1
Jennsen y Sebastián cabalgaron al norte y al oeste, a través de las llanuras Azrith, no lejos del lugar por donde esa misma mañana había pasado ella en el carro de Tom, de regreso de la ciénaga que rodeaba la casa de Althea. Esa visita, que había hecho el día anterior, junto con el traicionero viaje por la ciénaga, le parecía ahora algo remoto. Había pasado la mayor parte del día ascendiendo hasta el palacio, convenciendo a soldados y funcionarios para que la dejaran pasar, liberando a Sebastián, embaucando a la mord-sith, Nyda, para que los ayudara y descendiendo y abandonando la meseta con el mago Rahl pisándoles los talones. Puesto que gran parte del día ya había transcurrido, no pudieron recorrer una gran distancia antes de que cayera la noche y tuvieron que acampar en medio de la llanura.
—Con esos asesinos a tan poca distancia, no debemos arriesgarnos a encender un fuego —dijo Sebastián al verla tiritar—. Podrían descubrirnos a kilómetros de distancia, y la luz de una hoguera nos cegaría ante cualquiera que se acercara a hurtadillas.
En lo alto, el cielo sin luna era un inmenso manto reluciente de estrellas. Jennsen pensó en lo que Althea había dicho, sobre que un ave podía verse en una noche sin luna observando las estrellas que ocultaba al pasar. Dijo que era así como podía ver a alguien que era un agujero en el mundo. Jennsen no vio ninguna ave, sólo a tres coyotes a lo lejos, marchando al troce por su territorio. En aquel llano y vacío terreno, eran muy fáciles de distinguir a la luz de las estrellas mientras iban a la cara de pequeños animales nocturnos.
Con los dedos entumecidos, la muchacha desato su saco de dormir de la parte posterior de la silla de montar y lo arrojó al suelo.
—¿Y de dónde sugerirías que sacásemos la leña para encender el fuego, de todos modos?
Sebastián se dio la vuelta y la miro fijamente. Una sonrisa asomo a su rostro.
—Ni se me ocurrió eso. Imagino que no podríamos tener una fogata ni aunque quisiéramos una.
Jennsen inspecciono la llanura vacía mientras retiraba la silla de montar del lomo de Robín y la depositaba en el suelo, cerca de Sebastián. Incluso a la leve y fría luz de las estrellas podía distinguir cosas con claridad.
—Si alguien se acercara, los veríamos venir. ¿Crees que uno de nosotros debería montar guardia durante la noche?
—No. Sin una hoguera y sin movernos, jamás nos encontrarían aquí, en este enorme espacio oscuro. Creo que sería mejor que durmiéramos un poco para que podamos ir más de prisa mañana.
Con los caballos instalados para pasar la noche, la joven uso su silla como asiento. Mientras desplegaba el saco de dormir, Jennsen encontró dos envoltorios de tela blanca dentro. Ella sabía que no había metido tales cosas en su saco de dormir. Deshizo el nudo de uno de los paquetes y descubrió un pastel de carne dentro. Vio entonces, que Sebastián efectuaba el mismo descubrimiento.
—Parece que el Creador provee por nosotros — dijo él.
Jennsen sonrió mientras contemplaba fijamente el pastel de carne.
—Tom los dejo.
Sebastián no pregunto cómo lo sabía.
—El creador ha proveído por nosotros a través de Tom. El hermano Narev dice que, incluso cuando pensamos que alguien ha proveído por nosotros, es en realidad el Creador que trabaja a través de esas personas. En el Viejo Mundo creemos que cuando damos a un necesitado, en realidad hacemos las buenas obras del Creador. Por eso el bienestar de los demás es nuestro sagrado deber.
Jennsen no dijo nada, temiendo que si lo hacía, él podría creer que criticaba al hermano Narev, o incluso al Creador. No podía cuestionar la palabra de un gran hombre como el hermano Narev. Ella no había hecho nunca ninguna buena obra como había hecho el hermano Narev. Ella ni siquiera le había dejado a nadie pasteles de carne, o hecho cualquier otra cosa útil. Le parecía que solo acarreaba problemas y sufrimientos a las personas: su madre. Lathea, Althea, Friedrich, y quien sabia a cuántos más. Si alguna fuerza actuaba a través de ella, ciertamente que no era la del Creador.
Sebastián, quizá viendo algo de sus pensamientos en su expresión, dijo en voz queda:
—Por eso te ayudo; creo que es lo que el Creador querría que hiciese. Por eso sé que el hermano Narev y el emperador Jagang aprobarían que se esté ayudando. Es justo por lo que combatimos; para hacer que la gente se preocupe por los demás compartiendo cargas.
Ella sonrió, no sólo para mostrar su reconocimiento, sino ante la expresión de unas intenciones tan nobles. Nobles intenciones, no obstante, que, por motivos que ni siquiera comprendía del todo, le produjeron el mismo efecto que una cuchillada en la espalda.
Alzó los ojos del pastel de carne que tenía sobre el regazo.
—Así pues, por eso me ayudas, entonces. —La sonrisa era forzada—. Porque es tu deber.
Sebastián puso casi la misma cara que si lo hubiesen abofeteado.
—No —Se acercó más, doblando una rodilla en tierra—. No. En... en el principio, desde luego, pero... no es sólo deber.
—Haces que suene como si yo fuera una leprosa a la que crees que debes...
—No..., no es eso en absoluto. —Mientras buscaba las palabras, aquella radiante sonrisa suya apareció en su rostro, aquella sonrisa que hacía que a ella le doliera el corazón—. Nunca he conocido a nadie como tú, Jennsen. Juro que nunca he puesto los ojos en una mujer tan bella como tú, o tan lista. Haces que me siente como si fuera., como si fuera un don nadie. Pero luego, cuando me sonríes, siento como si fuese alguien importante. Jamás he conocido a nadie que me hiciera sentir así. Al principio era deber, pero ahora, juro...
Jennsen se quedó como anonadada al oírle decir tales cosas, al oír la tierna sinceridad, la intensa suplica, en su voz.
—No lo sabía.
—Jamás debí besarte. Sé que estuvo mal. Soy un soldado en el ejército que lucha contra la opresión. Mi vida está dedicada a la causa de ayudar a mi gente... a toda la gente. No tengo nada que ofrecer a una mujer como tú.
Ella no podía imaginar por qué tendría él que pensar que debía ofrecerle algo. Le había salvado la vida.
—Entonces, ¿por qué me besaste?
Él la miró fijamente a los ojos, dundo la impresión de que tenía que extraer las palabras desde alguna enorme y dolorosa profundidad.
—No pude evitarlo. Lo siento. Intenté no hacerlo. Sabía que estaba mal, pero nos encontrábamos tan cerca uno del otro... y yo miraba tus hermosos ojos, y tus brazos me rodeaban, y yo te abrazaba... Jamás había deseado nada tanto en toda mi vida... Sencillamente no pude evitarlo. Tenía que hacerlo. Lo siento.
Jennsen desvió la mirada y bajo los ojos hacia el pastel de carne. Sebastián se colocó su habitual mascara de compostura y volvió a sentarse en su silla de montar.
—No lo sientas —susurro ella sin alzar los ojos—. Me gusto el beso.
Él se sentó hacia adelante, a la expectativa.
—¿De veras?
Jennsen asintió.
—Me alegro de oír que no se hizo por un sentido del deber.
Aquello hizo sonreír al joven y mitigó la tensión.
—Ningún deber resulto jamás tan agradable —dijo él.
Se echaron a reír. Ella ya ni recordaba la última vez que se rio. Reír le hizo sentirse bien.
Mientras devoraba uno de los pasteles de carne, disfrutando de las ricas especias y los sabrosos pedazos de carne, Jennsen volvió a sentirse bien. Esperó no haber sido demasiado dura con Tom por haberse olvidado de Betty. Había permitido que sus frustraciones, miedo y enfado recayeran sobre él, y él era una buena persona, que la habla ayudado cuando más lo necesitaba.
Sus pensamientos se entretuvieron en Tom, en lo a gusto que se había sentido cuando estaba en su compañía. La hizo sentirse importante, segura de sí misma, mientras que Sebastián a menudo la hacía sentirse humilde. Tom tenía una sonrisa hermosa: hermosa en un modo distinto a la de Sebastián. Tom tenía una sonrisa cordial. Sebastián tenía una sonrisa inescrutable. La sonrisa de Tom la hacía sentirse segura y fuerte. La sonrisa de Sebastián la hacía sentirse indefensa y débil.
Después de devorar hasta la última miga del pastel de carne. Jennsen se envolvió en mantas, dejándose la capa puesta debajo. Tiritando aún, recordó el modo en que Betty los había mantenido calientes por la noche. En medio del silencio, su sensación de melancolía regresó para perseguirla, negándose a permitirle dormir, no obstante el agotamiento derivado de todo por lo que había pasado durante los últimos dos días.
La deprimía pensar en el desolador panorama de lo que el futuro podría depararle. Sólo podía prever una cacería interminable hasta que los hombres de lord Rahl finalmente la atraparan. Se sentía vacía sin su madre, sin Betty. Comprendió que no tenía ni idea de adónde iría ahora, aparte de que tenía que seguir huyendo. Había contado con la ayuda de Althea, pero incluso eso se había revelado un sueño vano. En algún lejano rincón de su mente. Jennsen había mantenido una chispa de esperanza irracional de que ir a su hogar de la infancia, en el Palacio del Pueblo, podría deparar alguna solución favorable.
Tirito no solo de frio, sino ante el sombrío panorama que el futuro le reservaba.
Sebastián acercó lentamente la espalda a la de ella, protegiéndola del viento. La idea de que aquello fuero algo más que un deber paro él era un consuelo. Pensó en la sensación que producía tener el cuerpo del joven apretado contra toda la longitud del suyo. Pensó en la embriagadora sensación de su boca sobre la de ella.
Las palabras del joven que tanto la habían sorprendido: «Nunca he puesto los ojos en una mujer tan bella como tú», todavía resonaban en su cabeza. No estaba segura de creerlo. Quizá temía creerlo.
El día que lo conoció él había efectuado varios comentarios elogiosos, el primero sobre que la gente podría decir que el soldado muerto había visto a una joven paseándose ufana y que por ello había tropezado y se había matado en la caída, y luego la «regla de Sebastián», como él la llamó, al entregarle el ornamentado cuchillo del soldado, diciendo que la belleza pertenecía a la belleza. Ella jamás había confiado en palabras pronunciadas tan a la ligera.
Volvió a pensar en la sinceridad en los ojos de Sebastián, en esa ocasión, y en lo sorprendentemente cohibido y torpe que se lo veía. La doblez a menudo surgía con soltura, pero las cuestiones del corazón eran más difíciles de expresar porque había mucho en juego.
Le sorprendió oírle decir que su sonrisa le hacía sentirse importante. No había sospechado que él pudiera sentir la misma clase de emociona que ella. No había sospechado lo bien que podía hacerla sentir que un hombre como Sebastián, un hombre de mundo, un hombre importante, pensara que ella era hermosa. Jennsen siempre se sentía desgarbada y poco agraciada al compararse con su madre, y le gustó saber que alguien la consideraba bella.
Se preguntó cómo sería si él se diera la vuelta, justo allí, y volviera a abrazarla, volviera a besarla, en esta ocasión sin nadie alrededor. Notó que el corazón le palpitaba violentamente con sólo pensarlo.
—Siento lo de tu cabra —musitó él en el silencio de la noche, todavía de espaldas a ella.
—Lo sé.
—Peto con el mago Rahl tras nosotros y todavía tan cerca, la cabra no habría hecho más que retrasarnos.
No obstante lo mucho que amaba a Betty, Jennsen sabía que tenía que anteponer otras cosas. Con todo, daría casi cualquier cosa por oír aquel peculiar balido del animal, o por ver su erguida colita agitándose enloquecida mientras todo el cuerpo temblaba de emoción ante el saludo de Jennsen. La muchacha percibió los bultos de las zanahorias bajo su cabeza, dentro de la mochila que usaba como almohada.
Sabía que no podían quedarse y buscar a Betty, pero eso no hacía que fuese más fácil saber que la abandonaba para siempre. Le partía el corazón.
Jennsen volvió la cabeza.
—¿Te hicieron daño? Me preocupaba tanto que te hicieran daño.
—Esa mord-sith lo habría hecho. Llegaste justo a tiempo.
—¿Qué sentiste cuando te tocó con el agiel?
Sebastián lo meditó un momento.
—Como si me alcanzara un rayo, supongo.
Jennsen volvió a posar la cabeza sobre la mochila. Se preguntó por qué ella no había sentido el poder del arma de la mord-sith. Él tenía que estarse preguntando lo mismo, pero si así era, no hacía preguntas. De todos modos, ella no habría tenido una respuesta. Nyda se había mostrado atónita, también, y dijo que su agiel funcionaba con codo el mundo.
Nyda se equivocaba.
Por algún motivo, Jennsen encontró eso extrañamente preocupante.
2
Entumecida y dolorida por la fría noche pasada sobre el suelo. Jennsen despertó justo cuando el cielo empezaba a adquirir un tenue resplandor rosado. Al oeste, el cielo todavía mostraba un despliegue de estrellas. No había dormido mucho, y deseó poder dormir más, pero no podían entretenerse. Podría resultar fatal verse atrapados en campo abierto como estaban, donde se los podía distinguir a kilómetros de distancia.
Mientras estiraba los brazos, la primera cosa en la que Jennsen posó la mirada fue en la oscura forma de la meseta recortada en el tenue tono rosáceo del cielo oriental. Mientras observaba, el Palacio del Pueblo, situado encima, asumió un resplandor alrededor de los bordes cuando los primeros rayos dorados del sol de la mañana, todavía debajo del horizonte, le alcanzaron por detrás. Estando allí de pie, contemplando el palacio, Jennsen sintió una rara nostalgia. Aquélla era su tierra natal. Deseaba tanto sentir de algún modo cuál era su lugar en el mundo. Pero su tierra natal sólo albergaba terror y muerte para ella.
Temiendo que estaban aún muy cerca del palacio y del mago Rahl, recogieron a toda prisa sus pertenencias y ensillaron los caballos. Subirse a una silla de montar helada fue una experiencia deprimente. Jennsen extendió una manta sobre su regazo para que el calor de Robín ayudara a mantenerla caliente. Palmeó y acarició el cuello del animal, tanto en señal de afecto como para calentarse los dedos. El calor corporal de Robín impediría que el segundo pastel de carne, envuelto en su saco de dormir atado a la parte posterior de la silla, se congelara.
Cabalgaron aprisa, andando en ocasiones para dar un descanso a los caballos, pero el esfuerzo se vio recompensado, cuando, más entrado el día, el terreno empezó a mostrar señales de que estaban llegando a los bordes de las llanuras Azrith. Su objetivo era escapar al interior de la barrera de montañas que bordeaban el horizonte occidental. La nítida visión de que disponían de las llanuras a su espalda no reveló perseguidores, de momento, al menos.
Ya mediada la tarde llegaron a una zona de colinas bajas, barrancos, vegetación rala y árboles achaparrados. Era como si el ininterrumpido suelo duro de las llanuras Azrith no fuera capaz de seguir manteniéndose horizontal y por puro aburrimiento tuviera finalmente que ondularse y alzarse en un terreno con rasgos distintivos.
Los hambrientos caballos asestaban mordiscos a los matorrales y espesos montones de pasto seco que hallaban en su camino, y Jennsen no tuvo valor para impedirles comer un poco. También ella estaba hambrienta. El pastel de carne les había proporcionado un buen desayuno pero hacía mucho que se había acabado.
Antes de oscurecer, alcanzaron unas estribaciones que ascendían hasta un terreno más abrupto, donde acamparon al abrigo de un afloramiento rocoso. En la base de un segmento de roca Jennsen encontró un lugar que lo proporcionaría un refugio del viento y, para los caballos, hierba suficiente para pastar. En cuanto estuvieron desensillados, los caballos empezaron a alimentarse ansiosamente de las matas de duros tallos.
Jennsen sacó parte del equipo y provisiones mientras Sebastián buscaba por los alrededores. Regresó con restos de algunos de los pequeños y achaparrados árboles, muertos hacia mucho y tan secos que tenían un color gris plateado. Utilizó el hacha de guerra para cortar la seca leña y encender una pequeña hoguera muy cerca del segmento rocoso, donde no se vería con facilidad. Mientras ella aguardaba a que el fuego adquiriera fuerza, él le colocó con cuidado una manta sobre los hombros. Sentada ante el fuego, con Sebastián pegado a ella. Jennsen colocó tocino en palitos y colocó éstos atravesados sobre piedras para que el cerdo se cocinara en la fogata.
—¿Resultó difícil llegar a la casa de Althea? —le preguntó él por fin.
La muchacha comprendió que al estar absorta en todo lo que había pasado, no le había contado apenas nada sobre lo ocurrido mientras él estaba prisionero.
—Tuve que cruzar una ciénaga, pero lo conseguí.
En realidad no deseaba quejarse de esas dificultades, de los miedos, del combate con la serpiente o de haber estado a punto de ahogarse. Aquello pertenecía al pasado. Había sobrevivido. Durante todo aquel tiempo Sebastián había estado en una prisión, sabiendo que podían matarlo en cualquier momento, o torturarlo. Althea estaba prisionera para siempre en la ciénaga. Otros se hallaban en una situación peor que ella.
—La ciénaga parece algo estupendo. Tenía que ser mejor que este espantoso frio. No he visto nada parecido en toda mi vida —dijo él.
—¿Quieres decir que no hace frio allí de donde tu vienes? ¿En el Viejo Mundo?
—No. Los inviernos tienen rachas frías, nada como esto, desde luego, y en ocasiones son lluviosos, también, pero nunca tenemos esta horrible nieve y no se parece en nada a este frío deprimente del Nuevo Mundo. No sé cómo alguien quiere vivir aquí.
La muchacha se sobresaltó ante la idea de un invierno sin nieve y frío. Le costaba imaginarlo.
—¿En qué otro lugar podríamos vivir? No tenemos elección.
—Supongo —respondió él con un suspiro.
—El invierno se está acabando. La primavera llegará antes de que te des cuenta. Ya lo verás.
—Eso espero. Incluso preferiría estar en ese lugar que mencionaste antes, la Caldera del Custodio, que en este erial congelado.
Jennsen frunció el entrecejo.
—¿El lugar que mencioné? Jamás he mencionado ningún lugar llamado la Caldera del Custodio.
—Claro que lo hiciste. —Sebastián usó su espada para juntar los troncos, de modo que las llamas crecieran; se alzó un remolino de chispas en la oscuridad—. Allá en el palacio. Justo antes de que nos besáramos.
Jennsen extendió las manos, calentándote loa dedos ante el delicioso.
—No lo recuerdo.
—Dijiste que Althea había estado allí.
—¿Dónde?
—En los Pilares de la Creación.
Jennsen volvió a introducir las manos bajo la capa y desvió la mirada hacia él.
—No, nunca dije eso. Ella hablaba de otra cosa: no de ningún sitio en el que hubiese estado.
—Entonces, ¿de qué estaba hablando?
Jennsen desestimó la pregunta con un impaciente movimiento de la mano.
—Fue simple conversación ociosa. No es importante. —Se apartó un rizo de cabello rojo del rostro—. ¿Los Pilares de la Creación son un lugar?
Él asintió mientras amontonaba los carbones candentes con la espada.
—Como he dicho, la Caldera del Custodio.
Contrariada, la muchacha cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué significa eso?
El alzo los ojos, desconcertado por su tono de voz.
—Ya sabes, calor. Como, cuando alguien dice: «Hace tanto calor hoy tomo en la Caldera del Custodio». Por eso la gente se refiere de vez en cuando al lugar como la Caldera del Custodio, pero tu nombre es los Pilares de la Creación.
—¿Y has estado allí?
—¿Estás de broma? Ni siquiera conozco a nadie que haya ido allí. La gente le tiene miedo a ese lugar. Algunos creen que realmente es territorio del Custodio, y que sólo la muerte existe allí.
—¿Dónde está?
Él señaló al sur con la espada.
—En un lugar desolado allá en el Viejo Mundo. Ya sabes lo que sucede... la gente a menudo se muestra superstición sobre lugares remotos.
Jennsen volvió a clavar la mirada en las llamas, intentando conciliar todo aquello en su mente. Había algo en aquello que no estaba bien del todo. Algo que la alarmaba.
—¿Por qué se llama así? ¿Los Pilares de la Creación?
Sebastián se encogió de hombros, frunciendo otra vez el entrecejo ante el tono de voz de la joven.
—Como dije, es un lugar desierto, caluroso como la Caldera del Custodio, de modo que por eso algunas personas lo llaman así, por el calor del lugar. En cuanto al nombre real..., se dice que el lugar está...
—¿Si nadie va allí, entonces cómo sabe nadie todo eso?
—A lo largo del tiempo ha habido algunas personas que han ido allí, o más bien, pasado cerca, y que han hablado a otras sobre el lugar. Corre la voz, se acumula información. Está en un lugar algo parecido a las llanuras de aquí...
—¿Las llanuras Azrith?
—Sí, desierto como las llanuras Azrith, pero mucho más grande. Y siempre hace calor allí. Un calor seco y mortal. Unas pocas rutas comerciales cruzan la árida periferia. Sin la ropa adecuada para protegerte del achicharrante sol y los abrasadores vientos, te cocerías viva en un momento. Sin agua suficiente no durarías mucho tiempo.
—¿Y a ese lugar lo llaman los Pilares de la Creación?
—No, ése es simplemente el terreno que hay que cruzar primero. Cerca del centro de ese extenso territorio vacío, se dice que existe un lugar bajo, un amplio valle, que es aún más caluroso: mortalmente caluroso, ardiente como la Caldera del Custodio. Eso es los Pilares de la Creación.
—Pero ¿por qué lo llaman los Pilares de la Creación?
Sebastián amontonó arena con la bota para contener los carbones al rojo vivo.
—Se dice que al fondo de los precipicios, en el fondo de las escarpadas paredes y laderas de roca que lo rodean, en el fondo de ese inmenso valle, hay unas altísimas columnas de roca. Debido a esas imponentes formaciones recibe su nombre el lugar.
Jennsen hizo girar los palitos que sostenían el tocino.
—Eso tendría sentido. Pilares de roca.
—He visto torres parecidas, en otros lugares, donde las rocas están amontonadas como columnas desordenadas de monedas sobre una mesa Se dice que éstas son más extraordinarias que cualesquiera otras, como si el mundo mismo se estirara hacia el cielo en homenaje al Creador, de modo que algunos lo consideran un lugar sagrado. Pero es un lugar de un calor mortal, también, así que, si bien algunos lo consideran como la Fragua del Creador, también se le asocia con el Custodio; de modo que los hay que lo llaman la Caldero del Custodio. Además del calor, todo el mundo tiene motivos más que suficientes para temer ir allí. Para todo el mundo sigue siendo un lugar de peligro sobrenatural que es mejor dejar tranquila ¿Creación y destrucción... vida y muerte... juntos?
La luz de las llamas danzó en los ojos de Sebastián cuando giró la cabeza para mirarla.
—Eso es lo que dice la gente.
—¿Quieres decir que algunos piensan que es un lugar donde la muerte misma intenta consumir el mundo?
—La muerte siempre acecha a los vivos. El hermano Narev predica que la propia maldad del hombre es lo que trae a la sombra del Custodio para ensombrecer el mundo. Si cedemos a las conductas malvadas, eso da poder al mal en el mundo de la vida, entonces el Custodio será capaz de derribar los mismos Pilares de la Creación, y el mundo conocerá su fin.
Estas palabras dejaron a Jennsen helada hasta la médula, como si la mano misma de la muerte la hubiese tocado. Sería muy propio de una hechicera llevar a cabo ladinas artimañas con las palabras. La madre de Jennsen habla advertido a ésta que las hechiceras jamás decían lo que sabían, sino que a menudo dejaban sin decir cosas importantes.
¿Cuál había sido la auténtica intención de Althea al llamar de un modo un casual a Jennsen uno de «los Pilares de la Creación»? Aunque Jennsen no lo comprendió, ahora parecía más que claro que Althea podría haber tenido algún motivo oculto para plantar la semilla de aquel nombre en la mente de Jennsen.
—Así pues, ¿qué sucedió con Althea? ¿Por qué no pudo ayudarte?
La voy del joven la sacó, con un sobresalto, de sus pensamientos. Giró los palitos con el tocino, adviniendo que aún necesitaba cocinarse más, mientras consideraba cómo responder a la pregunta con sencillez.
—Me contó que intentó ayudarme, en una ocasión, cuando yo era pequeña. Rahl el Oscuro lo descubrió y la convirtió en una inválida por ello. También alteró su don, de modo que ya no puede usar su propia magia. Ahora, no podría lanzarme un hechizo ni aunque quisiera.
—A lo mejor, sin ni siquiera saberlo, Rahl el Oscuro llevaba a cabo la obra del Creador.
Jennsen frunció el entrecejo, perpleja.
—¿Qué quieres decir?
—La Orden Imperial quiere eliminar la magia del mundo. El hermano Narev dice que es la obra del Creador lo que hacemos, porque la magia es malvada.
—Y ¿qué piensas tú? ¿Realmente crees que el don del Creador podría ser malo?
—¿Cómo se usa la magia? —Sus ojos entornados se clavaron en ella, con la cólera muy evidente en su mirada—. ¿Se usa para ayudar a la gente? ¿Ayudar a los hijos del Creador en esta vida? No. Se usa por motivos egoístas. Sólo tienes que mirar a la Casa de Rahl. Han usado el don, durante miles de años, para gobernar D'Hara. ¿Y cuál ha sido ese gobierno? ¿Ha servido para ayudar o beneficiar a la gente? ¿O ha sido uno de tortura y muerte?
Lo último no había sido una pregunta, sino una declaración, y una que Jennsen no podía discutir.
—Tal vez —añadió Sebastián—, el Creador actuaba a través de Rahl el Oscuro para eliminar la mácula de la magia en Althea; para liberarla misericordiosamente de ella.
Jennsen apoyó la barbilla en las rodillas mientras contemplaba cómo chisporroteaba la carne. Althea dijo que sólo le habían dejado el don de la profecía, quejándose de que era una tortura para ella.
A Jennsen su madre le había enseñado a dibujar una Gracia y le había contado que el don lo concedía el Creador. En las manos adecuadas, una Gracia era mágica; pero, a pesar de que Jennsen carecía de magia, aquel símbolo mágico la había protegido en varias ocasiones. Si bien ella sabía que la gente podía hacer el mal, a Jennsen no le gustaba la idea de pensar que el don era malvado. A pesar de que ella no podía hacer magia, sabía que ésta podía ser algo maravilloso.
Con suavidad, intentó buscar un enfoque diferente.
—Dijiste que el emperador Jagang tiene hechiceras con él, las Hermanas de la Luz, que podrían ser capaces de ayudarme. Ellas usan magia. Si la magia es malvada...
—Usan magia para favorecer nuestra causa, de modo que la magia pueda ser eliminada un día del mundo.
—¿Cómo puede tener sentido eso? Si realmente creéis que la magia es malvada, entonces ¿cómo podéis pensar en aliaros con lo que decís que es malvado?
Sebastián comprobó el tocino cuando ella alzó uno de los palitos hacia él, luego extrajo un pedazo con la punta de su cuchillo. Alzo el arma y la agitó para que la muchacha la viera.
—La gente mata a otras personas con cuchillos y espadas Si quisiéramos eliminar cuchillos y espadas para poner fin a las matanzas, no es muy probable que pudiésemos hacerlo sólo con palabras. Tendríamos que quitarle a la gente los cuchillos y las espadas por la fuerza para poder detener la locura de la violencia, por el bien de todos. La gente se aferra al mal. Tendríamos que usar cuchillos y espadas en esa lucha para liberar al mundo de esas cosas diabólicas. Entonces el mundo estaría en paz. Sin los medios para asesinar, las pasiones de la gente se enfriarían y el Custodio huiría de sus corazones.
Jennsen cortó un pedazo de chisporroteante carne y sopló sobre ella para enfriarla un poco.
—¿Y entonces usáis la magia de ese modo?
—Así es. —Sebastián masticó, emitiendo un gemido de aprobación antes de tragar y seguir hablando—. Queremos eliminar la maldad de la magia, pero para hacerlo debemos usar magia en la lucha, o de lo contrario el mal vencería.
Jennsen tomó un jugoso bocado de tocino, y gimió al saborearlo. Era maravilloso tener algo caliente que comer.
—¿Y también creen el hermano Narev y el emperador Jagang que cuchillos y espadas son malvados?
—Desde luego, porque su único propósito es mutilar y matar; naturalmente no nos referimos a herramientas como los cuchillos de pan, pero las armas, por supuesto que son cosas malvadas. Con el tiempo, la gente se verá libre de su azote, no obstante, y entonces la plaga del asesinato y la muerte será cosa del pasado.
—¿Estás diciendo que ni siquiera los soldados tendrán armas?
—No, los soldados siempre tendrán que estar armados para poder defender a las gentes libres y pacíficas.
—Pero ¿entonces cómo podrá protegerse la gente?
—¿De qué? Únicamente los soldados llevarán armas mortíferas.
Jennsen ladeó la cabeza hacia él en gesto admonitorio.
—De no ser por el cuchillo que llevo, los soldados me habrían matado junto con mi madre.
—Soldados malvados. Nuestros soldados luchan sólo por el bien, para la defensa y seguridad de la gente, no para esclavizarla. Cuando derrotemos a los ejércitos de D'Hara, entonces habrá paz.
—Pero incluso entonces...
Él se inclinó hada ella.
—¿No lo ves? Finalmente, con la magia eliminada, las armas ya no serán necesarias. Son las pasiones corruptas de la gente las que se convierten en letales porque ésta tiene acceso a armas que provocaron delitos y asesinatos.
—Los soldados tienen pasiones.
Él desechó la idea con un ademán.
—No, si se los adiestra adecuadamente y están bajo la supervisión de buenos oficiales.
Jennsen desvió la mirada hacia la centelleante cúpula estrellada. El mundo que él imaginaba ciertamente sonaba atractivo. Pero si lo que él afirmaba era cierto, entonces la magia, del modo en que ellos la usaban, estaba siendo utilizada para un buen fin, así que eso significaría que ésta no podía ser ni buena ni mala, sino que, de modo muy pareado a su cuchillo, era la intención de la persona que blandía la magia la que realmente llevaba en sí la condición moral, no la magia misma. Antes que decir eso, la muchacha hizo otra pregunta.
—¿Cómo sería un mundo sin magia?
Sebastián sonrió con anhelo.
—Todo el mundo sería igual Nadie poseería una ventaja injusta. —Clavó el cuchillo en otro pedazo de carne y lo arrancó del palo con la punta del arma—. Todo el mundo trabajaría unido, entonces, porque todos seriamos iguales Nadie poseería el injusto uso de la magia y podría aprovecharse de los demás. Tú, por ejemplo, serías libre de vivir tu vida sin que lord Rahl te persiguiera con su magia.
Althea dijo que Richard Rahl había nacido con poderes del don no vistos en miles de años. Después de todo, él se había acercado más a día de lo que jamás había hecho Rahl el Oscuro. Había enviado a aquellos hombres que habían asesinado a su madre. Pero Althea también había dicho que Jennsen era un agujero en el mundo para aquellos que poseían el don. Lord Rahl podía perseguirla, pero no con magia.
—Nunca serás libre —añadió finalmente Sebastián en voz queda—, hasta que elimines a Richard Rahl.
Los ojos de la muchacha se volvieron hacia él.
—¿Por qué yo? Con todos ésos peleando contra él, ¿por qué dices hasta que yo lo elimine?
Pero incluso mientras hacia la pregunta, empezó a ver la terrible respuesta.
—Bueno —dijo él, echándose hacia atrás—, imagino que lo que en realidad quería decir era que no serás libre hasta que lord Rahl sea eliminado.
Se dio la vuelta y se acercó un odre de agua. Ella contempló cómo tomaba un largo trago, luego cambió de tema.
—El capitán Lerner dijo que lord Rahl estaba casado.
—Con una Confesora —confirmó Sebastián—. Si Richard Rahl buscaba encontrar a una esposa que fuera su igual en maldad, la encontró.
—¿Sabes cosas sobre ella, entonces?
—Únicamente lo poco que he oído contar al emperador. Puedo contarte lo que sé, si quieres.
Jennsen asintió. Con el índice y el pulgar, extrajo un poco más de tocino de uno de los largos palos. Comió a la vez que contemplaba cómo la luz de las llamas danzaba en los ojos de su compañero mientras éste hablaba.
—La barrera entre el Viejo Mundo al sur y el Nuevo Mundo al norte se alzó durante miles de años; hasta que lord Rahl la destruyó con la finalidad de conquistar a nuestro pueblo. Probablemente no mucho antes de que naciera tu madre, creo, el Nuevo Mundo estaba él mismo dividido en tres territorios. En la zona más al oeste estaba la Tierra Occidental. D'Hara está al este. Tras matar a su padre y hacerse con el gobierno, Richard Rahl destruyó las fronteras que separaban los tres territorios del Nuevo Mundo.
»Entre la Tierra Occidental y D'Hara está la Tierra Central, un lugar malvado donde se dice que la magia prevalece y donde viven las Confesoras. La Tierra Central la gobierna la Madre Confesora. El emperador Jagang me contó que, si bien ésta es joven, tal vez de mi edad, es tan lista como letal.
Su escalofriantes palabras dieron que pensar a Jennsen.
—¿Sabes qué es una Confesora? ¿Lo que significa «Confesora»?
Sosteniendo el odre, Sebastián colocó un antebrazo sobre la doblada rodilla.
—No lo sé, sólo sé que es poseedora de un poder aterrador. Su simple contacto consume la mente de un hombre, convirtiéndolo en su esclavo.
Jennsen escuchó, absorta, horrorizada ante una idea como aquélla.
—¿Y ellos realmente hacen cualquier cosa que diga... simplemente porque les ha tocado?
Sebastián le entregó el odie.
—Los ha tocado con su magia malvada. El emperador Jagang me contó que su magia es tan poderosa que si le dice a un hombre que tiene esclavizado así que quiere que muera allí mismo, él morirá.
—¿Estás diciendo que... que se mataría justo ante sus ojos?
—No. Me refiero a que sencillamente caería muerto porque ella lo ha ordenado. Su corazón se detendría, o algo así. Simplemente caería muerto.
Impresionada por tal idea, Jennsen dejó el odre a un lado y se envolvió mejor en la manta. Estaba agotada, y cansada de averiguar cosas nuevas sobre lord Rahl. Cada vez que averiguaba algo nuevo, resultaba más terrible que lo anterior. El monstruo que era su hermanastro, tras haber matado al padre de ambos, parecía no haber perdido tiempo en asumir la tarea familiar de perseguirla.
Una vez que hubieron comido y se hubieron ocupado de los caballos. Jennsen se enroscó bajo una manta y su capa. Deseó poderse dormir y encontrarse al despertar con que todo había sido un mal sueño. Casi deseaba no tener que despertar jamás para enfrentarse al futuro.
Puesto que tenían una fogata, Sebastián no durmió con la espalda contra la suya, y ella echó en falta el consuelo que ello le ofrecía. Con pensamientos angustiosos atravesando en cascada su mente, clavó la mirada en las llamas, con los ojos abiertos de par en par, mientras Sebastián se dormía.
Jennsen se preguntó qué podía hacer, ahora. Su madre estaba muerta, de modo que no tenía un auténtico hogar. Su hogar había estado junto a su madre, a donde fuera que fuesen. Se preguntó si su madre la estaba mirando desde el mundo de los muertos, junto con todos los otros buenos espíritus. Esperó que su madre estuviera en paz, y fuera feliz por fin.
La muchacha sintió una pena vacía y desolada por Althea. No podría venirle ayuda por parte de la hechicera, y no deseaba ninguna. Jennsen se sintió avergonzada por los problemas que había acarreado a los que intentaron ayudarla. Su madre había muerto por el delito de alumbrar a Jennsen. A la hermana de Althea. Lathea, la habían asesinado los implacables cazadores de Jennsen La pobre Althea estaba atrapada para siempre en aquella ciénaga horrenda por el crimen de proteger a Jennsen cuando no era más que una niña. Friedrich era casi tan prisionero como Althea, privada su vida de muchas alegrías.
Recordó la emoción que sintió con el beso de Sebastián. Althea y Friedrich habían perdido el placer de compartir la pasión. Era como si lo que había sido aquel beso para Jennsen, el descubrimiento de la vida, esa chispa de nuevas posibilidades, luego se apoyara y no pudiera haber más, jamás. Ella se encontraba en su propia ciénaga, una prisión creada también por lord Rahl, atrapada en una interminable huida ante el acoso de los asesinos que la buscaban.
Pensó en lo que Sebastián había dicho, que jamás sería libre hasta que eliminara a lord Rahl.
Contempló a Sebastián mientras éste dormía. Él había llegado inesperadamente a su vida. Le había salvado la vida. Jamás podría haber imaginado, la primera vez que lo vio, o la primera noche, cuando lo miró a los ojos, desde el otro lado de la hoguera, después de haber dibujado la Gracia en la entrada de la cueva, que un día él acabaría besándola.
Las erizadas puntas de su cabello blanco tenían un resplandor dorado a la luz de las llamas. Contemplar su rostro le producía un gran placer a Jennsen.
¿Qué más les aguardaba? No sabía la respuesta a eso. No sabía qué había significado aquel beso, o adónde les conduciría. No estaba segura de querer que lo hiciera. No estaba segura de que él lo quisiera. Temió que él no lo quisiera.
3
El terreno más abierto no tardó en quedar a su espalda, e iniciaron un difícil viaje a través de nieve cada vez más espesa y terreno escarpado que les fue conduciendo lenta pero inexorablemente a territorio montañoso. Sebastián había accedido a llevarla al lugar al que día quería ir, al Viejo Mundo. Allí ella esperaba estar a salvo, ser libre, por primera vez en la vida. Sin Sebastián, tal sueño no habría sido posible.
Él le contó que la escarpada cordillera en la que entraban, junto con las extensas pistas boscosas que tenía, bordeaba el extremo occidental de D'Hara, lejos de la ruta de la mayoría de la gente, y acabaría por hacerles descender en dirección al Viejo Mundo. Al penetrar en la acogedora soledad entre las sombras de los imponentes picos, empezaron por fin a abrirse paso más hacia el sur, siguiendo las montañas, hacia una libertad lejana.
El clima era brutal en las montañas. Durante varios días tuvieron que andar, no fuera a ser que mataran a los pobres caballos. Robín y Pete estaban hambrientos, y la espesa nieve dificultaba que pudieran conseguir cualquier tipo de vegetación Sus gruesos pelajes invernales empezaban a volverse roñosos. Al menos estaban sanos, aunque débiles. Lo mismo podía decirse de Sebastián y de ella.
Cuando las espesas nubes se oscurecieron ominosamente y empezó a caer una ligera nevada ya en plena tarde, tuvieron la suerte de hallar una aldea. Pasaron la noche allí, dejando que los caballos se alojaran en un pequeño establo, donde disfrutaron de buena avena y paja limpia sobre la que dormir. No había posada en la aldea y Sebastián y Jennsen pagaron unos pocos peniques de cobre para dormir en el pajar. Tras haber estado tanto tiempo al aire libre, a Jennsen le pareció un palacio.
La mañana trajo una tormenta con viento y nieve, pero aún peor, la nieve acaba entremezclada con una fuerte y húmeda aguanieve que llegaba a vendavales. Viajar en tales condiciones no solo resultaría deprimente, sino peligroso. La muchacha se alegró, en especial por los caballos, de que les dejaran quedarse en el establo un día más y otra noche. Los caballos comieron y descansaron mientras Sebastián y Jennsen se contaban el uno al otro desenfadadas historias de juventud. A ella le encantó ver el brillo de sus ojos cuando él le contó algunas de sus desventuras yendo de pesca cuando era niño. El día siguiente amaneció azul, pero con viento. Sin embargo, no se atrevieron a entretenerse más.
Marcharon por caminos o senderos, púes la gente escaseaba y se hallaba muy dispersa. Sebastián se mostraba siempre cauto, pero discretamente confiado en que no les sucedería nada. Con el omnipresente consuelo del cuchillo que llevaba en el cinturón, también Jennsen pensaba que era mejor arriesgarse yendo por caminos y senderos en lugar de intentar marchar por territorio apartado y desconocido, cubierto por un grueso manco de nieve. Viajar campo a través siempre era difícil, de vez en cuando peligroso, y con la barrera de altísimas montañas por todas partes, con frecuencia imposible. El invierno no hacía otra cosa que dificultar todavía más la travesía; pero, lo que era peor, también ocultaba los peligros que acechaban bajo la nieve. Temieron que un caballo se rompiera una pierna.
Esa noche, mientras ella empezaba a construir para ambos un refugio entretejiendo precariamente una docena de arbolillos y cubriéndolos con ramas de balsamina. Sebastián regreso dando tumbos al campamento, jadeando por el esfuerzo. Tenía las manos ensangrentadas.
—Un soldado —dijo, intentando recuperar el aliento.
Jennsen sabía a qué soldados se refería.
—Pero ¿cómo pueden habernos seguido? ¿Cómo?
Sebastián apartó la mirada de su cólera, de su frenética inquisición.
—Son servidores de lord Rahl con el don quienes nos persiguen. —Inhaló con fuerza—. El mago Nathan Rahl te vio, allí, en palacio.
Aquello carecía de sentido. Ella era un agujero en el mundo para los que poseían el don. ¿Cómo podía un poseedor del don seguirla?
El vio su expresión dubitativa.
—No es demasiado difícil seguir una pista a través de la nieve.
Nieve. Por supuesto. Asintió con resignación, su furia se convirtió en miedo.
—¿Uno de la escuadra?
—No estoy seguro. Era un soldado d'haraniano. Saltó sobre mí surgiendo de la nada. Tuve que pelear por mi vida. Lo maté pero debemos darnos prisa e irnos de aquí por si acaso hay otros por las cercanías.
Ella estaba demasiado asustada para discutir. Tenían que seguir en marcha. La idea de unos hombres saliendo de la oscuridad para caer sobre ellos proporcionó rapidez a las acciones de la muchacha. No tardaron en estar sobre las sillas y cabalgando a toda velocidad. Luego tuvieron que desmontar y andar para dejar descantar a los caballos. Sebastián estaba seguro de que habrían puesto distancia con cualquiera que fuese tras ellos. La nieve los ayudaba a ver, así que, incluso con las nubes deslizándose raudas sobre una luna incompleta, pudieron seguir la calzada.
Llegada la siguiente noche, estaban tan agotados que tuvieron que detenerse, incluso a riesgo de ser capturados. Durmieron sentados, inclinados muy juntos ante una pequeña fogata, dando la espalda a un montón de troncos secos y maleza enmarañada.
Efectuaron un lento pero continuo avance en los días siguientes y no vieron ninguna señal de que los siguieran. A Jennsen no le sirvió de mucho consuelo. Sabía que dios no se rendirían.
Un período de días soleados les permitió avanzar más de prisa, aunque ello tampoco sirvió de consuelo a la muchacha porque dejaban huellas muy claras. Permanecieron en calzadas por las que ya había pasado gente, siempre que las encontraban, para despistar y retrasar a cualquiera que los siguiese.
Pero entonces las tormentas regresaron. Siguieron adelante durante cinco días a pesar de la ventisca. Mientras pudieran ver las sendas y estrechos caminos, y fueran capaces de colocar un pie delante del otro, no podían permitirse parar, porque el viento y la nieve cubrían sus huellas casi en cuanto las dejaban. Jennsen había pasado suficiente parte de su vida al aire libre para saber que seguirles la pista sería imposible en tales condiciones. Era su primera esperanza real de que pudieran quitarse la soga del cuello.
Eligieron calzadas y sendas al azar. Cada vez que llegaban a un cruce o una bifurcación. Jennsen se sentía aliviada al verlo, porque significaba otra oportunidad para que sus perseguidores eligieran equivocadamente. En varias ocasiones marcharon campo a través, la nieve que se amontonaba hacía imposible que nadie supiera adónde habían ido. No obstante lo cansada que estaba. Jennsen empezó a respirar con más tranquilidad.
Era agotador viajar en tales condiciones y parecía que el mal tiempo no iba a cesar jamás, pero entonces lo hizo. Entrada la tarde, cuando el viento dejó de soplar, permitiendo que la quietud del invierno volviera a aposentarse, se cruzaron con una mujer que avanzaba penosamente por una de las calzadas. Al acercarse a caballo por detrás de ella, Jennsen vio que la mujer llevaba en brazos algo pesado. Incluso a pesar de que el tiempo había empezado a mejorar, gruesos copos de nieve volaban aún por el aire. El sol brillaba a través de un tajo anaranjado en las nubes, prestando a aquel día gris un peculiar tono dorado.
La mujer les oyó acercarse y se hizo a un lado. Cuando llegaron a su altura, alzó un brazo.
—Ayudadme, por favor...
A Jennsen le pareció que la mujer transportaba a un niño pequeño envuelto en mantas.
Por la expresión del rostro de Sebastián, la muchacha temió que tuviera intención de seguir adelante. Diría que no podían detenerse cuando tenían a asesinos o tal vez incluso al mago Rahl pisándoles los talones; pero Jennsen se sentía segura de que, por el momento al menos, habían conseguido escabullirse de sus cazadores.
Cuando Sebastián le dirigió una mirada de soslayo, ella dijo en voz baja antes de que él tuviera ocasión de decir nada:
—Parece que el Creador ha proveído que socorramos a esta mujer necesitada.
Si a Sebastián le convencieron sus palabras, o no se atrevió a desafiar las intenciones del Creador, Jennsen no lo supo, pero el joven hizo girar a su caballo y lo detuvo. Cuando él desmontó y tomó las riendas de ambos caballos, Jennsen bajó de Robín y avanzó penosamente por la nieve que le llegaba hasta las rodillas hasta alcanzar a la mujer.
Ésta le tendió el bulto que llevaba, al parecer esperando que lo aplicara todo. Parecía como si estuviese dispuesta a aceptar ayuda del Custodio mismo. Jennsen echó hacia atrás el faldón de la manta de lana blanqueada y vio un niño, de unos tres o cuatro años, con un rostro lleno de ronchas rojas. Estaba inmóvil. Tenía los ojos cerrados. Ardía de fiebre.
Jennsen tomó el niño de los brazos de la mujer. Esta, aproximadamente de la edad de Jennsen, parecía exhausta. Se mantuvo pegada a Jennsen, con la preocupación crispándole el rostro.
—No sé qué tiene —dijo la mujer, a punto de llorar—. Simplemente enfermó.
—¿Por qué estáis aquí fuera con este tiempo? —preguntó Sebastián.
—Mi esposo marchó a cazar hace dos días. No lo espero de vuelta hasta dentro de varios días. No podía limitarme a esperar allí sin ninguna ayuda.
—Pero ¿qué hacéis aquí? —Preguntó Jenn—. ¿Adónde vais?
—A ver a los raug'moss.
—Los ¿qué? —preguntó Sebastián.
—A los sanadores —le susurró esta.
Los dedos de la mujer recorrieron la mejilla del niño. Sus ojos rara vez abandonaban el pequeño rostro, pero finalmente los alzó.
—¿Podéis ayudarme a llevarlo allí? Temo que está empeorando.
—No sé si nosotros...
—¿A qué distancia están? —preguntó Jennsen, interrumpiendo a Sebastián.
La mujer señaló calzada adelante.
—Por ahí, por el camino que seguíais. No está lejos.
—¿A qué distancia? —preguntó Sebastián.
La mujer, por primera vez, empezó a llorar.
—No lo sé. Había esperado llegar esta noche, pero no tardara en oscurecer. Me temo que es más lejos de lo que puedo recorrer. Por favor, ayudadme.
Jennsen acunó a la dormida criatura en tus brazos mientras sonreía a la mujer.
—Desde luego que os ayudaremos.
Los dedos de la mujer aferraron el brazo de Jennsen.
—Lamento importunaros.
—Vamos, callad. Un paseo a caballo no es ninguna molestia.
—No podemos dejaros aquí con un niño enfermo —convino Sebastián—. Os llevaremos a los sanadores.
—Dejad que monte en mi caballo, y luego entregadme al niño —dijo Jennsen a la vez que devolvía al niño a los brazos de su madre.
Una vez montada, Jennsen alargó los brazos hacia el suelo. La mujer vaciló, temiendo separarse de su hijo, pero luego lo alzó rápidamente. Jennsen acomodó a la dormida criatura en su regazo, asegurándose de que estaba bien colocada y segura, mientras Sebastián sujetaba el brazo de la mujer y la ayudaba a montar detrás de él. Cuando se pusieron en marcha, la mujer se abrazó con fuerza a la cintura de Sebastián, pero sus ojos permanecieron puestos en Jennsen y el niño.
Jennsen encabezó la marcha para dar a la mujer la seguridad de poder ver a la desconocida que sostenía en aquellos momentos a su hijo, y sus esperanzas. Instó a Robín a avanzar por la gruesa capa de nieve, preocupada porque el niño no estuviese realmente dormido, sino inconsciente por la fiebre.
El viento arremolinaba nieve a su alrededor mientras corrían camino adelante bajo la luz que se desvanecía. La inquietud por el niño, el deseo de llevarlo hasta donde lo ayudaran, hicieron que la calzada pareciera interminable. Cada elevación sólo dejaba al descubierto más bosque al frente, cada recodo en el camino otra extensión más de bosque vacío. También preocupaba a Jennsen que a los caballos no se les podía obligar a marchar tan rápido a través de una capa tan profunda de nieve sin descansar, o se desplomarían. Más tarde o más temprano, a pesar de la luz que se desvanecía, tendrían que ir más despacio para dar a los esforzados caballos, un descanso.
Jennsen miró de reojo cuando Sebastián silbó.
—Por ahí —gritó la mujer, indicando un sendero.
Jennsen azuzo a Robín hacia la derecha, sendero arriba. Este se elevaba bruscamente, zigzagueando para ascender la empinada elevación. Los arboles de la ladera de la montaña eran enormes, con troncos tan anchos como su caballo, que se alzaban a gran altura antes de que la ramas se extendieran sobre su cabeza para ocultar el plomizo cielo. La nieve no la había pisado nadie antes que ellos, pero la configuración del sendero, la concavidad en la superficie de la nieve, la línea ondulante pero lisa que seguía a través del bosque, entre rocas y maleza recubierta de una capa de nieve, y el modo en que seguía por debajo de abruptos salientes y a lo largo de repisas hacía que resultara bastante fácil seguirlo.
Jennsen echó un vistazo al niño dormido en su regazo y lo encontró igual. Observó con atención el bosque que los rodeaba, en busca de alguna señal de gente, pero no vio ninguna. Tras estar en palacio, en la ciénaga de Althea y en las llanuras Azrith, era reconfortante volver a estar en un bosque. A Sebastián no le gustaban los bosques. No le gustaba la nieve, tampoco, pero ella encontraba plácido el modo en que la nieve concedía a los bosques un silencio sacro.
El olor a humo de leña flotando en el aire le indicó que estaban cerca. Una mirada de reojo al rostro de la mujer le dijo lo mismo. Franqueada la parte superior de una cresta aparecieron una serie de pequeños edificios de madera dispuestos a lo largo de una ladera arbolada En un claro situado detrás había un pequeño establo con un prado cercado. Un caballo junto a la cerca, con las orejas muy tiesas, les observó acercarse. El caballo alzó la cabeza y dio un relincho. Robín y Pete resoplaron a dúo un breve saludo como respuesta.
Jennsen colocó dos dedos entre los dientes y silbó mientras Robín avanzaba con dificultad a través de las acumulaciones de nieve, en dirección a la pequeña cabaña del extremo más elevado, la única de la que salía humo por la chimenea.
La puerta se abrió cuando ella llegaba ante el edificio. Un hombre se echó encima una capa de lino mientras salía a recibirlos. No era viejo. Posiblemente tenía la edad justa. Se subió la amplia capucha de la capa, para protegerse del frio antes de que ella pudiera echarle un buen vistazo a la cara.
—Tenemos un niño enfermo —dijo Jennsen cuando el hombre agarro las riendas de Robín— ¿Sois uno de los sanadores conocidos como los raug'moss?
El hombre asintió.
—Llevadlo adentro.
La madre ya había bajado del caballo de Sebastián y estaba de pie junto a Jennsen para recibir al niño en sus expectantes brazos.
—Demos gracias al Creador de que estuvierais aquí hoy.
El sanador, posando una mano tranquilizadora en la espalda de la mujer mientras la instaba a ir hacia la puerta, inclino la cabeza en un gesto dirigido a Sebastián.
—Podéis colocar vuestros caballos atrás, con el mío, y luego venid adentro.
Sebastián le dio las gracias y luego se llevó a los caballos mientras Jennsen seguía a los otros dos hacia la puerta. Con aquella luz cada vez más tenue, todavía no había tenido oportunidad de echar un buen vistazo al rostro del hombre.
Era esperar demasiado, lo sabía, pero como mínimo, el hombre era un raug’moss y podía responder a su pregunta.
4
En el interior de la cabaña, un enorme hogar hecho de piedra ocupaba la mayor parte de la pared de la derecha. Toscas cortinas de arpillera colgaban a los lados de las dos entradas a habitaciones traseras. Una repisa de chimenea toscamente tallada sostenía un quinqué, igual que lo hacia el tablero de tablas de la mesa. Ninguna de las lámparas estaba encendida. Troncos de roble crepitaban y chasqueaban en el hogar, proporcionando a la habitación un aroma humoso pero atrayente, así como el suave parpadeo de la luz de la lumbre. Un brazo de hierro, ennegrecido por el hollín, sostenía una marmita tapada a un lado del fuego. Tras estar tanto tiempo a la intemperie, a Jennsen le pareció que casi hacia demasiado calor allí dentro.
El sanador colocó al niño sobre uno de varios jergones situados a lo largo de una pared. La madre se arrodilló, observando mientras el echaba hacia atrás los pliegues de la manta. Jennsen dejó que examinara al niño mientras ella revisaba el lugar, asegurándose de que no había sorpresas acechando. No había salido humo de las chimeneas de las otras cabañas, y no había visto ninguna huella en la nieve recién caída, pero eso no significaba que no pudiera haber gente en aquellas otras cabañas.
Jennsen cruzó la habitación, pasando junto a la mesa del centro, para calentarse las manos en el hogar. Ello le dio la oportunidad de echar un vistazo a las dos habitaciones de la parte de atrás. Cada una era diminuta, con un jergón y unas cuantas prendas colgadas de ganchos. No había nada fuera de lugar. Entre las entradas había colocados sencillos armarios de pino.
Mientras Jennsen alzaba las manos ante el calor del fuego y la madre del niño cantaba a este tiernas canciones, el sanador corrió a un armario y saco varios tarros de arcilla.
—Traed una llama para la lámpara, ¿queréis? —pidió mientras depositaba el cargamento que llevaba en los brazos sobre la mesa.
Jennsen desgajó una larga astilla de uno de los troncos amontonados en el lateral, luego la sostuvo hasta que prendió. Mientras encendía el quinqué y volvía a colocar el alto tubo de cristal. Él tomo pizcas de polvos de varios de los tarros y los añadió a una taza blanca.
—¿Cómo está el niño? —Pregunto ella en un susurro.
Él hecho una ojeada al otro lado de la habitación.
—Nada bien.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —inquirió Jennsen una vez que hubo ajustado la mecha.
El hombre sacó el tapón de un tarro.
—Bueno, si no os importa, traed aquí el mortero y el almirez del armario del centro.
Jennsen fue a buscarle el pesado mortero y el almirez de piedra gris y lo deposito todo sobre la mesa, junto al quinqué. El añadía en aquel momento un polvo color mostaza a la taza. Tan concentrado estaba en su tarea que no se había quitado la capa, pero cuando hecho la capucha hacia atrás para que no le molestara ella pudo por fin echarle un buen vistazo.
El rostro no cautivó su atención, del modo en que lo había hecho el del mago Rahl. No vio nada en los ojos redondos, en la frente lisa o en la línea más agradable de la boca del hombre que le resultase familiar. Él indico con la mano una botella hecha de ondulado vidrio verde.
—Si no os importa, ¿podéis triturar una de esas para mí?
Mientras el corría a la esquina para bajar una olla de loza marrón de un estante, Jennsen soltó el alambre de sujeción y retiro la tapa de vidrio del recipiente. Se quedó atónita al ver que contenía unas cositas de lo más extrañas. Fue la forma lo que le sorprendió tanto. Le dio la vuelta a una con un dedo. Era oscura, plana y redonda. A la luz del quinqué pudo ver que era algo que había sido secado. Sacudió el tarro. Todas tenían el mismo aspecto... como un tarro repleto de pequeñas Gracias.
Justo igual que el símbolo mágico, aquellas cosas tenían un círculo exterior, partes que sugerían un cuadrado dentro de aquel, y un círculo más pequeño dentro del cuadrado. Recubriéndolo todo, manteniéndolo todo unido, había otra estructura parecida a una estrella gruesa. Si bien no era exactamente una Gracia, del modo en que ella siempre las conocía, tenía un parecido sorprendente.
—¿Qué es esto? —pregunto.
El sanador se deshizo de la capa y se arremangó las mangas de su sencilla túnica.
—Parte de una flor, la base seca del filamento de una rosa alpina de la calentura. Son unas cositas hermosas, ya lo creo. Estoy seguro de que debes de haberlas visto antes. Se encuentran de muchos colores, dependiendo de dónde crezcan, pero las más conocidas son las de ese tono rosáceo. ¿No os ha traído nunca vuestro esposo un ramillete de rosas alpinas de la calentura?
Jennsen se sintió enrojecer.
—Él no es... nosotros simplemente viajamos juntos. Somos amigos, es todo.
—Ah —dijo él, sin parecer sorprendido ni curioso, luego señaló con el dedo—. ¿Veis ahí? Los pétalos están sujetos aquí, y aquí. Cuando se retiran los pétalos y estambres, y esta parte seleccionada de la cabezuela se seca, acaban teniendo este aspecto.
Jennsen sonrió.
—Parece una pequeña Gracia.
El asintió, devolviéndole la sonrisa.
—Y como la Gracia, puede ser beneficiosa, pero también puede ser mortal.
—¿Cómo es posible ser a la vez beneficio y mortal?
—Una de esas cabezuelas secas, trituradas y añadida a esta bebida, ayudara al niño a dormir profundamente de modo que pueda combatir a la fiebre, ayudara a expulsarla de su interior. Más de una, no obstante, provoca fiebre.
—¿De veras?
Dando la impresión de que había esperado la pregunta, el alzo un dedo mientras se inclinaba más hacia ella.
—Si tomaseis dos docenas, sin duda alguna si fuesen treinta, no habría cura. Tal fiebre se torna fatal con rapidez. Por este efecto recibe el nombre la planta. —le mostró una sonrisa pícara—. Es un nombre acertado para una flor tan asociada al amor.
—Supongo —dijo ella, meditándolo..., Pero si uno comiese más de una, pero menos de una docena, ¿moriría igualmente?
—Si uno fuese lo bastante estúpido como para triturar diez o doce y añadirlas al té, acabaría teniendo fiebre.
—¿Y luego moriría finalmente, igual que si hubiese comido más?
Él sonrió ante la seria preocupación que veía en su rostro.
—No, si se tomara esa cantidad, provocaría una fiebre ligera. En un día o dos habría cesado.
Jennsen escudriño con cuidado toda la colección de mortíferos objetos con aspecto de diminutas Gracias y luego dejo el recipiente sobre la mesa.
—No os causará ningún daño tocar una —dijo él, contemplando la reacción de la joven—. Es necesario comerlas para padecer el efecto. Incluso entonces, como he dicho, una, en conjunción con otras cosas, ayudara a mitigar la fiebre del niño. Jennsen sonrió mostrando su turbación e introdujo dos dedos para sacar una. La dejo caer en el fondo del mortero, donde no pareció otra cosa que una Gracia.
—Si fuera para un adulto que estuviese despierto, simplemente la aplastaría entre el pulgar y el índice —dijo el sanador mientras dejaba caer un poco de miel en la taza—. Pero él es pequeño y está dormido además. Necesito que lo beba fácilmente, así que trituradla hasta convertirla en polvo.
Cuando el hombre hubo terminado, añadió el oscuro polvo de la pequeña cabezuela de la flor que Jennsen había triturado. Como la Gracia a la que se parecía, podía salvar la vida o ser letal.
Se preguntó qué pensaría Sebastián de algo así. Se preguntó si el hermano Narev querría que tales rosas alpinas fuesen erradicadas porque potencialmente podían ser letales.
Jennsen guardo los tarros mientras este llevaba la bebida endulzada con miel al niño. Con la ayuda de la madre, le acercaron la taza a los pequeños labios y con dulzura se dedicaron a conseguir que bebiera. Gota a gota, persuadieron al dormido niño para que sorbiera y tragara. No pudieron despertarlo, así que tuvieron que verterlo al interior de la boca un poco cada vez, aguardando hasta que lo tragaba mientras dormía, luego instándolo a beber un poco más.
Mientras ellos estaban ocupados, Sebastián regreso al establo. Antes de que cerrara la puerta, Jennsen vio estrellas en el exterior. Una oleada de aire helado paso, provocándole un escalofrió en los hombros. Cuando el viento cesaba como lo había hecho a la vez que el cielo se despejaba, a menudo indicaba que sería una noche gélida.
Sebastián fue hacia el fuego, ansioso de calentarse. Jennsen puso otro cuenco, usando el atizador para que prendiera bien. El sanador, con la mano posada en el hombro de la mujer, asintió tranquilizador mientras ella daba poco a poco la bebida a su hijo enfermo. La dejo para que prosiguiera con la tarea, y, tras colgar su capa en un gancho justo detrás de la puerta más próxima al hogar, se reunió con Jennsen y Sebastián junto al fuego.
—¿Sois parientes de esta mujer y el niño? —pregunto.
—No —dijo Jennsen.
Debido al calor del fuego, también ella se quitó la capa y la deposito sobre el banco situado ante la mesa antes de proseguir:
—La vimos en la calzada, y necesitaba ayuda. La trajimos a caballo hasta aquí.
—Ah —dijo el—. Puede quedarse a dormir aquí con el niño. Necesito vigilarlo toda la noche. —Jennsen había olvidado la singular naturaleza del cuchillo que llevaba en el cinturón hasta que el advirtió su presencia—. Por favor —siguió el sanador—, servíos el estofado que tengo cocinándose; siempre tenemos gran cantidad preparada para aquellos que puedan venir. Es tarde para viajar. Los dos podéis usar las cabañas para pasar la noche. Están todas vacías en estos momentos, así que cada uno puede tener la suya propia.
—Eso sería todo un detalle —dijo Sebastián—. Gracias.
Jennsen estaba a punto de decir que podían compartir una cabaña, cuando comprendió que él había dicho eso debido a que ella le había contado que Sebastián no era su esposo. Se dio cuenta dé la sensación que daría si ella decía que compartiría la cabaña, así que no lo hizo.
Además, la idea de dormir con Sebastián al aire libre era algo muy natural y del todo inocente. Estar juntos en una cabaña parecía distinto. Recordó que en varias ocasiones durante su largo viaje al norte al Palacio del Pueblo se habían albergado en posadas. Pero eso fue antes de que él la hubiera besado.
Jennsen movió la mano pan incluir toda la zona.
—¿Es éste el lugar donde viven los raug'moss?
Él sonrió ante su pregunta, como si la encontrara divertida pero no quisiera burlarse de su ignorancia.
—En absoluto. Éste no es más que uno de nuestros puestos avanzados, que usamos cuando viajamos, un refugio, y un lugar al que la gente que necesita nuestros servicios puede acudir.
—El niño ha tenido suerte de que estuvieseis aquí, entonces —dijo Sebastián.
El raug'moss estudio los ojos de Sebastián por un momento.
—Sí vive, me satisfará haber estado aquí para ayudarlo. Frecuentemente tenemos a un hermano en este puesto.
—¿Cómo es eso? —preguntó Jennsen.
—Puestos avanzados como este ayudan a que los raug’moss obtengan ingresos satisfaciendo las necesidades de personas que no tienen otros acceso a sanadores.
—¿Ingresos? —Inquirió Jennsen—. Pensaba que los raug’moss ayudaban a la gente de modo caritativo, no para obtener beneficios.
—El estofado, el hogar, el techo que ofrecemos, no aparecen mágicamente porque exista una necesidad de ellos. Se espera que la gente que acude a nosotros en busca de los conocimientos que hemos necesitado toda una vida para adquirir contribuya con algo a cambio de esa ayuda. Al fin y al cabo, si nos morimos de inanición, ¿cómo podremos ayudar a nadie más? La caridad, si se poseen los medios, es una elección personal, pero la caridad que se espera o se exige es simplemente una palabra educada para la esclavitud.
El sanador no se había estado refiriendo a ella, desde luego, pero Jennsen se sintió de todos modos profundamente herida por sus palabras. ¿Había esperado siempre que otros la ayudaran, sintiéndose merecedora de su ayuda simplemente porque la quería? ¿Como si su deseo de obtener su auxilio tuviera prioridad sobre lo que era más beneficioso para sus propias vidas?
Sebastián rebuscó en un bolsillo, sacó un marco de plata y lo tendió al hombre.
—Nos gustaría compartir lo que tenemos a cambio de vuestro ofrecimiento de compartir lo que tenéis.
Tras dedicar una muy brevísima ojeada al cuchillo de Jennsen, el hombre respondió:
—En vuestro caso, eso no es necesario.
—Insistimos —dijo Jennsen, sintiéndose incómoda al saber que aquel dinero no era ni siquiera realmente suyo, algo que hubiese ganado para darlo a cambio de la comida, el alojamiento y el cuidado de sus caballos, sino que había sido cogido a unos hombres muertos.
Con una inclinación de cabeza, el hombre aceptó el pago.
—Hay escudillas en el armario de la derecha. Por favor, servíos vosotros mismos, tengo que ocuparme del niño.
Jennsen y Sebastián se sentaron a la mesa y comieron dos escudillas cada uno del suculento estofado de cordero de la enorme marmita. Era la mejor comida que habían tomado desde... desde los pasteles de carne que Tom les había dejado.
—Esto ha acabado siendo muy ventajoso para nosotros —dijo Sebastián en voz baja.
Jennsen echó una veloz mirada a la pared lateral de la habitación y vio al sanador y a la madre inclinados sobre el niño. La muchacha se le acercó más, mientras él revolvía el estofado con su cuchara.
— ¿Cómo es eso?
Los ojos azules del joven se alzaron hacia ella.
—Da a los caballos un buen forraje y un buen descanso. También a nosotros. Eso nos proporciona una ventaja sobre cualquiera que nos siga.
— ¿Realmente crees que pueden tener alguna idea de dónde estamos? ¿O que incluso estén cerca?
Sebastián encogió de hombros y tomó más de su estofado. Revisó la habitación antes de hablar.
—No veo cómo podrían, pero nos han sorprendido antes, ¿no es cierto?
Jennsen lo admitió con un asentimiento de cabeza y reanudó su comida en silencio.
—De todos modos —dijo él—, esto nos da a nosotros y a los caballos la comida y el descanso que necesitábamos. Sólo puede ayudarnos a poner más distancia con ellos. Me alegro de que me recordaras cómo ayuda el Creador a los necesitados.
Jennsen se sintió reconfortada por su sonrisa.
—Espero que ayude a eso pobre niño.
—También yo —dijo él.
—Voy a limpiarlo todo y a ver si necesitan mi ayuda.
Él asintió mientras cogía el último pedazo de cordero con la cuchara.
—Tú ve a la penúltima cabaña. Yo dormiré en la siguiente, situada al extremo. Iré a encenderte un fuego mientras tú terminas aquí.
Después de que él colocara la cuchara en su escudilla vacía, Jennsen puso una mano sobre la de él.
—Que tengas buenos sueños.
Se deleitó con la sonrisa íntima que él le dedicó y luego lo observó mientras le susurraba al sanador. Por el asentimiento del hombre, supuso que Sebastián le había dado las gracias y deseado buenas noches. La madre, sentada junto a su hijo, acariciándole la frente, también agradeció a Sebastián la ayuda, y apenas si advirtió el aire helado que entró precipitadamente cuando él salió por la puerta.
Jennsen le llevó una escudilla humeante a la mujer, que la aceptó educadamente, pero con aire distraído, la atención fija en su pequeña preocupación, dormida junto a su cadera. A instancias de Jennsen, el sanador suspiró dando su asentimiento y se sentó a la mesa mientras ella le servía una escudilla de su propio estofado.
—Es bastante bueno, incluso a pesar de que lo preparé yo —dijo él con buen humor cuando ella le trajo un tazón con agua.
Jennsen rió por lo bajo, asegurándole que compartía su convicción. Le dejó que comiera, ocupándose ella de lavar las escudillas sucias en un balde de madera y de añadir varios troncos al fuego. Los troncos encendidos lanzaban una lluvia de chispas. El roble proporcionaba un buen fuego, pero resultaba sucio sin una pantalla. Mientras colocaba bien los troncos, nuevas chispas ascendieron en un remolino por la chimenea en medio de las nubes de humo. Con una escoba que encontró en el rincón, Jennsen barrió las cenizas apagadas de vuelta al interior del hogar. Cuando vio que el sanador casi había acabado su comida, se sentó en el banco, cerca de él, para poder hablar en privado.
—Debemos marchamos temprano, así que por si acaso no os veo por la mañana, quería agradeceros toda vuestra ayuda de esta noche, no sólo al niño, sino a nosotros también.
Aunque él no bajó la mirada, ella supo por la expresión de su rostro que él interpretaba su necesidad de marcharse temprano como algo relacionado con el cuchillo que llevaba. No dijo nada para disuadirla de tal idea.
—Agradecemos la generosa contribución a nuestra secta. Nos ayudará en nuestros esfuerzos por ayudar a nuestra gente.
Jennsen sabía que él no hacía más que proporcionarle tiempo hasta que ella dijera lo que en realidad tenía en mente, así que finalmente lo hizo:
—Me gustaría preguntar por un hombre que he averiguado que está viviendo con los raug'moss. Puede que incluso sea un sanador. No estoy segura. Me gustaría saber si sabéis algo sobre él.
Él se encogió de hombros.
—Preguntad. Os diré lo que sepa.
—Se llama Drefan.
Por primera vez esa noche, los ojos del hombre mostraron el fuego de la emoción.
—Drefan era el vástago malvado de Rahl el Oscuro.
Jennsen tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar ninguna reacción ante la vehemencia de sus palabras. Se recordó que él había visto el cuchillo con el símbolo de la Casa de Rahl, y eso podría estar influyendo en sus palabras.
—Eso ya lo sé. Sigo necesitando encontrarlo urgentemente.
—Llegáis demasiado tarde. —Una sonrisa satisfecha se esbozó en su rostro—. «Amo Rahl, protégenos» —citó de la oración.
—No comprendo.
—Lord Rahl, el nuevo lord Rahl, lo mató. Nos libró a todos del hijo bastardo de Rahl el Oscuro.
Jennsen.
Jennsen se quedó allí sentada, totalmente anonadada, sintiendo casi como si unas garras invisibles salieran de un ciclo oscuro en dirección a su garganta.
—¿Estáis seguro? —fue todo lo que se le ocurrió decir—. Quiero decir, ¿estáis seguro de que fue lord Rahl quién lo hizo?
— Si bien se pronunciaron palabras corteses sobre la muerte de Drefan, sobre cómo había muerto sirviendo al pueblo de D'Hara, creo, como lo hacen el resto de los raug'moss, que lord Rahl mató a Drefan.
Jennsen.
Palabras corteses. Palabras corteses para definir asesinato, Jennsen imaginó que uno no se presentaba y lo llamaba «asesinato» ante el lord Rahl en persona. A la gente corriente la asesinaban. Las víctimas de lord Rahl morían sirviendo al pueblo de D'Hara.
Jennsen sintió una opresión en el pecho ante el temor de que lord Rahl estuviera un asesinato más cerca de ella. Rahl el Oscuro no había encontrado a Drefan. Richard Rahl sí. Richard Rahl la encontraría a ella también.
Junto con fuerza las temblorosas manos sobre el regazo, bajo la mesa. Esperó que su rostro no delatara nada. Aquel hombre era evidentemente leal al lord Rahl y ella no se atrevía a revelar su repugnancia, su terror.
Entrega.
Su auténtica furia.
Entrega.
Aquella única palabra resonó por su cabeza, por detrás de sus revueltos pensamientos, la frustración, el desesperado desaliento, la creciente furia.
5
Jennsen estaba sentada en el suelo, ante el vigoroso fuego que Sebastián había encendido para ella, con la vista fija en las llamas, l impasible mirada clavada distraídamente en los resplandecientes carbones que de vez en cuando caían de los troncos amontonados. Recordaba solo vagamente haberse despedido del sanador y la madre del niño. Apenas si había sido consciente del lento avanzar arrastrando los pies por la nieve y el frio que la había conducido hasta la cabaña vacía.
No sabía cuánto tiempo llevaba sentada allí, mirando a la nada, mientras pensamientos sombríos se deslizaban sin pausa por su mente. En su implacable esfuerzo por atraparla, Richard Rahl le había arrebatado la madre, dejándola sin ninguna noción de familia u hogar. Jennsen echaba en falta a su madre hasta la médula, la echaba tanto en falta que la agonía parecía insoportable, pero no podía hacer otra cosa que soportarlo. No le quedaban lágrimas. En ocasiones, incluso el dolor de la pérdida parecía lejano.
Desde el momento en que Althea le habla hablado de Drefan, Jennsen había pensado que si podía encontrar a aquel otro hijo de Rahl el Oscuro, a su hermanastro, un agujero en el mundo como ella, podría hallar fuerzas a través de esa conexión. Pensó que podrían tener una sensación de parentesco y. en su lucha común, juntos llegar a un solución a su compartida condición. Si eso hubiera o no llegado a suceder, era algo que ahora jamás sabría.
Había sido su esperanza. Y ahora aquella esperanza estaba muerta. Richard Rahl había matado a Drefan. Richard Rahl sin duda la matarla a ella cuando la encontrara. Y la encontraría. Lo sabía. Realmente lo sabía. Él la encontraría.
Jennsen.
Un enloquecido torrente de pensamientos pasó en cascada por su mente, todo, desde la esperanza a la desesperación, desde el terror a furia.
Tu vash misht. Tu vask misht. Grushdeva du kalt misht.
La voz también estaba allí, más allá de los revueltos pensamientos, más allá de la confusión de emociones, más allá del revoltijo, susurrándole aquellas palabras extrañamente seductoras.
Al final, todos los otros pensamientos se desvanecieron en el refulgente ardor de su furia.
Jennsen. Entrega.
Ella había intentado todo lo demás. No le quedaban opciones. El lord Rahl la había dejado sin ninguna otra esperanza. No tenía elección.
Ahora sabía lo que tenía que hacer.
Jennsen se levantó, sintiendo una extraña paz interior producto de la decisión que había tomado. Se echó la capa sobre los hombros y salió con paso enérgico a la tranquila, helada y silenciosa noche. El aire era tan frío que dolía respirarlo. La nieve crujió mientras se abría paso a través de las huellas recientes.
Tiritando por el frío. o quizá por la enormidad de lo que había decidido, llamó con suavidad a la puerta de la última cabaña. Sebastián tiró hacia dentro de la puerta, justo lo suficiente para ver que era ella, y luego, rápidamente, la abrió para dejarla entrar. Ella cruzó a toda prisa la entrada, quedando bajo la luz de las llamas y envuelta en su calidez. Un calor delicioso la abrazó.
Sebastián iba sin camisa. Por tu olor a limpio y la toalla arrojada sobre el hombro, comprendió que debía de haberle pescado mientras se lavaba en la palangana. Probablemente él había llenado una jofaina en su cabaña, también, aunque ella no había reparado en ello.
La inquietud crispó la frente de Sebastián mientras permanecía de pie, la postura tensa, aguardando para ver qué la había llevado allí. Jennsen te le acercó, tan cerca que podía percibir el calor que emanaba de él. Con los puños en las caderas, trabó la mirada con él descaradamente.
—Tengo intención de matar a lord Rahl.
Él le estudió el rostro, aceptando sus decididas palabras con calma, como si hubiese sabido todo el tiempo que ella algún día llegaría a darse cuenta de la ineludible necesidad de hacerlo. Permaneció callado, aguardando para oír el resto de lo que ella tenía que decir.
—Ahora sé que tenías ratón —dijo ella—. Tengo que eliminarlo o jamás estaré a salvo, jamás seré libre para vivir mi propia vida. Soy la única que puede hacerlo; la persona que debe hacerlo. No le dijo por qué tenía que ser ella.
La mano de Sebastián ascendió para cogerla del antebrazo. Su intensa mirada no la abandonó.
—Será difícil aproximarse a un hombre así para llevar a cabo lo que debes hacer. Ya te he contado que tenemos hechiceras que luchan para poner fin al reinado de lord Rahl. Deja que te lleve a ellas primero.
Jennsen se había preocupado más de la decisión que de los detalles de cómo llevarla a cabo. No había pensado en cómo acercarse u ocuparse de toda la gente que lo estarían protegiendo. Tendría que acercarse lo suficiente para poder matarlo. Sólo se había visto mentalmente golpeándolo con el cuchillo, chillándole, gritándole lo mucho que lo odiaba, lo mucho que quería que sufriera por todo lo que había hecho. Se había concentrado en el hecho, no en cómo conseguiría estar tan cerca de él. Había cuestiones prácticas que debía tomar en cuenta si quería tener éxito.
—¿Crees que esas mujeres podrían ayudarme con lo que dijiste: con magia usada para poner fin a la magia? ¿Crees que podrían proporcionarme los medios para ir a por él?
Sebastián asintió.
—No lo sugeriría si no lo creyera. Conozco el poder destructivo de la magia en el bando de lord Rahl, lo he visto con mis propios ojos, y sé que nuestras hechiceras pueden ser capaces de ayudarnos a luchar contra ella. La magia no puede hacerlo todo, pero creo que puede proporcionar una ayuda valiosa.
Jennsen se irguió, la barbilla alzada.
—Lo agradecería. Aceptaré de buen grado cualquier ayuda que puedan ofrecerme.
Una pequeña sonrisa curvó la línea de La boca del joven.
—Pero debes saber esto —añadió ella—. Con o sin su ayuda, tengo intención de matar a Richard Rahl. Aunque deba ir sola y desarmada, tengo intención de matarlo. No descansaré hasta hacerlo, porque no tendré vida hasta que lo mate; porque él lo ha querido, no yo. He acabado de huir. No huiré más.
—Comprendo. Te llevaré ante nuestras hechiceras.
—¿A qué distancia crees que está el Viejo Mundo? ¿Cuánto tardaremos en llegar a ellas?
— No vamos a ir al Viejo Mundo por ahora. Por la mañana buscaremos un paso hacia el oeste, al otro lado de las montañas. Hemos de buscar un camino que nos lleve a la Tierra Central.
Jennsen se apartó un rizo de cabello de la cara al advertir que él lo miraba.
—Pero, pensaba que el emperador y las Hermanas de la Luz estaban en el Viejo Mundo.
Sebastián esbozó una sonrisa astuta.
—No. No podemos permitir que lord Rahl lleve la guerra a nuestro pueblo sin responder a su agresión, sin hacerle pagar un precio. Tenemos intención de pelear y vencer; lo mismo que tú has decidido finalmente. El emperador Jagang está con nuestras tropas, asediando la sede de su gobierno en la Tierra Central, la ciudad de Aydindril. Allí es donde está el Palacio de las Confesoras; el palacio de la esposa de lord Rahl. Estamos dividiendo el Nuevo Mundo. Cuando llegue la primavera, tomaremos Aydindril y romperemos la columna vertebral del Nuevo Mundo.
—No tenía ni idea. ¿Sabías desde el principio que el emperador Jagang intentaría algo tan audaz?
Sebastián rió a medias.
—Soy su estratega.
Jennsen se quedó boquiabierta.
—¿Tú? ¿Se te ocurrió a ti?
Él desechó con un gesto el asombro de la muchacha.
—El emperador Jagang alcanzó el gobierno del Viejo Mundo porque es un genio. Tenía dos alternativas en este caso, dos recomendaciones distintas: atacar la Tierra Central, o atacar D'Hara primero. El hermano Narev advirtió que la razón está de nuestro lado, y que el Creador nos concedería la victoria en cualquier caso, así que no tenía preferencias, no tenía una opinión militar que ofrecer.
»El mismo emperador tenía ya el objetivo de Aydindril en mente, aunque no mencionó nada hasta que oyó mis recomendaciones. El emperador Jagang no siempre emplea mis estrategias, pero me complació que en esta ocasión viera lo que yo: que tomar la ciudad y el palacio de la esposa de lord Rahl no sólo sería una victoria militar de capital importancia, sino que también asestaría un gran golpe al corazón mismo de nuestro enemigo.
Jennsen volvía a verlo como le había visto al principio, con un respeto reverencial ante lo importante que realmente era. Se trataba de un hombre que, en parte, dirigía el curso mismo de la Historia. El destino de naciones, e innumerables vidas, pendían de la palabra de Sebastián.
—¿No crees que el emperador pueda haber tomado ya el Palacio de las Confesoras?
—No —respondió el con segundad—. No desperdiciaremos a nuestros valientes hombres intentando tomar un objetivo tan importante hasta que el tiempo nos acompañe. Nos apoderaremos de Aydindril en primavera, cuando acabe este condenado invierno. Creo que aún podemos alcanzarlos a tiempo, de estar allí para el gran acontecimiento.
Jennsen se sintió cautivada por la idea de ver un acontecimiento tan trascendental; los ejércitos de un pueblo libre asestando un poderoso golpe a lord Rahl. Al mismo tiempo, sabía que ello significaba el principio del fin para D'Hara. Pero en realidad sólo significaba el fin de un gobierno malvado.
A la crepitante luz de la lumbre, parecía una noche notable en más de un aspecto. El mundo cambiaba y ella iba a formar parte de ello. También ella había cambiado esa noche.
El fuego le calentaba un lado de la cara. Advirtió que nunca antes había visto a Sebastián sin camisa, y le gustó lo que veía.
La otra mano del joven se alzó para sujetar con suavidad el otro brazo de Jennsen.
—Al emperador Jagang le gustará conocerte.
—¿Yo? Pero, yo no soy nadie importante.
—Sí, Jennsen, Jagang el Justo tendrá muchos deseos de conocerte, puedo prometértelo, de conocer a la valiente mujer que desea asestar tal golpe por nuestro valeroso pueblo, por el futuro de una humanidad libre y para poner fin al azote de la Casa de Rahl. Para un acontecimiento tan histórico como la toma de Aydindril y el Palacio de las Confesoras, el hermano Narev en persona tiene intención de viajar al norte desde el Viejo Mundo, quiere presenciar esa gran victoria en nombre de nuestro pueblo. Estoy seguro de que él, también, estará sumamente encantado de conocerte.
—El hermano Narev...
Jennsen pensó en el alcance de aquellos acontecimientos que, hasta aquel momento, no había tenido ni idea que estuvieran sucediendo. Ahora ella iba a formar parte de ellos. Le produjo una especie de estremecimiento el que fuera a conocer a Jagang el Justo —un auténtico emperador— y quizá incluso al hermano Narev, quien, según decía Sebastián, era casi el líder espiritual más importante que hubiese existido nunca.
Sin Sebastián, nada de ello sería posible. Era un hombre excepcional: en todo, desde sus maravillosos ojos azules y sus exóticas púas de cabello blanco, hasta su apuesta sonrisa y su extraordinario intelecto.
—Puesto que participaste en la planificación de la campaña, me alegro de que vayas a estar allí para ver triunfar tu estrategia. También debo admitir que me sentiría honrada de estar en presencia de hombres tan magníficos y nobles.
Incluso aunque Sebastián se mostró tan modesto como siempre, ella creyó ver una chispa de orgullo en sus ojos. Pero entonces él se tornó serio.
—Cuando nos encontremos con el emperador no debes alarmarte por lo que veas.
—¿Qué quieres decir?
—El emperador Jagang ha sido marcado por el Creador con ojos que ven más de lo que pueden ver los hombres corrientes. Los estúpidos se asustan de su aspecto. Yo quisiera prevenirte. No debes asustarte de un hombre tan magnífico simplemente porque tenga un aspecto diferente.
—No lo haré.
—Está decidido entonces.
Jennsen sonrió ampliamente.
—Estoy de acuerdo con tu plan. Podemos marchar en dirección a la Tierra Central, el emperador y las Hermanas de la Luz por la mañana.
Pareció como si apenas la oyera. La mirada del joven paseó por su rostro, sus cabellos, regresando finalmente a sus ojos.
—Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás.
Jennsen sintió que sus dedos se cerraban con más fuerza sobre sus brazos, acercándola más a él.
—Me honras con tales palabras —se oyó decir.
Él era un consejero de confianza de un emperador. Ella era simplemente una muchacha que creció en los bosques. Él cambiaba la Historia; ella se limitaba a huir. Hasta ahora.
Y sin embargo, era sólo Sebastián. Un hombre con el que hablaba, con el que viajaba, con el que comía. Le había visto bostezar de cansancio y caer dormido en incontables ocasiones.
Era una fascinante mezcla de hidalguía y Llaneza. Parecía irritarle que lo miraran con reverenda, sin embargo por su acritud parecía buscarlo, si no exigirlo.
—Lamento lo inadecuadas que suenan esas palabras —susurró, mostrándose muy humilde—. Lo que quiero decir es mucho más que el que seas simplemente hermosa.
—¿Es eso cierto?
Las palabras de la muchacha eran más que una pregunta. Eran asombro expectante.
La boca de Sebastián se encontró con la de ella apresuradamente. Sus brazos la rodearon. Ella mantuvo las manos extendidas a los lados, temerosa de abrazarlo porque si lo hacía tendría que tocar su piel desnuda. Permaneció en los brazos de Sebastián, con sus propios brazos extendidos hacia fuera rígidamente, la columna vertebral arqueada hacia atrás, bajo la presión del cuerpo del joven.
La boca de Sebastián resultaba sensual contra la suya. Sus brazos hacían más que rodearla; la protegían. Cerró los ojos mientras se hundía en su beso. El cuerpo de Sebastián resultaba muy duro contra el suyo. Le agarró los cabellos por la nuca, sujetándola mientras gemía contra los labios de la muchacha, a la vez que su cálida lengua llenaba inesperadamente su boca. A Jennsen la cabeza le daba vueltas con todas aquellas deliciosas sensaciones.
El mundo pareció dar vueltas, y sintió como si colgara de los brazos de Sebastián. Sintió la repentina presión de la ropa de cama contra el cuerpo. La impresión de estar tumbada de espaldas, con el encima, hizo que de repente se sintiera confusa y sin saber que hacer o cómo reaccionar.
Quería detenerlo antes de que fuera más lejos. Al mismo tiempo temía hacer nada que le hiciera parar, que le hiciera creer que ella lo rechazaba.
Se le ocurrió entonces lo muy solos que estaban. Tal aislamiento lo preocupo. Pero también la excito. Estando ambos tan completamente solos, únicamente ella podía detenerlo. Las elecciones que tomaba no sólo decidían su propio camino, también ejercían su influencia en el corazón de Sebastián. Aquello le proporcionó una reconfortante sensación de poder.
Pero era simplemente un beso. Un beso más intenso que el del palacio, pero con todo, sólo un beso. Un beso que hacía que le diera vueltas la cabeza y el corazón se le desbocara.
Se rindió a su abrazo, atreviéndose a usar la lengua como el usaba la suya, y se sintió estimulada por su ardiente respuesta. Se sintió mujer... una mujer deseable. Hizo ascender las manos por la suave piel de su espalda, percibiendo el paisaje que describían huesos y músculos sin el estorbo de las telas, notando que él se flexionaba al presionar concia ella. Apenas era capaz de respirar ante lo maravilloso de tales sensaciones.
—Jenn —mustió él jadeando en su oído—, te amo.
El asombro la dejó sin palabras. No parecía real. Daba la sensación de que debía de estado soñando, o estar viviendo en el cuerpo de otra persona. Sabía que le había oído decirlo, pero simplemente no le parecía real.
El corazón le latía a tal velocidad que temió que fuera a estallar. También la respiración de Sebastián surgía en desesperadas bocanadas, como si su deseo por ella lo estuviera enloqueciendo. Se aferró a él ansiosa por volver a sentir el cálido aliento de sus palabras en el oído.
Temía creerlo, no obstante, temía permitirse creer en él, saber si era real, si aquello le estaba sucediendo realmente a ella, o si tan sólo lo imaginaba.
—Pero... no puedes decirlo en serio. —Sus palabras eran un muro para protegerla.
—Sí —jadeó él—. Sí. No puedo evitarlo. Te amo, Jennsen.
Su cálido aliento la cosquilleó y un delicioso escalofrío la recorrió hasta lo más profundo de su ser.
Por algún motivo, el recuerdo de Tom apareció en su mente. Lo vio mentalmente, sonriéndole de aquel modo especial suyo. Tom no lo haría de aquel modo. No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía. Tom no abordaría el tema del amor de aquella manera.
Por algún motivo, sintió una panzada de dolor por Tom.
—Sebastián...
—Mañana marcharemos a cumplir con nuestro destino...
Jennsen asintió contra el hombro del joven,, maravillándose del modo en que aquellas palabras sonaban en cierto modo apasionadas. El destino de ambos. Se aferró a él sintiendo el resbaladizo calor de su espalda, sintiendo cómo él ejercía presión contra su pierna, notando también como su brazo descansaba sobre su vientre mientras le acariciaba la cadera con la mano, en cierto modo deseando que dijera algo que la emocionara, que la asustara, al mismo tiempo que rezaba para que no lo hiciera.
—Pero esta noche es nuestra, Jenn, si tan solo quisieras aprovecharla.
Jennsen.
—Sebastián...
—Te amo, Jennsen. Te amo.
Jennsen.
Jennsen deseó que la imagen de Tom abandonan su cabeza.
—Sebastián, no sé qué...
—Jamás lo quise. No era mi intención sentir de este modo, pero lo siento. Te amo, Jenn No lo esperaba. Querido Creador, no puedo evitarlo. Te amo.
Cerró los ojos cuando él la besó en el cuello. Era una sensación muy agradable sentir sus íntimos susurros en el oído, un susurro que en cierto modo sonaba parecido a una dolorosa confesión, entrelazada con pesar, ira, y, sin embargo, cargada de desesperada esperanza.
—Te amo —volvió a musitar él.
Jennsen se estremeció con el placer que le producía aquella sensación, con el placer de sentirse mujer, de saber que su simple existencia emocionaba a un hombre. Nunca antes se había sencido especialmente atractiva, pero justo en esos momentos, se sentía más que hermosa... se sentía seductoramente hermosa.
Entrega.
Ella lo besó en el cuello cuando él cambió de posición. Le beso la oreja y pasó la lengua a lo largo de ella como él había hecho. Todo el cuerpo de Sebastián ardía.
Se quedó paralizada cuando el deslizó la mano bajo su vestido Los dedos resbalaron sobre su rodilla desnuda, sobre su mudo desnudo. La elección era suya, se dijo la muchacha. Lo era.
Jadeó, con los ojos muy abiertos, mirando fijamente las oscuras vigas del techo. La boca de Sebastián cubrió la suya antes de que pudiera decir la palabra que quería pronunciar y ella le golpeó el hombro con el puño, una vez, frustrada por no ser capaz de decir aquella única, corta e importante palabra.
Le agarró el rostro para empujarlo hacia atrás, para poder decir la palabra. Pero aquel era el hombre que le habla salvado la vida. De no ser por él la habrían matado junto con su madre aquella noche de lluvia. Le debía la vida. Permitirle que la tocara de aquel modo no era nada a cambio de aquello. ¿Qué mal había? Era una nimiedad comparado con el modo en que él le había abierto el corazón.
Además, él le importaba. Era un hombre que cualquier mujer desearía. Era apuesto, inteligente e importante. Por otra parte, la emocionaba que ella le importara tanto. Así era. ¿Qué más podía querer?
Desterró con energía la no deseada imagen de Tom de su mente, concentrando toda su atención en Sebastián y en lo que él le estaba haciendo. Su contacto la debilitaba de un modo que le producía dolor.
Los dedos de Sebastián resultaban tan placenteros que empezaron a correrle lágrimas por las mejillas. Olvidó la palabra, preguntándose por qué habría querido pronunciada.
Jennsen le aferró la nuca, sujetándose como si le fuera la vida en dio. Su otro puño presionó contra los costados de sus costillas mientras clamaba ante lo que él le hacía, incapaz de hacer otra cosa que jadear y retorcerse, impotente, ante el indecente placer de todo ello.
—Sebastián... —jadeó—. ¡Ah, Sebastián...!
—Te amo tanto, Jenn. —Le separó aún más las rodillas y se introdujo entre sus temblorosas piernas—. Te necesito, Jennsen. Te necesito tanto... no puedo vivir sin ti. Juro que no puedo.
Se suponía que era ella quién decidía. Se dijo a sí misma que así era.
—Sebastián...
Entrega.
—Si —musitó ella—. Queridos espíritus, perdonadme, sí.
6
Oba apoyó un hombro contra el costado pintado de rojo de un carro colocado fuera del camino. Con las manos en los bolsillos, inspeccionó con aire indiferente el bullicioso mercado. La gente aglomerada entre los puestos al aire libre parecía tener un ánimo festivo, posiblemente debido a que por fin la primavera estaba cerca, incluso aunque el invierno no quisiera todavía renunciar a sus rigores. A pesar del penetrante frío, la gente charlaba y reía por lo bajo, regateaba y disputaba, compraba y examinaba las mercancías.
Poco sabían las gentes que avanzaban arrastrando los pies y desafiando el viento helado que había alguien importante entre ellas. Oba sonrió burlón. Un Rahl estaba entre ellos. Un miembro de la familia gobernante.
Desde que había decidido volverse invencible, y a lo largo del transcurso de su largo viaje al norte, Oba se había convenido en un hombre nuevo, un hombre de mundo. Al principio, tras la muerte de la molesta hechicera y de su lunática madre, estuvo inmerso en un remolino de recién hallada libertad, y ni había pensado en ir al Palacio del Pueblo, pero cuanto más consideraba los acontecimientos cruciales que habían tenido lugar y las cosas nuevas que había aprendido, más se había convencido de que tal viaje era vital. Existían aún pedazos que faltaban, pedazos que podían dar problemas.
Aquella mujer llamada Jennsen haba dicho que la perseguían escuadras. Las escuadras sólo perseguían a gente importante, así que a Oba le inquietaba que pudieran acabar persiguiéndolo a él, también, ya que era importante, Como Jennsen, era también uno de aquellos agujeros en el mundo. Lathea no le había explicado lo que significaba, pero ello hacia que tanto Oba como Jennsen fueran especiales de algún modo. Los conectaba en cierto modo.
Era posible que lord Rahl se hubiese enterado de la existencia de Oba, quizá a través de la traicionera Lachea, y temiera tener un rival legítimo que pudiera hacer peligrar su posición. Al fin y al cabo, Oba era también un hijo de Rahl el Oscuro. Un igual, en muchos sentidos. Lord Rahl poseía magia, pero Oba era invencible.
Con todos aquellos problemas en potencia cociéndose, Oba pensó que era mejor velar por sus propios intereses viajando a su hogar ancestral para averiguar lo que pudiera.
Antes de haber decidido viajar al norte, Oba había tenido sus dudas. Con todo, disfrutó con sus visitas a lujares nuevos, y había aprendido mudas cosas. Guardaba listas de ellas en la cabeza. Lugares, sitios interesantes. gente. Todo significaba algo. En momentos de tranquilidad repasaba aquellas listas mentales, viendo qué cosas encajaban entre sí, qué revelaciones podía sacar. Era importante mantener la mente activa, decía él siempre. Era un hombre independiente, en la actualidad, que tomaba sus propias decisiones, que elegía su propia senda, que hacía lo que quería, pero aún tenía que aprender y crecer.
Pero Oba ya no tenía que alimentar animales, ocuparse del huerto, reparar cercas, establos y casas. Ya no tenía que llevar y traer cosas, y obedecer cada antojo estúpido de su lunática madre. Ya no tenía que soportar los odiosos remedios de la molesta hechicera, sus miradas furtivas. Ni tampoco tenía que escuchar las invectivas de su madre, sus mofas, ni verse sujeto a su venenosa humillación.
Pensar que en una ocasión ella había tenido la desfachatez de ordenarle que se deshiciera a golpes de pala de un montón de estiércol congelado; a él, el hijo del mismísimo Rahl el Oscuro. Cómo lo había soportado, Oba no lo sabía. Suponía que era un hombre de una paciencia extraordinaria, una de sus muchas características singulares.
Puesto que su maníaca madre había sido siempre tan inflexible en que no gastara dinero en mujeres, Oba había celebrado la liberación de su tiranía, en cuanto llegó a una ciudad de buen tamaño, visitando a la prostituta más cara que pudo encontrar. Entonces comprendió por qué su madre había estado tan firmemente en contra de que estuviera con mujeres: era placentero.
Había descubierto, no obstante, que también aquellas mujeres podían ser crueles con un hombre de su sensibilidad y podían a veces intentar hacerle sentir pequeño y sin importancia. También ellas podían clavar en él aquella mirada calculadora, insensible y condescendiente que tanto odiaba.
Oba sospechaba que la culpa la tenía su madre. Sospechaba que, incluso desde el mundo de los muertos, aún podría introducirse en este mundo, a través del frío corazón de una prostituta, para irritarlo en sus momentos más triunfales. Sospechaba que la voz sin vida de su madre susurraba cosas maliciosas a los oídos de las mujeres. Sería muy propio de ella hacerlo; incluso en su descanso eterno, no se sentiría a gusto permitiéndole tener algo de paz o satisfacción.
Oba no era un despilfarrador —en absoluto—, pero el dinero que con tanto derecho había sido suyo sí que le proporcionó algunos bien merecidos placeres, como camas limpias, buena comida y bebida, y la compañía de mujeres atractivas. Cuidaba bien su dinero, no obstante, no fuera a ser que se quedara sin él. Sabía bien que la gente codiciaba su riqueza.
Con todo, había averiguado que el solo hecho de tener dinero le proporcionaba favores, en especial de mujeres. Si las invitaba a beber o les hacía pequeños regalos —una bonita pieza de ropa, una baratija para la muñeca, un alfiler reluciente para el cabello— era más probable que se mostraran amables con él. A menudo le conducían a algún lugar tranquilo, donde podían estar a solas con él. A veces era un callejón, a veces un bosque solitario, a veces una habitación.
Sospechaba que algunas de ellas simplemente querían hacerse con su dinero. No obstante, jamás dejaba de sorprenderlo la diversión y satisfacción que podía obtener de una mujer. Frecuentemente con la ayuda de un cuchillo afilado.
Como buen hombre de mundo, Oba también conocía a las mujeres ahora. Había estado con muchas, y en la actualidad sabía cómo hablar a las mujeres, cómo tratarlas, cómo satisfacerlas.
Había una serie de mujeres todavía aguardando, esperando, rezando para que regresara un día junto a ellas. Varias habían abandonado incluso a sus esposos, con la esperanza de ganarse su corazón.
Las mujeres no podían resistirse a él. Lo adulaban, se mostraban encantadas con su belleza, se maravillaban de su fuerza, gemían ante el modo en que él les daba placer. Disfrutaban especialmente cuando les hacía daño. Cualquiera menos sensible que él sería incapaz de reconocer lo que eran en realidad sus lágrimas, eran de alegría.
Si bien Oba disfrutada con la compañía de mujeres, sabía que siempre podía tener otra, de modo que no se enredaba en líos amorosos. La mayoría eran breves. Algunos muy breves. Por el momento, tenía asuntos más importantes en mente que las mujeres. Más tarde, tendría todas las mujeres que quisiera. Igual que su padre.
Ahora, por fin, podía contemplar el imponente esplendor pétreo de su auténtico hogar: el Palacio del Pueblo. Algún día le pertenecería. La voz así se lo había dicho.
Un vendedor ambulante se paró junto a él, perturbando los agradables pensamientos de Oba, lo que imaginaba que le aguardaba.
—¿Amuletos para vos señor? Amuletos mágicos. Buena suerte con seguridad.
Oba bajo la mirada hacia el encorvado mercachifle torciendo el gesto.
—¿Qué?
—Amuletos especiales con magia. Y sólo os costara un penique de plata.
—¿Qué hacen?
—Bueno, señor, los amuletos son mágicos, seguro. ¿No os gustaría un poco de magia para aliviar los terribles conflictos de la vida? ¿Hacer que las cosas salgan como deseas para variar? Sólo un penique de plata.
Las cosas ya salían como él quería, ahora que su lunática madre no andaba por ahí para incordiarlo y sojuzgarlo. Pero, a Oba le gustaba aprender cosas nuevas.
—¿Qué hará esta magia? ¿Qué dase de cosas?
—Grandes cosas, señor. Grandes cosas. Os dará fuerza, lo hará. Fuerza y sabiduría. Fuerza y sabiduría más allá de las que posee cualquier mortal.
—Eso ya lo poseo —dijo Oba mostrando una sonrisa burlona.
El hombre no supo qué decir durante un instante. Miró por encima de cada hombro, asegurándose de que no había nadie cerca antes de inclinarse más hacia él, presionado contra el costado de Oba, para hablar confidencialmente. Guiñó un ojo a Oba.
—Estos amuletos mágicos os ayudarán a conquistar a las chicas, señor:
—Las mujeres ya están locas por mí.
Oba estaba perdiendo el interés. Aquella magia prometía sólo lo que él ya tenía. Para el caso, era como si el hombre le dijera que los amuletos le concederían dos brazos y dos piernas.
El mugriento individuo se aclaró la garganta, llena de flemas, mientras volvía a indignarse hacia él.
—Bien señor, ningún hombre se cansa de obtener riquezas o a las más hermosas...
—Te daré un penique de cobre si puede decirme dónde puedo encontrar a la hechicera Althea.
El aliento del hombre apestaba. Oba lo empujó hada atrás. El mercachifle alzó un dedo torcido. Sus hirsutas cejas también se enarcaron.
—Vos, señor, sois un hombre sabio, tal y como habéis dicho. Sabía que perspicacia en vos. Vos, señor, habéis dado con la persona de este mercado que puede deciros lo que necesitáis. —Se golpeó el pecho—. Yo. Puedo contaros todo lo que necesitáis saber sobre el tema. Pero, como un hombre de vuestra sabiduría sin duda comprenderá, una información tan críptica y privilegiada necesariamente os costará mucho más que un penique de cobre. Sí, señor, mucho más. y lo vale.
Oba frunció el entrecejo.
—¿Cuánto más?
—Un marco de plata.
Oba gruñó una carcajada y empezó a alejarse. Tenía el dinero, pero no le gustaba que lo tomaran por idiota.
—Preguntaré por ahí. La gente decente puede proporcionar una ayuda tan simple como indicar el camino a casa de la hechicera sin esperar otra cosa que un saludo de mi gorra.
El vendedor correteó junto a Oba, ansioso por renegociar, hablando apresuradamente mientras se esforzaba por mantenerse a su altura. Extremos sueltos de su harapienta vestimenta ondearon como estandartes en la brisa mientras esquivaba a las personas que esquivaban a Oba.
—Sí, me doy cuenta de que realmente sois una persona sabia. Me temo que no puedo competir con vos, señor. Me habéis vencido; ésa es la simple verdad. Pero existen más cuestiones espinosas que no conocéis, cuestiones que un hombre de vuestra rara sensibilidad debería saber, cosas que muy bien pudieran significar vuestra seguridad en una empresa tan peligrosa como la que pienso que podríais estar a punto de asumir, cosas que no muchas personas pueden contaros de modo fidedigno.
Oba era sensible, eso era cierto. Bajó la mirada hacia el hombre que arrastraba los pie andando de costado junto a él, igual que un perro pidiendo una sobra de comida.
—Un penique de plata, entonces. Eso es todo lo que voy a ofrecer.
—Un penique de plata, entonces —concedió él con un suspiro—, por la valiosa información que necesitáis, señor, que os garantizo que no escuchareis en ninguna otra parte.
Oba se detuvo, satisfecho de que el hombre hubiese cedido a su intelecto superior. Con los brazos en jarras, contempló fijamente al esperanzado tipo que se lamía los agrietados labios. Iba en contra de la naturaleza de Oba desprenderse tan fácilmente de su dinero, pero tenía mucho, y había algo en aquello que lo intrigaba. Rebuscó en el bolsillo, deslizando dos dedos dentro de La bolsa de cuero que guardaba allí, y extrajo un penique de plata.
Lo arrojó al desaliñado tipejo.
—Muy bien, pues. —A la vez que el hombre atrapaba la moneda, Oba agarró la huesuda muñeca del mercachifle—. Te daré el precio que pides. Pero si no creo que lo que me estás contado es cierto, o si sospecho que me ocultas algo, recuperare la moneda, y tendré que limpiar tu sangre de ella antes de devolverla a mi bolsillo.
El hombre tragó saliva ante la peligrosa expresión de Oba.
—Señor, no os engaño... y menos después de dar mi palabra.
—Será mejor que no. Así pues, ¿dónde está? ¿Cómo puedo encontrar a Althea?
—Ella vive en una ciénaga. Pero puedo contaros cómo llegar hasta donde vive, por sólo...
—¡Crees que soy un zoquete estúpido! —Oba retorció la muñeca—. Ya he oído decir que la gente va a ver a esta hechicera, que recibe visitantes en su ciénaga, así que será mejor que me digas algo mejor que el camino para ir a su casa.
—¡Sí! —El mercachifle tragó saliva por el dolor—. Claro que os lo diré.
Oba aflojo la mano. Todavía con una mueca de dolor, el hombre se apresuró a añadir.
—Iba a decir que os contaré el camino secreto para llegar a ella a través de la ciénaga por el generoso precio que ya habéis pagado. No tan sólo el camino habitual para entrar, que la gente conoce, sino el camino secreto para entrar también. Pocos, si alguno, conocen su existencia. Todo incluido en el precio. No le oculto nada a un hombre justo como vos, señor.
Oba le dirigió una mirada feroz.
—¿Camino secreto? ¿Sí hay un camino normal, un camino que la gente usa para ver a Althea, por qué tendría que interesarme ese otro camino?
—La gente entra a ver a Althea para pedir una predicción. Esa hechicera es poderosa. —Se inclinó más cerca—. Pero deben invitarte antes de que puedas ir a verla en busca de una predicción. Nadie se atreve a ir sin ser invitado. Todo el mundo entra por el mismo sitio, de modo que ella pueda verlos venir..., una vez que los ha invitado a entrar y ha retirado a sus bestias sanguinarias que custodian el camino. —Un sonrisa astuta se extendió por el retorcido rostro del hombre—. A mí me parece que si os hubieran invitado a entrar, no necesitaríais preguntar a la gente cómo llegar allí. ¿Os han invitado, señor?
Oba empujó hacia atrás, con suavidad, al maloliente buhonero.
—Así pues, ¿hay otro modo de entrar?
—Lo hay. Un camino trasero. Un camino para entrar a hurtadillas por detrás, si se desea, mientras sus bestias custodian la puerta delantera, por así decido. Un hombre listo podría elegir no acercarse a una hechicera poderosa según las condiciones de ésta.
Oba echó ojeadas a los lados, para comprobar que la gente no escuchara.
—No necesito entrar por un camino secreto. No temo a la hechicera. Pero puesto que ya he pagado por todo, quiero que te me cuente todo. Los dos caminos para entrar, y todo lo demás sobre ella, también.
El hombre se encogió de hombros.
—Si estáis dispuesto a hacerlo, podéis cabalgar hacia el oeste, como hacen las gentes que han sido invitadas a casa de Althea. Debéis viajar al oeste, a través de las llanuras, hasta llegar a la montaña nevada más grande. Al otro lado de la montaña, giráis al norte y seguís adelante siguiendo la base de los despeñaderos. El terreno desciende hasta que finalmente penetra en la ciénaga. Sólo debéis seguir el sendero bien cuidado que atraviesa la ciénaga. Manteneos en el sendero... no salgáis de él. Conduce a la casa de la hechicera Althea.
—Pero la ciénaga estará congelada en esta época del año.
—No, señor. Se trata del maligno hogar de una hechicera y su magia amenazadora. La ciénaga de Althea no se doblega ante el invierno.
Oba retorció la muñeca del hombre hasta que éste gritó.
—¿Crees que soy tonto? Ningún sitio es una ciénaga en invierno.
—¡Preguntad a cualquiera! —chilló el hombre, y agitó el otro brazo de un lado a otro—. Preguntad a cualquiera y os dirán que el lugar donde vive Althea no se doblega ante el invierno del Creador, sino que es caluroso y cenagoso todo el año.
Oba aflojó la presión sobre la muñeca del hombre.
—Dijiste que había un camino por detrás. ¿Dónde está?
Por primera vez el hombre vaciló y se lamió los labios agrietados por el frío.
—Es difícil de encontrar. Hay pocos puntos de referencia, y cuesta descubrirlos. Podría contaros cómo hallar el lugar, pero podrían pasar de largo, y luego pensaríais que os he mentido cuando lo que sucede es que es difícil de encontrar siguiendo sólo indicaciones si uno no está familiarizado con el terreno de esos lugares.
—Estoy pensando ya en recuperar mi moneda.
—Sólo miro por vuestra seguridad, señor. —Lanzó una veloz sonrisa de disculpa—. No me gusta darle a un hombre como vos sólo parte de lo que necesita, por miedo a que pudiera lamentarlo. Yo siempre doy todo lo que prometo.
—Sigue.
El mercachifle carraspeó y luego escupió a un lado Se secó la boca con el dorso de la roñosa manga.
—Bien, señor, el mejor modo de encontrarlo es si yo os llevo allí.
Oba examino a una pareja de edad que pasaba a poca distancia, luego tiro del hombre agarrándolo por la muñeca.
—Estupendo. Vamos.
El buhonero se cerró en banda.
—Eh, paso a paso. Estuve de acuerdo en decíroslo, y puedo hacer eso. Tal y como he dicho, no obstante, es difícil de encontrar. Pero no se puede esperar que abandone mi negocio para haceros de guía. Serán varios días los que me quedaré sin ingresos.
Poniendo mala cara. Oba se inclinó hacia él.
—¿Y cuánto quieres por conducirme hasta allí?
El hombre inspiró hondo mientras reflexionaba, mascullando para sí, como si se esforzara por cuadrar números mentalmente.
—Bien, señor —dijo por fin, alzando un dedo de la mano libre—. Supongo que podría marchar durante unos pocos días si se me pagara un marco de oro.
Oba rió.
—No voy a darte un marco., ni de oro ni tampoco de plata... por la tarea de guiarme durante unos pocos días. Estaría dispuesto a pagarte otro penique de plata, pero eso es todo. Tómalo o devuélveme mi primer penique de plata v desaparece.
El buhonero meneó la cabeza negativamente mientras farfullaba para sí. Finalmente, miró de soslayo a Oba con expresión resignada.
—Mis amuletos no se venden muy bien últimamente. Si he de ser sincero, me iría bien el dinero. Habéis vuelto a ganarme, señor. Os guiaré, entonces, por un penique de plata.
Oba soltó la muñeca del hombre.
—Vamos.
—Hay que cruzar las llanuras Azrith. Necesitaremos caballos.
—Vaya, ¿quieres que compre un caballo? ¿Te has vuelto loco?
—Bueno, andar no sirve de nada. Pero conozco tipos aquí que os harán un buen trato por un par de caballos. Si cuidamos bien de los animales. estoy seguro de que aceptarán comprarlos de nuevo una vez que regresemos... menos una pequeña cantidad por haberlos utilizado.
Oba lo meditó. Quería subir a palacio para echar una mirada por allí, pero pensó que era mejor si visitaba a la hermana de Lathea primero. Había cosas que debía averiguar.
—Eso suena razonable. —Oba dedicó un asentimiento de cabeza al encorvado vendedor—. Vayamos a conseguir caballos y marchemos, pues.
Abandonaron la calzada lateral más tranquila para penetrar en la principal, que estaba atestada. Había varias mujeres atractivas por allí y algunas miraron en dirección a Oba, la invitación y el deseo eran claros en sus ojos. Trabaron la mirada con él, anhelantes. Oba les lanzó sonrisas, una señal que sugería la posibilidad de más, más tarde. Pudo ver que incluso eso las entusiasmaba.
Se le ocurrió, no obstante, que aquellas mujeres que deambulaban por el mercado probablemente eran humildes campesinas. Arriba, en palacio, era posible que hubiera la dase de mujeres que Oba quería conocer: mujeres de elevada posición social. Él no merecía menos. Al fin y al cabo, era un Rahl, prácticamente un príncipe, o algo equiparable. Quizá incluso algo más que eso.
—¿Cómo te llamas, a todo esto? —preguntó Oba—. Ya que veo que viajaremos juntos.
—Clovis.
Oba no le dijo su nombre. Le gustaba que lo llamara «señor». Al fin y al cabo, era lo apropiado.
—Con toda esta gente —dijo Oba mientras paseaba la mirada por el gentío—, ¿cómo es que tus amuletos no se venden? ¿Cómo es que pasas por momentos difíciles?
El hombre suspiró con aparente desdicha.
—Es una triste historia, pero no tengo por qué agobiaros con ella, señor.
—Es una pregunta muy simple, creo.
—Supongo que sí. —Se protegió los ojos de la luz del sol con una mano alzaba los ojos para inspeccionar a Oba—. Bueno, señor, hace un tiempo, allá en pleno invierno, conocí a una hermosa joven.
Oba examinó al encorvado, arrufado y desgreñado hombre que caminaba junto a él arrastrando los pies.
—¿La conociste?
—Bueno, señor, para ser sincero, le estaba ofreciendo un amuleto... —La frente de Clovis se contrajo de un modo curioso, como si de repente hubiera tropezado con algo inesperado—. Eran sus ojos lo que te cautivaban. Enormes ojos azules. De un azul que raramente se ve... —Clovis se fijó en los ojos a Oba—. Lo cierto es, señor, que sus ojos eran muy parecidos a los vuestros.
Ahora le tocó el turno a Oba de fruncir el entrecejo.
—¿Cómo los míos?
Clovis asintió con vehemencia.
—Lo eran, señor. Tenía unos ojos como los vuestros. Imaginad eso. Había algo en ella, en vos también, que resulta.,. en cierto modo, familiar. No puedo decir que sepa lo que es, no obstante.
—¿Qué tiene eso que ver con tus dificultades económicas? ¿Le diste todo tu dinero y no conseguiste meterte entre sus piernas?
Clovis pareció escandalizado por aquella idea.
—No, señor, nada parecido. Intenté venderle un amuleto... para que tuviera buena suerte. En su lugar, ella me robó todo mí dinero.
Oba gruñó escéptico.
—Apostaría a que re hacia ojitos y te sonreía mientras tenía metida la mano en tu bolsillo hasta el codo, y tú estabas demasiado entusiasmado para sospechar lo que realmente hacía.
—Nada de eso, señor. Nada de eso en absoluto. —Su voz se tornó amarga—. Envió a un hombre a robarme y él lo cogió todo para ella. Lo hizo él, pero fue siguiendo sus instrucciones; estoy seguro. Los dos me robaron todo el dinero. Me robaron lo que había ganado durante todo el año.
Algo cosquilleó en la memoria de Oba, que escudriñó sus listas mentales de cosas curiosas que no guardaban relación entre sí. Algunas de aquellas cosas empezaban a encajar.
—¿Qué aspecto tenía esa mujer de los ojos azules?
Era hermosa, señor, con gruesos rizos de cabello rojo.
Incluso aunque aquella mujer le hubiese robado al hombre sus ahorros, la mirada distante de sus ojos indicó a Oba que seguía fascinado por ella.
—Su rostro era como la visión de un buen espíritu, lo era, y su figura era suficiente para dejaros sin aliento. Pero debería haber sabido, por aquel cautivador pelo rojo, que su belleza ocultaba algo más taimado.
Oba se detuvo y agarró al hombre del brazo.
—¿Se llamaba Jennsen?
Clovis ofreció sólo un apenado encogimiento de hombros.
—Lo siento, señor. Jamás me dio su nombre. Pero me figuro que no habrá muchas mujeres con su aspecto. No con esos ojos azules, su belleza exquisita y esos rizos de cabello rojo.
Oba tampoco lo pensaba. La descripción encajaba a la perfección con Jennsen.
Bueno, ¿no era eso curioso?
—Ahí, señor —señaló Clovis—. Ahí adelante está el hombre que puede vendemos los caballos.
7
Oba entrecerró los ojos para ver en la penumbra de la espesa vegetación. Resultaba difícil de creer lo oscuro que estaba bajo los altísimos árboles, al pie de la retorcida columna vertebral de roca, cuando arriba, en el prado, hacía una mañana tan luminosa y soleada. Además parecía estar todo mojado.
Le dio la espalda al camino que conducía bajo las enredaderas y las colgantes ristras de musgo, para volver a alzar la mirada por la empinada pendiente rocosa, hacia donde había dejado a Clovis junto a un buen fuego, vigilando los caballos y el equipo. Oba se alegró de verse por fin libre del nervioso hombrecillo. Era agotador, como una mosca zumbando alrededor. Durante todo el trayecto a través de las llanuras Azrith, el hombre no había dejado de parlotear. Oba habría preferido librarse del mercachifle y marchar solo, pero el hombre había estado en lo cierto respecto a lo difícil que habría sido encontrar aquel lugar que descendía a la parte trasera de la ciénaga de Althea.
Al menos no tenía intención de entrar en la ciénaga con Oba. Clovis había parecido nervioso y tenso en lo referente a asegurarse de que su cliente sí entraba, no obstante. Probablemente le preocupaba que Oba no lo creyera y estaba ansioso por demostrar su valía. Aguardó en lo alto, observando, instándolo a avanzar, impaciente porque Oba entrara y comprobara que lo que le daba valía el dinero pagado.
Oba suspiró y volvió a ponerse en marcha, avanzando trabajosamente a través del sotobosque e inclinándote para pasar bajo las ramas bajas. Caminaba de puntillas sobre las raíces cuando podía, y vadeaba por aguas estancadas allí donde tenía que hacerlo. El aire estaba tan estático como el agua. Resultaba húmedo, también, además de oler fatal.
Aves desconocidas gritaban entre los árboles, en las sombras a las que la luz probablemente jamás llegaba, más allá de enredaderas, espesos montones de hojas y troncos podridos apoyados desmayadamente contra robustos compañeros. También se movían criaturas por el agua. Lo que pudieran ser, peces, reptiles o bestias conjuradas mágicamente, no había modo de saberlo. A Oba no le gustó el lugar. En absoluto.
Se recordó que habría miles de cosas nuevas que aprender una vez que llegara a la casa de Althea. Ni siquiera eso lo animó. Pensó en los extraños bichos, comadrejas y salamandras que había visto hasta el momento, y en los que aún era probable que viera. Tampoco eso consiguió animarlo. Seguía sin gustarle el lugar.
Agachándose para pasar bajo ramas, apartó a un lado unas telarañas. La araña más gorda que había visto jamás cavó al suelo y echó a correr en busca de un escondite. Oba, más rápido aún, la aplastó. Unas patas peludas arañaron el aire, agonizantes, antes de quedarse inmóviles. Oba sonrió burlón mientras seguía adelante. Empezaba a gustarle más el lugar.
Arrugó la nariz. Cuanto más se adentraba, peor olía aquello, apestaba a una extraña, acre y húmeda putrefacción. Vio vapor alzándose entre los árboles, y empezó a detectar un olor parecido a huevos podridos, pero más agrio. A Oba empezaba a no gustarle el lugar otra vez.
Avanzó pesadamente, no muy seguro de si había sido una buena idea ir a ver a Althea, en especial por la ruta sugerida por el nervioso vendedor. Suspiró mientras caminaba trabajosamente a través de la espesa maleza. Cuanto antes tuviera una charla con Althea, antes podría salir del repugnante lugar.
Además, la voz había despertado, impaciente porque continuara.
Cuanto antes acabara con la hermana de Lathea, antes podría visitar su hogar ancestral, el Palacio del Pueblo. Sería sensato averiguar lo que pudiera primero, para saber qué esperar de su hermanastro.
Oba se preguntó si Jennsen habría ido ya a ver a Althea, y si lo había hecho, qué había descubierto. Estaba cada vez más convencido de que su destino estaba ligado al de aquella Jennsen. Demasiadas cosas no dejaban de conducirlo de nuevo a ella para que se tratara de una conexión sin sentido. Oba era muy cuidadoso respecto al modo en que estaban conectadas las cosas en las listas que mantenía. Otras personas no eran tan observadoras. pero no tenían que serlo. No eran importantes.
Tanto él como Jennsen eran un agujero en el mundo. Posiblemente más interesante aún, ambos tenían algo en los ojos que Clovis había advertido. Qué era, exactamente, el hombre no estaba seguro. Oba le había insistido, pero él no sabía decirlo.
Mientras transcurría la mañana, Oba avanzó tan rápido como pudo por la retorcida maraña de raíces que hacía las veces de sendero, hasta que éste descendió más, hundiéndose en una extensión de aguas quietas y oscuras. Oba se detuvo, jadeando, con el sudor corriéndole por la cara, mirando con atención a los lados; en busca de otro camino que llevara hasta el lugar donde el terreno parecía volver a elevarse. El camino situado al frente se abría paso entre la espesa y humeante vegetación. Pero, primero, tenía que cruzar el agua. Acalorado como estaba, no le pareció tan mal.
No vio enredaderas colgando que pudieran ayudarlo a mantener el equilibrio, así que cortó una resistente rama y la despojó de todas sus ramitas para confeccionarse un bastón que lo ayudara a no perder el equilibrio mientras cruzaba la zona hundida.
Bastón en mano, Oba se adentró en un tramo cubierto de agua. No supuso el refrescante alivio que había esperado; olía de un modo horrible y estaba repleta de sanguijuelas marrones. Mientras avanzaba por el agua, dejando una estela que desplazaba desechos, tenía que apartarse continuamente las nubes de insectos de la cara. No dejó de buscar pero, a menos que volviera sobre sus pasos para buscar otro camino, comprendió que aquél era el único modo de llegar a la zona de terreno seco situada más allá. Esa idea, por sí sola, lo convenció para seguir adelante.
Había raíces suficientes bajo la superficie sobre las que pisar, pero Oba pronto se encontró con el agua hasta el pecho y no había llegado aún ni al centro. Al haber tanta profundidad, el agua le hacía flotar, lo que significaba que su equilibrio no era tan bueno. Las raíces del fondo eran resbaladizas y un pobre punto de apoyo para el bastón, pero éste al menos le permitía mantener el equilibrio.
Era un buen nadador, pero no le gustaba la idea de qué otras cosas podrían nadar con él, y prefirió seguir andando. Casi a punto de llegar a la orilla opuesta, Oba pensó en deshacerse del bastón y nadar el resto del camino para quitarse el sudor, cuando algo grueso le rozó la pierna. Antes de que pudiera pensar qué hacer, la cosa lo golpeó lo bastante fuerte como para hacerle perder pie, arrojándolo dentro del agua. En cuanto él se sumergió en aguas más profundas, la cosa le rodeó las piernas.
Pensó al instante en los monstruos que se decía que habitaban en la ciénaga. Durante toda la larga cabalgada. Clovis lo había obsequiado con relatos de las bestias, advirtiéndole que tuviese cuidado, pero Oba se había mofado, seguro de su propia fuerza.
Ahora Oba lanzó un grito, sintiendo miedo del monstruo que lo sujetaba. Forcejeó frenéticamente, jadeando de pánico, en un intento de liberar las piernas, pero la bestia que escupía fuego le tenía bien sujeto y no le soltaba. Le recordó a cuando era niño y estaba encerrado en el corral, atrapado e impotente. El grito de Oba resonó por las espumeantes aguas, regresando triplicado desde la oscuridad. La única idea clara que acudió a su mente fue que era demasiado joven para morir, en especial de un modo tan horrible. Tenía tantas cosas ante el por las que vivir. No era justo que le sucediera esto.
Volvió a gritar mientras chapoteaba y luchaba por escapar. Quería salir de allí, del mismo modo que había querido escapar de la terrible sensación de estar encerrado en el corral. Los chillidos nunca lo habían ayudado, y no lo ayudaron en ese momento. Su eco era una compañía vana.
La criatura, de improviso y con violencia, le dio la vuelta, haciéndole girar en redondo, y lo arrastró hacia el fondo.
Oba tomo una bocanada de aire justo a tiempo. Mientras se hundía, con los ojos abiertos como platos por el miedo, vio por primera vez las escamas de su captor. Era la serpiente más grande que había visto nunca, pero también sintió un gran alivio porque no era más que una serpiente. Podría ser grande, pero era simplemente un animal... no un monstruo que escupía fuego.
Antes de que le inmovilizara el brazo, Oba agarro el cuchillo guardado en una funda que colgaba de su cinto y lo saco. Sabía que en el agua sería difícil usar la misma fuerza que en tierra firme pero, de todos modos, apuñalar a la criatura sería su única posibilidad, y tenía que hacerlo antes de que se ahogara.
Con el cuello alargado en busca de aire, pero con la vivificadora superficie alejándose cada vez más, mientras el peso que lo rodeaba seguía arrastrándolo más al fondo, sus pies encontraron inesperadamente algo sólido. En lugar de seguir forcejeando para alcanzar la superficie, dejó que sus piernas se doblaran mientras se hundía, y cuando tuvo las piernas dobladas como una rana, lista para saltar, tensó los poderosos músculos de sus piernas y se empujó con un poderoso impulso lejos del fondo.
Oba irrumpió fuera del agua, con anillos de la serpiente enroscados a su alrededor. Aterrizó de costado, medio fuera del agua, sobre raíces retorcidas. A la serpiente, cuyo cuerpo amortiguó el peso de Oba cuando se estrellaron ambos contra el suelo, estaba claro que no le gustó nada. Irisadas escamas verdes titilaron en la débil luz mientras la apestosa agua se escurría a raudales por ambos combatientes.
La cabeza de la serpiente se alzó por encima del hombro de Oba. Unos ojos amarillos lo escudriñaron a través de un oscuro antifaz. Una lengua roja salió al exterior, palpando a su conflictiva presa.
Oba sonrió burlón.
—Acércate más, mi linda amiguita.
La serpiente ondulo su cuerpo mientras sus ojos se clavaban en el con una mirada amenazadora. Si una serpiente podía enojarse, esta lo estaba. Con la velocidad del rayo, Oba atrapó a la criatura por detrás de la cabeza color verde oscuro, sujetándola en su recio puño. Le recordó los combates de lucha libre en los que había participado en ocasiones excepcionales. Le gustaba la lucha. Oba jamás perdía un combate de lucha libre.
La serpiente hizo una pauta para sisear. Con poderosos músculos, cada uno contenía al otro. La serpiente intentaba envolver a Oba en aún más anillos y obtener la ventaja mediante la constricción. Era una tremente lucha de fuerza, cada uno intentaba someter al otro.
Oba recordó que desde el momento que había oído a la voz, había sido invencible. Recordó que su vida acostumbraba a estar gobernada por el miedo, miedo a tu madre, miedo a la poderosa hechicera. Casi todo el mundo temía a la hechicera, igual que casi todo el mundo temía a las serpientes. Pero Oba se había enfrentado a la peligrosa magia de la mujer. Ella le había lanzado fuego y rayos, magia capaz de abrirte pato a través de paredes y vencer cualquier oposición. Sin embargo, él había sido invencible. ¿Qué era una humilde serpiente frente a aquella clase de adversario? Se sintió un poco disgustado por haber gritado de miedo. ¿Qué tenía él, Oba Rahl, que temer de una simple serpiente?
Rodó más arriba hasta terreno sólido, llevando a la serpiente con él. Sonrió burlón cuando alzó el cuchillo para colocarlo bajo la mandíbula cubierta de escamas, El enorme animal se quedó inmóvil.
Con cuidado, sujetando a la criatura por detrás de la cabera con una mano, Oba presionó la hoja hacia arriba con la otra. Las duras escamas, igual que una pálida coraza, resistieron la penetración. La serpiente, ahora bajo la amenaza del letal cuchillo de Oba, empezó a forcejear, no para dominar en esta ocasión, sino para escapar. Sus musculosos anillos se desenroscaron de las piernas de Oba, barriendo el suelo para intentar agarrarse a raíces y arbolillos, buscando cualquier cosa a la que sujetarse. Con el pie, Oba tiró de un trozo del reluciente cuerpo verde de vuelta hacia él, impidiendo cualquier huida.
la hoja, afilada como una cuchilla de afeitar, con los poderosos músculos de Oba empujándola, se abrió paso repentinamente a través de las gruesas escamas de debajo de las fauces. Oba observó, fascinado, cómo corría sangre por su puño, La serpiente enloqueció entonces de miedo y dolor. Todo pensamiento de victoria había sido olvidado hacía rato. En aquellos momentos, la criatura deseaba desesperadamente escapar, y el animal dedicó toda su considerable fuerza a ese solo esfuerzo.
Pero Oba era fuerte. Nada escapaba jamás de él.
Arrastro el cuerpo que se retorcía, giraba y revolvía hasta terreno más alto y seco. Gruño al alzar a la pesada bestia. Sosteniéndola en alto, chillando enfurecido, Oba corrió al frente y con una poderosa embestida, hundió el cuchillo en un árbol, inmovilizando a la serpiente allí, con la hoja clavada a través de la mandíbula inferior y el paladar, como un largo tercer colmillo.
Los ojos amarillos del animal observaron, impotentes, mientras Oba sacaba otro cuchillo de su bota. Deseaba contemplar como desaparecía la vida de aquellos perversos ojos amarillos mientras lo contemplaban.
Hizo un tajo en la pálida parte inferior del cuerpo, en el pliegue situado entre hileras de escamas. No un tajo grande. No un tajo que matara. Simplemente un tajo para introducir la mano.
Oba sonrió burlón.
—¿Estas preparada? —preguntó a la criatura, y esta lo contemplo, incapaz de hacer otra cosa.
Oba se arremango la manga todo lo que pudo, luego introdujo la mano en la hendidura. Era muy angosta, pero la mano entró, retorciéndola, luego la muñeca, luego el brazo, mientras la serpiente se revolvía, no tan solo en su vano esfuerzo por escapar, sino de desesperado dolor. Con una rodilla, Oba inmovilizo el cuerpo contra el tronco del árbol y con un pie sujeto la batiente cola.
Para Oba, el mundo pareció desaparecer a su alrededor mientras sentía lo que era ser una serpiente. Imagino que se convertía en el animal, en su cuerpo viviente, percibiendo la piel de la serpiente alrededor de la suya a medida que empujaba el brazo más al interior. Sintió sus cálidas tripas húmedas, comprimidas alrededor de su carne, y deslizo la mano más al interior. Tuvo que acercarse más, para poder introducir el brazo más abajo, hasta que sus ojos se hallaron solo a unos centímetros de los de la serpiente.
Al mirar dentro de aquellos ojos, se sintió salvajemente jubiloso al ver no solo el dolor brutal, sino el más maravilloso de los terrores.
Oba percibió su punto de destino a través de las resbaladizas vísceras, y a continuación, lo encontró: el corazón palpitante. Latía furiosamente en su mano, vibrando y saltando. Mientras ambos se contemplaban más intensamente a los ojos, Oba apretó con sus poderos dedos. Con un espeso, cálido y húmedo borbollón, el corazón reventó. La serpiente se debatió con la repentina y violenta muerte. Pero mientras Oba sostenía el tembloroso corazón reventado, cada uno de los movimientos de la serpiente se volvió progresivamente más fatigoso, más lánguido, hasta que, con el último golpecito ondulante de la cola, esta se quedó inmóvil.
Oba mantuvo la vista fija en los ojos amarillos, hasta que supo que carecían de vida. No era lo mismo que contemplar morir a una persona, porque no había complejos pensamientos humanos con los que pudiera sintonizar, pero seguía siendo emocionante ver como la muerte se apoderaba de los seres vivos.
Cada vez le gustaba más la ciénaga.
Victorioso y empapado de sangre, Oba se acuclillo al bode del agua. Se lavó a sí mismo y a sus cuchillos. Todo el encuentro había sido inesperado, estimulante y satisfactorio, aunque tenía que admitir que no era ni con mucho tan excitante con una serpiente como lo era con una mujer. Con una mujer existía la emoción del sexo, la emoción de tener más que su mano dentro de ella mientras la muerte penetraba en su interior, también, para compartir su cuerpo con él.
No podía existir mayor intimidad que esa. Era algo sagrado.
La oscura agua se había vuelto roja para cuando Oba termino. El color le hizo pensar en los cabellos rojos de Jennsen.
Mientras se erguía, efectuó una comprobación para asegurarse que tenía todas sus pertenencias y no había perdido nada durante la lucha. Se palmeo el bolsillo en busca de la tranquilizadora presencia de sus duramente ganados caudales.
La bolsa del dinero no estaba.
Con un frio pánico, introdujo la mano en el bolsillo, pero la bolsa había desaparecido. Comprendió que debía de haberla perdido en el agua mientras forcejeaba con la serpiente. Mantenía la bolsa sujeta al extremo de un cordón que ataba a una trabilla del pantalón para asegurarse de que estaba a salvo y no se podía perder anticipadamente. No comprendía cómo era posible, pero el nudo del cordón de cuero debía de haberse soltado durante el forcejeo.
Dirigió una mirada furibunda a la criatura muerta, desplomada al pie del árbol. Con una furia enloquecida, Oba levanto la serpiente por la garganta y golpeo su cabeza sin vida contra el árbol, hasta que las escamas empezaron a desprenderse.
Jadeando y agotado por el esfuerzo, Oba paró por fin y dejo que la ensangrentada masa resbalara al suela. Abatido, decidió que tendría que volver a sumergirse en el agua en busca del dinero perdido. Antes de hacerlo, efectuó una última comprobación desesperada del bolsillo y, al mirar con más atención, vio, entonces, que el cordón de cuero que mantenía atado a la trabilla seguía allí. No se había desatado, después de todo. Saco el corto pedazo de cuero con los dedos.
Lo habían cortado.
Se dio la vuelta, mirando en la dirección por la que había venido Clovis.
Clovis estaba siempre pegándose a él, parloteando, como una cargante mosca cojonera. Cuando Oba había comprado los caballos, Clovis había visto la bolsa de dinero.
Con un gruñido, Oba lanzó una furibunda mirada atrás a través de la ciénaga. Había empezado a caer una ligera lluvia, que sonaba como un susurro al chocar con el dosel de hojas. Las gotas refrescaron su rostro acalorado.
Mataría a aquel ladronzuelo. Lentamente.
Sin duda Clovis fingiría ser inocente. Suplicaría que lo registrara para demostrar que no tenía la bolsa de dinero. Oba imaginó que el hombre probablemente habría enterrado el dinero en alguna parte, pensando regresar más tarde a recuperarlo.
Oba le haría confesar. No había la menor duda respecto a ello en su mente. Clovis pensaba que era listo, pero no se había encontrado nunca con alguien como Oba Rahl.
Iniciando la marcha de vuelta a través de la ciénaga para retorcerle el pescuezo al buhonero, Oba no fue muy lejos antes de detenerse. No. Había necesitado mucho tiempo para recorrer aquella distancia. Tenía que estar cerca de Althea ya. No podía permitir que su ira lo gobernara. Tenía que pensar. Él era listo. Más listo que su madre, más listo que Lathea la hechicera y más listo que un escuálido ladronzuelo. Actuaría guiado por el intelecto, no por la furia ciega.
Podía ocuparse de Clovis cuando hubiese terminado con Althea.
Con un estado de ánimo sombrío, Oba volvió a ponerse en marcha en dirección a la hechicera.
8
Observando desde cierta distancia a través de la lluvia, Oba no vio a nadie en el exterior de la casa de troncos de cedro situada más allá de la maraña de sotobosque y árboles. Había visto huellas —marcas de las botas de un hombre— alrededor de un pequeño lago. Las huellas no eran recientes, pero habían conducido a Oba por un sendero empinado hasta la casa. El humo procedente de la chimenea se enroscaba perezosamente en el estancado aire húmedo.
La casa situada más adelante, casi oculta bajo ristras de musgo y enredaderas, tenía que ser la casa de la hechicera. Nadie más sería tan estúpido como para vivir en un lugar tan atroz.
Oba se acercó sigilosamente andando de puntillas, ascendiendo por los peldaños traseros, hasta llegar al estrecho porche. Doblada la esquina, en la parte delantera, columnas hechas de gruesos troncos sostenían un techo bajo que sobresalía. Más allá de los amplios escalones de la entrada se extendía un amplio sendero; sin duda el camino por el que las visitas se acercaban tímidamente a la hechicera para pedir una predicción.
Dominado por la ira, y sin la menor intención de fingir ser lo bastante educado como para llamar, Oba abrió la puerta de golpe. Un pequeño fuego ardía en el hogar. Con tan sólo el fuego y dos ventanas pequeñas, el lugar estaba más bien pobremente iluminado. Las paredes estaban repletas de minuciosas tallas, la mayoría de animales, algunas sencillas, algunas pintadas y otras con una capa dorada. Oba prefería usar el cuchillo para otras funciones en lo referente a animales. El mobiliario era mejor que cualquier cosa con la que hubiera crecido, pero ni con mucho tan bonito como aquel al que se había acostumbrado últimamente.
Cerca de la chimenea, una mujer de grandes ojos negros estaba sentada en una silla prolijamente talluda —la más hermosa de las piezas del mobiliario— como una reina en su trono, observándolo en silencio por encima del borde de una tara de la que daba sorbos. A pesar de que la larga melena dorada era diferente y no mostraba aquella expresión inquietantemente austera, Oba reconoció las facciones. Mirando al interior de aquellos ojos, no podía haber duda. Era la hermana de Lathea.
Los ojos. Eso estaba en una de sus listas mentales.
—Soy Althea —dijo ella, apartando la taza de sus labios.
La voz no se parecía en nada a la de su hermana. Aunque transmitía una sensación de autoridad, como la de Lathea, sin embargo no tenía su tono altivo. No se puso en pie.
—Me temo que has llegado mucho antes de lo que esperaba.
Buscando anular rápidamente cualquier amenaza potencial. Oba hizo caso omiso de ella y se dirigió rápidamente a las habitaciones de la parte posterior, comprobando primero la habitación, en la que vio una mesa de trabajo, Clovis le había contado que Althea tenía un esposo, Friedrich, y había visto las huellas de unas botas masculinas en el exterior. Cinceles, cuchillos y mazos estaban dispuestos de un modo ordenado. Cada uno podía ser un arma letal en las manos adecuadas. La habitación tenía el aspecto pulcro de un lugar de trabajo recogido para tomar un largo descanso.
—Mi esposo ha ido a palacio —le grito ella desde su silla junto al fuego—. Estamos solos.
Él lo comprobó personalmente de todos modos, mirando en el dormitorio. Lo encontró vacio. La mujer decía la verdad. Aparte de la lluvia que golpeaba el techo, el lugar estaba en silencio. Los dos estaban realmente a solas.
Finalmente, seguro de que no los molestarían, regreso a la habitación principal. Sin una sonrisa, sin fruncir el entrecejo, sin mostrar inquietud, ella lo observo acercarse. Oba pensó que si la mujer tenía algo de inteligencia, debería estar preocupada. Pero, si acaso, parecía resignada, o tal vez adormilada. Una ciénaga, con su aire sumamente húmedo, podía ciertamente hacer que una persona tuviera somnolencia.
No lejos de la silla de la mujer, en el suelo, descansaba un tablero con un intrincado símbolo dorado en él. Le recordó a algo de una de sus listas mentales. Un montoncito de pequeñas piedras lisas y oscuras estaba colocado a un lado del tablero. Un gran almohadón rojo y dorado yacía cerca de los pies de la mujer.
Oba hizo una pausa, comprendiendo de improviso la conexión entre una de las cosas de sus listas y el símbolo dorado del tablero. El símbolo le recordó a una rosa alpina de la calentura... una de las hierbas que Lathea acostumbraba a poner en los remedios para él. La mayoría de las hierbas de Lathea ya estaban trituradas, pero aquella no lo estaba nunca. La mujer aplastaba una sola de las flores secas justo antes de añadirla al remedio. Tan ominosa conjunción sólo podía ser una señal de peligro. Había tenido razón: esa hechicera era la amenaza que le había preocupado que pudiera ser.
Flexionando los puños a los costados, Oba se alzó sobre la mujer mientras la contemplaba iracundo.
—Queridos espíritus —musitó esta para sí—, Pensaba que jamás tendría que volver a fijar la mirada en esos ojos.
—¿Qué ojos?
—Los ojos de Rahl el Oscuro —dijo ella, y su voz tenía un hilillo de un timbre lejano, quizá pesar, quizá desesperanza, quizá incluso terror.
—Los ojos de Rahl el Oscuro. —Una sonrisa burlona asomó al rostro de Oba—. Es muy generoso por tu parte mencionarlo.
No hubo en la mujer ni un rastro de sonrisa.
—No era un cumplido.
La sonrisa de Oba se agrió.
Le sorprendió sólo levemente que día supiera que era el hijo de Rahl el Oscuro. Al fin y al cabo, era una hechicera. También era la hermana de Lathea. A saber lo que la conflictiva mujer podría haber cotoneado desde su lugar de descanso eterno en el mundo de los muertos.
—Tú eres el que mató a Lathea.
Las palabras no fueron tanto una pregunta como una condena. Si bien Oba se sentía seguro de sí mismo, porque era invencible, no por ello dejó de mostrarse precavido. Aunque había temido a la hechicera Lathea toda su vida, esta había resultado al final ser menos formidable de lo que él tenía.
Pero Lathea no podía compararse con aquella mujer, de ningún modo.
Antes que responder a la acusación, Oba hizo su propia pregunta.
—¿Qué es un agujero en el mundo?
Ella sonrió para sí, luego extendió una mano.
—¿No quieres sentarte y tomar un poco de té conmigo?
Oba imagino que disponía de tiempo. Se saldría con la suya con aquella mujer, estaba seguro. No había prisa para acabar con aquello. En cierto modo lamentaba haber ido tan directamente con Lathea, antes de que se le hubiese ocurrido conseguir respuestas para todo. A lo hecho pecho, decía el siempre.
Althea, no obstante, contestaría a sus preguntas. Se tomaría su tiempo y se aseguraría de ello. Ella le enseñaría muchas cosas nuevas antes de que hubieran acabado. Una gratificación tanto tiempo esperada debería saborearse, no apresurarse. Se dejo caer con cuidado en la silla. Había una tetera sobre la sencilla mesita entre las dos sillas, pero no había una segunda taza.
—Vaya, lo siento —dijo ella al advertir que sus ojos buscaban—. ¿Podrías ir, por favor, al armario que hay ahí y coger una taza?
—Tú eres la anfitriona de este te, ¿por qué no vas a buscarlo tú para mí?
Los delgados dedos de la mujer recorrieron las curvas en espiral de los extremos de los brazos de la silla.
—Me temo que soy una lisada. No puedo andar. Solo soy capaz de arrastrar mis piernas inútiles por la casa y hacer unas pocas sencillas por mí misma.
Oba la miró fijamente, no sabiendo si creerla. La mujer sudaba profundamente, señal de que debía estar aterrada en presencia de un hombre lo bastante poderoso como para eliminar a su hermana hechicera. A lo mejor intentaba distraerlo, esperando salir huyendo en cuanto él le diera la espalda.
Althea sujeto la falda entre sus índices y sus pulgares y alzo el dobladillo con delicadeza, permitiéndole ver sus rodillas y un poco más arriba. El se inclino hacia adelante para echar un vistazo. Las piernas estaban destrozadas y atrofiadas. Parecía como si hubiesen muerto hacia una eternidad y no las hubiesen muerto hacia una eternidad y no las hubiesen enterrado. Oba encontró la visión fascinante.
Althea enarco una ceja.
—Lisiada, como te he dicho.
—¿Cómo?
—Obra de tu padre.
Vaya, ¿no era eso curioso?
Por primera vez, Oba sintió una conexión muy tangible con su padre. Había tenido una mañana difícil y dura, y tenía derecho a una tranquila taza de té. De hecho, encontraba la idea sugerente. Lo que tenía en mente para ella sería una tarea que daría sed. Oba cruzo la estancia y se hizo con la taza más grande de una colección que encontró en un estante. Cuando deposito la tasa sobre la mesa, ella la lleno de oscuro y espeso te.
—Es un te especial —explico ella cuando advirtió que el torcía el gesto—. Puede resultar terriblemente incomodo estar aquí en la ciénaga, con todo el calor y humedad. Esto ayuda a aclarar la mente, también, tras haber tenido que soportar las difíciles tareas de una mañana. Entre otras cosas, hace exudar el cansancio a los músculos cansados... como el que puede provocar una larga caminata.
A oba la cabeza le martilleaba tras la dura mañana. Aunque las ropas se le habían secado tras su baño, y la sangre había sido lavada, se pregunto si ella podía percibir de algún modo el mal rato que había pasado. No había forma de saber lo que aquella mujer era capaz de hacer, pero no le preocupaba. Era invencible, como el fin de Lathea había demostrado.
—Ah, sí. Es un tónico muy potente. Es capaz de curar muchos problemas. Ya lo veras por ti mismo.
Oba vio que ella bebía el mismo te espeso. La mujer sudaba, desde luego, así que supuso que esta tenía razón. La hechicera bebió el resto de la taza y se sirvió otra.
Alzo la taza en un brindis.
—Por la dulce vida, mientras la tenemos.
Oba tomó un sorbo del oscuro te, e hizo una mueca al reconocer el sabor. Era el símbolo del tablero representaba: la rosa alpina de la calentura. Había aprendido a identificar el amargo sabor de las veces en que Lathea aplastaba una y añadía a su remedio.
—Bébetelo todo —le dijo la mujer.
La respiración de ella parecía fatigosa, pero dio unos sorbos largos.
El sabía que Lathea, no obstante su mezquindad, en ocasiones mezclaba remedios para ayudar a gente enferma. Mientras él había aguardado a que preparara remedios para él y su madre, la había visto aplastar una de aquellas rosas en muchos brebajes que mezclaba para otros. Bueno, Althea estaba bebiendo una taza tras otra de aquello, así que ella evidentemente tenía fe en la desagradable hierba. Una humedad tan fuerte siempre le provocaba dolor de cabeza a Oba. No obstante el sabor amargo, tomó otro sorbo, esperando que ayudara a sus doloridos músculos además de aclararle la mente.
—Tengo algunas preguntas.
—Eso mencionaste —dijo Althea, mirándolo detenidamente por encima del borde de la taza—. Y esperas que te proporcionen respuestas.
—Así es.
Oba tomó otro trago del fuerte té. Volvió a hacer una mueca. No sabía por qué la mujer lo llamaba «té». No tenía nada de «té». Era simplemente rosa alpina de la calentura seca triturada en un poco de agua caliente. La mirada de ojos oscuros de la mujer lo siguió mientras depositaba la enorme taza sobre la mesa.
El viento había arreciado, haciendo que la lluvia golpeara contra la ventana. Oba supuso que había conseguido llegar a la casa justo a tiempo. Ciénaga inmunda. Devolvió su atención a la hechicera.
—Quiero saber que es un agujero en el mundo. Tu hermana dijo que tú podías ver agujeros en el mundo.
—¿Lo dijo? No sé por qué tendría que decir tal cosa.
—Tuve que convencerla —dijo Oba—. ¿Voy a tener que convencerte a ti también?
Eso esperaba. Se estremecía con la expectativa de empezar a usar el cuchillo. Pero no tenía prisa. Tenía tiempo. Le encantaba jugar con los seres vivos. Lo ayudaba a comprender cómo pensaban, así que cuando llegaba el momento y los miraba a los ojos, podía ser capaz de imaginar mejor lo que pensaban cuando la muerte revoloteaba cerca.
Althea inclinó la cabeza en un ademán que indicaba la mesa situada entre ellos.
—El té no te ayudara si no tomas suficiente. Bébetelo.
Oba desechó su preocupación con un ademán y se inclinó más cerca sobre un codo.
—He hecho un largo viaje. Responde a mi pregunta.
Althea desvió los ojos de la mirada desafiante de Oba y usó los brazos para bajar el peso de su cuerpo de la silla al suelo. Fue todo un esfuerzo. Oba no se ofreció a ayudarla. Le fascinaba observar cómo las personas se esforzaban. La hechicera tiró de sí misma hasta el almohadón rojo y dorado, arrastrando las inútiles piernas tras ella. Se colocó con dificultad en una posición sentada y dobló las inútiles piernas ante ella. Pese a todo, consiguió hacerlo con movimientos precisos y eficientes que parecía tener muy por la mano.
Todo ese esfuerzo lo desconcertó.
—¿Por qué no usas tu magia?
Ella alzó la vista para mirarlo atentamente con aquellos enormes ojos negros tan llenos de silenciosa condena.
—Tu padre hizo a mi magia lo mismo que a mis piernas.
Oba se quedó atónito. Se preguntó si su padre también había sido invencible. A lo mejor Oba siempre había estado destinado a ser el auténtico heredero de su padre. A lo mejor el destino había tomado por fin cartas en el asunto y rescatado a Oba para cosas mejores.
—¿Quieres decir que eres una hechicera, pero no puedes hacer magia?
Un trueno lejano retumbó por la ciénaga. La mujer indicó un lugar en el suelo. Oba se sentó ante ella, Althea arrastró hasta allí el tablero con el símbolo dorado y lo colocó entre ellos.
—Se me dejó únicamente una habilidad parcial para predecir cosas —respondió—. Nada más. Si lo deseases, podrías estrangularme con una mano mientras te acabas el té con la otra. No podría hacer nada para detenerte.
Oba pensó que aquello podría quitarle un poco de la diversión al asunto. La lucha era parte de cualquier batalla realmente satisfactoria. ¿Cuánto podía forcejear una anciana inválida? Al menos todavía se podía contar con el terror, la agonía y la contemplación de la llegada de la muerte.
—Pero ¿todavía puedes hacer profecías? ¿Es así como supiste que yo venía?
—En cierto modo.
La mujer suspiró hondo, como si el esfuerzo de arrastrarse hasta su almohadón rojo y dorado la hubiese dejado exhausta. Al dirigir la atención al tablero situado ante ella, pareció sobreponerse a su agotamiento.
—Quiero mostrarte algo. —Ahora hablaba como una confidente—. Puede que te explique algunas cosas.
El se inclinó al frente con expectación, complacido de que ella hubiera decidido por fin, muy sensatamente, revelar secretos. A Oba le encantaba aprender cosas nuevas.
Observó con atención mientras ella revisaba su montoncito de piedras. La mujer inspeccionó varías con atención antes de encontrar la que buscaba, y depositó las otras al lado, en apariencia en algún orden que día comprendía, aunque él pensó que todas parecían iguales.
Althea volvió la cabeza hacia él y alzó la piedra seleccionada en alto, ante los ojos de Oba.
—Tú.
—¿Yo? ¿A qué te refieres?
—Esta piedra te representa a ti.
—¿Por qué?
—Así lo eligió.
—¿Te refieres a que tú decidiste que me representaría?
—No, me refiero a que la piedra decidió representarte... o, más bien, aquello que controla las piedras lo decidió.
—¿Qué controla las piedras?
Le sorprendió ver que una sonrisa se extendía por el rostro de Althea, una sonrisa que iba creciendo hasta convertirse en una mueca peligrosa. Ni siquiera Lathea había conseguido jamás parecer tan espeluznantemente malévola.
—La magia decide.
Oba tuvo que recordarse que era invencible. Hizo un gesto con la mano, intentando parecer indiferente.
—¿Que sucede con las otras¿?Quienes son ellas, entonces?
—Pensaba que querías aprender sobre ti, no sobre otros. —Se inclino hacia él con un semblante de suprema autoconfianza—. No te interesan otras personas en realidad ¿a qué no?
Oba miro desafiante a la enigmática sonrisa de la mujer.
—Supongo que no.
La mujer sacudió la solitaria piedra en el interior del puño entrecerrado, y, sin apartar la mirada de los ojos de Oba, arrojó la piedra sobre el tablero. Parpadearon relámpagos. La piedra dio volteretas por el tablero, yendo a detenerse fuera más allá del dorado círculo exterior. Un trueno re tumbó a lo lejos.
—Bien —preguntó él— ¿qué significa?
En lugar de responder, y sin bajar los ojos, ella recogió la piedra. Su mirada no se apartó del rostro de Oba mientras volvía a sacudir la piedra. De nuevo, y sin una palabra, la arrojó al tablero en medio de un centellear de relámpagos. Sorprendentemente, la piedra fue a detenerse en el mismo lugar en el que lo había hecho la primera vez; no simplemente cerca, sino es el mismo lugar exacto. La lluvia tamborileo en el tejado mientras el tableteo de un trueno chisporroteaba a través de la ciénaga.
Althea volvió a tomar la piedra rápidamente y la arrojo una tercera vez, de nuevo con el acompañamiento de un relámpago, sólo que en esa ocasión el relámpago estuvo más cerca. Oba se lamió los labios mientras aguardaba para ver dónde caía la piedra que lo representaba.
Sintió que se le ponía la carne gallina en los brazos al ver que la pequeña piedrecita oscura iba a detenerse en el mismo lugar del tablero en el que se había parado las dos voces anteriores. En cuanto se hubo detenido, sonó un trueno.
Oba posó las manos sobre las rodillas y se inclinó hacia atrás.
—Vaya truquito.
—No es un truco —dijo ella—. Es magia.
—Pensaba que no podías hacer magia.
—No puedo.
—¿Entonces como haces eso?
—Te lo dije. Yo no hago nada. Las piedras lo hacen ellas mismas.
—Bien, pues, ¿que se supone que significa sobre mi cuando se detiene, ahí, en ese lugar?
Reparo en que en algún momento, mientras hacía rodas la piedra, la sonrisa de la mujer se había esfumado. Un grácil dedo, iluminado por la luz de las llamas, indicó el lugar donde descansaba la piedra.
—Ese lugar representa el inframundo —dijo ella en tono lúgubre—. El mundo de los muertos.
Oba intentó parecer sólo levemente interesado.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Los grandes ojos negros de la mujer no dejaban de taladrarle el alma.
—Es de ahí de donde procede la voz, Oba.
La carne de gallina aleteó por sus brazos.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Ella ladeó la cabeza, colocando la mitad del rostro bajo profundas sombras.
—Cometí un error, una vez, hace mucho tiempo.
—¿Que error?
—Ayudé a salvar tu vida. Ayude a tu madre a sacarte de palacio antes de que Rahl el Oscuro pudiera descubrir que existías y matarte.
—¡Embustera! —Oba agarró la piedra de encima del tablero— ¡Soy su hijo! ¡Por qué querría matarme!
Ella no había apartado la penetrante mirada de él.
—Quizá porque sabía que escucharías las voces, Oba.
Oba quiso arrancarles sus terribles ojos. Se los arrancaría. Se dijo que sería mejor, no obstante, si averiguaba más cosas, primero, si reunía el valor.
—¿Eras una amiga de mi madre?
—No, en realidad no la conocía. Lathea la conocía mejor. Tu madre no era más que una joven de entre vallas que tenían problemas y corrían mucho peligro. Las ayudé, eso es todo. Por ello, Rahl el Oscuro, me dejó tullida. Si eliges no creer la verdad sobre sus intenciones haría ti, entonces quédate con una respuesta que tú mismo concibas.
Oba reflexionó sobre sus palabras, verificándolas para ver si podrían tener alguna conexión con cualquier cosa de sus listas. No encontró ningún vínculo por el momento.
—¿Tu y Lathea ayudasteis a los hijos de Rahl el Oscuro?
—Mi hermana Lathea y yo estuvimos muy unidas en una época. Las dos estábamos dedicadas, cada una a nuestro modo, a ayudar a aquellos que lo necesitaban. Pero ella acabó por odiar a aquellos que son como tú, los vástagos de lord Rahl, debido al sufrimiento que me provoco el haber ayudado. No fue capaz de contemplar mi castigo y sufrimiento. Se marcho.
»Fue una debilidad por su parte, pero yo sabía que ella no podía evitar tener tales sentimientos. La amaba, así que no quise rogarle que me visitara, aquí, estando así, no obstante lo mucho que la echaba en falta. Jamás volví a verla. Fue el único favor que pude hacerle: dejarla huir. Puedo imaginar que no te miraría con buenos ojos. Tenía sus motivos, aunque estuvieran más encaminados.
Oba no estaba dispuesto a que lo convencieran para que sintiera compasión por aquella mujer odiosa. Inspecciono la piedra oscura durante un rato y luego se la devolvió a Althea.
—Esas tres tiradas fueron simple suerte. Hazlo otra vez.
—No me creerías ni aunque lo hiciera cien veces —Le devolvió la piedra—. Hazlo tú. Arrójala tu mismo.
Oba sacudió con aire desafiante la piedra en el puño entrecerrado, como le había visto hacer a ella. La mujer se recostó contra la silla mientras lo observaba. Sus ojos empezaban a perder brillo.
Oba arrojo la piedra al tablero con fuerza suficiente como para estar seguro de que rodaría mucho más allá del tablero y demostraría que la mujer estaba equivocada. En el momento que la piedra abandonaba su mano, hubo un relámpago tan tremendo que él se estremeció y alzo los ojos, temiendo que se estuviera abriendo paso a través del tejado. El trueno estalló acto seguido, zarandeando la casa. El golpe pareció sacudirle todos los huesos. Pero luego paso y el único sonido fue el de la lluvia tamborileando contra el techo y las ventanas, que seguían intactos.
Oba sonrió de oreja a oreja, aliviado, y bajo los ojos, encontrándose con que la maldita piedra estaba parada exactamente en el mismo sitio en el que se había detenido las tres veces anteriores.
Se incorporo de un salto, como si le hubiese, mordido una serpiente, y se froto las sudorosas palmas en los muslos.
—Un truco —dijo—. Es simplemente un truco. Eres una hechicera y sencillamente haces trucos de magia.
—Tú eres quien ha hecho el truco. Oba. Eres tu quien ha invitado a su oscuridad a entrar en tu alma.
—¡Y qué sucede si lo he hecho!
Ella sonrió ante aquella admisión.
—Puede que escuches a la voz, Oba, pero tú no eres el elegido. Eres simplemente su sirviente, nada más. Debe elegir a otro si quiere traer oscuridad al mundo.
—¡No sabes de lo que hablas!
—Claro que lo sé. Puede que seas un agujero en el mundo, pero te falta un ingrediente necesario.
—¿Y cuál sería ese?
—Grushdeva.
Oba noto que los pelos del cogote se le erizaban. Si bien no reconoció la palabra especifica, la fuente era indiscutible. Aquella palabra pertenecía a la voz.
—Es una palabra sin sentido. No significa nada.
Ella lo contemplo durante un rato con una expresión que el temió por que parecía contener un mundo de sabiduría oculta. Por el aspecto de determinación férrea de sus ojos, supo que ningún cuchillo le haría conseguir aquellos conocimientos.
—Hace mucho tiempo, en un lugar lejano —dijo ella en voz queda—, otra hechicera me reveló un poco el idioma del Custodio. Esa es una de sus palabras, en su lengua primordial. La habrías oído si fueras la persona correcta. Grushdeva. Significa «venganza». Tú no eres la persona a la que él ha elegido.
Oba pensó que lo estaba provocando.
—Tú no sabes que palabras he oído tu nada sobre ello. Soy el hijo de Rahl el Oscuro. Un heredero legitimo. Tú no sabes nada de lo que yo oigo. Tendré un poder que ni imaginas.
—El libre albedrio se pierde cuando se tienen tratos con el Custodio. Has vendido lo que es solo tuyo y de un valor inestimable... a cambio de cenizas.
»Te has vendido a la peor clase de esclavitud, Oba, sin obtener a cambio otra cosa que la ilusión de la autoestima. No tienes vos ni voto en lo que va a ocurrir. Tú no eres la persona elegida. Es otra. —Se seco el sudor de la frente—. Y toda esa parte todavía está por decidir.
—¿Ahora te atreves a pensar que puedes alterar el curso de lo que he forjado? ¿Dictar lo que será? —A Oba le sorprendieron sus propias palabras, que parecieron salir antes de que las hubiera pensado.
—Las personas como yo no son partidarias de tales cosas —admitió ella—. Aprendí en el Palacio de los Profetas a no inmiscuirme en aquello que está por encima de mí y es ingobernable. El orden superior de la vida y la muerte son el dominio legítimo del Creador y del Custodio. —Parecía satisfecha tras aquella expresión maliciosa—. Pero no soy incapaz de usar mi libre albedrio.
Oba ya había oído suficiente. Ella simplemente intentaba entretenerlo y confundirlo. Más, por algún motivo, no conseguía hacer que su acelerado corazón latiera más despacio.
—¿Que son agujeros en el mundo?
—Son el final de alguien como yo —dijo ella—. Son el final de todo lo que conozco.
Era típico de una hechicera responder con una adivinanza sin sentido.
—Quienes son las otras piedras? —quiso saber.
Por fin, ella aparto los imponentes ojos de él para bajarlos hacia las otras piedras. Sus movimientos parecían extrañamente espasmódicos. Los delgados dedos seleccionaron una de las piedras. Mientras la alzaba, hizo una pausa para posar la otra mano sobre la cintura, y la Oba reparó en que la mujer sentía dolor. Intentaba hacer todo lo posible por ocultado, pero no podía disimularlo en aquellos momentos, El sudor que le perlaba la frente era provocado por ese dolor. El padecimiento surgió en un leve gemido. Oba observó fascinado.
Luego, pareció disminuir un poco. Con un gran esfuerzo, la mujer irguió la postura y devolvió la atención a lo que había estado haciendo. Sostuvo la mano extendida, la palma hacia arriba, con la piedra colocada en el centro.
—Esa —dijo, la respiración fatigosa ahora— soy yo.
—¿Tu?¿Esa piedra eres tú?
Ella asintió mientras la lanzaba sobre el tablero sin ni siquiera mirar. La piedra rodó hasta detenerse, en esa ocasión, sin el acompañamiento de relámpagos y truenos. Oba se sintió aliviado, incluso un poco estúpido, por haberse puesto tan nervioso con aquello anteriormente. Sonrió. No era más que un estúpido juego de mesa, y él era invencible.
La piedra había ido a descansar en una esquina del cuadrado situado dentro de los círculos.
—Así pues, ¿qué significa eso? —inquirió.
—Protectora... —consiguió decir ella con un jadeo.
Recogió la piedra con dedos temblorosos, luego alzo la mano ante él y abrió los delgados dedos. La piedra, su piedra, descansaba en el centro de la palma. Tenía los ojos fijos en los de él.
Mientras Oba observaba, la piedra se desmenuzo sobre la palma de su mano.
—¿Por qué has hecho eso? —murmuro él, abriendo los ojos de par en par.
Althea no respondió. En su lugar, se hundió sobre sí misma y luego cayó al frente. Los brazos extendidos ante ella, las piernas a un lado. Las cenizas que hablan sido la piedra se desperdigaron en una mancha oscura sobre el suelo.
Oba se alzo de un salto, la carne de gallina habla regresado. Había visto morir a gente bastante como para saber que Althea estaba muerta.
Llamearon desgarradoras cuchilladas de relámpagos atronadores, entretejiendo el cielo de violentos destellos de luz que se abrían paso a través de las ventanas, arrojando segadora luz blanca sobre la hechicera muerta. El sudor le corrió a Oba por la sien y sobre la mejilla.
Permaneció con la mirada fija en el cuerpo durante un largo rato.
Y luego echo a correr.
9
Jadeante y casi exhausto por el esfuerzo, Oba salió dando traspiés de la espesa vegetación y penetró en el prado. Paseo la mirada bizqueando bajo la repentina luz brillante. Estaba asustado, hambriento, sediento, cansado y con ganas de despedazar al ladronzuelo miembro a miembro.
El prado estaba vacío.
—¡Clovis! —El rugido regresó a él en un eco vacío—. ¡Clovis! ¡Donde estas!
Sólo el gemido del viento entre las imponentes paredes de roca le respondió. Oba se preguntó si el ladrón no estaría nervioso, oculto, temiendo que Oba podría haber descubierto la desaparición de su fortuna y sospechara la verdad de lo que habías sucedido.
—¡Clovis, ven aquí! ¡Tenemos que marchar! ¡Debo regresar al palacio de inmediato! ¡Clovis!
Aguardó, respirando agitadamente, escuchando en busca de una respuesta. Con los brazos en jarras, volvió a rugir el nombre del ladronzuelo al frío aire de la tarde.
Al no recibir respuesta, cayó de rodillas junio al fuego que Clovis había encendido aquella mañana y metió los dedos en la ceniza gris. No había llovido allí arriba en el prado, pero las cenizas estaban heladas.
Oba se puso en pie, contemplando fijamente el estrecho desfiladero por el que habían pasado a caballo a primeras horas de la mañana. La fría brisa que soplaba a través del vacío prado le alborotó los cabellos. Con ambas manos, Oba se pasó los dedos hacia atrás por la cabeza, casi como para impedir que la cabera le estallase al asimilar la horrible verdad.
Comprendió que Clovis no había enterrado la bolsa de dinero que había robado. Aquél no había sido jamás su plan. Había tomado el dinero y huido en cuanto Oba había descendido a la ciénaga. Había huido con la fortuna de Oba, no la había enterrado.
Con una sensación mareante, vacía y desazonadora, Oba comprendió, entonces, todo el alcance de lo que había sucedido. Nadie había entrado jamás en la ciénaga por aquel camino trasero. Clovis lo había convencido para que lo hiciera y lo había guiado allí porque creía que Oba perecería en la traicionera ciénaga. Clovis había confiado en que Oba se perdería y la ciénaga lo engulliría, si los monstruos que supuestamente custodiaban la espalda de Althea no lo atrapaban primero.
Clovis no había pensado nunca en enterrar el dinero; se figuraba que Oba estaba muerto. Clovis se había ido, y tenía los caudales de Oba.
Pero Oba era invencible. Había sobrevivido a la ciénaga. Había vencido a la serpiente. Ningún monstruo había osado aparecer para desafiarle después.
Clovis probablemente había creído que, aunque la ciénaga no acabara con su benefactor, había otros dos peligros mortales con los que podía contar. Althea no había invitado a Oba. Clovis seguramente había imaginado que a ella no le haría ninguna gracia tener huéspedes no invitados; a las hechiceras raramente les gustaba. Y tenían unas reputaciones mortíferas.
Pero Clovis no había previsto que Oba era invencible.
Aquello dejaba al ladrón con una única salvaguarda contra la cólera de Oba: las llanuras Azrith. Oba estaba abandonado en un lugar desolado. No tenía comida. Había agua cerca, pero no tenía medios para llevársela con él. No tenía caballo. Incluso había dejadlo la chaqueta de lana, innecesaria en una ciénaga, con el traicionero vendedor ambulante. Abandonar el lugar sin provisiones, expuesto al clima invernal, acabaría con cualquiera que hubiese conseguido sobrevivir a la ciénaga y a Althea.
Oba no conseguía hacer que sus pies se movieran. Sabía que, dada su situación, si se ponía en marcha e intentaba regresar a pie, moriría. No obstante el frío, sentía que el sudor le corría por el cuello. La cabeza le martilleaba.
Giró y miró fijamente abajo, al interior de la ciénaga. Habría cosas allá en la casa de Althea: comida, ropa y seguramente algo con lo que podría transportar agua. Oba se había pasado la vida arreglándoselas por sí solo. Podía fabricar una mochila, al menos una mochila lo bastante buena para que le permitiera regresar al palacio. Podía reunir provisiones en la casa de la hechicera. Seguro que ella no estará allí sola y tullida sin tener comida a mano. Su esposo quizá no regresaría en días. Habría dejado comida.
Oba podía ponerse capas de ropa para mantenerse lo bastante caliente durante el viaje a través de las gélidas llanuras. Althea dijo que su esposo había ido al palacio. El tendría ropas de abrigo para cruzar las llanuras Azrith, y podría haber dejado prendas de recambio en la casa. Incluso aunque no fueran de su talla, Oba se las podía apañar. Habría mantas que podía llevar en un fardo y usar como capa.
Siempre existía la posibilidad, no obstante, de que el esposo pudiera estar de vuelta antes. Debido a la falta de un camino en ese lado, probablemente él entraría por el sendero amplio del otro extremo de la ciénaga. Podría estar ya allí y haber descubierto el cadáver de su esposa. A Oba no le inquietaba realmente eso, de todos modos. Podía ocuparse de la molestia de un esposo apenado. A lo mejor el hombre incluso se sentirá contento de haberse librado de la obligación de tener que cuidar de una esposa tullida y quisquillosa. ¿De qué servía ella, al fin y al cabo? El hombre estará contento de verse libre de ella; incluso podrá ofrecer a Oba una copa para celebrar su liberación.
No obstante, Oba no se sentía precisamente con ganas de celebrar nada. Althea le había gastado una maléfica pasada y le había negado el placer que con tanta ansia esperaba obtener... el placer que merecía tras su largo y duro viaje. Oba suspiró al pensar en lo exasperantes que podían ser las hechiceras. Al menos ella podría proporcionarle lo que necesitaba para poder regresar a su hogar ancestral.
Pero cuando regresara al Palacio del Pueblo, no tendría dinero, a menos que pudiera encontrar a Clovis. Oba sabía que era una esperanza vana. Clovis tenía ahora la fortuna duramente ganada de Oba y podrá muy bien haber decidido viajar a lugares elegantes, gastando sin miramientos su dinero mal habido. Era probable que el ladronzuelo ya no estuviese allí.
Oba no tenía ni un penique de cobre. ¿Cómo sobrevivirá? No podía regresar a una vida de indigente, una vida como la que había tenido con su madre, no en aquellos momentos, no después de haber descubierto que era un Rahl; casi un miembro de la realeza.
No podía regresar a su antigua vida. No lo haría.
Hirviendo de rabia contenida, Oba volvió a descender a toda prisa por la columna vertebral de roca. Empezaba a oscurecer. No tenía tiempo que perder.
* * *
Oba no tocó el cadáver.
No era nada remilgado con los muertos. Más bien lo contrario, los muertos lo fascinaban. Había pasado mucho tiempo con cuerpos sin vida. Pero aquella mujer le producía escalofríos. Incluso muerta, parecía observarlo mientras registraba la casa, arrojando ropas y provisiones en un montón en el centro de la habitación.
Había algo irreverente —pecaminoso— en la mujer despatarrada en el suelo. Ni siquiera las moscas que zumbaban por la habitación se posaban sobre ella. Lathea había sido molesta, pero esa mujer era diferente. Althea había llevado a cabo algún truco diabólico y le había negado las respuestas que merecía tras su largo y arduo viaje.
Oba echaba chispas ante lo irritantes que podían ser las hechiceras. Al menos podía proporcionarle lo que necesitaba para poder regresar a su hogar ancestral. Había algo impuro en esa mujer. Había sido capaz de mirar directamente a su interior. Lathea nunca había podido hacerlo. Desde luego, en una ocasión el había pensado que podía, pero no podía. Realmente no. Esta mujer sí.
Podía ver la voz de su interior.
Oba no estaba seguro de si se hallaba a salvo estando a su alrededor, incluso aunque estuviera muerta. Puesto que él era invencible, probablemente no era más que su fértil imaginación, lo sabía, pero uno nunca era lo suficientemente cauto.
En el dormito no encontró cálidas camisas de lana. Le venían pequeñas, pero desgarrando algunas de las costuras un poco aquí, o un poco allá, consiguió caber en ellas. Una vez que quedaba satisfecho con los arreglos, arrojaba la pieza de ropa al montón. Servirían para mantenerlo caliente. Añadió unas mantas al montón del centro de la habitación principal.
Molesto porque el esposo no había regresado aún, y para distraer la mente de aquella muerta con aire de suficiencia que yacía allí contemplando lo que hacía, Oba hizo planes para matar a alguien antes de que se volviera loco. A lo mejor a una mujer maliciosa. Una que tuviera aquellas arrugas de aspecto malicioso alrededor de los ojos que había tenido su madre. Necesitaba hacer que alguien pagara por todos los contratiempos que había padecido. No era justo. No lo era.
Ya había oscurecido y tuvo que encender un quinqué para poder proseguir con su búsqueda. Tuvo suerte. En un armario bajo encontró un odre. A cuatro patas, hurgó por entre una colección de curiosos trozos de tela, tazas agrietadas, utensilios de cocina rotos y una provisión de cera y mecha. Del fondo extrajo un pequeño rollo de lona. Comprobó su resistencia y decidió que podía coser una mochila con él. Había material procedente de ropas por allí que podía utilizar para confeccionar correas. Un costurero se encontraba a mano sobre un estante bajo situado a poca distancia.
Había reparado en que tales cosas útiles se encontraban en estantes bajos, donde la hechicera tullida de los ojos diabólicos podía alcanzarlas. Una hechicera sin magia. No era probable. Estaba celosa porque la voz lo eligió a él y no a ella. Planeaba algo.
Sabía que le llevaría algún tiempo recogerlo todo y coser una mochila para sus provisiones. No podía marchar por la noche. Sería imposible atravesar la ciénaga de noche. Era invencible, no estúpido.
Con el quinqué bien cerca, se sentó ante el banco de trabajo y empezó a coserse una mochila. Althea lo observaba desde el suelo de la habitación principal. Era una hechicera, de modo que Oba sabía que no serviría de nada arrojarle una manta sobre la cabeza. Si era capaz de observarlo desde el lejano mundo de los muertos, una simple manta no iba a cegar sus ojos muertos. Tendría que conformarse con tenerla observando mientras trabajaba.
Cuando tuvo acabada y comprobada a su satisfacción la mochila, la depositó sobre el banco y empezó a llenarla de comida y ropa. La mujer tenía fruta seca y cecina, junto con salchichas y queso. Había galletas que serían bastante fáciles de transportar. No se molestó en tomar ollas o comida que tuviera que cocinarse porque sabía que no había nada en las llanuras Azrith con lo que encender un fuego, y ciertamente no iba a poder cargar con leña. Viajaría ligero de equipaje y con rapidez. Esperaba que le llevara sólo unos pocos días alcanzar el palacio.
Lo que haría una vez que llegara al palacio, cómo sobreviviría sin dinero, no lo sabía. Consideró por un breve instante robarlo, pero rechazó la idea; no era un ladrón y no se rebajaría a ser un criminal. No estaba seguro de cómo se las apañaría en el palacio. Sólo sabía que tenía que llegar allí.
Cuando acabó de reunir lo que se llevaría, los ojos se le cerraban y bostezaba cada pocos minutos. Sudaba debido a todo el trabajo, y por el calor de la nauseabunda ciénaga. Incluso de noche el lugar era deprimente. No sabía cómo aquella sabelotodo de la hechicera podía soportar vivir en un lugar así. No era extraño que el esposo se hubiese marchado al palacio, El hombre probablemente estaría bebiendo cervezas y quejándose a sus compinches sobre tener que regresar junto a su esposa.
A Oba no le gustaba la idea de dormir en la misma casa con la hechicera, pero, al fin y al cabo, ella estaba muerta. Aunque seguía sin confiar en ella. Podría estar tramando alguna cosa. Volvió a bostezar y se secó el sudor de la frente.
Había dos camastros bien rellenos en el suelo del dormitorio. Uno estaba pulcramente hecho, el otro aparecía menos ordenado. A juzgar por la mesa de trabajo, la cama hecha con esmero probablemente sería la del esposo, y la otra la de Althea. Puesto que ella estaba muerta en el suelo de la otra habitación, no se sintió tan incómodo ante la idea de dormir en un agradable y blando camastro.
El esposo no iba a regresar a casa en la oscuridad, así que a Oba no le preocupaba la posibilidad de despertar con un loco agarrándolo por la garganta. Con todo, pensó que sería mejor que colocara una silla contra el picaporte de la puesta antes de acostarse. Con la casa bien cerrada, bostezó, listo para acostarse. Al pasar, Oba le volvió la espalda a Althea.
Se durmió inmediatamente, pero fue un sueño intermitente. Los sueños lo acosaron. Hacía calor en la casa de la ciénaga. Puesto que era invierno en todos los demás lugares, no se había conseguido acostumbrar a un calor sofocante tan repentino. Fuera, los insectos mantenían un zumbido constante mientras los animales nocturnos ululaban y chillaban. Oba dio vueltas en la cama, intentando huir de la mirada inquietante y la sonrisa de complicidad de la hechicera. Ambas cosas parecían seguirlo, sin importar de qué lado girase, observándolo, impidiéndole dormir profundamente.
Despertó definitivamente justo después de que hubiese empezado a clarear.
Estaba en la cama de Althea.
En su precipitación por desenredarse de las mantas y huir de la cama de la mujer, rodó sobre manos y rodillas. El peso de su cuerpo empujó brusca mente su mano a través del relleno colchón. Aterrado, Oba aparto el colchón y dio la vuelta al camastro para ver que truco repugnante había conjurado la mujer para él. Había sabido que él iba a verla, así que tramaba algo.
Bajo el lugar donde había descansado, el camastro, vio que una tabla del suelo estaba suelta. Eso era todo..., una tabla que había girado. Oba frunció el entrecejo, lleno de suspicacia. Una inspección más detenida reveló que la tabla tenía clavijas en el centro, de modo que se balanceara.
Con un cauteloso dedo, empujó el extremo hundido más abajo. El otro extremo de la tabla se alzo. Un compartimento bajo la tabla contenía una caja de madera. Alzó la caja e intentó abrirla, pero estaba cerrada. No había agujero para una llave, y ninguna tapa que se viera a simple vista, así que probablemente existía algún truco para abrirla. Era pesada. Cuando la sacudió, solo surgió un sonido ahogado del interior. Podría haber sido simplemente una arma pesada que la tullida guardaba bajo la cama por si la atacaba en plena noche una serpiente o algo así.
Con la caja en la mano, Oba marchó pesadamente hacia la mesa de trabajo. Se sentó sobre el taburete y se inclinó al frente. Mientras seleccionaba un cincel y un mazo, reparó en que la hechicera seguía en el suelo en la otra habitación, observando.
—¿Qué hay en la caja? —le gritó.
Desde luego ella no respondió. No tenía intención de cooperar. De haber querido cooperar, habría contestado a todas sus preguntas, en lugar de caerse muera tras realizar su truco de convertir la piedra en cenizas. Le producía escalofríos sólo recordarlo. Había sido más de lo que deseaba contemplar.
Usó el cincel para forzar la caja. Probó cada juntura, pero no se abrió. Martilleó con el mazo, pero sólo consiguió partir el mango del mazo. Suspiró, decidiendo que probablemente no era más que una arma que Althea guardaba para defenderse.
Se alzó del banco de trabajo para recoger las provisiones y comprobar que lo tenía todo. Ya estaba harto de los extraños tejemanejes y las cosas desconcertantes de aquella hechicera. Tenía que ponerse en camino.
Oba se detuvo, entonces, y giró, llevado por un impulso interno. Si la pesada caja era una arma, ella sin duda la habría mantenido a mano. Aquella caja era importante, o no habría estado oculta bajo una tabla del suelo. Algo en su interior se lo dijo.
Resuelto a abrir la caja, volvió a sentarse ante el banco de trabajo y seleccionó un cincel más estrecho y otro mazo. Colocó la afilada hoja entre una juntura longitudinal, cerca del borde. Con gotas de sudor resbalando por la puna de la nariz gruñó por el esfuerzo de aporrear el extremo del mango del cincel, intentando abrir la juntura para ver si era simplemente un plomo lo que había dentro.
De improviso, la madera se partió con un sonoro chasquido v la caja se rompió. Monedas de oro y plata, se derramaron fuera, igual que las tripas de una carpa. Oba se quedó mirando fijamente la abundancia de oro amontonado sobre el banco. La caja no había tintineado simplemente porque estaba llena a reventar: Había una fortuna... una auténtica fortuna.
Vaya, ¿no era eso curioso?
Tenía que haber veinte veces más oro del que la pequeña comadreja de Clovis le había robado. Oba había pensado que aquel ladronzuelo cobarde le había sumido en la pobreza, y resultaba que era más rico que nunca: más rico de lo que hubiera imaginado jamás. Realmente era invencible. Había padecido adversidades y desgracias que habrían derrocado a un hombre de menos valía, y el destino lo había recompensado justamente por todas las dificultades pasadas. Sabía que aquello no podía ser otra cosa que una señal divina.
Oba sonrió a través de la habitación a la mujer tumbada allí, observando su triunfo.
En los cajones del banco de trabajo, encontró herramientas guardadas en bolsas. Eran tres hermosas bolsas de cuero que contenían cepillos de moldear delicadamente fabricados. Las bolsas de cuero se usaban probablemente para impedir que los afilados bordes de las cuchillas se abollaran y embotasen. Una bolsa de tela contenía un juego de compases. Otra bolsa contenía resina de trementina, mientras que las otras contenían diversos utensilios curiosos. El esposo era excepcionalmente ordenado. Vivir con su esposa en la ciénaga probablemente lo había vuelto loco.
Oba se secó el sudor de los ojos y luego reunió todas las monedas en el centro de la mesa. Las dividió en tres montones idénticos, contando con cuidado cada pila, de modo que supiera con exactitud cuándo dinero había ganado.
Terminada la cuenta, llenó las bolsas de cuero y tela, colocando una en cada bolsillo. Por una cuestión de seguridad, ató cada bolsa con dos cordones que iban en direcciones distintas a distintas trabillas. Ató una bolsa más pequeña alrededor de cada pierna, dejando que descansaran en el interior de la parte superior de las botas. Se abrió los pantalones y sujetó varias de las bolsas más pesadas dentro, donde nadie podía alcanzarlas. Se recordó que tendría que tener cuidado con damas apasionadas de manos cariñosas, no fuera a ser que consiguieran mis de lo que él deseara darles.
Había aprendido la lección. A partir de ahora, no mantendría todos sus caudales juntos. Un hombre tan rico como él tenía que proteger sus posesiones. El mundo estaba Lleno de ladrones.
10
Oba llegó al mercado al aire libre. Tras el aislamiento de las áridas llanuras, aquel torbellino de actividad resultada desorientador. Habitualmente se sentía intrigado por todo lo que sucedía, pero en esa ocasión le prestó poca atención.
Ya había averiguado que se podían alquilar habitaciones arriba, en el palacio. Eso era lo que quería; subir al Palacio del Pueblo y conseguir una habitación digna. Una que fuera silenciosa. Tras un poco de buena comida y descanso para recuperar las fuerzas, se compraría algo de ropa nueva y luego echada un vistazo por ahí. Pero en aquellos momentos sólo quería una habitación tranquila y descansar. Por algún motivo, pensar en comida le producía náuseas.
Le parecía en cierto modo poco apropiado que un Rahl debiera rebajarse a alquilar un habitación ero su propio hogar ancestral, pero que ocuparse de aquel asunto más tarde. En aquellos instantes, simplemente quería tumbarse La cabeza le martilleaba. Los ojos le dolían cada vez que los giraba para mirar algo, así que, mientras caminaba lenta y pesadamente con la cabeza colgando, intentaba limitar su centro de atención al pedazo de suelo polvoriento situado inmediatamente delante de sus pies.
Había realizado el largo viaje desde la miserable ciénaga al palacio mediante pura fuerza de voluntad. No obstante el frío, sudaba. Probablemente había recelado demasiado del tiempo frío que encontraría al cruzar las llanuras Azrith y, con todas las camisas que llevaba puestas, se había excedido en la cantidad de ropa. Al fin y al cabo, la primavera se acercaba, no hacia tanto frío como había hecho en pleno invierno, cuando la lunática de su madre le había cargado con la humillante tarea de romper montones de estiércol congelado.
Oba empujo un pliegue de tela que se le amontonaba incómodamente bajo el sobaco. Las camisas habían sido demasiado pequeñas para él, de modo que había tenido que desgarrar las costuras aquí y allá para poder ponérselas. Algunas de las mangas se habían descosido durante la larga caminata por la llanura barrida por el viento, y en la actualidad colgaban como banderas hechas jirones. La mochila de lona, confeccionada con tanta prisa, también empezaba a desmontarse, de modo que las esquinas de la manta de lana oscura colgaban, aleteando detrás de él mientras andaba.
Con todos los distintos colores de tela que se veían a través de las distintas capas desgarradas, y la manta marrón de lana que llevaba como una capa, reflexionó que debía parecer un mendigo, y sin embargo era lo bastante rico como para comprar todo el mercado una docena de veces. Compraría ropas elegantes más tarde. Primero, necesitaba una habitación tranquila y un buen y largo descanso.
Nada de comida, no obstante. Definitivamente no sentía deseos de comer nada. Le dolía todo el cuerpo —incluso parpadear era doloroso—, pero era en las tripas donde sentía una agonía especial.
Cuando había estado allí antes, los apetitosos aromas de la comida le habían hecho la boca agua. Ahora los zarcillos de humo de las fogatas le producían náuseas. Se preguntó si era porque tenía gustos más refinados en la actualidad. Pensó que a lo mejor, si subía al interior del palacio, podría conseguir algo suave que comer. La idea no consiguió hacerle recobrar el apetito. No estaba hambriento, sólo cansado.
Con los ojos cerrándosele, Oba avanzó trabajosamente a través de las improvisadas calles del mercado al aire libre. Se encaminó hacia la meseta que se alzaba imponente. La mochila de su espalda daba la impresión de pesar tanto como tres hombres de buen tamaño. Probablemente aquello se debía a algún truco de la bruja de la ciénaga,, a algún hechizo que le había lanzado. Sabiendo que él iba hacia su casa, probablemente había puesto algunos pesos de plomo mágicos en las salchichas, La visión de las salchichas hizo que se le revolviera el estómago.
Alzando la vista mientras avanzaba para examinar el palacio que brillaba a la luz. del sol, muy por encima de su cabeza„ accidentalmente fue a topar contra alguien, arrancando un gruñido a sus pulmones. Oba estaba a punco de apartar de una patada al molesto obstáculo de su camino, cuando el acurrucado montón de harapos giró para refunfuñar una palabrota.
Era Clovis.
Antes de que Oba pudiera agarrarlo, Clovis salió huyendo de debajo de sus pies y se introdujo entre dos hombres de mis edad que pasaban. Oba apartó violentamente a los hombres. Mientras las dos transeúntes caían al suelo, Oba se abrió paso tambaleante entre ellos, esforzándose por mantener el equilibrio, y fue a por él ladronzuelo. Clovis se detuvo en seco con un patinazo. Miró a la izquierda, luego a la derecha. Viendo su oportunidad, Oba arremetió contra el ladrón, pero el delgado hombrecillo consiguió cortar por otra calle justo a tiempo de escabullirse de los brazos extendidos de Oba, Oba no lo alcanzó por poco, consiguiendo únicamente un montón de mugre en el rostro y una pequeña tira de ropa de la manga del hombre.
Mientras Oba se incorporaba pesadamente, vio que Clovis saltaba por encima de una fogata situada a un lado, donde unas personas estaban cocinando tiras de carne ensartadas en palos, y retrocedía por entre unos caballos estacados. Para ser un tipo tan encorvado, podía correr igual que el humo en un vendaval. Pero Oba era grande y fuerte... y rápido. Oba siempre se había enorgullecido de ser ligero de pies. Saltó por encima de la fogata y retrocedió por entre los caballos, intentando no perder de vista a su presa.
Los caballos se espantaron con aquellos hombres que corrían temerariamente entre ellos. Varios animales, aterrados, se alzaron sobre los cuartos traseros, arrancando cuerdas, y se desbocaron. El hombre que los cuidaba, aullando maldiciones y juramentos, que Oba ni oyó, se plantó de un salto frente a él. Con la atención fija en el ladrón al que perseguía, Oba apartó al airado sujeto de un tortazo. Mas caballos se alzaron sobre los cuartos traseros. Sin detenerse, Oba marcho a toda velocidad en pos de Clovis.
En realidad, Oba no necesitaba recuperar el dinero. Tenía una fortuna ahora. Tenía más dinero del que probablemente podría gastar jamás... incluso aunque solo fuera cuidadoso a medias. Pero aquello no tenía que ver con el dinero. Aquello tenía que ver con un delito, una traición. Oba había pagado al hombre, había confiado en él, y lo había estafado.
Peor, lo habían tomado por un estúpido. Su madre siempre le decía que era un estúpido. Oba el zoquete, lo llamaba siempre, y Oba no iba permitir que nadie volviera a tomarle el pelo. No iba a permitir que su madre resultara estar en lo cierto.
Que Oba hubiera triunfado y salido de la ciénaga más rico que nunca no era gracias a Clovis. No, era gracias únicamente al mismo Oba. Justo cuando pensaba que volvía a ser un indigente, había conseguido encontrar el modo de acceder á una fortuna que, al fin y al cabo, se le debía por muchas razones, la menos importante de las cuales era el largo y arduo viaje para ver a Althea, que solo sirvió para que también ella le estafara las respuestas, sin más motivo que su absoluta mezquindad.
Clovis lo había preparado para todo y lo había dado por muerto. Su intención había sido matarlo y el que Oba hubiese sobrevivido no era gracias a Clovis. Bien mirado, el hombre era un criminal. Un asesino. Los habitantes de D'Hara tendrían con Oba Rahl una deuda de gratitud una vez que hubiese aplicado un rápido y justo castigo al malvado forajido.
Clovis giró a toda velocidad por un puesto situado en la esquina que tenia expuestos cientos de objetos hechos de asta de oveja. Oba, al ser más pesado, paso como una exhalación por la esquina y, al intentar girar, resbalo en estiércol de caballo. Mediante un poderoso esfuerzo y pura habilidad, consiguió mantener el equilibrio y permanecer en pie. Oba había pasado años en medio de tal porquería, transportando cargas pesadas, cuidando animales y corriendo cuando su madre lo llamaba a gritos. Había tenido que hacerlo en toda clase de condiciones, incluido un clima glacial.
En cierto modo, todos aquellos años de esfuerzo habían sido un entrenamiento que había preparado a Oba para doblar la esquina cuando ningún otro hombre de su tamaño y peso habría tenido la menor posibilidad de lograrlo. Lo consiguió, y de un modo cómodo y veloz que horrorizo al ladrón. Cuando Clovis echó un vistazo atrás con una sonrisa burlona, aparentemente esperando ver a Oba en el suelo, se quedó atónito al ver que en lugar de ello, todo el peso de Oba se abalanzaba sobre él a toda velocidad.
Clovis, evidentemente espoleado por el terror de saber que la justicia en persona descendía sobre él, echó a correr como una exhalación por otra de las improvisadas calles, más pequeña y menos llena de gente. Pero en esa ocasión, Oba estaba justo allí detrás del él y atrapo los ondeantes jirones a la altura del hombro, haciendo girar en redondo a Clovis. El hombre trastabillo y sus brazos hicieron un torpe molinete mientras intentaba mantener el equilibrio y escapar al mismo tiempo.
Clovis abrió los ojos de par en par. En primer lugar sorprendidos, y luego por la expresión de la mano que se había cerrado alrededor de su garganta. Cualquier clase de chillido o suplica que estuviera intentando salir no consiguió pasar de los dedos como tenazas de Oba.
Olvidada la fatiga, Oba arrastro al ladrón, pateando y retorciéndose hacia atrás, entre dos carromatos. Las cubiertas de lona de los carromatos daban sombra al estrecho espacio que había entre ellos. En la parte posterior del cerrado espacio que había una pared de cajones. La espada de Oba bloqueaba la angosta abertura entre las plataformas de los carromatos, cerrando el apretujado lugar a la vista con la misma eficacia que la puerta de una prisión.
Oba oía a gente a su espalda ocupándose de sus propios asuntos, riendo y charlando mientras avanzaban apresuradamente bajo el fresco aire. Otros a lo lejos, discutían y negociaban con comerciantes sobre el precio de las mercancías. Pasaban caballos con un repiqueteo de cascos y el tintineo de sus arreos, y buhoneros recorran las calles, pregonando los beneficios de sus artículos en un agudo sonsonete para intentar atraer compradores.
Únicamente Clovis permanecía silencioso, pero no por propia elección. La boquita mentirosa del vendedor ambulante se abrió de par en par intentando decir algo. Pero cuando Oba le levanto por encima del suelo y los ojos del hombre giraron de un lado a otro, quedo claro que se trataba de un grito de socorro intentando escapar infructuosamente. Con los pies pateando el aire, Clovis intentó abrir los potentes dedos que le rodeaban la garganta. Sus sucias uñas se doblaron hacia atrás mientras arañaba con desesperación el férreo puño de la justicia. Los ojos se le volvieron tan redondos como los marcos de oro que le habla robado a Oba.
Sosteniéndolo en alto con una mano, a la vez que lo apretaba contra uno de los pesados cajones de madera. Oba registró los bolsillos del hombre, pero no encentró nada. Clovis indicó desesperadamente su pecho. Oba percibió un bulto bajo las andrajosas capas de harapos y la camisa y, al desgarrar la comisa, vio su familiar bolsa abultada., colgando de un cordón de cuero alrededor del cuello del ladrón.
Un potente tirón clavo dolorosamente el cordón en la carne del hombre hasta que el cuero se partió.
Oba deslizó la bolsa a buen recaudo en un bolsillo. Clovis intento sonreír, poner una expresión de disculpa como para indicar que ahora estaban en paz.
Oba no estaba dispuesto a perdonar. La cabeza le martilleaba con cólera desatada. Sujetando los hombros de Clovis contra los pesados cajones de madera, estrelló el puño contra las tripas del hombrecillo. Clovis empezaba a quedarse lívido. Oba lanzo un potente puñetazo a su sucia cara y notó que se partía un hueso. Hizo girar violentamente el codo y lo hundió en la mentirosa y maquinadora boquita y le rompió todos los dientes delanteros. Rezongó mientras apaleaba a la pequeña comadreja con otros tres veloces golpes. A cada golpe, la cabeza de Clovis salía despedida hacia atrás, la grasienta cabellera arrojando sangre cada vez que la parte posterior del cráneo aporreaba los cajones.
Oba estaba furioso. Había padecido la indignidad de ser una víctima impotente de un ladrón que lo había dado por muerto. Lo había atacada una serpiente gigante. Había estado a punto de ahogarse. Althea lo había zaherido y engañado. La mujer había mirado en su alma sin permiso; le había estafado las respuestas que él buscaba, lo había menospreciado por haber llegado a ser alguien y además había muerto antes de que él pudiera matarla. Había padecido durante una larga marcha a través de las llanuras Azrith vestido con harapos; él, Oba Rahl, prácticamente un miembro de la realeza. Aquella tremenda indignidad era humillante.
Estaba enfurecido y con razón. Apenas podía creer que finalmente tuviera al objeto de aquella justa cólera a mano. No permitiría que se le negase el derecho de aplicar un justo castigo.
Sujetando a Clovis sobre el suelo, con una rodilla presionándole el pecho, Oba liberó por fin la totalidad de su justa furia vengativa. Sentía tan poco los golpes como los achaques que padecía. Maldijo al asesino ladronzuelo mientras administraba justicia, convirtiendo a Clovis en una masa sanguinolenta.
El sudor corría a chorros por el rostro de Oba, y dio boqueadas mientras se apartaba pesadamente. Los brazos le pesaban como plomo. Una vez que quedó rendido, notó que la cabeza le martilleaba tan fuerte como sus puños. Le costaba concentrar la atención en el blanco de su cólera.
La tierra estaba empapada de sangre. Lo que había sido Clovis ya no era ni remotamente reconocible. La mandíbula estaba hecha pedazos y colgaba lateralmente, desgoznada. La cuenca de un ojo estaba hundida. La rodilla de Oba había quebrado el esternón del hombre y aplastado el pecho. Era algo espléndido.
Oba sintió que unas manos agarraban sus ropas y brazos, tirando de él hacia atrás, pero no le quedaban energías para intentar ponerse en pie. Mientras lo arrastraban hacia atrás de entre los carromatos, vio una multitud de gente dispuesta en un semicírculo. Todos con expresión horrorizada. A Oba le complació eso, porque significaba que Clovis se había llevado su merecido. Los delitos debían castigarse de un modo que horrorizaran a la gente para así servir de ejemplo. Era lo que su padre habría dicho.
Oba alzó los ojos, mirando con más atención, a los hombres que lo sacaban de entre los carromatos. Una pared de corazas de cuero, cotas de malla y acero había aparecido para rodearlo. Picas, espadas y hachas centelleaban a la luz del sol, y todas le apuntaban. Sólo pudo pestañear, demasiado exhausto para alzar una mano e indicarles que se fueran.
Agotado, sin aliento y empapado de sudor, Oba no podía mantener la cabeza levantada. Mientras empezaba a desplomarse en los brazos de los hombres que lo sujetaban, la oscuridad lo envolvió.
11
Con un sombrío aturdimiento, Friedrich uso la pala para sostenerse mientras caía de rodillas. Recostándose sobre los talones, dejo que la pala cayera sobre el frio suelo. El viento helado le alborotaba el cabello al igual que alborotaba las altas hierbas que rodeaban el suelo recién cavado.
Su mundo se había convertido en cenizas.
Aturdido por la pena, su mente no conseguía concentrarse en ningún otro pensamiento.
Un sollozo lo embargo. Le inquietaba que tal vez no hubiera hecho lo correcto. Hacia frio allí. Le preocupaba que Althea tuviera frio. Friedrich no quería que tuviera frío.
Pero también era un lugar soleado. Althea adoraba la luz del sol. Siempre decía que le gustaba el contacto del sol en el rostro. No obstante el calor de la ciénaga, el sol raras veces llegaba hasta el suelo, al menos cerca de donde ella pudiera verlo desde su confinamiento.
No obstante, para Friedrich sus cabellos eran dorada luz solar. Ella siempre se mofaba de tal sentimiento, pero de vez en cuando, si él no lo había mencionado en algún tiempo, le preguntaba inocentemente si creía que su cabello estaba suficientemente cepillado y arreglado para las visitas que iban en busca de una predicción. Ella siempre podía mantener un rostro inocente cuando iba a la caza de lo que quería. Entonces, el le decía que su cabello era como el sol y ella se ruborizaba como una adolescente y contestaba: “Oh, Friedrich».
Ahora, el sol no volvería a brillar para él.
Se había planteado que hacer, y había decidido que eso sería lo mejor para ella; estar allí arriba, en el prado, fuera de la ciénaga. Si bien nunca pudo sacarla de aquel lugar en vida, al menos podía sacarla ahora. El soleado prado era un lugar mejor para que descansara que su antigua prisión.
Habría dado cualquier cosa por haberla sacado antes, por haberle mostrado de nuevo lugares hermosos, por haberla visto sonreír, despreocupada, bajo la luz del sol. Pero ella no podía salir. Para cualquier otra persona, incluido él, sólo el sendero situado en la parte delantera podía recorrerse sin problemas. No había otro modo de pasar ante las criaturas siniestras creadas con el poder de su esposa. Para ella, ni siquiera existía aquel camino seguro.
Friedrich sabía que las nefastas consecuencias para cualquiera que se aventurara por cualquier otra parte de la ciénaga no eran imaginarias. Varías veces a lo largo de los años, los incautos o los imprudentes se habían desviado del sendero, o intentado llegar a través de la parte trasera, adonde ni siquiera él se atrevía a ir. Había sido una tortura para Althea saber que su poder había puesto fin a vidas inocentes. Cómo había conseguido Jennsen llegar ilesa desde la parte trasera, ni siquiera Althea lo sabía.
Para su último viaje, Friedrich había transportado a Althea al exterior por aquel camino posterior como un símbolo de su libertad reclamada.
Los monstruos habían desaparecido. Ella se encontraba con los buenos espíritus ahora.
Ahora, él estaba solo.
Friedrich se inclinó al frente lleno de zozobra, sollozando sobre la tumba recién cavada. El mundo era de improviso un lugar vacío, solitario y sin vida. Sus dedos aferraron la fría tierra que cubría a su amada. Sentía una aplastante sensación de culpabilidad por no haber estado allí para protegerla, pues estaba seguro de que, de haber estado él allí, ella seguiría viva. Era todo lo que quería. A Althea viva. A Althea de vuelta. A Althea con él.
Siempre le había deleitado regresar a casa, poca cosa como era ésta, para poder relatarle cualquier cosa insignificante que hubiese visto: un pájaro pasando en vuelo rasante sobre un campo cultivado, un árbol con las hojas titilando a la luz del sol, una calzada que era como una cinta tendida sobre colinas ondulantes, cualquier cosa que le hubiera llevado un poco del mundo a casa en su prisión.
Al principio, él no había hablado sobre el mundo situado más allá. Pensaba que si le hablaba de las cosas que había visto fuera de la ciénaga, sobre lo que estaba fuera de su alcance, ella se sentiría aún más confinada, más aislada, más abatida. Althea le sonrió con aquella sonrisa especial suya y dijo que quería oír cada detalle de lo que él veía, porque de ese modo podía negarle a Rahl el Oscuro su deseo de recluirla. Dijo que Friedrich era sus ojos, y que a través de ellos podía escapar de su prisión. Con las descripciones que Friedrich le traía, la mente de Althea alzaba el vuelo y se alejaba de su confinamiento. De aquel modo, Friedrich la ayudaba a negarle a aquel hombre vil su deseo de que jamás volviera a ver el mundo.
En ese punto, Friedrich podía sentirse bien por tener que abandonarla ciénaga mientras ella tenía que quedarse allí. No estaba seguro de quien regalaba qué a quién. Althea era así; haciéndole pensar que él hacia algo por ella, cuando era ella quien realmente lo ayudaba a vivir su vida del mejor modo posible.
En aquellos momentos, Friedrich no sabía qué haría. Su vida parecía estar en suspenso. No tenía una vida sin Althea. Ella era una presencia que le había dado vida, le había dado a sí mismo, le había hecho un ser completo. Sin ella en su vida, la vida no tenía sentido.
Cómo había muerto ella, Friedrich no lo sabía con seguridad. Las cosas que había encontrado no tenían demasiado sentido para él. No la habían tocado, pero habían saqueado la casa, Se habían llevado las cosas más extrañas; los ahorros de toda su vida, junto con comida, y unas prendas viejas de poco valor. Sin embargo, habían dejado otros objetos valiosos: tallas doradas, pan de oro y utensilios. Por mucho que lo intentara, Friedrich no conseguía ver orden ni concierto en ello.
Lo que sí comprendió fue que Althea se había envenenado. Y había otra taza. Ella había intentado envenenar a alguien más. Quizá alguien que había acudido para una predicción, alguien que no había sido invitado Friedrich comprendió, no obstante, que Althea debía de haber estado esperando a quienquiera que fuera y se lo había ocultado a él, animándolo a efectuar el viaje a palacio para vender sus tallas dorados. Había parecido un tanto insistente, y él había pensado que, puesto que ella no había invitado a ningún visitante, debía de querer estar a solas durante un tiempo, lo que no era totalmente inusual, o que quizá estaba simplemente impaciente porque él efectuara un viajecito al mundo exterior y viera algunas cosas interesantes ya que no lo había hecho desde hacía algún tiempo. Althea había sostenido su rostro entre las manos mientras le besaba aquella ultima vez, saboreando su contacto.
Ahora él sabía la ventad. Aquel largo beso había sido su despedida. Había querido que él estuviera lejos y fuera de peligro.
Friedrich introdujo la mano en un bolsillo y saco la nota que ella le había dejado. En ocasiones le escribía notas; cosas que se le ocurrían mientras él estaba fuera, cosas que quería acordarse de contarle. Había comprobado la taza dorada qué había tallado para ella, que Althea guardaba en el suelo, bajo su silla, detrás del almohadón en el que se sentaba, y le sorprendió encontrar una carta para él.
La desdoblo con cuidado y volvió a leerla, incluso a pesar de que la había leído tantas veces que sabia cada palabra de memoria.
Mi amado Friedrich:
Sé que no puedes comprenderlo justo ahora, pero quiero que sepas que no he abandonado mi deber para con la santidad de la vida, más bien lo estoy cumpliendo. Comprendo que no será fácil para ti, pero debes confiar cuando digo que tenía que hacer esto.
Estoy en paz. He tenido una vida larga... mas larga con mucho de la que tiene la fortuna de vivir casi cualquier otra persona. Pero lo mejor de ella fue la parte que viví contigo. Te he amado casi desde el día en que entraste en mí y despertaste mi corazón. No dejes que la pena destroce tu corazón; estaremos juntos en el otro mundo y para siempre.
Pero en este mundo, tu, como yo, somos uno de los cuatro protectores; las cuatro piedras de las esquinas de mi Gracia. Recuerdas. Preguntaste quienes eran y te conté que Lathea y yo éramos dos de las piedras en mi última predicción. Ojala hubiera podido decirte entonces que tú eras uno también, pero no me atreví. Soy incapaz de ver mucho de lo que está sucediendo, pero con lo que si se, debo hacer lo que pueda a las posibilidades de que otros vivan y amen se habrán perdido para siempre.
Ten por seguro que estas siempre en mi corazón, y lo estarás incluso cuando cruce el velo para estar con los buenos espíritus.
El mundo de la vida te necesita, Friedrich. Tu parte en el todavía tiene que empezar. Ruego para que, cuando seas llamado a ello, cumplas ese propósito.
Tuya para la eternidad,
ALTHEA
Friedrich se seco las lágrimas de las mejillas y luego volvió a leer las palabras de Althea. Al leer, podía oír la voz de su esposa en su mente, hablándole, casi como si estuviera justo allí a su lado. Temió dejar marchar aquella voz, pero por fin, doblo con cuidado la nota y la devolvió al bolsillo.
Cuando alzo los ojos, un hombre alto estaba de pie ante él.
Yo conocía a Althea. —Su potente voz era solemne y grave—. Lamento terriblemente tu perdida. Vine a presentar mis respetos y a ofrecer mi pésame.
Friedrich se puso en pie despacio, observando los ojos de un intenso azul celeste del anciano.
—¿Como podíais saberlo? ¿Cómo sabéis lo que sucedió? —La ira de Friedrich creció, también—. ¿Qué parte habéis tenido en esto?
—La parte de un triste testigo de aquello que no puedo cambiar. —El hombre, mucho más anciano pero de aspecto vigoroso, poso una mano en el hombro de Friedrich, oprimiéndolo con suavidad—. Conocí a Althea hace mucho tiempo, cuando vino a estudiar al Palacio de los Profetas.
—No habéis respondido a mi pregunta, ¿Como lo sabíais?
—Soy Nathan, el profeta.
—Nathan, el profeta...¿Nathan Rahl? ¿El mago Rahl?
El hombre asintió mientras apartaba la mano, dejando que el brazo volviera a deslizarse bajo el borde de su abierta esclavina marrón oscuro. Friedrich inclino la cabeza con un gesto de deferencia, pero no consiguió reunir la inquietud necesaria para hacer mas, para hacer una reverencia, incluso a pesar de estar en presencia de un mago, incluso aunque ese mago fuera un Rahl.
El hombre vestía pantalones de lana marrón y botas altas, no las vestiduras de un mago. En general, su aspecto no era el que Friedrich esperaba de un mago, y no tenia en absoluto el aspecto de un hombre que, según había dicho Althea, rondaba los mil años. La poderosa mandíbula estaba bien rasurada. El pelo liso y blanco era lo bastante largo como para tocar los amplios hombros. No estaba encorvado por la edad, sino que tenía la postura grácil de un espadachín, aunque no llevaba espada, y el porte natural de la autoridad.
Los ojos, no obstante, tan taladrantes bajo la agresiva frente, eran lo que Friedrich espetaría dé un hombre así. Eran tos ojos de un Rahl.
Friedrich sintió una punzada de celos. Aquel hombre conoció a Althea mucho antes de que Friedrich lo hiciera, en la época en que ella era joven y exquisitamente hermosa, una hechicera en la plenitud de su poder y habilidad, una mujer solicitada, una mujer cortejada por muchos hombres importantes. Una mujer que sabía lo que quería e iba tras ello con feroz pasión. Friedrich no era tan ingenuo como para creer que fue el primer hombre de su vida.
—Hable con ella brevemente unas pocas veces —dijo Nathan, como respondiendo a preguntas no formuladas, haciendo que Friedrich se preguntara si un hombre con aquella habilidad también podía leer las mentes—. Estaba extraordinariamente dotada para la profecía; al menos para ser una hechicera. No obstante, comparada con un auténtico profeta, no era más que una criatura intentando jugar a juegos de adultos. —El mago suavizo sus palabras con una amable sonrisa—. Eso no significa que por alto su corazón o intelecto, sino simplemente que lo coloco en perspectiva.
Friedrich aparto la mirada de los ojos del hombre, devolviéndola a la tumba.
—¿Sabéis lo que pasó? —Al no recibir respuesta, volvió a alzar los ojos hacia el hombre alto que lo observaba—. Y si lo sabíais, ¿podríais haberla detenido?
Nathan considero la pregunta por un momento.
—¿Viste alguna vez que Althea fuera capaz de alterar lo que veía cuando arrojaba las piedras?
—Supongo que no.
En unas pocas ocasiones, la había abrazado mientras lloraba apenada deseando poder cambiar algo que veía. A menudo le había dicho cuando el preguntaba sobre ello, o preguntaba qué podía hacerse, que tales cosas no eran tan sencillas como parecían a aquellos que no tenían el don. Si bien Friedrich no comprendía muchas de las complejidades de su talento, si sabía que en ocasiones la carga de la profecía casi la aplastaba de angustia.
—¿Sabéis por que habría hecho esto? —Preguntó Friedrich, con la esperanza de obtener alguna explicación que pudiera hacer más soportable la pena—. ¿O quién fue el que la llevó a hacerlo?
—Ella eligió el modo en que moriría —dijo Nathan—. Debes tener confianza en que tomó esa decisión por su propia voluntad y por razones sólidas. Debes comprender que lo que hizo no se hizo solo porque era el mejor para ella, y para ti, sino para otros también.
—¿Otros? ¿A qué os réferis?
—Ambos sabíais a lo que da vida el amor. Mediante su elección, ella estaba haciendo lo que podía para que otros pudieran tener su oportunidad de conocer la vida y el amor.
—Sigo sin comprender.
Nathan miro a lo lejos con aire distraído mientras sacudía lentamente la cabeza.
—Conozco solo pedazos de lo que está sucediendo, Friedrich. En esto, me siento ciego de un modo no me había sentido nunca.
—¿Os réferis a que esto tiene que ver con Jennsen?
La frente de Nathan se crispo cuando sus ojos se clavaron bruscamente y con atención en Friedrich.
—¿Jennsen? —Su voz estaba entretejida de recelo.
—Uno de los agujeros en el mundo. Althea dijo que Jennsen es una hija de Rahl el Oscuro.
El mago echó hacia atrás la esclavina y apoyó una mano en la cadera.
—Así que ése era su nombre, Jennsen. —Su boca se curvó hacía arriba con una sonrisa particular—. Nunca he oído ese término, agujero en el mundo, pero veo lo apto que le parecería al restringido don de una hechicera. —Meno la cabeza—. A pesar de su talento, Althea no podía comprender ni remotamente lo que hay involucrado con esos que son como Jennsen. La incapacidad de los que tienen el don para reconocer aspectos de su existencia, y que hace que se refieran a ellos como un agujero en el mundo, no es más que cola del toro. La cola es la parte menos importante. «Agujero» no es ni siquiera realmente preciso. Yo diría que «vacio» sería mejor.
—No estoy seguro de que estéis en lo cierto sobre que ella no lo comprendía. Althea estuvo involucrada con esos que son como Jennsen durante mucho tiempo. Quizá se daba mucha más cuenta de los que comprendéis. Nos explico a Jennsen y a mí que no sabía nada más, pero que la parte más importante era que los que tenían el don eran ciegos a ellos.
Nathan gruño una corta risita burlona.
—Bueno, Althea sabía más, mucho más. Esa cuestión del agujero en el mundo no era más que aderezo con respecto a lo que Althea sabía.
Friedrich no se atrevió a contradecir al mago, pues sabia el modo en que las hechiceras guardaban secretos, sin revelar jamás hasta donde llegaba lo que sabían. Althea también lo hacía. Incluso con Friedrich. El sabía que no se trataba de una falta de respeto, o amor, sino simplemente el modo en que eran las hechiceras. No podía ofenderse por lo que era su naturaleza.
—Así que, ¿hay más cosas sobre esos que son como Jennsen, entonces?
—Ya lo creo. Este toro tiene cuernos, no solo una cola —suspiro Nathan—. Pero, no obstante, el hecho de que comprendo mucho de lo que Althea comprendía, ni siquiera yo sé ni remotamente lo suficiente como para afirmar que puedo captar todo lo que está realmente involucrado en los acontecimientos que empiezan a tener lugar. Esta parte de la profecía está oculta. Se suficiente, empero, para saber que esto puede alterar la naturaleza misma de la existencia.
—Sois un Rahl. ¿Cómo es que no podéis conocer tales cosas?
—A una edad muy temprana las Hermanas de la Luz me sacaron de aquí, me llevaron al Viejo Mundo y me encerraron allí en el Palacio de los Profetas. Soy un Rahl, pero en muchos aspectos conozco podo de mi ancestro hogar. D'Hara. Gran parte de lo que se, lo aprendí mediante libros de profecías.
»La profecía permanece callada sobre esos que son como Jennsen. Solo recientemente he empezado a descubrir porque, y las espantosas consecuencias. —Junto las manos a la espalda—. ¿Así pues, esa chica, Jennsen, vino a ver a Althea?¿Como supo de la existencia de Althea?
—Sí, Jennsen fue la causa de... —La mirada de Friedrich se aparto del hombre que lo contemplaba, no sabiendo qué sentiría él, respecto a su pariente, pero luego decidió contarlo, incluso si ello provocaba la cólera de aquel hombre—. Cuando Jennsen era pequeña, Althea intento ayudar a protegerla de Rahl el Oscuro. Rahl el Oscuro dejo invalidad a Althea por ello, y la encerró en la ciénaga. La despojó de todo su poder, excepto el de la profecía.
—Lo sé —murmuró Nathan, apenado—. Aunque jamás supe las causas que había detrás, vi vaticinado algo de ello.
Friedrich dio un paso al frente.
—¿Entonces por qué no la ayudasteis?
En esa ocasión fue la mirada de Nathan la que se desvió.
—Ah, pero si lo hice. Yo estaba encarcelado allí en el Palacio de los Profetas cuando ella vino a verme...
—¿Encarcelado por qué?
—Encarcelado por los injustos temores de otros. Soy una rareza, un profeta. Se me teme por ser un bicho raro, por ser un loco, por ser un salvador, por ser un destructor. Todo ello porque veo cosas que otros no ven. Hay momentos en los que no puedo evitar intentar cambiar lo que veo.
—Si es una profecía, ¿cómo se puede cambiar? Si la cambiaseis, seria falsa. Entonces no sería una profecía.
Nathan miró a lo lejos al frio cielo, mientras el viento alzaba sus largos cabellos hacia atrás, lejos del rostro.
—lamas podría explicarlo adecuadamente a alguien como tú, a alguien sin el don, pero pudo explicar una pequeña parte de ello de esta forma. Existen libros de profecías que se remontan a miles de años atrás. Esos libros contienen acontecimientos que aún no han sucedido. Para que el libre albedrio exista, deben dejarse preguntas en el aire. Esto se hace en parte mediante profecías bifurcadas.
—¿Profecías bifurcadas? ¿Queréis decir que las profecías pueden ir en una de dos direcciones?
Nathan asintió.
—Como mínimo; a menudo van en muchas direcciones. Acontecimientos clase, por lo menos. Los libros a menudo contienen una profecía con varios resultados que podrían obtenerse del libre albedrio. Cuando una bifurcación concreta está teniendo lugar, una línea de profecía resultara cierta mientras que las demás, en ese momento, se vuelven inválidas. Hasta ese momento, todas eran viables. De haberse efectuado otra elección, aquella bifurcación habría resultado ser la profecía válida. En su lugar, ese ramal de la profecía se marchita y muere, a pesar incluso de que el libro con esa línea dé profecía permanece. Así pues, la profecía queda enmarañada con las ramas secas de tiempos pasados, con todas las elecciones no realizadas, las cosas que jamás llegaron a ser.
La ira de Friedrich volvió a manifestarse.
—¿Y por lo tanto sabíais lo que le sucedería a Althea? ¿Me estáis diciendo que podríais haberla advertido?
—Cuando vino a verme, le hablé de una bifurcación. No sabía cuándo llegaría a ella, pero sabía que la muerte aguardaba al final de ambos senderos. Con la información que le di, podría ser capaz de saber cuándo había llegado el momento. Yo había esperado que, de algún modo, ella pudiera hallar un modo de sortear lo que yo había visto. En ocasiones existen bifurcaciones veladas cuya existencia ignoramos. Esperaba que fuera ése el caso en esta ocasión y que ella pudiera encontrarla, si existía.
Friedrich se sentía incrédulo.
—¡Podríais haber hecho algo! ¡Podríais haber impedido lo que sucedió!
Nathan alzó una mano hacia la sepultura.
—Éste es el resultado de intentar cambiar lo que será. No funciona.
—Pero a lo mejor si...
La mirada de halcón de Nathan se alzo en señal de advertencia.
—Para tu propia paz de espíritu, te contaré esto, pero no más. Al final del otro sendero había un asesinato tan tortuoso, tan sangriento, tan doloroso, tan violento, que cuando descubrieras lo que quedaba de ella, habrías puesto fin a tu propia vida antes que seguir viviendo con lo que habías visto. Da gracias de que eso no sucedió. No sucedió... no porque ella temiera más a esa muerte, sino en parte porque te amaba y no quería que sufrieras eso. —Nathan señaló la tumba—. Ella eligió este sendero.
—¿Ésta era la bifurcación de que le hablaste, entonces?
La mirada hostil de Nathan se dulcificó.
—No exactamente. La bifurcación que tomó fue que moriría. Ella eligió el modo.
—¿Estáis diciendo... que podría haber elegido otra bifurcación, un sendero en el que viviría?
Nathan asintió.
—Durante un tiempo. Pero de haber elegido ella esa senda, no tardaríamos en estar todos en las garras del Custodio. Debido a aquellos que están involucrados, sé únicamente que siguiendo ese sendero todo finalizaba. La elección que ella hizo fue que pudiera existir aún una oportunidad.
—¿Una oportunidad? ¿Una oportunidad para qué?
Nathan suspiró, Friedrich sospechó que el suspiro reflejaba cosas más graves, más radicales, que cualquier cosa que Althea hubiese visto jamás.
—Althea me dio tiempo a todos de modo que otros puedan efectuar las elecciones correctas cuando llegue el momento de que eligen de motu propio. este modo de bifurcaciones de las profecías resulta obtuso como ningún otro, pero la mayoría de los cabos conducen a la nada.
—¿A la nada? No lo comprendo. ¿Que podría significar eso?
—La existencia está en juego —La ceja de Nathan se enarco—. La mayoría de esas profecías terminan en un vacio, en el mundo de los muertos... para todos.
—Pero ¿vos podéis ver el camino, no obstante?
—La maraña que hay entre nosotros es un misterio para mí. En esto, me siento impotente. En esto, se lo que es carecer del don y además ser ciego. En esto, es como si yo fuera así. Ni siquiera puedo ver a todos esos que están realizando las elecciones de importancia.
—Debe de ser Jennsen. A lo mejor, si la encontraseis... pero Althea dijo que los que tienen el don no pueden ver a los vástagos sin el don de Rahl el Oscuro.
—De cualquier Rahl. El don no sirve de nada para localizar a esos hijos normalmente desprovistos del don. No hay modo de saber donde están. A menos que pudieras reunir a la gente de todo el mundo y hacerla desfilar ante los que tienen el don, no existiría un modo factible de detenerlos con el don. La proximidad física es el único medio por el que el don puede decirte quienes son, porque los ojos y el don no se ponen de acuerdo, como cuando vi a Jennsen por accidente.
—¿Creéis, entonces, que Jennsen está implicada de algún modo en esto?
Nathan se cerró la esclavina para protegerse del glacial viento.
—En lo que respecta a las profecías, aquellos que son como Jennsen ni siquiera existen. No tengo modo de saber si hay otros, y si lo hay, cuantos podrían ser. No tengo ni idea de qué papel desempeña cualquiera de ellos en esto. Se únicamente que de algún modo desempeñan un papel fundamental.
»Conozco algo de lo que está involucrado, y a algunos de aquellos que se encontraran en bifurcaciones críticas de la profecía. Tal y como he dicho, a pesar de que muchas de esas bifurcaciones en la profecía. Tal y como he dicho, a pesar de que muchas de esas bifurcaciones en la profecía no pueden verse con claridad.
—Pero sois un profeta; un autentico profeta según Althea; ¿cómo es que no podéis saber lo que dice la profecía si la profecía existe?
Nathan lo evaluó con sus penetrantes ojos azul celeste.
—Intente comprender lo que te dije. Es un concepto que pocas personas pueden captar. A lo mejor puede ayudarte en su pena, pues es el punto en el que Althea se encontró.
—Contádmelo entonces —dijo Friedrich, asintiendo.
—La profecía y el libre albedrio existen en tensión. Existen en oposición. Sin embargo, interactúan. La profecía es magia, y toda la magia necesita equilibrio. El equilibrio de la profecía, el equilibrio que permite que la profecía exista, es el libre albedrio.
—Eso no tiene sentido. Se anularían el uno al otro.
—Ah, pero no lo hacen —dijo el profeta con una sonrisa maliciosa y cómplice—. Son interdependientes y sin embargo son aritméticos. Igual que la magia de Suma y la Magia de Resta son fuerzas opuestas, ambas existen. Cada una sirve para equilibrar a la otra. Creación y destrucción, vida y muerte. La magia debe tener equilibrio para funcionar. La profecía funciona mediante la presencia de su contrario: el libre albedrio.
—¿Sois un profeta, y me estáis diciendo que el libre albedrio existe, invalidando la profecía?
—¿Invalida la muerte la vida? No, la define, y al hacerlo crea su valor.
En el silencio, nada de todo aquello parecía importar. Era demasiado difícil para que Friedrich lo entendiera entonces. Además, no cambiaba nada para él. La muerte había acudido a llevarse la valiosísima vida de Althea. Su vida era todo lo de valor que había tenido. La angustia regreso en un torrente para inundar todo lo demás. Para Friedrich, todo había terminado ya; no había nada más adelante, excepto oscuridad.
—Vine por otro motivo —dijo el mago Rahl en voz queda—; debo apelar a ti para que ayudes en esta lucha.
Demasiado cansado para seguir de pie, demasiado acongojado para que le importara, Friedrich volvió a dejarse caer al suelo junto a la sepultura de Althea.
—Habéis acudido a la persona equivocada.
—¿Sabes donde esta lord Rahl?
Friedrich alzo los ojos, bizqueando ante el brillante cielo.
—Lord Rahl?
—Sí, lord Rahl. Eres d'haraniano. Deberías saberlo.
—Supongo que puedo percibir el vínculo. —Friedrich indico a lo lejos en dirección sur—. Esta en esa dirección. Pero es débil. Debe de hallarse a una gran distancia. Más lejos de lo que he percibido a ningún lord Rahl en toda mi vida.
—Es cierto —dijo Nathan—. Está en el Viejo Mundo. Debes ir a él.
—No tengo dinero para viajar —gruño Friedrich.
Pareció la razón más sencilla.
Nathan le lanzo una bolsa de cuero, que golpeo el suelo ante Friedrich con un fuerte y sordo golpetazo metálico.
—Lo sé. Soy un profeta, ¿recuerdas? Esto es más de lo que te quitaron.
Friedrich comprobó el peso de la bolsa. Era realmente pesada.
—¿De dónde ha salido todo esto?
—De palacio. Esto es un asunto oficial, de modo que D'Hara te proporcionará el dinero que necesitarás.
Friedrich negó con la cabeza.
—Os agradezco que vengáis y me ofrezcáis vuestro pésame. Pero soy el hombre equivocado. Enviad a otro.
—Tú eres el hombre que tiene que ir. Althea debería haberlo sabido. Te debería haber dejado una carta, diciéndote que se te necesitaba en esta lucha. Te debería haber pedido que aceptaras cuando se te llamara. Lord Rahl te necesita. Estoy apelando a ti.
—¿Sabéis lo de la carta? —preguntó Friedrich mientras se volvía poner en pie.
—Es una de las poquísimas cosas que conozco de este asunto. Por la profecía, sé que eres la persona que tiene que ir. Pero debes de hacerlo por voluntad propia. Apelo a ti para que lo hagas.
Friedrich volvió a menear la cabeza, en esa ocasión con más convicción.
—No soy quien debe hacerlo. No lo comprendéis. Me temo que ya no me importa nada.
Nathan extrajo algo de debajo de la capa y se lo tendió. Friedrich vio entonces que se trataba de un libro pequeño.
—Tómalo —ordenó el mago, su voz repentinamente sonora y llena de autoridad.
Friedrich así lo hizo, dejando que los dedos vagaran por la vieja tapa de cuero mientras inspeccionaba las palabras repujadas en pan de oro. Había cuatro palabras en la tapa, pero Friedrich nunca antes había visto aquel idioma.
—Este libro es de la época de la gran guerra, hace miles, de años —explicó Nathan—. Justo acabo de descubrirlo en el Palacio del Pueblo tras una frenética búsqueda entre los cientos de volúmenes que hay allí. En cuanto lo localicé, corrí aquí. No he tenido tiempo de traducirlo, así que ni siquiera sé que hay escrito en él.
—Está escrito en un idioma distinto.
Nathan asintió.
—Alto d'haraniano, un idioma que ayudé a enseñar a Richard. Es de vital importancia que él tenga este libro.
—¿Richard?
—Lord Rahl.
El modo en que pronunció aquellas dos palabras le produjo un escalofrío a Friedrich.
—Si no lo habéis leído, ¿cómo sabéis que es el libro correcto?
—Por el título, ahí en la tapa.
Friedrich pasó los dedos con suavidad por encima de las misteriosas palabras. El dorado todavía estaba en buen estado tras todo aquel tiempo.
—¿Puedo preguntar el título del libro?
—Los Pilares de la Creación.
12
Oba abrió los ojos, pero por algún motivo eso no pareció servir de nada. No veía. La consternación lo dejó rígido. Yacía sobre la espalda, sobre algo que parecía una fría y áspera piedra. Era un completo misterio para el dónde podía estar o cómo había llegado allí, pero su primera y más importante preocupación fue que se había quedado ciego. Temblando de pies a cabeza, Oba parpadeó, intentando aclarar la visión, pero siguió sin poder ver.
Un pensamiento muchísimo peor fue lo que realmente inflamó su pánico; se preguntó si no estaría de vuelta en el corral.
Temía moverse y probar que era cierta su sospecha. No sabía cómo lo habían hecho, pero se desesperó pensando que aquellas tres mujeres maquinadoras —las conflictivas hermanas hechiceras y su lunática madre— habían conseguido de algún modo volver a encerrarlo en su prisión de la infancia. Probablemente, habrían estado maquinándolo desde más allá de la tumba, y mientras dormía, habían saltado sobre él.
Paralizado por la situación en que se encontraba, Oba no conseguía poner en orden sus ideas.
Pero, entonces, oyó un ruido. Volvió los ojos hacia el sonido y vio movimiento. Comprendió a medida que las cosas iban enfocándose que no era más que un habitación oscura y no su corral, después de todo. Una sensación de alivio le recorrió seguida por una de mortificación. ¿En qué había estado pensando? Él era Oba Rahl. Era invencible. Le sería útil recordarlo.
Aunque le alivió saber que no era lo que en un principio había temido, la prudencia lo mantuvo cauteloso; el lugar producía una sensación extraña y peligrosa. Se concentró, intentando recordar que había sucedido y cómo había ido a parar a un lugar tan frio y oscuro, pero no le venía a la memoria. Su memoria estaba toda nebulosa, tan solo una colección de impresiones al azar; una dolencia mareante, un terrible dolor de cabeza, una debilidad y nauseas profundas, la sensación de ser llevado en volandas, de manos sobre el por todas partes, de luz que le hería los ojos, de oscuridad. Se sentía apaleado y magullado.
Alguien tosió a poca distancia. Desde otra dirección un hombre gruño a aquel que se callara. Oba permaneció inmóvil como un puma, con los músculos en tensión. Se esforzó por recuperar la serenidad, dejando que su mirada vagara por la oscura habitación. No estaba totalmente a oscuras, como había temido al principio. En la pared de enfrente una luz débil, posiblemente la oscilante llama de una vela, penetraba a través de una abertura cuadrada. Había dos oscuras líneas verticales en la abertura.
A Oba todavía le martilleaba la cabeza, pero esta estaba mucho mejor de lo que había estado antes. Recordó lo enfermo que había estado. Al rememorarlo, reparo en que ni siquiera había caído en la cuenta entonces de lo muy enfermo que había estado. De chico había tenido fiebre, en una ocasión. Eso había sido como aquello, supuso, una calentura. Probablemente la había contraído al visitar a Althea, la repugnante bruja de la ciénaga.
Oba se incorporo, pero eso le hizo sentirse mareado, de modo que se recostó contra la pared. Era de piedra áspera, como el suelo. Se froto las frías piernas entumecidas, y luego estiró la espalda. Se pasó los nudillos por los ojos, intentando desterrar la persistente neblina de su cabeza. Vio ratas, moviendo los bigotes, que husmeaban a lo largo de la pared. Oba estaba muerto de hambre, a pesar del olor fétido del lugar. Olía a sudor y a orina, y a cosas peores.
—Mirad, el grandullón está despierto —dijo alguien desde el otro extremo de la habitación; la voz era profunda y burlona.
Oba alzo la vista, mirando con atención, y vio a hombres observándolo. En total, había otras cinco personas con él en la habitación. Parecían muy desaliñados, El hombre que había hablado, allá, en el rincón a la derecha, era el único otro hombre además de Oba que estaba sentado. Se recostaba en el rincón como si le perteneciera. Su forzada mueca burlona mostraba que los dientes que no le faltaban estaban lo más torcidos que cabía imaginar.
Oba paseó la mirada por los otros cuatro hombres de pie que lo observaban.
—Tenéis todos aspecto de criminales.
Resonaron carcajadas por la habitación.
—A todos se nos persigue injustamente —indicó el hombre de la esquina.
—Eso —convino otro—. Nos estábamos ocupando de nuestras cosas cuando esos guardias nos agarraron y nos arrojaron aquí dentro sin el menor motivo. Nos encerraron como si fuésemos delincuentes comunes.
Resonaron mis carcajadas.
Oba no creyó que le gustase estar en una habitación con delincuentes. Sabía que no le gustaba estar encerrado en una habitación, y aquello se parada demasiado a su corral. Una inspección somera demostró que eran ciertas sus sospechas, su dinero había desaparecido. Desde el otro extremo de la habitación, bajo una grieta en la puerta, una rata observaba con sus redondos y brillantes ojillos.
Oba alzó la mirada de la rata a la abertura con la luz. Vio entonces que las dos líneas eran barrotes.
—¿Dónde estamos?
—En la prisión de palacio, grandullón —respondió el de los dientes torcidos—. ¿Acaso te parece que esto sea un burdel?
El resto de los hombres rieron ante el chiste.
—Quizá sean así los que él visita —dijo uno de ellos, y el resto rió aún más fuerte.
Al otro lado, otra rata observaba.
—Tengo hambre. ¿Cuándo nos dan de comer? —preguntó Oba.
—Tiene hambre —dijo uno de los hombres de pie con voz zahiriente; escupió con repugnancia—. No nos dan de comer a menos que tengan ganas de hacerlo. Uno se puede morir de hambre primero.
Otro hombre se acuclilló frente a él.
—¿Cómo te llamas?
—Oba.
—¿Qué hiciste para que te arrojaran aquí dentro, Oba? ¿Robarle a una vieja doncella su virginidad?
Los hombres soltaron una risotada.
A Oba no le pareció que el hombre resultara divertido.
—No hice nada malo.
No le gustaban aquellos hombres. Eran crimínales.
—¿Así que crea inocente?
—No sé por qué tendrían que meterme aquí.
—Nosotros oímos otra cosa —dijo el hombre acuclillado frente a él.
—Ya lo creo —convino el de la esquina—. Oímos que los guardias decían que mataste a un hombre a golpes, con las manos.
Oba frunció el entrecejo con auténtica perplejidad.
—¿Por qué tendrían que meterme aquí por eso? Ese hombre era un ladrón. Me abandonó en un lugar desierto para que muriera después de haberme robado. Sólo obtuvo lo que le correspondía.
—Eso dices tú —dijo el de los dientes torcidos—. Nosotros oímos que fuiste probablemente tú quien le robó.
—¿Qué? —Oba se sintió incrédulo además de indignado—. ¿Quién dijo eso?
—Los guardias —fue la respuesta que recibió.
—Mienten, entonces —insistió Oba, y los hombres empezaron a reír otra vez—. Clovis era un ladrón y un asesino.
Las risas pararon. Las ratas se detuvieron y alzaron los ojos. Olisquearon el aire, moviendo nerviosamente los hocicos.
El que ocupaba el rincón se sentó muy tieso.
—¿Clovis? ¿Dijiste Clovis? ¿Te refieres al hombre que vendía amuletos?
Oba apretó los dientes al recordar. Deseó poderle asestar unos cuantos golpes más a Clovis.
—Ése es. Clovis el mercachifle. Me robó y me dejó por muerto. Yo no lo maté, apliqué justicia. Se me debería recompensar por ello. No pueden encerrarme por administrar justicia a Clovis. Lo merecía por sus delitos.
El hombre de la esquina se puso en pie. Los otros hombres se aproximaron.
—Clovis era uno de nosotros —dijo Dientes Torcidos—. Era amigo nuestro.
—¿De veras? —preguntó Oba—. Bueno, pues lo machaqué hasta convertirlo en una pulpa sanguinolenta* De haber tenido tiempo, le habría cortado algunas partes delicadas antes de aplastarle la cabeza.
—Una conducta muy valiente, en un grandullón, cuando se trata de pegar a un hombrecillo jorobado que está totalmente solo —dijo entre dientes uno de los hombres.
Otro hombre le escupió. La cólera de Oba despertó. Fue a sacar su cuchillo, pero descubrió que no estaba.
—¿Quién cogió mi cuchillo? Quiero que se me devuelva. ¿Quién de vosotros, ladrones, me robó el cuchillo?
—Los guardias lo cogieron —dijo Dientes Torcidos con una risita burlona—. Realmente eres un zoquete estúpido, ¿verdad?
Oba alzó una mirada fulminante en dirección al hombre, sus dientes torcidos hacían que sus labios parecieran tener bultos. El poderoso y fornido pecho del hombre ascendía y descendía con cada enfurecida respiración. Tenía el aspecto de ser un alborotador. Dio otro paso hacia Oba.
—Eso es lo que eres... un enorme zoquete. Oba el zoquete.
Los otros rieron. Obi hirvió de rabia contenida mientras escuchaba esa voz. Quería cortarles las lenguas a aquellos hombres y luego ponerse a trabajar en ellos, Prefería hacer tales cosas a las mujeres, pero aquellos hombres se lo estaban ganando. Sería divertido tomarse su tiempo y observarles retorcerse, hacerles gritar, contemplar la expresión en sus ojos mientras la muerte penetraba en sus cuerpos convulsionados.
Al acercarse a él los hombres, Oba recordó que no tenía el cuchillo, así que no podría obtener la diversión que le habría gustado. Necesitaba recuperar su cuchillo. Estaba harto de aquel lugar. Quería salir.
—Ponte en píe, Oba el zoquete —gruñó Dientes Torcidos.
Una rata pasó rauda por delante de él. Oba dejó caer la mano sobre su cola. La raía tiró y se retorció, pero no consiguió escapar. Oba agarró la peluda criatura con la otra mano, alzándola. El roedor se removió, estirándose a un lado y a otro en un intento de huir, pero Oba lo tenía bien sujeto.
Mientras se levantaba, le arrancó la cabeza a la rata de un mordisco Cuando hubo alcanzado toda su altura, mas de una cabeza más alto que Dientes Torcidos, dirigió una mirada fulminante a los ojos de los hombres que lo rodeaban. El único sonido era el que producía Oba triturando con los dientes la cabeza de la rata.
Los hombres retrocedieron.
Oba, masticando todavía, fue a la puerta y atisbo por la abertura con barrotes. Vio a dos guardias de pie en la intersección de un vestíbulo cercano, conversando en voz baja.
—¡Eh, vosotros! —Llamo—. ¡Ha habido un error! ¡Necesito hablar con vosotros!
Los dos hombres interrumpieron la conversación.
—¿Ah, sí? ¿Cuál es el error? —preguntó uno.
La mirada de Oba paseó entre los dos, pero no sólo obsérvala su mirada. La mirada de la cosa que era la voz también observó desde dentro de él.
—Soy hermano de lord Rahl.
Oba sabía que estaba diciendo en voz alta lo que jamás había dicho a un desconocido antes, pero se sintió obligado a hacerlo. Se sintió un tanto sorprendido al oírse seguir hablando mientras todo el mundo lo observaba.
—He sido encerrado equivocadamente por aplicar justicia a un ladrón, como es mi deber. Lord Rahl no tolerará este falso encarcelamiento. Exijo ver a mi hermano —Dirigió una mirada iracunda a los dos guardas—. ¡Id a buscarlo!
Ambos hombres pestañearon ante lo que vieron en sus ojos y, sin decir nada mas, se marcharon.
Oba volvió a contemplar a los hombres encerrados con él. Mientras trababa la mirada con los ojos de cada hombre por turno, se dedicó a masticar una pata posterior de la rata. Ellos se hicieron a un lado para permitirle pasear mientras masticaba, con los diminutos huesos de la rata crujiendo, crujiendo y crujiendo. Volvió a mirar por la abertura, pero no vio a nadie más. Oba suspiró. El palacio era inmenso. Podría transcurrir algún tiempo antes de que los guardias regresaran para dejarle salir.
Los hombres que estaban en la celda con él se hicieron a un lado en silencio cuando Oba regresó a su lugar contra la pared opuesta a la puerta y se sentó en el suelo. Se quedaron contemplándolo fijamente y Oba les devolvió la mirada mientras arrancaba otro pedazo de rata con las dientes.
Los tenía a todos fascinados, lo sabía. El era casi de la realeza. A lo mejor era de la realeza. Era un Rahl. Probablemente no habían visto nunca a nadie tan importante como el antes, y estaban sobrecogidos.
—Dijisteis que no nos alimentan. —Agitó lo que quedaba de la fláccida rata—. Yo no me moriré de hambre.
Arrancó la cola y la desechó. Los animales comían colas de rata, el no era un animal.
—No eres tan sólo un zoquete —dijo Dientes Torcidos en una voz queda llena de desprecio—. Eres un loco bastardo.
Oba salió disparado a través y tuvo al hombre cogido por la garganta antes de que nadie pudiera siquiera lanzar una exclamación de sorpresa. Alzó al criminal, que chillaba con voz aguda y pataleaba, hasta mirarlo directamente a los ojos. Acto seguido, con un potente empellón, lo estrelló contra la pared. El hombre se quedó tan fláccido como la rata.
Oba miré a su espalda y vio que los demás habían retrocedido contra la pared opuesta. Dejó que el hombre resbalara hasta el suelo, donde gimió mientras se acariciaba la parte posterior de su afeitada cabeza. Oba perdió interés. Tenía cosas mis importantes en las que pensar que en machacarle los sesos a aquel hombre, incluso aunque fuera un delincuente.
Regresó a su lugar y se tumbó sobre la fría piedra. Había estado enfermo y podía no estar recuperado del todo Tenía que cuidar de sí mismo. Necesitaba descansar.
Alzó la cabeza.
—Cuando vengan a por mí, despertadme —dijo a los cuatro hombres que seguían contemplándolo en silencio.
Le divertía ver lo fascinados que estaban al tener a un noble entre ellos. Con todo, eran delincuentes comunes. El los haría ejecutar.
—Nosotros somos cinco y tu sólo uno —dijo uno de los hombres—. ¿Qué te hace pensar que volverás a despertar una vez que cierres los ojos? —La amenaza de su voz era inconfundible.
Oba le sonrió burlón.
La voz sonrió con él.
Los ojos del hombre se abrieron de par en par. Tragó saliva y retrocedió hasta que los hombros chocaron contra la pared: luego avanzó lateralmente arrastrando los pies. Cuando llegó a la esquina opuesta, resbaló hasta el suelo y dobló las rodillas apretadas contra él. Gimoteando, con lágrimas corriendo por las mejillas, volvió la cabeza y ocultó los ojos tras un hombro tembloroso.
Oba apoyó la cabeza en el brazo extendido y se durmió.
13
Unas débiles pisadas procedentes del otro lado de la puerta despertaron a Oba de su sueñecito. Abrió los ojos, pero no se movió ni hizo ningún ruido. Los hombres miraban a hurtadillas por la abertura de la puerta.
Cuando las pisadas parecieron acercarse más, todos menos un hombre se echaron atrás. El hombre permaneció junto a la puerta, montando guardia. Se estiró sobre los dedos de los pies, sujetó los barrotes y apretó el rostro contra ellos, intentando ver mejor pasillo adelante. A lo lejos, Oba pudo oír los sonidos metálicos y el resonante chirrido de llaves girando en cerraduras y puertas que se abrían. El hombre de la puerta permaneció inmóvil durante un tiempo mientras vigilaba, luego retrocedió de repente.
—Han girado hacia aquí. Vienen en esta dirección —susurró a los demás.
Los cinco hombres se apiñaron en el extremo opuesto de la habitación. Se susurraron unos a otros.
—Pero ¿y si es una mord-sith la que entra? —siseó uno de los hombres.
—Eso no nos afecta —dijo otro hombre—. Sé algo sobre las de su clase. Su magia actúa para capturar a aquellos que tienen el don. Hace que estén a salvo de la magia, no de la fuerza.
—Pero su arma sigue funcionando en nosotros —dijo el primero.
—No, si la dominamos entre todos y se la quitamos —se oyó responder—. Somos cinco. Somos más fuertes y la superamos en número.
—Pero y si...
—¿Qué crees que van a hacer con nosotros? —susurró uno de los otros con voz acalorada—. Sí no aprovechamos esta oportunidad, ya podemos darnos por muertos. No veo qué otra oportunidad tenemos. Yo digo que lo hagamos y huyamos.
Cada hombre asintió por turno. Satisfechos, se irguieron y marcharon a distintos puntos de la habitación, haciendo como si no quisieran tener nada que ver unos con otros. Oba comprendió que tramaban algo.
Un hombre echó una veloz mirada de comprobación por la abertura otra vez, luego se aparto de la puerta. Uno de los otros hombres se acerco y empujo a Oba con el costado del pie.
—Han vuelto. Despierta. ¿Me oyes?
Oba gimió, fingiendo dormir.
El hombre le volvió a golpear suavemente con el pie.
—Querías que te avisáramos cuando regresaran. Despierta ya.
Retrocedió cuando Oba se movió, bostezando y desperezándose para fingir que se acababa de despertar. Los hombres, todos, excepto el que había visto ya más de lo que quería ver en los ojos de Oba, le dirigieron un vistazo antes de decidirse por un lugar en el que quedarse. Mientras aguardaban, adoptaron poses repantigadas, esforzándose por parecer indiferentes y desinteresados.
Pasillo adelante, dos personas hablaban con palabras que Oba apenas consiguió distinguir, pero oyó las voces lo bastante bien para saber que su breve conversación era simplemente formal. Los pasos finalmente se detuvieron justo ante la puerta. Una llave giro en la cerradura. El sonido metálico del pestillo al retroceder resonó por todo el corredor. Los hombres dirigieron veloces ojeadas a la puerta. En el exterior, un hombre gruñó con el esfuerzo de un fuerte tirón. La puerta chirrió a medida que cedía, dejando entrar más luz.
Oba se quedó atónito al ver a una mujer recortada en el umbral.
Fuera, en el corredor, el enorme soldado que la acompañaba uso la vela de una palmatoria para encender su farol. Mientras la mujer permanecía justo pasada la puerta, evaluando con indiferencia a los hombres situados a cada lado, el guardia entro el farol en la celda y lo colgó en la pared. El farol proyecto una luz chillona sobre los rostros de los hombres y revelo la lúgubre realidad impenetrable de los confines de la mazmorra toscamente tallada en la piedra.
Oba vio también entonces qué tipos tan realmente miserables y repugnantes eran aquellos hombres. Con astutos ojos de animales brillando desde las sombras, todos vigilaban a la mujer.
Bajo la triste luz del farol, Oba vio que la mujer llevaba el conjunto más extraño que había visto nunca; un ajustado traje de piel roja. Alta y bien proporcionada, llevaba la larga melena rubia sujeta en una única trenza. Algo oscilo de una fina cadena alrededor de su muñeca derecha cuando la mano fue a descansar sobre su cadera. Aunque no era más alta que los hombres, su presencia por si sola autoritaria hacia que pareciera alzarse imponente, como alguna austera Furia venida a juzgar a los vivos en sus últimas horas.
Su entrecejo fruncido mostraba un desagrado más sombrío que el que la madre de Oba hubiese lucido jamás.
Pero Oba se sintió aún más atónito al verla hacer un despreocupado movimiento de la mano, despidiendo al guardia que había abierto la puerta. Si ello sorprendió a Oba, al guardia ni se inmuto. Tras echar una última mirada en derredor a los hombres, tiro de la pesada puerta para cerrarla detrás de él y la cerro con llave. Oba pudo oír las botas del guardia contra el suelo de piedra mientras volvía a marchar por el corredor.
El frio examen de la mujer recorrió a los hombres que la rodeaban, evaluando a cada uno, hasta que por fin su mirada iracunda descendió sobre él.
—Queridos espíritus... —murmuro para sí ante lo que vio en los ojos de Oba.
Los ojos.
Oba sonrió burlón. Sabía que ella reconocería que él decía la verdad respecto a su paternidad. La mujer podía ver en sus ojos que era el hijo de Rahl el Oscuro.
Los ojos.
La comprensión encajo repentinamente en su lugar para el cómo en cuchillo en su vaina.
Y entonces, bramando como animales, los hombres se abalanzaron todos hacia ella, Oba esperó que chillaría aterrorizada, o gritaría pidiendo ayuda, o que al menos se estremecería. En su lugar, se mantuvo firme y con toda tranquilidad respondió al ataque.
Oba vio una especie de vara roja, la que habla visto antes colgando cerca de la mano de ella, girar para introducirse en su puño. Cundo el primer hombre la alcanzó, ella le estrelló la vara contra el pecho, empujándolo hacia atrás con un giro de la muñeca. El hombre cayó como una bala de heno; estrellándose con un golpe sordo sobre el suelo de piedra.
Casi al mismo tiempo, los demás saltaron desde todas direcciones en una oleada de brazos y puños. La mujer se hizo a un lado, esquivando sin esfuerzo la trampa de recios brazos cuando esta se cerró violentamente. Mientras los hombres se tambaleaban de un lado a otro, intentando apresuradamente reanudar el ataque, ella se movió con fría gracia, enfrentándose a cada hombre veloz y metódicamente, y con sorprendente violencia.
Sin volverse, hundió el codo en el rostro del hombre más cercano mientras éste intentaba agarrarla por detrás. Oba oyó el chasquido de un hueso al quebrarse cuando la cabeza cayó bruscamente hacia atrás, arrojando una salpicadura de sangre contra la pared.
El tercer hombre, a un lado, fue frenado con la extraña vara roja colocada contra su cuello. Se desplomo, sujetándose la garganta, chillando con un estrangulado lloriqueo borboteante. Espumarajos de sangre aparecieron en la boca mientras se retorcía en el suelo, recordando vívidamente a Oba el modo en que la serpiente de la ciénaga se había retorcido mientras moría. Esquivando otra embestida, la mujer giro, más allá y por encima del hombre del suelo. Mientras lo hacía, dejo caer con fuerza el tacón de la bota, aplastándole el rostro.
Mientras giraba en redondo, lanzo tres veloces golpes al cuello del cuarto hombre. Los ojos de este se quedaron en blanco antes de que empezara a caer lentamente girando en redondo. Con la pierna, la mujer le hizo perder pie, derribándole de bruces. Su frente choco contra el suelo de piedra con un chasquido escalofriante.
La economía de movimientos de la mujer, la fluidez con la que se evadía seguida por un veloz y brutal contraataque, era un espectáculo fascinante.
El último hombre se lanzó sobre ella poniendo todo su peso en la arremetida. La mujer giro sobre sus talones, golpeándole el rostro con un revés tan violento que le hizo girar como una peonza. Le agarro por los cabellos de la parte posterior de la cabeza, le hizo perder el equilibrio con un violento tirón, y empujando con fuerza la extraña vara roja contra su espalda, le hizo caer de rodillas.
Era dientes Torcidos, y aulló más fuerte de lo que Oba había conseguido jamás hacer chillar a nadie, Oba estaba atónito por la capacidad de la mujer para infringir dolor. Esta sujetó a Dientes Torcidos por los cabellos, de rodillas ante ella, mientras el hombre chillaba, presa de una desesperada agonía, suplicando ser liberado, mientras se retorcía inútilmente intentando soltarse. Con una rodilla sobre la espalda del hombre, junto con la vara roja, le doblo la cabeza hacia atrás para controlarlo con la misma facilidad que si fuera una criatura.
Y luego, mientras alzaba la vista con toda deliberación para mirar a Oba a los ojos, presiono la vara roja contra la base del cráneo del hombre. Los brazos de este se agitaron como enloquecidos mientras todo su cuerpo se convulsionaba tan violentamente como si le hubiese alcanzado un rayo. Se quedó fláccido, con sangre manando de las orejas. Tras acabar con él, la mujer retiro la mano de los cabellos y le dejo caer de bruces al suelo. Poe l modo blando en que el hombre cayo, Oba tuvo muy claro que este ya estaba muerto y que no sintió el violento impacto contra la dura piedra.
Todo termino en lo que parecieron no más de cinco segundos, una por cada hombre muerto. Brillaba sangre por todas partes a la luz del farol. Los cinco hombres yacían despatarrados en posiciones forzadas por toda la habitación, y la mujer del traje de cuero rojo ni siquiera respiraba agitadamente.
La muerte se le acerco.
—Lamento desilusionarte, pero no escaparas tan fácilmente.
Oba sonrió burlón. La mujer lo quería a él.
Alargo la mano y le agarro el pecho izquierdo.
Con una mezcla de rabia, ella descargo la extraña vara roja sobre la parte superior de su hombro, junto al cuello.
Oba alargó la otra mano y le agarro el otro pecho. Dio a ambos un firme apretón mientras le sonreía burlón.
—¿Cómo es que no...?
La mujer callo mientras alguna profunda comprensión interior ocupaba de repente su expresión.
A Oba le gustaban sus pechos. Eran los más agradables que hubiesen sujetado jamás. Con todo, ella era más bien una mujer fuera de lo común. Tuvo la sensación de que aprendería muchas cosas nuevas con ella.
El puño de la mujer salió de la nada con una velocidad letal.
Oba lo atrapo en la palma de la mano, y cerró los dedos con fuerza alrededor del puño, apretando a la vez que lo torcía hacia atrás, haciéndolo girar, de modo que la espalda de la mujer se arqueo y sus hombros presionaron contra él. Ella hinco el codo hacia la cintura de Oba, pero él lo esperaba y le agarro el antebrazo, usando el impulso de esta para tirar de él hacia arriba detrás de ella, de modo que pudiera recogerlo con los dedos de la otra mano, que ya agarraba el otro brazo de la mujer.
Eso le dejaba una mano libre para palpar las delicias de su forma femenina. Deslizo la mano libre a la parte delantera de tu cintura, introduciéndola por debajo del cuero. Ella se retorció con todas sus fuerzas, intentando liberarse; sabia como usar el sistema de palanca para intentar desasirse de las manos de un adversario, pero su fuerza no era no con mucho suficiente para la tarea. Oba deslizo la mano hacia abajo por la parte delantera de los ceñidos pantalones de cuero, palpando las prietas carnes.
La muy zorra le clavo el tacón en la espinilla. Oba retrocedió, lanzando un grito, consiguiendo a duras penas sujeta. Pero entonces ella giro en redondo, pasando por debajo de sus brazos, y consiguió zafarse. En un abrir y cerrar de ojos, estaba libre.
En lugar de huir, la mujer uso el impulso para golpearle en un lado del cuello.
Oba consiguió en parte desviar el golpe en el último instante, pero le dolió de todos modos. Más que eso, lo enfureció. Estaba cansado de jueguecitos. Le agarró el brazo, retorciéndolo hasta que ella lanzó un grito, a continuación efectuó un movimiento envolvente con la pierna para hacerle perder el equilibrio primero, luego arrojó todo su peso contra ella. La hizo girar bruscamente mientras iban a estrellarse contra el suelo, aterrizando encima de ella y arrebatándole el aire de los pulmones. Antes de que ella pudiera tomar aire, le lanzó un buen puñetazo en el estómago. Vio en sus ojos lo mucho que le dolió.
Iba a ver mucho más en sus ojos antes de que acabara con ella.
Mientras forcejeaban en el suelo, Oba llevaba claramente ventaja sobre ella, y la aprovechó. Empezó a tirar de sus ropas, pero ella no tenía intención de ponérselo fácil, y peleó con todo lo que tenía. Su forma de pelear, no obstante, era desconocida para Oba, No luchaba para desasirse, como hacían otras mujeres. En su lugar, luchaba para hacerle daño.
Oba comprendió, entonces, lo desesperadamente que ella lo deseaba.
Él tenía intención de darle la satisfacción que ansiaba, darle lo que ella nunca antes había obtenido de un hombre.
Los poderosos dedos de Oba tiraron hacia arriba de la parte superior del traje de cuero, pero ésta estaba bien ajustada alrededor del estómago mediante un grueso sobrecinturon. La parte posterior del conjunto estaba entrecruzada por una telaraña de ajustadas correas y hebillas. Era demasiado resísteme para desgarrarla, pero Oba consiguió subirla por encima de las costillas. La visión de su carne lo inflamó. Ella combatió con sus manos, sus pies, incluso con su cabeza, pues intentó darle un cabezazo.
No obstante todos los esfuerzos de la mujer, Oba consiguió estirar parcialmente hacia abajo la parte inferior de la ajustada prenda, hasta la mitad de la curva de las caderas. Ella forcejeó con más violencia aún, probando todos los movimientos que podía para hacerle daño. Él podía percibir que ella lo deseaba con tal desesperación que apenas era capaz de controlarse.
Mientras él dedicaba su atención a intentar quitarle la parte inferior, los dientes de la mujer agarraron su otro antebrazo. El impacto del dolor hizo que se quedara rígido, pero en lugar de echarse atrás, apretó contra ella el brazo que le mordía, golpeándole la nuca contra la piedra. El segundo porrazo contra el suelo de piedra le quitó gran parte de las ganas de pelea a la mujer y él pudo liberar el brazo.
Oba no la quería inconsciente. La quería despierta. Observó sus ojos mientras rodaba encima de ella, introduciendo por la fuerza la rodilla entre sus muslos, y le complació ver por el modo en que rechinaban los dientes, el modo en que sus ojos rastreaban los de él, que ella era muy consciente de su presencia.
La cognición era integral a la experiencia. Era importante que ella fuera consciente de lo que le sucedía, de las transformaciones que tendrían lugar en su cuerpo vivo. Consciente de que la muerte acechaba a poca distancia, aguardando, observando. Era esencial para Oba poder ver todas las emociones y sensaciones primarias de la mujer a través de aquellos expresivos ojos.
Le lamió el costado del cuello, por detrás de la oreja, donde los finos pelillos ofrecieron un tacto suave a su lengua. Los dientes volvieron a descender mordisqueando la carne. El cuello de la mujer resultaba delicioso. Sabía que a ella le gustaba la sensación de sus labios y dientes en su carne, pero que tenía que pelear para mantener la simulación, no fuera a ser que él la considerara promiscua. Todo formaba parte de su juego. Aunque, por el modo en que ella forcejeaba, él sabía lo mucho que se moría por él. Mientras le acariciaba el cuello con la nariz, usaba la otra mano para desabrocharse los pantalones.
—Siempre lo has deseado así —murmuró con voz ronca, enloquecido casi por el deseo de poseerla.
—Sí —respondió ella, jadeante—. Sí, tú lo comprendes.
Eso era nuevo. Nunca antes había estado con una mujer que se sintiera lo bastante cómoda con sus necesidades como para admitirlas en voz alta... excepto a través de la exhibición de gemidos y gritos. Oba comprendió que debía de estar frenética de deseo para desechar todo fingimiento, y ello lo volvió loco de ansia por ella.
—Por favor —jadeó ella contra el hombro que él había presionado contra su mandíbula! sujetándole la cabeza contra el suelo—, deja que te ayude.
Eso era definitivamente nuevo.
—¿Ayudarme?
—Sí —le confió ella, apremiante, acercándose a su oído—; deja que te ayude a desabrocharte los pantalones, de modo que tengas libertad para tocarme donde más lo necesito.
Oba se moría de ganas por complacer sus descarados deseos. Dejarle a ella la preciada tarea de abrirle los pantalones le dejaba a él libre para toquetearla. Era una criatura deliciosa; una compañera digna de un hombre como él, un Rahl, casi un príncipe. Nunca había experimentado una experiencia tan maravillosamente inesperada e íntima. Al parecer, saber que pertenecía a la realeza hacía enloquecer a las mujeres con ansias incontrolables.
Oba sonrió burlón ante la desvergonzada necesidad de la mujer mientras los dedos codiciosos de ésta desabrochaban torpemente sus pantalones. Cambió de posición el cuerpo a fin de darle un poco más de espacio para realizar la tarea mientras él exploraba pausadamente sus femeninas intimidades.
—Por favor —mustio ella de nuevo en su oído cuando por fin consiguió desabrocharle los pantalones—, ¿me permites sujetarlo? ¿Por favor?
Ello lo deseaba tanto que había abandonado por completo su dignidad. Aunque él tuvo que admitir que ello no le quitaba las ganas. Mordiéndole el cuello, gruñó su permiso para que siguiera adelante.
Oba alzo sus caderas para que ella pudiera alcanzar los objetos de su lascivo deseo. Gimió de placer cuando ella estiró el ágil cuerpo para alargar la mano bajo él. Notó como los largos y fríos dedos recogían sus partes más íntimas en la adorable mano.
Impulsado por su incontrolada pasión por ella. Oba volvió' a morderle el espléndido cuello. Ella gimió al sentir rus dientes mientras juntaba con urgencia sus órganos sexuales en la codiciosa mano. Oba la recompensaría con la muerte más lenta que pudiera darle.
De repente, la mujer asestó una fuerte torsión a lo que sostenía en la mano con una violencia tan brusca que Oba se alzó con una sacudida y quedó cegado por la conmoción.
La relampagueante sacudida de dolor fue tan aguda que se quedó sin aliento. Mientras estaba momentáneamente inmovilizado por la impresión, ella se introdujo mis abajo y le agarró con mis empeño, y sin hacer una pausa, los retorció sin piedad, con más fuerza aún, la segunda vez. A Oba los ojos parecieron a punto de salírsele de las órbitas mientras se convulsionaba una única vez, alzándose por encima de ella, el espasmo fijando los músculos en una total y anquilosada rigidez. Sus pensamientos se tornaron confusos. No podía oír, ver, respirar, ni siquiera chillar. Estaba paralizado, inmovilizado en una pura agonía.
Era todo una larga y terriblemente afilada punzada serpenteante, y seguía y seguía interminablemente. La boca formó un círculo, internando chillar, pero no salió ningún sonido. Pareció una eternidad antes de que la borrosa visión empezase a regresar, junto con unos sonidos revueltos que inundaron sus zumbantes oídos.
La habitación giró vertiginosamente de improviso. Rodando por el suelo de piedra, Oba se dio cuenta de que le habían pateado en el costado con fuerza suficiente como para dejarle sin el aire que le quedaba. Era un completo misterio para él, Chocó contra la pared y se detuvo desmadejadamente. Tuvo que inhalar con fuerza varias veces antes de poder respirar. El dolor que laceraba su costado parecía producido por la patada de una vaca, pero no era nada comparado con el abrasador infierno que era su entrepierna.
Entonces Oba vio al guardia. El hombre había regresado. Era él quien le había pateado en el costado. El y no ella. Ella seguía caída en el suelo, su deliciosa carne al descubierto de un modo incitante.
El guardia tenía una espada en la mano, y dobló una rodilla en tierra cerca de la mujer, examinándola con veloces ojeadas.
—¡Ama Nyda¡ Ama Nyda, ¿estáis bien?
Ella lanzó un quejido mientras se alzaba tambaleante e insegura sobre manos y rodillas en tanto que el hombre, agazapado, con los pies separados vigilaba a Oba. Parecía como si el hombre temiera ayudarla, incluso mirarla, pero no parecía temer a Oba. Oba se recostó contra la pared, poniendo en orden sus ideas mientras los observaba a ambos.
Ella no intentó cubrirse las caderas, ni los pechos al descubierto. Oba sabía que ella todavía estaba bien dispuesta hacia él, pero con el guardia allí, no podía mostrar sus sentimientos. Debía de estar enloquecida por la lujuria para haberlo provocado de aquel modo.
Oba se incorporó un poco, recuperando el aliento, mientras la sensación empezaba a regresar a sus hormigueantes extremidades. Contempló cómo la mujer —ama Nyda, la había llamado el guarda— se ponía en pie tambaleante.
Oba permaneció tumbado sin moverse, escuchando a la voz que le susurraba, mientras contemplaba cómo corría el sudor por la piel de la mujer. Era divina. Aún tenía tanto que aprender de una mujer como ésa... Existían placeres indecibles aún por llegar.
Todavía recuperando fuerzas, Oba se levantó, apoyándose contra la pared, observando cómo ella usaba provocativamente el dorso de una mano para limpiarse la sangre de la boca. Con la otra mano, tiró de su traje de cuero, intentando cubrirse. Estaba aturdida, sin duda por su embriagador roce con la lujuria, y era incapaz de conseguir que las temblorosas manos funcionaran como era debido. Teniendo problemas para mantener el equilibrio, dio un par de pasos tambaleándose. Parecía ser todo lo que podía hacer para mantenerse en pie, A Oba le sorprendió que sus huesos no se hubieran roto, teniendo en cuenta el breve pero vigoroso encontronazo sexual, Habría tiempo para eso.
Gotas de sangre descendían de los mordiscos cariñosos de su cuello. Oba reparó en que la rubia melena estaba apelmazada con sangre de cuando le había golpeado la cabeza contra el suelo de piedra, y se recordó que debía ser consciente de su fuerza, no fuera a ponerle fin prematuramente. Eso había sucedido antes. Tenía que tener cuidado: las mujeres eran deliciosas.
Oba, todavía intentando recuperar el aliento, renqueante aún por el punzante dolor que sentía entre las piernas, fijo la mirada en el guardia. El hombre poseía un control notable para permanecer allí tan seguro de sí mismo, teniendo en cuenta que se encontraba en presencia de un Rahl.
Las miradas de ambos se encontraron. El hombre dio un paso al frente.
Los ojos de la voz se abrieron para mirarlo, también.
El hombre se quedó paralizado.
Oba sonrió de oreja a oreja.
—Ama Nyda —susurró el guardia, con los ojos mirando fijamente, clavados en Oba—. Creo que será mejor que salgáis de aquí.
Ella lo miro frunciendo el entrecejo mientras intentaba subir el cuero por encima de sus bien proporcionadas caderas. Seguía teniendo problemas para mantener el equilibrio, e intentar estirar el traje devuelta a su lugar no ayudaba.
—No queremos que se vaya —dijo Oba.
Los ojos abiertos de par en par del guardia le miraron fijamente.
—No queremos que se vaya —volvió a decir Oba, al unísono con la voz—. Los dos podemos disfrutar de ella.
—No queremos que se vaya... —repitió el guardia.
Haciendo una pausa en sus intentos de taparse, el ama Nyda paseó la mirada del guardia a Oba.
—Tráemela —ordenó Oba, atónito ante aquello en lo que la voz podía pensar, y encantado por la idea misma—. Tráela aquí, y los dos la tendremos.
La mujer, todavía vacilante, siguió la mirada de Oba al guardia. Al ver su rostro, intentó agarrar su balanceante vara roja, pero el guardia la agarro por la muñeca, impidiendo que la cogiera. La otra mano le rodeó la cintura. Ella forcejeó con él, pero era un hombre de gran tamaño, y ella estaba ya atontada.
Oba sonrió ampliamente mientras contemplaba cómo el guardia arrastraba a la forcejeante Nyda hacia él. Los dedos del hombre vagaron por encima de la carne al descubierto, tal y como Oba había hecho.
—Tiene un tacto delicioso, ¿no crees? —preguntó Oba.
El guardia sonrió y asintió mientras llevaba por la fuerza a la mujer hacia el fondo de la celda, donde Oba y la voz aguardaban.
Cuando estuvieron lo bastante cerca, Oba alargó la mano hacía ella. Era hora de que finalizara lo que había empezado. Que lo finalizara de una vez.
Ella sujeto las ropas del guardia en los puños para afianzarse y con pasmosa velocidad, todo su cuerpo se retorció en el aire. Surgiendo de la nada, durante justo un instante, Oba vio el extremo inferior del tacón de su bota volando hacia su rostro como un rayo. Antes de que pudiera reaccionar, el mundo se tornó negro en medio de un apabullante estallido de dolor.
14
Oba abrió los ojos a la oscuridad. Estaba tumbado sobre la espalda, sobre un suelo de piedra y sentía un dolor punzante en el rostro. Doblo las rodillas hacia arriba y reconforto su dolorida entrepierna.
Aquella zorra de Nyda había demostrado ser tan conflictiva como cualquier otra. Parecía que siempre estaba siendo atormentado por mujeres conflictivas. Todas sentían celos de él, de su importantica. Todas intentaban sojuzgarlos.
Oba empezaba a cansarse de despertar en lugares fríos y oscuros. A lo largo de toda su vida, había odiado el hecho de que siempre se despertaba es algún lugar cerrado. Siempre hacia calor o frío. Ninguno de los lugares en los que había estado encerrado fue nunca cómodo.
Se preguntó si su lunática madre, la molesta hechicera, Lathea, o su hermana la bruja de la ciénaga, tenían algo que ver con ellos. Eran egoístas, y sin duda estaban empeñadas en vengarse. Aquello tenía todo el aspecto de ser un acto de venganza por parte del pomposo trío.
Pero estaban muertas. Oba no estaba del todo seguro de que la muerte lo protegiera de aquellas tres arpías. Fueron arteras en vida y no era probable que la muerte las hubiese reformado.
Cuando más pensaba en ello, no obstante, mas tenía que admitir que lo más probable era que aquello fuera totalmente cosa de aquella zorra vestida de cuero rojo, Nyda. Ésta había fingido hábilmente estar mareada y desorientada hasta que el guardia la había acercado lo suficiente para atacar, y entonces lo había pateado. Era toda una mujer. Era difícil guardarle rencor a una mujer que lo quería tan terriblemente. La idea de no tener a oba en exclusividad probablemente la empujó a hacerlo. Quería estar a solas con él. Supuso que no podía culparla.
Ahora que había admitido públicamente su pertenencia a la realeza. Oba tenía que reconocer que habría mujeres con pasiones tan intensas como aquella que querrían lo que él tenía que ofrecer. Debía estar preparado para vivir de acuerdo con lo que exigía ser un auténtico Rahl.
Gimiendo de dolor, Oba rodo sobre sí mismo. Con la ayuda de las manos, empujando primero contra el suelo y luego contra una pared, consiguió finalmente ponerse en pie. El malestar padecido no haría más que incrementar los placeres de la conquista de su concubina. Había averiguado eso en alguna parte. Quizá la voz se lo había dicho.
Vio una rendija de luz, mucho más pequeña que la abertura en la puerta de la mazmorra de antes, pero al menos lo ayudó a orientarse. Avanzando a tientas a lo largo de las frías paredes de piedra, empezó a formarse una idea de cómo era la habitación. Casi inmediatamente llegó a una esquina. Movió la mano lateralmente, a lo largo de la áspera pared de piedra, y se alarmó al alcanzar casi enseguida otra esquina. Con creciente urgencia, resiguió las paredes con los dedos y se horrorizó al descubrir lo diminuta que era la habitación. Debía de haber estado tumbado entre esquina y esquina, ya que no era lo bastante grande para que yaciera de otro modo.
Le invadió el sofocante terror de estar en un lugar tan pequeño, que amenazaba con asfixiarlo. No conseguía respirar. Se llevó una mano a la garganta, invitando con todas sus fuerzas inspirar. Estaba seguro de que enloquecería estando confinado en un corral tan pequeño.
Tal vez no fiase Nyda, después de todo. Aquello tenía todo el aspecto de ser obra de su insidiosa madre. Quizá había estado observando desde el mundo de los muertos, maquinando con regocijo, tramando como podía hostigarlo. La molesta hechicera probablemente la había ayudado, y sin duda la bruja de la ciénaga se había inmiscuido para ofrecer su ayuda. Juntas, las tres mujeres se las habían apañado para proyectarse fuera del mundo de los muertos y ayudar a la zorra de Nyda a encerrarlo de nuevo, y en un lugar diminuto.
Corrió alrededor de la angosta habitación, palpando las paredes, aterrado por la idea de que se estaban cerrando sobre él. Era demasiado grande para estar en una habitación un pequeña en la que ni siquiera podía respiras. Temiendo que podría agotar todo el aire de la habitación y luego asfixiarse lentamente. Oba se arrojó contra la puerta y presionó el rostro alzado contra la abertura, intentando aspirar el aire del exterior.
Llorando con autocompasión, nada deseaba más Oba en aquel momento que volver a reventarte la cabeza a golpes a su lunática madre.
Al cabo de un rato, prestó atención a la voz que lo aconsejaba, lo tranquilizaba, lo serenaba, y empezó a poner en orden sus ideas. Él era listo.
Había triunfado sobre todos aquellos que habían conspirado contra él, no obstante lo malvados que eran. Saldría de allí. Lo haría. Tenía que recuperar la calma y actuar según su posición social.
Era Oba Rahl. Era invencible.
Alzo los ojos hacia la rendija para atisbar fuera, pero no pudo ver más que otro espacio sombrío al otro lado. Se preguntó si no estaría en una caja dentro de una caja, y durante un tiempo golpeó la puerta, aullando y chillando ante el terror de una tortura tan siniestra.
¿Cómo podían ser tan crueles? Él era un Rahl. ¿Cómo podían hacerle eso a una persona importante? ¿Por qué tenían que tratarlo de ese modo? Primero, lo encerraron como un delincuente común, con la escoria de la humanidad, por hacer lo correcto y administrar justicia para librar a la tierra de un ladrón, y ahora esta perversa persecución.
Oba se concentro es otra cosa. Recordó entonces la expresión en el rostro de Nyda cuando esta lo había mirado por primera vez a los ojos. Ella había reconocido lo que era. Nyda había sabido la verdad, que él era el hijo de Rahl el Oscuro, simplemente mirándolo a los ojos. No era de entrañar que lo hubiese deseado tan desesperadamente. Él era importante. La gente egoísta era así: querrán estar cerca de los grandes personajes, y luego querían sojuzgarlos. Tenía envidia. Era por eso que él estaba encerrado: por la mezquina envidia. Era así de sencillo.
Considero la expresión de los ojos de Nyda cuando lo había visto por primera vez. La mirada de reconocimiento de su rostro había suscitado recuerdos que le permitieron juntar piezas desparejadas. Medito sobre la nueva cosa que había averiguado.
Jennsen era su hermana. Los dos eran agujeros en el mundo.
Era una lástima que fuese un pariente; era seductoramente hermosa. Se dijo que sus rizos de cabello rojo eran muy cautivadores, incluso aunque pudieran significar alguna habilidad mágica. Suspiró mientras la imaginaba mentalmente. Tenía demasiados principios para considerarla como una amante. Compartían el mismo padre, al fin y al cabo. No obstante su belleza deslumbrante y el modo en que pensar en ella despertaba su entrepierna, aunque fuera dolorosamente, su integridad no le permitía tal violación de la moral. Él era Oba Rahl, no un animal en celo.
Rahl el Oscuro la había engendrado también a ella. Ero era asombroso. Oba estaba seguro sobre qué pensaba al respecto. Ambos compartían un vínculo. Ambos se enfrentaban a un mundo de envidiosos que querían impedirles alcanzar la grandeza. Lord Rahl enviaba escuadras a buscarlo, así que ella no sentiría lealtad hacia él. Se preguntó si podría ser una aliada valiosa.
Por otra parte, rememoró la ansiedad en los ojos de la joven cuando lo miró. Quizá reconoció en sus ojos quién era él; que también él era el hijo de Rahl el Oscuro, como lo era ella. Tal vez tuviera planes propios que no le incluían a él. Tal vez le disgustaba que el existiera. Tal vez sería también ella una contrincante, resuelta a quedárselo todo.
Lord Rahl —hermano de ambos— quería sojuzgarlos porque ambos eran importantes, eso parecía probable. Lord Rahl no quería compartir todas las riquezas que legítimamente les pertenecían a Jennsen y a Oba. Se preguntó si Jennsen sería igual de egoísta. Después de todo, tales tendencias egoístas parecían ser cosa de familia. Que Oba no pudiera heredar aquel aspecto perverso era asombroso.
Oba se palpó los bolsillos, recordando al hacerlo que había hecho lo mismo cuando había estado en la mazmorra con los delincuentes, pero sus bolsillos estaban vacíos. La gente de lord Rahl le había despojado de sus riquezas antes de encerrarlo. Probablemente los habían cogido para quedárselas. El mundo estaba lleno de ladrones, todos tras la fortuna de Oba.
Caminó, lo mejor que pudo en aquel espacio tan reducido, intentando no pensar en lo pequeño que era. Durante todo ese tiempo escuchó a la voz que lo aconsejaba. Cuanto más escuchaba, más cosas tenían sentido para él. Más y más cosas en las listas mentales que guardaban empezaban a encajar. El grandioso tapiz de mentiras y engaños que tanto lo había hecho sufrir se soldó en forma de una imagen más amplia. Y las soluciones empezaron a dibujarse.
Su madre había sabido todo el tiempo, desde luego, lo importante que Oba era en realidad, y había querido sojuzgarlo desde el principio. Lo había encerrado en el corral porque sentía envidia de él. Tenía envidia de su propio hijo. Era una enferma.
También Lathea lo había sabido y había conspirado con su madre para envenenarlo. Ninguna poseía el coraje para acabar con él, no eran de esa clase. Ambas lo odiaban por su grandeza, y disfrutaban haciéndole sufrir, así que su plan, desde el principio, parecía haber sido envenenarlo lentamente. Lo llamaban un «remedio» para consolar sus conciencias culpables.
Todo ese tiempo, su madre lo humillo con tareas de poca categoría, lo trató con desprecio, amontonó un menosprecio interminable sobre él, y luego le envió a Lathea a recoger su propio veneno. Hijo amante como era, había secundado los taimados planes de ambas, confiando en sus palabras, sus instrucciones, sin sospechar jamás que el amor de su madre era una cruel mentira, o que ellas podían tener un plan secreto.
Las muy brujas. Brujas maquinadoras Ambas habían obtenido lo que merecían.
Y ahora lord Rahl intentaba ocultarlo, negar al mundo que existía. Oba camino, considerándolo detenidamente. Había demasiado que todavía no sabía.
Al cabo de un rato, se tranquilizó e hizo lo que la voz decía; fue hasta la puerta y colocó la boca cerca de la abertura. Era, al fin y al cabo, invencible.
—Os necesito —dijo directamente a la oscuridad del otro lado.
No grito las palabras; no tenía que hacerlo, porque la voz interior añadida a la suya haría que llegaran lejos.
—Venid a mí —dijo al silencioso vacío del otro lado de la puerta.
A Oba le sorprendió la calmada seguridad —la autoridad— de su propia voz. Sus infinitos talentos lo sorprendían. Era de esperar, pues, que a aquellos menos dotados les molestara su existencia.
—Venid a mí —dijeron él y la voz a la vacía oscuridad del otro lado.
No tenían necesidad de chillar. La oscuridad transportaba sin esfuerzo sus voces, como sombras viajando sobre alas de penumbra.
—Venid a mí —dijo, doblegando confiadas mentes inferiores a su voluntad.
Era Oba Rahl. Era importante. Tenía cosas importantes que hacer. No podía permanecer en aquel lugar y jugar a sus juegos mezquinos. Había tenido sufriente de aquella tontería. Era hora de asumir el poder derivado no solo de su derecho de nacimiento sino de su especial naturaleza.
—Venid a mí —dijo, las voces de ambos rezumando a través de las oscuras grietas de la profunda mazmorra.
Siguió llamando, no en voz alta, porque sabía que podían oírlo, no con urgencia, porque sabía que vendrían, no con desesperación, porque sabía que obedecerían. El tiempo transcurría, pero no importaba, porque sabía que estaban de camino.
—Venid a mí —murmuró a la quieta oscuridad, pues sabía que una voz más queda aún los atraería hasta allí.
A lo lejos, oyó la tenue respuesta de unas pisadas.
—Venid a mí —murmuró, hechizando a los que estaban más allá para que escucharan.
Oyó una puerta a lo lejos que se abría con un chirrido. Las pisadas Minaron más fuertes y próximas.
—Venid a mí —arrullaron él y la voz.
Más cerca aún, oyó que unos hombres se acercaban arrastrando los pies por un sueldo de piedra. Una sombra en la tenue luz, cayó sobre la pequeña abertura de la puerta situada más allá.
—¿qué sucede? —preguntó un hombre. la resonante voz dubitativa.
—Debéis venir a mí —le dijo Oba.
El hombre vaciló ante una declaración tan pura e inocente.
—Venid a mí, ahora —ordenaron Oba y la voz con terrible autoridad.
Mientras» Oba escuchaba, la llave giró en la lejana cerradura y la pesada puerta se abrió raspando el suelo. Un guardia penetró en el espacio entre las puertas, la sombra de otro guardia ocupó el umbral exterior. El primer guardia se acercó cautelosamente a la pequeña rendija donde Oba aguardaba al otro lado. Unos ojos muy abiertos atisbaron dentro.
—¿Qué quieres? —pregunto el hombre con voz vacilante.
—Deseamos salir, ahora —dijeron Oba y la voz—. Abre la puerta. Es hora de que salgamos de aquí.
El hombre se inclinó al frente y manipuló la cerradura. La puerta giró hacia atrás, chirriando sobre bisagras oxidadas, El otro hombre se aproximó por detrás de él, mirando al interior con la misma expresión inanimada.
—¿Qué deseas que hagamos? —preguntó el guardia, sin pestañear mientras miraba fijamente a los ojos de Oba.
—Debemos marchar —dijeron Oba y la voz—. Los dos nos guiareis fuera de aquí.
Los dos guardias asintieron y giraron para conducir a Oba lejos del oscuro corral. Jamás volverían a encerrarlo en angostos espacios cerrados. La voz lo ayudaría. Era invencible. Se alegraba de haberlo recordado.
Althea se había equivocado respecto a la voz; la envidiaba simplemente, como todos los demás. Él estaba vivo, y la voz lo había ayudado. Ella estaba muerta. Se preguntó cómo le sentaba eso.
Oba indicó a los dos guardias que cerraran con llave las puertas de su celda vacía. Aquello aumentaría las posibilidades de que tardaran en descubrir su desaparición. Tendría una pequeña ventaja para escapar de las codiciosas garras de lord Rahl.
Los guardias condujeron a Oba a través de un laberinto de corredores estrechos y oscuros. Los hombres avanzaban con paso certero, evitando aquellos pasillos en los que Oba podía oír hombres conversando a lo lejos. No quería que se enteraran de que se marchaba. Era mejor si simplemente se escabullía sin una confrontación.
—Necesito recuperar mi dinero —dijo Oba—. ¿Sabéis dónde está?
—Sí —respondió uno de los guardas con una voz sin vida.
Cruzaron puertas de hierro y siguieron adelante por corredora de toscos bloques de piedra. Giraron por un pasillo en el que había hombres en celdas a ambos lados, tosiendo, riendo tontamente, maldiciendo a través de las aberturas en las puertas. Cuando se aproximaron, brazos mugrientos se alargaron al exterior, arañando el aire.
Mientras los sombríos guardias, encabezaban la marcha por el centro del amplio pasillo con sus faroles, los hombres intentaban agarrarlos, les escupían o los maldecían. Cuando Oba pasaba, los hombres callaban. Los brazos se retiraban de entre las aberturas. Sombras se arrastraban tras Oba como una oscura capa.
Los tres, Oba y su escolta de dos guardias, llegaron hasta una pequeña habitación al pie de una estrecha escalera de caracol. Un guarda condujo a Oba escaleras arriba mientras el otro cerraba con llave y luego a través de otra puerta cerrada también con llave.
Los faroles de los guardias proyectaron sombras angulosas a través de las hileras de estantes con multitud de cosas apiladas, ropas, armas y varias pertenencias personales, desde bastones a flautas, pasando por títeres. Oba recordó con la vista los estantes abarrotados de cosas, agachándose para mirar en las zonas inferiores y estirándose sobre las puntas de los pies para comprobar los estantes superiores. Supuso que todos aquellos objetos se los quitaban a los prisioneros antes de encerrarlos.
Cerca del final de una hilera, diviso el mando de su cuchillo. Detrás del cuchillo había un montón de las ropas que había cogido de la casa de Althea también estaba allí. Amontonadas en frente estaban las bolsas de tela y cuero que contenían su considerable fortuna.
Se sintió aliviado al recuperar el dinero, y aún más al volver a enroscar los dedos alrededor de la lisa empuñadura de madera de su cuchillo.
—Vosotros dos seréis mis escoltas —informo a los guardias.
—¿Adónde debemos escoltarte? —Pregunto uno.
Oba reflexiono sobre la pregunta.
—Esta es mi primera visita. Deseo ver algo de palacio.
Se refreno para no llamarlo «su» palacio. Aquello llegaría a su tiempo. Por el momento, había otros asuntos a los que debía dar prioridad.
Los siguió ascendiendo por escaleras de piedra, atravesando corredores y dejando atrás cruces y millares de tramos de escalera. Soldados que patrullaban a lo lejos, vieron a sus guardias y no prestaron apenas atención al hombre que andaba entre ellos.
Cuando llegaron ante una puerta de hierro, uno de sus guardias la abrió con la llave y pasaron a un corredor que tenía un pulido suelo de mármol. Oba se sintió prendado por el esplendor del corredor, de las columnas estriadas de los lados y del techo abovedado. Los tres hombres siguieron adelante, doblando varias esquinas iluminadas por espectaculares lámparas de plata colgadas.
El corredor volvió a girar para ir a dar a un espléndido patio de una belleza tan sorprendente que convertía al corredor en el que habían estado, que había sido el lugar más magnifico que Oba había visto nunca, es poco más que una pocilga en comparación. Permaneció inmóvil, boquiabierto, mientras contemplaba sorprendido el estanque de agua abierto al cielo, con árboles —arboles— creciendo en el otro lado, como si se tratara de un lago de un bosque. Excepto que este estaba dentro de un edificio, y el estanque estaba rodeado por un recinto bajo parecido a un banco de pulido mármol color oxido, y el estanque estaba revestido de baldosas de un azul vidriado. Había peces color naranja deslizándose por el interior del estanque. Peces de verdad. Auténticos peces color naranja. Dentro de un edificio.
Nunca en toda su vida se había quedado Oba mudo de aquel modo ante la grandiosidad, la belleza y la pura majestuosidad de un lugar.
—¿esto es el palacio? —pregunto a sus escoltas.
—Una parte diminuta de el —respondió uno.
—Una parte diminuta —respondió Oba, atónito—. ¿Es el resto tan bonito como esto?
—No. La mayoría de los lugares son mucho más esplendidos, con techos altísimos, arcos y columnas enormes entre terrazas.
—¿Terrazas? ¿En el interior?
—Sí. Desde distintos niveles se puede mirar abajo, a los niveles inferiores, a magníficos patios y cuadrángulos.
—En algunos niveles hay vendedores que venden sus mercancías —dijo el otro hombre—. Algunas zonas son públicas. Algunos lugares son alojamientos para soldados, o el personal. Hay algunos lugares donde los visitantes pueden alquilar habitaciones.
Oba lo asimilo todo mientras contemplaba de hito en hito a las bien vestidas personas que se movían por el lugar, el cristal, el mármol y la lustrosa madera.
—Después de que haya visto algo más del palacio —anuncio a sus dos enormes y uniformados escoltas d'haranianos—, querré una habitación tranquila y muy privada, lujosa, tenedlo en cuenta, donde mi presencia pase desapercibida. Sin embargo, primero querré algo de ropa decente y algunas provisiones. Vosotros dos montareis guardia y os asegurareis de que nadie sepa que estoy aquí mientras tomo un baño y duermo bien esta noche.
—¿Cuánto tiempo te estaremos custodiando?
—¿Cuánto tiempo te estaremos custodiando? —pregunto el otro hombre—. Se nos echara en falta si estamos ausentes demasiado tiempo. Si desaparecemos durante mucho tiempo, nos buscaran y encontraran tu celda vacía. Entonces se podrán a buscarte. No tardaran en saber que estas aquí.
Oba reflexiono sobre ello.
—Esperó que podre marcharme mañana. ¿Os echaran en falta para entonces?
—No —dijo uno de los dos, los ojos vacíos de todo lo que no fuera el deseo de obedecer a Oba—. Justamente nos marcharemos tras finalizar nuestra guardia. No se nos echara en falta antes de mañana.
Oba sonrió. La voz había elegido a los hombres adecuados.
—Para entonces, yo ya me habré marchado. Pero hasta entonces, disfrutare de mi visita y veré parte del palacio.
Los dedos de Oba se deslizaron sobre el mangó del cuchillo.
—Quizás esta noche, podría desear incluso la compañía de una muja para cenar. Una mujer discreta.
Los dos hombres inclinaron la cabeza. Antes de que marchara. Oba los dejaría a ambos convertidos en nada más que una mancha de ceniza sobre el suelo de un solitario corredor. Jamás le contarían a nadie porque estaba vacía su celda.
Y luego... bueno, era casi primavera y en primavera, ¿quién podía decir en qué dirección podrían «girar sus preferencias»?
Una cosa era segura, iba a tener que encontrar a Jennsen.
15
El asombro de Jennsen se agotaba. Empezaba a tornarse insensible ante la visión de la interminable extensión de hombres, parecía como si un oscuro torrente de humanidad se extendiera por la hondonada. El inmenso ejército se había adueñado de la amplia llanura hasta darle un color marrón apagado. Un número incalculable de tiendas, carromatos y caballos estaban apiñados entre los soldados. El rumor de aquella hueste, atravesado por gritos vociferantes, pitidos, llamadas, silbidos, el tintineo de equipos, el chacoloteo de los cascos, el estruendo de los carromatos, el repiqueteo rítmico de los martillos sobre el acero, los relinchos de los caballos e incluso ocasionales gritos y chillidos de lo que a Jennsen le parecieron mujeres, podía oírse a kilómetros de distancia.
Era como contemplar desde lo alto alguna ciudad gigantesca, pero sin edificios ni esquema, como si toda la inventiva y el orden del hombre hubiesen desaparecido mágicamente dejando a la gente que había quedado reducida a un estado casi salvaje bajo las crecientes nubes de tormenta, intentando apañárselas contra las fuerzas de la naturaleza y pasándolo muy mal.
Tampoco era ésta la peor de las condiciones que Jennsen había visto. Varias semanas antes y más al sur, Sebastián y día habían cruzado por el lugar donde el ejército de la Orden Imperial había acampado durante el invierno. Un ejército de aquel tamaño tenía un efecto terrible sobre el terreno, pero la muchacha se había horrorizado ante lo muchísimo peor que era cuando se detenía durante un tiempo. Pasarían años antes de que se curara aquella enorme herida en el paisaje.
Peor aún, durante todo el largo y crudo invierno, habían enfermado hombres a millares y aquel lugar deprimente estaría ocupado para siempre por una interminable extensión de sepulturas colocadas al azar. Era horripilante ver tal asombrosa pérdida de vidas a manos de la enfermedad. Jennsen temía que la carnicería que tendría lugar en la batalla por la libertad fuese todavía peor.
Acabados los hielos, el suelo fangoso se había secado lo suficiente para que el ejército pudiera por fin abandonar aquellas destrozados cuarteles de invierno, a fin de iniciar la marcha hacia Aydindril, la sede del poder en la Tierra Central. Sebastián le había contado que el ejército que traían desde el Viejo Mundo era tan enorme que cuando la vanguardia se detenía para acampar, transcurrirían horas antes de que la retaguardia llegara.
Si bien su marcha primaveral hacia el norte no era aún veloz, el avance era inexorable. Sebastián dijo que una vez que los hombres olieran su presa, su pulso y su paso se acelerarían.
Era una eran vergüenza que el ansia de conquista y gobierno de lord Rahl hiciera necesario todo aquello, que un valle tan tranquilo debiera ser entregado a hombres que combatían. Con la primavera, los pastos regresaban finalmente a la vida, de modo que las colinas que se alzaban a cada lado del valle parecían cubiertas de verde terciopelo. Los bosques se adueñaban de las laderas más empinadas, más allá de las colinas. A lo lejos, al oeste y al norte, pétreos picos lucían aún gruesos mantos de nieve. Cabeceras crecidas con el deshielo descendían atronadoras por las rocosas laderas, y más al este, desaguaban en un inmenso rio que serpenteaba al interior de una enorme llanura exuberante. La tierra allí era tan negra, tan fértil, que Jennsen imaginó que incluso las rocas de allí podrían echar raíces y crecer.
Antes de que Sebastián y ella, tropezaran con la enorme mancha del ejército, el territorio había sido hermoso. Jennsen ansiaba explorar aquellos bosques encantadores, e imaginaba que podía pasar tranquilamente el resto de su vida entre aquellos árboles. Le resultaba difícil ver la Tierra Central como un lugar de magia diabólica.
Sebastián le dijo que aquellos bosques eran lugares peligrosos por los que merodeaban bestias, y en los que acechaban aquellos que usaban magia. Con todas las cosas que estaba aprendiendo. Jennsen se sintió casi tentada a correr el riesgo. Sabía, no obstante, que incluso en aquellos bosques inexplorados y aparentemente interminables, lord Rahl todavía podía encontrarla. Sus hombres ya habían demostrado su habilidad para localizarla incluso en los lugares más apartados; el asesinato de su madre no era más que la primera prueba de ello. Desde aquel día terrible, sus despiadados asesinos la habían perseguido a través de D'Hara y a través de media Tierra Central.
Si los hombres de lord Rahl la atrapaban, la llevarían de vuelta a las mazmorras donde habían retenido a Sebastián, y luego lord Rahl haría que la torturasen interminablemente antes de darle una muerta lenta y terriblemente dolorosa. Jennsen no podría estar a salvo, ni tener paz, mientras lord Rahl la persiguiera. Pero Jennsen tenía la intención de atraparlo y obtener una vida para sí.
Unos centinelas divisaron a Sebastián y a ella cabalgando por campo abierto y descendieron de la ladera, abandonando su puesto de observación en lo alto de una colina para cortarles el paso. Cuando Sebastián y ella estuvieron más cerca, y los hombres vieron las blancas púas de los cabellos del joven y el saludo informal que les dedicaba, dieron media vuelta y volvieron a subir a toda velocidad por la colina, de vuelta a su fogata y su cena.
Como el resto del ejército de la Orden Imperial que ella había visto, los hombres eran unos tipos de aspecto rudo, cubiertos con ropas, pieles y prendas de cuero hechas jirones. Abajo, en el amplio valle, muchos se sentaban alrededor de fogatas ante tiendas pequeñas hechas de pieles sin curtir o de lonas impermeabilizadas. La mayoría parecían haber sido instaladas allí donde sus propietarios habían hallado espacio suficiente, en lugar de seguir un orden. Dispuestos al azar entre las tiendas había centros de mando, puestos donde se servía el rancho, arsenales, carromatos de suministros, cercados repletos de animales de cría o caballos, comerciantes ocupados en sus labores, e incluso herreros trabajando en fraguas transportables.
Incluso había hombres excitados, enojados y huesudos de pie entre las multitudes, predicando a algunos pocos espectadores distraídos. Qué predicaban exactamente esos hombres, Jennsen no lo pudo oír, pero había visto predicar a hombres con anterioridad. Según su madre, el vehemente lenguaje corporal que profetizaba la fatalidad y trataba de convertir a la gente para salvarla era tan inconfundible como inmutable.
A medida que cabalgaban más al interior del inmenso campamento, la muchacha vio hombres en sus tiendas ocupados en toda clase de cosas, desde reír y beber a trabajar en la limpieza de sus armas y el equipo. Algunos estaban de pie, en torcidas filas, con los brazos echados sobre los hombros del tipo situado al lado, cantando canciones. Otros cocinaban, mientras que otros se amontonaban, aguardando a que les dieran de comer. Algunos hombres estaban ocupados en atender animales. Vio a algunos que apostaban y discutían. Todo el lugar estaba sucio, maloliente, era ruidoso y resultaba aterradoramente confuso.
Incómoda como se había sentido siempre entre multitudes, aquello parecía más aterrador aún que una pesadilla provocada por la fiebre. Descendiendo hacia la revuelta masa de seres humanos, deseo huir en dirección opuesta. Tan solo su único y ardiente motivo para estar allí le impidió hacerlo.
Había alcanzado el límite y lo había cruzado. Había abrazado la necesidad de matar y decidido hacerlo con premeditación. No podía haber marcha atrás.
Los uniformes que llevaban los soldados no eran eso —uniformes—, sino que parecían ser una abigarrada colección de cueros sujetos con púas, pieles, cotas de malla, capas de lana, pieles sin curtir y túnicas mugrientas. Casi todos los hombres corpulentos que veía iban sin afeitar y estaba mugrientos y sombríos. Era obvio por qué a Sebastián se le reconocía con tanta facilidad y por qué nadie le daba el alto jamás. Sin embargo, seguía dejándola sobrecogida el que, sin falta, todos los hombres que le ponían los ojos encima dedicaban un saludo a su compañero. Sebastián destacaba como un cisne en medio de gusanos.
Sebastián había explicado lo difícil que era reunir un ejército tan enorme para defender su país natal y la ardua empresa que representaba enviarlos en un viaje tan largo. Dijo que eran hombres que estaban lejos del hogar con una tarea espantosa que llevar a cabo; no se podía esperar de ellos que tuvieran un aspecto presentable ante las damas o que hicieran una pausa en sus combates a vida o muerte para ser corteses y montar campamentos pulcros y ordenados. Eran hombres que combatían.
También lo eran los soldados d'haranianos, y aquellos hombres desde luego no se parecían en nada a los soldados de D’Hara, ni eran tan disciplinados. Pero ella no lo dijo.
No obstante, Jennsen podía comprenderlo. Ni Sebastián ni ella, tomando mil precauciones —durante todo su viaje para esquivar a los hombres de lord Rahl, cabalgando hasta casi caer extenuados, a menudo retrocediendo y esforzándose por crear rastros falsos—, habían tenido mucho tiempo para ocuparse de tener el mejor aspecto posible. Añadido a eso, había sido un viaje largo y difícil a través de las montañas, en invierno. A menudo la humillaba que Sebastián la viera con los cabellos todos enmarañados cuando estaba tan roñosa y sudada como su caballo y oliendo por el estilo. Con todo, el nunca parecía inmutarse por el aspecto muy a menudo descuidado de la muchacha. Más bien, por lo general parecía inflamarle la simple visión de la joven, y a menudo se le veía dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiera para complacerla.
El día anterior habían tomado una ruta más corta a través de terreno montañoso para poder encaminarse hacia la cabeza del ejército y se habían tropezado con una granja abandonada. Sebastián había consentido quedarse allí para pasar la noche, a pesar de que era temprano para acampar. Tras bañarse y lavarse la larga melena en la vieja bañera del diminuto cuarto de baño, la joven usó el agua para lavar sus ropas. Sentada ante el acogedor fuego que Sebastián había encendido en el hogar, Jennsen se peinó los cabellos mientras se secaban. Se hallaba nerviosa ante el encuentro con el emperador y quería estar presentable. Sebastián, recostado sobre un codo, contemplándola ante el parpadeante resplandor de las llamas, había sonreído con aquella maravillosa sonrisa suya y dicho que, incluso aunque fuera sin lavar y con los cabellos enredados, sería la mujer más hermosa que el emperador Jagang hubiera visto nunca.
En aquellos momentos, mientras cabalgaban a lo largo de los márgenes del campamento de la Orden Imperial, Jennsen sentía un modo en el estómago. Por el aspecto de las turbulentas nubes que pasaban ante las montañas en dirección oeste, una fórmenla primaveral caería sobre ellos dentro de poco. A lo lejos, por encima de los valles lejanos, los relámpagos titilaban a través de las oscuras nubes. Jennsen esperaba que la lluvia no llegara para empapar sus cabellos y su vestido justo antes de conocer al emperador.
—Ahí —dijo Sebastián, inclinándose el frente sobre la silla—. Ésas son las tiendas del emperador, y aquéllas las de sus consejeros y oficiales más importantes. No mucho más allá, valle arriba, esta Aydindril. —Le echó una ojeada con una sonrisa—. El emperador Jagang aún no ha avanzado para tomar la ciudad. Hemos llegado a tiempo.
Las enormes riendas era una visión impresionante. La más grande era oval, con el techo de tres picos perforado por tres majestuosos postes centrales. Los laterales de la tienda lucían paneles de vivos colores y estandartes y borlas colgaban de los aleros. En lo más alto de los tres postes, vistosos pendones amarillos y rojos aleteaban bajo el viento racheado, mientras largas banderolas ondeaban como serpientes voladoras. La congregación de tiendas del emperador destacaba en medio de los grises alojamientos de los soldados, del mismo modo que el palacio de un rey se alzaría imponente sobre unas cabañas.
A Jennsen el corazón le latía a toda velocidad mientras instaban a los caballos a ir a la zona principal del campamento. Tanto Robín como Pete, con las orejas alerta, resoplaron sus recelos respecto a acercarse a un lugar tan ruidoso y bullicioso. La muchacha azuzó a Robín al frente para poder tomar la mano de Sebastián cuando éste se la ofreció.
—Tienes la mano sudorosa —dijo el sonriendo—. ¿No estarás nerviosa, verdad?
Ella era agua en ebullición.
—Tal vez un poco —contestó.
Pero su propósito endureció su voluntad.
—Bueno, no lo estés. El emperador Jagang será quién se sentirá nervioso al conocer a una mujer tan hermosa.
Jennsen sintió que su rostro enrojecía. Estaba a punto de conocer a un emperador. ¿Qué pensaría su madre de algo así? Mientras cabalgaba, reflexionó sobre el modo en que su madre, siendo una joven sirvienta del personal de palacio —una don nadie— debió sentirse al conocer a Rahl el Oscuro en persona. Jennsen pudo, por primera vez, empezar a identificarse con la enormidad de un acontecimiento como aquél en la vida de su madre.
Mientras Sebastián y ella hacían trotar los caballos, hombres situados por todas partes miraron detenidamente a Jennsen. Turbas de gente se apelotonaban más cerca para ver a la mujer a caballo. La muchacha vio que había varios soldados con picas formando una tosca fila a lo largo de la ruta que seguían, conteniendo a la gente que se agolpaba, y comprendió que los guardias les abrían paso e impedían que ninguno de los hombres más vocingleros se acertara demasiado.
Sebastián la contemplo mientras ella reparaba en el modo en que los soldados les abrían un camino despejado.
—El emperador sabe que estamos llegando —le dijo.
—Pero ¿cómo?
—Cuando tropezamos con exploradores hace unos pocos días, y luego con centinelas esta mañana, al acercarnos más, éstos debieron enviar mensajeros por delante para informar al emperador Jagang de que he regresado y que no estoy solo. El emperador Jagang siempre vela por la seguridad de sus invitados.
A Jennsen le pareció que los guardas tenían por función mantener a la gran masa de soldados alejada de ellos dos, lo que le resultó bastante curioso, aunque por la naturaleza ebria de algunos de los soldados, y el aspecto rudo y las sonrisas lascivas de otros, no podía decir que lo lamentara.
—Los soldados parecen tan... no lo sé... brutales, supongo.
—Y cuando estés a punto de hundir tu cuchillo en el corazón de Richard Rahl —dijo Sebastián sin una pausa—, ¿tienes intención de hacer una reverencia y decir «por favor» y «muchas gracias» para que vea lo bien educada que eres?
—Desde luego que no, pero...
El joven volvió sus impresionantes ojos azules hacia ella.
—Cuando aquellos bestias llegaron a tu casa y asesinaron a tu madre, ¿qué clase de hombres habrías deseado que estuviesen allí para protegerla?
Jennsen se quedó desconcertada.
—Sebastián, no sé qué tiene eso que...
—¿Confiarías en soldados muy arreglados, con cuero enlustrado y buenos modales, como los que un rey pomposo tendría en una cena elegante, para que fueran los que ofrecieran una última resistencia desesperada protegiendo la vida de tu querida madre? ¿O querrías que unos hombres brutales fuesen los que se plantaran ante tu madre, protegiendo su vida? ¿No querrías a hombres versados en las tradiciones más brutales del combate, para que fuesen los que estuvieran entre ella y aquellos salvajes decididos amatarla?
—Supongo que comprendo lo que quieres decir —repuso Jennsen.
—Estos hombres están sirviendo en ese papel por todos sus seres queridos allá, en el Viejo Mundo.
El inesperado encontronazo con aquel recuerdo terrible fue tan espeluznante, tan doloroso, que ella tuvo que hacer un esfuerzo para apartarlo de su mente. También se sintió humillada por las acaloradas palabras de Sebastián. Ella estaba allí por un motivo. Ese motivo era todo lo que importaba. Si los hombres dispuestos contra las fuerzas de lord Rahl eran bravucones y mezquinos, mucho mejor.
No fue hasta que alcanzaron el bien defendido complejo que rodeaba las tiendas del emperador que Jennsen vio a otras mujeres. Eran una mezcla curiosa, desde mujeres de aspecto joven a algunas que estaban encorvadas por la edad. La mayoría miraba detenidamente, con curiosidad, algunas fruncían el entrecejo, y unas pocas incluso parecían alarmadas, pero todas observaban con atención mientras Jennsen se acercaba.
—¿Por qué llevan todas esas mujeres aros atravesados en el labio inferior? —susurró a Sebastián.
El paseó la mirada por las mujeres situadas cerca de las tiendas.
—Como una señal de lealtad a la Orden Imperial, al emperador Jagang.
Jennsen lo consideró no sólo un modo extraño de mostrar lealtad, sino inquietante. La mayoría de las mujeres llevaban vestidos de aspecto deslustrado, e iban despeinadas. Algunas iban vestidas un poco mejor, pero solamente un poco.
Unos soldados se hicieron cargo de los caballos cuando ellos desmontaron. Jennsen acarició la oreja de Robín y susurró tranquilizadora al nervioso animal que podía ir sin miedo con el desconocido. Una vez que Robín se calmó, Pete la siguió de buena gana hacia la zona donde se guardaban los caballos. Separarse de su fiel compañera de tanto tiempo le trajo a Jennsen inesperadamente a la memoria lo mucho que echaba en falta a Betty.
Las mujeres se retiraron más atrás mientras observaban, como si temieran acercarte demasiado. Jennsen estaba acostumbrada a aquel comportamiento; la gente temía sus cabellos rojos. Era un día de primavera excepcionalmente cálido, y este había embriagado a Jennsen con la promesa de más días parecidos. La muchacha había olvidado subirse la capucha cuando se acercaron al campamento. Empezó, entonces, a subírsela pero la mano de Sebastián detuvo su brazo.
—No es necesario. —Con una inclinación de cabeza, señaló a las mujeres—. Muchas de ellas son Hermanas de la Luz. No temen a la magia, únicamente a los desconocidos que entren en el complejo del emperador.
Jennsen cayó en la cuenta entonces del motivo de las extrañas miradas de una serie de mujeres; poseían el don y la veían como un agujero en el mundo. La veían con los ojos, pero no con el don.
Sebastián no estaría al tanto de aquello, pues jamás le había dicho exactamente lo que Althea le había explicado sobre la gente con el don y los vástagos de lord Rahl. Sebastián había mostrado, en más de una ocasión, una repugnancia condescendiente sobre los detalles de La magia. Jennsen nunca se había sentido totalmente cómoda hablando con él sobre los detalles de lo que había averiguado de la hechicera, y las cosas aún más importantes que se había figurado ella sola. Todo era bastante difícil para que ella lo conciliara en su propia mente, y parecía demasiado personal para revelárselo a manos que el momento y las circunstancias fueran apropiados, y nunca parecían serlo.
Jennsen dirigió una sonrisa forzada a las mujeres que la contemplaban desde las sombras de la tienda. Ellas le devolvieron una mirada sorprendida.
—¿Por qué está el emperador aislado de sus hombres y custodiado? —pregunto a Sebastián.
—Con tantísimos hombres aquí, nunca se puede estar absolutamente seguro de que uno no sea un infiltrado, o incluso un loco desquiciado, que podría intentar hacerse un nombre lastimando al emperador Jagang. Existiendo tanto peligro, debemos tomar precauciones.
Jennsen supuso que era lógico. Al fin y al cabo, EL mismo Sebastián se había infiltrado en el Palacio del Pueblo y, de haberse tropezado con un hombre importante allí, podría haberle hecho daño. A los d'haranianos les preocupaba tal amenaza. Incluso habían arrestado al hombre correcto.
Afortunadamente, Jennsen había podido sacarlo de allí. Cómo había conseguido llevar a cabo yal cosa era parte de aquello que finalmente había llegado a aceptar, pero que jamás conseguía hallar el momento adecuado para compartirlo con Sebastián. No creía que él fuera a comprenderlo de todos modos. No se creería una idea tan rocambolesca.
El brazo de Sebastián le rodeó la cintura y la condujo al frente, en dirección a dos hombres enormes y silencioso que montaban guardia ante la tienda del emperador. Pasando por entre los dos después de que estos hubieran inclinado la cabeza ante él. Sebastián alzó a un lado la gruesa cortina de la entrada cubierta de medallones de oro y plata.
Jennsen jamás había imaginado siquiera, y mucho menos visto, una tienda tan esplendida, pero lo que vio una vez que pasó al interior fue mucho más opulento de lo que sugería el exterior. El suelo estaba totalmente cubierto de lujosas alfombras colocadas en todas direcciones. Una colección de colgaduras decoradas con escenas exóticas y complicados dibujos definía el espacio. Delicados cuencos de cristal y altos jarrones pintados descansaban sobre las lustrosas mesas y arcones dispuestos alrededor de la estancia. A un lado había incluso una cómoda alta repleta de platos pintados, expuestos sobre soportes. Almohadones multicolores de diversos tamaños bordeaban el suelo. En lo alto, aberturas cubiertas con seda transparente dejaban entrar una luz tenue. Velas perfumadas titilaban por todas partes mientras que todas las alfombras y colgaduras imponían un tranquilo silencio al aire. Daba la sensación de ser un lugar sagrado.
Había mujeres dentro, cada una luciendo el aro atravesado en el labio inferior, ocupándose afanosamente de sus tareas. Si bien la mayoría parecían absortas en su trabajo, una que sacaba brillo a una colección de jarrones altos y delicados de un modo acompasado y metódico, contempló con frialdad a Jennsen por el rabillo del ojo. Era de mediana edad, de espaldas anchas, y llenaba un sencillo vestido largo hasta el suelo de color gris oscuro, abotonado hasta el cuello. Sus cabellos grises y negros estaban recogidos atrás. En general, parecía una persona corriente, excepto por la satisfecha sonrisita perspicaz que parecía estar permanentemente grabada en su rostro. Aquella expresión dio que pensar a Jennsen.
Cuando los ojos de ambas se encontraron, la voz despertó, pronunciando el nombre de Jennsen con aquel inquietante susurro sordo, pidiéndole que se entregara. Por algún motivo, Jennsen se vio momentáneamente asaltada por la helada sensación de que la mujer sabía que la voz había hablado, pero desecho la curiosa idea, decidiendo que se debía simplemente a la expresión de la mujer, que irradiaba un oírte de absoluta superioridad.
Otra mujer estaba atareada cepillando las alfombras con una pequeña escoba de mano. Otra más reemplazaba velas que se habían consumido. Otras mujeres —algunas seguramente Hermanas de la Luz— entraban y salían apresuradamente de habitaciones situadas mas allá, ocupándose de la colección de almohadones, lámparas e incluso de las flores de los jarrones. Un joven delgado que vestía únicamente unos pantalones anchos de algodón trabajaba con un peine, ordenando los flecos de las alfombras colocadas ante entradas a habitaciones traseras. Excepto la mujer de ojos castaños que abrillantaba los altos jarrones, estaban todos concentrados en su trabajo y ninguno presto una atención especial a los visitantes que acababan de entrar en la tienda del emperador.
El brazo de Sebastián la sujetaba con firmeza, mientras la guiaba más al interior. Las paredes y el techo se movían y ondulaban ligeramente a impulsos del viento. A Jennsen el corazón no le habría latido mas fuerte si la hubiese estando conduciendo a su propia ejecución. Cuando advirtió que sus dedos se cerraban con fuerza alrededor del mango del cuchillo para comprobar si podía sacarlo con facilidad se su vaina, se obligo a dejar que la mano descendiera, apartándose de él.
Cerca del fondo de la habitación principal, descansaba un sillón dorado profundamente tallado, cubierto con sedas rojas. Jennsen trago saliva cuando finalmente se obligo a mirar al hombre sentado allá, con el codo sobre el brazo del sillón, la barbilla sostenida por el pulgar y el índice descansando en el lado del rostro.
Era un hombretón de cuello grueso, al que la luz parpadeante de las velas que se reflejaba en su cabeza afeitada proporcionaba la ilusión de que había una corona de llamas diminutas. Dos trenzas largas y finas de bigote le crecían de las comisuras de los labios, y otra trenza le crecía del centro de la barbilla. Una fina cadena de oro conectaba los aros de oro que perforaban la mejilla izquierda y la oreja del mismo lado, mientras que una colección de cadenas más gruesas cubiertas de joyas, descansaban en la hendidura que formaban los músculos de su poderos pecho. Llevaba un enorme anillo en cada uno de sus carnosos dedos. Si bien no parecía alto, su recia masa resultaba de todos modos imponente.
Pero fueron los ojos lo que, no obstante la descripción previa de Sebastián, le hicieron contener la respiración a Jennsen. No había palabras que pudieran haberla preparado para la realidad.
Sus ojos negros carecían del blanco del ojo, del iris, de pupila, dejando únicamente relucientes vacios oscuros. Con todo, formas mas sombrías, se desplazaban por aquellos oscuros vacios, como nubes de tormenta a media noche. A pesar de que el no tenia iris ni pupilas, la muchacha estaba segura, más allá de toda duda, de que la miraba directamente y con atención.
Jennsen penso que se le doblarian las rodillas.
Cuando él le sonrio, estuvo segura de que así seria.
El brazo de Sebastián se cerró con más fuerza, ayudando a mantenerla en pie. El joven se inclino ligeramente desde la cintura.
—Emperador, me alegro de que el Creador haya velado por vos y os haya mantenido a salvo.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Y tu, Sebastián —La voz de Jagang se correspondía con su aspecto fornido, poderoso, amenazador; sonaba como si fuera un hombre que no toleraba debilidades ni escusas—. Ha pasado mucho tiempo. Demasiado. Me alegro de tenerte de vuelta a mi lado.
Sebastián inclino la cabeza en dirección a Jennsen.
—Excelencia, he traído una invitada importante. Esta es Jennsen.
A pesar del brazo de Sebastián alrededor de su cintura, sosteniéndola, ella se soltó y cayó de rodillas por si sola y antes de que el azoramiento lo impusiera. Aprovecho la ocasión para inclinarse al frente hasta que su cabeza casi toco el suelo. Sebastián no le había dicho que se suponía que debía hacer eso, pero sintió un impulso avasallador de que era eso lo que debía hacer. Aunque solo fuera porque momentáneamente la dispensaba de la obligación de mirar aquellos ojos de pesadilla.
Supuso que un hombre así, un guerrero que esperaba triunfar sobre las fuerzas invasoras procedentes de D'Hara, tenía que ser un hombre de una energía bestial, con un mando férreo y tenacidad inflexible. Ser el emperador de un pueblo que esperaba ser salvado de la amenazadora sombra de la esclavitud, era una tarea para un hombre como aquel ante el que se arrodillaba.
—Excelencia —dijo en voz temblorosa, mirando al suelo—, estoy a vuestro servicio.
Oyó una carcajada atronadora.
—Vamos, ya, Jennsen, no hay necesidad de eso.
Jennsen sintió que su rostro enrojecía violentamente mientras se alzaba con la jovial insistencia y ayuda de Sebastián. Ni el emperador ni Sebastián prestaron atención a su embarazo.
—Sebastián: ¿Donde encontraste a una jovencita tan encantadora?
Los ojos azules de Sebastián la contemplaron con orgullo.
—Es una larga historia para otro momento, Excelencia. Por ahora, debéis de saber que Jennsen ha tomado un importante decisión, una que nos afectara a todos nosotros.
La negrísima mirada de Jagang regreso a Jennsen. A esta se le hizo un nudo en la garganta. El hombre mostraba la más leve de las sonrisas, la sonrisa de un emperador contemplando con indulgencia a una don nadie.
—¿Y cuál es esa decisión, joven dama?
Jennsen.
Una imagen de su madre yaciendo en el suelo de su casa, sangrando, muriendo, pasó como un relámpago por la mente de Jennsen. Jamás olvidaría los últimos y valiosísimos momentos de vida de su madre. El angustioso dolor de tener que huir sin siquiera poder ocuparse del cuerpo de su madre y enterrarlo aun ardía en su alma.
Jennsen.
La furia la inundo para aplastar cualquier nerviosismo al responder al emperador.
—Tengo intención de matar a lord Rahl —declaro—. He venido a pedir vuestra ayuda.
En el silencio sepulcral que siguió, cualquier rastro de alborozo se evaporó del rostro del emperador Jagang. La observó atentamente con ojos fríos, oscuros e implacables, la frente crispada. Estaba claro que aquél era un tema con el que no toleraba bromas. Lord Rahl había invadido el país natal de aquel hombre, matado a millares y millares de sus compatriotas, y colocado al mundo entero en una situación de guerra y padecimiento.
El emperador Jagang el Justo, con los músculos de la mandíbula flexionándose, aguardo, esperando a todas luces que ella se explicara.
—Soy Jennsen Rahl —dijo ella en respuesta a su oscura mirada de ferocidad.
Extrajo el cuchillo, sujetó con fuerza la hoja en el puño, firme como una roca, y alzó con energía la empuñadura ante él, sentado en su trono, mostrándole la «R», el símbolo de la Casa de Rahl.
—Soy Jennsen Rahl —repitió—. La hermana de Richard Rahl, y tengo intención de matarlo. Sebastián me dijo que podríais facilitarme algo de ayuda para llevarlo a cabo. Si podéis, os estaré eternamente en deuda. Si no podéis, entonces decídmelo ahora, pues mantengo mi intención de matarlo y deberé ponerme en marcha.
—Mi querida Jennsen Rahl, hermana de Richard Rahl, para una tarea como ésa, pondría el mundo a tus pies. No tienes más que pedirlo, y tendrás todo aquello que esté en mí poder darte.
16
Jennsen estaba sentada, pegada a Sebastián, extrayendo consuelo de su familiar presencia y a la vez deseando que pudieran estar solos, junto a una fogata, friendo pescado o cocinando judías. Sentía más soledad en la mesa del emperador, con sirvientes revoleteando por todas partes, de lo que se había sentido nunca estando sola en el silencio de un bosque. Sin Sebastián allí, riendo y conversando, no sabía qué habría hecho, cómo se habría comportado. Ya se sentía bastante incómoda entre gente corriente. Aquello era mucho más amilanador.
El emperador Jagang era un hombre que, sin esfuerzo, dominaba la habitación. Aunque en ningún momento abandonó sus modales corteses y distinguidos para con ella, de algún modo inescrutable, la hacía sentir como si cada vez que respiraba lo hiciera únicamente porque él, bondadosamente, se lo permitía. El hombre hizo mención a asuntos trascendentales de modo informal, sin advertir que lo hacía, tan comunes eran tales responsabilidades, tan seguro era su inquebrantable dominio. Era un puma descansando, elegante y sereno, que balanceaba perezosamente la cola mientras se relamía.
Aquél no era un emperador que se contentara con permanecer sentado tranquilamente, allá en algún palacio remoto, y recibir informes; aquél era un emperador que hundía las manos en la ensangrentada mugre de la vida y a muerte, y extraía lo que deseaba.
Aunque parecía una cena demasiado lujosa para lo que, después de todo, era un ejército en marcha, era de todos modos la tienda y la mesa del emperador, y se reflejaba ese hecho. Había comida y bebida en abundancia, de moto, desde aves a pescado, desde ternera a cordero, vino y agua. Mientras sirvientes, concentrados en sus tareas, entraban y salían a toda prisa con fuentes humeantes de comida maravillosamente preparada, tratándola como si perteneciese a la realeza. Jennsen se vio azotada por un repentino atisbo de como su madre, siendo una joven de posición modesta, desconocida e insignificante, debía haberse sentida en la mesa de lord Rahl, al ver tan tentadora variedad y abundancia como nunca había imaginado, mientras al mismo tiempo temblaba al estar en presencia de un hombre con el poder de firmar sentencias de muerte sin interrumpir su comida.
Jennsen tenía poco apetito. Arrancaba melindrosas tiras de carne del suculento pedazo de cerdo situado ante ella sobre un grueso trozo de pan, y los mordisqueaba mientras escuchaba hablar a los dos hombres. La conversación era trivial. Jennsen intuyó que cuando no estuviera por allí, los dos hombres tendrían mucho más que decirse el uno al otro. De hecho, hablaron de conocidos y se pusieron al día sobre cuestiones intrascendentes que habían tenido lugar desde que Sebastián había abandonado el ejército el verano anterior.
—¿Qué hay de Aydindril? —preguntó Sebastián por fin, mientras clavaba un trozo de carne en la punta de su cuchillo.
El emperador retorció un muslo a un bien asado ganso. Lo arrancó, luego apoyó los codos sobre el borde de la mesa mientras se inclinaba al frente y efectuaba un vago ademán con su trofeo.
—No sé.
Sebastián bajó el cuchillo.
—¿Qué queréis decir? Recuerdo la configuración del terreno. Estáis a sólo un día o dos de distancia. —La voz era respetuosa, pero preocupada—. ¿Cómo podéis entrar sin saber lo que os aguarda en Aydindril?
Jagang arrancó un buen bocado del extremo grueso de la pata de ganso. De la carne y de sus dedos goteó grasa.
—Bueno —dijo por fin, agitando el hueso por encima del hombro antes de dejado a un lado sobre un plato—, enviamos exploradores y patrullas para que echasen una mirada, pero ninguno regresó.
—¿Ninguno de ellos? —La preocupación dio un tono incisivo a la voz de Sebastián.
Jagang tomó un cuchillo y rebanó un pedazo de cordero de una bandeja situada al lado.
—Ninguno —respondió mientras acuchillaba el trozo de carne.
Con los dientes, Sebastián retiró el pedazo de su cuchillo y luego dejó el arma sobre la mesa. Apoyó los codos sobre la mesa y cruzó los dedos mientras reflexionaba.
—El Alcázar del Hechicero está en Aydindril —dijo Sebastián en voz queda—. Lo vi cuando reconocí la ciudad el año pasado. Está situado en la ladera de una montaña, dominando la ciudad.
—Recuerdo tu informe —contestó Jagang.
Jennsen quiso preguntar que era un «Alcázar del Hechicero», pero no tanto como para romper su silencio mientras los hombres hablaban. Además, parecía algo obvio, en especial por el tono ominoso en la voz de Sebastián.
Sebastián se frotó las palmas.
—¿Entonces puedo preguntar cuál es vuestro plan?
El emperador chasqueó los dedos a modo de orden y todos los sirvientes desaparecieron. Jennsen deseó poder irse con ellos, esconderse bajo su manta y ser una auténtica don nadie otra vez. Fuera, retumbaba el trueno y esporádicas ráfagas de viento arrojaban rachas de lluvia contra la tienda. Las velas y los quinqués dispuestos por toda la mesa iluminaban a los dos hombres y la zona inmediata, pero dejaban las mullidas alfombras y las paredes casi a oscuras.
El emperador Jagang dirigió una breve ojeada a Jennsen antes de posar su negrísima mirada en Sebastián.
—Tengo intención de avanzar rápidamente. No con todo el ejército, como creo que ellos esperarán, sino con una fuerza de caballería lo bastante pequeña para que sea maniobrable, pero a la vez lo bastante grande para mantener el control de la situación. Por supuesto, llevaremos a un considerable contingente de gente con el don.
En los segundos que le llevó pronunciar aquellas breves palabras, la atmósfera se tornó tremendamente seria. Jennsen intuyó que era la silenciosa testigo de un momento trascendental. Era aterrador pensar en las vidas que pendían de la conversación de aquellos des hombres.
Sebastián sopesó las palabras del emperador durante un rato antes de hablar.
—¿Tenéis alguna idea de cómo pasó el invierno Aydindril?
Jagang negó con la cabeza. Extrajo un pedazo de cordero de la punta de su cuchillo y habló mientras masticaba:
—La Madre Confesora es muchas cosas, pero no estúpida. Hace mucho tiempo que debería saber, por la dirección de nuestra ofensiva, por los movimientos que ha observado, por las ciudades que ya han caído, por el camino que hemos elegido, por todas las noticias e informaciones que debe de haber reunido, que con la primavera avanzaré sobre Aydindril, les he dado muchísimo tiempo para sudar mientras cavilan sobre su destino. Sospecho que a estas alturas están todos temblando dentro de sus botas, pero no creo que ella sea capaz de huir.
—¿Creéis que la esposa de lord Rahl está ahí? —soltó Jennsen, atónita—. ¿En la ciudad? ¿La Madre Confesora en persona?
Ambos hombres callaron y la miraron. La tienda quedó silenciosa.
Jennsen se encogió.
—Perdonadme por hablar.
El emperador sonrió de oreja a oreja.
—¿Por qué debería perdonarle? Acabas de dar en el clavo. —Con el cuchillo, hizo una seña a Sebastián—. Trajiste a un mujer especial, una mujer que tiene la cabeza sobre los hombros.
Sebastián le frotó la espalda a Jennsen.
—Y una cabeza bonita, además.
Los ojos negros de Jagang brillaron mientras la observaba.
—Sí, desde luego. —Sus dedos cogieron unas aceitunas de un cuenco de cristal situado a un lado—. Así pues, Jennsen Rahl, ¿qué piensas tú de todo esto?
Puesto que ya había hablado, no podía rehusar contestar ahora. Se compuso y consideró la pregunta.
—Siempre que me ocultaba de lord Rahl, intentaba no hacer nada que le pudiera dar a conocer dónde estaba. Intentaba hacer todo lo que podía para mantenerlo a ciegas. A lo mejor eso es lo que ellos están haciendo también. Tratar de manteneros a ciegas.
—Eso es lo que yo pensaba —dijo Sebastián—. Si están aterrados, podrían intentar eliminar a cualquier explorador o patrulla para hacernos pensar que son más fuertes de lo que son y ocultar cualquier plan defensivo.
—Y mantener al menos algún elemento de sorpresa —añadió Jennsen.
—Eso pensaba yo, también —repuso Jagang, y sonrió abiertamente a Sebastián—. No me extraña que me trajeras a una mujer así. También es una estratega. —Jagang guiñó un ojo a Jennsen, luego hizo sonar una campanilla que tenía al lado.
Una mujer, la del vestido gris y los cabellos grises y negros recogidos tras la cabeza, apareció en una lejana abertura.
—¿Sí, Excelencia?
—Trae a la joven dama frutas y dulces.
Mientras ella hacía una inclinación y marchaba, el emperador volvió a ponerse serio.
—Por eso creo que es mejor llevar una fuerza más reducida de la que esperan, una capaz de maniobrar rápidamente en respuesta a cualesquiera que sean sus defensas. Puede que sean capaces de vencer a nuestras pequeñas patrullas, pero no a una fuerza de caballería de un tamaño considerable y a personas con el don. Si es necesario, siempre podemos lanzar gran cantidad de hombres contra la ciudad. Tras un invierno sin hacer nada, les hará más felices. Pero me siento reacio a empezar con lo que aquellos que están en Aydindril esperan.
Sebastián golpeaba ociosamente un grueso pedazo de rosbif con su cuchillo mientras reflexionaba.
—Ella podría estar en el Palacio de las Confesoras. —Desvió la mirada hacia el emperador—. La Madre Confesora podría muy bien haber decidido detenerse y resistir.
—Yo también pienso eso —dijo el emperador Jagang.
En el exterior, la tormenta primaveral había arreciado, el helado viento gemía entre las tiendas.
Jennsen no pudo contenerse.
—¿Realmente creéis que estará allí? —Preguntó a ambos—. ¿Honradamente creéis que permanecería allí sabiendo qué vais a ir con un ejército enorme?
—No puedo estar seguro, desde luego —dijo Jagang, encogiéndose de hombros—, pero he combatido contra ella todo el camino a través de la Tierra Central. En el pasado, ella tenía opciones, elecciones, por duras que fuesen en ocasiones. Empujamos a su ejército al interior de Aydindril justo antes del invierno, luego nos instalamos a su puerta. Ahora, ella y su ejército se han quedado sin opciones, y, con las montañas rodeándolo todo, sin lugares a los que huir, incluso ella sabe que llega un momento en el que hay que enfrentarse a la elección que se te ofrece. Creo que esto puede ser el tugar en el que finalmente elija detenerse y luchar.
Sebastián acuchillé una porción de carne.
—Suena demasiado simple.
—Desde luego —replicó Jagang—, por eso debo considerar que puede haber decidido hacerlo.
Sebastián indicó al norte con el rojo pedazo de carne en la punta de su cuchillo.
—Puede haber retrocedido al interior de las montañas, y dejado sólo hombres suficientes para eliminar exploradores y patrullas, para manteneros a ciegas, como Jennsen sugirió.
Jagang se encogió de hombros.
—Posiblemente. Es una mujer imposible de predecir. Pero se está quedando sin lugares a los que retroceder. Más tarde o más temprano no le quedará terreno. Éste puede que no sea su plan, pero podría serlo.
Jennsen no se había dado cuenta de que el Viejo Mundo había efectuado un progreso tan grande haciendo retroceder al enemigo. También Sebastián había estado fuera mucho tiempo. Las cosas, para el Viejo Mundo, no eran ni como mucho tan sombrías como ella había pensado. Con todo, parecía un gran riesgo que correr basado en una conjetura tan endeble.
—¿Y estáis dispuestos a arriesgar a vuestros hombres en tal batalla, esperando que ella esté allí?
—¿Arriesgar? —Jagang pareció divertido por la sugerencia—. ¿no te das cuenta? No es en realidad una apuesta arriesgada. En cualquier caso, no tenemos nada que perder. En cualquier caso, tendremos Aydindril. Al hacerlo, finalmente dividiremos la Tierra Central, partiendo así todo el Nuevo Mundo en dos. Dividir y conquistar es el camino a la victoria.
Sebastián lamió la sangre de su cuchillo.
—Conocéis sus tácticas mejor que yo y estáis más capacitado para predecir lo que hará a continuación. Pero, como decía, tanto si decide quedarse y resistir con su gente, o la abandona a su destino, tendremos la ciudad de Aydindril y la sede del poder en la Tierra Central.
El emperador clavó la mirada en el vacío.
—Esa zorra ha matado a cientos de miles de mis hombres. Siempre ha conseguido ir un paso por delante de mí, mantenerse fuera de mis garras, pero durante todo ese tiempo retrocedía hacia la pared... esa pared. —Alzó los ojos con fría cólera—. Ojala el Creador quiera concederme que la atrape por fin. —Tenia los nudillos blancos alrededor del mango del cuchillo, la voz un juramento letal—. La tendré, y arreglaré cuentas. Personalmente.
Sebastián observó la expresión de los oscuros ojos del emperador.
—Entonces quizá estemos cerca de la victoria final; en la tierra Central, al menos. Una vez obtenida la Tierra Central, el destino de D'Hara estará sellado. —Alzó su cuchillo—. Y si la Madre Confesora está allí, entonces podría muy bien que lord Rahl también esté.
Jennsen, con los pensamientos corriendo atropelladamente por su mente, paseó la mirada de Sebastián al emperador.
—¿Queréis decir que pensáis que su esposo, lord Rahl, también está allí?
—La mirada de pesadilla de Jagang giró hacia ella a la vez que sonreía perversamente.
—Exactamente, querida.
Jennsen sintió que un escalofrió le recorría la espalda ante la mirada asesina de sus ojos. Dio gracias a los buenos espíritus por estar del lado de aquel hombre y no ser su enemiga. Con todo, tenía que comunicar la información vital que Tom le había dicho. Sintió una punzada de angustia, deseando que hubiese sigo alguien que no fuera Tom quien se lo hubiese confirmado, pero fue Sebastián en realidad la primera persona que se lo había mencionado.
—Lord Rahl no puede estar ahí, en Aydindril. —Los dos hombres la miraron atónitos—. Lord Rahl está muy al sur.
Jagang frunció el entrecejo.
—¿En el sur? ¿Qué quieres decir?
—Está en el Viejo Mundo.
—¿Estás segura? —preguntó Sebastián.
Jennsen lo miró desconcertada.
—Tú mismo me lo dijiste. Que condujo su ejército de invasión al interior del Viejo Mundo.
Una expresión de remembranza apareció en el rostro de Sebastián.
—Sí, desde luego, Jenn, pero fue mucho antes de que te conociera, en la época anterior a mi marcha del ejército, cuando oí esos informes. Eso fue hace mucho tiempo.
—Pero sé que estaba en el Viejo Mundo después de eso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jagang con un gruñido áspero.
Jennsen carraspeó.
—El vínculo. Los d'haranianos perciben un vínculo con el lord Rahl...
—¿Y tú percibes el vínculo? —inquirió Jagang.
—Bueno, no. Sencillamente no es lo bastaste fuerte en mí. Pero cuando Sebastián y yo estuvimos en el Palacio del Pueblo, conocí a personas allí que decían que lord Rahl estaba muy al sur, en el Viejo Mundo.
El emperador consideró sus palabras a la vez que echaba una veloz mirada a una mujer que había entrado con bandejas de frutas secas, dulces y nueces. La mujer se atareó en una mesa alejada, al parecer no deseando acercarse más y molestar al emperador y sus invitados.
—Pero Jenn, oíste eso el pasado invierno, cuando estábamos en palacio. ¿Has oído a nadie con el vínculo que lo confirmara desde entonces?
Jennsen negó con la cabeza.
—Supongo que no.
—Si la Madre Confesora tiene intención de oponer resistencia en Aydindril —dijo Sebastián, pensativo—. Entonces es posible, puesto que lo último que tuvimos fue ese informe de él en el sur, que haya venido al norte a apoyar a la Madre Confesora.
Jagang se inclinó sobre la ensangrentada carne que tenía delante.
—Esos dos son así. Malvados hasta el final. Me las he visto con ambos durante mucho tiempo. Sé por experiencia que si existe algún modo de que estén juntos, lo estarán; incluso aunque sea en la muerte.
Las implicaciones eran asombrosas.
—Entonces... podríamos tenerlo —susurró Jennsen, casi para sí—. Podríamos tener a Richard Rahl también. La pesadilla podría estar próxima a su fin. Podríamos estar en la víspera de la victoria para todos nosotros.
Jagang se recostó en el asiento, tamborileando los dedos sobre la mesa mientras paseaba la mirada del uno al otro.
—Si bien me cuesta creer que Richard Rahl pudiera estar también allí, por lo que sé sobre él, podría muy bien decidir resistir y perder junto a ella, en lugar de vivir para ver como todo se le escapa de las manos a pedazos.
Jennsen sintió una inesperada punzada ante la idea del final de esos dos. No era habitual que a un lord Rahl le importara alguna mujer, mucho menos que apoyara a una cuando esta estaba a punto de perder la guerra por su país, y su vida además. Lord Rahl debería estar más preocupado por conservar su propia vida y país.
Con todo, la idea de que estuviese tan cerca era demasiado seductora para desecharla, e hizo que su pulso se acelerara.
—Si está tan cerca, entonces no necesitaría la ayuda de las Hermanas de la Luz. No necesitaría un hechizo. Sólo tendría que acercarme un poco más, estar con vosotros cuando cabalguéis al interior de la ciudad.
La sombría sonrisa sin humor de Jagang había regresado.
—Cabalgarás conmigo. Te dejaré en el Palacio de las Confesoras. —Sus nudillos volvían a estar blancos alrededor del cuchillo—. Los quiero muertos a los dos. Me ocuparé personalmente de la Madre Confesora. Te concedo permiso para que seas quien le clave el cuchillo a Richard Rahl.
Jennsen sintió un salvaje vaivén de emoción, pasó de una mareante euforia, porque el acto estaba al alcance de la mano, a un escalofriante horror. Por un instante, dudó de que pudiera realmente realizar tan espeluznante y despiadada acción.
Jennsen.
Pero entonces recordó a su madre tendida en un charco de sangre en el suelo de su hogar, desangrándose hasta morir debido a aquellas, horribles cuchilladas, con el brazo seccionado no muy lejos, una casa llena de bestias de lord Rahl de pie vigilándola. Jennsen recordó los ojos de su madre mientras agonizaba. Recordó lo impotente que se sintió mientras la vida de su madre se escapaba. El horror de ello seguía estando tan fresco como siempre. La cólera tan candente como siempre. Jennsen anhelaba vehemente clavar su cuchillo en el corazón del bastardo de su hermano.
Eso era todo lo que deseaba.
En la neblina de su justificada ira, mientras se veía a sí mismo hundiendo con fuerza el cuchillo en el pecho de Richard Rahl, la voz de Jagang le llegó sólo de un modo vago.
—Pero, ¿por qué deseas matar a tu hermano? ¿Cuál es tu razón, tu propósito?
—Grushdeva —siseó ella.
A su espalda. Jennsen oyó que un jarrón de cristal golpeaba el suelo y se hacía añicos. El sonido la devolvió con un sobresalto a la realidad.
El emperador miro a la mujer que había en las sombras torciendo el gesto. Los ojos de color castaño de ésta estaban fijos en Jennsen.
—Pido disculpas por la torpeza de la hermana Perdita —dijo Jagang mientras lanzaba una mirada iracunda a la mujer.
—Perdonadme, Excelencia —dijo la mujer del vestido gris oscuro, mientras retrocedía de espaldas por entre las colgaduras, haciendo reverencias durante todo el camino.
La expresión de enojo del emperador se volvió hacia Jennsen.
—Bien, ¿que habías dicho?
Jennsen no tenía la menor idea. Sabía que había dicho algo, pero no estaba segura de qué. Pensó que tal vez su profunda pena le había embrollado la lengua justo cuando iba a contestar. Su aflicción regresó, como un gran peso desolador sobre sus hombros.
—Veréis, Excelencia —dijo Jennsen mientras clavaba la mirada e la cena que no había comido—, toda mi vida, mi padre, Rahl el Oscuro, ha estado intentando asesinarme debido a que yo era un vástago suyo que carecía del don. Cuando Richard Rahl le mató y asumió el gobierno de D'Hara, ocupó el puesto de su padre, y una parte de ese puesto era asesinar a los hijos sin el don de este. Pero en este deber, se mostró aún más brutal de lo que había sido su padre.
Jennsen alzó los ojos a través de una visión llorosa.
—Justo después de que conociera a Sebastián, los hombres de mi hermano finalmente nos alcanzaron. Asesinaron brutalmente a mi madre. De no haber estado Sebastián allí, también habrían acabado conmigo. Sebastián me salvó la vida. Pienso matar a Richard, porque, si no lo hago, jamás seré libre. Siempre enviará hombres tras de mí. Además de salvarme la vida, Sebastián me ayudo a darme cuenta de eso.
»Quizás aún más importante, debo vengar el asesinato de mi madre si quiero estar alguna vez en paz.
—Nuestro propósito es el bienestar de nuestro prójimo. Tu relato me entristece, y es precisamente el motivo de que luchemos para erradicar la plaga de la magia. —El emperador finalmente movió la mirada hacia Sebastián—. Estoy orgulloso de ti por ayudar a esta magnífica joven.
Sebastián estaba taciturno. Ella sabía lo incómodo que se sentía bajo el peso del elogio. Deseó que pudiera sentirse orgulloso de sus propios logros, de su importancia, del puesto que ocupaba ante el emperador.
El joven depositó el cuchillo cruzado sobre los restos de su comida.
—Simplemente hacía mi trabajo, Excelencia.
—Bien —dijo Jagang con una sonrisa alentadora—, me alegro de que hayas regresado a tiempo de ver la culminación de tu estrategia.
Sebastián se recostó en el asiento, sosteniendo en la mano una jarra de cerveza.
—¿No queréis esperar al hermano Narev? ¿No debería estar aquí para ser testigo de ello, si esto resulta ser el golpe que pone fin a todo?
Con un grueso dedo, Jagang hizo girar una aceituna en un pequeño círculo sobre la mesa. Pasó un tiempo antes de que hablara en voz queda sin alzar la mirada.
—No he tenido noticias del hermano Narev desde que cayó Altur'Rang.
Sebastián se irguió, chocando contra la mesa.
—¿Qué? ¿Altur'Rang cayó? ¿Qué queréis decir? ¿Cómo? ¿Cuándo?
Jennsen sabía que Altur'Rang era la tierra natal del emperador, la ciudad de la que provenía. Sebastián le había contado que el hermano Narev y la Fraternidad de la Orden estaban allí, en aquella gran y reluciente ciudad de esperanza para la humanidad. Allí se construiría un gran palacio en homenaje al Creador y como un símbolo para solidificar la unidad del Viejo Mundo.
—Recibí informes no hace mucho de que fuerzas enemigas invadieron la ciudad. Altur'Rang se encuentra muy distante de otras ciudades, y quedó aislada. En parte debido al invierno, los informes tardaron mucho en llegar a mí. Espero noticias.
»Dado este desfavorable giro de las cosas, no creo sensato aguardar a que el hermano Narev consiga llegar aquí. Estará ocupado rechazando a los invasores. Si la Madre Confesora y Richard Rahl están en Aydindril, no debemos esperar, debemos contraatacar rápidamente, y con una fuerza fulminante.
Jennsen posó una mano comprensiva sobre el antebrazo de Sebastián.
—Eso debe de haber sido lo que me contaste. Cuando te conocí y me contaste que lord Rahl estaba invadiendo tu país, eso debe de ser lo que buscaba... Altur'Rang —dijo Jennsen.
Sebastián la miró fijamente.
—Puede ser que no esté en Aydindril. Puede resultar que esté aún en el sur, Jenn, en el Viejo Mundo. Tienes que tenerlo en cuenta. No quiero que coloques ahí todas tus esperanzas únicamente para verlas hechas trizas.
—Espero que esté aquí y que por fin pueda acabarte todo, pero, como su Excelencia dijo respecto a avanzar sobre Aydindril, no hay nada que perder. No esperaba encontrarle aquí. Si no está en Aydindril, entonces aún tendré la ayuda para la que me trajiste aquí en primer lugar.
—¿Y cuál es la naturaleza de esa ayuda? —preguntó Jagang.
Sebastián respondió por ella.
—Le conté que las Hermanas podrían ser capaces de ayudarla con un hechizo, de modo que pueda eludir toda la protección que tenga lord Rahl y acercarse a él lo suficiente para actuar.
—De un modo u otro, entonces. Si está en Aydindril, lo tendrás. —Jagang levanto la aceituna que había estado haciendo rodar y se la metió en la boca—. Si no, entonces tendrás a las hechiceras a tu disposición. Cualquier ayuda que necesites de las Hermanas es tuya. No tienes más que pedido, y ellas te la facilitarán. Tienes mi palabra.
Sus ojos color ala de cuervo estaban sumamente serios.
Fuera, retumbó el trueno. La lluvia habla arreciado. Titilaron los relámpagos, iluminando la tienda desde el exterior con una luz fantasmagórica que hacía que la luz de las velas pareciera aún más oscura al finalizar cada relámpago, dejándolos otra vez casi a oscuras, aguardando el retumbo del trueno.
—Simplemente necesito que me lancen un hechizo que distraiga a aquellos que lo protegen, de modo que pueda acercarme a él lo suficiente —dijo Jennsen una vez que el trueno se apagó.
Extrajo el cuchillo de la vaina y lo sostuvo en alto para mirar la elaborada «R» grabada en la empuñadura de plata.
—Entonces podré atravesar su malvado corazón con mi cuchillo. Este cuchillo; su propio cuchillo. Sebastián explicó lo importante que es usar lo que está más próximo al enemigo para contraatacarle.
—Sebastián ha hablado sabiamente. Éste es nuestro modo, y por eso, con la guía del Creador, prevaleceremos. Recemos para que por fin los tengamos a ambos y se le pueda poner fin a esto de una vez, para que acabemos finalmente con la plaga de la magia y para que a la humanidad se le permita por fin vivir en paz como lo deseaba el Creador.
—Gracias —susurró agradecida Jennsen.
Él no preguntó cómo llevaría ella a cabo tal tarea. Tal vez la convicción en la voz de la muchacha había delatado que había más en aquello de lo que él sabía; que poseía una ventaja especial que le permitiría llevar a cabo tal cosa.
Y había más en aquello de lo que el sabia, o de lo que sabía Sebastián.
Jennsen había estado pensando largo y tendido respecto a ello, juntando todos los elementos. Toda su vida había estado consagrada a pensar en aquel problema. Pero en el pasado, sus pensamientos siempre habían girado en torno a lo insoluble que era, y que no era más que una cuestión de tiempo que lord Rahl la atrapara, y la pesadilla empezara en serio.
Siempre había estado centrada en el problema.
Ahora, desde su encuentro con Sebastián y la muerte de su madre, los acontecimientos se habían acelerado adquiriendo una velocidad impresionante, pero aquellos acontecimientos también habían aumentado, poco a poco, su compresión de la situación Las preguntas empezaban a tener respuestas, respuestas que parecían tan sencillas en aquellos momentos, al recordarlas. Casi sentía como si, en lo más profundo, debiera haberlo sabido desde el principio.
En aquellos momentos, empezaba a apartar la atención del problema; empezaba a pensar más bien en la solución.
Jennsen había aprendido muchísimas cosas de Althea; al final, mas, incluso, de lo que la hechicera sabía que estaba revelando. Una hechicera con el poder de Althea no habría estado atrapada allí todos aquellos años a menos que lo que decía sobre las bestias fuera cierto. La serpiente era diferente. Friedrich había dicho que la serpiente era solo una serpiente.
Pero las bestias eran mágicas.
Aquellas bestias mantenían incluso a una hechicera del poder de Althea encerrada en su prisión. Friedrich había dicho que nadie, ni siquiera él, podía entrar por la parte de atrás. Tom también había dicho que nunca había oído de nadie que entrara por detrás y regresara para contarlo. Nadie usaba el prado, tampoco, debido a las criaturas que salían de aquella ciénaga. Las criaturas de la ciénaga eran reales y eran letales. Todos los hechos, excepto uno, concordaban para corroborarlo.
Jennsen había entrado y vuelto a salir de la ciénaga sin grandes problemas, salvo el incidente con la serpiente, con su curioso desenlace. Y no había visto ninguna bestia creada a partir de la sustancia misma del don. Esa era la pieza que no había encajado, entonces. Y ahora lo hacía.
Había habido otras indicaciones, también, como en el Palacio del Pueblo, cuando Jennsen había tocado el agiel de Nyda sin que la lastimara, cuando era innegable que había lastimado tanto a Sebastián como al capitán Lerner. Nyda se había quedado estupefacta. Dijo que ni siquiera lord Rahl era inmune al contacto de un agiel. Jennsen si lo era.
Y Jennsen había sido capaz de doblegar la voluntad de Nyda para que ayudara, en lugar de lo que, debería de haber hecho, que era detener a aquella desconocida a la que no afectaba el poder de un agiel, detener a aquella mujer que provoca tantas preguntas sin respuesta, hasta que todo pudiera aclararse. Incluso cuando Nathan Rahl intentó detenerla, Jennsen había conseguido que Nyda ayudara a protegerla... de un Rahl con el don. Jennsen sabia en aquellos momentos que aquello era más que una buena mano. Una buena mano podría haber sido la semilla, pero había mucho más envuelto a su alrededor.
Todas aquellas cosas y más, durante el transcurso del largo y arduo viaje a Aydindril, habían encajado por fin, de modo que Jennsen veía finalmente el auténtico alcance de su extraordinaria condición y por qué era ella la que mataría a lord Rahl.
Jennsen había llegado a la conclusión de que era la única capaz de hacer eso —que había nacido para ello— porque, de un modo central, crítico y esencial... era invencible.
Sabia, ahora, que siempre había sido invencible.
17
Desde la grupa de Robín, con la brisa helada y racheada revolviendo sus cabellos, Jennsen contempló a lo lejos el esplendor del Palacio de las Confesoras coronando una distante elevación. Sebastián estaba sentado a su lado, sobre un nervioso Pete. El emperador Jagang, con un magnifico corcel tordo piafando sobre la calzada, aguardaba al otro lado de Sebastián, con varios oficiales y consejeros a poca distancia, guardando silencio. El adusto ceño fruncido de Jagang estaba fijo en el palacio. Oscuras formas amenazadoras, como una tormenta que se avecinase, se movían sobre la superficie de sus negros ojos.
El avance sobre Aydindril había sido, hasta el momento, totalmente distinto de lo esperado, dejándolos a todos en tensión y con los nervios a flor de piel.
Detrás había formado un contingente de Hermanas de la Luz que se mantenían aparte, al parecer concentrándose en cuestiones relacionadas con la magia. Aunque, hasta el momento, ninguna de ellas había tenido la oportunidad de hablar con Jennsen, todas eran sumamente conscientes de su presencia, y no la perdían de vista. Otras hermanas habían marchado a caballo en distintas direcciones mientras el emperador conducía el destacamento de la caballería de la Orden Imperial, como una oscura crecida, a través de granjas, calzadas y colinas, alrededor de edificios y graneros, siempre adelante para filtrarse hasta los extremos exteriores de Aydindril. La enorme ciudad se extendía en aquellos momentos ante ellos, silenciosa y quieta.
La noche anterior, Sebastián había dormido a intervalos. Jennsen lo sabía. porque, en la víspera de tan trascendental batalla, ella apenas había dormido nada. Pues la idea de poder usar finalmente el cuchillo envainado es su cinto no la dejaba conciliar el sueño.
Detrás de las Hermanas, más de cuarenta mil hombres de la caballería de élite de la Orden Imperial aguardaban, algunos con picas y lanzas preparadas, otros con espadas o hachas en la mano. Cada uno lucía un aro atravesado en la aleta izquierda de la nariz. Aunque la mayoría llevaba barba, y algunos tenían largas melenas oscuras y grasientas, con amuletos de la buena suerte atados a ellas, había bastantes que tenían las cabezas afeitadas, al parecer en señal de lealtad al emperador Jagang. Eran todos un mecanismo bien ajustado, listo para marchar sobre la ciudad.
Además de tener a miembros de élite de la caballería, oficiales de confianza, o Hermanas de la Luz, cada persona allí, excepto Jennsen y Sebastián, tenía una cosa esencial en común: conocían a la Madre Confesora de vista. Por lo que Jennsen consiguió colegir, la Madre Confesora había encabezado incursiones sobre el campamento de la Orden y había estado presente en batallas donde había sido vista por cierto número de los hombres, así como de Hermanas. Todos aquellos elegidos para entrar en Aydindril con el emperador tenían que conocer a la Madre Confesora. Jagang no quería que se escabullera ocultándose en el gentío. Tal preocupación se había evaporado en vista de lo que habían hallado hasta el momento.
Helada no sólo por la brisa, sino por el ansia de batalla que brillaba en los ojos de los soldados, Jennsen sujetó con fuerza el pomo de su silla en un intento de conseguir que sus manos dejaran de temblar.
Jennsen.
Por enésima vez aquella mañana, comprobó que el cuchillo salía con facilidad de la vaina. Tras asegurarse, volvió a empujarlo hacía abajo, notando el satisfactorio chasquido metálico que emitía al acomodarse. Estaba allí con el ejército porque ella era una parte de aquello, con un trabajo que hacer.
Entrega.
Pensó en lo paradójico que era que aquel fuese el mismo cuchillo que lord Rahl había entregado a un hombre enviado a matarla, y que ahora ella lo llevara para vencerlo.
Por fin, ella era el cazador, y no la presa.
Siempre que sentía titubear el valor, no tenía más que pensar en su madre, o en Althea y Friedrich, o en la hermana de Althea. Lathea, o incluso en el desconocido hermanastro de Jennsen, el sanador raug'moss, Drefan. Tantas vidas se habían arruinado o perdido debido a la Casa de Rahl, debido a lord Rahl... primero su padre, Rahl el Oscuro, y en la actualidad su hermanastro, Richard Rahl.
Entrega tu voluntad, Jennsen. Entrega tu cuerpo.
—Déjame en paz —espetó ella, molesta porque la voz no quería dejarla tranquila y por tener que repetirlo tan a menudo cuando tenía cosas importantes en la cabeza.
Sebastián volvió la cabeza hacia ella con el entrecejo fruncido.
—¿Qué?
Mortificada por haberlo dicho inadvertidamente en voz alta, Jennsen se limitó a menear la cabeza como para indicar que no era nada. Él regreso a sus propios pensamientos mientras observaba la ciudad que se extendía ante ellos, estudiando el imponente laberinto de apretados edificios, calles y callejones. Sólo le faltaba una cosa a la ciudad, y eso mantenía a todo el mundo tenso y nervioso.
Por el rabillo del ojo, Jennsen vio a las Hermanas cuchicheando entre ellas. Todas excepto una, la hermana Perdita, la del vestido gris oscuro y los cabellos entrecanos sujetos atrás. Cuando los ojos de ambas se encontraron, la mujer sonrió con aquella sonrisa perspicaz y ufana suya que parecía mirar directamente al interior del alma de Jennsen. La muchacha pensó que probablemente a ella le parecía distinta de lo que quería expresar la mujer, así que inclino la cabeza levemente en reconocimiento y le mostro la mejor sonrisa que fue capaz de formar antes de volver el rostro.
Junto con todos los demás, Jennsen observó el palacio a lo lejos, sobre una colina que dominaba la ciudad. Era difícil no mirarlo, debido al modo en que destacaba recortado contra los muros grises de montañas, igual que nieve sobre pizarra. Ventanas altas revestían la fachada del edificio entre altísimas columnas de mármol coronadas con capitales de oro. Hacia la parte posterior, en el centro, un tejado abovedado con un cinturón de ventanas se alzaba muy por encima de las elevadas paredes. A Jennsen le costó conciliar el esplendor de un edificio tan hermoso con el perverso gobierno de la Madre Confesora.
El espectro siniestro del Alcázar del Hechicero, muy arriba en una montaña situada detrás del palacio, parecía que podría ser más apropiado para la Madre Confesora. Jennsen advirtió que a nadie le gustaba alzar la mirada hacia aquel lugar funesto; los ojos volvían siempre con rapidez a panoramas menos inquietantes.
El Alcázar que los observaba desde arriba era más grande que cualquier cosa construida por el hombre que Jennsen hubiese visto nunca, excepto el Palacio del Pueblo de D'Hara. Jirones de nubes grises pasaban flotando ante oscuras murallas exteriores de piedra que se elevaban hasta alturas pasmosas. El Alcázar mismo, tras aquellas majestuosas murallas, parecía ser una compleja colección de almenas, muros, torres, agujas, puentes y pasarelas. Jennsen jamás había imaginado que nada construido en piedra pudiera parecer tan amenazante.
En el silencio, la mirada de la muchacha buscó solaz en las púas de cabello blanco de Sebastián, sus ojos perspicaces, los contornos familiares de su rostro. Las apuestas facciones resultaban reconfortantes para ella, incluso aunque él no mirara en su dirección. ¿Qué mujer no se sentía honrada al tener el amor de un hombre como él? De no ser porque él había estado con ella desde la muerte de su madre, Jennsen no sabía que habría hecho, como habría seguido adelante.
Sebastián llevaba la capa echada hacia atrás para exhibir algunas de sus armas e inspeccionaba la escena con estudiada calma. Jennsen deseó poder sentirse tan tranquila. La aterrorizaba, inesperadamente, pensar en que él tendría que sacar esas armas, en que tendría que luchar por su vida.
—¿Qué crees? —susurró mientras se inclinaba más hacia él—. ¿qué podría significar?
Él le dedicó un breve movimiento de cabeza junto con una mirada severa. No quería discutirlo. Aquel grito seco le indicó que se suponía que debía estar en silencio. Ella había sabido, por supuesto, por el silencio de decenas de miles de hombres justo detrás de ella que se suponía que debía estar callada, pero la ansiedad le estaba creando un nudo en el estómago. Únicamente había querido una pequeña respuesta tranquilizadora. En su lugar, el abrupto desaire la había abatido, haciendo que se sintiera como una don nadie insignificante.
Sabía que él tenía cosas importantes en la cabera, pero su brusco rechazo le escocía igual que una bofetada, en especial tras la noche anterior, cuando él había deseado con tanta desesperación que ella lo consolara, la había deseado con tanta ferocidad como nunca antes lo había hecho. Ella había comprendido. No lo había rechazado, incluso a pesar de que le resultaba angustiante que en lugar de estar solos, tuvieran guardias justo fuera, guardias que, sospechaba, podían oírlo todo.
Desde luego, ella sabía que aquél no en el momento ni el lugar para que él pudiera permitirse el lujo de darle consuelo; estaban todos a punto de entrar en combate. Con todo, dolía.
Por encima del gemir del viento entre las ramas desnudas de majestuosos arces que bordeaban la calzada, Jennsen captó el sonido de unos cascos al galope. Todos los ojos giraron para contemplar a hombres barbudos de largas melenas, con serpentinas de piel y cuero ondeando tras ellos mientras se encorvaban al frente sobre las cruces de sus caballos, llegando al galope desde la calzada de la derecha, Jennsen los reconoció por la coloración torda del caballo que iba en cabeza. Era uno de los pequeños grupos de reconocimiento que el emperador había enviado por delante horas antes. A lo lejos por el oeste, sus homólogos regresaban de la dirección opuesta, pero todavía no eran más que diminutos puntos descendiendo al galope de las lejanas estribaciones.
Cuando el primer grupo de jinetes llegó como una exhalación ante el emperador y sus consejeros, Jennsen se cubrió la boca con el borde de la capa para ocultar la tos que le produjo la nube de polvo.
El fornido hombre que lideraba a los jinetes hizo girar a su caballo tordo. Sus grasientas ristras de cabello giraron violentamente igual que la cola de su corcel.
—Nada, Excelencia.
Jagang, con aspecto de estar de muy mal humor y a punto de perder la paciencia, se removió sobre la silla de montar.
—Nada.
—No, Excelencia, nada. No hay señal de tropas en ninguna parte en dirección este, ni en el lado opuesto de la ciudad, ni en lo alto de todas las laderas de las montañas. Nada. Las calzadas, los senderos; todo desierto. No hay gente, no hay huellas, no hay estiércol de caballo, ni rodadas de carro... nada. No encontramos ninguna señal de que nadie haya estado allí desde hace mucho tiempo.
El hombre prosiguió con un relato detallado de dónde habían mirado, pero sin resultado, mientras el otro grupo de hombres llegaba con un sonido atronador desde el oeste, con los caballos cubiertos de sudor y en un gran estado de nerviosismo.
—¡Nadie! —gritó el hombre que iba al frente mientras tiraba de las riendas, obligando a su montura a girar la cabeza.
El caballo, con los ojos enloquecidos y excitado por la dura cabalgada, giro en redondo deteniéndose ante el emperador, resoplando por los ollares.
—Excelencia, no hay tropas... ni nadie... al oeste.
Jagang dirigió una mirada iracunda al Palacio de las Confesoras.
—¿Y en la calzada que sube al Alcázar? —preguntó en un gruñido quedo—. ¡O vas a decirme que a mis exploradores y a mis patrullas las emboscaron los fantasmas de todos los desaparecidos!
El musculoso hombre, cubierto de capas de pieles, parecía más feroz que ninguno que Jennsen hubiese visto. Le faltaban los dientes superiores, lo que aumentaba su aspecto salvaje. Lanzo una mirada cautelosa atrás a la amplia cinta de la calzada que ascendía sinuosa desde la ciudad al Alcázar del Hechicero y volvió la cabeza de nuevo hacia el emperador.
—Excelencia, tampoco había huellas en la calzada que sube hasta el Alcázar.
—¿Realizasteis toda la ascensión hasta el Alcázar para comprobarlo? —preguntó el, girando la oscura mirada hacia el hombre.
Éste tragó saliva bajo la fulminante mirada de Jagang.
—Hay un puente de piedra, no lejos de la cima, que cruza una enorme grieta. Fuimos hasta allí, Excelencia, pero seguimos sin ver a nadie, ni ninguna huella. El rastrillo estaba bajado. Más allá, el Alcázar no mostraba señales de vida.
—Eso no significa nada —se mofó una mujer no mucho más atrás.
Jennsen volvió la cabeza, junto con Sebastián, la mayoría de los consejeros, los oficiales y Jagang, para mirarla. Era la hermana Perdita quien había hablado. Ésta consiguió mantener la mayor parte de su sonrisita de superioridad cuando todo el mundo clavó la mirada en ella.
—No significa nada —repitió—. Os digo, Excelencia, que no me gusta nada esto. Algo no anda bien.
—¿Algo? ¿Cómo qué? —preguntó Jagang, la voz baja y hosca.
La hermana Perdita abandonó la compañía de varias docenas de Hermanas de la Luz y condujo su caballo al frente para hablar más cerca del emperador.
—Excelencia —dijo sólo después de haberse acercado mucho—, ¿habéis entrado alguna vez en un bosque, y advertido que no había sonidos, cuando debería haberlos? ¿Que todo había quedado repentinamente en silencio?
A Jennsen le había sucedido, y le impresionó con qué exactitud había dado la Hermana con la peculiar e incómoda sensación que ella tenía; una especia de presagio de fatalidad, pero sin ninguna causa definible, que hacía que los finos cabellos de su cogote se erizaran como cuando, a veces, estando tumbada en su saco de dormir, casi dormida, todos los insectos, todos a la vez, callaban.
Jagang dirigió una mirada iracunda a la hermana Perdita.
—Cuando yo entro en un bosque, o en cualquier sitio, todo queda siempre en silencio.
La Hermana no discutió, sino que simplemente volvió a empezar.
—Excelencia, hemos combatido a esta gente largo y tendido. Aquellos de nosotros que poseemos el don conocemos sus trucos con la magia. Sabemos cuándo usan su don. Hemos aprendido a saber si han usado magia para colocar trampas, incluso si esas trampas no son mágicas en sí misma. Pero esto es diferente. Algo no anda bien.
—Todavía no me has dicho qué —dijo Jagang con reprimida e impaciente irritación, como si no tuviese tiempo para alguien que no quisiera ir al grano.
La mujer, advirtiendo su enfado, inclinó la cabeza.
—Excelencia, os lo diría si lo supiese. Es mi deber asesoraros sobre lo que sé. Podemos detectar que no se está usando magia: ninguna. No percibimos trampas que hayan sido tocadas por el don.
»Pero esa información sigue sin tranquilizarme. Algo no anda bien. Os comunico, ahora, mi advertencia, incluso aunque admito que no conozco el motivo de mi inquietud. Sólo tenéis que escudriñar mi mente por vos mismo y veréis que digo la verdad.
Jennsen no tenía ni idea de a lo que se refería la Hermana, pero tras mirarla fijamente durante un instante, Jagang se apaciguó visiblemente. Gruñó mientras volvía a mirar en dirección al palacio.
—Creo que simplemente estas nerviosa tras un invierno largo y ocioso, Hermana. Como dijiste, conocéis sus tácticas y trucos con la magia, así que si fuera algo real, tú y tus Hermanas lo sabríais a conoceríais la causa.
—No estoy segura de que eso sea verdad —insistió la hermana Perdita, y dirigió una inquieta ojeada al Alcázar del Hechicero arriba en la montaña—. Excelencia, conocemos muchas cosas sobre magia. Pero el Alcázar tiene miles de años de antigüedad. Siendo del Viejo Mundo, ese lugar queda fuera de lo que yo conozco. No sé apenas nada sobre las clases específicas de magia que es probable que se guarden en ese lugar, excepto que cualquier magia guardada ahí será sumamente peligrosa. Ése es el propósito de un Alcázar: salvaguardar tales cosas.
—Por eso quiero que se tome el Alcázar —replicó Jagang—. Esas cosas peligrosas no deben dejarse en manos del enemigo, no sea que más adelante nos den muerte.
Con las yemas de los dedos, la hermana Perdita se frotó las arrugas de la frente.
—El Alcázar está fuertemente protegido. No puedo decir cómo; las protecciones las colocaron magos, no hechiceras. Tales protecciones podrían muy bien haberse dejado desatendidas; nadie necesita montar guardia. Tales protecciones las puede disparar una simple entrada sin autorización: igual como sucede con cualquier trampa sin magia. Tales protecciones pueden ser preventivas, pero existen las mismas probabilidades de que puedan ser letales. Incluso aunque el lugar esté abandonado, esas protecciones podrían matar a cualquiera, a cualquiera, que intente siquiera acercarse, y no digamos tomar el lugar. Tales medidas defensivas son eternas: no se desgastan. Son igual de efectivas tanto si llevan allí un mes como un milenio. El intento de tomar un lugar protegido de ese modo podría causar la masacre que intentamos evitar.
Jagang asintió mientras escuchaba.
—De todos modos debemos desentrañar esas protecciones de modo que podamos tomar el Alcázar.
La hermana Perdita echó una ojeada por encima del hombro al Alcázar de oscura piedra, en lo más alto de la ladera de la montaña, antes de hablar:
—Excelencia, como he intentado explicar a menudo, nuestro grado de habilidad y poder no significa que podamos desentrañar o vencer esas protecciones. Tal cosa no tiene una relación directa. Un oso, fuerte como es, no puede abrir la cerradura de una caja fuerte. La fuerza no es necesariamente la clave para tales cosas. Os digo que no me gusta esto, que algo va mal.
—Solamente me has dicho que tienes miedo. De todos aquellos con magia, las Hermanas están excepcionalmente bien armadas. Esa es la razón de que estéis aquí. —Jagang se inclinó hacia la mujer, dando muestras de que se le estaba acabando la paciencia. Espero de las Hermanas que detengan cualquier amenaza por parte de la magia. ¿Debo explicarme mejor?
La hermana Perdita palideció.
—No, Excelencia.
Tras hacer una reverencia desde la silla, la mujer hizo dar la vuelta al caballo para reunirse con las Hermanas.
—Hermana Perdita —la llamó Jagang, y aguardó hasta que ella volvió la cabeza—. Tal y como te he dicho antes, debemos hacernos con el Alcázar del Hechicero. No me importa cuántas de vosotras vayan a hacer falta, únicamente quiero que se haga.
Mientras regresaba junto a sus Hermanas para discutir la cuestión. Jagang, junto con todos los demás, avistó a un jinete solitario que iba hacia ellos a toda velocidad desde la ciudad. Algo en la expresión del rostro del hombre hizo que todo el mundo comprobara el estado de sus armas. Todos aguardaron en tenso silencio hasta que su caballo se detuvo con un patinazo ante el emperador. El hombre estaba empapado de sudor y sus ojos pegados a la nariz estaban abiertos de par en par por la excitación, pero mantuvo la voz bajo control.
—Excelencia, no vi a nadie... a nadie... en la ciudad. Pero olí caballos.
Jennsen vio cómo la aprensión se dibujaba en los rostros de los oficiales ante aquella nueva confirmación de su incredulidad respecto a la absurda idea de que la ciudad estaba desierta. La Orden había empujado a las fuerzas enemigas a Aydindril al caer el invierno, atrapando no sólo al ejército sino a la gente de la ciudad también. Cómo un lugar de aquel tamaño se podía evacuar —en pleno invierno— quedaba fuera de su imaginación. Sin embargo, nadie parecía dispuesto a expresar aquella convicción con demasiada energía al emperador mientras éste fijaba la mirada sobre una ciudad vacía.
—¿Caballos? —Jagang frunció el entrecejo—. A lo mejor era un estable.
—No, Excelencia. No pude encontrarlos, ni oírlos, pero pude olerlos. No era el olor de un estable, sino de caballos. Hay caballos allí.
—Entonces el enemigo está allí, tal y como pensamos —dijo uno de los oficiales a Jagang—. Se ocultan, pero están ahí.
Jagang no dijo nada mientras aguardaba a que el hombre siguiera.
—Excelencia, hay más —indicó el fornido soldado, estallando casi de excitación—. Mientras buscaba, no pude encontrar los caballos por ninguna parte, así que decidí regresar en busca de más hombres para que ayudaran a descubrir al cobarde enemigo.
»Cuando regresaba, vi a alguien en una ventana del palacio.
La mirada de Jagang giró bruscamente hacia el hombre.
—¿Cómo?
El soldado señaló.
—En el palacio blanco, Excelencia. Mientras salía a caballo de detrás de una pared en el extremo de la ciudad, delante de los jardines del palacio, vi a alguien en el segundo piso que se apartaba de una ventana.
Con un furioso tirón a las riendas, Jagang contuvo los impacientes pasos de su montura.
—¿Estás seguro?
El hombre asintió vigorosamente.
—Sí, Excelencia. Las ventanas allí son altas. Por mi vida que, justo cuando salí de detrás de la pared y alce la vista, alguien me vio y se apartó de una ventana.
El emperador miró con atención la calzada bordeaba de arces, en dirección al palacio, mientras consideraba aquel nuevo suceso.
—¿Hombre o mujer? —preguntó Sebastián.
El jinete hizo una pausa para limpiarse el sudor de los ojos y para tragar saliva en un esfuerzo por recuperar el aliento.
—Fue una mirada brevísima, pero creo que era una mujer.
Jagang posó la oscura mirada feroz en el hombre.
—¿Era ella?
Las ramas de los arces repiquetearon entre sí bajo las ráfagas de aire mientras todos los ojos observaban al hombre.
—Excelencia, no podría decirlo con seguridad. Podría haber sido un reflejo de la luz sobre la ventana, pero en aquella breve mirada, me pareció ver que llevaba un largo vestido blanco.
La Madre Confesora llevaba un vestido blanco. Jennsen pensó que era de lo más improbable creer que pudiera ser una coincidencia que existiera un reflejo sobre el cristal que se pareciese a una mujer con el vestido blanco de la Madre Confesora.
Sin embargo, carecía de sentido para la muchacha. ¿Por qué tendría que estar la Madre Confesora sola en el palacio? Presentar una última resistencia era una cosa. Hacerlo sola era otra muy distinta. ¿Podría ser como sugería el hombre, que el enemigo fuera cobarde y estuviera oculto?
Sebastián tamborileó ociosamente con un dedo sobre su muslo.
—Me pregunto qué están tramando.
Jagang desenvainó la espada.
—Creo que lo vamos a averiguar. —Miró, entonces a Jennsen—. Ten ese cuchillo cuyo a mano, muchacha. Esté puede ser el día por el que has estado rezando.
—Pero Excelencia, cómo podría ser que...
El emperador se alzó sobre los estribos y lanzó una sonrisa perversa atrás, a su caballería. Alzó la espada hacia el cielo y descubrió un círculo en el aire con ella.
El mecanismo se activó.
Con un rugido ensordecedor, cuarenta mil hombres profirieron un reprimido grito de batalla mientras salían disparados a la carga. Jennsen lanzó una exclamación ahogada y se sujeto con todas sus fuerzas a Robín mientras el caballo salía al galope por delante de la caballería, que corría en dirección al palacio.
Casi jadeante, Jennsen se inclinó al frente sobre Robín, estirando los brazos para darle todas las riendas que necesitaba mientras cabalgaban a galope tendido en dirección a la extensa ciudad de Aydindril. El rugido de cuarenta mil hombres aullando gritos de batalla junto con el tronar de los cascos tenía tanto de aterrador como de ensordecedor.
Aun así, el ritmo frenético, la vibrante sensación de salvaje abandono también resultaba embriagadora. No es que no captara la enormidad, el horror de lo que sucedía, pero una pequeña parte de ella no podía evitar sentirse arrebatada por la intensa emoción de ser una parte de todo ello.
Hombres feroces con sed de sangre en los ojos se abrieron en abanico hacia los lados a medida que corrían al frente. El aire parecía vivo con la luz centelleando en todas las espadas y hachas alzadas, en las afiladas puntas de lanzas y picas que perforaban el quieto aire diurno. Las chispeantes imágenes, la oleada de sonidos, las pasiones turbulentas, todo ello imbuía a Jennsen del ansia de sacar el cuchillo, pero no lo hizo. Sabía que llegaría el momento.
Sebastián cabalgaba cerca de ella, asegurándose de que estaba a salvo y no se perdía en la enloquecida y decidida estampida. La voz también cabalgaba con ella y se negaba a permanecer callada, no obstante lo mucho que ella intentaba hacer como si no existiera, o le suplicaba mentalmente que la dejaría en paz. Necesitaba concentrarse en lo que sucedía, en lo que podría suceder. No podía permitirse la distracción. En aquel momento, no.
18
Mientras la voz pronunciaba su nombre, le pedía que entregara su voluntad, que entregara su cuerpo, la llamaba con palabras misteriosas pero extrañamente seductoras, el rugido de su entorno que cubría todo otro sonido concedió a Jennsen el anonimato necesario para finalmente chillar a todo pulmón: «¡Déjame en paz! ¡Déjame tranquila!», sin que nadie lo advirtiera. Fue una purificación embriagadora poder ser capaz de desterrar la voz con una fuerza y autoridad tan espontáneas.
En lo que pareció un instante, se adentraron de improviso en el interior de la ciudad, saltando sobre vallas, esquivando postes y pasando ante edificios a una velocidad apabullante. Teniendo en cuenta el modo en que habían estado a campo abierto y como luego bruscamente estuvieron que lidiar con todas las cosas que lo rodeaban, a Jennsen le recordó una entrada a la carrera en una arboleda.
La violenta carga no fue lo que ella había imaginado que sería —una carrera ordenada y en formación—, sino que en su lugar fue un loco sprint a través de una gran ciudad; a lo largo de amplias vías bordeadas de edificios magníficos; virando luego repentinamente por oscuras callejuelas, parecidas a desfiladeros, formadas por altas paredes de piedra que en algunos lugares cubrían la estrecha raja de cielo abierto sobre sus cabezas; y a continuación, súbitamente, impetuoso acelerones a través de laberintos de estrechas dispuestos sin un plan preconcebido. La marcha no se reducía para deliberar o tomar decisiones, sino que, más bien, era una larga, temeraria e implacable carrera.
La situación resultaba aún más surrealista por el hecho de que no había gente en ninguna parte. Debería haber habido multitudes desperdigándose aterradas, arrojándose a un lado, chillando. Mentalmente, sobrepuso escenas que había visto antes en ciudades; vendedores ambulantes empujando carreras con todo tipo de cosas, desde pescado a magnificas telas de hilo; tenderos frente a sus negocios, ocupándose de mesas llenas de pan, queso, carne, vino, artesanos exhibiendo zapatos, ropas, pelucas y objetos de cuero, escaparates repletos de mercancías.
En aquellos momentos, todos aquellos escaparates estaban singularmente vacios, algunos tapados con tablas, otros dejados tal cual, como si el propietario fuera a abrir en cualquier instante. Todas las ventanas alineadas a lo largo de su ruta estaban vacías. Calles, bancos, parques, eran mudos testigos de la violenta embestida de la caballería.
Era espantoso cargar a toda velocidad a través de aquel intrincado laberinto de calles, rodeando edificios y obstáculos a toda velocidad, descendiendo como una exhalación por callejuelas de tierra, volar a toda velocidad por curvas calzadas de adoquines, coronando elevaciones para a continuación descender en picado por el otro lado, como en un descontrolado paseo en trineo, descendiendo bruscamente por entre los árboles de una colina helada, e igual de peligrosa En ocasiones, cuando galopaban en columnas de seis, el camino se estrechaba repentinamente con una pared o una esquina de un edificio que sobresalía. Más de un jinete cayó con desastrosos resultados. Edificios, colores, vallas, postes y calles que se cruzaban pasaban como una exhalación en un despliegue vertiginoso.
Sin la resistencia de una fuerza enemiga, la desenfrenada carrera le parecía totalmente fuera de control a Jennsen, sin embargo sabía que se trataba de la caballería de élite, una caiga tan extravagante era su especialidad. Además, el emperador Jagang parecía tener un control total montado en su magnífico corcel.
Los caballos patearon al aire una lluvia de hierbas cuando irrumpieron a través de una amplia abertura en una pared y se encontraron ascendiendo a toda velocidad por las extensas zonas de césped del Palacio de las Confesoras. La furia de los aullantes jinetes se desplegó a ambos lados, con los caballos haciendo trizas el pintoresco escenario, con los burdos y mugrientos invasores sedientos de sangre profanando la serena belleza de las jardines. Jennsen cabalgó junto a Sebastián, no muy por detrás del emperador y varios de sus oficiales, entre diseminados flancos de hombres aullantes, directamente hasta el amplio paseo bordeado de arces, cuyas ramas, repletas de brotes, se entrelazaban en lo alto.
A pesar de todo lo que había averiguado, de todo lo que sabía, de todo lo que estimaba, Jennsen no podía comprender por qué sentía aquella sensación de estar participando en una violación blasfema.
La impresión se desvaneció cuando concentró la atención en algo que distinguió más adelante. Se alzaba a poca distancia de la amplia escalinata de mármol que ascendía hasta la espléndida entrada del Palacio de las Confesoras. Parecía un mástil solitario con algo encima. Una larga tela roja atada cerca de la parte superior del asta del mástil ondeaba y aleteaba en la brisa, como si les hiciera señas, pidiendo su atención, dándoles, por fin, un destino. El emperador Jagang encabezó la carga directamente hacia el mástil con la ondeante bandera roja.
Mientras corrían por el césped, la muchacha se concentró en el calor de los músculos obedientes y potentes de Robín, que se flexionaban bajo ella, encontrando tranquilidad en los familiares movimientos del animal. Jennsen no pudo evitar alzar la mirada hacia las blancas columnas de mármol que se elevaban imponentes por encima de ellos. Era una entrada majestuosa elegante y acogedora. Ese día, la Orden Imperial poseería por fin el lugar donde, durante tanto tiempo, el mal había gobernado sin oposición.
El emperador Jagang alzó en alto la espada, indicando a la caballería que se detuviera. Los aullidos y vociferantes gritos de batalla se extinguieron a medida que decenas de miles de hombres, todos a la vez, hicieron que sus caballos refrenaran de golpe la carga para detenerse. A la muchacha le sorprendió que, con tantos hombres con las armas desenvainadas, todo sucediera en segundos y sin que hubiese una carnicería.
Jennsen palmeó el costado sudoroso del cuello de Robín antes de dejarse resbalar hasta el suelo. Golpeó el suelo en medio de una confusión de hombres, la mayoría oficiales y consejeros, pero también caballería regular, todos aglomerándose para proteger al emperador. Ella nunca antes había estado rodeada tan de cerca por soldados y éstos resultaban intimidantes. Todos parecían impacientes por tener un enemigo al que combatir. Aquellos hombres eran una hueste mugrienta y olían peor que sus caballos. Por algún motivo, era aquel sofocante y sudoroso hedor nauseabundo lo que la asustaba más.
La mano de Sebastián le sujetó el brazo y la acercó a él.
—¿Estás bien?
Jennsen asintió, intentando ver al emperador y lo que lo había detenido. Sebastián, intentando ver a su vez, tiró de ella mientras avanzaba a través de una cortina de oficiales corpulentos. Viendo que era él, le abrieron paso.
Sebastián y ella se detuvieron al ver al emperador de pie varios pasos por delante, solo, de espaldas a ellos, con los hombros caídos y la espada colgando del puño. Daba la impresión de que todos sus hombres temían acercarse a él.
Jennsen, con Sebastián moviéndose rápidamente para alcanzarla, cubrió la distancia para llegar hasta el emperador Jagang. Éste permanecía paralizado ante la lanza plantada con el extremo inferior en el suelo. Miraba fijamente con aquellos ojos totalmente negros como si viera una aparición. Atada debajo del largo y afiladísimo extremo aserrado de la lanza, la larga tela roja aleteaba en aquel silencio.
En lo alto de la lanza había la cabeza de un hombre.
Jennsen se estremeció ante la impresionante visión. La enjuta cabeza, seccionada limpiamente por la mitad del cuello, parecía casi viva. Los ojos oscuros, bajo unas cejas muy sobresalientes, estaban fijos en una mirada impasible. Un gorro oscuro con pliegue descansaba a medias sobre la frente. De algún modo, el austero gorro apretado sobre la cabeza parecía corresponderse con el semblante severo del hombre. Mechones de cabellos ásperos se enroscaban al exterior desde la parte superior de las orejas para alborotarse bajo el viento. Parecía como si, en cualquier momento, los fi nos labios fueran a dedicarles una adusta sonrisa desde el mundo de los muertos. Por el rostro, parecía como si el hombre, en vida, hubiese sido tan sombrío como la muerte misma.
El modo en que el emperador Jagang permanecía de pie, estupefacto, mirando fijamente la cabeza empalada en la punta de una lanza, y el modo en que ni uno solo de los miles de hombres tosía siquiera, hizo que el corazón de Jennsen martilleara más de prisa que cuando había estado montando a en aquel vertiginoso galope.
Jennsen echó una cautelosa mirada a Sebastián. También él estaba de pie con expresión atónita. Cerró los dedos con más fuerza sobre su brazo en muestra de simpatía ante la expresión que había en sus ojos, desorbitados y llorosos. Finalmente, él se inclinó más cerca de ella para susurrar con voz entrecortada:
—El hermano Narev.
La conmoción provocada por aquellas tres palabras apenas audibles golpeó a Jennsen igual que una bofetada. Era el gran hombre en persona, el líder espiritual de todo el Viejo Mundo, el amigo y consejero personal de más confianza del emperador Jagang; un hombre que Sebastián creía que estaba más cerca del Creador que cualquier otro que hubiera nacido jamás, un hombre según cuyas enseñanzas Sebastián vivía religiosamente. Y estaba muerto, la cabeza empalada en una lanza.
El emperador alargó la mano y soltó un pequeño trozo de papel doblado que estaba clavado en un lado del gorro del hermano Narev. Mientras Jennsen observaba cómo los gruesos dedos de Jagang abrían el pequeño pedazo de papel cuidadosamente doblado, la acción le recordó inesperadamente el modo en que ella había desdoblado el papel que le había encontrado al soldado d'haraniano aquel día fatídico que lo había descubierto yaciendo muerto en el fondo del barranco, el día que había conocido a Sebastián. El día antes de que los hombres de lord Rahl finalmente la localizaran y mataran a su madre.
El emperador Jagang alzó el papel para leer en silencio lo que ponía. Durante un momento aterradoramente largo, se limitó a contemplar de hito en hito el papel. Por fin, su brazo descendió al costado. El pecho del hombre ascendió y descendió con una terrible y creciente cólera mientras contemplaba fijamente una vez mis la cabeza del hermano Narev en el extremo de la lanza. Con una voz ardiente, llena de amarga indignación, Jagang repitió las palabras de la nota justo lo bastante alto para que aquellos que estaban cerca las oyeran.
—«Saludos de Richard Rahl.»
El fuerte viento gimió entre una arboleda cercana. Nadie dijo una palabra mientras todos aguardaban a que el emperador Jagang diera instrucciones.
La nariz de Jennsen se arrugó ante un olor fétido. Alzó la mirada y vio que la cabeza, tan perfecta sólo momentos antes, empezaba a podrirse ante sus mismos ojos. La carne colgó pesadamente. Los párpados inferiores descendieron, mostrando sus rojas partes inferiores. La mandíbula se desencajo. La fina línea de la boca se abrió, dando casi la impresión de que la cabeza soltaba un alarido.
Jennsen, junto con todos los demás, incluido el emperador Jagang dio un paso atrás cuando la carne del rostro se descompuso en repentinas y horrendas desgarraduras, revelando tejido purulento debajo. La lengua se hinchó a medida que la mandíbula descendía más. Los globos oculares cayeron al frente fuera de sus cuencas al resecarte. Carne maloliente se desprendió a pedazos.
Lo que habrían sido largos meses de descomposición tuvo lugar en cuestión de segundos, dejando la calavera bajo el gorro con pliegue sonriéndoles burlona por entre jirones de carne colgante.
—Lo envolvía una telaraña de magia. Excelencia —dijo la hermana Perdita, casi dando la impresión de que respondía a una pregunta no formulada; Jennsen no la había oído acercarse por detrás de ellos—. El hechizo la conservó en ese estado hasta que quitasteis la nota del gorro, disparando la disolución de la magia que la conservaba. Una vez retirada la magia, los... restos sufrieron la descomposición que ordinariamente habría tenido lugar.
El emperador Jagang contemplaba fijamente con fríos ojos negros lo que había sido la cabeza del hermano Narev. Jennsen no estaba segura de lo que podría estar pensando, pero podía ver crecer la furia en aquellos ojos de pesadilla.
—Fue un hechizo protector muy complejo y poderoso el que la conservó hasta que la tocara la persona indicada... para coger la nota —dijo la hermana Perdita con voz sosegada—. Probablemente el hechizo protector estaba sintonizado con vuestro contacto. Excelencia.
Durante un prolongado y aterrador momento, Jennsen temió que el emperador desenvainara repentinamente la espada con un grito salvaje y decapitara a la mujer.
A un lado, un oficial señaló de improviso el Palacio de las Confesoras.
—¡Mirad! ¡Es ella!
—Querido Creador —murmuró Sebastián cuando también el alzó los ojos y vio a alguien en la ventana.
Otros hombres chillaron que también la veían. Jennsen se puso de puntillas, intentando ver desde detrás de los altos soldados que se precipitaban al frente y los oficiales que señalaban, más allá de los reflejos en el cristal, a la persona que ella distinguía al fondo en el oscuro interior. Se resguardo los ojos, intentando ver mejor. Los hombres murmuraban muy excitados.
—¡Allí! —Chilló otro oficial al otro lado de Jagang—. ¡Mirad! ¡Es lord Rahl! ¡Allí! ¡Es lord Rahl!
La impresión producida por aquellas palabras dejó paralizada a Jennsen. No parecía real. Volvió a repasar mentalmente las palabras del hombre, resultaba tan impactante oírlas que sintió que tenía que volver a comprobar si realmente había oído bien.
—¡Allí! —Aulló otro hombre—. ¡Moviéndose por allí! ¡Son ellos dos!
—Los veo —masculló Jagang mientras seguía la trayectoria de las dos figuras que huían con su negra mirada iracunda—. Reconocería a esa zorra en los confines remotos del inframundo. ¡Y ahí...! ¡Lord Rahl está con ella!
Jennsen sólo pudo captar fugaces imágenes de dos figuras que huían por delante de ventanas.
El emperador Jagang rebanó el aire con su espada, haciendo una seña a sus hombres.
—¡Rodead el palacio para que no puedan escapar! —Volvió la cabeza hacia sus oficiales—. ¡Quiero que la compañía de asalto venga conmigo! ¡Y a una docena de Hermanas! Hermana Perdita... quédate con las otras hermanas aquí fuera. ¡No dejéis que nadie pase por vuestro lado!
Busco con la mirada a Sebastián y a Jennsen. Cuando los encontró entre los que estaba de pie a poca distancia clavo en Jennsen sus abrasadora mirada iracunda.
Jennsen advirtió, mientras ella y Sebastián marchaban corriendo tras el emperador, que sostenía el cuchillo bien aferrado en su puño.
19
Pegada a los talones de Jagang, bajo las sombras de altísimas columnas de mármol, Jennsen ascendió a la carrera la amplia extensión de peldaños de mármol blanco. La tranquilizadora mano de Sebastián permaneció posada en la parte baja de su espalda todo el camino. Una feroz determinación aparecía grabada en los rostros de los salvajes hombres que, a su alrededor, ascendían a saltos las escalinata.
Los soldados de la compañía de asalto, enfundados en cotas de malla y pieles resistentes, empuñaban espadas cortas, enormes hachas de media luna o letales mayales en una mano, mientras en el otro brazo sostenían escudos redondos de metal para protegerse, pero los escudos llevaban también incrustados largos pinchos en el centro para convertirlos en armas a su vez. Iban incluso envueltos con cinturones y correas con tachuelas afiladas insertadas para hacer que forcejear con ellos en el combate cuerpo a cuerpo resultara traicionero, en el mejor de los casos. Jennsen no era capaz de imaginar a nadie con el coraje necesario para enfrentarse a hombres tan despiadados.
Precipitándose escaleras arriba, los fornidos soldados gruñían como animales, irrumpiendo a través de las dobles puertas talladas como si estuvieran hechas de palillos. Jennsen se protegió el rostro con un brazo al pasar como una exhalación a través de la lluvia de fragmentos astillados de madera.
El tronar de las botas resonó en el espléndido vestíbulo del interior. Altas ventanas de cristal azul pálido colocadas entre pulidos pilares de mármol proyectaban haces de luz sobre el suelo de mármol por el que se había precipitado la fuerza de asalto. Algunos hombres agarraron la barandilla de mármol con sus manazas y ascendieron raudos la primera escalera, en dirección a los pisos superiores, donde habían visto a la Madre Confesora y a Lord Rahl. El sonido de sus botas sobre la piedra resonó hacia lo alto por el hueco de la escalera.
Jennsen no podía evitar sentirse emocionada al pensar que aquél podría ser el día en que todo finalizara. Estaba a sólo un golpe de su cuchillo de la libertad. Ella era quién debía hacerlo. Era la única persona que podía hacerlo. Era invencible.
El hecho de que fuera a matar a un hombre era solo vagamente importante para ella. Mientras subía corriendo los peldaños, pensaba únicamente en el horror que lord Rahl había traído a su vida y a las vidas de otros. Llena de justificada cólera, tenía intención de ponerle fin a aquello de una vez por todas.
Sebastián, corriendo a su lado, había desenvainado la espada. Una docena de salvajes hombretones iban por delante de ella, conducidos por el emperador en persona. Detrás había cientos de miembros de la siniestra fuerza de asalto, todos decididos a asestar una violencia implacable sobre el enemigo. Entre ella y aquellos soldados que cargaban detrás, unas Hermanas de la Luz ascendían corriendo la escalera, sin otras armas que su don.
En lo alto del tramo de escaleras, todos se detuvieron, amontonándose, sobre un resbaladizo suelo de roble. El emperador Jagang miró a ambos lados a lo largo del corredor.
Una de las jadeantes Hermanas se abrió paso a través de los soldados.
—¡Excelencia! ¡Esto carece de sentido!
La única respuesta de Jagang fue una mirada iracunda mientras recuperaba el aliento, antes de que sus ojos se movieran en busca de su presa.
—Excelencia —insistió la Hermana, aunque en tono más sosegado—, ¿por qué tendrían dos personas, tan importantes para su causa, que estar solas aquí en el palacio? ¿Solas, sin siquiera un guardia en la puerta? Carece de sentido. No estarían aquí solos.
Jennsen, a pesar de lo mucho que quería a lord Rahl bajo su cuchillo, tuvo que darle la razón. No tenía sentido.
—¿Quien dice que están solos? —preguntó Jagang—. ¿Percibes algún truco de magia?
Tenía razón, por supuesto. Podían cruzar una puerta y encontrar a un millar de espadas aguardándolos. Pero aquella posibilidad parecía remota. Parecía más lógico que una fuerza protectora, si había una allí, no hubiese querido permitirles entrar a todos ellos.
—No —respondió la Hermana—; no percibo magia. Pero eso no significa que no se la pueda invocar en un instante. Excelencia, os estéis poniendo en peligro innecesariamente. Es peligroso salir corriendo tras tales personas cuando hay tantas cosas aquí que no tienen sentido.
Casi estuvo a punto de llamarlo una estupidez. Jagang, que parecía prestar una atención mínima a la Hermana mientras ésta hablaba, hizo señas a sus hombres, enviando a una docena corriendo en cada dirección por el pasilla. Un chasquear de sus dedos y un veloz ademán envió a una Hermana con cada grupo.
—Estás pensando igual que un oficial novato —dijo Jagang a la Hermana—. La Madre Confesora es mucho más taimada y diez veces más astuta de lo que tú crees. Es demasiado lista para pensar en términos tan simples. Has visto algunas de las cosas que ha conseguido. No pienso permitir que se salga con la suya con ésta.
—Entonces, ¿por qué tendrían que estar ella y lord Rahl aquí solos? —preguntó Jennsen al ver que la Hermana temía seguir hablando—. ¿Por qué mostrarse tan vulnerables?
—¿Dónde puede uno esconderse mejor que en una ciudad vacía? —Inquirió Jagang—. ¿Un palacio vacío?
—Pero ¿por qué tendrían que esconderse aquí, precisamente?
—Porque saben que su causa está en peligro. Son cobardes y quieren evitar que se les capture. Cuando la gente está desesperada y presa del pánico, a menudo huyen a sus casas para ocultarse en un lugar que conocen. —Jagang introdujo un pulgar en el cinturón mientras analizaba la disposición de los pasillos a su alrededor —. Esto es el hogar de ella. Al final, sólo piensan en sus pellejos, no en su prójimo.
Jennsen no pudo evitar insistir, incluso mientras Sebastián tiraba de ella hacia atrás, instándola a permanecer callada. Lanzó el brazo al frente, hacia las ventanas.
—¿Por qué iban a permitir que los vieran, entonces? Si están intentando ocultarse, como sugerís, ¿por qué iban a dejar que los localizaran?
—¡Son malvados! —Dirigió sus terribles ojos hacia ella—. Querían contemplar cómo encontraba los despojos del hermano Narev. Querían ver cómo descubría la blasfema y atroz carnicería que habían cometido con un gran hombre. ¡Simplemente no pudieron resistirse a tan nauseabundo placer!
—Pero...
—¡En marcha! —gritó a sus hombres.
Mientras el emperador cargaba a toda velocidad. Jennsen, exasperada, agarró el brazo de Sebastián, reteniéndolo.
—¿Realmente crees que podrían ser ellos? Eres un estratega: ¿honradamente cree que algo de esto tiene sentido?
Él tomó nota de la dirección en que marchaba el emperador, seguido por una avalancha de hombres que cargaban tras él. Luego volvió la cabeza para mirarla con una mirada iracunda.
—Jennsen, tú querías a lord Rahl. Ésta podría ser tu oportunidad.
—Pero no veo por qué...
—¡No discutas conmigo! ¿Quién eres tú para creer que sabes más que nadie?
—Sebastián, yo...
—¡No tengo todas las respuestas! ¡Por eso estamos aquí dentro!
Jennsen tragó saliva a pesar del nudo que tenía en la garganta.
—Sólo estoy preocupada por ti. Sebastián, y por el emperador. No quiero que vuestras cabezas acaben también en el extremo de una pica.
—En la guerra se tiene que actuar, no tan sólo mediante una planificación cuidadosa, sino cuando se ve una oportunidad. En la guerra la gente a veces hace cosas estúpidas o incluso aparentemente alocadas. Tal vez lord Rahl y ella sencillamente han hecho algo estúpido. Hay que aprovechar los errores del enemigo. En la guerra, el vencedor a menudo es aquel que ataca sin importarle nada y que fuerza cualquier ventaja. No siempre hay tiempo de entenderlo todo.
Jennsen sólo pudo mirarlo fijamente a los ojos. ¿Quién era ella, una don nadie, para intentar decir al estratega de un emperador cómo llevar a cabo una guerra?
—Sebastián, yo simplemente...
El agarró un trozo de su vestido en el puño y tiró de ella hacia él. Su rostro enrojecido se crispó, colérico.
—¿Realmente vas a echar por la borda la que podría ser tu única oportunidad de vengar el asesinato de tu madre? ¿Cómo te sentirías si Richard Rahl realmente está tan loco como para estar aquí?... ¿O si tiene algún plan que no podemos ni concebir?... ¡Y tú simplemente te quedas aquí parada discutiendo sobre ello!
Jennsen se quedó atónita. ¿Podía tener razón? ¿Y si la tenía?
—¡Ahí están! —les llegó un grito desde mucho más abajo del pasillo.
Era la voz de Jagang. La muchacha lo vio entre un grupo de sus soldados, apuntando con la espada mientras todos ellos se aprestaban a doblar una esquina.
—¡Cogedlos! ¡Cogedlos!
Sebastián la agarró del brazo, la hizo girar en redondo y la empujó pasillo adelante. Jennsen recuperó el equilibrio y corrió con abandono. Se sentía avergonzada por discutir con gente que sabía cómo hacer la guerra cuando ella no lo sabía. ¿Quién se creía ella que era? Una don nadie. Grandes hombres le habían dado una oportunidad, y ella se quedaba allí parada, en el umbral de la grandeza, discutiendo. Se sintió una estúpida.
Mientras corrían pasando ante los ventanales —precisamente las ventanas donde sólo momentos antes se habla visto a la Madre Confesora y a lord Rahl—, algo en el exterior captó su atención. Un gruñido colectivo se alzó de detrás de los cristales. Jennsen se detuvo con un patinazo, extendiendo las manos, aterrando a Sebastián para detenerle también.
—¡Mira!
Sebastián dirigió una impaciente ojeada a los otros que se alejaban a toda velocidad, luego se acercó un poco más para mirar por la ventana mientras ella agitaba la mano, señalando frenéticamente.
Decenas de miles de soldados de caballería habían formado en una enorme línea de batalla a lo largo de los jardines del palacio, que se extendía por toda la colina hasta llegar abajo, pareciendo cargar contra el enemigo en una gran batalla. Todos blandían espadas, hachas y picas mientras se abalanzaban al trente como una única masa, aullando espeluznantes gritos de guerra.
Jennsen contempló en atónito silencio, sin ver todavía a lo que ellos se estuvieran enfrentando. Aun así, los hombres, elevando un gran grito, corrieron al frente con las armas alzadas. Esperó verles correr colina abajo en dirección a algo situado mis allá del muro. A lo mejor podían ver acercarse a un enemigo que ella no veía debido a su ángulo de visión.
Pero entonces, en medio de los jardines, con un potente impacto a lo largo de toda la línea, sonó un retumbante estallido cuando toparon con la barrera de un enemigo que no estaba allí.
Jennsen no podía creer lo que veían sus ojos. Su mente buscaba a tientas conciliarlo, pero la aterradora escena del exterior carecía de sentido. No habría creído lo que veía de no ser por el impacto de la repentina carnicería. Cuerpos, de hombres y de caballos, quedaron desgarrado. Algunas monturas se encabritaron. Otras se desplomaron, rodando sobre tus patas quebradas. Cabezas y brazos de hombres giraron por los aires, como cercenados. A lo largo de toda la línea, la sangre lleno el aire. Los hombres eran rechazados por golpes que estallaban a través de sus cuerpos. La oscura y mugrienta fuerza de la caballería de la Orden Imperial se tornó repentinamente de un rojo intenso. La matanza fue tan horrorosa que, hasta el pie de la colina, toda una franja del verde césped quedó roja.
Donde había habido gritos de guerra, en aquellos momentos había gritos desgarradores de atroz padecimiento y dolor, mientras hombres, despedazados, con extremidades seccionadas, heridos de muerte, intentaban arrastrarse hasta un lugar seguro. En aquel terreno, no existía tal lugar, no había más que confusión y muerte.
Horrorizada, Jennsen alzó los ojos hacia la expresión de perplejidad de Sebastián. Antes de que ninguno pudiera decir palabra, el edificio se estremeció como golpeado por un rayo. Casi inmediatamente después del atronador estampido, el pasillo se llenó de nubes de humo. Llamas hirvientes fueron hacia ellos, Sebastián la agarró del brazo y se introdujo con ella en un pasillo lateral.
La explosión rugió pasillo adelante, arrastrando pedazos de madera, sillas enteras y colgaduras llameantes ante él. Fragmentos de cristal y metal chirriaron al pasar, hendiendo paredes.
En cuanto el humo y las llamas hubieron pasado, Jennsen y Sebastián, ambos empuñando armas, salieron como una exhalación del pasillo, corriendo en la dirección por la que había marchado el emperador Jagang.
Cualesquiera que fuesen las preguntas u objeciones que ella tenía quedaron olvidadas; tales preguntas resultaban repentinamente irrelevantes. Sólo importaba que —de algún modo— Richard Rahl estaba allí, y ella tenía que detenerlo. Aquella era su oportunidad. También la voz, la instaba a seguir adelante, y esa vez, no intentó sofocarla. Esta vez, le permitió avivar las llamas de su ardiente deseo de venganza. Esa vez, dejó que la inundara con la abrumadora necesidad de matar.
Pasaron corriendo junto a unas elevadas puertas. Cada una de las profundas ventanas que pasaban raudas ante sus ojos tenía un pequeño asiento bajo la ventana. Las paredes estaban revestidas con marcos y paneles de madera pintados en un tono de blanco al que se había dado calidez con un poco de color rosa. Cuando llegaron a la intersección de pasillos y doblaron la esquina, Jennsen no reparó en las elegantes lámparas de plata colocadas en el centro de cada uno de aquellos paneles; vio únicamente las ensangrentadas huellas de manos que embadurnaban las paredes, las largas salpicaduras de sangre en el brillante suelo de roble, la desordenada maraña de cuerpos inmóviles.
Eran al menos cincuenta de los corpulentos soldados de asalto esparcidos al azar por el pasillo, cada uno quemado, muchos abiertos en canal por cristales y madera astillada que habían salido volando. La mayoría de los rostros eran incluso irreconocibles como tales. Huesos de costillas rotas sobresalían de cotas de malla o corazas de cuero ensangrentadas. Junto con las arman que yacían desperdigadas, el pasillo estaba inundado de sangre coagulada e intestinos, daba la impresión de que alguien había derramado cestos de ensangrentadas anguilas muertas.
Entre los cuerpos había una mujer: una de las Hermanas. Casi la habían partido en dos, como les había sucedido a varios de los hombres. A su rostro acuchillado, la muerte le había dejado una petrificada expresión de sorpresa.
El hedor le produjo arcadas a Jennsen, que era casi incapaz de respirar mientras seguía a Sebastián, saltando de un espacio despejado a otro, a la vez que intentaba no resbalar y caer sobre las vísceras. El horror de lo que Jennsen contemplaba era tan profundo que su mente no quería registrarlo. La muchacha simplemente actuaba, como en un sueño, sin ser capaz en realidad de considerar lo que veía.
Una vez dejados atrás los cuerpos, siguieron un rastro de sangre por un laberinto de espléndidos corredores. El lejano sonido de hombres gritando llegó hasta ellos. Jennsen se sintió al menos aliviada al oír la voz del emperador entre ellos. Sonaban igual que sabuesos que han localizado el rastro de un zorro y ladran insistentemente, negándote a perder a su presa.
—¡Señor! —Llamó un hombre desde mucho más atrás a través de una entrada lateral—. ¡Señor! ¡Por aquí!
Sebastián se detuvo para mirar al hombre y sus frenéticos ademanes, luego tiró de Jennsen al interior de una habitación resplandeciente. Al otro lado de un suelo cubierto con una elegante alfombra con dibujos de rombos dorados y bermellones, más allá de unas ventanas con magnificas colgaduras verdes, un soldado estaba de pie en una entrada que daba a otro pasillo. Había sofás corno ninguno que Jennsen hubiese visto jamás, y mesas y sillas con patas bellamente talladas. Si bien la habitación era elegante, no lo era de un modo grandioso, haciendo que pareciera un lugar en el que la gente podría reunirse para una charla informal. Siguió a Sebastián mientras éste corría hacia el soldado que había en la puerta del extremo opuesto de la habitación.
—¡Es ella! —indicó el hombre a Sebastián—. ¡De prisa! ¡Es ella! ¡Acabo de verla pasar!
El voluminoso soldado, todavía intentando recuperar el aliento, la espada colgando del puño, volvió a echar un vistazo por la puerta, justo antes de que lo alcanzaran, mientras el hombre atisbaba pasillo adelante. Jennsen oyó un golpe sordo. El soldado soltó la espada y se llevó las manos al pecho, desorbitando los ojos a la vez que su boca se abría. Cayó muerto a sus pies, sin la menor señal de una herida.
Jennsen empujó a Sebastián contra la pared antes de que éste pudiera cruzar el umbral. La joven no quería que se encontrara con lo que fuera que acababa de matar al soldado.
Casi al mismo tiempo, del lugar del que venían, vino como un chasqueante siseo salido de otro mundo. Se dejó caer al suelo, tumbándose sobre Sebastián y reteniéndolo contra el punto de unión del suelo y pared, como si fuese un niño al que debía de proteger. Cerró los ojos con fuerza, chillando de miedo ante la atronadora explosión que sonó tras ella y que hizo estremecer el suelo. Una andanada de escombros chirrió a través de la estancia.
Cuando finalmente se hizo el silencio y ella abrió los ojos, una cortina de polvo se elevaba sobre una increíble destrucción. La pared a su alrededor estaba acribillada de agujeros pero milagrosamente Sebastián y ella no estaban heridos. Aquellos solo sirvió para confirmar lo que ella ya creía.
—¡Era él! —El brazo de Sebastián salió disparado de debajo de ella para señalar al otro extremo de la habitación—. ¡Era él!
Jennsen volvió la cabeza pero no vio a nadie.
—¿Qué?
Sebastián volvió a señalar.
—Era lord Rahl. Lo he visto. Al pasar corriendo ante la puerta lanzó un conjuro de alguna especia... un pellizco de polvo centelleante... justo cuando me empujaste contra la pared. Entonces estalló. No sé cómo sobrevivimos.
—Supongo que los escombros nos pasaron rozando —dijo Jennsen.
La habitación había quedado destrozada. Las colgaduras estaban hechas jirones, las paredes agujereadas. El mobiliario que sólo momentos antes había sido tan hermoso era en aquellos momentos una ruina de madera astillada y tapizado desgarrado. La arrugada alfombra estaba cubierta de polvo blanco, pedazos de yeso y madera astillada.
Un pedazo de yeso que colgaba se desprendió y fue a estrellarse contra el suelo, levantando aún más polvo mientras Jennsen se abría paso entre los restos de la habitación, de camino a la puerta por la que habrían entrado, la puerta que Sebastián había señalado, la puerta donde solo momentos antes había estado lord Rahl. Sebastián recuperó su espada y la siguió.
El pasillo, su carpintería pintada con tanto gusto, estaba ahora embadurnada de sangre. El cuerpo de otra Hermana yacía hecho un ovillo, no muy lejos. Cuando llegaron hasta ella, vieron sus ojos muertos mirando fijamente el techo con sorpresa.
—¿Que está sucediendo en el nombre del Creador? —murmuró Sebastián para sí.
Jennsen se dijo, por la expresión del rostro de la Hermana muerta, que ella debía de haberse preguntado lo mismo en el último instante de su vida.
Un vistazo por la ventana mostró un campo de muerte plagado de miles de cadáveres.— Tienes que sacar al emperador de aquí —dijo Jennsen—. Eso no es la sencilla caza que parecía.
—Yo diría que era una trampa. Pero todavía podemos cumplir nuestro objetivo. Eso haría que fuese un éxito. Haría que valiera la pena.
Lo que fuera que estuviera sucediendo estaba fuera de la experiencia de la muchacha y más allá de su capacidad de comprensión. Jennsen solo sabía que tenía la intención de llevar a cabo su objetivo. Mientras corrían por pasillos, dando caza a sonidos y siguiendo el reguero de cuerpos, fueron introduciéndose más al interior del misterioso Palacio de las Confesoras, lejos de cualquier ventana que diese al exterior, hasta donde el aire era silencioso y sombrío. Las profundas sombras de los pasillos y habitaciones, en los que apenas entraba luz, añadían una aterradora nueva dimensión a los espantosos acontecimientos.
Jennsen estaba más allá del shock, el horror o incluso el miedo. Sentía como si se observara a si misma actuar. Incluso su propia voz le sonaba lejana. De algún modo distante, se maravillaba ante las cosas que hacía, ante su capacidad para seguir adelante.
Al doblar cautelosamente por una intersección, encontraron a unas docenas de soldados agachados en las sombras en el interior de una habitación pequeña, ensangrentados, pero vivos. También había cuatro Hermanas allí. Jennsen distinguió al emperador Jagang recostado contra una pared mientras jadeaba, con la espada bien sujeta en un puño ensangrentado. Mientras corría hasta allí, él trabó la mirada con ella, los ojos negros llenos no del miedo o pesar que ella esperaba sino de cólera y determinación.
—Estamos cerca, muchacha. Mantén ese cuchillo fuera y tendrás tu oportunidad.
Sebastián se apartó para comprobar otras entradas, asegurando la zona inmediata, con varios hombres moviéndose a sus órdenes cuando él les hizo silenciosas señales con las manos.
Jennsen apenas podía creer lo que oía o veía.
—Emperador, tenéis que salir de aquí.
Ella miró con el entrecejo fruncido.
—¿Es que te has vuelto loca?
—¡Nos están haciendo pedazos! Hay soldados muertos por todas partes. Vi hermanas allí atrás, abiertas en canal por algo...
—Magia —dijo él con una sonrisa perversa.
Ella parpadeó ante aquella sonrisa.
—Excelencia, debéis salir de aquí antes de que acaben también con vos.
La sonrisa desapareció, reemplazada por una cara enrojecida por la cólera.
—¡Esto es una guerra! ¿Qué crees que es la guerra? La guerra es matanza. ¡Ellos lo han estado haciendo, y yo tengo intención de devolvérselo por duplicado! ¡Si no tienes agallas para usar ese cuchillo, métete la cola entre las piernas y huye a las colinas! Pero no me vuelvas a pedir jamás que te ayude.
Jennsen se mantuvo firme.
—No huiré. Estoy aquí por una razón. Únicamente os quería fuera de aquí para que la Orden no os perdiera, también, después de haber perdido ya al hermano Narev.
El emperador lanzó un resoplido de indignación.
—Conmovedor. —Se volvió hacia sus hombres, comprobando que prestaban atención—. La mitad tomad la habitación de la derecha, justo al frente. El resto quedaos conmigo. Quiero hacerlos salir al terreno abierto. —Azotó el aire con la espada ante las cuatro Hermanas—. Dos con ellos, dos conmigo. No me decepcionéis.
Dicho eso. Las hombres y las Hermanas se dividieron y marcharon rápidamente la mitad penetrando en la habitación de la derecha, la mitad cargando tras el emperador. Sebastián hizo gestos apremiantes a Jennsen, que se reunió con él, corriendo a su lado, mientras salían veloces al humeante pasillo, en pos del emperador.
—¡Ahí está! —oyó Jennsen gritar a Jagang desde más adelante—. ¡Aquí! ¡Por aquí! ¡Aquí!
Y entonces se produjo una explosión atronadora tan violenta que derribó a Jennsen, tumbándola cuan larga era. El pasillo se llenó de repente de fuego y fragmentos de todas clases que revocaban en las paredes mientras codo volaba hacia ellos. Agarrándole el brazo, Sebastián la levantó de golpe y la introdujo en una entrada justo a tiempo de escapar del grueso de los objetos volantes que iban hacía ellos a toda velocidad.
Los hombres situados más adelante del pasillo profirieron alaridos de agonía. Tales gemidos desenfrenados provocaron a Jennsen escalofríos por espalda. Siguiendo a Sebastián, la muchacha corrió a través del espeso humo, en dirección a los chillidos. La oscuridad, añadida al humo, hacía difícil ver mucho más adelante, pero no tardaron en encontrar cadáveres. Más allá de los muertos, había aún algunos hombres con vida, pero quedaba claro, por la espantosa naturaleza de sus heridas, que no vivirían mucho tiempo. Los últimos instantes de vida los pasarían en una agonía aterradora. Jennsen y Sebastián pasaron como pudieron junto a los moribundos, a través de la carnicería y los cascotes apilados hasta la altura de la rodilla, buscando al emperador Jagang.
Lo localizaron entre la madera astillada, las tablas inclinadas, sillas y mesas volcadas, fragmentos de cristal y yeso caído. Jagang tenía el muslo desgarrado hasta el hueso. Una Hermana estaba de pie junto a él. La espalda presionada contra la pared. La habían atravesado con una enorme y astillada tabla de roble, justo por debajo del esternón, inmovilizándola contra la pared. Seguía con vida, pero era evidente que no se podía hacer nada por ella.
—Querido Creador ayúdame. Querido Creador perdóname —susurraba una y otra vez por entre labios temblorosos; volvió los ojos para contemplar cómo se acercaban—. Por favor —susurró, echando sangre por la nariz—, por favor, ayudadme.
La mujer había estado cerca del emperador. Probablemente lo había protegido con su don, desviando cualquiera que fuera el poder desatado. En aquellos momentos tiritaba en mortal agonía.
Sebastián alzó algo de debajo de la capa, detrás de su espalda, y con un poderoso mandoble, hizo girar su hacha. La hoja chocó contra la pared con un resonante golpe sordo, y se clavó. La cabeza de la Hermana rodó al suelo, rebotando entre los polvorientos cascotes.
Sebastián dio un fuerte tirón, liberando el hacha. Mientras volvía a colocarla en el soporte de la parte baja de la espalda, giró y se encontró cara a cara con Jennsen. Ésta no pudo hacer otra cosa que clavar la mirada, horrorizada, en sus heladores ojos azules.
—Si fueras tú —dijo él—, ¿habrías querido que te dejara soportar tal padecimiento?
Temblando sin control, incapaz de responderle, Jennsen le dio la espalda y cayó de rodillas junto al emperador Jagang. Imaginaba que debía sentir un dolor aterrador, pero él apenas parecía notar la herida abierta, si bien sabía que tenía la pierna muy mal herida. Mantenía cerrados los dos lados de la herida lo mejor que podía con una mano, pero seguía perdiendo mucha sangre. Con la otra mano, había conseguido arrastrarse a un lado, donde permanecía apoyado contra la pared. Jennsen no era ninguna sanadora, y no sabía qué hacer, pero comprendía la urgente necesidad de hacer algo para detener la sangre, que salía a borbotones.
El rostro surcado de sudor y hollín. Jagang señaló con la espada en dirección a un corredor lateral.
—¡Sebastián, es ella! Estaba justo aquí. Casi la cogí. ¡No dejes que escape!
Otra Hermana, que llevaba un polvoriento vestido marrón, llegó trepando por encima de los escombros, dando traspiés hacia ellos en la oscuridad mientras dejaba atrás a los gimientes soldados.
—¡Excelencia! ¡Os oí! Estoy aquí. Estoy aquí. Puedo ayudar.
Jagang asintió su agradecimiento, con una mano apoyada en el jadeante pecho.
—Sebastián..., no la dejes escapar. ¡Muévete!
—Sí. Excelencia. —Sebastián observó a la Hermana que trepaba torpemente por encima de una mesita rota, luego presionó una mano sobre el hombro de Jennsen—. Quédate aquí con ellos. Ella te protegerá a ti y al emperador. Regresaré.
Jennsen hizo intención de sujetarle de la manga, pero él ya había marchado a toda velocidad, reuniendo a todos los hombres que quedaban al pasar junto a ellos. Los condujo pasillo adelante, desapareciendo en la oscuridad. Jennsen se encontró repentinamente sola con el emperador herido, una Hermana de la Luz y la voz.
Agarró el extremo de un pedazo de una cortina transparente y tiró de él para sacarlo de debajo de los escombros.
—Estáis perdiendo mucha sangre. Voy a cerrar esto lo mejor que pueda. —Alzó los ojos para mirar los ojos de pesadilla del emperador Jagang—. ¿Podéis ayudarme a mantenerla cerrada mientras la vendo?
Él hizo una mueca. El sudor discurría por su rostro, dejando surcos a través de la polvorienta mugre.
—No duele, muchacha. Hazlo. He tenido heridas peores que ésta. Hazlo rápido.
Jennsen empezó a hacer pasar la mugrienta cortina bajo la pierna del emperador, dándole la vuelta por encima y luego por debajo otra va mientras Jagang mantenía cerrada la enorme herida lo mejor que podía. La fina tela pasó casi de inmediato de blanca a roja con toda la espesa sangre que fluía. La Hermana puso una mano sobre el hombro de Jennsen mientras se arrodillaba en el suelo para ayudar. Mientras Jennsen continuaba vendando, la Hermana puso las manos planas sobre cada lado del enorme corte en la carne del muslo.
Jagang lanzó un grito de dolor.
—Lo siento. Excelencia —dijo la Hermana—. Tengo que detener la hemorragia u os desangraréis hasta morir.
—¡Hazlo entonces, zorra estúpida! ¡No me mates con tu cháchara!
La Hermana asintió llorosa, aterrada por lo que estaba haciendo, pero sabiendo que no tenía más elección. Cerró los ojos y una vez mis presionó las temblorosas manos sobre la pierna peluda y ensangrentada de Jagang. Jennsen se apartó para dejarle espacio para trabajar, observando en la tenue luz cómo la mujer tejía magia en el interior de la herida del emperador.
En un principio, no se veía nada. Jagang apretó los dientes, gruñendo de dolor mientras la magia de la Hermana empezaba a hacer su trabajo. Jennsen observó, cautivada, cómo él don se usaba en esta ocasión para ayudar a alguien, en lugar de para provocar sufrimiento. Se preguntó por un instante si la Orden Imperial creía que incluso esa magia, usada para salvar la vida del emperador, era malvada. En la lóbrega luz, Jennsen vio cómo la sangre que brotaba copiosamente de la herida aminoraba de pronto para convertirse en un hilillo rezumarte.
Jennsen se incliné más cerca, con el entrecejo fruncido, intentando ver en las sombras, al tiempo que la Hermana, ahora que la hemorragia estaba casi detenida, movía las manos, probablemente para iniciar la tarea de cerrar la terrible herida del emperador. Inclinándose cerca mientras observaba, Jennsen escuchó a Jagang susurrar de improviso.
—Ahí está.
Jennsen alzó los ojos; Jagang miraba fijamente al exterior pasillo abajo.
—Richard Rahl, Jennsen..., ahí está. Es él.
Jennsen siguió la mirada del emperador Jagang, con el puño aferrando el cuchillo. El corredor estaba oscuro, pero había una luz humeante allí en el otro extremo, perfilando la figura de pie a lo lejos que los observaba.
La figura alzó los brazos y entre las manos extendidas, apareció fuego. No era un fuego como el fuego real, como el fuego en una chimenea, sino fuego como el salido de un sueño. Estaba allí, pero en cierto modo no lo estaba; real, pero al mismo tiempo irreal. Jennsen se sintió como si estuviera de pie en una zona fronteriza entre dos mundos, el mundo que existía, y el mundo de lo fantástico.
Aun así, el peligro letal que representaba la ondulante llama era muy claro.
Paralizada por el miedo, acuclillada en el suelo junto al emperador Jagang, Jennsen no podía hacer más que mirar con ojos desorbitados mientras la figura del extremo del casillo alzaba la manos, alzaba la bola de llamas azules y amarillas que rotaba lentamente. Entre aquellas manos firmes, la llama girante se expandió, para mostrar una aterradora determinación, Jennsen supo que contemplaba la manifestación de un propósito letal.
Y entonces él lanzó aquel infierno implacable hacia ellos.
Jagang había dicho que era Richard Rahl quien estaba al final del pasillo. Ella sólo pudo ver una figura recortada arrojando desde sus manos aquel fuego atroz. Curiosamente, incluso a pesar de que la llama iluminaba las paredes, ésta dejaba a su creador en sombras.
La esfera de fuego hirviente se dilató a medida que volaba hacia ellos con velocidad creciente. La líquida llama azul y amarilla parecía arder con vida propia.
Sin embargo también, era, en un modo extraño, nada.
—¡Fuego de mago! —Aulló la hermana mientras se incorporaba de un salto—. ¡Querido Creador! ¡No!
La Hermana echó a correr por el oscuro pasillo, en dirección a la llama que se aproximaba. Con salvaje determinación, alzó los brazos, las palmas en dirección al fuego que se acercaba, como si lanzara algún escudo mágico para protegerlos, si bien Jennsen no veía nada.
El fuego creció a medida que corría como una exhalación hacia ellos, iluminando las paredes, el techo y los escombros mientras pasaba aullante. La Hermana volvió a echar las manos al frente.
El fuego golpeó a la mujer con un discordante golpe sordo, recortándola contra una llamarada de intensa luz amarilla tan brillante que Jennsen alzó un brazo ante su rostro. En un segundo, la llama envolvió a la mujer, sofocando su grito y consumiéndola. Un calor azulado rieló mientras el fuego se arremolinaba un momento en el aire y luego se extinguía de golpe, dejando tras él únicamente una voluta de humo flotando en el pasillo, junto con el olor a carne quemada.
Jennsen abrió los ojos de par en par, estupefacta al ver una vida apagada de un modo tan cruel.
A lo lejos, en el otro extremo del pasillo, lord Rahl volvió a conjurar otra bola del terrible fuego de mago, arrullándola entre sus manos, instándola a crecer y expandirse. De nuevo la lanzó desde sus brazos alzados.
Jennsen no sabía qué hacer. Sus piernas se negaban a moverse. Sabía que no podía dejar atrás a una cosa como aquélla.
La aullante esfera de turbulento fuego rodó por el pasillo, gimiendo hacía ellos, expandiéndose mientras se acercaba e iluminando las paredes a su paso, hasta que la llameante muerte se extendió de pared a pared y del suelo al techo, sin dejar ningún lugar en el que esconderse.
Lord Rahl empezó a alejarse, dejándolos a su suerte, mientras la muerte caís sobre Jennsen y el emperador Jagang, con un rugido ensordecedor.
20
El sonido era horripilante. La visión paralizadora.
Se trataba de una arma conjurada sin otro motivo que el de matar. Se trataba de magia letal. La magia de lord Rahl.
En esta ocasión no había ninguna Hermana de la Luz para interceptarla.
Magia. La magia de lord Rahl. Allí..., pero no.
Justo un instante antes de que cayera sobre ella, Jennsen supo qué tenía que hacer. Se arrojó sobre el emperador Jagang. En esa fracción de segundo antes de que el fuego la alcanzara, lo cubrió con su cuerpo allí donde yacía, protegiéndolo como haría con un niño.
Incluso por entre los ojos bien cerrados, pudo ver la brillante luz. Pudo oír el terrible lamento de las girantes llamas aullando a su alrededor.
Pero Jennsen no sintió nada.
Las oyó pasar rugiendo por su lado, retumbando pasillo adelante. Abrió un ojo para echar un vistazo. Al final del corredor, el orbe de fuego vivo estalló a través de la pared, haciéndose pedazos en un chorro de llamas líquidas y enviando una lluvia de madera ardiendo el exterior, sobre el césped.
Desaparecida la pared, el pasillo quedó mejor iluminado. Jennsen se incorporó pesadamente.
—Emperador... ¿estáis vivo? —susurró.
—Gracias a ti... —Parecía perplejo—. ¿Qué has hecho? ¿Cómo es que tú no...?
—¡Shh! —susurró ella, apremiante—. Quedaos en el suelo, o él os verá.
No había tiempo que perder. Había que ponerle fin. Jennsen se puso en pie de un salto y corrió pasillo abajo, cuchillo en mano. En aquellos momentos podía ver al hombre de pie, allí, en la luz humeante del extremo del pasillo. Se había detenido y girado para mirarla fijamente. Mientras corría hacia él, la muchacha comprendió que no podía, tratarse de su hermanastro. Era un hombre anciano, una colección de huesos bajo una túnica negra y granate oscuro con tiras plateadas en el puño de las mangas. Ondulados cabellos blancos sobresalían desordenadamente, pero no disminuían su aire de autoridad.
Sin embargo, la miró atónito por la impresión de verla correr hacia él, como si apenas pudiera creer que ella hubiese sobrevivido a su fuego de mago. Ella era un agujero en el mundo. Jennsen pudo ver que la comprensión inundaba los ojos color avellana del anciano.
A pesar de su aspecto bondadoso, aquél era un hombre que acababa de matar a innumerables personas; un hombre que llevaba a cabo las órdenes de lord Rahl; un hombre que mataría a más personas a menos que se lo detuviera. Era un mago, un monstruo. Ella tenía que detenerlo.
Jennsen alzó el cuchillo. Casi había llegado. Se oyó a sí misma chillar enfurecida, como los gritos de guerra que había oído a los soldados, mientras cargaban. En esos momentos comprendía aquellos gritos de guerra, quería la sangre del hombre.
—No... —le gritó el anciano—. Chiquilla, no comprendes lo que haces. No tenemos tiempo... ¡no puedo perder un instante! ¡Detente! ¡No puedo retrasarme! Déjame...
Sus palabras le importaban un poco a ella como las de la voz. Corrió a través de los escombros que cubrían el pasillo tan de prisa como podían transportarla sus piernas, sintiendo la misma sensación de salvaje pero deliberada furia que había sentido en su casa, cuando los hombres habían atacado a su madre, y luego a ella; aquel mismo compromiso feroz.
Jennsen sabía lo que tenía que hacer, y sabía que era la indicada para hacerlo.
Era invencible.
Antes de que lo alcanzara, él lanzó una mano al frente hacia ella, pero más abajo de lo que lo había hecho antes. En esa ocasión, no salió fuego, aunque a ella no le importaba si salía. No la detendría. No la podían detener. Era invencible.
Lo que fuera que él hizo, provocó que los escombros a los pies de Jennsen se movieran de improviso, como si él les hubiera dado a todos un potente empujón. Antes de que Jennsen pudiera saltar lejos, un pie se le enredó, hundiéndose a través del revoltijo de listones y yeso caídos. Alfombras arrugadas y restos de mobiliario le atraparon el tobillo. Con una ahogada exclamación de sorpresa, Jennsen cayó de bruces. Pedazos de madera y yeso arrojaron polvo y escombros al aire mientras ella chocaba contra el suelo. Su rostro golpeó con fuerza, dejándola aturdida.
Pequeños trozos y restos llovieron sobre su espalda. Lentamente, el polvo se fue alejando. El rostro le escocía con un intenso dolor mareante.
Jennsen oyó que la voz le gritaba que se levantase, que siguiera moviéndose. Pero su visión se había estrechado hasta ser un punto diminuto, como si mirara a través de un tubo borroso. El mundo parecía irreal a través de aquel túnel. Permaneció tumbada, sin moverse, respirando el polvo que se posaba, hasta que éste le recubrió la garganta, incapaz siquiera de toser.
Gimiendo. Jennsen fue por fin capaz de incorporarse con la ayuda de los brazos. La visión regresaba rápidamente. Empezó a toser, con una tos áspera, intentando despejar la tráquea del asfixiante polvo. Tenía la pierna atascada en el suelo, entre la maraña de escombros, pero consiguió apartar una tabla a un lado, obteniendo espacio para extraer el pie. Por suerte, la bota había impedido que la madera astillada le rebanara la pierna.
Reparó en que tenía las manos vacías. Su cuchillo había desaparecido. Á cuatro patas, hurgó enloquecida entre los restos de madera, yeso y enredadas telas, arrojando cosas a un lado en busca del cuchillo. Introdujo el brazo bajo una mesa volcada que había a poca distancia, tanteando sin ver.
Con las yemas de los dedos, percibió algo suave. Siguió tanteando hasta que tocó el ornamentado grabado de la letra «R». Gruñendo por el esfuerzo, empujó con el hombro la pata de la mesa volcada hasta que todo el revoltijo rechinó al moverse ésta un poco. Finalmente, consiguió introducir la mano lo suficiente para sacar el cuchillo.
Cuando Jennsen consiguió levantarse, el hombre se había marchado hacía tiempo. Fue tras él de todos modos. Cuando alcanzó una intersección de pasillos, una rápida mirada mostró sólo vacíos corredores. Echó a correr por el que creía que él había tomado, mirando en habitaciones, registrando huecos, internándose aún más en las profundidades del lóbrego palacio.
Podía oír gente a lo lejos, soldados que chillaban llamando a otros para que los siguieran. Escuchó para ver si captaba la voz de Sebastián, pero no lo oyó. También oyó el sonido de magia al ser liberada, como el chasquido del relámpago, sólo que dentro del edificio. A veces sacudía todo el palacio. A veces, también, se podían oír los gritos de hombres que morían.
Jennsen marchó en pos de los sonidos, intentando hallar al hombre que había liberado el fuego de mago, pero encontró solamente más habitaciones vacías y pasillos. Algunos lugares estaban atestados de soldados muertos, pero no podía decir si habían estado allí desde el principio, o los había dejado el paso del mago que huía.
Jennsen oyó el sonido de soldados que corrían, las botas retumbando. Y entonces, oyó la voz de Sebastián que gritaba:
—¡Por ahí! ¿Es ella!
Jennsen corrió en busca de una intersección y dobló por un pasillo, marchando a toda velocidad en la dirección de la que le había llegado la voz de Sebastián. Las pisadas de la joven quedaban apagadas por una larga alfombra verde con un reborde dorado que recorría todo el espléndido corredor, que era mucho más sorprendentemente hermoso tras salir de zonas destrozadas. Una ventana situada en lo alto iluminaba las abigarradas columnas de mármol marrón y blanco que sostenían arcos a cada lado, como centinelas silenciosos que la observaban pasar a la carrera.
El palacio era un laberinto de pasillos y estancias exquisitas. Algunas de las estancias por las que Jennsen atajó estaban amuebladas magníficamente en tonos apagados, mientras que otras, estaban decoradas con alfombras, sillas y colgaduras en una profusión de colores. Advirtió nebulosamente que las magníficas vistas eran asombrosamente bellas mientras se concentraba en no perderse. Imaginó el lugar como un inmenso bosque, y tomó nota de señales a lo largo del camino para poder encontrar el camino de vuelta. Tenía que ayudar a llevar al emperador Jagang a lugar seguro.
Corriendo a toda velocidad por el amplio corredor con las paredes de ambos lados revestidas de nichos de granito, cada uno conteniendo un objeto delicado de una especie u otra, Jennsen irrumpió a través de puertas dobles revestidas de oro en una estancia enorme. El golpe de las puertas resonó desde la habitación situada más allá. El tamaño del lugar, el esplendor de lo que veía, la detuvo en seco. Sobre su cabeza, suntuosas pinturas de figuras con túnicas recorrían el interior de la enorme cúpula. Bajo las majestuosas figuras un círculo de ventanas redondas permitía la entrada de abundante luz. Una tarima semicircular descansaba al lado, junto con sillas colocadas tras un imponente escritorio tallado. Aberturas en forma de arco alrededor de la habitación ocultaban escaleras que ascendían hasta curvos balcones ribeteados por sinuosas barandillas de pulido mármol.
Jennsen supo por la imponente arquitectura que aquél debía de ser el lugar desde el que la Madre Confesoras gobernaba la Tierra Central. Todos los asientos situados arriba, en los balcones, debían haber proporcionado a visitantes o dignatarios una visión de las sesiones.
Jennsen vio que alguien avanzaba entre las columnas del otro lado de la estancia. Justo entonces, Sebastián irrumpió a través de otra puerta, no muy lejos a la derecha de Jennsen. Una compañía de soldados penetró en fila detrás de él.
Sebastián alzó la espada, señalando.
—¡Ahí está!
El joven estaba casi sin aliento y la cólera centelleaba en sus ojos azules.
—¡Sebastián! —Jennsen corrió a su lado—. Tenemos que salir de aquí, tenemos que llevar al emperador a lugar seguro. Vino un mago y mató a la Hermana. Está solo. Date prisa.
Los hombres se abrían en abanico, eran una tintineante masa oscura vestida con cota de malla y coraza, y brillantes armas desperdigándose por el borde de la amplia estancia igual que lobos acechando un corzo.
Sebastián señaló vehementemente con la espada al otro lado de la habitación.
—No basta que la tenga. Jagang tendrá por fin a la Madre Confesora.
Jennsen atisbó a lo lejos, al lugar al que él señalaba y vio a la mujer alta al otro lado de la habitación, Vestía una sencilla túnica de lino toscamente tejido decoraba en el cuello con un poco de rojo y amarillo. Los cabellos entrecanos estaban divididos por la mitad y currados a la altura de la firme mandíbula.
—La madre Confesora... —susurró Sebastián, paralizado por la visión de la mujer.
Jennsen lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿Madre Confesora...? —Jennsen no podía imaginarse al lord Rahl casándose con una mujer tan vieja como su bisabuela—. Sebastián, ¿qué ves?
Él le lanzó una mirada de suficiencia.
—A la Madre Confesora.
—¿Qué aspecto tiene? ¿Qué lleva puesto?
—Lleva puesto ese vestido blanco suyo. —La expresión vehemente había regresado—. ¿Cómo es que no puedes verla?
—Es una zorra muy guapa —dijo un soldado situado al otro lado de Sebastián con una mueca burlona, incapaz de apartar los ojos de la mujer—. Pero el emperador será quien la tenga.
También el resto de los hombres empezó a cruzar la habitación con aquella perturbadora mirada lasciva. Jennsen asió a Sebastián por el brazo y lo obligó a darse la vuelta de un tirón.
—¡No! —Exclamó ella con aspereza—. Sebastián, no es ella.
—¡Estás loca? —Preguntó él a la vez que la miraba iracundo—. ¿Crees que no sé qué aspecto tiene la Madre Confesora?
—Yo la he visto antes —dijo el soldado que estaba junto a Sebastián—. Es ella, ya lo creo.
—No, no lo es —susurró Jennsen con insistencia, tirando todo el tiempo del brazo de Sebastián para intentar arrastrarlo hacia atrás—. Debe de ser un hechizo o algo así. Sebastián, es una anciana. Todo esto está yendo terriblemente mal. Hemos de salir...
El soldado situado al otro lado de Sebastián gruñó y la espada que sostenía cayó al suelo de mármol con un repiqueteo mientras él se aferraba el pecho. El hombre se desplomó, como un árbol talado, y cayó estrepitosamente al suelo. Otro soldado, luego otro, luego un tercero más cayeron. Todos golpearon violentamente al suelo. Jennsen se colocó delante de Sebastián, rodeándolo con los brazos para protegerlo.
Un cegador relámpago estalló en la habitación. El chisporroteante arco se retorció por el aire, pero de todos modos halló indefectiblemente su blanco, barriendo la línea de hombres que corrían y acabando con ellos en un instante, Jennsen miró de reojo tras de sí y vio que la anciana extendía una mano al otro lado, en dirección a otros hombres, y a una Hermana, que cargaban a través de la habitación directamente hacia ella. Los soldados, abatidos por un poder invisible, cayeron en seco, de uno en uno. Sus pesados cuerpos arrugados patinaron por el resbaladizo suelo un corto trecho al desplomarse en mitad de la zancada.
La Hermana alargó las manos, Jennsen supuso que para protegerse con magia de alguna clase, aunque ella no conseguía ver nada. Pero cuando la Hermana volvió a alargar un brazo, Jennsen no sólo vio sino que pudo oír luz formándose en las yemas de sus dedos.
Con todos los roldados abatidos —todos excepto Sebastián—, la anciana hechicera volvió toda su atención a la Hermana que la atacaba. Con manos marchitas por el tiempo, la anciana rechazó el ataque, enviando la rasgueante luz de vuelta a la Hermana.
—Sabes que no tienes más que jurar lealtad, Hermana —dijo la anciana en una voz áspera—, y quedarás libre del Caminante de los Sueños.
Jennsen no comprendió, pero la Hermana sin duda sí lo hizo.
—¡No funcionará! ¡No me arriesgaré a padecer tal agonía! Que el Creador me perdone, pero será más fácil para todos nosotros si te mato.
—Si ésa es tu elección —chirrió la anciana—, que así sea.
La joven empezó a lanzar de nuevo su magia, pero cayó al suelo con un grito repentino. Arañó el liso mármol, intentando susurrar oraciones entre gruñidos de terrible sufrimiento. Dejó una mancha de sangre en el mármol, pero antes de conseguir llegar muy lejos, se quedó quieta. La cabeza se desprendió al suelo mientras profería un largo y último estertor.
Cuchillo en mano, Jennsen corrió hacia la criminal anciana. Sebastián la siguió, pero había dado sólo unos pocos pasos cuando la mujer giró en redondo y le lanzó una reluciente luz justo cuando Jennsen se colocaba en el campo visual de la mujer. Únicamente eso evitó que el relámpago de reluciente luz alcanzara a Sebastián de pleno. La luz rebotó en su costado con una lluvia de chispas. Sebastián cayó dando un grito.
—¡No! ¡Sebastián! —Jennsen empezó a ir hacia él.
El joven se llevó las manos a las costillas, a todas luces sintiendo un fuerte dolor. Aunque herido, al menos estaba con vida.
Jennsen volvió a girarse hacia la anciana. Ésta permanecía inmóvil, la cabeza ladeada, escuchando. Había confusión en su actitud, y una curiosa especie de incómoda impotencia.
La hechicera no la miraba, sino que en su lugar tenía una oreja dirigida hacia ella. Al estar más cerca, Jennsen reparó por primera vez en que la anciana tenía los ojos totalmente blancos. Jennsen se la quedó mirando fijamente, primero debido a la sorpresa, y luego con repentino reconocimiento.
—¿Adie? —mustió, sin que fuera su intención decirlo en voz alta.
Sobresaltada, la mujer ladeó la cabeza en la dirección opuesta, escuchando con la otra oreja.
—¿Quién está allí? —inquinó con voz áspera—. ¿Quién está ahí?
Jennsen no respondió, por temor a revelar su posición. La habitación había quedado en silencio. La preocupación se dibujaba en el rostro curtido de la anciana hechicera. Pero la determinación le hizo apretar la mandíbula mientras su mano se alzaba.
Jennsen asió con fuerza el cuchillo que empuñaba, no sabiendo qué hacer. Si se trataba realmente de Adié, la mujer sobre la que Althea le había hablado, entonces, según Althea, ésta estaba totalmente ciega a la presencia de Jennsen. Pero no estaba ciega a Sebastián. Jennsen se acercó sigilosamente un poco más.
La cabeza de la anciana giró en dirección al sonido.
—¿Chiquilla? ¿Eres tú una hermana de Richard? ¿Por qué tendrías que estar con la Orden?
—¡Tal vez porque quiero vivir!
—No. —La mujer sacudió la cabeza con severa desaprobación—. No. Sí estás con la Orden, entonces has elegido la muerte, no la vida.
—¡Tú eres la única que se ha propuesto traer la muerte!
—Eso es una mentira. Todos vosotros vinisteis contra mí con armas e intenciones asesinas —dijo—. Yo no fui en vuestra busca.
—¡Desde luego! ¡Porque vosotros mancilláis el mundo con la mácula de vuestra magia! —gritó Sebastián desde atrás—. ¡Queréis asfixiar a la humanidad... esclavizarnos a todos... con vuestras perversas costumbres ancestrales!
—Ah —dijo Adie, asintiendo para sí—. Eres tú, entonces, quien ha engañado a esta chiquilla.
—¡Él me ha salvado la vida! ¡Sin Sebastián yo no sería nada! ¡No tendría nada! ¿Estaría muerta! ¡Igual que mi madre!
—Criatura —replicó Adie con queda voz áspera—, eso también es mentira. Aléjate de ellos. Ven conmigo.
—Eso te encantaría, ¿verdad? —Aulló Jennsen—. Mi madre murió en mis brazos por culpa de tu lord Rahl. Conozco la verdad. La verdad es que te encantaría entregarle el trofeo a lord Rahl, por fin.
Adie negó con la cabeza.
—Criatura, no sé qué mentiras llenan tu cabeza, pero no tengo tiempo para esto. Debes de marchar conmigo, o no puedo ayudarte. No puedo esperar un momento más. El tiempo escasea y he usado todo el que tengo.
Mientras la mujer hablaba, Jennsen aprovechó la oportunidad para dar pequeños pasos silenciosos al frente. Tenía que arriesgarse para poner fin a la amenaza. Sabía que podía acabar con aquella mujer. Si se trataba únicamente de una cuestión de musculo y habilidad con un cuchillo, entonces Jennsen tendría una clara ventaja. La magia de la hechicera era inútil contra alguien que era invencible; contra un Pilar de la Creación.
—¡Jenn, acaba con ella! ¡Puedes hacerlo! ¡Venga a tu madre!
Jennsen había recorrido sólo una cuarta parte de la distancia que mediaba entre Sebastián y Adie. Con el cuchillo asido con fuerza, dio otro paso.
—Si ésa es tu elección —dijo Adie con voz áspera al oír el susurro de la pisada—, que así sea.
Cuando la hechicera alzó la mano en dirección a Sebastián, Jennsen comprendió horrorizada que quería decir esta: el precio de su elección era que Sebastián perdería la vida.
21
Sebastián estaba en el suelo, no muy lejos, inclinado a un lado, apoyándose en un brazo. Jennsen vio sangre en el suelo de mármol debajo de él. Puesto que Adie no podía detener a Jennsen la mujer tenía intención de acabar con él como pago. La atroz realidad de ver a Sebastián sufriendo, de saber que estaba a punto de ser asesinado, estremeció a Jennsen hasta la misma alma.
Sebastián era todo lo que tenía.
La hechicera estaba apenas a un pestañeo de descargar su magia letal sobre él, y Jennsen estaba mucho más cerca de Sebastián que de la hechicera. La muchacha sabía que jamás alcanzaría a la mujer a tiempo de detenerla, pero podría llegar hasta Sebastián a tiempo de protegerlo. Sólo podía matar a la hechicera si estaba dispuesta a sacrificar a Sebastián. Ésa era la elección que Adie le había presentado.
Jennsen abandonó su ataque y se arrojó hacia donde estaba Sebastián, colocándose en la línea de visión de la mujer, creando un agujero en el mundo en el lugar al que ella intentaba dirigir su terrible fuego conjurado. La magia que la hechicera lanzó no alcanzó al joven, rastrillando con un relámpago crepitante el pulido suelo de mármol, desgarrándolo en una línea recta que pasaba junto a él. Un estallido de fragmentos de piedra volaron por todas partes.
Jennsen cogió a Sebastián en sus brazos mientras caía a su lado.
—¡Sebastián! ¿Puedes moverte? ¿Puedes correr? Tenemos que salir de aquí.
—Ayúdame —dijo él, asintiendo; hablaba con dificultad y respiraba entrecortadamente.
Jennsen pasó la cabeza bajo su brazo y ejerció presión en un esfuerzo por ponerlo en pie. Con la ayuda de la muchacha, ambos se encaminaron a toda prisa hacia la puerta. Detrás de ellos, Adie volvió a alzar las manos, sus ojos blancos rastrearon los movimientos de Sebastián, ya que no podía hacerlo con los de Jennsen. Jennsen se retorció para colocarse en medio. Un rayo pasó por su lado, sin alcanzarles por centímetros y arrancando la pesada puerta revestida de metal de sus gozones. La puerta salió despedida pasillo adelante.
Jennsen y Sebastián se escabulleron a través de la humeante abertura y marcharon apresuradamente por el amplio corredor. Jennsen comprendió, mientras observaba la pesada puerta retumbando por el pasillo, rebotando en las paredes y arrancando grandes pedazos de piedra, que si algo como aquello la golpeaba, quedaría aplastada. Reparó, también, en que le sangraba el brazo debido a pequeños cortes recibidos de los fragmentos de piedra que la habían alcanzado. No era magia lo que había hecho eso, sino piedras afiladas, incluso aunque las piedras afiladas hubieran salido volando por los aires gracias a la magia.
Tal vez fuera invencible en ciertos aspectos, pero si la magia derribaba sobre ella una gran columna de piedra, estaría igual de muerta que si a la columna la hubiesen derribado mediante fuerza bruta. Un muerto era un muerto.
De improvisto, Jennsen no se sintió tan invencible.
Al llegar a la primera intersección, la muchacha hizo que giraran a la derecha, colocando a Sebastián fuera de la línea de visión del don de Adié, y de sus armas mágicas, tan rápidamente como era posible. Percibía la cálida sangre del joven corriendo sobre el brazo con el que ella lo rodeaba. No obstante la herida, Sebastián no le pidió que fuera más despacio para ahorrarle dolor. Juntos, cruzaron corredores y estancias tan de prisa como él era capaz de correr, atravesando el palacio, retrocediendo al lugar donde Jennsen había dejado al emperador.
—¿Estas malherido? —preguntó ella, temiendo al respuesta.
—No estoy seguro —respondió él, casi sin resuello y claramente presa del dolor. Siento como si tuviera un fuego ardiendo en las costillas. Si no le hubieras impedido que me alcanzara de pleno, estaría muerto sin lugar a dudas.
Mientras cruzaban el palacio, tropezaron con una escuadra de sus hombres. Jennsen se dejó caer junto a ellos, jadeando, exhausta e incapaz de sostener en pie a Sebastián ni un paso más. Los músculos de sus piernas temblaban por el esfuerzo.
—Nos vamos —dijo Sebastián a los hombres, respirando fatigosamente—. Tenemos que salir. El emperador está herido. Tenemos que sacarlo de aquí. —Señaló en direcciones distintas—. Algunos de vosotros marchad por cada una de ellas. Reunid a todos nuestros hombres. Necesitamos conseguir a toda la gente que podamos para proteger al emperador y luego tenemos que llevarlo de vuelta a lugar seguro. Vosotros dos tendréis que ayudarme.
El grueso de los hombres salió corriendo inmediatamente a llevar a cabo sus tareas. Los dos que quedaron atrás se echaron los brazos de Sebastián sobre los hombros y lo alzaron con facilidad. El joven hizo una mueca de dolor. Jennsen los guió a través del palacio, buscando los puntos distintivos que recordaba, desesperada por llegar hasta el emperador Jagang y salir de la trampa mortal que era el palacio.
El Palacio de las Confesoras era una confusión de vestíbulos, corredores y estancias. Algunas de las habitaciones eran enormes, pero cuando llegaban a tales lugares, los rodeaban, permaneciendo en el laberinto de pasillos; Sebastián dijo que no debían verse atrapados en una de aquellas grandes habitaciones, donde serían un blanco fácil. Intermitentemente, Jennsen oía el horrible golpe sordo de la magia. En cada ocasión, todo el palacio se estremecía.
—Por aquí —dijo, reconociendo el enorme boquete de la pared en la esquina de un pasillo recubierto de escombros.
Aquel agujero enorme abierto en la pared exterior, que daba a la luz del día y desde el que se veía la zona cubierta de césped de abajo, era el lugar por el que el fuego de mago, lanzado contra ella y el emperador Jagang, se había abierto paso.
Cinco soldados avanzaban pasillo adelante desde la dirección opuesta, por encima de los enmarañados escombros, llevando a una Hermana de la Luz con ellos. Por detrás, apareció casi una docena más de hombres. Dos Hermanas, con los rostros surcados de hollín, llegaron a través de una habitación cercana situada en un lado, seguidas por más miembros de las fuerzas de asalto. La mitad de los hombres sangraban, pero todos ellos eran capaces de moverse por sus propios medios.
El emperador Jagang estaba recostado contra la pared donde Jennsen lo había dejado. El profundo tajo irregular se mantenía unido en parte mediante la cortina que Jennsen había enrollado alrededor de la herida, pero la carne del músculo no estaba alineada adecuadamente y era evidente que la terrible herida necesitaba atención. Carecía que la magia curativa llevada a cabo por la Hermana, justo antes de que la mataran, todavía aguantaba, y al menos el emperador no seguía perdiendo sangre como antes.
La pérdida de sangre había dejado al emperador con un aspecto debilitado y pálido, pero no tan pálido como lo rostro de aquellos que por primera vez veían la gravedad de la herida.
Una de las Hermanas se arrodilló para examinar el tajo, Jagang hizo una mueca de dolor cuando ella intentó alinear mejor las dos mitades de la pierna abierta.
—No hay tiempo para curarla ahora —dijo la mujer—. Necesitaremos llevarlo a un lugar seguro.
Inmediatamente se ocupó de apretar el vendaje de la cortina empapada de sangre. Agarró más tela de los escombros.
—¿La cogisteis? —Preguntó Jagang mientras la Hermana se ocupaba de cerrar la herida con la mugrienta tira de tela—. ¿Dónde está? ¡Sebastián! —Uso una tabla para izarse en pie, escudriñando a un lado y a otro alrededor de la compañía de soldados mientras éstos ayudaban a Sebastián a abrirse paso hacia el emperador—. Ahí estás. ¿Dónde está la Madre Confesora? ¿La cogiste?
—No es ella —respondió Jennsen en su lugar.
—¿Qué? —El emperador paseó una enfurecida mirada por la gente que lo observaba—. Vi a esa zorra. ¡Reconozco a la Madre Confesora cuando la veo! ¿Por qué no la cogiste?
—Visteis a un mago y a una hechicera —le dijo Jennsen—. Usaban magia para haceros pensar que veíais a lord Rahl y a la Madre Confesora. Era un truco.
—Creo que ella tiene razón —terció Sebastián antes de que Jagang pudiera gritar a la muchacha—. Yo estaba justo junto a ella y aunque yo veía a la Madre Confesora, Jennsen no la veía.
Jagang dirigió una siniestra mirada de enojo a la muchacha.
—Pero si los otros la veían, cómo no podías tú...
La compresión pareció embargarlo. Por algún motivo que Jennsen no consiguió exactamente entender, él reconoció repentinamente lo cierto de sus palabras.
—Pero ¿por qué? —preguntó la Hermana que se ocupaba de la herida del emperador, alzando la mirada de su tarea.
—Tanto el mago como la hechicera parecían tener prisa —dijo Jennsen—. Deben de estar tramando algo.
—Fue una diversión —susurró Jagang, mirando a lo lejos, por el vacío corredor repleto de escombros—. Querían mantenernos ocupados. Mantenernos alejados, y atareados pensando en otra cosa.
—¿Mantenernos alejados de qué? —quiso saber Jennsen.
—El grueso del ejército —dijo Sebastián, captando la línea de pensamiento de Jagang.
Otra Hermana, lanzando subrepticias miradas a las demás Hermanas tras inspeccionar la herida de Sebastián, se apresuró a presionarle un vendaje acolchado contra las costillas y a continuación le rodeó el pecho con una larga tira de tela para que el apósito no se moviera.
—Eso sólo servirá durante un corto espacio de tiempo —farfulló medio para sí—. Esto no es bueno. —Volvió a dirigir una veloz mirada a las otras Hermanas—. Tendremos que ocuparnos de esto. No podemos hacerlo aquí.
Sebastián hizo una mueca de dolor, haciendo caso omiso de sus palabras, luego dijo:
—Es un truco. Nos mantienen aquí, cavilando sobre dónde pueden estar, nos tuvieron persiguiendo ilusiones, mientras atacan a nuestro ejército principal.
Jagang gruñó una palabrota. Miró afuera, por el agujero que el fuego de mago había abierto en la pared, atisbando en dirección al ejército que habían dejado a una buena distancia de allí, abajo, en el valle del rio. Apretó los puños y rechinó los dientes.
—¡Esa zorra! Nos querían ocupados para que nuestro ejército fuera un blanco fácil. ¡Esa repugnante zorra intrigante! ¡Tenemos que regresar!
El pequeño grupo cruzó con rapidez los pasillos. A Jagang lo transportaban con un hombre bajo cada brazo, igual que a Sebastián, de modo que pudieran salir lo más rápidamente posible del Palacio de las Confesoras. Sebastián parecía estar peor.
A lo largo del camino, fueron recogiendo a más de sus hombres. Jennsen no entendía cómo podía quedar aun alguien más con vida; aunque comparados con la fuerza que había entrado, los habían hecho pedazos. De haber permanecido todos juntos, en lugar de haberse matado a todos inmediatamente. De todos modos, la Orden todavía dejaría atrás una gran cantidad de muertos.
Una vez en el nivel inferior, se abrieron paso por pasillos de servicio, en dirección a la parte lateral del palacio, aconsejando Sebastián que sería mejor no salir por la puerta principal, por donde habían entrado, por temor a que el enemigo pudiera esperar tal acción y acabar con ellos. Todo el mundo avanzó tan silenciosamente como pudo a través de las vacías cocinas. Salieron a un día gris por un patio lateral. Éste quedaba aislado, con una pared ocultándolo de la ciudad.
El espectáculo que hallaron al dar la vuelta al palacio fue horroroso. Parecía como si hubiesen acabado pudiera seguir con vida. Jennsen no podía soportar la visión de tal carnicería, pero no podía desviar la mirada. Los muertos, tanto caballos como hombres, yacían enredados en una desigual línea a lo largo de la ladera, caídos en el mismo lugar en el que se había enfrentado al enemigo en una carga frontal. A lo lejos, cerca de los árboles, unos cuantos caballos dispersos, los jinetes muertos sin duda, mordisqueaban la hierba.
—No hay enemigos muertos —dijo Jagang, examinando aquel espectáculo mientras avanzaba cojeando con la ayuda de una pica que un soldado le había entregado—. ¿Qué puede haber hecho esto?
—Nada que tuviera vida —repuso una Hermana.
Mientras descendía, rápidamente por la colina, pasando junto a la silenciosa línea de batalla, a no mucha distancia de los montones de cadáveres, otros miembros de la caballería, más abajo de la ladera, en el otro lado de un muro en una zona situada entre pequeños cobertizos y árboles, divisaron el emperador y salieron corriendo para protegerlo. Soldados a caballo —menos de mil de los cuarenta mil iniciales— se abalanzaron hacia ellos para rodear al grupo. Varias Hermanas llegaron a caballo, deteniéndose cerca del emperador para proporcionarle un círculo de defensa.
Robín, seguida de cerca por Pete, trotó por el césped, acompañando a los destrozados restos de la caballería. Cuando Jennsen silbó, Robín reconoció la llamada y se precipitó al frente. La yegua, acariciando con el hocico el hombro de Jennsen, profirió un relincho lastimero, ansiosa de recibir consuelo. Robín y Pete no estaban entrenados para los terrores de la guerra. Jennsen pasó una mano tranquilizadora por el tembloroso cuello del animal y le restregó las orejas; luego tranquilizó de modo parecido a Pete cuando éste apretó la frente contra la parte posterior de su hombro.
—¡Qué sucedió! —chilló Jagang, colérico—. ¿Cómo pudisteis dejar que os atraparan de este modo?
El oficial que lideraba a los hombres a caballo miró a su alrededor con desaliento.
—Excelencia, salió... directamente del aire. No era nada contra lo que pudiéramos pelear.
—¡Intentas decirme que fueron fantasmas! —bramó Jagang.
—Creo que fueron los caballos que el explorador olió —dijo otro oficial que llevaba el brazo vendado hasta arriba pero empapado de sangre.
—Quiero saber qué está pasando —replicó Jagang a la vez que paseaba una mirada iracunda por los rostros que lo contemplaban—. ¿Cómo puedo haber sucedido esto?
Mientras unos hombres traían caballos extra, la hermana Perdita desmontó a poca distancia.
—Excelencia fue alguna clase de ataque que involucraba magia... jinetes fantasma invocados mediante hechicería es la única explicación que tengo.
Jagang tenía los amenazadores ojos dirigidos hacia ella de tal modo que incluso Jennsen sintió pavor.
—Entonces ¿por qué tú y tus Hermanas no lo detuvisteis?
—No se parecía en nada a la magia conjurada con la que no encontramos habitualmente. Creo que tenía que ser una forma de magia construida, o de lo contrario nosotros no sólo la habríamos detectado, sino que habríamos podido detenerla. Al menos, eso es lo que supongo. Lo cierto es que nunca he visto magia construida, pero he oído hablar de ella. Lo que fuera que nos atacó, no respondía a nada de lo que intentamos.
El emperador seguía mirándola con expresión sombría.
—La magia es la magia. Deberíais haberla detenido. Para eso estáis aquí.
—La magia construida es diferente de la conjurada, Excelencia.
—¿Diferente? ¿Cómo?
—En lugar de usar el don en el momento, la magia construida se ha llevado a cabo por adelantado. Se puede preservar durante un gran período de tiempo; miles de años, quizá eternamente. Cuando se necesita, se dispara el hechizo y la magia es liberada.
—¿Disparado con qué? —preguntó Sebastián.
La hermana Perdita meneó la cabeza con contrariedad.
—Con casi cualquier cosa, según he oído contar. Simplemente depende de cómo se construyó. Ningún mago es capaz ahora de construir un hechizo así. Sabemos pocas cosas sobre aquellos antiguos magos o lo que podían hacer, pero a partir de lo poco que sabemos, un hechizo construido podría ser algo que se conserva en seco y cobra vida cuando lo mojas; por ejemplo algo para ayudar a fertilizar las cosechas cuando llegan las lluvias primaverales. Podría dispararse mediante el calor, como un remedio tomado para unas fiebres: el remedio lleva una elaboración dentro y la fiebre la dispara. Otros los dispara un poco de magia, algunos mediante una elaborada aplicación de hechicería increíblemente complicada y de gran poder.
—En ese caso —razonó Jennsen—. ¿Alguien con magia debe de haber liberado algo tan poderoso como estos jinetes fantasmas? ¿Un mago o una hechicera, o algo así?
La hermana Perdita sacudió la cabeza.
Podría ser esa clase de magia construida, pero podría tratarse simplemente de un hechizo... si bien es cierto que uno de un poder increíble... guardado en un dedal, y disparado al exponer la construcción a... cualquier cosa: estiércol de caballo, incluso.
El emperador Jagang desechó con un ademán la idea.
—Pero algo tan pequeño y que se puede disparar tan fácilmente no sería tan poderoso como esto.
—Excelencia —dijo la Hermana—, en esto no podéis equiparar el tamaño material aparente de la estructura o su activador con el resultado; no tienen relación, al menos en los términos en los que piensa la mayoría de la gente. El detonador no tiene nada que ver con el poder de la estructura. Ni siquiera la estructura y su disparador tienen necesariamente relación. No existe una norma por la que juzgar una estructura.
El emperador barrió el aire con un brazo ante las decenas de miles de hombres y caballos muertos.
—Pero, sin duda, algo de esta magnitud tendría que haber sido algo más.
—El ejército de jinetes fantasma que llevó a cabo este ataque podría haber sido disparado por un mago que dibujase hechizos en polvo mágico a la vez que pronunciaba una invocación terriblemente compleja, o podría haber sido un libro que contenía un contraataque de caballería que sencillamente se abre por la página apropiada y se presenta ante la fuerza atacante; incluso desde kilómetros de distancia. Incluso el simple miedo de una persona que sostuviera extendida ante él una estructura así podría ser el detonante.
—¿Quieres decir, que cualquiera podría accidentalmente disparar una? —preguntó Jennsen.
—Por supuesto. Eso es lo que los hace tan peligrosos. Pero por lo que he leído, esa clase es sumamente rara. Debido a que pueden ser tan peligrosos, la mayoría tiene capas de complejas precauciones y mecanismos de segundad que implican el más profundo de los conocimientos respecto a las aplicaciones de la magia.
—Pero —preguntó Jennsen—, una vez que una persona, un mago, con ese conocimiento avanzado retira esas capas preventivas y esos mecanismos de seguridad, ¿se pueden detonar entonces mediante un último y sencillo disparador?
La hermana Perdita dedicó a Jennsen una mirada significativa.
—Exactamente.
—Así pues —dijo Jagang, indicando con un ademán los miles de cuerpos—, esta caballería fantasma podría ser lanzada de nuevo en cualquier momento para acabar con nosotros.
La Hermana negó con la cabeza.
—Según tengo entendido, un hechizo construido por lo general sólo sirve una vez, Se consume al llevar acabo aquello para lo que lo construyeron. Es uno de los motivos de que sean raros; una vez usado, desaparecen para siempre, y ya no quedan magos vivos que puedan crear más.
—¿Por qué no nos hemos tropezado con esa clase de hechizos antes? —inquirió Sebastián con creciente impaciencia—. Y ¿por qué ahora, de repente?
La hermana Perdita lo miró fijamente durante un momento, una imagen de cólera reprimida que Jennsen sabía que la mujer jamás se habría atrevido a dirigir al emperador, incluso a pesar de que el ataque al Palacio de las Confesoras, que él había ordenado, no obstante las advertencias de la mujer, había tenido como resultado la muerte de muchas de sus Hermanas de la Luz.
Con una exhibición de deliberada cautela, la hermana Perdita señaló a lo alto, al oscuro Alcázar pegado a la montaña.
—Hay un millar de habitaciones en el Alcázar del Hechicero —dijo en voz baja—. Un buen número de ellas estará repleto de cosas desagradable. Es probable que cuando los empujamos hacia aquí para pasar el invierno, ese mago suyo, el mago Zorander, dispusiera de todo el tiempo que necesitaba para registrar todo el Alcázar en busca de aquella clase de cosas que hasta el momento le faltaban, para así estar preparado para nuestra aparición cuando llegara la primavera y avanzásemos hacia Aydindril. Temo pensar en qué sorpresas catastróficas nos reserva aún. Ese Alcázar se ha alzado invencible durante miles de años.
La mirada iracunda de Sebastián se tornó tan sombría como la de Jagang.
—¿Por qué no nos advertiste? Jamás oí que dijeses nada.
—Lo hice. Tú no estabas.
—También has advertido en contra de muchas cosas, y las hemos superado —le gruño Jagang—. Cuando se libra una guerra, uno debe esperar correr riesgos y tener bajas. Sólo los osados vencen.
Sebastián alzó el brazo para indicar el Alcázar.
—¿Qué otras cosas podemos esperar?
—Los hechizos construidos son sólo uno de los peligros de pelear contra estas gentes. Ninguna de nosotras realmente consideró que los hechizos construidos fuesen una gran amenaza debido a lo raros que son pero, corno podéis ver, incluso un único hechizo de estos es profundamente peligroso. Quién sabe qué cosas aún más letales podrían estar esperando a ser liberadas...
»Existe todo un mundo de peligros que no podemos ni concebir. Sólo su invierno ha matado a cientos de miles de nuestros hombres sin que el enemigo tuviera que mover un solo dedo o arriesgar a un solo hombre. Eso sólo, nos ha causado más daño que casi cualquier batalla o calamidad mágica. ¿Esperábamos tales pérdidas de algo tan simple como la nieve y el frío? ¿Nos protegió nuestro tamaño y poder? ¿Son esos cientos de miles una perdida menos importante porque murieron debido a fiebres en lugar de por alguna curiosa aplicación de la magia? ¿Qué les importa eso a los muertos... o a los soldados que quedan con vida para pelear?
»Admito que, para un soldado, vencer porque tu enemigo enferma podría no parecer heroico, pero el que está muerto está muerto. Nuestro ejército supera en número muchas veces a esta gente, sin embargo perdimos a esos cientos de miles a manos de las fiebres debido a una simple cuestión climática; no a la magia de la que tanto os preocupa que os protejamos.
—Pero en un auténtico combate —se mofó Sebastián—, nuestro número significa algo y los venceremos.
—Cuéntale eso a los que murieron por las fiebres. El número no siempre decide el ganador.
—Eso es descabellado —replicó Sebastián.
La hermana Perdita señaló la hilera de muertos.
—Díselo a ellos.
—Debemos correr riesgos si hemos de vencer —digo Jagang, zanjando la cuestión—. Lo que quiero saber es si hemos de esperar que el enemigo lance contra nosotros más de estos hechizos construidos...
La hermana Perdita sacudió la cabeza, como para indicar que no tenía ni idea.
—Dudo que el mago Zorander sepa mucho sobre los hechizos construidos guardados allí. Tal magia ya no se comprende bien.
—Al parecer uno de ellos lo comprendió muy bien —indicó Sebastián.
—Y ése podría ser el único que lo comprendió los bastante bien como para usarlo. Como dije antes, una vez usados, los hechizos construidos se agotan.
—Pero también es posible —interrumpió Jennsen— que haya más hechizos de estos que él comprenda.
—Sí. O puede que éste sea el último de tales hechizos que existía. Por otra parte, él podría estar sentado allí dentro con un centenar de ellos en el regazo, todos mucho peores que éste. Sencillamente no hay modo de saberlo.
Los ojos negros de Jagang contemplaron su desaparecida caballería de élite.
—Bueno, desde luego usó éste para hacernos...
Un cegador fogonazo brilló en el horizonte.
EL mundo a su alrededor se iluminó con la intensidad de un relámpago, pero el destello no se apagó como sucedía con los relámpagos. Jennsen agarro las riendas justo por debajo de los bocados de Robín y Pete para impedir que salieran huyendo. Otros caballos se asustaron, encabritándose.
Una luminosidad al rojo vivo llameó ascendiendo desde el valle del rio y descendió sobre las colinas... en dirección al ejército. La luz era tan blanca, tan pura, tan ardiente, que iluminó las nubes de un horizonte al otro. Era una luz con un poder tal, con una intensidad tal, que muchos hombres cayeron de rodillas asustados.
El resplandor incandescente se extendió a una velocidad increíble, empequeñeciendo las colinas. Sin embargo, estaba tan lejos que ellos no oyeron nada. Las rocosas laderas de las montañas que cercaban la ciudad quedaron todas iluminadas bajo el fuerte resplandor.
Y a continuación Jennsen oyó por fin un profundo estruendo retumbante que hizo vibrar su pecho y zarandeó el suelo bajo sus pies. El potente y resonante estruendo se prolongó en forma de creciente rugido tableteante.
Una cúpula oscura se extendió hacia lo alto a través de la luz. Jennsen advirtió que, debido a la distancia, lo que a ella le parecía una cúpula de polvo que se iba extendiendo tenían que ser escombros grandes, al menos como árboles. O Carromatos.
A medida que la oscura nube se expandía hacía lo alto por entre la luz, se disipaba, como si la evaporara el poder de aquel calor y aquella luz que lo consumían todo. Jennsen pudo ver una onda, como los anillos producidos al arrojar una piedra a un estanque, irradiando hacia el exterior, excepto que aquello era una única onda que corría como una exhalación por el terreno.
Mientras todo el mundo se quedaba paralizado, presa del miedo, una repentina barrera de viento, que empujaba polvo, arremetió colina arriba, hacia ellos. El impacto de la onda finalmente les alcanzó. Fue tan brusco y potente que si las ramas no hubiesen estado ya deshojadas, se habrían visto despojadas de las hojas en aquel mismo instante. Se quebraron ramas al estremecerse los árboles bajo la sacudida del viento.
Mas caballos se dejaron llevar por el pánico, corcoveando y huyendo. Los hombres se arrojaron al suelo para protegerse de lo que pudiera venir a continuación. Jennsen, zarandeada por la ráfaga de viento, se protegió los ojos con una mano mientras soldados enormes recitaban oraciones aprendidas en la infancia, suplicando al Creador que los salvase.
Jagang permaneció de pie enfrentándose al espectáculo con furioso desafío.
—Queridos espíritus —dijo por fin Jennsen, entrecerrando los ojos, pestañeando para quitarse el polvo de los ojos mientras las secuelas parecían amainar—, ¿qué ha sido eso?
La hermana Perdita se había quedado lívida.
—Una telaraña de luz. —Su voz sonó queda y cargada con algo que Jennsen jamás había detectado en ella antes: pavor.
—¡Imposible! —Rugió el emperador Jagang—. ¡Hay Hermanas allí abajo para protegernos de hechizos de luz!
La hermana Perdita no dijo nada. Parecía no poder apartar la mirada de la fascinante luz.
Jennsen era consciente de que el dolor mermaba terriblemente las fuerzas de Sebastián, pero éste habló con energía:
—Me han dicho que una telaraña de luz no puede hacer más daño que —hizo un ademán para señalar el palacio a su espalda— quizá destruir un edificio.
La hermana Perdita no dijo nada, y con aquel silencio refutó la afirmación de Sebastián.
Jennsen tomó las riendas de ambos caballos en una mano y posó la otra en la espalda de Sebastián. Sentía un gran dolor por él y quería que estuviera en algún lugar seguro donde pudieran ocuparse de su herida. Las Hermanas habían dicho que era seria y precisaba atención. Jennsen sospechaba que la herida padecida a manos de la hechicera necesitaba la intervención de la magia.
—¿Cómo puede ser una telaraña de luz? —Exigió Jagang—. ¡Ni siquiera hay nadie aquí! No hay tropas, no hay ejército, no hay hombres..., excepto tal vez un par de los suyos con el don.
—Eso es todo lo que haría falta —dijo la hermana Perdita—. Una cosa así no necesita tropas de apoyo. Os dije que algo no iba bien. Con el Alcázar aquí, en Aydindril, a saber lo que incluso un mago solitario podría ser capaz de hacer para rechazar a un ejército..., incluso nuestro ejército.
—¿Quieres decir —preguntó Sebastián—, que es igual que el modo en que un grupo pequeño en un paso alto, por ejemplo, puede rechazar a todo un ejército?
—Eso es.
Jagang se mostró incrédulo.
—¿Me estás diciendo que crees que incluso ese viejo mago flacucho, en un lugar como el Alcázar, podría ser capaz de hacer todo eso?
La mirada de la hermana Perdita se desvió hacia el emperador.
—Ese viejo mago flacucho, como vos lo llamáis, acaba de hacer lo imposible. No sólo ha encontrado lo que probablemente era una telaraña de luz construida hace miles de años, sino que, aún más inconcebible, consiguió encenderla.
Jagang giró para mirar fijamente al lugar en el que la luz finalmente se extinguía.
—Querido Creador —murmuró— eso es justo donde está el ejército —Pasó una mano hacia atrás por la cabeza afeitada mientras consideraba las aterradoras implicaciones—. ¿Cómo pudieron encender una telaraña de luz en medio de nuestro ejército? ¡Tenemos instaladas protecciones para eso! ¡Cómo!
Los ojos de la hermana Perdita volvieron a dirigirse al suelo.
—No hay modo de que podamos saberlo, Excelencia. Podría ser algo tan sencillo como una caja conteniendo una antigua telaraña de luz de la que él retirara todos los mecanismos de seguridad y luego la dejara allí para que nosotros la encontráramos. Mientras nuestros hombres montaban el campamento, quizá alguno la encontró, se preguntó que había en la cajita de aspecto inocente, la abrió y la luz del día fue el detonador final. Podría ser algo totalmente distinto que ni siquiera fuésemos capaces de soñar o imaginar, y mucho menos prevenir. Jamás lo sabremos. Quienquiera que lo disparara es ahora parte de esa nube de humo que flota sobre el valle del río.
—Excelencia —dijo Sebastián—, os aconsejo urgentemente que saquemos al ejército de aquí, que lo hagamos retroceder —Hizo una pausa para efectuar una mueca dolor—. Si son capaces de desencadenar tal defensa, con todas las personas con el don que tenemos y la protección que nos ofrecen, entonces tomar el Alcázar podría ser imposible.
—¡Pero debemos hacerlo! —rugió Jagang.
Sebastián se combó al frente, aguardando a que una punzada de dolor se apagara.
—Excelencia, sí perdemos el ejército, entonces lord Rahl triunfará. Es tan simple como eso. Aydindril ha resultado un riesgo que no vale la pena correr. —El que hablaba no era tanto el Sebastián que Jennsen conocía, como Sebastián, el estratega de la Orden—. Es mejor para nosotros retirarnos y pelear otro día en nuestros términos, no con los suyos. El tiempo es aliado nuestro, no suyo.
En silenciosa furia, el emperador inició la marcha hacia su ejército en peligro a la vez que consideraba el consejo de Sebastián. No había modo de saber cuántos hombres acababan de morir.
—Esto es cosa de lord Rahl —murmuró Jagang—. Hay que matarlo. En nombre del Creador, hay que matarlo.
Jennsen sabía que ella era la única que podía llevar a cabo tal cosa.
22
Jennsen caminaba de un lado a otro por la tienda tenuemente iluminada, sus pisadas silenciosas sobre las opulentas alfombras del emperador. Una Hermana velaba cerca de la entrada, asegurándose de que nadie entraba en la tienda para molestar al emperador, o, más importante, para hacerle daño. Fuera, un enorme contingente de guardias, que incluían a más Hermanas, patrullaba la zona. De vez en cuando, la Hermana situada junto a la entrada echaba una ojeada a Jennsen mientras ésta iba de un lado a otro.
Ir de un lado a otro era todo lo que podía hacer. Sus tripas eran un doloroso nudo de preocupación por Sebastián. Éste había perdido el conocimiento durante la larga cabalgada de vuelta al campamento y la hermana Perdita dijo que corría peligro de perder la vida, Jennsen no podía soportar la idea de perderlo. Él era todo lo que tenía.
El emperador Jagang también estaba grave tras haber perdido tanta sangre y luego tener que soportar la larga y dura cabalgada de vuelta con los destrozados restos de la caballería de élite, pero había negado a retrasar su regreso por ningún motivo, ni siquiera su propio bienestar, jamás pensó en sí mismo, sólo en regresar junto a su ejército. Los dos hombres estaban finalmente a salvo en los confines de las tiendas del emperador, atendidos por las Hermanas de la Luz. Jennsen había querido permanecer al lado de Sebastián, pero las Hermanas la habían echado.
El emperador había empeorado aún más al ver el estado de su ejército. Y se había mostrado dispuesto a matar a cualquiera que le diera una excusa. Jennsen podía comprender su colérico estado.
La telaraña de luz se había encendido cerca de la parte central del campamento. Incluso tantas horas después del hecho, en el lugar seguía reinando una confusión total.
Muchas unidades se habían dispersado, preparándose para la posibilidad de un ataque inminente. Otras, se sospechaba, sencillamente habían huido a las colinas. En la zona donde había prendido la telaraña de luz no había nada, aparte de una enorme depresión de terreno ennegrecido. En el caos resultante, nadie había podido determinar cuántos habían resultados muertos. Era casi imposible, con tantos hombres muertos o desperdigados por ahí, hacer un recuento exacto de unidades, y mucho menos de individuos, pero no podía negarse que la devastación era asombrosa.
Jennsen había oído sin querer cuchicheos sobre más de medio millón de hombres convertidos en polvo en un instante, y quizá tantos como el doble de ese número. Al final, el número de muertos podría resultar ser mucho más elevado; había una cantidad incalculable de soldados gravemente heridos, hombres quemados o cegados, hombres con extremidades arrancadas por escombros volantes, hombres parcialmente aplastados por pesados carromatos y equipos que se habían desplomado sobre ellos, hombres que habían quedado sordos, hombres tan desquiciados, tan aturdidos, que se limitaban a mirar fijamente, sin parpadear, al vacío. No habla suficientes cirujanos castrenses o Hermanas de la Luz para empezar siquiera a atender a la más mínima parte de los heridos. Con cada hora transcurrida, miles de aquellos que habían sobrevivido al estallido inicial morían debido a sus heridas.
Aunque el golpe asestado había sido impresionante, éste no fue fatal para la gran bestia que era el ejército de la Orden Imperial. El campamento era inmenso, y precisamente debido a su vastedad, gran parte de él había sobrevivido. Según el emperador, era sólo cuestión de tiempo que se reemplazara a los muertos con nuevas tropas, y entontes lanzaría a sus hombres en busca de venganza sobre la gente del Nuevo Mundo.
Jennsen empezaba a comprender por qué Sebastián se había mostrado siempre tan firme respecto a que toda la magia acabara siendo eliminada. No existía ningún bien que a ella se le ocurriera que pudiera compensar tal maldad. Esperó que la magia al menos le perdonara la vida a Sebastián.
No obstante la convicción del emperador de que sus fuerzas no tardarían en recuperarte, tenían tiempos difíciles ante ellos. Gran parte de la comida había sido destruida, junto con enormes cantidades de equipos y armas, Las tiendas de todo el campamento habían resultado como mínimo derribadas. Era una noche fría y muchos hombres estarían expuestos a los elementos. Por suerte, incluso a pesar de que la tienda del emperador había sido tumbada, los hombres habían podido volver a alzarla para el emperador herido y Sebastián.
Jennsen paseaba de un lado a otro, ardiendo, no sólo de preocupación, sino de cólera. Dudaba de que hubiera vivido jamás un monstruo mayor que Richard Rahl. Sin duda, ningún hombre en solitario había sido jamás la causa de tanto padecimiento en el mundo. Le resultaba inconcebible que nadie pudiera poseer un ansia de poder tal que le hiciera liderar una causa capaz de asesinar a tanta gente. No concebía en qué modo Richard Rahl podía ser una parte de la Creación; seguramente, era el discípulo del Custodio.
La torturante aprensión que sentía hizo correr lágrimas por sus mejillas, y la muchacha rezó con fervor a los buenos espíritus pidiendo que Sebastián no muriera, pidiendo que las Hermanas pudieran curarlo.
Presa de una preocupación angustiosa, interrumpió su deambular y se inclinó sobre una mesa que no había visto la última vez que había estado en la tienda. Cuando la tienda había caído, la habían vuelto a levantar a toda prisa, y aquella mesa, probablemente procedente de las escancias privadas del emperador, al parecer no se había vuelto a colocar en su ubicación correcta. Había una pequeña estantería en la parte posterior del tablero.
Buscando algo que pudiese distraer su mente del dolor de la ansiedad, mientras esperaba noticias sobre Sebastián, Jennsen recorrió rápidamente con las vista los viejos libros. No comprendía las palabras escritas en ninguno de ellos, pero por algún motivo, no obstante, uno en particular atrajo su atención, algo en el ritmo de las extranjeras palabras. Extrajo el libro y lo giró hacía la luz de las velas, intentando leer el título. Deslizó las yemas de los dedos sobre las cinco palabras doradas de su capa. No tenían sentido para ella, sin embargo parecían en cierto modo casi conocidas.
Jennsen lanzó un grito ahogado de sorpresa cuando la Hermana, que había estado en el otro extremo junto a la puerta, le quitó el libro de las manos.
—Pertenecen al emperador Jagang. Además de ser viejos y muy frágiles, son bastante valiosos. A su Excelencia no le gusta que nadie toque sus libros.
Jennsen observó que la mujer inspeccionaba el libro en busca de algún daño.
—Lo siento. No quería hacer nada malo.
—Eres una invitada muy especial, y se no han dado instrucciones para que te concedamos todos los privilegios, pero éstos son los libros más preciados de su Excelencia. Es un hombre de gran saber. Colecciona libros. Como invitada, creo que deberías respetar sus deseos de que nadie excepto él los toque.
—Por supuesto, no lo sabía. Lo siento.
Jennsen se mordisqueó el labio mientras miraba atrás, a la cortina corrida en la parte trasera, donde se ocupaban de Sebastián. Deseó que le llegara alguna noticia. Se giró de nuevo hacia la Hermana.
—Solo me sentía perpleja porque jamás he visto tales palabras.
—Están en el idioma del país natal del emperador.
—¿de veras? —Jennsen indicó con la mano el libro que la mujer estaba devolviendo a su lugar—. ¿Sabes lo que dice?
—No conozco el idioma muy bien, pero... deja que mire si puedo averiguarlo.
Bajo la tenue luz, la Hermana miró el libro con ojos entrecerrados durante un rato, moviendo los labios en silencio mientras llevaba a cabo la traducción antes de deslizar finalmente el libro de vuelta a su lugar.
—Pone: Los Pilares de la Creación.
—Los Pilares de la Creación... ¿Qué puedes decirme sobre un libro así?
La mujer se encogió de hombros.
—Hay un lugar en el Viejo Mundo al que se denomina con ese nombre. Yo diría que el libro debe de tratar sobre eso.
Antes de que Jennsen pudiera preguntar nada más. la hermana Perdita salió de improvisto de detrás de la partición posterior de la tienda, con las velas proyectando fuertes sombras sobre su rostro sombrío.
Jennsen corrió a su encuentro.
—¿Cómo están? —preguntó en un susurro apremiante—. Los dos se pondrán bien, ¿verdad?
La mirada de la hermana Perdita fue a la Hermana que acababa de volver a colocar el libro en su sitio.
—Hermana, las demás te necesitan. Por favor, ve a ayudarlas.
—Pero su Excelencia me dijo que custodiara...
—Su excelencia es quien necesita la ayuda. La curación no va bien. Ve y ayuda a las Hermanas.
Al oír aquello, la mujer asintió y marchó a toda prisa a la parte trasera.
—¿Por qué no va bien la curación? —preguntó Jennsen después de que la otra Hermana hubiera desaparecido tras la cortina.
—Una curación que se inicia y luego se interrumpe, como sucedió con la del emperador Jagang, crea problemas excepcionales: en especial puesto que la Hermana que la inició está muerta. Cada persona aporta habilidades únicas a la tarea, así que ponerse a ello más tarde e intentar desentrañar cómo se inició exactamente, y lo que es más acrecentado, hace que la curación sea mucho más difícil y delicada. —Le dedicó una leve sonrisa—. Pero estamos seguras de que su Excelencia estará perfectamente. Es sólo una cuestión de un poco de trabajo concentrado por parte de las Hermanas de la Luz. Imagino que dedicarán a ello la mayor parte de la noche. Por la mañana, estoy segura de que todo estará bajo control y el emperador estará tan fuerte como siempre.
—¿Y Sebastián? —preguntó Jennsen, tragando saliva.
La hermana Perdita la evaluó con una mirada fría e inescrutable.
—Yo diría que eso depende de ti.
—¿de mí? ¿A qué te refieres? ¿Qué tengo que hacer para curarlo?
—Todo.
—Pero ¿qué podría necesitar de mí?... No tienes más que pedirlo. Haré cualquier cosa. Por favor, tenéis que salvar a Sebastián.
La Hermana frunció los labios mientras juntaba las manos.
—Su recuperación depende de tu compromiso para eliminar a Richard Rahl.
Jennsen se sintió perpleja.
—Bueno, sí, por supuesto, quiero eliminar a Richard...
—He dicho compromiso, no palabras. Necesito más que simples palabras.
Jennsen se la quedó mirando de hito en hito.
—No comprendo. He realizado un viaje largo y peligroso para venir aquí y poder obtener así la ayuda de las Hermanas de la Luz de modo que pueda acercarme lo suficiente a lord Rahl para hundir mi cuchillo en su corazón.
La hermana Perdita sonrió con aquella terrible sonrisa suya.
—Bien pues, si eso es cierto, entonces Sebastián no debería de tener nada de lo que preocuparse.
—Por favor, Hermana, simplemente dime qué quieres.
—Quiero a Richard Rahl muerto.
—Entonces compartimos el mismo objetivo. Y me aventuraría a decir que me siento más motivada a ello de lo que tú jamás podrías estarlo.
La mujer enarcó una ceja.
—De veras. El emperador Jagang dijo que a la Hermana que intentaba curarlo, arriba en el palacio, la mató fuego de mago.
—Es cierto.
—¿Y viste al hombre que lo hizo?
A Jennsen le pareció extraño que la hermana Perdita no preguntara como era que a ella no le había matado el fuego de mago.
—Era un anciano. Flaco, con cabello blanco ondulado que sobresalía todo desaliñado.
—El Primer Mago Zeddion Zu'l Zorander —dijo la Hermana con un venenoso siseo.
—Sí —respondió Jennsen—. Oí que alguien lo llamaba mago Zorander. No le conozco.
La hermana Perdita le dirigió una mirada iracunda.
—El mago Zorander es el abuelo de Richard Rahl.
Jennsen se quedó boquiabierta.
—No lo sabía.
—Sin embargo, he aquí que había un mago haciendo todo este daño, que casi mata al emperador Jagang, y tú... que afirmas estar tan decidida... no lo mataste.
Jennsen extendió las manos con frustración.
—Pero, pero, lo intenté. Escapó. Estaban sucediendo tantas cosas...
—¿Y piensas que será más fácil matar a Richard Rahl? Las palabras son fáciles. ¡Cuando se trata de auténtico compromiso, ni siquiera pudiste detener la amenaza que significaba su anciano y tambaleante abuelo!
Jennsen se negó a ceder a las lágrimas. Fue toda una lucha. Se sentía estúpida y avergonzada.
—Pero...
—Viniste aquí en busca de la ayuda de las Hermanas. Dijiste que querías matar a Richard Rahl.
—Lo quiero, pero qué tiene eso que ver con Sebastián...
La hermana Perdita alzó un dedo, exigiendo silencio.
—Sebastián está en grave peligro. Lo golpeó una peligrosa forma de magia lanada por una hechicera muy poderosa. Esos fragmentos de magia siguen dentro de él. Si no se hace nada, lo matarán en poco tiempo.
—Por favor, debéis daros prisa entonces...
Una expresión indignada silenció a Jennsen.
—Esa magia es también peligrosa para nosotras, para aquellas que intentamos curarlo. Para nosotras, las Hermanas, intentar retirar esos fragmentos de magia incrustados pone en peligro nuestras vidas, además de la suya. Si tenemos que arriesgar la vida de las Hermanas, entonces quiero a cambio tu compromiso de matar a Richard Rahl.
—¡Cómo puedes poner una condición a la vida de un hombre!
La Hermana se irguió desdeñosa.
—Tendremos que dejar que muchos otros mueran para dedicar la cantidad de Hermanas y el tiempo necesario para curar a éste único hombre. ¿Cómo te atreves a pedirnos eso? ¿Cómo te atreves a pedirnos que dejemos morir a otros para que tu amante pueda vivir?
Jennsen no tenía respuesta a una pregunta tan terrible.
—Si hemos de hacer esto, tiene que ser por algo más valioso que esas vidas que se perderán sin nuestra ayuda. Ayudar a este único hombre tiene que valer algo. ¿Esperarías menos? ¿No querrías tú lo mismo? A cambio de que salvemos a este hombre tan valioso para ti...
—¡Es valioso para vosotras, también! ¡Para la Orden Imperial! ¡Para vuestra causa! ¡Para vuestro emperador!
La hermana Perdita aguardó para ver si Jennsen callaba de una vez. Cuando la mirada furiosa de la muchacha titubeó, y finalmente descendía, la Hermana prosiguió:
—Ningún individuo es impórtame excepto por aquello de valor con lo que pueda contribuir para los demás. Únicamente tú puedes proporcionarle ese valor. Para que salvemos a ese hombre que tanto quieres, debo tener a cambio tu compromiso incondicional de detener a Richard Rabí de una vez por todas. Tu compromiso material a matarlo.
—Hermana Perdita, no tienes la menor idea de lo mucho que deseo matar a Richard Rahl. —Las manos de Jennsen se convirtieron en puños—. Ordenó el asesinato de mi madre, que murió en mis brazos. Su mandato hizo que el emperador Jagang casi acabara muerto. ¡Richard es responsable de la herida de Sebastián! ¡De provocar sufrimiento más allá de lo imaginable! ¡De incalculables asesinatos! ¡Quiero ver muerto a Richard Rahl!
—Entonces deja que liberemos a la voz.
Jennsen retrocedió conmocionada.
—¿Qué?
—Grushdeva.
Los ojos de Jennsen se desorbitaron al escuchar la palabra en voz alta.
—¿Dónde has oído eso?
Una sonrisita ufana se instaló cómodamente en el rostro de la hermana Perdita.
—Lo he oído de ti, querida.
—Yo nunca...
—En la cena con su Excelencia. Te preguntó por qué deseabas matar a tu hermano, cual era tu razón, tú propósito. Dijiste: «Grushdeva».
—Jamás dije tal cosa.
La sonrisita burlona de agrió en una de condescendencia.
—Ah, pero sí que lo hiciste. ¿Vas a mentirme? ¿A negar que te han susurrado la palabra en la mente? —Al ver que Jennsen permanecía en silencio, la hermana Perdita prosiguió—. ¿Sabes lo que significa? ¿Esa palabra, Grushdeva?
—No —respondió Jennsen con un hilillo de voz.
—Venganza.
—¿Cómo lo sabes?
—Conozco esa lengua.
Jennsen se quedó rígida, con los hombros contraídos.
—¿Qué propones exactamente?
—¿Qué va a ser? Te estoy proponiendo salvar la vida de Sebastián.
—Pero ¿qué más?
La hermana Perdita se encogió de hombros.
—Algunas de las Hermanas te llevaremos fuera, a un lugar tranquilo, donde podamos estar a solas, mientras algunas de nosotras permanecen aquí y salvan la vida de Sebastián, como quieres tú. Por la mañana, él estará mejor, y entonces tú y él podréis marchar a matar a Richard Rahl. Viniste aquí en busca de nuestra ayuda. Estoy proponiendo darte esa ayuda. Con lo que hagamos por ti, serás capaz de llevar a cabo tu tarea.
Jennsen tragó saliva. La voz estaba extrañamente silenciosa. Ni una palabra. Resultaba en cierto modo más espantoso que estuviera callada.
—Sebastián se muere. Le quedan sólo unos instantes antes de que sea demasiado tarde para que podamos salvarlo. ¿Sí o no, Jennsen Rahl?
—Pero, y si...
—¡Sí o no! Te has quedado sin tiempo. Sí quieres matar a Richard Rahl, si quieres salvar a Sebastián, entonces no tienes más que pronunciar una palabra. Hazlo ahora, o desea eternamente haberlo hecho.
23
Una vez que ataron los caballos, Jennsen frotó la frente de Robín. Con los dedos temblorosos, pasó la otra mano a lo largo de la parte inferior de la quijada mientras presionaba un lado del rostro contra el hocico del animal.
—Sé una buena chica hasta que regrese —susurró.
Robín relinchó suavemente en respuesta a las cariñosas palabras. A Jennsen le gustaba imaginar que la yegua podía entender sus palabras. Por el modo en que su cabra, Betty, siempre había ladeado la cabeza e inmovilizado la pequeña cola erguida cuando Jennsen le confiaba sus temores más íntimos, ella había creído firmemente que su peluda amiga de cuatro patas podía entender cada palabra.
Jennsen atisbó a lo alto, a las ramas con aspecto de garras que se balanceaban en la queda luz de una luna llena oculta por un lechoso velo de nubes etéreas que cruzaban el cielo, como reuniéndose para dar silencioso testimonio.
—¿Vienes?
—Si, hermana Perdita.
—Date prisa, pues. Las demás estarán esperando.
Jennsen siguió a la mujer en su ascensión por una ladera. El suelo cubierto de musgo estaba recubierto de hojas secas de roble y de una capa de ramas pequeñas. Raíces que emergían aquí y allá de la suelta marga proporcionaban suficientes puntos de apoyo para escalar la empinada elevación. En lo alto, el terreno se allanó. El vestido gris oscuro de la Hermana la hacía casi desaparecer mientras avanzaba al interior de la espesa maleza. Para ser una mujer con unos huesos tan grandes, Jennsen reparó en que la Hermana se movía con inquietante gracilidad.
La voz permanecía silenciosa. En momentos de tensión como aquél la voz siempre le había susurrado. Ahora estaba callada. Jennsen siempre había deseado que la voz la abandonara. La muchacha había llegado a comprender lo aterrador que tal silencio podía ser.
La luna llena, al estar sólo débilmente oscurecida, proporcionaba luz suficiente para que te abrieran paso. Jennsen podía ver su propio aliento en el aire frío mientras seguía a la Hermana a la zona más espesa del bosque, entre las bajas ramas extendidas de balsaminas y piceas. Siempre se había sentido a gusto en el bosque, pero, de algún modo, seguir a una Hermana al interior del bosque no le proporcionaba la misma sensación reconfortante.
Preferiría estar sola que en compañía de la adusta mujer. Desde el momento en que Jennsen le había dicho la única palabra que le salvaría la vida a Sebastián, la hermana Perdita había adoptado una conducta de franca superioridad, desprovista de toda tolerancia. Estaba ahora firmemente al mando, y segura de que Jennsen lo sabía.
Al menos había mantenido su palabra. Tan pronto como Jennsen le había dado la suya, la hermana Perdita había puesto a toda prisa a otras Hermanas a salvarle la vida a Sebastián. Mientras otras Hermanas eran enviadas por delante para preparar lo que fuera que tenían que preparar, a Jennsen se le permitió echar una breve mirada a Sebastián para que tuviera la seguridad de que se estaba haciendo todo lo posible por salvarlo.
Antes de abandonar su lado, Jennsen se había inclinado y había besado con suavidad sus hermosos labios, deslizado la mano con ternura por encima de las blancas púas de cabello y rozado dulcemente con los labios sus cerrados ojos azul cielo. Había mustiado una oración para que su madre, junto con los buenos espíritus, velara por él.
La hermana Perdita no la había detenido ni le había dado prisas, hasta que terminó, momento en que tiró hacia atrás de Jennsen y le susurró a las Hermanas, apelotonadas alrededor de él, se les debía permitir hacer su trabajo.
En el camino al exterior, a Jennsen le habían permitido introducir la cabeza en la cámara privada del emperador, y allí vio a cuatro Hermanas muy inclinadas sobre la pierna herida. El emperador estaba inconsciente. Las cuatro Hermanas que trabajaban febrilmente en el emperador parecían sentir dolor ellas mismas, llevándose en ocasiones las manos a la cabeza, presas de terrible sufrimiento. Jennsen no había sabido, hasta que vio a las cuatro Hermanas y la hermana Perdita se lo explicó, lo desagradablemente difícil que podía ser el acto de curar. De todos modos, las Hermanas no temían que la vida del emperador corriera un peligro inmediato, como lo temían en el caso de Sebastián. Jennsen sostuvo una rama de balsamina hacia atrás, fuera de su camino, mientras seguía a la Hermana más al interior del ominoso bosque.
—¿Por qué tenemos que alejarnos tanto del campamento? —susurró Jennsen, pues el trayecto a caballo parecía haber durado horas.
La cola de cabello de las hermana Perdita cayó al frente sobre su hombro cuando miró atrás, como si se tratara de una pregunta particularmente idiota.
—Para que podamos estar solas a fin de hacer lo que debe de hacerse.
Jennsen quiso preguntar qué debía hacerse, pero sabía que la Hermana no se lo diría. La mujer había hecho a un lado todas las preguntas con evasivas. Dijo que Jennsen había dado su palabra, y ahora era su deber mantener su parte del trato; hacer lo que le dijeran hasta que aquello finalizara.
Jennsen intentó no pensar en lo que podría esperarla En su lugar, puso su mente a pensar en marchar por la mañana con un Sebastián rebosante de salud, en volver a estar fuera en los caminos, fuera en el campo, lejos de toda la gente. Lejos de los soldados de aspecto sombrío de la Orden Imperial.
Sabía que los soldados llevaban a cabo un trabajo inestimable al combatir a lord Rahl pero, con todo, no podía evitar que aquellos hombres le pusieran la carne de gallina. Se sentía nerviosa como un cervatillo al ser observado por una jauría de lobos babeantes. Sebastián no lo comprendía cada vez que ella intentaba expresarlo en palabras para él. Él era un hombre; la muchacha suponía que no podía comprender lo que se sentía al recibir miradas lascivas. ¿Cómo podía ella hacerle comprender que resultaba sobrecogedor ser observada por hombres como aquellos, hombres con sonrisas libidinosas y ojos salvajes?
Sé si limitaba a hacer lo que decía la hermana Perdita, entonces, por la mañana, Sebastián y ella podrían marchar. Cualquiera que fuese la ayuda que planeaban las Hermanas, estas al menos le habían asegurado que le sería más fácil matar a Richard Rahl. Eso era todo lo que le importaba a Jennsen en aquellos momentos. Si por fin podía matar a lord Rahl, ella sería libre. Su vida sería suya. Y si aquello jamás llegaba a cumplirse para ella, al menos el resto del mundo estaría a salvo de un carnicero de proporciones monstruosas.
Habían dejado a los caballos entre árboles de ramas desnudas: robles en su mayoría. Puesto que los arboles aún no tenían hojas, el bosque había aparecido despejado al principio, pero avanzaron sin pausa al interior de bosques más espesos de balsaminas, piceas y pinos, muchos con ramas gruesas que bordeaban los troncos hasta alcanzar el suelo. Aunque los imponentes pinos crecían de ramas bajas, las extensas copas cerraban el paso a la débil luz de la luna. Jennsen iba detrás de la Hermana, contemplando cómo se introducía cada vez más en el interior del silencioso y lúgubre bosque.
Jennsen había pasado gran parte de su vida en bosques y podía seguir el rastro dejado por una ardilla. La hermana Perdita avanzaba con toda la certeza de quien sigue un camino, sin embargo no había ningún sendero que Jennsen pudiera detectar. El suelo estaba cubierto con la basura propia de un bosque; nada de ello lo había desplazado nadie al pasar. Vio ramitas que yacían tal como habían caído, hojas secas intactas, musgos delicados que ningún pie había hollado. Por todo lo que Jennsen sabía, la Hermana y ella se abrían paso por un bosque virgen sin un motivo ni un destino, sin embargo sabía por el modo deliberado en que su acompañante se movía que ésta debía de tener uno, incluso si sólo ella lo veía.
Y entonces, Jennsen captó un sonido quedo que flotaba entre el espeso bosque, y vio un rubor de luz en la parte inferior de unas ramas situadas más adelante. El aire helado tenía un algo extraño y desagradable, como el leve aroma de la podredumbre, y con un nauseabundo vestigio dulzón en él.
Mientras seguía a la hermana Perdita a través de gruesos y pocos espaciados árboles de hoja perenne, Jennsen empezó a oír unas voces unidas en un cántico bajo, rítmico y gutural. No conseguía entender las palabras, pero resonaron profundamente en su pecho, y la insólita cadencia le resultó inquietantemente familiar en el fondo de su mente. Incluso sin escuchar las palabras individuales, el salmodiarlas casi parecía sé lo que proporcionaba el hedor al aire. Las palabras, peculiares pero inquietantemente íntimas, le produjeron náuseas.
La hermana Perdita se detuvo para mirar atrás, para asegurarse de que su pupila no flaqueaba. Jennsen vio que la tenue luz de la luna se reflejaba en el aro que atravesaba el labio inferior de la mujer. Todas las hermanas llevaban uno. A Jennsen la costumbre le parecía repugnante, incluso aunque fuera para demostrar su lealtad.
Cuando la hermana Perdita sostuvo una rama baja de balsamita a un lado para ella, Jennsen pasó al otro lado. Oír las voces que salmodiaban más allá hacía latir con fuerza su corazón. Vio un claro en el bosque que permitía una vista despejada del cielo y la luna en lo alto.
Jennsen echó una ojeada a la expresión severa de la Hermana, luego siguió adelante. Ante ella se extendía un amplio círculo de velas. Las velas habían sido colocadas tan juntas que casi parecía un círculo de fuego invocado para detener a demonios. Justo en el interior de las velas, se había trazado un circulo en el suelo, desnudo, con lo que parecía arena blanca, que relucía a la luz de la luna. Alrededor, en el interior del círculo, trazados con la misma extraña arena blanca, había símbolos geométricos que Jennsen no reconoció.
Siete mujeres estaban sentadas en círculo en el exterior de la centelleante arena. Había un lugar que parecía que debía de ocuparlo alguien pero que estaba vacío, sin duda destinado a la hermana Perdita. Las mujeres tenían los ojos cerrados mientras salmodiaban en el extraño idioma. La luz de la luna se reflejaba en los aros que perforaban sus labios inferiores mientras ellas pronunciaban las chirriantes palabras guturales.
—Tú tienes que sentarte en el centro del círculo —dijo la hermana Perdita en voz baja—. Deja tus ropas aquí.
Jennsen dirigió la mirada a los duros ojos de la mujer.
—¿Qué?
—Quítate la ropa y siéntate en el centro, de cara a la brecha en el círculo.
La orden fue pronunciada con tan fría autoridad que Jennsen comprendió que no tenía otra opción que obedecer. La hermana tomó su capa, luego observó en silencio. Después de que el vestido resbalara al suelo, Jennsen se abrazó los hombros en carne de gallina. Los dientes le repiqueteaban, pero era por algo más que el simple frio. Al ver la silenciosa mirada furiosa de la mujer, Jennsen tragó saliva y luego se quitó el resto de las prendas a toda prisa.
La hermana Perdita le dio un golpecito con un dedo.
—Ve.
—¿Qué estoy haciendo?
A Jennsen su propia voz le sonó sorprendentemente poderosa.
La hermana Perdita consideró la pregunta durante un momento antes de responder:
—Vas a matar a Richard Rahl. Para ayudarte, vamos a abrir una brecha en el velo para acceder al inframundo.
Jennsen negó con la cabeza.
—No. No, yo no voy a hacer tal cosa.
—Todo el mundo lo hace. Cuando mueres, cruzas el velo. La muerte es parte de la vida. Para poder matar a lord Rahl, vas a necesitar ayuda. Te estamos dando esa ayuda.
—Pero el inframundo es el mundo de los muertos. No puedo...
—Puedes y lo harás. Ya has dado tu palabra. Si no haces esto, ¿a cuantas más seguirá asesinando lord Rahl? Harás esto, o tendrás la sangre de más víctimas en tus manos. Si rehúsas, estarás invocando la muerte de innumerables personas. Tú, Jennsen Rahl, estarás ayudando a tu hermano. Tú, Jennsen Rahl, abrirás de par en par las puertas de la muerte y permitirás que toda esa gente muera. Tú, Jennsen Rahl, serás la discípula del Custodio. Te estamos pidiendo que tengas el valor de rechazar eso, y envíes la muerte a lord Rahl.
Jennsen se estremeció, con lágrimas corriendo por su rostro, mientras consideraba el terrible desafío de la hermana Perdita, su terrible elección. La muchacha rezó a su madre, preguntándole qué haría ella, pero no llegó ninguna señal para ayudarla. Incluso la voz permanecía callada.
Jennsen pasó por encima de las velas.
Tenía que hacerlo. Tenía que poner fin al dominio de Richard Rahl.
Afortunadamente, el centro de toda cuidadosa disposición al menos estaba oscuro. A Jennsen le mortificaba estar desnuda ante desconocidos, incluso aunque se tratara de mujeres, pero aquél era el menos de sus temores en aquel momento.
Al cruzar el círculo de reluciente arena blanca, sintió que el lugar era espantosamente más frio, como si estuviera penetrando en las garras de un invierno viviente. Tiritó y se estremeció, abrazándose a sí misma, mientras se encaminaba al centro del círculo de mujeres.
Por el centro había una Gracia hecha con la misma arena blanca, que centelleaba a la luz de la luna. Se quedó de pie con los ojos fijos en ella, un símbolo que ella misma había dibujado muchas veces, aunque su mano no estaba guiado por el don.
—Siéntate —dijo la hermana Perdita.
Jennsen lanzó un grito ahogado. La mujer estaba justo detrás de ella. Cuando presionó sobre los hombros de la muchacha, está se dejó caer al suelo, sentándose con las piernas cruzadas en el centro de la estrella de ocho puntas del centro de la Gracia. Reparó, entonces, en que cada una de las Hermanas estaba sentada en la extensión de un rayo que surgía de cada punta de la estrella, excepto por el que estaba colocado justo en frente. Aquel lugar estaba vació.
Jennsen permaneció sentada, tiritando, en el centro del círculo mientras las Hermanas de la Luz empezaban de nuevo su quedo cántico.
El boque era oscuro y lóbrego, los árboles desprovistos de hojas. Las ramas entrechocaban bajo el viento como los huesos de los muertos que Jennsen temía que las Hermanas estuvieran invocando.
La salmodia se detuvo de improvisto. En lugar de sentarse en el único lugar libre que quedaba en el círculo de Hermanas, como Jennsen había pensado, la hermana Perdita permaneció de pie detrás de ella y pronuncio palabras cortas y agudas en un idioma desconocido.
En algunos puntos de largo sonsonete del discurso, la hermana Perdita ponía énfasis en una palabra —Grushdeva— y extendía el brazo al frente por encima de la cabeza de Jennsen, arrojando polvo. El polvo se encendía con un potente rugido que hacía dar un brinco a Jennsen cada vez que la mujer lo hacía, la fuerte iluminación bañando brevemente a las Hermanas en la luz de la bamboleante llamarada.
Al encender el fuego, las siete Hermanas decían como con una única voz:
—Tu wash misht. Tu vask misht. Grushdeva du kalt misht.
Jennsen advirtió que la voz pronunciaba esas palabras en su mente junto con las hermanas. Era a la vez aterrador y reconfortante que la voz hubiese regresado. La ansiedad cuando la voz se había quedado extrañamente silenciosa había sido insoportable.
—Tu wash misht. Tu vask misht. Grushdeva du kalt misht.
Jennsen se sintió arrollada por el silencio de la salmodia, y a medida que proseguía, también tranquilizada. Pensó en qué era lo que la había conducido a ese punto, en el terror que había sido su vida, desde el momento en que cumplió seis años y huyó del Palacio del Pueblo con su madre, pasando por todas las veces que lord Rahl se había acercado y habían huido para salvar la vida, hasta aquella espantosa noche de lluvia en que los hombres de lord Rahl estuvieron en su casa. Jennsen sintió que le corrían lágrimas por las mejillas al pensar en su madre allí en el suelo, muriéndose. Al pensar en Sebastián peleando valientemente. Al pensar en las últimas palabras de su madre, y en haber tenido que huir y dejar a su madre allí en el suelo ensangrentado. Jennsen gritó, impelida por la terrible angustia de todo ello.
—Tu wash misht. Tu vask misht. Grushdeva du kalt misht.
Jennsen lloró entre sollozos incontrolables. Echaba de menos a su madre. Temía por Sebastián. Se sentía tan terriblemente sola en el mundo. Había visto morir a tanta gente. Quería que finalizara. Quería que pasara.
—Tu wash misht. Tu vask misht. Grushdeva du kalt misht.
Cuando alzó los ojos, a través de su visión llorosa, vio algo oscuro sentado en el lugar situado ante ella que momentos antes había estado vacío. Los ojos de aquella cosa brillaban como la luz de las velas. Jennsen clavó la mirada en aquellos ojos, como si mirara al interior de la voz misma.
—Tu wash misht, Jennsen. Tu vask misht, Jennsen —dijo la voz ante ella y en su cabeza con una voz queda y mascullante—. Ábrete a mí, Jennsen. Ábrete para mí.
Jennsen era incapaz de moverse bajo la refulgente mirada de aquellos ojos. Aquella era la voz, sólo que no estaba en su cabeza. Era la voz situada frente a ella.
La hermana Perdita, detrás de Jennsen, volvió a arrojar su polvo, y en esa ocasión, al encenderse, iluminó a la persona de ojos refulgentes sentada allí.
Era la madre de Jennsen.
—Jennsen —susurró dulcemente su madre—. Sunangie.
—¿Qué? —gimoteó Jennsen, conmocionada.
—Entrega.
Las lágrimas brotaron en un torrente incontrolable.
—¡Mamá! ¡Ah, mamá!
Jennsen empezó a levantarse, empezó a ir hacia su madre, pero la hermana Perdita presionó con fuerza sobre sus hombros, manteniéndola en su lugar.
A medida que las arremolinadas llamas se alzaban y evaporaban, a medida que la luz se desvanecía, su madre desapareció en la oscuridad, y ante ella estaba la cosa con los ojos refulgentes como llamas de vela.
—Grushdeva du kalt misht. —masculló la voz.
—¿Qué? —lloró Jennsen.
—La venganza es a través de mi —gruño la voz, traduciendo—. Sunangie, Jennsen. Entrégate, y la venganza será tuya.
—¡Sí! —gimió Jennsen llena de inconsolable agonía—. ¡Sí! ¡Me entregó a la venganza!
La criatura sonrió de oreja a oreja, como una puerta al inframundo abriéndose.
Se alzó, una sombra vacilante, inclinándose al frente hacia ella. La luz de la luna brilló sobre sus músculos abultados mientras se estiraba, yendo hacia ella, casi como un felino, sonriendo y mostrando aquellos colmillos aterradores.
Jennsen ya no sabía qué hacer, excepto que ya había soportado todo lo que podía soportar, y quería que aquello terminara. Ya no podía soportarlo más. Quería matar a Richard Rahl. Quería venganza. Quería recuperar a su madre.
La criatura estaba justo delante de ella, un poder resplandeciente y una forma que estaba allí, pero no, en parte en este mundo y en parte en otro.
Jennsen vio entonces, más allá de la criatura, más allá del círculo de Hermanas y centelleante arena blanca y velas, formas enormes en las montañas, seres de cuatro patas. Había cientos de ellos, los ojos brillando amarillos en la oscuridad y con el aliento de sus gruñidos humeando. Parecía como si pudieran haber venido de otro mundo, pero estaban definitivamente en aquel en aquellos momentos.
—Jennsen —susurró la voz que flotaba a poca distancia sobre ella—. Jennsen —arrulló—. Jennsen.
Le mostró una sonrisa tan oscura como los ojos del emperador Jagang, tan oscura como una noche sin luna.
—Qué... —Mustió ella por entre las lágrimas—. ¿Qué son esas cosas de ahí fuera?
—Qué van a ser, la jauría de la venganza —susurró la voz íntimamente—. Abrázame, y la soltaré.
Los ojos de Jennsen se abrieron de par en par.
—¿Qué?
—Entrégate a mí, Jennsen. Abrázame, y soltaré a la jauría en mi nombre.
Jennsen fue incapaz de pestañear mientras se echaba hacía atrás, lejos de la criatura. Apenas podía respirar. Un sonido quedo, una especie de vibración ronroneante, surgió de la garganta de la criatura cuando se tendió sobre ella, clavando la vista en sus ojos.
Ella intentaba pensar en aquella palabrita, aquella palabrita importante. Estaba en alguna parte de su mente, pero mientras miraba fijamente a lo alto a aquellos ojos refulgentes, no podía pensar en ella. Su mente parecía estar paralizada. Quería aquella palabra, pero no estaba allí.
—Grushdeva du kalt misht. —arrulló la voz con aquel gruñido ronco y resonante—. La venganza es a través de mí.
—Venganza —mustió Jennsen, como atontada, en respuesta.
—Ábrete a mí, ábrete para mí. Entrégate. Venga a tu madre.
La criatura pasó un largo dedo sobre su rostro, y ella pudo percibir dónde estaba lord Rahl; como si pudiera sentir el vínculo que indicaba a otros donde estaba. Al sur. Lejos, en el sur. Ahora podría encontrarlo.
—Abrázame —mustió la voz a pocos centímetros de su rostro.
Jennsen estaba tumbada de espaldas. Advertirlo le sorprendió y la alarmó a la vez. No recordaba haberse tumbado sobre la espalda. Se sentía como si contemplara a otra persona hacer aquellas cosas. Se dio cuenta de que la criatura era la voz estaba arrodillada entre sus piernas abiertas.
—Entrega tu voluntad, Jennsen. Entrega tu carne —arrulló la voz—, y soltaré a la jauría para ti. Te ayudaré a matar a Richard Rahl.
La palabra había desaparecido. Perdida. Igual que ella... perdida.
—Yo... yo —tartamudeó mientras las lágrimas manaban de sus ojos desorbitados.
Abrázame, y la venganza será tuya. Richard Rahl será tuyo para que lo mates. Abrázame. Entrega tu carne, y con ella tu voluntad.
Ella era Jennsen Rahl. Se trataba de su vida.
—No.
Las Hermanas del círculo, gimieron presas de repentino dolor. Se llevaron las manos a los oídos, chillando angustiadas, aullando como perros de caza.
Los ojos que brillaban como la luz de las velas la miraron atentamente. La sonrisa regresó, en esta ocasión con vapor siseando entre sus húmedos colmillos.
—Entrégate, Jennsen —tronó la voz con una autoridad tan sobrecogedora que Jennsen pensó que podría aplastarla—. Entrega tu carne. Entrega tu voluntad. Y entonces tendrás venganza. Tendrás a Richard Rahl.
—No —dijo ella, retrocediendo mientras la cosa se estiraba más cerca de su cara; sus dedos se clavaron en la tierra—. ¡No! Entregaré mi carne, mi voluntad, si ése es el precio, si eso es lo que debo de hacer para liberar al mundo de la vida del bastardo asesino que es lord Rahl, pero no lo haré hasta que tú me des eso, primero.
—¿Un trato? —Siseó la voz, y el resplandor de sus ojos se tornó rojo— ¿Deseas hacer un trato conmigo?
—Ése es mi precio. Libera a tu jauría. Ayúdame a matar a Richard Rahl. Cuando tenga mi venganza, entonces me entregaré.
La criatura le dedicó una sonrisa de pesadilla.
Una lengua larga y fina serpenteó al exterior, lamiéndola, en una terrible e íntima promesa, ascendiendo por su cuerpo desde la desnuda entrepierna hasta llegar a los dos pechos. Un violento escalofrío la atravesó hasta la misma alma.
—Trato hecho, Jennsen Rahl.
24
Friedrich se abrió paso, zigzagueando, entre los gruesos pastos del borde del pequeño lago, intentando no pensar en lo hambriento que estaba, aunque por el modo en que le sonaban las tripas, no estaba teniendo mucho éxito. El pescado podría ser agradable para variar, pero había que cocinarlo, y primero tenía que pescar uno. Paseó la mirada por el borde del agua. Las ancas de rana también serían buenas, aunque, una comida a base de cecina sería más rápida. Deseó haber sacado una galleta seca de la mochila la última vez que se había detenido para hacer un descanso Al menos, de haberlo hecho, habría tenido algo que chupar.
En algunos lugares, una hierba más corta se inclinaba para cubrir el borde del lago como una piel verde. En otras partes había silenciosos grupos de altos juncos. A medida que el sol descendía tras las colinas bajas situadas más allá del lago, empezó a volverse sombría la zona situada entre los imponentes árboles, retorcidos por su avanzada edad, del otro lado del sendero. El aire estaba totalmente inmóvil, lo que permitía que el resplandor dorado del cielo occidental dorara la superficie de espejo del agua.
Friedrich se detuvo para descansar, estirando la espalda, mientras atisbaba en las sombras entre los árboles. Necesitaba una breve pausa para descansar las agotadas piernas mientras reflexionaba sobre si debía o no detenerse para pasar la noche y montar un refugio, o al menos sacar una galleta. Distinguía oscuras extensiones de aguas quietas entre los árboles con largas tiras de diáfano musgo colgando sobre ellas.
No era demasiado difícil viajar por el accidentado terreno, cuando el sendero se mantenía alejado de las hondonadas. Abajo, en las depresiones, tendía a ser cenagoso y era difícil avanzar por él. No le gustaban las zonas pantanosas. Le traían recuerdos dolorosos.
Friedrich asestó un manotazo a una pequeña nube de mosquitos que revoloteaban alrededor de su cara, luego movió un poco las correas de la mochila mientras intentaba decidir qué hacer acampar o seguir adelante. A pesar de que estaba cansado y dolorido tras un arduo día de viaje, se había vuelto más fuerte en su transcurso y ahora era más capaz de resistir los rigores de su nueva vida. Al menos, mucho más de lo que lo había sido al principio.
Mientras caminaba, Friedrich a menudo conversaba, mentalmente, con Althea. Se dedicaba a describirle todos los paisajes que veía, el terreno, la vegetación, el cielo, esperando que en aquel mundo del más allá pudiera oírlo y sonreír con su brillante sonrisa.
Con el día tocando a su fin, tenía que decidir qué hacer. No quería encontrarse viajando cuando estuviera demasiado oscuro. Había luna nueva, de modo que sabía que, una vez que se retirara el arrebol del atardecer, la oscuridad sería casi total. No había nubes, así que al menos la luz de las estrellas evitaría la asfixiante oscuridad que odiaba, esa clase de oscuridad en la que ni siquiera podía distinguir lo que estaba arriba de lo que estaba abajo. Esa era la peor. Era entonces cuando más solo se sentía.
Resultaba difícil viajar por zonas desconocidas sólo con la luz de las estrellas. En la oscuridad era fácil desviarse del sendero y acabar perdiéndose. Perderse significaría que por la mañana probablemente tendría que retroceder para encontrar un camino a través de una zona infranqueable, y al final eso le haría perder tiempo.
Sería sensato acampar. El clima era cálido, de modo que no necesitaría una fogata en realidad, aunque por alguna razón sentía que deseaba una. Pero con un fuego podría llamar la atención. No tenía ningún modo de saber quién podría andar por allí, y una fogata se podía ver a kilómetros de distancia. Sería mejor no encenderla, por mucho consuelo que pudiera proporcionar. Al menos brillarían las estrellas en el cielo.
Consideró, también, la posibilidad de que si seguía adelante el sendero tal vez se elevaría dentro de poco de las cenagosas tierras bajas y podría tropezar con un lugar mejor en el que acampar, un lugar sin tantas posibilidades de estar plagado de serpientes. Serpientes, en busca de calor, podrían escurrirse hasta allí para estar cerca de una persona dormida en el suelo. No le gustaría despertar y encontrarse con una serpiente acurrucada contra él bajo la manta. Friedrich se subió más la mochila sobre la espalda. Aún había luz suficiente para seguir adelante un rato más.
Antes de que pudiera volver a ponerse en marcha, oyó un leve sonido.
A pesar de que no fue fuerte, la inexplicable naturaleza de éste le hizo girar y mirar atrás, por el sendero, en dirección norte, la dirección de la que él venía. No pudo asignar el sonido a nada que le acudiera a la mente, a ninguna rana, ardilla o ave. Cuando aguzó el oído, todo volvió a quedar silencioso.
—Me estoy haciendo demasiado viejo para estas cosas —murmuró para sí mientras volvía a ponerse en marcha.
El otro motivo que lo acuciaba para seguir adelante, la razón que en realidad era la más importante, era que odiaba detenerse cuando estaba tan cerca. Desde luego, podía aún estar lo bastante lejos, quizá le faltaba una caminata de varios días —le resultaba difícil determinarlo con precisión—, pero también era posible que estuviera mucho más cerca. Si ése era el caso, detenerse para pasar la noche era una estupidez. El tiempo era esencial.
Podía andar un poco más. Todavía tenía tiempo de acampar, antes de que oscureciese demasiado. Supuso que podía seguir adelante hasta que no pudiese ver el sendero lo bastante bien como para seguirlo y luego prepararse un lugar donde dormir en la hierba, junto a lago; pero a Friedrich tampoco le entusiasmaba la idea de dormir a campo abierto junto a un sendero. Cuando estaba tan al interior del Viejo Mundo, y cuando no sabía si había patrullas por ahí. En los últimos días había estado viendo a bastantes tropas de la Orden patrullando.
Había evitado ciudades y pueblos, en su mayoría manteniéndose tan cerca como podía de una ruta en línea recta a través del Viejo Mundo. En varias ocasiones había tenido que cambiar esa ruta al variar el punto de destino. Mientras viajaba, Friedrich había intentado por todos los medios evitar a las tropas. Estar cerca de cualquier soldado de la Orden significaba que siempre existía la posibilidad de que lo detuvieran para interrogarlo. Si bien no estaba tan libre de sospecha como un granjero en su propia casa podría estado, sabía que un hombre de edad viajando solo no resultaba muy amenazador a grandullones soldados jóvenes y no era probable que levantara sospechas.
No obstante, también sabía, por retazos de conversaciones que había oído por casualidad cuando había estado en poblaciones, que la Orden Imperial no tenía reparos en torturar a la gente cuando les venía en gana. La tortura poseía la gran ventaja de suscitar siempre una confesión de culpabilidad, que demostraba el buen juicio del interrogador al haber tenido sospechas en un principio, y, si se deseaba, podía proporcionar los nombres de más conspiradores con «pensamientos equivocados», tal y como había oído contar. Un interrogador cruel jamás se quedaba sin trabajo o sin culpables que debieran ser castigados.
Al oír un chasquido agudo, Friedrich giró en redondo y se quedó quieto como una estatua. El cielo y el lago tenían un reflejo violeta. Las ramas de árboles sobresalían quietas y silenciosas, colgando sobre secciones del camino, como garras aguardando para agarrar viajeros cuando hubiese oscurecido lo suficiente.
Los bosques probablemente estaban repletos de criaturas que empezaban a salir de un largo sueño diurno para ir de caza por la noche. Búhos, ratones de campo, comadrejas, mapaches y otras criaturas se volvían más activos al oscurecer, Observó con atención, esperando para ver si volvía a oír el sonido. Nada se movió en la quietud crepuscular.
Friedrich se volvió otra vez hacia el camino y apresuró el paso. Sin duda era alguna criatura, hurgando entre los desperdicios del bosque, en busca de comida. Su respiración se apresuró con el incrementado esfuerzo. Trató de humedecerse la boca con la lengua, pero en realidad no servía de gran cosa. No obstante la sed que sentía, no quería detenerse para tomar un trago de agua.
Sabía que simplemente estaba imaginando cosas. Estaba en un país desconocido, junto a un bosque desconocido y empezaba a oscurecer. Por lo general no se asustaba tanto con los ruiditos de los bosques. Él había vivido en la ciénaga con Althea durante mucho tiempo, y sabía de bestias realmente espantosas; también conocía muchas cosas sobre la amplia variedad de aquellas criaturas que eran totalmente inocentes, que se limitaban a ocuparse de sus cosas. Eso era indudablemente inocente. Con todo, ya no se sentía cansado ni quería detenerse a pasar la noche.
Friedrich volvió la cabeza para mirar de reojo mientras caminaba a toda prisa por el sendero débilmente iluminado. Tenía la entraña sensación de que había algo detrás de él observándolo. La idea de ser observado le erizaba los pelos del cogote.
Siguió mirando pero no vio nada. Lo que fuera permanecía en silencio detrás de él. Comprendió que o estaba demasiado silencioso, o que su imaginación estaba demasiado activa.
Respirando pesadamente, con el corazón latiéndole con fuerza. Friedrich apresuró el paso. A lo mejor si se daba prisa, podría llegar finalmente allí, y no tendría que estar solo en la noche en el bosque. Volvió a echar un vistazo de reojo. Unos ojos lo observaban.
Lo sobresaltaron tanto que tropezó con sus propios pies y cayó cuan largo era al suelo. Se dio la vuelta precipitadamente para sentarse y colocarse mirando en la dirección de la que venía mientras retrocedía de espaldas sobre manos y pies.
Los ojos emboscados seguían allí. No lo había imaginado. Dos refulgentes ojos amarillos lo observaban desde el interior de la oscura penumbra del bosque.
En la inmóvil quietud, oyó un gruñido quedo mientras la bestia salía sigilosamente de las sombras a la sombría luz que brillaba entre el bosque y el lago. Era enorme: tal vez el doble del tamaño de un lobo, con un gran pecho y un cuello corto y ancho. Dio unos cuidadosos pasos, manteniendo la cabeza muy cerca del suelo mientras avanzaba, y sin que los refulgentes ojos se apartaran de él ni un momento.
La criatura iba de caza.
Con un grito, Friedrich se puso en pie a toda prisa y salió huyendo tan rápido como sus piernas podían llevarlo. Su edad importaba poco cuando lo propulsaba un terror como aquél. Una rápida ojeada de reojo reveló a la bestia saltando por el sendero detrás de él, acortando distancias con facilidad.
Peor aún, en aquella ojeada atrás, Friedrich vio más pares de relucientes ojos amarillos emergiendo del bosque para unirse a la persecución.
Salían para iniciar su cacería nocturna.
Friedrich era su presa.
La bestia aullante le golpeó la espalda con tal fuerza que le dejó sin aire en los pulmones. Cayó de bruces al suelo, golpeando con un gruñido, a la vez que patinaba sobre el polvo. Mientras intentaba huir gateando, la poderosa bestia saltó sobre él. Haciendo chasquear los dientes con furia, lo embistió y atrapo su mochila, desgarrándola en un enloquecido intento de alcanzar huesos y músculos.
Friedrich imaginó vívidamente cómo lo hacían pedazos.
Supo que estaba a punto de morir.
25
Friedrich chilló aterrado mientras forcejeaba frenéticamente para escapar. Justo por encima de su hombro, la criatura aullaba con furia sanguinaria mientras, sus chasqueantes dientes desgarraban la mochila en un intento de hacerlo pedazos. La mochila, llena hasta los topes con sus cosas, era en aquellos momentos un baluarte entre Friedrich y los enormes dientes que trataban de hacerlo pedazos. El peso de la bestia salvaje lo mantenía en el suelo, y las patas delanteras aferradas a él le impedían escabullirse, y aún menos ponerse en pie y correr.
Con desesperada urgencia, Friedrich obligó a su mano a pasar por debajo de su cuerpo, en un intento de alcanzar su cuchillo. Los dedos agarraron el mango y liberaron el arma, Sin perder un instante, arremetió contra el animal, clavando el arma en la bestia. Alcanzó el hueso del hombro recubierto de pellejo, haciendo poco daño. Volvió a clavar el cuchillo pero no consiguió establecer contacto... Luchando con todas sus fuerzas, lanzó cuchilladas mientras rodaba, sin alcanzar a la bestia, intentando escapar cuando ésta esquivaba la hoja.
Justo cuando estaba a punto de escapar a un lado, aunque sólo fuera para salvarse momentáneamente, más bestias se incorporaron a la refriega. Friedrich volvió a chillar, asestando cuchilladas al mismo tiempo que intentaba protegerse el rostro con la otra mano. Consiguió incorporarse a cuatro patas, pero sólo sirvió para que otro de los animales saltara sobre él y lo derribara, cuan largo era.
Friedrich vio que el libro caía, fuera del bolsillo interior que había, cosido a la mochila. Los dientes de los animales habían desgarrado el compartimento cerrado.
Las bestias se abalanzaron sobre el libro. La que lo agarró en sus fauces gruñó y sacudió la cabeza igual que un sabueso con una liebre.
Justo cuando otra de las aullantes criaturas iba hacía él con un rugido, con los húmedos colmillos bien alargados, la cabeza del animal giró locamente de improvisto. Sangre caliente salpicó la parte lateral del rostro y cuello de Friedrich. Fue totalmente inesperado y lo desorientó por completo.
—¡Al agua! —Le chilló un hombre—. ¡Salta al agua!
Friedrich a duras penas podía hacer otra cosa que rodar y retorcerse, intentando mantenerse alejado de las rugientes bestias que intentaban morderle. Desde luego no tenía ninguna intención de meterse en el agua; no sentía el menor deseó de que lo atacaran en el agua animales tan feroces. Era uno de los trucos favoritos de las bestias de la ciénaga: te metían en el agua y ya te tenían. Meterse en el agua era lo último que Friedrich quería.
El mundo pareció enloquecer cuando un acero centelleó ante su rostro, justo por encima de la cabeza, en lo alto, a lo largo de su costado, silbando en el aire, rebanando bestias con cada poderoso mandoble, defendiéndolo justo antes de que cayeran sobre él. Con tripas apestosas y resbaladizas derramadas sobre el suelo, volcadas sobre sus piernas.
El hombre que se alzaba junto a él le pasó por encima, colocándose a horcajadas sobre él. Su espada golpeó y acuchilló con una elegancia veloz y grácil que Friedrich encontró fascinante. El desconocido se mantuvo firme sobre Friedrich, atravesando a las criaturas a medida que embestían, al parecer decenas de ellas, todas gruñendo y aullando.
Friedrich vio aún más de aquellas bestias salvajes brincando fuera del bosque. Con una velocidad aterradora y espantosa determinación, saltaron sobre el hombre de píe sobre él, arrojándose sobre él con salvaje furia. Friedrich vio a otro espadachín en un lado que se abría paso a mandobles. Le pareció ver a una tercera persona detrás, pero con toda aquella feroz actividad, no estaba seguro de cuantos salvadores podría haber. Los gruñidos estridentes, los aullidos resonantes y los rugidos enfervorecidos, todos ellos tan próximos, eran ensordecedores. Cuando una de las pesadas bestias chocó de lado con él. Friedrich la apuñaló, encontrándose con que ya la habían decapitado antes.
Cuando la segunda persona corrió a colocarse mis cerca para unirse a la refriega, el hombre de pie sobre Friedrich se hizo a un lado, alargó una mano al suelo, le agarró la camisa con el puño, lo puso en píe y, con un gruñido, lo alzó del suelo y lo arrojó al lago. Friedrich no tuvo tiempo de recuperar el equilibrio y sólo un instante para tomar una bocanada de aire antes de chocar con el agua. Se hundió bajo la superficie, incapaz de distinguir el arriba del debajo en las oscuras profundidades.
Saliendo a la superficie, dando boqueadas y chapoteando en dirección a la orilla. Friedrich encontró finalmente un punto de apoyo en el fangoso fondo y consiguió mantener a duras penas la cabeza fuera del agua. Ante su sorpresa, ninguna de las bestias fue tras él. Varias corrieron hasta la orilla, pero se detuvieron en seco, reacias a entrar en el agua a pesar de lo mucho que ansiaban acabar con él. Cuando vieron que estaba fuera de su alcance, regresaron al ataque y fueron eliminadas en cuanto se unieron a las que atacaban al hombretón.
Las bestias saltaban sobre los tres desde todos lados, el feroz combate rugía con aterradora intensidad. Los animales eran despachados contundentemente con la misma rapidez con que atacaban; decapitados, apuñalados o abiertos en canal con poderosos mandobles de espada.
Con repentina irrevocabilidad, la oscura figura se columpió hacia arriba, cercenando la cabeza de una bestia mientras esta saltaba por el aire en dirección a la segunda persona. Finalmente, la noche quedo en silencio, a excepción de la fangosa respiración de las tres personas que había en el sendero.
Las tres salieron de entre el montón de cuerpos inmóviles, para sentarse cansinamente en la orilla, agotadas, las cabezas colgando mientras recuperaban el aliento.
—¿Estás bien? —preguntó el primero de los tres, el que había salvado la vida a Friedrich.
La voz estaba llena aún de la terrible furia de la batalla. La espada cubierta de sangre, todavía en su mano, centelleaba bajo la luz de las estrellas.
Friedrich, aturdido y tiritando, repentinamente débil por la sensación de alivio, dio sanos pasos hacia la orilla, con agua rezumando de su cuerpo, hasta quedar de pie, con el agua a la altura de la cintura, ante el hombre.
—Sí, gracias a vos. ¿Por qué me arrojasteis al agua de ese modo?
El hombre se pasó los dedos hacia atrás por los espesos cabellos.
—Porque —dijo entre fuerte boqueadas inhaladas no solo debido al esfuerzo realizado, sino impulsadas por la cólera— los sabuesos del corazón no entran en el agua. Era el lugar más seguro para ti.
Friedrich tragó saliva mientras su mirada paseaba por los oscuros montones de bestias.
—No sé cómo darte las gracias. Me has salvado la vida.
—Bueno —repuso el hombre, recuperando aún el aliento—, resulta que no me gustan los sabuesos del corazón. Me han dado un susto de miedo en más de una ocasión.
Friedrich temió preguntar dónde podría haber visto el hombre anteriormente a criaturas tan aterradoras.
—Estábamos allá atrás en el sendero cuando los vimos ir tras de ti —dijo la voz de una mujer.
Friedrich miró fijamente a la figura del centro que había hablado, mientras esta recuperaba el aliento. Apenas puedo distinguir la larga melena que lucía.
—Nos preocupaba que no pudiéramos alcanzarte antes de que los sabuesos del corazón te cogieran —añadió la mujer.
—Pero... ¿qué son sabuesos del corazón?
Las tres figuras le miraron con asombro.
—La cuestión más importante —dijo finalmente el primer hombre con una voz calmada, comedida, pero autoritaria— es porque había sabuesos del corazón aquí. ¿Tienes alguna idea de por qué querrían ir tras de ti?
—No, señor. Nunca antes había visto a tales criaturas.
—Hace mucho tiempo que no había visto sabuesos del corazón —dijo el hombre con voz que parecía preocupada, y Friedrich casi pensó que había estado a punto de decir más sobre aquellas criaturas—. ¿Cómo te llamas?
—Friedrich Gilder, señor, y vos tenéis mi eterna gratitud. Todos vosotros la tenéis. No había estado tan asustado desde... bueno, no sé cuándo.
Miró a los tres rostros que lo observaban, pero estaba demasiado oscuro para distinguir con claridad sus facciones.
El primer hombre rodeó con un brazo a la mujer, por la cintura, y en un susurro le pregunto si estaba bien, ella respondió con ese típico movimiento de cabeza contra su hombro que Friedrich sabía que transmitía auténtica preocupación e íntima familiaridad. Cuando los dedos del hombre se alargaron más allá, tocando el hombro situado al otro lado de ella, la tercera figura asintió.
No era muy probable que fuesen soldados de la Orden Imperial. Con todo, siempre existían otros riesgos en un país tan desconocido. Friedrich se arriesgó.
—¿Puedo preguntar vuestro nombre, señor?
—Richard.
Friedrich dio un cauteloso paso al frente, pero, por alguna razón, por el modo en que la silenciosa tercera persona lo vigilaba, temió salir del agua para acercarse más a Richard y la mujer.
Richard agitó la espada dentro del agua para limpiarla, luego se puso en pie. Tras secar ambos lados sobre su pierna, deslizó la espada de vuelta a la vaina que colgaba de su cadera. En la débil luz, Friedrich pudo ver que la reluciente vaina forjada en oro y plata iba sujeta a un tahalí que pasaba por encima del hombro derecho de Richard, Friedrich estaba seguro de que recordaba el aspecto de aquel tahalí y aquella vaina; había tallado durante casi toda su vida y también reconocía cierta gracia natural con un arma cortante; no importaba qué clase de arma cortante. Era necesario un hábil control para empuñar acero afilado con maestría. Cuando se encontraba en manos de Richard, éste realmente parecía estar en su elemento. Friedrich recordaba bien la espada que el hombre llevaba ese día. Se preguntó si ésa podría ser aquella misma arma excepcional.
Con un pie, Richard palpó partes de los sabuesos del corazón, buscando. Se inclinó y alzó la cabeza cercenada de uno de los animales. Friedrich vio entonces que la cabeza tenía algo aferrado en los dientes. Richard tiró de ello, pero estaba empalado en los colmillos. Mientras se dedicaba a liberarlo de la boca de la criatura, extrayéndolo de los colmillos, los ojos de Friedrich se abrieron de par en par al darse cuenta de que era el libro. El animal lo había arrancado de la mochila.
—Por favor. —Friedrich alzó una mano, extendiéndola—. ¿Está... está bien?
Richard arrojó la pesada cabeza a un lado, donde cayó con un golpe sordo y rodó al interior de los árboles. Miró detenidamente el libro bajo la débil luz y luego desvió la mirada hacia Friedrich, de pie, con el agua hasta la cintura.
—Creo que será mejor que me digas quién eres, y por qué estás aquí —dijo Richard.
La mujer se levantó ante el tono sombrío de la voz de Richard. Friedrich carraspeó y se tragó la inquietud.
—Como he dicho, soy Friedrich Gilder. —Decidió arriesgarse—. Buscó a un hombre emparentado con un hombre muy anciano que conozco llamado Nathan.
Richard se lo quedó mirando fijamente.
—Nathan. ¿Un hombre grandote? ¿Alto, cabellos blancos largos hasta los hombros? ¿Qué se cree muy importante? —Sonaba no tan sólo sorprendido, sino también suspicaz—. ¿Nacido para Hacer Diabluras Nathan?
Friedrich sonrió ante la última parte, y con alivió. Su vínculo le había servido bien. Hizo una reverencia, lo mejor que pudo estando en el agua.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tú luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace más humilde. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Lord Rahl observó mientras Friedrich se erguía finalmente, y luego le tendió una mano.
—Sal del agua, maese Gilder —dijo con voz, afectuosa.
Friedrich sintió un poco contuso al ver que lord Rahl en persona le ofrecía la mano para ayudarlo, y sin embargo no sabía cómo podía rehusar lo que podía juzgarse una orden. Tomó la mano y se izó fuera del agua.
Friedrich dobló una rodilla, inclinándose al frente.
—Lord Rahl, mi vida es vuestra.
—Gracias, maese Gilder. Me siento honrado por tu gesto, y valoro tu sinceridad, pero tu vida es tuya, y no le pertenece a nadie más. Eso me incluye a mí.
Friedrich alzó la mirada, sorprendido. Jamás había oído a nadie decir algo tan extraordinario, tan inimaginable, y mucho menos a un lord Rahl.
—Por favor, señor, ¿querríais llamarme Friedrich?
Lord Rahl lanzó una carcajada. Fue un sonido tan natural y agradable como Friedrich no había oído nunca. El sonido también hizo que aflorara una sonrisa a su rostro.
—Si tú me llamas Richard.
—Lo siento, lord Rahl pero... me temo que sencillamente no podría hacer tal cosa. He pasado toda mi vida con un lord Rahl, y soy demasiado viejo para cambiarlo.
Lord Rahl introdujo un pulgar tras el amplio cinturón.
—Lo comprendo, Friedrich, pero estamos muy al interior del Viejo Mundo. Si pronuncias las palabras «lord Rahl» y alguien las oye, es probable que todos nos encontremos con muchos problemas, así que te agradecería enormemente si pudieras hacer todo lo posible por aprender a llamarme Richard.
—Lo intentaré, lord Rahl.
Lord Rahl alzó una mano en gesto de presentación.
—Esta es la Madre Confesora, Kahlan, mi esposa.
Friedrich volvió a doblar una rodilla, inclinando la cabeza.
—Madre Confesora.
No estaba seguro de cómo saludar adecuadamente a una mujer como ella.
—Bien, Friedrich —dijo ella con un tono un reprobatorio como el de lord Rahl, pero con una voz que se dijo revelaba a una mujer de rara gentileza, dominio y bondad—, también ese título nos haría un mal servicio aquí.
Era la voz más deliciosa que Friedrich había oído nunca, su timbre lúcido lo hechizó. Había visto a la mujer en una ocasión, en el palacio. La voz encajaba a la perfección con su recuerdo de la Confesora.
Friedrich asintió.
—Sí, señora.
Se dijo que podría ser capaz de aprender a llamar «Richard» a lord Rahl, pero estaba casi seguro de que nunca sería capaz de llamar a aquella mujer de cualquier otro modo que no fuera «Madre Confesora». El familiar nombre de Kahlan parecía un privilegio fuera de su alcance.
Lord Rahl indicó al otro lado de la Madre Confesora.
—Y ésta es nuestra amiga, Cara. No permitas que te asuste, pues lo intentará. Además de ser una amiga, en primer lugar, es una apreciada protectora, que se mantiene siempre preocupada por nuestra seguridad por encima de todo lo demás. —Le dirigió una mirada—. Aunque, últimamente, ha estado causando más problemas que otra cosa.
—Lord Rahl —refunfuñó Cara—, os dije que no fue mi culpa. No tuve nada que ver con ello.
—Fuiste tú quien lo tocó.
—Bueno... ¡cómo iba yo a saber!
—Te dije que lo dejaras en paz, pero tú tenías que tocarlo.
—No podía dejarlo estar, ¿no es cierto?
Friedrich no entendía una palabra de la conversación. Pero incluso en la casi oscuridad, pudo ver que la Madre Confesora sonreía y palmeaba a Cara en la espalda.
—No pasa nada, Cara —murmuró tranquilizadora.
—Se nos ocurrirá algo, Cara —añadió lord Rahl con un suspiro—. Todavía tenemos tiempo. —Se tornó repentinamente solemne y cambió la línea de sus pensamientos con la misma rapidez con que cambiaba de dirección con aquella espada suya; agitó el libro—. La jauría iba tras esto.
Las cejas de Friedrich se enarcaron con estupefacción.
—¿Es cierto?
—Sí. Tú simplemente eras el festín por haber hecho un buen trabajo.
—¿Cómo lo sabéis?
—Los sabuesos del corazón jamás atacarían un libro. Habrían peleado hasta la muerte por tu corazón, primero, de no haber sido enviados por otro motivo.
—Así que por eso les llaman sabuesos del corazón —dijo Friedrich.
—Ésa es una teoría. La otra es que, con esas enormes orejas redondas que tienen, pueden localizar a tu víctima por el sonido de los latidos de su corazón. Sea como sea, jamás he oído que un sabueso del corazón fuera tras un libro habiendo un corazón humano allí a tu disposición.
Friedrich indicó el libro con la mano.
—Lord... lo siento, Richard..., Nathan me envió con este libro. Pensaba que era muy importante. Imagino que tenía razón.
Lord Rahl giró, abandonando la contemplación de los animales desperdigados por el terreno. De no haber estado oscuro, Friedrich estaba seguro de que habría visto un entrecejo fruncido. pero desde luego pudo oír la cólera reprimida en la voz del hombre.
—Nathan cree que una gran cantidad de cosas son importantes; por lo general profecías.
—Pero Nathan estaba seguro respecto a esto.
—Siempre lo está. Me ha ayudado antes, no lo niego. —Lord Rahl sacudió la cabeza con determinación—. Pero, desde el principio, la profecía ha sido la causa de más problemas para nosotros de lo que quiero pensar. Los sabuesos del corazón significan que, de improviso, tenemos entre manos un inmediato peligro mortal. No necesito que las profecías de Nathan aumenten mis problemas. Sé que algunas personas piensan que la profecía es un don, pero yo la considero una maldición que es mejor evitar.
—Lo comprendo —replicó Friedrich con una sonrisa nostálgica—. Mi esposa era una hechicera. Su don era la profecía. A veces la llamaba su maldición. —Su sonrisa titubeó—. En ocasiones la abrazaba mientras lloraba sobre alguna predicción que veía pero no podía alterar.
Lord Rahl lo contempló en medio de un incómodo silencio.
—¿Falleció, entonces?
Friedrich sólo pudo asentir mientras se doblaba bajo el dolor de los recuerdos.
—Lo siento, Friedrich —dijo lord Rahl en voz queda.
—También yo —murmuró la Madre Confesora con entristecida y sincera compasión: luego se volvió hacia su esposo, agarrando la parte superior de su brazo—. Richard sé que no tenemos tiempo para las profecías de Nathan, pero no podemos hacer caso omiso de lo que significan los sabuesos del corazón.
La zozobra se reflejó en el suspiro de lord Rahl.
—Lo sé.
—¿Qué vamos a hacer?
Friedrich le vio menear la cabeza en la débil luz.
—Tendremos que esperar que ellos puedan ocuparse de ello, por ahora. Esto es más urgente. Tendremos que encontrar a Nicci, y rápido. Simplemente esperemos que tenga algunas ideas.
La Madre Confesora pareció aceptar lo que él había dicho como algo sensato. Incluso Cara asentía en silencioso acuerdo.
—Te diré qué, Friedrich —dijo la Madre Confesora con voz llena de entereza—. Estamos a punto de acampar para pasar la noche. Con los sabuesos del corazón sueltos por ahí, será mejor que permanezcas con nosotros hasta que nos encontremos con algunos de nuestros amigos dentro de un día o dos y tengamos mejor protección. En el campamento podrás contarnos qué es todo esto.
—Escucharé lo que Nathan quiere —dijo lord Rahl—, pero eso es todo lo que puedo prometer. Nathan es un mago; va a tener que resolver sus propios problemas; nosotros ya tenemos suficientes. Acampemos, primero, en algún lugar seguro. Al menos le echaré un vistazo a ese libro... si aún se puede leer. Puedes contarme por qué Nathan cree que es tan importante. Simplemente ahórrame las profecías.
—No hay profecías, lord Rahl. De hecho, la falta de profecías es el auténtico problema.
Lord Rahl indicó con un ademán los cuerpos sin vida.
—Éste es nuestro problema inmediato. Será mejor que encontremos un lugar ahí abajo, en la ciénaga, rodeados de agua, si queremos vivir para ver el amanecer. Habrá más allí de donde vinieron éstos.
Friedrich paseó la mirada nerviosamente por la oscuridad.
—¿De dónde vienen?
—Del inframundo —respondió lord Rahl.
Friedrich se quedó boquiabierto.
—¿El inframundo? Pero ¿cómo es posible algo así?
—Solamente hay un modo —dijo lord Rahl con una voz queda llena de terrible conocimiento—. Los sabuesos del corazón son, en cierto modo, los guardianes del inframundo: los sabuesos del Custodio. Si están aquí es porque se ha abierto una brecha en el velo entre la vida y la muerte.
26
Los cuatro se pusieron en marcha por el sendero, dirigiéndose hacia la oscura extensión de bosque bajo, mientras Friedrich meditaba sobre la pasmosa trascendencia que tenía que se hubiera abierto una brecha en el velo entre el mundo de la vida y el mundo de los muertos.
La última parre de la vida, de Althea giró en torno a la Gracia que usaba para sus predicciones, así que él sabía de la existencia del velo entre los mundos. A lo largo de los años, Althea le había hablado a menudo sobre él. En particular, antes de su muerte, le había contado mucho sobre la interacción de aquellos mundos.
—Lord Rahl —dijo Friedrich—, creo que lo que dijisteis sobre que el velo entre el mundo de los vivos y el de los muertos se ha roto podría estar ligado al motivo por el que Nathan pensó que era tan vital que yo llegara hasta vos con este libro. No quiere vuestra ayuda, no es por eso para lo que me envió con este libro, su intención es que éste os ayude.
Lord Rahl soltó una risotada.
—Perfecto. Ése es el modo en que siempre lo plantea; que simplemente quiere ayudarte.
—Pero creo que esto es sobre vuestra hermana.
Todo el mundo se detuvo en seco.
Lord Rahl y la Madre Confesora giraron en redondo, quedando en suspenso junto a él. Incluso en la oscuridad, Friedrich advirtió hasta qué punto estaban abiertos sus ojos.
—¿Tengo una hermana? —susurró lord Rahl.
—Sí, lord Rahl —respondió Friedrich, cogido por sorpresa al ver que él no lo sabía—. Bueno, una hermanastra, en realidad. Ella, también, es un vástago de Rahl el Oscuro.
Lord Rahl le agarró por la parte superior de los brazos.
—¿Tengo una hermana? ¿Sabes algo de ella?
—Sí, lord Rahl. Un poco, por lo menos. La he conocido.
—¡La has conocido! ¡Friedrich, eso es maravilloso! ¿Cuántos años tiene?
—No muchos menos que vos, lord Rahl. Veintipocos, yo diría.
—¿Es lista? —preguntó él con una sonrisa burlona.
—Demasiado lista para su propio bien, me temo.
Lord Rahl rió lleno de satisfacción.
—¡No puedo creerlo! Kahlan, ¿no es eso maravilloso? Tengo una hermana.
—A mí no me suena maravilloso —refunfuñó Cara antes de que la Madre Confesora pudiera responder—. ¡No suena nada maravilloso!
—Cara, ¿cómo puedes decir eso? —preguntó la Madre Confesora.
Cara se inclinó hacia ellos.
—¿Necesito recordaros a los dos los problemas que tuvimos cuando el hermanastro de lord Rahl, Drefan, apareció?
—No... —dijo lord Rahl, claramente atribulado por la mención.
Todos callaron.
—¿Qué sucedió? —osó preguntar finalmente Friedrich.
Lanzó una exclamación ahogada cuando Cara le agarró por el cuello de la camisa y lo zarandeó cerca de su abrasadora mirada.
—¡Aquel hijo bastardo de Rahl el Oscuro casi mató a la Madre Confesora! ¡Y a lord Rahl! ¡Casi me mató a mí! Y sí mató a gran número de otras personas. Casi consiguió matar a todo el mundo. Espero que el Custodio de los muertos pusiera a Drefan Rahl en un agujero frío y oscuro para toda la eternidad. Si supieras lo que le hizo a la Madre Confesora...
—Eso es suficiente, Cara —dijo la Madre Confesora con tranquila autoridad a la vez que posaba una mano sobre el brazo de la mujer, urgiéndola con suavidad a soltar el cuello de la camisa de Friedrich.
Cara obedeció, pero, en el acaloramiento de su rabia, únicamente con gran renuencia. Friedrich comprendió por qué la mujer era una guardiana de lord Rahl y de la Madre Confesora. Incluso a pesar de que no podía ver sus ojos, podía sentirlos, como los de un halcón, clavados en él. Era una mujer cuyo perspicaz criterio podía sopesar el alma de un hombre, y decidir su destino. Era una mujer no sólo con la autoridad, sino con la capacidad, para actuar cuando lo juzgara necesario.
Friedrich lo sabía, porque había visto a mujeres como aquélla a menudo en el Palacio del Pueblo. Cuando su mano surgió de debajo de la capa para agarrarle por el cuello de la camisa, él había visto el agiel colgando de una cadena que le rodeaba la muñeca. Era una mord-sith.— Lamento lo de vuestro hermanastro —dijo Friedrich—. Pero no creo que Jennsen os quiera hacer ningún daño.
—Jennsen —murmuró él, poniendo a prueba su primer encuentro con el hombre de alguien que nunca había sabido que existiera.
—De hecho, Jennsen siente pánico de vos, lord Rahl.
—¿Pánico de mí? ¿Por qué tendría que temerme?
—Cree que la persigue.
Lord Rahl lo contempló con incredulidad.
—¿Perseguirla? ¿Cómo puedo perseguirla? He estado atrapado aquí en el Viejo Mundo.
—Cree que queréis matarla, que enviasteis hombres a darle caza.
El impacto de la noticia le dejó mudo por un momento, como si cada cosa nueva que oía fuera más increíble que la anterior.
—Pero...ni siquiera la conozco. ¿Por qué querría matarla?
—Porque carece del don.
Lord Rahl retrocedió, intentando comprender lo que Friedrich le decía.
—¿Qué importa eso? Muchas personas carecen del don.
Friedrich señaló el libro que lord Rahl tenía en la mano.
—Creo que Nathan envió ese libro para explicarlo.
—La profecía no ayudará a explicar nada.
—No, lord Rahl. No creo que esto tenga que ver con la profecía sino con el libre albedrio. Veréis, sé un poco sobre la profecía, por mi esposa. Nathan explicó el modo en que la profecía necesita el libre albedrio, y por eso vos reaccionáis con tanta energía en contra de ella, porqué sois un hombre que aporta el libre albedrio para equilibrar la magia de la profecía. Dijo que la profecía no había proclamado que fuese yo quien tenía que traeros este libro, pero que yo tenía que traerlo por mi propia voluntad.
Lord Rahl contempló fijamente el libro en la oscuridad. El tono de su voz se suavizó.
—Nathan puede crear problemas a veces, pero sé que es un amigo que me ha ayudado en otras ocasiones, pero incluso aunque no siempre este de acuerdo con las cosas que él hace, sé que las hace por un buen motivo.
—Yo amé a una hechicera durante la mayor parte de mi vida, lord Rahl. Se lo complejo que tales cosas pueden ser. No habría recorrido todo este camino si no creyera en Nathan en esto.
Lord Rahl lo evaluó por un momento.
—¿Dijo Nathan lo que había en el libro?
—Me contó que el libro procede de la época de una gran guerra, hace miles de años. Dijo que lo descubrió en el Palacio del Pueblo tras una frenética búsqueda entre los miles de volúmenes que hay allí, y que tan pronto lo localizó me lo trajo a mí, para pedirme que os lo trajera. Dijo que el tiempo era tan apremiantemente corto que no se atrevía a dedicar más a traducir el libro. Debido a ello, no sabía lo que contenía.
Lord Rahl bajó la mirada hacía el libro con un interés considerablemente mayor.
—Bueno, no sé qué bien va a poder hacernos. Los sabuesos le causaron muchos daños. Empiezo a temer el porqué.
—Richard, ¿sabes al menos lo que pone en la tapa? —preguntó la Madre Confesora.
—Solo lo vi bajo la luz el tiempo suficiente para ver que estaba en d'haraniano culto. No intenté traducirlo. Dice algo sobre la Creación.
—Tenéis razón, lord Rahl. Nathan me dijo el título. —Friedrich dio unos golpecitos al libro—. Ahí en la tapa, pone, en letras doradas, Los Pilares de la Creación.
—Fantástico —masculló él, reconociendo el triste título—. Bien, vayamos a un lugar seguro y acampemos. No quiero que los sabuesos del corazón nos atrapen en campo abierto y en la oscuridad. Encenderemos un pequeño fuego y a lo mejor podré ver si el libro puede decirnos algo de utilidad.
—¿Sabéis lo que son los Pilares de la Creación, entonces? —preguntó Friedrich, siguiendo a los tres cuando estos iniciaron la marcha por el sendero.
—Sí —respondió lord Rahl, volviendo la cabeza, con voz preocupada—. He oigo hablar de ellos. Nathan venía del Viejo Mundo, así que imagino que los conocería, también.
Friedrich se rascó la mandíbula, confuso, mientras coronaban una pequeña elevación.
—¿Qué tienen que ver los Pilares de la Creación con el Viejo Mundo?
—Los Pilares de la Creación están en el centro de un páramo desolado. —Lord Rahl señalo al frente, en dirección sur—. No están lejos de aquí, marchando en esa dirección. Pasamos por allí no hace mucho. Tuvimos que cruzar los márgenes del lugar. Y unas personas muy desagradables nos perseguían.
—Sus malditos huesos se están secando en el erial —dijo Cara con evidente fruición.
—Por desgracia —prosiguió lord Rahl—, nos costó nuestros caballos, también, por eso vamos a pie. Al menos escapamos con nuestras vidas.
—Páramo..., pero lord Rahl, los Pilares de la Creación son también lo que mi esposa llamó...
Friedrich se interrumpió cuando algo junto al sendero atrajo su mirada. Incluso en la tenue luz, la inquietantemente familiar forma oscura recortada sobre el color claro del polvoriento sendero lo hizo parar en seco.
Se acuclilló para tocarla. Ante su sorpresa, su tacto era como pensaba. Cuando la levantó, estuvo seguro de ello. Tenía la misma abertura torcida para el cordón que la cerraba, la misma marca en el cuero flexible allí donde en una ocasión le había hecho un pequeño corte accidentalmente con una gubia afilada.
—¿Qué sucede? —preguntó lord Rahl con voz suspicaz mientras escudriñaba el casi negro paisaje—. ¿Por qué te has detenido?
—¿Qué has encontrado? —Inquirió la Madre Confesora—. No vi nada allí cuando pasé por ahí.
—Tampoco yo —dijo lord Rahl.
Friedrich tragó saliva mientras colocaba la bolsa de cuero en la palma de la mano. Parecía como si hubiese monedas en el interior, y por el peso, daba la sensación de que eran de oro.
—Esto es mío —musitó Friedrich con atónita sorpresa—. ¿Cómo es posible que esté aquí?
No podía reclamar el oro como suyo, aunque ciertamente podría serlo, pero había tocado la bolsa de cuero casi cada día durante décadas. La usaba para guardar una de sus herramientas: una gubia pequeña que usaba a menudo.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Cara mientras barría con la mirada el terreno a su alrededor, el agiel sujeto con firmeza en el puño.
Friedrich se levantó, con la vista fija aún en la bolsa de su herramienta.
—La robó el hombre que creo que provocó la muerte de mi esposa.
27
Vaya, ¿no era eso curioso?
Oba apenas podía creer que se le hubiera caído la bolsa de dinero. Siempre era tan cuidadoso. Resopló exasperado. Si no en una cosa, era otra. O bien había un ratero intrigante, o bien una ladrona, siempre tras su dinero. ¿Es que era eso todo lo que le importaba a la gente mezquina? ¿El dinero? Tras todas las dificultades pasadas, tras todas las envidiosas personas codiciosas que intentaban hacerse con su fortuna duramente obtenida, Oba había aprendido que un hombre de su posición tenía que ser siempre cuidadoso. Apenas podía creer que en esta ocasión, lo había hecho él mismo.
Comprobó apresuradamente sus bolsillos, el interior de la camisa, las perneras de los pantalones. Todas sus bolsas repletas de una fortuna considerable estaban allí, justo donde debían estar. Supuso que la que había allí en el sendero podría no ser suya, pero ¿qué posibilidades había de que a otra persona se le cayera una bolsa justo allí?
Cuando comprobó la parte superior de las botas, descubrió que una de sus bolsas de dinero había desaparecido. Echando chispas, comprobó la tira de cuero que siempre llevaba sujeta alrededor del tobillo, y descubrió que se había desatado.
Alguien había desatado su bolsa de dinero.
Atisbó por entre los árboles, contemplando la conmovedora escena. Su hermano Richard y su preciosa esposa giraron hacia el hombre que había encontrado la bolsa; la bolsa de Oba, llena de dinero.
—La robó el hombre que creo que provocó la muerte de mi esposa —oyó Oba que exclamaba el hombre.
Oba se quedó boquiabierto. Era el esposo de la bruja de la ciénaga: la detestable hechicera egoísta que no quiso responder a las preguntas de Oba.
Oba sabía que aquello no era en absoluto una cómica coincidencia. Sabía rotundamente que no.
—¡No la toques! —aullaron a la vez Richard Rahl y la Madre Confesora.
—¡Cómo! —aulló la otra mujer.
—¡Corred! —aulló la otra mujer.
Oba vio como echaban a correr igual que ciervos asustados, y comprendió que la voz tramaba algo. Sabía que la voz usaba lo que pertenecía a la gente para llegar a ella. Oba miró a cada lado, a los relucientes ojos amarillos que lo observaban, y sonrió de oreja a oreja.
El aire mismo se estremeció como si en el suelo donde estaba la bolsa de dinero hubiese caído un rayo. Los sabuesos lloriquearon y retrocedieron. Oba se tapó cada oreja con un dedo y entrecerró los ojos mientras observaba como la sacudida violeta se extendía hacia fuera en un círculo, como los aros en un estanque cuando arrojaba a su interior un animal muerto.
En un instante brutal, más veloz que el pensamiento, las personas quedaron tumbadas mientras el circulo de luz violeta se extendió más deprisa de lo que su ojo podía seguirlo. Los cabellos de Oba fueron empujados hacia atrás cuando el ondulante círculo pasó como una exhalación por su lado. Tras él, el suelo quedó cubierto por un algodonoso lecho de espectral humo violeta.
Las sospechas de Oba habían resultado correctas, la voz planeaba algo grande. Se preguntó con deleite que podría ser.
La escena había quedado inmóvil, pero Oba observó durante un tiempo para asegurarse de que las cuatro personas no se levantarían. Solo después de estar convencido de que era seguro se alzó finalmente de su observatorio secreto, el lugar donde la voz le había dicho que aguardara.
La voz lo instó a avanzar entonces. Los sabuesos se quedaron bien atrás, vigilando, mientras Oba cruzaba apresuradamente el suelo cubierto de humo. Era el humo más extraño que había visto jamás; de un violeta azulado que refulgía levemente, pero lo más extraño de todo era que no se arremolinó cuando Oba lo atravesó corriendo. Sus piernas pasaron a través del vapor inmóvil sin provocar que se moviera, como si estuviera totalmente en otro mundo y él no estuviera allí con él, sino que simplemente anduviera por el mismo lugar en este mundo.
Los cuatro yacían tumbados en el suelo justo donde habían caído. Oba se inclinó más cerca con cautela, a la vez que intentaba mantenerse a una distancia segura, y descubrió que todos respiraban, aunque lentamente. No tenían los ojos cerrados. Se preguntó si podían verlo. Cuando agitó los brazos, ninguno de los cuatro reaccionó.
Se inclinó sobre Richard Rahl, mirando detenidamente su rostro inmóvil, luego agitó una mano a poca distancia, justo ante los ojos fijos de su hermano. No hubo respuesta.
Era difícil ver a la luz de las estrellas, pero Oba estuvo seguro de que podía distinguir en aquellos ojos un podo del fascinante parecido familiar. Era una sensación inquietante ver a un hombre que se le parecía en el aspecto. Oba se parecía más a su madre, no obstante. Era muy propio de ella querer que se pareciera más a ella que a su padre. Aquella mujer era totalmente egocéntrica. Había intentado negarle su legítimo puesto en todas las cosas, incluso en su aspecto físico. La muy egoísta.
Pero Richard era el hombre que le estafaba a Oba su legítimo puesto, en la actualidad, el lugar que su padre habría querido que tuviese oba. Al fin y al cabo, Oba y Rahl el Oscuro compartían cualidades especiales que Oba estaba seguro que su hermano no tenía.
Una comprobación demostró que el anciano esposo de la bruja de la ciénaga también respiraba. Oba recuperó su bolsa de dinero de las cercanías y la agitó ante los ojos abiertos de par en par del hombre, pero, tampoco el, mostro ninguna reacción. Oba volvió a atar la bolsa alrededor de su tobillo, ahora la voz ya no la necesitaba.
No le hacía mucha ilusión que la voz usara su dinero para llevar a cabo aquellos trucos, pero con todo lo que la voz había hecho por él, convirtiéndolo en invencible y todo eso, supuso que no podía negarle un favor de vez en cuando. Siempre que no se convirtiera en una costumbre.
La mujer que los acompañaba lucía una única trenza que yacía sobre el suelo cubierto de hierba y llevaba una de aquellas extrañas varas colgada de una cadena alrededor de la muñeca. Comprendió que era una mord-sith. La oprimo los pechos. La mujer no reaccionó. Sonrió ampliamente mientras volvía a hacerlo. Estando ella tan bien dispuesta, y todo eso, consideró qué más podía hacer. La idea resultaba asombrosamente excitante.
Oba reparó, entonces, en que había alguien a mano que era aún mejor que una mord-sith. Le dirigió una mirada. La esposa de su hermano, la mujer que llamaban la Madre Confesora, yacía allí a poca distancia, a su disposición. ¿Qué mejor justicia que tomarla?
Gateó hasta ella, la sonrisa burlona desvaneciéndose con sobrecogida reverencia al ver lo hermosa que era. Yacía sobre la espalda, con un brazo extendido a un lado, los dedos abiertos y flácidos, como indicando el camino al sur. La otra mano descansaba con naturalidad sobre el estómago. También sus ojos miraban a lo alto, a la nada. Alargó la mano con cuidado y la pasó el dorso de un dedo por la mejilla. Era tan suave como el sedoso pétalo de una rosa. Apartó un largo mechón de cabello de su rostro para ver mejor sus facciones. Los labios estaban ligeramente entreabiertos.
Oba se inclinó sobre ella, acercando los labios a los de la mujer, deslizando la mano hacia arriba por su cuerpo, palpando su seductora forma. La mano se deslizó por el montículo del pecho, y la acaricio con la enorme mano, simplemente para mostrarle que podía ser delicado. Alargó la mano y oprimió el otro pecho, pero ella seguía negándose a reconocer lo excitada que estaba debido a su delicada y seductora caricia.
Con la rapidez de un zorro, Oba sopló en su boca entreabierta. La mujer no reacciono. Sospecho que jugaba con él, incitándolo. La zorra altanera.
Ella no iba a ir a ninguna parte. No podía correr. La voz, al parecer, le había hecho un regalo. Oba echó la cabeza atrás y lanzo una carcajada al cielo. Mientras los sabuesos más atrás en las sombras observaban, el aulló su satisfacción a las estrellas.
Sonriendo, volvió a inclinarse sobre la esposa de lord Rahl, mirando fijamente sus ojos. Probablemente a aquellas alturas ya estaba cansada de su esposo, el lord Rahl, y estaba lista para un audaz revolcón. Cuando más pensaba Oba en ello, más de daba cuenta de que la mujer debía de ser suya. Detestaba a lord Rahl. En justicia, Oba debería conservarla como su esposa cuando se convirtiera en el nuevo lord Rahl.
Y, el sería el lord Rahl; la voz le había dicho que tales causas se hallaban a su alcance.
Contempló toda la extensión de sus facciones, la curva de su cuerpo. Quería a la mujer de Richard. Le había estado haciendo favores a la voz, y no había tenido tiempo de estar con una mujer desde hacía una eternidad. La voz le había estado aguijoneando siempre hacía adelante a una velocidad de vértigo. Ya era hora de que Oba disfrutara de los placeres de una mujer. Su mano vagó levemente sobre el cuerpo de la Madre Confesora mientras él contemplaba la satisfacción que se avecinaba.
Pero no le gustaba que los otros observaran. Todas se negaban a cerrar los ojos y concederle a él y a la dama algo de intimidad. Mentecatos...Sonrió burlón. Suponía que podría ser emocionante tener al esposo observando al nuevo amor de su esposa. La sonrisa se esfumó. ¿Qué le importaba a Richard si ella quería un nuevo hombre... un hombre mejor?
SE inclinó sobre su hermano y le cerró los párpados. Hizo lo mismo con el anciano. Hizo una pausa, decidiendo permitir a la otra mujer observar. Sin duda la excitaba ver a Oba en acción. Tal excitación era un pequeño favor, pero Oba sentía inclinación a hacer tales favores a mujeres atractivas.
Temblando anticipadamente, sabiendo que podía concederle las emociones que sabía que ella anhelaba, Oba se inclinó para desgarrar las ropas de la Madre Confesora, pero antes de que pudiera tocarla, un violento fogonazo de luz violeta le echó hacia arriba. Oba se sentó en el suelo, aturdido, confuso, presionando las manos contra el dolo lacerante que chirriaba a través de su cabeza. La voz le estaba triturando su mente con un dolor extenuante.
Oba empujó el suelo con los pies, aparatándose de la Madre Confesora, y por fin el dolor se calmó. Se dobló al frente, jadeando agarrado tras el breve asalto. Lo desmoralizaba que la voz le castigara de aquel modo, lo abatía que la voz fuera tan cruel como para negarle un placer tan simple, y después de todas las cosas buenas que el había hecho.
La voz cambió, entonces, arrullándolo, susurrando sobre la importante tarea que tenía para él, obras importantes que Oba estaba cualificado para realizar. A través de su contrariedad, Oba escucho.
Oba era importante, o la voz no confiaría en él. ¿Qué otra persona que no fuese Oba podía llevar a cabo tales cosas como las que la voz le pedía? ¿En qué otra persona podía confiar la voz para arreglar las cosas?
En aquel momento, en el silencio de la quieta noche, la voz dejó claro que era lo que Oba tenía que hacer. Si hacia lo que se le pedía, habría recompensas. Oba sonrió de oreja a oreja ante las promesas. Primero, tenía que hacer un favor; luego la Madre Confesora sería suya. No era tan duro. Una vez que ella fuese suya, podría hacer con ella lo que quisiera, con el consentimiento de la voz, y nadie interferiría. Imágenes de ello —junto con los olores, las sensaciones, los gritos de placer de ella— acudieron a su mente, y casi se desmayó ante la promesa de tal éxtasis. Oba podía esperar para un encuentro como aquel.
Echó un vistazo a la mord-sith. Ella podía proporcionarle alfo de diversión, entretanto. Un hombre como él, un hombre de acción, gran intelecto y pesadas responsabilidades, tenía que disfrutar de una liberación a las tensiones acumuladas. Tales distracciones eran una válvula de escape necesaria para un hombre tan importante como era Oba.
Se inclinó sobre la mord-sith, sonriendo burlón a sus ojos abiertos. La mujer tendría el honor de ser la primera en tenerlo. La Madre Confesora tendría que esperar su turno. Alargó las manos para quitarle la ropa.
Repentinamente, la cabeza de Oba llameó con un dolor atroz. Apretó las manos contra las orejas hasta que cesó, cuando el acepto.
La voz tenía razón. Desde luego que la tenía; podía verlo ahora. Únicamente cuando Richard Rahl estuviese muerto podría Oba ocupar el lugar que le correspondía. Eso tenía sentido. Sería mejor hacer las cosas correctamente. Eso tenía sentido. Sería mejor hacer las cosas correctamente. De hecho, estaría mal dar placer a aquellas mujeres antes de que se hubiese hecho lo que era necesario hacer. ¿En que había estado pensando? Ellas no lo merecían, aun. Primero debían verlo como el hombre importante en que iba a convertirse dentro de poco, y entonces tendrían que suplicar para tenerlo. No lo merecerían hasta que suplicaran.
Tenía que ser rápido. La voz le dijo que despertarían pronto; que lord Rahl no tardaría en descubrir cómo romper el hechizo de sueño.
Oba sacó su cuchillo y se arrastró hasta su hermano. Lord Rahl seguía mirando estúpidamente a las estrellas.
—¿Quien es el gran zoquete, ahora? —preguntó a su hermano.
Lord Rahl no tenía respuesta. Oba apoyó el cuchillo en la garganta de Richard, pero la voz le advirtió que lo apartara, y llenó su mente en su lugar con lo que debía hacer. Tenía que hacerlo bien. Tenía que darse prisa. No había tiempo para una punición tan vulgar. Existían modos mucho mejores de hacer tales cosas; modos que castigarían al hombre por todos los años que había mantenido a Oba lejos del lugar que le correspondía. Sí, eso era lo que Richard Rahl necesitaba: un castigo adecuado.
Oba retiró el cuchillo y regresó corriendo al otro lado de la cercana colina tan a prisa como podían llevarle las piernas. Cuando regresó con su caballo, los cuatro todavía yacían allí, en la niebla azul, con la vista fija en las estrellas.
Oba hizo lo que la voz pedía, y levantó a la Madre Confesora en brazos. Se la habían prometido. La tendría cuando la voz dejara de tenerla en préstamo. Oba podía esperar. La voz le había prometido deleites que Oba jamás habría podido soñar por su cuenta. Aquello estaba resultando ser una asociación muy beneficiosa. A cambio de un irrisorio trabajo, y el pequeño retraso, Oba tendría todo lo que legítimamente le correspondía: el gobierno de D'Hara y a la mujer que sería su reina.
Reina, Oba caviló sobre aquello mientras alzaba con esfuerzo el cuerpo de la mujer hasta colocarlo sobre la parte posterior de la silla de montar. Reina. Si ella era una reina, entonces él tendría que ser un rey. Supuso que eso sería mejor que «lord» Rahl. Rey Oba Rahl. Sí, eso tenía más sentido. Ató con rapidez a la mujer.
Antes de montar, Oba contempló detenidamente a su hermano. No podía matarlo. Aun no. La voz tenía planes. Oba era complaciente desde siempre; complacería a la voz. Puso un pie en el estribo. La voz le hizo cosquillas y él volvió la cabeza, mirando.
Se preguntó...
Regresó con cautela junto a Richard. Cuidadosamente, Oba alargó la mano y tocó la espada. La voz murmuró indulgente.
Un rey debe tener una espada adecuada. Oba sonrió burlón. Se merecía una pequeña recompensa por todo su arduo trabajo.
Sacó el tahalí pasándolo por encima de la cabeza de Richard. Acercó la vaina a los ojos, inspeccionando su reluciente espada nueva. La empuñadura de malla de metal entretejido tenía una palabra trenzada en cada lado.
VERDAD
Vaya, ¿no era eso algo curioso?
Se pasó el tahalí por la cabeza y colocó la vaina junto a la cadera. Palmeó el trasero de su nueva esposa antes de montar. Desde la silla, Oba sonrió burlón a la noche y luego hizo describir círculos a su caballo hasta que la voz le indicó la dirección correcta.
De prisa, de prisa, antes de que lord Rahl despertara. De prisa, de prisa, antes de que pudiera atraparlo. De prisa, de prisa, tenía que marchar lejos con nueva novia.
Golpeó con los talones las costillas del caballo y marcharon al galope. Los sabuesos salieron del bosque dando saltos, la fiel escolta de un rey.
28
En el exterior de los achaparrados edificios construidos con adobes, Jennsen inspeccionó el yermo paisaje que se achicharraba bajo un cielo brutalmente azul. Las rocas, la aparentemente interminable extensión de duro llano a su derecha, y la escarpada cordillera que descendía en picado al interior del valle que titilaba a lo lejos a su izquierda, todo estaba teñido con variaciones del mismo gris rojizo que la escasa colección de construcciones cuadradas apiñadas a poca distancia.
El aire era tan caliente que le recordaba la sensación de inclinarse sobre una hoguera e intentar respirar. Un calor abrasador irradiaba de las rocas y edificios a su alrededor y se alzaba del suelo como si hubiera un alto horno debajo. Usar las manos desnudas para tocar cualquiera de las cosas cociéndose bajo aquel sol implacable era una experiencia dolorosa. Incluso la empuñadura de su cuchillo, al que deba sombra su cuerpo, estaba tan caliente que parecía febril.
Jennsen apoyó una cadera cansinamente contra un muro bajo, casi entumecida por el largo y arduo viaje. Palmeó el cuello de Robín y luego le acarició una oreja cuando el animal relinchó suavemente y le acercó la cabeza. Al menos Jennsen estaba casi al final de su viaje. Sentía como si hubiese perdido de vista el modo en que había empezado todo aquel día, hacía tanto tiempo, en que había encontrado a un soldado muerto en el fondo del barranco y Sebastián había pasado por allí por casualidad.
Jamás habría adivinado aquel día, el largo y torturado viaje que el destino le deparaba. Apenas se reconocía a sí misma ya. Por aquel entonces, jamás habría adivinado lo mucho que cambiaría su vida, o lo mucho que ella cambiaría.
Sebastián, tirando de Pete tras él, alargo la mano y le agarró el brazo.
—¿Estás bien, Jenn?
Pete dio un golpecito a Robín en los flancos, como para preguntarle lo mismo a la yegua.
—Si —respondió Jennsen.
Sonrió y luego indicó con la mano el grupo de hombres vestidos con túnicas negras en la entrada de una casa próxima.
—¿Ha habido suerte?
—Está preguntando a los otros —Sebastián lanzó un suspiro de irritación—. Son una gente extraña.
A pesar de formar parte del Viejo Mundo, y de una parte de los dominios de la Orden Imperial, los comerciantes que viajaban por el extenso territorio desierto, es ocasiones usando el desolado puesto de intercambio donde Sebastián los había encontrado, eran una gente muy independiente. Como eran suficientes para preocuparse por ellos, la Orden no les prestaba atención.
Sebastián se recostó en el muro, junto a ella, mientras contemplaba el silencioso erial. También él estaba cansado por él largo viaje de vuelta a su tierra. Pero al menos estaba bien, ahora, tal y como la hermana Perdita había prometido.
El viaje, no obstante, no se había parecido en nada a lo que Jennsen había pensado. Había imaginado que ella y Sebastián marcharían por su cuenta, como habían hecho antes de ir a reunirse con el ejército de la Orden Imperial. Pero detrás de ellos se alargaba una columna de soldados de la Orden Imperial formada por mil hombres. Una escolta pequeña, según Sebastián. Ella le había dicho que quería ir sola, pero él replicó que existían consideraciones más importantes.
Con una uña, Jennsen picoteó sin darse cuenta las riendas de cuero mientras observaba a las figuras vestidas de negro.
—Los hombres están asustados de todos esos soldados —contó a Sebastián—. Por eso no quieren hablar con nosotros.
—¿Que te hace pensar eso?
—Puedo saberlo simplemente porque no dejan de asomarse. Están intentando decidir si contarnos algo hará que tengan problemas con los soldados.
Jennsen comprendía cómo se sentía la pequeña partida de comerciantes al estar bajo el escrutinio de tantos hombres de aspecto brutal montados en sus enormes caballos; lo que se sentía al ser observado por soldados adustos cubiertos con corazas de cuero y cotas de malla, y erizados de armas. Los hombres de las túnicas negras, con sus mulas de carga, eran comerciantes, y tampoco estaban acostumbrados a tratar con soldados.
Temían por su seguridad, temían que si decían algo equivocado aquellos guerreros podrían decidir masacrarlos allí mismo, en aquel erial. Al mismo tiempo, si bien se veían superados ampliamente en número, los comerciantes parecían reacios a dejarse intimidar, no fuera a ser que sentaran un precedente a partir de entonces. En aquellos momentos debatían entre ellos, intentando descubrir el equilibrio en el que descansaba su seguridad.
Sebastián se apartó del muro.
—Quizá tengas razón. Entraré y hablaré con ellos a solas... en su edificio, en lugar de aquí fuera, bajo los ojos del ejército.
—Iré contigo —dijo ella.
—¿Qué sucede? ¿Qué piensas? —preguntó la hermana Perdita a Sebastián mientras se les acercaba por detrás.
Con un despreocupado gesto de la mano, Sebastián desechó su inquietud.
—Creo que simplemente quieren negociar. Son comerciantes. Eso es lo que hacen, negociar. Podría resultar contraproducente intentar obligarles.
—Yo entraré y cambiaré su modo de pensar —dijo la Hermana con siniestra resolución.
—No —replicó Sebastián—; éste no es el momento de complicar una cuestión sencilla. Siempre podemos aplicar más presión si es necesario. Deja que Jennsen y yo entremos y hablemos con ellos primero.
Jennsen se alejó de una hermana Perdita con el ceño fruncido, pegándose bien a Sebastián a la vez que tiraba de Robín. La otra cosa sobre el viaje que había sido inesperada —además de la escolta de mil hombres— había sido que la hermana Perdita había decidido ir con ellos. Dijo que era necesario, por si Jennsen necesitaba más ayuda para acercarse a lord Rahl.
Jennsen sólo quería hundir su cuchillo en aquel asesino hijo bastardo de Rahl el Oscuro y acabar con todo aquello. Hacía tiempo que había abandonado toda esperanza de que ello la liberara para vivir su propia vida. Tras la noche en los bosques con la hermana Perdita y las otras siete Hermanan todo había cambiado. Jennsen había hecho un trato que sabía que significaría que no tendría una vida después de matar a Richard Rahl. Pero al menos todas las demás personas sí recuperarían sus vidas. El mundo estaría por fin libre de su hermanastro y su malvado gobierno.
Y conseguiría su venganza. Su madre, a la que se le había negado incluso un entierro apropiado, podría por fin descansar en paz sabiendo que se había hecho justicia con su asesino. Eso era todo lo que Jennsen podía hacer por su madre.
Jennsen y Sebastián condujeron a Robín y a Pete hasta el lugar donde aguardaba el caballo de la Hermana, en un pequeño corral lateral. Robín y Pete agradecieron la sombra y el bebedero.
Tras cerrar la pequeña verja desvencijada del corral. Jennsen siguió a Sebastián a la sombra de la entrada del achaparrado edificio, las voces farfullantés de los hombres que resonaban en la única habitación callaron. Todos los hombres iban envueltos en las tradicionales prendas negras de los mercaderes nómadas que vivían en aquella parte del mundo.
—Dejadnos —dijo el hombre que los acaudillaba, haciendo salir a sus colegas con un ademán al ver entrar a Sebastián y a Jennsen.
Los hombres asintieron mientras salían en fila. A juzgar por los ojos arrugados que quedaban al descubierto entre sus negras vestiduras, los hombres parecían sonreírle con simpatía desde debajo de las máscaras, pero ella no podía estar segura. Por si acaso, y teniendo en cuenta lo que había en juego, les devolvió la sonrisa a la vez que les dedicaba una inclinación de cabeza.
El interior de la estancia era sofocante, pero al menos la sombra resultaba un alivio. El hombre que permanecía en el interior no tenía cubierto el rostro, y sonreía.
—Por favor —Dijo a Jennsen—, entra. Pareces estar ardiente.
—¿Ardiente? —preguntó ella.
—Acalorada —dijo él—. No vas vestida para este lugar —marchó arrastrando los pies hasta las toscas estanterías que había en un lateral y regresó con uno de los fardos negros guardados allí—. Por favor ponte esto. —Lo alzó hacia ella varias veces, instándola a cogerlo—. Te hará sentir mejor. Te tapará del sol y te mantendrá dentro el sudor para que no te seques como una roca.
Jennsen volvió a inclinar la cabeza en dirección al menudo hombre enjuto y nervudo, y sonrió en muestra de agradecimiento.
—Gracias.
—¿Bien? —Preguntó Sebastián cuando el hombre se apartó de Jennsen—. ¿Has tenido suerte y descubierto algo de esos otros hombres?
La figura vestida de negro carraspeo.
—Bueno, ellos dicen que tal vez...
Sebastián puso los ojos en blanco, con impaciencia, al captar el velado significado de las palabras del hombre, y luego rebuscó en el bolsillo hasta sacar una moneda de plata.
—Por favor acepta esta muestra de mi reconocimiento a los esfuerzos de tus hombres.
El hombre la tomó respetuosamente, pero estaba claro que la moneda de placa no era el precio que esperaba. Parecía indeciso, no obstante, sobre sí debía decir que encontraba la cantidad insuficiente. Jennsen no podía creer que Sebastián se mostrara quisquilloso respecto al dinero en un momento como aquel. Sacó una pesada moneda de oro del bolsillo y, sin molestarse en preguntar a Sebastián si era correcto, simplemente se la arrojó al hombre. El hombre atrapó la moneda en pleno vuelo, luego abrió el puño justo lo suficiente para echar una miradita de confirmación. Le mostró su reconocimiento con una sonrisa. Sebastián lanzó a la joven una mirada de contrariedad.
Era el dinero sucio de lord Rahl, el dinero que había dado a los hombres enviados a matarla a ella y a su madre. No se le ocurría un mejor uso para él.
—No lo necesito —dijo antes de que él pudiera sermonearla—. Además, ¿no eres tú quien decía que tú modo de actuar era usar lo que estaba más próximo al enemigo para desquitarte con él?
Sebastián contuvo cualquier comentario y giró hacia el hombre.
—¿Qué sabes?
—A última hora de ayer —dijo el hombre, finalmente más comunicativo—, algunos de nuestros hombres vieron a dos personas descendiendo al interior de los Pilares de la Creación.
Se acercó a una pequeña ventana junto a estantes repletos de sencillas provisiones y más vestimentas negras, y señaló.
—Por ahí hay lo que podríamos llamar una especie de senda.
—¿Hablaron tus hombres con ellos? —preguntó Jennsen, adelantándose impaciente—. ¿Saben tus hombres quiénes eran?
El hombre pasó la mirada de ella a Sebastián, vacilando, al parecer resultándole incómodo responder a preguntas tan directas procedentes de una mujer, incluso aunque hubiese sido ella la que había pagado su precio. Sebastián dirigió una mirada a Jennsen que indicaba que debía dejar que él manejara aquello. Jennsen retrocedió hacía la entrada, atisbando al Exterior, haciéndose la desinteresada, de modo que Sebastián pudiese obtener las respuestas que necesitaban.
El corazón de Jennsen latía violentamente mientras se imaginaba mentalmente apuñalando a lord Rahl. La sombra del espantoso precio de atraer a su hermano al lugar donde iba a matarlo se alzó imponente sobre la escena que se desarrollaba en su mente.
Sebastián se secó el sudor de la frente y arrojó la pesada mochila a un lado del suelo. La mochila golpeó con un fuerte ruido metálico y volcó. Algunas de las cosas se cayeron al exterior. Molesto, hizo intención de recogerla, pero Jennsen lo interceptó.
—Yo me ocuparé de esto —murmuró, haciéndole señas para que regresara al interrogatorio del hombrecillo de negro.
Sebastián se apoyó contra la pesada, mesa de tablones de aspecto antiguo y cruzó los brazos.
—Así pues, ¿tuvieron tus hombres oportunidad de hablar con esas dos personas?
—No, señor. Los hombres no estaban lo bastante cerca, pero estaban parados en el borde y contemplaron cómo el caballo pasaba por abajo.
Jennsen recuperó una pastilla de jabón y volvió a meterla en la mochila. Dobló la navaja de afeitar y volvió a guardarla dentro, junto con un odre de agua que se había caído. Recogió objetos pequeños: un pedernal, tiras de cecina envueltas en tela, y una piedra de afilar. Una lata que no había visto nunca antes había rodado fuera de la mochila y había ido a parar debajo de un estante bajo.
—¡Qué aspecto tenían esas dos personas a caballo? —preguntaba en aquellos momentos Sebastián a la vez que daba golpearas con un dedo sobre la mesa.
Mientras alargaba la mano bajo el estante, Jennsen escuchó con atención, esperando oír si podría tratarse de Richard Rahl. En realidad no se le ocurría quién más podía ser. No creía que algo así pudiera ser una coincidencia.
—Eran una mujer y un hombre. Pero llegaron en un solo caballo.
Jennsen se dijo que era extraño que los dos montaran en un único caballo. Algo podía haberle sucedido a la otra montura. En aquella peligrosa tierra una cosa así no era difícil de imaginar.
—La mujer... —El hombre hizo una mueca, incómodo con lo que tenía que decir—. No iba erguida, sino tumbada —hizo un gesto como si echara algo sobre un caballo— sobre el lomo, iba atada con una cuerda.
Mientras Jennsen extraía la lata de un tirón debido a la sorpresa, la tapa se enganchó en un borde irregular del estante de madera y saltó fuera. Él contenido se derramó por el suelo.
—¿Qué aspecto tenía el hombre¿ —preguntó Sebastián. Un pedazo corto de madera con cuerda enrollada y asegurada con anzuelos de pescar había caído de la parte superior dé la lata. Jennsen contempló fijamente un oscuro montón de rosas de la calentura secas que se habían derramado fuera al caer la cuerda. Parecían docenas de pequeñas Gracias.
—El hombre era grande y joven. Llevaba una espada magnífica, dicen mis hombres, cuya reluciente vaina iba sujeta a un tahalí cruzado sobre el nombro.
—Eso suena a Richard Rahl —dijo la hermana Perdita desde la puerta, observando a Jennsen.
—Otros hombres usan un tahalí para la espada —dijo Sebastián.
Si bien no se le ocurría un motivo para que él llevara a su esposa atada sobre el lomo del caballo, ante la embriagadora idea de que habían visto a Richard Rahl. Jennsen recogió a toda prisa las rosas alpinas de la calentura secas con dedos temblorosos y las volvió a meter en la lata seguidas por la cuerda. Colocó la tapa en su lugar e introdujo la lata a toda prisa en la mochila junto con los otros objetos que habían caído fuera.
Comprobó el cuchillo que llevaba en la vaina colgada del cinturón mientras iba a colocarse a toda prisa junto a Sebastián, aguardando para escuchar qué más tenía que decir el enjunto hombre de negro. La hermana Perdita había salido al exterior y se dedicaba a envolverse en las protectoras prendas negras.
—Vamos —dijo la hermana Perdita—. Tenemos que bajar por ahí.
Jennsen quiso seguirla, pero Sebastián seguía interrogando al hombre. Ella no quería dejar a Sebastián y marchar sola con la hermana Perdita, pero la mujer atajaba ya en dirección al sendero que el hombre había señalado.
Desde el exterior, al otro lado de los edificios, llegó el sonido de los comerciantes parloteaban excitados. Jennsen miró por la esquina del edificio y les vio señalar a través del llano reseco que se cocía al sol.
—¿Qué sucede? —preguntó Sebastián mientras seguía al hombre afuera.
—Alguien se acerca —respondió él.
—¿Quien podría ser? —susurró Jennsen a Sebastián cuando este se detuvo junto a ella.
—No los sé. Podría ser simplemente otro comerciante que llega al pueblo.
El enjunto hombrecillo, habiendo contestado a las preguntas, hizo una reverencia y quiso marchar para estar con sus hombres, que estaban apiñados todos juntos a la sombra de otro edificio. Sebastián la hizo aguardar mientras regresaba al interior y sacaba el fardo negro del estante.
—Será mejor que alcancemos a la hermana Perdita —dijo mientras contemplaba como la mujer desaparecía por encima del borde del sendero para descender al interior de los Pilares de la Creación—. Ella te protegerá de la magia de Richard Rahl y te ayudará a hacer lo que tienes que hacer.
Jennsen quiso decir que no necesitaba la protección de la hermana Perdita, que la magia de lord Rahl no podía hacerle daño, pero no era el momento de ponerse a explicarle todo aquel asunto. De algún modo, nunca parecía ser el momento. De todos modos, realmente no importaba lo que Sebastián creyera sobre cómo podría acercarse a lord Rahl, lo único que importaba era que ella lo hiciera.
Juntos, los dos permanecieron de pie bajo el sofocante sol, contemplando el diminuto punto que corría por el interminable paisaje llano. Bajo el abrasador calor, el lejano terreno parecía ondear como la superficie ondulante de un lejano lago. Una fina columna de polvo se alzaba tras el solitario jinete. La escolta de mil hombres comprobó nerviosamente sus armas.
—¿es uno de tus hombres? —preguntó Sebastián al enjunto jefe de las figuras vestidas de negro.
—El terreno aquí gasta jugarretas a los ojos —respondió él—. Todavía está lejos, el calor hace que parezca estar más cerca. Pasará algún tiempo antes de que el jinete nos alcance y podamos saber quién es. —Sonrió a Jennsen, animándola con un ademan—. Ponte la ropa para cubrirte del sol.
En lugar de discutir, Jennsen se echó aquella especia de capa de gasa sobre los hombros. Envolvió el largo pañuelo por encima y alrededor de la cabeza, como había visto hacer a los hombres, pasándolo sobre la nariz y la boca y luego introduciendo el extremo bajo el costado. Se sintió inmediatamente sorprendida ante el modo en que la negra tela reducía el ardiente resplandor del sol. Era todo un alivio, casi como estar a la sombra.
Los ojos del hombre sonrieron al ver la expresión de su rostro.
—Bien, ¿sí? —preguntó a través de su propia mascara.
—Si —dijo Jennsen—. Gracias por tu ayuda. Pero debemos pagarte por estas cosas.
—Ya lo habéis hecho —respondió el con un centelleo en la mirada.
El hombre volvió la mirada hacía Sebastián, que todavía se estaba colocando el negro pañuelo sobre la cabeza.
—Te he dicho todo lo que sabemos. Mis hombres y yo nos vamos ahora.
Antes de que Sebastián pudiera responder, el hombre cruzaba ya a toda prisa el agostado terreno en dirección al oscuro grupo de hombres que aguardaban con sus polvorientas mulas. Se pusieron en marcha, tirando tras ellos de la reata de mulas, ansiosos por alejarse de los soldados.
Se dirigían al sur, en la dirección opuesta al jinete que se aproximaba.
—Si es posible que sea uno de sus hombres —dijo Sebastián, casi para si—, entonces ¿por qué marchan?
Miró con impaciencia la pequeña senda por la que la hermana Perdita había desaparecido, y luego hizo una seña a la columna de hombres que aguardaba aun a caballo. El grupo de hombres de aspecto torvo cruzó el duro terreno, levantando una perezosa neblina de polvo.
—Tenemos que bajar ahí —dijo Sebastián mientras indicaba con la mano en dirección al valle de los Pilares de la Creación—. Aguardad aquí arriba hasta que regresemos.
El oficial al mando de la columna cruzó las manos sobre el pomo de su silla.
—¿Qué queréis que hagamos respecto a eso? —preguntó, y las grasientas guedejas de su cabello le cayeron al frente cuando señaló con la barbilla el aún lejano jinete.
Sebastián giro y contempló al distante caballo que galopaba hacia ellos.
—Si resulta ser sospechoso por cualquier motivo, matadlo. Esto es demasiado importante para arriesgamos a tener problemas ahora.
El oficial dedicó a Sebastián un único gesto de asentimiento. Jennsen vio en los ojos hambrientos de los hombres situados tras él que les complacían las órdenes.
—Marchemos —dijo Sebastián—. Quiero alcanzar a la hermana Perdita antes de que vaya demasiado por delante de nosotros.
—No te preocupes —repuso Jennsen—. Deseo atrapar a lord Rahl más que la hermana Perdita.
29
El calor había sido abrasador arriba, en la yerma llanura, pero aventurarse sendero abajo pareció el descenso a unos altos hornos. Cada respiración introducía aire tórrido en sus pulmones, haciendo que Jennsen se sintiera como si la estuvieran cociendo también desde dentro. El aire alzándose ante las empinadas paredes oscilaba como calor rielando encima de una hoguera.
Había lugares en los que el sendero sencillamente desaparecía entre rocas sueltas. En otros lugares, el desgaste había creado una depresión en la blanda arenisca que mostraba el camino. Luego, la pista pasaba por sendas naturales, de modo que era evidente en buena parte, con pocas posibilidades de cometer un error. De vez en cuando, tenían que atravesar desprendimientos de piedras que habían enterrado cualquier rastro de sendero, y confiar en que pudieran encontrarlo más adelante. Jennsen sabía lo suficiente sobre senderos para saber que aquél era antiguo y no se utilizaba.
Aunque nada podía hacer disminuir el abrasador calor, las prendas negras que los comerciantes les habían dado eran un alivio. La tela negra alrededor de sus ojos reducía el doloroso resplandor, absorbiendo la brillante luz, haciendo que fuese más fácil ver. Era un consuelo tener la oscura tela protegiendo el rostro. En lugar de hacerle sentir más calor, corno ella había pensado, la fina tela que cubría la piel al descubierto de brazos y cuello impedía que el sol la quemara, y de algún modo parecía mantener bien algo de calor.
Mientras Sebastián y ella se apresuraban a seguir el sendero, siempre hacia abajo, la muchacha no tardó en descubrir, con desaliento, que este les conducía hacia arriba, de nuevo, por encima de unos salientes. El rocoso terreno era un escarpado que quería difícil, por no decir imposible, simplemente descender en línea recta, de modo que el sendero contaba por crestas para no descender tan precipitadamente. A cambio, era necesario descender por detrás de una cresta para, a continuación, ascender por la ladera de la siguiente. No tuvieron más elección que seguirlo mientras efectuaba un descenso horripilante, para luego volver a ascender. La tensión en los músculos de los muslos y espinillas de Jennsen fue agotador, pero al tener luego que volver a ascender bajo aquel calor resultó atroz.
Jennsen recordaba bien que Sebastián le había contado en una ocasión que nadie se arriesgaba a penetrar en el valle de los Pilares de la Creación. En aquellos momentos comprendía perfectamente el motivo. A juzgar por la falta de uso que mostraba el sendero, sabía que era cierto... Recordó, también, que él había dicho que si realmente alguien llegó a entrar en el valle central, nadie había regresado jamás para contarlo. Supuso que ella no tenía que preocuparse por eso.
A medida que descendían más, enormes fisuras y profundos cortes se abrieron en el escarpado terreno, dando origen a paredes de roca que se alzaban solitarias, como si las hubiesen abandonado. Mientras avanzaban a lo largo de los bordes de inmensos precipicios, algunas de las agujas creadas por aquellas escisiones se alzaban desde el fondo, casi hasta la altura en que ellos se encontraban, en el borde del valle. Mirar al pie de tan elevada torres de roca producía vértigo. Hubo sitios en los que Sebastián y ella se vieron obligados a efectuar saltos a través de profundas grietas. Ver algunos de los lugares por donde iban a tener que seguir el sendero, más abajo, resultaba impresionante.
La hermana Perdita estaba de pie, en lo alto de una de las prominentes crestas situadas a lo largo del tortuoso descenso, esperándolos, observándolos con silenciosa contrariedad. La vista fija dibujada en las líneas del rostro implacable. Las crecientes sombras que caían sobre el paisaje añadían una nueva y extraña dimensión al lugar. El sol que descendía realzaba las escarpadas características de tal modo que no hacía más que ayudas a dejar bien claro lo formidable que era el terreno. Sebastián posó una mano en la espalda de Jennsen y le hizo apresurarse mientras pasaban entre las fantasmales columnas de roca que se alzaban como imponentes troncos secos de un árbol que hubiera perdido la copa y todas las ramas.
Desde que habían dejado a los comerciantes, a Jennsen le había parecido que algo no iba bien, pero como Sebastián la espoleaba al frente, ella no había conseguido recordar que le preocupaba. La hermana Perdita tenía el entrecejo fruncido mientras aguardaba.
Jennsen comprobó que su cuchillo seguía allí, como había hecho innumerables veces. A veces simplemente pasaba levemente las yemas de los dedos sobre el mango de plata. En esa ocasión, lo levantó para asegurarse de que salía con facilidad de la vaina, luego volvió a empujarlo a su lugar, hasta que se asentó con el tranquilizador chasquido metálico.
La primera vez que había visto el cuchillo, cuando encontró al soldado d'haraniano muerto, le había parecido un arma extraordinaria. Todavía lo pensaba. Aquella primera vez, ver la elaborada «R» la había aterrado —con buen motivo— pero ahora el contacto con el mango grabado la tranquilizaba, dándole esperanzas de que podría poner fin a la amenaza. Aquel era el día en que estaba a punto de llevar a cabo lo que Sebastián le había dicho la primera noche. Iba a usar algo cercano a su enemigo para contraatacar.
Sebastián había pasado momentos difíciles, también, desde aquella primera noche cuando había tenido que pelear con aquellos hombres incluso a pesar de tener fiebre. Jamás podría olvidar lo valiente que había sido aquel día, y el modo en que había luchado a pesar de tener fiebre. Y mucho peor fue que se viera abatido por la magia de la hechicera Adie y que casi hubiera perdido la vida. Jennsen deba gracias por la recuperación del joven y porque este se encontrara bien, y porque el tendría una vida, incluso aunque tuviera que ser sin ella.
—Sebastián... —dijo, cayendo en la cuenta de que no se había despedido de él.
No quería decirlo delante de la hermana Perdita. Se detuvo, se dio la vuelta y apartó el pañuelo negro de la boca.
—Sebastián, simplemente quiero darte las gracias por todo lo que has hecho para ayudarme.
Él rio un poco a través de la máscara de tela negra.
—Jenn, lo dices como si estuvieras a punto de morir.
¿Cómo podía ella decirle que así era?
—No podemos saber lo que sucederá.
—No te preocupes —dijo él—. Estarás perfectamente. Las hermanas te ayudaron con su magia mientras me estaban curando, y ahora la hermana Perdita estará allí contigo. También yo estaré allí. Por fin vengaras a tu madre.
Él no sabía el precio que las Hermanas habían puesto a su ayuda, y a la venganza. Jennsen no era capaz de decírselo, pero tenía que encontrar un modo de decir algo.
—Sebastián, si algo me sucede...
—Jenn —dijo él, sujetándola por los brazos a la vez que la miraba a los ojos—, no hables así. —Se tornó repentinamente adusto—. Jenn, no digas eso. No podría soportar la idea de vivir sin ti. Te amo. Únicamente a ti. No sabes lo que significas para mí, como has hecho mi vida diferente de lo que siempre pensé que sería; mucho mejor de lo que siempre pensé que podía ser. No podría seguir adelante sin ti. Jamás podría volver a soportar la vida sin ti. Haces que el mundo sea bueno para mí siempre y cuando te tenga. Estoy loca y perdidamente enamorado de ti. Por favor no me tortures con la idea de estar alguna vez sin ti.
Jennsen lo miró fijamente a los azules ojos, azules como se decía que habían sido los ojos de su asesino padre, y fue incapaz de encontrar palabras para explicarse, para decir cómo se sentía, para decirle que iba a serle arrebatada y que tendría que enfrentarse a la vida solo. Sabía lo espantoso que era sentirse solo. Se limitó a asentir mientras giraba en dirección al sendero y volvía a colocarse el pañuelo negro sobre el rostro.
—De prisa —dijo—, la hermana Perdita está esperando.
La mujer puso mala cara a Jennsen mientras aguardaba bajo el viento, encima de una amplia roca plana. Jennsen pudo ver que el sendero por detrás de la Hermana descendía vertiginosamente entre las sombras, bajando hasta los mismísimos Pilares de la Creación. A medida que se acercaban, Jennsen se dio cuenta de que la hermana Perdita no la miraba con el ceño fruncido a ella, sino que miraba detrás de ella, con la vista fija en el camino por el que habían venido.
Antes de llegar junto a ella, arriba, en la roca plana, donde sus negras ropas se alzaban bajo las bochornosas ráfagas de aire, también ellos volvieron la cabeza para ver que miraba la mujer con tanta atención. Jennsen vio, desde el elevado mirador en que estaban, que en su arduo avance habían llegado a la cima de una línea divisoria en el sendero desde donde éste descendía rápidamente, siguiendo la ladera de la cresta, para llevarlos al fondo. Pero al mirar atrás, a través de las amplias gargantas y crestas rocosas que ya habían cruzado, vieron que estaban casi tan altos otra vez como el borde del valle. Allí, la muchacha pudo ver el pequeño grupo de edificios achaparrados, que aparecían diminutos en la distancia.
El jinete estaba casi allí, entrando como una exhalación sobre su caballo, siguiendo una ruta recta como una flecha en dirección al sendero. La compañía de mil hombres se había congregado en una gruesa hilera no lejos del inicio del sendero, aguardándolo. El polvo se alzaba en una larga columna tras el caballo al galope.
Mientras el animal cubierto de espuma entraba a toda velocidad, antes de llegar a donde estaban los hombres. Jennsen detectó una vacilación en su andar. Las patas delanteras del caballo se contrajeron de improviso, y la pobre bestia cayó, chocando contra el pedregoso suelo, muerta de agotamiento.
El hombre que iba sobre el caballo descendió con soltura del animal mientras éste se desplomaba sobre el suelo y, sin que pareciera perder impulso ni zancadas, siguió avanzando hacia el sendero. Iba vestido con ropas oscuras, aunque no como las de los comerciantes nómadas. Una esclavina de color dorado ondulaba a su espalda. Y, parecía ser mucho más fornido que los comerciantes.
Mientras se encaminaba al sendero, el oficial al mando de la caballería gritó al hombre que se detuviera. Éste no los desafió, ni pareció siquiera decir una palabra. Simplemente hizo como si no existieran mientras pasaba resueltamente ante los edificios en su camino al inicio del sendero. Los mil hombres lanzaron un estridente grito de guerra y cargaron.
El pobre hombre no blandió ninguna arma, no efectuó ningún movimiento amenazador en dirección a los soldados. Mientras la caballería de la Orden caía sobre él, el hombre alzó una mano hacia ellos, como si les advirtiera que pararan, Jennsen sabía, tanto por las ordenes de Sebastián como por el modo en que ellos cargaban hacia el solitario viajero, que no tenían la menor intención de detenerse por nada que no fuera su cabeza.
Jennsen contempló con pavor cómo el hombre estaba a punto de ser asesinado, observó, cautivada, como los mil hombres se abalanzaban hacia él.
El borde del valle se iluminó con una explosión atronadora. No obstante la oscura tela que le envolvía la cabeza, Jennsen se protegió los ojos a la vez que lanzaba una exclamación de sorpresa, la violenta luz del rayo y su terrible complemento se habían hermanado: un llameante rayo al rojo vivo se retorció junto con una chispeante línea negra que parecía ser un vacío en el mundo mismo, un poder terrible unido y descargado en un explosivo instante.
En el espacio de un segundo, pareció como si hubieran unido todo el deslumbrante resplandor de la árida llanura y el feroz calor de los Pilares de la Creación en un único punto y los hubiesen soltado. En un instante, la ignición de aquel rayo explosivo aniquiló una fuerza de mil hombres en una nube roja brillantemente iluminada. Cuando la luz cegadora, el rugido atronador y la violenta sacudida desaparecieron súbitamente, también desaparecieron los hombres; todos estaban muertos.
Por entre los restos humeantes de hombres y caballos, el solitario hombre seguía avanzando al frente hacia el sendero, dando la impresión de no haberse detenido ni un momento.
En los seguros movimientos de aquel hombre, aún más que en el modo en que había hecho aparecer aquella devastación, Jennsen vio lo profunda que era su terrible cólera.
—Queridos espíritus —musitó Jennsen—, ¿qué acaba de suceder?
—La salvación llega sólo a través del sacrificio —dijo la hermana Perdita—. Esos hombres murieron sirviendo a la Orden y por lo tanto al Creador. Eso es lo más importante que puede hacerse por el Creador No es necesario llorarles. Se han ganado la salvación mediante su fiel servicio.
Jennsen no pudo hacer otra cosa que mirarla atónita.
—¿Quién es ése? —preguntó Sebastián mientras observaba cómo el solitario hombre alcanzaba el borde del valle de los Pilares de la Creación e iniciaba el descenso sin hacer ni una pausa—. ¿Tienes alguna idea?
—No es importante. —La hermana Perdita volvió a girar hacia el sendero—. Tenemos una misión.
—Entonces será mejor que nos demos prisa —dijo Sebastián en tono preocupado, mientras volvía a mirar con atención a la lejana figura que avanzaba por el sendero a un paso veloz, acompasado e implacable.
30
Jennsen y Sebastián apresuraron el paso para seguir a la hermana Perdita, que había desaparecido por el otro lado de la cima de la cresta. Al alcanzar el borde, la vieron, ya muy por debajo de ellos. Jennsen miró atrás, hacía el inicio del sendero, pero no vio al hombre. Sí vio, no obstante, que un banco de nubes oscuras había hecho su aparición sobre toda la extensión de las áridas llanuras.
—¡De prisa! —les gritó desde abajo la hermana Perdita.
Con la mano de Sebastián en la espalda, instándola a seguir adelante, Jennsen descendió a toda velocidad el empinado sendero. La Hermana avanzaba tan veloz como el viento, con las negras ropas ondeando tras ella mientras corría por la senda abierta en la ladera de empinada roca. Jennsen nunca se había esforzado tanto para mantenerse a la altura de alguien. Sospechó que la mujer usaba magia.
Cada vez que Jennsen empezaba a perder pie en los guijarros sueltas y alargaba los brazos en busca de un punto de apoyo, la áspera roca le raspaba los dedos y las palmas de las manos. El sendero era más difícil que ninguno por el que hubiese descendido nunca. Rocas sueltas en lo alto de repisas sólidas resbalaban y cedían constantemente bajo los pies, y ella sabía que si se agarraba al asidero equivocado, la roca, en muchos lugares tan afilada como cristal roto, le desgarraría las manos.
Jennsen no tardó en jadear, a la vez que intentaba alcanzar a la lejana Hermana. Sebastián, justo detrás, parecía estar igualmente sin resuello. También él había perdido pie varias veces y en una ocasión. Jennsen chilló y le sujetó el brazo justo antes de que cayera por encima del borde de un precipicio cortado a pico de varios cientos de metros.
La expresión en los ojos del joven expresó el alivio que su falta de resuello le impedía decir con palabras. Encontrándose más cerca del fondo, tras un arduo descenso aparentemente interminable, Jennsen se sintió al menos aliviada al observar que las paredes y torres cerraban el paso a la abrasadora luz solar. Echó una ojeada al cielo, algo que no se había podido permitir durante bastante tiempo, y advirtió que no eran simplemente las sombras proyectadas por la roca lo que oscurecía el dia. El cielo, que sólo horas antes había estado tan despejado y de un azul luminoso, estaba ahora cubierto de arremolinadas nubes grises, como si todo el valle de los Pilares de la Creación estuviera siendo aislado herméticamente del resto del mundo.
Siguió adelante con firmeza, apresurando el paso para no perder a la hermana Perdita. No había tiempo para preocuparse por las nubes. Agotada como estaba, la muchacha sabía que, cuando llegara el momento, encontraría la fuerza para hundir el cuchillo en Richard Rahl. Aquel momento casi había llegado. Sabía que su madre, que estaba con los buenos espíritus, la inspiraría y de ese modo le daría fuerzas. Sabía, también, que se le había prometido otra fuerza.
En lugar de llenarla de temor, saber que el final de su vida estaba tan próximo dejó a Jennsen con una curiosa y aturdida sensación de calma. Parecía casi dulce, aquella promesa del fin de la lucha, del fin del miedo, del fin de tener que preocuparse por cualquier cosa. Pronto, ya no habría agotamiento, ni un calor insoportable, ni dolor, ni pena, ni angustia.
Al mismo tiempo cuando, durante sólo un instante aquí o un momento allí, comprendía la pasmosa realidad que estaba a punto de morir, su mente se quedaba en blanco debido al abrumador terror. Era su vida, su única y preciosa vida, la que se iba reduciendo inexorablemente, la que pronto finalizaría con el frio abrazo de la muerte.
Relámpagos parpadeantes brincaron por el cielo que se oscurecía, viajando bajo las nubes. Fogonazos distantes e intensos volvieron a aparecer, surcando las espesas nubes, iluminándolas desde el interior con una espectacular luz verde. El vacilante redoble del trueno parecía acompasarse con el modo en que el paisaje oscilaba bajo el calor.
A medida que descendían, las imponentes columnas de roca se volvían más grandes, al principio creciendo de grietas a lo largo de las crestas, hasta que una vez abajo, en el fondo, parecían estar enraizadas en el suelo mismo del valle. En aquellos momentos, a medida que los tres se alejaban más y más de los precipicios y penetraban en el valle, aquellas columnas se alzaban igual que un antiguo bosque de piedra. Jennsen se sintió como una hormiga entre ellas.
Mientras sus pisadas resonaban entre las paredes, estancias e hileras de roca, la muchacha no pudo evitar maravillarse ante las suaves y onduladas caras de los pilares, que daban la impresión de haber sido alisadas por los elementos, como piedras en un rio. Distintas capas dentro de la roca vertical parecían ser de densidad variable, haciendo que se desgastasen a distinta velocidad y creando ondulaciones en las torres de piedra a lo largo de toda su longitud. En algunos lugares, enormes secciones de las columnas estaban encaramadas sobre estrechos cuellos.
Durante todo ese tiempo, el calor era como un peso enorme que presionaba sobre ella mientras arrastraba los pies por la irregular gravilla del fondo. La luz que pasaba entre las columnas proyectaba sombras espectrales, dejando lugares oscuros acechando más atrás, entre las torres. En otros lugares, la luz parecía provenir de detrás de la piedra. Cuando miró a lo alto, fue como mirar desde las profundidades del mundo, viendo a la roca misma, iluminada con un color verde en ocasiones por los parpadeantes relámpagos de las nubes, que se alargaban hacia lo alto, como suplicando la salvación.
La hermana Perdita se deslizaba a través de aquel laberinto de roca como un espíritu de los muertos, con las negras ropas ondulándole a su espalda, incluso la presencia de Sebastián detrás no era un consuelo para Jennsen entre tales silenciosos centinelas del poder de la Creación misma.
Los relámpagos describían arcos sobre sus cabezas, por encima de las cúspides de la imponente roca, como si escudriñaran el bosque de piedra. Los truenos zarandeaban el valle con violentas sacudidas que hacían caer roca desmenuzada sobre ellos, de modo que tenían que correr o arrojarse a un lado. Jennsen vio, aquí y allá, lugares donde algunos de los enormes pilares se habían estrellado anteriormente contra el suelo. Yacían caídos, ahora, como gigantes derribados. En algunos lugares tuvieron que pasar por debajo de la monumental piedra que yacía atravesada en el camino, andando a través, de pasillos que habían quedado en los lugares donde las colosales piedras se extendían sobre brechas abiertas por la erosión. Esperó que los relámpagos que corrían raudos por todo el cielo no decidieran estrellarse contra un pilar de piedra que se alzara justo por encima de ellos y lanzarles encima un peso inimaginable.
Justo cuando Jennsen pensaba que estarían eternamente perdidos entre los angostos espacios que había entre las elevadas rocas, la muchacha vio una abertura que dejaba al descubierto toda la extensión del resto del suelo del valle. Zigzagueando por el fondo, entre las apiñadas columnas de piedra, empezaron a encaminarse hacia un terreno más despejado, donde los pilares se alzaban como monumentos individuales en lugar de estar estrechamente apelotonados.
Allí abajo, en el fondo, el valle, que había parecido tan llano desde arriba, era un revoltijo de onduladas rocas bajas y guijarros, atravesados por formaciones pétreas recortadas y levantadas losas de piedra que se extendían a lo largo de kilómetros. Surgiendo de los salientes de afiladas crestas que se adentraban desde los costados, se alzaban majestuosos pilares, tanto separados como en pequeños racimos.
Los truenos empezaban a resultar amilanadores con su casi continuo tronar y retumbar. El cielo se habla ido encapotando hasta el punto de que las arremolinadas nubes pasaban rozando las paredes de roca que los rodeaban. Más allá, en el extremo opuesto del valle, las nubes más oscuras arrojaban centelleos y fogonazos casi constantes, algunos asombrosamente brillantes, generando estridentes truenos.
Al dejar atrás una ancha aguja de piedra, Jennsen se sobresaltó al ver un carromato a lo lejos que cruzaba el suelo del valle.
La muchacha giró para decírselo a Sebastián, pero allí, detrás de ellos, se alzaba el desconocido.
La mirada de la joven asimiló la negra camisa, la túnica negra, abierta por los lados, decorada con antiguos símbolos que serpenteaban por una amplia tira dorada que recorría todo su borde exterior. La túnica estaba ceñida a la cintura con un amplio cinturón de varias capas con bolsas de cuero sujetas a lo largo de ambos lados. Los pequeños compartimentos de cuero labrado en oro del cinturón llevaban emblemas de plata de anillos enlazados, haciendo juego con los que había en las amplias tiras plateadas de cuero de cada muñeca. Los pantalones y las botas eran negros. En contraste, los amplios hombros llevaban una esclavina que parecía hecha de hilo de oro.
No llevaba otra arma que un cuchillo al cinto, pero no necesitaba ninguna para ser la encarnación de la amenaza misma.
Al mirar al interior de sus ojos grises, Jennsen supo al instante y sin lugar a dudas que tenía la mirada puesta en los ojos de rapaz de Richard Rahl.
Sintió como si un puño de miedo le atenazara el corazón, y apretara. Jennsen sacó el cuchillo. Lo aferró con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos alrededor del mango de plata. Podía percibir la elaborada letra «R» grabada, símbolo de la Casa de Rahl, clavándosele en la palma y los dedos mientras el lord Rahl en persona permanecía de pie, justo allí, ante ella.
Sebastián giró en redondo y lo vio, luego fue a colocarse detrás de ella.
Con las emociones contundidas. Jennsen permanecía paralizada ante su hermano.
—Jenn —susurró Sebastián a su espalda—, no te preocupa. Puedes hacerlo. Tu madre te observa. No la defraudes.
Richard Rahl la escudriñó, sin que pareciera advertir la presencia de Sebastián, ni tampoco la de la hermana Perdita, situada más allá. Jennsen miró fijamente a su hermano, igualmente ajena a la presencia de los otros dos.
—¿Dónde está Kahlan? —preguntó Richard.
Su voz no era lo que ella habla esperado. Era autoritaria, sin duda, pero también muchas cosas más: estaba tan llena de emoción, desde fría furia a férrea determinación, pasando por la desesperación. También los ojos grises reflejaban la misma determinación sincera y terrible.
Jennsen no podía apartar los ojos de él.
—¿Quién es Kahlan?
—La Madre Confesora. Mi esposa.
Jennsen era incapaz de moverse, de tan en conflicto como estaba ante lo que veía, lo que oía. Aquél no era un hombre que buscaba a una secuaz que era un monstruo, una Confesora brutal que gobernaba la Tierra Central con voluntad férrea y mano diabólica. Aquél era un hombre motivado por amor a aquella mujer, Jennsen pudo ver claramente que poco más le importaba. Si ellos no se apartaban de su camino, él pasaría a través de ellos, igual que había pasado a través de aquellos mil hombres. Era así de simple.
Excepto que, a diferencia de aquellos mil hombres, Jennsen era invencible.
—¿Dónde está Kahlan? —repitió Richard, agotándose su paciencia.
—Tú mataste a mi madre —dijo Jennsen, casi a la defensiva.
La frente de Richard se crispó. Pareció realmente perplejo.
—Acabo de enterarme de que tengo una hermana. Friedrich Gilder acaba de contármelo, y que tú nombre es Jennsen.
Jennsen se dio cuenta de que asentía, incapaz de apartar los ojos de los de él, contemplando sus propios ojos en los suyos.
—¡Mátalo, Jenn! —susurró, apremiante, Sebastián a su oído—. ¡Mátalo! Puedes hacerlo. ¡Su magia no puede hacerte daño! Hazlo.
Jennsen sintió una especie de temor hormigueante ascendiendo por sus piernas. Algo iba mal. Sujetando con fuerza el cuchillo, hizo acopio de decidida determinación mientras la voz inundaba su cabeza, hasta que no quedó espacio para nada más.
—El lord Rahl ha estado intentando asesinarme toda mi vida. Cuando mataste a tu padre, ocupaste su lugar. Enviaste hombres tras de mí. Me has perseguido igual que tu padre. Enviaste escuadras tras nosotras. Tú, bastardo, tú enviaste a aquellos hombres que asesinaron a mi madre. Richard escuchó sin discutir, y luego habló con voz tranquila y pausada:
—No pongas un manto de culpa sobre mis hombros porque otros sean malvados.
Jennsen se sobresaltó, advirtiendo que aquello se parecía mucho a las palabras de su madre había usado la noche anterior de su muerte. «Jamás lleves un manto de culpa porque ellos sean malvados».
Los músculos de la mandíbula de Richard se flexionaron cuando éste masculló:
—¿Qué habéis hecho con Kahlan?
—¡Ella es mi reina ahora! —dijo una voz, resonando a través de las columnas.
Jennsen la reconoció vagamente. Cuando miró a su alrededor, no vio a la hermana Perdita por ninguna parte.
Richard pasó junto a ella, moviéndose ya hacía la voz, como una sombra que pasara, y luego desapareció de repente. Jennsen había perdido su oportunidad de apuñalarlo. La muchacha no podía creer que él pudiese estado de pie frente a ella, y que ella hubiese dejado escapar la oportunidad.
—¡Jenn! —la llamó Sebastián, tirando de su brazo—. ¿Qué te pasa? ¡Vamos! ¡Todavía puedes acabar con él!
Jennsen no sabía qué era lo que estaba mal. Algo lo estaba. Apretó las manos contra la cabeza, intentando detener la cantinela de la voz. Ya no podía hacerlo. Había hecho un trato y la voz le exigía, inmisericorde, que lo cumpliera, machacando su mente con un dolor que no se parecía a ninguno que hubiese tenido jamás.
Al oír resonar carcajadas entre el bosque de pilares de piedra, Jennsen avanzó con rapidez, olvidando el calor y el agotamiento. Sebastián y ella corrieron en dirección al sonido, zigzagueando entre el desorden de rocas que se alzaban imponentes. La muchacha ya no sabía dónde estaba, que dirección era cual. Corrió por pasillos de piedra que daban a otros, siguiendo su sinuosa ruta, por debajo de arcos de roca, entre columnas y atravesando sombras y luz. Era como moverse por una extraña y confusa combinación de pasillos y bosques, sólo que aquellas paredes eran de piedra, y los árboles eran rocas.
Cuando dieron la vuelta a un pilar inmenso, allí, entre otros que se alzaban corno centinelas, había una zona despejada de ondulante roca en un revoltijo de curvas, con columnas más pequeñas, de un grosor como el de pinos ancianos.
Una mujer estaba atada a una de las columnas.
A Jennsen no le cupo la menor duda de que aquella era la esposa de Richard, Kahlan, la Madre Confesora.
A lo lejos se oyó la resonante risa, burlona, conduciendo a Richard lejos de lo que buscaba.
La madre Confesora no parecía el monstruo que Jennsen se había imaginado. No tenía buen aspecto y colgaba flácida de las cuerdas que rodeaban el pilar. No la habían atado bien, sólo de un modo simple, con la cuerda alrededor de la cintura, igual que un niño ataría a un compañero de juegos a un árbol.
Al parecer, estaba inconsciente, con una parte de la larga masa de cabellos colgando alrededor de la cabeza caída, los brazos balanceándose libremente. Vestía sencillas ropas de viaje, aunque ni ellas ni el velo parcial de cabellos ocultaban la mujer tan hermosa que era. Parecía tan sólo unos pocos años mayor que Jennsen. No parecía como si fuese a vivir para cumplir más años.
La hermana Perdita apareció de improviso junto a la mujer, alzando la cabeza de la Madre Confesora por los cabellos, echando un vistazo y dejando caer de nuevo la cabeza.
Sebastián corrió hacía allí, señalando.
—Es ella. Vamos.
Mientras lo seguía, Jennsen no necesitó que la voz de su cabeza le dijera que aquél era el cebo para atraer a Richard Rahl a la muerte. La voz había hecho su parte.
Invistiéndose de determinación y sujetando el cuchillo con fuerza, Jennsen corrió hasta la Hermana. Dio la espalda a la mujer inconsciente, no deseando pensar en ella, o tener que mirarla, volviendo sus pensamientos en su lugar a la tarea que tenía entre manos. Era su oportunidad de poner fin a aquello.
El hombre que reía surgió de improviso de detrás de un pilar situado a poca distancia, sin duda para atraer a la presa. Jennsen reconoció su horrible sonrisa burlona. Era el hombre que habla visto la noche que habían asesinado a la hechicera Lathea. Era el hombre que había asustado tanto a Betty, su cabra. El hombre que Jennsen creía reconocer de sus pesadillas.
—Veo que habéis encontrado a mi reina —dijo el hombre-pesadilla.
—¿Qué? —preguntó Sebastián.
—Mi reina —respondió el hombre, todavía con aquella horrible sonrisa—. Soy el rey Oba Rahl. Ella será mi reina.
Jennsen reconoció entonces que existía un leve parecido entre los ojos del hombre y los de Nathan Rahl, Richard y ella. No obstante, aquél no tenía la gran semejanza que Jennsen percibía que había entre ella y Richard, pero vio lo suficiente como para saber que decía la verdad; también él era hijo de Rahl el Oscuro.
—Aquí viene —dijo él, girándose y, extendiendo un brazo a modo de presentación—, mi hermano, el antiguo lord Rahl.
Richard salió con paso majestuoso de las sombras.
—No tengas miedo, Jenn —le susurró Sebastián al oído—, no puede hacerte daño. Puedes acabar con él ahora.
Ahora tenía su oportunidad. No volvería a desperdiciarla.
A lo lejos, a un lado, por entre el bosquecillo de columnas, captó fugaces imágenes de un carro acercándose. Creyó reconocer a los caballos: los dos grises con crines y colas negras. Eran los caballos más grandes que había visto nunca. Por el rabillo del ojo, vio que el conductor era fornido y rubio.
Jennsen giró, fijando la vista con incredulidad en el carro cuando oyó el familiar balido de Betty. La cabra se puso de pie y colocó las patas delanteras sobre el pescante junto al conductor. El hombretón rubio dio a sus orejas un rápido y cariñoso restregón. Parecía Tom.
—Jennsen —dijo Richard—, apártate de Kahlan.
—¡No lo hagas, hermanita! —chilló Oba, y se desternilló de risa.
Cuchillo en mano, Jennsen retrocedió más cerca de la mujer inconsciente que colgaba del pilar que se alzaba a su espalda. Richard intentaría abrirse paso a través de ella para llegar hasta Kahlan. Entonces Jennsen lo tendría.
—Jennsen —dijo Richard—, ¿por qué tendrías que aliarte con una Hermana de las Tinieblas?
La muchacha lanzó una breve mirada de perplejidad a la hermana Perdita, frunciendo el entrecejo.
—Hermana de la Luz —corrigió.
Richard negó lentamente con la cabeza mientras su mirada se dirigía más allá a la hermana Perdita.
—No, es una Hermana de las Tinieblas, Jagang tiene a Hermanas de la Luz, pero también tiene de las otras. Ambas son esclavas del Caminante de los Sueños. Por eso llevan ese aro atravesado en el labio inferior.
Jennsen había oído aquel nombre antes: «Caminante de los Sueños». Intentó frenéticamente recordar dónde. Recordó, también, lo que las Hermanas hablan invocado aquella noche en el bosque. Todo daba vueltas por su cabeza en una frenética avalancha, y no ayudaba que la voz estuviera allí, instándola incesantemente a seguir adelante. La muchacha aullaba interiormente con la necesidad de matar a aquel hombre, pero algo le impedía actuar. Sabía que no podía tratarse de su magia.
—Tendrás que pasar a través de Jennsen si quieres salvar a Kahlan —dijo la hermana Perdita con su voz fría y desdeñosa—. Te has quedado sin tiempo, y opciones, lord Rahl. Será mejor que al menos salves a tu esposa, antes de que su tiempo se acabe también.
A lo lejos, a un lado, Jennsen distinguió a la cubra marrón saltando a través del bosque de piedra, dejando atrás a Tom por un amplio margen.
—¿Betty? —musitó Jennsen con voz ahogada por las lágrimas mientras desenvolvía el velo negro de la cabeza para que la cabra pudiera reconocerla.
El animal lanzó un balido al oír su nombre, su diminuta cola tiesa se agitaba tanto que era como una mancha borrosa mientras corría. Algo más, más pequeño, se aproximaba por detrás, junto a Tom. Antes de alcanzada a ella, la cabra alcanzó a Oba. Cuando lo divisó al dar la vuelta a un pilar, Betty profirió un grito quejumbroso y se hizo a un lado. Jennsen conocía bien el grito de angustia y terror de Betty, su súplica de ayuda y consuelo.
En lo alto, el cielo se cubrió de furiosos relámpagos y truenos, asustando aún más al pobre animal.
—¿Betty?— llamó Jennsen, apenas capaz de creer lo que veía, preguntándose si podía tratarse de una ilusión, de algún cruel engaño.
Pero la magia de lord Rahl no podía hacerle eso.
Al oír su voz, la cabra brincó en dirección a Jennsen, su amada amiga de toda la vida. A menos de doce pasos de distancia, Betty alzó los ojos hacia Jennsen y frenó en seco. La alegre colita dejó de moverse. Betty lanzó un balido de aflicción, y los balidos se convinieron en terror ante lo que veía.
—Betty —gritó Jennsen—, no pasa nada. Ven... soy yo.
Temblando de miedo mientras alzaba la vista hacia ella, Betty retrocedió. La cabra reaccionaba del mismo modo en que lo había hecho ame Oba, hacía un momento, y del mismo modo en que lo había hecho la primera noche que lo vio.
Betty dio media vuelta y huyó.
Directamente hacia Richard.
Éste se acuclilló mientras la cabra, a todas luces, angustiada, llegaba corriendo en busca de consuelo, y lo hallaba bajo una mano protectora.
Atónita, Jennsen oyó entonces otros pequeños balidos. Dos diminutas cabras blancas, idénticas, llegaron dando brincos al lugar donde estaban todos ellos, penetrando en el centro de la letal confrontación. Se asustaron al ver al hombre, giraron, y ante la visión de Jennsen, retrocedieron, llamando a gritos a su madre.
Betty las llamó con un balido y ellas dieron la media vuelta y corrieron en busca de su protección. Con su madre allí, se sintieron seguras, dieron brincos hacia Richard, ansiosas por conseguir la tranquilizadora caricia que su madre recibía.
Tom había detenido muy atrás, aguardando cerca de un pilar mientras observaba, evidentemente decidido a mantenerse alejado.
Jennsen se dijo que, sin duda, el mundo se había vuelto loco.
31
—Betty, ¿qué estás haciendo? —preguntó Jennsen, incapaz de conciliar en su mente lo que sucedía.
—Magia —susurró la hermana Perdita a su espalda, en respuesta al tono perplejo de Jennsen— Él lo hace.
¿Podría ser que Richard Rahl hubiese hechizado a una cabra..., que la hubiese vuelto en su contra?
Richard dio un paso hacia ella. Betty y sus crías merodearon alrededor de sus piernas, sin la menor noción de los acontecimientos a vida o muerte que tenían lugar ante ellas.
—Jennsen, usa la cabeza —indicó Richard—. Piensa por ti misma. Tienes que ayudarme, ahora. Apártate de Kahlan.
—¡Mátalo! —Susurró Sebastián con despiadada determinación—. ¡Hazlo, Jenn! ¡La magia no puede lastimarte! ¡Hazlo!
Jennsen alzó el cuchillo mientras Richard la observaba con tranquilidad. La muchacha sintió que daba un paso hacía él. Una vez que lo matara, su magia moriría también, y Betty volvería a reconocerla.
Jennsen se detuvo en seco. Algo no estaba bien. Giró hacia Sebastián.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes eso? Jamás te conté que la magia no pueda hacerme daño.
—¿Tampoco a ti? —Dijo Oba a voces, que se había acercado más—. ¡Entonces los dos somos invencibles! Podemos gobernar D'Hara juntos; pues yo seré el rey, por supuesto. El rey Oba Rahl. No soy codicioso, no obstante. Tú podrías ser una princesa, tal vez. Sí, podría dejarte ser una princesa, si eres buena.
Los ojos de Jennsen regresaron al rostro sorprendido de Sebastián.
—¿Cómo lo sabes?
—Jenn... yo simplemente... yo pensé —tartamudeó él, intentando encontrar una respuesta.
—Richard... —Era Kahlan, que despertaba, pero atontada aún—. Richard, ¿dónde estamos? —Hizo una mueca de dolor, y gritó, incluso a pesar de que nadie la tocaba.
Cuando Richard dio un paso hacia su esposa, Jennsen retrocedió colocándose delante de ella, blandiendo el cuchillo.
—Si la quieres, debes de pasar por encima de Jennsen —dijo la hermana Perdita.
Richard la contempló sin mostrar emoción durante un momento.
—No.
—¡Debes hacerlo! —gruñó la Hermana—. ¡Tendrás que matar a Jennsen, o Kahlan morirá!
—¡Estás local! —gritó Sebastián a la Hermana.
—Contrólate, Sebastián —le espetó la mujer—. La salvación llega sólo mediante el sacrificio. Toda la humanidad es corrupta. Un individuo no es importante; una vida no significa nada. No importa lo que le suceda a ella; únicamente su sacrificio importa.
Sebastián la contempló fijamente, incapaz de responder, incapaz de encontrar una razón para argüir en favor de la vida de Jennsen.
—¡Tendrás que matar a Jennsen! —chilló la hermana Perdita mientras se volvía de nuevo hacía Richard—. ¡O mataré a Kahlan!
—Richard... —gimió Kahlan, a todas luces no comprendiendo dónde estaba o que sucedía.
—Kahlan —dijo Richard con voz sosegada—, no te muevas.
—¡Es la última oportunidad! —chilló la hermana Perdita—. ¡La última oportunidad para salvar la preciosa vida de la Madre Confesora! ¡La última oportunidad antes de que el custodio la tenga! ¡Dátenlo, Jennsen, mientras yo mato a su esposa!
Jennsen se quedó estupefacta ante el hecho de que la Hermana lo estuviera animando a él a matarla. No tenía sentido. Era a lord Rahl a quien la Hermana quería ver muerto. Era a lord Rahl a quien todos querían ver muerto.
Jennsen sabía que tenía que poner fin a aquello. Su magia no podía dañarla. Cómo sabía eso Sebastián, no podía ni imaginarlo, pero ella tenía que poner fin a aquello, ahora, mientras tenía la oportunidad de hacerlo. Por qué hacía aquello la Hermana, no obstante, era un misterio.
A menos que la hermana Perdita estuviera intentando encolerizar a Richard de modo que éste atacara con su magia, para que golpeara con su poder a Jennsen, dándole así a ella la ocasión que finalmente necesitaba.
Eso tenía que ser, Jennsen no se atrevió a esperar.
Lanzando un grito de rabia lleno de toda una vida de odio, lleno del ardiente dolor provocado por el asesinato de su madre, lleno de la aullante cólera de la voz de su cabeza, Jennsen se abalanzó sobre Richard.
Sabía que él arrojaría su magia sobre ella para salvarse, lanzaría su magia contra ella como lo había hecho contra el millar de hombres y se quedaría horrorizado al ver que no funcionaba, horrorizado al ver que ella irrumpía a través de su mortífero conjuro en el último instante para hundirle de repente el cuchillo en su malvado corazón. Sabría demasiado tarde que ella era invencible.
Chillando su cólera, Jennsen se abalanzó sobre él.
Esperó una explosión aterradora, esperó volar a través de los rayos, los truenos y el humo, pero eso no sucedió. Él le agarró la muñeca con la mano. Así de simple. No usó magia. No lanzó ningún hechizo. No invocó ningún poder mágico.
Jennsen no era inmune a la fuerza, y él tenía mucha.
—Tranquilízate —dijo Richard.
Ella forcejeó con él furiosamente, una feroz tormenta que empeñaba todo su odio y dolor en el ataque. Él sujetó con firmeza el puño que empuñaba el cuchillo mientras ella expresaba su rabia y le golpeaba el pecho con el otro puño. Podría haberla partido en dos con las manos desnudas, pero en su lugar dejó que chillara y lo golpeara, luego permitió que se liberara violentamente y retrocediera, para quedar de pie en el censo de todo el mundo, jadeando, con el cuchillo alzado y lágrimas de rabia y odio corriendo por sus mejillas.
—Mátala o Kahlan morirá! —volvió a aullar la hermana Perdita.
Sebastián empujo a la Hermana hacia atrás.
—¿Es qué te has vuelto loca? ¡Ella puede hacerlo! ¡Él ni siquiera está armado!
Richard sacó un pequeño libro de una de las bolsas de su cinturón y lo sostuvo en alto.
—Ah, pero sí que lo estoy.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jennsen.
Su mirada de rapaz se posó en ella.
—Esto es un antiguo texto titulado Los Pilares de la Creación. Lo escribieron algunos de vuestros antepasados, Jennsen; aquellos que estuvieron entre los primeros en ser lord Rahl, que estuvieron entre los primeros que llegaron a comprender en toda su extensión lo que había sido engendrado por el primer miembro de aquel linaje, Alric Rahl, que creó el vinculo entre otras cosas. Es una lectura muy interesante.
—Supongo que dice que, como lord Rahl, debes matar a las que son como yo —dijo Jennsen.
—Tienes razón. Lo dice —repuso Richard con una sonrisa.
—¿qué? —Apenas podía creer que él lo admitiera—. ¿Realmente dice eso?
Richard asintió.
—Explica por qué todos los vástagos del lord Rahl que carecen por completo del don, los vastagos del lord Rahl que llevan consigo el don del vínculo con su pueblo, deben ser eliminados.
—¡Lo sabía! —Exclamó Jennsen—. ¡Intentaste mentir! ¡Pero es cierto! ¡Está todo ahí!
—Yo no he dicho que seguiría el consejo. Simplemente he dicho que este libro dice que los que son como tú deben ser eliminados.
—¿Por qué? —preguntó Jennsen.
—Jenn, no importa —susurró Sebastián—. No lo escuches.
Richard señaló a Sebastián con un ademán.
—El sabe por qué. Por eso sabía que mi magia no podía hacerte daño. Lo sabía porque sabe lo que dice el libro.
Jennsen giró en redondo hacia Sebastián, los ojos bien abiertos con repentina compresión.
—El emperador Jagang tiene ese libro.
—Jenn, no haces más que decir tonterías.
—Lo vi. Sebastián. Los Pilares de la Creación. Lo vi en su tienda. Es un libro antiguo, en tu vieja idioma. Es uno de sus libros más preciados. El sabía lo que ponía. Tú eres uno de sus estrategas más preciados. El te lo contó. Tú sabías desde el principio lo que decía.
—Jenn... yo...
—Fuiste tú —mustió ella.
—¿Cómo puedes dudar de mí? Te amo.
Entonces, por encima del terrible tumulto de la voz, todo ello empezó a desentrañarse en su mente. El aplastante dolor de todo ello fue a estrellarse contra ella. Las dimensiones auténticas de la traición quedaron aterradoramente claras.
—Queridos espíritus, fuiste tú todo el tiempo.
Sebastián, con el rostro tomándose casi tan blanco como las blancas púas de sus cabellos, mostró una serenidad total.
—Jenn, eso no cambia nada.
—Fuiste tú —murmuró ella, con ojos desorbitados—. Tomaste una única rosa de la calentura...
—¡Qué! Si ni siquiera tengo tal cosa.
—Las vi en una lata en tu mochila. Había cuerda encima de ellas, ocultándolas. Cayeron al suelo.
—Ah, ésas. Me... me las dio el sanador; el que visitamos.
—¡Mentiroso! Las tuviste todo el tiempo. Tomaste una para provocarte fiebre.
—Jenn, no haces más que decir cosas absurdas.
Temblando. Jennsen lo apuntó con el cuchillo.
—Fuiste tú desde el principio. Esa primera noche, me dijiste: «En el lugar del que yo provengo, creemos que hay que usar lo que está más próximo a un enemigo, o lo que procede de él, como una arma contra él». Querías que tuviera su cuchillo. Me querías a mí porque yo estaba más cerca de tu enemigo. Querías utilizarme, ¿Cómo se lo pusiste a ese soldado?
—Jenn...
—Afirmas amarme. ¡Demuéstralo! ¡No me mientas! ¡Dime la verdad!
Sebastián la miró fijamente un momento antes de alzar por fin la cabeza y responder:
—Sólo quería ganar tu confianza. Pensé que si tenía fiebre me llevarías a casa.
—¿Y el soldado muerto que encontré?
—Era uno de mis hombres. Capturamos al hombre que llevaba ese cuchillo. Se lo di a uno de mis hombres, hice que se vistiera con un uniforme d'haraniano, luego, después de que te viéramos pasar por allí abajo, lo empujé al precipicio.
—¿Mataste a tu propio hombre?
—En ocasiones es necesario sacrificarse por el bien de una causa más importante, la salvación llega a través del sacrificio —añadió en tono desafiante.
—¿Cómo supiste donde estaba yo?
—El emperador Jagang en un Caminante de los Sueños. Averiguó la existencia de los que son como tú a través del libro hace años. Usó su habilidad para buscar a cualquiera que pudiera conocer vuestra existencia. Con el paso del tiempo, reunió indicios para poder localizarte.
—¿Y la nota que encontré?
—Yo se la coloqué. Jagang descubrió que en una ocasión habías usado ese nombre.
—El vínculo impide que el Caminante de los Sueños penetre en la mente de una persona —dijo Richard—. Debe de haber buscado durante mucho tiempo, buscando a aquellos que no tienen el vínculo con el lord Rahl.
Sebastián asintió con expresión satisfecha.
—Así es. Y tuvimos éxito.
Jennsen, presa de una cegadora cólera, con la agonía de tan monumental traición, tragó saliva.
—¿Y el resto? ¿Mi... madre? ¿Fue ése uno de tus sacrificios necesarios también?
Sebastián se lamió los labios.
—Jenn, no lo comprendes. Realmente no te conocía entonces...
—Eran tus propios hombres. Por eso te resultó tan fácil matarlos. No esperaban que los atacases; pensaron que estabas allí para pelear junto a ellos. Y por eso te mostraste confundido cuando yo te conté lo de las escuadras, sobre cuando más hombres creía que yo que había. Ellos no eran realmente escuadras. Tuviste que matar a algún inocente por el camino para hacerme pensar que era el otro miembro de una escuadra. Todas esas veces que te ibas de noche a explorar el terreno y regresabas diciendo que estaban justo detrás de nosotros, y nosotros seguíamos corriendo toda la noche... lo inventaste todo.
—Por una buena causa —replicó Sebastián con tono quedo.
Jennsen se tragó con un jadeo las lágrimas, la rabia.
—¡Una buena causa! ¡Mataste a mi madre! ¡Fuiste tú desde el principio! Queridos espíritus... y pensar que yo... ah, queridos espíritus, dormí con el asesino de mi madre. Repugnante...
—Jennsen, contrólate. Era necesario. —Señaló a Richard—. ¡Esto es la causa de todo ello! ¡Ahora lo tenemos! ¡Esto era necesario! La salvación llega sólo a través del sacrificio desinteresado. Tu sacrificio, el sacrificio de tu madre, ha capturado para nosotros a Richard Rahl, el hombre que te ha perseguido toda tu vida.
Lágrimas de rabia corrieron por el rostro de la muchacha.
—No puedo creer que pudieras haberme hecho tales cosas y afirmado que me amabas.
—Pero te amo, Jenn. No te conocía entonces. Te lo dije; jamás tuve intención de enamorarme de ti, pero lo hice. Simplemente sucedió. Eres mi vida ahora. Te amo.
Jennsen presionó las manos contra la voz que chillaba en su cabeza.
—¡Eres malvado! ¡Jamás podré amarte!
—El hermano Narev enseñaba que toda la humanidad es malvada. No podemos tener una existencia moral porque la humanidad es una mácula en el mundo de la vida. Al menos el hermano Narev está por fin en un lugar mejor. Está con el Creador ahora.
—¿Estás diciendo que incluso el hermano Narev es malvado, entonces? ¿Por qué forma parte de la humanidad? ¡Incluso tu precioso y sagrado hermano Narev era malvado?
Sebastián le lanzó una mirada iracunda.
—La persona que es realmente malvada está de pie junto ahí —indicó con el dedo—. Richard Rahl, por matar a un gran hombre. Richard Rahl debe de ser ajusticiado por sus crímenes.
—Si la humanidad es malvada, y si el hermano Narev está en un lugar mejor, con el Creador, entonces Richard ha hecho una buena acción al matar al hermano Narev, al enviarlo a los brazos del Creador, ¿no es cierto? Y si la humanidad es malvada, entonces ¿cómo podría ser malvado Richard Rahl por matar a hombres de la Orden?
El rostro de Sebastián había enrojecido.
—¡Todos somos malvados, pero algunos son más malvados que otros! Al menos nosotros tenemos la humildad de reconocer ante el creador nuestra propia perversidad, y glorificar sólo al Creador. —Hizo una pausa y se calmó—. Sé que es una señal de debilidad, pero te amo. —Le dedicó una sonrisa—. Te has convertido en mi única razón de ser, Jenn.
—Tú no me amas, Sebastián. Tú no tienes ni idea de lo que es realmente el amor. No puedes amar a nadie ni a nada hasta que ames tu propia existencia primero. El amor sólo puede surgir de un respeto por la propia vida. Cuando te amas a ti mismo, a tu propia existencia, entonces amas a alguien que puede mejorar tu existencia, compartirla contigo, y hacerla más agradable. Cuando te odias a ti mismo y crees que tu existencia es malvada, entonces sólo puedes odiar, sólo puedes experimentar la envoltura del amor, ese anhelo de algo bueno, pero no tienes nada en lo que basarlo, excepto el odio. Mancillas el concepto mismo del amor. Sebastián, con tu corrompido anhelo de obtenerlo. Me quieres sólo para justificar tu odio, para que sea tu compañera en el odio a ti mismo.
»Para amar de verdad a alguien, Sebastián, debes deleitarte en su existencia porque ellos hacen que la vida sea mucho más maravillosa. Si piensas que la existencia esta corrompida, entonces te cierras tú mismo el acceso a la cristalización de tal relación, a lo que el amor es realmente.
—¡Te equivocas! ¡Simplemente no comprendes!
—Comprendo demasiado bien. Sólo desearía haberlo hecho bastante antes.
—Pero yo te amo, Jenn. Te equivocas. ¡Te amo!
—Sólo puedes desear que así fuera. Son las palabras vacías del cascarón estéril de un hombre. No hay nada allí para que yo lo ame; nada que valga la pena amar. Estás tan desprovisto de humanidad que es incluso difícil para mi odiarte, Sebastián, excepto del modo en que uno odiaría una alcantarilla abierta.
Se estrellaron rayos sobre los pilares circundantes. La voz de la cabeza de Jennsen parecía como si quisiera hacer pedazos a la muchacha.
—Jenn... no piensas nada de eso. No puedes. No puedo vivir sin ti.
Jennsen volvió su fría cólera sobre él.
—¡La única cosa en todo el mundo que podrías hacer que me complacieras, Sebastián, sería morir!
—Ya he escuchado esta conmovedora rencilla de amantes durante suficiente tiempo —refunfuñó la hermana Perdita—. Sebastián, sé un hombre y cierra la boca o te la cerraré yo. Tu vida significa tan poco como la de cualquier otro, Richard, Tienes una elección, Jennsen o la Madre Confesora.
—No tienes por qué servir al Custodio, Hermana —dijo Richard—. Tampoco tienes que servir al Caminante de los Sueños. Puedes elegir.
La hermana Perdita lo señalo con el dedo.
—¡Tú tienes una elección! ¡Te hago esta oferta, una única vez! ¡Se te ha acabado el tiempo! ¡El tiempo de Kahlan se ha acabado! ¡Jennsen o Kahlan... elige!
—No me gustan tus normas —respondió Richard—. No elijo.
—¡Entonces yo elijo por ti! ¡Tu preciosa esposa va a morir!
Al mismo tiempo que Jennsen se arrojaba sobre ella para detenerla, la hermana Perdita agarró a Kahlan por los cabellos y le alzó la cabeza. El rostro de la Madre Confesora estaba desprovisto de toda expresión.
Jennsen agarró el brazo de la hermana Perdita, blandiendo el cuchillo con la elaborada «R» tan de prisa como pudo, con toda la fuerza que pudo, esperando contra toda esperanza ser lo bastante rápida como para salvar la vida de Kahlan, sabiendo, no obstante, incluso mientras lo intentaba, que llegaba ya demasiado tarde.
Hubo un instante de nitidez total en el que el mundo pareció detenerse, congelarse allí mismo.
Y entonces hubo una violenta sacudida en el aire, como un trueno sin sonido.
El terrible impacto empujó un anillo de polvo y roca lejos de la Madre Confesora en un círculo en expansión constante. El impacto contra las columnas circundantes zarandeó los elevadísimos pilares. Algunos, que mantenían un equilibrio precario, se desplomaron. Al caer; golpearon otros, derribándolos también. Las enormes secciones de roca parecieron tardar una eternidad en hundirse a través del sofocante aire, dejando una estela de polvo mientras se desintegraban, cayendo en picado como truenos hechos de piedra. A medida que las rocas se estrellaban contra el suelo daba la impresión de que todo el valle se estremecía bajo los tremendos golpes. Un polvo cegador se arremolinó en el aire.
El mundo quedó a oscuras, como si se hubiesen llevado toda la luz, y en aquel instante aterrador, en la negrura total, pareció como si no hubiese mundo, como si no hubiese nada.
El mundo regresó, como si una sombra se alzara.
Jennsen se encontró sujetando el brazo de una muerta. La Hermana se desplomó sobre el suelo como uno de los pilares de piedra. Jennsen vio que su cuchillo sobresalía de pecho del Hermana.
Richard estaba allí, sosteniendo a Kahlan en sus brazos, cortando la cuerda y depositándola en el suelo con cuidado. La mujer parecía agotada pero, aparte de la debilidad, parecía estar bien.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Jennsen, asombrada.
Richard le sonrió.
—La Hermana cometió un error. Se lo advertí. La Madre Confesora lazó su poder sobre la hermana Perdita.
—¿Tenías que decirlo? —inquirió Kahlan, pareciendo repentinamente bastante coherente—. Podría haberte hecho caso.
—No, ellos sólo la animó a hacerlo.
—¿Que ha pasado? ¿La he matado?
—No. Estaba muerta antes de que tu cuchillo la tocara —dijo Kahlan—. Richard la estaba distrayendo para que yo pudiera usar todo mi poder. Lo intentaste, pero llegaste un instante demasiado tarde. Ella ya era mía.
Richard posó una mano tranquilizadora en el hombro de Jennsen.
—No la mataste, pero hiciste una elección que salvó tu propia vida. Esa sombra que pasó sobre nosotros mientras la Hermana moría era el Custodio de los muertos llevándose a alguien que le había jurado lealtad. Si hubieses efectuado la elección equivocada, la habrías acompañado.
A Jennsen le temblaban las rodillas.
—La voz se ha ido —murmuró—. Se ha ido.
—El Custodio, sin querer, reveló sus intenciones —explicó Richard—. Puesto que los sabuesos andaban sueltos, eso significaba que el velo... el conducto entre los mundos... estaba corrido.
—No comprendo.
Richard hizo un gesto con el libro antes de volverlo a introducir en una de las bolsas de su cinturón.
—Bueno, no he tenido tiempo de leerlo todo, pero he leído lo suficiente para averiguar un poco. Tu eres un vástago sin el don de un lord Rahl. Eso te convierte en lo que equilibra al Rahl con el don. Tú no tan solo no tienes absolutamente nada de magia, sino que ésta no te afecta. En una época de una gran guerra, la Casa de Rahl fue creada para dar origen a un linaje de magos poderosos, pero al hacerlo, también sembró las semillas del final de la magia para el mundo. Puede que la Orden Imperial quiera un mundo sin magia, pero es la Casa de Rahl la que podría a la larga hacer que así fuera.
»Tu, Jennsen Rahl, eres potencialmente la persona más peligrosa de este mundo, porque tú, como cualquier Rahl realmente desprovisto del don, eres la semilla que puede generar un nuevo mundo sin magia.
Jennsen miró fijamente al interior de sus ojos grises.
—Entonces ¿por qué no tendrías que quererme muerta, como todo lord Rahl antes de ti?
Richard sonrió.
—Tienes tanto derecho a tu vida como cualquier otra persona; como cualquier lord Rahl. No hay una manera correcta de ser para el mundo. Lo único correcto es que a la gente se le permita vivir su propia vida.
Kahlan extrajo el cuchillo del pecho de ta hermana Perdita y lo limpió en la negra túnica antes de entregárselo a Jennsen.
—La hermana Perdita estaba equivocada. La salvación no llega a través del sacrificio. Tu responsabilidad es para contigo misma.
—Tu vida es tuya —dijo Richard—, y de nadie más. Hiciste que me sintiera orgulloso al escuchar todo lo que le dijiste a Sebastián.
Jennsen clavó la mirada en el cuchillo que tenía en la mano, todavía aturdida y confusa por todo lo que estaba sucediendo. Miró a su alrededor en la creciente oscuridad, pero no vio a Sebastián por ninguna parte. También Oba había desaparecido.
Mientras miraba a su alrededor, Jennsen se sobresaltó al ver a una mord-sith de pie, no muy lejos.
—Esto es simplemente fantástico —se quejó la mujer a la Madre Confesora, alzando las manos al cielo—. La chica habla igual que lord Rahl. Ahora voy a tener que escuchar a dos de ellos.
Kahlan sonrio y se sentó en el suelo, apoyándose contra el pilar en el que había estado atada, contemplando a Richard, escuchando, acariciando las orejas de las dos crías de Betty.
Betty contempló a sus dos crías, luego, viendo que estaban a salvo, alzó los ojos, esperanzada, hacia Jennsen. La pequeña cola empezó a moverse frenéticamente.
—¿Betty?
Betty saltó alegremente sobre ella, ansiosa por reencontrarse con ella. Jennsen abrazó a la cabra, entre lágrimas antes de ponerse en pie para enfrentarse a su hermano.
—Pero ¿por qué no tendrías que hacer como tus antepasados? ¿Por qué? ¿Cómo puedes exponerte a lo que dice ese libro?
Richard introdujo los pulgares tras el cinturón e inspiró profundamente.
—La vida es el futuro, no el pasado. El pasado puede enseñarnos, a través de la experiencia, a conseguir cosas en el futuro, reconfortarnos con preciados recuerdos y proporcionar los cimientos de lo que ya se ha logrado. Pero únicamente el futuro contiene vida. Vivir en el pasado es abrazar lo que está muerto. Para vivir la vida al máximo, cada día debe crearse de nuevo. Como seres pensantes racionales, debemos utilizar nuestro intelecto, no una devoción ciega a lo que ha sido antes, para efectuar elecciones racionales.
—La vida es el futuro, no el pasado —musitó Jennsen para si, considerando todo lo que la vida guardaba ahora para ella—, ¿Dónde oíste una cosa así?
Richard sonrió de oreja a oreja.
—Es la Séptima Norma de un mago.
Jennsen lo miré entre lágrimas.
—Me has dado un futuro, una vida. Gracias.
Él la abrazó, entonces, Jennsen, de improviso, dejó de sentirse sola en el mundo. Volvió a sentirse entera. Resultaba tan agradable sentirse abrazada mientras lloraba con lágrimas por su madre y lágrimas por el futuro, por la alegría de que había vida, y un futuro.
Kahlan le acarició la espalda a Jennsen.
—Bienvenida a la familia.
Cuando Jennsen se secó los ojos, y rió de todo y de nada mientras usaba la otra mano para rascarle las orejas a Betty, vio entonces, a Tom de pie a poca distancia.
Corrió hacia él y se arrojó a sus brazos.
—Oh, Tom. ¡No sabes lo contenta que estoy de verte? Gracias por traerme a Betty.
—Ése soy yo. Cabra entregada, como prometí. Resulta que Irma, la señora de las salchichas, sólo quería tu cabra para conseguir un cabrito. Tiene un macho cabrío y quería una cría. Se quedó una y te ha dejado las otras dos.
—¿Betty tuvo tres?
Tom asintió.
—Me temo que me he encariñado mucho con Betty y sus pequeños.
—No puedo creer que hicieras eso por mí. Tom, eres maravilloso.
—Mi madre también decía eso siempre. No olvides que prometiste contárselo a lord Rahl.
Jennsen rió jubilosa.
—¡Lo prometo! Pero ¿cómo es posible que pudieras encontrarme?
Tom sonrió y saco un cuchillo de detrás de la espalda. Jennsen se quedó atónita al ver que era idéntico al que ella tenía.
—Como puedes ver —explicó él—, llevo el cuchillo en servicio a lord Rahl.
—¿Lo llevas? —preguntó Richard—. Jamás te he visto siquiera.
—Bueno —dijo la mord-sith—. Tom, aquí presente, es de confianza, lord Rahl. Puedo responder por él.
—Vaya, gracias. Cara —repuso Tom con un guiño.
—Y tú sabías desde el principio, entonces —preguntó Jennsen—, ¿qué me lo estaba inventando todo?
Él se encogió de hombros,
—No sería un verdadero protector de lord Rahl si dejara que una persona tan sospechosa como tú anduviera por ahí, intentando hacer daño, sin hacer todo lo posible por descubrir qué tramabas. He estado vigilándote, te he seguido durante una muy considerable parte de tu viaje.
Jennsen le dio un manotazo en la espalda.
—¡Me has estado espiando!
—Como protector de lord Rahl, tenía que averiguar qué tramabas, y asegurarme de que no le hacías daño a lord Rahl.
—Bueno —replicó ella—, pues no creo que estuvieras haciéndolo muy bien.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Tom con exagerada indignación.
—Podría haberlo apuñalado de verdad. Tú te limitaste a permanecer ahí atrás todo el tiempo, demasiado lejos para poder evitarlo.
Tom sonrió con aquella burlona sonrisa juvenil suya, pero en esa ocasión era un poco más traviesa que de costumbre.
—No te habría permitido hacerle daño i lord Rahl.
Tom se dio la vuelta y alzó el cuchillo. Con una velocidad cegadora como ella no había visto nunca, el arma voló por el valle, incrustándose con un golpe sordo en uno de los lejanos pilares de piedra caídos. Jennsen entrecerró los ojos y vio que había atravesado algo oscuro.
Siguió a Tom, Richard, Kahlan y la mord-sith por entre las imponentes columnas y los cascotes de piedra hasta el lugar donde estaba clavado el cuchillo. Ante el asombro de Jennsen, el arma había empalado una bolsa de cuero —justo en el mismo centro— que sostenía en alto una mano que salía de debajo del enorme trozo de piedra caída.
—Por favor —les llego una voz apagada desde debajo de la roca—. Por favor, dejadme salir. Os pagaré. Puedo pagar. Tengo dinero.
Era Oba. La roca había caído sobre él cuando huía. Había aterrizado sobre unos peñascos que impidieron que la sección principal de piedra, grande hasta el punto de que veinte hombres no podrían haberse dado las manos al rededor de ella, se desplomara sobre el suelo, dejando un espacio diminuto que habla atrapado al hombre bajo toneladas de roca.
Tom extrajo el cuchillo de la piedra y recuperó la bolsa de cuero que agitó en el aire.
—¡Friedrich! —Llamó en dirección al carro, haciendo que un hombre se incorporara—, ¡Friedrich!¿Es esto tuyo?
Jennsen volvió a sentirse asombrada una vez más, en aquel día lleno de sorpresas, al ver a Friedrich Gilder, el esposo de Althea, descender del carro y encaminarse hacia ellos.
—Eso es mío —dijo, y miró bajo la roca—. Tú tienes más.
Al cabo de un momento, la mano empezó a sacar más bolsas de cuero y tela.
—Ya está, tenéis todo mi dinero. Sacadme ahora.
—Ah —dijo Friedrich—, no creo que pudiera alzar esa roca. Y menos para el hombre que es responsable de la muerte de mi esposa.
—¿Althea murió? —preguntó Jennsen, conmocionada.
—Eso me temo. Mi sol ha desaparecido de mi vida.
—Lo siento tanto —musitó ella—. Era una buena mujer.
—Sí lo era —repuso Friedrich con una sonrisa, y sacó un piedra pequeña y lisa del bolsillo—. Pero me dejó esto, y al menos es una satisfacción.
—¿No es eso curioso? —dijo Tom, maravillado, y rebuscó en el bolsillo hasta sacar algo; cuando abrió la mano había una pequeña piedra lisa descansando en la palma—. Yo También tengo una de ésas. Siempre la llevo conmigo como amuleto de la buena suerte.
Friedrich lo miró con suspicacia, y finalmente sonrió de oreja a oreja.
—Ella te ha sonreído a ti también.
—No puedo respirar —oyeron decir a una voz ahogada que surgía de debajo de la roca—. Por favor, me duele. No puedo moverme. Sacadme.
Richard extendió la mano en dirección a la roca. Se oyó un chirrido y una espada flotó desde debajo de la piedra. Richard se inclinó y tiró de la vaina, arrastrando al tahalí detrás de ella. Le quitó el polvo y se colocó el tahalí sobre el hombro, la vaina junto a la cadera. La espada era espléndida, una arma adecuada para el lord Rahl.
Jennsen vio la reluciente palabra, “VERDAD” escrita en oro en la empuñadura.
—Te enfrentaste a todos aquellos soldados, y ni siquiera tenías tu espada —dijo la muchacha—. Imagino que tu magia fue una mejor defensa.
Richard sonrió a la vez que meneaba la cabeza.
—Mi habilidad funciona a través de la necesidad y la cólera. Estando prisionera Kahlan, yo tenía mucha necesidad, y una cólera bien dispuesta. —Alzó la empuñadura fuera de la vaina hasta que ella pudo volver a ver la palabra escrita en oro—. Esta arma funciona todo el tiempo.
—¿Como sabías donde estábamos? —le preguntó Jennsen—. ¿Cómo supiste dónde estaba Kahñan?
Richard pasó un pulgar sobre la palabra de la empuñadura de su espada.
—Mi abuelo me dio esto. El rey Oba, aquí presente, la robó cuando, con la ayuda del Custodio, capturó a Kahlan. Esta espada es bastante especial. Tengo una conexión con ella; puedo percibir dónde está. No hay duda de que el Custodio indujo a Oba a cogerla para atraerme aquí.
—Por favor —gritó Oba—. No puedo respirar.
—¿Tu abuelo? —preguntó Jennsen, haciendo caso omiso de la angustia de de Oba, de su lloriqueo—. ¿Quieres decir, el mago Zorander?
El rostro de Richard se dulcificó con una espléndida sonrisa.
—Has conocido a Zedd, entonces. Es fabuloso, ¿verdad?
—Intentó matarme —masculló ella.
—¿Zedd? —se mofó Richard—. Zedd es inofensivo.
—¿Inofensivo? Quiso...
La mord-sith, Cara, dio unos golpearos a Jennsen con la vara roja que llevaba: el agiel.
—¿Qué haces? —preguntó Jennsen—. Para.
—¿No sientes nada?
—No —respondió Jennsen, poniendo cara de pocos amigos—. Como tampoco me afectó cuando Nyda lo hizo.
Cara enarcó una ceja.
—¿Conociste a Nyda? —Alzó los ojos hacia Richard—. Y todavía puede andar. Me siento impresionada.
—Ella es inmune a la magia —dijo Richard—. Por eso tu agiel no funcionaré con ella, tampoco.
Cara, con una sonrisa maliciosa, miró en dirección a Kahlan.
—¿Estás pensando lo que estoy pensando? —preguntó Kahlan.
—Ella podría ser capaz de solucionar nuestro pequeño problema —dijo Cara a la vez que su maliciosa sonrisa se ensanchaba.
—Ahora, supongo —dijo Richard malhumorado— que vas a hacer que lo toque también ella.
—Buenos —replicó Cara a la defensiva—, alguien tiene que hacerlo. No querrás que yo lo vuelva a hacer, ¿verdad?
—¡No!
—¿De qué estáis hablando vosotros tres? —preguntó Jennsen.
—Tenemos algunos problemas apremiantes —replico Richard—. Si quisieras ayudar, creo que tú podrías tener el talento especial que se necesita para sacarnos de un serio aprieto.
—¿De verdad? ¿Quieres decir que queréis que vaya con vosotros?
—Si lo deseas —dijo Kahlan, y se apoyo en Richard, dando al impresión de que estaba al final de sus fuerzas.
—Tom —dijo Richard—, podríamos...
—¡Desde luego! —dijo Tom, acercándose a toda prisa para ofrecer su brazo a Kahlan—. Vayamos allí. Tengo unas estupendas mantas en la parte trasera donde podéis tumbaros. Preguntadle a Jennsen, son realmente confortables. Os llevaré de vuelta arriba por el camino fácil.
—Te lo agradeceríamos mucho —dijo Richard—. Está a punto de oscurecer. Será mejor que nos quedemos a pasar la noche aquí y marchemos con el carro tan pronto como haya luz suficiente. Es de esperar que antes de que haga demasiado calor.
—El resto de ellos querrán sentarse atrás con la Madre Confesora, supongo —susurró Tom a Jennsen—. Si no te importa, podrías viajar en el pescante conmigo.
—Primero quiero caber algo... la verdad, ahora —dijo Jennsen—. Si eres un defensor de lord Rahl, ¿qué habrías hecho, de pie allí, si yo hubiese hecho daño a lord Rahl?
Tom bajó los ojos hacia ella con una expresión seria.
—Jennsen, si realmente hubiese pensado que querrías o podrías, te habría clavado este cuchillo antes de que tuvieras la menor oportunidad.
Jennsen sonrió.
—Estupendo. Me sentaré a tu lado, entonces. Mi caballo está ahí arriba —dijo señalando más allá de los Pilares de la Creación—. Robín y yo nos hemos hecho buenos amigos.
Betty lanzó un balido al oír el nombre del caballo. Jennsen rió y le rascó la rechoncha cintura a su amiga.
—¿Te acuerdas de Robín?
Betty cabeceó mientras sus crías retozaban a poca distancia.
A lo lejos, a su espalda, Jennsen pudo oír al asesino Oba Rahl exigiendo que lo sacaran. Se detuvo y miró a su espalda, comprendiendo que también él era un hermanastro. Uno muy malvado.
—Lamento haber pensado cosas tan terribles de ti —dijo, alzando los ojos hacía Richard.
Él sonrió mientras apretaba contra él a Kahlan con un brazo, y luego alargó el otro brazo para acercar a Jennsen.
—Usaste la cabeza cuando te viste enfrentada a la verdad. No podría pedir nada más.
El peso de la roca que había caído trituraba lentamente los peñascos de arenisca que sostenían en alto el pilar que tenía arrapado a Oba. Era sólo una cuestión de horas que Oba muriera aplastado en su prisión, o, de no ser así, que muriera de sed.
Tras una derrota como aquélla, el Custodio no iba a recompensar a Oba con ninguna ayuda. El Custodio tendría toda una eternidad para hacer que Oba sufriera por haber fracasado.
Oba era un asesino. Jennsen sospechaba que Richard Rahl no tenía ni una brizna de compasión por alguien así, o por cualquiera que hiciera daño a Kahlan. No le mostró ninguna a Oba.
Oba Rahl quedaría enterrado para siempre en los Pilares de la Creación.
32
Por la mañana, Tom los condujo fuera, por entre los imponentes Pilares de la Creación. La vista a primeras horas de la mañana, con el sol proyectando largas sombras y proporcionando llamativos colores al paisaje, era espectacular. Era una visión que nadie había podido describir, porque nadie, excepto ellos, había conseguido nunca salir del valle.
Robín se alegró de ver a Jennsen, y se mostró de lo más juguetón cuando vio a Betty y a sus dos crías.
Jennsen, con Richard y Kahlan a su lado, penetro en el achaparrado edificio y descubrió que Sebastián, incapaz de conciliar sus creencias y sus sentimientos, le había concedido a la joven su último deseo.
Se había tomado todas las rocas de la calentura que tenía en la lata. Estaba sentado, sin vida, ante la mesa.
* * *
Jennsen, sentada junto a Tom, escucho a Richard y Kahlan contar toda la historia de cómo habían acabado juntos. Jennsen apenas podía crea que él fuese tan diferente de lo que siempre había pensado. Su madre, tras ser violada por Rahl el Oscuro, había huido con Zedd para proteger a Richard. Richard creció muy lejos, en la Tierra Occidental, sin sabes nada en absoluto sobre D'Hara, la Casa de Rahl o la magia. Richard había puesto fin al malvado gobierno de Rahl el Oscuro. Kahlan, que había sido perseguida por auténticas escuadras, había matado a su comandante. Con Richard como lord Rahl, ya no existían las escuadras.
Jennsen se sentía orgullosa y honrada, ahora, de que Richard le hubiese pedido que conservara el cuchillo con la elaborada “R” grabada en él. Dijo que se había ganado el derecho a llevarlo. La muchacha tenía la intención de conservarlo y respetar su auténtico propósito. Ahora, ella era una protectora, igual que Tom.
Mientras marchaban, Betty permaneció en el carro junto a Friedrich, con los cascos delanteros puestos en el pescante, entre Tom y Jennsen, cada uno sosteniendo un cabritillo dormido. Robín iba atado detrás, adonde Betty retrocedía con frecuencia para visitarlo. Richard, Kahlan y Cara cabalgaban a un lado.
Jennsen volvió la cabeza hacia su hermano tras haber reflexionado sobre lo que él acababa de contarle.
—Así pues, ¿no lo estás inventando? ¿Realmente se decía eso sobre mí en ese libro... Los Pilares de la Creación?
—Hablaba sobre los que son como tú: «La criatura más peligrosa que camina por el mundo de la vida es el hijo sin el don de un lord Rahl, porque son totalmente inmunes a la magia. La magia no puede hacerles daño, no puede afectarlos, e incluso la profecía es incapaz de verlos». Pero imagino que tú apareciste para demostrar que el libro se equivocaba.
Ella lo meditó. Parte de ello seguía sin tener sentido para ella.
—No comprendo por qué el Custodio me estaba utilizando. ¿Por qué estaba su voz en mi cabeza?
—Bueno, sólo tuve tiempo para traducir una pequeña parte del libro, y otras partes están dañadas. Pero, por lo que sí leí, supongo que el vástago sin el don, puesto que carece de magia, es lo que d libro llama un «agujero en el mundo» —explicó Richard—, así que ellos también son un agujero en el velo; lo que os convierte en un conducto potencial entre el mundo de la vida y el de los muertos. Para que el Custodio pueda consumir el mundo de la vida, éste necesitaba esa puerta de acceso. La necesidad de venganza fue la clave definitiva. Tu rendición a sus deseos, cuando fuiste al bosque con las Hermanas de las Tinieblas, tenía que consumarse con tu asesinato, de ese modo cumplías el trato con la muerte, muriendo.
—Así pues, si alguien me hubiese matado, la hermana Perdita, por ejemplo, después de que yo fuera al bosque con aquellas Hermanas de las Tinieblas, ¿no habría abierto eso ese corredor?
—No. El Custodio necesitaba a un protector del mundo de la vida. Hacía falta algo que equilibrara tu carencia del don. Hacía falta un Rahl con el don: el lord Rahl, para conseguir tal cosa —explicó Richard—. Si yo te hubiese matado para salvarme yo o salvar a Kahlan, entonces el Custodio habría sido liberado al interior de este mundo a través de la brecha creada. Yo tenía que obligarte a elegir la vida, no la muerte, para que pudieras vivir y para que el Custodio permaneciera en el inframundo.
—Yo podría haber... destruido la vida —dijo Jennsen, conmocionada al comprender lo cerca que había estado de poner en marcha tal cataclismo.
—Yo no te habría dejado hacerlo —indicó Tom, afablemente.
Jennsen posó una mano sobre su brazo, dándose cuenta de que jamás había abrigado sentimientos como los que sentía por él. Aquel hombre realmente hacía cantar a su corazón. Su sonrisa hacía que valiera la pena vivir. Betty introdujo el hocico, pidiendo atención, y ver a sus dormidos pequeñuelos.
—No existe mayor traición a la vida que entregar a los inocentes al Custodio de los Muertos —declaró Cara.
—Pero ella no lo hizo —dijo Richard—. Usó la razón para descubrir la verdad, y la verdad es abrazar la vida.
—Seguro que sabes una barbaridad sobre magia —dijo Jennsen a Richard.
Kahlan y Cara se echaron a reír tan fuerte que Jennsen pensó que acabarían cayéndose de los caballos.
—No veo qué es tan divertido —refunfuñó Richard.
Las dos mujeres prorrumpieron en carcajadas aún más sonoras.