Vista a varios años luz de distancia, la Vía Láctea no era más que una entre varios millones de espirales galácticas, globos y conjuntos de estrellas...Desde los confínes del universo se podía observarla curva de un globo de un azul intenso...Y desde un lugar más allá del tiempo y del espacio, a una distancia inconmensurable, el universo no era más que un esfera de un azul intenso situada sobre una extensión de polvo rojo, cuando un gigante de tamaño infinito cogió la esfera y la hizo rodar sobre el polvo rojo, y fue cada vez más despacio... hasta que se detuvo...... entre otras muchas esferas de colores...

Steve Perry

MIB

Hombres de Negro

Traducción: Alfredo García y Silvia García

España 1.ª edición: septiembre, 1997

© 1997 Columbia Picture Industries, Inc.

© Ediciones B, S. A., 1997

Bailen, 84 — 08009 Barcelona (España)

Printed in Spain

ISBN: 84-406-7678-6

Depósito legal: B. 27.061-1997

Impreso por LITOGRAFÍA ROSÉS

Una novela de Steve Perry

basada en el guión de Ed Solomon

A Dianne

la mejor amiga que he tenido

AGRADECIMIENTOS

Los libros, por lo menos los que yo escribo, son obras que precisan la colaboración de varias personas. A pesar de que generalmente sea yo quien introduzca las palabras en el ordenador y las acabe plasmando en papel mediante una impresora, siempre hay personas que prestan su ayuda, sin las cuales sería imposible finalizar el libro.

En esta ocasión quiero dar las gracias a Tom Dupree y a Cassie Goddard, de Bantam, y también deseo expresar mi agradecimiento ajean Naggar y a las mujeres de su agencia: Jessie Margolis, Peggy Lawlis, Francés Kuffel, Alice Tasman, Anne En— gel, Jennifer Weltz y Joan Lilly.

Gracias a todos.

S.P.

Ojalá amara a la raza humana;

ojalá amara su rostro necio;

ojalá me agradara su forma de caminar;

ojalá me agradara su forma de hablar;

y cuando me presentan a alguien

ojalá pensara que es un placer.

SIR W ALTER RALEIGH

1

Ya era más de medianoche y la carretera estatal estaba en silencio, como el interior de un ataúd enterrado hace cien años. Sin embargo, el cielo estival del sur de Tejas estaba plagado de estrellas, como puntos de luz engastados en el negro manto de una noche sin luna.

El cielo del sur de Tejas también estaba plagado de un par de millones de insectos, mariposas, mosquitos, luciérnagas, polillas, gorgojos, cucarachas y Dios sabe qué más. Los cuerpos de un cargamento entero de bichos formaban una pasta viscosa de color verde y amarillo en el parabrisas del Ford LTD negro del 86, aparcado junto a una mata reseca que con suerte algún día podría llegar a convertirse en un rastrojo. El coche estaba en un pequeño montículo, a unos doscientos metros de la carretera, pero el terreno era duro y árido, cubierto tan sólo por una fina capa de arena. Hasta un Ford de serie podía circular por allí. Y no es que el LTD fuera exactamente un coche de serie...

Un mosquito, surgido del calor de la noche, entró zumbando en el Ford por la ventanilla del co~ piloto. Dee trató de aplastarlo con la pistola.

—Malditos bichos.

Kay, el otro ocupante del vehículo, el que estaba al volante, no apartaba la mirada de la oscuridad.

—Estoy de acuerdo, socio —dijo.

Los dos hombres llevaban camisas blancas, corbatas negras y trajes negros. Los zapatos, también de color negro, estaban tan brillantes que parecían de charol.

Dee, el mayor de los dos, movió la cabeza en señal de disgusto. Tendría unos quince años más que Kay, y estaba a punto de retirarse.

—Ésta no es manera de ganarse la vida para un hombre adulto —afirmó.

Intentó matar al mosquito de nuevo, y esta vez lo aplastó contra su cuello. Al ver la mancha de sangre de su palma hizo un gesto de asco y se la limpió en el marco de la ventana.

—Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo-respondió Kay.

Mientras hablaba observaba con deseo un paquete de Camel que había sobre el salpicadero. Le resultaría más fácil trabajar si pudiera fumar, pero no. No podía arriesgarse a que le vieran. O le olieran. En estas zonas desérticas los olores recorrían grandes distancias. Mala suerte.

—Joder. Pareces John Wayne. Ahora me dirás que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.

—Ese comentario me duele, Dee.

Kay se llevó una mano al pecho, como si le hubieran disparado. Volvió a mirar el paquete de Camel.

Dee se percató de la mirada y volvió a mover la cabeza, molesto.

—Si sigues fumando la vas a diñar muy pronto. —Hizo una pausa—. Me estoy haciendo viejo para esto.

Hacía mucho tiempo que eran compañeros y cada uno sabía qué pensaba el otro.

—Bah, tú no estás viejo, eres como un buen vino añejo, que va mejorando con la edad.

—Que se va avinagrando, querrás decir.

—Dee, Dee, no sé por qué te empeñas en decir que... Ah, tenemos compañía. —Kay puso la llave en el contacto—. Vamos allá, es hora de entrar en acción.

A lo lejos se distinguían las luces de un vehículo que circulaba en solitario por la carretera estatal.

—¿Acaso estás esperando a que vengan los chicos de verde?

—Sólo quiero calentar el motor. Tenemos que actuar en el momento justo. ¿Te acuerdas de Canadá?

Dee sonrió.

—Ya lo creo. Me reía tanto que pensaba que se me iba a salir un pulmón. Me pregunto qué habrá sido de Mountie.

—Supongo que estará viajando por el país.

—No me sorprendería nada —añadió Dee.

El motor del Ford se puso en marcha con un sonido más muscular de lo que cabría esperar de un vehículo fabricado con acero de Detroit.

Mientras seguían observando, las luces de varios vehículos alineados que bloqueaban la carretera se encendieron a su izquierda. Un par de 4x4 y unos Chevrolet último modelo pintados de un verde escupitajo. Estaban lo suficientemente cerca como para que Kay pudiera leer los distintivos del INS que llevaban inscritos.

La Migra es como los llamaban por aquella zona.

La patrulla de fronteras estaba despierta y a punto de detener un grupo de inmigrantes mexicanos ilegales. Sonrió. Los chicos de la liga del mato— jo. Aunque no tenían ni idea de nada, Kay sentía cieru afinidad por ellos. Una afinidad que, por otra parte, no era infundada.

El vehículo que se aproximaba redujo la velocidad y se detuvo ante el punto de bloqueo. Kay distinguió una furgoneta blanca con un par de años. Seguro que el polvo que la cubría venía de México.

Bienvenidos a Estados Unidos, amigos. Salgan todos del coche y no hagan movimientos bruscos.

Kay metió la primera.

—Ayoo, Silver —exclamó. Miró a Dee y volvió a sonreír.

—Llámame Tonto y te pateo el trasero —contestó Dee.

Kay se rió entre dientes y pisó el acelerador.

Los grandes neumáticos del Ford derraparon y levantaron mucho polvo.

El coche se dirigió a la carretera.

—¡Un momento! —gritó Kay.

Pisó a fondo el freno y giró bruscamente el volante, haciendo derrapar el LTD. Tras levantar una gran polvareda, el coche se detuvo detrás de la furgoneta. Ambos vehículos quedaron iluminados por las luces de los coches de la patrulla de fronteras.

Había media docena de chicos del INS desplegados alrededor de la furgoneta (bueno, en sentido figurado, ya que uno de ellos era una mujer). La llegada del Ford les asustó un poco, ya que la mitad de ellos sacó el arma. También se asustaron la docena de supuestos inmigrantes ilegales mexicanos que estaban de pie detrás de la furgoneta, esperando a que La Migra les detuviera y les enviara de vuelta a casa. La vida es dura. Y cara, también.

Dee y Kay salieron del Ford.

—Buenas noches, caballeros —dijo Kay. Levantó la placa de identificación para que a nadie se le ocurriera darle gusto al gatillo—. A partir de ahora nos encargamos nosotros.

Un joven alto y guapo de unos treinta años se acercó a Kay y enfocó su placa con una linterna negra de aluminio. Le echó un vistazo rápido.

—So y el agente Janus —anunció el muchacho—. Esta operación está a mi cargo. ¿Quién coño s...?

Finalmente reconoció la identificación.

—¿Son del INS?

—División seis —respondió Kay, mientras se guardaba la placa en el bolsillo.

—Jamás había oído hablar de la división seis.

—¿De verdad? Deberías prestar más atención a los informes que llegan del cuartel general, hijo. Supervisamos de forma selectiva operaciones de campo.

—Nadie me había dicho...

—Me alegro de oír eso, porque si te lo hubieran dicho ahora estarían en un buen lío. Se supone que estas pequeñas inspecciones son una sorpresa. Ahora retiraos y permitidnos que intercambiemos impresiones con estos amigos.

Es cuestión de actitud, y Kay lo sabía. Haz como si estuvieras al mando y, nueve veces de cada diez, quienquiera que esté en la escena dejará que te hagas cargo sin demasiada oposición. ¿Y la décima vez?

Bueno, había maneras de salir del paso, si eras alguien como Kay.

Los mexicanos estaban en fila, nerviosos. Había de todas las edades, desde un bebé hasta un par de abuelos.

—¿Qué te parece, Dee?

Dee caminó a lo largo de la hilera, mirando detenidamente a los ilegales.

—Es difícil saberlo. Me parece que tendremos que hacerlo a la manera antigua.

Kay asintió. Se acercó al primero de la fila, un hombre alto que llevaba pantalones vaqueros, una camiseta y unas sandalias.

—¿Qué pasa, amigo, cómo se llama? —le preguntó en español.

—Miguel —respondió el hombre.

Kay sonrió y pasó al siguiente, una de las mujeres mayores.

—No se preocupe, abuela. Bienvenida a Estados Unidos.

—Gracias, señor-respondió la mujer.

Siguió hablando fluidamente en español mientras iba recorriendo la fila, sonriendo y saludando a todos. ¿Cómo está? ¿Cómo se llama? ¿Adonde se dirige? Bienvenido a Estados Unidos.

Cuando llegó a la quinta persona, que sonreía con cara de idiota, Kay se giró y miró a Dee, quien asintió con la cabeza. Era muy posible.

—Oye, amigo, ¿qué tal si te parto la cara? —preguntó Kay.

El hombre no perdió la sonrisa y asintió con la cabeza.

Kay y Dee se miraron el uno al otro.

-Puede que sea masoquista, ya sabes, que le guste el dolor —sugirió Dee.

—Ya sé lo que es un masoquista —respondió Kay.

—No entiendes una palabra de lo que te digo ¿verdad, amigo? —preguntó Kay, aún en español.

El hombre sonrió y asintió.

Varios de los otros ilegales se mostraron extrañados al ver la actitud de su compañero. A juzgar por su aspecto, era obvio que aquel hombre no tenía sangre india pura, de manera que tendría que haber entendido lo que acababa de decir La Migra, y parecía que no era así.

Una de las abuelas hizo la señal de la cruz.

—Amigos, me parece que tenemos un ganador —dijo Kay mientras volvía a mirar a Dee—. El resto ya os podéis largar. Meteos en la furgoneta y desapareced —añadió en español.

Janus, como era de suponer, se opuso.

—¿Qué? ¡No puede hacer eso!

—Hijo, yo aquí puedo hacer lo que me dé la gana. Se trata de una operación especial de la división seis, y si me tocas las pelotas te vas a pasar cinco años a lomos de un burro jorobado en Río Grande, donde lo más divertido que vas a ver en todo el día es un lagarto meando.

A pesar de la falta de luz, se percató de que Janus palidecía.

Es todo cuestión de actitud. Haz como si tú mandaras, y todos te creerán.

El conductor de la furgoneta no esperó a ver quién los tenía más grandes. Se metió en la furgo neta de un salto, y ordenó a sus pasajeros que lo imitaran. La furgoneta rodeó el bloqueo y se alejó a toda velocidad en dirección norte.

—¡Esto es muy irregular! —objetó Janus.

—¿Usted cree, agente Janus? Un hombre que lleva cuatro días sin cagar es muy irregular. Nosotros hacemos esto continuamente. Ahora lárgate también y déjanos charlar con el amigo Paco. Ah, y de esto ni pío. En la división preferimos adoptar una actitud discreta.

Los agentes del INS no se movieron.

—Vamos. De momento vuestros historíales están limpios. No me obliguéis a mandarle un informe a vuestro superior —dijo Kay.

Hubo un momento de tensión, pero Kay se había librado de otros más fuertes que Janus.

Janus se rindió. Murmuró entre dientes, probablemente alguna obscenidad. Kay mantuvo una expresión firme.

De mala gana, Janus y el resto de agentes se dirigieron a sus vehículos.

Una vez que se hubieron marchado, Dee y Kay miraron a su cautivo.

—Por aquí, amigo —indicó Kay—. Tenemos que hablar contigo.

De debajo de la chaqueta, Dee sacó lo que parecía una pistola Desert Eagle calibre 44 y apuntó con ella al cautivo. Un arma israelí muy potente, incluso los modelos de serie, y ésta no parecía exactamente el típico modelo básico, sino que terna varias modificaciones. Modificaciones a ciencia cierta inusuales.

Al parecer el inmigrante ilegal no entendía el inglés ni tampoco el significado de una pistola de gran calibre apuntándole. Se alejó de la carretera y se detuvo detrás de un par de arbustos, seguido por los dos hombres.

Kay le rodeó los hombros con un brazo.

—Me parece que te bajaste del autobús en la parada equivocada, amigo. De hecho, apostaría dólares contra pesos a que no vienes de ningún sitio que esté siquiera remotamente cerca de aquí.

Dicho eso, Kay cogió el dispositivo electrónico que llevaba en el cinturón y lo accionó, pasándolo por la ropa que llevaba el inmigrante. Parpadeó una luz y se escuchó un sonido muy parecido al de una cremallera al abrirse.

Al inmigrante se le desprendió la ropa del cuerpo.

A continuación, la propia carne.

Lo que quedó fue una criatura de 1,70 m de estatura cubierta de escamas, con tentáculos viscosos y ojos protuberantes. El único resto de camuflaje era la cabeza del inmigrante, situada encima de una vara que la criatura sostenía con los tentáculos. La falsa cabeza seguía sonriendo y asintiendo, controlada por el alienígena.

Kay movió la cabeza en un gesto de desaprobación.

-¿Mikey? ¿Cuándo te dejaron salir de la cárcel?

El alienígena respondió emitiendo un sonido parecido al de un lagarto al comerse una mosca y acompañado del zumbido procedente de una jarra llena de abejas exaltadas.

—¿Refugiado político? —preguntó Kay sonriendo—. Ya. ¿Tú te crees que he nacido ayer, Mikey?

—¿Sabes cuántos artículos del tratado acabas de violar? —preguntó Dee.

Mikey respondió con un débil chillido.

—Veamos. Inmigración ilegal, inoculaciones no documentadas, impago de la tasa de aterrizaje, no obtención de un visado adecuado... Ah, Mikey, Mikey, la lista es interminable. Estás metido en un buen lío, muchacho.

—Sí, y quienquiera que te hiciera bajar en México tendrá que devolverte el dinero. Como mínimo tendrían que haberte proporcionado un implante de lenguaje o una de esas traductoras universales de contrabando. Hoy en día no te puedes fiar de nadie, ¿verdad, Mikey?

Mikey emitió más sonidos. Parecía como si estuviera comiendo polillas y espantando abejas.

—Vamos, vamos, no me creo que seas tan tonto. No nos insultes de ese modo, Mikey. Eso no te ayudará en absoluto. Supongo que no querrás que añada el soborno a la lista de cargos contra ti, ¿verdad? —dijo Kay.

Mikey se calló. Fue la decisión más inteligente que había tomado en todo el día.

—Dame la cabeza y extiende los tentáculos. Ya conoces el procedimiento —ordenó Kay.

—¡Dios mío! —exclamó alguien a sus espaldas. Kay y Dee se giraron, y Mikey también. Bajo la luz de las estrellas, el agente Janus los miraba boquiabierto.

—Vaya... mierda-dijo Kay.

2

Mikey dejó caer la falsa cabeza controlada electrónicamente y gruñó, mostrando una impresionante colección de enormes dientes parecidos a los de un tiburón, desproporcionados para una boca tan diminuta. Con esos colmillos era capaz de arrancar el brazo a un hombre.

El hedor de su aliento era como un filete que llevara varios días pudriéndose bajo el ardiente sol de Tejas. Kay estaba acostumbrado a soportar olores de todo tipo, pero a Mikey no le hubiera venido mal un par de litros de Listerine, de eso no cabía duda.

El agente Janus lanzó un grito al ver que el alienígena se abalanzaba sobre Dee, lo tiraba al suelo y salía disparado hacia él.

El agente del INS trató torpemente de sacar el arma, pero se le cayó al suelo.

Mikey dio un salto en dirección al agente, mientras emitía un chillido que empezó en un tono agudo y fue subiendo hasta alcanzar frecuencias ultrasónicas.

Janus se quedó plantado, como un conejo deslumhrado por las luces de un camión, paralizado por el miedo. Obviamente, su cerebro era incapaz de creer lo que veían sus ojos: ¡Mira, un tiburón terrestre se te va a comer! ¡Caramba!

—¡Mikey, deténte! —gritó Kay.

La advertencia no sirvió de nada. Aquel cabron— cete seguía avanzando. ¿Qué idea se le había cruzado por la cabeza? Mikey no era violento; por lo menos nunca lo había sido. ¿ Quién creía que era Janus?

Dee se puso de rodillas, blasfemó, cogió la pistola que se le había caído, volvió a blasfemar, ajustó un regulador en un lateral del arma, blasfemó de nuevo.

Kay fue a coger su propia arma, pero no sabía si le daría tiempo a sacarla de la funda. Mikey parecía fuera de sí.

—¡Dee! ¡Dispara! —gritó. Pero Dee seguía manejando los mandos de la pistola.

De un fuerte tirón, Kay sacó la pistola de la funda que llevaba debajo de la chaqueta, pero sus movimientos parecían ralentizacfos...

El tiempo se detuvo, como un coche atrapado en un pozo de arenas movedizas en Misisipí, hundiéndose lentamente. ¡Maldita sea!

Mikey recorrió los últimos metros a toda velocidad, tomó impulso para el salto, y se abalanzó sobre Janus.

Kay no podía perder tiempo, así que disparó sin apuntar.

Un rayo de luz blanca atravesó el torso de Mikey y lo hizo explotar en mil pedazos. Trozos de tejido azul y diversas sustancias viscosas y calientes se esparcieron por toda la zona, como si un globo lleno de agua hubiera reventado. El aterrorizado agente del INS quedó cubierto de fluidos del cadáver de Mikey.

El alienígena cayó al suelo rodando, muerto antes de detenerse junto a Janus.

Kay exhaló un profundo suspiro. Joder. Por un pelo. Llevado de la costumbre, antes de guardar el arma dio rápidamente una vuelta completa sobre sí mismo, en busca de otros blancos. Ya no quedaban más como Mikey, pero vio al resto de agentes del INS salir de los coches. Oyó que cerraban las puertas de golpe y gritaban mientras se acercaban corriendo al lugar de procedencia del fogonazo y el ruido.

Ahora sí que el hedor era realmente nauseabundo.

—Vaya mierda-exclamó Kay, mientras guardaba el arma.

Por lo menos Mikey ya no volvería a entrar ¿legalmente en el planeta.

Dee se levantó, sacudió la cabeza y enfundó su arma.

Janus, más pálido que una vela, intentó articular palabra:

—E... e... e...

—¿Eso? —sugirió Kay. —No... no... no era...

—¿Humano? —finalizó Kay—. Ya lo sé. Toma, limpíate las entrañas.

Kay limpió con su pañuelo parte de la sustancia viscosa que unos momentos antes estaba en el interior de Mikey.

—Ya verás como sale con un poco de gaseosa. O si no, métela en la lavadora con agua fría.

El resto de agentes del INS se acercó muy alterado, con las pistolas en alto y sin parar de hacer preguntas.

—¿Qué coño está pasando?

—Agente Janus, ¿se encuentra bien?

—¿Pero qué coño es eso?

—Tranquilos todos —ordenó Kay, con su tono más autoritario—. La situación está bajo control, cálmense. Si me prestan un momento de atención se lo explicaré todo.

Janus seguía en estado de shock, pero el resto de agentes tenía las armas en alto y observaba los restos del difunto Mikey, cuyo nombre auténtico era impronunciable para cualquiera que tuviera cuerdas vocales humanas. Kay tenía que admitirlo, nadie iba a echar de menos a Mikey. Ya no le haría perder el tiempo a nadie, excepto para limpiar sus restos y tirarlos a la basura.

Kay suspiró. Bien. Los habían descubierto. Pero ¿dónde se había metido el equipo de limpieza? Miró a su alrededor.

Como en respuesta a su pensamiento, un par de puntos de luz se acercaron a toda velocidad por la carretera. El rugir del motor del coche rompió el silencio del desierto.

—Ya era hora, joder —dijo Kay.

Un agente uniformado y un tanto tembloroso apuntó a Kay con su pistola.

—¡Más vale que piense rápido en algo, señor! ¡No existe la división seis del INS!

—Si me permite... —respondió Kay.

Lentamente metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó el neuralizador. Se lo enseñó al hombre que le estaba apuntando. El aparato no tenía un aspecto amenazador; más bien parecía una grabadora de bolsillo con un diodo de color rojo. Kay echó un vistazo al reloj y luego al neuralizador. Hizo una cuenta rápida y ajustó el contador. Si el equipo de limpieza tenía que darse prisa, era problema suyo. Que hubiera venido antes.

—¿Qué coño es eso? —preguntó el muchacho de la pistola.

—¿Mikey? El nombre de su especie no te resultaría familiar. Oh, te refieres a esto. Bueno, es un neuralizador. Un regalo de... unos amigos de fuera. La luz roja aisla y mide los impulsos bioeléctricos del cerebro. De hecho, para ser más específico, actúa sobre los impulsos relacionados con la memoria. Una vez borrados, te olvidas de todo.

—¿Se puede saber de qué coño está hablando? —dijo el muchacho.

El coche que se acercaba se detuvo bruscamente. Algunos de los agentes del INS se dieron la vuelta, con las pistolas en alto.

El equipo de limpieza, formado por seis hombres vestidos también con trajes negros, camisas blancas, corbatas negras y zapatos negros lustrosos se bajó del coche, otro Ford LTD del 86, también negro. Los seis ya llevaban puestas las gafas de sol.

—Hay que abrasar todo el perímetro, caballeros. Quiero agujeros de cuarenta, sesenta y ochenta, si son tan amables. Echaremos mano de la típica historia de las bolsas de gas subterráneas —ordenó Kay a los hombres de negro.

Janus consiguió por fin articular palabra.

—Si no me explica ahora mismo qué está pasando, los meto a todos en la cárcel.

—Tranquilo, a eso iba.

—¿Quién es usted?

—Mira, hijo. Me temo que no soy más que un producto de tu imaginación, y no duraré mucho.

Kay sacó las gafas de sol que llevaba en el bolsillo exterior de la chaqueta, y vio que Dee hacía lo mismo. Los dos se pusieron las gafas.

—Que todo el mundo mire hacia aquí —indicó Kay, levantando en alto el neuralizador.

Todos los agentes miraron. Igual lo hubieran hecho aunque les hubiera ordenado que no miraran. Después de todo, los humanos son una especie bastante simple. Y bastante predecible, la mayoría de las veces.

Kay accionó el dispositivo. Se produjo un fogonazo brillante. Kay echó un vistazo al reloj.

—Como ya he dicho, hay que darse prisa, caballeros.

A toda velocidad, los seis hombres de negro volvieron al Ford y sacaron lanzallamas del maletero, con los que dispararon varias veces formando círculos llameantes alrededor de Kay, Dee y la patrulla de fronteras. Los agentes del INS no movieron un músculo. Los hombres de negro guardaron inmediatamente los lanzallamas, sacaron varios extintores del maletero y se prepararon para actuar.

El Ford LTD del 86 tiene un maletero muy espacioso.

Kay consultó el reloj de nuevo. La verdad es que se movían condenadamente deprisa cuando era necesario, tenía que admitirlo.

Justo... ahora...

—¿Eh? ¿Pero qué...? —exclamó Janus.

—Esa parece la pregunta de la noche, ¿verdad? Han tenido mucha suerte de sobrevivir a una explosión así.

El resto de agentes del INS salió del trance. Todos miraron a su alrededor, perplejos.

Los hombres de negro rociaron los círculos ardientes con espuma extintora.

—Un accidente imprevisible, ¿no les parece? —dijo Kay—. ¿Quién se iba a figurar que había una bolsa de gas subterráneo por aquí? La próxima vez que huelan a gas mas vale que tengan más cuidado al disparar sus armas de fuego. Podrían habernos matado a todos.

Una vez que se hubieron marchado los agentes del INS, con sus nuevas memorias, y que el equipo de limpieza hubo terminado, Kay regresó al LTD. Dee estaba sentado sobre la capota, intentando matar mosquitos inútilmente. Las gafas de sol le colgaban de la mano. Kay se apoyó en la puerta.

—¿Cómo lo llevas, Dee?

—Lo siento por lo de antes —respondió Dee—. Mikey jamás debió haberme derribado de esa manera.

—Son cosas que pasan.

—Antes no pasaban. Hace diez años me lo hubiera cargado al primer movimiento. Incluso hace cinco años, lo habría alcanzado antes de que diera tres pasos.

Levantó las manos. Le temblaban.

—Estoy acabado, Kay.

Kay permaneció en silencio. Podía sentir el dolor de su compañero. Dee miró hacia arriba.

—Son hermosas, ¿no crees? Las estrellas. Ya no las miramos casi nunca.

—Es más fácil verlas aquí, en este lugar perdido —respondió Kay—. No molestan las luces de la ciudad, ni la contaminación, ni los edificios.

—Sí.

Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada.

—Hemos pasado buenos ratos, ¿verdad? Hemos sacado el negocio adelante.

—Desde luego.

—¿Sabes, Kay? Sé que es hora de que lo deje, pero lo voy a echar de menos —señaló los círculos humeantes del desierto.

Kay ya había sacado el neuralizador. Lo tenía escondido junto a la pierna, donde Dee no podía verlo. Le embargaba una tristeza infinita. Se puso las gafas de sol.

—No —susurró—. No lo echarás de menos en absoluto, Dee.

3

Mientras se internaba en la noche neoyorquina, James Edwards sentía en el pecho los golpes de la placa plateada que llevaba colgando de la cadena. Eran bastante fuertes pese a estar producidos por una simple y ligera placa. Y aún lo serían más si la placa fuera dorada; pero había pocas probabilidades de que pudiera cambiársela en breve. Resultaba difícil llegar a ser detective con una actitud como la de Edwards. Hasta él tenía que admitirlo. De todos modos, la placa de plata le golpeaba bastante fuerte.

Por supuesto, estaba corriendo a toda velocidad. Y aunque ya habían dejado atrás a dos policías de uniforme en malas condiciones físicas, el fugitivo le llevaba ventaja. Debía de estar a unos veinte metros de distancia y corría a tope. Tal vez fuera una especie de atleta de elite, aunque desde luego no lo parecía. El propio Edwards no había conocido a nadie tan veloz, y normalmente nueve de cada diez chicos malos ya se hubieran rendido a estas alturas, especialmente al estar trabajando él de incógnito y llevar calzado deportivo. Seguro que aquel tipo tomaba algo: speed, ginseng, vitaminas o lo que fuera.

Ya había recorrido seis manzanas en la oscuridad persiguiendo a aquel tipo e iba siendo hora de atraparlo. Estaba sudando a mares y hacía mucho calor, demasiado para andar corriendo.

El fugitivo entró en el metro, en dirección a la Grand Central Terminal.

Estupendo.

Ya era hora de probar otro método.

—¡Alto! ¡Departamento de Policía de Nueva York! —gritó James Edwards. A veces eso servía de ayuda.

En esta ocasión también.

El fugitivo metió el turbo y aumentó la velocidad.

Así no vas a conseguir la placa dorada, James, se dijo a sí mismo mentalmente. No dejes que te gane.

Muy pocas personas de la estación se interesaron por mirar a los dos hombres que corrían. Después de todo, estaban en Nueva York. Todo el mundo había visto cosas más raras, normalmente cada día de la semana, y puede que hasta dos veces los domingos. ¿Un poli persiguiendo a un delincuente? Poco interesante para llamar la atención ni siquiera de un niño de diez años.

—¡Alto! ¡Policía! —Lo intentó de nuevo.

El fugitivo aceleró más aún.

Maldita sea, pensó Edwards. Más valía ahorrar el aliento para correr.

¡Atención! El delincuente volvía a salir al exterior.

Subiendo las escaleras de dos en dos, Edwards continuó con la persecución.

Un taxi frenó bruscamente, quemando los neumáticos, hasta detenerse a pocos centímetros del detective. El conductor expresó su opinión acerca del cociente intelectual de Edwards. Éste le dedicó un gesto obsceno con la mano y siguió corriendo.

El delincuente llegó hasta el puente de Park Avenue. Se giró para mirar a Edwards y saltó por encima de la barandilla para caer en la calle Cuarenta y uno.

¡Joder, era una caída de unos diez metros! Seguro que ese tío se atiborraba de algo.

Edwards respiró lo más profundamente que pudo y se descolgó por un lado. Si el malo podía hacerlo, él también.

¡Uf! Cayó encima de uno de esos falsos autobuses de dos pisos. Estaba lleno de turistas con un número de cámaras suficiente como para hundir el ferry de Staten Island. Le miraron boquiabiertos.

—No se preocupen, amigos, es parte de la excursión.

¿Y el malo? ¿Dónde estaba el malo?

Allí estaba. Se bajó del autobús y reanudó la carera. ¡Maldita sea!

Entonces pasó un camión de reparto del New York Posty que circulaba lentamente en su misma dirección. Edwards aceleró, se enganchó a la parte trasera del camión y se subió.

Allí estaba el delincuente corriendo por el arcén, todavía a gran velocidad.

El camión llegó a la altura del fugitivo. Edwards se inclinó hacia él y sonrió.

—Fin de trayecto, amigo. Se te ha acabado la suerte.

Saltó del camión y realizó un placaje perfecto sobre el delincuente.

—¡Viene a por mí! ¡ Viene a por mí! —gritó el tipo.

—Vale, vale. Si viene le pateo el culo también. Dame las manos. Sacó las esposas.

El delincuente miró al policía. Parecía aterrorizado.

Entonces parpadeó, y Edwards lo miró fijamente. ¡Joder!

¡Ese tío tenía dos pares de párpados! Los exteriores eran normales, pero los interiores eran de color blanco y tenían un aspecto viscoso. ¡ Puaj! Algo raro estaba pasando.

—¡Viene a por mí! ¡Viene a por mí! —repetía el individuo.

—¿A quién te refieres? ¿A Jesús? No te preocupes, cuando venga estarás a salvo en una bonita celda. Le diremos que venga a visitarte a ti y al resto de pecadores...

El delincuente hizo un movimiento brusco. Llevaba algo en la mano.

¡Una pistola!

Se trataba de un arma muy extraña, como salida de un episodio de Star Trek o de Babilonia Cinco, pero estaba claro qué iba a hacer con ella. Apuntó a Edwards. La mitad inferior de la pistola brillaba con una luz amarilla intermitente y emitía un sonido parecido al de un silbato para perros.

Debía de ser uno de esos nuevos modelos equipados con láser, seguramente tenía un visor de infrarrojos o algo así. ¡Joder!

El agente de incógnito James Edwards, de la policía de Nueva York, centró toda su atención en esa extraña arma que le estaba apuntando. Ahí estaba el peligro y, aparte de esa enorme pistola, no tenía ojos para otra cosa. Agarró la mano del delincuente y la golpeó con fuerza contra el suelo.

La pistola se rompió al instante en un millón de trozos. Visto y no visto.

¡Hijo de...!

El sujeto propinó un fuerte rodillazo a Edwards en el bajo vientre.

¡Joder!

Edwards se retorció de dolor y soltó al hombre. Se llevó las manos al lugar del rodillazo.

El tipo salió disparado, como si llevara un cohete en el trasero. Edwards estaba realmente cabreado: Nadie le iba a patear las pelotas y escapar tan ricamente, como si nada. Se sobrepuso al dolor y echó a correr de nuevo tras el malhechor. Ese hombre estaba realizando un gran esfuerzo para evitar que le arrestaran por una infracción que podría quedar en un delito menor. Era absurdo. La mayor parte de lo que hacían los delincuentes carecía de sentido.

—¡Maldita sea! ¡Párate ya! ¡Me estás volviendo loco!

Entonces el fugitivo saltó por encima de un coche en movimiento y se dirigió hacia el Museo Gug— genheim. Edwards abriólos ojos como platos. Nadie en el mundo podía dar un salto así.

Un autobús pasó justo por delante del agente, que se detuvo en seco.

Cuando hubo pasado el autobús, no había ni rastro del delincuente.

—¡Maldita sea!

Edwards estaba en buena forma, pero no tenía pensado correr una maratón y batir el récord mundial de salto de altura cuando empezó el turno.

Edwards llegó al Guggenheim y buscó a su presa con la mirada.

Algo pasó volando ante sus ojos. Era el fugitivo, que había saltado una altura de seis metros hasta la azotea del museo.

Joder!

Tenía que ser una pesadilla. Eso no podía ser real. Pero aun así, no iba a permitir que ese tío se le escapara. Entró corriendo en el museo y subió por la escalera central.

—Joder! ¡Tenía que haber dicho que estaba enfermo y haberme ido al partido! —se decía a sí mismo mientras corría.

Cuando el delincuente abrió la puerta de la azotea para entrar en el museo, se llevó una sorpresa.

—Qué tal, Spiderman-saludó Edwards, apuntando con la pistola a la nariz del criminal—. Sabes qué, si me enseñas el truquito del salto hablaré a tu favor en el juicio.

El tipo soltó un gemido y empezó a retroceder, con las manos extendidas frente a él.

—Ahí quieto, amigo.

Pero el individuo siguió retrocediendo, hasta llegar al borde de la azotea.

—¡No! ¡Viene a por mí! ¡Me matará! ¡Le he fallado y me matará!

Edwards no sabía de quién estaba hablando, pero algo le decía que no se trataba de Jesús, a menos que tuviera previsto volver con un estilo mucho más militar que la última vez.

—Tranquilo, amigo. Nadie te va a matar. Conozco un sitio seguro y muy bonito. Tiene las pa redes muy gruesas y acolchadas. Allí estarás a salvo. Ven conmigo y te protegeremos de él.

El delincuente trató de retroceder un poco más, pero ya no había sitio. Chocó contra el mure— te de seguridad, miró hacia abajo, luego a Edwards otra vez, y cayó a la calle.

Mientras caía no paraba de gritar.

Edwards miró hacia abajo. Después de esa caída seguro que no se levantaba.

—Maldita sea, ¿qué coño eres?

O eras, pensó Edwards.

Se reincorporó. Oyó sirenas, pero supuso que no acudían en su ayuda. Los dos policías de uniforme estaban por ahí perdidos en la inmensidad de la ciudad. Tenía que encontrar un teléfono y llamarlos. La verdad es que debería pedir un móvil, nunca se sabe cuándo se puede necesitar uno, y como sólo lo utilizaría en el trabajo, no le parecía justo tener que pagarlo de su bolsillo.

Desde luego, en la comisaría no les iba a hacer ni pizca de gracia la muerte de ese tipo.

No señor. Ya oía al lechuguino que iban a enviar y se imaginaba su expresión de sorpresa.

Tendrías que haberte quedado en la cama este turno, de eso no hay duda, James.

4

James Edwards estaba sentado en una cochambrosa silla de plástico de la sala de interrogatorios número 1. De momento ésa reunión estaba resultando exactamente como la había imaginado. Hasta en el más mínimo detalle.

La sala olía a humo de tabaco barato, aunque ya hacía dos años que se había prohibido fumar en el edificio, y a malhechores sucios. El olor corporal de los detenidos no estaba contemplado en las normas del Departamento. Una lástima.

Frente al joven policía estaba el inspector del Departamento de Asuntos Internos. El lechuguino, como lo llaman los polis normales. También recibe otros nombres, pero mejor no utilizarlos ante una compañía distinguida.

Y no es que la compañía distinguida fuera apta para reunirse en una ratonera como aquélla.

—Dos pares de párpados. ¿Quieres decir que parpadeó con los dos ojos? —preguntó el inspector.

—No, señor. Quiero decir que tenía un par y que luego parpadeó con el otro par. Párpados interiores y exteriores, señor.

—¿Algo así como las luces largas y las cortas? —preguntó el sargento barrigudo.

Edwards miró ferozmente al sargento barrigudo, uno de los dos policías de uniforme que se había quedado atrás cuando empezó a perseguir al delincuente, o lo que fuese.

El inspector de Asuntos Internos carraspeó.

—Por favor, sigamos.

Echó un vistazo al informe escrito. Pasó unas páginas y meditó con cuidado sus siguientes palabras.

—¿Había alguna otra cosa extraña sobre el sospechoso fallecido?

—¿Aparte de que debía de estar entrenando para los juegos olímpicos? Ese tío era el ser sobre dos piernas más rápido que he visto en mi vida. Y encima llevaba calzado de calle normal.

—¿Qué talla? —preguntó el sargento.

—Por favor, ¿serán tan amables de guardarse sus comentarios para que podamos acabar con esto? —advirtió el inspector.

—Sí, señor. Le escucho —dijo Edwards.

—Veamos, agente Edwards. Esos, ejem, párpados, ¿los vio antes o después de que el malhechor sacara el arma que se desvaneció en una nube de humo cuando usted la golpeó?

Un tipo sarcástico. Y no tenía por qué.

—Antes.

El inspector lechuguino echó una mirada al sargento barrigudo y a Phillips, el otro policía de uniforme.

—¿Y por qué motivo cree que estos dos agentes no vieron esos... párpados y la pistola rara? —inquirió.

—Porque estaban cinco manzanas detrás de mí tosiendo para expulsar el humo de los pulmones. Por eso. No se acercaron a él más de la distancia que me separa a mí de conseguir la placa dorada. —Hizo una pausa—. Señor.

—Ah, Jimbo Edwards —intervino el sargento barrigudo, alzando la vista al techo—, estás a años luz de todos nosotros, siempre solo, ¿no es así? ¡No eres ni la mitad de hombre que yo!

—Eso es cierto. Usted debe de pesar unos cien kilos más que yo.

—Escuche, Edwards. ¿Alguna vez ha pensado que es posible que en todo el cuerpo haya una o dos personas, aparte de usted, que no sean completamente idiotas?

Transcurrieron unos segundos que parecieron eternos.

—¿Edwards?

—Un momento, estoy pensando.

—Muy listo. Sigue así y verás lo que consigues. Recuérdalo la próxima vez que necesites refuerzos.

—Lo recordaba esta vez, sargento. Mis refuerzos estaban muy lejos, probablemente pensando en su próximo donut o cigarrillo.

El barrigudo enrojeció de ira. Edwards pensó que le había tocado el punto débil.

—Ah, verá, inspector, acabo de recordar por qué no me di cuenta de los párpados de ese tipo —comentó el otro policía de uniforme—. Estaba muy ocupado fijándome en las pequeñas antenas que le salían de la cabeza. Me parece que estaba enviando señales a Marte para iniciar la invasión. Yo creo que tendríamos que llamar al Presidente, ¿no les parece?

El sargento se rió.

El inspector frunció el ceño.

—Creo que ya hemos terminado.

Cerró el cuaderno de notas y movió la cabeza en señal de enojo.

—Sargento, quisiera hablar fuera con usted y con el agente Phillips, por favor.

Se levantó, saludó a Edwards con la cabeza y se dirigió hacia el pasillo que llevaba a la sala de reuniones. Antes de salir se detuvo frente al espejo de observación, se miró y se arregló la corbata.

—Escucha, Jimbo, si quieres seguir aquí, tendrá que ser a nuestro modo. Corta ya con el rollo de vaquero solitario. Intenta ser un jugador de equipo —advirtió el sargento antes de irse.

—Este equipo hace que los Jets parezcan buenos —replicó Edwards.

Durante un segundo pareció que aquel hombre barrigudo iba a darle un puñetazo, pero se contuvo. Que un policía pegara a otro policía era algo políticamente incorrecto, pese a las ganas que tuviera de hacerlo.

Cuando se quedó a solas, Edwards se dejó caer pesadamente en la silla. Aquello era cosa de locos. Un tipo con dos pares de párpados capaz de escalar una pared como una mosca humana. Puede que fuera una pesadilla. A lo mejor le habían echado algo de droga en el café.

Bueno, bueno, de modo que aquel tipo era una especie de monstruo o algo así. Unos días antes había visto un programa en la televisión sobre un grupo de personas de España o Portugal que sólo tenían dos dedos en las manos y en los pies. Les llamaban bidáctilos, o algo parecido.

Y luego estaba el chico con cara de perro, los cocodrilos humanos y las mujeres obesas. Correr como el viento y tener ojos de rana o de serpiente no era lo más raro del mundo.

¿Y quién podía llevar pistolas de rayos que se hacen pedazos al golpearlas con fuerza? Probablemente todos los superconductores.

Así pues, ¿cómo explicar todas esas cosas? Puede que sucediera como en un episodio de Star Trek. Un extraño tornado espacial hizo que la nave Enterprise retrocediera en el tiempo, como ocurría cada dos semanas aproximadamente, y ese tipo formaba parte de la tripulación. O huía de la tripulación.

Qué más daba.

Cerró los ojos. Estaba agotado. Estas cosas no tendrían que ocurrir. Se suponía que los malos cometían un delito y luego él los atrapaba y los metía en la cárcel. Se suponía que estas cosas tan raras no deberían ocurrir, ni siquiera en Nueva York.

Estaba realmente agotado. Tanto correr, y luego el Departamento de Asuntos Internos todo el rato insistiendo en lo mismo. Podría apoyar la cabeza un momento en aquella mesa llena de marcas...

Casi sin darse cuenta, Edwards se quedó profundamente dormido...

Se despertó cuando alguien le tocó en el hombro. Se asustó y dio un respingo.

Una mujer bastante atractiva vestida con una bata de laboratorio estaba de pie junto a él, mirándolo.

¿Estaba muerto y ella era su recompensa? Bueno, no estaba mal, nada mal.

—¿Agente Edwards?

—¿Sí?

—Soy la doctora Laurel Weaver, me he encargado de hacer la autopsia de su cadáver.

—De mi cadáver, doctora...

—Bueno, usted ya me entiende. ¿Me podría dar alguna información sobre esa cosa? Es decir, algún tipo de antecedentes.

—¿Esa cosa?

Ella miró a su alrededor y se acercó más al detective. También parecía cansada, como si la hubieran sacado de la cama y le hicieran falta seis horas de sueño reparador.

—Sí, bueno, he realizado unos breves preliminares, y la verdad es que jamás había visto...

Se interrumpió cuando se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y Heroumin, el detective polaco, asomó la cabeza.

—Hay alguien que quiere verte, James.

—¿Y ahora quién será? —dijo Edwards, molesto.

Heroumin se fue.

—Escuche, no quiero hablar aquí. Me tengo que ir. Venga a verme al depósito de cadáveres más tarde, ¿de acuerdo? Sinceramente creo que tendríamos que seguir hablando de este asunto —insistió la doctora. Sus palabras denotaban cierta urgencia.

—De acuerdo.

¿Y por qué no? Total, era mucho más guapa que su casera, la única mujer con quien mantenía algún tipo de relación en la actualidad, aunque ésta se limitara a que ella le aporreara la puerta para pedirle el alquiler o que bajara el volumen del equipo de música.

—Ya te llamaré para concertar una cita, o lo que sea —dijo él.

—Por favor. Y que sea pronto. Tengo un extraño presentimiento.

—A mí me ocurre igual —respondió él.

Cuando ella salía, él la miró fijamente. Alguien la detuvo en el pasillo nada más salir. No podía ver de quién se trataba, pero escuchó una voz de hombre.

—Ah, doctora Weaver, usted es la médica forense que se ocupa de ese tipo no identificado que saltó de una azotea, ¿no es así?

A juzgar por su tono de voz, el interlocutor era del estado de Georgia.

—Sí, yo soy la docto ra Weaver, ¿por qué?

—Mire aquí, doctora.

—¿Qué es eso?

Se produjo un destello brillante, como un relámpago. Edwards llegó a la puerta de un salto.

Un hombre vestido con un traje negro y camisa blanca, con unas gafas de sol Ray Ban, estaba de pie bloqueando la puerta.

—Buenas tardes. Usted debe de ser el agente James Edwards, ¿me equivoco?

- Soy yo, ¿ quién es usted? El hombre de negro se acercó a la cámara de vídeo del rincón, alojada en una jaula de acero. La apuntó con lo que parecía ser una pequeña linterna y pulsó un botón. Se escuchó un ligero zumbido y se apagó la luz roja de la cámara. Se quitó las gafas las guardó en el bolsillo.

—Siéntate, hijo.

—No soy su hijo y ya he estado sentado bastante rato. ¿Quién es usted?

—Llámame Kay —respondió el hombre—. Vaya día has tenido, ¿eh?

Edwards lo miró iracundo, pero no dijo nada.

Kay sonrió.

—¿Me puedes explicar qué ocurrió esta mañana?

—¿Es usted un agente federal?

—Algo así.

—¿Qué tal si le cuento un chiste en lugar de la verdad? Con las dos cosas se va a reír.

—¿Te parece que tengo sentido del humor?

—No lo sé. ¿Le parece que estoy chiflado? Pregunte a quien quiera, seguro que le dirán que sí.

—Veamos. El tipo que se cayó de la azotea tenía dos pares de párpados. ¿Los interiores tenían un aspecto viscoso?

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Los interiores eran branquias.

—¿Branquias? ¿Como las de un pez?

—Es una manera de hablar. Dejemos eso de lado por ahora.

—¿Qué más sabe acerca de ese tipo?

—¿Saltaba como si tuviera un trampolín en los pies?

Edwards se sintió mejor. No estaba loco, y el hombre con el que estaba hablando era la prueba. No, había tropezado con algo, algo lo suficientemente importante como para atraer a los federales. Ahora se trataba de averiguar qué era. Y quién era ese hombre.

—¿Qué es usted? ¿Agente del FBI?

—¿Le ganaste corriendo y luego le pateaste el culo? Eso es bastante sorprendente, hijo, no sabes cuánto. Tengo que decirte que estoy impresionado, y eso que no me impresiono fácilmente.

—¿De la CIA? Usted sabe de qué va todo esto, ¿no es así?

—Yo sé muchas cosas. ¿Dijo algo antes de caer?

—Tonterías. Algo como «¡viene a por mí! ¡le he fallado! ¡me va a matar!». Cosas por el estilo.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

—El arma que llevaba, ¿crees que la reconocerías si la vieras de nuevo?

—La última vez que la vi explotó en un millón de trozos. Todos los rompecabezas son iguales antes de hacerlos.

—Pero ¿la reconocerías si no estuviera hecha añicos?

—Soy un agente de policía entrenado. Sí, la reconocería.

El hombre de negro se puso en pie. Sonrió, pero sin alterar la expresión de los ojos.

—Venga, vamos a dar un paseo. Ya he hablado con tu teniente, te liberan temporalmente del servicio para que nos eches una mano. —¿Agencia Nacional de Seguridad? La sonrisa del hombre de negro se ensanchó.

Dentro del LTD, Kay sonrió al ver cómo el joven policía miraba a su alrededor.

—Vamos, hombre, dime dónde trabajas. A juzgar por la chatarra que conduces, no puede tratarse de alguien con dinero.

—Es un buen coche —respondió Kay.

—Oh, disculpa, no pretendía ofenderte. Supongo que tendría que haber recordado que un Ford LTD del 86 es un clásico y todo eso. Con esos alerones aerodinámicos y todo. ¿Tu otro coche es un Gremlin? ¿Un bonito Rambler de color rosa?

—A veces las cosas no son exactamente lo que parecen —sentenció Kay—. Pensaba que ya te habrías dado cuenta después de lo de hoy.

Ese comentario dejó callado al muchacho unos instantes, pero en seguida recuperó el habla.

—Bueno, entonces supongo que tú no debes de llevar la tira de años haciendo lo que sea que estés haciendo, porque eso es exactamente lo que me parece a mí. Pareces bastante quemado, si no te ofende que te lo diga.

Kay se sorprendió por la perspicacia del muchacho, pero no dijo nada.

—Te he dado en el punto débil, ¿no es así? Es mi especialidad, conozco a la gente.

—¿Ah, sí?

—Se me da genial. Así que, cuéntame de una vez quién eres, señor de negro.

—Trabajo para una agencia que supervisa y regula las actividades alienígenas en la Tierra.

—¿Aii, sí? Ya, claro. No, si de hecho yo...

Se interrumpió cuando Kay detuvo el LTD. Echó un vistazo alrededor.

—Por si no lo sabes, éste no es uno de los barrios más aconsejables. Ésa es la casa de empeños de Jack Jeebs. Le compra el material a carteristas y rateros de poca monta, tipos que abren los coches de los turistas para llevarse lo que haya en el asiento.

—Ya lo sé.

—Este tío no trafica con armas, estás perdiendo el tiempo.

—Puede que no. Vamos a entrar, ¿ de acuerdo?

—No es asunto mío, pero más vale que sepas que incluso esta chatarra de Ford estará medio desmontada para cuando hayamos vuelto. Por aquí hay chicos capaces de dejarlo en el chasis mientras vas a echar una meada.

—Tengo un sistema de alarma.

—Saben cómo evitar cualquier alarma que tengas, amigo. Tú no debes de ser de por aquí. Esto es Nueva York. Te pueden robar un diente de oro mientras estás esperando el metro.

—Me arriesgaré.

Edwards se encogió de hombros.

—El coche es tuyo. No digas que no te avisé. Kay sonrió de nuevo. Le gustaba el muchacho. Era fresco y descarado. Le recordaba a él mismo veinte años atrás. Se acercó hasta el maletero y lo abrió.

—Entra tú antes y dile a Jeebs que queremos hablar con él, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Y después me dirás quién eres?

—Si de verdad lo quieres saber.

Kay observó que el chico entraba en la casa de empeños con aire fanfarrón. Ah, la arrogancia juvenil. Cerró el maletero, sacó un dispositivo electrónico de la chaqueta, apuntó con él al LTD y pulsó un botón.

El Ford contestó con un pitido.

Ya casi había llegado a la puerta de la casa de empeños cuando el primer ladronzuelo se acercó al Ford e intentó forzar la cerradura. Se escuchó un ruido alto y breve, y cuando Kay se volvió a mirar, todo lo que quedaba del futuro ladrón de coches era un punto negro y humeante sobre la acera.

Sonrió. Cuanto más tiempo pasaran dentro, más seguros estarían los coches en esa parte de la ciudad. Cuando Kay abrió la puerta, escuchó otro ruido, y sonrió aún con más ganas mientras entraba en la tienda.

5

Jack Jeebs era un hombre de cara redonda y aspecto de cuarentón. Parecía que no se quitara la ropa ni para dormir, y mucho menos para lavarla o plancharla. Cuando Edwards entró en la tienda, que no era precisamente un ejemplo de los progresos de la época moderna, Jeebs estaba llenando unas cajas con objetos, y actuaba como si tuviera mucha prisa.

Aquel lugar olía como una granja de cabras que Edwards había visitado una vez de pequeño. El típico lugar donde te gustaría desinfectar cualquier cosa antes de tocarla, y además llevar guantes y puede que botas de goma por si acaso.

—¿Vas a alguna parte, Jeebs?

El dueño de la casa de empeños se detuvo un instante, miró al policía y siguió llenando la caja de cartón. Echó dentro una tostadora, que hizo un ruido metálico al chocar contra una parrilla.

—Hola, agente Edwards. Yo... esto... sí, he en contrado un sitio estupendo en la parte alta de la ciudad. Me... cambio de lugar, si es que le interesa.

Edwards se acercó a Jeebs. Ese hombre olía como si hubiera ido a un congreso de mofetas y todas ellas se hubieran detenido ante él para presentarle sus respetos antes de irse. El local entero apestaba a perro muerto.

—¿Qué es eso que veo?

Edwards señaló una caja de Rolex falsos.

Jeebs dejó de empaquetar.

—Anda, mira. Estaba seguro de que los había entregado a las autoridades competentes. Los llevaré de camino a la parte alta.

Edwards echó un vistazo y luego miró a aquel hombrecillo nervioso.

—Bueno, Jeebs, el hecho es que estoy buscando algo un poco más secreto que una caja de relojes falsos. ¿Sabes a qué me refiero?

—Vamos, agente, ya sabe que dejé de traficar con artículos pornográficos.

—No me refiero a esas fotografías arrancadas de las páginas de Penthouse, Jack. Me refiero a armas. Armas letales.

Jeebs palideció. Tragó saliva y negó con la cabeza.

—No sé de qué me está hablando, agente.

Edwards sonrió. Le pareció como si Jack llevara un enorme rótulo de neón sobre la cabeza que dijera: ¡SOY UN CAPULLO MENTIROSO!

—¿Te parezco un estúpido, Jeebs? ¿Tengo la

palabra «idiota» tatuada en la frente? Estás escondiendo algo. Por supuesto, siempre escondes algo. Y una mente inquisidora como la mía desea saber qué es.

Los ojos de Jeebs se abrieron como platos cuando miró detrás de Edwards.

Parecía que acabara de entrar Drácula en la tienda. Edwards miró hacia atrás por encima del hombro.

Agente, espía o lo que fuera, Kay acababa de entrar en la tienda. Edwards se preguntaba si aquél era su nombre o su apellido.

—Ah... qué tal, Kay —balbució Jeebs.

Edwards frunció el ceño, volvió a mirar a Jeebs y luego a Kay de nuevo.

—¿Conoces a este saco de mierda?

—Pues sí, nos conocemos —respondió Kay—. De acuerdo, Jeebs, ¿dónde guardas la mercancía comprada?

—¿Mercancía? Te aseguro que no sé de qué me estás hablando, Kay.

—Jeebs, Jeebs, ¿por qué haces esto? ¿Me mientes? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos?

—Te equivocas, Kay. Yo no te engañaría.

—Ya. Y jamás llueve en California.

Kay sacó la pistola y apuntó con ella a Jeebs.

—¿Sabes lo que hago con los mentirosos, Jeebs?

Edwards casi no podía disimular la sonrisa. Ya conocía el juego.

Kay hacía de poU malo, y era un gran actor.

—Oye, Ka y, tranquilízate. Jeebs sólo quiere ayudarnos, ¿ verdad, Jeebs?

Jeebs no respondió. Tragó saliva. Llevaba otra tostadora en las manos y miraba fijamente a Kay.

—Voy a contar hasta tres —dijo Kay-Si no me das lo que quiero ver, te vuelo los sesos.

Dicho esto, levantó el percutor de la pistola. Su rostro era inexpresivo.

Sin sutilezas, directo a la amenaza, pero Kay estaba al mando y Edwards terna que seguirle la corriente.

—Vamos, Jeebs, este tío está loco, seguro que lo hace. Más vale que te rindas.

—No tengo nada, ¡no sé nada!

—Uno...

—De verdad, Kay, ¡te lo juro!

—Dos...

—Confiésalo, Jeebs —dijo Edwards—. Ese arma tiene un gatillo muy sensible.

—Tres.

Kay apretó el gatillo.

El disparo fue atronador. Retumbó en las paredes, el suelo y el techo.

La cabeza de Jeebs explotó. Había sangre y sesos por todas partes. Dejó caer la tostadora. Joder!

Jeebs se derrumbó como un pollo sin esqueleto, con media cara desintegrada.

Edwards fue capaz de reaccionar como le habían entrenado. De alguna manera se las arregló para sacar su propia arma. Apuntó con ella a Kay, quien ya había bajado la suya y estaba apuntando al suelo.

—¡Tírala! ¡Tírala ahora mismo!

Saco de mierda o no, no puedes simplemente ejecutar a alguien así, no importa para qué maldita agencia trabajes.

Ni siquiera en Nueva York. Vamos, ni siquiera en Brooklyn.

Bueno, en el Bronx o en Queens puede que sí...

—Se lo advertí.

—Tira-la-pistola.

—Tú también se lo advertiste.

—Léeme los labios, capullo. Estás arrestado. Tienes derecho a permanecer en silencio. Si renuncias a ese derecho, todo lo que digas podrá y, sin duda alguna, será utilizado en tu contra ante un tribunal. Tienes derecho a un abogado. Si no puedes pagarlo...

—Tranquilo, Edwards. ¿Con qué cargos me vas a arrestar? ¿ Descargar un arma de fuego dentro de la ciudad?

—Estás chiflado, ¿lo sabías? —Edwards señaló con su pistola al muerto—. Descargar un arma de fuego, te acabo de...

De repente se calló porque su cerebro sufrió un súbito cortocircuito que impidió el correcto funcionamiento de su boca. Movía los labios, pero no emitía ningún sonido.

Debía de tener el aspecto de un pez cuando lo suben hasta la cubierta del barco.

¡Estaba mirando directamente a Jeebs cuando el cadáver se puso en pie!

Zas, de golpe, con la cabeza hecha puré y todo. Joder!

Notó que tenía la boca abierta, pero era incapaz de controlarla. Fue bajando la pistola hasta que se quedó apuntando al suelo. Tampoco podía controlar el brazo. Joder...

La cabeza de Jeebs se derritió, refluyó y volvió a tomar forma.

Yo jamás he tomado drogas, ¿cómo puedo estar alucinando así?

La nueva cabeza miró a Kay.

—Ojalá no hicieras eso.

Kay dio un paso al frente, agarró a Jeebs y le clavó la pistola debajo de la mandíbula reconstruida.

—No tengo tiempo que perder, Jeebs. Enséñame los juguetes o me cargo otra cabeza. Por lo menos.

—Tío, de ninguna manera. Ni lo sueñes —replicó Edwards.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Jeebs—. En la trastienda.

Jeebs se dirigió al mostrador, seguido de Kay, quien se volvió hacia Edwards.

—¿Te vas a quedar ahí de pie cazando moscas con la boca?

Edwards negó con la cabeza. Cerró la boca y enfundó el arma. De ninguna manera iba a intentar arrestar a nadie y explicar lo que había pasado. Un tipo con los ojos raros y una pistola tipo La guerra de las galaxias es una cosa, pero ver cómo le vuelan la cabeza a Jack Jeebs y luego hace como si hubiera sido un fallo del barbero, eso es algo completamente distinto. No tenía la más mínima intención de pasar los próximos años en el manicomio, gracias. Ni siquiera le iba a explicar jamás a nadie lo que había pasado. Fue tras ellos.

En la trastienda, Jeebs se acercó a una estantería. Tocó un mando oculto y la estantería giró. En el otro lado aparecieron más cajas. En cualquier otro momento eso le hubiera parecido un truco de lo más logrado, pero después de ver cómo le reventaban la cabeza a Jeebs, era una auténtica porquería.

—Ahí están las armas —indicó Jeebs, señalando una caja.

—Acércate a echar un vistazo —dijo Kay a Edwards—. Y tú quédate ahí quieto —ordenó a Jeebs—. No muevas ni un seudópodo.

Edwards se acercó y miró en la caja. Dentro había un montón de cosas. Parecía el muestrario de un congreso de ciencia ficción. A juzgar por las formas, Edwards supuso que la mayoría eran armas. Levantó la vista. Puede que tuviera razón. Estaba temiendo que el capitán Kirk o Luke Skywalker entraran por la puerta en cualquier momento, y no estaba preparado para eso. De ningún modo.

—Si os interesa, os puedo hacer un buen precio por un desoxigenador electrostático, Kay —dijo Jeebs—. Con todo el equipamiento de serie pero sin extras.

—Ya tengo uno. Cállate, Jeebs.

—Aquí está —dijo Edwards—. Ésta es igualita a la que tenía el tipo que perseguí.

La señaló pero no la tocó. No tenía intención de meter la mano en esa caja. Puede que acabara en otra dimensión. No se fiaba ni un pelo.

Mierda. Esa palabra ni siquiera pertenecía al mismo diccionario que lo que estaba pasando. Le dolía la cabeza. Tenía que echar un sueñecito. Una semana o dos. En algún lugar alejado de esta ciudad. Alaska, quizá. O Staten Island.

Kay sacudía la cabeza mientras hablaba a Jeebs.

—Jeebs, Jeebs. ¿Le vendiste un carbonizador reverberante con capacidad implosiva a un ceflapoide ilegal sin licencia de armas?

Jeebs se encogió de hombros.

—Me dijo que se había dejado la licencia en el otro cuerpo. Me pareció un tipo legal.

—¿Y qué más?

—Tenía dinero, Kay.

Kay puso los ojos en blanco y luego miró de nuevo a Jeebs.

—Ya sabes que no habría necesitado un arma como ésa a menos que la comprara para cargarse a alguien. ¿Quién es el blanco?

—No me lo dijo.

Kay levantó el arma. Edwards no se movió. Sentía curiosidad por ver si a Jeebs le volvería a crecer una cabeza si Kay le volaba la que tenía ahora.

—Vamos, Kay, ¿tú crees que me lo iba a decir? ¡No lo sé! ¡Yo sólo le vendí el arma!

Kay bajó la pistola y suspiró.

—De acuerdo, Jeebs. Queda todo confiscado. Y te quiero en el primer transporte que salga del pozo gravitatorio, o la próxima vez te dispararé en donde no vuelve a crecer.

Jeebs sonreía nervioso, esbozando un rictus más que una sonrisa. Debía de pensar que estaba saliendo bien parado. Ya ves, expulsado del pozo gravitatorio.

El pozo gravitatorio. Ya. Fuera eso lo que fuese.

Edwards intentó recuperarse.

—Eso es. Y nos llevamos los Rolex falsos también.

Salieron de la tienda. De repente a Edwards le pareció que sentarse en el bordillo era una gran idea. Se sentó y observó la caja de Rolex. No contenía ninguna respuesta.

Kay salió con la caja de material de ciencia ficción, accionó el dispositivo para desactivar la alarma electrónica y metió la caja en el maletero del coche.

Edwards lo observaba. Parecía que alguien hubiera venido y se hubiera dedicado a echar montones de cenizas y polvo alrededor del coche. Por lo demás, estaba intacto.

Que el coche estuviera entero era algo casi tan sorprendente como lo de Jeebs y su cabeza de repuesto. Después de todo, estaban en Nueva York.

A menos que no estuvieran allí. Puede que en cualquier momento Rod Serling saliera de la tienda con un cigarrillo en la mano, en blanco y negro y acompañado por esa música del dubidú: «Ahí tienen a James Edwards. Un policía normal y corriente que cuando fue a trabajar por la mañana pensó que iba a pasar un día más cazando delincuentes. James Edwards, que tropezó y cayó, y cuando se incorporó de nuevo ya no estaba en la ciudad de Nueva York, sino en... la dimensión desconocida.»

¡Dubiduaaa!

Después de cerrar el maletero, Kay se acercó a Edwards y se sentó a su lado.

—Te cuesta un poco hacerte a la idea de lo que has visto, ¿no es así, hijo? No es exactamente el tipo de experiencia que puedes clasificar fácilmente, ¿verdad? Seguro que no te importaría que te ofreciera algún tipo de explicación racional, ¿me equivoco? Toma, un Rolex falso.

Edwards cogió el reloj y lo miró fijamente.

—¿ Quieres que te dé algunas respuestas?

—Por favor.

Kay encendió un cigarrillo, le dio una profunda calada y exhaló una estrecha bocanada de humo que se mezcló con el ya contaminado aire de Nueva York.

—Me temo que no puedo serte de gran ayuda. No tienes más que una pequeñísima porción de la tarta y mira de qué manera se te ha liado el día. Lo que quiero decir es que podría contártelo todo, pero de todos modos no lo recordarías. Sería una pérdida de tiempo para los dos.

—Jefe, no hay nada en el mundo que pueda hacerme olvidar esto. Será mi último pensamiento antes de que me metan en la tumba.

Kay se puso las gafas de sol y sacó del bolsillo lo que parecía una pequeña grabadora.

—¿Tú crees? Mira, ¿alguna vez habías visto

algo así, hijo?

Edwards miró.

—¿Qué...?

Se produjo un destello de luz brillante.

Cuando el fulgor menguó un poco, Kay estaba hablando.

—... y su esposa dijo: «Sí, ya lo sé, Harry, ¡pero éste se me está comiendo las palomitas!»

Kay se rió y Edwards parpadeó. Miró hacia abajo y vio un plato de ternera con verdura a medio comer y Varias botellas vacías de cerveza china sobre la mesa. Miró a su alrededor.

Sí, un restaurante chino normal; gente comiendo, hablando, riendo.

¿ Pero cómo había llegado allí? ¿Y de dónde había venido?

Kay echó un vistazo al reloj, un Rolex o una buena imitación.

—Me voy corriendo. Gracias por los rollitos de primavera y por la ayuda prestada. Te veré mañana, a las nueve en punto.

—¿Dónde estamos? —preguntó Edwards parpadeando.

—¿ Ves lo que pasa por beber tanta cerveza, hijo? De verdad que tendrías que moderarte un poco a la hora de beber. Espero que mañana no tengas resaca.

Kay se levantó, dejó unos billetes sobre la mesa y se fue. Edwards miró fijamente al plato. Vaya. No recordaba nada desde... desde... se paró a pensar un momento. Desde que salió de la comisaría con ese tipo en dirección a alguna parte.

¿Adonde? ¿Aquí? ¿A beber cerveza en cantidad suficiente como para perder el conocimiento?

No había estado tan cargado desde que iba al instituto.

No recordaba nada. Maldita sea. Eso era... malo.

Se acercó la camarera.

—¿Otra cerveza?

—No, gracias. Café.

Mientras esperaba, bajó la mirada de nuevo y vio una tarjeta de visita sobre la mesa. En el reverso estaba escrito su nombre, la fecha del día siguiente, la hora (las nueve de la mañana) y la dirección. Era algún lugar en Battery Drive. Le dio la vuelta a la tarjeta pero no había nada excepto tres letras centradas: MiB.

Se miró el reloj.

¿Un Rolex? O una buena copia. ¿De dónde había salido?

¿Qué significaba todo eso?

Sacudió la cabeza. Algo andaba mal. Probablemente sería una buena idea averiguar de qué se trataba.

6

Si salía vivo de ésta, pensó Kerb, el vendedor bulariano de naves de segunda mano se las iba a pagar todas juntas por haberle endosado ese montón de chatarra garciana. Ese pequeño renacuajo se arrepentiría de que del huevo que puso su tatarabuela saliera un ser vivo. Y luego otros.

La verdad es que Kerb tenía muchísima prisa y no había podido revisar la nave. Ése fue su error. Era cierto que no quería gastar mucho dinero en una nave que sólo iba a utilizar una vez antes de tirarla a la chatarra. Pero de todos modos eso no excusaba al bulariano. Él no lo sabía.

Suspiró. Lo debieron de calar a un parsec de distancia.

Había sido un auténtico robo. Los motores de hiperespacio de la nave eran una porquería, los escudos magnéticos estaban estropeados, las matrices virales del ordenador tenían interferencias y además, además, los amortiguadores isónicos eran disarmónicos en grado sumo. Todo ello significaba que se iba a estrellar en ese planeta infecto a una velocidad muy, muy elevada, y si el colchón estásico no funcionaba algo mejor que el resto de componentes de esa mierda de nave, iba a quedar esparcido por toda la zona, convertido en confeti húmedo y grumoso. Y adiós a sus grandes planes cósmicos.

Maldita sea. Si salía vivo de ésta, estaba decidido a volver para convertir al vendedor en papilla orgánica y luego comérselo.

Si es que lograba salir de ésta con vida.

El ordenador, cuyo sentido del humor parecía haberse deteriorado junto con la matriz viral-mo— lecular que controlaba su programa de voz, le informó de que el aterrizaje era inminente: «Quince segundos para colisión en el planeta —dijo—. La integridad estructural del casco exterior es insuficiente para resistir la velocidad de impacto. Ji, ji, ji. Estimación de daños en la nave: aproximadamente setenta y ocho por ciento, más/menos uno por ciento. Ja, ja, ja. Ji, ji, ji.»

Kerb mandó al ordenador que se autodes— truyera, una acción imposible de realizar excepto entre unas pocas razas, y ninguna de ellas especialmente inteligente. El ordenador consideró este comentario hilarante y no paró de reír durante los segundos finales, hasta que la nave se estrelló contra el suelo con tanta fuerza que quedó semienterrada y salpicó toneladas de tierra alrededor como si fuera una ola al romper.

Kerb no lo vio, por supuesto, ya que el colchón estásico se desplegó y tuvo la gran suerte de que fuera el único dispositivo que funcionaba según había sido diseñado. Al producirse el impacto, el colchón creó un escudo gelatinoso a su alrededor que absorbió la mayor parte de su inercia, aunque de paso también le dejó momentáneamente ciego, sordo y medio atontado.

Cuando el colchón le dejó ir, un proceso similar al de un krit devolviendo un bolo de comida a medio digerir para comprobar su textura, se hizo evidente que aquel ordenador medio inútil tenía razón en cuanto a la integridad del casco. La brisa nocturna penetró por unos enormes boquetes; una atmósfera demasiado fría para él y demasiado cargada de olores pestilentes a alienígenas que harían vomitar a un carroñero pluviano.

Puaj.

Algo le habló en una lengua alienígena. Dentro del colchón, Kerb encontró el traductor universal interneuronal y lo insertó en su canal auditivo. Al instante el aparato convirtió la lengua del alienígena' en el idioma omniversal, en mitad de una frase: «¡... haz un solo movimiento y te hago otro agujero en tu culo intergaláctico!»

Kerb cambió de posición para poder ver a través de uno de los orificios del casco de la nave. Vaya, vaya. Ahí estaba. Un humano. O, como se les conoce galácticamente, un terrícola. Un ser verdaderamente horrible, carnoso y mal desarrollado.

Estaba apuntando a la nave con lo que obviamente era un arma de proyectiles.

Estas especies inferiores no aprenderían nunca.

—Baja la pistola, idiota —ordenó Kerb.

El dispositivo traductor, conectado a su canal auditivo, convirtió su orden en: «Coloca el arma de proyectiles al nivel del suelo, ser con un cerebro de inteligencia inferior a la media.»

Bueno, se acercó bastante.

El terrícola retrocedió de un salto pero en seguida volvió a estar a la vista. Apuntó de nuevo el arma al interior de la nave.

—¡Me llamo Edgar Yax y tu maldita nave espacial acaba de caer justo encima de mi camión! Me lo debes, tío. Y en cuanto a mi pistola, ¡tendrás que arrancármela de las manos después de matarme!

—Trato hecho —dijo Kerb a Edgar. La frase se convirtió en: «Tu propuesta es aceptable.»

Kerb extendió una de sus pinzas y agarró a Edgar por la cabeza. Edgar emitió un sonido sordo y disparó su arma de proyectiles, pero falló y no causó daños, aparte del posible tráfico bacteriano que hubiera en el aire en ese momento.

Kerb metió de un tirón a Edgar en la nave destrozada, lo mató aplastándole cuidadosamente el crujiente cráneo con su pinza, y a continuación examinó el cuerpo.

Era tan pequeño. Tendría que doblarse en el espacio N para poder meterse dentro e incluso así le costaría horrores. Y ese integumento tan endeble, ¡el esqueleto era interno! ¡Qué diseño tan idiota! Iba a tener que recubrir el interior con saliva o se rompería como una rama en un día de viento. Incluso así, sería de lo más complicado desplazarse sin rasgar esa maldita envoltura a cada movimiento.

Siempre hay algún problema en estos planetuchos perdidos.

Suspiró. Bueno. Hay que amoldarse a lo que se tiene. El tal Edgar era una de las especies superiores y ya está, no había más que hablar. Si quería pasar desapercibido, tenía que parecerse a ellos. No tenía sentido retrasarlo más.

Kerb se dobló en el espacio N, lo que siempre era muy doloroso, y comenzó el desagradable proceso de encogimiento para introducirse en lo que había sido el integumento de Edgar.

Otro ejemplar de la misma especie que Edgar, una hembra, permanecía de pie cerca de la abertura de acceso a una cueva artificial cercana. ¿Cómo la llamaban aquí? ¿Una casa?

—¿Edgar? ¿Va todo bien? Pareces enfadado —dijo ella.

Más le valía irse acostumbrando a su nueva identidad. A partir de ahora, Kerb debía considerarse Edgar, al menos mientras llevara el disfraz. Edgar, Edgar, Edgar. De acuerdo, ya lo terna.

Estar doblado en el espacio N no sólo era doloroso y molesto, sino que le producía hambre. El replicador de la nave llevaba cuatro ciclos funcionando fatal, y estaba muerto de hambre cuando se comió los restos del tal Edgar. Ahora, tras engullir tan deprisa, tenía sed. Necesitaba algo de beber.

Esa hembra era obviamente propiedad del tal Edgar, de modo que debía tratarla en consecuencia.

—¿Qué ha sido eso que ha destrozado el camión? —preguntó la hembra.

—Azúcar —dijo Edgar.

Azúcar? Jamás había visto que el azúcar hiciera algo así.

—Silencio, idiota. Dame azúcar, ¡ya!

La hembra hizo un gesto con los hombros y se acercó a una caja de un material orgánico leñoso, tallado en láminas planas. Abrió una puerta y extrajo un recipiente. De su interior se desprendía un olor dulzón.

—Viértelo en agua.

La hembra obedeció, y echó una pequeña cantidad en un recipiente transparente.

—Más —urgió Edgar—. No seas tan lenta.

La hembra echó más gránulos blancos en el recipiente transparente. Edgar se lo arrebató de las manos y se lo bebió de un trago. Ah. Mucho mejor. Le inundó una agradable sensación de calor. Un par más y estaría en condiciones de ponerse en marcha.

—E-E-Edgar, la piel del cuello... te cuelga. ¿Te has quemado en el camión?

Edgar situó el recipiente transparente sobre una plataforma y observó su imagen reflejada en una sustancia transparente que permitía la observación del exterior de la casa. ¿ Cómo se llamaba esa abertura? Le preguntó al dispositivo traductor. Ventana. De acuerdo.

La hembra tenía razón. El integumento se había rasgado un poco. Se sujetó la cara con fuerza, la estiró hacia atrás e introdujo el trozo sobrante por debajo de la ropa que cubría el disfraz.

—¿Mejor ahora? —preguntó.

La hembra cayó al suelo, aparentemente inconsciente.

Hummm. Qué extraño. Debía de ser algún tipo de ritual del lugar.

En fin, manos a la obra. Unas dosis más de azúcar y de vuelta a la nave. Tendría que moverla, esconderla en algún lugar y repararla. Probablemente había un equipo de nanorreparación en la caja de herramientas, de manera que al menos podría tapar el boquete del casco y recuperar algunas de las funciones básicas de los motores. Era poco posible que la nave pudiera recorrer más de unas pocas docenas de años luz en esas condiciones, pero seguramente con eso ya llegaría a algún lugar donde adquirir una nave de verdad. No le quedaba otro remedio que arreglárselas con lo que tenía.

Siempre había algo que iba mal. Eso no fallaba nunca. Los dioses del caos debían de aburrirse con facilidad, para andar siempre metiéndose en los asuntos de los demás.

Regresó a la nave, excavó bajo la parte posterior, poniendo cuidado en no estropear el nuevo integumento, y levantó el vehículo para sacarlo del cráter. Lo dejó caer en el suelo con cierto esfuerzo. No es que pesara mucho, pero se sentía incómodo. Miró a su alrededor. Por fortuna, no había otras casas. Sólo se veían campos vacíos y pequeñas extensiones de plantas altas de tallo leñoso (árboles, según le dijo el traductor). Algún que otro mamífero cuadrúpedo, pero ni rastro de otros terrestres humanos. Estupendo.

Brevemente consideró la posibilidad de volver a la estructura habitable y comerse a la hembra, pero la desestimó. Parecía muy fibrosa y dura, y tampoco tenía tanta hambre. Ya encontraría más tarde a alguien a quien comerse.

Movió la cabeza y se puso a empujar la nave. Era una tarea incómoda y lenta. Le resultaría mucho más fácil si pudiera quitarse el disfraz y cargarse la nave a la espalda, pero para eso tendría que desdoblarse y volverse a doblar, y además introducirse de nuevo en el disfraz, algo que no le seducía en absoluto. Mejor seguir así que tener que volver a pasar por todo aquello.

Edgar suspiró profundamente. Siempre aparecían contratiempos.

7

James Edwards estaba de pie en la calle. En la acera de enfrente se encontraba el edificio que indicaba la tarjeta que llevaba en la mano. Hacía un buen día, la contaminación no era excesiva y le pareció oír el trinar de un pájaro. O quizá fuera la alarma de un coche a lo lejos.

En invierno, la primera vez que la nieve caía y cubría la ciudad, pintándola de un blanco inmaculado durante unos momentos, Nueva York era más bonita, pero en verano nunca ofrecía mejor aspecto que aquél.

Contempló la construcción. Se trataba de un edificio desproporcionadamente bajo y de forma rectangular. Probablemente había pasado por delante cien veces y nunca lo había visto. Genial, llevaba años viviendo en Nueva York y había miles de edificios que ni siquiera había visto, a menos que un delincuente entrara en uno de ellos.

En fin. Jugueteó con la tarjeta y cruzó la calle sin mirar, sin hacer caso del taxista que le pitó.

El interior del edificio era de lo más extraño. La puerta de seguridad era de acero con una malla de alambre grueso como un dedo: Hasta ahí, todo normal, pero había un conducto de ventilación que ocupaba toda una pared. ¿Qué sentido tenía poner eso en el vestíbulo? El arquitecto debía de estar colgado: ese sitio no era tan grande como para necesitar semejante ventilación.

Había un único ascensor en un extremo de la sala, y un viejo guarda de seguridad sentado en una silla metálica plegable a medio camino entre la entrada y el ascensor. Estaba leyendo un tebeo. ¿Tanto querían ahorrar que no podían ni comprarle una mesa a aquel tipo?

Edwards caminó hacia el guarda. Sus pasos resonaron en toda la sala, casi vacía. El vejestorio alzó la mirada.

—¿Quién es usted?

—Ah, sí. Tengo esta tarjeta...

—El ascensor —le interrumpió el guarda—. Pulse el botón de llamada.

Dicho esto, siguió leyendo el tebeo. Soltó una risotada por algo que había leído.

Edwards, confundido, entró en el ascensor. Aquel lugar era cutre. ¿Por qué querría Kay que se encontraran allí?

¿Por qué iba a querer nadie ir allí?

Al llegar junto al ascensor, las puertas se abrieron instantáneamente, como en Star Trek. No había nadie dentro. Qué cosa tan rara. Entró y pulsó el botón de llamada.

No pasó nada. Volvió a pulsar el botón.

—Ejem —alguien carraspeó a su espalda.

Edwards dio un respingo. La pared trasera del ascensor había desaparecido y se encontraba frente a otra habitación rara. Había media docena de hombres sentados en unas sillas en forma de huevo. Todos le estaban mirando. Había una silla vacía. Un anciano vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata estaba de pie frente a las sillas. Vestía igual que Kay. Puede que les hicieran descuento en alguna tienda. Por comprar en grandes cantidades, seguramente.

—Llega tarde —dijo el anciano—. Tome asiento.

Edwards se encogió de hombros y se dirigió a la silla vacía.

La puerta del ascensor se cerró tras él.

—Me llamo Zed —se presentó el anciano—. Están aquí porque son lo mejor de lo mejor. Se encuentran entre la elite de los cuerpos especiales de la marina, los rangers del ejército y los policías de Nueva York.

Algunos de los hombres, todos envarados y con el pelo corto, lanzaron una mirada a Edwards, que estaba repantigado en la silla.

Eran todos militares. Se les notaba. Unos capullos presuntuosos. Edwards sonrió y les devolvió la mirada.

—Queremos seleccionar a uno de ustedes —prosiguió Zed—. A continuación realizaremos una serie de pruebas sencillas para cuantificar sus habilidades motrices, coordinación entre manos y ojos, concentración y resistencia —anunció el hombre viejo.

Edwards levantó la mano.

—Sí, ¿desea hacer alguna pregunta o tiene que ir al lavabo?

—Sí. Me parece que he perdido el cuaderno de notas. ¿Qué hacemos aquí exactamente?

Uno de los hombres levantó la mano como un rayo. Vaya. En el colegio siempre había algún idiota como él: «¡Yo lo sé! ¡yo lo sé! ¡pregúnteme a mí!»

Zed señaló al muchacho con la cabeza.

—¿Hijo?

—¡Jake Jensen, señor! West Point, número uno de mi promoción. ¡Estamos aquí porque usted está buscando lo mejor de lo mejor de lo mejor, señor!

Edwards se rió. Intentó disimular un poco.

Zed lo miró como si fuera un chucho que se hubiera meado en la alfombra.

—¿ Nos estamos perdiendo algo divertido?

—¿Lo mejor de lo mejor de lo mejor? Parece un rap.

Echó un vistazo a su alrededor, con la esperanza de provocar alguna sonrisa. No vio ninguna.

Vaya.

Nadie estaba de su parte. Esos militronches tenían el culo prieto y ningún sentido del humor. Banzai, de cabeza al valle de la muerte y toda esa mierda. Idiotas.

—Estoo... me pareció divertido —dijo Edwards para terminar.

Zed le dirigió otra de esas miradas llenas de reproche, como si acabara de mearse en la rueda de su coche.

—Bueno, vamos allá.

Los seis hombres se pusieron en pie simultáneamente, como si fueran máquinas. Edwards se levantó de manera más pausada. No importa lo que pretendieran conseguir esos tipos, él no quería participar. Pero ya que había llegado tan lejos, sí iba a seguir adelante para ver de qué se trataba.

Edwards miró la hoja de examen que tenía en el regazo y a continuación observó a los otros. Todos tenían una hoja sobre las rodillas y se afanaban por escribir en ella. Qué cosa tan estúpida. ¿Por qué no habrían traído mesas?

Había una mesita junto a una pared. Nadie la estaba utilizando. A la mierda con esto. Se levantó, se acercó a la mesa y la arrastró hasta situarla frente a su pequeña silla-huevo. Hizo un ruido considerable al mover la mesa, pero bueno, tanto le daba. No tenía intención de agujerear los pantalones buenos sólo para rellenar un estúpido test de inteligencia.

Además, éste era en su opinión de lo más idiota: «Si coloca uña cuchara bajo el chorro de agua del grifo de la cocina, ¿cómo debe situar la cuchara para que el agua salpique más lejos?: a) boca arriba, o bien b) boca abajo.»

Joder. ¿Pero qué clase de pregunta era ésa? No estaban buscando científicos nucleares, de eso no cabía duda.

Edwards reflexionó acerca de otra pregunta estúpida: El señor White conducía un tren. El señor Lee tenía un perro. La señorita Jones no iba a la iglesia los domingos. El señor Chin vivía al lado de la señora McGraw. Un montón más de pistas de este estilo, y al final preguntaban: ¿quién es el dueño de la cebra?

Ahí no decía nada de ninguna jodida cebra. ¿Cómo lo iba a adivinar?

¿A quién coño le importaba eso? ¿Para qué quiere uno una cebra? Se imaginaba de paseo por el parque con un burro a rayas. Los perros lo perseguirían, los chorizos intentarían robárselo, y encima para limpiar las cacas del animal habría que llevar unas bolsas del tamaño de un cubo de basura. Se imaginaba a sí mismo tirando de una cebra con una mano y con una bolsa llena de cagarrutas en la otra.

¿Que quién es el dueño de la cebra? Joder...

Se dio cuenta de que Zed miraba a un panel de vidrio tintado que había en una pared. Seguro que había alguien observándolos desde el otro lado,

aunque Edwards no sabía quién. A la mierda con eso. Como no pasara algo interesante en seguida, se iba a largar cagando leches.

Zed los llevó en manada a otra habitación. Ésta sí que era rara de verdad, porque tenía forma triangular. No había nada excepto un mostrador con siete pistolas encima. Parecían SIGs, del calibre 9 o del 40.

¿Acaso tendrían que desmontar las armas?

Tal vez fueran a cazar cebras...

Estuvo tentado de preguntar al orejudo que tenía al lado por qué estaban allí. Llevaba tatuadas en el antebrazo las palabras SEMPER FIDELIS[1].

Al final decidió que no. No valía la pena volver a escuchar la explicación de lo mejor de lo mejor. Prefería imaginárselo.

De repente pareció que las paredes... se movían, y súbitamente se organizó un espectáculo alucinante: luces intermitentes, sirenas a toda potencia y todo tipo de... cosas, figuras que representaban a monstruos de ojos saltones, criaturas horribles, hasta una niña pequeña.

—¡Caballeros, protéjanse! —les ordenó una voz amplificada.

Edwards comprendió que se trataba de una galería de tiro al blanco.

Los siete se abalanzaron sobre las pistolas. Obviamente se trataba de un puto test de puntería y coordinación.

Edwards agarró una de las pistolas y echó un vistazo a la horda de criaturas.

Se escucharon seis disparos, casi todos a la vez. Maldita sea, esos tipos eran rápidos.

Él seleccionó un blanco y disparó, casi un segundo más tarde que los otros seis. Apretó el gatillo de nuevo para asegurarse, pero ya no quedaban balas. Sólo una oportunidad. Interesante.

Los blancos se detuvieron. Se redujo la intensidad de las luces y dejaron de sonar las sirenas. Los seis tipos se miraron unos a otros y luego a Edwards. Casi podía oír lo que estaban pensando: demasiado lento, tío. Eres historia.

—Caballeros, dejen las armas en la mesa, por favor.

Zed entró en la habitación y se fue directo a Edwards. Los otros seis trataron de disimular la sonrisa.

—Se tomó usted su tiempo, ¿no le parece? —Tenía que estar seguro de mi objetivo, señor. Zed se giró y miró a los blancos. De entre todas las figuras holográficas (Edwards estaba seguro de que eran hologramas), la que más llamaba la atención era una enorme bestia rugiente muy parecida al demonio de Tasmania de los dibujos de la Warner Brothers. Tenía tres agujeros en el pecho. A su lado había un bicho verdaderamente feo, como si algún dios cabreado le hubiera puesto una cabeza de pez. También tenía tres agujeros en el centro de masa.

Detrás de la horda de monstruos había una niña de ocho años. Tenía un único balazo justo entre los ojos.

Zed se dirigió a Edwards.

—¿Le importa si le pregunto por qué pensó que la pequeña Tiffany merecía morir?

Uno de los capullos militares se rió con disimulo.

—¿Hijo?

—Era la única que me pareció peligrosa.

Un par más de militronches soltó una carcajada.

—¿Y cómo llegó a esa conclusión?

—Bueno, el bicho con cabeza de gancho es imposible que lleve puesto el cerebro, así que lo debe de guardar en ese saquito al que está conectado mediante esa especie de cordón umbilical; y como no lo lleva encima, no viene a por nosotros. Y el monstruo ese con cara de culo, parece que está gruñendo, pero yo diría que lo que hace es estornudar. Eso que lleva en la mano parecen klínex. Un tipo que estornuda no supone una gran amenaza; además, si le miras a los ojos, se ve que ni siquiera nos está mirando.

»La niña pequeña, bueno, la verdad es que no tiene la pinta que debería tener una niña pequeña. Tiene la cara torcida y una postura muy rara, no parece una niña pequeña normal. Y además, ¿qué hace con el resto de monstruos? Nadie la retiene como rehén y quienquiera que busque una amenaza probablemente será el último blanco al que piense disparar.

—¿Eso es todo?

—Me parece que lleva un cuchillo en la mano.

—¿Qué cuchillo? Yo no veo ningún cuchillo.

—Antes lo llevaba. O lo dejó caer o ustedes lo hicieron desaparecer.

—¿Estás diciendo que hicimos trampa, hijo?

—Yo no he dicho eso. Ha sido usted. —Edwards se encogió de hombros—. Además, está el tema de los libros.

—¿ Qué pasa con los libros?

—Demasiado avanzados para una niña de su edad. Mire los títulos.

—¿Vosotros los veis?

Zed miró a los otros seis hombres y negó con la cabeza. Todos imitaron su gesto.

Bueno, está bien, no se iba a clasificar el primero. Y a él qué le importaba. Ni siquiera sabía para qué se tenía que clasificar. Pero sonrió junto con los otros seis. Le iban a eliminar, pero cuando lo hicieran se mostraría imperturbable. A diferencia de ese montón de fanáticos descerebrados, él sabía poner cara de duro.

—¿Y ahora qué, jefe? —preguntó Edwards, improvisando—. ¿ Cuál es la siguiente prueba para elegir al mejor de lo mejor de lo mejor de lo más mejor?

Cualquier idiota podría hacer rap malo, no se necesita talento. El rap bueno es difícil, y hay muy

pocos capaces de hacerlo, pero incluso el malo tiene un público. Hoy en día, con la televisión casi cualquiera parece bueno.

A juzgar por su expresión, Zed no era fan del rap. Bueno, pues mala suerte.

Kay estaba de pie en el vestíbulo, observando a los futuros reclutas a través del vidrio tintado, con una sonrisa en los labios. Cuando Zed entró, con gesto de desaprobación, Kay levantó la gruesa carpeta de cartulina que llevaba en la mano.

—Tu chico tiene un grave problema con respecto a la autoridad.

—Acertó el blanco correcto. Tus rambos se han cargado a un ketuviano resfriado que sólo se alimenta de hojas, y a un inofensivo cabeza de gancho que tan sólo quería darles un lametón en la cara —puntualizó Kay.

—Nos va a traer demasiadas complicaciones.

—Joder, Zed, el chico ganó a un ceflapoide en una carrera a pie, y lúego sobrevivió a una pelea cuerpo a cuerpo con él. ¿Cuánta gente tenemos capaz de hacer eso?

—Ya te has decidido, ¿verdad? No merece la pena ni que abra la boca. Espero que sepas lo que estás haciendo.

—Casi nunca lo sé, pero eso nunca me ha detenido.

—No, eso es cierto.

Zed movió la cabeza contrariado.

—Vamos a acabar con esto.

Kay vio que Zed entraba en la galería de tiro. El anciano condujo a los reclutas de vuelta a la sala principal de entrevistas. Kay los siguió, y se dio cuenta de que Edwards lo había visto.

—Vaya, vaya, si es el señor Kay. ¿ Cómo te va?

Kay sonrió. Ese muchacho tenía un cierto encanto. Se veía a sí mismo muchos años atrás.

—Quieto ahí, chico —dijo Kay.

Edwards se retrasó un poco y los demás siguieron adelante con Zed.

—¿Quieres saber qué está pasando?

El muchacho se encogió de hombros.

—Me lo estoy pasando tan bien que la verdad es que me da lo mismo, pero si te hace feliz...

—En mil novecientos cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco, el Gobierno fundó una pequeña agencia con escasa asignación económica y con el único propósito de establecer contacto con una raza de otro planeta. En aquel momento aquello parecía una tontería, de modo que el Gobierno no dio mucha publicidad al asunto. El dinero procedía de unos fondos secretos y tan sólo un puñado de personas conocía la existencia de la agencia.

Mientras caminaban, Kay iba explicando la historia y dando goipecitos en la carpeta con su mano libre.

Delante de ellos, Zed llevó a los seis soldados a una pequeña habitación.

—Una última prueba, caballeros. Si son tan amables de mirar hacia aquí.

Levantó en alto el neuralizador, y Edwards hizo ademán de acercarse al grupo. Kay le agarró del brazo.

—¿Adonde vas?

—Los chicos van a pasar otra prueba, no quiero que me dejen fuera.

—Sí que quieres. Por aquí. Mira en aquella dirección.

Edwards hizo lo que le indicaba. El destello del neuralizador rebotó en la pared, pero el reflejo no bastaba para causar ningún daño.

Edwards ya iba a pedir una explicación.

—No te preocupes, hijo, ahora mismo tienen otras cosas en que pensar. —Le dio la carpeta a Edwards—. Echa un vistazo a las fotos.

La primera mostraba a Kay en período de aprendizaje, a principios de los años sesenta, acompañado de ocho personas más del equipo. Todos llevaban los consabidos trajes negros y estaban de pie alrededor de una mesa metálica situada bajo un fluorescente. Estaban muy pálidos, parecían los hijos de Drácula. Dios, parecía mentira que hubiera sido tan joven.

—Muy bonita —comentó Edwards.

—El asunto es que los alienígenas establecieron contacto en un punto del interior de Nueva York, a principios de los años sesenta.

Edwards pasó a la siguiente fotografía, unaima— gen en blanco y negro con mucho grano que mostraba dos naves suspendidas en un cielo nocturno; la típica foto de un platillo volante.

—Por aquel entonces había siete hombres de negro, que es lo que significa en inglés las siglas MiB. Es un nombre tan bueno como cualquier otro. A ello hay que añadir un astrónomo aficionado que descubrió la nave y un muchacho estúpido que se perdió en una carretera secundaria cuando iba a ver a su novia y que tuvo la desgracia de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Todos fuimos a las naves en cuanto hubieron aterrizado.

La siguiente fotografía mostraba la nave, con la compuerta abierta, y unas formas inequívocamente extraterrestres en el interior. Frente a la puerta estaba un jovencísimo Kay, que sostenía un ramo de flores.

—Venga. No me digas que les llevaste flores a los hombrecillos verdes.

Entraron en el corredor B, de una longitud imposible para el edificio en que se encontraban. Como siempre, Kay notó el olor a especias nada más entrar.

—Los primeros eran refugiados intergalácticos y buscaban un territorio apolítico, un lugar neutral donde pudieran vivir unos cuantos de ellos. Algo así como Suiza, o como el restaurante de Rick en Casablanca.

—He visto la peli. Muy buena.

—Las autoridades competentes decidieron se guir adelante con ello.

La siguiente fotografía no tenía desperdicio.

—Eh, eso es la Feria Mundial, en Queens, ¿verdad? Aquí aún está en construcción. Me hablaron de ella en clase de historia. En esas torres hay, hay...

—Sí. Los platillos volantes de aquel primer encuentro.

—¿Me estás diciendo que la Feria Mundial era una... tapadera para establecer contacto con extra— terrestres?

—¿Y por qué otro motivo iban a organizar una Feria Mundial en Queens?

—Claro —convino Edwards.

Hubo un instante de silencio.

—De manera que me estás diciendo que la Tierra es como el local de Rick en Casablanca, ¿es eso?

—Más o menos. Ahora mismo existe una pequeña población no humana que vive entre nosotros en secreto.

—No te ofendas, Kay, pero dime, ¿cuándo te hicieron el último escáner cerebral?

—Hace un par de meses. Es parte de la política de la agencia. Dos veces al año nos sometemos a un examen físico exhaustivo. Entonces no terna ningún tumor cerebral.

—Ya. Entonces debe de ser cosa de las drogas o algún tipo de psicosis, ¿no? Bueno, gracias por la visita y todo eso, pero me parece que ya va siendo hora de que vuelva a la comisaría— El sargento estará preocupado por mí, ya sabes.

Kay se encogió de hombros cuando llegaron a la altura de la cocina. La puerta estaba cerrada.

—Si eso es lo que quieres... Déjame que coja una taza de café y te enseñaré la salida.

Abrió la puerta para que entrara Edwards. El chico dio un par de pasos y se detuvo como si se hubiera petrificado. Kay no pudo menos que sonreír.

Tres vermarianos, unos alienígenas altos y delgados, muy parecidos a ciempiés de tamaño humano, estaban junto a un botellón de agua, charlando animadamente erguidos sobre sus colas. Hablaban en vermariano, que a Kay le había parecido siempre una mezcla de esperanto y de silbidos de acoplamiento de un micrófono. Olían a donuts recién hechos.

Kay entró a por café e Iggy, el mayor de los tres, le saludó con un seudópodo.

—¿Cómo lo llevas, Iggy? Maldita sea, no me digas que nos hemos quedado sin crema otra vez. ¿Sólo nos queda esta mierda en polvo? Iggy se agitó nervioso y señaló a la barra. —Ah, sí, gracias, Iggy. No la había visto. La crema estaba detrás de una caja de donuts secos. Kay se puso algo de crema en el café y lo removió. Luego miró a Edwards.

—Bueno, chico, ¿te apuntas al grupo?

Edwards estaba paralizado y boquiabierto, con los ojos como platos. Kay saludó a los verma— rianos.

—Hasta luego, chicos.

Le respondieron con unos chillidos agudos y le dijeron adiós agitando los seudópodos.

Kay se acercó a Edwards. Le puso un dedo debajo de la barbilla y le cerró la boca.

—Así estás mucho más guapo —le comentó—. Además, algunos de nuestros clientes considerarían esa boca abierta como una amenaza, ¿sabes?

Edwards le miró.

—Venga, chico. Vamos a dar una vuelta. Te contaré lo que tienes que saber.

Llevó al chico por la parte de atrás; no tenía sentido confundirlo más de lo que ya estaba.

Ya se le pasaría, Kay estaba seguro de ello. Después de treinta años en ese trabajo, conocía a las personas.

Por supuesto, él y Dee habían sido compañeros durante tanto tiempo que nunca había tenido que comenzar con uno nuevo, aunque había colaborado en la instrucción básica de un grupo de jóvenes antes de que se les asignaran misiones. Seguro que más de uno de los muchachos de las fuerzas especiales que se habían presentado a la prueba ya estaría babeando y balbuciendo a estas alturas, y mientras el chico estuviera asombrado no tendría miedo.

No, el jovenzuelo no lo estaba haciendo nada mal, teniendo en cuenta las circunstancias. Desde luego, no peor que lo hizo él mismo.

—Por aquí. No te separes de la línea verde —dijo, señalando al suelo.

Edwards lo siguió, pero constantemente miraba hacia detrás, como un perrito que no quiere dejar atrás la ardilla que ha descubierto.

8

James Edwards se sentó en un banco del Battery Park junto a Kay, que se estaba bebiendo su café a sorbos. Aún no sabía si Kay era nombre o apellido. Intentaba poner en orden sus pensamientos, pero aún no podía hacerse a la idea. Alienígenas.

¡ Putos alienígenas!

Hombrecillos verdes del espacio. Joder.

—Debe de haber unos quinientos alienígenas en el planeta —explicó Kay—. La mayoría de ellos está aquí en la ciudad, pero también hay bastantes diseminados por todo el mundo. Y casi todos son tipos decentes, que tratan de ganarse la vida e integrarse.

—¡Taxistas! —exclamó Edwards.

Kay sonrió con la boca llena de café.

—No tantos como crees.

Señaló a una mujer que pasaba por allí: una chica alta y hermosa que llevaba ropa de deporte, pantalones cortos ajustados, una camiseta sin mangas, una cinta en la cabeza y un aparato de música con auriculares, que podía ser un reproductor de cintas o de mini compactos. Las modernísimas zapatillas deportivas que llevaba probablemente costaban ciento cincuenta dólares.

—Por ejemplo, mira esa mujer.

—No me importaría mirarla bien —respondió Edwards. Luego pensó en ello—. ¿Qué? No me digas que... ¿es un alienígena?

—No. Es humana. Y probablemente cree que está muy al día y sabe de qué van las cosas, pero no tiene la más mínima idea de que hay criaturas de otro mundo paseándose por el centro de la ciudad. Y lo mejor de todo es que no quiere saberlo.

Kay señaló con la cabeza a otras personas que estaban en el parque.

—Ese anciano que pasea al perro, esas dos mujeres con cochecitos de bebé, ellos tampoco lo saben. Date cuenta de que si se enteraran les romperíamos todos los esquemas. La mayoría de la gente no es capaz de soportar la cruda realidad.

—La gente es inteligente, conseguiría asimilarlo.

—Te equivocas. Una persona puede ser inteligente, pero la gente es idiota. Junta un montón de personas y asústalas; se convertirán en una masa agitada. Y una masa no es más inteligente que la persona más idiota de las que la componen.

Miró a Edwards a los ojos.

—No es que tengas que preocuparte por la gente que no conoce nuestro pequeño secreto. La cosa es que, si te unes a nosotros, no tendrás vida propia. Ni mujer, ni hijos, ni nada. Tendrás que renunciar a todo contacto con personas conocidas, aparte de los hombres de negro. En tu caso, no debería costar mucho. Y la recompensa son muchas horas de trabajo peligroso y ningún tipo de reconocimiento por ello. Ni siquiera tendrás una camisa favorita, a menos que te guste el color blanco.

Edwards clavó la mirada en Kay.

—¿Por qué alguien en su sano juicio iba a aceptar ese trabajo?

—Nadie en su sano juicio lo haría, si pudiera elegir. La única satisfacción que se obtiene es hacer el trabajo, ser uno de los pocos elegidos que pueden hacer el trabajo.

Kay sacó otra fotografía de la carpeta y se la enseñó a Edwards. Era el chico de las flores. No cabe duda de que era Kay, mucho más joven. Estaba a un par de metros de un alienígena, pero ahora las flores estaban en el suelo, desparramadas a su alrededor.

—Ya has oído el discurso —dijo Kay—. El que nunca me dieron a mí. Yo no fui voluntario, sino que me reclutaron. Tú puedes elegir.

—No lo sé —dijo Edwards, moviendo la cabeza.

—Sabia respuesta. Una de las más sabias que podías haber dado. Hasta hace unos quinientos años, casi todo el mundo en este planeta pensaba que el mundo era plano y que si te alejabas navegando del territorio conocido, acabarías cayendo por el borde para acabar Dios sabe dónde. Pero estaban equivocados.

»Hace cuatrocientos años, casi todo el mundo que sabía algo estaba seguro de que la Tierra era el centro del universo. No había duda de que el Sol giraba a nuestro alrededor. También estaban equivocados.

»Hace doscientos años, los mejores doctores europeos pensaban que las enfermedades se transmitían por el éter, la brisa nocturna, y que si no dormías con las ventanas cerradas, podía entrar en tu casa y llegar hasta ti.

»Hace cincuenta años, un buen desayuno estaba compuesto de beicon, huevos, pan, mantequilla, leche, café, algo de cereales con crema y kilos de azúcar. Todos los expertos decían que ésa era la dieta perfecta para estar sano.

—¿Me quieres decir algo? —le preguntó Edwards.

—Sí. Dentro de cien años, quienquiera que viva aquí probablemente se meará de risa de nuestros conocimientos. Sin embargo, no vivimos en el futuro, vivimos el ahora. Y ahora, la verdad es que hay alienígenas paseando por nuestro planeta. Sólo un puñado de personas lo saben y, de momento, tú eres una de ellas. Eres como el tipo que sabía que la Tierra era redonda cuando nadie más le creía. El tipo que sabía que los gérmenes provocaban las enfermedades, que la Tierra no era el centro del universo o que los huevos con beicon te atascan las arterias y te envían al otro barrio. Tienes acceso a una parte de la verdad que la mayoría de personas desconoce. La verdad no es siempre agradable, pero no deja de ser la verdad.

Edwards fijó la mirada en el parque.

—¿Y tú quieres que renuncie a mi identidad, y que, no te ofendas, jamás me acerque a nadie aparte de ti y el resto de hombres de negro? ¿Que pague por conocer la verdad?

Kay se puso en pie. Asintió con la cabeza.

—Ése es el trato. No parece que valga la pena, ¿verdad? Pero es lo que hay.

Edwards le miró.

Kay se sacó algo del bolsillo. Parecía una mini— grabadora. Jugueteó con ella.

—¿Sabes qué? Tienes hasta mañana para decidirte.

—¿ Y si decido que no? ¿Qué me va a impedir que se lo cuente todo al primero que me encuentre? Hasta podría poner un anuncio en el periódico.

—¿Aparte del riesgo de pasar el resto de tu vida encerrado en una celda de una institución psiquiátrica? ¿Tú crees que alguien te creería si se lo contaras?

Edwards negó con la cabeza.

—Ya entiendo.

—Aunque tampoco se lo contarías.

—De eso no puedes estar seguro.

—Oh, yo creo que sí puedo —miró la minigra— badora y volvió a guardarla en el bolsillo de la chaqueta—. Acude al edificio mañana por la mañana para contarme qué has decidido.

Edwards paseaba por las calles de su barrio, pensando sobre su futuro. Vivía en una zona de la ciudad relativamente buena. Casi nunca le despertaba un tiroteo y se había acostumbrado a las sirenas. Algunos vecinos de su bloque de apartamentos le saludaban con la cabeza o le sonreían de vez en cuando, aunque probablemente se debiera al hecho de que sabían que era policía. Hasta su casera le permitía a veces romper alguna norma por ese mismo motivo. No estaba mal eso de tener a uno de los mejores polis de Nueva York viviendo en el edificio cuando un inquilino alborotaba o un gamberro entraba en el edificio con intención de robar. Ver a Edwards salir vestido de uniforme (con el hábito, como suelen decir los polis que visten de calle) resultaba en cierto modo intimidatorio.

Había una tienda mexicana decente a media manzana de distancia. Vendían unos burritos estupendos y unos sándwiches de jamón y queso bastante buenos. Cuando no tenía ganas de cocinar, es decir, la mayoría de los días, se compraba allí algo para comer y no tenía que preocuparse por la calidad.

Además no le subían el alquiler de forma caprichosa.

¿ Qué más se podía pedir?

Pasó por delante de un borracho medio dormido, acurrucado en un portal. Apestaba a orines y a vino barato. No se habría lavado en un siglo.

O... puede que no fuera un borracho. A lo mejor venía de Beta Alfa VII o de algún lugar así. Hasta entonces, jamás había considerado esa posibilidad. El tema de la ciencia ficción es muy entretenido y todo eso, pero nunca pensó que afectara a la vida real.

Resulta que estaba equivocado. Y no le gustaba en absoluto estar equivocado.

Puede que si se paraba y sacudía un poco al borracho encontrase una pistola de rayos escondida entre la ropa. O algún artilugio fu turístico que captara alguna señal de televisión procedente de la Luna. O, quién sabe, un tentáculo en lugar de un brazo.

Eso es lo que más le fastidiaba. Realmente su vida iba bastante bien, en términos generales. En el trabajo estaba rodeado de inútiles, gente más capacitada para cobrar en un peaje que para perseguir a delincuentes; pero la verdad es que eso no era asunto suyo. Antes o después llegaría a tener una placa dorada, y ese montón de inútiles contribuirían a ello. Antes o después se darían cuenta de que era un diamante en un océano de barro.

Bueno, eso si el barro no seguía moviéndose cada vez que el diamante asomaba a la luz del día. Desde hacía mucho tiempo el amiguismo formaba

parte de cualquier actividad burocrática en Nueva York, y la policía era tan burocrática como cualquier otra institución. Cualquiera con un cargo superior al de capitán era sospechoso y muchos de ellos, además, con motivo. Puede que le mantuvieran abajo durante mucho tiempo, pero estaba seguro de que aprendería a escalar en el sistema. Era como un juego, y él casi nunca perdía.

Así pues, podía quedarse en el trabajo y, si suavizaba un poco su actitud y besaba algún que otro culo, acabaría ascendiendo. Era lo suficientemente listo como para saber que era lo suficientemente listo como para hacerlo.

Mientras tanto, seguiría en las calles, fastidiando a los macarras, persiguiendo a los traficantes y deteniendo a prostitutas, rateros, timadores de poca monta, atracadores, violadores y al resto de escoria de los bajos fondos que infestaba la civilización. Alguien tenía que hacerlo. Desde luego, valía la pena y, la verdad sea dicha, la mayoría de las veces hasta resultaba divertido.

Sin embargo, Edwards se sentía como si le hubieran dado una red minúscula para coger pececillos en una zona protegida. No es que hubiera nada malo en eso, a menos que un día se te ocurriera mirar hacia arriba y vieras pasar un par de tiburones.

¿Cómo puede uno concentrarse en los pececillos si se ha enterado de que existe algo mucho más grande pululando por ahí?

Así pues, ése era el dilema: quedarse donde estaba, haciendo lo que sabía hacer, y además muy bien; o bien dejarlo todo y unirse a una organización semisecreta plagada de gente con pésimo gusto vistiendo, para tratar con seres de otro mundo. No con polizones procedentes de algún país tercermundista, sino con auténticas criaturas del espacio exterior.

¿Con qué opción te quedas, James?

Finalmente Edgar halló lo que pensó que sería un buen escondite para su nave, una estructura casi vacía que servía de hogar a miles de pequeñas criaturas de seis y ocho patas. Por sus formas, pudo reconocer cierto parentesco ancestral. Como si fueran hermanos pequeños o diminutos tatarabuelos.

Edgar se encontraba detrás de la estructura con su nave, ya reparada, preguntándose cuál sería la mejor manera de introducirla en la cueva artificial. En ese momento oyó que un vehículo terrestre llegaba y se detenía. Rodeó la estructura y vio a un terrícola abrir una enorme puerta que daba acceso al edificio, permitiendo la entrada de los rayos del sol. El terrícola llevaba una especie de uniforme y una etiqueta identificativa en el pecho con la inscripción LAPLAGA. El dispositivo traductor de Edgar no halló ninguna equivalencia en su idioma. El terrícola llevaba un recipiente metálico.

Al parecer el terrícola no se había percatado de su presencia, pero sí había visto las pequeñas criaturas que correteaban en el interior del edificio, intentando esconderse de la luz.

—Mira qué tenemos aquí-dijo el terrícola.

Apoyó el recipiente metálico en el suelo y desplegó una manguera delgada. Se puso una especie de mascarilla protectora y abrió una válvula del recipiente. De una boquilla situada en un extremo comenzó a salir un vapor con el que el terrícola se puso a rociar el edificio. Edgar olisqueó la sustancia. No tenía mal olor. De hecho era tonificante, comparado con la insulsa atmósfera del planeta, compuesta de nitrógeno, oxígeno y otros oligoelementos. Sin embargo, le pareció que el gas tenía un efecto nocivo sobre los animalillos, que escapaban a toda prisa. Comenzaron a caer. Debía de tratarse de alguna sustancia tóxica.

Un veneno.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Edgar.

El terrícola se sobresaltó y se giró para mirarlo.

—Ah, hola. Me estoy encargando de la plaga —apuntó a los pequeños insectos con la boquilla—. En pocos minutos serán historia.

Eso ya era demasiado. Estaba matando a sus hermanitos.

—La plaga. Sí, ya lo había notado. Este planeta está lleno de escoria subdesarrollada, no evolucionada y asesina. Viven afanosamente sus vidas breves e insignificantes como si tuvieran alguna importancia.

—Exacto. ¿No quiere librarse de ellos? —preguntó el terrícola.

—Oh, seguro, lo estoy deseando.

Nada más decir eso, Edgar arrancó la máscara respiratoria de la criatura y le introdujo la boquilla del dispositivo pulverizador en la cavidad bucal.

El terrícola de la etiqueta se atragantó, se asfixió y cayó al suelo. Tras unos pocos gorgoteos y espasmos, murió. Durante las convulsiones agónicas se le cayó un anillo metálico unido a varias barritas metálicas dentadas.

Edgar preguntó al dispositivo traductor. Llaves. Dispositivos para abrir cerraduras, como las de las casas o los vehículos. Ah.

Echó un vistazo al vehículo con el que había llegado el terrícola. Era bastante grande. En la parte posterior había espacio suficiente como para colocar la nave de Edgar, con cuidado de no sobrecargar el vehículo.

¡A.já! Por fin una solución al incómodo método de trasladar la nave. ¿ Por qué dejarla allí si podía llevarla consigo?

Tenía que haber algo cerca que pudiera utilizar como rampa. Edgar entró en la estructura para buscarlo. Saludó a los cuerpos de sus hermanitos.

—Os he vengado —dijo—. Y cruzad el puente sabiendo que este terrícola no es más que el principio.

Edwards vio al viejo guarda del día anterior, sentado en la misma silla, leyendo lo que parecía el mismo tebeo. ¿Acaso no era lo que aparentaba ser?

El guarda levantó la mirada y le saludó con la cabeza. Un segundo después se abrió el ascensor y apareció Kay. Levantó una ceja al ver a Edwards.

Éste inspiró profundamente, exhaló parte del aire aspirado y asintió con la cabeza.

—Me quedo —dijo.

Kay sonrió. Edwards observó que se guardaba la pequeña grabadora en el bolsillo.

—Por aquí —indicó Kay.

Edwards entró en el ascensor, preguntándose cómo el guarda había avisado a Kay.

Esta vez el ascensor comenzó a descender cuando Kay pulsó un botón.

—Una cosa —puntualizó Edwards—. Entro porque no quiero ser un corderito más que no levanta la cabeza del suelo. Pero antes de que me teletransportes a la nave nodriza, hay un par de cosas que quiero dejar claras. Me elegiste por mis cualidades, pero a partir de ahora se acabó el llamarme «hijo», «chico» o «muchacho». ¿Está claro?

—Clarísimo —respondió Kay—. En cuanto a esas habilidades tuyas.

El ascensor se detuvo y se abrió la puerta,

—... bueno, de momento no valen una mierda.

Edwards se quedó pasmado. Se encontró frente a un enorme patio descubierto con varios niveles, pulcro y diseñado al estilo de los años sesenta.

Por él deambulaban tanto humanos como alienígenas. En la parte exterior había una especie de plataforma orientada hacia el espacio. Impresionante.

Ante sus ojos desfiló un extraterrestre distinto a cualquier cosa que hubiera visto antes.

Caminaba por el techo.

¿Cómo lo conseguiría?

El-ella-eso, lo que fuera, saludó a Kay cabeza abajo. Emitió un sonido a medias entre el grito de un periquito y una ventosidad. Kay saludó con la mano al extraterrestre.

—Sí. Éste es el nuevo recluta. Te lo presentaré más tarde. Vamos, hijo... perdón, socio.

Bajaron por una rampa en espiral y pasaron por un lugar parecido al control de inmigración del aeropuerto JFK. Había un humano sentado en una mesa y una fila de alienígenas de todo tipo esperando a ser despachados. El primero de la cola era una criatura humanoide gigantesca. A Edwards le pareció que estaba enfadado y caminó más despacio para comprobarlo.

El humano de la mesa echó un vistazo a un extraño documento que le entregó el alienígena. Debía de ser el pasaporte.

—Bienvenido a la Tierra, señor —dijo el humano—. ¿Cuál es el propósito de su visita?

—Misión diplomática —contestó el alienígena

—¿Duración?

—La hora de la comida.

—¿Algo que declarar? ¿Lleva consigo frutas o verduras?

Kay agarró a Edwards por el brazo y le empujó.

—Vamos, ése es un arquiliano. Tienden a cabrearse un poco cuando están cansados. Hacer cola después de un viaje de diecisiete años luz es algo que irrita a casi todo el mundo. Cuando se alteran, a los arquilianos les da por estornudar y, si quieres un consejo, no permitas que te estornuden encima.

Edwards le miró.

—¿Alguna vez te has pegado los dedos con SuperGlue?

—Sí.

—Pues imagínate que te rocían la cara con un par de litros.

—Entendido. Sigamos.

Se alejaron del hombre de inmigración.

—Ahora que estoy dentro, ¿de qué departamento del Gobierno dependemos?

—De ninguno. Llegó un momento en que el Gobierno empezó a hacer demasiadas preguntas, así que les hicimos creer que nos habíamos disuelto.

—¿Y quién paga todo esto? —señaló el inmenso centro de operaciones.

—Nosotros mismos. Tenemos algunas patentes de varios artículos confiscados a algunos de nuestros visitantes cuando intentaban introducirlos de contrabando. El velero. Los hornos microon— das. La liposucción. —Kay sonrió—. Como sigas abriendo más la boca te la vas a pisar. Por aquí.

Le condujo hasta una puerta cerrada. Un rayo de luz iluminó a Kay y a continuación se abrió la puerta con un clic.

—Un lector corporal —explicó.

Dentro de la habitación había todo tipo de dispositivos de aspecto muy sofisticado, apilados en mesas y estanterías. Kay los señaló con una mano.

—Es increíble las cosas que intentan introducir de contrabando. Mira.

Cogió un aparato cromado y brillante del tamaño y la forma de una caja de cerillas con los cantos redondeados.

—Un reproductor de música. Utiliza algo parecido a una bola de acero. Su fidelidad es diez veces superior a la de un CD. Tendré que volver a comprarme el White Album. O mira esto otro.

Le enseñó un tubito metálico con una pinza de sujeción. Parecía un micrófono de solapa.

—Es un traductor universal. Traduce de cualquiera de las lenguas que tiene programadas, terrestres o extraterrestres, a cualquier otra lengua que selecciones. Te pueden estar hablando en chino, árabe o bindulí, y tú lo escuchas en inglés, con sólo un par de microsegundos de retraso. Muy útil hasta que has aprendido los distintos idiomas.

Edwards tuvo que reprimirse para no volver a abrir la boca.

—Se supone que no podemos tener este cacharro —dijo Kay, enseñándole el dispositivo traductor—. Para las razas superiores, el pensamiento y el habla humanos son tan primitivos que los consideran una enfermedad infecciosa. No quieren que sus hijos se contagien. Es algo que te hace sentir orgulloso, ¿verdad?

Edwards cogió una pequeña bola de color amarillo.

—¿Qué es esto?

—¡No lo toques!

La bola se le escapó de las manos y salió disparada por la puerta hacia el pasillo.

La bolita amarilla empezó a silbar y a rebotar en las paredes, casi más rápido de lo que podía apreciar el ojo humano. Tanto humanos como alienígenas intentaban esquivarla. Blasfemaban, se agachaban y volvían a blasfemar.

Kay cogió rápidamente un extraño guante metálico y se lo puso en la mano derecha. Cuando la bola se acercó a ellos botando, Edwards se agachó para esquivarla, pero Kay fue a por ella y consiguió atraparla con la mano enguantada.

—¡Lo siento! —gritó.

Regresó al almacén y volvió a dejar la bola en la estantería con cuidado.

—¿Te acuerdas del apagón del año setenta y siete, cuando eras un niño? —señaló con la cabeza a la bola amarilla—. Una broma pesada del Gran Atractor. Casi se muere de la risa.

Edwards le miró fijamente. —¿Es ésta tu manera de decirme que tengo mucho que aprender?

—Bueno, eres más listo de lo que pareces. Como tiene que ser. Vamos. Y se fueron.

9

Kay condujo a Edwards a la planta principal, donde había una pantalla inmensa colgada en una pared. Un par de alienígenas estaban sentados ante una mesa de mando frente a la pantalla. Eran unas criaturas pequeñas y huesudas, con ocho brazos cada una y un único ojo en lo alto de un apéndice central. Saludaron a Kay moviendo dos o tres brazos a la vez.

—Te presento a las gemelas —dijo Kay—. No podemos pronunciar sus nombres reales, pero las llamamos Mickie y Maude. Chicas, éste es el nuevo recluta.

Las gemelas emitieron algunos sonidos similares al de un neumático al deshincharse.

—Hola, qué tal —saludó Edwards.

—Pantalla plana —dijo Kay señalando al objeto—, La puedes enrollar como si fuera un póster y ponerla donde te apetezca. Otro regalito de un contrabandista. Resulta muy útil, ya que la observacion es parte fundamental de nuestra pequeña empresa.

Edwards observó la pantalla. Representaba un mapa del mundo con miles de pequeñas luces intermitentes, cada una de ellas con unas letras iden— tíficativas.

En otra pared había un póster de la Feria Mundial de Nueva York.

Kay atrajo la atención del joven hacia la pantalla.

—Este mapa muestra la ubicación de todos y cada uno délos alienígenas registrados en el planeta. En el caso de ciudades como Nueva York, es preciso aumentar la imagen para conseguir verlos a todos, pero no falta ni uno —explicó Kay—. En la mayoría de los casos, un punto en la pantalla es información más que suficiente. Otros hay que vigilarlos más de cerca. Chicas, ¿me enseñáis el fichero de delincuentes?

Los dos alienígenas se pusieron manos, o tentáculos, a la obra. El mapa se dividió en cientos de pequeñas ventanas, cada una de las cuales mostraba una pequeña imagen de vídeo.

—Estos son los alienígenas. En público, todos parecen humanos, como lo que estás viendo ahora. En privado, se relajan un poco.

Edwards miró fijamente a la pantalla. Reconoció a una estrella del rock que había vendido millones de discos. Bueno, tampoco se sorprendió tanto, pues por la manera en que se le transformaba la cara, mucha gente ya se figuraba que no era del todo humano. También reconoció al presentador del informativo de las noches y a un tipo alto que salía en unos anuncios garantizando que uno podía hacerse rico y feliz. ¿Qué te parece?

—Desconcertante, ¿verdad?

—La verdad es que no. Es algo rarísimo. Cuando iba al instituto el resto de chicos me decían que estaba loco porque yo aseguraba que la profesora venía, no sé, de Venus.

—La señora Edelson —apuntó Kay.

—Me estás tomando el pelo —replicó Edwards mirando a su compañero fijamente.

—¿Chicas? —dijo Kay.

Apareció una mujer en pantalla. Tenía cara de mala leche, gafas estrechas y, desde ese ángulo, una cola.

—De Venus no —aclaró Kay—. De Titán. Una de las lunas de Júpiter.

—¡Qué hija de puta!

Edwards levantó la vista y vio que Zed se acercaba y le saludaba con la cabeza.

—Sigúeme —dijo el anciano.

Edwards le obedeció. Kay estaba justo detrás de él, sonriendo.

—¿Me he perdido algún chiste? —preguntó Edwards mientras caminaban.

—La verdad es que no. Las cosas han cambiado un poco desde que yo me alisté, pero el proceso básicamente es el mismo. Es educativo.

Zed los condujo por un corredor, doblaron un par de esquinas, subieron una rampa, bajaron una escalera circular y atravesaron un pasillo largo. Edwards estaba bastante seguro de que sabría volver a la sala principal, pero tampoco apostaría el cuello. Después de una larga caminata, demasiado larga como para seguir en el mismo edificio, llegaron a...

¿Un vestuario?

Todo era de color blanco: las paredes, el techo, el suelo, las taquillas, los bancos, las duchas, todo más blanco que la ropa de un anuncio.

Zed abrió una taquilla. En su interior había un traje negro colgado de una percha, una camisa blanca y una corbata negra. En el estante superior reposaban un sombrero negro y unas gafas de sol oscuras; en el inferior, unos zapatos negros y lustrosos.

El vestuario básico en los colores básicos. Aburrido. Extremadamente aburrido. Un drogata cargado de speed se quedaría dormido con sólo mirarte.

—A partir de ahora te vestirás con el traje reglamentario, suministrado por los Servicios Espediales de los Hombres de Negro.

—¿También suministráis la ropa interior?

Kay sonrió, metió la mano en la taquilla y sacó una bolsa de plástico de debajo del sombrero. Dentro de la bolsa había calzoncillos tipo tanga.

—Se nos permite cierta libertad. Puedes elegir entre tanga y boxers —explicó Kay—. Pensé que tú preferirías los de tipo tanga.

Edwards cogió la bolsa de calzoncillos. Movió la cabeza y señaló a la taquilla.

—¿Cómo sabéis que esta... ropa es de mi talla?

—Es de tu talla. Tenemos tus medidas desde la primera vez que entraste en el edificio. Cargas a la izquierda, ¿verdad?

—Joder, tío.

—Vamos —dijo Zed—. Ésta es la parte fácil.

Edwards volvió a meter la ropa interior en la taquilla y la cerró.

—No hay llave. De todos modos, no creo que a nadie se le ocurra robar nada de esto.

Kay y Zed sonrieron.

En la sala de ordenadores, Kay sonrió de nuevo ante la gran pantalla. Ya habían hecho desaparecer todos los papeles de Edwards: certificado de nacimiento, historial académico, permiso de conducir, tarjeta de la Seguridad Social, carné de la biblioteca, placa de la policía: todo.

—Tendrás que conformarte con la identidad que te demos —le dijo Zed a sus espaldas—. Comerás donde te digamos, vivirás donde te digamos y necesitarás un permiso para cualquier gasto superior a cien dólares. Por escrito y por triplicado.

El chico le lanzó una mirada agresiva.

Kay pulsó un botón.

—¿ Qué es eso? —le preguntó Edwards.

—Siéntate y pon las manos aquí —le indicó Zed.

Kay observó que el chico obedecía y ponía las manos en el digitalógrafo. El dispositivo, una plancha plana de color negro y las plantillas de dos manos, parecía una superficie de arcilla blanda contra la que alguien hubiera apoyado las manos con fuerza.

—No te muevas. Puede que sientas un ligero escozor.

Se produjo un destello de luz láser, tan brillante que atravesó las manos del chico.

—¡Uy.¡Ay!

Retiró las manos y se miró las palmas: salía humo.

—Te hemos cambiado las huellas digitales —le aclaró Zed—. No están registradas en ningún lugar aparte de aquí. Si ocurriera algo durante el trabajo y dejaras huellas digitales donde no debes, te las volveremos a cambiar; así que más vale que tengas cuidado, porque escuece un poco.

—¿Escuece? —protestó Edwards—. Si a esto lo llamas escocer, no quiero ni pensar en cuál es tu idea del dolor. Oh, mierda. Mira. Me habéis acortado la línea de la vida.

—Eso no es todo. No te sorprendas la próxima vez que vayas a mear.

—¡¿Qué?!

—Es sólo una broma —dijo Kay—. También tenemos sentido del humor, ¿sabes? Ven aquí.

El chico miró a la pantalla.

—Anda, soy yo.

—No. Eras tú.

Kay pulsó un botón. La imagen de la pantalla desapareció y fue sustituida por el nombre del chico: James Darrel Edwards III.

—Has dejado el cuerpo, pagado el alquiler y cancelado el contrato de arrendamiento —explicó Kay.

—Joder, ¡si no me podían subir el alquiler!

—Has desaparecido de todas las bases de datos. Jamás has tenido carné de biblioteca, ni pasaporte, ni un pase de temporada para ir a ver a los Yankees. Hemos borrado los extractos de tu tarjeta de crédito y no hay constancia de que hayas asistido nunca a ninguna escuela.

—¿Podéis hacer eso?

—Ya está hecho —dijo Kay.

—Estamos creando una nueva imagen que pase inadvertida —explicó Zed.

—No sé. En Harlem, con un traje así pensarían que soy musulmán. Podría formar un grupo: El hermano Farrakan y los frutos del Islam.

Zed no le hizo ni caso.

—La gente no se fijará mucho en ti. Si es que recuerdan algo, probablemente será el traje.

—Ya veo. Con un traje negro se consigue de todo excepto chicas y dinero —dijo el muchacho.

—Mira —indicó Kay.

Al pulsar un botón, el nombre de la pantalla

empezó a cambiar a medida que el cursor se desplazaba hacia la izquierda, borrando caracteres:

James Darrell Edwards III

James Darrel Edw

James Darr

James

Jam

J

El cursor se detuvo cuando llegó a la última letra del nombre del chico. Del anterior nombre del chico.

—A partir de este momento ya no existes —le dijo Zed—. Nunca has nacido. Eres un rumor, una sombra, un fantasma.

El chico miró a la pantalla y frunció el ceño.

—No eres parte del sistema. Estás fuera de él, por encima de él, más allá de él. Para el resto del mundo no somos más que hombres sin rostro de los que hablan en un susurro. Somos los Hombres de Negro y tú te acabas de convertir en uno de los nuestros. Ya no existe James Darrel Edwards III. A partir de ahora te llamarás Jay.

Kay dejó de mirar la J de la pantalla y sonrió al chico.

—Bienvenido a bordo, Jay. Ahora ve a vestirte y hagamos del mundo un lugar más seguro.

Cuando Edwards (no, Jay) salió del vestuario, Kay le estaba esperando en el vestíbulo.

Jay se arregló la corbata, se puso las gafas de sol y sonrió.

—¿Ves la diferencia entre tú y yo? A mí me queda bien. Estoy guapo. Tú pareces uno de los Blues Brothers con resaca.

—Ya. Eres la elegancia personificada —convino Kay moviendo la cabeza.

—Ése soy yo. Que empiece el baile.

Jay siguió a Kay por otro pasillo. Aquel lugar era enorme. Debía de ocupar media manzana por lo menos. Y aunque todo era rarísimo, al mismo tiempo resultaba apasionante, había que admitirlo. ¿Quién se lo habría imaginado? Alienígenas. Y él había entrado en la patrulla de fronteras para mantenerlos a raya.

Bueno. Tampoco es que fuera muy distinto del Departamento de Policía de Nueva York, si se paraba uno a pensarlo.

Edwards miró de reojo a su compañero, y por un instante, se preguntó cómo debió de llamarse antes de que le acortaran el nombre. ¿Kerry? ¿Karl? ¿Krebs?

Algo o alguien pasó junto a Edwards como una exhalación, y cuando éste quiso saber qué era no apreció más que una especie de estela fantasmal, como imágenes en movimiento en una fotografía sobreexpuesta. No vio nada tangible.

Se dispoma a decir algo pero cambió de idea.

Iba a tener que hacer montones de preguntas y ya estaba un poco harto. Lo mejor era permanecer en silencio y esperar a que se lo fueran explicando por propia iniciativa. Después de todo, ahora era uno más del equipo, y este equipo tenía que ser mejor que el anterior.

Edgar pilotó el vehículo terrestre Laplaga en dirección a Manhattan. Su ubicación actual era un lugar llamado Nueva Jersey. El pilotaje (allí lo llamaban conducción) se había ido haciendo cada vez más precario. Gradualmente había ido aumentando el número y variedad de los vehículos que circulaban por las vías pavimentadas por las que pasaba, las cuales, por algún motivo indeterminado, recibían distintos nombres como carretera, calle, avenida, travesía, autovía, autopista, ronda, bulevar o paseo. Llegó un momento en que Edgar se vio forzado a desplazarse a una velocidad que hasta una sanguijuela wiveriana podría igualar, o incluso superar, si tenía ganas de marcha.

¿Cómo se las habían arreglado esas criaturas para construir una civilización si ni siquiera eran capaces de construir vías de circulación adecuadas para garantizar el libre movimiento de los vehículos? Al igual que ocurría con otras muchas cosas de esta basura de planeta, eso no tenía sentido. Cualquier ser pensante con un par de neuronas mínimamente activas sabía que si la vía es demasiado estrecha, se aplana el terreno de los laterales y se hace más ancha, hasta que el flujo de vehículos sea ininterrumpido. Era un principio básico. Este... embudo representaba la estupidez en grado sumo.

Por lo menos podrían haber dotado a esos vehículos de la capacidad de vuelo. Pues no.

Uno debería pensar que cualquier especie mínimamente desarrollada habría ideado algún otro tipo de fuente de energía aparte de los combustibles fósiles. ¿Acaso no se daban cuenta de que ese tipo de agentes de propulsión eran sumamente finitos, y que cuando se acabaran (lo que con toda seguridad iba a ocurrir en breve si nadie intervenía) la totalidad de su especie iba a quedar prácticamente inmovilizada?

Edgar aún no había visto una vela solar, un generador remdódico, ni siquiera una bicicleta a fusión. Cuando a los terrícolas se les acabaran los fósiles, tendrían vehículos aparcados por todas partes, oxidándose por efecto del oxígeno de la atmósfera, sin ninguna utilidad excepto quizá servir de alimento para algún bicho comedor de metal que sintiera hambre. Mucha hambre, dada la cantidad de restos que tendría a su disposición.

Detrás de Edgar, un vehículo emitía un sonido discorde y estridente. Tras experimentar con los mandos de su propio vehículo, Edgar había averiguado que se trataba de un dispositivo avisador. Un pito, según el traductor, aunque una definición secundaria de la misma palabra se refería al órgano

sexual masculino de los humanos. Edgar no acertaba a comprender la relación existente entre aquello y el sonido agudo que se producía al pulsar el mando.

Gracias a la observación de otros pilotos, Edgar había aprendido la respuesta adecuada a ese tipo de señal. Bajó la ventanilla, sacó al exterior la extremidad superior izquierda, mostró el dedo corazón y gritó al piloto de detrás: «¡Que te follen, mamón!»

Satisfecho por ser capaz de comunicarse de forma adecuada con esos estúpidos terrícolas, Edgar volvió a su posición en la cabina del vehículo y se concentró en el pilotaje.

¿Cómo podían soportarlo? Si cada día tenían que reptar a paso de tortuga para ir a cualquier parte, no cabía duda de que la mayoría se volverían locos y empezarían a matarse unos a otros.

Destruirlos sería hacerles un favor. De eso no cabía duda.

10

Jay y Kay entraron en la oficina de Zed. Zed. ¿Cómo debía de llamarse antes? ¿Zacarías? ¿Zebedías? ¿Zorro?

La oficina estaba en una sala circular de techo alto y con varias ventanas, muy por encima de la planta principal del centro de operaciones de los Hombres de Negro. Detrás de la mesa de Zed había unos cuantos monitores, cada uno de los cuales mostraba una imagen de una persona distinta, vestida como todos los hombres de negro, junto con la indicación del nombre de una ciudad y un reloj con la hora local. Zeb estaba sentado de espaldas a la puerta, con algunos papeles sobre las piernas.

—Estamos aquí-anunció Kay.

—Tomad asiento y esperad un momento a que liquide un par de temas —dijo Zed sin tomarse la molestia de mirarlos.

Jay se sentó en una silla mucho más cómoda de lo que parecía a simple vista, y lo mismo hizo Kay en la silla de al lado. De repente, apareció un tipo en la habitación seguido de la estela que Jay ya había observado anteriormente.

No pensaba preguntar.

Aquel tipo dejó una taza de café en la mesa de Zed. Miró aja y.

—Ah, hola. Enhorabuena. Soy Dave —le dijo.

A continuación... se esfumó, dejando una serie de imágenes fantasmales tras de sí.

—¿Dave?-dijo Zed.

Dave apareció de nuevo.

—¿Sí?

—Tráeme una taza de café, por favor. Este es Jay, es su primer día.

—Será un placer —dijo el individuo sonriendo.

Zas, Dave desapareció otra vez.

—Maldito ayudante —dijo Zed, mientras cogía la taza—. Utiliza una especie de desfase temporal o algo así. A veces viene antes de que lo llame. Me tengo que acordar de pedirle lo que quería, o si no, no me lo habrá traído.

Jay le miró fijamente.

—Supongo que algún día lo entenderé.

—No creas —dijo Kay—. Pero te acostumbrarás.

Jay consiguió reprimir el impulso de decir alguna estupidez. Consideró que eso estaba bastante bien, dadas las circunstancias.

Zed habló a uno de los monitores.

—De acuerdo, Bee, está previsto que el recientemente destituido subprefecto de Sinalí aterrice esta noche a las veintidós horas en el parque nacional de Willamette, cerca de Portland, Oregón. Te relevo del servicio de vigilancia en Anchorage para que vayas a recibirlo.

—De acuerdo —convino la imagen de Bee—. ¿Qué tal un humanoide?

—Como quieras —respondió Zed—. Y tráete algo de beber.

A continuación, Zed echó un vistazo a los papeles que tenía sobre las piernas. Tomó una hoja y la leyó.

—Bueno. Aquí tengo una misión de carácter general. Es preciso sacar a un pez-cabra del sistema de alcantarillado. Está asustando a las ratas y éstas se introducen en lugares donde no deberían estar. ¿Quién se queda con ésta?

Siguieron unos instantes de silencio.

—Vale, te ha tocado, Cee.

—Eh, espera un momento, ¿por qué yo? —protestó uno de los hombres de las pantallas—. La semana pasada tuve que perseguir a Turkot el Moco por toda la planta depuradora de residuos en Namibia.

—Y lo hiciste tan bien que nos vimos obligados a cerrar la planta y verter medio millón de litros de aguas residuales en todos los váteres del país en condiciones de servicio.

—Sí, en los tres que hay —añadió Kay.

—O sea, que te encargas del pez-cabra y consideraré que una cosa compensa la otra.

Zed agarró otro papel.

—Aquí dice que Bobo el Enano quiere salir en Misterios sin resolver.

—Me habían comentado que era en A toda página —intervino uno de los hombres.

—No importa. Haz que Bobo cambie de opinión, Tee.

—A tus órdenes —respondió Tee.

Zed volvió a revisar los papeles y escogió una hoja subrayada en rojo.

—Aquí tengo un código rojo de ayer por la noche. Un aterrizaje no autorizado en una granja al norte de Nueva York —se giró y miró a Kay—. Es tuyo, Kay. Manténme al corriente, no queremos polizones galácticos.

Kay asintió con la cabeza.

—De acuerdo, a trabajar, chicos.

Las pantallas se apagaron y simultáneamente se escuchó un bip procedente del ordenador de Zed.

—Vaya, tenemos un turista.

—Es un alienígena residente que sale sin permiso de la zona que le ha sido asignada —explicó Kay al joven—. ¿De quién se trata? —preguntó a Zed.

—De Redgick —respondió Zed mirando a la pantalla.

—Hummm. Redgick vive en Nueva York y no tiene permiso para salir de la ciudad —explicó Kay ajay.

—En este momento —dijo Zed—, el señor Red— gick ya está lejos de la ciudad. Parece que está atrapado en un atasco en la autopista de Nueva Jersey. ¿Por qué no te llevas a Jay y le vas enseñando cómo trabajamos?

Kay hizo un gesto de asentimiento.

—Vamos allá, Jay.

En el exterior del edificio de los Hombres de Negro, el sol resplandecía y la ciudad parecía irreal. Después de lo que acababa de ver dentro, debería de haberlo encontrado todo normal pero, por alguna razón, no era así.

No pudo menos que preguntarse si alguna vez algo le volvería a parecer normal.

—¿Qué pasa con el viejo? Bastante duro, ¿no? ¿Qué es eso de «no queremos un polizón galáctico»?

—Zed ya estaba salvando el mundo antes de que naciera tu padre. Se merece cierto respeto.

—Vale, vale —respondió Jay, levantando las manos como si le estuvieran apuntando—. Me parece genial. Sólo era un comentario.

Kay le condujo hasta el Ford LTD negro.

—¿Con toda esa tecnología galáctica a la que tenemos acceso y vamos a tener que viajar en esta chatarra? —señaló Jay sonriendo.

Kay le dirigió una mirada feroz.

—Lo siento. Otra vez estoy metiéndome con tu buga. Es... un coche muy bonito —alargó el brazo para agarrar la manija de la puerta.

—¡Quieto! —le advirtió Kay—. No la toques hasta que desconecte la alarma.

—¿Qué? ¿Acaso crees que me voy a mear en los calzoncillos que me habéis dado sólo por oír una sirena? No es la primera vez que oigo la alarma de un coche.

—Como ésta seguro que no. Jamás toques el coche antes de desconectar la alarma. Recuérdalo. Es muy importante.

—Pero tío...

—Tú hazme caso, ¿vale?

—Vale.

Una vez dentro del coche, Kay arrancó el motor. Era muy silencioso, eso había que admitirlo.

—El cinturón —ordenó Kay.

—¿Sabes? Tienes que aprender a dirigirte a la gente. Podrías ser un poco más amable, ya sabes, por ejemplo: «Jay, por favor, ¿te importaría abrocharte el cinturón de seguridad?»

Kay apretó los dientes y accedió.

—Jay, por favor, ¿te importaría abrocharte el cinturón de seguridad?

—¿Lo ves? No es tan difícil. Lo que ocurre, Kay, es que prefiero disfrutar de mayor movilidad, y los cinturones de seguridad me resultan extremadamente incómodos, de manera que, si no te importa, prefiero no ponérmelo.

Kay sonrió. Metió la marcha atrás y pisó a fondo el acelerador.

Los movimientos del coche dejaron al joven perplejo. Jay fue impulsado hacia delante con una fuerza insospechada. Chocó contra el salpicadero, rebotó en el parabrisas y, cuando estaba a punto de caer en su asiento, Kay cambió de marcha y pisó a fondo otra vez. La brutal aceleración aplastó a Jay contra el asiento como si fuera un piloto de guerra haciendo un rizo. No podía ni moverse.

Tardó media manzana en conseguir articular palabra.

—Joder, tío, ¿cuántos caballos hay debajo de la capota?

—Más que suficientes.

—Te creo —dijo Jay—. Espera un momento.

Se puso el cinturón de seguridad a toda prisa y, nada más abrocharlo, entre los dos hombres se elevó un panel iluminado en el que parpadeaba una luz roja. Jay la miró y acercó ¡a mano lleno de curiosidad.

—Jay?

—¿Sí?

—¿Ves ese botón rojo?

—Sí.

—No lo pulses jamás. En circunstancias equivocadas eso sería... cómo te diría... malo.

Jay retiró la mano.

Kay conducía el enorme Ford con una facilidad que obedecía a años de experiencia. Disponía de un dispositivo localizador, de manera que podía dirigirse directamente al coche de Redgick, aunque estuviera en el culo del mundo. Conectó la sirena e hizo señas con las luces de policía escondidas debajo de la rejilla delantera del automóvil. El coche de Redgick se detuvo en el arcén.

—Quédate en el lado derecho de su coche mientras yo hablo con él.

—Vale. Esto... no vamos a necesitar armas, ¿verdad? No vi ninguna en la taquilla.

—Esta vez no. Redgick es inofensivo.

Kay salió del Ford y avanzó hasta la ventanilla de Redgick. De humano tenía un aspecto tan inofensivo como de alienígena. Parecía tener treinta y tantos años y no haber roto nunca un plato. Kay le sonrió.

—¿Puede enseñarme su permiso y el número de registro, por favor?

Kay lanzó una mirada al interior del coche y descubrió a una mujer embarazada en el asiento del copiloto. También de unos treinta y tantos años y, aparte de la prominente barriga, tenía un aspecto de lo más corriente. Tal vez fuera la señora Redgick.

El hombre entregó a Kay un permiso de conducir expedido en la ciudad de Nueva York y el número de registro del coche. Kay les echó un breve vistazo.

—El otro permiso y número de registro, por favor.

Redgick le entregó otros documentos de colores más llamativos, con holograirias, marcas de agua y grabados brillantes en el plástico. Las tarjetas de Alienígena Residente mostraban a Redgick y a su mujer sonriendo a la cámara con su aspecto natural, unos alienígenas de apariencia amistosa, con tentáculos parecidos a los de un calamar y unas largas lenguas colgantes. Comprobó con un lector la dirección y el sello de autentificación, y luego se los devolvió.

—Sus documentos están en regla pero, según nos consta, no puede salir de la ciudad de Nueva York a menos que disponga de un visado, y no tengo noticia de que le hayan concedido uno. ¿Me equivoco?

—E-e-es mi esposa. E-e-está, bueno, ¡mírela!

En ese preciso instante la señora Redgick se quejó y se llevó la mano a la barriga.

Oh, mierda.

A Kay no le gustaba traer bebés al mundo, en especial de madres alienígenas. No es que fuera racista ni nada de eso; era cosa del procedimiento. Algunos eran estupendos y otros eran unos auténticos capullos.

—¿Usted cuánto cree que falta?

La señora Redgick gritó de dolor.

Kay supuso que no faltaba mucho. Mierda.

—De acuerdo, no pasa nada. Nosotros nos ocuparemos —dijo Kay, mientras miraba a Jay por encima del coche—. Tú te ocuparás.

—¿Yo?

—Salga del coche» señor Redgick. Vamos a charlar mientras mi compañero ayuda a su señora.

Redgick abrió la puerta y dirigió una mirada nerviosa a su esposa.

—¿ Está seguro de que sabe lo que hace? —preguntó en voz baja.

—Desde luego. Lo ha hecho muchas veces. No hay problema. Vamos.

Jay se quedó mirando a la mujer alienígena con los ojos desorbitados.

—No pasa nada, bichito mío —le dijo Redgick en voz más alta—. Este terrícola es un experto, casi una comadrona profesional, ¿verdad?

—Desde luego —respondió Kay con una sonrisa.

Jay entró en el coche.

—Ah, hola. Me llamo Jay.

La mujer se arremangó el vestido por encima de las rodillas, abrió las piernas y se puso a gemir. Kay ya no quiso ver más. Se llevó a Redgick detrás del coche.

—Por lo que sé, el servicio de comadronas de Croagg aún sigue en la esquina de la Sesenta y cuatro con la Ocho. Ahí es donde deberían dirigirse normalmente en caso de parto, ¿ no es así?

—Pues... sí.

—Entonces ¿por qué se iban de la ciudad?

—Yo... nosotros... íbamos a reunimos con alguien.

—¡Kay! —gritó Jay.

Kay miró hacia el coche. No podía distinguir con claridad a la señora Redgick, pero sí vio un pequeño tentáculo que le asomaba entre las piernas. El tentáculo se agitó un segundo y a continuación se agarró al marco de la puerta, haciendo crujir el metal.

De momento, el parto era normal. Kay miró a Redgick de nuevo.

—¿Es su primer hijo?

—Oh, no, ya tenemos doce. Los hemos enviado a casa de su abuelo en nuestro planeta de origen.

—De acuerdo. Volviendo a la pregunta, ¿adonde se dirigían exactamente?

—Oh, a tomar una nave.

—¿En serio? Hoy no había ninguna salida prevista desde la estación de Nueva Jersey, y aunque la hubiera habido, usted no tenía permiso para viajar.

—Era en la estación de Pensilvania.

—¿Pensaba llegar a Pittsburgh?

—Se trata... de una emergencia familiar —respondió Redgick—. En nuestro planeta.

—¡Aaaah! —gritó Jay.

Kay miró. Acababa de salir un segundo tentáculo del conducto de parto de la señora Redgick. Éste se enganchó al cuello de Jay. Los ojos del muchacho empezaban a salírsele de las órbitas.

—¡Dios mío!

—Lo estás haciendo muy bien, campeón.

Kay se dirigió de nuevo a Redgick.

—Cuénteme. ¿Por qué tanta prisa por abandonar nuestro bonito planeta?

—¡Socorro! ¡Socorro!

—Es por los... recién llegados —respondió Redgick de forma poco convincente—. El barrio cada vez está peor.

—¿A qué recién llegados se refiere? No recuerdo haber permitido la entrada a gentuza últimamente.

—Kay, ¡socorro!

Kay miró de nuevo al coche y vioque Jay apoyaba un pie en el coche, se echaba hacia atrás y estiraba con fuerza. Se escuchó un ¡pop!, como al descorchar una botella, y cayó de espaldas. Al acercarse, Kay vio a Jay tumbado en el arcén, con el alienígena recién nacido justo encima del pecho.

—¡Oh, Dios! —exclamó Jay. El bebé le estaba mirando directamente a los ojos.

Kay dio una palmadita al padre en el hombro. —Enhorabuena, Reggie. Es un... calamar. El bebé balbucía y gorjeaba a Jay, quien se incorporó un poco, con el bebé aún sobre el pecho. —Eh, mira, es un bebé pre... El bebé alienígena vomitó en la cara del joven, que quedó cubierto de una sustancia verdosa, y silenció cualquier comentario amable.

Ya en el coche, Jay se limpió con una toalla los últimos restos de vómito de bebé.

—Nadie me había hablado de esto.

—Forma parte de un día de trabajo.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Pues, podría haber sancionado a Redgick por haber salido de la zona que tiene asignada, pero ¿qué tipo de hombre haría esta jugada a una pareja que acaba de tener un bebé? Además, se van de la ciudad.

—¿Así que los dejamos marchar?

—No es competencia nuestra retenerlos si quieren salir del planeta. Ni aunque se trate de un viaje imprevisto.

Jay acabó de limpiarse la cara y tiró la toalla al suelo,

Kay suspiró.

—Cuéntame, de todo el incidente, ¿hay algo que te haya parecido extraordinario?

—¿Aparte de que casi me estrangula un bebé alienígena con tentáculos? —preguntó Jay mirándole fijamente.

—Sí.

—Pues no. Nada en absoluto. ¿Se me ha escapado algo?

Kay hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Me parece que no he tenido tiempo de explicarte cómo funciona el tema de los viajes interestelares. Dadas las enormes distancias entre los sistemas solares, sería imposible sin el hiperespacio.

—Como en Star Trek —dijo Jay—. Ya veo.

—Algo parecido. La cosa es que este tipo de viajes no presenta ningún problema una vez que te acostumbras, pero no resulta nada cómodo andar entrando y saliendo del hiperespacio. Está contraindicado para embarazadas o recién nacidos.

—Igual que un baño de agua caliente —comentó Jay.

Kay no hizo caso al último comentario.

—Así púes, ¿qué fue lo que asustó tanto a Redgick, como para forzarlo a emprender un viaje hiperespacial con su mujer embarazada o un recién nacido? Por no mencionar el viaje a Pittsburgh. Eso es aún más peligroso que lo del hiperespacio.

Jay desconocía la respuesta, y la verdad es que Kay tampoco esperaba ninguna.

—Lo mejor será que vayamos a investigar, a ver si encontramos alguna pista —sugirió Kay. —¿Puedo cambiarme antes de ropa? —¿Por qué? No hueles mal. De hecho, hueles a masaje Floyd.

—Es el que usaba mi padre —objetó Jay. —Yo también lo uso-dijo Kay. Eso puso fin a la conversación.

11

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Jay—. Pensaba que íbamos a investigar.

Kay no le hizo ni caso. Una actitud que parecía adoptar con frecuencia.

Estaban en uno de los quioscos de prensa más grandes del centro de la ciudad.

Kay no sólo había llegado hasta allí sin quedarse atrapado en ningún atasco, sino que además encontró un aparcamiento justo enfrente del quiosco, un sitio enorme para él solito. Se te tiene que aparecer la Virgen para tener tanta suerte. Es más fácil que te toque la lotería que encontrar un sitio donde aparcar legalmente en esa zona de Nueva York a esa hora del día.

—Sígueme y aprende, pequeño saltamontes —dijo Kay finalmente.

Se acercó caminando al quiosco y cogió uno de esos periódicos sensacionalistas:

¡NACE UN BEBJÉ EMBARAZADO.'

¡Los doctores no se lo explican!

Kay empezó a hojearlo.

—¡ Qué estás haciendo?

Kay dejó el periódico en el estante y cogió otro.

Jay leyó el titular de este último:

¡UN HOMBRE SE COME SU PROPIA CASA!

¡Y dice que sólo es el aperitivo!

- Joder, desde luego» no me gustaría un pelo que el Papa me demandara. Seguro que eso no me iba a ayudar cuando me encontrara con san Pedro, ¿no crees?

Kay siguió hojeando.

—¿Hola? Aquí Tierra llamando a Kay —insistió Jay.

Kay devolvió el periódico a su sitio y cogió otro.

—¿Kay? No me digas que esto es lo que entiendes por investigar.

—Estás ante la mejor fuente de información que existe-respondió Kay.

—Me estás tomando el pelo otra vez, ¿no?

—¿Tú crees? Ya sabes cómo nos ganamos la vida. ¿Cuándo fue la última vez que leíste algo sobre extraterrestres en el New York Times? Ésos no tienen ni idea, pero esta gente —señaló el periódico—, esta gente al menos va por buen camino.

—Estás buscando pistas en diarios sensacionalistas. No me lo puedo creer.

—No estoy buscando, socio. Ya lo he encontrado.

Kay le enseñó una de las páginas interiores:

INCREÍBLES DECLARACIONES DE LA MUJER DE UN GRANJERO: ¡UN EXTRATERRESTRE LE ROBÓ LA PIEL A MI MARIDO!

¡ ¡Una nave espacial destroza su camión, y luego desaparece su marido!!

—¡Ayúdame, Spock! —exclamó Jay, mirando al techo.

—En marcha —dijo Kay—. Vamos a dar un paseo por el campo.

Edgar estaba sentado en la cabina de mando del vehículo Laplaga y sorbía un líquido oscuro y efervescente a través de una estrecha cánula de plástico; una paja, según el traductor, otra palabra cuya definición no tenía mucho sentido. El líquido se llamaba Peta Cola y, aunque su contenido en azúcar era irrisorio, más valía eso que nada. Se vio reflejado en el pequeño dispositivo especular que le permitía ver la parte posterior del vehículo, y observó que le colgaba un retazo de carne del cuello. El pingajo de carne, ya medio seco, estaba adquiriendo un color grisáceo. Se lo arrancó. El disfraz le iba a durar bien poco a menos que lo volviera a revestir de saliva por dentro y por fuera, algo que no le atraía en absoluto. Cuanto antes terminara y saliera de ese traje de piel de mono, mejor que mejor. Pero una cosa estaba clara, como no acabara pronto no tendría otro remedio que arreglar el disfraz o se le caería a trozos.

Aunque puede que eso no llegara a ocurrir nunca. Mientras este pensamiento le pasaba por la cabeza vio que se abría la puerta del comercio (¿cómo se llamaba? ¡ah, sí! una joyería) y salía un hombre llamado Rosenberg.

Bien.

Rosenberg era un hombre mayor y llevaba dos objetos. Uno parecía una caja con un intrincado labrado. El otro era un pequeño animal cubierto de pelo que Edgar identificó como un gato. En este mundo los mamíferos de orden superior tenían a veces como mascota algún animal de orden inferior, ya fuera mamífero, reptil, ave o pez. En ocasiones estas mascotas desempeñaban una función provechosa, como por ejemplo eliminar del domicilio de su amo a otros mamíferos destructivos de menor tamaño o plagas de insectos, aunque muy a menudo estos animales no tenían ninguna obligación excepto la de hacer compañía. Este papel lo desempeñaban principalmente dos especies, los gatos y los perros, aunque ciertos terrícolas pertenecientes a las clases más adineradas tenían criaturas algo más exóticas.

Esta relación simbiótica no tenía mucho sentido para Edgar, pero supuso que en épocas de vacas flacas los terrícolas probablemente utilizarían sus mascotas para alimentarse, lo cual sí tenía cierto sentido. Así no tenían que salir a cazar. Por lo que había podido observar, los humanos eran unos cazadores nefastos.

Rosenberg colocó el gato sobre la caja y se ocupó de los mecanismos de cierre de la puerta de la joyería. Al parecer había cinco de estos mecanismos. Una vez que hubo terminado de manipular los cierres, cogió el gato y la caja y se alejó caminando.

Edgar arrancó el vehículo y avanzó lentamente, unos metros por detrás de Rosenberg. Tenía que averiguar adonde se dirigía.

Un vehículo amarillo hizo sonar la bocina detrás de Edgar, pero él hizo caso omiso de la señal acústica y de la retahila de ofensas que el piloto profirió con respecto a la inadecuada velocidad a la que circulaba Edgar. En otras circunstancias Edgar se asomaría por la ventanilla, replicaría con idéntico vocabulario y ofrecería el saludo digital, según procedía en estos casos, pero en esa ocasión no podía perder de vista a Rosenberg. De momento la misión estaba resultando relativamente sencilla y, aunque él no esperaba menos, no le convenía confiarse demasiado. El camino hacia la victoria está plagado de peligros y un viajero sabio se mantiene siempre alerta frente a riesgos potenciales. A pesar de que a duras penas podía concebir que le aguardara algún problema serio en ese planetucho, más valía ser cauto que cauterizado.

El vehículo Laplaga avanzaba lentamente. El conductor que le seguía profería todo tipo de blasfemias en voz alta, refiriéndose principalmente a los ancestros de Edgar y a las inusuales relaciones que mantenían entre ellos, además de otras pintorescas descripciones.

Todo marchaba bien.

—¿Por qué no me dejas conducir a mí? —preguntó Jay.

—Me parece que aún no estás del todo preparado para este vehículo.

—Oye, saqué notable en la academia de conducción.

—Te creo. Yo saqué sobresaliente y llevo más tiempo que tú.

—¿Aún falta mucho? ¿Ya casi estamos? Tengo que ir a mear. Tengo hambre. ¿Podemos parar en la tienda de regalos? —preguntó Jay con una sonrisa. Kay se limitó a negar con la cabeza. «Ya casi estamos» se refería a algún lugar en la zona septentrional de Nueva York. Llevaban más o menos una hora contemplando un paisaje completamente rural, tanto que Jay no se lo podía creer. Vacas, caballos, enormes campos vacíos, bosques. Era fascinante. No se imaginaba que existiera ese tipo de paisajes tan cerca de Nueva York.

Le habló de ello a Kay, quien acabó por soltar una carcajada.

—Necesitas salir más de la ciudad. Pero no te preocupes, ya lo harás.

La carretera serpenteaba entre los árboles, haciéndose cada vez más estrecha y con más baches. Al paso que iban, cuando llegaran a su destino puede que se encontraran en mitad de Mongolia o por ahí. Vieron una casa, no mucho más grande que una caravana de doble ancho, y lo que parecían ser los restos de un camión, un amasijo de hierros desperdigados y calcinados que parecían haber sido aplastados por un cuerpo gigantesco y muy pesado, ya que estaban enterrados varios metros en el camino de grava que daba acceso a la casa.

No estaba nada claro qué había causado aquel estropicio.

—Parece que se le recalentó el camión —comentó Jay.

Kay detuvo el LTD.

Jay se dispuso a abrir la puerta.

—Espera un segundo. Vamos a darle tiempo a la señora de la casa para que se pregunte quiénes somos. Todo resulta más fácil si están un poco nerviosos.

Aproximadamente un minuto después apareció una mujer en la entrada. Llamarla vulgar sería un eufemismo. Llevaba los labios muy pintados, con un color demasiado rojo y brillante, y además se había puesto colorete y maquillaje.

—¿Les puedo ayudar, caballeros? —preguntó desde la puerta.

—Ahora —indicó Kay.

Salieron del coche y se dirigieron hacia la casa. Mientras caminaban, Kay sacó una tarjeta de su cartera. Ja y le echó un vistazo. Parecía una tarjeta de crédito de color negro.

Mientras Jay la estaba mirando, la tarjeta cambió de forma en la mano de Kay y se convirtió en un portadocumentos de piel que contenía una placa y una tarjeta de identificación del FBI con aspecto muy convincente.

—Yo quiero una de ésas —le pidió a Kay.

—Cuando seas mayor.

Kay le enseñó la identificación a la mujer durante un instante y se la guardó de nuevo.

—Cómo está, señora. Soy el agente especial Manheim y éste es el agente especial Black. Somos del FBI. Quisiéramos hacerle unas preguntas.

—¿Ustedes también han venido para burlarse de mí?

—No, señora. En el FBI no tenemos sentido del humor, que sepamos. ¿Podemos pasar?

La mujer los llevó hasta una cocina minúscula.

—¿Les apetece un poco de limonada?

—Sí, señora. Muy amable —respondió Kay.

La mujer fue a buscar vasos. A Jay le pareció agua de fregar con un tinte amarillo. Sonrió a la mujer cuando le trajo el vaso.

—Háblenos de su marido, señora...

—Yax, Beatrice Yax. Acompáñenme al comedor.

La siguieron. Kay bebió un sorbo de la bebida que les había preparado y, a juzgar por su expresión, parece que estaba bastante mala. Jay decidió que sería mejor dejar que se evaporara.

Beatrice Yax se puso a explicar su historia, pero Jay la escuchaba sólo a medias, mientras paseaba por la habitación. Se acercó al televisor y miró la fotografía que había encima, un hombre sonriente, en cuclillas y a punto de desollar a un ciervo que estaba tumbado en el suelo, presumiblemente muerto.

—Ése es mi marido, Edgar, el de la foto.

Jay pensó que el señor Yax tampoco iba a ganar ningún premio de belleza.

—... y aquel tipo me dijo: «Bien, señora Yax, si Edgar estaba muerto, ¿cómo es que Volvió a entrar en la casa?»

—La verdad es que resulta bastante inusual —comentó Kay.

—Es cierto —admitió Beatrice—. Yo también me quedé helada, pero conozco a Edgar y sé que aunque tuviera su mismo aspecto, no era él, no sé si me entiende.

Kay levantó las cejas.

—Era como si llevara puesto un traje —explicó— Sólo que él mismo era el traje. Quiero decir su piel. Era un traje de piel de Edgar.

—Entiendo. Tome nota de eso, agente Black.

—Lo tengo —confirmó Jay.

—¿El individuo que llevaba el traje de piel de Edgar le dijo algo, señora Yax?

—Comentó que el camión fue aplastado por azúcar, pero luego me pidió azúcar. En agua.

Kay asintió con la cabeza.

—Agua azucarada. Entiendo. Sacó las gafas de sol y se las enseñó a Jay. —Ponte las RayBan, ¿ quieres?

Jay se encogió de hombros. Sacó las gafas que le habían dado y se las puso.

Kay se puso las suyas y sonrió a la mujer.

—¿Tienen intención de perseguir a ese alienígena y castigarle por lo que le hizo al camión y a Edgar?

—Por supuesto, señora, puede estar segura de ello.

Sacó la pequeña grabadora con la que Jay le había visto juguetear un par de veces. Apuntó con ella a la señora.

—Señora Yax, mire hacia aquí un momento, por favor.

La mujer miró. Se produjo un destello de luz, brillante incluso con las gafas puestas, y el rostro de la mujer quedó inexpresivo.

Kay se quitó las gafas y, con ellas en la mano, indicó a Jay que hiciera lo mismo. Jay se encogió de hombros y obedeció.

Kay se giró para mirar a la señora Yax. —Beatrice, escúcheme con atención. No ha visto ningún extraterrestre. El destello de luz que

vio no fue un OVNI que cayó encima del camión. Fueron simplemente... emanaciones de gas procedente de un globo meteorológico que estaba atrapado en un bache térmico y que reflejaba la luz del planeta Venus. El camión tenía una fuga en el depósito de gasolina y eso fue lo que causó la explosión.

Jay frunció el ceño.

—Pero tío, ¿qué estás diciendo? ¿Qué aparato es ése?

—Un neuralizador estándar-respondió Kay—, Borra la memoria del sujeto y nos permite reemplazarla con nuestro propio material.

—¿Va en serio? Qué pasada. Pero ¿no se te ocurre nada mejor? ¿Emanaciones de gas? ¿Venus?

Kay le dio la espalda a Jay y volvió a la señora Yax.

—Lo que ocurrió, Beatrice, es que Edgar se escapó con una antigua novia. Vaya a pasar unos días con su madre y cuando vuelva, no sólo lo habrá superado, sino que decidirá que está mucho mejor sin él.

—Sí —añadió Jay—. De hecho, fue usted quien le echó de casa, y ahora que se ha largado se va a comprar ropa nueva, puede que redecore la casa y encuentre a alguien que la merezca.

Miró a Kay.

—Así le hacemos un favor a la pobre mujer.

—Veo que ya le estás pillando el truco —comentó Kay, sonriendo.

Se dirigió de nuevo a la mujer.

—Una última cosa, Beatrice. Nunca hemos estado aquí, de modo que, como es natural, si alguna vez nos volviera a ver no nos reconocería y tampoco recordará nada de esta conversación. Ahora necesita acostarse un ratito, digamos un par de horas. Cuando se despierte se sentirá mucho mejor.

Kay salió y caminó hasta los restos del camión.

—I Cómo quedaría así de chafado?

—Le debió de caer encima una nave alienígena, como decía el periódico. Ya te lo he dicho, esta gente da en el clavo la mayoría de las veces.

—Te creo.

Kay prosiguió.

—Edgar salió a ver qué estaba pasando, el ex— traterrestre se lo cargó y le quitó el cuerpo. Bueno, probablemente tiró la mayor parte, y sólo se quedó con la piel.

—¿Esto pasa muy a menudo?

—No. La mayoría de visitantes autorizados compra los disfraces antes de venir, o si no, en el centro de operaciones de los Hombres de Negro o en una tiendecita de Greenwich Village. La que está al lado de donde hacen esos sándwiches tan buenos de huevo frito.

—¡Eh, la conozco!

—Así pues, el hecho de que nuestro visitante matara un residente y le arrancara la piel para hacerse un disfraz, bueno, está feo. Constituye un delito grave en cualquier parte. En realidad hay un par de planetas donde se sanciona tan sólo como falta leve, pero incluso así no se considera un comportamiento educado. Lo que quiero decir es que se trata de un criminal y no simplemente de un ilegal que ha entrado sin permiso.

Sacó otro aparato del bolsillo y apuntó con él a los restos calcinados y aplastados. Disparó un rayo de luz estrecho y lo pasó por los hierros y por el fondo del hoyo en donde se encontraban.

—IY ahora qué?

—Es un analizador de espectro. Recoge las moléculas dispersas que dejan tras de sí todas las formas de vida. Es una especie de sabueso electrónico. ¿Ves esta pantallita de aquí? Tiene un código de colores que indica de qué tipo de alienígena se trata.

—Muy chulo. Yo lo que quiero es uno de esos cacharros para la memoria. Conozco a un par de chicas a quien me gustaría enseñárselo.

—Apuesto a que sí.

Levantó el aparato en alto. La pantallita se iluminó con una luz roja intermitente.

—Bingo —exclamó Jay—. Es un chico de rojo.

—No —rectificó Kay—. Aún no ha terminado. Sigue husmeando.

Jay se dio cuenta de que tenía razón. El aparato volvió a parpadear, esta vez con una luz de color amarillo.

Kay siguió moviéndolo en todas direcciones, y la vez siguiente parpadeó con una luz azul.

Kay habló con el dispositivo.

—Párate en el violeta —pidió—. No te pongas verde, ¿vale?

El dispositivo pasó a violeta. Parecía que ya no iba a cambiar.

—Gracias —dijo Kay.

Pero el juguetito parpadeó un par de segundos... y la luz cambió a verde. Se quedó en verde.

—Mierda —exclamó Kay—. ¿Sabes qué significa esto?

Jay miró hacia el cielo.

—Espera, espera, ¿no fue ésta la última pregunta que hicieron ayer por la noche en El tiempo es oro? «¿Qué tipo de alienígena deja un rastro espectral de color verde?» Ahora resulta que no me acuerdo. ¡Qué lástima! He estado a punto de ganar el millón.

Kay salió del hoyo y se dirigió al coche.

—Oye, no me irás a dejar así —señaló Jay, siguiéndole—. ¡Dímelo!

Dentro del coche, Kay sacó lo que parecía un antiguo micrófono CB de debajo del salpicadero y pulsó un botón. Sin embargo, Jay hubiera apostado diamantes contra pelusilla del ombligo a que no se trataba de ningún micrófono CB antiguo.

—Vamos, tío.

Kay le indicó por señas que se callara.

—¿Zed? Soy Kay.

—Aquí estoy —respondió Zed, al otro lado.

—Estamos al norte de la ciudad, en el punto de aterrizaje del código rojo.

—¿Y tienes buenas noticias? —Ojalá.

Hizo una breve pausa y luego inspiró profundamente.

—Es una cucaracha, Zed.

12

Ahí estaban, al norte de Nueva York, rebuscando entre los restos del camión de un paleto, y con la luz del lector parpadeando en verde.

Eso significaba problemas gordos.

Kay guardó el micrófono y el chico no pudo reprimir un comentario en plan listillo.

—Esta vez me voy a adelantar y voy a adivinar que una cucaracha es algo malo, ¿a que sí?

Kay le miró fijamente. De acuerdo, no lo sabía, sólo llevaba un día trabajando. Kay ya casi lo había olvidado. Si todavía estuviera con Dee ya se hubieran puesto en camino, maldiciendo su suerte, pero ahora iba a tener que explicárselo al chico.

—Escucha, campeón. A las cucarachas les encanta cargarse a la gente. Consumen, infestan, infectan, arrasan y destruyen. Viven de la muerte y la decadencia, y no les importa matar para beneficiarse.

—¿Este odio tuyo hacia todas las formas de vida con pinta de insecto se debe a un problema de racismo?

—Te lo explicaré de otra manera. Imagínate una cucaracha del tamaño de un tiranosaurio rex. Esta cucaracha es más lista que tú, cuatro veces más fuerte que un buey adulto, nueve veces más malvada que el propio diablo y además nos odia. Odia el aire que respiramos, odia nuestra comida y odia nuestros edificios, y todo eso la saca de quicio. Ahora imagínatela paseando por Manhattan vestida con su flamante traje de piel de Edgar. ¿Te parece una buena pareja para salir a bailar este sábado?

—¿Gómo se va a meter una cucaracha gigante en la piel de un tipo de metro sesenta y tantos?

—Tienen maneras de hacerlo, y eso aún las saca más de quicio. Una cucaracha desquiciada es una máquina de matar esperando que venga alguien lo suficientemente idiota y la ponga en marcha.

—Vale. Así que tenemos a un bicho malo. ¿ Qué hacemos? ¿Cómo lo encontramos?

—Métete en el coche. Tenemos que volver a la ciudad.

—¿Qué te hace pensar que Edgar, o la cucaracha, o lo que sea, se dirige a la ciudad?

Kay señaló a su alrededor.

—¿Ves algo por aquí por lo que valga la pena quedarse? Irá a la ciudad. Ha venido para asesinar a alguien. Eso es lo que hacen las cucarachas.

—La ciudad es muy grande. ¿Cómo la vamos a encontrar?

—Iremos a los depósitos de cadáveres.

Rosenberg salió de un taxi enfrente de un establecimiento llamado Leshko's. Aún llevaba consigo el gato y la caja ornamentada. Le entregó al piloto del taxi cierta cantidad de dinero en moneda local y entró en el edificio. Edgar se dio cuenta de que probablemente tendría que conseguir algo de dinero de algún sitio si es que iba a quedarse más tiempo.

Edgar aparcó el camión y se bajó del mismo. Activó el sistema de alarma de la nave en la posición «desintegrar» y se dirigió al edificio.

Un examen preliminar reveló que Leshko's era un restaurante: había docenas de terrícolas sentados a la mesa, consumiendo alimentos de colores llamativos pero de un olor nauseabundo. Vio a Rosenberg acercarse a una mesa donde estaba sentado un hombre alto de mediana edad. Rosenberg dejó la caja encima de la mesa. El gato se subió de inmediato encima de la caja. El hombre alto se puso en pie y abrazó formalmente a Rosenberg.

Ajá. No era un terrícola, sino que llevaba un disfraz, igual que Rosenberg. Exactamente como había imaginado. Ya había encontrado a los embajadores, más fácil imposible. Excepto por lo de la nave, de momento todo había ido sobre ruedas.

Con esta misión iba a ganar un montón de pasta.

Rosenberg se sentó enfrente del otro hombre.

Edgar pensó rápido. Para poder confirmar sus sospechas tenía que entrar en el restaurante sin llamar la atención. Observó a los camareros. Podían moverse con libertad por el local sin que nadie se fijara en ellos. Sí.

En un abrir y cerrar de ojos se fue tranquilamente a la parte de atrás del restaurante, encontró a un camarero inhalando un humo aromático de un tubo estrecho de color blanco (un cigarrillo), lo mató y le quitó la ropa. Así pues, se puso un disfraz encima de su otro disfraz.

Edgar atravesó a toda prisa la zona de preparación de los alimentos y entró en el comedor principal.

Se aproximó a la mesa de Rosenberg. Ahora, ¿cómo confirmar la identidad de los dos sin despertar sus sospechas?

—¡Camarero! ¡Ya era hora! ¿Me toma el pedido? —le preguntó un humano de avanzada edad que estaba sentado en la mesa de al lado!

Edgar miró a su alrededor y vio a un camarero escuchando a otro cliente. Llevaba una pequeña libreta y un instrumento de escritura. Ah. Miró en el interior del bolsillo del nuevo disfraz y encontró una libreta y un instrumento de escritura similares, los cogió e hizo como si estuviera escuchando al cliente. Así tenía un pretexto para quedarse allí de pie.

—Tomaré pierogi. Y que esté bien hecho, ¿de acuerdo? La última vez que vine estaba realmente malísimo.

Edgar asintió con la cabeza, pero su atención estaba puesta en la conversación de la mesa de al lado. Gracias a su gran capacidad auditiva, no se perdía una palabra.

Los dos «hombres» hablaban en arquiliano.

—Por la paz —propuso Rosenberg.

—Por la paz —respondió el arquiliano disfrazado, pues eso es lo que era.

Levantaron los vasos llenos de líquido y tomaron un sorbo.

—Y pensar que después de tanto tiempo nos estamos reuniendo en este agujero infecto —comentó el arquiliano.

Rosenberg sonrió.

—¿La Tierra? Tampoco es un sitio tan malo una vez que te acostumbras al olor.

El arquiliano dejó su vaso sobre la mesa.

—Bueno, ¿dónde está?

—Oiga, ¿está despierto, amigo? —preguntó el cliente que estaba sentado a la mesa frente a Edgar—. ¿Hola?

Edgar centró parte de su atención en el cliente. Repitió la conversación.

—Me ha dicho pierogi. Bien hecho.

—Exacto. Y también he pedido sopa de remolacha; bien hecha también.

—Sopa de remolacha.

—La última vez que comí aquí, el borscht era penoso.

—Penoso —repitió Edgar.

—Ya que hemos esperado tanto tiempo —observó Rosenberg, aún hablando en arquiliano—, ¿por qué no comemos antes?

«No», pensó Edgar. «¡No comáis antes!» Aunque ya había oído lo suficiente como para saber que aquellos hombres eran en realidad los embajadores haitiano y arquiliano, necesitaba averiguar una cosa más.

Se escuchó un murmullo procedente de la zona de preparación de los alimentos. Por el tono de las voces, Edgar dedujo que habían encontrado el cuerpo del anterior dueño del disfraz de camarero que llevaba puesto. Lo había metido en un cubo de la basura, pero no cabía entero, y eso que lo había doblado por la mitad. La próxima vez tendría más cuidado. Los humanos parecían alterarse mucho por ese tipo de sucesos, y no cabía duda de que iban a avisar a las autoridades locales. Si bien un puñado de terrícolas débilmente armados no representaba ninguna amenaza sería para él, ya era hora de acabar el trabajo que le habían encomendado y largarse del planeta. Ya había confirmado lo que necesitaba saber.

—¿Está sordo? —preguntó el cliente—. ¡Le he dicho que quiero té!

—De acuerdo, comamos —dijo el arquiliano—. Luego volveremos a brindar por que la Tercera Galaxia vuelva a manos de los arquilianos.

—Si no cesa de parlotear le mataré —informó Edgar al cliente.

El cliente puso los ojos como platos.

Una de aquellas criaturitas ancestrales, un ser de cuerpo alargado y varios pares de patas, con una pinza en el extremo de la cola, cayó de la manga de Edgar a la mesa. Instantes después, otras varias criaturas que había salvado de morir aniquiladas a manos del terrícola Laplaga decidieron abandonar también el disfraz de Edgar, cayendo sobre la mesa. Por voluntad propia, por supuesto. Él no iba a obligarlas a quedarse.

El cliente salió a toda prisa.

Junto a él, el arquiliano y Rosenberg miraron a Edgar, quien los vio observar los insectos y arácnidos y percatarse de que él no era lo que pretendía aparentar. Bueno, se acabaron los gestos sutiles. Dejó caer la libreta y el instrumento de escritura y se encaró a los dos hombres.

—Puedes matarnos a los dos, pero no podrás impedir la paz —declaró Rosenberg.

Edgar forzó una sonrisa en el rostro del disfraz.

—Bueno, la mitad de lo que has dicho es cierto.

Extendió su aguijón y atacó con él por debajo de la mesa, inyectando un chorro de veneno a Rosenberg y al arquiliano. Ambos se derrumbaron boca abajo sobre la mesa, tras lo cual escondió el aguijón.

Se puso a registrar las ropas de las criaturas muertas. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

El ruido fue en aumento en la zona donde se servían las comidas. Un terrícola entró por la puerta de vaivén y apuntó a Edgar con su arma.

—¡Aquí está.' —gritó.

Por la misma puerta entraron más terrícolas. Dos de ellos iban armados con instrumentos cortantes.

Los embajadores muertos no llevaban nada en los saquiJlos de tela que tenían cosidos a la ropa.

¡Mierda! ¿Dónde estaba?

¡Ahí ¡La caja!

Edgar fue a coger la caja. El gato, que estaba encima, bufó y le enseñó los colmillos. No podía entretenerse, así que lo apartó de un golpe. Voló una corta distancia y fue a caer en el plato de una terrícola hembra, que se desmayó de la sorpresa.

No cabía duda de que el gato tampoco había disfrutado de su corto vuelo. Mala suerte para los dos.

Los humanos que llevaban los instrumentos cortantes se aproximaron. Algunos clientes se pusieron de pie y empezaron a gritar. Debido a que el disfraz de carne dificultaba en gran medida sus movimientos, Edgar se dio cuenta de que sería mejor marcharse que darse el gusto de exterminarlos a todos. Había matado a los dos embajadores y seguro que dentro de la caja encontraría lo que estaba buscando.

Por más que le hubiera gustado quedarse a jugar un rato, la misión era primordial.

Edgar agarró la caja con fuerza y se dirigió corriendo a la salida. Los dos terrícolas que fueron lo bastante idiotas como para intentar cortarle el paso se arrepintieron. Cargó contra ellos con tal fuerza que los hizo rodar por el suelo.

Detrás de él, el gato maullaba y bufaba.

Mientras corría en dirección al vehículo Lapla— ga, Edgar experimentó una enorme satisfacción personal. Si la misión hubiera resultado un poco más fácil, ni siquiera habría tenido que salir de su madriguera.

Desactivó la alarma de la nave, abrió la puerta del vehículo Laplaga y echó la caja en su interior. Subió a la cabina de pilotaje y arrancó el motor con la llave. Se incorporó al tráfico, saludó con el gesto universal del dedo a un piloto que le pitó, y se alejó por la carretera.

13

La doctora Laurel estaba catalogando las numerosas navajadas asestadas a la víctima de la reyerta cuando el auxiliar, acompañado de un policía uniformado, entró en la sala empujando una camilla.

Ella alzó la vista y acto seguido volvió a prestar atención a su cliente.

El cuerpo que, a juzgar por la medida de sus músculos, había pertenecido en vida a un culturista, llevaba tatuadas en el pecho las inscripciones VÍBORAS SANGRIENTAS y PERROS DE PELEA. Asimismo se observaban varios símbolos indescifrables en la misma zona, la espalda, las nalgas y los tobillos. En un brazo tenía escritos al menos ocho nombres de mujer, siete de los cuales estaban tachados por una línea que comprensiblemente había sido tatuada con posterioridad. ¿Le iría la monogamia a aquel tío?

Además, alguien había tatuado con esmero el filo de una navaja atravesando todas la oes del pecho.

Encantador.

—Un cliente más —informó el policía—. Córtele sólo un poquito de los lados y rebájele la parte de arriba, ¿vale? Creo que tiene prisa.

Laurel lo fulminó con la mirada. Todos los policías se creían muy divertidos. Y ahora aquél la trataba de barbero.

—Una noche cargadita, ¿eh? —insistió el tipo, sonriendo.

—Cuénteme —dijo la doctora. Se giró hacia él-•. ¿Otro tiroteo desde un coche?

—No. A éste lo pillaron en un restaurante ruso. Y tengo a un par más en el pasillo a quienes les tocó en el mismo local.

—Fantástico. Ahora sólo me falta un accidente de tren o una boda italiana. Colóquelo junto a la pared —ordenó al camillero—. ¡Hola! —exclamó saludando al recién llegado—. ¿ Qué le pasa al gato?

El animal se sentó a los pies de la camilla, mirando fijamente al auxiliar y al policía de la forma en que sólo un ejemplar de esta especie es capaz de hacerlo.

—Al parecer pertenecía a la víctima —afirmó el agente—. Lo encontramos en el restaurante. Necesito que firme el informe.

Le alcanzó el portafolios a Laurel.

—Si alguna vez se me ocurre la brillante idea de ir a cenar donde murió este tío le ruego que me refresque la memoria. —Rubricó su nombre en el informe—. ¿Qué piensa hacer con el gato?

—Yo no pienso hacer nada. A partir de ahora ya es problema suyo.

—¡Oiga!

—Acaba de firmar. Déle algún higadillo o un par de riñoncitos. Seguramente tendrá usted algo por ahí que le sobre. Hasta la vista, señorita.

El policía y el ordenanza abandonaron la sala. Al cabo de un momento, entró de nuevo de auxiliar. Traía consigo dos camillas. Con la mano derecha empujaba una de ellas y con la izquierda arrastraba la otra.

—¿Haciendo otra vez muestra de tus habilidades, Tom?

—Sí, mami.

Laurel se dirigió hacia los recién llegados fiambres y les echó un vistazo.

El gato arqueó su cuerpo y rozó su pierna. Ella le acarició.

—Tienes un mal día, ¿verdad, gatito? Yo también. Pero anímate, el de éste es mucho peor.

Saludó al cadáver.

Cogió al gato y lo puso encima de una bandeja quirúrgica. Luego emplazó la camilla debajo de la luz.

—Bien. Vamos a echar un vistazo a tu último dueño, ¿de acuerdo?

El cadáver presentaba un color azulado y tenía espuma en las comisuras de los labios.

Los ojos y los dedos estaban inchados.

—¿Veneno? ¿Cuál era el nombre del restaurante, gatito?

Deslizó hacia abajo la sábana blanca que lo cubría. Al ver el cuerpo desnudo frunció el ceño.

En la pierna izquierda, a la altura de la ingle, podía apreciarse una importante tumefacción. La carne era de un color púrpura intenso, el cual rodeaba lo que, a primera vista, tenía toda la apariencia de ser una punción con jeringuilla hipodérmica de gran tamaño. Tenía el aspecto de picadura de aguijón de avispa gigante. Nada más y nada menos. O de serpiente perteneciente a una especie con un solo colmillo.

Bien. Resultaba interesante. El segundo cadáver, el de un hombre más corpulento y de menos edad, también presentaba una marca. En aquel caso estaba situada un poco más arriba. Vaya, vaya.

El primer cadáver podía esperar, no cabía duda sobre qué lo había matado. Aquellos dos eran mucho más intrigantes.

—¿Podrías colocar a éste encima de la mesa, Tom? —le pidió al auxiliar indicándole con la cabeza el hombre más corpulento.

—Creía que no podías alterar el orden —respondió el camillero.

—No he oído que los otros se quejaran. El chico se rió. Trasladó el cuerpo a la mesa de examen y después se fue.

Laurel se cambió la bata que llevaba puesta por otra limpia, enfundó cada una de sus manos con un par de guantes y se colocó de nuevo la máscara. Seguidamente, accionó la grabadora.

—El sujeto es un varón blanco de musculatura desarrollada, bien alimentado. —Consultó entre todo el papeleo que le había dejado el policía—. Según los informes, de aproximadamente unos cincuenta y dos años de edad.

A continuación, midió y describió la altura del individuo, el pelo, los ojos y las características generales, así como la herida de punción en la pierna.

No tardó mucho tiempo en descubrir que lo que estaba tumbado en la mesa no era exactamente lo que parecía.

No era como ninguno de los seres humanos a los que había practicado una autopsia durante todos sus años de carrera profesional.

Laurel siguió con su trabajo, cada vez más consternada. Intentaba mantener la voz serena para la grabación, pero le resultaba difícil.

—... temperatura oral aproximada de 3,5° C en el momento de la autopsia. El examinador ha intentado verificar su lectura rectal y ha podido comprobar que..., hummm..., bueno..., es decir... que no tiene recto. No se observa la existencia de orificio anal aparente, lo cual únicamente puede describirse como..., hummm...

—¿ Extraño? —oyó una voz a sus espaldas. Laurel se asustó. Al girarse vio a dos hombres, de pie

en la puerta, vestidos con unos feos trajes negros. Uno era de raza blanca, de unos cincuenta y tantos años, el otro, joven y negro.

—Disculpen, ¿ qué están haciendo aquí?

El mayor se acercó y mostró a la doctora una tarjeta de identificación.

—Soy el doctor Leo Menville del Ministerio de Sanidad. Él es mi adjunto, el doctor White.

Laurel miró la tarjeta. En ella constaba el nombre del tipo y su foto. Al pie del retrato figuraba la inscripción INVESTIGADOR ESPECIAL. Parecía auténtica. Además, para llegar hasta ahí ya habían tenido que obtener la autorización de Larry y Tom, por lo que no debía de tratarse de unos impostores.

Ella asintió con la cabeza. Miró el reloj que colgaba en la pared por encima de la mesa. ¡Dios mío, eran las tres de la madrugada!

—Ustedes no deben de llevar una vida muy hogareña, ¿verdad, muchachos? ¿Cómo se han enterado tan rápidamente de que habían ingresado a este par aquí?

—Forma parte de nuestro trabajo —afirmó Menville—. ¿Por qué no nos informa sobre los detalles, doctora?

Laurel hizo un ademán de desconocimiento con la cabeza.

—Me encantaría. Tengo entendido que los tres fueron asesinados en un restaurante ruso. Uno de ellos, el camarero, presenta un aspecto bastante normal, a excepción de la columna vertebral rota.

Los otros dos, bueno, no sé muy bien cómo describirlo. Echen un vistazo ustedes mismos. —Menville avanzó hacia el primer cadáver, el del hombre más corpulento—. Es la primera vez que veo un esqueleto de semejante estructura.

—¿Qué fue lo que le mató?

—Debo esperar los resultados de las pruebas para conocer el nivel de toxinas en sangre, pero en primera instancia diría que fue envenenado. Podemos observar una punción, justamente aquí. —Señaló la herida.

—¿Se encuentran las mismas características en el otro?

—Aparentemente sí. Estaba a punto de empezar con él. Acabo de practicar la incisión.

—¿Por qué no prosigue? El doctor White la ayudará, si no le importa. Yo me entretendré un ratito con el otro.

Laurel asintió. Era tarde, estaba cansada, pero aquello era lo bastante sorprendente como para continuar. Aceptó la ayuda de buen grado porque, desde luego, no sabía qué hacer con aquel par.

Había elegido aquella especialidad porque nunca le había gustado la idea de que se le pudiera morir un paciente en sus manos. Y no es posible hacer mucho daño a un tipo que ya está muerto. Desde que se había iniciado en la profesión había visto cosas bastante sorprendentes, pero ninguna comparada con aquélla. Ninguna.

—La bata y los guantes están ahí —le indicó al joven doctor. Era mono. Tenía unos ojos bonitos. De alguna forma le resultaba... familiar.

Cuando el «doctor White» estuvo listo para empezar, Laurel le condujo hasta el cadáver del hombre de más edad.

—Acabo de empezar con la laparatomía y ya me he percatado de un montón de anomalías. Eche un vistazo a esto.

El doctor White parecía un poco reticente a participar en la laparatomía. Ella esbozó una pequeña sonrisa, casi para sus adentros. Probablemente, el muchacho no había hurgado en un cadáver desde que dejó la facultad, e incluso era posible que se hubiera especializado en epidemiología. Un machacón de números, todo estadística. Lo entendió. La gente cree que si eres médico lo sabes todo sobre medicina y eso no es demasiado inteligente. Al fin y al cabo, ése es el motivo por el cual existen tantas especialidades. ¿Acaso a alguien le gustaría que le tratara un dermatólogo si tuviera un problema de neurocirugía? Ni tan sólo podía recordar la cantidad de veces que, estando en una fiesta, alguien se le había acercado para pedirle consejo médico gratuito. Por lo general, cuando explicaba que era forense, les cerraba el pico de inmediato. Pero no siempre. Un médico de cabecera es un médico de cabecera, ¿vale?

Sí. Claro.

—Venga, a por él, doctor. Estoy prácticamente convencida de que no le importará.

El joven médico introdujo la mano dentro de la cavidad abdominal.

—¿Qué estoy buscando?

Indudablemente escrupuloso, aquel tipo. Pero guapetón.

—¿Percibe algo extraño en el estómago, el hígado, los pulmones...?

—Nada. Todo correcto.

Joder! ¿Cuánto tiempo hacía que se había licenciado? Era joven, no podía haber terminado la carrera mucho después que ella.

—No están, doctor.

—Eso ya lo sé. Me refiero a que no hay ningún trocito de ninguno de ellos... Es decir, que están intactos estén donde estén.

—¿Nos habíamos visto antes? Sus ojos me resultan familiares —se interesó Laurel.

—¡Qué gracia! Yo estaba a punto de preguntarle lo mismo. Lo tenía en la punta de la lengua.

Le sonaba, pero no recordaba nada en concreto sobre él. No lo hubiera olvidado, de eso estaba segura.

—¿Quiere saber lo que pienso? —le preguntó, acercándosele—. No quisiera asustar a su superior ni nada por el estilo, ya se le ve suficientemente estresado, pero yo no creo en absoluto que esto sea un cuerpo humano.

—¿De verdad?

—No. Yo creo que esto es una especie de... no sé, una especie de... sistema de transporte. Un tipo de... coche orgánico o algo así. La pregunta es: ¿qué debe de transportar?, y... ¿dónde está ubicado, sea lo que fuere? —Él tragó saliva—. Hace tiempo que no practica una autopsia, ¿no es cierto?

—Hummm, sí. Hace cierto tiempo. No recibimos muchos cadáveres en la oficina, ¿sabe? El doctor Menville carraspeó. —Jay, ¿ tienes un momento? El chico retiró tan rápidamente sus manos del interior del cadáver que se hubiera dicho que habían sido propulsadas por dos muelles. —Ahora mismo voy.

Laurel sonrió y prosiguió su exploración de «lo que fuera». Aquello prometía un buen artículo para la Revista de la Asociación Médica Norteamericana o bien la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra.

—¿ Qué opinas? —preguntó Kay. A Jay no le costó mucho trabajo responder aquella pregunta.

—Muy interesante. Tipo Expediente X.

—Me refiero al cuerpo.

—Un ejemplar estupendo, por lo que veo.

—Al cadáver.-Kay suspiró.

—¡Ah, era eso! No tengo la menor idea.

—Eso es una verdad como un templo. Mantenla ocupada durante un par de minutos, anda. E intenta no parecer demasiado idiota.

- Moi? ¡Estás de guasa! ¡Ay, coño!

—No, no lo estoy. Y no me llamo coño.

—Hala, tío. ¡Fuera, fuera!

—¡Doctor White!

—¡Joder, macho! —continuó Jay—. No puedo creer que hayas hecho una bromita tan prehistórica. Eso es más viejo que Matusalén, tío.

—¡Doctor White!

—Si esperas el tiempo suficiente también vuelven a ponerse de moda las corbatas anchas.

—¡Fíjate!

—¡ ¡Doctor White!!

Jay dio media vuelta y miró a la chica.

—Ahora va usted. Su turno, torero.

—¡Ah, sí! Lo olvidaba. —Se apresuró hacia Laurel—. Perdón. Mi jefe estaba tomándome el pelo un rato.

—Mire esto.

Jay bajó la cabeza.

Había algo alrededor de la base de la oreja de aquel fiambre que ofrecía un aspecto similar al de los puntos de cirugía. Alargó la mano para tocarlo. Y, de repente, tuvo una inspiración. La hizo girar como si se tratara del sintonizador de una radio de coche.

La oreja se separó de la cabeza cual pestillo.

—¡Hostia! —dijo Laurel.

—La he oído.

El muchacho estiró la oreja un poco más. De repente, la cara entera de Rosenberg... se levantó.

Se despegó completamente, emitiendo un sonido mecánico. Seguidamente se desplazó hacia un lado como si fuera una máscara, dejando la cavidad del cráneo al descubierto.

En medio había..., bueno... había... ¡un hombrecillo verde sentado!

Ja y soltó una palabrota que normalmente no solía emplear en presencia de una mujer.

El tipo verde estaba sentado en una silla acolchada que se encontraba dentro de una sala de control repleta de monitores y algo parecido a ordenadores en miniatura. Era evidente que el colega se encontraba mal. Respiraba con dificultad, jadeaba. Hizo unos gestos con los brazos y las manos para indicar a Jay y Laurel que se inclinaran hacia él.

Asilo hicieron.

—Yo deber, deber, evitar... —intentó explicar aquella especie de enano de color esmeralda. Su voz fue desvaneciéndose. Parecía estar buscando la palabra adecuada—. ¿Duelo? ¡No, no! ¡Palabra para expresar competición mortal!

—¿Lucha?-propuso Jay.

—¿Guerra? —intervino Laurel. El hombrecillo verde asintió con la cabeza. —¡Sss... sss... sí! ¡Evitar guerra! ¡Vosotros... vosotros deber, galaxia...! Se quedó sin aliento.

—¿ Qué le pasa a la galaxia? —preguntó Jay. —Galaxia. Ci... ci... ci... de Orion.

—De Orion ¿qué? ¿Cigarro? ¿Cine? ¿Cin— turón?

—¡Sí! ¡Ci... ci... cinturón! ¡Aaa!

Aquel diminuto hombre verde se desplomó.

Jay miró a Laurel.

—Creo que está muerto —afirmó Laurel.

—¿Evitar guerra? ¿La galaxia del cinturón de Orion? ¿Qué significa eso? —dijo Jay.

—¿A quién diablos le importa? —respondió ella—. ¿Acaso no lo ves? ¡Es un alienígena! ¡Aquí, justamente aquí, en mi sala de autopsias! ¡Un hombrecillo verde!

—Un hombrecillo verde... ¡muerto! —exclamó Jay—. ¡Kay! ¡Quiero decir, hummm..., doctor... hummm..., hummm..., lo que sea! ¡Venga!

Laurel se apoyó contra la pared y se quedó mirando fijamente a Jay.

—¿Doctor «Loquesea»? ¿Acaso no es capaz de recordar el nombre de su superior? ¡No pertenecen al Ministerio de Sanidad! ¿Se puede saber quiénes son ustedes? ¿Qué diablos está pasando aquí? —Le dio aire con la mano al tío verde.

Kay se acercó y miró al fiambre. Bien, fiambres, en plural, para ser más exactos. O un fiambre en un coche que se ha quedado sin batería. Realmente, en conjunto, demasiado raro.

—Rosenberg —dijo Kay—. ¡Qué lástima! Era uno de los que me gustaban de verdad. Un príncipe baltiano supuestamente exiliado, pero apuesto a que esto no era más que su tapadera. Seguramente estaba realizando alguna labor de embajador por su cuenta.

—¡Era un alienígena! ¡Y ustedes pertenecen a la agencia secreta gubernamental! —exclamó Laurel.

La ignoraron.

—Dijo algo así como «evitar guerra, la galaxia está en el cinturón de Orion» —intervino Jay.

—¡Alienígenas! ¡Aquí, en la Tierra! ¡Esto explicaría muchas cosas sobre Nueva York! ¡Los taxis!

—Mira eso-le dijo Kay a su colega, señalando hacia el suelo.

Jay agachó la cabeza. Más que ver, sintió el destello detrás de él.

—¿Existe una galaxia en el cinturón de Orion? —preguntó Kay—. Eso no tiene ningún sentido. Orión está en nuestra galaxia.

—Eso es lo que dijo ese tipo, el haitiano, quien sea. Pregúntale a ella.-Jay dio media vuelta. Laurel tenía la mirada perdida. Uy, uy, uy.

—¿ Qué has hecho? —preguntó Jay.

—¡Eh! Buenas, quienesquiera que sean. Tendré que ver las tarjetas de identificación si van a quedarse por aquí, ¿de acuerdo?

—Claro, preciosa, aquí tiene. Jay, mira hacia

allí.

Jay apartó la vista. Brilló un destello. —Maldita sea, Kay...

El tipo, con las gafas de sol puestas —¿cuándo se las había colocado?—, programó a Laurel.

—Hoy ha sido un día normal y corriente. Demasiada cafeína, demasiado poco descanso... Nada fuera de lo común con relación a los fiambres que ha examinado, incluyendo los tres del restaurante ruso. Todos murieron de un disparo. Envíelos a la fosa común y registre que se ha seguido el procedimiento habitual. Olvide que nos ha visto y todo lo que hemos dicho o que estamos a punto de decir. Borre toda la información relativa a los próximos cinco minutos.

—Ese trasto me pone nervioso. Es posible que provoque cáncer de cerebro o algo por el estilo —se quejó Jay.

—Hasta el momento no le ha causado ningún daño.

—¿Hasta el momento? ¿Cuántas veces le has aplicado esa historia resplandeciente a esta pobre mujer?

—Un par. Puede que algunas más.

—¿No te preocupa que pueda causar daños mentales a largo plazo?

—Bueno. Un poco. Pero ¿qué podemos hacer nosotros?

—'Eres un hijo de puta sin escrúpulos. ¿Cómo has llegado a convertirte en lo que eres?

—Me reclutaron en este trabajo. Vamos, es hora de marcharnos.

Laurel se quedó de pie, todavía atontada.

—¿Qué hacemos con ella?

—Estará bien. Vámonos.

De repente, Jay tuvo una sospecha.

—Tú nunca has efectuado ninguno de esos destellos sobre mí, ¿verdad?

—¿Porqué piensas eso? Ahora eres uno de nosotros.

Jay negó con la cabeza.

Fuera del depósito, Kay condujo a Jay hasta el coche.

—¿Me dejas que me encargue yo de este aparato durante un rato?

—Me parece que no, colega.

—¿Acaso no te fías de mí?

—En una palabra: no.

—Eso me afecta, Kay. Sinceramente. Ahora soy uno de nosotros, ¿te acuerdas?

—Sí, ya. Bueno, yo soy más nosotros que tú. Tal vez cuando seas más mayor. —Kay sonrió. Realmente aquel tío le gustaba. Iba a resultar bien, una vez que hubiera adquirido un poco más de experiencia.

El vehículo de operaciones de los Hombres de Negro avanzó hasta ellos y de él descendieron cuatro agentes.

Kay les puso al corriente de la situación.

—Tenemos dos alienígenas muertos ahí dentro que deben desaparecer y una adjunta de forense que posiblemente precise algún retoque. Sed amables con la chica. A Jay le hace tilín.

Jay le miró con desprecio.

Los cuatro agentes de los Hombres de Negro se rieron irónicamente al unísono.

—Vamos, Jay. Todavía quedan sitios adonde ir y alienígenas que atrapar.

—Eres frío, Kay. Eres un tipo frío.

—Como una bañera de nitrógeno líquido en el Polo Sur, tronco —dijo Kay—. Si lo que buscas es cariño y mimos es mejor que vuelvas al cuerpo de policía y sigas cazando macarras y drogatas. Si quieres trabajar en esto no puedes implicarte en la vida de la gente. Te pone las cosas más difíciles.

14

Era de noche, hacia primera hora de la madrugada, en un lugar llamado Nueva York. En muy poco tiempo, el Sol empezaría a despuntar por el horizonte y comenzaría el ciclo de un nuevo día.

Había pocos transeúntes humanos por las aceras, pero difícilmente se hubiera podido calificar la calle de desierta. La luz de las farolas, de los edificios y de los rótulos de los comercios se imponía sobre la oscuridad, convirtiendo la ciudad en un lugar todavía más luminoso que muchos días juntos de los mundos en los que él había estado.

Los humanos temían la noche, lo cual hacía razonable el aspecto de aquel punto del planeta.

No es que sintiera la necesidad de reflexionar sobre cuestiones filosóficas. No. Edgar, sentado en el interior de Laplaga, estaba algo más que un tanto enfadado.

La caja que había cogido del haitiano muerto no era precisamente la construcción de fibra vegetal que aparentaba. Bajo la madera, el maldito haitiano había escondido un cubo hecho de duraco— nium. Aquel metal denso y duro había resistido todos los intentos de Edgar por abrirlo.

Gruñó y golpeó la caja con el puño del disfraz. El recubrimiento de madera iba agrietándose cada vez más, pero el duraconium permanecía intacto. ¡Maldita sea! ¡Así todos los haitianos se pudrieran en el Desierto Eterno!

No podía seguir tratando el disfraz de aquel modo. Era lo bastante frágil como para romperse y, en ese caso, debería conseguir uno nuevo, probabilidad que consideraba extremadamente desagradable.

Revolvió por todas partes y encontró un instrumento metálico en la guantera del salpicadero del vehículo. Aquel objeto constaba de un mango de plástico amarillo del que salía una barrita de metal con el extremo aplastado. Un destornillador. Utilizó aquel aparato para intentar abrir la caja ha— ciendo palanca.

Golpeó el mango de plástico del destornillador. ¿Cuál era la forma de emplear aquel objeto? Demasiado duro para su mano carnosa. La barra de metal chirrió pero sólo consiguió abrir ligeramente la caja.

Edgar maldijo en su lengua materna, mandando la caja, los haitianos, la vida y el universo a la maldición eterna en la más profunda de las Diecisiete Ciénagas Secas de debajo del Desierto Eterno.

Golpeó la caja contra la puerta de Laplaga en repetidas ocasiones, gritando de ira.

Los pocos peatones que transitaban por la acera miraban el vehículo pero ninguno de ellos se atrevía a acercarse en exceso. Por fortuna no lo hicieron. En aquel estado, Edgar hubiera degollado a un batallón. Eso, por lo menos. Incluso más. ¡Estúpidos humanos gilipollas!

Un golpe final contra la puerta reportó un ligero resultado. Se abrió un poco una esquina de la caja del interior.

¡Perfecto!

Agarró el destornillador y lo introdujo, haciendo fuerza, por entre el estrecho espacio que había quedado libre. Con gran esfuerzo, incluso para él, se las apañó para que, haciendo palanca, cediera hasta la última de las cerraduras.

La tapa se abrió de golpe.

—¡Por fin! ¡Ya te tengo! —exclamó Edgar.

En su interior, la caja estaba repleta de relucientes piedras talladas que lanzaban destellos desde distintos ángulos en función del lugar desde donde les alcanzara la luz. Algunas de ellas eran verdes, otras rojas, y también las había transparentes. Joyas decorativas, objetos brillantes por los cuales los seres humanos sentían tanto afecto que incluso tenían tiendas enteras dedicadas a su compra y venta. Edgar se había percatado de ello. Chucherías ofrecidas principalmente a las mujeres en el caso de pretender favorecer los rituales destinados a la propagación de la especie, según lo que él mismo había estado observando.

Aquella caja no contenía nada más. Edgar estalló de ira. La ventana contra la que había estado golpeando se rompió en mil pedazos a causa del tremendo tono agudo de su voz enojada.

—¡ Noooooooooo! ¡Mierda, mierda! ¡Maldita sea, hostia! ¡Ahí no estaba!

Aquello suponía un problema. Un grave problema. Aunque, habiendo ido todo tan bien hasta entonces, tendría que haber imaginado que algo iba a suceder. Siempre había ocurrido así, nunca había tenido las cosas fáciles.

¿Por qué su vida era más dura que la de cualquier otro ser? ¡No era justo!

Cuando Jay y Kay volvieron al centro de operaciones eran alrededor de las cinco de la mañana. Por lo que Jay recordaba, allí estaban todavía los mismos individuos que había visto el día anterior cuando se marchó. La base funcionaba a pleno rendimiento.

La gran pantalla de televisión, o lo qué fuera, mostraba una constelación de estrellas entre las cuales se observaba una que Jay pudo reconocer: Orion.

Se lo comentó a su colega.

—¿Un chico de ciudad como tú puede distinguir eso?

—Ten en cuenta que fui muchas veces de campamento, en Pensilvania.

Zed se dirigió hacia la pantalla y miró con atención la vista que ofrecía.

—¿Es que aquí nadie considera necesario dormir? —preguntó Jay.

—Las gemelas nos mantienen en la hora de Centauro —explicó Zed, señalándolas con la cabeza—. Treinta y siete horas por día. Descartando los momentos psicóticos ocasionales, terminas por acostumbrarte.

—Eso lo explica todo —respondió Jay.

Zed sacó un señalador láser y apoyó la pequeña punta roja en la pantalla.

—Orion, el grupo de estrellas prácticamente más brillante de los cielos del Norte —dijo—. Y aquí tenemos el cinturón de Orion.-Lo delimitó arrastrando el señalador por la pantalla.

—De modo que eso es de lo que hablaba el hombrecillo verde. La galaxia del cinturón de Orión.

Zed negó con la cabeza.

—No existen galaxias en el cinturón de Orión. Solamente se encuentran estas tres estrellas, y en realidad no están alineadas de la forma que parece al ser observadas desde la Tierra. Las galaxias se componen de billones de estrellas.

—Desconectó el láser— Te lo han contado mal.

—Tu me quieres, ¿eh? Bueno, lo comprendo. No te lo tendré en cuenta. —Jay sonrió.

Zed frunció el ceño.

—Puede que sea el nuevo y que no tenga idea de nada, pero te aseguro que tengo el sentido del oído en perfectas condiciones. Eso es exactamente lo que dijo, y justamente lo que oí. De hecho, tenía un testigo pero «el nevera» se encargó de anularle el cerebro.

Jay se giró para ver si Kay lo había cogido, pero su colega no estaba ahí. ¡Ah! Ya lo veía. Al otro lado, sentado delante de un pequeño monitor. ¡Hostia! Incluso se había aflojado el nudo de la corbata.

—Nos vemos, chicos —dijo Jay.

Se dirigió hacia Kay. Asomó la cabeza por encima del hombro de su compañero.

El monitor mostraba un mapa de América del Norte que iba reduciéndose gradualmente hasta centrarse en el estado de Arizona. Una vez ahí, localizó concretamente una ciudad, después una manzana y luego el patio trasero de la casa de alguien.

—A eso lo llamo yo unas buenas lentes —comentó Jay.

Kay le ignoró. En la pantalla apareció el mensaje sujeto localizado.

El zoom enfocó a una mujer de mediana edad. Pudo leerse algo más:

sujeto: elizabeth ann reston.

ubicación actual;

domicilio

dirección: 553 fairfield avenue / tempe / arizona usa

Jay miró a la mujer.

—Atractiva, teniendo en cuenta su edad.

Era difícil interpretar la expresión del rostro de Kay, pero era evidente que significaba algo. Quizás... ¿anhelo?

Jay tuvo una corazonada. En realidad, no fue más que una simple intuición pero estaba seguro de haber acertado.

—¡Vaya! —exclamó.

Kay se lo quedó mirando.

—Es ella, ¿verdad? La chica que nunca llegó a recibir las flores de parte de aquel chaval. El que vi en las fotos. Tú. Y después de tantos años ¿todavía le sigues el rastro?

El tipo no respondió.

—Debió de significar mucho para ti. ¿Se ha casado?

—No —contestó Kay. La pena reflejada en su voz fue la emoción más fuerte que había demostrado desde que se conocieron.

¡Mira por dónde! El tío no era tan frío como aparentaba. Posiblemente le había afectado el tema de la doctora. A lo mejor sólo fingía una fachada. Diablos, todos sabían que Spock tenía sentimientos humanos, por mucho que intentara negarlo. ¡Joder!

Kay alargó el brazo para apretar uno de los controles. La pantalla se nubló.

SUJETO PERDIDO

Kay se repantigó contra el respaldo de la silla.

«¡Madre mía! —pensó Jay—. ¿Así es como voy a estar yo dentro de treinta años?»

—Bueno, es mejor querer y después perder... —le dijo.

Kay dio media vuelta y le clavó una mirada de ira. Jay se calló. Vale. Aquél no era el momento indicado para sacar a colación aquel tema. Si las miradas mataran él hubiera quedado reducido a una mera chispita de ceniza en el suelo. Otra vez sería. Ya iban a poder hablar sobre ello más adelante, cuando se conocieran mejor. Quizás al cabo de diez o quince años.

—Kay. Ven aquí-interrumpió Zed. Había vuelto a recuperar la pantalla de alienígenas residentes. Jay y Kay se acercaron hasta su superior. Las listas parpadeaban. Algunas desaparecieron.

—Se marchan —intervino Kay. Su voz denotaba temor.

—Solamente en la última hora doce despegues —continuó Zed—. Redgick, su esposa y el bebé estaban a punto de partir.

—¿Cómo es que se van? —preguntó Jay—. ¿Qué saben ellos que no sepamos nosotros?

Kay le lanzó una mirada y luego se volvió de nuevo hacia la pantalla.

—¿Cómo pueden intuir las ratas que un barco se está hundiendo? —dijo—. Cambien di satélite cuatro. Obtengan una vista de Manhattan a cuarenta aumentos, por favor —solicitó a las gemelas.

La pantalla mostró un punto de luz brillante situado en la Costa Este que representaba la ciudad de Nueva York.

—Pónganse a cuatrocientos.

La imagen se amplió hasta ofrecer una vista de la Tierra desde el espacio.

—A cuatro mil. Bien. Denme un piano general.

La imagen se transformó en una vista más amplia del planeta. Desde aquella distancia parecía una bola azul del tamaño de una canica colgando en medio del universo. Un punto diminuto se desplazó velozmente a un lado de la pantalla. Debajo de él pudieron leerse las palabras NIVEL CUATRO. La imagen cambió, centrándose exclusivamente en aquel punto parpadeante.

—¡Mierda! —exclamó Kay—. ¿A qué hora ha llegado esto?

Zed negó con la cabeza.

—¿No estaba aquí en la exploración de la mañana?

—¿Cómo? —dijo Jay—. ¿Qué decís?

—Es una nave de guerra arquiliana —respondió Kay.

—Y acabamos de dar con un príncipe arquiliano muerto —añadió Zed.

Se oyó un sonido estridente a través de los altavoces situados a ambos lados de la pantalla.

—La nave de guerra intenta transmitirnos un mensaje —informó una de las gemelas. Al menos eso fue lo que Jay entendió.

—Páselo por el traductor-ordenó Zed. Miró a Kay—. Hemos tenido algunos problemas con el traductor.

—Parecen enfadados-observó Jay.

—Lo están —aclaró Kay—. Si no lo estuvieran no se encontrarían aquí.

Zed se volvió hacia Kay.

—Será mejor que vayáis a la tienda de Rosen— berg y veáis qué información podéis obtener. Id bien armados. Esa cucaracha no puede estar pensando en nada bueno, sea lo que fuere. No me gusta en absoluto ver esa nave ahí arriba.

—Nadie va a comentar si esto les da mal rollo, ¿verdad? —dijo Jay.

—Cierra el pico —dijo Zed—. Id.

Kay asintió con la cabeza. Condujo a Jay hasta el vestíbulo donde se encontraba la casilla del equipo. La abrió apoyando su manó sobre ella y de su interior sacó una pistola de aspecto extraño. A— quel chisme tan raro tenía una especie de pequeño bidón transparente en la parte inferior. Dentro de éste, algo parecido a un gas de diferentes tonalidades iba dando vueltas de arriba abajo. Se trataba de una pieza impresionante.

—Bonito juguete —opinó Jay—. ¿Qué es?

—Un desatomizador de la Serie Cuatro. —Luego sacó una pistolera, la introdujo a través de su cinturón y dejó caer en ella la pistola. Volvió a rebuscar dentro de la casilla hasta sacar otra arma. Aquélla era tan pequeña que podía ocultarse con una mano.

—Mira. A esto le llamamos Mosquito Zumbón —explicó Kay.

Jay la observó. Era parecida a un revólver de juguete. De un niño pequeño, claro.

—¿Tú te quedas con un desatomizador de Serie Cuatro y yo con un Mosquito Zumbón? ¡Vamos, hombre!

Kay hizo caso omiso del comentario de su compañero.

Al abandonar el centro de operaciones, pasaron de nuevo por delante de la gran pantalla. En aquel momento mostraba una toma más cercana de la nave de guerra «comosellame». De aquel trasto salían un montón de cañones. Se estaban desplazando, todos alineados, e iban en la misma dirección.

—¿Son armas? —preguntó Jay.

—Eso es.

—¿Y están apuntando a algo en concreto?

—Sí, señor.

—¿ Quiero saber a qué? —La verdad es que no.

Una vez en el exterior, de camino hacia el coche, Jay pensó que sería una buena idea suavizar un poco la situación.

—Oye, Kay. Cuando dijiste que nosotros no podemos encariñarnos con las cosas, no te referías a que no podamos coger ni el más mínimo afecto a nada, ¿verdad? Bueno, no sé si ves por dónde voy. Si nunca voy a poder ser un poco inconformista y tener un amigo que venga a visitarme, es probable que tenga que renegociar mi contrato, ¿sabes? Kay se esforzó por esbozar una pequeña sonrisa. Miró hacia el cielo, que ya empezaba a adquirir las diversas tonalidades del amanecer.

—¿Aquella nave dispone de mucho armamento?

—El suficiente para reducir la Tierra a un montón de cenizas ardientes en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Dios mío! Pero no nos dispararían, ¿verdad?

—Quizá no. Sin embargo, a los arquilianos les ofende mucho que asesinen a uno de los suyos. Y no tienen a los humanos en muy buen concepto. A no ser que atrapemos inmediatamente al bicho que mató a su compatriota, te aconsejo que no empieces la lectura de ningún mamotreto.

—¡Hostia!-dijo Jay.

—Amén.

15

Edgar llegó a la zona de la joyería desde la que había estado siguiendo a Rosenberg. Al lado de la acera no había aparcamientos libres donde dejar Laplaga, de modo que lo estacionó junto a un automóvil que ocupaba una de las plazas y paró el motor. En el caso de que el conductor de aquel vehículo quisiera salir antes de que Edgar hubiera finalizado su tarea, pues mala suerte; debería esperar.

Había muchos otros vehículos aparcados en doble fila y no parecía que ninguno estuviera molestando a nadie.

Edgar se encaminó hacia la tienda. Rompió la luna del escaparate, metió la mano y abrió los diversos mecanismos de cierre que aseguraban la puerta. Se introdujo en el interior del local.

Se disparó una alarma estridente. Sin prestar la menor atención, se dispuso a buscar.

Había joyas por todas partes, relojes ornamentados y brillantes pulseras de metales preciosos. ¿Hasta qué punto llegaban a ser salvajes aquellas criaturas para sentir la necesidad de cubrirse de aquella basura decorativa?

Rompió los mostradores y arrastró con fuerza las joyas a un lado, buscando.

¡No había nada! ¡Ahí no había nada!

Desató su ira, arrasó con todo lo que encontró. Arrancó cuadros de las paredes. Eran imágenes planas, no holográficas, de diversos sujetos. Las estrelló contra todo lo que tuvo a su alcance.

Después de haber roto tres o cuatro retratos se detuvo. Tenía uno en sus manos en el que podía verse a la pequeña criatura que había traído Rosen— berg. Edgar miró a su alrededor. Varias de aquellas imágenes eran de esa criatura... el gato.

Vaya, vaya. Obviamente, aquel animal significaba algo importante para ese extraterrestre disfrazado.

Se oyó un agudo pitido que provenía de la calle, un tono tan alto como para penetrar en la conciencia de Edgar, incluso más que la estridente alarma del recinto comercial. Echó un vistazo hacia fuera.

Delante de Laplaga acababa de estacionar un gran vehículo. El conductor había bajado y estaba enganchando su coche a lo que parecía ser un dispositivo remolcador. Edgar frunció el entrecejo. Sería mejor salir y hablar con el tipo.

Una vez fuera, Edgar se aproximó al humano.

—¿ Qué cree usted que está haciendo?

—En esta zona no se puede estacionar en doble fila, amigo. Recójalo en el depósito situado entre las calles Veintiuno y Pier.

—No puede llevarse ese coche. Lo necesito.

—La vida es dura.

Edgar miró a su alrededor. Había unos cuantos humanos, no obstante la mayoría no le dieron importancia a los cristales rotos, a La escandalosa alarma ni a la escena entre el tío de la grúa y Edgar. Posiblemente no era una buena idea arrancarle las extremidades a ese humano y llamar la atención que quería evitar. Era preciso ser más sutil.

Edgar empezó a andar hacia su vehículo, abrió la puerta y cogió el arma que el verdadero Edgar había intentado usar contra él inmediatamente después de su aterrizaje.

Se encaminó nuevamente hacia el lugar donde el humano seguía enganchando ios dos vehículos. Alzó el arma y se la enseñó al conductor de la grúa, moviéndola un par de veces de derecha a izquierda.

—¿Ha visto lo que tengo?

—No está mal. ¿Es de calibre doce? Yo tengo algo mejor dentro de la cabina, colega.

Continuó amarrando el cable, haciendo caso omiso de la amenaza de muerte inminente.

¿Acaso los humanos eran estúpidos, o qué? ¿Es que aquella criatura de mente retrasada no podía comprender que estaba en peligro? ¿O es que no le importaba?

En el LTD, Jay había tenido la prudencia de abrocharse el cinturón antes de que Kay pusiera el motor en marcha.

Se sintió aliviado al circular por las calles de Manhattan a paso de tortuga, entre atasco y atasco. Aquélla era una ciudad espantosa, hecha a medida para estropear un coche, incluso una reliquia antediluviana fabricada en Detroit como ésa, con averías cada dos por tres.

—¿ Te digo algo? Debo admitir que aquella forense me gustó bastante.

Kay lo miró con el rabillo del ojo.

—No lo jures, me di bastante cuenta —le respondió irónicamente.

—El rollo es que, al lanzarle los destellos, se olvidó de todo lo relativo a mí.

—Mejor para ti. Nunca vi a un hombre negro volverse verde hasta que empezaste a hurgar dentro de aquel alienígena.

—¿De veras?

—¿Sabes? Los disfraces de algunos alienígenas son carne. Carne humana, viva, por decirlo de al» guna forma. Pero no son realmente seres humanos, tal como pudo comprobar rápidamente la joven doctora Laurel. Se produce una especie de relación simbiótica entre el cuerpo y la entidad que lo controla, similar a la que sucede entre un caballo y su jinete. Él lo alimenta, lo peina, le brinda un lugar donde dormir, y el caballo le lleva hasta el lugar donde quiere ir. Algo así. Más o menos.

—Sí, las entrañas eran lo bastante viscosas para ser auténticas.

—Exactamente. No impresionaste a la doctora Laurel con tu estómago de hierro, ¿verdad? Es mejor que olvide que estuviste a punto de vomitar la cena por toda su preciosa e impecable sala de autopsias. De este modo, si vuelves a verla alguna vez podrás comenzar desde cero.

—¿No recordará absolutamente nada?

—Probablemente no. En algunas ocasiones, el neuralizador deja un poquito de sinapsis, así que puede ocurrir que se experimente una cierta familiaridad, un pequeño déja vu pero generalmente borra los recuerdos por completo. Corren rumores de que algunas personas son total o parcialmente inmunes a sus efectos. Pero yo nunca he conocido a ninguna. Vale, ya hemos llegado. La joyería de Rosenberg, justo enfrente.

—Creo que esto describe al viejo Rosenberg y al hombrecillo verde: justo en la frente.

Jay vio a un hombre en la calle, al lado de La— plaga aparcada en doble fila. Discutía con el conductor de una grúa. Daba la impresión de ser un pueblerino recién llegado a la ciudad. Sonrió con ironía. El tío no tenía ni la más remota idea de nada si creía que, hablando, iba a convencerle de que no se llevara su automóvil. Los conductores de grúa están más acostumbrados a toda aquella mierda peligrosa que los cajeros de un 7-Eleven haciendo el turno de los atracos. Y eso no es tontería.

—Uy, uy, uy... —dijo Kay.

—Ya sabes que no me gusta oírte decir eso. ¿ Qué pasa?

—Mira eso.

Jay se giró hacia la joyería. La luna del escaparate estaba rota y la puerta abierta de par en par.

—Bien, yo te lo diré. Esto me da mala espina, Obiwan —intervino Jay.

Kay estacionó el LTD en un aparcamiento que acababa de dejar libre una furgoneta de delicatessen. Salió del coche. Pasó la mano por debajo de su abrigo para comprobar que llevaba la pistola. Sí, la tenía.

Jay introdujo su mano en el bolsillo de su chaqueta y tocó el arma diminuta que le había dado su compañero. No se sintió demasiado seguro. ¿Qué clase de nombre era Mosquito Zumbón? Aprietas el gatillo y se pone a dar zumbidos. ¡ Ay, mami!

Kay entró primero. Sacó su arma tan pronto dejó la calle atrás. Jay lo seguía.

El comercio estaba patas arriba. Diamantes, rubíes y un montón de trastos más esparcidos por todas partes, como cuando se rompe la bolsa de la compra. En el suelo debía de haber unos doscientos mil dólares en género.

—¿Qué clase de idiota roba una joyería y se larga sin llevarse las joyas? —preguntó Jay.

Kay guardó su pistola. Jay miró el «mosquito», movió la cabeza con gesto de desaprobación, y volvió a introducirlo en el bolsillo.

—Algún individuo que no está buscando joyas respondió Kay.

Jay se quedó mirando los cuadros que habían quedado en el suelo y los que todavía estaban colgados en la pared.

—Ese hombre le tenía mucho cariño a su gato, ¿no?

—No se trata de un hombre —contestó Kay—. Es un alienígena. No lo olvides.

Jay miró a su alrededor. Se percató de que en la calle algo se movía. El pueblerino que había estado discutiendo con el tipo de la grúa se dirigía hacia ellos. Dos cosas le llamaron la atención: en primer lugar, había visto aquella cara en alguna parte, y además el tío llevaba una pistola en la mano.

—¡Al suelo! —gritó Jay—. ¡El vaquero viene hacia aquí y lleva una pistola!

Cuando... ¿cómo se llamaba? ¿Edgar? levantó su arma y lanzó un disparo, Jay tocó su diminuta pistola con nerviosismo. Sintió que las balas le pasaban rápidamente por encima de su cabeza. No tuvo tiempo de mirar y averiguar si Kay había podido apartarse.

Se las arregló para sacar el Mosquito Zumbón de su bolsillo, por si podía servirle de algo. Se incorporó y apoyó una rodilla en el suelo. Levantó la pistola rápidamente, apuntó hacia Edgar a través de la luna rota y apretó el gatillo.

De repente se oyó una explosión parecida a la de una bomba. Un Cadillac bastante nuevo, aparcado al otro lado de la calle, estalló en llamas levantando una columna de humo. El impulso de la pistolita lanzó a Jay hacia atrás hasta una distancia de, al menos, diez metros.

—¡Puta mierda! —gritó Jay, después de coger aliento. Los oídos le silbaban y tenía los orificios de la nariz congestionados por un olor fuerte, como de podrido. Se quedó mirando el arma fijamente.

Kay, tumbado cuan largo era y con las manos en el cuello, se puso de pie torpemente y sacó su pistola.

En la acera de enfrente, el Cadillac se había convertido en un montón de chatarra y neumáticos ardiendo. No veían a Edgar.

Jay se levantó y se puso a correr detrás de Kay.

Cruzaron la calle, justo a tiempo para ver cómo Edgar asestaba un tremendo puñetazo al conductor de la grúa y lo mandaba a veinte metros de distancia, volando por los aires. El tío tenía un golpe potente.

Edgar subió de un salto a la cabina de la grúa y apretó el acelerador.

—¡Mierda! —gritó Kay. Bajó el arma.

Una multitud de peatones listillos pensó que la escena merecía la pena lo suficiente como para detenerse y quedarse observando.

La grúa y Laplaga iban avanzando, pero a poca velocidad. Jay apuntó al blanco con el Mosquito Zumbón. Cerró un ojo, para enfocar mejor.

—No lo hagas... —dijo Kay.

Jay respiró profundamente, agarró la pistola con las dos manos y... disparó.

A pesar de su preparación, el impulso del arma volvió a derribarle. ¡Maldita sea!

El disparo alcanzó el brazo de la grúa, despidiéndolo por los aires. El camión y Laplaga se separaron. La grúa adelantó a toda velocidad.

Laplaga arrolló un Thunderbird que estaba aparcado y causó algunos desperfectos importantes antes de detenerse,

Jay saltó y empezó a correr para apuntar al fugitivo Edgar desde un ángulo mejor.

—¡Jay! ¡Delante de civiles no!

Jay hizo caso omiso de las palabras de su compañero, dio un salto y se colocó encima de un coche. Desde ahí, apuntó hacia la grúa y apretó el gatillo de nuevo... justo en el momento en que una camioneta acababa de bloquear el paso al vehículo que conducía Edgar.

La camioneta estalló y los muebles que transportaba empezaron a volar hacia todas las direcciones. Un sofá, una mesa de comedor con su juego de sillas, una estantería...

La multitud de civiles se hizo a un lado para no sufrir ningún daño.

La fuerza del disparo hizo que Jay terminara atravesando el parabrisas del coche que estaba estacionado detrás de él. Su trasero chocó contra la cara de una conductora en pleno ataque de nervios.

Cuando logró incorporarse, Edgar ya había conseguido escapar.

Kay fue hacia él, le agarró del brazo y se lo llevó de aquel tumulto.

—No descargamos nuestras armas delante de civiles —le riñó.

—Mosquito Zumbón, ¿eh? Muy gracioso. ¡Ja, ja, ja! —Se quedó mirando aquella diminuta pistola.

—Vamos, tenemos que avisar a un equipo de limpieza.

—¿Podríamos dejar de decir chorradas, Kay? ¿Qué son un par de coches y camionetas cuando una nave de guerra alienígena está a punto de hacernos desaparecer del planeta a no ser que...?

—Escúchame con atención, guapito de cara. Siempre hay una nave de guerra alienígena o un rayo mortal korliano o alguna plaga intergaláctica que está a punto de arrasar la vida de este planeta. Y lo detenemos. Siempre lo hemos hecho, y no pienso cagarla esta vez. ¡Lo que permite que la gente siga el curso de su cotidianidad es que no tienen ni idea de lo que pasa! ¿ Cómo crees que se sentirían si lo supieran? ¡Se desataría tal pánico que destrozarían la mitad del planeta y causarían millones de muertes!

Jay reflexionó un momento sobre lo que su amigo acababa de decir. Ciertamente Kay tenía razón. Observó a los espectadores horrorizados y desconcertados. Sí, era como aquel refrán que dice «Ojos que no ven, corazón que no siente». Probablemente era mejor que no recordaran nada de lo que había sucedido.

—No es más que un poco de gas subterráneo. No pasa nada. —Miró a Kay—. Pero el tío se ha escapado.

—No saldrá de la ciudad.

—¿Cómo lo sabes?

—Fíjate en Laplaga. ¿Ves aquella cosa escondida en la parte trasera? Eso es la nave.

Kay cogió su teléfono móvil.

—¡Zed! Vamos a necesitar un equipo de limpieza de primera categoría lo antes posible. Estamos en la joyería. Hemos visto a la cucaracha. No. Se ha largado, pero tenemos su medio de transporte. Sí, así es. Perfecto.

Kay desconectó el teléfono y miró a Jay.

—¿Qué?

—Permaneceremos aquí hasta que venga el equipo para limpiar todo esto y recoger la nave. Luego volveremos al centro de operaciones.

Jay hizo un gesto con la cabeza en señal de agotamiento. A pesar del traje negro y ese coche tan feo, aquel trabajo no era nada aburrido. Podía afirmarlo con toda seguridad.

16

Kay miró la pantalla y observó varias luces identificadoras que parpadeaban incluso mientras él permanecía allí. Él y el chico se dirigieron al despacho de Zed.

Cuando llegaron, Zed miró a Kay y negó con la cabeza.

—La política de contención podría ser un punto de vista interesante. Por la forma en que se marchan, es probable que haya una señal en el puerto que diga: «¿Podría por favor la última nave extraterrestre apagar las luces?» —le explicó Zed.

—No puede ser tan terrible —le dijo Jay— ¿verdad?

Zed se puso de pie, se dirigió a la puerta y señaló el piso inferior.

—Hay personal que ya se esta marchando —declaró.

Kay vio a tres vermarianos que cargaban con maletas.

—Maldita sea —se lamentó—. No me puedo creer que Iggy abandone. Creí que era un gusano que luchaba por sus principios.

Mientras lo decía, se dio cuenta de que el chico haría una broma al respecto, pero debió de pasarle por alto.

—Todos tienen más experiencia con las cucarachas que nosotros —afirmó Zed—. Es como una gran comida en familia en un restaurante caro. Nadie quiere quedarse y que le toque la cuenta.

—¿ Qué me dices de los arquilianos? —preguntó Kay.

—Parece ser que todavía tenemos problemas con el diccionario de arquiliano en nuestro traductor. Por ahora sólo hemos conseguido una parte del mensaje. Dice: «Entreguen la galaxia.»

—Genial. Fantástico. Nadie sabe qué diablos está pasando.

—¿Lo ves?-dijo Jay—. Te dije que tenía algo que ver con una galaxia. A lo mejor quieren un Ford, ya sabes, como el que conduces tú. ¿Un Ford Galaxy?

Kay fulminó a Jay con la mirada. El chico sonrió burlón. Tenía muchas agallas, de eso no cabía ninguna duda.

—Se recibe mejor —continuó Zed. Llamó a las gemelas—. ¿Podéis acercar la imagen en pantalla?

Al menos las gemelas no habían abandonado todavía.

La imagen de la pantalla grande cambió de posición.

—Y otro contendiente ha penetrado en el anillo... —anunció Zed.

—Ay, ay —dijo Kay.

Miró la escala. Había un segundo crucero de combate, a sólo unos miles de kilómetros de los arquilianos.

—Déjame adivinar —murmuró Jay—. La familia del pequeño tipo verde. ¿Nos están jodiendo a nosotros también?

—Un crucero de combate haitiano, eso es. Un puro como premio para el señor.

—¿Quieres que acabe teniendo cáncer de pulmón?

—No tendrás tiempo para eso. De hecho, ni siquiera tendrás tiempo de fumártelo si no levantamos el culo de aquí y arreglamos la situación.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

—Lo que necesitamos es enterarnos mejor de cómo va la política galáctica. Pasan cosas entre los de A y los de B que no sabemos, necesitamos información.

—¿Algo así como una enciclopedia?, ¿como un Internet del espacio exterior o algo parecido?

—Éste es el problema que tenéis vosotros los jóvenes, creéis que lo podéis aprender todo de un vídeo o de un ordenador. No, lo que necesitamos es un experto. Conozco a la persona adecuada... si es que todavía no ha salido zumbando del planeta.

—Estoy con usted jefe. ¡Adelante!

—Vamos —dijo Zed—. El tiempo se acaba.

Kay asintió.

—Ya has oído. En marcha.

Todos salieron.

Edgar detuvo el remolque, salió y se puso a maldecir en voz baja a medida que se alejaba. Se suponía que los policías y los militares terrícolas no tenían el armamento que habían usado contra él en la joyería. Eso significaba que la patrulla de frontera ya sabía de su existencia. Estarían vigilando su vehículo. Y lo que era peor, ahora tendrían su nave.

¿Qué podía hacer? ¡Tenía que controlar la situación! Tenía que encontrar lo que buscaba ¡y encontrarlo en seguida! Sin eso, la nave se convertía en la menor de sus preocupaciones. No abandonaría esa roca sin lo que había ido a buscar. En aquel momento, los haitianos o los arquilianos —o ambos— tendrían una nave en las proximidades.

Cuando averiguaran lo de sus embajadores muertos, su enfado sería considerable. Aquella parte funcionaba de acuerdo con el plan, pero después de eso, las cosas se habían desbaratado completamente.

Bueno, no, no del todo. Estaba seguro de que sabía lo que era el premio... aunque no sabía con exactitud dónde estaba. Pero podría encontrarlo si tuviera un poco más de información. Había vuelto al restaurante donde había matado a los dos embajadores y había estado observando desde un escondite antes de abandonar el lugar con la caja que los haitianos habían llevado. Vio lo que se había hecho evidente cuando retiraron los cuerpos. Sabía dónde debían de haber sido llevados.

Llegó hasta una pequeña estructura en cuya parte superior de la cual había muchos periódicos. Ah, sí, un edificio de información llamado quiosco. El hombre que estaba tras el mostrador lo miró fijamente.

Edgar consideró su situación. Bueno, de acuerdo. Era un quiosco de información, ¿o no? Edgar se movió con rapidez, agarró al terrícola por la parte superior de su ropa y lo levantó del suelo.

—¿Dónde guardáis a vuestros muertos?

—Yo... yo... ¡Yo no tengo ningún muerto! —espetó el terrícola.

Edgar lo sacudió y oyó el ruido de sus dientes al entrechocar. Y algo que golpeaba. Probablemente se trataba de su minúsculo cerebro encerrado en su feo cráneo.

—Inténtalo otra vez, saco de carne. ¿ Dónde se guardan los muertos?

—¡No sé! ¿En el depósito de cadáveres?

Empujó al vendedor y éste chocó contra la pared trasera del quiosco. Cuando se dispoma a marcharse, vio una serie de tarjetas rectangulares sobre las que había imágenes de diferentes edifícios. EDIFICIOS famosos de nueva york, rezaba el cartel sobre el mostrador. Postales, 1 dólar cada una. Una de las imágenes llamó en especial su atención. Ah. Cogió la postal y se alejó.

—¡Me debes un pavo, amigo! —gritó el vendedor detrás de él.

Edgar hizo caso omiso de la demanda.

Y ahora... ¿cómo encontrar el depósito de cadáveres?

La forma en que Kay conducía hacía que un taxista a toda velocidad pareciese un viejecito de paseo en domingo. Tocó la bocina, pasó por carriles de sentido contrario e incluso hubo un momento en que se subió a la acera y casi mata del susto a un borracho que había en la entrada de un edificio. Si el borracho hubiese sido un pelo más lento, le habrían pasado por encima de los pies,

O si el borracho hubiese sido un extraterrestre, quizá por sus pseudópodos. O sus tentáculos. O sus aletas.

—Tómatelo con calma, hombre.

—No hay tiempo —contestó Kay. Al final, frenaron bruscamente junto a un quiosco. Calle Orchard, advirtió Jay. Un tipo con un perro doguillo a sus pies estaba cerrando el puesto. El tipo llevaba una chaqueta sucia, un gorro de vigilante, guantes sin dedos y unos pantalones zarrapastrosos. Tenía muchos tics.

—Un disfraz desastroso —dijo Jay, mientras él y Kay bajaban del coche—. Cualquiera puede darse cuenta de que este tipo es un alienígena.

—Eh, si no os gusta, podéis besar mi culo peludo.

Sin embargo, esas palabras no venían del tipo.

Venían del perro.

Jay dirigió su mirada al suelo.

—Te presento a Frank el doguillo —dijo Kay—. ¿Cómo va eso, Frank?

—Lo siento, Kay, no me puedo entretener. Me tengo que ir. Mi vehículo se marcha. Ya estoy apurando el tiempo al máximo.

Kay se agachó y cogió al perro. Dio un gañido como..., bueno..., como un perro.

—¡Eh! ¡Déjame!

—No puedo, Frank. Necesito información.

—Esto es ilegal —afirmó el perro.

—Reclama a tu embajador... si puedes encontrarlo. Apuesto a que ya se ha largado.

—Vamos, Kay, déjalo de una vez. No puedes hacer esto.

—Llama a la perrera, Jay. Tenemos un perro callejero. ¿Estás preparado para pasarte unos días encerrado, Frank? Pondremos al chucho a buen recaudo para que no pueda saltar sobre ti.

—¡No me puedes hacer esto! ¡Quítame las garras de encima!

Un par de peatones aflojaron el paso para observar a Kay. Se puede asaltar a una monja en plena Quinta Avenida a hora punta y nadie se parará a ayudarla, pero si maltratas a un perro, en seguida se darán cuenta y se reunirá una horda vengadora dispuesta a lincharte. Jay recordó que había visto en la televisión una noticia que se refería a un desastre natural en América del Sur o América Central, un terremoto. La gente estaba sentada en el exterior de sus chabolas destruidas, no tenían comida ni agua ni un sitio para dormir si no era a la intemperie, bajo la lluvia. Se veían viejecitas y mujeres con bebés. Había una perra con cachorros en segundo plano. El canal de televisión recibió miles de cartas en las que se ofrecía ayuda.

La mayoría de las cartas ofrecía ayuda para los perros.

Bueno, era capaz de entenderlo. Cuanto más sabía de las personas, mejores le parecían los perros. Tenían una perra cuando él vivía en casa con sus padres y no importaba en qué lío estuviera metido con ellos que la perra siempre estaba contenta de verlo cuando llegaba a casa. ¿Que había hecho novillos? ¿Que se había olvidado de cortar el césped? ¿Que había abollado el parachoques del coche? Bueno, a Lena no le importaba. Si iba fuera a recoger el correo, allí estaba Lena, saltando, sonriendo, lamiéndole la mano y casi se podía oír cómo pensaba: «¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! ¡Hurra! ¡Qué alegría!» Al gato no le importaba un comino si estaba vivo o muerto mientras le dieran de comer, pero la perra le quería sin importarle nada más. Una compañía así no es una bagatela.

El falso doguillo gruñó y emitió unos débiles ladridos. También debía de saber cómo se comportaba la gente respecto de los perros. Los transeúntes aminoraban el paso. ¿Alguien dijo: «¿Tienes una cuerda a mano?»?

—No hay ningún problema, amigos —explicó Jay—. El perro, hummm, nos está ayudando en una investigación.

—Arquilianos y haitianos —dijo Kay—. ¿Qué sabes de eso?

—Kay, de verdad que no tengo tiempo para eso —le contestó el perro.

—Cuanto antes me lo digas, antes podrás largarte.

—Vale, de acuerdo. Los de A y los de B son de diferentes galaxias y han estado luchando desde siempre. La mayoría de veces por el gobierno de una tercera galaxia. Hubo una conferencia de paz en algún lugar del centro, los de B iban a entregar la galaxia a los de A o al revés, no lo sé, y a firmar un tratado. La cucaracha tenía otros planes. Ya sabes cómo son, Kay.

Kay miró a Jay, que no entendía bien la trama.

—La colonia de cucarachas ha estado viviendo a costa de esta guerra durante siglos —le aclaró Kay.

—¿Y qué me dices del cinturón? —preguntó Jay.

—Sí. Rosenberg dijo algo sobre el cinturón de Orión antes de diñarla —explicó Kay al doguillo— ¿A qué se refería?

Un tipo separo.

—¿No estará maltratando al perro, amigo? —preguntó.

Jay le echó una ojeada al individuo, que parecía un levantador de pesas ruso de la clase supermonstruos.

—No, no hay problema. El perro tiene que ir al veterinario y lo odia. Tiene lombrices.

El levantador de pesas parecía dudar, pero se fue.

—Esto ya no lo sé. He oído que la galaxia estaba aquí, en el planeta —explicó el perro.

—¿Aquí? —dijo Kay.

—¿Millones y millones de estrellas y de planetas y toda la pesca? ¿Aquí? No lo entiendo —añadió Jay.

El perro sonrió con un aire de suficiencia.

—Vosotros los humanos no entendéis gran cosa de nada. ¿Cuándo os entrará en la cabeza que el tamaño no importa? —explicó el perro—. El hecho de que algo sea importante no significa que tenga que ser grande. La galaxia de la que hablamos es minúscula considerando los modelos locales. Muy pequeña.

—¿Cómo de pequeña? —preguntó Kay.

—No lo sé con exactitud. Puede que del tamaño de una canica. O como una perla.

—Dios mío —dijo Jay.

—Bueno, Kay, eso es todo, es todo lo que sé. Y ahora, si me dejas en el suelo, necesito que me paseen antes del vuelo.

Kay dejó al doguillo en el suelo.

—Buena suerte, Kay —dijo el perro—. No creo que tengas ni la más remota posibilidad, pero estaré pensando en ti. Me gusta este lugar. Hay muchas bocas de riego en una ciudad tan grande.

El doguillo y su terrícola, que no parecía en absoluto extrañado de que el perro pudiera hablar, se marcharon.

—A lo mejor no quiso decir cinturón —aventuró Jay.

—¿Qué? —Kay lo miró frunciendo el entrecejo.

—El pequeño tipo verde. No hablaba bien nuestro idioma, le costaba encontrar las palabras. A lo mejor no quiso decir cinturón —explicó Jay—. A lo mejor quería decir otra cosa.

—¿Qué?

Los dos cayeron en la cuenta al mismo tiempo.

—Sube al coche —ordenó Kay.

Jay ya estaba en camino.

—A ver si puedo aclarar esto —dijo Jay una vez en el interior del coche—. Los arquilianos son de una galaxia y los haitianos de otra y están luchando por una tercera galaxia que tiene el tamaño aproximado de una canica.

—Parece ser que así es.

—Vale. Y las cucarachas quieren asegurarse de que la guerra continúa, así que nuestro amigo Edgar está aquí para hacer que el tratado de paz se vaya al carajo.

—Cosa en la que ya ha cosechado un cierto éxito.

Jay miró a un peatón que intentaba cruzar la calle. Kay pasó el semáforo en rojo y casi atropello al tipo. El peatón gesticuló con enfado hacia el coche mientras éste pasaha rugiendo sin ni siquiera aminorar la marcha.

—Todavía no lo entiendo-continuó Jay—. ¿Por qué Zed no envía un mensaje a los de A y a los de B y les explica lo de la cucaracha? Lo que quiero decir es que ya deben de tener cierta experiencia con estos individuos, ¿ no es así?

—Esto sí que es una actitud razonable —aseveró Kay.

Giró el volante a la izquierda, viró bruscamente para esquivar a una mujer con un coche de bebé que atravesaba la calle y evitó golpear el coche por unos centímetros.

—El problema es —continuó Kay-que ninguno de estos extraterrestres confía en los humanos. Deben de haber tenido malas experiencias por estos barrios.

—¿Malas experiencias? —le preguntó Jay mientras lo miraba.

—Bueno, sí. Los primeros años que tuvimos alienígenas de visita, creo que la torre Eiffel y el puente de Brooklyn fueron vendidos a algunos de los turistas más crédulos unas cien veces. Y tambien traficaron con un montón de terrenos pantanosos de Florida —explicó Kay.

—No.

—Oh, sí. Casi tuvimos una guerra total cuando un hombre de negocios vulvariano quiso apropiarse del edificio Chrysler hace unos años.

—Oh, Dios mío.

—Así es. Así que no tenemos fama de Boy Scouts galácticos cuando se trata de ser fiables, leales y estar dispuestos a ayudar. Y eso sin contar a los atracadores, las bandas callejeras, las prostitutas y otros que se cebaron en los turistas. Podemos decirles a los capitanes de esos cruceros de guerra de allá arriba que una cucaracha fue el responsable de las muertes de su príncipe y de su embajador y ellos sonreirían y asentirían mientras estarían poniendo a punto sus armas de destrucción planetaria.

Jay murmuró algo.

—¿ Qué dices? —le preguntó Kay.

—Otro tipo lo hizo. He oído muchas cosas sobre esto en el trabajo. Perps diría: «Eh, te equivocas, Jack, no pude hacerlo, estaba en Detroit a esa hora.»

—Así que es ahí donde está el problema.

—Sí. Tenemos que coger a la cucaracha, conseguir la galaxia y tener unas reuniones rápidas —declaró Jay.

—Si Edgar tiene la galaxia.

—¿Eh?

Kay le lanzó una mirada y casi atropello a un guardia de tráfico. El guardia tocó el silbato y empezó a apuntar el número de la matrícula. Sabiendo cómo iban estas cosas cuando uno estaba en la calle, Jay pensó que el tipo no iba a pasar el informe, sino averiguar la dirección del propietario en la base de datos y aparecer más tarde para reventar unas cuantas ruedas o rayar la pintura. Aunque yendo en ese coche, probablemente no se molestaría en tratar de desfigurarlo. ¿A quién iba a importarle?

—¿Por qué crees que estaba en la joyería? —preguntó Kay—. ¿Estaría buscando un bonito anillo de compromiso?

Jay asintió.

—Sé qué quieres decir. Si ya se hubiera hecho con la galaxia, ya se habría largado. —Hizo una pausa—. A lo mejor no entendió lo que hicimos. A lo mejor no tiene la clave de dónde está.

Kay negó con la cabeza.

—Yo no apostaría por ese caballo. Estaba en la tienda antes que nosotros, vio lo mismo que nosotros. Las cucarachas no son estúpidas. Lo único que podemos esperar es que podamos vencerlo.

—¿Por qué arrastras el culo entonces? ¿Por qué no aceleras?

Kay asintió.

Y aceleró.

Laurel Weaver, ayudante de forense de la ciudad de Nueva York, supervisaba el cadáver de un tipo al que habían desenterrado de un lugar profundo y aislado de Central Park. El cuerpo, con numerosas heridas de bala en la cabeza, cara y cuerpo, había sido desenterrado por un par de ca— niches persistentes que se habían librado de sus correas. Cuando su propietaria, una señora de setenta años con el pelo azulado, los había alcanzado, los perros se las habían arreglado para desenterrar hasta un brazo y estaban mordiendo los dedos. No había ningún carné, pero la muerte era reciente, un día aproximadamente, y las huellas revelaron que el cuerpo era de Arnold A. Cohén, un antiguo financiero de Wall Street que había costado millones a sus clientes cuando el mercado de bonos basura se hundió.

Había sido acusado pero huyó estando en libertad bajo fianza y había desaparecido antes del juicio.

Laurel había extraído hasta entonces dieciséis balas y, por lo que podía afirmar, eran de al menos cuatro calibres diferentes (38 mm, 9 mm, 22 mm y 45 mm). Podía resultar prematuro, pero creía que algunos de los últimos inversores del señor Cohén le habían dado caza. O esto o había sido asesinado por un coleccionista de revólveres que quería usar toda la armería sólo por gusto. ¿ Quizás un tipo que usó revólveres de diferentes miembros de su familia y que había perdido dinero por culpa del señor Cohén? Aquí tienes, ¡pum!, ¡éste es por la tía Sarahi ¡Y pum pum!, ¡éste es por el tío Louie! ¡Y patapúm! ¡La abuelita Klein te envía besos!

Frunció el entrecejo. Qué cosas tan extrañas se le ocurrían. Se sentía como si estuviera «colocada». El día era normal, no pasaba nada extraordinario, pero se sentía confusa, parecía como si estuviera en un sueño. Recordaba cosas que le habían pasado cuando era una niña. Era como si su cerebro no funcionase demasiado bien, iba de un lado a otro como un disco viejo y rayado.

Bueno. Había estado trabajando duro últimamente. A lo mejor necesitaba unas vacaciones.

Volvió a prestar atención al señor Cohén. Encontró una bala de otro calibre, parecía de 25 mm.

¿Podía ese tipo haber sido atacado por cinco personas diferentes? Dios mío, era como una novela de Agatha Christie...

17

Edgar encontró un dispositivo mecánico de señalización sobre el mostrador del depósito de cadáveres. Presionó la varilla que sobresalía del hemisferio metálico y fue recompensado con un sonido agudo. Lo repitió varias veces.

Mientras tocaba el timbre, se dio cuenta de que el apéndice terminal del disfraz —la mano— estaba empezando a estropearse. La piel había adquirido un color grisáceo y unas delgadas tiras de tegumento estaban separándose de la carne.

Si no se ocupaba del asunto en seguida, estaba convencido de que tendría que encontrar un disfraz nuevo. Sólo por eso ya tenía que darse más prisa.

Un terrícola salió de una pequeña celda de seguridad y se dirigió hacia él. Llevaba consigo un mecanismo de lectura de papel impreso, un libro, sobre cuya cubierta figuraban las palabras atlas RESUMIDO. También llevaba un dispositivo cuya función Edgar no pudo determinar inmediatamente. Parecía un rectángulo del tamaño de una mano, delgado y plano de un plástico flexible con agujeros y pegado a una delgada varilla de la longitud de un antebrazo humano. ¿Una especie de abanico? ¿Un dispositivo de señales?

Sobre su pecho, el terrícola llevaba una tarjeta identificativa que decía TONY.

—Muchas gracias por comprobar que el timbre todavía funciona —dijo el propietario de tal nombre.

Una pequeña criatura voladora zumbó alrededor de Edgar, atraída sin duda por el disfraz hecho polvo. El alado insecto se posó en el mostrador frente al terrícola. Edgar le sonrió.

Con rapidez, el terrícola se sirvió del dispositivo que parecía un abanico y lo estampó contra el desventurado insectoide con un movimiento brusco.

Ese movimiento dejó al insecto más o menos plano y salieron disparados algunos trozos.

—¡Te pillé! —exclamó el terrícola. Levantó el dispositivo para estampar insectos y usó el borde para arrancar el cadáver del mostrador. Sacudió el objeto y la criatura chafada cayó al suelo.

—¿Qué puedo hacer por usted, amigo, aparte de conseguirle un poco de jabón? Tiene usted un auténtico problema con el olor corporal. —El individuo arrugó la nariz.

En otro momento, le habría dado un buen escarmiento a ese Tony, pero se recordó a sí mismo que tenía prisa.

—Un terrícola llegó aquí antes. Un muerto.

La criatura giró sus asquerosos ojos en sus huesudas cuencas.

—¡Qué cosas! ¡Un muerto en un depósito de cadáveres! ¿Y eso a mí qué? —le contestó.

Edgar sonrió, lo cual no le resultó fácil.

—El muerto era un amigo mío. Llevaba un animal con él, una mascota... un gato. Fue un regalo que yo le hice y puesto que ahora está muerto, me gustaría recuperarlo.

—Ah, ah, muy bien, lo entiendo. No hay problema. Pero la verdad es que necesitaré una foto identificativa, un justificante escrito de la propiedad del gato o una prueba ante notario de su relación amistosa con el finado...

El terrícola volvió a usar el matamoscas, aplastó a otro de los pequeños insectoides que por azar aterrizó sobre el mostrador cerca del lugar donde su hermano había sido asesinado momentos antes.

—No haga eso —dijo Edgar. Luchó para mantener la expresión benévola.

—¿Que no haga qué? —contestó el hombre. Volvió a estampar el matamoscas y mató a otro ca— marada—. ¿Es usted vegetariano o algo así?

Edgar puso las manos sobre el mostrador. Algunos de los insectoides más grandes que se habían apuntado a dar un paseo bajo su ropa eligieron ese momento para irse.

—¡Mierda! ¡Tiene cucarachas!

El hombre del depósito se agachó tras el mostrador y salió con un cilindro de metal. Sobre el tarro había un dibujo de un insectoide moribundo y la palabra RAID en grandes letras de colores.

Edgar dejó que su sonrisa desapareciese y la sustituyó por el ceño fruncido.

El tipo llamado Tony apuntó el cilindro a los pequeños camaradas y apoyó el dedo sobre un pequeño tapón de plástico que había en la parte superior del mecanismo.

—Te equivocas —dijo Edgar.

Kay detuvo el coche.

—¿Qué te parece si yo me encargo de esto? Tú espera aquí fuera —dijo Jay.

Kay lo miró fijamente.

—¿Qué dices? ¿Por qué demonios tendría que hacerlo?

—Porque lo único que necesitamos es el gato. Puedo entrar ahí, cogerlo y volver en cinco minutos. Si entras tú, conectarás tu Jack Webb a la doctora, le dispararás con tu rayo cerebral y a lo mejor le provocas una leucemia o alguna mierda de ésas. Esa mujer es médico, no le conviene que le borres la mitad de lo que aprendió en la universidad.

—Te gusta. De acuerdo, cinco minutos —le contestó Kay con una sonrisa burlona.

Jay asintió.

Edgar cogió a la terrícola hembra y la empujó. Ésta se estampó contra la pared y se deslizó por ella, aturdida. Él se movió para vigilarla.

—¿Dónde está el animal?

—Ya le dije que no lo sé. Corrió y se escondió debajo de una camilla o de algo así, por allí —contestó la hembra mientras negaba con la cabeza.

—¡Será mejor que lo encuentre! —amenazó Edgar mientras la cogía, la levantaba del suelo y la llevaba en la dirección que había señalado.

—Eh, gatito, gatito. Vamos, Orión, anda, bonito —dijo la mujer.

—¿Orión?

—Es el nombre que hay en el collar —explicó ella—. Vamos, gatito...

Se vio una especie de rayo borroso cuando el animal pasó disparado por su lado. Era muy rápido para ser un animal peludo. Atravesó a toda velocidad la habitación, brincó hasta una vitrina, luego subió a otra y desapareció.

Edgar gruñó. Se dirigió hacia donde había ido.

Sonó el timbre de la entrada.

—¿Hola? —preguntó una voz humana—. ¿Hay alguien?

Edgar reconoció el tono. Era uno de los terrícolas de la patrulla de frontera que había disparado contra él en la joyería. ¡Sin duda iba armado y lo buscaba! No había espacio para maniobrar en aquel sitio, sería un blanco fácil.

Miró fijamente a la terrícola hembra.

—¿ Quieres seguir viva?

—Sí.

—Entonces haz exactamente lo que te digo.

Laurel había pensado que el cliente con dieciocho balas de cinco calibres diferentes era lo más raro que había visto en mucho tiempo, pero ese tipo se llevaba la palma. A menos que de repente su olfato no funcionase correctamente, olía como si estuviese muerto. Con una ojeada rápida, uno no necesitaba el título de dermatólogo para saber que ese tipo tenía una enfermedad grave en la piel. Estaba lleno de manchas, era de color gris y se estaba pelando como alguien que se hubiera dormido en la playa en agosto sin crema protectora. La piel parecía de elefante, tenía arrugas en el cuello y en los brazos donde nunca había visto arrugas en alguien con menos de cien años.

Pero quienquiera que fuese, era fuerte como un toro y peligroso. Ella no tenía ningunas ganas de unirse a sus clientes sobre una mesa. Esperó que la persona que estaba en la puerta fuera alguien que pudiera sacarla de allí antes de que Bozo la asesinara.

Un joven negro y bien parecido entró en la habitación. A Laurel le resultaba familiar, pero no sabía dónde lo había visto.

Jay había visto que la puerta de detrás del mostrador y la celda de seguridad estaban abiertas. Y se dirigió a ellas.

Encontró la sala de autopsias. Allí estaba Laurel. Ella permaneció junto a una mesa de autopsias sobre la que no había ningún cuerpo, sólo una sábana que llegaba hasta el suelo. Se quedó allí, como si se hubiera olvidado de quién era. ¿Quizás aquel maldito revuelve-cerebros le había hecho algo?

En la mesa situada detrás de ella, estaba el cuerpo de un varón blanco de mediana edad. Parecía que le habían agujereado a base de bien.

—Hola-dijo Jay.

—Hola —contestó Laurel. Su voz sonaba extraña. Iba a tener una conversación con Kay si la mente de ella se había visto afectada. Él terna que tener presente que ella no lo recordaba, por lo que era un completo desconocido.

Bien. Podía decir que era policía. Incluso decir su auténtico nombre, pero no tenía sentido meterse en ese lío. Así que lo que dijo fue:

—Soy, hummm, el sargento Preston, del distrito veintiséis. Trajeron un gato con un cadáver, ¿puede ser que en su collar ponga Orión?

—Sí, así es. Un gato. Un gato muy famoso —le contestó Laurel.

—De acuerdo. Bien, el gato es, hummm, el testigo de un asesinato. Necesito llevármelo —le dijo Jay.

—Ah, yo... no sé dónde está el gato en este mo— mentó —le explicó ella encogiéndose de hombros.

—¿No lo sabe?

—No —ella bajó el tono de voz hasta un susurro—. ¿No podría llevarme a mí con usted en lugar de al gato?

—¿Perdón?

—Digo que si no me podría llevar a mí.

Jay sonrió con suficiencia.

—Chica, vas muy deprisa.

El rostro de ella adoptó una expresión seria y el susurro se convirtió casi en murmullo.

—Escucha. Me gustaría irme contigo ahora.

Jay volvió a sonreír. «Es increíble, cambias de nombre, de ropa, pero todavía queda el viejo encanto inconfundible.»

«Dios mío», pensó Laurel. «¡Este imbécil se cree que me estoy insinuando! Si es policía, debe de tener un revólver bajo ese horrible traje negro, ¡y se me tiene que ocurrir alguna manera de espabilarlo! Que no se note lo que estoy haciendo. Ante todo, sutileza.»

Kay salió del coche, conectó la alarma y se dirigió al edificio. El chico intentaba hacer lo más apropiado, pero no podía estar esperando todo el día. Cuando el destino de la Tierra, por no hablar de una galaxia o tres, estaba en juego, no había tiempo para ligar.

Kay fue hasta el mostrador. No se veía al encargado, probablemente estaba al teléfono o algo así. De acuerdo, le daría al chico un par de minutos más. Además, necesitaba fumar urgentemente. Kay sacó un cigarrillo del paquete, se inclinó sobre el mostrador buscando fuego. «¡Qué diablos!, si el mundo va a estallar, uno más no me va a hacer nada, ¿verdad?» En algún sitio tenía una caja de cerillas...

—De veras, me gustaría irme contigo ahora —dijo Laurel.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso? —le contestó él sonriendo burlón.

Ella no le devolvió la sonrisa.

—¿Nos podemos ir? —le preguntó ella mientras se miraba la cintura—. Hay una cosa que quiero enseñarte.

Jay alzó las cejas.

—Tranquila, encanto. No hay prisa. No tienes que acelerar tanto. Cuenta conmigo.

Ella se dirigió adonde estaba él y bajó más el tono de voz. Su rostro estaba tenso. «¿Quizás es un deseo irreprimible?», pensó él.

—No lo entiendes —le susurró ella—. Realmente tienes que verlo.

Él asintió.

—Ya te he oído. Y tengo muchas ganas, créeme. Pero dejemos una cosa clara, ¿vale? No es que sea machista pero me gusta llevar la iniciativa, lo entiendes, ¿verdad?

¿Cómo pudo pensar que ese tipo era atractivo?

Evidentemente era un imbécil. ¿Qué tenía que hacer? ¿Hacerle un dibujo? ¿Pegarle una patada en la espinilla? ¡Hombres! Todos se creen un regalo de Dios para las mujeres, todos y cada uno de ellos.

Tenía que arreglar la situación y arreglarla deprisa. «Se acabó el tiempo de las sutilezas. Olvídalo, chica. Es policía, sabrá cómo arreglárselas con los malos, ¿no?», pensó Laurel.

Kay prendió una cerilla para encender el cigarrillo. La cerilla echó chispas y se apagó. La miró con el ceño fruncido, la tiró y cogió otra...

Laurel le enseñó los dientes en una mueca que, definitivamente, no era una sonrisa.

—Escucha, semental. Ya sé que tu cerebro está en punto muerto, pero me tienes que ayudar en un asunto —le dijo ella señalando la mesa de autopsias.

Jay sonrió. «¿Allí mismo? ¿Sobre la mesa? Vaya, vaya.»

«¡Será estúpido!», pensó ella. «¡Imbécil! ¡Analfabeto! ¡Idiota! ¡Cabeza de chorlito!» Tenía ganas de darle una bofetada.

Y sin embargo, a pesar de todo, no podía evitar esa sensación de que ya lo conocía de otro sitio. Y de que era realmente guapo. A lo mejor tenía talentos ocultos. Seguro que los tenía.

- Samela dejobade —le susurró ella en clave.

Jay era bueno con las adivinanzas. Le estaba hablando al revés.

«¿Debajo de la mesa?»

«Oh, mierda.»

Ya lo había captado.

Ella no se le estaba insinuando. Le estaba advirtiendo.

Sacó el pequeño revólver que le habían dado...

¡Al fin! ¡El policía lo había captado!

Pero... ¿qué significaba ese pequeño revólver que tenía en la mano? Laurel frunció el ceño. ¿Desde cuándo en el Departamento de Policía de Nueva York se empleaban pistolas de cañón corto...?

Cuando Kay prendió la segunda cerilla, también se apagó. La miró con el ceño fruncido y vio que había una gota de algo pegajoso en ella. ¿De dónde venía?

Miró hacia arriba.

Un cadáver estaba pegado al techo con un montón de sustancia pegajosa, viscosa y chorreante. El tipo llevaba un bote de Raid en una mano y tenía una expresión de sorpresa en su rostro.

¡Mierda! ¡No era necesario ser el hombre del tiempo para saber por dónde había soplado aquel viento! ¡Edgar! ¡Los había ganado!

Kay sacó su Serie Cuatro y corrió hacia la puerta que había detrás del mostrador...

La mesa del depósito de cadáveres se levantó como si hubiera estallado una bomba y ahí estaba Edgar. Jay apuntó el arma, pero Edgar cogió a Laurel y le colocó el cañón de un rifle en la barbilla, justo en el momento en que Kay entraba corriendo en la habitación agitando el desatomizador.

—¡Quieto ahí, cucaracha! —gritó Kay. Apuntó el arma a Edgar, fuertemente cogida con ambas manos sin que le temblaran lo más mínimo.

—¡No dispares! ¡No dispares! —gritó Jay. Mantuvo su revólver apuntando a Edgar, pero sabía que no tenía un objetivo claro, incluso a tan poca distancia. Especialmente teniendo en cuenta que no sabía cómo se comportaba ese tipo de arma a esa distancia.

—Dios mío, eres duro de mollera —le reprochó Laurel a Jay.

—Lo siento. ¿Cómo iba a saberlo?

—¿Qué tenía que hacer?, ¿cantártelo? ¿«Hay un psicópata debajo de la mesa»? —le replicó ella.

—Quizá si hubieras intentado otra táctica que no fuera la típica de la puta de esquina...

—¡Típico de un hombre! Deja que una mujer muestre cualquier signo de independencia y ya no saben qué hacer. No me puedo creer que te encontrase guapo.

—¿Pensaste realmente que era guapo? —le preguntó Jay.

—Siento mucho interrumpir vuestro ritual de apareamiento —intervino Edgar—, pero ¡tirad las armas!

—Eso no va a ocurrir, insecto —le dijo Kay—. Tira las tuyas.

Edgar empezó a retroceder, arrastrando a Laurel con él.

—Déjala —le pidió Kay.

—¿Para que me puedas desatomizar? No lo creo. No me puedes dar sin matarla.

Edgar siguia retrocediendo. Se dirigió aja entrada y luego hacia el final del pasillo. Había una entrada a un conducto, pero estaba cerrada.

Kay y Jay siguieron a Edgar y a Laurel al vestíbulo.

—Alejaos —ordenó Edgar—. La mataré.

—Si lo haces, seguro que te mato yo a ti —replicó Kay—. Sabes que no puedo dejar que te marches, incluso si tenemos que permitir la muerte de un civil.

—¿La muerte de un civil? —dijo Laurel—. ¿No os estaréis refiriendo a mí por casualidad?

—No te preocupes, Laurel —la tranquilizó Jay.

—¿ Que no me preocupe? ¿Cómo crees que puedo no preocuparme, cabrito? —replicó ella. Echó una ojeada a Edgar y luego miró el rifle.

—Me refiero a que todo irá bien. Ya se nos ocurrirá algo.

—No estés tan seguro, saco de carne —interviú no Edgar.

—Última oportunidad. Déjala, come-mierda —dijo Kay. Apuntó a la cara de Edgar con su arma.

—¡Bosta! No mierda, se dice bosta. Y escucha bien, payaso, puede ser que tenga que asumir esto en mi parte de la galaxia, pero comparado contigo, estoy en el nivel superior de la evolución, así que para de hablar de ese modo.

En aquel momento, Orión el gato (¿o era una gata?) decidió meter baza en el asunto. Salió de no se sabe bien dónde y se lanzó contra Edgar hecho una masa de garras y dientes. Aterrizó sobre la cabeza del alienígena, lo arañó y lo mordió. Edgar soltó a Laurel, deslizó la mano libre hacia arriba y se quitó al gato. Cuando vio el pequeño cascabel en el collar del gato, sonrió.

Kay tenía razón. No era estupido.

Edgar cogió el cascabel, lo separó de un tirón y lanzó al gato, todo con la misma mano rápida y sin mover el rifle de la barbilla de Laurel. Se puso el cascabel en la boca y se lo tragó, entonces sonrió satisfecho.

—¡Maldita sea! —estalló Kay—. Lo siento guapa, pero no tengo otro remedio.

Kay apuntó su arma...

—¡Kay, no...! —gritó Jay.

En ese momento, Edgar y Laurel volaron hacia la entrada del conducto. La atravesaron en el momento en que Kay disparaba y en todo el final del pasillo resonó y se desvaneció un terrorífico rugido.

Cuando el polvo desapareció, Jay corrió hasta el agujero donde había estado la pared. Había un conducto de aire detrás del agujero que se extendía a ambos lados. Jay miró en ambas direcciones. No había ni rastro de ellos.

Miró a Kay y luego al arma que sostenía.

—¿Esto... están...?

Kay miró en el interior del conducto.

—No, fallé. ¡Vamos!

Ambos se dirigieron a la entrada. Las cosas iban mal. Muy mal.

18

Definitivamente, las cosas no iban como Edgar las había planeado. Ser tiroteado por sacos de carne con armas de verdad no era casi nunca algo recomendable.

Habían capturado su nave; para entonces las naves extraterrestres estarían preparando sus destructores en los preparativos para la batalla. Había agentes de las patrullas de frontera que lo estaban buscando y estaban al tanto de toda la tecnología que hubiese llegado a este mundo procedente de otros planetas.

No, nada de eso era bueno.

Por otra parte, él tenía el premio. También tenía un rehén que parecía ser valioso —no demasiado, teniendo en cuenta el disparo del desatomizador que uno de los sacos de carne le había dirigido— y les llevaba ventaja.

Era cierto que no podía acceder a su nave, pero era un pedazo de chatarra que probablemente volaría en pedazos en el aterrizaje, por lo que no suponía una pérdida tan grande. Había otras formas de alejarse de esa maldita pelota. Y tenía en mente una de esas formas.

—¿Adonde vamos? —chilló la terrícola hembra.

—Calla —le contestó Edgar. La llevaba bajo un brazo y, aunque pesaba poco, resultaba un tanto incómodo transportarla de esta forma. Adonde irían en un futuro próximo no era el problema. Lo que sí era un problema era el modo en que llegarían allí. Especialmente si tenemos en cuenta que Edgar no sabía dónde estaba el lugar que necesitaba ni la forma de llegar. Un pequeño problema; sin embargo, haber conseguido una guía local al capturar a la mujer podía solucionarlo en parte.

Una vez fuera del edificio y ya en la calle, se podía arreglar el problema del transporte.

Llegaron hasta el camino pavimentado. Edgar apretó el paso por en medio de la calle y se puso enfrente de uno de esos vehículos para alquilar llamados taxis.

El coche derrapó y se paró a la distancia del grueso de una antena de Edgar y de la terrícola hembra.

Naturalmente, el piloto del aparato se asomó por la ventanilla, hizo el signo universal de bienvenida y empezó a gritar.

El traductor de Edgar era un modelo de vanguardia, con más de doscientos dialectos terráqueos programados, pero fue incapaz de reconocer el extraño dialecto que lanzaba el piloto en su dirección. ¿Cómo se las arreglaban los humanos para entenderse unos a otros?

Edgar se dirigió al piloto, arrastrando a la terrícola hembra con él.

El piloto gritó algo que sonó así como «¡Bong— ong-fong-gong-spong!».

¡No quedaba tiempo! ¡No quedaba tiempo! Los sacos de carne estarían buscando un objetivo en cualquier momento. Edgar se acercó al vehículo, cogió al piloto y lo sacudió a través de la ventanilla abierta. Lo lanzó fuera, y luego se acordó de abrir la puerta. Se metió en la nave y estiró a la mujer detrás de él.

—No estoy familiarizado con las rutas locales —explicó—. Tendrás que conducir el vehículo. Llévanos a este sitio.

Sacó la postal con la imagen, la que había cogido del quiosco antes.

—¿Eh?

—Llévanos a este sitio. En seguida.

—¿Qué?

¡No quedaba tiempo! ¡No quedaba tiempo! Le enseñó la triple hilera de colmillos desde el interior de su disfraz, estirándose la cara de forma que ella pudiera verlos.

Ella soltó un grito.

Edgar puso en marcha la nave y presionó el acelerador. El vehículo se precipitó hacia atrás y la mujer se agarró al volante.

—¡Vale, vale! ¡Ya he captado! —dijo.

—¿Conoces el lugar al que quiero ir?

—Sí, sí.

—Bien. Obedece las normas de circulación y procede a la máxima velocidad permitida.

El antiguo ocupante del vehículo corrió tras ellos agitando los brazos y continuó soltando lo que seguramente eran maldiciones, fuera cual fuese el idioma en el que se comunicaba. Edgar se giró y le hizo el gesto universal. Significaba tantas cosas ese gesto con el dedo: hola, adiós, reconocimiento, irritación. Era una de las pocas cosas de ese planeta que le parecían útiles.

Bueno, considerando el conjunto, las cosas no iban tan mal. Él estaba vivo, tenía la galaxia y había logrado escapar.

Las cosas podrían ser peores. Se echó hacia delante y contempló a la mujer. Una criatura fea. ¿Cómo podía algún ejemplar macho de cualquier especie encontrar a un... un monstruo como ella sexualmente atractivo? A lo mejor tenía alguna característica que la salvaba, alguna señal olfativa o de otro tipo que atrajera a los machos. Había que ser humano para advertirla, desde luego Edgar no podía. Ya era bastante difícil distinguir a los machos de las hembras, y no digamos distinguir a distintos individuos del mismo sexo.

Para Edgar, todos eran parecidos.

Claro que ésta se encargaba de los muertos, un cargo relativamente importante en el lugar del que él procedía; vender la comida de cadáver comportaba, al fin y al cabo, una posición de cierto poder.

Laurel sabía que estaba metida en un buen lío cuando el psicópata salió disparado por el conducto llevándola a ella, aterrizando sin problemas y saltando a la calle tan fácilmente como un hombre saltando en la luna.

De lo que se dio cuenta era de que no se trataba de un psicópata normal.

Cuando él... no, cuando eso sacó al taxista del vehículo con una mano y lo tiró como si fuera una lata de Coca-Cola vacía, le dio otra pista. Bien, por lo pronto, podía hacerse a la idea de que el tipo estaba «colocado». Los esteroides, el speed, la cocaína, eso era lo que podía permitirle hacer esas cosas. Era poco probable, pero posible.

Pero cuando entrevio lo que parecían tres filas de colmillos de tiburón en el interior de una boca que, sin duda alguna, no podía estar en el interior de un cráneo humano, supo con certeza que lo que había sentado a su lado y que le decía que tenía que conducir no era humano.

Y aquel policía, si es que lo era, y el tipo con el arma grande se habían dado cuenta también. Cucaracha, así es como lo había llamado el tipo blanco.

Lo que era seguro es que no se parecía a ninguna cucaracha que ella hubiera visto. ¿En qué lío se había metido? Era tan increíble que no sabía cómo tomárselo.

—¿Estamos procediendo por la ruta adecuada? —preguntó la cosa.

—Sí, sí-contestó ella.

Puede ser que Laurel no fuera la mujer más lista del planeta, pero no era estúpida. Ató cabos y se dio cuenta de que el monstruo que había a su lado no era de este planeta. No tenía buena pinta, no actuaba de forma normal y tampoco hablaba bien. No era humano, era imposible con esa fisiología, y ella no creía que existieran otras especies inteligentes originarias de la Tierra a pesar del Yeti y de Bigfoot.

Por lo tanto, esa criatura no era de los alrededores.

Un alienígena.

Un pequeño hombre verde. Excepto que no era tan pequeño y, abuelita, ¡qué dientes tan grandes tema!

Había sido raptada por un alienígena y obligada a conducir a... a...

Sintió unas ganas repentinas de reír, pero se las arregló para evitarlo. Una vez que estuviesen en la carretera, no podría parar. Lo sabía todo sobre la histeria y no se encontraba lejos de ese estado. Pero... en serio.

Había sido secuestrada por un alienígena.

¡Parecía sacado de uno de esos sórdidos periódicos de sucesos!

Nadie en la oficina iba a creerla. Siempre y cuando sobreviviese para contarlo.

Pero... si quería matarla, ¿no lo habría hecho ya?

«No si necesita un chófer», le dijo burlona una vocecita interior. «Y a lo mejor tiene otros planes para ti. Recuerda estos titulares: TUVE UN HIJO CON UN ALIENÍGENA. ¿Y todos esos experimentos de los que tanto se hablaba?»

«Fantástico. Es justo lo que necesitaba oír.»

Miró al alienígena. Su piel se estaba cayendo a tiras y no parecía irle bien. Definitivamente, había algo raro. Si se hubiera dado cuenta antes, a lo mejor podría haber huido.

No tenía sentido pensar en lo que no había hecho.

¿Y qué quería del gato? Ella había visto que le quitaba el collar, o al menos el cascabel,., que no funcionaba, ella no lo había oído sonar. ¿De qué iba todo eso?

«Eso ahora no importa. Llévalo adonde quiere ir. Cuando salga, aprieta el acelerador y aléjate pitando.»

No era un gran plan, pero era lo único que se le ocurrió en aquel momento.

—¡Van en un taxi! —gritó Jay,

—¿Cómo lo sabes?

Jay señaló al hombre que gritaba en medio de la calle en un idioma desconocido.

—Tiene que ser un taxista.

Jay corrió hacia una fila de taxis que estaban atascados en mitad del tráfico en la intersección que había enfrente. Golpeaba las ventanillas gritando el nombre de Laurel.

Les dio un buen susto a un par de personas que debían de ser turistas. Los de la ciudad no le hicieron ni caso, siguieron leyendo el periódico o haciendo lo que la gente suele hacer en los asientos traseros de los taxis.

Había recorrido quince taxis cuando sonó una bocina detrás de él. Ni siquiera levantó la vista.

—Estás perdiendo el tiempo —le gritó Kay.

Jay se volvió y vio a Kay en el coche.

—Entra. No abandonará el planeta en taxi —le dijo Kay.

—¿Qué?

—Tenemos la nave. Entra.

De vuelta al centro de operaciones, las cosas estaban mucho más tranquilas de lo que Jay había visto en mucho tiempo. Muchos de los alienígenas no estaban allí, aunque las gemelas seguían al pie del cañón.

Zed vio a Kay y a Jay y les hizo señas.

—Las dos naves de combate están todavía allá arriba —dijo. Señaló la pantalla grande—. Cada uno cree que el otro asesinó a su enviado y cada uno piensa que el otro tiene la galaxia, por lo que sabemos.

—Además, parece que cada uno cree que estamos compinchados con el otro.

—Fenomenal. Edgar la tiene. La cucaracha —explicó Jay.

—Lo teníamos pero lo perdimos —aclaró Kay—. Y ahora tiene la galaxia y a un rehén, la forense. —Kay suspiró—. Me estoy volviendo viejo, Zed. Tendría que haberlo cogido.

—Aquí todos nos estamos volviendo viejos, excepto el señor Rápido —hizo un gesto para señalar a Jay—. ¿No creéis que vendrá aquí?

—Tenemos su nave en el almacén principal de este edificio. A estas alturas, apostaría a que todos los pilotos de cualquier nave con capacidad para hacer viajes interestelares a diez años luz saben que hay una cucaracha en la Tierra. Supongo que estarán controlando a los pasajeros extraterrestres con mucho cuidado.

—Espero que tengas razón —dijo Zed.

—¿Tenéis guardias en la nave?

—Por supuesto. No creo que la cucaracha sea tan imbécil como pretender venir aquí, creyendo que podrá recoger su nave tranquilamente y marcharse.

—Tiene un rehén —le recordó Jay a Zed.

El viejo lo miró.

—Hijo, si la cucaracha consigue salir al espacio exterior con lo que los de A y los de B quieren, este planeta probablemente se calentará como una barbacoa rociada con un lata de carbón vegetal. Si cualquiera de nuestros hombres consigue tener a la

cucaracha en el punto de mira, se lo van a cargar para evitar esto, y daría igual que el rehén fuera la madre Teresa.

—; Haría eso? ¿Incluso si Laurel estuviera en peligro?

Kay y Zed se miraron.

Kay miró a Jay.

—Lo haríamos. Y tú también, Jay —le dijo.

Jay pensó en ello durante un instante. Uno no negocia con terroristas y a pesar de que él sentía algo especial por Laurel, conseguir que todas las criaturas de la Tierra fueran aniquiladas por ella no saldría a cuenta.

Sí. Admitía que tendría que disparar.

—Así que... ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jay.

—Vamos —le contestó Kay.

Kay condujo a Jay al centro de mando.

—Organicemos una red biológica en todos los túneles, puentes y peajes —le dijo al técnico que estaba sentado allí—. También en los transbordadores. Pon sobre aviso a las patrullas del aeropuerto y de los trenes. Si no es humano, no quiero que abandone la isla.

—Si no es demasiado tarde —advirtió Jay.

—Si no es demasiado tarde —convino Kay.

—¿ Hay algo que les podamos decir a los tipos de las naves de combate?

Kay movió la cabeza para expresar su desconfianza.

—Zed lo intentará. No confían en nosotros, no les gustamos demasiado, no se pensarían dos veces hacernos volar por los aires y adiós muy buenas si tuvieran una buena razón. Si conseguimos la galaxia y al tipo que se cargó a los suyos, genial, sobreviviremos. Pero si no...

Jay tenía una vivida imagen de su padre apretando una lata de carbón vegetal en una barbacoa humeante cuando él era un niño. Recordaba el estallido de la llama que se levantó y que arrancó a su padre las cejas y un buen mechón de pelo. Ostras.

—No puedo creer que destruyan un planeta entero así, por las buenas —comenzó a decir Jay.

—Uní tecnología avanzada no significa una clemencia avanzada —explicó Kay—. No piensan como nosotros. O quizá piensen como algunos de nosotros... psicópatas o sociópatas.

—Fantástico.

—Lo siento, chico, esto es lo que los convierte en alienígenas, ¿no?

Se disparó una alarma, una sirena fuerte y de sonido metálico que resonaba por todo el edificio.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué?!

—Los arquilianos acaban de activar un disparador de partículas —gritó Zed.

—¿A quién? —preguntó Jay.

—A nosotros —le contestó Zed—. Dirigido al Mar del Norte. ¡Seguimiento!

Jay y Kay corrieron hacia Zed, que estaba observando la pantalla grande. La imagen cambió.

—Tenemos un satélite espía aquí-dijo alguien. Jay no vio quién.

Había una imagen de un rayo brillante como de láser que se abalanzaba sobre el frío océano. Jay vio lo que parecía un iceberg. Después de un segundo, se levantó una nube del agua.

—Vapor supercaliente —explicó Kay.

—Coge un ángulo amplio-ordenó Zed—.¡Pon una escala!

La imagen se volvió confusa. La nube que había hervido parecía casi como un hongo atómico. Una escala en el lado inferior de la imagen parpadeó.

—Novecientos metros de altura —les dijo alguien.

—No está mal, ¿verdad? —dij o Jay—. ¿ Cuánto es eso en realidad? No me aclaro mucho con el sistema métrico.

—Un poco más de media milla^-le aclaró Kay.

—Oh, mierda.

—Exacto. Y puede llegar a alcanzar veinte veces esta altura. Es una gran explosión. No sólo están cocinando unas cuantas focas y unas ballenas, seguramente se producirá una tromba de agua en la costa que se llevará por delante ciudades desde Inglaterra hasta el noroeste de África.

La alarma seguía con su estruendo.

—¡Ahí van los haitianos! —gritó un técnico.

—¡Pon el impacto en pantalla! —ordenó Zed.

Otra imagen borrosa, y una imagen del satélite

eSpía de lo que parecía una tierra yerma y arenosa.

—El desierto de Gobi —dijo Kay, cuando una columna de arena y llaíhas rugió hacia el cielo casi igualando el primer impacto.

—Va a quedar un montón de cristal por ahí —dijo alguien.

—Quizá no por mucho tiempo —dijo Kay—. La historia implica que quede alguien para recordarla.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó Jay.

—Los protocolos de la Convención de Andrómeda —explicó Zed—. Cada uno lanza un aviso, luego paran y tratan de llegar a un acuerdo.

Ambas naves lanzaron unos cuantos rayos más.

—¿Por qué no se disparan entre ellas en lugar de dispararnos a nosotros?

—Eso forma parte de las reglas.

—¿De cuánta tregua estamos hablando?

—Una hogi más o menoi-explicó Kay.

—¿Y después...?

—Si no lo han arreglado, empiezan a disparar. Entre ellos, a nosotros y a cualquier cosa que quieran destruir.

—¿Por qué no pueden arreglar sus asuntos en su maldito barrio?

—El tratado exige que las hostilidades sean sólo entre las naves y sólo en una parte del universo en la que no haya presencia de vida inteligente.

—¿Donde no haya vida inteligente? ¿Y nosotros qué somos? ¿Babosas?

—Desde su punto de vista» más o menos. En una escala del uno al cien, nuestra civilización puntúa un dos. Si desaparecemos del mapa, ellos no saldrán perjudicados.

—Jode, pero es así-concluyó Zed.

—¿Has actualizado las localizaciones de todos los vehículos interestelares con base en tierra y en órbita?

—Sí. Según los logaritmos, nuestro amigo Frank el doguillo cogió el último tren para salir de la ciudad. No puedo creer que haya alguien tan estúpido como para traer una nave estelar aquí después de estos dos primeros rounds. La cucaracha se ha quedado atrapada aquí.

—Lo cual no sirve para una mierda —añadió Jay—. Excepto para que se fría con todos nosotros. No me consuela gran cosa.

—Estamos recibiendo informes de daños de los disparos iniciales —anunció alguien.

—Oigámoslos.

—Atlantic City ha desaparecido.

—Una gran pérdida —dijo Kay.

—Miamí Beach, desaparecida.

—Terrible. Mi restaurante cubano favorito estaba allí.

—Epcot está destruido.

—El destino —apuntó Kay. Jay tuvo una idea.

—Todavía tenemos una hora, ¿no?

—Hartford recibió un impacto directo.

—¡Qué pena! —dijo Zed. —¡Chicos! Si supiéramos adonde fue la cucaracha, ¡todavía podríamos atraparlo! —La mitad de París está ardiendo. —Espero que sea la mitad que piensa que no se puede pronunciar en público hamburger ni ninguna otra palabra americana. Snobs.

—Chicos —dijo Jay—. ¡Eh, carrozas!

Zed y Kay se volvieron al unísono para mirarlo fijamente.

—¿Eso todavía funciona?

Señaló algo. Zed y Kay se giraron para mirar hacia allí. En la pared estaba el mural de la Exposición Universal de 1964. En primer plano, aparecían las dos torres con los platillos volantes falsos sobre ellas.

Zed y Kay se miraron.

—Bueno, maldita sea. Lo teníamos delante de nuestras narices.

—Amén —contestó Kay.

19

Edgar miró la postal y después miró por la ventanilla del vehículo. Sí, sin duda ése era el sitio, justo enfrente. ¡Perfecto!

En la postal, ponía:

FLUSHING MEADOWS, SEDE DE LA EXPOSICIÓN UNIVERSAL DE 1964

Y allí, bien a la vista, dos antiguos platillos volantes vermarianos, cada uno encaramado a lo alto de una gran torre. Pese a lo que se pudiera decir de esas pequeñas criaturas repugnantes, había que reconocer que construyeron unas naves de primera. Lo bueno era que los motores y los fuselajes vermarianos estaban engranados en n-dimensiones subetéricas integradas, así que si el fuselaje todavía estaba intacto, casi era seguro que el motor aún sería operativo, y por la fotografía —y por la visión directa en el atardecer— parecía que los fuselajes estaban en buenas condiciones

Así que, ¿ quién necesitaba la porquería de nave de segunda mano que le había tocado? Se la podían quedar ellos y si creían que iba a volver para recogerla, ya podían esperar sentados. Entre tanto, él habría tomado prestada una de las naves vermaria— nas y les llevaría años luz de ventaja.

El locutor de entretenimientos en el taxi había hecho mención de algún tipo de impacto de meteorito en el planeta que había destruido algunas zonas y que había matado unos pocos cientos de miles de habitantes.

Debían de ser los arquilianos y los haitianos que estaban en fase de calentamiento, Edgar sabía que no se trataba del impacto de un meteorito.

Sin duda, era el momento de dejar este mundo.

—Ya estamos —dijo la mujer. Paró el vehículo—. Sal. Yo me encargo de cerrar y en seguida estoy contigo.

Edgar torció la llave de contacto y la partió. Salió por su lado de la nave.

La mujer subió las ventanillas y cerró las puertas con el seguro.

En el rostro de Edgar se dibujó una sonrisa burlona. Se dirigió al lado de la nave en el que estaba la terrícola hembra, cogió la puerta y la arrancó de cuajo. Cogió a la terrícola por el brazo y la arrastró con él.

—INo aprecias mi compañía? —le preguntó.

—Vamos. No me necesitas, quienquiera... lo que quiera... que seas. ¿Por qué no dejas que me vaya?

—Bueno, podría hacerlo, pero es un viaje largo y no tengo tiempo de recoger provisiones —le explicó él.

—¿Qué quieres decir?

—Necesitaré un tentempié para el camino.

La terrícola hembra se puso pálida. Bien. Era mejor que estuviese asustada e indefensa. Podría matarla en ese momento, colgarla en una de las compuertas externas una vez en el espacio y congelarla antes de entrar en el hiperespacio, pero a él le gustaba la carne fresca siempre que fuera posible. Es posible que ella fuera a durar unos cuantos días antes de morir de sed o de hambre o de lo que fuera y aun así resultaría más sabrosa que si la congelaba.

Se tiene que disfrutar al máximo de la comida cuando uno se va de excursión.

—Vamos —le ordenó él mientras la arrastraba hacia una valla que rodeaba la zona.

—Esto es un secuestro —dijo ella—. ¡Existen las leyes! ¡Te podrían condenar a muerte por esto!

—Sólo si me cogen tus policías —le contestó Edgar—. Y por lo que he visto hasta ahora, no encontrarían ni su propia nariz.

Cuando regresaron al coche ya estaba oscureciendo. Kay se sentó al volante y puso el motor en marcha mientras Jay se ponía el cinturón.

—Vamos a cazar cucarachas —dijo Kay.

Pisó el acelerador y salió a toda velocidad.

Jay miró el reloj y luego el rótulo luminoso de noticias, los mets persiguen la victoria. A este anuncio le seguía: lluvia probable, la temperatura bajará anormalmente para la época del año.

Y a éste le seguía: desastre global a causa de un meteorito.

Estaba muy bien que la gente tuviera claras sus prioridades. Y lo del meteorito debía de ser una maniobra de distracción de Zed o su gente.

«No, Jay, nuestra gente. Ahora eres uno de ellos, ¿recuerdas?»

Kay conducía con su estilo maníaco habitual, usando el acelerador como si fuera el freno y tocando mucho la bocina. Un giro brusco hizo que la cabeza de Jay se golpeara contra la ventanilla.

—¡Oye!

—Lo siento.

Miró hacia arriba y vio una señal enfrente.

—¿Adonde vas? —le preguntó a Kay—. ¿No pretenderás coger el túnel Midtown?

—¿ Se te ocurre algo mejor para llegar a Queens desde aquí?

—Vamos, hombre, ¡habrá atasco a esta hora! ¡Estaremos en mitad del tráfico cuando lleguen los disparos a freimos!

—¿Sabes una cosa? Para ser tan joven, te preocupas demasiado.

Se metieron en el túnel. Kay entraba y salía del carril y adelantaba a los coches y a los camiones como si estuvieran parados.

Enfrente de ellos, Jay divisó la cola de un embotellamiento dentro del túnel, con nuevos coches que llegaban y aminoraban la marcha hasta pararse, con lo que hacían la cola más larga.

—¡Oh, maldita sea! ¡Te lo dije! A lo mejor puedes volver...

Kay sonrió satisfecho.

—¿Te acuerdas de aquel botón?, ¿el que te dije que no apretaras?

—¿Y?

—Ahora sí lo puedes apretar.

Jay miró el botón, que llevaba una tapa. Hizo un movimiento negativo con la cabeza para expresar su extrañeza y levantó la tapa con el pulgar.

—No nos va a servir de nada poner la sirena o las luces, ¡no se pueden apartar! He estado el tiempo suficiente en la patrulla como para saberlo —le dijojay.

—Tú limítate a apretar el botón, ¿vale?

—Bien.

Jay apretó fuerte el botón con el pulgar.

—Así que de esta forma termina mi historia —se lamentó—. Frito con un rayo sincronizador de un alienígena en una mierda de coche junto a un paleto vestido de negro —negó con la cabeza—. Mi madre se sentiría muy orgullosa.

El coche... borboteó.

El LTD retumbó, luego hizo un sonido como si un gato gigante se hubiera despertado y hubiese empezado a ronronear.

—¿Qué demonios es eso?

—Conviene que compruebes que tu cinturón de seguridad está bien abrochado, amigo.

Más que ver, Jay sintió que el LTD estaba empezando a cambiar. Los lados parecían extenderse hacia fuera, la parte trasera creció y de las suaves superficies metálicas surgieron protuberancias. A Jay le costó un segundo entender lo que estaba pasando. Parecía como si el coche hubiese adquirido musculatura, bultos de acero conectados unos a otros por tendones que parecían de cable, y todo parecía... latir y brillar.

Era como si el LTD se hubiera metamorfoseado y se hubiera convertido en una especie de... animal metálico.

Sintió erizarse el vello de la nuca y se le puso la carne de gallina.

No estaba en un coche de serie.

Por el momento, no tuvo tiempo de maravillarse porque apareció una furgoneta enfrente.

Kay iba a ciento doce y en un instante se iba a estampar contra la furgoneta con la fuerza suficiente para transformarla a ésta, a ellos mismos y quizás a un par de coches más en un gran acordeón humeante. Entonces sí que se montaría un atasco bestial...

—¡Oh, miiiierda! —exclamó Jay. Apretó el pie contra un freno imaginario, intentando parar el coche—. ¡Para! ¡Nos vamos a matar!

Kay giró el volante a la derecha y el LTD viró bruscamente.

Eso no iba a servir de nada, no había sitio adonde ir, ¡era un maldito túnel! Jay podía imaginárselo. Chocarían, estallarían contra la pared y darían vueltas como una bala hasta llegar al principio del atasco y ¡acabarían aplastados en un LTD en llamas!

¡Eso si tenían suerte...!

Entonces, de la parte inferior del coche surgió un sonido como de aspiradora. Jay nunca había oído nada parecido. Quería cerrar los ojos para que cuando el coche se estrellase en la pared del túnel, no tuviera que verse a sí mismo saliendo disparado por el parabrisas, pero ni siquiera podía pestañear, tenía los ojos como platos.

—¡Nos matamos!

El coche giró con brusquedad y subió por la pared.

Subió por la pared.

Estaban en ángulo recto con la calzada, que quedaba justo debajo, a la izquierda de Jay, y el LTD siguió circulando por la pared como una mosca... una mosca realmente rápida. El coche subió más, hizo un tirabuzón, hasta que estuvo en el techo, ¡cabeza abajo!, e incluso aumentó la velocidad.

Oh, no. Eso no podía estar ocurriendo.

—¿Te importa que fume? —le preguntó Kay.

Jay se estaba escurriendo del cinturón y le estaba bajando la sangre a la cabeza. Estaban circulando cabeza abajo por el techo del túnel Midtown y aquel colgado le hablaba de cigarrillos.

—¡¿ Qué?! —exclamó Jay.

—Te pregunto si te molesta que fume dentro del coche.

—¡¡A mí qué me importa que fumes!!

—No hace falta que te pongas así, amigo. Es una cuestión de buenos modales. Últimamente, hay gente a la que no le gusta que alguien fume en el coche.

Kay hizo un giro brusco para evitar algo que sobresalía del techo, algún tipo de instalación eléctrica. Encendió un cigarrillo y abrió un poco la ventana para que saliera el humo.

—Antes se podía fumar en cualquier sitio. Cuando yo empecé, casi todo el mundo fumaba. Ahora se necesita un permiso y rellenar un informe sobre el impacto medioambiental hasta para salir a tu propio patio para fumarte un maldito cigarrillo. Y ya no hablemos de los puros o de las pipas, eso es toda otra historia.

Jay se lo quedó mirando. Le estallaba la cabeza y los ojos le vibraban.

—Claro que debería dejarlo, ya sé que no es bueno para ti.

Fumó otra calada y sacó el humo gris azulado por la nariz.

—¿Sabes ese viejo chiste que dice: «Maldita sea, dejarlo es fácil... ¡Yo ya lo he hecho cinco o seis veces!»? Ése es el problema, nunca lo conseguí.

Lo dejaba durante un día, una semana, incluso un mes, luego las cosas se complicaban en el trabajo —algún retob neutral huía con un retob positivo, un gregnog se comía accidentalmente un flig— parg—, y luego ya estaba otra vez fumando.

Jay parpadeó. Le estaba empezando a doler de verdad la cabeza por estar del revés. El yoga nunca había sido su fuerte.

—Todo eso me hace pensar a veces si me falta control. Si no tengo suficiente autodisciplina-continuaba Kay.

Desmembramiento. Desfiguración. Muerte...

—Kay —empezó a decir Jay.

—¿Sí?

—¡Kay...!

El LTD salió volando del túnel, giró hasta que estuvo volando por encima del tráfico y luego bajó hasta un carril vacío. Aterrizar no fue peor que salir de un bache.

Kay bajó la ventanilla y lanzó el cigarrillo fuera con el pulgar y el índice. Dejó un rastro naranja.

—Realmente tendré que dejarlo —dijo Kay.

En el horizonte aparecieron los puestos de peaje. Sólo había uno abierto y parecía que había nueve hileras en la dirección opuesta.

El LTD salió disparado y atravesó los carriles a una velocidad que Jay calculó en tres o cuatro veces la velocidad máxima permitida. Bueno, a lo mejor cinco veces.

Kay lanzó una ficha por la ventanilla. Jay vio que la ficha caía en la cesta en el instante en que el LTD se cargaba la barrera.

Ka y sonrió ante la reacción de Jay.

—La sincronización, ahí es donde está el secreto. Bueno, de acuerdo, una pequeña acción de la muñeca, pero ante todo hay que dejar que la velocidad del vehículo haga el trabajo, ¿sabes?

—Estás loco. Loco de remate.

—Es probable. Escucha, tendré que acelerar —le dijo Kay—. Agárrate.

—¿Acelerar? ¿A qué te refieres con acelerar? ¡Debemos de ir a ciento sesenta!

En el rostro de Kay se dibujó una sonrisa más amplia.

—A doscientos ocho —aclaró Kay—. Pero, maldita sea, hijo, estoy apretando el acelerador sólo a la mitad. Este bicho llegaría a cuatrocientos si lo llenara con superpremium. Quizás a cuatrocientos treinta si tuviera el viento a favor. Casi nunca lo pongo al tope de sus posibilidades, y el tiempo es lo importante.

—¡Oh, mierda!

—Recuérdalo la próxima vez que no hables con suficiente respeto del coche de alguien, ¿vale?

Jay asintió con humildad. Lo recordaría. Si es que vivía lo suficiente para recordar algo.

Fuera, todo se veía borroso. El LTD, que en ese momento era más un tigre de acero que un coche, corría a una velocidad que un huracán de los grandes envidiaría.

—Chico, nos lo pasamos bien, ¿verdad? —comentó Kay.

Jay luchó para tranquilizarse. Pero su capacidad de mantener la serenidad se debía de haber quedado en algún lugar del túnel, probablemente le costaría un rato, pero lo intentó.

—Oh, sí. Es divertido. ¿Crees que podré conducir yo la próxima vez? Tú conduces como una viejecita.

Kay sonrió.

—Vas bien, Jay, para ser un chico nuevo.

20

Cuando era pequeña, Laurel tenía una muñeca Barbie. Y a Ken y su casa de la playa Malibú y complementos de Barbie cuyo valor ascendía probablemente a varios cientos de dólares y que, sin duda, había tenido que suplicar a sus padres.

Al imbécil de su hermano mayor, William Daniel, al que sus estúpidos amigos llamaban «BD», le había dado por la ciencia ficción.

Un día, mientras ella estaba jugando en la casa del árbol con su amiga Elizabeth, BD había entrado en su habitación y había secuestrado a Barbie y a Ken. Cuando Laurel se dio cuenta, BD ya había salido y había sometido a Barbie al «rayo alienígena asesino», con una lupa grande y los rayos del sol. Le había chamuscado su preciosa melena rubia, había provocado enormes agujeros en su cuerpo, y luego la había partido por la mitad. Le debió de llevar mucho tiempo, incluso teniendo en cuenta lo grande que era la lupa.

Barbie ya se había convertido en una ruina quemada y apestosa cuando BD decidió que los invasores alienígenas ya se habían encargado de ella lo suficiente y empezó con Ken.

Cuando ella lo encontró con Barbie, Laurel se enfadó tanto que lo único que deseaba era matar a su hermano. La única arma a mano era la manguera del jardín. La cogió y la hizo oscilar, golpeó a BD en la cabeza con la boquilla metálica de la manguera y le dio con la suficiente fuerza para que necesitase doce puntos.

Era el día después del Cuatro de Julio y la sala de urgencias se había llenado de pacientes que esperaban con las manos heridas por los petardos y quemadas por las chispas, además de un autobús lleno de gente de un picnic organizado en una iglesia que había comido ensaladilla rusa en mal estado. Había gente vomitando por todas partes, los niños gritaban y su hermano hacía tanto jaleo como cualquiera.

Sus padres no se habían mostrado precisamente encantados.

Ése fue el día en que Laurel decidió ser médico. No para ayudar al imbécil de su hermano, sino para arreglar a Barbie.

Por desgracia, Barbie había fallecido y se encontraba más allá de la habilidad del mejor médico de muñecas. Ken estaba en mejor forma, pero tenía unos agujeros negros de plástico fundido en lugar de los ojos. Le dio unas gafas de sol y un bastón blanco y consiguió una Barbie nueva —que BD tuvo que pagar de su asignación—, pero las cosas nunca volvieron a ser como antes.

Ese día aprendió mucho sobre la muerte y lo hizo de la forma más inverosímil. Para ella, Barbie era real, y había muerto, y la nueva Barbie no era la misma persona.

Ahora, mientras Laurel estaba cerca de una criatura de otro planeta, sintió el aliento frío y maloliente de la muerte otra vez, y de una forma diferente a lo que sucedía en su trabajo, en el que tenía que enfrentarse a la muerte cada día.

Eso era algo personal. Aquella cosa había dicho que iba a comérsela. Cómo iba a abandonar la Tierra era algo que ella no sabía. Para ella, no tenía ningún sentido el haber ido a la Exposición Universal, pero allí estaban.

No estaba dispuesta a terminar sus días como plato fuerte de un alienígena. Tenía que hacer algo, pero no tenía ni la más remota idea de qué.

Edgar se encontraba en la base de la torre de la nave vermariana con la terrícola hembra a su lado. Pensó que colocar las naves en una exposición abierta al público era de hecho una forma bastante inteligente de esconderlas —para los terrícolas al menos—. Cualquiera que hubiera estado alguna vez fuera de este mundo en vías de desarrollo las reconocería de inmediato, siendo que el diseño vemariano era considerado un clásico en algunos círculos. Sobre todo el modelo 55. Pero, claro está, estas formas primitivas de vida con pinta de sacos de carne no reconocerían un clásico si, bueno... si se pone sobre una torre para que todo el mundo lo vea. Y no sólo uno, sino dos.

Increíble.

—Escucha, tú no quieres comerme. No sabría demasiado bien. Además, yo soy una persona muy importante en mi planeta. Una especie de... reina. Incluso de diosa. Los hay que adoran el suelo que piso. No te digo todo esto para presumir, entiéndeme, sólo es para advertirte. Si me comes podrías provocar una guerra. Es casi lo más seguro —le explicó la mujer.

—Bien —dijo Edgar—. La guerra significa alimento y salud para mi familia. Para todos sus setenta y ocho millones de miembros. Son muchas bocas que alimentar, majestad.

—¿Setenta y ocho millones? Dios mío, debéis de tomar muchas vitaminas. Y estoy segura de que eres un padre estupendo —le piropeó ella—. Quizá te interese negociar. ¿Un envío de comida? ¿Un préstamo a bajo interés?

—Arriba-le interrumpió él—. Sube.

—¿Por qué? —replicó ella.

—Porque si no lo haces te mato.

—De acuerdo, si insistes.

La terrícola hembra subió a la torre.

Mientras subía, seguía hablando.

—No te ofendas, pero ¿sabes que te estás empezando a pudrir por los bordes?

Subieron a la torre.

—El disfraz ha servido a su propósito —le explicó él.

—¿Disfraz?

—No pensarás que normalmente tengo esta pinta. No puedo entender cómo os podéis mantener de pie. ¿Esqueleto interno y carne por fuera? Si supierais lo asquerosos que sois, os suicidaríais.

—Uno se acostumbra —le explicó la mujer—. Oh, ¿has visto eso?

Edgar se detuvo y miró hacia arriba. Estaba justo debajo de la mujer. Ella levantó una pierna, la dobló...

Y le pegó una patada en plena cara.

La fuerza era insignificante, pero la sorpresa le hizo perder la concentración por un momento. Tuvo que asegurarse de que no iba a resbalar y mientras lo hacía, la mujer aprovechó para tirarse de la torre.

Él se estiró, trató de atraparla pero falló.

¡Bueno, maldito montón de estiércol!

Sin embargo, la esperada caída y subsecuente estallido de la criatura de carne cuando se estampara contra el suelo no llegó. En lugar de eso, cayó en las ramas de una de esas altas plantas de madera. Unas cuantas ramas se partieron o rompieron bajo su peso, pero había follaje suficiente para parar su caída, de forma que en el camino, pudo agarrar una

rama grande y parar del todo. Se quedó a una distancia del suelo que correspondía a varías veces su propia altura. Se subió a la rama y se colgó de ella. Miró a Edgar. Sonrió.

Bueno. Ellos provenían de los árboles, ¿o no? No era tan extraño que pudieran juguetear en ellos, lverdad?

Edgar consideró la posibilidad de bajar de la torre para coger a la terrícola hembra. El vuelo hasta el puesto civilizado más cercano era realmente largo. Por otra parte, no tenía hambre y sin duda podría pasar sin comer otras pocas semanas o meses. Probablemente el procesador de alimentos ver— mariano podría producir azúcar si lo programaba de forma adecuada. Y si no conseguía lo del aperitivo, bueno, siempre quedaba el disfraz, ¿no? Era cierto que estaba bastante maduro, pero serviría en caso de necesidad. Y tenía que largarse del planeta en seguida. Seguro que pronto llegaba otro meteorito, y él no quería estar presente cuando eso ocurriese.

Suspiró. De acuerdo. Dejaría marchar a la terrícola. Tampoco valía gran cosa. Su familia lo estaba esperando, no tenía tiempo que perder.

Subió a la torre, moviéndose mucho más deprisa ya que la terrícola no le bloqueaba el paso.

Laurel no podía creer que hubiese hecho algo tan estúpido. Saltar desde una torre como ésa. Sí, había visto el árbol, y también es cierto que era su plan si es que a esto se le puede llamar un plan— hacer que el árbol impidiese la caída, pero, Dios mío, eso no ofrecía garantías. Podría haber terminado fácilmente sobre una mesa esperando que su sustituto la abriese a rebanadas para ver qué había ocurrido, y ¿no resultaría eso un tanto embarazoso?

De todos modos... había funcionado, ¿no? Estaba viva, el alienígena no parecía dispuesto a volver a buscarla. Y era mejor partirse el cuello en una caída, en cuyo caso al menos tendría alguna posibilidad, que ser comida por una criatura del espacio. Entre todas las formas de morir, ésta ni siquiera había aparecido en la lista. ¿Quién podría haber considerado algo así?

Estaba sorprendida. ¿Qué se creía el monstruo que iba a hacer en esa maqueta? ¿Es que acaso había por allí una nave nodriza que iba a recogerlo? ¿No pensaría eso —o él o lo que fuera— que las maquetas de los platillos eran de verdad?

En fin, ¿a quién le importaba lo que pensara? Ella estaba viva, si bien es cierto que en un árbol, y el monstruo con ojos de cucaracha iba por otro lado. Las cosas podrían ir mucho peor.

Ahora necesitaba recuperarse y largarse de allí. En seguida.

Kay derrapó y detuvo el LTD reconvertido en el aparcamiento vacío que había junto al terreno de la Exposición Universal. Kay salió de un salto y corrió hasta el maletero. Jay iba pegado detrás de él. Era un maletero jodidamente grande. Uno podía entrar y estirarse, pensó Jay, si no fuera por todos los trastos que llevaba Kay.

Kay cogió una caja negra grande, quitó una hilera de seguros, abrió la tapa...

Dios mío, era increíble. Era el rifle con la pinta más extraña que había visto en su vida. Tenía tres cañones, uno superior y dos inferiores que fácilmente llegaban a los noventa centímetros, con un recargador de acción semiautomática y una recámara que parecía capaz de contener una docena de balas extra de munición. Y las municiones parecían proyectiles de revólver hechos de acero inoxidable.

Jay se preguntó qué pasaba cuando alguien apretaba el gatillo y disparaba uno de aquellos proyectiles. Nada bueno para el destinatario, de eso estaba bastante seguro.

Kay empezó a meter balas en la recámara.

—¿Sabes manejarlo? —le preguntó Jay.

Kay pasó un proyectil de la recámara a la cámara, ¡chunc, chunc!

—No tengo ni idea. Ya improvisaré. Coge este Rifle Pulsar.

Jay cogió un arma un poco menos siniestra que la otra del maletero.

—¿Ésta? —le preguntó a Kay.

—Sí.

Por un instante, Jay se sintió mejor. Un arma

como ésa tenía que poder incluso con un tanque. —Cierra el maletero. El tiempo vuela. Jay cerró el maletero de un golpe. Miró hacia arriba y vio las torres de los platillos volantes. Oyó algo extraño. Un murmullo que iba subiendo de

tono.

—¿Qué es eso? —Mierda —dijo Kay—. Mira. Uno de los platillos empezó a girar como un giroscopio en equilibrio sobre un lápiz. Unas luces brillaron provenientes de una especie de estructura que había alrededor.

—¡ Oh, no! ¡ Llegamos tarde! —¡Vamos! Echaron a correr.

21

Edgar pasó las manos por los controles de la nave y se sintió satisfecho al ver que casi todos los sistemas estaban activos. Unas luces brillaron en el tablero de mandos. Un anuncio grabado en vermariano se puso en marcha:

«Se comunica a los pasajeros que a partir de este momento queda prohibido fumar; por favor, conecten los controles de sus asientos estáticos para el despegue.»

Este anuncio iba seguido de música vermariana, una horrible cacofonía que habría hecho vomitar a un spugor. Rápidamente Edgar lo apagó. Ya comprobaría más tarde si había alguna canción pasable en el sistema de almacenaje, algo más adecuado para una especie decente. No tenía demasiadas esperanzas de que así fuera, puesto que era algo sabido que los gustos musicales vermarianos eran por lo general pésimos y que su propia música era la peor de todas las especies conocidas. Bueno. Si exceptuamos algunos de los nuevos estilos de lo que los terráqueos llaman música que él había oído mientras investigaba por la galaxia. ¿ Rock and roll? ¿ Reg. gae? ¿ Rap? Todo eso era para revolverle las tripas a cualquiera...

Ya había tenido bastante. Ya tendría tiempo de juguetear con los sistemas de entretenimiento una vez que estuviera lejos del planeta. Casi estaba fuera de peligro, más valía no enredarse ahora. En pocos minutos, ese planeta iba a convertirse en un mal recuerdo, iba a quedar reducido a una basura humeante por otro intercambio en el conflicto arquiliano-baltiano. Cuando él llegase a casa, la guerra estaría en pleno apogeo y todos en la familia comerían bien. Otras familias también se beneficiarían, lo cual no significa que nadie se lo fuera a agradecer lo más mínimo, oh, eso sí que no. Bueno, así eran las cosas. A él no le importaba mientras ellos comieran, mientras su propia familia estuviera alimentada.

Edgar puso en marcha el elevador del platillo volante. Se oyó un potente zumbido mientras los motores integrados retumbaban y se ponían en línea. El noventa y ocho por ciento de la energía estaba disponible. ¿Por cuánto tiempo habría estado la nave colocada allí? Ah, estos vermarianos, había que reconocerlo, ¡ellos sí que sabían construir buenos vehículos!

Uno de los dedos del disfraz se cayó. Oh, bueno. Ardía en deseos de salir de esa maldita vestimenta. Tan pronto como superase la gravedad, se quitaría a Edgar de encima y volvería a su maravillosa personalidad. Se hace difícil soportar tanta fealdad.

Ay, la de cosas que uno hace por su familia.

En este sentido, la terrícola hembra había acertado. Las responsabilidades de ser padre exigían mucho y él era un buen padre, si es que se le permitía decirlo. Mejor que la mayoría. Le habría gustado ver a Merg o a Barí o incluso a Revo embutidos en una de esas vestimentas de humano durante unos momentos. Habrían enloquecido y habrían destrozado todo lo que hubiera quedado al alcance de sus pinzas, y que los demonios se hubieran hecho con sus familias. Él sabía cuál era su deber. Él hacía todo lo que fuese necesario, aunque en ocasiones resultara repugnante. En el pasado tuvo que hacer cosas peores, pero estar sin pinzas, eso no recordaba haberlo hecho.

No importaba. Prácticamente, todo había terminado.

La nave se elevó de la plataforma, se separó con un satisfactorio crujido del molde que mantenía la nave en su sitio.

«Hasta nunca, sacos de carne.»

Kay derrapó y se detuvo mientras maldecía con una soltura que nada tenía que envidiar a la de un carguero lleno de marineros.

—¡Ha despegado! —exclamó.

—¿ Qué hacemos?

Kay levantó su escopeta de cañón triple. Miró ajay.

—Es un tiro a larga distancia pero no tenemos nada que perder. Pon tu rifle en el pulsar nivel cinco, factor de implosión subsónico cuatro...

—¿Qué?

—El botón verde. Aprieta el botoncito verde. Apunta al platillo, después, a la de tres, apretamos el gatillo, ¿vale?

Jay asintió. Eso sí que podía entenderlo. Apuntó el rifle al platillo. Había una mira al final del cañón del rifle y la centró sobre la nave, que se estaba elevando. Apretó el botón de carga.

—Estoy listo.

—Vale. Uno... dos... ¡ ¡tres!!

Jay apretó el gatillo de su arma.

Por un instante, pareció que las armas hubieran fallado. No ocurrió nada. Luego se oyó un ruido como un trueno, como si un montón de aire se introdujera a toda velocidad para llenar una aspiradora gigante. Jay sintió la enorme onda expansiva y pudo observar cómo la especie de distorsión en el aire que producía a la vista se elevaba próxima a ellos a toda velocidad hacia el platillo. El retroceso de la onda tiró a ambos hombres al suelo. Se cayeron de cara. Jay trató de incorporarse pero no pudo. Se las arregló para levantar un poco la cabeza, lo suficiente para ver que la onda

expansiva alcanzaba el platillo y... ¡lo succionaba hacia abajo!

El platillo iba directamente hacia ellos.

—¡Maldita sea!

Jay trató de cerrar los ojos, pero fue inútil. Iba a chafarlos como si fueran cucarachas...

Edgar notó cómo la vibración sacudía la nave, sintió que se interrumpía la ascensión y supo casi de inmediato lo que había pasado.

Maldijo en voz alta y muchas veces. ¡La maldita basura tragviliana se dedicaba al contrabando de armas! ¿Qué clase de ruynanese qirt-hijo de binju— su madre les daría a los terrícolas ese tipo de equipo? ¡¿Y las leyes?! ¿Es que ya no quedaba moralidad en esta época?

La nave cayó.

¿Es que ya no había nada sagrado?

Parecía ser que no...

Laurel habría gritado a los dos hombres pero una fuerza invisible agitó el árbol cuando dispararon aquellas extrañas armas a la nave.

¿Cómo era posible que una maldita maqueta emprendiese el vuelo?

Eso no importaba... Un resto de lo que fuera que hubiesen disparado sopló entre las ramas y el árbol se agitó como si un gigante lo hubiera cogido y estuviera tratando de tirarla. Agarró el tronco con ambos brazos y también lo rodeó con las piernas.

Aun así, la cosa estaba muy cerca. Se rompieron y cayeron algunas ramas, las hojas volaron en todas direcciones y sus dientes vibraron y entrechocaron cuando se agarró al tronco.

Cuando la tormenta se calmó, Laurel miró a los hombres. Estaban pegados al suelo, pero el guapo y no-demasiado-espabilado se estaba levantando y gritaba. No podía entender lo que decía, pero también apuntaba al platillo, así que miró en esa dirección.

El platillo estaba volando, o quizá cayendo, justo hacia donde estaba ella.

Habría gritado pero no le salía la voz. Lo máximo a lo que llegó fue aun débil quejido.

No podía ser. A lo mejor todo era una especie de pesadilla. A lo mejor estaba en casa, en la cama, durmiendo, y nada de eso estaba ocurriendo.

A lo mejor. Pero no lo creía. La dura corteza bajo sus manos, los olores y los sonidos, todo parecía demasiado real para ser un sueño. Sólo era un deseo de que así fuera.

El platillo cayó...

Kay observaba el platillo, que temblaba y caía. Parecía que iba a aterrizar sobre ellos, pero sólo era una impresión... siempre y cuando el chico hubiese preparado el arma de la forma adecuada.

Esperaba que la hubiese preparado de la forma adecuada.

Aparentemente lo había hecho. El platillo cayó y se estrelló muy cerca de ellos, en el Unisferio, aquel viejo globo grande de acero, y levantó trozos de metal, cemento y suciedad.

Quizás el asiento estático no había funcionado, lo cual ahorraría a todo el mundo los costes de un juicio-

Podrían tener esa suerte. Cuando él y el chico se levantaron y corrieron en aquella dirección, Kay vio que la escotilla se deslizaba hacia atrás y que el hombre que cada vez se parecía más al monstruo de Frankenstein aparecía.

Kay levantó su arma y lo apuntó.

—¡Estúpidos sacos de carne! ¡No importa! ¡Ya he vencido! —exclamó Edgar.

Salió de la nave de un salto y empezó a caminar hacia ellos.

Se le cayó un trozo de cara. Sólo un pedazo pequeño.

—Quieta ahí, cucaracha. Quedas arrestado por violar la Sección Dos, Artículo cuatro-barra-uno— barra-cincuenta y tres del Acuerdo Tycho. Haz entrega de cualquier galaxia que lleves encima.

—¡Saco de carne chupa-leches! Qué imporw lo que digas. Dentro de poco ni siquiera existirás. ¡Ya no puedes pararlo! ¡Ya sé que las naves de combate están allá arriba!

—Muy bien. ¡Basta que me des una excusa para freírte un rato antes, cucaracha! Ahora, aléjate del vehículo y pon las manos sobre la cabeza —ordenó Kay y moviendo el arma.

—¿Que ponga las manos sobre la cabeza?

Edgar sonrió burlón.

Kay se aseguró de que tenía el arma bien cogida. Una cucaracha sonriente, eso era una mala señal.

Tenía ganas de freírlo en ese mismo momento, pero a esa distancia un disparo podría vaporizar el objetivo y en algún sitio la cucaracha tenía la galaxia. No, dispararle no era una idea tan buena.

Kay confiaba en que la cucaracha no se diera cuenta de ello.

Al fin, pensó Edgar. ¡Al fin iba a librarse de aquel horrible disfraz!

Respiró hondo.

Respiró muy muy hondo...

Jay no sabía si la posición del botón verde era la correcta... Tampoco estaba en absoluto interesado en succionar a la cucaracha y que se le estampase en la cara, dada la forma en que había visto moverse al platillo... pero no sabía qué otro control usar, así que apuntó el rifle hacia Edgar como si supiera lo que estaba haciendo.

No le gustaba demasiado la forma en que Edgar les sonreía. Una cucaracha no debería sonreír en una situación como ésa. No señor.

La cucaracha flexionó los brazos. La piel reventó y extendió lo que parecían unas grandes patas de cucaracha por los lados.

¡Maldita sea, debía de alcanzar los seis metros!

Las ropas y luego la carne de las piernas de Edgar se rasgaron y revelaron dos horribles patas de insecto más, dobladas sobre sí mismas un par de veces. Las patas se extendieron y la cucaracha se irguió en toda su altura, que no era poca.

Jay tuvo que flexionar el cuello para ver la cabeza de la cosa-

Incluso mientras iba creciendo, el torso reventó, la cabeza explotó, y en un instante, Edgar había... desaparecido.

Había pequeños restos aquí y allá como si fuera una pelota reventada, pero nada que pudiera identificarse como humano.

Lo que quedó en el lugar que había ocupado Edgar era una cucaracha gigante y peluda con una cola larga y escamosa que acababa en un extraño aguijón. Su cabeza se parecía a la de una cobra, con ojos elípticos y una nariz minúscula, y sus pies terminaban en tres puntas y se parecían a los de un camello.

¿Que si era feo? Era peor que un jugador de la NBA con un vestido rosa ajustado.

Jay percibió el olor del veneno que goteaba del aguijón de la criatura. Olía a hormigas machacadas. Quizá varios cientos de miles de hormigas machacadas.

—Oh, mierda —dijo Jay.

La cucaracha puso sus patas superiores sobre la cabeza.

—¿Las manos sobre la cabeza? ¿Así está bien? —se burló.

Jay miró a Kay.

—¿Y ahora qué? —le preguntó.

—Si se mueve, dispara.

—¿Lo dices en serio? —dijo la cucaracha—. ¿Dispararme? Me parece que te equivocas.

—Tú te equivocas, cucaracha-replicó Kay—. ¡Muévete un milímetro y te convierto en vapor su— percaliente! ¡No quedará de ti ni para llenar una taza de té!

—Te estás echando un farol, terrícola. Si sólo estuviera yo, apuesto a que lo habrías hecho en un segundo cemoniano, pero sé que no lo harás. ¿Sabes cómo lo sé? Porque hay incontables billones en peligro, ¿verdad, payaso? Ya sabes de qué hablo, ¿no?

Jay le lanzó una mirada a Kay.

—Se refiere a la galaxia —aclaró Jay.

—Ya sé a qué se refiere —le respondió Kay, y luego se dirigió a la cucaracha—. Escucha bien, pedazo de bicho, puede que no te pueda hacer saltar por los aires, pero te aseguro que te puedo amputar las patas por las rodillas. Puede ser doloroso.

La cucaracha rió.

—¿Dolor? —dijo—. ¿Qué clase de amenaza es ésta? Si no me puedes matar, ¿qué más da? Puedo desarrollar unas patas nuevas. Además, ¿cómo sabes que no tengo la galaxia donde vayas a dispararme? Podría estar en cualquier sitio, ¿no? No puedes correr ese riesgo, ¿verdad?

Kay no respondió.

—Tenemos un empate rexigan, ¿verdad, saco de carne?

22

¡Ese cabrón era gigantesco! Jay se sintió como una sardina intentando hacer frente a un gran tiburón blanco. No estaba seguro de lo que haría la pistola si disparaba, pero si la cucaracha movía una sola antena, desde luego que lo iban a averiguar, con galaxia o sin ella.

La cucaracha les escupió.

Fue algo tan rápido que a Jay le pareció increíble. De repente disparó una bola viscosa y pegajosa del tamaño de dos pelotas de baloncesto, que le pringó los brazos y el arma. La bola estaba unida a la cucaracha por una especie de moco largo de la misma sustancia. Jay intentó apretar el gatillo, pero no le dio tiempo. La cucaracha... aspiró y succionó de nuevo la masa viscosa, junto con las armas de Kay y Jay y parte de la piel de sus manos. Además del Rolex falso de Jay.

—Oh, oh —exclamó Kay.

Jay se dio cuenta de que más le valdría estar en otro lugar e hizo ademán de huir, pero la cucaracha, muy rápida para ser un ente de semejante tamaño, golpeó a los dos hombres con una de sus pinzas y los envió volando a cuatro o cinco metros de distancia. Los dos cayeron rodando.

—¡Sigo con «las manos en la cabeza», bolas de carne! —se burló la cucaracha.

Las enormes pinzas se cerraron con un ruido seco, como si un gigante hubiera partido un poste de teléfonos por la mitad.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jay, mientras se ponía en pie con dificultad—. Esto no está saliendo exactamente como lo habíamos planeado.

—Este tío está empezando a cabrearme —respondió Kay.

Se limpió un poco el traje.

—¿Ya no puedes utilizar el neuralizador para que se olvide de quién es?

—No funciona con las cucarachas.

—¿No te quedan más truquitos en el sombrero?

—Me imagino que ya no tendrás el Mosquito Zumbón.

—¡Hostia! ¡Sí que lo tengo! —exclamó Jay.

Se llevó las manos al bolsillo de la chaqueta.

Vacío.

—Mierda —gritó—. Se me debe de haber caído.

—Pues ahora ya no tenemos tiempo para buscarlo.

Kay miró fijamente a la cucaracha, que seguía

de pie frente a ellos, observándolos. Jay no estaba J§ seguro, pero le pareció que estaba sonriendo. Probablemente se lo estaba pasando de puta madre. En seco, la cucaracha dio media vuelta y se encaminó hacia la nave. Kay fue tras ella.

—¿Adonde vas? —le preguntó Jay.

—Tengo que recuperar mi pistola.

—¿Y cómo? ¿Le vas a meter los dedos por la garganta a ver si la vomita? ¡Se ha tragado las putas pistolas, Kay!

—Pase lo que pase, no dejes que se meta en la nave.

Jay le miró fijamente.

—¿Y cómo se supone que se lo voy a impedir? ¿Intento convencerla?

—¿Y por qué no? Podrías matarla de risa.

Kay fue tras la cucaracha. Jay miró a su alrededor, buscando una pistola, una piedra, un palo, cualquier cosa.

—¡Eh, bicho! ¿Adonde vas? —gritó Kay.

La cucaracha no se detuvo.

—¡Eh! ¡Te digo a ti! ¿Sabes cuántas de tu especie me he cargado con un periódico enrollado?

La cucaracha frenó en seco. Se dio media vuelta y miró a Kay de forma amenazadora, como un tira— nosaurio rex en versión insecto.

—¡No eres más que un pegote amarillo en la página de deportes, capullo! ¡Un asqueroso parásito intestinal come-mierda!

Kay se agarró la entrepierna igual que hacen los jugadores de béisbol para ponerse en su sitio las pelotas.

—¡Cómeme!

La cucaracha soltó un bufido que a Jay le sonó como el silbido de veinte locomotoras de vapor. Abrió la boca, desencajando las mandíbulas igual que una serpiente. Se abalanzó sobre Kay y se lo comió. Cuando le llegó al buche, echó la cabeza hacia atrás y se lo acabó de tragar entero.

Jay vio cómo el cuerpo de Kay bajaba por la garganta de la criatura, que se dilató como si se tratara de una serpiente comiéndose una rata. Podía distinguir los golpes y patadas que daba Kay dentro del bicho. Oyó un grito sordo mientras desaparecía.

Joder!

La cucaracha se alzó completamente, era un verdadero monstruo. Rugió de forma atronadora, como si fuera un tornado destrozando un aparcamiento de autobuses.

Fin de la partida, pensó Jay. Había que hacer algo. De ninguna manera iba a acabar como postre.

El estómago de la cucaracha no estaba recubierto de un exoesqueleto, sino que era más bien como cuero duro. En el interior de aquella cosa Jay distinguió el contorno de una de las pistolas que se había tragado. Y también lo que parecía una mano avanzando a tientas hacia el arma.

¡Mierda!

La cucaracha dio media vuelta en dirección a la nave.

Jay sabía que tenía que actuar deprisa. Rápidamente adelantó a la cucaracha y se fue directo a los escombros que había en el lugar donde se había estrellado la nave. Encontró un bloque de hormigón del tamaño de un melón y lo levantó con esfuerzo. Cogió algo de carrerilla para tomar impulso y le lanzó el misil.

El cascote acertó a la cucaracha en una cadera y rebotó.

Mierda.

Jay miró a su alrededor. Vio un trozo de metal retorcido, una barra más o menos de su altura y del grosor de su muñeca. Lo recogió y se acercó a la cucaracha por detrás cuando ésta se acercaba al platillo.

—¡Quieto ahí, bicho, o te hago un agujero nuevo en el culo!

La cucaracha no le hizo ni caso. Se detuvo un momento para soltar un eructo escalofriante y se puso a quitar escombros de debajo del platillo.

Jay le golpeó con la barra metálica, una y otra vez. Sonaba igual que si le estuviera atizando a un enorme bidón lleno de aceite.

Laurel no daba crédito a sus ojos. Todo era cada vez más y más raro. Iba a necesitar un nuevo vocabulario para definirlo. Primero el alienígena se arrancó el disfraz de humano y creció hasta convertirse en una cucaracha gigante. En un abrir y cerrar de ojos multiplicó su tamaño por cinco. Luego les escupió a los dos hombres una especie de mocarro, les quitó las armas y se las tragó.

Y luego se comió a uno de ellos.

Tenía que bajarse del árbol cuanto antes y alejarse lo máximo posible de aquel lugar. Ni siquiera pasear de noche por Queens le daba tanto miedo. Puede que los gamberros del barrio le hicieran cosas muy desagradables; puede que incluso la mataran, pero casi seguro que después no se la iban a comer.

¡Vamos, hay que bajar!

Empezó a descender del árbol. Se arañó las manos, las piernas y la cara, pero no le importó. Ya se curaría, a menos que acabara siendo digerida en la barriga de una cucaracha del tamaño de un elefante.

¡Venga! ¡Vamos!

Kerb, que ya no tenía que recordar que se llamaba Edgar, cesó de excavar debajo del platillo. Se le pasó por la cabeza escalar la otra torre y llevarse la segunda nave.

No, mejor usar la que ya tenía. Estaba más cerca, tenía mucha prisa y además una caída tan pequeña no debía haberla estropeado.

Se percató de un golpeteo rítmico. Se giró.

Enfrente suyo, mucho más abajo, vio al humano de color oscuro, golpeando su exoesqueleto con un objeto metálico. A Kerb le pareció de lo más divertido. Había que reconocer que tenía valor, aunque cerebro no, desde luego. Se agachó, agarró la barra metálica y tiró de ella.

El humano la soltó. Buena idea, o si no hubiera salido despedido a una distancia considerable, teniendo en cuenta la forma actual que presentaba Kerb.

Kerb atacó al humano con la barra metálica, pero éste se echó al suelo y falló por poco. Tiró la barra e intentó matarlo con una de sus pinzas, pero el humano rodó hacia un lado y la clavó en el hormigón. ¡Bah!

Jay rodó por el suelo hasta quedar debajo de la cucaracha. Como se sentara le iba a hacer papilla. Vio una tira de acero retorcida, con un extremo muy afilado. La cogió. El bajo vientre era blando. ¡Puede que si le pinchaba con fuerza se desinflara como un neumático!

La cucaracha dio media vuelta con esas patas enormes, se inclinó hacia delante, igual que uno de esos juguetitos que se balancea y bebe agua de un vaso, y de pronto Jay se encontró a escasos centímetros del feo rostro de la cucaracha, que le miraba cabeza abajo.

—¿Qué haces ahí abajo, bola de carne?

Jay se apartó precipitadamente en el momento en que la cucaracha intentaba morderle con sus increíbles mandíbulas. Salió rodando de debajo de la cola y echó a correr como alma que lleva el diablo.

Kerb pensó que por fin aquella diminuta criatura había entrado en razón.

Se puso de nuevo a quitar escombros. Apartó un enorme bloque de material de construcción.

Oh, oh. Un boquete en el casco. ¡Joder! Se supone que eso no tendría que ocurrir en una nave vermariana. ¡Vaya mierda de acabados!

Bueno, aún quedaba otra nave. Más le valía darse prisa en subir.

Se alejó de la nave inservible.

A Jay se le estaban acabando las ideas. Kay seguía vivo dentro de la cucaracha, y si lograba coger la pistola antes de ser digerido por los jugos gástricos de esa cosa, aún les quedaba una posibilidad.

Tenía que hacer lo que fuera para retrasarlo.

Cogió carrerilla e intentó derribar a la cucaracha de un empujón.

Bueno, se abalanzó sobre una de las patas y la agarró con fuerza, pero al bicho le hizo el mismo efecto que una pulga mordiendo a un San Bernardo.

—¡Puede que seas un pedazo de cabrón en tu colmena, so capullo, pero ahora estamos en Nueva York! ¡Aquí no eres más que un turista! ¡Quieto!

La cucaracha aceleró y Jay tuvo que soltarse. Consiguió agarrarse a la cola, por fortuna muy por encima del aguijón.

—¡He dicho que te estés quieto! ¡Párate o te arrepentirás!

Laurel ya casi estaba en el suelo. Sólo un poquito más y podría saltar. Tampoco es que tuviera tanta prisa. No le interesaba torcerse un tobillo y no poder correr a toda pastilla, no señor.

A medida que había ido descendiendo por el árbol, había perdido de vista la pelea (si es que podía llamársele así) entre el muchacho y la cucaracha. Sólo había podido echar algún que otro vistazo. Vio que el chico le gritaba a la cucaracha y le pegaba con algo, y que, para su desgracia, le estaban dando una soberana paliza.

O bien era el hombre más valiente que había visto jamás, o mucho más idiota de lo que pensaba, lo cual era difícil de creer.

No se había atrevido a atacar a esa cosa cuando tenía aspecto humano, de modo que ahora tampoco pensaba acercarse.

Kerb miró a sus espaldas. Ahí estaba otra vez esa pequeña bola de carne, agarrada a su cola. ¿Acaso los humanos no tenían siquiera la inteligencia de un pedrusco?

Aparentemente no.

Sacudió la cola violentamente y envió al humano diminuto volando por los aires. Se giró antes de que cayera al suelo. Ya no tengo tiempo de jugar, terrícola. He de irme.

Jay cayó en mitad de un contenedor. Por fortuna la basura putrefacta era blanda y amortiguó la caída, o se hubiera matado.

Se puso en pie como pudo, se sacudió unas pieles de plátano de la cabeza y se limpió de la cara una sustancia que olía como una vomitona arrojada la semana anterior.

Ahora sí que se le habían acabado las ideas.

Bajó la mirada y vio a una cucaracha que le corría por el brazo. ¡Mierda! Se la quitó de encima.

Miró al suelo y vio una docena más de cucarachas, algunas de ellas del tamaño de su pulgar, molestas por su repentina visita. Cucarachas. ¡Cucarachas por todas partes!

No es tu principal motivo de preocupación, ¿no crees, Jay? Unas cuantas cucarachas vulgares no tienen la menor importancia si te enfrentas a un bicho como Edgar. O lo que había sido Edgar.

De repente se le ocurrió algo.

Miró al suelo y dio una patada en un lateral del contenedor oxidado. El metal era fino y cedió. Se salió toda la basura y, con ella, una oleada de cucarachas, que tiñeron el suelo de un color marrón oscuro. Jay salió del contenedor de un salto y cayó en mitad del ejército de cucarachas irritadas.

¡Puaj!

No hay nada que suene igual que cuando se pisa una cucaracha. Es una especie de crujido seco. Una vez que lo has oído, ya no se te olvida jamás. Jay había crecido oyéndolo. Por mucho que sus padres echaran matacucarachas en casa, siempre había unas cuantas que sobrevivían y acababan aplastadas en la suela del zapato. Su madre sentía una vergüenza infinita por culpa de esos bichos. Según su padre, habían venido de Misisipí dentro del viejo arcón de cedro de la abuela. No alcanzaba a comprender cómo habían podido sobrevivir en Pensilvania pero, vinieran de donde viniesen, no había manera de acabar con ellas. Algunos meses la madre de Jay sólo atrapaba unas cuantas con las trampas que ponía, o veía un par de ellas que salían de los resquicios arrastrándose para morir, pero jamás consiguieron eliminarlas a todas.

En su anterior apartamento las cucarachas eran capaces de romper las trampas y llevárselas a rastras, comerse los polvos venenosos y encima rebañar el plato.

La única manera de asegurarse de que estaban muertas era pisarlas y escuchar el crujido.

El alienígena, que ya se dispoma a escalar la torre, se detuvo. No parece que tuviera ningún problema auditivo.

—¡Eh, bicho! ¡Mira! ¡Me parece que acabo de aplastar a tu primo!

La cucaracha dio media vuelta. No parecía muy contenta.

—¿Quéhas dicho?

Bueno, Jay. Ya te está haciendo caso. ¿Y ahora qué?

23

Jay se dio cuenta de que lo único que podía hacer era seguir llamando la atención de la cucaracha. Al parecer no le gustaba la idea de que Jay estuviera chafando a sus parientes lejanos.

Jay se movió unos milímetros, levantó el pie y aplastó una enorme cucaracha.

¿Se parecía al ruido que hace una patata frita cuando la pisas? No, era más sonoro. ¿Como chafar un Frito? Casi. No exactamente, pero muy parecido. De todos modos, existía cierta diferencia.

—Uy. ¿Crees en la reencarnación? —preguntó Jay—. Puede que el bichejo éste se reencarne en tu sobrino. También puede ser que ya fuera tu sobrino.

El alienígena le miró con odio.

—No hagas eso —ordenó.

Pero no se movió de donde estaba.

Jay dio un par de pasos de ballet hacia su izquierda y aplastó dos cucarachas de un pisotón. ¡Crac! ¡Crac!

—Ésas eran el tío John 7 la tía Sally —aseguró Jay—. ¿Eh? ¿Qué es eso? Oye, tío feo, ¿no oyes lo que dicen tus parientes? Están gritando: «¡Socorro! ¡Ayúdanos!»

—No sigas por ahí-ordenó el alienígena.

Jay sonrió. Se movió ligeramente. Miró a las cucarachas.

—Lo siento, Batman, Robin no puede ayudarte. Ha llegado tu hora. Anda, mira ésta de aquí. Es preciosa. Tiene un aire familiar, ¿no te parece? Espera, ¡ya sé quién es!

El extraterrestre se bajó de la torre y se fue directo hacia Jay.

—Sí, sí, la reconozco. ¡Tiene un parecido extraordinario contigo!

—Si tienes algún dios, más vale que le vayas rezando, bola de carne. Te ha llegado la hora.

Jay dio un fuerte pisotón. ¡Crac!

—¡Dile adiós! ¡Era tu mamá!

—¡No menciones a mi madre, cara de skort!

El alienígena se aproximo a Jay con la boca abierta, dispuesto a succionarlo como había hecho con Kay, pero en esta ocasión estaba enseñando todos los dientes. Puede que tuviera la intención de masticarlo antes de tragárselo. Eso sí que resultaría molesto. Bueno, que se lo tragara de golpe igual que a Kay tampoco es que fuera nada divertido.

Cualquier opción era mala.

Jay se quedó inmóvil. De hecho, no tenía adonde ir.

—¡Adiós, escoria humana!

Jay echó el puño hacia atrás. Al menos moriría luchando.

El alienígena explotó.

Bueno, todo no, sólo la parte central, pero fue suficiente para partirlo en dos mitades enormes. Jay recibió una ducha caliente y putrefacta de tripas de alienígena, tejidos internos y otras visceras. La mitad superior del bicho salió despedida varios metros y cayó al suelo. La mitad inferior dio un par de vueltas y se detuvo junto a un árbol cercano.

—¡Qué asco! —gritó Jay.

Se limpió los ojos. Se sentía como si le hubieran aplastado en la cara una tarta de crema de cucaracha.

En cuanto halló el momento adecuado, Kay salió de la mitad inferior del alienígena reventado. Él también estaba chorreando entrañas y otras sustancias viscosas. Parecía que lo hubieran cubierto de escupitajos. Dejó caer la pistola de tres cargadores y se acercó a Jay cojeando, mientras se limpiaba de la cara una porquería verde. Pensándolo bien, puede que fuera porquería de verdad.

—¿Me has echado de menos? —preguntó Kay.

—-¿Has disparado con mi rifle desde dentro? —repuso Jay.

—Que te folien —sugirió Kay.

—No puedo creer que hayas hecho eso —aseguró Jay—. ¿Ése era tu plan? ¿Dejar que se te comiera?

—Ha funcionado, ¿no?

—Eres un cabrón hi...

Kay se llevó un dedo a los labios y le indicó a Jay que callara. Sacó un teléfono móvil del bolsillo interior y le quitó un poco de porquería. En la otra mano tenía una pequeña esfera. Se la enseñó a Jay mientras pulsaba un botón del móvil.

—¿Zed? Soy Kay. Tenemos la cucaracha y la galaxia. Supongo que querrás hablar con los arqui— lianos y los haitianos y decirles que se mantengan a la espera. Sí. Vale. De acuerdo.

Cortó la comunicación.

—¿Qué te ha dicho?

—Que justo ahora estaba hablando con las naves de guerra. Están dispuestos a mantenerse a la espera mientras envían a alguien para que compruebe lo que ha pasado.

Volvió a enseñarle la galaxia.

—También me ha dicho que de camino al centro le compremos unas rosquillas blandas. Le encantan.

Más que verlo, Jay sintió lo que ocurrió a continuación. Se apoderó de él una súbita sensación de amenaza. Giró sobre sí mismo y vio que la mitad superior del alienígena, sostenida por los brazos, estaba a punto de caerles encima con la boca abierta.

—¡Oh, mierda!

Kerb arrastró la mitad superior de su cuerpo hasta los humanos. Si quería sobrevivir tendría que sacar el máximo partido de su capacidad de regeneración. Puede que no lo consiguiera. La verdad es que no conocía a nadie de su especie que hubiera logrado sobrevivir tras perder la mitad inferior de su cuerpo, pero él era un hueso duro de roer. Siempre hay una primera vez.

De todos modos, tenía que matar a esos malditos humanos. Si iba a cruzar el Puente para ir al Otro Lado, al menos se llevaría consigo a los que le habían enviado allí.

Se alzó y abrió la boca. ¡Ahora!

Jay gritó algo ininteligible y se preparó para morir.

En ese momento la cabeza del alienígena explotó en mil pedazos. Jay y Kay quedaron cubiertos de trocitos de cutícula y de cerebro, fluidos internos y metralla orgánica.

—¡Me cago en la puta! —gritó Jay—. ¡Ya me estoy hartando de esto! ¡Voy a tardar un siglo en quitarme toda esta mierda!

Se limpió algo de pasta viscosa de las manos.

Los dos hombres se giraron y vieron a Laurel, con el otro atomizador en la mano. Mientras la estaban mirando, dejó caer el arma y se limpió de la camisa restos de jugos gástricos de la cucaracha.

—¿De dónde has salido? —preguntó Jay.

—Bueno, originariamente» de un embrión fecundado —respondió con una sonrisa—. Pero últimamente he pasado algún tiempo subida a ese árbol de ahí mientras vosotros bailabais con el adefesio este. Tenéis un trabajo de lo más interesante. ¿Me vais a explicar lo que ha pasado?

Jay y Kay se miraron el uno al otro.

—Es una historia muy larga —respondió Jay.

—Ahora no tengo nada que hacer —aseguró Laurel—. Tómate el tiempo que quieras. Estoy deseando que me lo cuentes.

Laurel estaba en medio de los dos hombres, aún asombrada por todo lo que había visto. Tenía intención de echar a correr nada más bajar del árbol, pero cuando la criatura se partió en dos, el arma fue a parar casi a su lado.

Antes de que ella saltara, la cucaracha se movió. No estaba muerta, ni mucho menos, y se acercaba a los dos hombres. Nada más bajar se encontró con el arma. No podía simplemente largarse y dejar que se los zampara, ¿no?

No había disparado un arma desde que un antiguo novio suyo le enseñó en un pajar a cargarse los ratones de su apartamento con una escopeta de aire comprimido. Ésa no era exactamente una escopeta de aire comprimido, pero lo peor que podía haber pasado es que fallara, y no por eso iban ellos a quedar más muertos.

Acertó de chiripa, pero ellos no tenían por qué saberlo.

El más joven le sonrió.

—Hola —le saludó—. Me llamo Jay.

24

Durante el trayecto de vuelta a Manhattan no se produjo ningún incidente destacable. Más o menos. Hubo un imbécil que intentó adelantarles en una curva, y Kay lo echó a la cuneta. Arguyo que estaba de mal humor.

Le aseguraron a Laurel que se lo iban a explicar todo, pero que antes necesitaban la autorización del jefe.

A ella le pareció bien tener que esperar.

Una vez que llegaron al centro de operaciones, Jay comenzó a sentirse un poco incómodo. Sabía lo que Kay tenía en mente, y no le gustaba un pelo.

—Espéranos aquí un minuto, ¿de acuerdo? —le pidió Jay a Laurel—. Mi socio y yo tenemos que hablar de una cosa.

Ella asintió con la cabeza.

—No me iría ni por todo el oro del mundo.

Jay y Kay se alejaron unos veinte metros del LTD, aparcado enfrente del centro de operaciones.

Laurel estaba apoyada en el coche, con los brazos cruzados, mirándolos.

—Mira, ya sé que tenemos normas y eso, y está muy bien, pero nos ha salvado el pellejo con la cucaracha. Además, no me fío del neuralizador. ¿Cuántas veces puedes dispararle a alguien antes de que olvide su código postal?

—¿Tú sabes cuál es tu código postal?

—No, pero no se trata de eso.

Kay suspiró.

—Es un problema, ¿verdad?

Sacó el neuralizador del bolsillo y lo examinó.

—No creo que le hayan afectado los jugos gástricos de la cucaracha. Se supone que es a prueba de golpes, sumergible y todo eso. Tiene una garantía de reembolso de mil años.

—Vamos, Kay. Además, sólo se relaciona con muertos. ¿A quién se lo iba a contar? Podemos mantenerla vigilada o algo así. Mira, me gusta mucho.

Kay miró hacia el cielo.

—¿Qué pasa?

—Las estrellas. Es difícil verlas desde aquí, con las luces de la ciudad.

—No te entiendo.

—No hace mucho me comentaron que casi nunca miramos las estrellas. Creo que quien me lo dijo tenía razón. Una vez que te metes en este rollo, las estrellas no tienen el mismo significado que antes de enterarte de que existen alienígenas y naves de guerra y toda esa mierda.

Jay vio que Laurel se alejaba del LTD y se dirigía hacia ellos.

—Chicos, ¿pasa algo?

Kay se dio unos golpecitos en la palma de la mano con el neuralizador.

—¿No podemos hacer la vista gorda con ella? ¿Es necesario que utilices ese cacharro?

Kay apartó la mirada del cielo y la dirigió a Jay.

—No lo voy a utilizar con ella. Tú lo vas a utilizar... conmigo.

—¿Cómo dices?

—Tenías razón cuando nos llamaste a Zed y a mí «anticuados». Ya llevo demasiado tiempo en esto. Estoy a punto de retirarme.

—Vamos, tío, yo no quería decir eso.

—Eres un buen chico, Jay. Zed aguantará el tiempo suficiente para asegurarse de que recibes el entrenamiento adecuado. Lo hará bien por mí. Es hora de dejar la fiesta.

Laurel llegó a su altura.

—¿Chicos? ¿Ocurre algo que debería saber?

Kay sacó las gafas de sol que llevaba en el bolsillo y se las dio a Laurel.

—Toma, póntelas.

—¿Porqué?

—Confía en mí.

Le enseñó a Jay los mandos del neuralizador.

—Éstos son los segundos, minutos, horas, días, semanas, meses y años, codificados con las dos primeras letras, para que no te confundas, ¿lo ves?

—Sí.

—Apunta siempre al sujeto con este extremo.

—¿Chicos? —murmuró Laurel. —Me ha gustado trabajar contigo, Jay. Creo que lo vas a hacer bien.

—¿ Y qué hay... de Laurel?

—Depende de ti, campeón. Pero ten en cuenta una cosa.

Kay puso la mano sobre la placa identificativa que llevaba Laurel, tapándola por completo excepto la primera letra de su nombre. Jay lo comprendió.

—¿Tú crees?

—Tiene lo que hace falta. Seguro que es más interesante que los fiambres. Jay asintió con la cabeza. —Seguro.

—Vale. Vamos a ello.

—Kay...

—Me he pasado parte de la tarde en la barriga de una cucaracha interestelar. ¿Tú crees que quiero acordarme de esa experiencia? Hazlo. Ya lo he configurado para treinta años.

Entregó el neuralizador a Jay. Sonrió.

—¿Me va a explicar alguien lo que está pasando? —preguntó Laurel.

—Un momento —respondió Jay. Se puso las gafas de sol, apuntó a Kay con el dispositivo y pulsó el botón.

25

Jay se encontraba en el quiosco de prensa, leyendo los titulares de los periódicos sensacionalistas.

El verano tocaba a su fin. En muy poco tiempo Zed le había enseñado montones de cosas, y todo iba mucho mejor. Por lo menos se habían acabado las cucarachas.

Los arquilianos y los haitianos habían cogido su galaxia y se habían marchado a su casa. El mundo ya no dependía de su próximo movimiento. Al menos ese día.

Estaba investigando. Un titular rezaba:

Un centrocampista de los Mets declara:

¡UN OVNI ME HIZO FALLAR UNA BOLA DE HOMERUN!

Otro decía:

¡ ¡EN DETROIT HAY UN COCHE QUE DESAFÍA LA GRAVEDAD!!

¡Descubrimos unas pruebas secretas realizadas en el túnel de entrada a Nueva York!

Y un tercero:

¡¡UN HOMBRE DESPIERTA TRAS ESTAR TREINTA AÑOS EN COMA!!

VUELVE CON SU ANTIGUA NOVIA

Jay cogió el tercer periódico. Debajo del titular había una fotografía de Kay, sonriendo a una mujer.

Jay sabía que se llamaba Elizabeth Reston. Él llevaba un ramo de flores, igual que el que no le pudo entregar hacía treinta años.

Jay sonrió. Le encantaban los finales felices.

Cogió el resto de diarios, pagó al empleado del quiosco y volvió al LTD.

Elle (antes Laurel) estaba sentada en el asiento del copiloto, muy atractiva con su traje negro a medida, el cabello corto y los zapatos de charol. A ella la ropa le sentaba aún mejor que a él y, bueno, eso ya era decir algo.

Jay entró en el coche y le dio los diarios.

—¿Nos hemos parado aquí para coger esto? Venga, hombre.

—El mejor periodismo de investigación que existe —respondió Jay.

—Ya. Igual que este coche es un clásico, ¿no?

—No te metas con mi coche, tiene golpes ocultos. ¿Ves ese botón de ahí?

—Sí

—No lo pulses a menos que yo te lo diga.

Arrancó el motor y le sonrió.

—Ha llamado Zed —informó Elle—. El cónsul general de Regent-Nueve le está tocando las pelotas. Dice que quiere asientos de primera fila para el partido de los Knicks contra los Bulls.

—Él y el resto del mundo —respondió Jay—. Bueno, vamos a hablar con Denis Rodman, que es de su mismo planeta.

Jay metió la marcha y se incorporó al denso tráfico.

—Tengo una pregunta filosófica —le anunció Elle.

—Dispara.

—¿Cuánto tiempo podremos seguir así? Es decir, sin que se entere nadie.

—Supongo que mientras funcionen los neuralizadores.

—Vamos, Jay. Ya sabes a qué me refiero.

Él asintió. Sí, lo sabía.

—No lo sé. Kay y yo no pasamos juntos tanto tiempo y tampoco es que nos enteráramos mucho de las estrategias generales con todo el trabajo que tuvimos. No somos más que polis de ciudad. Supongo que simplemente seguiremos tapando los agujeros hasta que alguien de arriba decida que el mundo está preparado para saber que hay extraterrestres entre nosotros. Ella asintió con la cabeza.

—Bueno, es mejor que dedicarse a diseccionar fiambres, ¿no?

—De momento. Se sonrieron el uno al otro.

EPÍLOGO

Visto desde unas pocas docenas de metros de altura, el LTD no era más que otro coche entre el resto de vehículos que llenaban las calles de Manhattan...

Visto desde varios centenares de metros de altura, Manhattan no era más que una parte de una aglomeración urbana y suburbana mucho mayor...

Vista desde la estratosfera, a varios kilómetros de altura, la Costa Este de Estados Unidos no era más que una parte de una masa terrestre mucho mayor...

Vista desde la eosfera, a varios cientos de kilómetros de distancia, América del Norte no era más que una porción del planeta Tierra...

Vista a miles de kilómetros de distancia, la Tierra no era más que una bola azul y blanca perdida en la inmensidad del espacio...

Visto a unos pocos meses luz de distancia, el sistema solar no era más que un punto luminoso...

Vista a varios años luz de distancia, la Vía Láctea no era más que una entre varios millones de espirales galácticas, globos y conjuntos de estrellas...

Desde los confines del universo se podía observarla curva de un globo de un azul intenso...

Y desde un lugar más allá del tiempo y del espacio, a una distancia inconmensurable, el universo no era más que un esfera de un azul intenso situada sobre una extensión de polvo rojo, cuando un gigante de tamaño infinito cogió la esfera y la hizo rodar sobre el polvo rojo, y fue cada vez más despacio... hasta que se detuvo...

... entre otras muchas esferas de colores...

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06/01/2012

Notas a