
Robert Weinberg
Aliados impíos
PRÓLOGO
Los límites que dividen la Vida y la Muerte
Son, como poco, vagos y misteriosos.
«El Entierro Prematuro», Edgar Allan Poe
Tel-Aviv, Israel: 20 de marzo de 1994.
Elisha estaba sentado, inquieto, en el salón de la casa de su mentor. Hacía mucho que había abandonado sus estudios, incapaz de concentrarse en las palabras escritas sobre las páginas del grimorio. Aunque comprendía la importancia de la paciencia, era una virtud que aún no había logrado conquistar. Quería saber qué se estaba discutiendo en la sala trasera, y no dejaba de preguntarse cómo se había visto involucrado.
La conferencia en el estudio había comenzado hacía casi tres horas, cuando ninguna de las reuniones anteriores había superado los sesenta minutos. Fuera lo que fuera lo que su maestro y sus amigos estuvieran debatiendo, se trataba de algo importante. Elisha estaba preocupado, ya que sabía que solo se convocaban estas conferencias cuando algo terrible estaba a punto de suceder.
Los asistentes siempre eran los mismos: tres hombres, incluyendo a su maestro, y una mujer. Todos tenían un aspecto bastante normal, de mediana edad, los hombres con espesas barbas y la mujer con una larga melena que le llegaba a la espalda. Sus ropas eran sencillas y no destacaban. Ninguno conducía. Siempre llegaban andando y partían del mismo modo, como si vivieran en el vecindario. Sin embargo, su acento y el estilo de sus ropas señalaban que en realidad llegaban de muy, muy lejos. A veces alguno de ellos desaparecía antes de que la reunión terminara, aunque la puerta trasera no llegara a abrirse.
Si no hubiera sido por sus ojos hubiera pensado que se trataba de funcionarios gubernamentales que buscaban el consejo de su mentor. O quizá de miembros del Mossad, el servicio de inteligencia israelí, para el que su maestro trabajaba de cuando en cuando. Sin embargo, su instinto le decía que no eran nada de eso. Los tres visitantes eran especiales. Poseían increíbles poderes, como su mentor. Eran magos.
Aunque Elisha hubiera pasado estudiando con el maestro más de la mitad de sus veinte años, aún era incapaz de aguantarle la mirada más de unos segundos. Aquellos ojos brillaban con un conocimiento nacido de mil años de experiencia, y ardían con una voluntad tan fuerte que podía derribar mentes menores con una simple mirada. Los de los tres invitados eran iguales. Elisha estaba convencido de que se contaban entre los magos más poderosos del mundo.
Contempló nervioso la mesilla frente al sofá del salón. Sobre ella había varias cartas recibidas durante las dos últimas semanas, y sospechaba que en ellas se encontraba la razón de la conferencia. En las cartas, y en las misteriosas llamadas telefónicas que se habían producido a todas horas del día y de la noche en el mismo periodo.
La correspondencia procedía de todo el mundo. Había una carta de Australia, otra de Suiza y una tercera de Buenos Aires. Había varias de Viena y dos de Nueva York. Elisha, que siempre le llevaba el correo a su maestro por la mañana, se sentía fascinado por los nombres y los lugares lejanos que representaban. Nacido y criado en Israel, lo más lejos que había viajado era a Jerusalén. La mayor parte de sus veinte años los había pasado estudiando, y ansiaba visitar el mundo y experimentar algunas de sus maravillas.
—Elisha —La voz de su mentor, firme pero suave, resonó en la estancia. Aunque su profesor nunca alzaba la voz, sabía proyectarla de modo que todas sus palabras fueran claras. —Por favor, reúnete conmigo en el estudio.
Temblando, el joven se puso en pie. No esperaba que le llamaran hasta después de terminado el encuentro. Aquella era la primera vez. Su maestro y los tres visitantes querían verle por algún motivo. Con el corazón en la garganta, se acercó dubitativo a la entrada, abrió la puerta y entró en el estudio.
Era una estancia impresionante. Como su maestro leía constantemente, todas las paredes estaban cubiertas de libros, miles de volúmenes ordenados por temas, y dentro de cada sección por su título. Había tomos sobre historia, geografía, medicina, filosofía... Toda una pared estaba dedicada a la magia, con muchos de los textos griegos y latinos. Dispersos por la sala había cientos de libros escritos por su maestro, con su propio nombre o con diferentes seudónimos.
El mentor estaba sentado detrás de un gran escritorio de madera, un regalo recibido del primer Primer Ministro del Israel, David Ben Gurion. Frente a él, sentados sobre sillas altas de madera con acolchado de terciopelo rojo, estaban sus tres invitados. Todos se volvieron y observaron a Elisha mientras este entraba en el estudio. Era alto y delgado, con un cabello moreno espeso y rizado. Sus ojos eran castaños. El joven se sentía como un canario observado por varios gatos hambrientos.
La mujer del cabello largo le sonrió. Los dos hombres asintieron a modo de saludo. El rostro de su mentor era una máscara indescifrable. Le ordenó que entrara con un pequeño gesto de su mano.
—Mis amigos quieren conocerte, hijo mío —dijo. —No tienes nada de lo que preocuparte. He estado presumiendo con ellos de tu habilidad con el Arte y han expresado su interés en verte en persona. Ven aquí a mi lado.
El maestro se puso en pie mientras Elisha se acercaba. Sonrió ampliamente y apretó afectuosamente el hombro de su mejor pupilo con unos dedos retorcidos y callosos. Como siempre, Elisha se maravilló que aquel hombre de aspecto sencillo, con sus rasgos agradables y serenos, piel oscura y espesa barba negra, fuera uno de los más famosos eruditos y filósofos judíos de todos los tiempos. Aunque en los últimos novecientos años había adoptado numerosas identidades, su nombre original era Moisés Ben Maimón. O, en el estilo de la época, Maimónides. Más tarde, cuando alcanzó la fama, fue conocido con el título Rambam, un acrónimo derivado de las palabras Rabino Moisés Ben Maimón. Por su inmensa contribución al pensamiento y a la filosofía judías, también era conocido como el Segundo Moisés.
—Tiene buen aspecto, Rambam —declaró uno de los hombres, guiñándole un ojo a Elisha. —Un poco nervioso, quizá, ¿pero qué joven no estaría nervioso si se enfrentara a unos ogros como nosotros?
—Brujas y hechiceros, Simón —dijo la mujer. Su voz era tan suave y dulce que las palabras se asemejaban a una canción. —No te olvides de los títulos correctos. Los ogros de las leyendas populares son de piedra. A nosotros nos queman.
La mujer observó a Elisha. Sus ojos castaños mostraban la misma edad milenaria y la increíble sabiduría de su maestro.
—¿Tienes miedo a la oscuridad, Elisha? —preguntó.
—¿A la oscuridad, señora? —respondió sin saber a qué se refería. —No, no me asusta.
—No la oscuridad de la noche —dijo el hombre al que habían llamado Simón—, sino a la del alma.
Elisha sacudió la cabeza.
—Comprendí la pregunta, señor. Mi maestro me ha hablado muchas veces sobre el bien y el mal. El nuestro es un mundo de tinieblas que amenaza con devorar la luz. Lo comprendo, pero no me asusta.
—Es muy fuerte —dijo el tercer hombre, hablando por primera vez. Era bajo y fornido, con el pelo gris y barba del mismo color; su voz retumbaba como un trueno. —El poder arde en su interior. Aunque no me gusta usar a alguien tan inexperto, admito que es lo mejor. Apruebo la misión.
—Igual que yo —añadió Simón. —Su juventud y su aire modesto le servirán como el mejor de los disfraces. Nadie sospechará de él. Has tomado una sabia decisión, Rambam.
—¿Qué dices, Judith? —preguntó este.
—Igual que nuestros amigos, no me gusta emplear a alguien tan joven e ingenuo —respondió—, pero parece que no tenemos elección. Debemos trabar contacto tan pronto como sea posible. Este joven es nuestra mejor esperanza. Es ignorante, pero asumo que te encargarás de eso, amigo mío.
—Por supuesto —dijo Rambam. —Aprenderá todo lo necesario hoy mismo, antes de que abandone esta habitación. Además, aunque deba quedarme aquí para supervisar las negociaciones de paz con Jordania, mi espíritu le acompañará. Tenéis mi garantía de que el mensaje llegará a su destino.
—La palabra de Maimónides me basta —declaró el hombre del cabello gris. —Ahora debo marchar. Otros asuntos de importancia requieren mi atención. ¿Me informarás de la llegada de Lameth?
—Por supuesto, Ezra —dijo Rambam. —Agradezco que hayas venido hoy. Eres mi brazo izquierdo. Te comunicaré inmediatamente la llegada del Mesías Oscuro, aunque sospecho que sentirás su presencia en cuanto ponga el pie en el suelo de Eretz Yisrael.
El hombre respondió con una risa mientras abría la puerta del estudio.
—Espero que así sea, pero en estos tiempos turbulentos nadie puede estar seguro. —Levantó una mano. —Shalom, amigos míos.
—Yo también debo marchar —dijo Simón en cuanto Ezra desapareció. —La situación de los cabezas rapadas en Alemania se ha deteriorado bastante en las últimas semanas. Los viejos odios están aflorando de nuevo, y no me atrevo a pasar demasiado tiempo fuera del país.
—Te llamaré cuando llegue el momento —dijo Rambam—. Vuelvo a agradecerte que hayas atendido a la reunión, Simón. Eres mi brazo derecho.
—Shalom, Rambam —respondió, asintiendo a Elisha. —Buena suerte, joven. Mis oraciones estarán contigo. Shalom.
Con esto, y en un parpadeo, se desvaneció en el aire. No hubo ruidos, ni fogonazos, ni explosiones. Era como si nunca hubiera estado allí, como si la pizarra se hubiera borrado.
—Presumido —dijo Judith. —Podía haber utilizado la puerta.
—Tiene que viajar muy lejos —contestó Rambam con una sonrisa astuta. —Además, Simón odia perder el tiempo. Pareces celosa, hija mía.
La mujer rió.
—Quizá un poco, mi maestro. Maneja los hechizos más complejos con tal facilidad... Nunca podré doblar el espacio tan fácilmente, por mucho que practique. Nunca.
—Tus talentos están en otra parte, Judith —dijo Rambam. —Cada uno de vosotros sois maestros por derecho propio.
—Si Simón es tu brazo derecho —dijo la mujer sonriendo—, y Ezra es el izquierdo, ¿qué soy yo?
—Tú —respondió Rambam con un tono totalmente serio—, eres la más importante de todos. Eres mi corazón. Eres mi conciencia.
Judith rió y aplaudió encantada.
—Como si alguien pudiera darle consejos al Segundo Moisés. Pero acepto el cumplido con la misma gracia con la que se dio.
Judith extendió su mano derecha hacia Elisha y le dedicó una sonrisa satisfecha. El joven tomó la mano con la suya. La mujer parecía irradiar energía. Una sensación de fuerza recorrió el brazo del aprendiz, extendiéndose por todo su cuerpo.
—Toma parte de mi poder, Elisha —le dijo suavemente. —La tarea a la que te enfrentas será un viaje hacia la misma alma de una noche infinita. Puede que mi brazo no sea fuerte, pero tiene energía de sobra. Mi poder es el tuyo. Úsalo bien.
Entonces la mujer retrajo su mano y dio un paso atrás. El aire de la estancia se dobló sobre sí mismo. La realidad se retorció y Judith desapareció.
—Tiene razón —señaló Rambam, más para él mismo que para Elisha. —Ese truco no le sale tan bien como a Simón. No importa, lo domina lo suficiente.
La mirada del mago se fijó en la de su aprendiz.
—Tienes un poderoso aliado, hijo mío. Judith puede parecer gentil y agradable, pero en la batalla es terrorífica. Tiene fuerza suficiente para sacudir el mundo entero.
—Sí, maestro —respondió débilmente Elisha. Nunca antes había conocido una magia que pudiera transmitirse mediante un toque. Su cuerpo aún ardía con un brillo interior. —Puede que algún día me enseñe ese hechizo de teletransportación. O el Maestro Simón.
—Es un truco útil, pero solo funciona si viajas a un destino bien definido y constante —respondió el maestro con aire ausente. —Por desgracia, esas condiciones no son frecuentes en estos tiempos caóticos.
Rambam volvió a sentarse en su silla.
—Siéntate, siéntate, mi muchacho —le dijo, señalando una de las sillas de terciopelo. —Ponte cómodo. Tenemos mucho de que hablar.
Inclinándose y apoyando los codos sobre la mesa, el maestro observó a su pupilo.
—Has sido elegido por este concilio secreto para marchar en una importante misión: queremos que encuentres a una persona. Aunque no me gusta la idea de enviar a alguien tan joven e inexperto, mis amigos creen que eres el más adecuado para el trabajo, y me temo que debo darles la razón. Tu edad y tu inocencia te ocultarán de los demás. Además, eres con mucho el estudiante con mayor talento de todos a los que he instruido. Aunque aún eres muy joven, tu poder para doblar y reformar la realidad a voluntad es increíble.
—Gracias, maestro —dijo Elisha, tratando sin éxito de aparentar modestia. —¿Dónde tengo que ir?
—A América —respondió Rambam. —Debes localizar a un hombre llamado Diré McCann. Tienes que dar con él lo más rápidamente posible. Quiero que le lleves personalmente un mensaje de mi parte.
—¿Un mensaje? —preguntó Elisha, confundido. —¿Por qué no usar la telepatía, maestro?
—La comunicación telepática no es tan fiable como querríamos —dijo Rambam. —Además— añadió mientras su rostro se tornaba sombrío, —tales mensajes pueden ser interceptados por gente a la que no van dirigidos. No nos atrevemos a que los enemigos de McCann descubran nuestra intervención en esta batalla.
—Este hombre, McCann, sus enemigos —comenzó Elisha, tratando de dar sentido a todo lo que le estaban diciendo. —¿Son también nuestros enemigos?
—Son enemigos de toda la humanidad, hijo mío —respondió Rambam. —Se trata de una antigua y poderosa línea de sangre de vampiros que se llaman a sí mismos los Hijos de la Noche del Terror. Su líder, un ser monstruoso conocido como la Muerte Roja, ha sellado horribles pactos con criaturas de la más absoluta oscuridad. Si esta alianza impía no es destruida, sumirá a la Tierra en el caos total.
Elisha no pudo reprimir un escalofrío.
—Vampiros. Los Condenados. Una vez me dijiste que son los descendientes inmortales de Caín, el Tercer Mortal. Que algunos de ellos prefieren denominarse Vástagos, porque todos están atados por los lazos de la sangre maldita, y que llevan siglos manipulando a los hombres para sus propios fines.
—Correcto, hijo mío —dijo Rambam. —Te hablé de ellos brevemente el año pasado, cuando discutíamos sobre la naturaleza cambiante de la realidad. Sobre cómo el pasado no deja de cambiar debido a las creencias del presente. ¿Lo recuerdas?
—Por supuesto, maestro —asintió Elisha. Sabía que Rambam hablaba de forma retórica, ya que nunca olvidaba nada de lo que su mentor le decía. —Me dijiste que Dios convirtió a Caín en vampiro por traer el asesinato al mundo. Que Caín, aunque era inmortal y poseía vastos poderes sobrenaturales, se aburrió y quiso compañeros. De este modo creó a tres nuevos vampiros, una Segunda Generación de los Condenados. Estas tres criaturas crearon a trece más, la Tercera Generación, y así a lo largo de las edades.
—Exacto, Elisha —dijo Rambam. —Recuerdo que también hablamos de que, hace muchos miles de años, la Tercera Generación se alzó contra sus sires, la Segunda Generación, y los destruyó. Caín desapareció para no volver a ser visto jamás.
—La Tercera Generación, aquellos a los que llamaste Antediluvianos, fundaron los trece clanes vampíricos que existen aun hoy en día —siguió Elisha. —Los vampiros de cada clan heredan ciertos rasgos del vampiro que los creó. También lo recuerdo. Entonces, después de existir durante milenios, estos Antediluvianos se hastiaron y entraron en un trance cataléptico llamado letargo, dejando a los clanes que habían fundado para que batallaran en secreto por el control del mundo.
—Aunque quizá sea un poco simplista —dijo Rambam—, básicamente es cierto. Dijiste «en secreto». ¿Recuerdas por qué los Vástagos mantienen su existencia oculta de la humanidad?
—Por supuesto —replicó Elisha. —Aunque poseen vastos poderes sobrenaturales, su número es muy reducido comparado con la humanidad. Si los hombres sospecharan que los Vástagos existen, y que han estado alimentándose de nuestra especie durante milenios, se produciría una rápida y total aniquilación de la raza vampírica.
—Muy bien —asintió Rambam. —No solo recuerdas los hechos, hijo mío, sino que también los comprendes. Asumo que también te acuerdas de cómo se transmite la maldición de Caín de una generación a la siguiente...
—Los Vástagos lo denominan el Abrazo, maestro —dijo Elisha. —Normalmente, un vampiro bebe la sangre de su víctima y la mata. Sin embargo, si en el momento anterior a la muerte se proporciona un poco de sangre de vampiro, la presa se convierte en un nuevo no-muerto. Este vampiro es denominado chiquillo, mientras que la criatura que le dio la sangre es conocida como sire.
—¿Qué recuerdas sobre los poderes de los chiquillos? —preguntó Rambam.
—Son pequeños comparados con los de sus sires, maestro. La maldición del vampirismo es transmitida a lo largo de las edades por la sangre de Caín. Cuanto más escasa es esta en las venas de un vampiro, más débiles son sus poderes. Caín creó a la Segunda Generación con una mera gota de su vitae. Estos, por su parte, invocaron a la Tercera con la suya, diluyendo aún más la sangre de su maestro. La concentración de la vitae de Caín se hace menor con cada generación. Por tanto, la fuerza de un sire siempre es mayor que la de su progenie.
—Cuanto menor es la generación de un vampiro —dijo Rambam—, más cerca se encuentra de Caín el Condenado, y mayor es su poder en comparación con el del resto de los vampiros.
El maestro se detuvo un momento, mirando a los ojos a Elisha.
—Presta atención, pues es el momento de que descubras secretos sobre los Vástagos que muy pocos conocen, humanos o vampiros. Comprende las motivaciones de tu enemigo, Elisha, y conocerás sus debilidades.
—Sí, maestro —dijo Elisha. —Una vez me dijiste que un soldado sabio siempre golpea el punto más débil de su enemigo.
Rambam rió entre dientes.
—Los fuertes sobreviven, Elisha. Los inteligentes conquistan.
El rostro del mago se ensombreció.
—Con la Tercera Generación en letargo, los vampiros más peligrosos del mundo son los de la Cuarta Generación. Son muy pocos en número, pero extraordinariamente poderosos e increíblemente viejos. Muchos de ellos tienen más de cincuenta siglos. Al menos la mitad se encuentra también en letargo, pero otros se enfrentan en luchas personales contra otros de su generación, en un conflicto que se remonta varios miles de años. Luego están aquellos que libran la Yihad.
—¿La Yihad, maestro?
—Es el nombre que se da a la lucha que enfrenta a los Vástagos más poderosos de la Cuarta Generación, conocidos como Matusalenes, con el objeto de controlar a todos los Hijos de Caín. La batalla se libra en secreto, manipulando a los Vástagos de generaciones inferiores y empleándolos como peones ingenuos. Los magos no solemos involucrarnos en los asuntos de la Yihad. Nuestra preocupación son los humanos, no los vampiros. Sin embargo, de repente nos hemos visto en la necesidad de actuar. Por eso el concilio ha decidido enviarte en esta misión.
—Encontrar a ese hombre, Diré McCann —dijo Elisha. —No estoy seguro de entender, maestro.
—La Muerte Roja y su progenie, los Hijos de la Noche del Terror, buscan de nuevo el dominio sobre la Camarilla y el Sabbat, los dos cultos enfrentados a los que pertenecen casi todos los Vástagos. Es muy posible que los Hijos tengan éxito. Tienen a su disposición un inmenso poder, pero a un precio que no logran comprender. Si no la detenemos, la Muerte Roja podría convertirse en el vampiro más poderoso del mundo, y al conseguirlo traer la muerte de las llamas sobre la humanidad y los propios Vástagos.
—Dijiste que Diré McCann es enemigo de la Muerte Roja —dijo Elisha. —¿Cómo puede un hombre detener a un grupo de vampiros, especialmente a uno tan mortal como ese del que hablas?
—Nunca subestimes la importancia de una sola persona, hijo mío —dijo Rambam. —Diré McCann no es un humano ordinario. Oculta secretos que ni siquiera yo soy capaz de desvelar, aunque lo conozco desde hace muchos años. De algún modo, guarda una estrecha relación con uno de los Matusalenes más enigmáticos y peligrosos que nunca han existido: Lameth, el Mesías Oscuro.
Elisha parpadeó por la emoción.
—¿El Mesías Oscuro, señor? Es un título fascinante. No creo recordar que le hayas mencionado con anterioridad. ¿Me puede decir más sobre él?
Rambam sacudió la cabeza.
—No Elisha, no puedo. Dejemos que Diré McCann se encargue de ello cuando des con él, suponiendo que logres que hable de Lameth. El detective prefiere no discutir sobre ese tema, ni sobre su relación con los Vástagos en general. Sin embargo, conociendo tu curiosidad y tu persistencia, sospecho que obtendrás lo que deseas.
—Aceptaré tus palabras como un reto, maestro —dijo Elisha. —¿Hay algo más que deba saber?
Rambam se rascó la barba.
—Cualquier cosa que pueda decirte, hijo mío, no haría más que confundir todo este asunto. Sin embargo, tengo ciertas opiniones que creo podrían ayudarte en esta búsqueda.
—Los juicios del Segundo Moisés —dijo Elisha—, son tan sabios como los de Salomón.
—Quizá no tanto —respondió el maestro con una risotada—, pero espero que al menos te sean de utilidad.
Alzando su mano derecha, el mentor extendió un dedo hacia el aire. A pesar de la importancia de su consejo, era incapaz de abandonar sus hábitos instructores.
—Primero. Aunque aún eres joven, eres un mago poderoso. Trata de evitar usar tu magia dentro de lo posible. Aunque no seguimos ninguna Tradición específica, mis aliados y yo tenemos poderosos enemigos, especialmente en América. La Tecnocracia es muy fuerte allí, y sus líderes nos odian con pasión. Creen que toda magia debe asemejarse a la ciencia. Si te amenazan sus agentes, los Hombres de Negro, no dudes en doblegar la realidad según requieran tus necesidades. Prefiero que mis estudiantes no se conviertan en héroes muertos.
Levantó otro dedo.
—Segundo. Cuídate de los Vástagos. No te dejes engañar por su aspecto. Los vampiros no son humanos, y su actos se basan en deseos y necesidades muy diferentes a los tuyos. Están malditos con una sed insaciable por la sangre humana. La denominan la Bestia Interior, y pueden cometer cualquier atrocidad, cualquier abominación para saciarla.
Rambam levantó un tercer dedo.
—Por último, y más importante: no creas lo que te diga nadie. Eres joven y algo ingenuo. En este mundo de tinieblas la verdad existe en capas muy diferentes. Los Vástagos son maestros del engaño; con ellos nada es nunca lo que parece en un principio. Sus aliados mortales no son mejores. En muchos sentidos, son aún más peligrosos... Existen gracias a la traición y sus promesas no tienen valor alguno. Cuídate de los tratos, tanto con humanos como con vampiros. No negocies con ninguno de ellos. Si en algún momento dudas de los hechos, confía en tu corazón, no en tus ojos.
—No te fallaré, maestro —dijo Elisha con la voz emocionada. —¿Cuál es el mensaje que debo transmitir a ese hombre, Diré McCann?
Rambam se lo dijo, y con los ojos llenos de horror Elisha comprendió que Maimónides no había exagerado en absoluto. El destino del mundo dependía de su éxito.
PARTE
1
Concebir el horror de mi experiencia es, supongo, totalmente imposible. Sin embargo, incluso en mi desesperación predomina la curiosidad por penetrar en los misterios de estas terribles regiones, reconciliándome con el aspecto más repulsivo de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún descubrimiento emocionante, hacia algún secreto nunca revelado cuya obtención significa la destrucción.
«Mensaje Encontrado en una Botella», Edgar Allan Poe
CAPÍTULO 1
Washington D. C.: 23 de marzo de 1994.
Sentado en la escalinata del monumento a Lincoln a las cuatro de la mañana, Diré McCann pensaba en el futuro. En aquel momento la imagen no era precisamente agradable. Sus ropas seguían mojadas por el inesperado baño en el Río Anacostia y los ojos aún le dolían por haber contemplado el infierno de Termita que había devorado al Depósito de la Armada. Se sentía como una rata de laboratorio que acabara de sobrevivir a un laberinto terrorífico. Por desgracia, en la salida no le esperaba ningún trozo de queso como recompensa.
En realidad estaba agotado, disgustado y deprimido. Además, se enfrentaba al problema de tener que lidiar con dos vampiras claramente diferentes, pero increíblemente similares. Las dos habían jurado protegerle de cualquier problema, lo quisiera él o no.
A su izquierda, paseando de un lado a otro y doblando los dedos constantemente como si estuviera estrangulando a alguien, estaba Sarah James, conocida entre los Vástagos como Flavia, el Ángel Guardián. Era alta, rubia y bella, con un cuerpo exuberante y labios gruesos y rojos. Vestía un mono de cuero blanco que abrazaba su figura como una segunda piel. Era una mortal asesina Assamita, y había venido a Washington para actuar como su guardaespaldas. La misión le había sido encomendada por el vampiro príncipe de San Louis, que a su vez había enviado a McCann a descubrir los secretos de la Muerte Roja. Flavia, sin embargo, tenía sus propios motivos para viajar a la capital. La Muerte Roja había matado a Fawn, su hermana, y había hecho el juramento sagrado de que encontraría y destruiría a aquel monstruo... o moriría en el intento.
A la derecha de McCann, con los brazos cruzados sobre el pecho y en una postura aparentemente relajada, se encontraba Madeleine Giovanni. El detective notó con una sonrisa que no asomó a sus labios que en ningún momento había apartado la mirada de Flavia. Aunque parecía que el destino las había unido como aliadas, ninguna confiaba en la otra. Solo era su mutua preocupación por el bien de McCann lo que mantenía aquella frágil paz entre las dos.
Al contrario que Flavia, que parecía una estatua con su mono de cuero, Madeleine era baja y delgada. Su aspecto era casi adolescente. Su cabello era largo y negro como la noche. Los huesos parecían frágiles y los ojos eran muy oscuros. Su única prenda era un leotardo negro que contrastaba con su piel de leche. Mientras Flavia parecía atlética y fuerte, el aspecto de Madeleine era delicado y frágil. McCann sospechaba que se trataba de una ilusión que la mujer trataba de cultivar. Lo único que las dos compartían eran sus labios del color de la sangre.
A pesar de su aspecto gentil, Madeleine era una de las principales saboteadoras y espías del mundo. Era miembro del secretista y cerrado clan Giovanni, y aunque no era tan famosa como Flavia su reputación era igual de sombría. Tanto sus amigos como sus enemigos la conocían como la Daga de los Giovanni.
—¿Y ahora qué, hombrecillo? —preguntó Flavia con sarcasmo. —El amanecer se acerca y tendré que marchar dentro de poco. ¿Te encontraré cuando despierte, o estás planeando otra estúpida aventura por tu cuenta durante el día? Recuerda que no podré hacer nada por protegerte si insistes en ignorar mis consejos. Hasta esta noche creía que éramos compañeros trabajando juntos. Ahora ya no estoy segura.
McCann torció el gesto. A primeras horas de la noche había tenido un encuentro con la Muerte Roja y no se había llevado a Flavia con él. El detective esperaba haber podido destruir al monstruo con poderes que prefería no revelar a la asesina rubia. Sin embargo, no era el único que había planeado una traición. La supuesta tregua no había sido más que una trampa mortal, y solo la intervención de Madeleine Giovanni le había salvado de la muerte entre las llamas. A Flavia no le gustaba que le dejaran atrás, sobre todo si había perdido una oportunidad de enfrentarse a la Muerte Roja.
—Cometí un error —dijo McCann, tratando de parecer sincero. —Ya te lo he dicho: la Muerte Roja quería negociar. Hizo un juramento por el honor de su sire, y fui lo suficientemente estúpido como para creerle. ¿Cómo iba a saber que su asesino contratado había sembrado todo el campo de desfiles con bombas de Termita?
—No tenías por qué saberlo, McCann —respondió Flavia. —Ese es mi trabajo. Estoy adiestrada para pensar en esas cosas. Makish es un maestro asesino. Por muy mezquino que seas, él te superará. Si no utilizas mis habilidades estás perdido.
—El pasado es historia —intervino Madeleine. Hablaba un inglés perfecto, sin acento alguno. Había aprendido el idioma mediante cintas y no empleaba contracciones. —Lo que está hecho está hecho, y sermonear al señor McCann es una pérdida de tiempo. Estoy segura de que en el futuro no actuará de forma tan imprudente.
—No estoy tan convencida —dijo Flavia. —En cualquier caso, ¿a ti qué te importa? Aún no me has explicado qué es lo que quieres de él. Lo único que sé es que tu sire te ordenó que lo encontraras, y que el Príncipe Vargoss te reveló que estábamos en Washington. ¿Cuál es el resto de la historia?
—No estoy en la obligación de revelarte mis secretos —respondió Madeleine con voz fría e impersonal. —Mis asuntos con el señor McCann no te conciernen.
—Cualquier cosa que tenga que ver con él me concierne —replicó Flavia, elevando ligeramente la voz. —Mi príncipe me ha ordenado que no sufra daño alguno. Tengo que protegerle de todo el mundo, incluyendo la progenie del clan Giovanni, y eso mismo es lo que pienso hacer.
—No haré ningún comentario sobre la ejecución de tus responsabilidades —dijo Madeleine con suficiencia—, pero tengo que recordarte que fui yo la que salvó al señor McCann esta noche.
El detective suspiró. Flavia, enfadada por haber sido dejada atrás, estaba buscando una pelea. Madeleine, que no aguantaba que nadie tratara de amedrentarla, estaba preparada para dársela. Ninguna de las dos era diplomática; su capacidad de combate les confería una cierta arrogancia, y no creían en el compromiso. La retirada les era totalmente ajena.
Las dos vampiras adoptaron posiciones de combate. Flavia se balanceaba sobre los talones, con las rodillas ligeramente inclinadas y los brazos extendidos, paralelos al suelo. Sus manos estaban a la altura de los hombros y tenía los puños cerrados. La asesina Assamita era capaz de atravesar el acero sólido de un puñetazo, y la carne y el hueso ofrecían mucha menos resistencia.
Madeleine esperó, con las manos en las caderas. Tenía los pies ligeramente separados, la cabeza inclinada a un lado y los ojos tenían un brillo sobrenatural. Era una experta en las Disciplinas de la Sombra, y tenía el poder de fundirse instantáneamente con las tinieblas. McCann estaba seguro de que Flavia tenía fuerza suficiente como para arrancarle a su oponente la cabeza de los hombros, pero solo si era capaz de capturarla. Un duelo entre las dos asesinas se convertiría en una asombrosa demostración destructiva. Sin embargo, ganara quien ganara McCann sabía que él saldría perdiendo.
—Ey —dijo con un tono molesto, alzando las manos como protesta y sin hacer esfuerzo alguno por ocultar su enfado. —Estoy cansado de esta demostración de testosterona. Me sorprende que las dos creáis que eliminando a la otra yo estaré más seguro. Madeleine recibió de su sire las mismas órdenes que tú tienes, Flavia. Está aquí para cuidar de mí.
Su tono se volvió duro e implacable.
—Las dos tenéis que protegerme, no demostrar que sois las más duras del barrio. ¿O es que habéis olvidado eso? Casi muero esta noche. ¡No me enfrenté a una, sino a cuatro Muertes Rojas! Puede que eso no os asuste a vosotras, que sois tan poderosas, pero desde luego a mí me preocupa. Tengo la curiosa sensación de que este es el peor momento para dividirnos con estúpidas disputas.
Flavia lanzó una mirada al detective.
—Maldito seas, McCann —rugió, bajando las manos y relajando su posición. —Odio comportarme como una estúpida, pero aún más que me lo restrieguen por la cara.
—Es posible que yo también me haya extralimitado —respondió suavemente Madeleine Giovanni. —Su discurso ha sido correcto, señor McCann.
Madeleine se inclinó educadamente ante Flavia. El detective no podía imaginarse a la saboteadora Giovanni haciendo reverencias.
—Por favor, acepta mis más sinceras disculpas. Como dije antes, tus habilidades son legendarias entre los nuestros. Será todo un placer trabajar contigo.
McCann estaba igualmente seguro de que cuando Madeleine hablaba de los nuestros no se refería a los Vástagos. Tanto ella como Flavia pertenecían a un grupo menor y más selecto. Eran los depredadores más letales de una raza de depredadores, miembros de la élite asesina.
—Acepto tus disculpas y te presento las mías —dijo Flavia, uniendo sus palmas y sus dedos hasta formar con las manos una línea recta frente a su rostro. No dijo nada más. Las disculpas de los Assamitas eran breves y concisas. Que Flavia se hubiera molestado siquiera era algo digno de mención.
McCann sabía que la vampira no tenía la costumbre de olvidar una afrenta, ya fuera real o imaginaria. Pensó en advertir a Madeleine Giovanni, pero al final decidió que no merecía la pena. Aquella belleza de cabello oscuro parecía perfectamente capaz de cuidarse sola en cualquier situación.
—Estupendo —dijo, incapaz de ocultar el sarcasmo de su voz. —Ahora que todos somos amigos, ¿tiene alguien alguna idea sobre qué hacer a continuación?
—Solo soy tu guardaespaldas, McCann —respondió Flavia. —Si no me equivoco, las instrucciones del Príncipe Vargoss decían que tú eres el responsable de tomar las decisiones importantes. Y creo recordar que insististe en estar al mando...
—Mi sire me ordenó que le protegiera, señor McCann —añadió Madeleine, con un ligerísimo toque divertido—, no que pensara por usted.
Se detuvo unos instantes y después sacudió ligeramente la cabeza.
—Y, para ser totalmente franca, en estos momentos mi consejo no tendría valor alguno. El clan Giovanni es estrictamente neutral en el conflicto existente entre la Camarilla y el Sabbat. Honramos un juramento que hicimos hace muchos siglos. Lo único que sé sobre la Muerte Roja es lo que he oído en las breves conversaciones que he tenido a lo largo de la semana pasada.
McCann, que sabía más sobre el clan Giovanni de lo que debería alguien que no hubiera nacido en la familia, decidió sabiamente no decir nada sobre esa supuesta neutralidad. Como los otros doce clanes, los Giovanni trataban de lograr un control absoluto sobre los Vástagos. Un pacto sellado hacía un milenio entre los Giovanni y el resto de los Condenados les prohibía inmiscuirse en los conflictos en los que participaran los demás clanes. Sin embargo, como ocurría con casi todos los principios que gobernaban las intrigas políticas de los no-muertos, esta regla se rompía cuando era necesario.
Los Giovanni, poderosos nigromantes además de vampiros, soñaban con controlar los reinos de los vivos y de los muertos. Ocultos en el Mausoleo, su inmenso cuartel general en Viena, los antiguos del clan trazaban sus malévolos planes a largo plazo para lograr el control mundial. El tiempo no significaba nada para los Condenados, y los Giovanni eran muy, muy pacientes. Se trataba de un rasgo que compartían con Diré McCann.
—Bien, ya casi ha amanecido —dijo el detective. —Poco más podemos hacer esta noche. Será mejor que descansemos y que nos reunamos aquí mañana cuando se ponga el sol.
—Una pregunta antes de que te marches, McCann —dijo Flavia. —¿Has aprendido algo de la estúpida aventura de esta noche, o no ha servido para nada?
En el horizonte el cielo aún estaba enrojecido por el incendio en el Depósito de la Armada.
—En realidad descubrí más de lo que esperaba —dijo el detective. —Hablé unos momentos con la Muerte Roja en la zona de desfiles, ya que necesitaba algo de tiempo para poner en marcha sus planes. Como no esperaba que sobreviviera a nuestro encuentro, el monstruo soltó la lengua más de lo que debería.
Las facciones de McCann parecían talladas en piedra.
—La Muerte Roja me preparó una doble trampa. Cuando un plan falló cambió inmediatamente al otro. Yo confiaba demasiado en mis propias habilidades, y he de reconocer que me cogió desprevenido. Si no hubiera sido por Madeleine, el monstruo hubiera triunfado.
—En vez de la Muerte Roja solitaria que esperaba —prosiguió—, se presentaron cuatro de esas criaturas. Todas ellas eran lo suficientemente poderosas como para reducirme a cenizas con solo tocarme, pero por suerte mi magia consiguió mantenerlas alejadas. Fui incapaz de responder, pero la buena defensa demostró ser el mejor ataque. El uso de la disciplina Cuerpo de Fuego agotó la energía psíquica de las Muertes Rojas. En pocos minutos se hubieran derrumbado por el esfuerzo. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo abandonaron la ofensiva, se convirtieron en niebla y desaparecieron. Entonces apareció Makish y activó toda la Termita que había sembrado en la zona.
—El Assamita proscrito —gruñó Flavia con una voz totalmente inhumana. —Ayuda a la Muerte Roja por dinero, aunque tenga que actuar contra su propio clan. La tradición Assamita le hubiera obligado a abandonar los servicios del monstruo cuando este acabó con mi hermana. La Muerte Roja pagará con sangre por Fawn. Igual que Makish.
El detective asintió, pero guardó silencio. El clan Assamita disponía de un código de honor secreto llamado khabar, y ni siquiera McCann conocía sus tradiciones.
—Las deudas de sangre deben pagarse —dijo Madeleine. Sus palabras tenían tal convicción que el detective sospechó que tenía sus propias cuentas que saldar. Sabía que su sire había muerto en algún conflicto en Europa.
—La Muerte Roja sueña con liderar a los Vástagos —intervino McCann. —Sabe que el levantamiento de su letargo de algunos viejos monstruos, terribles horrores conocidos solo como los Nictuku, es señal de que el Armagedón se acerca. Está convencido de que este despertar significa que la Tercera Generación, los Antediluvianos, también se agitan en su reposo y que se alzarán dentro de poco. Cuando lo hagan, sentirán tal hambre que desearán la sangre de sus descendientes.
—¿Qué crees, McCann? —preguntó Flavia.
—No estoy seguro —respondió. —Sabemos que cuanto más viejo es un vampiro más fuerte es la sangre que necesita para sobrevivir. Muchos Vástagos de la Cuarta y la Quinta Generación son incapaces de sostenerse con sangre humana, debiendo alimentarse de la de otros vampiros, mucho más potente. Las leyendas sugieren que los Antediluvianos solo bebían vitae vampírica, y que después de miles de años en letargo necesitarán ríos para sobrevivir.
—La Gehena —murmuró Madeleine. —El regreso de la Tercera Generación. ¿Cómo piensa detener la carnicería la Muerte Roja?
—No me explicó los detalles —respondió McCann secamente. —El monstruo buscaba mi obediencia ciega, no mi colaboración. Cuando me negué admitió que no esperaba otra cosa. Fue entonces cuando atacó.
—Buscó tu ayuda —dijo Madeleine. —Es muy extraño que un antiguo Vástago pida la ayuda de un mortal, aunque no se trate más que de una trampa.
—McCann tiene sus secretitos —rió Flavia. —Es un mortal muy especial. Hasta los vampiros quieren su ayuda.
—La guerra de sangre que se está librando en Washington es obra de la Muerte Roja —intervino precipitadamente McCann. Lo último que deseaba era que Flavia comentara su teoría sobre su verdadera identidad. —Quiere exacerbar el conflicto entre la Camarilla y el Sabbat. Por algún extraño motivo parece desear una anarquía total.
—¿Qué mejor escenario para hacerse con el poder? —opinó Madeleine. —Destruir lo viejo para empezar de nuevo.
—No estoy seguro de que la Muerte Roja quisiera crear un vacío para comenzar desde cero —dijo McCann. —Dijo que llevaba miles de años planeando, y que el inesperado alzamiento de los Nictuku le obligó a cambiar sus planes precipitadamente. La Camarilla y el Sabbat solo tienen unos siglos de existencia. Creo que comenzó esta batalla para manipular a las dos organizaciones, no para destruirlas.
—Por lo que he oído de la Yihad —dijo Flavia observando directamente a McCann—, todo esto parece algo típico de la Cuarta Generación. Buscan el control, no la destrucción.
—Eso es precisamente lo que yo creo —dijo el detective. —Mañana por la noche buscaremos a los líderes de la Camarilla en Washington y trataremos de explicarles el modo en el que están siendo utilizados.
—No es tan fácil como parece —declaró Flavia. —El Sabbat lleva una semana tratando de cazarlos para acabar con ellos. Si los invasores no son capaces de eliminar pronto al príncipe de la ciudad y a sus consejeros, la guerra de sangre se convertirá en un absoluto desastre. Por eso están desesperados. ¿Qué te hace pensar que tenemos más posibilidades de dar con el Príncipe Vitel que cientos de vampiros del Sabbat?
McCann sonrió.
—Porque yo tengo ayuda mucho más competente. Con el Ángel Oscuro de los Vástagos y la Daga de los Giovanni trabajando a mi lado, ¿cómo vamos a fallar?
El detective estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.
—Basta de discusiones por hoy. Las dos tenéis que regresar a vuestros refugios antes del amanecer, y yo me estoy cayendo de sueño. Nos veremos aquí mañana por la noche y planearemos nuestros pasos.
—Una última pregunta, señor McCann —dijo Madeleine Giovanni mientras se disponía a marchar. —Quise preguntarlo antes, pero no tuve ocasión. ¿Quién era la mortal que estaba a su lado momentos antes de la explosión en la zona de desfiles?
McCann, sorprendido, lanzó una respuesta sin pensar.
—Era una vieja amiga, una muy vieja amiga y aliada —Recuperó el control de sus pensamientos y trató rápidamente de cubrir sus huellas. —Era una maga, por supuesto. Como yo. La Muerte Roja, por algún motivo que no llegó a explicar, la consideraba una amenaza para sus planes.
—Entonces lamento no haber sido capaz de salvarla también —dijo Madeleine. —Necesité de toda mi velocidad para arrojarle hacia el río antes de que la Termita detonara. Siento que pereciera en la explosión.
McCann, recordando una repentina distorsión temporal, se encogió de hombros.
—A lo largo de los años he descubierto que, no importan las circunstancias, no es aconsejable dar a nadie por muerto sin haber visto primero el cadáver. Su talento para burlar al destino es considerable.
Hizo un comentario más porque la noche había sido muy dura y porque quería provocar a Flavia.
—Como yo, mi amiga considera que la vida es una gran mascarada. Es mucho más vieja de lo que aparenta.
CAPÍTULO 2
Washington D. C.: 23 de marzo de 1994.
Alicia decidió que el dinero no podía comprar la felicidad, pero desde luego permitía alquilarla durante breves plazos.
Por enésima vez observó los medidores que tenía frente a sus ojos. Todas las lecturas eran similares. En el exterior de la caja negra en la que descansaba rugía un infierno de increíble intensidad. Llevaba horas ardiendo, y esperaba que continuara así durante algunas más. Estaba atrapada dentro del sistema de soporte vital hasta que al final se calmara.
La cápsula de salvamento, un invento secreto de la NASA, tenía el tamaño de un ataúd y había sido diseñada como sistema de emergencia tras varios accidentes fatales en los primeros días del programa espacial tripulado. Eran capaces de soportar una explosión atómica y de dirigir la reentrada en la atmósfera, pero nunca habían sido utilizadas. Tres de ellas habían estado almacenadas en Florida hasta que las había conseguido mediante un enorme soborno de una de las muchas empresas de Alicia. Habían sido situadas en localizaciones estratégicas del Depósito de la Armada en Washington como última línea de defensa contra el diabólico poder de la Muerte Roja. Era una apuesta muy cara, pero desde luego había merecido la pena.
Alicia se sentía frustrada. Había algunos asuntos que exigían su atención inmediata, pero tendrían que esperar hasta que se hubiera liberado. Tenía suerte de seguir viva, y lo sabía. La apropiada combinación de poderes vampíricos y tecnología moderna le había salvado de la terrible destrucción que había asolado el Depósito hacía unas horas. La Muerte Roja había desplegado sus armas más potentes contra ella, tratando en dos ocasiones de reducirla a cenizas. Había fracasado las dos veces.
No tenía intención de darle una tercera posibilidad. La Muerte Roja le había tomado por idiota, y ella había permitido que su arrogancia y su sed de poder le cegara a los planes del monstruo. Sin embargo, ahora se había quitado el velo de los ojos. La Muerte Roja había iniciado una guerra de sangre y Alicia tenía intención de terminarla. Iba a acabar con aquella criatura.
Cerró los ojos y dejó vagar su mente. Sobre todo se preguntaba si Diré McCann había sobrevivido de algún modo a aquel infierno. No parecía probable. No había pasado más de una fracción de segundo entre el momento en que comprendió los planes de la Muerte Roja y la explosión. Su poder para detener el tiempo durante un instante le había dado la oportunidad de escapar hasta la cápsula de aislamiento, pero McCann no disponía de tal capacidad.
Sin embargo, Alicia tenía el vago recuerdo de una sombra recorriendo como el rayo el Depósito de la Armada, y no era de las que creía en las coincidencias. Sospechaba que, de algún modo desconocido, el detective había logrado escapar del fuego. Matar al ser que se hacía llamar Diré McCann, como había descubierto a lo largo de los siglos, era algo casi imposible. Parecía disponer de un sorprendente talento para la supervivencia. La Muerte Roja había intentado destruirlos a ambos con su trampa, y los dos habían infravalorado enormemente el poder de aquel monstruo. Sin embargo, este había cometido el mismo error con ellos.
La idea de que hubiera cuatro Muertes Rojas acosaba a Alicia mientras pensaba. Ahora tenía que enfrentarse a cuatro enemigos, posiblemente con más. Si existían cuatro seres en aquella línea de sangre desconocida, podía haber cinco, seis, doce... Era una idea bastante desagradable. Al menos uno de ellos era un Matusalén. La primera Muerte Roja, el vampiro cuyo ataque contra el arzobispo del Sabbat en Manhattan había incitado el ataque de la secta contra Washington, era miembro de la Cuarta Generación. Alicia estaba totalmente segura de ello, ya que entre los Condenados más poderosos los iguales se reconocían.
Las otras Muertes Rojas debían pertenecer a las Generaciones Quinta y Sexta. Estaba convencida de que serían la progenie del Matusalén, sus chiquillos. Eran peligrosos, pero ninguno de ellos podía rivalizar con su propio poder. Sonrió. Había muy pocos vampiros en el mundo que fueran sus iguales. Lameth, el Mesías Oscuro, era uno de ellos; era evidente que la Muerte Roja se consideraba en dicha categoría, pero estaba dispuesta a demostrarle su error. Destruirle iba a ser todo un placer.
Bostezó. Las medidas no habían variado y el infierno en el exterior proseguía. Pasarían muchas horas antes de que el departamento de bomberos fuera capaz de controlar las llamas, y hasta entonces estaba atrapada en la cápsula. Ni siquiera sus poderes sobre el control del tiempo le servían ahora, ya que salir de la cápsula la expondría a un terrorífico horno. Su espíritu sobreviviría, pero no su forma física. Aunque antes había estado dispuesta a sacrificar su cuerpo para matar al monstruo, ya no se sentía tan generosa.
El plan de la Muerte Roja se había concentrado totalmente en destruir a Alicia Varney, dueña del inmenso imperio financiero Varney. Si ella moría Anis quedaría despojada durante décadas de su poder, y eso era exactamente lo que la Muerte Roja deseaba.
Cerró los ojos. Pronto amanecería, estaba cansada y necesitaba dormir. Miles de años de existencia le habían enseñado a ser paciente, y podía esperar a mañana para encargarse de la Muerte Roja. Segundos después se durmió.
Alicia soñaba...
—La dama en la habitación doce quiere una botella de buen vino —dijo Marcus Drum con una sonrisa lasciva en su feo rostro. —Cariño, ha pedido que seas tú la que se la lleve. Y me ha pedido que no te demores mucho.
—¿Yo? —preguntó Alice, mirando a Drum para intentar discernir la verdad entre sus rasgos retorcidos. —¿Por qué yo?
El anciano rió de forma desagradable.
—¿Tú que crees? —respondió. —Puede que sea de esas a las que le gusta disfrutar con jóvenes bonitas como tú, mi pequeña. Algunas de las mejores damas que frecuentan mi establecimiento tienen esas extrañas inclinaciones. ¿Quién sabe? Mientras esté dispuesta a pagarme por tus servicios no me importa. Vamos, muévete antes de que se canse de esperar, y llévate dos vasos. También me lo dijo. Y acuérdate de traerme hasta el último penique que te dé. Si se te ocurre quedarte con algo te azotaré.
Alice ahogó una maldición. Drum era un viejo avaricioso hijo de puta al que le gustaba el látigo. Estaba segura de que, le pagara lo que le pagara aquella mujer, él diría que no era todo, aprovechando para golpearla hasta dejarla inconsciente. Alice lo había consentido durante tres años. El idiota no sabía que en realidad tenía razón, y que era verdad que se había estado quedando con dinero. Permitía que la pegara, pero no le importaba mientras no le dejara cicatrices. Algún día, muy pronto, habría ahorrado lo suficiente como para escapar de aquel nido de ratas y montar su propio negocio. Para el Maestro Drum también tenía planes. Y para su látigo de cuero.
Alice Hale, de veintidós años, era una de las mujeres más bellas de todo Londres. Era una prostituta de cabello oscuro con ojos deslumbrantes y una figura escultural, y su ambición estaba a la altura de su belleza. Había nacido en las calles y había empleado su cuerpo (y a veces su cuchillo) para llegar hasta el puesto de principal chica de servicio en el local El Trago Amargo. Para ella no era más que otro peldaño en su búsqueda de la fama y la felicidad. Otras mujeres del Londres del siglo XVIII habían escapado de las calles y habían llegado a convertirse en miembros de la aristocracia, y para ello solo hacía falta una cierta habilidad sexual... y muchísimo dinero.
Lo primero ya lo tenía. El dinero lo estaba acumulando, pero le estaba llevando más de lo que esperaba. Sabía que su belleza no duraría siempre, pero aún no estaba desesperada. Sin embargo, la ansiedad estaba ahí.
Aquella noche esperaba que la dama de gustos poco frecuentes le diera una propina superior a lo habitual. Ya había hecho el amor con los hombres suficientes como para no sorprenderse con sus peticiones, pero aunque las demás chicas solían hablar de los gustos extraños de algunas mujeres ricas, nunca le habían pedido que estuviera con una dama.
Ligeramente nerviosa, y sosteniendo una bandeja con dos vasos y una botella del mejor vino de la taberna, llamó a la puerta. Los dos vasos también le extrañaban, ya que sus clientes masculinos nunca habían compartido la bebida: no le veían sentido a desperdiciar un buen vino o una buena cerveza con una chica del servicio. Esas cosas no se hacían. Sin embargo, Drum insistió en que la dama quería dos vasos. Todo aquello era bastante extraño.
La puerta se abrió. Excepto por una vela solitaria, el cuarto estaba completamente a oscuras. La noble, envuelta en las sombras, se encontraba frente a ella. Alice se humedeció los labios con la lengua.
—Le traigo su vino, señora.
—Ya lo sé, Alice —dijo la mujer. Su voz era rica y profunda, culta y extrañamente exótica. Dio un paso hacia el interior. —Por favor, pasa.
Alice obedeció con suspicacia. Depositó la bandeja con los dos vasos y la botella en la mesilla. La mujer permaneció en las sombras.
—¿Quiere que le sirva una copa, señora? —preguntó, tratando de controlar sus emociones. Odiaba que Drum le tratara como a una baratija, como había hecho aquella noche.
—Para mí no —respondió la misteriosa mujer. Era alta y vestía bien. Por lo poco que Alice había podido ver, sus rasgos parecían muy bellos. No debía ser una mujer que tuviera que pagar a cambio de favores sexuales. La joven pensó preocupada en el tipo de diversión que Drum le había prometido, y en cuánto habría recibido aquel viejo cabrón a cambio.
—¿No quiere vino? —preguntó. —No comprendo.
—No me apetece vino —dijo. —Por favor, sírvete tú una copa. Bebe tanto como desees.
Alice negó con la cabeza.
—No, muchas gracias, señora. Es demasiado bueno para gente como yo.
La mujer rió. Su voz era la más sensual que Alice había oído jamás.
—No tiene sentido que me mientas, Alice. Por favor, sírvete. Las buenas cosechas son para disfrutarlas, especialmente por el precio que el señor Drum me ha cobrado.
Alice evitó un escalofrío y se sirvió un vaso. Realmente era un buen vino. Marcus Drum tenía una excelente bodega para sus mecenas adinerados. Al menos, pensó, el vino le serviría para desquitarse un tanto por lo que sucedería aquella noche.
—Estás equivocada, Alice —dijo la dama, surgiendo de las sombras para que sus rasgos quedaran iluminados por la luz de la vela. Era la mujer más impresionante que la joven hubiera visto nunca, con el cabello negro y largo, los labios del color de la sangre y un porte aristocrático. Vestía un sencillo traje negro contra el que su piel parecía blanca como la nieve. Se movía con una gracia sinuosa que Alice encontraba bastante inquietante. —No he llegado a ningún trato con el señor Drum. Tu cuerpo no me interesa. Al menos, no del modo que tú sospechas.
—Sabía mi nombre —dijo Alice, que nunca había sabido mantener la boca cerrada.
—Conozco tu nombre, tu lugar de nacimiento, tu historia y tus pensamientos más íntimos —dijo la dama, sentándose cuidadosamente sobre la enorme cama de plumas. —Tus padres son Tom y Molly Hale. Eres la última de siete hermanos. Solo cuatro sobrevivisteis, pero hace años que no los ves. Tu primer contacto sexual fue con Tom Smith, en el día de Navidad de 1714, cuando ambos contabais trece años. A lo largo de los diez años posteriores siguieron muchísimos más.
La dama sonrió.
—Quieres coger el látigo del señor Drum y estrangularle con él. La imagen está bastante clara en tus pensamientos. ¿Hace falta que siga? No tienes secretos para mí, jovencita.
Alice sacudió la cabeza aturdida e incrédula. Debería estar asustada, probablemente aterrorizada por aquellos comentarios, pero no sentía nada, salvo el deseo de tomar otro vaso de vino.
—Bebe —dijo la mujer—, y luego siéntate aquí a mi lado. Tenemos que hablar.
—¿Sobre qué? —preguntó Alice, recuperando todas sus suspicacias. —¿Qué desea una bella dama como vos de alguien como yo?
—Más de lo que puedas imaginar —dijo. La pálida luz de la vela se reflejaba en la blancura perfecta de sus dientes. —Mi nombre es Anis, y llevo algunos meses observándote desde la distancia. La reunión de esta noche estaba preparada desde hacía mucho tiempo. No me gusta tomar decisiones equivocadas, y ahora que te tengo delante y noto tus sentimientos sé que he elegido bien. Eres ambiciosa, careces de escrúpulos y eres fuerte. Exactamente como yo.
—No comprendo —dijo Alice. —¿De qué estáis hablando?
—Un trato, Alice —respondió Anis. —Estoy hablando de un trato.
—Sois el diablo —respondió la joven, recordando las historias que había oído de niña. Sus ojos se estrecharon, como si estuviera tratando de detectar unos cuernos o una cola. —O uno de sus servidores.
—¿Importaría que así fuera? —preguntó Anis. —¿Importaría realmente si te ofreciera todo lo que tu corazón desea?
—Ni por un solo momento —respondió Alice con honestidad. —No me asusta pasar la eternidad en el Infierno si eso significa que puedo vivir mis días en la Tierra con esplendor. Lo que importa es el presente. Esa es mi verdad.
—Opinas exactamente igual que yo —dijo Anis. —Pensamos igual. ¿Por qué preocuparse por el Más Allá? El mundo material está esperando para que lo conquistemos.
La mujer se inclinó hacia delante con un brillo sobrenatural en la mirada.
—No soy el diablo, Alice, ni uno de sus servidores. Soy una de los Condenados. Soy miembro de los no-muertos, un vampiro.
—¿Un vampiro? ¿Qué es eso? —preguntó.
Anis lanzó una carcajada.
—Parece que no me tenía que haber preocupado por asustarte. Supongo que la ignorancia es una bendición. Un vampiro, Alice, es un hombre o una mujer que muere y que regresa para alimentarse de los vivos. Son criaturas que subsisten únicamente con sangre humana. Estos seres no-muertos, o Cainitas, como muchos prefieren llamarse, son inmortales y prácticamente invulnerables. Pueden ser eliminados mediante la luz del sol o el fuego, o siendo decapitados. Una caída desde un acantilado suele ser fatal. Eso es todo. Algunos, como yo, existimos desde hace más de cinco mil años.
Alice sacudió la cabeza y rió. La potencia del vino le aturdía.
—Suplico vuestro perdón, mi dama, pero a mí no me parece que tengáis cinco mil años. No tenéis ni una arruga en el rostro. Más bien tenéis veinticinco. Treinta, a lo sumo.
Con una sonrisa amable, Anis asintió. Inesperadamente, una de sus manos salió disparada y agarró a Alice por la garganta. Después se levantó sin esfuerzo, alzando fácilmente a la joven por los aires. La mano le impedía emitir sonido alguno, y con ojos desesperados trataba sin éxito de liberarse de aquella férrea presa.
Anis abrió la boca, revelando dos largos colmillos que no podían ser humanos.
—Con un solo mordisco podría dejarte seca —declaró, agitando a Alice como a una muñeca de trapo. —¿Me crees ahora, Alice, o sigues dudando de mi palabra?
Abriendo la mano, Anis dejó caer al suelo a la muchacha, que con un gemido se frotó el cuello donde se le habían clavado aquellas uñas de hierro. Levantó la mirada hacia la figura que tenía frente a ella.
—Os creo —susurró. —Del todo.
—Bien —dijo Anis, sentándose de nuevo en la cama. —Esperaba que la demostración te convenciera. La alternativa era... desagradable.
Alice tembló mientras pensaba en los colmillos.
—¿Habríais bebido mi sangre? —preguntó. —¿Me hubierais asesinado por el único motivo de que conocía vuestro secreto?
—La vida humana, querida —respondió Anis con un encogimiento de hombros—, es muy barata. Después de cincuenta siglos los mortales no son para nosotros más que una sombra. No mato sin un motivo, pues ese es el comportamiento de las bestias. No obstante, en caso de necesidad no dudo. Recuerda lo que digo, pues es una lección que deberás aprender y no olvidar jamás.
—¿Qué queréis de mí, si no es mi sangre? —preguntó Alice mientras se servía un tercer vaso de vino. Había recuperado por completo la sobriedad. —Hablasteis de un trato.
—Quiero tu cuerpo, no tu alma —dijo Anis de forma pausada. —Deseo vivir de nuevo. A través de ti quiero volver a experimentar los placeres de la carne. Ansío volver a comer alimentos de verdad, beber vino, hacer el amor apasionadamente. Como vampiro tales placeres me están vedados, pero con tu colaboración podré volver a disfrutar de todos ellos.
—¿Cómo? —preguntó la muchacha.
—Tras miles de años de existencia —dijo Anis—, mi cuerpo se ha cansado. Gran parte del tiempo, excepto por breves interludios como esta noche, lo paso en un estado de trance conocido como letargo. Mi forma física permanece en un profundo sueño, pero mi mente es libre para vagar donde desee. Una vez se forje un vínculo mental entre las dos, podré fundir mis pensamientos con los tuyos. Se tratará de una relación simbiótica que no te hará daño alguno, pero que me permitirá percibir la realidad a través de tus sentidos humanos.
—Os adueñaréis de mi cuerpo —dijo Alice asustada. —Reemplazaréis mi alma con la vuestra.
—Nunca —respondió Anis, negando con la cabeza. —Eso arruinaría mis intenciones. No quiero que te conviertas en mí. Quiero ser parte de ti, recuperar parte de mi humanidad. Se producirá un cambio en tu personalidad, no hay duda, ya que mis objetivos y ambiciones se harán importantes para ti. Además, absorberás gran parte de mi conocimiento, mi historia y mis poderes. Pero siempre serás Alice, aunque una más poderosa. Alice y Anis están unidas en una sola entidad. Llámanos... Alicia.
—Mencionaste riqueza y poderes —siguió la joven. La mayoría de lo que escuchaba no tenía ningún sentido para ella, pero no le importaba. Lo que importaba era que estaba cansada de la pobreza, cansada de tener que luchar para sobrevivir. Quería todo lo que la vida tenía que ofrecer, y lo quería ahora, no más tarde. El precio le daba igual. —¿Cuándo?
—Tan pronto como quieras —dijo Anis. —Para completar nuestro trato no tienes más que beber un poco de mi sangre. Unas gotas bastarán. La vitae te transformará en mi ghoul, y como tal tus poderes físicos y mentales se ampliarán notablemente. Mi sangre también frenará el proceso de tu envejecimiento hasta casi detenerlo. Podrás vivir varios siglos. Una vez sellemos el pacto nos ocuparemos de algunos asuntos pendientes en esta taberna. El señor Drum recogerá la amarga cosecha que ha sembrado. Quemar este lugar hasta los cimientos con él atado a la cama será bastante satisfactorio. Tendrás tu venganza, querida Alice, y lo poco que el señor Drum sabe sobre mí desaparecerá con su desafortunada muerte. Después regresaremos a mi casa en el campo. Allí te instruiré sobre toda las cosas que deberás aprender antes de que puedas funcionar como mi alter ego. La pobre sirvienta debe transformarse en una dama, y ni siquiera mis poderes pueden conseguir eso de un día para otro—. La voz de Anis se hizo seria. —No hay prisa. Si algo nos sobra, es precisamente tiempo.
—¿Viviré para siempre? —preguntó Alice. —¿No moriré jamás?
—No puedo prometerte eso —respondió Anis. —La carne mortal envejece. No es posible detener el proceso, solo frenarlo. Sin embargo, sobrevivirás a muchas vidas mortales. Puede que alcances el milenio, o incluso más.
—Suficiente para mí —dijo Alice. Entonces comprendió. —No soy la primera, ¿no? Dijisteis que teníais más de cinco mil años. Esta no es la primera vez que hacéis un trato con una joven—. Sonrió, complacida con su descubrimiento. —Estoy en lo cierto, ¿no es así?
—Eres la tercera —admitió Anis. —Mi último huésped murió hace una década, y desde entonces he estado buscando otro. Mis gustos son bastante selectos, ya que pocas mujeres reúnen los atributos físicos y las capacidades mentales que deseo. Casi había dado por imposible mi búsqueda... hasta esta noche. —Su voz se suavizó hasta hacerse casi suplicante. —Ansío los placeres de la vida. Estoy terriblemente aburrida con la no-muerte. Quiero volver a vivir... En letargo, mi mente es libre de vagar tanto por el día como por la noche. Quiero volver a sentir el sol sobre mi piel. Quiero sentirme... cálida. Con tu cooperación, empleando tus sentidos, podré hacerlo otra vez.
Alice se humedeció nerviosa los labios. Quería creer que Anis le estaba contando la verdad, pero estaba asustada, terriblemente asustada de ser engañada. Sospechaba que, una vez sellado el trato, no hubiera vuelta atrás.
—¿Hay otros como tú? —preguntó. —¿Otros Cainitas?
—Hay muchos vampiros —dijo Anis poniéndose en pie con una expresión inescrutable. —Existen miles de ellos por todo el mundo. Son los amos secretos de la humanidad, manipulando a las naciones y a las razas para lograr sus propios fines. Pero no es eso lo que quieres saber, ¿no, Alice? Te preguntas si hay otros que, como yo, vivan mediante huéspedes humanos. La respuesta a esa pregunta es no.
—¿Por qué no? —preguntó ansiosa la joven. —¿Qué secretos me estáis ocultando? ¿Están los demás contentos con su destino, o les asustan demasiado las consecuencias?
—No eres estúpida, Alice —dijo Anis. —Esa es una de las muchas razones por las que te he elegido como compañera. Los Condenados no están ni asustados ni satisfechos. La mayoría odia su existencia, ya que deben soportar un eterno conflicto con la sed de sangre que ruge en su interior. Se la llama la Bestia Interior. Ese es el motivo por el que muchas uniones entre espíritus Cainitas y humanos están condenadas a fracasar. Cualquier mortal que se conecte con un vampiro cae en la demencia, enloquecido por la desoladora sed de su compañero. Solo uno de los no-muertos libre de esa maldición oscura puede fundir su personalidad con un humano...
—¿Qué os hace tan especial? —preguntó Alice.
Anis sonrió.
—Elegí al amante adecuado.
—N-no comprendo...
—Existe un estado especial del ser —dijo Anis—, conocido como Golconda que solo unos pocos Cainitas afortunados alcanzan. Normalmente es el resultado de cientos y cientos de años de rigurosa disciplina mental y una intensa meditación espiritual. Un vampiro que alcanza la Golconda logra un absoluto dominio sobre su deseo de sangre. Está en armonía con el universo.
Anis rió.
—Por desgracia, alcanzar la Golconda ha demostrado ser prácticamente imposible para casi todos los de mi raza. Se dice que el círculo interno de una misteriosa secta conocida como el Inconnu lo ha conseguido. Otros dicen que la progenie de Saulot, los Salubri, también lo lograron... pero ya no existen. Como ningún vampiro admitirá su pertenencia a ninguno de los dos grupos, en mis más de cinco mil años de existencia aún estoy por conocer a uno de estos seres increíbles.
—Pero vos lo conseguisteis —dijo Alice, y no como una pregunta.
Anis asintió.
—Como dije, la diferencia la marcó el amante adecuado. Hace casi seis mil años, en un fabuloso lugar conocido como la Segunda Ciudad, un brillante vampiro alquimista y hechicero, Lameth, creó una poción mediante extraños y esotéricos componentes que inducía artificialmente la Golconda. Solo había elixir suficiente para dos. Él bebió la mitad y el resto me lo dio a mí.
—¿Qué ocurrió con Lameth?
—Aún existe —contestó Anis casi con melancolía. —También pretende ser humano, aunque no sé si utiliza la misma técnica que yo. A lo largo de los siglos hemos vagado juntos muchas veces para luego separarnos, unas veces como amantes y otras como amargos enemigos. Los dos albergamos ambiciones que no pueden compartirse con otro. Entre los Cainitas es conocido como el Mesías Oscuro, ya que la fórmula de su elixir ofrecía la salvación para los Condenados. Sin embargo, e igual que su contrapartida mortal, aún está por regresar.
—Y a ti, Anis —dijo Alice, sabiendo que había terminado la hora de las preguntas—, ¿cómo te llaman los demás vampiros?
La Cainita extendió el brazo derecho, llevando su muñeca hasta los labios de Alice.
—Yo soy Anis, Reina de la Noche. Ahora muerde, y bebe. Que comience la mascarada.
CAPÍTULO 3
Rub al-Khali: 24 de marzo de 1994.
—Este momento vivirá eternamente en nuestro pensamiento —declaró Assad ben Wazir con la voz embriagada por la emoción. Nervioso, se levantó junto a sus cuatro compañeros y contempló cómo Nassir Akhbar, el experto en explosivos del grupo, preparaba las cargas adecuadas. Estaba trabajando en un barranco poco profundo a unos doce metros. En unos minutos, las enormes puertas de piedra que bloqueaban la entrada al antiguo templo que habían descubierto desaparecerían y podrían reclamar el tesoro que ocultaban.
Assad estaba seguro de que él y sus compañeros arqueólogos estaban a punto de obtener unas riquezas más allá de sus sueños más locos. Las ruinas eran muy antiguas. Habían sido selladas hacía casi tres mil años, durante el reinado de Salomón el Sabio, y desde entonces nadie había entrado en ellas. Eran el sueño de cualquier ladrón de Oriente Medio: un templo lleno de reliquias de los tiempos bíblicos. Los objetos que se ocultaban en su interior tenían que valer millones, quizá decenas de millones.
—¿Estás seguro de que quieres que use toda esta dinamita? —preguntó Nassir mientras completaba sus preparativos. —La explosión destruirá por completo la barrera, y las tallas en la piedra están en un estado bastante bueno. Las escrituras han desaparecido, pero el Sello de Salomón está intacto. Podrían darnos una buena cantidad por él en un museo.
—Destrúyelo —dijo Isbn Farouk, el líder del grupo. —Bloquea la única entrada al templo. La roca pesa toneladas, y nos llevaría varios días moverla, suponiendo que fuéramos capaces. Ya hemos perdido demasiados días aquí, y nos estamos quedando sin suministros.
—¿Cómo la llevaríamos a casa, Nassir? —preguntó Assad, ansioso por explorar el templo. Toda su vida la había pasado en la miseria, y no podía apartar sus pensamientos de las riquezas que les aguardaban. —¿A la espalda? No podemos meterla en ninguno de los jeep.
Nassir puso un gesto resignado.
—Mi trabajo no es ocuparme de esos detalles... pero odio destruir algo que podría darnos mucho dinero.
—Termina tu trabajo —dijo Isbn. —Assad tiene razón: la roca no importa. En el primer viaje solo tenemos que llevarnos las mejores piezas. Golpea rápido y roba tanto como sea posible: ese es el modo de encargarse de estas cosas. Cuando el gobierno Saudí descubra este lugar lo cerrará a todos los empresarios emprendedores como nosotros...
—Y meterá el botín en una cuenta en Suiza —añadió Assad. —Perros ladrones.
—Basta de chácharas —dijo Ivan Burroughs, el único miembro del grupo que no era árabe. Era el geólogo e ingeniero alemán que, realizando un trabajo de reconocimiento para una gran compañía petrolera, se había topado con las ruinas hacía ya tres años. Le había llevado largos meses dar con una banda de ladrones lo suficientemente desesperados como para acompañarle en aquel viaje. Era un hombre grande y musculoso, con la cabeza afeitada y ojos pequeños y vacíos. Siempre tenía prisa. —Llevo mil días esperando para ver lo que hay en ese maldito agujero. No queda demasiado para el amanecer y aún no hemos entrado. Vuela esa verdammte piedra.
Isbn frunció el ceño. Era un musulmán estricto y no era amigo de ese tipo de lenguaje; estaba prohibido por los seguidores de su religión. Sin embargo, en el caso de Burroughs había hecho una excepción y no protestó... al menos de momento.
Las ruinas estaban situadas en la esquina meridional del Rub al-Khali, la «Desolación Baldía» del desierto de Arabia. Era una de las regiones más inhóspitas del planeta, y consistía en una vasta llanura arenosa totalmente desprovista de vida. Las temperaturas alcanzaban los cincuenta y cinco grados durante el día, y la noche no ofrecía demasiado alivio de la intensidad de aquel calor. No había agua en varios cientos de kilómetros; en realidad, solo los locos y los geólogos se atrevían a desafiar al silencio de aquella «Desolación Baldía», por lo que gran parte del desierto permanecía sin explorar. Las ruinas, situadas en una zona tan estéril que ni los escorpiones podían sobrevivir, habían sido enterradas bajo dunas siempre cambiantes, por lo que habían sido ignoradas u olvidadas durante todo el milenio. Por supuesto, eso terminó cuando Burroughs, que conducía por el desierto en busca de depósitos minerales, notó un pequeño dedo de piedra proyectándose sobre la dunas. Pronto descubrió que había dado con un enclave perdido del fabuloso Rey Salomón.
—Está listo —anunció Nassir mientras surgía del barranco lo más rápido que podía. —Diez segundos, al suelo.
La explosión sacudió toda la tierra. Por un instante la oscuridad se iluminó con la claridad del día, pero poco después regresó la luz de la luna y el fulgor de las linternas. Trabajaban de noche para evitar los insoportables rayos del sol.
—¡Alabado sea Alá! —gritó Assad. —¡La piedra ha volado!
Los explosivos habían hecho su trabajo. La enorme roca que bloqueaba el camino al templo subterráneo había sido destruida, quedando reducida a un millar de fragmentos. En su lugar se abría ahora un oscuro corredor que se introducía en las tinieblas con una pronunciada pendiente.
—Buen trabajo —dijo Burroughs sonriendo. —¿Bajamos?
—Sí —respondió Isbn. —Inmediatamente.
Señaló hacia los sacos de lona pesada que habían traído del campamento.
—Coged los sacos y llenadlos con todo lo que veáis. Hasta la estatua más pequeña puede valer miles de dólares. No dejéis nada para los chacales del gobierno.
Assad marchaba tercero por el túnel, tras Isbn y Burroughs. A su espalda estaban Nassir, Fakosh y Harum. Eran tipos duros, veteranos de cientos de actuaciones ilegales que habían sido bendecidos con una total falta de imaginación... y de miedo.
El aire del corredor era seco, y el olor debido al estancamiento era extraño. Los seis hombres llevaban paños húmedos sobre la boca y la nariz para ayudar a humedecer el aire que respiraban. Los edificios antiguos eran como sanguijuelas que absorbían el líquido de sus cuerpos y lo transmitían como una esponja al aire seco.
—Este lugar es muy extraño —declaró Harum, el erudito del grupo, después de caminar durante unos minutos. —No es un templo normal. Estos edificios nunca tenían entradas tan largas. Incluso los que se encontraban bajo tierra disponían solo de pequeños vestíbulos. Además, no hay dibujos ni escrituras sagradas en las paredes. Debería haber tallas por todas partes. Algo va mal.
—Ja, estoy de acuerdo —dijo Burroughs. —También me parece muy poco convencional. Estos túneles se introducen demasiado en la tierra. Ya debemos estar a cinco metros bajo el lecho del desierto. Me parece que no se trata de un templo: es una tumba.
—¿Una tumba? —dijo Isbn sacudiendo la cabeza. —Imposible. ¿Por qué iba el Rey Salomón a construir un mausoleo en medio del desierto? Lo más probable es que estemos descendiendo hacia un antiguo almacén. Las ruinas de ahí arriba parecían las de una guarnición. Quizá esos edificios sirvieran como cuartel general para los guardias que vigilaban lo que guardaban aquí.
—¡El tesoro de Salomón! —exclamó Assad excitado. —¿No dicen las leyendas que el rey ocultó muchas de sus mejores joyas en un lugar secreto?
—Historias de hadas para niños —declaró Harum con tono escéptico. —Lo más probable es que aquí hubiera un oasis hace miles de años, y que este lugar sirviera como parada de una ruta de comercio. Eso tiene mucho más sentido.
—En un momento descubriremos quién tiene razón —dijo Isbn. —El túnel se ensancha y se abre a una sala.
Salieron a una enorme cámara, tan vasta que las linternas apenas alcanzaban las paredes. La sala era circular y tenía unos quince metros de diámetro. El techo de roca sólida se encontraba a siete metros de altura y estaba cubierto de extrañas inscripciones, aun brillantes después de treinta siglos. Símbolos similares decoraban las paredes y el suelo.
Assad comenzó a inquietarse al observar los símbolos. Le hacían daño a los ojos. Algo ocurría, algo malo. No debían ser leídos... ni observados.
—Estas palabras están malditas —declaró Nassir, tapándose los ojos con una mano. —Me están provocando mareos.
—No pertenecen a ningún idioma que conozca —dijo Harum.
—¿A quién le importan esos verdammte símbolos? —protestó iracundo Ivan Burroughs. Levantó su enorme brazo y señaló el centro de la estancia. —¿Qué es eso?
El objeto de su curiosidad tenía dos metros de altura, cinco de longitud y dos de anchura: era una caja gigantesca, cubierta por una impresionante losa de piedra. El material era el mismo que el de la puerta que habían tenido que destruir para acceder al corredor. Era el único objeto de toda la estancia.
—Quizá el tesoro se encuentre en el interior —dijo Assad, expresando una esperanza que en realidad no sentía. —Parece un cofre.
—Quizá —respondió Isbn con voz dubitativa. —Necesitaremos más dinamita para eliminar la tapa. Debe pesar toneladas.
—No me gusta este lugar —declaró Harum. Era un hombre práctico y afable, con estudios de historia. Durante las expediciones solía ser frío y distante. —Creo que deberíamos marcharnos inmediatamente. Este lugar está maldito.
—El sello de Salomón está en la puerta —dijo Burroughs murmurando. —Era el amo de los demonios.
—Pero el tesoro... —comenzó Assad, sintiendo cómo la fortuna se le escapaba entre los dedos.
—¡No hay tesoro, dummkpofl! —gritó repentinamente Burroughs. El rostro del alemán había adoptado una tonalidad rojiza. —¿No lo entiendes? Eso no es un cofre con tesoros. Es un ataúd. ¡Un gigantesco ataúd de piedra!
—¿U-un ataúd? —dijo Assad. —Estás loco. ¿Qué criatura es tan grande...?
Nunca terminó su pregunta. La estancia fue inundada por un terrorífico sonido al tiempo que la inmensa losa de piedra se desplazaba varios centímetros. Algo en el interior estaba deslizando la tapa de la tumba.
—¡Mein Gott! —dijo Burroughs, perdiendo repentinamente el color. —¿Qué demonios puede vivir durante tres mil años atrapado en una caja de piedra sellada?
—No quiero averiguarlo —declaró Isbn mientras se retiraba hacia el túnel que conducía hacia el exterior. —Nassir, ¿tienes dinamita?
—La he dejado con el resto del equipo —respondió el otro. —Fuera, en los jeep.
—Cuando llegues arriba, úsala para sellar la entrada del túnel —dijo Isbn. —Inmediatamente.
La piedra gimió como protesta mientras la tapa seguía desplazándose. Una inmensa y monstruosa mano, del color del hueso y con los cinco dedos terminados en uñas larguísimas, surgió del sarcófago y aferró el borde de la losa de piedra. Miles de fragmentos de roca explotaron cuando aquellos dedos titánicos se cerraron.
—Alá nos proteja —exclamó aterrorizado Isbn. —¡Corred si queréis salvar al vida!
Una nube de polvo se levantó desde la tumba, inundando la cámara. Isbn gritó aterrorizado y corrió hacia la entrada, seguido por Nassir, Fakosh y Harum. Assad, atónito ante lo que estaba sucediendo, se quedó clavado en el sitio. A su lado se encontraba Burroughs, quieto como si estuviera hipnotizado.
—Hemos liberado al genio de la lámpara —dijo el alemán—. Cuando destruimos el sello del Rey Salomón rompimos el conjuro.
—¿Genio? —dijo Assad con una risotada. —¡Solo los niños creen en esas tonterías!
—Gott in Himmel — susurró Burroughs. Una figura se movió en la nube de polvo, que impedía contemplar el sarcófago. Era una criatura gigantesca; debía tener dos veces la altura de sus descubridores, y avanzaba lentamente.
—Azazel —dijo el alemán. —Es Az...
Una mano monstruosa surgió repentinamente de la oscuridad. Los dedos enormes se cerraron alrededor de la cintura de Burroughs, que gritó cuando las uñas, del tamaño de estacas, se hundieron en su carne. Sin esfuerzo alguno, la criatura a la que había llamado Azazel lo elevó por los aires. Horrorizado, Assad trastabilló hacia atrás. Sus pies tropezaron y cayó al suelo. El golpe le hizo perder la lámpara, que cayó rodando por el suelo. El haz, girando fuera de control, provocó un caótico calidoscopio de luces y sombras.
Durante un instante, el monstruo del sarcófago quedó iluminado. Era inmenso y horripilante, con la forma de un humano pero espantosamente alterado. Tenía una mandíbula grande y bestial y la boca llena de dientes gigantescos. Sus ojos ardían como carbones encendidos. De su cráneo lampiño surgían dos cuernos curvos. En una mano aferraba el cuerpo inmóvil de Ivan Burroughs, con la sangre surgiendo de las heridas en su costado.
Assad gritó. La lámpara aterrizó boca abajo, sumiendo la cámara en la oscuridad. Temblando, se enroscó en el suelo mientras el monstruo rugía en un idioma que no podía reconocer. La voz de la bestia resonaba a través de la gigantesca estancia como los golpes de un enorme gong. Assad estaba seguro de que la criatura estaba intentando interrogar a Burroughs, pero no obtenía respuesta alguna. El alemán estaba muerto o malherido.
La criatura volvió a emitir aquellas preguntas y Burroughs permaneció en silencio. Desesperado, Assad buscó la lámpara en la oscuridad. No daba con ella, pero tampoco estaba seguro de querer saber lo que estaba ocurriendo. El monstruo se había callado, inundando el lugar con un terrorífico siseo, casi como si estuviera chupando. El horrible crujido que siguió hizo que Assad se mordiera el labio inferior, aterrorizado.
Entonces, con los pies golpeando el suelo como martillos, la criatura se dirigió hacia el túnel que conducía a la superficie. Assad tragó saliva sin saber qué hacer a continuación. Contra todo pronóstico, seguía vivo e ileso. Sin embargo, no sabía cuánto le duraría la suerte. No quería saber si la criatura se había marchado o si pensaba regresar. Seguirla a la superficie no parecía una buena idea, pero quedarse en aquella guarida era una alternativa igual de siniestra. Después de cinco minutos de búsqueda meticulosa, sus manos tropezaron con la lámpara. Milagrosamente, aún funcionaba. Con un suspiro de alivio, recorrió el lugar con el haz luminoso, descansando sobre la pulpa de carne y huesos que había sido Ivan Burroughs.
Se acercó cuidadosamente al cadáver y volvió a tragar saliva, reprimiendo las náuseas al ver la condición del cuello y el pecho del muerto. Le habían arrancado un gran trozo del cuerpo. Con un gemido de terror, comprendió que no había sangre visible en la herida. Ni en el suelo. El monstruo había chupado hasta la última gota.
Tratando de recuperar el aliento, corrió hacia el túnel. Era mejor ser capturado en el corredor y morir luchando que esperar el regreso de aquel demonio. Assad sería un ladrón, pero no un cobarde.
A medio camino hacia la salida sintió que el suelo comenzaba a agitarse. Dinamita. Recordó las instrucciones que Isbn había dado a Nassir. Maldiciendo, rezó por que la explosión no hubiera sellado la entrada hacia el corredor subterráneo, dejándolo atrapado allí dentro con el monstruo. Desesperado, aceleró el paso. Entonces oyó los disparos y los gritos de agonía de sus compañeros.
El reflejo de la luz de la luna en el túnel le convenció de que la entrada permanecía abierta, pero los terroríficos aullidos detuvieron su marcha. El silencio que se produjo a continuación era igual de enervante. A unos diez metros de la entrada se echó cuerpo a tierra y se arrastró el resto del camino.
Miró cuidadosamente el exterior. No había movimiento alguno. Aunque parecía que habían pasado horas, llevaba menos de sesenta minutos bajo tierra. Nervioso, recorrió la zona con la mirada. Sin embargo, al encontrarse en el fondo de un pequeño barranco no podía ver nada.
Consignando su alma a Alá, se puso en pie y se quedó quieto, esperando la aparición del demonio. Después de contar hasta cien, decidió que la criatura ya no se encontraba en la zona. Escaló a trompicones el barranco y comenzó a buscar a sus compañeros.
No le costó demasiado dar con ellos. Sus cuerpos, en una condición similar al de Burroughs, estaban dispersos alrededor de los dos jeep. Todos ellos habían muerto, con miradas de sorpresa y terror. Las terribles heridas eran testimonio de la ferocidad del ataque. Ni una sola gota de su sangre manchaba la arena pura del desierto.
Ni las balas ni la dinamita habían conseguido acabar con el monstruo, ni tampoco frenarlo. Sacudiendo la cabeza angustiado, Assad se preguntó si existía alguna arma capaz de abatirlo. No tenía intención de descubrir la respuesta. Tras acabar con Isbn y con los demás, aquella cosa se había alejado hacia el desierto. Sus huellas, marcadas en la arena, se dirigían hacia el norte. Condujo hacia el sur.
Pensó que las palabras que había pronunciado anteriormente habían sido correctas. El recuerdo de aquella noche permanecería para siempre con él.
CAPÍTULO 4
Washington D. C.: 23 de marzo de 1994.
El pequeño avión aterrizó en la pista oculta a las cuatro de la madrugada. Según los registros del Departamento de Hacienda de Virginia, el campo era propiedad de la Corporación Americana del Desarrollo e Investigación del Tabaco. Un edificio solitario de ladrillo de dos plantas se alzaba en una esquina del terreno, cerca de una carretera muy poco utilizada. En el estacionamiento junto al edificio esperaba una limusina negra. Un cartel en la fachada anunciaba que se trataba de la sede del Instituto de Investigación del Tabaco de los Estados Unidos. Los papeles en poder del Departamento de Hacienda del Estado de Virginia explicaban que la corporación, financiada mediante concesiones de las principales productoras de tabaco, trataba de producir un cigarrillo seguro con un bajo nivel de alquitrán. En los enormes terrenos se sembraban miles de plantas de tabaco alteradas genéticamente.
Nadie se había molestado en declarar que las plantas estaban fijadas a grandes tableros móviles que se retiraban con solo pulsar un interruptor, revelando una pista de aterrizaje totalmente operativa. Tampoco se hablaba de los millones de dólares que se pagaban cada año en sobornos a los policías de la zona, asegurando que los vuelos del Instituto no fueran interrumpidos ni investigados. Los empleados no eran ni científicos ni investigadores, sino matones del Sindicato. Los terrenos, localizados exactamente a cuarenta y tres kilómetros de la Casa Blanca, eran uno de los principales puntos de entrada de la droga destinada a la capital. En ocasiones servía como acceso para los visitantes extranjeros que preferían no atravesar las aduanas. Aquella noche era el caso.
Tres hombres se acercaron a la CESSNA mientras los poderosos motores calmaban su rugido. En cuanto el único ocupante saliera, el avión volvería a despegar, los tableros regresarían a su posición y la pista de aterrizaje desaparecería, reemplazada por la plantación de tabaco. Encabezando la delegación estaba Tony «El Atún». Blanchard, jefe de la Costa Este del Sindicato del Crimen. Era un hombre grande y robusto de cara roja, y llevaba toda la tarde esperando nervioso la llegada de aquel pequeño avión. Su traje de Armani de mil dólares estaba totalmente arrugado. Aunque el aire nocturno era frío, no dejaba de sudar mientras se acercaba a la puerta del aparato y esperaba a que esta se abriera.
A ambos lados se encontraban sus guardaespaldas, Alvin y Theodore. Los dos eran gigantescos (medían casi dos metros diez), musculosos y de brazos simiescos. Vestían trajes grises de corte clásico, camisa blanca y corbatas grises. Aunque la iluminación del campo de aterrizaje era escasa, los dos llevaban gafas de sol. Eran matones fríos y despiadados, y exudaban un aire amenazador. Alvin y Theodore no le tenían miedo a nada, y por eso Tony los había traído con él.
Una figura oscura salió del avión y bajó hasta la pista. Vestía un pesado abrigo negro, bufanda blanca y sombrero gris. Sus grandes manos estaban protegidas por guantes de seda negra. El extraño, bajo y fornido, era de hombros anchos y cabello oscuro muy corto. Su rostro era muy pálido, la nariz ganchuda y las cejas estrechas y enarcadas le daban el aspecto de un halcón al acecho. Los labios blancos eran muy finos, y sus ojos tenían el color del mármol viejo. Aparentaba cuarenta años, pero Tony Blanchard sabía que era mucho, mucho más viejo.
—Don Lazzari —dijo, tratando de mantener un tono tranquilo. Extendió la mano a modo de saludo. —Es usted puntual.
—Muy puntual, Tony —respondió Don Lazzari, dándole la mano. Su apretón era como el acero, y sus dedos eran fríos. —Le dije al piloto que si no llegábamos con media hora de antelación le arrancaría los genitales.
Don Lazzari rió con una voz cruel y dura. Tony le imitó, pero más por miedo que por el comentario. Sabía que aquel hombre hablaba en serio. El Capo de la Mafia nunca amenazaba en balde.
—Por favor, sígame —dijo mientras señalaba el edificio del Instituto. —Tenemos que abandonar la pista para que el avión pueda despegar. Además, dentro estaremos mucho más cómodos.
—¿Ya ha llegado todo mi equipaje? —preguntó Don Lazzari mientras entraban.
—Todo en orden —respondió Tony. —Su ataúd llegó esta tarde y ordené que lo situaran en el sótano del Instituto. Debido a lo precipitado de su aviso, parecía el lugar más seguro. He asignado a Alvin y a Theodore, mis guardaespaldas personales, la tarea de montar guardia hasta mañana. Por la noche, cuando despierte, podremos mover el ataúd donde usted desee.
—Todo parece correcto —dijo Don Lazzari—, considerando el poco tiempo del que has dispuesto. Creo que este lugar me servirá como base para mis asuntos. Buen trabajo, Tony.
—Muchas gracias, Don Lazzari —dijo Blanchard, suspirando aliviado. —He hecho lo que he podido. Si hubiera dispuesto de más tiempo...
—Don Caravelli me envió aquí como respuesta a una noticia del todo inesperada —respondió Lazzari. —El Capo de Capi suele olvidar que las principales operaciones necesitan de una adecuada preparación. Espera milagros.
El Don de la Mafia sonrió, revelando una dentadura amarillenta y lupina.
—Por supuesto, nunca he pronunciado estas palabras. Solo un idiota se atrevería a criticar a Don Caravelli, y yo no soy ningún idiota.
—No, Don Lazzari —dijo apresuradamente Blanchard. Volvía a sudar. —Desde luego, usted no es ningún idiota.
—Me alegra que me comprendas, Tony —respondió el otro mientras entraban en el edificio. —Tengo la sensación de que eres un hombre con un gran futuro. Asumo que eres capaz de mantener la boca cerrada y los ojos y los oídos abiertos.
—Sí, Don Lazzari —respondió Tony sacudiendo la cabeza arriba y abajo como una boya. —Sus deseos son órdenes. Se lo prometo. Se lo juro.
—Bien —dijo el Don. Se encontraban en la gran sala de reuniones, con una mesa alargada rodeada por seis sillas. Con un gruñido de satisfacción, Lazzari se sentó en la silla de cuero negro en la cabecera de la mesa. —Muy bien.
Señaló la silla que había a su lado.
—Siéntate, Tony. Relájate. Tenemos que hablar de algunos asuntos —dijo mientras sus ojos se estrechaban y sus labios se torcían en la más leve de las sonrisas. —La petición especial que te hice ayer. La de la joven, una virgen. ¿Me has encontrado una?
—Sí, Don Lazzari —respondió Tony con la garganta repentinamente seca. Era un hampón endurecido que no tenía problemas con los adultos, pero que prefería mantener alejados a los niños de todos sus asuntos. —Encontramos a una. Mis hombres raptaron a la chiquilla en la escuela de un convento. Está atada en el sótano. Como ordenó, no hemos utilizado ni sedantes ni drogas. Está despierta.
Don Lazzari sonrió.
—Excelente, Tony. Manda a esos dos gigantes para que me la traigan. Mientras tanto, tú y yo hablaremos de negocios.
—Como desee, Don —dijo Tony mientras se volvía hacia sus hombres. —Id a por la chica y traedla arriba. El Don quiere verla. Rápido.
Sin más palabras, Alvin y Theodore salieron hacia el sótano. Apenas hablaban, y ninguno de los dos tenía mucho que decir. Además, no les pagaban para charlar, sino para cumplir órdenes.
—La sangre de una virgen —dijo Don Lazzari—, es más dulce que cualquier otra. Mis congéneres Vástagos me dicen que no hay diferencia alguna, pero carecen de mi paladar refinado.
—Eh, por supuesto, Don Lazzari —dijo Blanchard mientras el sudor empapaba su camisa. No se sentía nada cómodo hablando de sangre humana, especialmente cuando la víctima era una adolescente sin culpa alguna. —¿Quería hablar de negocios?
—La zorra Giovanni —dijo Don Lazzari. —¿Han descubierto tus hombres algún rastro de ella?
Blanchard torció el gesto.
—Aún no, pero siguen buscando. Hemos pasado nota por las calles. Según la información que nos proporcionó su hombre, Darrow, la mujer viaja en un gran trailer con el símbolo de los Giovanni en el lateral. Es todo un detalle que anuncie así su presencia. Esperamos dar con el camión de un momento a otro.
—Cuanto antes mejor —dijo Don Lazzari. —No puedo arriesgarme a que abandone la ciudad. Las apuestas están demasiado altas. Aumenta la recompensa si es necesario, a la Mafia le sobra el dinero. Pagaré de mi bolsillo veinticinco mil dólares al hombre que dé con el camión.
—¿Veinticinco de los grandes? —silbó Blanchard. —Es un buen montón de pasta por localizar a la dama. Don Caravelli debe estar ansioso por ponerle las manos encima.
—Madeleine Giovanni lleva muchos años siendo una constante molestia —respondió Lazzari. —El Capo de Capi está deseoso de liberarse de ella. Ha ofrecido una inmensa suma por su eliminación, y he venido aquí para supervisar personalmente la operación.
—¿No dijo Don Caravelli algo sobre que la tal Madeleine no era una pieza fácil? —preguntó Blanchard. Junto a otros tres jefes del Sindicato acababa de regresar de una visita al jefe supremo de la Mafia. No había sido un viaje nada agradable. —Nos dijo que había eliminado a seis asesinos que había enviado contra ella.
—No hay duda de que esa puta tiene garras —dijo Don Lazzari— pero no es invencible, ni invulnerable. En cuanto esté seguro de que está en la ciudad lanzaré el mensaje especial que he traído de Sicilia. Don Caravelli ha ofrecido el control de toda la rama estadounidense de nuestra operación al Cainita que destruya a Madeleine Giovanni. La recompensa hará que todos los vampiros de la ciudad salgan a cazarla. Ni siquiera ella podrá enfrentarse a tal marea.
—Suena prometedor —dijo Tony. —Nadie es tan duro.
—Si diera con ella —siguió Lazzari, con la mirada inundada por el fuego—, la clavaría al suelo con una decena de puñales. Me aseguraría de que no se moviera ni un milímetro. Después la vería luchar hasta que el sol se alzara y fundiera su carne, arrancándosela de los huesos y convirtiéndola en polvo.
El vampiro se detuvo, como si estuviera saboreando sus pensamientos.
—Grabaría cada momento para poderla ver morir miles de veces, y cada vez que pusiera la cinta reiría y reiría.
Blanchard tragó saliva, sintiéndose molesto. El sonido de pasos le recordó que estaban a punto de suceder cosas peores, mucho peores.
Alvin y Theodore volvieron a la habitación. Entre ellos, y con un pañuelo en la boca para que no pudiera gritar, había una chica de unos catorce años. Medía poco más de uno sesenta y era de una delgadez extrema. Llevaba el pelo castaño recogido en coletas. Vestía uniforme de colegio, con calcetines blancos y sencillos zapatos negros. Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y los ojos mostraban su terror. Tenía buenos motivos para estar asustada.
Don Lazzari la observó. Sus miradas se encontraron y, por un momento, la joven dejó de luchar, hipnotizada por los ojos del vampiro. Lazzari rió entre dientes.
—Perfecto —declaró. —Exactamente lo que quería. Nunca ha conocido el tacto de un varón.
—Tratamos de agradarle, Don Lazzari — dijo Tony Blanchard, luchando para no vomitar. El deseo impío presente en la voz del Capo le provocaba nauseas. —¿Quiere que... que le dejemos solo con la chica?
El Capo sacudió la cabeza.
—No. Gran parte del placer procede de la emoción de la persecución. Quiero que dejéis marchar a la chica.
—¿Dejarla ir? —preguntó Blanchard. —No seré yo el que dude de su buen juicio, Don Lazzari, pero si la niña llega hasta la autopista y consigue ayuda, toda la operación se pondría en grave peligro.
—No temas —dijo Lazzari riendo. —Acepto toda la responsabilidad por lo que pueda pasar. Quitadle el pañuelo, tengo que hablar con ella. Es importante que comprenda lo que está a punto de suceder.
Alvin dejó libre la boca de la muchacha.
—¿Quién es? —preguntó con voz aterrorizada. —¿Qué quiere de mí?
El Capo se puso en pie.
—Me llamo Don Nicko Lazzari. Soy un vampiro. —Sonrió, estirando sus labios para mostrar dos largos colmillos. —Me alimento de sangre humana caliente. Tú, niña, eres mi presa.
—¿Por qué yo? —preguntó la muchacha mientras las lágrimas caían por sus mejillas. —No le he hecho nada malo. Nunca he hecho daño a nadie... —El llanto se había convertido en un torrente. —¿Por qué yo?
Don Lazzari se encogió de hombros.
—Estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado. El nuestro es un mundo de tinieblas en el que no existe la justicia. La vida y la muerte son accidentes de un destino que no se preocupa por nosotros, que no tiene significado ni propósito.
El vampiro se detuvo, como si estuviera reflexionando.
—Sin embargo, no soy irrazonable en mi búsqueda de placer. Te ofrezco una oportunidad de sobrevivir. Eres joven y fuerte, y tu cuerpo está sano. Puedes correr. Si consigues eludirme lo suficiente como para llegar hasta la autopista, te prometo que te dejaré marchar.
—¿Por qué tendría que creerle? —dijo la niña entre sollozos. —Dígame por qué tengo que creerle.
El vampiro mostró una desagradable sonrisa.
—No me importa que me creas, ya que no tienes opción: corre o muere. —Hizo un gesto a los dos guardaespaldas. —Llevadla fuera. Me aburre tanta cháchara.
Alvin y Theodore observaron a Tony Blanchard, ya que era él el que les pagaba, no Don Lazzari. Totalmente pálido, sabiendo que estaba sentenciando a muerte a la chica, asintió y entró en las filas de los condenados.
—¿En qué dirección se encuentra la autopista? —preguntó Don Lazzari cuando se encontraban en la entrada del edificio. La oscuridad era absoluta, y aún quedaban unas horas antes del amanecer. La única luz provenía de la luna.
—Está a un kilómetro y medio, hacia el este —respondió Tony señalando el camino de tierra que pasaba cerca del Instituto. —Eso si se sigue el camino. Atravesando el bosque está aún más cerca.
—Un kilómetro y medio —le dijo Don Lazzari a la joven. —Una carrera de seis o siete minutos para una chica de tu edad. ¿Estás lista? Te daré cinco minutos de ventaja. Ni un segundo más, ni un segundo menos.
El vampiro observó a Blanchard.
—Tienes reloj. En cuanto comience a correr pon en marcha tu cronómetro. Tendrá el tiempo prometido. Mi palabra es sagrada.
—Por favor —suplicó la chica, primero a Blanchard, luego a Alvin y por último a Theodore. —No dejen que me mate. Ustedes pueden detener esta cosa horrible. Por favor...
Ninguno de ellos dijo palabra alguna. Gimiendo, la chica se volvió hacia la carretera.
—Oh, Dios mío, sálvame, por favor.
Don Lazzari lanzó una risotada, un ruido cruel en el que no había la menor sombra de piedad.
—Tu dios no puede ayudarte ahora, y yo no tengo tiempo que perder. Corre, niña, corre.
La chica obedeció. Salió disparada como una flecha y corrió por la carretera de tierra que llevaba hasta la autopista. Era rápida, mucho más de lo que Blanchard hubiera imaginado. Observó nervioso su reloj. Había pasado menos de un minuto y la muchacha ya no estaba a la vista.
—Se mueve bien —dijo Don Lazzari con los ojos brillando por la emoción. —Eso me agrada. La pobre idiota cree que puede escapar. Las que cazo en Europa se resignan hasta tal punto a su destino que ni siquiera simulan intentarlo. Les falta mordente. Su falta de entusiasmo le quita toda la gracia a la persecución.
—Dos minutos —dijo Tony. —La chica es condenadamente rápida, Don Lazzari. Podría llegar hasta la autopista en cinco minutos. Como dije antes, si llega hasta la policía puede poner en peligro todo esto.
El vampiro hizo un gesto con la mano.
—Le di mi palabra a la niña, Tony, y me niego a romperla en ninguna circunstancia. Tiene su oportunidad. Eso es lo que hace emocionante la caza. ¿Conseguirá escapar de mis garras? ¿Sobrevivirá a esta noche? No es probable, a pesar de su velocidad. Como muchos otros miembros de mi raza, soy muy, muy rápido.
—Cuatro minutos —dijo Blanchard. —¿Quiere que le sostenga el abrigo, o algo? La niña tiene que estar llegando a la autopista. Puede que sea necesario un esfuerzo mayor de lo esperado.
Lazzari sacudió la cabeza. Giró suavemente sobre sus talones hasta encararse en la dirección hacia la que había partido su presa.
—Nadie se me escapa, Tony —declaró sombrío. —Nadie se me resiste.
El hampón tragó saliva, comprendiendo que no solo estaba hablando de la chica en los bosques. La amenaza implícita era evidente: cruzarse en el camino del Capo no era la mejor de las ideas.
—Cinco... —comenzó Blanchard, para detenerse cuando el líder mafioso se desvaneció literalmente, moviéndose más rápido de lo que el ojo podía captar— ... minutos.
Menos de diez segundos después, el horrible grito de una chica rasgó el silencio de la noche. El aullido fue breve, pero permaneció en la cabeza de Tony el resto de la noche, igual que la terrible verdad de lo que había hecho. Don Lazzari era un monstruo malvado y depravado, una criatura de pasiones inhumanas. Colaborando con él, Tony no era mejor.
CAPÍTULO 5
Washington D. C.: 23 de marzo de 1994.
—Es un fuego espectacular, ¿no cree? —dijo la mujer. Era corpulenta, de edad avanzada y cabello plateado. —El mejor que he visto en mucho tiempo.
—Toda una conflagración —respondió el hombre de piel caoba que había junto a ella. Era bajo y delgado, con el cabello negro y la dentadura blanca. Observaba las llamas con una intensidad peculiar. Era uno de los treinta espectadores que se habían reunido cerca de la entrada del Depósito de la Armada para contemplar aquel infierno. —Es una obra maestra de la destrucción. La creación de un auténtico artista.
—¿Le gustan los incendios? —preguntó la mujer mientras se limpiaba el sudor de la frente. Aunque se encontraban a dos manzanas de las llamas, el calor era muy intenso. No se molestó en esperar a que el extraño contestara. —A mí me encantan los grandes. Cuanto mayores sean, mejor.
—Un incendio bien realizado es una obra de arte —respondió el hombre de tez oscura. Su tono era educado y su dicción perfecta. —Las cosas bellas siempre son motivo de gozo.
—Tengo una emisora conectada con la policía en mi furgoneta —dijo la mujer en voz baja, como si estuviera susurrando un secreto. Echó un vistazo al resto de la multitud, pero nadie le estaba prestando atención. —Y tengo otra en casa. Las tengo siempre sintonizadas en la frecuencia de emergencias, y así puedo llegar a los incendios cuando aún están en marcha.
Su voz se hizo aún más baja.
—A veces llego a tiempo de oír gritar a las víctimas, antes de que el humo y las llamas les cierren la boca. Ya sabe a quién me refiero... A esas mierdecitas ahí atrapadas, los que no pueden escapar.
—Ah, comprendo —dijo el hombre. —Habla de los pobres desafortunados atrapados en las llamas. Es una tragedia que mueran antes de que llegue la ayuda.
—Sí —respondió la mujer con la mirada encendida. —Es tooooda una pena. Pensar en su piel chamuscada y crujiente, el olor de la carne quemada... me produce escalofríos. —No pudo refrenar la risa. —Ratas crujientes, los llamo yo.
—Una desagradable comparación —dijo el hombre sonriendo—, aunque debo confesar que es precisa. Es usted una crítica muy perspicaz.
—El verano es la mejor temporada para los incendios —prosiguió la mujer. —Todas las noches hay montones de ellos, más de los que los bomberos pueden atender. Los provocan los chicos. Parece que les gusta quemar cosas, pero no puedo culpar a esos cabroncetes. Yo misma he sentido la tentación una o dos veces. Ya sabe, solo para ver cómo podría ser.
—Pero nunca lo hizo, por supuesto —dijo el hombre. —Eso sería un delito.
—No he dicho que lo hiciera —respondió la mujer con una sonrisa astuta—, pero tampoco lo he negado. No sé si me sigue.
—Se rodea de compañía de lo más interesante, señor Makish. —La voz surgió de la oscuridad tras la pareja. Se trataba de una figura alta y enjuta vestida con una gabardina oscura. Un gran sombrero cubría gran parte de sus rasgos. No parecía molesto por el calor. —La mujer parece realmente intrigante.
—Sabe apreciar un fuego cuidadosamente elaborado —respondió tranquilamente Makish. Miró por encima de su hombro, como si quisiera confirmar la identidad del recién llegado. —Se trata de un don que muy pocos comparten.
Se inclinó a la altura de la cintura.
—Ha sido un placer hablar con usted esta noche, honorable señora. Espero que podamos continuar nuestra conversación en un futuro incendio.
—Ya sabe dónde encontrarme —respondió la mujer cacareando de forma insoportable. —Si se produce un buen fuego no me lo perderé. Me llaman Francine la Luciérnaga.
—Buenas noches, señora Francine —dijo Makish. —Tengo la seguridad de que volveremos a encontrarnos.
Luego se volvió hacia la Muerte Roja.
—Asumo que has venido a hablar de los resultados de nuestra reciente transacción. Por eso me he quedado por el barrio. ¿Paseamos?
—Tú primero —dijo la Muerte Roja. Hizo un gesto hacia las calles desiertas que se alejaban del Depósito. Las casas, viejas y oscuras, estaban abandonadas. —No creo que debamos preocuparnos por ninguna interrupción.
—Los habitantes de la zona la abandonaron poco después del comienzo del fuego —dijo Makish. —Un rumor sin confirmar, pero bastante creíble, señala que un viejo cargamento de explosivos almacenado en el Depósito estalló, provocando el fuego. La gente, por supuesto, pensó que era posible que se produjeran más explosiones y evacuó sus hogares a toda velocidad.
La Muerte Roja rió entre dientes. Se trataba de un sonido seco y carente de emoción alguna.
—Los bomberos parecen no querer combatir el infierno, porque no se han presentado. Me temo que carezcan de la dedicación que corresponde a los verdaderos servidores públicos.
—Una lamentable pero astuta observación —dijo Makish. —Creo que están dejando que el fuego se extinga por su cuenta. Es un procedimiento común en estos tiempos turbulentos. El jefe de bomberos dice carecer del equipo y del personal necesario para encargarse del desastre. Es difícil encontrar buenos ayudantes.
—Muy cierto —dijo la Muerte Roja. Su voz se tornó súbitamente dura. —Tú, por ejemplo, no lograste esta noche tus objetivos. Se suponía que el fuego debía matar a Diré McCann y a Alicia Varney, pero no ha sido así. Los dos han sobrevivido. Me juraste que no había modo posible de escapar de la trampa. Pagué tu tarifa y a cambio esperaba resultados... y no los he visto.
—Protesto —dijo Makish, educada pero firmemente. Su voz tenía un tono duro e implacable. A los asesinos Assamitas no les gustaba que se les acusara de fracasar. —Te guardaste información importante sobre mis víctimas. Cumplí con las obligaciones al límite de mis habilidades.
Observó a su alrededor, como si estuviera buscando a otras figuras en la oscuridad.
—Me dijiste que McCann y Varney eran mortales, y no tenía razón alguna para sospechar lo contrario. Durante la pelea que tuvieron contigo y tus discípulos los dos exhibieron poderes que van mucho más allá de los de un humano ordinario. Tras tu retirada, esos mismos poderes les salvaron de mi magnífico fuego.
—Puede que haya infravalorado sus habilidades —respondió la Muerte Roja. —Me sorprendieron.
—Eso es evidente —dijo Makish educadamente. —¿Dónde están los tres sosias que te ayudaron en el ataque, si se me puede permitir preguntarlo?
—¿Temes que puedan tenderte una emboscada? —preguntó la Muerte Roja en tono burlón. —No tienes que preocuparte, no te culpo del desastre. Además, el uso del Cuerpo de Fuego requiere de tremendas cantidades de energía. Tras nuestro encuentro con McCann y Varney, ninguno somos capaces de emplear esa Disciplina de nuevo durante varias horas. Mis chiquillos han regresado a otras responsabilidades, marchándose de Washington hace varias horas. Estamos solos.
—Me alivia que aceptes este contratiempo con tan buen talante —dijo Makish. —Es una actitud muy madura.
La Muerte Roja volvió a reír, pero no parecía complacido.
—Uno aprende a tener paciencia después de algunos miles de años. Cometí un gran error, ya que dejé que mi ego dominara a mi buen juicio. No volverá a suceder.
—Un hombre sabio aprende más de sus fracasos que de sus triunfos —dijo Makish solemne.
—Traté de eliminar a McCann y a Varney empleando métodos directos —siguió la Muerte Roja. —Fue una completa estupidez por mi parte. Al intentar superarlos por la fuerza, revelé más sobre mis ambiciones y sobre mí mismo de lo que sería prudente.
—La mirada al pasado siempre es la más clara —comentó Makish. —A menudo es posible rectificar los errores. Esas decisiones son las que mantienen ocupados a los asesinos como yo—. El Assamita vaciló, pero después siguió hablando. —Aún no comprendo cómo esos dos humanos pueden controlar fuerzas de tal magnitud. ¿Podrías explicármelo, por favor?
—Diré McCann asegura ser un mago de la tradición Eutánatos —respondió la Muerte Roja. —Alicia Varney dice ser ghoul de un importante líder del Sabbat. Sin embargo, eso no es más que un modo de explicar a los demás sus sorprendentes habilidades. Los dos tienen un gran cuidado en no demostrar nunca el verdadero alcance de las mismas.
—Un ghoul y un mago no hubieran podido detenerte esta noche, ni hubieran podido escapar a mi trampa.
—Los dos están poseídos —dijo la Muerte Roja. —Son marionetas controladas por dos Cainitas legendarios. Sus cáscaras mortales no hacen más que ocultar la inteligencia vampírica que tira de los hilos. Sus poderes no son más que un mero reflejo de los de aquellos que les controlan.
—Casi me da miedo preguntar la identidad de esta pareja —dijo Makish. —Sin embargo, siempre es mejor enfrentarse a la verdad que sospechar lo peor.
—Diré McCann es el agente humano de Lameth, el Mesías Oscuro. Alicia Varney es la marioneta de Anis, Reina de la Noche.
Makish abrió la boca para responder, pero después la cerró.
Permaneció en silencio durante varios minutos. Al final encontró su voz.
—Me temía algo parecido, pero esperaba estar equivocado. Son oponentes formidables, y sospecho que también enemigos implacables. Es posible que ya sepan quién preparó la trampa en el Depósito de la Armada. Si hay algo cierto, es que ya no hay vuelta atrás para mí. Mis servicios están a tu disposición. ¿Puedo suponer que ya tienes planeado un nuevo curso de acción para enfrentarte a este contratiempo?
—Se hacía necesaria una ligera modificación de mi programa —dijo la Muerte Roja. —Revisé los detalles en cuanto descubrí que nuestra presa había conseguido escapar. El plan se desarrollará tal y como estaba previsto.
—Estoy totalmente seguro de que ahora esperarán problemas —dijo Makish. —Ese es el verdadero problema.
—No creo —respondió la Muerte Roja. —Su atención está centrada en mí. Los dos quieren encontrarme, así que desapareceré. Me quedaré quieto y dejaré que los demás trabajen para mí.
—Estoy confuso, señor —dijo Makish. —¿Me lo podrías explicar?
—A medida que en las próximas noches se desarrollen los acontecimientos comprenderás mejor. Una estocada mortal es lo más eficaz, pero un golpe demoledor es igualmente útil.
La Muerte Roja hizo una pausa.
—Mientras tanto, tengo nuevas instrucciones. Deberían representar un reto para ti, como asesino y como artista.
—¿De qué se trata? —preguntó Makish. —Estoy ansioso por demostrar mi valía después de los desafortunados incidentes de esta noche. Estaría dispuesto incluso a rebajar mis tarifas.
—Qué generoso —dijo sarcástica la Muerte Roja. —No, no sufrirás esa agonía. Te pagaré lo que convenimos por el trabajo, ya que vale cada dólar. Quiero que mates a una compatriota Assamita.
Makish frunció el ceño.
—Temía que dijeras eso. Normalmente no es posible aceptar tales contratos, pero desde que abandoné a mi clan, hace tiempo que no me preocupan sus reglas de conducta. Por tanto aceptaré, aunque no sin cierto pesar.
—No esperaba menos —dijo la Muerte Roja. —Mis planes proceden a demasiada velocidad como para encargarme de todos los cabos sueltos. La mascota del Príncipe Vargoss, el Ángel Oscuro, ha jurado destruirme en venganza por haber matado a su hermana. Es una enemiga peligrosa por diversas razones. Quiero que la elimines, y cuanto antes mejor.
—Me ocuparé de ella mañana —dijo Makish. —Es una luchadora mortal, pero yo soy mejor. Además, a este Ángel Oscuro le ciegan sus pasiones. Un asesino debe carecer de emociones. Su sed de venganza será su perdición. Dentro de veinticuatro horas se unirá a su hermana en el Infierno.
CAPÍTULO 6
Washington D. C.: 23 de marzo de 1994.
Madeleine insistió en escoltar a McCann hasta la suite del Hotel Watergate. Flavia también.
—Ni se os ocurra —protestó el detective. Estaban discutiendo en la calle, frente a la entrada del famoso hotel. —Pensad en la atención que íbamos a llamar. Ninguna de vosotras va vestida para pasar precisamente desapercibida. El personal creerá que me he subido a dos prostitutas a la habitación.
—Tonterías —dijo Madeleine, dispuesta a no ceder ni un milímetro. No le habían hecho gracia los comentarios de McCann. —No suelo ser confundida con una mujer de virtud disoluta.
—Habla por ti, cariño —dijo Flavia estirándose y tensando su traje de cuero blanco sobre sus pechos. —Este vestuario levanta siempre las peores suspicacias. Por supuesto, prefiero fomentar esa impresión. Suele ser útil que te consideren una puta barata.
La cara de Madeleine se torció, preocupada. Observó a Flavia y luego miró su propio leotardo negro.
—Supongo que llamaríamos la atención —declaró después de unos instantes. —Pero me niego a dejarle regresar a su habitación sin comprobar antes que no haya enemigos esperando.
—Estoy de acuerdo —dijo Flavia. —¿Qué mejor momento para un ataque de la Muerte Roja que inmediatamente después de un intento fallido? Tu reputación no me interesa, McCann. Tu vida sí.
Llegaron a un acuerdo. El detective entraría solo en el hotel, y Madeleine y Flavia le seguirían un minuto después. Las esperaría en el ascensor y les prometió mantener las puertas abiertas hasta que llegaran. Después subirían juntos hasta la suite. A las cinco de la mañana no era probable que nadie se quejara por el retraso.
Por desgracia, todos olvidaron al detective del hotel, que cayó sobre Madeleine y Flavia antes de que pudieran cruzar el vestíbulo. Era un hombre pequeño con cara de rata, piel morena, dientes amarillos y pequeños ojos negros, sucios como su traje.
—¿Van a algún lado, señoritas? —preguntó mostrando la tarjeta de identificación del hotel. Su voz parecía más cansada que sarcástica. —A estas horas de la noche solo se permite entrar a los huéspedes. El restaurante está cerrado. Lo siento.
—Maldición —dijo Flavia. —Esperaba poder echarme algo a la boca.
—Estoy seguro —dijo el detective. —No es por ofender, chicas, pero este hotel es un lugar elegante. El Hojo está al otro lado de la calle, y no aceptamos «vendedoras» puerta a puerta, así que perdeos.
—No somos prostitutas —dijo Madeleine iracunda. —Me ofenden sus acusaciones.
—Vaya, pues qué lástima —respondió el hombre con una sonrisa ladeada. —Muy joven para el ramo, ¿no, hermana? También te falta algo de chicha... —Se encogió de hombros. —Supongo que a algunos tipos raros les gustan las mujeres que parecen hombres.
Madeleine torció el gesto, molesta con la actitud de aquel hombrecillo. Sus comentarios eran muy desagradables, pero acabar con él en el pasillo crearía un revuelo que no sería fácil de explicar a McCann. Decidió con disgusto que no merecía la pena.
—Vaya, vaya —dijo Flavia, acercándose al detective y palmeándole la mejilla. —Teníamos que habernos dado cuenta. Estamos registradas en el hotel. ¿No es cierto, Maddy?
—Sí, por supuesto —respondió Madeleine, que no estaba acostumbrada a que nadie utilizara con ella diminutivo alguno, y mucho menos Maddy.
—Oh, dijo el hombre parpadeando. —Es cierto. Me he confundido. Debo haber estado soñando... Les presento mis disculpas por este inconveniente, no pretendía crear ningún problema.
El detective sacudió la cabeza y se alejó de ellas, totalmente avergonzado.
—Vaya gilipollas... Por favor, no digan nada de esto al director, ¿de acuerdo? Debo haber tomado demasiadas cervezas esta noche.
—No hay problema —dijo Flavia. —Dejaremos que sea nuestro pequeño secreto. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió el hombre. —Mis disculpas de nuevo por la equivocación.
Las dos mujeres se apresuraron hacia el ascensor. McCann aún las esperaba con expresión impaciente.
—¿Os habéis parado a comprar caramelos? —preguntó mientras pulsaba el botón de la quinta planta.
—Un pequeño desacuerdo con la autoridad local —dijo Flavia. —Su mente era débil. Alterar sus pensamientos no fue difícil.
—Ese estúpido es la vergüenza de su profesión —comentó Madeleine con más pasión de la que quería mostrar. —Merecía que lo asaran a fuego lento.
—Creyó que Maddy era una prostituta adolescente —dijo Flavia con expresión divertida. —Calmé un poco las cosas antes de que le hiciera pedazos.
—Tengo un control absoluto sobre mi temperamento —declaró acalorada Madeleine, sabiendo que ni McCann ni Flavia creían una sola palabra. Con un tono más calmado, prosiguió. —Simplemente me desagradaba la falta de respeto que demostraba hacia las mujeres.
—Una vampira feminista —sonrió McCann. —Qué interesante...
El ascensor se detuvo en su planta.
—Ya hemos llegado —dijo el detective cuando las puertas se abrieron. —¿Ya estáis convencidas de que estoy a salvo, o queréis registrar también mi habitación?
—No siento presencias hostiles en la zona —dijo Madeleine. —Sin embargo, para estar segura...
—...revisaremos las habitaciones —terminó Flavia. —Más vale prevenir que curar, McCann.
Sonriendo, el detective observó cómo registraban toda la suite de arriba abajo. El lugar estaba vacío, y parecía que nadie había entrado desde que se marchara al anochecer. Los cierres en las ventanas blindadas, comunes en la capital, estaban echados. La puerta también parecía intacta.
—Siento poderosos conjuros en la suite —dijo Madeleine cuando terminaron su visita. —¿Suyos?
—Míos —respondió el detective. —Son bastante eficaces. Dudo que ni siquiera la Muerte Roja pudiera atravesarlos sin despertarme. —Sonrió. —Tengo el sueño muy ligero. Es improbable que nadie me coja desprevenido.
Frunció el ceño, ya que sus palabras revivieron un recuerdo cercano.
—¿Ocurre algo? —preguntó Madeleine.
—Solo estaba recordando a un visitante inesperado —respondió mientras sacudía la cabeza, como si quisiera deshacerse de aquel pensamiento. —Nada de lo que preocuparse. Ahora marchaos para que pueda descansar un poco.
A pesar de sus palabras, McCann seguía preocupado cuando las condujo hacia la salida. Las dos mujeres esperaron hasta que oyeron cómo cerraba con llave y echaba la cadena, bajando luego en el ascensor hasta la planta baja.
—¿Qué ha ocurrido ahí arriba? —preguntó Madeleine mientras recorrían el vestíbulo. No alcanzaron a ver al detective con cara de rata.
—Ni idea —respondió Flavia. —McCann me dice lo que le apetece. Como dije en nuestro primer encuentro, es el humano más interesante que he conocido nunca.
—Lo recuerdo —dijo Madeleine. La conversación había tenido lugar poco antes de la medianoche, pero parecía que había sido hacía una eternidad. —También dijiste que era el más peligroso.
Estaban en la calle, solas en la acera. Flavia asintió. Sin previo aviso, su mano derecha salió disparada hacia delante, con los dedos extendidos como una cuchilla. El golpe mortal ascendió hacia el centro del pecho de Madeleine.
Nunca llegó a su destino. La Giovanni reaccionó instantáneamente. Sus manos se juntaron, atrapando los dedos de Flavia entre sus palmas. Normalmente hubiera respondido inmediatamente con un barrido o un golpe con el hombro, pero prefirió esperar a que el Ángel Oscuro explicara sus acciones.
—Hace unos días ataqué a Diré McCann de este modo exacto —dijo Flavia. —Atrapó mi mano en el aire y fui incapaz de liberarme.
—Imposible —dijo Madeleine mientras las dos se relajaban. —Ningún humano puede igualar los reflejos de los Vástagos, ni superar nuestra fuerza.
Flavia sonrió.
—Exacto. McCann dijo que no era nada especial y decidí no seguir con la discusión.
—Ya veo por qué lo encuentras tan... fascinante —dijo Madeleine. El sonido de un gran camión bajando por la Avenida Virginia terminó la conversación.
El vehículo se detuvo frente al hotel con el chirrido de sus potentes frenos. Se trataba de un camión de dieciséis ruedas pintado de negro, plateado y rojo; en el lateral podían verse claramente las letras «MG».
—Mi autobús —dijo Madeleine sonriendo. —¿Quieres que te acerque a algún sitio?
—¿MG? —dijo Flavia mientras observaba asombrada el enorme vehículo. —Bastante ostentoso, ¿no crees? ¿Y quién demonios conduce esta cosa? Parece que en la cabina hay varios niños.
—MG es por Mishkoff Granary —respondió Madeleine. —Es una pequeña pero popular destilería que distribuye por todo el país, de modo que el camión no llama la atención demasiado, vaya donde vaya. Esa es la principal razón por la que la familia compró el negocio hace unos años. El interior está especialmente diseñado para los Vástagos.
—Ey, señorita Madeleine —La voz era claramente la de un muchacho muy joven. —¿Nos piramos? Dentro de nada saldrá el sol, y ya sabemos lo que pasa...
—¿Quién es ese? —preguntó Flavia. Un adolescente con cara de niño, de unos trece o catorce años, había bajado la ventana del camión y las observaba con unos transparentes ojos azules. —¿Estás loca?
—Ey, ¿quién es la nena de blanco? —preguntó el chico, sin mostrar miedo o timidez alguna hacia Flavia. —La hostia...
Madeleine se encogió de hombros.
—Me encontré con los tres en Louisville. Son chicos de la calle que intentaban robar mi camión. Después de reducirlos, les hice una oferta que no pudieron rechazar.
—¿Servirte o morir? —preguntó Flavia.
—Básicamente —respondió Madeleine con una sonrisa. —Aunque añadí un buen sueldo para asegurarme su entusiasmo.
—Ay la leche, vaya tía... —dijo un segundo muchacho mirando por encima del hombro del primero. —Bonito traje.
—Junior es el de la bocaza y el lenguaje soez —explicó Madeleine. —Él y Sam, el otro, tienen catorce años. Pablo tiene dieciséis. Le dejo conducir. —Hizo un gesto con la mano. —Bajad, chicos, y os presentaré a la señorita.
La puerta del camión se abrió y los tres jóvenes bajaron a la acera. Se situaron alrededor de Flavia, haciendo todo tipo de comentarios. La Assamita no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
—¿Te gusta este ganado? —preguntó, atónita. —Son tus... mascotas.
—Mis aliados —corrigió Madeleine con una sonrisa.
Tenía que admitir que podía comprender la confusión de Flavia. Utilizar a adolescentes no era parte de su procedimiento de actuación normal. No estaba muy segura de por qué había reclutado a aquellos chicos como sus ayudantes. Su sire hubiera tachado la decisión de estupidez, pero no estaba dispuesta a abandonarlos a su cruel destino.
Sus historias sobre los abusos y malos tratos a los que habían sido sometidos habían calado muy profundo en su interior. Aunque era una vampira, parte de ella conservaba la humanidad.
—La señorita Flavia y yo estamos trabajando juntas —dijo. —Supongo que la veréis bastante.
—Otra nena vampira —dijo Sam. —Moooola...
—¿Eres una tía dura como la señorita Madeleine? —preguntó Pablo con curiosidad. —¿O te limitas a matar a los tíos con ese cuerpazo?
Flavia rió entre dientes. Aquel sonido, grave y sensual, tenía una extraña cualidad inhumana. Involuntariamente, los tres chicos dieron un paso atrás, como si hubieran comprendido al mismo tiempo cuál era la verdadera naturaleza de la Assamita.
—Los niños son para verlos —ronroneó—, no para escucharlos.
—Mi boca es una tumba —dijo Sam.
—Eso —añadió Pablo.
—Qué coño, la mía igual... —terminó Junior mirando a Madeleine. —Queda poco para el amanecer...
—Lo sé —dijo Madeleine. Observó a Flavia. —¿Te dejamos en algún sitio?
—No, gracias —respondió. —Mi refugio está cerca, pero agradezco la oferta.
Los ojos negros de la Assamita se clavaron directamente en los de Madeleine.
—Nos vemos mañana. Mientras tanto, te dejo dos cosas para que pienses sobre ellas.
Señaló a los tres chicos.
—Primero, los niños son una carga peligrosa. Estamos metidos en asuntos letales. Cualquier compromiso emocional con ellos puede conducirnos al desastre.
Madeleine asintió. Aunque solo hacía unos días que los conocía, se había encariñado con ellos. Casi toda su vida había sido una solitaria, y echaba de menos alguna compañía, aunque fuera la de unos niños.
—No fallaré a mi sire —dijo. —Soy una Giovanni.
—Bien —respondió Flavia. —Espero que nunca lo olvides. Segundo. Eres Madeleine Giovanni, la Daga. Tu clan ha estado tratando con magos desde hace más de quinientos años. Estáis más familiarizados con las Tradiciones que el resto de los Vástagos. Los hechizos que McCann utiliza para proteger su lugar de reposo no son los de un Eutánatos.
—No los reconocí —admitió Madeleine—, pero las urdimbres eran complejas y muy, muy poderosas. Esos conjuros eran antiguos... más antiguos que mi clan.
—Sin embargo —siguió Flavia—, McCann los dispuso con facilidad, y con la ayuda de otro mortal se enfrentó a la Muerte Roja y a su progenie, cuatro poderosos vampiros, alcanzando un empate.
—Sirvo a los deseos de mi clan —dijo inquieta Madeleine. —Estoy aquí por orden directa de mi sire.
—Ese es mi tercer punto —dijo Flavia. —Diré McCann, mago o no, es ganado. Es un simple mortal, pero fuiste enviada hasta América para protegerle. ¿Por qué? ¿Qué hace que Diré McCann sea tan precioso para los antiguos del clan Giovanni? ¿Por qué les preocupa su seguridad?
Madeleine no tenía respuesta alguna.
CAPÍTULO 7
París, Francia: 24 de marzo de 1994.
—Venga, entra —dijo Marie riendo. Cuidando de no ejercer toda su fuerza, empujó a su joven amante hacia el gran vestíbulo de la mansión. —Dijo la araña a la mosca.
—Eres demasiado bonita para ser una araña, amor mío —dijo Maurice, observando su cuerpo perfecto con ojos llenos de deseo. Él era alto, guapo y de piel oscura, el estereotipo del caballero seductor. Y estaba borracho como una cuba.
—Me infravaloras —dijo Marie, girando sobre sus pies. Como una delicada bruma oscura, su chal casi transparente giró alrededor de su cuerpo. También llevaba un vestido de terciopelo negro extremadamente corto que se ceñía a sus curvas como un guante. Las medias estaban decoradas con rosas, conjuntando con la que tenía pintada en la mejilla derecha. Su cabello era largo y oscuro, y se enroscaba alrededor de sus hombros como una gigantesca serpiente. Los labios eran de color rojo brillante. —La viuda negra es a la vez bella y mortal. Ama a su víctima hasta la muerte.
—Tú no eres una viuda negra —dijo Maurice sujetándola por los hombros. La atrajo hacia sí y su boca cubrió la de la mujer con un abrazo apasionado. Las manos descendieron hacia sus grandes pechos. Tomó impaciente el borde del vestido y tiró hacia abajo, mostrando los pezones. —Tus labios son fríos como el hielo, pero enseguida te los calentaré.
—Es por el aire de la noche —dijo Marie mientras se alejaba de su última conquista. No hizo esfuerzo alguno por arreglarse el vestido. Un poco más de provocación nunca hacía daño, pensó. Maurice era joven, fuerte y estaba lleno de vida. Primero le dejaría hacerle el amor. Después, cuando su energía y su lujuria se hubieran agotado, le robaría toda su sangre, rica y cálida.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó mientras tocaba una campana para llamar al servicio. —Un vaso de vino, quizá.
—Vino está bien —respondió Maurice. Su rostro estaba enrojecido y tenía la mirada fija en aquellos pezones rojos. —Eres tan joven... tan bella... Tienes unos pechos increíbles. Quiero hundir mi cara entre tanta belleza...
—Tendrás tiempo de sobra para examinarlos con detenimiento —dijo Marie con una sonrisa. —De hecho, creo que insistiré en ello.
El joven rió con un sonido áspero que contrastaba con la voz de terciopelo de la mujer. Marie no pudo evitar encogerse. A pesar de su buen aspecto y de sus ropas caras, Maurice era un típico pueblerino que había venido a la gran ciudad a hacer fortuna. Todos los años llegaban a París cientos de aventureros como él en busca de riqueza y notoriedad. Casi todos terminaban como camareros en alguno de los muchos restaurantes de la ciudad. Otros, como Maurice, se convertían en gigolós de clase alta que atendían los excesos sexuales más exóticos y depravados de los ricos. Prácticamente nadie notaría su desaparición.
Marie lo había descubierto en la fiesta del amigo de un amigo de un amigo. Como miembro de las clases privilegiadas de París, la mujer acudía a muchos de estos acontecimientos. Maurice había llegado a la galería como escolta de una bruja reseca con demasiado dinero y demasiado poco gusto por la cultura. Librarse de la vieja no había sido un gran problema, ya que Marie era experta en disponer de cualquiera que se interpusiera en el camino de sus deseos. Lograr la atención de Maurice había sido aún más fácil. Un destello de un muslo desnudo, un susurro apasionado y la visión de la limusina Rolls-Royce era todo lo que había necesitado para conseguir que le acompañara a su mansión, en el barrio Marais.
—¿Dónde está esa chica? —preguntó Marie en voz alta. Volvió a tocar la campanilla. —Yvette, ven aquí. Ahora.
Nadie respondió y Marie frunció el ceño. La mansión estaba silenciosa... Demasiado silenciosa. Yvette debía haber acudido inmediatamente. La chica, uno de sus ghouls, sabía que no era recomendable hacer esperar a su señora. No había excusa para su ausencia.
—¿Ocurre algo, cariño? —preguntó Maurice mientras se balanceaba de un lado a otro. Estaba muy borracho. —No te preocupes, te protegeré.
—Estoy segura de que no hay nada de qué preocuparse —respondió Marie, dirigiéndose hacia el teléfono en una mesilla cercana. —Pero voy a llamar a Emile, por si acaso.
Emile era su conductor, y tenía su habitación en el garaje. Como Yvette, era un ghoul que llevaba décadas a su servicio. Había sido veterano de la Segunda Guerra Mundial y podía ser mortal en una pelea. Si había algún problema en la mansión, Emile podría encargarse.
La línea estaba cortada.
Marie frunció el ceño. La conclusión era evidente. Un grupo de ladrones había entrado en su casa para robar algunos de sus fabulosos tesoros. Sospechaba que ya era demasiado tarde para preocuparse por la suerte de Yvette. Aunque lo más probable era que los ladrones se hubieran marchado hacía horas, Marie sabía que era mejor ser precavida.
—Creo que lo mejor es que salgamos de aquí inmediatamente —le dijo a Maurice, aferrando su brazo derecho. El hombre se sorprendió en su estupor alcohólico por la fuerza de sus dedos. —Estamos en peligro. No discutas y no intentes hacerte el héroe. Y permanece callado.
Juntos, se giraron hacia la puerta, pero Marie contuvo el aliento sorprendida. Allí había un hombre, un hombre enorme, a quien inmediatamente percibió como un vampiro. Estaba vestido con unos pantalones descoloridos y una camiseta negra. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y ocupaba toda la puerta. Su sonrisa era cruel.
—¿Pensaba en ir a algún sitio, milady?
—Apártate de mi camino, cerdo —ordenó Marie, invocando toda la fuerza de su voluntad. Ningún hombre y muy pocos Vástagos eran capaces de desobedecer sus órdenes directas. El vampiro la observó con atención y luego rió. No se movió ni un milímetro.
—¿Q-qué está pasando? —preguntó Maurice, totalmente confundido. No parecía ser consciente del peligro. —¿Quién es ese payaso de la puerta? Dile que se vaya. Quiero quedarme a solas contigo.
—Me temo que tus deseos no nos importan, mon ami — dijo una voz suave a su espalda.
Marie giró sobre sus talones, comenzando a asustarse. Se trataba de un hombre bajo y delgado, con un bigote fino y ojos nerviosos. Vestía de modo similar a su compañero... y también era un vampiro.
—¿Quiénes sois? —exigió Marie—. ¿Qué estáis haciendo en mi casa?
—Me llamo Le Clair —respondió el hombre pequeño—, pero eso carece de importancia. Yo soy el que hace las preguntas. Tú te limitarás a responder.
—Otro gilipollas —declaró Maurice, beligerante. Levantó los puños. —No se le habla así a las señoras. Te voy a enseñar modales, enano...
—Estate quieto, Maurice —dijo Marie. —Los caballeros son ladrones. Lo único que quieren es saber dónde guardo las joyas. Déjame atenderles para que puedan marcharse.
—No me asustan —replicó Maurice balanceándose. Sus labios se torcieron en una mueca burlona. —Dos paletos... Sus acentos les delatan. Ese es de Marsella, típica escoria marinera. Hijo de una puta barata, diría yo.
—Mi madre era una honrada contrabandista —respondió fríamente Le Clair. —Lloró amargamente por su único hijo, que murió en la guerra.
—Guerra —dijo Maurice. —¿Qué guerra?
—La Guerra que terminaría todas las Guerras —respondió Le Clair. Miró por encima del hombro de Maurice al gigante que esperaba en la puerta. —Me he cansado de las tonterías de este humano. Baptiste, mátalo.
—Como desees, Le Clair —murmuró el otro.
Para alguien de su tamaño, Baptiste se movía a una velocidad cegadora. Dio dos pasos hacia delante y atrapó con su mano izquierda al sorprendido Maurice por la nuca. Levantó el brazo, alzando del suelo al joven. Sin esfuerzo alguno, el gigante aplastó la cara de Maurice contra la pared más cercana. El yeso saltó por la fuerza del golpe.
La sangre comenzó a manar en cuanto los huesos se hicieron pedazos. El gigoló aullaba de dolor, e ignorando los gritos Baptiste le golpeó una segunda vez contra la pared. Y una tercera, y una cuarta. Cuando Maurice dejó de gritar, su sangre lo empapaba todo.
—Matar humanos no es divertido —dijo el gigante, soltando a su presa. Se quedó inmóvil. —Apenas merece la pena el esfuerzo.
Sonriendo, el enorme vampiro descargó el pie contra la cabeza del gigoló. El cráneo explotó, salpicando toda la estancia de huesos, sangre y masa cerebral.
—Me encanta hacer eso —declaró. —Divertido y asqueroso.
—Soy la favorita del Príncipe de París, François Villon —dijo Marie temblando. —Si me hacéis daño os hará pagar.
—Una idea aterradora —dijo un tercer vampiro que apareció a la espalda de Le Clair. Era un hombre de aspecto agradable con un aire relajado y casual. Casi parecía humano, salvo por sus ojos rojos, que ardían con el fuego de la locura. En sus manos sostenía las cabezas de Yvette y Emile, pero de estas no caía sangre alguna. Les habían dejado secos. —Prometemos portarnos bien.
Le Clair rió.
—Es cierto, los tres somos almas gentiles. No pretendemos hacer daño a nadie. Todo lo que queremos es algo de información.
—¿Información? —repitió Marie, consciente de que el gigante, Baptiste, estaba muy cerca de ella. —¿Qué clase de información? ¿Por qué habéis acudido a mí?
—Porque, madame —dijo el tercer vampiro arrojando de forma despreocupada las cabezas de sus dos ghouls a sus pies—, se dice de ti que eres la reina de los rumores entre los Vástagos de París. En el poco tiempo que llevamos en la ciudad hemos descubierto que, si hay algún secreto, tú eres la que tiene las respuestas.
—¿Yo, rumores? —dijo Marie indignada. —Yo no me dedico a esas cosas. Soy una artista.
—Todos los miembros del clan Toreador aseguran ser artistas —dijo Le Clair. —Muy bien. Personalmente, opino que el arte es una mierda. Una pérdida de tiempo.
Marie sonrió socarrona.
—Señor, tiene usted el alma de un cerdo.
Le Clair devolvió el gesto.
—Y usted, señorita, está pisando en terreno muy peligroso. Hay otros en la ciudad que nos pueden proporcionar la misma información. Sigue insultándome si te atreves.
Marie comprendió lo precario de su situación. Sus poderes no servían de nada enfrentada a tres Vástagos de fuerza similar. Estaba a merced de aquellos monstruos; ella lo sabía y ellos también.
—¿Qué queréis saber? Preguntad y responderé en la medida de lo posible... con una condición.
—¿Una condición? —dijo Le Clair. —Me hace gracia que te atrevas a negociar con nosotros. No estás en posición de exigir nada.
—Lamento disentir —dijo Marie. —Queréis hechos. Los tengo. Nadie sabe más sobre esta ciudad que yo. Nadie. Destruidme y podéis estar eliminando vuestra única oportunidad de saber lo que queréis. ¿Tengo razón?
—Eres más lista de lo que pareces, no hay duda —respondió Le Clair, observando a su atractivo compañero. —¿Qué opinas, Jean Paul?
—Haz un trato con la puta —dijo. —Tenemos prisa.
—Siempre tenemos prisa —señaló Le Clair. —Es una mala costumbre. —Se volvió hacia Marie. —¿Cuál es tu precio?
—Mi vida, por supuesto —respondió. Señaló al cuerpo de Maurice y las dos cabezas en el suelo. —Me he acostumbrado a la vida eterna. Los sirvientes pueden reemplazarse, igual que los amantes. No son más que ganado. Júrame que no me haréis daño y os diré todo lo que queráis.
Le Clair hizo un gesto con la mano.
—A cambio, queremos tu juramento de que no revelarás nuestra presencia en la ciudad a nadie en una semana. Para entonces ya nos habremos marchado o habremos sido destruidos, dependiendo de las circunstancias.
—Prometo no decir palabra —respondió Marie tratando de parecer sincera. En aquel momento estaba dispuesta a jurar cualquier cosa por conservar la vida. Las promesas no significaban nada para ella. En cuanto los tres se marcharan pretendía llamar al Príncipe de París e informarle de todo lo que había sucedido. —Lo juro por el honor de mi sire.
—El honor de tu sire —repitió Le Clair. —Ese es un poderoso juramento. Yo también lo juro. Por el honor de mi sire, no serás dañada.
Marie señaló al vampiro llamado Jean Paul.
—Él también debería jurar. Y el gigante.
—Lo juro —dijo Jean Paul. —Por el sagrado honor de mi sire, no te haré daño.
—Y yo —añadió Baptiste. —Lo mismo que han dicho los otros.
—Preguntad, pues —dijo Marie. —Responderé a todo lo que sepa y después os marcharéis.
—Estamos buscando a un antiguo Nosferatu conocido como Phantomas —dijo Le Clair. —Se nos ha dicho que vive en catacumbas en lo más profundo de las calles de París. Dinos cómo podemos encontrarlo.
—¿Phantomas? —respondió la mujer riendo. —Debéis estar bromeando. No es más que un personaje de las revistas. No hay ningún vampiro así en esta ciudad.
—Nuestra presa no es ningún personaje —siguió Le Clair. —Estoy convencido de ello. Concéntrate. Actúa como si tu existencia dependiera de tu respuesta —sonrió el hombre. —Es así.
—¿Catacumbas bajo las calles? —repitió Marie esforzándose. Sacudió la cabeza. —París no es Roma. Aquí no hay túneles así.
Entonces, repentinamente, el pensamiento de Roma despertó un recuerdo casi olvidado.
—Quizá... solo quizá, podéis referiros a los túneles romanos que hay en Montparnasse... Algunas historias aseguran que forman parte de una red mucho mayor que recorre toda la ciudad.
—¿Dónde se encuentran exactamente esas catacumbas romanas? —preguntó Le Clair.
—La entrada principal se encuentra en Denfert-Roucereau, cerca del monasterio de Montparnasse —dijo Marie. —Las recuerdo bien. Hace muchos años, antes de que fuera Abrazada, visité el lugar con mis padres. Fue terrorífico. Durante el siglo XVIII las cuevas estaban llenas con los restos de millones de esqueletos desplazados de los osarios de la ciudad. Cubrían el suelo como si se tratara de una alfombra de huesos. Mi madre llamaba a aquel lugar las Puertas del Infierno.
Jean Paul asintió.
—Me suena bien.
—A mí también —dijo Le Clair, inclinándose ante Marie. —Muchas gracias por la información, madame. Nos has sido de gran ayuda. Gracias por tu colaboración.
Hizo un gesto a Baptiste.
—Destrúyela. Si quieres puedes beberte su sangre.
Marie gritó cuando el gigante le aferró la garganta.
—¡Lo prometisteis! —aulló. —¡Hicisteis un juramento!
—Mentimos —respondió Le Clair.
CAPÍTULO 8
París, Francia: 24 de marzo de 1994.
Phantomas estudió atentamente la pantalla del ordenador. Todas las noticias del día, transmitidas por más de una decena de redes secretas de inteligencia, eran malas. Esa era la tónica general desde la primera aparición de la Muerte Roja. Phantomas sospechaba que las cosas aún tenían que empeorar antes de remontar el vuelo... si es que lo remontaban alguna vez.
Una enorme rata gris se arrastró sobre el monitor, pero la ignoró. Toda su guarida estaba llena de ellas. Le gustaban las ratas. Era un ser solitario que disfrutaba de la pequeña compañía que le proporcionaban los roedores. Cuando estaba rodeado por aquellos animales se sentía menos angustiado. No le pedían nada, y a cambio él tampoco exigía nada de ellas. Se trataba de un pacto mutuamente satisfactorio.
Al menos las ratas no se asustaban por su aspecto. Con su enorme nariz, sus ojos saltones de color rojo y su boca llena de dientes amarillos, Phantomas definía la absoluta fealdad. Todos los miembros del clan vampírico de los Nosferatu eran físicamente horrendos, pero Phantomas era bastante peor que la media. Sin embargo, a pesar de lo grotesco de sus facciones, en realidad era un alma amable que solo quería que le dejaran en paz con sus ratas y sus ordenadores mientras se dedicaba a su gran proyecto. Era esta empresa, estaba convencido, la que le había ganado la enemistad del monstruoso vampiro conocido como la Muerte Roja. También esperaba que el mismo proyecto le permitiera, de algún modo, derrotar los planes del monstruo.
Era realista. Comprendía los deseos y pasiones de los Condenados mejor que la mayoría de los suyos. Durante casi mil años había estado trabajando en la creación de una inmensa enciclopedia que detallara la historia de la raza Cainita. Contenía biografías exhaustivas de los principales vampiros que habían existido. O, al menos, de todos aquellos cuya existencia había logrado verificar a lo largo de sus estudios. Su tabla genealógica vinculaba a los vampiros por su clan y su sire, y era la más completa que se hubiera realizado nunca sobre los Vástagos. La obra, aunque distaba de estar completa, contenía más información sobre los Condenados que cualquier otra fuente del mundo. Y por eso, de algún modo, su existencia amenazaba a la Muerte Roja.
Cansado, Phantomas hizo aparecer en su monitor verde toda la información que había conseguido acumular sobre la misteriosa criatura. No era mucho, ya que ninguna de sus fuentes habituales le había proporcionado nada útil. Tanto la Camarilla como el Sabbat creían que el monstruo trabajaba para la secta rival, pero Phantomas sospechaba que no pertenecía a ninguna de las dos. La Muerte Roja no trabajaba para más causa que la suya.
Historias sin confirmar describían al monstruo atacando a los Vástagos en doce lugares distintos en diversos continentes. Un elemento común de todos los relatos era la utilización de un fuego infernal para reducir a sus víctimas a cenizas. Desde luego, no se trataba de exageraciones. El propio Phantomas había visto los restos calcinados de varios vampiros en el Louvre hacía una semana. Solo su inmediata reacción al peligro le había salvado de un destino similar.
En el mismo edificio, unas noches después, había descubierto que la Muerte Roja era un Matusalén, un vampiro de la Cuarta Generación con más de cinco mil años de edad. En el antiguo Egipto, el monstruo había sido conocido como Seker, uno de los Señores del Inframundo. Por desgracia, no había ninguna criatura así mencionada en su enciclopedia.
Phantomas murmuró frustrado. Cada uno de los trece clanes vampíricos poseía determinadas fuerzas y debilidades, únicas para su línea de sangre específica. Si lograba descubrir al sire de Seker, y por tanto conocer el clan al que pertenecía, también descubriría sus vulnerabilidades. Estaba convencido de que esa era la razón por la que la criatura quería destruirlos a él y a su enciclopedia. La Muerte Roja era extremadamente poderosa, pero no indestructible. Ningún vampiro lo era.
Con un siseo de enfado, cambió a otro asunto. Sus dedos retorcidos volaron sobre el teclado a asombrosa velocidad. Era un buscador obsesivo de conocimientos, el pirata informático definitivo. Ninguna red del mundo estaba segura de su intrusión. Antes o después descubriría el secreto que la Muerte Roja estaba intentando ocultar de forma desesperada. Todo lo que necesitaba era tiempo.
Contemplando la nueva información que aparecía en su monitor, Phantomas se preguntó si el tiempo sería más precioso de lo que había imaginado. Cosas extrañas estaban sucediendo por todo el mundo. Las evidencias que veía en la pantalla señalaban a una única conclusión posible: los Nictuku se estaban alzando.
Al contrario que muchos Nosferatu más jóvenes, Phantomas sabía que los Nictuku eran algo más que viejas leyendas sin ninguna base real. Los monstruos existían, supuestamente en letargo y ocultos por todo el mundo. Ahora, según los crípticos informes reunidos de diferentes fuentes, varios de ellos parecían haber despertado.
Cómo habían surgido era un misterio para los clanes vampíricos. Sin embargo, al trabajar con cientos de mitos y leyendas reunidos a lo largo de milenios, Phantomas había sido capaz de reconstruir la probable historia de su origen y su propósito. No estaba totalmente seguro de la veracidad de sus conclusiones (ya que en gran parte se basaban en leyendas transmitidas durante miles de años de sires a chiquillos), pero estaba seguro de que la información de su enciclopedia era la más precisa posible.
Hubo un tiempo en los primeros días de los Vástagos en el que los Nosferatu no eran monstruos horribles. El fundador de su clan, Absimiliard, era el más apuesto de los trece Antediluvianos... y el más vanidoso. De algún modo (las leyendas no precisan claramente su pecado) insultó a Caín, el Tercer Humano y padre de toda la raza Cainita. Rápido en su ira y terrible en su poder, Caín maldijo a Absimiliard y a toda su progenie. Aquella noche, los miembros del clan en todo el mundo se convirtieron en monstruos grotescos. Peor aún, esta maldición se extendía a toda su descendencia. Cualquier humano abrazado por un Nosferatu, no importaba su aspecto físico, se retorcía inmediatamente y adoptaba su deforme semblante vampírico. Todo el clan se convirtió en una colección de horrores, tan temibles que decidieron vivir ocultos o habitar solo en las vastas cavernas bajo la tierra.
La visión de sus propios rasgos enloqueció a Absimiliard. En su demencia, llegó a la conclusión de que el único modo de lograr el perdón de Caín era destruir a todos sus chiquillos, eliminando a toda la línea de sangre. Durante siglos condujo una cruzada por todo el mundo para buscar y exterminar a sus descendientes. Sin embargo una mujer, una vampira desconocida de la Cuarta generación, sobrevivió.
A pesar de los deseos de su sire, esta criatura creó a numerosos chiquillos, que a su vez Abrazaron a muchos otros. Al final hubo tantos vampiros Nosferatu que fue imposible para Absimiliard destruirlos a todos. Fue entonces, en su furia, cuando creó a los Nictuku.
El Antediluviano viajó a los lugares más remotos del planeta en busca de monstruos horrendos con apenas un destello de humanidad. En los tiempos antiguos, numerosas pesadillas de la creación aún caminaban sobre la tierra. Absimiliard encontró y Abrazó a tantas de estas criaturas como fue capaz. Antes ya eran monstruos horrendos, pero la maldición los hizo mucho peores. Estos cazadores de pesadilla, poseedores de increíbles poderes de destrucción, llegaron a ser Conocidos en la lengua olvidada de la Segunda Ciudad como «Los Devastadores». Eran los Nictuku.
Tras vincular a sus creaciones con sangre para que obedecieran todos sus deseos, Absimiliard las envió a localizar y destruir a todos los miembros del clan Nosferatu. Satisfecho conque su maldición se levantaría algún día y confiado en que sus servidores terminarían el trabajo que él había empezado, el Antediluviano se retiró a su letargo. Eso había ocurrido hacía más de seis mil años. A lo largo de los milenios siguientes, por motivos que no se llegaban a comprender, los Nictuku también habían ido desapareciendo para descansar. Pero ahora se alzaban de nuevo.
Ni siquiera Phantomas estaba seguro de cuántos de aquellos monstruos existían. Conocía algunos nombres, títulos que habían pasado por el clan Nosferatu a lo largo de los siglos. Estaba Gorgo, La Que Aúlla en la Oscuridad, Nuckalavee, el Desollado, Abraxes, Señor de las Brumas, Azazel, la Abominación y Echidma, la Madre de la Maldad. Sobre sus poderes solo se podía especular. Sin embargo, Phantomas sospechaba que sus nombres no eran más que una pequeña muestra de su verdadera maldad. No se trataba de un pensamiento agradable.
En Australia, Nuckalavee había despertado. Los informes de las últimas semanas describían la inesperada migración de miles de aborígenes desde los desiertos del Territorio del Norte hacia la ciudad de Darwin, lo que había desembocado en disturbios raciales en los que había habido cientos de muertos. Nadie estaba seguro de por qué los nativos habían huido de sus hogares en la base de las Montañas MacDonnell, y por qué se negaba a regresar. Sin embargo, en todas sus explicaciones al respecto los aborígenes repetían una palabra: Nuckalavee.
Igualmente preocupantes eran los informes de Buenos Aires. O, más bien, la falta de informes. La ciudad había servido durante mucho tiempo como una importante fortaleza de los Vástagos en Sudamérica, y era hogar de decenas de vampiros. Sin embargo, Phantomas temía que ya no fuera así. Hacía días que no llegaba mensaje alguno de la ciudad. Sus Vástagos, tanto del Sabbat como de la Camarilla, habían desaparecido repentinamente. Nadie estaba seguro del motivo, aunque la enigmática Muerte Roja era el foco de muchas de las especulaciones. Phantomas estaba convencido de que la culpa era de Gorgo, la Que Aúlla en la Oscuridad. Durante casi dos mil años había estado durmiendo en un laberinto de cuevas bajo los Andes, pero hacía poco se había abierto la entrada a la vasta red de túneles. Parecía evidente que la Nictuku había escapado.
Posiblemente, el más aterrador de todos aquellos incidentes era el ocurrido en Rusia. Allí la Bruja de Hierro, Baba Yaga, de siete mil años de edad, había vuelto a la vida. Medía casi dos metros y medio, estaba armada con colmillos y garras metálicas y había derribado sin esfuerzo a los amos vampíricos que en secreto dirigían el país. Empleando sus increíbles poderes, la Bruja había sellado todo su territorio a los Vástagos. Los rumores señalaban que podría estar reuniendo un inmenso Ejército de las Tinieblas con el que, desde Rusia, conquistar Europa.
Phantomas gruñó. Él era pacífico y tranquilo, no un guerrero. Adoraba el arte y la buena literatura, y la mera idea de combatir a los Nictuku hizo que la piel se le cubriera de manchas rosadas.
Sin embargo, no carecía de valor. Era un estricto moralista, y cuando deseaba sangre buscaba a aquellos criminales y forajidos que habían eludido a la justicia gracias a la influencia o a los sobornos. El sistema legal parisiense era tan corrupto como el de casi todas las ciudades modernas, pero existía un poder que no podía ser doblegado con riquezas o posición. La justicia de Phantomas era rápida, eficaz y siempre mortal.
—No me gusta —le dijo a sus compañeros roedores—, pero hay algunos peligros a los que hay que enfrentarse cara a cara.
Al sonido de su voz aguda y molesta, un centenar de ratas comenzó a chillar. Sus mascotas se excitaban fácilmente.
—Calmaos —las dijo, moviendo suavemente las manos y apaciguando a los animales. —Me disgusta la situación tanto como a vosotras. Sin embargo, no tengo más elección. Como César me dijo una vez, «es mejor enfrentarse cara a cara con el peligro que sufrir una puñalada por la espalda».
Los roedores chillaron su aprobación, o al menos así es como Phantomas interpretó su molesta respuesta. Era un maestro de la disciplina vampírica conocida como Animalismo, y mantenía un lazo telepático con la horda de ratas. Sus mentes eran sencillas y primitivas, pero no eran estúpidas. Prestaban mucha atención a todo lo que Phantomas decía y, lo que era más importante, obedecían sus órdenes.
—Según mis análisis informáticos, los únicos Matusalenes capaces de derrotar a la Muerte Roja son Anis, la Reina de la Noche, y Lameth, el Mesías Oscuro —dijo a las ratas. —Casi todos los Vástagos creen que no se trata más que de mitos, igual que los Antediluvianos.
Emitió un bufido despectivo.
—Yo sé la verdad... Tanto Anis como Lameth están activamente involucrados en la Yihad. Si lograra entrar en contacto con alguno de ellos podrían ayudarme en mi conflicto contra la Muerte Roja.
Contempló el monitor, pero sus pensamientos estaban más allá. La identidad del sire de la Muerte Roja era un misterio para él, como ocurría con Anis y Lameth. Ninguna de las leyendas que circulaban sobre la pareja daba información alguna sobre su origen. El vampiro frunció el ceño. Cuando se hablaba de la Cuarta Generación las coincidencias no existían.
—Nada de coincidencias —murmuró. —Eso me recuerda...
Escribió una única palabra en su menú de búsqueda: «Washington».
Una guerra de sangre se libraba en las calles de la capital de los Estados Unidos. El mortal conflicto había cogido por sorpresa a los consejos europeos tanto de la Camarilla como del Sabbat. Cada bando culpaba al otro del inicio de las hostilidades, pero ninguno parecía estar demasiado seguro de lo que estaba sucediendo. Para Phantomas, la confusión indicaba que había adversarios secretos involucrados: las fuerzas de la Cuarta Generación que participaban en la Yihad.
Había ciento cuarenta y siete páginas con informes detallados sobre los acontecimientos del día, reunidos de siete fuentes diferentes. Phantomas negó disgustado con la cabeza. Dudaba que la mayoría de aquel material sirviera para algo, pero no podía arriesgarse a dejar pasar algún dato importante enterrado entre los detalles. Mil años de investigación le habían enseñado que, a menudo, una frase inocente podía cubrir una multitud de pecados. Si existía alguna prueba de la participación de la Cuarta Generación en la guerra de sangre, se encontraba en las páginas transcritas que los agentes de los clanes vampíricos enviaban a sus amos en Europa. Su trabajo era descubrir los párrafos relevantes. No era una tarea que le agradara, pero tenía que hacerse.
Sin la cooperación de Lameth o Anis no tenía oportunidad de derrotar a la Muerte Roja. Localizarlos era ahora mucho más que un asunto de satisfacción personal. Para Phantomas se había convertido en una cuestión de supervivencia.
CAPÍTULO 9
San Louis: 23 de marzo de 1994.
Como era su costumbre, Darrow llamó a la puerta de acero del sanctum interior del Príncipe Vargoss una hora después de la puesta del sol. El príncipe era una persona meticulosa que se negaba a poner el pie en su cuartel general en el Club Diabolique antes de estar adecuadamente vestido. Darrow, que había estado sirviendo como guardaespaldas personal de Vargoss desde la marcha del Ángel Oscuro hacia Washington, sabía que era mejor no hacer críticas. El príncipe era famoso por la importancia que daba a su aspecto.
Vargoss solía abrir la puerta inmediatamente, pero aquella noche no fue así. Darrow volvió a llamar. Era impensable que un vampiro de San Louis se atreviera a retar al príncipe, pero últimamente lo impensable se estaba produciendo con asombrosa regularidad. De nuevo, no hubo respuesta.
Cuidadosamente, Darrow apoyó una mano contra la puerta y empujó. Era un curtido veterano del ejército inglés del siglo XIX, y por naturaleza era cauto. Esta característica le había mantenido con vida a lo largo de una decena de famosas batallas, y le había servido igualmente bien tras su muerte. La cerradura no estaba echada, por lo que la puerta se abrió hacia dentro sin sonido alguno. La sala que había más allá, un pequeño vestidor forrado de espejos, estaba vacío.
—¿Mi príncipe? —llamó Darrow comenzando a preocuparse. La protección de Vargoss era su responsabilidad. Si algún otro vampiro había conseguido entrar en sus aposentos y destruirlo, él sería el que cargara con las culpas. La Muerte Definitiva sería el menor de los castigos posibles. —¿Mi príncipe? —repitió, esta vez un poco más alto.
Una voz le respondió desde la sala contigua, donde Vargoss tenía su ataúd y su amplio armario ropero.
—¿Quién es? —llegó la pregunta, arrogante y despreocupada. —¿Qué es lo que quieres?
Reconociendo la voz del príncipe, Darrow sintió una oleada de alivio, aunque se sintió extrañado por la pregunta.
—Soy yo, Príncipe Vargoss. Darrow, tu guardaespaldas. He venido para llevarte al club.
La puerta de la cámara se abrió. Vargoss, alto y aristocrático, se encontraba en el umbral. Como era habitual, estaba vestido con su traje negro, su camisa blanca, la corbata roja y la faja a juego. Observó a Darrow con suspicacia.
—No he pedido ninguna escolta.
—No, mi príncipe —dijo Darrow, inseguro de cómo responder. Evidentemente era Vargoss, ya que era imposible no reconocer su porte regio, ni el inmenso poder que exudaba. —Vengo cada noche, ¿recuerda? Solo sigo sus instrucciones.
Vargoss frunció el ceño.
—Mis disculpas —dijo, dejando claro que no lo lamentaba en absoluto. —Lo había olvidado. Tengo la cabeza en otras cosas.
Darrow asintió, sintiendo una clara incomodidad. No le gustaba el modo en que el príncipe le observaba.
Nervioso, se preguntó si Vargoss había descubierto sus contactos con la Mafia. Si así era, su no-vida estaba a punto de terminar de forma muy desagradable. El príncipe exigía una absoluta lealtad de sus súbditos, y no había perdón para la traición. La pena era una muerte lenta mediante tortura.
—¿Malas noticias? —preguntó Darrow, incapaz de permanecer en silencio. Su mirada, que se movía nerviosa de un lado a otro, se concentró en un montón de cenizas en el suelo de la cámara interior. Los rescoldos aún brillaban. Parecía evidente que el príncipe había terminado de quemar algo en el momento en que Darrow llamaba por primera vez. Eso explicaba por qué no había contestado, pero no revelaba el motivo de su mal humor.
—Muy malas —respondió Vargoss, entrando en el vestidor. Cerró la puerta de la cámara interior. —Recientemente he sabido de boca de una fuente totalmente fidedigna que entre mi círculo interno de consejeros hay traidores a la Camarilla.
—¿Traidores? —dijo Darrow mientras sus músculos se tensaban. Una decena de tatuajes, repartidos por todo su cuerpo, bailaron al son de sus nervios. —Me resulta difícil de creer, mi príncipe.
—A mí también —respondió mientras tomaba su capa negra—, pero las pruebas son absolutamente concluyentes.
Hizo que Darrow marchara delante de él.
—Vayamos. Llévame al club. Este asunto debe resolverse inmediatamente.
Viajaron en silencio, Vargoss sentado en el asiento trasero pensando mientras Darrow conducía, preguntándose si estaba condenado. El viaje duró veinte minutos, pero para el guardaespaldas parecieron al menos veinte vidas.
—¿Quién es el miembro del club que lleva más tiempo conmigo? —preguntó Vargoss inesperadamente mientras Darrow maniobraba para aparcar la limusina en el espacio reservado tras el local. —¿Cuál de mis consejeros parece estar completamente por encima de cualquier sospecha, Darrow?
Las manos del Brujah aferraron el volante con tal fuerza que el plástico crujió bajo sus dedos. Estaba convencido de que el príncipe estaba jugando con él. Sin embargo, no podía estar totalmente seguro, y por tanto respondió con la mayor veracidad posible.
—Carafea, por supuesto. Ese capullo Nosferatu lleva probablemente más tiempo que nadie por aquí. Nadie sabe su verdadera edad, y era tu consejero desde antes de que yo llegara. Menudo taimado hijo de puta, Carafea. El típico Nosferatu. Si quieres mi humilde opinión, son los mejores consejeros que existen.
—¿Quién más? —preguntó Vargoss. Parecía disfrutar con la incomodidad de Darrow.
—Flavia, el Ángel Oscuro. Pero está en Washington, ayudando a esa mascota humana tuya, McCann. Una dama peligrosa, y como todos los Assamitas su lealtad se compra. Mientras haya dinero se puede confiar en ella, y el contrato parece firme.
—¿Y? —dijo el príncipe.
—Brutus, que se encarga de las multitudes a la entrada —respondió Darrow. Si fuera humano, para entonces estaría sudando profusamente. Estaba a punto de explotar. —Es tu ghoul, así que no hay mejor modo de comprar su lealtad. Necesita tu sangre para conservar la juventud.
—¿No te olvidas de alguien? —rió Vargoss.
—¿Te refieres a Melville? —dijo Darrow. —Nunca pensé que te importara mucho, mi príncipe.
—No —dijo Vargoss mientras abría la puerta del vehículo. —No me refiero a Melville, sino a ti, Darrow. Tú eres uno de mis consejeros de mayor confianza. Por eso hago que me escoltes hasta aquí. Porque confío en ti.
El príncipe rió, pero el sonido no sirvió para calmar al Brujah.
—Vamos, es la hora de entrar en el club. Llévame hasta mi mesa habitual. Con suerte, Carafea estará cerca. Si no es así, encuéntralo. Cuando des con él ve a la entrada y tráeme a Brutus. No respondas a ninguna pregunta. Yo hablaré. Lo que tengo que decir os concierne a todos vosotros.
Carafea estaba en el local, esperando en la mesa habitual del príncipe. Siguiendo sus órdenes, Darrow bajó a por Brutus. En ningún momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de escapar. El príncipe controlaba San Louis y sus alrededores con puño de hierro. No había escapatoria, y con Vargoss no había piedad.
Los tres esperaban en silencio mientras el príncipe bebía de su vaso de sangre. El resto de los Vástagos en el local hacía lo posible por ignorarles, ya que cuando se ponía en duda el honor vampírico, la amistad no existía. Darrow no había dicho nada a sus compañeros sobre los comentarios de Vargoss, pero el humor de este era evidente. Su mirada oscura pasaba incansable de uno a otro.
—Hay un traidor entre nosotros —dijo al final, depositando el vaso sobre la mesa. —He sido traicionado. Está claro que el ataque de la Muerte Roja era parte de un plan mucho mayor del Sabbat para hacerse con el control de nuestra ciudad.
Brutus gruñó.
—¿Un traidor? Dígame quién es y le arrancaré los miembros uno a uno.
Carafea sacudió la cabeza, con sus grotescos rasgos retorcidos en una máscara de terror.
—Yo soy leal, mi príncipe. Siempre os he sido fiel.
Vargoss asintió.
—¿Y tú, Darrow? ¿Clamarás tú también tu inocencia? ¿No tienes nada que decir?
—Dejo que mis acciones hablen por mí, mi príncipe —respondió. —Las putas mentiras no pueden cambiar la verdad.
Vargoss negó con la cabeza.
—Tres servidores de confianza, tres negaciones de la culpabilidad. Uno o más de vosotros está mintiendo, pero... ¿quién?
Tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras su mirada se fijaba en el ghoul.
—Brutus, ¿desde cuándo estás a mi servicio? ¿Cuántos años?
—Veinticinco, mi príncipe —respondió. —Ya lo sabe. La otra noche me señaló que ya llevábamos juntos un cuarto de siglo.
Vargoss asintió.
—Dos décadas y media. Veinticinco largos años. No sabes cuánto lamenté haber descubierto tu engaño.
—No —dijo Brutus, abriendo la boca por la sorpresa. —Yo no... yo nunca...
—Sí, Brutus —le interrumpió Vargoss. —Me has traicionado. —El príncipe miró a Darrow. —Mátalo. Ahora.
Brutus medía una cabeza más que el Brujah y pesaba casi el doble, y antes de convertirse en servidor del príncipe había sido luchador profesional. Como ghoul, era más fuerte y rápido que cualquier hombre, pero todo esto solo sirvió para posponer unos meros instantes su ejecución.
Darrow había aprendido a combatir en las batallas más brutales del siglo XIX. Sobrevivía cuando los demás caían porque era capaz de hacer cualquier cosa por salir vivo. La conversión en vampiro no hizo más que reforzar su resolución. Aunque tenía muchas dudas sobre la culpabilidad de Brutus (pensaba que el ghoul era demasiado estúpido para involucrarse en una conspiración contra el príncipe), eso no impidió que obedeciera la orden. Darrow nunca permitía que sus emociones se impusieran a su buen juicio.
Fue una muerte rápida e indolora. Creía que se la debía a Brutus, que durante dos décadas había sido un buen amigo suyo. Apartando a un lado los brazos levantados del ghoul, le golpeó en la cabeza con un puño que parecía un martillo de acero. La fuerza del impacto convirtió el rostro en pulpa e hizo que el cartílago de la nariz se le clavara en el cerebro. Brutus gorgoteó tambaleante, con los ojos abiertos por la sorpresa. Murió antes de derrumbarse sobre el suelo del local.
—Me resulta difícil creer que Brutus fuera un traidor —dijo Carafea observando el cuerpo sin vida. —Nunca me pareció alguien que pudiera volverse contra su príncipe. ¿Cómo llegó el Sabbat hasta él?
—Era un idiota —respondió Vargoss pidiendo con un gesto otro vaso de sangre—, y como tal era fácil de engañar con falsas promesas. El verdadero cerebro detrás de esta intentona del Sabbat, por supuesto, eras tú, Carafea. Destrúyelo también, Darrow.
El Nosferatu aulló horrorizado. Se levantó de la mesa del príncipe con una grotesca expresión de sorpresa.
—¡Nunca! —gritó. —¡Nunca!
Con el gesto sombrío, Darrow saltó hacia delante y aferró a Carafea por el cuello. Pretendía girarle la cabeza y romperle la columna, pero a pesar de ser increíblemente delgado, el Nosferatu no era débil. Sus manos salieron disparadas y agarraron las muñecas del Brujah; con un cacareo demente apartó al guardaespaldas a un lado. Luego, para sorpresa de todos los presentes, en vez de huir se arrojó contra el príncipe.
—¡Impostor! —gritó mientras sus largos dedos arañaban la cara de Vargoss. —¡Tu engaño ha sido descubierto!
De forma casi despreocupada, el príncipe extendió una mano y la apretó contra el pecho del Nosferatu, que comenzó a aullar de dolor. Se quedó congelado, con sus dedos extendidos a escasos centímetros de la cabeza de Vargoss.
El cuerpo de Carafea comenzó a hincharse como si se tratara de un globo. En un instante había duplicado su tamaño, pero entonces, tras la aparición de miles de pequeñas grietas, el vampiro se colapso sobre sí mismo como si se hubiera expulsado todo el aire. Cayó al suelo convertido en una medusa vampírica. Solo sus ojos brillantes indicaban que su mente seguía funcionando.
—Bonito truco —dijo Darrow mientras observaba la masa latente de carne y músculo. No había un solo hueso sólido en el cuerpo del Nosferatu. Darrow casi podría jurar que Vargoss acababa de emplear una disciplina del Sabbat. Sin embargo, después de ver lo que le había ocurrido a su camarada no tenía intención de preguntar. —No sabía que pudieras hacer eso.
—Hay muchas cosas sobre mí que desconoces, Darrow —respondió el príncipe, terminando su bebida. —Atraviesa su corazón con una estaca. O al menos trata de pensar dónde podría estar su corazón. Después lleva fuera al traidor y déjale contemplar el amanecer. Debería dejar una bonita mancha aceitosa en el estacionamiento.
—Eres el jefe —dijo Darrow. —Como desees. Volveré en unos minutos.
Dos neonatos, vampiros jóvenes que servían como camareros en el local, le ayudaron a arrastrar a Carafea al estacionamiento vacío que había tras el edificio. Cuando clavó una estaca de madera en la zona que creía que correspondía con el corazón del Nosferatu, la masa gelatinosa tembló dolorida. El sonido era monstruoso.
Nadie dijo palabra alguna mientras regresaban al club. Darrow podía ver que el horror en la mirada de los ayudantes reflejaba el suyo.
El príncipe estaba sentado pacientemente en la mesa.
—Ya está hecho —dijo Darrow. —Se freirá como un huevo escalfado en cuanto salga el sol.
Vargoss sonrió. En todos sus años con el príncipe, el Brujah nunca había visto una sonrisa tan feroz, tan diabólica.
—Aún hay otro traidor del que encargarse, Darrow.
El guardaespaldas se tensó. Después de casi doscientos años de existencia, la Muerte Definitiva le parecía terrorífica. Sin embargo, terminar como Carafea, reducido a una pulpa de carne, era obsceno.
—¿Qué quieres decir, mi príncipe, si puedo preguntar?
—Diré McCann —respondió Vargoss riendo entre dientes. Aquella sonrisa dejaba claro que era consciente de que el nombre del detective no era lo que Darrow esperaba oír. —Ese mago ha estado conspirando contra mí desde que nos conocimos. No estaré a salvo hasta que sea destruido.
—Encargarse de él no será fácil, mi príncipe —dijo el Brujah, tratando de calmar sus nervios. —Los magos no son una pieza sencilla. Además, parece que Flavia no le quita el ojo de encima. Yo soy bueno, pero ella es la hostia. Esa maldita Assamita podría machacarme y escupir mis huesos sin pestañear.
—El Ángel Oscuro tiene su propia cita con el destino —dijo Vargoss críticamente. —Estoy pensando en rescindir su contrato... del modo más permanente posible.
Darrow no necesitaba que le explicaran lo que eso significaba. Se sentía tremendamente incómodo. Por motivos de momento desconocidos, el príncipe se había vuelto contra sus seguidores más leales. En ningún momento había realizado ninguna acusación formal contra ellos. ¿Qué informaciones le habían convencido de su culpabilidad? El Brujah no creía que existiera prueba alguna. Recordando el montón de cenizas calientes en el sanctum del príncipe, se preguntó qué secretos habían sido destruidos en las llamas. ¿De dónde procedían? Y, sobre todo, ¿a quién pertenecían?
—Confío en que no olvides la lección de esta noche, Darrow —dijo Vargoss volviendo a su silla. Mientras se relajaba regresaron las conversaciones a las mesas, acalladas durante todo el enfrentamiento. —Solo un loco intenta servir a dos maestros. Recuérdalo. Siempre.
—Aprendo rápido, mi príncipe —dijo Darrow con la mayor sinceridad que fue capaz de reunir. Se prometió mentalmente que nunca jamás volvería a darle la espalda a Vargoss. —Puedes contar conmigo. No hay nadie más leal que Jack Darrow. Creo que lo he demostrado esta noche.
El príncipe juntó sus manos y las colocó sobre la mesa. No era un gesto que el Brujah recordara haber visto nunca. Su maestro era diferente. El guardaespaldas no estaba seguro de lo que había sucedido antes de su llegada al sanctum aquella noche, pero fuera lo que fuera no le gustaba.
—No has hecho más que comportarte como se esperaba de ti, Darrow —declaró Vargoss asintiendo satisfecho. —Asegúrate de seguir así en el futuro, pues no habrá segundas oportunidades. Ninguna.
Las palabras del príncipe le sonaron a Darrow como una sentencia de muerte pospuesta, pero no cancelada. Su sentencia de muerte.
CAPÍTULO 10
Washington D. C.: 24 de marzo de 1994.
El póquer le había enseñado a Walter Holmes muchas lecciones importantes, la mayoría de las cuales no tenían nada que ver con las cartas. Era posible que la principal fuera la importancia de conservar la calma y la cabeza despejada, por muy inesperada o peligrosa que fuera una situación. Se enorgullecía de su capacidad para tratar de forma racional con lo imposible, fueran cuales fueran las circunstancias. Tras su aburrida fachada se ocultaba una mente de increíble astucia. Sus rasgos inocuos siempre le habían sido de gran utilidad. A pesar de la fuerte seguridad, nadie en el almacén abandonado que servía durante el ataque del Sabbat a Washington como cuartel general para Justine Bern, arzobispo de Nueva York, se cuestionaba su presencia en el edificio. Todos le consideraban un vampiro sin importancia. La Guardia de Sangre, la orden de élite de Cainitas que servía como tropa personal del arzobispo, le toleraba. Era callado y tenía una expresión ligeramente confusa. También sabía escuchar, una extraña cualidad entre los no-muertos. Mientras la mayoría de los anarquistas no dejaba de presumir de sus habilidades, Walter apenas hablaba de sus triunfos. Prefería jugar en silencio a las cartas.
Era un jugador de póquer excepcional, pero nadie en el almacén sospechaba hasta qué punto. La práctica hacía la perfección, y Walter llevaba más tiempo jugando del que muchos sospechaban. Era bastante más viejo de lo que aparentaba; de un modo extraño e indefinido, parecía no tener edad. En el pasado había servido el ejército de Roma, pero ahora trabajaba como Monitor del Inconnu en Nueva York.
El Inconnu era la más antigua y misteriosa secta de los Vástagos. Sus seguidores controlaban los planes y engaños de los Condenados por motivos que jamás revelaban a nadie. Sus agentes se movían en secreto entre los vampiros, pretendiendo ser Cainitas ordinarios mientras observaban, esperaban y nunca interferían. Al menos, no en circunstancias normales.
Siguiendo las órdenes directas de sus superiores, el grupo de antiguos vampiros conocido como «Los Doce», Walter había llegado a Washington para informar del ataque del Sabbat contra la ciudad. Las historias sobre un misterioso vampiro conocido como la Muerte Roja preocupaban a los líderes del Inconnu, y querían saber más sobre los planes del monstruo y su terrorífico control sobre el fuego. Ese era el trabajo de Walter. En una extraña desviación de la política de la secta, se le había ordenado que empleara cualquier medio necesario para descubrir los hechos.
Varios minutos después de la medianoche del día posterior a la tremenda explosión en el Depósito de la Armada, Walter estaba sentado con cuatro miembros de la Guardia de Sangre jugando con cinco cartas y un descarte en la parte trasera del almacén. Servían como vigilantes del edificio. El resto de las tropas se encontraban en las calles de Washington, haciendo cumplir el edicto de Justine Bern contra la violencia dentro de los límites de la ciudad. Mientras tanto, en la oficina trasera, la arzobispo y dos de sus tres consejeros más cercanos discutían el modo de evitar un enorme desastre.
Un ataque contra ella en Manhattan por parte de la Muerte Roja parecía ser el responsable de que Justine declarara una guerra de sangre contra Washington. La ciudad, como ocurría con todas las grandes urbes de los Estados Unidos, estaba secretamente gobernada por los vampiros. La arzobispo aseguraba que la Muerte Roja trabajaba para los antiguos de la Camarilla que controlaban la capital de la nación, y que por tanto debía ser destruida.
En realidad, Justine llevaba mucho tiempo codiciando la ciudad. Con la capital y Nueva York bajo su poder, sería capaz de controlar toda la costa este de los Estados Unidos para el Sabbat. Tal poder prepararía el escenario para su ascenso definitivo hasta la autoridad suprema de la secta. La actual regente, Melinda Galbraith, había desaparecido hacía algunos meses en un desastre aún sin explicar en Méjico D. F. en el que habían muerto miles de personas. Justine era uno de los muchos arzobispos que trataba de ocupar su lugar, y la Muerte Roja había servido como la excusa perfecta para declarar la guerra de sangre. Si no se hubiera alzado, antes o después Justine hubiera tenido que fabricar una amenaza.
El único problema era que el ataque no iba como estaba planeado. Cientos de vampiros anarquistas, consumidos por una incontrolable sed de sangre, habían descendido sobre la capital para sembrar la muerte y la destrucción a su paso. Por todo Washington y sus suburbios se habían producido graves conflictos, y la policía local era incapaz de controlar la situación. Sin embargo, mientras la anarquía se adueñaba de la ciudad, los maestros secretos de la Camarilla en Washington habían desaparecido. De algún modo estaban prevenidos contra el ataque y se habían ocultado. Salvo que dieran con ellos y los destruyeran, la guerra de sangre sería un fracaso. Justine Bern caería en desgracia.
Quedaba poco tiempo, y ni siquiera el Sabbat se atrevía a alertar a la humanidad de la existencia de vampiros entre ellos. Como era habitual, los disturbios y saqueos habían servido para ocultar la guerra. Sin embargo, había un límite a la violencia que se podía permitir antes de que el número de muertes llegara a ser sospechoso. Con cada hora que pasaba, Justine caía más en la desesperación.
Para hablar de la situación con ella en su despacho del almacén estaban Hugh Portiglio, un vampiro hechicero Tremeré renegado, y Molly Wade, una Malkavian de lealtad confusa. Como casi todos los de su clan, Molly actuaba como si acabara de escaparse de un manicomio. Sin embargo, era brillante, tenía una mentalidad táctica poco convencional y dominaba muy bien la intriga política. Servía como equilibrio de Portiglio, un estratega clásico sin el menor rastro de imaginación.
Faltaba a la reunión la ghoul de Justine y consejera de mayor confianza, Alicia Varney. Hacía dos días que nadie sabía nada de ella. Portiglio, que odiaba a aquella mujer por la influencia que ejercía sobre Justine, ya le había acusado de desertar de la causa. Molly, con el inimitable estilo de los Malkavian, había murmurado algo sobre que Alicia era la única que mostraba sentido común. Justine estaba enfadada por su ausencia, pero esperaba ansiosa su regreso. Walter creía saber el verdadero motivo.
Estaba convencido de que Alicia Varney no era en realidad el ghoul de Justine, sino que servía a otra señora: Anis, Reina de la Noche. Creía que Anis, a través de Alicia, dominaba la mente de la arzobispo y que era la principal responsable del ataque sobre Washington. No sabía el papel que la Muerte Roja tendría en aquella conspiración, pero sospechaba que la figura espectral estaba relacionada con la misteriosa ausencia de Alicia.
Centenares de planes y respuestas giraban por la cabeza de Walter mientras barajaba las cartas. Era un maestro de los juegos de manos y se aseguró de que sus compañeros ganaran casi todas las manos. Repartía buenas bazas entre los vigilantes, rompiendo la racha de vez en cuando para ganar alguna mano. El dinero no significaba nada para él. Lo que importaba era la información.
La telaraña mental de percepción que mantenía alrededor de todo el almacén le proporcionó un segundo de ventaja al llegar el desastre. Instantáneamente, permitió que su aura psíquica se colapsara y retiró su mente a un cascarón interior, permitiendo que apareciera la sección de su personalidad que consistía en un fanático jugador de cartas. Una comprobación telepática de sus pensamientos confirmaría que Walter Holmes era exactamente lo que aparentaba: un vampiro sin importancia obsesionado con el póquer. Desde una diminuta mirilla en su mente, el monitor del Inconnu en Nueva York observó y esperó lo peor.
Las puertas frontales del almacén explotaron y se desencajaron de sus goznes. Aullando como un banshee, un viento feroz sacudió todo el edificio. La electricidad falló, volvió a activarse y finalmente se desconectó, fundiendo todas las bombillas. El aire crepitaba con fuerzas invisibles.
Los cuatro miembros de la Guardia de Sangre estaban en pie, con los cuchillos y las pistolas en la mano. Walter, adoptando su personaje, se deslizó hacia la pared del almacén con la mirada fija en las puertas abiertas. Desde allí podía ver a una mujer, su figura delimitada por la luz de la luna. Walter la reconoció de inmediato: era la regente perdida del Sabbat, Melinda Galbraith.
Era una mujer pequeña y extremadamente bella con cabello castaño y ojos marrones. Era fácil percibir su poder interior. Iba vestida con un traje negro, tacones altos y guantes negros largos, y tenía más aspecto de ser una modelo de pasarela que una líder del Sabbat. Sin embargo, las apariencias engañaban: Melinda era uno de los vampiros más letales del mundo. Era un antiguo miembro del clan Lasombra, un grupo conocido por su falta de escrúpulos y su depravación. Desde la fundación del Sabbat, los dirigentes Lasombra habían sido los únicos en servir como regentes.
—¿Dónde está Justine Bern? —preguntó con un susurro frío que partió el viento y rugió a su alrededor. —Quiero ver a esa estúpida zorra ahora mismo.
—¿Quién coño eres? —exigió un miembro de la Guardia de Sangre, un asesino alto y delgado llamado López con demasiada arrogancia y demasiado poco juicio. —La arzobispo no recibe a nadie sin cita previa, nena, y creo que tú no tienes.
Melinda sonrió, casi complacida con aquella respuesta.
—Soy Melinda Galbraith —declaró. Lentamente, levantó la mano izquierda hasta el nivel de los ojos. Sus dedos se cerraron en un puño y se tensaron mientras López comenzaba a gritar. —Y exijo respeto de escoria como tú.
El guardia volvió a gritar, sacudiendo la cabeza de un lado a otro como si una gigantesca mano invisible le sujetara la garganta. Golpeaba su cuello desesperado, tratando de romper la presa que le estaba convirtiendo la tráquea en pulpa. Volvió a abrir la boca, lanzando un grito mudo de desesperación. Sobre su piel blanca eran ahora claramente visibles cinco profundas heridas. Con los ojos a punto de explotar, el guardia cayó de rodillas. Las marcas de los dedos se hicieron cada vez más profundas, y la lucha más frenética.
Melinda reía mientras retorcía la mano. Con un crujido que resonó por todo el almacén, la columna de López se partió en dos. Su cabeza cayó como un peso muerto hacia delante. Su cuerpo se movía como el de una marioneta cuyos hilos se hubieran cortado.
Con una sonrisa satisfecha, Melinda abrió el puño y dio una fuerte palmada.
El cráneo del guardia estalló como si se hubiera encontrado en el centro de una prensa hidráulica. Un chorro de sangre y materia gris saltó hacia el techo. La cabeza había desaparecido, y el cuerpo decapitado se desplomó, convirtiéndose en carne podrida a medida que caía. A los pocos segundos, lo único que quedaba de él era su ropa y su equipo.
—¿Alguien más quiere jugar? —preguntó Melinda con voz suave. —Si no es así, decidle a la Arzobispo Bern que estoy esperando para verla.
—No será necesario que te anuncien —dijo Justine desde la puerta de la oficina del almacén. Junto a ella estaban Hugh Portiglio y Molly Wade. La expresión de la arzobispo era una mezcla de rabia y aprensión. —Te oí llegar.
Melinda amplió su sonrisa.
—Dramático, ¿no crees? —Agitó una mano y los vientos se detuvieron. —Suponía que atraería tu atención.
—Los rumores decían que moriste en Ciudad de Méjico —dijo Justine. —Se habló de demonios que se alzaban, y los informes mencionaban a miles de humanos y decenas de vampiros muertos en el terremoto.
—Los rumores no significan nada —respondió Melinda, caminando hacia delante. —Como puedes ver, he sobrevivido.
Observó el lugar mientras andaba, captando cada detalle. Reparó en Walter, encogido contra una pared alejada; le examinó brevemente antes de continuar. Era un vampiro sin importancia alguna que solo pensaba en las cartas.
—¿Qué sucedió? —preguntó Portiglio. —Creíamos...
—Como si me importara lo que tú creas, gusano Tremeré —respondió Melinda secamente. Sonrió burlona al ver encogerse al mago. —Lo que sucedió en Méjico ya ha terminado. Olvidado. No importa.
En la pequeña sección de su cerebro donde aún funcionaba el intelecto, Walter notó que Melinda parecía reacia a ofrecer explicación alguna sobre su larga ausencia, y tampoco estaba acompañada por su habitual séquito de guardaespaldas, aduladores y consejeros.
Por lo que sabía de la personalidad de la regente, su aparición aquella noche en el almacén, inesperada y sin anuncio precio, parecía muy extraña en ella. Se preguntó qué había sucedido realmente en Méjico.
—¿Qué haces aquí, Melinda? —preguntó Justine. Llevaba un vestido azul oscuro y era de rasgos delgados, penetrantes ojos negros y cabello oscuro recogido en un moño. Recordaba a la versión hollywoodiense de la institutriz severa, pero no le preocupaba en absoluto su aspecto. Lo único que le importaba era el poder. Todo el que pudiera acumular.
—Tú me convocaste, Justine —dijo Melinda suavemente, a pocos metros de la arzobispo. —O quizá debería decir— siguió alzando su voz desde un susurro hasta un grito de furia, —¡me llamó tu estúpido plan, mal concebido, ineptamente planeado y patéticamente ejecutado para adueñarte de esta ciudad! Dime, mierda, carne putrefacta, ¿quién ha autorizado esta maldita guerra de sangre? ¿Cómo puedes ser tan jodidamente incompetente?
Con los ojos ardiendo y los dientes apretados en una máscara de ira, Justine parecía a punto de despedazar a Melinda.
—¿De qué estás hablando? —logró preguntar.
—¡Del príncipe de la ciudad, estúpida zorra! —respondió la regente. —¿Por qué crees que di órdenes estrictas de que se dejara en paz a Vitel? ¿Por qué? ¡Por qué! ¡POR QUÉ!
Asustada por la pura malevolencia que Melinda proyectaba, Justine dio un paso atrás.
—¿Órdenes? ¿Qué órdenes? No recuerdo haber recibido instrucciones así.
—¡Idiota! —gritó Melinda mientras daba una fuerte bofetada a la arzobispo. —¡No recuerdas! ¡Meses y meses de negociaciones echados a perder porque te olvidaste!
Cuidadosamente, Walter se deslizó hasta la entrada del almacén. Observó el resto de los acontecimientos desde la esquina exterior de la puerta, preparado para escapar inmediatamente si Melinda miraba en su dirección. Tenía un mal presentimiento sobre esta confrontación, y a lo largo de muchos siglos había aprendido a confiar en sus instintos.
—Y-yo no recuerdo ningún mensaje —farfulló Justine, completamente amedrentada por la furia de la regente. —No sabía que se estuviera preparando ningún trato.
—Claro que no —dijo Melinda con un tono más calmado, pero lleno de sarcasmo. —¿Cómo ibas a saberlo? Si lo supieras las negociaciones no hubieran sido secretas.
La regente sacudió la cabeza disgustada.
—Vamos. Tenemos que encontrar un modo de minimizar nuestras pérdidas y retirarnos. Cuanto antes lo terminemos, mejor.
Totalmente derrotada, Justine se volvió hacia la puerta de la oficina.
En ese momento, como salido de la nada, un machete se materializó en manos de Melinda Galbraith. Un poderoso hechizo de engaño lo había mantenido oculto hasta el preciso momento en el que fuera necesario. Ágilmente, la mujer alzó el cuchillo por encima de la cabeza y lo descargó contra el cuello expuesto de Justine.
Esta, como casi todos los antiguos vampiros de cierto poder, empleaba una medida de protección conocida como la Piel de Acero para rechazar tales ataques, endureciendo su piel hasta formar una barrera casi impenetrable. El machete no debería haber atravesado la garganta de Justine. Debería haberse partido al menor contacto, pero no ocurrió ninguna de las dos cosas. La brillante hoja atravesó el cuello de la arzobispo con fuerza increíble, cortando hasta el hueso.
Justine, totalmente sorprendida, emitió unos sonidos ininteligibles. Pequeños hilillos de sangre negra comenzaron a manchar su vestido.
Dando un paso hacia delante, Melinda la aferró por el moño, y con un violento tirón empujó hacia atrás la cabeza de la arzobispo, exponiendo la herida provocada por el machete. Riendo de forma salvaje, la regente alzó de nuevo el arma y volvió a golpear.
Como un destello plateado, la hoja atravesó carne y hueso, separando la cabeza del cuerpo. Temblando como el beicon en la parrilla, el cadáver se derrumbó sobre el suelo. Aullando de placer, Melinda arrojó al aire la cabeza de su enemiga.
—Intenta quedarte con mi trabajo, puta —gritó sin demasiada cordura. —Fíjate dónde te ha llevado tu ambición.
Con el machete aún en las manos, se giró para observar a Hugh Portiglio. El mago tenía una expresión atónita y horrorizada.
—Era un arzobispo —croó con dificultad. —No puedes ejecutar así a un arzobispo.
—Soy Melinda Galbraith, regente del Sabbat —dijo la mujer, con el rostro iluminado por una impía sed de sangre. —Puedo hacer lo que me plazca.
—Giró la cabeza y buscó a los tres miembros restantes de la Guardia de Sangre. —Los que no están conmigo están contra mí. ¿Qué me decís?
—Estoy con usted, señora —declaró el más rápido de los tres. —Soy leal.
Ansiosos, los otros dos asintieron conformes. Melinda sonrió.
—Llevaos a esa basura —dijo señalando a Hugh Portiglio—, y atravesadle el corazón con una estaca de madera. Eso debería calmarle un poco. Cuando las cosas se tranquilicen me encargaré de él... Lamentará haber sido Abrazado.
—N-noo —gimió el Tremeré, agitando los brazos frenéticamente sin resultado alguno.
—No os preocupéis —dijo Melinda. —He neutralizado su magia. Ese traidor hijo de puta es totalmente inofensivo.
La regente se giró, buscando a Molly Wade. La Malkavian había desaparecido justo en el momento en que el machete había atravesado el cuello de Justine. Estaría loca, pero no era una estúpida.
—La Malkavian demostró tener mucho más juicio que tú —dijo Melinda riendo mientras Portiglio luchaba de forma fútil contra la presa de dos de los guardias. El tercero había ido a buscar algo de madera que pudiera servir. —Puede huir, pero no logrará escapar de Melinda. Terminaré dando con ella.
—No, no, no —suplicó Hugh cuando vio al guardia regresar con un mango de escoba afilado. —Por favor, por favor, por favor... Yo no, yo no...
—Ya no eres útil, Tremeré —dijo Melinda. —Con Justine destruida no te necesito. Sin embargo, te prometo un fin interesante. Tu Muerte Definitiva me proporcionará varias horas de entretenimiento.
Rió.
—¡Pero no será nada comparado con lo que tengo preparado para la señorita Alicia Varney cuando por fin reaparezca! Conociendo tu afecto hacia ella, es una pena que no vayas a vivir para ser testigo de su ejecución. Pero claro, nadie dijo que la no-vida fuera justa.
Fue entonces cuando las sospechas de Walter Holmes se hicieron reales: comprendió la verdad sobre Melinda Galbraith.
CAPÍTULO 11
Washington D. C.: 23 de marzo de 1994.
La joven y atractiva pareja estaba sentada al fondo de Marisco Colabouno, comiendo gambas y bebiendo coca-cola. Aunque se encontraba en uno de los barrios más seguros de la ciudad, el restaurante no estaba demasiado lleno: los disturbios parecían haber aplacado las ganas de la gente de salir de casa. Solo había unas diez mesas ocupadas, aunque había más de cien. Ninguno de los empleados recordaba la llegada de la pareja, ni sabían quién les había tomado nota. Sin embargo, como parecían complacidos con el servicio y la comida nadie se preocupó por ellos.
El hombre era alto y delgado, con cabello rubio ondulado y profundos ojos azules. Su piel bronceada irradiaba buena salud. Vestía una camisa blanca de cuello abierto y manga corla, y pantalones del mismo color. Los zapatos y calcetines eran también blancos. Aunque la primavera apenas había comenzado, no vestía ni abrigo ni sombrero.
La mujer que se sentaba frente a él guardaba un parecido suficiente como para señalarla como su hermana. Vestía un top rojo con lentejuelas, una falda a juego y zapatos de tacón. Su cabello era rojo, y tenía los mismos ojos azules que el hombre. Su figura era de aquellas que llamaban la atención. Su compañero era atractivo, pero ella era espectacular.
La pareja hablaba con un tono que no llegaba más allá de la mesa, aunque nadie espiaba nunca sus conversaciones. Necesitaban intimidad, y cuando los dos se concentraban podían hacer que sucediera lo que ellos quisieran.
—Bien —dijo el joven que en ocasiones se hacía llamar Reuben. —Han sobrevivido a las llamas.
—Alicia empleó Temporis —dijo la mujer, que había adoptado el nombre de Rachel por una canción infantil. —Usó el poder de Anis para detener el tiempo lo suficiente como para llegar hasta la cápsula de salvamento. McCann me sorprendió: con Madeleine Giovanni se sacó un conejo de la chistera.
—Padre me dijo una vez que Lameth tiene grandes poderes precognitivos —dijo Reuben mientras se llevaba una gamba a la boca. —No estoy seguro de que comprenda por anticipado por qué hace ciertas cosas, pero actúa intuitivamente con excelentes resultados.
—¿Qué poder tiene sobre el clan Giovanni? —preguntó Rachel mientras bebía de su vaso. —Nunca he oído que hicieran favores a los extraños.
Reuben sacudió la cabeza.
—No me preguntes. —Lameth es un Matusalén. Tiene seis o siete mil años, y es absolutamente taimado —dijo sonriendo a su hermana. —Conoce secretos sobre los secretos. ¿Has descubierto su relación con Diré McCann? Yo aún estoy tratando de componer las piezas de ese rompecabezas.
Rachel suspiró.
—Podría ser una máscara, como Anis y Alicia. Eso es lo que sospechaba en un principio, pero ahora no estoy segura. McCann no actúa como si estuviera poseído. Es demasiado... independiente.
—Ya sé a qué te refieres —dijo Reuben. —Por lo que he podido detectar de sus pensamientos superficiales, Lameth se comunica con el detective a través de sus sueños. Sin embargo, su relación exacta con el vampiro sigue siendo un misterio.
—Antes o después conoceremos la verdad —respondió Rachel con confianza. —Siempre lo hacemos. La paciencia es una virtud.
Reuben rió.
—A la Muerte Roja no le vendría mal practicarla.
La joven mojó una gamba en la salsa de cóctel y se la comió antes de responder.
—Es impaciente, eso está claro. Toda su línea de sangre parece tener prisa. Están convencidos de que el Apocalipsis se acerca rápidamente, y de que son los únicos que pueden detenerlo.
—Podrían estar en lo cierto —dijo Reuben. —Los Nictuku se alzan por todo el planeta, y su aparición puede ser la señal del desastre. Es una creencia común entre muchos de los Vástagos, pero no importa. Lo que cuenta es que Seker y su progenie están empleando a los Sheddim para conseguir sus planes. Esos estúpidos confiados realmente creen que están manipulando a los elementales de fuego. Por supuesto, eso es precisamente lo que los Sheddim quieren que piensen... Esas criaturas han estado maquinando desde el comienzo de la historia para lograr poner el pie en nuestra realidad, y ahora la Muerte Roja y sus chiquillos les están dando por fin una oportunidad. Si consiguen llegar hasta nuestro mundo, todos los habitantes de la Tierra pagarán por la insensatez de Seker. Por eso McCann y Alicia deben detener a los Hijos de la Noche del Terror.
—La Muerte Roja y los Sheddim —dijo Rachel, temblando.
—Verdaderos aliados impíos.
—Lameth puede destruir la unión entre ellos —dijo Reuben. —O Anis. Ambos controlan poderes que les igualan a esos monstruos.
—Ya me he fijado en que tu amigo de Israel piensa igual —dijo la mujer masticando otra gamba. —Me hacía gracia ver cómo ha llegado a las mismas conclusiones.
Reuben sacudió la cabeza, fingiendo consternación.
—No puedo ocultarte nada, ¿no es así?
—No. Ese es el peligro de ser gemelos.
—Bueno —dijo el hombre—, me preocupaba que McCann no pudiera comprender la gravedad de la situación sin un pequeño empujón. Recuerda la otra noche, cuando hablamos sobre lo arrogantes que pueden ser los Matusalenes. Creen saberlo todo, pero dudo que ni siquiera Lameth comprenda el peligro que representan los Sheddim. Son bastante oscuros. Así que la última vez que jugué al ajedrez con Rambam dejé caer algunas pistas sobre Seker y sus planes. Nada demasiado claro, por supuesto. Los dos sabemos que eso está prohibido.
—Por supuesto, prohibido —le interrumpió Rachel parpadeando. —Va contra esas reglas que ya hemos retorcido y distorsionado hasta hacerlas irreconocibles.
—Maimónides no es estúpido —dijo Reuben—. Conoce la Kabbalah de la primera a la última página, así que la menor mención sobre el interés de los Sheddim en nuestra realidad le hizo investigar. Es un mago extremadamente poderoso, igual que sus amigos. Descubrió la verdad casi inmediatamente, y comprendió que ningún humano podía encargarse de la amenaza; era necesario un ser con lazos tanto con la humanidad como con los Vástagos, por lo que envió a su mensajero en busca de Diré McCann. El detective es la opción lógica para encargarse de los Hijos. Debe triunfar.
—Lo que no entiendo —dijo Rachel mientras apartaba su plato—, es cómo Seker logró contactar con los Sheddim. Habitan en la oscuridad fuera de nuestro universo. ¿Dónde encontró el conjuro que le permitió comunicarse con esas criaturas?
—¿Has oído hablar de un libro llamado El Necronomicón?
—Oh, por favor —dijo Rachel, enarcando las cejas. —¿Bromeas? El texto prohibido escrito por Abdul Alhazred no es más que una invención. H. P. Lovecraft lo creó como trasfondo para sus historias. La Muerte Roja no encontró ahí ningunas instrucciones para contactar con los Sheddim.
—Solo era una prueba —rió su hermano. —Quería asegurarme de que me estabas prestando atención.
Observó los últimos restos de comida en la bandeja y negó con la cabeza.
—Ya he comido suficientes gambas —decidió, mientras daba un último sorbo a su refresco. Con un gesto de la mano llamó a un camarero para que limpiara la mesa.
—¿Quieres algo de postre? —le preguntó a su hermana. —Aún no va a suceder nada. Es demasiado pronto. Dicen que el pastel de mousse de chocolate es fantástico.
—Suena bien —dijo Rachel. Un breve gesto de concentración brilló en su rostro. —Ya está. El camarero lo traerá enseguida con el café. Basta de tonterías. Respóndeme.
—Los Sheddim y los mundos destrozados se describían en una sección perdida de El Libro de Enoch — dijo Reuben, mencionado el fabuloso libro del saber vampírico del que solo quedaban fragmentos. —Un erudito Tremeré encontró el pasaje olvidado tallado en los muros de una vieja tumba en Oriente Medio, pero Seker acabó con él antes de que pudiera informar de su descubrimiento a sus antiguos. La fórmula inscrita en las piedras le permitía contactar con los Sheddim. Así nació la Muerte Roja.
—¿Aún no saben los Tremeré cómo Seker los ha estado manipulando durante siglos? —preguntó Rachel, negando con la cabeza. —Esos idiotas... Les ha robado muchísimos grandes descubrimientos y ha usado la Casa del Misterio para sus propios fines.
Su rostro se iluminó cuando vio acercarse al camarero.
—Ah, el postre y el café.
Ligeramente confundido, el sirviente depositó sobre la mesa dos porciones de pastel de mousse y les sirvió sus cafés.
—¿Desean algo más? —preguntó dubitativo. —¿Está todo bien?
—Excelente —dijo Reuben. —El servicio ha sido espléndido. Buen trabajo. Creo que eso es todo por el momento, aunque podría traernos la cuenta.
Asintiendo perplejo, el camarero se marchó.
—Tenían razón respecto al pastel —declaró Rachel, que ya estaba probando su segundo bocado. —Es estupendo.
—Le envié un sueño a Etrius —dijo Reuben—, que llamó su atención. Por desgracia, el resto del Círculo Interior se negó a creer lo que les decía. No puedo hacer nada más, ya que si transmitiera sueños similares a los Siete el asunto iría mucho más allá de la coincidencia. En cualquier caso, Etrius ha actuado por su cuenta y ha despachado a un subordinado para cazar a St. Germain. Al menos es un comienzo.
—Mejor que nada —dijo Rachel observando a su hermano. —¿Qué hacemos ahora?
—Sentarnos y esperar, supongo —respondió. —Las cosas deberían comenzar a bullir muy pronto.
—La Muerte Roja trató de matar a Anis y a Lameth y falló. Lo intentará de nuevo. Los fanáticos como él nunca se dan por vencidos. Apostaría a que comenzó a trazar un nuevo plan en el momento en que el primero se vino abajo, pero después del ataque sus objetivos saben mucho más sobre él. No volverán a ser engañados tan fácilmente.
—Lameth es un enemigo extremadamente peligroso. Su ira es lenta, pero si llega a enfurecerse tiene poder suficiente para hacer temblar el mundo. Anis tampoco es una oponente fácil. Si cualquiera de ellos saliera del letargo, podrían acabar con la Muerte Roja y toda su progenie... asumiendo que descubran el plan de Seker antes de que este lo ponga en marcha.
—Necesitan contactar con Phantomas —dijo Rachel. —En su enciclopedia está la solución a todo este dilema.
—Estoy de acuerdo —dijo Reuben con rostro serio. —Phantomas es la clave. El Nosferatu es el único Vástago que puede desvelar la Mascarada de la Muerte Roja.
CAPÍTULO 12
Washington D. C.: 24 de marzo de 1994.
—Está noche habrá tormentas —dijo la voz en la cabeza de McCann: —Violentas tormentas con muchos rayos.
El detective, como siempre, guardaba silencio. Nunca hablaba en sueños, solo escuchaba y recordaba.
Lameth no le ofrecía explicación para las tormentas que se avecinaban, pero McCann aceptaba la información como hechos. El Matusalén que se comunicaba con él mediante su cerebro controlaba grandes fuerzas. Si aseguraba que aquella noche habría tormentas, solo era cuestión de saber cuándo, no si era cierto.
Violentas tormentas, con muchos rayos. Las palabras resonaban en su cabeza mientras despertaba. Aturdido, levantó el brazo sobre su cabeza y observó el reloj que había sobre la mesilla. Eran casi las nueve de la noche, hora de levantarse.
El detective comprobó mentalmente las defensas psíquicas que había dispuesto por toda la suite, pero estaban intactas. Nadie había intentado penetrar en su escondite mientras descansaba. Tampoco había mensajes en el buzón de voz del hotel. Tenía casi dos horas para comer algo antes de su reunión con Madeleine y Flavia en el Lincoln Memorial.
Saliendo de la cama, se acercó descalzo hacia las pesadas cortinas que ocultaban la suite al mundo exterior. Las apartó y contempló las luces de la ciudad. El cielo estaba despejado y en lo alto brillaba una luna lustrosa. Las estrellas parpadeaban brillantes y no se veía una sola nube. Se encogió de hombros. Ni el periódico ni las noticias del tiempo en la televisión predecían lluvia, pero Lameth le había dicho que iba a haber tormentas. El vampiro no hacía promesas en balde.
Cuarenta y cinco minutos después, mientras McCann se preparaba para salir de la habitación, las nubes ya empezaban a encapotar el cielo. El detective no estaba seguro de cómo lograba Lameth alterar los patrones climáticos, pero no le importaba. Por alguna razón inexplicable, el Matusalén quería tormentas sobre Washington aquella noche. El trueno lejano era la prueba de que cuando Lameth quería algo lo conseguía.
Comprobó cuidadosamente su equipo. En la sobaquera estaba su ametralladora Ingram Mac 10. Era una potente arma automática que disparaba treinta balas del calibre 45 en una ráfaga contínua. El impacto de esta descarga bastaba para aturdir y confundir a la mayoría de los vampiros. El alambre afilado que ocultaba en el cinturón le proporcionaba el toque final.
Cosido en el interior de su larga gabardina negra, casi invisible, había un tubo flexible de cuero de veinte centímetros. En su interior asomaban tres largos trozos de madera. Aunque podían parecer juguetes de niños, en realidad eran efectivas armas destructoras. Reforzadas por un clavo interior de acero, las estacas estaban peligrosamente afiladas. McCann las empleaba como dardos, arrojándoselas a sus enemigos como si fueran pequeñas lanzas. A pesar de su tamaño, aquellas armas podían matar a un hombre o paralizar a un vampiro atravesándole el corazón.
Satisfecho y listo para cualquier eventualidad, el detective apagó las luces y salió al pasillo del hotel. Comprobó su reloj: las diez en punto. Tenía que estar en el monumento a las once, y la estatua estaba muy cerca de su hotel. Tenía tiempo de sobra.
Se dirigió hacia el final del pasillo y llamó al ascensor. Mientras esperaba sonrió, pensando en la expresión de Madeleine Giovanni la noche anterior. La vampira era una curiosa combinación de asesina letal e ingenua provinciana. Desde luego, no cuadraba con el estereotipo de su clan.
La llegada del ascensor interrumpió los pensamientos de McCann sobre su protectora. Entró y pulsó el botón de la planta baja. Con un zumbido, las puertas se cerraron y la cabina comenzó a descender.
Entonces, sin previo aviso, el ascensor se detuvo entre las plantas tercera y cuarta. La luz del techo parpadeó y se apagó. McCann frunció el ceño. No estaba de humor para averías estúpidas. Esperó nervioso a que la cabina continuara, pero pasado un minuto llegó a la conclusión de que no iba a moverse. Maldiciendo, palpó el panel hasta que dio con el teléfono de emergencia. Se llevó el auricular al oído, pero la línea estaba cortada.
Cada vez más furioso, golpeó las puertas con los puños.
—¿Hay alguien ahí? —gritó. —¿Qué está ocurriendo?
No hubo respuesta. Lanzó un suspiro desesperado. Los disturbios estaban provocando un desastre detrás de otro en la ciudad, y era plausible que los anarquistas del Sabbat hubieran volado alguna central eléctrica. Estaba atrapado en la cabina hasta que llegara ayuda, lo que podía tardar horas.
—Y una mierda —murmuró el detective. Cerró los ojos un momento y trató de recordar el interior de la cabina. Asintió. Si no se equivocaba, justo sobre él había una trampilla de emergencia.
Cerró los puños sobre su cabeza y saltó, atravesando el techo como un martillo. El acero gimió y la tapa de la trampilla saltó por los aires. Mientras caía, vio una pálida luz que se filtraba por la abertura. Eran las luces de emergencia del hueco del ascensor.
Saltó de nuevo y se aferró a los bordes de la trampilla, izándose hasta el techo de la cabina. Se puso en pie y comprobó que alcanzaba las puertas de la cuarta planta. Introdujo los dedos entre las dos hojas y comenzó a hacer fuerza. Las puertas se abrieron con una descarga de aire comprimido.
Frunció el ceño. Las luces del pasillo estaban encendidas, así que parecía que la avería solo había afectado a los ascensores. Sabía que no era una coincidencia que la electricidad hubiera fallado precisamente estando él dentro. Saltó rápidamente para ponerse en pie. Se acercaba compañía, y con malas intenciones.
—¿Señor McCann? —preguntó suavemente una voz que sorprendió al detective. Giró la cabeza rápidamente y desenfundó la Ingram con la mano derecha. Un joven alto y delgado, con el pelo castaño rizado y enormes ojos marrones, se encontraba junto al botón de llamada del ascensor. Llevaba unos sencillos pantalones color avellana y una sudadera gris clara con las palabras «Notre Dame» en el pecho. En la cabeza llevaba un yarmulke, el solideo de los judíos religiosos.
—¿Quién coño eres? —preguntó McCann apuntando la ametralladora. Solo y desarmado, el joven irradiaba buena voluntad. No era una amenaza. —¿Cómo sabes mi nombre?
—Soy Elisha Horwitz —dijo mientras observaba el pasillo. —Ahora no tenemos tiempo de hablar. El grupo que cortó la electricidad de los ascensores está a punto de llegar. Son vampiros con lanzallamas, y vienen a por usted. Será mejor que nos vayamos.
McCann asintió. Después de los sucesos de la noche anterior ya estaba curado de espantos.
—¿Has venido a rescatarme?
—No exactamente —dijo el joven sonriendo. —Sospecho que es usted perfectamente capaz de manejar cualquier peligro. Sentí que saldría en esta planta y creí que lo mejor era reunirnos aquí. No soy más que un mensajero.
La puerta antiincendios que conducía a las escaleras de emergencia en el otro extremo del pasillo se abrió de golpe. Aparecieron cuatro figuras, vestidas de cuero negro, con la cabeza afeitada y actitud amenazadora. Todos iban armados con lanzallamas, y al ver a McCann gritaron triunfantes.
—Mierda —dijo el detective mientras volvía a levantar la Ingram. —Luchando contra vampiros en el pasillo de un hotel caro. Parezco un personaje en una película de John Woo. Sígueme, chaval. Trata de mantenerte atrás si no quieres salir herido. Quiero oír ese mensaje tuyo.
Apretando el gatillo, McCann inundó el pasillo de balas. Los proyectiles impactaron en el primero de los vampiros, arrancándolo del suelo y lanzándolo contra sus compañeros, que cayeron enredados sobre la moqueta.
El detective se movía a velocidad inhumana, llegando hasta el grupo antes de que pudieran siquiera levantarse. Agarró al vampiro herido y lo aplastó contra la pared. El cuerpo se derrumbó inmóvil. Aunque el acero no podía destruir a los Vástagos, el monstruo tardaría semanas en regenerarse. Ya no sería un problema.
Al segundo y al tercero los anuló con sus «palillos» de madera. Con el corazón atravesado, los Cainitas quedaron congelados en el sitio. Solo quedaba uno, pero había desaparecido.
Confundido, McCann miró a su alrededor. Nada. Al final descubrió una delgada línea de cenizas que delimitaba el contorno de un cuerpo sobre la moqueta; en medio había un lanzallamas. El detective abrió los ojos asombrado. Evidentemente, cuando el vampiro había sido derribado el cañón del arma había apuntado a su pecho y se había disparado accidentalmente. Las llamas producidas habían acabado con él. Era una respuesta improbable, pero concordaba con los hechos.
Se giró y observó a Elisha.
—¿Tienes algo que ver con esto? —le preguntó, señalando a las cenizas.
El joven miró a McCann con ojos grandes e inocentes.
—¿Yo? ¿Cómo? Parece que cayó sobre su propia arma y se destruyó solo. Ni siquiera lo he tocado.
—Claro —dijo McCann sarcástico, observando a los dos vampiros inmovilizados. —Salgamos de aquí. He notado que estos gamberros cazan en manadas, así que es probable que el hotel esté lleno de ellos.
Elisha asintió.
—Siento al menos a diez más en el edificio. Parecen ansiosos por dar con usted.
—Supongo que la Muerte Roja habrá aumentado la recompensa por mi cabeza —dijo el detective—, si es posible separada del cuerpo. Vamos. Si percibes a más vampiros, grita.
Las escaleras de emergencia estaban vacías. La iluminación era mala y había mucha humedad, pero no había rastro de enemigos. McCann y el joven descendieron a toda prisa hasta la primera planta.
—Tienes que saber —dijo el detective mientras bajaban—, que me has dado la excusa estándar de los magos a lo largo de los siglos para cualquier suceso inexplicable: ni siquiera lo he tocado. Deberías probar algo diferente. El mensaje que traes, ¿De quién es?
—De mi maestro —dijo Elisha. —Rabbi Moses Ben Maimón.
El rostro del detective, normalmente impasible, se iluminó con un inesperado alivio.
—Rambam. Hacía mucho que no oía de él. ¿Sigue jugando al ajedrez?
—Por supuesto —respondió Elisha—, aunque no deja de quejarse de que no tiene competencia. El único que representa un reto es un hombre llamado Reuben que le visita...
Elisha se detuvo a mitad de la frase, ya que dos vampiros anarquistas bajaban a toda velocidad tras ellos, sus gritos resonando en el hueco de la escalera. Las criaturas habían logrado camuflar sus pensamientos hasta que se encontraron muy cerca. McCann maldijo. Había dejado que la conversación le distrajera, cuando debía haber estado alerta. Comenzó a canalizar su poder hacia sus puños: acabaría con la pareja con las manos desnudas.
No tuvo que molestarse. Cuando ya estaban muy cerca el primer vampiro, armado con un cuchillo de caza, tropezó en el peldaño con el tacón de sus botas de cuero de motorista. Con un rugido de furia el Cainita salió disparado por los aires, volando sobre la cabeza de McCann como un cohete desviado. La caída se detuvo cuando su cabeza chocó contra el pasamanos de acero que bordeaba toda la escalera. El detective parpadeó atónito cuando vio el cuchillo saltar por los aires, dar un giro y caer directamente sobre la nuca de la criatura. El anarquista sufrió espasmos durante algunos segundos hasta que se detuvo. No estaba destruido, pero no se movería durante un buen rato.
Su compañero tuvo un destino similar. Volteaba una pesada cadena metálica en un círculo mortal sobre su cabeza, acercándose cuidadosamente. Sus pasos eran lentos y seguros, pero a pesar de sus precauciones fue sorprendido cuando el suelo bajo sus pies cedió repentinamente. Con un grito de rabia, la criatura desapareció por el hueco abierto. La caída hasta el sótano era muy larga. Sus aullidos de furia terminaron abruptamente con el enfermizo crujido de los huesos pulverizándose contra el hormigón.
—Decididamente, búscate otra excusa —dijo McCann con una expresión incrédula mientras pasaban junto al vampiro empalado. —Manipulas las coincidencias con demasiada facilidad como para que los demás crean que son casuales.
—Soy nuevo en el negocio —admitió Elisha mientras abandonaban la escalera y salían al vestíbulo del hotel. Los ojos del joven brillaban de emoción. No parecía haber anarquistas en la planta principal, ya que todos estaban buscando a McCann arriba. —La creación de accidentes creíbles requiere práctica.
—A mí me parece que solo tienes que trabajar el estilo —dijo McCann—, no los resultados. Te encargaste de esos vampiros sin perder un paso.
—Rambam me ha entrenado sin descanso para enfrentarme a lo inesperado —dijo Elisha. —Reaccioné sin pensar.
—Hablando de tu maestro —dijo McCann mientras atravesaban la puerta principal del hotel y salían a la calle—, ¿qué me comentabas sobre que Maimónides jugaba al ajedrez con un hombre llamado Reuben? ¿Reuben qué?
—No conozco su apellido —respondió. —Es rubio, ojos azules brillantes y siempre viste de blanco. Parece joven, pero sospecho que es mucho más viejo de lo que aparenta. —Sonrió. —Todos los que visitan a mi maestro son mayores de lo que parecen. No sé nada sobre él, pero es un excelente jugador. Vence a mi maestro tantas veces como pierde.
—Muy interesante —dijo McCann. Otra pieza del rompecabezas que parecía no tener solución.
Se dirigieron juntos por la Avenida Virginia hacia el Potomac. Una calle paralela al río llevaba directamente hasta el Lincoln Memorial.
Había comenzado a llover, y los destellos iluminaban el cielo a lo lejos. Al detective no le preocupaba. Después del reciente encuentro con los anarquistas prefería evitar los automóviles. Iba a llegar tarde a la reunión, pero no podía haber hecho nada al respecto.
—Muy bien. Estamos solos —dijo el detective. —¿Cuál es ese mensaje tan importante, que has tenido que venir desde Israel para dármelo en persona?
—Mi maestro quiere verle inmediatamente —respondió Elisha, ruborizado. —Se supone que debe regresar conmigo tan pronto como sea posible. Necesita contarle la verdad sobre la Muerte Roja.
McCann sacudió la cabeza, incrédulo.
—No estoy seguro de comprender la importancia de esa reunión. ¿Desde cuándo se involucra un mago del poder de Maimónides en los asuntos de los Vástagos?
—¿No lo ve? —dijo nervioso Elisha. —Ese es exactamente el problema. A Rambam no le preocupan los Vástagos. Los planes de la Muerte Roja no afectan únicamente a los Condenados. ¡Si no es derrotado, ese monstruo podría destruir el mundo entero!
CAPÍTULO 13
Washington D. C.: 24 de marzo de 1994.
Estacionaron el camión en un área pública de descanso a treinta kilómetros de Washington. El lugar estaba desierto, ya que los disturbios y las revueltas en la capital habían convencido a los transportistas independientes de que era mejor alejarse de la ciudad. Madeleine pensó que el trailer estaría a salvo en un Jugarían apartado hasta que regresara por la mañana. A sus tres jóvenes ayudantes no les gustó la idea, ya que deseaban sentir las emociones de la gran ciudad.
—Es una maldita paranoica —declaró Junior. Aunque era bastante malhablado, era mucho más inteligente de lo que aparentaba. —A nadie le importa un huevo ni el camión ni lo que lleve dentro. Anoche aparcamos en Washington y no tuvimos ningún problema.
—Sí —dijo Pablo. —Deberíamos ir a la ciudad a divertirnos.
—Eso —añadió Sam. —Tienen salones recreativos abiertos toda la noche. He oído los anuncios en la radio. Quiero verlos.
—Pizza —dijo Junior. —Los Big Macs de la cena estaban bien, pero yo quiero una maldita pizza. Me muero de hambre.
—Compramos comida de sobra en el Seven-Eleven —declaró Madeleine levantando la vista de su escritorio. —Podéis comer las patatas fritas y los caramelos, pero de ningún modo moveréis el camión de aquí. No voy a cambiar de opinión.
Se encontraban en el remolque del enorme trailer. El interior había sido dispuesto como una oficina. Había una mesa, varias sillas y una hilera de archivadores. Todo estaba atornillado al suelo, para que no se moviera cuando el camión estuviera en marcha. Un teléfono móvil y un sistema de telefax conectaban a Madeleine directamente con el Mausoleo, el cuartel general de los Giovanni en Venecia.
Además del mobiliario de oficina había un gran armario lleno con las ropas de Madeleine, y detrás se encontraba su ataúd. Al lado había dos sacos de dormir, uno para Junior y otro para Sam. Pablo odiaba dormir en el suelo, por lo que descansaba en la cabina del conductor.
—Recordad —dijo Madeleine— que esto no es un juego. Hay muchos Vástagos que harían lo que fuera por destruirme. Me tuve que enfrentar a un grupo de ellos en vuestra casa, en Lexington, la noche que os conocí. Es seguro que hay otros, quizá en la zona, buscándome. Mi identidad ha sido comprometida, por lo que permanecer oculta es una cuestión de supervivencia.
—Sí —dijo Junior. Los chicos estaban sentados en sillas plegables dispuestas en un semicírculo alrededor del escritorio. —Lo entendemos, señorita Madeleine. De verdad. Nos parece muy bien, y todo eso. No hacemos más que fastidiarla.
Madeleine terminó de escribir en su diario informático y pulsó una tecla para imprimir el documento. Antes de irse quería enviar por fax a su sire el relato de los acontecimientos de la noche pasada. Era parte de su rutina diaria. Sin embargo, ni en este informe ni en ninguno de los anteriores se hacía mención de sus tres ayudantes.
Sabía que su abuelo no aprobaría que hubiera reclutado a aquellos tres pordioseros, aunque también estaba convencida de que no le obligaría a abandonarlos. Como Daga de los Giovanni, se le permitía actuar como estimaba más conveniente. Trabajaba al margen de cualquier control, por lo que su decisión sobre sus ayudantes era totalmente personal.
El problema era que la propia Madeleine no llegaba a comprender por qué había adoptado a aquellos tres niños como cómplices. A pesar de lo que les había dicho, podía haberse valido perfectamente sola. Eran útiles, pero no necesarios.
Como cualquier chica nacida en la Casa de Giovanni, había crecido sin amigos: solo había tenido responsabilidades. La ejecución de su padre por orden de Don Caravelli (Capo de la Mafia) cuando ella contaba once años destruyó cualquier posibilidad de haber llevado una vida normal. Fue una niña intensa y sombría que encontró su destino en la muerte.
En vez de aprender el negocio familiar o de casarse con algún importante líder empresarial al que los Giovanni quisieran atraer al clan, se dedicó en cuerpo y alma a la venganza. Se entrenó con los mejores maestros europeos en el sabotaje, la subversión y el engaño. Se convirtió en una experta en el combate armado y desarmado y aprendió táctica y estrategia de los políticos más aviesos.
Pasó doce años aprendiendo todo lo necesario para convertirse en una terrorista perfecta. Entonces, cuando logró su objetivo, Madeleine le pidió a su abuelo que la Abrazara. Era una petición realizada bajo el Rito de la Sangre y la Venganza que no podía rechazarse, de modo que la niña solitaria y silenciosa se convirtió en una vampira solitaria y silenciosa.
Pasó otra década fundiendo sus habilidades con sus poderes vampíricos. Era extremadamente paciente y nunca se aburría. Veintidós años después de que jurara que no descansaría hasta que el jefe de la Mafia que destruyó a su padre fuera ejecutado, el arma secreta de los antiguos Giovanni entró en el sombrío mundo del espionaje y la intriga de Europa.
Aunque el clan se negaba a reconocer participación alguna en el asesinato del Archiduque Franz Ferdinand, su muerte fue indirectamente preparada por Madeleine. Lo mismo sucedió a lo largo de las décadas siguientes con decenas de políticos que se atrevían a enfrentarse a los planes y ambiciones del clan. La Daga de los Giovanni golpeaba con rápida y silenciosa precisión. Nunca fallaba.
Pasaron ochenta años y Madeleine nunca dejó de entrenarse. Tampoco dejaba de soñar con la noche en la que por fin se enfrentara a Don Caravelli y saldara su deuda de honor.
—Me resulta inconcebible que haya espías en el Mausoleo, el cuartel general de mi clan —dijo Madeleine mientras introducía las páginas en el fax. El mensaje estaba en una clave que había sido empleada por los Giovanni desde hacía siglos. Estaba basada en la jerarquía de la familia (tanto en la rama mortal como en la vampírica), y nadie que no perteneciera al clan podría descifrarla. —En mi línea de sangre la lealtad no se compra ni se vende al mejor postor. Es una cuestión de honor.
Observó a sus tres colaboradores; la adoración que sentían hacia ella era evidente en sus rostros. No les importaba que fuera una de los Condenados. Lo que contaba era que se preocupaba por ellos. Aquella responsabilidad había sorprendido a Madeleine, pero se la tomaba muy en serio.
La venganza había ocupado su vida y su muerte, y durante más de un siglo no había conocido otra cosa. Sin embargo, la humanidad que quedaba en ella comprendía de forma instintiva que la existencia era algo más que destrucción. Comprendía vagamente que su inesperado apego por aquellos tres parias era tanto una reacción a su niñez perdida como a la de ellos.
—¿Quién te ha vendido? —preguntó Sam. —¿Quién ha cantado?
—No lo sé —respondió. —Estoy segura de que no me reconoció por casualidad ningún Vástago que pasaba por ahí. Mi cara no es conocida. —Sonrió brevemente. —Los que descubren mi verdadera identidad suelen recibir inmediatamente la Muerte Definitiva.
Se encogió de hombros.
—Es posible que el príncipe de San Louis confundiera mi misión y creyera que era más importante de lo que pensaba, mandando asesinos tras mi pista. Sin embargo, dudo de que Alexander Vargoss hubiera empleado agentes tan ineptos. Algún día descubriré la verdad y el traidor pagará por ello.
—Si tanto te preocupa la seguridad —dijo Junior inesperadamente—, podrías convertirnos en putos vampiros. Así no tendrías que preocuparte por nada. Seríamos fuertes como tú. ¡Invencibles, colega!
Madeleine le atravesó con la mirada. Se acercó enojada hacia la silla en la que el chico estaba sentado comiendo patatas fritas y le arrancó la bolsa de las manos. Aplastó el contenido con sus dedos hasta que no quedaron más que migajas, arrojó la bolsa al suelo y la pisó con el pie.
—No puedo comer estas intrigantes patatas fritas —dijo con voz gélida—, ni puedo disfrutar de los diferentes sabores de la cerveza de raíz. Nunca he comido un perrito caliente ni he probado el pastel de manzana, ambos estándares estadounidenses. Mi única dieta es la de la sangre. —Desnudó sus colmillos y asintió satisfecha cuando los jóvenes se hundieron en sus asientos, horrorizados. —La sangre humana. Caliente.
Perforó a Junior con una mirada que este no pudo sostener.
—Si te Abrazara ahora serías un niño eternamente. Nunca madurarías, nunca te convertirías en un hombre. Tu existencia sería una pesadilla de sueños sin cumplir, ambiciones irrealizables. A los míos se les llama Condenados por un motivo.
Junior tragó saliva.
—Estaba de coña —dijo. —De verdad...
—Comprendo el atractivo de vivir eternamente —dijo Madeleine. —Cuando crezcáis, los tres os convertiréis en mis ghouls. Os daré a probar mi sangre de vez en cuando, lo que multiplicará por diez vuestra esperanza de vida, pero aún podréis disfrutar de las experiencias que se nos niegan a los no-muertos.
—¿Ghouls? —dijo Sam. —Eso suena guay. Sam el Ghoul. Le pega a mi personalidad.
—Sí —dijo Pablo, que normalmente no tenía mucho que decir. —A mí también me parece genial. Creo que podría acostumbrarme.
Madeleine asintió, permitiéndose una pequeña sonrisa. A lo largo de sus años de entrenamiento había aprendido a fingir angustia perfectamente. Era una lección que no dejaba de serle útil.
—Eso es exactamente lo que quiero de vosotros, mis pequeños. Servidme en vida, no en la muerte.
—No te fallaremos, señorita Madeleine —dijo Junior solemne. —Nunca jamás. Ni de coña. En serio.
—Ya lo sé, Junior —respondió Madeleine. —No podría encontrar aliados más formales. Ahora debo marcharme. Mi sire me envió a América a proteger a un hombre, no para sentarme a discutir sobre patatas fritas con tres reclutas Giovanni.
Los chicos se hincharon de orgullo ante aquellas palabras, como ella sabía que ocurriría. Aunque nunca había tratado con niños, comprendía de forma instintiva sus necesidades: eran muy similares a las suyas.
—Esperad en el camión —siguió. —Y vigilad. Si notáis algo sospechoso, abandonad la zona inmediatamente y aparcad en el mismo sitio que anoche. Tened mucho cuidado. Prefiero pecar de cauta que de valiente.
—No tienes que preocuparte, señorita Madeleine —dijo Pablo. —Protegeremos este enorme camión con nuestras vidas. No pasará nada. Somos más duros de lo que parecemos.
—Parecéis bastante duros, sí —dijo Madeleine con una sonrisa. —Me marcho. Tened cuidado. Volveré antes del amanecer.
Con esto desapareció, pero la muerte, su constante compañera, se quedó merodeando.
PARTE
2
En el más profundo sueño... ¡no! En el delirio... ¡no! En el desvanecimiento... ¡no! En la muerte... ¡no! ¡Ni siquiera en la tumba todo está perdido!
«El Pozo y el Péndulo», Edgar Allan Poe
CAPÍTULO 1
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Había terminado el tiempo de soñar. Alicia abrió los ojos y dejó vagar libremente sus sentidos. El fuego aún ardía, pero no con la misma intensidad. Ya podía escapar del terreno de desfiles mientras vigilara cuidadosamente dónde pisaba.
El reloj en la cápsula de contención señalaba casi las dos de la madrugada. Ya llevaba más de veinticuatro horas encerrada en aquel lugar, y no estaba segura de lo que había sucedido entre tanto. Sin embargo, pretendía descubrirlo en breve.
Estaba segura de que la Muerte Roja no se habría quedado quieta. El proyecto del monstruo para lograr el control de la Camarilla y del Sabbat era complejo y laberíntico. La guerra de sangre que había sumido a Washington en el caos no era más que una fase del plan maestro de la criatura; el ataque y eliminación de miembros de ambas sectas había sido otra. La Muerte Roja había dejado claro que pretendía nada menos que lograr el control de toda la raza Cainita. Podía comprender perfectamente sus motivaciones, ya que era un sueño compartido por todos los Matusalenes que participaban en la Yihad. La tapa de la cápsula con aspecto de ataúd se abrió con la pulsación de un botón. Alicia se sentó y observó a su alrededor. La cápsula había sido situada dentro de un depósito de almacenamiento en el extremo del campo de desfiles, pero el edificio había desaparecido. La explosión y el fuego habían volatilizado la estructura de la faz de la Tierra, y todo lo que quedaba era algunos trozos de muro chamuscado.
Estaba cayendo una lluvia constante, pero las gotas se evaporaban contra las llamas que aún ardían en diversos puntos de la base. El depósito parecía un lugar relativamente seguro. Alicia se incorporó impaciente sobre un lateral de la cápsula y bajó el pie hasta el suelo. Era capaz de sentir el calor de la tierra a través de la suela de sus zapatos, pero a pesar de la intensidad casi volcánica lo podía soportar. No tenía intención de permanecer mucho más en aquel lugar.
Aún vestía sus pantalones oscuros y la chaqueta invernal. Su sombrero había desaparecido en la carrera desesperada para llegar hasta la cápsula, y bajo sus ropas llevaba una delgada armadura de fibra de vidrio. El equipo de comunicaciones que había traído con ella no era más que un montón de metal; los primeros segundos de la explosión habían sacudido la tierra como un terremoto, así que había sido afortunada por sobrevivir con solo algunos rasguños y un micrófono roto.
Con un empujón cerró la tapa. Conseguir tres cápsulas para aquella operación en el Depósito de la Armada le había costado millones en sobornos, pero ahora sabía que había sido una buena inversión. Las cajas habían salvado el cuerpo de Alicia de la destrucción, una de los principales objetivos de la Muerte Roja aquella noche.
La criatura sabía que matar a Anis hubiera sido prácticamente imposible. Como casi todos los viejos vampiros, empleaba un agente para operar mientras su verdadero cuerpo permanecía oculto y en letargo. Sin embargo, destruir a aquel huésped hubiera sido casi tan efectivo como acabar con Anis. La muerte de Alicia Varney hubiera obligado a la Matusalén a establecer una nueva identidad, un esfuerzo que podía llevar meses, incluso años. Mantener el control sobre el inmenso imperio financiero que Anis había creado a lo largo de los siglos hubiera sido difícil. Además, hubiera tardado mucho más en recuperar su influencia entre los Vástagos. Alicia tenía que permanecer con vida para poder derrotar a la Muerte Roja.
Con los sentidos alerta ante cualquier posible fallo del terreno, se movió entre la devastación. El lugar parecía haber sido atacado con una bomba atómica, ya que no quedaba un solo edificio en pie. Los restos ennegrecidos de metal y hormigón eran la única prueba de que allí había habido algo. Makish, el asesino Assamita renegado con querencia por la Termita, se había superado. La zona era tan sombría y triste como el lado oscuro de la Luna, y casi igual de habitable.
La lluvia golpeó su cuerpo con creciente ferocidad, y en el cielo los relámpagos restallaban sin descanso. Con el cabello pegado a la cabeza y la ropa adherida como una segunda piel, se abrió paso en aquel infierno fundido hasta regresar a las calles de la capital.
No se veía ni rastro de policía ni de bomberos, salvo por una barricada que bloqueaba la entrada a la escena del desastre. Ambos departamentos sufrían una grave carencia de personal. Mientras fuera posible, los jefes de bomberos preferían evitar los grandes incendios, esperando a que se consumieran por su cuenta, ahorrando personal, tiempo y dinero. En una época de presupuestos ajustados e indiferencia hacia las clases desfavorecidas, un cierto número de bajas, especialmente en los barrios más pobres de la ciudad, se consideraba aceptable. Era una decisión dura, pero necesaria.
Alicia tenía el aspecto de una rata ahogada, y era así como se sentía. La lluvia era fuerte y constante, y el cielo no dejaba de iluminarse con los rayos. Un baño caliente y una taza de café hirviendo, preferiblemente con un poco de brandy, serían perfectos. Sin embargo, sabía que tenía cosas más importantes que hacer. El descanso podía esperar.
Tardó varios minutos en localizar el lugar exacto por el que había entrado en el parque la noche anterior. La furgoneta que había servido como cuartel general y en el que guardaban todo el material electrónico no estaba. El estacionamiento estaba vacío, y Alicia no pudo reprimir un suspiro de alivio. Las marcas de la explosión no parecían haber alcanzado al vehículo, y no había restos que hicieran temer lo peor. Por lo que sabía, su ayudante, Sanford Jackson, había sobrevivido al desastre.
Frunció el ceño, preguntándose por qué Jackson no estaba allí. Su mano derecha había sido imprescindible para obtener las cápsulas de emergencia de la NASA, así que era consciente de su capacidad para soportar la explosión. También sabía, por observación personal, que Alicia no era fácil de matar. Parecía extraño que no hubiera esperado a que ella saliera del fuego antes de marcharse. La idea le preocupó. Jackson era leal más allá de toda duda, y si había desaparecido tenía que haber un buen motivo.
Las calles estaban desiertas y las casas más cercanas a la zona del incendio estaban chamuscadas. Parecía evidente que los habitantes de aquellos destartalados edificios habían huido del infierno, y que no tenían demasiada prisa para regresar a casa.
No podía culparles. Ella había conocido la pobreza y la riqueza, y sabía que la primera era un infierno. La abundancia era infinitamente mejor.
Le sentó bien volver a caminar. Después de más de un día encerrada en aquel ataúd, estaba disfrutando de su libertad. La lluvia no le molestaba y la sangre de Anis que tomaba cada mes le mantenía en una perfecta condición física. El agua que chapoteaba bajo sus pies no era más que una molestia menor. El diluvio mantenía a la gente en sus casas, por lo que se movía a buen paso.
Estaba ansiosa por regresar al cuartel general de Justine Bern, ya que mientras estuvo en la cápsula había sido incapaz de establecer ningún tipo de enlace mental con la arzobispo. Quería saber si la Guardia de Sangre había encontrado el paradero del Príncipe de Washington y los suyos. Si no conseguían dar con Vitel y destruirlo, la guerra de sangre sería considerada un fracaso por la jerarquía del Sabbat, y las penas por el fracaso eran severas.
Justine había codiciado desde hacía mucho tiempo la posición del príncipe de la ciudad, y la Muerte Roja le había proporcionado la excusa necesaria para la invasión. La arzobispo nunca llegó a darse cuenta de que actuaba de acuerdo con el plan del espectro escarlata. El ataque había atraído a Alicia a la capital, y los cientos de vampiros involucrados sirvieron como la cobertura mental perfecta para la presencia de cuatro Muertes Rojas diferentes. Esa sección del plan casi había resultado en la destrucción de Alicia, pero lo que le preocupaba era el resto del proyecto: no tenía ni la menor idea de lo que el monstruo pretendía hacer a continuación, pero estaba segura de que, fuera lo que fuera, no iba a resultar de su agrado.
Un trueno retumbó segundos después de que el relámpago iluminara el cielo. Los últimos rayos habían golpeado el centro de la ciudad, lo que hizo que Alicia, temblando, se protegiera aún más con su chaqueta. Hacía un frío poco acostumbrado para una tormenta, aunque normalmente los cambios de temperatura no le preocupaban. Sin embargo, aquella noche se sentía ligeramente inquieta. Había algo extraño en el aire, y el clima parecía ser un reflejo. La lluvia seguía cayendo como una manta constante que, combinada con la oscuridad, servía para reducir la visibilidad a menos de treinta metros.
Aquella tormenta tenía una misteriosa cualidad familiar que le trajo recuerdos casi olvidados. Se detuvo unos instantes y dejó que su mente retrocediera los milenios que habían sido su vida. La respuesta llegó en pocos segundos: el Mesías Oscuro era un maestro del clima violento. Tras conectar todos los acontecimientos, recordó varios momentos a lo largo de su relación en los que su amante había invocado tormentas similares para ayudarse en sus planes. Alicia sonrió. Como sospechaba, Diré McCann también había conseguido escapar de la trampa de la Muerte Roja, y era el responsable de aquel torrente. No tenía ni idea de por qué Lameth quería aquella lluvia, pero por su intensidad sospechaba que no se trataba de nada agradable.
Alicia se encogió y prosiguió su marcha. Hacía treinta y seis horas que no comía ni bebía nada, y hasta un ghoul necesitaba sustento. Lo más probable es que pudiera atribuir su inquietud a la falta de agua y comida. Un filete y una botella de vino le animarían un poco. Por desgracia, sospechaba que pasarían horas antes de que pudiera perderse en tales placeres. Antes había cosas más importantes que hacer.
Estaba a muy pocas manzanas del almacén. Allí, por fin, conseguiría algo de ropa seca, aunque era consciente de que no había comida apta para el consumo humano. El Sabbat solo conservaba lo que necesitaba. Esperaba que Justine y sus consejeros estuvieran presentes. Un rápido sondeo mental a la arzobispo le proporcionaría toda la información que necesitaba y le permitiría orientarla en la dirección correcta. Justine era astuta, pero ni siquiera se acercaba a la Matusalén llamada Anis, que contaba con siete mil años de edad.
Mientras se aproximaba al almacén Alicia vio luz surgiendo de la puerta principal, aunque no se veían señales de actividad. El lugar parecía desierto; se preguntó qué habría pasado. No tenía sentido que los portones estuvieran abiertos. Las líneas de preocupación que surcaban su rostro se hicieron más profundas cuando la sensación de inquietud que experimentaba se hizo aún más fuerte. Había algún problema grave.
—Alicia —susurró una voz desde la oscuridad. —No te acerques ni un paso, hazme caso. Es una trampa, creo, mortal por lo que veo.
Alicia volvió la mirada rápidamente hacia la derecha.
—¿Molly? ¿Eres tú? ¿De qué demonios estás hablando?
—Soy yo, belleza, y estoy de una pieza —rimó Molly Wade oculta por las sombras. —Me alegra ver que no estás muerta, pero lo estarás si cruzas esa puerta.
Alicia volvió a mirar hacia la entrada. Creyó ver moverse algo en el interior, pero con la lluvia y la distancia no podía asegurarlo. Siguió moviendo las piernas como si estuviera andando, pero en vez de marchar hacia delante se mantuvo en el lugar. Engañaría a cualquiera durante unos segundos.
—Explícate, maníaca —siseó. Molly era una Malkavian, un clan de vampiros notorio por su locura. Comprenderla era difícil, aun en las mejores condiciones. —¿Quién hay dentro? ¿Hugh? ¿Justine?
—No habrá tiempo para charlas —dijo Molly, apareciendo de la nada al lado de Alicia—, si no te marchas. Tendremos que escapar antes de hablar.
La Malkavian aferró a Alicia por un brazo y la arrastró con fuerza hacia la oscuridad entre dos edificios desiertos. Alguien en el almacén gritó sorprendido.
—Coge mi mano —le susurró Molly. En la oscuridad parecía perfectamente cuerda. —No te sueltes. Conozco las calles, y tú no. Si nos separamos la Guardia de Sangre dará contigo, y te puedo asegurar que no será agradable. No después del regreso de la bruja.
—¿La bruja? —repitió Alicia mientras corría junto a la Malkavian a través de las calles oscuras. Tenía la terrible sensación de que conocía la respuesta a su siguiente pregunta. —¿De quién estás hablando?
—Melinda Galbraith —dijo Molly. —La regente ha regresado de entre los muertos, y quiere sangre...
CAPÍTULO 2
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Corrieron durante media hora, siguiendo un complejo camino que parecía cruzarse varias veces, antes de que Alicia señalara que necesitaba descansar. Se acuclilló en el extremo de la acera y apoyó los brazos en las rodillas, tratando de recuperar el aliento. La lluvia se había convertido en una llovizna sorda. Una espesa niebla cubría el ambiente, reduciendo la visibilidad prácticamente a cero. Podían haber estado en la base del monumento a Washington y Alicia no lo hubiera sabido. Le daba igual. Estaba cansada, hambrienta, sedienta y enfadada. Sobre todo enfadada, con ella misma y con el mundo en general.
—¿Qué le ha pasado a Justine? —preguntó mientras aspiraba grandes bocanadas. —Y ya puestos, ¿qué hay de mi amiguito, Hugh Portiglio?
—Muertos —dijo Molly. La Malkavian tenía el aspecto de una adolescente. Llevaba el pelo recogido en coletas y tenía un permanente aire de inocencia. —Exterminados. Lo primero que Melinda hizo cuando nos sorprendió fue despacharlos a los dos. Muerte Definitiva. Hubiéramos sido los tres si yo no fuera tan rápida. Cuando acuchilló a Justine comprendí que la no-vida había dado un giro a peor, así que desaparecí.
Molly sonrió.
—Es un talento especial. Puedo fundirme con las paredes. Durante un instante nadie me estaba observando, así que atravesé el muro de la oficina. Me salvó de que mi cabeza terminara en una bandeja. En serio.
—Te creo —dijo Alicia, estirando los brazos sobre la cabeza. —La sutileza nunca ha sido una de las principales cualidades de Melinda Galbraith. Cree en las acciones directas y contundentes. Todo lo que me cuentas apesta a ella. Utiliza métodos prácticamente terroristas. Sin compromisos, sin concesiones. Es un adversario muy peligroso, y no tiene amigos.
—Pues ponle en lo alto de tu lista de enemigos —dijo Molly. —Quería matarte y hacerte pedacitos. Antes de escapar, oí cómo ordenaba a la Guardia de Sangre que te exterminara en cuanto llegaras al cuartel. Por eso te estaba esperando fuera. Yo estoy en la misma lista. Cualquiera que haya tenido relación con Justine está condenado.
Alicia torció el gesto. Mientras ella estaba atrapada en las llamas los acontecimientos habían escapado fuera de control. Una década de planificación se había perdido en cuestión de pocos minutos. Era un trago amargo, empeorado por ser tan inesperado. Melinda llevaba meses desaparecida. Todos la creían muerta, destruida en la catástrofe de Ciudad de Méjico. Todos, incluida Alicia.
Shaitan, otro Matusalén, había sido el causante del incidente. Alicia no conocía los detalles, pero era evidente que Shaitan había intentado, con ayuda de Melinda, despertar después de varios siglos de letargo. Otros vampiros de la Camarilla habían interferido, y el resultado fue un terrible terremoto y una explosión que devastó la región de la capital. Shaitan desapareció, destruido o devuelto a su eterno sueño. Melinda se había desvanecido... hasta ahora.
—Vaya maldito lío —dijo Alicia en alto, olvidando la presencia de Molly. Negó con la cabeza, disgustada. —Vaya lío.
—La destrucción de Justine elimina tu fuente de sangre vampírica, ¿no? —dijo la Malkavian, confundiendo la preocupación de Alicia. —Sin la arzobispo, envejecerás y morirás como el ganado normal.
—No estaba pensando en eso —respondió cada vez más molesta. Aunque nunca había tocado una sola gota de sangre de Justine, todos los miembros del Sabbat en Nueva York estaban convencidos de que era su ghoul. Explicar su supervivencia después de la muerte de la arzobispo iba a ser más difícil a medida que pasara el tiempo. Otra dificultad para la que no estaba preparada. —Hija de puta.
—Será mejor que nos movamos —dijo Molly. —Los Guardias de Sangre son buenos rastreadores. Si Melinda los ha soltado contra nosotros, no debemos quedarnos mucho tiempo en el mismo sitio.
—Como digas —declaró Alicia. Aún estaba intentando coordinar la súbita reaparición de la regente del Sabbat con los planes de la Muerte Roja. En los asuntos de los Vástagos no existían las coincidencias, y estaba convencida de que el regreso de Melinda estaba directamente relacionado con el plan de aquel espectro. Lo que no sabía era cómo... todavía.
Marchaban a paso rápido. Molly parecía saber perfectamente dónde iban, aunque Alicia tenía la sensación de que corrían formando un dibujo que se cruzaba una y otra vez. La Malkavian no decía palabra, algo muy conveniente para el humor de Alicia. Necesitaba tiempo para pensar.
Las calles estaban desiertas. Parecía que la lluvia hubiera limpiado las calles de toda vida. No se veían coches, ya que conducir con aquella niebla sería suicida. Estaban solas. Ellas y sus cazadores.
—Nos siguen cinco de ellos —anunció Molly por sorpresa. —La buena noticia es que son muy ruidosos. Están a tres manzanas y puedo oírles. Las malas son que se mueven mucho más rápido que nosotras. No podremos perderles.
Alicia apretó los dientes.
—¿Qué más puede salir mal esta noche? —dijo frustrada. Su genio estalló y decidió que era momento de devolver los golpes.
Se detuvo. Parada en medio de la calle, cerró los ojos y se concentró.
—¿Cinco, dices? ¿A tres manzanas?
—Ahora, a menos —respondió Molly, mirándola con una mezcla de curiosidad y admiración. —¿Planeas luchar contra ellos? ¿Un único ghoul contra cinco Cainitas? Recuerda que son la Guardia de Sangre. Son los vampiros más duros que te puedas encontrar.
—Error —dijo Alicia con voz maliciosa. Sus labios se torcieron y pronunciaron palabras en una lengua muerta hace mucho tiempo. El aire tembló con la fuerza del conjuro y algo se agitó. El pavimento bajo sus pies había cambiado.
Alicia abrió los ojos y miró directamente a Molly. Sus voz era un ronroneo satisfecho.
—Hay cosas en este mundo de tinieblas mucho más letales que esos pobres idiotas... como acaban de descubrir. Ya podemos ir a nuestro destino sin más interrupciones. Supongo que sabes dónde vamos, ¿no? ¿O hemos estado una hora corriendo por las calles siguiendo los locos caprichos de una Malkavian?
Molly se humedeció nerviosa los labios.
—Tiene razón, ¿no? Estás poseída por el espíritu de Anis. Las leyendas dicen que posee el poder de invocar demonios con una sola palabra.
—Los mitos tienden a exagerar, Molly —dijo una voz surgiendo de la bruma, seguida por la aparición de un hombre de aspecto anodino. —Creo que la señorita Varney necesitó toda una frase para llamar a las fuerzas del Infierno.
—El jugador de cartas —dijo Alicia, reconociendo al hombre de inmediato. —Walter Holmes. Hace una semana comenzaste a leerme el futuro en el Perdición. Nunca había visto a nadie con tanta habilidad.
—Siempre he sido un jugador —respondió Holmes crípticamente. —Encontrarme contigo en la calle es quizá el mayor riesgo que podía asumir.
—Recorrí las calles como me pediste, Walter —dijo Molly. —Supuse que antes o después aparecerías, pero no contaba con que nos lanzaran a los lobos detrás.
Alicia se volvió hacia Molly.
—Tú, una consejera del arzobispo de Nueva York... ¿obedeces órdenes de un jugador de póquer? Qué interesante.
—Ya no soy consejera —cantó Molly, volviendo a su pose lunática en cuanto se la enfrentó a una pregunta que evidentemente no quería responder—, y Walter tiene mucha más madera.
—Detecté algo extraño en ti aquella noche en el bar —dijo Alicia. —Ahora sé que tenía razón. Enmascaras tus pensamientos con una extraordinaria habilidad.
—Aún lo hago —dijo Walter con la más leve de las sonrisas. —Es parte de mi encanto. ¿Puedo sugerir que abandonemos esta zona inmediatamente? Hay otros Guardias de Sangre recorriendo las calles en tu busca. Destruirlos a todos podría poner a prueba incluso los poderes de la Reina de la Noche.
—Quizá —dijo Alicia. Nunca admitía limitación alguna en sus capacidades. Como humana, solo era capaz de canalizar por su cuerpo una fracción del poder de Anis. Podía emplear disciplinas como Temporis solo durante unos breves segundos. Una gran invocación, como El Borde del Abismo del Infierno, agotaba sus fuerzas durante horas. Sin embargo, no tenía la menor intención de revelarle ese hecho a nadie. Era mejor dejar que se preocuparan a permitirles descubrir su debilidad.
—No me importaría comer y beber algo —declaró—, y mi cuerpo necesita descanso. Estoy agotada.
—Tengo el coche aparcado a pocas manzanas —dijo Holmes. —Aunque es difícil, con la disciplina Auspex podré conducir en la niebla. Sugiero que abandonemos la ciudad. Ahora que Melinda está al mando, la guerra de sangre del Sabbat ha terminado definitivamente. Además, supongo que querrás regresar a Nueva York en cuanto sea posible.
—¿Manhattan? —dijo Alicia, inmediatamente alerta. —¿De qué estás hablando?
—Lo siento —dijo Holmes. —Pensé que lo sabías. Inmediatamente tras la toma del mando del Sabbat, Melinda envió a un grupo de ghouls al norte con instrucciones para atacar el Edifico Varney de Nueva York. Es muy probable que tu base esté bajo asedio ahora mismo.
CAPÍTULO 3
París, Francia: 25 de marzo de 1994.
El suelo de las catacumbas estaba cubierto de huesos. Había millones y millones de ellos, extendiéndose al parecer hasta el infinito sobre los túneles oscuros. Le Clair, que a menudo presumía de tener el alma de un filósofo, y a pesar de creer en lo sobrenatural, encontró el escenario inspirador.
—Oye mis palabras, oh Poderoso —declaró solemne mientras descendían hacia la negrura. Hacía mucho que habían abandonado la sección de turistas de las catacumbas, y se encontraban en una zona sin sendas bien definidas ni luz eléctrica. No importaba, ya que los tres tenían el poder para ver en la oscuridad. Baptiste disfrutaba aplastando con sus pies los huesos, secos y frágiles. —Y desespera.
—Muy adecuado —dijo Jean Paul—, pero creo que eso ya lo ha dicho alguien antes.
—Las grandes mentes piensan igual —dijo Le Clair.
—Creía que le habías dicho a la zorra Toreador que el arte era una pérdida de tiempo —siguió Jean Paul mientras miraba a Baptiste, que se abría paso entre los montones de esqueletos. —¿Recuerdas mon ami?
—La pintura es una mierda —se defendió Le Clair. —La danza es una mierda. La música es una mierda. Pero la poesía... eso es diferente. La poesía es filosofía. Como la ciencia, es la verdad.
—Ah —dijo Jean Paul. —Mis disculpas. Mi tosco cerebro no comprendía las diferencias. Ahora sé.
Después de descubrir la entrada a las catacumbas gracias a Marie Rouchard, habían decidido esperar a la noche siguiente para entrar en los túneles. El día lo pasaron durmiendo cómodamente en la mansión de la condesa. Hacía poco que había anochecido, por lo que tenían varias horas para encontrar y destruir a Phantomas.
Le Clair escupió sangre molesto.
—No te burles de mí, Jean Paul. Odio...
—Lo he encontrado —rugió Baptiste, ahogando la protesta de Le Clair. —Lo he encontrado. Aquí está.
Se trataba de un angosto pasadizo que descendía con una fuerte pendiente bajo el corazón de París. El techo era tan bajo que Baptiste no podía caminar sin agachar la cabeza. El suelo estaba cubierto por una espesa capa de polvo, lo que indicaba que no había sido empleado en muchos años. No había esqueletos.
—¿Crees que este pasadizo conduce hasta la guarida del Nosferatu? —preguntó Jean Paul.
—Eso espero —contestó Le Clair. Marchaban en fila, con él a la cabeza. Baptiste iba el segundo y Jean Paul cerraba el grupo. El primero era el de ideas más claras, el segundo era el tanque y Jean Paul aportaba la dosis necesaria de precaución. —Esos monstruos cabrones siempre diseñan sus escondrijos con cinco o seis salidas. Les aterra la idea de quedar atrapados bajo tierra por sus enemigos. Con un poco de suerte sorprenderemos a este Phantomas mientras aparece por alguna de sus rutas de escape.
—Eso si tenemos suerte —dijo Jean Paul. Era pesimista por naturaleza. —¿Y si no la tenemos?
—Entonces sentirá nuestra presencia y huirá antes de que lleguemos —respondió Le Clair. —No hay mucha diferencia. Vaya donde vaya, le seguiremos y lo aplastaremos como a un insecto.
—¿No se va a acabar nunca este túnel? —preguntó Baptiste. —Parece que no deja de bajar y de girar una y otra vez.
—Yo no me quejaría —dijo Le Clair. —Muchos Nosferatu llenan estos túneles hacia sus antecámaras con hongos venenosos gigantes. No les gustan los visitantes.
—Me importa un bledo —respondió Baptiste. —Quiero su sangre, y...
Las palabras del gigante fueron interrumpidas por el chirrido del metal. Una placa de acero de un metro y medio por un metro y medio, cubierta de pinchos de quince centímetros, hizo un rápido giro desde la pared derecha. Le Clair gritó sorprendido.
Casi sin pensarlo, Baptiste dio un paso adelante y apartó a su compañero. Dos enormes manos golpearon el espacio entre los pinchos. El gigante era extraordinariamente fuerte y, con un rugido la puerta mortal se detuvo abruptamente. Baptiste empujó la placa hasta que esta volvió a tocar la pared. El mecanismo se cerró y los pinchos se ocultaron, regresando a la posición que habían tenido hasta hacía unos segundos.
—Típica trampa Nosferatu —declaró Jean Paul mientras observaba con interés el mecanismo. —Activada por la presión sobre una placa en el suelo, supongo. Tosco pero eficaz. ¿Puedo sugerir que Baptiste marche delante?
—Buena idea —dijo Le Clair, señalando al gigante que continuara. —Estate alerta. Habrá más parecidas antes de que lleguemos hasta la guarida.
—Como estaba diciendo —dijo Baptiste—, quiero su sangre. Estas estúpidas trampas no van a detenerme.
Unos treinta metros más adelante el techo se derrumbó sobe ellos, enterrándolos bajo toneladas de roca y escombro. Eran veteranos de la Primera Guerra Mundial que habían soportado horrores similares en las trincheras. Tardaron más de veinte minutos en conseguir escapar del derrumbamiento.
—Mon dieu, qué recuerdos —dijo Le Clair. —Tenemos suerte de no tener que respirar.
—Aguantar el aliento tanto tiempo hubiera sido difícil, sí —dijo Jean Paul lacónico. —Este Nosferatu cabrón parece dispuesto a proteger su intimidad.
—Estas trampas están pensadas para mortales, no para vampiros —dijo Le Clair. —Sospecho que Phantomas confía en el anonimato para protegerse de gente como nosotros. Mucho mejor. Eso significa que no estará preparado para nuestro ataque.
—Puede ser —dijo Jean Paul, siempre escéptico—, aunque sospecho que cualquier Vástago que haya sobrevivido dos mil años no puede ser ningún idiota.
—Basta de cháchara —declaró Baptiste. —La noche no es eterna. Vamos a movernos.
Comenzaron de nuevo la marcha. Una carga explosiva de gas venenoso fue una prueba más de que las trampas de Phantomas estaban dirigidas contra los mortales, igual que el fuego de las ametralladoras situadas en un lateral de un corredor y que se activaron cuando se encontraban en medio. Jean Paul anuló mentalmente los circuitos con facilidad.
—Parece que nos acercamos a Berlín, muchachos —dijo Baptiste. —Ojalá este maldito túnel termine de una vez.
Así era. Treinta metros más adelante, el corredor moría abruptamente contra un muro.
—¡Merde! ¡No puede terminar así! —dijo Le Clair con el ceño fruncido. —¿Por qué molestarse en colocar trampas en un pasadizo que no conduce a ninguna parte? No tiene sentido.
—¿Desde cuándo tiene sentido lo que hacen los Nosferatu? —señaló Jean Paul. —Pero tienes razón. Este túnel no puede detenerse. No puede ser. Solo lo parece.
Sonriendo, dio un paso al frente y atravesó el muro sin el menor ruido. Un instante después volvió a parecer, aún sonriendo.
—Como pensaba —dijo. —No es más que una ilusión, lo suficientemente buena como para engañar al ganado, pero no a cazadores como nosotros. Ignoradla. El pasillo sigue igual al otro lado.
Un trecho más adelante, el corredor realizaba un brusco giro a la izquierda. Del recodo provenía una débil luz, la primera que habían visto desde que entraran en aquel pasadizo. Le Clair tocó el brazo de Baptiste para advertirle.
—Cuidado. Siento vida ahí adelante, pero a esta profundidad no puede ser nada natural.
—No tengo miedo —dijo Baptiste. —No temo a nada, Le Clair. Deberías saberlo.
Con expresión arrogante, el gigantesco vampiro giró la esquina. Sus dos compañeros le siguieron con mayor cautela. No hacía falta que se precipitaran. Baptiste se quedó clavado en el sitio, con la mira atónita.
—Mon dieu — susurró Le Clair. —Un criadero...
Se encontraban en una caverna circular de unos catorce metros de diámetro y tres de altura. Era la sala central de un gigantesco laberinto subterráneo. Extrañamente fuera de lugar, del techo colgaba una única luz eléctrica que iluminaba la zona con una enfermiza luz amarilla.
En el centro de la cámara había un pequeño estanque de unos tres metros de diámetro. El agua tenía un tono rosado oscuro. Cerca del borde había más de una decena de criaturas, algunas bebiendo de aquel líquido. Eran estas las que habían detenido a Baptiste. Los habitantes de la caverna eran monstruosos más allá de toda imaginación.
Se trataba de ratas del tamaño de ponys que lamían el agua con lenguas increíblemente largas. Un escarabajo negro, grande como un perro y con las mandíbulas castañeteando, daba vueltas alrededor de la cámara. Un par de ciempiés gigantes, del tamaño de serpientes pitones, estaban entrelazados en una de las paredes. Un enorme lagarto se escabullía; sus grandes ojos eran del tamaño de pelotas de tenis.
—Santa madre de Dios —murmuró Le Clair. —Es exactamente como decían las historias. Las bestias se alimentan del agua del estanque, contaminada con gotas de la sangre del Nosferatu. La mezcla provoca mutaciones y retuerce sus formas, igual que le sucedió al vampiro.
—Dejad de asombraros, cretinos —saltó Jean Paul. —Estos horrores son algún tipo de ghoul, así que es probable que sus mentes estén enlazadas con la de Phantomas. Debemos salir inmediatamente de este maldito lugar o tendremos problemas.
Baptiste negó con la cabeza.
—No voy a entrar ahí. No puedo. No es natural.
—Nosotros no somos naturales —respondió Jean Paul. Dio un paso al frente y abofeteó fuertemente al gigante en la cara. —No vamos a regresar. El túnel se vino abajo, ¿recuerdas? Ahora hay que matar o morir. Phantomas o nosotros. Sígueme y no te quedes atrás. Tú también, Le Clair.
Jean Paul se puso al frente. Baptiste, apenas capaz de reprimir el terror, le siguió. Le Clair iba el último, hipnotizado por el tamaño y el temible aspecto de las criaturas.
Caminaron con paso lento, pero firme. Jean Paul vigilaba cada uno de sus pasos. Las ratas les miraron, pero no hicieron movimiento alguno para frenar su marcha. Los insectos también les ignoraban y el lagarto se apartó como pudo.
—No hay por qué preocuparse —dijo Jean Paul mientras se acercaban a un enorme tronco cubierto de musgo que iba desde el extremo de un pasillo hasta el estanque. Giró la cabeza y sonrió a Le Clair. —Estos monstruos hacen como su amo. Se ocultan bajo tierra, temerosos de la superficie. No corremos peligro.
Como respuesta al comentario del vampiro, el tronco marrón y verdoso se levantó del suelo a pocos metros de ellos. Le Clair abrió la boca. Lo que creían una enorme madera, el resto de alguna obra abandonada hacía tiempo, era un gigantesco cocodrilo que les observaba hambriento con los ojos inyectados en sangre.
Abriendo sus inmensas fauces para revelar unos dientes amarillentos del tamaño de cuchillos, el monstruo se lanzó hacia delante. Se movía a una sorprendente velocidad para tener aquel tamaño. Jean Paul nunca tuvo una oportunidad. La mandíbula del cocodrilo se cerró sobre su cabeza como haría un niño con una piruleta. Con un chasquido que resonó en toda la caverna, la bestia cerró sus fauces y decapitó al vampiro antes siquiera de que pudiera gritar.
—Merde — murmuró Le Clair, totalmente aturdido mientas veía el cuerpo de su amigo convertirse en polvo. —Jean Paul.
Con un temible rugido que sacudió la cámara, el cocodrilo volvió a abrir las mandíbulas. Le Clair creyó estar contemplando la boca del infierno. Estaba inmovilizado por el terror mientras el monstruo daba un ágil paso hacia delante. A su espalda, las enormes ratas se ocultaban en los túneles, chillando aterradas.
—Vamos, Le Clair —dijo Baptiste agarrándole por un brazo. El gigante medio arrastró a su compañero hacia el pasadizo que se encontraba justo tras el cocodrilo. —¿Quieres ser el siguiente? ¡Muévete!
Trastabillando en la oscuridad, dejaron atrás los horrores de aquel estanque. Ninguna de las criaturas les siguió, ya que el cocodrilo era demasiado grande para los pasadizos. Le Clair no sabía cuántos años había pasado aquella monstruosidad viviendo junto al agua contaminada, pero por su tamaño sospechaba que podía llevar varios siglos alimentándose de la sangre del vampiro diluida en el agua.
—Tenemos que estar acercándonos al escondite de Phantomas —dijo después de quince minutos de silencio. —Puedo sentir la presencia de un vampiro poderoso en los alrededores. No puede andar lejos.
—Bien —gruñó Baptiste. No parecía afectado por la inesperada muerte de Jean Paul. Ahora solo quedaba Le Clair para cuidar del gigante, que aunque era extremadamente poderoso también era extremadamente estúpido. Mantenerle a raya era un trabajo agotador y muy poco reconfortante. Si Baptiste también moría en aquella búsqueda, él sería libre para beber la sangre de Phantomas... y hacerse con el control del dominio del Nosferatu.
Era una idea tentadora, y Le Clair no era de los que se resistían a las tentaciones.
CAPÍTULO 4
Viena, Austria: 25 de marzo de 1994.
Etrius frunció el ceño ante el neonato.
—¿Qué quieres? —exigió con una voz fría como el viento de la noche. —Dejé dicho que no se me molestara.
—L-lo sé, maestro —tartamudeó el aprendiz, confundido—, pero la mujer insistió. Me dijo que le diera esta nota.
El rostro de Etrius se hizo aún más sombrío. Como miembro del Consejo Interior del clan Tremeré, no estaba acostumbrado a que se le desobedeciera. Normalmente hubiera hecho que el neonato fuera severamente castigado por interrumpir sus estudios, pero parecía claro que la fuerza de la personalidad de la visitante había barrido el acondicionamiento del novicio. Debía tratarse de una vampira de increíbles poderes mentales, y no esperaba visitantes así. Intrigado, desdobló la nota.
Escrita con una elaborada caligrafía había una única letra, E. Etrius lanzó una mirada severa al neonato. —Aparte de ti, ¿quién más ha visto a la extraña?
—Nadie, maestro —respondió. —Llegó hace unos minutos y... y la traje inmediatamente. Me pareció que hacía lo correcto.
Etrius asintió. No esperaba menos, ya que la visitante viajaba en secreto. Aún quedaba la molesta decisión de qué hacer con el neonato que había llevado a la mujer hasta su cámara.
Destruirlo, decidió, levantaría sospechas. Solucionar un misterio creando otro nunca funcionaba. Era mucho mejor borrar los recuerdos de los aprendices.
—Cuando abandones esta estancia —dijo con la mirada fija en el neonato—, dile a la mujer que entre. Después regresa a tu puesto. Cuando llegues, olvida todo lo que ha ocurrido en la última media hora. No llegó nadie. No escoltaste a nadie hasta mis aposentos. Nada sucedió. ¿Comprendes? Nada en absoluto.
El aprendiz asintió, hechizado por el sonido de la voz de Etrius.
—Sí, Canciller. No sucedió nada. Lo comprendo.
—Bien. Ahora márchate.
Etrius se puso en pie cuando su visitante entró en la sala. La mujer vestía una larga capa con capucha que mantenía sus rasgos en las sombras. En la mano izquierda empuñaba un elaborado bastón de madera. La presencia de aquel talismán místico no hacía sino confirmar la identidad de la extraña.
—Mi querida Elaine —dijo Etrius con una ligera inclinación. —Me honras con tu presencia.
La mujer retiró la capucha, revelando las bellas facciones de una joven. Era de pómulos altos, piel lechosa y labios rojos como el rubí. Su espeso cabello dorado caía en dos largas trenzas casi hasta la cintura, y los ojos azules ardían con un intenso fuego interior. Era Elaine de Calinot. Había sido una noble en la corte francesa del siglo XV. Ahora pertenecía al Círculo Interior del clan Tremeré.
—Siempre un caballero, Etrius —respondió con una ligera reverencia. Había sido criada entre la nobleza, y con cualquier atuendo conservaba su estilo.
—Siéntate —dijo Etrius, señalando una silla de madera de respaldo alto frente a su mesa. —Tu visita, aunque inesperada, es bienvenida. Apenas hemos mantenido el contacto desde aquel desafortunado incidente en el Brocken.
Elaine parecía confusa con su comentario.
—¿El Brocken?
—El año pasado —dijo Etrius. —El intento fallido de recuperar nuestra mortalidad perdida. No estuviste presente en persona, pero seguiste telepáticamente los acontecimientos.
—Ya recuerdo —dijo Elaine con una ligera sonrisa. —El intento fallido.
—Una noche espantosa —dijo Etrius—, inundada por el caos y el engaño. —Señaló la llave que colgaba de su cuello. —Fue una apuesta arriesgada. Tuvimos suerte de que nadie del Círculo Interior fuese destruido.
—No he venido esta noche para hablar del pasado —dijo Elaine. —Tenemos que hablar del presente. Y del futuro.
—Vienes en secreto —respondió Etrius entrecerrando los ojos. —¿Hay algún problema en África?
El Círculo Interior había dividido el mundo en siete regiones. Elaine era la Consejera para África, una zona muy difícil de controlar.
—Allí siempre hay problemas —respondió. —Sospecho que hay antiguos Vástagos durmiendo bajo las arenas, tratando de manipular mis actos.
—Tus predecesores como Consejeros en la región desaparecieron en circunstancias inexplicables...
—Lo sé —dijo Elaine. Parecía cansada. Necesitaba un ayudante, pero como casi todos los antiguos Tremeré, no confiaba en ninguno. —El que a varios miembros de nuestro clan, Abrazados hace siglos, no les guste recibir órdenes de una mujer no me facilita las cosas. Mantenerlos a raya no es una de mis labores favoritas.
—Son unos estúpidos —dijo Etrius. —Estás entre los más competentes del Círculo Interior.
—Hago lo que puedo —respondió mientras se inclinaba hacia delante, apoyando los codos en la mesa de Etrius. —En este momento mis pontífices pueden encargarse de los problemas menores. Comparadas con el horror al que nos enfrentamos, todas las demás dificultades son menores.
Etrius asintió mientras una extraña sensación asaltaba sus sentidos. Durante un instante sintió estar compartiendo su cuerpo con otro. Todo lo que veía a través de sus ojos, todo lo que oía, era absorbido tanto por él como por un compañero invisible. Era una sensación inquietante, pero pasó tan pronto como llegó.
—¿Has experimentado eso? —preguntó nervioso a su invitada.
—¿Experimentar el qué? —respondió. —No he notado nada extraño.
—Olvídalo —dijo Etrius negando con la cabeza. —Imaginaciones mías. Dime por qué has venido.
Había sido Tremeré, decidió en silencio. El fundador del clan había vinculado con sangre a todo el Círculo Interior y podía oír mentalmente sus conversaciones cuando dos o más se reunían. Aunque descansaba en letargo, Tremeré aún mantenía un férreo control sobre la orden que había creado.
—He leído con gran interés acerca de tu reciente sueño con el misterioso Conde St. Germain y su alianza con Tremeré. Quizá, al haber sido Abrazada mucho después de aquellos acontecimientos, haya encontrado la historia más creíble que los demás Consejeros. Ignoraron tu relato porque se enfrentaba a sus recuerdos de aquel acontecimiento.
—¿Crees entonces, como yo, que St. Germain era un vampiro antes de la creación de nuestro clan? —preguntó Etrius—, ¿y que persuadió a Tremeré para que bebiera la fórmula que nos transformó de magos en vampiros?
—Lo creo —dijo Elaine.
—No respondiste así a mi carta, ni apoyaste mi idea ante los demás.
—Que estuviera de acuerdo contigo no significa que fuera estúpida. Creí que lo mejor era contactar contigo en secreto, revelando después mis sospechas a los demás. No confío en ellos.
Etrius cruzó los brazos sobre su pecho. No le gustaba la dirección que estaba tomando aquello.
—¿A qué te refieres?
Elaine no contestó inmediatamente, sino que se puso en pie con el cayado en la mano y paseó por la estancia. Su voz, dulce y suave, cantaba en una antigua lengua. Cada pocos pasos alzaba y bajaba el bastón, tejiendo una serie de complejos diseños en el aire. Etrius, uno de los hechiceros más poderosos del mundo, reconoció inmediatamente el conjuro como un poderoso vínculo de intimidad.
—¿Crees realmente que alguien se atrevería a espiar nuestras deliberaciones? —preguntó a Elaine cuando esta volvió a sentarse. Sonrió. —Somos dos de los Vástagos más poderosos del mundo.
—Prefiero no dar nada por sentado —respondió la mujer sombría. —Me interesan los hechos. Los dos sabemos que soy la tercera Consejera de África, y que los dos anteriores desaparecieron en circunstancias misteriosas. En los últimos meses he sido sometida a ataques psíquicos cada vez más frecuentes. Mi enemigo permanece oculto, y defenderme se hace cada vez más difícil. Sea quien sea, tiene un poder que rivaliza con el mío.
—¿Sospechas de un miembro del Círculo Interior? —preguntó Etrius.
—No, reconocería la magia. Mi enemigo es un extraño.
—¿Y crees que puede ser el responsable de la eliminación de tus predecesores? —siguió Etrius. —Las implicaciones no son agradables.
—Eso mismo pienso yo —respondió Elaine. —Por eso me preocupó tanto tu carta. ¿Es posible que mi adversario oculto pueda ser el misterioso Conde St. Germain? ¿Sigue manipulando al clan Tremeré para sus propios fines?
Etrius frunció el ceño.
—No lo sé. Mi búsqueda en el diario de la cábala no ha dado resultado alguno sobre St. Germain. Es un nombre, nada más. Las leyendas que circulan sobre su supuesta ejecución en el siglo XIX podrían haber sido una invención suya para ocultar su verdadera naturaleza. Es muy posible que aún exista.
—Y que orquestara nuestros movimientos como piezas de un gigantesco ajedrez —añadió Elaine.
—La posibilidad de que St. Germain controle mi destino me da escalofríos —declaró Etrius. —No soy un peón.
—Ni yo —añadió la mujer. —¿Pero cuántos de los mortales que empleamos para nuestros propios fines dirían lo mismo, sin saber quién está tirando de los hilos? ¿Cómo podemos estar seguros de ser libres, Etrius? ¿Cómo podemos estar absolutamente seguros?
—¿Dónde quieres llegar, Elaine? No me enredes en juegos de palabras. ¿Qué quieres decir exactamente?
—No podemos atrapar a St. Germain por nuestra cuenta. No, si nos ha estado manipulando durante siglos. Encontrarle y destruirle será imposible para el clan Tremeré. Lo que tenemos que hacer es convencer a los antiguos de los demás clanes que forman la Camarilla para que hagan el trabajo por nosotros.
—¿Cómo? —exigió Etrius. Sus labios se torcieron en una sonrisa burlona. —¿Apelando a su espíritu de cooperación? No creo que funcionara. Casi todos los Vástagos nos odian, y consideran que nuestro clan está compuesto por arribistas peligrosos que tratan de convertirse en reyes de los no-muertos. Lo que, por otra parte, es totalmente cierto. ¿Por qué iban a ayudarnos a dar con St. Germain?
—Lo harán si creen que es lo mejor para ellos — respondió Elaine. —La avaricia y el miedo motivan a los Condenados. No tenemos más que persuadirles de que el Conde amenaza su gobierno.
—Debo suponer que ya tienes un plan —dijo Etrius, distraído. —Debo admitir que estoy sorprendido. Nunca imaginé que fueras tan enrevesada... Es una faceta totalmente nueva de tu personalidad.
—Cuando mi existencia está en juego sé estar a la altura.
—¿Cuál es tu plan?
—Necesitamos convocar un Cónclave de emergencia —dijo Elaine. —Cuanto antes mejor.
—Esas reuniones solo las pueden solicitar los Justicar —dijo Etrius.
La mujer asintió.
—Como protectores de las Tradiciones de la Camarilla, ese es su derecho. Además, como sirven de jueces y ejecutores al mismo tiempo, se toman sus responsabilidades muy en serio —rió entre dientes. —Esos Vástagos tan comprometidos son los más fáciles de manipular.
—Hay siete Justicar que representan a cada uno de los clanes de la Camarilla —siguió Etrius. —No todos ellos son estúpidos.
—Nos basta con convencer a uno —dijo Elaine riendo. —Será fácil, especialmente cuando le expliquemos la amenaza sobre la que hay que discutir. Los líderes de los clanes de toda Europa acudirán a la conferencia.
—No comprendo —dijo Etrius. —¿Qué amenaza?
—Los cónclaves suelen celebrarse para declarar una Caza de Sangre contra un enemigo de la Camarilla —dijo Elaine. —A veces es un príncipe descarriado cuyas acciones amenazan a la Mascarada. Sin embargo, en esta ocasión presentaremos pruebas de que el Conde St. Germain pone en peligro la misma existencia de la secta. Cuando presentemos los hechos, el Cónclave estará obligado a exigir su destrucción. Lo que no podemos conseguir por nuestros medios, podemos lograr que nos sea entregado por los Justicar de la Camarilla.
—Una idea excelente —dijo Etrius—, salvo por un pequeño detalle. ¿Cómo pretendes convencer a los antiguos de la Camarilla de que el Conde St. Germain es una amenaza para todos, y no solo para el clan Tremeré?
—Es muy sencillo, mi querido Etrius —respondió Elaine. —Les diremos que el Conde es la Muerte Roja.
—¿Qué? —rugió Etrius, levantándose asombrado de su silla. —¿Cómo lo sabes? ¿Qué pruebas tienes?
Elaine sonrió.
—Cálmate. No tengo pruebas. Por todo lo que sé, no existe ninguna. Tendremos que fabricarlas... Puede hacerse.
—St. Germain y la Muerte Roja —dijo Etrius pensativo. —¿Crees que los antiguos nos creerán?
—Estoy convencida de ello. Los líderes de la Camarilla están enormemente preocupados con la Muerte Roja. Su ataque les ha asustado, y temen todo aquello que no son capaces de comprender.
Etrius permaneció algunos minutos en silencio, pensando en aquella idea. Al final asintió, aprobándola.
—Las mejores mentiras son las más descaradas. Podrían picar.
—Bien —dijo Elaine, levantándose de la silla. —Se hace tarde, debo marchar. Mañana podemos hablar sobre las pruebas que el Cónclave nos exigirá. Crearlas no representará un gran esfuerzo.
—¿No piensas quedarte en la capilla? —preguntó Etrius.
—Cuanto menos nos vean juntos, mejor. Ya hay demasiados ojos vigilándonos.
—Buenas noches, pues —dijo mientras la escoltaba hasta la puerta de su cámara. —Ten cuidado. Si St. Germain es el enemigo que se oculta tras esos ataques, no se alegrará ante esta nueva ofensiva.
Elaine asintió.
—Por eso prefiero pasar la noche en cualquier otra parte. Sus poderes son más fuertes dentro de estos muros. Eres tú el que debería tener cuidado, no yo.
Ya solo, Etrius se frotó la barbilla pensativo. No había dicho nada a su compañera sobre Peter Spizzo, el vampiro que había asignado para buscar a St. Germain hacía unos días, y no tenía intención de hacerlo en el futuro. Algunos secretos era mejor mantenerlos escondidos.
No confiaba totalmente en Elaine, y su repentino cambio de comportamiento le preocupaba. Además, parecía desconocer totalmente los viejos lazos que los ataban más fuertemente que a los demás Vástagos, lazos que no se podían olvidar. Etrius pretendía colaborar en su plan, pero juró que estaría preparado para cualquier traición que estuviera planeando.
Totalmente preparado.
CAPÍTULO 5
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Tony Blanchard colgó el teléfono y se volvió hacia Don Lazzari con una amplia sonrisa. El vampiro estaba sentado en un sillón de cuero a la cabeza de la larga mesa de reuniones, leyendo una novela de Anne Rice. Con una expresión divertida, el líder de la Mafia levantó la mirada del libro y observó a Tony.
—¿Buenas noticias? —preguntó.
—Muy buenas —dijo Tony. —Era Joey Campbell, un matón que trabaja en los suburbios. Ha visto el camión. Le he dicho que venga a recoger su recompensa. Llegará en media hora.
—Excelente —dijo Lazzari. —Excelente.
El vampiro se levantó de la silla con un movimiento fluido. Tony no pudo evitar un escalofrío. Aquel Cainita le aterrorizaba. A pesar de parecer humano, no lo era. Era un monstruo con un corazón de hielo, un verdadero miembro de los Condenados.
—Joey no hablará si no se le paga por anticipado —dijo Tony. —No se ofenda, pero ya le dije que trabaja en cosas pequeñas. No sabe confiar en nadie.
—Lo comprendo perfectamente —dijo el vampiro asintiendo. —La Mafia tiene bolsillos muy profundos, Tony. Podemos permitirnos ser generosos.
Lazzari se dirigió hacia el teléfono y marcó. Unos segundos después murmuró unas breves frases. Asintiendo con satisfacción, colgó.
—Dame papel y bolígrafo —dijo a Blanchard.
El Don escribió una dirección de Washington y se la entregó.
—Envía a uno de tus guardaespaldas a este lugar. Debe decirle al portero que Don Lazzari le ha enviado. El dinero estará allí en billetes pequeños.
—Perfecto —dijo Tony mirando el papel. Inmediatamente se dio cuenta de que se trataba de la dirección de una importante figura política. —Puede ir Alvin. Conduce muy rápido.
—Tony —dijo Lazzari mientras este se dirigía hacia la puerta. —Sería conveniente que olvidaras esa dirección. Bórrala de tu memoria.
—Eh... Sí, claro, Don Lazzari — respondió Tony con el sudor corriendo por su espalda. El tono del vampiro dejaba claro que no se trataba de una sugerencia.
—Del mismo modo —siguió el Cainita—, el menor indicio de que mi conversación telefónica pudiera estar grabada me entristecería enormemente.
—¿Grabar sus mensajes? —sonrío nervioso Tony. —Nunca jamás, Don Lazzari. Después de todo, el Sindicato coopera totalmente con la Mafia. Soy su hombre en América. Su ghoul. Podemos confiar el uno en el otro.
—Bien —dijo el vampiro, regresando a la cabecera de la mesa. Se sentó y volvió a abrir su libro. —La confianza entre un líder y sus fieles tropas es algo maravilloso. Tony, me alegro de que estemos de acuerdo en su importancia. Ahora déjame con Lestat y sus estúpidas aventuras. Vete.
—Sí, señor —obedeció Tony mientras se dirigía hacia la puerta. —Le avisaré en cuanto llegue Joey Campbell.
Tony se obligó a bajar lentamente las escaleras; no quería aparentar prisa, pero su corazón latía tan fuerte que su pecho podía estallar en llamas. Había enviado a Alvin a por el dinero, y necesitaba llamar a Presten para decirle que dejara de monitorizar inmediatamente las llamadas.
Campbell llegó veinte minutos después, antes de lo esperado. Era bajo y enjuto, con el cabello negro y ojos que no dejaban de parpadear. A Tony le recordaba a un hurón drogado con anfetaminas, ya que siempre parecía dispuesto a saltar hacia la salida al menor signo de problemas.
Encendió un pitillo con la colilla del anterior.
—Muy bien —dijo dando cabezadas a un lado y a otro, como una marioneta estropeada. —¿Dónde está ese tío duro de la Mafia? Quiero ver el color de su jodido dinero antes de abrir la boca.
Tony le lanzó una mirada.
—Cuida tu boca, gilipollas —le dijo molesto. —Si le hablas así a Don Lazzari te dará por el culo... y no como a ti te gusta.
—A mí no me asusta ningún mierdecita impotente de I-ta-lia —respondió Joey, marcando cada sílaba. —Joey Campbell no le tiene miedo a nada.
—Eso está muy bien —dijo Tony mirando a Theodore, su otro guardaespaldas. Sonrió. —Joey es un tipo duro, o al menos eso da a entender. Creo que es hora de que hable con Don Lazzari. Tienen asuntos que discutir.
Los ojos de Joey casi se le salieron de las órbitas cuando vio al italiano. El vampiro exudaba amenaza, y cuando sonrío Campbell hubiera escapado a toda prisa, de no ser porque Tony y Theodore le tenían sujeto por los brazos.
—Por favor, señor Campbell, siéntese —dijo Lazzari educadamente señalando una silla. —No se asuste, no le haré daño. De hecho, estoy preparado para convertirle en un hombre rico por la información que posee.
Joey tomó asiento, sin perder de vista ni un momento a Don Lazzari. Cuando habló, su voz era apenas un susurro.
—Encontré el camión que quería. Lo vi esta noche. No había ninguna mujer en la cabina, pero era ese. Comprobé cuidadosamente la descripción.
—¿No le vio nadie? —preguntó el vampiro.
—Joey negó con la cabeza. —No, no soy ningún gilipollas. No llegué a acercarme. Lo revisé con unos prismáticos. Supuse que era mejor ser cuidadoso.
—¿Le ha hablado a alguien de su descubrimiento?
—¿Está loco? —dijo Joey. —¡No pienso repartirme la pasta con nadie!
—Una buena política —dijo Don Lazzari. —Un hombre sabio sigue sus propios consejos. Por favor, señor Campbell, díganos ahora dónde encontrar el vehículo.
Joey se humedeció nervioso los labios.
—Había, en, había una recompensa por encontrar el camión, ¿no? No quiero molestar, ni nada de eso, pero tengo mis gastos.
El hombre asintió.
—Comprendo perfectamente lo que está diciendo. Después de todo, los dos somos hombres de negocios, señor Campbell. Como contratista independiente, espera ser pagado en el momento de la entrega de la mercancía. O en este caso, de la información.
Don Lazzari miró a Tony.
—El dinero. ¿Dónde está?
—Parece que ahí está Alvin —dijo Tony con un suspiro de alivio al oír el coche detenerse frente al edificio. El Cainita estaba jugando a ser el buen anfitrión con Joey Campbell, y Tony no sabía exactamente por qué. Desde luego, no tenía intención de ser el que explotara la burbuja.
Unos momentos después, Alvin le entregó al jefe de la Mafia un maletín de cuero negro. No estaba cerrado. Lazzari levantó la tapa, revelando fajos y fajos de billetes de diez y de veinte dólares, unidos con gomas elásticas.
—Veinticinco mil dólares en billetes pequeños sin marcar —dijo mientras le entregaba la maleta a Joey. —Puede contarlo si lo desea, señor Campbell.
Este negó con la cabeza. No era tan estúpido como para forzar aún más su suerte.
—No es necesario, confío en usted.
—Gracias. ¿El lugar, por favor?
—El camión está aparcado en un área de descanso a treinta kilómetros de D. C. —dijo Joey, dándole a Tony la dirección exacta. —No tendréis problemas para encontrarlo.
—¿Es cierto, Tony? —preguntó Don Lazzari.
—Sí, no hay problema. Conozco el lugar. Adecuado y desierto. Coordinar un ataque será sencillo, si eso es lo que desea.
El vampiro cerró los ojos, como si estuviera pensando en sus planes.
—Creo que eso sería lo mejor —dijo. —¿Por qué conceder a otro Vástago el honor de la pieza? ¿Quién mejor para ejecutar a esa zorra que yo?
Abrió los ojos y miró directamente a Joey.
—Gracias por su información, señor Campbell. Apreciamos enormemente su colaboración. Puede marcharse. —Lazzari dudó unos instantes. —Pero por favor, devuélvame el maletín antes de marcharse.
—¿Eh? —dijo Joey mientras se levantaba de la silla. —¿Qué ha dicho?
—Quiero que me devuelva el dinero —respondió fríamente Don Lazzari. —A los muertos el dinero no les vale para nada.
El vampiro hizo un gesto a Theodore. El enorme guardaespaldas agarró a Joey por la espalda, apretando un poderoso brazo contra su cuello. Totalmente sorprendido, Campbell no pudo hacer nada. Con un rápido giro, Theodore volvió del revés la cabeza del matón, partiendo su columna vertebral con un chasquido. Con el rostro azul y la mirada sorprendida, Campbell se derrumbó sobre el suelo. Un pisotón en el cuello completó el trabajo.
—Muy eficaz —dijo Lazzari mientras sostenía el maletín. —Ese imbécil creía de verdad que le iba a permitir marcharse con el dinero. Qué ingenuidad tan refrescante.
—Sí —dijo Tony nervioso. —Ese tipo era un estúpido.
—Llama a tus hombres —dijo el vampiro. —Haz que vigilen el camión, pero diles que no actúen hasta que lleguemos.
El Cainita rodeó la mesa con el maletín aún en la mano.
—Un hombre sabio no confía en nadie —dijo pasando sobre el cadáver. —Especialmente en aquellos que tienen el poder.
Le entregó el dinero a Alvin.
—Guárdalo en la caja fuerte. Más adelante podría sernos útil.
Tony tragó saliva, notando que Alvin obedecía las órdenes de Don Lazzari sin vacilaciones. Estaba viendo cómo el control de sus hombres y de su organización se le escapaba entre los dedos. Las palabras del vampiro sobre la confianza, en completa contradicción con lo que había dicho momentos antes, dejaban muy claro que no se podía creer en nada de lo que dijera. El futuro de Tony parecía cada vez más oscuro.
Como si leyera sus pensamientos, Lazzari le sonrió.
—Es mejor vivir como un fiel sirviente que morir como un líder mártir.
Tony asintió aturdido. No tenía absolutamente nada que decir.
CAPÍTULO 6
La Costa Este: 25 de marzo de 1994.
Walter Holmes conducía del mismo modo que hacía todo lo demás: de forma anodina. Alicia, que pensaba que los límites de velocidad existían para saltárselos, no estaba muy contenta.
—¿No puedes ir más rápido? —preguntó por enésima vez mientras atravesaban otro pequeño pueblo de Maryland a cuarenta kilómetros por hora. —Amanecerá dentro de una hora.
—Atravesar a toda velocidad una pequeña comunidad a las cinco de la mañana llamaría demasiado la atención —respondió calmadamente. Señaló con la cabeza una valla publicitaria a la izquierda. Tras ese cartel hay un coche de la policía rastreándonos son un radar. Si nos detuvieran ahora sería un desastre.
—Puedo comprar y vender pueblos de este tamaño —dijo Alicia impaciente. —Las multas no me preocupan.
—Deberían —dijo Walter. —No llevas dinero encima, y si Melinda es tan lista y despiadada como asegura su reputación, habrá supuesto que te diriges hacia Nueva York. Es probable que sus agentes nos pisen los talones, y no podemos arriesgarnos a perder ni un minuto.
Una vez fuera de los límites de la ciudad, Walter aceleró.
—Además, como miembro del Sabbat sabes que muchas de las policías de la zona están controladas por los narcotraficantes. Es muy posible que tu fotografía esté circulando por ahí, con órdenes de disparar a matar.
Alicia torció el gesto. Odiaba estar equivocada, especialmente con algo tan evidente.
—¿Por eso has evitado las autopistas principales?
—Exacto —dijo Walter. —No podemos confiar en nadie. El poder lo tiene ahora Melinda, no Justine. La cazadora se ha convertido en la presa.
—Melinda conoce mi aspecto —dijo Alicia. Miró a Molly, sentada en silencio en el asiento de atrás y jugando con sus dedos. —Y el de Molly. El tuyo no. ¿Por qué te preocupas por nosotras? Nadie sabe de tu participación en nuestra huida. Si nos dejaras ahora no te ocurriría nada.
—En circunstancias normales —admitió Holmes—, eso es exactamente lo que hubiera hecho. Sin embargo, vivimos tiempos extraños. Ya no puedo limitarme a monitorizar los acontecimientos. La situación exige acciones directas por mi parte.
Alicia le observó en silencio durante algunos minutos. Parecía sumida en sus pensamientos.
—¿Inconnu? —preguntó inesperadamente.
—¿Anis, Reina de la Noche? —respondió él de inmediato.
Alicia rompió a reír.
—Dos personajes misteriosos en busca de identidad —declaró. —Guarda tus secretos, jugador, y yo haré lo mismo. Siento haber preguntado.
—Acepto tus disculpas —sonrió Holmes.
—Basta de juegos —dijo repentinamente Molly. —La Muerte Roja enciende su fuego.
La expresión de Holmes se oscureció.
—Estamos unidos por una creencia común —dijo. —La Muerte Roja amenaza la misma existencia de los Vástagos. Debemos detenerla.
—Desde luego, no es uno de mis mejores amigos —dijo Alicia. —Sin embargo, me sorprende que hayas dicho eso. Es creencia común que ciertos elementos entre los no-muertos se limitan a observar los conflictos de su raza, pero sin interferir nunca.
Holmes asintió con expresión inmutable.
—Yo también he oído esos rumores. Probablemente tengan algo de cierto, pero sospecho que cualquier grupo así será lo suficientemente sabio como para comprender cuándo hay que hacer una excepción a las reglas. —Se detuvo unos instantes. —O al menos algunos de sus miembros poseen esa perspicacia.
—Walter es genial —dijo Molly. —Yo pienso igual.
—¿Cómo llegaste a reclutar a Molly? —preguntó Alicia observando a la vampira a su espalda. Esta, con los puños cerrados, estaba haciendo una pelea de pulgares. —Está loca.
—Compartimos nuestro amor por el juego —dijo Walter. —Hace algunos años le propuse una apuesta mayor: que espiara a Justine para mí. Creí que la idea agradaría a su sentido Malkavian del absurdo. Evidentemente, tenía razón. Desde entonces ha estado trabajando para mí.
—Ahora entiendo cómo puede jugar tan bien al póquer. Es imposible leer su expresión.
—Molly es bastante astuta —dijo Walter. —Cuando me concentro en el juego soy prácticamente imbatible, Casi nunca pierdo salvo contra ella.
Hizo un gesto con la cabeza.
—Es típico de su clan —dijo.
—A menudo me pregunto si los Malkavian están realmente tan locos como parece. Quizá sean ellos los únicos que de verdad están cuerdos.
—Dejaré esos profundos pensamientos para los filósofos —dijo Alicia. —Mientras tanto, ¿por qué no hablamos de la Muerte Roja?
—Una excelente idea —dijo Holmes. —Creo que un intercambio de información sería beneficioso para ambos. Quizá si combinamos nuestros conocimientos podamos descubrir los motivos que se ocultan tras su locura.
—Me parece bien —dijo Alicia. —Entre la Muerte Roja y Melinda Galbraith, siento como si el mundo entero estuviera conspirando contra mí. —Sonrió burlona. —Me encantaría devolverle el favor.
—Anis está enfadada —cantó Molly—, y eso no es bueno para nada.
—La Muerte Roja es un vampiro de la Cuarta Generación, un Matusalén que planea hacerse con el control tanto de la Camarilla como del Sabbat —dijo Alicia, ignorando el último comentario de la Malkavian. —Asegura que, después de largos años de letargo, la Tercera Generación se está despertando. Como tantos otros antiguos teme que, cuando se levanten, los Antediluvianos se vean consumidos por una terrible sed de sangre... de vampiro. Se convertirán en caníbales, devorando a sus descendientes a millares. La Muerte Roja cree ser el único Cainita capaz de evitar la carnicería.
—Una historia familiar —dijo Walter. —He oído diferentes variaciones muchas veces. ¿Qué prueba ofreció el monstruo para respaldar su idea sobre los Antediluvianos?
—Los Nictuku se están alzando —dijo Alicia. —Baba Yaga ha despertado en Rusia, Nuckalavee recorre los desiertos de Australia y Gorgo, La que Aúlla en la Oscuridad, está cazando en la jungla amazónica.
—Noticias deprimentes —dijo Holmes. —Muchos Vástagos creen que el regreso de esas abominaciones es una señal de la llegada del Armagedón. ¿Dijo la Muerte Roja cómo pensaba detener a la Tercera Generación?
—Claro que no —dijo Alicia. —Dijo muchas generalidades, pero nada específico. Tampoco llegó a explicar por qué era él el adecuado para liderar a los Vástagos, aunque dio a entender que había un motivo.
—Puede que piense que su control sobre el fuego es justificación suficiente —dijo Holmes. —Es una disciplina terrorífica.
Alicia asintió.
—La Muerte Roja es muy poderosa, y pertenece a una línea de sangre desconocida. Además —dijo haciendo una pausa para enfatizar su idea—, tiene al menos tres chiquillos con el mismo control sobre el fuego.
Walter Holmes volvió la mirada y observó a Alicia unos momentos. En sus ojos se veía la sorpresa, aunque su voz seguía siendo relajada.
—¿Cuatro Muertes Rojas? ¿Son de aspecto similar?
—Duplicados exactos del original —dijo Alicia. —Incluso tenían la misma voz. Solo variaban en el grado de su poder psíquico.
Holmes asintió.
—Interesante. Eso explicaría muchas cosas sobre los ataques. He visto informes que aseguraban que el monstruo había atacado diversos puntos en América y Europa más o menos a la misma hora. Varias Muertes Rojas harían todo eso posible.
—La criatura aseguró que el ataque contra Washington era parte de un gigantesco plan que le daría el control sobre las dos principales sectas —dijo Alicia. Dudó un momento si debía hablar sobre sus propios planes al respecto. Decidió rápidamente que esa información no era relevante en aquel momento. —Este mismo plan también serviría para destruirme a mí y a otro mortal al que la Muerte Roja teme.
—Diré McCann —dijo Holmes. —Ya me he encontrado ese nombre en otras ocasiones. El mago proscrito cuyos poderes están más allá de cualquier humano. Evitaré hacer comentario alguno sobre la evidente conexión entre dos mortales y dos Vástagos legendarios.
—La contención es una excelente disciplina —dijo Alicia. —Creo que te he dicho todo lo que podía sobre nuestro enemigo común. ¿Qué puedes ofrecerme a cambio?
—No sé más sobre la Muerte Roja de lo que ya has dicho —comenzó. —Sin embargo, creo saber cómo planea el monstruo hacerse con el control del Sabbat. De hecho, debería decir que ya lo ha conseguido.
—¿Qué? —saltaron Alicia y Molly al unísono.
—Llevo varios siglos sirviendo como monitor —dijo Holmes. —Además de registrar todos los acontecimientos importantes, otra de mis funciones es seguir la pista a los Vástagos influyentes.
Durante el pasado siglo mantuve una estrecha vigilancia sobre Melinda Galbraith, contemplando su constante ascenso en las filas del Sabbat. Para alcanzar la regencia de la secta se lanzó a una campaña de extorsión y asesinato especialmente eficaz. La Melinda Galbraith a la que he vigilado los últimos cien años no era la misma que vi esta noche.
—Explícate —dijo Alicia.
—El cuerpo era el mismo —dijo Holmes—, pero su personalidad no. Había demasiadas inconsistencias en su historia y su comportamiento era demasiado extraño. No tenía nada que ver con ella. Cuanto más veía, más convencido estaba. Hay otro Vástago controlando la mente de Melinda.
La voz de Holmes perdió su habitual tono neutral. Parecía asustado.
—Tu historia me proporcionó la última pista. El regreso de Galbraith esta noche no ha sido una coincidencia. Estaba cuidadosamente cronometrado para eliminar a Justine Bern y restablecer el control absoluto de Melinda sobre el Sabbat. Su aparición desde su escondite es parte de una vasta conspiración. La regente es una marioneta controlada por todo un maestro. Es un peón de la Muerte Roja.
CAPÍTULO 7
La Costa Este: 25 de marzo de 1994.
Alicia salió del coche media hora más tarde. El amanecer se estaba acercando y Walter Holmes y Molly tenían que encontrar un refugio contra la luz del sol. Un motel aislado con un cartel de neón «Habitaciones» les proporcionó un lugar donde pasar el día. Ansiosa por regresar a Manhattan, Alicia decidió seguir por su cuenta.
—Ten cuidado —le advirtió Holmes cuando se separaron. —Aunque controlas fuerzas inmensas, un ghoul no pude derrotar a todo el Sabbat. No intentes lo imposible.
—Conozco mis limitaciones —dijo Alicia—, pero Melinda tardará días en conseguir dirigir toda la fuerza de la secta contra mi cuartel general. Para entonces habré desaparecido. La Muerte Roja podrá tomar el mando por el momento, pero te puedo asegurar que no será por mucho tiempo. Pronto descubrirá por qué a Anis se le llama la Reina de la Noche.
Siguiendo el consejo de Holmes, siguió su viaje llamando lo menos posible la atención. Un granjero que transportaba sus productos al mercado y que no tenía intención de llevar autoestopistas le acercó al pueblo. Un camionero le llevó hasta Delaware y un vendedor con visitas durante todo el día en Newark, Nueva Jersey, le estuvo contando chistes verdes mientras viajaban por la carretera de Carden State. Ninguno de los tres se preguntó por su presencia, y en cuanto ella se marchó olvidaron haberla visto. Las mentes sencillas solo requerían soluciones sencillas.
Necesitaba dinero, así que pasó veinte minutos en la terminal Greyhound hablando con las prostitutas que esperaban clientes. Seis mujeres le dieron diez dólares cada una, y solo una vez fue descubierta. Un chulo, enfadado, se acercó a ella con intenciones claramente violentas. Abandonando su contención por unos instantes, Alicia le dijo al hombre exactamente adonde tenía que ir y lo que debía hacer cuando llegara. Su grotesco suicidio fue portada en los periódicos del día siguiente.
Alicia tomó el tren Hudson desde Newark hasta Nueva Jersey, y de ahí a Manhattan. Llegó al centro de Nueva York poco después de las once de la mañana. Veinte minutos después un taxi le dejaba a una manzana del Edificio Varney.
El enorme rascacielos dominaba todo su entorno. Al observarlo, Alicia no pudo evitar una sonrisa satisfecha. Aquel edificio le había servido durante años como cuartel general. Había colaborado muy de cerca en su diseño, y solo ella conocía algunas de sus características. Todos los demás implicados habían muerto hacía ya tiempo. Ese era uno de los beneficios de la inmortalidad: sobrevivir a aquellos que conocen tus secretos.
Lanzó un suspiro. Lamentaba abandonar el rascacielos, pero estaba segura de que no iba a poder quedarse mucho tiempo. En pocas noches, Melinda tendría cientos de vampiros recorriendo cada uno de los pasillos, y encargarse de todos ellos consumiría tiempo y energías. Ambos eran demasiado preciosos para malgastarlos con Vástagos menores. Alicia quería un segundo asalto contra la Muerte Roja... con sus propios términos.
Al contrario que Walter Holmes, ella no estaba convencida de que Melinda Galbraith estuviera bajo el control de la amenaza espectral. Décadas antes, cuando Melinda se había hecho con el control del Sabbat, Alicia había tratado de dominar su mente. El intento llegó demasiado tarde: otro vampiro de la Cuarta Generación, una figura demoníaca surgida del pasado de Méjico, ya estaba insinuada en su conciencia. Sin embargo, ni siquiera un Cainita tan extremadamente poderoso era capaz de controlarla completamente. Podía influir en sus pensamientos igual que hacía Alicia con Justine, pero manipular cada uno de sus movimientos era imposible. Si aquella abominación había sido incapaz de controlar a Melinda tras varios años de intentos, Alicia estaba segura de que la Muerte Roja tendría el mismo problema. La regente podría no comportarse normalmente, pero no sería porque sus pensamientos no le pertenecieran.
Había un pequeño restaurante llamado Alice's justo enfrente del Edificio Varney, con un dibujo de Arlo Guthrie en el escaparate. El lugar vivía del desayuno y el almuerzo de los empleados del rascacielos, pero eran muchos los que se preguntaban cómo podía seguir abierto a unos precios tan razonables con los alquileres salvajes de la ciudad. La respuesta era sencilla. El restaurante tenía pérdidas, pero estas eran enjuagadas por la Corporación Varney.
La excusa estándar que la compañía ofrecía por sus acciones era que los empleados necesitaban algún sitio al que ir que no fuera la cafetería del edificio. No importaba. A nadie le preocupaba. Casi todos los impuestos y tasas eran pagados por los hombres encargados de hacer la facturación. Con la cantidad de laboratorios de droga y casas de apuestas en el vecindario, preocuparse por un restaurante legítimo parecía una estupidez.
Alicia era la dueña de todos los edificios en un radio de tres manzanas del rascacielos. La mayoría estaban alquilados a cualquiera que pudiera permitírselo, pero sobre otros, como el del Alice's, mantenía un control absoluto. En caso de emergencia esos lugares podían ser útiles.
Entró en el restaurante y saludó al encargado.
—¿Cómo va el negocio? —preguntó.
—Lento —respondió el hombre con un gesto de la mano. —Considerando la tasa de desempleo, deberíamos alegrarnos de que alguien siga comiendo fuera.
Alicia asintió mientras observaba a todos los clientes. Le llamó la atención un hombre alto, delgado y de mediana edad. Era calvo pero sus cejas estaban muy pobladas. Estaba sentado en una mesa cerca de la entrada de la cocina, comiendo un tazón de sopa y leyendo el periódico. Era un ghoul, y por tanto un enemigo.
—¿Le has visto antes? —preguntó Alicia.
—No —dijo el encargado. —Es la primera vez que viene por aquí.
—Y la última —dijo Alicia. —En unos minutos va a necesitar atención médica, pero no te precipites. No llegarán a tiempo. Estaré en la oficina de atrás. No quiero que me molesten.
—Usted manda —dijo el hombre. —Espero que nadie piense que la sopa está mala. Hoy ha salido excelente.
Riendo entre dientes, Alicia se acercó a la mesa del hombre calvo.
—¿Le gusta la comida? —preguntó.
Lentamente, el hombre levantó la mirada del periódico. Abrió la boca para decir algo, pero fuera lo que fuera nunca llegó a pronunciarlo. Su cuerpo se tensó, abrió los ojos sorprendido y aferró el periódico con fuerza. Según el informe médico posterior, murió de un ataque cardiaco. Decididamente, no fue la sopa.
—Arrogante hijo de puta —murmuró Alicia mientras abandonaba el cadáver inmóvil y entraba en la cocina. —Buscarme en uno de mis propios restaurantes. Ha tenido suerte de morir tan rápidamente.
Los tres cocineros le saludaron con la mirada, pero siguieron con su trabajo. Les pagaban para cocinar, no para hacer preguntas. Devolvió el saludo con la cabeza y se dirigió hacia una puerta con el cartel:
«SOLO EMPLEADOS»
Abrió la puerta y entró.
En la sala había una pequeña mesa, varias sillas, una gran caja fuerte y un armario metálico. Normalmente se usaba para pequeños negocios, como pagar sobornos y gratificaciones a los funcionarios públicos o hacer la facturación diaria. Solo Alicia conocía otra de sus funciones.
Se dirigió hacia la pared posterior y localizó un pestillo que solo ella podía ver. Lo giró lentamente. Con un sonido, toda la sección de la pared desapareció, revelando un pequeño espacio tras el despacho. Alicia entró y presionó otro botón invisible. El panel regresó a su posición.
La diminuta cámara quedó inundada inmediatamente por un ligero zumbido: se trataba de un ascensor. Descendía hasta un túnel secreto muy profundo que conectaba el restaurante con el subsotano del edificio Varney. Era uno de los tres ascensores que había en un radio de una manzana, y se remontaba a la época de la construcción del rascacielos. Alicia siempre trataba de estar lista ante cualquier problema.
Recorrió rápidamente el pasillo y llegó hasta una gran puerta negra en la que se podía leer:
«NO PASAR»
No había picaporte ni cerradura de ningún tipo. Alicia empujó, abriendo la puerta sin la menor resistencia. Entró en la siguiente sala y la puerta se cerró inmediatamente a su espalda. Estaba encajada en la pared y no había picaporte en el interior, por lo que no podía abrirse desde dentro; tras entrar en aquella cámara no había vuelta atrás.
Con una sonrisa de desafío, Alicia fue hasta la pared opuesta y apretó la palma de la mano contra una placa de metal. Igual que antes, una sección de la pared se deslizó para revelar el interior de otro ascensor. Entró y la puerta se cerró. La placa estaba codificada para que cualquiera que se encontrara en la sala estuviera encerrado, aunque no por mucho tiempo. Cinco minutos después de que se abriera la puerta negra, el suelo de la cámara cedía y arrojaba al intruso a un pozo de treinta metros lleno de ácido. Era un modo cruel pero eficaz de lograr que los espías no intentaran entrar en el edificio.
El segundo ascensor la llevó hasta la decimotercera planta del rascacielos. Oficialmente, ese piso no existía. Ninguno de los ascensores paraba allí, ni las escaleras de emergencia. En el exterior del edificio, un enorme mural que cubría el espacio entre las plantas doce y quince ocultaba la fachada. Ninguna de aquellas plantas tenía ventanas. El inmenso tamaño del mural y la altura desde el suelo hacían imposible que nadie detectara que correspondía a cuatro plantas, no a tres.
El piso oculto estaba exento de cualquier división o tabiquería. Tampoco había alfombras ni mobiliario alguno. Contra las paredes había varios armarios de madera llenos de ropas y armas. El espacio estaba claramente diseñado de forma funcional, sin pensar en la comodidad.
Una batería de ascensores especiales de alta velocidad a los que solo Alicia podía acceder era el único modo de entrar o salir. Tres de ellos conducían hasta pasadizos secretos como los que acababa de utilizar. Un cuarto, en la fachada sur, ascendía hasta su apartamento en el ático. También estaba conectado con una sala situada mucho más abajo de la cimentación del edificio, una cámara oculta que no aparecía en ningún plano del rascacielos. Era una pequeña celda a la que solo ella podía acceder, una cripta que contenía un único objeto: el sarcófago de plata de Anis.
Alicia estaba ansiosa por regresar a su apartamento. Sospechaba que allí sería donde encontraría a Sanford Jackson, su lugarteniente. No estaba segura de si estaba vivo o muerto, pero en cualquier caso estaba convencida de que no estaría solo.
Pensó en coger una pistola antes de subir, ya que en aquella planta había un arsenal muy bien provisto. Aunque raramente empleaba las armas de fuego, era una excelente tiradora. Al contrario que los vampiros, los ghouls eran vulnerables a los proyectiles de alta velocidad; por desgracia, lo mismo le sucedía a Jackson. Tras unos momentos de indecisión, decidió subir desarmada. Si su ayudante no estaba muerto, no quería acabar con él por accidente. Atacaría empleando su energía psíquica y su astucia.
Entró en el ascensor que conducía al ático. Sus enemigos estaban dispuestos a pagar cualquier precio por descubrir la localización de la sala secreta en lo más profundo del edificio, ya que la sangre de un vampiro de la cuarta generación era un premio por el que merecía la pena morir. Sonrió. Aquella noche se iba a divertir con los secuaces de Melinda. Con este pensamiento pulsó el botón que la conduciría a toda velocidad hacia arriba.
Con el más leve susurro, el ascensor se detuvo en el ático del rascacielos. Las puertas se abrieron para dar paso al armario ropero de Alicia. Con cuidado de no tocar las puertas que daban paso a su dormitorio, salió del ascensor.
Hizo una rápida comprobación mental del apartamento. No había nadie en el dormitorio. Todos estaban reunidos en el gran salón de la entrada, cerca de la batería de ascensores que conducía hasta las plantas inferiores. Seis poderosos ghouls, todos hombres, le esperaban junto a Sanford Jackson. Alicia soltó un suspiro de alivio. Aunque los pensamientos de su ayudante eran incoherentes y confusos, al menos seguía con vida.
No se sentía muy contenta con la relación numérica. Las doce últimas horas habían sido frenéticas, y empezaba a resentirse. El conjuro que había utilizado la noche anterior contra la Guardia de Sangre solo funcionaba en la oscuridad, y necesitaba de todas sus fuerzas. Atrapar a un ghoul solitario por sorpresa en un restaurante y aplastar su corazón había sido fácil, pero enfrentarse a seis de ellos y eliminarlos era otro asunto.
Ella misma era un ghoul, así que era más fuerte y rápida que la mayoría de los humanos. Al servir a Anis, era aún más poderosa que los ghouls normales. Sin embargo, no era ni invulnerable ni inmortal. Podía morir... igual que sus enemigos.
Ese último pensamiento decidió su curso de acción. Sus oponentes eran humanos, no vampiros, y aún poseían rastros de emociones. Era posible sorprenderles y desviar su atención por unos instantes, aunque quizá no con medios ordinarios. Los ghouls del Sabbat solían ser lunáticos dementes. Aunque los hombres que había en la otra sala no estaban físicamente alterados, como era el caso de muchos servidores de la secta, sus mentes eran extrañas. Llevaría mucho tiempo aturdirlos hasta llevarlos a la inacción.
Con un gesto decidido, Alicia se despojó de su ropa interior. Necesitaba la mayor libertad para lo que pensaba hacer.
Era una mujer excepcionalmente bella y estaba en plena forma. Aunque tenía varios siglos, su cuerpo apenas había envejecido desde que se convirtió en la ghoul de Anis. Físicamente apenas llegaba a los veinticinco. Su cuerpo era fuerte, esbelto y tenía un buen tono muscular. Hacía ejercicio con regularidad y tenía los reflejos y la habilidad de un buen atleta. Era una experta gimnasta.
Dando una gran bocanada de aire, abrió la puerta que conducía al salón del apartamento.
—¿Me buscabais? —preguntó a los atónitos ghouls. —Aquí me tenéis.
Eran asesinos entrenados, locos y enfermos dedicados al servicio del Sabbat. La vida humana no significaba nada para ellos, pero aún era posible confundirles. El ver a su presa en el umbral a su espalda les había cogido por sorpresa. Antes de que pudieran alzar las armas, Alicia voló por la habitación con una eléctrica serie de tumbos y volteretas. Los ghouls, sorprendidos, olvidaron por unos segundos sus armas. Era todo el tiempo que Alicia necesitaba.
Sanford Jackson estaba colgado boca abajo en un crucifijo invertido orientado hacia los ascensores. Sus ropas estaban totalmente destrozadas por innumerables cortes. Bajo su cabeza, en una bandeja de plata, había un enorme cuchillo de carnicero. Su rostro y su pecho estaban cubiertos de sangre, y solo el más leve movimiento de su cuerpo al respirar indicaba que seguía con vida. El rostro de Alicia enrojeció, tanto con su propia furia como con la de Anis. Su mente se cubrió de negrura.
El ghoul más rápido había empezado a preparar su ametralladora cuando Alicia lo golpeó con sus pensamientos. El hombre aulló de dolor, olvidando el arma. Su rostro enrojeció por la sangre que acudía a la cabeza. Con los ojos saliendo de sus órbitas cayó de rodillas, aumentando la intensidad y el volumen de sus gritos. Con el sonido de una calabaza podrida aplastada con un martillo, la cabeza del ghoul explotó, rociando a sus compañeros con una materia gris y rojiza.
Otro se derrumbó en el suelo, retorciéndose espasmódicamente cuando su corazón dejó de latir. El tercero y el cuarto llegaron a sacar las armas, pero terminaron apuntándose mutuamente a la cabeza. Ninguno de los dos pudo evitar apretar el gatillo, ni consiguió esquivar las balas perforadoras que destrozaron sus cráneos.
Quedaban dos asesinos. Rodeados de muerte y destrucción, los ghouls lograron de algún modo dar un paso atrás y levantar sus armas. Nunca tuvieron oportunidad de disparar.
A su espalda, la enorme cruz de madera que sostenía a Sanford Jackson cayó al suelo. Involuntariamente, los dos ghouls se dieron la vuelta. Alicia, acuclillada a seis metros de distancia, aprovechó perfectamente la ocasión.
Los ojos de los dos brillaron. Tiraron sus armas al suelo y, rodeando el crucifijo caído, se dirigieron hacia las puertas del ascensor más cercano. Cada uno tomó una de las hojas y empujó hasta abrirlas, dejando al descubierto el hueco. La cabina se encontraba cuarenta plantas más abajo. Sin una palabra, los dos dieron un paso al frente y cayeron como piedras.
Sacudiendo la cabeza atónita, Alicia se acercó a su ayudante, que miró hacia arriba con ojos cansados.
—Bonita actuación —murmuró a través de sus labios magullados. —No sabía que fuera una acróbata. Cuando llegó ya me estaba empezando a marear de estar boca abajo.
—¿Cómo demonios conseguiste tumbar esta cosa? —preguntó Alicia arrodillándose junto a la cruz. Dejando fluir la fuerza hacia sus dedos, arrancó las cuerdas que mantenían a Jackson atado.
—Cuando me ataron simulé estar apenas consciente —respondió. —Tenía los músculos relajados, lo que me permitía un cierto movimiento. Cuando le oí a usted y los disparos, pensé que sería necesaria una distracción. Tensé los músculos de las piernas, me impulsé hacia arriba y desequilibré la cruz. Es un truco que aprendí en Vietnam.
Sonrió, haciendo que varios cortes en su cara y en su pecho comenzaran a sangrar.
—No es la primera vez que me crucifican.
—Me sorprende que sigas vivo —dijo Alicia mientras le ayudaba a sentarse. —Creía que estarías muerto.
—Me estaban reservando para cuando usted apareciera por el ascensor —dijo. —Creo que tenían pensado cortarme la garganta en cuanto las puertas se abrieran. Se suponía que la visión de mi sangre cayendo sobre la bandeja la detendría, dándoles la posibilidad de destrozarla en un fuego cruzado.
—Pues tenían que haberme esperado haciendo números circenses —sonrió Alicia. Eso sí que hubiera sido una sorpresa. He matado a seis de ellos. ¿Sabes si hay más en el edificio?
—Nueve de esos hijos de puta me siguieron hacia el norte —dijo Jackson. —Recuerdo que uno de ellos habló de poner vigilantes en la calle.
—Entonces ya van siete —dijo Alicia. —Ahora me encargaré de esos otros dos. No escaparán. Pero lo primero es limpiarte y ponerte de nuevo en funcionamiento.
—No hay problema —dijo Jackson tratando de levantarse. Se derrumbó sobre el suelo con un gemido después de incorporarse unos centímetros. —Pensándolo mejor, creo que necesitaré algo de ayuda.
Alicia medio arrastró a Jackson hasta un sofá cercano. Había recibido una buena paliza de los ghouls, pero no tenía nada roto. Empleando un rollo de cinta quirúrgica y un antiséptico, Alicia cubrió sus heridas como mejor pudo.
—No tiene buen aspecto —dijo mirando los cortes y magulladuras—, pero sobrevivirás.
—Estaría bien —dijo Jackson—, si no fuera por la sensación de haber sido atropellado por un tanque.
Tenía los dos ojos morados, las mejillas abiertas y los labios partidos.
—Y bien, señorita Alicia, dígame.
—¿El qué? —preguntó.
—¿Qué tal le ha ido a usted?
CAPÍTULO 8
Nueva York: 25 de marzo de 1994.
Dos horas más tarde, Alicia sintió de nuevo que tenía el control. Los dos ghouls restantes habían sido localizados y eliminados. Sabiendo que tres muertes inesperadas en el vecindario en una sola mañana podrían despertar algunas sospechas, creó en sus mentes una abrumadora compulsión por investigar el fondo del Río Hudson. Sus órdenes sugerían específicamente que lo intentaran sin equipo de buceo. El índice de suicidios de Nueva York era tan alto que dos víctimas más no aparecerían en los periódicos.
Mientras se encargaba de los ghouls, un equipo de especialistas en limpieza visitó el apartamento y se encargó de la sangre y los cadáveres. Después, el médico del edificio examinó las heridas de Jackson. El exsoldado recibió órdenes estrictas de permanecer en la cama durante al menos una semana, descansando todo lo posible. El doctor sabía por experiencia previa con el mismo paciente que le desobedecería, pero no dejaba de intentarlo.
Quince minutos después de la marcha del médico, Jackson estaba en el teléfono dando órdenes al personal del edificio para transferir el control de las diversas empresas Varney a las oficinas regionales repartidas por todo el mundo. Varios miles de empleados descubrieron que estaban de vacaciones hasta nuevo aviso. Esa misma noche se iba a cerrar el rascacielos, y no se sabía cuándo volvería a abrirse.
Cuando Alicia regresó de la caza ya había comenzado el éxodo masivo. Después de enfrentarse en el pasado a diferentes desastres, había estructurado su vasto imperio financiero de modo que la autoridad pudiera desviarse a las oficinas regionales con un trauma mínimo. La Corporación Varney seguiría funcionando con toda tranquilidad, pero no sería dirigida desde las oficinas en Nueva York.
—¿Has llamado a nuestra empresa de relaciones públicas? —preguntó Alicia. Vestía unos pantalones negros ajustados, una camiseta negra y botas negras de tacón. De su cuello colgaba un símbolo plateado. —¿Saben ya cómo darle un giro positivo a la situación?
—Harán todo lo posible —dijo Jackson. Como único gesto hacia las órdenes del doctor, en vez de estar de pie permanecía sentado. Entre llamadas telefónicas estaba devorando un filete con patatas cocidas y un batido de chocolate. —Va a hacer falta mucha imaginación para explicar de forma satisfactoria el cierre del edificio.
—Les pago una fortuna para que den un giro positivo a todos nuestros negocios —dijo Alicia. —Ya inventarán algo.
—¿Cuándo quiere que nos marchemos? —preguntó Jackson. —Asumo que tiene usted planificada nuestra retirada.
—Deberíamos irnos antes del anochecer —dijo Alicia. —Será entonces cuando lleguen los vampiros.
—¿Deberíamos? —repitió Jackson. —¿A qué se refiere?
—La muerte de unos cuantos ghouls no molestará a Melinda —dijo Alicia. —Considera a los humanos prescindibles. Carne de cañón. La regente los envió porque son capaces de operar durante el día. A no ser que haya perdido el juicio, sabe que no conseguirán dañarme. Quiere que sepa que haga lo que haga, vaya donde vaya, me seguirá. Estoy segura de que esta noche llegarán las verdaderas topas de asalto.
Sonrió con ferocidad.
—Necesito enviarle un mensaje de vuelta, tanto a ella como a sus leales seguidores. Algo desagradable que deje claro que Alicia Varney no se asusta fácilmente.
—Lo que usted quiera —dijo Jackson—, aunque suena peligroso.
—No haremos más que poner un cebo y marcharnos —dijo Alicia, viendo cómo su lugarteniente se comía la patata cocida. —No es por cambiar de tema, pero... ¿podrías decirme cómo fuiste capturado y cómo te trajeron hasta aquí?
Jackson se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar, me temo —dijo mientras cortaba el filete. —La explosión y el incendio posterior sacudieron la furgoneta, pero tanto el equipo como yo estábamos básicamente intactos. Como sabe, grabamos todo el encuentro desde lejos, empleando lentes telescópicas de alta potencia. Estaba preocupado por usted, así que revisé los últimos minutos de la cita anteriores a la explosión, fotograma a fotograma. Aquella revisión demostró ser fascinante.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Alicia. —¿Qué viste?
—Cuatro segundos antes de la explosión usted se desvaneció de la imagen. Fue como un interruptor que apagara una lámpara. En un fotograma aparecía usted y una centésima de segundo más tarde se había evaporado. Supuse que eso significaba que había escapado hacia las cápsulas de soporte vital.
—¿Qué ocurrió con el hombre que había a mi lado? —preguntó Alicia, intrigada por el modo en que McCann había logrado escapar de la explosión.
—Que me aspen si lo sé —respondió Jackson. —Desapareció de la imagen un instante antes que usted. La imagen muestra un borrón en medio de la pantalla durante algunos fotogramas, pero inmediatamente después tanto la mancha como el tipo desaparecen. Bastante siniestro.
Alicia torció el gesto. Odiaba los misterios, y sabía por experiencia que cualquier cosa que rodeara a Lameth tenía que ver con algún misterio.
—Continúa —dijo. —¿Qué sucedió a continuación?
—Llegaron los bomberos, seguidos por su jefe. Echó un vistazo al lugar y decidió marcharse. No estaba dispuesto a arriesgar a sus hombres en un fuego de aquella intensidad, especialmente con los disturbios que se producían por toda la ciudad. Era mucho más sencillo situar algunas barreras y decirle a todo el mundo que iban a dejar que se apagara solo. Hizo exactamente lo que esperaba que hiciera. Es un hombre de soluciones sencillas.
—Es sorprendente lo mucho que se preocupan los políticos por el presupuesto cuando el problema se produce en un barrio pobre —dijo Alicia. —Da igual. ¿Cuándo llegaron los ghouls?
—No aparecieron hasta la tarde siguiente —respondió Jackson. —Despedí a nuestros equipos y esperé en la furgoneta a que el fuego se extinguiera. Suponía que le gustaría que estuviera allí cuando saliera de la cápsula, así que me puse a esperar. —Sacudió la cabeza. —Nos va a costar muchísimo dinero explicar la pérdida del material de la NASA. A nuestro congresista no le gustará saber que varios miles de millones en tecnología espacial ardieron en un incendio.
—Ya nos preocuparemos más tarde de eso —dijo Alicia. —¿Dijiste que los ghouls llegaron por la tarde?
—Alrededor de las cuatro —dijo. —Irrumpieron en la furgoneta mientras echaba una cabezada. Esos cabrones arrancaron la puerta de cuajo. Intenté luchar, pero eran mucho más numerosos que yo. No pude hacer nada.
—No te preocupes por eso —dijo Alicia. —Hiciste lo que pudiste.
—Me empaquetaron como un pavo de Navidad y me arrojaron al asiento trasero de una limusina. Un bicho más hablador que los demás me dijo que me necesitaban vivo uno o dos días, y que de no ser así me hubieran arrojado a las llamas. —Jackson se tocó un gran chichón sobre el ojo derecho. —Vivo no quería decir intacto. Se turnaron para golpearme durante todo el viaje. Parecían divertirse. Buenos chicos.
—Al Sabbat no le gusta usar muchos ghouls, como a la Camarilla —dijo Alicia. —Sus antiguos creen que los humanos no son más que comida, así que los que utilizan suelen ser perros de ataque. Salvajes, brutales, extremadamente leales y carentes de inteligencia.
—No estaban seguros de cuando regresaría usted a la ciudad —dijo Jackson. —Usaron mi cabeza para abrirse paso hasta el ático. Sorprendentemente, llevaron la madera para la cruz desde D. C. en una segunda limusina. Esos payasos estaban dispuestos a montar el número.
Alicia se acercó hacia el gran ventanal, que le ofrecía una espectacular vista del oeste de Manhattan. Observó las azoteas de los edificios con expresión pensativa. El sol, anaranjado por la polución, se acercaba a las Empalizadas de Nueva Jersey. En unas horas caería la noche y llegaría el ataque de los Vástagos.
—Melinda no eliminó a Justine hasta anoche —dijo Alicia—, pero aquellos ghouls te capturaron el día anterior a que la regente recuperara el control del Sabbat. Por separado, los hechos no parecen demasiado importantes. Sin embargo, si se unen arrojan una desagradable conclusión.
—Parece evidente que Melinda no actuaba por impulso cuando se enfrentó a la arzobispo —dijo Jackson. —Usted era el objetivo mucho antes de que destruyera a Justine. Ya tenía su operación en marcha.
—Lo que también significa que Melinda sabía que yo no iba a estar presente cuando atacó el almacén anoche —siguió Alicia. —El único modo de que lo supiera era que conociera dónde me encontraba en realidad. Como estaba atrapada, era incapaz de acudir al rescate de Justine.
—Tiene sentido —dijo Jackson. —Parece que todo el plan estaba preparado con anterioridad.
—Estoy seguro de que hubo pequeños ajustes —dijo Alicia. —No se esperaba que yo sobreviviera al infierno del Depósito de la Armada, pero el plan básico no necesitó muchos cambios. Parece ser que el ataque del Sabbat contra Washington y la ejecución de Justine estaban diseñados y ejecutados con el objetivo de devolver a Melinda Galbraith al poder, más fuerte que nunca... y que el cerebro que controlaba ambos acontecimientos era la Muerte Roja.
Jackson rió sin humor.
—¿Le sorprende?
—En realidad no —dijo Alicia. —Estoy impresionada, pero no me supera. La Muerte Roja es bastante astuta. Ha ganado algunas escaramuzas, pero la gran batalla aún no se ha producido. Esa será la que cuente en realidad, y no tengo intención de perder.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jackson.
—Quiero estudiar una profecía —dijo Alicia. —Espero que determinado jugador de cartas pueda ayudarme a encontrar a alguien.
—¿Encontrar a alguien? —repitió Jackson. —¿A quién?
—A un vampiro llamado Hombre Rata —dijo Alicia. —Tiene las respuestas... si sé cómo hacer las preguntas adecuadas.
CAPÍTULO 9
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
El sonido de la lluvia golpeando el lateral del camión despertó a Junior. Casi dormido, observó los números brillantes del reloj que había junto a su saco de dormir. Habían pasado unos minutos de la medianoche. Madeleine ya llevaba algunas horas fuera y Pablo estaba montando guardia en la cabina... suponiendo que no hubiera vuelto a dormirse. Era una lechuza, y le gustaba oír la cháchara de la Banda Ciudadana y permanecer despierto en la madrugada.
—Ey, Junior —susurró Sam. —¿Eres tú?
—¿Quién iba a ser, gilipollas? —preguntó Junior. —¿A quién esperabas? ¿A Freddie?
—No —dijo Sam. —Espero que no. Está lloviendo.
—Vaya si llueve. A veces pasa. Hace que las flores y todas esas cosas crezcan. Calla y duérmete.
—No puedo —dijo Sam. —Antes tengo que ir al baño.
Junior gimió. Como vampiro, Madeleine no tenía las necesidades de los seres humanos normales. No bebía ni comía, y tampoco necesitaba cuarto de baño. Los últimos días habían estado utilizando los aseos de las gasolineras, pero ahora estaban aparcados en medio de ninguna parte.
—Hay un servicio en la estación abandonada —dijo Junior, recordando vagamente cómo era el parque. Puedes ir ahí.
—Pero eso está muy lejos —respondió Sam. —No quiero ir hasta allí en la oscuridad. Además, está lloviendo. Me iba a calar, y no tenemos toallas.
—Sí, sí —dijo Junior. Estaba cansado y no tenía ganas de discutir. Sam era el niño del grupo. No era fuerte como Junior. —¿Por qué no lo haces debajo del camión? No te mojarás demasiado. Seguro que no es muy cómodo cagar debajo de las ruedas, pero al menos estarás seco. ¿No suena genial?
—No —respondió Sam—, pero es mejor que nada. Solo quiero mear.
—Bueno, pues lárgate y cállate de una puta vez. Tengo que dormir, ¿vale?
—Sí —dijo Sam, poniéndose en pie. Su voz se hizo nerviosa. —¿Te puedes quedar despierto hasta que vuelva?
—Sí, Sam —respondió Junior. —Me quedaré despierto. No te va a pasar nada. Recuerda que trabajamos para la señorita Madeleine. Nadie se atreverá a meterse con nosotros.
—Es verdad —dijo Sam. —Somos tipos duros, lo dijiste antes... Somos duros, somos la hostia.
Sam lo repetía una y otra vez mientras abría la puerta trasera del trailer y saltaba al suelo. Junior imaginó que oía a Sam repetir aquellas palabras mientras estaba debajo del camión. La idea le dio un ataque de risa.
Sin embargo, calló inmediatamente cuando oyó cerrarse de un portazo la puerta de la cabina del camión. Oía voces, voces fuertes ininteligibles en la lluvia. Alguien gritó y empezaron a sonar los disparos.
—Mierda —susurró mientras salía del saco de dormir. Ahí fuera estaba sucediendo algo malo. Algo muy, muy malo. Se estaba dirigiendo hacia la salida del remolque cuando el portón metálico se abrió de golpe y fue bañado por la luz de media decena de linternas.
—Hijo de puta —maldijo un hombre, aparentemente disgustado. —Es otro niño.
Junior observó las luces. Era difícil distinguir las figuras, pero tampoco importaba demasiado. Estaba atrapado dentro del camión por un grupo de hombres armados. Correr no le iba a sacar de aquel lío. Tenía que conservar la calma y usar la cabeza.
—¿Quiénes son, señores? —preguntó con su mejor voz infantil—. ¿Qué quieren de mí? No he hecho nada malo.
—Claro, chaval, claro —dijo un hombre fornido de mediana edad, dando unos pasos hacia delante. Su rostro era rojo como un tomate, vestía un traje arrugado y no parecía demasiado contento. En una mano sostenía una pistola de gran calibre apuntada directamente hacia Junior. —Eres dulce e inocente. ¿Dónde está la nena?
—¿Nena? —preguntó Junior, tratando de parecer inocente y confundido. —¿Qué nena?
—La nena dueña de este camión —dijo el hombre. —Olvídate de esa mierda inocente, gilipollas. Dinos dónde está la zorra Giovanni o terminarás como tu amigo.
El hombre señaló con un dedo. Alguien lanzó un gruñido y Pablo apareció dando tumbos sobre el suelo del camión. Bajo su cuerpo se podía ver un hilillo de sangre que se concentraba en su cabeza.
—Trató de correr en el momento menos apropiado —dijo el hombre de la cara roja. —No cometas el mismo error, chaval.
La garganta de Junior se secó y no pudo evitar parpadear atónito. Pablo estaba muerto. Asesinado. Hacía unas horas había estado riendo, bromeando y comiendo patatas fritas, pero ahora no era más que arcilla sin vida, asesinada por aquellos cabrones. Las lágrimas luchaban por salir, pero no lloró.
—N-no sé de qué me están hablando —dijo Junior con la voz constreñida por la emoción. No tuvo que fingir para ello. —S-solo encontramos el camión abierto. Queríamos pasar la noche. N-no queríamos causar ningún problema... de verdad.
—Creo que no miente, jefe —dijo una voz desde el círculo de luces. —Una tía tan peligrosa no iba a dejar a tres mocosos cuidando de su camión.
—Y un huevo —dijo el hombre de la cara roja. —¿Y entonces por qué corrió este cabrón —dijo dando una fuerte patada a Pablo— hacia el bosque cuando le sacamos de la cabina?
—P-puede que creyera que su padre les había contratado para dar con él —dijo Junior mientras su cabeza funcionaba a toda velocidad. —Su p-padre está loco y no deja de pegarle con la correa... Estaba escapando de su casa, como yo.
—Dos niños escapados descubren un camión en medio de la carretera y deciden quedarse a pasar la noche —dijo el hombre con una sonrisa socarrona. —Llegan, se encuentran la puerta abierta y hasta encuentran las llaves puestas. Qué conveniente.
—A saber qué piensa la Giovanni, jefe —dijo la misma voz anterior. —Puede que creyera seguro dejar el camión vacío. ¿No es así, señor Lazzari?
Entonces oyó otra voz y Junior tragó saliva. Esta era fría como el hielo, como el siseo de una enorme serpiente. Recordando lo que la señorita Madeleine les había dicho antes de marcharse, Junior no tenía dudas de que se trataba de un Vástago. Si era así, la vida humana no significaba nada para él.
—En mi país —dijo el monstruo llamado Lazzari—, ningún ganado se atreve a tocar nada que lleve el sello de los Giovanni: Es concebible que Madeleine dejara el camión como ha dicho el joven. La arrogancia de su clan no conoce límites. Por lo que respecta a esa zorra, todo es posible.
—Mierda —dijo el hombre de la cara roja. Parecía preocupado. Con un gesto de la mano, llamó a uno de los matones a su lado, un gigante con gafas de sol. En una mano llevaba una ametralladora semiautomática y en la otra una linterna. —Alvin, registra este puto remolque. Veamos si la historia de este pequeño hijo de puta es cierta.
Junior cerró fuertemente los ojos cuando el gigante, oscilando el arma, se dirigió hacia el fondo del camión. Rezó en silencio por que Sam tuviera el juicio de permanecer escondido. Si lo hacía, era posible que consiguiera sobrevivir.
Sobre su propia vida prefería no hacerse ilusiones. Aquellos tipos eran asesinos. Habían matado a Pablo, y con él iban a hacer lo mismo. Aquella gente nunca dejaba cabos sueltos, y su trabajo era cargarse a la gente. No había escapatoria.
No le preocupaba demasiado. Su vida, salvo los últimos días, no había sido más que una contínua racha de mala suerte. La señorita Madeleine sería una vampira, pero era la única persona que le había tratado bien. Estaba dispuesto a devolverle el favor. Pasara lo que pasara, no iba a traicionar su confianza.
El gigante al que el hombre de la cara roja había llamado Alvin volvió poco después. En la mano izquierda llevaba una bolsa vacía de patatas fritas.
—Es el escondite de la dama, eso seguro. Ahí está su ataúd, y dos sacos de dormir. Hay basura por todas partes.
—La zorra ha salido —dijo el tipo con voz de serpiente. El señor Lazzari, pensó Junior. El hombre entró en el círculo de luz creado por las linternas. Era bajo y poderoso, su piel era blanca y el cabello era totalmente negro. Sus ojos tenían reflejos rojizos y llevaba las manos enguantadas. —Hemos llegado demasiado tarde. Mala planificación, Tony.
Tony, el hombre de la cara roja, tembló sin decir nada. Le asustaba su compañero, y era fácil suponer el motivo. La señorita Madeleine podía ser un vampiro, pero este Lazzari era un auténtico monstruo.
—Parece que tendré que volver a presentar la recompensa por su captura como estaba previsto —dijo Lazzari. —Que así sea. Los deseos del Don son ley. Ejecutarla hubiera sido un placer, pero tendré que buscar otra diversión.
El vampiro observó a Junior.
—Dime, joven —dijo suavemente con los ojos brillantes. —¿Has llegado a conocer el verdadero sabor del cuerpo de una mujer? ¿Eres un hombre, o sigues sin ser más que un muchacho?
—¿D-de qué me está hablando? —preguntó Junior evitando su mirada. Madeleine era capaz de saber si mentía con solo mirarle a los ojos, y no quería arriesgarse a que este vampiro fuera todavía peor. —No me gustan las chicas. Son idiotas.
—¿Te han follado alguna vez, chaval? —preguntó Tony, cada vez más rojo. Su voz era un chillido agudo, asustado. Junior no sabía exactamente de qué, pero no quería averiguarlo. Dijo la verdad.
—No.
—Qué suerte —dijo el señor Lazzari. Se dio la espalda y abandonó la luz. —Entonces esta excursión no ha sido una completa pérdida de tiempo. Coge al chico, Tony. Ha visto demasiado para dejarlo atrás. Al menos me proporcionará unos momentos de diversión más tarde.
—Como diga, Don Lazzari —respondió Tony, apenas audible. El color le estaba abandonando, convirtiendo su cara en una máscara pálida. —Usted manda.
Dos matones aferraron a Junior por los brazos, inmovilizándolo. Lo levantaron del suelo y lo llevaron fuera. La lluvia se había convertido en una espesa niebla que lo cubría todo. Aparcado a pocos metros del camión había tres grandes limusinas negras. Los motores rugieron desafiantes en la oscuridad.
—Destruid el camión —dijo el vampiro mientras entraba en el primer coche. Llevaron a Junior hasta una puerta abierta en el tercer vehículo. —Usad muchos explosivos. Quiero que esa zorra sepa que estamos tras ella, y que no hay lugar donde pueda ocultarse.
En silencio, Junior rezó por que Sam tuviera el juicio suficiente para arrastrase hasta los bosques antes de que el camión explotara. Si su amigo sobrevivía, aún era posible que encontrara a la señorita Madeleine y que le hablara de su rapto. No era mucho, pero sí la última esperanza que le quedaba.
CAPÍTULO 10
París, Francia: 25 de marzo de 1994.
Tras caminar otros veinte minutos, Le Clair comenzó a sospechar. Aunque llevaban varias horas en los túneles, aún no habían visto rastro alguno de Phantomas. Los pasadizos seguían y seguían, sin llegar a ninguna parte.
—Aún siento la presencia del Nosferatu —le dijo a Baptiste, frustrado. —El antiguo está en alguna parte, en el corazón de este laberinto. Antes lo detecté frente a nosotros, pero ahora está a nuestra derecha.
El gigante sacudió la cabeza.
—No entiendo. ¿Qué significa eso, Le Clair?
—Estamos dando círculos a su alrededor —respondió sombrío. —En vez de dirigirnos hacia su guarida, este túnel la rodea sin llegar a atravesarla. No tiene sentido. ¿Por qué construir pasadizos que no se conectan con el nudo central?
—Es posible —dijo Baptiste con el ceño fruncido por la concentración— que Phantomas cerrara las puertas al oírnos entrar.
—No hay puertas, canchón — saltó Le Clair. Se preguntaba por qué se molestaba en decirle nada a Baptiste. El gigante era un completo idiota. —Estamos en un laberinto, no en una casa de huéspedes. No hay pasadizos con paneles...
Entonces se detuvo, pensando exactamente en lo que iba a decir.
—Paneles deslizantes —terminó. —Merde.
Baptiste sonrió, como si comprendiera que había dicho algo importante. No sabía qué era, pero la expresión de Le Clair dejaba claro que podía ser una solución.
—Los Nosferatu son un culto de locos paranoicos —dijo Le Clair. —Construyen inmensas guaridas bajo tierra y las llenan de trampas para mantener alejado a algún hombre del saco. Ese es nuestro problema: Phantomas diseñó estos túneles, y tiene miedo de su propia sombra.
—¿Qué pasa con las puertas deslizantes, Le Clair? —preguntó Baptiste, ansioso por descubrir más sobre aquel hallazgo. —¿A qué te referías?
—Ese es el secreto del laberinto, amigo mío —respondió. —Hemos seguido pasadizos que se retuercen como las ideas de un poeta loco y que no conducen a ningún sitio. Sin embargo, sospecho que muchos de ellos se conectan en realidad con el corazón del laberinto. Lo que ha hecho Phantomas ha sido bloquear esos túneles con muros móviles. Estamos trazando un gigantesco círculo alrededor del sanctum del Nosferatu. Si seguimos lo suficiente, podríamos terminar donde empezamos.
—¿Entonces no hay forma de llegar al centro? —preguntó Baptiste frunciendo el ceño. —¿Cómo entra y sale Phantomas de su cuartel general?
—Las paredes se mueven, conchan —dijo Le Clair fríamente. Echaba de menos a Jean Paul. —Eso es lo que he estado intentando decir. Se pueden deslizar de diferentes maneras, cambiando la forma del laberinto. Cuando Phantomas quiere marcharse, pulsa un botón y aparece un camino limpio y directo hacia la superficie. Cuando hay intrusos en los túneles, pulsa otro y voilá, reaparece un gigantesco laberinto que no conduce a ninguna parte. ¿Entiendes ahora?
—Eso creo —dijo Baptiste lentamente. —Somos como insectos en un laberinto de juguete. Queremos llegar al centro, pero el jefe no nos lo permite, tapando todas las entradas. Es un juego que no podemos ganar, porque las reglas las hace Phantomas. ¿Qué vamos a hacer?
Le Clair rió con un ruido cruel que resonó en todo el pasadizo.
—Dejaremos de seguir las reglas de Phantomas, amigo mío. Inventaremos las nuestras, unas que nos conviertan en ganadores.
—¿Nuevas reglas? —dijo Baptiste confuso. —No sabía que pudiéramos hacer eso.
—Eso es lo que nos hace especiales —dijo Le Clair. Nos negamos a ser gobernados por las decisiones de otros. Somos nuestros propios amos.
—¿Cuándo empezamos? —dijo Baptiste. —Estoy aburrido de andar por estos túneles. Cambiemos las reglas ahora mismo.
—Eso mismo pienso yo —respondió Le Clair. —Ahora guarda silencio. Tengo que concentrarme.
Cerrando los ojos, el vampiro tanteó con su mente. Podía sentir la presencia de Phantomas en el laberinto, pero lo que necesitaba era situarlo exactamente, encontrando luego un camino que llevara hasta él.
—Sígueme —dijo tras unos instantes. Con los ojos aún cerrados, colocó su mano izquierda en el muro interior y comenzó a deshacer lentamente el camino recorrido. Ansioso por entrar en acción, Baptiste marchó detrás de él.
Avanzaron unos treinta metros antes de que Le Clair se detuviera. Paró y se giró sobre sus tobillos hasta encararse con su compañero. Con la mano derecha tocando la pared y los ojos muy cerrados, dio cinco pasos hacia atrás, hasta que al final se detuvo. Se volvió hacia la pared.
—Está más cerca de este punto —declaró abriendo los ojos. —Desde aquí siento más claramente la presencia del antiguo.
Miró a Baptiste.
—Dijiste que estabas cansado de andar. Muy bien. Nuestra presa está tras esta pared. Ahí debe haber un pasadizo que conduzca directamente hacia él, más allá de las piedras. Encuéntralo.
Baptiste observó la roca sólida y después se giró hacia Le Clair, encogiéndose de hombros. Nunca discutía las órdenes de su compañero. Era la cruz de su relación, y así había sido desde su Abrazo. Le Clair pensaba y él proporcionaba el músculo.
—Apártate —le dijo apretando fuertemente los puños. No va a ser fácil.
Le Clair se apartó unos metros
—Adelante —le ordenó. —Estoy seguro de que al otro lado hay un pasadizo.
—Eso espero —declaró Baptiste mientras descargaba sus enormes puños contra la piedra. Sus manos parecían de acero, y los fragmentos de roca comenzaron a volar. Golpeó el mismo punto con el otro puño, esparciendo esquirlas por todo el pasadizo. Firmemente plantado sobe el suelo, el gigante martilleó la pared como una bola de demolición.
Una decena de golpes demostraron ser suficientes. Baptiste cayó hacia delante cuando su puño derecho atravesó la barrera. Después de recuperar el equilibrio, sonrió y sacó el brazo, destrozando la roca con sus dedos.
—Ha sido fácil —dijo. —En el otro lado está abierto.
—Por supuesto —dijo Le Clair, controlando su temperamento. La fuerza de su compañero era una contínua fuente de sorpresas. Insultar a Baptiste, especialmente ahora que Jean Paul había desaparecido, podía ser peligroso. —Te dije que ahí tenía que haber un pasadizo. Amplía el hueco para que podamos arrastrarnos.
—No hace falta que nos arrastremos —dijo, dando un paso atrás y arrojándose contra el muro. Todo el pasadizo vibró con el impacto y la pared se movió un centímetro. Cuando empezaron a caer fragmentos del techo, Le Clair comprobó el túnel. Parecía estable. Baptiste, que nunca se preocupaba por los efectos de sus acciones, se lanzó una segunda vez.
Con un crujido el muro se colapso, revelando un pasadizo perpendicular a aquel en el que se encontraban. El gigante, cubierto de polvo pero ileso, sonrió. Se encontraba en el espacio entre los dos túneles.
—Mira —dijo orgulloso. —No hace falta arrastrarse cuando podemos entrar andando.
—Una demostración impresionante —dijo Le Clair entrando en el nuevo pasadizo. —Este túnel conduce en la dirección correcta. El Nosferatu está directamente frente a nosotros. No puede andar lejos.
—Quiero su sangre —dijo Baptiste mientras comenzaban a avanzar rápidamente. —Me la he ganado.
—Así es, amigo mío —dijo Le Clair. —Sin embargo, primero hay que atraparle. Creo sospechar que aún puede haber un obstáculo o dos en nuestro camino.
—¡Mira! —gritó el gigante, su voz resonando en todo el pasadizo. —¡Ahí está, frente a nosotros!
Los ojos de Le Clair se abrieron asombrados. Su compañero tenía razón. A veinte metros, observándolos con calma, estaba la criatura más fea que había visto jamás. Tenía que ser Phantomas. Era bajo y fornido, con una piel moteada del color del queso mohoso y ojos que brillaban en la oscuridad con el tono de la sangre. Estaba sonriendo.
—Cuidado, Baptiste —gritó Le Clair mientras el gigante se lanzaba hacia delante. —Hay algo extraño en ese pasillo.
La advertencia llegó a tiempo, ya que Baptiste se detuvo en seco a unos siete metros. Le Clair corrió a su lado y vio el pozo.
El túnel terminaba abruptamente en el extremo de un gigantesco agujero en la tierra. Tenía diez metros de diámetro y separaba los dos extremos del corredor. Las paredes verticales caían cien metros, y en la oscuridad Le Clair creyó poder distinguir enormes escarpias metálicas surgiendo del fondo. Estaba convencido de que aquellas puntas no eran el único peligro.
Phantomas se encontraba a menos de diez metros, pero podían haber sido kilómetros. No había ningún puente que cruzara la sima.
—Hemos venido a por su sangre, monsieur Phantomas —gritó atrevidamente Baptiste. —No podrá escapar de nosotros.
—Eso explícaselo al pozo —respondió el Nosferatu. Su voz era sorprendentemente suave para alguien tan feo. —Te está esperando.
A la espalda de los dos vampiros llegó el sonido de la roca moviéndose contra la roca. Le Clair se giró y maldijo. El pasadizo por el que habían llegado se había cerrado con una enorme puerta de piedra que ocupaba todo el túnel, cortándoles la retirada. Se encontraban en una sección de tres metros de longitud por uno y medio de anchura. Unas maquinarias invisibles se activaron, y lenta pero constantemente la plataforma sobre la que se encontraban comenzó a alzarse, inclinándose hacia el pozo. Le Clair gritó asustado. En meros segundos la placa estaría vertical y los arrojaría al abismo. No podían hacer nada por evitarlo.
—Adiós, estúpidos —dijo Phantomas. Tras esto se dio la vuelta y regresó a su sanctum, dejándolos solos para enfrentarse a su destino.
—Rápido, Baptiste —dijo Le Clair mientras la plataforma seguía inclinándose. —Aún hay una oportunidad. ¿Recuerdas la mansión en Transilvania? Me lanzaste sobre el suelo derrumbado. Hazlo otra vez. Tírame al otro lado, ¡pero asegúrate de apuntar bien!
Obediente, Baptiste levantó a Le Clair sobre su cabeza.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó de repente. —No puedo arrojarme a mí mismo.
—Haz lo mismo que la otra vez —dijo Le Clair. —Tus piernas son fuertes. Salta. Si necesitas ayuda yo te cogeré.
—Es un buen plan —declaró el gigante.
Sin más palabras, arrojó a Le Clair sobre el abismo. Durante un momento el pequeño vampiro vio cómo se dirigía hacia los muros. Su mente se llenó de pensamientos sombríos, pero antes de que pudiera cerrar los ojos se descubrió en el suelo al otro extremo del pasadizo. Baptiste había realizado un lanzamiento perfecto.
—¡Ahí voy! —gritó el gigante mientras su compañero se ponía en pie a toda prisa y corría hacia el fondo del túnel. El gigante estaba en un equilibrio precario en el borde del abismo, con la plataforma de piedra empujándole la espalda. —¡Ya!
Ni siquiera Baptiste era lo suficientemente fuerte como para saltar diez metros sin carrerilla alguna. Anduvo cerca, pero su cuerpo chocó contra la pared opuesta, cinco metros bajo la entrada del túnel.
Sorprendentemente, no cayó. Los dedos del gigante, fuertes como el acero, se habían clavado sobre la superficie y le habían anclado a la roca. Se encontraba allí colgado, con todo el peso del cuerpo apoyado en sus manos.
Le Clair sacudió la cabeza sorprendido. Creía que por fin se había librado de Baptiste, pero parecía demostrado que era muy difícil de matar. Sin embargo, estaba decidido a poner fin a su carrera.
—Baptiste —le dijo asomándose sobre el borde del pozo. —¿Puedes subir? Sujétate con una mano y usa la otra para crearte otro asidero.
—Lo intentaré —respondió mientras miraba a su compañero con ojos preocupados. Tenía la nariz aplastada contra la cara y sus rasgos estaban cubiertos de sangre. —Tengo que tener cuidado, no estoy bien sujeto.
—No esperes demasiado. Phantomas se ha ido, pero puede volver en cualquier momento. Además, cuanto más estés ahí más te cansarás. Mira a ver si puedes empezar ya.
—L-lo intentaré —dijo Baptiste.
Cuidadosamente, el gigante sacó de la piedra los dedos de su mano izquierda. No sucedió nada. Permanecía inmóvil, con su cuerpo colgado de los otros cinco dedos. Elevó lentamente el brazo izquierdo sobre su cabeza lo más alto que pudo. Entonces, curvando los dedos y extendiéndolos, los clavó en la roca.
Asombrado, Le Clair observó cómo Baptiste tensaba los músculos del brazo extendido, alzándose como una grúa. Los dedos de la mano derecha se liberaron y colgaron a su costado mientras equilibraba su nueva posición. Entonces, sin dudas, Baptiste repitió la operación, subiendo todo lo posible.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha, el gigante escalaba la pared del pozo hacia Le Clair. El pequeño hombre gruñó frustrado. En breves instantes Baptiste llegaría al borde y estaría a salvo. Sabía que no volvería a tener una oportunidad así.
Desesperado, miró el pasadizo. Estaba limpio de escombros: nada que arrojarle. Pensó en sus botas, pero olvidó la idea. Para cuando se las desatara ya sería demasiado tarde. Aún había otra opción. Por mucho que le desagradara la idea de enfrentarse físicamente a Baptiste, era el único camino.
—Vamos —le apremió tumbado sobre el suelo del túnel. Se situó directamente sobre la cabeza de su compañero. Apoyado sobre un codo, esperó a que la cara de Baptiste surgiera del pozo.
Como cuatro inmensos gusanos, los dedos del gigante surgieron en la oscuridad, tanteando. Le Clair frunció el ceño cuando vio cómo los dedos se clavaban en la piedra, a solo unos centímetros. Se puso en guardia, sabiendo que decidir el momento del ataque era crucial.
Durante unos segundos, con la mano izquierda libre, Baptiste estaba sujeto únicamente por sus dedos clavados en el suelo. Centímetro a centímetro, su cabeza surgió del abismo. Primero apareció el pelo, luego la amplia frente y por fin sus ojos. Las pupilas de Baptiste se abrieron asombradas al ver la cara de Le Clair a milímetros de la suya. Aquel era el momento.
Con toda la fuerza de su cuerpo, Le Clair golpeó a Baptiste en la cara. Sus dedos índice y corazón, extendidos como estacas, se hundieron en los globos oculares del gigante, que gritó confuso cuando sus pupilas estallaron. Lanzó hacia atrás la cabeza involuntariamente, tratando de huir del dolor.
La roca se pulverizó cuando los dedos de Baptiste se cerraron en un puño. Le Clair torció su propia mano, golpeando salvajemente con la palma la nariz de su compañero. El brazo de Baptiste empezó a resbalar, hasta que la gravedad entró en acción. Gritando de forma incoherente, el gigante se precipitó al abismo. Sonriendo triunfante, Le Clair contempló la caída de su amigo, que agitaba los brazos desesperado como si tratara de volar. Aterrizó con un ruido enfermizo sobre las inmensas escarpias metálicas, quedando atravesado por una decena de ellas en su horrendo abrazo.
Segundos después, el fuego rugió en el fondo del pozo. Evidentemente, cualquier contacto con el metal disparaba los lanzallamas embebidos en las paredes. Aunque Baptiste hubiera sobrevivido a la caída, las llamas significaban su fin. El gigante había muerto. Los Tres Impíos se habían visto reducidos a uno.
Le Clair se puso en pie. Jean Paul destruido. Baptiste destruido. Solo quedaba él.
Sonrió. Según ciertos filósofos, los fuertes sobrevivían. No era cierto. La fuerza estaba bien, pero la inteligencia era mejor. Y no había nada como la falta de escrúpulos.
CAPÍTULO 11
Viena, Austria: 26 de marzo de 1994.
Etrius abrió la puerta de su estudio y entró. Las luces de la cámara, sensibles a su presencia, se encendieron y comenzaron a arrojar sombras sobre sus rasgos iracundos. Iba retrasado, como era habitual. A pesar de ser uno de los Vástagos más poderosos del mundo, miembro del Círculo Interior de los Tremeré, tenía que aprobar las cuentas y facturas de la Capilla de Viena. Aunque se negaba a admitirlo, tenía una personalidad obsesivo-compulsiva; le era prácticamente imposible delegar autoridad, un rasgo que no le hacía demasiado popular entre los demás miembros de la Orden.
Comprobó la hora en el reloj que había sobre la chimenea mientras se derrumbaba en la silla tras su escritorio. Eran las once y media. Faltaba media hora para la llegada de Elaine, y apenas tenía tiempo para ordenar algunas ideas que tenía sobre su curso de acción. Tomó un bolígrafo y un cuaderno, pero en ese momento se congeló. Algo se había movido en las sombras al otro lado de la cámara.
—¿Quién hay ahí? —exigió con la fuerza de su inmensa voluntad. —Muéstrate.
—Calma, sire —llegó la respuesta. Un hombre bajo y poderoso, con los hombros anchos, el cabello negro y la tez morena, entró en la luz con pasos rápidos y nerviosos. Era Peter Spizzo, chiquillo y agente especial de Etrius.
—No quería sorprenderte —dijo Spizzo mientras se acercaba al escritorio. —La entrada estaba abierta. Siguiendo tus instrucciones, creí conveniente que no se me viera.
Etrius asintió, acomodando su cuerpo en la silla. Estaba totalmente seguro de que la noche anterior había cerrado con llave el despacho, empleando poderosos conjuros para asegurar que nadie irrumpiera en la estancia.
—Me cogiste por sorpresa —admitió Etrius sin dar voz a sus pensamientos. —No sabía que estabas aquí.
—Tengo un gran talento para pasar desapercibido —dijo Spizzo con una leve sonrisa.
—Una habilidad necesaria para un espía —dijo Etrius secamente. Se inclinó sobre el escritorio. —¿Por qué has regresado tan pronto? ¿Qué has descubierto?
—He estado viajando mucho —dijo Spizzo—, empleando los atajos de la Casa de los Secretos. He visitado algunas capillas en Europa y América, haciendo algunas preguntas y saludando a algunos viejos amigos.
La Casa de los Secretos era una misteriosa estructura que existía fuera del espacio y del tiempo normales. Había sido descubierta por un antiguo Tremeré hacía siglos, convirtiéndose rápidamente en uno de los secretos mejor guardados del clan. Nadie sabía quién la había construido ni cuándo. Simplemente existía.
Era un inmenso palacio con miles de habitaciones, muchas de ellas sin explorar. La Casa de los Secretos tocaba al mundo real en cientos de puntos diferentes, permitiendo a un mago Tremeré que entrara en el edificio por una puerta, recorriera tres salas y saliera por otra, a miles de kilómetros de distancia. El uso de los portales dimensionales ayudaba al clan a mantener un fuerte lazo con sus miembros dispersos. Las capillas de todo el mundo estaban construidas sobre las entradas de la Casa de los Secretos, igual que los cuarteles generales en Viena.
—¿Descubriste algo sobre el Conde St. Germain? —preguntó Etrius tamborileando con los dedos en el escritorio. Elaine no tardaría en llegar, y no quería que para entonces Spizzo estuviera allí. Sin embargo, el espía había regresado con un motivo, y Etrius quería conocerlo.
El Tremeré frunció el ceño cuando una extraña sensación nubló su visión. Igual que la noche anterior, sintió repentinamente que otra mente estaba compartiendo su cuerpo, observando el mundo a través de sus ojos, escuchando todo lo que oía. Estaba seguro de que se trataba de Tremeré, en letargo, empleando sus poderes telepáticos. Era una impresión extraña que no le resultaba agradable. Una vez más, la sensación desapareció tan pronto como había llegado.
—Hablé con antiguos que recordaban claramente haber estado con él varias veces en el pasado —dijo Spizzo. —Sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de proporcionarme su descripción, lo que encontré bastante extraño. El Conde dejaba una fuerte impresión en todos aquellos con los que hablaba, pero nadie recuerda su aspecto.
—Ese es otro valioso talento para los espías —dijo Etrius, recuperando la compostura. —¿Por qué recurrir a un disfraz cuando tus rasgos desaparecen de la memoria en cuanto te marchas?
—Exacto —dijo Spizzo. —Nadie fue capaz de decirme tampoco cuándo habían hablado exactamente con el misterioso Conde. Recordaban momentos en los que habían tratado con él ciertos temas, pero ninguno estaba seguro del momento exacto.
Etrius se encogió de hombros.
—Evidentemente, es un maestro del embaucamiento, pero eso ya lo sospechaba. Ha engañado al Concilio Interior de los Tremeré durante mil años. El que lo haya hecho con nuestros subordinados no significa mucho. Dime algo que no sepa —dijo estrechando los ojos. —Mencionaste ciertos temas. ¿De qué hablaba con esos antiguos?
Spizzo rió entre dientes.
—Pensé que esas palabras picarían tu curiosidad. Por lo que he podido averiguar, St. Germain buscaba a los principales eruditos e historiadores de nuestro clan. Todos ellos eran conocidos por sus estudios sobre las viejas leyendas de los Vástagos. Hablaba sobre dos temas, los mismos dos temas, con todos ellos. Y en diversas ocasiones.
Etrius desvió la mirada hacia el reloj. Elaine llegaría en unos minutos, y cada vez tenía menos ganas de que se encontrara con Peter Spizzo... y viceversa. Creía que era mejor que ninguno de los dos supiera del otro.
—¿Qué dos temas? —preguntó. —Basta de dramatismo, Spizzo. Me estoy impacientando.
—El Conde quería saberlo todo sobre las leyendas Nosferatu acerca de los Nictuku —dijo el espía. —Estaba interesado en sus nombres, sus descripciones, sus orígenes, sus vastos poderes, las leyendas sobre su desaparición y las profecías sobre su regreso.
Etrius sintió un frío repentino. Recordaba las extrañas circunstancias que habían rodeado la Muerte Definitiva de Tyrus Benedict, su enviado para el príncipe de San Louis. Los informes relacionaban el asesinato con unas misteriosas fotografías en las que supuestamente aparecía Baba Yaga, uno de los fabulosos Nictuku...y con la aparición de un horror espectral conocido como la Muerte Roja.
Elaine de Calinot planeaba convencer a la Camarilla de que el Conde St. Germain era la Muerte Roja, y Etrius se preguntó si, por pura coincidencia, se había topado con la verdad.
—¿En qué otro tema estaba interesado?
—El Libro de Nod — respondió Spizzo, nombrando la famosa colección de relatos primitivos que presuntamente describían la verdadera historia de los Condenados. Etrius, que era tanto un estudiante como un practicante de lo oculto, estaba muy familiarizado con el volumen, ya que había pasado varios años dedicado a su examen. Sus investigaciones le habían convencido de que había sido escrito por diversas manos a lo largo de unos mil años. No estaba seguro de que todas las historias fueran ciertas, pero tampoco se atrevía a dudar de ellas.
—¿Qué quería saber St. Germain sobre el Libro de Nod? —preguntó. —¿O tampoco eran capaces de acordarse de ello los eruditos?
—Recuerdan que al Conde no le interesaba nada de lo que pudieran decirle sobre el libro. Preguntaba sobre lo desconocido. Deseaba saber qué partes faltaban. Estaba buscando las páginas perdidas del Libro de Nod.
—El Apócrifo de los Condenados — susurró Etrius, casi como si se asustara de sus propias palabras. No le gustaba lo que estaba oyendo. —Las verdades no reveladas de Caín, el Tercer Mortal, tal y como las contó Seth, su ghoul. Los secretos definitivos de los Vástagos.
—Un premio tan valioso como la legendaria Copa de Lameth —dijo Spizzo. —O la Espada de Troile.
—Y probablemente igual de ficticio —dijo Etrius, sintiendo aumentar su furia. —A lo largo de los siglos ha habido cientos de rumores sobre la aparición del Apócrifo, pero nunca se han materializado.
—¿Estás seguro? —preguntó Spizzo. —¿Estás seguro, mi sire?
—¿A qué te refieres? —preguntó Etrius con un escalofrío temeroso.
—Pregunté a los eruditos por qué St. Germain había dejado de acudir a ellos a pedir más información. Ninguno pudo darme una respuesta, pero casi todos estaban convencidos de que había una explicación evidente.
—¿Y es? —preguntó Etrius. La sabía, pero quería la confirmación de Spizzo.
—El Conde no necesitaba seguir investigando sobre El Apócrifo Perdido porque ya lo tenía. De algún modo, el misterioso Conde St. Germain se había hecho con los capítulos perdidos del Libro de Nod.
CAPÍTULO 12
Nueva York: 26 de marzo de 1994.
La luna llena arrojaba su luz a través del enorme ventanal del ático de Alicia Varney. Era la única iluminación. Las luces estaban apagadas y todo estaba en silencio, salvo por el pequeño reloj que descansaba sobre la mesa donde Alicia solía tomar el desayuno. Era casi la una. El lugar estaba desierto.
Una sombra cruzó el rostro de la luna, sumiendo el ático en la oscuridad. Algo grande y siniestro flotaba en el cielo nocturno, dirigiéndose hacia la ventana. Tenía inmensas alas, pequeños pies con garras y el rostro de una pesadilla gótica.
Con un leve sonido, el horror aterrizó sobre la repisa. Su cuerpo negro se apretó contra la ventana como una gigantesca ventosa mientras las alas se plegaban a sus costados. Esperó durante unos instantes cualquier reacción desde el interior. No sucedió nada.
Lentamente, la forma tembló bajo la luz de la luna, haciéndose indistinta y brumosa. Silenciosamente, el vapor se hundió en el vidrio del ventanal. Al instante había desaparecido, fundiéndose con el cristal. Pasaron cinco, diez, quince segundos. Entonces, en el interior de la ventana, se formó una oscura película. La mancha negra se hizo cada vez más grande y nítida, hasta que una figura cobró forma. En lugar del murciélago había un vampiro enorme de cabeza puntiaguda y cabello plateado muy corto.
Los ojos rojos registraron la habitación. Nada había cambiado en los breves instantes que había tardado en entrar. Aparte del reloj, el apartamento permanecía en silencio. El hombre asintió, como si respondiera a su propia pregunta. Tenía que ser cuidadoso, ya que transformarse de una forma a otra exigía una gran cantidad de poder: durante las horas siguientes estaba confinado a su forma humana. Poniéndose en pie, se volvió hacia el ventanal y lo abrió. Esperaba a otros tres, que aunque volaban no eran capaces de atravesar los materiales como había hecho él.
El vampiro murciélago medía dos metros y pesaba unos ciento cincuenta kilos. Sus hombros eran sobrenaturalmente anchos y los brazos eran largos como los de un gorila. Hacía cuatrocientos años, siendo mortal, fue conocido como Otto el Carnicero, el Terror de la Selva Negra. Había sido un famoso bandido y asesino de masas que desapareció misteriosamente en lo más alto de su sangrienta carrera para no volver a ser visto. Los historiadores asumían que fue asesinado por sus propios hombres, cansados al fin de sus horrendos excesos.
En realidad había sido Abrazado por un Brujah antitribu, siendo reclutado como miembro de la Guardia de Sangre del Sabbat. Otto siguió con su reinado de terror, pero con los Vástagos como sus nuevas víctimas. Durante los últimos cincuenta años había trabajado para Justine Bern, pero al ser esta destruida cambió inmediatamente su alianza a la de su ejecutora, Melinda Galbraith. La lealtad no significaba nada para Otto el Carnicero. Lo único que le importaba era matar.
Las alas oscuras a la luz de la luna señalaron la llegada del resto de su manada. Tres enormes murciélagos planearon hasta el salón. Dos aterrizaron sobre la alfombra y el tercero sobre una silla. Momentos después se habían transformado en un hombre y dos mujeres. Otto no tenía ningún prejuicio sexista. Lo único que le importaba de sus compañeros era que estuvieran consumidos por una insaciable sed de destrucción.
Hans Heinz había sido un notorio Hauptmann de las SS buscado en tres continentes por crímenes contra la humanidad. Había evitado su ejecución convirtiéndose en uno de los Condenados. Era un sádico maníaco que siempre reía, como si estuviera disfrutando del recuerdo de alguna broma. Ni siquiera Otto se atrevía a darle la espalda.
Debbie Sue Mauser había robado veintidós bancos en Tejas durante una carrera de tres meses a finales de los cincuenta. Siete guardias de seguridad murieron antes de que encontrara su fin en una emboscada del FBI en Waco, pero no todos creyeron que había desaparecido. Los mismos que aseguraban que John Dillinger no había perecido frente al Biograph Theater en Chicago declararon que la muerte de Debbie Sue Mauser había sido una tapadera. Estaban en lo cierto. Se trataba de una conspiración del Sabbat. Una mujer inocente murió mientras Debbie se unía a las filas de la Guardia de Sangre.
El cuarto miembro de la manada era Sha'una Teague, una esbelta mujer de color de rasgos delicadamente trazados y ojos suaves y castaños. Sha'una era la prueba de que las apariencias engañaban. En vida había servido como ministra de información para el dictador de Uganda Idi Amin. Su gusto por la tortura con hierros al rojo y pequeños objetos afilados le habían hecho una de las mujeres más temidas de África. Cuando Amin se vio obligado a huir del país Sha'una se estableció por su cuenta. Fue reclutada por el Sabbat gracias a su habilidad para hacer sufrir a los demás. Como miembro de la Guardia de Sangre había excedido con mucho las mejores expectativas de la secta.
—Recordad —dijo Otto barriendo el apartamento con la mirada— que no debe escapar nadie. Deben morir en mucho dolor.
Hablaba el inglés con un fuerte acento alemán. No era especialmente bueno con los idiomas, pero eso daba igual. Era insuperable en lo que importaba: matar.
—Esta bonita pocilga está abandonada —dijo Debbie. Hablaba con un tono nasal. —Estamos haciendo el gilipollas al perder el tiempo aquí.
—Seguimos las órdenes de la Kommandant Galbraith —dijo Hans con severidad. —Un verdadero soldado nunca cuestiona a sus superiores.
—Bueno, es que igual no veo a la puta Melinda como mi superiora —dijo Debbie mirando a su compañero. —¿Quién coño la puso al mando de la noche a la mañana? ¿Y quién coño eres tú para decirme lo que tengo que hacer, lameculos?
—Callad —dijo Otto. —Los dos. No es momento de discutir. Nos separamos y registramos el apartamento. No hay nadie, también lo siento, pero tenemos que hacerlo. Melinda quiere un informe.
—Qué pérdida de tiempo —murmuró Debbie, cerrando la boca cuando Otto le lanzó una mirada. La tejana no tuvo en vida respeto por la autoridad, y mucho menos en la muerte. Ni siquiera la Muerte Definitiva le asustaba... pero Otto el Carnicero era otra cosa.
—Nos separamos —dijo este. —Yo con Hans exploramos esta sala y el vestíbulo. Debbie, ve con Sha'una y registra el dormitorio. Esta Alicia dejará una pista. No podemos volver sin nada.
—Me encantaría encontrar a esa puta y arrancarle la cabeza —dijo Debbie mientras se dirigía hacia el dormitorio. Sha'una, que prefería dejar que sus acciones hablaran por ella, permaneció en silencio. —Puede que tenga algo guapo en el armario. Desde luego, se lo puede permitir.
—A esa idiota había que dejarla al sol para que se tostara —gruñó Heinz cuando Debbie abandonó el salón.
—Es un dolor —dijo Otto. —Pero pelea bien. Basta de hablar. Busca pistas.
—Los dos vampiros pasaron los quince minutos siguientes destrozando el salón, reduciendo el mobiliario a pedazos en busca de alguna pista sobre el destino de Alicia. No encontraron nada. El registro de la zona de los ascensores demostró ser igual de frustrante. Otto no estaba nada contento.
—Enviar ghouls aquí primero fue un terrible error —declaró mientras observaba los destrozos. —No eran rival para esa mujer Alicia. Los mató y dejó el edificio hace horas. Debbie tenía razón, perdemos el tiempo.
—Las chicas están muy silenciosas —dijo Hans mientras observaba la entrada del dormitorio. —Qué raro en Debbie. Normalmente no deja de gritar obscenidades.
Otto frunció el ceño.
—Curioso. No siento a Debbie ni Sha'una ahí dentro. Se han ido.
Hans gruñó, mostrando los colmillos.
—¿Ido? ¿Cómo es posible? ¿Qué les ha pasado? No pueden haberse desvanecido en el aire.
—Lo descubriremos —dijo Otto mientras avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta. Heinz iba a su espalda, con los dedos extendidos como garras. El Carnicero no temía a nada, ni vivo ni muerto.
Preparado para una pelea, Otto aferró la puerta y la arrancó de las bisagras. La arrojó a un lado y entró con paso arrogante en el dormitorio. Su cabeza puntiaguda iba de un lado a otro, buscando a algún enemigo al que aplastar y destruir, pero el lugar estaba desierto.
No había mucho mobiliario. En el centro se encontraba una enorme cama, flanqueada a cada lado por mesillas de madera. Las sábanas de seda eran rojas y sobre ellas había una gruesa colcha negra. La pared de la derecha estaba ocupada por un enorme ventanal igual al del salón. Un pequeño escritorio y una silla miraban al mundo exterior. En la pared opuesta no había más que armarios. Una puerta junto a la cama parecía conducir a un cuarto de baño.
—No están —dijo Hans Heinz. —Nervioso, se acercó al ventanal y lo comprobó. Estaba cerrado por dentro.
—Mira —dijo Otto, señalando en la dirección opuesta. —En el armario. Encontraron una puerta secreta.
—¿Un ascensor? —preguntó Heinz. —La muy estúpida lo habrá cogido sin avisarte.
—No sé lo que ha hecho —dijo Otto furioso. El Carnicero se acercó al ascensor abierto. —Pero pienso descubrirlo. Vamos. Entraremos y veremos dónde va.
Heinz se dirigió hacia el armario, pero se detuvo frente a la enorme cama.
—Qué curioso —dijo observando el suelo. —La alfombra está mojada aquí. Manchada de negro.
—Se arrodilló y tocó el tejido con los dedos. Su voz se agudizó. —Es sangre.
Sin un ruido, la colcha negra se levantó sobre las sábanas de seda. Lo que había parecido meramente una manta se había convertido repentinamente en una enorme pantera negra. Su mirada rojiza observó con inteligencia casi humana al desprevenido vampiro.
Heinz no llegó a ver lo que se le venía encima. Con un ágil movimiento, el inmenso felino golpeó la cabeza descubierta del alemán con su monstruosa pezuña. Garras amarillas afiladas como cuchillas cortaron profundamente la garganta del Vástago, atravesándole el cuello y desgarrando el músculo y el hueso como si fuera papel. El cuerpo decapitado del oficial de las SS se desplomó como un saco de cemento sobre el suelo. La cabeza, goteando sangre negruzca, rodó por toda la estancia hasta detenerse bajo el ventanal.
Con un profundo rugido, la pantera se volvió hacia Otto. Abrió las mandíbulas y lanzó su desafío al Cainita.
El Carnicero se metió nervioso en el ascensor. En el panel de control había tres botones y pulsó el inferior. Angustiado, vio cómo la puerta se deslizaba hasta cerrarse. Después de ver la facilidad con la que la pantera había eliminado a Hans, no dudaba del destino de los demás miembros de la manada. Sus cuerpos se habrían convertido en polvo o estarían ocultos bajo la cama. Le daba igual. Lo que le importaba es que se había quedado solo.
El ascensor bajó durante algunos minutos, y cuanto más descendía más se animaba el vampiro. Parecía claro que se dirigía hacia alguna cámara escondida bajo los cimientos del Edificio Varney. Melinda les había dicho que habría algún escondrijo así, y él había dado con él por pura casualidad.
La cabina se detuvo lentamente, abriéndose la puerta con un leve susurro de aire. Nervioso pero excitado, dio un paso hacia delante. En cuanto salió las puertas se cerraron a su espalda.
Se encontraba en una sala rectangular de ocho metros de longitud por tres de anchura. El techo era lo suficientemente bajo como para tocarlo extendiendo el brazo. Todo estaba forrado de cemento, sin juntas visibles. Una hilera de luces eléctricas en el techo iluminaba el lugar, y en el muro opuesto había un conducto de ventilación que mantenía el aire circulando.
La cámara estaba vacía. Hubiera lo que hubiera allí, había desaparecido. Maldijo enfadado. No podía hacer otra cosa que entrar en el ascensor y pulsar el segundo botón. Se volvió y buscó algún interruptor para abrir la puerta, pero no había ninguno. Furioso, golpeó el panel metálico con sus grandes puños, pero no consiguió siquiera abollarlo. Estaba atrapado hasta que reuniera fuerzas suficientes para convertirse en murciélago.
Sacudió la cabeza. Primero la pantera negra y ahora el almacén abandonado. Se preguntaba qué más podría salir mal.
Como respuesta, un líquido de fuerte olor comenzó a inundar la estancia desde el orificio de ventilación. El Carnicero sonrió. Como vampiro no necesitaba respirar, así que no temía ahogarse. Además, era posible que la presión del líquido hiciera abrirse las puertas del ascensor.
Hasta varios minutos después Otto no comprendió que el líquido que llenaba la estancia era gasolina. Estaba pensando en lo que eso significaba cuando la energía tuvo una sobrecarga, haciendo estallar las bombillas y llenando el lugar de chispas.
CAPÍTULO 13
París, Francia: 25 de marzo de 1994.
Desde que entró en el laberinto que conducía a la guarida de Phantomas, a Le Clair le había preocupado que el Nosferatu escapara, abandonando el lugar para protegerse. Ahora que por fin llegaba al sanctum del viejo vampiro, comprendió que sus miedos eran infundados. Todo estaba lleno de ordenadores. La caverna estaba atestada de maquinaria, y el brillo verdoso de los monitores arrojaba extrañas sombras sobre las paredes. Era imposible que Phantomas abandonara todo aquel equipo en manos de los invasores. Era un prisionero de sus posesiones.
Ratas, decenas de ratas se escabullían a su paso mientras avanzaba. Su mirada iba de un lugar a otro, buscando a su escurridiza presa. Podía sentir la presencia de Phantomas en la estancia, pero desde aquella distancia no era posible localizarlo con exactitud. No tuvo que molestarse.
—Bienvenido a mi hogar, monsieur Le Clair —dijo una voz agradable y relajada desde el otro extremo de la caverna. Una figura grotesca vestida con una informe túnica gris se levantó de una silla orientada hacia una gran consola de circuitos. Phantomas medía poco más de un metro cincuenta y era de hombros anchos y retorcidos, piel verde moteada y facciones picasianos. Sobre su hombro izquierdo descansaba una pequeña rata. Otras cinco se arremolinaban a sus pies.
—Mis felicitaciones por su persistencia —dijo el Nosferatu. —A lo largo de los siglos otros han intentado encontrar este lugar, pero usted ha sido el primero en conseguirlo.
—Soy decidido por naturaleza —dijo Le Clair. Se detuvo, satisfecho con la posibilidad de poder intercambiar información durante unos instantes. Phantomas estaba atrapado en un pasadizo de máquinas. —¿Conoce mi nombre?
—Por supuesto —dijo señalando con una mano las grandes hileras de ordenadores. —Es usted uno de los muchos miles de Vástagos que se encuentra en mi gran proyecto. Estoy trabajando en una enciclopedia sobre los vampiros, y después de escuchar su conversación en mis túneles no fue difícil descubrir su identidad. Los pasadizos, por supuesto, están constantemente vigilados por cámaras y micrófonos.
—Por supuesto —dijo Le Clair. —No esperaba menos de un maestro ingeniero de su calibre.
—Muchas gracias —respondió Phantomas. —Lo tomaré como un gran cumplido, viniendo como viene de un maestro del engaño. Considerando la pérdida de sus dos compañeros, creo que mis trampas fueron bastante eficaces.
—Agradezco la ayuda —dijo Le Clair. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó una navaja automática. Presionó el botón, revelando una hoja de acero de quince centímetros. —Después de tantas décadas su presencia se había hecho molesta. No me gusta tener que repartir el botín.
—Le comprendo perfectamente —dijo Phantomas. La rata sobre su hombro saltó al suelo, pero el Nosferatu no pareció notarlo. —Los vampiros valoramos nuestra independencia. Es parte de nuestra naturaleza solitaria. —Se detuvo unos instantes. —Sin embargo, a pesar de estos sentimientos, sospecho que no trabaja usted por su cuenta. ¿Me equivoco?
Le Clair dio un paso hacia su víctima. Otro. No tenía prisa, pero tampoco disponía de toda la noche.
—¿Se refiere a la Muerte Roja? Es una parte importante de mi misión, pero no soy su sirviente, ni su compañero. Yo soy el único dueño de mi destino.
—Eso piensan todos los Vástagos —dijo Phantomas riendo. Una decena de ratas se arremolinaba a sus pies, respondiendo con chillidos a la risa. —Nos negamos a admitir que muchas de nuestras acciones son el resultado directo de vampiros más poderosos que nos manipulan para sus propios fines.
—¿La Yihad? —dijo Le Clair con media sonrisa. Se acercó un poco más, con la atención fija en Phantomas. Los miembros del clan Nosferatu eran grandes maestros de la ilusión, y no tenía intención de dejar escapar a su presa mediante la invisibilidad. —No me diga que cree en esa fábula. Es un mito alentado por la Camarilla para mantener a raya al rebaño. A mí no se me engaña tan fácilmente.
Phantomas negó lentamente con la cabeza, como si estuviera decepcionado. Se arrodilló y tomó lentamente en su mano una gran rata, acunándola como si fuera un gato mientras volvía a ponerse en pie.
—Es usted un estúpido, monsieur Le Clair —dijo suavemente—, ciego a la verdad que le ilumina desde la oscuridad. La Muerte Roja no es un mito. Es un Matusalén, uno de los poderosos Vástagos involucrados en la Yihad, y usted es su marioneta. Está dejándole tirar de los hilos.
Le Clair alzó el cuchillo. El acero refulgió con el brillo verdoso de los monitores.
—Basta de cháchara sin sentido —declaró. —He vencido. El sabor de su sangre me hará fuerte.
—No lo creo —dijo Phantomas. —Cometió un terrible error, Le Clair, al dejar morir a sus amigos. Está usted solo, mientras yo estoy rodeado por todos mis aliados.
La risa de Le Clair resonó cruel en toda la caverna.
—¿Aliados? ¿Qué aliados?
Apretando a la rata con una mano contra su pecho, Phantomas señaló al suelo con la otra.
—Tengo amigas leales, monsieur. Miles y miles de ellas. Como yo, son feas... pero también fieles.
De repente, el suelo de la caverna cobró vida. Las ratas cubrían la tierra como una manta. Le Clair comenzó a sentirse inquieto, ya que miles y miles de ojos le observaban directamente. El cuchillo que sostenía en la mano parecía ahora inútil.
Phantomas dejó que la rata que sostenía cayera al suelo.
—No le matarán, Le Clair, pero le mantendrán más que ocupado mientras termino el trabajo arrancándole la cabeza.
De la mesa en la que descansaba su teclado, el Nosferatu tomo un largo objeto metálico. Era un gladius romano.
—Que me oculte en la oscuridad, Le Clair —dijo—, no significa que no sepa defenderme.
Phantomas alzó el brazo y señaló a su enemigo.
—A por él —ordenó.
Le Clair consiguió gritar antes de ser engullido por un enjambre de ratas.
PARTE
3
La furia de la corriente de aire casi nos levantó del suelo. Era una noche tempestuosa, sí, pero también bella en su severidad e increíblemente única en su terror y su encanto.
«La Caída de la Casa Usher», Edgar Allan Poe
CAPÍTULO 1
Washington D. C.: 24 de marzo de 1994.
Aunque mataba por dinero, Makish no se consideraba un asesino. Se veía más como un intérprete, un artista que creaba tapices tridimensionales de destrucción. La muerte no era más que la escena final de sus elaboradas creaciones. El acto de cometer un asesinato era tan importante para él como el resultado. Estaba totalmente dedicado a su arte. No importaba lo fuerte que fuera la presión, se negaba a comprometer sus creencias. Para él, el estilo lo era todo.
Aquella noche, como había prometido a la Muerte Roja, Makish pensaba matar a la asesina Assamita conocida como Flavia, el Ángel Oscuro. Al hacerlo estaba violando uno de los siete principios básicos del código del clan, llamado khabar. De acuerdo con la tradición conocida como Ikhwan, los asesinos eran miembros de una hermandad compartida que tenía preferencia sobre cualquier contrato u obligación. Tenían absolutamente prohibido pelear entre ellos, y la pena por violar a khabar era la Muerte Definitiva. A Makish no le importaba. Ya había sido condenado hacía siglos por el concilio interior del clan, el Du'at. Solo podía morir una vez.
Poco después del anochecer completó los preparativos para la batalla que se avecinaba. Se puso unos pantalones amplios de color verde oscuro y una camisa de seda de tono similar. Aquella ropa le daba libertad de movimientos y era difícil de agarrar por sus enemigos. En el interior de la camisa, en las mangas y la cintura, se ocultaban varios bolsillos secretos. En cada uno había algunas cargas minúsculas de Termita con su correspondiente detonador. Pensaba inmovilizar a Flavia y después rodearle el cuello con una cadena de explosivos. La detonación, que la reduciría a cenizas, iba a ser un momento supremo de expresión artística.
Para completar su atuendo se calzó unas sandalias de tela negra y se echó al hombro una bolsa de color azul claro en la que guardaba su cartera y su documentación. Makish era un experto falsificador, y nunca viajaba sin la documentación completa y correcta... aunque falsa. Como todos los asesinos profesionales, era un experto en parecer inofensivo y vulgar.
En el fondo de la bolsa también había dos bloques de plástico negro de unos diez centímetros de anchura, diez de longitud y cuatro de espesor. Los había sacado de su maleta la noche anterior. Cada uno de ellos tenía en un extremo cuatro orificios del tamaño de los dedos de un hombre pequeño... de los dedos de Makish.
Aquellas piezas de plástico parecían inofensivas, y lo eran hasta que el asesino las aferraba. En ese momento, y por pura fuerza de voluntad, se transformaban en unas armas únicas conocidas como Bakh Nagh, garras de tigre.
Cada una era una pieza moldeada de plástico resistente al impacto que se amoldaba a sus nudillos como una segunda piel. Embebidas en su interior había varias puntas de acero curvas de ocho centímetros. Las garras estaban afiladas como cuchillas, y eran capaces de cortar el músculo y el hueso como las tijeras el papel. Cerrando los puños, Makish convertía sus dedos en gigantescas garras metálicas.
Normalmente no empleaba aquellas armas en sus misiones, ya que no le gustaba separarse de la muerte mediante medios artificiales. Aunque necesitaba sangre humana para sobrevivir, tenía cuidado de no matar nunca a los mortales de los que se alimentaba. El asesinato lo reservaba únicamente para su arte. Bebía vitae porque la necesitaba; mataba para dar significado a su existencia.
Sin embargo, creía que para encargarse del Ángel Oscuro estaba justificado el uso de aquellas armas. Todos los informes que había leído sobre las habilidades de Flavia le acreditaban como una espectacular guerrera con la espada. Armada con dos hojas de cuarenta centímetros y con unas disciplinas vampíricas que cancelaban las suyas, el Ángel Oscuro era un oponente peligroso. Makish confiaba en sus capacidades marciales, con o sin garras, pero no le gustaba dejar nada al azar. Aunque estaba decidido a destruir a Flavia, también pretendía sobrevivir al encuentro.
Satisfecho con los preparativos, comprobó cuidadosamente el aspecto de su cuartel general, asegurándose de que el lugar no pareciera ocupado. Los mejores escondites eran aquellos que no parecían estar siendo utilizados.
El sótano desierto de un edificio de apartamentos quemado al sudeste de la capital le servía como base de operaciones. Había descubierto el lugar la primera noche tras la llamada de la Muerte Roja para que acudiera a Washington. Se encontraba en el centro de los peores suburbios de D. C., cerca del Depósito de la Armada que había destruido de modo tan espectacular. Al oeste estaban las dos cámaras del Congreso y al norte los monumentos presidenciales. El lugar le permitía almacenar sus ropas, permanecer oculto durante el día mientras dormía, hacer sus ejercicios tras despertar cada noche y lanzar sus ataques obedeciendo a la Muerte Roja.
Cuando salió estaba comenzando a llover. El cielo estaba oscuro, y nubes espesas ocultaban la luna y las estrellas. Los truenos y relámpagos restallaban en la distancia. Makish caminaba a buen paso, casi trotando. Su destino era un gran edificio de oficinas frente al Hotel Watergate. Estaba seguro de que era allí donde encontraría al Ángel Oscuro.
La confianza de Makish surgía de haber sido criado y entrenado como otro asesino Assamita. Comprendía como solo podía hacerlo un camarada las prácticas y filosofías de su clan, y por tanto podía predecir cómo actuaría Flavia en situaciones determinadas pensando en cuáles serían sus propias reacciones.
Se le habían dado órdenes de proteger a Diré McCann de sus enemigos entre los Vástagos, pero el detective se había negado a permitirle acceso ilimitado a su habitación. Además, las regulaciones y normas de los hoteles solían causar serios problemas a los vampiros. Makish, por tanto, supuso que el Ángel Oscuro se quedaría cerca de la base de McCann sin estar encima de él. El reto era dar con el detective, pero para un asesino de la estatura de Makish eso no era más que un molesto acertijo.
Como muchos Vástagos poderosos, el Assamita no tenía ni chiquillos ni ghouls. Prefería trabajar solo, y no quería seguidores o ayudantes que le estorbaran. Sin embargo, cuando necesitaba soldados hacía uso de los vampiros sin clan conocidos como mercenarios Caitiff. Ansiosos por trabajar a cambio de dinero o de sangre inocente, los Caitiff hacían todo aquello de lo que Makish no podía encargarse.
Una decena de estos vampiros había comprobado los registros de los hoteles de la zona de Washington hasta que descubrieron a un invitado que correspondía con la descripción de McCann en el Hotel Watergate. Al mismo grupo de renegados la había prometido una enorme suma por eliminar al detective aquella noche, aunque el asesino no se hacía muchas ilusiones al respecto. Los estaba enviando a una muerte segura, pero su ataque contra McCann le proporcionaría el tiempo suficiente para contactar con Flavia y lanzarle un reto que no pudiera rechazar.
Frente a la fachada oeste del Hotel Watergate había un impresionante bloque de oficinas. Makish comprobó el directorio en busca de empresas nuevas y se detuvo al encontrar Importaciones Vargoss. No necesitó demasiada imaginación para vincular al Ángel Oscuro con una sucursal de las empresas de su príncipe. Muchos de los vampiros que viajaban de una ciudad a otra confiaban en alquileres breves como refugios seguros. Era fácil sellar las oficinas por la noche y dejar instrucciones a los encargados de la limpieza para que acudieran por la mañana. Ofrecían una alternativa viable a los Vástagos que preferían que sus lugares de descanso fueran desconocidos para los demás Cainitas de la ciudad... o para un vampiro con más enemigos que aliados.
Makish tomó el ascensor hasta la séptima planta, pensando si debía derribar la puerta y atacar a Flavia sin previo aviso. Con un poco de suerte la cogería totalmente por sorpresa y podría hacerla pedazos antes de que pudiera montar un contraataque.
El asesino sacudió la cabeza: nunca confiaba en la suerte. Las apuestas eran para los estúpidos, y él no había sobrevivido durante cientos de años asumiendo riesgos innecesarios.
Flavia podría ser paranoica, un rasgo muy frecuente entre los asesinos, y tener la puerta preparada con explosivos ante un ataque sorpresa. También podría irrumpir en la habitación en el momento en que ella preparaba sus armas. En ambos casos, eso significaba el desastre. Makish prefería ser más precavido, y pensaba atrapar al Ángel Oscuro con su propio código. El pasillo que conducía a la oficina 714 estaba desierto. Moviéndose en silencio, el asesino se dirigió hacia la puerta y llamó tres veces con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer sin vacilación. Flavia no parecía ni preocupada ni sorprendida. Mostrar duda no era parte de la tradición Assamita. —Identifícate.
—Soy un tigre entre leopardos —dijo Makish. Entre los Vástagos, los Assamitas solían ser denominados «leopardos entre chacales». Makish, uno de los mayores asesinos de la línea de sangre, creía merecer aquel título que denotaba su posición. —¿Puedo pasar?
La puerta se abrió. Dentro, con la espalda contra la pared más alejada, estaba Flavia, el Ángel Oscuro. Iba vestida de arriba abajo con cuero blanco, y era más alta y pesada que Makish. Esperó a que entrara con una fantasmal sonrisa en los labios.
—¿Has venido para rendirte y enfrentarte a la justicia del clan? —preguntó mientras Makish entraba y cerraba la puerta. —¿O me he equivocado?
El asesino rió, apreciando el sarcasmo del Ángel Oscuro. Casi todos los Assamitas eran demasiado serios, y se alegró de ver aquel cambio. Las ruedas habían comenzado a moverse y no se podía hacer nada por detener su movimiento. Flavia estaba condenada.
Dobló las manos bajo su pecho y asintió rápidamente con la cabeza varias veces.
—Lo lamento, señorita —anunció con una voz aguda y musical. —Estás muy confundida. No he venido a rendirte mi humilde persona. Mis más sinceras disculpas.
—¿Qué haces aquí, entonces? —preguntó Flavia. Aunque la mujer parecía de buen humor, Makish notó que sostenía una espada corta en cada mano. No esperaba otra cosa, ya que había sido entrenada adecuadamente. Un buen asesino nunca se enfrentaba a un extraño desarmado.
—He venido a lanzar un desafío —dijo Makish, abandonando su fingido acento indio. —Tu presencia en esta ciudad amenaza a mi cliente, al que he jurado proteger. Comprendo perfectamente que no puedas abandonar hasta verlo destruido. Estás atada por tu palabra, igual que yo por la mía. La única solución honorable es un duelo a muerte entre los dos.
—Hablas de Muruwa, de honor —dijo Flavia sin el menor asomo de humor—, pero eres un renegado y un traidor a tu clan. ¿Por qué debería creer nada de lo que digas?
Makish se encogió de hombros.
—Cree lo que desees. Es cierto que he desobedecido las órdenes del Du'at, pero comprende, por favor, que la política del clan me forzó a tomar aquella decisión.
—Explícate —dijo Flavia. —Te escucho.
—Jamal, líder de nuestro clan, siempre me consideró su mayor rival como Maestro de los Asesinos. Sabía que algún día le retaría por el puesto, y temía mis habilidades. Por tanto, recurrió a la traición y al engaño para marcarme como proscrito. Cuando mi sire fue asesinado por un mortal exigí, como era mi derecho y mi deber, venganza contra su asesino. Jamal y sus marionetas denegaron mi petición. Dijeron que mis acciones podían poner en peligro la Mascarada. ¡Como si los Assamitas se preocuparan por tales estupideces! Sospecho que tenían relación con los asesinos, pero carecía de pruebas. La sangre llamaba a la sangre. Mi honor sagrado no me permitía tomar otro camino que desobedecer las órdenes del Du'at. Al hacerlo fui declarado proscrito y forajido.
La voz de Makish se hizo gélida.
—Pero vengué la muerte de mi sire. Su furia está en reposo en la tierra de los muertos. Algunas deudas deben saldarse, como seguro entenderás. El espíritu de tu hermana, destruida por la Muerte Roja, te llama y te demanda que honres su nombre. Yo trabajo para la Muerte Roja; me ha contratado para protegerle de cualquier daño, y mi palabra, una vez dada, es ley. Tu senda de venganza debe pasar primero por mí. La elección es clara: acepta mi reto y enfréntate a mí en combate singular o abandona tu promesa y tu honor.
—La elección que me ofreces no es tal —dijo Flavia. En su voz había una sombra de desesperación. Había sido acorralada por su propio código. —Lucharé, como bien sabes que haría. Acepto tu reto. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Esta noche, por supuesto —dijo Makish. Como si reflejaran sus palabras, un rayo surcó la ventana. —Tan pronto como estés lista. El momento es el adecuado. Como he elegido la hora, tienes derecho a decidir el lugar.
Los ojos de Flavia se estrecharon. A su espalda volvió a restallar un rayo. Asintió lentamente, como si respondiera a una pregunta interior.
—En el prado entre los monumentos de Lincoln y Washington —dijo con una extraña expresión de satisfacción. —Entre el tiempo y los disturbios, la zona debería estar desierta. Estaremos totalmente solos.
Makish no tenía más remedio que aceptar, aunque el rostro complacido del ángel Oscuro le hizo preguntarse si no habría cometido un peligroso error.
CAPÍTULO 2
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Elisha se protegió como pudo subiéndose el cuello de la sudadera. La lluvia era cada vez más fuerte y estaba totalmente empapado. Todo su cuerpo se había convertido en una gigantesca esponja.
En el cielo brillaban los relámpagos, seguidos casi al instante por los truenos. La tormenta estaba sobre ellos con toda su furia. En uno de los destellos observó a su compañero, Diré McCann, cuya expresión era seria. El enorme detective parecía perdido en sus pensamientos.
Según McCann, el camino desde el Hotel Watergate hasta el Lincoln Memorial no era más que un paseo, pero con aquella lluvia moverse era como nadar corriente arriba por una catarata. Hubiera sugerido que tomaran un taxi, pero en los últimos veinte minutos no habían visto un solo vehículo. Las calles estaban totalmente desiertas, y ni siquiera su magia podía hacer aparecer un taxi de la nada.
—¿Ocurre algo, señor McCann? —preguntó Elisha, que no sabía por qué el detective parecía tan preocupado. —Parece intranquilo.
—Estaba pensando —respondió—, que es posible que no se esperara que el ataque me cogiera por sorpresa. La Muerte Roja ya sabe que no soy vulnerable a escoria como los vampiros que nos atacaron en el pasillo. No eran más que una pequeña molestia.
—¿Y para qué fueron enviados, entonces? —preguntó Elisha.
—No estoy seguro, pero sospecho que lo descubriremos en...
—Alguien se acerca —le interrumpió Elisha cuando sus defensas mentales comenzaron a saltar. —Siento una presencia que se acerca.
Revisó nervioso la zona, buscando cualquier señal de problemas. No fue difícil. Tocó el brazo de McCann y señaló una mancha negra en la calle, a unos quince metros.
—Allí. Esa forma en el suelo se mueve hacia nosotros.
El detective sonrió.
—No te preocupes. Está de nuestra parte.
—¿Nuestra parte? —repitió Elisha.
—Observa —dijo McCann. —Algunos poderes no pueden explicarse. Hay que verlos para creerlos.
La mancha sombría aceleró su marcha, y mientras se acercaba asumió gradualmente forma, solidificándose a partir de la oscuridad que la rodeaba. Elisha se apartó la lluvia de los ojos. Aunque había pasado casi toda su vida rodeado por la magia, nunca había visto surgir una forma tridimensional de otro bidimensional en una transición tan espectacular. Lo que había sido sombra era ahora sustancia. La mancha fantasmal había desaparecido, siendo reemplazada por una misteriosa joven vestida totalmente de negro.
La recién llegada llevaba un vestido corto, medias y zapatos. Hasta sus ojos y su cabello eran negros. Alrededor del cuello llevaba un elaborado collar de plata. Sus facciones eran de una palidez extrema, rota solo por el rojo de sus labios. A Elisha le parecía impresionante, y tardó algunos segundos en comprender que no irradiaba calor, ni vida. Era un vampiro.
—Madeleine Giovanni —dijo McCann complacido. Elisha se preguntó si su decepción era demasiado evidente. —Me gustaría presentarte a Elisha Horwitz. Ha venido a verme a petición de un viejo amigo.
El detective hizo una pausa y se dirigió al joven mago.
—Los dos tenéis eso en común. Madeleine viene de Venecia. Es chiquilla de otro amigo cercano.
Reaccionando por instinto, Elisha dio un paso al frente y extendió su mano.
—Encantado de conocerla —dijo.
—El placer es mío —respondió Madeleine con expresión enigmática tocando su mano unos instantes. Sus dedos eran gélidos. —¿Eres un mago?
—Solo aprendiz —dijo el joven, algo perplejo. —¿Cómo lo sabe?
—Hay algunos rasgos únicos que sitúan a los magos aparte de los humanos normales —dijo. —He aprendido a reconocerlos, lo que me permite evitar confrontaciones laborales de dudoso resultado.
Elisha no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando, pero no iba a hacérselo saber.
—Siempre creí que era bastante ordinario —declaró. —Nunca nadie ha pensado lo contrario.
—Casi todos los mortales son estúpidos —declaró con la mirada brillante. —No observan más que lo físico, pero no son capaces de ver bajo la superficie. Personalmente, te encuentro bastante atractivo.
Diré McCann rió.
—Basta de adulaciones, Madeleine. El pobre Elisha se está sonrojando.
El joven abrió la boca para negarlo, pero no llegó a articular palabra.
—Digo la verdad —respondió la mujer con un tono confuso. —Por favor, no te sientas molesto por mi comentario.
Elisha tragó saliva. La lluvia había empapado el vestido negro de Madeleine, haciendo que se pegara a su esbelta figura como una segunda piel, y debajo no vestía nada más. Aunque no era humana, Elisha pensó que era la mujer más bella que había visto nunca.
—Estoy bien —mintió con un graznido. —De verdad.
—Movámonos —dijo McCann, observando el cielo con aprensión. —Estar en un camino junto al Potomac con todos estos rayos me pone nervioso. Además, llegamos tarde a nuestra cita. Flavia tiene que estar maldiciendo y preguntándose dónde me he metido esta noche.
—¿Flavia? —preguntó Elisha mientras reanudaban la marcha. Como McCann iba delante, parecía normal que caminara junto a Madeleine. —¿Quién es?
—Una asesina Assamita —respondió la joven de negro. —Es la guardaespaldas de McCann.
Elisha negó con la cabeza, pensando en la pelea en el pasillo.
—El señor McCann no necesita guardaespaldas.
Madeleine sonrió.
—Todo el mundo necesita protección en algún momento. Hasta un mago como Elisha Horwitz. Incluso Diré McCann.
Se calló unos instantes antes de cambiar de terna.
—¿Cuál de las Nueve Tradiciones sigues?
—Mi maestro no se adhiere a ningún sistema de magia particular —respondió con cautela. Recordó las tres advertencias de Rambam. Madeleine parecía agradable y era evidente que McCann confiaba en ella, pero era uno de los Vástagos. —Las honra a todas por igual.
—Una respuesta diplomática —respondió Madeleine con una risa. —Tu mentor parece ser un hombre muy sabio. ¿Quién es?
—Es la persona más inteligente del mundo —respondió Elisha con orgullo. Hablaba sin pensar. —Se le conoce como Rambam, pero no es más que un apodo.
Los ojos de Madeleine se abrieron sorprendidos.
—¿Estudias con el Segundo Moisés? Maimónides se cuenta entre los más poderosos magos del mundo, y solo instruye a unos pocos elegidos. No me extraña que tu aura sea tan brillante.
Elisha volvió a sentir que el color regresaba a sus mejillas. No se le había ocurrido que, a pesar de su cautela inicial, había revelado más sobre él de lo que debería. Había olvidado las precauciones de su maestro, pero hasta mucho después no comprendería su error.
—¿Qué relación tiene con McCann? —preguntó a la joven, tratando de recuperar la compostura.
—Probablemente la misma que tú —respondió. De nuevo, cambiaba de tema sin proporcionar una respuesta clara. —Es bastante misterioso. Sabrás, por supuesto, que dice ser un mago de la tradición Eutánatos...
—Eso he oído —respondió Elisha—, aunque me cuesta creerlo. El señor McCann actúa de forma tan... extraña.
—Te entiendo —dijo Madeleine, mostrándole otra sonrisa. —Todo lo que Diré McCann dice sobre sí mismo parece ser totalmente cuestionable. No estoy segura de que nadie conozca la verdad sobre él, y sospecho que eso es lo que prefiere.
Llegaron al Lincoln Memorial diez minutos más tarde. El camino del río llegaba hasta la entrada posterior del enorme edificio. No había señales de vida. El monumento parecía desierto.
—Sécate —le dijo McCann a Elisha. —Voy a comprobar el puesto de guardia, pero volveré en un momento. Madeleine, vigila. Puede que Flavia nos esté buscando.
Quedándose solo por unos momentos, Elisha se quitó la sudadera y la escurrió lo mejor que pudo. Cuando terminó, decidió hacer un poco de turismo hasta que el detective regresara. De momento, lo único que había visto de América era un aeropuerto, un hotel y algunas calles.
Tardó solo unos minutos en observar la magnifica escultura de Abraham Lincoln. Negó tristemente con la cabeza. El monumento le parecía al mismo tiempo inspirador y deprimente. La estatua era impresionante, igual que las palabras del gran orador que había talladas en los muros de mármol. Sin embargo, el impacto quedaba disminuido por el graffiti y las pintadas de las bandas que había por todas partes. Ni siquiera la escultura había escapado a los vándalos. En una grotesca declaración de los valores modernos, un pandillero desconocido había decorado la frente de Lincoln con una diana.
—No está —declaró McCann interrumpiendo los pensamientos melancólicos de Elisha. El detective estaba en la base de la estatua con el ceño fruncido. —Lo he comprobado todo. Es extraño. Tras la bronca de anoche, lo último que esperaba es que llegáramos antes que Flavia.
—Estoy de acuerdo —dijo Madeleine, apareciendo como por arte de magia junto a Elisha. La mujer sonrió al ver saltar al mago por la sorpresa. —El Ángel Oscuro no parece del tipo que llega tarde a las citas.
La vampira Giovanni cerró los ojos.
—Voy a intentar localizarla —dijo. —Poseo el poder de determinar el paradero de un Vástago poderoso gracias a sus patrones mentales. Anoche busqué a Makish y a la Muerte Roja para determinar dónde estaba usted, y di con Flavia del mismo modo. No será difícil volver a hacerlo.
Elisha observaba asombrado a Madeleine, preguntándose qué otros poderes increíbles controlaría.
Los ojos de la joven estuvieron cerrados solo un instante. Cuando los volvió a abrir parecía sorprendida.
—Ahí mismo —declaró. —Flavia está fuera, en la pradera que separa este edificio del monumento a Washington... pero no está sola. Siento a un segundo Assamita con ella... muy poderoso.
—Makish —dijo McCann mientras corría hacia la entrada principal del monumento. Madeleine iba un paso tras él. —El asesino proscrito. Tiene que ser él.
Sin saber lo que sucedía, pero decidido a no quedarse solo, Elisha corrió tras ellos. Los rayos caían casi constantes, iluminando lo suficiente el lugar como para saber dónde se encontraba el detective. McCann voló sobre los escalones del Lincoln Memorial y corrió por la calle, pero se detuvo en el borde de la pradera. Unos momentos después, Madeleine se congeló al lado del detective. Elisha tardó unos segundos en llegar hasta ellos. Las preguntas se agolpaban en su cabeza mientras observaba atónito el drama que se desarrollaba a menos de treinta metros.
Dos figuras se movían sobre la hierba en lo que parecía ser una compleja danza ritual. Una pertenecía a un hombre bajo y delgado vestido totalmente de seda verde. La otra era una mujer con un traje de cuero blanco. Los dos eran Vástagos. La lluvia ocultaba sus rasgos, pero Elisha sabía que tenían que ser Flavia y Makish. Al observarlos con detenimiento, el mago comprendió que no estaban bailando. Estaban luchando con espadas y garras.
—¿Qué ocurre? —susurró Elisha a Madeleine. No se atrevía a levantar la voz por miedo a distraer a alguno de los combatientes.
—Makish es un asesino Assamita renegado a sueldo de la Muerte Roja —respondió la mujer en voz baja, con los labios cerca de su oído. —Es el que casi mató anoche a McCann. Flavia ha hecho el juramento sagrado de que destruiría a la Muerte Roja. Obviamente, Makish dio con ella y le retó a un duelo a muerte. Atada por su código de honor no podía negarse, aunque sus probabilidades de victoria contra el traidor sean mínimas.
—¿Es mejor que ella? —preguntó Elisha. Viendo a los dos Assamitas moverse bajo la lluvia, parecían igualados.
—Ella es muy buena —respondió Madeleine. —Hay pocos Vástagos que puedan enfrentarse a su velocidad y su habilidad, pero Makish está en una categoría aparte. Es uno de los mejores. Flavia necesitará un milagro para derrotarlo.
—Podríamos ayudarle —dijo Elisha. —Eso igualaría las tornas.
—Jamás —respondió Madeleine. —Preferiría aceptar la Muerte Definitiva antes que recibir ayuda. Solo podemos mirar. Ninguno de nosotros debe interferir. Flavia está atada por su honor y por el de su clan, y debe luchar contra Makish sin ayuda alguna.
—¿Y qué ocurrirá si la destruye?
—Será vengada —dijo Madeleine con tono sombrío. No había el menor asomo de duda en sus palabras. —No puedo intervenir mientras pelean, pero cuando termine tendré libertad para obrar como desee. Y te prometo que habrá venganza. La venganza de la sangre.
CAPÍTULO 3
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Cinco minutos después del comienzo del duelo Makish sabía cómo terminaría. Luchó empleando sus garras de tigre y Flavia sus dos espadas cortas. Las armas estaban igualadas. Ninguno se atrevía a emplear la magia, debido a las muchas fuerzas que restaba a su invocador. Dependían únicamente de su capacidad física. Ella era más pesada y fuerte, pero él tenía una ligera ventaja en la velocidad. Las diferencias les igualaban. La hierba estaba resbaladiza, igual que las ropas de ambos. Solo les separaban sus años de experiencia. El Ángel Oscuro llevaba poco más de un siglo siendo una Assamita, mientras que Makish había vivido casi el doble. Ella había pasado casi todo el tiempo trabajando en equipo con su hermana, pero él había operado siempre solo. Las disparidades eran menores, pero suficientes. Makish estaba convencido de su victoria, y solo era cuestión de tiempo el que Flavia cometiera un error fatal.
Las reglas del duelo eran sencillas. La pelea era a muerte, y continuaría hasta que uno de los dos fuera destruido. Eso era todo. Todo estaba permitido, siempre que los combatientes permanecieran en el lugar acordado y no recibieran ayuda exterior.
Por cada uno de los ataques de la mujer, él tenía una respuesta. Flavia había aprendido el estilo de las dos espadas de Salaq Quadim, el mayor maestro del mundo con las armas. Makish también había estudiado con él, así que conocían los mismos trucos y las mismas paradas.
—Luchas bien para ser un viejo —dijo Flavia después de cinco minutos. —Será una pena enviarte a la Muerte Definitiva.
Makish sonrió sin apartar ni un segundo la atención de las espadas de su contrincante. No era tan fácil distraerle.
—Aprecio el cumplido —respondió. —Pero, como antes, has cometido un terrible error. No soy yo el que morirá, sino tú.
Como si quisiera demostrar sus palabras, Makish dirigió una serie de rápidos golpes contra la cabeza de Flavia. Sus manos, moviéndose más rápidas que la vista, dirigían las garras de metal directamente hacia los ojos del Ángel Oscuro, que no parpadeó ni se retiró.
Levantó las espadas, que chocaron fuertemente contra el plástico oscuro de las garras. Con un rápido giro de sus muñecas, la mujer desvió los ataques sobre sus hombros. Entonces, mientras Makish tenía la guardia abierta, cargó contra él para golpearle con su cuerpo. Flavia sabía que, con su ventaja de peso, si lograba derribar al asesino y caer sobre él la lucha habría terminado. Sin embargo, Makish también era consciente de ello.
Como un saltador de trampolín, el hombre golpeó el suelo húmedo con los pies y se propulsó con sus poderosas piernas hacia arriba, apretando los brazos contra el cuerpo. Flavia cargó, pero Makish ya no se encontraba allí. Curvando su cuerpo, el asesino se puso boca abajo y aterrizó a tres metros de la mujer. Se puso en pie propulsándose con los brazos y alzó inmediatamente sus garras de tigre en una postura defensiva.
—Pienso estar muchos años más encargándome de mis negocios, gracias —declaró con voz suave mientras Flavia giraba para encararse con él. —Creo que aún no es el momento de jubilarme.
—Esa decisión no es tuya —respondió Flavia.
—¿Por qué no... —comenzó, saltando después hacia delante sin terminar la frase.
El Ángel Oscuro se movió con la velocidad del rayo, haciendo un corte de abajo arriba en busca del estómago de Makish. Reaccionando con igual presteza, este paró la hoja con su garra izquierda y la desvió a un lado. En el mismo movimiento golpeó hacia abajo con el otro brazo, apuntando al hombro descubierto. La segunda espada interceptó los ganchos de acero a pocos centímetros de su objetivo. Trabados, comenzaron a girar en un tango mortal.
—...me haces caso? —siguió Flavia donde lo había dejado mientras pugnaban por lograr una posición ventajosa. —No puedes derrotarme.
—¿Por qué no? —preguntó Makish mientras reunía sus fuerzas. Girando las dos manos, alzó rápidamente los brazos para intentar que Flavia soltara sus espadas. Con un susurro metálico, la mujer se alejó de la trampa. Sin embargo, en vez de levantar los pies resbaló. La hierba húmeda le traicionó, pegada como estaba al terreno por las horas de lluvia. Durante un breve segundo Flavia trastabilló hacia atrás, desequilibrada y con la guardia abierta.
Makish, con las manos aún sobre la cabeza, reaccionó con sus piernas, golpeando con los dedos de los pies, duros como rocas. El golpe impactó en la rodilla derecha de la mujer. Los huesos saltaron.
Maldiciendo desesperada, Flavia atacó salvajemente con ambas espadas el pecho de Makish. El renegado se alejó del ataque bailando con una risotada feliz. Como casi todos los vampiros, Flavia poseía grandes poderes regenerativos, pero para eso necesitaba sangre y tiempo. No disponía ni de lo uno ni de lo otro.
Makish rodeó cuidadosamente a su víctima que, tullida, hacía lo que podía para maniobrar con una única pierna. La otra se arrastraba mientras giraba para encararse al asesino.
—Un pequeño error —dijo el hombre con inocencia—, es la diferencia entre la supervivencia y la destrucción. Estás acabada.
—Aún no he muerto —dijo Flavia. Su mirada se desvió sobre el hombro del asesino y se concentró en la oscuridad. —Soy el Ángel Oscuro. En mi destino no está ser destruida esta noche. Morirás tú, traidor al khabar.
—¿Crees que tus compañeros que han estado observando te salvarán? —dijo Makish moviéndose un poco más rápido. No tenía prisa, y hacer sufrir física y mentalmente a sus enemigos era uno de los aspectos de su arte. Sin dolor y crueldad, la muerte no era más que un acto. Hacía falta pasión y odio para conferirle belleza. —Ya he notado su presencia, pero no se involucrarán en nuestro duelo. Eludirles en la lluvia y la oscuridad cuando te destruya no será difícil.
—No necesito que me salven —respondió Flavia. —El fin se acerca, pero no para mí, sino para ti.
Repentinamente, Makish descargó un terrible golpe sobre el costado de Flavia. Las constantes amenazas y provocaciones le irritaban, especialmente ahora que había ganado el combate. Reaccionando instintivamente, el Ángel Oscuro detuvo las garras con una espada, entrechocando el acero. El asesino no esperaba menos. Instantáneamente, alzó el brazo y trazó un amplísimo arco que hizo tambalearse a Flavia. Con una sola pierna para apoyarse, la vampira cayó al suelo boca arriba. Makish pateó brutalmente su pierna buena, reduciendo a pulpa el hueso y el cartílago.
El Ángel Oscuro estaba indefenso, con ambas piernas destrozadas. Ya no podría volver a levantarse, y Makish lo sabía. Sonriendo, el Assamita rodeó a su enemiga caída cuidando de no acercarse demasiado. Flavia aún sostenía sus dos espadas, aunque en unos instantes eso daría igual. Estaba acabada. Su triunfo era completo.
—Crees que me has derrotado —dijo la mujer con los ojos ardiendo mientras él se quitaba las garras. Makish ya no necesitaba sus armas, y prefería tener las manos libres. Pensaba partirle los codos, dejándola totalmente desvalida. Entonces la destruiría con cargas de Termita. —Te equivocas.
—Considerando tu posición —dijo Makish—, encuentro muy divertidos tus comentarios. ¿Te importaría explicármelos en los pocos segundos que te quedan?
—Mejor aún —dijo Flavia mientras la lluvia le azotaba la cara. —Te lo demostraré.
Su mano derecha se lanzó hacia delante, arrojando una espada contra el rostro de Makish. Este reaccionó sin pensar. Dejando que sus reflejos se hicieran cargo, levantó una mano y atrapó el arma en el aire, a meros centímetros de su ojo izquierdo. Un segundo después capturó la segunda espada con la otra mano.
—Me temo que esperaba una respuesta diferente —dijo pensativo sosteniendo las dos armas con los brazos extendidos.
—Arrogante hijo de puta, ignorante —se burló Flavia. —Soy un ángel. Oscuros o luminosos, todos podemos invocar rayos.
El cielo se fundió en un estallido blanco. La tremenda descarga eléctrica atraída por las espadas de acero podrían no haber destruido a Makish, pero no había modo de sobrevivir a la explosión de las bombas de Termita que guardaba en los bolsillos.
CAPÍTULO 4
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Aturdido, McCann se levantó del suelo embarrado. No parecía tener ningún hueso roto. La descarga del rayo y la explosión posterior le habían cogido totalmente por sorpresa, y la onda de choque le había derribado. Le dolían los ojos y sabía que estaba parcialmente sordo. A pesar de todo, seguía vivo y en buen estado, mucho más de lo que podía decirse de Makish. La Termita era extremadamente efectiva.
Sacudiéndose el aturdimiento, el detective se puso en pie. A unos metros, Elisha Horwitz estaba sentado sobre la hierba con la cabeza entre las manos. La lluvia, que hacía unos minutos parecía amainar, había regresado con toda su fuerza. El detective se abrió paso entre los charcos hasta el joven. No había señal de Madeleine Giovanni.
—¿Estás bien? —preguntó el detective. Elisha levantó la cabeza y parpadeó.
—Claro —dijo con una risa, —aparte de que estoy medio ciego, tengo una campana en los oídos y un dolor de cabeza que me va a durar hasta la semana que viene. Muy bien.
—Bien —dijo McCann riendo entre dientes. —Temía que pudiera ser algo grave. —Hizo una pausa. —Creo que no has tenido nada que ver con ese rayo, ¿no?
—¿Yo? —dijo Elisha. —No se me ocurriría. Mi maestro me ha advertido que no juegue con el clima. Las coincidencias terminan volviéndose contra uno, y crear una tormenta supera todos los límites. Y hace falta una habilidad mayor que la mía para disparar rayos. Recuerde que solo soy un aprendiz.
—No lo he olvidado —dijo McCann—, pero sospecho que infravaloras tus talentos. ¿Tienes idea de dónde puede estar nuestra amiga?
—¿Madeleine? —preguntó. —Hace un momento estaba aquí. Me ayudó a incorporarme y comprobó que no estuviera herido. Luego dijo que iba a echarle un vistazo a Flavia, aunque no sé por qué se preocupa. Nadie puede sobrevivir a una explosión así.
—No has tenido mucho contacto con los Vástagos —dijo McCann. —Los vampiros, especialmente los Assamitas, son increíblemente difíciles de destruir. Dame la mano. Ya es hora de que salgas del barro. Caminar te sentará bien. Veamos lo que ha descubierto.
Encontraron a Madeleine sentada con las piernas cruzadas sobre una zona arrasada de tres metros de diámetro. A su lado se encontraba el cuerpo destrozado y abrasado del Ángel Oscuro. Su mono blanco colgaba hecho jirones, y gran parte de su piel estaba calcinada. En varios puntos, el músculo y el hueso estaban expuestos a la lluvia. Tenía las dos rodillas rotas y los brazos y las piernas colgaban muertos. Sin embargo, tenía los ojos abiertos y su mirada brillaba con inteligencia.
De Makish no quedaba nada. Había desaparecido, desintegrado. El único recuerdo de su paso eran las dos piezas fundidas de plástico oscuro.
—McCann —croó Flavia cuando vio al detective. —Mis disculpas. He sido yo la que ha llegado tarde esta noche.
—Estás perdonada —respondió el detective, arrodillándose junto a la asesina. —No sabía que pudieras invocar rayos.
—Y tampoco Makish, ese arrogante hijo de puta —respondió. —Tanto mi hermana como yo teníamos ese poder. De ahí nos vino nuestro apodo. Parecíamos ángeles celestiales y controlábamos el fuego de los Cielos.
—Te infravaloró —dijo McCann. —Un error fatal.
—El renegado era demasiado confiado —siguió Flavia, cerrando cansada los ojos. —Se creía por encima del honor de su clan. Olvidó que un asesino sabio debe siempre enterrar su orgullo, y pagó el precio por su vanidad.
—Necesita sangre —dijo Madeleine. —Cuanto más esperemos, más necesitará. Las quemaduras precisan de muchísima vitae y tiempo para recuperarse. Los Assamitas tienen increíbles poderes regenerativos, pero no funcionan sin sangre.
—La mía no —dijo McCann instantáneamente. Se puso en pie y dio un paso atrás. La idea de que Flavia bebiera de su sangre le aterrorizaba. —Lo siento, pero eso es imposible. No puede probar mi sangre.
Flavia volvió a abrir los ojos. Observó al detective y sonrió. Sus labios crujieron como el beicon seco.
—No sé por qué suponía que dirías eso, McCann.
El Ángel Oscuro giró la cabeza y observó a Madeleine.
—No puedo beber la tuya —dijo. —Como bien sabes, los Assamitas estamos malditos. No podemos tocar la vitae de otro Vástago. Solo podemos alimentarnos de la sangre de mortales, como ese joven amigo de ahí.
Elisha, que había estado oyendo la conversación con interés, palideció inmediatamente.
—¿Quiere beber mi sangre?
—Solo una pequeña cantidad —dijo Madeleine. —Es todo lo que necesita para moverse. Por favor, Elisha, no te dolerá. Más bien todo lo contrario. Te lo juro.
—¿Y cómo sé que solo beberá un poco? —preguntó el joven aterrorizado. Su voz estaba fuera de control. —Dijo que necesita mucha para curarse. ¿Qué le hará detenerse una vez empiece?
—McCann y yo vigilaremos —contestó Madeleine. —No hay peligro.
—N-no estoy seguro —dijo Elisha. Se humedeció los labios y miró alternativamente a Diré McCann y a Madeleine Giovanni. —Les he conocido esta noche. ¿Por qué debería creer lo que me están diciendo? Podrían estar mintiendo para salvar a su amiga.
—Muchacho —dijo Flavia con voz áspera. Había logrado incorporarse sobre los brazos y estaba parcialmente sentada. —Soy una Assamita. Mi clan no es como el resto de los Vástagos. Cuando damos nuestra palabra, a humanos o a vampiros, siempre la cumplimos. Por mi honor sagrado, te juro que solo tomaré la sangre que me permita regenerarme y regresar a mi refugio. Mañana obtendré el resto que me ayude a completar la curación. No te haré daño, y estaré siempre en deuda contigo.
Elisha cerró los puños y dio varias bocanadas de aire. La mirada de terror desapareció y el color regresó a sus mejillas.
—Probablemente esté cometiendo el mayor error de mi vida —declaró con voz trémula—, pero lo haré.
Temblando, el joven se arrodilló sobre el barro junto a Flavia. Apoyando un brazo bajo la Assamita, Madeleine le ayudó a incorporarse. Ahora caía una fina llovizna. Elisha tiró del cuello de su sudadera.
—Supongo que querrá que me quite esto —dijo con una débil sonrisa.
—No es necesario —dijo Flavia. —Morder cuellos ha pasado de moda. Dame tu brazo izquierdo. Súbete la manga, eso es todo. Cierra los ojos y olvida dónde estás.
Mordiéndose el labio inferior, Elisha obedeció. Flavia se llevó ansiosa a la boca la muñeca del joven.
—No te asustes —dijo McCann poniendo una mano sobre el hombro de Elisha. El detective trató de transmitir parte de su calma interior al aterrorizado mago. —No es como te imaginas.
Flavia mordió y bebió. La mandíbula de Elisha cayó por la sorpresa, y McCann sabía por qué. El beso de un vampiro no producía dolor, sino placer. La sensación tanto para el Vástago como para el mortal era intensa más allá de cualquier idea. Era un momento supremo de pasiones consumadas.
Duró meros segundos.
—Suficiente —dijo Flavia con voz temblorosa. Apartó la boca de la muñeca de Elisha y se alejó del joven. —No necesito más.
McCann se maravilló ante el control de la Assamita. Pocos vampiros tenían la fuerza de voluntad necesaria para romper el contacto tan rápidamente. La sangre no solo daba a los Vástagos la vida, sino que era la vida. A esta hambre oscura se la denominada la Bestia Interior, y ese era exactamente el motivo.
—¿Estás bien? —preguntó McCann mientras Elisha abría los ojos. Las dos incisiones abiertas en la muñeca ya se habían cerrado. En unos segundos habrían desaparecido. Los Vástagos nunca dejaban señal alguna de su presencia. —¿Cómo te sientes?
Elisha sacudió la cabeza, aparentemente perplejo. Se puso en pie torpemente con la ayuda de McCann.
—Estoy bien. Un poco confundido y mareado, pero bien. —Es una sensación... extraña. Muy extraña —sonrió. —Eso sí, se me ha pasado el dolor de cabeza.
El detective mantuvo la mano sobre el hombro del mago para asegurarse de que no se derrumbara.
—Estarás así unos minutos —le dijo. —Tómatelo con calma. Mientras tanto, podría interesarte ver cómo Flavia emplea tu sangre para renovar su cuerpo. Es una transformación que los mortales no suelen tener oportunidad de contemplar.
McCann no exageraba. El Ángel Oscuro estaba sufriendo una sorprendente metamorfosis. Su piel se alisaba, volviéndose suave y blanquecina, recuperándose allí donde había sido carne chamuscada. En escasos segundos habían desaparecido todos los puntos negros, reemplazados por carne sana y flexible. Simultáneamente, los huesos de sus rodillas se reformaron, recuperando la forma que tenían antes de la pelea. Las piernas se estiraron, igual que los brazos. Lo único que quedaba era el mono de cuero, que aún caía hecho jirones sobre su cuerpo rejuvenecido.
—Increíble —dijo Madeleine Giovanni, humedeciéndose los labios. —Su sangre es increíblemente poderosa.
Flavia, aparentemente igual de sorprendida, recorrió lentamente su cuerpo con los dedos, tocando todos los puntos donde había sido herida. Alzó la mirada con una expresión complacida.
—Estaba rota, pero ahora estoy entera.
—Ya has visto el poder de la sangre de un mago —dijo McCann a Elisha—, y también has conocido, hasta cierto punto, el beso de un vampiro. Pocos mortales pueden decir lo mismo. Recuérdalo bien porque en estos tiempos peligrosos ese conocimiento es el poder definitivo.
—También tienes el favor de una asesina Assamita —le dijo Flavia, levantándose como un fantasma en la bruma. Estaba totalmente recuperada, y su figura exuberante hizo que los restos de su traje cayeran al suelo. No hizo esfuerzo alguno por cubrirse. Una sonrisa sardónica cruzó sus labios rojos. —No nos tomamos tales obligaciones a la ligera. Serás recompensado.
—Muy bien —dijo McCann—, pero sigamos esta conversación a cubierto. Estoy calado hasta los huesos.
—Yo también —dijo Elisha. —No me gusta este tipo de clima.
—A mí me gusta la lluvia —dijo Madeleine Giovanni mientras se dirigían hacia el Lincoln Memorial. —Da personalidad a la noche.
—A mí me salvó la piel —dijo Flavia con una risa. —Sin ella, nunca hubiera derrotado a Makish.
—Cuando le derribó creí que estaba acabada —dijo Elisha. —Entonces llegó el rayo.
—Le estuve provocando toda la pelea —dijo Flavia—, diciéndole que no podía perder. Las palabras le molestaban, pero no llegó a darles crédito. Por eso, cuando llegó el momento de rematarme, se tomó unos momentos para presumir. Esos segundos eran todo lo que necesitaba para invocar el rayo. Nunca llegó a comprender que el peligro provenía de su actitud, no de la mía. El renegado tenía un defecto básico que terminó siendo su perdición.
—Exceso de confianza —dijo Diré McCann. —Estaba tan seguro de su victoria que olvidó ser precavido.
Flavia sonrió.
—Un pecado que cometen mortales e inmortales —dijo mirando directamente al detective. —Típica actitud masculina. Makish estaba tan convencido de ser superior a mí...
—¡N-NOOOOOOO! —gritó repentinamente Madeleine, interrumpiendo el comentario de Flavia. Se llevó las manos a la frente y volvió a gritar. —¡No! ¡No! ¡NO!
La vampira Giovanni se derrumbó en el suelo, con una expresión de total desesperación. Elisha parecía consternado. McCann no sabía lo que ocurría, pero Flavia lo comprendió.
—Los niños —susurró. —Algo le ha sucedido a esos tres niños.
CAPÍTULO 5
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Cuando tenía trece años, la madre de Tony Blanchard le dijo a su hijo de forma clara que por aquel camino iba a llegar al infierno. Con la sabiduría que proporcionaban el dinero rápido y la ambición sin límites, él se había reído en su cara. Lucia Blanchard, una mujer severa e implacable, le echó de casa. El joven nunca miró atrás. Quince años después, una breve carta de su hermana le informó de que su madre había muerto de cáncer, aún maldiciendo su nombre. Tony no se molestó en responder. Ahora, por primera vez, deseaba haber prestado más atención.
Había seis personas en la habitación, y de ellas solo Tony respiraba. Las otras cinco eran vampiros. Tony no se estaba dirigiendo hacia el infierno: ya estaba allí.
Los cuatro habían estado esperando a que Don Lazzari regresara del camión de Madeleine Giovanni. Eran figuras altas y enjutas, vestidas con gabardinas largas, piel blanca y labios escarlata. Los ojos brillaban rojizos en la oscuridad. El Capo de la Mafia reconoció su presencia con un gesto de la mano y un asentimiento.
—Lleva al niño abajo, Tony —ordenó. —Que Alvin y Theodore se queden con él para que no trate de escapar suicidándose. Manda al resto de tus hombres a casa, ya no les necesitaremos. Cuando acabes, reúnete conmigo arriba. Quiero presentarte a algunos de mis nuevos socios.
—Como desee, Don Lazzari —respondió Tony con el estómago revuelto. —Subiré en cuanto pueda.
—Date prisa, Tony. A nuestros visitantes no les gustará esperar por un simple ghoul. Cuando regrese a Sicilia es posible que trabajes estrechamente con esos caballeros. La primera impresión es muy importante.
—Entiendo, mi Don —dijo Tony con un nudo en la garganta. —Iré inmediatamente.
Las presentaciones le pusieron al borde del precipicio. Los cuatro vampiros no abrieron la boca, pero sus expresiones, una mezcla de entretenimiento y hambre, se bastaban solas.
Blanchard había tratado con vampiros durante más de tres décadas. Como parte del Sindicato no podía evitarlos, ya que los Vástagos estaban involucrados en todos los negocios ilegales. Eran criaturas de las tinieblas que no creían en más leyes que las suyas. El asesinato era uno de sus derechos de nacimiento, y la adicción un modo de demostrar su herencia.
En Europa, la Mafia controla el crimen organizado. Aunque había miles de agentes independientes (ladrones, chantajistas, violadores y asesinos), cualquier empresa criminal importante requería la sanción y aprobación de los Capos de la Hermandad Secreta. Don Caravelli, jefe de jefes, ostentaba tanto poder como muchos de los antiguos de los clanes. En el Viejo Continente su palabra era ley.
Sin embargo, en Estados Unidos la Mafia nunca había llegado a enraizarse. El crimen era allí más un asunto regional, controlado por poderosas bandas confederadas de forma somera en una organización conocida como el Sindicato. Los vampiros estaban involucrados, pero no pertenecían a la jerarquía interna. La venta del vicio en los Estados Unidos era un asunto estrictamente humano.
Tony Blanchard había pertenecido a la organización durante casi toda su vida. Había comenzado cómo matón y había llegado a ser un jefe criminal mediante una combinación de agallas y avaricia. A lo largo del tiempo había adquirido el mote «Atún» por su comportamiento frío en las situaciones más desesperadas.
Como líder de la Costa Este del imperio criminal, había sugerido una alianza con la Mafia para combatir la creciente influencia de las Tríadas orientales en el país. Era él el que había hecho el trato con Don Caravelli, solo para descubrir que había sellado un pacto con un diablo en forma humana. Fue él el que, en un esfuerzo desesperado por conservar su base de poder enfrentado a una competencia cada vez mayor, obedecía todos los deseos de Don Lazzari, lugarteniente de Caravelli.
Normalmente Tony trataba con los vampiros desde una posición de fuerza. Trabajaba codo con codo con varios príncipes en las principales ciudades de la costa y le trataban con respeto, sabedores de que controlaba recursos necesarios para mantener su control sobre la comunidad. Blanchard, a cambio, comprendía que dependía de los Vástagos para lograr la seguridad de sus hombres después del anochecer. Era una relación mutuamente beneficiosa.
Las criaturas que se habían reunido con Don Lazzari eran completamente diferentes. No tenían ni la clase ni el estilo de los príncipes o de sus consejeros. Eran proscritos de la sociedad vampírica, criaturas peligrosas y solitarias que no obedecían ni a príncipe ni a arzobispo. No pertenecían ni a la Camarilla ni al Sabbat. Eran lacayos de la Mafia.
Igual que Alvin y Theodore, eran matones brutales y violentos que soñaban con dar el gran golpe. Los cuatro eran asesinos que habían encontrado su lugar trabajando para los señores del crimen. Eran pistolas baratas empleadas como tropas de asalto en un intento de la organización de crear una cabeza de playa en los Estados Unidos. Don Lazzari les había llamado a la plantación para revelarles la oferta de Don Caravelli sobre Madeleine Giovanni. Tony tenía la molesta sensación de que en cuanto Lazzari abandonara América, los cuatro irían a por él... y no para rendirle tributo.
Era evidente que el Capo de la Mafia conocía estos deseos. En frases breves y concisas les dejó claro a todos que él era el jefe, explicándoles lo que esperaba de sus subordinados.
—Cuando me marche —dijo con un tono totalmente desprovisto de humanidad—, Tony Blanchard hablará por mí. Él es mi voz en América. Cualquier acción contra él es una acción contra mí. Y yo hablo por Don Caravelli, Capo de Capi de la Mafia. ¿Entendido?
Los cuatro ya no parecían tener ganas de divertirse. Don Lazzari era un enemigo peligroso, y su reputación de amargo e implacable le había ganado el respeto de los proscritos. Sin embargo, Don Caravelli era el terror personificado. Nadie se atrevía a enfrentarse a su ira.
—Comprendemos —gruñó Tito Gagliani, el jefe de los cuatro. —Oímos y obedecemos, Don Lazzari.
—Bien —respondió este, señalando las sillas alrededor de la mesa. —Sentaos. Tengo un mensaje que quiero que extendáis por la ciudad. Son palabras del propio Don Caravelli. No hace falta decir que se trata de algo muy importante. Creo que así lo pensaréis.
Veinte minutos después, el Capo de la Mafia terminó de describir la recompensa que Don Caravelli ofrecía por Madeleine Giovanni, y era una oferta que tentaría hasta al Vástago más poderoso. Aquel que destruyera a la peor enemiga del Don sería ascendido a Capo de Capi de América, teniendo además la oportunidad de aumentar su poder bebiendo la sangre de un antiguo Cainita.
—Destruir a esa zorra no basta —dijo Don Lazzari. —Debe existir verificación antes del pago. Don Caravelli quiere pruebas. El collar de plata que lleva alrededor del cuello será suficiente.
—Extenderé el mensaje —dijo Tito Gagliani poniéndose en pie. Sus tres compañeros le imitaron. —Pero eso no significa que no tenga previsto conseguir la recompensa.
—Solo si la encuentras primero —se rió uno de los otros.
—Excelente —dijo Don Lazzari poniéndose en pie. —Esa es la actitud adecuada. Madeleine Giovanni está en la ciudad, en alguna parte. Su base ha sido destruida, y aún quedan horas para que amanezca. Que comience la caza de sangre.
Señaló la puerta.
—Ahora dejadme. Tengo otros asuntos importantes de los que ocuparme.
Tony tembló mientras los cuatro vampiros pasaban a su lado y se perdían en la noche. Sabía exactamente a qué se refería el italiano. Tenía hambre, hambre de sangre de niño.
—Lleva al muchacho a la entrada, Tony —le dijo Don Lazzari, confirmando sus peores sospechas. —Tengo ganas de divertirme un poco, y el niño parece tener carácter. Cazarle será un buen ejercicio.
Tony asintió, incapaz de hablar. Sentía como si le hubieran convertido el estómago en hielo. Don Lazzari consideraba que sus monstruosas persecuciones era un mero «deporte». Para el vampiro, los niños humanos no eran más que presas a las que perseguir, capturar y devorar. Sentía la misma misericordia por sus víctimas que los mortales por el ganado. Aquella era una idea terrible, especialmente desde que Tony comprendió que lo único que le separaba de las víctimas de Don Lazzari eran quince años.
Con la garganta seca y los ojos ardiendo, Tony descendió lentamente los trece peldaños que había hasta el sótano. Alvin, Theodore y el niño estaban sentados alrededor de una mesa de madera en el centro de la estancia. Estaban jugando al póquer.
—Ases y seises —dijo el chico poniendo las cartas sobre la mesa mientras Tony se acercaba. —Vuelvo a ganar.
—Qué hijo de puta —maldijo Alvin, tirando sus cartas con disgusto. —No tengo una mierda.
—Igual que yo —añadió Theodore, soltando también su mano. —Ya llevas dieciséis pavos, chaval.
El matón miró a Tony.
—Este maldito niño sabe jugar a las cartas de verdad, jefe. Deberíamos contratarle. Nunca he visto nada parecido.
—Bien, parece que la suerte ha cambiado —dijo Tony. —Llevadle fuera. Don Lazzari quiere un tentempié de medianoche.
El muchacho se quedó blanco. Era evidente que comprendía el significado de aquello, lo que indicaba, al menos para Tony, que sabía más sobre Madeleine Giovanni de lo que había dejado entrever. No le importaba. Supiera lo que supiera, sus secretos estaban a punto de morir con él.
—¿Tenemos que hacerlo, jefe? —preguntó Alvin. —El chaval es divertido. No merece morir.
—¿Quieres explicárselo tú a Don Lazzari? —preguntó Tony. —Hazlo si te apetece, Alvin, pero yo no tengo nada que ver.
Alvin negó con la cabeza.
—Seré tonto —respondió—, pero no gilipollas. Vamos, chaval. Tenemos una cita fuera con el gran jefe.
El chico se puso en pie. Era bajo y desgarbado, y su aspecto era todo menos impresionante. Tenía la cara pálida y los ojos recorrían nerviosos el sótano, como si estuviera buscando un modo de escapar. A pesar de todo, cuando habló lo hizo con voz calmada.
—Sois todos unos putos fantasmas —dijo. —Aún no lo sabéis, pero es así. Sois hombres muertos. Yo iré al infierno, pero os juro por mis huevos que pronto tendré compañía.
Tony le guiñó un ojo.
—Eres un malhablado, chaval, y no es el momento de amenazar a nadie.
El muchacho rió. Tony sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Aquel mocoso estaba a punto de morir. No debería estar riendo.
—La señorita Madeleine os cazará —dijo. —Es la nena más dura y más capulla del mundo. Lo sé. La he visto. Irá a por vosotros, contad con ello. Y a por esa serpiente de ahí arriba.
—Basta de gilipolleces —le dijo Tony enfadado a Alvin y a Theodore. —Llevadlo arriba ahora mismo. El Don está esperando, y probablemente se pregunté qué hacemos aquí.
Sacudió la cabeza, como si estuviera aclarando sus pensamientos. No había posibilidad de duda. Había hecho su elección y no había vuelta atrás.
—No podemos dejar que ese chico nos asuste.
Don Lazzari les esperaba en el jardín delantero, torciendo sus labios en una sonrisa cuando vio al joven. La mirada del Capo de la Mafia bastó para convencer a Tony de que era un gran error mencionar nada de lo sucedido. Mantuvo la boca cerrada y rezó por que el chico hiciera lo mismo.
La niebla era tan espesa que apenas se podía ver a pocos metros, aunque Blanchard sospechaba que aquello no era ningún impedimento para Lazzari. Al menos, el vampiro no parecía preocupado.
—Soy un vampiro —le dijo al niño. —Dentro de unos minutos pretendo beberme tu sangre.
—Que te cagas —dijo el muchacho antes de que Lazzari pudiera proseguir.
El Vástago frunció el ceño. No estaba preparado para aquellas burlas. Con los ojos brillando ominosos, siguió hablando.
—Sin embargo, me gustan los riesgos. Estoy dispuesto a darte una posibilidad de escapar.
Se detuvo, como si retara al joven a hacer otro comentario. Tras unos segundos de silencio siguió hablando.
—La carretera estatal no está lejos de aquí. Te daré cinco minutos de ventaja y después correré a por ti. Si llegas hasta la autopista no te perseguiré. Serás libre. Si te alcanzo —dijo sonriendo y revelando sus colmillos—, tu sangre será mía.
—Lo cojo —dijo el chico. —Corro como un gilipollas intentando llegar a la autopista. Me dejo los huevos corriendo durante cinco minutos y entonces apareces y me dejas seco. Suena cojonudo.
Tony esperaba que Don Lazzari explotara, pero lo que hizo fue asentir.
—Básicamente correcto. Eres más listo de lo que pareces. Es evidente que cometí el error de creer tu historia en el camión, pero no importa. Tu sangre seguirá igual de dulce. ¿Estás preparado, joven?
El muchacho observó a Lazzari, como si estuviera memorizando sus rasgos. Después se volvió hacia Tony con la misma expresión.
—Cuando queráis —dijo.
—Tony, por favor, consulta tu reloj —dijo Lazzari. —¿Qué hora es?
—Las tres en punto —respondió Blanchard. Le temblaba la mano, pero Lazzari no pareció notarlo. —En punto.
—Tú llevas el tiempo —dijo el vampiro, sonriendo. —Acaban de empezar tus últimos cinco minutos de vida.
CAPÍTULO 6
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
—Uno de los chicos está muerto —dijo Madeleine angustiada. Lágrimas de sangre corrían por sus mejillas. —Sentí su vida temblar y apagarse como la llama de una vela. Los otros siguen vivos, o al menos eso creo. No estoy segura.
Observó a Diré McCann con ojos confusos.
—Puedo sentir la presencia de Vástagos poderosos en una ciudad. A veces llego incluso a determinar su clan, pero mi talento nunca se había extendido a los mortales... hasta ahora.
La expresión de McCann estaba llena de tristeza.
—Eso es porque nunca antes habías sentido un lazo emocional tan fuerte con un humano. Es el precio que hay que pagar.
—Nunca antes había llorado —dijo Madeleine. —Ni siquiera cuando asesinaron a mi padre. Soy una Giovanni, y los Giovanni no lloran jamás.
Se limpió la sangre oscura de la cara y se puso en pie con un rápido movimiento.
—Debo solicitarle un favor —le dijo a McCann.
—Habla —respondió el detective.
—He venido a América para protegerle —dijo Madeleine. —Mi sire me dio instrucciones muy explícitas y no puedo desobedecerle. Sin embargo, si usted me pidiera que defendiera su honor vengando el asesinato de un amigo, o la muerte de un niño...
McCann asintió.
—Las deudas de sangre deben ser cobradas —dijo, repitiendo el sagrado juramento de venganza que Madeleine había hecho la noche anterior.
La voz del detective pareció hacerse más profunda, vibrando con un poder desconocido. Parecía que otro ser más poderoso hablara a través de sus labios.
—Los enemigos de mis amigos son mis enemigos. Ve y busca a aquellos que matan niños para lograr sus objetivos. Sean Vástagos o ganado, no muestres piedad.
—Se ahogarán en su propia sangre —prometió solemne Madeleine.
Asintió a Flavia y después a Elisha. El joven parecía querer decir algo, pero no le dio tiempo. Durante toda su vida había sido una solitaria, y no deseaba ayuda. El sacrificio solo lo debía hacer ella. Al instante desapareció, fundiéndose con la tierra.
Tardó media hora en llegar hasta el área de descanso donde había dejado el camión. Aunque le consumía la necesidad de saber quién había muerto y cómo, no era tan estúpida como para acercarse al vehículo sin supervisar antes los alrededores. Tenía que asegurarse de que el asesino no lo había calculado todo para atraerle hasta la zona. Se introdujo veinte metros en el bosque cercano y adoptó forma humana. Moviéndose en silencio, se arrastró hasta el límite del bosque y se encontró con una montaña de metal fundido que había sido su camión.
El resto de la zona parecía desierta. No podía sentir a ningún Vástago en la zona, y una rápida comprobación visual no percibió a ningún humano. Sus enemigos habían descubierto el camión, matado a uno de los chicos y destruido el vehículo, marchándose después. Sintió un ataque de furia. Aquella escoria estaba tan confiada de su triunfo que ni siquiera había pensado en tenderle una trampa. Era un error que pensaba hacerles pagar con sangre.
A unos seis metros, unos arbustos se movieron. Madeleine se desplazó hasta allí instantáneamente, moviéndose tan rápido que no parecía más que una mancha a través de la bruma.
—Sam —exclamó aliviada mientras tomaba al niño en sus brazos. La presa mortal se convirtió en un abrazo de afecto. El más joven de los tres estaba sucio, calado hasta los huesos y muy asustado, pero al menos parecía ileso.
—Señorita Madeleine, señorita Madeleine —suspiró, comenzando a llorar. —Se llevaron a Junior. Cogieron a Junior y se lo llevaron.
—¿Quién, Sam? —preguntó Madeleine, sabiendo ya que era Pablo el que había muerto. Era el mayor de los tres, el chico alto y callado que nunca tenía nada que decir. Su muerte sería vengada, juró en silencio, antes de que terminara la noche. —¿Quién se llevó a Junior? ¿Dónde?
—No lo sé —respondió con aspecto infantil y asustado. Hacía lo posible por contener las lágrimas. Madeleine odiaba preguntarle sobre el ataque, pero necesitaba las respuestas inmediatamente si quería rescatar a Junior. —Estaba debajo del camión y no oí nada.
—¿Qué hacías debajo del camión? —preguntó la mujer. Sacarle la historia podría llevar minutos preciosos, pero con suerte conseguiría alguna pista. Lo que fuera.
—Salí a mear —dijo Sam. —Junior me dijo que lo hiciera debajo del camión. Entonces empezaron a llegar los coches.
—¿Coches? —preguntó Madeleine. —¿Cuántos eran, Sam?
—Tres —respondió el chico. —Los conté cuando se iban. Limos grandes, como las que lleva el presidente. Algunos de los tíos del último coche llenaron el camión de bombas, pero yo me escabullí. Nunca llegaron a verme. Nunca.
—Muy bien, Sam —dijo Madeleine. —Llegaron tres coches. ¿Qué pasó después?
El joven sacudió la cabeza.
—No estoy seguro, señorita Madeleine. Iba a salir, pero tenía miedo y debajo del camión estaba oscuro. Había muchos tipos fuera, pero solo podía verles los pies. Recordé lo que nos dijo sobre que la perseguían y todo eso, y me escondí junto a las ruedas para que no me vieran.
Sam sintió un escalofrío.
—Algunos fueron a la cabina. Se pusieron a gritar, pero no sé qué decían. Luego... luego... luego empezaron a disparar.
Los ojos del chico se llenaron de lágrimas.
—Mataron a Pablo, señorita Madeleine. Le pegaron un tiro y se lo cargaron. ¡Se cargaron a Pablo!
—Ya lo sé, Sam —dijo la mujer mientras abrazaba al muchacho. Le acarició el pelo mientras él lloraba en su hombro. El cuerpo de Sam estaba frío, terriblemente frío, pero Madeleine no tenía ningún calor que darle.
—Después —dijo Sam tratando de continuar—, fueron al camión y hablaron con Junior. Lo hacían en voz baja, así que no sé qué decían. Lo intenté, de verdad, pero no quería que me vieran. T-tenía miedo de que me dispararan.
—Lo hiciste muy bien, Sam —dijo Madeleine. —No tienes nada de lo que lamentarte. Hiciste todo lo que pudiste. Estoy orgullosa de ti.
Se detuvo, dando al chico un momento para recomponerse.
—¿Oíste algo de lo que dijeron? —preguntó por fin cuando parecía listo para seguir. —¿Un nombre? ¿Un lugar al que fueran? Piensa en cualquier cosa. Piensa. Podría ser importante.
Sam frunció el ceño concentrado.
—Oí hablar a uno de ellos, y dijo un nombre. Bueno, creo que era un nombre. Llamó Don a otro tipo.
—¿Don? —preguntó Madeleine haciendo un esfuerzo por parecer tranquila. —¿Don qué, Sam?
—Don... Don... Lasers —respondió el chico. —Cuando lo oí me sonó a videojuego.
—¿Don Lazzari? —preguntó Madeleine. —¿Era así, Sam, Don Lazzari?
El muchacho asintió.
—Ese era, señorita Madeleine. Don Lazzari. ¿Lo conoce?
La mujer asintió.
—Lo conozco, Sam —dijo mientras una fría rabia invadía su mente. Su voz permaneció calmada. —Aunque nunca nos hemos visto, conozco muy bien su reputación. Es el matón de una criatura extremadamente malvada llamada Don Caravelli, que asesinó a mi padre. Don Lazzari es prácticamente igual de monstruoso.
Sam miró a Madeleine directamente a los ojos. Sus rasgos estaban retorcidos por el miedo.
—Es un vampiro, ¿no? Don Lazzari es un vampiro y tiene a Junior. —La voz del muchacho comenzó a temblar. —Por eso se llevó a Junior cuando se largaron. Se va a beber su sangre. ¿No? ¿No es así?
—Don Lazzari es conocido por sus deseos perversos —dijo Madeleine. —Solo bebe la sangre de niños inocentes. Junior está en un terrible peligro, pero aún sigue vivo. Hubiera sentido su muerte.
La vampira cerró los ojos. Tardó escasos segundos en localizar a Lazzari. Podía llegar rápidamente hasta él.
—Tengo que dejarte, Sam —dijo. —No me gusta, pero tengo que hacerlo para rescatar a Junior. Quédate aquí y escóndete. Volveré en cuanto me sea posible. Puede que un hombre llamado McCann venga en mi lugar. Puedes confiar en él.
Sam miró nervioso hacia el bosque.
—¿No puede llevarme con usted? —preguntó.
La mujer negó con la cabeza.
—No puedo. Tengo que marcharme. —Dio un paso atrás, soltando al chico. —Sé valiente, Sam. Sé fuerte.
Fijando la posición de Don Lazzari en su mente, Madeleine dejó a su cuerpo fundirse con la tierra. Aunque no llevaba reloj, siempre sabía la hora exacta. Eran las tres de la madrugada, y tardaría poco más de cinco minutos en llegar hasta el cuartel general del jefe de la Mafia. Esperaba que no fuera demasiado tarde.
CAPÍTULO 7
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Junior sabía que correr hacia la autopista no serviría de nada. Si Don Lazzari era al menos la mitad de rápido que la señorita Madeleine, una ventaja de cinco minutos no significaba nada. Además, estaba convencido de que, a pesar de todo lo que había dicho, el jefe de la Mafia nunca le dejaría escapar.
Lo que hizo en cuanto el vampiro le dio la salida fue marchar en otra dirección. La mayor parte de su vida la había pasado fugado, y en los años en la carretera Junior había aprendido muchas cosas para evitar la captura. El factor más importante era aprovechar la ventaja de su tamaño. Don Lazzari podría ser más fuerte y rápido, pero era mucho más alto que él y bastante más fornido. Además, el Cainita no podía soportar la luz del sol.
Junior sabía que aquello no era una carrera contra la autopista, sino contra el reloj. Tenía que aguantar alejado de Don Lazzari hasta el amanecer. Aquella era su única posibilidad de sobrevivir.
La granja estaba rodeada de árboles. Los bosques eran oscuros y dificultaban la visión. El suelo estaba cubierto de matojos, enredaderas, arbustos y ramas rotas. Junior comenzó a caminar entre la maleza sin preocuparse por dejar un rastro. Estaba seguro de que el vampiro podría encontrarle de todos modos. Necesitaba encontrar una zona llena de espinos antes de que terminaran los cinco minutos. Sin ellos, estaba condenado.
La suerte estaba con él. Tras tres minutos en el bosque se topó con una enorme masa de arbustos de seis metros de longitud y tres de anchura enredados entre media docena de arces. Las ramas de los arbustos no tenían hojas, sino inmensas espinas, largas y afiladas, que surgían en todas direcciones. Aquella vegetación formaba una barrera, un muro impenetrable. Con un suspiro, Junior se tumbó boca abajo y comenzó a arrastrarse.
Apenas había sitio para deslizarse bajo las espinas más bajas. El suelo estaba blando y embarrado, lo que frenaba sus progresos. Sin embargo, para cuando terminaron los cinco minutos Junior esta casi en el centro de la nube de espinas. Apenas se había dado la vuelta cuando supo que su tiempo de gracia había expirado.
—Un bonito truco —dijo Don Lazzari. El vampiro parecía más agradado que molesto. —No solo tienes cerebro, sino también coraje, te lo concedo. Por desgracia, no me rindo fácilmente. Estos obstáculos no son más que una molestia.
El terreno tembló como si fuera golpeado por un gigantesco martillo. Los ojos de Junior se abrieron aterrados cuando comprendió que Don Lazzari estaba aferrando la base de cada arbusto para arrancarlos del suelo. El vampiro poseía una fuerza sobrehumana. Con un gemido de frustración, el chico comenzó a arrastrase hacia el otro extremo de los matorrales. No le quedaba hacer otra cosa que correr.
Un minuto más tarde, arañado y lleno de heridas, Junior se puso en pie. A tres metros, en el centro de los arbustos, se encontraba Don Lazzari con una de las plantas arrancadas en la mano. Sus ojos brillaron en la oscuridad cuando detectó a su aterrada presa.
Con el corazón desbocado, Junior corrió entre los árboles, trazando un camino irregular a través de la maleza y esperando que el monstruo no fuera capaz de seguirle el rastro. Salvo por su aliento entrecortado, el bosque estaba en silencio. Don Lazzari no hacía ruido alguno.
El terreno se hundió en un pequeño barranco en cuyo fondo corría un pequeño riachuelo. Agotado, Junior entró en el agua fría. Según una película que recordaba haber visto en el orfanato, los vampiros no podían cruzar el agua. Rezaba por que Lazzari hubiera visto la misma película... y por que se la creyera.
Siete metros más adelante, Junior regresó al bosque. La corriente se curvaba hacia la granja, y desde luego era el último lugar al que quería ir. Aturdido y confuso, corrió hacia la oscuridad mientras trataba ansioso de detectar algún ruido de su perseguidor.
Inesperadamente, el bosque terminó. Los árboles desaparecieron, dando paso a un campo totalmente abierto. Algunas mesas rotas indicaban que hacía años aquello había sido una zona de picnic. Al otro extremo del claro había un estacionamiento abandonado y una carretera de un solo carril. Más allá debía encontrarse la autopista, comprendió. Era una esperanza remota, pero mejor que nada. Se negaba a rendirse. Nunca lo había hecho.
Gimiendo con cada aliento, atravesó el campo desierto. Los pulmones le ardían y tenía la sensación de tener los pies en carne viva, pero no había señal de Don Lazzari. Nervioso, miró por encima del hombro esperando que el vampiro surgiera del bosque de un momento a otro. No ocurría nada. La lluvia se había detenido y la niebla se levantaba. Un destello de luz de luna iluminó el suelo. El pavimento estaba a menos de veinte metros, luego quince, tres...
La hierba alta que rodeaba a Junior se agitó como si la meciera una brisa inesperada. El chico creyó ver un destello antes de que Don Lazzari, con una sonrisa de suficiencia en los labios, apareciera de la nada frente al estacionamiento. El vampiro rió, meciendo la cabeza fingiendo sorpresa.
—Podía haberte capturado en cualquier momento —declaró—, pero creí que era mejor dejarte creer que tenías alguna posibilidad. El juego es mucho más entretenido si la presa sigue luchando hasta el final.
Junior se derrumbó sobre el suelo. Tumbado de espaldas, miró desafiante a Don Lazzari.
—Aún no ha terminado, monstruo de mierda —gruñó.
—Ha terminado —respondió el vampiro con los ojos brillantes. Se inclinó y extendió el brazo hacia el hombro del muchacho. En ese momento se congeló: otra voz resonaba en el claro.
—Ha terminado, devorador de niños. No para el chico, sino para ti.
Don Lazzari se giró para enfrentarse a la recién llegada. En su voz pudo oírse un leve rastro de miedo al identificar a la mujer.
—Madeleine Giovanni.
—¡Señorita Madeleine! —gritó Junior, incorporándose sobre un codo. —¡Sabía que me encontraría!
La mujer estaba a pocos metros de Lazzari. Se había alzado de las sombras sin un ruido, y su ropa negra y piel blanca como el marfil contrastaban en la noche. Los brazos descansaban a los costados y parecía totalmente relajada. Su rostro era sereno, mortalmente calmado. En sus labios había una sonrisa helada. Sus ojos ardían con la intensidad del infierno.
—Creo que me estabas buscando —dijo. —Ya estoy aquí, Don Lazzari. ¿Dónde está tu valentía, ahora que no te enfrentas a un niño?
El Capo de la Mafia gruñó con un ruido inhumano que surgió de su pecho.
—Puta —dijo. —No me asustas.
—Mentiroso —le respondió Madeleine, dando un paso hacia delante. Don Lazzari se retiró un paso. —O, si lo dices en serio, idiota. Soy tu muerte. Hace un siglo ayudaste a tu amo a matar a mi padre. Esta noche has ejecutado a un niño que era amigo mío. Te atreviste a cazar a otro. El castigo por cada uno de tus crímenes es la Muerte Definitiva. Llevo mucho tiempo esperando este momento. No habrá piedad, ni perdón. Lo único que lamento es que no pueda llevarte conmigo de vuelta al mausoleo. Allí sufrirías mil años de tormentos antes de que te dejaran morir.
—Solo hice lo que se me ordenó —dijo Don Lazzari con voz dubitativa. —Solo seguía órdenes.
—Eso díselo a tus víctimas cuando te enfrentes a ellas en el infierno.
—¡Nunca! —gritó el vampiro lanzándose hacia Madeleine con las manos dirigidas contra su cuello. Apenas les separaba distancia alguna y se movía rápido como el viento, pero cuando cerró los dedos la mujer ya no estaba allí.
—Eres un bufón y un imbécil —declaró una sombra oscura a su lado. Un zarcillo de negrura se acercó a Don Lazzari y le tocó el cuello. Los huesos se partieron como ramas secas mientras el Capo gritaba y se precipitaba hacia el suelo. Se quedó allí, retorciendo su cuerpo como un pez fuera del agua. Tenía la cabeza tan fuertemente apretada contra el barro que no podía emitir sonido alguno.
—El golpe te ha partido la columna —dijo Madeleine con aire satisfecho por su trabajo. Pasó sobre el cuerpo derribado y se acercó a Junior, ayudándole a ponerse en pie. —No podrá emplear sus brazos ni sus piernas hasta que se recupere. Por desgracia para él, para regenerar una herida tan seria necesita sangre. Puede oír, puede ver, puede hablar y, por supuesto, sentir. Pero no puede moverse.
—¿Lo hizo con ese golpecito, señorita Madeleine? —dijo Junior. —¡Es la hostia! ¡Ha sido increíble!
—No, Junior —dijo Madeleine con una sonrisa maliciosa. —Ha sido un placer.
La mujer observó al prisionero indefenso. Su rostro era una máscara mortal.
—Aún no he terminado con Don Lazzari. No queda mucho hasta el amanecer, así que tengo que actuar rápido. Esta escoria va a sufrir por sus crímenes. Probablemente será mejor que no veas lo que voy a hacer a continuación.
—Y un huevo —dijo Junior. —Este hijo de puta hizo que mataran a Pablo y quería beberse mi puta sangre. Quiero ver todo lo que le hagas.
—Si así lo deseas —dijo Madeleine. No intentó discutir, y su expresión era inescrutable. —Hazte a un lado.
Levantando al inerte Don Lazzari como a un niño. Madeleine se lo llevó hasta el estacionamiento de hormigón, tirándolo boca arriba sobre el pavimento. Incapaz de hacer otra cosa que mover la cabeza, el vampiro observó horrorizado cómo la mujer buscaba en los alrededores algunos trozos sueltos de cemento.
—Madre del amor hermoso —gritó cuando vio a Madeleine arrancar una pequeña losa de más de medio metro. —¿Qué vas a hacerme?
—Aplastaste mis sueños —dijo Madeleine mientras levantaba el bloque sobre la pierna del vampiro. —Antes de que mueras pienso pagarte con la misma moneda.
—Déjame ir —suplicó Lazzari con la vista fija en el bloque de hormigón. —Te lo ruego, por favor... Déjame morir peleando, no aplastado como un insecto.
—Una comparación adecuada —dijo Madeleine sin el menor rastro de remordimiento. Una ligera sonrisa cruzó por sus labios. —Te concederé la misma misericordia que le disteis a mi padre.
Aún sonriendo, derribó el bloque sobre las piernas de Don Lazzari. El vampiro aulló cuando sus miembros quedaron reducidos a pulpa. El sonido parecía no terminar nunca. Madeleine rió mientras volvía a levantar la losa. Junior, menos interesado en la venganza, vomitó lo poco que le quedaba de cena en el estómago.
—Esperaré en las mesas de picnic, señorita Madeleine.
—Esto me llevará unos minutos, Junior —dijo la mujer sin volver la cabeza. Don Lazzari, con la mirada horrorizada, balbucía incoherente. —Quiero asegurarme de que Don Lazzari no se mueve de aquí hasta que salga el sol. Primero tengo que terminar de destrozarle las piernas. Después le reventaré los brazos y por último me encargaré de parte de su cuerpo. Para cuando termine, saludará con alegría el abrazo del amanecer.
Don Lazzari no dejó de gritar, pero la Daga de los Giovanni era implacable. No ofreció cuartel alguno.
CAPÍTULO 8
Washington D. C.: 25 de marzo de 1994.
Nervioso, Tony Blanchard volvió a mirar su reloj. Ya habían pasado más de diez minutos desde que soltaron al muchacho. Don Lazzari se había ido hacía cinco, pero del bosque no había llegado ningún grito. Tony no podía sino preguntarse si algo inesperado había sucedido.
—No me gusta nada —susurró. —Algo va mal.
—Ese chaval no era un mierdecita, jefe —dijo Alvin. Él y Theodore parecían tranquilos. —Jugaba a las cartas como un profesional.
—Hacer trampas en el póquer no tiene nada que ver con jugársela a un vampiro —dijo Tony. —Lo más probable es que Don Lazzari se esté tomando su tiempo, jugando al gato y al ratón.
—Sí —dijo Theodore mientras observaba la oscuridad. La niebla se estaba levantando y el leve brillo de la luna comenzaba a filtrarse por las nubes. —Ese mañoso es todo un hijo de puta, y sus amigos son casi peores.
Tony sintió un escalofrío al recordar la mirada hambrienta en los ojos de los renegados.
—No causarán problemas —declaró. —No tendremos que preocuparnos de ellos mientras hagamos nuestro trabajo y obedezcamos a Don Lazzari.
—Seguro, Tony —dijo Theodore. —Apuesto a que Joey Campbell pensaba lo mismo antes de palmarla.
—Le mataste tú, no yo —dijo Tony mientras volvía a observar la hora. El Capo ya había salido hacía diez minutos, y aún no se oía nada desde el bosque.
—Hice lo que se me dijo —respondió Theodore. —Desde luego, no me iba a negar. Al mirar a Don Lazzari vi que era o él o yo, y no soy tan noble.
—Ya somos dos —añadió Alvin. —Lo siento, jefe, pero Don Lazzari es el que está ahora al mando. Tú eres el segundo, y nosotros no podemos hacer nada al respecto.
—Bueno, aún tengo... —Tony se detuvo abruptamente. —¿Habéis oído algo?
—Mierda —dijo Theodore. —Parecía alguien gritando en la vieja zona de picnic.
—Sí —dijo Alvin palideciendo. —Y no ha sido ese maldito chico.
—El chaval no puede hacer daño a un vampiro —dijo Tony. —No me lo creo.
El segundo grito llegó un minuto después, y duró mucho, mucho tiempo. No había duda de que se trataba de la voz de Don Lazzari.
—Tengo la ligera sospecha de que Lazzari se ha topado con la dama que estaba buscando —comentó Alvin. —A pesar de todo lo que decía, sospecho que no tenía mucha prisa por encontrársela a solas.
—Sí —dijo Theodore. —Tampoco parecía tener muchas ganas de quedarse esperando en el camión a que regresara.
—Pero... pero... —dijo Tony. Cada grito era un clavo más en su ataúd. Se lo había jugado todo a favor de aquel vampiro. Sin la protección del Don Lazzari, Blanchard no era más que un jefe del Sindicato con sueños de grandeza. —No puede terminar así. No.
—Lo siento, Tony —dijo Alvin—, pero no pienso quedarme aquí hasta que demuestres que te has equivocado. Cuando esos cuatro tipos sepan que el italiano es historia volverán, y no tengo ganas de saludarles de nuevo.
—Yo también me largo —dijo Theodore mirando a Tony. —Puedes venir con nosotros si quieres, jefe.
—Yo no me marcho —respondió furioso Tony. —No puede ser cierto. Debe ser un error. Don Lazzari solo nos está poniendo a prueba. Eso es lo que pasa, una prueba. Quiere ver quién es leal y quién no. Largaos ahora y os cazará uno detrás de otro.
—Me arriesgaré —dijo Alvin desenfundando su arma. —Salud, jefe. Puede que el niño tuviera razón. Nos vemos en el infierno.
Alvin y Theodore se subieron a la limusina negra y se perdieron en la oscuridad. Tony se quedó solo con su rostro convertido en una máscara angustiada.
—¡No puede ser! —gritó al coche que se alejaba. —¡No puede ser!
Sacudiendo la cabeza, se giró y se dirigió hacia la puerta. Apenas había entrado en el edificio cuando se oyeron los primeros disparos. Desde la entrada podía ver los destellos de las detonaciones. Fueron cinco, seis tiros de armas diferentes. Entonces se oyó un aullido y Tony reconoció la voz de Alvin. Descompuesto, Blanchard cerró la puerta y la atrancó. Rezando plegarias que no oía desde su niñez, corrió escaleras arriba hasta la sala de reuniones de la segunda planta.
—Es esa loca que está detrás de Don Caravelli —le dijo a las sillas mientras se acercaba al sillón de cuero negro que había frente a la entrada. —Mató a seis tipos que el Capo de Capi envió tras ella. Recuerdo que nos lo dijo. Esa puta es el infierno sobre ruedas. Nunca tenía que haberme liado con estos cabrones de la Mafia. Qué gran error, colega, qué gran error.
Cerca del sillón había una pequeña ametralladora oculta en una caja. Tony la sacó y comprobó el cargador. El arma estaba lista.
—Nadie coge a Tony Blanchard desprevenido —dijo. —No es ninguna mierda.
La puerta de entrada saltó en pedazos en la planta baja. Con la mirada aterrorizada, Tony levantó la ametralladora y la apuntó hacia las escaleras. Las luces se apagaron.
Disparó. Apretó el gatillo y no lo soltó mientras las balas volaban por la sala de reuniones, impactando contra las sillas y el suelo. Las paredes explotaban cuando los proyectiles atravesaban el yeso. Tony gritó mientras agitaba el arma de un lado a otro, inundando el aire de plomo.
Mantuvo el dedo en el gatillo hasta que se quedó sin munición. No se oía nada. Rió. Nadie podía haber sobrevivido a aquellos disparos. Hasta los vampiros eran de carne y hueso.
A su espalda, una mano se acercó y le arrancó la ametralladora de los dedos. Ahogado por la sorpresa, Tony se giró. Frente a él había una esbelta joven vestida con un traje negro. Su piel era blanca como la tiza. En silencio, la mujer tomó el cañón ardiente del arma y lo dobló por la mitad.
—Apuntaste demasiado alto —dijo sonriendo. —Además, eres lento.
—¿Q-quién eres? —preguntó Tony, sabiendo la respuesta.
—Soy Madeleine Giovanni, del clan Giovanni —respondió. —Junior me ha dicho que te llamas Tony.
—¿Junior? —preguntó. —¿El chaval?
—El chico que entregaste a Don Lazzari para su caza —dijo Madeleine. —Oyó tu nombre en mi camión. Tiene buena memoria, y nunca olvida a sus enemigos. Nunca.
Tony se sentía mareado.
—¿Vas a matarme?
Madeleine Giovanni negó con la cabeza.
—No, salvo que me obligues a hacerlo. Trataste mal a Junior, pero no fuiste cruel intencionadamente. Los dos hombres del coche trataron de atropellarme cuando me vieron y tuve que defenderme. Pagaron el precio por su estupidez, pero de otro modo les hubiera dejado marchar en paz. A Junior le gustaban. Dinero fácil, creo que les llamaba.
—Si no vas a matarme —dijo Tony recuperando parte de su coraje—, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que quieres?
—Necesito un mensajero —respondió Madeleine. —Hay un comunicado importante que quiero que llegue hasta alguien a quien no tengo acceso inmediato. Tú puedes conseguirlo.
Tony tragó saliva al comprender lo que la mujer quería decir.
—Un mensaje —repitió mientras el sudor comenzaba a caerle por la frente. —¿Quieres que entregue una carta de tu parte?
—No, una carta no —dijo Madeleine. Sus ojos oscuros parecían increíblemente grandes. Tony no podía apartar la mirada de ellos, hundiéndose en su profundidad imposible. La voz de la mujer llegó desde muy lejos y sus palabras parecían irresistibles.
—Quiero que vueles mañana hasta Sicilia —dijo. —Emplea el nombre de Don Lazzari cuando sea necesario. Te abrirá los canales necesarios. Ya sabes dónde tienes que ir: la fortaleza de la Mafia.
—Su cuartel general —asintió Tony. Escuchó cuidadosamente, sabiendo que tenía que seguir las órdenes de la vampira al pie de la letra. Era lo adecuado. Era necesario que lo hiciera.
—Una vez llegues allí —siguió Madeleine—, quiero que le entregues a Don Caravelli un mensaje de mi parte. Asegúrate de hablarle tú en persona. No permitas que nadie más lo haga por ti. Es tu misión, tu responsabilidad. ¿Comprendes?
Tony asintió.
—Comprendo. Es mi misión. —Haría todo lo que quisiera Madeleine. Era su deber.
—Muy bien —respondió la mujer. —Quiero que le digas lo siguiente: «Madeleine Giovanni envía sus saludos al cobarde de la roca. Tu marioneta, Don Lazzari, ha visto la gloria del amanecer. Muy pronto tú también la conocerás».
Tony repitió las palabras.
—¿Eso es todo lo que tengo que decirle? —preguntó. —¿Quieres que espere por si hay alguna respuesta?
—No será necesario —dijo Madeleine. —No espero respuesta alguna. Don Caravelli tiene un temperamento violento, y sospecho que cometerá el error de pagar el mensaje con el mensajero. Puede que te perdone por tu papel en este drama, pero sinceramente lo dudo.
—Ahora mismo haré los arreglos necesarios —dijo Tony. Se acercó al teléfono, medio enterrado entre los cascotes de yeso. Sorprendentemente, aún funcionaba. —Aún hay línea, gracias a Dios.
Le estaba hablando al aire. Madeleine Giovanni había desaparecido, y el único sonido de la habitación era el del teléfono. El hampón se volvió y marcó el número de su cuartel general. Una vaga sensación de inquietud apareció en lo más profundo de su mente, pero la ignoró. Estaba haciendo lo correcto. Su madre, por fin, le daría su aprobación.
CAPÍTULO 9
Washington D. C.: 26 de marzo de 1994.
—Creo que ha llegado el momento de abandonar Washington —dijo Diré McCann. Después de un día de descanso sin interrupciones, el detective volvía a sentirse humano de nuevo. Había convocado aquella conferencia nocturna para decidir con su pequeña banda el siguiente paso en su conflicto contra la Muerte Roja.
—Yo no me opongo —dijo Flavia. Estaba sentada en el sofá del salón de la habitación de McCann. Como su mono blanco estaba destrozado, vestía unos pantalones de color azul oscuro que conjuntaban con su piel pálida y sus labios rojos. —Nunca me ha gustado el turismo. Ya he visto monumentos más que de sobra.
—La guerra de sangre ha terminado de forma abrupta —intervino Madeleine Giovanni. Como siempre, estaba vestida con un traje negro ajustado que le llegaba hasta la mitad del muslo. Aunque el camión en el que llevaba todas sus posesiones había sido destruido por lo secuaces de Don Lazzari, la saboteadora Giovanni no había tardado mucho en hacerse con un nuevo guardarropa, ni en encontrar un vehículo que le sirviera de refugio. Como chiquilla favorita de Pietro Giovanni, tenía una línea de crédito de varios millones de dólares. Si quería algo, lo conseguía sin más preguntas.
—Los anarquistas están abandonando la ciudad a decenas. Cuando el regente habla, todos obedecen. La reputación cruel de Melinda le está sirviendo bien. Para mañana, el control de la capital habrá vuelto a manos de la Camarilla.
—Discutir la situación con el príncipe Vitel ya no parece demasiado importante —dijo McCann. —Dudo que sepa algo que nosotros desconozcamos. Lo que la Muerte Roja quisiera de la ciudad parece concluido. Creo que se trata de un callejón sin salida.
—La repentina aparición de Melinda Galbraith parece haber cogido por sorpresa a muchos Vástagos —dijo Flavia. —En los locales que rodean la ciudad todo parece estar patas arriba, ya que nadie sabe cuál será su próximo movimiento. Por lo que he podido averiguar, ha recuperado el control completo del Sabbat por pura fuerza de voluntad. Todo el mundo parece tener claro que instalará su nueva base de operaciones en Nueva York.
—Justine Bern era una de las rivales más serias de Melinda —dijo McCann. —La regente la destruyó inmediatamente, igual que a ese Tremeré renegado que servía como consejero a la arzobispo. ¿Se sabe algo más de las otras dos colaboradoras de Justine?
Flavia sonrió.
—Nada de nada. Se han desvanecido, desapareciendo en la noche. —Se detuvo un momento. —Una de ellas era tu amiga, Alicia Varney.
—Alicia sabe cuidar de sí misma —dijo McCann. —No me preocupa. Quien me importa es la Muerte Roja.
—¿Cree que el monstruo estuvo involucrado en la reaparición de Melinda? —preguntó Madeleine.
—¿Crees en las coincidencias? —preguntó el detective con tono sarcástico.
—Claro que no —respondió Madeleine. Tras una pausa siguió. —Ya veo. Olvide mi pregunta.
—La Muerte Roja ha demostrado ser un gran maquinador —dijo McCann. —A pesar de nuestros éxitos limitados contra él, sospecho que sus planes proceden según el calendario previsto. Me dijo que pretende hacerse con el control tanto de la Camarilla como del Sabbat, por lo que pienso que está relacionado con el inesperado regreso de Melinda Galbraith.
—La regente es la líder del Sabbat —dijo Madeleine—, pero gobierna con la cooperación y la aprobación de la Mano Negra.
—¿La Mano Negra? —preguntó Elisha, que había estado sentado en una esquina de la habitación escuchando atento. —¿Quiénes o qué son?
—La verdadera fuerza del Sabbat —dijo Flavia. —Son la élite de asesinos de la organización. No se sabe mucho sobre ellos. Son una secta secreta dentro de la secta. Son muy pocos, pero su influencia está muy extendida. Sus cuatro líderes son conocidos como los Serafines. Ya se está rumoreando que planean visitar Manhattan en breve para reunirse con Melinda.
—Por el momento, no creo que podamos hacer mucho sobre el Sabbat —dijo McCann—, y ya puestos, tampoco con la Camarilla. Hasta que la Muerte Roja vuelva a golpear, no podemos hacer nada al respecto.
—¿Nos sentaremos a esperar cruzados de brazos? —dijo Flavia.
—No exactamente —respondió McCann. —Creo que haré un viaje.
—¿Un viaje? ¿A dónde? —preguntó Madeleine.
—A Israel. Elisha vino hasta aquí para invitarme a visitar a su maestro, y creo que es el momento de acudir. Tengo curiosidad por saber qué cree Maimónides que necesita mi atención personal.
—Pietro Giovanni me ordenó que le protegiera —dijo Madeleine. —No me dijo dónde. Si usted va, yo voy. —Sonrió. —Además, siempre he querido conocer a Rambam.
McCann se encogió de hombros y miró a Elisha.
—¿Pones alguna objeción a que venga Madeleine?
El joven sonrió.
—¿Está de br...? —comenzó antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo. Sus mejillas enrojecieron rápidamente. —Claro que no. Mi mentor estará complacido al recibirla. Pero, ¿qué hay de los dos niños que rescató anoche?
—Están a salvo y en buena compañía —dijo Madeleine. —He arreglado las cosas para que vivan con ghouls leales a mi familia. Serán tratados con el mayor de los respetos y protegidos de cualquier daño. Ahora comprendo que, mientras tenga que enfrentarme a la Mafia, crear lazos de cualquier tipo —dijo desviando brevemente la mirada hacia Elisha—, es un peligroso error.
—Bien —dijo Flavia. —El Príncipe Vargoss me ordenó que te vigilara, McCann. No me dijo nada sobre volver a casa si decidías hacer un viaje. Quiere destruir a la Muerte Roja, igual que yo. Dudo que ponga objeciones si te acompaño.
—¿Por qué no? —dijo Elisha. —¿Juega alguno de ustedes al ajedrez?
—Creo que ya está decidido —dijo McCann. —Solo nos queda encontrar un medio de transporte. Cruzar el océano acompañado por varios vampiros presenta algunos pequeños problemas logísticos.
—Algunas dificultades son más fáciles de resolver que otras —sonrió Madeleine. —Mi clan controla varias compañías de transportes. Si a usted y a Elisha no les importan los horarios vampíricos, puedo conseguir transporte en un carguero pensado especialmente para vampiros y ghouls. No es tan rápido como el avión, pero sí mucho más seguro.
—Llevo tanto tiempo trabajando de noche que ya no recuerdo cómo es el sol —dijo McCann. —Pero consígueme un camarote privado. Me gusta la intimidad.
—¿No quieres compañía, McCann? —preguntó Flavia lamiéndose los labios de forma sensual. —Piensa en lo bien que nos lo podríamos pasar juntos.
McCann negó con la cabeza.
—Viva o muerta, eres demasiado para mí, Flavia. Prefiero ir solo.
El Ángel Oscuro asintió.
—Por preguntar... —dijo con una risa. —Recuerda la oferta que te hice en San Louis, McCann. Sigue en pie.
Madeleine tenía una expresión confundida.
—¿Oferta?
—Flavia está convencida de saber un profundo y oscuro secreto sobre mí —dijo el detective. Parecía pasarlo bien. —Le molesta que me niegue a confirmar o a negar sus sospechas.
McCann rió.
—La vida es una mascarada en muchos ámbitos diferentes. Flavia quiere conocer la verdad que se oculta tras mi máscara. —La voz del detective sonaba extraña, casi amenazadora. —Pero hay misterios que es mejor no revelar... a nadie.
CAPÍTULO 10
San Louis: 29 de marzo de 1994.
Jack Darrow leyó tres veces el fax procedente de Sicilia. Después, cuidadosamente, arrojó el papel a las llamas y observó cómo ardía hasta consumirse totalmente. Removió las cenizas grises y las convirtió en polvo. Abrió la puerta de su apartamento y arrojó los restos al viento de la noche. La magia podía hacer cosas sorprendentes, pero hasta la hechicería tenía sus límites. Darrow no había sido agente de la Mafia sirviendo a un príncipe de la Camarilla sin ser muy cuidadoso.
Los contenidos de la misiva eran breves y concisos. Don Lazzari, el fiel lugarteniente de Don Caravelli, líder de la Mafia, había sido destruido por Madeleine Giovanni, la Némesis de la organización. El Capo de Capi no estaba contento, especialmente porque Madeleine había estado trabajando sola en América mientras Lazzari disponía de toda la cooperación del Sindicato del Crimen de la Costa Este.
Aunque el fax no decía nada definitivo, Darrow no era idiota y sabía leer entre líneas. Don Caravelli estaba preocupado. Durante casi un siglo, Madeleine Giovanni había estado detrás de su cabeza. Era como una de las Furias: persistente, infatigable e implacable. No había modo de alejarla de su venganza. Respaldada por los increíbles recursos del clan Giovanni, la cazadora perseguía constantemente al Capo de Capi, que cada vez estaba más desesperado. Sabía que, antes o después, Madeleine le atraparía, y a pesar de su reputación mortal el Jefe de Jefes sabía que no era rival para la Daga de los Giovanni.
El fax describía una oferta que Don Lazzari había llevado a los Estados Unidos. Aquel que matara a Madeleine Giovanni se convertiría en señor del Mafia del país y tendría la oportunidad de bajar su generación mediante la diablerie. Era un gran regalo, una oferta que dejaba claro lo desesperado que Caravelli había estado cuando envió a su lugarteniente a supervisar la operación. Sin embargo, eso no había salvado a Lazzari de la Muerte Definitiva. A pesar de su generosidad, nadie había aceptado la oferta. Hasta los Caitiff más estúpidos conocían la diferencia entre la ambición y el suicidio.
Enfrentado a la muerte de su agente y atado por un inflexible código de honor, Don Caravelli había aumentado la apuesta. Una sola frase describía los increíbles detalles, y aunque el papel había sido consumido por las llamas, las palabras estaban grabadas en su memoria.
Aquel que elimine a Madeleine Giovanni se convertirá en Maestro de la Caza de la Mafia.
Por tradición de la organización, el Maestro de la Caza era el vampiro a cargo de las operaciones. Se trataba del cargo de más poder después del de Capo de Capi. El Vástago que lo ostentaba era visto como el sucesor lógico del Jefe en caso de muerte o destrucción de este. En aquel momento el cargo estaba vacante. El anterior Cazador había cometido el error de creerse el igual de su líder, y Don Caravelli le había corregido... permanentemente. No había habido Maestro de la Caza desde hacía casi veinte años. Que Don Caravelli estuviera dispuesto a nombrar uno nuevo indicaba claramente hasta qué punto temía a su enemiga.
Darrow sacudió la cabeza y trató de controlar sus ambiciones. Era hora de ponerse en marcha. En media hora tenía una cita con el Príncipe Vargoss, y no se atrevía a llegar tarde.
Vargoss había experimentado un sorprendente cambio de personalidad a lo largo de la última semana. Había desaparecido su modo relajado y abierto de tratar con los suyos. Se había convertido en un tirano duro y sádico capaz de volverse contra un súbdito leal ante la menor infracción. Darrow creía estar caminando por la cuerda floja con un pozo de lava ardiente bajo sus pies.
El príncipe ya no confiaba en sus consejeros. Darrow había sido relegado rápidamente a la posición de guardaespaldas ocasional y lacayo. Vargoss prefería su independencia y no confiaba en nadie. Aparecía en el club a horas extrañas y conducía los asuntos de la ciudad según su humor... cuando lo hacía. Nadie se atrevía a discutir con él, y los pocos que habían osado levantarle la voz para disentir habían desaparecido misteriosamente. El recuerdo de la ejecución de Carafea estaba demasiado fresco en la mente de todos como para hacer preguntas.
Darrow tenía sus sospechas, pero no las compartía con nadie. Sabía que era casi imposible igualar el poder de Vargoss, pero lo que el Brujah carecía en fuerza lo suplía con astucia.
Llegó al local diez minutos antes de lo previsto. Aunque no era una noche importante, el lugar estaba atestado. No había sitio donde aparcar, pero Darrow condujo hacia la zona de descarga de mercancías. Sospechaba que Vargoss se sentiría extraordinariamente molesto si llegara tarde a aquella reunión en particular.
El tiempo pasaba poco a poco. Cada pocos segundos, Darrow comprobaba el reloj del salpicadero. No había señal del príncipe, aunque los minutos se acercaban cada vez más a la medianoche. El guardaespaldas esperó nervioso. Las instrucciones de Vargoss habían sido claras. Tenía que estar en la puerta trasera del local exactamente a medianoche y no tenía que mencionar el encuentro con nadie. También tenía que llevar varias latas llenas de gasolina.
—Llegas pronto —dijo una voz desde el asiento trasero del coche. —Eso es algo que me gusta de ti, Darrow. No tomas riesgos innecesarios retrasándote.
El guardaespaldas se tensó sorprendido. Ninguna de las puertas se habían abierto, pero de algún modo el príncipe se encontraba sentado a su espalda. El Brujah estaba convencido de que Vargoss no había estado ahí hacía unos segundos. Había aparecido de la nada, y aquel era un poder que nunca antes había demostrado tener.
—Hago lo que se me dice, mi príncipe —respondió, manteniendo la voz tan calmada como era posible. —Ya lo sabes. Sigo las instrucciones al pie de la letra, sean las que sean. Soy tu fiel servidor.
—Eres un vampiro sin moral y sin convicciones firmes, Darrow —rió Vargoss—, pero no te preocupes. Me gusta eso en mis ayudantes. Tienes ambiciones y estás dispuesto a hacer lo que sea necesario para alcanzar tus metas. ¿No es cierto?
—Ha dado en el clavo, mi príncipe —respondió. —Ya estoy condenado, así que no creo que nada de lo que haga ahora me vaya a joder mucho en el más allá. No creo que haya perdón para nosotros al otro lado.
—Un modo pragmático de ver el mundo —dijo Vargoss. —Es refrescante si se compara con el enfermizo código de honor de los Assamitas y otros similares. Por supuesto, hablar es fácil. Las palabras no son nada sin la acción. Darrow, creo que esta noche será el momento de que demuestres lo que dices.
—No estoy seguro de entenderte, mi príncipe —dijo Darrow.
—La próxima semana se celebrará un importante cónclave en Europa —dijo Vargoss. —Los antiguos de la Camarilla van a discutir el asunto de la Muerte Roja, y como primer objetivo del monstruo seré llamado a declarar ante tan augusta concurrencia.
El príncipe volvió a reír con un tono desagradable.
—Hará falta algo más que mi historia para convencer a los señores de la Camarilla de que es necesario tomar medidas severas para encargarse de la amenaza. La muerte de unos cuantos Vástagos menores no es una preocupación para Cainitas tan dignos.
—Hubo otros ataques —dijo Darrow—, y el asalto del Sabbat contra Washington.
—Es cierto —dijo Vargoss—, pero asume que creen que la Muerte Roja estuvo involucrada de algún modo en la guerra de sangre. Son muchos los que opinan que el ataque estuvo motivado únicamente por las ambiciones de la arzobispo de Nueva York, y que esta fue frustrada por la reaparición de Melinda Galbraith. Los antiguos de la Camarilla tienen opiniones firmes. Hará falta algo importante para hacerles cambiar de idea. A pesar de todo lo que ha sucedido, temo que decidan no hacer nada. Lo único que harán contra ese monstruo es quedarse quietos.
—No parece que podamos hacer nada al respecto, mi príncipe —dijo Darrow.
—Al contrario —respondió Vargoss. —Podemos hacer algo muy sencillo. ¿Has traído los tanques de gasolina que te ordené?
—Ahí están —dijo Darrow entrecerrando los ojos incrédulo. —¿Cuál es tu plan?
—La Muerte Roja empleó un fuego infernal para destruir a sus víctimas —dijo Vargoss. —Sin embargo, la mayoría de sus ataques atraían poco la atención. Se concentraban en los Vástagos, no en el ganado. Las historias fueron acalladas.
El príncipe se mantenía sereno mientras explicaba su diabólico plan.
—La Camarilla trata de mantener la Mascarada a toda costa, y hará lo que sea para proteger los secretos de los Vástagos. Un incendio devastador con bajas mortales que atraiga la atención de todo el país obligaría a los antiguos a actuar.
Darrow no era un idiota.
—¿Estás proponiendo incendiar el local para culpar a la Muerte Roja?
Vargoss se limitó a sonreír.
—El edificio no arderá —dijo Darrow. —Esta protegido por todo tipo de conjuros para asegurar que nada como eso pueda suceder.
—Encantamientos menores —dijo el príncipe abriendo la puerta trasera del coche. —Son fáciles de neutralizar.
La mirada de Vargoss perforó la espalda de Darrow.
—¿Estás conmigo o no?
El Brujah sabía que negarse era firmar su sentencia de muerte. El Club Diabolique iba a ser destruido, con o sin su colaboración. Aunque evitaba los derramamientos de sangre innecesarios siempre que era posible, su existencia importaba mucho más que sus escrúpulos.
—Por lo que a mí respecta, mi príncipe, si quieres este puto lugar reducido a cenizas eso es lo que tendrás.
—Una sabia decisión —respondió Vargoss. —No esperaba menos. Coge la gasolina y viértela en las puertas y las ventanas. Si es posible, bloquea la entrada y las salidas de emergencia desde el exterior. —El príncipe mostró una sonrisa mortal. —Cuantos menos supervivientes haya, mejor. Cuantos más muertos haya, mayores serán los titulares.
Darrow hizo lo que se le ordenó. En el interior del club, la música atronaba con intensidad despiadada. El grupo goth que estaba tocando se llamaba Descenso hacia el Maelstrom. Darrow estimaba que habría al menos trescientos humanos. Arriba, en el local especial, habría unos doce vampiros. Si las llamas se extendían rápidamente no había muchas posibilidades de que hubiera demasiados supervivientes.
—Ya está hecho —informó al príncipe quince minutos después. —El lugar está listo para explotar. Solo hace falta una cerilla.
—Arranca el coche —dijo Vargoss. —Me reuniré contigo en unos momentos. Será mejor que no andemos cerca cuando empiece el fuego.
Asintiendo, Darrow se subió al coche y arrancó el motor. A través del parabrisas podía ver al príncipe Vargoss extender sus brazos hacia el rastro de gasolina. Se había quitado los guantes de seda blanca para revelar una manos largas y esbeltas. Las puntas de sus dedos brillaban bajo la luz de la luna con un rojo sangriento.
CAPÍTULO 11
Sicilia: 29 de marzo de 1994.
Don Caravelli, Capo de Capi de la Mafia, estaba sentado solo en su estudio. Sobre su escritorio, sin leer, había numerosos despachos e informes sobre las actividades de la organización en cien ciudades diferentes. No estaba de humor para trabajar.
El muro a su espalda estaba cubierto de armas de filo. Había decenas de espadas de todo tipo: largas, cortas, anchas, estoques, de cobre, de hierro y del mejor acero toledano. Entre ellas había varias dagas. La colección incluía cuchillos del Paleolítico tallados toscamente en piedra y madera, delicadas dagas curvas de los guerreros del Islam y puñales increíblemente afilados del Renacimiento italiano con compartimentos secretos en la empuñadura para ocultar veneno.
Las hachas de uno o dos filos también tenían su lugar, igual que las lanzas y las picas. Había incluso una sección con hoces y guadañas. No faltaba ninguna arma de filo a este lado de la muerte.
En vida, Don Caravelli había sido famoso en toda Italia como el mejor duelista de su tiempo. Como ocurría con muchos Vástagos, con la muerte sus habilidades se habían multiplicado. Junto con Salaq Quadim, maestro de armas de los asesinos Assamitas, Don Caravelli estaba considerado como el mejor espadachín del mundo. El Capo de Capi no había heredado su posición en la Mafia, sino que se había labrado su camino hasta la cima con la sangre de sus superiores. Era un estudioso de Maquiavelo que creía en una verdad: como líder, es mejor ser temido que ser amado.
Durante más de cien años había sido el líder indiscutible de la organización. Bajo su guía, la Mafia había pasado de ser un grupo disperso de bandidos y vampiros sicilianos a convertirse en la organización ilegal más poderosa del mundo. Tanto la Camarilla como el Sabbat le trataban con respeto, y sus órdenes eran obedecidas por príncipes y arzobispos por igual. Solo una persona le desafiaba: Madeleine Giovanni. Era su Némesis. Temía que fuera su destrucción.
La asesina Giovanni había matado a Don Lazzari y se había atrevido a enviarle la noticia mediante un mensajero. Don Caravelli gruñó al pensar en el comunicado. En un ataque de furia, había entregado a Tony Blanchard a sus guardias para que se divirtieran. La muerte del jefe del Sindicato había sido terrible, pero pensándolo con cuidado comprendía que había actuado exactamente como Madeleine esperaba. Daba igual. La muerte del ganado no era importante, aunque hubiera sido la de uno de sus aliados. Los hombres vivían y morían, pero la Mafia resistía.
El picaporte de la puerta del fondo del estudio giró. Los ojos de Caravelli se entornaron sorprendidos: nadie entraba en su sanctum interior sin su permiso. Hacerlo significaba ser crucificado para recibir la Muerte Definitiva con el amanecer. Inclinándose en la silla, alcanzó con gesto despreocupado un hacha de batalla noruega de doble filo. La enorme arma, coronada por una punta metálica, estaba pensada para utilizarse con dos manos. La levantó de su lugar en el expositor y la depositó sobre la mesa. Le gustaba estar preparado ante el invitado inesperado.
La puerta se abrió, revelando a una mujer. Estaba inmóvil, como si esperara una invitación. Aunque estaba preparado para cualquier traición, le sorprendió que fuera una mujer. Vestía una larga capa con capucha que ocultaba sus rasgos en las sombras. En la mano izquierda sostenía un bastón de madera cuidadosamente ornamentado. La presencia del talismán místico la identificaba como una maga, pero era imposible confundirla con una mortal. Era miembro de los Vástagos, y de algún modo había llegado sin ser detectada hasta el corazón de su fortaleza.
El Capo se puso en pie, aunque conservó una mano sobre el mango del hacha.
—Entra, por favor —dijo suavemente. —Soy Don Caravelli. ¿Me estabas buscando?
—Por supuesto —dijo la extraña entrando en la habitación. La puerta se cerró en silencio a su espalda. Con un gesto de la cabeza echó hacia atrás la capucha, revelando el rostro de una joven atractiva. Sin embargo, Caravelli no estaba interesado en su piel blanca ni en su cabello espeso y rubio recogido en trenzas que caían hasta la cintura. —Era su poderosa sangre lo que le atraía, así como el fuego interior que brillaba tras sus ojos azules.
—Soy Elaine de Calinot —anunció. —Supongo que habrás oído hablar de mí.
—¿Y quién no lo ha hecho entre los Vástagos? —respondió el hombre educadamente. Hizo un gesto con la mano hacia la silla que había frente al escritorio, pero no soltó la empuñadura del arma. —Tu fama te precede, igual que las historias sobre tu belleza. Me honra la visita de un miembro del Consejo Interior de Tremeré.
—Mi presencia aquí es un secreto que solo compartimos nosotros dos —dijo Elaine. —Etrius y el resto del Consejo no saben que he venido a verte, ni deben saberlo. Nadie en esta ciudadela es consciente de mi presencia y nadie me verá marchar. Creo que es lo mejor.
Don Caravelli asintió.
—Como desees.
Elaine sonrió.
—Gracias. Estoy segura de que no te importará que las cámaras ocultas que vigilan esta estancia ya no funcionen, así como los micrófonos embebidos en las paredes.
El Capo de la Mafia torció al gesto.
—Debo admitir que son una pérdida de tiempo y dinero. Todos los invitados que poseen tu poder las sienten inmediatamente y las desactivan —rió. —Mis cintas más interesantes están en blanco.
—Somos una raza secretista —dijo Elaine. —Puede que sea un rasgo que heredamos de Caín, el maestro de los secretos.
—Puede ser —dijo Don Caravelli. —Yo sospecho que es más el resultado de cientos de años de traiciones, dobles juegos y puñaladas por la espalda.
—Cierto —respondió Elaine. —Estoy segura de que te preguntas por qué he venido de este modo.
El Jefe negó con la cabeza.
—Hace tiempo que no me preocupo por esas cosas. Mis invitados suelen revelarme sus motivos sin tener que adivinarlos. No eres el primer antiguo de los clanes que visita mi ciudadela, y estoy seguro de que no serás la última.
—Estoy interesada en formar una alianza —dijo Elaine. —Mi control sobre el clan Tremeré es casi completo, y una vez lo haya asegurado eres la elección evidente para ayudarme a alcanzar mi objetivo definitivo: el dominio total de todos los Vástagos. Como aliados, los Tremeré y la Mafia podríamos ser la fuerza más poderosa del mundo. Juntos podremos gobernar la Camarilla y exterminar a los problemáticos rebeldes del Sabbat.
—Siempre estarán los Giovanni —dijo Don Caravelli. —No están alineados con secta alguna, y su ambición es tan grande como la tuya.
—Encargarnos de esas abominaciones será un juego de niños —dijo Elaine—, una vez la Camarilla y el Sabbat estén bajo nuestras botas. Hasta el Inconnu tendrá que plegarse a nosotros o ser destruido.
—Eres ambiciosa —dijo Don Caravelli—, como casi todos los antiguos. Yo también tengo mis objetivos. ¿Qué te hace pensar que tendrás éxito cuando tantos otros han fallado? Hace muy poco, uno de los tuyos trató de exterminar a toda la raza vampírica y devolver la magia al mundo. Fue un plan insensato que estuvo a punto de triunfar gracias a la ayuda de poderes innombrables. Sin embargo, terminó siendo derrotado y destruido.
—Tengo aliados extremadamente poderosos —dijo Elaine. —Aliados impíos, mucho más fuertes todavía que las fuerzas del infierno. Su poder, unido al mío, me hace prácticamente invencible.
—Prácticamente invencible —repitió Don Caravelli, haciendo hincapié en la primera palabra.
—Igual que tengo aliados poderosos —siguió la mujer—, tengo grandes enemigos. Lameth, el Mesías Oscuro, está contra mí. Igual que Anis, Reina de la Noche.
—¿Lameth y Anis? —dijo Don Caravelli. —Creí que eran leyendas. Es deprimente descubrir que son reales.
—Son muy reales —respondió Elaine—, y disponen de grandes poderes. Sin embargo, dependen de avatares humanos para desarrollar sus planes. Destruir a los Matusalenes puede ser imposible, pero no acabar con sus marionetas.
—Si eso es cierto, es interesante —dijo el Jefe. —Admito sentirme tentado. Sin embargo, no he sido Capo de Capi de la Mafia durante más de un siglo asumiendo riesgos innecesarios.
—El agente mortal de Lameth es un hombre llamado Diré McCann —dijo Elaine.
—He oído el nombre —respondió apretando la empuñadura del hacha.
—McCann es un detective mortal con dos guardaespaldas —siguió Elaine. —Una es una Assamita conocida como Flavia, el Ángel Oscuro. La otra es Madeleine Giovanni.
—Qué complicada red teje el destino —dijo Don Caravelli soltando el arma. —Creo que tenemos un trato. Si yo me encargo de McCann, tus aliados dispondrán de sus protectoras.
—Por supuesto —dijo Elaine. —Creí que la idea te interesaría.
—Aliados impíos —dijo el Capo de Capi. —Me gusta esa expresión. Nos cuadra muy bien a los dos. —Se detuvo unos instantes. —Dijiste que esas entidades que te proporcionan ayuda son más poderosas que los demonios. No conozco a tales criaturas. ¿Cómo se llaman?
—Son seres compuestos por completo de llamas inteligentes —dijo Elaine de Calinot. —Son los Sheddim.
CAPÍTULO 12
El Océano Atlántico: 29 de marzo de 1994.
Diré McCann se encontraba apoyado en la barandilla de la cubierta superior del crucero Demeter. La noche era plácida y el mar estaba en calma. Observaba el océano. La luz de la luna dibujaba extrañas figuras con su sombra, retorciéndola en extrañas formas sobre la cubierta. Los ojos del detective, melancólicos y oscuros, contemplaban la superficie mientras pensaba en acontecimientos muy lejanos.
Moviéndose en silencio, una forma oscura surgió de la puerta que comunicaba la cubierta con el vestíbulo. Mientras se acercaba a McCann, la sombra cobró sustancia y forma. Era Madeleine Giovanni, vestida como siempre con un vestido negro corto, medias y tacones del mismo color y un collar de plata alrededor del cuello.
—¿Comulga con el mar, señor McCann? —preguntó con curiosidad. —Nunca le hubiera imaginado como un marinero.
—El océano es eterno —dijo sin volverse. —Está escrito en la Biblia: El Hombre viene y va, pero la Tierra permanece. Lo mismo ocurre con las aguas. Al principio, Dios creó los cielos y las aguas. La tierra vino después. El hombre, y por tanto los Vástagos, llegaron más tarde. Nuestra presencia no tiene importancia.
—Habla como mi abuelo —dijo Madeleine. —Cuando los negocios se complican, Pietro observa la ciudad y expresa ideas similares.
McCann sonrió.
—Hace muchos años tu sire y yo pasamos varios días debatiendo sobre el destino del universo. Terminamos decidiendo que ni siquiera los Condenados, en su arrogancia cósmica, conocían los secretos del Creador. —Rió. —No fue una respuesta que a ninguno de los dos nos gustara aceptar.
—¿Hace mucho que conoce a mi abuelo? —preguntó Madeleine.
El detective se volvió hacia ella. Su expresión era inescrutable, pero parecía interesado.
—Hace mucho tiempo.
Madeleine frunció el ceño.
—Tiene el molesto hábito de evitar las respuestas directas, señor McCann. Lo encuentro muy frustrante.
—Sospecho —rió el detective—, que nuestro amigo Elisha podría decir lo mismo de ti. ¿Dónde está, por cierto?
—Dentro, en la cubierta principal —dijo Madeleine. —Se siente fascinado por el Demeter y sus pasajeros. Creo que está con Flavia. Una loca Malkavian llamada Molly les está echando las cartas.
Madeleine sacudió la cabeza consternada.
—Elisha no sabía que había barcos enteros dedicados a los asuntos de los vampiros y sus ghouls. A pesar de todo su conocimiento sobre el funcionamiento del universo, es increíblemente ingenuo.
—Aprende rápido —dijo McCann. —No subestimes la habilidad de unir los hechos para llegar a una conclusión correcta. Cualquiera que estudie con Moisés Maimónides es especial.
Madeleine asintió.
—Lo comprendí en cuanto le conocí. Elisha arde con energía pura. Cuando sea más viejo y sabio, los demás magos temblarán al oír su nombre.
—No será demasiado popular entre determinados grupos —dijo McCann. —La Tecnocracia destruye todo aquello que no puede controlar. La magia le es inaceptable, a no ser que se disfrace como ciencia. Algún día Elisha llamará su atención y los Hombres de Negro irán en su busca.
Los ojos de Madeleine se entrecerraron.
—Los Nefandos, los renegados salvajes que sirven a los monstruos de la Umbra Profunda, también le temerán. Odian a cualquiera que se oponga al caos absoluto.
—Parece que le vendrá bien un guardaespaldas —dijo McCann. —Un compañero de confianza que le proteja.
—Soy la Daga de los Giovanni —dijo Madeleine con voz fría y desprovista de emoción. —Existo para servir a mi sire y a mi clan.
—Él podría hacerte mortal de nuevo —dijo McCann con tono neutro.
—¿Qué? —dijo Madeleine sorprendida.
—Rambam conoce un hechizo de transformación —dijo el detective. —Lo ha empleado al menos una vez en el pasado, y estoy seguro de que se lo enseñaría a Elisha si este se lo pidiera.
—Basta de tonterías —dijo Madeleine enfadada. —No quiero oír nada más.
—Como quieras. Solo creí que podrías considerar esa información interesante.
—Y distraerme completamente de lo que vine a preguntarle en un principio —dijo Madeleine exasperada. —Creo, señor McCann, que disfruta jugando a estos juegos con cualquiera con el que se encuentra.
El detective volvió a observar el océano.
—Déjame decir algo —dijo tras unos momentos de silencio. —Presta atención, pero no respondas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Madeleine instantáneamente.
—¿Supones —preguntó con una extraña voz distante—, supones por un momento que un ser racional puede sobrevivir siete mil años conservando la cordura si no tiene un cierto sentido del humor?
—N-nunca había pensado en ello —dijo Madeleine, momentáneamente confundida.
—Muy pocos lo hacen —dijo McCann. —Piensa durante un tiempo en la idea y considera el tema zanjado de momento. Dijiste que habías venido a preguntarme algo. ¿Qué era?
—Elisha me dijo por qué había venido a verle a América —dijo. —No veía el sentido de mantenerlo en secreto. Me preguntaba si sabe lo que Rambam considera tan desesperadamente importante como para tener que hablarlo en persona.
—Quiere decirme la verdad sobre los Hijos de la Noche del Terror —dijo el detective. —Sospecho que las noticias no serán especialmente alentadoras, pero no podemos evitarlas.
—¿Quiénes son? —preguntó Madeleine. —No recuerdo haber oído antes ese nombre. ¿Me equivoco si supongo que están relacionados de algún modo con la Muerte Roja?
—La primera vez que me encontré con el monstruo descubrí que empleaba una disciplina desconocida, Cuerpo de Fuego, para transformar todo su ser en una masa de llamas vivientes. El proceso precisaba de varios Vástagos trabajando juntos para elaborar los rituales necesarios. Al principio creí que la magia afectaba a un solo vampiro, pero no fue hasta el combate en el Depósito de la Armada que comprendí que el rito afectaba a todos los participantes. Son los Hijos de la Noche del Terror, la progenie de la Muerte Roja.
—La idea de que haya toda una línea de sangre de vampiros capaces de convertirse en fuego infernal y destruir a los demás con un simple toque es terrorífica —dijo Madeleine.
—Los Vástagos llevan cien siglos existiendo —respondió McCann. —Sé más que la mayoría sobre su historia, pero a pesar de todos mis estudios nunca he encontrado una disciplina conocida como Cuerpo de Fuego. Eso es lo que me preocupa.
—La Muerte Roja ha desviado gran parte de su atención hacia tu destrucción y la de Alicia Varney —dijo Madeleine. —¿Qué hace que dos mortales sean tan peligrosos para un monstruo como ese?
McCann negó con la cabeza.
—No lo sé. Alicia, La Muerte Roja y yo estamos enlazados de algún modo. La criatura nos considera la única amenaza posible para sus planes, y debe haber un motivo. Cuando descubra el elemento invisible que nos une comprenderé finalmente los secretos más profundos de la Muerte Roja.
—¿Y qué sucederá entonces?
—Entonces —dijo McCann con una voz que apenas era humana—, el espectro descubrirá que no es posible huir de la furia de Lameth, el Mesías Oscuro.
CAPÍTULO 13
Tel Aviv, Israel: 31 de marzo de 1994.
Siete personas se reunieron alrededor de la mesa del comedor de la casa de Moisés Maimónides cuando el reloj dio las once. Las presentaciones ya estaban hechas y era el momento de hablar de asuntos serios. Habían decidido rápidamente que eran demasiados para la biblioteca, y ninguno temía por su seguridad.
Rambam se sentó en la cabecera de la mesa. A su izquierda se sentaba el hombre pequeño y de cabello canoso llamado Ezra. A la derecha de Rambam estaba la maga Judith. Antes de la reunión se les había dicho que Simón no podría asistir debido a los conflictos en Alemania.
Justo enfrente de Maimónides estaba Diré McCann, flanqueado a su derecha por Flavia y a su izquierda por Madeleine Giovanni. Elisha estaba entre esta última y Judith. La silla frente a él estaba vacía.
—Gracias por aceptar mi invitación —dijo Rambam. —Te agradezco que hayas hecho el viaje con tanta premura. Eres bienvenido a mi hogar, igual que tus dos compañeras.
El viejo mago sonrió.
—Cuando le dije a Elisha que te encontrara no esperaba que volviera con una multitud.
—Los peligros de la popularidad, supongo —dijo McCann. —Las dos me sirven como guardaespaldas y se niegan a dejarme viajar sin protección. Lo que tengas que decirme pueden oírlo sin ninguna reserva. Confío en su discreción.
—Como desees —dijo Rambam. —Ya conoces a mis asociados, Ezra y Judith.
El detective asintió.
—Conozco su reputación, aunque los nombres pueden cambiar. Es un honor estar entre magos tan distinguidos.
Ezra gruñó algo incomprensible tras su espesa barba. Judith suspiró resignada.
—Hablo por mi hermano y por mí —declaró—, al daros la bienvenida a esta reunión.
Elisha abrió la boca asombrado, pero la cerró rápidamente. Nunca hubiera dicho que los dos magos estuvieran emparentados.
—Basta de naderías —gruñó Ezra. —Hemos venido aquí a hablar sobre la Muerte Roja. Vamos a ello.
Diré McCann cruzó los brazos sobre el pecho.
—Estoy de acuerdo. Elisha dejó claro que crees que ese monstruo es una amenaza tanto para los Vástagos como para los mortales. Me preocupa la supervivencia de ambas razas, así que podemos empezar a hablar.
—Para comprender totalmente la amenaza que la Muerte Roja representa —dijo Rambam—, debemos indagar en los más oscuros secretos del libro místico conocido como La Kabbalah. Allí, ocultas en un lenguaje tan oscuro que solo los eruditos más decididos pueden desvelarlas, se encuentran las verdades básicas sobre el mundo y su creación.
—Seth —interrumpió Ezra—, el tercer hijo de Adán y Eva, fue el primer mago. Aprendió los secretos de su padre, que a su vez los había recibido del Arcángel Gabriel. A lo largo de los milenios los diálogos sagrados de Seth, los hokmah nistarah, han pasado de un mago a otro hasta ser transcritos por el estudioso del ocultismo Moisés de León en El Zohar, la base de lo que se convertiría en La Kabbalah.
Una extraña mirada cruzó el rostro de Diré McCann. Sus ojos se abrieron, como si vieran algo en la estancia invisible para todos los demás.
—Seth fue el primer mago, pero igualmente importante para los Cainitas, fue el primer ghoul. Era el sirviente de Caín. Desapareció cuando Enoch, la Primera Ciudad, fue destruida.
El detective observó a Maimónides. Elisha, sensible a los hábitos de su maestro, vio cómo Rambam inclinaba la cabeza respondiendo a una pregunta silenciosa.
—No me extraña que pareciera tan familiar —murmuró McCann. Entonces sacudió la cabeza para aclarar las ideas. —Según la tradición Cainita, los diálogos de Seth formaban parte del Libro de Nod, pero esos capítulos llevan perdidos miles de años.
—Por desgracia —dijo Rambam—, fueron recuperados por el ser que se hace llamar la Muerte Roja. Pero me estoy adelantando. Por favor, dejadme continuar o no tendrá sentido.
—Basta de divagaciones, Ezra, o nos pasaremos aquí toda la noche —dijo Judith.
—Mis disculpas —gruñó el mago con un tono de voz que indicaba que no lo lamentaba en absoluto. —Pon a tres filósofos en una habitación y tendrás tres versiones diferentes de la misma historia.
—En el comienzo, Dios dijo «Hágase la luz», y la luz se hizo —dijo Rambam. —Después creó los cielos y la tierra. Sin embargo, si había necesidad de luz es que antes existían las tinieblas. ¿Por qué tinieblas? La respuesta es sencilla: antes de nuestro mundo había otros. Nuestro universo no fue el primero creado por Dios. Ha habido otras esferas. Cuántas, no lo sabemos. Gabriel no se lo llegó a revelar a Seth. Existían, pero fueron destruidas, bien por Dios, bien por sus moradores.
—¿Moradores? —preguntó Elisha. —¿Existía gente antes de nuestro mundo?
—Moradores sí —dijo Rambam. —Gente no. Dios, en su infinita sabiduría, creó a los habitantes de cada esfera a su imagen y semejanza. Sin embargo, como el Señor es Todopoderoso, las formas de esos seres no eran iguales que las nuestras. Ni siquiera su sustancia.
—¿La sustancia? —preguntó Madeleine Giovanni. —¿Eran fantasmas?
—Los seres que habitan este plano de la existencia, la dimensión material, tienen forma —respondió Rambam. —Humanos, Vástagos, Garou, todos son criaturas de carne y sangre. Los demonios y las hadas son iguales, cuando se manifiestan y adoptan forma física. Hasta los habitantes de la Umbra, creaciones de energía psíquica, y los fantasmas, espíritus de los muertos, tienen presencias tangibles en nuestro mundo. En las esferas de la realidad que existieron antes de la nuestra no siempre era así.
—Las esferas rotas —dijo McCann suavemente.
—Ese es el nombre que se da a aquellos primeros universos —dijo Rambam. —Pues aunque fueron destruidos, nada de lo que creó Dios y que fue tocado por su presencia puede ser totalmente aniquilado. Fuera de nuestro universo aún existen fragmentos de esas otras realidades, y habitando en ellos hay criaturas totalmente ajenas a nuestra dimensión.
—Estoy comenzando a tener una sensación muy desagradable sobre todo este asunto —dijo McCann.
—Las noticias —dijo Judith con rostro serio—, son mucho peores de lo que puedas imaginar.
—Nuestra realidad y la de las esferas rotas no entran en contacto —siguió Rambam. —Los universos no tienen puntos en común, por lo que es imposible viajar entre nuestro mundo y los que existieron. Sin embargo, empleando el ritual adecuado un habitante de un plano puede ser transportado a otro.
—¿Por qué? —preguntó Madeleine. —¿Por qué se arriesgaría nadie a algo así? Los riesgos asociados con un hechizo así deben ser enormes.
—Hay criaturas para las que ningún riesgo es suficiente —respondió Rambam. —¿Quién está dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir poder?
—La Muerte Roja —dijo McCann.
—El Vástago de la Cuarta Generación que se hace llamar la Muerte Roja es un maquinador capaz de ello. En su búsqueda del dominio total sobre la raza Cainita descubrió un conjuro que le permitía entrar en contacto con los habitantes de las esferas rotas. Eran seres de fuego viviente que le ofrecieron un trato. Las criaturas ígneas querían acceder a nuestro mundo. No podían existir en este plano de la realidad porque no tenían forma física. La Muerte Roja y su progenie, los Hijos de la Noche del Terror, deseaban una disciplina que les permitieran eliminar a todos aquellos que se opusieran a su conquista sobre los Vástagos. Las dos fuerzas hicieron un trato y se convirtieron en compañeros de la destrucción.
—Aliados impíos —dijo McCann—, en cuerpo y en mente.
—Cada miembro de los Hijos de la Noche del Terror comparte su cuerpo con uno de los seres de fuego. Al acceder a los poderes naturales del monstruo son capaces de convertirse durante un tiempo en criaturas de llama viva. En esta forma son casi indestructibles y capaces de sembrar la destrucción.
—Ahora entiendo que la Muerte Roja aceptara el trato —dijo Flavia, interviniendo por primera vez—, pero me pregunto qué ganan las criaturas de fuego con esta alianza.
—Para eso os hemos convocado aquí —dijo Judith. —La Muerte Roja es una amenaza para los Vástagos, y nosotros no interferimos con los Hijos de Caín. Sin embargo, sus diabólicos camaradas amenazan tanto a los vampiros como a la humanidad.
—Cada vez que la Muerte Roja o su progenie usan su disciplina ígnea —declaró Rambam—, refuerzan el control de los monstruos que comparten sus cuerpos. La Muerte Roja cree que los seres de fuego se contentan con observar nuestro plano de la existencia, pero no es así. Los monstruos están tomando el control de sus huéspedes, lenta pero implacablemente. Unas cuantas transformaciones más y la Muerte Roja y sus seguidores se convertirán en los monstruos.
—Y una vez suceda —dijo Ezra sombrío—, una vez los horrores hayan puesto el pie en nuestro universo, estamos convencidos de que serán capaces de transportar al resto de los suyos desde las esferas rotas hasta nuestra realidad.
—Son criaturas de fuego vivo que convertirán el mundo en un infierno —dijo Rambam. —El infierno en la Tierra.
—¿Es posible detenerles? —preguntó McCann.
—Aún hay esperanza —siguió Rambam. —Los monstruos, al menos de momento, no pueden existir sin la presencia física de sus huéspedes. Comparten su forma con los Hijos de la Noche del Terror. Si sois capaces de destruir a la Muerte Roja y a toda su progenie antes que de empleen el Cuerpo de Fuego las veces suficientes, las criaturas también serán exterminadas.
—Las veces suficientes —repitió Flavia. —¿Cuántas son?
—Lamento decir que no lo sé —declaró Maimónides con mirada dubitativa.
—¿El destino de nuestro mundo depende de que detengamos a la Muerte Roja y a sus compañeros demoníacos y no estás seguro del tiempo que nos queda? —preguntó McCann. —Si la situación no fuera tan desesperada, lo encontraría hasta gracioso.
—¿Tienen nombre esos monstruos de fuego? —preguntó Madeleine Giovanni.
—Son habitantes de la más absoluta oscuridad —dijo Rambam. —Son conocidos como los Sheddim.
Descansando sus grandes brazos sobre la mesa, McCann se inclinó hacia delante y recorrió a los presentes con la mirada.
—No parece que tengamos muchas opciones —dijo. —Tenemos que destruir a la Muerte Roja y a los Hijos de la Noche del Terror, y somos los únicos que tenemos alguna posibilidad de éxito.
—Parece que las probabilidades están a su favor —dijo secamente Flavia.
—Nuestra posición parece desesperada —añadió Madeleine Giovanni.
—Estoy de acuerdo —respondió el detective. —Podemos quedarnos sentados y esperar el Apocalipsis o hacer todo lo posible por impedirlo. No me gusta esperar. Nunca me ha gustado y nunca me gustará. Pienso detener a la Muerte Roja o morir en el intento.
—Siempre he creído que las probabilidades en contra no son más que un reto —dijo Flavia.
—Pienso exactamente lo mismo de las situaciones desesperadas —añadió Madeleine.
—Yo ayudaré como mejor pueda —dijo Elisha.
—Como todos nosotros —dijo Rambam señalando a sus compañeros.
McCann sonrió.
—La Muerte Roja y los Sheddim serán aliados impíos, pero es posible que nosotros también lo seamos.
EPÍLOGO
En el desierto, a pocos kilómetros de Tel Aviv, una enorme forma se movió bajo la luz de la luna. Era un monstruo gigantesco de tres metros de altura, ojos flamígeros y dos astas curvadas. Estaba de caza. Miles de años antes había sido apresado bajo las arenas por un poderoso mago conocido como Salomón el Sabio. Liberado milenios después, la criatura ansiaba venganza. Alzó la cabeza y buscó con sus poderes psíquicos una mente con el poder de aquel que le condenó al tormento. Después de varios segundos, Azazel gruñó satisfecho. Su enemigo se encontraba muy cerca. Había llegado el momento de la venganza; se dirigió con paso decidido hacia la casa de Moisés Maimónides.
Unos ojos demoníacos de salvaje y espectral vivacidad me observaban desde mil direcciones diferentes. Habían aparecido de la nada y brillaban con el fulgor de un fuego que mi imaginación no podía considerar irreal.
«El Pozo y el Péndulo», Edgar Allan Poe