Bombay. Años sesenta. Tras la trágica muerte de su madre, Pinky Mittal, una niña de trece años, vive al cuidado de su abuela Maji, verdadera cabeza de familia de los Mittal. A pesar del amor de su abuela, Pinky no consigue superar cierto sentimiento de abandono y soledad. No obstante, ama como nada en el mundo la casa de frondoso jardín tropical donde vive, y su plantación de mangos, y el aroma de sándalo y comino frito que allí se respira. Y también ama a Nimish, un hermoso joven del que le gustaría recibir todas las atenciones posibles.
Cuando una noche Pinky sorprende a Nimish con su mejor amiga, cree morir. Pinky llora desconsoladamente mientras un extraño tintineo y rumor de agua atrae su atención hacia la puerta del baño. Una puerta misteriosa que Maji cierra con llave todas las noches, y que le tiene terminantemente prohibido tocar a los niños...
Título Original: Haunting Bombay
©2009, Shilpa Agarwal
©2011, Martínez Roca
Traductor: Alejandro Palomas
Colección: Narrativa
ISBN: 9788427038028
Generado con: QualityEbook v0.56, Notepad++
A mi madre, a mi padre y a James,
por confiar siempre en mí
EL UMBRAL
1947
«¿Pueden hablar los subalternos?»
GAYATRI CHAKRAVORTY SPIVAK
«¿No pueden ser acaso las rendijas y grietas por las que otra voz u otras voces hablan en nuestras vidas? ¿Qué derecho tenemos nosotros a hacerles oídos sordos?»
J. M. COETZEE, Desgracia
MAR ADENTRO
La muchacha se movía como el agua, inconsciente hacia la creciente oscuridad del horizonte. Solo tenía dieciséis años, quizá diecisiete. Un brillante sari rojo envolvía su cuerpo. El pelo enmarañado le azotaba el rostro.
A medida que la espesura del crepúsculo se cerraba a su alrededor, la muchacha se detuvo a las afueras de la aldea, apenas un puñado de chabolas de paja arracimadas a la orilla del agua. Un solitario cocotero se elevaba hacia el cielo, desafiando la implacable fuerza de los vientos. En algún lugar un perro ladraba incesantemente. La muchacha dio un paso atrás, a la espera de que la luna asomara entre las nubes, por fin dispersas. Los espejuelos del sari dibujaban pálidos e informes círculos de luz en el suelo. Intentó tocarlos con el pie izquierdo y las luces le iluminaron los dedos con su danza, desvelando el anillo de plata que le adornaba el dedo medio, bajo el que asomaba un pequeño muñón de un sexto dedo feamente enroscado sobre sí mismo. Siguió avanzando, debatiéndose contra la sensación de que una energía invisible, un miedo colectivo, la repelía.
Su destino no era la aldea, sino una solitaria chabola de las afueras que, a diferencia del resto, estaba en un estado lamentable. El techo de hojas de coco se había podrido y el interior de la choza estaba sumido en una negra oscuridad. El viento la aguijoneó, como advirtiéndola, empujándola hacia atrás. La muchacha no se detuvo hasta que llegó a la deshilachada estera de bambú que colgaba en la entrada, al tiempo que recordaba vagamente haberla tejido cuando apenas era una niña. Ahí estaba, prueba evidente de que en otra época había habitado aquel lugar enclavado en el umbral mismo del mundo, antes de empezar a sangrar, antes de que las mujeres juntaran sus voces impregnadas en sal para canturrear la vieja historia de la niña que, en plena menstruación, había teñido las olas de rojo como la sangre y había infestado el agua de serpientes marinas. No debería estar allí y lo sabía. Aun así, apartó la estera a un lado y entró.
Lo primero que vio fue el brillo de la luna en los brazaletes. Una figura acuclillada en un rincón de la chabola, balanceándose adelante y atrás sobre los pies.
—Has vuelto —dijo una voz.
La muchacha asintió y contuvo las lágrimas. Pero no era el momento de mostrarse débil. Deseaba algo de la mujer, de aquella partera ciega que tenía poderes, tácitos poderes.
—Ayúdame.
Los tintineantes brazaletes quedaron sumidos en el silencio.
—Tienes que hacerlo —suplicó la muchacha, en cuyos ojos brillaba el desamparo—. ¡Fuiste tú quien me maldijo!
La partera dejó escapar una risa estridente.
La muchacha bajó el rostro al recordar las mofas y los vagos retazos de información que recibía de boca de los demás niños cuando estos se atrevían a hablar de su aciago nacimiento.
Había ocurrido durante el Nariyal Poornima, el día en que los pescadores regresaban al mar tras los largos y lluviosos meses en los que no se pescaba. La estación del monzón era la época de apareamiento de los peces y los hombres se habían mantenido en tierra mientras el botín que contenía el océano se reproducía bajo sus aguas turbulentas. También las mujeres emergieron aquel amanecer, caminando en dirección contraria hacia el santuario para ofrecer sus plegarias a Ekuira, la deidad de los mares y patrona de los pescadores de Koli.
—Tu madre caminaba despacio —dijo la partera con voz viscosa—. Tenía una tripa tan grande que creíamos que llevaba dos bebés dentro. Fue a rezar.
La niña conocía la pequeña shamiana que se erigía entre las traicioneras rocas y cuyo grueso dosel de tela estaba decorado con un colorido patchwork. Aunque tenía prohibido acercarse a ella, en una ocasión la había visitado en secreto con una aterciopelada caléndula entre sus pequeños dedos para ofrecerla al pequeño santuario dedicado a Ekuira, la diosa de rostro anaranjado y ocho brazos, nacida del cuerpo del dios Brahma, creador del universo. «Oh, compasiva diosa», había recitado, dando voz a la plegaria que cantaban las mujeres de los pescadores pidiendo por sus maridos, «tan vastos son tus océanos y tan insignificante su barco».
—Después, tu madre partió un coco a los pies de la diosa.
La muchacha se envolvió en su propio abrazo, sabedora de lo que oiría a continuación: que su madre había roto aguas, profanando el santuario. Las demás mujeres de la aldea se la habían llevado de allí a rastras, lanzándole acusaciones. Cuando esa noche el barco de su padre no regresó, a nadie le sorprendió.
La partera dejó escapar de nuevo una risotada estridente y, como si de pronto estuviera cansada de la vieja historia, cogió un pequeño y oxidado quinqué y lo encendió. Su rostro, reseco y arrugado como una gamba salada, perfiló espeluznantes siluetas en la pared.
—Han vuelto a expulsarte —declaró.
La muchacha se preguntó entonces si de verdad había estado allí esa misma mañana, al tiempo que recordaba el calor del cuerpo junto a ella, la luz teñida de escarlata filtrándose por las vidrieras de colores de la pared.
—Tengo que volver —susurró, incapaz de ocultar la desesperación de su voz.
—Cuando te expulsan ya no puedes volver, ni en vida ni en muerte —masculló la vieja. Sus ojos ciegos se clavaron en el rostro de la muchacha—. Seguramente habrán celebrado una ceremonia de purificación como lo hicimos nosotras cuando te fuiste para impedirle la entrada a tu espíritu. Por eso no puedes pasar más allá de mi cabaña y adentrarte en la aldea de pescadores. Por eso no puedes volver aquí.
—Tiene que haber algún modo —imploró la muchacha con los ojos desorbitados. Aquella casa era su hogar. Cierto que tan solo había sido en ella una criada, aunque durante un tiempo fue mucho más. Cogió el generoso montón de dinero que Maji, la matriarca del bungaló,1 le había dado y lo puso en las manos ganchudas de la partera.
La vieja aceptó el dinero y clavó sus dientes ennegrecidos y rotos en el fajo. Un hilillo de saliva le goteó por la barbilla.
—Hay un modo —dijo despacio al tiempo que su boca, salpicada de manchas de tabaco, se curvaba en una sonrisa—, aunque implica un sacrificio excepcional. Deberás ser fuerte e inquebrantable.
—¡Lo seré! —la muchacha apretó los dientes en un intento por ratificar su determinación. No era nada, nada si no podía estar allí.
—No me equivoqué al expulsarte. Alguien más ha muerto.
—Un accidente. Un bebé...
—Creí que habías aprendido los distintos modos de ayudar a dar a luz —se burló la vieja—. Siempre acechando, oculta para que nadie pudiera verte.
—El bebé nació en perfecto estado. La señora no tuvo tiempo de ir al hospital. El pequeño llegó demasiado rápido. Maji ordenó preparar el agua caliente y las sábanas. Le dije que sabía cómo hacerlo, así que dejó que me encargara del parto mientras los demás esperaban fuera. Hice exactamente lo que había visto... y entonces... —se le quebró la voz.
—Te ausentaste cuando el bebé se ahogó.
La muchacha asintió con la cabeza.
—Como con tu padre. Quizá fue un accidente, o quizá no. Habrá otras muertes, otros accidentes fatales.
—¿Otros?
La partera soltó de nuevo una estridente risotada, dejando caer la lengua a un lado.
—Desafiaste a la diosa salpicando su altar con tu sangre y con el agua que te envolvió al nacer. Te desterramos cuando empezaste a sangrar. Eres peligrosa, aunque de un modo ignorante e inconsciente, durante los seis días en los que sangras. Extraes poderes oscuros de la sangre impura, de cualquier suerte de sangre que brote de ese rincón: la sangre de los nacimientos, la sangre menstrual, la sangre virginal.
La muchacha sintió la pegajosidad entre las piernas. Le había llegado el período esa misma mañana, un período alarmantemente abundante.
La vieja empezó a mascullar:
—Desterrada a los trece, un destierro de trece años.
Levantó una alfombrilla del suelo de tierra y metió el brazo en un agujero. Uno a uno, fue sacando varios paquetes diminutos envueltos en viejos papeles de periódico y los puso delante de la muchacha. De algún lugar de su maltrecho sari sacó también un viejo coco: crudo, suave, verde.
—¿Por qué volver? —preguntó—. ¿Qué buscas allí?
La muchacha apartó la mirada y recordó la sensación de los mechones enmarañados en el aire denso de la noche y una piel tan fragante que bastaba con que estuviera en la misma habitación para dejarse embriagar por ella. Un contacto prohibido en una habitación teñida de escarlata.
La partera graznó espantosamente como si le hubiera leído el pensamiento y luego, recobrando la compostura, abrió los paquetes envueltos en papel de periódico. Cada uno de ellos contenía polvo, uno de color amarillo aterciopelado, otros de arenosos tonos marrones, azules y negros. Empezó a mezclarlos mientras canturreaba entre dientes. El ladrido de los perros se acercó y con él llegó también el chasquido de pisadas sobre hojas de palmera secas. La muchacha se volvió a mirar por encima del hombro, lamentando no haber cubierto el dosel de la puerta con la estera al entrar. Con rápidos movimientos, la vieja rompió el coco con un koyta con forma de hoz y vertió dentro la mezcla de polvos, mezclándola por fin con la leche del coco. La poción humeó, llenando el aire de un olor contaminado y espantoso.
La muchacha dio un paso atrás, horrorizada.
—Desterrada a los trece, trece años de destierro —masculló una vez más la partera. Y entonces su mirada ciega cayó sobre la muchacha—. No podrás volver hasta dentro de trece años.
—¡No!
—El cumplimiento de tus deseos conlleva un precio, un precio incalculable.
—Ya he perdido demasiado —susurró la muchacha mientras el humo caracoleaba a su alrededor—. No voy a perder esto.
—Piensa en ello entonces —ordenó la partera, acercando el líquido rojizo y burbujeante a los labios de la muchacha—. Debes pensar en ello mientras bebes. Lo que desees se convertirá en tu verdad.
La muchacha vaciló al tiempo que se tocaba el lunar que tenía en el pómulo para que le diera suerte.
—¡Deprisa, deprisa, alguien se acerca!
Y la muchacha recordó una vez más el contacto de una piel cálida, el dulce aliento de la risa. Y la pérdida fue tan profunda y tan intensa que sintió bullir en su pecho un oscuro odio hacia todos los que la habían desterrado esa mañana, separándola del único lugar que para ella era su hogar.
Cuando las primeras gotas del elixir le tocaron la lengua, su deseo nada tenía que ver con el amor.
Sino con la venganza.
COMIENZOS
Trece años después
«Debemos construir la noble mansión de una India libre en la que todos los niños puedan morar.»
JAWAHARLAL NEHRU Discurso sobre la Concesión de la Independencia india 14 de agosto de 1947
«Hich: Persona que no está en ninguna parte, objeto que no tiene lugar, identidad o personalidad propios. De "hichgah" (ninguna parte).»
DEL ANTIGUO PERSA PAHLAVI, ZIA JAFFREY, Los invisibles
EL BUNGALÓ
El primer recuerdo que conserva Pinky Mittal es el del agua refulgente. Salpicaba y chapoteaba a la par que el crujido de las ruedas al avanzar, el chasquido de un látigo sobre la espalda ensangrentada de un buey, gritos de hombres, lloriqueos de niños hambrientos. Se oía también un zumbido junto con estridentes chillidos, como el sonido que acompaña a una manada de buitres cuya formación se dibujaba como un reguero de burbujas negras emergiendo del río.
En ese recuerdo, tan primario que la visitaba tan solo en sueños, Pinky miraba fijamente a una mujer vestida con un sari dorado como la flor del champa. La mujer volvió los ojos hacia el cielo estéril como suplicando a los dioses y luego, despacio, muy despacio, empezó a sumergirse en la corriente. Rápidamente la corriente se la llevó río abajo mientras el palloo del sari aleteaba tras ella como un pájaro en plena agonía. Pinky soltó un grito y el sonido que escapó de sus labios fue el inconsolable llanto de un bebé, pero la mujer dorada se hundió sin un solo suspiro.
Fue entonces cuando Pinky comprendió.
Era su madre.
Pinky despertó sobresaltada en el ambiente extrañamente sofocante de la habitación. El sudor que le bañaba la piel había ido acumulándose en cada uno de los huecos de su cuerpo, entre los dedos, detrás de las rodillas y en los ojos, que abrió por fin al sentir la picazón de la sal y el fino velo de las lágrimas. Tendió entonces las manos instintivamente en un intento por aferrarse a algo sólido en el aturdimiento del sueño inducido que la embargaba y volcó un vaso de acero tapado que estaba junto a la cama. El vaso cayó de lado, derramando el agua que contenía en el lustroso suelo de madera.
Pinky se incorporó, apoyándose en los codos, y esperó un instante a que la recurrente pesadilla se desvaneciera y la familiaridad de la estancia le ofreciera nuevamente su bienestar. Desde el lugar privilegiado que ocupaba, sobre un colchón situado junto a la cama de su abuela, logró distinguir la silueta de los armarios que cubrían una pared, cada uno de ellos decorado con fantasiosos murales de chinoiserie en tonos ocres. Cuando era niña, había pasado las horas repasando con las yemas de los dedos las largas y puntiagudas ramas que ocasionalmente serpenteaban de un panel al siguiente. Pinky había entretejido innumerables historias sobre las aves exóticas que habitaban los árboles: la cruel ave carmesí de afilado pico con las plumas de puntas blancas, la silenciosa ave bermeja que picoteaba entre las extensiones de hierba alta y la más pequeña, apenas una cría, que piaba anhelante desde su diminuto nido. En un panel rectangular, las ramas pintadas terminaban en un puñado de bayas de color bermellón a las que hacía ya tiempo que Pinky había dotado de poderes mágicos.
Inventaba cada una de sus historias sazonándolas con obstáculos y nuevos giros, como en un intento por posponer su final y saborear la emoción cuando la mariposa de alas como la fina tela de araña del panel, única en su especie, se lanzaba en pleno vuelo y salvaguardaba las bayas de las garras del pájaro cruel. Luego, volando a lo largo de los seis murales, las distribuía con regia majestad. Y, obedeciendo al poder de la magia, al ave de una sola pata le crecía otra y el pájaro azul con las plumas descoloridas recibía plumas nuevas y relucientes. Pinky siempre reservaba la última baya para el triste pajarillo que había perdido a su familia. «Cómetela», le susurraba, «te los devolverá».
Se frotó los ojos y se desperezó como deseosa de alejar de sí los pegajosos remanentes del último sueño y abrió una pequeña cómoda de teca tachonada con un intrincado adorno de esmalte que estaba en el suelo, junto a ella. Contenía sus más preciosas posesiones: lápices nuevos que habían llegado en barco, una caja de pringosos pasteles al óleo, una lata de naipes de esmalte que le había enviado de regalo un pariente de Haridwar, una muestra de seda de color esmeralda y una foto descolorida de una revista. En lugar de fotos reales de su madre muerta, de las que no quedaba ninguna, Pinky había arrancado una de la actriz Madhubala de un viejo ejemplar del Filmindia. En la imagen, Madhubala tiene la mirada perdida en la distancia como sumida en sus cavilaciones, con el rostro y el pelo enmarcados por un brillo etéreo. Está deslumbrante, tiene los labios ligeramente separados y luce un collar de perlas. Con el tiempo, Pinky había olvidado que la de la foto no era realmente su madre. Salvo algunas historias de su infancia y el hecho de que hubiera muerto ahogada al cruzar un río, era muy poco lo que sabía de ella.
Volvió a poner con cuidado la foto sobre la cómoda, empujándola contra la pared junto a un macizo tocador coronado por un espejo de bronce vuelto del revés. Sobre ella, en la imponente cama de estilo eduardino, la enorme tripa de su abuela se elevaba bajo una sábana descolorida como un pico coronado de nieve, al tiempo que sus ronquidos alcanzaban ya niveles ensordecedores. Un serpentín antimosquitos ardía en un rincón, liberando un olor agridulce allí donde un caprichoso aparato de aire acondicionado emergía de la pared. Pinky pulsó el mando y el aparato chisporroteó hasta alcanzar la velocidad máxima, lanzando una bocanada de aire frío. Estaban a principios de junio, la época más húmeda, calurosa e insoportable del año, y dormir sin aire acondicionado era una gesta prácticamente imposible.
Pinky se sentó en la cama, tomando en las suyas las cálidas manos de su abuela, nudosas y salpicadas de venas azuladas. Eran manos dadoras de vida, manos que la habían abrazado, vestido y alimentado desde que, trece años antes, se había convertido en una niña huérfana de madre. Cuando era más pequeña y dormía aún en la inmensa cama de estilo eduardino, a menudo se aferraba a una de las manos de Maji durante la noche y ejecutaba un pequeño ritual cuando tenía miedo o estaba enferma. Pinky colocaba la mano con la palma hacia arriba y recorría sus líneas con el dedo, empezando por la más gruesa, que parecía enroscarse alrededor del pulgar. Tocaba meticulosamente una línea por cada uno de sus años como en un intento por abrirse camino en el infinito universo dibujado en la mano de Maji, al tiempo que entonaba una pequeña plegaria: «Estoy en ti». Incluso a los trece años, Pinky seguía manteniendo viva esa pequeña afirmación de pertenencia.
Cuando terminó, secó el agua derramada y recogió el vaso de acero. Cuando se volvió a mirar el oscuro pasillo del ala este que partía de una puerta de teca cerrada de la galería principal y que recorría el bungaló de lado a lado, apenas alcanzó a distinguir un leve resplandor procedente de una gran ventana que daba al jardín trasero. Un pasillo paralelo recorría la misma distancia en dirección opuesta por el ala oeste del bungaló, dividiéndolo toscamente en tres partes con sus dormitorios, cuartos de baño y la cocina en cada una de las alas, y el salón delantero, el comedor y la sala de estar en el centro. El bungaló era un edificio de una sola planta construido cien años antes por un oficial de alto rango de la Compañía de las Indias Orientales como símbolo arquitectónico del Raj británico. Sin embargo, su esposa, que en ningún momento había dejado de añorar el pulcro frescor del clima inglés, bautizó al bungaló con el nombre de La Jungla. Pinky adoraba la elegante simetría del edificio y sus magníficas puertas de teca, sus arcos de inspiración mongola y el frondoso jardín tropical trasero con su plantación de mangos.
Durante la temporada, de los árboles goteaba la fruta carnosa y dorada, y Maji regalaba toda la que no necesitaban, mandando cestas a amigos y parientes repartidos por toda Bombay. El día de la recolecta del mango era una fiesta en el bungaló, una festividad en familia. El jardinero llegaba al alba acompañado de un pelotón de trabajadores contratados para la ocasión y juntos recogían enormes cestas de fruta mientras Pinky y sus primos se sentaban bajo los árboles, disfrutando del dulce sabor de los mangos con la cara salpicada de brillantes tiznes anaranjados. «También son los favoritos de Ganesha», les decía siempre Maji al tiempo que cortaba un puñado de auspiciosas hojas de mango para colgarlas en la galería principal. Más tarde supervisaba la distribución de los mangos en el adornado comedor mientras Savita, su nuera, deambulaba alrededor de la larga y lustrosa mesa, apretando y dando golpecitos a la fruta para asegurarse de que las mejores piezas quedaran reservadas para sus familiares.
Pinky entró en el sofocante comedor, privado del aire artificialmente frío del que disfrutaban los dormitorios y el salón delantero. Los suelos de madera, que a menudo crujían y suspiraban ante una mínima presión, absorbieron la ligereza de sus pies. Pinky conocía bien esos suelos, sabía dónde cedían y en qué puntos se apoyaban. Caminó por ellos con inconsciente familiaridad.
Pasó sigilosamente por delante del dormitorio de sus tíos, deteniéndose a echar una ojeada por la rendija de la puerta, desde donde sus voces veladas se difuminaban en el pasillo junto con el suave zumbido del moderno aparato de aire acondicionado. Apretó el cuerpo contra la rendija y se dejó acariciar por el soplo de aire helado que le secó el sudor de una pierna, un brazo y también de una mejilla.
—Como si no fuera ya bastante habernos hecho cargo de Pinky —decía Savita entre sorbidos, con los delicados rasgos de su rostro tensos por la rabia. Llevaba desabrochados los lazos superiores de su camisón de seda importado, revelando el diminuto brillo de un diamante que le colgaba entre los senos—. No puedo creer que le hayas enviado diez mil rupias a su padre.
—Me lo ha pedido Maji —dijo Jaginder como intentando asegurarle que él no se habría mostrado tan generoso por voluntad propia. Los años habían añadido un ligero encogimiento a sus hombros antaño orgullosos y una sombra de barba se dibujaba en su apuesto rostro—. Es solo un préstamo.
—¿Un préstamo? —la voz de Savita sonó estridente. Le señaló con la fina y cuidada punta de un dedo en un gesto claramente incriminador—. Ya no tenemos nada que ver con ellos. ¿Por qué tenemos que darles dinero?
—A fin de cuentas, es el padre de Pinky.
—Qué padre —replicó Savita—. ¡Ha vuelto a casarse, tiene otros hijos y ni siquiera se ha molestado en visitarnos desde que Maji la acogió!
Fuera, en el pasillo, Pinky sintió en los ojos la abrasadora punzada de las lágrimas. Savita nunca desaprovechaba la ocasión para hacer que se sintiera de más en el bungaló, como una mendiga. «No es hermana vuestra», advertía a sus hijos cuando Maji no la oía. «Es vuestra prima pobre. No lo olvidéis.»
Pinky buscó refugió en la oscuridad, alejándose apresuradamente y pasando bajo una arcada al tiempo que aspiraba el aroma de sándalo, pimientos y comino frito que impregnaba el bungaló. Durante un instante la penumbra fue tal que creyó que había habido un corte de luz. Sus ojos se fijaron entonces en las pequeñas manchas de color que parpadeaban en las paredes, proyectadas por una miríada de handis de cobre y de cristales de colores. Acercó la mano a la pared del pasillo y vio cómo el color se posaba sobre su piel como un beso.
En el ala oeste giró a la derecha y entró en la cocina, donde una alta y decorada olla de arcilla llena de agua hirviendo coronaba la gran mesa de mármol. Pinky se tomó aliviada el agua tibia y volvió a llenar su vaso. Una oleada de sueño la envolvió.
Cuando salió de nuevo al pasillo, dispuesta a volver a su cuarto, oyó de pronto rechinar una puerta y retrocedió, después asomó la cabeza por la esquina y se fue acercando de puntillas al dormitorio de sus primos. Los tres niños eran los únicos habitantes de esa parte del bungaló. La pálida luz de la luna se colaba por las ventanas, dejando a la vista los cuerpos dormidos de los gemelos de catorce años. Dheer, con su rechoncho cuerpo, dormía descuidadamente tumbado sobre el colchón con la boca abierta de par en par, mientras que el delgado cuerpo de Tufan estaba encogido en una bola como si todavía fuera un bebé. Pero la tercera cama, la de Nimish, que ya había cumplido diecisiete años, estaba vacía.
Creyendo que todavía disponía de algunos minutos antes de que el joven volviera, Pinky se acercó a la cama de Nimish y puso su vaso de agua sobre la mesita de noche junto a un amasijo de libros amontonados desordenadamente, salpicados de puntos de lectura en la mitad del texto. Pinky se inclinó sobre la cama y aspiró su aroma salado y sensual. Luego, sonrojada, se volvió a mirar a los dormidos gemelos para asegurarse de que no se habían despertado y la habían visto. Dheer dejó escapar un atronador ronquido que la tranquilizó.
Pinky posó la mano en la almohada todavía caliente de Nimish y volvió a aspirar su aroma. Al hacerlo, vio asomar un libro por debajo y lo cogió, repasando con los dedos su curioso título: El faquir de Jungheera. El libro se le antojó viejo y cubierto de polvo al tacto y enseguida se dio cuenta de que era uno de los volúmenes de la mohosa biblioteca situada al fondo del pasillo. El libro se abrió de repente por una página en la que descubrió cuidadosamente enganchado un gráfico titulado «El chico ideal» que la cubría por completo. El gráfico detallaba los doce comportamientos esenciales, entre los que se incluían «saluda a los padres» y «se cepilla los dientes», todos ellos acompañados de una ilustración de llamativos colores. Pinky no pudo disimular una sonrisa. Nimish había recibido ese gráfico en la escuela primaria. Se lo había enseñado a ella y a los gemelos ese mismo día a la vuelta de clase y los cuatro se habían muerto de risa al tiempo que se turnaban fingiendo ser el chiquillo de intachable conducta de los dibujos, con su camisa blanca y limpia y los pantalones cortos, debidamente «acompañando a los niños perdidos a la comisaría de policía». A pesar de que se habían burlado de él, Nimish había conservado el gráfico durante todos esos años, pegado a una página de aquel libro. Quizá Dheer o Tufan necesitaran pautas de comportamiento diarias, pero Nimish era ya, y sin esfuerzo, la personificación del hijo obediente.
Curiosa ante la prolongada ausencia de Nimish, Pinky dejó el libro donde lo había encontrado y decidió ir a buscarle a la biblioteca. Vaciló al pasar por delante del cuarto de baño de los niños, que constaba de dos puertas separadas, una que llevaba a una zona de baño de paredes cubiertas de baldosas, y la otra a un lavabo y a un retrete. La puerta que daba a la zona de baño era como todas las demás del interior del bungaló: estaba hecha de lustrosa madera dividida en tres paneles. Un chakra delicadamente tallado ocupaba el centro de cada uno de los paneles. Sin embargo, lo que la hacía distinta de las demás era el pestillo vertical colocado en lo más alto del marco, fuera de su alcance.
Desde que Pinky tenía memoria, la puerta estaba inexplicablemente cerrada con llave de noche, cuando la gruesa vara de metal se deslizaba hasta quedar encajada en su sitio con un reverberante chasquido. Los niños tenían terminantemente prohibido tocarla después del anochecer. A falta de una explicación racional que justificara ese ritual nocturno, los niños inventaban sus propias y fantasiosas teorías. Los gemelos estaban convencidos de que el cuarto de baño se transformaba al caer la noche en el cuartel general de las actividades de superhéroe de su padre o quizá en el escondrijo del infame criminal Diente Rojo. Naturalmente, se desafiaban constantemente a saltar de la cama y tocar la puerta o girar la manilla, cosa que hacían antes de volver corriendo a la cama y ocultarse bajo las sábanas. En una ocasión llegaron incluso a colocar un par de sillas contra la puerta para poder llegar al pestillo, pero cuando Tufan por fin lo tocó, se cayó al suelo. La caída de la silla sobre él le dejó varios cortes y cardenales. Al oír el estrépito que se produjo, Savita había aparecido al instante, fuera de sí.
—¿Se puede saber lo que hacéis? —había gritado, soltándoles varias bofetadas—. ¿Acaso os queréis morir? ¿Es eso?
Después del incidente con las sillas ninguno de ellos se atrevió a volver a intentarlo a pesar de sus arrebatos de fanfarronería y del caso omiso que hicieron a las furiosas advertencias de Savita. En cualquier caso, no lograban dar explicación al ruido que las cañerías hacían durante la noche, ni a los curiosos traqueteos o al extraño silbido que no desaparecía hasta el alba.
Pinky pegó el cuerpo a la pared a fin de estar lo más lejos posible de la puerta. A pesar de que no quería mirar, sus ojos se fijaron instintivamente en el pestillo. Un escalofrío le recorrió la yema de los dedos y se alejó corriendo a la biblioteca.
—¿Nimish?
Aunque en su día la biblioteca debía de haber sido una estancia a todas luces magnífica, con sus estanterías elaboradamente labradas, las paredes revestidas de estanterías de madera oscura, los sofás de recargado tapizado y la araña de cristal, cuando el bungaló pasó a manos de Maji varios años antes de la Independencia, ya presentaba claros indicios de abandono. La alfombra, profusamente afelpada antaño, lucía varias calvas cuyo diámetro no hacía más que aumentar con el tiempo, la gran araña de cristal daba hogar a una intrépida familia de arañas, y, aunque las lavaban a fondo una vez al año, las gruesas y tristes cortinas apestaban a humo rancio de cigarro.
Pinky encontraba consuelo en la desvanecida y olvidada gloria en la que había quedado sumida la estancia. Esa era la única habitación que se había conservado intacta, anclada en el pasado, tras la renovación que había sufrido el bungaló. Nimish pasaba allí horas con sus libros, envuelto en los restos de épocas pasadas. Se había propuesto leer todos y cada uno de los libros de la biblioteca, desde los ejemplares de tapas encuadernadas en color verde o burdeos profusamente grabadas en oro hasta los más pequeños, de toscas cubiertas de tela, imaginando en todo momento cómo debía de haber sido la vida de un sahib pukka inglés. Hasta la fecha, había leído todas las autobiografías de los oficiales del Servicio Civil Angloindio —los valíes de élite que habían gobernado la India y que después, en un ejercicio de la más pura vanidad, habían escrito sus memorias al jubilarse—, las obras de Kipling y la serie completa, encuadernada en rústica, de la Biblioteca del Ferrocarril Indio, de Wheeler.
Un tenue rayo de luna se colaba por una rendija abierta en los pesados cortinajes, proyectando una entrecortada línea sobre la alfombra deshilachada y cruzando una mesa rectangular adornada con un gran narguilé de varias bocas para posarse por fin sobre varios libros de tapas de color azul intenso. Pinky avanzó a tientas hacia la ventana y miró al cielo. La luna se ocultó tras una nube oscura. Esa tarde las nubes habían empezado por fin a arremolinarse, formando pequeños penachos de humo en el cielo despejado y soleado, anunciando así la inminente llegada del monzón. Oh, con qué obsesión habían esperado en la casa la llegada de ese tórrido día para disfrutar de las primeras gotas de ansiada lluvia del cielo.
La luna volvió a lucir en la oscuridad y Pinky sintió que el corazón le daba un vuelco en cuanto vio a Nimish. Ahí estaba, en el camino de acceso a la casa: el cuerpo alto y delgado, el rostro delicadamente cincelado y la piel cobriza y lustrosa bajo la luz de la noche. Caminaba de un lado a otro con los puños cerrados en un estado de firme determinación y las cejas unidas sobre unos finos anteojos de montura de metal. Pinky se secó el sudor que le goteaba sobre el pijama desde las manos y golpeó con suavidad el cristal de la ventana, pero Nimish se había vuelto de espaldas y se dirigía ya hacia el jardín trasero.
Pinky corrió por el pasillo, salió por la puerta lateral y cruzó el garaje que Gulu, el chófer, compartía con el Mercedes negro. Sintió un escalofrío en el pecho cuando el aire húmedo de la noche le empapó la fina tela del pijama. Sobre su cabeza, una ráfaga de viento hizo restallar una cometa rota que había quedado atrapada en la rama de un árbol. Más allá del bungaló, una magnífica fuente de lotos de mármol blanco rodeada de un estanque, un sendero de piedra y un círculo de rosales decoraban el centro cubierto de hierba del jardín. Y a lo lejos se anunciaba la frondosidad de los árboles.
Pinky se quedó sin aliento, pegando la espalda contra la pared de piedra que separaba el bungaló del de los vecinos, los Lawate. Llamó a Nimish con entrecortados susurros. Le vino a la cabeza una canción de amor de la exitosa película Dil Deke Dekho en cuanto se adentró en el extenso jardín exquisitamente cuidado por el jardinero, que aparecía a diario con tan solo una hoz oxidada y un coco fresco con el que calmar la sed.
Pinky amaba a Nimish desde siempre, desde que era apenas una niña, y buscaba en él al padre que no había tenido. Cuando era más pequeña, Nimish siempre había estado a su lado, protegiéndola de los duros comentarios y de cualquier daño accidental que pudiera haber sufrido. Sin embargo, en los últimos años, a medida que el cuerpo de Pinky había empezado a cambiar, la pequeña se había dado cuenta de que anhelaba más de él que aquel simple... afecto paternal. Había empezado a reparar, sonrojada, en los suaves tonos de la risa de Nimish, en el brillo de su cabello.
Nimish se mostraba muy desenfadado con sus hermanos menores, bromeando con ellos, guiándoles y de vez en cuando rodeándoles con el brazo después de que hubieran recibido su castigo. Pero con Pinky se había vuelto más distante y su comunicación había quedado limitada a los fragmentos que le leía de sus innumerables libros o a los monólogos profesionales que le ofrecía cuando ella le pedía ayuda con los deberes de la escuela.
—¿Nimish? —volvió a susurrar. «Quizá esté allí mismo, detrás de aquel árbol, esperándome.» Tendió la mano al tiempo que imaginaba el contacto de la fuerte mano de él sobre la suya.
Casi pudo imaginar un destello de seda detrás de un árbol, revelando la presencia de un grupo de bailarines que esperaba a que los amantes se encontraran para dar comienzo a su edulcorada representación. Sin duda, Nimish la había llevado hasta allí para confesarle su amor. Aquel era su momento Bollywood.
Una puerta se cerró en la distancia.
Pinky despertó de su ensoñación.
¿Habría vuelto Nimish al bungaló? ¿Habría fracasado ella en el papel que le había sido asignado? Regresó corriendo entre el follaje, pisoteando sin el menor cuidado las flores amorosamente cuidadas del jardín, hasta que llegó por fin al borde del bungaló y corrió por el camino de acceso a la casa bajo la luz de la luna.
La oscuridad del bungaló la acogió en su abrazo.
De nuevo en el frío artificial mantenido por el aire acondicionado de la habitación de los chicos, Dheer soltaba fuertes y entrecortados ronquidos y Tufan estaba sumido en un sueño sudoroso y satisfecho, con la mano metida en el pantalón del pijama. Sin embargo, la cama de Nimish seguía vacía. Pinky se escondió detrás de la cama, esperando a que se calmaran los latidos de su corazón y luchando contra esa fría y pegajosa sensación que provoca el sudor cuando empieza a secarse.
—¿Dónde estás? —susurró Pinky a la almohada de Nimish.
No alcanzaba a imaginar lo que Nimish podía estar haciendo solo en el oscuro jardín, detrás del inmenso muro de piedra que rodeaba el bungaló en tres de sus lados. El cuarto estaba protegido por una verja igualmente imponente coronada por puntas de flecha de hierro forjado. Fue entonces, mientras recorría mentalmente el jardín, cuando se acordó de que el muro no era del todo impenetrable. Había un punto de acceso al exterior. «¿Serían ciertas sus sospechas?» Volvió a coger El faquir de Jungheera y sus ojos se detuvieron en el poema escrito en la página opuesta al colorido gráfico de «El chico ideal». «Mi tierra natal, mi tierra natal, mora la tórtola en sus bosquecillos, y desde su nido no se moverá, pues calientan sus alas la fe y el amor. Pero hay amor, y hay también fe, que se entrelazan en torno a un corazón sangrante devoto a ti hasta en la muerte. Y, ¡oh!, ¡ese amor y esa fe míos son!» Despacio, con sumo cuidado, mientras asimilaba las apremiantes palabras del poema, Pinky despegó el gráfico de la otra página. Allí, oculta tras «El chico ideal», estaba la verdad no tan ideal de Nimish, su tórtola sobre el tamarindo. Sí, el muro de piedra tenía una pequeña abertura que llevaba a un único lugar: la puerta de los Lawate. Y el pajarillo de Nimish no era otro que Lovely Lawate, la joven de diecisiete años que resplandecía exquisitamente en blanco y negro.
UNA PUERTA CERRADA
Una aguda punzada de dolor asaltó el centro del pecho de Pinky y sus espejeantes zarcillos no tardaron en radiar hacia fuera, tensándose más y más alrededor de su corazón.
Pinky empezó entonces a respirar entre breves y húmedos jadeos: «Preciosa. Preciosa. Preciosa».
Tendría que haberlo sabido. Ella todavía se recogía el pelo en dos aceitosas trenzas. ¿Cómo osaba compararse con una esplendorosa belleza como la de Lovely, con su densa melena adornada con flores? Los vecinos siempre comentaban la envidiable blancura de su piel y la delicada forma de sus ojos, a los que Vimla, la madre de Lovely, aplicaba una profusa y negra pincelada de kajal todas las mañanas para protegerla del mal de ojo.
Lovely había sido durante años la compañera de juegos de Pinky, sobre todo cuando eran pequeñas. Se ocultaban a menudo en una parte ensombrecida del jardín, construyendo con ramas improvisados altares de puja y decorándolos con flores y sagradas hojas de tulsi para colocar después un ídolo en miniatura de sándalo de Lakshmi, la diosa de la Prosperidad, en su suave interior. Lovely era siempre el sacerdote y Pinky el suplicante que se arrodillaba ante ella mientras Lovely rociaba con agua su cabeza gacha y la marcaba con bermellón.
Sin embargo, cuando Lovely entró en la adolescencia, había perdido ya interés en ese juego infantil y los cuatro años que separaban a las dos muchachas se convirtieron de pronto en toda una vida. Aun así, Lovely invitaba de vez en cuando a Pinky a merendar en el parque, donde, lejos de ojos vigilantes, podían hablar como amigas e incluso como hermanas. Era en momentos como esos cuando Pinky lograba vislumbrar lo que los demás no veían: una sombra fugaz sobre el hermoso rostro de Lovely, una oculta inquietud.
El aire acondicionado se activó con un ruidoso chasquido y Pinky se acuclilló junto a la cama de Nimish, reprimiendo una oleada de celos. Se sentía pequeña e insignificante. Mientras se enjugaba las lágrimas, intentó volver a pegar el gráfico de «El chico ideal» a la página del libro al tiempo que sus dedos manejaban con torpeza la cinta adhesiva amarilla.
Tan concentrada estaba en su labor y tan ensordecida por el motor del aire acondicionado que no oyó los pasos de Nimish, que regresaba a la habitación. Y entonces, antes de que pudiera darse cuenta, Nimish susurró su nombre. Pinky cerró el libro de golpe.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Nimish se sentó en la cama y se inclinó hacia ella—. ¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza, pero no la levantó.
Nimish le puso la mano en el hombro. El peso y el calor de esa mano deberían haberla confortado, pero no fue así. ¿Era eso todo lo que obtendría de él? ¿Una pregunta preocupada, una mano consoladora? Le apartó la mano.
Nimish se incorporó, sorprendido, y se ajustó las gafas. Fue entonces cuando vio el libro que Pinky tenía en las manos. Se tensó e intentó cogérselo, pero Pinky lo sujetó con fuerza. Dentro estaba la foto que Nimish atesoraba.
—¿Dónde estabas? —susurró Pinky sin más preámbulos.
Nimish pasó por alto el tono irrespetuoso de la pregunta pero no respondió. Una vez más, y con gentileza, preguntó:
—¿Estás bien?
Las lágrimas empezaron a surcar las mejillas de Pinky. No era inmune a Nimish. Tampoco a la suavidad de su voz ni a la ternura de sus modales.
—Dímelo, por favor —le pidió Pinky, deseosa de comprobar si él, que jamás mentía, decidía engañarla.
Nimish se encogió de hombros.
—Estaba en el camino de acceso a la casa. En el jardín.
—He salido a buscarte.
Nimish arqueó una ceja.
—No deberías salir de noche. Si Maji se entera...
—¿Y tú? —replicó Pinky, secándose las lágrimas—. ¿Y si descubren lo que tú haces?
—Dame el libro —dijo Nimish, esta vez más seco. Tendió la mano y lo cogió, pero Pinky no lo soltó.
Las miradas de ambos se encontraron, la de él era una nube de suavidad. Pinky sintió que se le aflojaba la mano.
—¿Por qué ella? —susurró justo en el momento en que el aparato de aire acondicionado se detenía de pronto, sumiéndolos en el silencio—. ¿Por qué no yo? —la mano de Pinky voló hasta su boca, incapaz de creer, al oírlas, que de sus labios hubieran salido semejantes palabras. Vio recular a Nimish.
—¿De qué estás hablando? Oh, Pinky... —empezó él, negando con la cabeza.
Pinky no podía respirar. Tan solo sentía las punzadas latiéndole en el pecho. Tampoco veía nada. No quería vivir. «¿Cómo ha podido ocurrir esto?»
En su cabeza vio destellar fragmentos de épicas antiguas, pasajes del Puranas y del Mahabharata que Maji le contaba a menudo. La aguerrida princesa Draupadi se casó con cinco hombres, todos ellos hermanos. Y la hermosa princesa Sanjana y su sombra, Chhaya, compartían el mismo esposo: Surya, el dios Sol. Si sus legendarios amores eran posibles, sin duda lo que Pinky deseaba de Nimish no podía ser tan horrible.
Y, aun así, lo era.
—Deberías irte —dijo Nimish con una voz que a Pinky se le antojó lejana.
Pinky se levantó. En su interior había una especie de zumbido, como si las punzadas que hasta entonces había sentido en el pecho hubieran ascendido por su cuello hasta alcanzarle los oídos.
—Mi libro...
Pinky bajó la mirada y dejó que el libro se abriera por donde estaba el gráfico de «El chico ideal» torpemente pegado a la página. El gráfico se burló de ella con sus fotos del niño con pantalón corto, piel clara y mejillas imposiblemente sonrosadas.
Nimish se lo cogió de las manos.
Pinky siguió mirándose fijamente las palmas de las manos, vacías por fin de su tesoro, del tesoro de Nimish.
—Vete —dijo Nimish. La dulzura había desaparecido de su voz y había sido reemplazada por una ira contenida.
Pinky no podía marcharse así, sintiendo sobre ella el poder de la furia de Nimish y sabiendo como sabía que él creía que había violado su intimidad a propósito, cambiando con ello su relación para siempre.
Aun así, cogiendo el vaso de acero de la mesa, puso un pie delante del otro y salió de la habitación.
La puerta se cerró tras ella.
Apoyada contra la pared, Pinky se deslizó al suelo mientras el sudor se le colaba en los ojos y las lágrimas brotaban de ellos. La pared se calentó con su calor, ofreciéndole un silencioso y estoico consuelo. Delante de ella se alzaba la lustrosa puerta del cuarto de baño. Una vez más, sus ojos viajaron hasta el pestillo.
A Tufan se le había escapado en una ocasión que la puerta se había cerrado con llave por primera vez el mismo año que Pinky había llegado a vivir al bungaló —trece años antes, el año en que Dheer y él habían cumplido un año—, aunque eso era lo único que sabía. Naturalmente, los niños habían preguntado a los adultos sobre la puerta, pero los rostros severos y una bofetada ocasional les habían impedido profundizar en el tema. Nimish era el único que no parecía intrigado por el pestillo y que lo aceptaba como lo hacía con la mayoría de las órdenes y decisiones de sus padres. De hecho, era él quien miraba los periódicos a diario para saber la hora exacta del crepúsculo, ocupándose de pasar el pestillo media hora antes.
Parvati y Kuntal, las criadas, abrían el cuarto de baño al alba y sacudían salvajemente la colada contra el suelo de baldosas de la habitación. Después, los niños podían, uno a uno, tomar su baño, sentados sobre un taburete bajo de madera con un cubo lleno de agua y de Iota. La habitación era pequeña, no tenía ventana y estaba vacía, a excepción de un borde rectangular de cemento construido alrededor del grifo para impedir que el agua saliera de la zona del baño. Durante el día era una estancia muy común, pero de noche...
Nuevas lágrimas brotaron de los ojos de Pinky al pensar en lo estúpida que había sido esa noche y en la innecesaria desolación en la que la había sumido lo ocurrido. ¿Qué más le estaría ocultando Nimish? ¿Qué había detrás de esa puerta? Estaba convencida de que él lo sabía. Se acercó a la puerta y dejó el vaso de acero en el suelo. Luego pegó la palma de la mano a la madera. La puerta pareció hundirse en su marco como si protegiera una herida interna.
Pinky tendió la mano hacia arriba en un intento por alcanzar el pestillo, pero fue en vano. Estaba demasiado alto.
Aunque el estrecho espacio del pasillo pareció tirar de ella hacia atrás, aferrándose a sí misma, Pinky logró zafarse de su abrazo y corrió en busca del viejo y desvencijado taburete de la cocina. La tarima del suelo crujió bajo sus pies, pero a Pinky le traía sin cuidado que Nimish la oyera. De hecho, deseaba que él saliera de su cuarto y la viera. Que la detuviera. Se acordó del antiguo relato del Ratnavali, de cómo el rey había salvado a la princesa cuando ella se pasaba ya una soga alrededor del cuello y él por fin se había visto obligado a confesar: «No puedo vivir sin ti».
«Si ocurre algo realmente peligroso, él vendrá», pensó Pinky.
Subió al taburete y tendió de nuevo la mano hacia arriba hasta tocar el pestillo con las yemas de los dedos. Sintió el metal frío, extrañamente frío. El bungaló se estremeció bajo el embate de una repentina ráfaga de viento.
La puerta prohibida.
Las lágrimas cayeron por fin libremente. Pinky se volvió a mirar a la puerta de la habitación de Nimish, pero estaba firmemente cerrada. El corazón se le llenó con el veneno del rechazo y chilló esperando una señal, cualquier señal de su amor.
Se puso de puntillas, intentando llegar al pestillo. La puerta pareció inclinarse hacia atrás al tiempo que el pestillo se alejaba unos centímetros de ella, pero Pinky se agarró a él con todas sus fuerzas, como si aquello fuera lo único que podía devolverle a Nimish.
«¡Nimish!» La tarima se hundió y el taburete volcó, pero en esa décima de segundo previa a la caída, Pinky logró descorrer el pestillo.
Las cañerías susurraron a su alrededor, precipitando su contenido hacia el cuarto de baño.
Pinky aterrizó con fuerza en el suelo y volcó el vaso de acero lleno de agua.
Entonces las sombras del bungaló se la llevaron a empujones del pasillo, fuera, fuera de allí, tan rápido como sus piernas se lo permitían.
LA LÍQUIDA PRESENCIA
Al despertar, Maji volvió la mirada hacia la ventana y sus ojos aprehendieron el color exacto del cielo. Sí, era la hora del amanecer, ni un segundo antes ni un segundo después. Se sintió satisfecha, pues el día había empezado bajo buenos augurios. Vio a Pinky dormida en su cama y no en el colchón que ocupaba habitualmente y acarició suavemente la suave piel de su mejilla.
Maji sacó sigilosamente las piernas de la cama y las introdujo en unas viejas chappals convenientemente depositadas en el suelo de madera. Después buscó a tientas el bastón. Se levantó con gran dificultad al tiempo que sus artríticas rodillas crujían y restallaban bajo el repentino peso que se habían visto obligadas a soportar y se ajustó el sari blanco de viuda que llevaba siempre. Luego se volvió, arrastrando los pies, a mirar una vez más a Pinky, que dormía acurrucada bajo una fina manta de algodón. Sonrió, a pesar del dolor que embargaba a su obeso cuerpo.
La pequeña era la luz de su vida.
Yamuna, la madre de Pinky, había muerto siendo una refugiada mientras cruzaba desde Lahore a la India durante la Partición. Los militares habían dispuesto de su cadáver, diciendo que había muerto ahogada. El dolor había sido espantoso, como un vengativo golpe propinado desde los cielos. Nada había quedado de sus pertenencias, de su dote ni tampoco de su breve vida, excepto Pinky. La pequeña era el diminuto rescoldo de Yamuna que quedaba aún con vida sobre la tierra. Maji recordaba el día en que había ido a buscarla, el sol abrasador y crepitante en aquel lugar desolado y el viaje en el tren abarrotado durante toda la noche desde Bombay. El carro tonga se había detenido justo delante de un feo edificio de color verde oliva situado junto a una fábrica donde se apilaba un inmenso montón de desechos metálicos. Los trabajadores clasificaban el metal, llevándoselo pieza a pieza en cestas sobre la cabeza. Cerca de allí, una legión de niños de miembros ennegrecidos y estómagos hinchados sumergían sus escuálidos brazos en el fango y trinaban llamando a sus madres. Uno de ellos se acercó a Maji tendiéndole los brazos, desnudo de la cintura a los pies y con un talismán sujeto con un cordel negro por encima de su pequeño pene.
Maji recordaba haber oído un chasquido a su espalda y a continuación el movimiento del carro tonga alejándose sobre el improvisado camino, al tiempo que el caballo evacuaba ruidosamente y arrancaba al trote bajo los restallidos del látigo. Un vendedor de falsay pasó montado en su maltrecha bicicleta, gritando con su voz vacía y reverberante. Una ceiba languidecía delante de la escalera que conducía a la segunda planta del edificio.
La puerta ya estaba abierta cuando llegó al descansillo. A pesar de lo exhausta que se sentía, Maji no había perdido un ápice de su determinación y sus ojos no revelaron nada cuando se posaron en la otra abuela de Pinky, cuyos escasos cabellos grises se ondulaban tras ella como una tela de araña.
Maji susurró una pequeña plegaria de gratitud por su pequeña, maravillada todavía de que fuera suya. Miró por las ventanas y reparó en las brumosas nubes que apenas impedían el paso del sol. El monzón no tardaría en llegar, trayendo con él solaz a la reseca ciudad. Golpeó suavemente con el bastón el aparato del aire acondicionado y lo apagó. Luego se dirigió despacio al cuarto de baño, donde se inclinó sobre el relumbrante lavabo Parryware. Se concentró entonces en desatascarse los conductos nasales y faríngeos que se habían llenado de flemas durante la noche. Tras una serie de carraspeos y de sorbidos semejantes al trompeteo de un elefante, volvió al pasillo visiblemente refrescada.
Echó a andar a lo largo de él como todos los días, fiel a las rondas habituales que efectuaba por el interior de la única planta del espléndido bungaló. Había empezado esa rutina cuando lo habían comprado a un corpulento inglés aficionado a los cigarros que había abandonado la India dejando tras de sí sus posesiones y un puñado de corruptos negocios. Maji había dedicado entonces las tranquilas mañanas a descubrir su nuevo hogar, sus rincones, sus ruidos más íntimos y los muebles antiguos que lo poblaban, todo ello desde entonces propiedad suya. Cuando la fascinación inicial hubo desaparecido para transformarse en cómoda aceptación, Maji se dio cuenta de que disfrutaba de esa rutina, de aquel paseo matriarcal por el bungaló mientras el resto de su familia dormía. Creía además que cien vueltas todas las mañanas le permitían darse el lujo de disfrutar del helado del cocinero al caer la noche, aunque debían de ser ciento cincuenta si el postre se servía en un mar de salsa de sabor a rosas coronado de falada de fideos también de color rosa.
Las primeras puertas a las que llegó estaban a su izquierda. Se trataba de unas magníficas puertas dobles que daban al comedor. Las abrió y sus ojos se posaron de inmediato en la larga mesa de teca que ocupaba el centro de la oscura y pulida estancia. Empezó a pensar en el menú del día, decidiéndose por una combinación de platos refrescantes como el yogur con pepino, la coliflor preparada con cilantro, el arroz al azafrán y las lentejas verdes. Pasó por delante de la habitación de Savita y de Jaginder al tiempo que en su rostro se dibujaba una pequeña arruga al pensar en su nuera. Desde el día en que había entrado a la casa, Savita se había mostrado difícil y totalmente carente de lo que para Maji eran las virtudes indispensables de cualquier esposa: generosidad, respeto y abnegación. El día antes, sin ir más lejos, Savita había arrojado un thali de arroz poco cocinado contra el ventilador del techo después de gritar a las criadas. Los granos de basmati habían llovido sobre todos los que estaban en las inmediaciones, incluido el pobre sacerdote que por error había atribuido la lluvia a una bendición divina.
Maji suspiró, pasando por delante del santuario del puja a su derecha y, a la izquierda, las puertas de cristal grabadas al aguafuerte del recargado salón, que abrió de par en par para que circulara el aire de la mañana. Luego cruzó por debajo del arco del pasillo, inspeccionándolo todo a su paso en busca de cualquier signo de negligencia. Los suelos brillaban, las paredes estaban limpias y relucientes, y los handis de bronce libres de polvo. Maji se sintió aliviada.
Avanzó sin prisa por el pasillo del ala oeste al tiempo que la pesadez de sus pisadas y el siseo del sari de algodón blanco se desvelaban en perfecta sintonía con el rítmico golpeteo de la ropa que en ese momento lavaban las criadas. Y entonces, llegando por fin a la parte delantera del bungaló, abrió otra serie de puertas acristaladas y entró en el salón. Su mirada se posó de inmediato en la seria fotografía de su difunto marido que colgaba junto a la entrada, engalanada con un rosario de sándalo. A pesar de que habían transcurrido muchos años —casi quince— desde su muerte, Maji sintió todavía una punzada de pena en el corazón. La canción de una película flotó hasta su cabeza, la misma que su marido le había murmurado al oído mientras agonizaba: «Duerme, princesa. Duerme y los dulces sueños llegarán. En tus sueños verás a tu amado». El marido de Maji mantuvo su promesa final, apareciéndosele en sueños y llevándosela al pasado inmemorial en el que su vida no tenía que cargar con todas esas pérdidas.
El suelo del salón estaba cubierto por dos enormes alfombras persas de color vino. La pared más alejada que separaba la estancia del comedor constaba de una serie de pantallas de madera labrada tachonadas de paneles de cristal pulimentado con arena. La habitación estaba elegantemente amueblada con una gran variedad de delicadas piezas afelpadas y de curiosidades en general. Sobre una mesa había una pequeña bandeja de dulces de color azul y blanco de la marca Cantonese Export, y en otra un juego de cuencos de cerámica europea del siglo XVIII. Un aparador contenía una estantería llena de tinteros y cálices de plata lustrosamente pulimentados y colocados sobre un tapete de encaje. En un rincón había una vitrola importada de Candem, Nueva Jersey, aquella ciudad de tan exótico nombre. Disponía de una radio multibanda, un tocadiscos y pequeños y brillantes armarios para guardar los discos. Una de las criadas la había adornado concienzudamente con un jarrón de rosas amarillas recién cortadas.
Maji dio comienzo a su siguiente ronda, moviéndose al mismo ritmo y esperando deseosa la visita de su querida amiga y vecina Vimla Lawate para que pudieran sentarse a tomar el té y a mojar muttees saladas en salsa de mango. Sus charlas diarias suponían un respiro a las exigentes demandas que requería la regencia del bungaló. Maji anotó mentalmente pedir al cocinero que pusiera las existencias de Gold Spot y que sirviera una caja de jalebi fritos en jarabe y profusamente aliñados con plata comestible.
Así se sucedían sus pensamientos, una ronda tras otra, a veces confeccionando listas, a veces reflexionando más profundamente sobre las lecciones de moral que habría que extraer de las grandes épicas como el Mahabharata y el Ramayana, a veces sumiéndose en el recuerdo de su difunto marido o de su difunta hija. Maji concluía siempre sus rondas en el salón, acomodándose en una antigua tarima cubierta de cojines que podía haber sido propiedad en su día del rajá de un pequeño feudo antes de haber pasado a manos de los británicos. La tarima estaba profusamente ornamentada y un grueso colchón cubría su base de bronce, además de una tela de seda de color azafrán y cojines delicadamente bordados. Recostada contra su sólida rejilla, Maji ofrecía una digna y hasta regia presencia mientras presidía la zona de estar en la que no había asunto, doméstico o de cualquier otra índole, que pudiera pasarle desapercibido.
—Kuntal, tráeme mi tónico matinal —gritó Maji a la criada al tiempo que colocaba dolorosamente las piernas en la postura del loto.
Kuntal apareció con una pequeña bandeja de plata en la mano sobre la que traía un vaso alto de cristal lleno de agua hirviendo mezclada con zumo de lima y miel. A pesar de que hacía unos años que había cumplido la treintena, se mostraba aún como una jovencita rechoncha y tímida. Maji tendió la mano y agarró alegremente el borde del vaso con el pulgar y el dedo medio, estirando el resto de los dedos para protegerlos del vapor. Tomó un sorbo y suspiró al tiempo que su boca severa se sumergía en un mar de piel. Fue entonces cuando reparó en que Kuntal seguía allí.
—¿Ocurre algo?
Kuntal se mordió el labio pues no deseaba mostrarse deshonesta con Maji, por la que sentía un profundo respeto que rayaba en la reverencia.
—Nada, Maji. Es solo que no he dormido bien esta noche.
No era del todo falso. Lo que no dijo era que había encontrado abierta la puerta del cuarto de baño esa mañana, que había visto un vaso de acero volcado junto al taburete de la cocina y que a toda prisa había llamado a Parvati, su hermana mayor, y que Parvati había dicho:
—No, no se lo digas a Maji.
Habían golpeado la ropa en el cuarto de baño sin mayores incidencias y la habían colgado después en el jardín trasero. La colada colgaba ya, crucificada, en las cuerdas de yute, sangrando su humedad a merced del aire.
La colada de la familia Mittal a menudo se mandaba a limpiar al dhobiwallah, pero a medida que Maji iba volviéndose cada vez más obesa, empezó a preocuparle la indignidad de que un lavandero desconocido frotara jabón en la entrepierna de su gigantesca ropa interior. Así que cuando, en 1943, contrataron a Parvati y a Kuntal, se esperaba de ellas que, además de todas las tareas de mantenimiento de la casa, también se encargaran de la colada y de que la hicieran allí mismo.
Aliviadas por haber conseguido un empleo, las dos hermanas se habían encargado del trabajo sin una sola queja. Sin embargo, con el paso del tiempo, a medida que se convertían en parte indispensable de la casa, el sonido de la paleta de madera de Parvati golpeando la ropa reverberaba por el bungaló todas las mañanas, infiltrando en los sueños de sus habitantes sonoros chasquidos de resentimiento.
Maji estudió con atención el rostro de Kuntal. «No, sin duda algo iba mal.» Decidió olvidarlo por el momento porque el resto de la familia por fin empezaba a despertarse. El bungaló volvía a la vida, llenándose con el sonido del agua corriente, el chacoloteo de las ollas del cocinero Kanj en la cocina y el gradual crescendo de las voces de sus habitantes. Maji se balanceó adelante y atrás hasta que por fin pudo desperezar las piernas. Levantándose no sin esfuerzo, acudió arrastrando los pies a la puerta principal, donde el cocinero Kanj la saludó con un thali de arroz y de vegetales al curri en la mano. A pesar de que eran raras las ocasiones en las que salía de casa debido a la avanzada artritis que le martilleaba las rodillas, no había día en que Maji no diera una limosna al famoso sadhu saltarín que pasaba por la puerta del bungaló todas las mañanas.
El sadhu viajaba sobre un pie, llevando el otro doblado como un triángulo contra la rodilla, e iba totalmente desnudo salvo por un pequeño taparrabos que aleteaba descaradamente a cada salto. Había hecho la misma ruta durante veinte años hasta convertirse en objeto de veneración para los piadosos, objeto de debate local entre los hombres y provocando una interminable fascinación entre los niños del barrio. Su única posesión eran las tres franjas blancas de ceniza que llevaba pintadas en la frente y un pequeño grupo de devotos que le seguían allí adonde iba, uno de los cuales corría delante de él, apartando toda clase de excrementos y detritos de su camino. La pierna saltarina del sadhu era musculosa y distendida por el riego sanguíneo, mientras que la otra simplemente se había marchitado a causa del abandono y debía llevarla atada al hombro. Recibió las limosnas de Maji, le dio su bendición y se alejó saltando ceremoniosamente. Maji se sintió en paz.
Cuando Pinky salió del dormitorio, el primer turno del desayuno estaba ya servido en la mesa. Había empanadas de aloo tikkis amontonadas en una bandeja con menta especiada y mangos imli agridulces, y una botella de ketchup. También había finas tostadas con mantequilla reblandecida, trozos de fruta fresca y té. Jaginder se metía los aloo tikkis en la boca a una velocidad alarmante mientras estudiaba el NavBharat Times, el periódico en lengua hindi. Savita estaba sentada a su lado, sirviéndole más comida en el plato al tiempo que tomaba delicados bocados de guayaba salpicada con sal de roca. Nimish, el único hermano que tenía permiso para leer durante el desayuno, comía utilizando un codo para mantener un libro abierto, el Hindoo Holiday.
Nimish exponía a menudo temas complejos durante las comidas, provocando con ello miradas de irritación por parte de su padre, orgullosas sonrisas en su madre y los bruscos codazos de sus hermanos menores. Cuando entró en la adolescencia, Savita le había liberado de las bofetadas y de otras medidas disciplinarias que tuvieran que ver con su rostro, como los tirones de orejas y los pellizcos en la nariz.
—No debemos descolocarle las células del cerebro.
—Menuda bobada —había replicado Jaginder—. A juzgar por la cantidad de tonterías que salen de su boca, le iría bien un buen pescozón.
Sin embargo, Jaginder acató la prohibición de abofetear a su hijo mayor y, para desconsuelo de Dheer y Tufan, aumentó los esfuerzos disciplinarios con los gemelos.
Dheer charlaba en ese momento, detallando la composición de varios tentempiés callejeros.
—El bhelpuri debería servirse en un cono de hojas de malu con un chorro de lima y con el suficiente mango imli encima como para endulzarlo —dijo con la voz estrangulada por las ganas de degustar la amarga pasta de tamarindo bien mezclada con dátiles dulces, azúcar y chiles bedagi arrugados.
Pero nadie parecía prestarle atención.
Tufan comía enfurruñado junto a un montón de tebeos cerrados entre los que se incluía Palladin, Annie Oakley, Roy Rogers y El llanero solitario.
—Oh, wab, mirad quién se ha levantado por fin —apuntó Savita al ver aparecer a su sobrina en pijama.
Pinky se sonrojó. La noche anterior, después de haber descorrido el pestillo, se había echado en la cama con Maji, agarrándose de su mano e imaginando lo peor. El agotamiento y las lágrimas habían terminado por abrumarla y no había tardado en dormirse. Al llegar la mañana se sentía un poco mejor. La familia estaba sentada como siempre, desayunando. Dedicó una mirada fugaz a Nimish.
—Buenos días —la saludó él con un hilo de voz antes de volver a su libro.
Pinky no se atrevió a contestar y fingir que nada había sucedido simplemente para mantener las apariencias. ¿Acaso Nimish había olvidado todo lo que había ocurrido entre ambos la noche anterior? Se sintió extrañamente aliviada y quizá también un poco estúpida. Se sentó en una silla y empezó a sorber té de una taza.
—Nimi, cariño —dijo dulcemente Savita, metiendo una almendra fresca y esponjosa en la boca de su hijo para nutrirle el cerebro—. Lee algo de tu libro para que no tenga que seguir oyendo estos sorbidos.
Nimish masticó apresuradamente y tragó.
—El autor es un inglés llamado Ackerley, que escribió un testimonio sobre su estancia con un maharajá indio —dijo Nimish sonrojándose. Esa misma mañana había leído un pasaje en el que Ackerley apuntaba que, para los indios, un beso en la boca se consideraba un acto sexual completo.
—Léenos algo —le apremió Savita mientras Tufan prestaba atención y Dheer chupaba la semilla de un mango.
Obediente, Nimish abrió el libro.
—«El resto de invitados se han marchado esta mañana. Antes de marcharse, la señora Montgomery me ha dado su último consejo: "Jamás comprenderá las oscuras y tortuosas mentes de los nativos", dijo, "y si lo logra, dejaré de tenerle afecto..., estará usted enfermo".»
Savita lanzó a su hijo una colérica mirada de desaprobación y metió otra almendra en la boca de Nimish por si acaso.
—Ven, Pinky-di, Maji ya casi ha terminado de bañarse —dijo Kuntal, saliendo a su encuentro en el pasillo con un montón de ropa del día anterior que debía llevar a casa de los vecinos, donde el incombustible wallah-planchador colocaba su puesto en la sombra, dando servicio a toda la calle.
El planchador empezaba su trabajo al alba, encendiendo una hoguera para calentar las brasas antes de meterlas, todavía ardiendo, en la plancha propiamente dicha. Luego extendía la ropa sobre una mesa cubierta, la salpicaba con agua y comenzaba la faena con rápidos y metódicos movimientos al tiempo que aplacaba a la señora Garg, que, desde el final de la calle, culpaba a su mal hacer con la plancha de las misteriosas manchas de lápiz de labios que habían aparecido en los cuellos de las camisas de su marido.
Kuntal llevó a Pinky al cuarto de baño de los niños. Durante un instante, Pinky vaciló, recordando el terror del que había sido presa la noche anterior, pero esa mañana todo parecía tan normal y hasta anodino que a punto estuvo de echarse a reír. Habían estado cerrando con pestillo esa puerta durante todos esos años, y la noche anterior nada terrible había ocurrido cuando ella la había abierto. Nada.
Se sentó con los ojos cerrados en un taburete bajo de madera mientras pensaba en Nimish con su larga melena hecha un ovillo sobre la coronilla en una masa de burbujas. El dolor que le comprimía el pecho aumentó. Se acordó del modo en que Nimish le había ordenado que se marchara, con la voz vacía de cualquier sombra de afecto, incluso fría. Poco a poco, empezó a sentir frío y buscó el lota para enjuagarse el champú. Sumergió más la mano en las profundidades del cubo de bronce, pero en vez de sentir el contacto del agua tocó el fondo seco del cubo. Aunque el taburete bajo de madera en el que estaba sentada había empezado a hincharse debido al calor del día, Pinky se estremeció cuando buscó el grifo. A ciegas, puso el cubo debajo y oyó el susurro del agua al salir por la cañería y la vacuidad de los tonos cambiantes mientras se llenaba.
El cuarto de baño era fuente de constante irritación debido al precario estado de las cañerías y a su extraña puerta metálica. Eso, sumado al montón de ropa que fermentaba en un rincón, dotaba al espacio de cierta cualidad insalubre que los cuatro niños debían soportar todas las mañanas, sobre todo Pinky, que era la última en utilizarlo.
El frío ahora era más intenso.
Pinky se preguntó si habría olvidado cerrar la puerta con pestillo y Kuntal se habría deslizado dentro para llevarse la ropa sucia, dejando pasar una ráfaga de aire.
Con cuidado, volvió a sumergir la mano en el cubo, pero, a pesar de que podía oír con claridad el chorro de agua procedente del grifo, no encontró una sola gota de líquido en el fondo.
Volcó el cubo con el pie y abrió los ojos en un frenético intento por limpiarse el champú de la cara. Le ardieron los ojos y se le veló la visión.
Por lo que pudo ver, la puerta estaba perfectamente cerrada con pestillo. No había una sola ventana en las paredes. Entonces miró el cubo volcado y retrocedió conmocionada al ver agua saliendo de él, rebosando, inundándolo todo.
Pinky se abalanzó contra la puerta, se puso la camiseta y empezó a tirar de la manilla. Pero la puerta no se abría.
Sintió que algo húmedo se elevaba a su espalda.
—¡Kuntal! —gritó, golpeando la puerta con los puños—. ¡Kuntal! ¡Kuntal!
Su voz reverberó contra las paredes como si estuviera encerrada en una tumba submarina.
—¡Parvati! —gritó entonces, llamando a la atenta criada que siempre estaba a la espera de pillar a los niños en alguna indiscreción para poder quejarse a Maji y ganarse así el aprecio de ella.
Pinky golpeó la puerta con todas sus fuerzas pero nadie acudió.
—¡Maji! —gritó—. ¡Ayudadme!
De pronto, y como empujada por una brisa sobrenatural, la puerta se abrió por fin.
—¿A qué viene todo este griterío? No estoy sorda.
Era Parvati. Llegaba seguida de Dheer, con las mejillas llenas a reventar de chocolate Cadbury, y de Tufan, con su pistola de yute.
—¿Por qué no venías? —gritó Pinky con el corazón desbocado en el pecho.
—¡Oh, diantre! —gritó Parvati, entrando en el cuarto de baño—. ¿Por qué has dejado el grifo abierto? ¡El baño está completamente inundado!
—Yo... yo... yo... —sollozó Pinky.
—¡Pinky está llorando! —anunció encantado Tufan a la casa entera. Bang. Bang.
—¿Y por qué tienes aún champú en el pelo?
—Oi —tronó la voz de Maji desde el salón al tiempo que intentaba levantarse de la silla—. Kya ho gaya? ¿Le ha ocurrido algo a Pinky? —Haciendo caso omiso del calambrazo de dolor que le recorrió las artríticas articulaciones, cogió su bastón y se dirigió lo más deprisa posible en busca de su nieta.
—La puerta se atranca con el calor, nah? —preguntó Parvati con un profundo suspiro—. Qué niña más tonta.
—Pero... pero... el cubo —sollozaba Pinky entre hipidos, enfadada consigo misma al verse abrumada por la emoción. «Emoción» siempre había sido una mala palabra en el bungaló de los Mittal. Se hablaba de ella empleando los mismos susurros de desaprobación que se reservaban a los enfermos mentales. Demasiada emoción llevaba a un montón de otras aflicciones como la insolencia, la desobediencia y la necesidad de intimidad, y todo ello resultaba desastroso para las niñas y para sus perspectivas de matrimonio en el futuro.
—¿Y ahora qué es lo que ocurre? —preguntó Savita hablando por un lado de la boca. Tenía el otro lado lleno de horquillas que clavaba, una a una, en el inmenso moño que se había hecho sobre el cuello.
—Se ha quedado encerrada —respondió Tufan.
—Hai-hai —suspiró Savita, observando el desconsuelo de Pinky.
—Debes de tener fiebre —dijo Maji, decidiendo que esa era la única explicación plausible. Puso la palma de la mano en la frente de Pinky.
Dheer se alejó pesadamente y Tufan galopó tras él como un búfalo en plena estampida, fingiendo que lo abatía con dos limpios disparos de su pistola de yute. Savita se marchó en la dirección opuesta, chasqueando sonoramente la lengua mientras Maji y Pinky se dirigían lentamente al salón. Parvati cerró de golpe la puerta del cuarto de baño.
Quizá fueron las bisagras o la alabeada hinchazón de la puerta contra el marco, pero a Pinky le pareció oír un suave gemido cuando la puerta se cerró.
EL IMBRICADO FOLLAJE
Con los ojos entrecerrados frente a la cegadora luz del sol, Pinky y Maji paseaban por el jardín trasero cogiendo flores para el puja. Maji aspiró hondo al pasar por delante de los descarados hibiscos de vivo color carmín y del tímido frangipán rosa y se detuvo bajo una cuerda de yute al tiempo que el fresco aroma de la colada colgada emergía como una tentadora promesa de limpiar su cuerpo de cualquier resto de elementos contaminantes que pudiera haber pasado por alto durante el baño matinal. Ya hacía calor y los implacables rayos del sol caían a plomo con una intensidad abrasadora.
—Estoy cansada —dijo Pinky, cuya voz sonó todavía agitada.
—Las lluvias están en el aire —dijo Maji—. Y con ellas todo se aletarga. Esta noche llegarán los rayos y los truenos, y después lo hará el monzón. —Se detuvo y miró a su nieta sin ocultar su preocupación—. Eso es todo, ¿verdad? ¿Nada más?
Pinky negó con la cabeza.
Las actividades mundanas —las rápidas sacudidas de la escoba de mango corto de Kuntal en la galería trasera, el suave revoloteo de la colada en la cuerda de yute y el zumbido de las abejas entre las flores— hicieron que se sintiera un poco estúpida por el temor que la embargaba. Debía de haber colocado mal el cubo, justo al lado del grifo en vez de directamente debajo. A fin de cuentas, el grifo seguía aún abierto cuando Parvati había llegado a la puerta y Pinky no había podido ver bien con el champú en los ojos. Quizá hubiera interpretado mal las cosas.
Y era igualmente posible que Tufan hubiera cerrado con llave la puerta desde fuera. Ya lo había hecho antes, aprovechándose del pestillo exterior y obligándola a suplicarle que la dejara salir. Tufan le recordaba a las guayabas que vendían junto a la carretera de la playa de Chowpatty: cortadas en finas rodajas y bañadas en una sobreabundancia de polvo de chile que podía con el más acorazado de los estómagos. Le habían dado el nombre de Tufan en memoria del tsunami que había asolado Bombay en 1945, el momento exacto de su nacimiento, llevándose por delante barcos de pesca e inundando las comunidades costeras. Haciendo honor a su nombre, Tufan dejaba una estela de destrucción a su paso.
En el santuario del puja Maji se agachó dolorosamente hasta tomar asiento a pocos centímetros del suelo delante del altar de mármol negro adornado con pequeñas figuras de los dioses de bronce y plata. Un enorme lingam de piedra labrada se erigía bajo una imagen enmarcada de Saraswati, la diosa del Conocimiento. La divinidad estaba representada descansando sobre un loto blanco con un lustroso pavo real a los pies. Pinky depositó las flores junto a un pequeño cuenco de plata lleno de halva dulce y de otro que contenía manzanas, plátanos y coco fresco. Prendieron entonces las diyas y, juntando las manos, cantaron el mantra Gayatri. Om bhoor bhuva suvah. «Oh, creador del universo, dador de vida y de felicidad...» Pinky roció con satinados pétalos de naranja las imágenes de Krisna y de Radha, su divina consorte. Adoraba esos momentos en el santuario del puja con su abuela. Era como si durante unos instantes hubieran quedado al margen de las preocupaciones del resto del mundo. En cuanto concluyeron sus plegarias y probaron un poco del halva, espesa y mantecosamente almendrada, Maji recitó, como era su costumbre, una historia de las grandes épicas. Se incorporó en su asiento al tiempo que se le velaban los ojos.
—Había una vez un gran rey que anhelaba por encima de todas las cosas tener descendencia. Rezó durante muchos años y llegó el día en que tuvo una hija. La pequeña se convirtió en una mujer inteligente y hermosa, pero ningún hombre osaba pedir su mano, de modo que su padre la envió de viaje, no sin antes apremiarla a que encontrara un marido merecedor de sus dotes.
Pinky conocía bien la historia de Savitri del Mahabharata. En ella, la princesa conoce a un noble príncipe que está condenado a morir en el plazo de un año. Aun así, se enamora de él y se casan. En su último día en la tierra, se adentran en el bosque, donde Yama, el dios de la Muerte, le separa el alma del cuerpo. Incapaz de renunciar a él, la princesa sigue a Yama por la espesura y el desierto sin que su determinación flaquee un solo ápice. Por fin, en las proximidades de su reino, Yama le concede cualquier deseo salvo el de recuperar la vida de su esposo. «Te ruego entonces que me concedas muchos hijos», le pide la princesa. «Y que su padre sea mi marido.» —El dios Yama sonrió, sabiéndose vencido —concluyó Maji—. «Ve», le dijo. «Mereces recuperar su vida.» La princesa regresó corriendo al bosque y encontró allí a su esposo, que parecía despertar de un largo sueño. Volvieron juntos al reino del príncipe y vivieron como rey y reina hasta el fin de sus días.
Pinky esbozó una sonrisa distraída.
—Así que ya lo ves —añadió Maji, cuyas lecciones se centraban últimamente en la cuestión del matrimonio—: Una esposa debe ser siempre valerosa, sobre todo en lo que concierne al bienestar de su marido.
Pinky se acordó entonces de la confesión que había hecho a Nimish y de que esa noche no había tenido en cuenta la felicidad de su primo, sino la propia. Había sido su corazón roto el que la había empujado a descorrer el pestillo de la puerta.
—El pestillo —soltó de pronto—. ¿Por qué, Maji? ¿Por qué cerramos con pestillo la puerta durante la noche?
Un destello de dolor asomó en los ojos de Maji.
—Hay cosas de las que es mejor no hablar.
Pinky bajó la cabeza. No soportaba ver la aflicción de su abuela. Fue eso lo que la hizo no seguir preguntando, y la razón por la que rara vez preguntaba por su madre, a pesar de que había una enormidad de cosas que todavía deseaba saber.
Maji le acarició la mejilla.
—Ahora márchate. El darjee debe de estar al llegar con tus vestidos nuevos. Toma mis llaves y coge dinero del armario.
El pesado llavero de plata ornamentada, del que colgaban apretujadas dos docenas de llaves, sobresalía habitualmente de la rechoncha cintura de Maji como un instrumento de tortura. Como medida de seguridad en caso de que fueran víctimas de un robo y a fin de impedir que las criadas cayeran en la tentación, todos los objetos de valor del bungaló estaban guardados tras puertas cerradas con llave, incluida la ropa y los viejos artículos libres de impuestos procedentes del extranjero. Todas las habitaciones tenían al menos una fila de armarios, cada uno con su correspondiente cerradura, y Maji pocas veces perdía sus llaves de vista salvo cuando Pinky las necesitaba para alguno de sus recados. Incluso llegaba a dormir con el juego de llaves bajo la almohada.
Los armarios de chinoiserie crujieron en señal de protesta antes de revelar su contenido: viejos pantalones de Raymond's Shop, una caja de diyas de arcilla que olían ligeramente a aceite de mostaza, amarillentos aerogramas atados con un cordel, una loción para después del afeitado, un transistor japonés todavía metido en su funda de piel, una hilera de camisas de tergal de vivos colores y un surtido de pequeñas figuras de plata de Ganesha envueltas en plástico transparente para evitar que se ennegrecieran.
Un elegante y ostentoso abrigo de lana de color crema demasiado grueso para el clima tropical de Bombay colgaba en un rincón, holgadamente envuelto en una tela fina y transparente y ligeramente impregnado del olor del polvo de talco de Yardley's. Tenía botones de plata en la parte delantera y en los puños, y cada uno de los botones lucía un grabado que representaba a dos leones de aspecto imperial. El abrigo parecía realmente vacío allí colgado, desprovisto de un cuerpo que lo llenara. Pinky imaginaba que su madre debía de haberlo llevado y la vio introduciendo con suavidad sus delgados brazos en las mangas al tiempo que se reía del desconocido frío gélido de su nueva casa de Lahore, convencida de que tendría todo el tiempo del mundo para acostumbrarse a él.
Acarició el abrigo, tocando los botones que quizá su madre hubiera tocado en su día.
—Ven, beti —dijo Maji entrando en la habitación con una bandeja de varios tipos de nueces que sujetaba contra su cintura—. Ven a desayunar.
Vio entonces el abrigo y sintió despertar en sus entrañas un antiguo y persistente dolor. El abrigo había sido un regalo que su hija le había hecho después de casarse. «Ven a visitarme cuando llegue el invierno», le había escrito Yamuna en una carta que Jaginder había tenido que leer en voz alta porque Maji no había ido a la escuela el tiempo suficiente para aprender a leer y escribir. Pero Maji no había ido a verla porque no quería ser una invitada en casa de su consuegra, que después de la boda se había mostrado como una mujer cruel y mezquina. «Mejor que vengas tú durante las vacaciones», le había pedido Maji que escribiera a su hijo. Sin embargo, antes de que pudieran concretar los planes, tuvieron lugar los estallidos de violencia entre la comunidad hindú y la musulmana. «Sal de ahí ahora, cuando todavía estás a tiempo», le había apremiado alarmada Maji. «Buscad un lugar más seguro en una zona de mayoría hindú.»
«Pero aquí está nuestra casa», había insistido el marido de Yamuna.
Y entonces ocurrió lo inimaginable: la partición de la India en tres zonas geográficas claramente demarcadas y la forzosa separación entre musulmanes e hindúes. De pronto, Yamuna se vio convertida en refugiada. Fue una de los muchos, de los demasiados, que jamás lograron cruzar la frontera.
En el salón, la melódica voz de Lata Mangeshkar brotaba vacilante de la vitrola nueva.
—Oi —saludó Maji con un digno eructo al darjee que acababa de llegar—. Aprovechando que ha venido, tómeme las medidas para una blusa y una combinación nuevas. Mi mejor blusa blanca quedó inservible por culpa de esas sarnosas bañadas en salsa de mango que sirvieron en la boda de los Mahajan.
El sastre circuló a su alrededor, intentando tomarle las medidas. Era un hombrecillo desgarbado con un denso vello nasal y cuyos flacos brazos y deshilachada cinta métrica no bastaban para abarcar las enormes caderas de Maji.
Jaginder entró pesadamente a la habitación con su holgado pijama kurta atado alrededor de su abultada tripa. Prefería no llegar a la oficina hasta bien entrada la mañana y se pasaba las primeras horas del día sentado a una mesilla en un rincón del salón hablando a la vez por tres teléfonos. Lograba llevar a cabo semejante gesta mientras tomaba con exquisita delicadeza una taza de té hirviendo al tiempo que sus brazos, su boca y su barbilla se movían fluidamente como un moderno avatar de Shiva.
—¿Y a mí qué me importa que haya volcado la camioneta? —decía hablando por un teléfono—. El pago vence hoy. —Y al segundo—: ¿Acaso te pago para que pierdas mi dinero? —Y, por fin, a Laloo, el encargado con aspecto de rata que estaba al mando de la planta de desguace—: ¡Idiota! Dimaag kharab bo gaya hai, kya? ¿Es que el calor te ha afectado el cerebro?
En las ocasiones en que más tarde Jaginder necesitaba algo de la oficina que tenía en Darukhana, junto a los muelles situados al este de la ciudad —documentos legales, un maletín olvidado o una caja de dulces de la tienda de Ghasitaram—, enviaba de inmediato al chófer. Si Pinky y los gemelos habían terminado con las tareas de la escuela, a veces acompañaban a Gulu. Desde el asiento trasero le oían entretejer intrincadas historias sospechosamente similares a las últimas películas hindi, aunque en esas ocasiones era el propio Gulu quien representaba al apuesto héroe del drama en cuestión. La semana anterior, sin ir más lejos, había encarnado a Rajendra «Jubileo» Ruinar en Kanoon, obligado a investigar a su propio suegro por ser sospechoso de asesinato.
Savita entró revoloteando en la habitación llevando en las manos unos metros de seda de Kanjeevaram de color granate.
—He cambiado de opinión. Necesito que me haga esta para dentro de dos días —le dijo al sastre.
El sastre se acercó renqueante hasta ella y acarició el costoso material con pequeños jadeos de deleite.
—¡Medidas! —chilló, apartando diligentemente los ojos del voluptuoso cuerpo de Savita.
—Oh, diantre —se quejó Savita, empezando a bajarse el sari—. Pero si ya me las tomó la última vez.
Despacio, tomándose su tiempo, el sastre pegó la cinta contra la delgada cintura, el delicado cuello y los hombros desnudos de Savita. Luego, satisfecho, cogió el pequeño lápiz que llevaba entre los dientes y garabateó una serie de números inconexos en un trozo de papel.
Esa misma tarde, Lovely Lawate, la joven vecina de diecisiete años, llegó desde el bungaló contiguo envuelta en un salvar kameez y la dupatta dorada que llevaba con casi todos sus vestidos, cubriéndose con ella el pecho y los hombros, donde revoloteaba como las alas de una ninfa apsara, una diosa celestial.
En un primer momento, Savita se había burlado de ella a costa de la dupatta.
—Oi, querida Lovely, ¿por qué llevas siempre la misma dupatta} Pero Lovely se había limitado a sonreír y a ajustarse aún más el pañuelo al cuello. Lo había visto un día que había salido de compras con su madre por Colaba Causeway y se había quedado prendada del colosal diseño bordado a mano de imbricado follaje que resplandecía en el escaparate de la tienda: una soberbia ave en miniatura, la imagen de un phoolchuki de llameante pecho que en la vida real apenas era mayor que un pulgar, bordado en oro oscuro con un pecho rojo. El inquieto colibrí, el ave más pequeña de la India, estaba prendido en un denso entramado de pétalos esmeralda como si se hubiera perdido, atrapado, llamando a gritos —chick, chick, chick— a su pareja de corazón carmesí. Lovely le había suplicado a su madre que le comprara la dupatta.
—Te la compraré para tu ajuar —había prometido Vimla—. Una prenda tan extravagante es merecedora de una joven esposa. —Pero Lovely había insistido y la complaciente Vimla había terminado por dar su brazo a torcer. Desde entonces, era raro ver a Lovely sin la dupatta.
—Namaste, Maji, tía querida —Lovely sonrió al entrar, mostrando una caja de mithai—. Mamá ha ido a la tienda de Ghasitaram esta mañana.
—¡Tienen los mejores pakwaans! —estalló Dheer, recordando la crujiente cáscara frita coronada de humeantes lentejas channa que compraba siempre que visitaban al amigo de su padre en Narayan Dhuru Street, a tan solo dos calles de la tienda, y donde, a solo una callejuela de distancia, en la misma Kalbadevi Road, los obreros martilleaban sobre los pequeños lingotes de plata hasta convertirlos milagrosamente en finas láminas de papel utilizadas para la decoración de caramelos.
—Hoy solo traigo laddoos —dijo Lovely, abriendo la tapa de la caja.
Dheer inmediatamente corrió a su alrededor como una polilla, cerrando sus dedos rechonchos sobre una bola pegajosa y amarilla de harina dulce de guisantes.
—También te he traído esto —dijo Lovely, dándole un chocolate Cadbury.
—¡Gracias, didi! —exclamó el niño, dándole respetuosamente el título de hermana mayor antes de meterse el chocolate en el bolsillo y desaparecer en su habitación.
—¿Y para mí? ¿Y para mí? —preguntó codiciosamente Tufan.
—Hoy nada —respondió Lovely, acariciándole la cabeza—. Pero cuando salga el próximo Popeye, te lo traeré.
Tufan cogió un laddoo y se alejó cabizbajo.
—No pienses nunca mal de nadie mientras comes o tendrás dolor de estómago —le gritó Savita.
Nimish seguía en las inmediaciones de la habitación, con un montón de libros en la mano.
—¿Qué estás leyendo hoy? —preguntó Lovely volviéndose hacia él.
Nimish bajó los ojos hacia los libros en un intento por distinguir sus títulos al tiempo que el corazón se le aceleraba en el pecho. Amaba a Lovely desde que llevaba pantalones cortos. Tanto la amaba que solía colarse todas las noches por la abertura del muro que separaba los jardines de las dos casas y miraba desde allí el tamarindo que crecía en el jardín trasero de los vecinos. El árbol estaba allí desde principios de siglo, cuando el bungaló que los Lawate tenían en Malabar Hill pertenecía a sir Ryfus Peyton. Según dice la leyenda, sir Ryfus había ido a hacer negocios al puerto colonial portugués de Goa, situado en la costa junto a Bombay, cuando un insolente chiquillo del lugar le lanzó un insulto antes de huir a la carrera.
—Cabeza de tamarindo —le había dicho el guía, agitando en el aire una mano acribillada por las picaduras de mosquitos—. El maldito chiquillo acaba de llamarle «cabeza de tamarindo».
Ryfus se enteró entonces de que los habitantes de la colonia se metían vainas de tamarindo en un oído cuando tenían que cruzar el barrio nativo.
—Los malditos nativos creen que en las vainas moran demonios malignos —siguió explicando el guía al tiempo que soltaba una carcajada—. Al metérnoslas en el oído impedimos que nos molesten.
Cuando Ryfus regresó a Malabar Hill mandó plantar de inmediato un tamarindo con la esperanza de que los poderes especiales del árbol funcionaran también en Bombay. Y funcionaron, quizá demasiado bien, pues enviaron a Ryfus de vuelta a Inglaterra mucho antes que al resto de sus compatriotas.
El pequeño tamarindo siguió creciendo tranquilo, cubriéndose de un plumoso follaje verde adornado con puñados de pequeñas flores de rayas rojas y amarillas y dando todos los inviernos su amargo fruto, que se arrancaba y se utilizaba en el tratamiento de úlceras, estreñimiento y fiebres, y como agente avinagrante en la cocina. Lovely siempre había sentido una especial predilección por las largas vainas del tamarindo y su agridulce pulpa marrón y comestible.
—Mantente alejada del tamarindo —le había advertido su madre desde que era niña—. Es pernicioso. Los espíritus malignos moran en él al caer la noche. Mira, hasta las hojas del árbol se encogen de miedo.
Pero Lovely nunca le había hecho caso. El árbol se había convertido en su consuelo, el único lugar que le ofrecía un refugio para escapar de su excesivamente protegida vida. De noche, cuando la familia dormía, a menudo trepaba al árbol desde su ventana para descansar contra la fresca y gris corteza del tamarindo.
Y Nimish la observaba todas las noches, deslizándose sigilosamente hasta la pequeña abertura situada en el extremo más alejado del muro que dividía las dos propiedades, y la miraba desde allí. Aunque siempre intentaba reunir el valor para abordarla, terminaba paralizado por la incertidumbre y volvía a su cama desolado y con la mente torturada.
Naturalmente, Nimish no había compartido nunca con nadie sus sentimientos ni tampoco sus escapadas nocturnas. El amor romántico era filtni y, por tanto, no osaba dejarse ver en una respetable morada hindú como la de los dos jóvenes. Nimish sabía que su matrimonio, como había ocurrido con los de las generaciones anteriores, se concertaría con una mujer cuya carta astrológica encajara con la suya. Su familia era punjabí, oriunda de la región situada al noroeste de la India, mientras que la de Lovely era de Maharastra, de la misma Bombay. Las familias, aunque muy próximas, jamás considerarían la posibilidad de una boda con un miembro ajeno a su comunidad regional. Aun así, cuando se trataba de Lovely, la racionalidad que caracterizaba a Nimish se desvanecía por completo.
—Nimi, el nombre de tu futura esposa está ya escrito en las estrellas —le decía siempre su madre.
Sin embargo, y desde que tenía uso de razón, Nimish había decidido que rompería la tradición ancestral y, pasara lo que pasara, se casaría con Lovely. Intentó por todos los medios reprimir sus emociones y, manoseando torpemente el montón de libros, se limpió las gafas con el faldón de la camisa.
—Díselo, nab, Nimi —intervino de pronto Savita, señalando un libro en el que figuraba el título Scinde, o el valle infeliz, obra del famoso explorador sir Richard Burton—. Este parece interesante.
—«Cuán deliciosas estas noches orientales» —leyó obedientemente de una página marcada con un punto de lectura—. «Cuan especialmente deliciosas, en contraste con el tan espantoso día oriental.» «Qué delicioso», pensó Pinky con el corazón en un puño.
Savita soltó un bufido.
—¿Y qué tiene de delicioso el cielo inglés con ese color de arroz podrido y además con ese frío tan espantoso que aspira el calor de sus narigudos rostros?
Lovely ocultó una sonrisa bajo su mano, apartando tímidamente los ojos de Nimish.
Entonces, retocándose la diadema de afrodisíacas flores mogra que llevaba sujeta a su brillante cabello, se volvió a mirar a Pinky.
—Ven, hawa-khaneka hai? Maji cree que te hará bien tomar un poco de aire fresco. Vamos al parque.
Pinky asintió con la cabeza al tiempo que reparaba con una punzada de celos en las mejillas sonrojadas de Nimish.
Cuando se marcharon, Maji centró su atención en Vimla, la madre de Lovely, que acababa de llegar dispuesta a discutir las últimas propuestas de matrimonio que había recibido de la señora Garg, la entrometida mujer de nariz aguileña que vivía calle abajo y que se consideraba la casamentera del barrio a pesar de un importante currículo de fracasos en su cometido. Aunque la primera de las propuestas había llegado cuando Lovely apenas tenía catorce años, desde que tenía edad de casarse, el goteo se había convertido en un auténtico torrente.
Las madres de la comunidad maharastra querían para sus hijos a la joven de diecisiete años en la que se había convertido Lovely, y no solo por su asombrosa belleza, sino —y aquí se movían intereses más prácticos— por la fortuna de su familia y por su reputación de haber dado a la joven una educación absolutamente estricta. Las chicas modernas, como bien se lamentaban a menudo Maji y Vimla, habían perdido toda dignidad maquillándose como lo hacían y deambulando por la ciudad al terminar las clases en la universidad como desvergonzadas estrellas de cine. «Esas muchachitas padilikhi se creen miembros de la realeza solo porque saben leer y escribir», era el severo comentario de Maji.
—Mi Lovely será una esposa sumisa —declaró Vimla.
—Sí, sí. Es una buena chica.
—Y ya casi tenemos a punto el ajuar. Justo ayer el joyero nos trajo las últimas piezas. Todas las almohadas están ya bordadas y hasta hemos encargado la nevera.
—¿Y la máquina de coser Singer?
—También, aunque he decidido no incluir las tijeras de coser.
—Sí, sí, ¡mejor que no tenga ningún objeto afilado que pueda empuñar contra su nuevo esposo!
Las dos mujeres se rieron entre dientes, y, a continuación, mientras tomaban concentradas el té, procedieron a buscar un marido adecuado.
—A veces es muy testaruda —se quejó tía Vimla al tiempo que abría la bolsa de tela de color cereza donde guardaba las propuestas que conservaba atadas con un pequeño hilo de oro que había conseguido en el templo—. Siempre encuentra defectos a todos los chicos.
—En nuestra época, las muchachas no tenían elección —intervino Maji estudiando una foto en blanco y negro de un joven con un bigote profusamente engominado.
—Qué le vamos a hacer. Los niños ya no respetan las viejas costumbres —canturreó impotente Vimla mientras recordaba las frecuentes palizas que le propinaba su difunto marido y sus inclementes puños sobre su estómago, la cara y la espalda.
—Lovely hará lo que le digas —dijo Maji, acariciándole la rodilla.
—No las tengo todas conmigo —confesó de pronto Vimla mientras sus grandes ojos se llenaban de lágrimas—. Es como si algo terrible fuera a ocurrir antes de que la case.
—Simplemente estás triste porque pronto la perderás. Es normal. Las hijas no nos pertenecen.
Vimla asintió, secándose la cara con un pañuelo bordado. Aun así, la sensación no la abandonó, persistente como una sombra pegajosa. Ocupó sus manos ojeando el montón de propuestas hasta que por fin dio con la más reciente: un joven médico de rostro amarillento como el maíz cuyas aficiones incluían coleccionar coches norteamericanos y lepidópteros.
—¿Qué me dices de este?
—No —respondió Maji chasqueando la lengua—. Dekko, nah? Mira sus ojos. Duros como la piedra. No tratará bien a tu Lovely.
Vimla volvió a mirar el apuesto rostro del joven de la fotografía y estudió la curva de la nariz y el bigote perfecto antes de reparar en sus ojos. Sí, eran ojos duros, decidió sorprendida. Y se parecían extrañamente a los de su difunto marido.
A pesar de que las nubes de tormenta iban en aumento, ampliando su turbio vaivén, el sol brillaba aún con febril intensidad. Pinky y Lovely encontraron un lugar a la sombra y extendieron una sábana en el suelo. Estuvieron sentadas en silencio durante un rato mientras las cavilaciones de cada una caían en reinos totalmente separados con la liviandad de las hojas barridas por el viento. Un nubarrón de moscas con forma de peluca se había congregado sobre la papelera, erguida sobre la hierba como un pingüino. No muy lejos, los niños gritaban encantados mientras jugaban en la gigantesca estructura conocida como el Zapato de la Vieja. Los jóvenes admiraban sin tapujos a Lovely, intentando captar su atención mientras pasaban pavoneándose, y los ancianos le lanzaban fugaces miradas de deseo, recibiendo a cambio un buen bolsazo por parte de sus esposas, que no dudaban en llevárselos de la oreja.
Lovely se mostraba totalmente inmune a todas esas atenciones, como si fuera inconsciente de su belleza. Mientras tanto, Pinky intentaba reprimir la envidia y sus sospechas sobre Nimish. «¿Le amará ella también?» Lovely había compartido muchas cosas con Pinky a lo largo de los años, aconsejándola sobre sus inminentes períodos menstruales y sugiriéndole una dieta a base de «fruta del cielo» y de corteza de ashoka para estimular sus jóvenes pechos. Sin embargo, a pesar de la intimidad que compartían y de la implícita confianza que se profesaban, había una línea más allá de la cual Lovely se sumía en un caviloso silencio, al tiempo que su rostro se volvía oscuro e ilegible. Así pues, sabiendo como sabía que no podía preguntar sobre lo que ocurría en el jardín al caer la noche, Pinky decidió abordar otro tema que ese día ocupaba su pensamiento con idéntica urgencia.
—¿Sabías, didi, que hay una puerta de uno de los cuartos de baño que durante la noche está cerrada con pestillo? —empezó.
Una expresión confusa apareció en el rostro de Lovely seguida de una repentina toma de conciencia. Se llevó una mano delicadamente a los labios.
—¿Ah, sí?
—Lo sabías, ¿no es verdad?
Lovely negó con la cabeza.
—¡Lo sabías! —gritó Pinky, agarrándola del brazo—. ¡Cuéntamelo por favor!
Lovely suspiró al recordar el día en que había ocurrido. En aquel entonces tenía solo cuatro años, pero había trepado al tamarindo esa mañana mientras sus padres dormían. Había espiado desde allí a su hermano mayor, que en esa época era todavía un niño, y le había visto cruzar el jardín y dirigirse por el pasillo que conducía al bungaló vecino. Entró a la casa por la puerta lateral, que al alba quedaba abierta para permitir que los criados entraran y salieran de la misma. Pasó el tiempo y por fin le vio regresar con unos paquetes de galletas que había robado de la despensa de Maji, mientras se llenaba ya la boca con su contenido. Lovely no había dicho nada a sus padres, ni entonces ni sobre todo más tarde, después de lo que había ocurrido ese día. Durante todos esos años había lamentado haber guardado silencio y ya no tenía sentido hablar.
Volvió a suspirar.
—Fue tía Savita la que ordenó mantener la puerta cerrada con pestillo. Ya sabes cómo es a veces y cuánto cree en todas esas anticuadas supersticiones.
Era cierto. Savita estaba siempre batallando contra tenebrosos seres y malévolos vecinos, ambos, según ella, fuente de toda clase de problemas con la buena fortuna que durante toda su vida había luchado por preservar. Blandía su lápiz de ojos kajal como una espada para proteger a sus hijos de cualquier mal fario que estuviera circulando por las inmediaciones, dibujando puntos negros detrás de sus orejas para mantenerlos alejados del mal de ojo.
—Pero la puerta de su cuarto de baño no está cerrada con pestillo durante la noche —dijo Pinky.
—No sabría decirte más —respondió Lovely, volviéndose de espaldas. La dupatta dorada se deslizó sobre sus hombros, provocando una nube de alientos contenidos entre los hombres que pasaban en ese momento por allí. Y sus sinuosas caderas encendieron en ese instante el borde de su kameez.
UNA BRUJA
El aparato de aire acondicionado ronroneó al tiempo que un trueno sacudía el cielo nocturno. A pesar de que el denso aire la oprimía como un montón de ladrillos, Pinky tenía la sensación de que una espesa cortina caía de pronto, y de que algo acechaba detrás.
Se levantó y se paseó por la habitación a la espera de que Maji se sumiera en su profundo sueño de costumbre, cuyos signos incluían hablar en voz alta, los susurros y a veces incluso alguna que otra plegaria mientras sus dedos se movían en sincronía como si manejaran un rosario. A Pinky se le encogieron las entrañas y oyó acelerarse sus pensamientos, cada uno de los cuales volvía a llevarla a la puerta cerrada del cuarto de baño. Había preguntado a Dheer sobre la puerta el día anterior e incluso había intentado sobornar a Tufan, pero ninguno de los gemelos había sabido darle una respuesta. No le quedaba más remedio que acudir directamente a su tía.
Savita era la única hija de una influyente familia de Breach Candy, el antiguo y exclusivo enclave británico. Había aprendido bien sus lecciones: sabía elegir el juego adecuado de centelleantes joyas, adular a los socios de su marido y también envolver su fulgente cuerpo en gasas de precios desorbitados. Pero lo que más éxito le había reportado era su capacidad de despertar los celos entre sus amigas: simplemente haciendo uso de la palabra mientras tomaba una taza de té abrasador. «Nimish es un chico estupendo. Sin duda algún día se ocupará de la empresa de desguace de su padre. ¿Una o dos cucharaditas de azúcar? Y Dheer tiene una memoria prodigiosa, os lo aseguro. ¡Es capaz de acordarse de todo lo que comió la semana pasada! Y el pequeño Tufan no puede ser más inteligente. ¡Ha sido el primero de su clase en matemáticas! ¿Una galleta? No, tienes que probar una, son importadas.» Competir con sus amigas para ver cuál de ellas llevaba la Vida de Primera Clase con más Números Uno se había convertido en un auténtico evento atlético que incluía el cálculo de un nuevo ranquin todas las semanas entre las postulantes. Una semana, Zarine se colocó primera cuando su prima hermana anunció su compromiso con el miembro de una influyente familia del sector del automóvil. La semana siguiente la sustituyó Anjali porque se había matriculado en clases de pintura a pesar de las objeciones de su familia política. Munta logró abrirse paso hasta el primer puesto de la lista cuando contrató a un segundo chófer que mostraba un curioso parecido con Dev Anand, la estrella de cine. Y el rostro perpetuamente joven de Zarine la mantuvo en liza después de haber tenido relaciones con un extranjero que había llegado a Bombay disfrutando de una beca Fullbright.
Si Savita tenía un objetivo en la vida, ese era ganar. De hecho, el mes anterior, sin ir más lejos, había batallado por impedir el ingreso de una vecina en el exclusivo grupo de los almuerzos. Tras algunas discretas llamadas telefónicas a un puñado de chismosas ancianas señoras a las que contó una historia sobre cómo la vecina en cuestión se frotaba requesón impregnado de capullos de rosa en los pechos a plena luz del día, Savita logró no solo impedirle el acceso al grupo, sino incluirla en la lista negra de todo el litoral de la ciudad. Y para cimentar aún más la humillación sufrida por la mujer, durante un tiempo un puñado de muchachos de buena familia convergían delante de la puerta de su casa mostrando sus entrepiernas indecentemente inflamadas y armados de binoculares.
Sí, Savita era una formidable oponente, y Pinky, más que nadie, había sido blanco de su ira.
El aparato de aire acondicionado chisporroteó sonoramente y quedó de pronto sumido en el silencio. Pinky se acercó a él y pulsó el mando, pero de la máquina no salió ni un solo sonido, ni siquiera un simple resuello. Pinky dejó escapar un suspiro. El aparato había vuelto a estropearse.
Maji empezó a murmurar, inquietándose sobre la cama.
Pinky abrió rápidamente las dos ventanas que daban al camino de acceso a la casa y al instante se vio envuelta en el opresivo aire de la noche. Fuera todo parecía estar en silencio. Ni siquiera los grillos cantaban. El sudor le empapaba el camisón y la sed le secaba la garganta. Encendió el viejo ventilador de techo que volvió a la vida no sin esfuerzo, limitándose luego a remover el aire pegajoso en vez de proporcionar algún alivio.
Maji gimió de pronto y rechinó los dientes. Luego abrió los ojos de par en par y se incorporó hasta quedar sentada sobre la cama, una gesta que desde hacía tiempo no lograba llevar a cabo despierta.
Pinky contuvo el aliento.
—Lo sé, Savita. Lo sé todo —dijo Maji con una voz carente de emoción y la mirada clavada en la pared de enfrente mientras la saliva iba goteándole de la boca.
Acto seguido volvió a dejarse caer sobre la cama con un ronquido y se sumergió en el sueño que había quedado interrumpido justo en el momento en que el primer ministro Nehru se inclinaba sobre ella para mordisquearle la oreja y le susurraba: «Oh, mi querida y amada Madre India».
Pinky se quedó donde estaba con el corazón acelerado en el pecho. En la cama, Maji siguió hablando en sueños, susurrando incoherencias.
El destello de un relámpago iluminó el cielo.
—Dicen que es una bruja —susurraba alarmada Maji respirando deprisa y entrecortadamente, casi presa del pánico—. ¡Es una bruja! ¡Es una bruja! ¡Una bruja!
Pinky salió corriendo por la puerta antes incluso de que el trueno llegara a estallar en el silencio de la noche.
El calor que reinaba en el pasillo envolvió a Pinky como un abrazo mientras esperaba entre las sombras con la respiración ya más calmada. Minutos más tarde, Jaginder abrió de par en par la puerta de su dormitorio y salió al pasillo al tiempo que su pijama kurta blanco reflejaba un rayo de luna. Muy pronto se oyó el sofocado sonido de un motor seguido del ronroneo de un coche y del chirrido de la verja delantera. Jaginder salía de la casa casi todas las noches. Pinky no tenía la menor idea de adónde iba, pero sabía que esas escapadas nocturnas provocaban en Maji un considerable pesar.
Pinky se acercó sigilosamente a la puerta del dormitorio y miró dentro.
Una tenue luz bañaba en suave penumbra la habitación, que estaba decorada con elegantes muebles tapizados en blanco y cubiertos de láminas metálicas moldeadas a mano. Los muebles habían llegado allí como parte de la dote de Savita y habían sido enviados justo antes de la boda.
«Llévatelos», había dicho Maji mientras inspeccionaba horrorizada las sillas de brillante plata, encogiéndose ante la idea de introducir el blanco —el color del luto— en su casa en un momento feliz como ese. No dijo que aquel conjunto de muebles rematadamente modernos discordaba con el majestuoso aire del bungaló, de su bungaló. Jaginder se había mantenido mudo sobre la cuestión, secretamente intrigado por el velado poder de su futura esposa, pues a fin de cuentas Savita había visitado el bungaló tras el compromiso y conocía bien sus colores y el estilo que imperaba en la decoración de la casa.
Fue Yamuna, la hija de Maji, en aquel momento aún soltera, quien había intervenido.
—No, mamá —había dicho—, no es blanco. Es blanco azulado como ese cuenco de cerámica de Seijakuji que nos trajeron de Japón. Casi un blanco lechoso.
—El blanco es blanco —había mascullado Maji, cediendo finalmente porque el espantoso juego de muebles quedaría confinado a la habitación de Jaginder y de Savita.
Savita estaba en ese momento sentada delante de su elegante tocador y prendió una vela cuya luz quedó reflejada en los adornos de plata como si la estancia se hubiera llenado de miles de luciérnagas. De la pared colgaba un espejo, cubierto por una tela fina como la gasa. Los espejos eran una rareza en casa de los Mittal, básicamente porque Savita creía que en ellos acechaban espíritus malignos a la espera de lanzar su mal de ojo a sus pequeños, como lo hacían a menudo con quienes consideraban jóvenes y hermosos. Cubría su espejo con una fina sábana de algodón cuando no lo utilizaba, y el otro que tenía, un pequeño espejo ovalado sujeto en un pedestal de reluciente bronce, estaba guardado en el buró de Maji.
Savita tendió la mano sobre un puñado de frascos de cristal llenos de aceites de esencias, tocando cada uno de ellos como si fuera un ritual. Reordenó una colección de jarrones de cristal de Uttar Pradesh y la luz de las velas se reflejó en ellos, repartiendo su resplandor. Luego abrió la polvera de plata y se llevó la borla a la nariz.
Durante apenas un instante Pinky echó de menos a su madre.
Savita tomó una pequeña caja de plata pulimentada que contenía los bináis que lucía en la frente y se la puso delante. Acarició la caja al tiempo que posaba una mano sobre la tapa como en un intento por impedirse abrirla. Tomándose su tiempo, la abrió por fin y registró su contenido. Sacó un pequeño papel cuadrado y lo estudió atentamente durante un buen rato sin moverse. Luego, sin dejar de acariciarlo suavemente, se echó a llorar.
Un bochornoso calor cubrió el rostro de Pinky, que volvió sobre sus pasos para salir de la habitación, golpeando accidentalmente un móvil de diminutos pájaros elaborado con campanillas de plata que colgaba de la puerta.
Savita alzó los ojos y su mirada quedó espeluznantemente distorsionada por el espejo velado.
A ciegas, Pinky se alejó corriendo del vestíbulo y se adentró en el pasillo. La cocina, en cuyo suelo se tumbó, la absorbió en sus sombras.
Instantes después vio pasar, extrañamente iluminado, el paño de una bata por el suelo. Unos delicados pies con los dedos adornados con anillos de diamantes se alejaron despacio por el pasillo del ala oeste hasta pasar por delante de la habitación de los niños y detenerse.
Pinky alzó el rostro.
Era Savita.
Llevaba una vela en una mano y miraba atentamente el pestillo de la puerta del cuarto de baño.
No hubo tiempo para pensarlo. Pinky corrió por el pasillo a la habitación de Savita y abrió la caja de plata con los bináis del tocador. Sabía que Dheer la había registrado en una ocasión, organizando extáticamente los adornos que su madre lucía en la frente por color, forma y ocasión. «Para llevar al templo», había explicado. «Para llevar durante el almuerzo. Para ir de compras. Para llevar cuando te hayas enfadado con papá.» Savita había regresado inesperadamente temprano de un almuerzo y le había dado una bofetada que casi le hizo volar hasta la otra punta de la habitación. «Ni se te ocurra volver a tocar eso», le había siseado antes de salir hecha una furia. Dheer se había acurrucado como una babosa en el suelo sobre un pringoso charco de mocos y lágrimas durante gran parte de la tarde, incapaz de reaccionar cuando Pinky le ofreció unas galletas Perk.
Justo dentro de la caja de bináis estaba el pequeño papel cuadrado que había hecho llorar a Savita. Era una fotografía en blanco y negro. De la parte superior de la imagen colgaba un brazo desenfocado en cuya muñeca se arracimaba un mar de finas pulseras. Muy cerca de la mano se veía un sonajero, y, justo debajo, firmemente envuelto en una tela que reposaba en alineada yuxtaposición contra una manta jaipurí colmada de espejuelos..., un bebé. Detrás de la foto Pinky vio garabateada una sola palabra: «Chakori», junto con una fecha: 1947.
Un bebé.
Pinky sintió una punzada en el pecho y un zumbido en los oídos.
Soltó la foto y se dio la vuelta para marcharse.
Allí, de pie en la puerta, estaba Savita, blanca de rabia.
Cerró en silencio la puerta, se acercó a grandes pasos a Pinky y le soltó una bofetada.
Pinky se tambaleó hacia atrás.
—¿Cómo te atreves? —siseó Savita—. ¿Cómo te atreves a entrar a mi habitación como un ladrón?
Pinky tartamudeó, llevándose la mano a la mejilla. El zumbido que le llenaba la cabeza fue convirtiéndose en una cacofonía de voces. Aunque se metió los dedos en los oídos, las apremiantes y superpuestas voces no desaparecieron.
Savita arrancó a Pinky las manos de las orejas.
—¿Quieres saber por qué te odio tanto? —dijo, cogiendo la foto de la mesa y acercándola al rostro de Pinky—. ¡Tú estás aquí porque ella está muerta!
Pinky vio las mejillas rechonchas de la niña y el brillante cabello impregnado de la lisura de un recién nacido. Vio sus ojos, cerrados al mundo, y también las densas pestañas cubiertas de humedad. Esas voces caóticas y etéreas le llenaban los oídos con sus lamentos.
—Deberías haber sido tú la que murió. Estabas muy enferma y desnutrida cuando Maji te trajo y tenías la piel cubierta de pus. —Sus labios se torcieron en una mueca de asco—. Sí, tú viviste y mi pequeña murió. —Se echó a llorar y las lágrimas empezaron a surcarle las mejillas y el cuello hasta congregarse en el espacio que separaba sus senos.
—Lo siento —logró decir Pinky al tiempo que las voces chocaban entre sí, ensordecedoras.
Savita se apartó el pelo de la cara.
—Esta jamás será tu casa —dijo—. Yo me encargaré de echarte de aquí. Te lo juro.
AHOGADA
A la mañana siguiente Pinky se quedó totalmente inmóvil en el cuarto de baño, con la espalda contra la pared. El suelo estaba mojado tras el baño de los chicos, y el cubo, medio lleno de agua. «Una niña murió y yo he sido su sustituía», pensaba Pinky profundamente desolada. De hecho, las cosas no habían sido exactamente así. Savita no había querido a la pequeña, y Jaginder tampoco. Todo eso se le había mantenido oculto a pesar de que los acontecimientos que tenían lugar tras las puertas cerradas estaban estrictamente prohibidos en casa de los Mittal.
Cierto: una puerta cerrada durante el día, aunque fuera temporalmente, invitaba a la dispensa de reprimendas y a un detallado interrogatorio sobre actividades, motivos y moral en general. La única excusa legítima para cerrar las puertas incluía uno de los tres puntales básicos de la purificación diaria: la descarga de toxinas internas, la limpieza de toxinas externas y la purificación de toxinas invisibles. Así pues, cualquier asunto de naturaleza personal debía hacerse en el lavabo, en la zona de aguas o en la habitación del puja. O de noche.
Pinky recordó con aprensión el terror del que había sido presa el día anterior. Sin embargo, sus tres primos ya habían tomado su baño sin la menor incidencia y habían aparecido con el semblante fresco y una toalla alrededor de la cintura. Animada por ese hecho, rápidamente se sujetó las trenzas a la coronilla.
Enseguida se dio cuenta de que la pastilla cuadrada de jabón duro y marrón que normalmente estaba encima del taburete había desaparecido. Intentando no sucumbir al pánico, dejó escapar un profundo suspiro como aparentando irritación, razonando que Tufan se había olvidado de volver a dejar allí el jabón cuando había terminado de bañarse. Sin embargo, empezó a ponerse ansiosa mientras cruzaba el vestíbulo en dirección a la despensa. «¿Y si Tufan no se había olvidado?» La despensa estaba perpetuamente a oscuras, pues no la habían considerado merecedora de un punto de luz cuando habían dotado al bungaló de instalación eléctrica. La luz que se colaba por el pequeño pasillo que llevaba a la cocina bastó para que Pinky distinguiera los sacos de arroz basmati madurando silenciosamente a un lado y los frascos de tentempiés —arroz inflado con salpicones de cúrcuma y chevda salados— tentadoramente dispuestos en una estantería. Había una pequeña nevera adicional en la despensa, un desecho procedente de uno de los desguaces de Jaginder. Traqueteaba esporádicamente como si sufriera un brote de gripe. La habitación olía a viejo, como a papel, a polvo y a galletas secas. Aunque normalmente era un olor reconfortante, en ese momento inquietó a Pinky. Buscó a tientas en el rincón del estante superior con movimientos casi frenéticos, pues sabía que era allí donde se guardaba el jabón, y tiró de una mellada pastilla de Lux —«el jabón de las estrellas de cine»— que solo Savita utilizaba. Tras seguir buscando a tientas un poco más, localizó una pastilla marrón y corrió de regreso al cuarto de baño perseguida por el silencio de la casa.
—¿Aún no te has dado tu baño, Pinky-di? —preguntó Kuntal mientras barría el pasillo.
—¡No tenía jabón!
—¿Ah, no? Pero si justo ayer puse una pastilla nueva —dijo Kuntal asomando la cabeza por la puerta del baño—. ¡Ahí la tienes, encima del taburete!
Pinky se detuvo en seco, presa de un arrebato de terror, pero recordó entonces la risa de Tufan del día anterior.
—No la había visto.
—Una pastilla de jabón marrón encima de un taburete marrón..., a veces hasta a mí me cuesta verla —dijo amablemente Kuntal.
Pinky dejó la pastilla nueva y se metió en el cuarto de baño.
Abrió y cerró la puerta tres veces, asegurándose de que no se quedara atascada en el marco, y luego la aseguró con el pestillo. Después de desnudarse, se sentó en el taburete de madera y vertió una lota de agua por encima del hombro. Se mojó la cara, se la enjabonó y volvió a mojársela.
La habitación se enfrió de pronto.
No necesitó abrir los ojos para ver la súbita luz.
Una inmaculada luminosidad manaba del cubo de bronce.
Era tan intensa y cegadora que Pinky tuvo que taparse los ojos con las manos.
Tras llevarse la mano a la boca como en un intento por contener un grito, se tambaleó hacia la puerta, pegándose a ella.
—¡Socorro! —gritó, cerrando con fuerza los ojos frente al resplandor procedente del cubo. Empezaron a humedecérsele a causa del dolor que provocaba en ellos la luminosidad. Buscó a tientas la manilla de la puerta con dedos temblorosos. Inesperadamente, se acordó de algo que Maji le había dicho en la habitación del puja el día anterior: «Beti, Vishnú nunca duerme para así poder velar por ti». Después le había metido un puñado de uvas doradas en la boca. Seguía aún en ella, el prasad a uvas y almendras bendecidas por los dioses. Sintió que recuperaba las fuerzas. Vishnú, la encarnación de la misericordia y de la bondad, estaba con ella, y, debido al extraño brote de estreñimiento de esa mañana, seguía aún sin digerir en sus intestinos.
—¡No soy tu sustituta! —gritó a la luz mientras sus dedos encontraban por fin la manilla y descorrían el pestillo—. ¡Maji me quiere!
De pronto se hizo la oscuridad.
Pinky abrió los ojos y esperó unos instantes a que se adaptaran a la oscuridad.
La habitación parecía la misma: vulgar, vacía y desprovista de cualquier atractivo.
Pinky cogió la toalla y salió corriendo al pasillo.
Volvía a estar a salvo.
En la silenciosa protección que ofrecía el santuario del puja, Pinky se confesó entre lágrimas a Maji.
—¡Hay algo en el cuarto de baño!
—¿Qué es, beti?
—Había una luz, una luz brillante. Aunque he cerrado los ojos podía verla.
—Debes de haber cogido fiebre —dijo Maji, poniéndole la mano en la frente—. A veces este calor espantoso se te mete en la cabeza y te hace ver sombras blancas.
Pinky negó con la cabeza. Desde que era pequeña había oído contar historias sobre fantasmas amenazadores y espíritus malignos que lanzaban hechizos sobre sus inocentes víctimas. Hasta la hermana Pramila, su profesora favorita de la escuela católica que llevaba una pequeña figura del pequeño Krisna en el bolsillo del hábito, les había contado una vez el caso de una compañera de clase que había padecido terribles retortijones después de haber cogido flores del fragante campo que se extendía detrás de la escuela. «Por ser tan traviesa», había dicho la hermana Pramila con una tensa voz henchida de pesimismo, «los espíritus malignos se le metieron en la tripa y ahora sus pobres padres tienen que llevarla a Mehndipur y viajar hasta Rajastán para curarla. ¡Que Cristo se apiade de ella!».
—Pero no era calor —insistió Pinky—. Tenía frío y era espantoso, como un... un fantasma.
—Siéntate —la interrumpió Maji agitando la mano y arqueando una ceja. Guardó unos segundos de silencio, buscando la historia apropiada, y luego atrajo a su nieta hacia ella—. ¿Conoces la historia de la rani de Jhansi?
Pinky bajó la cabeza.
—Era una reina que luchó contra los británicos en la primera batalla por la independencia de la India. Cuando su provincia sufrió los primeros ataques —prosiguió Maji— se quitó el velo y se convirtió en la líder de su pueblo. No tenía miedo.
Pinky alzó los ojos.
—Se vistió como un soldado, aunque, como la auténtica reina que era, jamás olvidó ponerse las tobilleras de oro durante la batalla.
—¿Qué fue de ella?
—Cayó herida de muerte. Sus compatriotas la llevaron a morir debajo de un mango.
—¿Murió?
—Murió, aunque su nombre es reverenciado en toda la India —Maji empezó entonces a recitar el verso de una canción que solían cantar las mujeres del campo—: «Su nombre es tan sagrado que lo cantamos tan solo al alba».
Se produjo un largo silencio.
—Cuando las personas tienen miedo lo achacan a cosas oscuras y sobrenaturales. Si algo te asusta, debes enfrentarte a ello —dijo Maji—. Recuerda a la rani. Tienes esa misma fuerza dentro de ti.
—Pero...
—Ya no eres una niña —concluyó Maji—. Es hora de que salgas de una vez de tu mundo de sueños. No quiero oírte hablar nunca más de fantasmas. No eres una de esas pobres ignorantes que viven en las calles.
—Pero tía Savita cree en ellos.
Maji frunció el ceño.
—Me ha dicho que anoche entraste a su habitación. ¿Por qué?
—La vi llorar. Tenía una foto en la mano..., quise verla. Era un bebé. ¡Una niña!
Maji palideció como si no hubiera tenido noticia de la existencia de esa foto. Se apoyó la frente en las manos y se apretó los ojos con los dedos.
—Kyu? Kyu? ¿Qué sentido tiene desenterrar eso?
—Solo quiero saber lo que pasó —dijo Pinky con suavidad.
Maji apoyó pesadamente la parte superior de su cuerpo contra la pared. Los recuerdos la invadían apresuradamente.
—¡Márchate! —gritó de pronto, despidiendo a Pinky con un gesto de la mano—. ¡Márchate te digo!
Pinky se sobresaltó.
—¿Maji?
Pero Maji ya no la oía. Se había sumergido en una inmisericorde oscuridad.
Se hundía cada vez más en aquella oscuridad, regresando a una lejana mañana en que había dado sus rondas de primera hora alrededor del bungaló. «Del mismo modo que al sol, que es el ojo del mundo, no pueden mancillarlo los defectos de nuestros ojos, el Yo Superior que habita en todos no puede dejarse mancillar por los males que pueblan el mundo», había estado recitando Maji para sus adentros los Upanishads, el gran texto sagrado que tenía cuatro mil años de antigüedad.
Al pasar por delante de la biblioteca oyó a Jaginder pedir a voz en grito el cereal que ayudaba a aumentar la producción de leche, una dulce y humeante pócima que prometía llenar los infértiles pechos de Savita. La joven ayah, con el borde del sari de color rojo fuego anudado a la cintura para evitar que se mojara, salió corriendo del cuarto de baño de los niños hacia la cocina. Casi de inmediato reapareció con una bandeja lacada en las manos y entró en el pasillo, dirigiéndose a la habitación de Savita.
Maji había completado su recorrido alrededor de la casa y volvía a recorrer el pasillo cuando oyó un jadeo. Había un rastro de huellas húmedas que salían del cuarto de baño. Se asomó a ver y se encontró a la ayah, que sacudía al bebé como si intentara insuflar vida a sus diminutos pulmones. Sin apartar los ojos de la pequeña, en su cabeza hubo cabida para un único pensamiento.
«La sombra azulada que la cubrió al nacer no la ha abandonado ni siquiera en su muerte.» Cuando no hubo duda de que nada podía hacerse por la pequeña, la propia Maji tomó en brazos el cuerpo carente de vida cuyo peso no superaba al de media docena de mangos bapus, y mandó a la ayah a la galería delantera en silencio.
—Oi, Gulu —llamó al chófer de la familia con su voz grave y arenosa.
Gulu apareció segundos más tarde, aunque estaba peinándose en sus dependencias privadas situadas en el garaje trasero. Llevaba parte del pelo cuidadosamente aceitado y peinado hacia atrás, dibujando una onda perfecta, pero la otra mitad seguía todavía de punta, como si ya se hubiera enterado de la noticia del despido de la ayah. Maji le susurró una orden al oído, sacó un montón de húmedas rupias de su blusa, donde la parte superior de sus pechos se debatían contra la tela, y se las dio. Gulu vaciló, reticente a cumplir sus órdenes, pero la ayah se deslizó sin mediar palabra en el interior del asiento trasero del Ambassador negro con el sari rojo mojado tras el baño del bebé y con los ojos ocultos tras sus grandes párpados.
Maji ni siquiera esperó a que el chófer partiera para cerrar de nuevo las oxidadas puertas verdes cubiertas de jazmín y encerrarse así en una fortaleza de dolor. Tras regresar apresuradamente al cuarto de baño, acunó a su querida pequeña por última vez, desnuda como estaba salvo por un amuleto de cuentas doradas y negras que le rodeaba el cuello, y le lavó todas las impurezas que pudiera haber acumulado durante su breve estancia en la tierra. Desgarró entonces el borde del sari de algodón khadi que le cubría el cuerpo y envolvió al bebé en la incolora sombra del duelo, anidándolo contra su pecho.
De algún modo encontró la fuerza para llamar a la puerta de su hijo. Dentro, Savita estaba acostada con los ojos cerrados y reclinada contra las gruesas almohadas bordadas, con su oscura melena sobre los hombros como las exuberantes trepadoras de la buganvilla. Jaginder estaba sentado en la cama junto a ella, metiéndole en la boca cucharadas de cereal con una actitud de inmensa ternura.
Maji se quedó en la puerta y observó durante unos instantes aquel despliegue de afecto. Durante una décima de segundo pensó en Yamuna, la hija que tenía en algún rincón de la otra punta del país y que en aquel momento estaba todavía con vida, convertida en refugiada.
—¿Ma? —dijo Jaginder, apoyando la cuchara en el cuenco de cereal con un tintineo—. ¿Ocurre algo?
El aire se volvió afilado y luminoso, salpicado de mil colores, como si Jaginder y Savita presintieran la gravedad del momento, ese efímero segundo en el que sus vidas colgaban sobre el vacío en precario equilibrio.
Maji apretó contra sí al agarrotado bebé al tiempo que negaba con la cabeza, solo una vez y solo unos centímetros.
Y eso bastó.
Savita chilló.
Maji clavó la mirada en los ojos abiertos como platos de su hijo. En esa décima de segundo comprendió que la muerte de la pequeña era una fuerza destructora que empezaba a formarse. La peor devastación estaba aún por llegar.
Jaginder intentó levantarse, pero vaciló. Apretó los dientes y por fin se puso en pie.
—La ayah —dijo. No era una pregunta. No era en absoluto una pregunta sino una certeza.
—Un accidente —susurró Maji.
Jaginder salió corriendo de la habitación, pisoteando el suelo y con la cabeza inclinada hacia delante y los puños cerrados, prestos al ataque.
En algún lugar de la parte más alejada del bungaló los gemelos empezaron a llorar.
—¡Dámela! —chilló Savita, acercando a la pequeña a su pecho al tiempo que sus gritos llenaban la habitación.
Maji se quedó de pie junto a ella, luchando contra la infinita negrura que la embargaba.
Era la cabeza de la casa.
No lloraría.
No se permitiría perderse.
LOS COLIBRÍES AHOGADOS
Pinky se encerró en el cuarto de baño perpleja aún por la dureza del tono que Maji había utilizado con ella. «¡Márchate! ¡Márchate te digo!» Hasta entonces, Maji jamás la había alejado de sí de ese modo. «Si Maji deja de quererme, ya no me quedará nadie», pensó. La presencia que acechaba en el baño —y Pinky estaba convencida de que allí había algo— había empezado ya a alejarla de su abuela. Lo único que quería era cerrar el vacío y regresar junto a Maji para que las cosas volvieran a ser como hasta entonces habían sido entre las dos. Sin embargo, Maji había dejado muy claro que Pinky no debía volver a mencionar esas cuestiones.
—OÍ, ¿Pinky? —dijo una voz desde el otro lado de la puerta.
Pinky contuvo el aliento. Huelga decir que no solo estaban reguladas las puertas cerradas en el bungaló, sino también los períodos de tiempo que podían estarlo: veinte minutos para la actividad matinal de descarga de intestinos, doce para el baño y diez para otras necesidades relacionadas con el aseo personal. Un generoso total de cuarenta y dos minutos al día de intimidad. Y los de Pinky acababan de expirar.
—¿Qué haces ahí tanto rato? —gritó Maji. Su voz había recuperado su tono afectuoso. Y sonaba cansada.
—Tengo el estómago revuelto —dijo Pinky, que ya se encontraba mejor al ver que su abuela había ido a buscarla.
—Ya sabía yo que no estabas bien —dijo Maji en voz alta, añadiendo mentalmente treinta minutos adicionales al tiempo que podían pasar los habitantes de la casa tras una puerta cerrada. Cuarenta y cinco si la diarrea era especialmente virulenta—. No te acerques a los puris. Y hoy nada de fritos. Achha?
—Ni chile ni cebollas ni ajo ni garam masala —canturreó Savita desde el comedor, dando voz a la lista de alimentos que, según ella, atraían a los espíritus malignos. De hecho, daba órdenes al cocinero Kanj para que preparara dos tipos de comida distintos. Uno para ella y sus hijos, y el otro, una versión especiada, para el resto de la familia. Después de casada, había intentado también domesticar los hábitos alimentarios de Jaginder, que, a pesar de lo muy enamorado que estaba de su nueva esposa, se había negado en redondo.
—Comer ajo te llena la cabeza de malas ideas —había insistido Savita.
—No es el ajo —le había respondido él con un guiño.
Así pues, Savita había infligido su celo dietario sobre sus hijos, excepto durante los compromisos sociales, cuando estaba excesivamente ocupada para vigilarlos de cerca. Nimish estaba demasiado absorto en sus libros como para que esas cosas le importaran. Tufan simplemente convencía al cocinero Kanj para que le diera cebollas a escondidas, amenazándole con contarle a Maji los lapsos de su esposa en las tareas de la casa. Se comía las cebollas crudas con la boca ardiendo y las lágrimas surcándole el rostro cuando Savita dormía una de sus siestas. El pobre Dheer era el que más sufría a causa del restringido menú, aunque por mucho que lloriqueara, nada lograba que Savita levantara su prohibición. Sin embargo, impacientada por la mirada de desesperación que embargaba los ojos del pequeño, Savita había encargado un pedido semanal a la casa de chocolates importados.
Siempre que era posible, Pinky daba a Dheer parte de sus sabrosas comidas por debajo de la mesa. Sin embargo, dado que la noticia de su malestar estomacal había corrido por todo el bungaló, los vegetales, los mangos, la salsa de mango y los pepinillos quedaron eliminados de su plato para ser sustituidos por insípidos khichidis de arroz con lentejas y lassis de yogur rebajado con agua. Peor aún, el doctor M. M. Iyer, el médico de la familia, pasó a visitarla y le recetó un régimen de burbujeantes tabletas de color rosa, agua de lima salada y lentejas envueltas en asafétida.
Después, la mandaron sin mayor demora a la cama. Se acostó sobre el colchón presa de la inquietud. Había todavía muchas cosas que no sabía. ¿Quién era ese bebé, esa niña cuya inesperada muerte había propiciado la salvación de Pinky?
Esa misma mañana, horas más tarde, Vimla, la madre de Lovely, llegó para almorzar, utilizando el estrecho pasadizo labrado al fondo de la pared que conectaba ambas propiedades en el breve intervalo en que los dos bungalós habían pertenecido al mismo dueño. Durante al menos medio siglo desde entonces, la abertura había quedado sellada por enormes arbustos de hibiscos chinos, marañas de flox de color rosa pálido y tiernos brotes de vincapervinca azul. Sin embargo, desde que Vimla y Maji se habían quedado viudas y habían dejado de dedicar sus días a la atención de sus esposos, habían mandado cortar el follaje para permitir las visitas sin la molestia que suponía tener que abrir y cerrar las puertas principales de sus respectivos bungalós. Como Maji estaba demasiado gorda para poder colarse por el estrecho pasadizo, por tácito acuerdo era Vimla la que siempre la visitaba.
Vimla era una mujer de aspecto frágil, brazos delgados y unos ojos grandes de cierva. Siempre llevaba saris blancos, tal como dictaba la costumbre, aunque se permitía pequeñas indulgencias de color, como por ejemplo una flor de hibisco de color magenta en su negra y lustrosa melena. Antes de la muerte de su marido había disfrutado sobremanera de su caleidoscópica colección de saris, que incluían brillantes balucharis bengalíes de color violeta, gharcholas gujaratíes de cuadros, brocados de Benarés de influencia mogola y nayayanpets de Kerala con cenefas de oro. De hecho, en la intimidad de su habitación, a menudo fantaseaba con la idea de hacerse cargo de Sweetie Fashions o de cualquier otra de las exquisitas tiendas de saris de Colaba Causeway.
«Tráeme los crepés de Misore», se imaginaba que ordenaba a una de las empleadas que cruzaba a la carrera el salón de exposiciones profusamente iluminado, abriendo los saris finos como gasas con un simple gesto de la mano mientras las damas exageradamente enjoyadas se mecían en mareas de exclamaciones y admiraciones, con los bolsos llenos de dinero bien sujetos bajo los brazos y una burbujeante Coca-Cola en la mano.
Cuando su marido había muerto poco después de cumplidos los cuarenta años de un ataque al corazón, Vimla había guardado luto no por él sino por la pérdida de sus centelleantes saris. Confinada como estaba a aquel atuendo incoloro, lidiaba con su suerte negándose a deshacerse de la colección y guardando con tiernos cuidados los más caros en un armario cerrado con llave que tenía en su dormitorio. Solo cuando sus hijos salían del bungaló y tenía a las criadas durmiendo la siesta se atrevía a abrir el armario y desparramar el arco iris de ropa ante sus ojos, pegando el rostro a las sedosas telas, estrechando contra su pecho los rangs dorados y perdiéndose en los tiempos en que también ella era objeto de jadeantes miradas de admiración.
El marido de Vimla había sido un rico industrial amigo de los británicos y temido por los indios. Era un hombre brutal al que le traían sin cuidado las vidas que destrozaba a su paso en su inquebrantable avance hacia la prosperidad, y mucho menos la de su propia familia, a la que intentaba en todo momento condenar a la sumisión. En una ocasión, durante una cena que habían celebrado en el hotel Taj, mientras disfrutaban del panorama del puerto de Bombay, la conversación entre los asistentes maharastríes se centró en las décadas de batallas contra sus vecinos gujaratíes para anexionarse la ciudad de Bombay y convertirla en la influyente capital de su propio estado.
—Controlamos ya el consejo municipal de Bombay —declaró acalorado el marido de Vimla—, de modo que es solo una cuestión de tiempo el que la ciudad también nos pertenezca.
El grupo de hombres entrechocó sus vasos helados de Royal Salut.
—Lo mejor es comprar un arma a uno de esos bandookwallahs parsis —concluyó uno de los presentes.
Justo en ese instante sonó en la distancia una pequeña explosión. A pesar de que eran raras las veces que se oían disparos de armas de luego dentro de los límites de la ciudad, el disparo sonó lo bastante lejos como para que apenas se oyera sobre la estridente música filmi o sobre la ebria conversación. Desde las privilegiadas alturas del majestuoso hotel Taj los comensales estaban a salvo de la violencia callejera que tenía lugar más abajo y de los soldados samiti de a pie de la Samyukta Maharashtra que vivían en los arrabales de la ciudad y que proporcionaban el músculo con el que forzaban sus exigencias.
Pero Vimla, demasiado tímida para entablar conversación con las esposas más sofisticadas de los presentes, había oído el disparo y corrió sin pensarlo dos veces hacia su marido.
—¡Disparos! —dijo aterrada, derramando su Gold Spot de color mandarina sobre el traje blanco de su esposo—. ¡Alguien acaba de disparar ahí abajo!
El júbilo que había imperado durante la cena se vio así frustrado y los invitados regresaron de inmediato a sus cercadas propiedades en sus coches importados con sus puertas perfectamente cerradas. Vimla había percibido la furia de su esposo durante el trayecto de vuelta a casa mientras buscaba amparo temporal en el hecho de que él no perdería el control delante del chófer. En la intimidad del dormitorio, sin embargo, le había dado un puñetazo en plena cara, cortándole en la mejilla con el metal de su anillo de diamantes.
Después de la muerte de su esposo, Vimla se había refugiado en la seguridad de su fortuna y había centrado toda su atención en sus hijos. Su hijo, Harshal, intentaba desgraciadamente emular a su padre desarrollando hábitos igualmente crueles. Su pasatiempo favorito era ahogar a los colibríes violetas que anidaban en los arbustos del jardín, contemplando su aterrado aleteo hasta que sentía su último y delicioso estremecimiento de rendición. Después de haber hecho desaparecer la población de aves del jardín, había empezado a patrullar despreocupadamente las calles en busca de nuevas víctimas de mayor envergadura.
Una mañana, mientras Lovely jugaba en el camino de acceso a la casa, Harshal salió sigilosamente del jardín, red en mano. Apenas unos minutos más tarde entró corriendo con un cachorro de perro callejero y se encerró en el bungaló para eludir a la enfurecida madre del pequeño. Vimla había visto consternada lo que había ocurrido desde una ventana, incapaz de moverse, mientras Lovely huía de la perra hasta que dos sirvientas la espantaron con una escoba. Aunque ni Vimla ni Lovely dijeron jamás una sola palabra a Harshal sobre su crueldad, en sus ojos había brillado un horror sordo. Desde entonces, Lovely se negaba a llamar bhaiya a Harshal, el término afectuoso que se utilizaba con un hermano mayor, y boicoteaba las ceremonias del Rakshabandan que celebraban con devoción hermanos y hermanas.
Vimla decidió no interferir en la silenciosa disputa que libraban sus hijos y había optado por retirarse al capullo protector de su habitación o por pasar el tiempo en la casa vecina con Maji. Con el paso de los años, las dos mujeres habían forjado una férrea amistad que se había fortalecido aún más tras la muerte de Omanandlal, el marido de Maji. A pesar de que compartían destinos similares por su condición de viudas, Maji prevalecía sin lugar a dudas como la matriarca de su familia, mientras que Vimla se había retirado a un segundo plano en el seno de la suya, acosada por su hijo y por su nuera. Las preocupaciones que le quedaban en la vida eran encontrar un marido adecuado para Lovely y apremiar a Himani a que le diera un nieto.
—Ya hace dos años que se casaron y todavía no hay señal de la llegada de un bebé —volvió a lamentarse.
—¿La has llevado al templo de Mahalaxmi, nab? —preguntó Maji, convencida de que las sinceras plegarias a la divinidad serían recompensadas.
—¿Y qué puedo hacer si se niega a ir?
—¿Y no podríais recurrir a una médica?
—¡Hasta a eso se niega! —exclamó Vimla, retorciéndose nerviosa las muñecas para mostrar así su impotencia—. ¡Pero si ha llegado incluso a sugerir que es mi hijo el que tiene que hacerse la prueba!
—Besharam! ¿Quién se cree que es?
—¿Qué puedo hacer yo? Es como si no quisiera tener hijos. Todo el mundo ha empezado a hablar. Hay quien dice que es por culpa del tamarindo del jardín, que le ha secado el útero a Himani. Quiero que arranquen el árbol, pero mi hijo se niega a gastar dinero en eso.
—Querida Vimla —dijo Maji, inclinándose hacia delante—, solo Dios tiene el poder de dar y de quitar. El resto, los espíritus malignos que habitan en los árboles y esas cosas, no son más que bobadas.
Savita entró con paso firme justo en ese instante, chasqueando la lengua como muestra de su desacuerdo.
—Tía —dijo, dirigiéndose a Vimla—. ¿No conoces la historia de la mujer que, embarazada de siete meses, compró un lassi en una tienda junto al cementerio de Matunga?
—Sí, salió en el periódico de ayer —respondió Vimla al tiempo que el temor le teñía el rostro—. Tuvo un aborto inmediatamente después, ¿no es cierto?
—Qué mujer más estúpida —respondió Savita riéndose entre dientes y saliendo de la estancia—. Beber productos lácteos tan cerca de un lugar de muerte y abrir así su cuerpo a los caprichosos espíritus.
—Vimla —dijo Maji muy seria—. No debes rendirte al miedo. Confía en que Dios despliega nuestros destinos como deben ser.
Pinky escuchaba la conversación de las dos mujeres desde detrás de la puerta del vestíbulo, maravillada de la convicción de Maji. Maji no aceptaba tonterías de nadie, especialmente de irritantes espíritus que moraban en el más allá. Los fantasmas, los demonios, las rakshas y todo ese montón de entes malintencionados, si lograban traspasar las puertas del bungaló, se encontraban de inmediato con su imponente figura en la sala de estar.
Por otro lado, los dioses y diosas del panteón hindú eran otra suerte totalmente distinta de visitantes. Bienvenidos por Maji en calidad de vip, se habían instalado en el bungaló como exigentes huéspedes. Sus estatuas —Krisna tocando su flauta junto a la orilla del río; Ganesha, con su cabeza de elefante, bamboleando su gran trompa; Sarasvati dispensando sabiduría desde lo alto de una flor de loto— se repartían desde la habitación del puja a las mesillas colocadas en los rincones y al interior de los aparadores, desde donde supervisaban las actividades de los Mittal con extasiada atención.
Maji no se tomaba libertades innecesarias con los dioses y diosas, pues las divinidades tenían un temperamento inclemente cuando se las ignoraba. Llevaba cuentas de rosarios de sándalo con ella allí donde iba, y rezaba apresuradamente un lamento de doce cuentas mientras se dirigía despacio y dolorosamente al cuarto de baño, o una rápida oración de una sola cuenta cuando el desgarbado darjee aparecía en la puerta presto a rodear los rechonchos pechos de Savita con su cinta métrica. A veces, sus súplicas eran realmente amplias, tanto como tres vueltas enteras al rosario. De hecho, era así siempre que Kuntal le masajeaba los pies.
—No pares —decía, suspirando de placer mientras Kuntal le frotaba aceite de sésamo entre los dedos hinchados—. Estoy en mitad de mis plegarias.
Después de la muerte de Omanandlal, su marido, los dioses y las diosas eran la única autoridad que Maji respetaba. Sin embargo, su reverencia no le impedía bromear y negociar con ellos a diario.
—Oh, dios Krisna, mi hijo es un auténtico idiota por haberse metido en negocios con ese estafador de Chatwani. Dale un poco de sentido común, nah? Ordenaré a Panditji que te dedique un hawan durante todo un día con los mejores dulces de la tienda de Ghasitaram.
Del mismo modo que la diosa Durga mantenía la armonía del cosmos, Maji se veía como el poder que mantenía su pequeño universo en equilibrio.
Pinky vio a los gemelos reunidos en el dormitorio de sus padres y fue a investigar. Dheer estaba sentado en el edredón blanco y con los ojos tapados recitando el Credo del llanero solitario.
—Creo —dijo— que todas las cosas cambian salvo la verdad, y que solo la verdad vive para siempre.
—Llegas justo a tiempo para el espectáculo del kemosabe —dijo Tufan a Pinky al tiempo que abría una botella de colonia que su padre había comprado en una pequeña farmacia junto al hospital K. E. M. y la agitaba debajo de la nariz de su hermano.
Dheer poseía una increíble capacidad olfativa y podía detectar los olores más reticentes y los aromas más variados. Con un simple olisqueo podía reconocer los componentes de cada uno de los productos de belleza que poblaban el tocador de su madre, desde el inmenso surtido de attars indios en sus diminutas botellas de cristal hasta los jabones «Puro como el loto» de Pears y los perfumes de Max Factor.
—¡Old Spice! —gritó de pronto. Pinky aplaudió encantada.
—¿Importación auténtica o estafa local? —preguntó Tufan, mirando recelosamente la botella.
Dheer arrugó la nariz.
—Falsa —anunció con un tono de disculpa—. Probablemente embotellada en Kalyan o en Ulhasnagar.
—El dueño de la tienda de Sindhi le aseguró a papá que es un ejemplar auténtico, conseguido de contrabando. —Tufan frunció el ceño al recordar que el tipo había incluso ofrecido a Jaginder un palillo de orejas saturado en la colonia para que diera su aprobación.
—Si papá no se dio cuenta, seguro que no hay nadie que pueda hacerlo —dijo Dheer, intentando ser de alguna ayuda.
—¡Papá no se pondrá un mejunje de vete tú a saber qué marca hecho por algún maldito refugiado! —replicó Tufan, defendiendo el honor de su padre. Se ocultó discretamente el opaco vial blanco bajo el kurta, decidido a canjeárselo al raddiwallah del barrio, un emprendedor intermediario que transportaría la botella de Old Spice donde pudiera revenderla. Luego, y tras despedirse con un «hi-yo», se alejó caminando alegremente, ahuyentando a una invisible partida de forajidos asesinos.
Dheer se encogió de hombros en un gesto culpable y se volvió hacia Pinky.
—Vamos a buscar a Gulu. Acaba de volver de llevar a papá al trabajo. —Esperaba poder convencerle de que les llevara a la Casa de Bebidas de Badshah de Crawford Market y poder disfrutar allí de una refrescante poción de lima y zumo de naranja mezclados con sal, azúcar y pimienta.
—Tal como tengo hoy el estómago, seguro que Maji no me deja ir —respondió Pinky.
Dheer volvió a encogerse de hombros y salió contoneándose de la habitación.
Maji y Vimla estaban todavía en el salón hablando de la llegada anual de turistas de Arabia Saudí y del Golfo durante la inminente temporada del monzón.
—Viven en el desierto durante todo el año y vienen aquí a disfrutar de nuestras lluvias —decía Maji sin ocultar su resentimiento—. Se bañan solo los viernes e intentan disimular sus olores con sus perfumes árabes.
—El monzón renueva sin duda los colores de la India —comentó melancólica Vimla—. La tierra marrón y los verdes esmeraldas, el cielo blanco y los suaves azules.
—Y encima disfrutan también de nuestras muchachas —prosiguió Maji, agitando el bastón en el aire en un gesto claramente amenazador—. Ahora incluso algunas jóvenes parsis de Cusrow Baug recurren a los árabes para conseguir dinero para sus dotes.
—Hai Ram! —exclamó Vimla, emergiendo de golpe de sus ensoñaciones—. No puede ser. Sabiendo cómo es su comunidad, no creo que permitan que ningún parsi se muera de hambre. Aun así, nah, todos perdieron sus empleos cuando se marcharon los británicos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?
«¿Será por eso que vigila tan de cerca a Lovely didi?», se preguntó Pinky. A menudo Vimla se inquietaba sobre los cambios que tenían lugar en Bombay desde la Independencia, sobre todo cuando veía que las chicas modernas insistían en recibir una educación, llegando algunas a posponer el momento de contraer matrimonio. Había incluso unas pocas tan egoístas como para centrarse en sus propias carreras profesionales. Secuestrar a Lovely era el único modo que tenía Vimla de asegurarse de que su hija se mantenía incorrupta a semejante oleada de indeseables influencias.
También Maji controlaba de cerca a Pinky, aunque de un modo protector y reconfortante.
La diferencia, según la opinión de Pinky, radicaba en la fuerza de Maji y en el miedo que atenazaba a tía Vimla.
UNA DIABLURA
Esa tarde Nimish se hallaba de un humor extrañamente parlanchín después de haber logrado convencer a Gulu para que le llevara a la librería parsi de Taraporevala situada junto a Hornby Road. Estaba comprando libros de texto para un nuevo curso de literatura inglesa del St. Xavier's College, una de las instituciones más antiguas y respetadas de la ciudad.
—Me voy —gritó desde la puerta de la calle. Apenas podía disimular la excitación que provocaba en él hacerse con una nueva lista de libros en los que enfrascarse a su regreso a casa tras doblar y rasgar cada una de las hojas con el canto de la regla hasta que la resistencia del papel cedía deliciosamente derrotada.
Gulu empezó a sacar el Ambassador por el camino de acceso a la casa después de haber salpicado con agua una pequeña guirnalda de flores de jazmín que había colocado alrededor de una estatua en miniatura de Ganesha —el que retira los obstáculos del camino— que llevaba sobre el salpicadero del coche. Compraba esas flores a un vendedor que pasaba por delante de la puerta al alba, y también le compraba guirnaldas para las criadas, que depositaba en la galería delantera, donde más tarde Parvati y Kuntal dejaban unas monedas a modo de pago. Antaño había comprado a diario una solitaria caléndula, aunque de eso hacía mucho tiempo.
—¿Puedo ir? —preguntó Pinky, abriendo la puerta del coche y subiendo al asiento—. Maji está durmiendo la siesta y necesito una libreta para un trabajo que tengo que escribir cuando empiece la escuela la semana que viene.
—¡Yo también! —gritó Dheer, contoneándose tras ellos tan rápido como se lo permitían sus piernas.
—¡Y yo! ¡Y yo! —gritó a su vez Tufan, que no tenía ninguna intención de quedarse solo.
—¿Sobre qué es ese trabajo? —preguntó Nimish al tiempo que Gulu sacaba el coche del camino privado de acceso a la casa.
Pinky vaciló antes de responder.
—Sobre fantasmas.
—¿Sobre fantasmas?
—Ram! Ram! —exclamó Gulu mientras deslizaba el coche hasta la calle y mascullaba un mantra de autoprotección—. Qué cosas más terribles te enseñan en el colegio.
—¡No es justo! —gritó Tufan—. A mí nunca me han enseñado nada sobre fantasmas.
—Pero hemos visto Ben-Hur —dijo Dheer, como si ambas cosas fueran comparables.
—Historias de fantasmas, cuentos populares..., esas cosas —dijo Pinky con un exagerado encogimiento de hombros.
—Ah, ya veo —Nimish frunció los labios y se llevó un dedo al puente de las gafas para subírselas sobre la nariz—. Yo no me interesaría demasiado por los cuentos populares —empezó—, a menos que estén escritos. Es decir, basados en hechos reales.
—¿Como qué?
—Como este —respondió Nimish, mostrándole Mi peregrinación a Medina y La Meca y dando unos golpecitos al nombre del autor que aparecía en la portada, un tal sir Richard F. Burton—. Vino a la India con la Compañía de las Indias Orientales hace cien años.
—Qué aburrido —dijo Tufan.
—¿Y qué tiene esto que ver con los fantasmas? —preguntó Gulu—. ¿Aparte, claro, de que el borrico no fuera mejor que uno de ellos? —Gulu deseaba cortar de raíz esa conversación literaria. Nimish tenía cierta tendencia a salirse por complejas tangentes, aprisionando a su público en diminutas celdas de incomprensión hasta la conclusión de sus diatribas. Gulu, por su parte, prefería temas locales y más excitantes: la película Mughal-e-Azam, con sus voluptuosas cortesanas bailarinas, o la nueva vecina y su proclividad sexual por hombres de grandes traseros con sus ceñidos pantalones de poliéster, por ejemplo.
—A mí me parece fascinante —dijo Pinky, propinándole a Tufan un fuerte codazo.
Nimish la recompensó con una sonrisa.
—Fue el más grande explorador que ha tenido Gran Bretaña. No se limitó a escribir sobre los habitantes de las colonias, sino que además los comprendía y los traducía para que el mundo pudiera entenderlos. Incluidos nosotros.
—¿Nos comprendía? —preguntó Gulu, arqueando las cejas y señalando su estridente camisa de cuadros con una uña negra.
—He nacido demasiado tarde para poder hacer lo que él hizo —prosiguió Nimish—. Desgraciadamente, ya se ha escrito sobre todo el mundo. Pero quiero viajar como él, disfrazado de árabe, quizá incluso de inglés, y descubrir la cara oscura de la civilización, su pulso perverso. Quiero entender qué es lo que hace funcionar una sociedad, cuáles son sus sueños colectivos, sus anhelos.
Ante la mención de sus anhelos, Pinky se sonrojó.
—¿Quieres hacerte pasar por un inglés? —preguntó Gulu.
—Podría pasar por uno de ellos.
—Blanquecino no es lo mismo que blanco —declaró Tufan, pronunciando una de las frases favoritas de su madre.
—¡Pasar, wass! —exclamó Gulu—. Pon un pie en suelo de su majestad y descubrirás de inmediato lo marrón que eres.
—¿Y los fantasmas? —insistió Pinky.
—Burton escribió un libro titulado Historias sobre diabluras hindúes —prosiguió impertérrito Nimish.
—¿Diabluras hindúes? —inquirió Pinky al tiempo que se preguntaba si Panditji, el sacerdote de Maji, estaría al corriente de asuntos tan espantosos como ese.
El sacerdote de ojos como cuentas y pelo engominado aparecía puntualmente todos los lunes para dispensar sus bendiciones y su irrelevante consejo mientras controlaba muy de cerca el montón de rupias apretujadas entre los enormes senos de Maji. Pinky estaba prácticamente segura de que los sacerdotes mantenían un contacto frecuente con los fantasmas y con otros espíritus semejantes, pero se preguntaba si Panditji estaría interesado en algo que no fuera calcular el número exacto de los pegajosos y dulces laddoos necesarios en cada una de las ceremonias que oficiaba.
—Bobadas —dijo Gulu, desestimando todo lo que Nimish acababa de decir con un exagerado gesto de la mano—. Son los cristianos como él los auténticos demonios.
—El libro no tenía nada que ver con ningún demonio —respondió exasperado Nimish—. Era una traducción de las historias de fantasmas del rey Vikramaditya.
—¡Ah! —exclamó Gulu—. Esas las conozco.
—¿Has leído el libro? —preguntó Pinky.
—Hace mucho tiempo —dijo Nimish—. El rey tuvo que llevar un cadáver que colgaba de una mimosa hasta los ghats crematorios y, durante el viaje, el cuerpo fue habitado por Betaal, un demonio que le contaba adivinanzas, cada una de las cuales contenía una esencia de la sabiduría humana.
—Bah, paparruchas. No hace falta leer libros para eso —intervino Gulu, chasqueando la lengua en señal de desaprobación—. Todo lo que importa lo aprendí durante mi infancia en la estación del ferrocarril.
Antes de que Pinky pudiera reconducir la conversación, Gulu se lanzó a contar otra de sus historias.
—Yo era muy pequeño —empezó—. Puede que tuviera seis o siete años cuando empecé de limpiabotas en Victoria Terminus. VT es como un corazón, bum-bum, bum-bum, bum-bum..., ¿os lo imagináis, nah? El auténtico pulso de la India. Hace cien años, la primera línea de ferrocarril de toda la India se inauguró desde VT.
—Qué aburrido —dijo Tufan.
—Ésta ya la he oído —empezó a protestar Pinky. Aunque normalmente disfrutaba con las historias de Gulu, ese día tenía asuntos más importantes en mente.
—Mis amigos Hari y Bambarkar y yo trabajábamos para el Gran Tío —prosiguió Gulu con la voz impregnada de drama y de suspense—. Estaba muy gordo porque se había comido un tigre entero durante los años que había pasado en el ejército. Cuando abría la boca, ¡de ella solo salían rugidos! Pero gracias a él podíamos sacarnos unas annas al día para roti y dal. A veces hasta chauna asados en cartuchos de papel de periódico... y aún calientes, os lo aseguro. Esos días todos nos sentíamos muy afortunados.
—Qué aburrido.
El Ambassador se detuvo con un suspiro al llegar a un cruce. De inmediato una horda de vendedores ambulantes asaltaron el coche, llamando insistentemente a las ventanillas con sus mercancías.
—Jao! Jao! —gritó Gulu, transfiriéndoles la animosidad que hasta entonces había sentido hacia Tufan—. Me gané mi lata de betún Flor de Cerezo en solo dos meses —dijo, lanzando una mirada colérica a los mendigos de la calle como si la holgazanería fuera la única razón de su miseria—. Cómo me gustaba acariciar el lustroso metal con el dibujo de las cerezas rojas como el carmín. Todas las mañanas me frotaba un poco en la nariz para despertarme.
Dheer se animó ante la mención de esa referencia olfativa.
—Un día asesinaron al Gran Tío —prosiguió Gulu mientras sorteaba vigorosamente a una familia de cinco personas que viajaban encima de una motocicleta—. Y su lugar lo ocupó un hombre de dientes rojos teñidos de paan. Mis amigos Hari y Bambarkar empezaron a trabajar de inmediato para Diente Rojo sin pestañear, pero yo me mantuve fiel al Gran Tío. A fin de cuentas, había sido mi protector. Así que Diente Rojo me dio una paliza que casi acaba conmigo. A punto estuve de morir allí mismo, en el andén. —Suspiró dramáticamente al tiempo que imaginaba unas oscuras cortinas de color burdeos cerrándose con un siseo, el olor de las palomitas mirchee crujiendo bajo los pies, los gritos del público encantado que no dejaba de vitorear a su joven héroe tras el encuentro de este con Diente Rojo.
Nimish arrugó la nariz.
—Se parece a la película que dieron el mes pasado en el cine Metro.
—¿Creéis que miento? —preguntó Gulu volviéndose indignado hacia Nimish—. ¿Veis esta cicatriz que tengo encima de la ceja?
Los tres chicos estudiaron con atención el rostro de Gulu, incapaces de discernir en él nada más siniestro que una piel marcada por el acné.
—Pero el demonio —preguntó Pinky—. ¿Cómo se apoderó del cadáver que colgaba de la mimosa?
—Esas cosas pasan —dijo Gulu, agitando la mano en un gesto de impaciencia—. Es una cosa de lo más común.
—Menuda tontería —dijo Nimish—. No son más que supersticiones. Pero si hasta se decía que tu valiente rey Vikramaditya había sido engendrado por un asno.
—¿Qué falta de respeto es esa? —preguntó Gulu—. Ganesha tiene una cabeza de elefante y el rey Vikramaditya nació en circunstancias extraordinarias. ¿Cuál es la diferencia?
—Pero ¿y el demonio?
—Pinky-didi —dijo Gulu en una clara demostración de paciencia—, los demonios son espíritus flotantes que buscan formas a las que poseer. Cualquier cosa les vale: un cadáver, los animales de la calle, y a veces hasta el motor inútil de este coche.
Nimish negó con la cabeza y hundió la nariz en Mi peregrinación, de Burton.
A Pinky se le encogió el corazón. Como ocurría con su forma de conducir, un considerable porcentaje de los conocimientos de Gulu era simple y llana improvisación. Fuera cierto, falso o irrelevante, Gulu se aferraba estrictamente a lo que salía de su boca como si se tratara de uno de los versos sagrados de su gastado ejemplar del Bhagavad Gita. A pesar de que no sabía ni leer ni escribir, Gulu llevaba el Gita con él a todas partes, citando pasajes a los mendigos que llamaban a las ventanillas del coche. «Es preferible cumplir imperfectamente con el deber propio que cumplir bien con el deber ajeno», le había citado en una ocasión al barbero instalado a un lado de la calle que sin darse cuenta acababa de dejar a la vista uno de los lados de la cabeza de un cliente.
—No hay de qué preocuparse —prosiguió Gulu, interpretando erróneamente la expresión alicaída que vio en el rostro de la pequeña—. Algunos pueden ser muy amigables.
—¿Y los fantasmas? —preguntó Pinky—. ¿También son así?
—No, para nada —respondió Gulu—. A los fantasmas no les interesa la posesión. Son espíritus de personas que murieron en circunstancias desgraciadas como el suicidio, el asesinato..., esa clase de cosas. Quizá les atropellara una camioneta cargada con bambú o les cayó encima un árbol mientras viajaban colgados del tren cuando iban al trabajo. O puede que no les incineraran adecuadamente porque la familia no tuviera dinero para poder comprar la cantidad de leña necesaria. Vuelven a este mundo para corregir su situación. A veces vuelven para advertir a otros.
—Pero ¿cómo sabemos lo que quieren? —preguntó Pinky.
—Hay que saber escucharles.
Pinky volvió a acomodarse en el asiento. Aquella no era la respuesta que había esperado.
—No hay por qué preocuparse —repitió Gulu, intentando reconfortarla—. Algunos son muy amigables. Aunque pronto aprenderás todas estas cosas para tu trabajo de la escuela, nah?
Los niños decidieron parar durante el trayecto de regreso en el Empress Café de Colaba Causeway para tomar un refresco y comprar media docena de los famosos buñuelos que servían allí y que eran unas de las golosinas favoritas de Savita.
—Tenemos Duke's Soda, Mangola y Koko-Cola —les dijo un camarero calvo que llevaba una chaqueta roja que había visto días mejores y que intentaba fingir un acento británico porque así lo requería el anglófilo dueño del café.
Pinky se decidió por una Gold Spot con un chorro de lima fresca y un buen puñado de sal de roca que, al caer, hacía burbujear serpenteantemente el refresco hasta casi rebosar el vaso. Dheer pidió pastelillos tostados en leche dulce y Nimish, un café. Tufan eligió una Coca-Cola, envolviendo con su sudorosa mano la tentadora botella con forma de reloj de arena que, como la propia bebida y la quemazón que le provocaba en la garganta, le recordaba a Marilyn Monroe, la sirena de las películas norteamericanas.
Después de darle un nuevo apretón a la estrecha cintura de la botella, Tufan dijo:
—¿Os acordáis de la máquina expendedora que había en el cine Metro?
Dheer asintió entusiasmado con la cabeza. Tenía la boca llena de pastelillos mojados.
—Cuando los padres del colegio nos llevaron a ver Ben-Hur pudimos usarla. Echas una moneda en la ranura y algo retumba ahí dentro. Entonces empujas la tablilla central y, wah!, ¡ahí tienes tu Koko-Cola!
Un autobús se detuvo muy cerca de ellos con un fuerte traqueteo. Tenía todo el aspecto de que hacía tiempo que deberían haberlo jubilado y desguazado en vez de continuar esperando de él que siguiera funcionando. El vehículo se atragantó y tosió, exhalando una espantosa humareda al tiempo que un humo igualmente denso salía del radiador de la parte delantera. El autobús, una réplica exacta de los vehículos de dos pisos que pasaban con estruendo por las calles de Londres con la excepción de las siglas BEST (Bombay Electric Supply & Transport) grabadas en los laterales del piso inferior, estaba precariamente inclinado sobre sus ejes y tenía miles de melladuras a lo largo y ancho de la carrocería, tantas que el color rojo original apenas se veía bajo la densa capa de polvo y barro. Debido a la creciente tensión entre los maharastríes y los gujaratíes por la anexión de la ciudad, el autobús estaba cubierto de tela metálica, lo cual le daba el aspecto de una celda móvil que completaba un inspector de policía armado que viajaba en la puerta, atento al lanzamiento de piedras desde la calle y a cualquier otro signo de insurgencia.
El conductor del autobús saltó a la calle por la puerta lateral trasera, blandiendo su caja de aluminio de tiques como si fuera un arma. De inmediato, una multitud se lanzó hacia él, apartando estratégicamente a golpe de codazos a pasajeros rivales en la carrera por acceder al vehículo.
—Odio los autobuses —dijo Tufan—. Apestan.
—Tampoco son tan terribles —dijo Nimish—. Al menos tienen ventilación por los cristales rotos.
—Van llenos de acosadores —declaró Pinky, recordando de pronto la cabecera de diez centímetros de altura («ARRESTADO ACOSADOR») que había aparecido en The Evening News, seguido de un breve artículo en el que se detallaba cómo el sujeto en cuestión había sido sorprendido ofendiendo el pudor de una joven en un abarrotado autobús BEST.
—Menudo idiota —había comentado Jaginder—. A Romeo primero le dieron una paliza los pasajeros y después la policía. Ahora se pudrirá durante seis meses en la cárcel.
—A menos que sea de una buena familia, nah? —había preguntado Savita, confirmando que la posición y la fortuna protegería a sus pequeños de semejante humillación en caso de que cometieran un acto semejante.
—Sí, sí —había respondido Jaginder—. Para las buenas familias la desgracia de ver escrito su nombre en un periódico basta para satisfacer al magistrado.
—Lo mejor cuando una va en autobús —había intervenido Parvati— es llevar una aguja de tejer en el bolso. ¡Un buen aguijonazo en las partes pudendas del Romeo en cuestión y no volverá a tocarte!
—Yo creo que las más peligrosas son las mujeres —dijo Dheer—. ¡Cuando fuimos a ver Ben-Hur en autobús una mujer me sacó del asiento de un caderazo! —y describió entonces cómo, con un buen balanceo de sus anchas caderas, la mujer en cuestión le había echado al pasillo. Cuando Dheer se había atrevido a quejarse, la mujer le había propinado una buena sacudida con el bolso, que además estaba lleno a reventar, y luego, con su poblado bigote y unas orejas no menos peludas, se había metido en medio de la clase de los chicos. «Siempre acosando a las jovencitas», se había lamentado como si hubiera sido el objeto de su deseo. Luego, abriendo el bolso, había sacado con gesto coqueto un pañuelo para secarse delicadamente su hirsuto labio superior.
Nimish, Pinky y Tufan se echaron a reír.
El autobús de dos pisos, que apestaba a orines rancios y a algún que otro almuerzo frito e indigesto, procedía en ese preciso instante al cierre de puertas delante del Empress Café mientras el airado conductor intentaba devolverlo a la vida propinándole para ello una sólida tunda con una barra oxidada. Cuando por fin el motor resucitó entre chisporroteos, el conductor tocó la bocina y se reincorporó al tráfico, adelantando a un contingente de Fiat y esquivando por muy poco a tres vacas que pastaban en las inmediaciones.
—Yo prefiero tomar el tranvía, a ser posible el verde que sale de Dhobi Talao a King's Circle, donde los trabajadores le dan la vuelta sobre los cojinetes de bolas y que tarda más de una hora —añadió Nimish.
—¡Tanto! —exclamó Tufan, lamiendo la curva de su botella de Coca-Cola.
—Así aprovecho para terminar de leer —respondió Nimish encogiéndose de hombros—, y a veces quedo con amigos los fines de semana para pillar una sesión matinal en inglés.
—¿Y cómo puedes concentrarte? —preguntó Pinky—. ¡Esa ruta va por Kalbadevi Road, la calle más concurrida de toda la ciudad!
—De hecho me es más fácil que en casa..., no hay tantas distracciones —dijo Nimish vagamente. Luego llamó al camarero y pidió otro café.
Pinky se tensó al pensar en Lovely.
De pronto hasta ellos llegó el fuerte redoblar de tambores y voces chillonas que llenaban la calle.
—Hijras!
Un grupo de hermafroditas, altos y de rasgos masculinos aunque envueltos en saris floreados, bajaban bailando por la calle en dirección hacia los niños. Uno de ellos tocaba un tambor dholak. La mayoría de los peatones que poblaban en ese momento las aceras les abrieron paso, aunque algunos osados les abuchearon desde sus ventanas abiertas.
—Arré chakkas —gritaban, empleando el término utilizado para designar el tercer día de la semana, el mismo en que los hijras salían a mostrarse en público, aunque utilizado también como un insulto para imprecar a un hombre afeminado o cobarde.
—Volved a Koliwada —gritó otro, refiriéndose al asentamiento que ocupaban en los bajos fondos cerca de Sion.
Los hijras respondieron a las imprecaciones, algunos amenazando con levantarse los saris y dejar a la vista los genitales que ya no tenían, y uno llegando incluso a exhibir un órgano masculino disecado, imperiosamente clavado en una pequeña vara de madera que llevaba en un frasco de cristal sellado.
—¿Nos vamos? —preguntó Dheer, intentando, aunque sin éxito, embutir su cuerpo en la desvencijada silla como si quisiera volverse invisible.
—Van a venir a por ti —le advirtió Tufan—. Y te van a cortar las pelotas.
—¡No es verdad!
—Oh, es verdad —dijo Tufan, comprobando que tenía subida la cremallera de los pantalones—. No tienes.
Dheer se estremeció.
—¿Nacieron así?
—Algunos —respondió Nimish—. A otros los castran durante la adolescencia con un insalubre cuchillo y aceite hirviendo. O a veces enrollándoles un mechón de crin de caballo alrededor de los testículos y apretándolos un poco más cada día hasta que sus cosas se vuelven negras y terminan por caérseles.
Dheer se cruzó de piernas y Tufan se cubrió la entrepierna con la botella de Coca-Cola.
—En la época de los mogoles —continuó Nimish entre susurros—, vigilaban los harenes del emperador y ocupaban una posición de privilegio. A muchos incluso les ofrecían parcelas de tierras. Sin embargo, a partir de que en 1884 los británicos aprobaran el código penal indio, fueron declarados delincuentes.
—Siempre aparecen en las bodas —dijo Pinky.
—Se ganan la vida aprovechándose del temor y de la superstición que provocan en los demás, sobre todo en los acontecimientos felices —prosiguió Nimish—. Hasta la policía suele dejarlos en paz, pues temen los poderes sobrenaturales que se derivan de su capacidad para ser a la vez hombres y mujeres y ninguna de las dos cosas.
La procesión de los hijras cantores se acercó, dando secas palmadas y atrayendo la atención sobre su desfile. Se detuvieron delante del Empress Café donde estaban sentados los niños y gritaron al dueño, un tipo gordo de nombre Jolly, que saliera.
—Han llegado a un acuerdo con los hospitales y con las maternidades locales —explicó Nimish—. Pagan por conocer los nombres de las familias en las que ha habido algún nacimiento. Reparten sus bendiciones a las familias acaudaladas y reclaman a los pobres desafortunados que llegan al mundo con sus partes íntimas deformes o sin ellas.
—Entonces supongo que Jolly debe de haber tenido un hijo hace poco —dijo Pinky.
—Quizá sea anormal —añadió Tufan esperanzadamente.
La danza de los hijras se volvió frenética y la algarabía alcanzó tintes ensordecedores mientras cantaban y lanzaban imprecaciones a los hombres del lugar ocultos detrás de sus palloos.
—Oh, Ma, nunca podremos tener hijos —cantaban—. Por eso venimos a bendecir a tu recién nacido.
En ese momento apareció Jolly, cuyo rostro parecía haber sido pasto de una infección cutánea, aunque, sometido a una inspección más detallada, las heridas resultaron ser meras manchas de mermelada. Jolly había estado durmiendo la siesta debajo de una estantería de condimentos de la cocina cuando un tarro de mermelada se le había caído en plena cara, haciéndose trizas. Se quedó de pie en la puerta, mirando con odio a los hermafroditas cantores y blandiendo una escoba sobre su cabeza. Su esposa, una mujer diminuta de piel blanca como la harina, apareció junto a él con su recién nacido en brazos. Los hijras siguieron bailando y moviendo sugerentemente sus ondulantes manos y cuerpos mientras el jefe del grupo pedía mil rupias. A pesar de que la exigencia del líder era a todas luces un robo, a la esposa de Jolly se le iluminaron los ojos, encantada de que los hijras se hubieran presentado para anunciar el nacimiento de su hijo al mundo. Enseguida empezó a regatear con gran destreza.
El jefe de los hijras rebajó sus honorarios a quinientas rupias.
—¡Largaos! ¡Largaos! —les gritó Jolly—. Rundae key bachay, hijos de puta.
—¡Arré idiota! —le reprendió su esposa—. ¿Acaso pretendes insultar a los hijras durante esta feliz ocasión y atraer sus maldiciones sobre nuestras cabezas?
Jolly entró en el café hecho una furia.
Encantado con la reprimenda que había visto proferir a la mujer en su defensa, el jefe de los hijras de inmediato rebajó de nuevo su precio a cien rupias. La esposa de Jolly sacó la cantidad requerida de la blusa de su sari y se la dio.
—¡Muéstranos al niño! —exigió entonces el jefe.
La mujer desató el pañal triangular que cubría las caderas del bebé, dejando a la vista sus partes íntimas perfectamente formadas al tiempo que el pene del pequeño soltaba un firme chorro de líquido amarillo. Los hijras aplaudieron divertidos, comentando el buen funcionamiento del órgano del bebé mientras se pasaban al pequeño.
Nimish, Pinky, Dheer y Tufan —alicaído en cuanto se dio cuenta de que los hijras no se llevarían al bebé—, estiraron el cuello para poder ver mejor la escena.
—Será un gran hombre —le bendijo uno de los hijras.
—Será próspero —concedió otro.
—Qué afortunada eres habiendo tenido un hijo de tez tan clara —ronroneó otro.
—Por favor, Ma —dijo el jefe, anudando un hilo negro alrededor de la muñeca del bebé para protegerle del mal de ojo—. Danos un sari.
—¡Jolly! —gritó la esposa, encantada con todas las bendiciones—. Trae uno de los saris de la dote.
Los hijras redoblaron aún con más fuerza sus tambores, cantando, imprecando y bailando hasta que por fin apareció Jolly y, sin dejar de mascullar maldiciones, les arrojó un costoso sari. Tras esbozar una luminosa sonrisa, los hijras dieron educadamente las gracias a la esposa y se alejaron ondulando sus cuerpos calle abajo.
—¿Por qué tienen que ver así al bebé? —preguntó Pinky.
—Tenemos que ver las cosas con nuestros propios ojos para creerlas —dijo Nimish, encogiéndose de hombros como si la respuesta fuera obvia—. De otro modo, siempre quedará la duda.
Dheer soltó un sonoro eructo, Tufan pidió otra cola y Nimish pagó la cuenta.
Gulu apareció entonces con el coche.
—Una vez vi como los hijras se llevaban a un pobre bebé —dijo mientras los niños subían al coche—. Fue en las barriadas de Dharavi. Los padres estaban destrozados. No hay ninguna ley que impida que los hijras se lleven a esos niños. A fin de cuentas, no tienen cabida en ningún otro sitio.
BEBIENDO RAYOS DE LUNA
Savita estaba sentada delante del tocador en la quietud de la noche sosteniendo la foto de su hija ante sus ojos y recordando que no había llegado a verla al nacer. No había visto si era un niño o una niña. No había sido testigo de cómo le cortaban el cordón umbilical. No había oído su primer llanto. No había estrechado su cuerpo ensangrentado y palpitante contra su pecho. Había perdido el conocimiento tras su última contracción y no había vuelto a despertarse hasta que Maji había entrado con la pequeña horas después, limpia y firmemente envuelta en pañales, lista para que le diera de mamar.
«No la vi llegar al mundo y tampoco la vi marcharse de él», pensó Savita, echándose a llorar.
Se interrumpió cuando la tormenta cercana tronó en el cielo. El trueno restallaba a intervalos cada vez más frecuentes y el rayo lo iluminaba todo con destellos fosforescentes. Aun así, las lluvias se resistían a llegar. El retraso la irritaba, sumiéndola en la impotencia. Se enjugó las lágrimas y volvió a guardar con extrema ternura la foto en la caja bindi de plata.
Jaginder se había mostrado muy afectuoso durante el embarazo de Savita, convencido como estaba de que por fin, tras haberle dado tres hijos, llevaba una niña en las entrañas.
—Mi raka —había bromeado con ella, llamándola «noche de luna llena», como prescribían las escrituras prenatales—. Nuestra hija tendrá la dote más opulenta de toda Bombay: muebles modernos, diamantes, neveras importadas..., sab kuch!
—¡Qué delicia! —había sonreído Savita, satisfecha e indulgentemente contenta con su vida.
—Y la llamaremos Chakori.
—¿Chakori? —a Savita le había sorprendido aquella elección tan singular—. ¿Te refieres al ave mitológica?
—Sí —había respondido Jaginder en un infrecuente momento de reflexión, posando en ella una mirada afectuosa—. La más celestial de las aves.
—La que bebe rayos de luna —había añadido Savita, recordando la leyenda. Fue en ese instante cuando por fin se enamoró de su marido.
Hasta entonces, el compromiso matrimonial que existía entre ambos había sido adecuado y satisfactorio para los dos. A fin de cuentas, Jaginder era un hombre apuesto, alto y de piel clara, y dotado de la suficiente cantidad de grasa como para tener un aspecto imponente. Era además cumplidor, un hombre que había asumido sin vacilaciones la gestión de la empresa de desguace familiar cuando Omanandlal, su padre, había fallecido, que daba a Savita el dinero suficiente para que pudiera darse pequeños lujos y comprarse las joyas que deseaba y que se aseguraba (tres veces por semana) de que un hijo siguiera al anterior. El peor temor que atenazaba a Savita era tener que vestir un sari blanco de viuda como Maji, su suegra. Mientras Jaginder estuviera vivo, Savita seguiría siendo una firme competidora entre sus amigas por el título de quién gozaba de la Vida de Primera Clase con más Números Uno.
O, al menos, eso era lo que ella creía. Cuando el dios Yama se llevó a su pequeña al nacer, Savita sucumbió a la conmoción. Y no solo por la irrefutabilidad de la muerte de su hija, sino por el simple hecho de que la tragedia le hubiera ocurrido a ella, en ese mundo protegido por el dinero y por los contactos. Pasó sola el período de duelo al tiempo que su cabeza se poblaba de antiguas supersticiones. Consultó con un gurú que confirmó sus sospechas y que, tras asegurarle que una influencia maligna había caído sobre su hogar, le proporcionó piedras de cúrcuma para que las colgara sobre las camas de sus hijos.
Savita decidió incluso ir en peregrinación a Mehndipur, convencida de que una bruja había matado a su pequeña con su mal de ojo.
—¿Te acuerdas de la mendiga que vino a nuestra puerta, hahn? —le gritó a Jaginder—. ¿Te acuerdas de que yo estaba embarazada de cinco meses y de que la mendiga se negó a que Gulu se la llevara a menos que tu madre le diera uno de mis viejos saris, hahn? ¿Te acuerdas de que Parvati barrió sus huellas y las quemó mientras tú no hacías más que reírte? Era una bruja, te lo digo y te lo repito. ¡Fue ella quien maldijo mi sari y mató a mi pequeña!
Jaginder había intentado en vano razonar con ella, insistiendo en que lo ocurrido con la pequeña no había sido más que un accidente fruto de la negligencia. Maji atribuyó al destino la tragedia. Sin embargo, Savita no se dejó convencer y repetía una y otra vez que la culpable había sido la ayah del bebé.
—¡Es una bruja! ¡Es una bruja! —arengaba, sumiéndose cada vez más en el mundo de hechizos secretos y potentes remedios hasta que sus amigas más íntimas empezaron a evitar educadamente su compañía. «Te daremos un tiempo, nah? Avísanos cuando estés mejor, ¿de acuerdo?»
Y entonces Jaginder sufrió su metamorfosis, dejando de ser mariposa para convertirse en polilla. Durante toda su vida había sido un estricto vegetariano y abstemio convencido, hasta el punto de que ni siquiera probaba los bombones rellenos de licor procedentes del extranjero que le traía algún amigo que llegaba de visita. Había sido un hombre refinado, un auténtico caballero, como su padre, de cuyos labios jamás había salido una sola palabra fuera de tono. Había sido un hombre atento, afable y satisfecho en todos los aspectos de su vida, salvo en su anhelo por tener una hija.
Cuando la pequeña por fin llegó no alcanzó a vivir el tiempo suficiente como para que celebraran una ceremonia de bautizo adecuada y evitar así que muriera sin haber recibido un nombre. Sin embargo, en lo más profundo del corazón de Jaginder y de Savita, la niña fue para siempre Chakori, su huidizo gorrión. Tras la repentina muerte del bebé, Savita no había visto dolor sino confusión en los ojos de Jaginder, como si la brevedad de la vida de la pequeña hubiera sido una afrenta a su autoridad, a su misterioso don para lograr que las cosas salieran siempre como él quería. Buscando refugio en una botella de Johnnie Walker Blue que guardaba en uno de los armarios metálicos cerrados con llave, Jaginder perdió sus alas y se replegó sobre sí mismo como una larva, envolviéndose en un capullo de culpa, remordimiento y autocompasión.
Jaginder dejó de querer hacer el amor con ella, como si temiera crear otro ser que pudiera desaparecer de forma tan repentina como lo había hecho su pequeña. Se dejó persuadir por los omnipresentes carteles en los que se leía «Usa el aro», y había insistido en que Savita se pusiera un DIU.
—¿Pero es que no sabes que provoca descargas eléctricas a los maridos? —le había cortado Savita, negándose en redondo a utilizar semejantes métodos.
Parvati había sugerido empapar sal de roca en aceite o comer semillas de sarshapa empapadas en agua de arroz blanco como medida contraceptiva. Maji había llevado a Savita a un médico ayurveda (después de que su hijo le hubiera suplicado desesperadamente que intercediera por él), que prescribió un preparado de flores de japa y de raíces de tanduliyaka para la esterilidad. Savita lo había rechazado todo.
—¿No quieres que me quede embarazada? —arremetió furiosa contra Jaginder—. Pues tómate tú el polvo de haridra mezclado con orines de cabra todas las mañanas. Supuestamente es un excelente anticonceptivo para los hombres.
Dándose por vencido, Jaginder empezó a alejarse definitivamente de ella, mirándola con horror, como si fuera ella la única culpable de lo que le había ocurrido a su hija. Se perdía en interminables cavilaciones en la intimidad del dormitorio, al tiempo que la rabia teñía de amargura su lenguaje. Los pequeños y ocasionales sorbos que le daba a la botella no tardaron en convertirse en largos tragos, y muy pronto empezó a beber sin pausa y a pasar noches enteras lejos de ella.
Lo que Savita deseaba más que nada en el mundo era destriparle.
Su madre, que llegó de visita desde Goa, poco hizo por aliviar el dolor que se cernía sobre la residencia de los Mittal como el calor de junio.
—Anímate, cariño —había aconsejado a su hija mientras sorbía delicadamente el té de su taza—. No te queda más remedio que seguir adelante con tu vida.
Pero Savita no poseía la veleidosa insensibilidad de su madre y decidió buscar refugio en su pequeño mundo de oscuridad, del que juró y perjuró no volver a salir jamás. Fue entonces cuando llegó la noticia de que su cuñada Yamuna había muerto cerca de la frontera indopaquistaní y la casa volvió a quedar sumida en el negro manto del duelo. Semanas más tarde, Maji regresó con la pequeña Pinky y la suma definitiva de la niña a la familia se convirtió en un burlón recordatorio de la pérdida sufrida por la propia Savita.
A esas alturas, Savita había tenido más que suficiente de su autoimpuesto retiro. Se enjugó las lágrimas, compró un impresionante juego de joyas de oro de veintidós quilates esmaltadas con presumidos pavos reales e invitó a sus amigas a almorzar. Era todo sonrisas. «Qué preciosidad de collar. Beso. Beso. Jaginder me lo ha comprado. Qué marido más dulce tienes, la verdad.» Como si nada hubiera ocurrido. Diez puntos para Savita.
Lo que mantuvo reprimido en todo momento fue su temor. No creía que la muerte de su hija hubiera sido un accidente.
Los espíritus malignos habían sido los responsables de lo ocurrido.
Entonces ordenó que la puerta del cuarto de baño se cerrara con pestillo al caer la noche, aterrada y convencida de que el mal que había matado a su pequeña podía seguir acechando dentro.
Gulu desembarcó delante de un tugurio que servía solo cholay masala, garbanzos al curri y pan frito y al que se conocía de forma no oficial con el nombre de Lucky Dhaba. «Yeh Raatein, Yeh Mausam», el popular dueto formado por Asha Bhosle y Kishore Kumar, tronaba intermitentemente desde el interior, pues su recepción dependía por entero de los precarios servicios eléctricos que a menudo sufrían cortes de suministro durante las agobiantes horas de las noches previas al monzón. Primero se dirigió al carro del paanwallah que estaba junto al restaurante flanqueado por un grupo de hombres, algunos de los cuales esperaban un paan y otros encendían sus cigarrillos con una cuerda candente que colgaba del carro, aunque en su mayoría simplemente estaban allí gupshupping, o lo que es lo mismo, enterándose de las noticias del día. Saludaron a Gulu asintiendo familiarmente con la cabeza.
—Hahn-hahn —dijo uno de los hombres. El mechón de pelo que coronaba su cabeza afeitada era signo inequívoco de que pertenecía por nacimiento a una casta alta—. Han cortado la electricidad en toda la ciudad excepto en la boda de la hija del ministro.
—Esos malditos oficiales siempre están dispuestos a robar y a saquear.
—No pueden digerir el desayuno hasta haber robado algo.
—Y el resto de la ciudad estaba negra como boca de lobo. Ni un solo ventilador funcionaba —dijo uno de los hombres, dando una palmada en la espalda a Gulu.
—¡Mientras diez kilómetros de pétalos de rosa bordeaban el pasillo del novio! —añadió Gulu.
—Cabrón mentiroso —le acusaron entre risas los hombres, cuyas bocas refulgieron en la oscuridad incluso mientras gritaban ante semejante extravagancia.
El paanwallah, un hombre rechoncho de piel luminosa, ojos perfilados con kohl y un tilak vertical que le recorría el puente de la nariz hasta el pelo, acarició la suave cadena de botones de oro del kurta. Sus dedos se cernían sobre la tela roja y húmeda del plato de acero que contenía las hojas de paan. Procedió a mordisquear los bordes de la hora, rociándola de lima antes de llenarla de supari de nuez de areca molida, cardamomo y un poco de tabaco. Dobló entonces el paan hasta formar con él un pequeño paquete y lo atravesó con un clavo de olor.
Gulu se lo metió a un lado de la boca y dejó que sus dientes extrajeran de las hojas el primer intenso sabor agridulce. Satisfecho, asintió con la cabeza y se dirigió al Lucky Dhaba para encontrarse allí con Hari, su amigo de la infancia, que desde hacía un tiempo era infamemente conocido por toda la ciudad como Hari Bhai o Gran Hermano Hari. Se sentaron a una mesa fuera del local bajo el mar de nubes negras que iban extendiéndose densamente por el cielo.
—¿Qué tal van las cosas en el chawl, Bhai? —preguntó Gulu, refiriéndose a las barriadas donde Hari vivía y manejaba su imperio de contrabando de alcohol.
—Pues te diré que ese bhenchod de Renu ha seducido a la mujer de mi vecino. Tuvimos que llamar a un gurú, que hizo restallar su látigo, diciendo que iba a conjurar a un espíritu contra el lungi de Renu para que el órgano dejara de funcionarle. Ha! ¡Y el muy bhenchod cayó de rodillas al suelo suplicando perdón!
Gulu dejó escapar una risa incómoda y escupió al suelo.
—¿Qué? —preguntó Hari—. ¿Echas de menos a Chinni, esa furcia tuya?
Gulu chasqueó la lengua.
—No, a ella no.
—Ah, a la otra entonces —dijo Hari con una sonrisa—. A la pescadera.
—En aquel entonces yo era muy joven, Bhai, y muy guapo. La gente no paraba de decirme: «Deberías dedicarte al cine, Gulu». Ojalá lo hubiera intentado. Seguro que mi destino habría sido muy distinto.
—El destino es el destino —respondió Hari, sacando un paquete de bidis que llevaba envueltos en papel de periódico y encendiendo uno.
—¿Fue acaso su destino venir al bungaló y hacer que me enamorara de ella para desaparecer luego sin dejar rastro? —se preguntó Gulu en voz alta con el ceño fruncido. Aunque habían estado al servicio de Maji, los mundos de ambos en raras ocasiones habían coincidido. La ayah vivía y trabajaba en el interior del bungaló y Gulu fuera. Durante los años que habían coincidido en el bungaló nunca se habían comunicado salvo por la caléndula anaranjada que él le compraba todas las mañanas y que ella se ponía en el pelo. Mil flores. Mil gestos de su amor.
—Como una llama, yaar.
—Iba a casarme con ella, Bhai. Estaba ahorrando. Me repetía una y otra vez que solo faltaban seis meses, luego cinco, cuatro. Y entonces...
Gulu se acordó entonces de la voz grave de Maji y de la urgencia de su llamada: «Llévala a la estación y dale este dinero».
—Primero, cuando la llevaba a la estación, lo único que pensaba era: «¡Estamos solos!». Ni siquiera recordaba el tiempo que llevaba pidiendo esa oportunidad a Ganesha. ¡Solo sabía que quería que se casara conmigo! Sabía que algo no iba bien y sabía también que la habían echado, pero no quise preguntar. Si no decía nada, todo seguiría igual. Como en un intermedio del cine.
Hari soltó un gruñido y arrancó un trozo de grasiento pan frito y lo mojó en un plato de cholay picante.
—Luego, en la estación, ella solo me dijo que el bebé se había ahogado. No supe qué pensar ni qué decir. No sé cómo llegamos a la estación VT. Sentía que la muerte me oprimía el corazón. Deseé volver al día anterior, rebobinar las últimas veinticuatro horas. Como en una película.
Gulu se metió un poco de pan en la boca. Recordó los ojos de la ayab. Rojos, rojos como los de la diosa Kali.
—No veía más que rojo. Y de pronto tuve mucho miedo. Me sentí engullido por su boca, por su lengua roja, por las ensangrentadas palabras que había pronunciado. ¡Oh, Destructora del Universo! Le grité que había destruido la vida de la pequeña, la vida de la familia y también la mía.
—Fue un accidente, yaar —dijo Hari, dando otro mordisco. A pesar de que había oído muchas veces la historia de labios de Gulu, escuchó pacientemente como un buen amigo.
—El palloo se deslizó sobre su hombro al abrir la puerta del coche. El rojo desapareció y ella volvió entonces a ser mía. Mi amada. Me mareé. El coche empezó a dar vueltas en mi cabeza y de pronto dudé de todo. «¡No te vayas!», grité. Ella se arrancó la caléndula del pelo y echó a correr. Yo corrí tras ella, pero desapareció. Fue como si la diosa Bhoomdevi hubiera abierto la tierra y se la hubiera tragado.
Gulu tenía los ojos velados por las lágrimas. Se las enjugó con un pañuelo sucio y se sonó la nariz con fuerza.
—Me golpeé la cabeza contra el volante hasta que sangró. Luego seguí golpeándomela un buen rato.—Y cuando terminó, con la cabeza todavía palpitándole y la sangre bañándole la sien, se había vuelto y había visto la caléndula brillando como un estallido anaranjado sobre la negra oscuridad del asiento trasero.
—Ninguna mujer es merecedora de tanto sufrimiento —dijo Hari dejando escapar un sonoro eructo.
Gulu encendió un bidi y le dio una larga calada, asintiendo con la cabeza en señal de acuerdo.
Sin embargo, en silencio se acordó de esa caléndula que todavía conservaba tiernamente prensada entre páginas de periódico y que ocultaba bajo su jergón. La había amado. Había cometido un acto inimaginable e impronunciable con el que esperaba recuperarla la noche en que ella había desaparecido. Languidecía por ella con una intensidad que dejaba cicatrices en su corazón. De noche, antes de quedarse dormido, rezaba solo por una cosa: volver a verla, aunque fuera una sola vez.
—Entonces, entonces, oh, Dios misericordioso —concluía siempre su relato—, podré morir tranquilo.
Lo que Gulu no sabía, lo que jamás sabría, era que ella no le había amado.
No, no, no le había amado, ni tan siquiera un poco.
Pues había entregado ya su corazón a otro de los habitantes del bungaló.
Jaginder conducía el Ambassador por las oscuras calles esporádicamente iluminadas por los cegadores destellos que quebraban el cielo, sintiéndose cada vez más relajado a medida que se alejaba de su esposa, de su madre y del bungaló. Las pequeñas tabernas salpicaban la costa de Bombay en Mahim, Bandra, Pali Hill y Andheri hasta Versova. Al menos uno de esos pequeños tugurios se acurrucaba en cada una de las aldeas cristianas de pescadores. Jaginder había explorado esas addas durante la noche mientras Savita dormía, en cierto modo convencido de que la oscuridad ocultaba su vergüenza. Agradecía que su padre, ya fallecido, no pudiera ver lo bajo que había caído.
Tras la muerte de su hija, y durante los largos años de ley seca, se había procurado su propio alijo de Johnnie Walker y de Chivas Regal. Y aunque su afición a la bebida nunca llegó a comentarse abiertamente, Savita, siempre atenta a las apariencias que exigía su posición, se ocupó convenientemente de que las botellas de Royal Salut, la marca más cara, se rellenaran de agua, manteniendo intactas las etiquetas y conservándolas en la nevera. Otras se vendían a precios decentes a los raddiwallas, que, a su vez, las canjeaban a los traficantes de alcohol. Jaginder se había procurado una necesaria receta a través del médico de la familia, el doctor M. M. Iyer, después de que un buen fajo de rupias hubiera ido a parar al interior de su lustroso maletín.
—¿Prefieres que te declare alcohólico confirmado para que tengas acceso a la máxima asignación? —había preguntado el médico con una conspiradora sonrisa.
Con la receta del médico en mano Jaginder podía comprar botellas de Indian Made Foreign Liquor en cualquier bodega legal. Sin embargo, la marca del país no sabía mucho mejor que la que fabricaban en las cloacas los traficantes de alcohol con naranjas podridas, virutas de coco, oscuros terrones de azúcar moreno y grandes dosis de nausagar con las que acelerar la fermentación. Incluso a pesar de la adicción de Jaginder, aquella pócima resultaba imbebible.
En algún momento se le había pasado por la cabeza frecuentar los salones del Wellington Turf Club o los del Bombay Gymkhana, donde, entre la nostalgia y la reticencia, la época en la que el acceso estaba exclusivamente restringido a los blancos había dado paso a una atmósfera de pesarosa aceptación de los acaudalados lugareños. Pero Jaginder no tenía la menor intención de vérselas con los subinspectores de policía que vigilaban envaradamente el interior de esos clubes privados y que, mientras con una mano tomaban nota del nombre, la dirección y el número de pintas del comprador en cuestión, mantenían la otra oculta bajo la manga, dispuestos a dejarse convencer por el comprador de turno para que olvidaran anotar sus datos. Y, además, no se sentía cómodo bebiendo en ese ambiente porque, si bien era cierto que se esperaba —y se exhortaba— que los sahibs blancos bebieran para mantener con ello sus auras de autoridad, Jaginder no podía esgrimir semejante excusa para justificar su hábito.
De ahí que escapara a las addas en mitad de la noche. No pidió a Gulu que le llevara. En primer lugar, porque Gulu tenía la noche libre, y además porque Maji no dejaba de aconsejarle: «Hay que saber siempre hacer el mejor uso posible de los criados y jamás someterlos a nuestros repentinos caprichos».
Mientras avanzaba por las callejuelas en el Ambassador, Jaginder volvió a pensar en su hija. La noche anterior, a su regreso de las addas, había encontrado despierta a Savita. Su mujer le esperaba furiosa.
«Estoy perdido», había pensado derrumbándose sobre la cama, totalmente rendido. Estaba dispuesto a soportar los gritos y los golpes de su esposa, pues sabía que, llegara lo que llegara, se lo tenía bien merecido, como sabía también que, por mucho que culpara a Savita de la desgraciada relación que tenían, la culpa era solo suya.
Sin embargo, en vez de caer sobre él con todo el peso de su rabia, Savita escupió el nombre de Pinky.
—¡Es una ladrona! —le gritó al oído al tiempo que el alcohol le tamborileaba contra las sienes, cerrándole los párpados.
Lo único que Jaginder deseaba en ese momento era abandonarse a un sueño placentero y ebrio. Oh, lo que habría dado por poder simplemente cerrar los ojos y desvanecerse.
—¡Acabo de pillarla registrando mi caja bindi! Ha encontrado la foto...
Los ojos de Jaginder se abrieron de pronto. El temor le llenó el pecho como el humo de las brasas de una hoguera.
—¿Lo sabe entonces?
—¡Le he dicho que si ella está aquí es gracias a nuestra desgracia, a nuestra tragedia!
Jaginder dejó escapar un gemido. Habían acordado que jamás dirían nada a los niños, con excepción de Nimish, que, aunque en aquel entonces solo tenía cuatro años, había entendido que tenía prohibido hablar de su hermana muerta. Pero de pronto, después de todos esos años de cuidadoso secreto, de todo ese tiempo intentando olvidar, la verdad había salido de nuevo a la luz.
—¿Por qué le has dicho que era hija nuestra? —gritó Jaginder—. ¿Por qué no te has inventado algo?
—¡Porque ya no aguanto más! —replicó Savita, alzando también la voz—. Pinky tiene un padre. ¿Por qué no la cría él? ¿Por qué no has hecho nada por devolvérsela? ¿Por qué tengo yo que vivir con esta niña que no es mía?
—Tienes que calmarte —dijo Jaginder—. La rabia te está consumiendo.
—¿La rabia? —chilló Savita—. ¿Y qué me dices de ti? Desapareces todas las noches y no has vuelto a tocarme, como si fuera una leprosa.
Se echó a llorar.
Jaginder volvió a cerrar los ojos, se volvió de espaldas a Savita y se esforzó en conciliar el sueño.
HAMBRUNA ENTRE LA ESPUMA
Parvati y Kuntal estaban de cuclillas, una delante de la otra, con las rodillas desplegadas como un par de alas y los saris recogidos entre las piernas, envolviendo oscuramente el tema de la conversación de la mañana.
—¡Agh! ¡Y cree que me satisface con ese huesecillo que tiene ahí! ¡Pero si es más pequeño que una okra!
Parvati juntó los índices, dejando entre ambos apenas unos siete centímetros.
Kuntal soltó una risilla.
—¡Y encima espera que me retuerza de placer!, ¡oh, Kanj! ¡Kanj! ¡Como una de esas sabzi que prepara en la freidora! —Parvati cogió la paleta para lavar y empezó a golpear enérgicamente una camisa que había visto días mejores.
—Pues no es eso lo que decías.
—Ya. Porque en aquel entonces la tenía más grande. ¡Todo se encoge con la edad, nah!
Parvati se había casado con el cocinero Kanj poco después de que Kuntal y ella entraran a trabajar en casa de Maji en el invierno de 1943, cuatro años antes de la llegada de Pinky. Parvati tenía catorce años en aquel entonces y Kuntal un año menos. Ambas habían llegado a la ciudad procedentes de los distritos rurales de Bengala, al norte de la India, huyendo de la hambruna que había acabado con las vidas de tres millones de personas. La mayoría de los que habían muerto eran campesinos como sus padres. Ni Parvati ni Kuntal entendían las decisiones tomadas por el gobierno colonial inglés que había provocado la hambruna cuando la cosecha de cereal de ese año había sido lo suficientemente generosa como para alimentar a toda la población de Bengala. Sin embargo, en aquellos días imperaba una economía de guerra y los británicos, que percibían ya su inminente desaparición de la India, se habían atrincherado firmemente confiscando el grano de las zonas rurales y destruyendo los excedentes para evitar que pudieran caer en manos de los japoneses. Las provisiones se trasladaron a Calcuta, capital de Bengala y puerto de vital importancia para el gobierno imperial, y desde allí a otras colonias británicas.
Mientras Calcuta recibía cereal a espuertas y los trabajadores de la ciudad estaban al amparo del impacto inflacionista de la Segunda Guerra Mundial, los indios que habitaban en las zonas remotas —que eran, además, los que habían cultivado el arroz— se morían poco a poco de hambre. Los padres de Parvati y de Kuntal habían oído rumores de que había comida y comedores de beneficencia en Calcuta y habían abandonado la aldea bajo un calor tan abrasador que el aire estaba impregnado del espantoso hedor a podredumbre que manaba de los cadáveres de los muertos recientes. Confiadas al cuidado de un vecino, a las muchachas no les quedó más remedio que esperar y morirse poco a poco de hambre. La poca comida que les fue asignada no tardó en menguar al tiempo que las provisiones se reservaban para los miembros de la familia. Parvati pasaba los días buscando cualquier cosa que llevarse a la boca, recolectando semillas y matando insectos con los que alimentarse. Todo lo que encontraba o lo que podía robar lo compartía con Kuntal, que estaba ya tan débil que ni siquiera podía tenerse en pie. Y fue así como Parvati las mantuvo a ambas con vida. Mientras Kuntal perdía la vida, el cuerpo de Parvati se aferraba testarudo a sus músculos y a los mínimos depósitos de grasa que conservaba aún en los pechos y en las caderas. Se negaba a contemplar la idea de la muerte. Si Kuntal hubiera tenido fuerzas, habría huido con ella a Calcuta siguiendo el rastro de sus padres.
Fue entonces cuando un contingente de ancianos de la aldea, tres de ellos ciegos y el resto analfabetos, aparecieron un día con un maltrecho ejemplar de The Statesman, un periódico de capital británico, en el que aparecía una granulosa fotografía de cuerpos escuálidos.
—¡Mirad! —gritaban con sus bocas desprovistas de dientes—. ¡Están muertos!
Y entonces lanzaron a las muchachas, convertidas oficialmente en huérfanas, miradas de soslayo, a la vista de las cuales Parvati decidió que tenían que huir de inmediato. «Si no es a Calcuta, que sea a Bombay», decidió, considerando el otro gran puerto colonial del país. La Ciudad de Oro.
Esa misma noche, después de estudiar atentamente el periódico mientras daba buena cuenta de una botella de vino de la tierra, el vecino de las muchachas se llevó a Parvati a su habitación.
—Ahora ya no tienes a nadie —fue su etílico razonamiento—, así que ahora eres mía.
Parvati se aferró durante lo que vivió a continuación a la idea de Bombay, viendo en ella su salvación, y no perdió la esperanza. Esperó a que el vecino se durmiera, cogió la pequeña daga que le había visto dejar encima de sus lungi al desnudarse y se la clavó en el corazón al tiempo que sus ojos se abrían desorbitadamente. Luego, para evitar sorpresas, le cortó el pene encogido y lo tiró por la ventana, donde no tardó en ser devorado por una jauría de perros hambrientos.
Cuando la noche quedó sumida en el silencio, Parvati salió sigilosamente del dormitorio de su vecino y le robó los bienes que le quedaban, que incluían dinero, un ridículo saco de arroz y una bicicleta oxidada. Apenas reparó en la herida que no dejaba de sangrarle mientras pedaleaba con Kuntal atada al manillar hacia la estación, donde cambió el arroz por dos billetes de tren a Bombay. A lo largo del viaje y durante las semanas que siguieron vagabundeando por las calles de Bombay, Parvati cuidó de Kuntal hasta devolverla poco a poco a un estado de salud razonable. Hizo averiguaciones. Empleó lo que le quedaba de dinero para comprar ropa nueva para las dos. Y luego llamó, una tras otra, a las puertas de los bungalós.
—¿Necesitan criadas? ¿Necesitan criadas?
Y vieron cerrarse una puerta tras otra.
El cocinero Kanj, que entonces rondaba ya los cuarenta años, había acudido a atender la insistente llamada de Parvati a la puerta de Maji, y, a pesar de que le había molestado que le despertaran de la siesta, quedó inmediatamente prendado de la mirada que vio en los ojos de la muchacha. Y es que, a pesar del hambre que durante meses le había torturado el cuerpo, los ojos de Parvati brillaban, preñados de convicción. Kanj hizo sentar a las dos jóvenes en la galería delantera y, en contra de lo que dictaba su naturaleza, les dio de comer. Cuando Maji se despertó y vio a Parvati barriendo enérgicamente el camino privado de acceso a la casa supo que había encontrado la ayuda por la que tanto había rezado durante las dos últimas semanas, desde que su anterior criada se había casado y había dejado la casa. Aunque no tenían referencias, Maji era lo suficientemente intuitiva como para saber que las dos muchachas venían de una buena casa y que, como ya había ocurrido con Gulu unos años antes, lo único que necesitaban era la posibilidad de una segunda vida.
—Dos semanas —les dijo antes de ponerse sucintamente a acondicionar las dependencias en las que las muchachas habían de instalarse.
Los dos garajes de una sola plaza del bungaló sobresalían como las orejas de un ratón de la parte trasera de la casa. El primero estaba habitado por Gulu y por el cocinero Kanj. Maji se planteó brevemente instalar a Parvati y a Kuntal en el segundo garaje, junto al Mercedes negro que ocupaba la mayor parte del espacio, antes de decidirse por el salón trasero que apenas se utilizaba salvo cuando se recibían visitas formales. A fin de cuentas, aunque confiaba en Gulu y en Kanj, no podía olvidar que eran hombres, y no deseaba que estallara ningún escándalo entre el servicio mientras ella dormía.
A pesar de estar a punto ya de convertirse en un cuarentón, el cocinero Kanj era un hombre muy apuesto con su pelo ondulado y sus almidonadas camisas blancas metidas en sus lungi o, en alguna que otra ocasión, en sus únicos pantalones. No les había quitado ojo a las hermanas desde el momento de su llegada, como si estuvieran bajo su custodia personal. Parvati era impetuosa e incisiva. Kuntal, tímida y de suaves formas. El cocinero Kanj dispensaba por igual sus atenciones a ambas, añadiendo un poco más de azúcar a una bandeja de burfi de anacardos, ofreciéndoles a hurtadillas lassis de mango y sorbetes de lima y engordándolas un poco. Fue entonces cuando, de pronto, el rostro de Parvati empezó a aparecérsele durante la noche, impidiéndole conciliar el sueño. Durante el día la miraba de soslayo, cada vez más enamorado. Muy pronto sus detalles fueron solo con ella. «¿Por qué no?», se preguntó por fin.
«¿Por qué no?», pensó Parvati cuando el cocinero Kanj le pidió matrimonio, aunque se tensó involuntariamente al recordar el crimen que había cometido con ella su vecino. Razonó que, aun así, Kanj la había aceptado cuando otros le habían cerrado la puerta en las narices y había cuidado de ella dando muestras de una ternura protectora que le recordaba a su padre desaparecido. Kanj era como el queso frito paneer, tosco y crujiente por fuera pero blando y esponjoso por dentro. En cuanto se enteró de las inminentes nupcias, Maji les dio su bendición y transformó generosamente el segundo garaje en las dependencias privadas de la pareja.
—Me alegro de que no te hayas casado. No da más que trabajo —dijo Parvati a Kuntal, apartándose un mechón de cabello con el dorso de una mano cubierta de jabón—. Al final del día, en vez de dejarme descansar, no hace más que agarrarme de donde puede. Apenas entro por la puerta ya le veo desabrochándose el lungi y deseando que le toque su pequeña okra. Como si no hubiera tenido las manos ocupadas durante todo el día. Tú espera y verás: un día apareceré con el remo de la ropa, ¡veremos entonces lo que hace!
—¡Pero él te quiere, nah di!
Kuntal tenía razón. Los años no habían menguado el afecto que Kanj profesaba a su esposa. Y Parvati, a pesar de sus quejas, seguía lanzándole miradas coquetas cada vez que pasaba por la cocina, aunque él había empezado a resecarse como una lima abandonada bajo el letárgico sol de Bombay. Parvati disfrutaba sobremanera seduciéndole y provocándole hasta la desesperación para luego tomarse su tiempo antes de regresar al garaje al final del día.
—¿Qué amor? —preguntó despectivamente Parvati—. Créeme cuando te digo que tienes suerte.
Aunque eran hermanas, Parvati era para Kuntal más una madre que otra cosa. Tras la pérdida de sus padres, Parvati jamás tuvo ninguna intención de permitir que su hermana desapareciera en el seno del matrimonio, sobre todo porque la consideraba un blanco fácil para cualquier hombre sin escrúpulos. El futuro de Parvati con el cocinero Kanj quedaba asegurado en el bungaló de Maji, pero Kuntal, si decidía casarse, tendría que abandonar la casa. A pesar de su feliz situación, Parvati no dejaba en ningún momento de hacer hincapié en los peligros que entrañaban los hombres y en la monotonía y en el arduo trabajo que suponía el matrimonio.
—El viejo idiota puede cocinar berenjena a la mogola, rasmalai y los platos más extravagantes, pero no es capaz de plantar adecuadamente una semilla en mi vientre —gruñó Parvati para impresionar a su hermana.
Pinky asomó la cabeza por la puerta.
—Hai-hai, mira quién estaba escuchando —dijo Parvati, dejando de golpear la ropa al tiempo que asentía con la cabeza en dirección a Pinky.
—¿Necesitas algo, Pinky-di? —preguntó Kuntal, enjuagándose las manos.
Pinky negó con la cabeza mientras entraba al cuarto de baño y se sentaba en el taburete de madera.
—¿Puedo darme mi baño?
—¿Quieres que salgamos ahora, justo en mitad de la colada? —preguntó Parvati sin ocultar su irritación.
—¡No, no, no! —dijo Pinky—, así puedo lavarme mientras estáis aquí.
Parvati y Kuntal se miraron y se encogieron de hombros.
Pinky empezó a desnudarse.
—¿Amas al cocinero Kanj? —preguntó.
—Hai-hai, pero ¿qué clase de pregunta es esa? —respondió Parvati, reajustándose el sari con el codo—. No tengo que amarle porque es mi marido.
—Por supuesto que le ama, Pinky-di —intervino Kuntal, chasqueando la lengua—. Lo dice por mí.
—¿Y qué haces tú levantada tan temprano? —preguntó Parvati.
—No podía dormir.
—¿Cómo que no podías dormir? —dijo Kuntal—. ¿Ocurre algo?
—¡Es que Maji no me cree! —soltó Pinky al tiempo que se le velaban los ojos de lágrimas.
—¿Que no te cree? ¿A qué te refieres?
—¡Al fantasma! ¡Hay un fantasma aquí dentro, en el cuarto de baño!
—¿Un fantasma? —Parvati dejó la paleta en el suelo y lanzó a su hermana una mirada alarmada—. Oh, vaya, eso quiere decir que ha llegado la hora.
—Sí —concedió Kuntal—. A fin de cuentas ya has cumplido trece años.
—Cualquier día de estos te empezará a sangrar el soo-soo —declaró prosaicamente Parvati—. Tendrás terribles dolores de vientre. Y olerás y te prohibirán entrar en la cocina. Y también a la habitación del puja.
—¿La menstruación? —preguntó Pinky. Lovely le había hablado ya de los períodos menstruales que se repetían todos los meses.
—No es tan terrible, Pinky-di. A todas las chicas les llega.
—Es horrible —intervino Parvati, apuntando a Pinky con un dedo acusador.
—Solo significa que puedes tener hijos.
—Eso siempre que tu marido tenga para ti algo más sustancioso que el mío.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con los fantasmas? —preguntó Pinky.
—A mí me vino justo después de que llegáramos a Bombay —prosiguió Parvati—. Tenía unas pesadillas terribles. Creí ver a mi Baba, aunque fue solo un sueño. Oh ho! ¡Qué mal carácter el suyo! Estaba contrariado porque nos habíamos ido de Bengala. ¡Pero fueron ellos los que nos abandonaron! ¡No tenían ningún derecho a estar enfadados conmigo!
—De eso ha pasado mucho tiempo, Pinky-di —la interrumpió Kuntal, conciliadora.
—¿Qué fue de ellos? —preguntó Pinky.
Parvati golpeó el suelo con la paleta y, dejando escapar un suspiro, se marchó.
Kuntal continuó ocupándose de la colada en silencio.
De un modo casi indetectable, el aire se enfrió.
Pinky se enjuagó al tiempo que se le ponía la piel de gallina.
—¿Tú también tienes frío? —preguntó a Kuntal.
Kuntal negó con la cabeza y le puso la mano en la frente.
—Es normal que tengas un poco de frío durante el período porque tu cuerpo pierde mucho calor, nah? —dijo—. Vamos, date prisa y termina de bañarte.
Pinky se echó agua a la cara y abrió los ojos. Le pareció ver un destello en el interior del cubo, un brillante reflejo negro que pareció resplandecer de un modo extraño. Luego, cuando parpadeó, creyó ver durante dos milésimas de segundo un fugaz pálpito de rojo y plata.
—¿Has visto eso? —gritó.
Kuntal alzó los ojos.
—¿Si he visto qué?
—¡Los destellos dentro del cubo!
Kuntal entrecerró los ojos y miró dentro del cubo. Luego negó con la cabeza en un gesto de disculpa.
Pinky empezó a vestirse con la cabeza gacha.
—Me crees, ¿verdad?
—En cualquier momento te llegará el período —fue la amable respuesta de Kuntal—. La primera vez tienes una sensación muy extraña...
Parvati regresó con un pequeño bulto envuelto en un viejo sari. Se sentó en el taburete de madera y despacio, casi reverentemente, desenvolvió la tela bandhani roja y amarilla.
—Oh, di —gimió Kuntal en cuanto se dio cuenta de lo que era—. Pinky es aún muy joven. Por favor.
—Quiere saber lo que pasó, así que voy a enseñárselo.
El periódico, The Statesman, tenía fecha del 22 de agosto de 1943. En el interior de su portada amarillenta y salpicada de sangre había una página entera de fotografías, la mayoría de mujeres y niños demacrados agonizando en las calles de la ciudad.
—¿Ves esta foto? —preguntó Parvati, señalando una de las imágenes. En los toscos blancos y negros de la imagen se adivinaba una fila de mujeres estiradas con las costillas sobresaliendo de sus cuerpos famélicos y los rostros vueltos de espalda. Había un hombre en sombras acuclillado contra un carro en el rincón de la imagen—. Esos de ahí, los que ves al fondo, son nuestros padres. Hubo una hambruna tal en nuestra aldea que se marcharon a Calcuta en busca de comida.
Pinky no podía apartar los ojos de las borrosas imágenes, sobre todo de la madre de las muchachas envuelta en un desgarrado sari de lunares.
—¿La encontraron?
—¿A ti qué te parece? —preguntó Parvati, tocando la instantánea—. Era todo mentira. No había bastante comida en la ciudad. Murieron en la calle.
Kuntal empezó a llorar suavemente.
—Oh, di, ¿por qué guardas eso?
—Para no olvidar nunca que debemos sobrevivir a toda costa —respondió Parvati, envolviendo de nuevo con sumo cuidado el periódico en la tela del sari.
MARIDO, DEVORAMARIDOS
Las estatuas de la habitación del puja refulgían. Maji y Pinky cogían pequeños pellizcos de polvo de arroz blanco con los dedos y dibujaban mandalas sobre el altar de mármol negro. Colocaron una guirnalda de flores frescas sobre la imagen enmarcada de Sarasvati.
Maji empezó a entonar un mantra:
—Yaa Kundendu tushaara haarad-havalaa. Que la diosa Sarasvati, de tez clara como la luna del color del jazmín..., me libre de la ignorancia.
En cuanto terminaron con las plegarias, Maji se incorporó y dejó escapar un suspiro.
—Cuando yo era joven —empezó— había una muchacha brahmín que vino a vivir a la casa de al lado. Tenía trece o catorce años y estaba casada con el hijo de los vecinos.
Maji se acordaba de que a la muchacha le encantaba tomar pociones alarmantemente considerables de hielo molido y jarabe de frutas que le teñían la lengua de color verde mango y de amarillo panapén.
—Un año más tarde su marido murió. Vi desde el tejado de mi casa cómo dos mujeres de la casta de los barberos la sacaban a rastras al patio. La muchacha se había convertido en viuda. La despojaron de su ropa y de todas sus joyas. Le borraron el bermellón de la frente y le dibujaron una línea vertical con cenizas funerarias desde la punta de la nariz hasta la raíz del pelo. Le afeitaron el cabello. Le lavaron el cuerpo con agua fría y se lo envolvieron después en un tosco sari blanco. La muchacha estuvo todo el rato de cuclillas y sin dejar de llorar. Alzó la cabeza y me vio en el tejado de la casa vecina. Quise poder hacer algo por salvarla...
Maji se interrumpió y se apretó los ojos con los dedos en un intento por devolver las lágrimas a sus cuencas.
—¿Lo hiciste? —preguntó Pinky.
Maji soltó una risilla.
—Yo no era más que una niña. Corrí a buscar a mis padres, pero entendí por sus caras serias que no debía entrometerme, que las Leyes de Manu habían dictado esos ritos. A la pobre muchacha empezaron a darle tan solo una magra comida al día y poco a poco fue quedándose en los huesos. Su suegra la culpaba por la muerte de su esposo, llamándola khasma nu khaniye, devoramaridos. Jamás volvieron a utilizar el «ella» para referirse a la joven, sino el «eso», como si hubiera dejado de ser merecedora de género. Yo le pasaba fruta con una cuerda que colgaba de mi tejado y ella la devoraba. Pero un día la vieron y se la llevaron.
Una lágrima escapó de los ojos de Maji y surcó su mejilla.
Pinky sintió un nudo en el pecho.
—¿Qué fue de ella?
—No lo sé, beti, no lo sé. Quizá la enviaron a los ashrams de Vrindavan o de Benarés a mendigar para poder sobrevivir. Cuando me casé, pedí a tu abuelo que me llevara de peregrinación allí. Estudié cada uno de aquellos rostros inexpresivos, pero nunca la vi. Aunque Gandhiji mejoró un poco las cosas para las viudas, todavía no hay lugar para ellas en la sociedad. Todos esos rituales que les imponían —la ceniza funeraria, cortarles el pelo— tenían como propósito hacer de ellas mujeres muertas.
Maji se enjugó los ojos.
—Juré entonces que jamás permitiría que eso me ocurriera. Antes lucharía, incluso me quitaría la vida...
—¡Maji! —Pinky estaba perpleja.
—Perdóname, beti, en aquel entonces yo era joven y fui una estúpida al pensar así. No sabes cuánto lamento que mis padres no tuvieran el valor de acoger a esa muchacha en nuestra casa, pero temían que su infortunada sombra cayera sobre mí. Anoche volví a soñar con ella. Sí, soñé con ella después de todos estos años. Ojalá pudiera acordarme de su nombre.
En la mesa del desayuno, Savita se quejaba como de costumbre a Jaginder:
—¡Encima de tus ronquidos, esta noche he tenido que soportar un batallón de mosquitos revoloteando sobre mi cabeza! ¡Te digo y te repito que esto es una conspiración para no dejarme dormir!
Era cierto. Clanes enteros de mosquitos se congregaban en frenéticos penachos sobre el pelo de Savita cuando salía a cumplir con sus compromisos sociales. A veces, los más devotos volvían a casa con ella mientras el resto seguía adelante con su febril peregrinación en busca de otros moños igualmente perfumados. De vez en cuando, Kuntal instalaba su colchón en la habitación de Savita para aliviar sus perniciosos efectos y así ofrecer un oído compasivo a su letanía de interminables aflicciones.
Jaginder respondió con un gruñido.
—Ah, Parvati —gritó Savita viéndola en el pasillo—, ¿sabes si el darjee ha pasado a dejar el sari Kanjeevaram que estoy esperando?
—Sí, ha venido esta mañana. Se lo he dejado en su habitación —respondió Parvati, huyendo al instante. Encontró a su hermana limpiando el cuarto de baño—. Oh bol Esa Savita me tiene loca. ¿Sabías que Jaginder y ella se las vieron anoche?
—Achha? —Kuntal estaba ocupada ordenando un vaso lleno de deshilachados cepillos de dientes y el mellado tubo de dentífrico Kolynos sobre la repisa de mármol del lavabo. Las baldosas del cuarto de baño resplandecían.
—Lo supe en cuanto Jaginder volvió en el Ambassador. No habían pasado ni cinco minutos cuando la oí gritar desde mi habitación.
—Pobre Savita-di.
—¿Cómo que «pobre Savita»? —Parvati apuntó con un dedo amenazador a su hermana—. ¿La has visto alguna vez agacharse para hacer la colada, hahn? No tiene que levantar un solo dedo en todo el día. ¿Y ahora resulta que ni siquiera tiene que levantarse el camisón por la noche?
El cocinero Kanj lavaba con estrépito los platos del desayuno en el fregadero mientras, justo al otro lado de la ventana de la cocina, Gulu silbaba con fuerza mientras preparaba el Mercedes para la salida de la tarde. Los gemelos estaban a medio vestir, fingiendo deshum-deshum el uno al otro como los héroes de sus películas favoritas. Jaginder esperaba inquieto en el pasillo, odiando como era propio de él cualquier compromiso social, sobre todo los que tenían que ver con la familia de su esposa. Savita corría de un lado al otro del bungaló dando órdenes en voz alta, engatusando y amenazando a la vez a los numerosos miembros de la casa mientras se probaba con gran pericia un collar de zafiros y diamantes.
—Hai-hai, Nimish. ¿Y a eso le llamas tú zapatos? Al menos ten la decencia de limpiarte las gafas.
—Dheer, ¿tienes algún problema de oído? Te he dicho que un kurta de color crema con la chaqueta marrón, no un kurta marrón con la chaqueta de color crema.
—¡Deja ya de lloriquear, Tufan! Estás obligado a ir. ¿Cómo quieres que te lo diga?
—¿Jaginder? ¿JAGINDER? ¿Dónde estás? Ya puedes poner en cintura a tu hijo menor. ¡Me está volviendo loca!
Jaginder cogió a Tufan por el pescuezo mientras el pequeño correteaba por el pasillo en calzoncillos y le soltó un pescozón que apenas llegó a rozarle la sien. Tufan esquivó el golpe con destreza —deshum-deshum!— y huyó a todo correr.
—¡Tienes exactamente tres malditos segundos para vestirte antes de que vaya a por ti! —gritó Jaginder.
—Pero es que no quiero ponerme el kurta de color crema, mamá... —empezó a gimotear Dheer saliendo de su habitación. Se detuvo en seco en cuanto vio a su padre de pie en el pasillo con el brazo en alto.
Nimish pasó junto a su padre sin apenas reparar en él y con la mirada perdida en el ejemplar de Retorno a la India de sir Edwin Arnold.
—«Un paseo en coche al día siguiente por los acantonamientos y luego a pie por los bazares de los lugareños» —leyó en voz alta— «nos muestran qué poco cambia la India entre todas las alteraciones, ornamentos y mejoras aportadas por el reinado británico».
—¡Y tú no creas que te vas a librar de una bofetada! —rugió Jaginder a Nimish, vagamente consciente de que podía sentirse ofendido por lo que acababa de oír.
—¿Jaginder? ¿JAGINDER? —gritó Savita.
Jaginder masculló entre dientes al tiempo que echaba a corretear por el pasillo.
Desde el dormitorio de matrimonio emergieron sulfuradas palabras seguidas de varios chillidos estridentes que hicieron que los chicos buscaran refugio. Pinky salió de su escondite y corrió a la habitación de su abuela. Maji se probaba despacio una nueva blusa blanca que acababa de llevar el sastre. Sus carnes sobrantes colgaban a su alrededor. La blusa se hinchó en un intento por contener sus dos inmensos senos. La grasa asomaba por los bordes de las tirantes mangas como si hubiera salido a tomar un poco de aire. Sus enormes caderas acababan de reventar una costura entera del viso. Parvati, que había estado sacudiendo los ocho metros del sari bordado de cachemira, se quitó rápidamente un alfiler de la tira del sujetador y, sujetando con él el desgarrado viso, puso un poco de orden al desaguisado. Maji dejó escapar un suspiro.
—¿Por qué no te has vestido aún, beti?
—Me duele mucho la cabeza —respondió Pinky, derrumbándose sobre la dura superficie de la cama de Maji. Estaba exhausta.
—Hai-hai —Maji le puso la mano en la frente—. De acuerdo, acuéstate aquí. Ya veremos cómo estás cuando llegue la hora de irnos.
Agradecida, Pinky cerró los ojos.
Jaginder se paseaba por su dormitorio sumido en la más absoluta autocompasión. Nada le habría hecho más feliz que poder escaparse a su despacho, donde podía dar órdenes con absoluta impunidad. Las instalaciones de la planta de desguace de Reti Bunder y las oficinas comerciales de Darukhana eran para él un par de gastadas chappals que podía calzarse sin tener que preocuparse de lavarse los pies antes de meterlos en ellas.
Hasta el nombre de Darukhana, una clara referencia a la pólvora que los británicos solían guardar allí después de importarla desde los principales muelles de Alexandra situados en la costa este de la ciudad, tenía cierta aura de poder, de fuerza, aun a pesar de que, de hecho, la zona, propiedad de la Bombay Port Trust, estaba abarrotada de destartaladas chabolas de latón en las que operaban mercaderes como él y cientos de cuchitriles donde los trabajadores más pobres, en su mayoría inmigrantes procedentes de Uttar Pradesh y de Bihar, vivían sin las mínimas condiciones sanitarias. Y también a pesar de que las callejuelas increíblemente estrechas de la zona estaban colapsadas durante el día de furgonetas y de carros de mano, y de ladrones al caer la noche. En cualquier caso, a Jaginder todo eso le traía francamente sin cuidado, pues tenía acceso pagado a uno de los limitados grifos de agua de la zona y añadía las posibles repercusiones de los persistentes robos al precio de venta de sus productos. En Darukhana, sentado ante su escritorio con aquel teléfono que no dejaba de sonar y con Laloo corriendo de un lado a otro libreta en mano, Jaginder se sentía importante. Al mando.
No obstante, los compromisos sociales en compañía de Savita y de sus relumbrantes saris le hacían sentirse notoriamente fuera de lugar. Jaginder lidiaba con esa incomodidad reduciendo al mínimo el volumen de sus conversaciones o limitándose a hablar de temas relacionados con los negocios, atento en todo momento a cualquier implacable mirada que recibía por parte de Savita al menor error. En aquel momento aguardaba aburrido mientras Savita recitaba una larga lista de instrucciones.
—Y recuerda: no digas nada innecesario.
—Nunca lo hago.
—Acuérdate de lo que pasó en la fiesta de los Narayan —resopló Savita—. Le dijiste a mi amiga Mumta que a Nimish no le interesaba el negocio del desguace.
—¡Pero si le dije la verdad! —gritó Jaginder. Una descarga de sangre le recorrió el cuerpo como un animal que de pronto se hubiera visto enjaulado.
—¿La verdad? —gritó Savita a la imagen de su marido reflejada en el espejo—. ¿Desde cuándo eso se ha convertido en una prioridad? ¿Qué dirá la gente cuando se entere de que a Nimish no le interesa la empresa familiar? —Pudo oír cómo Mumta repetía encantada la noticia al resto de sus amigas, exagerándola con detalles irrelevantes e inexactos para que Savita perdiera enteros y retrocediera posiciones en la carrera por ser nombrada la poseedora de la Vida de Primera Clase con más Números Uno.
—Qué más da. Con el tiempo Nimish tendrá que aceptar su destino. Dejemos mientras tanto que zarandee unas cuantas neuronas más.
—Es que no lo entiendes —dijo Savita, claramente irritada. Había aprendido, y no precisamente por el camino más fácil, que no había modo alguno de salir vencedora de una de esas discusiones cuando Jaginder se revolvía hasta dejarla convertida en un tembloroso amasijo de lágrimas. Su mejor ataque era entonces negar a Jaginder el placer de asestar el golpe final—. No tengo nada más que decir. Fin de la discusión.
—Yo no estoy discutiendo —rugió Jaginder. Estaba empezando a montar en cólera. Estiró los brazos e hizo crujir el cuello por tres puntos. Sintió que la tensión que le había embargado hasta entonces empezaba a desvanecerse, reemplazada por una sólida descarga de sangre que empezó a palpitarle en la entrepierna.
Savita guardó silencio, totalmente absorbida como estaba en el proceso de pegarse a la frente un bindi de piedras preciosas.
—¿Y qué te importa a ti lo que piensen tus malditas amigas? —insistió Jaginder—. ¿Es que no tienes nada mejor que hacer?
Savita deliberó sobre el bindi y decidió no ponérselo, pegándolo de nuevo entre la colección de bindis rojos que salpicaban el espejo como una alergia estival.
—¡Contesta! —rugió Jaginder. Pero Savita siguió sin decir palabra. Sabedor de que había ganado el asalto, Jaginder maldijo entre dientes.
Jaginder se dirigió al Mercedes al que Gulu había dado tiernamente lustre antes de volver a meterlo en el garaje para mantenerlo fresco y sacó del maletero la botella de Johnnie Walker. Al salir, reparó en la parquedad de las dependencias de Gulu. Aparte del camastro de yute en el que dormía y de una cuerda de la que colgaba la ropa, el único objeto personal que vio fue un cartel que anunciaba un betún de la marca Flor de Cerezo con dos gatitos, uno amarillo y el otro ligeramente azulado, acurrucados en un par de lustrosas botas negras a las que coronaba la leyenda: «Para el confort del calzado».
Estudió el cartel durante un instante, preguntándose fugazmente dónde desaparecería Gulu durante el día libre del que disponía cada dos semanas. Sabía que regresaba a última hora de la noche, normalmente cantando la melodía de la banda sonora de una película, mientras entraba contoneándose por la puerta principal. «Maldito borracho de casta inferior», pensó arrugando asqueado el labio. «Probablemente se pasa el día con alguna puta de Falkland Road.»
—Sahib?
—Oi, Gulu —Jaginder se volvió a mirar a su chófer, que estaba en la puerta—. ¿Te apetece una copa?
—No, sahib. Son las reglas de la casa de Maji —respondió respetuosamente Gulu.
Jaginder le lanzó una mirada antes de dar un trago a la botella y esconderla diligentemente en el maletero.
«Las cosas no fueron siempre así», pensó mientras se paseaba por el camino privado de acceso a la casa a la espera de que su familia terminara de prepararse para ir al almuerzo que debía celebrarse en el Taj, el hotel más lujoso de Bombay. Construido en 1903, el Taj ofrecía baños turcos, servicio eléctrico de lavandería e incluso un médico residente en las dependencias del establecimiento. Allí era donde, muchos años atrás, Savita y él habían celebrado su compromiso, disfrutando de las panorámicas vistas de la Puerta de la India.
La primera vez que la vio, Savita le había parecido una joven de una belleza y de una vulnerabilidad arrebatadoras, como un minúsculo colibrí cuyo radiante plumaje resplandecía mientras ella revoloteaba de una persona a otra con el sol prendido en el fulgor de sus gemas. Ese mismo día se había prometido que, pasara lo que pasara, la protegería de todo peligro.
«Y míranos ahora.»
Se había convertido en su peor depredador.
«¿Cuándo cambiaron las cosas?», se preguntó Jaginder, plenamente consciente de cuál era la respuesta a su pregunta. Tras la muerte de su hija, la culpa fue abriéndose paso en su relación como la escena de una película norteamericana: cinematográficamente, violentamente y llena de efectos especiales. Ambos estaban totalmente hechizados por ella, castigando al otro con la fusta del abandono. Cuando la escena por fin dejó paso a la siguiente y la imagen perdió su excitación original, se encontraron de pronto con que ya ni siquiera estaban sentados en el mismo cine. Jaginder suspiró.
Savita salió al camino de acceso al tiempo que cerraba con un leve chasquido un pequeño bolso de noche.
—Estás... guapa —logró decir al verla.
Durante una fracción de segundo, el paso de Savita pareció vacilar y bajó los ojos.
El resto de la familia esperaba ya a la sombra, cada uno sumido en su propio mundo. Maji estaba preocupada por las jaquecas de Pinky, que habían dado comienzo justo después de los episodios de diarrea, y se preguntaba si debía llamar al doctor M. M. Iyer para que le recetara sus variadas tabletas selladas en papel de aluminio. Tufan estaba de pie junto a la puerta del coche, cruzado de brazos con actitud claramente beligerante porque Parvati al final había aparecido en su cuarto y, tras atarse amenazadoramente a la espalda la dupatta para poder tener libres las manos, le había obligado a vestirse. Dheer estaba enrabietado con su kurta de color crema y la chaqueta marrón. Nimish seguía totalmente concentrado en la lectura de Retorno a la India.
—¿Dónde está Pinky? —preguntó Tufan.
—No se encuentra bien —respondió Maji—. Se queda en casa.
Una mirada de indignación apareció al instante en cuatro pares de ojos.
«¡Qué injusticia! ¡Qué injusticia!» Los gemelos intercambiaron miradas de incredulidad. Pinky siempre recibía un trato especial por parte de Maji.
«¿Qué tramará ahora?», se preguntó fríamente tía Savita mientras se aplicaba el lápiz de labios.
«¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?», pensó Jaginder sintiéndose irritablemente superado por su sobrina.
—Ah —dijo de pronto, animado por la posibilidad de escapar—. Acabo de acordarme de que tengo que pasar por el desguace.
—No me hagas esto —empezó Savita, cuya voz desveló un ligero temblor.
—Está muy cerca del Taj —respondió Jaginder—, así que me encontraré allí con vosotros. ¿Cuál es el maldito problema?
—Niños, chalo, subid al coche —ordenó Maji.
—Te estarán esperando —dijo Savita, que tenía una mirada dura.
—Estaré allí para el almuerzo —rugió Jaginder al pasar por delante de ella—. ¡Encárgate tú de la maldita cháchara!
—¡Pues vete! —gritó Savita.
Nimish acudió rápidamente al lado de su madre y, mirando a su padre con el rostro ensombrecido por la rabia, la ayudó amablemente a subir al coche.
Jaginder les vio amontonarse en el interior del Mercedes. Maji subió la primera al asiento trasero seguida de Savita, y Dheer y Tufan se apretujaron entre las dos. Gulu y Nimish iban sentados delante.
Había vencido. Jaginder estiró los brazos victoriosamente y dejó escapar un sonoro bostezo con el que ahuyentar la repentina sensación de pesar que le invadió. «Maldición, maldición», pensó. «He vuelto a hacerlo.» Por mucho que se esforzara en ser afectuoso con Savita, la ira que ella provocaba en él burbujeaba en su interior, convirtiéndole en un auténtico animal.
Buscó rápidamente las llaves del Ambassador y se fue al desguace de Reti Bunder por la costa este, donde en su día se había extraído la arena del mar destinada a la construcción.
Cuando al llegar detuvo su reluciente coche, el lugar zumbaba de actividad. No tardaron en prepararle una silla, un parasol y un refrigerio. Jaginder tomó asiento agradecido y contempló el imperio que había heredado de su padre y que había convertido en una empresa aún más exitosa gracias a su sofisticado olfato para el dinero y para los negocios.
Un barco de unas cinco mil toneladas de peso y fuera de uso después de veinticinco años surcando los océanos se cernía ante él como un esqueleto gigantesco. Un enjambre de robustos ensambladores y cortadores lo desmantelaban, arrancando cada una de las planchas, cada clavo y cada tornillo con sopletes y con las manos mientras el calor envolvía las pesadas planchas de acero repletas de amianto.
Un ejército de cargadores semicualificados, vestidos solo con dhotis alrededor de la cintura y pañuelos anudados a la cabeza para protegerse del tórrido sol de la mañana, cargaban con las planchas de metal a la espalda como hormigas con un cadáver, marchando descalzos al ritmo del cántico que entonaba uno de los obreros. Los porteadores transportaban la abultada carga a las furgonetas salpicadas de barro, estridentemente pintadas de rojos y naranjas, llenándolas de metal oxidado que debía ser revendido, reutilizado, reciclado y reconvertido en cañerías o quizá en el chasis de un nuevo Ambassador.
La mayor parte de los obreros no cualificados vivían en los alrededores del desguace en pequeñas chabolas que se levantaban precariamente sobre pilotes entre el cementerio de goteantes barriles, hogueras y peligrosos desechos que se habían adueñado del litoral.
—¿Todo theek-thak, jefe sahib?
Jaginder gruñó en señal de aprobación.
Sí, al menos en el trabajo, todo estaba en orden.
EL CUBO DE BRONCE
En el bungaló, Pinky se abandonó al sueño. La familia había salido y las criadas se habían ido al mercado poco después. El cocinero Kanj apareció ostensiblemente molesto y dejó sobre el tocador una bandeja de acero inoxidable con moong dal marinada en lima, una sopa con trozos de un calabacín gia de un vivo color verde y humeante roti. Luego, de regreso en la cocina, desenrolló rápidamente su colchón, dispuesto a disfrutar de una ansiada siesta que sin duda se alargaría más de lo habitual. Calculaba que pasarían al menos tres calurosas horas abarrotadas de moscas antes de que tuviera lugar el ruidoso regreso de la familia.
Pinky se despertó un poco más tarde y dio cuenta de la comida sin demasiado entusiasmo. Atajó por el salón, deteniéndose para hundir los dedos de los pies en la frondosa alfombra de la estancia. Le resultó extraño el silencio que reinaba en una habitación en la que normalmente imperaba el ruido y el tintineo de las conversaciones. Salió desde allí al pasillo contra cuyas paredes resonaban los ronquillos secos y rasposos del cocinero Kanj.
La puerta del baño estaba abierta y Pinky se detuvo delante de ella durante un buen rato con la mirada clavada en el cubo de bronce, con el lota colgando del borde. Por primera vez reparó en las manchas de agua que goteaban desde la cañería que rodeaba la habitación como una serpiente y en las sombras de cal blanca que cubrían la pared. La estancia, con su suelo de baldosas verdes, parecía un espacio viejo. Contra la cañería descansaba un resquebrajado remo de madera, abandonado y alabeado, y un fino río de líquido reumático discurría en silencio allí donde la pared se unía al suelo, con pequeñas motas de moho tenazmente adheridas a su superficie. A pesar del empeño diario que Kuntal ponía en su limpieza, el baño no parecía terminar nunca de estar limpio del todo y jamás resplandecía como el resto del bungaló, como si ningún detergente fuera capaz de limpiar su degradación interna ni el peso de lo que habían visto sus ojos muchos años atrás.
Pinky cogió del salón una pequeña silla labrada a mano y la utilizó para sujetar la puerta abierta.
—Lamento que murieras —dijo, adentrándose vacilante en el baño. Pensó entonces en la foto. El hecho de haber podido ver a la pequeña había ayudado a añadir cierta corporeidad a la intangible presencia del fantasma, volviéndolo hasta cierto punto más real y humano.
—Sé cómo eres —dijo, acercándose un poco más al cubo—. Gulu dice que los fantasmas regresan para rectificar las cosas.
Se volvió de espaldas. La puerta seguía tranquilizadoramente abierta.
—O para advertir a otros —prosiguió—. ¿Es tía Savita? ¿Es ella la que te obliga a hacer esto?
Miró entonces dentro del cubo sin tocarlo.
Nada. Estaba totalmente vacío.
—¿Por qué solo yo? —susurró.
Sin previo aviso, algo le metió la cabeza en el cubo.
Empezó a llenarse de agua.
Pinky forcejeó, incapaz de levantar la cabeza, y notó que se le helaba el aliento. El agua fue acercándosele más y más a la nariz. Pateó, girando la cabeza a un lado y a otro, jadeante. Presa del horror, recordó que no había nadie en la casa que pudiera ayudarla, nadie salvo el cocinero dormido.
—¡Cocinero Kanj! —gritó.
El susurro de las borboteantes y siseantes cañerías fue la única respuesta.
Empezó instintivamente a recitar el mantra Mrityunjaya, la plegaria dadora de vida que Maji le había enseñado, al tiempo que le decía: «Es lo bastante poderosa para vencer a la Muerte».
—Om Tryambakam Yajaamahe... —Pinky tosió cuando el agua empezó a llenarle la nariz.
El cubo empezó a agitarse adelante y atrás. Pinky lo empujó con los brazos.
—Sugandhim Pushti Vardhanam.
De pronto el cubo volcó y se estrelló contra el suelo al tiempo que el agua manaba de él como un río.
Pinky corrió hacia la puerta abierta, y cruzó el salón, buscando refugio bajo las mantas de la cama de Maji. Y allí se quedó, tiritando, hasta que oyó el bendito rugido del motor del Mercedes franqueando la puerta de entrada al bungaló.
El letargo se adueñó de los miembros de los recién llegados habitantes del bungaló al subir los escalones de la galería. El almuerzo de compromiso había sido todo un éxito. Todos habían dado su aprobación al vínculo nupcial entre Sunny, la hermana de Savita, y su prometido. Hasta Jaginder había mostrado simpatía hacia su inminente cuñado y estaba de un buen humor poco frecuente en él. Agotada tras una tarde de intensa actividad social y de un no menos intenso calor, la familia Mittal gravitó agradecida hacia la mesa del comedor donde el cocinero Kanj, fresco después de su larga siesta, había servido una cena ligera a base de arroz y de dal.
El cocinero regresó con una bandeja llena de papads calientes, galletas de agua especiadas a base de urad y de lentejas moong, pimienta negra y asafétida, tostadas directamente sobre una llama antes de servirse. Las papads de Lijjat Company, elaboradas por un puñado de mujeres en las barriadas más pobres de Bombay, eran uno de los pocos productos que el cocinero Kanj compraba en vez de elaborarlas él mismo, admitiendo a regañadientes que el sabor era mejor que el de las suyas.
—Baap re! Bahut garmi hai! ¡Dios, este calor es sofocante! —exclamó Savita después de comer, poniendo los ventiladores de techo a su máxima potencia.
Pinky entró despacio al comedor y se sentó sin decir nada.
Tufan aleteó con los brazos en un inútil intento por ventilar sus sobacos, pues hacía ya un buen rato que el talco se había convertido en una pasta pringosa.
—Los cucos aún no han completado el vuelo desde África —informó Nimish, leyendo con atención el periódico—. Cuando por fin lleguen, los monzones no tardarán.
—Enciende la radio —ordenó Jaginder—. A ver qué dice el hombre del tiempo.
—Pinky, beti, ¿has podido dormir? —preguntó Maji, escuchando cómo las canciones de amor de Lata Mangeshkar eran reemplazadas por un informe meteorológico igualmente evocador.
Pinky asintió con la cabeza.
Tufan miró a Pinky, aunque se abstuvo de dirigir ningún comentario desagradable. Había pasado la mayor parte de la tarde dando muestras de su mejor comportamiento con su hurta excesivamente almidonado y que no dejaba de picarle. El esfuerzo le había pasado factura. Lo único que quería era desvestirse y meterse en la cama.
—Bien —dijo Maji, reparando preocupada en la palidez del rostro de Pinky—. En ese caso, ayuda al cocinero Kanj a traer el té.
Pinky fue a la cocina, donde una cacerola llena de leche había empezado a hervir ya en el fogón de hierro negro, repartiendo por la estancia un aroma de jengibre fresco. Cogió la caja de té Brooke Bond Red Label, echando una mirada a los cuatro atractivos miembros de la familia que aparecían retratados en la tapa —madre, padre, hermano y hermana—, congelados para siempre en un momento de felicidad con sus blancas tazas de té humeante. Tocó la imagen de la madre y se acordó de la antigua historia de Savitri, cuyo amor por Satvayan, su esposo, era tan inmenso que logró rescatarle del inmutable abrazo de la muerte. «El amor no basta», decidió.
El cocinero Kanj agitó las hojas negras, vertiéndolas en la leche hirviendo y añadiendo después cardamomo molido, clavos de olor, una pizca de canela y una buena cucharada de azúcar antes de revolverla. Pasó luego varias veces el líquido de una cacerola a otra, dejando un metro de distancia entre ambas, hasta que el té de color caramelo se cubrió de espuma antes de servirlo en pequeños vasos de cristal que dispuso a continuación en una bandeja.
Siete manos se estiraron para coger cada uno de los vasos. Cuando el líquido caliente se deslizaba ya por sus gargantas, los miembros de la familia se relajaron en sus sillas, dejando escapar sonoros suspiros. Nimish se llevó el vaso a su cuarto, mascullando entre dientes por encima del hombro que tenía que volver al trabajo.
—Ya pasó, chalo —dijo Jaginder, desabrochándose la camisa y rascándose enérgicamente la densa mata de pelo que asomó por debajo.
—¿Entonces te ha gustado el prometido de Sunny? —preguntó cautelosa Savita.
—Sí —respondió Jaginder, animado por el té—. Será una gran ayuda contar con un abogado en la familia. Además, es un tipo condenadamente listo.
—A mí me ha parecido aburrido —añadió Tufan, enfadado por haber desperdiciado así la tarde.
Savita le lanzó una mirada desdeñosa.
—Márchate antes de que te dé una bofetada.
Tufan se metió un puñado de semillas tostadas de hinojo en la boca antes de desaparecer, visiblemente agradecido.
—Y lo que es más importante: es un chico de buena familia —dijo Maji antes de vaciar su vaso y de dirigirse a su habitación con la ayuda de Kuntal—. No tardes, Pinky. Te daré un masaje en la cabeza antes de acostarte.
—Voy, Maji.
Jaginder soltó un sonoro eructo seguido de una ventosidad igualmente impresionante.
—Chalo, me parece que todos deberíamos retirarnos temprano.
Savita y él se levantaron de la mesa. El cocinero Kanj salió de la cocina y empezó a recoger los platos.
—¿Qué has estado haciendo mientras no estábamos? —preguntó Dheer. Llevaba el kurta de color crema salpicado de manchas verdosas. A diferencia del resto de los hombres de la familia Mittal, le encantaba asistir a eventos sociales, pues encontraba allí un excitante surtido de platos, sobre todo fritos —pakoras, sarnosas y aloo tikkis—, que podía bañar en salsa de mango y menta y comer hasta hartarse. No veía la hora de describir a Pinky el interminable menú del almuerzo que, como de costumbre, había probado y memorizado con admirable maestría.
—Dormir, ¿qué otra cosa se te ocurre? —dijo Pinky encogiéndose exageradamente de hombros. Luego, volviéndose de espaldas para asegurarse de que nadie la oyera, dejó de fingir y las lágrimas le velaron los ojos—. Necesito tu ayuda, kemosabe.
—¿Mi ayuda? —preguntó Dheer, metiéndose un puñado de caramelos en la boca.
—Ven —dijo Pinky, tirándole del brazo—. Ven conmigo.
—¿Ahí dentro? —Dheer escudriñó desconfiadamente el cuarto de baño al tiempo que sus pupilas se movían violentamente de un lado a otro, sabiendo como sabía que podían meterse en un grave problema si les pillaban juntos detrás de una puerta cerrada. De pronto, asaltado por una inquietante idea, sintió que involuntariamente se le cerraba la tripa. «Oh, Dios mío, ¿qué será lo que quiere mostrarme?»—. Ah, tú..., ah, bueno —tartamudeó, evitando cautelosamente mirar directamente la blusa de Pinky, aunque no sin dejar por ello de reparar en sus delicadas curvas—. No creo que sea buena idea.
—¡No soporto esto ni un segundo más! —Pinky se echó a llorar en silencio.
Una oscura capa de rojo tiñó el rostro de Dheer, que apoyó la espalda contra la puerta y empezó a sudar profusamente.
—De acuerdo —dijo, conciliador—. No hace falta que chilles.
—No quiero ser la única —dijo Pinky—. Quiero que tú también lo veas.
Convencido de que no se trataba de una nueva clase de barra de chocolate, Dheer negó con la cabeza y descorrió el pestillo de la puerta con un movimiento frenético.
—Por favor —Pinky señaló al cubo—. Solo una vez, mira dentro una sola vez y entonces entenderás.
Al oír las palabras «mira dentro», Dheer se echó a toser y una pequeña nube de trocitos de caramelo de vivos colores salió volando de su boca, decorando la blusa de la niña.
Pinky le dio un pequeño empujón en la espalda.
Hasta Dheer llegó entonces el olor del aceite de coco del cabello de la pequeña, el talco de su cuello y el especiado aroma del clavo de olor que aderezaba su piel. Se sintió desfallecer.
Pero en ese momento, de forma totalmente inesperada, un nuevo olor le abrumó por completo y abrió los ojos como platos.
—¡Fenogreco!
—¿La especia? —Pinky olisqueó el aire, pero no logró distinguirla en él.
—Odio ese olor —confesó Dheer, agradecido ante la distracción.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros, debatiéndose contra la repentina tensión que le abotargó la garganta. Fue presa de un vago recuerdo de cuando era apenas un bebé y jugaba feliz junto a su madre sobre el edredón de Jaipur de Savita. Volvió a verla con el vaso de cristal lleno de un líquido amarillento en la mano, un té de semillas hervidas de fenogreco, y se acordó de cómo había arrojado el vaso, quemándose la mano. Durante semanas la piel de la mano siguió impregnada de la acre amargura de las semillas.
—Leche hirviendo —dijo—. Ahora huelo a leche hirviendo. Y a azúcar.
—Puede que sea el té de la cocina.
—Y ahora a almendras.
—Serán imaginaciones tuyas.
—¿Mías? —Dheer la miró, abrió la puerta y salió con los ojos velados por las lágrimas—. No me hagas esto, por favor. No está bien.
—¿De qué estás hablando? —le gritó ella desde el baño, pero Dheer se había refugiado ya en su cuarto.
«Estoy totalmente sola», pensó Pinky desesperada y de pie en mitad del pasillo. «Sola del todo.»
ELEMENTOS DE MUERTE
Pinky soñó que se ahogaba. Sintió que la hundían en el agua, cada vez más al fondo hasta que sus pulmones empezaban a estallar. Su única salida era hundir aún más la cabeza y dejar de agitarse en las profundidades, confiando en que no moriría. Sin embargo, cada vez que le sobrevenía el temor volvía a forcejear. Y de nuevo se despertaba, sobresaltada, justo en el instante en que estaba a punto de morir.
Pinky, con suma cautela, salió a hurtadillas del bungaló, pasó por delante del garaje donde dormía Gulu y se adentró en la oscuridad del jardín. Casi de inmediato una pared de aire denso y premonzónico la golpeó por la espalda. El pelo se le pegó a la cara y al cuello allí donde el sudor se acumulaba como el pegamento. Unos nubarrones amenazadores ocultaban ya la luna por completo y un ocasional relámpago lanzaba destellos de luz, saturando el cielo de electricidad. El trueno rugió terrorífico.
Pinky sabía que la inminente tormenta podía desatar su furia en cualquier momento. Se secó la humedad de la cara. El sudor brotaba de cada pliegue de su cuerpo, empapándole el pijama. Unos mosquitos inmensos y sedientos de sangre revoloteaban delante de su rostro, ajenos a sus manotazos. El espeso follaje sumía al jardín en la más profunda oscuridad. Aunque los espinosos setos se le enganchaban a la espalda, la caracoleante hiedra le rozaba la cara y las sombras se cernían frente a ella, siguió adelante al tiempo que la espesura del jardín se cerraba a su alrededor. Avanzó a tientas, un paso tras otro, en dirección a la abertura del muro.
Esperó allí, acurrucada entre aquella sofocante espesura. El rayo desgarró el cielo y en ese instante vio a Lovely sentada bajo el tamarindo.
Pinky sabía la razón por la que Lovely acudía allí al caer la noche: para alejarse de su hermano Harshal, que, bajo el pretexto de protegerla de influencias corruptas, le prohibía ir a casa de sus amigas, ver películas e incluso escuchar la radio. Los días de diario llamaba a casa desde el trabajo para asegurarse de que Lovely había vuelto directamente de sus clases en la Universidad Femenina del SNDT. Vimla estaba demasiado atemorizada para atreverse a interceder por su hija. E Himani, la esposa de Harshal, estaba demasiado ocupada en proteger sus propios intereses. Y así Lovely pasaba sus días, sufriendo pacientemente y sujeta a la implacable autoridad de su hermano.
Era Harshal y no la inocente madre de Lovely quien elegiría al esposo adecuado para ella, un hombre de carácter débil al que pudiera controlar con su dinero. Y cuando llegara el momento, Lovely tendría que estar preparada para hacer algo drástico. Por eso se escapaba al tamarindo durante la noche: para reforzar su determinación y atreverse a soñar con otra vida.
—¡Lovely didi! —gritó Pinky, corriendo hacia ella.
El restallido de un trueno ahogó la voz de la pequeña, seguido por un grave silencio. Un momento después, los grillos empezaron a cantar y los insectos zumbaron entre el crujido de las hojas.
—Didi?
—¿Quién anda ahí? —preguntó la voz aterrada de Lovely.
—Soy yo, Pinky.
—¿Qué estás haciendo aquí, Pinky?
—Tenía que hablar contigo, pero lejos del bungaló —respondió al tiempo que seguía adentrándose en la negra oscuridad. Sintió un hormigueo en los dedos. Siguió prendida de la voz de Lovely como si la voz en sí bastara para protegerla. Un ejército de pelos, finos y diminutos, se erizaron al unísono a lo largo de su brazo.
Otro rayo destelló en el cielo y las dos muchachas corrieron a encontrarse.
—¿Estás bien? —preguntó Lovely, estrechando a Pinky contra su pecho—. ¿Ha ocurrido algo?
Pinky se echó a llorar, aspirando la dulce fragancia de la piel de Lovely, de su ropa y de su cabello.
—Sé lo del bebé, didi. Sé que murió. ¡Murió en el cubo de cobre de nuestro cuarto de baño!
Lovely se tensó. Un profundo dolor le embargó el pecho.
—Oh, Pinky...
—¿Qué pasó ese día, didi? ¿Cómo pasó?
Lovely se sentó en el suelo y tiró de Pinky hacia ella, tomándole las manos.
—Enviaron a la ayah a un recado y cuando volvió encontró al bebé ahogado. Todo ocurrió muy deprisa.
—¿Y entonces qué?
—Despidieron a la ayah. Enseguida llamaron a Panditji para que hiciera un puja de purificación. Mamá nos llevó a verlo a Harshal y a mí. Llevó comida a tu casa mientras el cocinero Kanj trasladaba todos los útiles de cocinar a nuestra cocina.
Aunque cuando ocurrió aquello solo tenía cuatro años, se acordaba de que Savita se había arrojado al suelo junto al bebé, aullando desconsoladamente. Lovely y Harshal se habían sentado en un sofá del salón con los aterrados gemelos en brazos, viendo en silencio cómo Parvati arrojaba el colchón, la ropa y las escasas posesiones personales de la ayah fuera del bungaló presa de una enfermiza suerte de placer. Luego había encendido una hoguera en el camino de acceso a la casa y había quemado todo lo que era mínimamente inflamable. Jaginder se había agachado junto a Savita, suplicándole que dejara de llorar.
—Maji se encargó de todo. Estaba muy pálida y le temblaba la mano cuando marcaba los números en el teléfono. Pero se ocupó de disponerlo todo.
Pinky intentó imaginar la desoladora escena. Rugió de nuevo un trueno, y otra vez, más cerca. Empezó a tiritar, luchando contra el impulso de echarse al suelo. Una ráfaga de viento agitó las hojas y los árboles tiritaron al unísono.
—No recuerdo cuánto tiempo estuve allí sentada...
Lovely guardó silencio.
«Se lo diré —le había susurrado a su hermano mientras seguían allí sentados los dos, con los inquietos gemelos sobre las rodillas—. Les diré lo que has hecho esta mañana».
Harshal se había reído. «¿Y crees que papá te creerá a ti y no a mí? ¡Te azotará por mentirosa! Y mamá llorará y luego le pegará a ella. Y todo por tu culpa.» Lovely sabía que tenía razón.
—... pero, horas después, Maji, el tío, la tía y Panditji metieron al bebé en el coche y se marcharon. Eso es todo. Mamá dice que desde entonces Maji nunca ha sido la misma. Deseaba con locura tener una nieta. Dejó de tener vida social y todo, excepto con mamá.
—Es todo demasiado terrible.
—No sé qué decirte —dijo Lovely hablando muy despacio—. Se ahogó, es verdad. Pero al menos es libre.
Nimish se agachó en la abertura del muro y se detuvo a observar cómo un destello de luz iluminaba a Lovely y a Pinky, fuertemente abrazadas bajo el tamarindo. No pudo evitar una punzada de celos. De haber sido una chica, qué fácil le habría sido hablar con Lovely, tomar su mano, acostarse a su lado y mirar juntas al cielo.
Cuando eran mucho más jóvenes —apenas unos niños— a menudo jugaban juntos en el jardín y él le leía pasajes enteros de los libros que encontraba en la biblioteca del bungaló.
—«En lugares insalubres un hombre debería masticar ruibarbo» —había leído en una ocasión con su voz más autoritaria del Nabobs, un estudio sobre las costumbres de los colonos británicos en la India—, «y taparse la nariz con un trapo mojado en vinagre».
—«Y vomitar al primer indicio de haber cogido frío» —había añadido Lovely, quitándole el libro. Habían caído entonces al suelo, abrazándose y riéndose de su estupidez.
Fue Vimla la que les había encontrado así. No tardó en prohibirles que siguieran jugando juntos.
A medida que Nimish entraba en la edad adulta empezó a expresar la adoración que sentía hacia Lovely a partir de esos mismos libros, estudiándolos con atención en busca de una línea o de una frase cargada de significado que pudiera leer en alto cuando Lovely acudía de visita al bungaló. Era su manera de profesarle su amor en secreto.
Pinky no pudo disimular su asombro.
—¿Cómo puedes hablar así, didi?
Lovely dejó escapar una extraña risa ahogada y le dio un apretón en el brazo.
—Ya no hay nada que podamos hacer, Pinky. Pasó hace mucho tiempo.
—Pero... —Pinky rodeó con sus brazos. No podía arriesgarse a contarle a Lovely lo que ocurría en el cuarto de baño ni tampoco podía arriesgarse a ser blanco de su incredulidad—. Pero ¿cómo morimos? ¿Qué pasa después?
—Cuando murió papá, estaba vivo y, de pronto, apenas un instante después, había muerto —respondió Lovely—. Mi amiga Bodhi, que es budista, vino a consolarme. Se sentó conmigo y me dijo que el cuerpo muere pasando por ocho niveles distintos: de la tierra al agua, del agua al fuego, del fuego al viento, del viento al espacio, y después destellos de luz en los últimos cuatro niveles.
—¿Destellos de luz?
Lovely asintió con la cabeza.
—En el quinto nivel, los pensamientos se diluyen en un destello de luz plateada que desciende desde la mente al corazón. Luego, una fulgurante gota de rocío sube desde la base de la columna al corazón.
En el séptimo nivel, el de la cuasi consecución, se mezclan en un estallido de negrura. Y es entonces cuando aparece la luz blanca que nos guía hacia el auténtico amanecer de la muerte.
Pinky sintió una oleada de náuseas en el pecho. Se levantó de golpe. El aire estaba tan cargado de electricidad, provocada por las tormentas que se arracimaban en el cielo, que le costaba respirar.
—¿Estás bien?
—Tengo que irme —se limitó a responder Pinky.
Había visto esa intensa luz, esos destellos de color. Los había visto exactamente tal y como Lovely acababa de describirlos.
Aunque a la inversa.
Corrió a ciegas.
Aunque no recordaba con exactitud dónde estaba la pequeña abertura del muro divisorio, corría con los brazos tendidos delante de ella, aplastando la hierba con los pies descalzos. Corrió directamente hacia la abertura y, justo en el momento en que el rayo iluminaba el cielo, se topó directamente con Nimish, y en esa décima de segundo tan solo pudo ver la expresión de horror de su primo. Cayeron de espaldas, ella encima de él. Un atronador rugido sofocó sus gritos. Los brazos de ambos se enredaron entre las hiedras al tiempo que las afiladas hojas les cortaban la piel y sentían el pinchazo de los espinos en la carne. Nimish la empujó, intentando separarla de él, pero la abertura era tan estrecha y tan pequeña que había muy poco espacio para maniobrar. Pinky sintió la piel sudorosa de Nimish pegada a la humedad que impregnaba la fina tela de su pijama y el peso de sus piernas entrelazadas con las de ella. La dulce fragancia del flox violeta embriagaba el aire.
—¡Pinky! —susurró él alarmado—. ¡Deja de forcejear!
Se separó por fin de ella y buscó a tientas sus lentes, que habían salido despedidos a causa del choque.
Pinky se sentó con el corazón latiéndole enloquecidamente en el pecho.
—¡Hay un fantasma! —soltó.
—¡Qué! ¿Qué? —Nimish la cogió con fuerza de los brazos, entre profundos y acelerados jadeos—. ¿De qué estás hablando? ¿Acaso te has vuelto loca?
Pinky se echó a llorar.
—Pinky, por favor... —dijo Nimish, suavizando la voz al tiempo que se apartaba un poco de ella.
Siguieron sentados en silencio, escuchando el canto de los grillos y el rugido que peinaba el cielo.
—Nimish bhaiya —susurró Pinky minutos después—, ¿cómo hablas con alguien cuando tienes miedo?
Él suspiró. Su corazón doliente voló en la oscuridad hasta el tamarindo, donde Lovely estaba sentada sola.
—Cuéntale una historia. Debes empezar contándole una historia.
EL FANTASMA
Pinky entró despacio en la cocina en busca del cocinero Kanj en cuanto el amanecer vistió de luz la mañana. La antigua cocina y el antiguo fregadero del bungaló habían sido desmantelados y convertidos en una habitación mayor y más luminosa, dotada de modernos electrodomésticos que incluían una cocina de gas y una nevera Electrolux. En las estanterías brillaban las ollas y las sartenes de acero inoxidable y del techo colgaba un cubo de bronce que se utilizaba para alejar a las hormigas de la fruta fresca. Las tres ventanas, dos de las cuales daban al camino privado de acceso a la casa y la tercera al jardín trasero, estaban cubiertas de estores que difuminaban los cegadores rayos del sol de la tarde.
En un thali de acero se amontonaba un puñado de okras verdes cuyas puntas ya habían sido convenientemente cortadas durante la inspección de la que habían sido objeto en el Crawford Market. Una bandeja de pepinos perfectamente laminados, y cuya rodaja superior habían frotado contra las demás para despojarlas de cualquier resto de sabor amargo, esperaba su aliño de pimienta y sal de roca. Las cebollas, el ajo y el jengibre formaban tres picantes montones claramente separados, recién cortados y rallados. Una sartén con aceite hervía a fuego lento en el fogón al tiempo que las negras semillas de mostaza saltaban desde el borde en marcados staccatos. La cúrcuma y el pimiento rojo en polvo manchaban la encimera en aterciopeladas mantas de amarillo, naranja y rojo. El cocinero Kanj en persona estaba de cuclillas en el suelo con un thali de lentejas rosas que desgranaba moviendo enérgicamente los dedos, apartando piedrecillas y pequeñas ramas y otros contaminantes que inspeccionaba con sumo cuidado antes de descartarlos y dejarlos en un montón en el suelo.
Pinky le observó atentamente, aterrada al pensar en el día en que debería aprender los rudimentos del arte de la cocina.
—La cocina es esencial para el matrimonio —le había insistido siempre Maji a pesar de que jamás había puesto un pie en ella desde hacía dos décadas.
Y para demostrar que tenía razón, había llevado a rastras a Pinky hasta allí para asistir con ella a una exhibición en el arte de la fritura que rápidamente había terminado en desastre.
—No hay de qué preocuparse —le había dicho después Maji mientras se cambiaba el sari salpicado de manchas de aceite—. Ve a ver al cocinero Kanj. Ya te enseñaré a preparar sarnosas más adelante.
Aprender del cocinero Kanj era sin duda un desafío, y no solo porque él no siguiera ninguna regla ni respetara ninguna receta, sino porque se negaba en redondo a enseñar. Agitando las manos en el aire y acompañando sus movimientos con algún que otro gruñido, Kanj se limitaba a transformar el montón de vegetales y de especias que tenía en la encimera en un suculento banquete, y todo ello sin ofrecer una sola instrucción que Pinky pudiera aprovechar. Aun así, al cocinero Kanj le complacía tenerla como público, imaginándose en una gran cocina, blandiendo el cuchillo con grandes sacudidas y aderezando los platos con las diferentes especias con todo su teatro y talento mientras sus subordinados le observaban maravillados.
En sus años de juventud, el cocinero Kanj había soñado con trabajar algún día en alguno de los restaurantes más lujosos de la ciudad como el Bombelli's, situado en la carretera que unía la estación de Churchgate y Marine Drive, o el Napoli's, con su moderna máquina de música, pero la vida en el bungaló de Maji le había resultado lo suficientemente cómoda como para haber dejado para el futuro sus planes incumplidos. Luego, tras la llegada de Parvati en 1943, había renunciado a dejar la casa y había decidido abandonarse a las veleidades de la vida de casado. Sin embargo, y aunque los Mittal se llenaban debidamente el estómago durante las comidas, añadiendo después apreciativos sonidos, Kanj sentía que su talento estaba desaprovechado y el resentimiento le había convertido en un hombre amargo como la calabaza dura y abollada que a veces rellenaba con pimientos y sumergía con exquisito celo en la sartén.
—¿Cocinero Kanj?
Kanj soltó un gruñido y vertió las lentejas rosas en un cuenco que agitó enérgicamente bajo un chorro de agua fría.
—¿Cuándo mezclas la leche, las almendras, el azúcar moreno y el fenogreco? —preguntó Pinky, enumerando los ingredientes que Dheer había olido en el aire del cuarto de baño.
Al cocinero Kanj no le gustaba que le preguntaran por su cocina y mostró su fastidio arrojando sin miramientos en el burbujeante aceite hirviendo un puñado de cebollas que chisporrotearon en señal de protesta. Luego, subió el fuego de la sartén antes de añadir el ajo y el jengibre y remover el contenido con celo.
—Por favor —imploró Pinky.
El cocinero Kanj no sentía el menor interés por nada que no pudiera freír, adobar o cocinar en masala. Aun así, suspiró y, bajando el fuego, dejó que su mente se concentrara en la pregunta de Pinky. Hacía más de trece años que no había mezclado esos ingredientes. Y, aun entonces, lo había hecho solo durante unos pocos días. Volvió a suspirar.
—Cereal.
—¿Cereal?
—Sí. Cereal de leche. Lo preparé para tu tía Savita cuando nacieron los pequeños.
Cuando la pequeña había muerto ahogada, Kanj había cerrado su cocina tal y como dictaba la tradición, después de haber preparado únicamente el cereal y el halva para el puja. Había retirado las ollas y las sartenes y había vaciado la nevera y también la despensa. Había trasladado a casa de los vecinos, los Lawate, las ollas de leche, las cestas llenas de un majestuoso brinjal violeta, las bandejas de almendras crudas acurrucadas en el interior de su suculenta y verde piel, y la totalidad de sus utensilios de cocina de acero inoxidable Devidayal. Durante los tres días que exigía la tradición, nada podía cocinarse en aquel lugar de duelo. La vecina corrió de inmediato al bungaló con jarras de leche espesada con Ovaltine y con puris frescos bañados en azúcar y almendra molida. Parvati había asumido encantada la tarea de sacar del bungaló todas las pertenencias de la ayah. Kuntal había prendido diyas de barro en todas las habitaciones para iluminar el alma de la pequeña en su camino de regreso a Dios, aunque más para impedir que los espíritus malignos se adueñaran de su cuerpo sin vida. Y el doctor M. M. Iyer había llegado esa misma noche para administrar un tranquilizante a Savita.
El cocinero Kanj volvió a concentrarse en el thali de okra y empezó a rebanar los verdes vegetales con forma de dedo en pequeños círculos. Las jugosas entrañas de las verduras no tardaron en cubrir su cuchillo con una baba amarronada. Aunque Pinky tenía más preguntas en mente, a juzgar por la postura adoptada por el cocinero Kanj, que en ese momento estaba de espaldas a ella, supo que el hombre había dado por concluida la conversación.
Pinky se paseó por la mortecina biblioteca, hundiendo los dedos de los pies en las calvas de la alfombra al tiempo que acariciaba los relieves intrincadamente labrados de los muebles de teca. Pasó las manos por la base amplia de hierro del hookah de múltiples tubos que el óxido había teñido de un tono verde insalubre y se sentó en un sofá que se hundía peligrosamente en el centro y cuya profusa tapicería se había descolorido y desgarrado con el paso de los años. Un busto de mármol blanco de la reina Victoria se erigía abandonado en un rincón del salón. En la deslustrada placa de bronce se leía: «Emperatriz de la India». Las telas de araña se entrelazaban y caracoleaban en la lámpara que colgaba del techo. Las gastadas cortinas apestaban a humo y a una época largamente pasada.
Pinky contempló maravillada el contraste entre aquel salón olvidado y el resto del majestuoso bungaló, meticulosamente conservado hasta en el más diminuto tintero de plata expuesto en el salón principal de la casa. Sus ojos repararon en la decimocuarta edición de la Enciclopedia Británica que Maji había comprado a Nimish hacía unos años en unas rebajas de la biblioteca del US Information Center. Nimish se había sumergido en su lectura con auténtica voracidad, estudiando celosamente los textos en busca de pequeños e importantes detalles que memorizaba con sumo cuidado. Cada pequeña información era como el peldaño de una escalera, y por Dios que pensaba seguir escalando hasta llegar a la mismísima Inglaterra sí podía.
Allí había infinidad de libros que llenaban las estanterías de las paredes hasta el techo, cerniéndose sobre Pinky como si fuera un ser insignificante, la nada misma. Ahí estaban los montones de ejemplares del Diario de la Sociedad Asiática de Bengala y la serie de libros de cubiertas azules, Gobernantes de la India, con volúmenes como el Barón de Mayo (1891) o Lord Clive (1900). Pinky no pudo evitar preguntarse cómo podían esos hombres compararse al gran rey Asoka, cuya Rueda de Dharma adornaba la bandera de la India, o al emperador Akbar, que fomentaba las artes, la literatura y la tolerancia religiosa.
Cerró los ojos, tendió la mano y cogió un libro al azar. Simplemente necesitaba una historia, una historia que la ayudara a hacer entender al fantasma que ella no había ocupado su lugar a propósito, que estaba dispuesta a compartir y que no tenía ninguna culpa de lo ocurrido.
Abrió los ojos y leyó el título: Diario de mi motín en la India, 1860, del corresponsal de guerra William Howard Rusell. Impresa en el interior del volumen había una carta dirigida a él: «India es en este momento un vacío, un vacío que, según me temo, seguirá siéndolo a menos que usted lo llene».
Un vacío.
Pinky entendió al instante que su historia no estaba allí, entre aquellos mohosos libros, sino en su interior.
Era una de las parábolas de Maji que la habían moldeado con su historia de fuerza, determinación y amor eterno.
Pinky se quedó de pie delante del cuarto de baño con el estómago en un puño.
Sabía que tenía que entrar porque nadie la creía.
Oyó a Nimish que, sentado a la mesa del desayuno, leía en voz alta un fragmento de Pasaje a la India, y hasta ella llegó la voz de su primo recorriendo el pasillo:
—«¡Oh, la superstición es terrible, terrible! ¡Es sin duda el mayor defecto de nuestro carácter indio!»
Pinky suspiró y entró.
—Había una vez una princesa —dijo, vacilando antes de cerrar la puerta con pestillo.
«Aún tengo tiempo de huir y ponerme a salvo.»
Inspiró hondo para calmar los desbocados latidos de su corazón y a sus labios afloró el antiguo relato en sánscrito.
—Su nombre era Ratnavali.
Se acercó al cubo.
—Todo el mundo creía que se había ahogado.
Pinky se agachó despacio sobre el cubo y lanzó al interior una mirada recelosa. Lo que vio fue una fina capa de agua clara. Siguió entonces describiendo cómo la princesa había tomado un barco para casarse con su futuro esposo, rey de una tierra lejana, y cómo durante el viaje una violenta tormenta había hundido el barco. Ratnavali fue rescatada y llevada ante la presencia del rey en harapos y convertida en criada. Aunque nadie la reconoció, ella sabía que el rey era su prometido y enseguida se enamoró de él. Un día el rey la vio en el jardín real y quedó prendado de su belleza. Lo dispuso todo para encontrarse con ella clandestinamente, pero su primera mujer, la reina, les descubrió.
—Avergonzada, la princesa decidió quitarse la vida —prosiguió Pinky—. Hizo un nudo corredizo con una trepadora madhavi y se lo ató al cuello.
Una repentina brisa, una larga y tintineante inspiración, barrió la habitación.
Pinky se quedó helada y la historia se borró de su cabeza. Intentó recuperar las palabras, los personajes, cualquier pequeño detalle que la ayudara a recuperarla.
La temperatura descendió repentinamente.
«¡Corre! ¡Corre!», gritó en silencio.
Pero se agarró con fuerza al taburete de madera con las dos manos.
No podía huir otra vez.
—Si hay algo que te asuste, debes enfrentarte a ello —había dicho Maji—. Llevas esa fuerza en tu interior.
Pinky volvió a inspirar hondo y su exhalación se hizo patente en el aire escarchado del cuarto de baño al tiempo que se aferraba a la imagen de la desolada princesa —la mirada baja, el palloo del sari cubriéndole la cabeza, la soga clavándose en la blanda piel—, convencida de que aquel iba a ser su último aliento en el mundo.
—El rey la salvó —dijo, recordando cómo la había rodeado suavemente con el brazo, suplicándole que no le abandonara. La celosa reina, sin embargo, encerró a Ratnavali en una celda que de pronto ardió en llamas. Por tercera vez, Ratnavali creyó que su vida tocaba a su fin, a merced del agua primero, de la tierra después, y por último víctima del fuego. Y entonces, como por obra de magia, el fuego crepitó y fue reconocida como la princesa que era, la princesa ahogada.
El agua empezó a parpadear como una llama agonizante.
Un denso penacho de humo plateado ascendió caracoleando en el aire.
Pinky apretó los dientes para evitar que siguieran castañeteándole.
—El rey por fin tuvo con él a Ratnavali. A su reina. ¡Su reina! —susurró—. Y ella ocupó por fin el lugar que le correspondía.
Pinky guardó silencio.
Sin dejar de temblar, cogió el Iota, lo hundió en el agua y se mojó la cara.
Se secó y parpadeó.
Dos tormentosos ojos clavaban en ella la mirada.
Pinky cayó de espaldas del taburete al tiempo que mil pensamientos le daban vueltas en la cabeza. «Los destellos de luz. Del espacio al viento, del viento al fuego, del fuego al agua...» El fantasma estaba volviendo a la vida.
Como bosquejado por una mano invisible, el fantasma empezó a adquirir la forma de una niña de nariz fina, largas pestañas y una boca dulce y sedosa. La pequeña era diminuta y estaba desnuda salvo por una melena plateada que giraba alrededor de sus traslúcidos brazos como las alas celestiales de un serafín.
Pinky tendió la mano y, con dedos temblorosos, intentó tocar el fantasma vislumbrando levemente a través de su torso las cañerías negras instaladas en la pared contraria. El fantasma simplemente se deslizó entre sus manos y se metió balanceándose en el cubo con diminutos chapoteos, salpicando de agua el aire.
Y empezó a gesticular: «Ven, ven».
Pinky negó con la cabeza, incapaz de hablar. El fantasma era hermoso, plateado y angelical.
«Ven.» La mortecina lámpara colgante handi se balanceó enloquecidamente cuando el fantasma posó sus diminutas manos traslúcidas en el rostro de Pinky al tiempo que sus ojos se velaban como dos nubes de lluvia. Los párpados de Pinky se cerraron y fue presa de una palpitante oleada de frío. Dejó que aquella fuerza tirara de ella, acercándola más al fantasma, sintiendo enseguida un atemporal vínculo con él. «Es mi prima hermana. Mi hermana.» Una extraña suerte de amor le colmó el pecho, ahuyentando cualquier sombra de temor.
Sin darse cuenta, su cabeza colgó sobre el cubo y su cuerpo se vio por completo envuelto en una vaporosa neblina al tiempo que se sumergía cada vez más en el acuoso mundo del fantasma. Despacio, casi imperceptiblemente, cruzaron la frontera de los vivos y de los muertos, deslizándose una en el reino habitado por la otra.
«Fuiste tú quien me llamó.» En el anverso de sus párpados, Pinky vio el destello de imágenes de los breves días de la pequeña que se remontaban a trece años atrás. Las imágenes parpadearon cada vez más deprisa, como una bobina girando alrededor de su eje.
«Los mocos cayeron desde la nariz al labio superior de Tufan en dos pegajosos ríos.»
«Las ajorcas tintineaban al tiempo que Savita se desabrochaba la blusa, apremiando sus pechos secos.»
«La buganvilla destellaba en la ventana, prendida en el ardiente chorro del sol.»
Pinky contuvo el aliento, temerosa de perderse algo. Entonces, como si la bobina estuviera llegando a su final, las imágenes empezaron a perder velocidad y nitidez, como un carrete empapado de cinta grabadora. Las imágenes en blanco y negro tropezaban sobre los párpados de Pinky, desdibujándose y fundiéndose, ya no al azar sino convertidas en los meros vestigios de una historia.
«Las cañerías rodeaban la estancia embaldosada.» «El agua incolora caía desde el grifo a un opaco cubo metálico.»
«Apareció el rostro de una joven con un pequeño lunar en la mejilla y el reluciente bordado del alegre palloo del sari lanzando destellos como si fuera un fuego artificial.»
«Su boca se movía al ritmo de los acordes de una canción.» «El agua caía desde el Iota como un refulgente arroyo.» «De pronto, la cara de la mujer se volvió de nuevo hacia la puerta del cuarto de baño como si una voz así se lo hubiera ordenado, desapareciendo momentáneamente de la vista.»
«Y entonces....» Pinky abrió los ojos, consciente al instante de que tenía la cabeza totalmente sumergida en el cubo. Forcejeó violentamente, tragando abundantes sorbos de agua y sintiendo que tenía los pulmones a punto de estallar mientras un ensordecedor ruido metálico lo llenaba todo a su alrededor. Y fue entonces, en el momento en que estaba a punto de perder el conocimiento, cuando la presión cedió y la pequeña cayó de espaldas, vomitando primero e intentando tomar aire después.
En cuanto estuvo sana y salva en su habitación, se acurrucó sobre sí misma y lloró sin poder apartar de su visión la última imagen del fantasma.
«Una mano sin dueño apareció de la nada, presionándola más y más y hundiéndola en la espesa agua transparente.»
UNA VISIÓN CEGADORA
Maji no podía seguir haciendo oídos sordos al reciente comportamiento de Pinky.
Del mismo modo que el cocinero Kanj seleccionaba las brinjal violetas más frescas de los sacos de yute de Crawford Market antes de sazonarlas con cebollas, tomates y especias, así Maji convocó a los habitantes de la casa para recolectar, cortar y sazonar la preocupante información que cada uno de ellos pudiera aportar sobre la aflicción de su nieta.
—Se pasa la noche despierta en vez de dormir —no dudó en intervenir Savita.
—No tardará en llegarle el período —informó Parvati.
—No muestra el menor interés por aprender a cocinar —dijo el cocinero Kanj visiblemente irritado.
—No aprende nada conveniente en el colegio de las hermanas —comentó Gulu.
—Está sobresaturada de tareas para el año que viene —sugirió Nimish.
—Necesita gafas —opinó Kuntal.
—Está siempre enferma —comentó Savita antes de lanzar un discreto gesto al cocinero Kanj para que añadiera un puñado de pistachos molidos a su bebida.
Dheer se limitó a encogerse de hombros, incapaz de disimular el avergonzado sonrojo que le teñía las mejillas.
Tufan se había quedado de pie en silencio, disfrutando del juego que consistía en encontrar defectos a su prima.
Con todas las miradas sobre ella, Maji se recostó sobre los cojines que cubrían su asiento y se abanicó con un viejo ejemplar de Filmindia.
«Quizá no haya puesto todo lo que debería haber puesto de mi parte», pensaba. «Quizá no he sabido ser para Pinky una madre y un padre a la vez.» Apoyó la espalda contra el dosel e inspeccionó un puñado de supari que había cogido del recipiente de plata que estaba encima de la mesa junto a ella. Los copos amarillentos de coco nadaban en un mar de semillas tostadas de hinojo, dulces de color blanco y rosa y diminutas bolas rojas de azúcar. Con sumo cuidado seleccionó los oscuros trozos triangulares de nueces de areca y masticó metódicamente su amargura con los molares mientras reflexionaba sobre la decisión que la había llevado a alejar a Pinky de su padre aquel aciago día. Había hecho lo correcto, ¿o no era así?
Había pasado por encima de la otra abuela de Pinky sin tan siquiera un namaste, irrumpiendo en el pequeño y decadente piso ubicado en el desolado asentamiento de refugiados hindúes. Las paredes del apartamento estaban desnudas salvo por los retorcidos cables negros que emergían de las circulares tomas eléctricas. Un aprisionado ventilador asomaba desde detrás de unas barras metálicas. Junto a un maltrecho cochecito de latón colocado en un estante al lado de la mesa destinada al puja, Maji había visto una lata ovalada de polvos de talco Yardley.
Yardley. ¿Era acaso el mismo talco que Maji había metido en la bolsa que Yamuna había preparado a toda prisa el día que se había marchado de Bombay convertida en recién casada? Había clavado la mirada en aquel objeto inanimado que su hija había tocado en su día con los dedos y con el que se había procurado placer espolvoreando su contenido sobre su piel. Se le había ocurrido de pronto que era muy injusto que siguiera todavía allí, en el estante, mientras su hija, su amada hija, había muerto.
El padre de Pinky había entrado a la habitación con los ojos enrojecidos y rodeados de negros círculos, y había caído sollozando a los pies de Maji, suplicándole su perdón.
«¿Es este el mismo muchacho al que di caramelos con mi propia mano el día de su boda?», se había preguntado Maji, reconociéndole apenas.
Y entonces había oído hipar a Pinky en la habitación contigua. El corazón se le había parado en el pecho al oír aquel pequeño sollozo. Durante un fugaz instante, Maji había sentido la presencia de su hija. Había sabido entonces que Pinky le pertenecía, que lucharía por ella y que vencería.
Y es que llevarse a la niña no había sido por su parte un acto del todo egoísta, sino el único medio del que disponía para lograr emerger de la oscuridad en la que estaba sumida: dos muertes en dos meses, una hija y una nieta. Pinky se parecía inquietantemente a Yamuna, y eso, en sí mismo, supuso para Maji un gran consuelo. La pequeña había sido un regalo de Dios, un modo de corregir los errores del pasado.
Maji suspiró y arrojó la revista al suelo, recuperando al instante la atención de la familia. La perezosa acumulación de las nubes del monzón sobre la costa le había inflamado las articulaciones, que por otro lado le dolían más de lo habitual. El fantasma, como bien había argumentado el doctor Iyer, podía tan solo ser la compañera de juegos imaginaria de Pinky en una casa llena de chicos. «Los niños sufren cierta inclinación a esa suerte de juegos fantasiosos», había añadido el médico de la familia.
Aun así, Pinky tenía que alejarse del bungaló y Maji lo sabía.
—Voy a llevarme a Pinky a Mahabaleshwar —anunció en voz alta.
Mahabaleshwar había sido la capital estival del Raj británico en Bombay desde 1828, cuando fue fundada por el gobernador John Malcolm como balneario y centro de recreo europeo. Como ocurría con la mayoría de los balnearios situados en las colinas, el de Mahabaleshwar era famoso por sus propiedades curativas, su belleza natural y la refrescante naturaleza del aire que en él se respiraba. A finales del verano, justo antes de la llegada de los monzones, la planicie estaba rodeada de una densa niebla muy rica en oxígeno. Hasta el agua de Mahabaleshwar era famosa por aumentar los índices de hemoglobina en la sangre.
—¡A Mahabaleshwar! —dijo Savita con los ojos brillantes—. ¡Fui a remar allí una vez al lago Venna!
—Estará todo cerrado por los monzones —dijo Nimish—. No encontraréis ningún sitio donde poder hospedaros.
—Ya me ocuparé yo de eso —fue la respuesta de Maji—. Si nos vamos esta noche, llegaremos antes de que empiecen las lluvias.
—¡Yo quiero ver el Fuerte Pratapgad! ¡Es allí donde Shivaji le arrancó las entrañas a Afzal Khan con sus garras de acero y le mató! —gritó Tufan, representando de nuevo el acontecimiento en cuestión transformando su mano en una garra que clavó en las rechonchas carnes de Dheer.
—¡Ah, las fresas! —gritó Savita, abofeteando a Tufan en la cabeza—. ¡Lo que daría yo por una fresa de Mahabaleshwar!
—Y qué decir de los chikki de sésamo —añadió Dheer.
—Me llevo a Pinky —dijo Maji con firmeza—. Solo a Pinky esta vez.
—No es justo, ¡siempre haces cosas por ella! —gimoteó Tufan.
—Solo a Pinky —resopló Savita, saliendo del salón hecha una furia y con el corazón preso una vez más de aquella corrosiva dureza—. Solo a Pinky, como siempre.
Maji avanzaba muy despacio hacia el andén de Victoria Terminus, apoyándose dolorosamente sobre el bastón y casi arrastrando los pies. La estación, construida durante el reinado imperial de la reina Victoria de Inglaterra, se elevaba en el aire como una imponente catedral. Su majestuosa piedra labrada y las vidrieras que cubrían el exterior del edificio se abrían no a silenciosos altares ni a dioses lentamente crucificados, sino al ensordecedor rugido de la humanidad sumida en la prisa.
El inmenso interior de la estación bullía con la algarabía de cientos de miles de personas que iban y venían, salpicada por el traqueteo de los trenes. Pinky caminaba al lado de su abuela, estrechándole con fuerza la mano al tiempo que ambas se abrían paso entre el laberinto de escaleras y andenes, sorteando a los porteadores con las maletas sobre las cabezas envueltas en turbantes y pasando entre los mendigos de ojos vacuos que alzaban y bajaban las manos en el aire como muñecas mecánicas.
Justo al entrar en el edificio, un cartel pintado a mano anunciaba las salidas y las llegadas de los trenes: el Punjab Mail a Agra, por el norte; el expreso de Gitanjali a Calcuta, por el este, y el expreso de Kanniya Kumari hacia Cochin en el sur. Un tren entró en la vía a la que daba el andén adyacente. Antes incluso de que se detuviera por completo, un andrajoso contingente de niños de la calle se deslizaron dentro y corrieron al vagón restaurante con la esperanza de encontrar allí bocadillos calientes, dulces envueltos en papel de celofán o botellas de refrescos. Un torrente de cuerpos se congregó en las puertas de los compartimentos con equipajes, niños pequeños y grandes bultos sobre la cabeza.
En el andén, el olor a orines rancios y a la agria mugre de cuerpos sucios se mezclaba con el dulce aroma del cardamomo procedente del té de las redondas kullarhs de barro que se vendían por las pequeñas aberturas tapizadas de barras de hierro que salpicaban los sofocantes vagones de segunda clase. Mientras Maji y Pinky esperaban, Nimish y Gulu se apretujaban entre la multitud, abriéndose paso a codazos para acceder a un compartimento reservado. Volvieron a aparecer visiblemente acalorados instantes después, tras haber logrado con éxito colocar el equipaje debajo de los asientos y asegurarse de que todo estaba en orden. El cocinero Kanj había llenado con algo caliente y aromático cada una de las tres secciones apilables de las dos fiambreras de acero inoxidable que Pinky llevaba en la mano. En el plato superior había parathas rellenas de patata; el nivel intermedio estaba ocupado por karela sahzi encogidas y sujetas como diminutos paquetes verdes, y el inferior por patatas hervidas acompañadas de limón y de pepinillos en sal y en limón.
Apoyándose ligeramente con una mano en la cabeza de la pequeña, Maji avanzó vacilante hacia su compartimento y se instaló en el asiento dejando escapar un suspiro. Desde el andén y por la ventana Nimish tomo la mano de Pinky.
—Toma —dijo, dándole un ejemplar de Apuntes de mi pasado—. He pensado que podría serte de ayuda. —En sus ojos había una expresión suave y afectuosa.
Pinky se llevó el libro contra el pecho, conteniendo las emociones que la embargaban. Luego sacó la cabeza por la ventana, despidiéndose con la mano.
Cerrando los ojos durante un instante, se enjugó la humedad que sintió asomar a ellos. Cuando los abrió de nuevo, alcanzó a ver de soslayo a una mujer de rojo que subía al andén desde las vías. A pesar de que las ruedas habían empezado a chirriar hacia delante, Pinky fue testigo del movimiento de la mujer con una claridad tan penetrante como si la acción estuviera desarrollándose bajo la lente de una lupa.
La misteriosa mujer avanzó entre la multitud, dejando atrás al chaiwallah que servía agachado una taza de té, el equipaje amontonado de un molesto viajero que había perdido el tren y las familias que descansaban recostadas sobre sus catres rodantes en el suelo de piedra, jugando a las cartas y tomando té. El palloo de intenso color rojo con el reluciente bordado metálico a lo largo de la costura, una de cuyas puntas la mujer había prendido a su boca para evitar que saliera volando, aleteaba en el aire como un incendio.
Con paso firme, la mujer dejó atrás a los mozos que con sus chaquetas rojas y sus gorras Nehru buscaban propinas más suculentas en los compartimentos de primera clase y sorteó un montón de basura recogida por un barrendero, dejando apenas una ligera estela de humedad residual para dar testimonio de su paso. De pronto se detuvo a mirar algo. El palloo de su sari pareció brillar aún más, despidiendo un brillo casi cegador.
Nimish y Gulu, ajenos a la mujer que se acercaba a ellos, se volvieron para marcharse.
La mujer alzó despacio el rostro hacia el tren en movimiento, y el palloo se deslizó lentamente a un lado, dejando a la vista su cabeza.
Pinky contuvo el aliento. Conocía aquel rostro. Los ojos de la mujer buscaron los de Pinky, clavando en ellos una mirada tan intensa, tan preñada de dolor, que Pinky empezó a perder el equilibrio al tiempo que su nariz resbalaba por el grasiento cristal de la ventanilla.
Y entonces, entrecerrando los ojos y sonriendo como presa de una repentina saciedad, la misteriosa mujer se alejó tras los pasos de Nimish y Gulu, estirando los dedos como en un intento por aferrarse por detrás a los de los dos hombres.
Despacio, casi de la mano, el extraño trío regresó a casa.
FRONTERAS
1960
«El rostro es lo que no podemos matar. Es lo que no puede convertirse en contenido, lo que el pensamiento adoptaría; es incontenible, nos transporta más allá.»
EMMANUEL LEVINAS, Ética e infinidad
«Todo rostro humano es para ti un reclamo porque es imposible no comprender su singularidad, su coraje y su soledad. Pero eso es aún más cierto cuando hablamos del rostro de un niño. A mi entender, esa es una suerte de visión, tan mística como cualquier otra.»
MARILYNNE ROBINSON, Gilead
UNA SEÑAL OMINOSA
Pinky y Maji llegaron a Mahabaleshwar al amanecer. La niebla matinal se elevaba desde los desfiladeros, iluminando los frondosos valles colmados de verde espesura y las lustrosas cascadas que los salpicaban. El cielo era de un azul cristalino, envuelto en un mar de celestiales matices.
Se alojaron en un bungaló vegetariano cerca del mercado, compartiendo una habitación que olía ligeramente a insecticida Flit. El desayuno constaba de té, tostadas y mermelada de grosella. Después de los baños y de una visita al templo dedicado a Krisna, conocido entre los lugareños como Panchgana, Maji se instaló en su habitación y dio buena cuenta de un tentempié de channa jor garam, copos aplastados de harina de garbanzo sazonados con abundancia de pimientos rojos y una gota de lima.
—Ven —dijo, dando unas palmaditas en la cama—. Ven a descansar un poco.
—No estoy cansada —respondió Pinky, pensando en la misteriosa mujer que había visto en la estación. ¿Quién podía ser? ¿Y por qué se había ido tras Nimish y Gulu? El instinto le decía que no era ninguna mendiga, y aun así había en su rostro una inconfundible sombra de hambre. Un anhelo. «Ten cuidado con las señales ominosas cuando empieces un viaje», le había aconsejado siempre Maji, «pues son advertencias que nos da Ganesha para que nos quedemos en casa». Pero Pinky no se había bajado del tren. Había seguido sentada en silencio, abandonándose a un sueño inquieto mientras en el asiento contiguo Maji roncaba sonoramente.
Maji había vuelto a quedarse dormida en el cuarto. Pinky cogió el ejemplar de Apuntes de su bolso de viaje y se lo llevó al pecho como si quisiera recordar el momento en que Nimish le había tomado la mano en la estación y se lo había dado. Lo abrió por una de las páginas señaladas: «En una ocasión, al mirar las estrellas y contarlas una por una, Binda señaló una estrella especialmente brillante y dijo: "Es mi madre"..., y comprendí entonces que la madre a la que Dios llama a su lado se convierte en una estrella y sigue cuidando de sus hijos desde el cielo».
Pinky sintió que se le cerraba la garganta.
Nimish la comprendía.
Incluso aunque jamás llegara a amarla.
A última hora de la tarde, Maji y Pinky paseaban a la sombra de los jamunes. Las bayas ovaladas habían madurado, pasando del rosa al negro carmesí, a punto para la recolección. La lengua de Pinky no tardó en teñirse de un oscuro violeta.
—El jamun seco va muy bien para el aparato digestivo —dijo Maji, acariciando a Pinky en la cabeza.
Pinky alzó los ojos para mirar a su abuela. La boca habitualmente severa de la anciana se había relajado hasta esbozar una suerte de sonrisa.
—Las colinas son un buen sitio —dijo Maji con un suspiro.
—Maji —empezó Pinky vacilante—. He visto a una muchacha en la estación de Bombay. Me ha parecido reconocerla.
—¿Una amiga del colegio? Deberías pasar más tiempo con tus amigas.
—No, era mayor, quizá incluso estuviera casada, aunque no sé su nombre. Podría describírtela.
—Hum —masculló Maji, perdiendo la mirada entre los árboles—. ¿Te he contado el cuento del mono y el jamun?
Pinky suspiró. Como con todo lo que tenía relación con ella, la comunicación de Maji estaba estrictamente regulada y consistía en una serie de transmisiones unilaterales: plegarias dedicadas a los dioses, órdenes dirigidas al servicio, reprimendas a Savita, consejos a Jaginder, e historias —tanto extraídas de las épicas sánscritas como de las fábulas animales del Panchatantra— a Pinky y a sus primos. Y cada una de las historias diarias contenía una lección de enigmática relevancia para la vida presente de los niños.
—Había una vez un mono que vivía en un jamun —empezó Maji—. Era feliz pero no tenía amigos...
Miró a Pinky para ver si la pequeña la escuchaba con atención.
—Maji —la interrumpió Pinky—, ¿cómo me llevaste de regreso a Bombay? Nunca hablas de eso. Quiero saberlo.
Maji hizo una pausa e inspiró hondo.
—Te oí llorar en cuanto llegué al apartamento de tu padre —dijo por fin—. Estabas acostada sobre la cama con los ojos y los puños cerrados como dos pequeñas bolas y la boca abierta. —Lo que no dijo fue que el diminuto rostro de Pinky, los pliegues que le rodeaban el cuello, los codos, las muñecas y las rodillas estaban salpicados de pústulas rojas de las que no dejaba de brotar líquido. Era como si todo su cuerpo estuviera llorando.
Maji había puesto la mano sobre la cabeza del bebé y había sentido en ella la piadosa presencia de Dios. Aquella niña, aquella hermosa pequeña. Le habían asaltado unas irreprimibles ganas de llorar.
—¿Qué has hecho para curarle la piel? —había preguntado al padre de Pinky. Como había habido poco dinero para pagar a un médico, la habían metido en un cubo de agua con unas gotas de desinfectante.
—Se puso enferma justo después de la muerte de Yamuna —había sido la respuesta del padre de Pinky, que, al mencionar el nombre de su esposa, empezó a llorar de nuevo.
—Te di un masaje y te bañé en hojas hervidas de margosa —dijo Maji, avanzando por el sendero y aplastando a su paso el fruto maduro del jamun.
En la minúscula cocina había cogido agua del recipiente de barro y se había lavado con ella las manos en el fregadero. El hecho de que su hija jamás hubiera habitado aquel frío y oscuro apartamento le proporcionaba cierto consuelo. Cerca del fregadero, contra la pared, había visto un saco de tosco maíz rojo de América, más barato que el atta cultivado en la India. Sobre la encimera había un bote medio vacío de ghee vegetariano de Kotogem. Maji había abierto una lata circular fuertemente cerrada que estaba al lado de la cocina y había cogido después un tazón metálico de cúrcuma que había mezclado con los restos de harina de garbanzos que quedaban en la casa y con un poco de agua hasta formar con ello una densa pasta.
El padre de Pinky y la madre de este la observaban sin ocultar su perplejidad. ¿Quién era esa mujer que había entrado en su casa como si fuera suya? Tras la muerte de Yamuna, el vínculo que les unía a Maji era tenue e incierto. Aun así, la determinación que veían en ella les había dejado sin palabras.
El llanto de Pinky llenaba el apartamento de un halo de alarma.
Maji se había sentado en la cama, había desnudado a la pequeña y a continuación se había puesto al bebé desnudo contra el pecho. Pinky había dejado de llorar. Había abierto los ojos y había posado la mirada en el rostro de su abuela.
—Estoy aquí, pequeña —había susurrado Maji—. Ya no hay por qué llorar.
Había puesto a Pinky encima de la sábana y, hundiendo los dedos en la pasta, había empezado a frotarle suavemente la piel con la sustancia amarilla.
—Luego, te abracé y nos dormimos —dijo Maji.
—Pero ¿cómo me llevaste a Bombay? —preguntó Pinky—. ¿Es que mi padre no me quería?
Maji suspiró.
Se había quedado a pasar la noche en el apartamento tras anunciar que se marcharía al día siguiente y que se llevaría a Pinky con ella.
—¿Cómo se atreve? —había rugido la otra abuela de Pinky, reuniendo el valor para desafiarla—. Hemos sido respetuosos con usted a causa de la pérdida que ha sufrido, pero esto..., esto es un ultraje.
Maji no había perdido la calma.
—La pequeña necesita que cuiden de ella y es obvio que no es eso lo que tiene aquí. Yo puedo cuidarla como es debido.
—¡Ella no necesita nada de usted! —había gritado la anciana, cogiendo a la pequeña y estrechándola contra su pecho—. Jamás permitiremos que se la lleve.
Pinky se había echado a llorar.
—¡Basta, por favor! —había gritado su padre. Había perdido mucho en las últimas semanas: su casa, su empresa, su prosperidad y su esposa. ¿Cómo dejar que la vida le arrebatara también a la pequeña? Aun así, sabía que Maji cuidaría de ella, que le daría la mejor educación y que la casaría con un muchacho de una familia culta y acaudalada. Maji podía dar a la pequeña mucho más que él y asegurar así el futuro de Pinky. Por el bien de la niña, ¿cómo no iba a dejarla marchar?
—Yo te confié a mi hija —le había dicho Maji con voz firme—. Confíame ahora la tuya.
—¡No pienso dejar que me arrebaten a mi nieta!
—Jamás le faltará de nada —había sido la réplica de Maji, cuya poderosa presencia había expandido su luz por todo el apartamento. Y entonces, despacio, como mostrando una baza oculta, añadió—: También os ayudaré a vosotros. Puedo ayudaros a salir adelante. Os mandaré dinero.
El padre de Pinky había guardado silencio, sopesando el trato: su única hija a cambio de un dinero que necesitaba desesperadamente. Aunque, en cierto modo, no era suficiente. Había tocado a Pinky, que guardaba ese increíble parecido con Yamuna: sus párpados de largas pestañas, su fina nariz.
—De acuerdo —había dicho astutamente su madre, entregando a Pinky a su consuegra—. Páguenos ahora por la niña y asegúrenos diez mil rupias todos los años.
—No —había intervenido el padre de Pinky, avergonzado al ver cuan bajo había caído, él, el hijo de uno de los empresarios más estimados de Lahore—. ¡No! ¡Esto no está bien! ¡No se trata de una cuestión de dinero!
Había tendido entonces los brazos hacia su hija.
—Volverás a casarte y tendrás más hijos —había sido la prosaica intervención de su madre—. Sin embargo, este dinero no te lo ofrecerán dos veces.
Maji había apretado los dientes al tiempo que sentía la muerte de su hija con tal fuerza que durante un instante le faltó el aire. Con qué facilidad el recuerdo de Yamuna podía ser reemplazado en los corazones y en el hogar de madre e hijo.
—Os enviaré el dinero en cuanto regrese a casa.
Y entonces, sin apenas dedicarles una sola mirada, se había vuelto de espaldas y había salido a la luz de la mañana con Pinky en brazos, levantando con sus chappals una nube de polvo que pareció arremolinarse a su alrededor, uniendo a nieta y abuela y forjando entre ambas un inesperado vínculo alimentado por dos historias destrozadas.
—Tu papá te quería, beti —dijo Maji, rompiendo así su largo silencio—. Te quería muchísimo, pero sabía que yo podía darte una vida mejor. Y por eso, por tu bien, renunció a tenerte con él.
Esa noche Pinky soñó que se sumergía bajo la cascada de las exuberantes gargantas de Mahabaleshwar al tiempo que el agua helada rugía en sus oídos. Un instante después, navegaba en bote por el lago Venna, con Maji tensa a bordo mientras ella llevaba el bote más allá de donde estaban los turistas, a los confines más remotos del lago. El agua estaba turbia y las plantas verdes oscilaban amenazadoramente bajo el casco, tendiendo hacia ella sus espinosas hojas. El bote se balanceó violentamente y Pinky cayó al agua. Durante un instante no se oyó nada y una prolongada y solitaria sensación de vacío lo impregnó todo. Entonces Pinky emergió jadeante a la superficie, intentando tomar aire. Descubrió en ese momento que estaba nadando en un cubo de bronce en el baño del bungaló mientras el fantasma le arrojaba jamun podrido desde arriba.
Y entonces una mano la sumergió de nuevo, tan inesperadamente y tan rápido que Pinky no tuvo tiempo de gritar. Forcejeó, mirando desde abajo la superficie del agua, que casi podía tocar con los dedos. Sobre ella reconoció un rostro con un lunar en la mejilla: el rostro de la ayah del bebé.
Se despertó gritando.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmada Maji, estrechándola contra su pecho.
—Era ella —respondió Pinky dejando escapar un gemido.
—Despierta. ¡Estás soñando!
Pinky abrió los ojos. El sudor le bañaba la cara y el corazón le palpitaba con furia en el pecho. «Era la ayah», pensó de pronto. «¡La mujer de la estación!»
—Toma un poco de agua —dijo Maji con suavidad, acercándole un vaso a la boca.
Pinky se arrojó contra su abuela, abrazándose a ella con fuerza.
—¡No quiero volver! ¡No quiero volver nunca!
—Oh, vamos, beti. Ya sabía que venir te haría bien. Pero el monzón está al llegar. Las casas y los edificios ya están cubiertos de hierba kulum. Mañana, toda la zona estará cerrada.
—¡No me importa!
—Estás creciendo muy deprisa y casi eres toda una mujercita. Ya has despertado cierto interés matrimonial. Debes empezar a aprender a controlar tus emociones.
—¡No quiero casarme! —estalló Pinky—. ¡Yo no quiero separarme nunca de ti!
—Vaya, ¿así que es eso? —Maji se rio entre dientes como si de pronto hubiera visto la luz—. Yo me casé a los catorce años, justo cuando llegó el monzón. Tu abuelo me enguirnaldó cuando las primeras gotas auspiciosas caían sobre mi cabeza. Supe entonces que Ganesha había bendecido nuestra unión. Y la boda de tu madre... —guardó silencio de pronto—. Los tiempos han cambiado —dijo con la voz sofocada.
Pinky se echó a llorar.
—Bueno, ya es suficiente —intentó reconfortarla Maji, tomando una botella de aceite de mostaza—. Seguramente debes de haber cogido fiebre por culpa del aire helado de la noche. Acuéstate y te daré unas friegas con aceite.
Pinky se sonó la nariz. Tenía que encontrar el modo de revelar a su abuela lo que había visto en la estación y de lograr que la creyera.
—La pequeña, la que se ahogó. ¿Por qué no me hablas de ella?
El rostro de Maji se contrajo mientras seguía aplicándole el aceite en largas y vigorosas friegas al cuello y a los hombros.
—No hablamos de esas cosas.
—Pero, si hablamos de mi madre, ¿por qué no podemos hablar también de ella?
—¿Para qué recordar esa tristeza? —suspiró Maji—. No podemos cambiar el pasado aunque lo deseemos.
—Pero ¿qué fue de la ayah?
—¡BASTA! —gritó Maji, levantándose de la cama de modo que la botella se estrelló contra el suelo—. No la menciones en mi presencia ni en la de nadie de la familia, ¿entendido? Ya bastante he hecho tolerando todas esas tonterías sobre los fantasmas. Te he traído aquí pero no pienso permitir que la mención de su nombre contamine mis oídos ni mi casa.
—Pero yo vi...
—¿ENTENDIDO?
Maji se dirigió hacia la puerta tiritando levemente. Una vez allí, se detuvo y se volvió. Había lágrimas en sus ojos.
—No vuelvas a hablar de esto nunca —dijo—. Tú eres lo único que me importa. Tú. Tú. Tú. ¿Es que no lo ves?
Pinky bajó la cabeza.
—Lo siento —susurró—. Te lo prometo.
Maji se obligó a alejarse de Pinky y a sumergirse en la oscuridad de la noche al tiempo que la visión de su otra nieta invadía su cabeza. A pesar de los años que habían transcurrido desde entonces seguía sintiendo un peso en el pecho que jamás la había abandonado del todo, ese punto que no era fuerte sino débil, no valiente sino temeroso. Era una mancha de tinta china que le había emborronado el corazón hacía tiempo y que, en los últimos cuatro días, había empezado a extenderse amenazadoramente.
Recordó cómo había bajado hasta el océano en coche con Jaginder, el sacerdote Panditji y con Savita aferrada a la pequeña niña muerta.
—Según los antiguos Vedas —les había informado Panditji—, el alma del bebé no ha alcanzado aún a forjar los mundanales vínculos que requieren el fuego purificador de una pira funeraria.
De ahí que el destino del pequeño grupo no hubiera sido el crematorio del acantilado situado en la cima de Malabar Hill, donde el marido de Maji había sido reducido a cenizas, sino el cementerio hindú situado a la orilla del mar de Arabia.
Juntos de pie fuera del recinto formando un apretado círculo, habían recitado el antiguo shloka: Ram Nam Satya Hai, Satya Bol Gutya Hai, «el nombre del dios Rama es la verdad, y la verdad es la salvación».
Tras sostener a la pequeña en el triángulo entrelazado de sus brazos, le habían colocado afectuosamente aterciopeladas caléndulas en los ojos y se habían despedido de ella entre susurros.
MONZONES Y MILAGROS
El cocinero Kanj servía chawal al curri la noche en que abrazó la fe. Las pakoras fritas de espinacas y cebollas flotaban en un mar de color azafrán de harina de garbanzos, grumos de leche y ajwain tostado. Aunque normalmente ese plato —uno de los favoritos de la familia— despertaba una sombra de ligereza en el sombrío rostro del cocinero Kanj, ese día no fue así. Tenía el ceño más fruncido de lo habitual y arrugaba los labios como si se le hubieran abrasado accidentalmente. Miró dentro de la cacerola y murmuró una maldición. El curri se había aguado en exceso y, a pesar del calor al que lo había sometido, había sido imposible espesarlo. Tampoco había servido añadir harina adicional. Era la hora de cenar y al cocinero Kanj se le habían agotado las opciones. A pesar de que no era demasiado religioso, rezó en ese momento para que ocurriera un milagro.
«Azúcar adicional en el halva del puja de mañana —prometió a los dioses mientras servía el aguado curri en los platos de acero inoxidable—. De acuerdo, de acuerdo. No espeséis mi curri si deseáis jugarme esta clase de bromas, pero, por favor, que ellos no lo noten, nah?», suplicó en silencio mientras colocaba despacio el plato bajo la nariz de Jaginder.
Las cejas de Jaginder colisionaron entre sí durante un breve instante de sorprendido desagrado.
Y en ese momento una nube del monzón reventó encima del bungaló de Maji.
Tufan y Dheer salieron corriendo al camino privado de acceso a la casa y se quedaron allí con los brazos extendidos hasta que el pijama kurta se les volvió traslúcido, acentuando la rechoncha tripa de los gemelos y poniendo de manifiesto el ejército de lunares que recorría la espalda de Tufan.
—Jantar Mantar, kaam karantar, chhoo, chhoo, chhoo! —cantaron a todo pulmón como dos magos que hubieran hecho desaparecer admirablemente el calor, el sudor y el sol.
Jaginder se acercó apresuradamente a la galería y sacó uno de sus rechonchos dedos, dejando que lo bañara el diluvio.
—¡Como entréis con el cuerpo empapado, recibiréis cada uno un buen par de chantas! —les amenazó en un intento por disimular los celos que el despreocupado júbilo de sus hijos despertaba en él. En su día, también había podido extender los brazos al cielo y creer que el mundo le pertenecía.
El cielo y la tierra se fundieron con la ferocidad de dos amantes. El viento ululaba y hacía restallar su látigo, zarandeando las contraventanas, colándose por la puerta abierta y haciendo bailar las hojas y la suciedad acumulada en el camino de acceso a la casa en un vals de enloquecidos pasos. Savita alzó los ojos para mirar a Jaginder y, sonrojándose levemente, sintió al verle un extraño cosquilleo en los senos. ¿Era acaso posible que de nuevo deseara a ese hombre, el mismo que en aquel preciso instante cabrioleaba en la galería, dando órdenes y lanzando amenazas con idéntica severidad? Turbada por esa posibilidad más que por la repentina excitación de la que era presa, se levantó a hurtadillas de la silla y voló a su habitación.
También Nimish era presa de una excitación semejante: el valor que hasta entonces le había eludido insultantemente estalló con fuerza en su interior. Las lluvias, naturalmente, conferían a la ciudad una ineludible carga romántica. La ventana de Lovely Lawate, oculta por la persiana tras la que Nimish a veces llegaba a percibir un leve atisbo de luz, le reclamaba con la intensidad de la mirada de una amante. Se ajustó las gafas al tiempo que mascullaba un fugaz «buenas noches» a la mesa vacía antes de huir a su habitación.
—Gulu, el Ambassador. —La voz de Jaginder se abrió paso entre el atronador rugido del cielo y el metálico tamborileo del agua contra el tejado.
—¿Señor?
Gulu apareció bajo un aterrado paraguas que se encogió sobre su eje, tiritando alrededor de su fino esqueleto.
—El Ambassador —repitió Jaginder, pasando rápidamente a la acción—. No te preocupes. Yo mismo conduciré.
—¿Adónde vas, papá? —chilló Tufan cuando los faros del Ambassador le iluminaron.
—A rezar —se limitó a responder Jaginder antes de acomodarse en el asiento delantero y encender el motor. Gulu abrió las puertas verdes de la entrada y las empujó sin ocultar su reticencia, viendo cómo el Ambassador se abría paso no sin dificultad hasta la calle inundada preso de toda la aprensión del padre que manda a su hija a su noche de bodas.
Kanj y Parvati habían desaparecido. Habían abandonado todas sus tareas domésticas y se habían ocultado al amparo de las seductoras sombras del monzón. Kuntal era la única que seguía a la vista con las manos llenas de toallas mojadas. Nimish había salido por la puerta de atrás, apremiado por el diluvio y oculto bajo el oscuro manto del cielo. Vacilante primero y con el corazón latiéndole enloquecido en el pecho después, se deslizó hasta el muro que separaba el bungaló de Maji del de los Lawate. La lluvia le golpeaba los oídos, sentía la sangre recorriéndole las piernas y la desesperación exprimiéndole el corazón.
Pocos días antes había estado hojeando en secreto la traducción que sir Richard Burton había hecho del Ananga Ranga, un texto antiguo sobre la sexualidad entre marido y mujer. El texto proclamaba que comer tamarindo magnificaba el goce sexual femenino, una revelación que le llevó a cerrar las gastadas páginas del libro con dedos temblorosos. ¿Su madre habría consumido tamarindo alguna vez? Buscó en su memoria un incidente así, pero al instante se acordó de que Savita siempre se mantenía alejada de cualquier alimento amargo, incluida la salsa de tamarindo, pues según decía eran perjudiciales para el útero. ¿Y Maji? El cuerpo obeso y masculino de su abuela envuelto en los blancos saris de viuda estaba tan alejado de cualquier sombra de sexualidad que a Nimish le recorrió un escalofrío al pensar en cómo habría sido concebido su padre. Pero Lovely, Lovely se sentaba bajo el tamarindo y comía deliberadamente sus bayas, una tras otra, en octubre y en noviembre, cuando estaban maduras. Casi pudo saborear la dulce amargura que transpiraban los labios de la joven, tiñéndolos de una descarada capa rojiza.
Mientras Jaginder se alejaba envuelto en el rugido del Ambassador en busca de su salvación, Savita se quedó de pie delante de su espejo, buscando respuestas en él. Enseguida se dio cuenta de dos cosas.
Tenía los ojos brillantes y el kohl que los perfilaba se le había emborronado como una herida.
Y vio también que la blusa del sari le comprimía ostensiblemente el pecho.
Se secó los ojos, culpando del primer cambio a la humedad que impregnaba el aire. No lograba entender a qué se debía el repentino brillo que le iluminaba los ojos. Era como si las lluvias se hubieran llevado consigo las capas de dureza de su rostro y las diminutas arrugas de resentimiento que brotaban de sus párpados. Se quitó el palloo del sari que le cubría el hombro y lo arrojó al suelo. La blusa, cosida a la perfección por el sastre apenas unos días antes, le oprimía las costillas. Las mangas le apretaban los brazos por debajo de los codos, donde se ensanchaban de pronto, decoradas con hilo de plata. Seis ojales metálicos cerraban la blusa sobre el pecho. Savita desabrochó con cuidado las hebillas entre sorprendidos jadeos. En cuanto los sujetadores cayeron al suelo, se cogió los senos con las manos.
Le sobresalían los pezones, que apuntaban directamente al espejo. Bajo la piel vio dibujado un mapa de venas azuladas. Durante un instante fue plenamente consciente del ruido ensordecedor que procedía de las nubes al abrirse y verter toda su carga sobre la ciudad, los frenéticos movimientos del bungaló forcejeando contra el diluvio y los gritos de júbilo de sus hijos. De pronto se acordó de su marido y sus ojos se desviaron durante un segundo hacia la puerta con la breve esperanza de haberla cerrado con pestillo.
Y entonces, antes de que la electricidad dejara la casa a oscuras, el espejo reveló algo más.
Jaginder era un hombre de palabra. Calado hasta los huesos, estaba sentado en una silla de madera con los ojos clavados en una pared. Allí, en una repisa sobre la chimenea, cubierta por una tela de punto blanco, la virgen María y Jesús miraban desde cuadros enmarcados y rodeados del etéreo halo que proyectaban los candelabros de bronce. Sobre las imágenes colgaba de un clavo un tosco crucifijo de madera ligeramente inclinado.
—¿Channa y cacahuetes también, hombre?
Jaginder alzó la mirada. Vio de pie ante él a una rechoncha mujer con un vestido floreado que le cubría hasta las rodillas. Llevaba el pelo recogido en un moño y el rostro desprovisto de maquillaje. El lunar que alcanzó a ver en su mejilla hizo oscilar sus tres largos pelos ante sus ojos. Sin tan siquiera esperar una respuesta, la mujer puso sin miramientos sobre la mesa una botella de daru con un vaso sucio lleno de hielo y una botella de soda Duke's.
—Sí —gruñó Jaginder, dándole el dinero.
La mujer, que no era otra que la avezada dueña de esa auntie-ka-adda, chasqueó sus dedos carnosos. Casi al instante, una joven, su hermosa hija adolescente, apareció con un plato de lentejas y cacahuetes tostados channa. Jaginder le dedicó una mirada y puso otro billete encima de la mesa. En cuestión de segundos apareció una cesta de pescado frito y cigarrillos.
Sentado con el vaso en la mano, Jaginder intentó recordar cómo había llevado el Ambassador por las calles inundadas hasta tomar la destrozada carretera de la costa y llegar al suburbio de Bandra.
Apenas había podido distinguir los puñados de casas de estuco con sus largos tejados inclinados tapizados de tejas de barro en aquel diluvio. Las palmeras apiñadas entre las casas se agitaban y chasqueaban como feroces perros guardianes. Había pasado con el coche por delante de un cementerio abigarrado de lápidas y de cruces. Una de las cruces se alzaba entre las demás, obviamente señalando la tumba de quien en su día debía de haber sido un prominente lugareño cristiano. Lo que quedaba de su inscripción eran solo las iniciales INRI —la inscripción dedicada a Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos, que los romanos habían labrado en la cruz de Jesús—, que se cernirían eternamente sobre el espíritu del difunto.
Jaginder no recordaba cómo había llegado a esa adda en particular. Era como si el Ambassador le hubiera llevado hasta allí por decisión propia. No podía hacer nada por resistirse a la tentación de ir allí; la fascinación que sentía por las clases bajas que poblaban las acidas y el refrescante caldo que allí servían parecían liberarle de todos sus problemas. Aun así, se culpaba por caer tan bajo, por mancillar su honor y su respetabilidad, huyendo en mitad de la noche o bajo las torrenciales alas del monzón, pues se avergonzaba demasiado de ser incapaz de renunciar a su hábito.
Había ido a dar con sus huesos a una de las addas de Bandra propiedad de una intrépida cristiana de mediana edad, famosa y conocida entre los locales como tía Rosie. Además de servir un licor totalmente puro del que dependía el honor de la mujer, el adda de Rosie ofrecía un ambiente alegre y familiar con ciertos tintes religiosos que de algún modo hacían que uno tuviera la sensación de que el propio Dios participaba de la diversión.
—Brindo por la llegada de los monzones. —Jaginder exhortó a Jesús y tomó un buen trago. Rosie no tardó en aparecer con otra media pinta y con ánimos renovados. Luego se dirigió amenazadoramente a la mesa contigua.
—¡Si no tienes dinero ya puedes largarte! —gritó al aterrado cliente.
Se abrió entonces la puerta y la lluvia irrumpió en el interior del adda con febril intensidad. Una sorda ovación recorrió a los presentes cuando un cliente habitual entró tambaleándose, sacudiéndose el agua del sombrero y deslizándose teatralmente sobre el charco que formó en el suelo. Era un hombre delgado con un gran bigote densamente poblado y una mata de cabello que mantenía increíblemente aceitado y aparentemente intacto a pesar de la lluvia. Rosie le acompañó a la mesa más próxima, donde el recién llegado quedó de inmediato absorbido por una ronda de cartas como si sus compañeros de mesa simplemente hubieran estado esperando a que ocupara su sitio. Marie, la hija adolescente de la dueña, ataviada con una hermosa túnica de color rosa y un lazo a juego en sus densas y negras trenzas, apareció con una bandeja de cacahuetes recién tostados. Su rostro enmarcaba unos tranquilos ojos oscuros, acentuados por unas largas pestañas y los primeros atisbos de la pérdida de la inocencia.
—¿Cacahuetes? —flirteó con ella el cliente habitual—. ¿Qué más puedes ofrecerme?
La joven se marchó y regresó con un plato de pescado frito y con su madre.
El cliente habitual le dedicó una mirada ceñuda y pidió otra ronda.
El techo empezó a gotear sobre la mesa de Jaginder. Encima, las palmeras se agitaban. El agua de la calle brillaba en el suelo como una serpiente. La pequeña Marie correteaba entre las mesas con la bandeja delicadamente equilibrada sobre la cadera. El cliente habitual alzó la voz y de pronto tendió la mano hacia la espalda de la muchacha. Al grito de esta le siguió el afilado rechinar de las sillas al retirarse.
Jaginder observaba fascinado al tiempo que pensaba: «Qué afortunado es ese hombre de poder manifestar libremente sus emociones y permitirse perder el control de esta manera». Su vida en el bungaló era demasiado restringida, reservada y vana.
Rosie hizo su aparición en la escena, tumbando con las caderas los muebles que se interponían en su camino.
—¡Pequeña desvergonzada! —rugió, propinando una experta bofetada a su hija en la cara. La joven abandonó apresuradamente el salón con la diminuta cruz de oro que le colgaba del cuello brillando a la luz de las velas.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento! —suplicó el cliente habitual cuya disculpa apenas resultó inteligible y agitando las manos sobre su cabeza como un par de banderas blancas.
—El señor Lo Siento otra vez, ¿eh, hombre? —rugió Rosie—. ¡Jonny! ¡Hijo mío, pedazo de idiota!
Jonny llegó poco después desde la habitación trasera, donde debía de haber estado levantando barriles metálicos de brandi para pasar el rato. Con su mueca más amenazadora, cruzó el salón con rápidas zancadas al tiempo que flexionaba el crucifijo de color violeta que llevaba tatuado en el brazo.
—No será necesario, papaíto Jonny —dijo el compañero de partida del cliente habitual, flexionando los brazos delante de él en un intento por poner freno al formidable progreso del muchacho.
—¡No será necesario! ¡No será necesario! —graznó el cliente habitual como una cotorra. Aunque no había duda de que el hombre debía de mostrar ese comportamiento a menudo, no parecía en absoluto atemorizado por el espectáculo del hijo culturista de Rosie. Hasta su espeso bigote parecía haberse encogido bajo su nariz como deseoso de encontrar allí refugio.
—¡Fuera! —gruñó el hijo con su mejor voz de James Dean. Llevaba una camiseta de tirantes y calzones cortos bajo los cuales asomaban dos piernas flacuchas como dos finas ramas que le conferían más el aspecto de un polo de chocolate que el de matón al que él aspiraba.
—¡No es necesario! ¡No es necesario! —volvió a suplicar el cliente habitual, llevándose la mano a la cabeza como si intentara protegerse de una lluvia de golpes invisibles.
—Mándale con Jigger, hombre —sentenció muy seria Rosie, asintiendo con la cabeza hacia la puerta. Jigger era el taxista residente del adda que llevaba amablemente a casa a los clientes cuando las noches se alargaban demasiado. El hijo levantó al cliente habitual por el cuello. El hombre se encogió y suplicó, aunque en todo el tiempo que había estado en el adda de Rosie, y a pesar de todas sus ofensas, nadie le había tocado un solo pelo de la cabeza. Y pese a lo borracho que estaba, sabía que Rosie siempre le readmitía porque era, simple y llanamente, bueno para el negocio. Los demás clientes, Jaginder incluido, disfrutaban del espectáculo, vitoreándole para que se defendiera al tiempo que animaban a Jonny para que le dejara hecho una masa sanguinolenta. Jonny semiarrastró al hombre hasta la puerta, donde lo arrojó al suelo mojado, y se sacudió las manos como si acabara de sacar la basura.
El cliente habitual dejó que Jigger le metiera en el taxi y, desde la seguridad que le proporcionaba el interior del vehículo, dedicó una luminosa y amplia sonrisa a los clientes que le observaban desde la puerta. Mientras tanto, dentro del adda, el júbilo se adueñó de los presentes.
—Chalta hai —bromeaban los clientes entre sí al tiempo que pedían otra ronda—. Estas cosas pasan.
—Al muy bastardo se le ha subido el licor a la cabeza —dijo el amigo del cliente habitual, metiéndose las cartas en el bolsillo de la camisa—. Mañana regresará con sus largos dedos.
Hasta Rosie pareció esbozar una sombra de sonrisa. En cuestión de segundos, Marie había vuelto a aparecer y servía channa con una desafiante mueca en los labios. Jonny había vuelto a desaparecer en la habitación trasera, relatando sus hazañas a su hermano menor con toda suerte de innecesarios y ficticios detalles.
Jaginder suspiró con una satisfacción largamente olvidada. Metiéndose un puñado de sing-dana en la boca, se autoinvitó en un arrebato de valor a participar en la partida de cartas.
Los amigos del cliente habitual se miraron y gruñeron su aprobación. Jaginder pidió una ronda sin perder de vista a Marie por el rabillo del ojo. Había algo en ella, una vivacidad que contrastaba rotundamente con el glacial temperamento de Savita y con el abrumador autocontrol de Maji. «Sí», pensó, «mi hija habría traído a nuestra casa ese mismo espíritu. Calor. Vitalidad».
Deseó tocarla, sentir su despreocupada energía, su deslumbrante juventud.
Marie se acercó a la mesa y Jaginder vio cómo la mano de la joven se movía de nuevo desde la copa que acababa de servirle hacia ella, hacia su delgada cintura. Aunque tocar a otra mujer, a una joven soltera, era un sacrilegio, sabía que lo haría. Algo en su interior le impulsó a hacerlo, un deseo de castigarse por la muerte de su pequeña y por el consecuente deterioro sufrido por su familia.
Tendió la mano, buscando a la vez su salvación y su condena.
Rosie se la apartó de un manotazo.
—¡Pero es que no tiene usted vergüenza! —le escupió.
El adda quedó sumida en el silencio al tiempo que un puñado de ojos acusadores preguntaban: «¿Quién es esa voluminosa persona? ¿Por qué quiere importunarnos?».
Jaginder retrocedió como si hubiera recibido el manotazo en plena cara.
«Oh, Dios. ¿En qué estaría pensando?» Marie sonrió tímidamente, encantada al verse objeto de interés de un acaudalado sahib como aquel.
Jonny cogió a Jaginder por el pescuezo y le echó a la calle.
—Salam, sahib! —dijo burlón antes de regresar pavoneándose al interior del local.
—¡Podría ser su hija! —gritó Rosie desde la puerta.
No había humor ni tampoco el espectáculo que había tenido lugar con el cliente habitual, sino tan solo una fría y afilada declaración de que no era bienvenido. De que aquel no era su sitio.
—No tengo ninguna hija. No tengo ninguna hija —sollozó Jaginder, desparramado sobre el asfalto mojado.
Por fin, por fin, pudo llorar la pérdida de la pequeña.
En la repentina oscuridad, Savita no estaba segura de lo que había visto en el espejo. Despacio, levantó un dedo y tocó la humedad que le envolvía el pezón. Se acercó el dedo a la nariz y olió en él un dulzor que le resultó familiar. Una espiral de dolor pareció empujar apremiante desde el interior de sus pechos. Volvió a tomarlos entre sus manos, perpleja al notarlos tan llenos. Se llevó entonces el dedo a la boca y dejó que el sabor de lo que percibió en él le impregnara la boca. Y entonces lo supo. Un grito sordo llenó la habitación mientras Savita se derrumbaba sobre el tocador. Increíblemente, más de trece años después del nacimiento de su último hijo, se le habían vuelto a llenar los pechos de leche.
Los monzones llevaron la vida a la tierra reseca pero también milagros a sus anhelantes habitantes. Ese año, mientras las lluvias caían sobre ellos, la promesa que traían con ellas resultó ser mejor aún. Dheer y Tufan siguieron bailando bajo la ofrenda caída del cielo hasta que por fin se acostaron con el correspondiente alijo de chocolate. Nimish siguió fuera, junto al muro, esperando a que Lovely apareciera.
Jaginder condujo el Ambassador entre la lluvia y el agua que anegaba las calles mientras los limpiaparabrisas apenas lograban sacudir el diluvio que azotaba la luna delantera del vehículo. El agua se colaba en el interior del coche por debajo y por la ventanilla bajada, empapándole los pantalones y la camisa. Las negras nubes se abrieron de pronto en el cielo, revelando una luna venosa y rojiza que no fue sino el reflejo de sus propios ojos cansados. Anticipándose a la inminente llegada de su amado Ambassador, Gulu despertó de una inquieta siesta y se acercó a mirar a la calle desde la verja de entrada en busca de los conocidos faros del coche.
La intensa humedad había vuelto el fósforo de las cerillas blando e inerte, dejando las velas apagadas y el bungaló sumido en la oscuridad. En el garaje posterior, el cocinero Kanj y Parvati seguían en la cama con sus cuerpos entrelazados y moviéndose con urgencia al tiempo que los relámpagos quebraban el cielo sobre sus cabezas. El cocinero pensó entonces que al día siguiente se acordaría de cumplir su promesa y añadiría unas cucharadas adicionales de azúcar al halva del puja. A fin de cuentas, el diluvio había llegado en el preciso instante en que él había empezado a servir la cena. Los platos intactos y el arroz frío seguían sobre la mesa. El curri aguado del cocinero Kanj había pasado milagrosamente desapercibido.
Lo mismo ocurrió con otro milagro de muy distinta suerte.
Bajo los numerosos truenos que retumbaban en el cielo barrido por la lluvia, un pestillo siguió cerrado hasta el anochecer. Entonces, una puerta prohibida se abrió con un gruñido, franqueando una frontera hasta entonces intacta.
El bebé fantasma salió del cuarto de baño por vez primera y su plateada melena dejó a su paso una reluciente estela de rocío tan delicada y luminiscente como la luz de la luna.
EL TAMARINDO BARRIDO POR LA LLUVIA
A su regreso, Maji y Pinky encontraron Bombay transformada. Desde la galería delantera Pinky veía cómo las lluvias seducían a la ciudad como un embaucador amante, provocando gritos de júbilo y danzas espontáneas en las calles, pero también el inconfundible hedor de la podredumbre que infestaba las cloacas. Esa mañana, el día en que las escuelas abrían sus puertas para dar comienzo al año escolar, las niñas aparecían con sus chubasqueros rosas y los niños con los suyos de color caqui, y todos con las botas de lluvia típicamente británicas. La lluvia caía sobre la tierra agrietada con un satisfactorio golpeteo, acompañado por el jubiloso cántico de las jóvenes en las calles, que daban palmadas y giraban una y otra vez en frenéticos círculos al tiempo que sus largas trenzas fustigaban el aire húmedo de la mañana.
En el bungaló, Maji disfrutaba de unos instantes de soledad, agradecida de poder disponer de unos segundos para recordar a su amado esposo, las veces que la había llevado al cine a ver una película —a las que se empeñaba en llamar bioscopes—, viajando los dos en un carro de caballos cubierto. Eran jóvenes en aquel tiempo. Omanandlal se ponía la camisa de seda con sus cuatro botones de oro y ella iba sentada orgullosa a su lado, con la cabeza oculta bajo el palloo del sari y un diamante destellando en la nariz. Maji y Omanandlal habían sido una hermosa pareja cuando llegaban al cine con sus mejores galas en plenos monzones.
El tamborileo de las lluvias nunca dejaba de despertar en Maji esos preciados recuerdos, que llegaban acompañados de una plenitud que ella anhelaba durante el resto del año. Era como si pudiera volver fugazmente a esos años de dicha con Omanandlal, Yamuna y el bebé.
La ciudad reseca dejaba escapar un colectivo suspiro de alivio incluso mientras la tormentosa humedad anegaba indiscriminadamente toda suerte de viviendas, desde las chabolas de esteras de chatai de las barriadas más pobres a los engalanados bungalós de la élite como los de Malabar Hill: La Colmena y El Desierto, construidos en 1825 y criticados más tarde por su absoluta falta de adecuación al clima. Igualmente, La Jungla, el bungaló de Maji, no era una construcción adecuada para el trópico y su oprimente humedad, el intolerable calor, el verdor de la vegetación y los venenosos insectos. A pesar de estar dotado de aire acondicionado, de una instalación eléctrica adecuada y de un nuevo tejado, La Jungla seguía sucumbiendo año tras año a los embates de la naturaleza.
Mientras los monzones vertían toda su furia sobre la ciudad, interminables filas de astutas hormigas sorteaban la espesa franja de cúrcuma que rodeaba el perímetro interior del bungaló y que normalmente las mantenía alejadas de la casa. Los escarabajos salían trepando del retrete en busca de refugio. Los ventiladores del techo no dejaban de girar en inútiles intentos por secar la colada matinal que colgaba en las habitaciones y en los pasillos en improvisadas cuerdas de tender. Las tomas de las paredes sufrían constantes cortocircuitos cuando el agua se colaba hasta empapar los cables. Tufan correteaba desvestido por la casa, saliendo a hurtadillas al jardín y dejándose bañar por la lluvia torrencial y saltando en los charcos hasta que Parvati le cogía de una oreja y le llevaba dentro. Dheer recorría La Jungla como si estuviera de cacería, en un intento por encontrar algún lugar seco donde almacenar su pastilla de chocolate medio deshecho. Nimish recorría los pasillos con un mohoso ejemplar de La feria de las vanidades de Thackeray, intentando hacerse oír en la atronadora algarabía procedente del exterior:
—«¿Se ganó alguna vez una batalla como la de Salamanca?
¿Eh, Dobbin? Pero ¿dónde aprendió su arte? En la India, mi pequeño. La jungla es la mejor escuela para un general, acuérdate de mis palabras.»
Savita se encerraba todos los días largas horas en su habitación, desnuda de cintura para arriba y sin apartar los ojos de sus lactantes senos. Jaginder pasaba tanto tiempo en el adda de Rosie que el cliente habitual de los largos dedos le invitó a una partida de cartas y no tardó en estafarle hasta dejarle sin blanca. El cocinero Kanj estaba concentrado en una inútil batalla contra una serie de malsanos insectos que se colaban en la cocina por cualquier grieta y rendija. Kuntal colocó estratégicamente cuencos de acero bajo las goteras del techo, cuyo número iba en aumento con el paso de las horas. Parvati colgó cuerdas de yute dentro del bungaló para secar en ella la colada que no podía seguir secándose fuera. Gulu barría el constante flujo de agua que entraba en el garaje con una escoba de mango corto. Y durante todo ese tiempo Maji mantuvo su estoicidad habitual, ordenando a las bhangi que fregaran los suelos cada hora y que limpiaran los retretes dos veces al día, decidida a que el bungaló sobreviviera al ataque de una nueva estación de lluvias.
—¿Habéis tenido un buen viaje? —preguntó Dheer a Pinky al tiempo que fortificaba su cartera escolar con un ejército de galletas Gluco. Era la primera semana de colegio y seguía aún intentando calcular las provisiones que necesitaba para pasar el día.
Pinky asintió con la cabeza mientras le daba paquetes de chikki de sésamo bañados en azúcar que le había traído desde el balneario.
Dheer vaciló durante un instante y luego aceptó agradecido el regalo. Abrió y cerró la boca como si fuera a decir algo, pero pareció pensarlo mejor. Se pasó la cartera por la cabeza y se marchó. Pinky se quedó en casa, respondiendo a la insistencia de Maji, y pasó la gloriosa mañana viendo cómo las lluvias azotaban los cristales de las ventanas y disfrutando de muttees de harina frita generosamente untadas en conserva de mango.
Esa misma tarde, cuando aún seguía posponiendo el baño, se metió en la habitación de Maji. Numerosas hileras de ropa mojada colgaban de un extremo a otro del dormitorio, luchando por librarse de la humedad que las impregnaba. Mientras perdía en ellas la mirada, sumida en sus cavilaciones, oyó un crujido. Aunque el ventilador del techo estaba apagado y las ventanas perfectamente cerradas, la ropa que colgaba directamente sobre su cabeza pareció agitarse en el aire de la habitación. Pinky se sentó sobre la cama, recordando al instante aquel extraño sentimiento de amor que le había colmado el pecho, ese inesperado amor por su fantasmagórica prima hermana.
Un sari de color azafrán tembló en la cuerda de la que colgaba la ropa.
«¿Será verdad?» Hasta entonces el fantasma nunca había salido del baño, pues necesitaba el agua para sobrevivir. Había viajado por las cañerías hasta ocupar el cubo, pero jamás se había aventurado a salir al resto del bungaló. De pronto Pinky se dio cuenta, presa del horror, de que las cuerdas de yute estaban colgadas en todas las habitaciones, y de que todas estaban llenas de ropa mojada, convertidas así en un acuoso sendero de tránsito.
Una fría corriente de aire le abofeteó la cara.
Se incorporó en la cama y sacudió el sari con la mano que tenía libre. El sari se soltó de la cuerda con un chasquido. El salvar azul de tía Savita empezó a tintinear al tiempo que sus pantalones de tobilleras tiesas relucían bajo una lluvia de lentejuelas. Pinky puso los pies en el suelo y estudió la puerta abierta.
Entonces echó a correr.
Las prendas colgadas la golpearon, cegándola y dificultándole el avance. Una toalla se le enroscó en la cara, pegándosele a la piel y sofocándola. Pinky tiró de ella en un intento por quitársela de encima y cayó al suelo. Detrás, el salvar volvió a tintinear. La habitación se llenó de un latido, un tintineo, un resplandor.
Justo delante de ella, unos pantalones empezaron a bailar. Las piernas de estos caracolearon, tendiéndose malévolas hacia su cuerpo.
Pinky las apartó de un manotazo, pero las piernas se enrollaron a su alrededor como una serpiente, apretando más y más.
Y entonces, con idéntica rapidez, las piernas de los pantalones la soltaron.
Una mata de cabellos plateados cayó de pronto de la cara interna del pantalón.
Los pantalones siguieron balanceándose. Despacio, dos puños diminutos se cerraron sobre el borde de la tela y dos tormentosos ojos aparecieron boca abajo en una de las piernas. La furia llenó la habitación como una niebla.
—¡Tú! —jadeó Pinky.
El fantasma la miró fijamente, inmóvil. Era como si hubiera vuelto para llevársela con él, para calibrar su regreso y reorganizar su estrategia.
—Lo sé todo —dijo Pinky, calmando su respiración—. La muchacha era tu ayah, ¿verdad?
El fantasma inclinó la cabeza y el pelo se le enrolló alrededor como una nube preñada de lluvia.
—Pero fue un accidente, ¿verdad? No tenía ningún motivo para ahogarte. La mano, la mano sin rostro que me mostraste, es un error. No puede ser nada más. No puedo creerte.
Los ojos del fantasma se revolvieron en sus cuencas. Las cuerdas de yute empezaron a agitarse, aleteando adelante y atrás y lanzando una nube de humedad al aire con cada sacudida. El fantasma tendió la mano con la palma hacia arriba y tocó con ella la mejilla de Pinky.
No fue un gesto de amor, sino una gélida y glacial caricia: un frío abrasador.
Y, entonces, sacudiendo desafiante su ondulante cabello una vez más, volvió a deslizarse en el interior de los pantalones y desapareció.
La mejilla de Pinky se tiñó de azul, inflamándose como un cardenal, y no tardó en presentar la tosca forma de la huella de una mano. Se echó a temblar descontroladamente y se metió en la cama presa de la tos. No pasó mucho tiempo hasta que se retiraron las cuerdas de yute de la habitación de Maji y se instaló una estufa para secar la humedad del aire. Aun así, la habitación siguió irremediablemente gélida.
Maji llamó al doctor M. M. Iyer.
—Podría ser un resfriado o un principio de neumonía —anunció este con gravedad—. La única solución es que descanse. —Aun así, y a fin de poder justificar su visita y recibir por ella sus honorarios, dejó una receta en las manos de Maji.
—Saca las cuerdas de yute del resto del bungaló —suplicó Pinky a su abuela con voz débil.
—Bobadas —respondió Maji—. ¿Y cómo vamos a secar la colada? No te preocupes por el aire húmedo del dormitorio. Encenderé la estufa.
Pinky empezó a creer, atacada por una suerte de náusea, que había sido víctima del engaño. Tenía la impresión de que la historia de Ratnavali había servido de sustento, dando forma y consistencia al cuerpo indefinido del fantasma. Sin embargo, el fantasma era ya lo bastante fuerte como para alimentarse por sus propios medios, viajando por las cuerdas de la ropa y observando las actividades diarias de la familia Mittal con la intensidad propia de un famélico bebé. Su mundo era mayor que el del cuarto de baño, mayor que Pinky. Mayor, pensó Pinky presa de un horror cada vez más acusado, que cualquier cosa que hubiera podido imaginar.
Cada vez que las lluvias cesaban fugazmente en el exterior, el interior del bungaló permanecía en estado de sitio, como engullido por una nube perpetua. Bajo el orden que Maji mantenía rigurosamente, una creciente inquietud impregnaba las paredes húmedas y los ánimos empapados de sus ocupantes. El fantasma se movía deprisa, esparciendo meticulosamente su húmeda sombra sobre la casa y envolviendo a sus miembros en una oleada de culpa cada vez mayor, como si cada uno de ellos tuviera su propio papel en la muerte de la pequeña. Pasó poco tiempo hasta que las distracciones iniciales provocadas por el diluvio se vieron distorsionadas, magnificadas y mutadas bajo el creciente poder del fantasma.
Tía Savita fue la primera en experimentar las repercusiones de la nueva situación que se vivía el bungaló y lo hizo exactamente cuatro días después de la conmoción inicial que causó en ella descubrir que tenía los pechos llenos de leche. Al principio se deleitó en silencio de su abundancia. La sensación de vacío y de impotencia que la había embargado durante meses tras la muerte de su hija y durante los largos años que habían transcurrido desde entonces quedó borrada de un plumazo por una plenitud ya olvidada, una segunda juventud, una afirmación de su maternidad. Se preocupaba por los niños dando muestras de un entusiasmo que los pequeños habían olvidado hacía mucho tiempo, despeinándoles afectuosamente e incluso sentándose a escuchar leer a Nimish un capítulo entero del Chow-chow. Un diario durante mi estancia en la India, Egipto y Siria, de lady Falkland.
—«Pues cuando las fuertes lluvias tocan a su fin» —empezó Nimish—, «el cielo se asemeja a un niño travieso que no ha recobrado aún su buen humor y al que cualquier cosa, por diminuta que sea, vuelve a provocar el llanto. Así las grandes nubes grises, orladas de blanco, parecían siempre propensas a las lágrimas».
—Quizá se refiera a los traviesos niños de los gora —resopló Savita molesta por la comparación—. Pero vosotros sois mucho más resistentes, niños.
Cuando estaba sola, Savita recordaba la gloriosa inflamación de su vientre, la incomparable maravilla que suponía contener otra vida en su interior, y lo único que deseaba era volver a quedarse embarazada. A pesar de que Jaginder y ella no habían vuelto a tener relaciones desde hacía años, Savita se tomó un afrodisíaco vaso de leche de azafrán y sedujo a su esposo la noche siguiente, cuando Jaginder entró tambaleándose del adda de Rosie. La tercera noche de los monzones, el ánimo de Jaginder había mejorado hasta tal punto que se llevó a toda la familia a cenar al restaurante Rendezvous del hotel Taj y compró a Savita un collar de esmeraldas, que encargó al joyero de la familia. Savita estaba encantada.
Y fue entonces cuando, al llegar la cuarta noche, el anochecer se fundió con la oscuridad. Esa noche Jaginder decidió renunciar al poder seductor de los brebajes de Rosie y disfrutar en cambio del caldo más hechizador de su esposa. En los primeros años de matrimonio, a Jaginder —que jamás había puesto un pie fuera de la India— le gustaba verse como un explorador tal y como marcaba la moda del momento, en la consagrada tradición de los tipos de la Compañía de las Indias Orientales que huroneaban en la India, allanando el terreno al Imperio. Aunque no es que conquistara tierra alguna, pues de hecho ya no quedaba tierra por conquistar cuando llegó él, ni tan siquiera un remoto principado, igualmente exótico y civilizable, ante él se extendía el paisaje virginal, misterioso y seductor de su esposa, envuelto en los rojos tonos sirena. Oh, qué fantástica sensación la de estrellarse contra ella por vez primera, pistola en mano, derramando sangre a su paso y marcando como suyo el territorio. Llegó el día en que logró levantar una pasarela en el puerto que le facilitara el acceso, aunque con ella llegó también una aceptación amarga y resignada de su presencia.
En suma: la excitación había desaparecido. Y así, siguiendo los pasos de los británicos de rostros enrojecidos, Jaginder había empezado a beber. Aunque no había duda de que la muerte de su hija había hecho las veces de innegable catalizador, en ocasiones se preguntaba si no había avanzado ya antes en esa dirección, arremetiendo con saña hacia su propia perdición. Durante esos insoportables instantes no le quedaba otra opción que la de ahogar sus penas en el vodka y recordar las historias de los días de gloria en los que el sol jamás se ponía. Sin embargo, con el paso del tiempo, después de haber visto muchas puestas de sol, y tras haberse perdido en una fría y desapacible neblina londinense, con el Johnnie Walker como única compañía, sentía nostalgia del inexorable calor del cuerpo de su esposa, de su embriagador caos calentado por el sol, de su multitud de colores y de sabores y sus indómitos manglares. Se dio cuenta de lo estúpido que había sido al pensar que podía vivir sin ella, pues no era nada sin su joya más preciada. Sin su Savita.
Tumbado junto a ella en la cama, una extraordinaria y familiar ternura se apoderó de él y puso un desacostumbrado cuidado al acariciar la curva de sus caderas, al tocar la suavidad de sus labios y apreciar el brillo de sus ojos antes de satisfacer su placer despacio, casi dolorosamente.
—Esto es lo que siempre he deseado —ronroneó suavemente al tiempo que hundía su rostro en el dulce olor almendrado que envolvía la cabeza de Savita.
—Por favor, Jaggi —susurró ella, cuyo cuerpo resplandecía con un ímpetu abandonado desde hacía largo tiempo en el tedio que se había apoderado de los días que habían pasado juntos—, no permitas que nada cambie esto.
—No lo permitiré —prometió Jaginder. Y hablaba en serio. Se juró que nada le separaría de Savita, ni sus miedos ni el pasado común. Perdido hasta lo más profundo en esa inesperada intimidad, no podía imaginar nada distinto.
—Jaggi —prosiguió Savita con un tono de voz más suave aún—, por favor, deja de beber. Hazlo por mí.
—Lo haré —prometió él. El afecto de Savita era una poción embriagadora que le daba vigor y fuerza. Y también algo que era aún más poderoso: esperanza.
En cuanto las piernas de ambos se entrelazaron, las manos de Jaginder acariciaron el fino cuello de Savita, el afilado promontorio de su clavícula, la sutil elevación del pecho. Sus manos descendieron sobre el cuerpo de su esposa hasta cerrarse sobre sus pechos y acariciar su maravillosa plenitud. Su lengua saboreó el sudor estancado entre los senos, avanzando sobre la piel de Savita hasta rodear uno de sus pezones con la boca. Y entonces, cuando empezó a succionarlo suavemente, el pequeño fantasma —que se cernía sobre la pareja desde un viso mojado— desató su venganza.
Los pechos de Savita dejaron escapar un abundante chorro de leche.
Jaginder cayó de espaldas, ahogándose. La leche, dulce, espesa y cruda, se le había quedado atragantada y había empezado a congelarse, a solidificarse. No podía expulsarla. No podía respirar.
Savita se incorporó y se cruzó de brazos, presa de la confusión. Sentía los pechos fríos como el hielo.
Balanceándose sobre las manos y las rodillas, Jaginder se había puesto azul.
—¡Jaggi! —gritó Savita, golpeándole en la espalda.
De pronto, Jaginder expulsó leche por la boca y por la nariz a la vez. Luego cayó al suelo y farfulló entre dientes.
—¡Qué te ocurre!
Savita cerró los ojos. Su rostro se cerró y lo mismo hizo su alma. En el breve segundo que tardó en comprender la implícita acusación de Jaginder se dio cuenta de que el reciente cariño mutuo que se habían demostrado había sido demasiado frágil para poder perdurar.
—¡Tú! —retrocedió antes de taparse con las sábanas—. ¡Tú has sido el que me ha hecho esto!
—¿Yo? —Jaginder se puso en pie despacio, como un león que acabara de olisquear en el aire la presencia de una presa—. ¡Son tus pechos!
—¡No hay forma de pararlo! —gritó Savita horrorizada. La leche manaba de sus pechos como si pretendiera dar testimonio de que no lo había hecho trece años antes. Savita se sintió sola, aterrada y fría.
Jaginder clavó en ella la mirada, atacado por un pánico cada vez mayor.
—Despertaré a Maji —dijo al tiempo que se limpiaba los restos de leche que había echado por la nariz.
A pesar de que era plena noche, Maji tenía la intuición de que estaba ocurriendo algo fuera de lo normal.
—No llaméis al médico —ordenó—. Nadie aparte de nosotros debe saberlo.
—¿Qué hacemos?
—¡Fuera de mi cuarto! —aulló Savita.
—Rezar —respondió Maji.
Las imágenes de Jesús y María que había visto en el adda de Rosie flotaron de pronto en la cabeza de Jaginder.
—Eso haré —dijo, sintiendo que el alivio calmaba su preocupación. Como siempre, su madre se ocuparía de todo. Jaginder podría escapar.
Maji arqueó una ceja incrédula sin apartar los ojos de su hijo antes de concentrar su atención en su nuera.
Hecha un ovillo, Savita se negó a recibir ayuda y lloró hasta quedarse dormida de puro agotamiento.
Mientras sus padres seguían inmersos en pleno frenesí amatorio, Nimish abandonó a hurtadillas su habitación y salió por la puerta lateral. A causa de las lluvias, durante las últimas tres noches Lovely no se había atrevido a acercarse al tamarindo. Impertérrito, Nimish estaba plenamente decidido a volverlo a intentar. Estaba preso de una inexplicable premura que le apremiaba a abordar de una vez a Lovely y confesarle su amor.
—Confesar o morir —murmuró entre dientes como si alguien hubiera pronunciado esas palabras a su oído dormido. Fuera, las lluvias caían sin piedad con toda su crudeza, acompañándole en su aventura como un firme tamborileo que marcaba sus resolutos pasos.
Un ligero resplandor se adivinaba en la ventana de Lovely. El tamarindo se agitaba y hacía restallar sus ramas a merced del diluvio como lanzando una advertencia. Un anhelo como no había sentido hasta entonces, un lamento que colmaba su corazón, cernió sus garras sobre Nimish. Antes incluso de saber lo que hacía, corrió hasta el extremo más alejado del jardín y se coló por el pequeño pasadizo abierto en el muro al tiempo que los jazmines trepadores le rozaban la cara, perfumando el aire con su intenso dulzor. El jardín trasero de Lovely se abrió ante él como un tapiz de oscuro anhelo oculto en la frondosa espesura.
Y entonces Lovely apareció de pronto como un ángel, avanzando de puntillas entre el fango y los charcos, no en dirección al tamarindo, sino avanzando inesperadamente hacia la verja lateral con una mochila cruzándole el pecho. Nimish sintió que se le inflamaba el corazón y tuvo que contenerse para no correr a su encuentro.
—¡Lovely!
Lovely se detuvo asustada al ver la figura que cruzaba el césped en ese instante.
—¡Soy yo, Nimish!
—¿Nimish?
Lovely fue hacia él mientras la feroz aria del monzón aullaba a su alrededor al tiempo que ambos se encontraban debajo del árbol. Nimish agarró a Lovely del brazo con un gesto vacilante. Tenía el rostro ensombrecido, colmado de deseo. La lluvia le había mojado las gafas, inutilizándolas por completo. Se las quitó y se las metió en el bolsillo. Sus ojos oscuros, con sus largas pestañas impregnadas de humedad, parecían llorar.
—¿Ocurre algo? —preguntó Lovely, mirándole a la cara.
—Sí, sí, sí —dijo Nimish, casi jadeante. «Confesar o morir.» Había planeado un millón de veces lo que estaba a punto de decir a Lovely, lo había escrito en papel, cambiando palabras, frases y memorizándolo todo para luego comerse el papel de modo que nada quedara de él. De haber sido un héroe de la gran pantalla, las declaraciones adecuadas saldrían de sus labios y después cantaría y bailaría una canción con Lovely antes de alejarse gloriosamente montado en su motocicleta con su amada agarrada a la cintura. Sin embargo, en ese instante, con el antebrazo de Lovely entre los dedos y sintiendo sobre la muñeca, cual suave abrazo la punta de la manga tachonada de diminutas cuentas de cristal, olvidó por completo las palabras que con tanto esmero había preparado.
La lluvia le golpeó el rostro, goteándole sobre el kurta, que brillaba fantasmagóricamente blanco en la oscuridad de la más oscura de las noches. Las palabras, los actos y los pensamientos prohibidos durante el día, cuando los mayores les observaban con sus ojos reprobadores y las normas sociales se imponían enérgicamente, quedaron en libertad bajo el tamarindo. Lovely se vio de pronto secando tiernamente el agua de lluvia del rostro de Nimish con el borde de su dupatta dorada, tocando por fin el rostro del joven con la sedosa tela que cubría su pecho.
Incapaz de proferir palabra, Nimish bajó los ojos.
—¿Nimish? ¿Qué pasa?
Nimish la cogió del brazo y el calor que manó de su mano penetró en la piel de Lovely.
—Nos hemos criado como hermanos, pero nunca te he considerado mi hermana.
—¿No?
—No —Nimish alzó decidido el rostro hacia ella—. Por favor, por favor, no me digas que tú sí me ves como a un hermano. Guárdate esas palabras para otro. No para mí. No para mí.
—Oh, Nimish —dijo Lovely, mirándole con ojos brillantes. Cuántas veces habían jugado juntos de pequeños, correteando por el jardín, o sentados bajo ese mismo árbol mientras los mayores dormían la siesta y él le hablaba enfebrecido de algún libro que había leído mientras ella acunaba flores doradas en las palmas de las manos, soñando despierta que estaba en otro lugar, lejos de su familia y en otra vida, en otra época. Aunque nunca, ni siquiera en un instante, se había visto lejos de Nimish. El estaba siempre presente en sus fantasías, de pie con su libro en la mano y las mejillas encendidas mientras hilaba para ella una historia. A medida que fueron haciéndose mayores, empezaron a pasar menos tiempo juntos. Aun así, Nimish le leía sus libros de vez en cuando, pues no tenía otro modo de comunicarse con ella que con aquellas entretejidas citas absurdas. Y sus historias habían llevado a Lovely a otros mundos, le habían dado lo que nadie más podía darle. ¿Por qué no lo había entendido hasta entonces?
—Cuéntame algo de tus libros —dijo Lovely—. Cualquier cosa.
Nimish inspiró hondo al tiempo que recordaba uno de sus poemas favoritos.
—«Pálidas manos, labios rosados, como las flores del loto que flotan en esas frías aguas donde solíamos morar»—recitó en voz baja del Pálidas manos que amé de Laurence Hope—. «Antes sentiros sobre mi cuello, aplastándome la vida, que ver cómo os agitáis en el aire, despidiéndoos de mí.» Lovely posó la mirada en el apuesto rostro de Nimish, reparando en él como si lo hiciera por vez primera.
—No, Nimish —dijo por fin—. No te veo como a un hermano.
A Nimish se le atragantó la sorpresa que le embargó al tiempo que un trueno barría el cielo. La furia de las lluvias colmó su ser de deseo y los latidos que recorrían el suelo mojado se convirtieron en el ferviente palpitar que sintió en el pecho.
—Lovely —empezó de nuevo, esperando obtener de ella otra promesa—, por favor, no aceptes ninguna de las propuestas de matrimonio que tía Vimla viene a discutir con Maji.
—No —respondió ella sinceramente, volviéndose a mirar sin querer a la puerta lateral del bungaló como si algo la esperara al otro lado—. Jamás fue esa mi intención. —Lo último que deseaba era casarse con alguien elegido por su hermano o por su madre, quienes habían hecho la vista gorda a la ira de su padre incluso cuando este les pegaba. Lovely había decidido encontrar el amor por sí misma, con sus propias condiciones. Quizá ni siquiera llegara a casarse. Esa noche había urdido un plan, y, aunque lo hubiera concebido torpemente, en el fondo Lovely sabía que ya no tenía más tiempo. Tocó con una mano la mochila que tenía apoyada contra la cadera y sintió que se le encogía el corazón.
Se cubrió el rostro con las manos y entonces, con los ojos cerrados, tocó con su frente la de Nimish. Así se quedaron bajo el tamarindo, aquel árbol colmado de espíritus, viendo cómo sus jóvenes corazones se abrían como flores al amanecer. «Si no es ahora, algún día, algún día», rezaba Lovely en silencio.
Nimish inclinó hacia atrás la cabeza de Lovely y unió sus labios a los de ella.
Y en ese instante una rama chasqueó contra el rostro de Lovely, haciéndole en él un corte tan fino como un cabello suelto.
—Debo irme —dijo Lovely, retrocediendo como si algo la hubiera picado. Se cubrió los hombros con la dupatta, tocando la inflamada línea roja que le cruzaba la mejilla y manchándose el dedo de sangre al tiempo que su cuerpo se tensaba, preso de una implacable oscuridad.
—Por favor, no te vayas —suplicó Nimish—. Lo siento. No pretendía...
Pero Lovely se volvió de espaldas y, envuelta en un halo de incertidumbre, no corrió hacia la puerta lateral sino de regreso al bungaló. Nimish intentó atrapar la punta de la dupatta con la mano, pero el diseño de hojas esmeraldas nadó sobre la palma de su mano cuando la sedosa tela se deslizó entre sus dedos.
Esa noche, otros miembros de la familia Mittal también se encontraban inesperadamente despiertos. Gulu, que somnoliento acababa de sacar el Ambassador del garaje, después de haberlo preparado para la excursión nocturna de Jaginder, se cambiaba en ese momento de ropa, poniéndose un dhoti seco. El cocinero Kanj y Parvati, despiertos por el rugido del motor del coche, volvían a poseer lánguidamente el cuerpo del otro bajo el suave tamborileo del agua contra el techo del garaje que ocupaban.
El fantasma, mientras tanto, se deslizaba silenciosamente de una cuerda de tender a otra, pasando primero a ver a Pinky y a Kuntal, que dormían en sus colchones, y dirigiéndose después a la habitación de los niños. Dheer roncaba entrecortadamente y Tufan no dejaba de moverse en la cama como si estuviera atacado por un mar de convulsiones. Nimish regresó a la habitación con las mejillas encendidas y se puso un pijama seco antes de acostarse con la mirada en alto como si rezara. El fantasma contempló casi anhelosamente a sus tres casi hermanos, estudiándolos con ávida curiosidad. Sonriente, se deslizó por la rígida tela de una de las camisas que colgaban de la cuerda. La habitación se enfrió de pronto. Nimish se cubrió con la sábana de algodón.
Al fondo del dormitorio, Dheer roncaba vorazmente. De repente su boca se cerró, se le hinchó la nariz y sus ojos se abrieron como por arte de magia. Se llevó entonces las rodillas al pecho y empezó a olisquear las sábanas. Percibió en ellas un olor almendrado. «Almendras y leche caliente», pensó, atacado al instante por un arrebato de hambre. «Y azúcar de caña.» Soltó un gemido de anticipación. Sin embargo, justo entonces un nuevo olor hizo su aparición en la mezcla original. Lo palpó con los dedos, recordando vagamente haber olido antes esa agridulce combinación. Metió la cabeza bajo la almohada y olfateó las sábanas con tal intensidad que empezó a hiperventilar. La chaqueta del pijama se le subió al cuello al tiempo que su rechoncho trasero le brillaba de sudor. El olor empezó a ganar en intensidad. Las aletas de la nariz de Dheer se agitaron, la boca se le llenó de saliva, se cerraron sus manos y su cabeza empezó a girar. «Fenogreco.»
Tufan despertó sobresaltado y se encontró tumbado boca arriba y sin aliento. Cuando intentó ver en la oscuridad, oyó los habituales jadeos de su hermano y el crujir de sábanas. También él olió algo, pero no fue el mismo aroma que su hermano intentaba distinguir. El suyo nacía en su propio cuerpo. Se le abrieron los ojos como platos cuando empezó a palpar las sábanas de su cama, aunque de un modo más deliberado que su hermano, hasta que su mano por fin se detuvo en la humedad que impregnaba la cara interna de sus muslos. Curiosamente satisfecho, se tocó enseguida el pene, que se había encogido hasta adquirir el tamaño de un achacoso ciempiés en el frío repentino de los pantalones del pijama. Por ser el menor de los gemelos, y por tanto también el menor de los hermanos, Tufan deseaba desesperadamente hacerse mayor, convertirse en un hombre y ser tomado en serio como Nimish. En ese momento sintió con un estremecimiento de vigor que su hora había llegado. Ya no tenía que despertarse y provocar el deleite de su órgano pues este había empezado a alcanzarlo por sus propios medios. Orgulloso de sí mismo, se llevó la mano a la nariz, pero cuando aspiró profundamente su propio olor, se dio cuenta horrorizado de que el olor que desprendía no era un indicador de su recién estrenada hombría sino un vestigio de su infancia, una pesadilla de incontinencia. Increíblemente, había mojado la cama.
Dheer empezó a jadear suavemente a medida que el amargo olor del fenogreco se le pegaba a la nariz, sofocándole en una oleada de náuseas. Había percibido esa mezcla de aromas agridulces en el cuarto de baño cuando no había podido pasar por alto los suaves pechos de Pinky pegados a su camisa y el aroma de talco que desprendía su piel. En aquella ocasión se había sentido no solo avergonzado y enojado, sino también excitado, emociones que había querido compensar cortando cualquier comunicación con su prima. En la cama, mientras intentaba respirar y se frotaba con furia la nariz, se dio cuenta de que se había equivocado. «¡Oh, Dios mío, era otra cosa!»
—¿Dheer? —Nimish salió de su ensueño. Aunque estaba acostumbrado a que sus hermanos hicieran toda suerte de ruidos extraños mientras dormían e incluso a ver caminar a Dheer en sueños, aquel jadeo estaba empezando a preocuparle—. ¿Estás bien?
Tufan se quedó totalmente quieto, aterrado al pensar que sus hermanos pudieran descubrir el accidente que acababa de sufrir. La orina había iniciado su fétido ascenso por su columna.
—No, no, no —gimió Dheer, echándose a llorar.
Nimish saltó de la cama y encendió la luz. El agua goteaba al suelo desde las cuerdas, dibujando una diagonal de intensa lluvia, aunque la colada había sido concienzudamente escurrida y colgada esa misma mañana.
—¡Qué pasa!
—No puedo... respirar.
—¡Tufan! Utho! ¡Ve a buscar a mamá y a papá!
Pero ni la alarma que se desprendía de la voz de Nimish ni la posibilidad de que Dheer pudiera morir lograron sacar a Tufan de la cama. Mantuvo los ojos firmemente cerrados, con la vana esperanza de que Nimish le dejara en paz.
—Tufan, perezoso idiota..., ¡despierta! —Nimish le arrojó un libro que dio en él con un golpe sordo.
—Maldito... —Tufan se sentó en la cama.
—Tanto... frío —gimió Dheer.
—Es el aire acondicionado. ¡Debe de estar al máximo! —gritó Nimish, cuyo aliento se congeló en cuanto apagó el aparato y envolvió a Dheer en un edredón—. ¡Cálmate! Respira despacio.
Dheer volvió a gemir. El olor era abrumador y denso, lechoso y amargo. Puso los ojos en blanco.
—¡Vamos, a qué esperas! —gritó Nimish a su hermano menor.
En cuanto Tufan entendió que Nimish estaba totalmente concentrado en Dheer, saltó de la cama y corrió a su armario de camino al pasillo, de donde cogió un kurta limpio.
Corrió luego a toda velocidad a la habitación de su madre, cruzando el comedor primero y dejando que sus pasos resonaran por el pasillo del ala este que llevaba a la habitación del puja a la que Maji se había retirado después de que Savita rechazara su ayuda.
—Oi —gritó Maji, despertando conmocionada del semitrance en el que la habían sumido sus plegarias—. ¿Quién anda ahí?
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —Tufan entró corriendo a la habitación de Savita y gritó desde la puerta—: ¡Dheer está mal!
Savita abrió los ojos con la esperanza de que los acontecimientos ocurridos horas antes hubieran sido tan solo una pesadilla. Enseguida se dio cuenta de que tenía empapada la parte delantera de la blusa y de que, aunque la leche había dejado de manar a chorros, seguía goteando. Se le velaron los ojos.
—¡Mamá!
Con un esfuerzo titánico, Savita se concentró en su hijo.
—¿Y ahora qué pasa? —gritó, resistiéndose a abrir la puerta.
—¡Ven, mamá! ¡Dheer no puede respirar!
Savita se espabiló al instante como si se hubiera echado agua fría a la cara. «Por fin ha venido a por el resto de nosotros», pensó. «El espíritu maligno del cuarto de baño.» Pegándose con fuerza un brazo al pecho, abrió de par en par la puerta y corrió a la habitación de los niños, pasando por delante de Maji y de una recién despierta Kuntal que se dirigían también hacia allí.
Dheer se había puesto violeta. Nimish le golpeaba en la espalda como si intentara ayudarle a expulsar algo que se le había quedado atascado en la garganta.
—¡Dheer! —gritó Savita. Olvidando durante un instante sus goteantes pechos, agarró a su hijo y empezó a sacudirlo.
Tufan se mantuvo inmóvil en un rincón de la habitación, mirando atemorizado su cama. El cocinero Kanj y Parvati, a los que había despertado Kuntal, entraron apresuradamente en el dormitorio.
—¡Haced algo! —aulló Savita.
—¡Hay que ponerle boca abajo! —ordenó Maji cuando por fin llegó renqueante.
Entre tres tuvieron que sujetar a Dheer de las piernas boca abajo. Nimish siguió dándole golpes en la espalda.
El abrumador olor a fenogreco hervido, que solo Dheer percibía, se había deslizado bajo los pómulos del pequeño, abriéndose paso hasta las sienes y palpitándole en la cabeza con una intensidad tal que por fin Dheer vomitó. El vómito —litros y litros de líquido— salía de su boca apestando a amargo fenogreco y a leche agria. El resto de la familia tuvo que contener las arcadas y se taparon la nariz.
El fantasma se deslizó hasta el ventilador del techo y se abrazó a una de las aspas que giraban lentamente. Su plateada mata de cabello brilló tras él en el aire como la luz del sol entre los restos de la niebla.
Minutos más tarde, Dheer, con un pijama limpio, se dejó caer en la cama y no tardó en empezar a roncar de nuevo. Kuntal se encargó de limpiar el vómito. El cocinero Kanj estaba ya en la cocina, hirviendo una cacerola con té. Maji se sentó sin demasiados preámbulos en la cama de Tufan.
Allí, bajo la luz amarillenta de la habitación de los niños, quedó revelada una trinidad de secretos largamente ocultos.
Recuperando la compostura, Savita bajó los ojos y reparó en los amplios anillos de humedad que rodeaban sus pechos. En los escasos segundos que tardó en cubrirse los senos con los brazos y salir corriendo del dormitorio, también el resto de la familia había reparado en ellos.
—Ve con ella, Kuntal —ordenó Maji con forzada calma—. Intenta ayudarla.
—Tengo que acostarme —chilló Tufan en un inútil intento por sacar a Maji de su cama.
—¿Qué le pasa a mamá, Maji? —preguntó Nimish mientras registraba su escritorio hasta que por fin encontró sus lentes. En cuanto se pasó las patillas tras las orejas, estudió la escena que tenía ante sus ojos. Había gran cantidad de sábanas amontonadas en un rincón. De la cuerda de tender que cruzaba en diagonal el dormitorio colgaban las prendas empapadas.
—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —replicó Maji, señalando a Dheer, cuyo pecho resoplaba atronadoramente en sueños.
—No lo sé —Nimish se llevó el dedo al centro de las gafas en un gesto que poco hizo por ocultar su culpabilidad—. Supongo que se ha atragantado.
El cocinero Kanj entró con la bandeja del té. Cuando Maji fue a coger una taza, reparó de pronto en la humedad que le había empapado el trasero. Se movió sobre la cama.
—¿Eh?... Yeh, kya hai?
Tufan salió disparado de la habitación y corrió al pasillo antes de que se desvelara el segundo secreto.
Parvati metió la mano bajo las enormes posaderas de Maji y palpó la cama.
—Está mojada.
Todos se volvieron a mirar la ropa colgada. Nimish recorrió con los ojos el montón de ropa empapada por la lluvia que había dejado en el rincón de la habitación y sintió que se le encogía el corazón.
Parvati sacó la mano de la cama y arrugó los labios.
—Chee! No es lluvia, soo-soo!
—¿Tufan ha mojado la cama? —dijo Maji, inspirando hondo—. Oi, sácame de esta cama y tráeme un sari limpio.
El cocinero Kanj empezó a recoger las tazas de té mientras Parvati levantaba a Maji de la cama. Aunque nadie dijo nada, todas las mentes presentes en el dormitorio intentaban poner en orden los inusuales acontecimientos de esa noche y recomponerlos como si de las piezas de un rompecabezas se tratara. El vómito de Dheer, la blusa empapada de Savita, la cama mojada de Tufan..., un trío de indómitos fluidos corporales.
—Todos a la cama —ordenó Maji como si las cosas pudieran volver a la normalidad con una simple orden. Se apoyó pesadamente sobre los hombros de Parvati.
Y, entonces, tan silenciosamente que en un primer momento nadie reparó en ella, Pinky entró en la habitación. Habiendo llegado allí en ese instante, vio lo que el resto de la familia no había visto: al bebé fantasma resplandeciendo en la cuerda de tender como una mariposa.
—Pinky, pequeña, vuelve a la cama —dijo Maji, suavizando la voz.
—¿Es que no lo veis? —susurró Pinky, señalando al ventilador del techo.
El bebé fantasma se incorporó sobre el aspa del ventilador como si acabaran de sorprenderle. Pinky y la pequeña se miraron. Durante un fugaz instante, las dos se ahogaron en los ojos de la otra.
—Kya? —preguntó Parvati, alzando los ojos—. ¿Otra gotera?
—Vuelve a la cama, Pinky —insistió Maji con firmeza. Pero hasta Nimish, que en ese momento apartaba la ropa mojada para poder ver mejor el ventilador, percibió cómo la voz de su abuela vacilaba durante una décima de segundo. El cocinero Kanj dejó la bandeja con el té en el suelo con un abrupto tintineo y giró hacia arriba su larguirucho cuello.
—¿Es que no lo veis? —volvió a preguntar Pinky. Aunque estaba pálida y macilenta, en sus ojos refulgía la determinación.
—Yo no veo nada —dijo Nimish.
—¡Pinky! ¡A la cama! —dijo Maji, esta vez con urgencia en la voz.
—Está allí, en el punkah.
—¿Quién? —preguntó Parvati, cuyos hombros empezaban ya a curvarse bajo el peso de Maji.
—La niña muerta —respondió despacio Pinky, desvelando el tercero y último secreto de la noche—. Ha vuelto.
RELÁMPAGOS SOBRE LAS PUERTAS VERDES
Durante un instante, Maji, Parvati, Kanj y Nimish entrecerraron los ojos. Acto seguido, Maji estalló en un arrebato de furia tal que el bungaló entero se vio sacudido por la fuerza de su ira.
—¡Ya estamos otra vez con esas estupideces sobre fantasmas! —tronó al tiempo que sus gigantescos carrillos temblequeaban y sus cabellos restallaban a su espalda.
—¿Un fantasma? —Nimish levantó las manos. Su cabeza era incapaz de imaginar lo que sus ojos no veían, incluso a pesar de los extraños acontecimientos de la noche.
El cocinero Kanj sacudió la cabeza.
—¿Una buena noche de descanso malbaratada por esto? —masculló, cortando el aire con una mano como si blandiera un cuchillo mientras cogía con la otra la bandeja con el té.
—¡Esta ahí! ¡Está ahí! —gritó Pinky. No pensaba dar su brazo a torcer, no cuando la seguridad de la familia estaba en peligro.
—Esto es lo que pasa cuando se consiente demasiado a los niños —masculló Kanj a su esposa.
—Nimish, llévate a Pinky a mi cuarto. ¡AHORA! —ordenó Maji—. Vamos, Parvati.
Pero Parvati no se movió.
—Yo la veo —dijo con firmeza sin apartar los ojos del ventilador del techo.
El cocinero Kanj soltó la bandeja con el té. Media docena de vasos de acero volaron por los aires, estampando el azucarado caldo contra la ropa colgada. Nimish soltó el brazo de Pinky y empezó a retirar la ropa de las cuerdas de yute. La respiración de Maji se hizo más pesada. El fantasma se había atrincherado en una oscura nube que tronaba sobre el ventilador del techo. Las aspas empezaron a girar a una velocidad cada vez mayor, rociando de agua fría la habitación y provocando un cortocircuito en la luz amarilla del centro.
—¡Fuera he dicho! —ordenó Maji.
Nimish no se paró a pensar si Maji le gritaba al fantasma o al resto de la familia mientras cogía a Pinky y echaba a correr con ella por el pasillo. El cocinero Kanj y Parvati les siguieron, llevándose con ellos a Maji casi a rastras. Sin ningún temor, Nimish volvió en busca de Dheer, que seguía sumido en un profundo sopor en su cama. Ni siquiera el inesperado diluvio le había despertado. Se reunieron todos en el salón, el único espacio del bungaló, con excepción de la habitación del puja, que estaba libre de las improvisadas cuerdas de tender. En el repentino silencio que siguió, esperaron, se preguntaron y desearon dar con una explicación a lo ocurrido.
—Trae una manta para Pinky, Parvati —dijo Maji tras entrar arrastrando los pies a la habitación con un sari seco—. Y un poco de té, Kanj.
El cocinero Kanj miró atemorizado al pasillo al fondo del cual vio resplandecer mortecina la luz de la cocina, proyectando un pálido rectángulo contra una pared oscura.
—Hahn-ji —dijo vacilante. Y entonces, viendo que su mujer desaparecía por el pasillo en busca de una manta bamboleando las caderas como desafiando a cualquiera que intentara acercarse a ella, Kanj se levantó el lungi, hinchó su cóncavo pecho todo lo que pudo y salió a paso rápido en dirección a la cocina.
—¿Maji? —empezó Nimish, rodeando a Pinky con el brazo. Pinky sintió su reconfortante peso y deseó más que nada en el mundo que el instante se eternizara para siempre.
—Nimish —respondió Maji en voz baja—, existe una explicación lógica. Tenemos que tener cuidado en no preocupar a tu madre.
Nimish asintió con la cabeza, recordando la blusa empapada de su madre. Savita estaba en un estado muy delicado. Pero ¿por qué? Se debatió con la pregunta, preso de un arrebato de rabia contra su padre. «¿Y dónde estaba el maldito borracho?» Nimish era lo bastante mayor para recordar la época en que las cosas iban bien entre sus padres, cuando Jaginder inspiraba respeto y admiración y Savita era feliz, tanto como lo había sido durante los últimos días. Menudo idiota había sido al creer que, en cierto modo, la relación había cambiado milagrosamente. Cierto, algo había cambiado, aunque en ese momento se dio cuenta con creciente temor de que no lo había hecho en la dirección que él había esperado. Una nube de oscuridad había empezado a expandirse por el bungaló, algo que Nimish ni siquiera podía empezar a imaginar.
—¿Qué está pasando?
A Maji se le hundió la piel sobre los huesos de la cara y los pesados pliegues de piel colgaron flácidos de sus brazos. Tras una larga pausa, posó la mirada en Pinky y confesó:
—No lo sé, beta, no lo sé.
Parvati volvió con la manta para Pinky y ayudó a Maji a limpiarse.
—Es el fantasma —le dijo Pinky a Nimish, aliviada al ver que por fin todo había quedado al descubierto.
Nimish le dio un apretón en el hombro y se dedicó a pensar, intentando encontrar un sentido a lo ocurrido durante la noche y decidir cuál era la mejor solución. Aparte de la tos de Pinky y del amortiguado entrechocar de platos y ollas del cocinero Kanj procedente de la cocina, el bungaló había quedado sumido en un inquieto silencio.
Afortunadamente, Savita se había perdido el drama final que había tenido lugar en la habitación de los chicos. Poco antes, Kuntal le había atado una dupatta de algodón alrededor del pecho hasta que la presión de la prenda había logrado detener la acumulación de leche que le inflamaba los senos. Savita estaba en ese momento acostada boca arriba, entre lágrimas y medio dormida, mientras Kuntal, sentada junto a ella, le acariciaba afectuosamente la cabeza y el cuello.
—Tengo que irme de aquí —sollozó Savita—. ¡Antes de que sea demasiado tarde!
—No hable así —intentó consolarla Kuntal.
—Mis niños —Savita la tomó del brazo al tiempo que un nuevo cargamento de lágrimas surcaron su rostro—. ¡Tengo que salvarlos!
Una expresión de furia desatada asomó a su rostro.
—Esa mocosa, esa Pinky..., ¡todo es culpa suya! Fue ella quien abrió la puerta del baño, ¿o no es eso lo que dijo Parvati? ¡Está ahí dentro, lo sé!
—¿Qué es lo que hay ahí dentro?
—¡El espíritu maligno que mató a mi pequeña!
Kuntal contuvo un jadeo.
—Tenemos que marcharnos de aquí esta misma noche —gritó Savita.
—Esperemos a que regrese sahib Jaginder —sugirió Kuntal—. Él sabrá qué hacer.
En cuanto oyó mencionar el nombre de su marido, Savita se enfadó.
—¡A él solo le importa su Johnnie Walker!
—¡Pero Savita-di, todos los hombres son unos borrachos! —dijo Kuntal, recordando una de las graves advertencias de Parvati sobre los hombres, aunque el cocinero Kanj fuera abstemio.
—Bas! —gritó Savita, quitándose la exquisita sortija de oro y diamantes del dedo—. ¡He terminado con él!
El fantasma se deslizó elegantemente por una de las cuerdas de yute de la habitación de los niños y quedó colgando boca abajo, con el pelo ondeando bajo su cabeza mientras hacía inventario de su obra. La habitación era un auténtico desastre. Las prendas mojadas arrancadas de la cuerda de tender se amontonaban a los lados del dormitorio, el suelo y los muebles brillaban a causa del reciente diluvio procedente del techo y la cama de Tufan impregnaba el espacio con un aroma nauseabundo. El fantasma no había pretendido llevar las cosas tan lejos esa noche ni revelarse tan pronto. No lo habría hecho de no haber sido por Pinky.
Pinky le había señalado acusadoramente, desvelando su presencia al resto de la familia antes de que él estuviera preparado para hacerlo. El fantasma se deslizó sobre la cuerda vacía hasta lo alto del armario, donde se había formado un pequeño charco de agua polvorienta, y se paró a reflexionar sobre la frágil alianza que había establecido con la pequeña. Todo había cambiado desde que Pinky había huido del cuarto de baño, negándose a ver lo que el fantasma llevaba una eternidad deseando mostrar: el final de la película, los últimos instantes de la vida del bebé, la verdad sobre su muerte. Abandonado en el cuarto de baño, el bebé había tomado una repentina decisión: seguir adelante por su cuenta. Y entonces, cuando Pinky había regresado de Mahabaleshwar cambiada como si hubiera vuelto a ponerse firmemente del lado de los vivos y había dicho: «No puedo creerte», el fantasma había sabido con certeza que había tomado la decisión correcta.
A pocos metros del bungaló, y perplejo ante la conmoción que se vivía en su interior, Gulu no quitaba ojo a las puertas verdes mientras chupeteaba un bidi como si el humo aspirado pudiera de algún modo mantenerle en calor mientras esperaba el regreso del Ambassador. Antes de lo esperado, sus oídos distinguieron el ronroneo del motor del coche sobre el atronador repiqueteo de la lluvia. Se apresuró a abrir las puertas. Los faros del coche le iluminaron durante un extraño instante antes de que el vehículo se deslizara hasta detenerse, lanzando al hacerlo un abanico de agua a su alrededor. Empapado, Gulu abrió la puerta, poniendo especial cuidado en proteger a Jaginder con el paraguas mientras le acompañaba hasta la galería.
—Oi, Gulu —dijo Jaginder en tono jovial—, ya ves: mis responsabilidades me han traído hoy a casa temprano. —No era la obligación lo que había impulsado a Jaginder a dar media vuelta de camino al adda de Rosie a altas horas de la noche y saciarse con una botella que llevaba escondida en el maletero del Ambassador, sino la permanente sensación de temor de la que estaba preso. Había abandonado a su esposa esa noche tal como lo había hecho la noche en que la hija de ambos había muerto.
—Sí, sahib —respondió Gulu, sujetando al tambaleante Jaginder por el codo.
—Créeme si te digo que no es cosa fácil asumir semejantes responsabilidades.
—Debo ocuparme del coche, sahib —respondió Gulu, secándose la cara con un paño húmedo antes de regresar bajo el diluvio.
Jaginder gruñó, recordando con repentina excitación cómo le había seducido Savita el día anterior. Esperó que quizá su esposa se encontraría mejor y estaría dispuesta a repetirlo. «Y qué más da si se le escapa un poco de leche», pensó. Entró despacio por la puerta sintiéndose curiosamente agotado y se le heló la sangre en las venas.
—¿Qué ocurre?
Maji, Nimish, Parvati, Kanj y Pinky estaban sentados en silencio.
«¿Habrá muerto Savita?» La imaginó tendida sobre un gran charco de leche y el pánico empezó a erizarle el rizado vello que le cubría el pecho. Se desabrochó los dos botones superiores del kurta y empezó a frotarse el pecho enérgicamente.
—¿Dónde estabas, papá? —se enfrentó a él Nimish, dejando a un lado la cautela que era habitual en él.
—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? —rugió a su vez Jaginder, volviéndose a mirar a su nuevo adversario. «El hijo de mi sangre. Vaya, vaya... Por fin se ha convertido en un maldito hombre.» De no haber estado tan borracho, quizá incluso habría dado una palmada a Nimish en la espalda.
—Parvati, Kanj... —empezó Maji, agitando ligeramente la mano a un lado y al otro. En cuanto captó el mensaje, Kanj se levantó en el acto, dispuesto a marcharse. Parvati, sin embargo, se tomó su tiempo, observando el drama familiar como si hubiera pagado un buen dinero para verlo.
—¿Dónde está Savita? —preguntó Jaginder con el rostro encendido a causa del esfuerzo que le suponía reprimir las emociones.
—Dormida. Exhausta.
Jaginder dejó escapar un profundo suspiro.
—¿Qué más te da cómo esté? —gritó Nimish—. ¡Nunca estás aquí cuando te necesitamos!
—¡Cómo te atreves!... —tronó Jaginder. «Maldición.» Había bajado la guardia demasiado pronto y no tenía ninguna réplica adecuada a punto. Aun así, no tenía la menor intención de permitir que nadie le pusiera en evidencia, y menos aquel listillo hijo suyo. Dio un paso adelante y golpeó a Nimish.
Sin embargo, Nimish fue demasiado rápido, y el impulso de Jaginder le hizo aterrizar en el sofá. «Maldición, maldición, maldición.» —¡Basta! ¡Los dos! —ordenó Maji. Nimish se sentó de golpe, apretando y relajando las mandíbulas de su delgado rostro.
En el techo apareció una nueva gotera y un chorro de agua de lluvia salpicó el suelo. Pinky siguió sentada en el sofá, observando a Nimish sin salir de su asombro. Tufan estaba sentado a su lado, celoso del valor de su hermano.
—Jaginder, eres mi hijo mayor y mi único varón. Tu padre y yo te lo hemos dado todo —dijo Maji, engullida de pronto en un torrente de añoranza por su marido fallecido—. ¿Y así es como te portas?
—¡Ma!
—Has sido totalmente irresponsable con tu familia y has deshonrado el nombre de tu padre.
La boca de Jaginder se movía enfurecidamente en un intento por articular un discurso que se escapaba a su control. Lamentó entonces haber terminado la botella de Johnnie Walker y no haber dejado de beber cuando todavía tenía la cabeza inmersa en aquel agradable zumbido. Maji levantó la mano para impedirle que siguiera poniéndose aún más en evidencia. Miró entonces a Nimish, y se dio cuenta de que él, más que ningún otro heredero de la estirpe de los Mittal, representaba el inquebrantable sentido del deber hacia su familia.
—Nimish —dijo muy seria con su voz grave—. Ha llegado la hora de que asumas tus responsabilidades.
—¡Qué! —tanto Nimish como Jaginder se mostraron igualmente destrozados al oír la noticia.
—¡Silencio! —ordenó Maji. Se llevó las manos a la espalda y se recogió el pelo en un moño tirante—. Esta noche me he dado cuenta de que hay que hacer algunos cambios, cambios que deberían haberse hecho hace ya tiempo. —Suspiró—. He sido demasiado indulgente. He dejado que las cosas lleguen demasiado lejos.
—Pero..., pero —tartamudeó Nimish, viendo cómo su vida se desvanecía en el opaco infierno de la dirección de la empresa de desguace familiar.
—¡No pienso permitir esto! —gritó Jaginder. «Así que entre todos lo tenían planeado», pensó, sintiéndose como si le hubieran soltado en mitad de una partida de ajedrez. «Después de todo, Nimish es un astuto hijo de perra.» Hizo crujir el cuello al tiempo que un plan difuso y torpemente pergeñado empezó a tomar forma en su cabeza.
—¿No crees que para ese astuto Laloo tus ausencias son un inesperado golpe de suerte? ¿Eh? —intentó razonar Maji—. Has expandido demasiado la empresa y él se encargará de encontrar en ella los agujeros como una rata.
—¿Y crees que Nimish sabrá qué hacer? —Jaginder le enseñó los dientes y soltó una risotada.
Nimish sintió trepar en su interior el ácido caliente de la ira. No quería tener nada que ver con la empresa de su padre, y aun así las palabras le abrasaron.
—¿Yo? ¡Y qué me dices de ti! Largándote por ahí para beber como si los demás no supiéramos la asquerosa verdad. —Ahí estaba, alto y claro: lo que les estaba matando a todos. Había dejado por fin de fingir. Jaque mate.
Pinky contuvo el aliento. Tufan vitoreó a su hermano. Se le ocurrió que si su padre había caído en desgracia lo mejor que podía hacer era ponerse de parte de su hermano.
—¡Fuera de mi casa! —ordenó Jaginder soltando pequeños espumarajos de saliva por las comisuras de los labios al tiempo que le daba una sonora bofetada en la cara a Nimish.
Nimish se tambaleó y sus gafas volaron por la habitación. De inmediato un salpicón de manchas rojas tiñó su pálida mejilla.
—¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Te he visto marcharte en plena noche! —gritó Pinky, enfrentándose a su tío—. ¡Te he visto!
—¡Tú! —los dedos de Jaginder se cerraron en un puño en cuanto escuchó el estallido de Pinky—. Pequeña desagradecida...
—Márchate ahora mismo —tronó Maji, clavando en él una colérica mirada.
Reprimiendo el violento impulso de saltar contra su madre y de —maldición— retorcer también el pescuezo de Nimish y de Pinky, Jaginder salió dando un portazo.
—¡Gulu! —ladró a la lluvia—. ¡Tráeme el Ambassador de inmediato!
Gulu estaba en el garaje, atendiendo amorosamente al empapado Ambassador en un intento por devolverle la salud: secando los asientos con suaves paños, recogiendo pequeños trozos de hojas y de arena que se habían colado debajo del parabrisas y en las hendiduras del capó, comprobando el nivel del aceite y mascullando palabras de consuelo.
—¡Gulu! —gritó Jaginder irrumpiendo en el garaje—. ¿Es que te has vuelto sordo?
—Sahib? —Gulu se adelantó un paso desde el coche, como deseando protegerlo de la ira de Jaginder.
—Me llevo el coche —gritó impaciente Jaginder—. Ve a abrir las puertas.
—Pero, sahib, todavía no he comprobado el motor.
Jaginder se acomodó en el asiento del conductor y encendió el motor amenazadoramente. Gulu salió corriendo del garaje justo delante del coche a tiempo para abrir las puertas de la calle.
El Ambassador se alejó envuelto en su propio rugido.
En el otro garaje acondicionado situado en la parte posterior del bungaló, el cocinero Kanj estrechaba con fuerza a Parvati entre sus brazos.
—¿De verdad había un fantasma?
—Siempre ha habido algo en el cuarto de baño.
—¿Y por qué nunca me lo habías dicho?
—Porque no nos permitían hablar de esas cosas. Savita empezó a tener miedo después de la muerte del bebé y mandaba cerrar la puerta con pestillo durante la noche. Maji lo prohibió al principio, pero Savita se negó a dormir en casa y se llevó a los niños al hotel Taj hasta que Maji dio su brazo a torcer. Y nos acostumbramos a vivir con los ruidos extraños que salían de las cañerías. Hasta ahora nunca había pasado nada.
—Hasta ahora —dijo Kanj.
—Sí, hasta ahora —respondió Parvati—. Trece años después. Porque se ha traspasado una frontera.
—Deberíamos marcharnos antes de que sea demasiado tarde.
—¿Eres un hombre o un niño?
—Pero es que están ocurriendo otras cosas extrañas. ¿No te has dado cuenta de que mis platos están siempre aguados?
—Por supuesto que me he dado cuenta.
—¿En serio? —los ojos de Kanj se abrieron como platos—. Maji me echará a la calle. Es mejor que me vaya yo antes.
Parvati chasqueó la lengua.
—Con fantasma o sin él, yo de aquí no me voy.
—¡No podemos vivir así!
—Yo no me voy —insistió Parvati, frunciendo el entrecejo—. Ya te he dicho que mis padres vinieron a visitarme convertidos en fantasmas, nah, provocando no pocos problemas. Me tiraban del colchón al suelo durante la noche. En aquel momento no tuve miedo, y no lo voy a tener ahora.
—Pero es que yo soy el que cocina.
—Con todo lo que está pasando nadie se va a dar cuenta.
Kanj pareció abatido.
—Vamos, vamos... —Parvati le tomó de la barbilla con un gesto burlón—. ¿No te has dado cuenta de que se me ha retrasado el período?
—¿Retrasado? —Kanj se esforzó por darle sentido a las palabras de Parvati—. Pero si nunca se te retrasa, ¿no?
—Hasta ahora, no.
Dicho esto, Parvati tiró de él hasta cubrirle con el rajai de algodón y apagó la luz.
En el salón, el pecho de Maji seguía resollando tras la marcha de Jaginder. «Oh, Omanandlal», invocó en silencio a su marido muerto, «ojalá estuvieras aquí para poder meter a tu hijo en cintura».
—Chalo, Pinky, ven a dormir a mi cama —dijo por fin, alzando la voz—. Tufan, sal de detrás de la puerta y ayuda a tu hermano a traer el rajai adicional de mi habitación. Podéis dormir en el sofá esta noche.
—¡No puedo dormir! —declaró Nimish. Tenía las mejillas encendidas y los lentes doblados y empañados con tantas emociones.
—Debes intentarlo.
—Pero..., ¿y papá? —chilló Tufan desde la puerta. ¿De verdad Maji había echado a su padre de casa para siempre?
—No te atrevas a pronunciar el nombre de tu padre delante de mí —ordenó Maji, enfadándose una vez más—. Nimish se pondrá al frente de la empresa. Mañana mismo me encargaré de dar las órdenes necesarias.
Nimish se vio abrumado por un torrente de desesperación. «No puedo permitirlo. No, no lo permitiré.»
Tufan corría de un lado a otro, llevando con él almohadas y edredones, encantado con la distracción.
Pinky ayudó a Maji a acostarse y se sentó a su lado.
—¿Me crees ahora?
Maji puso una cálida mano sobre la mejilla de la pequeña, pero eran tantas las cosas que se arracimaban en su cabeza que ni siquiera tuvo fuerzas para responder.
Ya era pasada la medianoche cuando Jaginder llegó a Bandra. El tráfico era fluido, pero cuando pasó junto al templo Mahalakshmi situado junto a Breach Candy se encontró de pronto intentando avanzar con el Ambassador por un corredor anegado en el que los niveles de agua se elevaban peligrosamente sobre las ruedas del vehículo. El Ambassador se detuvo de pronto. Entre maldiciones, Jaginder bajó del coche, apoyando una mano en el volante y la otra y el hombro en el marco de la portezuela, empujando el coche hacia un lado de la carretera lo mejor que podía mientras vadeaba en el agua. Tres empapados pilluelos, cuyas edades oscilaban entre los seis y los diez años, aparecieron desde detrás de una barraca para ayudarle a empujar.
—Jao..., ¡largaos! —les rugió Jaginder.
Pero, haciéndose los sordos, los pequeños empujaron aún con más ímpetu.
—¡Oye! ¿Te han regalado el coche tus suegros? —gritó un conductor que pasaba junto a ellos, lanzando un vulgar insulto tras bajar la ventanilla de su vehículo y sacar del todo la cabeza bajo la lluvia para dar mayor efecto a sus palabras. Los pilluelos se rieron encantados. Un coro entero de conductores que pasaban por allí se unieron a la fiesta, ofreciendo sus consejos y formulando comentarios similares para pasar el tiempo. Algunos incluso bajaron de sus coches, dejando el motor en marcha, para juntarse alrededor de un húmedo paquete de Wills Navy Cut, aspirando con fuerza para poder llenarse los pulmones de humo.
De pronto, aparentemente de la nada, apareció un avezado vendedor que sostenía en la mano un amplio paraguas negro y que llevaba una cesta de channa colgada al cuello. En un pequeño bote de arcilla colocado bajo la cesta quemaba madera, soltando humo blanco que envolvía en un suave resplandor el rostro del vendedor al tiempo que impregnaba la lluvia de un inconfundible olor a madera que despertaba los más latentes apetitos.
—Channa jor garam! —gritó el vendedor, ofreciendo sus especiados garbanzos en largos y estrechos cartuchos de papel de periódico—. Son solo veinticinco paisas por cada cartucho. —Los hombres compraron un cartucho cada uno y algunos desaparecieron en el interior de sus vehículos durante un instante para hacerlos avanzar apenas un par de centímetros. Los pilluelos, que se habían dado cuenta de que quizá no se les pagaría el trabajo, se pusieron nerviosos. El de diez años se mostró amenazador. Jaginder les compró unos cartuchos y les ordenó que se marcharan.
—¡Oye, vechi nakh! ¡Véndelo! —gritó un conductor que pasó lentamente con su coche por delante de ellos al tiempo que señalaba con el dedo el Ambassador inmovilizado.
—Sala tu tari ne vechi nakh! ¡Mejor vende tú a tu madre! —replicó Jaginder. Un coro de abucheos y vítores resonó entre los motoristas que pasaban en ese momento por allí, animando los ánimos de todos—. ¿Qué le voy a hacer? —preguntó a la multitud, gesticulando hacia el coche.
Los hombres le gritaron algunas sugerencias, varias gráficamente sexuales y en su mayoría inútiles. Luego, recordando sus obligaciones, despegaron en sus coches tras una última y larga calada a sus cigarrillos. Uno de ellos, vestido con una camisa ajustada de cuello grande y pantalones de poliéster, masticaba su cigarrillo de un lado a otro de la boca. Despacio, lo escupió al suelo.
—Arre, abre el bhenchod capó.
Jaginder le lanzó una mirada cargada de odio antes de abrir obedientemente el jodido capó.
—Conozco a un buen mecánico —anunció el hombre mientras escupía un chorro de paan rojo en un charco—. Muy bueno. Está tan solo a un par de minutos de aquí.
—Ve a buscarle —dijo Jaginder, dando su reticente aprobación, pues sabía que no tenía otra opción.
El hombre apareció media hora más tarde. A esas alturas, una nueva multitud se había congregado alrededor del empapado motor del Ambassador, estudiándolo con la misma atención con la que habrían visto Kanoon o alguna otra película de éxito. El supuesto mecánico, un hombre de una delgadez increíble y pómulos prominentes, llegó con una llave inglesa oxidada y un palo, en cuyo extremo se quemaban un montón de trapos aceitosos. Colocándose a una peligrosa distancia del motor de petróleo con los trapos en llamas, secó con mano experta todas las conexiones eléctricas. Jaginder saltó al interior del coche para probar el motor. Los hombres se retiraron cuando el Ambassador salió violentamente despedido hacia delante y acto seguido siseó hasta quedar sumido en un mortecino silencio.
El mecánico se encogió de hombros y golpeó el motor con la llave inglesa por si acaso. Decepcionados al ver que el espectáculo había tocado a su fin tan pronto, los hombres regresaron a regañadientes a sus coches y a sus solitarias vidas. Los ánimos se ensombrecieron. Otro motorista gritó algo y el mecánico agitó amenazadoramente en el aire su antorcha. Temiendo que pudiera llegar a prenderle el coche, Jaginder sacó varios billetes de su cartera. El primer hombre escupió atronadoramente en el suelo. Jaginder sacó otro billete de diez y los dos hombres se marcharon.
Jaginder se había quedado varado.
Gulu despertó sobresaltado. Con el corazón en un puño, miró el póster del betún Flor de Cerezo que colgaba cerca de su jergón hasta que logró calmarse. Los dos gatitos le miraban desamparados con las patas embutidas en unas lustrosas botas negras.
—Tum bhee..., ¿vosotros también? —preguntó Gulu con forzada alegría, acariciando con cariño sus hocicos de papel. Luego se sentó, frotándose enérgicamente la cara hasta que le dolió. Algo no iba bien. Pensó primero en Chinni, la prostituta de Falkland Road a la que visitaba los días que libraba, dos veces al mes, y con la que mantenía una tenue relación que a veces rayaba en el afecto.
Sin embargo, la última vez que Gulu había ido a visitarla, Chinni se había apartado de él.
—¡Le he visto! ¡Le he visto! —había exclamado ella, furiosa, tapándose los ojos con las manos.
—¿A quién? —había preguntado Gulu, sintiendo que el enfebrecido bulto que pugnaba en su dhoti estaba empezando a impacientarse.
—Al hijo que perdí —había gritado ella, ignorándole a él y a su bulto—. Ese bhenchod tío suyo le ha traído aquí aunque no es más que un niño. Mataré a ese bastardo la próxima vez que venga. —Y, como para probar que hablaba en serio, había sacado un cuchillo rampurí de veinte centímetros de debajo del catre.
«¿Habría cometido Chinni alguna locura?», se preguntó Gulu, sintiendo de pronto que las paredes del garaje se cerraban a su alrededor. Saltó del camastro al suelo, cogió el desvencijado paraguas y se acercó a la galería delantera. Tomó asiento en un taburete y entrecerró los ojos, forzando la vista en busca de los faros del Ambassador, decidido a espiar el regreso de Jaginder, e ir a ver a Chinni y asegurarse de que todo estaba en orden. En su próxima visita debería comprarle otra chuchería, quizá alguna pulsera de cuentas de colores.
Pasó una hora, quizá más, antes de que Gulu oyera por fin el ruido de un motor en la calle. Medio dormido, y todavía recostado contra la pared, se acercó a la puerta verde, descorrió el pestillo y abrió la cadena. La puerta se abrió de par en par con un reticente gemido, desgarrando el rítmico tamborileo de la lluvia como un perro herido. Gulu se secó los ojos y miró fuera. Le pareció distinguir una ligera luz al final de la calle. Empezó a sentirse aliviado, casi dichoso. Abrió la otra puerta de un empujón y ocupó su lugar en la entrada —de pie y erguido, a pesar de la escasa protección que le ofrecía el paraguas— para dar la bienvenida a su amado coche.
Esperó, y siguió esperando hasta que no pudo soportarlo más. Se asomó bajo la lluvia y miró expectante calle abajo. La luz llegaba desde allí, justo en el punto donde terminaba su campo de visión. Dio un vacilante paso adelante, volviendo a entrecerrar los ojos y aguzando el oído en un intento por oír más allá del repicar de la lluvia sobre el asfalto.
—¿Sahib Jaginder? —gritó a la oscuridad de la noche.
Una oscura figura apareció delante de la luz y empezó a moverse hacia el bungaló.
A pesar de la oscuridad, Gulu percibió dos cosas:
El cuerpo era demasiado delgado para ser el de Jaginder.
Y se movía, extrañamente impasible, bajo el diluvio.
Asustado, Gulu cerró una de las dos puertas, clavando con firmeza el seguro en el suelo. La figura pareció detenerse como si hubiera percibido el sonido y empezó a moverse más deprisa, casi como si flotara, al tiempo que el vivo resplandor que la iluminaba desde atrás proyectaba espeluznantes sombras sobre las desiguales orillas de la calle. Gulu arrojó el paraguas al suelo e intentó cerrar la segunda puerta, pero se había atrancado. El agua le azotaba la cara con tanta fuerza que apenas podía ver sus manos temblando con febril intensidad delante mismo de sus ojos. Un trueno rugió sobre su cabeza seguido de un estruendo aún más espantoso. Un aullido grave recorrió la calle, golpeándole los oídos con un sonido sobrenatural.
Gulu apoyó todo su peso contra la puerta y sintió por fin que esta cedía y se cerraba con un violento portazo. El estruendo fue tan solo igualado por otro grito, el que salió de sus propios labios, cuando sintió que el metal de la puerta le aprisionaba el dedo y se lo seccionaba de cuajo. Oyó que la cadena tintineaba contra el suelo al tiempo que notaba que un líquido caliente le bañaba la mano desde el dedo. Palpó a ciegas el asfalto empapado con la mano sana mientras seguía empujando la puerta con el cuerpo. Un chorro de agua se llevó su dedo bajo la puerta metálica y desde allí a la calle, donde giró frenéticamente hasta colarse en la alcantarilla desbordada. Se metió la mano herida bajo el sobaco y se secó los ojos desesperadamente, viendo en ese momento la cadena que se alejaba ya con la corriente. Abandonó entonces la puerta durante una décima de segundo y se lanzó sobre la cadena como lo habría hecho sobre un bote salvavidas en una inundación.
En cuanto se volvió, entendió que ya era demasiado tarde. La puerta se había abierto de par en par y, en el escaso segundo que siguió, iluminado por el rayo, vio el destello del palloo de un sari rojo como el fuego, un destello metálico, el gesto de bienvenida de dos brazos delgados. Una risa fantasmal surgió de unos labios sumidos en sombras.
—¡Avni! —gritó al tiempo que la cadena volvía a deslizarse entre sus dedos y él caía boca abajo contra el suelo duro y mojado.
UNAS BOTAS DE GOMA DE COLOR ROSA EN UN CHARCO
Acostada junto a su abuela, Pinky no había pegado ojo, temerosa y atenta al siguiente movimiento del fantasma e intentando encontrar una explicación lógica a la muerte por ahogamiento del bebé. «¿Estaría loca la ayah? ¿Es eso lo que el fantasma estaba intentando decirme?» Decidida a dar con el fantasma en cuanto la respiración de Maji se tranquilizara, escuchó sin demasiado entusiasmo los movimientos de Gulu procedentes del exterior, el gemido de las puertas al abrirse, la voz de Gulu llamando en la noche. Y entonces llegó aquel espantoso alarido seguido inmediatamente de pasos a la carrera.
—¡Qué! ¡Qué! —Maji despertó sobresaltada al tiempo que Pinky la arrastraba fuera de la cama.
Contemplaron la escena desde la galería.
El cocinero Kanj corrió hacia la puerta principal.
—¡Se ha caído! —gritó Nimish, que había llegado antes que ellas.
—¿Quién anda ahí? —gritó Parvati en la oscuridad, cogiendo el maltrecho paraguas del camino de acceso a la casa. Una oxidada punta metálica brilló a la luz de la luna, llamando su atención. Apartó la caracoleante hiedra y las flores del jazmín y se encontró con una deteriorada placa metálica que tenía inscritas las siguientes leyendas: «La Jungla» y «Bautizada en 1825». Y, justo debajo, una senda de huellas perfectamente formadas relucían de manera visible en la calle a pesar de los torrentes de agua que la anegaban. Parvati se inclinó hacia delante para inspeccionarlas mejor y pudo ver seis dedos claramente distinguibles en la huella izquierda. Contuvo el aliento en cuanto supo sin la menor sombra de duda quién había sido la responsable del accidente de Gulu. Justo entonces, como si hubieran sido tan solo un espejismo, las huellas se desvanecieron.
—¡Parvati! —la llamó Kanj, viendo a su esposa agachada junto a la puerta con la mano sobre la boca—. Tum theek ho?
Parvati se levantó al instante y asintió con la cabeza, alejándose apresuradamente de la puerta sin dejar de mirar atrás y estudiar el denso follaje a su espalda, como si intentara percibir algo en las goteantes hojas y en las flores firmemente cerradas. Solo cuando por fin llegó a la galería, bajo la mortecina bombilla amarilla que parpadeaba vacilante, centró su atención en Gulu. Entonces dejó escapar un grito desgarrador.
—¡Su dedo! —chilló Nimish, reparando de pronto en la sangre.
—¡Llevadle dentro! —ordenó Maji al tiempo que gritaba a Parvati que fuera en busca de toallas limpias, unas gasas y su provisión personal de aspirinas. El cocinero Kanj corrió hacia la cocina, de donde regresó con un tazón de acero lleno de pasta de cúrcuma que aplicó generosamente en el muñón de Gulu como antiséptico, y con un tazón de nimbu-pani que vertió en la boca abierta del chófer. Gulu escupió, recuperando la conciencia.
—Fuera —gimió, intentando señalar con uno de sus dedos intacto.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó Savita entrando apresuradamente en la habitación y confundiendo el comentario de Gulu con una referencia a su marido ausente. Se volvió a mirar por la ventana y, tras maldecir a Jaginder, agitó enloquecidamente los brazos hasta que Kuntal la condujo a un asiento y empezó a darle un masaje en los hombros.
—La puerta —volvió a gemir Gulu.
—¡Tenemos que marcharnos! —aulló Savita mientras la leche empezaba de nuevo a empaparle la blusa, mareándola y debilitándola—. ¡Tenemos que irnos antes de que sea demasiado tarde! ¡Nimi, tráeme el bolso y el chal!
—¡Mamá!
—¡Vamos!
Nimish salió de la habitación. A Dheer, que no había tardado en quedarse dormido en el sofá, le despertaron las demandas de su estómago. Sin preocuparse tan siquiera de disimular un exagerado bostezo, se desperezó y se dejó caer al lado de Tufan, que estaba acurrucado debajo de una sábana.
—Debe de haber tropezado en la lluvia y se habrá pillado el dedo —declaró Maji.
—Gulu no resbaló —dijo Parvati, de pie y cruzada de brazos. Estaba harta de las mentiras y secretos de la familia, sobre todo teniendo en cuenta que el pasado por fin había regresado, dejando sus húmedas huellas al otro lado de la puerta como un mal augurio. Sin embargo, al volverse a mirar a Kuntal y ver el rostro ceniciento de su hermana, se mordió el labio y decidió no desvelar la verdad. «Kuntal no debe saber quién ha venido hasta la puerta, sobre todo después de lo que ocurrió entonces.» Recordó la ceremonia de purificación que habían celebrado tras la muerte del bebé, impidiendo con ella que el espíritu de la ayah —vivo o muerto— volviera a entrar al bungaló. «Estamos a salvo de ella mientras no nos movamos de aquí.»
—¿Y luego qué? —preguntó Nimish—. ¿Qué ocurrirá ahí fuera?
—Ha sido el fantasma —mintió Parvati.
—¿El fantasma? —preguntó Savita, incorporándose en la silla.
—¿El fantasma? —repitió Tufan, saltando del sofá como si un fantasma acabara de morderle y corriendo a refugiarse en los brazos de su madre.
—¿Fuera? —exclamó Pinky incrédula. «¿Por qué? ¿Por qué iba a abandonar el bungaló después de todos estos años?» Maji lanzó a Parvati una mirada furibunda.
—Trae un poco de leche para los niños.
Parvati descruzó los brazos a regañadientes antes de salir en dirección a la cocina.
—¿Un fantasma? —preguntó de nuevo Savita. De pronto tomó conciencia de que lo que había al otro lado de aquella puerta era aún más terrible de lo que había creído durante todos esos años—. ¡Dheer! ¡Nimish! —gritó—. ¡Venid aquí ahora mismo!
Dheer se acomodó junto a su madre. Nimish regresó con su chai y el bolso.
—¡Ve a ver si la puerta del cuarto de baño está cerrada! —le gritó a Parvati—. ¡Asegúrate de que lo está!
Pinky cogió sus botas de agua rosas y salió de la habitación sin ser vista, aprovechándose de la conmoción reinante.
—¿Ha sido el fantasma? —apremió a Gulu el cocinero Kanj, agachándose a su lado.
—¿Un fantasma? —Gulu parecía confundido. Estaba pálido. En el paño que le envolvía la mano habían aparecido ya pequeñas salpicaduras rojas de sangre.
—Está abierta —dijo Parvati, regresando con una bandeja de leche malteada Horlick.
—¿Galletas también? —logró preguntar Dheer a pesar del terror que le embargaba.
—Ella ya ha salido —declaró Parvati—. Lo sé.
—¿Ella? —jadeó Savita. ¿Era acaso posible que hubiera estado equivocada y que la presencia que moraba en el cuarto de baño no fuera el espíritu maligno que había matado a su bebé sino...?
—¡Parvati! —la advirtió Maji.
—¡No! ¡Dímelo!
—Pinky vio algo —dijo Maji desestimando la cuestión con un gesto de la mano—. No es más que una niña.
Savita se aferró al palloo del sari de Parvati.
—¿A quién?
—¡A su bebé!
Savita chilló con tal intensidad que a Dheer se le atragantó la leche. Densos chorros de líquido burbujeante salieron despedidos de sus fosas nasales.
—¡Basta de tonterías! —ordenó Maji.
—¿Dónde está? —gritó Savita poniéndose en pie con la mirada enloquecida—. ¿Dónde está? ¡Quiero ver a mi pequeña Chakori!
—¡Mamá! —chilló Tufan al tiempo que Nimish obligaba a su madre a sentarse en el sofá.
—Compórtate, Savita —ordenó Maji—. Tu pequeña está muerta.
—¡Ha venido a buscarme! ¡Sabía que vendría!
—Mamá, has perdido el juicio —gritó Nimish, envolviéndole los hombros con el chal.
—Nos quedamos —anunció Savita a Nimish, sacudiéndose de encima el chal—. Mi pequeña ha venido a buscarme.
El cocinero Kanj volvió a sacudir a Gulu, esta vez más enérgicamente.
—¿Ha sido el fantasma?
La mente de Gulu intentó dar sentido a la pregunta de Kanj y responder a lo que había ocurrido esa noche. En la confusión que reinaba en su cabeza, estaba seguro de dos cosas:
Avni, la ayah del bebé muerto, había regresado.
Y la segunda era que él no pensaba decírselo a nadie.
—No —dijo alzando la voz—. Simplemente... resbalé.
—¿Qué os había dicho yo? —tronó Maji, soltando un sonoro suspiro.
—¿Dónde está Pinky? —preguntó de pronto Dheer.
Todos callaron y miraron en derredor.
—¡Pinky! —gritó Maji, echándose hacia delante sobre la tarima—. ¡Pinky!
No hubo respuesta. Maji envió a Kuntal y a Nimish a registrar el pasillo del ala este pero regresaron negando con la cabeza. Parvati y Kanj registraron juntos el resto del bungaló, aunque con idéntico resultado. El gigantesco pecho de Maji empezó a inflamarse al tiempo que se levantaba de la tarima.
—¡Pinky! —volvió a gritar.
—Quizá haya salido —sugirió Nimish.
—¿Fuera? —preguntó Gulu, recordando de pronto su aterradora experiencia junto a las puertas.
—¡Oh, Dios, no! —gritó Parvati, corriendo hacia la puerta.
—¿Dónde está? —chilló Maji, lanzándose hacia la puerta principal con el bastón en la mano—. ¡Pinky! ¡Entra! ¡Kanj, encuéntrala!
Kanj dio un vacilante paso hacia la galería.
—¡Pinky! —Maji corrió frenética en dirección a la puerta, derribándole al pasar. Gulu, Parvati y Nimish estaban a su lado, los cuatro empujando la puerta en un intento por abrirla.
La cadena estaba hundida en un charco de agua.
Un poco más allá había dos botas de agua rosas caídas en un charco.
Pero Pinky había desaparecido.
CAUTIVO EN UNA NOCHE DE LLUVIA
Después de haber cerrado las puertas del Ambassador y tras haberlo abandonado en la cuneta, Jaginder logró que le llevaran bajo el tormentoso anochecer dejando atrás Cumbala Hill, su propia casa de Malabar Hill, y seguir en dirección sur hasta Churchgate Station, situada en Churchgate Street. Justo delante de la estación había una pequeña tetería, la Asiática, en la que un puñado de ancianos leían The Evening News, un grupo de estudiantes devoraban sus ejemplares de Gorki, Chéjov y Turguénev, y algunas parejas de recién casados entraban y salían con cautela de los cubículos cerrados y apartados, discretamente conocidos como «salones familiares». Incluso a esas horas de la noche, la Asiática rezumaba una energía relajada y amigable.
Jaginder pasó despacio junto a la barra alta de mármol tras la cual el dueño, iraní, vestido con un fino pijama de muselina blanca, una camisa kurta de cuello triangular y la zoroástrica cuerda sagrada sadra anudada a la cintura, estaba sentado en un taburete alto mientras completaba una transacción.
—Un peela hathi, un elefante amarillo —dijo un joven, señalando una cajetilla de cigarrillos de la marca Honeydew que tenía la imagen de un elefante impresa en la parte delantera.
El dueño alargó la mano para alcanzar la cajetilla de diez cigarrillos y luego, tirando de un cajón que tenía debajo de la barra, puso el dinero en una de las seis pequeñas ranuras del cajón, cada una de las cuales contenía una denominación distinta, desde las diminutas monedas de dos paisas a las rupias de gran tamaño con el perfil de la cabeza del rey Jorge en una cara.
Jaginder se colocó detrás de la barra sin apartar los ojos del aparador donde estaban los cigarrillos: los Gold Flake y los Capstan, los más caros, estaban colocados juntos en lo más alto, apoyados por filas de Charminar, Honeydew, Scissors, Cavenders y Panamas, estos más económicos. Los cartones de Passing Show, que mostraban un miserable pavo con sombrero de copa, llenaban el estante inferior.
—Un Gold Flake —dijo, mirando el cartel descolorido que colgaba detrás de la barra que anunciaba: «Will's Gold Flake: el cigarrillo que popularizó el tabaco».
El dueño sacó un cigarrillo de una lata de cincuenta y se lo dio.
Jaginder encontró una mesa redonda de mármol vacía y ocupó una enclenque silla de madera en cuyo respaldo superior pudo leer: «Hecha en Checoslovaquia». Encendió el cigarrillo y se preguntó durante un breve instante quién podía tomarse la molestia de importar esas sillas raquíticas de un país comunista tan lejano. Sus ojos repararon en uno de los largos espejos verticales incrustados en el revestimiento de madera que cubría por completo las paredes. En lo alto del espejo leyó: «DISCULPEN, PROHIBIDAS LAS PELEAS, SENTARSE DURANTE MUCHO RATO, ALZAR LA VOZ, PEINARSE, ESCUPIR, HABLAR DEL JUEGO, DAR AGUA A PERSONAS AJENAS AL LOCAL, PREGUNTAR DIRECCIONES, PONER LA PIERNA ENCIMA DE LA MESA». Más abajo vio el menú entero garabateado con tiza mojada: Té 10 p, Café 20 p, Khari 10 p, Pastas 25 p, Brun maska 50 p, Tortilla (de un huevo) 50 p, Tortilla (de dos huevos) 90 p, Coca-Cola, Gold Spot, Mangola, Ice Cream Soda, Refresco 25 p.
—Ek brun-maska aur chai, malai mar ke —gritó, pidiendo uno de los populares panecillos con mantequilla iraníes que Rustom, el hombre de mediana edad al que pertenecía el local, preparaba allí mismo hasta que hacía poco su mujer había fallecido. Desde entonces los panecillos y otras exquisiteces llegaban a la tetería en una caja de latón con un ciclista desde Maqdoomia, una pequeña y emprendedora panadería situada en Dharavi, uno de los suburbios de chabolas más grandes de Bombay. Jaginder hojeó un montón de periódicos que alguien había dejado sobre la mesa: el Times of India, el Indian Express y el Free Press Journal, todos ellos en inglés; el Jaam-e-Jamshed y el Blitz, un semanario comunista, ambos en parsi. En las páginas interiores del Blitz le llamó la atención un titular: «¡Lingote de oro hallado después de dieciséis años!».
La explosión del vapor norteamericano Fort Stikine en los muelles de Bombay en 1944 —informaba el artículo—, se recuerda no solo por la devastación que trajo consigo sino también por un misterio sin resolver acerca de un lingote de oro macizo de 13 kilos. La explosión provocó una ola de tales proporciones que depositó los 1800 kilos de la popa del vapor en el techo de una chabola. Los muelles ardieron, convertidos en un auténtico infierno. Aun así, el lingote de oro jamás apareció. Expertos oceanógrafos afirmaron que se lo habían llevado las corrientes submarinas. Sin embargo, ayer un hombre fue sorprendido intentando sacar del país un lingote de oro con una marca identificatoria muy similar.
Jaginder dejó el periódico sobre la mesa y suspiró, cavilando sobre su propia desgracia. «¿Cómo había podido deteriorarse todo tanto?» Pensó en Savita y en su dolorida voz ordenándole que la dejara en paz. Su propio hijo le había humillado. Por increíble que resultara, su madre le había echado de casa. Apretó los dientes. Ni siquiera era capaz de imaginar cómo recuperar el afecto de Savita, el respeto de su hijo o el aprecio de su madre. Sin embargo, retener la posesión de la empresa familiar era algo que todavía estaba a su alcance. Simplemente necesitaba conseguir los documentos necesarios para asegurarse de que su madre dejara de intervenir en el negocio.
Se acordó de que su padre, Omanandlal, había sido un anciano respetado en la comunidad hasta el día de su muerte. Los hombres a menudo llegaban desde muy lejos para buscar su consejo en asuntos de negocios y a veces aparecían acompañados de damas deseosas de discutir discretamente con Maji alguna cuestión doméstica. Jaginder había heredado ese inmenso imperio, el dinero y los contactos, el respeto y también la admiración. Y los había seguido cultivando con sumo cuidado para poder así legarlos a sus hijos. Todo había salido según lo previsto. Y entonces su hija había muerto.
Rustom llegó con el pedido de Jaginder: té con una nube de nata preparado en un samovar de cobre y acompañado de un panecillo duro con mantequilla.
—¿Le ha pillado la lluvia? —preguntó el dueño del local con un tono amistoso que desmentía su rostro carente por completo de expresión. Sus buenos tiempos, cuando junto con sus compadres se reunía alrededor del té para recordar la vida que habían tenido en la vieja ciudad de Fars, habían quedado atrás. Ahora cualquier maldito iraní era dueño de su propia tetería. Lejos quedaban también los días en que servía el té en tazas rosas para los cristianos y para los zoroastrianos, floreadas para los hindúes y blancas para los musulmanes. Mahatma Gandhi se había encargado de ello. Desde entonces, Rustom simplemente se dedicaba a matar el tiempo. Sus antiguos amigos parecían haberse vuelto más innovadores que él. Uno de ellos vendía tartas de boda de cuatro pisos y otro había logrado que su tienda se utilizara como decorado para una popular película hindi.
—Se me ha quedado parado el coche no muy lejos de aquí —respondió Jaginder.
—Ah —Rustom se rio entre dientes, compasivo. Llevaba los pantalones del pijama por debajo de su oronda tripa, arrugados en la entrepierna de modo que se le habían levantado hasta dejar los tobillos a la vista, revelando unos pies peludos embutidos en unas chappals—. Mal momento para conducir. Mejor caminar.
—Vivo demasiado lejos para caminar —replicó Jaginder, manoseando el panecillo.
—Ah —volvió a reírse por lo bajo Rustom—. Encenderé el ventilador..., se secará en un periquete.
Mientras se alejaba, señaló al techo donde, de un largo tubo metálico, colgaba un ventilador, una reliquia de la época británica dotado de un gran motor ventilado y aspas extralargas. El ventilador empezó a girar con un repetido crac, crac, crac. Poco a poco fue cogiendo velocidad hasta que pareció un helicóptero cuyo ensordecedor fiu, fiu, fiu, amenazaba con hacer volar los periódicos en cada una de sus rotaciones.
Jaginder se echó a temblar y agitó la mano para captar la atención de Rustom. Detrás de la cabeza del dueño había un cuadro enmarcado e iluminado por una bombilla roja de un zoroastra barbudo con la cabeza envuelta en un turbante blanco y la mirada levantada hacia el cielo de un sorprendente parecido con Jesucristo. Encima vio una fotografía de Mohamed Reza Pahlavi, el sah de Irán, regio con el uniforme salpicado con una colección de brillantes medallas y una banda roja cruzándole el pecho, adornada con su correspondiente espada envainada y fajín. Llevaba los cabellos negros y plateados perfectamente aceitados tras las orejas y el rostro ocupado únicamente por unos ojos tensos y duros y unas pobladas cejas.
Rustom reparó en el gesto de Jaginder y le dedicó una gran sonrisa, haciendo desaparecer brevemente su fino bigote bajo su bulbosa nariz.
—¿Ya se ha secado? —le gritó, apagando el ventilador.
—Sí, gracias —respondió Jaginder, ajustándose el abrigo sobre el pecho.
Se llevó la taza de té a los labios. «Mañana por la mañana me haré con el maldito control», pensó. En cuanto lo pensó supo que un acto semejante era del todo imperdonable, una traición sin vuelta atrás. Traicionar a una madre era el peor de los pecados. Aun así, no podía ceder a los deseos de Maji, abandonar el timón de la empresa y dejar que su hijo adolescente le arrebatara el puesto. Estaba atrapado, como un animal salvaje a merced de un despiadado cazador.
Cuando el líquido caliente le quemó la garganta, supo que su única elección era luchar.
Horas antes, esa misma noche, en el caos que reinaba en el bungaló, Pinky había salido sigilosamente hasta las puertas verdes en busca del fantasma. Inesperadamente, una joven había emergido desde la oscuridad al mortecino charco de luz que proyectaba la galería.
—¿Lovely didi? —Pinky retrocedió hacia el bungaló al tiempo que un escalofrío le subía por la columna—. ¿Qué pasa?
—¡Ven! —la apremió Lovely casi frenéticamente.
Pinky clavó los ojos en ella. No iba vestida con un salvar kameez de algodón como correspondía a esas horas de la noche, sino con uno de chifón, empapado y ostensiblemente desgarrado. La dupatta de seda se le ajustaba al pecho, acentuando la silueta de sus grandes senos y mostrando el pájaro dorado incitantemente anidado entre ellos. Sus densas trenzas, normalmente sujetas a la cabeza, le caían sobre la espalda como un chal deshecho, y sus labios, habitualmente sin una sola gota de color, estaban emborronados de brillo y el color le manchaba la barbilla como una herida. Una bolsa de lona colgaba pesadamente sobre sus caderas. Sin embargo, hubo algo más que a Pinky se le antojó extraño. La voz de Lovely le llegó tensa y arenosa.
—¿Te encuentras mal, didii —preguntó Pinky—. ¿Le ha ocurrido algo a tía Vimla?
—¡Ven, por favor! —le suplicó Lovely, dando un paso hacia ella con la mirada fija aunque espeluznantemente desenfocada.
Un perro vagabundo que olisqueaba en ese momento las cloacas en busca de basura se apartó de ella, gruñendo y enseñando los dientes.
—Ven, entremos —dijo Pinky, volviéndose para regresar al bungaló.
—No —respondió Lovely, tomándola del brazo y tirando de ella hasta una motocicleta roja que esperaba en la cercana oscuridad—. Ya no puedo volver atrás.
Las botas de goma rosas de Pinky salieron volando por el aire en cuanto Lovely pisó el acelerador, aterrizando en un charco junto a las puertas verdes. Lovely se lanzó a toda velocidad cuesta abajo por la empinada colina, alejándose de la luz de la galería que resplandecía taciturna envuelta en una niebla de insectos y en dirección al océano.
—¡Didi! —gritó Pinky, agarrándose a la cintura de Lovely—. ¿Adónde vamos?
—A la libertad —respondió Lovely mientras los hogares de ambas se perdían sobre Malabar Hill hasta dibujar una bóveda luminosa que se alzaba en el aire como intentando tocar el cielo tormentoso.
La puerta de la Asiática se abrió de par en par para dar paso a un muchacho flacucho con aspecto de pirata español.
—¡Inesh! —se oyó rugir a la mesa de estudiantes, celebrando poder distraerse así de su aburrida discusión sobre autores rusos.
—¡Se ha ido! ¡Se ha ido! —les gritó el muchacho, volviéndose a mirar hacia la puerta como si le persiguieran. Inesh, con el pelo largo recogido en una coleta, aros de oro colgándole de las orejas, una ancha camisa blanca que navegaba sobre su magro pecho y unos estrechos pantalones de cintura baja ajustados a las piernas, cogió una de las raquíticas sillas y la hizo girar sobre sí misma antes de tomar asiento. Tras colocar los pies embutidos en unos puntiagudos zapatos negros de tacón cubano en el borde de la silla, se inclinó sobre la mesa y encendió un cigarrillo con gesto vacilante.
—¿Qué pasa ahora, Inesh? —bromeó uno de sus amigos que llevaba el pelo cortado al cepillo como un marine norteamericano—. ¿No estarás intentando patao otra chica?
—Espero que esta vez tenga más suerte —dijo un muchacho gordo con las mejillas salpicadas de restos de pasteles—. La última vez tuviste que saltar desde la ventana de un segundo piso para evitar que te pillaran.
—Eso tampoco es tan raro —bromeó el del corte al cepillo—. ¡Inesh siempre sale volando por la ventana de la cantina cuando el decano Patel aparece para ver quién está haciendo novillos!
Una carcajada recorrió la mesa.
—Idiotas —Inesh le echó al gordo una bocanada de humo—. Me he enamorado.
—¿Otra vez? —preguntó Corte al Cepillo—. ¿De quién se trata ahora?
Inesh vaciló.
—Oh, vamos, yaar —se burló Corte al Cepillo—. ¿No será de esa tal Lovely?
Inesh bajó la cabeza.
En la mesa contigua, Jaginder aguzó el oído.
—¿No es esa la belleza que trajiste aquí después de que te salvara la vida? —preguntó un tercero que llevaba una camisa ajustada medio desabrochada, dejando a la vista un pecho desnudo y una cadena de oro.
—Sí —respondió Inesh, pensando en la niña de sus ojos, en su Triumph roja de 500 cc que adelantaba como una exhalación a las Rajdoot, las Jawa y las Royal Enfield que quedaban ahogándose tras su estela. Había conseguido la moto gracias a un golpe de suerte, comprándosela por 6400 rupias a un piloto aéreo inglés.
Una semana antes, mientras Inesh iba en su Triumph bajo las lluvias torrenciales, frenó en seco cuando una frenética voz le gritó que se detuviera. Y en ese momento lo vio: un cable eléctrico que acababa de desprenderse a escasos centímetros de su cuello. Se volvió hacia la voz que le había salvado la vida y cuál fue su sorpresa cuando vio que pertenecía a una diosa envuelta en oro. Lo único que alcanzó a decir fue:
—¿Te puedo invitar a un té?
Aunque Lovely había rechazado su invitación y había seguido caminando en dirección al campus de la Universidad Femenina del SNDT sin mirarle, él había insistido.
—Vamos —había intentado convencerla—, te llevaré en la moto. Es la única de su género que hay en toda Bombay. ¡Hasta te enseñaré a llevarla!
Inesh vio que los ojos de la joven se posaban sobre la reluciente moto. Luego, con gesto vacilante, tendió la mano para acariciarla. Entonces, con la mirada brillante de posibilidades, subió a la moto tras él con las dos piernas a un lado y agarrándose castamente a su cintura con una sola mano. Inesh la había llevado a la Asiática con el corazón henchido de orgullo mientras ella no había dejado de reír durante todo el trayecto, abandonada a la excitación del momento.
—Esta noche he ido a Malabar Hill, pero...
—O sea, que otro te la ha quitado, ¿no? —le provocó el Gordo.
Ajeno por completo a las miradas encolerizadas del dueño iraní, Corte al Cepillo se levantó e hizo girar sus caderas al ritmo de la letra de Dil Deke Dekho (Rinde tu corazón), la primera película de rock-and-roll rodada en la ciudad.
—¡Yo, Keki! —gritó por fin Rustom a un enjuto camarero, y, señalando el inventario de prohibiciones que figuraban encima del espejo, añadió—: ¡Añade PROHIBIDO BAILAR a la lista!
—Oh, vamos, Rustom bhai —replicó Corte al Cepillo, lanzando a Rustom una mirada inocente antes de volver a sentarse y dirigir de nuevo su atención a sus amigos.
—No, no me la ha quitado otro pretendiente —dijo Inesh con una voz extraña—. Al menos que yo sepa.
—Entonces ¿qué ha ocurrido, yaar?
—La estaba esperando delante del bungaló —respondió Inesh—. Mientras tanto me he puesto a practicar un poema, uno de esos que aparecen en la Guía de cortejo a una dama. Todo muy romántico, como podréis imaginar.
—Puede que no le haya gustado el poema —comentó el Gordo.
—Ha salido de casa enloquecida —continuó Inesh, apagando el cigarrillo en el plato del Gordo—. ¡Y lo siguiente que sé es que me he despertado en el suelo y que tanto Lovely como la motocicleta habían desaparecido!
Sus amigos soltaron una oleada de carcajadas. Al Gordo estuvo a punto de atragantársele el panecillo.
Sentado en el taburete al otro lado de la barra, Rustom decidió que había llegado el momento de hacer oír su voz. De pronto apagó el ventilador situado justo encima de la mesa de los estudiantes, dándoles así el mensaje de que o pedían algo inmediatamente o ya podían largarse.
—Rustom bhai, ¿por qué has apagado el ventilador? —preguntó Inesh. Jaginder siguió su mirada hacia el despliegue cercano de pastas, tartas, galletas, barquillos de patata, panecillos y salli —barritas de patata fritas— pulcramente dispuestas junto a un cuenco de mantequilla Polson.
—¿Un té, un café, un helado? —preguntó Rustom, señalando con un gesto la nevera blanca y azul con la palabra Kwality garabateada sobre la cubierta y una sonriente foca del Ártico tumbada justo debajo.
—Una galleta de fresa y anacardos —dijo Inesh forzando una amplia sonrisa—, y un té.
—Té para todos —dijo Corte al Cepillo con un guiño.
El ventilador del techo volvió a la vida con un zumbido.
—¿Se ha llevado la moto? —exclamó el chico del pecho desnudo.
—Sí, claro —intervino el Gordo, riéndose entre dientes—. ¡Como si una chica supiera conducirla!
—Creo que alguien me golpeó —dijo Inesh, palpándose la cara para encontrar la prueba del golpe—. No recuerdo lo que ha pasado. Cuando me he despertado he mirado a mi alrededor, incluso he trepado a la puerta, pero ella ya no estaba. ¡Y la Triumph tampoco!
—No te preocupes, nadie puede conducir una moto como la tuya durante mucho tiempo —dijo Corte al Cepillo, negando compasivamente con la cabeza y dando una palmada a Inesh en la espalda—. Lo mejor es no intentar salir con chicas que ya tienen pretendientes, yaar. No trae más que problemas.
—En vez de huir conmigo, ¡se ha largado con mi moto! —gritó Inesh.
—Hoy día las chicas son demasiado caprichosas —concluyó el Gordo antes de meterse en la boca una lata entera de tofes Parry.
—Disculpad —dijo Jaginder, acercándose a su mesa—. ¿Por casualidad no te referirás a Lovely de Malabar Hill?
—Sí —respondió Inesh asintiendo con la cabeza y mirando a Jaginder con curiosidad y recelo.
—¿Lovely Lawate? —preguntó Jaginder intentando aclarar la información. No podía imaginar a la hija de su respetable vecino conduciendo una motocicleta. Las chicas no hacían eso.
Inesh volvió a asentir con la cabeza.
—Podría haberse ligado a cualquier chica con esa moto —añadió Corte al Cepillo—. Qué mala suerte.
—Mientes —dijo Jaginder en tono amenazador—. Conozco bien a la hija de mis vecinos. Conocí bien a su padre cuando vivía. ¿Es que no te da vergüenza?
Dicho esto, salió de la tetería hecho una furia, conteniendo el pánico que sentía hirviéndole en el pecho. «Miente. No hay nada peor que un maldito muchacho intentando impresionar a sus amigos.» A fin de cuentas, sus vecinos habían educado a su hija con la estricta protección que él mismo le habría impuesto a la suya si hubiera vivido.
Su propia hija.
En la mente de Jaginder, su pequeño gorrión se había convertido en parangón de la virtud. Si hubiera podido prevenir algunas cosas, su vida se habría desplegado ante sus ojos como era de rigor, como una exuberante alfombra persa. Sin sorpresas, sin desvíos. Simplemente un grueso tapiz de días y noches que al final de su tiempo aquí, en la tierra, él pudiera enrollar y reclamar como propio.
Para sorpresa y alivio general, el inspector de policía Pascal llamó a la puerta del bungaló apenas quince minutos después de recibir una urgente llamada en la comisaría.
Dentro, los ocupantes estaban sentados muy tiesos y aterrados. Aunque habían registrado minuciosamente el bungaló, sabían que las botas abandonadas de Pinky apuntaban a algo siniestro.
Pascal entró arrastrando los pies, envuelto en una larga trenca. Asintió brevemente con la cabeza en dirección a Maji al tiempo que se secaba el rostro con un pañuelo.
Kuntal se hizo cargo del chubasquero negro y de la gorra del comisario, que al instante se quitó las botas de goma negras y se acercó al sofá llevando tan solo unos calcetines de color amarillo cúrcuma. El cocinero Kanj apareció entonces con una bandeja con té y pastas.
—No, para mí no, gracias —dijo el inspector, despidiendo al cocinero con un gesto de la mano mientras se servía una taza de té con la otra—. Y bien, kya hua?
—Mi nieta ha desaparecido. —Maji tenía el rostro pálido y macilento y le temblaban las manos.
—Accha —Pascal buscó un bolígrafo en el bolsillo de la camisa, sacando papeles de caramelos, cigarrillos y un paan que desenvolvió sin la menor ceremonia antes de metérselo en la boca—. ¿Nombre? ¿Edad? ¿Profesión?
—Pinky Mittal. Solo tiene trece años.
—¿Han preguntado a los vecinos? —dijo el inspector—. Quizá esté en su casa.
—¿En plena noche, inspector? —respondió descaradamente Savita, en absoluto impresionada por el fornido hombre que tenía sentado delante.
—Hagan las llamadas pertinentes —ordenó Pascal—. Tengo una intuición en el estómago.
«Y también unos cuantos almuerzos gratis», pensó cínicamente Savita.
—Llamaré a tía Vimla —canturreó Nimish, saliendo del comedor.
—Bien —dijo Pascal sin dejar de garabatear notas en su libreta—. ¿Cuáles son las circunstancias de la desafortunada desaparición?
—Nuestro chófer resbaló a causa de la lluvia y se cortó el dedo con la puerta —empezó Maji mientras su pecho se henchía ya por la emoción—. Mientras le curábamos, Pinky salió. No nos dimos cuenta hasta que..., hasta que ya era demasiado tarde.
Savita soltó un dramático sollozo.
—¿Había alguien más en la puerta? —preguntó Pascal.
—No —respondió Parvati—. Yo salí cuando Gulu se cayó y no vi a nadie.
—¿Y dónde está el tal Gulu?
Maji señaló al chófer, que, con los ojos cerrados, estaba repantigado en el sofá con la mano vendada contra el pecho.
Pascal arqueó una ceja hirsuta.
—¿Y qué hacía junto a la puerta a esas horas de la noche?
—Esperaba a que mi hijo volviera a casa —respondió Maji.
—Accha. Su hijo. ¿Y dónde podría estar?
—En la oficina.
—¿A estas horas de la noche?
—Sí.
Tras una segunda taza de té y más preguntas, Pascal se metió la libreta en el bolsillo de la camisa y suspiró.
—Esto es realmente curioso.
—¿Curioso? —gritó Savita—. ¿Eso es lo único que se le ocurre?
Nimish volvió a entrar en la habitación con el rostro ceniciento.
—No parece que traigas buenas noticias, muchacho —dijo Pascal inclinando la cabeza hacia él.
—Lovely —logró tartamudear Nimish.
—¿Qué pasa, beta? —Savita se volvió en su asiento para poder mirar mejor a su hijo.
—¿Has hablado con... tía Vimla? —dijo Maji desgranando su pregunta en afilados fragmentos.
Nimish asintió con la cabeza, visiblemente apesadumbrado.
—Tía Vimla viene ahora mismo de camino con... con Harshal bhaiya y con Himani bhabhi.
—¿Y Lovely?
—¡Ha desaparecido! —exclamó Nimish llevándose la mano al pecho en un gesto involuntario. «¡Todo esto es culpa mía!», se dijo al recordar cómo Lovely había huido de él y de su beso.
—Lovely es como una hermana para él —explicó Savita al inspector.
Vimla entró tambaleándose en el bungaló y cayó sollozando en brazos de Maji. Harshal parecía conmocionado. Entró con paso vacilante y se instaló dolorosamente en un sofá. Una curiosa y virulenta marca había aparecido de pronto en su mejilla izquierda.
—Vamos, vamos —consoló Maji a Vimla—. Te presento al inspector Pascal, uno de los mejores de Bombay.
—Señor Lawate —empezó Pascal, volviéndose a mirar a Harshal—: ¿Qué ha ocurrido?
—Bueno —empezó Harshal, recordando de pronto el cuerpo caliente de Himani debajo del suyo, la carne jugosa de sus pechos y la cara oculta de sus muslos. La noche había dado comienzo como de costumbre, con Harshal haciendo rodar delicadamente a la durmiente Himani hasta colocarla boca arriba y separando sus sumisas piernas. Luego, la había despertado repentinamente con todo el peso de su erección al hundirse en su cuerpo, sintiendo un inmenso placer al oír el sorprendido y leve jadeo de su esposa. Después, mientras ella estaba ocupada en el baño, donde siempre desaparecía tras el coito durante largos períodos de tiempo, Harshal había dado vueltas en la cama, incapaz de abandonarse a un sueño saciado, como era habitual en él. Sentía denso el aire a su alrededor, pegajoso de deseo.
Por fin, se había levantado de la cama y se había acercado a la ventana, desde donde había visto algo que le había dejado perplejo y furioso.
—Bueno —volvió a empezar Harshal, apretando los dientes al tiempo que ocultaba dos incidentes que rodeaban la desaparición de Lovely:
La cita de Nimish y Lovely bajo el tamarindo.
Y su propio encuentro con su hermana poco después.
—Por supuesto, estábamos todos durmiendo —dijo, volviendo a sentir sus manos sobre el cuello de Lovely y el grito ahogado de ella—. He despertado a mi madre después de la llamada telefónica y he descubierto que mi hermana no estaba.
—¿Había en su habitación algo fuera de lo común? —preguntó Pascal—. ¿Signos que delaten una entrada forzada?
—No —respondió Harshal, dándose cuenta en ese momento, presa del pánico, de que tenía que regresar a la habitación de Lovely antes de que se le adelantaran su esposa y su madre. Tenía que deshacerse de los restos de sangre.
—Todo parece apuntar a que tenía una cita secreta —dijo Pascal, acompañando su declaración con un guiño.
Nimish se derrumbó en el sofá y se limpió ansioso las gafas. «Si le ocurre algo, jamás me lo perdonaré.» —Cómo se atreve a sugerir algo semejante —dijo Vimla visiblemente conmocionada.
—De no ser así, ¿por qué no iba Lovely en pijama en mitad de la noche? —se preguntó Harshal, apretando los dientes como si luchara contra un dolor invisible. Sentía inflamadas las vísceras, presionándole el ano con una fuerza increíble.
Pascal soltó una risita seca.
—Yo no me preocuparía demasiado. Probablemente aparezca dentro de un par de horas con las mejillas encendidas. Esas cosas ocurren cuando no hay un padre que administre disciplina. Mi consejo es que le encuentren un muchacho adecuado antes de que su reputación quede mancillada.
—¡Mi Lovely es una buena chica!
—No se preocupe, yo me ocuparé de hacer lo que sea necesario —dijo Harshal, asintiendo con la cabeza. Aun así, estaba asustado. Asustado de lo que su hermana pudiera haber hecho, de lo que pudiera hacer si regresaba.
—Pero, Pinky... —dijo Maji, de pronto furiosa con Lovely—. Pinky no puede tener nada que ver con esto.
Vimla aflojó su mano de la de Maji, ofendida ante la insinuación.
—Las dos desapariciones están conectadas —dijo Pascal, levantándose y sacudiéndose las migas de galleta de las piernas—. Por favor, llamen a comisaría si disponen de nueva información. Mientras tanto, quédense en casa. Y no pierdan de vista a los niños.
En cuanto el inspector se marchó, las gotas de lluvia y una fina capa de niebla cubrieron la puerta principal del bungaló, donde acusaciones no formuladas empezaron a supurar, abriéndose paso en los corazones de Vimla y de Maji. Una minúscula fisura, más delicada que las finas hebras del pelo de un recién nacido, se había abierto en las capas más profundas de la larga amistad que las unía.
EL BRUMOSO OCÉANO
Un insoportable silencio se adueñó del salón. —Vosotras quedaos aquí —dijo Harshal, metiendo los pies en sus mojadas chappals—. Yo volveré a casa.
—Volvemos todos —dijo Vimla, soltando la mano de Maji y saliendo sin despedirse.
Sintiendo sobre ella las impotentes miradas de la familia, Maji contuvo las lágrimas que se acumularon como nubes del monzón tras sus inflamados párpados. Nadie quería dormir. Cualquier clase de actividad, cualquier cosa que ocupara sus mentes, era el único modo de provocar una sombra de alivio.
—Kanj, prepara el halva para el puja —dijo por fin—, y unas tortitas. Va a ser una noche muy larga.
El cocinero Kanj se alejó rápidamente hacia la cocina.
—Parvati y Kuntal, hay que limpiar la habitación de los niños.
—¿Y si el fantasma está ahí todavía? —preguntó Kuntal.
—Que se atreva a molestarnos —dijo Parvati amenazadora al tiempo que tomaba a Kuntal de la mano y se alejaba pavoneándose por el pasillo.
—Voy con vosotras —les dijo Savita.
—¿A limpiar? —preguntó Parvati, arqueando una ceja.
—A verla —resopló furiosa Savita.
—No, Savita —dijo Maji.
—Voy a encontrar a mi pequeño gorrión —dijo Savita—, y nadie me lo impedirá.
Nimish se puso en pie, dispuesto a acompañarla.
—¡Nimish! —gritó Maji—. Déjala que vaya. Tus hermanos y tú id a buscar las gaddhas al salón para que podamos desenrollarlas en el suelo. Podemos dormir aquí todos esta noche.
Inspirando hondo, Maji se pellizcó el pliegue de piel que le separaba las cejas.
—Gulu, utho.
Gulu se incorporó atontado del colchón donde, a pesar del revoloteo de actividad, había empezado a dormitar. Recobró de pronto la lucidez, mareado aún por la pérdida de sangre.
—Perdóneme, Maji, por todo esto...
—Dime —empezó Maji, esperanzada—: ¿Había algo más? ¿Algo que no le hayamos dicho al inspector?
—No. Yo... resbalé mientras cerraba la puerta.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Hay algo que no me estás diciendo.
—Es todo lo que recuerdo.
—¿Viste a alguien al otro lado de la puerta? —Maji se inclinó hacia delante—. Pinky ha desaparecido. ¿Eres consciente de lo serio que es eso?
El rostro de Gulu se contrajo y una fila de dientes desiguales se clavaron en su labio inferior. «Oh, Dios», pensó al tiempo que recordaba la espeluznante risa, los labios enrojecidos, «¿será capaz de hacer daño a Pinky?».
—¿Lo entiendes?
Gulu sintió el calor de la mirada de Maji y también sintió cómo su cuerpo se recolocaba como si estuvieran tirando de él con una cuerda invisible. Maji era su benefactora, la persona que le había dado un techo y una segunda vida. Por mucho que se empeñara, no podría mentirle.
—Vi... algo.
—¡Cuéntamelo! —gritó Maji, agitando su bastón delante de él.
Encogiéndose de nuevo contra el suelo, Gulu contó entonces los detalles: el gemido en la puerta, la figura envuelta en el velo en la calle.
—¿Era Lovely?
—Creo que no, aunque no pude verle la cara.
—Entonces, ¿cómo sabes que era una mujer?
—Oí su voz.
—¿Qué es lo que dijo?
—Me llamaba —Gulu recordó los finos brazos de la mujer, el destello de su pañuelo—, pero entonces me caí.
—Nada de jueguecitos conmigo —tronó Maji—. ¿Quién era?
Gulu levantó el rostro hasta que sus ojos y los de Maji se encontraron. «Ojalá pudiera verla a solas, encontrarla antes de que lo haga alguien y arreglarlo todo.» Sintió que le palpitaba el dedo y la sangre empujaba contra el frágil vendaje de tela, saturándolo con cada latido.
—Por favor —suplicó.
—¿QUIÉN ERA?
Las lágrimas surcaron el rostro de Gulu. Cayó de rodillas y se cubrió la cara, pronunciando el nombre que no había vuelto a oírse entre las paredes del bungaló desde hacía trece años.
—¿A la libertad? —gritó Pinky sintiendo que la ropa empapada estaba erizándole la piel bajo los brazos y allí donde el elástico de la ropa interior se le ajustaba al trasero. El fino pijama de algodón había quedado totalmente empapado bajo el diluvio. Aun así, no se dio cuenta de que estaba tiritando hasta que llegaron a la reluciente curva de Marine Drive, con su majestuoso collar de farolas iluminando el sinuoso cuello de la bahía. El mar de Arabia rompía contra la orilla, lanzando nubes de agua de diez metros de altura en el aire—. ¿A qué te refieres?
Lovely guardó silencio sin apartar los ojos vacíos del frente y con los nudillos sobre el manillar.
—¡Da la vuelta! —gritó Pinky. En silencio recordó que conocía a Lovely desde que tenía uso de razón. Sin duda tenía que haber un motivo que justificara su locura, un motivo que impidiera a Lovely contarle más. «¿Se estará escapando de casa?» Pinky no lograba sacudirse de encima la sensación de que algo realmente destructivo se había apoderado de Lovely. Se agarró fuertemente a su cintura, aguzando la mirada en un intento por recordar las vistas que dejaban atrás y con la esperanza de hacer uso de ellas para, llegado el caso, volver a casa.
Giraron por Churchgate Street, un bulevar principal bordeado de mugrientos rascacielos comerciales en tonos ocres y grises coronados por apartamentos igualmente desolados. Montones de basura empapada se apilaban en las esquinas de la acera, cubierta de pequeños cuadrados de ladrillo de color azafrán que resplandecían bajo el incesante tamborileo de las lluvias. Una pared visiblemente deteriorada estaba cubierta de carteles cinematográficos que iban cediendo al embate de la lluvia y sobre los que alguien había pegoteado de cualquier manera un anuncio de un enterrador cercano que proclamaba: «PODEMOS ENVIAR CADÁVERES A CUALQUIER PARTE, EN CUALQUIER MOMENTO Y SEA CUAL SEA EL MODO QUE USTED PREFIERA». Otro cartel advertía: «Los cementerios están llenos. Un conductor que vivía deprisa murió víctima de la velocidad». Y un tercero decía Hindi-Chini Bhai-Bhai, promoviendo así las relaciones fraternales entre la India y China en conmemoración de la primera visita del primer ministro Chou Enlai a Delhi varios meses antes.
Las lluvias salían a borbotones junto a una cloaca sobresaturada, salpicando el aire de agua sucia. Al otro lado de una mampara, con sus separadores negros y curvos, Pinky divisó una figura solitaria: un hombre que caminaba apresuradamente en dirección contraria con la cabeza oculta bajo un paraguas negro. Durante un instante estuvo a punto de llamarle. «¿Pero qué conseguiría con eso?» Lovely pisó el acelerador y llegaron a Flora Fountain, el eje central de Bombay, llamado así en honor de la diosa romana de la abundancia. Desde allí, siguieron hacia el sur, rodeando una estatua de piedra negra del rey Jorge apodado Kala Ghoda, la biblioteca Sir David Sasson, en la que Nimish pasaba gran parte de su tiempo, y la Rhythm House, que, debido a las restrictivas leyes del copyright, no contenía ninguna obra de Tony Bennet ni de Elvis.
La Triumph aminoró la marcha al entrar en Wellington Circle y aproximarse al Regal Cinema, dotado de aire acondicionado y cuyo nombre aparecía toscamente garabateado a lo largo del borde de cemento del edificio. La película en cartelera era Mughal-e-Azam, la trágica historia de amor del príncipe Salim y la hermosa Anarkali, que había sido enterrada viva por el emperador mogol. El papel de Anarkali corría a cargo de la famosa actriz Madhubala, cuya foto Pinky había encontrado en una revista y la había guardado en su cómoda de teca para recordar así a su madre. De pronto, en aquella inmensa valla publicitaria, el rostro angustiado de Madhubala emergía de un decorado que representaba una escena de una batalla del siglo XVI: los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás y la boca abierta en una mueca de horror inexpresable.
—¡Mamá! —gritó Pinky al verla.
Cuando Savita había visto Mughal-e-Azam con sus amigas, se pasó varios días llorando. «El pasado puede llegar a ser muy cruel», se había lamentado, abrazada a los hombros de Nimish. «¿Cómo puede alguien interponerse entre un amor así?» La película había tenido tanto éxito que Filmfare había relatado una historia sobre un taxista que había pagado para verla más de cien veces. «¿Cómo puede alguien trabajar tan duro para gastarse así el dinero?», había comentado tío Jaginder. Toda la familia se había reído disimuladamente ante semejante estupidez.
—¡Para! ¡Por favor, para! —gritó Pinky, pegándose a la espalda de Lovely e intentando llegar con las manos al manillar.
—No me detengas —le advirtió Lovely, saliendo a Colaba Causeway y dirigiéndose directamente hacia la punta de Bombay, pasando por delante del Empress a la derecha, el café en el que no hacía mucho Pinky había estado sentada con sus primos viendo a los hidras. La acera izquierda de la calle estaba abarrotada de tiendas que vendían productos de contrabando como crema de afeitar Gillette y otros artículos de lujo. Las tiendas estaban cerradas, tapiadas para prevenirse de los salteadores y de las lluvias torrenciales. Más allá, elevándose desde el gélido puerto de Bombay, apareció la Puerta de la India, construida en basalto amarillo en 1911 para dar testimonio de la resistente naturaleza del gobierno inglés. Lovely enfiló hacia el otro lado de la Esplanade, una fila de edificios de tres plantas donde residían acaudaladas familias parsis, dejando atrás las cocheras de los autobuses BEST en dirección a Cusrow Baug.
Pinky intentaba frenéticamente idear un plan. «Está huyendo y me lleva con ella. En cuanto detenga la moto, saltaré.» Pasaron a toda velocidad por delante de una pequeña estación de servicio, saliendo por fin de la calzada para tomar un tranquilo callejón bordeado de un puñado de viejos edificios coronados por altos techos de vigas de madera. Pinky recordó de pronto con un destello de esperanza que tío Uddhav, el primo mayor de Maji, vivía en el último edificio, llamado Dar-ul-Khalil. Era un viudo que de vez en cuando alquilaba el pequeño cubículo de dos metros por tres de su apartamento a marineros que atracaban en el puerto. Pinky vislumbró al feroz pashto afgano que vigilaba el edificio por la noche y cuyas largas piernas le asomaban del kholi debajo de la escalera de madera donde dormía, ajeno a las lluvias.
«El bhenchod tiburón solitario», así había llamado el tío Uddhav con una mueca de asco al afgano originario de Kabul. «Cuando no cobra el veinticinco por ciento de interés mensual a los obreros pobres, trafica con los marineros con latas de Dunhill o de State Express 555 o con esos bhenchod artilugios Yashica.» —Esa clase de hombres son impredecibles —había dicho Maji.
—Y también sedientos de sangre —había añadido el tío Uddhav—. El muy bastardo lleva encima un cuchillo de quince centímetros.
A Pinky se le encogió el corazón cuando atajaron por Wodehouse Road y fueron a desembocar en la comunidad de pescadores de Koli, situada en una bahía rectangular en diagonal a Nariman Point. Al instante las engulló el hedor de pescado podrido. Pinky sintió arcadas y se tapó la nariz con el pijama como si el frágil algodón, totalmente empapado, pudiera filtrar aquel olor insoportable.
Más allá, junto a la arena, puñados de pequeñas casas se arracimaban para protegerse de los gélidos vientos oceánicos. Un solitario cocotero se elevaba en la oscuridad.
Lovely detuvo la moto y, agarrando con fuerza la mano de Pinky, la llevó hasta la orilla.
—Vamos —ordenó de nuevo con esa voz extraña y valiente tan distinta de la suya.
—¡No! —gritó Pinky, fijando la mirada en el brumoso océano que se perdía en el infinito, intentando deshacerse de la mano de Lovely—. ¡No pienso ir a ninguna parte! ¡Al menos hasta que me digas lo que ocurre!
—Estás temblando —fue la respuesta de Lovely—. Toma, ponte mi dupatta.
—Pero está mojada —dijo Pinky a pesar de que tendió la mano para aceptar la exquisita seda. En cuanto la tocó, sintió que entre Lovely y ella pasaba una corriente energética, un misterioso calor, una radiación que acalló toda su resistencia. Lovely echó a andar con la dupatta atada a la cintura y con Pinky tras sus pasos, asida a ella como si en ello le fuera la vida. A pesar del terror que la embargaba, no deseaba quedarse sola en aquella extraña oscuridad. Pasaron por delante de una chabola a oscuras situada a las afueras de la aldea, rodearon la pequeña aglomeración de casas y por fin se detuvieron junto al embarcadero donde un maltrecho pesquero se balanceaba a merced de la corriente y un puñado de pequeñas canoas de madera yacían boca abajo sobre la arena.
Lovely empujó una de las canoas hasta las espumosas aguas del mar de Arabia y Pinky subió a bordo, instalándose delante de ella, agarrada a la dupatta y dejando que el espeluznante y saciador calor abrumaran su sensatez y su determinación. «Lovely es como una hermana para mí», se dijo. «No me hará ningún daño. Luego me llevará a casa.» La lluvia arreció y una densa niebla empezó a elevarse de las tormentosas aguas del mar. Solo las cabezas de Pinky y de Lovely se bamboleaban sobre la superficie como un par de delfines intentando tomar aire. Aunque las tempestuosas olas rompían a su alrededor, el pequeño retazo de agua que rodeaba la canoa se mantenía extrañamente en calma, dando la bienvenida a Lovely entre sus brazos como lo haría una madre con su hijo querido. Una leve pincelada de color rosa coloreaba el horizonte.
Desde la canoa, Pinky vio salir a un pescador de su casa. Apenas pudo distinguir su tikkona blanco, una especie de pañuelo de cuadros enrollado como una cuerda y tensamente recogido por detrás, y su camiseta de rayas negras. Un trapo blanco le cubría la cabeza. El hombre se volvió como para mirarlas con la mano pegada perpendicularmente a la frente y despareció en el interior de su chabola.
Una repentina ráfaga de viento sacudió la dupatta de seda, arrancándola de la cintura de Lovely y de los dedos de Pinky y quedando prendida en la parte posterior de la barca, flotando en el agua tras ellas como la cola de una bestia mitológica, dorada y brillante. Pinky sintió un espasmo como si hubiera despertado violentamente. Le sorprendió de pronto la frialdad de su ropa mojada, la dentellada del agua salpicada del océano, el absoluto horror de su situación. «Oh, Dios mío, ¿cómo es posible que estemos aquí, en mitad del océano?» Volvió a oír las palabras aparentemente inocentes que Lovely había pronunciado en Hanging Gardens. «Se ahogó, sí», había dicho refiriéndose al bebé muerto. «Pero al menos ella es libre.»
—¡Didi! —gritó Pinky—. ¡Volvamos!
Pero Lovely siguió remando, dejando atrás la cuadrada ensenada hasta salir a la bahía, donde la calma que la embargaba fue ganando en intensidad, alimentada por el insondable océano y por el agua que las rodeaba en todas direcciones.
—¡Todavía podemos regresar! —gritó Pinky al tiempo que pensaba: «¡Nos va a ahogar a las dos! ¡Vamos a morir!». «¿Estaría Yama, el dios de la Muerte, remando hacia ellas en ese preciso instante a la espera de arrancarles el alma?»—. ¡Qué ha pasado! ¡Por qué haces esto! ¡Dímelo!
Lovely remaba cada vez más deprisa. Pinky reparó en una brillante estela de humedad que le bajaba por la pierna.
—¿Qué es eso? —gritó, señalándole la pierna—. ¿De dónde viene?
Lovely paró de remar con los ojos hundidos. Entonces, muy despacio, con los dedos extendidos, se llevó la mano a la fuente de aquel reguero de sangre.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Pinky, viendo la sangre que le manchaba la mano—. ¡Hay que llevarte a un hospital!
Intentó arrebatarle los remos, pero Lovely tenía las manos letalmente cerradas alrededor de ellos. Cualquiera que fuese el terrible accidente que había sufrido, Pinky tenía que lograr que tomara conciencia de las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer.
—¡Todo puede arreglarse!
Lovely siguió impertérrita, remando metódicamente sin responder.
—¡No me hagas esto, didi! —chilló Pinky, recurriendo a lo único que le quedaba para poder dar algo de esperanza a Lovely y salvarse así las dos—. ¡Nimish te ama! No me ama a mí ni a ninguna otra. ¡Solo a ti! ¿Es que no lo ves? ¡Se casará contigo a pesar de lo que haya podido ocurrir esta noche! ¡Te ama!
Y, como una de las afiladas flechas de la pasión lanzadas por Rama, las palabras de Pinky alcanzaron su objetivo. Era la confesión de amor de Nimish lo que primero había logrado abrir el acorazado corazón de Lovely, presa de pronto del asombro y de un sinfín de posibilidades. Una vez más, su nombre y la promesa de su amor viajaron hasta lo más profundo de sus entrañas, allí donde el espíritu estaba inmóvil, víctima de algo aterrador, poderoso y oscuro. Era ya demasiado tarde para que Lovely pudiera salvarse de lo que había ocurrido después de huir del tamarindo, pero el amor que Nimish había prendido en su corazón bastó para liberarla de la dura, implacable e inánime presencia que la habitaba. Durante un fugaz instante, los remos vacilaron en sus manos, su rostro se suavizó y se le iluminaron los ojos.
—Dile que venga a buscarme —logró decir con una voz sofocada y apenas audible—. Esperaré cuanto pueda, pero no voy a regresar.
Y entonces, de pronto, su cuerpo se tornó extrañamente traslúcido. Un espeluznante aullido se elevó de las entrañas del bote y el océano rompió contra él. Pinky se sujetó con fuerza a la borda. En cualquier momento podía verse arrojada a las agitadas aguas. Dejó escapar un grito, pues no deseaba encontrar la muerte en el despiadado océano ni verse así separada de Maji y de Nimish. Invocó a Matsya, el pez colosal que encarna a Vishnú y que salvó a Manu, el progenitor de la humanidad, del primer gran diluvio que había devastado la tierra. «¡Mándame también a mí tu barca de conchas!» Luego, oteando las infinitas aguas que la rodeaban, se acordó de pronto de la sequía que había dejado huérfanas a Parvati y a Kuntal. Recordó la fotografía de sus demacrados padres que había salido en la prensa, el periódico tiernamente envuelto en un paño bandhani amarillo y rojo que lo protegía. «Para que no olvide nunca que debo sobrevivir a toda costa», había dicho Parvati aquel lejano día en el cuarto de baño.
Los ojos de Pinky se posaron en un remo medio roto que descansaba dentro del bote.
—¡Lovely, didi, volvamos, por favor! —le gritó en el estruendo ensordecedor.
—¿Quieres saber quién ahogó al bebé? —gritó Lovely. Su ropa mojada se ajustaba contra su delgado cuerpo, revelando unos músculos tensos y jóvenes.
—¡No! —gritó Pinky—. ¡No, no, no!
—He estado esperando todo este tiempo, vigilándote —dijo Lovely—. No temas. Te liberaré.
Se inclinó entonces hacia Pinky y la agarró con firmeza de la mano al tiempo que se llevaba la otra al corazón.
—¡No! —gritó Pinky.
El océano burbujeó, colándose en el pequeño bote y balanceándolo como un juguete. Pinky sintió que algo empezaba a penetrar en su cuerpo y que una tensión letal le asía del pecho. Con toda la fuerza que aún le quedaba, se lanzó a un lado sobre el remo y lo agitó en el aire. Un espantoso chillido brotó de la boca de Lovely cuando cayó al agua por la borda y el pesado contenido de su bolso la arrastró hacia el fondo. Un torrente de agua rompió contra el bote, arrojando a Pinky contra un lateral de la pequeña embarcación.
La mano de Lovely emergió de pronto de las oscuras aguas, cerrándose en el aire.
Pinky se inclinó sobre la borda precaria y peligrosamente para agarrarla.
EL CÁLIZ DEL DESEO
Maji escupió en el suelo del salón, cosa que no había hecho jamás. Sin embargo, el nombre de la ayah se le había enquistado en lo más profundo de la garganta, tensándola al instante y constriñéndola en un arrebato de furia. La sintió inflamada e hinchada por el horror. Recordó sin desearlo el día en que la pequeña había muerto ahogada, mientras ella hacía sus rondas alrededor del bungaló hasta detenerse delante de la puerta del cuarto de baño donde en aquel momento se hacía la colada. «¡Es una bruja!», oyó decir a Parvati. La acusación se le había clavado como una de las flechas de Rama. Maji había fruncido el ceño, tomándolo por un simple e irreverente chismorreo entre criadas. Sin embargo, de pronto las primeras sombras de duda habían empezado a florecer.
—¿La has visto? —agarró un cojín y se lo apoyó contra el abdomen.
—¡Sí! —gritó Gulu, todavía acurrucado en el suelo. Con un discurso entrecortado, volvió a relatar a Maji los detalles de lo ocurrido: el destello de la luz de los faros, la puerta al abrirse sola y su encuentro con ella—. ¡Era como un espíritu! ¡Un demonio como en el Rey Vikramaditya!
—Esas cosas no existen —dijo Maji, cuya afirmación sonó más a pregunta que a otra cosa, pues ni siquiera ella estaba ya segura después de haber visto cómo se habían hecho añicos los cimientos de su convicción. La muerte de la pequeña la había atormentado durante muchos años. Ahora la ayah había vuelto y al parecer con un claro propósito. Maji guardó silencio.
Gulu bajó la mirada.
El rostro de Maji se endureció de pronto.
—No permitiré que me quite a mi nieta.
Un estridente bocinazo procedente del exterior desbarató sus cavilaciones. Ambos miraron expectantes a la puerta.
—¿Jaginder?
Savita apareció de pronto con un vaso de agua caliente que iba tomando con gesto vacilante, despeinada y evidentemente confundida. A pesar de lo enfadada que estaba con su marido, la corpulenta presencia de Jaginder sería sin duda para ella un consuelo, sobre todo habida cuenta de los aterradores acontecimientos de la noche. A pesar de sus lacrimógenos ruegos, el fantasma no se había mostrado en la habitación de los niños mientras Parvati y Kuntal la limpiaban. «Por favor, acude a mí», había suplicado. «Por favor, deja que te vea, que te tenga entre mis brazos. Solo una vez.» Pero no había habido nada, ni siquiera el menor signo de reconocimiento. «Olvídese de ella», le había dicho por fin Parvati con el trapo mojado en la mano, «el fantasma se mostrará cuando lo decida».
—No, mamá —dijo Nimish, arrastrando un grueso colchón a la habitación con la ayuda de sus hermanos—. Debe de ser el taxi.
—Ve —le dijo Maji a Gulu, señalando con un gesto de la mano hacia la puerta. Lo había dispuesto todo con el hospital Bombay—. Allí te curarán el dedo.
—Maji —empezó Gulu, notando que el brazo entero había empezado a palpitarle—. Debo quedarme aquí por si... por si ella vuelve.
—¿Por si vuelve quién? —preguntó Savita.
Maji miró a su nuera y dejó escapar un profundo suspiro.
—Avni —dijo por fin con un hilo de voz.
El vaso de Savita se estrelló contra el suelo.
—¿Ha vuelto?
—Sí.
Kuntal soltó un jadeo al tiempo que reprimía el impulso de echar a correr hacia la puerta para ver si era cierto. Recordó la última vez que había hablado con Avni, ofreciéndose a bañar ella misma al bebé esa mañana. Habían discutido. Recordó la voz enfadada de Avni, una voz granulosa que parecía contener las arenosas playas de su juventud.
—¿Por qué ha vuelto? —chilló Savita.
El taxi tocó la bocina, impaciente.
—Vete —ordenó Maji a Gulu, despidiéndole con un gesto de la mano.
—¡Quiere matar a todos mis hijos! —empezó a sollozar Savita. De pronto se acordó de cómo Avni había cuidado de los tres chicos, dando muestras de una increíble habilidad y paciencia, sobre todo con el pequeño Tufan, cuyo espantoso cólico la volvía loca. Sin embargo, con el paso del tiempo, Savita colgaba cada mes amuletos nuevos de cobre de los brazos del niño para evitar que Avni pudiera separarla de ellos. «Si hubiera alguien que cuidara de los niños como lo hace ella», había confesado impotente a Kuntal en la intimidad de su habitación, «buscaría a otra ayah en menos que canta un gallo. Una muchacha sencilla como tú».
Dheer y Tufan se encogieron bajo un edredón. Nimish rodeó los hombros de su madre con el brazo y la llevó hasta una silla.
—Ya no puede hacernos nada, mamá.
—Es una bruja —sollozó Savita—, ¡una bruja! ¿Es que no sabéis que las brujas se llevan los cadáveres de los bebés, hahn? Porque los bebés no tienen noción de lo que está bien y de lo que está mal. ¡Ella mató a mi bebé y ahora la obliga a hacer maldades!
—¡Basta, mamá! —Nimish la abrazó con fuerza—. ¡Por favor!
—Todo encaja —aulló Savita—. El regreso de la ayah, y el de mi pequeña convertida en fantasma.
El bocinazo desgarró el silencio del salón.
—¡Márchate! —volvió a ordenar Maji a Gulu.
—No es ninguna bruja —dijo Gulu en voz baja, de pie en la puerta. Dicho esto, desapareció bajo la lluvia.
Durante un instante nadie dijo nada. La amarga noche se había llevado tras su estela a tres miembros de la casa y los restantes miembros de la familia se acercaron unos a otros como si desearan protegerse y evitar así desaparecer también.
—Maji —habló por fin Nimish, luchando por contener la emoción que le teñía la voz—. ¿Qué fue de la ayah?
Maji apretó los dientes, reticente a destapar el pasado y recordar el terrible día en que la pequeña había muerto ahogada.
—¡Dínoslo! —intervino Savita.
—La eché.
—¿La echaste? —preguntó incrédulo Nimish.
—¡Nos dijiste que la habían metido en la cárcel! —gritó Savita.
—Aunque lo que ocurrió ese día fue espantoso —respondió Maji con una voz cansada, derrengada—, no pude enviar a esa muchacha a la cárcel.
—¿Cómo puedes decir eso? —dijo Savita, apuntándola con un dedo insolente antes de utilizarlo para marcar un número de teléfono—. De haber estado en la cárcel, jamás se habrían llevado a Pinky.
Fue un golpe bajo.
—¡Cuelga ese teléfono! —gritó Maji. Su voz vaciló en la última sílaba y esa fue la única señal que indicó que el comentario la había herido.
—Con el inspector Pascal, por favor —dijo Savita, desobedeciendo peligrosamente a Maji.
—¡Savita! —chilló furiosa Maji, intentando mover su gigantesco cuerpo hacia ella.
—Dele este mensaje cuando llegue —dijo Savita impertérrita y con una voz clara y precisa—. El nombre de la culpable es Avni Chachar, originaria de la aldea de pescadores de Colaba. Fue nuestra ayah durante trece...
Maji pulsó el botón de plástico blanco y le arrebató el teléfono, mirándola con tal intensidad que Savita por fin dio su brazo a torcer.
—No es un hombre de confianza —siseó Maji al tiempo que marcaba el teléfono de su sacerdote. Cuando estaba demasiado dolorida como para ir por su propio pie al templo, llamaba al sacerdote a su número privado. No era más que un pequeño detalle del templo para recompensar la generosa devoción mostrada por Maji a lo largo de los años.
El teléfono sonó una y otra vez. Maji contó en silencio en su cabeza «diecisiete, dieciocho, diecinueve...», decidida a dejarlo sonar hasta que alguien respondiera. Por fin oyó un clic seguido de un airado gruñido.
—Panditji.
A pesar de que acababa de despertarse de un sueño profundo, el sacerdote reconoció de inmediato la voz grave de Maji. El hombre atendía a la clientela de Malabar Hill, la zona más exclusiva de la ciudad. Su buena fortuna era más que evidente en los profusos pliegues de piel que se derramaban sobre el borde del dhoti que solo lograba sujetar el fino hilo sagrado que le cruzaba el pecho. Maldijo entre dientes y se frotó enérgicamente la calva con la mano que tenía libre para activar la circulación del cerebro y darle un poco de urbanidad a la lengua.
—Maji —dijo con su voz nauseabundamente edulcorada—. Subkuch theek hai?
—Sí, Panditji. Todo, ocurre todo. Ven, por favor.
—¿Ahora? —el sacerdote miró su Favre-Leuba suizo de acero inoxidable, regalo que otra de sus acaudaladas dientas le había hecho hacía unos años. «Las dos de la mañana. ¿Pero quién se cree que es? Esta loca siempre dando órdenes. Como si yo no tuviera clientes más estimados a los que atender. Mañana por la mañana, sin ir más lejos, tengo que dar el hawan a un Mercedes. Y necesito dormir mis horas si tengo que funcionar como es debido. Voy a decirles a estos Mittal que no. ¡No, no y no!», se dijo hinchando indignadamente su protuberante tripa.
—Panditji —insistió Maji—. Vendrás, ¿verdad? Recibirás por ello una ofrenda muy generosa.
—Por supuesto, por supuesto —se oyó decir Panditji—. Estoy siempre al servicio de mis más devotas familias.
Maji colgó el auricular y durante un instante examinó sus gruesos dedos, reparando en los hinchados nudillos y en las amarillentas uñas. Apenas podía dar crédito a lo que estaba a punto de hacer.
Vaciló cuando se volvió a mirar a Savita. La vio de brazos cruzados en la silla, presta a recibir su reprimenda. Aunque a lo largo de los años habían intercambiado muchas palabras odiosas, Savita jamás se había atrevido a desafiar tan abiertamente a su suegra. Le consolaba que Jaginder no estuviera presente para ponerse del lado de su madre.
—¿Te acuerdas...? —empezó Maji, interrumpiéndose de pronto.
Savita alzó los ojos. La desesperación y no la ira ensombrecía el rostro de Maji.
—¿Te acuerdas del gurú al que mandaste llamar después de la muerte de la pequeña?
—¿El gurú? —preguntó Savita, cubriéndose la boca con la mano como en un intento por reprimir una mala palabra—. Pero..., si estabas tan furiosa cuando llegó que ni siquiera le dejaste entrar en casa.
En aquel momento, Maji no había permitido que la magia negra entrara en el bungaló. Sin embargo, las cosas habían cambiado. Pinky estaba en manos de la ayah, que poseía cierta suerte de poderes sobrenaturales. «Pinky, Pinky, Pinky», entonó Maji en silencio. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por recuperar a su nieta. Incluso inclinarse ante el cenagoso inframundo de la superstición y de las artes demoníacas—. Eso fue entonces...
—¿Maji? ¿Un gurú? ¿Estás segura? —preguntó Nimish perplejo.
—Parvati sabe cómo dar con él —dijo Savita, sintiendo que el temor trepaba bajo su piel. A pesar de que deseaba más que nada en el mundo que Maji legitimara sus supersticiones, sentía que si por fin eso ocurría, la estructura sobre la que se sostenía el bungaló corría peligro.
—Oi! ¡Parvati! —tronó Maji, echando atrás la cabeza para que su voz llegara a todos los rincones de la casa.
Parvati y Kuntal regresaron corriendo de la habitación de los niños con los trapos mojados en la mano. El cocinero Kanj, que estaba solo en la cocina preparando el desayuno, corrió al salón como si algo espantoso acabara de ocurrir.
—Necesito que me encuentres a un gurú.
—¿A un gurú? —preguntó Parvati, asegurándose de que había oído bien.
—Sí.
Parvati guardó unos segundos de silencio. Había ido a ver a uno hacía tiempo. Gulu la había llevado cuando Kanj y ella se habían casado y ella no se quedaba embarazada. «Llegará un año en que habrás perdido toda esperanza, un año de lluvias tan profusas que por fin borrarán el pasado a su paso. Solo entonces te quedarás embarazada», había dicho el gurú antes de hacerle tomar un burbujeante líquido de color carmesí que la hizo sangrar durante varios días. Había pasado tanto tiempo desde entonces que Parvati había pensado que el hombre no era más que un farsante. Aun así, aun así..., Parvati se llevó la mano al vientre y recordó que el período se le había retrasado ya casi cinco días. «¿Podría ser?»
—Sí, puedo dar con él.
—Tráele ahora mismo.
—Iré en coche. Kanj puede conducir.
El cocinero Kanj casi se desmayó. No había vuelto a conducir desde que era niño y de pronto su esposa quería que la llevara a los callejones de los suburbios de Bombay para dar con esa aterradora criatura. Se acordó de cuando Gulu había llevado a Parvati a verle. Kanj le había suplicado que no se tomara el brebaje de sangre de cabra mezclado con otra sustancia igualmente repulsiva. Cuando, poco después, Parvati empezó a sangrar y se quedó tan débil que tuvo que guardar un mes de cama, Kanj cogió uno de los cuchillos de cocina de Maji y amenazó con destripar al gurú como a un pescado. Era el temor a regresar a aquellos callejones imposiblemente estrechos sembrados de basura y de desesperanza lo que le había mantenido encerrado en la lujosa seguridad de las puertas verdes del bungaló.
—Parvati —dijo deliberadamente Kanj en un intento por recordarle lo que el gurú le había hecho.
Sin prestarle atención, Parvati se apartó la trenza y fue a buscar un paraguas. De regreso, se llevó a Kuntal a un rincón.
—Prométeme —le susurró, sosteniéndola por los hombros—, prométeme que, pase lo que pase, lo que sea, no saldrás del bungaló.
—Está ahí fuera —dijo Kuntal, respirando pesadamente—. ¡Ha vuelto!
—¡No salgas!
—Maji —empezó el cocinero Kanj intentando hacerle cambiar de opinión en el salón—, ¿y no sería mejor acudir a Panditji?
—Él también vendrá. Ahora debo ir a rezar.
Kuntal ayudó a Maji a ponerse en pie y la acompañó a la habitación del puja. El cocinero Kanj le llevó el halva del puja, agua fresca y hojas de tulsi.
Y luego Parvati y él salieron en busca del gurú de la barriada de Dharavi.
Kuntal se disculpó momentáneamente y se retiró al salón en desuso situado justo detrás del comedor.
Cuando Parvati y ella habían llegado al bungaló siendo apenas unas niñas, el salón había sido el único lugar en el que a Maji se le había ocurrido instalarlas. La despensa y la cocina no eran adecuadas y los dos garajes anexos estaban ya ocupados, uno por un coche y el otro por Gulu y por Kanj. Así pues, la misma convención social que las subyugaba les abrió las puertas de la habitación más imponente del bungaló, un salón al que los niños tenían totalmente prohibido el acceso y que se utilizaba en tan raras ocasiones que las dos criadas domésticas terminaron por hacer suyo.
Cuando Parvati se casó con Kanj, se trasladó a uno de los garajes anexos que Maji había transformado en vivienda, a la que había añadido un retrete exterior. Aun así, para ella el cambio había sido para peor y no dejaba de quejarse constantemente por ello.
—Maharaní Kuntal —bromeaba—, espero que hayas descansado bien en tus lujosas habitaciones mientras tu pobre hermana se pasaba la noche en vela en un crujiente camastro con un marido que ronca tanto que ni siquiera los perros de la calle pueden dormir.
La exquisita habitación estaba decorada con muebles cubiertos de brocados profusamente bordados en verde y oro. Reclinados contra la pared más alejada descansaban una fila de gigantescos cojines forrados con telas a juego donde una limpia sábana blanca cubría el suelo a todo lo largo. Más atrás, tres escalones alfombrados llevaban a una alcoba amueblada con unas sillas de teca oscura y una mesita. La alcoba era impresionante y estaba cubierta del suelo al techo con intrincadas escenas de pavos reales de tonos zafiro y elefantes pintados de ámbar, salvias de color esmeralda y jazmín rojo como el rubí pintados sobre un lujoso fondo plateado. Cada uno de los paneles contenía una vidriera de mica de colores, cortada con milimétrica precisión con un estilete de punta de diamante, que despedía una luz teñida de escarlata.
De pie bajo el majestuoso techo en arco del salón, bañada en las difusas sombras de colores, Kuntal se sentía como si estuviera en un palacio. Era allí, junto a la mesita, donde todas las noches desenrollaba el colchón para dormir. Sus pocas pertenencias —varios saris de algodón que Savita había desechado, algunas joyas de plata y una cocina de juguete en miniatura— estaban guardadas en el cajón inferior del armario de madera labrada.
A veces, cuando Kuntal no estaba tan cansada que se derrumbaba sobre el colchón con los ojos ya cerrados, se sentaba en las sillas de teca o se recostaba contra uno de los mullidos cojines, dejando que la oscuridad del salón la envolviera en su manto. Entonces tendía el brazo colmado de pulseras e imaginaba que era una maharaní y que en ese momento escuchaba el concierto que daban para ella unos músicos cuyas cítaras, tambores y shennai redoblaban al fondo del salón mientras una hermosa vestal le ofrecía un sorbete de mango en un cáliz dorado y tachonado de gemas. «Que entren las bailarinas», ordenaba entonces con una mano en la que destellaban los anillos de diamantes. La recurrente fantasía era la única vía de escape a su limitada vida. Y, precisamente por eso, no deseaba nada que estuviera al otro lado de las verdes puertas del bungaló, un mundo que le resultaba aterrador y que le recordaba los días en que Parvati y ella habían estado vagando por las calles.
Esa noche, sin embargo, Kuntal no tenía ninguna fantasía en la que deleitarse. Mientras la familia seguía congregada en el salón delantero esperando la llegada de Panditji y del gurú, ella se había encerrado en el gran salón, dejándose mecer en los penosos recuerdos de Avni por primera vez en muchos años.
La mañana en que el bebé había muerto, Parvati se había despertado furiosa con Avni.
—¡Es una bruja! ¡Ha venido a interponerse entre nosotras! —le había soltado furiosa a Kuntal sin dejar de golpear la colada con excepcional violencia—. Antes me lo contabas todo. Y ahora me ocultas algo. ¿Qué es?
Kuntal no había podido evitar recordar la tosca caricia de las trenzas de Avni que por la mañana le cubrían el rostro como un chal.
Reparando de pronto en la recatada inclinación que observó en el rostro de su hermana, Parvati había empezado a balbucear:
—¿Acaso ella? ¿O tú...?
Kuntal había negado con la cabeza, absolutamente perpleja.
—¡No, no, no! Es solo que me encontraba muy sola. Ella me hace feliz. ¿No te basta con eso?
Parvati había clavado en ella unos ojos teñidos de odio. Tras un silencio interminable, había sostenido en el aire un minúsculo resto del jabón marrón que utilizaba para lavar la ropa y había mascullado:
—Tengo que ir a buscar una pastilla nueva a la despensa.
Tras la repentina marcha de la ayab, Kuntal se había quedado desconsolada, ocultando su dolor tras los intrincados diseños de las vidrieras del salón. En cuanto entraba, sacaba del armario el juego de cocina en miniatura —el único regalo que Avni le había hecho— y pegaba el diminuto horno tandoori a sus ojos hasta que los sentía arder a causa de la presión.
El dolor no la abandonó hasta que el innombrable sentimiento que Avni había despertado en ella quedó reducido a cenizas.
Aunque minúscula y desprovista de aire acondicionado, la habitación del puja estaba siempre fresca, como si tuviera una ventana abierta al cielo. Maji se sentó en el banco de madera delante del altar y hundió la cabeza en las manos en un gesto de absoluto agotamiento, deseando solamente acostarse y poder dormir. Solo en el espacio que le brindaba esa pequeña habitación se permitía borrar de su rostro la expresión de severidad y que la fuerza abandonara sus miembros.
Fuera, en el resto del bungaló, ella era el poder supremo. Allí dentro, sin embargo, era la suplicante, la desposeída. Aquella era una transición que Maji vivía a diario y fácilmente, pues la administración de la casa se había convertido en una fuerza destructiva que iba minando poco a poco la frágil salud que aún le quedaba. La habitación del puja era su santuario, el único lugar aparte de sus rondas matinales en el que nadie la molestaba. Y fue entonces cuando, oculta a los ojos de su familia, dejó que el peso de la desaparición de Pinky cayera sobre ella, distendiéndole el pecho con un dolor espantoso. Su nieta estaba ahí fuera, aterida y aterrada. Maji fijó la mirada en el altar que tenía ante ella y no quiso pensar que Pinky pudiera estar muerta.
Sobre un pequeño balancín de plata labrada había unas diminutas figuras también de plata de Krisna con la flauta en los labios y de su consorte Radha. Maji las cogió y las despojó de sus vestiduras de seda —un lungi dorado para Krisna y un sari dorado para Radha— y colocó a las deidades en una urna de plata llena de agua en cuya superficie flotaban tres fragantes hojas de tulsi. Despacio, las bañó y volvió a vestirlas, totalmente concentrada en el acto sagrado que tenía entre manos, hasta que volvió a dejarlas encima del cojín de seda del balancín. Metió luego el dedo anular en una pequeña copa de pasta roja y pegó la yema a la frente de Krisna y de Radha, dejando una marca en cada uno de ellos. Repitió ese paso, dejando un tilak en las imágenes a color enmarcadas del resto de dioses: Ganesha, Rama, Sita, Lakshman, Hanuman, Shiva y Durga, a lomos de su tigre, la diosa guerrera que, según se decía, se mostraba especialmente atenta con sus devotos.
En una de las esquinas del altar, sobre la tela bordada roja, había dos jarras de cristal. La primera contenía bolas de algodón. La segunda, ghee. En la mantequilla amarilla como la cera había sumergida una cuchara. Maji sacó una bola de algodón de la jarra e hizo girar un hilo de este entre el índice y el pulgar hasta que formó con él una mecha. Metió luego la mecha en el centro cóncavo de una diya de plata y presionó la melladura del borde. Después de añadir el ghee con la cuchara, cogió una cerilla y prendió la mecha. En el halo que parpadeó alrededor de la llama, los dioses empezaron a bailar. Había varias varas de incienso en un incensario, desplegadas como la cola de un pavo real y soltando minúsculos penachos de humo con olor a sándalo. Maji hizo sonar una campanilla de plata para captar la atención de los dioses y, tomando el largo mango de la diya con la mano derecha y poniendo la izquierda debajo, empezó a moverlo trazando un círculo, labrando la letra sánscrita Ora en el aire al tiempo que cantaba sus plegarias: «Ora Jaye Jagdish Haré...». «Que con vuestra gracia se disipen los males de quien viene a adoraros.» Era una plegaria que siempre le proporcionaba paz y consuelo.
Después, partió un coco como ofrenda. Vertió en la palma de su mano una cucharada de agua del baño de Krisna y de Radha y se la tomó, salpicándose la coronilla con algunas gotas sobrantes para invocar las bendiciones divinas. Una vez más, extendió la palma y puso en ella un puñado de prasad: uvas pasas doradas, avellanas y halva. Cuando terminó de masticar y se aplicó el calor del diya en los ojos, no quedó ya nada por hacer. Aun así, Maji siguió sentada en silencio delante del altar.
—Oh, Dios, tú que eres todo compasión —habló por fin—. Sé que el pasado no puede deshacerse. Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué se me han llevado a Pinky? Si mis actos son de algún modo responsables de esto, te ruego que seas misericordioso con esta anciana que está sentada ante ti.
Las lágrimas empezaron a surcar su marchito rostro, cayendo sobre su sari blanco de algodón. Puso las palmas abiertas sobre el balancín de plata y miró a Krisna y a Radha. Ambos mantuvieron sus expresiones aceradas. Los tilaks escarlatas habían sangrado desde sus frentes, surcándoles el rostro como heridas abiertas.
—Tomad lo que deseéis. Tomad incluso mi vida —suplicó Maji—. Pero, por favor..., por favor, devolvedme a mi Pinky sana y salva.
Panditji llegó a bordo del coche privado del templo, un lujoso Chevy Impala con amplios alerones y pintado de color azafrán por un devoto que se ganaba la vida pintando carteles para el cine. El devoto había pintado también una reproducción de Ganesha en la parte trasera del vehículo, convencido de que la deidad mantendría a otros conductores —sobre todo a los hindúes— a una distancia respetuosa. Sin embargo, su talento excedía con mucho su vista y el retrato de Ganesha había resultado tan realista —una tripa enorme que se desparramaba sobre los aerodinámicos guardabarros traseros y una trompa inmensa que caracoleaba alrededor de la rueda de recambio bordeada de cromo y adosada a la parte posterior del coche— que al menos media docena de conductores chocaban cada día contra el Chevy para hacer sus improvisadas ofrendas.
El ayudante de Panditji, un atractivo muchacho con una densa mata de pelo, trasladó los enseres del sacerdote hasta el salón: un kund de hierro para el fuego sagrado, ramas lisas de madera, una urna de acero inoxidable llena de ghee, pequeños lunares de alcanfor y el samagri para el puja, un fragante popurrí a base de semillas de loto, miel, azúcar, cúrcuma, polvo de sindoor de color carmín y otras flores secas y especias. El muchacho colocó un grueso cojín de color cereza en el suelo. Panditji se instaló en él y luego, cruzándose de piernas en la postura del loto, se balanceó enérgicamente adelante y atrás hasta que sus posaderas se hubieron acomodado sobre la blanda superficie. Mientras su ayudante preparaba el kund con la madera y el alcanfor, el sacerdote cerró los ojos y meditó sobre varios asuntos que habían estado preocupándole durante el trayecto a Malabar Hill.
¿Por qué le pedían que hiciera aquel hawan en mitad de la noche?
¿Y cuánto podía esperar recibir por un servicio a domicilio como aquel?
Rápidamente dio cuenta de un vaso de leche de búfala hervida, endulzada con un buen pedazo de azúcar de caña de olor almizcleño.
—Oi! —gritó al muchacho dejando escapar un lechoso eructo—. ¿Todo a punto?
—Sí, Panditji.
El sacerdote abrió los ojos a regañadientes y vio a Maji y a su familia sentados en blancas sábanas alrededor del kund de hierro. Su entusiasmo aumentó al reparar en el thali de cocos, bananas y miel que había colocado a su lado. Del recipiente de hierro centelleó una pequeña llamarada.
—¿Cuál parece ser el problema? —preguntó con su voz aguda, alzando los ojos al cielo como si conociera ya la respuesta.
—Han raptado a Pinky —tartamudeó Maji.
—Y a Lovely también —añadió Nimish.
—Por obra de la que fue la ayah de los niños hace muchos años —añadió Savita—. ¡Es una bruja!
—Oh ho —dijo el sacerdote, que no parecía en absoluto preocupado—. Bombay se está yendo al garete con toda esa chusma creyendo que puede conseguir ascender a las castas superiores mediante el soborno.
—¿Soborno? —preguntó Nimish, sintiéndose extrañamente aliviado. Claro, eso debía de ser, razonó en silencio: «La ayah no podía ser capaz de nada peor».
—Hay algo más —añadió Maji a regañadientes.
—¿Sí?
—Un fantasma.
—¿Un fantasma? —preguntó el sacerdote con la voz quebrada. Se movió incómodo sobre el cojín, tocándose el hilo sagrado que le cruzaba el pecho como si pudiera protegerle.
—¡Mi hija ha vuelto a buscarme! —aulló Savita, cruzada de brazos mientras de sus pechos seguía goteando la leche.
—¡Haga que se vaya! —chilló Tufan, agarrándose desesperadamente a su pistola de cuerda de yute.
—¡Haga que se quede! —gritó Savita, dándole a Tufan un manotazo en la cabeza.
—Haré lo que corresponda. El resto dependerá de la voluntad de Dios —dijo Panditji, preguntándose si la familia Mittal se habría vuelto loca de pronto, loca de atar. Esas cosas sin duda ocurrían. Había visto estallar a familias cuidadosamente estructuradas tras años y generaciones de disfuncionalidad, recurriendo a él en busca de un bálsamo mágico. Él mantenía esos secretos de familia ocultos en su tripa de Buda. Cada uno de ellos era un delicioso dulce consumido, regurgitado y saboreado de nuevo. A fin de cuentas, esos secretos llegaban siempre acompañados de una eterna deuda adjunta, un aderezo de dinero y de regalos que silenciaban su lengua. Por fin, ajustándose el hilo sagrado alrededor de la rechoncha tripa, empezó a salmodiar mientras arrojaba ghee al fuego y arrancaba sin miramientos los pétalos de las flores, arrojándolos también al fuego indiscriminadamente.
—Swaha —cantó al final de una frase, elevando majestuosamente en el aire la palma extendida de la mano desde el fuego al cielo.
Al oírle, los miembros de la familia arrojaron un puñado de pétalos de flores secos y samagri de alcanfor al fuego, provocando que las llamas crepitaran y parpadearan con mayor intensidad. Panditji estuvo cantando mantras durante más de una hora, bostezando y rascándose los sobacos de vez en cuando. Su mente regresó de pronto a su infancia, cuando le conocían simplemente por Chotu Motu, el pequeño gordo, y solía ver a su padre llevando a cabo los mismos rituales, con tres hilos blancos atados al hombro izquierdo y líneas de ceniza blanca tiñéndole la frente, los brazos y el pecho, unas marcas que anunciaban su condición de doblemente nacido. Las cavilaciones de Panditji se centraron a continuación en una agradable comparación entre los pechos de Maji y los de Savita, concediendo a Maji algunos puntos por su enormidad, aunque decidiéndose al fin por la tersa plenitud que apreció en los de Savita. Se imaginó deslizando su mano entre los dos senos y frotando sindoor rojo y polvoriento sobre los pezones para propinar luego a cada pecho un pequeño y complaciente silbido al retirar la mano.
—Swaha —salmodió de nuevo.
Dheer y Tufan se habían quedado dormidos con la cabeza apoyada en uno de los sofás. Maji empezó a preocuparse ante la posibilidad de que el gurú llegara antes de que Panditji se marchara e indicó a Kuntal que sacara el desayuno que el cocinero Kanj había preparado. Panditji reparó en la inquietud de Maji y acortó las plegarias y agitó la mano sobre el thali de vermichelis preparados con almendras y leche a modo de bendición. Kuntal sirvió la comida. Ahorrándose los utensilios, el sacerdote se metió puñados de fideos en la boca, balanceándose de puro deleite. Maji indicó discretamente al ayudante de Panditji que empezara a recoger los útiles empleados en el puja.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Panditji. Prefería seguir sentado delante del kund con los aditamentos del hawan a su alrededor como fieles servidores. Cuando la comida tocó a su fin, Maji puso un grueso sobre rojo en la mano del sacerdote. Este lo alejó de sí como si estuviera contaminado, aunque no antes de comprobar su grosor. Maji había sido generosa. Satisfecho, soltó un fuerte eructo—. Los dioses han estado siempre complacidos con tu devoción.
—¿Y Pinky? —preguntó Maji con la esperanza de que la piedad fuera garantía del regreso y salvaguarda de su nieta.
—En las manos de Dios.
—¿Y el fantasma? —preguntó Savita.
—Bhoot-fhoot —respondió Panditji, agitando la mano en el aire como si le tuviera sin cuidado—. Ya os he dicho que esta ciudad se está yendo al garete.
Dicho esto, subió al Impala de color azafrán y se alejó a toda velocidad.
BARRIADAS Y CLOACAS
Parvati y Kanj avanzaban en el coche por la temida Mahim-Sion Road, que hacía más o menos las veces de frontera con la parte superior de la zona triangular conocida como Dharavi, la barriada más grande de Bombay. Salpicada de basura por doquier, era una calle muy concurrida por viajeros que se trasladaban en autobuses abarrotados, gente dispuesta a esperar una hora entera para encontrar un sitio, algunos llegando incluso a evitar la peligrosa carretera utilizando el tren y no tener así que hacerlo a pie, en moto, en bicicleta o en coche.
Antes de cruzar hasta la línea del ferrocarril del Western Railway que bordeaba la costa de Dharavi, Kanj se detuvo y aparcó el Ambassador junto a la estación Mahim.
—Voy a dar media vuelta —dijo, aferrándose al volante como dispuesto a girar en redondo allí mismo—. Nos van a matar.
—Lakhs de personas viven aquí y no mueren asesinadas.
—Nosotros no somos de este barrio. Esta no es nuestra casa.
—Tenemos que encontrar al gurú.
—¿Por qué? ¿Por qué arriesgar la vida por ellos?
—Porque Maji me acogió cuando nadie más quiso hacerlo.
—¿Y qué? —siseó Kanj—. Sigues siendo una criada. Un solo error y se deshará de ti como le pasó a Avni.
Justo delante de ellos estaba Mahim Crossing, que llevaba al otro lado de las vías del tren para desembocar en la calle principal de Dharavi, una tosca senda que los residentes de la barriada habían empedrado colocando rocas en el cenagoso suelo. Con el tiempo, la calle se había convertido en una vía de barro viscoso que olía a orines y a heces. Aun así, el olor en nada podía compararse con el de las curtidurías arracimadas al otro lado de la estación de Mahim, que impregnaba el aire de un acre hedor a sulfuro y a carne en descomposición. Fantasmagóricas bolas de pelo de lana sembraban la vía, visibles solo a la luz de la linterna de Parvati.
La barriada se extendía ante ellos en una colección densamente abigarrada de techos de calamina con alfombrillas chatai de tiras de bambú a modo de paredes, cada una de ellas cubiertas con toldos de plástico para protegerlas de los monzones. El asentamiento que tenían justo delante carecía por completo de electricidad, bañando a Parvati y a Kanj en una oscuridad total salvo por la tenue luz que procedía del interior de las viviendas. Las barracas se repartían al azar, flanqueadas por cuerdas de tender de yute desnudas. Delante de un chamizo, junto a un cubo volcado y a un anuncio descolorido de aceite de motor British Petroleum, había un atiborrado saco de yute con el logo de 53 Grade. Una escalera de madera con los escalones torcidos se apoyaba contra un segundo piso sostenido precariamente sobre pilares de acero y con un extremo asentado sobre un improvisado muro de ladrillo del que colgaban cables enrollados. Uno de los cables había sido reconvertido en cuerda de tender. De ella colgaban unos pantalones cortos amarillos, evidentemente olvidados a su suerte. Habían colocado una llanta de coche reciclada encima del segundo piso, sobre una loneta de plástico rota, a la espera de que sirviera de algo.
—Tenemos una buena vida, comemos lo que queremos, tenemos una cama donde dormir y nuestro propio cuarto de baño en el mejor barrio de la ciudad —dijo Parvati—. ¿Quieres arriesgar todo eso negándote a cumplir la orden de Maji?
—¿Quieres morir ensartada como una brocheta por estos goondas?
—Allí —dijo Parvati, señalando a una verja baja que rodeaba una cruz aparentemente antigua—. Vayamos hacia allí.
—Hatao!
Un grupo de hombres envueltos en chales de lana y bolsas de plástico se acercaron a ellos fumando bidis Shivaji. Llevaban camisas y calzones holgados. Uno de ellos estaba visiblemente afectado por elefantiasis. Tenía una pierna acusadamente inflamada, gruesa y apergaminada. La piel mostraba un aspecto grumoso y el pie era totalmente irreconocible.
—¿Buscan algo?
—A Hari Bhai —respondió Parvati sin más mientras Kanj no le quitaba ojo a la daga que lucía el líder del grupo. «Absolutamente inadecuada para rebanar», concluyó al borde del desmayo, «aunque perfecta para destripar».
El líder, un hombre bajo y corpulento de ojos crueles y con el rostro salpicado por las blancas manchas de un avanzado vitíligo, dio un paso atrás. Un escalofrío le recorrió la espalda al oír pronunciar el nombre de Hari Bhai.
—¿Y qué asunto tenéis que tratar con él?
—Dile que Gulu de VT nos envía.
El hombre afectado por el vitíligo se sacó un trozo de cebolla frita de los dientes y lo escupió en el suelo como deseando asustar a los visitantes con su espantosa higiene.
—Ahora volvemos.
Dejaron a Parvati y a Kanj temblando junto a un charpoy roto, supervisados desde la distancia por el hombre con elefantiasis, que depositó sobre un ladrillo los inflamados pliegues de carne que componían su pie.
—¿Era este tu maravilloso plan? —siseó Kanj, poniéndose en cuclillas para estar más cómodo—. Durante todo el camino no has parado de decirme «confía en mí, confía en mí», y ahora estamos rodeados de criminales. ¿Esto es todo lo que se te ha ocurrido?
—Hari Bhai y Gulu son amigos de la infancia —susurró Parvati mientras se secaba disimuladamente la frente con la punta del palloo del sari—. Lustraban zapatos juntos en Victoria Terminus. Él ayudó a Gulu a encontrar al gurú hace años. ¿No te acuerdas?
—No me acuerdo de nada, con excepción de ese espantoso líquido que preparó y que te obligó a tomarte, chee!
Era cierto. Hari Bhai y Gulu tenían una larga historia a sus espaldas, pero la de Hari Bhai quizá se remontaba aún más atrás. Descendía de los habitantes originales koli de Dharavi, cuando la localidad no era una extensa barriada sino una comunidad de pescadores asentada a lo largo del río Mithi y de su pequeño afluente, el Mahim Creek, cuyos cursos morían en el mar de Arabia. Siendo como era el menor de siete hermanos, a Hari no le necesitaban para que trabajara en la construcción del dique que se había levantado en el arroyo, donde los peces, y sobre todo cangrejos y mariscos, quedaban atrapados durante la marea alta y eran pescados por las redes de los hombres de la aldea al bajar la marea. Con el tiempo, tanto el río como el arroyo habían terminado densamente contaminados por las curtidurías y otras industrias que habían florecido en el interior de los límites de Dharavi y el pescado empezó a apestar a queroseno. Las continuas reclamaciones de tierras por parte de las autoridades y la transformación en espacio habitable de los terrenos cenagosos que bordeaban la franja de Mahim-Bandra habían provocado que el mar se retirara, dejando así a una comunidad entera privada de su ancestral medio de subsistencia.
Hari Bhai, a quien en aquella época se le conocía simplemente como Hari, había deambulado por las vías del tren, solo y sin que nadie cuidara de él la mayor parte del día, hasta que por fin encontró un buen trabajo en la estación de ferrocarril de VT. Había formado una banda con otros niños abandonados entre los que estaba Gulu y habían empezado a limpiar zapatos bajo la tutoría del Gran Tío. Cuando el Gran Tío murió asesinado por su rival Diente Rojo, Gulu huyó, deshecho, pero Hari no dudó en modificar su lealtad y llegó incluso a convertirse en la mano derecha de Diente Rojo. Con el tiempo, Hari asesinó a Diente Rojo por una disputa económica y se había convertido en fugitivo, no de la ley sino de los hombres de Diente Rojo, deseosos de vengar la muerte de su mentor con otra muerte. Dharavi, con su denso laberinto de chabolas y con sus más de treinta mil personas por hectárea, se le antojó como el escondrijo ideal. Y así fue como Hari regresó a su zopadpatti, al distrito Koliwada de Dharavi, con su templo dedicado a Ganesha Mandir y el santuario de Khamba Deo, erigido doscientos años antes, para recuperar allí su destino.
—Venid.
Los hombres de Hari Bhai habían regresado y mostraban una actitud más hospitalaria.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Parvati.
—Nada de preguntas —les advirtió el líder, tocándose una mancha de piel descolorida que tenía sobre la barbilla como si fuera a darle buena suerte—. A bhaiya no le gustan las preguntas.
Les llevaron entre las chabolas por una senda anegada de agua sucia y de agua de lluvia. Una mujer despeinada y provista de un gran aro en la nariz se acuclilló en el suelo, mascullando entre dientes mientras frotaba ceniza sobre una cacerola en mitad de la noche. Un pecho gomoso emergió del oscuro sari desprovisto de blusa cuando la mujer se inclinó. A medida que Parvati y Kanj avanzaban el sendero parecía ensancharse un poco y las casas mejoraban progresivamente al tiempo que el hedor procedente de las letrinas comunitarias menguaba en intensidad. Pasaron por una zona poblada de estructuras bajas y estrechas que constaban de once habitaciones que daban a la calle. Los edificios tenían techos de tejas, porches delanteros de cemento y pequeñas cañerías a la vista. En uno de ellos, un letrero pintado a mano anunciaba a un tal Lijjat Papad, cuyo nombre aparecía acompañado de una mano femenina y de piel blanca que, con la muñeca adornada por dos pulseras verdes, sostenía en alto una flor de loto.
—¡Papads de Lijjat! —exclamó Kanj sorprendido a pesar del miedo que le embargaba—. ¿Aquí, en Dharavi?
Los hombres se rieron.
—No vivís aquí, pero coméis de lo que aquí preparamos.
Kanj se indignó.
—Hahn, hahn —dijo uno de los hombres que ostentaba un enorme bigote al tiempo que asentía orgulloso con la cabeza—. Mi esposa es una sanchalika, la jefa de la sede local que trabaja en nuestra casa, allí..., donde está el cartel. Sigue siendo un negocio muy pequeño y se dedica a preparar papads que luego os coméis vosotros. Aunque empezó el año pasado, es ya una empresa muy provechosa.
—¡Pero si gana más ella que él! —se burló uno de los hombres que llevaba una camiseta banain sin mangas que acentuaba los prominentes músculos de su brazo.
—Por eso pudimos por fin alquilar una casa decente, yaar —respondió el del bigote, desestimando el comentario con un gesto de la mano.
—Pero entonces ya no puedes pegarle, bahn bhai? —se mofó el del brazo musculoso, alzando la palma de su mano en el aire en un gesto claramente amenazador.
—Yo y nadie más que yo controla a mi esposa —respondió el del bigote empleando para ello un tono calmado y abrasador, temeroso de que su virilidad quedara en entredicho ante los dos desconocidos a los que escoltaban.
—Sí, sí —intervino con ánimo apaciguador el líder afectado por el vitíligo a fin de evitar disputas—. Hari Bhai dice que amasar papads es un buen trabajo para nuestras esposas y hermanas.
—Mi esposa —prosiguió el bigotudo, inflándose orgulloso al oír mencionar la aprobación de Hari Bhai—, amasa tres kilos de papads todas las mañanas. Antes del alba va a buscar la levadura húmeda a Bandra.
—Mientras que nosotros, los hombres, vamos a Bandra todas las noches con nuestros propios artículos húmedos —añadió el tipo de la camiseta con una risa insinuante.
El resto del grupo soltó una carcajada.
A esas alturas ya habían llegado a una casa de dos plantas relativamente impresionante situada delante de la cruz protegida por la alambrada y propiedad de una familia cristiana que de forma no oficial gobernaba la comunidad koli de Koliwada, enclavada en el área noroeste de Dharavi. Hari Bhai utilizaba su residencia para celebrar allí sus audiencias públicas.
El grupo condujo a Parvati y a Kanj al salón principal de la casa, donde encontraron a Hari Bhai sentado y tomando una taza de té.
Era apuesto, con una mandíbula fuerte, el pelo peinado hacia atrás y pegado con fijador a la cabeza y los ojos ocultos tras unas gafas de sol a pesar de la oscuridad que reinaba en la estancia.
—Pasad, pasad —dijo a modo de bienvenida, chasqueando los dedos para indicar al criado que sirviera más té—. ¿Así que sois amigos de Gulu?
—Sí —respondieron Parvati y Kanj, que se quedaron de pie donde estaban.
—Es como un hermano para mí —dijo Hari con tono tranquilizador—. Sentaos, sentaos.
Tomaron asiento.
—¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Necesitamos encontrar a Baba gurú.
Hari Bhai sonrió y se inclinó hacia delante con determinación, quitándose las gafas para ver mejor a sus invitados. Una fea cicatriz le subía desde la parte superior del párpado, atravesándole la poblada ceja.
Durante un instante aterrador, Kanj pensó que Parvati y él iban a morir allí asesinados. «Prometeré cocinarles aloo tikkis de primera clase a cambio de nuestras vidas», decidió.
Pero entonces Hari se echó hacia atrás lánguidamente y chasqueó los dedos en dirección al tipo del bigote:
—Jao, usko bulao.
Parvati asintió con la cabeza, mostrando así su agradecimiento. Kanj intentó evitar que le temblaran las rodillas.
Hari Bhai posó la mirada en el cuerpo de Parvati, ajustadamente envuelto en un sari de color mango.
—Así que necesitas al gurú, hermana —dijo, hablando despacio y deliberadamente.
Había sido su relación con el gurú la que había impulsado su mítico ascenso hasta el poder. Con su ayuda, Hari se había hecho con el control de Koliwada sin apenas encontrar resistencia, ni siquiera por parte de los extremadamente violentos amos de la barriada como Vardraja Mudaliar, cuya implacable influencia podía percibirse en todos los rincones de Dharavi, incluyendo la Zona III del departamento de policía de Bombay. El creciente volumen de negocios de Hari respondía a una tradición ancestral característica de los kolis, la única que aún perduraba desde que el Mahim Creek se había secado y había desprovisto a su comunidad de sus formas de pesca ancestrales. Hari acuñó entonces su famoso eslogan: «Mahasagar nahi? Navsagar chali! ¿Que no hay océano? ¡Utilizaremos alcohol!».
Según sus tradiciones más antiguas, las comunidades de los kolis repartidas por toda la ciudad de Bombay siempre habían destilado alcohol de varias frutas, incluido el jamun, la guayaba, la naranja, la manzana y el dulce chikoo marrón, de cuyos tallos se extraía además el lechoso látex empleado para la elaboración del chicle. El famoso Dharavi Koliwada Country, elaborado en el seno de Koliwada, era el más potente debido a su infusión especial de agua de mar. Cuando el primer ministro de Bombay, Morarji Desai, impuso la Prohibición en 1954, las destilerías de los kolis se vieron forzadas a operar en la clandestinidad. Hari unió a su comunidad acusando a Desai de country-bandi en vez de daru-bandi, prohibiendo su licor casero al tiempo que vendía su propia versión de alcohol legal en botellas cuyas etiquetas anunciaban que se trataba de un licor extranjero fabricado en la India.
Luego, con el ímpetu empresarial que le caracterizaba, Hari se aprovechó de los espacios abiertos que Dharavi ofrecía —las ciénagas abandonadas y los vertederos ilegales— para enterrar allí cientos de barriles del azucarado líquido para su fermentación. A veces los almacenaba en las cloacas de barrios vecinos como Sion, donde los colegiales se retaban a levantar las pesadas tapas de hierro forjado de las alcantarillas para poder ver mejor lo que se ocultaba debajo. En cuanto el alcohol estaba destilado, hasta quince litros se almacenaban en una llanta de coche que podía fácilmente ser transportada al cuello por un obrero, dejándole libres las manos para que así pudiera vadear por las ciénagas. Hari se había procurado una flota de inmensos coches norteamericanos —Plymouths, Chryslers, Dodges— para transportar su licor casero desde allí a la ciudad, mientras que lo mejor de la producción iba a las addas que salpicaban la costa, entre las que se incluía la de Rosie en Bandra.
Los kolis veían en Hari a un salvador, una especie de Robin Hood que desafiaba a la ley mientras mantenía cierto grado de integridad moral negándose a participar en prácticas más dudosas como la de añadir ácido de baterías a sus caldos. Sus colegas kolis empezaron a llamarle Bhai —Gran Hermano—, pues Hari proporcionaba a cada uno de los hombres de su comunidad un trabajo estable en su imperio y un salario de doscientas rupias mensuales. A cambio, su gente le era singularmente fiel y le obedecían a ciegas cuando él les pedía que votaran por un político en particular o, más adelante, cuando se convirtieron en soldados de a pie del Samyukta Maharashtra Samiti.
En la estancia sumida en penumbra, y con su taza de té en la mano, Parvati relató la historia de la muerte por ahogamiento del bebé y la repentina aparición del fantasma en el bungaló. Los hombres asentían solemnemente con la cabeza. Las callejuelas embrujadas de Dharavi estaban abarrotadas de ululantes fantasmas, espíritus vengadores y almas inquietas.
—Sí —dijo Hari Bhai por fin, sorprendentemente conmovido por la historia—. Baba gurú os ayudará.
EL GURÚ
El gurú estaba inmerso en plena meditación cuando uno de los hombres de Hari Bhai le llamó. Irritado por la interrupción, mandó a su espíritu favorito —un perverso fantasma llamado Frooty al que le encantaba deslizarse en un lungi desabrochado y propinar a los despistados órganos un buen apretón que constriñera la sangre que los irrigaba— a visitar al bigotudo esa noche.
El gurú y Hari mantenían una relación no exenta de tirantez, pues estaba basada en una inquebrantable promesa, aunque, a la postre, debilitada por filosofías distintas. Aun así, mantenían en vigor el solemne juramento que se habían hecho cuando eran apenas unos niños. El gurú seguía atando amuletos protectores a la muñeca de Hari, protegiéndole de potenciales rivales y también de la policía, y Hari cuidaba de la familia del gurú, incluso cuando pasados los años, los curtidores habían sido reubicados y él les había instalado en un ático de Diamond Apartments, el primer rascacielos de Dharavi desde el que se dominaba Mahim Station. Y, a pesar de que el gurú negaba cualquier asociación con el círculo de corrupción y de crimen de Hari, no se había podido resistir a aceptar el transistor que este le había regalado. Y es que, en su tiempo libre, el gurú se había vuelto tremendamente adicto a Akaashvani, la emisora propiedad del gobierno, y las continuas emisiones de la suerte más deprimente de música clásica indostaní.
El destino había unido al gurú y a Hari. La densa masa de humanidad que poblaba las calles de Dharavi hacía las veces de verdadero muro que separaba sus barrios, ubicados en los extremos opuestos de la comunidad triangular. El gurú se había criado cerca de la línea del ferrocarril de la Central Way Line que delimitaba la frontera este de la barriada, mientras que Hari estaba firmemente refugiado en el rincón noroeste de Dharavi. Y si los ancestros de Hari se remontaban a los habitantes kolis originales de Bombay, los del gurú descendían de la comunidad konchikori de magos y actores ambulantes oriundos de Sholapur, una ciudad conocida fundamentalmente por sus telas, situada en las afueras de lo que hasta hacía poco se conocía como el Estado de Bombay.
Los poderes especiales del gurú se manifestaron por vez primera cuando tenía cuatro años y curó a su hermana poniéndole la mano en su frente enfebrecida. Tras la milagrosa recuperación de la pequeña, las habladurías no tardaron en correr como la pólvora y el gurú se pasaba días enteros sentado en el charpoy atendiendo a cuanto enfermo o desesperado acudía a su puerta. Sin embargo, no tardó en lamentarse de que no tenía tiempo para jugar con sus amigos, de modo que, durante un tiempo, en vez de curarles, el gurú infligía a sus visitas males relativamente benignos como la diarrea, la impotencia y un incontrolable desorden capilar.
—Alejaos de él —empezaron a avisarse entre los vecinos—. De lo contrario empezaréis a correr a la letrina docenas de veces al día y expulsaréis vuestros excrementos con tal fuerza que hasta las ratas huirán buscando refugio.
—Hahn —decía otro—, ¿y qué esperanza le queda ahora al pobre Dhondya de encontrar una esposa? Ni siquiera las furcias de cinco rupias de Falkland Road son capaces de devolverle la virilidad.
—¿Y qué me decís de mí? —se quejaba otro al que la melena leonada que recientemente le había crecido en las orejas le había supuesto un lugar en el Libro Guinness de los récords—. Yo solo le pedí que me ayudara a conseguir una dote adecuada para mi hija.
Los miembros de la familia del gurú se convirtieron en auténticos proscritos y a pesar de los infinitos tirones de orejas, de las incontables bofetadas o de los tormentos físicos de suerte más general al que le sometieron sus padres, el niño no cambió de opinión. Solo cuando su padre amenazó con cerrar el domicilio familiar y volver a la itinerancia callejera el gurú intentó volver a curar.
Estuvo recluido durante un año entero, practicando obedientemente el sadhana en las oscuras horas nocturnas, quedándose despierto para recitar mantras o visitar el cementerio Matunga y aprender a domeñar a los espíritus más poderosos. Todas las noches, entre las doce y las dos, exhumaba un cadáver enterrado hacía menos de tres días, asegurándose así de que su espíritu siguiera aún cerca de él, y lo bañaba con trece litros de leche. Después de que la leche contaminada cuajara al fuego, el gurú amasaba los grumos de requesón bañados en azúcar, ghee y harina de trigo hasta formar con ellos bolitas que colocaba en la cabeza y en los pies del cadáver. Por fin, empleando un mantra especial, lograba atraer al espíritu de nuevo al cuerpo y una vez allí lo sometía por completo a su control.
Durante el día, el gurú se negaba a probar la comida y se limitaba a tomar un poco de nimbu-pani para sobrevivir. Sus vecinos empezaron a acercarse de nuevo a su chamizo, entusiasmados ante sus progresos e incluso apostando billetes de diez paisas a si sobreviviría o no a la agotadora rutina. Y sobrevivió, emergiendo de su autoimpuesto exilio más poderoso que nunca, y desde entonces se le conocía con el nombre de Baba gurú de Dharavi. Mientras Hari seguía expandiendo su imperio por los vastos contornos de la ciudad, atrapando a políticos, a la policía y a los privilegiados en su embriagadora red, el gurú siguió sirviendo a los habitantes del corazón de Bombay, la gente de la barriada de Dharavi.
Justo antes del amanecer, el gurú apareció en la galería delantera del bungaló de Maji, deteniéndose para arrancar una flor del jazmín y deleitarse en su divina fragancia, libre allí de los nauseabundos olores que normalmente asaltaban su nariz en Dharavi. Y entonces, como intentando conservar el aroma, se comió una rama entera.
Maji y Savita se encogieron. El gurú era un hombre de aspecto aterrador, cubierto de la cabeza a los pies de ceniza blanca y desnudo salvo por un pequeño taparrabos y las tobilleras repujadas de campanillas de bronce que repicaban a su paso. Llevaba el pelo enmarañado recogido en un inmenso moño ligeramente inclinado sobre la coronilla y una poblada barba le caía desde la cara hasta la mitad del pecho, donde repiqueteaban las ciento ocho conchas de un rosario. Tenía un cuerpo poderoso y los ojos como dos brasas encendidas. Llevaba en la mano un abanico de plumas de pavo real y un látigo.
Llegó acompañado de su hijo, que colocó los enseres necesarios para el puja, entre los que se incluía el arroz, las bolas de requesón, pasta de sándalo, ghee, incienso y agua para lavar los pies del gurú.
—El orden natural de esta casa ha sido quebrantado —anunció el gurú después de que se hubieran llevado a cabo los preparativos necesarios para el puja. Pronunció sus palabras con un gemido grave y reverberante, como si hablara desde una tumba. Sus ojos se posaron durante un instante en Maji—. Tu casa no volverá a encontrar la paz a menos que el camino señalado por la naturaleza sea desagraviado.
El gurú se levantó de pronto y entró despacio en el bungaló, acariciando las paredes y removiendo el aire con el abanico, preguntando:
—Tu kidar se aayi hai? ¿De dónde vienes?
El resto de los miembros de la casa le siguieron desde la distancia, pasando del salón al comedor y desde allí por el pasillo del ala este a las habitaciones de Jaginder y de Maji y de regreso por el pasillo del ala oeste, pasando por delante de la habitación de los niños. El gurú se detuvo justo delante del cuarto de baño y, durante un instante, se lamentó en silencio. Demasiado a menudo le llamaba gente desesperada o avariciosa para que ejecutara alguna suerte de venganza. En esos casos, deleitaba a sus clientes con un espectáculo, haciendo sonar el látigo, dejando escapar gritos desgarradores y por fin haciendo hablar a un espíritu por boca de alguno de los desprevenidos presentes que declaraba que había llegado hasta allí desde el cementerio para causar problemas. Ese espectáculo normalmente bastaba para aterrar al culpable charlatán, que terminaba confesando que había sido él el autor del robo o del crimen en cuestión. Sin embargo, a veces se requerían los servicios del gurú para que recosiera el cosmos y restaurara el orden natural que había sido diezmado por la ignorancia, el deseo, el apego o la codicia. Y era entonces cuando recurría a sus poderes cósmicos.
En cuanto entró al bungaló de Maji, el gurú sintió la presencia del fantasma. Su dolor, su rabia y las silenciosas acusaciones goteaban desde las grietas del techo y burbujeaban desde las pequeñas rendijas que salpicaban el suelo.
Entró en el baño del vestíbulo.
El fantasma se descolgó del techo, invisible a todos los ojos excepto a los del gurú y a los de Parvati. Casi tenía ya un aspecto humano y era más poderoso que nunca. Estaba decidido a hacer pagar a toda la familia sus crímenes y a darles su merecido por haber permitido su muerte.
—Tu kidar se aaya hai? —repitió esta vez el gurú con un tono más vehemente, mirándole a los ojos.
—¿Dónde está? —gritó Savita—. ¿Dónde está?
—¡Allí! —señaló Parvati.
El cocinero Kanj agitó amenazadoramente una sartén en el aire.
El fantasma abrió la boca y se expresó en un lenguaje secreto que, como las olas del océano, rompieron contra los oídos del gurú. El techo empezó a gotear como si lloviera dentro de él.
—Shiva Shakti, Shiva Shakti... —salmodió el gurú, invocando las voces masculinas y femeninas del universo. Rompió a sudar y la ceniza blanca le surcó el rostro. El fantasma se acercó a él con la diáfana melena plateada agitándose furiosa en su espalda. Las negras cañerías que rodeaban la pared del cuarto de baño empezaron a temblar, vomitando chorros de agua al azar.
Savita se abrazó a sus pequeños y Maji se apoyó pesadamente en los hombros de Kuntal. Se quedaron todos helados en el vestíbulo al tiempo que la colada empapada les sacudía la cara desde el aire como si estuviera a merced de un fuerte viento.
El hijo del gurú susurró crípticamente:
—Baba gurú busca la unificación de las polaridades del mundo: la conciencia y la energía. Solo entonces será posible la iluminación.
Nimish abrió la boca para responder pero Savita le pellizcó el brazo.
El fantasma giró alrededor de la cabeza del gurú, moviendo los brazos a cámara lenta como una sábana de seda aleteando debajo del agua. El gurú se mantuvo firme, enfrentándose a sus poderes con los suyos. La lluvia golpeteaba el suelo de la habitación y la bombilla desnuda que colgaba del techo se agitaba enloquecidamente. El frío trepó despacio, muy despacio, por el cuerpo desnudo del gurú, encerrándolo en una carcasa de hielo.
—Ye bahut zordar atama hai, es un espíritu muy fuerte —jadeó, cayendo de espaldas—. No hay forma de echarlo.
—¡Lo sabía! —estalló Savita—. ¡Ha venido a buscarme!
—Ha estado siempre aquí —dijo el gurú—. Una conjunción astral le ha devuelto a nosotros.
—¿Qué clase de conjunción? —preguntó Maji.
—La violación de una frontera o de una posesión obra de una niña...
—¡Pinky! —chilló Savita—. ¡Lo sabía!
—Las niñas poseen ciertos poderes inconscientes en algunos momentos transitorios de sus vidas, poderes que les permiten comunicarse con el más allá...
—¿Con lo divino o con lo diabólico? —preguntó Parvati.
—Con ambos —fue la respuesta del gurú al tiempo que sus fieros ojos se posaban en ella—. La pequeña murió antes de que llegara su hora. Está enfadada.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Nimish. Todos habían sufrido tras su muerte: el dolor de la pérdida, la oscura caída de Savita en la superstición y en el temor, la búsqueda de refugio en el alcoholismo por parte de Jaginder, la culpa de Nimish que nada parecía poder aliviar.
—Shiva Shakti —salmodió el gurú—. El universo debe recuperar su equilibrio. Recibiréis lo que habéis dado; perderéis lo que habéis quitado.
—Pero ¡mi pequeño gorrión! —intervino Savita, sintiendo una vez más el oscuro dolor en el pecho—. ¿No hay acaso ningún modo de poner fin a su sufrimiento?
—Hay dos formas. —El gurú alzó sus palmas extendidas al aire—. Podéis permitir que se quede y reemplazar su dolor con su equivalente cósmico. Y llegará el día en que él mismo se irá.
—Como los fantasmas de nuestro Baba y de nuestra Mama —susurró Parvati a Kuntal.
—¿Y la otra? —preguntó Nimish.
El gurú bajó una mano y mantuvo la otra firme en el aire con los cinco dedos extendidos para representar con ellos los elementos de la vida visible: tierra, agua, fuego, cielo y viento.
—Los invisibles están solo hechos de fuego, cielo y viento. Buscan el agua y la tierra para habitar el mundo como lo hacemos nosotros.
Agitó el pulgar.
—Lo que en su día mató al fantasma hoy lo mantiene con vida. Está encerrado entre las paredes de este bungaló. Su vida y su muerte están de nuevo en vuestras manos.
El gurú cayó en un trance contemplativo.
El espectáculo había terminado.
MUERTE Y DESHEREDAMIENTO
A alba, un rayo de sol asomó entre las nubes. Jaginder tomó un taxi de un hotel cerca de la Asiática para que le llevara a Darukhana, la arenosa zona industrial donde tenía su oficina. Normalmente no llegaba nunca antes de media mañana. Para entonces, el parque del desguace estaba ya salpicado de obreros que clasificaban los restos de barcos desguazados en el patio y sus ayudantes zumbaban por la oficina, negociando acuerdos y llevando las cuentas en sus libros mayores. Un espeluznante silencio reinaba en el godown, donde se almacenaba la mercancía. Dos refrigeradores se oxidaban en el fango y un puñado de enormes tuberías de acero brillaban a la luz del día gracias a la lluvia caída durante la noche.
Subió los escalones que conducían a la plataforma elevada y descubierta desde donde accedió a su oficina. Un almacén cerrado bajo llave ocupaba uno de los extremos de la habitación, lleno de redondos cojines en los que recostarse y gruesas alfombrillas que el criado de la empresa desenrollaba en el suelo al comenzar el día. Jaginder abrió la puerta del almacén y puso una de las pesadas alfombrillas en el suelo cubierto de vinilo, cubriéndola con una sábana blanca.
Sudando, retiró el pequeño escritorio de madera y lo colocó en su lugar de costumbre: junto a la entrada, al lado del teléfono negro que solo necesitaba que alguien lo enchufara. Encontró sus libros mayores de color rojo rubí pulcramente ordenados en un montón dentro de un armario. Tras tomar asiento y cruzarse de piernas en el suelo delante de su escritorio, cogió el libro mayor que estaba encima del montón. Abrió la tapa del libro, que dejó al descubierto las finas páginas como un acordeón, y se dispuso a estudiar las cuentas con la mirada vacía. Estaban todas registradas empleando la críptica caligrafía Lunday utilizada desde siempre por la familia para anotar las transacciones financieras.
Perezosamente, destapó el tintero que encontró en la tabla llana que flanqueaba la inclinada cubierta del escritorio y sumergió la punta de la pluma en sus oscuras profundidades. Normalmente utilizaba una Schaeffer importada que guardaba en el bolsillo de la camisa, pero no la llevaba encima y estaba demasiado cansado para intentar encontrar otra en los armarios. Miró su reloj, deseoso de tomar una taza de té caliente. El criado se retrasaba ya quince minutos. «Así que esto es lo que pasa cuando yo no estoy.»
Abrió el libro por una página en blanco. Sostuvo sobre el papel la punta de la pluma y con trazo vacilante empezó a dibujar un Ganesha, el símbolo que incluía al comienzo de todas y cada una de las transacciones o cuentas para asegurarse así un principio bien auspiciado. A pesar de que no había nada favorable en lo que estaba a punto de hacer, por una simple cuestión de costumbre completó el símbolo y dejó la pluma encima de la mesa. Oyó corretear unos pies en el exterior. El criado de la empresa subía las escaleras vestido con una camiseta blanca, el lungi de algodón y un chal de lana, silbando la melodía de Prem Jogan ke Sundari Pio Chali y moviendo las caderas como un príncipe mogol con hordas de cortesanas a sus pies.
—Sahib! —gritó, casi soltando la taza de té que llevaba en la mano, apresurándose a pegar las palmas de las manos en señal de saludo.
—Llegas tarde —dijo Jaginder, con el fastidio dibujado en el rostro.
—Hahn-ji, sahib-ji —tartamudeó el criado con la calva salpicada de perlas de sudor—. El autobús se ha retrasado. La carretera estaba en mal estado por culpa del monzón.
—Tráeme una taza de té.
El criado desapareció a la carrera en busca del chaiwallah residente, olvidando su té y su melodía con las prisas por ejecutar las órdenes de Jaginder.
Jaginder miró fuera. Más abajo, los obreros habían empezado a llegar al godown y movían fragmentos de hierro al tiempo que el rítmico sonido de sus martillazos llenaba el aire de una triste y hueca melodía. Cuando era niño a menudo había acompañado a su padre, Omanandlal, a ese mismo lugar. Tomaban el tren desde el bungaló a la cercana estación de Reay Road. Sus momentos favoritos para visitar el desguace eran el Diwali y el Año Nuevo, cuando los empresarios gujaratíes de la zona gritaban alegremente «Sal Mubarak!» y Omanandlal guardaba bandejas de acero inoxidable llenas de pistachos, almendras, anacardos, semillas de cardamomo y uvas doradas que ofrecía a todo aquel que visitaba la empresa.
Durante horas, Jaginder se sentaba junto a su padre, viéndole cotejar sus libros de cuentas, aprendiendo a manejar transacciones empresariales, a gestionar a sus subalternos y a interactuar con los clientes. Se imaginaba sentado en su lugar. Todas las acciones que asumía se llevaban a cabo con plena conciencia de que —algún día— así sería. A veces se quedaba allí hasta el final de la jornada, llegando a casa con Omanandlal, que se quitaba el bathuee de los hombros antes incluso de lavarse las manos, entregando a Jaginder el pesado chaleco de algodón con los grandes bolsillos en la parte delantera llenos de rupias para que lo guardara en uno de los armarios metálicos cerrados con llave de Maji.
Omanandlal había sido un hombre sencillo, elegantemente vestido y perfectamente afeitado salvo por el pequeño y pulcro bigote que representaba para los hombres de su clase el honor y la virilidad: jamás perdía el temple, nunca andaba demasiado deprisa, nunca maltrataba a sus obreros y nunca permitía que un hombre pobre abandonara su puerta con las manos vacías. Había aprendido con gran esfuerzo a leer y a escribir en inglés, siempre con su diccionario hindi-inglés a su lado, y a firmar sus cheques con una laboriosa letra cursiva con la tripa de su Parker de punta ancha llena de tinta china. Jaginder había anhelado desde siempre ser como él, pero los años en los que primaba el honor y la caballerosidad indias habían dejado pronto paso al nuevo imperio reinante de la burocracia, la coacción y la corrupción. ¿Qué otra elección tenía salvo la de evolucionar con los tiempos?
Dando muestras de un acto muy poco propio de él, había conservado la oficina de su padre tras la muerte de Omanandlal en vez de modernizarla como habían hecho muchos de sus colegas, instalando paredes permanentes, mesas con sus sillas y cosas de semejante suerte. Sentado con las piernas cruzadas sobre la gruesa alfombrilla y con el viejo escritorio de su padre delante, sintió el reconfortante peso del legado de Omanandlal. Aunque, irritantemente, Nimish no había mostrado el menor interés por el negocio del desguace, Jaginder siempre había dado por hecho que su hijo se encargaría de la empresa cuando terminara la universidad. Se imaginaba sentado con él, enseñando a Nimish los pormenores de los asuntos diarios hasta que le llegara el momento de jubilarse. Y se imaginó después visitando la oficina todas las mañanas para continuar con sus relaciones sociales, aunque disfrutando de la libertad de poder dedicar las tardes a pasear por las exclusivas orillas de Juhu Beach. Lo que Maji intentaba hacer era un desafuero al orden natural de las cosas. ¿Cómo podía pasar por encima de él de ese modo? ¿Y a favor de un simple muchacho?
El criado de la empresa regresó por fin con una taza de té hirviendo en las manos. La dejó al lado de Jaginder en una mesita y le acercó una bandeja con galletas Parle-G con las que acompañar el té. A continuación se alejó apresuradamente hacia el almacén, donde empezó a sacar alfombrillas, sábanas y cojines, organizando la oficina para la jornada tan discretamente como le fue posible. Jaginder no se podía concentrar en su labor. Escribió: «Doy fe de este testamento ejecutado el decimocuarto día de junio de 1960 por el señor Jaginder Omanandlal Mittal...», y dejó la pluma sobre el escritorio. De pronto, se acordó de la primera y única vez que había tenido al pequeño Nimish en brazos. Su hijo había sido increíblemente pequeño y el calor brotaba de su cabeza cubierta de pelusa como un horno. «¡No lo sueltes! ¡Vas a romperle el cuello, aiiee!», había chillado Savita. Jaginder se había asustado tanto y se había sentido tan torpe que jamás había vuelto a coger en brazos a su hijo hasta que el bebé había empezado a dar sus primeros pasos, convertido así en un irrompible pequeño. Sin embargo, para entonces Nimish se deslizaba incómodo de los grandes brazos de su padre y corría al encuentro de los suaves brazos de su madre. «No», pensó Jaginder, «Nimish jamás me ha querido». Cogió la pluma y la sumergió en la tinta.
Justo en ese momento, Laloo, su ayudante, apareció con el periódico de la mañana bajo el brazo.
—¿Estás aquí, Jaginder-ji? —Laloo llevaba alisado el poblado bigote y su espesa mata de cabello. La gomina le manchaba el cuello de la camisa de poliéster. Hablaba mostrando una reserva poco habitual en él.
—Sí. Tengo cosas importantes que hacer.
—¿Importantes?
Laloo se acuclilló junto al escritorio de Jaginder, intentando descifrar a hurtadillas la curva caligrafía Lunday del libro mayor mientras se acariciaba el bigote. Jaginder cerró el libro sin demasiadas contemplaciones.
—Kya hai? —chilló Laloo—. ¿Ha ocurrido algo más?
—¿Algo más?
—Desde anoche —tartamudeó Laloo, clavándose los dientes de conejo en el labio inferior.
Jaginder se inclinó hacia atrás con el pecho atenazado por la vergüenza y la rabia. ¿Qué podía saber Laloo sobre lo ocurrido la noche anterior? Era tanto lo que había pasado durante las últimas horas que Jaginder apenas era capaz de recordarlo. Todo había empezado con los pechos de Savita, y él se había marchado al adda de Rosie y después había regresado al bungaló, donde se había peleado con Nimish y con su madre. Después había vuelto a marcharse. El Ambassador se había averiado y él había terminado en la Asiática.
«¿Será que Laloo me ha visto en alguna parte?» A pesar de que su ayudante despertaba en él cierta antipatía, el padre de Laloo había trabajado durante toda su vida para Omanandlal como babu —secretario—, pues sus únicas aptitudes eran que hablaba inglés y que sabía manejar la máquina de escribir. Durante una época la empresa entera había dependido de la capacidad del padre de Laloo a la hora de rellenar los formularios escritos en inglés de los bancos y de las oficinas del gobierno. Debido a eso, y a pesar de que Laloo era un perfecto idiota, Jaginder se sentía en la obligación de mantenerle en la oficina.
—¿Qué insinúas? —gritó Jaginder.
Justo en ese momento, el criado de la empresa, que había estado escuchando la conversación mientras preparaba la oficina, conectó discretamente el teléfono que estaba situado junto al escritorio de Jaginder. El teléfono sonó de inmediato.
—Jaginder Mittal —respondió Jaginder sin esperar un segundo.
—Ah. Su madre dijo que estaba en la oficina, aunque llevo horas intentando localizarle.
—¿Quién es usted? —Jaginder sintió que el calor le subía en el pecho. «¿Acaso Maji se había puesto ya en contacto con un abogado?»
—Inspector Pascal de la policía...
—¿La policía? ¿Qué quiere de mí?
—¿Dónde ha estado esta noche?
—¡Y a usted qué demonios le importa! —chilló Jaginder, perfectamente consciente de que Laloo y el criado escuchaban atentamente.
—Creo que, habida cuenta de lo ocurrido, le conviene cooperar.
—Lo ocurrido es asunto mío —repitió Jaginder—. No tengo intención de seguir hablando de esto. Buenos días, inspector. —Estampó el auricular contra el aparato y arrancó el cable—. ¿Ye kya, maldita tamasha hai? —les gritó a Laloo y al criado, que le miraban boquiabiertos.
El criado se escabulló, buscando desesperadamente algo que le hiciera aparecer ocupado. Laloo sacó el periódico de la mañana de debajo de su sudado sobaco y lo dejó encima de la mesa de Jaginder.
—Supongo que ya habrá visto esto —dijo con tono lúgubre, encantado de haberse adelantado a su jefe.
—¿Qué es lo que tengo que haber visto? —Jaginder se levantó y desplegó el Free Press Journal.
Laloo señaló un titular con una uña afilada y sucia: «Desaparecidas hijas de prominentes familias de Bombay». El artículo decía así: «Pinky Mittal, de trece años, la hija menor de Jaginder y de Savita Mittal, desapareció de la casa familiar de Malabar Hill alrededor de la una de la mañana. Aproximadamente a la misma hora, su vecina, Lovely Lawate, de diecisiete años, la única hija de la señora Vimla Lawate, también desapareció. Los dos casos parecen estar relacionados». Más abajo aparecía un artículo en el que se detallaba la desaparición de una motocicleta, una Triumph de 500 cc de color rojo, la única de su modelo que existía en toda Bombay.
—Esto tiene que ser una condenada broma —dijo Jaginder, estampando el dorso de la mano contra el periódico y recordando la conversación de los universitarios en la Asiática.
Intentando desesperadamente ocultar su entusiasmo al verse implicado, aunque tangencialmente, en el drama que tenía lugar ante sus ojos, Laloo se balanceaba sobre sus piernas como un niño hiperexcitado.
—Pídeme un taxi —rugió Jaginder al criado de la empresa.
—Lo siento mucho —dijo muy serio Laloo, aunque no lo sentía en absoluto.
—No es hija mía —replicó Jaginder. Aun así, se metió el periódico bajo el brazo mientras salía a la calle sin asfaltar y esperaba impaciente la llegada del taxi que había de llevarle a casa.
Junto con los periódicos, entre los que se incluía el Free Press Journal, un reguero de parientes y amigos se acercaron a las puertas verdes de la casa de Maji con la esperanza de ser los primeros en llegar para expresar su preocupación por el rapto del que había sido víctima Pinky. Parientes de todos los rincones de la ciudad aparecieron vestidos con colores apagados, casi de luto, con los ojos abiertos y todas las alarmas activadas en cuanto Savita reveló que la que había sido la ayah de sus pequeños era la culpable de lo ocurrido.
Se congregaron en el bungaló como amontonados cuadrados de burfi en una caja de dulces, pegando sus sudorosos cuerpos y con las dupattas bordadas con hilo de plata empapadas por la humedad de la mañana. La única que parecía totalmente ajena a la conmoción era la pequeña fantasma, que, en su estado casi humano, requería períodos regulares de descanso. Agotada tras sus actividades nocturnas, la pequeña se había acurrucado entre las cañerías del cuarto de baño y se había quedado dormida con un diminuto pulgar metido en la boca. La puerta del baño estaba cerrada con pestillo y las cuerdas de tender de yute habían desaparecido.
Aunque las lluvias habían cesado por fin durante la noche, el cielo seguía oscuro. El salón posterior, empleado en raras ocasiones salvo por Kuntal, que lo utilizaba para dormir, abrió sus puertas a las visitas. Un contingente de hombres malhumorados, la mayoría de los cuales habían tenido que abandonar la cama mucho antes de lo que hubieran preferido un domingo por la mañana, se colaban en el aire rancio de la habitación buscando alivio del calor, de la congestión y de sus furtivos recuerdos de la ayab.
—Era demasiado hermosa —comentó un hombre de mediana edad, recordando las ajustadas blusas choli de la ayab y los bordados dorados, hipnóticamente brillantes, que adornaban el cuello de la mujer.
—El suyo era un cuerpo hecho para la prostitución y para nada más —dijo el tío Uddhav, el primo de Maji, sin ocultar su resentimiento. Se acordó de cuando se había apostado despreocupadamente contra el marco de una puerta como había visto hacerlo a Raj Kapoor en las películas, lanzando una sugerente mirada a las caderas de Avni envueltas en el sari. Ella simplemente había pasado por delante de él como si Uddhav no existiera.
—¿Y tú cómo sabes esas cosas, bhai? —preguntó otro en son de broma, dándole una fuerte palmada en la espalda—. Será mejor que te casemos cuanto antes con una buena esposa que satisfaga tus necesidades.
Otros hombres fumaban en la galería, mirando a hurtadillas a los desposeídos —los curiosos, los mendigos y una manada de perros tullidos— congregados al otro lado de la puerta cerrada de la calle. Parvati hacía guardia, blandiendo un gran paraguas que agitaba enérgicamente contra quien intentaba escalar la puerta para echar un vistazo dentro.
La vecina, Vimla Lawate, había llegado discretamente acompañada de su propio cocinero, que trabajaba con el cocinero Kanj hirviendo ollas de té y preparando el almuerzo para todo el mundo. Tras su aparición inicial, Savita se había refugiado en su habitación, intentando parar el flujo de leche que manaba de sus pechos mientras Kuntal trataba de consolarla. Buscando escapar de la presión de la multitud, Dheer y Tufan llamaron a la puerta de su madre y poco después se quedaron dormidos dentro. Nimish siguió al lado de su abuela en el salón, dirigiendo el trasiego de visitantes, respondiendo a todas las preguntas en nombre de la familia y asumiendo temporalmente la figura del cabeza de familia, una carga que aceptó con inteligencia y elegancia. Maji, derrengada sobre la tarima con una taza de té en la mano, le observaba orgullosa.
Durante toda la mañana no había tenido ocasión de reflexionar sobre las palabras de Panditji ni sobre las del gurú. Por primera vez desde la muerte de su marido, Maji había descuidado sus rondas matinales para convertirse en anfitriona muy a su pesar, aceptando los buenos deseos de sus parientes al tiempo que ignoraba sus acusaciones veladas y el brillo que delataban sus ojos. «¿Es este el fin de Maji, el ocaso de la familia Mittal?»
Se presionó las sienes en un intento de calmar el dolor de cabeza cada vez más intenso que la embargaba. El bungaló parecía estar a punto de estallar a causa de la intensidad de las personas congregadas entre sus húmedas paredes, cada una de las cuales intentaba hacerse con un poco de sitio al tiempo que se afanaban por demostrar quién había sido el más cercano a Pinky y, por ende, el más afectado por su desaparición. La algarabía —las toses incómodas, los pies que no dejaban de arrastrarse sobre el suelo, las conversaciones contenidas, el tintineo de las tazas de té contra los platos, una ocasional ventosidad— ganó en intensidad como si esperaran que algo ocurriera, como anticipando el alivio. Una legión de señoras se habían instalado a cuchichear en los largos sofás, con una taza de té contra el pecho como si un ladrón merodeara por el bungaló.
—Raptada, ¿no os parece increíble? —dijo una que llevaba unas gafas con montura de plástico tan grandes que el único rasgo de su rostro que quedaba al descubierto eran sus labios brillantemente coloreados.
—En mis tiempos, las ayahs cumplían órdenes, hai-hai. Ya nadie pega a los criados —reflexionó una señora mayor de lengua afilada, abandonándose a una reconfortante nostalgia.
—Supe que la ayah era una mala influencia desde el momento en que la vi. Hahn, acordaos de cómo intenté convencer a Maji. Pero ella no quiso escucharme. Y mirad ahora, menudo caos —dijo con tono práctico una tercera mujer que presentaba una gibosa protuberancia en la punta de la nariz.
—Tenía seis dedos en el pie izquierdo —intervino Parvati, apareciendo con una tetera—. ¿Un poco más de té?
Las señoras sentadas en el sofá se echaron hacia atrás con un contenido jadeo.
—Os digo y os repito que era una bruja —reflexionó la de las gafas grandes, aferrándose a ese pequeño fragmento de información como si hubiera estado al corriente de él desde un principio.
—En mis tiempos, esa clase de monstruos vivían solo en las aldeas —cloqueó la nostálgica—. Hoy en día, no dudan ni un segundo a la hora de instalarse en tu casa.
—Maji debería ir de peregrinación a Mehndipur y buscar allí el perdón del dios Balaji. De lo contrario, el caos más absoluto —dijo la tercera, cerrando su bolso como si estuviera dispuesta a marcharse, aunque esperaba en secreto que el drama continuara durante la mayor parte de la semana.
—Solo un gurú puede poner fin a semejante corrupción, creedme —advirtió Gafas Grandes, arrugando los labios y recorriendo la sala con la mirada como en un intento por avistar el mal de ojo.
—Un buen gurú, eso es —corroboró la señora nostálgica, mordisqueando delicadamente un diamante de besan burfi—. En mis tiempos, con una buena paliza habría bastado.
Jaginder entró en el bungaló llevando aún el kurta de la noche anterior, arrugado, manchado de salpicaduras de barro seco y oliendo ligeramente a humo y a licor rancio. Las conversaciones cesaron en cuanto los ojos que poblaban el bungaló se fijaron en él. «Mirad al pobre hombre. Debe de haber estado ahí fuera toda la noche buscando a Pinky.» Maji percibió el silencioso sobrecogimiento que rodeaba a Jaginder. Qué fácil había resultado encubrir su afición por el alcohol durante todos esos años, la desintegración de su relación con Savita y la pérdida de respeto por parte de sus hijos. Esos secretos, como otros, habían circulado a salvo tan solo entre los Mittal y el servicio, conectando a los miembros de la casa en una red de complicidad. Miró a Nimish, que intentaba por todos los medios contener la rabia, y le tocó con suavidad el brazo.
Jaginder se quedó helado, receloso ante la curiosa multitud y la estrecha alianza que unía a Nimish y a Maji. Sacó pecho, a punto de atacar a ciegas y hacer lo que hiciera falta por salvar su reputación y su buen nombre en el seno de la comunidad. Sin embargo, cuando miró a su madre, percibió en sus ojos la tristeza, las pequeñas calvas que salpicaban sus sienes y el temblor en sus manos. De pronto se dio cuenta de que Maji era una anciana y de que estaba agotada después de todos esos años mostrándose fuerte, manteniendo unida a la familia ella sola. Y entendió también que, en algún punto del camino, le había fallado. Tras la muerte de su hija, Jaginder se había permitido ahogarse él también..., aunque en un insondable río de indulgencia, irresponsabilidad y ebriedad. Y había creído estúpidamente que su familia no se daría cuenta de ello.
Sin embargo, la noche anterior había sido diferente. Finalmente, la frágil ternura que Savita y él compartían se había hecho añicos. Nimish había apartado el fino velo que ocultaba el secreto de su padre. Y Maji le había echado de casa, poniendo el peso del futuro de la familia sobre los hombros de su hijo. Jaginder pensó en sus abortados esfuerzos por desheredar a Nimish y la pena y la vergüenza le colmaron el pecho como ya lo habían hecho en el adda de Rosie. Deseó poder disfrutar de otra oportunidad para ganarse su amor y su respeto. No podía imaginarse viviendo lejos de su familia. De pronto se sintió débil, como si los músculos de su cuerpo lucharan por mantener una fachada. Allí, de pie delante de su madre y de su hijo, a punto estuvo de rendirse y asumir por fin la responsabilidad de sus fechorías, pero todos sus parientes estaban congregados en el bungaló como si de la sala de un tribunal se tratara, observantes y a la espera de emitir su veredicto. Para Jaginder era una humillación demasiado insoportable. Se mantuvo desafiante.
—¿No la has encontrado? —preguntó finalmente un pariente al tiempo que un murmullo recorría la multitud.
Jaginder negó con la cabeza.
Despacio, Maji tendió la mano hacia su hijo. Había percibido la vacilación de Jaginder y su leve encogimiento de hombros. De pie ante ella, él le estaba pidiendo clemencia. Jaginder sabía mejor que nadie que Maji jamás se arriesgaría a mancillar el nombre de la familia avergonzándole en público. Aun así, había vuelto en cuanto se había enterado de la noticia de la desaparición de Pinky. Había vuelto.
—Ven, beta —dijo Maji—. Nos tenías preocupados.
Jaginder siguió rígido donde estaba, intentando asimilar la sorpresa que había provocado en él la dulzura en la voz de su madre. Maji no había vuelto a utilizar con él esa muestra de cariño —beta— desde que él se había casado. Si el bungaló no hubiera estado abarrotado de espectadores, se habría postrado llorando a sus pies.
Fuera, las nubes exhalaron de pronto un espantoso rugido. La lluvia repiqueteó contra el tejado y envolvió el interior en una triste oscuridad. Se encendieron las lámparas y se cerraron las ventanas. Las cañerías empezaron a repiquetear y a chirriar. Las señoras se aferraron con fuerza a sus bolsos y lanzaron furtivas miradas a su alrededor. Apareció una gotera en el techo, luego otra y después una tercera. El agua goteaba rítmica y ominosa sobre los invitados.
Nimish y Maji se miraron.
—Trae cubos, Parvati —ordenó Maji, intentando contener su creciente horror. Un hilo de voz se dejó oír desde el pasillo trasero.
—¿Eh? ¿Qué es ese timbre? —preguntó uno de los invitados.
—Iré a ver —dijo Nimish.
—No —intervino Maji—. Quédate aquí.
El bungaló crujía bajo el peso del monzón. El agua empezó a entrar en la casa desde el vestíbulo.
Se oyeron gritos y un ejército de pasos que se dirigían hacia la puerta.
—Probablemente se habrá reventado una cañería —dijo Maji, volviéndose a mirar a Jaginder.
—Maldita sea —fue todo lo que Jaginder alcanzó a decir mientras se quitaba los calcetines.
Nimish se asomó al pasillo en sombras, chapoteando entre charcos de agua helada.
—¡Las calles están a punto de inundarse! —gritó Parvati, señalando hacia fuera.
Se fue la luz, sumiendo en la oscuridad la habitación. Todos se quedaron helados.
Nimish permaneció inmóvil en el pasillo a oscuras con los dedos tendidos hacia la puerta del cuarto de baño. Despacio, buscó a tientas el pestillo.
Estaba descorrido.
La puerta se abrió de golpe, tirándole al suelo. Un gélido escalofrío pasó junto a él como el rayo mientras alguien gritaba en el salón. Las luces parpadearon, revelando y ocultando una escena del más absoluto caos. Las señoras se abalanzaron agresivamente sobre el montón de chappals, retirando sus zapatos. Los hombres buscaban en vano a sus esposas perdidas. Savita y Kuntal salieron corriendo del dormitorio en compañía de los gemelos. La gente se empujaba en la puerta. En algún momento de la confusión, una mano se cerró sobre un pecho.
Un trueno desgarró el cielo.
—¡Fuera! —gritó uno de los invitados, uniéndose a la estampida que se alejaba por el camino privado de acceso a la casa y que salía por los dos portones a la calle—. ¡El tejado está cediendo!
—¡Los niños! —gritó Maji.
—¡Oh, Dios mío! —chilló Savita.
—¡Aquí! ¡Por aquí! —gritó Jaginder, intentando avanzar contra corriente en dirección a su esposa.
Y entonces, cuando el último invitado hubo abandonado el bungaló, la luz volvió de pronto.
Maji estaba de pie en mitad de un gran charco de agua de lluvia con la mirada en el sólido tejado que tenía sobre su cabeza.
Jaginder se recolocó el kurta, lanzando miradas de reprobación a sus parientes, que seguían huyendo despavoridos.
—¡Malditos cobardes! ¡Asustados por un simple chubasco!
—No es más que una gotera —dijo Maji, respirando fatigosamente.
No había duda: bajo la luz adecuada, el agua parecía proceder de un hueco abierto en el techo.
—¡Nimi! —chilló Savita con voz estridente—. ¿Dónde está Nimish?
—Aquí, mamá. —Apareció cojeando ligeramente y miró el pálido rostro de su madre—. La puerta está cerrada con pestillo —mintió por primera vez en presencia de su madre—. Lo he comprobado y todo está en orden.
En la calma que envolvía la habitación del puja, Maji empezó a pensar. La espantosa noche del monzón había dejado su casa, sus creencias y su corazón maltrechos y heridos. No sabía cuánto tiempo más podría seguir controlándolo todo. Todos sus parientes debían de estar a esas alturas chismorreando sobre el espantoso estado en el que había quedado el bungaló, inventando historias y contando a todo aquel que quisiera escuchar que habían estado a punto de perecer aplastados bajo el tejado de la casa. Y, por si eso fuera poco, los refinados padres de Savita llegarían en cualquier momento de Goa, donde tenían una segunda residencia en Colva Beach.
Maji apartó esas cavilaciones de su mente y reflexionó brevemente sobre Jaginder. La terrible noche por fin le había hecho entrar en razón. Sopesó las crípticas palabras del gurú: «Recibiréis lo que habéis dado; perderéis lo que habéis quitado». Maji había implorado a los dioses que le devolvieran a Pinky. «Tomad lo que queráis», había suplicado. Al parecer, la noche había sido como una balanza vencida por el peso de la pérdida. Quizá, con la ayuda de las plegarias de Panditji y el puja del gurú, la balanza se inclinara hacia el lado contrario. Sin duda el arrepentido retorno de Jaginder era un signo de buen augurio. Con los ojos cerrados delante de los dioses, Maji se abandonó a un instante de gratitud.
Pero entonces se acordó: el fantasma seguía preso entre las paredes del bungaló. «Lo que en su día mató al fantasma ahora lo mantiene con vida.» Maji se movió dolorosamente delante del altar y abrió los ojos. El fantasma estaba a su merced. Por muy poderoso que hubiera logrado ser, ella lo era aún más. Era ella quien poseía el arma definitiva.
—Agua —dijo en voz alta.
El bebé se había ahogado en un cubo de agua. Maji entendió entonces que, negándole esa sustancia al fantasma, podía acabar con él.
LA ALDEA DE PESCADORES
Pinky abrió los ojos. Estaba acostada en una especie de camastro y tapada con una tosca manta. Le dolía la cabeza y sentía que le ardía el cuerpo aunque tenía azules las yemas de los dedos.
—¿Maji? —llamó, asustada. Una fuerte punzada le atravesó el costado.
Una mujer apareció de inmediato y se agachó a su lado. Llevaba un tatuaje en el antebrazo y vestía un sari de algodón verde recogido detrás de las piernas con una descolorida blusa turquesa. Tenía el pelo peinado en un moño rodeado de una rama de jazmín. Un grueso collar de plata le caía sobre el pecho. Su rostro era oscuro como el chocolate y profusamente salpicado de arrugas como las que deja en la piel una vida sembrada de preocupaciones. Aunque no era vieja, tenía una expresión fatigada. Con extrema suavidad, dio agua a Pinky con una cuchara y sustituyó el paño que le cubría la frente con otro frío.
—¿Lovely?
La mujer negó con la cabeza.
—Puedes llamarme tía Janibai.
—¿Y Lovely didi? ¿También está aquí?
—Lo siento —dijo Janibai—. Solo tú. ¿Estaba ella contigo?
—No —mintió Pinky, reparando de pronto en el lugar desconocido en el que se encontraba.
—Ahora descansa —dijo Janibai, levantándose y mirando hacia la puerta.
Pinky oyó voces que provenían del exterior que hablaban en un dialecto que ella no entendía aunque reconoció como el konkani, el lenguaje de los pescadores, gracias a sus visitas al Crawford Market. Un hombre joven vestido con una camiseta a rayas y con una tikkona con una punta atada como una cuerda entre los muslos que dejaba a la vista unas piernas tersas y musculosas, entró en la pequeña cabaña y empezó a chillar. Janibai y él intercambiaron unas acaloradas palabras sin dejar de señalar a Pinky y a un objeto desconocido que se encontraba al otro lado de los muros de hojas de palmera de la cabaña. Pinky miró por la puerta abierta y vio un rectángulo de arena dorada que resplandecía bajo el sol de la mañana. Un puñado de rostros pequeños y oscuros se asomaron al interior de la cabaña, parloteando entusiasmados. Pinky sintió tensa la piel de la cara, tenía la garganta reseca y respiraba con dificultad. Cerró los ojos y dejó que por fin el sueño la venciera.
De pronto, los parloteantes niños guardaron silencio y un tipo corpulento irrumpió en el interior del habitáculo con una lustrosa gabardina negra de goma sobre el brazo y los pantalones metidos en un par de botas también negras.
—¿Janibai Chachar?
Janibai asintió con la cabeza.
—Soy el inspector Pascal de la policía y busco a su hija, Avni Chachar —dijo con una voz que exigía más que preguntaba. De la funda de loneta que llevaba al cinto colgaba una Smith & Wesson, calibre 38.
Janibai se echó bruscamente hacia atrás y negó con la cabeza.
—¿No? ¿Qué quiere decir eso exactamente?
El pescador dio un paso adelante.
—La mujer que busca no está aquí, señor.
—¿Dónde está? —preguntó Pascal, arrugando la frente.
—Murió hace trece años, señor.
—¿Y quién es usted?
—Su sobrino, señor —dijo, señalando a Janibai.
El inspector guardó silencio durante un minuto. Fuera, los niños empezaron a chillar de nuevo. Un hombre delgado y calvo con pantalones cortos de algodón y un topi a juego corría por la arena. Al llegar a la puerta abierta, llamó tímidamente antes de aparecer en el umbral. El triángulo de pequeños rostros reapareció, observando atentamente lo que ocurría.
—Ah —dijo Pascal con todo el desprecio que fue capaz de mostrar—. El ayudante de policía, subinspector Bambarkar, acude en mi ayuda, ya veo.
—Sí, señor, inspector Pascal, señor —dijo Bambarkar, agarrándose disimuladamente al marco de la puerta con una mano para evitar que el fuerte viento procedente del océano se lo llevara por delante.
Pascal volvió a centrar su atención en Janibai.
—Anoche vieron a su hija en Malabar Hill.
—¿Cómo es posible, señor? —preguntó incrédulo el sobrino.
El inspector le lanzó una mirada colérica, perfeccionada durante sus años en el cuerpo de policía, una mirada que recordaba de inmediato a su receptor que podía recibir un buen correctivo en cualquier momento. Justo en ese instante, el subinspector Bambarkar mostró una larga vara de bambú y, apoyándose contra la puerta, empezó a golpearse con ella la palma de la mano.
—No me he equivocado —dijo Pascal clavando en él una mirada intencionada.
Janibai se cruzó de brazos, sin inmutarse ante la implícita amenaza del inspector.
—Estoy segura de que usted no ha visto a mi hija.
—¿Tiene alguna prueba de lo que dice? —preguntó Pascal.
—La vi morir con mis propios ojos.
—¿Cómo?
—Se arrojó a un tren de cercanías en la estación de Masjid.
—¿Se suicidó? —dijo Pascal.
—Estaba consternada —dijo Janibai—. Había perdido la razón y no dejaba de hablar de la comadrona y de un sacrificio. Tenía el sari mojado y la boca llena de costras sanguinolentas.
—¿Y qué hacía usted allí? —preguntó Pascal—. Los mercados del pescado están en Khar-Danda, en Citylight, en Dadar y en Crawford.
—Siempre he vendido en VT —respondió Janibai. Convencida de que la estación de Victoria Terminus había sido construida sobre las ruinas del templo original de Ekuira, iba a VT no solo a vender pescado, sino a presentar sus respetos a su diosa.
—Muy sospechoso —gruñó Pascal. Luego empezó a recorrer la habitación y sus ojos se fijaron primero en un montón de cestos que necesitaban ser reparados, para detenerse después hambrientos en la sabrosa cacerola de pescado frito en aceite de cacahuete con tomate, cebolla y masala kala, el plato de arroz con curri y el pan bhakri caliente.
Echó un vistazo al jergón y se encontró con el pequeño cuerpo acurrucado bajo las mantas. Soltó la gabardina que llevaba en el brazo y retiró la manta al tiempo que gritaba, sorprendido:
—¡Es la niña desaparecida! —chilló, mirando acusadoramente a Janibai y a su sobrino—. ¡Es exacta a la de la foto!
Los ojos de Pinky parpadearon brevemente.
—No sabemos cómo se llama —dijo el sobrino—. La he encontrado al alba a bordo de un bote.
—¿Que la has encontrado en un bote en mitad del océano? —preguntó Pascal—. ¿Durante los monzones?
—No sé cómo llegó allí, señor —respondió el sobrino, que no reveló que estaba casi convencido de haber visto a dos personas en la canoa antes de ver cómo volcaba cuando se acercaba a ella—. Vi él bote balanceándose sobre las aguas al alba, cuando todavía estaba muy oscuro. Encontré dentro a la pequeña, inconsciente.
—Una gran historia. Deberías venderla a los estudios de cine —dijo Pascal magnánimamente al tiempo que acariciaba el mango de su Smith & Wesson—. Ahora deja que sea yo quien te diga lo que ocurrió en realidad. Tu prima Avni pagó a la vecina de Pinky para que la raptara. Avni planeaba ocultarla aquí hasta que la familia Mittal le pagara una gran suma de dinero. Sé muy bien cómo funciona la gente de vuestra calaña.
—¿Una gran suma de dinero? —añadió Janibai, perpleja—. ¿Y por qué iba alguien a hacer algo así?
—Ya se lo he dicho, señor: no sé quién es esta niña —insistió el sobrino—. No la había visto hasta esta mañana.
—Su nombre es Pinky Mittal y desapareció a última hora de anoche de la casa de Jaginder Mittal, dueño de Desguaces Mittal, de Malabar Hill —dijo el inspector, atacado por una mezcla de furia y alborozo.
Janibai contuvo el aliento, reconociendo el nombre de inmediato.
—¡La que fuera el ama de mi hija!
—¡Ajá! —exclamó Pascal, apuntándola con el dedo—. ¡Así que mentías! Dime, ¿había algo más en el bote o alrededor? —se produjo una larga pausa. Pascal frunció el ceño. Bambarkar le imitó y se oyó parlotear a los niños en el exterior—. O cooperas o yo mismo registraré este lugar.
—Muéstraselo, tía —dijo el sobrino a Janibai en el dialecto konkani que compartían.
Janibai cogió a regañadientes un pequeño bulto envuelto en papel de un rincón de la habitación. El bulto contenía una maltrecha dupatta dorada, bordada con un diseño en cascada de hojas esmeraldas. En una punta se veía una etiqueta con la marca Sweetie Fashions, una de las tiendas exclusivas de Colaba Causeway.
—¿Y encima pretendíais robar la dupatta de la niña? —tronó Pascal. Y, al tiempo que se recomponía y cogía su gabardina, le gritó a Bambarkar que llevara a la niña al jeep. El policía levantó del jergón a Pinky, cuyas escuálidas piernas temblaron a causa del esfuerzo—. La llevaré al hospital —anunció condescendientemente—. Su familia se quedará profundamente aliviada cuando sepa que la he rescatado. Volveré dentro de unas horas. Mientras tanto, el subinspector Bambarkar se quedará aquí por si regresa su hija, Avni. O se entrega o al alba ambos estaréis entre rejas.
—Haré lo necesario, señor —dijo Bambarkar, ansioso por convertirse en el único oficial al mando, soltando un golpe con su lathi de bambú para infundir respeto. Una expresión de deleite asomó a su rostro bañado en sudor.
Pinky despertó y empezó a toser.
Pascal empezó a interrogarla.
—Dime, pequeña: ¿cuál es tu nombre completo?
Pinky clavó en él una mirada vacía.
—No importa. Sé muy bien quién eres —hizo una breve pausa para tomar aliento y sacó pecho, henchido de satisfacción, antes de alzar el rostro de la pequeña, tomándola de la barbilla—. ¿Puedes contarme lo que ocurrió anoche?
A pesar de que Pinky ardía en fiebre y le tiritaba el cuerpo, se negó a hablar con el corpulento oficial de policía, del que desconfiaba instintivamente. De pronto reparó en la dupatta que Pascal llevaba bajo el brazo.
—¡Démela! —gritó.
—¿Es tuya? —preguntó Pascal, agitando la duppata delante de ella—. ¿O quizá de Lovely Lawate?
Pinky no pudo contener su sorpresa. «¿Qué es lo que saben?», se preguntó.
—Te raptó, ¿verdad? ¿Verdad? —Pascal lanzó una mirada a Bambarkar que parecía decir: «Mira, maldito idiota. Mira bien cómo resuelvo dos casos de un plumazo». El subinspector intentó parecer impresionado—. ¿Dónde está? —preguntó Pascal—. Tengo además la sensación de que Lovely y Avni estuvieron juntas anoche.
Pinky apretó los labios, intentando contener las emociones.
—Empieza por contarme qué fue de Lovely cuando llegasteis a Colaba.
«¿Por qué querría ahogarme Lovely didi?», se preguntó Pinky al tiempo que los confusos acontecimientos de la noche anterior se desgranaban en su cabeza. De pronto, y con claridad diamantina, se acordó de la aterradora voz de Lovely y de la sofocante oleada de calor que le había ardido en el pecho como si algo estuviera penetrando en su cuerpo. Y recordó también el débil palmetazo del remo.
—Escucha, pequeña, o me dices qué ha sido de Lovely o meteré a tu querida Maji entre rejas.
—¡No puede hacer eso!
Pascal se echó a reír.
—Oh, ya lo creo que sí. Puedo hacer lo que quiera. Imagínate a la gorda de tu abuela pudriéndose en una celda abarrotada, rodeada de chors y de dakus, criminales de mala vida.
«No dejaré que se lleve a Maji. Nunca-nunca-nunca.»
—¡CUÉNTAMELO!
Bambarkar le dio una pequeña y firme sacudida.
Pinky tosió, salpicándole la cara de una masa impregnada de flemas. «No pienso permitir que Maji vaya a la cárcel por mi culpa», pensó. «Fui yo quien lo hizo todo. Yo, quien se hizo amiga del fantasma y... y de Lovely.» Se ocultó el rostro entre las manos.
Aun así, sus palabras sonaron claras.
—Yo la maté.
UN PLAN PARA ELIMINAR EL AGUA
Desde la sala de urgencias del hospital Bombay enviaron a un bedel con una pequeña libreta que debía entregar al doctor M. M. Iyer, que en ese momento estaba comiéndose una tortilla de cebolla en la cantina del hospital. El goanés encargado del comedor revoloteaba a su alrededor, buscando atisbos de satisfacción gastronómica. La libreta contenía el mensaje: «Niña con fiebre alta admitida», acompañado de una aclaración adicional: «Familia de Jaginder Mittal».
El médico firmó la nota, certificando la hora de admisión a las nueve de la mañana. El bedel, que no era más que un chiquillo, se marchó. En circunstancias normales, el médico se habría tomado la media hora entera de la que disponía antes de dejarse ver por urgencias, quizá acompañando la tortilla con una ración de idli-sambar o incluso saliendo a fumar un cigarrillo. Sin embargo, esa mañana, intuyendo que Maji o al menos Jaginder estarían esperándole, el doctor Iyer apartó el plato a un lado y, cogiendo la bata blanca, se dirigió a la planta de pediatría.
Se cuidó mucho de ponerse la bata antes de entrar por si le sorprendía Bobby Bansal, el aquilino y contundente director del hospital, y le multaba con veinticinco rupias. La noche anterior, sin ir más lejos, el director había descubierto a un residente fumando en el quirófano y no dudó en echarle del hospital, negándose a aceptar dinero por parte de la familia del joven para que le readmitiera. El doctor Iyer se detuvo delante de la puerta, se atusó el pelo, se ajustó el estetoscopio al cuello, metiéndose una libreta y un martillo de diagnóstico en el bolsillo inferior y sacando un bolígrafo del superior.
Pinky había llegado antes que él en una camilla que rodaba sobre cuatro chirriantes ruedecillas.
—Su paciente, doctor Sa'ab —anunció la jefa de enfermeras, una cristiana de Kerala de nombre Mary. Vestía un uniforme blanco y una cofia también blanca que la diferenciaba de las cofias azules y blancas de las enfermeras de rango inferior. Llevaba el cabello negro recogido en un moño sobre la nuca. Mary, que seguía soltera, vivía aún en las dependencias de las enfermeras situadas detrás del hospital, a las que los hombres —ya fueran novios, médicos o incluso familiares— tenían prohibido el acceso.
Pinky estaba instalada al fondo de una habitación de paredes pintadas de verde y provista de una única ventana cubierta de rejas negras en la que zumbaban legiones enteras de moscas rechonchas atraídas por el olor a orina y a desinfectante que salía por la ventana abierta. Un indolente ventilador de techo removía letárgicamente los gérmenes de una cama a otra en un continuo vaivén. Mary descorrió la mugrienta cortina de tela que rodeaba a Pinky.
—Ah, sí —dijo el doctor M. M. Iyer examinando el historial médico de Pinky. Los gráficos indicaban temperatura alta, pulso elevado y presión sanguínea normal. Hasta el momento no había indicios de movimientos de vísceras ni alteraciones en la orina. Otra información, como el contenido verdoso producido por la tos de Pinky, había sido debidamente especificada en una página aparte—. Neumonía —afirmó, anotando el diagnóstico en el historial antes de entregárselo a la enfermera Mary para que lo colgara al pie de la cama—. Empezaremos con penicilina.
—Sí, doctor Sa'ab.
Luego, sorprendido, el médico corrió la cortina y miró a su alrededor como si hubiera pasado algo por alto.
—¿Dónde está la familia de la niña?
—La ha traído la policía —le informó Mary con un preciso susurro.
—¿La policía? —preguntó el doctor Iyer visiblemente intrigado—. ¿Cuáles son las circunstancias exactas?
—Desconocidas.
—¿Se ha notificado a la familia?
—Sí, doctorji.
El doctor Iyer vaciló. Quería estar presente cuando llegara la familia de Pinky, de modo que optó por mantenerse ocupado examinando los pulmones de la pequeña y tomándole la tensión con la esperanza de que se despertara. Tras reconocer a varios de sus otros jóvenes pacientes, se sentó a la mesa de la enfermera, donde se acomodaban habitualmente los médicos después de sus rondas para escribir sus informes.
El bedel apareció de nuevo con otra libreta. Se requería su presencia en la planta de administración.
—¿El inspector Pascal quiere verme? —masculló el doctor Iyer entre dientes, rompiendo a sudar—. Mary, envíeme un mensaje a administración en cuanto llegue la familia Mittal. —Acto seguido, sacudiendo la cabeza en una clara muestra de incredulidad, se alejó apresuradamente, casi cruzándose con Maji y con Nimish.
—¿Dónde está mi Pinky?
La enfermera Mary señaló a una de las salas.
Las lágrimas contenidas hasta entonces surcaron las mejillas de Maji al tiempo que cruzaba la sala y se quedaba de pie junto a su nieta, temiendo ceder y derrumbarse al alivio que la embargaba.
—Beti —dijo con suavidad, apretando con la suya la mano de la pequeña.
Pinky abrió sus febriles ojos. Maji se apoyó contra la cama, dando gracias a los dioses por el regreso sano y salvo de su pequeña e implorándoles a la vez que la ayudaran a recuperarse.
—El inspector Pascal dice que te encontraron en Colaba —dijo Nimish—. ¿Es verdad?
—Su dupatta —susurró bruscamente Pinky, tirando del sari de Maji—. Recupéralo.
—¿Su dupatta? —preguntó Nimish ansiosamente—. ¿Dónde está Lovely?
—No hables —dijo Maji, mirando en derredor—. Pueden oírte.
El doctor Iyer entró enérgicamente en la sala de medicina pediátrica seguido de Pascal.
—Sufre un severo cuadro de neumonía.
—¿Neumonía? —preguntó Maji.
—Tenemos que dejarla aquí —dijo el médico.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Está bajo arresto domiciliario —intervino Pascal.
—Por favor, inspector —dijo fríamente el doctor Iyer, sabiendo que incluso en el interior del hospital se imponía la obediencia al inspector—. La niña está muy enferma. No es necesario arrestarla.
Maji se colocó delante del inspector, bloqueándole el acceso a la cama de Pinky.
—¿Qué estupidez es esa? Nimish, por favor, ve y tráeme algo de comer.
Nimish vaciló pero la furibunda mirada de Maji le hizo salir a regañadientes de la sala.
—Le ruego que nos conceda un momento, doctorji —añadió Maji, deshaciéndose así también del doctor Iyer—. Bien, inspector —añadió—. ¿No me estará diciendo que mi nieta es responsable de lo que ocurrió anoche?
—Lo lamento mucho —dijo Pascal—. Pero esta misma mañana ha confesado haber matado a Lovely Lawate.
En el bungaló, Jaginder estudiaba atentamente los periódicos lleno de inquietud. Dheer y Tufan dormían en el salón. Savita seguía encerrada tras la puerta de su habitación, sin unirse al resto de la familia ni siquiera cuando oyó sonar el teléfono y los niños anunciaron a voces que habían encontrado a Pinky. «¿Y qué pasa con mi hija?», se preguntó, desatándose la tela que le sujetaba los pechos. Esa noche, cuando el gurú se había ido y ella por fin había podido quedarse dormida, había tenido un sueño muy extraño. Se había visto acostada desnuda sobre el edredón cantando la canción de cuna: «Soja baby, soja, lal palang per soja. Duerme, mi niña, duerme en una cama roja. Mamá y papá ya llegan».
Y entonces su pequeña la había buscado y se había deslizado sobre su pecho, poniéndose a mamar, chupando y chupando hasta que no había quedado ni una sola gota de leche en sus senos. En el sueño Savita había intentado tomarla en brazos, pero sus pechos se habían convertido en dos largas tuberías de cuyo extremo mamaba la pequeña. «¡Ya viene mamá!», gritó, intentando apartar sus pechos a un lado para tomar a la niña en brazos. Se había despertado exhausta, con los pezones doloridos y agrietados y el pecho de nuevo lleno de leche.
«Si muriera, podría dejar atrás todo este dolor y encontrarme con mi pequeña», reflexionó. Durante un instante, se deleitó con la idea de atormentar a su suegra y a su esposo desde el más allá dejando que su espíritu vengativo escupiera sobre la autoridad de ambos, desordenando los cojines de la tarima de Maji y colándose en las botellas de Royal Salut de Jaginder. Pero entonces pensó en sus amigos, en el almuerzo con la esposa de un magnate de las motocicletas que anhelaba celebrar desde hacía tiempo, y también en sus joyas. ¿Cómo podía dejar atrás todo eso?
Kuntal llegó con un plato de comida.
—Tiene que comer y beber algo —le imploró mientras intentaba meterle en la boca un trozo de pan con mantequilla Polson.
Savita se echó a llorar, apoyando la mejilla en la página abierta de la última novela rosa que Kuntal había tenido la deferencia de procurarle en la biblioteca local.
—¿Por qué no viene a verme? ¿Por qué no puedo verla?
Kuntal acarició la espesa melena de Savita al tiempo que le secaba suavemente las lágrimas.
Alguien llamó a la puerta. Savita se incorporó en la cama y se sonó la nariz.
Jaginder entró con suma cautela e indicó a Kuntal que se marchara con un gesto de la mano.
—Pinky se está recuperando. Tú también estarás mejor muy pronto.
—¿Mejor? —preguntó Savita con una voz suave y amenazadora. Empezó a desabrocharse los botones de la blusa empapada hasta que sus senos quedaron a la vista, todavía goteantes de líquido blanco. Se los sujetó con las manos—. No me parece que estén mejor.
Jaginder apartó la mirada y la vergüenza le enrojeció las mejillas.
—¿Es que ya ni siquiera puedes mirarme?
—Savita, por favor.
—¿Por favor, qué? —replicó ella, dejándose caer de espaldas contra el cabezal de la cama—. Vete. Vamos, vete.
—Lo siento.
—¿Sabes lo que ha pasado? —Savita guardó unos instantes de silencio e inspiró hondo. Sus pezones erectos apuntaban acusadoramente a la cuerda de tender que colgaba sobre ella—. ¡Un fantasma!
—¿Un fantasma?
—¡Nuestra hija!
—¿Nuestra pequeña Chakori? —preguntó Jaginder, perplejo—. Estás empezando a imaginar cosas. Necesitas un buen descanso.
Se acercó a la cama e intentó volver a abrocharle la blusa.
Savita le apartó las manos sin ocultar su enfado.
—Ve y pregúntaselo a tu madre si no me crees. Fue ella quien llamó a un gurú para que viniera anoche. Todos estos años ha sabido que la ayah ahogó deliberadamente a Chakori y ha guardado el secreto. Y ahora esa bruja terrible ha vuelto para matar a nuestros hijos. ¡Dheer estuvo a punto de morir anoche!
—¿Qué demonios estás diciendo? —preguntó Jaginder cada vez más asustado, con la mano alrededor del cuello. «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!»
—¡Vete! —gritó Savita, arrojándole la novela—. ¡Déjame sola!
Jaginder abrió y cerró los puños antes de dar media vuelta y cerrar tras de sí la puerta. Fuera, el Ambassador había desaparecido. Gulu lo había cogido para llevar a Maji y a Nimish al hospital. Sin embargo, el Mercedes negro seguía en el garaje. Jaginder abrió el maletero y buscó una botella de Etiqueta Azul que guardaba allí. Empezó a beber de la botella hasta que se atragantó. Luego la arrojó contra la pared, salpicando la pobre habitación de Gulu y su cartel de Flor de Cerezo de whisky y de trozos de vidrio. Luego cogió la botella rota y, con fría determinación, se cortó en el brazo, aunque el dolor desgarrador del vidrio sobre su piel fue nada, nada comparado con la angustia que le colmaba el corazón.
—Estupideces —dijo Maji al inspector Pascal sin dejar de sentir el aplastante peso de las palabras de la pequeña: «He matado a Lovely Lawate».
—Al parecer, la señorita Lawate se llevó a Pinky justo antes de que recibiéramos su llamada en comisaría. Se dirigieron directamente a Colaba. Quizá las esperara allí una tercera persona, alguien con un vehículo. Estoy convencido de que se encontraron después con Avni Chachar, la ayah que tuvo usted a su cargo. Como ya le he dicho por teléfono, he encontrado a Pinky en casa de Janibai Chachar, en Colaba. En mi opinión, la señorita Lawate intentaba huir con un chico utilizando a Pinky para borrar sus huellas. Avni estaba implicada en el plan por dinero. Naturalmente, estoy hablando de chantaje.
Maji se quedó tan perpleja al oír la teoría del inspector que durante un instante se quedó sin palabras.
—Me parece que no he oído bien, inspector. Conozco a Lovely desde que era un bebé. Jamás haría daño a nadie, y mucho menos a mi Pinky. —En silencio pensó: «¿Avni? ¿De verdad ha vuelto?».
—Todavía estoy uniendo todas las piezas.
—¿Y qué piezas son esas?
—La chabola de Janibai Chachar. La confesión de Pinky.
—¿La confesión de Pinky? —replicó Maji—. ¿Es así como trabaja usted? ¿Obligando a declarar a una niña gravemente enferma? ¿Creyendo sus divagaciones delirantes? Le sugiero que intente encontrar a Lovely.
—Tengo a mis hombres repartidos por toda Bombay. Si está viva, ella y su amante —hizo una pausa para dar más peso aún a la escandalosa palabra— sin duda intentarán huir de la ciudad.
—¿Y qué pasa con Avni Chachar?
—Debe de estar enfadada por haber perdido su empleo, tanto como para desear venganza.
Maji reculó.
—Quiero que haga desaparecer el nombre de mi nieta de sus archivos. Si le hace el menor daño, se las verá conmigo. Creo que me entiende, inspector Pascal.
Pascal apretó los dientes. Sabía que Maji contaba con aliados poderosos entre los empresarios y los miembros del gobierno que podían causarle problemas si decidía actuar contra su nieta. Y, además, no se había creído del todo la confesión de Pinky, como tampoco lo haría ningún juez con un mínimo de sentido común. Era una tapadera, estaba seguro.
—Su nieta está implicada.
—Quiero que deje de estarlo —dijo Maji con una voz muy semejante al acero que su familia había comprado y vendido durante generaciones—. Usted la encontró enferma aunque intacta y la trajo al hospital. Esa es su nueva historia. Yo haré lo que sea preciso.
Pascal arqueó lentamente una ceja: una pregunta, una confirmación.
—Lo que sea preciso. Y ni una sola palabra de esto a la familia de Lovely.
—De acuerdo.
—Y esta tarde mandaré a mi hijo a recoger la dupatta de Lovely.
Pascal pareció sorprendido.
—Se le pagará por esto, naturalmente, y generosamente —dijo Maji.
—En ese caso, será en Churchgate Station —suspiró el inspector, resignado—. Hay allí una tetería, la Asiática. A las cinco de la tarde.
Cuando Pascal se marchó, Nimish llegó con el té.
—¿Por qué la han detenido?
—Por su propia seguridad, beta —respondió Maji—. Todavía no han encontrado a la ayab.
Lo que no dijo fue que era mejor mantener a Pinky en el hospital hasta que hubieran solucionado el tema del bebé fantasma.
—¿Y Lovely? ¿La han encontrado?
—No, beta —dijo Maji, intentando reprimir la confusión y el pesar que la embargaban—. Aún no.
Pinky mantuvo cerrados los ojos durante la conversación, fingiéndose dormida aunque digiriendo cada palabra, cada mentira, cada ocultamiento. Y, a pesar de que estaba inmensamente agradecida a Maji por mantenerla apartada de las garras de Pascal, no alcanzaba a entender por qué su abuela había sacrificado a Lovely en el proceso. Nimish era por tanto su única esperanza. «Él encontrará a Lovely. Si está viva, él la encontrará. Tiene que saber la verdad.» Abrió los ojos.
—Nimish...
—Estás despierta —dijo Maji, tomándola con suavidad de la mano—. No hables con nadie. Finge que duermes si Pascal intenta volver a interrogarte. No digas una sola palabra más.
—Pero Lovely...
—¡Ni una sola palabra más! —ordenó Maji—. Hablar aquí no es seguro. No sabemos quién puede estar escuchando.
Nimish se volvió y lanzó una mirada a Pinky que decía: «Ahora vuelvo».
Sus ojos mostraron su resolución. Su amor quedaba dolorosamente expuesto.
Pinky tenía que volver al bungaló y reunirse allí con Nimish antes de que fuera demasiado tarde. «Dile que venga a buscarme», había dicho Lovely en el barco. «Esperaré cuanto me sea posible, pero no puedo volver.» Pinky se esforzó para sentarse. Tenía que salir del hospital. Decidió que si Nimish no regresaba esa noche, encontraría un modo de hacerlo por sí sola.
Ya en casa, Maji se retiró de inmediato a la habitación del puja, donde dejó que el dolor brotara por fin, irrestricto. Habían encontrado a Pinky y las divinidades recibieron el debido agradecimiento, pero Lovely seguía desaparecida, quizá incluso hubiera muerto. «¿De verdad había huido, y —¡santo Dios!— con un chico? ¿Le habría pedido a Pinky que la encubriera?» Maji decidió que era demasiado arriesgado seguir interrogando a Pinky en el hospital. Esperaría hasta que pudiera llevarla de regreso al bungaló. Por fin sola en su santuario, penó por su amiga Vimla. «El pasado no puede enmendarse», se lamentó. Vimla, mi pobre y querida Vimla, tendría que experimentar el mismo dolor, el terrible y penetrante vacío que la llenaba a una por dentro.
«¿Muerte o desaparición?», se preguntó Maji. «¿Qué es peor?»
Si era cierto que Lovely había huido, nada podría reparar el daño infligido a la reputación de la familia. Pero ¿y si..., y si Pascal estaba en lo cierto? ¿Y si Avni estaba implicada? ¿Y si había convencido a Lovely y después Lovely había resultado accidentalmente herida? Las lágrimas velaron los ojos de Maji al tiempo que suplicaba a la santísima trinidad —Brahma, Vishnú y Shiva— que de algún modo, milagrosamente, les devolviera a Lovely con vida.
«He hecho bien negociando con ese Pascal para salvar la reputación de mi familia», se dijo mientras se secaba los ojos con la punta del palloo del sari. Independientemente de la suerte que corriera Lovely, nada se ganaría vinculando a Pinky con ella. Nada salvo problemas.
Tras despejar su rostro de cualquier sombra de emoción, llamó a Jaginder, que deambulaba por el salón sumido en un ceñudo silencio.
—Tenemos que hablar.
Jaginder cerró tras de sí la puerta y se quedó de pie con el brazo herido tras la espalda. Se miraron durante un largo instante. La mirada de ambos lanzó un idéntico mensaje: «Estamos juntos en esto».
—Creo que toda esta tensión está empezando a afectar a Savita —empezó a balbucear él—. Me preocupa su estado mental. ¿O acaso no estaba también loca su abuela? ¿No me habías dicho que también ella hablaba con fantasmas? ¿Esas cosas son hereditarias?
Maji le interrumpió.
—Tu esposa es más fuerte de lo que crees, y más inteligente. Podrías aprender algo de ella.
—Ha! —rugió Jaginder—. ¿Inteligente, dices? No pienso permitir que pongas a Nimish al mando de la empresa. Antes le desheredaré. Ha!
—¿Así que es eso lo que tienes en mente? —preguntó Maji, impertérrita—. Creía que te preocupabas más por el bienestar de tu familia. ¿Es que no recuerdas las últimas palabras que te dijo tu padre antes de morir?
Jaginder se acordaba. «Hijo», le había dicho Omanandlal, «el desguace no es solo una empresa. Es el modo sagrado de cumplir con tu deber, tu dharma en la vida. Tu madre tiene línea telefónica directa con Dios. Aprovéchalo».
Se había vuelto a mirar a Maji como si deseara rogarle que llamara al Divino allí mismo para pedir un cuerpo nuevo a cambio de su vieja alma, un cuerpo que al menos estuviera destinado a convertirse en ministro de gabinete del Partido del Congreso o quizá en una estrella de cine comparable a Jubilee Kumar o a Kundan Lal Saigal, el cantante de playback. Justo entonces empezó a canturrear la canción de cuna So Ja Rajkumari de Zindagi, el éxito de los años 40 que decía así: «Duerme, princesa, duerme. Duerme y llegarán los dulces sueños. En sueños ves a tu amado. Vuela a Roopnagar y deja que te rodeen las doncellas. El rey te llenará de guirnaldas».
La melodía flotó desde sus labios. Los ojos oscuros de Maji brillaron mientras veía cómo su marido cerraba los suyos por última vez. Jaginder, por su parte, jamás se había atrevido a decir a su padre que su línea telefónica no llegaba a los dioses sino que, como mucho, cuando funcionaba, lograba conectar con el templo de Walkeshwar, que estaba al final de la calle.
—Dijo que era mi deber, mi dharma —dijo Jaginder. Maji había utilizado la carta del bienestar familiar. «Maldición, maldición, maldición.» Rápidamente Jaginder cambió de estrategia.
—Bueno, no hay necesidad de destrozar la familia por cuya unión llevo trabajando toda mi vida —continuó Maji visiblemente cansada—. Hoy día se necesita cierta dosis de astucia para sobrevivir en los negocios. Astucia que, desgraciadamente, Nimish no posee. Quizá Tufan. Es como tú, aunque aún demasiado pequeño.
Jaginder sintió que el cielo se abría sobre su cabeza.
—¿Tufan?
—Basta de beber. No pienso seguir fingiendo que no me doy cuenta, ¿entendido?
—Sí.
—Hasta el día de mi muerte sigo siendo la cabeza de familia, ¿entendido?
—Sí.
—Y ahora escúchame bien. Esta tarde a las cinco te reunirás con el inspector Pascal en la tetería Asiática, cerca de Churchgate.
—¡Con el inspector Pascal!
—Ha accedido a mantener el nombre de Pinky fuera de todo este asunto y corregir lo publicado por la prensa a cambio de cierto... —Maji se frotó el pulgar con el índice.
—¡Qué! ¿Quieres que me implique en algo así?
Maji arqueó las cejas.
—Nunca has sido ajeno a las actividades ilegales. Además, tampoco hacemos daño a nadie. El inspector te hará entrega de un paquete. Tráelo directamente a mi habitación, ¿entendido? Coge el dinero de mi armario.
Jaginder vaciló. Sentía el dolor palpitándole en el brazo al tiempo que la fina tela de la camisa iba secándose sobre la herida coagulada.
—¿Qué hay en el paquete?
—Nada que debas saber.
Jaginder buscó alguna pista en el rostro de su madre, aunque en vano.
—Un hombre que se precie hará cualquier cosa por proteger a su familia —añadió Maji, dejando que su mirada se posara en el brazo herido de Jaginder. La maldita carta del bienestar familiar otra vez. Jaginder supo que no tenía elección.
Maji ocupó su lugar en el salón sobre la ornamentada plataforma y llamó a todos a su lado. Jaginder se sentó y empezó a secarse el sudor de la frente. Los niños llegaron masticando todavía los últimos restos de pan de patata relleno. Savita emergió lánguidamente de su encierro y se acurrucó sin demora en un sofá, negándose a abrir los ojos. Parva ti y el cocinero Kanj aparecieron con bandejas de refrescantes sorbetes verdes para los adultos y lassis de yogur para los pequeños.
Gulu se instaló en el suelo, recorriendo la habitación con ojos inquietos. Desde la desaparición de Pinky sentía una abrumadora necesidad de encontrar a Avni. Ahora que Pinky había aparecido, estaba seguro de que Avni se ocultaba en algún lugar no muy lejos de allí. Esa mañana había decidido que, pasara lo que pasara, la encontraría. Sus amigos de infancia —Hari Bhai de Dharavi, Bambarkar del cuerpo de policía y Yash de Kamathipura— estarían más que dispuestos a hacerle un favor.
—La oscuridad ha caído sobre nuestra casa —empezó Maji, moviéndose incómoda—. Todo ha empezado esta noche: Dheer ha estado a punto de ahogarse, el secuestro de Pinky...
—La desaparición de Lovely —añadió Nimish.
Tufan apretó las piernas con la esperanza de que en la lista no se mencionara que había mojado la cama, cosa que había vuelto a ocurrir esa mañana.
—He rezado para obtener una respuesta y mis plegarias han sido escuchadas.
Savita abrió un ojo.
—Durante cuatro noches, hasta la última gota de agua de la casa debe ser eliminada.
A pesar de que Jaginder no tenía la menor idea de cuál podría ser la solución propuesta por Maji, el plan pani-hatao formulado por su madre —su orden de erradicar el agua— estaba tan lejos de lo que podía haber esperado que soltó un bufido.
—Estamos en la maldita estación de los monzones, por el amor de Dios.
—Bien que lo sé —replicó Maji, entrecerrando los ojos—. Pero debemos deshacernos del fantasma.
—¿Un fantasma? —dijo Jaginder, dejando escapar una larga ventosidad como si acabaran de pincharle con un alfiler.
Tufan corrió en busca de refugio.
—¿Ahora me creéis? —estalló Savita.
—Lo que mató al bebé mantiene en estos momentos con vida al fantasma —dijo Nimish, recordando la enigmática declaración del gurú.
—¿Pero por qué tenemos que librarnos de él? —preguntó Dheer con la boca llena de patata.
—El gurú nos dio otra elección —dijo Savita, incorporándose en el sofá.
—Sustituir su dolor con su equivalente cósmico —repitió Nimish, citando al gurú—, y llegará el día en que se vaya por sí mismo.
Un puñado de miradas vacías se posó en él.
—El amor es el complemento cósmico del dolor —explicó Nimish.
—¡Querámosla entonces! —chilló Savita, apretando el brazo de Nimish en un arrebato de gratitud.
Jaginder soltó una carcajada.
—Esta es una respetuosa casa hindú —dijo Maji.
—¿Respetuosa? —fue Savita la que se rio esta vez.
—Todos debéis quererla antes de que esté dispuesta a marcharse —canturreó Parvati desde el lugar que ocupaba en el suelo.
—Pues yo no pienso hacerlo —declaró Tufan.
—Por favor, por favor —suplicó Dheer—. ¿Por qué no lo intentamos?
—¿Por qué? ¿Por qué? —estalló a su vez Jaginder levantándose del sofá y soltando un manotazo a Dheer en la cabeza—. Pues porque ha estado a punto de matarte, pedazo de idiota.
—Mirad la de problemas que vuestro fantasma ha causado ya —dijo Maji—. Si reculamos ahora, ¡se hará con el control de todo! ¿Y qué ocurrirá entonces?
—¡No es más que un bebé! —dijo desesperada Savita—. ¡No ha tenido unos padres que la guiaran! ¡Yo podría educarla!
—¿Pero es que has perdido el juicio? —intervino Jaginder, lanzando a su esposa una mirada furiosa—. Que no comas ajo, pase. Que pongas marcas detrás de las orejas a tus hijos todas las mañanas, también. Que cuelgues piedras de cúrcuma encima de la cama, pase, pase. ¡Pero esto ya es demasiado!
—Está decidido..., bas! —tronó Maji—. No pienso tolerar tu impertinencia, Savita.
Savita se mordió el labio, visiblemente humillada. Su profundo y oscuro anhelo se abrió paso hasta su pecho, donde la espesa y blanca leche seguía brotando incontrolada. «Si en un plazo de cuatro días me quitas a mi hija», se juró en silencio, «yo te quitaré el bungaló».
Maji mostró entonces un puñado de cuerdas negras.
—Me las dio el gurú para que las atáramos a todos los grifos de la casa e impedir que salga una sola gota de ellos.
—¡Mi baño! —gritó Tufan.
Siguió un coro de «¡y el mío!».
—¡Tomad vuestro baño! —suspiró Maji visiblemente irritada—. Pero antes de que caiga la noche los grifos se cerrarán y seguirán así durante los próximos cuatro días.
—No hace falta que suframos todos —dijo Jaginder, acercándose al teléfono con determinación—. Reservaré habitaciones en el Taj mientras dure todo esto.
—¡Basta! —ordenó Maji—. El gurú dijo que los que estábamos aquí cuando el bebé se ahogó debemos ser testigos de su fallecimiento.
—¿Tengo que perderme las clases? —preguntó Nimish, pensando en volver a ver a Pinky al hospital. Ella era la última que había visto a Lovely. Sabía lo que le había ocurrido. Lo sentía en los huesos. Pinky lo sabía.
—Nadie puede salir de esta casa durante los próximos cuatro días —respondió Maji, señalándoles con su bastón—. NADIE.
Un sonoro jadeo colectivo llenó el salón al tiempo que cada uno de los miembros de la casa reflexionaba sobre las implicaciones que suponía aquel mandato.
—Parvati —dijo Maji—, habrá que enviar fuera la colada todas las mañanas. Kanj, deberás improvisar una cocina en tus dependencias.
—¿Y no podrá atormentarnos allí el fantasma?
—¿Pero se puede saber dónde tienes la cabeza? —le preguntó Parvati con una risilla—. El fantasma no puede salir del bungaló. El propio Baba gurú se aseguró de ello.
—Gulu, ve a buscar algunos artículos de primera necesidad al mercado. Kanj te dará una lista.
Gulu asintió, dando gracias en silencio a su dios, Ganesha, el que aparta todos los obstáculos. Esa salida sería su oportunidad para escapar y poder por fin encontrar a Avni.
—Kuntal, Nimish, Dheer, Tufan —prosiguió Maji—, cada gota de agua procedente de las goteras del techo deberá secarse inmediatamente. No se permitirá ninguna clase de líquido en la casa. ¿Entendéis lo que eso significa? Y, por último, tendremos que compartir el cuarto de baño del servicio.
Savita a punto estuvo de desmayarse al oír eso.
—Antes muerta.
—No tienes elección —dijo Maji—. Deberás acostumbrarte.
—¿Y qué pasa con Pinky? —preguntó Dheer.
—Se quedará en el hospital.
—¡Qué! —Savita se echó a llorar. La injusticia de la situación era demasiado insoportable—. O sea, ¿que nosotros tenemos que vivir como mendigos mientras a ella la cuidan con cuchara de plata?
—Ella no estaba cuando el bebé se ahogó.
—Bien —dijo Jaginder, intentando parecer despreocupado—. ¡Me voy!
—¿Que te vas? —preguntó Savita—. ¿Se puede saber adónde?
—Tengo que atar unos cabos sueltos en la oficina antes de nuestro encarcelamiento —mintió Jaginder, sintiendo el irónico aguijonazo de sus propias palabras.
—Voy contigo, papá —dijo Nimish. Tenía que salir como fuera de la casa.
Jaginder soltó un bufido.
Nimish se volvió a mirar a Gulu.
—Entonces iré contigo.
Los ojos de Gulu se abrieron como platos. No pensaba permitir de ningún modo que Nimish arruinara su plan de huida.
Maji intervino entonces, intuyendo lo que Nimish tenía en mente.
—Tú te quedas aquí, jovencito. Cuando todo se haya arreglado hablaremos con Pinky.
—¡Pero ella estuvo anoche con Lovely!
—No —dijo Maji, hilando ya la mentira que había acordado con el inspector—. El inspector Pascal la encontró anoche sola y abandonada y la llevó directamente al hospital. Pinky nada tuvo que ver con Lovely.
Nimish bajó la cabeza. «Tengo que salir esta noche. Tengo que hacerlo», pensó.
—Vuelve antes de que se haga de noche —dijo Maji volviéndose hacia Jaginder al tiempo que agitaba el índice en el aire—. Las puertas se cerrarán al anochecer.
—No te preocupes —prometió Jaginder mientras salía por la puerta con paso firme—. Estaré de vuelta para entonces.
Sin apartar la vista del bulto rectangular visible en el bolsillo de la gabardina de su padre, Nimish se volvió de espaldas, sin creer ni siquiera por un momento que su padre tuviera la menor intención de volver.
LOS FRASCOS DE CRISTAL DE ATTAR
Gulu y Jaginder salieron del bungaló simultáneamente aunque en vehículos distintos y en estados mentales claramente opuestos. Jaginder lo hizo en el Mercedes negro, encogido como un león presto al ataque. Gulu iba en el Ambassador, sumido en la determinación vagamente recordada de sus días de infancia en Victoria Terminus, acunando contra el pecho la mano vendada. Sin tener la menor conciencia de ello, ambos se dirigían a la comisaría de policía, Jaginder para pasar simplemente por delante de la puerta y reflexionar sobre lo que estaba a punto de hacer, y Gulu para entrar y esperar lo mejor.
Jaginder fue el primero en llegar. Redujo la velocidad del Mercedes justo delante de la alta arcada de piedra y de las columnas victorianas que daban soporte a la segunda planta del edificio. El recinto estaba prácticamente en ruinas. Los gruesos muros de piedra unidos con cal estaban cubiertos de moho, el inclinado tejado rojo había perdido al menos la mitad de sus tejas originales y las mugrientas ventanas se ocultaban, presuntuosas, tras agrietados y alabeados tablones de madera. A la izquierda de la estructura se veían innumerables filas de oxidados barriles metálicos capturados durante las redadas a destilerías ilegales y abandonados allí con el único propósito de impresionar a los superiores que visitaban las instalaciones.
A la derecha había un aparcamiento que albergaba un buen número de coches confiscados. Los que estaban en peor estado y no merecían soportar un prolongado proceso judicial para ser reclamados simplemente se pudrían allí. Otros, quizá implicados en algún terrible accidente en el que el conductor o algún pasajero habían muerto, habían quedado abandonados porque sus dueños no estaban dispuestos a tocar algo que era fuente de panavti o mala suerte. Esos coches en particular se venderían a algún kabadi de confianza que compraba regularmente material no reclamado —robado o no— a la comisaría y cuyos beneficios iban a parar directamente a los bolsillos de los oficiales de mayor rango.
Jaginder vaciló durante un instante al tiempo que estudiaba el cartel escrito con letras blancas sobre un tablón azul oscuro que repiqueteaba ruidosamente a merced de cada nueva ráfaga de viento. Se dijo que, si tenía éxito, con lo que estaba a punto de hacer se congraciaría con Maji. Sin embargo, si las cosas no salían bien, ni siquiera se atrevía a imaginar cómo podía terminar ese juego del gato y el ratón con el inspector. Sacudiéndose el miedo cada vez mayor que le embargaba, soltó un bufido. «¡Imagínate que Nimish tuviera que cerrar un trato con un oficial de policía!» Recuperó con creces la confianza en sí mismo, pisó el acelerador y se dirigió a toda velocidad hacia Churchgate Station. Había planeado llegar temprano a su reunión en la Asiática.
Gulu llegó a comisaría y durante un instante tomó asiento en uno de los abarrotados bancos de madera que bordeaban el porche delantero, mirando a los demás a la espera de poder captar la atención del inspector. Una mujer con un sari de color verde claro sollozaba, golpeándose el pecho con los puños, lamentando la muerte de su hijo. Los demás la miraban con rostros desprovistos de expresión. El temor recorrió el cuerpo de Gulu, una sensación que le llevó a revivir sus días de infancia en VT: la vulnerabilidad de estar siempre en el exterior y de ser siempre objeto de sospecha por ser pobre. Aunque en aquella época se las había tenido que ver con varios policías, el Gran Tío siempre se encargaba de solucionar cualquier problema que pudiera surgir. Más adelante, mientras conducía por las calles de Bombay, Gulu siguió encontrándose con la policía, pero generalmente se trataba de agentes de baja graduación mientras que él estaba firmemente sentado al volante de un imponente Ambassador.
De pie en el porche, evitó a la mujer que no dejaba de sollozar y abrió la puerta de un empujón, adentrándose en el tétrico edificio de paredes de color aguamarina, convertido a esas horas en un hervidero de teléfonos que sonaban sin descanso, gente que iba y venía y el constante teclear de las máquinas de escribir, todo ello ajeno al espantoso griterío procedente de la oficina situada al fondo de la sala, donde estaban propinando una paliza a un sospechoso. La pequeña estancia, sorprendentemente pulcra, estaba abarrotada de funcionarios y de oficiales sentados delante de varios escritorios. El inspector jefe estaba sentado en el rincón más alejado, tras una gran mesa cubierta de fieltro. Interrogaba sin contemplaciones a un pobre hombre que estaba de pie ante él con la cabeza gacha a pesar de que había dos sillas vacías delante del inspector. A la derecha había una celda para ladrones de poca monta, todos ellos hombres. Un pilludo adolescente esperaba sentado en un banco justo al otro lado de la celda, sin apartar los ojos del reluciente reloj del inspector jefe que no tardaría en robar con éxito un rato más tarde. Una anciana con un sari sujeto entre las piernas barría agachada todo lo que cruzaba su camino con una escoba de mango corto. Con rápidos movimientos circulares recogía basura, detritos y chappals errantes de debajo de los escritorios de los oficiales para depositarlos después en el suelo mojado justo a las puertas de la comisaría.
Hicieron entrar desde el porche a la mujer que no dejaba de aullar. Al instante cayó de rodillas, suplicando a un oficial porque la noche anterior su pequeño había muerto atropellado por un coche importado que conducía un adolescente ebrio. El ceñudo conductor estaba de pie a un lado mientras su acaudalado padre hacía entrega de un montón de rupias, el precio de la libertad de su hijo.
—Una desgracia —decía a la deshecha mujer el hosco oficial mientras contaba el dinero—. Pero la ley está hecha para ser respetada.
—¡Por favor, señor! —chilló la mujer—. ¿Qué ley permite que un borracho mate a un niño y quede en libertad?
—Una ley muy antigua que data de 1858 —respondió el oficial autoritariamente, como si la cantidad de años que la ley llevaba en vigor contrarrestara de algún modo su obvia injusticia. Lo que por supuesto no dijo fue que originalmente la legislación había sido concebida a fin de proteger a los británicos que conducían sus carros de caballos y que por descuido atropellaban a los semidesnudos niños que poblaban las calles. Sin embargo, desde que los británicos habían abandonado el poder, la ley seguía prestando su servicio a los ricos ciudadanos de Bombay.
La mujer se arrojó chillando sobre el escritorio del oficial. Rápidamente dos alguaciles armados con sendos laati la cogieron y se la llevaron a rastras a la puerta, arrojándola fuera. El oficial terminó de contar el dinero, separando los billetes de nuevo cuño con un poco de saliva rojiza depositada sobre su pulgar.
La mirada de Gulu se posó sobre una maltrecha escalera de madera que llevaba a un húmedo pasillo de paredes manchadas. Una cascada de avisos, en su mayoría ilegibles y obsoletos, intentaban llamar la atención a lo largo de la escalera, donde una estrecha ventana, la única que no quedaba al amparo de las persianas, dejaba pasar un radiante rectángulo de luz. La escalera dibujaba una curva justo encima de él, tapizada de un entramado de tuberías pintadas de un sucio color verde oliva. Gulu pasó por delante de la escalera y se acercó a un hombre delgado y ceñudo que estaba sentado delante de una mesa colocada contra una pared grisácea, inclinado sobre un montón de papeles. El hombre, con el lápiz apuntando resentidamente al techo, llevaba un uniforme beis, y las charreteras que lucía sobre los hombros indicaban que se trataba de un A. S. P., un subinspector de policía. Una capa de aceite y de sudor le cubría la calva. Detrás de él había un armario de acero. En la pared, un gráfico salpicado de barras grises y rosas indicaba las estadísticas mensuales de actividad criminal y una rata de grandes dimensiones investigaba el contenido de una bolsa de lona de color caqui que colgaba de un perchero de madera.
Ese era el hombre que buscaba Gulu.
—¡A. S. P. Bambarkar! —dijo, juntando los talones y ofreciendo un saludo casual con la mano vendada.
—¿Sí? —respondió Bambarkar sin ocultar su fastidio. Su lápiz quedó suspendido en el aire.
—Soy yo, bhai. Gulu.
El lápiz giró durante un instante en la mano de Bambarkar. De pronto, el A. S. P. alzó la mirada.
—¿Gulu de VT?
—Pero, bhai, ¿es que ya no reconoces a tus amigos? —dijo Gulu alegremente, imitando el gesto de lustrar un zapato.
—Después de todos estos años —dijo Bambarkar en voz baja—. Creía que Diente Rojo había acabado contigo.
—Sobreviví.
—Ya lo veo.
—Y no he perdido el rastro de nuestra banda. Tú en la policía. Yash en Falkland Road y Hari Bhai en Dharavi.
—¿Yash convertido en chulo? —preguntó Bambarkar con una risilla—. ¿Y tú?
Gulu respondió con un guiño.
—Chófer de primera.
—Vaya, un empleo en toda regla —apuntó Bambarkar mordiendo el lápiz—. No me sorprende.
—Escucha, bhai —dijo Gulu bajando la voz y tomando asiento—. Necesito tu ayuda.
—Te escucho.
—La familia para la que trabajo..., su hija, Pinky Mittal...
—¿Trabajas para la familia Mittal? —preguntó Bambarkar sin ocultar su sorpresa—. Llevo yo el caso.
—¡Ah! Entonces podrás decirme lo que ha sido de la ayah.
—¿Te refieres a Avni Chachar? No lo sabemos. Su madre afirma que murió. Suicidio. En cualquier caso, no hay pruebas que lo demuestren.
—¡Yo la vi!
—¿En serio? —preguntó Bambarkar, recostándose contra el respaldo de la silla—. ¿Estás cien por cien seguro de eso?
Gulu rebuscó en su memoria. Con el paso de las horas había empezado a dudar de que la mujer que había visto delante de la puerta fuera Avni. Quizá la había imaginado. Negó con la cabeza.
—He recibido órdenes de revisar los informes para proteger la reputación de Pinky Mittal —prosiguió Bambarkar, bajando de nuevo la voz—. La otra muchacha, Lovely, probablemente huyó con un chico. En cuanto a Avni, el inspector ha decidido enviar esta noche a algunos de sus goondas a sonsacar a la familia. Quiere obligarles a confesar.
—Tengo que ver a la madre de Avni, bhai. Por favor, dime dónde vive.
Bambarkar hizo girar el lápiz al tiempo que agitaba la carpeta que contenía la historia reescrita del caso. Facilitar esa suerte de información iba en contra de las normas. Sin embargo, Gulu era un viejo amigo y era además el chófer de una familia muy rica. Quizá le convenía hacerle un favor. Bambarkar era todo un experto en cobrarse favores. De hecho, con el tiempo se había convertido en su afición favorita. Conservaba una tabla en la que llevaba la cuenta de quién le debía alguno, cobrándoselos con creces: desde los tés gratis que el chaiwallah le daba todas las mañanas hasta el constante acceso que su hermosa y joven vecina le ofrecía al rincón que escondía entre las piernas. Sí, los favores debidos eran sinónimo de poder, un poder jugoso y estremecedor. Tras buscar entre el montón de documentos que tenía encima de la mesa, Bambarkar dio disimuladamente un papel a Gulu.
La tierra disponía apenas de unas pocas horas para secarse antes de que el sol de la tarde quedara eclipsado por la calima que envolvía al monzón. A medida que el cielo se oscurecía y las sombras se alargaban, las nubes por fin dejaron escapar un terrible rugido, cubriendo de agua la ciudad empapada cuyos habitantes corrían a buscar refugio mientras el sol se veía obligado a retirarse.
La noche cayó en un abrir y cerrar de ojos. Los miembros de la familia Mittal, recién bañados y con el estómago lleno tras una cena temprana, se habían reunido en el salón y contemplaban nerviosos cómo las sombras perfilaban los rincones del bungaló. Savita se había encerrado en su habitación, esperando hasta el último momento para vaciar su vejiga en su retrete de estilo occidental antes de que Parvati rodeara la cañería con el cordel negro, inutilizándolo definitivamente. Había llamado a sus padres a su regreso a Goa para decirles que iría a visitarles el fin de semana siguiente, pues no deseaba enfrentarse a ellos durante el pani-hatao —el plan de eliminación de agua— de Maji. «¿Te das cuenta de con quién hemos estado de vacaciones?», había preguntado su madre sin ocultar su enfado. «¡Con Bipin y con Monu! ¡El primer ministro en persona les recibió la semana pasada! ¡El señor Nehru! ¿Y me llamas para decirme que han encontrado a tu Pinky y que ya no es necesario que vayamos a verte?»
Savita se había limitado a responder:
—No es mi Pinky.
—Mamá, ven —le había pedido con suavidad Nimish desde la puerta.
—Ahora voy.
Savita se sentó delante del tocador y recorrió con los ojos la inmensa colección de attars indios, haciendo girar un frasco de cristal en las manos y acercándolo a la luz, inclinándolo a un lado y a otro, fascinada de pronto por su reflejo y por su opacidad apenas un instante después. Destapó el frasco y se lo acercó a la nariz. La fragancia del sándalo se le antojó añeja y el líquido había adquirido un feo color marrón amarillento. Se acordó de que lo había recibido la mañana después de su boda. Jaginder la había llevado a almorzar a Colaba Causeway. En el coche, durante el trayecto, mientras ella estaba sentada rígida en el asiento del pasajero, él había cambiado de marcha y le había puesto la mano en la pierna, tocándola por primera vez. Fue un gesto afectuoso con el que había despertado una sonrisa en sus labios. Luego, después del almuerzo, Jaginder le había regalado el frasco de cristal en una bolsa de seda. «Mi fragancia favorita», había dicho con un ronroneo atronador. «Me gustaría olería en ti esta noche.»
Savita volvió a poner con cuidado el frasco en su sitio, el primero de una fila que cruzaba de lado a lado el tocador, cada uno de ellos un recuerdo, una posibilidad, un ladrillo con los que había construido su Vida de Primera Clase con más Números Uno. Estudió los frascos, acariciándolos brevemente y dejando que las distintas fragancias la envolvieran en un bouquet de nostalgia. Las semanas inmediatamente posteriores a la boda flotaron en una nube de attar de rosa, el aroma del amor. El afrodisíaco attar de ámbar había sido después su fiel compañero, sumiendo a Jaginder en un estado puramente animal cuando hacían el amor. Cuando se quedó embarazada de Nimish, Maji le había regalado un almizcleño attar de mitti destilado procedente de la tierra sagrada del río Ganges para el renacimiento de la vida. Y, tras la muerte de su pequeña, Kuntal había dado friegas al cuerpo inmóvil de Savita con un attar de samana a fin de asegurar su protección espiritual. Uno tras otro, Savita tocó los frascos: el attar de gul hina para el equilibrio, el de champa para la purificación, el de madera de agar para la meditación y el de loto blanco para la iluminación. Y su favorito: el attar de azafrán, la encarnación de Lakshmi —diosa de la riqueza y de la prosperidad—, cuya fragancia emitía un resplandor dorado y cautivador.
Savita se resistió a la tentación de rellenar sus frascos con agua, desbaratando así los planes de Maji y conservando a su lado el fantasma de su pequeña.
—¿Dónde estás? —susurró, recorriendo la habitación con los ojos—. Ven —imploró—. Ven y deja que te salve.
No ocurrió nada.
—Mamá —insistió Nimish, volviendo a llamar a la puerta—. ¿Necesitas algo?
«Mi querido Nimish», pensó Savita. «Mi querido hijo.»
—Nada, beta. Márchate.
Siguió sentada inmóvil delante del tocador, sopesando las consecuencias de desobedecer a su marido y a su suegra. ¿Quién sería si dejaba de ser la señora Mittal, la preciosa esposa del señor Jaginder Mittal, el dueño de Desguaces Mittal? ¿Cómo se atrevía a plantearse actuar en contra de la decisión de Maji? A pesar de sus súplicas, su hija no había vuelto a reunirse con ella. Ni siquiera había mostrado su rostro, prefiriendo en cambio mostrarse a Pinky y a Parvati. «¡Precisamente a mi indigna sobrina y a la criada!» Y sufrió un arrebato de celos.
—No es a mí a quien buscas, ¿verdad? ¿Verdad? —gritó. Y entonces, antes de poder controlarse, arrojó los attars indios uno a uno, estampando los frascos de cristal contra la pared. Los frascos soltaron una cacofonía de aromas tan ponzoñosos que a punto estuvo de no llegar al baño antes de vomitar.
—¿Qué pasa ahí dentro? —gritó Maji desde el salón cuando el primer frasco se estrelló contra la pared.
—¡Mamá! —gritó Nimish corriendo al baño—. ¿Estás bien?
Los gemelos le siguieron con idéntica ansiedad, llamando a la puerta con dedos pegajosos.
—¡Marchaos! —les siseó Savita—. ¡Dejadme en paz!
Se secó la cara, se lavó los dientes y luego orinó, estudiando la pequeña y pulcra habitación con un triste sollozo, como deseosa de ahorrarse la degradación que prometían los cuatro días venideros. Se preguntó entonces cómo habría sido su vida de haber aceptado otra de las propuestas de matrimonio que habían llegado antes que la de Jaginder. Una de ellas había sido seriamente estudiada por sus padres, la de un muchacho con unos datos biográficos de primer orden cuyo padre disfrutaba de una influencia considerable en el Partido del Congreso. La madre de Savita se había mostrado entusiasmada. Sin embargo, cuando Savita había visto al muchacho, espiándole a hurtadillas en el curso de un evento social, se había negado en redondo a formalizar la alianza. «¡Es demasiado bajo!»
«¿Y qué?», había respondido su madre, contándole la historia del quinto avatar de Vishnú. «¡Vamna conquistó el universo en solo dos zancadas y era un enano!»
Mientras se ataba el nala de los pantalones, intentó recordar qué era exactamente lo que había visto en Jaginder que la había impulsado a darle el sí. Su foto, aunque mostraba a un muchacho guapo y de tez clara, no le había arrebatado el corazón. Tampoco sus datos biográficos. En resumen, Savita había accedido a casarse con él porque no había razón aparente para decir que no. Y allí estaba años más tarde, habiendo engendrado con éxito tres hijos con los que había asegurado la continuidad de la familia Mittal durante una generación más. Y allí estaba también, renunciando a su hija porque el sacrificio que requería actuar de otro modo era demasiado grande. Tiró de la cadena y vio cómo el último rastro de agua que quedaba en la casa desaparecía con un suspiro.
El fantasma despertó sobresaltado en la cañería del cuarto de baño. Habitualmente, se levantaba fresco tras una breve siesta, empapándose de la humedad residual de la cañería mientras dormía. Sin embargo, esa noche se sentía extrañamente aletargado y terriblemente sediento. Se deslizó a lo largo de la cañería buscando alivio, pero, aunque le resultó increíble, encontró seca la totalidad del cilindro. Se coló entonces por el grifo y aterrizó en un cubo de plástico azul. El esfuerzo le dejó exhausto. Llevaba trece años viviendo en el bungaló, coexistiendo con otros habitantes en un extraño entramado de rituales: una puerta cerrada con pestillo, un recuerdo reprimido. Y entonces, ¡Pinky!
Pinky había abierto la puerta, le había descubierto y había seguido volviendo al baño una y otra vez, decidida. Y el fantasma se había hecho cada vez más fuerte, alimentado por la presencia de la niña, por su historia, hasta que estuvo preparado para revelar la verdad sobre su muerte. Aun así, cuando llegó ese momento, Pinky había huido, negándose a creerle. Dolido y enojado, el fantasma había atacado. Y, desde ese momento, el bungaló se había visto sumido en una espiral de destrucción sin precedentes.
Entonces el fantasma lo quiso todo: quiso ver sufrir a su familia y también el poder que solo el monzón podía darle. Con ese poder intentó infligir un golpe mortal al corazón de la familia Mittal.
Se juró que mataría a Maji.
En el salón, Maji gritó a Nimish:
—Se ha puesto el sol. Pon la cadena en las puertas de la calle.
—Pero ¿y papá? —chillaron los gemelos al unísono.
—Y Gulu —dijo Parvati—. Ninguno de los dos ha vuelto aún.
—Pon la cadena —ordenó Maji. Su boca dibujó una firme línea recta, aunque los pliegues que la rodeaban parecieron pronunciarse aún más.
—¡No ha vuelto! —gritó Savita, deseando maldecir a Jaginder y deseando también chillar: «¡Ese maldito bastardo, mentiroso y cobarde!».
Tufan se echó a llorar. Nimish se puso las botas y salió a la luz del crepúsculo. Abrió la puerta y echó un vistazo a la calle. «Ahora es mi oportunidad de poner un pie delante del otro, encontrar a Pinky y descubrir la verdad», pensó. A su espalda, el bungaló clavaba en él sus garras, sofocándole con el sufrimiento que abatía a sus habitantes. La tormenta le azotaba la cara, empañándole las gafas. Salió a la calle. Delante de él, la calle vacía le llamaba. Una fila de puertas rosas, verdes y azules, iluminadas por las parpadeantes lámparas amarillas, se alzaba como una barricada contra la noche. A pesar de todas las cosas que anhelaba de la vida, Nimish seguía atrapado en los minúsculos confines del bungaló y en las expectativas tupidamente entretejidas de su familia.
Se quedó en medio de la calle y alzó los brazos al cielo. Durante un instante dejó que la lluvia le empapara la cara, librándole de todas sus responsabilidades y permitiéndole por fin alejarse calle abajo, dejando atrás la vida de su familia. «No debemos posponer lo que consideramos correcto», había dicho el personaje de E. M. Forster. «Por eso la India se encuentra en la situación presente: porque posponemos siempre las cosas.» Esa frase de Pasaje a la India se le había quedado en la cabeza hasta empujarle por fin a ponerse en acción en esa noche de intensa lluvia.
«¡Tengo que encontrar a Lovely!», decidió.
Se aferró al recuerdo del encuentro que habían tenido bajo el tamarindo y una vez más sintió la sedosa suavidad de la dupatta de Lovely contra su mejilla. No podía quedarse cuatro días encerrado en el bungaló sin hacer nada mientras Lovely seguía desaparecida, depositando su estúpida fe en la policía de Bomba y. De pronto, al oír el rugido de un motor procedente de la calle principal, bajó los brazos. Los faros de un coche conocido se abalanzaron sobre él. En ese instante, justo cuando Nimish se dio cuenta de que podía morir aplastado bajo sus ruedas, una idea cruzó su mente...
«Lovely morirá sin mí.»
El Mercedes patinó sobre el asfalto hasta detenerse.
—¡Nimish! ¡Nimish! —Jaginder bajó la ventanilla visiblemente alarmado—. ¿Qué demonios estás haciendo en mitad de la calle?
—¿Y tú? ¿Qué haces aquí? —gritó Nimish tensando el cuerpo como preparándose aún para recibir el impacto del coche.
—Me estaba ocupando de unos asuntos —dijo Jaginder, protegiéndose la cara de la lluvia—. Creía que llegaba tarde.
—¡Y llegas tarde! ¡Yo me voy!
—¿Que te vas? ¿Adónde?
—¡Lovely sigue desaparecida!
—Arre, el héroe —dijo Jaginder, bajando del coche—. ¿Y se puede saber cómo piensas dar con ella?
Nimish bajó la cabeza en un intento por ocultar el tormento que le colmaba el corazón.
—Sé sensato, beta —dijo Jaginder, rodeando con el brazo los hombros de su hijo—. El inspector Pascal es uno de los mejores de Bombay. Tú desconoces por completo el trabajo de la policía.
Nimish notó que su padre se mofaba de él, apuntando una vez más a sus carencias. «No debemos posponer lo que consideramos correcto.» Se sacudió de encima el brazo de su padre.
—¡Me voy! —gritó, echando a correr.
—¡Nimish! —gritó Jaginder, corriendo tras él—. ¡Detente! ¡No seas idiota!
Nimish corrió aún más deprisa. Ante él se anunciaba una miríada de posibilidades: ocultas, desconocidas, emocionantes.
—¡Nimi! —gritó Savita apareciendo en el camino de acceso a la casa—. ¡Vuelve, beta! ¡Vuelve!
«Morirá sin mí», volvió a pensar Nimish, perplejo al darse cuenta de que no era Lovely como había imaginado, sino su madre. Sintió que su determinación flaqueaba. Involuntariamente, aminoró el paso. Jaginder se abalanzó sobre él desde atrás, golpeándole con sus corpulentos brazos.
—¡Déjame! —le gritó Nimish intentando revolverse contra él y golpeando a su padre en el pecho—. ¡Suéltame!
Savita llegó hasta ellos y se arrojó sobre su hijo, estrechándolo contra ella.
—Tú eres el único que se preocupa por mí —le susurró al cuello—, el único. —Y añadió después, dirigiéndose a su marido—: ¿Así que has vuelto?
—Lo prometí, ¿no?
—Ven, beta —dijo Savita, tirando de Nimish hacia el camino de acceso a la casa mientras Jaginder le agarraba con fuerza del brazo desde el otro lado.
Nimish no pudo hacer nada más. Intentando contener las lágrimas de vergüenza, vio cómo Jaginder cerraba las cadenas sobre la puerta de entrada, atrapándoles a todos en el inmisericorde abrazo del bungaló.
El diluvio volvió a golpear las ventanas de la planta infantil del hospital Bombay, sumiendo a algunos de los pequeños en una nube de letargo y aterrando a otros, presos del llanto. Pinky seguía dormida, sumergida en un febril delirio. Despertó en mitad de la noche con el rostro salpicado de gotas de agua. La ventana enrejada que estaba justo al lado de su cama parecía haberse abierto de par en par. Una brisa helada se deslizó rápidamente bajo sus mantas. Pinky las apartó a un lado. «Ahora», pensó. «Tengo que irme ahora.» Recordando que en una época había visto en el fantasma a una hermana, a su primera hermana, creía que todavía quedaba una posibilidad, un atisbo de esperanza. Entonces había habido amor en el minúsculo espacio del baño del pasillo, una unión que había logrado sortear fronteras y también miedo. Luego ella se había negado a aceptar la imagen con la mano incorpórea y a creer que la muerte por ahogamiento del bebé podía haber sido fruto de algo que no fuera un accidente. Y fue entonces cuando el fantasma se apartó de ella. Sin embargo, tras la aterradora desaparición de Lovely, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por descubrir la verdad.
Fuera, una mimosa resistía los embates del viento. Sus ramas rascaban los negros barrotes de la ventana, depositando una nube de hojas en la habitación. En la luz del relámpago que llegó a continuación, Pinky vio algo que colgaba del árbol, aunque no pudo verlo con total seguridad porque la luna estaba velada por un amasijo de nubes. La única luz procedía de una lamparilla que sobresalía del pilar situado al lado de la cama. Se notó cansada, exhausta cuando se agachó para ponerse las sandalias. Las ramas volvieron a rascar la ventana, como intentando introducirse en la habitación para atraparla. Pinky recorrió la habitación con los ojos, confirmando que el resto de sus ocupantes dormían, antes de levantarse y acercarse a la ventana abierta. Miró desde allí el árbol y sintió una sensación que le era familiar..., una oscura y aterradora presencia. Una voz le susurró: «Ven, ven». Era una voz profunda, valerosa, inconfundible. Los barrotes cayeron al vacío y el árbol la invitó. «Tengo que escapar», se dijo. «Tengo que encontrar al fantasma antes de que sea demasiado tarde. Y a Nimish. También tengo que encontrarle.»
Se puso encima de la ventana, estudió durante unos segundos la oscuridad que se abría a sus pies y saltó.
ESCRITURAS Y SEXO
Gulu se dirigía a Falkland Road, la calle de los barrios bajos de Kamathipura situada al norte de la estación de ferrocarril de Victoria Terminus, dispuesto a encontrar a Chinni. Sabía que ella era la única que podía consolarle y ayudarle a salir de la turbación que le embargaba. La triste calle estaba bordeada de deteriorados edificios de madera pintados en verdes y azules y cubiertos de gruesas capas de mugre, óxido y orina. Las puertas que daban a la calle estaban firmemente cerradas con candados. Las zonas inferiores de las estructuras constaban de ventanas abiertas protegidas por barrotes, simples jaulas tras las que prostitutas baratas intentaban llamar la atención de los transeúntes levantándose los estridentes saris rosas para dejar las piernas a la vista. Las plantas superiores disponían de ventanas abiertas y protegidas por persianas, en cada una de las cuales colgaba un farolillo chino sobre el que estaba pegado el número de la licencia del burdel en cuestión. Las chicas se asomaban tentadoramente mientras se trenzaban unas a otras flores de jazmín en el pelo. La calle albergaba también hoteles igualmente desvencijados cuyos dueños vendían refrescos en los escalones principales y alcohol ilegal de producción nacional en habitaciones especiales situadas en la parte trasera de los edificios.
La calle estaba abarrotada de taxis, cabras callejeras, porteadores de agua, chaiwallahs, prostitutas sin techo obligadas a alquilar un catre y achispados vendedores. Uno de ellos ofrecía una grisácea solución en un frasco que prometía un arrebato adicional de vitalidad a los hombres que entraban en los hoteles. Sentados en sus coches, los paanwallahs ofrecían chara-ki-goliyaan, bolas de hachís y de opio, algunas con un pellizco de cocaína, junto con ofertas menos alucinógenas y paans, el sugerente afrodisíaco «rompecamas», todos ellos envueltos en una hoja gruesa y húmeda. Los hombres se acuclillaban sobre las partidas de cartas delante mismo de los burdeles, apostando el poco dinero que habían ganado durante el día. Otros hacían cola en el cine, el Pila House —que había sido cien años antes la sede del teatro Parsee antes de su declive—, atraídos hasta allí por un cartel que mostraba a una rubia de Hollywood de largas piernas reclinada en un diván, aunque la multitud que abandonaba el recinto había quedado visiblemente decepcionada por los extensos cortes infligidos a la cinta por el Comité de Censura Indio. La música filmi invadía las calles junto con los hijras, bamboleando sus cuerpos al tiempo que intentaban devolver entre bromas y chanzas a los clientes homosexuales al burdel especial que ocupaban.
La puerta del número 24 de Falkland Road donde vivía Chinni apestaba a detritos: la basura se pudría en los rincones bajo nubes de moscas que se elevaban para volver a descender al unísono sobre los montones, los vómitos nadaban en las alcantarillas y las colillas sembraban la entrada. Preservativos usados y desechados flotaban en el fango como pequeños navíos opacos, transportando simientes humanas al olvido. Hacía ya tiempo que la pintura se había desprendido de las paredes y los fluidos corporales —semen, orina y saliva— habían podrido la madera que había debajo. Las ratas correteaban por la cloaca abierta como bandas de delincuentes, dejando la zigzagueante estela de su grafiti sobre un hombre derrengado contra unas escaleras. Una prostituta endurecida por la ley de la calle, de no más de quince años, fumaba de pie un bidi apoyada en el portal con el brazo estirado hacia atrás para acentuar sus pechos, que dibujaba sin disimulo su blusa ajustada. Gulu asintió con la cabeza al ver su rostro conocido al tiempo que subía por la estrecha escalera que llevaba al tercer piso, donde Chinni pasaba la mayor parte de su vida, en activo desde las seis de la tarde hasta la una de la mañana, dedicando el resto de su tiempo a un tortuoso proceso que incluía la depilación con pinzas, a la cera, el tinte de pelo y la aplicación de apestosas cremas, todo ello en un denodado esfuerzo por liberar su cuerpo de cualquier rastro de vello, sobre todo en las regiones inferiores. Solo cuando se creía por fin libre de él y, por ende, limpia, podía empezar a prestar sus servicios a su clientela: hombres excepcionalmente híspidos cuyo aliento apestaba a cordero rancio.
El último tramo de las escaleras del tercer piso llevaba a un pasillo imposiblemente estrecho conectado a una habitación pequeña y pobremente iluminada, impregnada del olor a sexo desenfrenado.
—Ay bai —gritó Gulu a la obesa madama que masticaba paan reclinada en un sofá bajo y cubierto de estridentes telas—. Darwaza khol.
La madama estudió brevemente a Gulu en la penumbra mientras decidía si abría o no la doble verja de hierro.
—Soy yo, Gulu —dijo él, exasperado ante el inusual escrutinio. Normalmente, durante sus visitas regulares a Chinni, que tenían lugar cada dos martes, la verja estaba abierta de par en par y era recibido como si fuera parte de la familia.
—Oh ho —bromeó la madama—. ¿Por qué no lo has dicho antes? No había reconocido tu cara de kalia alborotador. Pero hoy no es martes, ¿verdad?
La pared que la madama tenía detrás estaba pintada de un reluciente color amarillo mostaza y una lámpara pendía del centro de la habitación. Unas aterciopeladas y pesadas cortinas colgaban del techo hasta el suelo de linóleo. Una estatua de bronce de Lakshmi, la diosa de la abundancia y de la prosperidad, adornaba un pequeño armario situado al fondo de la habitación. Sobre una mesilla había un pequeño jarrón puja con una vela encendida y un recipiente de acero lleno de polvo de color carmesí. La madama acababa de bendecir a sus chicas como todas las noches antes del trabajo. Dos de sus seis muchachas, ambas con blusas escotadas, estaban sentadas con ella en el maltrecho sofá verde de plástico, una masajeándole la espalda y la otra los pies, mientras esperaban la llegada de algún cliente. Otra más se había acuclillado para limpiar el suelo con un trapo inmundo. El resto, incluida Chinni, trabajaba ya en los cubículos situados en la parte posterior, separados por tabiques de madera de apenas dos metros de altura.
—Chaiwallah bulao —ordenó la madama a una de las chicas que estaba asomada al balcón y que pidió un té mientras flirteaba de forma experta con un potencial cliente.
Gulu tomó asiento en una silla desvencijada mientras prestaba atención a los sordos gemidos y las risas estridentes, convertidos en apenas un murmullo contra el estruendo que llegaba de la calle. Se llevó la mano al ejemplar del Bhagavad Gita que llevaba en el bolsillo del chaleco. Aunque Gulu era analfabeto, Chinni había terminado la primaria. Era ella la que, después del coito, le leía versos en voz alta de las sagradas escrituras.
Llegó el chiquillo con el té y desapareció al instante. Gulu sorbió despacio su té mientras las otras chicas bromeaban con él.
—¿Por qué siempre quieres a Chinni? —preguntó desanimada una de ellas—. Aquí todas somos tan dulces como el azúcar.
Gulu sonrió y negó con la cabeza sin dejar de mirar a las dos chicas de tez morena, ambas devadasis, procedentes de las aldeas de Karnataka. Habían sido dedicadas primero a los templos locales por sus padres como muestra de su devoción hacia la diosa Yeilamma o simplemente porque necesitaban dinero, y después vendidas al burdel de Bombay.
Justo en ese instante apareció un joven vestido con una almidonada camisa blanca lavada en el dhobi, pantalones perfectamente planchados de lana y polietileno, cinturón de cuero Zodiac (todavía desabrochado) y unos relucientes zapatos negros Bata, el atuendo habitual de los chicos de buena familia o de los estudiantes de Medicina procedentes del cercano hospital Sir J. J.
Avergonzado, Gulu se alisó la camisa, una prenda de color oscuro que le permitía llevarla durante varios días sin tener que lavarla.
Los aquilinos ojos de la madama se posaron durante una fracción de segundo en una joven prostituta, estudiándola con atención.
—Ve a lavarte —le ordenó antes de pulsar un botón que zumbó insistentemente junto al catre de Chinni—. El gordo que está con Chinni tarda demasiado —dijo agriamente. Las comisuras de sus labios se curvaban permanentemente hacia abajo.
Muy poco después, el cliente de Chinni entró contoneándose en la habitación, atándose apresuradamente el dhoti sobre su rechoncha tripa, saliendo a toda prisa por la puerta antes de que la madama pudiera cobrarle de más. Chinni le siguió, secándose la saliva del hombre impregnada en el rostro con la punta del palloo.
—¿Tú? —dijo, sorprendida al ver a Gulu. Gulu no la había visitado nunca fuera de sus días libres.
Él asintió con la cabeza.
—Oh pho! —exclamó ella, reparando en la mano que ocultaba el chófer—. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Solo un pequeño accidente.
Chinni se encogió de hombros y regresó a su cubículo seguida de Gulu. Normalmente, cuando iba a verla pagaba treinta rupias para tenerla solo para él durante toda la noche. Sin embargo, en cuanto olió en ella el sudor de otro hombre, sintió una oleada de asco y contuvo la náusea. Las sucias paredes verdes se cerraron sobre él y encontró caliente y húmedo el mugriento edredón de flores.
—Ve a lavarte —le ordenó Gulu, señalando hacia la parte trasera donde un sucio retrete de pie, una bañera de agua fría y una cañería de cemento hacían las veces de cuarto de baño comunitario. Tres cristales violetas de permanganato de potasio se diluían en agua todas las noches como medida antiséptica poscoital o, en dosis más concentradas, como método abortivo. Los niños, aunque abundantes en los burdeles, no causaban más que problemas a las prostitutas. Una mujer de Falkland Road no necesitaba ser hermosa, ni siquiera conservar todos sus miembros. Pero la juventud, la juventud extrema y la tersura virginal, eran sus bienes más codiciados.
—¿Para qué? —respondió Chinni burlona—. ¿Para que puedas fingir así que no soy una furcia?
Aun así se lavó y se puso un sari limpio, volviendo a aparecer con un pequeño ramillete de jazmín en el pelo. Gulu se relajó y deslizó la mano en el interior de su blusa para saborear sus jugosos contenidos.
Chinni había sido la esposa de un simple empleado de banca con el que vivía en un chawl de una sola habitación en Byculla. La habían vendido para hacer de ella una prostituta tras la desafortunada muerte de su esposo, quitándole a su hijo. En cuanto eso ocurrió, el primer impulso de Chinni fue suicidarse, pero la madama, que era ya experta en el arte de domesticar a las chicas, la encadenó al jergón por los tobillos y se aseguró de que estuviera siempre vigilada. «Echas de menos a tu hijo, nah?», le había preguntado varias semanas después de su llegada al burdel mientras depilaba sus pobladas cejas en un intento por mostrarse compasiva. «Sunno, sé buena chica y yo conseguiré que puedas verle en cuanto hayas pagado la mitad de tus deudas.»
En una clara muestra de inocencia, Chinni la había creído y había enviado a sus padres una misiva de una anna pidiéndoles dinero, cuya escritura encargó a un escritor de cartas que se instalaba a diario bajo un toldo salpicado de excrementos de paloma junto a la Oficina General de Correos, provisto de una ennegrecida caja de latón de cera de sellar, queroseno, una lamparilla de mecha y cerillas. Cierto es que Chinni podría haber escrito ella misma la carta, pero necesitaba utilizar la dirección de remite anónima como propia. «Namaste Amma y Baba», había dictado al hombre de gorra de fieltro que tecleaba sin prisa en la esquelética Remington, ajustándose los lentes de media luna después de cada punto para estudiar detenidamente el papel buscando un trabajo perfecto. «Mi marido ha muerto. Por favor, enviadme dinero. Os visitaré pronto con mi pequeño.» La había firmado con «vuestra hija querida, Chinta», utilizando el nombre que había recibido al nacer y no el que utilizaba en el burdel: Chinni significaba «azúcar». Sus padres jamás contestaron.
Gulu solía frecuentar a las furcias nepalíes, la mayoría de las cuales habían sido secuestradas de sus casas, cuando era un pequeño limpiabotas en VT porque eran las únicas que podía permitirse. Sin embargo, en cuanto afianzó su lugar como chófer en casa de Maji, renunció a ellas sin el menor reparo y decidió subir de clase y disfrutar de los servicios de las prostitutas de clase media baja. Aunque se había imaginado probando algún día a las furcias euroasiáticas que trabajaban en los burdeles más caros, establecimientos cerrados y apartados de la calle principal, regentados por madamas francohablantes, jamás había tenido ni el dinero ni el valor para ello. Había empezado a visitar a Chinni la primera vez que había ido al número 24 de Falkland Road, tras espiarla en la ventana mientras otra muchacha le trenzaba el cabello, aunque no era la mujer más atractiva del burdel. De hecho, cuando pasó por delante de este mirando arriba para escudriñar a las distintas furcias, ella le había lanzado un escupitajo de saliva roja.
La primera vez que Gulu entró en su cubículo, Chinni no se había quitado la ropa como lo hacían las prostitutas que él frecuentaba, mostrando de inmediato sus pechos e invitándole a que los manoseara como si fueran un par de guayabas del mercado. Gulu se había limitado a tumbarla de espaldas y a ocuparse de lo que realmente le importaba. El sexo con Chinni era lento, predecible y casi aburrido. Sin embargo, tras una infancia transcurrida en la pobreza, viviendo en las calles primero y después en la estación de tren, sin saber nunca de dónde sacaría para su siguiente comida, empezó a disfrutar de la familiaridad que encontró en ella e incluso de la reticencia con la que ella le entregaba su cuerpo.
Con el paso de los años, Chinni había iniciado su declive, un proceso que ocurría con alarmante velocidad en Falkland Road. Tenía veintiocho años y sufría a menudo ataques de fiebre alta. Gulu sabía que la mayoría de las prostitutas morían antes de llegar a los treinta: víctimas de la mugre, de las violaciones, de las enfermedades y de la malnutrición. Siguió sin embargo visitando a Chinni, en realidad menos por el placer que encontraba en la joven que por una intensa necesidad de descargar en ella la tensión acumulada en su cuerpo. Mientras tanto, Chinni seguía siendo blanco de las burlas del resto de las chicas por sus implacables arrebatos de ira. «Oi, Chinni, aunque te llames "azúcar" los hombres pueden aún saborear tu amargura.» Aun así, ella templaba su ira cuando estaba con Gulu. Él era su cliente más antiguo y más leal y la relación que existía entre ambos era prácticamente la de marido y mujer. Cuando terminaban de hacer el amor, a menudo bajaban a una casa de comidas del barrio y compartían un cuenco de manitas de cerdo guisadas en sopa de pimentón.
—Sueles venir los martes —dijo Chinni corriendo la sábana sucia que cubría la entrada para encerrarles en su cubículo, un pequeño espacio en el que apenas había lugar para la cama en la que estaban sentados.
Gulu entrelazó las manos sobre las piernas sin mirarla y sin tocarla.
—Dime lo que te ha pasado en la mano, nah?
—Soy responsable de una muerte —dijo por fin Gulu.
La clientela del burdel incluía a gánsteres, asesinos y criminales de toda suerte, de modo que Chinni no se alarmó. Sin embargo, sí le sorprendió que Gulu estuviera implicado en una actividad como esa. Sabía que normalmente él se guiaba por unas normas, pues creía que evitaba así meterse en líos, ya que quebrantarlas le había obligado a vivir como un fugitivo durante sus años de limpiabotas. Por lo que Chinni sabía, ella era su único vicio.
—¿Ya no eres chófer?
—No —dijo Gulu al tiempo que sentía una abrumadora tensión en el pecho al pensar en su pequeña habitación situada en la parte trasera del bungaló de Maji, con su otro dhoti colgado de la cuerda de tender, su cartel de Flor de Cerezo en la pared y la caléndula seca oculta bajo el colchón—. Desde hoy, no. —Le habló a su furcia de la joven de la que había estado enamorado—. He ido a Colaba a ver a Janibai, la madre de Avni. Tenía que saber si Avni había regresado a Bombay. Lo he hecho desobedeciendo las órdenes de Maji.
—¿Y?
—Y me ha contado lo que ocurrió una mañana, hace ahora trece años, justo después de que terminara la estación del monzón. El Día de Nariyal Poornima. Janibai había ido a VT a vender su mercancía y llegó más tarde que de costumbre. Vio a Avni plantada junto a las vías y se acercó a ella. Fue entonces cuando Avni se arrojó a la vía.
—¿Delante del tren?
Gulu bajó la cabeza.
—Durante todos estos años he esperado que volviera. No sabía que había muerto. De haber sabido lo que iba a hacer, no habría dejado que se marchara. —Durante un grotesco instante visionó el espectáculo en una gran pantalla, cambiando el final para sofocar la culpa que le abrumaba. En su versión filmi, se vio llegando al andén en el último momento y arrancando a Avni de las garras metálicas de la muerte mientras la música alcanzaba un emotivo crescendo.
—¿La amabas?
—Sí.
—¿Y ella? ¿Te amaba?
Gulu no respondió enseguida. Eso era algo que no se había planteado hasta entonces. Puesto que Avni vivía en el bungaló y él vivía fuera, el contacto entre ambos había sido escaso. De hecho, aparte de las pocas palabras que se habían cruzado mientras él la llevaba a la estación, Gulu nunca había hablado con ella.
—Ella no te amaba —declaró Chinni, agitando la mano—. De lo contrario no se habría quitado la vida. Te habría pedido que la llevaras lejos, que huyeras con ella.
Gulu se quedó perplejo. Sus fantasías jamás habían contemplado esa posibilidad.
—Eligió la muerte porque no tenía esperanza —dijo Chinni, sabiendo como sabía que la esperanza era lo que estúpidamente le había impedido suicidarse, manteniéndola encadenada al burdel durante todos esos años. Había visto cómo otras chicas más jóvenes compraban su libertad después de haberse acostado con quince hombres todas las noches incluso cuando tenían el período, mezclando su sangre menstrual con la comida que servían a sus clientes más lucrativos para hechizarlos. Pero Chinni se ocupaba como máximo de tres o cuatro hombres por noche, pues su descarnada hostilidad asustaba a casi todos. Durante todos esos años no había logrado ahorrar lo suficiente para comprar su libertad. Y hacía apenas unas semanas su propio hijo había visitado el burdel: le había visto llegar con una reluciente camisa bien ajustada a su delicada cintura y su rostro adolescente salpicado de granos. La esperanza ya no bastaba para mantenerla tras esa última y lacerante humillación. Chinni se llevó la mano al cuchillo rampurí que ocultaba en un lateral del jergón. Quería venganza.
—No —insistió casi jubilosa—. Ella no te amaba.
—Chup kar! —ordenó Gulu. Y, dándole un violento empujón, la inmovilizó contra la cama y vertió toda su ira, su culpa y su tristeza entre sus piernas.
Después, como de costumbre, le arrojó su maltrecho ejemplar del Bhagavad Gita.
Sin mirarle, Chinni se cubrió las piernas con el viso y abrió una página al azar.
—«La felicidad perfecta crece solamente en el pecho tranquilo, en el espíritu libre de pasiones, purgado de cualquier sombra de ofensa» —empezó, antes de arrojar el libro a la cabeza de Gulu.
—Kya?
—Lárgate —dijo Chinni con los ojos como brasas.
—Escucha...
—¡Lárgate! No quiero volver a verte.
—Pero cómo te las arreglarás sin...
—¿Sin ti? —replicó burlona—. ¿Crees acaso que me has mantenido durante todos estos años? La mitad de lo que gano se lo doy a madama Ganga Bai. Otro porcentaje va al alquiler y a la comida, y luego está el hafta para sobornar a la maldita policía. Lo que tú me das me llega apenas para sobrevivir, pero jamás ha bastado para que pudiera comprar mi libertad.
Gulu apartó la mirada.
—Prometiste que un día me llevarías contigo —le recordó Chinni—. Pero todo este tiempo has estado enamorado de Avni. Ella está muerta pero soy yo la que es para ti un fantasma.
—No, no —insistió Gulu—. Esta vez es distinto. No puedo volver a Malabar Hill. Te sacaré de aquí, lo prometo.
Chinni no le creyó, pero dejó que él la estrechara entre sus brazos, envolviéndola en una ilusión temporal. Gulu apoyó la cara en su pelo, aspirando la corona de jazmín que se le había enmarañado entre los cabellos durante el encuentro. No le sería fácil separarse del cocinero Kanj, de Parvati y de Kuntal, ni siquiera de la familia Mittal. Malabar Hill era su hogar, más que la abarrotada barriada donde había transcurrido su infancia, más que VT, donde había pasado sus años de adolescencia. Sintió de pronto la llamada de la casa mientras Chinni empezaba a hablar del piso que alquilarían en los suburbios del noreste de Bombay.
—Útiles de cocina Devidayal nuevos y un cuarto de baño como corresponde —recitó—. Y tranquilidad durante la noche, ni siquiera un perro pasando por delante de casa hasta el amanecer.
Gulu asintió con la cabeza.
—Sí, sí, todo.
Sin embargo, su mente seguía centrada en algo que había hecho aquel maldito día muchos años antes, cuando el sol había dejado lugar a la noche y el cielo se había teñido de negro salvo por una fina estela de luz de luna. Una vergüenza intensa e implacable le había obligado a reprimir el recuerdo y olvidar que el deseo podía llevarle a un lugar tan oscuro como aquel. Desde entonces se había aferrado a la estúpida esperanza de que Avni volvería algún día. Pero ahora que sabía que había muerto la vergüenza dio pie a la ira. Y a un terror paralizante. El recuerdo que moraba en su memoria desde hacía trece años se cernió sobre él como una daga venenosa.
—Kya? —se exasperó Chinni—. Ni siquiera me estás escuchando.
Gulu no pudo contener un escalofrío.
—Cuéntame.
—Se trata de algo que vi hace ya mucho tiempo, el día de la muerte de Avni —dijo Gulu—. Un secreto que he guardado durante todos estos años.
—¿Qué? —dijo Chinni, cuyos ojos brillaron ante aquel anuncio—. ¿Tienes acaso algún secreto sucio sobre tu jefe-sahib? ¿O algo sobre los demás criados?
Gulu bajó la cabeza para ocultar la repentina humedad que le veló los ojos.
—¿Lágrimas? —preguntó Chinni, sorprendida—. En ese caso no reveles tu precioso secreto, nah, y pídeles dinero por mantener tu silencio.
—¿Chantaje?
—Esta es nuestra oportunidad —insistió Chinni, volviéndose a mirarle—. Un dinerillo adicional de manos de tu jefe-sahib o de los demás criados es lodo lo que necesitamos para crear nuestro nuevo hogar. Y mejor si el secreto implica al señor jefe. Así puedes ir y pedir un lakh.
—No, no, no —exclamó Gulu, saboreando la sal que le cubría los labios—. Tú no lo entiendes. —En su mente flotaban recuerdos indeseados: el espeluznante silencio de una carga abandonada en VT, un crepitante fuego que olía a muerte, una brisa húmeda y malsana que se pegaba al sudor que le bañaba la piel.
—¿Qué es lo que debo entender? —preguntó Chinni, soltándole un manotazo en la cara—. Tú estás convencido de que eres una gran estrella de cine, pero eres tan cobarde que ni siquiera serías capaz de matar una mosca.
Gulu empujó a Chinni con las dos manos y su expresión se endureció.
—¿No decías que tu madama te había echado a la calle? —se rio ella con crueldad—. Ahora no tienes a nadie salvo a mí.
Gulu sintió que se echaba a temblar.
—Vete —ordenó Chinni, sacando el cuchillo de veinte centímetros de su escondite—. No me importa cuál sea ese secreto. Ve y vuelve con el dinero. Si no lo haces, me mataré.
—¿Qué?
—Me mataré —repitió Chinni, esta vez más despacio, apuntándose con la afilada punta del cuchillo al corazón—. Y te juro que mi fantasma te atormentará hasta el día de tu muerte.
Viendo que una fina línea de color carmesí aparecía de pronto sobre el pecho de Chinni, Gulu cogió apresuradamente su ejemplar del Bhagavad Gita y salió corriendo del cubículo sin dejar de preguntarse qué desafortunada conjunción estelar había caído sobre él ese día. No había logrado impedir que Avni se quitara la vida. ¿Volvería a defraudar a Chinni? ¿Cómo iba a poder vivir con una muerte más sobre sus espaldas? De pie entre la mugre de Falkland Road, viendo cómo una de las muchachas enjauladas se desabrochaba el primer botón de su ajustada blusa, los lamentos de los inconsolables fantasmas de Kamathipura se elevaron a su alrededor. Su vergonzoso secreto, si alguna vez llegaba a saberse, no solo le llevaría a él a la cárcel sino que sin duda destrozaría a la familia Mittal, llevando la ruina al magnífico bungaló de Maji.
LA FANTASMAL NIEBLA
Esa primera noche, Maji se encerró en la habitación del puja mientras los niños corrían alrededor del bungaló con trapos en las manos, eliminando cualquier resto de agua. Tufan no lo había pasado nunca tan bien mientras se abalanzaba contra las goteras con el ímpetu de Dará Singh, su favorito khustiwallah, el campeón mundial indio de lucha.
—Dekko! —gritaba encantado, saltando de un sofá al otro mientras secaba una humedad con la toalla que llevaba enrollada al pecho—. ¡He encontrado otra!
—¡A qué viene tanto orgullo, pedazo de idiota! —exclamó Jaginder, alzando la mirada del periódico—. A menos que quieras convertirte en un maldito bhangi y pasarte el día entero barriendo retretes.
—Pero es que soy Dará Singh —protestó Tufan.
—Dará desayuna leche con miel y almendras trituradas todas las mañanas —intervino Dheer, que había memorizado la dieta del famoso luchador.
Todos los trapos mojados se depositaron en la parte trasera del bungaló, justo delante de las dependencias de Parvati y de Kanj. Allí se quedaron los niños, tiritando bajo sus paraguas, mientras tomaban su leche de búfala hervida y hacían cola para utilizar la letrina, una caja apestosa que contenía tan solo dos reposapiés de cerámica rugosa con forma de zapato a ambos lados de un cavernoso agujero y un recalcitrante grifo que goteaba en el interior de un cubo de plástico.
Savita salió de la letrina con el rostro descompuesto y un pañuelo de algodón blanco pegado a la nariz. Al entrar en el bungaló, airada por tamaña humillación, por fin vio cristalizarse un plan para tomar las riendas de la situación. Arrojó su pañuelo, bordado a mano por ella misma en los días anteriores a su boda con las iniciales de Jaginder y las suyas delicadamente entrelazadas, y vio cómo lo empapaba el líquido marrón del suelo. «Por muy pura que pretenda mostrarse», pensó, centrándose de pronto en Maji, «seguro que encuentro la forma de mancillarla».
Savita vio entonces al cocinero Kanj acuclillado delante de su garaje fumando un bidi. La había estado observando y bajó la mirada cuando ella le miró a los ojos. Aun así, fue Savita la más avergonzada de los dos, pues le pareció que de algún modo él había leído en su rostro el plan de rebelión que ocupaba su mente. Ambos clavaron la mirada en el pañuelo sucio. Por fin, Kanj se levantó con un gruñido y lo recogió del charco.
—Tíralo a la basura —ordenó Savita antes de volver a entrar y de encerrarse una vez más en su habitación. Sacó una botella de Royal Salut de uno de los armarios, la única que había escapado a la purga a la que había sometido al bungaló. Aunque en aquel momento no había entendido por qué la había guardado, mientras desenroscaba el tapón se dio cuenta de que quería descubrir sus secretos y entender por qué poseía como lo hacía con su esposo.
Se acercó la botella a los labios, humedeciéndolos y dejando que el aroma del licor asaltara sus fosas nasales. Luego, en un arranque de valor, tomó un sorbo. El licor le quemó la boca y la garganta, llenándole de fuego el cuerpo. «Así que este es su poder.» Tomó otro sorbo, abandonándose a sus silenciados deseos. Estaba harta de su papel de nuera, de seguir siendo todavía una advenediza. Anhelaba sentarse en la magnífica tarima de Maji y lanzar órdenes y recibir visitas.
A fin de cuentas, había sido ella quien había avisado a la familia acerca de la sobrenatural presencia mientras Maji había desestimado la existencia de fantasmas como una simple locura. «Y mírala ahora», pensó Savita, enfurecida. «De repente sigue al gurú como una auténtica idiota.» No costaría demasiado insinuar que finalmente su suegra había perdido la razón, alimentando primero un rumor entre los criados y después, con más cautela, entre sus hijos y su marido. Y, en cuanto la poderosa influencia que Maji ejercía sobre la casa empezara a menguar, ella, Savita, daría el paso definitivo para hacerse con el poder absoluto.
Tomó varios sorbos más antes de volver a esconder la botella de Royal Salut en el armario. Entendió entonces que lo primero que tenía que hacer era reclamar la lealtad de su esposo. En los primeros años de matrimonio, Jaginder siempre se había puesto de su lado durante los conflictos abiertos con Maji. Sin embargo, despacio, muy despacio, a medida que la relación entre ambos iba desintegrándose, él había empezado a obedecer a su madre como si hubiera vuelto a ser su pequeño, hasta el punto de que madre e hijo se habían unido tanto que habían dejado de ver las faltas en el otro. «Tengo que recuperar a Jaggi», decidió Savita, recordando los cuatro primeros días de los monzones en los que habían vuelto a unirse, ella seduciéndole y él renunciando temporalmente al adda de Rosie. Al tiempo que sentía el desconocido hormigueo del alcohol en la parte posterior de la cabeza, y presa asimismo de un repentino arrebato de valor, se aceró, presta a lo que haría a continuación. Reprimiría el odio que la embargaba y se rendiría a su esposo. Ensalzaría a Jaginder de modo que no anhelara la aprobación de su madre. Le haría suyo.
Se tumbó en la cama y se cubrió el cuerpo con una fina sábana de algodón. La cabeza había empezado a darle vueltas, sumiéndola en una agradable sensación, al tiempo que recordaba que debía hacer una cosa más para asegurar la estabilidad de la casa. Pensó en Nimish, su primogénito y favorito. Siempre había sido un niño callado y reflexivo, metido en sus libros, y jamás motivo de ningún problema. Había sido él, y no Jaginder, quien había cuidado de ella tras la muerte del bebé, enjugándole las lágrimas con sus manitas, leyéndole cuentos con su dulce vocecilla. Aunque en esa época solo tenía cuatro años, Nimish había aceptado la carga que suponía cuidar de Savita en su frágil estado, restando importancia a sus propias necesidades, deseos y anhelos.
«No puedo vivir sin mi Nimi.»
Aunque quería también a sus hijos menores, los gemelos le resultaban deficientes, sobre todo cuando pensaba en ellos para hacerse cargo de la empresa familiar. Dheer estaba siempre olisqueando perfumes como una niña y metido en la cocina como si fuera él quien tuviera que aprender a cocinar para agradar a su futura esposa. Además, Savita no tenía demasiada paciencia con su blandura ni con esos grandes y lánguidos ojos que lo miraban todo, semiocultos tras sus rechonchas mejillas, siempre reclamando su atención. Estaba convencida de que si Dheer decidía ponerse al frente de Desguaces Mittal, no tardaría en ser víctima de las estafas de Laloo y de la maldita banda de rufianes de la empresa a plena luz del día. Tufan, por otro lado, sabría sin duda enfrentarse a los plañideros sicofantes que se arracimaban alrededor de Jaginder como moscas. Ya de pequeño se había revelado como un niño avispado, capaz de manipular a los criados en su propio beneficio. Aun así, temía que el menor de los niños tomara decisiones más por impulso que tras una cuidadosa deliberación, despilfarrando en el proceso la fortuna familiar.
«Sí, sí. Nuestro futuro pasa por Nimish.»
Se acordó de la enloquecida mirada que había visto asomar a los ojos de Nimish y del pánico que la había invadido al pensar que le había perdido cuando le había visto alejarse corriendo del bungaló, adentrándose en la noche mientras gritaba el nombre de Lovely. «¿Lovely?» De pronto Savita entendió con una claridad aplastante que la joven muchacha de diecisiete años le había arrebatado el amor de Nimish. Había corrido a la calle para retenerle al tiempo que la consideración que había sentido hasta entonces por sus vecinos se desvanecía en un instante. «¡Qué chiquilla más desvergonzada, huyendo en plena noche para encontrarse con quién sabe qué clase de chicos e intentando corromper a mi hijo inocente!» Sin embargo, aparte de la amenaza que entrañaba Lovely, Savita temía que Nimish insistiera en abandonar el bungaló para no volver.
Siempre había querido completar sus estudios en Inglaterra y estudiar en Oxford, como si las universidades de Bombay fueran de segunda categoría. Ella sabía que, si finalmente se marchaba, no volvería. «¡Se acostará con esas desvergonzadas chicas blancas, convertido al cristianismo y comiendo patatas con pescado frito!» Se obligó a respirar más calmadamente, consciente de que por encima de todo necesitaba asegurarse de que su hijo mayor se quedara en Bombay, atado y bien atado a la casa durante otra generación. Y, aunque cierto era que Nimish solo tenía diecisiete años, decidió que había llegado el momento. En cuanto pudiera disponerlo todo, le casaría.
De todos modos, sabía que Nimish no accedería fácilmente a sus deseos en esa cuestión, sobre todo teniendo a Lovely en escena. No, tenía que tenderle una trampa. Y, afortunadamente para ella, sabía exactamente cómo hacerlo.
En cuanto terminó de idear el plan, se abandonó a un agradable y ronroneante sueño durante el resto de la noche tras la puerta cerrada de su dormitorio. Jaginder y los chicos durmieron juntos en el salón, acurrucados sobre gruesos colchones. Parvati y Kanj, encargados de las labores de eliminación del agua durante la primera mitad de la noche, recorrían el bungaló con un montón de toallas. Maji se quedó en la habitación del puja hasta que terminó, exhausta, quedándose dormida con la cabeza apoyada en el altar. Y el bebé fantasma siguió merodeando fuera, ajeno aún a los planes que apuntaban a su muerte inminente y esperando pacientemente a ver aparecer a la poderosa matriarca de los Mittal.
En la oscuridad de los pasillos del hospital Bombay, mientras el hosco pediatra sacaba provecho de la noche tranquila y de una vivaz enfermera llamada Nalini, Pinky se había arrojado al vacío desde la ventana y atravesaba en ese instante una fantasmagórica y parpadeante neblina para caer en un lugar oscuro y atemporal. Los vientos susurraron y ulularon. Las palmeras se agitaron sobre su cabeza. Ante sus ojos una desolada línea de costa dibujaba una curva hasta perderse de vista. La luna había caído rehén de un cielo alfombrado de negros nubarrones de tormenta. El océano se abalanzó sobre ella, cubriéndole los pies de hediondas sales y detritos. Se quitó las sandalias y cruzó la arena descalza. Unos cincuenta metros más adelante, largas canoas con cascos que tenían en cada lado feroces ojos rojos pintados a mano se balanceaban a merced del viento, observándola como una fila de demonios atrapados bajo una maraña de redes de yute.
Los gélidos vientos traspasaron el fino algodón del pijama, rodeándole los tobillos como plomadas. Más adelante aún, un esquelético barco de arrastre se inclinaba precariamente contra un muelle semihundido, cabeceando y crujiendo a merced de las olas. Un espantoso hedor a cadáveres de pescado y a frutos podridos del jambul llenaba el aire.
«He saltado, ¿no?», se preguntó Pinky, intentando ubicarse. «¿Dónde estoy?»
Mientras su mente se afanaba por dar respuesta a esas preguntas, sabía que estaba totalmente despierta e inmersa en una realidad propia de una pesadilla. Una voz rasposa susurraba a su alrededor, la misma que había oído emerger de la garganta de Lovely la noche en que se la había llevado de Malabar Hill.
«No hay otra salida», decidió Pinky. «Tengo que encontrar esa voz.»
La puerta verde del bungaló siguió firmemente encadenada durante toda la mañana y el único objeto que logró franquearla fue el periódico en su edición matinal. Una pequeña nota en el Indian Express decía así: «La hija del señor Mittal y señora, de Desguaces Mittal, fue devuelta sana y salva al hogar familiar anoche por el intrépido inspector Pascal, de la policía de Bombay. La encontraron sola en la calle y fue llevada al hospital, donde se le diagnosticó un severo caso de neumonía». Otro artículo incluido en el mismo periódico describía la desaparición aún por resolver de Lovely. Se había arrestado a un sospechoso, un estudiante de la Universidad de St. Xavier llamado Inesh Lele. El artículo concluía enumerando el impresionante récord de detenciones del inspector Pascal.
Jaginder observó atentamente la fotografía del joven al que había visto por vez primera en la tetería Asiática de Churchgate Street y sintió una afilada punzada de culpa. Lamentó haber revelado el nombre del chico durante su encuentro con Pascal. En un principio, la conversación no había ido bien. El tono del inspector había sido frío y hostil, casi como el que debía emplear cuando interrogaba a cualquier sospechoso. «Lleve el caso de su sobrina a los tribunales, donde se pudrirá mucho después de que sus hijos hayan muerto», había dicho Pascal cuando Jaginder había intentado rebajar el monto del soborno. «Hay dos crores —veinte millones— de casos amontonados en los tribunales. Si quiere justicia, o bien acude a nosotros o al hampa. Usted decide.» Con el corazón en un puño, Jaginder había sentido que las puertas abatibles del reservado se cerraban sobre él, dándole la impresión de que estaba en una celda y que tenía al celador sentado a la mesa justo delante de él. Durante un instante se planteó la posibilidad de acudir al Departamento Anticorrupción, entusiasmado ante la idea de pillar a Pascal en su juego, pero si implicaba a los detectives del D. A., con ello no conseguiría otra cosa que atraer más la atención pública sobre su familia. Pascal soltó una maldición y se levantó para marcharse. Sin más dilación, Jaginder le pasó el montón de rupias por encima de la mesa y le dio el nombre de Inesh.
«Qué muchacho más estúpido», pensó al tiempo que imaginaba a Inesh y a Lovely sentados el uno frente al otro a una de las mesas cubiertas de periódicos de la Asiática mientras él recitaba un poema de amor mal escrito y ella sorbía tímidamente su té. Jaginder no podía concebir que el muchacho, tan inocente en su estado de amante herido, hubiera causado ningún mal a Lovely. Sin embargo, a falta de otro sospechoso, la culpa habría recaído en Pinky y, por extensión, en la familia. No le costó conjeturar que el inspector Pascal era uno de esos tipos implacables y extremadamente ambiciosos que tenían el ojo puesto en ser el comisionado de policía. Podía destrozar a Jaginder y a su familia sin pestañear. Mientras estudiaba con atención quién firmaba el artículo —alguien contratado para convertir a Pascal en una auténtica celebridad a los ojos de las masas que poblaban Bombay—, dio por hecho que disponía incluso de un contacto en la prensa. «Sí», se dijo. Había hecho lo correcto.
Dobló el periódico visiblemente irritado, se lo metió bajo el brazo y de pronto le apeteció una taza de té caliente. Sin embargo, en la casa ya no se servía té libremente. Tuvo que trasladarse al garaje trasero, donde Maji había organizado las comidas de la casa siguiendo un estricto horario. El té a las nueve de la mañana, el desayuno a las diez. Luego el almuerzo a la una, seguido del té de las cuatro, la cena a las siete y de nuevo el té a las nueve. No se permitían tentempiés entre comidas ni bebidas frías. Tampoco refrescos Duke ni nada que no hubiera sido pertinentemente regulado con antelación.
—¡Kanj! ¡Kanj! —rugió irritado Jaginder desde la escalera trasera, frotándose enérgicamente el pelo del pecho—. Necesito un poco de té.
—Son solo las ocho y media, sahib —gritó el cocinero Kanj desde el interior de su garaje con su voz más deferente mientras una desnuda Parvati le mordisqueaba el lóbulo de la oreja—. Lo siento mucho, sahib. Son órdenes de Maji.
Jaginder soltó una maldición.
—¿Qué más voy a tener que tolerar, maldita sea?
Incluso estando las cosas como estaban, a Jaginder le costaba creer la historia de los fantasmas y todas esas bobadas que le había contado Maji. «¿Se estará volviendo senil?» Aun así, era indudable que algo había ocurrido la noche anterior. Los pechos de Savita. Recordó la espesa textura de su leche en la garganta —sofocándole— y se prometió que se comportaría durante el purgatorio que le esperaba a lo largo de los cuatro días de encierro. Era una prueba idéntica a la que había tenido que soportar en el fuego la princesa Sita a fin de demostrar su lealtad en el épico Ramayana. Jaginder mantenía la esperanza de que el sufrimiento al que estaba sometido bastara para limpiar sus fechorías pasadas. Decidió, pues, sentarse impaciente en los escalones, leyendo sin demasiado interés acerca del mundo que estaba al otro lado de las puertas verdes de la calle mientras lanzaba furiosas miradas al garaje de Kanj y de Parvati, donde, si aguzaba el oído, podía oír las ondulantes risas que llegaban desde el interior.
El cocinero Kanj por fin apareció a las ocho y cuarenta y cinco, atándose lánguidamente el lungi y ofreciendo a Jaginder una sonrisa saciada antes de poner la tetera a hervir. El resto de los habitantes de la casa despertaban lentamente. Sin embargo, cuando Kanj gritó: «¡El té!» a las nueve en punto, los ojos se abrieron de par en par y todos salieron apresuradamente, abriéndose paso a codazos como si quisieran subir a un autobús abarrotado.
—¡Esto es peor que una maldita cantina! —escupió Jaginder, apartando a Tufan de un manotazo.
—Menuda desgracia —dijo Savita con voz de mártir—. Mis hijos solo piensan en ellos.
Debidamente reprendido, Nimish se hizo con la primera taza de té humeante delante de las narices de Jaginder y se la dio a su madre.
El rostro de Jaginder se tensó. ¿Acaso no le correspondía a él que le sirvieran antes que a su esposa? Sin embargo, en cuanto lo pensó se avergonzó de su egoísmo. Se mordió la lengua, acordándose de su decisión. Quizá Nimish le estuviera poniendo a prueba. De hecho, pensó Jaginder con creciente interés, si clasificaba todas las cosas que le irritaban acerca de su familia como pruebas de su reciente determinación, le resultaban en cierto modo más fáciles de soportar.
—Toma, cariño —le dijo Savita, dándole la taza—. A fin de cuentas, eres el cabeza de familia.
Encantado ante esa inesperada muestra de deferencia y agradecido al ver que su madre no estaba presente para oírlo, Jaginder aceptó la taza humeante sacando pecho. Savita sonrió.
Maji salió renqueante a la escalera trasera. No había dormido bien la noche anterior, incómodamente acurrucada en el diminuto rectángulo de la habitación del puja. Aun así, en cierto modo allí se sentía a salvo bajo la mirada de los dioses. Y en cuanto se despertaba para sacudir una pierna dormida, aprovechaba para tocar la campanilla de plata del altar y formular una pequeña plegaria. Los dioses sin duda recompensarían semejantes muestras de piedad.
Savita miró a su suegra y reparó en su cansancio.
—Quizá deberías descansar, Maji —dijo dulcemente—. Pareces totalmente agotada.
—Estoy bien.
—Ven, Nimi —dijo Savita, llamándole a su lado—. Lee a tu madre algo de alguno de tus libros y así el día pasará más deprisa.
Rodeándola como guardaespaldas, los tres niños la acompañaron al interior del bungaló, donde se apresuró a pintarles un lunar negro en las orejas, manteniéndoles a su lado hasta que a las diez se sirvió el desayuno.
Apostado contra una ventana, el bebé fantasma observaba curioso la nueva rutina de la familia. Con excepción de Savita y de Maji, el resto de la familia dormía en el salón. Y, en vez de utilizar el comedor, desayunaban fuera. Los baños, los retretes y los lavabos se mantenían empecinadamente secos y la cocina y la despensa habían quedado totalmente vacías de cualquier líquido. Hasta los pechos de Savita habían empezado a secarse. La fuerza que el fantasma había acumulado desde la llegada del monzón ya había empezado a menguar sin la constante ingesta de agua. Esa nueva debilidad lo había convertido en un ser asustado y territorial.
El fantasma observaba con atención mientras el cocinero Kanj servía el desayuno en el exterior, sumergiendo un vaso de acero en una gran cacerola con agua. Los ojos del bebé se clavaron en el agua clara, que resplandecía en un mar de mil colores distintos. Despacio, se preparó para salir. Cierto es que era de día y que sus poderes estaban en su momento más débil, pero esa mañana no había una sola nube a la vista. Sabía, sin embargo, que quizá no llegara a sobrevivir hasta el final de la jornada sin agua, de modo que, sin mayor vacilación, se deslizó hacia la puerta abierta y hacia su salvación.
Un dolor increíblemente desgarrador le obligó a retroceder bruscamente, preso del pánico. Intentó de nuevo cruzar el umbral y una vez más se vio repelido por una terrible quemazón. Soltó un prolongado y jadeante alarido mientras su reluciente cabellera se le enrollaba al cuerpo como una funda. Justo entonces, reparó en un leve rastro de ceniza que, desde el umbral de la puerta, serpenteaba junto al pie de la pared del bungaló, trepando y descendiendo a intervalos regulares hasta las ventanas. El bebé fantasma siguió el rastro de ceniza alrededor de todo el bungaló hasta que regresó a la puerta trasera. De pronto comprendió. Magia negra. Maji había utilizado brujería para mantenerle encerrado en el bungaló desprovisto de cualquier resto de agua.
Una lágrima cayó de sus enormes ojos carentes de sueños y acto seguido se tiñó de plata como un lago bajo la luz de la luna. Como el inmisericorde resplandor de una espada.
Le estaban sacrificando.
LA COSTA HECHIZADA
La llamada telefónica del hospital llegó cuando terminaron de desayunar, cayendo sobre Maji como el trueno del dios Indra. —¿Cómo han podido llevársela? —gritó a la temblorosa enfermera Nalini, pegando la boca al auricular—. ¿Acaso no estaba usted de guardia? ¿No estaban las ventanas protegidas por rejas?
Como la respuesta a sus tres preguntas fue afirmativa, a Maji no le cupo duda de que Avni era la responsable de lo sucedido. Avni, la antigua ayah, a la que habían culpado por la muerte de una nieta, parecía decidida a terminar con la vida de la otra.
Abandonada a su suerte en la playa hechizada, envuelta en una nube de espíritus malévolos, Pinky dio un pesado paso adelante. Las húmedas algas se le enredaron a los pies, obligándola a avanzar más despacio.
Sobre la arena se descomponían cientos de cocos. Algunos, abiertos, eran pasto de las aves de afilados picos. Otros seguían aún enteros e hirsutos. Pinky se agachó a coger uno y le sorprendió encontrarlo templado, casi caliente, como si contuviera vida. Se lo llevó al pecho, dejando que el calor de la fruta le penetrara en el cuerpo.
El coco contenía el recuerdo de un día muy lejano, la mañana del nacimiento de Avni, cuando su padre la había visto por vez primera. Nada, ni las corrientes de agua ni la excitación que podía provocar en ella una red colmada de pescado o ver salir el sol sobre la superficie del océano, podía compararse a la visión de esa creación propia.
—Mira —habló la comadrona ciega, señalando el dedo adicional del pie de la pequeña—. Un signo de mal augurio.
El padre de Avni posó su mano callosa sobre la sedosa cabecita del bebé, decidido a contrarrestar la profecía de la comadrona con su determinación.
La madre de Avni, todavía temblorosa por los dolores del parto, le pidió:
—No salgas hoy —imploró, demasiado avergonzada para decirle que el mar que su cuerpo albergaba se había desbordado y que su hija recién nacida ya había desafiado a la diosa de los océanos—. La diosa no está satisfecha, pues mis plegarias han quedado inconclusas.
Pero el padre de Avni, empeñado en la ancestral convicción de que un pescador está a salvo en el mar siempre que su mujer se mantenga casta, sonrió y dijo:
—Hoy los dioses nos han bendecido con una hija. También los mares prometen ser generosos con nosotros.
Entonces se llevó con él un coco como ofrenda para Varuna, el poderoso dios del mar.
El cielo de la mañana se tornó gris y los vientos arreciaron.
—¡Tormenta! ¡Tormenta! —gritó la partera desde el oti delantero, señalando al cielo.
Las horas transcurrieron en un mar de agonía hasta que llegó la hora del regreso de las canoas al muelle de piedra y madera. Las mujeres corrieron bajo la lluvia para salir a su encuentro, aplaudiendo aliviadas al ver los botes acercándose a la orilla entre las formidables olas. Cuando por fin llegaron, las mujeres reclamaron para sí entusiasmadas la primera pesca de la temporada: palometas, langostas, sarangas, surumayíes, kolambis y bhangis de los botes más grandes; y almejas, gambas, jhingas, manderis y bombiles de las canoas. Seleccionaron las piezas allí mismo, en el muelle, parloteando excitadas a pesar de la lluvia que les azotaba el rostro.
La madre de Avni se quedó sola hasta que cayó la noche, con los ojos en el horizonte, buscando a su marido en la distancia. Cuando regresó a casa, encontró a la partera en el oti delantero con la boca manchada de tabaco abierta como si fuera incapaz de reprimir la revelación que contenía.
—La pequeña está maldita —dijo, entregándosela a Avni—. No podrá seguir aquí a partir del día en que empiece a sangrar.
—Por favor...
—¡Deberá marcharse cuando empiece a sangrar! —la partera lanzó un espeso salivazo a la arena—. De lo contrario, nos traerá el desastre.
La madre de Avni siguió donde estaba con la cabeza gacha, aceptando la condena contra su hija y creyendo en un oscuro rincón de su corazón que hasta cierto punto era cierta.
Pinky se acuclilló y depositó con delicadeza el coco semidescompuesto sobre la arena, donde se fundió con los otros cientos de cocos. Su mirada reparó entonces en un destello verde procedente de un punto más alejado de la orilla sobre el mar de cocos verdes que tapizaban la playa desolada, y se sintió inexplicablemente atraída hacia él. Cuando lo cogió y se lo acercó al pecho, en su cabeza apareció el recuerdo de un día reciente, contemplado como si lo viera desde una rama del tamarindo.
Se abrió una ventana y Lovely saltó por ella al jardín con la dupatta revoloteando a su alrededor como un halo dorado y los labios pintados de rojo.
Nimish apareció bajo el diluvio desde la pared contigua situada más al fondo, con el kurta blanco empapado como una fantasmagórica visión en plena noche.
Se reunieron bajo el tamarindo, cuyas ramas se agitaban apesadumbradas por el diluvio.
Allí se quedaron con las cabezas pegadas.
Y luego llegó el beso.
El trueno sacudió la tierra como si el dios Indra cruzara el cielo con su regio carruaje, al tiempo que su poderoso rayo caía sobre la tierra con un golpe devastador.
Una de las ramas del tamarindo se agitó a merced de una ráfaga de viento, sus mohosas hojas ovaladas acariciaron la mejilla encendida de Lovely y su borde afilado le rasgó la piel luminosa.
Un espíritu oscuro se precipitó desde el ominoso árbol como la lluvia, mojándole la cara, deslizándose sobre su delicada mandíbula, cruzándole los lóbulos de las orejas, cubiertos de oro esmaltado, y bajando desde allí más y más, intentando abrirse camino hasta su corazón.
Lovely se envolvió de pronto los hombros con la dupatta y se alejó corriendo del árbol, huyendo de Nimish y de la nebulosa negrura que sentía deslizarse por su garganta.
Dentro del bungaló, oculta detrás de una ventana, una tercera figura —Harshal— esperaba con su feo rostro retorcido de rabia.
Lovely subió a su habitación, dispuesta a reunir el valor para llevar a cabo su plan y huir, dejando tras de sí a Nimish.
Unos dedos inesperados la agarraron del cuello, arrojándola sobre la cama.
Las manos se cerraron sobre sus pechos.
Una lengua le invadió la boca.
Lovely se resistió.
Poseído por la lujuria, y furioso al ver que Lovely entregaba a otro hombre su afecto, Harshal le arrancó los pantalones del salvar.
El espíritu oscuro se preparó, a punto para entrar en acción.
Con una prominente erección, Harshal se introdujo en su hermana.
Un himen quedó desgarrado.
En cuanto la sangre —la sangre impura— empezó a manar, el espíritu oscuro obtuvo el poder necesario para completar su cometido.
Lovely dejó de resistirse.
Con un grito ahogado, rindió por fin su cuerpo voluptuoso, deseado y hermoso.
No a su hermano sino a la hija de un pescador. A una descastada. A Avni.
Pinky soltó el coco y el recuerdo contenido en él y se derrumbó sobre la arena, ahogando un sollozo y comprendiendo por fin las palabras de Lovely, la mirada extraviada que había visto en sus ojos, la pierna ensangrentada y sus poderes sobrenaturales. Fue presa de la náusea y sintió un extraño calambre en el vientre y un fuerte dolor en la espalda.
Delante de ella alcanzó a vislumbrar una pequeña luz que parpadeaba en un maltrecho barco de arrastre. Echó a correr hacia ella, tambaleándose sobre la arena.
—«Creo —se oyó decir de pronto, recitando un pequeño fragmento de La leyenda del llanero solitario—, que antes o después..., en algún lugar..., de algún modo..., debemos hacer las paces con el mundo y devolver lo que hemos tomado».
Sí, sin duda había algo que había sido arrebatado. La vida de la pequeña. Probablemente también la de Lovely.
Y entonces, mientras corría hacia el espeluznante resplandor del farol con el agua del océano escupiéndole en la cara, supo que había llegado el momento de saldar cuentas.
El bungaló se había convertido en un crisol, una olla calentada por encima del punto de ebullición por los temores de sus habitantes, por la obligada proximidad a la que estaban sometidos y por la batalla que libraban a fin de eliminar los elementos contaminantes percibidos en su sagrado caldo.
Tras haber comprendido por fin el plan que buscaba disecarlo, el pequeño fantasma merodeaba por el bungaló en busca de agua, absorbiéndola en su cuerpo con las palmas de sus diminutas manos o simplemente agitando su reluciente melena. El monzón volvió a precipitarse sobre la casa, enfadado y con toda su furia, como si la Madre Naturaleza intentara rescatar a uno de los suyos. La lluvia azotó las ventanas, goteando desde los techos y encharcando el suelo.
La cantina improvisada en la parte trasera del bungaló se volvió peligrosa. Todos los miembros de la familia tuvieron que salir, uno a uno, y consumir los vegetales aguados y tomar el té tibio preparado por Kanj. Nadie, salvo Dheer, tenía energías para comer. La letrina empezó a inundarse. Los cuerpos emitían olores rancios y sudorosos. Grasientas ventosidades, hediondas y tóxicas, colmaban el aire. Tufan siguió siendo víctima de los caprichos de su vejiga, mojando los pantalones en los momentos menos apropiados. Cada uno de esos episodios recibía como pago una buena sarta de bofetadas por parte de Jaginder, que estaba convencido de que la incontinencia de Tufan era deliberada y también un método para no tener que hacer uso del fétido retrete.
Savita apenas salía de su cuarto, ni siquiera para comer, beber u orinar. Kuntal le llevaba en secreto agua y un poco de roti, y había vaciado un recipiente con sus necesidades en la letrina de la parte posterior del bungaló. Mientras tanto, afinaba su estrategia para menoscabar la autoridad de Maji, recuperar la lealtad de Jaginder y casar a Nimish.
Esa tarde sacó las joyas que había llevado el día de su boda, apartando algunas piezas que pensaba regalar a la futura esposa de Nimish. «Qué mejor modo de pasar una tarde», pensó, disfrutando sobremanera mientras elegía entre su relumbrante colección y calculaba el valor de las piezas..., y con las piezas también el suyo propio. Durante un fugaz instante pensó en la hija que había perdido, en cómo habrían elegido juntas las gemas, sentada una al lado de la otra mientras su pequeña Chakori suplicaba: «Mami, quiero esta. Resérvala para mi dote, por favor». Y Savita se habría reído. «Por supuesto, mi pequeño gorrión, para mí tú eres más preciosa de lo que jamás podrá serlo cualquier nuera.»
—Oh —exclamó Kuntal, conteniendo el aliento y apartando la mirada de las joyas cuando entró en la habitación.
—Ven a ver —la invitó Savita, riéndose despreocupadamente—. No tienes de qué avergonzarte.
Kuntal se acercó vacilante y dejó que sus ojos se fijaran en un exquisito collar de diamantes sin pulir y rubíes birmanos.
—Nada de esto tiene sentido si el plan de Maji no funciona —dijo Savita, eligiendo alegremente sus palabras—. Últimamente parece no encontrarse bien.
—¿Que Maji no se encuentra bien?
Savita chasqueó la lengua.
—Está sometida a demasiada tensión, nah? ¿Cómo no iba eso a afectar incluso al ser más íntegro? Ahora dime qué collar te gusta. Te lo regalaré cuando te cases.
—No, no —respondió Kuntal, retrocediendo, perpleja. Savita ya le había hecho extravagantes promesas antes, todas ellas supeditadas a que se casara, un hecho cuyas posibilidades menguaban cada día que pasaba.
—No quiero que le digas a Maji que estamos preocupados por ella —añadió Savita—. Si lo sabe, se enfadará.
Kuntal asintió con la cabeza. Había estado siempre tan convencida de la infalibilidad de Maji que la posibilidad de su incapacidad jamás se le había pasado por la cabeza.
—Y ahora acércate, vamos —bromeó Savita—. Deja que te pruebe este collar. —Rodeó el oscuro cuello de Kuntal con las joyas y un rubí colgó sobre la curva entrada que dividía sus senos. Kuntal se cubrió el rostro con el palloo de su sari en un gesto de visible timidez. Ninguna de las dos mujeres habló durante un instante. Luego, Savita aplaudió.
—Wah! Pareces una novia.
Kuntal se miró fugazmente en el espejo. «¿De verdad me regalaría este collar?» Pensó entonces en Avni. «¿Habrá venido a buscarme?» —Ahora márchate —dijo Savita, recuperando su collar—. Pídele al sahib Jaginder que venga y ve después a ver si Maji necesita algo.
Kuntal se retiró a regañadientes. Disfrutaba cuidando de Savita, envolviendo su fragante y delgado cuerpo en saris de seda, ordenando embelesada los pintalabios destapados y las latas volcadas de kohl del tocador cuando Savita salía. Por contra, atender a Maji era como intentar cuidar de una ballena varada en la arena. Sus obesas carnes dificultaban hasta la más sencilla labor, desde enjabonar las zonas rechonchas de su cuerpo a las que Maji ya no tenía acceso a envolver sus enormes caderas con su triste sari blanco. Y durante todo ese proceso, sobre todo cuando Kuntal le daba masajes, Maji apenas hablaba salvo para dar una orden.
«Oh pho!», pensó Kuntal. Si Maji está enfermando, ella tendría aún menos tiempo para ocuparse de cualquier otra cosa. No era solo el parloteo de Savita lo que aliviaba su soledad, sino algo más, algo intangible, algo inconfesable. En los últimos días, cuando cambiaba la dupatta manchada que envolvía los pechos de Savita, había posado la mirada en su húmeda plenitud. No había compartido con nadie sus pensamientos, ni siquiera con Parvati, cuyas oleadas cada vez más frecuentes de náuseas la llevaban a vomitar sobre el fangoso camino de acceso privado de la parte trasera del bungaló.
Jaginder llamó sin demasiado convencimiento a la puerta de su dormitorio, pues desconocía por completo en qué estado encontraría a su esposa. Durante la última semana Savita se había metamorfoseado en más avatares que el propio Vishnú durante toda la existencia del universo. Jaginder podría transigir viéndola encarnar al pájaro herido, con las lágrimas asomándole a los ojos mientras se estremecía ante sus duras palabras. Y estaba más que encantado cuando se encontraba con la Savita que le había seducido en la cama durante varias noches. Sin embargo, sus manifestaciones más recientes le tenían del todo desconcertado: la amarga mujer que le había mandado al infierno la noche anterior y la complaciente esposa que le había servido el té esa misma mañana.
Jaginder no estaba de humor para los juegos de su mujer. Ya tenía bastante con luchar contra su propia adicción. Una sed espantosa se había adueñado de su cuerpo, provocándole un insoportable dolor de cabeza y temblor en los dedos. Una espesa niebla se le había instalado en la cabeza, impidiéndole pensar con claridad. Tras pellizcarse la palpitante tensión que tenía instalada en la base del cuello, abrió tímidamente la puerta.
—¿Savita?
—Pasa, cariño.
Vio a su mujer en la cama, rodeada de joyas. El efecto de todo ese color cegador en la austera habitación resultaba asombroso.
—¿Qué significa esto?
Savita le indicó con un gesto que se acercara.
—¿Qué tal primero un «hola, cómo estás»?
Jaginder hizo crujir su cuello, la espalda y todos los nudillos de las manos antes de sentarse en el borde de la cama y tocar la argéntea lámina que cubría el cabezal. Hubo una época en que esos muebles le encantaban. Su falta absoluta de color le había llevado a volver su mirada hacia Savita. Sin embargo, se había dado cuenta de que últimamente ejercía sobre él el efecto contrario. Con sus kurtas y trajes monocromos, él simplemente desaparecía.
Savita apoyó el hombro y la cabeza contra la ancha espalda de su marido.
—Estoy preocupada por nuestro Nimi —dijo, empezando a sacudirle el polvo de la camisa con la mano.
—¿Y a qué demonios viene esa preocupación? —dijo Jaginder gruñón—. Es un chico normal con necesidades normales.
—Pero ¿qué son todas esas tonterías sobre Lovely?
—Nimish quiere ser un héroe, eso es todo.
—¿Solo eso?
Jaginder chasqueó la lengua.
—Más me preocuparía que no se volviera pagal por una chica tan guapa.
Savita se tensó.
—Sí. Por eso debemos casarle cuanto antes con una buena punjabí.
—¿Casarle? Pero si eres tú la que siempre está diciendo que tiene que estudiar.
—Estudiar, si —respondió Savita, empezando a masajear los hombros de Jaginder—. Y podrá seguir estudiando, pero una esposa le ayudaría a poner los pies en el suelo, nah?
—Pero..., pero...
—Pero nada —le interrumpió Savita—. Con Maji prácticamente incapacitada para dirigir la casa y todos los terribles acontecimientos de estos últimos días, ¿no crees que una nuera nos daría felicidad?
Jaginder se acordó entonces del primer momento tras sus propias nupcias en que habían llevado a Savita desde el coche engalanado con guirnaldas de caléndulas a la casa. El camino de acceso y el interior del bungaló estaban cubiertos de pétalos de rosa. Savita había entrado muy hermosa, tímida y perfecta, esparciendo auspiciosamente un puñado de arroz colocado en el umbral con su pie enjoyado, prediciendo la prosperidad que supondría su presencia. El deseo que ella había despertado en él en ese momento había sido indescriptible. Savita había sido la respuesta a todos sus sueños de adolescencia. «Dejemos que Nimish se pudra un poco», pensó Jaginder, celoso al caer en la cuenta de que su hijo pronto experimentaría ese mismo arrebato.
—Es demasiado joven —protestó, consciente de los dedos calientes de Savita masajeándole los hombros—. Mejor que sea varios años mayor que su esposa para que así pueda moldearla a su antojo.
—Pero ya tengo en mente a la muchacha perfecta y no nos conviene que otro nos la quite —dijo Savita—. Juhi Khandelwal.
—¿La hija de Falgun?
—Sí —respondió ella visiblemente entusiasmada—. También tiene diecisiete años y es de tez muy blanca. Y muy tímida. Ni siquiera quiso ir a la universidad. Y, por lo que me han dicho, es un tipo de chica muy adaptable.
Jaginder se acordó de haber ido a cenar a casa de Falgun una vez, cuando Savita se había llevado a los niños de vacaciones a la casa que sus padres tenían en Goa. Aunque Juhi era entonces una chiquilla de no más de doce años, su rostro era de una belleza arrebatadora. En una ciudad que registraba una abrumadora mayoría de habitantes con los ojos marrones, los ojos de color esmeralda de Juhi quedaron para siempre grabados en su memoria. «Y ahora..., ahora podría ser mi nuera», pensó.
—Volvamos a hablar de ello cuando las cosas se hayan tranquilizado.
—¿Tranquilizado? —preguntó Savita—. ¿Y si el plan de Maji fracasa?
—No fracasará —respondió Jaginder, poniéndose tenso—. El gurú dijo cuatro días.
—También dijo que ahora debíamos estar todos aquí, todos los que estábamos cuando murió el bebé.
—¿Y?
—Pues que Gulu no está. Y tampoco esa maldita ayah.
Jaginder volvió a hacer crujir los nudillos.
—¿Y si nuestro bebé viviera? —sugirió Savita, deseándolo con toda el alma—. ¿Qué pasaría entonces? Quizá se desharía de todos los que quisisteis deshaceros de ella.
—¡Usa la cabeza! ¿Acaso crees que podríamos controlar al condenado fantasma si se quedara? ¡No! Simplemente se volvería cada vez más terrible, hasta que terminara matándonos a todos, tú incluida.
—Oh, Jaggi —dijo Savita, cambiando de táctica—, ¿no estás cansado de tener que vivir sin agua? ¿De verte humillado delante de los criados?
—Tenemos que pasar por ello hasta el final —dijo Jaginder con menos certeza sintiendo que el dolor de cabeza empeoraba—. Dure lo que dure. De otro modo, estaremos dando una muestra de debilidad.
—Por favor, Jaggi —suplicó Savita, presionándole el cuello con los dedos—. Por favor, deja que haga averiguaciones sobre Juhi.
—De acuerdo, de acuerdo —concedió él, agitando la mano en un afán por dar por zanjado el asunto.
Savita propinó a Jaginder un último apretón en señal de gratitud.
—Será perfecta para Nimish. ¡Lo sé!
—Pero no te vuelvas loca. Primero tenemos que consultarlo con Maji.
—Últimamente tiene demasiadas cosas en la cabeza —dijo Savita—. ¿No te has fijado en lo agotada que está?
Jaginder se quedó inmóvil, resistiéndose a admitir el comentario de su mujer y resistiéndose también a traicionar a su madre. Sus dedos empezaron a temblar una vez más. Sentía el cuerpo fatigado. Se cogió de las manos, intentando obligar a sus músculos a obedecerle. «¡Un buen trago de whisky!» Conjuró la imagen en su cabeza sin saber que una solitaria botella de Royal Salut se ocultaba tras el fino metal del armario de Savita. «Solo un trago.» —Deberías convencerla para que se calme un poco y descanse más —continuó Savita—. Nosotros podemos hacernos cargo de las cosas.
—Aun así, tenemos que consultarlo con ella —insistió Jaginder, agotado.
—Hai! Hai! —se lamentó Savita—. Siempre te lo tomas todo a risa. Ahora dime: ¿qué diamante regalaremos a nuestra nuera para el compromiso?
Jaginder miró sin el menor interés los que estaban encima de la cama. Señaló el que tenía más cerca.
—¡Oh, Dios mío! —chilló Savita—. ¿Cómo se te ocurre regalar un juego tan sencillo? ¡Nos tomarán por mendigos!
Jaginder logró esbozar una sonrisa y Savita le dio un nuevo apretón.
—Oh, Jaggi —arrulló ella—. Nimi será muy feliz.
Jaginder sacó pecho, rascándoselo con aire ausente mientras pensaba en la ira que Nimish había expresado recientemente hacia él. Admitió a regañadientes que Savita tenía razón: lo que el chico necesitaba era una esposa. Jaginder había sido un muchacho vergonzosamente tenso a esa edad y pasaba la mayor parte de sus momentos de intimidad poniendo remedio a ese desequilibrio. «Sí, Nimish necesita una esposa que le ayude a aliviar sus tensiones.» Y, en cuanto Juhi llegara al bungaló, Nimish no tardaría en renunciar a sus sueños peregrinos de estudiar en el extranjero y a sus fantasías románticas sobre Lovely y formaría por fin una familia como se esperaba de él. «Quizá hasta sea papaíto pasado un año», pensó olvidando por un instante la sed que le secaba la garganta. «¡Imagínate! ¡Yo, abuelo!» Y entonces, de mala gana, su mente se centró en la advertencia de Savita: «¿Y si el plan de Maji fracasa?». Jaginder había estado dispuesto a pasar por esos cuatro días de calvario, convencido de que la salvación estaba a la vuelta de la esquina. De pronto, y por primera vez, se planteó la posibilidad de que se quedaran atrapados en ese indefinido infierno por el despechado fantasma. «Si Ma nos falla», juró, «venderé este maldito bungaló».
Savita se abandonó a un letargo satisfecho, rodeada de sus joyas. En sueños volvió a recibir la visita de su hija, que mamó de sus pechos como si estuviera muerta de hambre. «Bebe, bebe», susurraba suavemente a su niña al tiempo que la piel que rodeaba los delicados rasgos de la pequeña se teñía de un color rosa traslúcido y unas minúsculas gotas de sudor perlaban el arco que se perfilaba bajo sus ojos, tímidamente ocultos bajo un velo de espesas pestañas. Pero entonces, y sin previo aviso, el sueño se convirtió en pesadilla. El bebé alzó la mirada, jadeante, desde unos ojos huecos. Horrorizada, Savita vio que volvía a tener los pechos secos.
Su pequeña moriría.
Nimish pasó la tarde deambulando por su habitación, llamando a comisaría y abriendo la puerta lateral cuando dejaba de llover para echar un vistazo al tamarindo de los Lawate, al que veía titilar por encima del muro del jardín.
—Lovely, Lovely, Lovely —canturreaba entonces como si rezara una plegaria—, vuelve a mí. —Luego, con idéntico fervor, llamaba a Pinky, más preocupado aún por su estado y salvaguarda. «¿Realmente habían vuelto a raptarla?» Ideas aún más espantosas no tardaron en acudir a su cabeza. «¿Y si Lovely había pretendido huir? ¿Y si realmente había huido con otro chico? ¿Y si la promesa que le había hecho bajo el tamarindo no había sido más que una mentira?»
Cerró la puerta dando un violento portazo. Al oírla chirriar en señal de protesta, un recuerdo largamente reprimido le asaltó la conciencia, colmándole de una oleada de dolor intenso. Tenía cuatro años y dormía en la cama hasta que el crujido de esa misma puerta le había desvelado. Recordó haber oído pasos en el pasillo y supuso que pertenecían a Maji, cuyas rondas matinales a menudo le acunaban hasta sumirle de nuevo en el sueño. Pero esa mañana había seguido despierto, inesperadamente despierto. Había oído retazos de una melodía en el aire interrumpidos de pronto por la atronadora voz de su padre. Y luego más pasos, rápidos esta vez, junto con otros sonidos más indefinidos.
Asustado, aunque sin saber a ciencia cierta por qué, había puesto los pies en el suelo y había estado a punto de llamar a Avni o a Kuntal. Después de lo que se le antojó una eternidad, se deslizó desde el colchón y, atisbando desde detrás de su puerta, vio cómo su abuela llevaba a la ayah desde el cuarto de baño hacia la parte delantera del bungaló. «¿Qué había ocurrido?» Nimish se dirigió sigilosamente al baño. Cuando se aproximó al cubo de bronce vio a su hermana con la cara azul y el cuerpo envuelto en una toalla, acostada inmóvil como una piedra sobre el taburete de madera.
«¡Despierta!», la había intentado persuadir mientras sentía que el miedo le erizaba el vello del cuerpo. «¡Despierta! ¡Por favor, despierta!» Pero su hermana seguía inmóvil. Oyó cerrarse la puerta de la calle y corrió de vuelta a la cama, tapándose la cabeza con las sábanas mientras el corazón le latía violentamente, temiendo que le vieran. Allí se quedó, conteniendo las lágrimas incluso cuando sus hermanos, que entonces tenían un año, se habían despertado y habían empezado a llorar, con la esperanza de que, si no se movía, lo que había visto se borraría de su mente.
Nimish sintió que emergía un sollozo desde las profundidades de su garganta. «Era mucho lo que se había perdido.» Estaba despierto cuando su hermana había muerto, a tan solo unos metros de ella, en la habitación contigua. «Ojalá», se dijo, «ojalá hubiera saltado antes de la cama. Podría haber impedido que se ahogara y nada de todo esto estaría ocurriendo».
Se derrumbó contra la pared, admitiendo por fin la pesada culpa que había cargado sobre sus espaldas durante todos esos años. «Por eso siempre he cuidado de mamá. Pero le fallé entonces.» También la ira que sentía hacia su padre se remontaba a ese mismo día. Era su padre quien había encargado el cereal de leche y quien había puesto en marcha al hacerlo las fuerzas destructoras. Y era Jaginder quien se había dado a la bebida después, abandonándose a la autocompasión en lugar de ocuparse del estado emocional de su familia, como era de rigor. Todo se había desmoronado tras la muerte del bebé. Aunque ni siquiera eso había sido suficiente. El bebé había regresado convertido en fantasma, buscando cobrarse una venganza aún mayor. ¿Y qué mejor forma de vengarse de Nimish que arrebatarle a Lovely para siempre?
Nimish se deslizó sobre la pared hasta que quedó acurrucado en el suelo.
—Por favor —le pidió al fantasma de su hermana, intentando acceder al más allá, un recurso que se le habría antojado totalmente inimaginable apenas unos días antes—. Yo solo tenía cuatro años. Por favor, no te lleves a Lovely.
Justo al otro lado de la pared, refugiado en el cuarto de baño, el fantasma abrió los ojos.
—Agua —susurró al oído de su hermano mayor mientras su diáfano cabello se inflamaba como una nube pura y yerma.
«Agua.»
UN BARCO DE ARRASTRE Y LA VERDAD
Parvati se llevó la mano al vientre, maravillada al pensar que en su interior se estaba formando una nueva vida que esperaba recibir un alma en los próximos días para luego, según los antiguos Vedas, recibir la conciencia a los siete meses de gestación.
—Mi pequeña pakora —dijo el cocinero Kanj, llamando afectuosamente a su futuro bebé «bola frita de harina de garbanzos».
—¿No te parece increíble que después de todos estos años sin concebir la tendremos aquí antes del próximo monzón? —dijo Parvati, cuyas afiladas aristas habían ya empezado a suavizarse.
—¿Cómo que la tendremos? —el cocinero Kanj se mostró ofendido. Escupió, quitándose de la boca la ramita de neem con la que se había estado limpiando los dientes—. Será niño.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—El bebé que llevas dentro es como la levadura, nah? Añádele azúcar y tendrás puras dulces, buenas tan solo para el desayuno y como tentempié. Pero si añades sal tendrás roti, la dieta básica para la supervivencia. Mis simientes son niños salados, no te quepa duda.
Parvati se rio. Kanj y ella eran los únicos que habían conservado el buen humor durante los últimos días, animados por el embarazo y por el increíble cambio que había experimentado la casa, dejando a la familia Mittal prácticamente sin techo. La mañana anterior, sin ir más lejos, Jaginder prácticamente les había suplicado una taza de té.
—Sentiré que se marche el fantasma —dijo Kanj melancólico—. No me había divertido tanto en toda mi vida.
—Oh ho! —exclamó Parvati—. ¿A qué viene disfrutar tanto del sufrimiento ajeno? Tu cocina se ha vuelto tan aguada que deberías servir tus platos en vasos.
—¿Y qué quieres que haga si tengo que cocinar bajo la lluvia?
—Oh ho! No te enfades. El fantasma se habrá marchado mañana por la noche y todo volverá a la normalidad.
—Bien, bien —dijo Kanj—. El fantasma se habrá marchado, ¿pero qué pasa con la ayah?
Parvati se movió, visiblemente incómoda.
—También ella debe de haber vuelto por alguna razón.
—Si se acerca a mi familia, la mataré.
—¿A qué viene eso? ¿Acaso tiene algún motivo para hacernos daño?
—No —respondió Parvati, volviéndose de espaldas—. Anda, ve. Ya es casi la hora del té de la mañana. Será mejor que te marches.
Las articulaciones de Kanj crujieron cuando apoyó las piernas en el suelo y se levantó. «Hay algo que no me dice», pensó mientras se ajustaba el dhoti sobre sus escuálidas piernas, consciente una vez más de que había una parte de su esposa a la que jamás podría acceder. Sabía que Parvati tenía además otros secretos, oscuros secretos que se remontaban a su infancia en Bengala. Kanj había aceptado esos misterios cuando se había casado con ella. Aun así, le costaba pasar por alto aquel último secreto y eso de algún modo agriaba sus sentimientos.
Durante los tres años que Avni había formado parte de la casa, Parvati se había quejado sin cesar de ella, volviéndose combativa, hostil y casi paranoica, hasta el punto de que Kanj terminó pasando su tiempo libre en la despensa, ordenando latas de lentejas para huir de los arrebatos de su esposa. La relación entre Parvati y Kuntal también había sufrido por ello, y el cariño que las dos hermanas se profesaban se había tensado hasta casi alcanzar un punto sin retorno. Cuando el bebé se había ahogado y Avni había tenido que marcharse, Kanj no había sentido la menor tristeza ni tampoco ningún pesar, sino un gran alivio.
Arrojó distraídamente las hojas de té en la cacerola de leche, moliendo cinco semillas de cardamomo para añadirlas después mientras estaba de pie bajo un toldo improvisado que poco hacía por protegerle, a él o a sus platos, de la lluvia. De pronto le asaltó una turbadora ocurrencia. «¿Estará Avni al corriente del embarazo de Parvati?» Con el trajín de vendedores, parientes y amigos, no era difícil suponer que una vengativa Avni podía haber estado observándoles durante todos esos años, pagando a alguien para que la tuviera informada de lo que ocurría en la casa. «Todo el mundo tiene un precio», pensó, extendiendo su red de sospechosos a todo aquel que había visitado el bungaló desde que Parvati había empezado a sufrir las náuseas matinales.
Kanj sabía que Harshal, el hijo de tía Vimla, era el tipo de bastardo que disfrutaba causando la desgracia a los demás. «Y Gulu, el idiota», maldijo en silencio, «se habría dejado pisar el pie por la rueda del Ambassador si Avni se lo hubiera pedido». ¿Y qué decir del lechero con la cara llena de granos que cada tres días pasaba al volante de su furgoneta con las botellas de leche procedentes de la central lechera de la colonia Aarey Milk? Años atrás, antes de la creación de la colonia por parte del Estado, el mismo hombre llegaba tambaleándose sobre su bicicleta con dos enormes tinas de aluminio llenas de leche aguada bamboleándose desde su oxidado manillar. «Menudo cabrón», se acordó resentido Kanj. «¡Y encima cobraba la leche como si fuera pura! ¡La próxima vez que aparezca por aquí le freiré como a un bajji de cebolla!» Cuando el té empezó a hervir, formando una densa capa de nata encima, Kanj tuvo la certeza de que Avni estaba al corriente del embarazo de Parvati. «¿Por qué si no habría vuelto?» Aunque no tenía la menor idea de lo que había ocurrido entre Parvati y Avni antes de que la ayab fuera despedida, debía de ser algo tan terrible como para que a pesar de todos esos años, Avni siguiera deseosa de vengarse. «Y mi esposa lo sabía», concluyó Kanj con un gruñido. Esa era la única explicación que podía justificar su comportamiento de esa mañana.
—Bas! —dijo Kanj al ver que la leche hirviendo emergía violentamente hasta desbordar la cacerola. Estaba cansado do los secretos de Parvati. Quizá él no fuera más que un cocinero analfabeto, pero no era idiota. Antes de que terminara el día quería saber todo sobre el pasado de su esposa. Ya se había formado una fila a la espera del té de la mañana. En una muestra de deferencia, Kanj dio a Jaginder el primer vaso alto, aunque sus ojos se fijaron en la persona que esperaba modestamente al final de la cola. Y pensó que, valiéndose de la combinación justa de sal y azúcar, convencería a Kuntal para que le dijera la verdad.
El único miembro de la casa que parecía ajeno al creciente caos era Dheer, el pequeño de catorce años. Deambulaba solo por el bungaló como un bote de salvamento hinchable, rescatando barras de chocolate de lugares largamente olvidados.
—Aquí —dijo, adentrándose en el cuarto de baño abandonado y dejando un pequeño paquete de bombones daneses en el cubo.
El fantasma cambió de postura encima de las cañerías y observó los bombones con recelo. A pesar de la ira cada vez más acusada que el monzón había mostrado en los últimos días, el bebé se había debilitado. El poder de Maji era demasiado omnipresente, demasiado letal. El pequeño fantasma lanzó una mirada desesperada a Dheer, que se sentó contra la pared y se metió un bombón medio deshecho en la boca, engullendo los trozos sin apenas masticarlos. Estaba demasiado débil para hacerse visible a los ojos del niño. Su cuerpo había empezado a perder la forma como revirtiendo el proceso por el que había aparecido originalmente. Mechones de cabello plateado se le desprendían de la cabeza y flotaban en el aire, pegándose a las paredes del bungaló como caracoleantes filamentos de luz de luna. Uno de ellos cayó sobre las rodillas de Dheer, que, limpiándose las manos impregnadas de chocolate en los pantalones, se atrevió a tocarlo y de inmediato sintió una profunda tristeza.
—La primera vez que Pinky me habló de ti —dijo, echándose a llorar en cuanto mencionó el nombre de la pequeña—, no la creí. —Alzó la mirada al techo, entrecerrando los ojos, pero tan solo pudo ver un poco de yeso que había empezado a desprenderse—. No me acuerdo de ti —prosiguió—. Solo tenía un año cuando moriste. Y ahora has vuelto, pero no puedo verte —suspiró. También él se había sentido invisible durante los últimos días, pues la casa estaba demasiado preocupada por su propia desgracia como para seguir reparando en él.
El día anterior había encontrado a Nimish derrengado contra la puerta lateral y ese mismo día había oído hablar al cocinero Kanj con Kuntal en airados susurros en el salón cerrado. A nadie le importaba si Dheer comía o si iba vestido. Era como si estuviera solo. La única atención que recibía era cuando su madre salía momentáneamente de su habitación para ordenarles que se bañaran. «Maji podría habernos obligado a vivir como pihuelos de la calle», les había gritado Savita cuando supo que su suegra estaba refugiada y a salvo en la habitación del puja, «¡pero no pienso tolerar que tengáis el olor que tienen ellos!».
Al instante siguiente les desnudaron debidamente hasta dejarlos en ropa interior y les metieron a empellones bajo una lona impermeable sujeta a uno de los laterales del garaje de Gulu que tenía todo el aspecto de una de las omnipresentes barracas que poblaban las calles de Bombay. Cada uno recibió un cubo de agua fría y la orden de lavarse de la cabeza a los pies. La única concesión que había hecho Savita era la de ocuparse personalmente del baño de Jaginder, esperando bajo un paraguas con un nuevo pijama kurta y asegurándose de que disponía de agua caliente.
Dheer se estremeció al recordar el contacto del agua fría sobre la espalda. Después del baño les obligaron a quedarse fuera hasta que se secaron por completo el pelo con la toalla. Ni siquiera sus capas adicionales de grasa les habían protegido del frío. Aun así, nadie se apiadó de él puesto que todos andaban sumidos en sus propias miserias.
Tufan se había quedado de pie junto a la letrina, tiritando debajo de un paraguas.
También Nimish parecía totalmente absorto en su propio mundo, con los ojos velados tras sus gafas, leyendo A Sketch of A Bombay High Caste Hindu Young Wife, sin tan siquiera sacudirse a Dheer de encima cuando este leía por encima de su hombro, intentando captar la atención de su madre. «Cuyo feliz gobierno en mi querida tierra natal», había leído Dheer en voz alta la dedicatoria a la reina Victoria, «ilumina y enaltece las vidas y los hogares de muchas mujeres hindúes».
Savita había soltado un bufido.
—¿Qué bobadas estás leyendo hoy, Nimi? Como si esa ferengi comecarne supiera algo sobre nosotras, las mujeres hindúes.
Nimish cerró el libro al instante y clavó los ojos en el árbol de los Lawate con la mirada velada.
«¿Y yo?», había implorado Dheer en silencio a su madre. Savita, sin embargo, ni siquiera le había visto.
Unas gruesas lágrimas empezaron a surcar las mejillas del pequeño en cuanto revivió la escena. Hasta un buen manotazo en la cabeza habría sido mejor que esa falta total de atención. Sentado contra la pared del cuarto de baño, intentó enrollarse el mechón del fantasmagórico cabello al dedo, pero el cabello se disolvió hasta desaparecer. Supuestamente, y dado que era ya la tercera noche, las cosas deberían haber mejorado. «Sí», pensó, «algunas cosas han mejorado». Su madre había dejado de atarse una dupatta alrededor del pecho, su padre ya no parecía tan dado a repartir bofetadas a diestro y siniestro, y hasta los platos del cocinero Kanj habían ganado en consistencia. Pero Pinky seguía sin aparecer. Y, a medida que pasaban los días, las posibilidades de que dieran con ella eran cada vez menores.
—Por favor —empezó a suplicar al fantasma—, tú eres la única que puede salvar a Pinky. Tú tienes poderes —Dheer jamás había desobedecido a ninguno de sus mayores en toda su vida, pues simplemente no iba con él. Aun así, la vida de su prima estaba en juego.
—Prométeme que salvarás a Pinky —dijo—. Prométemelo, kemosabe, y no dejaré que mueras. —Entonces, como para demostrar la veracidad de sus palabras, metió la mano en el cubo y abrió la caja de bombones daneses que había robado del armario cerrado con llave de sus padres. Una hilera de bombones rellenos de un licor aguado brillaron ante los ojos de ambos.
Maji salió de la habitación del puja visiblemente tensa e inmediatamente llamó por teléfono al sacerdote. Soltó un rotundo suspiro y se sumió a continuación en otra plegaria, consciente de que las ruedas del karma no habían dejado aún de girar. A pesar de su más que probada piedad, los celos de los dioses seguían custodiando el destino del bungaló entre la multitud de sus brazos, sosteniendo una brillante concha perlada en una mano, un disco de fuego dorado en la otra, el destino del fantasma en una tercera y el de Pinky en una cuarta.
Pinky avanzó tambaleándose por la playa abandonada hasta el muelle. La maltrecha barca de arrastre cabeceaba a merced del ensordecedor vendaval. La luz que había visto poco antes se desvaneció en cuanto puso el pie en el barco, al tiempo que se le encogían los dedos de los pies al tocar la cubierta podrida y repleta de moho. La oscuridad la envolvió en su manto. El barco se zarandeó y Pinky tendió las manos para mantener el equilibrio. Dio un paso más. Una ráfaga de viento barrió el bote. La descompuesta estructura gimoteó al tiempo que el barco cabeceaba adelante y atrás, adelante y atrás, siguiendo un lúgubre ritmo. En algún lugar al otro lado de la embarcación, Pinky percibió un claro chapoteo sobre el estruendo del océano. Dio un paso más.
Entonces el olor la golpeó, el nauseabundo hedor del pescado podrido.
Se inclinó hacia delante, conteniendo una oleada de arcadas.
Una voz habló entonces desde la oscuridad:
—Mi padre sobrevivía al olor tomando jambul fermentado. Era tan potente que podía tumbar a un elefante.
Las nubes abrieron un claro en el cielo. En un rayo de luna, Pinky vio una figura envuelta en un sari que la observaba desde la proa del barco mientras arrojaba uno a uno cocos al agua como si estuviera colocándolos. Uno de los cocos llegó rodando hasta Pinky, que se agachó para cogerlo, y de pronto se vio una vez más envuelta en un extraño calor.
Otro recuerdo.
Un tren acercándose, iluminando la vía con el foco delantero. Los pasajeros se adelantaron entre empujones, deteniéndose a escasos centímetros del borde del andén.
Sonó entonces una voz desconocida: «Hay un modo, pero requiere un sacrificio excepcional. Debes ser fuerte y no vacilar».
Y luego un salto. Las vías parecieron elevarse para salir al encuentro del cuerpo de Avni.
Duro, metálico y rápido, el tren se acercó como una bala o un heraldo de la muerte.
Hubo de pronto una nube de sangre, el principio de un grito. Después nada, nada en absoluto..., los restos de un cuerpo reducido a sus partes más elementales.
Cabello, carne, sangre, hueso.
Pinky soltó el coco, que cayó al suelo con un espantoso crujido.
—Ese fue mi sacrificio.
La voz sonó cercana, demasiado cercana.
Pinky abrió los ojos.
Avni estaba de pie delante de ella con el sari consumiéndola como una hoguera, oscureciéndole el rostro de un modo espeluznante. Iba descalza, con los pies cubiertos de polvo y de mugre, y el anillo que rodeaba uno de los dedos de sus pies era su único adorno. Tenía unos brazos musculosos y un tatuaje grabado en la piel —una marca sagrada que le aseguraba la entrada en el reino de Dios. Godhun aali ki choruni?, le preguntarían al llegar a las puertas del cielo. «¿Llevas en ti la marca de Dios o intentas colarte en el cielo?» Llevaba un afilado koyta con forma de hoz colgado de la cintura.
—Tuve que dar la vida a fin de obtener ciertos poderes. Y después esperé trece años, encadenada al andén donde encontré la muerte —siseó su voz arenosa—. Pero no estaba sola. Había otras almas en tránsito, un más allá paralelo.
El barco se balanceó violentamente y Pinky retrocedió.
—Me convertí en parte de ellos. Las fronteras de la carne habían dejado de ser una barrera que impidiera nuestra unión —prosiguió Avni—. Pero yo solo tenía un deseo.
Su mirada se posó en el coco partido que estaba en el suelo.
—Los estoy ahogando —confesó, señalando al resto de cocos que rodaban por la cubierta como canicas—. Los ahogo para poder olvidar.
Entonces, arrojando el coco agrietado por la borda, se volvió a mirar a Pinky.
—Había un niño, un vendedor de té conocido como el Loco. Di con él el mismo día de mi muerte. Y después fue más fácil: los drogadictos, los dementes, los pobres..., todos los que tenían las defensas debilitadas.
—Pero ¿por qué?
Avni soltó una carcajada. Su risa sonó como los vientos implacables sobre un océano desolado.
—Para practicar y poder así encontrar el modo de volver al bungaló cuando llegara el momento. Necesitaba un cuerpo en el que habitar, un cuerpo que ya estuviera en el bungaló para que mi espíritu pudiera pasar.
Pinky dio un paso atrás. El corazón le latía violentamente en el pecho.
—¡Así que eras tú la que estaba en el barco! ¡Eras tú dentro de Lovely!
—Extraigo mi poder de la sangre impura, de la sangre vaginal. Esperé, esperé en el tamarindo. Tu Maji es vieja y ya no sangra. Y Parvati está embarazada. Y tú eres aún una niña. Y Kuntal..., jamás podría violarla. Solo quedaba Savita, así que esperé, esperé a que le llegara el período, a que saliera del bungaló. Entonces Lovely vino al árbol. Y me pareció muy hermosa, muy pura y con el corazón abierto de par en par. La deseé, aunque fuera solo durante un instante. Pero no era el momento de su período, de modo que tuve que encontrar otro modo.
Pinky dejó escapar un grito y se tapó la boca.
—¡La tomaste a ella pero es a mí a quien quieres!
—Fuiste tú la que salió, la que se acercó a mí en la calle. Pero eres fuerte. No pude entrar en ti, ni siquiera en la canoa cuando intenté debilitarte. Tuve que esperar para traerte aquí.
Pinky volvió a sentir aquel desconocido calambre y también el dolor en la espalda acompañado de una extraña presión en los pechos. Y al instante notó un ligero reguero de algo que le bajaba entre las piernas.
Tenía que huir, lograr salir de allí antes de que fuera demasiado tarde, antes de que Avni se diera cuenta.
Dio otro paso atrás, luego otro.
—¿Dónde está Lovely? —gritó—. ¡Dímelo! ¿Está aquí? ¿Está viva? —recorría frenéticamente con los ojos la barca, el muelle y la playa que se extendía caracoleando hasta perderse en la distancia.
Avni sonrió.
—Encontró su libertad. Eso no pude arrebatárselo.
Cogió entonces un coco de su sari. No era un coco seco como los demás, sino con líquido, suave y verde.
—Pero no has venido a buscarla a ella, sino a buscar esto.
—¿Un coco?
—La verdad.
—¡No! —chilló Pinky. Otro paso atrás. Y otro.
—Debes beber de él.
—¡No! Déjame en paz, ¡deja en paz a mi familia!
—No desapareceré. Jamás. Si no eres tú, será Savita, y si no será Parvati en cuanto dé a luz.
Pinky vaciló. Ya había dado la espalda a la verdad en una ocasión en el cuarto de baño con el fantasma y su decisión había provocado la destrucción. «Si me hubiera quedado, si hubiera escuchado y creído, el fantasma estaría bien. Y Lovely también.» A pesar de que no había en el mundo nada que deseara más, no podía volver a huir.
Pinky sabía que desde la antigüedad los cocos se ofrecían a los dioses. La dura cáscara de la fruta representaba el cráneo humano, el hogar donde mora el ego. Abrirlo a los pies de una deidad, consumir su leche o su carne, significaba renunciar a ese ego a fin de convertirte en un receptáculo en el que contener la divina Verdad que todo lo abarca.
Tomó el coco de manos de Avni, cerró los ojos y Avni clavó en él el koyta con un chasquido, acercándoselo después a los labios.
El lechoso líquido se deslizó hasta la garganta de Pinky.
La pequeña cayó de rodillas con la boca espumeante y un grito burbujeando entre sus labios.
Avni lo había conseguido.
Por fin había hecho suya a Pinky.
EL RECIPIENTE DE PLATA DEL PUJA
Una figura delgada y acalorada se acercó a las puertas verdes del bungaló de Maji, oculta entre las buganvillas. La figura tendió una mano hacia la puerta y vaciló, alzando los ojos hacia el cielo. Caía una fina lluvia esa mañana.
Sentados en el bungaló, los aletargados habitantes oyeron el apagado chasquido de la palma de una mano contra la puerta. Esperaron a que el sonido cesara y desapareciera, fundido en el marasmo de ruidos que colmaban la mañana. Sin embargo, el ruido se volvió más insistente. Oyeron entonces gritar una voz. Parvati fue a investigar.
—Kaun hai? —preguntó cansada Maji, despertando de una siesta sobre la tarima.
—Gulu.
—Dile que se marche.
—Insiste en hablar con usted.
—No tengo nada que hablar con él.
—Dice que tiene algo que decirle sobre el día en que se ahogó el bebé.
Maji se quedó helada. La carne que le rodeaba la mandíbula fue la única parte de su cuerpo que siguió bamboleándose. Luego se levantó despacio y, ayudándose de su bastón, se encaminó hacia la puerta, cerrando firmemente la puerta tras de sí.
—No vine hace unas noches porque tenía que encontrar a Avni —empezó Gulu, asomando los ojos entre las puntas de flecha de hierro que coronaban lo alto de la puerta—. Tenía que saber si realmente había vuelto después de todos estos años.
La mandíbula de Maji se tensó.
—¡Ella no es asunto tuyo!
—He ido a casa de su madre —prosiguió Gulu, sacudiendo los hombros a causa de la emoción—. Me lo ha contado todo.
—¡No es asunto tuyo!
—¡Avni murió! —la boca de Gulu se abrió de par en par al pronunciar las terribles palabras—. Hace trece años, se arrojó delante del tren el mismo día que usted la despidió.
Maji oyó que Parvati contenía el aliento a su espalda.
—Si murió, ¡yo no tengo nada que ver con eso!
—¡Usted la despidió!
Maji abrió furiosa la cerradura y, arrojando la cadena al camino privado de acceso a la casa, le gritó que entrara. Se quedó a un centímetro escaso de Gulu al tiempo que la furia contenida en su enorme cuerpo provocó el temblor del macilento cuerpo del chófer. Instintivamente, Gulu se metió la mano herida bajo el sobaco.
—¿Y qué podía hacer yo? —escupió Maji, consciente de que toda su familia estaba en la galería, escuchando atentamente la conversación—. ¿Mantenerla aquí después de lo que ocurrió? Podría haberla enviado a la cárcel o haber ordenado que le dieran una paliza, pero en vez de eso te mandé que la llevaras a la estación Victoria, y hasta le di dinero para que empezara una nueva vida. La única instrucción que le di fue que se marchara de Bombay y que no volviera nunca.
—¡Ella no tuvo la culpa de lo que pasó! —Sollozando sin la menor vergüenza, Gulu abrió la boca como en un intento por dejar que las palabras, atrapadas en las profundidades de su cuerpo, brotaran por fin, azuzadas por la amenaza de Chinni. ¿Qué pasaría si decidía contar aquel espantoso secreto y revelaba lo que había hecho después de que el bebé y Avni habían muerto?
—Acuérdate bien de esto, Gulu —dijo Maji, furiosa, apuntándole tan de cerca con el dedo al ojo que la yema le tocó las pestañas—: Tú no eras más que un pilludo de la calle cuando te acogí aquí. Te di comida, casa, trabajo y una segunda vida. También le di a Avni una segunda oportunidad. Fue ella la que decidió no aprovecharla. Recuérdalo. Y ahora, jao! ¡Lárgate de mi casa!
Gulu dio un paso atrás como si le hubieran abofeteado. ¿Cómo se le había ocurrido enfrentarse así a Maji? Si Chinni le hubiera visto, se habría reído cruelmente de él. «¡Bhenchod idiota!», le habría escupido a la cara. «¡No puedes enfrentarte a una mujer!» Era cierto: Maji le había dado una segunda oportunidad, una vida mejor que la de la barriada en la que había nacido. ¿Qué sacaba con decírselo ahora, después de todos esos años? Las amenazas que había albergado hasta entonces en la garganta se desvanecieron.
—Por favor, perdóneme —susurró.
Maji soltó un bufido.
—Ya no tengo nada ahí afuera —dijo Gulu, encogiéndose de hombros y ahuecando el pecho en señal de derrota. «¿Será Chinni capaz de quitarse la vida?», pensó.
Maji alzó los ojos hacia el cielo cubierto de niebla. El resto de los habitantes de la casa les observaban desde la galería, esperando a oír su veredicto. Fue Savita la que inesperadamente acudió en ayuda de Gulu.
—Hoy en día no es fácil encontrar un buen chófer.
—Sí, sí —dijo Jaginder, sintiendo de pronto que su lugar como hombre de la casa estaba quedando en entredicho—. A fin de cuentas, lleva con nosotros desde que era un maldito chiquillo.
A pesar de sus palabras de apoyo, Gulu no pudo evitar sentir hacia Jaginder una punzada de odio.
—Porfavorporfavorporfavor —corearon los gemelos desde la galería.
Parvati, Kuntal y el cocinero Kanj guardaron silencio, conscientes una vez más al ver la escena que tenía lugar junto a la puerta de lo incierta que era su propia situación y de que su presencia en el bungaló de Malabar Hill estaba fundamentada en el sufrimiento, como trabajadores pero jamás como habitantes por derecho propio.
—Vete de aquí —ordenó Maji—. No vuelvas nunca.
Gulu tuvo que contenerse para no derrumbarse en el suelo.
—Si vuelvo a verte por aquí, llamaré a la policía —le amenazó Maji antes de volverse hacia la galería donde estaba el resto de la familia, sumidos en un perplejo silencio aunque ninguno de ellos se atrevió a cuestionar su decisión.
—¡Espera! —gritó Nimish cuando Gulu ya se marchaba—. ¿Se sabe algo de Lov..., de la hija de tía Vimla?
Gulu negó con la cabeza.
La puerta se cerró con llave una vez más.
El cuarto día, cuando el sol empezó a ponerse, los Mittal oyeron un nuevo golpe hueco en la puerta de la calle.
—Basta —dijo Maji, cogiendo su bastón—. Yo misma le daré una paliza. Ven, Nimish. Acompáñame.
Sin embargo, en cuanto quitó la cadena a la puerta, vio que no era Gulu el que estaba delante de ella, sino Pinky. Pinky con un pijama mojado y sucio y la cara embadurnada de leche de coco seca. La pequeña cayó temblando al suelo. Durante un bendito instante, Maji se vio incapaz de hablar y se derrumbó en el suelo a su lado. Sin pensar un solo segundo en su abuela, Nimish se apresuró a llevar a Pinky a su habitación y, después de tumbarla encima de la cama, cerró la puerta.
—Dime, rápido, antes de que vengan —le susurró al oído—. ¡Dime dónde está Lovely!
Pinky le miró con unos ojos desprovistos de vida.
—Por favor —suplicó Nimish, acariciándole el pelo—. Por favor.
Al sentir su caricia, Pinky se echó a reír. Fue un espantoso y alegre cacareo. Luego Pinky tiró de él hacia ella, ofreciéndole sus pechos y aplastando los labios de Nimish con los suyos.
Nimish forcejeó con ella pero no logró desasirse de aquel abrazo sobrenatural. Las piernas abiertas de Pinky se cerraron alrededor de sus caderas.
Kuntal entró en ese momento en la habitación y contuvo el aliento, tapándose la boca con la mano.
Pinky volvió hacia ella sus ojos enloquecidos y apartó a Nimish de un empujón.
Tendió las manos a Kuntal, extendiendo los dedos hacia ella.
—Oh, Dios mío —gritó Nimish jadeante, retrocediendo hasta uno de los rincones de la habitación—. ¡Oh, Dios mío!
Kuntal dio un paso adelante.
Pinky se levantó de la cama y empezó a balancearse.
Las lágrimas empezaron a caer de los ojos de Kuntal. Tendió el brazo hacia Pinky.
Parvati entró corriendo y se detuvo en seco.
—¡Apártate! —chilló—. ¡Kuntal!
Kuntal dejó caer el brazo.
Maji por fin llegó a la habitación e intentó apartar a Parvati de un empujón.
—¡Pinky!
—¡Está poseída! —gritó Parvati, agarrando con fuerza a Maji—. ¡Kuntal, sal ahora mismo!
La mirada hundida de Pinky cayó sobre ellas al tiempo que un sordo rugido tronaba en su garganta.
—¡No! —dijo Kuntal—. Yo me quedaré con ella.
—¡No! —gritó Parvati, protegiéndose el vientre en un gesto instintivo. Un odio conocido empezó a tomar forma en su pecho—. Mira esos ojos. ¡Yo he visto esos ojos antes!
—¡No puede ser! —gritó Maji.
—¡Dejadme! —exclamó Kuntal, empujando a su hermana hacia la puerta.
—¡El médico no puede salvarla! —gritó Parvati—. ¡Tus plegarias no pueden salvarla! ¡Solo hay una persona que puede hacerlo!
La mirada de Maji se posó sobre su nieta y sobre los ojos malévolos y la espantosa mirada de la pequeña.
—Vamos —susurró, retrocediendo—, tantrik ko bulao.
Kuntal cerró la puerta en la cara de su hermana y luego echó la llave.
—¡No! —gritó Parvati, golpeando la puerta—. ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Kuntal se quedó en la habitación con la espalda contra la puerta. El golpeteo de los puños de Parvati contra la madera resonaba en su columna.
—¿Qué has hecho? —susurró a la figura que estaba sobre la cama, al indómito espíritu que habitaba el cuerpo de Pinky. En los brillantes ojos de la niña apareció una mirada desesperada.
—No es así —exclamó Kuntal, mordiéndose el labio—. No es así como debías volver a mí.
La niña tendió las manos hacia ella. El rugido siguió vibrando en su garganta.
Kuntal tomó asiento en la cama junto a ella con el rostro lleno de pesar. Se quitó el palloo del sari que llevaba atado a la cintura y mojó la punta con la lengua. Con un gesto preñado de ternura, lo acercó a la cara de la pequeña, humedeciéndole la frente y los labios.
—¿Qué se puede decir cuando desearías tener toda una vida —dijo Kuntal, mirando esos ojos entre los que podía llegar a vislumbrar a su amada— pero debes decir adiós?
A los golpes que llegaban desde la puerta se unió el tintineo cada vez más frenético de la manilla.
Kuntal inspiró hondo y prosiguió.
—Lo siento mucho...
Los ojos parpadearon. Los ojos de Avni.
—Tienes que salir de esta niña —alcanzó a decir Kuntal antes de echarse a llorar—. No le hagas daño, por favor.
Luego, apoyó la cabeza sobre el corazón de la niña y cerró los ojos. Habría dado la vida por poder detener el tiempo y dejar que esos preciosos segundos siguieran girando más y más hasta el infinito.
—Estoy aquí, contigo —susurró.
No había nada más que decir.
El gurú llegó con su rosario bamboleándose furiosamente sobre su pecho cubierto de ceniza y las campanillas tintineando en sus tobillos.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre una sábana, no en la galería como la vez anterior, sino en el lugar central del bungaló: el salón.
Sin pronunciar palabra, se sumió en una profunda meditación con la espalda recta y la columna profundamente anclada en los tersos músculos que cubrían su espalda. La espiral de pelo que le coronaba la cabeza era la única parte de él desalineada. Su hijo prendió una pequeña diya y unas varas de incienso y las puso junto a las estatuas de Hanuman, Rama, Sita y Shiva que había llevado hasta allí desde la habitación del puja a fin de crear un altar temporal en el salón. Luego sacó un pequeño frasco de bermellón y cúrcuma, unos colores rechazados por los espíritus malignos, y puso un hilo de un color similar junto al altar. Sacó también frascos de cristal de ghee y asafétida y espolvoreó esta última por todo el perímetro de la sábana. El gurú empezó a cantar un bhajan, un canto devocional en honor de los dioses, al tiempo que tocaba una campana de bronce.
—¿Y eso es todo lo que piensa hacer? —preguntó Tufan sin ocultar su decepción.
—Cállate —siseó Savita, dándole un manotazo en la cabeza.
Justo en ese momento llegó un bocinazo desde la calle.
—¡Panditji! —exclamó Maji, recordando que le había llamado el día anterior.
Nimish salió corriendo a abrir las puertas para dejar entrar al Impala de color azafrán del sacerdote.
Durante un enloquecido instante, Maji a punto estuvo de gritar a Nimish que le despidiera, que se inventara cualquier excusa, y evitar así que viera al gurú en su casa, pero entonces se dio cuenta de que no podía seguir ocultándose por vergüenza. Panditji llegó bajo un enorme paraguas, sin que la lluvia, que volvía a caer con fuerza, le hubiera humedecido un solo pelo de la parte posterior de la cabeza.
—Por favor —dijo Jaginder, saliendo a recibirle a la puerta—. Tome asiento.
—¿Qué significa esto? —preguntó Panditji al ver al gurú sentado en el centro de la habitación, rodeado de los dioses.
—Panditji —Maji juntó las manos fatigosamente en señal de saludo—. Pinky está muy enferma.
—¿Y por eso insultáis a nuestros dioses con magia negra? —el pecho desnudo de Panditji tembló de indignación. Oh bol ¡Menudo secreto tenía ante sus ojos! jadoo tona, ¡iban a tener que humillarse para que mantuviera cerrada la boca!
—Os necesitamos a los dos.
—¡A los dos! —bufó el sacerdote—. Yo me comunico con la divinidad. ¿Qué hace él? ¿Conjurar espíritus malignos?
—Yo traigo lo divino al cuerpo humano —replicó el gurú, clavando sus ojos perfilados de escarlata en el sacerdote—. La comunicación divina y la posesión divina son complementarias, Panditji. Estoy seguro de que lo sabe desde que, de niño, memorizó sus shlokas sánscritas.
El sacerdote arqueó una de sus perfiladas cejas al tiempo que se afanaba por encontrar en el torpor de su mente una reacción adecuada al comentario. Podía salir de allí hecho una furia y obligar a Maji a apaciguarle con regalos caros, quizá hasta con una de esas exóticas neveras con las que podría mantener fríos sus sorbetes de lima en la habitación trasera del templo entre sesiones de plegarias. O podía también quedarse y no dejar que aquel inmundo sadhu de viperina boca le dejara en evidencia. Por fin, tomó una decisión. Se ajustó el dhoti de seda y se instaló en su alfombrilla de oraciones.
—Traed a la niña —ordenó impaciente el gurú, señalando al espacio que tenía justo delante de él.
—Sí —dijo Panditji alzando su voz aguda—. Traed a la niña.
Nimish se levantó, visiblemente pálido, y vaciló.
—Oh, por todos los demonios —gruñó Jaginder, levantándose él también.
El sacerdote se concentró rápidamente en abrir los frascos de ghee al tiempo que el sudor se deslizaba sobre su prominente barriga hasta el suelo.
Jaginder llevó a Pinky a la habitación. Pinky iba de la mano de Kuntal, y Parvati iba agarrada a su hermana menor. Jaginder colocó a Pinky sobre la sábana.
Los pesados párpados del gurú se abrieron tras un parpadeo.
—Apartaos —les gruñó a los miembros de la familia—. Tú —dijo, señalando a Maji con el dedo—. Tú ven.
—¿Cuál es el origen de su enfermedad? —preguntó el sacerdote, ligeramente hambriento después de las tres sarnosas que se había comido durante el camino.
—No habla —respondió Maji—. Y mire cómo suda.
—Ahora está en las manos de Dios —dijo Panditji, evitando el menor compromiso con el destino de la pequeña. Dicho esto, vació el contenido de una jarra entera de ghee en el kund de hierro y prendió la cerilla en el suelo.
El gurú pasó la mano por el cuerpo de Pinky. De su boca brotó un cántico apenas audible, un sonido gutural —ma— que fue ganando en intensidad y que empezó a sonar como un lamento hasta culminar por fin en un grito aterrador.
Panditji, nervioso, se ocupó del parpadeante fuego, mascullando aceleradamente plegarias al tiempo que sus dedos se debatían con una bolsa de puja samagri. Sus ojos no dejaron en ningún momento de mirar de soslayo al gurú como si tuvieran voluntad propia. El resto de la familia se retiró con el corazón cada vez más acelerado. Maji miraba ora al gurú ora al sacerdote, como si no supiera en cuál de los dos confiar. Tufan dejó de moverse y escondió la cara detrás del palloo del sari de Savita.
La lluvia caía con fuerza en el exterior entre el incansable gruñido de los truenos.
El cántico volvió a empezar, esta vez más deprisa, entremezclándose con las plegarias igualmente apremiantes del sacerdote. Maji se vio de pronto balanceándose adelante y atrás como intentando seguir el frenético ritmo de los dos hombres.
El fuego sagrado se elevó de pronto del kund de hierro, prendiendo la densa mata de vello que cubría el ombligo de Panditji. El sacerdote soltó un grito y se frotó la tripa con un trapo impregnado en aceite.
El gurú cogió un puñado de ceniza negra de una bolsa y dibujó una línea alrededor del cuello de Pinky a fin de atrapar al espíritu que moraba en su cuerpo mientras lo interrogaba. Utilizó un mantra, soplando un hechizo desde su boca al rostro de Pinky.
La pequeña abrió los ojos y su cuerpo empezó a temblar.
—Bolo! —ordenó el gurú con los ojos como brasas y su densa barba enmarañada retorciéndose enfurecida—. Suchh bolo! ¡Di la verdad!
Como si la hubieran atacado físicamente, Pinky empezó a revolverse en el suelo, chillando.
Panditji empezó a hiperventilar, metiendo y sacando pecho con la intensidad de un colibrí.
—Kuntal —alcanzó a susurrar Savita, con el rostro totalmente desprovisto de color—. Llévate a los niños de la habitación.
Kuntal asintió con la cabeza, pero Nimish, Dheer y Tufan se negaron a moverse, absortos por la escena que tenía lugar ante sus ojos.
—Kali Mata ki jay, Shankar Bhagvan ki jay. ¡Victoria a la diosa Kali! ¡A Shiva! —salmodiaba el gurú con una voz grave y hueca que reverberaba sin descanso en las paredes tapizadas del salón.
—Ki jay —repitió Panditji, haciendo suyas las conocidas palabras del gurú.
Maji sintió que algo le comprimía la garganta: un miedo incalculable que ganaba en intensidad con el paso de los segundos, gimiendo en sus oídos, desplegando un sonido sobrenatural como si una maraña de espíritus giraran sin descanso alrededor de su cabeza, dejando oír sus ancestrales lamentos.
—Bolo! —ordenó una vez más el gurú—. ¿Qué quieres?
Los labios de Pinky se separaron y una voz grave y arenosa que en nada se parecía a la de la pequeña gimió:
—¡Un lugar en el mundo!
—¿Por qué te has adueñado del cuerpo de esta niña? ¡Ella no te ha llamado!
—¡Ella! ¡Ella! —aulló acusadora la voz.
—¿Quién eres?
—¡Avni!
Savita soltó un grito y se arrojó sobre los niños.
—¡No te los llevarás, bruja! Me arrebataste a mi hija y me desgraciaste la vida. ¿Es que no te basta con eso? ¿No fue suficiente?
Jaginder puso una mano temblorosa en la espalda de Savita al tiempo que cerraba la otra, presto a golpear con el puño esa voz tan extrañamente familiar y salvar a los suyos a cualquier precio. La ayah había vuelto. Les había desafiado y había regresado. De pronto tuvo una repentina comprensión de la rueda del karma y de su crueldad.
Kuntal seguía llorando con el rostro oculto entre las manos. El cocinero Kanj empujó a su esposa hasta colocarla detrás de él, blandiendo un rodillo de amasar en la mano alzada. Parvati se llevó las manos al vientre, haciendo denodados esfuerzos para no vomitar.
—¡Haz que se vaya! —ordenó Maji—. ¡No tiene derecho a estar en esta casa! ¡Haz que se vaya! —Tocó su rosario como si de un arma se tratara y sus labios empezaron a moverse en silencio mientras ella rezaba a los dioses y a las diosas, invocando su misericordiosa protección. Fuera, el cielo se oscureció, sumiendo el interior del bungaló en el seno de una larga sombra. La lluvia repicaba contra el tejado, la ventana, las puertas..., como si insistiera en entrar.
El gurú miró a Maji durante un largo instante y después cerró los ojos. La habitación se llenó de una vibración sobrenatural como si alguien hubiera hecho sonar la cuerda errónea de una cítara y el sonido se hubiera amplificado. Tufan se tapó los oídos con las manos. Nimish se ajustó las gafas, observando a Pinky lleno de horror. Jaginder se rascó con furia el pelo del pecho y estrechó con fuerza a Savita. Panditji abandonó su fuego sagrado y se postró delante de los ídolos, alzando su enorme trasero en el aire.
El gurú siguió mirando a Maji cerrando sus pesados párpados de modo que solo el blanco asomaba allí donde deberían haber estado sus iris.
—¡Haz que se vaya! —repitió Maji.
El gurú limpió la ceniza del cuello de Pinky y ató la sinuosa mauli —el hilo sagrado— de color rojo y amarillo a la frágil muñeca de la pequeña.
—¡Márchate! —ordenó—. Kali Mata ki jay! Shankar Bhagvan ki jay! Vishnu Bhagvan ki jay!
—¡Loado sea Dios! —sollozó Panditji.
El cuerpo de Pinky se retorció y sus brazos se agitaron adelante y atrás, totalmente fuera de control. Puso los ojos en blanco, abrió la boca y un chorro de palabras en una lengua indescifrable brotaron desenfrenadamente de sus labios. Luego se incorporó de pronto, quedándose sentada, al tiempo que su cuerpo seguía temblando, y recorrió la habitación con los ojos, mirando a los presentes, que eran su familia. Oscuras sombras le rodeaban los ojos, dándoles un aspecto demoníaco. Después de volverse a mirar a Parvati, se lanzó sobre la persona que tenía más cerca y sus manos se cerraron sobre el cuello de Maji.
Nimish se lanzó a agarrarla por detrás y apartarla de Maji.
—¡Márchate! —gritó el gurú, poniéndose en pie de un salto y haciendo restallar en el aire el látigo que llevaba en la mano—. Lo que deseas es imposible porque la violencia de tus actos te ha deshonrado. Aun así, recibirás lo que se te pueda dar. Y ahora márchate. ¡Deja en paz a esta niña inocente!
Pinky se quedó inmóvil y cayó de espaldas en brazos de Nimish, con los ojos nuevamente en blanco. Dejó escapar un suave gemido y luego guardó silencio. Maji se llevó las manos al cuello, respirando entrecortadamente, mientras Jaginder la llevaba al sofá. Panditji se incorporó, vacilante, hasta quedarse sentado y se secó la cara con el trapo impregnado de aceite.
El gurú siguió donde estaba con las piernas separadas y el sudor bañándole el cuerpo. Se le había soltado el pelo, que le cubría el cuerpo en gruesos mechones. Seguía blandiendo el látigo en el aire, presto a golpear de nuevo en caso de que fuera necesario. Miró a Pinky y sus abrasadores ojos escarlatas estudiaron con atención el cuerpo de la pequeña. Luego, despacio, miró al techo y bajó el látigo.
—Está muy débil —dijo por fin—. Morirá esta noche.
—¡No! —sollozó Maji—. ¡No! ¡No! ¡No!
Dheer y Tufan se echaron a llorar.
—El fantasma —anunció el gurú, señalándolo al ver al pequeño bebé encogido en una pequeña bola, colgando en el rincón del pasillo como una araña disecada—. A medianoche morirá.
Panditji alzó su pálido rostro y se desmayó.
Después, acostaron con sumo cuidado a Pinky en la cama de Maji para que pasara allí la noche. Faltaban tan solo unas horas para las doce, y para que el cuarto día tocara a su fin. El pequeño fantasma desaparecería entonces para siempre y su alma volvería al otro lado para recorrer sola las ondulantes capas de gris y renacer después.
Aturdido, el fantasma se había hecho un ovillo en el cubo de plástico junto a los restos de los bombones. A pesar de que había vaciado por completo el licor que contenían, no había logrado saciar su sed tal y como había imaginado. Esperaba ya la llegada de la muerte.
—Escuchadme —susurró, dando voz a las primeras y únicas palabras que escaparían de sus labios. Su llamada, apenas un giratorio y argénteo filamento, viajó sobre las delicadas alas de una polilla, aleteando por el comedor, donde durante un instante circularon alrededor de una tenue bombilla antes de seguir adelante y avanzar por el oscuro pasillo hasta alcanzar el oído de Pinky. Una vez allí, la polilla agitó sus diminutas alas, removiendo el aire de un modo tan leve que solo las hebras más finas del cabello de Pinky, las más próximas a sus mejillas, se erizaron como respuesta. Pero eso, esa simple y minúscula ondulación de sus cabellos, bastó para que Pinky moviera la mano para apartarla, despertándola. Y bastó para que oyera la súplica, o la advertencia, que zumbaba en el aire de la noche.
Pinky miró el montículo que dormía a su lado y que era su abuela: su pétreo rostro suavizado por obra del sueño, la mandíbula descolgada sobre la almohada. Tendió la mano hacia el rostro de Maji hasta que sintió el calor que manaba de él. Luego, sin hacer ruido, se deslizó al suelo desde la cama y gateó por el pasillo como alguien que estuviera agonizando en el desierto. Cuando el esfuerzo pudo con ella, apoyó la cabeza en el frío suelo y recuperó el aliento. Luego siguió avanzando así hasta que llegó al cuarto de baño.
Una vez allí, se levantó y miró dentro del cubo. El bebé fantasma abrió los ojos y alzó la mirada como si se estuviera ahogando en un mar de aire. Estaba casi calvo. Había perdido su reluciente cabellera, que había quedado esparcida por el baño con excepción de unos pocos e inapreciables mechones que brillaban débilmente como agónicas luciérnagas.
—No te mueras —susurró Pinky.
Pero el bebé fantasma se limitó a mirar a Pinky con ojos vacíos, ávidos de agua.
Pinky se agachó, tambaleándose.
Cuando abrió el grifo, nada, ni una sola gota, salió de él. Luego se acercó hasta el lavabo del pasillo y desde allí fue hasta la cocina. Estaba aturdida, confusa y muy cansada. Cayó de rodillas. Se le ocurrió una idea. Una vez más, se levantó y se dirigió al pasillo del ala este. En silencio, atemorizada, abrió una puerta.
Era casi medianoche cuando regresó al baño.
—¿Bebé fantasma?
Esta vez, el fantasma no se movió. Su cuerpo se había disuelto hasta formar una masa informe salpicada por dos ojos y dos puños diminutos, los cuatro firmemente cerrados contra el mundo.
Pinky llevaba en las manos un recipiente de plata que contenía tres hojas sagradas de tulsi y el agua santa en la que habían retozado Krisna y Radha esa misma mañana. Krisna, la encarnación de Vishnú el Preservador: el que preserva la vida, el que preserva el universo.
—No te mueras —le pidió Pinky de nuevo. Entonces vertió el contenido del recipiente, el agua bendecida por los poderosos dioses, en el cubo. Exhausta, soltó el recipiente y, metiendo la mano en el líquido, tocó con el suyo el dedo del fantasma.
Luego, acurrucándose alrededor del cubo, se quedó dormida.
UNA TORMENTOSA RETRIBUCIÓN
Pinky despertó a la mañana siguiente en el salón. El sol vertía sobre el rostro de la pequeña su parpadeante resplandor al tiempo que las ondulantes cortinas abrazaban y se despedían de la brisa matinal. Poco a poco fue recuperando el recuerdo de algunos retazos de la noche anterior que caían sobre su memoria como pétalos de jazmín. Avni había desaparecido. La tos también. Estaba en casa. Otros pétalos de memoria, los más dolorosos, habían desaparecido como barridos por una inesperada ráfaga de viento. Alcanzó a verlos, levemente rosas a lo lejos, arremolinándose lejos de su alcance. Y entonces se desvanecieron. No pudo ya recordar nada de su secuestro más allá del momento en que había saltado a la Triumph de Lovely. Las verdades que en su momento habían recorrido su cuerpo se habían disipado por completo.
Se sentó en el colchón, sorprendida por su propia fuerza, como si de nuevo hubiera cruzado el quiasma que separaba a los vivos de los muertos y hubiera regresado al lado de los vivos. De pronto fue presa del pánico. Corrió al cuarto de baño del pasillo y se encontró allí con el cubo volcado contra el taburete de madera. El recipiente de plata de la habitación del puja seguía en un rincón junto a la pared del fondo, hasta donde había rodado la noche anterior.
—¿Bebé? —le llamó Pinky—. ¿Dónde estás?
Abrió el grifo y un chorro de agua amarillenta borboteó hacia el suelo. Se quedó allí, viendo cómo el chorro inicial iba transformándose en un charco que le cubría los dedos de los pies. El alivio que sentía en el pecho empezó a oscurecerse. Algo no iba bien.
—Hai, hai —dijo Kuntal con suavidad—. ¡Vas a inundar el bungaló, tontuela!
Pinky alzó la mirada y vio a Kuntal levantar el borde de su sari y cruzar el agua de puntillas para cerrar el grifo.
—Tienes prohibido bañarte hasta que se te haya pasado la fiebre —parloteó Kuntal, cuya voz, normalmente alegre, llegó teñida de cierta sombra de tensión.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pinky. «¿Se ha muerto el bebé?» —Tienes que volver a la cama —dijo Kuntal llevándosela del cuarto de baño—. Vas a necesitar toda tu fuerza.
Justo antes de que Kuntal cerrara la puerta del baño, su mirada reparó en el recipiente del puja. Un leve ceño le arrugó la frente.
—¿Dónde está el fantasma? —preguntó Pinky—. Estaba aquí anoche.
Kuntal volvió a entrar al baño y recogió el recipiente. Una solitaria hoja de tulsi se había secado sobre la tapa, eliminando cualquier suerte de duda sobre el origen del recipiente o sobre su contenido anterior.
—Así que fuiste tú —dijo, bajando la voz.
—No había agua. El fantasma se estaba muriendo.
Kuntal asintió con la cabeza.
Se oyeron pasos procedentes del pasillo. Kuntal escondió rápidamente el recipiente debajo del palloo de su sari y empujó a Pinky fuera del baño antes de desaparecer en dirección a la habitación del puja y devolver sin ser vista el contenido robado.
—¿Estás despierta? —preguntó Dheer con el kurta colgándole sobre la tripa y el pelo convertido en una aceitosa mata sobre la cabeza.
—Sí.
—El cocinero Kanj ha preparado unas puras de primera para el desayuno —dijo Dheer. Su anuncio, no obstante, carecía del entusiasmo habitual en él.
—¿Y el fantasma? ¿Dónde está?
Dheer negó con la cabeza, rascándosela con los dedos de las dos manos.
—Anoche te encontré y te traje al sofá.
—¿Anoche? —preguntó Pinky—. ¿Qué hacías despierto?
—Papá entró gritando en la habitación y nos despertó a todos. Quería que Nimish fuera con él —respondió Dheer, agitando su prominente pecho a causa de la emoción.
—¿Qué pasó? ¡Cuéntame!
—Maji...
—¿Maji? —Pinky regresó corriendo al salón. La tarima estaba vacía. Savita tomaba el té en uno de los sofás, al parecer sorprendentemente recuperada.
—¡Maji! —gritó Pinky—. ¿Dónde está Maji?
—Beti —dijo Savita, invitándola a que se acercara—. Creemos que puede haber sido un infarto.
—Eso no es lo que me habías dicho —dijo Tufan, entrando en la habitación dando brincos mientras se limpiaba una mancha de ghee de la mejilla.
Savita se tensó.
—Ve y termina de desayunar, Tufan. Pinky, beti, Maji nos llamó durante la noche. Estaba muy dolorida. Tu tío y yo corrimos a atenderla.
—¿Qué ha pasado?
—Tu tío y Nimish se la llevaron al hospital, pero... —Savita apartó la mirada—. Maji ya no es tan fuerte como antes.
—¡Es más fuerte que cualquiera de vosotros! —gritó Pinky.
—Pero está ya muy vieja —dijo Tufan.
Pinky le empujó con tanta fuerza que Tufan cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra una silla.
—¡Desvergonzada! —Savita saltó del sofá pero Pinky ya había echado a correr por el pasillo.
—¿Quieres saber lo que dijo mamá anoche? —le gritó Tufan en cuanto recobró el equilibrio—. ¡Dijo que el fantasma la había matado!
Pinky corrió a la habitación de Maji y cerró la puerta. Las lágrimas le surcaban las mejillas.
Dheer llamó suavemente a la puerta y entró.
—¡Márchate!
—Tufan tiene razón —dijo Dheer a regañadientes—. Anoche papá entró corriendo a nuestra habitación. Necesitaba la ayuda de Nimish. Todos corrimos a la habitación de Maji. Tiritaba y agitaba los brazos desde el pecho al aire como si tuviera algo pesado encima.
—¿El fantasma?
—Eso creo.
—¿Y cómo lo sabes? Nunca lo has visto.
—Maji hablaba con alguien —insistió Dheer—. Le oí pedir perdón.
—¿Y por qué iba a hacer Maji algo así?
—Quería deshacerse del fantasma. Por eso tuvimos que cerrar el paso del agua durante cuatro días.
Se hizo el silencio mientras Pinky asimilaba esa información. Dheer se dejó caer sobre la cama y empezó a balbucear.
—Todos creíamos que el fantasma se estaba muriendo. Yo puse bombones en el cuarto de baño. Fue culpa mía.
—Los fantasmas no comen bombones.
—Ya lo sé —respondió Dheer, hundiéndose un dedo rechoncho en el ombligo—. Pero esos estaban rellenos con el tónico de papá.
—El fantasma necesitaba agua.
—Solo intentaba ayudar.
Siguió un largo silencio.
—Yo también —dijo Pinky por fin con un hilo de voz, consciente de pronto de la enormidad de lo que había hecho.
—¿Tú también? Pero si estabas en el hospital.
—Anoche le di agua que cogí de la habitación del puja —confesó Pinky.
Pensó entonces en lo que había ocurrido después de que vaciara el recipiente en el cubo: un encuentro entre el más allá y lo divino, una unión tan poderosa que duró apenas un fugaz instante, aunque lo bastante como para devolverle la salud y quizá también para matar a Maji.
—Creía que el bebé era mi amigo —dijo.
—Y lo era —respondió Dheer. El fantasma había mantenido su parte de la promesa devolviéndole la vida a Pinky. Dheer se deslizó hasta ella sobre la cama y, con un torpe abrazo de su brazo regordete, la atrajo hacia él, sin importarle que la puerta estuviera cerrada y que fuera la primera vez que se daban un abrazo.
Savita llamó a Panditji, cuyos rechonchos pies recibían, en ese preciso instante, un experto masaje de manos de su ayudante. Había dormido mal la noche anterior, pues los acontecimientos que habían ocurrido en el bungaló habían empezado a asustarle en la oscuridad de sus habitaciones. En un intento por apaciguar sus temores se había acercado al santuario del templo, pero ante la visión de los acerados ídolos, burlándose de él con sus piernas y brazos de exageradas dimensiones, corrió de regreso a la cama tan rápido como sus regordetas piernas pudieron llevarle. «¿Y esta es la recompensa que recibo después de toda una vida de servidumbre? ¿Ser ninguneado por un gurú y por sus trucos de magia negra?», había pensado, enojado.
—¿Cuándo puede venir? —le preguntó Savita, explicándole la situación.
Tumbado en la cama, el sacerdote manoseó su reloj de pulsera Favre-Leuba, envalentonado de pronto por los reclamos grabados al dorso de la esfera: Antimagnético. Sumergible. A prueba de golpes. Se sentía traicionado y ridiculizado por Maji, cuyo calamitoso estado era una muestra más que evidente de que había sido víctima de las oscuras fuerzas del universo. No deseaba tener nada más que ver con la familia de Maji ni con una casa llena de demonios y de otras criaturas semejantes, por mucho que tuviera que renunciar a la nevera Electrolux.
—Estoy muy ocupado. Y lo estaré todo el día.
—Pero mi suegra le necesita —le explicó Savita—. Le recompensaré con una ofrenda más que generosa.
Panditji puso los ojos en blanco. Nada, ni siquiera la promesa de una buena suma de dinero, lograría que accediera a regresar a aquel bungaló hechizado y dejado de la mano de Dios.
—Partiré un coco aquí, en el templo, por ella —se ofreció mientras cogía un laddoo de una bandeja de plata y colgaba el teléfono.
—Idiota —resopló Savita, irritada al ver que no ejercía la misma influencia sobre el sacerdote que Maji, mientras el sonido del teléfono colgado tronaba en su oído. Con sumo cuidado colgó el auricular y llamó después a su madre a Goa. Muy pronto, la amplia extensión de amigos y parientes se enterarían del estado de Maji y volverían a ocupar su casa. Esta vez, sin embargo, sería ella la que, prominentemente sentada en el salón para recibir las condolencias de las visitas, se encargaría de orquestar al detalle el evento. Había mucho que planear, desde la comida hasta la elección del sari más apropiado que llevaría para la ocasión. Tenía que ser algo poco llamativo, quizá de un suave tono rosa, para sugerir con él un anhelo de esperanza. En ausencia de Maji todos estarían pendientes de ella, esperando que marcara la pauta a seguir. Sintió un jubiloso estremecimiento en la columna. Por fin, por fin, el bungaló iba a ser suyo.
Gulu esperaba delante de las puertas verdes fumando furioso mientras no dejaba de pasearse de un lado a otro bajo la intensa lluvia, maldiciéndose por haber sido tan débil. Se repetía una y otra vez que los dioses le estaban haciendo sufrir por culpa de su debilidad. ¿No era ese el motivo de que Avni estuviera muerta? ¿Y por qué seguía delante del bungaló de Maji como un perro callejero? Dio una patada en el suelo, maldiciendo entre dientes. Él, que en sus días de limpiabotas se había enfrentado a Diente Rojo, había sucumbido derribado por tres mujeres —una, vieja y gorda, otra, una prostituta, y la tercera, muerta—. Fue tal el arrebato de vergüenza que le embargó que escupió un viscoso salivazo a la puerta.
—¿Así que has vuelto? —le preguntó Parva ti soltando una risilla desaprobatoria al abrir la puerta, ofreciéndole un refrigerio a base de roti y de judías verdes.
Gulu clavó en ella los ojos durante un instante. La ira y la falta de sueño habían moldeado los rasgos de su rostro hasta formar con ellos un puñado de feos y duros pliegues. Había pasado la noche recorriendo las calles de Bombay, lanzando miradas desoladas a todos los Ambassador que pasaban por su lado. Aceptó el refrigerio agradecido.
—Mi cartel de Flor de Cerezo.
—¿Para eso has vuelto?
Gulu se acordó entonces de la caléndula que había escondido entre hojas de periódico debajo del jergón.
—No puedo creer que me haya echado —dijo con la esperanza de que quizá Parvati pudiera encontrar el modo de ayudarle a recuperar la confianza de la familia. De todos los criados que servían en el bungaló, Parvati era precisamente de la que Maji tenía mejor concepto.
—Fuiste tú quien se marchó —dijo Parvati llevándose la mano a la cadera—. Yo tampoco volvería a admitirte.
—¿De qué lado estás?
—Hablo según el dictado de mi cerebro, no del de mis caderas, idiota. Vosotros, los hombres, sois todos iguales: dos lingams cada uno, uno en la cabeza y el otro entre las piernas. Y los dos igual de aburridos. Dejaste que Avni se fuera, pedazo de idiota, y ahora, trece años más tarde, resulta que se te ocurre perseguir a su fantasma. Has arruinado tu futuro. ¿Y todo por qué? Por una muchacha koli muerta.
—Yo no sabía que había muerto —dijo Gulu—. Durante todos estos años he creído que volvería.
—¿Y por qué iba a volver?
—Por mí.
Parvati no pudo contener una carcajada.
—Créeme, yaar, si te digo que no eras su tipo.
Gulu sintió que una oleada de calor le subía a la cara.
—Será mejor que te vayas antes de que alguien se entere de que has vuelto —dijo Parvati, volviéndose de espaldas a mirar por encima del hombro.
Gulu tomó el refrigerio y se acuclilló contra la puerta, hundiendo con avidez los dedos en las judías sazonadas con polvo de curri. Comió con enormes bocados, apenas saboreando la comida a la que había estado acostumbrado durante muchos años. El roti le llenó la tripa, calentándole el cuerpo y apaciguando la desesperación que le embargaba. Tras dejar escapar un suspiro, soltó un eructo atronador y encendió un bidi, aspirando a conciencia el humo del cigarrillo y recordando la silenciosa mano del destino que le había llevado a trabajar al bungaló el mismo día de su llegada a la casa de Maji.
Desde que se había sentado al volante por vez primera a los quince años, Gulu maniobraba por las calles de la ciudad como si fuera Krisna entrando en la batalla sobre su relumbrante carro. Al tiempo que batallaba contra los demonios que se interponían en su camino, tocaba la bocina sin piedad a los lentos carros tirados por bueyes, cortaba el paso a las motocicletas que pasaban zumbando junto al coche con familias enteras precariamente instaladas encima, adelantaba a autobuses BEST y espantaba a los ciclistas como si fueran pájaros aterrorizados. Se creía un guerrero, burlándose de aquellos que confiaban en sus señales indicadoras de que tenían intención de girar o en sus frenos mientras el metal del Ambassador proporcionaba una sólida capa entre él y los pobres desafortunados que abarrotaban las calles.
Después de todos esos años, había vuelto a terminar en la calle. «¿Cómo ha podido pasarme esto?», se preguntó.
La respuesta quedó suspendida durante un buen rato en el aire, caracoleando en el humo del bidi antes de que Gulu se atreviera a admitirla.
Avni.
Todo le llevaba siempre hasta ella. Como el ciclo mismo del karma, Avni carecía por completo de principio o de final. Estaba en todas partes.
Gulu la había abandonado. Podía haber impedido que se quitara la vida, aunque eso formaba ya parte del pasado. Meditó sobre su verso favorito del Bhagavad Gita: «Haz de las gestas acertadas tu motor y no el fruto que brote de ellas». Aquel maldito día en que el bebé había muerto ahogado no había sabido ser fiel a esa orden sagrada.
Volvió a escupir. No pensaba permitir que le echaran después de todo lo que había hecho por la familia. Maldiciendo una vez más sus votos de lealtad a la familia Mittal, por fin tomó una decisión. Revelaría lo que había visto trece años atrás. Seguiría el consejo de Chinni. El chantaje.
Sopesó las distintas opciones y decidió que la mejor era abordar directamente a Jaginder. Sin duda era el tipo de hombre con el que podían ponerse en práctica esa suerte de juegos, siempre, claro está, que Gulu se atreviera a enfrentarse a él con la convicción necesaria.
«Diente Rojo», repitió una vez más como un mantra. Jaginder no era nada comparado con su viejo adversario limpiabotas. Se consoló pensando que, si todo salía como lo tenía planeado, podría empezar de nuevo según sus propias condiciones. Quizá podría comprarse un piso en los suburbios y hasta un taxi en propiedad. Nada le gustaría más.
Apretó los dientes, se levantó y siguió paseándose delante de la puerta, resistiéndose al impulso de entrar en la casa y enfrentarse a su jefe cara a cara. Golpeó la puerta con la palma de la mano hasta que apareció Parvati.
—¿Dónde está sahib Jaginder?
—Ha salido a primera hora de la mañana.
—Achha? —Gulu intentó como pudo reprimir su decepción. Raras eran las veces que Jaginder salía del bungaló antes de las diez.
—¿Qué quieres de él?
—Un asunto urgente.
—Bueno, pues tendrá que esperar.
—Muy urgente.
Parvati se encogió de hombros.
—Si tengo que hacerlo, entraré.
—Arré, héroe —dijo Parvati—. ¿Y después qué?
Gulu bajó el rostro.
—Los cuatro días ya han terminado, nah?
—Sí.
—¿El fantasma ha desaparecido?
—Sí.
—¿Ha ocurrido algo más? —preguntó Gulu, reparando en los ojos hinchados de Parvati y en el color de sus mejillas—. ¿Pinky está bien?
Parvati asintió con la cabeza.
—Baba gurú vino ayer. Fue Avni. Avni se había apoderado de su cuerpo.
Gulu estudió los ojos de Parvati, buscando en ellos cualquier signo de incredulidad.
—¿Y dónde está ahora?
—Se ha ido —respondió Parvati—. Por ahora.
—¿Crees que volverá?
—Creo que anoche atacó a Maji.
—¿A Maji?
—Está en el hospital —dijo Parvati, dejando escapar un suspiro—. Estamos esperando a que llame Jaginder.
—Deberías irte del bungaló.
—¿Y dónde podría ir para que no me encontrara?
—O a mí.
—A ti ya te encontró, ¿no? —dijo Parvati—. ¿No fue ella quien te amputó la mano con la que conduces?
—Tú eres más vulnerable.
—No le tengo miedo. —Los ojos de Parvati destellaron llenos de rabia—. No dejaré que le haga daño a mi bebé.
En el bungaló el teléfono sonó por fin. Savita corrió a contestar la llamada al tiempo que el resto de los moradores de la casa se arracimaban a su alrededor.
—Sí, sí —dijo jadeante.
Maji había sobrevivido.
—Una trombosis cerebral —anunció Savita muy seria en cuanto colgó.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Pinky.
—Es demasiado pronto para saberlo —respondió Savita como si tuviera los conocimientos de un médico—. No puede hablar.
—¿No puede hablar?
Savita arqueó una de sus delineadas cejas mientras acariciaba la cabeza de Pinky.
—No te preocupes. Nos encargaremos de que esté en las mejores manos. Tu tío ya ha contratado a una malishwallah que estará con ella en casa todo el día.
—A Maji no le gustará —gritó enfadada Pinky al ver que Maji había quedado a merced del cuidado de Savita—. ¡Solo le gusta que Kuntal le dé su masaje!
El rostro de Savita se tensó.
—Haz las maletas, querida Pinky —siseó al tiempo que su boca dibujaba una sonrisa—. ¿Sabes una cosa? He decidido enviarte a un internado.
EL REGRESO DE LA AYAH
Jaginder seguía acostado y extendió brazos y piernas en direcciones opuestas hasta que sintió crujir deliciosamente las vértebras de la espalda.
—Tenemos que conseguir más ayuda —dijo a Savita, que estaba sentada a su lado con el palloo del sari de color rosa bebé cubriéndole la mejilla.
—Sí —respondió ella—. La malishwallah empezará mañana, pero Maji necesita cuidados las veinticuatro horas del día.
—¿Y por qué no Kuntal?
—La necesito para mí —dijo Savita, acariciándole la mejilla—. Sabe exactamente dónde está todo y lo que necesito. No puedo empezar a llevar la casa con alguien nuevo, sobre todo con la responsabilidad que a partir de ahora voy a tener que asumir.
—Claro —dijo Jaginder, embriagado por el contacto de su esposa. A pesar del reciente estrés provocado por su renuncia al alcohol, de los días de encierro en el bungaló y del infarto de su madre, había logrado salir del trance bastante bien. De hecho, hacía mucho tiempo que no se encontraba tan bien. Había recuperado a su familia, que había buscado en él a su líder y la seguridad que les confería, y, mejor aún, Maji ya no podría volver a amenazar su lugar al frente de Desguaces Mittal. En silencio, prometió que no volvería a defraudar a Savita, que dirigiría la empresa como lo había hecho su padre y que sería el orgullo de su familia. El brillo reciente que había captado en los ojos de su esposa había logrado incluso atemperar sus ganas de recurrir al alcohol, aunque, en las oscuras horas de la madrugada, las atormentadoras visiones del adda de Rosie seguían llamándole desde la distancia.
—¿Jaggi? —preguntó de pronto Savita, metiéndose la punta del sari en la comisura de los labios—. ¿Crees que nuestra pequeña Chakori por fin está libre?
—Ahora podrá volver a nacer, ¿o no es eso lo que dijo el gurú?
—Ha estado con nosotros durante todos estos años —dijo Savita, reprimiendo un escalofrío.
—Porque no podías renunciar a ella —respondió Jaginder, atrayéndola hacia él—. Como me pasa a mí contigo.
Sonriente, Savita dejó que los velludos brazos de Jaginder la encerraran en el paréntesis de su abrazo, deseando, rezando para que este último intervalo de ternura entre ambos se alargara en el tiempo. «He ganado», se dijo, apartando de su cabeza la espantosa posibilidad de que su suegra se recuperara inesperadamente. «¡He ganado!» La primera decisión que había tomado el día del infarto de Maji había sido volver a contratar a Gulu. Le había visto deambulando al otro lado de las puertas verdes de la calle esperando que Parvati le sacara un pequeño refrigerio. Savita estaba convencida de que Maji había sido una estúpida al permitir que se fuera, sembrando así el resentimiento entre el resto del servicio. «¡Y encontrar un buen chófer es muy difícil en los tiempos que corren!» Aunque lo más importante de haber readmitido a Gulu en el seno de la familia era que Savita sabía que se había ganado el silencioso aprecio de los demás criados, y no por el bien de Gulu, sino por el de ellos. «¿Qué mejor modo de empezar el nuevo régimen del bungaló?», había pensado.
De pronto, una idea terrible ensombreció su soleado ánimo. Se sentó en la cama y empujó a Jaginder a un lado.
—¿Qué ocurre?
—¿Crees que la ayah se ha marchado del todo?
—El gurú la echó, ¿no?
—Pero ¿y si volviera?
—No volverá —dijo Jaginder, atrayéndola de nuevo hacia sus brazos—. Ya no hay ningún motivo para eso, ¿no?
—No, no lo hay. —Savita intentó que las palabras de su esposo apaciguaran el aterrado revoloteo de su corazón—. Quizá los niños deberían dormir aquí, con nosotros, durante un tiempo. Por si acaso.
—Por supuesto que no —respondió Jaginder con determinación—. Quiero estar contigo. Solo contigo.
Maji llegó en ambulancia la semana siguiente. Jaginder estuvo casi una hora discutiendo con el equipo que acompañaba a la enferma sobre el mejor modo de transportarla al interior del bungaló. Por fin, y después de prometer una propina adicional de cinco rupias a cada uno, los empleados la ataron ingeniosamente a una silla y la llevaron a su habitación, sufriendo en los músculos el peso de la descomunal carga que habían aceptado trasladar.
Instalaron a Maji en la cama con su grueso cuerpo de lado sobre un montón de cojines. Le colocaron el brazo derecho junto al costado con el codo flexionado y la mitad derecha de la cara inmóvil. Un pequeño reguero de saliva se acumulaba alrededor de sus labios. Cuando todos se marcharon, Pinky cerró la puerta y se acurrucó contra ella, prácticamente pegando su rostro al de Maji.
Maji movió la mano y logró posarla torpemente en el rostro de la pequeña. Pinky apartó la mirada, incapaz de confesar lo que pensaba en realidad: que Savita había decidido enviarla a un internado. Con encomiable eficiencia, Savita había hecho las llamadas pertinentes, había prometido generosos sobornos y había encontrado una plaza a pesar de que el curso escolar ya había dado comienzo.
Pinky ni siquiera podía pedir a Nimish que intercediera por ella. Su primo apenas estaba en casa. Se saltaba las clases para salir a buscar a Lovely durante el día, recorriendo las callejuelas de Colaba mientras enseñaba a los transeúntes la foto en blanco y negro de la joven que en su día había guardado oculta debajo del gráfico de «El chico ideal». Cuando regresaba a casa ya entrada la noche, agotado y descorazonado, no eran ni Ackerley ni Arnold los autores que buscaba entre su vasta colección de libros, sino los olvidados ejemplares de Rabindranath Tagore y Mulk Raj Anand.
«No sabía qué hacer ni adónde ir», leía del Intocable de Anand a altas horas de la noche. «Parecía haber quedado sofocado por el dolor que veía en sus rostros, por la angustia que provocaban en él los recuerdos de la mañana. Siguió de pie durante un rato donde había caído desde el árbol con el corazón en un puño, como si estuviera cansado y desolado. Entonces, las últimas palabras del discurso del Mahatma parecieron resonar en sus oídos: "Que Dios os dé la fuerza para seguir ganándoos la salvación de vuestra alma hasta el final".»
Entonces, cerrando con suavidad el libro y abandonándose al sueño, Nimish no podía negar que una sola estantería de buena literatura india era para él más valiosa que toda la literatura inglesa.
Juntas y solas, Pinky aspiraba el olor de su abuela, familiar y reconfortante. Durante todos esos años había necesitado el amor de Maji, cobijarse en su fuerte y mágica presencia y recibir las atenciones del amor incondicional de su abuela.
A pesar de que Pinky había puesto todo de su parte por hacerse indispensable, ganándose así un lugar por derecho propio y deseosa de tener su sitio en la casa, el infarto de Maji había dejado al descubierto la verdad sobre su situación; a saber, que era un elemento prescindible, eliminable y en absoluto esencial para la casa, y que el bungaló no era más que un hogar temporal para ella y no un lugar que pudiera considerar como propio. Entre el aterrador abanico de posibilidades que podía provocar que la casaran o que la echaran de la casa, jamás había barajado la de la enfermedad o la muerte de su abuela. Maji era el ancla del bungaló, la higuera de Bengala que crecía sin freno y cuyas raíces se enterraban en el suelo desde sus ramas al tiempo que su denso follaje protegía con su sombra a toda la familia. Pero Pinky entendió que Jaginder y Savita habían esperado, ocultos en la gran sombra de la higuera durante todos esos años, aguardando su oportunidad.
Los ojos de Maji parpadearon, abriéndose y cerrándose, mientras su mano seguía pesadamente posada en la mejilla de Pinky.
Pinky se esforzó por contener la oleada de tristeza que la embargó al pensar en todo lo que había perdido. «De algún modo yo soy la responsable de todo», se dijo, aunque el recuerdo que conservaba del episodio del rapto se había borrado ya de su memoria. Había buscado la amistad del fantasma. Había montado en la motocicleta con Lovely antes de la desaparición de su amiga. Y había sido ella la que había dado agua al fantasma la noche en que Maji había terminado en el hospital.
—Todo es culpa mía —le susurró a su abuela.
Pero Maji no habló y tampoco se movió. Ni siquiera entreabrió un párpado. Exhausta tras el esfuerzo que había supuesto para ella el traslado desde el hospital, se había quedado dormida.
Pinky se levantó y cogió de la cómoda de teca esmaltada la foto de su madre, que no era más que la imagen publicitaria de la actriz Madhubala. Se la acercó al pecho. Sobre la cómoda de teca quedó tan solo una oscuridad de contornos rectangulares. Un vacío.
El bungaló se convirtió en un nubarrón de actividad la mañana siguiente. Cuando Maji despertó y, furiosa, echó a la huesuda malishwallah de su cuarto, Pinky estaba a punto de marcharse. Tras levantarse dolorosamente con la ayuda de Nimish, Maji se dirigió cojeando al salón manteniendo en todo momento extendida la pierna derecha, semiparalizada, y el pie flexionado hacia el suelo, de modo que tenía que rotar la pierna hacia fuera en un asimétrico gesto para poder avanzar. En cuanto estuvo por fin sentada, aunque no en su tarima de costumbre sino en uno de los sofás bajos, cogió el bastón con la mano izquierda y observó taciturna cómo iban llevándose las maletas de Pinky de la habitación hasta la puerta principal.
—Será solo hasta que te pongas bien —le dijo Savita, alzando la voz como si estuviera sorda.
—Pero dijiste que se marchaba para siempre —canturreó Tufan.
Savita le lanzó una mirada asesina.
—Bueno, beti —empezó Jaginder, intentando encontrar algo que decir cuando Pinky por fin entró en la habitación con el pelo recogido en una larga trenza que llevaba elegantemente sujeta a la nuca—. Bueno... —empezó una vez más, acuciado por la amarga sensación de que en cierto modo estaba traicionando a su hermana. Aliviado, se sentó con un vaso de jal jeera, un refrescante brebaje a base de lima, menta y sal de roca.
Gulu entró en ese momento para llevarse las maletas y se quedó helado al ver a Maji en el sofá con su implacable mirada clavada en él.
—No te quedes ahí parado, maldición —ordenó Jaginder, sorbiendo exageradamente—. Terminemos con esto de una vez.
Gulu bajó la cabeza y cogió las maletas con su mano sana, saliendo y entrando del salón con gran pericia.
Kuntal apareció entonces con un vaso de té caliente que acercó a los labios de Maji. Maji negó con la cabeza, apartando el vaso con la mano con tanta violencia que el vaso se deslizó entre los dedos de Kuntal y fue a parar al suelo, donde se hizo añicos.
—Oh pho! —exclamó Savita, reprendiéndola por su torpeza—. Debes ser más cuidadosa con ella a partir de ahora. Ya no puede controlar los músculos.
Kuntal asintió con la cabeza y recogió los cristales del suelo. El olor a cardamomo impregnó el aire.
—Bueno —gruñó de nuevo Jaginder, dirigiéndose esta vez a sus hijos—. Ya podéis despediros.
Pinky recorrió el salón con los ojos mientras sus primos se acercaban a ella, visiblemente incómodos. Tufan le entregó a regañadientes uno de sus tebeos de El llanero solitario, un ejemplar repetido de uno que tenía en su colección. Dheer empezó a balbucear al tiempo que depositaba su chocolate Cadbury favorito en la mano de la pequeña.
Nimish miraba a Pinky con los ojos velados por los cientos de preguntas que albergaba sobre la noche en que Lovely había desaparecido, sabedor en cierto modo de que ella era la única que podía dar alguna pista sobre lo que realmente había ocurrido y lamentando no encontrar la forma de avivar su memoria. Había interrogado a Pinky días antes, pero ella se había limitado a negar con la cabeza. «No recuerdo nada, bhaiya Nimish. Solo que me llevó en su motocicleta. Después de eso, no me acuerdo de nada.» —Si te acuerdas de algo... —dijo él en voz baja con los brazos extrañamente desprovistos de un libro.
Pinky asintió con la cabeza.
—Te escribiré para contártelo. —Dirigió una fugaz mirada a los suaves labios de su primo con la extraña sensación de que podía adivinar su sabor.
Savita se adelantó.
—Siempre puedes venir a vernos durante las vacaciones —sugirió magnánimamente.
Pinky cayó a los pies de Maji y pegó la cara al sari de la anciana, impregnado del olor a té derramado.
—Maji —susurró con la voz ahogada por la emoción al tiempo que un cristal olvidado en el suelo le cortaba la rodilla—. Quiero quedarme. Díselo. Tienen que escucharte.
Maji miró a Pinky con unos ojos tristes y sin vida y las manos inmóviles. Con un descomunal esfuerzo apartó su cuerpo del de Pinky, negándose a darle su bendición.
—Jao —masculló casi inaudiblemente, casi indescifrablemente—. Vete.
Gulu miró por el espejo retrovisor, viendo con una expresión de dolor cómo Pinky apartaba la mirada con el rostro pétreo. Se acordó de pronto del día en que, siendo apenas un enfermizo bebé, la pequeña había llegado a casa de Maji.
A medida que Pinky había ido creciendo, Gulu había mantenido con ella la misma rutina, llevándola a la escuela por la mañana y devolviéndola a casa por la tarde para cenar caliente. Su momento favorito del día había sido cuando la recogía en la escuela y ella subía de un salto al mullido asiento al tiempo que suplicaba: «Cuéntame sobre la vez que robaste una bandada entera de pájaros del mercado de Crawford para dar de comer a tu familia, Gulu», y él volvía una vez más a contarle a la pequeña heroicas historias que mantenían embobada a Pinky y que a él le hacían sentirse como una estrella de cine. Durante esos trayectos de la escuela a casa, ya no era Gulu el obediente chófer, sino Gulu el aguerrido héroe que se enfrentaba a la muerte y a las heridas físicas para cuidar del bienestar de su desamparada familia.
Durante los últimos meses en los que Pinky ya no tenía tiempo para sus historias y se contentaba con darle su cartera en vez de prestarle atención, las historias que hasta entonces habían acudido tan vividamente a labios de Gulu habían ido consumiéndose en su cabeza, y con ellas también las escapadas diarias a un mundo preñado de posibilidades.
—Pinky didi —empezó Gulu vacilante—. ¿Te he contado la historia de cuando rebuscaba en un cubo de basura intentando encontrar trozos de metal para venderlos en Dharavi? Fue durante las inundaciones del monzón y el cólera se extendió por los barrios bajos como un disparo. Hai Ram, mi hermana pequeña, estaba muy enferma, a punto de morir. Mi madre fue al templo con mi hermana en brazos, hecha un amasijo de carne y huesos, y dio nuestras cinco rupias al pujari. Pero sus plegarias fueron en vano. La diosa Lakshmi no se apiadó de nosotros y mi hermana se puso peor, presa de estertores y vomitando constantemente. Yo estaba desesperado por conseguir algo de dinero para comprar sales para rehidratarla. ¿Te he contado...? —guardó silencio, avergonzado ante su intento de enderezar el presente de algún modo y ahuyentar el dolor con una historia ya caduca.
Pinky no reaccionó.
A Gulu se le encogió el corazón.
—¿Está bien Maji? Dicen que ya no habla.
«Claro que habla», pensó Pinky, recordando las crueles palabras con las que su abuela la había despedido —Jao, márchate— mientras se frotaba el corte que tenía en la rodilla donde un círculo de sangre le manchaba ya el salvar.
Gulu ponía todo su empeño en mostrarse consternado. La tragedia de Maji había sido su salvación, su oportunidad para seguir con la familia Mittal, mantener su empleo y seguir como antes sin tener que recurrir a las amenazas de Chinni ni revelar su vergonzoso secreto. ¿Quién sabe lo que habría hecho Jaginder si se lo hubiera contado? Podría haber enviado a Gulu a la cárcel o haber mandado que le dieran una paliza o incluso que le desfiguraran, abandonándolo después a su suerte en la calle.
Se acordó de que había visto cómo detenían al padre de su amigo Hari, que había pasado varios meses en la prisión de Arthur Road. Cuando había salido, el padre había pasado por VT a ver a Hari con las costillas asomándole de un cuerpo macilento y cubierto de espantosos cardenales y purulentas llagas. «No permitas nunca que la bhenchod policía te pille», había advertido a Hari con los ojos desprovistos de vida y el ánimo roto. «Antes, mátate.» «He estado a punto de comportarme como un auténtico idiota», se reprendió Gulu en silencio. «Antes muerto que revelar mi secreto.»
Su mano deforme empezó a palpitar al tiempo que la sangre empujaba contra los delicados puntos. Se estremeció de dolor, llevándosela al sobaco. Aun así, la presión de la sangre no hizo sino aumentar, y el dolor viajó a lo largo de su brazo hasta el pecho. Siguió sorteando el tráfico hasta que de pronto, en un destello tan fugaz que bien podría haberle pasado desapercibido, vio a una joven iluminada por un aura cegadora envuelta en un sari de color rojo carmín que pasaba corriendo por delante del coche. El Ambassador viró, incorporándose al carril contiguo, casi estampándose contra un autobús que circulaba en dirección contraria.
—¡Oh, no! —jadeó Pinky.
—¡Una mujer acaba de cruzar por delante del coche! —gritó Gulu con el corazón latiéndole desenfrenadamente en el pecho al tiempo que entendía que acababa de ver a Avni. El dolor fantasma que sentía en el dedo que ya no tenía era tan intenso que a punto estuvo de desmayarse.
Pinky pegó la cara a la ventanilla, viendo cómo la figura envuelta en el sari destellaba al sol al volver hacia ellos como una tormenta.
La aparición alzó el rostro, dejando que el palloo se deslizara de su cabeza. La nariz de Pinky fue resbalando contra la ventana. «Nunca nos dejará.» Y, de pronto, al ver el rostro de la mujer, se acordó del momento en que había bebido el elixir de coco y de cómo Avni había borboteado en su interior.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gritó Gulu, cambiando de marchas e intentando poner de nuevo el coche en movimiento mientras daba frenéticos volantazos con la mano sana. «¡Está intentando matarnos!» El sudor le bañaba la cara, metiéndosele en los ojos y oscureciéndole la visión—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
—¡No puedes atropellada! —gritó Pinky, pasando al asiento delantero—. Nunca nos dejará, nunca. A menos que...
Gulu apretó el acelerador, conduciendo como si estuvieran en una carrera al infierno.
—¡Cuéntalo, Gulu! ¡Tienes que contarlo para salvarte! —Pinky sabía lo que el chófer intentaba callar, pues ella misma lo había bebido aquella aterradora noche.
Se dio cuenta de que, si escuchaba con atención, aquello seguía allí.
LA MALDICIÓN DEL VAMPIRO
Avni y Gulu habían estado juntos una última vez antes de que él la dejara en la estación del tren el maldito día de la muerte del bebé. Gulu había regresado y la había buscado por los andenes, llamándola. Entonces vio correr hacia él al chiquillo del té, el Loco, con las piernas infectadas de pústulas constantemente cubiertas de pus a pesar del benzoato de bencilo que le cubría la piel.
—Tú, el de allí —le gritó a Gulu—. Ella me envía a buscarte.
—No he venido a buscar a nadie.
—Oh, sí —insistió el muchacho—. Ella sabía que volverías. Te espera.
Receloso, Gulu siguió al chiquillo fuera de la estación hasta el patio desierto donde los vagones de carga se oxidaban sobre los raíles abandonados. Vaciló al subir a uno de los compartimentos vacíos, estudiando atemorizado el desolado paisaje. En sus días de limpiabotas, su amigo Bambarkar había sido brutalmente sodomizado en uno de los trenes de mercancías vacío.
—¿Dónde está?
—Aquí —dijo el muchacho del té con una mano en la cadera y la otra colocando pulcramente la bandeja con los vasos de té en el suelo antes de subir al vagón. Un mar de susurros reverberó en el vagón oscuro y vacío.
—¿Dónde? —gritó Gulu—. ¿Dónde? ¡No puedo verla!
«Aquí», dijo una fantasmagórica voz que sonó dulce y arenosa en la hueca oscuridad.
Gulu tendió la mano y avanzó expectante hacia la voz. Ella salió a su encuentro, rodeándole con sus delgados brazos y pegando a los de él sus labios con olor de cardamomo.
—Déjales —susurró entonces, bajando su mano por el pecho de Gulu y deteniéndose en su cintura. Los pantalones cayeron al suelo—. Déjamelos a mí. —Una boca se cerró alrededor de su tumescencia.
Gulu se retorció y gimió mientras su cuerpo se tensaba, atacado por una aguda alarma.
—Por favor —suplicó—. No puedo marcharme. ¿Adónde iría? ¿Cómo sobreviviría? Por favor...
De pronto ella desapareció, dejándole aferrado a la oscuridad y rascando con los dedos el aire fétido del vagón.
—Ve al cementerio que está junto al mar —le ordenó ella con una voz que sonó de pronto fría y lejana—. Ve a ver a la pequeña. Solo entonces entenderás.
Gulu cayó jadeante al suelo.
—No fui yo la causante de su muerte.
Gulu tendió las manos hacia la voz y cayó contra el lateral metálico del vagón.
—No fue un accidente. Encuentra el amuleto que ataron al cuello del bebé cuando nació. Debía protegerla de los espíritus malignos. Pero no sirvió para protegerla de algo más poderoso. Se le cayó antes de que la enterraran. Encuéntralo. —Sus susurradas órdenes siguieron llegando hasta que se sobrepusieron unas sobre las otras como olas, reverberando distorsionadas contra las paredes del vagón. Gulu se abalanzó insensatamente contra la voz.
De pronto el pequeño vendedor de té chilló y sus sobrenaturales aullidos estallaron en el interior del vagón de mercancías.
—¡Avni! —gritó Gulu.
Se produjo un silencio mortal.
Una mano sudorosa cogió la suya.
—Ven —le apremió el vendedor de té.
—¿Dónele has estado durante todo este rato? —preguntó Gulu. zarandeándole—. ¿Adónde ha ido?
—Debes hacer lo que te pide —respondió el chiquillo, saltando a las vías. Luego, cogió un vaso de té de cardamomo de la bandeja y tomó un sorbo.
—¡Cuéntalo! —dijo Pinky, sacudiendo a Gulu por el hombro mientras él conducía enloquecidamente como si intentara eludir el espíritu de Avni y escapar así del espantoso dolor que le desgarraba la mano, el brazo y el pecho—. Fuiste al cementerio, ¿no es verdad?
—¿Lo sabías? —preguntó él, conteniendo el aliento, mientras el Ambassador avanzaba a toda velocidad.
—¡Desenterraste al bebé!
—¡No, no, no!
—¡Sí que lo hiciste! ¡Sé que lo hiciste!
—¡No puedo! —gritó Gulu con el rostro contraído, resistiéndose a darse por vencido.
El Ambassador iba de un carril a otro entre bocinazos y el estridente chirrido de los frenos.
—¿Es que no te das cuenta? —le suplicó Pinky—. ¡No serás libre hasta que lo hagas! ¡Cuéntalo o te matará! ¡Y también a mí, a todos!
El secreto que Gulu había guardado durante trece años acudió de pronto a sus labios.
—¡Tu última historia! —gritó Pinky al tiempo que la cegadora aura de Avni caía sobre ellos como un ciclón, como una espiral de muerte anunciada—. ¡Cuéntalo! ¡Cuéntalo ahora!
Entonces Pinky cerró los ojos y dejó que la destrucción se abalanzara sobre ella.
Empezó con una canción. No era una canción antigua, sino una canción que contaba una historia antigua. La historia tenía su fin en Lahore, trazando así el fin del círculo en el Punjab, el lugar donde había nacido Pinky, en una tumba que llevaba la inscripción: «Si pudiera contemplar el rostro de mi amada una vez más, daría gracias a Dios hasta el día de la resurrección». La tumba había sido construida por orden de un príncipe enfermo de amor, destinado a convertirse en Jahangir o Conquistador del Mundo. Su amada era una bailarina de tal belleza que había recibido el nombre de Anarkali, la exquisita flor de la granada. El amor entre el príncipe y la bailarina estaba condenado: ella había sido enterrada viva. Pero la historia de su amor pervivía en la pantalla, encarnada en la película Mughal-e-Azam. Gulu cantó un verso de la banda sonora titulado Pyar Kiya To Darma Kya, «Ahora que amo, ¿qué puedo temer?», y lanzó el Ambassador y a sus pasajeros contra la verdad.
Dos cuervos negros se graznaban el uno al otro como inmersos en una riña, posados en el arco de un viejo pipal. El brillo de sus alas era visible bajo un mortecino rayo de luna. El árbol, desprovisto de sus flores rojas y de sus jugosos frutos, se alzaba tras un alto muro sobre el que colgaban sus finas ramas, llamándole. Gulu se detuvo a la entrada del cementerio hindú y se acordó de la triste historia del rey Vikramaditya, que, según decía, había cargado con el cadáver de un vampiro durante seis kilómetros hasta los shamshan, los crematorios situados a la orilla del río, para librarse así de una maldición familiar. Al entrar al shamshan esa tormentosa noche sin luna, el rey fue recibido por la espantosa visión de una manada de lobos con el pelo envuelto en un resplandor azulado y unos osos monstruosos que daban zarpazos a los recién enterrados. Unos espíritus malignos gateaban por el suelo envueltos en rojizas neblinas, enormes serpientes negras siseaban colgadas de las ramas de los árboles y los duendes bailaban sobre las piras encendidas. Shanta-Shil, el aterrador yogui, estaba sentado en mitad de la bacanal, salpicado de sangre y de ceniza e invocando a Kali, la diosa de la Muerte.
La escalofriante historia del rey Vikramaditya heló a Gulu a las puertas de entrada al cementerio. Tomó otro sorbo del daru local del que se había provisto. Como eran raras las ocasiones en que había tomado alcohol desde que había empezado a trabajar para Maji, el brebaje se le subió a la cabeza, fortaleciendo así su determinación. Un escalofrío de pavor le recorrió la columna cuando se deslizó por la puerta abierta al tiempo que recordaba las palabras de Avni: «Mira al bebé. Solo entonces entenderás».
Poseído por el amor o por la locura, y deseando tan solo recuperar a Avni y tenerla a su lado, Gulu dio un paso más, mirando aterrado el suelo impuro que tenía delante de él. El macadán negro cubría la hectárea de terreno amurallado y de las numerosas grietas que surcaban el suelo emergían piedras rotas. Los fluorescentes que normalmente iluminaban la zona se habían apagado con la lluvia, sumiéndolo todo en oscuridad. En el centro del recinto, dos doms, o intocables, deambulaban alrededor de las piras funerarias donde se colocaban los cuerpos, cada uno envuelto en cuatrocientos kilos de madera. El olor de los cuerpos que cremaban ese día, llevados hasta allí por los pesarosos hijos y hermanos de los difuntos, teñía el aire de una imponente tristeza.
Justo al otro lado del pequeño crematorio, al fondo del cementerio, Gulu vio la diminuta zona de tierra blanda donde se enterraba a los bebés y a los niños más pequeños, envueltos en esteras tejidas de bambú. La zona estaba rodeada y casi encapsulada por un seto de árboles cuyas verdes ramas oscurecía la luz de la luna que asomaba entre las nubes. En un intento por convencerse de no hacer lo que estaba a punto de hacer, murmuró un verso del Bhagavad Gita: «Tan a menudo como el corazón enloquece y pierde el control, permítele refrenarse y someterse al gobierno del alma».
Sin embargo, al tiempo que formulaba las palabras, supo que carecía de la fuerza necesaria para actuar en consecuencia. No tardó en reconocerse poseído por un verso más potente y tan antiguo como el tiempo mismo: «Ahora que amo, ¿qué puedo temer?». Se deslizó alrededor de la periferia con la espalda pegada a la pared y los ojos clavados en los dos musculosos doms agachados junto a los crematorios que removían las brasas candentes para cerciorarse de que los restos de los cadáveres ardían por completo. Las ardientes piras de la tarde habían quedado reducidas hacía rato a revoloteantes cenizas y a pequeños fragmentos de huesos que proyectaban parpadeantes diseños de luz sobre los rostros ennegrecidos de los dos hombres. Gulu oyó el susurro de sus conversaciones que llegaba de vez en cuando salpicado por un ataque de tos.
Pasó sigilosamente por delante de los bancos de hormigón donde se sentaban los que acudían a velar a sus muertos antes del crepúsculo para ver arder las piras y dejó atrás la fila de grifos donde se lavaban después la cara y las manos. Esperó, oculto tras los árboles, hasta que los intocables le dieron la espalda. Fue entonces cuando se dirigió apresuradamente a la parte más alejada del recinto con el corazón en un puño. No había allí lápidas ni tampoco ninguna señal que indicara el lugar donde estaban enterrados los bebés. El suelo estaba anegado y resultaba prácticamente imposible distinguir una tumba recién cavada. Cayó de rodillas y empezó a escarbar en el fango con los dedos. Entonces, cuando casi había perdido la esperanza, y con las manos pegajosas y cubiertas de tierra hedionda, sus dedos toparon con un diminuto amuleto de cuentas doradas y negras.
Cuando la azada tocó el suelo, vio temblar el pipal que tenía justo encima. Se quedó helado, convencido de que un fantasma le observaba desde lo alto de una rama. El imponente pipal, también conocido con el nombre de bodhi, bajo el que el príncipe Sidarta había encontrado la iluminación como Buda, se consideraba también hogar de fantasmas, vampiros y espíritus malignos, y sus temblorosas ramas, una clara señal que delataba su presencia. Gulu se acordó entonces de la advertencia del Gran Tío sobre los virikas, tan semejantes a los enanos, con su rojiza piel y sus dientes puntiagudos, que se cernían sobre los que estaban al borde de la muerte sin dejar de farfullar enfebrecidamente. «Los oigo durante toda la noche», había confesado el Gran Tío a su atemorizada cohorte de pequeños limpiabotas antes de su muerte. «Son ellos los que transportan a las almas malditas de una orilla a otra del río Vaitarani para sumirlas en la completa oscuridad.» ¿Estaban los virikas esperando a Gulu en el árbol? Sintió que el terror le erizaba la piel de la nuca al tiempo que una brisa salada procedente del mar de Arabia barría el recinto amurallado y le lamía el sudor de la espalda como la lengua ensangrentada de la mismísima diosa Kali.
Cayó una vez más de rodillas mientras le envolvía una cacofonía de ululatos y de aullidos. El trueno rugió en el cielo y los perros callejeros gruñían y se mordían al otro lado del muro. Supo entonces que Kali, que moraba en los recintos crematorios rodeada de una horda de chacales hembras, le observaba a la espera de matarle y alimentarse de su sangre. Los intocables interrumpieron su conversación para mirar hacia donde él estaba. Gulu se detuvo en seco, aterrado. Entonces, la imagen de Avni le llenó el pecho con un palpitante calor y el azadón volvió a clavarse en el suelo.
Pensó en su padre, un simple porteador que una noche de invierno había sido víctima del ataque de un fantasma mumiai, un ser invisible que le agarró por detrás con sus largos y esqueléticos dedos, clavándole las retorcidas uñas en las costillas. Le habían encontrado muerto la mañana siguiente en el cruce de Churchgate Street con Esplanade Road, con la cabeza hundida en Flora Fountain y el torso desgarrado como si hubiera sido víctima de un depredador del más allá.
La mano de Gulu se cerró sobre algo rasposo. A pesar de la oscuridad reinante reconoció la textura entretejida de la estera de bambú que envolvía el cuerpo de un bebé. El olor a punto estuvo de derribarle de espaldas en cuanto retiró la estera y sostuvo en sus brazos el diminuto bulto. Entonces, con las lágrimas surcándole las mejillas, sus temblorosos dedos desplegaron el cobertor de algodón khadi y lo dejaron caer al suelo.
El bebé seguía siendo hermoso. Una densa mata de pelo le cubría la cabeza y las largas y negras pestañas le cruzaban, ondulantes, las mejillas. Tenía los puños firmemente cerrados y el descompuesto botón del cordón umbilical le asomaba del ombligo. «¿Qué es lo que he hecho? ¡Oh, Dios, qué he hecho!» Y entonces, acordándose de la orden que le había dado Avni, apretó los dientes y separó las agarrotadas piernecillas de la pequeña.
—¡Oh, Dios, no!
Soltó al bebé y cayó de espaldas, conmocionado. De pronto había entendido por qué Avni había tenido que marcharse.
Y también por qué él tenía que quedarse.
Y es que, a pesar de la tímida promesa de amor que había visto en ella, Gulu jamás lograría limpiar el nombre de Avni. Supo entonces que ni siquiera en su lecho de muerte revelaría que la adorada pequeña, el gorrioncillo de la familia, era un hijra, ni totalmente hembra ni tampoco del todo varón, sino un ser que navegaba entre las dos aguas y que no tenía ni su lugar ni un futuro en el seno del bungaló de los Mittal.
Gulu lloró, oculto en el tembloroso seto de pipales al tiempo que las lágrimas surcaban sus mejillas hasta caer sobre el cuerpo expuesto de la pequeña, violada en vida, violada en muerte. Cargaría para siempre con ese peso, con esa velada historia, ese drama digno de una película en la que él se había convertido en protagonista..., aunque no con un halo de gloria, como había soñado, sino con un manto de desgracia.
Avni había dicho la verdad. La muerte de la pequeña no había sido un accidente.
Sentada con los ojos cerrados en el bamboleante Ambassador, Pinky fue testigo del último destello de verdad. Poseída de una determinación propia del todopoderoso Shiva y de un amor comparable al de su divina consorte, Maji había puesto su mano sobre el rostro de la pequeña, hundiéndola en el agua hasta ahogarla. Luego, en cuanto el cosmos había recuperado su vergonzoso orden, había continuado con sus rondas matinales en dirección al salón, el corazón destrozado del bungaló.
UN SACRIFICIO ABRASADOR
En cuanto abrió los ojos, Pinky se dio cuenta de que estaba sentada en un tren con el bolso firmemente agarrado entre los brazos. Lo había sabido desde el principio: «Saboreé esta verdad y la llevé desde siempre conmigo. Y luché por conservarla allí».
En algún recóndito rincón de la impenetrable confusión y perplejidad que la embargaba hacia su abuela por lo que había hecho, sentía también compasión. Se levantó.
—No. No me marcharé.
—Pero... pero... pero ellos no te quieren —respondió nervioso Gulu desde el otro lado de la ventanilla.
Las ruedas del tren empezaron a rechinar. El tren emprendía la marcha.
—¡Esta es mi casa! —gritó Pinky. Siempre había confiado en que Maji defendería su lugar en el bungaló. Supo de pronto que había llegado el momento de reclamarlo.
El tren había empezado a moverse. Pinky asomó la cabeza por la ventanilla y corrió hasta la portezuela abierta del vagón, desde donde arrojó las maletas al andén.
—¡Se enfadarán conmigo! —gritó Gulu, cogiendo al vuelo el equipaje de la pequeña—. ¡Tienes que marcharte!
—¡Tengo que quedarme!
Y entonces, justo cuando las ruedas oxidadas se deslizaban ya sobre las vías de hierro, saltó.
El tren se disolvió en un febril halo de bamboleante metal.
Cuando se hizo el silencio, Pinky pudo oír los acelerados latidos de su corazón. «Oh, Dios, ¿qué es lo que he hecho? ¿Cómo podré volver a subir los escalones que llevan a la galería? ¿Qué dirán Nimish y Dheer cuando me vean? ¿Y Maji? ¡Maji!»
Gulu recogió las maletas esparcidas por el andén sin dejar de mirar a Pinky con unos ojos abiertos como platos que no ocultaban su perplejidad.
Pinky intentó dar un paso, pero fue incapaz de moverse. El suspiro final del fantasma le llenó de pronto los oídos: «Escúchame».
Se le llenaron los ojos de lágrimas y lloró entonces por el bebé que había nacido hijra. Había visto a hijras antes, las mismas figuras sombrías que habían descendido hasta el Empress Café, ofensas para el orden natural de las cosas. Independientemente de su casta, compartían el destino de los descastados, condenados de por vida a ver negada su humanidad.
Un profundo y tembloroso suspiro le colmó el pecho cuando aceptó su parte en la desgraciada crónica del ahogamiento de la pequeña.
Y es que también ella se había negado a ver la verdad, volviendo la espalda a la posibilidad. Había sucumbido al seductor señuelo de la aceptación.
Con cuidado, cogió la foto de su madre que había sacado de una revista y que llevaba sujeta al extremo de la dupatta.
Y entonces, secándose las lágrimas, alzó la barbilla. —A casa, Gulu. Llévame a casa.
EPÍLOGO
Todas las mañanas, Pinky se despertaba temprano y ayudaba a su abuela a caminar por el bungaló hasta dar cinco, o incluso diez rondas hasta que Maji insistía en retirarse a la habitación del puja para rezar allí sus plegarias. Con el tiempo, Maji había recuperado las fuerzas e incluso había podido volver a hablar, pero jamás intentó recuperar su lugar como cabeza de la familia. En vez de eso, había decidido pasar la mayor parte de sus días en la oscuridad de su habitación o en la habitación del puja, lejos del palpitante centro del bungaló. Savita había ordenado desmontar la ornamentada tarima de Maji y la había retirado del salón, optando por recibir a las visitas que frecuentaban el bungaló recostada en un diván dorado importado de Europa profusamente tapizado.
De vez en cuando, Vimla Lawate visitaba a Maji, utilizando la puerta de entrada como una visita de rigor en vez del pasadizo privado del jardín que, sumido en el abandono, no había tardado en sucumbir a la densa maleza y a las caracoleantes trepadoras que lo habían dejado inutilizado. Las dos mujeres, rotas por la tragedia, no hablaban ya como antaño. El esfuerzo era demasiado para Maji. Y Vimla simplemente ya no tenía nada más que decir. Se limitaban a ofrecerse el silencioso consuelo de su mutua presencia antes de tomar el té, dejando tan solo una pequeña sombra de azúcar en el fondo de sus tazas de porcelana.
Pinky siguió haciéndose cargo de su abuela prácticamente como lo había hecho durante toda su vida: escribiendo cartas, cuidando de la habitación del puja y dando órdenes al servicio. Sin embargo, tácitamente se convirtió en mucho más que eso. A su regreso al bungaló aquel aciago día, decidida a labrarse su propio destino, por fin había reclamado su lugar en el hogar de los Mittal. Durante los días y noches que siguieron a su llegada, no dejó en ningún momento de preguntarse cómo las manos dadoras de vida de Maji, las mismas que tanto consuelo y amor le habían dado, podían también haber infligido tanto sufrimiento a su alrededor.
El inspector Pascal nunca resolvió el caso de la desaparición de Lovely Lawate y desde entonces se vio atormentado a diario por aquel su único y estrepitoso fracaso. En una ocasión le pareció verla caminando por Colaba Causeway en plena noche y detenerse delante de Sweetie Fashions como si acabara de acordarse de algo.
—¡Señorita Lawate! —la había llamado, corriendo hacia ella—. ¡Señorita Lovely Lawate!
Antes de que pudiera cruzar la calle, sin embargo, ella había desaparecido. En las semanas siguientes, recibió varios informes de colegas de Madras y de Pondicherry que aseguraban haberla visto también en la costa.
Y quizá así fue, pues Lovely había recibido un inesperado don de manos de Avni esa aterradora noche en el mar de Arabia en el mismo instante en que había desaparecido bajo sus gélidas y profundas aguas: el poder de hacerse con las riendas de su propio destino. Las de su libertad.
Debido a que Lovely nunca apareció, los periódicos se habían limitado a escribir que había desaparecido en misteriosas circunstancias, de modo que pasó a engrosar las páginas de la historia de la ciudad, perpetuando así la insinuación de que había huido con Inesh, el dueño de una Triumph de 500 cc de color rojo rubí, cuya desaparición había sido denunciada la misma noche de la huida de Lovely. Inesh recibió toda suerte de intimidaciones y reprimendas hasta que por fin fue puesto en libertad previo pago de una desorbitada suma por parte de sus desesperados padres, y no volvió a reunirse jamás con su motocicleta.
Harshal Lawate creía que su hermana había huido para mortificarle, para aplastarle en su obsesión. Despilfarró sin éxito buena parte de la fortuna familiar en un detective privado que invertía sus honorarios en las costosas furcias de Kamathipura, donde, justo en el mismo callejón, una prostituta ya entrada en años se había quitado la vida después de haber matado a su hijo adolescente y al tío del muchacho con un cuchillo rampurí de veinte centímetros de hoja.
Por fin, tras meses de búsqueda y un abrupto recorte en su generosa asignación, el detective entregó a Harshal una carpeta con sus averiguaciones. En su detallado informe, citaba el Manu Sutras —las primeras Leyes del Hombre—, culpando de la desaparición de Lovely a la quinta fórmula del matrimonio llamada el isachavivaha. «En la citada fórmula», escribió, «el amante atrae a una muchacha con la ayuda de talismanes y de magia negra, y se casa con ella sin el consentimiento de sus padres. Según mi opinión, quienquiera que la engañara, llevándosela con él esa terrible noche, no fue sino el mismísimo diablo».
El informe fue pasto de las llamas, más por una cuestión de temor que de rabia. A fin de cuentas, Harshal seguía sufriendo de una invisible herida que anidaba en lo más profundo de sus entrañas, infligida por Lovely la noche en que la había violado. Tan solo la había penetrado una vez, una sola. Luego, Lovely se había incorporado inexplicablemente delante de él, le había tumbado boca abajo y le había desgarrado por detrás. Y fue así como, aunque jamás llegó a saberlo, pudo sentir la arremetida interna, la piel al desagarrarse, la inimaginable violación. Empezó a sangrar por el recto y desde entonces no había dejado de sufrir con cada movimiento de sus intestinos. «Sí», pensó aterrado, «algo la había poseído. Algo totalmente maligno».
Vimla pasó largas tardes dedicada a reorganizar meticulosamente la bolsa de color cereza donde guardaba las propuestas de matrimonio de Lovely, llevando buena cuenta de qué pretendientes habían sido cazados y cuáles seguían aún disponibles. Un mes tras otro, el número de solteros elegibles menguaba y con ellos también la esperanza de que su hija regresara algún día. En algún rincón de su corazón creía que Lovely seguía con vida, y lo creía así porque había descubierto que las doradas piezas de la dote que había estado reservando para la boda de su hija habían desaparecido. Solo Lovely sabía dónde las ocultaba. Y esa certeza, la noción de que en cierto modo su desaparición había sido voluntaria, era la parte más dolorosa de todas.
Ordenó arrancar el tamarindo, cortarlo a trozos y llevárselo del jardín previo pago de dos resplandecientes saris. En su lugar se plantó un mango que jamás creció, la misma suerte que corrieron la margosa y las guayabas. Finalmente, el terreno cayó en el abandono, convertido en un sorprendente círculo de malas hierbas incrustado en el suculento paraíso verde de Malabar Hill.
La dupatta dorada de Lovely que Jaginder había conseguido de manos del inspector Pascal se guardó y quedó olvidada en uno de los aparadores de acero de Maji. Allí siguió hasta que Nimish se trasladó a la habitación de Maji cuando se casó con Juhi Khandelwal. Una fresca y languideciente mañana de invierno, mientras Juhi abría los armarios de chinoiserie de Maji para sustituir los apolillados saris blancos de viuda por sus vibrantes prendas de recién casada, encontró la dupatta delicadamente bordada con pétalos esmeraldas e impregnada de un extraño olor a mar. Sintió la dupatta extraña al tacto, pesada, como si hubiera contenido algo vital en el entramado de su tejido.
—Qué extraño, nah? —dijo Juhi, tendiéndole la dupatta a Nimish, que en ese momento leía un texto de Cita con el destino de Jawaharlal Nehru.
—«Llega un momento, que se da raras veces en la historia» —leyó Nimish, parafraseando parte del histórico discurso—, «en el que el alma de una nación, largamente reprimida, encuentra su expresión».
Juhi buscó el rostro de su esposo en el espejo del tocador que formaba parte de su ajuar, una pesada pieza de madera de teca con cómodas y cabezal a juego.
—Estaba doblado entre los saris de Maji —insistió, sacudiendo la dupatta ante él con determinación—. ¿Era suya?
Nimish percibió el destello metálico en el pequeño espejo ovalado que tenía delante, el millón de pétalos como gemas flotando en un mar de oro y un pajarillo ahogándose en sus profundidades. Un dolor espantoso le aferró el pecho, clavándosele en el corazón como un cuchillo en cuanto el recuerdo cayó sobre él: Lovely de pie bajo el tamarindo, la misma dupatta cayendo sobre su piel broncínea, los generosos senos, la frente satinada que había tocado con la suya.
—No lo sé —respondió. El libro cayó de sus manos al suelo—. Debe de haber sido de Maji.
Pero cuando habló, Juhi percibió el infantil sonrojo de sus mejillas, el mismo que le había abrumado durante las primeras noches que habían pasado como marido y mujer. Clavando en él sus ojos esmeraldas se apresuró a dejar la dupatta en un montón con el resto de los viejos saris de Maji, con una punzada de incertidumbre.
—Le he pedido a Kuntal que se los lleve porque a Maji ya no le caben —dijo, atando el montón de prendas y saliendo sin más preámbulos de la habitación.
Nimish se sentó en la cama y clavó los ojos en el montón de ropa, resistiéndose a la tentación de recuperar aquel resto de un pasado perdido y, durante un instante, acercárselo a la mejilla. Tras el paso de numerosos meses sumido en la desesperación sin la menor señal de Lovely, su madre había concertado en secreto un encuentro con Juhi y con la familia de la joven. Sentado delante de ella en el restaurante, con las mejillas encendidas de rabia, Nimish se sabía atrapado, pues en cuanto un muchacho se encuentra cara a cara con una chica se consideran prácticamente prometidos. En su papel de novio potencial, estaba en su derecho a negarse, pero rechazar a la chica daría al traste con su reputación y Nimish no podía permitirse ser motivo de semejante humillación. Savita sabía de antemano que su hijo mayor antepondría el honor de la chica a sus propios deseos y lo había utilizado contra él. De modo que el matrimonio se celebró. En lo más profundo de su ser, Nimish luchaba por olvidar el pasado por el bien de su propio futuro y por el de su nueva esposa, a la que adoraba sinceramente. Aun así, en la oscuridad de la noche, cuando hacían el amor, era el rostro de Lovely el que veía. Siempre el de Lovely.
Reprimió el abrumador impulso que le empujaba a desatar el nudo del bulto a fin de dejar atrás el instante vivido bajo el tamarindo, un recuerdo tan precioso, tan intensamente divino, que a veces dudaba de que hubiera ocurrido realmente.
—Juhi —llamó por fin a su esposa con una voz ahogada, levantándose mientras se secaba las lágrimas de los ojos—. Juhi, tengo que ir a la universidad.
Entonces, tras acariciar con extrema ternura el montón de saris como si fueran la sedosa mejilla de Lovely, dio media vuelta y salió de la habitación.
—Nimi —le llamó Savita. Estaba regiamente sentada a la mesa del comedor junto a una bandeja de pasteles dorados—. Ven a desayunar.
—Te he preparado el té como a ti te gusta —añadió desmayadamente Juhi, tendiéndole una taza.
Nimish negó con la cabeza a las dos mujeres y salió del bungaló después de pedir a Gulu que le llevara a la estación del tranvía de Dhobi Talao, desde donde, si iba hasta King's Circle y volvía también en tranvía, disponía de más de dos horas de lectura ininterrumpida.
Savita lanzó a Juhi una mirada colérica en un intento por ocultar la tristeza que le anidaba en el pecho. En los meses siguientes a su boda, Nimish se había apartado de su madre y el amor que le profesaba se había visto ostensiblemente menguado a pesar de que sus obligaciones filiales jamás flaquearon. La distancia que había impuesto entre su madre y él era un claro recordatorio de que, aunque ella había conseguido el bungaló, había perdido algo más precioso.
Jaginder por fin aceptó su parte en la muerte del bebé. Maji había acudido a él el día en que había nacido la pequeña, mostrándole la verdad que escondía su ser. Sin embargo, Jaginder se había negado a creer que semejante deformidad pudiera haber sido engendrada por él.
«¿Que podemos hacer?», había preguntado al tiempo que todos los sueños que había albergado acerca de su hija se disipaban de un plumazo. No habría boda, ni dote, ni nietos, ni siquiera una vida legítima.
«Los hijras se la llevarán», había dicho Maji. «Solo podremos ocultarla hasta entonces. Y la ley no les impide actuar.»
«¡No!», se había atragantado él. «Será mejor que no viva.» Los ojos de madre e hijo se habían encontrado, llenando el espacio que les separaba de una tristeza y de una impotencia infinitas. Maji se había llevado al bebé al pecho y había aspirado el dulce y lechoso aroma de su piel. No alcanzaba a ver ninguna posibilidad, ninguna luz.
Había pensado de pronto en su amiga de la infancia que había enviudado.
«Esta pequeña no conocerá jamás semejante sufrimiento ni la implacable crueldad del mundo», había dicho, a la espera de recibir el consentimiento de Jaginder.
La angustia había caído sobre él.
Había tenido que salvar a su pequeña de un destino peor que la muerte.
Había asentido.
La dupatta dorada viajó con los viejos visos de Maji, saliendo del bungaló y de sus vidas. La sedosa encarnación de la historia de Lovely, el ondulante rectángulo de tela que contenía los mancillados recuerdos de una muchacha amada era demasiada amenaza para el frágil corazón de Juhi y demasiado doloroso para el corazón roto de Nimish.
Así que desapareció.
Junto con un millón de historias más que atormentan la ciudad de Bombay en las profundidades de sus más oscuras y desnudas entrañas.
Parvati dio a luz en marzo, el mes durante el cual el reconfortante invierno de Bombay se rendía del todo al pujante calor del verano. De su cuerpo, testimonio físico de los estragos provocados por la historia —el colonialismo, la hambruna, la orfandad, la violación y la servidumbre—, emergió un bebé, una niña con una espesa mata de pelo y la piel de color café como la suya. Parvati la llamó Asha, que significa «esperanza».
En sus primeros días de vida la pequeña lloraba sin cesar mientras dormía con su carita contraída por el dolor y sus ojos incapaces aún de producir lágrimas.
Savita envió a Gulu a buscar la célebre agua anticólicos Woodward.
—Está reviviendo su pasado —dijo Parvati, consolando así a un Kanj de rostro ceniciento que había montado guardia con una cacerola de agua hervida con hinojo, idónea para aliviar los gases de estómago—. Dejémosla que se despida y que llegue a nosotros libre de cargas.
Dicho esto, metió una llave de hierro bajo el colchón de la pequeña para ayudarla a dar los últimos pasos que habrían de llevarla a su vida actual, cerrando por fin la puerta a los sufrimientos de su vida pasada.
Milagrosamente, el bebé se calmó cuatro días más tarde y empezó a mamar feliz de los pechos de Parvati y a disfrutar de un sueño profundo y tranquilo. A veces, Kuntal la llevaba al salón y la dejaba encima de una manta mientras ella limpiaba. Asha miraba la habitación como si le resultara extrañamente familiar.
Sin embargo, el bebé se negaba a acercarse a Maji y se ponía a chillar en cuanto la aproximaban a ella.
—Le asusta el olor de los ancianos —conjeturó Kuntal.
—De la enfermedad —la corrigió el cocinero Kanj.
—De la muerte —concluyó Parvati.
El bebé fantasma no regresó al bungaló. A veces Pinky lo llamaba en el cuarto de baño del pasillo, rezando para que su atormentada alma por fin hubiera encontrado paz.
Sin embargo, ese primer monzón, cuando el delicioso verano ronroneaba aletargado, Parvati lo vio.
Y Pinky también.
Durante un instante fugaz y casi imperceptible, cuando las densas nubes cedieron su celestial morada a la grácil luz de la luna, y la sombra azulada de un mar de nuevos comienzos tiñó el cielo, el cabello de la pequeña Asha desprendió un destello plateado.
GLOSARIO
ACCHA: de acuerdo
ACHHA?: ¿de acuerdo?
ADDA taberna
AIIEE: (exclamación)
AJWAIN: semilla de apio
ALOO TIKKIS: pastelillos fritos de patata
ANNA: 1/16 de rupia
ARRÉ: ¡oye!
ASHRAM: retiro o comunidad espiritual o religiosa
ATTA: harina integral de trigo
ATTAR: perfume
AUNTIE-KA-ADDA: taberna propiedad de una solterona (o propietaria)
AYAH: aya
BAJJI: cebollas fritas y rebozadas en harina de garbanzos
BANDHANI: un tipo de tejido que ha sido teñido con la técnica del «tye-die» o «anudado» (en el que se enrolla la tela antes de sumergirla en el tinte para conseguir distintas aguas)
BANDOOKWALLAH: vendedor de armas
BAS: ¡basta!
BATHUEE: chaleco
BEDAGI: pimiento rojo
BESAN BURFI: pastelillos de harina de garbanzos
BESHARAM: ¡desvergonzado/a!
BETA: hijo
BETI: hija
BHABHI: esposa del hermano mayor
BHAI: hermano mayor
BHAIYA: hermano mayor
BHANGI: barrendero perteneciente a la casta de los intocables.
BHELPURI: tentempié a base de arroz inflado, hierbas aromáticas y chutney
BHENCHOD: jodido/maldito
BHOOT-FHOOT: fantasma (desdeñosamente)
BIDI: cigarrillo barato elaborado con una hoja natural
BINDI: adorno que las mujeres ostentan sobre la frente
BRINJAL: berenjena
BRUN MASKA: panecillo con mantequilla
BURFI: espuma dulce elaborada con leche, nueces o harina
CHAIWALLAH: vendedor de té
CHAIWALLAH BULAO: llama al vendedor de té
CHAKKAS: término empleado para hacer referencia a los hombres afeminados
CHALO: ¡vamos!
CHANNA: garbanzos
CHANTAS: bofetadas
CHARPOY: cuna de estructura de madera con mosquitera de hilo de yute
CHALTA HAI: son cosas que pasan
CHATAI: alfombrillas de bambú
CHAWAL: arroz
CHAWL: barriadas marginales
CHEE: ¡puaj!
CHEVDA: tentempié frito y especiado
CHIKKI: crocante pegajoso y dulce elaborado a base de semillas o nueces
CHIKOO: pequeño fruto rojo con semillas negras
CHOLAY: garbanzos con curri
CHOLI: blusa ajustada
CHUP KAR: ¡silencio!
COUNTRY-BANDI: alcohol elaborado en las barriadas y en las aldeas
DAL: lentejas
DARJEE: sastre/modisto
DARU: alcohol
DARU-BANDI: alcohol elaborado por el Estado
DARWAZA: puerta
DEKKO: ¡mira!
DESHUM-DESHUM: (sonido que hacen dos personas cuando se pelean)
DHOBIWALLAH: lavandero/a
DHOBI: lavandero/a
DHOTI: prenda de algodón que llevan los hombres sujeta a la cintura
DI: hermana mayor
DIDI: hermana mayor
DIYA: linterna de arcilla
DOCTOR SA'AB: médico
DUPATTA: pañuelo que las mujeres llevan al cuello
FALSAY: clase de baya ácida que se encuentra en el norte de la India
FERENGI: extranjero
FILMI: como en las películas
GADDHAS: colchones
GHATS: las orillas del río
GHEE: mantequilla rebajada
GIA: clase de calabaza
GODOWN: almacén de mercancías
GOONDA: matón, gánster
GORA: blanco
HA: (exclamación)
HAFTA: soborno a cambio de protección
HAHN: sí
HAHN-JI: sí (respetuoso)
HAI: ¡oh!, ¡oh, Dios!
HAI RAM: ¡oh, Dios!
HANDI: linterna
HATAO: alto
HAWA-KHANEKA HAI: salgamos a tomar un poco de aire
HAWAN: fuego sagrado destinado a la oración
HOOKAH: larga tubería de agua
IDLI-SAMBAR: pequeño pastel de lentejas cocinado al vapor acompañado de una especiada sopa de lentejas
IMLI: tamarindo
JADOO TONA: magia negra
JALEBI: un dulce de color naranja muy semejante al pretzel impregnado de sirope pegajoso
JAO: ¡vamos!
KAJAL: una pasta negra que se aplica a los ojos con fines medicinales
KALIA: negro
KEMOSABE: amigo
KARELA SABZI: cundeamor chino hervido
KAUN HAI: ¿quién es?
KHARI: galleta salada
KHICHIDIS: plato de arroz y de lentejas hervidas
KHOLI: hueco debajo de una escalera
KHUSTIWALLAH: luchador
KOYTA: cuchillo con la hoja en forma de hoz
KULLARHS: tazas de barro
KUND: recipiente que se utiliza para el fuego sagrado
KURTA: indumentaria de algodón utilizada por los hombres
KYA HO GAYA?: ¿va todo bien?
KYA HUA?: ¿qué ha ocurrido?
KYU?: ¿por qué?
LAATI: porra de madera utilizada por la policía
LADDOO: bola redonda y dulce
LAKH: cien mil
LASSI: bebida acuosa a base de yogur
LATHI: porra utilizada por la policía
LINGAM: una representación alargada del poder de Dios. Pene
LOTA: recipiente de cobre, bronce o acero utilizado para el baño
LUNGI: tela de algodón anudada a la cintura utilizada por los hombres
MALIMIWALLAH: masajista (f.)
MALU: clase de hoja
MIRCHEE: especial, especiado/a
MITHAI: dulces
MOONG DAL: lentejas verdes
MUTTEES: galletas fritas y saladas
NAH: ¿de acuerdo?
NALA: cordón empleado para atar la ropa a la cintura
NAMASTE: hola
NAUSAGAR: levadura
NIMBU-PANI: infusión de lima con sal
OH HO: (exclamación)
OH PHO: (exclamación)
OI: ¡oye!
OKRA: tipo de verdura también conocida como «dedo de dama»
OM TRYAMBAKAM YAJAAMAHE: (verso de una plegaria en sánscrito)
OTI: cocina
PAAN: hoja de betel rellena de nuez de areca y de pasta de lima remojada
PAANWALLAH: vendedor/a de paan
PADI-LIKHI: instruido/a
PAGAL: loco/a
PAKWAANS: tortita crujiente de harina
PALLOO: la punta suelta del sari que normalmente se coloca sobre el hombro
PANAVTI: mala suerte
PANEER: queso
PANI-HATAO: eliminar agua
PAPAD: galleta fina de lentejas
PARATHAS: pan fino relleno de patata y vegetales
PATAO: buscarse una chica
PUJA: oración, plegaria
PUNKAH: ventilador
PURIS: pan frito e inflado
RADDIWALLAH: chatarrero
RAJAI: edredón
RANGS: colores
RANI: reina
ROTI: pan fino elaborado a base de harina de trigo integral
SAB KUCH: todo
SAHIB PUKKA: un auténtico caballero
SADHU: mendicante religioso
SAHIB: señor, jefe
SAHIB-JI: señor, jefe (respetuosamente)
SALVAR KAMEEZ: atuendo utilizado por las mujeres/niñas que consta de una larga túnica y pantalones anchos
SAMAGRI: mezcla de flores secas y de especias empleada para alimentar el fuego sagrado
SAMITI: comité
SAMOSAS: pastel frito relleno de especias y patata
SHAMIANA: altar
SHLOKA: verso sagrado
SINDOOR: polvo rojo
SING-DANA: cacahuetes tostados y salados
SOO-SOO: orina o el término con el que los niños designan los órganos sexuales masculinos y femeninos
STACCATOS: breve, abrupto
SUCHH BOLO: decir la verdad
SUGANDHIM PUSHTI VARDHAMAM: (parte de una plegaria sánscrita)
SUNNO: ¡escucha!
SUPARI: nuez de areca
TAMASHA HAI: locura, caos
TANTRIK KO BULAO: llamad al tántrico
THALI: plato
THEEK-THAK: de acuerdo
TILAK: un largo vehículo
TIKKONA: prenda de algodón sujeta a la cintura utilizada por los pescadores
TONGA: carro tirado por un caballo
TOPI: sombrero
TUM THEEK HO?: ¿estás bien?
URAD: un tipo de lenteja blanca
USKO BULAO: llámale
UTHO: ¡levántate!
VECHI NAKH: ¡véndelo!
WAH: ¡caramba!
WASS: (expresión carente de significado. Los indios se caracterizan porque sienten especial predilección por añadir rimas disparatadas a algunas de sus palabras, como es el caso de bhoot-fhoot. «Bboot» significa «fantasma», «fhoot» no es más que una simple palabra que rima con ella)
YAAR: amigo/a
YEH, KYA HAI?: ¿qué es esto?
ZOPADPATTI: puñado de chabolas, barriada
AGRADECIMIENTOS
Quisiera dar gracias a todos aquellos que llegaron a mi vida durante este viaje para compartir conmigo sus conocimientos, facilitarme un detalle preciso o ayudarme a lo largo del camino. Desearía especialmente dar las gracias a:
Satti Khanna y Miriam Cooke de la Universidad Duke por desvelarme la belleza de la literatura.
Los ponentes y jueces del First Words Literary Prize de 2003 para Escritores del Sureste Asiático por reconocer el potencial de mi manuscrito en sus primeras etapas de escritura.
Sailing Michael, Heather Onori, Rajshree Patel, Kim Pentecost y Lawrence Taw por compartir conmigo su sabiduría y ayudarme a emprender el formidable viaje hacia la salud.
Ghalib Dhalla —Aimee Liu, mi camarada de escritura durante muchos años—, mentora y amiga, y Tonia Wallander.
Mis amigas, por apoyarme de mil maneras y por celebrar los grandes logros conmigo.
Mi familia de la India, por compartir conmigo sus historias, sobre todo las de la Partición, y su generoso afecto.
Kim Witherspoon y todos los miembros de Inkwell por ayudarme a hacer que mi libro diera sus frutos, sobre todo Alexis Hurley, por su dedicación y determinación.
Laura Hruska, por su afecto y por su ejemplo, y mi comunidad de Soho Press, incluida Sarah Reidy, por el entusiasmo demostrado en el lanzamiento de mi libro.
Mis hermanas, Ajay y Sonal, y sus familias, por su apoyo incondicional.
Vinod Agarwal, mi tío y compañero escritor, por sus aleccionadoras cartas que llegaron hasta mí como traídas por las alas de un ángel, proporcionándome así la mirada de un lugareño del Bombay de los años 60.
Mamá y Papá, por guiarme siempre con amor, confiándome sus recuerdos y dándome su bendición para que siguiera los dictados de mi corazón.
James y nuestras hijas, por iluminar mi vida con su amor y por creer en mí durante estos largos años de escritura.
Durante el proceso que llevó la escritura de este libro he consultado varios textos teóricos, históricos y de referencia junto con entrevistas, antiguas guías coloniales y cartas. En vez de hacer una extensa bibliografía, me gustaría mencionar a las personas siguientes y a su obra, pues han sido recursos especialmente valiosos: Imagined Communities de Benedict Anderson, la película Mughal-e-Azam de K. Asif, Apna Street de Julian Crandall Hollick, Vikram and the Vampire de sir Richard Francis Burton, The Nation and its Fragments de Partha Chatterjee, The Divine and The Demonic de Graham Dwyer, City Map of Mumbai de Eicher, The Invisibles de Zia Jaffrey, el conocimiento sobre los Vedas de Sashi Prabu Joshi, Falkland Road de Mary Ellen Mark, The Intímate Enemy de Ashis Nandy, Bullet For Bullet de Julio Ribeiro, Rediscovering Dharavi de Kalpana Sharma, City of Gold y The Traveller's Literary Companion to the Indian Subcontinent de Gillian Tindall.