La horda bárbara ha conseguido abrir una brecha en la antiquísima Muralla del Dragón y ahora amenaza las tierras orientales de Shou Lung. A pesar de su inmenso poderío, la única esperanza del ejército imperial es Batu Min Ho, un joven general que es descendiente en tercera generación de los bárbaros tuiganos. Pero, al mismo tiempo, la esposa de Batu debe librar su propia batalla en el traicionero terreno político de la corte imperial, donde un espía intenta socavar por todos los medios la confianza que el Hijo del Cielo tiene depositada en su marido. Y es una batalla que no puede perder, si quiere que su marido conserve el mando del Muy Magnífico Ejército y salve a Shou Lung de la invasión de los Señores de la Estepa dirigidos por Yamun Khahan, el Ilustre Emperador de Todos los Pueblos.

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Dedicado respetuosamente al señor Dallas

y a todos los educadores que se preocupan

lo suficiente como para marcar diferencias.

<p style="line-height:400%">Capítulo Agradecimientos</p> </h3> <i> <p style="margin-top: 10em">Escribir este libro habría resultado una tarea superior a mis fuerzas de no haber sido por la colaboración de muchos amigos. Quiero dar las gracias a Jon Pickens y a David «Zeb» Cook por facilitarme el uso de sus grandes bibliotecas; a Jim Ward por sus maravillosas sugerencias y comentarios; a Jim Lowder por su perspicacia y diligencia; a Curtís Smith por sus consejos sobre temas orientales; a Lloyd Holden, de AFK Martial Arts en Janesville, Wisconsin, por su asesoramiento; y muy especialmente a Andria Hayday por sus críticas constructivas, su apoyo constante y su paciencia inagotable.</p> </i> <p style="text-align:center; text-indent:0em; "><img src="/storefb2/D/T-Denning/Ro-Imperio-02-La-Muralla-Del-Draga³N/i1"/></p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 1</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">El plan del ministro</p> <p style="margin-top: 4em">El bárbaro se irguió en los estribos y colocó una flecha en el arco de cuerno de madera. Era fornido, y sus piernas patizambas se adaptaban perfectamente a los flancos del caballo. Como armadura no llevaba más que una cota de malla grasienta y una gorra cónica con ribetes de piel. Los ojos eran oscuros y oblicuos sobre los anchos pómulos. Debajo de una nariz chata, el mostacho negro del jinete enmarcaba un gesto codicioso y brutal. Respiraba con inspiraciones cortas al ritmo marcado por los cascos de su caballo.</p> <p>Mientras estudiaba el aspecto del guerrero, una sensación de ansiedad dominó al general Batu Min Ho. El general se encontraba en la espaciosa tienda de sus superiores, a casi dos kilómetros del jinete. Batu estudiaba al enemigo en una fuente mágica en compañía de su comandante, un hechicero y dos de sus pares. Físicamente, el bárbaro tenía el mismo aspecto que los integrantes de las bandas de ladrones que de vez en cuando atacaban la provincia natal del general, Chukei. En cualquier caso, se apreciaba una cierta disciplina brutal que marcaba al hombre como un auténtico soldado. Por fin, después de veinte años de perseguir a grupos de bandidos nómadas, Batu sabía que participaría en una guerra real.</p> <p>Batu se obligó a no hacer caso de su creciente entusiasmo y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Al mirar al interior de la fuente mágica tuvo la sensación de estar mirando en un espejo. De no ser por la estatura y el mostacho del bárbaro, el general y el jinete habrían podido pasar por hermanos. Como el jinete, Batu tenía los ojos oscuros colocados muy separados sobre los pómulos anchos, la nariz chata con orificios dilatados y una constitución poderosa. La pareja vestía de la misma manera, salvo por la <i>chia</i> del general, un abrigo largo de piel de rinoceronte, que estaba mucho más limpia que la cota del jinete.</p> <p>—Así que nuestros enemigos no son unos diablos que se alimentan de sangre como nos quieren hacer creer los campesinos —dijo Kwan Chan Sen, ministro de la Guerra de Shou Lung, general de tercer grado y comandante inmediato de Batu. Kwan, un hombre anciano con la piel arrugada, llevaba la melena blanca recogida en un moño de guerrero. Una fina película azul le opacaba los negros ojos, aunque esto no parecía dificultarle la visión.</p> <p>El anciano había sorprendido a sus subordinados, incluido Batu, al asumir personalmente el mando en el campo de operaciones frente a los bárbaros. Se rumoreaba que Kwan tenía cien años de edad, y su aspecto lo confirmaba. No obstante, se mantenía fuerte y no mostraba ninguna señal de fatiga ante los rigores del camino.</p> <p>Con la mirada de sus lechosos ojos puesta en Batu, el ministro añadió:</p> <p>—Si debemos juzgar por el parecido del enemigo con el general Batu, entonces sólo son mortales.</p> <p>Batu frunció el entrecejo, poco seguro de si el comentario era un insulto a su linaje o sólo una observación. Un instante después decidió que la intención del ministro no tenía importancia.</p> <p>Kwan se acomodó en su silla y movió una mano con manchas en la piel hacia la fuente mágica.</p> <p>—Ya hemos visto bastante de esos bandidos —le indicó a su <i>wu jen</i>, el hechicero arrogante que no se había molestado en presentarse a Batu o a los demás—. Llévatela.</p> <p>En el momento en que el <i>wu jen</i> se disponía a recoger la fuente, Batu tendió una mano.</p> <p>—Todavía no, con la venia del ministro —dijo, con una reverencia cortés a Kwan.</p> <p>Los comandantes compañeros de Batu lo miraron de reojo. Conocía a los otros hombres sólo por los ejércitos que tenían al mando —los de Sheng Ti y Ch'ing Tung— pero ellos habían dejado claro que Batu no estaba en posición de objetar. Ambos eran generales de primer grado, cada uno al mando de un ejército provincial de diez mil hombres. Además, ambos rondaban los sesenta años de edad.</p> <p>Batu, en cambio, sólo tenía treinta y ocho y, aunque también era un general de primer grado, mandaba un ejército de sólo cinco mil hombres. En la jerarquía de los generales de primer grado, el joven comandante de Chukei ocupaba el escalón inferior. Sin amilanarse, Batu añadió:</p> <p>—Con la venía del ministro Kwan, quizá podríamos beneficiarnos si vemos una vez más la línea de combate.</p> <p>Kwan frunció el entrecejo y dirigió una mirada de reproche a su subordinado. Por fin, abandonó la silla y respondió:</p> <p>—Como queráis, general.</p> <p>Batu no pasó por alto el disgusto del ministro, pero no estaba dispuesto a que el malhumor de un viejo lo lanzara prematuramente al combate. Entrar en combate mal preparado equivalía a convertir la promesa de victoria en una derrota ignominiosa.</p> <p>El <i>wu jen</i> movió en círculo las enjoyadas manos sobre la fuente y murmuró unas pocas sílabas en el arcano lenguaje de los hechiceros. El rostro del bárbaro se esfumó, reemplazado por un campo de sorgo verdiblanco. Por el lado sur, el campo aparecía bordeado por un largo montículo pelado. Un río angosto, con las riberas cubiertas de cañas, cerraba los lados este y noreste. Alimentada por el agua del deshielo en las montañas lejanas, la corriente era muy fuerte.</p> <p>Las únicas tropas visibles de shous eran los mil arqueros de Batu, formados en una línea que se extendía desde el río hasta el otro lado del campo. Cada hombre se protegía detrás de un escudo que le llegaba al pecho y vestía un <i>lun'kia</i>, una especie de corsé que le protegía el pecho y el estómago. Hecho con quince capas de papel y cola, el <i>lun'kia</i> era una armadura barata y muy resistente. Las cabezas de los arqueros estaban cubiertas con <i>chou</i>, unos cascos de cuero sencillos con faldones que cubrían todo el cuello.</p> <p>Incluso a través de la fuente mágica, Batu percibió la tensión en las voces de los oficiales cuando dieron la orden de preparar los arcos. Los arqueros no estaban acostumbrados a quedar expuestos; en encuentros anteriores, el general siempre los había apoyado con infantería y su pequeño contingente de caballería. Esta vez, el resto del ejército de Batu se ocultaba detrás de la colina, junto con los veinte mil hombres de los ejércitos provinciales de los otros dos comandantes. Estos refuerzos sólo esperaban la orden para lanzarse al ataque al primer aviso.</p> <p>Los arqueros eran el cebo y lo sabían. Si la batalla se desarrollaba de acuerdo con el plan del ministro Kwan, la caballería de los bárbaros cargaría sobre ellos. Mientras los jinetes masacraban a los arqueros, los veinte mil soldados de refuerzo escalarían la colina y barrerían a los invasores con un solo golpe. El plan podía dar resultado siempre que los jinetes fueran lo salvajes que Kwan imaginaba que eran.</p> <p>Pero el enemigo no daba muestras de querer morder el cebo. Hasta el momento, sólo habían avanzado y disparado unas cuantas flechas. Cuando los arqueros respondían al ataque, los jinetes daban media vuelta y huían.</p> <p>Mientras Batu y los demás miraban, un trueno apagado y distante surgió de la fuente mágica. Un momento más tarde, dos mil jinetes aparecieron por el borde norte del campo, a unos quinientos metros de los arqueros. Al principio, la línea oscura avanzó al trote. Después, a una señal invisible, los dos mil hombres pusieron sus cabalgaduras al galope.</p> <p>El ministro y los generales se inclinaron sobre la fuente mágica, atentos a los acontecimientos. Cuando los bárbaros llegaron a unos doscientos cincuenta metros de los arqueros, comenzaron a disparar. Pero sólo algunas flechas dieron en el blanco, porque disparar desde un caballo en movimiento era difícil y la distancia era grande. No obstante, a Batu le resultó inquietante ver caer a alguno de sus hombres, pues no conocía a ningún jinete shou capaz de hacer diana desde tan lejos, y menos aún montado en un caballo al galope.</p> <p>Aunque sus arqueros estaban provistos con arcos <i>t'ai po</i> de un metro cincuenta de largo capaces de igualar el alcance de los arcos bárbaros, no contestaron a los disparos. Les habían enseñado a no malgastar flechas en tiros poco seguros, y no dispararían las flechas de bambú hasta que el enemigo se acercara a un centenar de metros. Los jinetes continuaron avanzando sin dejar de descargar sus flechas contra la línea shou de una manera un tanto confusa que, sin embargo, tumbó a más de una docena de los hombres de Batu.</p> <p>Por fin, los jinetes se pusieron a tiro. Los shous dispararon, y una nube gris oscureció la escena. Un millar de flechas sobrevoló el sorgo para encontrar sus dianas en la línea bárbara. Los jinetes cayeron de sus monturas; los caballos heridos trastabillaron y, arrastrados por el impulso, rodaron sobre sí mismos cuando les fallaron las patas.</p> <p>A través de la fuente mágica, Batu escuchó los gritos de los moribundos y los aterrorizados relinchos de los caballos heridos. No eran sonidos agradables, pero tampoco lo molestaban. Era un general, y los generales no podían distraerse con los sonidos de la muerte.</p> <p>Los arqueros shous dispararon otra vez, y una segunda nube gris atravesó el campo e hizo brotar más gritos y relinchos.</p> <p>—¡Mirad! —exclamó el general de Sheng Ti—. ¡No se dispersan!</p> <p>Tenía razón. Los bárbaros habían soportado dos descargas y continuaban el avance. A Batu se le hizo un nudo en el estómago como si estuviera junto a sus hombres.</p> <p>—¿Atacamos? —preguntó el general de Ch'ing Tung, que ya se había apartado de la fuente y se dirigía a la puerta.</p> <p>Batu reparó en que ninguno de los jinetes había desenvainado la espada o enarbolado la lanza, y se apresuró a sujetar al general por el hombro.</p> <p>—¡No! —lo detuvo. Cuando el hombre se volvió para mirarlo, Batu añadió—: Sólo ponen a prueba la disciplina de nuestra formación. Si tuvieran la intención de completar la carga, ya habrían sacado las armas para el combate cuerpo a cuerpo.</p> <p>Los ojos del general relampaguearon furiosos. Comenzó a decir algo insultante, pero entonces el trueno en la fuente mágica cesó sin más, y el silencio resultante atrajo todas las miradas hacia ella. Los generales vieron que los jinetes enemigos habían detenido sus caballos a unos cincuenta metros de la línea. Batu habría dado diez mil monedas de plata por saber cuántos bárbaros más rondaban fuera del campo de visión de la fuente, pero sabía que era una pregunta sin respuesta. El <i>wu jen</i> de Kwan ya había explicado que su hechizo tenía un alcance de poco más de tres kilómetros.</p> <p>Otra nube gris voló sobre el sorgo, esta vez disparada por los bárbaros. Los arqueros shous, ocupados en desenvainar las espadas y en prepararse para el combate cuerpo a cuerpo, no esperaban la descarga, y docenas de flechas alcanzaron sus objetivos con un golpe sordo. Más de un centenar de hombres gritaron de dolor y cayeron al suelo.</p> <p>En cualquier caso, las tropas de Batu eran muy disciplinadas, y una descarga de flechas shous respondió al ataque enemigo. La siguió otra oleada de gritos y relinchos, y el general de Chukei casi percibió el olor de la sangre fresca.</p> <p>Por espacio de varios minutos continuaron las descargas de los dos bandos. Dada la corta distancia, las flechas atravesaban las armaduras como si fueran de seda, y centenares de los hombres de Batu cayeron; algunos morían en el acto, pero la mayoría se revolcaba entre gritos, con las manos crispadas sobre los emplumados astiles clavados en su cuerpo.</p> <p>Tras cada descarga, algunos supervivientes shous arrojaban las armas y daban media vuelta con la intención de escapar, pero todos ellos encontraban la muerte bajo los afilados <i>tao</i> de los oficiales. A Batu le desagradaba ver a los oficiales matar a sus propios soldados, pero detestaba que los hombres bajo su mando se comportaran como cobardes y desertaran. A su juicio, aquellos que lo deshonraban con la fuga merecían morir de tal modo.</p> <p>Otra descarga shou alcanzó la línea de los bárbaros, y centenares de hombres cayeron de sus monturas o saltaron cuando los caballos heridos se desplomaban. Batu observó que detrás de la línea enemiga no había oficiales para detener a los cobardes. No hacían falta. A pesar de las fuertes bajas, ni un solo bárbaro intentó escapar.</p> <p>—Los bárbaros superan a nuestros arqueros dos a uno —comentó el general de Sheng Ti—. ¿Por qué no acaban la carga?</p> <p>—Porque son unos salvajes ignorantes que nunca se han enfrentado a soldados disciplinados como los del ejército de Chukei —respondió el ministro Kwan, que dirigió a Batu una sonrisa de felicitación.</p> <p>A pesar del cumplido, el razonamiento del anciano alarmó a Batu. Si Kwan no se daba cuenta de que el enemigo era tan disciplinado como cualquier ejército shou, entonces no merecía su cargo.</p> <p>—Ministro Kwan —repuso Batu—, ¿el ejército de Mai Yuan no era disciplinado? —Inclinó un poco la cabeza con el propósito de que su comentario pareciera una verdadera pregunta.</p> <p>—El enemigo cogió a Mai Yuan por sorpresa —respondió Kwan con irritación—. El general Sung no podía saber que serían capaces de superar la Muralla del Dragón.</p> <p>—Con vuestra venia —dijo Batu, que hizo un gran esfuerzo por mantener la expresión serena y ocultar su creciente disgusto—, quisiera sugerir que, si los bárbaros fueron capaces de sorprender a Mai Yuan, también pueden sorprendernos a nosotros. Sería un error subestimar su preparación o su valentía.</p> <p>Las arrugas en la frente de Kwan se volvieron una cuando el ministro frunció el entrecejo y fulminó a Batu con la mirada.</p> <p>—Puedo asegurar al joven general que no cometeré ese error.</p> <p>Mientras Kwan hablaba, la caballería enemiga volvió grupas y cabalgó hacia el extremo más alejado del camino. Batu respiró aliviado al ver que sus oficiales mantenían las posiciones y no los perseguían. Por el comportamiento de los bárbaros, el joven general sospechaba que los bárbaros intentaban llevar a sus hombres a una trampa.</p> <p>Más de las tres cuartas partes de los arqueros de Batu, casi ochocientos hombres, yacían muertos o heridos. Como mandaba el protocolo militar, un tercio de los supervivientes atendía a los heridos, arrastrando lejos del campo de batalla a aquellos que no podían caminar. Los restantes permanecían de guardia, preparados para el caso de que el enemigo lanzara una carga repentina. El número de bajas inquietó a Batu, porque era una prueba evidente de la puntería enemiga. De todos modos, estaba orgulloso de la disciplina y el valor de sus tropas.</p> <p>Mientras la caballería bárbara desaparecía del alcance visual de la fuente mágica, Kwan señaló el objeto con un dedo retorcido.</p> <p>—¿Lo veis, general Batu? No es necesario que os preocupéis por los bárbaros. Están asustados de vuestros arqueros y con razón. —El viejo apuntó hacia donde se habían detenido los jinetes para intercambiar disparos con los arqueros shous.</p> <p>Lo que vio Batu lo desilusionó. Docenas de bárbaros heridos se retiraban del campo, y los caballos espantados o heridos corrían desbocados. De las bestias y hombres incapaces de moverse se elevaban un coro de gritos y gemidos, y casi doscientos jinetes ya eran cadáver. Sin embargo, Batu calculó que las bajas enemigas no llegaban a las quinientas, menos de las dos terceras partes de las propias. Sus hombres no habían podido responder con la misma eficacia alcanzada por el enemigo.</p> <p>—Vuestros arqueros han demostrado una puntería infalible —añadió Kwan, sin prestar atención a la fuente mágica—. Enviad un mensajero. Esta vez, vuestros arqueros deben permitir que los bárbaros completen la carga.</p> <p>Batu miró al ministro boquiabierto, porque aquello significaba perder a los pocos arqueros disponibles.</p> <p>—Quizá la vista del ministro no sea tan aguda como antes —señaló Batu, que apenas si pudo contener que la cólera se filtrara en su voz—. De lo contrario, habría visto que mis arqueros no detuvieron la última carga, y que tampoco detendrán la siguiente si el enemigo decide arrollarlos.</p> <p>—Mi vista es lo bastante aguda como para ver cuando tenemos al enemigo en nuestro poder —replicó Kwan con un tono mesurado y tranquilo—. Vuestros <i>peng</i> son un tributo a vuestra disciplina. —El término empleado podía significar arma, soldado raso o las dos cosas, lo cual reflejaba la opinión de que los soldados eran armas—. Se merecen las alabanzas del imperio. Pero si ahora enviamos a los refuerzos, mi joven general, los bárbaros olerán la trampa y escaparán. Sin caballos, jamás los alcanzaríamos.</p> <p>—El olfato del enemigo es más agudo de lo que creéis —contestó Batu—. Ya ha olido la trampa, y roba el cebo delante mismo de nosotros. —Batu miró a los otros generales—. Si los jinetes fueran tan tontos, ¿no habrían caído ya en la trampa?</p> <p>Ninguno de los generales contestó. No querían contradecir la lógica de su joven colega, pero tampoco querían apoyarlo. El ministro de la Guerra estaba en desacuerdo con Batu, y los generales mayores sabían que no era prudente contradecir a su superior. Cuando los dos hombres miraron en otra dirección, Batu reconoció su cautela y comprendió que no podía contar con ellos. Se preguntó si también en el campo de batalla le escatimarían su apoyo.</p> <p>Por un momento, el ministro observó pensativo a los generales de Sheng Ti y Ch'ing Tung. Después se volvió hacia Batu.</p> <p>—Es posible que tengáis razón, general —dijo—. Si no hay cebo suficiente, el ratón puede oler la trampa. Por lo tanto, aumentaremos el bocado.</p> <p>La concesión sorprendió a Batu, y se preguntó si su sorpresa era lógica. Aunque resultaba obvio que el ministro carecía de experiencia de combate, también era evidente que sólo un político muy astuto podía alcanzar un cargo tan alto. El joven general comprendió que Kwan había interpretado correctamente el silencio de los otros dos generales, y se permitió la vaga esperanza de que, después de todo, la supervisión del ministro no acabara en un desastre.</p> <p>Mientras Batu lo estudiaba, Kwan miró la escena que le ofrecía la fuente mágica. Por fin, el viejo señaló con el dedo el lugar donde el extremo de la línea de los arqueros tocaba el río.</p> <p>—General Batu, reunid a vuestro ejército y reforzad a los arqueros —ordenó el ministro—. Desplegad la línea aquí, en el río, y ocupad las posiciones como si esperarais un ataque frontal. Dejad expuesto el flanco occidental.</p> <p>La cólera oprimió el pecho de Batu como un puño de hierro. Miró enfadado al ministro, incapaz de dar crédito a sus oídos.</p> <p>—Si lo hago —protestó—, la caballería bárbara arrollará la línea y el ejército acabará en el río.</p> <p>—Así es —asintió Kwan, esbozando una sonrisa.</p> <p>—¡Un plan brillante, ministro! —exclamó el general de Sheng Ti después de estudiar la fuente mágica durante un momento—. El despliegue incorrecto hará que los bárbaros entren en combate. Cuando ataquen el flanco de Batu, mi ejército… junto con el de Ch'ing Tung, desde luego… cruzará la colina y acabará con el enemigo.</p> <p>—Sois muy astuto —lo felicitó el viejo ministro con una sonrisa amable—. Os aguardan muchos días de gloria en el futuro.</p> <p>«Y el mío será muy corto», pensó Batu. El general de Sheng Ti no había mencionado la parte más astuta del plan de Kwan: la eliminación de un subordinado problemático. Incluso si Batu no perecía en combate, la deshonra de perder todo un ejército acabaría con su carrera.</p> <p>No obstante, aun sabiendo las consecuencias, el instinto de Batu era seguir las órdenes sin preguntar. A su modo de ver, los soldados eran hombres muertos. Sus comandantes sencillamente les permitían caminar por la tierra de los vivos hasta que sus cuerpos se necesitaban en el combate. A este respecto, Batu se consideraba a sí mismo igual que cualquier otro soldado, por lo que, si Kwan le ordenaba que saliera solo, desnudo y desarmado al encuentro del enemigo, él estaba obligado a obedecer.</p> <p>Sin embargo, un soldado tenía derecho a soñar con un final glorioso. El joven general no veía gloria alguna en dejar que los jinetes masacraran a su ejército como cerdos, sobre todo cuando Kwan no se había tomado el tiempo necesario para saber más cosas del enemigo y no podía estar seguro de conseguir ventajas con el sacrificio. Confiado en que podía convencer a los generales de Sheng Ti y Ch'ing Tung para que lo ayudaran, Batu decidió señalar los errores del plan de Kwan.</p> <p>—Si bien vuestro plan tiene muchos aspectos elogiables, ministro —dijo—, debo señalar que puede resultar en la destrucción de mi ejército sin conseguir cumplir la voluntad del emperador.</p> <p>Kwan se sentó una vez más, apoyó los codos en los brazos de la silla y entrelazó los dedos delante de su pecho.</p> <p>—Por favor, proseguid, general —le indicó, sin apartar la mirada del rostro de Batu—. Os aseguro que todos estamos interesados en conocer vuestra opinión.</p> <p>El general de Chukei miró a sus pares. Se mantenían bien apartados, con el rostro inexpresivo vuelto hacia él. Después de inspirar con fuerza, Batu se volvió hacia Kwan.</p> <p>El ministro había cambiado la dirección de la mirada hacia un punto por encima de la cabeza de su subordinado.</p> <p>—Subestimáis la fuerza y la preparación de los bárbaros —prosiguió Batu—. Al dejar indefenso el flanco de mi ejército, lo único que conseguiréis es una destrucción inútil. —El ministro no cambió de expresión. Permaneció sentado en silencio, esperando las próximas palabras de su subordinado, como si lo dicho hasta el momento careciera de importancia. Batu señaló hacia el campo de batalla—. Suponéis que los bárbaros carecen de planes propios, y que entrarán con los ojos cerrados en cualquier trampa que se les tienda. —El joven general gesticuló hacia sus colegas—. Si el enemigo nos supera en número, los escuadrones del flanco se enfrentarán a los ejércitos de Sheng Ti y Ch'ing Tung en la cumbre de la colina. ¡Jamás llegarán al campo de batalla!</p> <p>Kwan continuó inmóvil y en silencio, con la mirada clavada en algún punto por detrás de la cabeza de Batu. Al principio, el joven general se preguntó si el ministro había escuchado alguna de sus palabras. Por fin comprendió que poco importaba si lo había oído o no. Batu se había ganado la animosidad de su superior cuando había manifestado su desacuerdo y, al parecer, la represalia de Kwan sería rápida y contundente.</p> <p>Al darse cuenta de que seguir por esta línea sólo serviría para empeorar la situación, el general de Chukei optó por contener la lengua y buscar la manera de salir del apuro. Si el único deseo de Kwan era librarse de él, al menos podía intentar conseguir una muerte honrosa.</p> <p>—Ministro —dijo, haciendo una profunda reverencia—, he formulado muchas preguntas impertinentes y por ello merezco un castigo. Pero ningún soldado merece una muerte inútil. Permitidme que ponga a prueba la fuerza del enemigo, de forma tal que podáis saber exactamente a qué se enfrenta Shou Lung.</p> <p>Por primera vez desde que Batu había comenzado su protesta, Kwan lo miró a los ojos. La expresión del ministro era casi compasiva.</p> <p>—General Batu —dijo con voz pausada—, no es necesario perder nuestro tiempo poniendo a prueba a esa banda de ladrones. En cuanto al castigo que os merecéis, mi decisión es estrictamente militar. No tiene nada que ver con nuestras rivalidades imaginarias.</p> <p>Batu se quedó perplejo ante las palabras del ministro, en especial por el tono sincero con que las había pronunciado. Si Kwan mentía, era el mejor mentiroso que el general había conocido en toda su vida. Si en cambio decía la verdad, entonces era el tonto más grande del mundo. Antes de que Batu pudiera contestar, el ministro añadió:</p> <p>—Ahora, explicadme por qué creéis que hay tantos bárbaros bien entrenados en el campo.</p> <p>A Batu se le hizo un nudo en la garganta. La poca información sobre los bárbaros de que disponía distaba mucho de ser sólida o fiable, pero tenía la seguridad de que era más de lo que sabía cualquier otro de los presentes.</p> <p>—Primero —dijo Batu—, consideremos la fuerza del enemigo. Sabemos que hay por lo menos cien mil bárbaros, porque con menos no habrían podido destruir el ejército de Mai Yuan. Los testimonios de la batalla dicen que el número real es todavía mayor.</p> <p>—Un ejercito parece mayor de lo que es a los vencidos —afirmó el general de Ch'ing Tung—. Los informes son exagerados.</p> <p>—¿Lo son? —replicó Batu—. Durante varios años han corrido rumores de que Yamun Khahan ha conseguido reunir a las tribus nómadas. Si es cierto, y por lo que nos enteramos en el consejo de Semfar lo es, los bárbaros cuentan con unos doscientos mil hombres.</p> <p>—¡Doscientos mil! —exclamó el general de Ch'ing Tung, con desprecio—. Dudo mucho que entre todas las tribus puedan sumar tantos hombres.</p> <p>—¿Cuántos kilómetros de frontera con las tribus bárbaras recorren vuestras patrullas? —preguntó Batu, con una mirada de reto al otro general.</p> <p>El ministro levantó una mano para hacer callar al comandante de Ch'ing Tung antes de que pudiera responder y dijo:</p> <p>—Nadie pone en duda que vos vigiláis la frontera más extensa, general Batu. Por favor, continuad.</p> <p>—Durante siglos, las tribus bárbaras han cruzado la frontera de Chukei para dedicarse al pillaje. Los grupos siempre han sido pequeños y no ha costado mucho expulsarlos. Observad que he dicho «expulsarlos», no «capturarlos». Los bárbaros siempre han sido unos bandidos muy astutos y la mayoría de las veces lo único que podemos hacer es expulsarlos de la provincia. Cuando los atrapamos, luchan con valor e inteligencia, y lo hacen sin dar ni pedir cuartel.</p> <p>—Sí, eso ya lo sabemos. Vayamos al grano —insistió Kwan, que se movió en la silla impaciente.</p> <p>Batu vaciló. El siguiente punto era el más crítico y el que podía dejarlo en el ridículo más total. Sin embargo, si quería convencer a sus pares de que no tomaran a la ligera a los bárbaros debía manifestarlo, así que se armó de valor y continuó.</p> <p>—Sin duda os habréis dado cuenta de mi parecido con los bárbaros.</p> <p>—Es evidente —bufó el general de Ch'ing Tung.</p> <p>Batu consiguió dominar una réplica acalorada y cuando habló lo hizo con serenidad.</p> <p>—Mi bisabuelo era tuigano, que es el nombre que se dan los bárbaros a sí mismos. Se instaló en la provincia de Chukei después de que su clan fuera destruido en una guerra tribal.</p> <p>—Qué osado de su parte reconocerlo —manifestó el general de Sheng Ti.</p> <p>El desdén que dejó traslucir su tono no era nuevo para Batu. Aunque la mayoría de los shous se enorgullecían de carecer de prejuicios, tampoco ocultaban que consideraban a todas las demás culturas inferiores a la suya. En consecuencia, no podían evitar el desprecio hacia aquellos que no eran shous de pura sangre.</p> <p>—A lo largo de la niñez, mi bisabuelo me contaba historias de la vida entre los nómadas —prosiguió Batu—. Desde luego, no puedo recordarlas todas, pero lo que recuerdo es atemorizador.</p> <p>—¿Qué queréis decir? —preguntó Kwan. Su atención permanecía fija en el joven general, pero era difícil saber si el interés del ministro era genuino o si sólo era compasión hacia un hombre condenado.</p> <p>—Las tribus tuiganas están dedicadas única y exclusivamente a una cosa: hacer la guerra. Sus hijos cabalgan antes de aprender a caminar y saben disparar flechas desde un caballo al galope antes de que les salga la barba. Cuando no están en guerra con los pueblos civilizados, sostienen combates tan sangrientos entre clanes que exterminan a tribus enteras. Como diversión, reúnen a centenares de guerreros y eliminan a toda bestia viviente en un sector de veinte kilómetros cuadrados.</p> <p>—Los pendencieros y los cazadores no son rivales para soldados entrenados —opinó el general de Ch'ing Tung.</p> <p>—Habéis oído mis palabras, general, pero ¿las habéis escuchado? —replicó Batu con dureza—. Digo que nuestros enemigos son asesinos natos, que no saben lo que es rendirse ni conocen la compasión. Si alguien los ha entrenado y les ha dado un objetivo, Shou Lung está ante el mayor peligro de toda su existencia.</p> <p>—No se pueden hacer ejércitos con la escoria asesina —proclamó el general de Ch'ing Tung, que se interrumpió al ver la mano alzada del ministro.</p> <p>—¿Qué sugerís, general? —le preguntó Kwan a Batu.</p> <p>—Que actuemos con mayor cautela en nuestro primer enfrentamiento —respondió Batu—. Montar trampas está muy bien siempre que sepamos cuál es la presa. Pero el hombre que pone un cepo para zorros y coge a un oso, puede acabar desollado.</p> <p>—Entonces, ¿qué sugerís? —insistió Kwan.</p> <p>Deleitado y sorprendido por las insistencias de Kwan en saber su opinión, Batu respondió con entusiasmo y sin perder un segundo.</p> <p>—Una serie de ataques de prueba, seguidos de repliegues rápidos, al menos hasta que averigüemos el tamaño y la naturaleza del enemigo.</p> <p>Kwan asintió; después se acarició la barba pensativo. Por fin, se puso de pie y escudriñó los ojos de Batu.</p> <p>—Era lo que suponía—dijo el ministro—. Nos habláis de rumores y de partidas de caza, y luego nos decís que debemos retirarnos a una distancia prudente mientras el enemigo quema nuestros campos y saquea nuestras aldeas. Lo que proponéis no es el proceder de un oficial del imperio, general Batu. ¡El proceder de un oficial del imperio es enfrentarse a los enemigos de Shou Lung y aplastarlos en nombre del emperador!</p> <p>Batu miró los ojos del ministro durante varios segundos, pero comprendió que Kwan era incapaz de sentir el fuego de su cólera a través del velo lechoso que le ocultaba la realidad.</p> <p>—Los ejércitos aplastados no vencen al enemigo, ministro —respondió al cabo.</p> <p>El rostro de Kwan se puso rojo, y sus arrugas se movieron como gusanos. Por un instante, Batu pensó que al viejo le daría un ataque, pero el ministro recuperó el control poco a poco. Después de un momento, con voz muy mesurada, Kwan preguntó:</p> <p>—¿Guiaréis a vuestro ejército en la batalla, general Batu, o debo buscar a un soldado leal para que ocupe vuestro puesto?</p> <p>—Iré —contestó Batu en el acto—. Si mi ejército tiene que morir, entonces quiero ser quien lo lleve a la destrucción.</p> <p>Con la misma rapidez con que se había distorsionado, el rostro de Kwan recuperó la calma. El ministro se acercó al joven general y apoyó una mano arrugada sobre el hombro de Batu.</p> <p>—Bien —dijo—. Mi plan funcionará. Antes de que tengáis tiempo de comprender lo que ocurre, cargaremos colina abajo y esa banda de ladrones dejará de molestar el sueño del emperador. Ya lo veréis.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 2</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">El campo de sorgo</p> <p style="margin-top: 4em">Batu aguardaba, tranquilo e inmóvil, en mitad de la ladera de la colina que marcaba el límite sur del campo de batalla. El aire traía el dulce aroma del sorgo joven y el acre olor de la sangre fresca. En el cielo, los espíritus celestes barrían las nubes con una brisa fresca, y el sol proyectaba una luz intensa sobre el campo. El general se sentía ágil y vivaz; la espada <i>tao</i> no le pesaba en la vaina de piel de manta. Guardaba en el bolsillo la carta que le había escrito a su esposa, lista para entregarla al mensajero. Hoy era un buen día para morir, el mejor que había visto en muchos años. Un shou joven y lampiño se acercó a Batu y le hizo una reverencia.</p> <p>—General —dijo—, vuestro ejército está desplegado.</p> <p>El joven era el ayudante de Batu, un oficial de rango menor llamado Pe Nii-Qwoh. El ayudante vestía un traje completo de <i>k'ai</i>, una armadura que consistía en centenares de placas de metal cosidas entre dos capas de seda gruesa. El traje ribeteado con terciopelo estaba decorado con bordados de colores brillantes que representaban serpientes, tigres y aves fénix. El penacho del casco consistía en dos plumas de martín pescador con una pareja de dragones en lucha cuidadosamente bordados en los pelos de las plumas.</p> <p>En cambio, el traje de batalla de Batu era su sencillo <i>chia</i> de piel de rinoceronte. Como general, casi nunca intervenía en el combate cuerpo a cuerpo, por lo que no necesitaba una armadura tan pesada, que sólo lo fatigaría durante la batalla sin darle ninguna ventaja.</p> <p>El general no era el único en desdeñar las armaduras pesadas. Un poco más abajo había veinte hombres delgados que no vestían armaduras. Permanecían atentos, con los ojos fijos en Pe y Batu. Eran los mensajeros encargados de llevar las órdenes del general a los comandantes en el campo.</p> <p>La presencia de los mensajeros recordó a Batu la carta para Wu, y la sacó del bolsillo. Estaba a punto de dársela a Pe, cuando decidió leerla por última vez.</p> <p></p> <p><i>Wu</i>, comenzaba sin más, <i>hemos encontrado a los bárbaros y nos preparamos para la batalla. Prometen ser un gran enemigo. Aunque Kwan Chan Sen rehúsa admitirlo, probablemente habrá muchas batallas ilustres en esta guerra.</i></p> <p><i>Sin embargo, temo que las mejores se librarán sin mí. Me he ido de la lengua y he ofendido al ministro, que ha enviado a mi ejército a una muerte ignominiosa. Ojalá repose por toda la eternidad boca abajo en arena húmeda. ¡La muerte es demasiado buena para un loco que me ha privado de combatir en esta magnifica guerra!</i></p> <p><i>Basta ya de lamentaciones. Sabes dónde está oculto nuestro oro, así que no sufrirás con mi ausencia. Nuestro tiempo juntos ha sido una bendición, y me has dado una hija hermosa y un hijo fuerte. Los echaré de menos a los dos. Has sido una buena esposa, y moriré tranquilo, sabiendo que nunca deshonrarás mi memoria tomando un amante.</i></p> <p><i>Tu esposo que te quiere, Min Ho.</i></p> <p></p> <p>Satisfecho de que la carta reflejaba todo lo que quería decir, Batu la plegó y se la entregó a su ayudante.</p> <p>—Para el mensajero —dijo.</p> <p>Pe hizo una reverencia y cogió la carta. No preguntó el nombre del destinatario, porque la carta era un viejo ritual. En los votos matrimoniales, la dama Wu había hecho prometer a Batu que le escribiría antes de cada batalla. Hasta ahora, Batu había sido fiel a la promesa como lo había sido con todos los demás juramentos.</p> <p>Pe sacó una carta igual de su propio bolsillo. El joven oficial no solía escribir a sus padres antes del combate, pero, a sugerencia de Batu, hoy había hecho una excepción.</p> <p>Mientras el ayudante llevaba las cartas a un mensajero, el general estudió el panorama que tenía delante. Desde la ladera, podía ver todo el campo de batalla. Era un valle entre dos colinas pequeñas, y más grande de lo que Batu había calculado en la fuente mágica. Batu se encontraba en una de las colinas, y la otra se hallaba a unos seiscientos metros de distancia hacia el norte. En aquel momento, el general habría dado la vida de un centenar de <i>peng</i> por saber qué se ocultaba detrás de la colina norte.</p> <p>Por el este, el campo quedaba limitado por el río. A casi un kilómetro del agua, el límite occidental se perdía entre los juncos y la maleza. A juzgar por el tamaño del campo de sorgo, debía pertenecer a algún rico terrateniente que empleaba a una aldea entera para cultivarlo.</p> <p>Pe regresó junto al general y contempló el despliegue de las tropas.</p> <p>—¿Queréis hacer algún cambio? —inquirió a su comandante.</p> <p>—Pe —contestó el general con una sonrisa, al ver la expresión preocupada del ayudante—, si no hablas hoy con claridad, nunca más podrás hacerlo.</p> <p>—Por favor, perdonadme, mi general —se disculpó el ayudante, que respondió a la sonrisa del general con otra tensa—. Me preguntaba cómo haréis para proteger el flanco. —Pe señaló hacia el límite occidental del campo. Después, como si existiera la posibilidad de que Batu no se hubiera dado cuenta del origen de su preocupación, añadió—: Está sin vigilar.</p> <p>Batu sonrió. Incluso cuando se le ordenaba que hablara con toda franqueza, el joven no dejaba de expresar sus críticas en el lenguaje más inofensivo posible.</p> <p>—General —insistió Pe, ansioso—, ¿algún cambio?</p> <p>Batu alzó una mano para hacer callar a su ayudante y observó la disposición de las tropas. Había retirado a los arqueros supervivientes de la primera línea y los había situado no muy lejos, donde podían atender a sus heridas hasta que la situación se hiciera desesperada. Por debajo de los arqueros, quinientos jinetes permanecían junto a sus caballos, acariciándoles con gesto nervioso el pescuezo o alimentándolos con hojas tiernas del sorgo pisoteado. Batu había deseado muchas veces contar con más caballería, y desde luego hoy le habría venido muy bien, pero los pobres campos de cereales de Shou Lung apenas si producían lo suficiente para alimentar a la población de la provincia. El mantenimiento de una caballería más numerosa era un lujo que, desde hacía más de un siglo, el ejército no se podía permitir.</p> <p>Treinta metros por delante de la caballería se encontraba el <i>feng-li lang</i>, el supervisor asignado a Batu por la sección de ritos del Ministerio de Guerra. Se suponía que el <i>feng-li lang</i> era un chamán que podía comunicarse con el mundo de los espíritus, pero hasta el momento Batu no había visto que el hombre aportara ninguna ayuda ultraterrenal.</p> <p>El <i>feng-li lang</i> y su ayudante cavaban un pozo de casi dos metros de profundidad en la tierra arenosa y amarilla del campo. Aunque Batu no comprendía el propósito del agujero, sabía que la pareja preparaba una ceremonia para pedir el apoyo de los espíritus que habitaban en el campo de batalla. Aunque el general tenía sus dudas sobre el valor de la magia natural, los <i>peng</i> no compartían su escepticismo, así que, con el fin de levantar la moral de sus tropas, Batu participaba en los ritos del <i>feng-li lang</i> previos a la batalla cada vez que le era posible.</p> <p>En el centro del campo de sorgo había tres mil quinientos soldados de infantería. Formaban una doble fila en la misma línea que habían ocupado los arqueros durante la primera escaramuza. Los soldados llevaban las ballestas comunes suministradas por el imperio y espadas rectas de doble filo, llamadas <i>chien</i>. En cuanto a las armaduras, los <i>peng</i> confiaban en las corazas denominadas <i>lun'kia</i> y en los <i>chou</i> de cuero. El vestuario de los oficiales era similar al de Pe, con brillantes y decorados <i>k'ai</i> y yelmos con plumas.</p> <p>Tal como había observado Pe, el flanco izquierdo de la infantería estaba desprotegido. En otras circunstancias, Batu habría aprovechado cualquier característica del terreno para defender la zona vulnerable, o por lo menos habría situado allí a un pelotón de arqueros o de caballería. Pero las órdenes que había recibido eran claras, y el general era un oficial demasiado bueno como para desobedecerlas. Incluso un mal plan era mejor que un plan no cumplido.</p> <p>La mirada de Batu recorrió la línea, estudiando la ruta que imaginaba que seguiría la caballería enemiga. Cuando cargara el enemigo, caerían los <i>peng</i> del flanco izquierdo, dejando sin protección al resto de la tropa. Batu les daría cierta cobertura con unos cuantos disparos de los arqueros, y sus jinetes organizarían un contraataque que quizá demoraría la carga durante unos minutos. Aun así, los guerreros tuiganos acabarían por aplastar la línea y matarían a los tres mil quinientos infantes.</p> <p>Batu consideró la posibilidad de dar una orden que no había dado nunca antes: retirada. Si las tropas retrocedían cuando cargaran los tuiganos, su ejército tendría la oportunidad de permanecer intacto, pero sólo sería un alivio temporal. Cuando la línea retrocediera, todas sus fuerzas se encontrarían atrapadas entre los juncos a lo largo de la ribera.</p> <p>—Y entonces comenzará la matanza —susurró Batu para sí mismo, imaginando las aguas rojas y cubiertas con los cadáveres de los soldados.</p> <p>—Perdón, general, no he escuchado vuestra orden —dijo Pe.</p> <p>—No era una orden —respondió Batu, sin apartar la mirada del río. Dije «Y entonces comenzará la matanza». —El general hizo una pausa, todavía imaginando a su ejército flotando río abajo; pero, esta vez, vivo—. A menos que podamos caminar sobre el agua.</p> <p>—¿Caminar sobre el agua? —repitió Pe, extrañado.</p> <p>Batu no tuvo tiempo para explicarse porque en aquel momento apareció el asistente del <i>feng-li lang</i>, con la túnica roja salpicada con el fango del pozo. El joven saludó a Batu con una reverencia.</p> <p>—General, mi maestro requiere vuestra presencia en la ofrenda.</p> <p>—Dile al <i>fen-li lang</i> que no tengo tiempo —replicó Batusin más, con toda la atención puesta en el marjal de la ribera.</p> <p>—General, si no apaciguamos a los espíritus de la tierra, se ofenderán al ver que se derrama sangre en su casa —protestó el ayudante, perplejo.</p> <p>—No me importan los espíritus de la tierra. Ésos son los espíritus que debemos aplacar —contestó Batu, señalando las aguas crecidas.</p> <p>—Pe…, pero —balbuceó el ayudante.</p> <p>—No hagas más preguntas —lo interrumpió Batu—. Sólo dile a tu maestro que haga su ofrenda al dragón del río. —Al ver que el ayudante se demoraba, el general gritó—: ¡Te he dado una orden, muchacho! —Mientras el ayudante corría colina abajo, Batu se volvió hacia Pe y le señaló el marjal—. Envía a la caballería y a los arqueros al marjal. Hasta que comience la batalla tendrán que ocuparse de cortar juncos de la altura de un hombre y hacer manojos. Diles que deberán atar los manojos bien fuerte.</p> <p>Pe frunció el entrecejo, pero, a la vista del tratamiento que acababa de recibir el ayudante del <i>feng-li lang</i>, no se atrevió a formular ninguna pregunta.</p> <p>—Sí, general —repuso.</p> <p>—Después quítale el <i>k'ai</i> y déjalo en el suelo. No tenemos tiempo para enviarlo a la caravana de equipajes.</p> <p>—¡Esta armadura ha pertenecido a mi familia durante trescientos años! —exclamó Pe.</p> <p>—¡Me da igual que sean trescientos o tres mil! —contestó Batu, tajante—. Te he dado una orden.</p> <p>—No puedo —respondió Pe, desviando la mirada—. Deshonraría a mis antepasados.</p> <p>—¿Y una ejecución no? —preguntó Batu, con la mano puesta en el pomo de la espada.</p> <p>—Mi honor es más importante que mi vida, general —afirmó.</p> <p>—Entonces no lo manches desobedeciéndome —replicó Batu, apartando la mano de la empuñadura. Como si Pe no hubiese rehusado cumplir la orden, añadió—: Envía orden a los oficiales de línea de que se deben quitar los <i>k'ai</i>. No deben oponerse al ataque por el flanco. Cuando se produzca, se replegarán hacia el marjal. Trasladaremos el puesto de mando allá abajo, donde recibirán nuevas órdenes.</p> <p>—¡Nos encontraremos atrapados contra el río! —protestó Pe, alarmado, mientras observaba la zona de juncos y cañas.</p> <p>—Ese es el motivo por el cual tú y los demás oficiales debéis quitaros los <i>k'ai</i>—repuso Batu con una sonrisa.</p> <p>Pe enarcó las cejas al comprender en aquel instante las intenciones de Batu, pero enseguida frunció el entrecejo.</p> <p>—General —dijo—, el río está crecido. ¡Sólo un loco intentaría vadearlo en plena persecución!</p> <p>—Confiemos en que los bárbaros crean lo mismo —manifestó Batu—. Transmite las órdenes a los mensajeros, y después espérame en el marjal. —Pe comenzó una reverencia, pero Batu lo cogió por el hombro—. Una cosa más. En caso de que sus <i>k'ai</i> también hayan estado en posesión de sus familias durante trescientos años, recuérdales a los oficiales que deben seguir mis órdenes. Cualquiera que las desobedezca será recordado como un traidor, no como un héroe.</p> <p>—Sí, general —contestó Pe. Acabó la reverencia y se volvió hacia los mensajeros. Su actitud ya no era desafiante, pero Batu sabía que a su ayudante no le hacían ninguna gracia las órdenes recibidas.</p> <p>Mientras seis mensajeros transmitían las órdenes a los oficiales de línea, Pe se dirigió a la zona de juncos. El general permaneció en la ladera un poco más para observar los cambios. Cuando los arqueros y los jinetes abandonaron sus posiciones, centenares de rostros asombrados se volvieron hacia él. Batu supuso que se habían dado cuenta de que se les había ordenado preparar la retirada. Lo que no podían comprender, pensó, era la razón. Durante los ocho años que Batu había estado al mando del ejército de Chukei, nunca se había retirado. Pero tampoco se había enfrentado nunca a un enemigo capaz, ni había servido de carnada en una trampa mal preparada.</p> <p>El general era consciente de que Kwan podía estar en lo cierto y que la fuerza tuigana quizá no superara los quince o veinte mil hombres mal preparados. No obstante, todo lo que sabía del enemigo, que no era mucho, sugería lo contrario. Sólo un líder de gran inteligencia y astucia podía abrir una brecha en la Muralla del Dragón. Y se necesitaba una fuerza muy numerosa para aniquilar luego al ejército de Mai Yuan y arrasar las poblaciones y cultivos en centenares de kilómetros a la redonda. La prueba más convincente de la competencia del enemigo era el hecho de que hoy se libraría una batalla. Sólo una maquinaria de guerra muy bien organizada podía estar lista para el combate dos semanas después de franquear la Muralla del Dragón y derrotar al ejército de Mai Yuan.</p> <p>Era el tipo de combate que Batu había deseado toda su vida, y la perspectiva de su inmediato comienzo lo estremecía de deleite. El general de Chukei siempre había soñado con ganar lo que llamaba «la batalla ilustre», un encuentro desesperado contra un enemigo astuto y poderoso. Desde luego, Batu no había imaginado que su propio comandante fuera la razón de la situación desesperada, y no podía pensar que retirarse fuera ilustre. Pero, si funcionaba su plan, Batu confiaba en salvar las tropas suficientes para cumplir su sueño en otra ocasión.</p> <p>Tras la marcha de los arqueros y los jinetes hacia la ribera, los oficiales de infantería comenzaron a quitarse los <i>k'ai</i> y apilar las diversas piezas de la armadura con esmero. Miraron a Batu con expresiones que el general no podía ver desde tanta distancia, pero que imaginó que iban desde el enfado al odio. Estaba seguro de que todos los oficiales, sin excepción, preferían morir antes que deshonrar a la familia. Pero tampoco dudaba que obedecerían, porque desobedecer una orden directa era una traición, un estigma mucho peor que la deshonra.</p> <p>Sin embargo, el general comprendía su cólera. Como ellos, también valoraba el honor por encima de la vida, pero no podía permitirles el lujo de conservar sus herencias. Sin los oficiales, un ejército no era más que un conjunto de hombres armados, y cualquier oficial vestido con el <i>k'ai</i> moriría en la retirada que planeaba Batu.</p> <p>Una línea negra apareció en la cumbre de la colina opuesta. Aunque la distancia impedía distinguir a los individuos, Batu calculó que la línea la formaban unos dos mil o tres mil caballos. Los centinelas dieron la voz de alarma, y las tropas se prepararon para el combate, rezando las últimas plegarias a Chueh y Hsu, los dioses de las constelaciones que bendecían las ballestas y las espadas.</p> <p>Por su parte, Batu sólo rezó para que Kwan y los demás estuvieran mirando la fuente mágica.</p> <p>El tronar distante de los tambores recorrió el campo, y la línea avanzó lentamente. Batu comprendió que los tambores servían para coordinar las maniobras enemigas. Permaneció en la colina mientras los jinetes avanzaban otro centenar de metros. Los tambores redoblaron otra vez, y el enemigo puso los caballos al trote. Un reborde puntiagudo sobresalió de la línea como las púas de la aleta de un pez espada. Esta vez la carga iba en serio. Las púas sólo podían ser lanzas, y esto significaba que los tuiganos lucharían cuerpo a cuerpo.</p> <p>Batu no podía entender por qué los bárbaros se acercaban de frente. Ningún táctico habría pasado por alto el flanco desprotegido. Pensó que tal vez el enemigo había descubierto que era una trampa. Pero, en ese caso, tampoco entendía por qué atacaban. La única explicación era que Kwan tuviera razón y los bárbaros fueran unos estúpidos. Esta era una posibilidad que Batu prefirió omitir, porque significaría que había sacrificado su carrera en vano. Además, era peligroso subestimar al adversario. Como había escrito el viejo general Sin Kow, «El hombre que no respeta al adversario no tarda en sentir el tacón de la bota del enemigo». La experiencia de Batu confirmaba sus palabras.</p> <p>Los tambores volvieron a sonar, y la caballería tuigana avanzó al galope corto. Batu decidió enviar un mensajero para avisar a sus oficiales que el ataque frontal podía ser una maniobra de diversión. Como Pe estaba en el marjal, se encaminó al puesto de los mensajeros. Desde allí envió a seis hombres para transmitir la advertencia y ordenar a los oficiales que conservaran su posición hasta que se produjera el ataque al flanco desprotegido. En cuanto partieron los mensajeros, envió a los demás a que se unieran a Pe. Permaneció en la colina unos momentos más, y después los siguió.</p> <p>Cuando llegó a los primeros juncos, los bárbaros se habían acercado a unos trescientos metros. Los tambores iniciaron un redoble constante, y el enemigo puso los caballos a todo galope. El general recordó que no había contribuido a apaciguar al dragón del río, y confió en que el espíritu del río, si es que existía en realidad, se conformara con la ofrenda del <i>feng-li lang</i>. Pe salió de entre los juncos escoltado por media docena de mensajeros.</p> <p>—Cada hombre ha preparado tres manojos —informó el ayudante—. Los oficiales preguntan si ahora pueden empuñar las armas.</p> <p>—No —contestó el general con la mirada puesta en la carga enemiga—. Que sigan haciendo manojos hasta que yo dé la orden.</p> <p>Pe enarcó las cejas, pero de inmediato dio media vuelta y transmitió el mensaje.</p> <p>Mientras avanzaba el enemigo, Batu observó el muro de plata resplandeciente y piel oscura con una mezcla de horror y asombro. Los tuiganos cabalgaban como demonios, sin perder el equilibrio a pesar de las sacudidas y los brincos de sus monturas. En la mano izquierda llevaban lanzas con punta de hierro, y en la derecha, sables curvos. Las riendas colgaban sueltas sobre los pescuezos de los caballos. Los jinetes utilizaban las rodillas para dirigir a las bestias al tiempo que proferían unos aullidos escalofriantes que ahogaban el redoblar de los tambores.</p> <p>En grupos de veinte o cuarenta, los hombres de Batu comenzaron a disparar sus ballestas contra el enemigo. Docenas de dardos mortíferos dieron en el blanco. Los bárbaros caían de las monturas, y los caballos heridos tropezaban y se desplomaban en medio de los que avanzaban.</p> <p>Los ballesteros no recargaban después de disparar porque el enemigo avanzaba demasiado rápido. En cambio, cogían los escudos colgados a la espalda y desenvainaban sus <i>chien</i>, para luego esperar en un silencio tenso. Al cabo de unos pocos segundos, todo los shous habían disparado. Ahora cada hombre aguardaba, con el escudo y la espada en la mano, la embestida enemiga.</p> <p>Los ballesteros de Batu habían provocado muchas bajas. Setecientos bárbaros yacían en el campo, muertos o heridos, pero la carga continuaba. Los jinetes no parecían hacer caso de las pérdidas.</p> <p>Batu lamentó haber enviado a los arqueros al marjal. De haber esperado un ataque frontal, los habría desplegado a lo largo de la colina. Doscientos cincuenta hombres no habrían conseguido detener la carga, pero sus disparos habrían desviado en parte la presión enemiga sobre los desgraciados <i>peng</i> acurrucados detrás de sus escudos.</p> <p>La caballería alcanzó la línea de infantería, y un estampido seco y ensordecedor resonó en las colinas que bordeaban el campo. Los gritos de dolor y rabia sonaron a lo largo de la línea. Los relinchos de agonía parecían surgir de la tierra. El olor a sangre, excrementos y entrañas abiertas flotó en el aire, mientras los cuerpos se desplomaban.</p> <p>Los tambores enemigos continuaban resonando con una cadencia peculiar que llenaba la cabeza de Batu y le hacía difícil pensar. Como los otros tuiganos, los treinta tambores iban montados, pero se habían detenido a veinticinco metros de la línea de combate. Cada hombre tenía dos tambores atados y colgados de la cruz del caballo delante de la silla, y batía el parche de sus instrumentos con bastones gruesos marcando un ritmo frenético e irregular. A diferencia de los otros jinetes, los tambores llevaban armaduras similares a la que Pe había abandonado.</p> <p>Batu sujetó a su ayudante por el hombro y le gritó en la oreja a todo pulmón:</p> <p>—¡Ordena a los arqueros que disparen contra los tambores!</p> <p>Mientras el ayudante transmitía la orden, el general miró hacia la cumbre de la colina que tenía detrás. No había señales de los refuerzos. El enemigo no había atacado como esperaba Kwan, y Batu no dudaba que todo el ejército de Chukei moriría antes de que el ministro reconociera que su plan necesitaba algunas modificaciones.</p> <p>Sin apartarse del borde del marjal, Batu volvió la mirada hacia el campo de batalla. Se sorprendió al ver el número de soldados shous que seguían en pie y que ahora combatían con sus largos <i>chien</i>. Mantenían los escudos sobre las cabezas y utilizaban el feroz filo de sus espadas para abatir a sus enemigos o, cuando se veían demasiado acorralados, cortar las patas de los caballos.</p> <p>Por su parte, los tuiganos habían descartado las lanzas. Sus caballos galopaban en círculo mientras atacaban —con demasiado éxito, según Batu— a los infantes con los sables curvos. Desde lo alto de sus monturas, los bárbaros machacaban sin esfuerzo los escudos de madera de la infantería shou.</p> <p>Los arqueros de Batu aparecieron entonces por un extremo del marjal, a unos veinte metros de la derecha del general, y doscientas flechas surcaron el aire. Los tambores más cercanos cayeron de sus monturas con tres o cuatro flechas clavadas en el cuerpo. Más lejos, donde las flechas no alcanzaban a atravesar las armaduras, los tambores se encontraron luchando con caballos heridos, o batiendo instrumentos perforados.</p> <p>Batu se sorprendió al ver lo que ocurrió a continuación. A medida que se silenciaban los tambores, muchos tuiganos abandonaron el combate y se volvieron por donde habían venido. Más allá, donde todavía se podían escuchar tambores, los bárbaros parecían desconcertados. Algunos dejaron de combatir y se fueron. Otros no reaccionaron con la rapidez necesaria y acabaron muertos por los shous, que de pronto se vieron con superioridad numérica.</p> <p>Al comprender que una pausa en el redoble de los tambores era para los bárbaros la señal de retirada, Batu adoptó una rápida decisión. Indicó a los arqueros que avanzaran y les señaló a los tambores lejanos.</p> <p>—¡A ellos! —gritó. No estaba muy seguro de que pudieran escucharlo, pero tenía confianza en que el significado de sus gestos quedara bien claro.</p> <p>El oficial al mando de los arqueros guió a sus hombres hacía adelante a la carrera. Al enviar a los arqueros al combate, Batu los ponía en una situación comprometida. Los arcos no podían parar a las espadas, y los arqueros no estaban preparados para la lucha cuerpo a cuerpo, pero era un sacrificio inevitable. No podía mantenerse al margen y ver cómo el enemigo destruía a todo un ejército, aunque esto fuera lo que Kwan quería.</p> <p>Tal como Batu había supuesto, los arqueros no alcanzaron a los tambores restantes de inmediato. Primero cayeron los tambores más cercanos, cosa que aumentó la confusión de los bárbaros. A medida que se retiraban algunos jinetes, los infantes de Batu acababan con el resto. Los arqueros continuaron el avance y sólo hacían una pausa cada vez que tenían a un tambor a tiro. Los tuiganos hicieron un esfuerzo suplementario para atacar a los arqueros, incluso a riesgo de sus propias vidas. Una docena de arqueros caía por cada diez metros que ganaban. Sin embargo, el plan de Batu funcionó. Al cabo de unos minutos, la caballería bárbara se había retirado o yacía muerta y mutilada en el campo.</p> <p>La calma se extendió por el escenario del combate. Con el aire lleno con el nauseabundo olor de la muerte y los gritos de los hombres y caballos heridos, la pausa resultaba más espantosa que pacífica. La infantería shou permaneció en la línea, y sólo rompían la formación aquellos que ayudaban a los heridos o reunían a los bárbaros supervivientes en grupos de prisioneros.</p> <p>Batu volvió a mirar hacia la cumbre de la colina. Seguía sin haber señales de los refuerzos. El general sabía que el papel del ejército de Chukei como cebo todavía no había acabado. Se volvió hacia su ayudante y le señaló el campo cubierto de cadáveres.</p> <p>—Envía un mensajero a la línea —ordenó—. Los oficiales deben reagrupar sus unidades, y enviar un solo hombre de cada diez para atender a los heridos. Que no tomen prisioneros. Si un bárbaro puede levantar la espada, que lo maten.</p> <p>—Así se hará —dijo Pe, que frunció el entrecejo ante la dureza de la orden. Dio media vuelta, dispuesto a obedecer, pero Batu lo cogió del hombro.</p> <p>—Una cosa más —añadió el general—. Haz volver a los arqueros que quedan. Y recuérdame que debo escribir al emperador recomendándolos por su coraje.</p> <p>—Entonces, ¿vamos a sobrevivir, general? —preguntó Pe, animado.</p> <p>—Sería una pena perderse el resto de esta magnífica guerra, Pe —repuso Batu, con la mirada puesta en la destrozada línea de su ejército.</p> <p>Mientras Pe se encargaba de transmitir las órdenes, el general contempló los resultados de la carnicería. Dado el pequeño tamaño del grupo enemigo, se podía considerar como una batalla sangrienta. A juzgar por lo que había visto, estimó las bajas entre un treinta y un cincuenta por ciento.</p> <p>Batu sabía que el combate no había acabado. Al matar a los tambores, los arqueros habían desbaratado una retirada muy bien organizada. El enemigo no habría planeado una operación de este estilo a menos que tuviera la intención de hacerla coincidir con otra maniobra, como podía ser el ataque contra el flanco desprotegido. Aunque le desagradaba reconocerlo, Kwan había hecho bien en no cerrar la trampa cuando los bárbaros habían cargado. Si el ministro hubiera enviado los refuerzos, los otros ejércitos shous —no los bárbaros— habrían soportado el ataque.</p> <p>Batu aprovechó la espera para inspeccionar el marjal. Excepto por una delgada cortina en el borde del campo de batalla, la tropa de caballería había cortado todos los juncos. Los manojos estaban apilados al alcance de la mano y listos para ser usados. Cuando regresó Pe, el general le dio otra orden.</p> <p>—La caballería puede dejar su tarea. Que quiten las bridas a los caballos y las aten a los manojos de juncos. Después deben soltar a los caballos. —No era la compasión por las bestias lo que inspiraba la orden del general. Si los hechos se desarrollaban como pensaba, quinientos caballos representarían una molestia considerable en el marjal.</p> <p>—¿Cómo contraatacaremos? —protestó Pe.</p> <p>—Si el plan del ministro funciona, no hará falta un contraataque —contestó Batu, con la mirada puesta en la cima de la colina—. En caso contrario, no habrá oportunidad. —Pe asintió y envió un mensajero con la orden. Tras marcharse éste, Batu añadió—: Vamos, Pe. Necesitamos un punto de observación mejor para ver lo que ocurrirá. —El general caminó en dirección a la colina.</p> <p>La tierra comenzó a temblar.</p> <p>—¿Qué ocurre? —exclamó Pe, que miró al suelo, asustado.</p> <p>Batu frunció el entrecejo. Primero miró sus pies, y después el campo de batalla. Los arqueros supervivientes, menos de un centenar, corrían hacia el marjal. Se detuvieron y miraron el suelo; entonces se volvieron. Un murmullo recorrió la línea de combate. Los infantes miraron hacia el oeste, hacia el flanco desprotegido. Aquellos que conservaban las ballestas comenzaron a cargarlas, y los restantes desenvainaron las espadas.</p> <p>—¿Magia guerrera? —preguntó Pe, que a duras penas consiguió disimular su espanto.</p> <p>—Más caballería, mucha más —contestó Batu, que echó a correr colina arriba seguido por Pe y un puñado de mensajeros. Se detuvieron unos treinta metros más arriba. El suelo se sacudía como en un terremoto, y el retumbar de los cascos sonaba como un trueno. Más allá del flanco desprotegido, una horda de jinetes cargaba a todo galope. Las siluetas oscuras cubrían toda la llanura. Desde la perspectiva de Batu, parecían más una manga de langostas que un ejército invasor. Calculó que debían de ser unos veinticinco mil—. ¿Por qué envía tantos? —reflexionó Batu en voz alta, incapaz de apartar la mirada del enemigo—. ¡Si ni siquiera podríamos detener a la tercera parte!</p> <p>Pe estaba demasiado asombrado para contestar, pero Batu adivinó la respuesta a su propia pregunta en cuanto la formuló. El comandante enemigo sabía que enviaba a sus jinetes a una trampa, y mandaba tropas adicionales para protegerse a sí mismo.</p> <p>—Saben que es una trampa —le dijo Batu a su ayudante—. Quieren que nuestros otros ejércitos salgan al descubierto. —Todavía hipnotizado por el espectáculo, Pe guardó silencio. Los bárbaros estaban a doscientos metros del flanco desprotegido, que se replegaba sobre si mismo para enfrentarse a la carga. El general cogió a su ayudante por los hombros y lo sacudió con fuerza para sacarlo del trance—. Envía mensajeros a Kwan y a los generales de Shen Ti y Ch'ing Tung. El mensaje es éste: «Los bárbaros conocen nuestros planes. La retirada sin contacto puede ser la medida más sabia».</p> <p>—Pero… ¡tendremos que hacerles frente nosotros solos! —tartamudeó Pe.</p> <p>—Ya estamos solos —gruñó Batu, consciente de que la caballería tuigana se le echaría encima antes de que pudieran llegar los refuerzos—. ¡Envía el mensaje!</p> <p>Mientras el ayudante cumplía la orden, Batu observó la carga. La caballería se encontraba a un centenar de metros del flanco desprotegido, pero los oficiales, dispuestos a no revelar la estrategia del comandante hasta el último minuto, no ordenaron la retirada. Por primera vez en su vida, Batu deseó que sus subordinados no fueran tan valientes. Si no se retiraban pronto, sería demasiado tarde. Los jinetes los rebasarían y los atacarían por la espalda. En aquel momento, Pe regresó junto a Batu.</p> <p>—He enviado el mensaje —informó el ayudante—, pero ya es demasiado tarde —añadió, señalando hacia la cumbre de la colina.</p> <p>El general miró hacia lo alto y vio las vanguardias de los ejércitos de Sheng Ti y Ch'ing Tung que coronaban la cima. Llevaban con ellos la artillería, y treinta catapultas de tamaño mediano asomaban en la cumbre. Detrás de cada catapulta había varias carretillas cargadas con brea ardiente. Los artilleros llevaban antorchas.</p> <p>—Locos —exclamó Batu—. ¿Creen que incendiando el campo podrán detenerlos?</p> <p>—Quizá piensan pegar fuego a las catapultas y lanzarlas colina abajo para entorpecer la carga —opinó Pe en son de burla.</p> <p>—Al menos conseguirían matar a unos cuantos más —replicó Batu, que miraba furioso las catapultas.</p> <p>Un griterío se alzó en el extremo oeste del campo. Por fin, con los caballos del enemigo a unos cincuenta metros, el flanco comenzó la retirada. Mientras la línea se replegaba, las compañías comenzaron a retirarse en todo el largo. Batu soltó una maldición. Su intención era que la línea se replegara sobre sí misma de forma escalonada, no en masa, pero no había tenido la oportunidad de explicar el plan en persona. Ahora, los oficiales situados en el centro de la línea daban las órdenes antes de tiempo, y el general comprendió que el resultado sería un desastre.</p> <p>En cuestión de segundos, las líneas shous se convirtieron en un caos a medida que las unidades en retirada tropezaban las unas con las otras. Al ver el desorden descomunal, los oficiales comenzaron a insultar a sus hombres y después se increparon mutuamente. El enfrentamiento entre los comandantes echó abajo la moral de los hombres, que comenzaron a huir de los jinetes en cualquier dirección. Tal como les había ordenado Batu, los oficiales intentaron llevar a sus tropas hacia el marjal, pero centenares de hombres corrían por instinto colina arriba, para unirse a los refuerzos.</p> <p>Batu no podía salvar a esos hombres. Cuando los ejércitos de Sheng Ti y Ch'ing Tung se lanzaron a la carga, los cobardes que habían desobedecido a sus oficiales serían pisoteados: un destino que Batu consideraba merecido.</p> <p>Por otro lado, aquellos que habían mantenido la serenidad lo necesitarían cuando llegaran al marjal. Batu llamó a Pe y a los mensajeros, y echó a correr hacia los juncos. Mientras descendían por la ladera, la tierra se sacudió violentamente. Alaridos de terror y angustia sonaron al otro extremo del campo. El general no necesitó mirar para saber que la primera línea enemiga había alcanzado a sus hombres.</p> <p>Al acercarse al final de la pendiente, Batu vio a una masa de infantes shous reunidos en el marjal. El general se detuvo a diez metros, directamente por encima de la cortina de juncos, y señaló hacia los manojos apilados al tiempo que ordenaba a los mensajeros:</p> <p>—Decidles a esos hombres que cojan un manojo cada uno y se tire al río.</p> <p>Los mensajeros intercambiaron una mirada, pero de inmediato hicieron una reverencia y partieron a transmitir la orden de Batu a la tropa.</p> <p>—¿Creéis que los hombres cumplirán la orden? —le preguntó Pe, que miraba preocupado las turbulentas aguas del río.</p> <p>Batu miró hacia el oeste. Los jinetes atacaban la línea casi sin impedimentos: pisoteaban y degollaban a todo ser vivo que encontraban a su paso.</p> <p>—¿Crees que no? —replicó.</p> <p>Una serie de detonaciones sonaron en lo alto de la colina. Batu miró en esa dirección y vio las cucharas de las catapultas que se estrellaban contra las crucetas. Docenas de bolas de brea ardiente cruzaron los aires para ir a caer en el extremo más alejado del campo de batalla. El sorgo se incendió de inmediato.</p> <p>Un oficial con menos experiencia habría pensado que las catapultas habían fallado el blanco, pero el general sabía que era imposible errar a la horda tuigana. Los artilleros habían recibido la orden de apuntar más allá de los bárbaros, para atrapar al enemigo entre una pared de fuego y los ejércitos de Sheng Ti y Ch'ing Tung.</p> <p>Aunque la táctica significaba el sacrificio del ejército de Batu, el plan era correcto, o al menos lo habría sido si Kwan se hubiera tomado la molestia de conocer a su enemigo. Pero, tal como estaban las cosas, el ministro había encerrado un tigre en una jaula de papel.</p> <p>Mientras los artilleros bajaban las cucharas de las catapultas para cargarlas, cuatro mil arqueros aparecieron en la cumbre de la colina. Se situaron en posiciones que dominaban el campo de sorgo y comenzaron a lanzar andadas de flechas contra los jinetes tuiganos. Los soldados que escapaban colina arriba se arrojaron al suelo para evitar interponerse entre los arqueros y sus objetivos.</p> <p>Los bárbaros no hicieron caso de estos acontecimientos y continuaron con la carga. Los soldados de Batu morían por docenas.</p> <p>—¡Mi general! —exclamó Pe, incapaz de contener su horror ante la destrucción del ejército de Chukei.</p> <p>—No desesperes, Nii Pe —lo tranquilizó Batu, apoyando una mano sobre el hombro de su ayudante—. ¿Acaso los ejércitos no están para esto?</p> <p>En los minutos que siguieron, alrededor de dos mil <i>peng</i> llegaron al marjal y se lanzaron al río sujetos a los manojos de juncos. Aparte de la continua llegada de heridos, las otras tres quintas partes del ejército de Chukei yacían en el campo de sorgo. La sangre había transformado el amarillo de la tierra en un color óxido. Con el ejército disperso, Batu no podía hacer otra cosa que observar la batalla. Él y Pe permanecieron donde estaban, diez metros por encima del marjal.</p> <p>El combate comenzó entonces a tornarse favorable a los shous, a medida que la carga de los bárbaros se detenía cuando los caballos tropezaban con la masa de cadáveres. Los arqueros shous disparaban una andanada tras otra contra la horda que se arremolinaba. Pequeños grupos de tuiganos intentaron escalar la colina, pero fueron rechazados por la lluvia de flechas. Los jinetes que encontraban la muerte rodaban ladera abajo y arrollaban a los camaradas que los seguían. Los bárbaros no podían escapar de las flechas alejándose por el campo de sorgo porque el valle estaba envuelto en una cortina de fuego. Tampoco podían regresar por donde habían venido, porque sus compañeros continuaban el avance sin darse cuenta de lo que ocurría en la vanguardia.</p> <p>Batu no ocultaba el asombro ante la eficacia del plan del ministro ni tampoco la amargura por el sacrificio de su ejército. No había esperado que la trampa del anciano funcionara tan bien. Aunque Kwan había sacrificado a un ejército pequeño, al parecer conseguiría acabar con la mayor parte de la fuerza bárbara sin arriesgar en el combate a los ejércitos de Sheng Ti y Ch'ing Tung. La batalla era una increíble manifestación táctica, y el general tenía que reconocer la capacidad de su superior.</p> <p>Los pensamientos de Batu se vieron interrumpidos por un griterío ensordecedor en la cumbre de la colina. Una vez más, se estremeció el suelo, y quince mil infantes shous cruzaron la cima gritando a todo pulmón. Al pasar junto a las catapultas, arrastraron a los atónitos artilleros en una carrera desesperada ladera abajo. Centenares de hombres cayeron y fueron pisoteados por sus camaradas, pero la marea no se detuvo. Cuando la masa alcanzó a los arqueros, los aplastó como quien aplasta a un mosquito. Batu nunca había visto una carga tan enloquecida.</p> <p>Un momento más tarde, vio la razón de tal carrera. De pronto, veinte mil jinetes aparecieron en la cima. Pasaron junto a las catapultas y cargaron por la ladera disparando mientras cabalgaban. El cielo se oscureció con sus flechas. Los shous caían por centenares, y los sobrevivientes corrían como caballos desbocados.</p> <p>Batu comprendió en el acto lo que había ocurrido. Los tuiganos habían jugado con ellos desde las escaramuzas iniciales. Los primeros asaltos sólo habían sido pruebas de fuerza y organización. Habían servido para mantener la atención de los comandantes shous en el campo de sorgo.</p> <p>Mientras Batu y los demás se ocupaban de hacer frente a las escaramuzas, los bárbaros habían rodeado a los ejércitos shous, probablemente a una distancia de muchos kilómetros para no ser descubiertos. Cuando llegó por fin el ataque contra el ejército de Chukei, sólo había sido una diversión para hacer creer a los shous que el plan funcionaba. En el ínterin, los ejércitos tuiganos avanzaban para lanzar el ataque después de que Kwan comprometiera finalmente a las tropas de Ch'ing Tung y Sheng Ti. Cuando el ministro comprendió lo que sucedía ya era demasiado tarde. Los jinetes avanzaban al galope. Toda esta increíble cadena de acontecimientos desfiló por la mente de Batu mientras contemplaba cómo los bárbaros perseguían a los shous por la ladera.</p> <p>—Una planificación magnífica —murmuró el general para sí mismo—. Una ejecución brillante.</p> <p>—¿Cómo decís, general? —preguntó Pe abstraído, sin mirar a su comandante. Observaba nervioso a los shous que huían colina abajo. Los más rápidos estaban ya a unos cincuenta metros por arriba de su posición. Unos cincuenta metros más atrás, la primera línea de bárbaros acababa con los retrasados. Los jinetes de la retaguardia avanzaban con lentitud, disparando una lluvia de flechas contra los ejércitos fugitivos.</p> <p>—Es hora de que… —respondió el general, pero lo interrumpió el silbido de una flecha que pasó junto a la cabeza de Batu y se clavó en el hombro izquierdo de Pe. El ayudante gritó y cogió el astil de la flecha, pero entonces le flaquearon las rodillas. Batu tendió los brazos y sujetó al muchacho antes de que cayera al suelo.</p> <p>—No, general —jadeó Pe, con la mirada puesta en el enemigo—. No hay tiempo.</p> <p>—¡Silencio! —le ordenó Batu. Rompió el astil de la flecha y después cargó a Pe sobre un hombro—. No tienes permiso para morir. ¡Todavía necesito un ayudante!</p> <p>Los silbidos de las flechas tuiganas eran constantes. Batu corrió los últimos diez metros de la ladera y entró en el marjal. Dejó a Pe sobre un manojo de juncos junto al borde del río; después se atrevió a mirar por encima del hombro.</p> <p>Los primeros soldados de Ch'ing Tung y Sheng Ti se encontraban casi al final de la ladera, a menos de quince metros de distancia. Los jinetes los seguían unos doce metros más atrás, repartiendo sablazos a diestro y siniestro para abrirse paso hacia la vanguardia.</p> <p>Batu comprendió que si quería volver a enfrentarse con los tuiganos no le quedaba tiempo para atar a Pe a la balsa improvisada. Cogió al muchacho de las muñecas y le guió las manos hasta la cuerda que ligaba los juncos.</p> <p>—Sujétate —le ordenó.</p> <p>El general empujó a Pe y el manojo al río, y a continuación chapoteó detrás de la balsa. Cuando casi no tocaba el fondo, enganchó la muñeca a la cuerda y pateó con todas sus fuerzas. La corriente empujó la balsa y la apartó rápidamente de la costa.</p> <p>Detrás de Batu sonó un coro de gritos guturales. El general dejó de patear lo suficiente para mirar hacia atrás. Los bárbaros habían atrapado a los shous en el marjal. Batu vio el relámpago de mil espadas y escuchó mil gritos de agonía. Un momento después, la corriente hizo girar la balsa y Batu ya no pudo ver más el campo de sorgo incendiado. El dragón del río lo arrastró hacia la salvación.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 3</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Suprema Armonía</p> <p style="margin-top: 4em">—Decid qué os trae al Salón de la Suprema Armonía —ordenó el chambelán.</p> <p>El burócrata estaba delante de las puertas doradas que comunicaban con el Salón de la Suprema Armonía. El majestuoso recinto se encontraba en el palacio de verano del emperador, en la ciudad de Taitung, a más de dos mil kilómetros al sudeste de la Muralla del Dragón. El palacio había sido convertido temporalmente en el centro de mando de la guerra contra los bárbaros.</p> <p>Batu Min Ho hizo una reverencia, catalogando al chambelán con una sola mirada. El hombre tenía los labios finos, ojos estrechos y una expresión desdeñosa. Vestía un <i>maitung</i> naranja: una túnica larga hasta los pies con el cuello alto, abotonado. En el pecho, golondrinas azules y blancas bordadas surcaban un cielo de seda, dispuestas en espiral a lo largo del cuerpo.</p> <p>En cambio, Batu llevaba el mismo <i>chia</i> que había usado durante la batalla. Ahora estaba agrietado y doblado en las esquinas, y las costuras reventadas en muchas partes. El general parecía tan gastado y consumido como su armadura.</p> <p>No tenía nada de extraño. Las dos semanas transcurridas desde la batalla en el campo de sorgo habían sido las más terribles de su vida. Después de escapar de la masacre tuigana en las balsas de juncos, Batu, Pe y menos de dos mil soldados Shous se habían reagrupado a ochenta kilómetros río abajo. Batu había enviado a Pe y al resto de los heridos hacia el sur con una pequeña escolta. A los demás los había reorganizado en lo que parecía un ejército.</p> <p>El paso siguiente del general había sido comenzar una retirada organizada. Mientras avanzaba hacia el sur, Batu desplegó sus tropas y reclutó a todos los hombres sanos que sus soldados encontraron en los pueblos y aldeas del camino. Obligó a huir al resto de los pobladores, y después mandó quemar todo lo que hallaban a su paso: pueblos, depósitos de alimentos, cultivos e incluso los campos salvajes. Siete días después de la batalla, la cortina de humo se extendía en un frente de trescientos kilómetros. Detrás no quedaba otra cosa que la tierra arrasada.</p> <p>La estrategia de Batu era sencilla. Pretendía retrasar el avance del enemigo no por medio del combate sino del hambre. Sin un abastecimiento de comida y forraje abundante, una fuerza de caballería tan grande se vería obligada a gastar tiempo y energías en busca de comida. Mientras los tuiganos se dedicaran a ese menester, no lucharían.</p> <p>El plan había dado resultado, y Batu envió varios mensajeros a Taitung informando de sus éxitos. Había conseguido detener el avance enemigo casi del todo. Al mismo tiempo, había evitado los combates, excepto algunas pequeñas escaramuzas con los exploradores avanzados.</p> <p>Por lo tanto, cuando recibió la orden de presentarse en Taitung, el general se sorprendió. También se desilusionó. En contra de sus esperanzas, Kwan Chan Sen había escapado de la matanza en el campo de sorgo, quizá con la ayuda de su <i>wu jen</i>. La orden de llamada la había dado el ministro. Era en respuesta a dicha orden que ahora Batu se encontraba ante las puertas del Salón de la Suprema Armonía.</p> <p>El chambelán dejó que Batu permaneciera inclinado durante un buen rato antes de devolver el gesto con una inclinación de cabeza.</p> <p>Demasiado cansado para ofenderse por el trato recibido, Batu miró al funcionario.</p> <p>—Soy Batu Min Ho, comandante del leal y valiente ejército de Chukei —se presentó—. He sido llamado por el ministro Kwan Chan Sen. —El chambelán estudió el <i>chia</i> estropeado de Batu con una expresión de desagrado.</p> <p>Harto de la arrogancia del hombre, Batu añadió—: La llamada parecía muy importante.</p> <p>—Sí —contestó el burócrata—. Es un asunto muy urgente. Felicito al general por su apreciación del hecho. —El chambelán se volvió para hablar en susurros con uno de los seis guardias que flanqueaban la entrada. Los guardias se mantenían en posición de firmes, mirando al frente sin ninguna expresión en los rostros. Todos vestían la armadura de escamas de dragón amarillas, el atavío de la guardia imperial, y sostenían picas de hoja ancha llamadas <i>chiang-chun</i>.</p> <p>Después de recibir las instrucciones del chambelán, el guardia hizo una reverencia y entró en el salón. Por su parte, el burócrata se volvió hacia Batu y tendió las manos. Al ver que el general no depositaba nada en ellas, el hombre de labios finos dijo:</p> <p>—¿Puedo sostener vuestro <i>tao</i> y vuestro <i>pi shou</i>?</p> <p>Batu frunció el entrecejo. Se sentía desnudo sin las armas y no quería desprenderse de ellas.</p> <p>—Soy un soldado —contestó—. Mi espada y mi daga son los brazos con los que sirvo al emperador.</p> <p>—Es la tradición —explicó el chambelán sin apartar las manos—. Nadie puede llevar armas en presencia del Hijo del Cielo.</p> <p>Batu tragó saliva. Sintió alivio al saber que el emperador consideraba la amenaza de los bárbaros lo bastante grave como para venir personalmente a Taitung. Al mismo tiempo, el general se avergonzó por no haber cambiado sus roñosas prendas de combate por algo más espléndido. Nunca había estado ante la presencia del emperador, y no deseaba ofender al Divino con una vestimenta poco apropiada.</p> <p>El general se quitó apresuradamente las armas y se las entregó al chambelán, que se las pasó a uno de los centinelas. Otro guardia abrió las puertas, y el chambelán entro en un recibidor cuadrado seguido por Batu. En el momento en que entró el general también se abrieron las puertas en el lado opuesto. El ministro Kwan entró en la habitación vestido con un <i>maitung</i> rojo y miró al general.</p> <p>A Batu le pareció que tenía plomo caliente en el estómago mientras miraba rencoroso el rostro del ministro.</p> <p>Kwan observó con sus nublados ojos las prendas rotas de su subordinado y a duras penas ocultó un gesto de disgusto. Por fin, el viejo miró de frente al general y esperó la reverencia protocolaria.</p> <p>Batu inclinó el torso lo suficiente para evitar el insulto directo. Cumpliría con las formalidades del rango pero no tenía la intención de tratar a Kwan con la deferencia acordada normalmente a un mandarín. Para sorpresa de Batu, Kwan sonrió calurosamente y le devolvió el saludo con una reverencia muy cortés.</p> <p>—¡General, qué placer veros otra vez! —exclamó el ministro.</p> <p>—Quizá queráis decir «sorpresa» —replico Batu—. Dudo mucho que os alegréis. —La osadía del general lo sorprendió incluso a sí mismo, pero era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la insensatez del viejo en el campo de sorgo.</p> <p>El ministro enarcó una ceja, sin que desapareciera su diplomática sonrisa.</p> <p>—Muy por el contrario, general. Los hombres de armas debemos mantenernos unidos. Sobre todo ahora.</p> <p>—No he olvidado la batalla —afirmó Batu sin devolverle la sonrisa—. Ni un solo segundo de ella.</p> <p>—Vamos, general —dijo el ministro, con una expresión impaciente—. Mi plan era bueno.</p> <p>—Pero no tenía ninguna posibilidad de éxito —opinó Batu. Apuntó con un dedo acusador al pecho del ministro—. Cosa de la que os habríais dado cuenta si hubierais estudiado al enemigo como os sugerí.</p> <p>El chambelán soltó una exclamación, asombrado de que Batu se atreviera a hablarle a un mandarín con ese tono. Kwan se despreocupó del comentario con un movimiento de su mano, cubierta de manchas amarillas.</p> <p>—Hay quien considera vuestra poco ortodoxa retirada como poco honorable.</p> <p>—Salvar lo que quedaba de mi ejército no es deshonra —contestó Batu, más sereno.</p> <p>—Ambos sabemos lo que pasó en la batalla—dijo Kwan, levantando las manos—. Eso ya no significa nada. Lo importante ahora es cómo percibe el emperador la pérdida. Los demás mandarines no desean otra cosa que nuestra desgracia para debilitar a los militares. Si he de salvar vuestra carrera, debemos estar unidos contra sus ataques.</p> <p>Batu no podía creer que la principal preocupación de Kwan fueran las rencillas políticas.</p> <p>—Quizás el ministro no ha recibido mis informes —repuso el general—. En este momento, mi carrera… o la vuestra… no significan nada. Hay al menos cien mil tuiganos, tal vez el doble de ese número, dedicados al saqueo de la provincia de Mai Yuan. El propio Shou Lung corre el riesgo de caer.</p> <p>—Entonces debéis salvar al imperio —replicó Kwan—. Permaneced a mi lado y yo os daré el poder que necesitáis para aplastar a los bárbaros.</p> <p>—Dudo mucho que esté en vuestras manos darme ese poder —afirmó el general de Chukei en un tono burlón. Ahora acababa de comprender que, aunque las órdenes provenían del viejo comandante, no era el ministro quien lo había llamado. La última persona que Kwan hubiera querido ver cerca del emperador era el general que lo había urgido a ser más precavido. Batu sospechó que era el emperador quien le había ordenado acudir, probablemente para interrogarlo sobre la desastrosa batalla.</p> <p>Kwan observó a Batu durante unos momentos. Después, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos detrás de una sonrisa falsa, dijo:</p> <p>—No entiendo el significado de vuestras palabras, general Batu. Soy un general de tercer grado, ministro de Guerra, mandarín del imperio shou, y segundo gran canciller de la izquierda del emperador. Los límites de mi autoridad son tan inalcanzables como el cielo.</p> <p>—Quizá sí —repuso Batu con frialdad—, pero mi lealtad al emperador es mucho más grande que cualquier lealtad que se pueda comprar con falsas promesas.</p> <p>—¿Qué queréis decir, general? —exigió el ministro, con una expresión de cólera en el rostro.</p> <p>—Diré la verdad delante del emperador, si es ése el motivo de su llamada —respondió Batu sin apartar la mirada del ministro. El millar de arrugas de Kwan se transformaron en un gesto de amenaza.</p> <p>—Estáis metido en esto conmigo —afirmó Kwan—. Si caigo, también caeréis vos.</p> <p>Al menos en esto el ministro decía la verdad. Si el emperador decidía reorganizar a los militares, Batu no dudaba que los cambios afectarían a todos los niveles. Como único general superviviente de la derrota en el campo de sorgo, era posible que lo relevaran del mando. De todas maneras, contestó al ministro sin amilanarse.</p> <p>—Mi deber está muy claro, y lo cumpliré fielmente.</p> <p>—Lamentaréis vuestra decisión, os lo prometo —aseguró Kwan, con un gesto de odio. Dio media vuelta y salió por donde había entrado.</p> <p>Unos segundos después, el chambelán siguió a Kwan a través de las puertas y le indicó a Batu que entrara detrás de él. Cuando el general obedeció, tuvo la sensación de que había entrado en un pozo profundo y fresco. A nivel del suelo, unos rayos de luz amarilla penetraban en la habitación circular a través de nueve ventanas pequeñas. Las paredes, pintadas en tonos bermellón y decoradas con incrustaciones de dragones dorados, se elevaban a una veintena de metros de altura y desaparecían en la oscuridad. Varías líneas de balcones rodeaban el recinto, separadas entre sí por unos cinco metros. Batu sólo vio a una pareja de guardias imperiales en el balcón más bajo, aunque supuso que había soldados en todos los accesos.</p> <p>En el lado opuesto del salón, a una docena de metros de distancia, había un trono de jade sobre el suelo de mármol. Los escultores lo habían tallado con el aspecto de un gran dragón: la cabeza de la bestia servía de palio y las enormes patas, de reposabrazos. El hombre sentado en el trono vestía un sencillo <i>hai-waitao</i> amarillo. La prenda, que parecía una túnica larga con mangas abultadas, estaba hecha con una única pieza de seda.</p> <p>El hombre que ocupaba el trono de jade sólo podía ser el emperador Kai Tsao Shou Chin, Hijo del Cielo, y Puerta Divina a la Esfera Celestial. Como Batu, el emperador era corpulento, aunque parecía mucho más alto. El rostro afeitado del Hijo del Cielo tenía huesos fuertes, con la nariz larga y la mandíbula caída típica de los montañeses de Tabot.</p> <p>Dos docenas de consejeros, todos mandarines, se sentaban alrededor del emperador en un gran semicírculo de pesadas sillas de madera. Cada mandarín llevaba un <i>hai-waitao</i> rojo bordado con hilos de oro o plata. La única mujer en la corte, una belleza delgada de ojos oscuros y pelo sedoso, vestía un <i>cheosong</i>. El vestido muy ajustado y largo hasta el suelo estaba bordado con un dragón dorado que le envolvía el cuerpo desde el pecho a los tobillos. Unas aberturas hasta el muslo le daban libertad de movimientos y descubrían sus esbeltas piernas.</p> <p>Como la mayoría de los hombres educados de Shou Lung, Batu conocía los nombres, aunque no las caras, de los consejeros del emperador. Dado que en el mandarinato sólo había una mujer, la belleza presente tenía que ser Ting Mei Wan, ministra de la Seguridad del Estado. El general reconoció únicamente a otra persona más: a Kwan Chan Sen, quien, como segundo gran consejero de la izquierda, ocupaba la segunda silla a la izquierda del emperador.</p> <p>El chambelán le indicó a Batu que permaneciera donde estaba, y avanzó hasta el centro del salón. Después de hacer una reverencia al emperador, dijo:</p> <p>—Divino Hijo del Cielo y Oráculo de los Cielos, el general Batu Min Ho solicita una audiencia en respuesta a vuestra llamada.</p> <p>El emperador asintió, y el chambelán le hizo una seña a Batu para que se acercara. Cuando llegó al centro del salón, el general se arrodilló y realizó la reverencia ceremonial, tocando el suelo de mármol con la frente tres veces. A continuación, Batu permaneció inmóvil a la espera del permiso para levantarse.</p> <p>El Hijo del Cielo no habló durante unos segundos, y el general advirtió que se había formado un charco de sudor frío en el suelo debajo de su frente. Le latía el corazón como si estuviera en una batalla, y notaba un malestar en la boca del estómago. Después de lo que había pasado durante la última semana, a Batu le pareció divertido que el encuentro con el emperador lo pusiera tan nervioso. Por fin, el monarca habló con voz resonante.</p> <p>—General Batu, estamos complacidos por vuestra visita a nuestro palacio de verano. Por favor, levantaos.</p> <p>Mientras Batu se erguía, el chambelán hizo una reverencia y se marchó. El general permaneció en el centro del recinto, con toda la atención puesta en el Hijo del Cielo.</p> <p>—Vuestra venerable bienvenida me honra, Divino Señor. —Batu indicó con un gesto su rotos <i>chia</i>—. Por favor, perdonad mi aspecto lamentable. He venido directamente del campo de…</p> <p>—Eso no es excusa para vuestro insulto al emperador —lo interrumpió Kwan, que se adelantó en su enorme silla para pronunciar las palabras con malevolencia.</p> <p>Batu se estremeció de cólera, pero se obligó a sí mismo a relajarse y a mantener una expresión serena. Kwan pretendía destruir su credibilidad. Revelar su cólera sólo serviría para hacerle el juego al ministro. En cambio, el general saludó a su superior con una reverencia.</p> <p>—Mis disculpas, ministro —dijo Batu—. Como sin duda recordáis, lo perdí todo excepto la ropa que llevaba puesta durante nuestra última batalla.</p> <p>—Mi memoria es lo bastante buena como para recordar vuestra cobardía… —replicó Kwan.</p> <p>—El atuendo del general Batu no me ofende —intervino el emperador, que silenció a Kwan con un ademán—. No espero que los soldados de Shou Lung vistan de seda en el combate. Sin embargo, sí espero escuchar sus informes sin interrupciones.</p> <p>Aunque las palabras del emperador llevaban un reproche, el rostro de Kwan no mostró ningún remordimiento. Agachó la cabeza pidiendo disculpas, pero su sonrisa llena de confianza sugería que había conseguido su objetivo. Al reprochar públicamente a Batu y tildarlo de cobarde, el ministro había sembrado la duda sobre cualquier crítica que pudiera hacerle el general.</p> <p>Batu comprendió que debía escoger sus palabras con mucho cuidado, aunque tenía la intención de decir sólo la verdad.</p> <p>Después de silenciar a Kwan, el emperador descansó tranquilamente las manos sobre los brazos del trono y se volvió hacia Batu.</p> <p>—Hsuang Yu Po proclama que sabéis más de los bárbaros sanguinarios que cualquier otro shou vivo.</p> <p>Batu frunció el entrecejo, extrañado. Hsuang Yu Po era el padre de su esposa. Por lo que sabía, el señor estaba en la ciudadela de la familia Hsuang en el sur de Chukei, junto con la mujer y los hijos del general.</p> <p>—Vuestros partes de batalla no han pasado inadvertidos, general —explicó el emperador al ver la confusión de Batu—. He pedido a todos los nobles que se reúnan aquí con sus ejércitos privados. Vuestro suegro ha tenido la cortesía de responder. Sugirió que poseéis un conocimiento especial sobre la naturaleza de la amenaza bárbara. —Mientras hablaba, el emperador permaneció erguido e inmóvil, sin gesticular ni moverse en el trono.</p> <p>Dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad para desacreditar a Batu, Kwan se arriesgó a la ira del emperador y habló sin permiso.</p> <p>—Hsuang tiene razón —afirmó—. ¡El propio general es medio bárbaro!</p> <p>—¿Es cierto, general? —preguntó el Hijo del Cielo, con una ceja enarcada.</p> <p>—En parte —respondió Batu, con la cabeza gacha como si pidiera disculpas, aunque no sabía muy bien por qué—. Antes de venir a Shou Lung, mi bisabuelo era un <i>apa qahgan</i>, hermano del jefe, de la tribu igidujin. En mi niñez, a menudo me entretenía con historias de su infancia. Yo era un buen oyente, Divino Señor, pero eso no me convierte en un tuigano.</p> <p>—Hace menos de un año —dijo el emperador, que se adelantó hasta quedar sentado en el borde del trono—, mis consejeros me aseguraron que en la Llanura de los Caballos no había otra cosa que tribus pequeñas de nómadas salvajes. Estos nómadas, afirmaron mis consejeros, jamás pasarían de ser una molestia en nuestra frontera norte. Pero, en dos semanas, la «molestia» ha roto la Muralla del Dragón, ha capturado la guarnición de Lo Tu, ha destruido totalmente los ejércitos de la Marca Norteña, y vuela como una flecha hacia el corazón de mi imperio. —Con una mirada de creciente irritación a Kwan Chan Sen y a otro mandarín, el monarca añadió—: Cuando les pregunto a mis consejeros cómo es posible, la respuesta es siempre la misma: «El enemigo no es más que una banda de bárbaros desorganizados», dicen, o «Nuestros poderosos ejércitos los aplastarán en la próxima batalla». Pero los únicos ejércitos aplastados son los nuestros. Es evidente que mis venerables consejeros están equivocados.</p> <p>El Hijo del Cielo se acomodó una vez más en el trono y miró directamente a Batu.</p> <p>—¿Quiénes son? —preguntó—. ¿Quiénes son estos salvajes que han destrozado los ejércitos más poderosos sobre la faz de la tierra?</p> <p>Batu hizo un esfuerzo para contener una sonrisa. Sospechaba que el emperador no lo había llamado para encontrar una cabeza de turco, sino sencillamente para saber más de los tuiganos. Los temores del ministro eran injustificados, y Kwan se había puesto sin necesidad en una situación ridícula al pedir ayuda a un subordinado. No obstante, el general comprendió que el emperador no tenía la intención inmediata de cesar a Kwan en su puesto como ministro de Guerra. Esto significaba que ahora Batu tenía un enemigo en una posición muy poderosa.</p> <p>Batu descartó las preocupaciones políticas, y cerró los ojos en un intento por recordar todo lo que su bisabuelo le había contado de los guerreros de a caballo. Recordó los relatos de tierras sin fronteras, tribus innumerables, peligrosas carreras a caballo, castigos despiadados, y batallas libradas sin miedo. También recordó la impresión que le habían causado los tuiganos cuando se lanzaron sobre su ejército en el campo de sorgo. Por fin abrió los ojos y dio su respuesta.</p> <p>—Quizá los bárbaros son como las langostas, emperador.</p> <p>—¿Langostas? —El Hijo del Cielo frunció el entrecejo.</p> <p>—Sí. Son innumerables, y su sanguinario apetito no tiene límite. Se mueven como el viento y aparecen donde menos se los espera, pero siempre con resultados terribles. Matan todo lo que encuentran en su camino y no dejan nada más que destrucción en su estela.</p> <p>—Ya lo veo —afirmó el emperador, con una expresión pensativa.</p> <p>—¿Es por eso que quemáis nuestros campos y expulsáis a los campesinos de sus hogares? —intervino Kwan, que señaló a Batu con un dedo retorcido.</p> <p>Antes de que el general pudiera responder, el emperador se volvió hacia Kwan y contestó a la pregunta.</p> <p>—La única manera de detener a una manga de langostas es matarla de hambre. No perdamos más tiempo poniendo en duda la competencia del general Batu. Hasta ahora, su estrategia es la única que ha dado resultados contra nuestros enemigos. —Cuando Kwan escuchó estas palabras se mostró sorprendido. El emperador añadió—: Lo que nos interesa ahora, ministro Kwan, es saber por qué nos ataca la langosta.</p> <p>El mandarían sentado inmediatamente a la izquierda del emperador se levantó e hizo una reverencia. El hombre parecía tener unos sesenta años, veinte más que Batu. Sus oscuros ojos, de mirada firme, le daban la apariencia de un enemigo reflexivo y peligroso. Cuando el emperador asintió, el mandarín dijo:</p> <p>—Las langostas han venido por la misma razón de siempre: tienen hambre. La majestuosa Shou Lung es una tierra rica, y los jinetes bárbaros son ladrones sanguinarios que envidian el producto de nuestro trabajo honrado.</p> <p>—No, Ju-Hay —afirmó el emperador. Batu reconoció el nombre del mandarín. Ju-Hay era el ministro de Estado y primer gran consejero de la izquierda. Aparte del propio emperador, era el hombre más poderoso del mandarinato—. En los dos mil años registrados en las Historias, sólo existe un relato sobre una invasión en masa por los jinetes bárbaros —añadió el emperador, que miró a Ju-Hay y a los otros mandarines—. Fue provocada por la intentona de anexar parte de sus tierras. Sólo un loco creería que se han agrupado de pronto para atacar sin ningún motivo.</p> <p>—Como siempre, el brillo de vuestra sabiduría supera al del sol, Divino Señor —declaró Ju-Hay, que unió las manos delante del cuerpo—. Pero los mercaderes ahora tienen miedo de recorrer la ruta de las especias, y la recaudación de impuestos ha bajado en un veinte por ciento. Además, el coste de reemplazar los ejércitos del norte vaciará las arcas. La maravillosa economía de Shou Lung está al borde del colapso. ¿Qué importancia tiene el motivo del ataque?</p> <p>—Oh, sí, Ju-Hay —replicó el emperador—. Está escrito en el <i>Libro del Cielo</i> que un hombre no puede cosechar arroz hasta que no aprende a sembrar la semilla. ¿No es lo mismo con la guerra? No podemos esperar ganar hasta que sepamos qué buscan los bárbaros.</p> <p>La mandarín, Ting Mei Wan, fue la que respondió al comentario del emperador.</p> <p>—Quizá nuestros ojos miran en la dirección equivocada —dijo, poniéndose de pie—. ¿No podría ser que la causa de la guerra estuviese aquí, dentro del Salón de la Suprema Armonía?</p> <p>—¿Qué queréis decir? —exclamó Ju-Hay furioso.</p> <p>El estallido inesperado provocó un silencio tenso en el salón. Ju-Hay miró a Ting con ojos coléricos. Ella le devolvió la mirada sin alterarse y con el esbozo de una sonrisa. Batu tuvo la seguridad de que se transmitían una amenaza tácita, pero, como desconocía las intrigas del mandarinato, no podía adivinar su naturaleza. El emperador se volvió hacia Ju-Hay, con el rostro convertido en una máscara de cortesía inescrutable.</p> <p>—¿Ocurre algo malo? —preguntó con un tono diplomático que ocultaba cualquier curiosidad sobre el estallido.</p> <p>El ministro de Estado enrojeció. Por su expresión de vergüenza, Batu comprendió que el mandarín casi nunca sufría estas pérdidas de control.</p> <p>—No entiendo muy bien a qué se refiere la ministra Ting —contestó Ju-Hay, que eludió con destreza dar una explicación de su comportamiento irracional—. Desde luego, no se puede echar ninguna culpa sobre los venerables miembros de este mandarinato. —La tensión no desapareció de su rostro, y continuó mirando furioso a Ting MeiWan.</p> <p>El Hijo del Cielo se volvió hacia la hermosa mandarín y enarcó una ceja para estimular su respuesta. Ting sonrió al ministro de Estado y después hizo una reverencia al emperador antes de responder.</p> <p>—El <i>Libro del Cielo</i> —dijo— nos enseña que el Divino Señor reina con el mandato de los cielos. Está escrito que, mientras el emperador gobierne con el corazón puro y observe las ceremonias apropiadas, Shou Lung prosperará. También está escrito que la tierra sufrirá plagas y pestilencias cuando los Nueve Inmortales revoquen su mandato.</p> <p>Ju-Hay se relajó y apartó la mirada de la mujer. Resultó evidente que, fuera lo que fuese lo que había temido que dijese Ting, no tenía ninguna relación con el <i>Libro del Cielo</i>. En contraste con la reacción de Ju-Hay, los demás mandarines murmuraron atónitos y miraron a Ting sin ocultar su asombro. El rostro del emperador permaneció inescrutable, y Batu no pudo saber cuál era el efecto que le habían causado las palabras de Ting.</p> <p>—Confío en que el emperador comprenda que discutir este tema sólo demuestra mi lealtad absoluta —añadió la hermosa mujer, que miró sumisa los pies del monarca—. Como todos tenemos confianza en la pureza de corazón del Hijo del Cielo, sólo sugería la posibilidad de que se hubiera pasado por alto algún rito menor…</p> <p>Un mandarín de edad mediana vestido con un <i>hai-waitao</i> púrpura cubierto con símbolos místicos se puso de pie en el acto.</p> <p>—Le aseguro a la ministra de la Seguridad del Estado que todas las ceremonias se cumplen correctamente —proclamó, indignado. Por los símbolos de la túnica, Batu comprendió que el hombre era el Señor Supremo de los Sacrificios Imperiales.</p> <p>El general decidió que la ministra de la Seguridad del Estado era una mujer peligrosa. Después de amenazar a Ju-Hay Chou, se las había arreglado para que el emperador volviera su atención hacía el interior. Al mismo tiempo, se había presentado como la súbdita más leal del Divino Señor. Después, para protegerse todavía más, había desviado la culpa hacia el Señor Supremo de los Sacrificios Imperiales, ofreciendo al Hijo del Cielo un blanco fácil en el cual descargar su enfado.</p> <p>Lo más sorprendente de todo, pensó Batu, era que la ministra de la Seguridad del Estado había conseguido ocultar los motivos de sus acciones. El general tenía más curiosidad que nunca por saber cuál era el secreto que tanto preocupaba a Ju-Hay Chou.</p> <p>Después de unos momentos de reflexión, el Hijo del Cielo se acomodó para estar sentado erguido y orgulloso en el trono.</p> <p>—Ministra Ting, os agradecemos la sugerencia —dijo el emperador con un ligero sarcasmo—. Averiguaremos si nuestros ritos se cumplen de acuerdo con el <i>Libro del Cielo</i>. Hasta que descubramos si existe ese error, supondremos que la causa de nuestros problemas está en otra parte. Ahora…</p> <p>Un alarido en el recibidor interrumpió las palabras del emperador. En el acto, varios guardias apostados en los balcones apuntaron las armas en dirección a la puerta. El ruido de las botas resonó en el salón mientras más centinelas bajaban las escaleras. Al igual que los guardias, Batu pensó en asesinos, y se volvió para mirar hacia la puerta.</p> <p>Un momento más tarde, el chambelán entró en el Salón de la Suprema Armonía escoltado por cuatro guardias cargados con el cuerpo de un hombre pequeño vestido con ropas de mendigo.</p> <p>—Mil disculpas, Hijo del Cielo —dijo el chambelán, con una reverencia—. Los guardias capturaron a este vagabundo cuando intentaba huir de palacio. Por desgracia, se arrojó sobre la espada de un centinela cuando lo traíamos hacia aquí. —El burócrata sacó una hoja de papel plegada—. Llevaba esto.</p> <p>—Traedla aquí —ordenó el emperador, tendiendo una mano.</p> <p>Mientras los pasos del chambelán resonaban en el suelo de mármol, Batu estudio la cara del vagabundo. Era parecida a la suya, con pómulos anchos, nariz chata y ojos muy separados. Tenía cortes en el cuero cabelludo afeitado.</p> <p>—Este hombre es un espía —declaró Batu—. Un espía tuigano.</p> <p>A la vista de que el hombre se parecía a un tuigano tanto como él mismo, Batu habría sido el último en sugerir que el pordiosero era un bárbaro, basado sólo en el aspecto. Sin embargo, la cabeza recién afeitada resultaba incongruente con el sucio aspecto del vagabundo, y para Batu esto era una prueba de que el rasurado formaba parte de un disfraz.</p> <p>—Así parece —confirmó el Divino Señor, tras examinar el papel que le había dado el chambelán—. Y no trabajaba solo. —El emperador miró a Batu pensativo, y entonces le alcanzó el papel—. Podéis examinar este mapa, general.</p> <p>Sin hacer caso del gesto agrio de Kwan, Batu se aproximó al trono. Después de una profunda reverencia para agradecer el gran honor que le dispensaba el emperador, el general cogió el papel directamente de la mano del Divino Señor.</p> <p>En la esquina noroeste aparecía una línea gruesa y ondulada, en el lugar donde estaba ubicada la Muralla del Dragón. Una línea más fina cruzaba por el medio del mapa, mostrando la ubicación y el curso aproximado del río Sheng Ti. Había una «X» en el lado norte del río, donde se alzaba la ciudad de Yenching. Cercana al centro pero por la parte inferior había otra «X» correspondiente a la ciudad amurallada de Shou Kuan. En la esquina inferior derecha habían dibujado una tercera marca, que señalaba a Taitung y el palacio de verano. Junto a Taitung aparecían los dibujos de varios soldados, y el número «13.000» escrito al lado de la ciudad. Había cinco infantes que marchaban hacia Taitung. Junto a cada infante aparecían cifras que iban desde el «8.000» al «15.000»; cada número indicaba el tamaño aproximado de uno de los ejércitos provinciales de Shou Lung.</p> <p>—Éste es un mapa de movimientos de tropas —comentó Batu, mirando al emperador.</p> <p>El Hijo del Cielo devolvió la mirada del general con una expresión indescifrable.</p> <p>—Sí —respondió el monarca—. El único detalle que falta es la identidad del hombre que he escogido para dirigir la guerra contra los bárbaros. —El Divino Señor paseó la mirada del general al espía muerto, y luego a los rostros de Ting Mei Wan, Kwan Chan Sen, Ju-Hay Chou, y a los otros miembros del mandarinato. Por fin, volvió a mirar a Batu y añadió—: Permitidme despachar a mis otros consejeros, general. Vos y yo tenemos mucho que discutir.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 4</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">El jardín de Ju-Hay</p> <p style="margin-top: 4em">Ju-Hay notó que su sirviente le cubría los hombros con un abrigo de lana, y comprendió que había concluido el tiempo de la meditación. Libre de su voluntad o control, su mente se había retirado de aquella zona calma y tenebrosa, dentro de sus propias profundidades.</p> <p>Melancólico como siempre ante la necesidad de dejar el mundo intangible, el ministro abrió los ojos. El sol estaba a punto de ocultarse detrás de las murallas occidentales del palacio de verano, y se vio bañado en la luz rosada del atardecer.</p> <p>—¿Ha sido tan largo, Shei Ni? —preguntó Ju-Hay.</p> <p>—Sí, ministro —contestó el sirviente.</p> <p>Ju-Hay se sorprendió, pero sin alarmarse. Se encontraba en el mirador de su jardín que daba al estanque con peces de colores, sentado con las piernas cruzadas en la posición de la flor de loto. Cada día, el ministro acudía allí para despejar la cabeza y poner en orden sus pensamientos. A la vista de lo ocurrido en el mandarinato, no tenía nada de raro que la sesión de hoy se hubiera prolongado más de lo habitual.</p> <p>Delante de él, sobre una mesa lacada blanca, tenía la jarra con los palillos del I Chin, junto con una copia manuscrita del Libro del Cambio. Cuando se echaban los palillos sobre la mesa, se podía predecir el futuro comparando las figuras formadas por los palillos con los diagramas del libro. Aunque el ministro no lo divulgaba entre sus colegas, era una gran creyente del I Ching. Los palillos de palisandro y la jarra de jade tallado eran dos de sus posesiones más apreciadas.</p> <p>—La ministra Ting aguarda desde el mediodía para veros —dijo el sirviente después de una pausa respetuosa—. La hubiera anunciado antes, pero no ha querido interrumpir vuestra meditación.</p> <p>Ju-Hay sintió un nudo en el estómago. Todavía lo irritaba la sugerencia de Ting respecto a que la causa de la invasión tuigana estaba dentro del mandarinato. Era cierto que, después de su humillante estallido, ella había cambiado con mucha habilidad el énfasis de la sugerencia. Aun así, hubiera deseado que el tema no se hiciera público. Ju-Hay se preguntó si el episodio había sido sólo una coincidencia desagradable, o si Ting sabía de antemano que lo molestaría. Por ahora, la respuesta no era importante. El ministro seguía enfadado con ella.</p> <p>—¿Cuál es el asunto que la trae aquí? —preguntó. Shei Ni estaba tan acostumbrado a la presencia de Ting Mei Wan que podía saber el motivo de la visita por los modales y el vestido.</p> <p>—Creo que es personal —contestó Shei Ni.</p> <p>—Entonces dile que se vaya.</p> <p>—Así se hará. —Shei Ni hizo una reverencia y se marchó a la casa.</p> <p>Ju-Hay se puso de pie y caminó por el pavimento de mármol que rodeaba el estanque. Le disgustaba ver que seguía enfadado con Ting, y esperaba serenar sus emociones con un paseo por el jardín. El parque en miniatura era su paraíso privado, e iba allí para escapar al régimen estricto y el pensamiento lógico de su vida pública.</p> <p>Ju-Hay había puesto gran empeño en evocar el espíritu de la naturaleza en esta modesta parcela. La tierra se veía modelada en colinas y valles pequeños, y cualquier cosa que se aproximara a la línea recta se había evitado a conciencia. El ministro había utilizado la influencia de su cargo para llenar el jardín con especies exóticas provenientes de los confines más lejanos del imperio: camelias, nandinas de bayas rojas también conocidas con el nombre de bambú celestial, e incluso un alerce dorado.</p> <p>Nada deseaba más que agrandar el jardín, pero era imposible. En realidad el palacio de verano era una ciudad en miniatura, con centenares de casas ocupadas por burócratas que soñaban con los altos cargos. Para conseguir los dos mil metros cuadrados de que disponía ahora, el mandarín había tenido que solicitar la intervención del emperador.</p> <p>Mientras Ju-Hay contemplaba una de sus más recientes adquisiciones, una peonia de flores verdes, regresó el sirviente.</p> <p>—Perdón, señor. La señora Ting os ruega que reconsideréis vuestra decisión. Dice que ha esperado muchas horas para poder disculparse de lo ocurrido hoy en el mandarinato.</p> <p>—¿Disculparse? —repitió Ju-Hay. Se preguntó cuáles serían las verdaderas intenciones. Si esperaba desde que el emperador había despedido a los mandarines, entonces debía de ser algo muy importante. Decidió que bien valía controlar el enojo a cambio de satisfacer su curiosidad—. Muy bien —asintió—. Dile que puede reunirse aquí conmigo.</p> <p>Shei Ni hizo una reverencia y entró en la casa.</p> <p>En los últimos seis meses, Ting había desarrollado un irritante apetito de poder. En más de una ocasión, su hambre había dado origen a episodios vergonzosos como el de hoy. Ju-Hay le había comentado sus preocupaciones, pero siempre sin éxito. Comenzaba a temer que quizá fuera necesario arreglar su retiro del mandarinato.</p> <p>La perspectiva desagradó al ministro, porque sentía verdadero aprecio por la mujer. Ting había llamado la atención de Ju-Hay hacía ya más de quince años, cuando consiguió la nota máxima en los exámenes de selección de los burócratas imperiales. Convencido de que había hecho trampas, la llamó a la Ciudad Prohibida y la interrogó personalmente. A mitad de la prueba, la muchacha ya lo había convencido de que se había ganado honradamente la nota máxima.</p> <p>Durante la entrevista, Ju-Hay había visto en la joven los valores de un mandarín en ciernes. Poseía una mente aguda, una personalidad dinámica y una ambición despiadada. Después, había hecho investigar sus antecedentes. Aunque había tenido la mala suerte de nacer en la familia de un comerciante de arroz deshonesto, la investigación no reveló nada que sugiriera algún impedimento para ser una valiosa servidora pública. A partir de aquel momento, Ju-Hay se tomó un interés personal por su carrera. Tal como había supuesto, la mujer demostró estar muy bien dotada para realizar cualquier tarea que le asignaran.</p> <p>Dos años atrás, había surgido la posibilidad de colocar un aliado en el cargo de ministro de Seguridad del Estado. Naturalmente, la primera elección de Ju-Hay había sido la hermosa joven que había preparado durante trece años. Aunque el ministro había esperado que su protegida estuviera a la altura de las circunstancias, incluso él se había sorprendido ante la eficacia con que realizaba sus tareas, necesariamente despiadadas. En los rangos superiores de la burocracia se comentaba que revelar la más pequeña debilidad a la «Tigresa» podía resultar fatal.</p> <p>El pensamiento de mantener ocultas las debilidades recordó a Ju-Hay los palillos del I Chin que había dejado sobre la mesa. Volvió al pabellón y acababa de recoger la jarra cuando Ting salió de la casa.</p> <p>—Ministro —dijo la joven, que se detuvo en la glorieta con forma de abanico que daba entrada al jardín.</p> <p>La escultural mandarina vestía un <i>cheosong</i> rojo sin adornos que la cubría del cuello a los tobillos. El vestido estaba hecho de gasa de seda, que realzaba sus voluptuosos encantos. En la mano sostenía un tiesto pequeño con una planta desconocida del todo para Ju-Hay. Excepto por su flor negra, la planta parecía un loto pequeño que crecía en la tierra en lugar del agua. Ting miró al suelo y extendió las manos con el tiesto, mientras hacía una reverencia hasta donde le permitía el vestido.</p> <p>Ju-Hay dejó la jarra, se acercó a Ting y aceptó el regalo.</p> <p>—Es tan hermosa como tú, querida mía —afirmó. Su enfado desapareció ante la belleza de la planta. Después de observarla durante unos momentos, preguntó—: ¿Qué es?</p> <p>—La flor del barranco. Proviene del montañoso reino de Ra-Khati —contestó Ting—. Es un regalo especial que tenía reservado. Pensé que serviría para expresar mi pena por haberte ofendido.</p> <p>Shei Ni apareció al frente de una pequeña procesión de sirvientes. Cargados con una tetera, tazas y dos sillas se detuvieron en la glorieta y esperaron detrás de Ting.</p> <p>—Como siempre, debo felicitarte por el conocimiento que tienes de tu presa —dijo Ju-Hay con una reverencia. Pero la constatación de cuánto lo conocía Ting despertó su inquietud. Una planta exótica era el único regalo que podía serenarlo con tanta facilidad—. Estás perdonada, querida. Pasa al mirador, y hablaremos.</p> <p>—Gracias, ministro. —Ting sonrió y siguió a Ju-Hay hasta el pequeño edificio abierto junto al borde del estanque de los peces de colores. Mientras los sirvientes colocaban las sillas y servían el té, Ting cogió la jarra que Ju-Hay había dejado sobre la mesa blanca—. ¿I Ching? —preguntó, curiosa.</p> <p>—Una tontería con la que a veces me entretengo —replicó el ministro con una indiferencia fingida sin mirar la jarra.</p> <p>Con una sonrisa picara, Ting tumbó la jarra y desparramó los palillos sobre la mesa.</p> <p>—Explícame lo que dicen.</p> <p>Ju-Hay confió el regalo de Ting a Shei Ni para que lo guardara. Cuando miró el dibujo formado por los palios, esbozó una sonrisa divertida. No necesitaba de la magia para interpretar los trigramas.</p> <p>—El dibujo del mar —contestó—. Tú siempre cambias y eres imprevisible. Esto te convierte en una enemiga poderosa y en una amiga peligrosa.</p> <p>Shei Ni y los sirvientes acabaron su trabajo, hicieron una reverencia y salieron del jardín, discretamente.</p> <p>Ting observó los palillos; después dirigió una mirada coqueta a Ju-Hay.</p> <p>—¿Las figuras no mencionan el amor?</p> <p>—Al menos yo no lo sé ver —repuso Ju-Hay con una risita.</p> <p>—Quizá tendrías que mirar otra vez —sugirió Ting, acercándose.</p> <p>Ju-Hay retrocedió y se sentó en el lado este de la mesa. Después de beber un buen trago de té, Ju-Hay dijo:</p> <p>—Sin duda no has esperado toda la tarde sólo para desplegar tu seducción ante un hombre que envejece…</p> <p>La hermosa mandarina suspiró con un desconsuelo exagerado. Era un juego muy viejo entre ambos. Durante quince años, Ting se había ofrecido a Ju-Hay, y durante quince años el ministro de Estado había eludido diestramente cualquier relación amorosa.</p> <p>—He esperado mucho más que una tarde —afirmó Ting, ocupando su asiento al otro lado de la mesa—. Pero tienes razón: no tengo muchas esperanzas de que precisamente hoy recuperes tus sentidos. He venido a disculparme del error de esta mañana.</p> <p>Ju-Hay asintió, pero permaneció en silencio. Ahora que hablaban de política, su mente volvió a un proceso de pensamiento lógico y crítico. Confió en que su silencio obligaría a Ting a revelar el motivo verdadero de la visita. Ting se acercó la taza a los labios, bebió un sorbo y reanudó la conversación.</p> <p>—Desde luego, todavía no sé cuál fue mi error.</p> <p>Ju-Hay sonrió, aliviado porque la Tigresa no había descubierto su punto vulnerable. Después de una breve pausa, respondió a la pregunta que Ting había insinuado.</p> <p>—Tendría que ser obvio.</p> <p>—No lo es —repuso Ting con el entrecejo fruncido.</p> <p>—Sólo un lobo tonto gruñe a su amo —dijo Ju-Hay—. Al sugerir que alguien dentro del mandarinato provocó la invasión de los bárbaros, te has buscado un montón de enemigos poderosos.</p> <p>—Es verdad —reconoció Ting—. Pero, si provoqué tu enojo —añadió, entornando los párpados—, es que interpretaste mi error como una amenaza personal.</p> <p>—Me desilusionas, querida —declaró Ju-Hay, que sonrió a su discípula con todo el aprecio que fue capaz de demostrar—. ¿No te das cuenta del afecto que te tengo?</p> <p>Ting le dirigió una sonrisa vana, pero después suavizó la mirada y pasó una uña pintada por el borde de su taza de té.</p> <p>—¿Por qué nunca lo demuestras? —preguntó.</p> <p>—Lo hago —contestó el ministro—. He seguido toda tu carrera con mucha atención.</p> <p>—¿Con qué fin? —inquirió la hermosa mandarina, que se irguió en la silla como impulsada por un resorte—. ¿Qué has conseguido ayudándome?</p> <p>La dulce expresión de su rostro había sido reemplazada por otra tan dura como la piedra, y Ju-Hay comprendió que se lo preguntaba con el corazón.</p> <p>—Lo que he conseguido —respondió— es un administrador capaz que sirve bien al imperio. Es la única recompensa que espero, o que haya pedido.</p> <p>Ting lo miró incrédula. Como a tantos otros servidores del estado, los años pasados en la burocracia imperial le habían hecho ver tanta corrupción e incompetencia mal intencionada que descartó automáticamente la declaración. Sin embargo, la respuesta de Ju-Hay era sincera, aunque nunca convencería a la mujer.</p> <p>—Quizá dices la verdad —manifestó la Tigresa, que desvió la mirada para mostrarle a Ju-Hay que no le creía—. Aun así, jamás te avergonzarías delante del emperador por ayudarme, ni por ayudar a ningún otro. Y, a la vista de que alguien le dio la información al espía que capturaron los guardias, esto casi te hace aparecer como un traidor.</p> <p>La única razón por la que Ju-Hay no perdió los estribos fue que él ya lo había pensado. Su estallido había llegado en un mal momento. Tomado fuera de contexto, parecía como si el ministro hubiera intentado ocultar alguna cosa. Cuando consideró la evidencia del espía y el mapa, ni siquiera Ju-Hay podía negar que su comportamiento había despertado una sombra de sospecha.</p> <p>Durante unos momentos, Ting observó a su mentor con una mirada inquisidora. Finalmente, abrió la boca asombrada y le apuntó con un dedo acusador.</p> <p>—¡Ya lo tengo! ¡Tú eres el espía!</p> <p>—No seas ridícula —dijo Ju-Hay, muy tranquilo. De haber creído que lo decía en serio, habría gritado, pero el ministro estaba seguro de que Ting fingía. La acusación había sido tan teatral y repentina que parecía ensayada. Además, si Ting lo consideraba un espía, nunca se habría atrevido a acusarlo mientras estaba sola y en el interior de su casa. Tal como Ju-Hay esperaba, a la acusación de la Tigresa siguió una exigencia.</p> <p>—Si no eres el espía, ¿a qué vino el estallido? ¿Qué ocultas?</p> <p>—No oculto nada —mintió Ju-Hay.</p> <p>—¿Cómo puedo creerte? —exclamó Ting furiosa—. Las pruebas… —Se interrumpió en mitad de la frase y miró hacia el jardín. Un segundo después, se puso de pie, hizo una reverencia y exclamó—: Perdón, ministro. Me había olvidado de dónde estoy. Quizá lo más razonable sea irme.</p> <p>Su voz temblaba con un miedo que Ju-Hay sabía que era mentira. Si Ting hubiera tenido miedo de verdad, se habría mostrado enojada y peligrosa, nunca tímida y suplicante.</p> <p>—Sí, quizá debas irte —asintió el ministro de Estado. Se sirvió un poco más de té y no se molestó en levantarse—. Si tienes las pruebas, llévaselas directamente al emperador.</p> <p>Ting vaciló, y su lisa frente se llenó de arrugas como muestra de su confusión. Por fin, se decidió a hablar.</p> <p>—Pero no puedo —afirmó—. Te debo…</p> <p>—Si crees que soy un traidor —la interrumpió Ju-Hay—, no me debes nada. Tu deber es presentar las pruebas al emperador.</p> <p>—No creo que seas un traidor: nunca lo he creído —manifestó Ting con un suspiro de cansancio, volviendo a sentarse—. Pero soy la ministra de Seguridad del Estado.</p> <p>—Lo comprendo, querida —dijo Ju-Hay, con toda sinceridad—. No esperaba menos de ti.</p> <p>La mujer volvió a suspirar y se giró en la silla para mirar el estanque de peces de colores.</p> <p>—El emperador y los demás mandarines ya hacen comentarios sobre tu sospechoso comportamiento. ¿Qué les voy a decir? ¿Que tomamos el té y que me has dado tu palabra de que eres fiel a Shou Lung?</p> <p>—No —admitió Ju-Hay—. No puede ser.</p> <p>—No te puedo ayudar a menos que sepa lo que ocultas —dijo Ting con una mirada suplicante.</p> <p>—No oculto nada —respondió el ministro. No le costaba nada mentir, incluso a los amigos. Lo hacía cada día como una parte normal de sus obligaciones—. Te doy mi palabra.</p> <p>—Magnífico —exclamó Ting, que desvió la mirada—. Esta noche dormiré como un dragón. —Durante casi un minuto, la mujer contempló el estanque donde los peces de colores nadaban lentamente en círculos. Después volvió a mirar a Ju-Hay—. Si tú no eres el espía, ¿quién es?</p> <p>—No lo sé —contestó Ju-Hay, que sacudió la cabeza apenado—. Pero, si hay que salvar mi honor, ésa es la pregunta a la que debes buscar respuesta.</p> <p>—Necesito ayuda —dijo Ting.</p> <p>—Quizá podrías comparar las caligrafías —sugirió Ju-Hay. Levantó su taza de té y miró la mesa mientras bebía, como si el tema no tuviera mayor importancia.</p> <p>—Lo había pensado —replicó Ting—, pero sólo hay dibujos y números en el mapa. Los puede haber dibujado cualquiera.</p> <p>Shei Ni apareció en el jardín y caminó con paso rápido hacia el mirador. Parecía muy agitado, así que Ju-Hay no esperó la reverencia de rigor.</p> <p>—¿Qué ocurre, Shei Ni?</p> <p>—El ministro Kwan —contestó el criado—. Insiste en veros inmediatamente. Le dije que estabais ocupado, pero…</p> <p>—Si voy a ser tu defensor en el mandarinato —manifestó Ting, que interrumpió a Ni al tiempo que se ponía de pie—, sería mejor que no nos vieran departiendo en tu jardín.</p> <p>Ju-Hay asintió, complacido por la sugerencia de Ting. No tenía ningún interés en que la mujer escuchara la conversación entre él y el ministro de Guerra.</p> <p>—Shei Ni te acompañará a la puerta. —Vio que el criado sacudía la cabeza.</p> <p>—El ministro Kwan ya se encuentra en la casa —informó Shei Ni—. Los guardias intentan demorarlo, pero tienen miedo de maltratar a un mandarín.</p> <p>—Supongo que escalar el muro del jardín está fuera de lugar —comentó Ju-Hay, con la mirada puesta en el ajustado <i>cheosong</i> de Ting. La mujer asintió con vigor—. Muy bien —añadió el ministro. Señaló un seto en el lado opuesto del estanque. Estaba lo bastante cerca como para que Ting pudiera escuchar lo que se decía, pero Ju-Hay confiaba en desviar la conversación del tema que quería mantener secreto—. Ocúltate detrás del seto. Yo me encargaré de resolver este asunto lo más rápido posible.</p> <p>En el momento en que Shei Ni acababa de ayudar a Ting a ocultarse, dos de los guardias de Ju-Hay aparecieron en la glorieta. Cada uno iba armado con una <i>chiang-chun</i> reluciente, pero retrocedían ante los desaforados gritos de Kwan Chan Sen. Al tiempo que retrocedían, los guardias mantenían cruzadas las alabardas delante del anciano e intentaban explicarle cortésmente que todavía no lo habían anunciado.</p> <p>—¡Ministro Kwan! —exclamó Ju-Hay, que se apresuró a llenar la taza de té que había usado Ting—. ¿Queréis tomar una taza de té?</p> <p>Los guardias bajaron las armas y se apartaron. El viejo mandarín entró en el pabellón con un paso tan rápido que Ju-Hay temió que se cayera al suelo y se hiciera daño.</p> <p>—¡Todo esto es culpa vuestra! —barbotó el anciano, que se dejó caer con todo el peso en una silla.</p> <p>—¿Qué? —preguntó Ju-Hay, llenando su taza.</p> <p>—Batu Min Ho —contestó Kwan—. ¡Mis informantes me han dicho que el emperador lo ascenderá a general de la Marca Norteña!</p> <p>—Qué desgracia —dijo Ju-Hay, con una comprensión fingida.</p> <p>—El emperador no me ha consultado. ¡No ha consultado a nadie! —protestó el viejo.</p> <p>Kwan Chan no lo sabía, pero su afirmación era errónea. Después de enterarse del ingenio demostrado por el joven general para salvar a dos mil <i>peng</i>, Ju-Hay había investigado los antecedentes de Batu.</p> <p>Los informes lo habían impresionado. Desde que Batu había asumido el mando del ejército de Chukei, la pequeña fuerza había acabado o puesto en fuga a más de un millar de bandas de bárbaros, sin sufrir más que unas pocas bajas. Batu había conseguido incluso recuperar una zona de tierras fértiles en la frontera norte ocupada por una tribu salvaje. Cuando el suegro del general reveló la ascendencia bárbara de Batu a su llegada al palacio de verano, Ju-Hay sugirió que el joven general podía ser una buena elección para dirigir la guerra contra los tuiganos. Desde luego, Ju-Hay no quería decírselo a Kwan porque siempre intentaba no hacerse enemigos innecesarios.</p> <p>—Es la voluntad del emperador —dijo Ju-Hay, después de dejar que el anciano se desahogara—. No podemos hacer otra cosa que aceptar su decisión.</p> <p>—Debemos conseguir que el Divino Señor cambie de opinión —declaró Kwan con una mirada furiosa—. De lo contrario, ese advenedizo de Chukei acabará sentado en mi silla en el Salón de la Suprema Armonía —Kwan hizo una pausa y sacudió la cabeza apenado—. ¿Os lo imagináis? ¡Un bárbaro en el mandarinato!</p> <p>—Por favor, ministro —protestó Ju-Hay, que miró al viejo mandarín con el entrecejo fruncido—. Batu está lejos de ser un bárbaro…</p> <p>—¿Cómo lo sabéis? —replicó Kwan con calma a pesar de su enojo—. He visto al enemigo de cerca. ¡Él tiene el rostro de los bárbaros, huele como ellos y piensa como ellos!</p> <p>—Quizás ése es el motivo por el que el emperador lo escogió para dirigir la guerra —opinó Ju-Hay—. Después de todo, para cazar a un leopardo, hay que pensar como…</p> <p>—No hablamos de cazar leopardos —lo interrumpió Kwan, tajante—. Hablamos del mandarinato, de mi asiento en el mandarinato. —Kwan hizo una pausa y miró a Ju-Hay con sus lechosos ojos—. Sois el primer gran canciller de la izquierda —observó el anciano—. Utilizad vuestra influencia con el emperador para quitar de en medio a este Batu Min Ho.</p> <p>Ju-Hay fue incapaz de adivinar en el rostro cubierto de arrugas del viejo mandarín si sus palabras eran un ruego o una amenaza.</p> <p>—Lo intentaré —mintió Ju-Hay.</p> <p>—No lo intentéis: hacedlo —lo apremió Kwan después de observar a su anfitrión durante un buen rato—. Afirmasteis que debíamos aplastar al enemigo sin pérdida de tiempo, antes de que el emperador comenzara a preocuparse de los bárbaros. Lo intenté, maldita sea. Soy un anciano, demasiado viejo para galopar por el imperio haciendo la guerra, pero lo intenté. —Kwan hizo una pausa y señaló con un dedo retorcido el rostro de Ju-Hay—. Es vuestro turno. Tenéis de plazo hasta mañana por la noche para que Batu Min Ho se vaya. O se va, o le diré al emperador por qué los bárbaros atacaron Shou Lung.</p> <p>Ju-Hay hizo rechinar los dientes, furioso por la amenaza. También estaba furioso consigo mismo por subestimar la perspicacia del viejo. Con Kwan, no servían las mentiras. El ministro de Estado sabía que tendría que recurrir a las amenazas, aunque a costa de correr el riesgo de que Ting se enterara de todo el sórdido asunto que había dado origen a la guerra. Ahora era demasiado tarde para lamentarse.</p> <p>—No voy a permitir que apartéis a Batu Min Ho —declaró Ju-Hay.</p> <p>Los ojos de Kwan amenazaron con salirse de las órbitas. El viejo descargó un puñetazo sobre la mesa con tanta fuerza que se volcaron las tazas de té.</p> <p>—¡Entonces estáis acabado! —gritó.</p> <p>—No —respondió Ju-Hay. Acomodó las tazas y añadió más tranquilo—: No, no lo estoy. ¿Qué vais a decirle al emperador? ¿Qué inicié la guerra? ¿No creéis que querrá saber quién envió al asesino?</p> <p>—¡Se hizo a petición vuestra! —señaló Kwan.</p> <p>—¿Creéis que le importará? —preguntó Ju-Hay, que hizo un gran esfuerzo por mantener la voz controlada—. Comenzamos esta guerra juntos. Es una pena que no podamos acabarla. Pero, si no podemos, debemos encontrar a alguien que lo haga. —Ju-Hay llenó su taza de té y se disponía a llenar la de Kwan, cuando el té se acabó—. Nos mantendremos unidos y dejaremos que este Batu Min Ho mate a los bárbaros. Después que gane la guerra, si es que la gana, le daremos la bienvenida al mandarinato. Sin ninguna duda, se habrá ganado el puesto. —El ministro de Estado bebió un trago de té—. Hasta que llegue ese momento, en lugar de convertirnos en dos burócratas corruptos e incompetentes ejecutados por crímenes contra el Estado, seremos mandarines del imperio shou. ¿Qué puede ser más justo que esto?</p> <p>El rostro de Kwan pasó del color rojo al morado oscuro. Empezó a jadear. Por un momento, Ju-Hay pensó que el viejo tendría la gentileza de morirse de un ataque de rabia. Sin embargo, al cabo de un rato, el viejo mandarín recuperó el color normal y se puso de pie.</p> <p>—Esto no se ha acabado, Ju-Hay —exclamó Kwan—. No me tomo a la ligera la traición.</p> <p>—Mientras no os toméis a la ligera el sobrevivir —repuso el ministro de Estado—. Mis guardias os acompañarán hasta la puerta.</p> <p>En cuanto se marchó el anciano, Ting volvió a la mesa y se sentó. Durante varios minutos, se limitó a observar a Ju-Hay con una expresión paciente sin decir nada. Por fin, Ju-Hay la miró.</p> <p>—Será mejor que sea yo quien te lo diga —comenzó el ministro—. De todos modos, acabarás por averiguarlo, y me veré metido en un lío todavía mayor cuando el emperador quiera saber qué es lo que buscas.</p> <p>—Debo saber lo que ocurre —asintió Ting, sin dejar de observar a su mentor con una mirada inescrutable.</p> <p>Ju-Hay se frotó la frente con las palmas y después cruzó las manos sobre la mesa antes de comenzar su explicación.</p> <p>—No es tan complicado —dijo—. Durante los últimos dos años, un bárbaro llamado Yamun Khahan se ha dedicado a reunir a las tribus nómadas. No hace mucho, comenzó a atacar nuestras caravanas, por lo que la recaudación de impuestos ha bajado sensiblemente. En varias ocasiones, le enviamos regalos, con la esperanza de ganarnos su favor. Cuando no dio resultado, el ministro Kwan y yo pedimos al emperador que enviara un ejército al oeste para acabar con las tribus salvajes. Pero el Hijo del Cielo se negó porque no quería aparecer como el agresor.</p> <p>»Por fin, Kwan y yo trazamos un plan para acabar con el problema de una manera rápida y definitiva. Nos pusimos en contacto con la madrastra del <i>kan</i>, una mujer traidora llamada Bayalun. A cambio de su promesa de dejar en paz a nuestras caravanas, aceptamos ayudarla a usurpar el trono.</p> <p>—¿No dirás que creísteis que mantendría su palabra? —exclamó la mujer enarcando la cejas.</p> <p>—No —contestó Ju-Hay—, pero creíamos que, sin el liderazgo de Yamun Khahan, las tribus volverían a dispersarse y nos encontraríamos con la situación de siempre. En cualquier caso, enviamos a un asesino para ayudar a Bayalun. Por desgracia, Yamun descubrió el plan. En represalia, mandó a sus hordas contra nuestras fronteras. Me apena decirlo, pero creo que subestimamos su ingenio y su poder.</p> <p>Ting cogió su taza de té vacía y la acercó a los labios con una expresión pensativa mientras consideraba la explicación de su mentor antes de hablar.</p> <p>—¿De verdad crees que Batu Min Ho puede detener a los bárbaros? —inquirió al cabo de unos minutos.</p> <p>—Estoy convencido de que, si se puede frenar a los tuiganos, Batu es el único hombre capaz de hacerlo —respondió el ministro sin eludir la mirada de Ting—. Sabe más de las tribus nómadas que cualquiera de nuestros generales supervivientes. Por lo que he visto de nuestros otros oficiales, él es el único con la astucia y el coraje necesarios para oponerse a Yamun Khahan.</p> <p>—Una infortunada jugarreta del destino —opinó Ting, que dejó la taza sobre la mesa—. Es evidente que actuasteis pensando sólo en los mejores intereses de Shou Lung.</p> <p>—Entonces, ¿mantendrás mi secreto? —preguntó Ju-Hay, con un suspiro de alivio.</p> <p>Antes de responder, Ting contempló sus uñas pintadas.</p> <p>—A la vista de que existe un espía entre nosotros —dijo—, ¿no sería prudente poner una compañía de guardias a disposición del ministerio de Seguridad del Estado?</p> <p>Ju-Hay cerró los ojos en un gesto de cansancio. Habría sido mucho esperar que la Tigresa lo ayudaría sin exigir algo a cambio.</p> <p>—¿Para qué los necesitas? —quiso saber.</p> <p>—Para mantener a los espías tuiganos fuera de Taitung y del palacio de verano —contestó Ting en el acto.</p> <p>Ju-Hay abrió los ojos. Aunque no dudaba que la mujer asignaría a los guardias dichas tareas, también sospechaba que la compañía serviría para fortalecer sus sentimientos personales de grandeza.</p> <p>—¿Cuántos? —preguntó sin mucho entusiasmo.</p> <p>—Mil. No, mejor dos mil —respondió Ting—. No es mucho pedir.</p> <p>El ministro sacudió la cabeza y se preparó para mirar con enfado a su pupila.</p> <p>—Mil, y ni uno más. De ningún modo permitiré que alguien controle una fuerza igual a la guardia personal del emperador.</p> <p>Ting sonrió para indicar que aceptaba la decisión del ministro.</p> <p>—Roguemos —dijo— que el cielo bendiga los esfuerzos del general Batu.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 5</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">La casa silenciosa</p> <p style="margin-top: 4em">Después de la marcha de los mandarines, Batu pasó el resto del día encerrado con el emperador. Durante muchas horas, el general permaneció delante del trono de jade respondiendo a preguntas sobre los tuiganos. Aunque tenía agujetas en las piernas y le dolía la espalda de tanto estar de pie, no pidió una silla. Sólo los mandarines podían sentarse en presencia del Hijo del Cielo.</p> <p>El emperador interrogó a Batu sobre todos los detalles de la vida de los bárbaros. Le interesaba saber cosas de su religión, de las costumbres maritales, incluso sus gustos en materia de comida y bebida. Desde luego, el general no pudo responder a todas las preguntas, pero él mismo se sorprendió al ver todo lo que recordaba gracias al interrogatorio implacable del monarca.</p> <p>Por fin, cuando Batu agotó todos los conocimientos recibidos a través de los relatos de su bisabuelo y resultó evidente que no recordaba nada más, el emperador llevó la conversación hacia la estrategia militar.</p> <p>—General, si de verdad estos guerreros son sólo una décima parte de lo feroces y temibles que decís que son, Shou Lung se enfrenta a un peligro muy grave —declaró el Hijo del Cielo—. Mandaré reunir a un gran ejército y lo enviaré al norte para que se enfrente a los bárbaros.</p> <p>Batu consideró que el plan del emperador era una imprudencia porque no tenía en cuenta la movilidad del enemigo. Por fortuna, el general tuvo el tacto suficiente para no expresar sus críticas de una forma descarada. En cambio, asintió cortésmente antes de hablar.</p> <p>—Una decisión muy valiente, Divino Señor —dijo—. Sin embargo, un ejército tan grande necesitará un gran número de provisiones, provisiones que deberán transportarse de la retaguardia. Si tomamos en cuenta la ventaja que les dan los caballos, ¿no sería posible que los bárbaros rodearan a un ejército tan grande y cortaran las líneas de abastecimiento?</p> <p>—Desde luego —respondió el Hijo del Cielo, que frunció el entrecejo—, pero serán los bárbaros los que acabarán atrapados. Tan pronto como aparezcan en nuestra retaguardia daremos media vuelta y los aplastaremos. Sin duda, general, conoceréis la táctica. Se la discute en el <i>Libro del Cielo</i>.</p> <p>Batu gimió para sus adentros. No esperaba que el emperador fuera uno de aquellos shous carentes de imaginación que pensaban que todas las respuestas aparecían en el antiguo texto. De todos modos, el general se esforzó por mantener una expresión serena, y no reveló sus emociones.</p> <p>—Vuestra estratagema es muy recomendable… —Hizo una pausa para que el emperador apreciara el elogio—, como también lo fue la trampa preparada por el ministro Kwan en nuestra última batalla.</p> <p>El emperador no pasó por alto la crítica enmascarada en la afirmación de Batu. Con un gesto agrio se adelantó en el asiento del trono hasta quedar sentado en el borde.</p> <p>—Si no os gusta esta estrategia, ¿cuál es el plan que sugerís? —Aunque estaba seguro de que sólo había una manera de derrotar a los bárbaros, Batu dudó mientras buscaba una fórmula diplomática e inofensiva para su respuesta—. Vamos, general —insistió el emperador, sin moverse del borde del trono—. ¿Cuál es la táctica que os parece correcta?</p> <p>Batu comprendió que no tenía otra elección que la de expresar su opinión con toda sinceridad.</p> <p>—La única manera de derrotar a los tuiganos —dijo con la cabeza erguida— es luchar como ellos, con osadía e imaginación, sin hacer caso de las tácticas militares tradicionales.</p> <p>—¿Insinuáis que las tácticas de los bárbaros son mejores que las sugeridas en el <i>Libro del Cielo</i>? —preguntó el emperador con una mueca de disgusto.</p> <p>Batu estuvo tentado de utilizar un lenguaje ambiguo, manifestar que la estrategia tuigana sencillamente era más apropiada para las circunstancias. No obstante, consciente de que sus escasas habilidades diplomáticas le habían servido de poco con el emperador, decidió dejar los halagos para los burócratas.</p> <p>—Si los bárbaros pudieran leer el <i>Libro del Cielo</i> —repuso mirando al emperador—, quizá cometerían los mismos errores que nuestros ejércitos del norte. Por desgracia, los tuiganos son gente inculta. En lugar de seguir los consejos de los venerables antepasados, confían en su naturaleza traidora y en la astucia animal.</p> <p>El Hijo del Cielo miró a Batu con una mirada desapasionada. Por unos momentos, el general permaneció en silencio, rogando para sí mismo no haber enfadado en demasía al emperador. Sus palabras habían carecido del tacto habitual de los shous, pero creía en ellas.</p> <p>Por fin, el emperador se acomodó otra vez en el trono. Observó a Batu con desprecio antes de hablar.</p> <p>—Me preocupa que tengáis tan poco aprecio por la sabiduría de nuestros antepasados, general. Escribieron muchas páginas sobre el arte de la guerra, y su sabiduría nos ha servido de mucho.</p> <p>—Estoy de acuerdo, Divino Señor —afirmó Batu, con la cabeza gacha—. Pero, para los tuiganos, la guerra no es un arte. Es una manera de vida. Si queremos derrotarlos, tenemos que entender sus naturalezas tan bien como comprendemos el <i>Libro del Cielo</i>.</p> <p>—General, ¿cuánto podéis recitar del <i>Libro del Cielo</i>? —inquirió el emperador con una expresión serena que ocultaba sus emociones.</p> <p>—Lo he leído, desde luego —respondió Batu, avergonzado—, pero mis obligaciones no me han dejado mucho tiempo para el estudio.</p> <p>El Hijo del Cielo sacudió la cabeza con una expresión exagerada de su desilusión.</p> <p>—Hay quien afirma que la única esperanza de victoria de Shou Lung es que os dé el mando de la guerra contra los bárbaros. ¿Cómo es posible?</p> <p>Las palabras del emperador pillaron a Batu por sorpresa. La sola idea de conseguir semejante ascenso lo dejó pasmado. Sin embargo, en cuanto el Hijo del Cielo mencionó la posibilidad, no deseó otra cosa.</p> <p>—Soy el único hombre capaz de derrotar a los bárbaros —contestó Batu.</p> <p>—Ojalá pudiera compartir vuestra confianza —manifestó el emperador con un cierto cinismo—, pero no importa. Sois el único comandante que consiguió salvar a una tercera parte de sus tropas en una batalla contra los tuiganos. En consecuencia, os nombro general de segundo grado y os confiero el mando de la Marca Norteña y de la guerra contra los bárbaros.</p> <p>Batu hizo una profunda reverencia, entusiasmado por la perspectiva de llevar toda la campaña contra los tuiganos.</p> <p>—No decepcionaré a Shou Lung, Divino Señor —prometió Batu.</p> <p>El emperador no respondió inmediatamente. En cambio, envió a un guardia en busca del chambelán, y sólo después devolvió su atención a Batu.</p> <p>—Si fracasáis, general, me decepcionaréis también a mí además de a Shou Lung —dijo—. Tenedlo presente.</p> <p>Batu no comprendió la distinción. Como todos los shous, consideraba a Shou Lung y al emperador como una misma cosa. Era imposible servir a uno sin servir al otro, o fallar a uno sin fallarle al otro. No se le ocurrió ningún motivo que justificara el deseo del emperador por resaltar la unidad. Antes de que pudiera aclarar el misterio, el chambelán entró en la sala y se situó junto a Batu.</p> <p>—¿Deseáis verme? —le preguntó el burócrata al monarca, con una reverencia.</p> <p>—Sí. —El emperador señaló con la cabeza a Batu—. He ascendido al general Batu Min Ho a general de segundo grado con mando sobre la Marca Norteña. Buscad una residencia adecuada para su familia dentro del palacio de verano.</p> <p>Al chambelán casi se le salieron los ojos de las órbitas. El pasmado burócrata espió de reojo al general mal vestido, lamentándose del trato que le había dispensado horas antes.</p> <p>—¿Hay algún problema? —inquirió el Hijo del Cielo—. Sin duda, hay muchas casas disponibles.</p> <p>—No, no hay ningún problema —respondió el burócrata, que volvió a mirar al emperador—. Creo que hay una casa que sin duda será del agrado del general. Puedo tenerla preparada en menos de una hora.</p> <p>—Ocupaos de que así sea —dijo el emperador, que despachó al burócrata con un ademán.</p> <p>En cuanto salió el chambelán, el Divino Señor describió con todo lujo de detalles las fuerzas que había reunido para luchar contra los tuiganos. Sin hacer caso de los dolores en la espalda y las piernas, Batu lo escuchó atentamente. Se sentía tan revitalizado por el ascenso que retuvo toda la información sin esfuerzo.</p> <p>Finalizada la audiencia con el emperador, el chambelán y una docena de guardias escoltaron al general por las calles del palacio de verano. Mientras caminaban por el laberinto de calles empedradas, el chambelán se deshizo en explicaciones. Batu no prestó atención a la mayor parte de la charla del hombre. Su reunión con el Hijo del Cielo había durado tanto que ahora era de noche y resultaba imposible alcanzar a ver los muros que rodeaban las magníficas residencias que describía el chambelán.</p> <p>Por fin, después de quince minutos de marcha, el chambelán se detuvo ante la puerta sur de una casa.</p> <p>—¿Oh parece bien esta casa, general Batu? —preguntó el burócrata.</p> <p>Batu observó la pared exterior y la puerta con ojo crítico. Aunque era más pequeña que su hogar en Chukei, la casa estaba construida con materiales de mejor calidad. Mientras que su puerta era de madera de roble, ésta estaba forjada en hierro pintada de negro. La pared era de ladrillos rojos, en lugar de adobe. Al recordar la descortesía del chambelán cuando había llegado al Salón de la Suprema Armonía, el general no pudo resistir la tentación de hacerlo sufrir un poco.</p> <p>—No estoy acostumbrado a una residencia tan pequeña —comentó en voz baja.</p> <p>—Pero… ¡si es una de las casas más grandes del palacio de verano! —exclamó el chambelán, que de inmediato perdió la sonrisa.</p> <p>El general gruñó mientras disfrutaba con la incomodidad del funcionario. Batu casi podía ver cómo el hombre trataba de decidir dónde encajaba exactamente un general de segundo grado dentro de la jerarquía del palacio. Por fin, el burócrata llegó a una conclusión no muy clara.</p> <p>—Quizá pueda trasladar al primer secretario del gabinete de campanas y tambores —sugirió el chambelán—. Su casa no es tan buena como ésta, pero es un poco más grande.</p> <p>Batu sonrió ante la consternación del chambelán y decidió continuar el juego un poco más.</p> <p>—¿Cuánto tardará? Estoy cansado y me gustaría irme a dormir.</p> <p>—Pe… pero no podemos mudarlo esta noche —tartamudeó el chambelán—. ¡No sería civilizado!</p> <p>—Entonces tendré que conformarme con esta casa —replicó Batu, decidiendo que ya se había vengado con creces por la descortesía del hombre.</p> <p>—Una decisión muy acertada, general. Está mucho mejor equipada que la casa del primer secretario —comentó el chambelán sin disimular su alivio—. Me he tomado la libertad de traer a vuestra familia desde el campamento de Hsuang Yu Po. Os esperan adentro.</p> <p>—¿Wu y los niños? ¿Aquí? —Batu sintió un nudo en la garganta. Había tenido la esperanza de que hubiesen venido al sur con su suegro, pero nunca había soñado con que los vería tan pronto.</p> <p>—Me pareció que era lo menos que podía hacer —respondió el burócrata con una sonrisa.</p> <p>El general, arrepentido por la pequeña venganza que se había tomado contra el hombre, le hizo una profunda reverencia.</p> <p>—Que vuestros antepasados descansen en el cielo por toda la eternidad —dijo.</p> <p>—Dejar que el primer secretario conserve su casa ya es una recompensa más que suficiente —repuso el chambelán, con otra reverencia.</p> <p>Batu cruzó la entrada rodeado por el agridulce olor de los pimpollos de los caquis. Las delgadas siluetas de los árboles se alineaban a lo largo de las paredes, dando la impresión de que la casa había sido construida en un parque. Pero el general estaba más preocupado por la evidente ausencia de una guardia que por la vegetación. Quizás el primer secretario y los mandarines no necesitaban una guardia personal en el interior del palacio de verano, pero Batu no pensaba lo mismo. Se volvió hacia el chambelán.</p> <p>—Por favor, enviadme un destacamento de guardias antes de retiraros —dijo el general.</p> <p>—¿No están aquí? —se extrañó el burócrata.</p> <p>—No —afirmó Batu después de mirar el jardín oscuro.</p> <p>El chambelán, como si no quisiera dar crédito a las palabras de Batu, entró en el jardín y miró a ambos lados.</p> <p>—Ya tendrían que estar aquí. Mis disculpas.</p> <p>—Está bien —contestó Batu. Saber que dentro de unos minutos estaría con su familia lo hacía sentirse generoso.</p> <p>Después de prometer que enviaría a los guardias inmediatamente, el chambelán lo saludó con una reverencia y se marchó. En otras circunstancias, Batu habría tenido un destacamento de sus propios soldados para vigilar la casa, pero las tropas personales estaban prohibidas dentro de las murallas del palacio de verano. Debía conformarse con los guardias que suministraba el emperador.</p> <p>El general permaneció unos instantes junto a la entrada para observar el nuevo hogar y prepararse a sí mismo para el encuentro con su familia. Como la mayoría de las «casas» shous, ésta era en realidad un conjunto de edificios de una sola planta rodeados de una tapia. A unos seis metros se encontraba el salón principal, una sencilla estructura rectangular con techo de tejas. Los exagerados aleros curvos descansaban sobre filas paralelas de pilares de madera.</p> <p>Aunque Batu no podía ver el color de la casa en la oscuridad, supuso que el techo sería el verdeazulado tradicional y que los pilares estarían pintados de un rojo tierra. Las paredes no eran más que paneles de papel de arroz que encajaban entre los pilares. En el interior de la habitación oeste de la casa, sobre una mesa baja, había una lámpara de aceite encendida, que proyectaba un suave resplandor blanco a través de las paredes translúcidas.</p> <p>Los paneles del lado sur y norte estaban corridos para permitir el paso de la brisa nocturna. A través de la abertura, Batu vio el patio exterior. Era un atrio pequeño con suelo de piedra. La silueta retorcida de un trozo de piedra pómez negra se alzaba en el centro del estanque de lotos. Era costumbre en las casas shous hacer que los patios parecieran más naturales con la utilización de piedras con formas extrañas.</p> <p>Edificios idénticos al salón principal rodeaban los otros tres lados del patio. Batu pensó que la habitación del oeste debía de corresponder a la cocina y que los niños dormirían en la del este. El edificio reservado a los huéspedes debía de ser el que estaba al otro lado del patio.</p> <p>Más allá de la habitación de los huéspedes, sin duda había otro patio igual al primero, también rodeado por edificios de un solo piso. Los señores de la casa dormirían en la habitación más al norte. Los sirvientes ocuparían los cuartos a los lados del segundo patio privado.</p> <p>La casa estaba en silencio, tanto que Batu escuchó el llanto de un niño calle abajo, el canto de los grillos en los patios vecinos y el chisporroteo de la lámpara en el salón principal. Batu se acercó a la entrada esperando oír las risas de los niños o el rumor de las chinelas de Wu.</p> <p>En el interior, se veían las siluetas de tres sofás elegantes en el lado este. En el lado oeste, había una lámpara de aceite junto al borde de un estanque con paredes de piedra. Dos delfines de mármol se alzaban en el centro del estanque; de sus bocas surgían chorros de agua que eran los surtidores. Unos bancos de piedra con arabescos rodeaban la fuente.</p> <p>Batu se sorprendió al ver la opulencia del salón, pero lo preocupaba mucho más verlo desierto. Alguien había estado antes en el salón, o la lámpara no habría estado encendida. Sin embargo, no había ninguna prenda sobre los bancos, ni zapatillas de seda junto a las puertas; no había ninguna huella de los habitantes.</p> <p>El general comprendió que no podía haberlas. Se acercó al estanque, recogió la lámpara y la sostuvo en alto para iluminar los rincones más alejados del salón. Sin duda, su familia había llegado como máximo una media hora antes que él. Los niños estarían agotados y Wu debía de haberlos mandado a la cama. Probablemente Wu había dejado encendida la lámpara para que él pudiera ir a la habitación matrimonial sin molestar a los niños. La ausencia de los criados se podía explicar fácilmente por la inesperada mudanza a la nueva casa. Llegarían mañana con el equipaje de la familia, pensó Batu.</p> <p>Entonces volvió a preocuparlo el silencio. Incluso si los niños y Wu estaban durmiendo, habría tenido que escuchar alguna cosa: el canto de los grillos, la respiración de Wu, a su hijo hablando en sueños. En cambio, el silencio era absoluto.</p> <p>Apagó la lámpara y sacó la daga. Si los grillos no cantaban, era porque alguien rondaba por el recinto. Abrió la boca para llamar a su esposa, pero lo pensó mejor y permaneció en silencio. Wu no era precisamente la típica mujer indefensa de un noble shou. Si ella estaba en la casa con el intruso, entonces era éste quien estaba en peligro.</p> <p>Después de esperar que los ojos se acostumbraran a la oscuridad, Batu espió a través de la puerta que daba al primer patio. Tampoco allí había ningún rastro de los habitantes ni de violencia. Las otras habitaciones permanecían a oscuras, y el pavimento de piedra del patio parecía tan frío y carente de vida como las ruinas de alguna antiquísima ciudadela.</p> <p>El general permaneció en el salón durante casi un minuto con la mirada puesta en las sombras del patio. Hacía algo más que estar atento a un movimiento o un sonido: intentaba llegar a los rincones más oscuros con su <i>ki</i>, su energía vital, y sentir qué había allí. Wu llamaba a esta mirada intangible «el toque <i>ki</i>», y había intentado varias veces que su esposo aprendiera la técnica.</p> <p>Por desgracia, Batu no la había aprendido muy bien. Él era lo que Wu llamaba con picardía un «hombre unidireccional», un hombre cuyos sentimientos, y también sus pensamientos, estaban regidos por la mente. Aun esforzándose, apenas si había sido capaz de notar la presencia de seis sirvientes que Wu había hecho que se ocultaran en una habitación a oscuras. En este momento, no sentía otra cosa que el temor de que a su familia le hubiera pasado algo terrible.</p> <p>Sin apartarse de la sombra protectora de los aleros de los edificios, el general rodeó el primer patio y se detuvo junto a la habitación de invitados. Cuando no escuchó nada en el interior, deslizó uno de los paneles de papel.</p> <p>Un escalofrío le corrió por la nuca, y el general tuvo la absoluta certeza de que alguien lo esperaba en el segundo patio. Se sintió dominado por una multitud de emociones: decisión, furia, incluso miedo. Vio una silueta apenas perceptible recortada en la pared opuesta, y se preguntó sí por fin había conseguido experimentar el toque <i>ki</i>.</p> <p>Sin apartar la mirada de la silueta, Batu avanzó por el suelo de madera encerada con la lentitud de un caracol. Contra el fondo de papel oscuro, apenas si podía distinguir la sombra de la silueta de la oscuridad que la rodeaba. Tenía miedo de que si desviaba la mirada de la silueta desaparecería, pero seguía allí cuando llegó al otro lado de la habitación. Batu se arrodilló, tendió una mano y deslizó unos centímetros el panel de la puerta. A través de la abertura, vio una figura vestida con un <i>maitung</i> oscuro. El hombre permaneció inmóvil.</p> <p>En el mismo instante, el general oyó el susurro de unas zapatillas de seda a unos pocos pasos a su derecha. Comprendiendo que estaba a punto de ser víctima de una emboscada, se lanzó a la izquierda y rodó sobre sí mismo con la daga levantada para protegerse. Sintió un dolor agudo en el antebrazo, sus dedos perdieron la fuerza y la daga cayó al suelo. El interior del salón estaba tan oscuro que Batu no podía ver al atacante.</p> <p>El general rodó hacía el asaltante en un intento por enredar las piernas del adversario. No encontró nada excepto el duro suelo; entonces dos pies saltaron detrás de él con la gracia de un felino. Algo lo golpeó en el omóplato con la fuerza de un martillazo, y el dolor le corrió por toda la espalda.</p> <p>El golpe había sido muy doloroso, pero Batu comprendió la verdadera intención del atacante y supo que había tenido suerte. Su oponente había intentado descargar un puntapié por debajo del omóplato para alcanzar una línea de nervios vulnerable que los expertos de <i>kung fu</i> llamaban «meridiano de la vejiga». Aunque el general no practicaba el Camino de la Mano Vacía, conocía lo suficiente del arte como para reconocer sus técnicas debilitantes.</p> <p>Sin hacer caso del dolor, Batu se levantó de un salto. El atacante lo había golpeado dos veces. Si le dejaba asestar el tercero, quizá fuera el último y definitivo.</p> <p>En cuanto Batu se puso de pie, el asaltante adoptó una de las posturas características de <i>kung fu</i>. Era más bajo que el general y de cuerpo menudo. Para camuflarse en la noche, vestía una prenda parecida a un pijama de color negro llamada <i>samfu</i>, y un pañuelo negro le ocultaba la cara. El efecto era tan completo que a Batu le pareció que luchaba contra una sombra.</p> <p>De pronto, la silueta se relajó. Atento a la posibilidad de que ésta podía ser su única oportunidad para sobrevivir al combate, el general buscó su espada.</p> <p>Con un movimiento velocísimo, la sombra adoptó la postura de la grulla blanca y descargó un puntapié. El golpe seco de los dientes resonó en la cabeza de Batu, y se sintió volar por los aires. Se le pusieron los ojos en blanco y se hundió en el vacío.</p> <p>Batu cayó a través de la esfera negra de la nada durante toda una eternidad. «Estoy muerto —pensó—. No hay ninguna duda. Si la patada no me destrozó el cráneo, el asesino acabó la faena durante mi desmayo. Y si acaso no me mató, mi cuerpo se ha secado y podrido a lo largo de tantos años de caída.»</p> <p>Se sentía furioso y apenado. El asesino, sin duda enviado por Kwan, le había robado la oportunidad del librar la ilustre batalla.</p> <p>Pensó en el destino de su familia. Tuvo miedo de que el asesino también los hubiera matado. Por fortuna, si habían sobrevivido, no tenía razón para preocuparse. Wu sabía dónde estaba escondido el oro y tenía la capacidad suficiente para cuidar de la familia ella sola. La confianza que tenía Batu en la inteligencia y el valor de su esposa le había permitido ir al combate sin tener miedo a la muerte. Pasara lo que pasara, Wu saldría adelante.</p> <p>Batu dejó de caer y vio que descansaba en unas nubes negras. Perdió toda noción del tiempo. Se preguntó si las tinieblas y la soledad eternas era lo que todo hombre encontraba en el más allá, o si sólo era un tormento especial reservado a los generales que morían sin haber cumplido su destino.</p> <p>Transcurrida otra eternidad, Batu oyó una risita tímida. Todo seguía oscuro, pero olió el aroma de un perfume de mujer. Unas manos suaves le masajearon el pecho, y se sintió acunado en un regazo tibio. Con un profundo suspiro de alivio, Batu comprendió que por fin había llegado a la Tierra de la Suprema Felicidad.</p> <p>Lo sorprendió descubrir que se trataba de una región de placer sensual. Como la mayoría de los shous, había imaginado que se trataba de un lugar de estricto orden burocrático, donde todos los seres se movían en perfecta armonía, y todos los asuntos se realizaban de acuerdo con el plan perfecto del emperador celestial. Era una revelación que no le desagradaba. La perspectiva de ocupar un destino oscuro en la burocracia infinita no se podía comparar con la posibilidad de pasar la eternidad acunado en el regazo de una mujer hermosa.</p> <p>Batu oyó una segunda risita y a continuación se sintió arrastrado sobre un suelo, un suelo sólido.</p> <p>—Respira, esposo mío. —La voz sensual pertenecía a su esposa, Wu. Notó que sus manos fuertes le masajeaban el pecho.</p> <p>—¿Wu? —preguntó Batu. Pronunció el nombre con su jadeo ahogado, y un terrible pinchazo de dolor le recorrió la mandíbula. Sin hacer caso del dolor y la rigidez en el rostro, añadió—: ¿Tú también estás muerta?</p> <p>A los pies de Batu sonaron un par de risitas.</p> <p>—No, esposo. Ni tampoco tú.</p> <p>Batu frunció el entrecejo y después sacudió la cabeza. El movimiento le provocó dolor en toda la parte inferior del rostro, y comprendió que su espíritu continuaba ligado al cuerpo. Abrió los ojos; poco a poco consiguió enfocar el rostro de su esposa. Le acunaba la cabeza sobre el regazo. Su sedoso pelo colgaba suelto por detrás de los hombros, y en sus delicadas facciones se veía una expresión tensa. Vestía un <i>samfu</i> negro, y un pañuelo negro le rodeaba el cuello.</p> <p>—¿Tú eras el asesino? —preguntó Batu. Antes de que Wu pudiera responder, sonaron más risas a los pies de Batu. El general miró hacia abajo y vio a sus dos hijos arrodillados allí—. ¡Cómo os atrevéis a reíros de vuestro padre! —exclamó con dureza—. ¡Marchaos! —Ji y Yo se levantaron en el acto y se disponían a salir cuando Batu añadió—: Esperad. Supongo que vuestro padre tiene un aspecto ridículo, ¿verdad? Venid aquí y dadme un abrazo.</p> <p>En la penumbra, Batu sólo vio las sonrisas de sus hijos. Corrieron a su lado: Ji, el niño de cinco años, por la izquierda y Yo, la niña de cuatro, por la derecha. Lo abrazaron sin preocuparse de evitar los golpes que le había infligido la madre, pero a Batu no le importó. Su alegría podía más que el dolor.</p> <p>Después de unos momentos, los niños se apartaron, y Wu les ordenó que fueran a buscar a su abuelo para que los acompañara a la cama. Batu intentó librarse del abrazo de Wu, pero descubrió que el dolor le impedía moverse.</p> <p>—¿Qué me has hecho? —preguntó.</p> <p>—Utilicé el puntapié al nervio del ganso furioso —contestó ella—. Te disponías a empuñar la espada. La única otra elección era romperte el brazo.</p> <p>Batu se tocó el punto más dolorido, la suave depresión justo debajo de la barbilla. Otro espasmo de dolor le sacudió el cuerpo.</p> <p>—¿Cuánto tiempo más estaré así?</p> <p>—No más de una hora —respondió Wu—. Lo lamento de todo corazón. En la oscuridad, sólo podía ver tu <i>chia</i>. —Tocó el desgarrado abrigo—. Me pareció tan sucio que pensé que eras un intruso.</p> <p>—He tenido suerte —exclamó Batu, con una carcajada—. De haber sido un intruso ahora estaría muerto.</p> <p>En aquel instante, un hombre alto que llevaba una lámpara encendida entró en la habitación.</p> <p>—He acostado a los niños en el cuarto vecino —anunció.</p> <p>El hombre llevaba la larga melena gris recogida en el moño característico de los guerreros, y vestía el <i>hai-waitao</i> bordado de un noble shou. Cuando el hombre alto vio que Batu estaba despierto, se detuvo e hizo una reverencia. Como siempre, el rostro firme del noble resultaba impenetrable.</p> <p>Batu intentó levantarse pero le resultó demasiado difícil. Se conformó con mantener inclinada la cabeza durante unos momentos.</p> <p>—<i>Tzu</i> Hsuang, por favor disculpad que no me levante. Mucho me temo que vuestra hija me haya dejado incapacitado. —Hsuang aceptó la disculpa de Batu con un rígido movimiento de cabeza.</p> <p>—Sí, es lo que veo —dijo—. Si el daño es permanente, quizá tengamos que nombrarla general de la Marca Norteña.</p> <p>Batu no pasó por alto el sarcasmo de su suegro. El general sospechó que la silueta de Hsuang había sido el cebo de la trampa de Wu. Si a Batu lo hubiesen engañado en el campo de batalla con una treta de libro, habría renunciado inmediatamente a su cargo como manifestación de vergüenza.</p> <p>—La trampa estaba muy bien preparada —reconoció Batu—. ¿A quién, además de vuestro humilde yerno, esperabais capturar?</p> <p>—Vagabundos —respondió Wu, que utilizó el argot shou para definir a los asesinos alquilados.</p> <p><i>Tzu</i> Hsuang colocó la lámpara sobre una mesa baja y se sentó en un cojín antes de continuar con la explicación.</p> <p>—Esta tarde llegó a mi campamento el mensajero de un amigo para comunicarnos los rumores de que no tardarías en ser designado general de la Marca Norteña —dijo Hsuang—. No es necesario comentar que nos mostramos escépticos.</p> <p>—Tú te mostraste escéptico —lo corrigió Wu—. Al menos hasta que se presentó el asistente del chambelán imperial.</p> <p>—Se ofreció a acompañarnos hasta tu nuevo hogar —prosiguió Hsuang sin hacer caso del comentario de su hija—. Sin embargo, antes de emprender el viaje, llegó otro mensajero. Éste lo enviaba Ju-Hay. —Utilizar el nombre del ministro de Estado era algo pretencioso, pero, cuando se trataba de política, el padre de Wu era dado a la afectación—. El ministro deseaba advertirnos que Kwan está celoso del favor que te dispensa el emperador.</p> <p>—Cuando llegamos, la casa estaba vigilada por los soldados de Kwan —intervino Wu, sin dejar de masajear las sienes de Batu.</p> <p>—Los despaché inmediatamente —añadió Hsuang. Señaló a Batu con un dedo acusador—. ¡Entonces entraste en la casa como un asesino!</p> <p>—¡Un asesino! —exclamó Batu—. Ésta es mi casa. ¿Dónde suponíais que iba a dormir?</p> <p>—No te esperábamos de regreso tan pronto, amor mío —repuso Wu. Movió los dedos al cuello de Batu y lo masajeó suavemente—. Los mensajeros dijeron que habías estado encerrado toda la tarde con el emperador, y que quizá te quedarías con él durante la noche.</p> <p><i>Tzu</i> Hsuang observó a su yerno apreciativamente.</p> <p>—¿Qué pasó exactamente en tu entrevista con el Hijo del Cielo? El último parte de guerra informaba que habías perdido tu ejército y te retirabas ante los bárbaros.</p> <p>—Antes ya te habíamos dado por muerto —señaló Wu—. Tu carta desde el campo de sorgo daba la impresión de que el enemigo tenía la espada apoyada en tu garganta.</p> <p>—Conseguí desviar la hoja —replicó Batu, irritado. El comentario de <i>tzu</i> Hsuang sobre la pérdida de su ejército le había picado el orgullo, como estaba seguro que había sido la intención del noble. Aunque el general y su suegro mantenían unas relaciones cordiales, Hsuang casi nunca desperdiciaba la oportunidad de ofender el orgullo de Batu. El viejo noble nunca perdonaría del todo a su yerno que hubiera apartado a Wu de la familia Hsuang.</p> <p>Como única hija legítima de <i>tzu</i> Hsuang, éste no le había negado nada durante la infancia y le había permitido disfrutar de muchos privilegios que generalmente quedaban reservados a los hijos varones de los nobles. Sentados en las rodillas de su padre, Wu había aprendido a administrar los bienes y a dar órdenes con el tono adecuado. Fascinada por la carrera militar, también había dedicado mucho tiempo a seguir a los comandantes del ejército de su padre. Como resultado, había aprendido los conceptos básicos de la doctrina militar, así como a utilizar una variedad de armas, y había comenzado el estudio del arte del <i>kungfu</i>.</p> <p>Por desgracia para Hsuang, su exceso de complacencia dio como resultado una hija desafiante, al menos según las normas de la nobleza shou. Cuando Wu conoció a un joven oficial llamado Batu Min Ho, ya era una joven independiente y de mucho carácter, además de poseer una gran belleza. A pesar de las diferencias de posición social, Batu había puesto todo su empeño en ganar el amor de Wu.</p> <p>Tal como se desarrollaron las cosas, conquistarla había sido la parte más sencilla del conflicto que se suscitó después. Las firmes facciones de Batu, su manera directa y el cortejo tenaz habían atraído a Wu, así que la muchacha encontró muchos pretextos para disfrutar de su compañía. Por fin, acabó tan enamorada del joven oficial como él lo estaba de ella.</p> <p>Pero, dada la importancia de su rango, Hsuang no tenía ningún deseo de ver casada a su hija con el hijo de un pequeño terrateniente, sobre todo con alguien al que sólo tres generaciones lo separaban de sus antepasados bárbaros. El noble había prohibido a su hija que viera a Batu, y después había arreglado matrimonios más acordes con su rango. En cada ocasión, Wu había espantado al pretendiente con sus modales poco dignos e irrespetuosos. La hostilidad entre padre e hija llegó al fin a un punto en que Hsuang ya no pudo soportar más. Consintió en que se casara con Batu Min Ho, con la condición de que éste consiguiera el grado de general.</p> <p>Batu y Wu no tardaron en darse cuenta de que Hsuang procuraba ganar tiempo, en la esperanza de que su hija acabaría por superar lo que él consideraba un capricho por un soldado de clase baja. Pero el noble había subestimado la decisión del joven oficial y su amor por su hija. Batu abandonó el ejército privado de Hsuang y se alistó en el ejército imperial. Al cabo de quince años se convirtió en uno de los generales más jóvenes del imperio.</p> <p>Por su parte, Wu resistió todos los matrimonios organizados por su padre. <i>Tzu</i> Hsuang, que era un hombre de palabra, no pudo oponerse a la boda cuando Batu Min Ho regresó vestido con el uniforme de general shou.</p> <p>El joven general había pensado que las relaciones con Hsuang se mantendrían tan frías como antes. Para su sorpresa, el noble comenzó a tratarlo con respeto aunque un poco a regañadientes. Hsuang había dejado claro que nunca se reconciliaría con el hecho de que su hija se hubiera casado fuera de la aristocracia, pero también había expresado su admiración por la perseverancia del joven en la conquista del la muchacha.</p> <p>Wu dejó de masajear el cuello de Batu. El general notó que el dolor había disminuido aunque le costaba moverse.</p> <p>—¿Cuánto tiempo pasará antes de que pueda volver a casa con los niños? —preguntó Wu.</p> <p><i>Tzu</i> Hsuang se encargó de responder a la pregunta antes de que Batu pudiera abrir la boca.</p> <p>—Tu casa está ahora en la corte del emperador, hija. —A pesar del disgusto del noble ante el estado de Batu, su voz tenía un tono de orgullo.</p> <p>—Mi casa está en Chukei —afirmó Wu mientras acompañaba a Batu hasta el sofá—. Ni siquiera el amor de mi marido por la guerra puede cambiar ese hecho.</p> <p>En cualquier otra familia, su réplica habría sido considerada como muy irrespetuosa. Sin embargo, Hsuang había renunciado hacía mucho tiempo a imponer a su hija cualquier sentido del decoro. En consecuencia, apeló a Batu.</p> <p>—¿No puedes controlar la lengua de tu esposa? —preguntó.</p> <p>—No más de lo que vos podéis controlar a vuestra hija —replicó Batu con una sonrisa un tanto maliciosa.</p> <p>Wu apartó las manos que sostenían a Batu y lo dejó caer bruscamente en el sofá.</p> <p>—Ambos haríais muy bien en recordar que los niños y yo no somos muebles.</p> <p>La acritud en el tono de su esposa sorprendió a Batu. Comprendió que Wu estaba muy preocupada por alguna cosa que todavía no había manifestado.</p> <p>—Existe el riesgo de que los bárbaros aíslen a Chukei del resto de Shou Lung —dijo el general, mientras intentaba acomodarse lo mejor posible en el sofá—. Estaréis más seguros con el emperador hasta que pase el peligro.</p> <p>—Entonces acaba rápido con esta guerra, esposo mío —manifestó Wu con una mirada feroz—. Nuestros hijos nunca estarán seguros en la corte del emperador, y es muy egoísta exponerlos a tanto peligro.</p> <p>—No digas tonterías, Wu —intervino <i>tzu</i> Hsuang—. Dejaré a mi senescal para que se encargue de tu seguridad, pero no tienes motivos para preocuparte. Los bárbaros jamás llegarán al palacio de verano.</p> <p>—No me preocupan los bárbaros —contestó Wu, que miró hacia la habitación donde dormían los niños. Después, al advertir por la expresión de su esposo y de su padre que ninguno de los dos había entendido el significado de sus palabras, añadió—: ¿No lo veis? Somos rehenes. Si Batu fracasa, o incluso si ofende demasiado a la persona equivocada, nos matarán.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 6</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">El ejército magnífico</p> <p style="margin-top: 4em">El viento provenía del oeste, y era tan seco y polvoriento como las áridas llanuras de Chukei. Soplaba constantemente y su azote había dejado sus huellas en el rostro de Batu, que se veía seco y agrietado como un trozo de cuero.</p> <p>El general se encontraba en un campo a varios kilómetros de Taitung. No había plaza en la ciudad capaz de contener a todos los ejércitos convocados por el emperador, así que Batu los había reunido allí. Más de ciento cincuenta mil soldados cubrían las colinas que rodeaban el campo. Las tropas pertenecían a cinco provincias diferentes y a los ejércitos privados de veinticinco nobles, y algunas habían venido desde ciudades como Seikung y Sentai, muy al sur.</p> <p>Salvo por los colores de las unidades que ribeteaban las armaduras, los hombres de las fuerzas provinciales estaban vestidos y equipados de la misma manera. La mayoría de los <i>peng</i> llevaban <i>chou</i> de cuero en la cabeza, corseletes <i>lun'kia</i>, y fajas de piel de carabao para protegerse el abdomen. Las armas eran ballestas y <i>chien</i>.</p> <p>Las únicas variaciones se presentaban en las pequeñas unidades de infantería pesada y arqueros. La infantería pesada llevaba <i>pao shou</i>, unas alabardas de casi cuatro metros de largo con cabezas de doble filo, y espadas cortas llamadas <i>pai p'i</i>, que servían para el combate cuerpo a cuerpo. Como protección, los hombres vestían armaduras completas hechas con centenares de placas de acero superpuestas. Los arqueros iban equipados como aquellos que Batu había comandado en el ejército de Chukei, con escudos de madera, corazas <i>lun’kia</i>, espadas de doble filo, arcos largos, y cuarenta flechas de bambú cada uno.</p> <p>Cada ejército privado iba vestido y equipado de acuerdo con los gustos y riqueza de sus señores. Algunos estaban formados en su mayor parte por arqueros, con pequeños destacamentos de infantería pesada para protegerles los flancos. Otros ejércitos estaban organizados en función de la versatilidad y sus tropas eran infantería ligera armada con ballestas y <i>chien</i>. Incluso había un ejército de escuadrones de caballería pesada. Los quinientos jinetes vestían armaduras y llevaban una espada y una pesada lanza de dos puntas llamada <i>ko</i>.</p> <p>A pesar de las diferencias en aspecto y organización, todos los ejércitos mostraban el legendario porte shou. Tan grande era su disciplina que todos los soldados permanecían en posición de firmes. Batu no escuchó hablar ni a un solo <i>peng</i>. Mientras contemplaba aquel enorme conjunto de soldados, el general pensó que no parecían hombres sino los troncos desnudos de un inmenso bosque silencioso.</p> <p>Al pie de las colinas, el campo se veía casi desierto. La nueva tienda púrpura de Batu se alzaba en el centro del terreno seco. Unos treinta metros más allá, la sección de ritos del palacio había edificado una pirámide de tierra, desde cuya cúspide el emperador rogaría a los espíritus que bendijeran el ejército.</p> <p>—Es un ejército magnífico, señor —comentó el shou lampiño con un brazo en cabestrillo.</p> <p>—Sí, Pe —respondió Batu—. Es el ejército más magnífico que Shou Lung haya visto en toda su historia.</p> <p>Batu se sentía contento de tener otra vez a su ayudante, aunque el muchacho no podía utilizar el brazo de la espada. Al día siguiente de su ascenso a comandante de la Marca Norteña, el general envió a un oficial de transporte al norte para que trajera al herido. Gracias a los cuidados de los sanadores del emperador, el joven ayudante había experimentado una notable mejoría. Aunque el general sabía que Pe no estaba curado del todo, el muchacho no se hizo de rogar para regresar al servicio. No había tiempo para enseñar a un nuevo ayudante, y el general lo sabía.</p> <p>—Quizá ya tenemos un nombre para vuestras tropas —dijo Pe—. El Muy Magnífico Ejército.</p> <p>Batu sonrió ante el entusiasmo del muchacho, y después miró el firmamento. El cielo tenía un color azul vivo y el sol brillaba en todo su esplendor.</p> <p>—¿No crees que Huan-Ti se ofenderá ante nuestra presunción? —preguntó Batu, refiriéndose al dios de la guerra shou.</p> <p>La preocupación nubló el rostro de Pe. El ayudante era un adorador ferviente de todos los dioses, y en particular del General Divino. La posibilidad de enfadar a una divinidad tan importante como Huan-Ti le hizo meditar la respuesta.</p> <p>—Desde luego —contestó mientras miraba el firmamento con aire contrito—. Quería decir el Muy Magnífico Ejército de Shou Lung.</p> <p>Batu soltó una carcajada al escuchar la rectificación tan diplomática, pero no apartó la mirada del cielo. Como cualquier buen comandante, siempre lo preocupaba el bienestar de sus subordinados. Ahora pensaba en que el solo hecho de permanecer de pie hora tras hora podía llegar a agotar a un ejército tan grande. El emperador no había llegado desde el palacio de verano y él aún tenía que reunirse con los comandantes de tropas. Podrían transcurrir unas seis horas antes de que los soldados rompieran la formación. A gritos se dirigió a los treinta ejércitos que rodeaban el campo.</p> <p>—¡Descansen! ¡Siéntense! —ordenó. Sabía que su voz no podía alcanzar los límites del campo, pero esperaba que los oficiales transmitieran la orden.</p> <p>Decenas de miles de <i>peng</i> comenzaron a moverse, pero un murmullo recorrió el valle cuando sus superiores les ordenaron volver a la posición de firmes. Incluso después de que Batu repitiera la orden, todas las tropas permanecieron inmóviles. Pe, atónito ante la desobediencia, se volvió hacia el general.</p> <p>—Quizá no han escuchado la orden —opinó.</p> <p>—El viento no es tan fuerte. La han escuchado —afirmó Batu—, pero los comandantes no la han transmitido.</p> <p>—Vos sois el general de la Marca Norteña —dijo Pe, despectivo—. Sois vos quien está al mando de estos ejércitos.</p> <p>—Sí, así es —replicó Batu, mientras observaba las tropas—. Por desgracia, al parecer somos los únicos que lo sabemos.</p> <p>—¿Comunico a los generales que envíen la orden? —inquirió Pe.</p> <p>Batu contempló las colinas durante unos momentos, antes de responder.</p> <p>—No. Que se queden de pie. —Se volvió y entró en la tienda de campaña, donde lo esperaban el señor o el comandante en jefe de cada uno de los treinta ejércitos.</p> <p>El olor del aceite de anguila, que se utilizaba para proteger de la corrosión las armaduras metálicas y las armas inundaba la tienda. Batu percibió el rumor de las conversaciones sostenidas en un tono bajo y pretencioso, y sintió que el entusiasmo le ponía la piel de gallina.</p> <p>Los nobles formaban círculos dispersos de cuatro o cinco, agrupados de acuerdo con sus alianzas del momento. Sus edades iban de la veintena a más de sesenta, y todos vestían armaduras muy ricas. Cada noble iba acompañado de un edecán, cuya única función parecía ser la de sostener el empenachado casco de su amo.</p> <p>Los cinco generales al mando de los ejércitos provinciales estaban reunidos en un rincón. Todos rondaban los sesenta años y no disimulaban su enfado ante la ostentación y el entusiasmo de que hacían gala los nobles. Los cinco hombres vestían los uniformes tradicionales de los generales de primer grado: corseletes rojos de <i>k'ai</i>, y fajas doradas. A diferencia de los nobles, no tenían edecanes, y todos llevaban el casco bajo el brazo, unos cascos sencillos con plumas rojas. Batu sólo reconoció a uno de los generales provinciales, un hombre robusto llamado Kei Bot Li. Lo recordaba como un oficial muy ambicioso pero competente.</p> <p>Las vainas de los generales y los nobles estaban vacías, pues todos sin excepción esperaban poder cambiar unas palabras con el emperador después de la bendición del ejército, y sabían que no se permitía que nadie armado se acercara a menos de treinta metros del Hijo del Cielo.</p> <p>En el rincón opuesto al de los generales provinciales se encontraban <i>tzu</i> Hsuang y un puñado de nobles de menor rango con los que Batu mantenía fuertes vínculos políticos. La lujosa armadura de Hsuang le cubría el cuerpo como un enorme caparazón de tortuga lacado.</p> <p>Aparte de <i>tzu</i> Hsuang y Kei Bot Li, la única otra persona conocida de Batu era el ministro Kwan. El mandarín ocupaba la mesa colocada en la cabecera de la tienda, como una clara afirmación de que era el comandante de todos los ejércitos de Shou Lung. Una docena de nobles ceñudos rodeaban al viejo mandarín atentos a cada una de sus palabras. Kwan llevaba una armadura de combate que habría sido una carga demasiado pesada para cualquier otro anciano. La armadura era idéntica a la de los generales provinciales, salvo que el corselete y el casco empenachado eran de color azul, como emblemas de su rango.</p> <p>A diferencia de los ostentosos atuendos de los otros jefes, Batu sólo llevaba su <i>chia</i> nueva. El único detalle distinto era el ribete rojo, el color de un general de segundo grado. Quizá por la sencillez de su vestido, la entrada de Batu pasó inadvertida para casi todos, excepto su suegro.</p> <p><i>Tzu</i> Hsuang interrumpió su conversación y lo saludó con una reverencia, y los nobles que lo acompañaban hicieron lo mismo. Los demás señores se limitaron a echarle una ojeada y siguieron con la charla. Los generales provinciales lo miraron con expresiones que iban desde el desdén a la sospecha.</p> <p>—¡Esto es una falta de respeto! —dijo Pe en voz alta para que lo escucharan todos, al tiempo que se adelantaba.</p> <p>—Sí, lo es —afirmó Batu sin perder la calma. Estaba intrigado por las ofensas. El general de Chukei no esperaba que sus subordinados aceptaran su autoridad en el acto, pero tampoco había esperado semejante desprecio, Batu sospechó que la presencia de Kwan era la justificación de la insolencia. Al asistir al consejo de guerra, el ministro dejaba claro que su subordinado no merecía su confianza.</p> <p>A Batu no le importaba la opinión de Kwan, pero sabía que la rivalidad entre ellos socavaría su autoridad. Era un problema que debía resolver si quería ejercer el mando. Por desgracia, éste no era el lugar ni el momento adecuado. Al menos en el papel, Kwan era su superior. Si Batu esperaba que sus oficiales lo trataran con respeto, él debía hacer lo mismo con el ministro de Guerra.</p> <p>Batu ordenó a Pe que permaneciera en la entrada y después avanzó con aire decidido hacia la mesa donde estaba Kwan. Cuando llegó allí lo saludó con una reverencia.</p> <p>—No esperaba veros aquí, ministro —dijo Batu.</p> <p>La boca de Kwan se retorció en un gesto malévolo al escuchar las palabras de Batu.</p> <p>—¿Es que los generales de tercer grado ya no son bienvenidos en los consejos de guerra de sus subordinados?</p> <p>Detrás de Batu sonó un coro de susurros. El general estuvo tentado de preguntarle al mandarín si, para conseguir su ruina, valía la pena dejar que los bárbaros arrasaran Shou Lung, pero sabía que ello no serviría de nada. En cambio, después de una pausa muy larga, contestó:</p> <p>—Mi comandante siempre es bienvenido en mi tienda, ministro.</p> <p>—Me alegra saber que estamos de acuerdo en un punto —repuso Kwan con una sonrisa falsa.</p> <p>Batu miró a los nobles reunidos alrededor del anciano.</p> <p>—Si volvéis a vuestros asientos, comenzaremos la reunión —les dijo. Los nobles esperaron la autorización del ministro—. ¡Ahora! —ordenó Batu. Si él acataba la autoridad de Kwan, también sus subordinados tenían que acatar la suya. Cuanto antes lo dejara claro, mejor.</p> <p>Kwan hizo un gesto a los nobles, y éstos se dirigieron a sus asientos. Mientras el general esperaba que se sentaran, se oyó un estrépito ahogado en las colinas. Los nobles murmuraron entre ellos, preocupados, y miraron hacia la salida.</p> <p>Batu asintió con una inclinación de cabeza a la mirada de Pe, y el ayudante salió de la tienda. Un segundo después volvió a entrar y saludó con una profunda reverencia a los presentes antes de hacer su anuncio.</p> <p>—Señores y generales, se acerca el emperador.</p> <p>Pe se apartó inmediatamente de la puerta mientras los nobles desfilaban hacia la salida. Sólo los cinco generales provinciales esperaron la autorización reglamentaria, y se marcharon después de recibir el permiso del ministro y del comandante en jefe. Batu se quedó a solas con Kwan. Durante un buen rato contempló al viejo antes de hablar.</p> <p>—¿No es más importante la derrota a los bárbaros que nuestras luchas políticas? —inquirió—. ¿Hasta cuándo pensáis seguir con esto?</p> <p>Kwan se levantó y, sin quitar los ojos de Batu, dio la vuelta a la mesa arrastrando los pies.</p> <p>—¿Seguir con qué? —replicó el viejo, sin detenerse en su marcha hacia la puerta—. Vamos, no debemos hacer esperar al emperador.</p> <p>Que el ministro no reconociera la rivalidad enfadó tanto a Batu como el conflicto en sí mismo, pero lo único que podía hacer era tragarse el enojo y cumplir la orden. Cuando salió de la tienda detrás de Kwan, vio que los treinta ejércitos estaban de rodillas y tocaban el suelo con la frente en una sumisión simbólica al emperador. Los treinta comandantes se habían reunido delante de la pirámide de tierra; también estaban de rodillas, pero todavía no tocaban el suelo con la frente.</p> <p>El edecán de Kwan acompañó a éste hasta la base de la pirámide, donde, como miembro del mandarinato, el ministro permanecería arrodillado durante la ceremonia. Batu se dirigió a su posición, a unos seis metros de la pirámide, y se puso de rodillas delante de los treinta comandantes.</p> <p>Un millar de soldados que vestían las armaduras amarillas de escama de dragón —la guardia de elite del emperador— bajaron por la ladera de la colina este. La formación, que en otras circunstancias habría resultado un espectáculo impresionante, se perdía en la multitud reunida en las laderas del valle. Los mandarines, cada uno en una litera cargada por cuatro portadores, seguían a los guardias imperiales. Detrás de los mandarines avanzaba el gigantesco palanquín amarillo del emperador, cargado por dieciséis hombres. A continuación, también en literas, iban los viceministros, las consortes, los parientes imperiales y los eunucos influyentes. Otro millar de guardias cerraba la comitiva.</p> <p>Los únicos sonidos que se escuchaban en el valle eran el paso rítmico de la guardia y el aullido del viento. Los guardias de las primeras filas formaron un anillo alrededor de los nobles arrodillados, la tienda de Batu y la pirámide. Al cabo de unos momentos llegaron las primeras literas, y los mandarines, vestidos con las túnicas blancas de ceremonia, se apearon. Mientras iban a ocupar sus lugares, dos de los ministros, Ju-Hay Chou y Ting Mei Wan, saludaron a Batu con una inclinación de cabeza.</p> <p>A continuación, el palanquín del emperador se detuvo junto a los escalones, pero el Hijo del Cielo no apareció. Las puertas permanecieron cerradas hasta que el último de los parientes se arrodilló detrás de la pirámide y el último miembro de la guardia ocupó su puesto en el anillo defensivo.</p> <p>Entonces, sin más ceremonias, el señor de los Sacrificios Imperiales abrió la puerta del palanquín. El Hijo del Cielo se apeó. Vestía una túnica de hilo de oro y una corona de jade que reproducía la figura del sagrado dragón celestial. Centenares de símbolos místicos, que representaban a todos los espíritus de la naturaleza importantes, aparecían bordados en la capa con hilos de oro y plata.</p> <p>El emperador se veía pálido y cansado mientras subía a la pirámide, cosa que no extrañó a Batu. Para purificarse a sí mismo con miras a la ceremonia, el emperador no había comido ni dormido durante tres días. Según el <i>Libro del Cielo</i>, los espíritus interpretaban el estado de agotamiento como una muestra de sumisión. En consecuencia, podían ser generosos con la solicitud del Hijo del Cielo. Para Batu, que no creía en la burocracia celestial ni en los espíritus, semejantes privaciones eran innecesarias y representaban un riesgo para la salud del Divino Señor.</p> <p>Cuando el emperador llegó a lo alto de la pirámide, miró a Batu, a cada uno de los comandantes y por último a los mandarines. Fue la señal para que todos tocaran con la frente la hierba reseca. Batu escuchó disgustado cómo algunos nobles resoplaban por el esfuerzo de bajar la cabeza hasta el suelo. Los ejércitos con comandantes gordos solían estar llenos de soldados holgazanes e inexpertos.</p> <p>El Hijo del Cielo no perdió tiempo en arengas. Aun cuando los soldados hubiesen podido escucharlo, no le correspondía a él motivarlos. Esa tarea recaía exclusivamente en sus comandantes. El emperador estaba allí por una sola razón: pedir la ayuda y la cooperación sobrenatural.</p> <p>En consecuencia, cuando levantó los brazos y miró hacia el cielo, habló con el profundo y místico lenguaje de los antiguos chamanes. De las decenas de miles de hombres reunidos en el valle, no había más de diez que comprendieran sus palabras.</p> <p>Mientras el Hijo del Cielo continuaba con su letanía, los pensamientos de Batu se volvieron a su conflicto con Kwan. Se preguntó si todos sus preparativos habrían sido en vano. El general se enfureció al pensar en la injerencia del viejo en el intrincado plan que había desarrollado durante las últimas dos semanas.</p> <p>Consciente de que, si habían descubierto un espía tuigano, tenía que haber muchos más, Batu había hecho lo indecible para mantener el secreto de sus preparativos. Wu y <i>tzu</i> Hsuang eran los únicos que sabían cómo pensaba derrotar a los bárbaros. Batu no se lo había dicho ni al emperador, porque su suegro le había advertido que un millar de oídos oían lo que se le susurraba al Divino Señor.</p> <p>No había sido fácil acabar los preparativos sin revelar sus intenciones, pero Ju-Hay Chou había hecho mucho en su ayuda. Ante todo había convencido al ministro de Magia para que enviara cien hechiceros en apoyo del ejército, e incluso había autorizado el préstamo del espejo de Shao, un espejo enorme que permitía la comunicación a grandes distancias. A solicitud de Batu, Ju-Hay había reunido una flota de quinientos juncos de carga y, con la ayuda de Ting Mei Wan, había satisfecho otra de las peticiones dé Batu al disponer la evacuación de todo un pueblo ribereño. En todos los casos, Ju-Hay había respetado el secreto de Batu respecto a sus peticiones.</p> <p>Ahora, tan sólo una semana después de que le encomendaran ganar la guerra contra los bárbaros, todo lo que necesitaba Batu estaba en su sitio… siempre que Kwan se mantuviera apartado y que los bárbaros no variaran las tácticas.</p> <p>Batu no confiaba en poder dominar a Kwan, pero estaba seguro de que los bárbaros no cambiarían las tácticas. Según los despachos de campaña, su estrategia de tierra quemada había casi paralizado el avance tuigano, pues los grupos de avituallamiento se veían obligados a recorrer centenares de kilómetros para encontrar alimentos para las tropas en el frente.</p> <p>A pesar de la satisfacción del general con el curso de la guerra, la semana no había sido muy buena. Batu había pasado la mayor parte del tiempo ocupado en hacer planes, en suplicar una cooperación ciega y en hablar con jinetes agotados. No había tenido casi un momento de descanso. Cuando tuvo ocasión de estar con su familia, Ji y Yo se mostraron tristes y asustados. La pesadumbre de sus hijos casi le hizo lamentar la guerra.</p> <p>Batu estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el emperador había terminado las súplicas hasta que los mandarines comenzaron a levantarse. Apenas si tuvo tiempo de hacer lo propio antes de que descubrieran su falta de atención. A continuación se irguieron sus subordinados y por último los treinta ejércitos volvieron a la posición de firmes.</p> <p>El Hijo del Cielo hizo una pausa para mirar a las tropas y después habló a los mandarines.</p> <p>—Les he pedido a los espíritus su bendición, y esto es lo que dijeron: «Emperador Kai Chin, tus soldados tienen las mejores armas de Shou Lung, el coraje de los cielos, y el liderazgo de un general sabio. Los bárbaros sólo tienen la velocidad de sus jamelgos y la osadía nacida de la ignorancia. ¿Por qué nos pides nuestra bendición?».</p> <p>El emperador hizo otra pausa y miró a los comandantes de los treinta ejércitos.</p> <p>—Esto es lo que les respondí: «Seres supremos, sabemos que nuestros ejércitos pueden derrotar a la horda enemiga. Pedimos vuestra bendición porque ninguna flecha puede perforar la armadura de un espíritu, ningún héroe puede superar la velocidad del viento, y ningún general puede rivalizar con la sabiduría del universo. Pido que nos apoyéis con condiciones favorables, para que podamos alcanzar a nuestro enemigo y detener su invasión vil». —El emperador se humedeció los labios—. Esto es lo que contestaron: «Entonces tendrás nuestro favor, Kai Chin, porque el enemigo es una abominación de la naturaleza. Queremos que tus ejércitos destruyan a esa cosa, por nuestro bien y por el tuyo. Si la lluvia demora el avance de tus ejércitos, no te preocupes: lloverá el doble sobre el enemigo. Si el sol castiga las cabezas de tus soldados y seca sus gargantas, abrasará el doble al enemigo, arrancando la humedad de su cuerpo. Si el viento ciega a los tuyos con el polvo, entonces el enemigo perderá el camino en medio de un torbellino».</p> <p>El emperador hizo una última pausa que aprovechó para mirar a los oficiales y a las tropas en las colinas. Por fin, reanudó su discurso y esta vez sus palabras iban dirigidas a los soldados.</p> <p>—<i>Peng</i>, los espíritus han hablado. ¡No podemos perder!</p> <p>Los soldados que podían escucharlo, aquellos que estaban en las estribaciones de las colinas, levantaron las armas y estallaron en vítores ensordecedores. Volvieron a repetir el grito y esta vez se sumaron las tropas ubicadas en las alturas. A la tercera oración, sus voces sonaban como truenos. El emperador realizó poco a poco una vuelta completa para mirar a cada uno de los treinta ejércitos.</p> <p>Batu sintió un estremecimiento en lo más hondo de su pecho con cada ovación de la tropa. No sabía si era la vibración provocada por las ciento cincuenta mil voces, su propio entusiasmo, o el toque místico de un espíritu de la naturaleza. Sólo sabía que, por primera vez desde el comienzo de la invasión tuigana, creía en el triunfo de Shou Lung. Se volvió y levantó el brazo derecho, para guiar a los demás comandantes a medida que, ellos también, se sumaban a los vítores.</p> <p>Los gritos se prolongaron durante unos diez minutos, hasta que a Batu le dolieron los oídos del estrépito y casi se quedó ronco de tanto gritar. Por último, el emperador bajó de la pirámide, y al instante reinó en el valle el mismo silencio que había cuando llegó la comitiva del monarca. Kwan Chan Sen recibió al emperador en la base de la pirámide.</p> <p>—Un discurso magnífico, Divino Señor —dijo el ministro, con una reverencia muy profunda—. El general Batu todavía no ha acabado su consejo de guerra. ¿Puedo invitaros a vos y a los mandarines a que asistáis a él?</p> <p>El emperador miró a Batu, que permanecía en posición de firmes delante de los jefes y oficiales.</p> <p>—Sí —contestó el Hijo del Cielo—. Con mucho gusto.</p> <p>Batu frunció el entrecejo mientras del Divino Señor y los mandarines se dirigían hacia la tienda. Con espías sueltos en el palacio de verano, no deseaba discutir temas estratégicos delante de los mandarines. Además, sospechaba que la invitación de Kwan no era más que otra maniobra de la campaña del ministro para desacreditarlo.</p> <p>En cuanto el Hijo del Cielo entró en la tienda, Batu y los demás comandantes lo siguieron deprisa. Kwan había dispuesto las cosas de forma tal que el emperador y los mandarines ocuparan la mesa, sin dejar sitio para Batu. Desde luego, la intención era reforzar la posición del joven general como subordinado de Kwan.</p> <p>El rostro del emperador permaneció impasible mientras Batu se acercaba a la tienda. El general sabía que el Hijo del Cielo mantendría su expresión inescrutable durante toda la reunión. En el transcurso de la última semana, había visto lo suficiente como para saber que el emperador se mantenía por encima de las rencillas políticas de la burocracia. Esta vez, con el emperador en la tienda, los comandantes se apresuraron a ocupar sus puestos con toda discreción. La reunión comenzó casi de inmediato. Kwan se hizo con la iniciativa.</p> <p>—Estamos aquí, general Batu —dijo el ministro, con las manos apoyadas en la mesa—. ¿Qué pensáis hacer con nosotros?</p> <p>Batu dominó la cólera y se volvió para dirigirse a sus subordinados, los comandantes de los ejércitos.</p> <p>—Nuestros enemigos se mueven con la rapidez del viento y la precisión de las estrellas —afirmó Batu—. Son bárbaros, pero son bárbaros astutos que emplean todas las tácticas guerreras descritas en el <i>Libro del Cielo</i>, y también muchas otras que no figuran en él: Si queremos derrotar a estos invasores, nunca debemos menospreciarlos.</p> <p>Batu hizo una pausa, y Kwan aprovechó para intervenir otra vez.</p> <p>—Desde luego vuestro plan consistirá en algo más que en subestimar al enemigo, ¿o no?</p> <p>—Efectivamente —confirmó el general de Chukei, que miró por encima del hombro a Kwan sin dar más detalles. Estaba seguro de que cualquier cosa que dijera a los mandarines presentes acabaría por llegar a oídos de los espías.</p> <p>—¿Tendríais la bondad de explicarlo? —insistió Kwan, con una leve mueca de desprecio.</p> <p>El joven general frunció el entrecejo e intentó pensar la manera de rehusarse sin ofender a los mandarines. Miró a Ju-Hay Chou en busca de ayuda. El rostro del ministro de Estado era una máscara, y Batu comprendió que Ju-Hay esperaba que saliera del apuro por sus propios medios. Por fin, Batu decidió revelar una verdad parcial.</p> <p>—Cincuenta mil hombres de los diversos ejércitos cabalgarán en dirección noroeste, hacia Yenching, para enfrentarse a los bárbaros.</p> <p>Ocultó el hecho de que <i>tzu</i> Hsuang iría al mando de la tropa, pues sabía que los orgullosos y pendencieros nobles no aceptarían el mando de su suegro hasta que él estableciera firmemente su propia autoridad. Por fortuna, Kwan buscó atacarlo con otro tema.</p> <p>—¿Qué pensáis hacer con los ejércitos provinciales? —preguntó el viejo, sin apartar la mirada del rostro de Batu.</p> <p>—Marcharán al oeste para proteger Shou Kuan —contestó Batu. No le gustaba mentir en presencia del Divino Señor, pero no quería descubrir sus verdaderas intenciones.</p> <p>La respuesta provocó un murmullo de asombro. El plan de Batu no hacía caso de uno de los dictados del <i>Libro del Cielo</i>: nunca dividir las fuerzas delante del enemigo.</p> <p>El murmullo fue en aumento, y Kwan no pudo evitar la sonrisa. La sonrisa del ministro dio a Batu una pista de las intenciones del viejo. Sin duda tenía conocimientos del secreto con que Batu había hecho los preparativos, y había supuesto que el joven general se negaría a revelar toda su estrategia delante de tanta gente. Sin los detalles, cualquier plan parecería pobre.</p> <p>Batu recordó una de las máximas de Sin Kow: «Cuando se descubre una trampa, no basta con desarmarla. Hay que volver la trampa contra el hombre que la ha creado». El general decidió invertir la estrategia y seguir el juego del ministro.</p> <p>Kwan dejó que los comandantes subordinados de Batu continuaran con los comentarios durante unos segundos más, antes de dirigirse a todos con un tono lo bastante alto como para ser oído.</p> <p>—¿Así que dividiréis el ejército?</p> <p>—Sí —contestó Batu, haciendo todo lo posible para parecer un ignorante—. ¿Qué tiene de malo?</p> <p>Tal como esperaba, la tienda estalló en un coro de protestas a media voz. En el arrugado rostro de Kwan apareció una expresión satisfecha, pero el ministro evitó con mucho cuidado hacer nada que el emperador pudiera interpretar como un intento de sembrar la discordia. Si Batu quería que el viejo cometiera un error, debía poner más cebo en la trampa.</p> <p>—Al mando de <i>tzu</i> Hsuang, los ejércitos… —Batu no necesitó añadir nada más. Una veintena de nobles se pusieron de pie para vocear su indignación. Los cinco generales provinciales se acercaron al ministro manifestando a viva voz sus dudas sobre la experiencia del joven general.</p> <p>Radiante de satisfacción, Kwan permitió que el alboroto continuara por unos minutos. Simulando una expresión dolorida y confusa, Batu paseó la mirada por los presentes como si buscara apoyo. Su único aliado firme, <i>tzu</i> Hsuang, tenía el entrecejo fruncido, y en el rostro del emperador podía leerse su duda del acierto de haber elegido a Batu como comandante de la guerra.</p> <p>Por fin, Kwan se dispuso a rematar la faena. Se puso de pie y levantó las manos para pedir silencio. Poco a poco se acallaron las voces, y, con una expresión triunfal, el viejo se dirigió a Batu.</p> <p>—General —dijo—, el plan que habéis bosquejado pasa por alto todos los dictados básicos de la estrategia. Supongo que no hablaréis en serio…</p> <p>Batu se esforzó por parecer vacilante. Miró a Kwan, a su suegro, al emperador, y otra vez al ministro.</p> <p>—Reconozco que no he trabajado a fondo todos los detalles —manifestó como si quisiera disculparse—, pero éste es mi plan general. Es todo lo que puedo hacer.</p> <p>Un coro de protestas resonó en la tienda. Kwan cerró los ojos y sacudió la cabeza. Después de una pausa muy larga, el ministro reclamó silencio. Como si fuera a hacer algo contra su voluntad, se volvió hacia el emperador.</p> <p>—Divino Señor, muy a mi pesar debo insistir en que el general Batu sea sustituido por un oficial más competente.</p> <p>Varios nobles manifestaron su acuerdo con la petición.</p> <p>El Hijo del Cielo frunció el entrecejo; a continuación, miró a Batu con una expresión donde se mezclaban la confusión y el enfado. El joven general respondió a la mirada con toda la entereza de que fue capaz. Su táctica había funcionado: había forzado a Kwan a pedirle al emperador que eligiera entre los dos. Ahora, sólo podía esperar que el Hijo del Cielo escogiera correctamente. La ayuda le llegó de donde menos la esperaba. Ju-Hay Chou se dirigió al emperador.</p> <p>—Divino Señor, ¿puedo hablar?</p> <p>—Todos deseamos que lo hagáis —repuso el Hijo del Cielo.</p> <p>—Como sabéis, no soy un experto en temas militares. No obstante, pienso que en el plan del general Batu hay algo más de lo que se ve a primera vista. —Ju-Hay dirigió una mirada malévola a Kwan, que de pronto se mostró preocupado.</p> <p>El emperador asintió y a continuación observó pensativo a Batu, después a Kwan y por último otra vez a Ju-Hay.</p> <p>—Como habéis dicho, no sois un experto militar, primer gran canciller de la izquierda, pero os agradecemos vuestra opinión. —Kwan sonrió al escuchar las palabras del emperador, confiado en que el monarca no tenía en cuenta lo dicho por Ju-Hay. Tras una breve pausa, el Divino Señor le preguntó a Kwan—: Ministro, ¿debo entender que, como superior del general Batu, no aprobáis su plan?</p> <p>—Sería un desastre para Shou Lung —proclamó el viejo—. Los bárbaros…</p> <p>—Si desaprobáis el plan del general Batu —lo interrumpió el emperador, con el rostro impasible y la voz calma—, entonces desaprobáis mi plan.</p> <p>El arrugado rostro de Kwan se convirtió en la viva imagen del asombro.</p> <p>—Pero… —comenzó a decir, pero se detuvo al ver que el emperador levantaba una mano imponiéndole silencio.</p> <p>—Todos hemos visto cuánto comprendéis a los bárbaros, ministro Kwan —dijo el emperador—. Demos al general Batu su oportunidad. Dado que no aprobáis mi elección en materia de generales, os relevo de cualquier responsabilidad. Como general de la Marca Norteña, Batu Min Ho me informará directamente de la marcha de la guerra.</p> <p>Una vez más, se escucharon en la tienda las exclamaciones de asombro y los cuchicheos. Kwan se puso de pie.</p> <p>—Os ruego que reconsideréis vuestra decisión —jadeó—. Ésta es una…</p> <p>—¡Ya es suficiente, Kwan Chan! —lo cortó el emperador, volviéndole el rostro ostensiblemente.</p> <p>De inmediato reinó el silencio en la tienda. El viejo mandarín cerró la boca y se inclinó todo lo que le permitieron sus huesos. Todas las miradas se centraron en Batu, esperando ansiosas el próximo paso.</p> <p>Consciente de que había llegado el momento de quitarle hierro a la situación, el joven general sólo hizo una reverencia al emperador.</p> <p>—Quizás es lo más conveniente, Divino Señor. El ministro Kwan posee una gran experiencia, pero la experiencia no servirá de mucho contra los bárbaros.</p> <p>Kwan miró a Batu sin disimular su odio.</p> <p>—No lo dudo —comentó el emperador. Miró al joven general y después a los presentes—. Ahora, si los mandarines y sus oficiales nos excusan por un momento, quiero hablar con vos en privado.</p> <p>Batu se apresuró a despachar a sus subordinados, que salieron de la tienda. Al cabo de unos minutos, el emperador y el general se quedaron solos. El Hijo del Cielo observó a Batu durante un buen rato antes de hacer ningún comentario.</p> <p>—Sois un digno ganador, general.</p> <p>—No tenía ningún sentido prolongar la discusión.</p> <p>—Una decisión sabia —opinó el emperador. Después, con una mirada helada, añadió—: No me gusta que me manipulen, general. No lo volváis a hacer.</p> <p>—Os pido perdón —se disculpó Batu, poniéndose de rodillas—. Si voy a ganar esta guerra, debo tener el mando absoluto de mis tropas.</p> <p>—Espero que estéis satisfecho.</p> <p>Batu se atrevió a levantar la cabeza al recordar la mirada de odio que le había dirigido Kwan.</p> <p>—No del todo, Hijo del Cielo.</p> <p>—¿Qué más deseáis? —preguntó el emperador, extrañado.</p> <p>—En este momento, la única cosa que debería preocupar a un soldado en mi posición es su deber —respondió.</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Pero ahora tengo un enemigo poderoso —continuó el general—, y me veo obligado a dejar a mi familia sola y desprotegida.</p> <p>—No ofendáis mi hospitalidad sugiriendo que pueden sufrir algún daño en el palacio de verano. —La voz del emperador era calma pero su expresión ceñuda delataba su irritación—. Como habéis dicho, la única cosa que os debe preocupar es vuestro deber. —Sin esperar una respuesta, el emperador se puso de pie—. Ahora que están resueltas las cuestiones políticas, os dejo con vuestras ocupaciones militares. No penséis en otra cosa.</p> <p>—Obedeceré —afirmó Batu, con la frente contra el suelo.</p> <p>—Desde luego que sí —dijo el emperador. Sin autorizar a Batu a que se levantara, el Divino Señor rodeó la mesa y salió de la tienda. El general de la Marca Norteña no se movió.</p> <p>Por fin, cuando escuchó la partida de la comitiva del emperador, se levantó y fue a la puerta de la tienda, donde esperaban Pe y sus subordinados.</p> <p>—¿Y ahora qué? —preguntó el ayudante con una reverencia.</p> <p>—Emprendemos la marcha —contestó Batu, paseando la mirada por los rostros de sus subordinados.</p> <p>Esta vez, nadie objetó sus órdenes.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 7</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">La flota fluvial</p> <p style="margin-top: 4em">Tras la marcha del emperador, Batu colocó a veinticinco de sus ejércitos al mando de <i>tzu</i> Hsuang. También confió a su suegro el espejo de Shao, junto con la carreta necesaria para cargar el voluminoso artefacto del ministro de la Magia. Unos cuantos nobles fieles a Kwan murmuraron entre sí que aquello era nepotismo, pero el general no les hizo caso. Su suegro era el único noble que conocía medianamente bien, y necesitaba alguien de confianza para mandar a los belicosos señores.</p> <p><i>Tzu</i> Hsuang reunió a su tropas y las llevó a los muelles de la ciudad fluvial de Taitung, donde embarcó a los cincuenta mil <i>peng</i> en la flota de barcazas que allí esperaban. Las órdenes de Hsuang eran remontar el Hungtse hasta donde pudiera, y después marchar hacia el oeste en busca del enemigo. Si la campaña se desarrollaba de acuerdo con los planes de Batu, Hsuang y los nobles encontrarían a los bárbaros justo al oeste de Shou Kuan.</p> <p>Batu cogió a los cinco ejércitos provinciales y marchó hacia el norte por la Ruta de las Especias. Tal como el general había temido, durante la tarde el calor y el polvo se convirtieron en un suplicio. Los hombres, poco acostumbrados a marchas tan largas, se cansaron rápidamente, y fueron varios los que cayeron víctimas de una insolación.</p> <p>No obstante, Batu no aflojó el ritmo, ni siquiera cuando oscureció. En cambio, para la sorpresa no manifestada de sus estoicos subordinados, continuó la marcha. El general no dio la voz de alto hasta la medianoche, cuando los cinco ejércitos llegaron a una pequeña y apartada aldea que, sin razón aparente, estaba desierta. Era Chang Tu, el villorrio que Batu le había pedido a Ju-Hay que evacuara. También era el lugar donde había ordenado que fondeara la flota de juncos de carga.</p> <p>En cuanto entraron en la aldea, Batu ordenó a las primeras unidades que subieran a los juncos, con la advertencia estricta de que todos los <i>peng</i> debían permanecer en las bodegas. En ningún caso saldrían a cubierta, donde podían verlos desde otras naves o desde la costa.</p> <p>El embarque de las tropas se podría haber hecho en un par de días, pero Batu se tomó su tiempo y no permitió que zarparan más de dos o tres juncos cada hora. El general consideraba que era tiempo bien gastado. Pretendía disimular los movimientos de las tropas como tráfico mercante, en la esperanza de que cualquier espía tuigano en la zona le perdiera el rastro a su ejército.</p> <p>Ocho días más tarde, Batu y Pe abordaron el último junco con la última compañía. Los remeros llevaron a la embarcación hacia el centro de la corriente, y comenzaron la travesía por el río Ch'ing Tung. Las dudas de Batu respecto a esta fase del plan no tardaron en esfumarse. A simple vista, ni siquiera él era capaz de distinguir sus transportes de tropa de los miles de juncos de carga que navegaban por el sistema fluvial de Shou Lung, y no creía que la incorporación de quinientos barcos en el transcurso de una semana pudiera llamar la atención de los observadores, máxime cuando se esperaba un aumento de la actividad comercial pues el país se movilizaba para la guerra.</p> <p>El junco del general tardó cuatro días en llegar a la desembocadura del río, la mitad del tiempo empleado para embarcar a todas las tropas. La nave dejó atrás la ciudad de Kirin al anochecer y entró en las agitadas y oscuras aguas del Mar Celestial, donde viró hacia el norte para dirigirse al punto de reunión de la flota. El mareo atacó a Batu en cuanto salieron a mar abierto y, en menos de media hora, deseó no haber puesto jamás los pies en la cubierta de un barco.</p> <p>Seis días más tarde, el general se repuso lo suficiente como para abandonar su litera. Le dijo a Pe que llamara a los subordinados, y a continuación se vistió y subió a cubierta. Después de los olores rancios de la sentina —el agua estancada, los cabos mohosos y los marineros sucios— Batu disfrutó con el aire marino. Se apoyó en la borda y contempló el Mar Celestial. Por el oeste, asomaba en el horizonte una diminuta punta de roca. Pe se reunió con él y, al ver hacia dónde miraba Batu, le explicó qué era.</p> <p>—Aquél es el cabo de Wak'an. Según los marineros, significa que estamos a cuatro días de Lo Shan y del río Sheng Ti.</p> <p>Sin desviar la mirada del mar, Batu soltó un gruñido de protesta. La perspectiva de pasar otros cuatro días de mareos casi lo llevó a volverse a la litera.</p> <p>Sin embargo, con los subordinados de camino para reunirse con él, no podía retirarse; de modo que permaneció junto a la borda, llenándose los pulmones con el aire salado mientras estudiaba el mar. El cielo era tan azul como el agua, y tenían el viento del este a favor. Entre el barco del general y el cabo de Wak'an, las velas de los quinientos juncos de su armada se bamboleaban en el agua como otras tantas banderas de plegarias. Los esquifes que llevaban a los cinco generales se abrían paso entre las olas con rumbo a la patética nave insignia de Batu.</p> <p>—A los bárbaros nunca se les ocurrirá buscarnos aquí —manifestó Pe, alegremente. Se apoyó en la borda con el brazo bueno, junto a Batu.</p> <p>—Desde luego que no —replicó el general, molesto por la jovialidad de su ayudante.</p> <p>Al notar la irritación de su comandante, Pe retiró el brazo y adoptó una postura más rígida.</p> <p>—No pretendía ofenderos…</p> <p>—No lo has hecho —aseguró el general, para tranquilidad de Pe—. Todavía me siento mal, y ello me irrita.</p> <p>Mientras observaba el avance de los botes, Batu se preguntó cómo sería su primera reunión con los comandantes. Hoy se verían por primera vez desde que la flota se había hecho a la mar, y no había tenido ocasión de explicarles su plan.</p> <p>El primer bote llegó al cabo de unos pocos minutos. El ocupante era Kei Bot Li, el único de los generales que Batu conocía. A pesar de su corpulencia, Kei Bot saltó del bote y trepó por la escala de cuerda con la agilidad de un mono. En cuanto puso los pies en cubierta, Kei Bot saludó a Batu con una profunda reverencia.</p> <p>—Es un gran honor, comandante general —dijo.</p> <p>—El placer es mío, general —respondió Batu, que le devolvió la reverencia al tiempo que intentaba sonreír como su subordinado.</p> <p>—¿El mar no os sienta bien, mi general? —preguntó Kei Bot al notar la expresión de sufrimiento de Batu.</p> <p>Avergonzado por sus escasas cualidades marineras, el general de segundo grado asintió a regañadientes.</p> <p>—Jamás se me habría ocurrido que acostarse en un lecho cómodo pudiera resultar tan difícil.</p> <p>Kei Bot rió de buena gana, pero, antes de que pudiera decir nada más, llegaron los otros generales. Los cuatro subieron a cubierta con aire impaciente. Después de los saludos de rigor, Batu llevó a sus subordinados a la cocina del junco, el único lugar del barco lo bastante grande como para albergar la reunión. Pe se encargó de servir el té y Batu aprovechó la pausa para desplegar el mapa de campaña y preparar varios pinceles de escribir y frascos de tintas de diversos colores sobre la mesa.</p> <p>El mapa mostraba la parte norte de Shou Lung. Una línea negra que atravesaba la esquina noroeste marcaba la Muralla del Dragón. Una flecha roja señalaba la brecha abierta por los bárbaros en la muralla y la dirección de su avance hacia Yenching. Justo al sur de Yenching, una línea azul serpenteaba horizontalmente a través del mapa, separando el tercio superior de éste del resto. La línea era el río Sheng Ti, que cruzaba todo el norte de Shou Lung, y que era la pieza clave del plan de Batu.</p> <p>En el centro del mapa aparecía Shou Kuan, una estrella negra rodeada por un círculo para indicar que era una ciudad fortificada. Hacia el lado derecho del mapa, aproximadamente a la misma latitud que Shou Kuan, estaba Taitung. El río Hungtse cruzaba Taitung hasta una zona pintada de azul en el borde oriental del mapa: el Mar Celestial. En cuanto Batu acabó de desplegar el mapa, Kei Bot y los demás generales provinciales lo estudiaron con mucha atención. Batu casi soltó una carcajada al ver cómo los hombres, uno después del otro, lo espiaban a hurtadillas.</p> <p>—Ha llegado el momento de explicar qué hacemos en el Mar Celestial —dijo Batu—, mientras los bárbaros realizan sus ataques a mil quinientos kilómetros de distancia. —El general puso un dedo sobre la flecha roja que marcaba el avance tuigano—. A pesar de nuestros esfuerzos para cortarles los suministros, los bárbaros continúan avanzando hacia el sudeste a paso lento. —Batu cogió un pincel, lo mojó en la tinta roja, y prolongó la flecha hasta Yenching—. Sabemos que, debido a las habituales crecidas de primavera, los bárbaros no pueden vadear el río Sheng Ti en esta época del año. En consecuencia, no tienen otra opción que la de cruzarlo en Yenching por el Puente de los Tres Camellos. Por desgracia, ninguno de nuestros ejércitos puede llegar a Yenching a tiempo para detenerlos. Después de cruzar el río, avanzarán hacia el próximo objetivo importante: Shou Kuan.</p> <p>Batu extendió la línea roja hasta un par de centímetros de Shou Kuan, y luego cogió un pincel con tinta verde, con el que trazó una línea desde Taitung hasta el oeste de la ciudad fortificada.</p> <p>—Ésta es la ruta que seguirá <i>tzu</i> Hsuang con las tropas de los nobles. —La línea verde avanzó y se encontró con la roja a menos de un día de marcha de Shou Kuan. Batu dibujó una cruz y luego desvió la línea verde, de regreso a Shou Kuan—. Después del combate inicial, los nobles se retirarán…</p> <p>—¿Tan poco confiáis en el liderazgo de <i>tzu</i> Hsuang? —lo interrumpió Kei Bot, señalando la línea de retirada.</p> <p>Batu levantó el pincel, pero no quitó la mano del mapa al escuchar la pregunta de su subordinado.</p> <p>—Tengo plena confianza en <i>tzu</i> Hsuang y los nobles —contestó—. Pero, por lo que sé, los bárbaros tienen unos doscientos mil jinetes. Sus ejércitos maniobran tan bien como cualquiera de Shou Lung, y sus oficiales son salvajes sedientos de sangre. En cambio, <i>tzu</i> Hsuang dispone de cincuenta mil <i>peng</i> cansados al mando de oficiales díscolos y con poca experiencia.</p> <p>Los generales de primer grado manifestaron su asentimiento con la valoración de los ejércitos de los nobles. Batu miró el mapa.</p> <p>—Creo que podemos dar por hecho que los nobles perderán la batalla. Hsuang efectuará un repliegue controlado hasta Shou Kuan y se atrincherará detrás de las murallas. —Batu cogió el pincel de tinta roja y marcó la línea que representaba la persecución de los bárbaros—. Los tuiganos seguirán este camino…</p> <p>—¿Cómo podéis estar tan seguro? —lo interrumpió el general de Mai Yuan—. Con sus caballos, el enemigo puede rodear a Hsuang y acabar con los nobles.</p> <p>—Será como intentar rodear el viento —replicó Batu—. Los ejércitos de los nobles abandonarán la artillería y escaparán protegidos por la oscuridad. Estarán a salvo detrás de las murallas de Shou Kuan cuando salga el sol, mucho antes de que los tuiganos puedan alcanzarlos. —Batu continuó la línea roja hasta Shou Kuan—. De modo que el enemigo sitiará la ciudad.</p> <p>—No tendrán otra elección —comentó el general de Mai Yuan—. Ningún comandante sería tan tonto como para dejar una fuerza enemiga importante sus espaldas.</p> <p>—Así es —asintió Batu, que volvió a cambiar de pincel.</p> <p>—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Kei Bot, señalando el Mar Celestial.</p> <p>El comandante en jefe mojó el pincel en el frasco de tinta amarilla y trazó una línea que seguía el río Sheng Ti hasta Yenching.</p> <p>—Rebasaremos el flanco enemigo y desembarcaremos en Yenching —dijo Batu, que trazó una cruz sobre la ciudad.</p> <p>—Pero… ¡eso está a más de dos mil cuatrocientos kilómetros! —exclamó el comandante de Mai Yuan—. Tardaremos semanas en remontar el río.</p> <p>—Unas cinco semanas —contestó Batu—. Calculo que llegaremos a Yenching casi cuando se produzca el combate entre los bárbaros y Hsuang en las afueras de Shou Kuan.</p> <p>—Perdonad mi ignorancia —intervino Kei Bot, con una mirada que desmentía la falta de inteligencia—; pero, si la batalla tendrá lugar en Shou Kuan, ¿por qué vamos a Yenching?</p> <p>Batu volvió a mojar el pincel y prosiguió la línea amarilla paralela a la ruta de los tuiganos.</p> <p>—Seguiremos el camino del enemigo hacia el sur. Les cortaremos las líneas de comunicaciones y destruiremos sus guarniciones sobre la marcha. —La línea amarilla llegó a Shou Kuan—. Cuando lleguemos a Shou Kuan, habrá una segunda batalla. Mientras nos aproximamos, las fuerzas de <i>tzu</i> Hsuang saldrán de la fortaleza para distraer el enemigo. Cuando los bárbaros respondan al ataque, nosotros los pillaremos por la retaguardia. No importa lo que hagan, los tendremos cazados entre dos fuegos. Ni siquiera sus caballos los salvarán.</p> <p>Los cinco generales permanecieron en silencio durante un buen rato. Por fin, Kei Bot apoyó un dedo en el punto que señalaba Shou Kuan.</p> <p>—¿Cómo sabrá Hsuang cuándo debe fingir el ataque?</p> <p>Los comentarios sobre detalles y las preguntas de este tipo eran indicio de que los generales aprobaban el plan. Sonrió antes de responder a la pregunta.</p> <p>—Tenemos que agradecérselo al ministro de la Magia. <i>Tzu</i> Hsuang y yo nos mantendremos en contacto a través del espejo de Shao.</p> <p style="text-align:center; text-indent: 0em; margin-top: 2em; margin-bottom: 2em; ">* * *</p> <p>Aquella misma tarde, mientras la flota de Batu se acercaba al cabo de Wak'an, la esposa del general y sus hijos se encontraban fuera de los muros del Jardín Celestial de la Virtuosa Consorte. La familia estaba vigilada por dieciocho guardias, y había dos más en el interior, para comprobar que no había ningún peligro.</p> <p>—¿No podemos entrar? —preguntó Ji, mientras tironeaba impaciente la mano de su madre. A sus cinco años, se parecía más al abuelo que al padre. La sangre noble de <i>tzu</i> Hsuang se veía en el sedoso pelo del niño, las facciones refinadas y sus esculturales proporciones.</p> <p>—¡Ya hemos esperado bastante! —afirmó Yo, ceñuda por la demora. Con los ojos bien separados, los pómulos altos y chatos, y las aletas de la nariz abiertas, era más parecida al padre. Por fortuna, pensaba Wu, sólo tenía cuatro años y todavía le quedaba tiempo para superar este legado. En un hombre, las firmes facciones de Batu podían resultar atractivas, pero Wu no dudaba que serían una desventaja para una joven damisela.</p> <p>Wu conocía la razón de la inquietud de los niños. Se acababa la tarde y sólo tendrían veinte o treinta minutos para jugar antes de que se hiciera de noche. Aun así, los niños tenían que aprender a tener paciencia. Wu les tiró de las manos con gesto severo.</p> <p>—Sois los nietos de un señor y los hijos del general de la Marca Norteña. ¿Es ésta la manera de comportarse?</p> <p>Ji y Yo aceptaron la reprimenda de la madre con un suspiro, y se callaron.</p> <p>El Jardín Celestial era el único lugar del palacio de verano donde Wu se sentía segura, porque allí podía olvidarse de lo que consideraba su encarcelamiento. Sólo habían transcurrido dieciocho días desde la marcha de Batu, pero ya los sicofantes de la corte imperial maniobraban para desacreditarlo. Esto se debía en su mayor parte, según Wu, a que el plan de su marido había funcionado demasiado bien.</p> <p>Aunque los informes de <i>tzu</i> Hsuang llegaban cada día a la corte, nadie había visto u oído nada de los ejércitos de Batu desde la bendición del emperador. Por lo que decían los burócratas, el recién nombrado general de la Marca Norteña había cogido a cien mil hombres y se había esfumado. Al principio, los burócratas se habían sorprendido ante la hazaña. Sus cotilleos trataban de cómo lo había hecho. Sin embargo, a medida que transcurrió la semana sin tener noticias de su paradero, los rumores atribuyeron la desaparición a circunstancias siniestras.</p> <p>La teoría de la deserción circulaba desde hacía dos días. Según esta hipótesis, Batu se había encontrado con la vanguardia de un ejército enemigo y se había pasado a los bárbaros con armas y bagaje. Los partidarios de esta versión se deleitaban señalando que regresaría a Taitung al frente de un ejército formado por bárbaros y shous.</p> <p>Wu, que había ayudado a Batu a preparar el plan, sabía que nada podía estar más lejos de la verdad. Por desgracia, era la única en todo el palacio de verano que podía afirmarlo con absoluta certeza. De todos modos, no se atrevía a salir en defensa de su marido por miedo a que los espías tuiganos descubrieran el plan.</p> <p>Así que, en medio del esplendor y el lujo de la corte imperial, Wu se encontraba aislada y rechazada, aunque esto no representaba un sacrificio para ella. Las damas de la corte, con las cejas depiladas y pintadas, parecían todas tontas y aburridas, y a Wu no le interesaba frecuentar su compañía.</p> <p>Los niños, en cambio, estaban acostumbrados a la libertad de los jardines inmensos y a una multitud de compañeros de juego. Pero, en el palacio de verano, el espacio escaseaba y los niños eran una rareza. A los pocos niños que vivían en la corte se les había prohibido relacionarse con «la prole del desertor». Como consecuencia, el palacio de verano era una auténtica cárcel para Ji y Yo.</p> <p>La única isla en este mar de aislamiento era el ministro de Estado, Ju-Hay Chou. Wu sospechaba que el ministro había adivinado parte del plan de su marido. En varias ocasiones, la había visitado para confirmarle que Batu gozaba de toda la confianza del emperador, pese a los murmullos de la corte. Ju-Hay también se había ocupado de que Wu gozara de todos los lujos, e incluso había convencido a los burócratas para que Wu y los niños pudieran ir al Jardín Celestial.</p> <p>De todas las cosas que había hecho Ju-Hay, Wu apreciaba este último favor por encima de todo lo demás. El jardín, ubicado en el rincón noroeste del palacio, tenía una extensión de sesenta metros por lado. Era un lugar salvaje lleno de árboles de muchas variedades: ciruelos, magnolias, moreras blancas. Incluso había dos grandes sauces llorones, que, con sus enormes copas y ramas colgantes, daban al jardín una apariencia casi tan salvaje y maravillosa como la de los parque de Chukei.</p> <p>Sin embargo, en opinión de Wu, lo mejor del Jardín Celestial eran sus muros. Los que daban al norte y al este formaban parte de las fortificaciones del palacio y tenían más de diez metros de altura, mientras que los del sur y el oeste alcanzaban los seis metros. El jardín tenía una sola entrada, la «puerta de la luna», una abertura circular en la pared sur, donde ahora estaba Wu. En otras circunstancias, Wu no se habría interesado mucho por tales detalles, pero los muros le permitían estar a solas con sus hijos siempre y cuando los guardias no encontraran espías o asesinos ocultos en el interior.</p> <p>Wu y los niños tuvieron que esperar unos minutos a que los dos guardias regresaran de la inspección. Uno vestía una armadura de placas verdes y el otro una armadura idéntica pero de color azul.</p> <p>—El Jardín Celestial está vacío, señora Batu. Ya podéis entrar.</p> <p>—El ministro sabrá de vuestra vigilancia —respondió Wu con una reverencia.</p> <p>Mientras Wu y los niños cruzaban la entrada, los guardias se pusieron en posición de firmes y se escucharon dos series de taconazos separadas por una fracción de segundo. Dicha separación obedecía al hecho de que Wu tenía dos custodias diferentes con comandantes diferentes que nunca hacían nada juntos. Los diez soldados de azul provenían del ministerio de la Guerra. El enemigo de su marido, Kwan Chan Sen, los había enviado para vigilarla a todas horas. Los diez guardias de verde eran del ministerio de Seguridad del Estado. Como un favor a Ju-Hay, Ting Mei Wan se los había asignado a Wu. La esposa del general tenía la impresión de que la tarea de los guardias de Ting era protegerlos, a ella y a los niños, de los hombres de Kwan.</p> <p>Ninguno de los dos grupos le daba seguridad. Habría preferido tener una compañía de soldados de su marido o de su padre, pero el gran jefe de protocolo había dejado bien claro que no permitiría la presencia de esas tropas en el palacio. Wu vivía con la impresión de que la seguridad de sus hijos y de ella misma dependía exclusivamente de sus propios recursos.</p> <p>En cuanto cruzó la entrada, soltó las manos de sus hijos, y los dos corrieron hacia el lado noroeste del jardín. En su camino se lanzaron rodando por una colina artificial y chapotearon por un arroyuelo. Wu estuvo a punto de advertirles que no se ensuciaran las ropas, pero los dejó hacer. Con todas las exigencias que soportaban de Shou Lung, el emperador podía darle a sus hijos <i>samfu</i> nuevos si era necesario.</p> <p>En la penumbra del atardecer, Wu casi podía olvidarse de que estaba encerrada en el palacio. En el centro del jardín había un estanque en el que flotaba un sampán en miniatura con capacidad suficiente para llevar a dos personas. Aunque el estanque era tan pequeño que se lo podía rodear con menos de cien pasos, un puente de mármol lo cruzaba por el centro.</p> <p>Más allá del estanque, los jardineros de la Virtuosa Consorte habían transformado el terreno en una serie de colinas sinuosas, con arroyos artificiales y acantilados minúsculos. A lo largo de los muros, los árboles y los setos eran tan espesos que ocultaban completamente las piedras, con lo cual el jardín tenía el aspecto de ser un prado en mitad de un bosque. Los dos sauces llorones completaban el pequeño parque: se alzaban por encima de la muralla y sus largas ramas se curvaban sobre ella.</p> <p>Ji y Yo se detuvieron junto al sauce más cercano a la pared oeste. Ji tiró del brazo de su hermana y corrió alrededor del tronco. Yo lo siguió y comenzaron a jugar al corre-que-te-pillo, entre las ramas que llegaban casi hasta el suelo. Los niños reían a carcajadas y se llamaban a gritos. Wu los dejó gritar. En el Jardín Celestial podían gritar hasta desgañitarse, porque nadie podía oírlos más allá de los muros.</p> <p>De pronto, los niños dejaron de correr y espiaron entre las ramas.</p> <p>—¿Qué habéis visto? —les preguntó Wu, mientras se dirigía hacia ellos—. ¿Es un búho?</p> <p>Ji observó el árbol pensativo y después sacudió la cabeza.</p> <p>—Es demasiado grande —contestó.</p> <p>—Veamos qué es —dijo Wu, cruzando el arroyuelo—. Sin duda, será…</p> <p>Se oyó el ruido de una rama al quebrarse, y a continuación se sacudió una rama.</p> <p>—¡Es un hombre! —chilló Yo, que señaló hacia la copa.</p> <p>—¡Niños, apartaos! —gritó Wu, que echó a correr.</p> <p>El tono brusco en la voz de la madre inmovilizó a los niños. La miraron asustados y entonces se echaron a llorar.</p> <p>Wu llegó junto al sauce un segundo después. Sin hacer caso de las lágrimas de los niños, los empujó detrás de ella y adoptó la postura de la grulla dorada, con los brazos levantados por encima de su cabeza en una posición defensiva.</p> <p>Wu vio la silueta de un hombre tendido en una rama que intentaba ocultarse en las sombras. Parecía alto y delgado, pero no podía distinguir nada más. La figura vestía un <i>samfu</i> negro y un pañuelo negro le cubría el rostro.</p> <p>Sólo se le ocurrió una razón para que estuviera en el jardín: esperaba para asesinarla a ella o a la Virtuosa Consorte. En cualquier caso, decidió Wu, lo mejor era no dejarlo escapar. Además, si capturaba a un asesino, podría acallar algunos de los rumores en contra de su marido. Con su tono más imperioso se dirigió a su hijo.</p> <p>—¡Ji, deja de llorar y escúchame! —El niño dejó de llorar en el acto—. Esto es muy importante —añadió, sin apartar la mirada del hombre en el árbol. El escucharía sus palabras, pero no podía evitarlo—. Llévate a tu hermana y busca a los guardias. Diles que se den prisa porque tu madre está en peligro. ¿Me has entendido?</p> <p>—Sí, madre.</p> <p>—¡Vamos, en marcha! ¡Corre como el viento!</p> <p>Ji cogió la mano de su hermana, y ambos echaron a correr hacia la puerta, en tanto Wu vigilaba la silueta.</p> <p>Mientras los niños cruzaban el arroyo, la sombra miró en su dirección y se deslizó por la rama hacia la pared oeste. Wu comprendió que no se trataba de un vagabundo, porque el primer instinto de un asesino habría sido el de matar, no de huir. La figura se había encaramado al sauce para escalar el muro en secreto. Sólo podía tratarse de un espía tuigano.</p> <p>En cuanto lo pensó, dio un salto y se sujetó a una de las ramas bajas del sauce. Después de la captura del primer espía, la ministra de Seguridad del Estado había adoptado medidas de seguridad muy estrictas para impedir que más espías entraran en el palacio de verano o lo abandonaran. Se había doblado la guardia en la muralla exterior, e incluso los mandarines debían pasar la revisión tanto a la entrada como a la salida.</p> <p>Wu sospechó que el espía debía tener un mensaje muy importante para los bárbaros si estaba dispuesto a arriesgarse a pasar entre tantos guardias. Personalmente consideraba que la información sólo podía significar más riesgo para Batu. Tenía que capturar al espía.</p> <p>Sin perder un segundo, Wu trepó a la rama y pasó a la siguiente. Cuando llegó a la quinta rama, su mano tocó un rollo de soga negra que el agente enemigo seguramente pensaba utilizar para su descenso al otro lado. También percibió una fragancia débil que no pudo identificar pero que había olido muchas veces.</p> <p>El espía ya había recorrido la mitad del camino aunque se movía con mucha precaución. Wu lanzó la soga al suelo y siguió a la silueta. No se molestó en gritar o darle el alto porque era inútil. Wu alcanzó la rama donde estaba el enemigo, confiada en que su entrenamiento de <i>kung fu</i>, le garantizaría el equilibrio y la fuerza. Un segundo después le dio alcance. En aquel momento oyó una voz que gritaba desde la puerta.</p> <p>—¡Alto! —ordenó alguien—. ¡En nombre del emperador, no deis un paso más!</p> <p>Wu miró en dirección a la voz, y el espía aprovechó para lanzar un puntapié contra su cabeza. La mujer lo esquivó con facilidad y paró el pie, pero de pronto vio que caía.</p> <p>Aterrizó de cabeza y rodó hacia adelante para absorber el impacto. De todas maneras, la caída era muy larga, y el choque la dejó sin aliento y tendida de espaldas en el suelo con los ojos en blanco.</p> <p>Cuando recuperó la visión, uno de los guardias de Kwan estaba a su lado con la punta de su <i>chiang-chun</i> apuntada a su garganta. El sargento de coraza azul se aproximó, con el rollo de soga en una mano.</p> <p>—¿En qué momento habéis introducido esto?—preguntó.</p> <p>Wu quiso protestar, pero aun no había recuperado el aliento y su voz sonó como un gemido ronco. El sargento dejó caer la soga sobre el cuerpo de Wu.</p> <p>—¿Qué clase de madre abandona a sus hijos para unirse a su marido traidor?</p> <p>—¿Cómo os atrevéis? —exclamó Wu con la primera bocanada de aire. Señaló hacia el muro oeste—. El espía se escapa. ¡Perseguidlo!</p> <p>—El único espía que veo está aquí —replicó el soldado, sin molestarse en apartar la mirada.</p> <p>Entonces apareció el sargento enviado por la ministra Ting, con Yo en los brazos. En el rostro de la niña se veían las huellas del llanto pero ahora el miedo le impedía llorar.</p> <p>—¡No podéis hablar en serio! —le reprocho el oficial de coraza verde—. ¡Esta mujer no es una espía!</p> <p>El sargento de azul, uno de los hombres de Kwan, le plantó cara a su colega.</p> <p>—Supongo que eso lo decidirá el ministro Kwan —afirmó. No ordenó al soldado que apartara la pica de la garganta de Wu, y la mujer del general comprendió que sólo la presencia de los guardias de Ting había impedido que la ejecutaran en el acto.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 8</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Jazmín</p> <p style="margin-top: 4em">Wu se prosternó, con la frente apoyada contra el suelo y los brazos extendidos. El diminuto charco de sudor que se había formado debajo de la frente le hacía sentir el mármol como algo frío y pegajoso. Le dolían las rodillas y tenía los hombros rígidos como los de una estatua. A su lado, Ji imitaba inquieto la reverencia de su madre, y su grácil cuerpo había adoptado la silueta de un huevo. Por su parte, Yo hacía rato que dormía sobre el suelo helado. Los guardias se habían apiadado de ella y la dejaron dormir.</p> <p>La madre y sus hijos esperaban al emperador desde hacía más de dos horas. Después de dejar escapar al espía en el Jardín Celestial, los dos grupos de guardias habían discutido si Wu debía comparecer ante el ministro Kwan o la ministra Ting. Por fin, habían llegado a una solución de compromiso. Llevaron a Wu al Salón de la Suprema Armonía para que el emperador decidiera qué hacer con ella.</p> <p>Por la noche, alumbrado sólo con la luz de las antorchas, el Salón de la Suprema Armonía no parecía una maravilla de la arquitectura sino una gruta inmensa y peligrosa. El taconeo incesante de las botas resonaba en las tinieblas cercanas al techo, donde unos guardias invisibles hacían la ronda por los balcones en sombras. En algún lugar, cantaba un grillo solitario. Una brisa suave traía al salón el aroma de las flores de caqui.</p> <p>Wu escuchó por fin que se abrían las puertas detrás de ella, y los pasos de alguien que cruzaba el salón. Otras dos personas siguieron a la primera, y los ecos de sus pasos sonaban con una cadencia firme. La esposa del general apretó la barbilla contra el pecho para poder espiar por debajo de las axilas. El ministro Kwan apareció ante su vista, seguido poco después por Ting Mei Wan. Ambos se dirigieron a sus sillas, y desaparecieron del estrecho campo de visión de Wu.</p> <p>La tercera persona se detuvo a la derecha de la madre arrodillada. Ju-Hay Chou se agachó y despertó suavemente a Yo.</p> <p>—Despierta, pequeña. Estás a punto de conocer al Hijo del Cielo —dijo—. ¿No quieres ofrecerle tus respetos?</p> <p>Ante la mención del emperador, la niña se despertó del todo.</p> <p>—¿El Divino Señor? —preguntó—. ¿El amo de mi padre?</p> <p>—Sí —respondió Ju-Hay, que la ayudó cariñosamente a prosternarse—. El amo de todos.</p> <p>El ministro apenas había acabado de hablar cuando Wu escuchó los pasos rápidos de varios hombres delante de ella. Habría sido una falta de respeto levantar la cabeza, pero Wu no necesitaba ver al emperador para saber que su comitiva había entrado en el salón. Ju-Hay se puso de pie y saludó al monarca con una reverencia. Se oyó el estrépito de las armas cuando la guardia se puso en posición de firmes. Para sorpresa de Wu, Ju-Hay permaneció junto a Yo.</p> <p>—¿De qué se trata todo esto, ministro Chou? —preguntó el emperador en cuanto se sentó en el trono.</p> <p>—No lo sé muy bien, Divino Señor —contestó Ju-Hay—. El ministro Kwan envió un mensajero a mi casa para comunicar que había capturado a un espía y solicitando una audiencia especial. Naturalmente, os envié aviso y le sugerí que nos encontráramos en el Salón de la Suprema Armonía. —Ju-Hay señaló con un gesto a Yo, Ji y Wu, y añadió con una voz de extrañeza exagerada—: Cuando llegamos, lo único que vi fue a esta mujer con sus dos hijos.</p> <p>Wu suspiró aliviada para sus adentros. Al menos tenía un aliado entre los presentes.</p> <p>—Son la esposa del general Batu y sus hijos —agregó Ju-Hay—. Es evidente que se trata de un error.</p> <p>—¡Ministro Kwan! —llamó el emperador. Se oyó el roce de la túnica de seda cuando se volvió en su asiento.</p> <p>—No es ningún error —afirmó el anciano—. Todos conocemos los informes sobre la deserción del general Batu…</p> <p>—Rumores sin fundamento —lo interrumpió Ju-Hay—. Probablemente iniciados por algún rival celoso —señaló con toda intención.</p> <p>—Ya lo veremos. —El emperador desvió la mirada de los dos ministros y se dirigió a Mei Wan—. Ministra Ting, ¿puede la Seguridad del Estado aclarar este asunto?</p> <p>—Quizá —respondió la ministra, sin comprometerse—. Hemos investigado todos los rumores, de acuerdo con vuestras órdenes.</p> <p>Wu estuvo a punto de gritar. La noticia de que el emperador había mandado investigar la lealtad de su marido era algo inaudito. Había dado por sentado la confianza del Hijo del Cielo en Batu, porque el emperador la había hecho objeto a ella y a sus hijos de todas las cortesías posibles. Wu se sintió furiosa, desilusionada y traicionada. Sólo el hecho de estar de rodillas delante del emperador evitó que se levantara para ventilar su cólera.</p> <p>—¿Y qué habéis descubierto, ministra? —preguntó el emperador.</p> <p>—Muy poco —contestó Ting—. Aunque la desaparición del general Batu ha provocado las sospechas de mucha gente, nadie ha podido aportar ninguna prueba de deslealtad.</p> <p>—¡Pruebas! —exclamó Kwan. Aunque Wu no podía verlo, imaginó que la señalaba con un dedo acusador—. La mujer de Batu abandonaba a sus hijos para unirse al traidor. ¿Es que hacen falta más pruebas?</p> <p>—¡Mentiroso! —gritó Ji, que se levantó de un salto.</p> <p>Detrás de Wu, los guardias soltaron una exclamación de asombro, pero la mujer sonrió ante la osadía de su hijo. Como nadie le había dado permiso para levantarse, no hizo nada por acallarlo.</p> <p>—Ji —dijo Ju-Hay, con una mano sobre el hombro del niño—. Éste es el Salón de la Suprema Armonía. No puedes decir esas cosas aquí.</p> <p>El niño se libró de la mano del ministro sin hacer caso del reproche.</p> <p>—¡Miente! ¡Nuestra madre no nos abandonaría!</p> <p>—Comprendo que resulte difícil para ti, hijo mío —repuso Kwan con un falso tono de compasión—. No tienes que preocuparte. Shou Lung cuidará de vosotros, no importa lo que haya hecho tu madre.</p> <p>—¡No ha hecho nada! —insistió Ji.</p> <p>—No te corresponde a ti decirlo —replicó Kwan, enojado.</p> <p>Sin dejarse amilanar por el tono amenazador del viejo, Ji no se dio por vencido.</p> <p>—¡Usted ni siquiera estaba allí!</p> <p>—¡Ya es suficiente! —chilló Kwan. El ruido de la seda de su túnica indicó que el ministro se levantaba—. ¡Llevaos al niño de aquí!</p> <p>—No —ordenó el emperador—. El niño tiene razón. Dime qué sucedió en el Jardín de la Virtuosa Consorte.</p> <p>Al sentir que el emperador en persona se dirigía a él, se apagó el fuego en el corazón de Ji. Tragó saliva, miró a su madre prosternada en busca de ayuda, y por fin miró al emperador.</p> <p>—Vimos algo en el árbol —respondió, con la mirada baja y voz apagada.</p> <p>—¿Qué? —inquirió el emperador—. ¿Qué viste?</p> <p>—Un hombre.</p> <p>—¿Estás seguro? —lo interrogó el Hijo del Cielo—. ¿No podría haber sido otra cosa: un gato o un búho?</p> <p>Ji frunció el entrecejo y miró a su hermana en busca de ayuda. Ella sacudió la cabeza con firmeza, y Ji se volvió hacia el Hijo del Cielo.</p> <p>—No —afirmó—. Estamos seguros. Era un hombre.</p> <p>—Quizás uno de los espías del general Batu, que vino en busca de su esposa —sugirió Kwan. Se oyó el roce de la seda contra los brazos de la silla cuando el viejo se sentó—. Si es que había alguien en el árbol.</p> <p>—¿Qué insinuáis, ministro? —lo apremió el emperador.</p> <p>—Nada que vos no hayáis pensado antes, Divino Señor —contestó el ministro, cortésmente—. Sólo que Wu ha enseñado a sus hijos qué responder a las preguntas.</p> <p>—Eso es algo que debo decidir yo —señaló el Hijo del Cielo. Una vez más, se dirigió a Ji—. ¿Y entonces qué paso?</p> <p>—Corrimos a llamar a los guardias —respondió el niño, que señaló con un dedo a los soldados que tenía detrás—. Mamá subió al árbol.</p> <p>—¿Por qué crees que lo hizo? —preguntó Kwan.</p> <p>—¡Para atrapar al hombre! —afirmó Ji, asombrado por la ridícula pregunta del ministro.</p> <p>—Wu no es una mujer corpulenta —le comentó Kwan al emperador—. ¿De verdad creéis que ella sola podría capturar a un espía?</p> <p>Se produjo una pausa muy larga, y Wu comprendió que la pregunta de Kwan había causado efecto. Ting Mei Wan salió en ayuda de la mujer arrodillada.</p> <p>—En honor a la verdad, Divino Señor —dijo la ministra—, la esposa del general Batu tiene fama de ser una experta en el arte del <i>kung fu</i>.</p> <p>Kwan soltó un bufido, pero Wu respiró aliviada. Cuando los guardias del ministerio de Seguridad del Estado se habían presentado en la casa de Batu, Ju-Hay le había dicho a Wu que él controlaba a Ting. Al parecer, era cierto. Después de pensar un momento, el emperador se dirigió a Ju-Hay.</p> <p>—Los niños deben de estar cansados. Quizá sea oportuno que vuelvan a su casa.</p> <p>Ju-Hay llamó a dos guardias de la Seguridad del Estado, pero Ji dio un paso adelante con aire decidido.</p> <p>—Quiero quedarme —declaró.</p> <p>—Desde luego que sí —replicó el Hijo del Cielo, sin perder la paciencia—. Pero soy el emperador, y debes hacer lo que digo. ¿No es así?</p> <p>Ji miró a su madre prosternada; después a Ju-Hay. El ministro asintió para indicar que el emperador decía la verdad. Con la cabeza gacha, el niño respondió que sí.</p> <p>—Muy bien —añadió el emperador—. Coge a tu hermana y vete a casa con los soldados. Tu madre estará allí cuando despiertes por la mañana.</p> <p>La promesa no tranquilizó a Wu. Por lo que había oído decir, el emperador muchas veces decía una cosa y hacía otra. Los guardias aparecieron en el campo de visión de Wu, y la mujer vio cómo cogían a los niños de la mano y se los llevaban. Ji y Yo miraron a su madre con pena. Wu deseó poder darles un beso y abrazarlos, pero no la habían autorizado a levantarse y no se atrevió a ofender al emperador. Tras la marcha de los niños, el emperador se dirigió a Wu.</p> <p>—Por favor, señora Wu, levantaos.</p> <p>Wu obedeció con cierta dificultad. Le dolía todo el cuerpo, poco acostumbrado al suplicio de permanecer arrodillada durante tantas horas.</p> <p>—Os lo agradezco, Divino Señor —dijo Wu, con una reverencia.</p> <p>—¿Qué ocurrió en el jardín de la Virtuosa Consorte? —le preguntó el emperador, con su enigmática mirada fija en el rostro de Wu.</p> <p>—Fue tal como dijo Ji —contestó la esposa de Batu—. Él y Yo vieron una figura oscura. Trepé al sauce con la intención de capturar al intruso.</p> <p>—Sois una mujer inteligente —intervino Kwan, que sacudió la cabeza como una muestra de su escepticismo—. Demasiado inteligente para hacer algo tan tonto.</p> <p>—No lo consideré tonto —replicó Wu, que omitió adrede dirigirse al ministro con su título correcto—. Mi marido y mi padre están muy lejos combatiendo a los bárbaros, y todos sabemos que hay espías en el palacio de verano, espías que no desean otra cosa que ver destruidos los ejércitos del emperador, y a mí convertida en viuda y huérfana en poco tiempo. Al presentarse la oportunidad de capturar a uno de esos espías, pensé que sería una estupidez dejarlo escapar. ¿O no pensáis lo mismo?</p> <p>—Es posible —repuso Kwan con la mirada puesta en el emperador—, si es verdad que vuestro esposo combate contra los bárbaros y no se ha unido a sus parientes lejanos.</p> <p>Wu decidió no hacer caso a Kwan. Como enemigo político de su marido, al anciano le interesaba más desacreditar a Batu que atrapar al espía. Por lo tanto, volvió su atención al emperador.</p> <p>—Divino Señor —dijo—, si bien es cierto que mi marido y su ejército han desaparecido, cualquiera que acuse a Batu Min Ho de traidor a Shou Lung miente.</p> <p>—Sin duda podéis probar vuestras palabras —objetó Kwan, que se sentó en el filo de la silla con una mirada de amenaza.</p> <p>—Puedo —aseguró Wu—, pero no lo haré mientras haya espías en el palacio de verano. No pondré en peligro a mi marido y al imperio por demostrarlo.</p> <p>—Señora Wu, el general Batu goza de toda la confianza del ministro Ju-Hay, y también de la mía —intervino Ting Mei Wan—. Sin embargo, el ministro Kwan ha estado con vuestro marido en varias ocasiones, un privilegio que hemos tenido muy pocos de nosotros. Su opinión desfavorable tiene mucho peso en el palacio de verano. ¿No hay nada que podáis decirnos para probar la lealtad de vuestro esposo?</p> <p>Wu vaciló. Quizá no había ningún riesgo en revelar que los ejércitos provinciales habían embarcado en la flota de juncos, pero dudó que la revelación sirviera para acallar los rumores de la corte. Sin conocer todo el plan de su marido, las mentes suspicaces darían por hecho que Batu se había fugado con su ejército en lugar de atacar. O, lo que era peor, alguien podía adivinar que remontaba el Sheng Ti para cortar el avance de los bárbaros. Wu tardó en contestar.</p> <p>—No, no diré nada —manifestó por fin.</p> <p>—Debéis decirnos algo —insistió Ju-Hay.</p> <p>—No —dijo Wu, que sacudió la cabeza para reforzar la negativa.</p> <p>—Sin duda protegéis a vuestro marido, ¿no es así? —contestó Kwan con una sonrisa malévola.</p> <p>—Así es —le contestó Wu, con una mirada helada.</p> <p>—Una razón admirable —comentó Kwan, que se volvió hacia el emperador con una mueca de burla—. ¿Se puede saber de quién lo protegéis?</p> <p>—De vos —respondió Wu, furiosa—. Y del espía, si es que él y vos no sois la misma persona. —Tan pronto como lo dijo, Wu se reprochó a sí misma por haberse dejado llevar por la cólera. Su padre le había repetido hasta el cansancio que tales deslices sólo demostraban falta de control y evidenciaban la debilidad del locutor.</p> <p>Kwan enarcó las cejas en gesto de asombro y enfado. Ting y Ju-Hay fruncieron el entrecejo. Detrás de Wu, los guardias se prepararon para detenerla.</p> <p>—Señora Wu —dijo el emperador, ceñudo—, no debéis decir esas cosas.</p> <p>—Perdonadme, Divino Señor —se disculpó Wu, que apenas si consiguió disimular su cólera—. Pero ¿acaso el ministro Kwan no ha tratado a mi marido de traidor, a mí de madre descastada, y a mi hijo de mentiroso? Quizá sea inapropiado ofenderse por las palabras de un viejo, pero no se me puede culpar por defender el honor de mi familia.</p> <p>—Por favor, Wu —intervino Ju-Hay, cogiéndola de un brazo—, recordad con quién habláis.</p> <p>—Lo haré —repuso Wu, que inclinó la cabeza en respeto al emperador.</p> <p>Durante unos segundos, el Hijo del Cielo contempló a Wu, atónito. Por fin, le habló con una voz controlada.</p> <p>—Ya veo de dónde proviene la osadía de vuestro hijo, señora Wu. Tenéis suerte de que yo sea justo, porque no tomaré en cuenta vuestro estallido a la hora de decidir. —El emperador miró a Wu, después a Kwan y otra vez a Wu—. ¿Estáis segura de que vuestro marido derrotará a los bárbaros, señora Wu?</p> <p>—Lo estoy —contestó Wu, que sostuvo la mirada del emperador.</p> <p>—Bien —dijo el Hijo del Cielo, con tono severo—. Hasta que llegue ese momento, vos y vuestra familia permaneceréis confinados en vuestra casa.</p> <p>—Wu escuchó la orden sin inmutarse. El emperador sólo había confirmado lo que ella ya sabía: era el rehén que garantizaba la lealtad de su marido. Para sorpresa de Wu, el emperador se dirigió después a Kwan.</p> <p>—Ministro Kwan, estoy seguro de que la señora Wu considera un insulto a la dignidad de su familia la presencia permanente de vuestros <i>peng</i> en su casa. Los retiraréis.</p> <p>—¿Cómo garantizaremos…? —comenzó a decir Kwan, pasmado. El viejo se calló al ver que el Hijo del Cielo levantaba una mano.</p> <p>—Los soldados de la ministra Ting cuidarán el hogar de Batu —declaró el emperador. Kwan frunció el entrecejo, pero no protestó. El Hijo del Cielo pasó su atención a Ting Mei Wan—. Quizá debierais dedicar vuestros esfuerzos a encontrar al hombre que Wu vio en el Jardín de la Virtuosa Consorte.</p> <p>—Desde luego, Divino Señor —repuso Ting, que agachó la cabeza. La ministra miró a Wu—. Comenzaré de inmediato, si la señora Wu puede describirnos lo que vio.</p> <p>—Con mucho gusto —dijo Wu, satisfecha del cambio de tema—. No vi gran cosa, sólo a un hombre vestido con un <i>samfu</i> negro. Me pareció que pretendía ocultarse hasta el crepúsculo y saltar el muro por una de las ramas más altas. Cuando lo descubrí, volvió atrás y trepó a la pared interior del jardín.</p> <p>—¿Por qué iba a tomarse el trabajo de escalar la muralla? ¿Qué le impedía salir por una de las puertas? —preguntó el ministro Kwan. No había rencor en su voz, pero Wu no dudaba que el anciano intentaba arrojar sombras sobre su relato.</p> <p>—Es obvio que el venerable ministro no ha salido de palacio en los últimos tiempos —le respondió Ting, con una sonrisa de orgullo—. Mis guardias están apostados en todas las salidas. Tienen orden de revisar a todos los que entran en el palacio o salen de él incluidos los mandarines y yo misma. El espía debe de tener alguna cosa que lo comprometería si la encuentran en su poder. —Ting miró a Wu—. ¿Qué aspecto tenía el hombre?</p> <p>—Llevaba el rostro cubierto con un pañuelo negro —contestó Wu, que cerró los ojos para recordar mejor todos los detalles—. Era muy delgado y pequeño, como si fuera una mujer en lugar de un hombre.</p> <p>—¿Cómo sabéis que era un hombre? —inquirió el emperador.</p> <p>Wu hizo una pausa. Recordó la fragancia que había olido al trepar al árbol. Le había resultado conocida, y ahora comprendía la razón: la había olido muchas veces durante las visitas a las esposas e hijas de los pares de su padre. Era el olor de las flores de jazmín. Las mujeres presumidas se frotaban el cuerpo con las hojas a modo de perfume.</p> <p>—No sé si era un hombre —repuso Wu al cabo—. De hecho, ahora que mencionáis la posibilidad, es probable que el espía fuera una mujer.</p> <p>Ting frunció el entrecejo y comenzó a decir algo, pero el emperador la interrumpió.</p> <p>—¿Qué más nos podéis decir? —exigió—. Debéis recordarlo todo.</p> <p>Junto con los dos sargentos al mando de los guardias que la custodiaban, Wu dedicó los veinte minutos siguientes a responder a las preguntas sobre el episodio en el Jardín de la Virtuosa Consorte. Al final, resultó evidente que era inútil continuar con el interrogatorio. Los guardias no habían visto nada excepto a Wu que caía del árbol. Se mandó llamar al jefe de la armería imperial en el departamento de servicios del palacio y se le pidió que examinara la soga negra recogida en el lugar de los hechos. El burócrata respondió que cualquiera habría podido cogerla de la armería sin despertar sospechas. Wu no pudo añadir nada más a la descripción, más allá de decir que podía corresponder a una mujer.</p> <p>Pero no dijo que el olor de jazmín la había convencido de que el espía era una mujer. Él hecho de oler una fragancia por unos segundos podía ser interpretado como una prueba de poco valor para una identificación, y no quería darle a Kwan la posibilidad de poner en duda su relato. Por fin, el emperador decidió dar por acabada la reunión.</p> <p>—No podemos determinar la identidad del infiltrado por lo que hemos escuchado esta noche —declaró—. Sin embargo, con la ayuda del cielo, no tardaremos en atraparlo, sea hombre o mujer. Hasta entonces, evitaremos las rencillas políticas y concentraremos nuestros esfuerzos en encontrar al espía… —el emperador miró con severidad a Kwan; después se volvió hacia Wu— y a enseñar a nuestros hijos mejores modales de los que nuestros padres nos enseñaron a nosotros.</p> <p>Dicho esto, el emperador se puso de pie y caminó hacia la oscuridad detrás del trono. Los sirvientes lo siguieron con las antorchas. Desaparecieron casi en el acto, en cuanto cruzaron la puerta secreta reservada para el monarca y sus cortesanos.</p> <p>En cuanto el emperador salió del salón, el ministro Kwan miró a Wu con una expresión rencorosa. Al ver que ella no se intimidaba, se levantó y se dirigió con paso enérgico hacia la salida, escoltado por sus guardias.</p> <p>El siguiente en marcharse fue Ju-Hay, que se volvió hacia Wu y la cogió de las manos.</p> <p>—Sois una mujer muy afortunada, querida —dijo—. El castigo por hablar con tanta rudeza a Kwan habría sido mucho mayor si el emperador no tuviera a Batu en tanta estima.</p> <p>—¿Estima? —exclamó Wu, indignada—. ¿Hacer que lo investigaran por traición es estimar?</p> <p>—Cuando el peligro es tan grande —afirmó Ju-Hay—, el emperador no puede permitir que sus sentimientos personales interfieran con la precaución. Debe sospechar de todos y de todo.</p> <p>—Os agradezco que intentéis consolarme —repuso Wu, que movió la cabeza apenada—, pero incluso yo puedo ver que los rumores han tenido su efecto en el Hijo del Cielo. —El ministro suspiró al oír estas palabras.</p> <p>—Mientras yo tenga la más mínima influencia sobre el emperador —manifestó Ju-Hay—, no tenéis que preocuparos de la reputación de vuestro marido.</p> <p>—Sois un amigo de verdad, ministro —dijo Wu, con una reverencia—. Si hay alguna cosa que pueda hacer por vos…</p> <p>—No me deis las gracias. Lo que hago, lo hago por el bien del imperio. Ting os llevará a vuestra casa. Os iré a visitar en cuanto pueda.</p> <p>Ting Mei Wan soltó una carcajada en cuanto Ju-Hay salió del salón. Wu, que continuaba de pie en el centro de la sala, la miró extrañada hasta que, llevada por la curiosidad, le preguntó:</p> <p>—¿Qué os parece tan divertido?</p> <p>—Vos y vuestro hijo —contestó Ting, que controló la risa—. Nunca había escuchado a nadie hablarle a un mandarín de esa manera. ¡Pensé que tratabais de ahogar a Kwan en su propia cólera!</p> <p>—No se me había ocurrido esa idea —comentó Wu, que deseó tener una mente tan astuta—. La recordaré si surge la oportunidad. —Hizo una pausa para abandonar el tema, y después saludó a Ting con una reverencia—. Os doy las gracias por vuestro apoyo, ministra.</p> <p>Ting adoptó una expresión seria adecuada a las circunstancias, se puso de pie y le devolvió la reverencia.</p> <p>—El ministro Chou ha hecho mucho por mí. Cuando pide apoyo, ofrecérselo es lo menos que puedo hacer. —La mujer se acercó a Wu—. Ahora, decidme cómo ha hecho Batu para desaparecer con cinco ejércitos provinciales. ¿Qué planea?</p> <p>Wu olió el aroma de jazmín y recordó la advertencia de su padre de que no confiara en nadie. Decidió cambiar de tema.</p> <p>—¿Cómo me las arreglaré para tener contentos a Ji y a Yo dentro de aquella casa tan pequeña?</p> <p>Ting celebró con una risa la evasiva y cogió a la esposa de Batu del brazo.</p> <p>—Sois muy precavida, ¿no es así? Mientras la ministra la llevaba hacia la salida, Wu inspiró con fuerza. No había ninguna duda: la ministra de Seguridad del Estado olía a jazmín.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 9</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Shihfang</p> <p style="margin-top: 4em"><i>Tzu</i> Hsuang se encontraba en lo alto de un farallón muy largo, en compañía de su edecán y los veinticuatro nobles a su mando. El farallón daba a un valle poco profundo que, en alguna época remota, había sido el lecho de un río de casi ochocientos metros de ancho. Todo lo que quedaba del río era un arroyo profundo de aguas lentas que seguía los meandros a través de unas ciento veinte hectáreas de campos de cebada.</p> <p>En el lado opuesto del valle estaba Shihfang. Como todos los municipios shous, contaba con un muro defensivo. De poco más de tres metros de altura, el muro de tierra amarilla apisonada contaba con una única entrada flanqueada por torres. Llamaba la atención que la ciudad estuviera construida en terreno alto, sobre un farallón parecido al que ocupaban Hsuang y los suyos. Columnas de humo gris surgían de las pocas chimeneas que asomaban por encima del muro, y se oía el repique de alarma del único campanario de la ciudad.</p> <p>Hsuang no comprendía la razón del toque, pues Shihfang permanecía incólume y no había señales de un ataque inminente. Sin embargo, los refugiados se dirigían hacia el valle como si la ciudad hubiese caído en manos enemigas. El viejo noble no lo entendía. Según los exploradores no había ni un solo bárbaro en casi cuarenta kilómetros a la redonda. No obstante, tenía que haber una explicación a lo que veía.</p> <p>Miles de personas se agolpaban en la estrecha carretera que cruzaba el valle desde Shihfang, y torcía hacia el este al pie del farallón donde se encontraba Hsuang. Los campesinos cargaban sobre las espaldas unas perchas muy largas con rejas de arados, efigies de sus dioses, sacos de semillas, y sus escasas pertenencias personales. Los refugiados más ricos tiraban de <i>riksha</i> de dos ruedas cargadas con piezas de seda, mesas de madera pulida, cerámicas y otros bienes. Aquí y allá se veía a los sirvientes de algún burócrata de rango menor que llevaban a hombros el palanquín de su amo, o la carreta de bueyes de un terrateniente rico cargada hasta los topes. En medio de la muchedumbre había un solo camello con un asiento que parecía una caja atado al lomo. Hsuang apenas si alcanzaba a ver a la figura sentada debajo del toldo de seda. El viejo noble señaló la silla, que era conocida con el nombre de <i>howdah</i>.</p> <p>—Parece que es alguien importante —le dijo a su edecán—. Quizás él pueda decirnos qué pasa aquí. Ve a buscarlo.</p> <p>—Sí, señor —respondió el edecán, que partió a la carrera colina abajo. Mientras Hsuang esperaba la llegada del hombre del camello, sus subordinados se dedicaron a acomodarse las armaduras o a cuchichear entre ellos con voces tensas. Estaban impacientes, y el viejo noble no los culpaba.</p> <p>Habían pasado casi siete semanas desde que los ejércitos de los nobles habían salido de Taitung y, por lo que Hsuang sabía por un mensajero, casi un mes desde que el emperador había confinado a su descarada hija. En el tiempo que habían tardado en llegar a Shihfang, la primavera había dado paso al verano. Cada día, el sol brillaba más fuerte y los días eran más cálidos, y los hombres se asaban en el interior de sus armaduras en el transcurso de las marchas agotadoras. Incluso Hsuang estaba dispuesto a admitir que una batalla resultaría un cambio agradable a las marchas interminables.</p> <p>Por desgracia, el señor no podía decirles a sus tropas si hoy habría o no batalla, porque lo que ocurría en Shihfang no tenía sentido. Hsuang aprovechó la espera para estudiar el valle y lo que veía. Después de descender por el farallón opuesto, la carretera atravesaba el valle. A unos treinta metros de la colina donde se hallaba Hsuang, un puente de madera cruzaba el arroyo. En el puente se había producido un gran atasco a medida que centenares de refugiados pugnaban por pasar. Para colmo de males, una <i>riksha</i> había perdido una rueda y obstaculizaba la mitad de la calzada.</p> <p>A este lado del puente, los refugiados avanzaban de una forma mucho más ordenada. Seguían la carretera valle abajo a lo largo de un kilómetro y medio, donde se convertía en un sendero que subía el farallón. A medida que los fugitivos pasaban debajo de la colina, todos miraban con curiosidad al grupo de nobles.</p> <p>Al cabo de unos minutos, el camello consiguió cruzar el puente y se acercó al pie de la colina. El ayudante de Hsuang ayudó a un hombre corpulento, de mejillas enrojecidas, a bajar del <i>howdah</i> y a trepar por la pendiente. El personaje vestía la túnica turquesa de los prefectos, pero su expresión era de confusión y asombro. A Hsuang no le pareció la clase de hombre capaz de gobernar una ciudad, ni siquiera una tan pequeña como Shihfang.</p> <p>Por fin, el burócrata consiguió llegar a la cumbre del farallón, jadeante por el esfuerzo realizado. Los subordinados de Hsuang lo rodearon, ansiosos por enterarse de las noticias. El burócrata los miró sin ocultar el miedo.</p> <p>—¿Sí, mis señores? —preguntó el prefecto, que omitió la cortesía de las reverencias o las presentaciones.</p> <p>—Soy <i>tzu</i> Hsuang Yu Po —se presentó el viejo noble, que apartó a sus subordinados con un ademán—, y éstos son los comandantes de los veinticinco ejércitos.</p> <p>—¿Sí? —dijo el burócrata con una expresión asustada—. ¿Qué quieren de mí los comandantes de los veinticinco ejércitos?</p> <p>—¿Por qué abandonáis vuestra ciudad, prefecto? —inquirió uno de los nobles—. Estáis taponando la carretera. ¡No podemos llegar a la ciudad para defenderla!</p> <p>El prefecto palideció; después hizo una reverencia a los reunidos.</p> <p>—Os pido perdón, señores. Nadie me informó de vuestra llegada.</p> <p>—No hemos venido a reprocharos nada —intervino Hsuang, que miró irritado al noble que había hablado sin permiso—. Sólo queremos saber la razón para el abandono de Shihfang.</p> <p>—Vino un jinete y nos dijo que evacuáramos la ciudad —contestó el prefecto, dominado por la confusión.</p> <p>—¿Un jinete? —exclamó Hsuang—. ¿Qué jinete?</p> <p>—Del ejército en retirada —explicó el burócrata—. Dijo que se acercaban los bárbaros. Teníamos que marcharnos de inmediato.</p> <p>Hsuang frunció el entrecejo. Por lo que Batu le había dicho de la batalla en el campo de sorgo, al ejército en retirada no debían de quedarle jinetes.</p> <p>—¿Qué acento tenía?</p> <p>—Vestía un uniforme shou… —comenzó a decir el prefecto, desconcertado.</p> <p>—Cualquiera puede vestir un uniforme shou —lo cortó Hsuang, impaciente. Puso una mano en el cuello de la túnica del prefecto—. Describidme al jinete.</p> <p>—Era bajo y tenía un acento gutural horrendo —tartamudeó el prefecto—. Pensé que era de Chukei. ¡Y lo mal que olía! Era como el vino picado y la leche agria.</p> <p>—Ése no puede ser un shou —comentó uno de los nobles.</p> <p>—No —afirmó Hsuang, ceñudo—. Incluso en plena campaña, ningún oficial aceptaría esa vergüenza. —Se volvió otra vez hacia el burócrata—. ¿Qué más dijo el jinete?</p> <p>El prefecto desvió la mirada, avergonzado por haber aceptado la mentira del enemigo. Aun así, se apresuró a responder.</p> <p>—Teníamos que evacuar la ciudad antes del anochecer. No debíamos quemar la ciudad ni los campos porque el ejército necesitaba suministros.</p> <p>La respuesta del prefecto provocó los murmullos de los nobles.</p> <p>—Están allí —dijo uno de los señores, con la mirada puesta en las colinas distantes.</p> <p>—Sí —asintió Hsuang—. El plan del general Batu funciona. Recurren al engaño para alimentarse.</p> <p>—Intentarán colarse durante la noche, cuando los retrasados no puedan identificarlos —señaló uno de los nobles más veteranos. Se trataba de Cheng Han, un hombre de hombros anchos, tuerto y con una mancha negra muy fea en la sien izquierda. Como Hsuang, Cheng poseía un ducado y ostentaba el título de <i>tzu</i>. Con sólo setecientos soldados, su ejército era uno de los más pequeños, pero estaba muy bien equipado con maquinarias y armas para asedios. <i>Tzu</i> Cheng también llevaba un gran cargamento de polvo de trueno, aunque el ojo perdido del noble no garantizaba la fiabilidad del producto. Tras una pausa, <i>tzu</i> Cheng añadió—: Con su caballería, al enemigo no le costará mucho rodearnos en la oscuridad. No podemos permitirlo.</p> <p>El comentario de Cheng aumentó todavía más la preocupación de Hsuang.</p> <p>—Me pregunto —dijo— cuántas aldeas más habrán visitado estos jinetes… —Aunque no lo manifestó en voz alta, Hsuang comprendió que este nuevo ardid podía significar el desastre para el plan de Batu. Para salir de la situación angustiosa en que estaban, los bárbaros sólo necesitaban hacerse con unas pocas toneladas de cereales. Shihfang podía ser la ciudad más grande al oeste de Shou Kuan, pero no era la única. Había centenares de pueblos más pequeños a un día de marcha, y todos se dedicaban a la agricultura. Hsuang se volvió hacia el joven noble que había hablado antes que <i>tzu</i> Cheng—. Ordenad que monten vuestros jinetes. Doscientos actuarán de exploradores y trescientos de mensajeros. Han de avisar a los pueblos que vienen los bárbaros. Los campesinos deberán quemar las cosechas.</p> <p>La mirada del noble reflejó su descontento, porque la orden significaba que su caballería no participaría en la batalla. De todos modos, saludó muy tieso.</p> <p>—Como digáis, <i>tzu</i>.</p> <p>—Sé que vuestros jinetes son buenos guerreros —añadió Hsuang cuando el noble se disponía a marcharse, poniéndole una mano en el hombro—. Sin embargo, en este momento servirán mejor al emperador como exploradores y mensajeros. Son los únicos que pueden difundir la alarma con la rapidez necesaria, y los únicos que pueden avisarnos de la llegada del enemigo antes de que se nos eche encima.</p> <p>—Yo mismo iré al mando de los exploradores —respondió el noble, con una nueva reverencia más profunda.</p> <p>—Os lo agradezco —le dijo Hsuang, como despedida.</p> <p>Mientras el joven señor se alejaba para despachar a los mensajeros y reunir a los exploradores, el prefecto le hizo una reverencia a Hsuang.</p> <p>—Si ya no os puedo servir en nada más, ¿podría irme?</p> <p>—Sí, podéis iros —contestó Hsuang, sin hacerle mucho caso. Se volvió hacia un ayudante—. Que traigan el espejo de Shao.</p> <p>Hsuang aprovechó la espera para reflexionar sobre la situación. Shihfang quedaba directamente entre Yenching y Shou Kuan, por lo que Batu y él habían pensado que los bárbaros pasarían por la ciudad, que resultaba así un buen lugar para enfrentarse al enemigo. Al parecer, la suposición era correcta.</p> <p>Por desgracia, habían confiado en que los nobles llegarían a la ciudad varios días antes que los bárbaros, con lo cual dispondrían de tiempo suficiente para permitir descansar a los hombres y preparar las fortificaciones defensivas. Hsuang había renunciado a esta esperanza en cuanto vio a los campesinos en fuga. Aun cuando pudiera hacer avanzar a los <i>peng</i> entre la masa de fugitivos, no lograría asegurar las posiciones antes de la caída de la noche y la llegada de los bárbaros. El plan original ya no era válido, así que debía decírselo a Batu.</p> <p>Un par de bueyes blancos arrastró una pequeña carreta hasta la cumbre. Los laterales estaban cuidadosamente pintados con un centenar de capas de laca roja, y sobre la superficie lustrosa había dibujados docenas de símbolos místicos. El espejo en sí mismo parecía un timbal con un parche de vidrio ahumado de casi un metro de diámetro. La caja negra estaba cubierta con símbolos amarillos que narraban todas las grandes hazañas que se habían realizado en el pasado con la ayuda del espejo.</p> <p>Hsuang les ordenó a los subordinados que lo esperaran, y trepó a la carreta. Colocó las manos en el borde del espejo, miró el vidrio ahumado y repitió la misteriosa frase que activaba el artefacto. El vidrio se hizo más claro, y un torbellino gris giró debajo de él; Hsuang comprendió que el espejo de Shao no era en realidad tal sino un gran recipiente lleno de gas mágico. El viejo noble apartó de su mente todas las imágenes excepto la del rostro de su yerno y miró el espejo mientras recitaba la fórmula adecuada.</p> <p>—Espejo de Shao, busco a Batu Min Ho, general de la Marca Norteña y la única esperanza de Shou Lung.</p> <p>El suegro de Batu tuvo el cuidado de dirigirse al espejo repitiendo las palabras tal cual le había enseñado el gran ministro de la Magia, porque no entendía el principio de su funcionamiento, y lo inquietaba utilizarlo. Después de advertirle que no usara el espejo si no era imprescindible, el ministro había intentado explicar cómo funcionaba. Según el viejo hechicero, cuando se empleaba el espejo, en realidad se miraba a través del plano etéreo para ver y oír a la persona deseada. Batu y Hsuang no habían entendido nada, porque el único lugar plano que podían imaginar era una planicie cubierta de hierba.</p> <p>El cristal se volvió transparente, y Hsuang le pareció estar mirando a través de las nubes. Unos segundos más tarde, su yerno apareció en medio del vapor blanco. El viejo noble veía sólo el rostro de Batu, mientras que el joven general parecía mirar al cielo.</p> <p>—General Batu —lo llamó Hsuang.</p> <p>Batu sonrió sin dejar de mirar al espacio. Según el gran ministro, sólo la persona que miraba el espejo podía ver al interlocutor. En cambio, el sonido se transmitía en los dos sentidos.</p> <p>—<i>Tzu</i> Hsuang —dijo Batu—. Me alegra oír vuestra voz.</p> <p>—Y a mí ver tu rostro. ¿Cómo va el viaje?</p> <p>—Los pilotos dicen que estamos a unos pocos días de Yenching —respondió el general de la Marca Norteña—. Perdimos algunos barcos en el río, pero nada más. Cuanto más nos acercamos a la ciudad, más confían mis oficiales en nuestro plan.</p> <p>—Entonces, ¿no os han descubierto?</p> <p>—Los hombres no lo creían —contestó Batu—. Ahora que lo hemos hecho, piensan que todo es posible. —El general sonrió orgulloso por un momento, antes de mostrarse más serio—. ¿Y vos, <i>tzu</i> Hsuang? ¿Habéis visto al enemigo?</p> <p>—Todavía no, pero falta poco. —Lo puso al corriente de la situación en Shihfang y le explicó que no podría defender la ciudad.</p> <p>—Shihfang no es importante —afirmó Batu—. Lo importante es que los bárbaros os persigan a Shou Kuan. ¿Podéis ofrecerle una buena batalla y tener tiempo para la retirada?</p> <p>—Si los bárbaros llegan a través de la ciudad, se puede hacer —repuso Hsuang—. Podemos fortificar la posición actual y sacar partido del terreno. Con un poco de suerte, podríamos destruir parte de su ejército mientras cruzan el valle.</p> <p>—Es más de lo que esperábamos —señaló Batu.</p> <p>—Hay un riesgo —añadió Hsuang, que dudó un instante—. Si el enemigo espera resistencia en Shihfang y disponen de tanta movilidad, quizá se acerquen en un frente de muchos kilómetros. Podrían rodearnos y cortarnos la retirada hacia Shou Kuan. Tal vez tendría que replegarme a Shou Kuan antes de que ataquen.</p> <p>Batu frunció el entrecejo mientras pensaba en el problema. Por fin, sacudió la cabeza.</p> <p>—No os retiréis todavía —decidió—. Si los tuiganos esperaran encontrar resistencia, no habrían intentado engañar a los campesinos de Shihfang para que dejaran intactas las cosechas. Además, el comandante tuigano es un hombre muy astuto. Si os retiráis sin luchar, olerá la trampa. Para que nuestro plan funcione, debéis dejar que el enemigo os empuje hacia Shou Kuan.</p> <p>—Muy bien. Eso es lo que haré —contestó Hsuang. No era la respuesta que había esperado escuchar a Batu, pero las observaciones del general tenían sentido—. Ahora debo irme. Tenemos que hacer muchas cosas.</p> <p>—Un momento —le pidió Batu—. ¿Tenéis noticias de Wu? —La expresión del general era de culpa, como si lamentara distraer a Hsuang de sus obligaciones.</p> <p>—Aprovecha al máximo las comodidades de su nuevo hogar —respondió el viejo noble. Omitió adrede mencionar que el emperador la había confinado en la casa. A su juicio no era momento para añadir más preocupaciones a las que ya tenía su yerno.</p> <p>—Bien —dijo Batu—. Cuando le enviéis un mensaje, decidle que me encuentro bien—. Hizo una pausa, y su expresión se volvió más seria—. Puede ser que me equivoque sobre los tuiganos. Enviad a los exploradores en un abanico y estad preparados para replegaros a la primera señal de problemas. Buena suerte. Mantenedme informado de cómo os va. —El general miró en otra dirección para indicarle cortésmente a su suegro que la entrevista había terminado.</p> <p>—Dalo por hecho —repuso Hsuang. Apartó las manos del espejo. La imagen de Batu se esfumó y el vidrio volvió a ahumarse. El noble bajó de la carreta y llamó a su ayudante—. Que los exploradores se desplieguen en abanico. En cuanto vean al enemigo, que regresen. —El ayudante se marchó, y Hsuang se volvió hacia el carretero—. Cuando acaben de ubicar las catapultas, sitúa la carreta detrás de las máquinas. —Era el lugar más seguro que se le ocurría—. A la primera señal de que perdemos la batalla, coge la carreta y ponte en marcha hacia Shou Kuan. Es importante proteger el espejo a toda costa.</p> <p>A continuación, Hsuang se acercó a los comandantes, que lo esperaban, y se dirigió a un <i>nan</i> anciano, o señor de rango menor.</p> <p>—Llevad a vuestros hombres a Shihfang y coged todas las provisiones que nos hagan falta. Después, quemad la ciudad y los campos. —El viejo <i>nan</i> aceptó la orden con una reverencia y se marchó.</p> <p>—¿Y nosotros, <i>tzu</i> Hsuang? —preguntó Cheng.</p> <p>—Pienso que allí podremos construir una excelente línea defensiva —contestó Hsuang, señalando el arroyo que discurría por el fondo del valle.</p> <p>—Una decisión muy sabia —afirmó <i>tzu</i> Cheng—. Podemos situar la artillería aquí mismo. Con mis bombas, destruiremos al enemigo mientras cruza el valle.</p> <p>—Pensaba utilizar bolas de brea encendida —dijo Hsuang, como una forma diplomática de impedir que el polvo de trueno de Cheng causara daño. Aunque la pólvora no era algo nuevo en Shou Lung, todavía no se había probado en el combate. A Hsuang no le merecía mucha confianza.</p> <p>—Guardad la brea para después —indicó Cheng, entusiasmado—. El polvo de trueno será mucho más efectivo.</p> <p>Al escuchar la respuesta de su subordinado, Hsuang comprendió que debía hablar con franqueza.</p> <p>—Por favor, perdonad las supersticiones de un anciano —dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza ante <i>tzu</i> Cheng—. Nunca he visto el uso del polvo de trueno en una batalla. Lanzarla por encima de nuestros propios <i>peng</i> me pone nervioso.</p> <p>—Desde luego, comprendo vuestra preocupación, <i>tzu</i> Hsuang —repuso Cheng, con la desilusión pintada en el rostro—, pero os aseguro que mis artilleros no fallarán.</p> <p>—He visto utilizar el polvo de trueno en combate —señaló otro noble—. Sólo hace temblar un poco el suelo y levanta grandes columnas de humo…</p> <p>—¡No la habéis visto utilizada de una forma correcta, <i>nan</i> Wang! —protestó Cheng.</p> <p>—Por favor, disculpadme, <i>tzu</i> Cheng —dijo Wang con una reverencia—. No me habéis dejado acabar.</p> <p>—¿Qué queríais decir? —le preguntó Hsuang, que enarcó una ceja.</p> <p>—Me parece que, contra una carga de caballería, el temblor de la tierra y las columnas de humo pueden resultar más efectivas que las flechas y la brea ardiente —acabó el <i>nan</i>.</p> <p>—Con vuestro permiso —intervino otro señor de rango menor, un <i>nan</i> de mediana edad, procedente de Wak'an—. Mis tropas también emplean el polvo de trueno, aunque no para bombas.</p> <p>—¿Y cómo utilizáis esta maravillosa arena negra? —inquirió Hsuang. Había visto que cada uno de los <i>peng</i> del noble llevaba un artefacto con forma de embudo, cuyo uso no había podido adivinar.</p> <p>—Como cohetes, mi señor —contestó el <i>nan</i>—. Cargamos los embudos con pólvora y flechas y los disponemos delante de las líneas. Cuando encendemos nuestras armas, las flechas cortan al enemigo como una hoz siega el cereal. —Hsuang lo miró dubitativo—. ¿Qué podemos perder, <i>tzu</i> Hsuang? —añadió el hombre—. Por lo que sabemos, las flechas vulgares no detendrán a los bárbaros.</p> <p>—Permitidnos utilizar el polvo de trueno —insistió Cheng—. Os prometo que barreremos a la caballería bárbara del campo.</p> <p>Mientras consideraba la propuesta, Hsuang vio a los exploradores cruzar el puente y dirigirse hacia Shihfang. El joven noble que los mandaba no había perdido el tiempo, pero Hsuang ansiaba ver a los jinetes llegar a sus posiciones. Hasta que no recibiera el informe de los primeros exploradores, no podía hacer otra cosa que adivinar las intenciones del enemigo y confiar en que su yerno no se hubiera equivocado en su juicio sobre los tuiganos.</p> <p>Por fortuna, el plan de Batu era sencillo y no le exigía obtener una victoria contundente. De hecho, el general de la Marca Norteña esperaba que Hsuang y los nobles perdieran. Según estas expectativas, no había ningún mal en seguir las recomendaciones de Cheng y experimentar con el polvo de trueno. Si el plan de Batu no funcionaba, quizá la nueva arma podía ser la ventaja que los shous necesitaban para destruir a los tuiganos. Una batalla que los shous estaban destinados a perder podía ser el lugar ideal para realizar el experimento.</p> <p>—Muy bien, probaremos el polvo de trueno —le dijo Hsuang a Cheng—. Pero no a costa de las tácticas conocidas. Situad las catapultas en una línea de noventa metros. Si perdemos la batalla, no quiero obstáculos en la retirada, y tampoco quiero que explosiones imprevistas hieran a nuestros hombres. —Se volvió hacia el <i>nan</i> cuyos <i>peng</i> cargaban con los embudos de bronce—. Poned vuestros cohetes separados del resto de la línea. No quiero que nuestra arma secreta disperse a nuestras propias tropas.</p> <p>Los dos nobles sonrieron complacidos y saludaron a Hsuang con una reverencia.</p> <p>Los preparativos de la batalla se prolongaron hasta última hora de la tarde debido al paso de los refugiados de Shihfang por la carretera. Hsuang colocó a los ejércitos de los nobles en los lugares más adecuados según su composición. Delante del puente, situó a dos mil soldados veteranos de las provincias del sur. Los tres ejércitos de arqueros de que disponía los situó al pie del farallón, donde podían disparar por encima de las cabezas de la infantería.</p> <p>Dispuso al grueso de las tropas en dos líneas, una detrás de las barricadas en el lado más lejano del arroyo, y la otra detrás de las barricadas en el lado más próximo. Su plan era sencillo: recibir la carga de los bárbaros con la primera línea. En cuanto el enemigo cruzara la línea, la segunda abriría fuego mientras los tuiganos atravesaban el arroyo, para cubrir la retirada del resto del ejército.</p> <p>Protegió los flancos con alabarderos, que podían enfrentarse y resistir a un ataque inesperado por los laterales. A los encargados de los cohetes los intercaló en la primera línea. Incluso hizo que <i>tzu</i> Cheng minara el puente con bombas de polvo de trueno para poder volarlo sin demoras si hacía falta.</p> <p>Al oscurecer ya no quedaban refugiados, y los ejércitos de Hsuang estaban en posición y preparados para la batalla. Los soldados enviados a la ciudad en busca de vituallas regresaron con cinco toneladas de cereales secos. Las columnas de humo se alzaban en la ciudad.</p> <p>Pero los exploradores no volvían, y no había señales del enemigo. Hsuang comenzó a pensar que se había equivocado y que los bárbaros los estaban rodeando para aislar a los veinticinco ejércitos. En su camino de regreso, los soldados cargados con las provisiones habían incendiado los campos de cebada, y, cuando el sol se puso, sólo quedaban rescoldos en los campos y una densa cortina de humo ocultaba el otro lado del valle. Hsuang temió que sus tropas pasarían la noche en las trincheras. Por fin, se oyeron relinchos en el lado opuesto.</p> <p>—¿Son nuestros exploradores? —preguntó Hsuang—. No veo nada con tanto humo.</p> <p>Un rumor apagado se extendió por los campos humeantes, como si varios cientos de caballos galoparan en dirección a Shihfang.</p> <p>—No pueden ser los exploradores —contestó uno de los nobles—. No regresarían todos a la vez.</p> <p>—No son los bárbaros —opinó Cheng—. Son demasiado pocos.</p> <p>Nadie apartó la mirada del valle cubierto de humo.</p> <p>Un momento más tarde, una larga línea de jinetes surgió del humo y cargó hacia el arroyo. Sus caballos eran pequeños y esbeltos, de buena estampa, y llevaban protegidos el pecho y los flancos con bardas de cuero. Los hombres vestían cotas de cuero largas, abiertas por detrás y por delante para poder montar, y se cubrían la cabeza con cascos de acero cónicos forrados con piel. Cada jinete llevaba una lanza corta y una bolsa del tamaño de un melón. Hsuang no podía ver sus rostros en la penumbra, pero no dudaba que tenían la nariz chata y los pómulos anchos de su yerno.</p> <p>En la pendiente de más abajo, los arqueros tensaron los arcos. Los oficiales miraron hacia la cumbre, expectantes. Hsuang estuvo a punto de ordenar que dispararan, pero se contuvo. Los bárbaros no sumaban más de doscientos. Si atacaba, abrirían fuego cincuenta veces ese número de hombres. Se desperdiciarían miles de flechas.</p> <p>En cambio, permaneció impasible mientras avanzaba la pequeña línea enemiga. Cada uno de los arqueros de los veinticinco ejércitos se mantuvo en posición, listo para tensar el arco, resistiendo la tentación de disparar una flecha antes de recibir la orden.</p> <p>Cuando llegaron a menos de veinte metros de las fortificaciones de Hsuang, los jinetes lanzaron las doscientas bolsas hacia la línea shou, y después hicieron volver a los caballos. Las bolsas aterrizaron entre los defensores con un ruido sordo. Se abrieron pequeños huecos en las filas a medida que los soldados, temerosos de las armas secretas o de alguna magia guerrera muy poderosa, se apartaban de las misteriosas bolsas.</p> <p>No pasó nada. Los jinetes se alejaron para desaparecer entre el humo como fantasmas. Las bolsas siguieron donde estaban. Por fin, algunos soldados se aventuraron a abrirlas. La mayoría miró el contenido con una expresión de asombro, mientras otros volvían a cerrarlas sin disimular su asco. La tropa comenzó a murmurar.</p> <p>—¿Qué contendrán esas bolsas? —preguntó Cheng, que frunció el entrecejo al contemplar la escena que se desarrollaba a sus pies.</p> <p>—No tardaremos en averiguarlo —contestó Hsuang. Con un gesto, envió a su ayudante en busca de una bolsa.</p> <p>Cuando el muchacho regresó, tenía el rostro pálido y descompuesto. Traía en la mano una bolsa pringosa que contenía algo del tamaño de un melón. El ayudante le entregó la bolsa a su comandante.</p> <p>Hsuang cogió la bolsa. Al ver que hasta el último <i>peng</i> de los veinticinco ejércitos lo miraba, puso la bolsa boca abajo. La cabeza de un soldado shou cayó al suelo. Aunque no podía jurarlo, adivinó que la cabeza pertenecía a uno de sus exploradores.</p> <p>Consciente de que cualquier gesto de repulsión o asco sería un golpe para la moral de las tropas, Hsuang recogió la cabeza y la metió en la bolsa. Sin embargo, antes de que pudiera decir algunas palabras de aliento, el suelo comenzó a temblar. Un trueno distante les llegó desde el otro lado del valle, y el corazón de Hsuang comenzó a latir con más fuerza.</p> <p>—Vienen los bárbaros —exclamó Cheng, atónito—. ¡Pretenden mantener un combate nocturno!</p> <p>—¡Preparados! —ordenó Hsuang en el acto, tirando la bolsa al suelo.</p> <p>No hacía falta la orden. Como su comandante, los cuarenta y cinco mil soldados tenían puesta su atención en el campo, aunque la poca luz y el humo espeso hacían imposible ver en detalle lo que ocurría en el lado opuesto del valle. A Hsuang le pareció que la colina opuesta había cobrado vida y avanzaba hacia ellos. El temblor del suelo se comunicó a sus pies, y el estruendo se hizo ensordecedor. A doscientos metros de la primera barricada, apareció una masa de caballos al galope que cruzaba los campos incendiados. Hsuang miró al comandante de los soldados equipados con cohetes.</p> <p>—¡Disparad cuando estén listos! —le indicó al <i>nan</i>.</p> <p>El noble levantó un brazo para señalar, al tiempo que miraba al portaestandarte situado a unos seis metros más abajo, pero no dio la orden de disparar. Aunque sus cohetes eran más potentes que las flechas normales, no tenían tanta precisión ni el mismo alcance.</p> <p>Los bárbaros dejaron atrás las nubes de humo; cabalgaban casi tocándose los hombros. Habían dejado las riendas sueltas y utilizaban las dos manos para manejar los arcos. En la penumbra, las siluetas abultadas sólo parecían sombras. La línea se extendía unos mil quinientos metros a lo largo del valle, y Hsuang creyó ver nuevas filas de jinetes que aparecían entre el humo. Como mínimo, los participantes de la carga eran unos sesenta mil.</p> <p>—El enemigo ha comprometido a todo su ejército —comentó Cheng, al ver un número tan grande de jinetes—. ¡Lo destruiremos con una sola batalla!</p> <p>—¿Qué os hace pensar que éste es todo el ejército tuigano? —replicó Hsuang, sin desviar la mirada del enemigo.</p> <p>Cheng no respondió. Como Hsuang y los demás, esperaba el lanzamiento de los cohetes. Los encargados se encontraban en la barricada más lejana, separados de las tropas convencionales por espacios de veinte o treinta metros. Cada artefacto contenía unas treinta flechas y estaba sujeto en lo alto de la barricada. El extremo más delgado estaba lleno de polvo de trueno. Cuando encendieran las mechas, estallaría la pólvora y las flechas saldrían disparadas con una fuerza increíble. Al menos, ésta era la teoría.</p> <p>Cuando los bárbaros llegaron a unos setenta metros de la primera barricada, detuvieron los caballos.</p> <p>—¿Qué hacen? —exclamó Hsuang, señalando furioso al enemigo—. ¿Por qué detienen la carga a todo galope?</p> <p>Nadie le respondió.</p> <p>El aire resonó con los zumbidos de sesenta mil arcos tuiganos. Una nube negra de flechas voló hacia la primera barricada. A todo lo largo de la línea, los hombres gritaban y caían. Centenares de shous muertos cayeron al arroyo y fueron arrastrados aguas abajo.</p> <p>—¡No podemos esperar más a disparar los cohetes! —bramó Hsuang, que se reprochó a sí mismo por haber dejado que los bárbaros asestaran el primer golpe.</p> <p>—¡Apenas si están a distancia de tiro! —protestó el <i>nan</i>, que seguía con el brazo en alto—. Si esperamos un poco más…</p> <p>—Ya no se acercarán más —gritó Hsuang. Señaló a los jinetes—. ¡Dad la orden!</p> <p>El noble acató a su superior con disgusto. Miró al portaestandarte y bajó el brazo. Un segundo después, la banderola con la tortuga y el tiburón se movió de un lado a otro.</p> <p>Los artilleros encendieron las mechas. Una serie de truenos resonaron en el valle acompañados de espesas nubes de humo negro.</p> <p>Hsuang no podía creer lo que veían sus ojos. En diez lugares, los embudos explotaron en el acto, lanzando trozos de troncos y flechas en todas las direcciones. Los artilleros desaparecieron junto con el resto de los escombros, y lo único que quedó en los lugares que habían ocupado fueron boquetes en la barricada. Los artefactos que no estallaron, lanzaron las flechas en una trayectoria desviada que no les permitió llegar al enemigo. Pese a todo, los pocos cohetes que funcionaron correctamente demostraron una eficacia aterradora. Alrededor de veinte jinetes fueron arrancados de sus monturas y volaron por el aire, como prueba de que las flechas habían atravesado las armaduras. Docenas de caballos cayeron al suelo, muertos al primer impacto. Hsuang comprendió por qué su subordinado había querido esperar. Á corta distancia, el impacto de los cohetes habría sido devastador.</p> <p>En cualquier caso, el efecto sobre los caballos de los tuiganos fue mucho más impresionante que el número de bajas. Los relinchos de terror sonaron por todo el valle. Miles de caballos despidieron a sus jinetes, y centenares de bárbaros murieron aplastados por los cascos de las bestias. Muchos tuiganos guardaron los arcos, y utilizaron las dos manos para sujetar las riendas en un intento inútil por dominar a los caballos. La mayoría ya no pensaba en el ataque a los shous.</p> <p>—Que disparen los arqueros —ordenó Hsuang, atento al desarrollo del combate.</p> <p>Su ayudante transmitió el mensaje a los portaestandartes. Casi en el acto, el zumbido de las cuerdas de diez mil arcos sonó en la ladera. El enjambre de flechas voló por encima del arroyo y dio de lleno en las filas enemigas. Miles de jinetes cayeron; el caos se extendió entre los tuiganos a medida que los caballos heridos y aterrorizados salían de estampía.</p> <p>—¿Disparo las catapultas? —preguntó <i>tzu</i> Cheng, ansioso—. Unas cuantas explosiones más acabarán por ponerlos en fuga.</p> <p>—No —contestó Hsuang, que levantó una mano para contener a su subordinado. Por ahora, el enemigo no había conseguido dominar a las cabalgaduras. No tenía sentido alejarlos cuando los arqueros podían aprovechar el caos.</p> <p>Otra andanada alcanzó la línea enemiga. Cayeron varios miles de jinetes más, pero Hsuang vio que los guerreros calmaban a los animales. El estruendo podía espantar a los caballos tuiganos, pero las bestias estaban acostumbradas a que los nombres murieran sobre sus lomos. Los arqueros dispararon por tercera vez y mataron más bárbaros que en las dos andanadas anteriores. Hsuang miró a Cheng.</p> <p>—Disparad las bombas.</p> <p><i>Tzu</i> Cheng transmitió el mensaje a su ayudante, y, al cabo de un momento, se vio ondear su banderola. Los artilleros encendieron las mechas de las pequeñas bolas de hierro colocadas en las cucharas de las catapultas.</p> <p>Los jefes de las máquinas quitaron los cerrojos. El estruendo provocado por el choque de los mangos contra las cruces se extendió por la cumbre de la colina.</p> <p>Una de las cruces se partió. La bomba cayó delante de la catapulta y estalló, lanzando metralla en todas las direcciones. Quince metros más allá, una bola de fuego envolvió a cuatro catapultas. Sonaron varias detonaciones menores, y unos segundos después los restos de las cuatro catapultas cayeron como una lluvia sobre los artilleros.</p> <p>Por fortuna, éste fue el único disparo en falso. La mayoría de las bombas cayeron cerca de las líneas enemigas. Al menos la mitad de las mechas se apagaron antes de alcanzar el objetivo y, cuando chocaron contra el suelo, no hicieron más que partirse y desparramar la arena negra. De las bombas que estallaron, muy pocas lo hicieron lo bastante cerca como para ocasionar víctimas. Incluso algunas estallaron por encima de las cabezas de los tuiganos.</p> <p>Pero la falta de precisión no disminuyó los efectos. Los caballos enloquecieron y arrojaron a sus jinetes. Muchos miles salieron de estampía, con los hombres indefensos sujetándose como mejor podían a las monturas. En cuestión de segundos, la caballería tuigana escapaba dominada por el pánico.</p> <p>—Gracias al milagro de la alquimia —proclamó <i>tzu</i> Cheng, ufano—, somos invencibles.</p> <p>—Por ahora —replicó Hsuang, que miró de reojo la destrucción provocada por la bomba que había fallado. Para su desesperación, vio el estado en que había quedado la carreta que transportaba el espejo de Shao. El conductor yacía en el suelo cerca del asiento. La carreta estaba volcada con un eje partido y la rueda suelta. Un trozo de la cuchara de una catapulta había hecho añicos el espejo.</p> <p>Durante un buen rato, Hsuang no hizo más que mirar con horror y desolación el espejo roto. Para no gritarle a <i>tzu</i> Cheng, se recordó a sí mismo que había sido un olvido de su parte no haber cambiado de lugar el espejo cuando decidió probar las bombas.</p> <p>Un clamor triunfal arrancó al viejo noble de su ensimismamiento. Miró el campo de batalla. Detrás de las barricadas, los soldados gritaban jubilosos. Más de diez mil bárbaros yacían muertos en los campos, y las pérdidas shous eran leves. Hsuang comprendió el entusiasmo, aunque sabía que era una victoria efímera.</p> <p>Delante del puente, un puñado de hombres comenzó a correr detrás de los bárbaros. Más los siguieron. En un par de minutos, todo el destacamento encargado de defender el puente perseguía al enemigo.</p> <p>—¡No he dado la orden de avanzar! —exclamó Hsuang—. ¿Qué hacen?</p> <p>—Lo que están preparados para hacer —replicó el noble que mandaba a los guardias del puente—. Destruir al enemigo en desbandada.</p> <p>Ahora los ejércitos apostados a cada lado del puente también abandonaban las barricadas para perseguir a los bárbaros.</p> <p>—¡No! —gritó Hsuang—. ¡Ordenad que regresen!</p> <p>—¿Por qué? —preguntó Cheng.</p> <p>El pasmo impidió la respuesta de Hsuang. <i>El Libro del Cielo</i> urgía a sus lectores a perseguir y destruir al enemigo en desbandada. Por desgracia, no había sido escrito pensando en los tuiganos. Contra una fuerza superior de caballería, la persecución podía convertirse con toda facilidad en una trampa. Hsuang no había imaginado en ningún momento que él y sus nobles consiguieran rechazar al enemigo, así que no había tratado el tema con sus subordinados. Se dijo que pagaría muy caro el error.</p> <p>—Envía mensajeros a todos los comandantes de la línea —ordenó a su ayudante—. Que suspendan la persecución.</p> <p>—¡<i>Tzu</i> Hsuang! —protestó Cheng, que se atrevió a coger a su superior de una manga—. No es momento de mostrarse tímido. Tenemos al enemigo en nuestras manos.</p> <p>Hsuang apartó la mano de Cheng de un tirón.</p> <p>—Entonces estamos a punto de perderlas —afirmó tajante. Miró otra vez al ayudante—. ¿A qué esperas?</p> <p>El ayudante hizo una reverencia y partió con la urgencia apropiada a su misión. Por desgracia, ni siquiera el ayudante más diligente habría podido impedir lo que siguió a continuación. Todos los ejércitos formados detrás de la primera barricada siguieron a las tropas del puente. Cuando los mensajeros llegaron con la orden de Hsuang, la primera barricada estaba desierta, y la segunda línea cruzaba el arroyo para unirse a los demás.</p> <p>Los mensajeros consiguieron detener a la segunda línea de <i>peng</i>, pero la primera ya había seguido a las tropas del puente por los campos de cebada cubiertos de humo.</p> <p>Hsuang vio desaparecer a los quince mil hombres en la oscuridad.</p> <p>—Señores —dijo, volviéndose hacia los nobles—, lamento ordenaros que os preparéis para la retirada.</p> <p>Los nobles lo miraron con expresiones que iban desde el asombro a la furia.</p> <p>—¡Esto es una locura! —gritó Cheng—. ¡Estamos ganando la batalla!</p> <p>—No —contestó Hsuang—. La batalla estaba perdida desde antes que llegáramos a Shihfang. Ahora es un desastre.</p> <p>—¿Qué queréis decir? —preguntó Cheng, con una expresión preocupada y pensativa.</p> <p>Hsuang no tuvo necesidad de responder. La tierra comenzó á temblar como si los espíritus hubieran mandado un terrible terremoto para que los nobles recuperaran la sensatez. Al cabo de un instante, los gritos y ayes de los moribundos sonaron en el campo de batalla. El estruendo se hizo más claro: lo provocaban decenas de miles de cascos de caballos al galope.</p> <p>Después, docenas de shous aparecieron entre el humo. Habían tirado las armas y corrían hacia sus líneas, mientras sobre sus cabezas se cernía una lluvia de flechas. <i>Tzu</i> Cheng saludó a Hsuang con una profunda reverencia al ver el horrible espectáculo.</p> <p>—Daré la orden para que destruyan el puente —exclamó—. Nuestra mejor posibilidad es escapar al amparo de la oscuridad.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 10</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">El espía</p> <p style="margin-top: 4em">—¿Qwo, qué es lo que te preocupa? —preguntó Wu con un tono de frustración mientras renegaba con su <i>samfu</i>. Le temblaban tanto las manos que no conseguía abrochar los botones de la prenda.</p> <p>Sin responder a la pregunta, Qwo apartó gentilmente las manos de Wu y le abrochó los botones. La criada de pelo gris evitó adrede mirar a su ama, como una muestra de que no aprobaba sus intenciones.</p> <p>—Me inquieta verte tan malhumorada —añadió Wu, dejando hacer a la criada—. Por favor, dime lo que piensas.</p> <p>Qwo acabó de abrochar el <i>samfu</i>, y después se apartó para observar a Wu con los ojos llorosos. La criada aún no había cumplido los sesenta, pero parecía mucho mayor. El pelo gris era áspero y escaso, y su piel formaba bolsas y arrugas. Tenía la espalda encorvada y los hombros caídos de una mujer veinte años mayor.</p> <p>Las dos mujeres se encontraban en el dormitorio de Wu. El <i>samfu</i> que Wu no había podido abrochar era el negro, el mismo que llevaba cuando había sorprendido a Batu y lo había dejado inconsciente.</p> <p>Qwo metió una mano en uno de los bolsillos de las mangas de su <i>cheo-sam</i>, una túnica bordada de mangas anchas y cuello alto, y sacó el pañuelo negro de Wu.</p> <p>—¿Para qué? —replicó la vieja—. Tú eres el ama. Harás lo que quieras, y da igual lo que yo diga.</p> <p>Su tono era más propio de una madre que de una criada. En cierto sentido, era el adecuado. Qwo, que había nacido en la casa de los Hsuang sólo unos pocos años después que el padre de Wu, había dedicado toda su vida al servicio de la familia. Cuando murió la madre de Wu, la mujer hacia asumido el papel de madre además de criada. La vieja desplegó el pañuelo.</p> <p>—No tengo otra elección —comenzó a decir Wu, pero Qwo no la dejó seguir.</p> <p>—¡Pamplinas! —exclamó—. Rondar en plena noche, buscando espías. ¡Ésa es una tarea de hombres!</p> <p>—Es lo que haré esta noche —afirmó Wu. Cogió el pañuelo y se lo ató alrededor del rostro.</p> <p>Sin luna y con el cielo encapotado, la oscuridad era total. Wu esperaba desde hacía cinco semanas una noche como ésta, desde que el emperador la había confinado en su casa. La hija del noble pretendía entrar en la casa de Ting Mei Wan, que a su juicio era la traidora a Shou Lung.</p> <p>Por desgracia, el emperador jamás condenaría a Ting sobre la base de la única prueba que había convencido a Wu de que la ministra era la espía. La única prueba que tenía la hija del noble era que Ting se perfumaba con flores de jazmín, el mismo perfume que usaba el espía en el Jardín de la Virtuosa Consorte. Sin embargo, el perfume de jazmín no era algo extraño en el palacio de verano. Ting podía afirmar, con toda razón, que centenares de mujeres se perfumaban el cuerpo con jazmín.</p> <p>Pero ninguna de aquellas otras mujeres había manifestado tanto interés en el plan de Batu. Después de la audiencia con el emperador, la ministra de Seguridad del Estado había acompañado personalmente a Wu hasta su casa. Ting se había mostrado muy amable y curiosa por el paradero de los ejércitos provinciales. Cuando Wu evadía una respuesta clara, la ministra desviaba la conversación a otros temas. A lo largo de casi un mes, la mandarina le había visitado casi a diario con el pretexto de llevarles regalos a los niños. En cada ocasión, Ting había preguntado discretamente por el paradero de Batu. Desde luego, Wu se había negado a responderle y la ministra había dejado pasar el tema.</p> <p>En el fondo de su corazón, Wu no deseaba creer que Ting era la espía, porque la ministra la trataba a ella y a su familia con tanta bondad y cariño que los niños hablaban de la ministra como su tía. Pero, cuando Ji mencionó que Ting le había preguntado dónde estaba su padre, Wu se convenció de que había encontrado al traidor.</p> <p>Aunque ella había ocultado muy bien sus sospechas, Ting no le había visitado durante los últimos cinco días, y Wu sospechaba que la mandarina había averiguado lo que quería saber por otras fuentes. En ese caso, estaba dispuesta a evitar que la ministra pasara la información. Ya segura de la culpabilidad de Ting, Wu pensaba que la mandarina aprovecharía la oscuridad de esta noche para encontrarse con un mensajero tuigano. Tenía la intención de estar presente, tanto para salvaguardar el secreto del plan de Batu como para reunir las pruebas para la acusación.</p> <p>—Estás desobedeciendo al emperador —le reprochó Qwo, mientras le anudaba el pañuelo en la nuca.</p> <p>—Lo sé —respondió Wu. La admisión le produjo un escalofrío.</p> <p>—Y, desde luego, no te importa —añadió Qwo, que apretó mucho el nudo—. Siempre has sido una niña desobediente.</p> <p>—Hace veinte años que no soy una niña —protestó Wu. Se llevó las manos a la nuca para aflojar un poco el nudo.</p> <p>—Pero no has dejado de ser desobediente —afirmó la criada, que se palmeó los muslos enfadada. ¿Por qué no le envías un mensaje al emperador y le cuentas lo del espía?</p> <p>—¿A quién creería el emperador? —replicó Wu, mientras comprobaba si no se dejaba nada—. ¿A la hija de un noble rural o a una mandarina?</p> <p>—A ti —contestó Qwo sin más, con una mirada severa—. Y, si no fuera así, habrías cumplido con tu deber.</p> <p>Wu frunció el entrecejo aun a sabiendas de que Qwo no podía ver su expresión detrás del pañuelo negro.</p> <p>—No se trata de mi deber con el imperio —arguyó—, sino de mi padre y mi marido. Si el enemigo descubre sus planes…</p> <p>—El Divino Señor es el único que determina el resultado de la guerra. Esos asuntos no están en manos de los mortales, y nada bueno saldrá de interferir en ellos. Tu única responsabilidad es la casa y los niños —declaró Qwo—. Si provocas la cólera del emperador, no habrás cumplido con tu auténtico deber.</p> <p>Wu suspiró y desvió la mirada para no ver la expresión severa de la vieja. Qwo tenía razón en lo que había dicho. Hasta ahora, su osadía sólo había significado inconvenientes y vergüenza para su casa. Pero, si la pillaban desobedeciendo una orden directa del emperador, no sería ella sola la que soportaría las consecuencias. En ese caso, el deshonor y la culpa caerían sobre toda la familia. Aunque Wu estaba dispuesta a todo por el bien de su marido, no podía dejar que sus hijos pagaran por sus crímenes.</p> <p>Una tos cortés sonó en el patio. Se trataba del hijo de Qwo, que servía de mayordomo a <i>tzu</i> Hsuang.</p> <p>—¿Señora Wu?</p> <p>—Pasa, Xeng —contestó Wu.</p> <p>Se corrió uno de los paneles y apareció un hombre delgado, de nariz aguileña y modales suaves. Tenía cinco años menos que Wu y era hijo de Qwo, que nunca había tenido marido. Aunque nadie nunca lo había admitido, Wu sospechaba que Xeng era su hermanastro. Tenía la misma nariz y las expresiones firmes de su padre, pero lo más revelador era el medallón de jade que Xeng llevaba alrededor del cuello. La joya con forma de dragón podía convertir a un hombre en casi invisible, y había estado en posesión de la familia de Wu desde hacía cientos de años. Así y todo, <i>tzu</i> Hsuang le había regalado el invalorable medallón a Xeng. El hombre saludó primero a su madre y después a Wu con una reverencia.</p> <p>—El ministro de Estado está aquí con noticias de vuestro padre —dijo. Al ver a Wu vestida con el <i>samfu</i>, añadió—: Me temo que di por sobreentendido que aún no os habíais retirado.</p> <p>—¿Noticias de mi padre? —repitió Wu—. Lo veré ahora mismo.</p> <p>—¿Vestida así? —preguntó Qwo, que le tironeó de la manga.</p> <p>—Sí —respondió Wu, quitándose el pañuelo de la cara—. Así.</p> <p>Siguió a Xeng por el resto de la casa hasta llegar al vestíbulo principal. Ju-Hay Chou esperaba sentado en uno de los bancos de piedra que daban a la fuente de los delfines. Al verla entrar, el ministro se puso de pie mientras miraba extrañado las prendas negras de la señora de la casa.</p> <p>—Lo lamento —se disculpó, confundido—. ¿He interrumpido vuestros ejercicios?</p> <p>—No —contestó Wu, que decidió ser franca con el ministro—. Habéis interrumpido mi fuga. —Xeng soltó una exclamación al escuchar la respuesta.</p> <p>—No os entiendo —manifestó el ministro, con el entrecejo fruncido.</p> <p>Wu se acercó al banco de Ju-Hay y tomó asiento.</p> <p>—No hay de qué preocuparse —tranquilizó al mandarín—. Pienso regresar.</p> <p>—¡Regresar! —exclamó Xeng, que dio un paso en dirección al banco—. El emperador en persona os ha prohibido salir de la casa. ¿En qué estáis pensando? —Wu miró furiosa a Xeng, pero él no le hizo caso.</p> <p>—Yo también siento curiosidad —comentó Ju-Hay con las manos cruzadas sobre el regazo—. ¿En qué pensáis?</p> <p>—Os lo diré en unos minutos. Primero habladme de mi padre. —Al ver la expresión incómoda del ministro, Wu temió que su padre estuviera muerto.</p> <p>—No tenemos todos los detalles —dijo Ju-Hay, que cogió las manos de Wu—. Esto es lo que sabemos: hace seis días, los nobles se enfrentaron a los bárbaros en las afueras de la ciudad de Shihfang. Perdieron la mitad de las tropas. —A Wu se le hizo un nudo en el estómago. El plan de Batu incluía pérdidas, pero la mujer no había esperado tantas bajas—. El mensajero dijo que retrocedían hacia Shou Kuan.</p> <p>—¿Y qué pasó con <i>tzu</i> Hsuang? —inquirió Xeng angustiado, acercándose a Ju-Hay. El mandarín frunció el entrecejo ante la intromisión del sirviente.</p> <p>—<i>Tzu</i> Hsuang organiza la retirada —contestó el ministro—. Por lo que sabemos no está herido. —Wu y Xeng suspiraron aliviados. Ju-Hay le volvió la espalda al criado y miró a Wu a los ojos—. Creo que ha llegado el momento de que me digáis dónde está Batu con los ejércitos provinciales. Las noticias de las pérdidas de los nobles han intranquilizado al emperador. Comienza a manifestar sus dudas sobre la lealtad de vuestro marido. Es hora de calmar sus temores.</p> <p>La admisión de Ju-Hay no sorprendió a Wu, porque su confinamiento era una prueba clara de la desconfianza del emperador hacia su marido. Sin embargo, antes de responder al ministro miró a Xeng.</p> <p>—Ve a informar a tu madre de las noticias —le dijo. Xeng aceptó la orden con una reverencia y salió del vestíbulo, sin olvidar cerrar el panel. Wu se volvió hacia el ministro—. Decidle al emperador que no se inquiete. Batu no esperaba que los veinticinco ejércitos vencieran en Shihfang.</p> <p>—Eso no calmará al Divino Señor —afirmó Ju-Hay. Sacudió la cabeza—. Kwan se aprovecha de las bajas para poner al emperador en contra nuestra.</p> <p>—No os diré dónde está Batu —dijo Wu, empecinada.</p> <p>—Ha pasado la hora de los misterios —afirmó Ju-Hay tajante mientras se ponía de pie—. Debéis decirme alguna cosa que tranquilice al emperador.</p> <p>—Si lo hago —insistió Wu, sin moverse del banco—, los tuiganos se enterarán del plan de mi marido.</p> <p>—No digáis tonterías —le reprochó el ministro, molesto—. Los secretos de Shou Lung están a salvo con el emperador.</p> <p>—¿Estáis seguro? —replicó Wu sin desviar la mirada. Vio el efecto que su pregunta causó en el ministro.</p> <p>—¿Qué queréis decir? —dijo el mandarín, muy interesado.</p> <p>—Hay un espía entre los mandarines —respondió Wu en el acto.</p> <p>Ju-Hay no se mostró sorprendido por la acusación. La única reacción visible fue que entornó los párpados.</p> <p>—¿Quién es? —quiso saber.</p> <p>Consciente de que la revelación provocaría un gran pesar al ministro, Wu respiró hondo mientras se armaba de valor.</p> <p>—La ministra Ting Mei Wan —respondió.</p> <p>Durante un tiempo que pareció eterno, Ju-Hay contempló a la hija del noble con una mirada incrédula.</p> <p>—¿Qué os hace pensar que Ting haya traicionado al emperador? —preguntó por fin. Su voz era tranquila y curiosa. Resultaba imposible decir si estaba más interesado en el tema de la traición de la ministra o en las razones de la acusación de Wu.</p> <p>—El jazmín.</p> <p>—¿Flores?</p> <p>—Pimpollos —contestó Wu—. Los olí en la espía en el Jardín de la Virtuosa Consorte.</p> <p>—Y Ting Mei Wan se perfuma con jazmín —acabó Ju-Hay, que sacudió la cabeza con un movimiento casi imperceptible—. ¿Es ésa la base de vuestra sospecha?</p> <p>—También ha preguntado por los planes de Batu.</p> <p>—Yo también —le recordó Ju-Hay—. ¿Eso me convierte en un espía? —Antes de que Wu pudiera contestar, el ministro levantó una mano—. No digáis nada. Podríais perder al único amigo que os queda.</p> <p>Wu se puso de pie y sujetó a Ju-Hay del brazo. A pesar del afecto que sentía por el ministro, era la primera vez que lo tocaba.</p> <p>—Ju-Hay —dijo—. Jamás dudaría de vos, pero Ting es diferente. Incluso le preguntó a Ji…</p> <p>—¿Tenéis pruebas? —la interrumpió el ministro, apartando el brazo.</p> <p>Wu, dolida por el rechazo, se sentó otra vez en el banco de piedra.</p> <p>—La verdad es que no —reconoció la joven—. Me disponía a ir a buscarlas cuando llegasteis.</p> <p>—¿Por qué? —Ju-Hay la miró con la dureza de un interrogador—. ¿Sabéis alguna cosa más?</p> <p>—No —repuso Wu, desviando la mirada—. Pero si Ting tiene algo que comunicar a sus amos, una noche oscura como ésta es el momento para ir en busca del mensajero.</p> <p>—Entonces, ¿sólo obráis impulsada por la sospecha? —Wu asintió. Él ministro suavizó la expresión—. Supongo que es lo único que podéis hacer —admitió—. Ting es una mujer astuta. No será fácil descubrir su juego.</p> <p>—¿O sea que creéis en mí? —preguntó Wu, más animada.</p> <p>—No —respondió el mandarín, tajante—. Conozco a Ting Mei Wan desde hace muchos años, muchos más que a vos. —Wu le volvió la espalda. Si Ju-Hay no la ayudaba, sería imposible descubrir la traición de la ministra. Pero un segundo después, Ju-Hay añadió—: Aun así, no puedo tomar la acusación a la ligera.</p> <p>—Entonces, ¿os encargaréis de investigarla? —inquirió Wu con renovadas esperanzas.</p> <p>—Aun cuando estéis en lo cierto —manifestó el ministro mientras movía la cabeza—, Ting es demasiado astuta para dejarse sorprender por mí.</p> <p>Wu frunció el entrecejo al escuchar la respuesta. Tuvo la sensación de que el ministro le insinuaba alguna cosa sin palabras.</p> <p>—¿Así que queréis que siga adelante y la persiga?</p> <p>—No he dicho tal cosa—replicó el ministro con cautela.</p> <p>—Tampoco habéis dicho que deje el asunto en vuestras manos o en las del emperador —señaló Wu.</p> <p>—Lo que proponéis es muy peligroso —afirmó Ju-Hay, mirándola a los ojos—. Si os atrapan fuera de la casa, no podré hacer nada por ayudaros. El emperador quizá crea que Kwan está en lo cierto, y que vos y vuestro marido sois traidores. Supongo que ya habréis pensado en las consecuencias.</p> <p>—Me cortarán la cabeza —dijo Wu.</p> <p>—Y también a vuestros hijos y sirvientes —añadió Ju-Hay—. Cuando se trata de una traición, incluso el Hijo del Cielo debe ser despiadado.</p> <p>—Lo comprendo. —Wu se estremeció al pensar en aquel horrible destino.</p> <p>—Por otro lado —prosiguió el ministro, con una expresión despiadada—, si Batu tarda mucho más en derrotar a los bárbaros, el emperador llegará de todos modos a la conclusión de que sois traidores. Es una decisión difícil. No quisiera verme en vuestro lugar.</p> <p>—¿Qué queréis decir? —preguntó Wu, que abandonó el banco.</p> <p>—No he dicho nada —respondió Ju-Hay, mirándola con frialdad. De pronto, hizo una reverencia—. Sólo he venido a daros noticias de vuestro padre. Si me perdonáis, es tarde y debo marcharme. —El ministro se volvió y abandonó el salón. Dejó a Wu a solas meditando sobre sus palabras.</p> <p>Cuando Ju-Hay salió de la casa, dos grupos de guardias lo saludaron. Un grupo lo formaban sus seis guardaespaldas, el otro pertenecía a Ting. Hasta esta noche, había pensado que protegían a la familia Batu de los asesinos de Kwan. Ahora, se preguntó si no eran más peligrosos que los hombres del ministro de Guerra.</p> <p>Se detuvo en el portal y miró la calle. Era noche cerrada y el aire estaba cargado de humedad. El cielo era una mancha negra. Junto al muro de la casa de Batu, la oscuridad era absoluta. El ministro ni siquiera veía las siluetas de los guardias que se encontraban allí. Ju-Hay se resistía a creer a Wu, y había una multitud de razones para dudar de sus sospechas. No tenía nada de extraño que se oliera a jazmín en el Jardín de la Virtuosa Consorte. Aunque nunca lo había visitado, no dudaba que en el pequeño parque había jazmines. Incluso si se equivocaba, Ting no era la única en utilizar pimpollos de jazmín como perfume.</p> <p>Tampoco podía acusársela por su interés en los planes de Batu. Desde hacía casi dos meses, la desaparición del general era la comidilla diaria de la corte. El propio emperador había manifestado en más de una ocasión su curiosidad sobre el paradero del general de la Marca Norteña y sus cien mil <i>peng</i>. Aun así, Ju-Hay no podía desestimar a la ligera la acusación de Wu. Desde hacía varios meses, Ting se había mostrado más independiente y ansiosa de poder que lo habitual. Él lo había interpretado como una señal de que la mujer se sentía más segura en su posición de mandarín. Pero también podía deberse a una alianza secreta con un nuevo amo.</p> <p>Ju-Hay sentía un gran cariño por Ting. En un mundo lleno de engaños y complicadas maquinaciones, su disposición a servir al mejor postor resultaba casi honrada. Aunque nunca había confiado del todo en ella, Ju-Hay siempre había pensado que, sabiendo lo que quería, se podía trabajar con ella para conseguir sus propios objetivos.</p> <p>Nunca se le había ocurrido que su protegida pudiera desear algo hasta el extremo de traicionar a Shou Lung. Incluso dentro de las reglas más despiadadas de la conducta cortesana, dicho comportamiento era impensable. No podía creer que Ting pudiera caer tan bajo.</p> <p>Sin embargo, Ju-Hay no tenía mucha confianza en su opinión, y sabía que no conseguiría descubrir la verdad con un interrogatorio directo. Tampoco podía ordenar una investigación oficial. Si no se podía probar la culpabilidad, representaría un daño inútil a la reputación de Ting, y la Tigresa se convertiría en su enemiga durante el resto de su vida.</p> <p>Wu era el único medio disponible para descubrir la verdad. No dudaba que la hija de Hsuang seguiría adelante, porque él había llevado la conversación de forma tal de convencerla de que ella era la única capaz de capturar al espía. A Ju-Hay le repugnaba actuar de una forma tan ladina, pero lo había hecho por el bien del emperador.</p> <p>Al mismo tiempo, el ministro se sentía obligado a colaborar en lo que pudiera. Sus agentes estaban impresionados con el dominio que tenía Wu del kung fu, y el ministro sabía que la esposa del general no tendría problemas para entrar en la casa de Ting. En cambio, a la vista de la rigurosa vigilancia a que estaba sometido su propio hogar, quizá le costaría abandonarlo.</p> <p>Ju-Hay echó a caminar escoltado por los guardaespaldas. Cuarenta y cinco metros más allá, miró hacia un callejón y se volvió hacia los guardias con una expresión de sorpresa fingida.</p> <p>—¿Qué ocurre allí?</p> <p>—¿Dónde, ministro? —contestó uno de los hombres, mientras todos miraban hacia el callejón.</p> <p>—Allí. Hay una figura. ¿No la veis? —Ju-Hay señaló a la derecha del callejón en sombras—. ¡Alto en nombre del emperador! —gritó.</p> <p>Nadie respondió, pero tampoco esperaba una respuesta. Por lo que sabía, el callejón estaba vacío. Sólo pretendía alejar a los guardias de la casa de Wu. Cuando miró hacia la casa, observó complacido que su plan daba resultado. A la luz de los faroles de la entrada, vio que los guardias de Ting miraban en su dirección.</p> <p>—¡Guardias! —llamó—. Venid aquí. ¡Hay un espía!</p> <p>Tal como esperaba, la sola mención de un espía fue suficiente para apartar a los guardias de sus puestos. El ruido de las botas resonó en la calle, y, al cabo de un momento, apareció una docena de soldados a la carrera. Los guardaespaldas de Ju-Hay rodearon a su amo. Si había peligro, lo último que harían sería dejarlo solo. El ministro señaló hacia el callejón.</p> <p>—¡Allí! —les dijo a los guardias de Ting—. ¡Deprisa!</p> <p>Los soldados pasaron junto al ministro casi sin mirarlo, mientras se gritaban órdenes e indicaciones entre ellos. Ju-Hay miró hacia la casa de Batu, en la esperanza de ver a Wu sacar partido del engaño. Ni siquiera atisbo una sombra cruzando la entrada. Ju-Hay volvió su atención al callejón y esperó con paciencia mientras los guardias iban de un lado a otro, mirando hasta en el último rincón. Aunque deseaba marcharse, Ju-Hay sabía que si se iba ahora despertaría la sospecha de los guardias.</p> <p>Diez minutos más tarde, comenzó a llover. La lluvia era cálida, casi caliente, y no alivió el bochorno de la noche. Ju-Hay agradeció la lluvia, pues le daba una excusa para marcharse.</p> <p>—No tengo ganas de empaparme mientras vosotros dejáis escapar al espía —le dijo al sargento—. Si tenéis la suerte de atrapar al infiltrado, llevadlo a la presencia de la ministra Ting y decidle que me avise de inmediato.</p> <p>—Desde luego, ministro —contestó el sargento.</p> <p>Ju-Hay contestó a la reverencia del soldado con una inclinación de cabeza, y se alejó escoltado por sus guardaespaldas. Sin embargo, en lugar de dirigirse a su residencia, se encaminó hacia la casa de Ting. Su visita inesperada sería otra distracción que facilitaría las cosas a Wu. Incluso él mismo quizá podía averiguar alguna cosa.</p> <p>Mientras él y los guardias caminaban por las calles a oscuras, Ju-Hay se detuvo un par de veces en un intento por descubrir si Wu lo seguía. No vio nada, y los únicos sonidos que escuchó fueron los crujidos de las armaduras mojadas de los guardias. La única indicación de la presencia de Wu era la sensación de inquietud que erizaba el pelo de la nuca del ministro.</p> <p>Cuando se aproximó a la casa de Ting, Ju-Hay apostó a sus guardias en la entrada del callejón que pasaba junto al muro trasero del jardín, y después avanzó solo por el camino oscuro. Si utilizaba la puerta principal, a la mañana siguiente toda la corte comentaría sus «relaciones». Como no tenía el menor interés por ser tema de murmuraciones, entraría por la puerta de atrás.</p> <p>Unos segundos antes de que Ju-Hay llegara a la entrada, se abrieron las puertas de madera. Una figura vestida con un <i>samfu</i> negro salió de la arcada y se detuvo por un momento a la luz del único farol de la entrada. Era Ting Mei Wan, la ministra de Seguridad del Estado. Llevaba un pañuelo negro y un tubo de ébano pulido, del tipo utilizado para guardar pergaminos. En el cinturón llevaba sujeta la vaina de su daga de treinta centímetros.</p> <p>La mujer aprovechó la pausa para atarse el pañuelo alrededor de la cara. En aquel instante, Ju-Hay supo que Wu tenía razón. Ting, la persona encargada de la seguridad del imperio, se preparaba para ir al encuentro de un correo del enemigo. No podía haber otro motivo para su indumentaria. En cuanto al tubo de ébano, Ju-Hay supuso que contenía las pruebas de su traición, probablemente un informe de la reacción del emperador ante la derrota de los nobles.</p> <p>Con el estómago en un puño y el corazón encendido de furia, Ju-Hay decidió que no permitiría a la traidora entregar el mensaje. Pensó en llamar a sus guardaespaldas, pero comprendió que, tan cerca de la casa, se verían superados en número por los hombres de Ting. El ministro de Estado no podría apoderarse del tubo por la fuerza.</p> <p>Sin darse cuenta de la presencia de Ju-Hay, Ting miró a un lado y a otro en medio de la lluvia y guardó el tubo en el interior del <i>samfu</i>. Después se puso en marcha en dirección contraria a donde estaba Ju-Hay.</p> <p>—¿Alguien te dijo que vendría? —le preguntó Ju-Hay con una jovialidad forzada.</p> <p>Ting se volvió como un rayo al tiempo que guiñaba los ojos para ver mejor. Su rostro mostraba una palidez mortal.</p> <p>—¿Quién está allí? —replicó Ting. Ju-Hay no respondió. En cambio, avanzó otro paso más—. ¡Responded! —gritó la ministra, que desenvainó la daga.</p> <p>—Sólo es un viejo amigo —repuso Ju-Hay, mientras entraba en el círculo de luz del farol—. ¿Por qué te asustas tanto?</p> <p>—¡Ministro! —suspiró Ting. Se quitó el pañuelo de la cara—. ¿Qué haces aquí en una noche como ésta?</p> <p>—Venía a verte. ¿Qué haces tú en una noche como ésta, vestida de esa manera? —inquirió a su vez Ju-Hay, señalando el <i>samfu</i>.</p> <p>Ting se miró las prendas oscuras, después frunció el entrecejo mientras miraba a Ju-Hay. Por un momento se quedó sin palabras y empuñó la daga con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Ju-Hay temió que lo atacaría. Por fin, la mujer guardó la daga.</p> <p>—Me dirigía a una cita —explicó—. Con quién no es asunto tuyo.</p> <p>—Daría mil monedas de plata por saber cuál es el regalo que le llevas —dijo Ju-Hay, alargando un dedo para tocar el tubo guardado bajo la camisa de la ministra.</p> <p>—¿Deseas alguna cosa? —contestó Ting, al tiempo que apartaba el tubo fuera del alcance del mandarín.</p> <p>—Sí —dijo Ju-Hay, sin dar más explicaciones. Había pensado entrar en la casa con el pretexto de una visita social; pero, al haberla sorprendido mientras se marchaba, necesitaba una excusa más convincente para retenerla. Todavía no se le había ocurrido ninguna.</p> <p>—¿De qué se trata? Se me hace tarde.</p> <p>Ju-Hay miró hacia la oscuridad. Confiaba en que Wu se encontrara en el callejón observando el encuentro.</p> <p>—A menos que tu cita sea con el emperador, esto es mucho más importante. Será mejor que entremos.</p> <p>—Desde luego, si es tan importante como dices —asintió Ting, olvidada ya del enfado, y se volvió para abrir la puerta.</p> <p>—Sí, lo es. Te lo aseguro. —Ju-Hay cruzó la entrada y se encontró en una pequeña garita. Se sorprendió al ver que estaba vacía—. ¿No hay guardia? —preguntó.</p> <p>—Le ordené que se fuera por unos minutos —respondió Ting—. La discreción comienza en casa.</p> <p>La ministra guió a Ju-Hay por los sinuosos senderos del jardín. Aunque sabía que Ting tenía jardinero, el parque tenía un aspecto siniestro en la oscuridad. Enredaderas y musgos de toda clase colgaban de las ramas que se inclinaban sobre los senderos, y los arbustos resultaban impresionantes en tamaño y forma. Ju-Hay tenía la sensación de que, en cualquier momento, una banda de asesinos y ladrones saltaría de los arbustos. Era el tipo de lugar que Ting encontraría agradable.</p> <p>Unos momentos después, llegaron al vestíbulo principal. Ting invitó a Ju-Hay a sentarse, llamó a un criado para que sirviera el té y se excusó para ir a cambiarse. Regresó al cabo de unos minutos vestida con una túnica blanca bordada con el dibujo de la mítica ave fénix. La prenda era amplia y llegaba hasta el suelo, pero el corte realzaba las voluptuosas formas de la mujer. También dejaba ver que ya no llevaba el tubo. Tomó asiento en el diván delante de Ju-Hay y cruzó las piernas.</p> <p>—Bien, ministro, ¿qué es más importante que mi cita?</p> <p>Ju-Hay miró al sirviente incómodo, como si tuviera reparos para hablar en su presencia. En realidad ganaba tiempo. Si bien había pensado en varias excusas para justificar su presencia, ninguna le parecía muy convincente.</p> <p>La hermosa Ting despachó al criado y se volvió hacia Ju-Hay sin disimular la curiosidad.</p> <p>—¿Y bien?</p> <p>—No sé por dónde comenzar —respondió Ju-Hay. Cogió la taza y bebió un sorbo.</p> <p>—Comienza por el principio, ministro —le recomendó Ting.</p> <p>Ju-Hay vaciló mientras se preguntaba si había pasado el tiempo suficiente para que Wu encontrara el tubo de ébano. Después, pensó si de verdad la hija del noble había estado en el callejón y sabía qué debía buscar. Por último, lo preocupó la posibilidad de haber cometido un error de juicio. Quizá la preocupación por los hijos había llevado a Wu a la decisión de no arriesgarse a sufrir la ira del emperador, aunque eso significara perder la oportunidad de desenmascarar al espía.</p> <p>El ministro se forzó a descartar esta última posibilidad. No le serviría de nada dudar de su plan. Ahora debía actuar como si Wu lo hubiera seguido y se encontrara en esos momentos revisando la casa de Ting. Debía conseguirle el mayor tiempo posible.</p> <p>—Esto no me resulta fácil —comenzó Ju-Hay, que dejó la taza de té al tiempo que miraba las hermosas piernas de Ting.</p> <p>Al ver la dirección de la mirada, en el rostro de Ting brilló la comprensión.</p> <p>—No digas nada más —dijo la ministra de Seguridad del Estado—. Te comprendo.</p> <p>—¿De veras?</p> <p>—Creo que sí. —Ting dejó el diván y se acercó al mandarín. Lo cogió por las muñecas para hacerlo levantar, y luego guió sus manos por debajo de la túnica—. Incluso si mi cita hubiese sido con el emperador, no me habría perdido esto por nada del mundo.</p> <p>Ju-Hay la besó. Le dio un beso frío, desapasionado, como creía que eran los besos a los que estaba habituada la seductora. Ting le devolvió el beso con una pasión y una fuerza que sorprendieron al ministro de Estado. A continuación, lo llevó hacia el dormitorio.</p> <p>Dos horas más tarde, Ju-Hay estaba exhausto. Ting lo atrajo una vez más contra su cuerpo, pero él se escabulló de la cama.</p> <p>—¡Basta! —dijo—. ¡Soy un hombre viejo, debo conservar mis energías!</p> <p>—¡Pamplinas! —replicó la mujer, tirando de él para que volviera al lecho—. Deja que yo te reju…</p> <p>La brusca apertura de uno de los paneles interrumpió a Ting. El sargento de la guardia entró en el dormitorio.</p> <p>—Ministro, un intruso ha entrado en la casa. —El sargento vio el cuerpo desnudo de Ju-Hay. Avergonzado, lo saludó con una reverencia.</p> <p>—¿Un intruso? —repitió Ting, que se levantó de un salto y, sin el menor recato, comenzó a vestirse delante del soldado—. ¿Dónde?</p> <p>—En la entrada del callejón —respondió el sargento.</p> <p>Sin perder un segundo, Ting abandonó el dormitorio. Ju-Hay se vistió en un santiamén y la siguió a la carrera. Alcanzó a Ting en el jardín. La mujer interrogaba al sargento, que sólo sabía que habían encontrado muerto al guardia de la garita.</p> <p>En la garita, varios guardias alumbraban con sus lámparas el cadáver del compañero caído. Al ver acercarse a Ting y Ju-Hay, se apartaron. El centinela muerto yacía de espaldas, con su <i>chiang-chun</i> a un lado. La hoja de la alabarda estaba sucia de sangre.</p> <p>—Así fue como lo encontramos —informó el sargento.</p> <p>Ting se arrodilló y examinó el cuerpo. Al no encontrar ninguna herida en el pecho o la cabeza, lo hizo girar furiosa y revisó la espalda.</p> <p>—No presenta heridas en el cuerpo —declaró tajante.</p> <p>—Entonces ésta es la sangre del intruso —opinó el sargento, recogiendo el <i>chiang-chun</i> del muerto.</p> <p>—Sí —dijo Ting. Cogió el arma y observó la hoja—. Mañana encontraremos al intruso y acabaremos el trabajo. —Miró al ministro—. Me pregunto por qué habrá escogido esta noche…</p> <p>—Es una noche sin luna —le recordó Ju-Hay. Fijó la mirada en el muerto, pero con el pensamiento puesto en Wu. Si estaba herida, necesitaría ayuda y, en cuanto amaneciera, protección. Tenía que salir de la casa de Ting y enviar un contingente de tropas imperiales a la residencia de Batu. Caminó hacia la puerta—. Debo regresar a casa. Mi presencia aquí puede dar lugar a un escándalo.</p> <p>—¡Ni hablar! —exclamó Ting; indicó a los guardias que custodiaran la puerta y luego miró al ministro con ojos fríos y calculadores—. El asesino del guardia todavía está libre, y por lo que parece tú eras su objetivo. No permitiré que abandones la seguridad de mi casa.</p> <p>—Pero debo regresar…</p> <p>—Insisto —dijo Ting, que alzó una mano para acallar al ministro. Después con una mirada de pocos amigos a su protector, añadió—: No irás a ninguna parte hasta que encuentre al intruso.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 11</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Yenching</p> <p style="margin-top: 4em">En el río Sheng Ti, como en el palacio de verano, la noche era oscura y húmeda. A pesar de la llovizna cálida, el general de la Marca Norteña permaneció en cubierta con el contramaestre. El hombre estaba asomado por la borda con un farol en la mano, vigilando el agua oscura atento a cualquier peligro. Su desnudo torso brillaba con lo que podían ser gotas de lluvia, pero que más bien parecía un sudor nervioso. Cada tanto, daba una orden a otro marinero, que la transmitía de inmediato al timonel. El casco chocó contra algo blando, y Batu contuvo la respiración.</p> <p>—¿Qué ha sido eso? —preguntó. Al ver que el contramaestre no le respondía en el acto, Batu temió que hubieran rozado un banco de arena. La crecida estival había acabado hacía dos semanas, y desde entonces el río había vuelto a su cauce normal, lo cual representaba un peligro que hasta entonces no había molestado a la flota del general. Esa noche, una docena de barcos habían embarrancado, y Batu comenzaba a lamentar su decisión de continuar río arriba en la oscuridad—. ¿Contra qué hemos golpeado? —insistió Batu, que apoyó una mano en la espalda desnuda del hombre.</p> <p>—No lo sé, general, pero no os preocupéis —contestó el contramaestre, sin mirarlo—. Si hubiese sido algo peligroso, nos habría demorado.</p> <p>Las palabras del contramaestre no tranquilizaron a Batu. La noche, oscura como boca de lobo, parecía llena de amenazas, y hasta los búhos que vivían en las riberas permanecían en silencio. Sólo el chapoteo de los remos de los juncos perturbaba la quietud.</p> <p>Detrás de su nave, Batu alcanzaba a ver otra docena de luces de proa que brillaban en la lluvia. Cuatrocientos setenta juncos más seguían a los doce visibles, pero el tiempo era tan malo que impedía ver al resto de la flota. Si no hubiera visto los barcos al atardecer, al general le habría costado creer que ahora estaban allí.</p> <p>Sonaron otros dos golpes contra la línea de flotación. Con una maldición al dragón del río, el contramaestre se apartó de la borda. Tenía los ojos desorbitados y la piel pálida como el marfil. Se oyó otro golpe.</p> <p>—¿Qué? —inquirió Batu—. ¿Qué pasa?</p> <p>—Espíritus —contestó el contramaestre. Señaló el río—. Obstaculizan nuestro camino.</p> <p>Batu cogió el farol del hombre y se asomó por la borda. El olor a carne podrida le provocó una arcada y estuvo a punto de perder el farol. Una forma hinchada de color blanco con los brazos rígidos 'y las piernas como globos apareció a la vista. Chocó contra el casco y se perdió en la oscuridad tan rápido como había aparecido. Aunque sólo vio la figura por un instante, el general había visto y olido demasiada muerte como para no saber que no era más que un cadáver putrefacto.</p> <p>Avistó otro cadáver semidesnudo y una vez más olió el hedor de la carne podrida. Batu se preparó para soportar el olor y examinó el cuerpo más de cerca. Era el de una mujer, pero la carne estaba tan deformada y podrida que resultaba imposible saber su edad o su aspecto. Yacía tendida en un lecho de cañas. La vegetación alarmó a Batu mucho más que el cadáver. Cogió al contramaestre de un brazo y lo hizo asomar a la borda.</p> <p>—¡Cañas! ¡Disminuye la profundidad!</p> <p>—Las cañas no significan nada, general —comentó el hombre, sin preocuparse—. Tan cerca de Yenching, el río es lento y ancho. Hay muchas zonas de cañas, pero no detendrán nuestros juncos. —La nave dejó atrás el cuerpo de la mujer pero de inmediato apareció otro. El contramaestre tamborileó con las manos sobre la borda; se suponía que ese gesto llamaba la atención de Lei Kung, el dios del trueno, cuya obligación era escoltar a los espíritus renuentes hasta los tribunales de la Muerte—. Debemos preocuparnos de los espíritus del río.</p> <p>—No son espíritus —replicó Batu, que señaló el río con un ademán—. Sólo son cadáveres.</p> <p>—¿De dónde vendrán? —preguntó el hombre, sin creer del todo las palabras del general.</p> <p>—¿Tienes parientes en Yenching?</p> <p>—El hermano de mi padre vive allí con todos sus hijos.</p> <p>—Entonces es mejor que no conteste a tu pregunta, sobre todo si estamos tan cerca de la ciudad como crees.</p> <p>El hombre permaneció en silencio durante unos momentos mientras pensaba en el significado de lo dicho por Batu. Por fin, frunció el entrecejo y cogió a Batu por el hombro.</p> <p>—Si digo que estamos cerca de Yenching, general, estamos cerca de Yenching. Sólo ruego para que recordéis estos cadáveres cuando atrapéis a los bárbaros.</p> <p>Batu no protestó ante la confianza que se tomaba el contramaestre. Como el resto de las tripulaciones de la flota, el hombre era un marino mercante y desconocía la disciplina militar. Por fortuna, el contramaestre y sus compañeros compensaban con sus conocimientos la falta de disciplina. Contados los doce juncos embarrancados durante la noche, la flota sólo había perdido diecisiete barcos y un puñado de hombres.</p> <p>Batu tenía motivos más que suficientes para sentirse complacido con sus marineros si tenía en cuenta las circunstancias y el ritmo de las últimas seis semanas. Durante la mayor parte de la travesía río arriba, habían luchado contra la crecida estival provocada por el deshielo en las montañas. Para empeorar las cosas, con el fin de ocultar la presencia de la flota de las miradas de los curiosos y los espías, los <i>wu jen</i> del ministerio de la Magia la habían mantenido envuelta en un manto de mal tiempo. Incluso con estas precauciones, los barcos habían fondeado con frecuencia mientras los exploradores tuiganos disfrazados expulsaban a los pobladores de las localidades ribereñas.</p> <p>A pesar de las demoras y las penurias, los marineros habían mantenido un ritmo constante. Organizados en turnos y ayudados por los soldados de Batu, habían navegado día y noche. Gracias a su pericia y a sus esfuerzos, el general estaba a punto de llegar a Yenching casi una semana antes de lo previsto. Cuando regresara al palacio de verano, Batu estaba dispuesto a recomendarle al emperador que reclutara a los marinos mercantes como oficiales de la armada imperial.</p> <p>Viendo que el contramaestre todavía no había vuelto a su puesto, el general se dijo que los marineros eran mucho más supersticiosos que los soldados. El hombre miraba inquieto por encima de la borda mientras trazaba símbolos místicos en el aire.</p> <p>—Los cuerpos en el río sólo son cadáveres —repitió Batu—. No nos harán daño. En cambio, si chocamos contra un banco de arena o una roca… —El general acercó la mano al pomo de la espada. El gesto recordó sus obligaciones al contramaestre.</p> <p>—Perdonad —dijo el marino, mientras volvía a su puesto. Batu se mantuvo a su lado sin dejar de observar las cañas con la misma preocupación con que el contramaestre había observado los cadáveres.</p> <p>A medida que el barco avanzaba, aumentó el número de cadáveres. Después de un rato, el río parecía estar cubierto de cuerpos. El hedor a carne putrefacta se volvió insoportable. Incluso Batu, que se creía poseedor de un estómago fuerte, encontró que no podía contener la repugnancia. Muchos <i>peng</i> subieron a cubierta con la errónea impresión de que el aire sería más fresco, y muy pronto el junco era un hervidero de rumores y discusiones sobre el hedor y los motivos para que hubiera tantos cadáveres en el río.</p> <p>Aunque no se lo había dicho a ninguno de sus hombres, Batu sabía la razón. Su bisabuelo le había narrado las atrocidades de los tuiganos. Aun aceptando la posible exageración de aquellos relatos, el general no dudaba que los muertos eran los habitantes de Yenching. Sin duda, ante el avance enemigo los pobladores se habían refugiado en la ciudad, convencidos de que estarían seguros detrás de las murallas. Después de la caída de Yenching, los tuiganos los habían exterminado y lanzado los cadáveres al río.</p> <p>Media hora después, el general vio una luz que brillaba entre la lluvia. El portador se encontraba en la orilla y movía el farol en círculos. Batu ordenó echar el ancla, pues la luz era una señal de que los exploradores de la caballería tenían algo que informar. Si, como insistía el contramaestre, se encontraban a unos pocos kilómetros de Yenching, el mensaje debía de ser importante.</p> <p>Batu envió un sampán a recoger al oficial de los exploradores y mandó llamar a los comandantes. Después fue a despertar a Pe, que parecía capaz de dormir en medio de una batalla. En cuanto el ayudante se vistió, la pareja volvió a cubierta.</p> <p>Los generales y el oficial explorador los esperaban. Sin perder tiempo en cortesías, Batu miró directamente al oficial.</p> <p>—¿Cuál es vuestro informe?</p> <p>—Comandante general, Yenching está a sólo ocho kilómetros —contestó el oficial, nervioso ante la presencia de tantos jefes—. Tal como suponíais, se encuentra en poder del enemigo. —El joven hizo una pausa y torció el gesto. Era obvio que no quería continuar.</p> <p>—¿Y? —lo animó Batu.</p> <p>—El enemigo sigue allí.</p> <p>—¿Cuántos son? —le preguntó Kei Bot Li, el fornido general de Hungtse.</p> <p>—Todo el ejército —contestó el explorador.</p> <p>Batu frunció el entrecejo y recordó la conversación mantenida con <i>tzu</i> Hsuang, tan sólo cuatro días atrás. Su suegro esperaba un combate en toda regla, y no había informado desde entonces. El general sólo podía imaginar el motivo. Hsuang podía estar muerto, los ejércitos habían perdido la batalla, o el espejo de Shao se había roto durante la retirada. Pero cualesquiera que fueran los motivos, Batu estaba seguro de una cosa: los nobles se habían enfrentado a una fuerza tuigana de grandes proporciones. Una vez más se volvió hacia el explorador.</p> <p>—Lo que informáis no puede ser cierto —declaró Batu.</p> <p>—Si es eso lo que pensáis, general… —dijo el oficial, agachando la cabeza.</p> <p>—No estéis tan dispuesto a cambiar vuestro informe, joven —exclamó Kei Bot, que se acercó al oficial—. ¿Por qué pensáis que los bárbaros todavía están en Yenching?</p> <p>El oficial miró inquieto a Batu, temeroso de contradecir al comandante general del mayor ejército de la historia de Shou Lung. Batu asintió y el joven contestó a la pregunta.</p> <p>—Por los caballos. Hay ciento cincuenta mil o más en las afueras.</p> <p>—¿Cómo podéis saber su número? —le preguntó Batu, asombrado ante la magnitud de la cifra.</p> <p>—No puedo afirmar que sea exacto. —El oficial miró a los presentes—. No nos a acercamos a los campamentos hasta el anochecer, y eran demasiadas bestias para contarlas en el poco tiempo de que disponíamos. Sin embargo, estoy seguro de que no exagero. Los animales cubrían la llanura como una manta.</p> <p>—¿Qué sabéis de los bárbaros? —lo interrogó Kei Bot.</p> <p>—Yenching está bien iluminada —contestó el oficial con la mirada puesta en Kei Bot, aunque habló para Batu—. Al parecer, el enemigo se refugia en la ciudad.</p> <p>—¿No duermen con los caballos? —se extraño Batu.</p> <p>—No hay más de trescientas hogueras fuera de la ciudad —afirmó el oficial—. Quizá muchos de los bárbaros duermen sin hogueras, pero entonces ¿quién ilumina la ciudad?</p> <p>—Desde luego no los pobladores —comentó Pe, que señaló los cadáveres en el río.</p> <p>—Esto no tiene sentido —opinó Batu, que se apoyó en la borda—. ¿Qué harán tantos bárbaros en Yenching?</p> <p>—Es obvio que los habitantes trataron de defender Yenching —dijo Kei Bot—. Quizá no quemaron las reservas de alimentos antes de la caída de la ciudad.</p> <p>—Los tuiganos deben de haber tomado la ciudad hace semanas —señaló otro de los generales—. ¿Qué sentido tiene quedarse aquí para consumir unas reservas que probablemente sean bastante limitadas? Habría sido mucho más sensato llenar el estómago, llevarse lo que pudieran y proseguir el avance.</p> <p>—Nuestros enemigos son bárbaros —replicó Kei Bot, que se volvió hacia el hombre que lo había contradicho—. Después de dos meses de pasar hambre, deben de estar contentos de llenar la tripa y descansar.</p> <p>—Nuestros enemigos pueden ser bárbaros —intervino Batu, que se interpuso entre los dos generales—, pero son astutos y disciplinados. No sabemos por qué están en Yenching, general Kei, pero os aseguro que no están en estado de letargo.</p> <p>Batu hizo el comentario con un tono deliberadamente despectivo y, si bien Kei Bot aceptó la reprimenda con una reverencia y una expresión de disculpa, el general sabía por experiencia que los efectos del reproche no serían duraderos.</p> <p>—Los tuiganos deben de estar esperándonos —intervino Pe—. Quizás un espía los puso al corriente de vuestro plan, general.</p> <p>Los seis comandantes adoptaron una expresión severa.</p> <p>—Eso es imposible —respondió Batu, sacudiendo la cabeza—. Sólo hay una persona en el palacio de verano que sabe dónde estamos, y ella nunca lo diría.</p> <p>—El palacio de verano está muy lejos —acotó Kei Bot, con la mirada puesta en el sudeste—. Quién sabe lo que pasa allí.</p> <p>El lúgubre comentario de Kei Bot hizo brotar la preocupación en el pecho de Batu. Él también miró hacia el palacio distante y se preguntó qué estaría haciendo su familia y si se encontrarían bien. Ésta preocupación era algo nuevo para Batu, porque siempre había tenido confianza en la capacidad de su esposa para cuidar de la familia cuando él no estaba. No obstante, durante las últimas dos semanas que habían pasado juntos, Wu no se había mostrado como siempre. La diplomacia nunca había sido su fuerte, y saltaba a la vista que se sentía insegura en el ambiente político del palacio de verano.</p> <p>—¿Pasa algo, general? —le preguntó Pe, que se atrevió a tocar la manga de su comandante.</p> <p>Batu sacudió la cabeza y apartó los pensamientos sobre su familia. No era momento para distraerse de sus obligaciones. Si las preocupaciones familiares impedían a un soldado concentrarse en sus tareas, se recordó Batu a sí mismo, entonces no tenía que tener mujer e hijos. En la guerra había demasiadas cosas en juego como para permitir que los asuntos personales predominaran sobre los militares. El general se volvió otra vez hacia el oficial de caballería.</p> <p>—¿Qué opináis de la presencia de tantos caballos y de las luces en la ciudad? —lo interrogó.</p> <p>—¿Yo, general? —exclamó el joven, atónito.</p> <p>—Sí —dijo Batu, tajante—. Sois el único que ha visto el campamento enemigo. ¿Parecen estar preparados para una batalla?</p> <p>El joven oficial miró a los otros generales como si pidiera ayuda.</p> <p>—¡Contestad! —le ordenó el general de Wak'an, que era el comandante del joven.</p> <p>El explorador se humedeció los labios en un gesto nervioso mientras pensaba la respuesta.</p> <p>—En realidad, no están preparados para una batalla. Desde luego, han establecido puestos de guardia en todo el perímetro pero la lluvia ha convertido el terreno en un lodazal. Las patrullas se mueven despacio y no van muy lejos. Han descuidado totalmente la banda del río.</p> <p>—No saben que es una vía de transporte —señaló Kei Bot, con una sonrisa de superioridad—. Los bárbaros no son navegantes.</p> <p>—Así parece —coincidió Batu. Se volvió hacia el oficial—. ¿Qué más?</p> <p>—Hay muy poco más que informar. Al movernos de noche, sólo encontramos una patrulla, y matamos a todos los integrantes. No cometimos ningún error, y el lento avance del enemigo sugiere que no sospechan nuestra presencia. Pareciera que ni sueñan con un combate.</p> <p>—Suena más como una guarnición que una fuerza lista para la batalla —observó Pe.</p> <p>—Quizás estés en lo cierto, muchacho —dijo Batu—. Puede que sólo sea una guarnición.</p> <p>—¿Con ciento cincuenta mil caballos? —objetó otro general.</p> <p>—Sí —asintió Batu—. Aun cuando los tuiganos desconozcan nuestros planes, sus espías han debido informar de la desaparición de los cinco ejércitos. Como ha demostrado hasta el momento, el comandante bárbaro no es tonto. El único puente a través del alto Sheng Ti está en Yenching. Yamun Khahan sabe tan bien como nosotros que si pierde la ciudad, se verá aislado de sus bases y atrapado en Shou Lung.</p> <p>—Con lo cual ha dejado una guarnición en la ciudad —comentó Kei Bot. De inmediato, frunció el entrecejo—. Pero no de ciento cincuenta mil hombres. Según vuestros cálculos de las fuerzas enemigas, general Batu, eso equivale a las tres cuartas partes de todo el ejército bárbaro.</p> <p>Los demás generales murmuraron su asentimiento. Sin embargo, Batu movió la cabeza pensativo.</p> <p>—Los tuiganos tienen tantos caballos como gente tiene Shou Lung —señaló Batu—. Cada hombre lleva un caballo extra, algunas veces dos. Probablemente no hay más de setenta y cinco mil guerreros en Yenching.</p> <p>—Incluso así, setenta y cinco mil hombres no es una guarnición —replicó Kei Bot, con una mirada de crítica a su comandante—. Hasta que averigüemos por qué hay tantos bárbaros en Yenching, debemos actuar con mucha cautela.</p> <p>—Aunque me duele admitirlo —reconoció Batu, contrariado—, vuestro consejo es sabio. —El general de la Marca Norteña miró por encima de la borda hacia la ciudad—. ¿Qué pueden estar haciendo tantos hombres en Yenching? —preguntó sin poder evitar un tono de frustración más grande de lo que quería admitir.</p> <p>Después de un largo e incómodo silencio, el oficial de caballería se atrevió a hablar.</p> <p>—Con vuestro permiso, general, puedo ofrecer una respuesta posible. —Inclinó la cabeza para señalar que no quería ser presuntuoso.</p> <p>—¡Si conocéis la razón del comportamiento de los bárbaros, es vuestra obligación comunicarla! —afirmó Batu tajante, irritado porque la timidez del hombre le impidiera decir todo lo que sabía—. ¡Hablad!</p> <p>El oficial palideció ante el tono del comandante y se humedeció los labios, nervioso.</p> <p>—Sólo tengo unos pocos miles de caballos en mis escuadrones —dijo con la cabeza gacha—. Así y todo, tenemos dificultades para alimentarlos, especialmente en las zonas donde los campesinos han quemado los campos. Con cien veces más caballos, el problema debe resultar cien veces más grave.</p> <p>—Continuad —lo animó Batu.</p> <p>—Si yo fuese el comandante enemigo, dejaría en Yenching los caballos extras y todos los soldados de los que pudiese prescindir, sobre todo si los graneros estaban llenos cuando tomaron la ciudad.</p> <p>—¡Tenéis razón! —exclamó Batu, que apoyó una mano en el hombro del oficial para expresarle su satisfacción—. No son infantes, así que los tuiganos desconocen la posibilidad de utilizar el río como vía de transporte. Por nuestra parte, no somos jinetes, y por ello no hemos pensado en la dificultad de alimentar a los caballos y no hemos advertido los problemas que tiene el enemigo.</p> <p>Los demás generales manifestaron su acuerdo con el análisis del oficial de caballería. Pero Kei Bot no tardó en poner pegas.</p> <p>—¿De qué nos sirve esta aclaración, general Batu? Vuestro plan se ha venido abajo. Aunque tuviésemos los equipos adecuados, el asedio de Yenching llevaría semanas. Antes de que pudiésemos tomarla, el resto de los bárbaros llegaría a tiempo para ayudar a la guarnición.</p> <p>Batu hizo frente a la expresión ceñuda de su subordinado con una mirada firme.</p> <p>—Entonces debemos tomar la ciudad por sorpresa —declaró—. Esta noche.</p> <p>La exclamación de sorpresa fue general. El oficial de caballería manifestó la opinión de todos con voz estrangulada.</p> <p>—Pe…, pero eso es imposible.</p> <p>—Nada es imposible —replicó Batu, con una sonrisa de expectación. Nada le gustaba más al general que poner a prueba a sus hombres y a sí mismo en una batalla. Asaltar la ciudad podía ser un desafío digno de sus talentos.</p> <p>De todos modos, Batu no se hacía esperanzas respecto a que el asalto a Yenching resultara un combate realmente magnífico. Las circunstancias no eran las propias para la batalla épica que ansiaba. No había nada ilustre en pillar al enemigo por sorpresa, sobre todo cuando tenía superioridad numérica y el oponente no contaba con la presencia de su gran comandante. Sin duda, Yenching no le ofrecería la batalla gloriosa con la que soñaba, pero tampoco sería un paseo triunfal.</p> <p>—Con vuestro permiso, general —dijo el joven oficial, que fue el primero en reaccionar—. Creo que no me he explicado del todo bien. Los bárbaros nos verán llegar.</p> <p>Hay un puesto de vigilancia a poco más de tres kilómetros de la ciudad. Verán los fanales de los barcos en cuanto éstos viren en el próximo recodo. Por eso os detuve aquí.</p> <p>—El enemigo no está tan mal preparado como pensabais —intervino Kei Bot, con un tono de sorna—. No hay manera de sorprender a los tuiganos. No os queda otra elección que la de sitiar la ciudad.</p> <p>—Os lo repito —declaró Batu, categórico—. Tomaremos Yenching esta noche. Sé cómo hacerlo. —Sin hacer caso del asombro de los subordinados, el general se volvió hacia el explorador—. ¿Podéis provocar una desbandada entre los caballos de los bárbaros?</p> <p>El oficial esbozó una sonrisa y, por primera vez en el transcurso de la noche, se mostró seguro de sí mismo.</p> <p>—Es bastante sencillo. Puede que los animales estén maneados, pero no hay rienda en el mundo capaz de sujetar a un caballo espantado, y mucho menos cuando hay ciento cincuenta mil.</p> <p>—Bien —repuso Batu, que miró a los demás con una sonrisa de confianza—. Yenching será nuestra por la mañana.</p> <p>A continuación les explicó el plan y asignó a cada general la responsabilidad de coordinar un determinado aspecto. Después ordenó al comandante de la flota que desembarcara las tropas en la orilla norte del río.</p> <p>Batu se tomó unos minutos para ayudar al <i>feng-li lang</i> y a sus asistentes de la sección de Ritos a matar a un halcón. Según el <i>feng-li lang</i>, el sacrificio convencería a los espíritus para que garantizaran buen tiempo durante la batalla. Después de hervir el halcón en un caldero de bronce, Batu volvió su atención a la parte crucial de su plan. Mandó a ciento cincuenta voluntarios, bien armados y provistos de antorchas, que se ocultaran en las sentinas de dos juncos. Luego ordenó que cargaran las bodegas con cereales, de forma tal que no pudieran descubrir fácilmente a los <i>peng</i>. Por último, dispuso que los dos juncos encendieran todas las luces y navegaran río arriba. Después, bajó a su camarote para escribir la carta prometida a Wu. No había, acabado de preparar la tinta y los pinceles cuando apareció Pe.</p> <p>—Los <i>peng</i> han desembarcado y las unidades están formadas —le informó el ayudante, desde la puerta del camarote—. El Muy Magnífico Ejército de Shou Lung está dispuesto para la marcha.</p> <p>—Bien —respondió Batu. Mojó el pincel en el tintero—. Comenzaremos en cuanto acabe de escribirle a Wu.</p> <p>—Es más de medianoche, general —señaló Pe, preocupado—, y tenemos un largo camino por delante.</p> <p>—Sé perfectamente bien la hora que es y la distancia que hay hasta Yenching —replicó Batu, irritado por la intromisión de Pe. Estaba seguro de que el ayudante pretendía criticarlo por el hecho de demorar el ejército para atender a un asunto personal.</p> <p>—Perdón, mi general —se disculpó Pe con el rostro pálido.</p> <p>—No te disculpes —contestó Batu, consciente de que Pe tenía razón en criticarlo. Cada minuto de demora aumentaba la posibilidad de que amaneciera antes de que el ejército llegara a Yenching. En ese caso, ni siquiera los <i>wu jen</i> del ministerio de la Magia podrían mantener ocultos a tantos hombres. Dejó el pincel y se levantó mientras se abrochaba la chia—. Comunica la orden de que se debe mantener silencio. Los hombres deben asegurar cualquier equipo suelto. No quiero que el enemigo oiga ni una voz ni un tintineo metálico.</p> <p>Por una vez, Pe no partió en el acto, sino que se demoró con la mirada puesta en el suelo.</p> <p>—Pero vuestra carta, general… No pretendía decir que no la acabarais; sólo que enviarais el ejército por delante.</p> <p>—Debo estar con el ejército en todo momento —respondió Batu, con una mirada de pena a la hoja en blanco—. De todo modos, no podría enviar la carta a Wu. Si los tuiganos capturan al mensajero, se enterarán de nuestra posición. El riesgo es demasiado grande sólo por mantener una promesa personal. —Le señaló la puerta a Pe, y el ayudante lo precedió hasta la cubierta y al sampán que los esperaba. En cuanto llegaron a la costa, Pe transmitió las órdenes respecto a las conversaciones y los ruidos de los equipos.</p> <p>Unos minutos más tarde, el ejército comenzó la marcha a través del fango, con la caballería a la cabeza. Al cabo de media hora, cesó la lluvia y un viento fuerte sopló desde el oeste. Batu no sabía si el cambio de tiempo era obra de los espíritus, pero les dio las gracias de todas maneras. El viento se llevaría cualquier ruido que pudieran hacer las tropas.</p> <p>A intervalos regulares, llegaban los guías de los exploradores para acompañar a la infantería por los cambios de terreno. Los guías llevaron al ejército por un laberinto de valles poco profundos. Debido a la oscuridad, los hombres tropezaban y caían en el escabroso y enfangado terreno. En la mayoría de los casos, evitaban maldecir o gritar, pero era imposible prevenir el ruido de las caídas y el estrépito de los equipos.</p> <p>El ejército se detuvo dos veces mientras la caballería rodeaba y atacaba los puestos avanzados del enemigo. A Batu le resultó difícil contenerse y no ir a dirigir las escaramuzas personalmente. Si escapaba uno solo de los centinelas, los shous perderían el elemento sorpresa. Por fortuna, la caballería estuvo a la altura de las circunstancias y la mayoría de los tuiganos murieron antes de que pudieran desenvainar las armas.</p> <p>Tres horas más tarde, el ejército continuaba su marcha por el fango sin que los exploradores dieran la voz de alto. La madrugada estaba próxima, y las primeras luces de la falsa aurora aparecían por el este. Batu comenzó a temer que los bárbaros estarían despiertos cuando las tropas llegaran a Yenching.</p> <p>Cuando ya estaba seguro de que los exploradores se habían perdido, apareció el comandante de la caballería. El oficial señaló una masa oscura que se levantaba en el horizonte.</p> <p>—Yenching está detrás de aquella colina, general.</p> <p>—Veamos qué hay allí —repuso Batu.</p> <p>El general y el jinete desmontaron y subieron por la ladera, seguidos por Pe. Los tres hombres avanzaron agachados para no ser vistos a la luz de la falsa aurora.</p> <p>Yenching estaba en un valle poco profundo de uno de los afluentes del Sheng Ti. Las calles apenas si se distinguían entre los edificios, y una cinta oscura, que debía de ser la muralla, rodeaba la ciudad. En las afueras, miles de siluetas oscuras que sólo podían ser caballos se movían por el valle. El oficial no había exagerado su número.</p> <p>Desde el río corría un canal que entraba en la ciudad por una esclusa con forma de abanico para permitir la entrada de los barcos. La falta de luz impedía ver más detalles. Pe le señaló el río.</p> <p>—Allá están los juncos, general.</p> <p>Dos grupos de luces avanzaban lentamente por el río. Mientras los tres hombres observaban, resultó evidente que los centinelas bárbaros también habían visto los juncos. El trío vio unas siluetas fugaces que se movían por la costa detrás de los navíos.</p> <p>Al cabo de unos minutos, los juncos llegaron a la entrada del canal y viraron hacia la ciudad. Para alivio de Batu, el enemigo no detuvo los barcos. Al parecer, los tuiganos estaban tan desesperados por provisiones como había sugerido el explorador. En la suposición de que los juncos estaban cargados, los bárbaros no hacían nada que pudiera espantar a las tripulaciones y hacerlas regresar río abajo. Los tuiganos no se apoderarían de los juncos hasta que entraran en la ciudad, donde ya no tendrían posibilidad de huir. Poco después, los <i>peng</i>, antorcha en mano, saldrían de su escondite en las sentinas de los juncos y pegarían fuego a todo lo que pudieran, para incendiar a Yenching desde dentro y forzar así a los bárbaros a salir de la ciudad. Los ejércitos shous estarían esperándolos.</p> <p>Los juncos avanzaban por el canal con la lentitud de un caracol. Desapareció la falsa aurora y al cabo de unos minutos apareció la primera luz real. Batu se contuvo para no dar la orden de provocar la desbandada. Estaba ansioso por iniciar la batalla, y no sólo por el entusiasmo del combate.</p> <p>El general de Chukei confiaba en la penumbra para mantener a los bárbaros confusos, y cada minuto que pasaba reducía sus posibilidades de victoria. Al mismo tiempo, si atacaba demasiado pronto, el enemigo olería la trampa y cerraría la entrada del río. Los juncos no podrían entrar en Yenching, y la única solución sería montar el asedio.</p> <p>Por fin, los juncos llegaron a la entrada. Batu se volvió hacia el oficial de caballería.</p> <p>—Preparad a vuestros hombres.</p> <p>—Sí, mi general —respondió el joven con una sonrisa de oreja a oreja.</p> <p>Mientras el oficial se marchaba a cumplir con su misión, Batu comunicó a Pe las órdenes para el ejército.</p> <p>—Los generales deben avanzar detrás de la caballería. Que coloquen a mil arqueros a lo largo del canal para impedir que el enemigo escape a nado de nuestra trampa. Vuelve aquí en cuanto hayas acabado.</p> <p>—Sí, general. —Pe se deslizó colina abajo para transmitir las órdenes a los mensajeros.</p> <p>Unos minutos después, se cerró la puerta del río en cuanto pasaron los juncos. Detrás de Batu, la caballería se reunió un poco más abajo de la cumbre de la colina. Los jinetes eran menos de tres mil, pero el general consideraba que serían suficientes para la misión.</p> <p>Una franja rosada apareció en el horizonte, y el lado este de la colina se tiñó de un color rojizo. Por fortuna, el lado oeste seguía inmerso en las sombras. Batu agradeció para sus adentros el pequeño favor de los espíritus de la noche, al tiempo que se erguía para dar la señal de avance a la caballería. De inmediato, la línea se puso en marcha. Cuando pasaron junto al general, los jinetes pusieron los caballos al trote y poco después avanzaban a todo galope por el fondo del valle.</p> <p>La infantería los siguió un par de minutos después a paso redoblado. Los preocupaba más la velocidad que la formación, porque la meta era rodear la ciudad lo más rápido posible. No obstante, los oficiales hacían todo lo posible por mantener las compañías agrupadas y así evitar la confusión durante la batalla.</p> <p>En la ladera oeste de la colina, la luz todavía era escasa, por lo que Batu no alcanzaba a ver la respuesta de los centinelas enemigos ante la carga, pero sí oyó las voces guturales que daban la alarma por todo el valle. Pe regresó junto al general y miró hacia el pie de la colina.</p> <p>—¿Qué hacemos, mi general?</p> <p>—Esperar —respondió Batu, con la mirada fija en Yenching.</p> <p>—La batalla está en manos de los espíritus —comentó Pe.</p> <p>Batu dirigió una mirada al cielo. Sin quitarle méritos a los espíritus, que hasta ahora parecían estar de su parte, el general no compartía la opinión de su ayudante sobre quién era responsable del resultado de la batalla.</p> <p>—Estás en un error, Pe. Como nosotros, los espíritus han hecho su parte. —El general señaló el valle—. La batalla está ahora en las manos de algo menos predecible que los espíritus. Está en manos de nuestros <i>peng</i>.</p> <p>En el momento en que el general acababa su observación, la caballería comenzó a proferir gritos y a silbar. Un trueno sordo creció en el fondo del valle a medida que los primeros caballos tuiganos escapaban de la carga shou. Unos pocos centenares de bárbaros provistos con antorchas avanzaron rápidamente desde la ciudad.</p> <p>Aunque el enemigo reaccionaba más rápido de lo que había esperado, Batu no se preocupó. Cuantos más bárbaros salieran de la ciudad, mejor. Los guerreros atrapados fuera de Yenching no podrían defender la ciudad contra la segunda parte de su plan.</p> <p>Mientras la caballería shou se internaba en el valle, se escuchaban cada vez más los relinchos espantados. En cuestión de minutos, el suelo comenzó a temblar. Había comenzado la desbandada de la enorme manada de los bárbaros.</p> <p>Los primeros rayos de sol alumbraron el valle, y Batu vio cómo salían más tuiganos de la ciudad, muchos de los cuales resultaron atropellados por los caballos. Al mismo tiempo, las primeras compañías shous llegaron a distancia de tiro y comenzaron a disparar sus flechas contra hombres y caballos, lo cual incrementó el pánico entre los animales.</p> <p>—Vuestro plan funciona, general —comentó Pe.</p> <p>Batu no le respondió, porque distaba mucho de estar convencido del resultado de la batalla. Era obvio que los bárbaros habían perdido sus caballos, y unos cuantos miles de tuiganos habían muerto al abandonar la protección de las murallas. Sin embargo, no se veía ninguna señal de que la parte más importante del plan hubiera dado resultado. Espantar a los caballos y rodear la ciudad no serviría de nada si el enemigo se atrincheraba en el interior.</p> <p>Mientras el sol alumbraba poco a poco Yenching, la caballería shou acabó de espantar a los caballos del enemigo y liquidó los focos de resistencia de los centinelas en el extremo más alejado del valle. Los cinco ejércitos provinciales ocuparon las posiciones alrededor de la ciudad, y apuntaron sus armas hacia las puertas. Tal como había ordenado Batu, un millar de arqueros se situó a lo largo de las riberas.</p> <p>—No escapará ni una rata —afirmó Pe, que observaba el despliegue.</p> <p>—No me importa lo que le pasa a las ratas. Lo que quiero ver es a los tuiganos —replicó Batu, decepcionado—. La parte más importante del plan parece haber fallado. Yenching no está en llamas.</p> <p>Aunque ya no tenía importancia, Batu se preguntó qué habría salido mal en la ciudad. Quizás habían descubierto a los voluntarios antes de que la caballería distrajera a los bárbaros. O tal vez Batu se había equivocado al suponer que un puñado de hombres bastaría para incendiar una ciudad entera.</p> <p>—La batalla todavía no se ha acabado, general —dijo Pe. Señaló una columna de humo que se alzaba en el centro de la ciudad.</p> <p>—Se ha acabado —insistió Batu, tajante. Sacudió la cabeza disgustado, no con el ayudante, sino por su propio fracaso—. El enemigo sabe que estamos aquí. Un pequeño fuego, no sacará a los tuiganos de Yenching. Lo apagarán.</p> <p>Pe frunció el entrecejo. Aunque miraba la misma escena que su comandante, era obvio que no veía lo mismo.</p> <p>—¿Cómo pueden apagar incendios y luchar contra nosotros al mismo tiempo? —preguntó.</p> <p>—¿Qué quieres decir? —Casi en el acto el general comprendió exactamente qué había querido decir su ayudante. Batu no pretendía asaltar la ciudad, pero los bárbaros no lo sabían. Con un ataque de diversión, el comandante shou podía mantener a los tuiganos en las murallas, lo que daría libertad a los voluntarios para incendiar Yenching—. De prisa, transmite la orden —lo apremió el general.</p> <p>—¿Qué orden? —inquirió Pe, incómodo porque su comandante lo consideraba capaz de adivinarle el pensamiento.</p> <p>—Que lancen el asalto contra la ciudad, desde luego —respondió Batu—. ¡Un plan brillante, Pe!</p> <p>—Muchas gracias, general —repuso Pe, orgulloso.</p> <p>—Pero tu plan necesita un pequeño ajuste —añadió Batu. Frunció el entrecejo mientras estudiaba la ciudad—. Debemos convencer a los tuiganos de que el ataque es real. Ordena al general Kei Bot que asalte las puertas en su lado de las murallas.</p> <p>—Lo barrerán —señaló Pe.</p> <p>El general dudó al recordar cómo Kwan Chan Sen había seleccionado al ejército de Chukei para utilizarlo de señuelo. Había poca diferencia entre lo que Batu intentaba hacer ahora y lo que había hecho Kwan. No obstante, Batu no veía otro modo de conseguir la atención del enemigo mientras se incendiaba la ciudad.</p> <p>—Transmite la orden —dijo Batu, decidido—. Informa a Kei Bot de la verdadera naturaleza de su misión. Dile que he escogido su ejército porque sé que sus <i>peng</i> cumplirán con honor su deber. Retiraremos a los supervivientes tan pronto como sea posible.</p> <p>Una expresión de dolor cruzó el rostro de Pe, al recordar también él la destrucción del ejército de Chukei. Sin embargo, hizo una reverencia y partió en busca del mensajero.</p> <p>Kei Bot no objetó la orden. Unos pocos minutos después de recibirla, sus veinte mil <i>peng</i> cargaron contra la puerta este de Yenching. Los otros ejércitos apoyaron el ataque y se acercaron para disparar decenas de miles de flechas sobre la ciudad, muchas de ellas incendiarias.</p> <p>Tal como esperaba Batu, el enemigo resistió. Sencillamente había demasiados tuiganos, y eran demasiado buenos en el uso de sus armas como para permitir que los shous cruzaran la muralla. Los hombres de Kei Bot caían como moscas bajo la lluvia constante de flechas disparadas por los bárbaros. La tierra cercana a la muralla tomó un color rojizo, aunque Batu no podía saber si era por la luz del sol o por la sangre derramada de los <i>peng</i>.</p> <p>En cualquier caso, la diversión funcionaba. Si bien sólo los hombres de Kei Bot atacaban una entrada, la postura agresiva de los restantes ejércitos mantenía a los bárbaros en las almenas. En el interior de la ciudad, las columnas de humo eran cada vez más grandes y numerosas.</p> <p>Por desgracia, los bárbaros permanecieron en sus puestos durante media hora más. Las pérdidas de Kei Bot aumentaban constantemente pero el general insistía en el ataque. Por fin, el humo de los incendios rebasó las murallas y se extendió sobre el ejército de Hungtse como un espeso manto de niebla.</p> <p>De pronto, los arqueros apostados a lo largo del canal que salía de Yenching comenzaron a disparar al agua. El general comprendió en el acto que los bárbaros habían llegado al límite. Intentaban escapar a nado por la puerta del río.</p> <p>—¡Que Kei Bot se retire! —ordenó Batu. Señaló a los arqueros—. Avisa a los demás generales que se preparen para la salida del enemigo.</p> <p>Pe hizo una reverencia y partió a transmitir las órdenes. Aparte del aviso a Kei Bot para que se retirara, las demás resultaron innecesarias y tardías. Antes de que los mensajeros pudieran llegar al fondo del valle, Yenching estalló como un hormiguero. Sin hacer caso de los ejércitos shous que los esperaban, los bárbaros escaparon por todas las puertas de la ciudad, al tiempo que disparaban sus flechas.</p> <p>Los soldados de los cinco ejércitos recibieron al enemigo con una lluvia de flechas. Las tropas no dieron a los bárbaros ni una sola oportunidad de rendirse. El recuerdo de los cadáveres de los habitantes de Yenching flotando en el río estaba demasiado fresco en la mente de todos.</p> <p>Durante un buen rato, los tuiganos salieron como un torrente de la ciudad incendiada. Desde una distancia de poco más de sesenta metros, los shous lanzaron una andanada tras otra contra los bárbaros. Muy pronto, los cadáveres del enemigo se amontonaron en pilas con forma de abanico delante de las salidas. Pero los bárbaros no cejaban en su empeño de huir, y pasaban sobre los cuerpos de los compañeros sin preocuparse de si estaban heridos o muertos. Una nube de humo espeso se extendió sobre la ciudad, y las llamas asomaban por todas las aberturas de la muralla.</p> <p>Por fin, se hundieron las torres de los campanarios y ya no salieron más prófugos por las puertas. El hedor a carne quemada era insoportable. Batu comprendió que miles de tuiganos no habían conseguido escapar del fuego. No obstante, la mayor parte del ejército rival yacía fuera de las murallas, con una o más flechas clavadas en el cuerpo. Los gritos de los miles de moribundos resonaban por todo el valle.</p> <p>Los soldados shous contemplaron en silencio y con asombro las enormes pilas de cadáveres. Al cabo de unos momentos, un infante desenvainó su <i>chien</i>. El hombre se acercó a un bárbaro herido y, de un solo tajo, le cortó la cabeza. Como si hubiesen recibido una orden, los restantes <i>peng</i> desenvainaron las espadas y siguieron su ejemplo. A Batu ni se le ocurrió detener la carnicería.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 12</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">El tubo de ébano</p> <p style="margin-top: 4em">A mil seiscientos kilómetros al este de Yenching, la esposa de Batu yacía medio despierta, sin saber nada de la gran victoria obtenida por su marido aquella mañana. Ya era de día, y la luz del sol se filtraba en el dormitorio. Wu comprendió que, a esta hora, Ji y Yo la esperaban impacientes por desayunar.</p> <p>La esposa del general intentó levantarse, y sintió fuego en el estómago. Lanzó un grito y, dejándose caer sobre la almohada, se llevó una mano al estómago. Un vendaje húmedo le envolvía la cintura. Qwo apareció desde un rincón y pasó un paño mojado por la frente de la mujer.</p> <p>—No te muevas, ama.</p> <p>Wu apartó la mano y contempló la sangre que tenía en la palma.</p> <p>—¿Qué es esto? —preguntó. Hizo un esfuerzo por despejarse.</p> <p>—Lo sabes mejor que yo —replicó Qwo, enfadada. Limpió la sangre de la palma de Wu—. Anoche regresaste a casa en este estado.</p> <p>Mientras Qwo se volvía para enjuagar el paño, Wu recordó los sucesos de la noche anterior: la persecución de Ju-Hay hasta la casa de Ting Mei Wan, la rápida búsqueda que le había permitido hacerse con el tubo de ébano que Ting llevaba cuando había llegado el ministro de Estado y el inesperado encuentro con el guardia cuando abandonaba la casa. El centinela la había pillado por sorpresa, al salir de una garita que estaba vacía cuando había entrado. Si el guardia le hubiese dado el alto antes de atacarla, quizás habría salvado la vida Pero, cuando Wu sintió el filo del <i>chiang-chun</i> sobre su estómago, reaccionó por instinto y lanzó el golpe del pico de águila contra el hueso temporal del soldado. El hombre cayó muerto con el arma en la mano.</p> <p>Wu emprendió el regreso a su casa sin preocuparse del silencio o el sigilo. Sólo intentó restañar la herida. No se había atrevido a comprobar el alcance de la lesión, porque ya sabía que era grave. Si perdía tiempo en examinarla, corría el riesgo de desvanecerse antes de poder pedir ayuda.</p> <p>En su casa, únicamente los guardias de la puerta habían regresado de la inútil búsqueda del espía de Ju-Hay. Incluso herida y débil por la pérdida de sangre, Wu escaló el muro y entró en la casa en silencio. La última cosa que recordaba era que había atravesado el patio con pasos trastabillantes y había llamado a Qwo.</p> <p>La criada acabó de enjuagar el paño y se volvió hacia la herida.</p> <p>—El tubo —le preguntó Wu—. ¿Qué contiene?</p> <p>—No lo sé. —Qwo suspiró—. Espiar no es asunto de mujeres.</p> <p>—Tráelo —dijo Wu. Con un tremendo esfuerzo por contener el dolor, la mujer se acomodó en una posición semisentada mientras Qwo sacaba el tubo de una cajonera. Cuando Wu tendió una mano para cogerlo, vio que la tenía otra vez cubierta de sangre. Léemelo tú —pidió.</p> <p>Con un gesto de reproche, la vieja criada quitó la tapa del tubo y sacó un rollo de papel. Lo desenrolló y miró el texto estrechando los ojos. Comenzó a leer poco a poco.</p> <p>—«Poderoso señor: vuestra humilde servidora os suplica perdón por su prolongado silencio. Los guardias capturaron a vuestro mensajero hace mes y medio cuando escapaba del palacio de verano. Aunque prefirió morir antes que revelar mi identidad, las medidas de seguridad han sido reforzadas notablemente. Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, ni siquiera yo puedo pasar libremente, si bien lo he intentado varias veces para ponerme en contacto con vuestros agentes en la ciudad.»</p> <p>Qwo hizo una pausa para mirar a Wu.</p> <p>—¿Quién es este «Ilustre Emperador de Todos los Pueblos»? —preguntó.</p> <p>—El comandante enemigo —le contestó Wu, impaciente—. Continúa.</p> <p>—«Tengo muchos informes» —leyó Qwo—. «El emperador ha relevado al general Kwan de la responsabilidad de la guerra contra vuestros indestructibles ejércitos, y ha sorprendido al mandarinato con el nombramiento de un joven general de Chukei, Batu Min Ho, para dirigir la campaña. Batu está muy bien considerado por los hombres más sabios de esta corte, que sólo son como velas si se los compara con vuestro brillo. Se rumorea que corre sangre tuigana por sus venas. Quizás ésta sea la razón de que lo tengan por muy astuto.»</p> <p>La vieja criada hizo una nueva pausa, incapaz de contener una sonrisa ante las referencias encomiosas al marido de su ama.</p> <p>—Prosigue —insistió Wu. Qwo frunció el entrecejo por la prisa de la joven, pero hizo lo que le pedía.</p> <p>—«El emperador le ha dado a Batu ciento cincuenta mil soldados. Estas tropas provienen de cinco ejércitos provinciales de veinte mil hombres cada uno y el resto, de veinticinco ejércitos de nobles. Vos habéis combatido y derrotado a estos últimos, que están al mando de <i>tzu</i> Hsuang Yu Po…» —Al mencionar la derrota de Hsuang, a Qwo se le hizo un nudo en la garganta. Carraspeó y siguió con la lectura— «y las noticias de la derrota fueron recibidas con mucho pesar por la corte. No puedo deciros nada del paradero de los ejércitos de Batu. Ha desaparecido con todas las tropas, y nadie sabe cómo. Intentaré descubrir dónde está. Mientras tanto, he aprovechado el misterio para difundir rumores sobre la presunta deserción del general Batu para unirse a las poderosas fuerzas de vuestro invencible ejército.»</p> <p>—La estrangularé con sus propias tripas —exclamó Wu. El ardor de sus palabras le provocó un espasmo de dolor en el estómago, y soltó un gemido.</p> <p>—Tendrás que esperar un tiempo —comentó Qwo.</p> <p>—Tú sigue leyendo —le ordenó Wu—. Necesito saber qué más le ha hecho esta traidora a mi familia.</p> <p>—«Sólo me queda por informar sobre un último punto, Dispensador de la Justicia Final. El emperador Kai Chin no tuvo nada que ver con el atentado contra vuestra vida, e incluso ahora desconoce la participación de Shou Lung. Dos de mis colegas mandarines, los ministros Kwan Chan Sen y Ju-Hay Chou, fueron los que enviaron al asesino <i>hu hsien</i>. Después de vuestra victoria final, sería para mí un gran placer, como vuestro regente shou, aplicar el máximo castigo a esos perros asesinos. Hasta que nos encontremos, os saluda vuestra más dedicada y leal servidora.»</p> <p>—¿Puede ser verdad? —le preguntó Qwo a su ama—. ¿Sólo dos hombres iniciaron esta guerra?</p> <p>—Quizá —contestó Wu, asombrada por la última revelación—, aunque ya no tiene importancia. Ahora no se puede detener la guerra, ni siquiera con cien mil hombres. Debemos llevar este mensaje de inmediato al emperador.</p> <p>—Buscaré a Xeng —decidió Qwo, mientras enrollaba el papel—, y le diré que se lo lleve al ministro Ju-Hay…</p> <p>—¡No! —gritó Wu. El esfuerzo aumentó el dolor de la herida—. Hay que dárselo directamente al emperador.</p> <p>—Xeng nunca conseguirá una audiencia —protestó Qwo.</p> <p>—Tiene que hacerlo —replicó Wu. Tenía miedo de encargar a Xeng una misión tan delicada y al mismo tiempo sabía que no tenía otra elección. Era obvio que no podía llevar el mensaje personalmente—. No podemos confiar en Ju-Hay. Esta carta lo acusa de un acto terrible. Quizá no quiera que llegue a manos del emperador.</p> <p>—Pero tu padre confía en él —afirmó la vieja criada.</p> <p>—Mi padre no sabe que el ministro inició esta guerra y tampoco lo vio compartiendo la cama de una espía.</p> <p>—Eso no es posible —manifestó Qwo. Levantó el mensaje de Ting como quien aleja un espíritu maligno—. La alianza de tu padre con Ju-Hay dura una década. Tiene que haber una explicación para lo que viste.</p> <p>—Tal vez —repuso Wu—, pero no estoy dispuesta a correr el riesgo. Llama a tu hijo y después tráeme recado de escribir. Una carta de presentación quizá lo ayude a conseguir la audiencia.</p> <p>Qwo salió del dormitorio, y regresó casi de inmediato con lo indicado. Wu le dictó un mensaje para el emperador. Se disculpaba por haber desobedecido su orden, y a continuación le explicaba lo que había descubierto. Mientras firmaba la carta, rogó para que el Hijo del Cielo no se ofendiera por las manchas de sangre que manchaban el papel.</p> <p>Xeng llegó, en el momento en que su madre guardaba la carta de Wu y el mensaje de Ting en el tubo de ébano. Wu le explicó rápidamente lo que quería, y le repitió dos veces que solicitara al emperador el envío de un pelotón de sus soldados para reemplazar a los guardias de Ting. En cuanto Wu acabó, Qwo le entregó el tubo a Xeng, y lo besó en la frente.</p> <p>—Cuídate, hijo mío. Si te descubren los soldados de Ting, dudo mucho que llegues a ver al emperador con vida.</p> <p>—No debes preocuparte, madre —la tranquilizó Xeng. Apoyó una mano sobre el medallón de jade oculto debajo de la túnica, y al instante su cuerpo y sus prendas cambiaron de color para adoptar los tonos de las paredes del dormitorio—. No le fallaré a la señora Wu.</p> <p>Cuando Xeng acabó de hablar, Wu ya no podía verlo. El hijo de Qwo no se había vuelto invisible sino que estaba perfectamente camuflado. El único fallo del medallón mágico se hizo evidente cuando el senescal de su padre corrió al panel de la pared y salió. Al moverse, Wu vio una mancha difusa con la silueta de un hombre contra el fondo de la pared.</p> <p>Tras la marcha de Xeng, la vieja criada apartó la manta que tapaba a Wu y dejó a la vista los gruesos vendajes empapados de sangre.</p> <p>—Necesitas un doctor —dijo con un tono casi de reproche.</p> <p>—En cuanto regrese Xeng, pero no antes. Quizá Ting no sabe quién le robó el mensaje. Hasta que el emperador no la arreste, es demasiado peligroso revelar que estoy herida. La presencia de un médico podría conducirla hasta nosotros.</p> <p>—Entonces debemos confiar en que Xeng pueda ver al emperador lo antes posible —señaló la vieja. Quitó los vendajes sucios y colocó unos nuevos. En aquel momento, sonaron unas pisadas infantiles en el patio de piedra.</p> <p>—¡Los niños! —exclamó Wu. Apartó a la criada—. ¡No dejes que me vean en este estado!</p> <p>Qwo tapó con la manta a Wu, y después se volvió para ir al encuentro de Ji y Yo, pero ya era tarde. Se deslizó uno de los paneles, y Ji entró en el dormitorio, seguido por su hermana.</p> <p>—¡Mamá! —gritó, al tiempo que señalaba con el dedo hacia la entrada de la casa—. ¡Viene la esposa del emperador!</p> <p>Wu y Qwo cruzaron una mirada, confusas y alarmadas.</p> <p>—¿La Emperatriz Resplandeciente? —le preguntó Wu—. ¿Estás seguro?</p> <p>—¡La acompañan muchos soldados! —afirmó Ji.</p> <p>—¿Cómo sabes que es la emperatriz y no una consorte, niño? —lo interrogó Qwo, con una mirada severa.</p> <p>—Porque la he visto antes —respondió Ji, con aire ofendido ante la duda de la criada—. En la casa del emperador…</p> <p>—Nunca has estado en los Salones Prohibidos —intervino Wu.</p> <p>—¡Sí que hemos estado! —insistió Yo—. ¿No lo recuerdas? ¡Me quedé dormida!</p> <p>—No estábamos en los Salones Prohibidos —le explicó Wu—. Estábamos en el Salón de… —Se interrumpió en la mitad de la frase, al comprender que Ji y Yo se equivocaban en algo más que en el edificio donde habían estado. Aparte de Wu, la única mujer presente aquella noche en el Salón de la Suprema Armonía había sido Ting Mei Wan—. Qwo —exclamó—, ¡se refieren a Ting!</p> <p>—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la criada con el rostro pálido.</p> <p>Wu apartó la manta e intentó levantarse, pero el esfuerzo le provocó un dolor insoportable. Tampoco podía huir. Sería un milagro si alcanzaba a llegar a la puerta.</p> <p>—Recíbelos en la entrada e intenta demorarlos todo lo que puedas —le ordenó Wu.</p> <p>—Demorarlos —repitió Qwo, atolondrada—. Lo intentaré. —Se marchó casi a la carrera hacia el frente de la casa.</p> <p>Wu se volvió hacia los niños, que miraban el vendaje con los ojos desorbitados. A Wu se le hizo un nudo en la garganta y casi se echó a llorar. Tenía más miedo que nunca en toda su vida, pero sólo por sus hijos.</p> <p>—Venid aquí, pequeños míos —dijo, y extendió los brazos. Los niños obedecieron con la mirada puesta en la herida. Se les llenaron los ojos de lágrimas y comenzaron a gimotear—. Schsss… —susurró Wu al tiempo que los abrazaba con fuerza. Apenas si podía contener sus propias lágrimas—. Mamá está herida, pero debéis ser valientes. Viene gente mala.</p> <p>—¿Qué debemos hacer? —preguntó Ji, que contuvo los sollozos y se quitó las lágrimas de los ojos con la mano.</p> <p>Wu deseó tener una respuesta. ¡Si pudiera sostenerse de pie lo suficiente como para ayudar a Ji y Yo a escalar el muro! Pero, aun si escapaban, los pequeños se encontrarían solos y perdidos en la inmensidad del palacio de verano. La única posibilidad era esconderlos y confiar en que Xeng regresara con ayuda. Soltó a sus hijos.</p> <p>—¿Tenéis un buen lugar donde esconderos? —inquirió.</p> <p>—¡Debajo del suelo! —contestó Yo. Señaló con uno de sus regordetes dedos hacia el centro de la habitación—. Cuando me escondo allí, Ji nunca me encuentra.</p> <p>—¡Porque haces trampas! —protestó Ji, con el entrecejo fruncido.</p> <p>—Ahora no tiene importancia —dijo Wu, que apoyó una mano sobre el hombro del niño—. Estas personas os buscarán mucho más que cuando jugáis. ¿Estáis seguros de que es buen escondite?</p> <p>Los niños se miraron sin saber muy bien qué decir. Por fin, Ji contestó a su madre:</p> <p>—Es pequeño y muy oscuro.</p> <p>—Muy bien. Escondeos ahora mismo, y no salgáis hasta que Xeng, Qwo, o yo os lo digamos. —Wu besó a los niños y les dijo que se fueran. Apenas habían salido del dormitorio, cuando oyó la voz de la criada en el patio.</p> <p>—Os lo repito, ministra Ting. La señora Wu está enferma. No recibe visitas.</p> <p>—Razón de más para verla —replicó Ting—. Ahora, apartaos.</p> <p>—Me niego —dijo Qwo.</p> <p>—¡Guardias! —rugió Ting.</p> <p>El sonido de un breve altercado sonó en el exterior, seguido por el estrépito de veinte pares de botas a través del patio de piedra. Wu se ajustó la manta para ocultar el vendaje, y se preparó para recibir a Ting.</p> <p>No tuvo que esperar mucho. Un par de segundos después, un soldado apartó bruscamente el panel y dos guardias con armaduras verdes entraron en el dormitorio, con las armas en alto. Ting entró tras ellos escoltada por Qwo, que no dejaba de protestar.</p> <p>—¿Qué significa todo esto? —le preguntó Wu a la ministra con un gesto de enfado—. ¿No veis que estoy enferma?</p> <p>—Perdonad la intrusión —contestó Ting, aunque era obvio que no le importaba si Wu la perdonaba o no. La ministra se dirigió a uno de los guardias—. Destápala. —El soldado frunció el entrecejo, asustado por tener que invadir la intimidad de una mujer noble. Sin embargo, cumplió la orden. Ting señaló el vendaje, que ya aparecía manchado de sangre—. Así que fuisteis vos —dijo—. Qué desilusión.</p> <p>—¿Qué queréis decir?</p> <p>—Anoche, un espía entró en mi casa y robó un importante documento oficial —contestó Ting, que se acercó a la cama—. El espía mató a un guardia mientras escapaba, pero resultó herido. Como salta a la vista, estáis herida.</p> <p>—¿Esto? —replicó Wu, señalando el vendaje—. Qwo y yo cortábamos una pieza de seda y se resbaló el cuchillo.</p> <p>—Lo dudo —repuso Ting—. Evitadme la molestia de revisar vuestra casa. Devolved el documento y ni vos ni vuestra familia sufriréis ningún daño.</p> <p>Incluso si en aquel momento el tubo de ébano hubiese estado en su poder, Wu no se lo habría dado. Sabía muy bien que Ting era una mentirosa, y la ministra no se podía permitir dejar vivo a nadie que conociera su secreto. En respuesta a la exigencia de la traidora, Wu se limitó a encogerse de hombros.</p> <p>—¿Qué documento? —preguntó, dispuesta a fingirse inocente, aunque no esperaba engañar a la ministra. Si, tal como sospechaba, los guardias de Ting no formaban parte de la conspiración de la mandarina, Ting tendría que hacer la pantomima de demostrar la culpabilidad de Wu antes de hacerle ningún daño. Esto llevaría tiempo, y, cuanto más pudiera demorarlo, más posibilidades tenía de que Xeng regresara con ayuda.</p> <p>Por desgracia, Xeng no tenía mucha suerte. Se encontraba en la entrada de la Plaza del Deleite Celestial, en cuyo centro se erguía el Salón de la Suprema Armonía. El medallón continuaba activado y el camuflaje era perfecto, pero la magia del artilugio sólo funcionaba durante un tiempo determinado y no faltaba mucho para que dejara de surtir efecto. Después había que esperar un día para reactivarlo.</p> <p>Los guardias del emperador estaban formados hombro con hombro alrededor del Salón de la Suprema Armonía, con las armas preparadas, y las tropas de coraza verde del ministerio de Seguridad del Estado llenaban toda la plaza. Xeng comprendió que Ting había reforzado las medidas de seguridad, tal vez con la excusa de un posible atentado contra la vida del Hijo del Cielo. Aun así, Xeng confió en que, dada la información que llevaba en el tubo de ébano conseguiría la audiencia siempre que lograra hablar con el chambelán.</p> <p>Pero para ello tenía que pasar entre los guardias de Ting. Aunque sin duda las tropas tendrían orden de detener o matar a cualquiera que intentara ver al Hijo del Cielo, tenía que intentarlo, porque la vida de Wu dependía de su éxito.</p> <p>En otros tiempos, el senescal no se habría preocupado para nada por la seguridad de Wu. A los quince años, un amigo le había comentado su gran parecido con <i>tzu</i> Hsuang, y Xeng acabó por comprender por qué el noble se interesaba tanto por su bienestar. Pero, en lugar de agradecer la atención y el cariño de Hsuang, Xeng se había comportado de una manera mezquina y odiosa porque nunca se le reconocería su auténtico linaje. Pese a ello, Wu siempre lo había tratado con amabilidad y respeto, y había tolerado sus comentarios rencorosos con una gracia que sólo servía para enfurecerlo todavía más.</p> <p>Xeng se había mantenido hostil durante casi cinco años, hasta que su madre se hartó de su comportamiento y le pidió que abandonara el castillo de Hsuang. Fue Wu, el objeto de buena parte de su hostilidad, la que intercedió por él y consiguió que Qwo reconsiderara la decisión. Aunque Wu nunca había dicho nada, quedó claro que estaba enterada del parentesco y que no quería que su hermanastro sufriera ningún perjuicio. Después de aquello, la actitud de Xeng cambió radicalmente. Wu había reconocido de una manera sutil su linaje y sus derechos hereditarios incluso más que su madre. Como resultado, ahora estaba dispuesto a todo por defender a su hermanastra.</p> <p>El joven avanzó poco a poco para aprovechar al máximo el camuflaje. Había utilizado muy a menudo el medallón mágico para espiar a los enemigos de su padre, pero nunca había intentado pasar entre tantos hombres armados.</p> <p>En un minuto avanzó treinta pasos y llegó al cordón formado por las tropas de Ting. Permanecían en posición de firmes en grupos de diez, cada pelotón de cara a una sección distinta de la plaza y separados por una distancia de diez metros. Xeng escogió los dos pelotones que tenía más cerca. Se movió poco a poco, vigilando dónde pisaba para no tropezar ni mover alguna piedra suelta. Aunque el corazón le golpeaba en el pecho con la fuerza de una maza y sus pulmones reclamaban más aire, se obligó a sí mismo a respirar casi al mínimo.</p> <p>Sin embargo, en varias ocasiones, un centinela forzaba la mirada o sacudía la cabeza mientras Xeng avanzaba. Entonces, el senescal se detenía y no volvía a moverse hasta que el guardia miraba en otra dirección. Por fin, ocurrió el desastre. Dos centinelas lo vieron al mismo tiempo.</p> <p>—¿Has visto algo? —le preguntó el centinela de la izquierda a su compañero de la derecha, que se frotaba los ojos.</p> <p>—Una mancha.</p> <p>Xeng comprendió que estaba en un aprieto. Dio media vuelta y, sin preocuparse de que facilitaba la visión de los perseguidores, corrió hacia la entrada. Los dos guardias dieron la voz de alarma, y fueron tras la forma borrosa.</p> <p>Experto en eludir las persecuciones cuando estaba camuflado, el joven no tuvo pánico. De pronto se detuvo y se arrojó al suelo boca abajo. Después, retrocedió un poco en dirección al Salón de la Suprema Armonía y permaneció inmóvil. Los soldados comenzaron a gritarse los unos a los otros sin entender lo que ocurría, y daban informes contradictorios sobre su posición.</p> <p>Xeng continuó inmóvil durante unos instantes, mientras consideraba la situación. Era obvio que las tropas de Ting deseaban capturarlo, porque más de un centenar de ellos corrían por la plaza, dando golpes a diestro y siniestro con las alabardas. Al observarlos comprendió que los preocupaba más evitar su entrada en el Salón de la Suprema Armonía que atraparlo. Otro grupo muy numeroso de guardias había formado una barrera entre él y su objetivo. Detrás de las tropas de Ting, los soldados del emperador observaban el desarrollo de los acontecimientos sin moverse de sus puestos.</p> <p>Dos pelotones avanzaron hacia la entrada para cortar la ruta de escape del intruso. Al ver que no tenía ninguna posibilidad de acercarse con vida al emperador, decidió escapar.</p> <p>Xeng se puso de pie y corrió junto al muro, en dirección contraria a la entrada. Cuando las tropas advirtieron su presencia, volvió a echarse al suelo y se arrastró hacia la puerta. Había fracasado en su misión, pero no estaba todo perdido. Todavía conservaba el tubo de ébano, y Wu inventaría algún otro plan para entregárselo al Hijo del Cielo.</p> <p>Pero en aquel mismo momento Wu necesitaba con desesperación el socorro del emperador. Yacía en el suelo, donde la habían arrojado los guardias de Ting cuando comenzaron la búsqueda del documento robado. Qwo estaba junto a su ama, y la cabeza de Wu descansaba en el regazo de la criada.</p> <p>En cuestión de minutos, la casa de Wu había quedado convertida en una ruina. Pese a la centena de hombres que buscaban por todo el recinto, las tropas de la ministra de Seguridad del Estado no habían encontrado nada, ni siquiera a los niños. Ting Mei Wan se paseaba furiosa por el dormitorio, y su guardia personal se mantenía apretada contra las paredes para dejarle espacio.</p> <p>—¿Dónde está? —preguntó Ting por enésima vez.</p> <p>—No sé lo que buscáis —jadeó Wu, una vez más.</p> <p>—¡Mentirosa! —gritó Ting—. Habéis agotado mi paciencia. —Se volvió hacia dos de los guardias, y después señaló a Qwo—. ¡Cogedla!</p> <p>—¡No! —exclamó Wu, que se sentó con un gran esfuerzo. Los guardias sujetaron a la vieja por los brazos y la arrastraron hasta Ting—. ¡Ella no sabe nada!</p> <p>—Entonces decidme quién lo sabe —replicó la ministra, con los ojos entornados.</p> <p>—¡No le digas nada a esta traidora! —gritó Qwo, que lanzó un escupitajo contra el rostro de Ting.</p> <p>Un soldado cogió un pañuelo de la mesa de noche de Wu y se lo dio a Ting. Sin desviar la mirada de la vieja, la mandarina se limpió la saliva de la frente.</p> <p>—Matadla —ordenó, con voz calma.</p> <p>Los guardias palidecieron, pero uno de ellos desenvainó su <i>pi shou</i> de veinticinco centímetros. La daga reflejó la luz del sol.</p> <p>—¡Esperad! —exclamó Wu, casi sin fuerzas. La situación de Qwo y la repugnancia de los soldados le habían dado una idea—. No somos traidoras —añadió, dirigiéndose a los guardias—. Ting es la traidora. —Su voz tembló por el esfuerzo y la fatiga—. El documento que busca es la prueba de su perfidia.</p> <p>Un veterano al que le faltaba la oreja frunció el entrecejo y miró a Ting. Por un momento, la mandarina mostró una expresión confusa, pero se recuperó casi en el acto.</p> <p>—Si lo que afirmáis es cierto —dijo—, mostradnos el documento.</p> <p>—¡No! —intervino Qwo, que forcejeó débilmente por librarse de sus captores—. Mi vida no vale nada.</p> <p>Ting y los soldados se volvieron hacia Wu, expectantes. La esposa de Batu pensó en revelar adonde había ido Xeng. Si la ministra comprendía que la habían vencido, quizá no le haría daño a la criada. Por desgracia, Ting no parecía la clase de mujer que se rinde fácilmente. Wu sacudió la cabeza.</p> <p>—¡Matad a la vieja! —ordenó Ting, sin apartar la mirada de Wu.</p> <p>El guardia que empuñaba la daga obedeció sin vacilar. Qwo soltó un grito espantoso, y después se sacudió mientras la vida escapaba de su cuerpo. El hombre retorció la daga y la hundió todavía más para acabar la tarea. Cuando retiró el arma, el cadáver de Qwo cayó al suelo.</p> <p>—Ahora me diréis… —comenzó a decir Ting, pero se interrumpió al oír unos gimoteos—. ¿De dónde viene ese llanto? —preguntó la ministra.</p> <p>Un guardia se puso de rodillas y apoyó la oreja contra el suelo.</p> <p>—Al parecer, de debajo de la casa —contestó.</p> <p>—¡Cogedlos! —ordenó Ting, señalando el suelo—. Quizás ellos convenzan a la traidora de que debe confesar.</p> <p>Varios guardias corrieron al exterior de la casa, y otros utilizaron las armas para levantar las tablas del suelo.</p> <p>—¡Sólo son niños! —rogó Wu—. ¡Dejadlos en paz!</p> <p>—Nada me complacería más —repuso Ting—. No deseo hacer daño a un niño. Sin embargo, su destino está en vuestras manos.</p> <p>Wu se arrastró hasta conseguir ponerse de rodillas, sin hacer caso del dolor de la herida.</p> <p>—No permitiré que hagáis daño a Ji o a Yo —advirtió a la ministra.</p> <p>—Entonces, ¡decidme dónde habéis ocultado mi documento! —vociferó Ting.</p> <p>Se miraron la una a la otra durante unos segundos. Wu respiraba lenta y pausadamente, buscaba recuperar las fuerzas necesarias para defender a sus hijos. Varios guardias se situaron en posición defensiva a los costados de Ting.</p> <p>Wu sabía que la ministra la mataría le entregara o no el documento. Podía aceptar su destino porque no tenía otra elección. Pero no estaba dispuesta a sacrificar las vidas de sus hijos, ni siquiera por el bien del imperio. Por fortuna, había dos maneras de salvarlos. Sólo una significaba entregarle a Ting lo que deseaba.</p> <p>—Aquí están —anunció uno de los guardias, al levantar el quinto tablón. Metió una mano en el agujero y sacó a Yo. La pequeña estaba hecha un ovillo, sucia de tierra, y lloraba a moco tendido. El soldado se la pasó al veterano al que le faltaba una oreja. Volvió a meter la mano. Lanzó un grito y maldijo en voz alta—. ¡Me ha mordido!</p> <p>—¿Qué esperabas? —le preguntó el veterano. Dejó a Yo en el suelo, y metió la cabeza y los hombros por debajo del suelo—. Ven aquí, pequeño tigre.</p> <p>Yo aprovechó la oportunidad para escurrirse junto a su madre. Sin desviar la mirada de Ting, Wu la atrajo hacia sí sin dejar de respirar lenta y pausadamente, concentrada en lo que iba a hacer.</p> <p>El veterano reapareció con Ji al cabo de un momento.</p> <p>El niño tenía el rostro sucio de tierra y lágrimas, pero su expresión era decidida y furiosa. Intentó arañar la cara del soldado, pero no le alcanzaban los brazos. Ting miró al niño.</p> <p>—¿Cuál es vuestra decisión? —preguntó la ministra—. ¿Vuestro hijo o el documento?</p> <p>—Ninguno de los dos, traidora —gritó Wu al tiempo que descargaba la energía acumulada.</p> <p>La herida de la mujer se reabrió cuando saltó hacia adelante, pero no sintió ningún dolor. Sus pensamientos, su espíritu y su cuerpo estaban enfocados en una sola cosa: alcanzar a Ting.</p> <p>Wu se movió con tanta rapidez que pilló por sorpresa a todos excepto tres de los guardias. El primero se interpuso en su camino, con la alabarda a modo de barrera. Wu puso rígidos el dedo índice y el mayor en la posición secreta de la espada, y los clavó en la garganta del hombre. Le cortó la laringe. El guardia soltó el arma y se desplomó.</p> <p>El siguiente descargó un golpe con su <i>chiang-chun</i> contra las rodillas de Wu. La mujer dio un salto para descargar el puntapié del camello en las ingles y el golpe del carnero contra la nariz del soldado. Impulsado por la inercia del arma, el guardia cayó al suelo, agonizante.</p> <p>Wu no tuvo tanta suerte con el tercer guardia. Cuando apoyó los pies en el suelo, el soldado se adelantó y utilizó el arma como una lanza. La esposa de Batu intentó desviar la hoja con la parada del ala de grulla, pero el hombre era fuerte y mantuvo la pica en posición. La hoja se deslizó entre las costillas de la mujer y le perforó el pulmón.</p> <p>Al ver el destino de sus dos compañeros, el tercero no quiso correr ningún riesgo. La hoja era como un punzón helado en el pulmón de Wu, y las fuerzas para continuar el combate se le escaparon con el último grito. La embestida del soldado la arrastró casi un metro. Wu aterrizó sobre la espalda con la pica clavada en el pecho. El guardia todavía sujetaba el otro extremo.</p> <p>Ting no se había movido. La ministra contempló a su atacante con una expresión de asombro, sin darse cuenta de que había estado a punto de morir.</p> <p>Wu permaneció en el suelo durante lo que le pareció una eternidad, mientras intentaba respirar a través del terrible dolor en los pulmones. Lo único que veía, la única cosa de la cual era consciente, era el guardia que sujetaba la pica. Se trataba de un hombre joven, no mayor de lo que era Batu cuando lo había conocido. El soldado parecía muerto de miedo.</p> <p>Ji y Yo gritaron y corrieron junto a su madre. El veterano los alcanzó y los retuvo entre sus brazos antes de que pudieran unirse a ella. Recuperada de su asombro, Ting se acercó a los pies de Wu y apartó al asustado guardia. La furia había desaparecido de su rostro. Ahora mostraba una expresión de incredulidad y sorpresa.</p> <p>—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué este ataque tan insensato?</p> <p>—Por… los niños —jadeó Wu. Con cada palabra sentía como si tuviera hielo en lugar de aire en los pulmones. Un gemido de agonía escapó de sus labios.</p> <p>—¡No es necesario que vean esto! —le dijo Ting al veterano que sujetaba a los niños—. ¡Sacadlos de aquí! —Después hizo un gesto con las manos hacia los demás guardias—. ¡Vamos, apartaos todos! —El veterano salió con los niños, y los otros guardias se situaron junto a las paredes del dormitorio. Ting volvió a mirar a Wu y se arrodilló junto a ella—. ¿Dónde está el tubo de ébano? Ahora ya no tiene importancia. Decídmelo.</p> <p>—Los niños están a salvo —dijo Wu.</p> <p>—¿Qué queréis decir? ¿Por qué están a salvo? —preguntó la mandarina, con la cabeza muy cerca de los labios de la moribunda.</p> <p>—No servirá de nada matarlos… si yo estoy muerta —respondió Wu.</p> <p>—¿Es eso lo que creéis? —replicó Ting con un tono de pesar—. De todas maneras, deben morir.</p> <p>—¿Por qué? —Wu había intentado gritar la pregunta pero de sus labios sólo escapó un silbido.</p> <p>—Porque quizá lo saben —contestó Ting, que miró en otra dirección, incapaz de resistir la mirada de Wu,</p> <p>—¡No! —Wu levantó una mano y sujetó la garganta de Ting. Sus dedos adoptaron la posición de la garra del dragón; pero antes de que pudiera destrozar la laringe de la ministra, el último aliento escapó de sus pulmones.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 13</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Sitiados</p> <p style="margin-top: 4em">Hsuang Yu Po nunca había pensado que el olor a carne asada lo haría sentir tan desgraciado. El olor era fuerte y dulzón, porque la carne estaba rociada con miel. Un anhelo desesperado se agitó en su estómago, y se le hizo agua la boca con un hambre que sabía que no podía ser satisfecha.</p> <p>—Bribones —comentó Cheng Han. El rostro del <i>tzu</i>, sucio de polvo, estaba demacrado por la inanición. Su ojo bueno sobresalía de la órbita, pero el inservible se había hundido todavía más en su consumido rostro. Su aliento apestaba con los efectos internos del hambre, y el <i>k'ai</i> le colgaba de los hombros como si su cuerpo fuese una percha. Los dos hombres se encontraban con los demás comandantes de los ejércitos nobles en la habitación más alta del campanario de Shou Kuan. Salvo por una mesa rústica y unos cuantos bancos junto a las paredes, la habitación aparecía desnuda. Había una sola ventana que daba a la entrada principal de la ciudad, y las paredes nunca habían recibido una mano de pintura.</p> <p>La ventana miraba a la puerta sobre la polvorienta carretera que iba de Shou Kuan a Taitung, donde se hallaba el palacio de verano del emperador. Aunque la carretera corría hacia el este, entraba en Shou Kuan por el sur, como era costumbre. Las creencias populares decían que, si la puerta principal hubiese estado en cualquier otro muro que no fuera el sur, los espíritus malignos habrían podido entrar en la ciudad sin inconvenientes.</p> <p>Antes de torcer hacia el este, la carretera recorría unos setenta metros hacia el sur y subía hasta lo alto de una loma. Allí se encontraban ahora doscientos tuiganos con el torso desnudo. Desde la ventana del campanario, Hsuang alcanzaba a ver sus largas trenzas y las tonsuras en sus cabezas.</p> <p>Los bárbaros semidesnudos se ocupaban de cincuenta hogueras. En cada fuego, se asaban grandes trozos de carne. Tal como pretendía el enemigo, la brisa de la mañana arrastraba el olor en línea recta a Hsuang y sus hombres.</p> <p>Hsuang desvió la mirada del espectáculo que lo atormentaba. A derecha e izquierda del campanario, las murallas estaban vigiladas por los soldados de los veinticinco ejércitos. Las tropas tenían el mismo aspecto demacrado y famélico de sus jefes, y todos miraban con ojos vidriosos las hogueras humeantes en lo alto de la loma. Aunque el aspecto y el hambre de los hombres preocupaban a Hsuang, no lo pillaban por sorpresa. En las tres semanas transcurridas desde la batalla en Shihfang, nadie había comido más que unos pocos puñados de cereales.</p> <p>Después de la batalla, los veinticinco ejércitos se habían retirado al amparo de la oscuridad. Los tuiganos los habían seguido de cerca, preparados para atacar. Por fortuna, los campesinos habían obedecido a los mensajeros de Hsuang y aquella misma noche habían quemado los campos. Mientras las tropas se retiraban por la carretera, habían tenido los flancos protegidos por los campos incendiados, y sólo había hecho falta una pequeña fuerza en la retaguardia para impedir que el enemigo los arrollara. La mayoría de los supervivientes habían alcanzado la seguridad de las murallas de Shou Kuan poco después del alba.</p> <p>Hasta ese momento, todo había salido de acuerdo con el plan de Batu, y Hsuang había mantenido la fe en que su yerno vencería a los bárbaros. Sin embargo, la confianza del noble sufrió un rudo golpe cuando los subordinados le informaron del estado de la ciudad. Enterados de la derrota de los ejércitos nobles, los eficientes ciudadanos de Shou Kuan obedecieron la orden enviada por Hsuang antes de la batalla: quemaron las reservas de alimentos y huyeron, sin dejar nada aprovechable.</p> <p>Hsuang no había dejado de maldecirse en los veintiún días pasados desde entonces, por no haber enviado un mensaje especial al prefecto de la ciudad. Desde luego, su autocrítica no había enmendado el error, y ahora corría el peligro de fallarle a Batu. Los soldados de los veinticinco ejércitos se consumían de hambre. Dentro de muy poco carecerían de las fuerzas necesarias para rechazar a los bárbaros. El número de muertos por inanición aumentaba, y se extendían las enfermedades.</p> <p>Hsuang se preguntó dónde estaría su yerno. Dos días atrás, el <i>tzu</i> había prometido a sus subordinados que no tardarían en recibir ayuda, pero era consciente de que ellos no tenían ninguna fe en sus palabras. Por desgracia, sin el espejo de Shao, no podía ponerse en contacto con Batu para preguntarle cuándo llegarían los ejércitos provinciales. Sólo disponía de vagas promesas para mantener alta la moral de sus hombres.</p> <p>El suegro de Batu no era el único preocupado por la moral de las tropas, y Cheng Hang le ofreció una prueba de ello.</p> <p>—Esas hogueras están al alcance de los arqueros —dijo, señalando la loma—. Dejemos que los hombres se entretengan un poco haciéndole pagar al enemigo su diversión.</p> <p>Hsuang consideró la petición, pero finalmente decidió en contra.</p> <p>—No —respondió—. Necesitaremos las flechas cuando llegue la ayuda.</p> <p>—Desde luego —manifestó Cheng Han con una humilde reverencia—. ¿En qué podía estar pensando? —Apenas si disimuló la mirada de burla, aunque no hizo más comentarios.</p> <p>Hsuang no culpó al hombre por sus dudas. El comandante todavía no había informado a sus subordinados que Batu pretendía sorprender a los bárbaros en Shou Kuan. No quería que, en el caso de que el enemigo asaltara la ciudad y capturara a uno de los nobles, pudiera enterarse del plan de su yerno.</p> <p>Pero el viejo noble comenzaba a dudar de la sabiduría de su decisión. A los nobles shous no les preocupaba morir, sino la posibilidad de morir como cobardes. Ayer mismo, uno de los señores más jóvenes había propuesto una carga suicida antes de que los <i>peng</i> se quedaran sin fuerzas para el combate. Hsuang se alarmó al ver que varios de los nobles mayores manifestaban su apoyo a la propuesta. El comandante se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que los demás escogieran morir en combate y no de hambre. A la vista de la inquietud de las tropas, Hsuang cambió de opinión y decidió que a sus hombres les vendría bien divertirse a costa de los bárbaros, pero con la precaución de que no gastaran demasiadas flechas.</p> <p>—Lo he considerado mejor —les comunicó a los nobles—, y creo que <i>tzu</i> Cheng tiene razón: debemos hacer que los tuiganos paguen por nuestros sufrimientos. Cada uno de vosotros escoged a diez arqueros y dad a cada uno cuatro flechas. Veremos cuál de nuestros ejércitos mata más bárbaros.</p> <p>Los nobles sonrieron y dieron grandes voces de aprobación. En unos segundos, todos cruzaban apuestas en favor de sus arqueros como los mejores.</p> <p>—Una sabia decisión —le comentó Cheng a Hsuang—. Quizá mañana nuestros hombres estén demasiado débiles para tensar los arcos.</p> <p>—Confiemos en que conserven las fuerzas unos días más —replicó Hsuang, que dirigió al <i>tzu</i> una mirada muy significativa—. Tengo confianza en que no tardaremos en recibir ayuda.</p> <p>Antes de que Cheng pudiera responder, un centinela llamó a la puerta.</p> <p>—¡Señores, es muy urgente! —gritó.</p> <p>Hsuang miró a través de la ventana para ver si se había producido algún cambio. Los fuegos en la cumbre de la loma humeaban un poco más que antes, pero no había ninguna señal de un ataque inminente.</p> <p>—¡Un mensajero de Taitung ha conseguido pasar a través de las líneas enemigas! —añadió el centinela.</p> <p>—¡Hacedlo pasar! —ordenó Hsuang entre los murmullos de asombro de los nobles.</p> <p>Se abrió la puerta, y el guardia escoltó a un joven exhausto que vestía un <i>waitao</i> rojo cubierto de polvo. Aunque estaba un poco más gordo que los soldados de los ejércitos nobles, el hombre parecía estar en las últimas. Tenía el rostro pálido y ojeroso, y la sangre se colaba por debajo del vendaje que llevaba en la cabeza. Hsuang se adelantó para saludar al mensajero, pero <i>tzu</i> Cheng se lo impidió.</p> <p>—Por lo que sabemos, este hombre bien puede ser un asesino de los bárbaros.</p> <p>—No es un asesino —afirmó Hsuang, apartando el brazo de Cheng—. Es mi senescal.</p> <p>El centinela abrió los ojos en una expresión de asombro. Miró la herida sobre la ceja de Xeng y se apresuró a hacer una reverencia.</p> <p>—Os pido perdón, <i>tzu</i> Hsuang. Vuestro senescal llamó a mi puerta, pero cuando abrimos no había nada. Sólo vimos una mancha que entraba en la ciudad, y pensamos que era un espía enemigo.</p> <p>—No es más que un corte, y no tenéis que disculparos —le dijo Xeng al soldado. Se volvió hacia su padre—. Fue culpa mía, <i>tzu</i> Hsuang. Tendría que haberme identificado.</p> <p>Aunque no se sentía tan magnánimo como su senescal, Hsuang despachó al guardia sin castigarlo. Se volvió hacia Xeng y, llevado por el cariño hacia su hijo, le extendió los brazos para abrazarlo. Por fortuna, el joven no faltó al decoro y saludó al noble con una reverencia. Avergonzado por el desliz, Hsuang le devolvió la reverencia.</p> <p>—Me alegra y me entristece verte aquí, Xeng —dijo el viejo noble—. Tu presencia me produce una gran alegría, pero lamento que ahora debas compartir nuestras penurias.</p> <p>—No hay nada que lamentar, <i>tzu</i> Hsuang —respondió el joven. Utilizó la manga para limpiarse la sangre de la ceja—. Cuando salí del palacio de verano, conocía vuestras circunstancias. He venido aquí por propia elección. —A Xeng le Saquearon las piernas y pareció que iba a caerse.</p> <p>—Es mejor que te sientes —indicó Hsuang, que acompañó a su hijo hasta uno de los bancos. Una vez que Xeng se sentó, el comandante preguntó—: ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás cuidando de tu madre y de Wu?</p> <p>—He fallado —manifestó Xeng, que desvió la mirada—. Están muertas.</p> <p>Hsuang miró a su hijo durante un buen rato, incapaz de comprender lo que había escuchado.</p> <p>—¿Quién? ¿Quién ha muerto?</p> <p>—Ambas —repitió el senescal, incapaz de mirar a su padre—. Ting Mei Wan las mató a las dos.</p> <p>—¿Qué dices? —se horrorizó Hsuang, apartándose de su hijo como si fuese un leproso.</p> <p>—No pude salvarlas —dijo Xeng con tono lastimero.</p> <p>Por fin, Hsuang comprendió el mensaje que le había traído su hijo. Sus ojos se cubrieron con un velo, como si el espíritu hubiese abandonado su cuerpo.</p> <p>—¿Ji y Yo? —preguntó, esperanzado.</p> <p>—He oído decir que vuestros nietos no sufrieron. Al menos en eso Ting se mostró piadosa.</p> <p>A Hsuang le flaquearon las piernas y habría caído de no ser por Xeng, que lo sostuvo y lo ayudó a sentarse. Aunque el desconsolado <i>tzu</i> consiguió contener las lágrimas, se quedó inmóvil con la mirada perdida en el vacío.</p> <p>—¿Por qué? —inquirió el viejo noble, después de una larga pausa.</p> <p>—Antes de que la asesinaran, la señora Wu me pidió que le entregara esto al emperador. —El joven sacó el tubo de ébano de un bolsillo de la túnica y se lo entregó a su padre.</p> <p>Hsuang cogió el tubo, quitó la tapa y sacó los papeles. El primero era la carta de Wu al emperador. En ella explicaba cómo había conseguido el segundo papel, que era el informe de Ting Mei Wan al «Ilustre Emperador de Todos los Pueblos».</p> <p>Cuando acabó de leer, Hsuang miró a los demás nobles y les relató con voz trémula el contenido de las cartas. Hsuang esperó que se acallaran los comentarios para dirigirse a su hijo.</p> <p>—¿Por qué has traído estas cartas a Shou Kuan? —preguntó. Aunque no era su intención, en su tono había una nota de reproche.</p> <p>—No sabía qué hacer —respondió Xeng, mortificado—. Los soldados de la ministra Ting tenían rodeado al emperador, y a mí me buscaban por todos los rincones del palacio de verano.</p> <p>—¡Podrías haberte escondido en cualquier lugar de Shou Lung! —gritó Hsuang, sin poder controlar más su pesar—. ¿Qué pensabas conseguir trayéndolas aquí?</p> <p>Ante el estallido de Hsuang, los demás nobles desviaron la mirada, incómodos, y guardaron silencio.</p> <p>—Os he fallado —dijo Xeng.</p> <p>El viejo noble miró a Xeng durante un buen rato, arrepentido por haber descargado su angustia sobre su hijo. Por fin, Hsuang enrolló las cartas y las guardó en el tubo.</p> <p>—No —replicó Hsuang, con una mano sobre el hombro de Xeng—. No me has fallado, pero devolverás estas cartas al palacio de verano. Ocúpate de que lleguen a manos del emperador. Ting Mei Wan debe pagar por sus crímenes.</p> <p>—¡Está herido! —protestó <i>tzu</i> Cheng—. ¡No podrá soportar ni un día de viaje!</p> <p>—Mi senescal es un hombre fuerte —afirmó Hsuang, que dirigió a su hijo una mirada exigente.</p> <p>—<i>Tzu</i> Hsuang —insistió Cheng, que se atrevió a sostener la mirada de su comandante—. A impulsos de vuestra pena, reclamáis demasiado de vuestro servidor. Ya es un milagro que haya llegado hasta aquí. Que herido pueda atravesar las líneas enemigas es impensable.</p> <p>—Lo intentaré, si es lo que desea mi señor. —Xeng se levantó.</p> <p>—Es lo que deseo —declaró Hsuang. Le devolvió el tubo de ébano. El viejo noble no pretendía ser cruel o insensible, sino que lo aterraba pensar en que su hijo pudiera quedar atrapado en Shou Kuan si la ciudad caía antes de la llegada de Batu.</p> <p>—A menos que pretendáis que vuestro sirviente escape durante la batalla, quizá no sea posible satisfacer vuestro deseo, <i>tzu</i> Hsuang —señaló uno de los jóvenes <i>nan</i>, que miraba a través de la ventana.</p> <p>—¿Qué queréis decir? —preguntó Hsuang, al tiempo que se acercaba al joven.</p> <p>La respuesta del <i>nan</i> era innecesaria. En lo alto de la loma, había dos mil jinetes bárbaros. El fuerte viento arrastraba el humo de las hogueras directamente por encima de la muralla, y no se veía muy bien, pero aun así el comandante vio que los jinetes vestían armaduras y empuñaban los arcos.</p> <p>Más allá de la loma, a una distancia de trescientos metros, una línea oscura rodeaba la ciudad. Hsuang comprendió que aquello era el resto del ejército bárbaro. Mientras el comandante en jefe observaba al enemigo, un jinete con una bandera blanca de tregua se separó del grupo de la loma.</p> <p>El mensajero galopó ladera abajo y se detuvo a una treintena de metros del campanario. Aunque el jinete vestía una magnífica armadura, tenía facciones finas y mejillas redondeadas. Llevaba la cabeza afeitada al estilo de los monjes, y era de constitución delgada. El aspecto indicaba que no era un tuigano, y Hsuang pensó que debía de ser un khazari. El jinete no se entretuvo en preámbulos.</p> <p>—El poderoso khahan está harto de esperar vuestra salida para luchar —anunció. Hablaba el lenguaje shou con acento khazari—. Me envía para que acepte vuestra rendición, y os ofrece una comida como una muestra de que no abusará de sus prisioneros.</p> <p>Hsuang no creyó las palabras del enviado, y ni por un momento se le pasó por la cabeza la idea de rendirse. El viejo noble había perdido a su hija y a los nietos, pero tenía su honor. Había prometido defender Shou Kuan hasta la llegada de Batu, y lo haría o moriría en el intento.</p> <p>—Vuestro khahan subestima nuestro número —le gritó Hsuang—. No puede alimentar a nuestros ejércitos con tan poca comida.</p> <p>—Hemos cazado durante muchos días —dijo el jinete con una sonrisa falsa—. Más de dos mil bestias asadas os esperan en nuestro campamento.</p> <p>Un murmullo corrió por las almenas a medida que los soldados repetían las palabras del mensajero. Incluso los nobles parecían discutir la posibilidad de rendirse. Hsuang se volvió hacia sus subordinados, sin preocuparse de momento por el jinete.</p> <p>—Miente. Intenta llevarnos a una trampa.</p> <p>—¿Cómo lo sabéis? —preguntó un joven <i>nan</i>.</p> <p>—¿Acaso los bárbaros tienen aspecto de esperar la rendición? —Hsuang señaló a través de la ventana—. Atacarán en cuanto salgamos de la ciudad.</p> <p>—Entonces lucharemos —opinó otro noble.</p> <p>—¡No saldremos de Shou Kuan! —declaró Hsuang, tajante—. ¡Es una orden! —La mayoría de los nobles hicieron frente a la mirada del <i>tzu</i>, como muestra de su desacuerdo con la decisión—. El emperador ha colocado al general Batu al mando de nuestros ejércitos —añadió Hsuang, dirigiéndose a los nobles que se atrevían a oponerse a él—. Batu me nombró comandante de vuestros ejércitos. Desafiar mi palabra es desafiar la palabra del emperador. ¿Estáis dispuestos a hacerlo?</p> <p>—Nadie se atrevería a desafiaros, <i>tzu</i> Hsuang —aseguró Cheng Han—. Sin embargo, nuestros ejércitos están demasiado débiles y no podrán resistir mucho más. Muy pronto, sólo podremos escoger entre rendirnos o morir de hambre. Quizá sería sabio pelear ahora, mientras la opción todavía es viable.</p> <p>Hsuang se sintió irritado por las palabras del hombre. Aunque Cheng había planteado objeciones antes, el noble tuerto siempre había cedido cuando Hsuang invocaba su autoridad. A pesar de la cortesía que demostraba, al parecer Cheng no estaba dispuesto a hacer lo mismo en esta ocasión.</p> <p>—Yo os diré cuándo debemos luchar —respondió Hsuang, furioso—. Lucharemos cuando lleguen los ejércitos provinciales para ayudarnos, o si los bárbaros asaltan las murallas de la ciudad. Hasta entonces, no pienso perder nuestros ejércitos en una salida desesperada frente a un enemigo que nos supera cinco a uno.</p> <p>—Quedarnos en Shou Kuan para morir de hambre equivale a una rendición —objetó Cheng—. Si salimos, al menos mataremos a unos cuantos bárbaros.</p> <p>—No tiene ningún sentido continuar la discusión —dijo Hsuang. En otro momento habría tratado a Cheng con más tacto, pero ahora estaba demasiado trastornado por la muerte de Wu como para tolerar con paciencia el desafío del hombre.</p> <p>—Sólo deseamos morir con honor en el campo de batalla —insistió Cheng, sin dar el brazo a torcer—. Es nuestro derecho como nobles.</p> <p>—Vuestro derecho es morir cuando yo os lo diga —replicó Hsuang. Se acercó al noble tuerto hasta casi tocarle la cara—. Si queréis morir con honor, esperaréis hasta que yo os diga que es el momento de pelear.</p> <p>Cheng devolvió la mirada furiosa de Hsuang con su ojo bueno.</p> <p>—Vuestro dolor interfiere con vuestro juicio, <i>tzu</i> Hsuang. De otro modo, haríamos lo que decís.</p> <p>La furia estalló en el cuerpo de Hsuang. Como si perteneciera a otra persona, observó cómo se levantaba su brazo con la mano abierta y abofeteaba el rostro de Cheng. En la mejilla del hombre apareció una mancha roja.</p> <p>—¡Disculpaos! —le ordenó Hsuang.</p> <p>Los nobles permanecieron en silencio, molestos y atónitos. Cheng miró a su comandante con una expresión incrédula.</p> <p>—Es comprensible que estéis afectado por la noticia de la muerte de vuestra hija, <i>tzu</i> Hsuang —dijo el noble tuerto—, pero debemos considerar nuestras opciones con la cabeza despejada. —Se volvió para dirigirse a los otros nobles—. Hemos de atacar ahora, o rendirnos.</p> <p>Los demás nobles le volvieron la espalda a Hsuang y se reunieron alrededor de Cheng Han. Discutieron las opciones propuestas por Cheng, aunque de vez en cuando miraban inquietos a su legítimo comandante.</p> <p>Hsuang comprendió que abofetear al noble tuerto había sido un error. Los demás habían interpretado la acción como una pérdida de control, y tuvo que admitir para sí mismo que tenían razón. En otro momento, habría enfrentado el desafío a su autoridad con mucho más tacto. Desde luego, nunca habría golpeado al hombre. Sin embargo, no podía permitir que los nobles abandonaran la ciudad antes de la llegada de Batu y los ejércitos provinciales.</p> <p>—<i>Tzu</i> Cheng —dijo Hsuang, que se abrió paso entre el círculo que rodeaba al subordinado rebelde—, aun cuando sea cierto lo que afirmáis, todavía estoy al mando de este ejército. No hay más opciones aparte de las que os he ofrecido.</p> <p>—Quizá sea cierto en circunstancias normales —respondió Cheng con calma, sosteniendo la mirada de su comandante—. Pero está claro que vuestro juicio se ha resentido por la pérdida de vuestra familia. De no ser así, comprenderíais que no ganamos nada demorando la batalla final. Con cada hora que pasa, nos volveremos más débiles. —Muchos nobles murmuraron su aprobación. Estimulado por el apoyo, Cheng añadió—: Lo lamento, <i>tzu</i> Hsuang. Vuestras órdenes no tienen sentido.</p> <p>Algunos nobles manifestaron su acuerdo con cierta reticencia. Hsuang vio en sus ojos expresiones de disculpa y compasión, pero ni una sola señal de apoyo. Como Cheng, todos pensaban que el pesar de su comandante le había hecho perder el juicio. El viejo noble consideró que sólo le quedaba por jugar una carta.</p> <p>—Cometéis una traición —le dijo a Cheng, cuidando de mostrarse lo más racional posible.</p> <p>—Si el emperador o vuestro propio yerno estuvieran aquí, compartirían nuestra decisión —replicó Cheng sin dejarse intimidar por la acusación—. En un momento tan crítico, no es bueno para el interés de Shou Lung tener al mando un hombre afligido.</p> <p>La hábil respuesta disipó cualquier duda de los nobles respecto a desobedecer a Hsuang. El grupo manifestó en voz alta su apoyo al razonamiento de Cheng. Era la prueba definitiva de que habían destituido a Hsuang del mando de los veinticinco ejércitos.</p> <p>El viejo noble observó a los amotinados durante unos instantes y luego se volvió hacia la puerta, al tiempo que le hacía una seña a Xeng para que lo siguiera. Antes de bajar la escalera, hizo una pausa para dirigirse a Cheng.</p> <p>—¿Os puedo preguntar, <i>tzu</i> Cheng, cuál es vuestro plan?</p> <p>—Luchar —contestó Cheng con la frente bien alta. Después añadió—: Desde luego, vos y vuestras tropas seréis bienvenidos si queréis acompañarnos.</p> <p>—Tengo un empleo mejor para mi ejército —afirmó Hsuang, airado. Dicho esto, salió de la habitación y dejó a los nobles ocupados con sus planes. Aunque sabía que era imposible defender la ciudad sólo con sus <i>peng</i>, pretendía mantener su promesa a Batu. En algún lugar de la ciudad, encontraría un reducto que una fuerza pequeña pudiera defender.</p> <p>Hsuang descendió la escalera, seguido por Xeng. A medio camino, el senescal se tambaleó y estuvo a punto de caer. El viejo noble se detuvo y cogió al joven por el hombro. El rostro de Xeng estaba pálido.</p> <p>—¿Cómo está la herida, Xeng? —preguntó—. ¿Voy a buscar ayuda?</p> <p>—Estoy un poco mareado, pero no es nada grave.</p> <p>—Lo dudo —repuso Hsuang, ceñudo—. Buscaremos un lugar seguro donde puedas descansar.</p> <p>—¿No queréis que me vaya? —preguntó Xeng.</p> <p>—Sería inútil hasta que esos locos tengan su batalla. —Hsuang continuó el descenso, sosteniendo a su hijo con un brazo.</p> <p>Cuando abrió la puerta y salió a la calle, se sorprendió al ver que los soldados en la murallas daban voces de alarma. El noble vio que las tropas preparaban las ballestas y apuntaban hacia la loma que se alzaba frente a la entrada. Como desde la calle no podía ver el motivo de la alarma, corrió otra vez escaleras arriba. Xeng lo siguió unos pasos más atrás, porque la herida había mermado sus fuerzas.</p> <p>—¿Qué pasa? —gritó el senescal.</p> <p>—¡Debe de ser el ataque enemigo! —contestó Hsuang, que miró por encima del hombro la cabeza vendada de su hijo—. No te esfuerces. Te espero arriba.</p> <p>El viejo noble llegó a lo alto de la torre en cuestión de segundos, pero los demás no le hicieron caso cuando entró en la habitación, demasiado ocupados en dar consejos contradictorios a Cheng Han. Hsuang se acercó a la ventana, echó una mirada y soltó un terrible insulto en nombre del Dragón Celestial.</p> <p>Los tuiganos habían apelado a la magia. Un bárbaro solitario estaba delante de los dos mil jinetes reunidos en lo alto de la loma. El hombre vestía una túnica de seda larga hasta los pies cubierta con símbolos místicos. En una mano sostenía un cetro coronado con un cráneo humano. Mantenía los brazos en alto y la mirada fija en una de las hogueras.</p> <p>El chamán había trenzado mágicamente el humo de las cincuenta hogueras, y las columnas de humo formaban ahora una ancha cinta gris que se extendía desde la cumbre de la loma hasta Shou Kuan. El puente de humo cruzaba la muralla por encima de la entrada, a unos pocos metros a la derecha del campanario.</p> <p>Hsuang vio a los primeros jinetes espolear a sus monturas hacia el puente mágico. Los animales se asustaron, pero los bárbaros los azotaron con las riendas y les clavaron las espuelas hasta conseguir que pisaran la cinta gris como si fuera roca. En cuanto los caballos descubrieron que no se hundían, se calmaron y echaron a galopar. Los jinetes soltaron las riendas, desenfundaron los arcos y comenzaron a preparar las flechas.</p> <p>—¡Reuníos con vuestros ejércitos! —les gritó Hsuang a los nobles—. ¡Los tuiganos cruzan la muralla!</p> <p>Los nobles dejaron de discutir y lo miraron sin entender.</p> <p>—¿Qué decís? —exclamó Cheng Han—. No tienen máquinas de asedio.</p> <p>—No las necesitan —replicó Hsuang. Le señaló la cumbre de la loma—. ¡Mirad!</p> <p>El <i>tzu</i> volvió a mirar a través de la ventana en el momento en que una nube de flechas volaba entre el puente de humo y la muralla. Los guerreros estaban tan cerca que Hsuang casi veía el color de los ojos del primer jinete. El bárbaro era un hombre de aspecto feroz con una sonrisa codiciosa que parecía al mismo tiempo alegre y brutal. Tenía un mostacho negro caído, la nariz chata con aletas anchas, y los ojos oscuros como rajas sobre los pómulos anchos. Llevaba una cota sucia y grasienta, y una gorra cónica con ribetes de piel. Guiaba el caballo con las rodillas para tener las manos libres y usar el arco.</p> <p>Desalentado, Hsuang comprendió que los tuiganos lo habían engañado. Nunca habían esperado que los veinticinco ejércitos salieran de la ciudad; la carne asada y el ofrecimiento de que se rindieran habían sido una trampa destinada a ocultar los preparativos del puente de humo. El plan había funcionado a la perfección. Sin perder más tiempo, se volvió hacia los otros nobles mientras pensaba en cómo rechazar el asalto enemigo.</p> <p>—Llamad a vuestros mejores arqueros —indicó, asumiendo otra vez el puesto de comandante general—. Tenemos que matar al chamán…</p> <p>Algo zumbó a través de la ventana y golpeó las costillas de Hsuang como un martillazo. La coraza sonó como un gong y un puño helado le estrujó el pecho. Miró hacia la ventana y vio que el primer jinete se encontraba más allá del campanario. Había enfundado el arco y empuñaba la espada, listo para el combate cuerpo a cuerpo.</p> <p>Hsuang cogió el astil de la flecha clavada en su pecho y cayó al suelo. Mientras se le nublaban los ojos, oyó el estrépito de los cascos fuera de la torre; después el entrechocar de las espadas le avisó que los bárbaros estaban dentro de la ciudad.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 14</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Shou Kuan</p> <p style="margin-top: 4em">Batu y uno de los generales provinciales, Kei Bot Li, estaban tendidos boca abajo en la cumbre de una colina. El acre olor de la hierba quemada los ahogaba, y notaban en la boca el sabor ácido del hollín. En otro momento, habrían evitado permanecer echados en un campo de cenizas, pero el mejor lugar para observar Shou Kuan era esta cumbre incendiada.</p> <p>Los casi cinco kilómetros de terreno ondulado que había entre ellos y la ciudad estaban tan negros y pelados como la colina. Antes de escapar, los ciudadanos de Shou Kuan habían incendiado casi todas las tierras alrededor de la ciudad. Los bárbaros habían hecho pastorear a los caballos en los pocos campos que los campesinos no habían quemado, y ahora no quedaba más que la tierra pelada.</p> <p>La tierra desnuda era una buena señal, pensó el general de Chukei. Al forzar al enemigo a sitiar Shou Kuan, <i>tzu</i> Hsuang había complicado mucho más la ya difícil tarea de alimentar a tantos animales y hombres. Los tuiganos estarían ansiosos de acabar con el sitio y trasladarse a mejores tierras.</p> <p>Por lo que Batu veía, a Yamun Khahan se le había agotado la paciencia. En estos momentos, los bárbaros se preparaban para el ataque. Desde esta distancia, las murallas de Shou Kuan parecían un reborde de tierra alrededor de un hormiguero. Pero la cinta negra que rodeaba la ciudad no podía ser otra cosa que la formación enemiga.</p> <p>Batu calculó que el anillo oscuro lo formaban más de cien mil guerreros.</p> <p>Un detalle incluso más revelador que los jinetes era el humo delante de la puerta principal. Desde casi cinco kilómetros de distancia, el humo sólo parecía un banco de niebla dispersa, pero Batu sabía que se necesitaba una hoguera muy grande para producir tanto humo. Batu se volvió hacia su subordinado y le señaló el humo.</p> <p>—¿Qué opináis de aquello, Kei Bot?</p> <p>El fornido general dirigió la mirada a la columna gris y la observó con mucha atención, como si pudiera ampliar la imagen a través de una observación obstinada. Batu había descubierto que era uno de los gestos típicos del general. Más que cualquier otra cosa, dicho gesto parecía simbolizar la tozudez y la firmeza que constituían la base de la personalidad de Kei Bot.</p> <p>Después del ataque a Yenching, Batu lo había nombrado su segundo. Aunque había dejado a los supervivientes del ejército de Kei Bot como guarnición de la ciudad, habría sido un insulto dejar al general con sus tropas después de haber demostrado tanta valentía. En consecuencia, se había visto forzado a recompensarlo con un ascenso.</p> <p>Fue una exigencia que el general de la Marca Norteña no dejaba de lamentar. Para poder controlar la desmesurada ambición de Kei Bot, Batu no se separaba del general ni a sol ni a sombra. Por desgracia, ninguno de los dos disfrutaba con la mutua compañía.</p> <p>—Diría que están quemando vivos a los prisioneros —anunció Kei Bot cuando acabó con la observación de la columna de humo.</p> <p>—¿Con qué fin? —le preguntó Batu, extrañado por la respuesta.</p> <p>—Intimidación —contestó Kei Bot—. Lo he visto hacer antes.</p> <p>—Es cierto que no vacilarían en cometer semejante atrocidad, pero los tuiganos no hacen prisioneros —objetó Batu. Señaló los jinetes que rodeaban la ciudad—. Para mí, se preparan para el ataque. El humo debe de tener alguna relación con el asalto.</p> <p>—Si es lo que pensáis… —repuso Kei Bot, desabrido.</p> <p>Le había molestado ver rechazada su opinión—. ¿Doy la orden de avanzar?</p> <p>—Todavía no —respondió Batu, sin apartar la mirada de la ciudad.</p> <p>—¡Llevamos aquí tres horas! —protestó Kei Bot.</p> <p>—Esperaremos un poco más. —El general se enfrentó a su subordinado—. Si nos movemos antes de que el enemigo esté comprometido del todo, frenará el ataque y se volverá contra nosotros.</p> <p>—Por lo que vimos en Shihfang, superan a los nobles cinco a uno —señaló Kei Bot—. Cuanto más esperemos, más posibilidades tendrá el enemigo de saquear Shou Kuan.</p> <p>—Lo sé —dijo Batu, con la mirada puesta otra vez en la ciudad—. De todos modos, no nos moveremos hasta que los bárbaros estén totalmente dedicados a la batalla.</p> <p>—¡Matarán a todos los nobles! —exclamó Kei Bot, asombrado ante las palabras de su comandante—. No podrán resistir con tanta desventaja numérica.</p> <p>—No subestiméis a los nobles —le recomendó Batu—. No olvidéis que <i>tzu</i> Hsuang es quien los manda. —En Shihfang, Batu había descubierto el motivo del prolongado silencio de su suegro después de la batalla: el espejo de Shao se había roto. Había lamentado la pérdida de un artefacto tan valioso, pero no tanto como si hubiera perdido a <i>tzu</i> Hsuang. Aun así, la rotura del espejo era un trastorno grave, pues Batu contaba con él para coordinar el ataque con los ejércitos nobles. Sin el espejo de Shao, el general no podía hacer otra cosa que confiar en su intuición para calcular el momento del ataque. Más para tranquilizarse a sí mismo que a Kei Bot, añadió—: <i>Tzu</i> Hsuang resistirá. Sus <i>peng</i> han disfrutado de tres semanas de descanso. Además, incluso si los tuiganos consiguen cruzar las murallas, descubrirán que las calles son un mal sitio para luchar montados.</p> <p>—¿No creéis que arriesgáis a los ejércitos de Hsuang sin motivo suficiente? —preguntó Kei Bot—. Si derrotan a los nobles, los tuiganos se refugiarán en Shou Kuan cuando ataquemos.</p> <p>—No perderé la ventaja de la sorpresa —replicó Batu, tajante. Señaló el anillo que rodeaba la ciudad—. Por lo que veo, los bárbaros todavía cuentan con más de cien mil jinetes. Nuestra única oportunidad de acabar con ellos es pillarlos completamente desprevenidos.</p> <p>—Si debéis correr este riesgo —insistió Kei Bot, sin dejarse intimidar—, al menos enviad aviso de que las tropas se preparen para el combate.</p> <p>Batu hizo una mueca, pero comprendió que la sugerencia del general provincial tenía sus méritos.</p> <p>—No veo en ello ningún inconveniente —dijo, con un tono seco. Sin desviar la mirada del rostro de su subordinado, llamó a Pe con una seña.</p> <p>El ayudante esperaba junto con cincuenta soldados de la escolta de Batu al pie de la colina, donde no podían ser vistos. Pe sólo tardó unos momentos en arrastrarse hasta la cumbre. En cuanto llegó, se quitó la gorra cónica y se rascó con furia el pelo enredado.</p> <p>—Ahora comprendo por qué los bárbaros se afeitan la cabeza —comentó. Al igual que Batu y las tropas de los ejércitos provinciales, Pe vestía el atuendo tuigano. Además de la gorra forrada de piel, llevaba una cota mugrienta larga hasta las rodillas y pantalones de lana. La cota tenía un agujero de flecha y manchas de sangre en el pecho, y los pantalones estaban tan sucios que el arrastrarse por las cenizas no había hecho más oscuro su color. A diferencia de Batu, que se sentía cómodo con el nuevo vestuario, Pe se veía molesto y torpe. De pronto, el ayudante apartó la mano de la cabeza. Cogido entre el pulgar y el índice tenía un insecto blanco del tamaño de un grano de arroz. El joven aplastó el piojo y se limpió la mano en el pantalón. Mientras volvía a rascarse, masculló—: ¡Bichos asquerosos!</p> <p>Batu no entendió muy bien si Pe se refería a los piojos o a los bárbaros. Después de la victoria en Yenching, Batu había enviado a la caballería a reunir los caballos del enemigo. Mientras tanto, ordenó a las tropas del Muy Magnífico Ejército de Shou Lung que se vistieran con el atuendo tuigano.</p> <p>La orden no había aumentado la popularidad del general. El solo hecho de pensar en tener que ponerse las ropas de los tuiganos le había revuelto el estómago a todo el ejército, incluido los borrachos y los asesinos. Sin embargo, Batu insistió en el cumplimiento de la orden.</p> <p>Al cabo de dos días, la caballería había reunido más de ochenta mil caballos de los bárbaros. El número era más que suficiente para montar a las tropas de los cuatro ejércitos que estaban en condiciones de combatir. Después de un día de clases de equitación, Batu había iniciado la marcha hacia Shou Kuan al frente de ochenta mil soldados disfrazados como guerreros tuiganos.</p> <p>El general de la Marca Norteña sabía que Yamun Khahan no tardaría en enterarse de la presencia de un gran ejército shou. Por esta razón había disfrazado a las tropas como bárbaros. La presencia de otra fuerza bárbara no provocaría demasiados comentarios. Aun cuando el <i>khaan</i> se enterara, Batu pensaba que el jefe consideraría los informes como simples rumores, o exageraciones. La última cosa que se le ocurriría pensar, esperaba Batu, sería que cuatro ejércitos shous se hacían pasar por tuiganos para llegar hasta él.</p> <p>Por desgracia, para que el disfraz resultara convincente, los soldados debían actuar como bárbaros. Por ello, en varias ocasiones los exploradores habían perseguido a los campesinos aterrorizados. Una vez, incluso, habían llegado a atacar e incendiar una aldea shou que los bárbaros habían pasado por alto. Fue entonces, comprendió Batu, cuando comenzó a sentirse a gusto con las prendas de los bárbaros.</p> <p>Unos días después del incendio de la aldea, las avanzadillas de Batu vieron señales de los exploradores del enemigo. Dado el gran número de hombres que el Khahan había dejado en Yenching, Batu había pensado que el líder tuigano se sentiría seguro y no se preocuparía en vigilar la retaguardia. Era obvio que estaba en un error y que Yamun Khahan era un comandante precavido.</p> <p>Por lo tanto, durante los últimos tres días, las tropas de Batu sólo habían avanzado al anochecer y con la protección de una gruesa capa de nubes creadas por los <i>wu jen</i>. Los ejércitos habían marchado por lechos de rieras y valles aislados, a lo largo de las rutas escogidas por los exploradores durante el día. Desde luego, los exploradores se habían cruzado más de una vez con las avanzadillas tuiganas. En la mayoría de los casos, los disfraces habían demostrado su utilidad. Después de un saludo amistoso, el enemigo se había alejado al galope.</p> <p>Pero, en cuatro ocasiones, las patrullas enemigas se habían acercado a los exploradores shous. En cada una, los hombres de Batu habían emboscado a los jinetes tuiganos antes de que éstos advirtieran el engaño. Ni un solo soldado enemigo había escapado con vida.</p> <p>Por fin, los ejércitos provinciales habían llegado la noche anterior a un valle aislado en las colinas al sudoeste de Shou Kuan. Batu les ordenó detenerse cuando estaban a ocho kilómetros de la ciudad. Al amanecer, había cogido un grupo para ir a espiar al enemigo.</p> <p>El ejército todavía esperaba en aquel valle. Pese a no estar allí, Batu estaba seguro de que sus subordinados compartían la impaciencia de Kei Bot. El general no los culpaba. El riesgo de ser descubiertos aumentaba con el paso de las horas. Ya había recibido el informe de que habían matado a una patrulla enemiga que se había acercado demasiado a los ejércitos shous. Si desaparecían más patrullas tuiganas, Batu sabía que el khahan acabaría por sospechar que pasaba alguna cosa.</p> <p>No obstante, con un jefe tan capaz al mando de las tropas enemigas, Batu tenía la obligación de extremar las precauciones. Aunque ahora los ejércitos shous iban montados, no serían rivales para los bárbaros en un combate abierto. Los tuiganos llevaban arcos cortos, ideales para el combate desde la montura, y eran muy certeros con sus armas. En cambio, los soldados de Batu conservaban las pesadas ballestas y estaban acostumbrados a pelear manteniendo una formación rígida. Sólo un tonto podía creer que porque ahora tenían caballos podían equipararse a los bárbaros.</p> <p>Como el general de la Marca Norteña sabía desde el principio, las mayores posibilidades de victoria de Shou Lung estaban en atacar cuando el enemigo tenía toda su atención concentrada en otra cosa. Por este motivo, el plan original de Batu se basaba en que los nobles salieran de Shou Kuan mientras sus fuerzas atacaban por la retaguardia. Sin embargo, con el espejo de Shao roto, resultaba imposible coordinar las dos maniobras. Por fortuna, parecía que el enemigo se disponía a complacer a Batu, iniciando un ataque contra Shou Kuan. Batu se volvió hacia Pe.</p> <p>—Comunica a los ejércitos que se preparen para el ataque —ordenó a su ayudante.</p> <p>—Esta guerra está a punto de acabar —comentó Pe, sonriente.</p> <p>—De una forma o de otra —asintió Batu, con el pulso acelerado por el entusiasmo. Con un poco de suerte, pensó, quizás había llegado la ocasión de librar la batalla ilustre.</p> <p>—El enemigo todavía no sabe que estamos aquí —señaló Pe, con una expresión de absoluta confianza—. No podemos perder.</p> <p>—En el combate, nunca hay nada seguro —le advirtió Kei Bot.</p> <p>Pe miró al rechoncho general con un desprecio apenas disimulado. El ayudante no ocultaba su poco aprecio por el segundo de Batu.</p> <p>—Con vuestro permiso, general. Lo que decís no es cierto en esta batalla.</p> <p>—Pe, la única cosa de la que estoy seguro es de que hoy libraremos una gran batalla —intervino Batu, que puso una mano sobre el hombro de su ayudante con un gesto paternal. Después metió una mano debajo de la cota y sacó la carta para Wu que había escrito antes del amanecer. Aunque no había enviado la carta habitual desde Yenching, hoy no había ningún motivo para no cumplir con su promesa. Batu se la entregó a Pe—. Ya sabes lo que debes hacer con esto.</p> <p>—Se la enviaré a la señora Wu.</p> <p>—Ignoraba que fuerais tan sentimental, general —comentó Kei Bot, extrañado.</p> <p>El general de la Marca Norteña enrojeció. No se cansaba de repetir a sus subordinados que sólo debían pensar en el combate hasta acabar con los bárbaros. Batu se sintió como un mentiroso.</p> <p>—No lo soy —replicó tajante. Miró a Pe—. Transmite la orden.</p> <p>Pe se arrastró colina abajo hasta la escolta, y Batu se volvió una vez más hacia Shou Kuan. El viento todavía arrastraba el humo sobre las murallas de la ciudad. El general de Chukei estudió el tentáculo nebuloso durante un buen rato. Cuanto más lo observaba, más le parecía que algo se movía por la cinta gris.</p> <p>Batu deseó tener a su lado al <i>wu jen</i> del ministro Kwan, ya que el hechicero habría encontrado la manera de mostrarle con mayor claridad lo que ocurría frente a Shou Kuan. No era la primera vez que el general deseaba la compañía del hechicero. Después de montar el último campamento, lo primero que quiso Batu fue establecer algún sistema mágico que le permitiera espiar al enemigo. Por desgracia, ninguno de los <i>wu jen</i> del ministerio de la Magia conocía el hechizo adecuado, y el <i>feng-li lang</i> no quiso pedir a los espíritus que realizaran una misión tan prosaica. Por lo tanto, el general se vio forzado a confiar en la exploración física. Batu estudió la escena durante otros diez minutos. Por fin, Kei Bot señaló la cinta negra de los jinetes que rodeaban Shou Kuan.</p> <p>—¡El enemigo se mueve! ¿Doy la orden de avanzar?</p> <p>—Todavía no —contestó Batu, que sujetó la muñeca de su subordinado. Aunque parecía que el anillo de los bárbaros se estrechaba, el general era de la opinión de que aún no habían iniciado el ataque.</p> <p>—¿A qué esperáis? —preguntó Kei Bot—. Tal como están las cosas, nuestros ejércitos tardarán media hora en llegar al campo de batalla.</p> <p>—Pero el enemigo no tardará tanto en saberlo —replicó Batu. Señaló el valle donde esperaban sus ejércitos—. Cuando los ochenta mil caballos galopen hacia la ciudad, levantarán una nube de polvo que tapará el sol. Si los tuiganos no están en plena batalla, vendrán a nuestro encuentro.</p> <p>—El padre de vuestra esposa está en Shou Kuan —dijo Kei Bot, con el entrecejo fruncido—. ¿Cómo podéis permitir que los nobles soporten solos este ataque?</p> <p>—Puedo permitirlo porque ello aumenta nuestras posibilidades de victoria —afirmó Batu con un tono helado sin dejar de observar la ciudad sitiada.</p> <p>—Sois un hombre frío e insensible —manifestó Kei Bot, que miró a su comandante con mal disimulado disgusto.</p> <p>—¿Acaso alguien que no lo sea puede destruir a los tuiganos?</p> <p>Kei Bot desvió la mirada, molesto con su propio comentario y la naturalidad de la respuesta de Batu.</p> <p>Un momento más tarde, el círculo de los bárbaros dejó de estrecharse. Batu calculó que los jinetes se encontraban dentro del campo de tiro de los arcos apostados en las murallas. Aunque no podía verlo, sabía que miles de flechas volaban desde las almenas hacia el enemigo.</p> <p>—¿Lo veis? —dijo Batu, que señaló el círculo—. Los tuiganos nos habrían visto acercarnos. Ahora falta muy poco.</p> <p>El general advirtió que los tuiganos atacaban con todas sus fuerzas. Las andanadas de flechas shous abrían huecos en el anillo, pero, en lugar de retirarse a una distancia prudencial, los bárbaros se apresuraban a tapar las brechas. Delante de la entrada, el humo se mantenía por encima de la muralla. Batu continuaba teniendo la impresión de que algo se movía por la cinta gris, pero no conseguía imaginar qué podía ser.</p> <p>Durante varios minutos, él y Kei Bot contemplaron en silencio el desarrollo del combate. A medida que pasaba el tiempo, más se convencía Batu de que había tomado la decisión correcta. El enemigo maniobraba con tanta precisión que habrían podido responder fácilmente a cualquier otro ataque.</p> <p>En el lado sur de la ciudad, los jinetes comenzaron a agruparse en masa. En cuestión de segundos, se lanzaron como una tromba contra la entrada principal.</p> <p>—¡Han iniciado el asalto! —gritó Kei Bot, al tiempo que gesticulaba en dirección a la masa enemiga—. ¡Han tomado la entrada!</p> <p>—Sí —asintió Batu. Llamó a su ayudante. Por primera vez desde el comienzo del combate, se sentía preocupado. Los bárbaros habían superado las defensas de Shou Kuan mucho más rápido de lo que esperaba. En cuanto Pe llegó a su lado, el general de Chukei le dio las órdenes sin perder un segundo—. Envía la orden de ataque. El ejército de Wak'an debe asegurar el perímetro occidental y el de Hai Yuan, el oriental, para cortar el paso de la retirada enemiga. El ejército de Kao Shan debe destruir la horda de la entrada, con el apoyo de las tropas de Wang Kuo.</p> <p>—Sí, general —respondió Pe. Se disponía a bajar por la ladera cuando Batu lo sujetó por un hombro.</p> <p>—Transmite las órdenes en persona —le indicó—. Recuérdales a los generales que nadie debe atacar montado.</p> <p>Que desmonten y ataquen en formación. Después de todo, no debemos olvidar que no somos bárbaros auténticos, ¿no es así?</p> <p>—Sí, general —contestó Pe, con una sonrisa.</p> <p>—Ahora, márchate —le ordenó Batu, atento otra vez al combate.</p> <p>Después de contemplar el asalto durante unos momentos, el general de Chukei comprendió que alguna cosa iba muy mal en el interior de la ciudad, pues la horda de la entrada disminuía de tamaño a un ritmo constante.</p> <p>A Batu se le cayó el alma a los pies. Lo que veía sólo podía significar que los bárbaros entraban en la ciudad casi sin encontrar resistencia. Cuando los ejércitos provinciales atacaran, el enemigo no tendría más que refugiarse detrás de las murallas de Shou Kuan. Batu se levantó.</p> <p>—¡Venid, general!</p> <p>—¿A qué viene ahora tanta prisa? —preguntó Kei Bot.</p> <p>—Teníais razón —contestó Batu, que ya corría colina abajo.</p> <p>—Desde luego…</p> <p>—No es éste el momento para ofenderme —lo interrumpió Batu, que se detuvo en seco—. Sería una lástima ejecutaros cuando todavía podéis servir al emperador.</p> <p>—¡No os atreveríais! —exclamó Kei Bot.</p> <p>—Claro que sí —afirmó Batu—. En estos momentos, tengo demasiadas preocupaciones como para ocuparme de vuestra perfidia.</p> <p>Kei Bot apretó las mandíbulas y miró a Batu furioso, pero el joven general no se dejó intimidar.</p> <p>—¿Qué queréis que haga? —inquirió por fin Kei Bot.</p> <p>Batu sujetó a su subordinado por el hombro y lo guió colina abajo, mientras le explicaba su nuevo plan.</p> <p>—Podemos evitar que los bárbaros ocupen Shou Kuan si actuamos deprisa. Entraremos en la ciudad detrás de ellos.</p> <p>Batu habló muy rápido, más entusiasmado con cada nueva palabra. Aunque la derrota de los nobles significaba un grave problema, estaba dispuesto a superar los escollos. Después de todo, difícilmente se podía considerar ilustre una batalla si un comandante no tomaba una o dos decisiones desesperadas.</p> <p>—Éste es mi plan —dijo Batu, sin soltar el hombro de su subordinado—. Iré al encuentro de los ejércitos de Kao Shan y Wang Kuo para cambiar sus órdenes. Organizaremos una carga de caballería y seguiremos a los bárbaros al interior de la ciudad.</p> <p>—¿Atacaremos dentro de Shou Kuan? —exclamó Kei Bot.</p> <p>—Así es —confirmó Batu—. Los tuiganos son jinetes nómadas. El combate urbano les es tan desconocido como a nosotros el pelear montados. Las posibilidades quedarán niveladas.</p> <p>Kei Bot miró al general de la Marca Norteña como si éste hubiera perdido el juicio.</p> <p>—¿Qué queréis que haga? —repitió.</p> <p>—Necesitaremos toda las fuerzas posibles dentro de la ciudad —explicó Batu—. Debéis ir al encuentro de los otros dos ejércitos. Enviad al ejército de Wak'an para que apoye la carga. Deben permanecer montados y seguirme pisándome los talones, o el ataque no tendrá el impulso suficiente para tomar la ciudad.</p> <p>—Wak'an debe seguiros, y vos estaréis con Wang Kuo.</p> <p>—Bien —dijo Batu—. Vos cogeréis el último ejército y rodearéis la ciudad a una distancia de unos ciento veinte metros. Utilizad la movilidad de los caballos para aseguraros de que nadie escape de nuestra trampa.</p> <p>—Como ordenéis —contestó Kei Bot, sin disimular su escepticismo.</p> <p>En cuanto llegaron al pie de la ladera, Batu se volvió para mirar a Kei Bot.</p> <p>—Una cosa más —añadió—. Si caigo, vos asumiréis el mando.</p> <p>En el primer instante, Kei Bot lo miró extrañado, porque Batu insistía en lo que era una práctica militar normal. Sin embargo, poco a poco, comprendió lo que significaban en realidad las palabras de su superior.</p> <p>—¿Esperáis estar en el centro del combate? —preguntó Kei Bot, con un brillo de ambición en la mirada.</p> <p>—Iré al frente de la carga de caballería —respondió Batu «sonriendo—. En cuanto entremos en la ciudad, los ejércitos me necesitarán. —Aunque el razonamiento parecía lógico, el general de Chukei tenía un motivo mucho más profundo para participar en la carga. No quería perderse la mejor parte de la batalla.</p> <p>Durante unos minutos, Kei Bot miró a Batu con expresión inescrutable.</p> <p>—¿Alguna cosa más? —inquirió al cabo.</p> <p>—Sólo esto: haya estado equivocado o no en demorar el ataque, ahora nuestra mejor posibilidad de triunfo se encuentra en las calles de Shou Kuan. Espero que estéis de acuerdo conmigo.</p> <p>—Que esté o no de acuerdo, no tiene importancia —señaló Kei Bot mientras iba en busca de su caballo—. Tengo mis órdenes.</p> <p>Batu montó su cabalgadura, con la duda de si podía confiar en el regordete general. Había algo en la actitud del hombre que intranquilizaba al general de Chukei, pero ahora no era momento de preocuparse. Batu espoleó su caballo, y encabezó a Kei Bot y los restantes escoltas en una loca carrera hacia sus ejércitos.</p> <p>Por fin Batu y los demás llegaron al valle. Incluso montado, el general de Chukei notaba el temblor del suelo. Al otro extremo del valle, detrás de la cresta ennegrecida, una inmensa nube de polvo ocultaba el horizonte. Al comprender que la aproximación de su ejército era el responsable de lo que veía y sentía, Batu frenó su caballo.</p> <p>Una línea de jinetes de casi mil seiscientos metros de ancho apareció en lo alto del risco y se lanzó ladera abajo. Al cabo de unos segundos, la colina se veía cubierta de jinetes vestidos con cotas mugrientas y gorros con ribetes de piel. La mayoría se tapaba el rostro con pañuelos o trozos de trapos para no respirar el polvo. Aunque la tropa avanzaba al trote, los cascos levantaban tanto polvo que una nube impenetrable ocultaba la mayor parte del ejército.</p> <p>La multitud estaba dividida aproximadamente en cuatro grupos. Un centenar de hombres de cada grupo llevaba banderolas tuiganas que los shous utilizaban ahora en lugar de sus propios estandartes. Batu señaló a uno de los portaestandartes.</p> <p>—Allí está Wak'an, general. No me falléis. —Apenas si consiguió hacerse oír en medio del tronar de la caballería. Kei Bot se alejó al galope sin decir ni una palabra. Batu esperó un poco más; buscaba el estandarte de la cola de yac dorada que ahora era la nueva insignia de Wang Kuo. Por fin, vio el estandarte y espoleó su caballo.</p> <p>En cuanto Batu alcanzó la línea, el polvo y las cenizas le llenaron la boca hasta sofocarlo, por lo que se apresuró a taparse la cara con el cuello de la túnica tuigana, aunque daba asco de sucio que estaba. Encontró al comandante del ejército de Wang Kuo cuando el ejército comenzaba la subida por el otro extremo del valle, y le explicó el cambio de planes gritando como un descosido. De inmediato, enviaron un mensajero al ejército de Kao Shan con las nuevas órdenes.</p> <p>Por fin, los ejércitos shous alcanzaron la cumbre de la colina. Los veinte mil <i>peng</i> de Kao Shan ocupaban la vanguardia, seguidos por Batu y el ejército de Wang Kuo. El general de Chukei ya no alcanzaba a ver a los ejércitos de Wak'an y Hai Yuan, pero daba por hecho que lo seguían de cerca.</p> <p>Cuatrocientos metros más abajo, diez mil tuiganos a caballo formaban una doble fila en la base de la colina. Se volvieron de cara al ejército de Batu sin levantar los arcos. Detrás de las filas había una loma con cincuenta hogueras en la cumbre. Varios centenares de hombres se ocupaban de mantenerlas encendidas. Más allá de la loma se levantaba el campanario de Shou Kuan. La entrada principal estaba abierta de par en par, y en las calles se veían miles de soldados.</p> <p>Un puente de humo de casi veinte metros de ancho comenzaba en la cumbre de la loma y pasaba por encima de las murallas. Ya nadie pasaba por él, pero había varios hombres y caballos muertos sobre la calzada mágica. Batu se desesperó al comprender lo fácil que había sido para el enemigo cargar a través del puente y apoderarse de la entrada principal.</p> <p>El general volvió su atención al primer obstáculo entre él y la reconquista de la entrada: los diez mil bárbaros que aguardaban al pie de la colina. A medida que los ejércitos shous bajaban la ladera, los tambores de señales de los tuiganos tocaron una cadencia lenta y rítmica. Los jinetes permanecieron impasibles e inmóviles, sin siquiera levantar los arcos. Finalmente, un oficial se adelantó y movió los brazos para ordenar al ejército en marcha que se detuviera.</p> <p>Comprendiendo que los tuiganos no sabían que estaban a punto de ser atacados, Batu se estremeció de entusiasmo. Era obvio que los intrigaba la súbita aparición de un ejército enorme por la retaguardia, pero no sospechaban que no era suyo.</p> <p>—¿Cuáles son vuestras órdenes, general? —le preguntó Wang Kuo, con una sonrisa.</p> <p>Era una pregunta que no necesitaba respuesta. Batu no había acabado de gritar: «¡A la carga!», que ya los hombres que encabezaban el ataque habían desenvainado las armas y avanzaban al galope. En lugar de los sables corvos de los guerreros tuiganos, empuñaban las <i>chien</i> rectas de los infantes shous. Al ver las espadas de doble filo, el oficial enemigo advirtió su error, y regresó a todo galope a sus filas. Batu sabía que, en cuanto comenzara el combate, la diferencia en las armas sería la única manera de distinguir entre amigo y enemigo.</p> <p>Cuando el ejército de Kao Shan profirió su grito de combate, un rugido ensordecedor resonó en los oídos del general. El corazón de Batu comenzó a latir más fuerte. Su caballo resopló enardecido, y galopó con la velocidad del viento. ,</p> <p>Al pie de la ladera, los tuiganos levantaron los arcos y dispararon. La andanada pareció colgada en el aire como una niebla oscura. Los atacantes shous tenían la impresión, no de que las flechas volaran a su encuentro, sino de que ellos cabalgaban entre una cortina de flechas. Miles de hombres y bestias cayeron a tierra, y la carga flaqueó por un instante, pero enseguida continuó más rápido que antes. El sudor corría a chorros por el cuerpo de Batu. Vio a los tuiganos guardar los arcos y desenvainar los sables. El general cogió con la mano sudorosa el mango de la espada, e hizo algo que no había hecho en muchas, muchas batallas: desenvainó su arma.</p> <p>El ejército de Kao Shan alcanzó las líneas enemigas, y Batu notó el estrépito del encontronazo en la boca del estómago. Delante de él, miles de tuiganos caían abatidos por los mandobles de los shous. Un segundo más tarde, relampaguearon los sables de los bárbaros, y cayeron un número parecido de shous. Por todas partes sonaban los gritos de miedo y alaridos de dolor. El caballo de Batu galopó con todos sus bríos, como si se sintiera atraído por el olor de la sangre y de la muerte.</p> <p>Mientras cabalgaba hacia el combate, Batu comprendió que se había convertido en un soldado más. Sus escoltas habían desaparecido en el tumulto, y tampoco se veía al comandante de Wang Kuo. A la izquierda del general cabalgaba un rudo veterano con el pelo grasiento que cualquiera habría podido confundir con un tuigano de no haber sido por su arma. A la derecha tenía a un jinete sin casco que llevaba el moño de los oficiales shous.</p> <p>Batu ya no alcanzaba a ver a los bárbaros porque había llegado al fondo del valle. Delante sólo tenía las espaldas de sus propias tropas. Más allá se alzaba la loma con el puente de humo, y miles de <i>peng</i> cabalgaban ya colina arriba. Centenares iban desplomados en las sillas, muertos o heridos, arrastrados por el impulso de la carga. En lo alto de la colina, un tuigano solitario vestido con la túnica de los chamanes gesticulaba enloquecido hacia el puente de humo, mientras sus escoltas escapaban en todas las direcciones.</p> <p>El caballo de Batu comenzó a dar saltos y a desviarse, cosa que lo obligó a prestar atención a su avance. Había alcanzado las filas enemigas, aunque eran muy pocos los bárbaros que quedaban. El suelo estaba cubierto de muertos y heridos, y el caballo tenía que esquivarlos para no caer.</p> <p>Mientras el general cruzaba el lugar, un bárbaro se levantó de pronto y buscó su arco. Batu lo abatió de un sablazo y se sorprendió del placer que le producía matar a un enemigo, porque habían pasado muchos años desde su último combate como soldado. De todos modos, no llegó a ver al tuigano caído porque el caballo continuaba con su carrera.</p> <p>La montura de Batu comenzó a subir la loma al trote rápido, y el general aprovechó el cambio de ritmo para espiar por encima del hombro. Al punto soltó una maldición. Había esperado ver a un tercer ejército a sus espaldas; en cambio, Wak'an avanzaba hacia el perímetro occidental y Hai Juan hacia el oriental. Era obvio que Kei Bot no había informado a los comandantes del cambio de planes.</p> <p>Batu reflexionó por un momento si Kei Bot habría desobedecido adrede las órdenes o si sencillamente no había encontrado a tiempo a los otros dos generales. Fuera cual fuera el motivo, ello significaba que Kao Shan y Wang Kuo se verían superados en número en cuanto entraran en la ciudad. Ahora no podía hacer nada. Detener el asalto era tan imposible como conseguir un mensajero entre la caballería al galope.</p> <p>El general conservó la calma y se dijo que después de entrar en la ciudad enviaría un mensajero en busca del ejército de Wak'an. Mientras sus tropas pudieran defender la entrada, la demora no plantearía demasiados problemas. Batu llegó a la cumbre de la loma, y el caballo se desvió a la izquierda para evitar una hoguera donde se chamuscaba medio cordero. A Batu le pareció un lugar poco apropiado para cocinar, pero se despreocupó del tema. Delante de él, el puente de humo se vino abajo en ese momento, y docenas de cadáveres cayeron sobre los <i>peng</i>. Hombres y caballeros rodaron por el suelo, pero el ejército de Kao Shan no se demoró. Cuando la vanguardia se acercó a una treintena de metros de la puerta, los bárbaros comenzaron a disparar desde el campanario y las almenas. Una columna de jinetes tuiganos salió de la ciudad para enfrentarse a la carga shou.</p> <p>Al cabo de unos momentos, Batu vio otro grupo de jinetes —alrededor de cinco mil— que cabalgaban hacia la entrada. El segundo grupo pasó sin problemas entre los tuiganos que avanzaban para contener a los shous. De inmediato comprendió que la formación era la guardia personal del khahan, porque todos llevaban armaduras negras y sus monturas eran blancas. Únicamente el más rico de los emperadores podía permitirse equipar a sus guardias con tanto esplendor.</p> <p>El general de Chukei llegó a la conclusión de que Yamun Khahan había estado fuera de Shou Kuan mientras los shous atacaban. Sin duda el emperador bárbaro había esperado a que sus tropas acabaran con los últimos focos de resistencia antes de entrar en la ciudad.</p> <p>Mientras Batu comenzaba el descenso, al pie de la loma se escuchó el estrépito de los aceros y los alaridos de los hombres. El ejército de Kao Shan hacia frente al contraataque tuigano.</p> <p>Desde lo alto de las murallas, las arqueros desviaron los disparos hacia la carga shou, y las flechas comenzaron a llover alrededor de Batu. Sonó un grito muy cerca y el veterano que cabalgaba a la izquierda del general cayó de la montura. Un relámpago negro pasó junto a la cabeza de Batu, y después algo rozó la armadura de cuero a la altura de la clavícula. Gritó alarmado, pero no sintió ningún dolor. Instintivamente, pasó las riendas a la mano de la espada y buscó la herida con la mano libre. Encontró un corte profundo en el cuero donde una flecha había rozado la armadura. Al comprender lo cerca que había estado de la muerte, al general se le encogió el corazón.</p> <p>Al instante siguiente, pasó más allá de la lluvia de flechas y entró en el combate que se libraba delante de la puerta. Un jinete descargó un sablazo contra su cabeza. El general soltó las riendas y levantó el <i>tao</i> en una parada desesperada. Cuando las dos espadas chocaron, sintió un golpe tremendo en el brazo. El bárbaro se encontró sosteniendo la empuñadura de un sable roto. Batu contraatacó con un golpe lateral y vio cómo la hoja cortaba la armadura de cuero. El tuigano se desplomó con un aullido.</p> <p>Batu intentó coger las riendas sin conseguirlo. Lo aterraba la idea de no poder dominar su cabalgadura durante el combate, pero lo atacó otro bárbaro y el general se despreocupó de las riendas.</p> <p>El comandante desvió el golpe enemigo para después deslizar su espada por el hombro del tuigano hasta alcanzar la garganta del rival. El bárbaro soltó un grito ahogado, dejó caer el arma y luego se alejó al galope. La batalla se convirtió en un torbellino de sablazos y hombres que caían. Una y otra vez, Batu se defendió y atacó, muchas veces casi sin saber contra quién peleaba. En una ocasión, consiguió esquivar por los pelos el golpe de un soldado al que había tomado por shou hasta que vio el sable curvo pasar junto a su cabeza. En otras dos oportunidades, sólo el ver en el último momento las espadas de doble filo impidió que matara a sus propios hombres. Mientras el general levantaba la espada por enésima vez, el profundo redoble de los tambores tuiganos sonó en la ciudad. El oponente de Batu descargó un golpe salvaje, y después dio media vuelta para alejarse al galope. El hombre ya estaba lejos antes de que el general pudiera reaccionar.</p> <p>Por todas partes, los tuiganos seguían el ejemplo del adversario de Batu y abandonaban la batalla. Unos pocos <i>peng</i> reaccionaron con la rapidez suficiente para tumbar a los jinetes en retirada con terribles mandobles o decapitándolos de un sablazo. Pero la mayoría de los shous se encontraron de pronto que no tenían con quién luchar.</p> <p>Un instante después, un grito de triunfo espontáneo se alzó entré las filas shous. Aunque Batu sospechaba otra cosa, para sus soldados la súbita retirada era señal de derrota. Mientras lanzaban sus gritos de guerra, los <i>peng</i> intentaron la persecución. Pero cuando clavaron los talones a sus caballos, el resultado fue el caos. Al igual que Batu, la mayoría había soltado las riendas durante la batalla, así que no tenían ningún control sobre las excitadas bestias. Los caballos salieron al galope en una desbandada general, con lo que chocaban entre ellos o se alejaban en cualquier dirección.</p> <p>Batu se apresuró a recuperar las riendas de su caballo para no verse arrastrado por la confusión reinante entre sus tropas. En cuanto dominó a su cabalgadura, volvió la atención a Shou Kuan. Los últimos bárbaros cruzaban la puerta que se cerraba. No había ninguna señal de Yamun Khahan o de su escolta, y Batu comprendió que el comandante enemigo había conseguido refugiarse en la ciudad.</p> <p>Por el momento, la batalla había concluido. Los soldados muertos o heridos, shous y tuiganos, cubrían el suelo como una alfombra desde la loma a la puerta. Más de un centenar de <i>peng</i> habían desmontado y se ocupaban de rematar a los tuiganos heridos. Ni siquiera se les ocurrió tomar prisioneros, excepto los pocos oficiales que podían tener alguna información.</p> <p>Desde lo alto de las murallas de Shou Kuan, miles de tuiganos contemplaban la matanza de sus camaradas heridos. No parecían furiosos ni sorprendidos, sino que se mantenían imperturbables. Batu pensó que, si hubiese sido a la inversa, ellos habrían hecho lo mismo con los supervivientes shous.</p> <p>Pero el general estaba interesado en algo más que las expresiones de los tuiganos. Buscaba en las murallas los puntos débiles que podrían ser útiles para acabar pronto con el asedio que estaba a punto de comenzar.</p> <p>Mientras Batu estudiaba las fortificaciones, los tuiganos apostados en las almenas levantaron sus arcos, y una lluvia de flechas puso fin a la inspección del general. Entre un coro de gemidos y lamentos, dio media vuelta y se alejó al galope de la entrada de la ciudad.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 15</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Un tigre enjaulado</p> <p style="margin-top: 4em">El sol de la mañana tocó el exterior de la tienda, y el interior se alumbró con una luz naranja. Llevado por la cólera, la noche anterior Batu había echado a los trabajadores antes de que pudieran acabar de clavar todas las estacas, así que ahora los faldones sin atar se sacudían con furia con el viento de finales de verano. La camisa de seda del general estaba empapada de sudor, pero él apenas si lo notaba. Como había hecho desde el alba, permanecía inmóvil mirando a través de la puerta.</p> <p>La tienda se encontraba en una colina que dominaba Shou Kuan, y Batu disponía de una vista despejada de las murallas y las torres de la ciudad. El general buscaba la manera de rodear las fortificaciones, pero no conseguía concentrarse. Más de sesenta mil soldados heridos o muertos, shous y tuiganos, yacían delante de la ciudad. Habían caído formando una figura triangular que a Batu le recordaba la punta de una flecha que señalaba la entrada principal.</p> <p>Una nube de buitres y otros pájaros carroñeros participaban del festín. Los arqueros tuiganos instalados en lo alto del campanario utilizaban flechas sujetas con cuerdas para cazar a las aves más gordas. Tenían mucho éxito en su empeño, pero la puntería de los bárbaros no era nada nuevo para Batu. El día anterior, después de que la puerta principal se cerrara impidiendo a Batu llevar la batalla al interior de la ciudad, el enemigo había matado a diez mil de sus hombres en menos de un minuto. A la vista de la precisión de los arcos tuiganos, Batu se consideraba afortunado por estar vivo. Había perdido la espada en la fuga, aunque era un precio pequeño por salvar la vida.</p> <p>Los otros generales que también habían participado en la carga no habían tenido tanta suerte. El cadáver del general de Wang Kuo yacía en el campo, a la espera de ser cremado con los honores reglamentarios. Desconocía el destino del comandante de Kao Shan, aunque no era un misterio. Si el general hubiera estado todavía con vida, alguien lo habría llevado a la tienda. Los comandantes de los ejércitos de Wak'an y Hai Yuan habían sobrevivido, porque no habían participado en la carga. Ahora estaban sentados en el extremo opuesto de la tienda, a la espera de las órdenes.</p> <p>Kei Bot no estaba presente, pero Batu dudaba que su segundo hubiese muerto en la batalla, porque nadie lo había visto participar en la lucha. Batu sospechaba que Kei Bot lo esquivaba por miedo a ser castigado por el tropiezo del día anterior, lo cual irritaba al general casi tanto como el mismo fracaso, así que había enviado a su ayudante en busca del comandante desaparecido.</p> <p>Batu no conseguía disipar la sospecha de que Kei Bot se había olvidado adrede de transmitir las nuevas órdenes al comandante de Wak'an. Si ello era cierto, el fornido general de Hungtse había cometido una terrible falta militar. Y, lo que era peor, le había hecho perder el combate a Shou Lung y le había robado a Batu su batalla ilustre.</p> <p>El general de la Marca Norteña le volvió la espalda a la puerta. Al otro lado de la tienda, los dos generales se pusieron de pie, expectantes. Batu se dirigió al comandante de Wak'an.</p> <p>—¿Qué os dijo ayer Kei Bot?</p> <p>Los dos generales de primer grado se miraron inquietos.</p> <p>—¿Cuándo, mi general? —replicó el hombre.</p> <p>—¡Antes de la batalla! —exclamó Batu, furioso—. ¿Cuándo si no? —Aunque estaba harto, el general entendió la cautela del hombre. Cuando un plan salía mal, los comandantes shous a menudo escogían a un subordinado como chivo expiatorio, como había hecho Kwan con él mismo después de la batalla en el campo de sorgo. Para tranquilizar a los jefes, Batu añadió—: No temáis nada. La responsabilidad por el desastre es mía, pero necesito saber qué salió mal.</p> <p>—Dijo que vos atacaríais la ciudad —contestó el general de Wak'an más tranquilo.</p> <p>—¿Y? —lo animó Batu.</p> <p>—Y qué él asumiría el mando hasta vuestro regreso.</p> <p>A Batu se le revolvió el estómago con sólo pensar en Kei Bot al mando de sus ejércitos.</p> <p>—¿Alguna cosa más?</p> <p>El comandante de Wak'an sacudió la cabeza. Cuando Batu se disponía a formular otra pregunta, oyó los ruidos de un pequeño grupo de jinetes que se detenía delante de la tienda. Al cabo de un instante, apareció Pe, que lo saludó con una reverencia.</p> <p>—El general Kei —anunció el ayudante.</p> <p>El general de Hungtse entró detrás de Pe, con aire enérgico. Apenas si esbozó una reverencia, y Batu no se molestó en corresponderle. En cambio, se volvió hacia el general de Wak'an.</p> <p>—¿El general Kei os dijo que me siguierais a la ciudad?</p> <p>Antes de que el oficial pudiese responder, Kei Bot se adelantó y contestó por él.</p> <p>—No se lo dije —declaró. Cuando Batu lo miró, el general respondió a la mirada de su comandante con un gesto de desafío—. Pensé que era mejor tener los ejércitos de Wak'an y Hai Yuan como reserva —añadió, despreciativo—. Vuestro plan no era más que una tontería suicida.</p> <p>—Nos habéis costado la victoria —replicó Batu—. Si Wak'an hubiese estado detrás del ejército de Wang Kuo, habríamos dominado a los bárbaros y tomado la puerta.</p> <p>Kei Bot no hizo caso de la opinión de su comandante y miró a los otros dos generales.</p> <p>—Cuando los bárbaros se agruparon para el ataque —dijo—, el general Batu no hizo caso de mi consejo y rehusó atacar. En cambio, demoró la ofensiva hasta que la ciudad cayó en manos enemigas. En el deseo de corregir su error, nuestro comandante ordenó una carga a la desesperada. Era mi obligación salvar lo que podía de nuestros ejércitos. Al menos, el enemigo está ahora atrapado dentro de las murallas de Shou Kuan.</p> <p>—Hasta que decida irse —intervino Pe.</p> <p>—¡No se meta donde no lo llaman, jovencito! —exclamó Keit Bot, sin dignarse siquiera mirar a Pe.</p> <p>Batu no salió inmediatamente en defensa de su ayudante, porque analizaba la estrategia de Kei Bot. Había pensado que éste inventaría una excusa o mentiría sobre su fracaso, pero el general parecía orgulloso de su desobediencia.</p> <p>Sin decir palabra, Batu se adelantó hasta quedar cara a cara con el amotinado. Con un movimiento rápido, el general de la Marca Norteña quitó la espada de Kei Bot de la vaina. Kei Bot miró atónito la enjoyada empuñadura del arma.</p> <p>—¿Qué significa esto? —preguntó.</p> <p>—Habéis desobedecido deliberadamente mis órdenes, y ahora alimentáis la rebelión —contestó Batu, sin alzar la voz—. Eso es traición.</p> <p>—¡El emperador en persona me dio el mando del ejército de Hungtse! —gritó Kei Bot, que tendió una mano para recuperar la espada—. No os atreveréis a destituirme.</p> <p>Batu dio un paso al costado para esquivar el torpe intento del otro, levantó el arma y le cortó la garganta al general rebelde.</p> <p>—La pena por traición es la muerte —declaró.</p> <p>Kei Bot, con la boca abierta en una expresión de asombro, se apretó la herida con una mano. Cayó de rodillas mientras la sangre se escapaba entre los dedos hasta que por fin se desplomó de bruces sobre el suelo de tierra.</p> <p>—¿Qué habéis hecho? —exclamó el comandante de Wak'an.</p> <p>—Kei Bot desobedeció una orden directa —replicó Batu. Con un gesto displicente limpió la espada en el <i>k'ai</i> del muerto—. ¡Nos costó la victoria!</p> <p>—Quizá —opinó el comandante de Hai Yuan—, pero ejecutar a un general sin un juicio formal…</p> <p>Batu encogió los hombros y después guardó la espada enjoyada de Kei Bot en su propia vaina.</p> <p>—Admitió sus crímenes —señaló el general—. Yo decidí el castigo. —Matar a Kei Bot le había despejado la mente, y ahora por fin se sentía en condiciones de concentrarse—. Pe, tráeme recado de escribir —le dijo a su ayudante mientras se dirigía a la mesa—. Por lo que han dicho los prisioneros, hay más de cien mil tuiganos en la ciudad. Es hora de hacer algunos planes.</p> <p>Los dos subordinados de Batu fueron incapaces de hacer otra cosa que mirarlo, atónitos ante su indiferencia por el hombre que acababa de ejecutar. Al ver que no lo seguían a la mesa, el general de Chukei añadió:</p> <p>—Caballeros, vuestras opiniones pueden ser muy valiosas.</p> <p>Los generales sacudieron la cabeza para despejarse, y a continuación se unieron a Batu. Mientras Pe se ocupaba de que sacaran el cadáver de Kei Bot, los tres hombres se embarcaron en una discusión de logística. Debatieron sobre cuál era el mejor tipo de refugio que debían construir para los meses venideros, dónde podían asegurarse un suministro continuo de alimentos, dónde podían conseguir combustible para cocinar y para calentarse cuando llegara el invierno, así como un centenar de detalles más.</p> <p>Al acabar la semana, los shous habían avanzado mucho en las tareas de montar un campamento de asedio. Un grupo de exploradores encontró una veta de arcilla en las orillas de un río cercano, y el jefe de tareas puso a los hombres a fabricar hornos de ladrillo. Sin paja ni nada parecido para agregar a la mezcla, los ladrillos no durarían mucho tiempo. Pero esto no preocupaba a Batu, porque sólo necesitaba que duraran unos meses. Independientemente del resultado, el sitio se acabaría para el invierno.</p> <p>Justo fuera del alcance de las flechas, y dirigidos por los ingenieros, el ejército de Hai Yuan comenzó a rodear la ciudad con una trinchera que más tarde se convertiría en una fortificación defensiva. El jefe de suministros resolvió el problema del combustible con un programa de recolección de estiércol, y reservó la leña disponible en las cercanías del campo para encender los hornos.</p> <p>A pesar de sus esfuerzos, los shous no podían resolver todos los problemas con los medios a su alcance, de modo que Batu envió un mensajero al palacio de verano para solicitar el envío de artillería y refuerzos, aunque sabía que pasarían por lo menos seis semanas antes de recibir una ayuda importante. Escaseaba la comida porque los bárbaros habían acampado delante de Shou Kuan durante casi un mes, así que los equipos de avituallamiento cabalgaban a veces más de ciento sesenta kilómetros para conseguir alimentos. A veces, cuando los jinetes encontraban una aldea donde podía haber cereales, los vigías confundían a los <i>peng</i> disfrazados de bárbaros y quemaban las reservas de alimentos de la comunidad.</p> <p>Batu y sus subordinados seguían enfrascados en la discusión de estos problemas cuando Pe entró en la tienda.</p> <p>—Perdón, general —dijo el ayudante, con una profunda reverencia—. Los tuiganos han enviado un mensajero con una escolta de diez soldados con una bandera de tregua.</p> <p>Los dos generales de primer grado enarcaron las cejas, extrañados.</p> <p>—Una cosa es segura —opinó el comandante de Wak'an—. El enemigo no se rendirá tan pronto.</p> <p>—Ni nunca —afirmó Batu. Por las historias de su bisabuelo, sabía que los tuiganos no pedían ni concedían misericordia. Este conocimiento sólo aumentaba su curiosidad por el mensaje que traía el enviado—. Trae al mensajero a mi tienda.</p> <p>Pe hizo una reverencia y partió a cumplir con la orden. Mientras esperaba al mensajero, Batu supervisó los cambios en la tienda. Sabía que los bárbaros eran muy observadores, y quería impresionar al mensajero de Yamun Khahan. El general de la Marca Norteña ordenó colocar su silla en el centro de la tienda. Las sillas de los dos generales las colocaron una a cada lado de la suya y un poco más atrás. Por fin, mandó a llamar a cincuenta jefes y oficiales. Después de hacerles formar un círculo, les explicó que debían permanecer solemnes y en absoluto silencio sin fijarse en lo que él hiciera o dijera. Al cabo de unos minutos, Pe entró en la tienda y saludó a Batu con una profunda reverencia.</p> <p>—Con vuestro permiso, general —anunció el ayudante—, os presento al Gran Historiador del Imperio Tuigano, Koja el lama.</p> <p>Batu asintió, y Pe abrió la puerta de la tienda. Koja no era la figura fornida y feroz que esperaba Batu. El lama era un hombre pequeño y nervudo con la cabeza afeitada como los sacerdotes. La voluminosa armadura le colgaba de los hombros caídos como los harapos de un mendigo. Avanzó con un aire de confianza al tiempo que observaba el entorno con ojos vivos e inteligentes. Detrás de Koja aparecieron diez guerreros tuiganos. Todos llevaban armaduras <i>k'ai</i> negras y gorras con ribetes de marta cibelina. Mantenían los sables en las vainas.</p> <p>—¿Quiénes son? —preguntó Batu, que señaló a los guerreros con un movimiento de cabeza.</p> <p>—Mis guardaespaldas —contestó el mensajero. Hablaba el shou con mucho acento extranjero—. El khahan insistió. Veréis, soy su <i>anda</i>.</p> <p>Batu hablaba el idioma tuigano y sabía que, al indicarle que era el <i>anda</i> del khahan, le decía que era su hermano espiritual; una manera cortés de avisarle que, si lo mataba, significaría una agravio para el Yamun Khahan. A Batu le pareció interesante que el lama pensara que el humor del khahan debía preocuparlo.</p> <p>—Vuestra escolta esperará fuera —señaló Batu, con el entrecejo fruncido—. Si decido mataros, cien veces ese número de hombres no os salvará la vida.</p> <p>El lama observó a Batu con una expresión dubitativa. Al ver que el general shou se mantenía firme, Koja se volvió hacia los guardaespaldas y, en tuigano, les ordenó que esperaran fuera. Los guerreros obedecieron de mala gana. En cuanto la escolta salió de la tienda, Batu se dirigió a Pe.</p> <p>—Que maten a la escolta —ordenó.</p> <p>Pe apenas consiguió contener la exclamación al ver la mirada de advertencia de Batu. Los demás oficiales presentes permanecieron imperturbables, aunque el general sabía que estaban tan asombrados como su ayudante.</p> <p>—¡Hemos venido con una bandera de tregua! —protestó Koja. La única respuesta a su protesta fue la salida de Pe para cumplir la orden—. El khahan…</p> <p>—No necesitáis escolta en mi campamento, historiador —lo interrumpió Batu, con los codos apoyados en los brazos de la silla—. La escolta era un insulto.</p> <p>En realidad, Batu no consideraba insultante la presencia de la escolta. Sólo quería demostrarle al khahan que no tenía miedo a luchar. Hacer algo tan provocativo transmitiría el mensaje. En el exterior de la tienda, sonaron varios gritos y golpes. Un guerrero tuigano se precipitó en la tienda con tres dardos de ballesta clavados en la espalda. Dos soldados shous entraron en su persecución y lo remataron a golpes de espada. El lama contempló la muerte del guardaespaldas con una expresión de incredulidad y asco. Al cabo de unos momentos, cesaron los ruidos de la refriega. Pe entró en la tienda y con una reverencia indicó que había ejecutado la orden. Mientras dos soldados se llevaban el cadáver del tuigano, Batu se volvió hacia el mensajero.</p> <p>—Ahora, <i>anda</i> del khahan —dijo—, podéis comunicarme el mensaje.</p> <p>Koja estaba pálido. Sin embargo, respondió a la mirada de Batu sin arredrarse.</p> <p>—En nombre de Yamun Khahan, Señor del Mundo e Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, estoy aquí para aceptar vuestra rendición.</p> <p>Muchos de los oficiales shous no pudieron evitar la carcajada. En cambio, Batu no vio nada gracioso en el mensaje del khahan porque sabía muy bien que los tuiganos superaban a sus <i>peng</i> en una proporción de tres a dos. Aun así, hizo todo lo posible por sonreír con un aire divertido y de absoluta confianza. Al cabo de un momento, frunció el entrecejo como si recordara el decoro y miró a sus subordinados para que se callaran. En cuanto se hizo silencio, Batu respondió al mensajero.</p> <p>—Decidle a Yamun Khahan que no nos interesa la rendición. Sólo deseamos su muerte. —Koja hizo una mueca al escuchar las palabras: era obvio que pensaba en la cólera de su amo cuando le transmitiera la respuesta shou. Batu despidió al lama con un gesto, y miró a Pe—. Entrégale a Koja las cabezas de sus guardaespaldas para que se las lleve al khahan. No deseo que Yamun Khahan piense que sus hombres se rindieron en lugar de pelear. —Batu no creía que Yamun Khahan dudaría de la lealtad de los guardias. Sólo intentaba que las muertes tuvieran un efecto más importante, de modo que el líder tuigano pensara en algo más aparte de la estrategia.</p> <p>—Así se hará, mi comandante —contestó Pe, con una reverencia. Se adelantó para acompañar al lama hacia la salida.</p> <p>En cuanto Pe salió de la tienda con el mensajero, Batu se dirigió a sus subordinados.</p> <p>—Preparaos para la batalla —dijo—. Los ejércitos de Wak'an y Hai Yuan deben situarse delante de la entrada.</p> <p>En la tienda resonó el murmullo de los oficiales mientras se disponían a cumplir con la orden,</p> <p>—Un plan ingenioso —comentó el comandante de Hai Yuan, al tiempo que se levantaba de la silla—. No podemos asaltar la ciudad, así que provocáis al enemigo para que salga.</p> <p>—No es ésa mi intención —repuso Batu, que se tomó su tiempo para dirigirse a los generales—. No debemos olvidar que el enemigo dispone de cien mil soldados y nosotros sólo somos sesenta mil. Tarde o temprano, los bárbaros tendrán hambre y decidirán salir. Si queremos ganar la batalla que tendrá lugar entonces, necesitamos tiempo para rodearlos con nuestras fortificaciones.</p> <p>—Entonces, ¿por qué insultar al mensajero? —preguntó el general de Hai Yuan—. Provocar al enemigo sólo servirá para que ataque antes.</p> <p>—Ahí es donde os equivocáis —contestó Batu, con una sonrisa severa—. ¿De verdad creéis que esperaba que nos rindiéramos? Envió al mensajero para espiar los campamentos y ver si yo tenía miedo o no. Al insultar al mensajero, le he dicho al khahan que no tengo miedo, que quiero luchar. Si cree que quiero que ataque, esperará.</p> <p>—¿Cómo podéis estar seguro? —preguntó el general de Wak'an, preocupado—. ¿No es posible que descubra vuestra estratagema?</p> <p>—Lo es —admitió Batu—. Por eso debemos estar preparados para la batalla.</p> <p>La semana siguiente fue tensa. Los bárbaros mantenían un gran número de tropas en las murallas y disparaban contra cualquiera que se ponía a tiro de los arqueros. Los shous tenían un ejército de guardia permanente, mientras los demás preparaban la trinchera alrededor de la ciudad donde instalarían las fortificaciones. Al mismo tiempo, los supervivientes del ejército de Kao Shan pasaban todo el día trabajando en los bosques lejanos o en los hornos, preparando postes aguzados y ladrillos. Apilaban los materiales detrás de lomas y colinas donde los tuiganos no podían verlos.</p> <p>Batu sabía que Yamun Khahan no se preocuparía por una trinchera porque los caballos tuiganos podían saltar o vadear la zanja. Sin embargo, cuando el Khahan viera que los shous construían un muro defensivo, quizá decidiría atacar antes de que se acabaran las fortificaciones. Batu intentaba arrebatarle esta oportunidad a su oponente. Al preparar de antemano los cimientos del muro, el general esperaba levantarlo en una sola noche.</p> <p>Siete días más tarde, la trinchera quedó preparada para recibir las fortificaciones, y los soldados del ejército de Kao Shan habían acumulado suficientes postes aguzados como para rodear toda la ciudad. Aquella noche, Batu inspeccionaba la trinchera y se lamentaba en silencio de la falta de ladrillos, cuando se abrió la puerta de la ciudad. Apareció el lama con una bandera blanca. Esta vez venía solo.</p> <p>Antes de que Koja pudiera acercarse a la trinchera, Batu llamó a veinte guardias y fue a su encuentro. Corría un gran riesgo al ponerse dentro del radio de acción de los arcos enemigos, pero no quería que el lama viera los preparativos en la trinchera.</p> <p>Mientras los dos hombres se acercaban el uno al otro, los guardias formaron un anillo alrededor de ambos. Koja no hizo caso a la maniobra y siguió adelante: se detuvo cuando los caballos estuvieron a punto de chocar. La cabalgadura de Koja parecía cansada y hambrienta, y las costillas asomaban por el pellejo. El mensajero traía dos bolsas grandes colgadas del pomo de la montura. El general casi vomitó ante el hedor que flotaba en el aire.</p> <p>—¿Qué noticias traéis de vuestra ciudad? —preguntó Batu, mientras observaba el estado del lama. Koja tenía las mejillas hundidas y profundas ojeras. Era obvio que no había comido mucho durante la última semana.</p> <p>El caballo del lama escarbó la tierra con una pata y, hundiendo el morro, comenzó a morder la tierra pelada. Koja tiró de las riendas, pero la bestia hambrienta se resistió a abandonar la búsqueda inútil de alguna raíz. Koja renunció al intento, cogió una de las bolsas y la puso boca abajo.</p> <p>Cinco cabezas cayeron al suelo. Aunque estaban en las primeras etapas de la descomposición, Batu vio que eran soldados shous. El caballo de Koja olisqueó una de las cabezas, descubrió que no era comestible y volvió a escarbar el suelo en busca de comida.</p> <p>Antes de que el general pudiera hacer algún comentario, el lama volcó el contenido de la segunda bolsa. Rodaron otras cinco cabezas. Esta vez, Batu reconoció a dos. Una era la de su suegro, Hsuang Yu Po, y la otra de Xeng, el senescal de la familia Hsuang.</p> <p>—El poderoso Yamun Khahan, Señor del Mundo e Ilustre Emperador de todos los Pueblos, os envía sus saludas —anunció Koja, muy tieso en la montura—. Os comunica que no pretendía insultaros con el envío de una escolta con su mensajero. Os retribuye la cortesía que le habéis demostrado devolviéndole las cabezas de sus guardias, y os envía las cabezas de diez comandantes shous que murieron en la defensa de esta insignificante ciudad.</p> <p>Batu apenas si prestó atención al lama. El general miraba a <i>tzu</i> Hsuang. Aunque hacía tiempo que había aceptado que su suegro había muerto en Shou Kuan, no pudo menos que sentirse sorprendido al ver la cabeza encanecida del noble.</p> <p>Una docena de emociones contradictorias nublaron los pensamientos del general. Sintió pena por la pérdida de un amigo, y rabia ante la mutilación de un miembro de la familia. Sus pensamientos se dirigieron a Wu y a cómo le comunicaría la muerte de su padre. ¿Le diría lo que había visto? Quizá sería mejor mentir y decir que nunca habían encontrado el cadáver de Hsuang. Koja dejó de hablar, y Batu comprendió que había permitido al enemigo ver su dolor.</p> <p>—¿Pasa algo, general? —le preguntó Koja. El rostro del lama no mostraba la expresión de burla que esperaba Batu. Al contrario, parecía un tanto sorprendido.</p> <p>Batu sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo por haber dejado que los sentimientos familiares interfirieran con sus obligaciones.</p> <p>—No pasa nada —contestó, con mucha más brusquedad de lo que pretendía—. ¿Es esto todo lo que os manda decir vuestro amo?</p> <p>—No —dijo el lama. Su caballo se adelantó para mordisquear una raíz leñosa, y Koja tiró de las riendas—. Éstas son las palabras de Yamun Khahan. —Inconscientemente, enderezó la espalda y se irguió en la silla—. «He matado a un millón de vuestra gente y asolado medio millón de hectáreas de vuestra tierra.» —El lama hizo un ademán que abarcaba el horizonte—. «He aplastado a seis de vuestros ejércitos y matado a doscientos mil de vuestros soldados.» —El menudo mensajero se golpeó el pecho con un gesto teatral como si en realidad hubiese sido él el autor de todas estas cosas—. «He capturado dos de vuestras ciudades y saqueado todo lo que había entre sus paredes.»</p> <p>Koja hizo una pausa para dar a su oyente la oportunidad de reflexionar en sus palabras. Batu permaneció impasible.</p> <p>—«Esto lo he hecho —prosiguió el lama—, no por codicia, sino únicamente para devolveros el infame atentado contra mi vida. Ahora, sé que vuestro emperador no sabía nada del ataque contra mi persona. Dos sirvientes enviaron un asesino a mi campamento sin su conocimiento. Por lo tanto, doy por cumplido el castigo a Shou Lung. Ordenaré el final de esta guerra, y sólo conservaré las tierras que he conquistado.»</p> <p>Batu miró a Koja durante varios minutos, asombrado por las afirmaciones del lama. Aunque el general no dudaba que Shou Lung utilizaba asesinos como instrumentos diplomáticos, no podía creer que un servidor imperial pudiera dar un paso tan drástico sin el conocimiento del Hijo del Cielo. Por fin, al ver que Koja lo observaba otra vez atentamente, el general miró la ciudad mientras le contestaba.</p> <p>—Incluso si creyera esa mentira —dijo—, no valdría ni un palmo del territorio shou. —Batu señaló el caballo hambriento de Koja—. En un plazo de dos semanas, vuestros caballos no estarán en condiciones de cabalgar. Decidle a Yamun Khahan que yo en su lugar atacaría cuanto antes.</p> <p>—¿No consideráis la oferta del khahan? —le preguntó el lama, sin disimular su extrañeza.</p> <p>—No hay nada que considerar —replicó Batu. Hizo dar media vuelta a su caballo, para indicar que se había acabado el parlamento.</p> <p>—¡Por favor! —insistió Koja sin moverse—. El khahan no os miente sobre el asesino. Debéis aceptar o miles de hombres morirán inútilmente.</p> <p>—Si el khahan desea que sus hombres vivan —respondió Batu, que lo miró por el rabillo del ojo—, pueden rendirse y el emperador los tomará como esclavos.</p> <p>—Los tuiganos no son los únicos que morirán —protestó Koja, irritado.</p> <p>—Eso no tiene importancia —afirmó el general shou tajante mientras miraba al lama con frialdad—. Mis hombres están dispuestos a morir cuando yo se lo ordene. —Batu llamó a los guardias—. Llevadlo de vuelta con su amo.</p> <p>Un soldado cogió las riendas del caballo de Koja. En cuanto el guardia se alejó con el mensajero, Pe y los generales de primer grado se reunieron con Batu.</p> <p>—¿Qué quería? —preguntó el ayudante.</p> <p>—No hay tiempo para repetirlo —contestó Batu—. Debemos erigir las fortificaciones esta noche. Los bárbaros atacarán mañana. Avisa a los leñadores que traigan los troncos, y después preséntate en mi tienda.</p> <p>—A la orden —asintió Pe.</p> <p>Batu asignó rápidamente las tareas de supervisión a los generales, y luego cabalgó hasta los hornos para ver cómo marchaba la producción. El resultado lo decepcionó. Sólo había ladrillos suficientes para construir una pared de tres palmos de altura. Aun así, una barrera de tres palmos era mejor que nada. Si la pared la construían en el borde más apartado de la trinchera, los hombres apostados dentro tendrían una protección de casi un metro veinte. Batu ordenó a los oficiales que prepararan los ladrillos para transportarlos.</p> <p>En cuanto acabó, Batu regresó a su tienda. Anochecía cuando llegó. Hizo una pausa y miró hacia Shou Kuan. En la trinchera habían encendido miles de antorchas.</p> <p>El general entró en la tienda y se encontró con Pe que lo esperaba. Mientras los soldados trabajaban en la pared, Batu revisó el estado de cada unidad, preparó el plan de batalla, y redactó las órdenes. Pese al muro de defensa, Batu dudaba de conseguir la victoria. Esta vez no permitiría que la falta de comunicación o una orden malinterpretada estropeara sus posibilidades.</p> <p>Batu y Pe acabaron los planes con las primeras luces del alba. El ayudante apenas si podía mantener los ojos abiertos; Batu, en cambio, no se sentía cansado. La proximidad de la batalla le daba nuevas energías. Se sujetó la espada al cinturón y salió de la tienda.</p> <p>—Pe, envía las órdenes —dijo el general—. Voy a inspeccionar la pared. —Montó en su caballo y se alejó colina abajo.</p> <p>Tal como esperaba, los hombres habían levantado la pared en una sola noche. No habían tenido tiempo para sujetar los ladrillos con mortero, pero serviría para detener las flechas. Los postes aguzados estaban clavados en un ángulo de cuarenta y cinco grados delante de la pared, con una separación de sesenta centímetros, lo bastante cerca para empalar a cualquier caballo que intentara pasar entre ellos.</p> <p>—Los hombres han hecho un buen trabajo —comentó el general del ejército de Hai Yuan, que cabalgaba junto a Batu.</p> <p>—Sí —coincidió Batu—. Merecen una felicitación.</p> <p>—Esperemos que luchen tan bien como construyen —añadió el general, con un gesto hacia las murallas de la ciudad.</p> <p>Miles de bárbaros ocupaban las almenas de las fortificaciones de Shou Kuan. Vestían armaduras y mantenían los arcos a la vista. Batu sospechó que el resto de los tuiganos esperaba montado, en las calles de la ciudad. Cuando se abriera la puerta, cargarían en una larga y aparentemente interminable columna y comenzaría la batalla. El general llamó a un mensajero.</p> <p>—Que los oficiales preparen a los hombres para la batalla. No tendremos que esperar mucho más.</p> <p>Sin embargo, los bárbaros no atacaron de inmediato. Pasó una hora y después otra. Los tuiganos seguían en las almenas, listos para el combate, pero las puertas no se abrieron.</p> <p>A medida que transcurría la mañana aumentó el calor. Agotados por la larga noche de trabajo, los <i>peng</i> comenzaron a dormitar a la sombra del muro. Los oficiales recorrían la línea dando voces y golpeando a los soldados para mantenerlos despiertos. Incluso Batu, que esperaba ver la salida de los bárbaros en cualquier momento, tenía dificultades para mantener los ojos abiertos.</p> <p>Llegó la tarde y después comenzó la puesta de sol, sin que atacaran los tuiganos. Por fin, cuando el crepúsculo se extendía por las colinas, se abrió la puerta.</p> <p>No obstante, en lugar de la caballería apareció Koja. El lama llevaba la misma bandera blanca del día anterior. Batu se sorprendió al ver que el líder tuigano volvía a enviar al mensajero, pero también sintió curiosidad por saber qué tenía que decir el khahan ahora que habían construido la pared. El general envió a una docena de soldados para que escoltaran al lama entre las fortificaciones. Batu, seguido de cerca por Pe y los generales, fue al encuentro de Koja en cuanto cruzó la trinchera. El lama le dirigió la palabra al verlo acercarse.</p> <p>—Traigo palabras de alabanzas de parte de Yamun Khahan. Dice que los shous son los más rápidos en levantar paredes entre todos los enemigos contra los que ha combatido.</p> <p>—No construí la pared para impresionar el khahan —contestó Batu, tajante—. La construí para tenerlo enjaulado.</p> <p>—El khahan os hace saber —prosiguió Koja, sin hacer caso de la réplica— que él y sus hombres comen muy bien con la leche de sus yeguas y la sangre de sus corceles. Dice que cuando los caballos estén demasiado débiles para el combate, los matará y los usará para alimentar a sus tropas.</p> <p>El lama hizo una pausa y miró a los generales de Hai Yuan y Wak'an en busca de la aprensión que no encontraba en el rostro de Batu. No la halló. Los dos hombres eran lo bastante astutos como para no revelar sus sentimientos el enemigo.</p> <p>—El khahan dice —añadió Koja— que probará la fortaleza de vuestra pared cuando le parezca. Quizás atacará esta noche, mientras los hombres estén dormidos, agotados por las muchas horas de trabajo. Quizás atacará dentro de muchos meses, cuando lleguen las frías lluvias de otoño y vuestros hombres estén enfermos de dormir en el barro. Quizás esperará hasta las nieves del invierno, cuando vuestros hombres se acurruquen con las manos y los pies helados alrededor de las hogueras de estiércol, mientras sus hombres comen y beben en la comodidad de las abrigadas casas de la ciudad.</p> <p>—Decidle al khahan que los shous saben construir casas tan bien como construyen paredes —replicó Batu, con la mano puesta sobre el pomo de la espada—. La carne de sus caballos se pudrirá antes de que nosotros nos congelemos. Decidle que, cuando quiera luchar, nos encontrará preparados.</p> <p>Koja asintió a las palabras del general, como si no esperara otra respuesta.</p> <p>—Quizá no sea necesario combatir —señaló. Metió una mano entre las prendas. Pe y los generales de Hai Yuan y Wak'an desenvainaron las espadas y se adelantaron para proteger a Batu—. ¡Por favor! —dijo Koja al tiempo que sacaba lentamente un tubo de ébano—. No contiene más que papeles. Dejad que os lo enseñe.</p> <p>Los tres hombres miraron a su comandante a la espera de instrucciones. Batu asintió con un ademán y le indicó al lama:</p> <p>—Abridlo.</p> <p>Koja abrió con mucho cuidado el tubo y sacó dos hojas de papel.</p> <p>—Leedlas —dijo, tendiéndoselas a Pe—. Demuestran que el khahan dice la verdad sobre el asesino.</p> <p>Pe hizo retroceder a su cabalgadura y le alcanzó los papeles a Batu. Dada la poca luz que había, resultaba difícil ver la escritura así que tardó unos momentos en leer la primera carta. Iba dirigida a Yamun Khahan y la enviaba el espía en el palacio de verano. Informaba del nombramiento de Batu como general de la Marca Norteña y su posterior desaparición. La carta también citaba a Kwan Chan Sen y Ju-Hay Chou como los dos hombres que habían enviado al asesino para matar a Yamun Khahan.</p> <p>El general les pasó la carta a los subcomandantes y después miró el segundo papel. De inmediato reconoció la caligrafía de Qwo y el corazón le dio un vuelco. Mantuvo la calma con un esfuerzo, y leyó el relato de Wu sobre cómo había obtenido la primera carta y la identificación de Ting Mei Wan como la espía que la había escrito. Al final de la carta, vio la rúbrica de su esposa y una mancha de sangre seca.</p> <p>—¿Dónde habéis encontrado estas cartas? —le preguntó Batu al emisario.</p> <p>—En poder de un hombre muerto —respondió Koja, sencillamente—. Como veis, el khahan dice la verdad sobre el asesino.</p> <p>—Quizá sí o quizá no —opinó el general de Wak'an—. Este documento puede ser una falsificación.</p> <p>—No lo es —afirmó Batu, que le entregó la segunda carta—. Conozco esta caligrafía.</p> <p>El comandante de Wak'an leyó la carta rápidamente, y su rostro palideció de asombro. Mientras los subordinados leían la carta, Batu hizo todo lo posible por disimular la angustia que le había producido. Le dolía el estómago de la preocupación por su esposa y los niños. No deseaba otra cosa que coger su caballo y cabalgar hacia Taitung para saber qué le había pasado a su familia. Batu intentó apartar estos pensamientos de su cabeza porque era un soldado y no podía dejar que los sentimientos se entrometieran en sus obligaciones. Se forzó para no hacer caso a los temores y volvió a mirar a Koja.</p> <p>—Todo esto es muy interesante, pero no cambia nada —declaró el general, con una expresión rígida para no revelar sus emociones—. Incluso si pudiera hacerlo, no cedería ni un solo palmo de suelo shou a vuestro amo.</p> <p>—Eso no será necesario —contestó Koja, comprensivo—. En su infinita generosidad y sabiduría, el khahan aceptará otra forma de tributo. Permitirá que Shou Lung retenga las tierras que él ha conquistado, pero debéis entregarle a los hombres que enviaron al asesino.</p> <p>Batu observó el rostro del lama, mientras analizaba la oferta de Yamun Khahan. Los términos eran razonables: dos vidas a cambio de la paz… aunque eso significara sacrificar a su amigo Ju-Hay Chou. El general podía ver la sensatez de satisfacer al comandante bárbaro. A pesar de la actitud confiada que Batu mostraba cada vez que se reunía con Koja, dudaba mucho que los shous pudieran resistir más que los bárbaros. Con la llegada del otoño y los campos agotados, resultaría difícil alimentar al ejército. Desde luego, podía hacer traer suministros desde otras ciudades, pero significaría organizar enormes columnas de abastecimientos vulnerables al mal tiempo. Al final, quizá serían sus tropas y no las de Yamun Khahan las que acabarían muriendo de hambre.</p> <p>Si no aceptaba la oferta, arriesgaba el mando. En cuanto los tuiganos advirtieran cualquier debilidad en su ejército, lanzarían el ataque y los barrerían. En sí mismo, era un riesgo que no lo preocupaba, porque los soldados debían estar preparados para el peligro y la inminencia de la muerte. Pero, si su ejército caía derrotado antes de que el emperador pudiera enviar refuerzos, no habría ningún obstáculo entre los tuiganos y Taitung. Incluso se podía perder Shou Lung, y éste era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.</p> <p>—No es necesario que adoptéis vuestra decisión ahora mismo —dijo Koja—. El khahan está dispuesto a recibir vuestra respuesta por la mañana.</p> <p>—No será necesario —replicó Batu, con voz firme—. Si el emperador me entrega a Kwan Chan Sen y a Ju-Hay Chou, aceptaré las condiciones.</p> <p>—El poderoso khahan estará muy complacido —afirmó Koja, con una expresión de alivio—. Sólo hay otra condición: vos vendréis conmigo y cinco mil guerreros a buscar a los criminales.</p> <p>—¡Estáis loco! —exclamó el comandante de Wak'an—. ¡Jamás permitiremos que cinco mil bárbaros se acerquen a menos de ciento sesenta kilómetros del emperador!</p> <p>—Debéis aceptar —contestó Koja, que devolvió la mirada del general con una firmeza inesperada—. No nos rendimos. Por lo tanto, tengo derecho a mi escolta.</p> <p>—¡No tenéis derecho a nada! —señaló alguien.</p> <p>Batu silenció a sus subordinados con una mirada colérica y después se volvió hacia Koja.</p> <p>—Podéis tener vuestra escolta —aceptó—. Pero nosotros tampoco nos rendimos, así que yo también llevaré cinco mil hombres.</p> <p>Batu no necesitó mirar a sus oficiales para saber que no compartían su decisión. Aun así, estaba seguro de que era correcta. Los cinco mil tuiganos no lo preocupaban siempre que tuviera el mismo número de shous para vigilarlos. Además, si el emperador rechazaba la propuesta de paz, él se encargaría de que la escolta de Koja jamás regresara a defender las murallas de Shou Kuan.</p> <p>El lama observó a Batu por un momento, como si tratara de adivinar los pensamientos del comandante shou. Por fin, dio su respuesta.</p> <p>—Estoy seguro de que el khahan aceptará vuestra petición —contestó el pequeño historiador—. ¿Cuándo partimos?</p> <p>—Al amanecer —dijo Batu.</p> <p>A la vista del cansancio de sus hombres, una noche de descanso no sería mucho antes de emprender un viaje tan largo. Pero, ahora que había decidido regresar al palacio de verano, Batu no quería retrasar la partida ni siquiera por una hora. Lo consumía la ansiedad por ver a Wu y a los niños. Con súbita preocupación, el general de la Marca Norteña se preguntó hasta qué punto el interés por su familia había influido en la decisión; porque, si las emociones habían tenido algo que ver en aceptar la propuesta del khahan, entonces había traicionado su deber.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 16</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Renegado</p> <p style="margin-top: 4em">Mientras cruzaba el suelo de mármol, Ju-Hay observó que era el último ministro de entrar en el Salón de la Suprema Armonía. Los otros mandarines ya ocupaban sus asientos, y el aliento salía de sus narices como nubecillas vaporosas. Excepto Ting Mei Wan, vestida con un abrigo de piel de color crema sobre el <i>cheosong</i> negro, los ministros se protegían del frío con los pesados <i>waitao</i> de cáñamo.</p> <p>En el Salón de la Suprema Armonía hacía mucho frío. Como los venerables constructores habían diseñado el edificio sólo para su utilización durante el verano, no habían pensado en la calefacción, ni siquiera en la del trono. El Hijo del Cielo ocupaba su sitio envuelto en una túnica de lana.</p> <p>Bien arrebujado en su capa, Ju-Hay Chou saludó al emperador con una reverencia, y tomó asiento. Nadie le había explicado los motivos de esta reunión al alba, pero estaba seguro de que tenía relación con el ejército de caballería que había acampado durante la noche a las puertas de la ciudad.</p> <p>—Me alegra ver que por fin estamos todos reunidos —dijo el emperador, con una mirada de enojo a Ju-Hay.</p> <p>En respuesta a la irritación del Divino Señor, el ministro sólo agachó la cabeza a modo de disculpa y no ofreció ninguna excusa por la tardanza. Había acudido en cuanto recibió la llamada del chambelán, pero no dudaba que el mensajero lo había dejado por el final. Gracias a Ting Mei Wan, Ju-Hay se había habituado a este tratamiento.</p> <p>Después de destruir a la familia Batu, la seductora ministra de Seguridad del Estado había organizado una campaña de propaganda para convencer al emperador de que Wu había sido una espía al servicio de su marido traidor. La astuta mandarina había evitado que Ju-Hay contradijera su historia, reteniéndolo prisionero en su casa durante varias semanas. Ting había justificado esta medida extraordinaria con la excusa de que la muerte de Wu había desequilibrado al ministro de Estado. Además, había minado todavía más la influencia de Ju-Hay con el rumor de que la «espía» se había convertido en la amante del ministro. Cuando por fin Ting dejó marchar de su casa al ministro de Estado, incluso sus propios sirvientes lo habían mirado con desprecio.</p> <p>Por fortuna, Ju-Hay había encontrado la manera de recuperar un poco de su credibilidad. Unos días después de ser liberado, se había enterado de que los subordinados de Ting buscaban el tubo de ébano que Wu se había llevado la noche anterior a su muerte. Convencido de que el tubo contenía las pruebas de la traición de Ting, Ju-Hay había iniciado su propia búsqueda con toda discreción, pero hasta el momento ninguno de los dos ministros lo habían encontrado. Parecía como si el tubo se hubiera desvanecido sin más. Las reflexiones de Ju-Hay se interrumpieron cuando el emperador se dirigió a Kwan Chan Sen.</p> <p>—¿Cuál es nuestra situación? —le preguntó.</p> <p>El anciano se puso de pie lentamente y se dirigió a todos los presentes.</p> <p>—Por lo que hemos visto anoche, los bárbaros cuentan con diez mil hombres, el doble de nuestras tropas.</p> <p>—Divino Señor, ¿puedo hablar? —preguntó Ju-Hay.</p> <p>El Hijo del Cielo observó al ministro de Estado con una mirada impaciente, pero finalmente asintió.</p> <p>—Sed breve. Tenemos que tratar asuntos muy graves.</p> <p>—Muchas gracias, emperador —respondió Ju-Hay, con una rápida reverencia—. ¿No tendríamos que considerar lo que nos dijeron los mensajeros?</p> <p>Un murmullo exasperado recorrió el salón. En las últimas dos semanas, habían llegado dos mensajeros de Shou Kuan. El primero se había presentado dieciséis días atrás y había informado que Batu y los ejércitos provinciales tenían atrapados a los bárbaros en Shou Kuan. El jinete había presentado una petición para el envío de equipos para el asedio, refuerzos y comida. El segundo había llegado hacía tan sólo cuatro días atrás, para avisar que Batu cabalgaba hacia a Taitung con una delegación de tuiganos y una propuesta de paz.</p> <p>Aunque sus cartas llevaban los sellos correctos, los mensajeros no habían provocado más que sospechas. En ambas ocasiones, Kwan Chan Sen había sugerido que Batu los había enviado para preparar el terreno para una trampa. El emperador y los demás mandarines habían estado de acuerdo, y los mensajeros habían muerto a manos de los interrogadores de Ting.</p> <p>Ahora, los mandarines que no habían creído a los mensajeros tampoco estaban dispuestos a escuchar a Ju-Hay Chou. Sin excepción, recibieron la propuesta del ministro de Estado con un coro de protestas y manifestaciones de impaciencia. El emperador no pasó por alto la reacción de los demás mandarines.</p> <p>—Ministro Ju-Hay, hemos considerado las palabras de los mensajeros y todos hemos llegado a la misma conclusión. —El Hijo del Cielo se volvió hacia el ministro de Guerra—. ¿Cuál es vuestro plan para defender la ciudad, general?</p> <p>—Con la excepción de vuestra guardia —respondió el viejo de inmediato—, he puesto a todas las tropas de Taitung bajo mi mando personal…</p> <p>—Coged también mi guardia —lo interrumpió el emperador—. Si cae la ciudad, no me servirá de nada.</p> <p>—Muchas gracias, Divino Señor —repuso Kwan, con una inclinación de cabeza—. Serán de mucha uti… —Una vez más, el anciano ministro de Guerra no pudo concluir la frase, interrumpido ahora por la aparición del chambelán.</p> <p>—Perdonadme, honorables —dijo el burócrata, mientras se acercaba al centro del salón—. Os informo que el general Batu se encuentra ante la puerta de la ciudad y reclama ser admitido.</p> <p>—¿Se atreve a aparecer personalmente? —El emperador se sentó en el borde del trono.</p> <p>—Va vestido como un bárbaro —contestó el chambelán—, pero algunos guardias lo han reconocido.</p> <p>—Si cree que abriremos las puertas a diez mil enemigos, debe tomarnos por imbéciles —protestó Kwan.</p> <p>—¡Desvergonzado bribón! —exclamó Ting, que hasta el momento no había dicho nada—. ¡Que un arquero clave un dardo en su pecho!</p> <p>—¡No! —gritó Ju-Hay, que se levantó de un salto—. ¿No tendríamos que escucharlo primero?</p> <p>—¡El traidor sólo hará promesas que no podemos creer! —replicó Ting, furiosa.</p> <p>Un coro de voces secundó a la ministra, y Ju-Hay comprendió que nada de lo que dijera convencería a sus pares. Para conseguir que Batu entrara a Taitung, tendría que apelar directamente al emperador. Arriesgaba el poco prestigio que le quedaba, porque el soberano ya había manifestado su desagrado hacia Ju-Hay una vez durante la mañana. No obstante, el ministro de Estado sabía que Batu no era un traidor. El joven general no habría regresado a Taitung si no considerara que era en el mejor interés de Shou Lung. Ju-Hay se volvió hacia el emperador.</p> <p>—Divino Señor, ¿qué mal puede haber en admitir a Batu? ¿Alguien cree que un hombre solo puede derrotar a toda una ciudad?</p> <p>—Existe la magia —apuntó Kwan—. Con la ayuda de la hechicería, un hombre puede conseguir muchas cosas.</p> <p>—Batu no es un <i>wu jen</i> —le recordó Ju-Hay.</p> <p>—Ni vos tampoco —afirmó Ting—. ¿Cómo sabéis que no trae algún artilugio para evitar el cierre de la puerta cuando la abramos?</p> <p>—¡Entonces, dejad que escale el muro! —respondió Ju-Hay tajante con la mirada puesta en el emperador—. Está acusado de traición. Dejadlo entrar y que hable en su defensa. ¡Si sus palabras no nos convencen de su inocencia, entonces al menos lo tendremos en nuestras manos para castigarlo!</p> <p>El hijo del Cielo observó a Ju-Hay durante unos instantes, con el rostro inescrutable. Por fin, se volvió hacia el chambelán.</p> <p>—Que los guardias le bajen una escala al general Batu.</p> <p>Después de la salida del chambelán, Kwan explicó sus planes para la defensa de Taitung. El emperador le formuló unas cuantas preguntas, pero era obvio que a la corte le preocupaba mucho más la llegada de Batu que el informe del ministro de Guerra. Ting no podía estarse quieta; se arreglaba el abrigo de piel y cruzaba y descruzaba nerviosamente las piernas. Ju-Hay sospechó que hacía un gran esfuerzo por no levantarse y comenzar a pasear arriba y abajo, porque era muy posible que el regreso del general descubriera su traición.</p> <p>Al cabo, el chambelán entró acompañado por Batu. Los escoltaban una docena de guardias imperiales. Cuando el pequeño grupo cruzó la sala, se oyó un murmullo de desaprobación y asombro entre el mandarinato. El general vestía una gorra cónica con ribetes de piel aceitosa, una cota roñosa, pantalones de cuero tiesos de mugre, y botas de media caña cubiertas de barro. Si Ju-Hay no hubiera visto a Batu en otras ocasiones vestido con un atuendo civilizado, lo habría tomado por un bárbaro.</p> <p>Batu y sus escoltas se detuvieron en el centro de la sala, el general se quitó la gorra y se la alcanzó con brusquedad al chambelán; el pelo sucio y desgreñado le llegaba hasta los hombros. El general se arrodilló y tocó el suelo con la frente tres veces.</p> <p>—Podéis levantaros.</p> <p>El emperador no había acabado de decir las palabras cuando Batu ya estaba de pie. Apretaba las mandíbulas y sus ojos brillaban de indignación, pero cuando habló no había en su voz ningún rastro de ira.</p> <p>—Gracias por recibirme, Divino Señor. Tengo mucho que informar.</p> <p>—¡Querrás decir «responder», traidor! —se apresuró a intervenir Kwan. Batu se volvió hacia el viejo mandarín con una mirada tan salvaje que Ju-Hay casi esperó que el general lanzara una daga oculta contra su rival.</p> <p>—Como siempre, estáis equivocado, ministro Kwan —respondió Batu—. ¿Ha sido por orden vuestra que he debido escalar la muralla de la ciudad como un ladrón vulgar?</p> <p>—No —dijo el emperador—. Fue por orden mía.</p> <p>Batu miró al emperador, y esta vez su expresión reveló sus sentimientos ofendidos.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>El Hijo del Cielo observó al general de la Marca Norteña con un gesto a medio camino entre el enojo y la extrañeza.</p> <p>—¿Por qué? —repitió—. Ponéis sitio a mi palacio de verano, después os presentáis con las apestosas ropas de un bárbaro, ¿y ahora preguntáis por qué habéis tenido que escalar la muralla? General, no sois tonto. Decid de una vez lo que tengáis que decir.</p> <p>—¿No os lo explicó mi mensajero? —preguntó Batu, con una expresión dolorida.</p> <p>—Vuestro mensajero lo explicó —apuntó Ju-Hay, decidido a comunicar a Batu cuál era su situación—. Nadie le creyó. Lo mataron durante el interrogatorio.</p> <p>—¿Lo mataron? —exclamó Batu—. Pero ¡si era un soldado shou!</p> <p>—Era un traidor, como vos y vuestra familia —le espetó Ting Mei Wan. Apuntó con una de sus uñas pintadas al general—. ¡Vuestro mensajero fue ejecutado, lo mismo que vuestra esposa y vuestros hijos!</p> <p>—¿Qué? —gritó Batu—. ¿Qué estáis diciendo?</p> <p>—¿Cuánto tiempo pensabais que el emperador perdonaría vuestros crímenes? —añadió Ting—. La señora Wu fue herida mientras robaba secretos de mi casa. Murió al día siguiente cuando intentaba escapar. Vuestros hijos fueron ejecutados por sus crímenes y los vuestros contra el emperador.</p> <p>—¡No! —gritó el general—. ¡No puede ser! —Miró a Ju-Hay con la esperanza de que el ministro de Estado le dijera que Ting mentía.</p> <p>Ju-Hay sabía cuál era el propósito de la astuta ministra al comunicarle a Batu la muerte de su familia. Intentaba desorientarlo. Ahogado por la pena, quizá se volvería irracional, violento, incluso autodestructivo. En ese estado, se lo podría manipular con facilidad o descartar sus palabras como si fuesen las de un loco, si revelaba alguna cosa que pudiera acusarla.</p> <p>Aun así, Ju-Hay no podía mentir sobre las muertes de Wu y los niños. Aunque el general le creyera, algún otro mandarín confirmaría las palabras de Ting, y el ministro de Estado quedaría como un mentiroso. La única alternativa era decir la verdad y confiar en que Batu superaría su dolor.</p> <p>—Dice la verdad, Batu —dijo Ju-Hay, sin desviar la mirada—. La señora Wu y vuestros hijos murieron de acuerdo con la sentencia que ella les impuso.</p> <p>Durante unos instantes, el ministro y el general se miraron a los ojos. A Batu le tembló el labio inferior y el rostro se le contrajo de dolor. Se le pusieron los ojos rojos e hinchados, y se le llenaron de lágrimas.</p> <p>—General —preguntó Ju-Hay—, ¿por qué habéis vuelto a Taitung? —El ministro confiaba en poder ayudar a Batu a concentrarse. La única esperanza de Batu de escapar al destino sufrido por su familia era cumplir con su deber y demostrar su lealtad. El ministro de Estado dudaba que al general le importara mucho vivir en aquel momento, pero demasiadas cosas dependían de Batu como para dejarlo morir—. Batu Min Ho —repitió Ju-Hay con un tono severo—, vuestra misión todavía no ha terminado. ¡Dejad de lamentaros de vos mismo, e informad!</p> <p>De pronto Batu apretó las mandíbulas y se le aclararon los ojos. Volvió su atención hacia el emperador.</p> <p>—¿Habéis respaldado la acción de Ting?</p> <p>—Es la pena por la traición —respondió el emperador, sin inmutarse.</p> <p>—Entonces esto os parecerá muy interesante —dijo Batu, metiendo una mano debajo de la cota. De inmediato, los guardias levantaron las alabardas. El general los miró furioso—. No me confundáis con un asesino.</p> <p>Sacó la mano sin prisa. En ella sostenía un pequeño tubo de ébano. Era el mismo tubo que Ju-Hay había visto en poder de Ting Mei Wan en una noche oscura y lluviosa muchas semanas atrás; el mismo tubo que le había costado la vida a Wu. El ministro no podía imaginar cómo había llegado a manos de Batu, y no sabía cuál era su contenido. Aun así, a la vista de la frenética búsqueda de Ting durante las últimas semanas, estaba seguro de que su contenido condenaría a la hermosa ministra a la muerte que se merecía. Como si confirmara las sospechas de Ju-Hay, Ting se puso pálida y se desplomó en la silla.</p> <p>Batu miró a la desconsolada mujer y sonrió con acritud. Abrió el tubo y sacó dos hojas de papel que entregó al chambelán.</p> <p>—Estas cartas eran para vos, Divino Señor —dijo Batu, con una voz sin inflexiones.</p> <p>El chambelán le entregó las cartas al emperador, que las cogió y comenzó su lectura sin decir palabra. Al cabo de unos momentos, miró a Batu.</p> <p>—¿Cómo han llegado a vuestro poder? —preguntó.</p> <p>—Me las enviaron los bárbaros —contestó Batu—. Las encontraron en uno de los cadáveres de Shou Kuan.</p> <p>—¿Por qué os las dieron?</p> <p>Batu miró a Ju-Hay con una expresión casi compungida antes de responder al emperador.</p> <p>—Quieren a los ministros Kwan y Ju-Hay.</p> <p>Ju-Hay sintió como si lo hubieran golpeado con una roca en el pecho. Ahora ya sabía qué decían las cartas, pues los bárbaros sólo podían tener una razón para reclamarlos a él y a Kwan.</p> <p>—¡Ridículo! —chilló Kwan.</p> <p>—Quizá sí, o quizá no. —La calma en la voz de Batu sonó como una amenaza—. Además de identificar a la ministra Ting como la espía, las cartas dicen que fuisteis parte de un atentado contra la vida de Yamun Khahan. Los bárbaros afirman que por ese motivo comenzaron la guerra.</p> <p>—¡Jamás hubiera hecho nada semejante sin vuestras órdenes! —gritó Kwan, con la mirada puesta en el emperador.</p> <p>—Estas cartas me fueron enviadas como prueba de la afirmación de los bárbaros —le explicó Batu al Hijo del Cielo—. Yo… —el general hizo una pausa embargado por la emoción— reconocí la firma de Wu, así que puedo afirmar que son auténticas.</p> <p>—¡Miente! —chilló Kwan—. ¡Él falsificó las cartas!</p> <p>—El ministro Kwan ha dado en el clavo —señaló Ting—. No tenemos medios para confirmar la autenticidad de las cartas. —Aunque hablaba con calma y parecía tranquila, el rostro de Ting se veía tan pálido como su abrigo de piel. Con la mirada transmitió un mensaje a Ju-Hay.</p> <p>El ministro sabía que para salvarse debía unir fuerzas con Ting y Kwan. Si los tres trataban a Batu de mentiroso, quizás el emperador aceptara que las cartas eran falsas. Y, aun cuando el Hijo del Cielo abriera una investigación, el acuerdo le daría tiempo para maniobrar. Por desagradable que le pareciera tal alianza, no era algo para rechazar a la ligera. Durante su larga carrera, había hecho centenares de alianzas desagradables y había traicionado la confianza de muchos amigos por el bien de Shou Lung.</p> <p>Ju-Hay advirtió que las miradas de todo el mandarinato estaban puestas en él. Esperaban ansiosos que reconociera o negara el intento de asesinato. Pero el ministro todavía no había tomado su decisión. Le faltaba considerar un punto más.</p> <p>—General —dijo, volviéndose hacia Batu—, si no hacemos la paz con los bárbaros, ¿quién ganará la guerra?</p> <p>Muchos de los presentes parecieron confundidos por el cambio de tema, pero Batu contestó en el acto.</p> <p>—No lo sé —repuso, con una mirada apagada. Con el mismo tono monótono, añadió—: Los tuiganos están atrapados en Shou Kuan, pero nos superan en número y tienen muchas posibilidades de vencernos cuando salgan. Incluso si no atacan, quizá no podamos vencerlos por inanición, porque he oído decir que se comerán los caballos y, si hace falta, los unos a los otros. Lo que es peor es que, mientras el enemigo duerme bajo los techos de Shou Kuan, nuestros hombres están expuestos al frío y a las lluvias de otoño. El riesgo de epidemias es alto.</p> <p>La respuesta no era la que Ju-Hay había deseado escuchar. Significaba que había mucho más en juego que su vida o la de Batu. El ministro de Estado hizo una reverencia al emperador, pero no se atrevió a mirarlo a los ojos.</p> <p>—Os ruego vuestro perdón, Divino Señor —dijo—. Las cartas son auténticas. Cuando me enteré de que Yamun Khahan había conseguido unir las tribus nómadas, le ofrecí colaboración a la madrastra traidora. A mi solicitud, Kwan envió un asesino para ayudarla.</p> <p>Un silencio absoluto reinó en el Salón de la Suprema Armonía, aunque sólo por un momento. Ting Mei Wan se levantó de un salto como si se propusiera escapar, pero el emperador no se dejó sorprender.</p> <p>—¡Ministra Ting! —exclamó con voz tonante, al tiempo que la señalaba con un dedo—. En este momento, os enfrentáis a una sola muerte. ¡Si escapáis, os prometo que moriréis mil veces!</p> <p>Ting miró al emperador y a los escoltas de Batu. Aún no se habían movido, y Ju-Hay pensó que su antigua protegida tenía una posibilidad de escapar si actuaba con la celeridad necesaria. Entonces, la mujer se fijó en Batu. El rostro del general estaba desfigurado por una expresión de odio y su mirada no se desviaba de los ojos de Ting. Sin mirar en otra dirección, la ministra de Seguridad del Estado se desplomó en su silla.</p> <p>—Una sabia decisión —comentó Ju-Hay—. No existe lugar en el mundo donde el general Batu no os pudiera encontrar.</p> <p>El Hijo del Cielo llamó a los guardias que escoltaban a Batu.</p> <p>—Encerradla en la Primera Cúpula de la Desesperación Final —ordenó el emperador—. Los ministros Kwan y Ju-Hay permanecerán confinados en palacio hasta nuevo aviso. No los perdáis de vista.</p> <p>—¡No pensaréis entregarnos a los bárbaros! —protestó Kwan.</p> <p>—Eso se decidirá después de la ejecución de Ting —respondió el emperador mientras se levantaba del trono.</p> <p>—¡Divino Señor, permitid que nos expliquemos! —rogó Kwan, que intentó seguir al emperador.</p> <p>—¡No hay nada que explicar, imbécil! —le dijo Ju-Hay. Sabía que el emperador sólo podía llegar a una conclusión: dos vidas eran un precio muy pequeño para acabar con una guerra muy costosa y con escasas posibilidades de victoria. El ministro de Estado se volvió hacia los guardias—. Me gustaría pasar el día en mi jardín.</p> <p style="text-align:center; text-indent: 0em; margin-top: 2em; margin-bottom: 2em; ">* * *</p> <p>La espada descendió y la cabeza de Ting, cubierta con una capucha de seda, cayó en el cesto. El cadáver arrodillado siguió apoyado en el tajo del verdugo, con las manos atadas a la espalda. En la débil luz de la mañana, todo parecía gris excepto el <i>cheo-song</i> de Ting. Era su vestido rojo preferido, bordado con un dragón dorado que le rodeaba todo el cuerpo. Ahora, ajustado al cadáver decapitado, el dragón parecía haber cobrado vida.</p> <p>Batu había esperado sentir algo cuando Ting muriera: satisfacción por la venganza, alivio, quizás entusiasmo. En cambio, sus emociones permanecieron tan grises como la mañana. No podía aceptar que la traidora había matado a toda su familia.</p> <p>El general, en compañía de Pe, había pasado la noche en la casa donde habían muerto su esposa y sus hijos, pero no había llorado. Había visto las manchas de sangre de Wu en el dormitorio, y se había sentado en el patio dispuesto a llorar. A lo largo de la noche había escuchado sus voces que lo llamaban. En una ocasión, mientras dormitaba, se despertó sobresaltado al sentir el contacto imaginario de las manos de los niños en la espalda.</p> <p>Se le ocurrió que los espíritus de su familia podían estar atrapados en el lugar de los crímenes. Aunque no era supersticioso, Batu intentó hablar con ellos. Al no recibir respuesta, envió a buscar un <i>shukenja</i>. El sacerdote no encontró ningún espíritu retenido, pero sugirió que, si Wu y los niños estaban atrapados en la casa, la muerte de la asesina les permitiría iniciar el viaje hacia la Tierra de la Extrema Felicidad.</p> <p>Por lo tanto, al alba, el general y su ayudante fueron a la Plaza de la Excelsa Justicia, donde se unieron al pequeño grupo reunido para presenciar la ejecución de Ting. Aunque Pe había conseguido uniformes de ceremonia para ambos, Batu continuó vestido con la cota bárbara. Los demás —el emperador, Ju-Hay, Kwan y Koja— mostraron su extrañeza al ver su indumentaria, pero Batu no les hizo caso. No podía tolerar vestir el uniforme del emperador que había cerrado los ojos ante el asesinato de su familia. Tal era su desconsuelo que el general se preguntó si podría continuar sirviendo en el ejército de Shou Lung e incluso si valía la pena continuar con vida.</p> <p>Durante el resto de los años que le tocara vivir, su espíritu y su corazón estarían en guerra. Aunque comprendía racionalmente que Wu y los niños estaban muertos, su corazón se negaba a aceptar la evidencia. A Batu le habían robado la única prueba necesaria para aceptar el destino: ver los cadáveres de los suyos. Su familia había sido cremada y sus cenizas esparcidas al viento como se hacía con los ladrones. Este último insulto le hacía desear que Ting sufriera.</p> <p>Sin embargo, la mandarina traidora había muerto con más dignidad de la que se merecía. Mientras los guardias la llevaban a la Plaza de la Excelsa Justicia, con el semblante pálido y asustado, le habían flaqueado las piernas. Cuando el verdugo le cubrió la cabeza con la capucha, la mujer había evitado avergonzada las miradas de los reunidos para presenciar su muerte.</p> <p>Pero no había pedido clemencia; ni siquiera había gritado de desesperación, y Batu sintió que su familia al menos se merecía esa retribución. Si le hubiese tocado a él ser el verdugo, Ting habría sufrido lo indecible e implorado la muerte.</p> <p>Por desgracia, el Divino Señor consideraba la tortura como algo poco civilizado, al menos en su presencia. Sólo había permitido a Batu presenciar cómo un verdugo profesional ejecutaba la venganza que pertenecía al general. Kwan Chan sacó a Batu del ensimismamiento.</p> <p>—Debéis de estar muy feliz, general —dijo el mandarín. El viejo estaba vigilado por dos guardias y tenía las manos atadas a la espalda como si tuviera alguna posibilidad de escapar corriendo. Como una insignia de deshonra, Kwan vestía un sucio <i>samgu</i> de cáñamo sin teñir en lugar del <i>waitao</i> bordado de los mandarines.</p> <p>Al ver que Batu no respondía al comentario del viejo, Pe recogió el guante.</p> <p>—¿Por qué debería estar feliz el general, prisionero? —le preguntó el joven. Era obvio que disfrutaba con tratar a su odiado ex ministro con el término peyorativo.</p> <p>—¡Ha vencido a sus enemigos! —contestó Kwan, con tono socarrón.</p> <p>—¡El khahan no ha sido derrotado! —exclamó Koja, que se encontraba unos pasos más allá.</p> <p>Aunque Batu sabía que el ministro no se refería a los bárbaros, no tenía ningún deseo de elevar a Kwan ni a Ting a la categoría de enemigos. Siempre había sentido respeto, en ocasiones a su pesar, por sus oponentes, y no sentía nada parecido hacia ninguno de los dos mandarines. Añadió su propio comentario a la afirmación de Koja.</p> <p>—Los tuiganos todavía conservan Shou Kuan. No he derrotado al enemigo.</p> <p>—Es cierto —intervino el emperador que hasta el momento no había dicho nada—. Pero tampoco los tuiganos os han vencido. La guerra ha concluido. Acepto los términos de los bárbaros.</p> <p>Koja asintió cortésmente, pero, antes de que el emisario del khahan pudiera abrir la boca, Kwan lo interrumpió.</p> <p>—¡No! Os ruego que reconsideréis vuestra decisión. El ministro Ju-Hay y yo sólo actuamos en vuestro beneficio. No merecemos semejante castigo.</p> <p>—No hay deshonor en morir en beneficio del imperio —declaró Ju-Hay. Como Kwan, vestía el <i>samfu</i> de esparto, pero tenía las manos libres como un símbolo de la fe del emperador en su integridad—. La deshonra es suplicar por vuestra vida.</p> <p>—Yo no suplico por mi vida, estúpido —gritó Kwan—. He cumplido cien años, y viviré otros cien.</p> <p>—Eso es algo que decidirán los bárbaros, Kwan Chan Sen —afirmó el emperador, que descartó con un ademán el comentario del viejo—. No cambiaré mi decisión. Haremos la paz con los tuiganos.</p> <p>Un día antes, Batu habría aceptado la decisión del emperador, porque Shou Lung tenía muy poco que ganar y mucho que perder si continuaba la guerra. Sin embargo, tras la desaparición de su familia, al general no le importaba en lo más mínimo la seguridad del imperio. Sin hacer caso de la presencia de Koja, Batu se acercó al monarca.</p> <p>—No debéis aceptar la paz.</p> <p>—¿Tenéis un plan? —preguntó Ju-Hay, animado por la esperanza, aunque la mirada vacía del general demostraba lo contrario.</p> <p>—Trazaré uno —contestó Batu.</p> <p>El emperador dirigió una mirada tranquilizadora al emisario tuigano, y después sacudió la cabeza.</p> <p>—La guerra ha concluido, general. No tengo ninguna duda respecto a vuestra capacidad para derrotar a los tuiganos, pero Shou Lung es una nación que ama la paz.</p> <p>Batu sabía que el Hijo del Cielo mentía. Si bien el emperador deseaba acabar la guerra, lo hacía por razones prácticas y no por el amor a la paz. Lo que el emperador callaba era que Shou Lung no podía reunir las fuerzas necesarias para destruir a los bárbaros. Reforzar Shou Kuan significaba retirar a varios ejércitos apostados en la frontera sur. Una medida tan desesperada significaría un ataque de T'u Lung, el codicioso vecino del sur.</p> <p>La diferencia de opiniones entre Batu y el emperador residía en que al general no le importaba el ataque del reino vecino. Después de destruir a los tuiganos, se encargaría con mucho gusto de aplastar a T'u Lung.</p> <p>—Dadme sólo un ejército más —insistió Batu—, y cubriré las murallas de Shou Kuan con las calaveras de los tuiganos.</p> <p>—Vuestra promesa es más fácil de hacer que de cumplir —señaló Koja con el entrecejo fruncido, inquieto por la súbita beligerancia del general de la Marca Norteña.</p> <p>—No tengáis miedo —le dijo el emperador al lama—. El general Batu estará demasiado ocupado como para hacer efectiva su amenaza. Lo necesito aquí con urgencia.</p> <p>—¿Aquí? —exclamó Batu.</p> <p>—Tengo tres ministerios sin mandarines que los dirijan —explicó el emperador—. Como recompensa por todo lo que habéis hecho, podéis escoger el que más os guste.</p> <p>Batu miró asombrado al emperador. Nunca se había atrevido a aspirar al mandarinato; pero, ahora que le ofrecían una posición tan elevada, descubrió que no había nada en el mundo que pudiera interesarle menos.</p> <p>—No escojo ninguno de los tres —declaró.</p> <p>—No os comprendo —dijo el emperador, extrañado.</p> <p>—Sí, sí que me comprendéis —repuso Batu—. No soy un mandarín. Soy un soldado.</p> <p>—Esa decisión no está en vuestras manos —replicó el monarca, indignado, en cuanto se repuso del asombro—. La invasión de los bárbaros le ha costado mucho a Shou Lung. ¿Es necesario que os lo recuerde?</p> <p>—A mí me costó mucho más.</p> <p>—Lamento lo de vuestra familia —manifestó el Divino Señor, suavizando la mirada—, pero también muchos otros han perdido a sus seres queridos. Ahora debéis hacer a un lado vuestro dolor. Yo os llamo, y es vuestro deber responder.</p> <p>—Ya no —contestó Batu, enfático. El emperador frunció el entrecejo ante el desafío, pero, antes de que el Hijo del Cielo pudiera hablar, el general añadió—: Durante veinte años, os he servido a vos y al imperio con toda lealtad. Si vos hubierais hecho lo mismo conmigo, mi esposa y mis hijos estarían vivos.</p> <p>—¡Cuidado con lo que decís! —le advirtió Ju-Hay, sujetando a Batu por la muñeca.</p> <p>—¿Por qué? —le preguntó Batu al ex ministro—. ¿Qué puede hacer el Hijo del Cielo? Permitió que asesinaran a mi familia cuando estaba bajo su protección. —Batu apartó la mano de Ju-Hay y se volvió una vez más hacia el emperador—. ¡Podéis ejecutarme! —exclamó—. No me importa. Soy un soldado; ya estoy muerto.</p> <p>—Entonces, no tenéis derecho a lamentaros —opinó Kwan Chan con una carcajada malévola—. Los muertos no tienen que lamentarse de esposas e hijos.</p> <p>Las palabras del mandarín fueron como una puñalada para Batu, y la cólera lo abrasó como una lengua de fuego. La parte de verdad que encerraban le provocó un profundo dolor. El general lanzó un puñetazo con todas sus fuerzas contra el rostro del viejo, y Kwan se desplomó como un muñeco de trapo. Batu se le echó encima dispuesto a matarlo.</p> <p>—¡Ya es suficiente, general! —ordenó el emperador.</p> <p>Sin hacer caso del Divino Señor, Batu cruzó las muñecas delante de la garganta de Kwan y, sujetando la parte interior del cuello del samfu, tiró de ella a la vez que mantenía los brazos en una llave mortal contra el cuello del viejo. En un instante, el rostro de Kwan se puso morado.</p> <p>Seis guardias cogieron a Batu por los brazos, pero el general no les prestó atención. Aumentó la presión, en un intento por destrozar la tráquea de Kwan antes de que lo apartaran.</p> <p>—¡Basta! —gritó Koja, que unió sus débiles esfuerzos al tironeo de los guardias—. ¡El khahan no aceptará a un hombre muerto como tributo! —Al ver que Batu no respondía, el lama añadió—: Dejadlo para los tuiganos. Sufrirá mucho más de lo que podéis imaginar.</p> <p>Estas últimas palabras captaron la atención de Batu. Koja tenía razón. El salvajismo de los tuiganos era legendario, y caer vivo en sus manos era peor que la muerte. El general soltó a Kwan y se puso de pie.</p> <p>—Lamentaré no poder presenciar vuestro sufrimiento —manifestó.</p> <p>Para gran sorpresa del general, el viejo no parecía afectado por el intento de estrangulamiento. Al menos, la mayoría de los hombres habrían tosido y jadeado en busca de aliento. En cambio, Kwan sólo se masajeó el arrugado cuello y se puso de pie mientras miraba con rencor a su atacante. Varios guardias apoyaron las puntas de sus alabardas contra el cuerpo de Batu. El Hijo del Cielo le dirigió una mirada severa.</p> <p>—General Batu, comprendo la tensión que soportáis. Por consideración a vuestros sentimientos, os he permitido muchos desplantes. Sin embargo, no toleraré esta clase de comportamiento en mi corte.</p> <p>—¿No lo comprendéis, verdad? —replicó Batu con un tono de desprecio.</p> <p>—¿Comprender qué? —inquirió el emperador, intrigado.</p> <p>—Ya no soy vuestro general —declaró Batu, furioso—. Habéis quebrantado la confianza que tenía depositada en vos. Ahora soy un <i>ronin</i>. —El término provenía de las islas de Wa, pero estaba seguro de que el Divino Señor comprendía su significado. Se había declarado a sí mismo un soldado renegado, un mercenario.</p> <p>El pronunciamiento hizo que Koja enarcara una ceja, pero el lama no hizo ningún comentario.</p> <p>Por su parte, el Hijo del Cielo guardó silencio aunque, por una vez, su expresión reflejaba sus sentimientos. Le temblaban los labios de cólera, y sus oscuros ojos brillaban cargados de amenazas. Batu le devolvió la mirada con otra de indiferencia. Fue Ju-Hay el que puso fin al enfrentamiento.</p> <p>—Divino Señor, el general Batu ha cumplido bien con su deber, pero los hechos lo han cambiado. Aun cuando pudierais hacerlo quedar, dudo que vuelva a ser el hombre que recordamos.</p> <p>—Muy bien —asintió el emperador, mirando a Ju-Hay—. Como muestra de respeto a vuestra integridad y a los servicios ofrecidos al imperio, le concedo a Batu Min Ho su vida y su libertad.</p> <p>—Como si estuviese en vuestro poder concederlo —se burló Batu.</p> <p>—¡Ya es suficiente! —exclamó Ju-Hay, volviéndose hacia el general renegado—. Tenéis lo que queríais. Dad por acabado este asunto.</p> <p>Pe se adelantó para situarse junto a su comandante, y comenzó a quitarse el uniforme.</p> <p>—¿Qué hacéis? —le preguntó el emperador.</p> <p>—Allí donde va mi comandante, allí voy yo —contestó Pe.</p> <p>—No —se opuso Batu, que apoyó una mano sobre el hombro del ayudante—. Tu lugar es en el ejército de Shou Lung.</p> <p>—¡Mi lugar es a vuestro lado!</p> <p>—Dudo que un <i>ronin</i> necesite un ayudante —dijo Batu—. Además, una vez te ordené que abandonaras tu armadura. Quiero pagar esa deuda.</p> <p>—No existe ninguna deuda —protestó Pe—. Me equivoqué al poner en duda la orden.</p> <p>—Eso es algo que me compete a mí —afirmó Batu. Retrocedió un paso y habló más alto para que lo escucharan los demás—. Como único heredero de <i>Tzu</i> Hsuang, te cedo los derechos de sus tierras y las mías —Después miró al emperador—. Con la gracia del Divino Señor.</p> <p>El emperador asintió.</p> <p>—Vuestro regalo es demasiado… —comenzó a decir Pe con lágrimas en los ojos.</p> <p>—¿A quién otro se las puedo dar? —lo interrumpió Batu—. Acéptalas. Es mi última orden y es tu deber obedecerla.</p> <p>—Si no tengo otra elección… —repuso Pe, con una reverencia.</p> <p>—No la tenéis —señaló el emperador—. He concedido permiso a Batu Min Ho para que deje mi servicio, pero no a vos. —Miró a los guardias que rodeaban a Batu—. Sacad a este hombre de mi vista. No hay lugar en el palacio de verano para un renegado.</p> <p>En el momento en que Batu daba media vuelta. Pe comenzó a decir algo, pero el general sacudió la cabeza y le señaló la figura del emperador. Pe miró al monarca, y precedió la pregunta con un título que no ofendiera al Hijo del Cielo.</p> <p>—¿Amigo mío, adonde os dirigís?</p> <p>—¿Quién lo sabe? —replicó Batu.</p> <p>Escoltado por seis guardias, el renegado caminó hacia la salida. Mientras se marchaba, el emperador le volvió la espalda y contempló el cadáver decapitado que seguía arrodillado ante el tajo del verdugo. Los dos mandarines caídos en desgracia observaron la marcha de Batu. Uno con una expresión triste y el otro sin disimular el odio. Pe levantó una mano en señal de despedida.</p> <p>—Mañana partiré para informar al khahan de vuestra decisión —le comunicó Koja al emperador. Sin esperar respuesta, saludó al monarca con una reverencia y se alejó en pos de Batu. Lo alcanzó en el momento en que cruzaba la salida—. Si de verdad no tenéis planes —dijo el lama—, conozco a alguien que siempre necesita hombres dispuestos a luchar, alguien que de verdad admira vuestra capacidad.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 17</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Yamun Khahan</p> <p style="margin-top: 4em">Después de cinco días de cabalgata rigurosa pero sin acontecimientos dignos de mención, desde el palacio de verano a Shou Kuan, Batu se encontraba ahora en un patio que, en otros tiempos, había pertenecido al prefecto de la ciudad sitiada. Acompañado de Koja y Ju-Hay Chou, esperaba ser recibido en audiencia por el khahan de los tuiganos.</p> <p>Un par de centímetros de nieve otoñal cubría el pavimento de adoquines, y un viento helado soplaba por encima de las paredes de ladrillos; pero las inclemencias climáticas no molestaban a los anfitriones de Batu. El khahan y sus oficiales habían sacado una docena de alfombras enrolladas de la casa del prefecto y las utilizaban como almohadones. Estaban sentados más o menos en semicírculo, expuestos a los elementos, y bebían leche de yegua fermentada en copas de oro y plata.</p> <p>Los tuiganos vestían pantalones mugrientos y unas pringosas chaquetas de seda llamadas <i>kalat</i>. Las piedras preciosas relucían en los anillos, en los collares y en las vainas de sus armas. Los pies del khahan descansaban sobre un cofre abierto lleno de delicadas figuritas de jade, collares de perlas, marfiles tallados y otros tesoros invalorables. El emperador de Shou Lung había enviado el baúl con Koja como una ofrenda de paz.</p> <p>En el centro del semicírculo de los bárbaros, yacía Kwan Chan Sen estirado con los brazos y las piernas abiertas, sujeto por las muñecas y los tobillos a cuatro piedras grandes. Durante la última hora y media no había dejado de aullar de dolor, y, a la vista de las cosas que le habían hecho los tuiganos, no era de extrañar. Dos bárbaros se encargaban de torturarlo mientras los demás miraban. De vez en cuando, el khahan les daba consejos o hacía apuestas sobre cuánto tiempo más viviría el viejo.</p> <p>Batu contemplaba la escena con un frío distanciamiento. No sentía placer en ver a su enemigo mortal sometido a semejantes tormentos, pero tampoco experimentaba pena. La agonía de Kwan parecía algo remoto e irreal, como si un mensajero le informara del proceso. Pese al odio existente entre ellos, Batu no se sorprendía de su propia reacción. Desde la mañana de la ejecución de Ting, nada alteraba sus sentimientos. Era un estado ideal para un soldado renegado.</p> <p>Los horribles sonidos que profería la garganta de Kwan se transformaron en unas palabras casi ininteligibles.</p> <p>—¡Cortadme el hígado! —jadeó—. Por favor, estoy protegido por la magia. Es la única manera de matarme.</p> <p>Los bárbaros estallaron en una carcajada general y varios comenzaron una discusión sobre cómo este hecho afectaba las apuestas. Koja se volvió hacia Ju-Hay; el rostro del lama tenía una tonalidad amarillenta.</p> <p>—Por vuestro bien —dijo, compasivo—, espero que no todos los mandarines shous estén protegidos por la misma magia.</p> <p>Ju-Hay sacudió la cabeza. Se mordía el labio inferior, y tenía el rostro blanco como la nieve. No obstante, se esforzaba por mantener la compostura. El ex ministro desvió la mirada de Kwan y respondió al comentario de Koja.</p> <p>—No —dijo—. Ni siquiera sabía que Kwan disponía de esa protección. A menudo me he preguntado cómo alguien tan viejo podía ser tan resistente.</p> <p>Batu se había formulado la misma pregunta en numerosas ocasiones, especialmente durante el viaje de la última semana. Con los caballos bien alimentados y descansados, el ejército tuigano había cabalgado como el viento. Incluso para un hombre endurecido en la batalla como Batu, el ritmo había sido agotador, y el general renegado había esperado más de una vez ver cómo Kwan caía muerto de la silla. Pero el viejo lo había soportado todo. Había cabalgado desde el alba al anochecer, había comido al galope y sólo se había detenido a descansar cuando estaba tan oscuro que los caballos tropezaban.</p> <p>Los tuiganos, que recorrían hasta ciento sesenta kilómetros en un día, habían dejado atrás a la escolta shou. Su acelerado avance había despertado las sospechas de Batu, que pensó en una traición, pero Koja le aseguró que esto no era raro entre los bárbaros. Sólo tenían prisa por comunicar a su comandante las buenas noticias. El grupo había hecho una única parada durante las horas de luz, cuando, por recomendación de Koja, Batu había entrado en un pueblo para comprar un regalo personal para el khahan.</p> <p>Por fin, el pequeño ejército llegó a Shou Kuan. Batu y Ju-Hay visitaron al general de Wak'an para entregarle una carta del emperador. El mensaje ponía al general, que no salía de su asombro, al mando de todos los ejércitos provinciales, y le informaba que se habían aceptado los términos de paz. Después de una despedida un tanto embarazosa, Batu entró en la ciudad en compañía de los bárbaros.</p> <p>Esto había ocurrido hacía más de dos horas, y Batu todavía no había sido presentado formalmente al khahan. En cuanto Koja llegó y anunció que se había aceptado la propuesta de paz, el gobernante tuigano dispuso la muerte de Kwan para celebrarlo. Batu no había previsto una espera tan prolongada, aunque ahora suponía que el khahan estaría de muy buen humor cuando Koja hiciera la presentación.</p> <p>Mientras contemplaba los nuevos tormentos que los bárbaros aplicaban a Kwan, Batu comprendió que el lama no le había mentido en Taitung. Todos los tuiganos disfrutaban con el sufrimiento, y ni siquiera en su mayor crueldad Batu podría haber igualado los castigos que el ex ministro de Guerra soportaba a manos de los bárbaros.</p> <p>El contraste le recordó al shou renegado que, aunque compartía algo de su sangre, no tenía nada en común con la cultura de los guerreros nómadas. De pronto comprendió lo solo que estaría cuando ejecutaran a Ju-Hay. Por un momento, dudó de la sensatez de su decisión de abandonar Shou Lung, pero se tranquilizó al pensar que allí ya no podía hacer nada. Al menos, con los tuiganos tendría la ocasión de luchar cuanto le viniera en gana.</p> <p>Los dos torturadores acababan con su último tormento y Kwan, amparado por la magia, insistió para que lo mataran de una vez. Durante varios minutos, los tuiganos discutieron nuevas maneras de divertirse con el sufrimiento del viejo. Por fin, el khahan levantó una mano para reclamar silencio.</p> <p>—Ya nos hemos divertido bastante por hoy —dijo con el fuerte acento gutural del idioma tuigano. El khahan ordenó con un gesto que acabaran con los sufrimientos del prisionero. Uno de los torturadores hundió un puñal en el hígado del viejo. En cuanto se apagó el último grito de agonía, el khahan añadió—: Tenemos que atender asuntos muy serios. Las yeguas ya no dan leche, y hemos bebido tanta sangre de caballo que ahora nos podrían llamar «pueblo de las sanguijuelas». —Un coro de risotadas celebró la salida del líder. El khahan puso boca abajo su copa de oro y unos pocos cuajos pequeños de leche agria cayeron al suelo—. Este es el último <i>cumis</i>. Dentro de una semana, nos veremos forzados a beber agua y a comernos a nuestros amigos.</p> <p>Batu pensó que Yamun había hecho otro comentario gracioso, pero nadie se rió. El khahan miró a Koja.</p> <p>—Por lo tanto, es bueno que Koja, mi <i>anda</i>, haya regresado de su misión con éxito.</p> <p>—Fue la luz de vuestra sabiduría y el miedo a vuestra cólera lo que persuadió al gobernante de Shou Lung a aceptar vuestras condiciones —respondió Koja, con una reverencia—. Sólo fui el humilde receptáculo de vuestro mensaje.</p> <p>—No lo dudo —repuso el khahan. Miró a Batu—. Veo que has traído un invitado.</p> <p>Koja cogió a Batu del brazo y lo llevó hasta el centro del semicírculo tuigano. Batu, que recordaba las estrictas medidas de seguridad habituales alrededor del emperador, se sorprendió al ver que nadie le quitaba la espada.</p> <p>Aunque los bárbaros estaban sentados en el exterior, el aire apestaba con el olor fétido del sudor rancio y la leche fermentada. Por fortuna, Batu se había acostumbrado al olor a mugre de los soldados durante el viaje, y no mostró ninguna señal de disgusto. Koja lo hizo poner de rodillas.</p> <p>—Ilustre emperador, os presento a Batu Min Ho, el comandante de los ejércitos shous que se opusieron a vuestra poderosa voluntad.</p> <p>El khahan se inclinó hacia adelante, y miró al general con una expresión de desagrado tremenda. El gobernante tenía la piel amarillenta y la nariz chata común de los tuiganos, pero sus facciones eran tan fuertes y marcadas que parecían esculpidas en piedra. El rostro era casi cuadrado, definido por las líneas duras de la mandíbula. El bigote fino colgaba por las comisuras de la boca tensa. Tenía los pómulos muy altos y los ojos, negros y pequeños, casi quedaban ocultos por las cejas, negras como el carbón. El khahan se volvió hacia Koja.</p> <p>—No pedí la vida de este hombre —dijo.</p> <p>—Fui yo quien pidió veros —respondió Batu, que se atrevió a hablar sin permiso.</p> <p>Aunque sorprendido al ver que Batu hablaba su idioma, el khahan no pareció ofendido por la osadía del shou.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Para ofreceros un regalo personal —contestó Batu.</p> <p>El khahan movió los pies y arrojó al suelo una estatuilla de jade y un talismán de marfil que había en el cofre.</p> <p>—Vuestro emperador ya me ha enviado regalos —comentó, con una mueca de desprecio.</p> <p>—Estoy seguro de que el Ilustre Emperador de Todos los Pueblos encontrará el regalo de Batu mucho más de su agrado —intervino Koja—. Vuestros guardias lo vigilan en la entrada.</p> <p>—Muy bien —dijo el khahan, con un tono de sospecha—. Traedlo.</p> <p>Un oficial abrió la puerta, y entró uno de los guardias del khahan llevando de las riendas un caballo cargado con una pequeña parte del regalo de Batu. Los ojos del khahan brillaban al ver los dos barriles.</p> <p>—¿Vino?</p> <p>—Hay otros cien barriles, todos del mejor vino de los cultivos de ciruelas en Ch'ing Tung.</p> <p>—¿Vino de ciruelas? —exclamó burlón uno de los hombres sentados con el khahan. Era un militar delgado de mirada huidiza y expresión recelosa.</p> <p>—El vino es vino, Chanar —señaló el khahan—. ¡Abrid un barril!</p> <p>Varios tuiganos se levantaron para obedecer, y el khahan los observó con ansias. En cuanto insertaron el espiche, Yamun le alcanzó la copa a un escudero para que la llenara, y miró a Batu.</p> <p>—Vuestro regalo es bienvenido. No hemos probado el vino desde nuestra segunda batalla en estas tierras. —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. En lugar de dejar una gota para nuestras lenguas, vuestros campesinos lo derramaron por el suelo. ¡Los muy perros!</p> <p>—Fue por orden mía —le informó Batu.</p> <p>—Esa orden costó muchas vidas shous —respondió el khahan, con un gesto amargo al recordar tantos días sin vino.</p> <p>—También demoró vuestro avance —replicó Batu—, y aquello costó muchas vidas tuiganas.</p> <p>El escudero trajo la copa del khahan, pero el líder no la probó.</p> <p>—Haríais bien en recordar que estáis en el campo enemigo —advirtió a Batu.</p> <p>—Está escrito que no existen reglas en la guerra —contestó Batu sin intimidarse. El khahan entornó los párpados, y una vez más lo miró con suspicacia.</p> <p>—Leer no me sirve de nada —repuso. Contempló la copa llena hasta el borde y luego se la devolvió al escudero—. Me olvido de los modales —dijo con la mirada clavada en los ojos de Batu—. Nuestro invitado no tiene copa. Que beba de la mía.</p> <p>Los demás tuiganos, que esperaban que el khahan bebiera antes de levantar sus copas, miraron nerviosos el vino y se preguntaron si el shou lo habría envenenado. El escudero entregó la copa a Batu, y se apartó.</p> <p>—Adelante —lo urgió Yamun.</p> <p>—A la salud del khahan —brindó Batu, que levantó la copa en dirección a los compañeros de Yamun.</p> <p>Los oficiales palidecieron y se acercaron las copas a los labios. Aunque el vino estuviera envenenado, rehusar beber a la salud del khahan habría sido un insulto al comandante.</p> <p>—¡No! —gritó el khahan, poniéndose de pie. Con un suspiro de alivio, los oficiales bajaron las copas—. Nuestro huésped beberá la primera copa solo —añadió Yamun—. Después de todo, ha hecho un viaje muy largo y no quiero aparecer como descortés.</p> <p>Batu echó una ojeada al patio, y se alegró de que el vino no estuviera envenenado. Cada oficial sostenía una copa en una mano y con la otra sujetaba la empuñadura de la espada. Si se negaba a beber, el renegado sufriría un destino peor que el de Kwan. Batu miró a Yamun, y después alzó su copa en dirección al poderoso khahan.</p> <p>—¡Entonces, a mi salud! —Batu se bebió la copa de un solo trago. El <i>ronin</i> se limpió la barbilla con la manga de la chaqueta como hubiera hecho cualquier tuigano. Sin apartar la mirada del rostro de Yamun, le extendió la copa al escudero y le ordenó—: ¡Llenadla!</p> <p>—¡No sin antes traerme a mí otra copa! —exclamó el khahan, con una sonrisa de oreja a oreja. Mientras el escudero entraba en la casa para traer otra copa, el khahan se sentó y se dirigió a Batu—. Me divierte vuestro desparpajo, general, pero la guerra no es un juego. Cuando se acaba, los oponentes no se reúnen para vanagloriarse de sus victorias sobre una copa de vino… aunque no esté envenenado. ¿Por qué habéis venido a mi campamento?</p> <p>—Soy un soldado que busca una guerra —respondió Batu.</p> <p>El khahan frunció el entrecejo y retorció una de las puntas del bigote entre el pulgar y el índice.</p> <p>—¿Qué queréis decir? —preguntó.</p> <p>—Soy un <i>ronin</i>, un soldado sin patria —contestó Batu—. Tengo un apetito insaciable por el combate y la guerra, y Koja sugirió que podía encontrar las dos cosas con vos.</p> <p>—Habíais expresado vuestra admiración por los talentos del general enemigo, Divino Amo del Mundo —intervino Koja.</p> <p>—Eso fue antes de saber que el hombre traicionaría a su propio país —señaló el oficial larguirucho conocido como Chanar.</p> <p>—Desconocéis mis razones para abandonar Shou Lung —le dijo Batu—, así que os perdonaré el insulto, por esta única vez.</p> <p>Con un gesto agrio, Chanar buscó su espada, pero Yamun lo detuvo con un ademán.</p> <p>—Chanar, acabas de ganar el derecho de aparecer otra vez ante mi vista —le recordó el khahan—. ¿Tienes tanta prisa por perderlo?</p> <p>—¡Ya habéis escuchado al perro! —protestó Chanar.</p> <p>—Tenéis que vigilar a ése —le susurró Koja a Batu—. Si no fuera por su vieja amistad con el khahan, ya habría sufrido el castigo por su traición hace mucho tiempo. Tal como están las cosas, sólo ha recuperado el derecho de aparecer ante el Poderoso gracias a que salvó al khahan de ser capturado.</p> <p>—¿Por qué abandonasteis el servicio del emperador? —le preguntó Yamun a Batu, sin hacer caso a Chanar.</p> <p>—Lo siento, poderoso khahan, pero las razones son mías —contestó Batu, que agachó la cabeza. No quería revelar la profundidad de sus sentimientos por su familia. Sospechaba que entre soldados tan dedicados como los tuiganos, tales emociones serían consideradas como una debilidad.</p> <p>—Nada de lo que deseo tener es vuestro —señaló Yamun, ceñudo.</p> <p>En aquel momento apareció el escudero, cosa que evitó a Batu tener que dar una respuesta inmediata. El joven sirvió una copa de vino al khahan y le dio otra a Batu. Yamun levantó la copa y propuso un brindis.</p> <p>—¡A mi salud, general!</p> <p>—A vuestra salud —respondió Batu.</p> <p>Vaciaron las copas de un solo trago, y le entregaron las copas al escudero para que las volvieran a llenar.</p> <p>—Un buen vino —comentó el khahan—, aunque un poco más dulce que el vino que había probado antes. —Sin cambiar de tono, el khahan volvió al tema del secreto de Batu—. Pocos enemigos me han engañado, y ninguno ha vivido para vanagloriarse, excepto vos. Sólo un loco puede dejar libre a su enemigo, porque sin duda volverá para derrotarlo otro día. Así que sólo tengo dos opciones: ordenar que os maten, o acogeros en mi <i>ordu</i>. —Al comprobar que sus palabras no tenían ningún efecto visible en Batu, añadió—: Si debo aceptaros en mi clan y en mi ejército, debo saber por qué habéis abandonado el vuestro. Un caballo que tumbó a su amo puede tumbar a otro.</p> <p>Batu asintió. En idénticas circunstancias, él habría tenido las mismas dudas que el khahan.</p> <p>—No hay muchos caballos en Shou Lung —respondió Batu—. Quizá se deba a que los amos no protegen a las yeguas y a los potrillos cuando el macho ha ido a la guerra.</p> <p>—¿Debo entender que mataron a una de vuestras esposas y sus hijos mientras combatíais contra nosotros?</p> <p>—En Shou Lung, sólo tenemos una esposa y muy pocos hijos, Poderoso Señor —contestó Batu—. Murieron cuando estaban bajo la protección del emperador.</p> <p>—¿Es por eso que habéis renunciado al deber con vuestro amo? —preguntó el khahan—. ¿Porque permitió que mataran a vuestra familia?</p> <p>Batu asintió, inquieto por haber revelado esta debilidad.</p> <p>—¡Ésa no es una razón! —declaró Chanar—. ¡Un soldado honorable no pone a su familia por encima de su comandante!</p> <p>Chanar no había acabado de decir la frase cuando Batu se adelantó hacia él, con una mano sobre el pomo de la espada. En cuanto el tuigano vio la intención del shou, abrió la boca y los ojos en señal de sorpresa. Se levantó de un salto y sujetó la empuñadura de su espada.</p> <p>—¡Disculpaos! —siseó Batu.</p> <p>—No lo haré —respondió Chanar, que recobró la compostura—. Como podéis ver, os matarán en el instante en que desenfundéis la espada. —Una docena de tuiganos avanzaron hacia Batu, pero el general no se inmutó.</p> <p>—Dónde o cuándo moriré no tiene importancia —afirmó Batu, sin dejar de acercarse al provocador de su cólera—. Disculpaos.</p> <p>—Permíteme que mate a este insolente —le pidió Chanar a Yamun.</p> <p>—Deja tu espada en la vaina —contestó el khahan con voz serena—. Batu es un invitado en mi campamento, y no seré deshonrado con el derramamiento de su sangre, sobre todo cuando es tu propia estupidez y tu lengua afilada las que lo han provocado. Batu te advirtió que no insultaras su honor.</p> <p>Chanar se puso rojo como un tomate, pero dejó el arma en la vaina. Se volvió hacia Batu con ojos relucientes de furia.</p> <p>—No pretendía insultaros, renegado. Mis disculpas.</p> <p>—Por ahora, me doy por satisfecho —respondió Batu, apartando la mano del arma. Chanar volvió a su asiento, sin dejar de mirar al shou con un odio profundo.</p> <p>—La próxima vez que amenacéis a uno de mis oficiales —le dijo Yamun a Batu—, será mejor que estéis dispuesto a utilizar vuestra espada.</p> <p>—Estaba preparado —aseguró Batu, e hizo una reverencia para mostrar que no pretendía ofender al khahan.</p> <p>—Sí, supongo que lo estabais—repuso el jefe tuigano, con los párpados entornados. Bebió un trago de su copa, con el entrecejo fruncido mientras pensaba. Por fin, apartó la copa y añadió—: Consideraré vuestra petición, general Batu. Hasta que decida, seréis un huésped bienvenido en mi campamento. —Miró a los oficiales para asegurarse de que habían escuchado y comprendido sus palabras. Su mirada se posó con insistencia en Chanar. Al cabo de un momento, el khahan volvió la mirada a Batu—. Me habéis dado un regalo y yo os debo retribuir con otro mejor. ¿Hay algo que deseéis de mi campamento?</p> <p>Batu observó el patio con atención. Aunque había tesoros suficientes como para pagar el rescate de un señor, Batu no estaba interesado en las riquezas. Su mirada se posó en Ju-Hay Chou, el único hombre del gobierno que había justificado la confianza que había depositado en él.</p> <p>—Gran Khahan —respondió Batu—, cuando un hombre pasa demasiado tiempo sin vino, lo considera más valioso que el oro, ¿no es así?</p> <p>—Es verdad —reconoció el khahan, ceñudo—. Ningún hombre puede beber oro.</p> <p>—Entonces, en todos vuestros campamentos, sólo hay un regalo equivalente al vino que os he traído. —Batu señaló a Ju-Hay—. Él.</p> <p>—¡No! —susurró Koja, que se apresuró a coger a Batu por un brazo—. Intentó matar al khahan, así que debe morir. Si pretendéis salvarlo, moriréis con él.</p> <p>—Él —repitió Batu, apartando la mano del lama.</p> <p>—Lo que dice Koja es cierto —le advirtió Yamun—. Ju-Hay Chou debe morir.</p> <p>Ju-Hay no entendía el lenguaje tuigano, pero sabía que hablaban de su persona. Miró a Batu con una expresión de esperanza, aunque su semblante continuó pálido.</p> <p>—Lo sé —dijo Batu—. Sólo pido el privilegio de matarlo.</p> <p>—Lo que pedís es un gran regalo —comentó el khahan con una sonrisa—, pero soy un hombre de honor y mantendré mi palabra. Traed al prisionero.</p> <p>Dos oficiales se levantaron y trajeron a Ju-Hay al centro del círculo. Batu desenvainó la espada.</p> <p>—Ministro Ju-Hay, por favor daos la vuelta —le dijo en shou.</p> <p>—¿Qué vais a hacer? —preguntó el ex mandarín con voz trémula.</p> <p>Ju-Hay había cabalgado todo el camino desde Taitung a Shou Kuan con la cabeza alta, pero el renegado no lo culpó ahora por tener miedo.</p> <p>—Volveos —repitió Batu—. Será más rápido y menos doloroso.</p> <p>Al comprender que su amigo no lo había salvado, Ju-Hay se echó a temblar. No obstante, se volvió.</p> <p>—Lo comprendo —dijo—. Mi gra…</p> <p>Batu descargó el mandoble. La hoja se hundió en la nuca de Ju-Hay, y lo mató en el acto.</p> <p>—¿Por qué habéis hecho eso? —gritó Chanar. Incluso antes de que el cuerpo de Ju-Hay llegara a tocar los adoquines cubiertos de nieve, el tuigano se había puesto de pie y señalaba furioso a Batu.</p> <p>—Este hombre era amigo mío —contestó Batu sin más mientras limpiaba la espada en el <i>samju</i> de Ju-Hay—. No quería verlo morir como un animal.</p> <p>—¡Habéis insultado al khahan! —insistió Chanar.</p> <p>—Yo decidiré cuándo me han insultado —manifestó Yamun—. La muerte del prisionero era el regalo de Batu. Si deseaba desperdiciarlo, es su privilegio. Ahora siéntate, Chanar. Tenemos muchas cosas que tratar. —En cuanto Chanar se sentó, el khahan se volvió hacia Batu—. Vuestra lealtad por vuestro amigo es impresionante, y ya no dudo de vuestros motivos. Si vais a pelear en mi ejército, debéis aprender que soy el Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Es obvio que ese otro emperador, el que dejó matar a vuestra familia cuando estaba bajo su protección, es un impostor, ¿No es así?</p> <p>—Estáis en lo cierto, Poderoso Señor —contestó Batu, con una reverencia. No pudo evitar la comparación entre la magnificencia del palacio de verano con el desorden y la suciedad en la corte del khahan, pero también sabia que para ser un emperador hacía falta algo más que el lujo y el esplendor.</p> <p>—¿Me juráis vuestra lealtad? —preguntó Yamun.</p> <p>—Por todo el tiempo que me alimentéis y me paguéis —contestó Batu.</p> <p>—Una respuesta sincera. —El khahan sonrió—. Sentaos. —Yamun le señaló un sitio a su lado.</p> <p>—Me siento honrado —señaló el shou, que se sentó a la derecha del khahan—. Espero con ansias luchar a vuestro lado.</p> <p>En cuanto Batu tomó asiento, el khahan inició una discusión general sobre cuál sería el próximo objetivo de ataque. Chanar se mostró partidario de romper el compromiso y reanudar la guerra contra los shous. Otro oficial propuso la invasión de Tabot, el reino montañés en la frontera sudoeste de Shou Lung. Uno de los presentes, un tonto en opinión de Batu, sugirió la captura de una flota y navegar hacia las islas de Wa. Después de escuchar con paciencia las recomendaciones, el khahan se volvió hacia Batu.</p> <p>—Conocéis esta tierra mejor que nosotros —dijo—. ¿Cuál es vuestra opción?</p> <p>—Ninguna —contestó Batu, en el acto—. Sabéis menos del arte de la navegación que los shous de caballos, así que no recomendaría atacar las islas de Wa. En las altas cordilleras de Tabot, los caballos serían un incordio más que una ventaja; por lo tanto, atacar allí sería un error de juicio.</p> <p>—¿Y qué opináis de la capital shou? —preguntó el khahan, que observó al renegado con las cejas enarcadas.</p> <p>—Habéis hecho un acuerdo de paz con Shou Lung —respondió Batu, que devolvió la mirada del khahan con otra inexpresiva.</p> <p>—Como habéis dicho, en la guerra no hay reglas —replicó Yamun.</p> <p>—Es verdad —reconoció el shou, con prudencia—. En la guerra no hay reglas. Sin embargo, sí las hay en la conducta personal. Habéis dado vuestra palabra, y no puedo recomendar que faltéis a ella.</p> <p>Batu hizo una pausa, y observó al khahan. La expresión del gobernante era inescrutable, pero no dudaba que consideraba seriamente la posibilidad de reanudar la guerra contra Shou Lung. Pero Yamun lo sorprendió con su respuesta.</p> <p>—Lo que decís es sabio, Batu. Un hombre debe cumplir con su palabra. —El khahan observó los rostros de sus oficiales durante un momento. Después miró al shou e inquirió—: Entonces, ¿adonde vamos?</p> <p>—Si no podéis ir al este ni al norte ni al sur, sólo queda una dirección —contestó Batu—. El oeste.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 18</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">Al oeste</p> <p style="margin-top: 4em">—¿Dónde están los reinos que me habéis prometido? —preguntó el Ilustre Emperador de Todos los Pueblos en cuanto Batu se presentó en la yurta del khahan.</p> <p>Batu, acostumbrado a la impaciencia del khahan y sin preocuparse por ella, no respondió en el acto. En cambio, se quitó la nieve de las botas y esperó a que sus ojos se habituaran a la penumbra. Después del reflejo cegador del páramo cubierto de nieve, el interior de la yurta parecía tan oscuro como una osera.</p> <p>También olía como si lo fuera. El aire estaba cargado con el tufo de los cuerpos sucios, el olor acre del estiércol quemado y la fetidez de leche agria del <i>cumis</i>. Batu llevaba dos meses de viaje por las llanuras desoladas en compañía de los tuiganos, y todavía lo asombraba lo sucios que eran los nómadas. Nunca se lavaban, ni se cambiaban de ropa. El propio khahan vestía el mismo <i>kalat</i> de seda que llevaba puesto cuando Batu lo había conocido. El renegado no podía imaginar cómo la prenda no se había podrido todavía.</p> <p>Batu se quitó el <i>del</i>, un abrigo pesado que le había regalado el khahan, y lo colgó de un gancho clavado en un poste. El khahan había clavado el gancho para que Batu pudiera colgar el <i>del</i>. Los tuiganos no necesitaban estos refinamientos porque no se quitaban los abrigos. En esto y en un centenar de cosas más, el shou renegado seguía siendo un extraño para el pueblo de sus antepasados. Cuando por fin sus ojos se acomodaron a la luz, Batu miró a su comandante y se arrodilló, sin pasar por alto que estaban casi solos en la yurta. Aparte de los guardias <i>kashiks</i> y un esclavo, la única otra persona presente era una de las esposas del khahan. Batu no sabía cuál, porque ya no le interesaban las mujeres, al menos las mujeres tuiganas, y no les prestaba atención.</p> <p>—Tendría que haber escuchado a Chanar —dijo el khahan, irritado, al tiempo que autorizaba a Batu a levantarse—. Quizá nos lleváis a una tierra desierta para proteger vuestro hogar.</p> <p>Batu sintió una opresión de furia en el pecho y miró al khahan con los ojos entornados.</p> <p>—Mi casa es donde estoy —contestó tajante, citando uno de los proverbios favoritos de los tuiganos—. Si no me quieren aquí, buscaré otro lugar donde estar. —Se puso de pie y tendió una mano para recoger el abrigo.</p> <p>—Dejad vuestro abrigo donde está —ordenó el khahan—. Con Chanar y los demás, está muy bien ser arrogante. Pero yo soy el khahan, y para mí vuestro orgullo no significa nada. Si no podemos hablar entre nosotros, nuestra amistad no vale nada.</p> <p>Batu apartó la mano del abrigo, sin dejarse impresionar por la profesión de amistad de Yamun. Entre él y el khahan se había establecido una cierta simpatía, pero el renegado nunca la habría calificado de amistad. No dejaba de sentirse como un visitante en el campamento tuigano.</p> <p>La culpa era suya, desde luego. Batu pasaba las veladas bebiendo <i>cumis</i> con Yamun y los <i>kanes</i>, pero era una compañía aburrida. Aunque habían pasado casi tres meses desde que se había enterado de la desaparición de su familia, todavía se negaba a aceptar la pérdida. No conseguía evitar la sensación de que aún estaba en campaña, que no tardaría en regresar a su hogar en Chukei, donde encontraría a Wu y a los niños un par de centímetros más altos que la última vez.</p> <p>Sabía que esto no era cierto, desde luego, pero comprenderlo no cambiaba lo que sentía su corazón. La mayoría de las noches se sentía tan solitario que sólo se dormía si imaginaba a su familia con vida o si bebía <i>cumis</i> hasta perder la conciencia. Era un círculo terrible: cuanto más pensaba en su familia, más se apartaba de los compañeros tuiganos. Y, cuanto más se apartaba de ellos, más pensaba en Wu, Ji y Yo.</p> <p>La lucha a la que Batu había esperado dedicarse, y que había sido la razón para unirse a los tuiganos, no se había materializado. El khahan, ansioso por alcanzar los reinos occidentales, había llevado a su ejército a través de las llanuras desérticas. Después de pasar la humeante cordillera que marcaba la frontera del territorio conocido por los tuiganos, Yamun había pasado a Batu la responsabilidad de guiar al ejército.</p> <p>Al advertir que se había perdido en sus pensamientos y no hacía caso a su comandante, Batu volvió su atención al khahan.</p> <p>—¿Queríais verme?</p> <p>—Venid y sentaos conmigo—contestó el khahan, que señaló un almohadón cercano—, ¿o debo esperar el regreso de Chanar para tener una compañía más animada?</p> <p>El líder tuigano intentaba valerse de la rivalidad entre Chanar y Batu para que el shou dejara de pensar en su familia. Era una treta que el khahan había empleado muchas veces en el pasado. Pero la táctica nunca daría resultados, porque la rivalidad de Chanar no era correspondida. A Batu no le interesaba jugar a la política con el general larguirucho. Era un juego que no había practicado en Shou Lung, y no tenía la intención de hacerlo ahora. Sin responder a la pregunta mordaz del khahan, Batu ocupó su lugar.</p> <p>—No sois el hombre contra el que luché en Shou Lung —comentó Yamun, mientras el shou se sentaba.</p> <p>—¿A qué os referís? —preguntó Batu.</p> <p>—El hombre contra el que luché en Shou Lung no temía a la muerte —contestó el khahan.</p> <p>Batu, con aire ausente, aceptó la copa de <i>cumis</i> que le sirvió el escudero.</p> <p>—Mi desprecio por la muerte no ha cambiado —afirmó el shou—. No le temo a nada.</p> <p>—Lo sé —dijo el khahan—. Por eso Chanar dirige a los exploradores y vos estáis aquí conmigo.</p> <p>Batu frunció el entrecejo, porque el khahan había puesto el dedo en la llaga. Después de dos meses de marcha por los desiertos helados entre Shou Lung y el lugar donde estaban ahora, los ejércitos tuiganos habían llegado a una cordillera que parecía infranqueable. Los exploradores de Batu habían tardado varios días en encontrar un paso muy angosto.</p> <p>Yamun había enviado cinco mil hombres por el paso para que exploraran las tierras al otro lado. Batu había querido ir al mando de la expedición, pero el khahan había encargado la misión a Chanar.</p> <p>Esto había sido la semana pasada, y desde entonces el renegado no había dejado de darle vueltas al asunto. Ahora que el khahan parecía dispuesto a tocar el tema, Batu estaba decidido a averiguar por qué lo habían pasado por alto.</p> <p>—¿Por qué mi temeridad me descalifica para el mando?</p> <p>—Como vos mismo habéis dicho, ya no le tenéis miedo a nada, incluida la derrota.</p> <p>—¿Qué? —exclamó Batu—. ¿Cómo podéis decir semejante cosa?</p> <p>—Es la verdad —replicó el líder tuigano, que apuntó con un dedo mugriento al shou—. No cometáis el error de creer que no veo la rivalidad entre Chanar y vos. He visto cómo dejáis que vuelva a los demás en contra vuestra, siempre que tenga el cuidado de no ofender vuestro honor. —El khahan cogió un cuajaron de la copa y lo masticó—. Si es así como deseáis que sean las cosas, no me corresponde intervenir. Pero os digo que el general contra el que luché en Shou Lung no se ocultaría detrás de sus memorias, sobre todo de un rival tan pequeño como Chanar. —El khahan utilizó adrede un tono despectivo.</p> <p>—No creáis que aceptaré un insulto a la ligera, ni siquiera de vos —siseó Batu. No había acabado de hablar cuando los guardias <i>kashiks</i> desenvainaron los sables y avanzaron.</p> <p>Sin apartar la mirada de Batu, el khahan ordenó a los guardias que se apartaran con un gesto.</p> <p>—Desde luego, mereceríais la muerte por lo que habéis dicho, pero es eso lo que deseáis, ¿no es así? No os complaceré. —Yamun permaneció en silencio con el entrecejo fruncido como si recordara alguna cosa muy lejana—. Cuando vinisteis a verme, dijisteis que era por el ansia de combatir.</p> <p>—Eso no ha cambiado —afirmó Batu.</p> <p>—Entonces, os diré una cosa —manifestó el khahan con el tono de un juez que dicta sentencia—. Si deseáis saciar vuestras ansias a mi servicio, debéis dejar de utilizar vuestro pasado para escudaros de la rivalidad de Chanar.</p> <p>La reacción instintiva de Batu fue la de montar en cólera. El khahan le decía con toda claridad que debía olvidar a su familia, y esto era algo que el shou jamás haría. Después de la ejecución de Ting, Batu había jurado honrar a su familia muerta durante el resto de su vida, y se había preocupado de hacer saber a los demás que estaba dispuesto a vengar hasta el más leve insulto a su memoria.</p> <p>Aun así, la orden directa del khahan no estaba fuera de lugar y Batu lo sabía. Como había dicho Yamun, el renegado utilizaba su juramento como un escudo, no para protegerse de Chanar sino para protegerse a sí mismo de la verdad.</p> <p>Batu a menudo les había dicho a sus tropas que los soldados eran hombres muertos. Como tales, no tenían que pensar en sus familias. Tarde o temprano, todos los soldados morirían en el campo de batalla y dejarían atrás a viudas y niños solitarios. Era una verdad que Batu había conocido desde siempre, pero siempre se había dicho a sí mismo que no se aplicaba a su caso. Si moría, su familia no sufriría penurias económicas, así que el general siempre había creído que su desaparición no sería más que un pequeño trastorno. Ahora, comprendía su error. La angustia de Wu y el sufrimiento de Ji y Yo habrían sido tan duros de soportar como el dolor que soportaba ahora. Había sido una equivocación esperar que pasaran tantos sufrimientos por su causa. Batu comprendía ahora que el día que se había enamorado tendría que haber renunciado para siempre a la carrera de las armas.</p> <p>Sin embargo, nunca había pensado en hacerlo. La primera vez que había empuñado una espada, había decidido ser un soldado. Nunca había conocido otra cosa, ni tampoco lo había querido. En lugar de renunciar a las armas, más le hubiera valido endurecer su corazón contra el amor, de la misma manera que se había endurecido contra la muerte y la agonía de aquellos que servían a sus órdenes.</p> <p>Mientras reflexionaba sobre su ceguera pasada, Batu comprendió poco a poco que había llegado el momento de volver a mandar. Era verdad que se había equivocado al formar una familia. También era cierto que, después de formarla, había cometido un error al continuar con su vida de soldado. Pero éstos eran errores cometidos en el pasado. Al negarse a aceptarlos ahora, se avergonzaba a sí mismo y despreciaba el sacrificio que su familia había hecho por él. Si Batu quería venerar a su esposa y a sus hijos correctamente, tendría que dejar de utilizar sus recuerdos para protegerse de sus propios sentimientos de culpa. Tendría que comenzar a vivir otra vez. El renegado llamó al escudero y le entregó su copa de <i>cumis</i>.</p> <p>—Llevaos esto y traedme un vaso de agua.</p> <p>—¿Estáis enfermo? —preguntó el khahan, intrigado.</p> <p>—No —contestó Batu—. Es hora de que comience a tener la cabeza despejada.</p> <p>—Tampoco es para tanto —exclamó el khahan, con una sonrisa presuntuosa—. Chanar Ong Kho no es un rival de mucha categoría.</p> <p>—No me preocupa Chanar —aseguró Batu—. Quiero estar preparado para el mando cuando llegue la hora de luchar.</p> <p>—No os adelantéis a los acontecimientos —le advirtió Yamun—. Antes tendréis que ocuparos de Chanar. —El khahan permaneció en silencio durante unos momentos. Por fin, cambió de tema y dijo—: Dado que habéis decidido tener la cabeza despejada, dejad que me aproveche y os pida consejo.</p> <p>—Desde luego.</p> <p>—Pienso que si Chanar hubiera encontrado algo al otro lado de las montañas, ya tendríamos que tener noticias suyas. —El khahan removió distraído el contenido de la copa.</p> <p>Batu no se arriesgó a dar una opinión. Era obvio que el humor del líder tuigano había cambiado, pero no sabía hacia dónde. Sin duda, Yamun se traía algo entre manos.</p> <p>—Mientras permanecemos sentados aquí —añadió Yamun, con la mirada puesta en la copa—, la nieve aumenta y los hombres están cada vez más inquietos.</p> <p>—Es verdad —asintió Batu. Sólo durante la última semana, más de diez mil hombres habían abandonado el campamento, con la excusa de tener que regresar a sus clanes, a sus <i>ordus</i>, para ocuparse de que sus familias estuvieran bien abastecidas para el invierno. Aunque Yamun y Batu sabían que la verdadera causa era el aburrimiento, el khahan los había dejado marchar. Era un buen comandante que sabía que los hombres resentidos no servían para guerreros. Además, en cuanto enviara aviso de que se habían reanudado los combates, los reclutas vendrían por millares a través de las llanuras nevadas.</p> <p>—Pienso que debemos reunir al ejército y seguir a Chanar a través del desfiladero —comentó Yamun, atento al contenido de la copa.</p> <p>—Sin duda es más que probable que no haya nada al otro lado de las montañas —aventuró Batu—. Pero no arriesgaría a todos mis ejércitos en el intento. Después de pasar por el desfiladero, podrían cortarnos la retirada y destruirnos.</p> <p>—¿Quién lo haría? —replicó el khahan, olvidado ya de la copa—. Desde que me aconsejasteis salir de Shou Lung, no hemos visto más de un centenar de hombres en un mismo lugar, y ya no digamos un reino capaz de reunir un ejército. Los hombres murmuran que me he perdido o tengo miedo.</p> <p>—Existe una gran diferencia entre el miedo y la cautela —señaló Batu.</p> <p>Yamun apuntó al renegado con un dedo y después se golpeó el pecho.</p> <p>—Nosotros lo sabemos —afirmó el khahan—. Pero no lo saben nuestros soldados. Para ellos, la inacción equivale a cobardía.</p> <p>Batu sabía que el khahan decía la verdad. Los hombres de la mayoría de los ejércitos habrían agradecido poder descansar durante una semana, pero éste no era el caso de los tuiganos. Parecían haber nacido para cabalgar y luchar, y se sentían la mar de desgraciados cuando no hacían una cosa ni la otra.</p> <p>—Gran khahan —dijo Batu—, el coraje del guerrero tuigano es legendario, pero no es menos vulnerable a las emboscadas que cualquier otro soldado.</p> <p>—¿Entonces recomendáis que no sigamos a Chanar a través del desfiladero?</p> <p>Aunque sabía que su respuesta no complacería al khahan, Batu no vaciló ni un instante.</p> <p>—Así es, si bien comprendo vuestra inquietud al perder de vista a Chanar durante tanto tiempo.</p> <p>El khahan se permitió una sonrisa agria ante el comentario y después volvió al tema que lo preocupaba.</p> <p>—Siempre habéis sido cauto, Batu. Mientras planeáis y exploráis, yo ataco. Por esta razón avancé sin trabas hasta Shou Kuan cuando invadí vuestro país.</p> <p>Batu comprendió que no tenía sentido decirle al khahan que permitir el avance tuigano hasta Shou Kuan había sido parte de su plan. Tampoco ganaría nada con discutir, porque Yamun había decidido atravesar el desfiladero mucho antes de llamar al general shou. Lo más conveniente sería ayudar al khahan a trazar un plan que permitiera la posibilidad de una retirada si surgían problemas.</p> <p>—Khahan —comenzó Batu—, vuestra sabiduría es infinita y, si creéis que ha llegado el momento de marchar, no puedo discutir… —Batu se interrumpió al ver que un <i>kashik</i> entraba precipitadamente en la yurta.</p> <p>—El general Chanar regresa —anunció el guardia.</p> <p>El hombre que entró detrás del kashik apenas si se parecía al arrogante <i>kan</i> que había salido del campamento una semana antes. Chanar había perdido el sombrero, y la tonsura se veía roja y pelada por el sol. Tenía el rostro angustiado y consumido, con la piel grisácea y grandes bolsas oscuras debajo de los ojos. Los harapos de su <i>delle</i> colgaban de los hombros, y Batu vio un trozo de metal amarillo que brillaba en el bolsillo izquierdo roto. También la armadura del kan se veía en condiciones lamentables. Lo que quedaba había sufrido tal castigo que estaba llena de agujeros.</p> <p>Chanar dio un paso al frente y se arrodilló. El inconfundible hedor a azufre y humo llenó la yurta.</p> <p>—He regresado, khahan.</p> <p>Al ver que Yamun fruncía el entrecejo ante el aspecto lamentable de Chanar, Batu se atrevió a intervenir.</p> <p>—Por lo que parece, lo habéis conseguido a duras penas.</p> <p>Chanar enrojeció de cólera, pero el khahan no prestó atención al insulto del shou.</p> <p>—Levántate e informa —dijo el líder tuigano sin molestar en ofrecer a su subordinado un asiento o una copa de cumis.</p> <p>Con una mirada siniestra a Batu, Chanar se puso de pie.</p> <p>—Hay un reino muy rico al otro lado de las montañas —comenzó.</p> <p>—¿Has tardado siete días para averiguarlo? —lo interrumpió Yamun, irritado.</p> <p>Chanar hizo una mueca y desvió la mirada por un instante, antes de mirar otra vez al khahan para responder a la pregunta.</p> <p>—No, gran khahan. Exploraba el reino con el fin de hacer un informe más completo.</p> <p>—Tus órdenes eran ir con una patrulla e informar —replicó Yamun tajante—, no explorar. Por tu apariencia, diría que tu desobediencia te ha metido en problemas. ¿Qué pasó?</p> <p>—Fue culpa suya —contestó Chanar en el acto al tiempo que señalaba a Batu—. ¡Nos envió a una trampa!</p> <p>—¿Qué clase de trampa? —preguntó Yamun, un tanto asombrado.</p> <p>—¡Magia! —respondió Chanar, furioso—. Estaba en todas partes. Nubes fétidas que ahogaban a hombres y bestias, fuego que caía del cielo, lobos que caminaban y usaban las espadas como hombres. Sólo gracias a mi gran pericia conseguí escapar con un <i>jagun</i>.</p> <p>—¡Un <i>jagun</i>! —gritó el khahan, que arrojó la copa contra la cabeza del general—. ¡Te envío a las montañas con cinco mil hombres y regresas con un centenar!</p> <p>Chanar aguantó la bronca con entereza, y Batu comprendió que el tuigano ya contaba con ella. En cuanto el khahan dejó de chillar, Chanar continuó con la explicación.</p> <p>—Como dije, el shou nos envió a una trampa. Nos emboscaron tan pronto como salimos del valle.</p> <p>—¿A quién le echabais la culpa de vuestros fracasos antes de que me uniera a los ejércitos del khahan? —intervino Batu.</p> <p>—No pretendo ofenderos —respondió Chanar complacido, sin molestarse en mirar al shou—. Sólo quiero decir que cometisteis un error y no valorasteis la situación en la que nos colocabais.</p> <p>El renegado comprendió el insidioso plan del kan. Había sido Yamun, no Batu, el que había enviado a los exploradores al paso. Sin embargo, Chanar culpaba al shou, con la intención de dar al khahan un cabeza de turco para lo que parecía ser una decisión desastrosa. Además, presentaba sus argumentos de tal forma que Batu aparecía como un traidor por enviar a la patrulla a una emboscada, o como un idiota por no darse cuenta de que podía haberla. Al mismo tiempo, el general tuigano había esquivado hábilmente la cuestión de fondo, que era que él y sus hombres tenían la misión de descubrir las emboscadas.</p> <p>Batu sospechaba que Yamun era tan consciente de la táctica de Chanar como él mismo. No obstante, al recordar los comentarios anteriores del khahan sobre la rivalidad con Chanar, el renegado decidió invertir las tornas.</p> <p>—¡General Chanar, sois un mentiroso!</p> <p>—¡Cómo os atrevéis! —gritó Chanar. Se volvió hacia el khahan—. ¿Hasta cuándo debo soportar los insultos de este perro en tu yurta?</p> <p>El khahan silenció al general con un ademán, y después se volvió hacia Batu.</p> <p>—Es un insulto terrible decirle a un hombre a la cara que es un mentiroso —dijo—. Quizá deseéis reconsiderar vuestras palabras…</p> <p>—No —respondió Batu, sin desviar la mirada del rostro de Chanar—. Puedo probar lo que digo, si le pedís a Chanar que vacíe sus bolsillos.</p> <p>Chanar frunció el entrecejo y movió una mano hacia el bolsillo izquierdo del abrigo con una expresión preocupada. Batu sabía que había pillado desprevenido a su rival. El tuigano no había pensado en que lo revisarían.</p> <p>—¿Lo harás, Chanar? —preguntó el khahan.</p> <p>Aunque Yamun había expresado la petición como una pregunta, Chanar no podía hacer otra cosa sino obedecer. Se mordió el labio inferior mientras metía la mano en el bolsillo. Sacó un puñado de monedas de oro y una rueda de oro de cuatro rayos incrustada con piedras preciosas: la insignia de alguna orden militar o religiosa. Pese a estar a varios metros de distancia, Batu advirtió que el objeto valía una fortuna.</p> <p>—He traído estas cosas para ti, gran Khahan —dijo Chanar, en un intento por salir del atolladero—. Sólo son una humilde muestra de las riquezas existentes al otro lado de las montañas.</p> <p>—¿Cómo te has hecho con ellas? —lo interrogó Yamun, indicándole con un ademán que se acercara.</p> <p>—Se las quité a un enemigo —respondió Chanar, a la vez que le entregaba a su comandante la rueda de oro.</p> <p>—Sólo un tonto llevaría algo tan pesado y de tanto valor a una batalla —observó Batu.</p> <p>—Así parece —asintió el khahan, que sopesó la rueda con una mano.</p> <p>—La cogisteis mientras saqueabais —añadió Batu, con la mirada fija en Chanar—. Sin duda fue entonces cuando os emboscaron.</p> <p>—Nadie me llama mentiroso. —Chanar se volvió hacia el khahan—. ¡Reclamó el derecho de vengar el insulto!</p> <p>—Con mucho gusto —contestó Batu, sonriente, poniéndose de pie.</p> <p>—¡No! —gritó el khahan. Arrojó con un gesto furioso la rueda de oro a un lado—. ¡No seré deshonrado por semejante comportamiento! —El líder tuigano se levantó—. Llevamos sentados demasiado tiempo. El aburrimiento nos hace perder los estribos. Todos echamos de menos el viento contra nuestras caras. Está claro que un enemigo poderoso se cruza en nuestro camino, porque no es fácil matar a cinco mil tuiganos, emboscados o no. —Yamun dirigió una mirada de reproche primero a Chanar y después a Batu—. Chanar es un kan tuigano y un jefe astuto. Batu se ha ganado mi respeto en el campo de batalla, cosas que no había conseguido ningún enemigo anterior. Ambos sois honorables generales, y, sin embargo, estáis más preocupados por luchar entre vosotros que contra nuestros enemigos. —El khahan sacudió la cabeza y se alejó de la pareja—. ¿Cómo puedo escoger entre vosotros?</p> <p>—Yo lo sé —declaró Batu.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó Chanar.</p> <p>—Cogeré cinco <i>minghans</i> —contestó Batu con una sonrisa—, el mismo número de soldados que llevó Chanar, y abriré un sendero a través de las montañas. Si yo y mis cinco mil soldados fracasamos, seré el escudero de Chanar, obligado por el honor a seguir sus órdenes aunque signifiquen la muerte.</p> <p>—¿Y si ganáis? —inquirió el khahan, que se volvió para mirar a los subordinados rivales.</p> <p>—Entonces yo seré el escudero de Batu —manifestó Chanar, muy confiado—, obligado por el honor a seguir sus órdenes aunque signifiquen la muerte.</p> <p>—Bien —dijo el khahan—. Doy fe de vuestro desafío y de las apuestas cruzadas. Que todos los que pregunten sepan que esto se hace por la palabra del khahan.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Capítulo 19</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0px; font-size: 12 4em; font-weight: bold; hyphenate: none">La batalla ilustre</p> <p style="margin-top: 4em">Un trueno tremendo sonó en la ladera de la montaña y una luz brillante apareció a la derecha de Batu. Sin perder un segundo, el shou quitó los pies de los estribos y saltó de la montura en el momento en que un rayo cegador alcanzaba al caballo. La onda expansiva sacudió al renegado con tanta fuerza que le chocaron los dientes. Cayó al suelo, y el choque le cortó la respiración mientras un estampido ensordecedor hacía temblar la tierra. El olor a ozono y a cuero quemado inundaron el aire; después, el caballo muerto cayó sobre Batu. En un primer momento, Batu pensó que tenía aplastadas las piernas, luego que estaba ciego y por último que se había quedado sordo.</p> <p>El shou permaneció inmóvil y aislado durante unos instantes: su única conexión con el mundo era el barro helado contra su rostro y el peso muerto del caballo sobre sus muslos. Por fin, disminuyó la presión sobre las piernas, notó un pitido en los oídos, y desapareció el velo blanco de sus ojos, reemplazado por unos tonos grises. Unas manos lo sujetaron por los hombros y lo ayudaron a levantarse.</p> <p>—¡Comandante! ¿Estáis herido?</p> <p>Aunque la voz le sonó apagada y distante, Batu la reconoció. Era la de Jochibi, el curtido veterano que Yamun le había asignado como segundo comandante. El renegado sabía que la verdadera misión de Jochibi era servir como espía del khahan y asegurarse de que Batu no traicionaría a su amo tuigano. Por fortuna, esta tarea no le impedía actuar de consejero y adjunto, y los dos hombres se respetaban mutuamente.</p> <p>—No parece que se me haya roto nada —comentó Batu, en cuanto se puso de pie. Recuperó la visión, y vio el rostro de su subordinado. Jochibi tenía las trenzas canosas, y las mejillas surcadas por las cicatrices paralelas de los tajos que el tuigano se había hecho para impedir el crecimiento de la barba.</p> <p>—Otro disparo que casi da en el blanco —señaló Jochibi.</p> <p>—Sí —contestó el shou. Cien metros más allá, una cincuentena de sus guardaespaldas llegó el pie de la montaña y desmontó. Sin perder un instante, comenzaron a trepar por la ladera empinada al tiempo que disparaban sus flechas contra el atacante de Batu, uno de los hechiceros de túnica roja del enemigo.</p> <p>El hechicero contaba con la ayuda de una docena de enormes hombres perros que los prisioneros llamaban gnolls. De unos dos metros cuarenta de estatura, las bestias peludas se erguían sobre las patas traseras y utilizaban las manos igual que los hombres. Pero tenían los rostros de perros feroces, con los hocicos negros y húmedos, orejas puntiagudas y largos y afilados dientes.</p> <p>Mientras Batu contemplaba el avance de su escolta, el hechicero abandonó el escondite y escapó por la ladera. Los gnolls le cubrían la retirada.</p> <p>—Me gustaría saber cómo se las arreglan para reconocerme —dijo Batu. A pesar de ir vestido exactamente igual que sus subordinados, era la quinta vez que un hechicero enemigo aparecía detrás de las líneas e intentaba asesinarlo.</p> <p>—Magia —respondió Jochibi. Cogió un puñado de tierra y lo besó en un intento supersticioso por neutralizar los efectos del arte antinatural—. El enemigo la utiliza en abundancia. Asusta a los hombres y los hace pelear como mujeres.</p> <p>—Quizá le tengan miedo a la magia, pero dudo que luchen como mujeres. —Batu señaló a los soldados que cargaban montaña arriba. Los gnolls lanzaban sobre ellos una nube de flechas con unos arcos tan grandes y poderosos que un hombre normal no podía tensarlo. Sin embargo, la andanada no demoraba el avance.</p> <p>Jochibi observó la carga por un momento. Después lanzó un escupitajo antes de manifestar su opinión.</p> <p>—Los tuiganos pueden correr más rápido.</p> <p>—Es posible —reconoció Batu, admirado por el espíritu de su subordinado—. Conseguidme un caballo. Quiero estar al frente de la columna cuando salgamos de esta ratonera.</p> <p>—Las órdenes del khahan fueron que regresarais vivo.</p> <p>—¡Os ordeno que me consigáis un caballo! —dijo Batu, tajante. Jochibi desvió la mirada—. No me quiero perder la batalla. ¡Hacedlo!</p> <p>El oficial tuigano se encogió ante el tono de mando de Batu.</p> <p>—Por el aliento de Teylas, no tenéis por qué poneros tan furioso —repuso—. Yo tampoco me quiero perder la diversión. —Dio media vuelta y se marchó a buscar un caballo.</p> <p>Batu aprovechó la espera para estudiar el campo de batalla. Se encontraba en el mismo paso que había explorado Chanar. El paso tenía unos cien kilómetros de largo y un ancho que oscilaba entre diez y veinticinco kilómetros. Habían tardado menos de un día en recorrer la primera mitad del cañón, pero las emboscadas enemigas habían demorado el avance en la segunda mitad. Habían tardado más de dos días en cubrir los últimos cincuenta kilómetros.</p> <p>El ejército se encontraba ahora a un kilómetro escaso del final del paso. Los exploradores habían avisado que una fuerza enemiga que doblaba en número a las tropas de Batu, cerraba la salida. Dado que recién comenzaba la tarde, el renegado planeaba destruir al enemigo antes del ocaso. A la noche, cabalgaría sin obstáculos por las llanuras del otro lado.</p> <p>Batu sonrió ante la audacia de su plan. Si hubiera estado al mando de un ejército shou, nunca se habría atrevido a tanto. Sin embargo, cuando se lo explicó a Jochibi, el guerrero sólo encogió los hombros y preguntó por qué creía su comandante que podía haber algún problema.</p> <p>Aun dejando de lado los caballos, los nómadas no tenían nada que ver con los <i>peng</i> que había mandado Batu. Aquello que otros hombres consideraban imposible, los nómadas lo daban por hecho, y lo que los tuiganos consideraban imposible no existía. Batu se sentía entusiasmado por estar al mando de una fuerza formada por estas tropas, aunque fuera pequeña. Esperaba con ansia poder guiarlas en la batalla principal.</p> <p>Jochibi apareció con otro caballo. Era un semental negro con ojos fieros y una barda que le protegía la cruz y los flancos. El tuigano palmeó la barda del animal.</p> <p>—A la vista de los ataques que habéis sufrido, vuestro caballo necesitará toda la protección que podamos darle cuando lleguemos a la primera línea.</p> <p>—No lo dudo —respondió Batu, que se acomodó en la montura dorada—. ¿Dónde lo habéis conseguido?</p> <p>—Pertenecía a uno de los hijos del khahan —repuso Jochibi—. No lo necesitará.</p> <p>—¿Muerto?</p> <p>—Estaba en el <i>jagun</i> de vanguardia.</p> <p>Batu hizo un gesto de desagrado. Toda aquella patrulla había caído en una emboscada enemiga.</p> <p>—¡Debisteis habérmelo advertido! —le reprochó, al imaginar la ira del khahan.</p> <p>—No hay motivos para lamentarse. Odelu murió en combate. —Jochibi comprendió de pronto el motivo de la desazón de Batu, y añadió—: Además, el khahan tiene muchos hijos. Si responsabilizara a sus generales cada vez que muere uno en combate, no quedaría nadie para mandar a sus ejércitos.</p> <p>—Veamos qué ocurre en el frente —dijo Batu y, clavando las espuelas en el caballo de Odelu, partió al galope.</p> <p>Unos minutos más tarde, Batu y su escolta llegaron a la primera línea. Allí, el valle cubierto de nieve tenía unos quince kilómetros de ancho. Cuatro mil tuiganos estaban desplegados por todo el frente, siguiendo una línea que los cascos de los caballos habían convertido en una banda de barro. Los jinetes estaban separados por una distancia entre cinco y siete metros, para que los hechizos mágicos del enemigo no alcanzaran a tantos hombres a la vez, y cambiaban continuamente de lugar mientras disparaban sus flechas desde la montura. El resto de las tropas de Batu, cinco <i>jagun</i> de refresco y otros cinco que había utilizado para desalojar a los emboscados, permanecían detrás de la línea como reserva.</p> <p>La formación enemiga era muy diferente. Aunque no podía ver toda la línea, Batu sabía por los exploradores que había por lo menos diez mil gnolls en la salida al valle. Se encontraban a unos doscientos metros de distancia, y estaban formados en apiñadas compañías de cincuenta. Estos grupos mantenían una separación entre sí de unos ciento cincuenta metros.</p> <p>Cuando Batu recibió el informe de los exploradores sobre el despliegue enemigo, le pareció extraño. Sin embargo, después de considerar el alcance de tiro de los arqueros gnolls, comprendió que el plan era correcto. Cada grupo estaba dentro del radio de tiro del siguiente, de forma tal que podían cruzar los disparos. Cuando una compañía era atacada, las dos que la flanqueaban podían ofrecerle apoyo. De esta manera, el enemigo había triplicado la capacidad de fuego.</p> <p>Batu estudió la posibilidad de concentrar sus tropas en una punta de lanza para atravesar la línea, pero descartó la idea casi en el acto. En el tiempo que tardaría en reunir a sus fuerzas, el enemigo descubriría sus intenciones. Lo dejarían atacar para después cerrar la brecha a sus espaldas y cortarles la retirada. Mientras consideraba la situación, Batu veía de vez en cuando las bolas de fuego naranja o los relámpagos blancos que salían del centro de una de las compañías de gnolls.</p> <p>—Más magia —comentó Batu al tiempo que señalaba uno de los relámpagos.</p> <p>—Es suficiente para asustar a un hombre —opinó Jochibi.</p> <p>—Al menos, para ponerlo a prueba —replicó Batu con una sonrisa. Nunca se había enfrentado a un enemigo con tanta magia, y disfrutaba con la oportunidad de hacerle frente.</p> <p>—La magia no tiene nada de divertido —objetó Jochibi, preocupado.</p> <p>—Tampoco hay por qué tenerle miedo —afirmó Batu, disconforme con la superstición de su ayudante—. La muerte es la muerte. ¿Cuál es la diferencia entre morir atravesado por una flecha o fulminado por un rayo?</p> <p>—Nunca se me había ocurrido verlo de esa manera —reconoció Jochibi, más tranquilo.</p> <p>Batu volvió su atención al campo de batalla. Después de unos momentos de estudio le comunicó a Jochibi su opinión.</p> <p>—Sus arcos tienen más alcance que los nuestros, así que no podemos combatir a esta distancia. Tendremos que cargar.</p> <p>—De acuerdo —respondió Jochibi—. ¿Qué hacemos con los caballos voladores?</p> <p>—¿Caballos voladores? —preguntó Batu, asombrado.</p> <p>Jochibi señaló el horizonte, donde una bandada de manchas volaba en círculos muy atrás de la línea enemiga.</p> <p>—Quizá no sean caballos, pero no hay duda de que vuelan. Yo en vuestro lugar me preocuparía por ellos.</p> <p>Batu hizo un esfuerzo para ver mejor qué eran aquellos puntos, aunque no consiguió identificarlos como caballería aérea.</p> <p>—Sólo son buitres que esperan picotear los huesos del enemigo.</p> <p>—¿Desde cuándo los buitres vuelan en formación? —Jochibi frunció el entrecejo—. Además, son demasiado grandes para ser buitres.</p> <p>—¿Podéis ver todo eso? —se asombró el shou.</p> <p>—¿Vos no? —replicó Jochibi, extrañado.</p> <p>Batu sacudió la cabeza, incrédulo.</p> <p>—¿Estáis seguro? —insistió.</p> <p>—Desde luego. Diría que son unos trescientos.</p> <p>Varios guardias expresaron su apoyo a las palabras de Jochibi. En un instante se generó un acalorado debate sobre si el número se acercaba más a los doscientos o a los quinientos. Aunque siempre había pensado que tenía una visión magnífica, Batu confirmaba ahora la extraordinaria agudeza visual de los tuiganos. Durante los últimos dos meses, los exploradores le habían señalado marcas lejanas y cazado centenares de ciervos que Batu no había visto.</p> <p>—Deben mantener a los voladores en reserva —dijo Batu, entusiasmado. El comandante enemigo era muy bueno, quizá tanto como él mismo. La batalla prometía ser digna de recordar.</p> <p>—Intentan hacernos caer en otra trampa —le advirtió Jochibi.</p> <p>—Un buen plan —comentó Batu—. De no haber sido por vuestra buena vista, habría dado resultado.</p> <p>El shou estudió el campo de batalla, en busca de la manera de volver la astucia del enemigo contra sí mismo. Por primera vez en meses, su mente estaba absorbida en otra cosa aparte de sus sentimientos. Por fin, se fijó en las empinadas laderas del valle y se le ocurrió una idea.</p> <p>—Dividid la reserva en dos grupos y que cada uno vaya a un costado del valle. Tienen que subir todo lo que puedan, armados con los arcos y todas sus flechas.</p> <p>—¿Qué os proponéis hacer?</p> <p>—He visto al khahan ejecutar una falsa retirada —respondió Batu—. Supongo que es una táctica habitual.</p> <p>—Así es.</p> <p>—Bien —dijo Batu. Hizo unos cuantos cálculos mentales y añadió—: —Atacaremos a cada una de las compañías gnolls con dos <i>arban</i>. —Al general no le gustaban las probabilidades. Un <i>arban</i> lo formaban diez hombres y, por lo tanto, sus tropas se verían superadas en número en una relación de poco más de dos a uno cuando atacaran. No obstante, el khahan siempre se vanagloriaba de que uno de sus guerreros valía por cuatro del enemigo. Ahora los tuiganos tendrían ocasión de demostrarlo. El renegado continuó con la explicación del plan—. Después de convencer al enemigo de nuestra sinceridad, fingiremos la retirada y abandonaremos el combate. Nuestra ruta será a lo largo de las paredes del cañón.</p> <p>—Cubiertos por los disparos de nuestras reservas —comentó Jochibi con una sonrisa.</p> <p>—Para que el plan funcione, la coordinación lo es todo —prosiguió Batu—. Debemos iniciar la retirada por el centro. Vos cabalgaréis hacia el lado norte del cañón, y yo lo haré hacia el lado sur. A medida que pasemos junto a cada grupo de soldados, los tambores darán la señal de retirada. Es fundamental que no nos apartemos de la línea gnoll hasta después de recoger al último grupo de los dos flancos. —Batu hizo una pausa para que Jochibi hiciera preguntas. El tuigano permaneció en silencio, y el shou acabó con la explicación—. La caballería volante vendrá tras nosotros, y escaparemos de ellos hasta ponerla a tiro de nuestros arqueros.</p> <p>Jochibi frunció el entrecejo y se frotó la nuca, preocupado.</p> <p>—No me gusta —opinó por fin—. Divide las tropas. Es demasiado peligroso.</p> <p>—Es una maniobra complicada —reconoció Batu, cada vez más ansioso por ponerla en práctica—. Pero la recompensa bien vale la pena. A medida que cabalguemos delante del enemigo, le lanzaremos una lluvia de flechas. Cuando lleguemos al final, tendremos veinte arqueros por cada objetivo. Aniquilaremos sus flancos.</p> <p>—Sólo si no falla ningún detalle —observó Jochibi, sosteniendo la mirada de su superior—. Vacilo en enviar a hombres buenos a la muerte con un plan tan arriesgado.</p> <p>—¡Estos hombres son soldados! —replicó Batu, tajante—. No pensaba que sería necesario recordárselo a un tuigano.</p> <p>—Como deseéis —repuso el ayudante, ofendido.</p> <p>Jochibi fue a buscar a los cinco mensajeros y les transmitió las órdenes de Batu, sin dejar traslucir sus dudas. En cuanto se marcharon los mensajeros, Batu y el oficial tuigano esperaron en silencio. Al cabo de veinte minutos, regresaron los mensajeros con las confirmaciones de los comandantes de los cinco <i>minghan</i> que formaban el ejército de cinco mil hombres.</p> <p>Batu desenvainó la espada. En lugar del pesado <i>tao</i> que le había cogido a Kei Bot, llevaba el sable curvo de la caballería tuigana. No le había costado nada habituarse al tacto y a la sensación del sable. Se volvió hacia Jochibi, que miraba el despliegue de las tropas sin decir palabra.</p> <p>—¿Puedo confiar en vos? —le preguntó.</p> <p>Jochibi desenvainó su resplandeciente sable y besó la empuñadura dorada.</p> <p>—Me asombra vuestra osadía, shou. Pero ya se han dado las órdenes. Ahora sólo debo hacer lo que haga falta para ganar la batalla.</p> <p>Batu recordó que Kei Bot le había hecho la misma afirmación. Aquellas palabras se habían transformado en una traición que le había costado la victoria en Shou Kuan. Pero Jochibi no era Kei Bot. El tuigano siempre se había mostrado como un oficial desinteresado y leal, así que el shou pensó que podía creer en las palabras del hombre.</p> <p>—Sois un buen soldado, Jochibi —dijo Batu—. Con vuestro apoyo, el plan funcionará. Os lo prometo.</p> <p>—Es la promesa más inútil que nadie me haya hecho jamás —replicó el tuigano con una sonrisa severa—. Si vuestro plan falla, ¿quién quedará para castigaros por haber faltado a vuestra palabra?</p> <p>—Estoy seguro de que no hay lugar en el infierno donde pudiera esconderme de vos —contestó Batu.</p> <p>El general espoleó su caballo, y los cien jinetes de su escolta lo siguieron al galope al tiempo que proferían el grito de combate tuigano. Cuando pasaron por la primera línea, los tambores tocaron la orden de avance. En menos de un minuto, miles de guerreros bárbaros galopaban contra el enemigo.</p> <p>Casi en el acto, una lluvia de flechas rudimentarias comenzó a caer sobre los atacantes. Por fortuna, los gnolls no eran tan certeros con sus armas como los bárbaros. Por el rabillo del ojo, Batu sólo vio caer a un puñado de hombres, y casi ninguna flecha pasó cerca de él.</p> <p>Los tambores despertaban una profunda excitación en los hombres y las bestias. Sin embargo, esta vez Batu no se sentía llevado por su montura como le había pasado en Shou Kuan. Incluso con la escolta a sus espaldas, había muchos menos caballos apiñados, y los tuiganos eran expertos en el control de los animales. El gran semental negro se mantenía a la par de los otros caballos, y avanzaba con un andar rítmico y constante.</p> <p>Los tuiganos respondieron a los disparos del enemigo cuando llegaron a unos cien metros de la línea, y guiaron los caballos hacia las compañías de hombres perros. Aunque los jinetes disparaban en movimiento, muchas flechas daban en el blanco. Los brutos peludos comenzaron a caer; se llevaban las manos al pecho para tratar de arrancar los astiles emplumados que sobresalían de sus sencillas armaduras de cuerpo. Batu observó asombrado cómo algunos se limitaban a quebrar el astil para después volver a tensar los arcos. La puntería de los gnolls heridos era muy mala, pero al shou lo impresionó el hecho de que pudieran continuar con el combate.</p> <p>Mientras los tuiganos se acercaban a las líneas enemigas, Batu miró hacia los objetos voladores que le había señalado Jochibi. Estaban más cerca y volaban en formación como los patos. Comprendió que si él podía ver las alas desde tan lejos, las criaturas debían de ser mucho más grandes que cualquier pájaro. Volaban hacia el centro del campo de batalla, quizá con la intención de destrozar la línea tuigana. Batu sonrió. No podían haber escogido una estrategia más adecuada a su plan.</p> <p>La repentina explosión de una bola de fuego lo volvió a la realidad. Un globo flamígero apareció por la izquierda y se tragó a cuatro jinetes en su esfera naranja. El caballo de Batu relinchó espantado y tropezó, pero el shou evitó la caída con un tirón de riendas.</p> <p>Un momento más tarde, una docena de rayos rojos surgieron de la compañía gnoll más cercana. Pasaron por encima de la cabeza del shou, y cada uno abrió un agujero humeante en el pecho de un jinete. Los hechiceros habían comenzado su trabajo. Batu vio una túnica roja en la compañía que tenía delante, y la señaló.</p> <p>—¡El hechicero! —vociferó con todas sus fuerzas para que lo oyeran por encima del redoble de los tambores—. ¡Disparad contra el hechicero!</p> <p>En cuanto dio la orden, una docena de flechas tuiganas volaron directamente hacia la figura, pero se estrellaron contra una barrera invisible y cayeron al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, el hechicero había desaparecido.</p> <p>No tenía importancia, porque la magia ya no podía parar la carga. Los tuiganos estaban tan cerca que los gnolls —al menos aquellos que habían sobrevivido— dejaban los arcos para empuñar las hachas y las mazas. Batu advirtió que también sus tropas enfundaban los arcos y cogían los sables. Dentro de un segundo, los jinetes chocarían contra las compañías gnolls y comenzaría el combate cuerpo a cuerpo.</p> <p>Batu utilizó ese instante para vigilar el avance de la caballería voladora. La formación se encontraba tan cerca que vio que las monturas no se parecían en nada a los caballos. Las bestias tenían la cabeza, las alas y las patas de un águila gigantesca, y la cola y las patas traseras de un león enorme. Aunque conocía los relatos sobre estas criaturas y sabía que se llamaban grifos, siempre había pensado que eran seres imaginarios.</p> <p>Sobre el lomo de cada grifo cabalgaban un hechicero y un jinete armado con una lanza y un arco. Batu observó complacido que ninguno de los pasajeros llevaba armadura, sin duda para no cargar al grifo con un peso extra.</p> <p>No tuvo más tiempo para estudiar al enemigo volador, pues el caballo de Batu embistió a la compañía gnoll y el general se vio rodeado de una masa de piel gris. Unas enormes manos peludas intentaron cogerlo por el lado izquierdo. El pestilente aliento del hombre perro olía a carroña y comida mal digerida. La bestia daba órdenes a otro gnoll en un lenguaje áspero y gutural.</p> <p>Batu descargó un sablazo contra las manos de la bestia, y un puño enorme cayó a tierra, dejando atrás nada más que un muñón sangriento. El gnoll herido se abalanzó sobre el shou con un gruñido. El renegado quitó un pie del estribo y lanzó un puntapié contra la frente del hombre perro. El golpe habría tumbado a un hombre, pero el gnoll sólo enseñó los dientes y apartó la pierna de Batu de un manotazo.</p> <p>El general volvió a la carga con el sable, y esta vez abrió un tajo en la peluda garganta de la bestia. El gnoll rugió; después se tapó la herida con la mano buena y retrocedió. El shou se volvió a la derecha, justo a tiempo para ver la cabeza con púas de una maza de hierro que volaba hacia su rostro. Batu se agachó, consciente de que era demasiado tarde.</p> <p>Una espada silbó junto a su oído y golpeó la cadena de la maza. La bola mortal se enrolló en la hoja del arma, y una de las púas abrió un surco en la mejilla de Batu. El resto de la maza erró el blanco por un centímetro.</p> <p>Al instante siguiente, Jochibi arrancó la maza de las manos del atacante de Batu y arrolló con su caballo al gnoll.</p> <p>—Gracias, Jo…</p> <p>Antes de que Batu pudiera acabar la frase, una mano lo cogió del cinturón con una fuerza tremenda. Mal sentado como consecuencia del ataque de la maza, el shou estuvo a punto de perder el equilibrio y caer del caballo. Se sujetó al pomo de la silla para acomodarse correctamente al tiempo que descargaba un taconazo contra su agresor invisible sin quitar el pie del estribo. El tacón golpeó contra una coraza; a continuación Batu se volvió y atravesó con el sable la garganta del gnoll.</p> <p>Mientras retiraba el sable, una sombra voló por encima del campo de batalla. Seis bolas doradas de energía mágica cayeron del cielo y mataron el mismo número de hombres. Batu vio a un grifo que efectuaba un vuelo rasante. El hechicero señaló hacia un sector de la batalla. En cuanto la bestia voladora terminó el planeo, el segundo jinete hizo que diera la vuelta para la siguiente pasada.</p> <p>Al mismo tiempo, el general vio a un gnoll que se dirigía hacia él. Clavó las espuelas al caballo y avanzó hacia donde Jochibi acababa de decapitar a un hombre perro. A todo su alrededor, el suelo aparecía cubierto de gnolls caídos. Aun así, las bestias insistían en el ataque y lanzaban golpes salvajes con sus hachas y mazas. Había muchos que habían preferido desprenderse de las armas y utilizaban las manos para arrancar a los tuiganos de las monturas.</p> <p>En opinión de Batu tenían demasiado éxito. En el grupo del general, casi la mitad de los caballos habían perdido a sus jinetes. Más allá, se repetía la historia en las demás compañías. El renegado vio más caballos sueltos y, por fortuna, muchos gnolls caídos. Cerca de cada grupo había tres grifos con un jinete y un hechicero. Mientras los jinetes guiaban a las bestias voladoras, los hechiceros lanzaban todo lo disponible en su arsenal mágico contra los bárbaros.</p> <p>El gnoll que Batu había esquivado antes se acercó por detrás. En el momento en que se disponía a descargar el mazazo, el shou hizo girar a su caballo para responder al ataque. La bola rebotó contra la barda; el semental negro se encabritó y descargó las patas delanteras contra el gnoll. En cuanto el animal se calmó, Batu acabó con el enemigo con un sablazo en la clavícula.</p> <p>—¡Hora de retirarse! —gritó a todo pulmón para hacerse oír por encima del estrépito del combate. Al ver que Jochibi no respondía, el shou dio un planazo con el sable en el muslo de su subordinado. El tuigano se volvió con el sable preparado.</p> <p>—¡Creía que estabais muerto! —dijo Jochibi.</p> <p>—Lo estoy —respondió Batu—. Pero los jueces del infierno me han dado tiempo para que libre unas cuantas batallas más.</p> <p>Otro grifo voló por encima de sus cabezas, y una bola de fuego estalló junto al grupo. Media docena de hombres, caballos y gnolls comenzaron a chillar despavoridos cuando se vieron envueltos por las llamas.</p> <p>—A estas alturas, el enemigo ya estará convencido de nuestra sinceridad —comentó Batu.</p> <p>—No lo dudo —contestó Jochibi—. ¡Vámonos!</p> <p>Sin esperar la orden de Batu, el tuigano espoleó su caballo y se alejó del combate. Un segundo después, Batu hizo lo mismo pero en la dirección opuesta. Al ver que el renegado y su ayudante se alejaban, los tambores más próximos dejaron de sonar.</p> <p>En cuestión de segundos, no quedaban tuiganos en la zona, y el shou pasó al galope junto a la siguiente compañía de gnolls con más de veinte guerreros a sus espaldas. El tambor asignado a este sector dejó de tocar cuando pasó Batu. Los bárbaros se apartaron del combate para unirse a la retirada.</p> <p>Batu no pudo menos que admirar la precisión de la maniobra. Cuando llegaba el momento, cada hombre ejecutaba la orden de una manera impecable, sin tener en cuenta lo que ocurría en ese instante. Incluso en el calor de la batalla, no se producía la confusión típica de las maniobras shous. Batu continuó galopando por los diversos sectores, y las tropas se unían a él con la precisión de quien hace un ejercicio.</p> <p>Tal como había pensado, la retirada pilló al enemigo por sorpresa. Batu ya se encontraba a unos tres kilómetros de las paredes del valle cuando la caballería aérea se reorganizó para emprender la persecución. Con él cabalgaban casi quinientos guerreros que había reunido de las escaramuzas a lo largo de la línea.</p> <p>Aun en la retirada, las tropas causaban fuertes bajas al enemigo. Mientras sus compañeros dejaban el combate y se unían a la retirada, los arqueros tuiganos, acostumbrados a disparar al galope, lanzaban andanadas de flechas. Las saetas mortales caían sobre los defensores como una tormenta de granizo. La concentración de disparos era tan eficaz que sólo un puñado de gnolls salvaba la vida cada vez que los arqueros atacaban una compañía enemiga.</p> <p>A medida de los tuiganos se acercaban a la escaramuza siguiente, era el enemigo el que intentaba abandonar el combate y escapar. Después de haber visto las consecuencias del paso de los tuiganos, los oficiales de los hombres perros no querían sufrir el mismo destino. Pero los tuiganos, expertos en combatir a un enemigo en retirada, no les dieron ninguna opción. Tan pronto como los gnolls les daban la espalda, los jinetes se demoraban lo suficiente para matarlos antes de unirse a los compañeros.</p> <p>Esto mismo ocurrió cuando los jinetes pasaron junto a las tres compañías siguientes. Batu comenzó a temer que la eficacia de los arqueros provocara las sospechas de la caballería voladora. Los tuiganos se encontraban a dos kilómetros y medio de las paredes del cañón, y los grifos todavía no los habían alcanzado.</p> <p>A poco menos de un kilómetro y medio del cañón, doscientos grifos consiguieron situarse en formación detrás de los bárbaros. Sin preocuparse de sus propias tropas, los hechiceros bombardearon a los tuiganos en medio de la retirada bárbara. En su esfuerzo por evitar los obstáculos a todo galope, docenas de hombres y caballos rodaron por los suelos. Unas nubes negras descargaban una lluvia mortal sobre algunos pequeños grupos de jinetes. En una ocasión, veinte caballos remontaron vuelo para después ir a caer sobre los compañeros.</p> <p>A cuatrocientos metros de la entrada al cañón, la retirada bárbara se convirtió en una desbandada. Sometidos a los incesantes ataques de los hechiceros, los jinetes tuiganos no pudieron dominar más su miedo a la magia. Un puñado de compañías de los hombres perros escaparon intactas, pero Batu no lo consideró importante. Sus tropas habían causado tantas bajas que el ejército enemigo había quedado incapacitado para cualquier acción.</p> <p>Por otra parte, la desbandada era un cebo más para atraer a la caballería aérea a la trampa, y esto bien valía las vidas de unas pocas docenas de gnolls. Si el plan daba el resultado esperado, los jinetes voladores estarían tan entusiasmados con la persecución que no advertirían el peligro hasta que fuera demasiado tarde.</p> <p>Los tuiganos y sus perseguidores llegaron al cañón. Los jinetes en retirada torcieron al este a lo largo de la base de las montañas, tal como disponía el plan. El shou miró a sus tropas y calculó que contaba con unos mil jinetes. Si Jochibi tenía el mismo número al otro lado del valle, significaba que había perdido dos mil soldados a manos de los gnolls y los hechiceros. La cifra era alta, pero sabía que las consecuencias habrían sido mucho peores si Jochibi no hubiera descubierto la presencia de los grifos antes de comenzar la batalla.</p> <p>Siguieron por el mismo camino durante varios minutos, acosados por el enemigo. Batu no vio ninguna señal de las reservas en las paredes del cañón, pero tenía tanta fe en los guerreros tuiganos que no dudó de su presencia. Al cabo de unos instantes, el sonido de los arcos llenó el aire, y el shou se volvió en la montura para ver qué pasaba.</p> <p>El caos reinaba en el aire. Más de un centenar de grifos muertos o heridos caían en picado. Los aterrorizados jinetes saltaban o intentaban en vano conseguir que las bestias remontaran el vuelo. Las reservas tuiganas ocupaban el flanco de la montaña, con las cabezas y los hombros blancos por la nieve que los había ocultado hasta hacía unos momentos.</p> <p>Bajo la mirada atenta de Batu, las reservas dispararon la segunda andanada. Todas las flechas dieron en el blanco. Otros cuarenta grifos se precipitaron a tierra, con el cuello y los flancos acribillados de flechas. Los que todavía volaban viraron en redondo y escaparon hacia el oeste.</p> <p>Batu lanzó un grito de júbilo. Tiró de las riendas de su caballo y llamó a sus hombres para que dieran la vuelta. Incluso sin la persecución de los grifos, tardó más de dos minutos en controlar la retirada. Después, el shou envió a los soldados a rematar a los pocos jinetes de los grifos que habían sobrevivido a la emboscada.</p> <p>Mientras contemplaba cómo los bárbaros despachaban a los supervivientes, se sintió pletórico. El ataque contra los gnolls había sido la mejor maniobra de toda su vida. Había diezmado a un ejército que lo doblaba en número, y había eliminado la principal ventaja táctica del enemigo: la caballería aérea.</p> <p>El júbilo lo embargaba. No había experimentado una sensación igual desde que había conseguido el ascenso a general de primer grado y conquistado la mano de Wu. Por un instante, Batu sintió pena al recordar a su mujer y a sus hijos, aunque esta vez la pena no estuvo acompañada de una sensación de vacío o de soledad. Siempre serían una parte muy querida de su existencia, pero la sensación que ahora experimentaba no dejaba lugar a dudas: estaba destinado a la guerra.</p> <p>Quizás, al unirse a los bárbaros, Batu volvía a los orígenes. Como ellos, siempre había sido impaciente y enérgico, nunca había tenido la gracia y la elegancia de la raza shou. Probablemente, la sangre de su bisabuelo también corría por sus venas, y tal vez pudiera encontrar mejor acogida entre los tuiganos que la que le habían dispensado en Shou Lung. Lo sabría a su debido tiempo. Por ahora estaba satisfecho de cabalgar con los jinetes bárbaros.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%">Epílogo</p> </h3> <p style="margin-top: 4em">Había pasado una hora desde el amanecer. Batu y Jochibi se encontraban en la cumbre de una colina que se alzaba en la boca del cañón, hundidos hasta los tobillos en la nieve. Las paredes del cañón les impedían mirar hacia el norte y el sur, pero la visión era despejada por el oeste. La ligera nevada caída durante la noche había cubierto con una capa blanca inmaculada el campo de batalla del día anterior. El único testimonio de los combates eran los montículos helados donde millares de muertos yacían debajo de un velo de hielo. Desde las alturas, los montículos sólo eran visibles porque la débil luz de la mañana proyectaba sus sombras por el lado oeste. Parecía como si algún espíritu de la nieve, consciente de que nadie de los dos bandos cremaría a sus muertos, hubiera decidido extender un sudario sobre los cadáveres.</p> <p>Más allá de la línea de batalla se extendía una enorme llanura, suelo ideal para la caballería tuigana. Estaba cubierta por la misma nieve ligera que la colina, y resplandecía con la luz del sol como si estuviera tapizada con diamantes. En la frontera norte de la llanura, quizás a unos ochenta kilómetros, había una banda azul que sólo podía ser un lago. Al otro lado del lago se alzaban las siluetas dentadas de una cordillera.</p> <p>Pero Batu y Jochibi no contemplaban las montañas, sino las docenas de columnas grises que se abrían paso a través de la llanura, en dirección a la base tuigana en la entrada del valle. Aunque Batu no alcanzaba a ver detalles, la experiencia le decía que se trataba de columnas enemigas. Calculó que se encontraban a menos de veinticinco kilómetros. El número de soldados en cada una debía de ser de varios miles.</p> <p>—Ochenta y dos columnas, comandante —dijo Jochibi, que señaló con un dedo a la última—. No creo que podamos salir con bien. Al parecer, Chanar acabará por ganar la apuesta.</p> <p>—Chanar y un cuerno —replicó Batu, que miraba las columnas con un gesto de desprecio—. Aquí nos quedamos.</p> <p>—Eso es una locura.</p> <p>—Una locura gloriosa —afirmó Batu, con una sonrisa. El enemigo los haría pedazos, pero no le importaba. Ayer había librado la batalla ilustre. Ahora sólo le faltaba obtener la victoria imposible.</p> <p>—Esta vez no tenemos ni una sola posibilidad —protestó Jochibi—. Aun en el caso de que cada columna tenga sólo dos mil hombres, nos enfrentaríamos a más de ciento sesenta mil guerreros.</p> <p>—Para ser precisos, ciento ochenta y siete mil seiscientos setenta y nueve soldados —dijo una voz desconocida.</p> <p>Batu y Jochibi desenvainaron los sables y se volvieron para enfrentarse al orador. Se encontraron cara a cara con un hombre demacrado y medio calvo. El pelo negro y la barba estaban salpicados de blanco, y sus enrojecidos ojos brillaban con rencor y malevolencia. Se reclinaba como si estuviera sentado en un cómodo sillón, pero parecía flotar en el aire. Detrás del hombre había otras cuatro figuras, tres varones y una mujer voluptuosa y siniestra. Los cuatro vestían las túnicas rojas de los hechiceros enemigos. Los magos permanecían de pie tomados del brazo, con los ojos cerrados en una actitud de concentración.</p> <p>Sin vacilar ni un instante, Batu y Jochibi descargaron sus armas. Los sables pasaron a través del cuerpo del orador como si fuera un espejismo.</p> <p>El extraño personaje echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada que sonó como un cacareo artificial.</p> <p>—Vuestra audacia no deja de asombrarme.</p> <p>Batu y Jochibi cambiaron una mirada mientras se apartaban del extraño de la túnica roja.</p> <p>—¿Quién sois? —preguntó Batu.</p> <p>—Szass Tam, zulkir de Thay —respondió el personaje, con una expresión seria y amenazante—. Supongo que sois el jefe de esta banda de salvajes.</p> <p>—Estáis en un error —dijo Batu, mientras bajaba el sable aunque sin abandonar la guardia—. El honor le corresponde al poderoso Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los pueblos.</p> <p>El zulkir miró hacia el este y entornó los párpados, como si intentara ver algo muy distante.</p> <p>—¿Habéis dicho Yamun Khahan? ¿Y quién es ese que está con él…, el loco que dirigió el primer ataque contra nuestras tierras?</p> <p>Una vez más, Batu y Jochibi cruzaron una mirada de asombro.</p> <p>—¿Se refiere a Chanar? —le susurró Jochibi a Batu.</p> <p>—Chanar —repitió Szass.</p> <p>No había acabado de decir el nombre cuando sonaron dos golpes fuertes junto a Batu, seguidos por unas cuantas maldiciones tuiganas.</p> <p>El shou se volvió hacia la derecha y vio al khahan sentado en la nieve, atónito. Fruncía el entrecejo en un gesto de cólera mientras mantenía la boca abierta por el pasmo. Junto al khahan se encontraba Chanar, tan furioso y asombrado como su jefe.</p> <p>—¡Gran Khahan! —exclamó Jochibi. El guerrero envainó el sable y corrió a ayudar a Yamun. Lo cogió por los hombros y lo sostuvo para ponerlo de pie.</p> <p>En cuanto recuperó la compostura, Yamun apartó a Jochibi con un gesto y se volvió hacia Batu.</p> <p>—¿Cómo he llegado hasta aquí? —inquirió.</p> <p>—Os he traído yo —contestó Szass.</p> <p>—Pues ése ha sido vuestro último error —gruñó Chanar. Con un rápido movimiento, el tuigano desenvainó el sable y se lanzó sobre el zulkir. Primero el arma y después Chanar atravesaron la imagen. El kan cayó de bruces sobre la nieve y comenzó a maldecir, perplejo.</p> <p>—¿Todos vuestros súbditos reaccionan ante los extranjeros de esta manera tan beligerante? —le preguntó Szass a Yamun.</p> <p>—Sí —respondió Yamun, que se volvió a Batu—. ¿Cuál es vuestro informe?</p> <p>—Diezmó a un ejército de diez mil gnolls y barrió a la legión de grifos —dijo Szass Tam, dispuesto a que le hicieran caso—. Es un general muy capaz.</p> <p>—Tengo muchos más como él —afirmó el khahan, que no tuvo más remedio que prestarle atención a Szass.</p> <p>—Lo dudo —lo contradijo el zulkir, que señaló a Chanar—, en especial si ese inútil codicioso es un ejemplo de los demás.</p> <p>—No lo es —replicó Yamun, con una mirada rencorosa a Chanar.</p> <p>Al notar la hostilidad del khahan, Chanar se puso de pie y envainó el sable. Miró a Batu con el entrecejo fruncido, como si el shou fuera el culpable de su vergüenza.</p> <p>—¿Me habéis traído aquí para hablar de mis generales, o queréis alguna otra cosa? —le dijo Yamun al zulkir.</p> <p>—Mirad allá —contestó Szass, señalando la llanura en el oeste. Las líneas grises avanzaban lentamente a través de la nieve—. Casi ciento noventa mil hombres marchan contra vos, y podemos reunir a muchos más con solo llamarlos.</p> <p>—Entonces, llamadlos —repuso Batu—. No nos preocuparían ni aunque fuesen el doble.</p> <p>El zulkir miró al shou con una expresión de enfado y después se volvió otra vez al khahan.</p> <p>—¿Dejáis que vuestros subordinados hablen por vos?</p> <p>—Cuando dicen la verdad —afirmó Yamun con una mirada firme—. No tenemos nada que temer de vuestros lamentables <i>turnen</i>.</p> <p>—¿De veras? —preguntó Szass Tam, extrañado.</p> <p>—Sí. Al otro extremo del cañón, más de trescientos cincuenta mil guerreros esperan la orden de ataque —mintió orgulloso el khahan.</p> <p>El zulkir miró hacia el este y luego respondió a la bravata de Yamun.</p> <p>—Acabo de contar noventa y siete mil cuatrocientos treinta y dos, aparte de los dos mil setecientos treinta y seis que están aquí con el comandante shou. Son unos cuantos menos que los trescientos cincuenta mil que afirmáis tener.</p> <p>—No me interesan vuestras cuentas ni vuestra magia —manifestó Yamun, airado—. Viajamos a través de vuestras tierras. Si no nos molestáis sólo tomaremos la comida y el vino que necesitamos para vivir. Si os cruzáis en nuestro camino, ni los niños escaparán a nuestras espadas.</p> <p>Szass escuchó la amenaza con una sonrisa paciente.</p> <p>—Quizá deba mostraros algo. —El zulkir miró la llanura nevada—. Esto ocurrirá dentro de una semana.</p> <p>Repentinamente una imagen de los cien mil guerreros tuiganos apareció al pie de la colina. Estaban equipados y preparados para el combate. Mientras Batu y los demás miraban, una figura corpulenta ataviada con una armadura <i>t'ie cha</i> se colocó al frente de las tropas.</p> <p>—¡Khahan! —exclamó Chanar, que se volvió hacia su comandante—. ¡Eres tú!</p> <p>Batu compartió el asombro de su rival. Incluso desde esta distancia, la figura era inconfundible. Esto demostraba que presenciaban una ilusión, pero resultaba tan real que el shou se tuvo que forzar a no creer en ella.</p> <p>La imagen del khahan levantó la espada y dio la señal de cargar. Toda la línea avanzó en una de las formaciones de combate preferidas por los tuiganos. Había dos filas de caballería pesada en la vanguardia y tres de caballería ligera detrás. La carga ganó impulso y muy pronto los tuiganos cabalgaban a todo galope a través de la llanura sin encontrar oposición.</p> <p>Entonces, sin que nada hiciera preverlo, la primera fila de caballos rodó por el suelo y los hombres volaron por los aires. Donde antes no había nada, apareció una fila de soldados. Desenvainaron las espadas y se lanzaron sobre los jinetes caídos.</p> <p>La segunda fila tuigana lanzó su carga, pero una pared de fuego se interpuso en su camino. Aquellos que no murieron abrasados por las llamas detuvieron los caballos. Unos segundos después, aparecieron varias legiones de artillería en los flancos tuiganos. Una lluvia de proyectiles lanzados por las hondas y catapultas cayó sobre la línea enemiga.</p> <p>Los bárbaros respondieron con una maniobra envolvente de la caballería ligera para rodear a la artillería. En cuanto rompieron la formación, por los flancos aparecieron varias legiones de arqueros gnolls. Un enjambre de flechas voló hacia la caballería ligera.</p> <p>—¡Ya es suficiente! —gruñó el khahan—. ¡Eso no es real!</p> <p>La imagen desapareció en el acto. Una vez más, al pie de la colina sólo quedaba el campo de batalla cubierto de nieve.</p> <p>Batu admiró la excelente concepción del plan enemigo. Por lo que el shou conocía de las tácticas tuiganas, Szass Tam había previsto todos los detalles correctamente.</p> <p>—Espero con ansias el momento de luchar contra vos, zulkir —dijo Batu, con una reverencia—. Vuestro plan parece tan osado como ingenioso.</p> <p>—Y ya no dará resultado —opinó el khahan, con voz ronca.</p> <p>—Así es —asintió Jochibi, con un tono de sospecha—. ¿Qué razón tenéis para revelarnos vuestras intenciones?</p> <p>—Porque tengo mejores cosas que hacer con vuestro ejército en lugar de destruirlo —manifestó el zulkir con una sonrisa helada.</p> <p>—¡Éste no es vuestro ejército como para que decidáis qué hacer con él, maldito hijo de una cabra enferma! —gritó Chanar.</p> <p>—Sólo un tonto necesita que se lo recuerden, Chanar —le reprochó Yamun—. Ahora cállate. Quiero escuchar las palabras del zulkir.</p> <p>—Vuestra sabiduría es tan magnífica como vuestro título, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos —declaró el zulkir, con una mirada un tanto burlona—. Os he mostrado cómo sería si lucháramos. Dejad ahora que os enseñe cómo podría ser.</p> <p>Una vez más, el ejército tuigano apareció al pie de la colina. En esta ocasión, estaba desplegado en un área mucho mayor, casi por toda la extensión de la llanura. El terreno parecía extraño. Había docenas de aldeas dispersas alrededor de una pequeña ciudad sin murallas. La mayoría de las aldeas, y también la ciudad, eran pasto de las llamas. Los bárbaros cabalgaban hacia un lago en el lado oeste de la llanura, y sólo se detenían para saquear e incendiar las aldeas que encontraban a su paso.</p> <p>—Lo que veis es Rashemen —dijo el zulkir, mientras se sucedían las escenas imaginarias—, un país en la frontera norte. Hace muchos años que intentamos destruirlo, pero un gran lago nos separa. Cuando aparecisteis por la región de los páramos, pensé que no erais más que un ejército de bandidos. Ahora que conozco la astucia de vuestros generales y el poderío de vuestro ejército, sé que estaba equivocado.</p> <p>»Seréis destruidos si atacáis mi tierra, que nosotros llamamos Thay —prosiguió el zulkir, que una vez más les señaló el espejismo—. Pero no será una tarea fácil, y la batalla nos debilitará mucho.</p> <p>Mientras Szass hablaba, las fuerzas tuiganas continuaban la cabalgata hacia el lago. Avanzaban con tanta celeridad que Batu comprendió que veía en minutos lo que en tiempo real habría demorado días.</p> <p>—Al estudiar esta situación tan desagradable —añadió el zulkir—, pensé que vos podíais ser la herramienta que necesitamos para acabar con Rashemen.</p> <p>—¡No somos la herramienta de nadie! —exclamó el khahan.</p> <p>—Desde luego que no —reconoció el zulkir, impaciente—. Me refería a que juntos quizá consigamos aquello que ninguno de los dos podría obtener por separado.</p> <p>—Podéis continuar —dijo el khahan, después de una pausa—. Os escucho.</p> <p>—Bien. Mi propuesta es la siguiente: Thay atacará el flanco sur de Rashemen. Mientras tanto, vos cabalgaréis hacia el norte para invadir a Rashemen por el este. Con las tropas enemigas combatiendo en el sur, no encontraréis oposición a vuestro avance.</p> <p>En la imagen, el ejército tuigano llegó al borde occidental del lago y comenzó a reagruparse.</p> <p>—¿Qué sacaréis de todo esto? —inquirió Jochibi.</p> <p>—Una buena pregunta —reconoció el zulkir—. La respuesta, espero, es Rashemen. Mientras lo cruzáis, le destrozaréis las entrañas, y no dejaréis más que desolación a vuestras espaldas. Después, nosotros nos encargaremos de acabar el trabajo.</p> <p>—Un plan pérfido —comentó el khahan, pensativo. Se volvió hacia Batu—. ¿Cuál es vuestra opinión?</p> <p>—Pelearé allí donde vayan los tuiganos —respondió el shou en el acto—. Pero pienso que es en Thay donde encontraremos las grandes batallas…</p> <p>—Junto con las mayores derrotas —lo interrumpió el zulkir.</p> <p>—¿Y eso qué importa? —contestó Batu, que encogió los hombros—. Al final, todos los soldados caen en el mismo campo de batalla.</p> <p>—Muy bien dicho —afirmó el khahan. Después se dirigió a Jochibi—. ¿Y tú?</p> <p>—Thay es una trampa mortal —contestó el guerrero, lanzando una rápida mirada a Batu—. Sin embargo, ¿cómo podemos confiar en que el zulkir cumpla su palabra? ¿Cómo sabemos que lo que nos muestra es real?</p> <p>—Si no lo fuera, ¿por qué os mostraría esto? —replicó el zulkir, que señaló el espejismo.</p> <p>Batu miró una vez más la escena mágica. La mayoría del ejército tuigano se había reagrupado y ahora se encontraba acampado a las orillas del lago. Los armazones de una flota de barcos comenzaban a tomar forma. Un momento más tarde, una masa de soldados desastrados apareció por el flanco sur de los tuiganos. La carga tomó a los bárbaros por sorpresa y se vieron arrinconados contra las heladas aguas del lago.</p> <p>—¿Quiénes son? —preguntó el khahan—. ¿Qué significa esto?</p> <p>—Son las tropas exhaustas de Rashemen —contestó el zulkir—. En cuanto al significado, no lo sé. Quizá sea un ejército en desbandada que huía de nuestro avance. Tal vez Thay ha perdido la guerra, y los soldados de Rashemen han vuelto al norte para detener vuestra invasión. No puedo responder porque esa parte del futuro está cerrada a mis ojos.</p> <p>—Si ése será nuestro destino, no hay ninguna razón para que os ayudemos —señaló Jochibi—. ¿Por qué habríamos de cambiar una muerte por otra?</p> <p>—Porque sois buenos guerreros. Por lo tanto, lo que veis en Rashemen no es una muerte segura —repuso Szass Tam—. En cambio, lo que habéis visto en Thay… —Dejó la frase inconclusa.</p> <p>El khahan levantó una mano para pedir silencio. Después, hizo una pausa antes de dar a conocer su decisión.</p> <p>—Nos pagaréis un tributo de diez mil barriles de vino —anunció Yamun—. Por ese precio, invadiremos Rashemen y dejaremos a Thay vivir en paz.</p> <p>—Es un insulto pedir tributo —respondió el zulkir, aunque para ser un hombre ofendido se mostraba muy tranquilo—. No nos habéis conquistado.</p> <p>—Yo conquisto todo lo que veo —afirmó el khahan, con la mirada puesta en el zulkir—. Además, como vos mismo habéis reconocido, aun cuando fracasara, Thay quedaría muy debilitada. Quizá después de todo será Rashemen la que os conquiste y no al revés.</p> <p>El zulkir entornó los párpados. Miró al khahan con un respeto no exento de rencor.</p> <p>—Propongo una alianza, no una rendición.</p> <p>—Como han dicho mis generales —replicó Yamun—, todos los soldados mueren en el mismo campo de batalla. —El khahan encogió los hombros—. No veo ninguna razón para que el nuestro no sea Thay.</p> <p>—Una elección gloriosa —intervino Batu, con una sonrisa de entusiasmo—. Los mejores combates están aquí.</p> <p>Szass Tam frunció el entrecejo al ver la ansiedad del shou. Después se dirigió al khahan.</p> <p>—No os daré ni un solo barril de vino como tributo, ni ahora ni nunca —afirmó.</p> <p>—Entonces que decida el destino —proclamó Yamun.</p> <p>—Un momento —dijo el zulkir, que levantó una mano como si quisiera detener al khahan—. Esto es lo que haré. —Señaló a los hechiceros que estaban a sus espaldas—. Enviaré a estos cuatro magos para que os sirvan de guías.</p> <p>Por primera vez desde su aparición, los hechiceros reaccionaron. La mujer abrió los ojos y los tres hombres se quedaron boquiabiertos. De inmediato, la imagen del zulkir perdió fuerza y comenzó a fluctuar.</p> <p>—¡Mirad! —gritó Jochibi, y todos se volvieron para mirar el espejismo en la llanura.</p> <p>Tal como ocurría con el zulkir, el espejismo había perdido nitidez y se ondulaba. No obstante se podía ver a los cuatro hechiceros junto a la orilla de lago. Gracias a su magia, las aguas se habían separado y las tropas tuiganas avanzaban a todo galope por el cañón de agua hacia el otro lado del lago, para escapar de los soldados de Rashemen.</p> <p>—Propongo que aceptemos a los magos —dijo Batu—. Me parece que valen mucho más que diez mil barriles de vino.</p> <p>—Una recomendación muy inteligente —comentó el zulkir—. ¿Hacemos un trato? —le preguntó al khahan.</p> <p>—Hecho —respondió Yamun, muy serio. Se volvió hacia el shou al tiempo que le señalaba a Chanar—. Batu, enviad a vuestro escudero a buscar a vuestras tropas. Deben regresar a mi campamento.</p> <p>Chanar iba a protestar, pero una mirada del khahan lo silenció. Con el rostro rojo de furia, se volvió para obedecer la orden antes de que Batu tuviera el placer de repetírsela. Mientras Chanar bajaba la colina, el zulkir se dirigió a Yamun.</p> <p>—Antes de que os marchéis, khahan, está por resolver la compensación por los hechiceros que os cedo.</p> <p>—¿Qué compensación? —gruñó el khahan.</p> <p>—Os presto a mis ayudantes —repuso Szass—. Es justo que me deis algo del mismo valor. —El zulkir miró a Batu—. ¿Quizá podría disponer de los servicios del general shou?</p> <p>El khahan frunció el entrecejo pero, antes de que pudiera decir nada, se le anticipó Batu.</p> <p>—No estoy interesado, zulkir.</p> <p>—¿Estáis seguro, general? Pensad en lo que podríais lograr con cincuenta mil gnolls y cincuenta hechiceros.</p> <p>—Ni todos los gnolls y hechiceros juntos de Thay pueden igualar a un centenar de soldados del khahan en espíritu guerrero —contestó Batu, mirando a Yamun—. No me interesa vuestra oferta. Yo cabalgo con los tuiganos.</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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