idea de locos, un proyecto imposible, pero lo que podía llevarse a cabo con millones de hombres que no tenían nada más que hacer y un emperador ambicioso a quien no importaba en absoluto el bienestar de sus hombres era verdaderamente asombroso. A todas horas mientras hubiera luz, y en ocasiones iluminados por antorchas, largas filas de hombres transportaban contenedores de tierra y roca al emplazamiento de la rampa o excavaban el suelo. Mezclaban las rocas con la tierra más fina para hacer que fuera estable. Otros hombres apisonaban la nueva tierra a medida que era vertida.
Casi todos los soldados del campamento estaban ocupados en la empresa. Aunque la tarea era ingente, los progresos realizados por tantísimos hombres eran constantes. Inexorablemente, la rampa seguía creciendo.
Kahlan consideraba apropiado que unos bárbaros como aquéllos asaltaran una hermosa construcción de mármol sirviéndose de tierra. Se correspondía con la filosofía de la Orden de escarbar en la mugre para demoler la obra más bella del hombre.
Kahlan no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a hacer falta para completar un proyecto así, pero Jagang no tenía intención de abandonar su plan hasta que tuviera éxito. El final estaba a la vista, recordaba a menudo a sus oficiales, y esperaba una dedicación y sacrificio totales por parte de todos para tal noble propósito. Era implacable en su determinación de derribar el último bastión de la libertad.
Desde la tienda del emperador, mientras observaban la construcción, Kahlan vio que un mensajero llegaba a caballo. Al sur, pudo ver la larga columna de polvo que alzaba un convoy de suministros que se aproximaba. Lo había estado vigilando durante horas, observando cómo se acercaba más y más, y ahora los carros que iban en cabeza empezaban justo a entrar en el campamento.
Jagang se había mostrado aliviado de ver llegar por fin el convoy de suministros. Un ejército tan enorme como aquél requería un aprovisionamiento constante de todo tipo, pero principalmente comida. Allí, en las llanuras Azrith, no había ningún lugar del que el ejército pudiera obtener comida; no había granjas, ni cosechas, ni rebaños. Haría falta un reabastecimiento constante desde el Viejo Mundo para mantener al ejército con vida y construyendo la rampa que ascendía hacia la meseta.
Tras desmontar, el mensajero se aproximó y aguardó pacientemente. Jagang hizo por fin una seña a varios oficiales para que se adelantaran junto con el hombre que había llegado a caballo.
El mensajero hizo una reverencia.
—Excelencia, vengo con los suministros que las buenas gentes de nuestra tierra natal han enviado. Muchos se han sacrificado para encargarse de que nuestras valientes tropas tengan lo que necesitan para derrotar al enemigo.
—Nos vienen bien los suministros, de eso no hay duda. Todos los hombres están trabajando duro y necesito mantener sus energías.
—Nuestro convoy también trae algunos de los equipos de Ja’La dh Jin que desean tomar parte en los torneos con la esperanza de tener la oportunidad de jugar un día contra el renombrado equipo de su Excelencia.
—¿Qué equipos son? —preguntó Jagang, distraídamente, mientras escrutaba un listado que el mensajero le entregó.
—La mayoría son equipos de nuestros soldados procedentes de distintas divisiones. Uno es un equipo que pertenece al comandante de nuestro convoy de suministros. Para complementar a sus propios hombres, ha reunido a individuos del Nuevo Mundo a lo largo de nuestro viaje al norte. Piensa que, con tales hombres del Nuevo Mundo en su equipo, puede proporcionar todo un espectáculo para el disfrute de su Excelencia.
Jagang asintió mientras seguía leyendo la lista.
—Les hará bien a esos paganos aprender nuestras costumbres. El Ja’La dh Jin es un buen modo de introducir a otros pueblos en nuestra cultura y costumbres. Distrae sus sencillas mentes de la existencia estéril que todos soportamos en esta vida sin sentido.
El hombre inclinó la cabeza.
—Sí, Excelencia.
Jagang acabó de leer la lista y alzó la mirada.
—He estado oyendo rumores. ¿Este equipo cuenta con cautivos tan buenos como he oído?
—Parecen ser formidables, Excelencia. Han derrotado equipos invencibles. En un principio se pensó que había sido simple suerte. Nadie sigue pensando que sea suerte. Tienen un hombre punta de quien se dice que es el mejor que se ha visto nunca.
Jagang gruñó su escepticismo.
—Tengo al mejor en mi equipo.
El hombre se disculpó con una reverencia.
—Sí, Excelencia. Por supuesto que tenéis razón.
—¿Qué noticias traes de nuestra tierra?
El hombre vaciló.
—Excelencia, me temo que debo informar de algunas noticias perturbadoras. Mientras se reunía el siguiente convoy de suministros que iba a seguir al nuestro, éste fue atacado y destruido. Todos los reclutas que iban a ser enviados al norte con el convoy para reforzar nuestro ejército... bueno, me temo, Excelencia, que resultaron muertos. Dejaron sus cabezas en estacas junto a la carretera. La hilera de estacas se extendía desde una ciudad a la siguiente; ambas ciudades ardieron hasta los cimientos. Varias ciudades, junto con bosques y tierras de cultivo, están ardiendo. Los incendios son virulentos y, cuando el viento sopla en la dirección correcta, podemos oler el humo incluso tan al norte. Es difícil precisar con exactitud qué sucede, pero fuentes fidedignas informan que los ataques los llevan a cabo soldados del Nuevo Mundo.
Jagang dirigió una veloz mirada a Kahlan. Ésta sospechó que miraba para ver si sonreiría, como la última vez. No necesitaba sonreír. Podía mantener un rostro inmutable y regocijarse interiormente. Tuvo ganas de vitorear a aquellos desconocidos que empezaban a sacar de quicio a Jagang con los daños que causaban.
Casi tan malo como los daños, era que los rumores se extendían como un reguero de pólvora por el campamento. Los ataques cometidos en su tierra natal estaban alterando a la tropa, que siempre había considerado el Viejo Mundo no sólo invulnerable, sino invencible. Jagang ya había ejecutado a varios por propagar tales rumores. Puesto que ella se relacionaba poco con la soldadesca, no sabía si las ejecuciones acallaban los rumores. Si los rumores de tales cosas alteraban a los soldados, Kahlan sólo podía imaginar el miedo que empezaría a atenazar a los que estaban en el Viejo Mundo. Mientras su ejército estaba fuera, en busca de conquistas, imaginó que la población que había allí estaría en buena parte indefensa.
—Los informes son, Excelencia, que esos maleantes destruyen todo lo que encuentran en su camino. Queman cosechas, matan ganado, destruyen molinos, rompen presas, acaban con todo taller que produzca artículos para nuestro noble esfuerzo de propagar la palabra de la Orden.
»Particularmente afectados se ven aquellos que dan apoyo a nuestra gente predicando las prácticas de la Orden; aquellos que inculcan la necesidad de sacrificarse por nuestro esfuerzo bélico para aplastar a los paganos del norte.
Jagang permanecía calmado exteriormente, pero Kahlan, así como los oficiales que lo observaban, sabía que por dentro hervía de cólera.
—¿Alguna idea de quién va tras nuestros maestros, nuestros líderes? ¿Alguna unidad concreta del enemigo?
El hombre volvió a inclinarse a modo de disculpa.
—Excelencia, lamento informar de que a todos nuestros maestros y los Hermanos que han sido asesinados, bueno... a todos y cada uno de sus cadáveres, les faltaba la oreja derecha.
El rostro de Jagang enrojeció de cólera. Kahlan pudo ver cómo los músculos de su mandíbula y sienes se contraían mientras hacía rechinar los dientes.
—¿Creéis que podría tratarse de aquellos mismos hombres que nos acosaron en nuestra ascensión por la Tierra Central, Excelencia? —preguntó uno de los oficiales.
—¡Desde luego que sí! —rugió Jagang—. Quiero que se haga algo respecto a eso —dijo, dirigiéndose a sus oficiales—. ¿Entendido?
—Sí, Excelencia —contestaron todos al unísono, a la vez que inclinaban las cabezas.
—Quiero que se ponga freno a esa molestia. Necesitamos que esos convoyes de suministros sigan viniendo. Estamos cerca de poner fin a esta guerra con una gran victoria. No permitiré que nuestros esfuerzos fracasen. ¿Entendido?
—Sí, Excelencia —volvieron a decir todos a la vez, inclinándose aún más.
—Entonces poneos a ello... ¡todos!
Mientras los oficiales partían a cumplir las órdenes recibidas, Jagang empezó a alejarse. Kahlan sintió la sacudida de dolor procedente del collar que la instaba a mantenerse a su lado. Hombres armados, como siempre, formaron filas alrededor de Jagang como su guardia.
Capítulo 31
Richard observaba a través de los barrotes que cubrían el ventanuco de su jaula de hierro mientras el carro avanzaba dando tumbos por el extenso campamento.
—Ruben, deberías echar un vistazo a esto —dijo la Roca.
Con las manos aferrando los barrotes, el hombre sonreía como alguien que está de vacaciones ante lo que veía.
Richard dirigió una veloz mirada a su compañero de jaula.
—Toda una visión —convino.
—¿Crees que hay alguien aquí que pueda vencernos?
—Lo descubriremos más tarde o más temprano —respondió Richard.
—Te lo aseguro, Ruben, me gustaría tener una oportunidad de abrir unas cuantas cabezas en el equipo del emperador. —El hombre dedicó a Richard una mirada de soslayo—. ¿Crees que si vencemos al equipo del emperador nos dejarán ir a casa?
—¿Hablas en serio?
El hombre lanzó una risotada.
—Era una broma, Ruben.
—Una muy mala —repuso Richard.
—Supongo —dijo la Roca con un suspiro—. Con todo, dicen que el equipo del emperador es el mejor. No me gustaría volver a sentir aquel látigo.
—Una vez fue suficiente para mí, también.
Los dos habían compartido la jaula de hierro desde que habían capturado a Richard en Tamarang. La Roca era un cautivo, capturado antes que Richard. Era un hombre fornido, claro, un molinero, procedente del extremo meridional de la Tierra Central. Justo antes de que el convoy de suministros pasara por su aldea, unos soldados que iban de patrulla por delante del resto habían llegado y pensado que, debido a su tamaño, aquel hombre podría ser una buena incorporación para su equipo.
Richard no conocía el auténtico nombre de su compañero, que había dicho que todo el mundo lo llamaba la Roca debido a su tamaño y lo fuertes que eran sus músculos de tanto transportar sacos de grano. Él conocía a Richard como Ruben Rybnik. Aun cuando la Roca era otro cautivo, Richard no consideraba que fuese seguro dejar que nadie supiera su nombre auténtico.
El hombrón había contado a Richard que había roto los brazos de tres de los soldados que intentaron capturarlo antes de que lo derribaran. Richard se limitó a decir que le habían apuntado con flechas, y que, por lo tanto, se había rendido. La Roca había mostrado cierta vergüenza ajena por lo que veía como una falta de coraje en Richard.
A pesar de su sonrisa más bien bobalicona y un tanto torcida, que lucía a menudo y a pesar de sus circunstancias, la Roca tenía una mente rápida y analítica. Había llegado a caerle bien Richard porque éste era el único que no daba por sentado que era estúpido y no lo trataba como a tal. La Roca era cualquier cosa menos estúpido.
Con el tiempo, el hombrón había decidido que había estado equivocado respecto a la falta de valentía de Richard y había pedido ser su alero derecho en los partidos de Ja’La. La de alero era un posición más bien poco agradecida que lo exponía a cargas por parte de los adversarios. Para aquel hombre una posición como aquélla era de gran valor porque le permitía partirles la cabeza a hombres de la Orden y ser vitoreado por hacerlo. A pesar de su gran tamaño, era rápido; una combinación que le hacía ser perfecto como alero derecho de Richard. Le encantaba estar cerca de Richard durante el partido para poder ver como éste desahogaba su furia en el campo de Ja’La de un modo que los otros equipos no esperaban. Juntos, los dos se habían convertido en una pareja temible en el terreno de juego. Jamás se decía en voz alta, pero ambos sabían que el otro valoraba la oportunidad de poder vengarse, aunque sólo fuera un poco, de aquellos que los habían capturado.
El campamento al otro lado de los barrotes de hierro parecía no tener fin. A Richard le enfermó ver dónde estaban: en las llanuras Azrith, que rodeaban el Palacio del Pueblo. No quiso mirar más, y volvió a sentarse, recostándose contra el otro lado de la jaula, con una muñeca apoyada sobre la rodilla mientras el carro avanzaba dando tumbos entre la interminable horda.
Era un alivio para él que las fuerzas d’haranianas hubieran desaparecido hacía tiempo, o en aquellos momentos ya habrían sido aniquiladas en vano. En su lugar, aquellos hombres habrían tenido ya tiempo suficiente de descender hasta el Viejo Mundo, y probablemente estarían arrasándolo en aquellos momentos.
Richard esperaba que se ciñeran al plan: ataques veloces y feroces, mantenerse separados y golpear en todas partes del Viejo Mundo, sin misericordia. No quería que nadie en el Viejo Mundo se sintiera seguro. Era necesario que las acciones que emanaban de sus creencias tuvieran sus consecuencias.
Todos los hombres del campamento contemplaban cómo el convoy de carros pasaba entre ellos. Parecía ser bienvenido, probablemente por la comida que traía. Richard esperó que se hartasen hasta reventar. Sabiendo las órdenes que había dado, probablemente sería uno de los últimos convoyes de suministros que abandonarían el Viejo Mundo. Sin provisiones, en medio de las llanuras Azrith, con el invierno a punto de caer sobre ellos, el ejército de Jagang iba a encontrarse sumido inesperadamente en una época de vacas flacas.
Casi todos los hombres junto a los que pasaban miraban fijamente al interior de la jaula de Richard, intentando entreverle. Imaginó que se estarían extendiendo ya rumores por todo el campamento sobre él y su equipo de Ja’La. Había averiguado, cuando paraban en guarniciones a lo largo del camino para celebrar partidos, que su fama les precedía. Aquellos hombres eran entusiastas del juego y aguardaban con ansia los torneos, sobre todo porque el interés había aumentado debido a la llegada del equipo de Richard... o el equipo de Ruben, como era conocido coloquialmente. El equipo pertenecía en realidad al comandante con el tatuaje de serpiente. Había pocas otras cosas para entretener a los soldados, aparte de las cautivas. Richard intentó no pensar en eso, porque no hacía más que enfurecerle, y no había nada que pudiera hacer al respecto metido en la jaula.
Un día, tras un partido particularmente violento que habían ganado con comodidad, la Roca admitió que lo tenía perplejo el porqué había permitido Richard que lo capturaran con tanta facilidad. Richard había acabado por contarle la verdad. Al principio su compañero no lo creyó, pero Richard le dijo que se lo preguntara a cara de serpiente en alguna ocasión. Él lo hizo y descubrió que Richard decía la verdad. La Roca valoraba enormemente la libertad y pensaba que valía la pena pelear por ella. Fue entonces cuando pidió ser el alero derecho de Richard.
Si en el pasado Richard había canalizado su cólera a través de la Espada de la Verdad, ahora lo hacía a través del broc y el juego del Ja’La. Incluso su propio equipo, no obstante lo mucho que les gustaba que los liderara, lo temían hasta cierto punto. Excepto la Roca. La Roca no temía a Richard; compartía su modo de jugar... como si el juego fuera a vida o muerte.
Para algunos de sus adversarios salidos de las tropas de la Orden Imperial, lo había sido. No era en absoluto inusual que jugadores, en especial adversarios del equipo de Richard, resultasen gravemente heridos, o que incluso murieran durante un partido. Uno de los del equipo de Richard había muerto durante un partido. El pesado broc le había golpeado en la cabeza cuando no miraba. El golpe le partió el cuello.
Richard recordaba haber recorrido las calles de Aydindril con Kahlan, contemplando a los niños jugar al Ja’La. Había repartido pelotas oficiales a los que querían cambiar sus pesados brocs por aquellos más ligeros que Richard había hecho fabricar. No quería que resultasen heridos por jugar. Ahora todos aquellos niños habían huido de Aydindril.
—Éste parece ser un lugar muy malo para nosotros, Ruben —dijo la Roca con voz sosegada mientras contemplaba cómo el campamento pasaba ante el ventanuco; sonó inusitadamente pesimista—. Un lugar muy malo para que seamos unos esclavos.
—Si te consideras un esclavo, entonces eres un esclavo —repuso Richard.
El otro contempló fijamente a Richard.
—Entonces yo tampoco soy un esclavo, Ruben.
—Bien dicho, la Roca —dijo Richard, asintiendo.
El hombre reanudó la contemplación del interminable campamento que desfilaba ante sus ojos. Probablemente jamás había visto nada parecido en toda su vida. Richard recordó su propio asombro al abandonar por primera vez sus bosques de Ciudad del Corzo y descubrir lo que había más allá.
—Tendrías que echar un vistazo a esto —dijo la Roca en voz baja, mirando fijamente a través de los barrotes.
Richard no tenía ganas de mirar.
—¿Qué es?
—Una gran cantidad de hombres... soldados... pero no como el resto de los soldados. Todos éstos tienen mejores armas, están mejor organizados. Más grandotes. Tienen un aspecto temible.
El hombre volvió la cabeza hacia Richard.
—Apuesto a que el emperador ha venido a vernos pasar; ha acudido a ver a los rivales de su equipo que participan en el torneo. Por las descripciones que he oído, apuesto a que ese tipo al que custodian todo esos guardias fornidos con cotas de malla es Jagang en persona.
Richard fue hacia el ventanuco para echar una mirada. Agarró los barrotes a la vez que acercaba bien el rostro para ver mejor cuando pasaron cerca de los guardias y la persona a su cuidado.
—Tiene todo el aspecto de ser el emperador Jagang, ya lo creo —dijo Richard a su compañero.
El emperador miraba en la dirección opuesta, observando algunos de los otros equipos de Ja’La compuestos por soldados de la Orden Imperial. Éstos no estaban encerrados en jaulas de hierro transportadas en carros. Jagang les contemplaba desfilar orgullosamente en fila, llevando los estandartes de su equipo.
Y entonces la vio.
—¡Kahlan!
Ella giró la cabeza hacia la voz, sin saber de dónde provenía. Richard aferraba los barrotes con fuerza suficiente para casi doblarlos. Aun cuando ella no estaba lejos, comprendió que probablemente no le oiría por encima de todo el ruido. Por todas partes los soldados aclamaban el desfile de equipos.
La larga cabellera le caía por encima de la capa, y Richard pensó que el corazón iba a estallarle de tan fuerte como le latía en el pecho.
—¡Kahlan!
Ella se giró más hacia él.
Los ojos de ambos se encontraron. Él la miraba directamente a sus ojos verdes.
Cuando Jagang empezó a darse la vuelta, ella inmediatamente desvió los ojos, dirigiéndolos a lo lejos. Jagang volvió a girarse con ella.
Y entonces Kahlan desapareció, oculta tras hombres, carros, caballos y tiendas, perdiéndose de vista en la distancia.
Richard cayó hacia atrás contra la pared, respirando entrecortadamente.
La Roca se sentó junto a él.
—Ruben... ¿qué sucede? Parece como si hubieras visto a un fantasma entre todos esos hombres.
Richard sólo podía mirar fijamente, con los ojos muy abiertos, mientras jadeaba.
—Era mi esposa.
Su compañero profirió una dura carcajada.
—¿Quieres decir que viste a la mujer que quieres tener cuando ganemos? El comandante dice que si derrotamos al equipo del emperador, tendremos oportunidad de elegir una. ¿Has visto ya a una?
—Era ella...
—Ruben, pareces un hombre que acaba de enamorarse.
Richard advirtió que sonreía de tal modo que sentía como si se le fuera a romper la cara.
—Era ella. Está viva, la Roca; ojalá pudieras verla. Está viva. Tiene exactamente el mismo aspecto. Queridos espíritus, era Kahlan. Era ella.
—Creo que será mejor que recuperes el resuello, Ruben, o vas a desmayarte antes de que tengamos una oportunidad de partir algunas cabezas.
—Vamos a jugar contra el equipo del emperador, la Roca.
—Tenemos que ganar muchos partidos, primero, para tener esa oportunidad.
Richard apenas lo oyó. Reía jubiloso, incapaz de parar.
—Era ella. Está viva. —Rodeó con los brazos a su compañero, abrazándolo—. ¡Está viva!
—Si tú lo dices, Ruben.
Kahlan controló su respiración, intentando conseguir que su acelerado corazón fuera más despacio. Era incapaz de comprender por qué estaba tan afectada. No conocía al hombre de la jaula. Sólo había visto su rostro brevemente al pasar el carro, pero por alguna razón la había estremecido hasta lo más profundo de su alma.
La segunda vez que el hombre había chillado su nombre, Jagang actuó como si pensara que había oído algo, de modo que Kahlan había vuelto a girar la cabeza para que el emperador no sospechara nada. No sabía por qué eso le había parecido tan desesperadamente importante.
Eso no era cierto. Sabía el motivo. El hombre estaba en una jaula. Si él la conocía, Jagang podría haberle lastimado, incluso matado.
No obstante, había algo más. Aquel hombre la conocía, así que tenía que estar conectado con su pasado. El pasado que ella quería olvidar.
Pero cuando había mirado sus ojos grises, todo había cambiado en un instante. Su entumecida aceptación se había hecho añicos. Ya no deseaba que su pasado estuviese enterrado. De improviso quería saberlo todo.
La mirada que había en los ojos de aquel hombre era tan poderosa —era tan vital— que le había hecho comprender con claridad lo importante que era su vida.
Al ver la mirada de sus ojos grises, Kahlan comprendió que tenía que saber quién era ella. Fuesen cuales fuesen las consecuencias, fuese cual fuese el precio, tenía que saber la verdad. Tenía que recuperar su vida.
Las amenazas de Jagang sobre lo que le haría podrían ser una consecuencia muy real, pero de repente supo que el peligro auténtico era que la estaba intimidando para que abdicara de su vida, de su voluntad, de su existencia... para entregarse a su control. Mediante sus amenazas de lo que le haría una vez que volviera a saber quién era, le estaba dictando su vida, esclavizándola. Si ella aceptaba la voluntad de aquel hombre, sería únicamente porque estaba entregando la suya propia.
No podía permitirse pensar de ese modo. Su vida significaba más que eso. Puede que fuera su cautiva, pero no sería su esclava. Ser una esclava era un estado mental. Ella no sería una esclava.
No le entregaría su voluntad. Recuperaría su vida. Su vida era sólo suya y la recuperaría. Nada que Jagang pudiera hacer, nada con lo que pudiera amenazarla, podía arrebatarle eso.
Kahlan sintió que una lágrima de dicha le caía por la mejilla.
Aquel hombre que no recordaba acababa de proporcionarle la voluntad para recuperar su vida, la pasión necesaria para vivir. Sintió como si fuera la primera bocanada de aire auténtica que había tomado desde que perdiera la memoria.
Sólo deseaba poder darle las gracias.
Capítulo 32
Nicci recorría con paso resuelto el amplio vestíbulo del Palacio del Pueblo llevando tras ella a Cara, Nathan y un grupo de guardias. Cada vez que alguien llamaba a Nathan «lord Rahl», se le ponían los nervios de punta. Sabía que era necesario, pero en su corazón el único lord Rahl era Richard.
Habría dado cualquier cosa para volver a ver sus ojos grises. Estar en el palacio hacía que pareciera que casi podía percibir su presencia por todas partes a su alrededor. Era el hechizo en torno al cual estaba construido el palacio, suponía. El palacio estaba construido con la forma de un hechizo para el lord Rahl. Richard era el lord Rahl. Al menos en su mente.
Para ser justos, sabía que había otros —Cara, sin ir más lejos— que sentían lo mismo. Cuando estaba a solas con ésta, lo que era a menudo, las dos parecían compartir esa comprensión sin que hicieran falta las palabras. Ambas compartían la misma angustia. Ambas querían a Richard de vuelta.
Cara se adelantó, conduciéndolos por una red de pasillos de servicio hasta una escalera de hierro que ascendía en la oscuridad. Al llegar a lo alto, abrió de par en par la puerta. Les recibió una luz fría al salir a la plataforma de observación. Estar en el extremo de la muralla exterior, en el borde de la meseta, producía la impresión de hallarse en el borde del mundo.
Abajo a sus pies, extendido como una mácula negra casi hasta la lejana línea del horizonte, se desplegaba el ejército de la Orden Imperial.
—¿Ves lo que quiero decir? —dijo Nathan al tiempo que se colocaba junto a ella, señalando la lejana estructura.
Fue difícil de ver al principio, pero rápidamente empezó a tener sentido.
—Tienes razón —repuso ella—. Sí que parece una rampa. ¿Crees que realmente pueden construir una rampa que llegue hasta aquí arriba?
Nathan contempló el terreno, estudiándolo un momento.
—No lo sé, pero tengo que decir que si Jagang se está tomando la molestia de intentar algo así, sólo puede ser porque tiene motivos para creer que puede lograrlo.
—Si consiguen llegar aquí arriba con una rampa tan ancha —dijo Cara—, vamos a tener problemas.
—Más bien estaremos muertos —replicó Nathan.
Nicci estudió lo que hacían los hombres de la Orden, y la distancia hasta el emplazamiento de la obra.
—Nathan, tú eres un Rahl. Este lugar amplifica tu poder. Deberías poder enviar algo de fuego de mago ahí abajo y hacer pedazos esa cosa.
—Lo mismo pensé yo —dijo él—. Sospecho que tienen Hermanas ahí abajo con escudos para impedir que nadie aquí arriba haga justo eso. No he sondeados tales defensas, y no he probado nada aún. Quiero esperar hasta que hayan estado trabajando en ello un poco más de tiempo; para hacer que se sientan satisfechos de sí mismos. Entonces, cuando tengan un poco más construido, y estén más cerca, y cuando finalmente los ataque, tendré una mejor posibilidad de provocar auténtico daño. Si consigo destruirla ahora, no habrán perdido mucho. Es mejor esperar hasta que hayan invertido mucho más tiempo y trabajo en ella.
Nicci miró al alto profeta con el ceño fruncido.
—Nathan, eres un hombre muy retorcido.
Él le dedicó una sonrisa Rahl.
—Prefiero considerarme ingenioso.
Nicci regresó a la inspección del campamento situado más allá del emplazamiento de la estructura. Estaba lo bastante lejos para permitir que aquellos entre sus filas con el don tuvieran tiempo para reaccionar a un ataque. Nicci había pasado suficientes años con el ejército de Jagang para saber muchas cosas sobre el modo en que pensaban. Conocía las capas de defensas que los oficiales de Jagang y los que poseían el don colocarían alrededor del ejército. Y algunos de aquellos que poseían el don eran Hermanas de las Tinieblas.
—Mirad eso —dijo, señalando—. Parece que llega un convoy de suministros.
Nathan asintió.
—El invierno estará aquí dentro de poco. El ejército no da la impresión de que vaya a ir a ninguna parte, así que necesitarán gran cantidad de provisiones para mantener a todos esos hombres vivos durante el invierno.
Nicci consideró lo que podría hacerse, decidiendo finalmente que, desde donde estaban, era muy poco.
—Bueno, Richard envió al ejército al Viejo Mundo para que atacara sus convoyes de suministros, entre otras cosas. Esperemos que sean efectivos y puedan llevar a cabo la tarea. Si todos esos hombres mueren de inanición, nuestro problema quedaría resuelto. Entretanto, me dedicaré a pensar qué podríamos hacer para ayudarles a morir.
Dio la espalda a la deprimente visión del campamento y el convoy que llevaba a todos aquellos hombres lo que necesitaban para sitiar el palacio.
—Vamos —dijo a Nathan—. Necesito regresar, pero ¿por qué no me lo muestras antes de que me vaya?
Nathan los condujo abajo usando las áreas de servicio, que eran más pequeñas, en lugar de los amplios pasillos. Fue un descenso rápido por el interior de piedra del palacio, que los introdujo aún más en las oscuras regiones internas situadas debajo del palacio, que la mayoría de las personas jamás veían. Había elegantes pasillos de piedra, aunque sencillos, incluso en aquellos lugares ocultos. Sin decoraciones complicadas, estaban hechos con piedra pulida en algunos lugares, y con espléndidas maderas en otros. Eran los corredores privados que utilizaba el lord Rahl y su personal.
Nicci había acudido al Palacio del Pueblo a efectuar una visita al Jardín de la Vida. Después de eso, había ido a ver cómo le iba a Berdine con su búsqueda de información, y cómo se las apañaba Nathan. Ellos habían querido contarle detalles de sus dificultades. Ella en realidad no habría deseado dedicar tiempo a aquello, pero se había obligado a escuchar pacientemente.
Tras haber visto de nuevo el lugar donde habían estado las cajas del Destino, había estado demasiado aturdida para concentrarse realmente en lo que ellos le contaban. Esta vez vio el desierto Jardín de la Vida de un modo distinto, obteniendo una impresión del lugar donde Rahl el Oscuro había abierto las cajas, del lugar donde habían estado depositadas. Había estudiado la ubicación, la cantidad de luz, los ángulos con varias cartas astrales conocidas y la zona donde se habían invocado los hechizos.
Desde que había traducido El libro de la Vida, Nicci contemplaba el Jardín de la Vida de un modo distinto. Lo veía dentro del contexto de la magia de las cajas, y ello le había proporcionado una valiosa comprensión del último lugar donde se habían utilizado las cajas. Tal referencia práctica había dado respuesta a algunas preguntas que se había hecho, y confirmado algunas de las conclusiones a las que había llegado.
Por fin Nathan llegó a unas puertas dobles con guardias ante ellas. Hizo un ademán y los hombres abrieron las dobles puertas blancas. Al otro lado había una pared de piedra blanca que parecía como si se hubiese derretido parcialmente.
—¿Has estado ahí dentro? —preguntó al profeta.
—No —admitió él—. A mi edad intento mantenerme fuera de las tumbas todo lo que puedo.
Nicci se agachó para cruzar la baja entrada.
—Espera aquí —dijo a Cara, que había hecho intención de seguirla.
—¿Estás segura?
—Esto tiene que ver con magia.
Cara arrugó la nariz como si hubiera captado un tufillo a leche agria, y aguardó fuera, junto con el profeta.
Nicci envió una chispa de han a una antorcha situada a un lado. Tras todo el tiempo transcurrido todavía se encendió. Vio entonces que la enorme habitación abovedada estaba construida en granito rosa. El suelo era de mármol blanco. En las paredes que la rodeaban había docenas y docenas de jarrones de oro, cada uno colocado en la pared bajo una antorcha. Los contó distraídamente. Cincuenta y siete. Le pareció que era un número que tenía un significado. Probablemente los jarrones y las antorchas representaban la edad del hombre del ataúd situado en el centro de la habitación.
El lugar era perturbador, y no sólo porque fuera una cripta. Arrastró los dedos por los símbolos tallados en las paredes de granito, justo debajo de los jarrones. Las palabras que rodeaban toda la habitación y también el ataúd dorado estaban en d’haraniano culto. Las inscripciones eran las instrucciones de un padre a un hijo sobre el proceso de ir al inframundo y regresar. Todo un legado.
Tales hechizos contenían Magia de Resta. Eso era lo que provocaba que las paredes se derritieran. Contenerlos tapiando el lugar por completo con piedra especial había ralentizado muchísimo el proceso, pero no lo había detenido por completo.
—¿Bien? —preguntó Nathan, asomando la cabeza por el agujero derretido—. ¿Alguna idea?
Nicci salió fuera, restregándose las manos.
—No lo sé. No creo que haya ningún peligro inminente, pero esto tiene que ver con cosas siniestras, de modo que existe una posibilidad de que esté equivocada. Creo que lo mejor sería protegerlo con una invocación de treses.
Nathan asintió meditabundo.
—¿Quieres hacerlo? ¿Rociarlo con Magia de Resta?
—Sería mejor si lo hicieses tú. Tú eres un Rahl. Eso sería más efectivo. Incluso si utilizara Magia de Resta, esto de ahí dentro ya tiene ambas mezcladas, y lo creó un Rahl. Tal poder podría traspasar cualquier invocación que yo pudiera crear aquí dentro bajo las limitaciones del hechizo protector del palacio.
Él lo consideró sólo unos instantes.
—Me ocuparé de ello inmediatamente. —Nathan echó una mirada atrás a la cripta—. ¿Alguna idea de qué provoca que el hechizo se abra paso al exterior.
—Así, a primera vista, yo diría que lo activó el que se abriera una de las cajas del Destino en el Jardín de la Vida. Sospecho que se desencadenó una reacción simpática de alguna clase. No está aún lo bastante activo para que pueda decir el propósito del elemento de Resta, pero las palabras grabadas en el ataúd y las paredes indican que la composición constituyente de ahí dentro estaba pensada para ser utilizada como ayuda en la adquisición del poder de las cajas, de modo que actúan en respuesta armónica tras haber estado en las inmediaciones de ese poder.
Nathan asintió, pensativo.
—De acuerdo. Llevaré a cabo una invocación de treses y no lo perderé de vista.
—Tengo que regresar. Volveré a hacer una visita más adelante, sólo para ver si has tenido alguna noticia de Richard y ver cómo le va a la Orden ahí fuera.
—Di a Zedd que lo tengo todo bien controlado, y al enemigo rodeado.
Nicci sonrió.
—Se lo diré.
Mientras cruzaba los inmensos pasillos del palacio, con Cara a su lado, Nicci permanecía absorta en sus pensamientos. No estaba segura de qué hacer a continuación. Había graves problemas acosándolos desde todas direcciones, y muchos resultaban vagos y confusos. No había nadie con quien pudiera discutir realmente todas las cosas que le pasaban por la cabeza. Zedd era una ayuda en parte, mientras que le iba bien hablar con Cara en lo tocante a otras cosas.
Pero Richard era el único que sería capaz de captar los modos en que ella empezaba a comprender cuestiones fundamentales. Richard, de hecho, fue quien la inició en el concepto de magia creativa, y ella todavía recordaba claramente aquella conversación con él, una noche que estaban acampados. Fue uno de los muchos momentos decisivos pasados con Richard.
También había cosas que Richard necesitaba saber. Había incidentes que lo afectaban a él y a las cajas del Destino que eran preocupantes, por no decir otra cosa. En cierto modo, él había encendido una hoguera con elementos que no eran simplemente peligrosos sino que empezaban a borbotear y hervir, y era posible que pudieran combinarse en los modos más insidiosos si no se tomaban medidas.
Había profecías involucradas que, al no ser un profeta, no confiaba en ser capaz de comprender, y existían otras profecías que empezaba a pensar que comprendía demasiado bien y que no podía evitar tomar en consideración.
Ocupando un lugar primordial entre ésas se hallaba la profecía que decía: «En el año de las cigarras —que era el actual—, cuando el paladín del sacrificio y el padecimiento, bajo el estandarte tanto de la humanidad como de la Luz, finalmente divida su enjambre —lo que Jagang había hecho—, así será la señal de que la profecía ha sido despertada y que la batalla final y decisiva es inminente. Tened cuidado, pues todas las bifurcaciones auténticas y sus derivados están enmarañados en esta raíz adivinatoria. Únicamente un tronco se bifurca de este origen primordial conjunto». Éste era el momento, del éxito o el fracaso, del todo o nada, el momento crucial, que fijaría para siempre el rumbo del futuro. «Si fuer grissa ost drauka no lidera esta batalla final, el mundo, que está ya al borde de la oscuridad, caerá bajo esa terrible sombra.»
Aquella profecía, empezaba a darse cuenta, estaba vinculada a las cajas del Destino, pero no conseguía captar del todo cómo. De vez en cuando creía que estaba a punto de entenderlo, pero jamás conseguía abrirse paso del todo para llegar hasta ello. Había algo justo bajo la superficie de aquella profecía que sabía que era la clave.
Al mismo tiempo, sentía que los acontecimientos se sucedían en cascada, desenfrenadamente, y que tenía que hacer algo antes de que rodaran sin control. Con cada día que pasaba, sabía que las opciones se les continuarían cerrando. Las Hermanas de las Tinieblas, al haber puesto en funcionamiento las cajas, ya habían bloqueado su capacidad de utilizar el poder de éstas para el propósito al que iban dirigidas: contrarrestar la activación del hechizo Cadena de Fuego. Con ese hechizo contaminado por los repiques, estaban perdiendo rápidamente la capacidad de usar el don para corregir el daño.
No había forma de saber durante cuánto más tiempo tendría cualquiera de ellos el control suficiente del respectivo don que era necesario para ser de alguna utilidad en la superación de cualquiera de los obstáculos a los que se enfrentaban.
Al mismo tiempo, El libro de la vida había llegado a tener un sentido para ella que no habría imaginado nunca. También había estudiado varios libros muy abstrusos que Zedd había encontrado para ella sobre la teoría que regía las cajas. También ellos habían añadido profundidad a su comprensión, pero todo eso sólo parecía abrir otras áreas que llevaban a preguntas más importantes.
Sobresaltada, Nicci se detuvo y alzó los ojos.
—¿Qué ha sido eso?
—La campana para la oración —dijo Cara, mostrándose un poco perpleja ante la reacción de Nicci.
Nicci contempló cómo la gente empezaba a reunirse ante una plaza cercana con un estanque en el centro y una gran roca oscura algo descentrada.
—Tal vez deberíamos ir a la oración —dijo Cara—. A veces ayuda cuando estás preocupado, y me doy cuenta de que lo estás, y mucho.
Nicci miró a la mord-sith con el entrecejo fruncido, preguntándose cómo sabía que algo la preocupaba. Supuso que en realidad no era tan difícil darse cuenta.
—No tengo tiempo para ir a la oración —respondió Nicci—. Tengo que regresar y entender todo esto.
Cara no dio la impresión de pensar que fuera una buena idea. Extendió una mano en dirección a la plaza.
—Pensar en lord Rahl podría ayudar.
—Pensar en Nathan no va a servirme de nada. No me importa si todos piensan que Nathan es el lord Rahl. Richard es el lord Rahl.
Cara sonrió.
—Lo sé. Eso es lo que quiero decir. —Cogió a Nicci del brazo, tirando de ella en dirección al estanque—. Vamos.
Nicci se la quedó mirando mientras ésta la arrastraba, y luego dijo:
—Supongo que no podría hacer ningún daño pararse un ratito para pensar en Richard.
Cara asintió, pareciendo de algún modo muy sabia en aquel momento. La gente se apartó respetuosamente para dejar pasar a la mord-sith cuando ésta avanzó con paso firme hasta un punto situado cerca del estanque. Nicci vio que había peces deslizándose por las oscuras aguas. Antes de darse cuenta, estaba arrodillándose junto con Cara y colocando la frente sobre el suelo.
—«Amo Rahl, guíanos —empezó a salmodiar la multitud en una única voz—. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.»
Nicci añadió su voz a las demás, y juntas se alzaron para resonar a través de los pasillos. Las palabras «amo Rahl» y Richard parecían indistinguibles para ella. Eran la misma cosa.
Casi contra su voluntad, los turbulentos pensamientos de la hechicera se sosegaron mientras salmodiaba en voz queda las palabras junto con todos los demás.
—«Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.»
Se ensimismó en las palabras. La luz del sol era cálida sobre su espalda. El día siguiente era el primer día del invierno, pero dentro del palacio de lord Rahl el sol era cálido, de un modo muy parecido a arriba, en el Jardín de la Vida. Resultaba extraño que Rahl el Oscuro, y su padre, Panis, que fueron el lord Rahl antes, convirtieran aquel lugar en la sede del mal.
Comprendió, no obstante, que el lugar era sólo eso: un lugar. Era el hombre lo que importaba. El hombre creaba la diferencia determinante. El hombre fijaba el tono que los demás seguían, para bien o para mal. En cierto modo, la oración era la declaración formal de aquel concepto.
—«Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.»
Aquellas palabras resonaron en la mente de Nicci. Echaba tanto en falta a Richard. Aun cuando el corazón de éste perteneciera a otra persona, ella sencillamente lo echaba de menos, ver su sonrisa, hablarle. Si eso era todo lo que podría tener jamás, sería suficiente. Sólo su amistad, el valor que él daba a la vida de Nicci, y el que ella daba a la de él.
Simplemente Richard siendo feliz, estando vivo, siendo... Richard.
«Tuyas son nuestras vidas.»
Nicci se irguió bruscamente sobre las rodillas.
Lo comprendía.
Desconcertada, Cara alzó los ojos hacia ella, con el entrecejo fruncido, mientras todos los demás salmodiaban.
—¿Qué sucede?
«Tuyas son nuestras vidas.»
Sabía lo que tenía que hacer.
Nicci se levantó a toda prisa.
—Vamos. Tengo que regresar al Alcázar.
Mientras corrían juntas por los pasillos, Nicci pudo oír el sonido susurrado de voces alzándose juntas para resonar con reverencia por los enormes corredores.
—«Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.»
Nicci se sentía absorta en aquellas palabras que de repente tenían un significado para ella que no habían tenido nunca antes.
Comprendía cómo encajaba todo, por fin, y sabía lo que tenía que hacer.
Zedd se levantó de la silla colocada ante el escritorio de la pequeña habitación al ver a Nicci en el umbral. La luz de la lámpara suavizada el familiar rostro del mago.
—Nicci, has regresado. ¿Cómo están las cosas en el Palacio del Pueblo?
La hechicera apenas oyó la pregunta. Le costaba hablar.
Zedd se acercó más, con la inquietud instalándose en sus ojos color avellana.
—Nicci, qué sucede. Pareces un fantasma que hubiera venido a rondar por los pasillos.
Ella tuvo que obligarse a hablar.
—¿Confías en Richard?
La frente de Zedd se frunció.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—¿Le confiarías tu vida a Richard?
Zedd gesticuló con un brazo.
—Desde luego. ¿De qué va esto?
—¿Le confiarías la vida de todo el mundo a Richard?
Zedd la agarró con suavidad el brazo.
—Nicci, quiero a ese muchacho.
—Por favor, Zedd, ¿le confiarías la vida de todo el mundo a Richard?
La preocupación de los ojos del anciano se extendió por todo su rostro, pronunciando sus arrugas. Finalmente, asintió.
—Desde luego que sí. Si alguna vez hubo alguien a quien confiaría mi vida, o la vida de cualquiera, ése sería Richard. Después de todo, fui yo quién lo designé para que fuera el Buscador.
Nicci asintió y se giró.
—Gracias, Zedd.
El anciano se alzó un poco la túnica mientras apresuraba el paso tras ella.
—¿Necesitas ayuda, Nicci?
—No —respondió ella—. Gracias. Estoy perfectamente.
Zedd asintió por fin, aceptando su palabra, y regresó al libro que estaba estudiando.
Nicci recorrió los pasillos del Alcázar sin verlos. Se movía como si siguiera una refulgente línea invisible hasta su destino, del modo en que Richard decía que podía seguir las refulgentes líneas de una configuración de hechizo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Cara, apresurando el paso para seguirla.
—¿Confías en Richard? ¿Le confiarías tu vida?
—Desde luego —respondió la mord-sith sin un instante de vacilación.
Nicci asintió mientras seguía adelante.
Dejó atrás pasillos, intersecciones, habitaciones y escaleras sin verlos realmente. En una nebulosa de determinación, alcanzó por fin la zona reforzada del Alcázar y la imponente estancia donde la red de verificación casi había acabado con su vida. Habría muerto de no haber sido por Richard. Él insistió en hallar un modo de salvarla cuando nadie más creía que podía hacerse.
Ella le confiaría su vida a Richard, y su vida era muy valiosa para ella, gracias a él.
Al llegar ante las puertas dobles, Nicci se volvió hacia Cara.
—Necesito estar a solas.
—Pero...
—Lo que voy a hacer tiene que ver con la magia.
—¡Oh! —dijo Cara—. Muy bien, pues. Me limitaré a esperar aquí fuera, en el pasillo, por si necesitas algo.
—Gracias, Cara. Eres una buena amiga.
—Nunca he tenido auténticos amigos... amigos que de verdad valiera la pena tener... hasta que llegó lord Rahl.
Nicci sonrió un poco.
—Yo jamás tuve nada por lo que valiera la pena vivir hasta que llego Richard.
La hechicera cerró las puertas dobles. Tras ella, las ventanas de dos pisos centellearon con la luz de los relámpagos. Nicci no sabía si había estado alguna vez en aquella habitación cuando no había una tormenta.
Ahora el mundo entero estaba atrapado en una tormenta.
Cuando relampagueaba, la habitación se iluminaba con un resplandor cegador. Sin embargo, había una cosa en la estancia que no acusaba el contacto de ni siquiera una luz tan intensa. Aguardaba como la misma muerte.
Nicci depositó El libro de la vida abierto sobre la mesa delante de la caja del Destino, negra como la noche, que descansaba en el centro. Parecía como si cada vez que el relámpago intentaba llamear, aquella caja negra engullera la luz. Contemplarla era como mirar al interior de la eternidad.
Nicci invocó el primer hechizo, convocando oscuridad equiparable a la negrura imposible de la sombría caja que tenía ante ella. Se recordó que, al igual que el Palacio del Pueblo, era la persona quien la definía. Con un retumbo de poder inundando la habitación, la puerta quedó barrada. Nadie podría entrar. El campo de contención de las ventanas ya no importaba. Había conjurado algo más poderoso. La habitación estaba en silencio y en una oscuridad total. La visión de Nicci provenía de los poderes que había invocado.
Pronunció las palabras escritas en la página siguiente, invocando el hechizo que abría la senda a las fórmulas rectoras. Usó una esquirla de Magia de Resta para eliminar un pedacito de carne, fino como una cuchilla, de la yema del dedo, y usó la sangre que empezó a rezumar para empezar a dibujar los diagramas necesarios ante la caja del Destino. Mientras brotaba más sangre de la herida abierta, dibujó un campo de contención alrededor de la caja. Era algo parecido al campo de la habitación, pero mucho más intenso. Si no se contenía primero, un poder como el que liberaba la caja del Destino podía, involuntariamente, rasgar el velo, pero en cierto modo eso mataría sólo a la persona que intentaba lo que Nicci estaba haciendo.
Casi sin necesitar leer el libro que había estudiado durante lo que parecía la mitad de su vida, prosiguió con las ecuaciones que implicaban la época del año: el primer día del invierno.
Una vez terminado eso, dibujó con sangre los dos símbolos opuestos y la unión del vértice.
El proceso siguió adelante, una intensa fórmula tras otra, durante la siguiente hora, efectuando cálculos que hacían que la capa de magia resultante se incorporara al paso siguiente. Cada nodo del libro requería que se aplicara únicamente el nivel de poder apropiado. En cada lugar, Nicci lo dejaba fluir sin reservas.
No existía otro modo.
A medida que transcurría la noche, las líneas del hechizo crecieron alrededor de la caja; en algunos aspectos como la red de verificación de Cadena de Fuego, con líneas que brillaban verdes. Pero otras eran de un blanco puro, en tanto que otras más estaban construidas a partir de elementos de Magia de Resta y eran más negras que el color negro, dando toda la impresión de ser vacíos en el mundo, como rendijas del inframundo.
Cuando Nicci completó el último conjuro, oyó por fin el susurro de la magia misma de las cajas, que era la confirmación de que lo había hecho todo como correspondía. Empero no fue tanto una voz como una fuerza lo que formó el concepto en su cabeza.
El poder está disponible, susurró la voz a través de la oscuridad, con unas palabras que producían la sensación de hielo resquebrajándose.
—Invoco este momento, este lugar, este mundo a girar, con esta activación de las cajas del Destino.
Nombra al jugador.
Nicci colocó las manos sobre la caja de un negro opaco que tenía delante.
—El jugador es Richard Rahl —dijo—. Haz caso de su voluntad. Cumple sus órdenes si demuestra ser digno, mátale si no lo es, destrúyenos a todos si él nos falla.
Esta hecho. A partir de este momento el poder de las cajas lo ha puesto en juego Richard Rahl.
La profecía decía: «Si fuer grissa ost drauka no lidera esta batalla final, el mundo, que está ya al borde de la oscuridad, caerá bajo esa terrible sombra».
Nicci había llegado a comprender que para que Richard venciera, tenía que ser quien les liderara en aquella batalla final. El único modo de liderarlos era que él tuviera en funcionamiento las cajas. De ese modo, cumpliría de verdad la profecía: fuer grissa ost drauka: el portador de muerte.
La profecía indicaba que ellos tenían que seguir a Richard, pero era más que una profecía. La profecía sólo expresaba el protocolo de lo que Nicci sabía, que Richard encarnaba los valores que fomentaban la vida.
Ellos no estaban siguiendo realmente la profecía; la profecía seguía a Richard.
Era el seguimiento definitivo de Richard, seguirle en lo que hiciera con las cajas del Destino, en lo que hiciera con la vida y la muerte mismas. Era la prueba definitiva de quién era él, de quién sería, de en quién se convertiría.
El mismo Richard había designado los términos del combate cuando habló a las tropas d’haranianas, diciéndoles cómo se libraría la guerra a partir de aquel momento: todo o nada.
Esto no podía ser diferente.
Ahora verdaderamente era todo o nada.
Ulicia y sus Hermanas de las Tinieblas habían abierto la puerta de acceso al poder de las cajas. La contienda estaba ahora verdaderamente equilibrada. Si Nicci tenía razón respecto a Richard, y sabía que la tenía, entonces dos fuerzas tomaban parte ahora sin ambages en la contienda que lo decidiría todo.
Si fuer grissa ost drauka no lidera esta batalla final, el mundo, que está ya al borde de la oscuridad, caerá bajo esa terrible sombra.
Tenían que confiar en Richard en aquella lucha, y por esa razón Nicci había puesto en acción las cajas del Destino en el nombre de Richard. Las Hermanas de las Tinieblas ya no eran los árbitros exclusivos del poder de las cajas. Nicci acababa de poner en juego a Richard, concediéndole la capacidad de ganar aquella lucha.
Sin lo que ella acababa de hacer, él no podría ganar, y mucho menos sobrevivir.
Nicci parecía flotar en un mundo aparte. Cuando por fin abrió los ojos, la tormenta había finalizado.
Los primeros rayos de luz empezaban a rozar las ventanas.
Era el amanecer, del primer día del invierno.
Richard tenía un año para abrir la caja correcta.
La vida de todos estaba ahora en sus manos.
Nicci tenía tal fe en Richard que le confiaría su propia vida, y ahora acababa de confiarle la vida de todo el mundo.
Si no podía confiar en Richard, entonces la vida no valía la pena.