Cuentos de mujeres infieles
Prólogo
El mito masculino de la mujer infiel
A finales de 1999, una empresa de cosméticos italiana mandó hacer una encuesta sobre las consecuencias físicas y psíquicas del adulterio, y el trabajo arrojó unos resultados espectaculares. Al parecer, las mujeres rejuvenecen con la infidelidad; el 47% se preocupa más de su aspecto tras echarse un amante; el 28%, adelgaza y recupera la línea; el 24% asegura que su piel se vuelve más tersa y luminosa, y el 52% sostiene que la traición les da más equilibrio psicológico.
Además, el 26% confiesa que no tiene ningún sentimiento de culpa: de todos los apartados relacionados con el remordimiento, este es el que obtiene el porcentaje más alto. En el caso de los hombres, sin embargo, sucede casi lo contrario. Por ejemplo, el 32% de los varones se siente muy culpable tras el adulterio; también el 32% se ven con más arrugas, y el 24%, más barrigones. Se diría que a los señores les sienta fatal echar una cana al aire, mientras que a las mujeres nos pone estupendísimas.
Esta increíble encuesta parece dar la razón a uno de los terrores ancestrales del varón, a ese mito masculino tan elemental y tan profundo de la mujer infiel, esto es, de la hembra despiadada, devoradora de hombres, insaciable; de la compañera mentirosa que en realidad no depende tanto de él como él se siente depender de ella. No sé de dónde habrá nacido esta obsesión: tal vez de la fragilidad emocional de los varones y de su incapacidad para manejar y nombrar los sentimientos (este es uno de los precios que han pagado los hombres en el machismo). Sea como fuere, este pánico oscuro ha sido la base de unos usos sociales ciertamente atroces. Como el harem y los velos, por ejemplo: encerrar y ocultar a las mujeres para impedirles el trato con otros hombres. O como la ablación y la infibulación, consistentes en rebanar el clítoris a las hembras y, en ocasiones, coserles los labios de la vulva (el novio las abre con un cuchillo en la noche de bodas) para imposibilitarles el goce o el mero uso de su sexo. Dos millones de niñas son todavía mutiladas en el mundo cada año.
La literatura universal está llena de relatos de mujeres infieles. Puesto que la literatura ha sido hasta hace muy poco un espacio para hombres–como todo en el mundo, desde luego-, en la inmensa mayoría de los casos la infidelidad de la mujer está contada desde el miedo y el mito masculino. Un ejemplo perfecto de esa mirada extremadamente sexista es la «Historia del rey Schahriar y su hermano Schahseman», un cuento perteneciente a Las mil y una noches y recogido en este volumen. Se trata de una fábula primordial, puro subconsciente varonil hecho leyenda; de hecho, es tan importante dentro del texto colectivo de Las mil y una noches que la anécdota se repite dos veces, en dos partes distintas, y da origen al relato–marco de todo el libro.
La historia es la siguiente: el rey Schahseman descubre un mal día que su mujer le engaña con un esclavo negro (todas las Noches están llenas de aterradas referencias a la potencia viril de los hombres de color); tras matar a los dos, y muy deprimido, se va de viaje a la corte de su hermano, el rey Shahriar, y cuando llega allí descubre que también su cuñada comete actos adúlteros con su correspondiente e inevitable negro. Se lo dice a su hermano, y el rey Shahriar, a su vez, degüella a su esposa y al amante. Viudos ambos, pues, y entristecidos, los hermanos se marchan a ver mundo, hasta que se encuentran en una playa con un efrit (un genio maligno). Ocultos en un árbol, los reyes contemplan cómo el genio abre un cofre, y cómo sale de él una joven muy hermosa. El efrit se duerme, y la joven descubre a los hermanos. Inmediatamente les ordena que bajen del árbol y la posean, con la amenaza de despertar al genio si no obedecen. Los reyes, asustados, hacen el amor con ella; luego la joven les pide sus anillos, los enfila en un cordel en el que ya hay quinientas setenta sortijas, y explica que el genio la raptó en su noche de bodas y que la tiene prisionera desde entonces; y que ella se venga poniéndole los cuernos en cuanto que puede.
Escuchada esta historia, los dos reyes regresan a su palacio espantados de la maldad femenina (pero no parece espantarles lo más mínimo que él haya raptado, violado y secuestrado a la chica), y el rey Shahriar, loco de dolor, decide acostarse cada noche con una doncella virgen y mandarla matar todas las mañanas, para evitar de este modo tajante que vuelvan a engañarle y, por añadidura, para vengarse de las hembras. Hasta aquí, el relato de la infidelidad con toda su carga de elementos míticos, desde la promiscuidad legendaria de las mujeres (quinientos setenta anillos son muchos anillos) a la motivación de la muchacha. Porque la chica no hace el amor con cientos de hombres llevada por el deseo de gozar, sino por el afán de vengarse del genio. Quizás en este relato elemental subyace el barrunto inconsciente, por parte de los hombres, del maltrato machista al que someten a las mujeres (a fin de cuentas, también el efrit fue malo con la joven), y el temor a que ellas se venguen en lo que más les duele: en esa intimidad emocional en la que se sienten tan indefensos.
Pero existen muchas otras maneras de narrar una infidelidad, y muchas otras historias que contar. De hecho, la bella e inteligente Shahrazad, hija del visir, le contará tantísimas historias apasionantes al rey Shahriar que éste le irá perdonando la vida durante mil una noches, y al cabo de ese tiempo el antiguo rey asesino descubrirá que ha tenido tres hijos con Sharazad, que la ama tiernamente, y, lo que es más importante, que ya no odia (ya no teme) a las mujeres. Dentro de las muchísimas interpretaciones que pueden extraerse de Las mil y una noches, podría caber la de considerar este cuento–marco como una parábola de la maduración sexual del hombre.
Cuento todo esto porque la infidelidad de la mujer es un tema complejo y profundo al que la voz del varón ha dotado, a lo largo de la historia, de unos significados muy precisos. Pero, más allá de los prejuicios machistas, en la infidelidad, sea de mujeres o de hombres, se juegan muchas otras cosas; sobre todo, me parece, el deseo o el sueño de ser otro.
Quién no ha sido infiel alguna vez en su vida, por lo menos mentalmente, imaginariamente. Quién no se ha proyectado en el amor de otro, y, por consiguiente, en el diseño deslumbrante de una vida nueva. La ambición de tener lo que no tenemos y ser lo que no somos forma parte sustancial del ser humano; y la infidelidad, por lo tanto, también. Aunque uno nunca se atreva a llevarla a la práctica. De todo ese mundo turbio y sustancial compuesto de miedos y deseos,
de necesidades y venganzas, de identidades que se inventan a sí mismas y mitos ancestrales, tratan los hermosos relatos que componen este libro. Un tema fascinante e inacabable.
ROSA MONTERO
En memoria de Paulina
ADOLFO BIOY CASARES
Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo:
Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. «Nuestras» en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido, argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Iodo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo
suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección.
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban.
La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo.
Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta o casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó–Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad sí el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre el movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estetoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
— Vuelva mañana por la tarde–le dije-. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
— Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creíamos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos.
Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa noche mí pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si
ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas; pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
— Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud, partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
— Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente:
— Si me permite la acompañaré hasta su casa.
— Yo también te acompañaré–respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero.
Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballo chino. Le dije:
— Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: El es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: un caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo remido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
— Estás cambiada.
— Sí–respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesitamos hablar para que sepas lo que siento. Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. — Gracias–contestó.
Nada me conmovía tanto como la admiración por parte de Paulina, de la entrañable conrormidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una concisa explicación. Oí de pronto:
— Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó:
— Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
— Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. —¿Quién? —pregunté.
En seguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad.
—Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
—¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco.
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor.
Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva.
La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
— Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:
— Es claro, lo que siento por tí no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia.
El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
— Buscaré un taxímetro–dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
— Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a los lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra, evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Me pregunté si en casa los recuerdos no serían demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacía mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, diez centavos de pan. Me preguntó, como siempre:
—¿Tostado o blanco? Le contesté, como siempre. — Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.
Luego —ignoro si el tiempo transcurrido rué muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano! — me dijo-, ¡Ahora!») me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como sí la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
—Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación, la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: Ha refrescado. Fue un simple chaparrón. La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina.
Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo–Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado–y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado vería todo con más comprensión. Por otra parte no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontrara en sus actos algo extraño y hostil que me alejase de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde–Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo–y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable emergía, pasaban ame mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuirá no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y a la luz de lo que averiguaría después, patética. «Si no me duermo pronto–pensé-, mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina.»
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes) como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continué, insensiblemente, mis imaginaciones y reproduje con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mi penas. Me faltó el ánimo
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entrevi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
— ¿Dónde vive Montero? — le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
— Montero está preso–contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó.
— ¿Cómo? ¿Lo ignoras?
Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento, caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles, con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: sospechando, que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir; la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un
hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
— ¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué:
— Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
— Nada —contestó Morgan, con cierta vivacidad—. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volví a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté: — ¿Sabe que murió la señorita Paulina?
— Cómo no voy a saberlo–respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
— ¿Le ocurre algo? — dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación —una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años,
en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano. Luego me dije: Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte.
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez, victoriosa y triste, cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruo fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre no podía entender la pureza de Paulina? — , la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un sólo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
La gente está viva
MARCELO BIRMAJER
A mí también me gustaba Inés Larraqui. Y al igual que los Tefes, mi mujer y yo éramos amigos de los Larraqui. La amistad inicial, tanto de Tefes como mía, era con Diego, el marido de Inés.
Ricardo Tefes me había citado para contarme, finalmente, cómo era en la cama Inés Larraqui. Desde hacía años nos burlábamos del progresismo del matrimonio Larraqui y elogiábamos las tetas y el cuerpo flexible de Inés. Durante largo tiempo habíamos aguardado el momento en que alguno de los dos le relataría al otro la escena real, que tenía tanto de cataclismo como de milagro.
Aguardaba con ansiedad a Tefes, es un buen contador de historias y no ahorra detalles cuando se trata de sexo. Es un narrador pornográfico; de los que prefiero. Detesto el erotismo o las sutilezas en las conversaciones sexuales entre amigos. No me desagradan los detalles sórdidos ni los violentos.
Nos encontrábamos en el café Todavía, en la esquina de Junín y Rivadavia. Para mi asombro, el rostro de Tefes, cuando llegó, no expresaba triunfo sino desconcierto.
— ¿No pudiste? —pregunté asustado.
— Me la cogí, me la cogí–me tranquilizó Tefes. Pero en su mueca persistía un dejo de extrañeza, de cierta amargura.
— ¿Algún problema? — pregunté.
— No, no —dijo sin convencimiento—, ¿Te cuento? Asentí.
— Bueno–comenzó Tefes-. Vino ayer a las dos de la tarde, con el hijo.
— ¿Con Nahuel? — pregunté.
— Con Nahuel–confirmó Tefes.
— Qué torpeza–dije acongojado.
¿Por qué se casa la gente? ¿Por qué tienen hijos? ¿Por qué tienen amigos? Si yo fuera feliz, me encerraría en un refugio con mi familia y no permitiría entrar a nadie. Nahuel era lo mejor que tenían los Larraqui. Un chico de ocho años, sorprendentemente inteligente y dulce. Si alguna vez nos cohibíamos, con Tefes, respecto de nuestros más ardientes comentarlos sobre qué haríamos con Inés Larraqui, no era por nuestro amigo en común. Diego, sino por Nahuel.
Cuando cenaba en lo de los Larraqui —y con mi esposa lo hacíamos como mínimo dos veces por mes-, mi único consuelo era Nahuel. Mientras los adultos conversaban estupideces, yo jugaba a los videos con Nahuel y escuchaba sus acertados comentarios. Dos motivos me impedían cortar toda relación con los Larraqui: la profunda amistad que se había establecido entre Inés y mi esposa; y mi esperanza, nunca apagada, de acostarme alguna vez con Inés. Nahuel era el más fuerte aliciente para cortar toda relación con ellos. Por preservarlo.
Los hombres débiles casados con mujeres hermosas no deberían tener amigos. Deberían aceptar el regalo primero del destino, la mujer, y renunciar a las amistades masculinas. Salvo con hombres más débiles y con mujeres más hermosas.
¿Qué le depararía el futuro a Nahuel? Inventaba todo aquello que no sabía: describía con lujo de detalles cómo era posible que aparecieran las imágenes en la pantalla del televisor, cómo sobrevivían los peces bajo el agua, qué mantenía girando al mundo. Yo podía escucharlo durante horas.
Cuando por algún motivo debía llamarlos por teléfono y atendía Nahuel, le dedicaba la mayor parte del tiempo del llamado.
Tefes me estaba contando los detalles, nada destacables, de su ronroneo con la LarraquL Una vuelta aquí, otra por allá; ni sometimiento ni forcejeos. Ni un acto de los que siempre habíamos hablado.
— Esas cosas se dicen para calentar el ambiente entre amigos —me dijo Tefes-. Pero no se hacen.
— ¿Y Nahuel? — pregunté.
— Bueno, vos sabes: Inés había venido a casa a estudiar unos nuevos mapas.
Tefes e Inés eran profesores de geografía, y los seis nos habíamos conocido en el profesorado. Mi esposa e Inés trabajaban en la misma escuela; Tefes, Diego y yo en otra. La esposa de Tefes enseñaba en el instituto de la Fuerza Aérea.
— Cuando la vi caer con Nahuel, pensé que no pasaba nada. Máxime, cómo se portó el pibe. Un quilombo bárbaro. No paraba de hacer lío. Nunca lo vi así.
— ¿Intuía algo? — pregunté.
— No sé. Pero eso pensé yo.
— ¿Y cómo los dejó tranquilos para que pudieran llegar tan lejos? Si estaba revoltoso…
— Eso fue lo peor.
— ¿Qué?
— El chico estaba más que revoltoso. Gritaba, se puso a llorar… Entonces Inés le dio un calmante.
— ¿Un calmante, al nene?
— Sí.
— ¿Estás seguro? ¿No habrá sido una aspirineta o algo así?
— Un calmante. Lo sé porque lo sacó de mi botiquín. Un valium, de los que toma Norma. — ¿Y vos la dejaste?
En silencio, Tefes me expresó con una mueca que, aunque ahora avergonzado, en aquel momento había estado dispuesto a todo con tal de acostarse con Inés.
— Y después lo hicieron–dije.
— Sí, pero ya no fue lo mismo. ¿Sabes cómo te sentís mientras pensás que hay un chico dopado en el comedor? Se lo llevó dormido.
— Bueno, Tefes, me tengo que ir.
— Pero para… si todavía no te conté nada.
— Ya me contaste todo–le dije-. Mal, pero me lo contaste.
— Es que no me das tiempo.
— Estoy envidioso. Prefiero irme.
— Che… — me dijo Tefes cuando yo ya me había levantado-. Que ni se te escape delante de tu jermu. — Tranquilo–respondí yéndome.
Al poco tiempo cené en la casa de Inés, lamentablemente en una cena intermatrimonial. Inés estaba despampanante. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, y un vestido negro, como de piel de delfín, adherido a su cuerpo inquieto.
Podía asegurarse que Tefes había sido su primera relación extramatrimoníal, y había convocado a la ninfa agazapada entre los pliegues de su vida cotidiana. Mi esposa, Patricia, no podía terminar de esconder la sensación de escándalo que se le pintaba en la cara. Pero Diego no registraba el cambio. No descubría la mutación.
— Soy maestro–dijo Diego-. Y enseño ciencias. Pero no creo en la ciencia: hace cinco años que no pruebo ningún medicamento recetado por médicos.
— ¿Y para qué vas a verlos? — preguntó ingenuamente Patricia.
— Todavía no pude despegarme del todo de la institución médica–dijo Diego-. Pero la voy a ir dejando de a poco.
— Pero si todos nos volcáramos a la homeopatía–intercedí-, fatalmente terminaría convirtiéndose también en una institución. Con sus autoridades y su código de conducta.
— ¡Nunca! — exclamó Diego militante-. La homeopatía está basada en un concepto democrático: vos compartís el saber de la cura. El paciente es también médico.
— Me hace acordar a Paulo Freiré–dijo Patricia-. El educador es también el educando. Aprende del educando. Nunca pude comprender ese concepto. Si yo enseño matemáticas a un sexto grado, los chicos no saben una palabra del tema hasta fin de año. Realmente, lo máximo que llegué a aprender de mis alumnos es a esquivar las tizas.
Inés no hablaba. Parecía sumida en el recuerdo de su pecado. ¿O quizás en su interior se refocilaba una y otra vez en la cama de Tefes, con su hijo dormido en el living? ¿O planeaba nuevas aventuras, en las que mi protagonismo no era imposible?
— Uno aprende mucho de su alumno —dijo Diego—. Mucho más que él de vos.
— Pero si vos aprendes mucho más de tu alumno que él de vos–dije-, entonces él es el maestro, y vos, el alumno.
— Posiblemente–aceptó, un poco confundido, Diego.
— Y si él es el maestro y vos el alumno, continúa existiendo una relación vertical. Diego Larraquí permaneció unos segundos confundido.
— Pero la institución… — comenzó a decir. Se interrumpió y recapituló-: Mira el caso de Nahuel… — No–habló por primera vez con decisión en la noche Inés. — ¿No qué, mi amor? — preguntó Diego.
— No involucres a Nahuel en tus teorías. No lo pongas de ejemplo.
— ¿Dónde está? —pregunté.
— Durmiendo —me dijo Inés.
— ¿Puedo verlo?
— En su pieza–aceptó Diego.
Entré sigilosamente en la pieza de Nahuel. A la veintena de dinosaurios crucificados con chinches en la pared más larga, se había sumado la foto de la última película de marcianos. Dormía con la luz encendida. Del techo colgaba el
muñeco de otro marciano, de la misma película, con un arma colgada del hombro. Sobre la cabecera de la cama, la foto enmarcada de Nahuel bebé y su abuelo, el padre de Inés, a quien yo no había llegado a conocer. La respiración del niño ei3i más que recular. Si el sueño fuera un estanque, podía decirse que Nahuel estaba hundido, con una piedra a los píes, en lo más profundo. Sospeché que el calmante narrado por Tefes, en su casa, no había sido el primero ni el último.
Y con una concepción mágica infantil, supuse que si Inés había narcotizado al chico para acostarse con Tefes; el verlo así dormido me acercaba un tranco más a ser el próximo agraciado.
— Diego es un imbécil–me dijo Patricia-. E Inés no abrió la boca en toda la noche.
No contesté. Quería meterme en la cama y dormirme pensando en Inés.
— Lo que abrió es el escote–dijo Patricia-. Parecía una puta. ¿No se estarán volviendo locos?
— Siempre fueron los más normales–dije—. Es el más rápido camino hacia la locura.
Patricia rió y se me ofreció. Apagué la luz y pensé en Inés; luego dormí.
A la madrugada, me despertó Patricia. Inmediatamente pensé en Nahuel: en la tranquilidad con que dormía y en lo ligero que es el sueño de los adultos. Nunca volvemos a dormir así: nos cuesta conciliar el sueño y lo perdemos con facilidad. Sin embargo, recordé, Nahuel dormía bajo el efecto de un narcótico.
— Che… — me dijo Patricia-. ¿No te habrá querido levantar, Inés?
— Cuando nos conocimos–respondí, porque ya estaba preparado-, todas ustedes eran chicas excitantes; vos sos la única que lo sigue siendo. Pero si no ocurrió nada entonces, ¿por qué ocurriría ahora, cuando deberían comenzar a gustarme las chicas en lugar de las señoras?
— Cuando conocimos a Inés, estaba embarazada–dijo Patricia-. Y te puedo hacer una estadística de que el primer año posterior al parto debe ser el de menor índice de infidelidad entre las mujeres.
— Bueno, me quedaban cuatro años para encontrarme con una Inés joven y despampanante. Te puedo jurar que no me la encontré.
— ¿Cuántos años pensás que tiene Inés?
— Sé que tiene cuarenta.
— No importa–siguió Patricia-. Cuando estas señoras se vuelven putas, son más peligrosas que las quinceañeras.
— Pensé que era tu amiga–le dije.
— Ya no lo sé–siguió Patricia-. Me molestó mucho lo de hoy.
Cerré los ojos e insulté a Inés. ¿Qué necesidad tenía de vestirse así? Insulté también a Diego: ¿por qué se lo permitió?
La cena había sido el miércoles, y el domingo me llamó Tefes. Quería ir a jugar al paddie de a dos, un sinsentido al que nos habíamos acostumbrado. Le dije que sí. En el vestuario regresó al tema.
— Fue todo muy normal–me dijo.
— No le supiste sacar el jugo–dije groseramente.
— Qué sé yo. Tampoco es nada del otro mundo.
— No la viste el miércoles–dije-. Era algo de otro mundo.
Tefes no era un hombre apasionado. Quizá por eso había conseguido primero a Inés. La pasión nos entorpece y dificulta la concreción de nuestros anhelos.
— ¿Qué me recomendarías para conseguirla? — le pregunté sin vergüenza.
— Esperar —dijo Tefes-. No mover un músculo. Es el tipo de mujer a la que le gusta caer sola. Y agregó después de un silencio:
— ¿Seguís molesto conmigo?
— ¿Por qué? — pregunté.
— Porque dejé que lo dopara a Nahuel.
— No. Debo haber estado celoso, nada más.
— Es que… Cuando le dio la pastilla… Ella es la madre. Si yo le decía que no, no tenía por qué hacerme caso. Ademas, lo hace en su casa también.
— ¿Cómo sabes?
— Me lo dijo. De nada hubiera servido que se lo impidiera esa vez.
— Terminemos con esto–dije.
— Busquemos otra–sugirió Tefes.
— Yo todavía no la conseguí —recordé.
— Igual pedemos buscar otra–insistió Tefes.
Dos semanas más tarde, los Larraqui cenaron en casa. A Diego le había salido un viaje a la India: un intercambio cultural auspiciado por el sindicato de los docentes, del que era funcionario. Venía a contarnos y a despedirse.
La despedida de Diego era una bienvenida para mí. Inés no lo acompañaba. El felpudo en la puerta de su casa. Yo me limpiaría la suela de los zapatos en el umbral de su departamento.
En esta cena, Inés mantuvo las formas. Las de su cuerpo y las de la decencia. La mesa donde yo estaba sentado daba a nuestro balcón, y tras el vidrio de la ventana cerrada podía ver reflejada la nuca de Nahuel contra la noche.
¿Sabía Nahuel que su madre engañaba a su padre? ¿Le ocasionaría yo un daño irreparable si me convertía en el amante que pasaba por la cama de su madre? ¿Me convertiría en uno de los monstruos que poblarían sus pesadillas, sus sueños profundos de calmantes químicos para adultos? Como fuese, yo ya no podía evitar acostarme con Inés. Su cuerpo se me había tatuado en el corazón con la fuerza de un juramento. La veía y bullía. Nahuel se levantó de la silla y corrió por el pasillo. Aproveché que nadie me estaba hablando y lo seguí. Se había metido en nuestra pieza matrimonial.
Cuando entré, presencié un espectáculo extraño. Nahuel estaba de pie, con los ojos cerrados, y movía la cabeza con desesperación. Además de los ojos, apretaba fuerte los labios, que casi desaparecían en su mueca. Los puños también revelaban tensión. Y la cabeza giraba a un lado y al otro, como si una idea terrible se agitara en su interior y no encontrara por dónde salir: los ojos estaban cerrados; la boca, clausurada y los puños, apretados. Me acerqué con cuidado y le detuve la cabeza con ambas manos.
— Nahuel–le dije en un susurro-, ¿qué pasa?
Me miró unos instantes en silencio, como un bebé.
— ¿Qué pasa, hijo? — Yo no tengo hijos. — ¿Por qué removés así?
— La gente está viva–me dijo Nahuel.
— ¿Qué?
— En esta casa, la gente está viva.
— Sí–le respondí-. Estamos vivos. Vos estás vivo, yo estoy vivo. Claro que estamos vivos.
— No me gusta–dijo Nahuel. — A ver, contáme. — No me gusta la gente viva. — ¿Estás jugando? — le pregunté.
Nahuel sacó su cabeza de entre mis manos y regresó a la mesa. No quería que le siguiera preguntado. La cena concluyó y Nahuel se comportó como un caballero.
Por supuesto, no le di a Patricia un solo detalle de la descompostura de Nahuel. Estaba convencido de que narrar el bizarro episodio podía, de algún modo lateral e inexplicable, anunciar mis intenciones, cada vez más cercanas a los actos, para con Inés. Ni con Inés ni con Diego estaba dispuesto a compartir aquellos dislates de su hijo. Cualquier movimiento desacertado podía alejarme de Inés; y una circunstancia tan favorable a mis deseos, el viaje de Diego, podía no volver a repetirse.
De modo que protegí mi incidente con Nahuel en un monólogo interior que arrojó como conclusión la idea de que los calmantes lo estaban volviendo loco. Quién sabía cuántas veces la madre lo había hecho dormir con píldoras pesadas, y qué efectos tenían éstas en el cerebro del niño. A medida que avanzaba en mis deducciones, más y más me alejaba del cariño por Nahuel. Ahora que finalmente había decidido acostarme con su madre a contrapelo de toda consecuencia, la culpa por Nahuel mutaba a un placer escandaloso y perverso. Me arrojaría sobre Inés ante los ojos cerrados de su hijo. Practicaría sobre ella piruetas inconfesables mientras su hijo dormía en la habitación de al lado y el marido conversaba en la India con los gurúes de la homeopatía.
Después de una semana buscando subterfugios para encontrarme con Inés–y dos semanas antes de que regresara Diego-, me llamó. Su propuesta fue curiosa y atrevida.
El miércoles por la noche, cuando la esposa de Tefes la convocó, junto a Patricia, para una cena de mujeres sotas en un shopping, Inés fingió gripe y que esperaba un llamado de Diego. Me llamó y me preguntó si quería pasar por su casa
para aconsejarla acerca de no sé qué enfoque epistemológico de la enseñanza de la geografía. Contesté que sí de inmediato. Llamé a Tefes y le pedí que se fuera de su casa y dejara una nota diciendo que estaba jugando al paddie conmigo.
Hice lo propio, recogí mi raqueta, mi ropa de paddie y tomé un taxi. En el viaje, di un orden de prioridades a cada una de las necesidades que me provocaba Inés.
Me atendió vestida como cuando habíamos ido a cenar a su casa. Nahuel apareció en el living y me saludó. Inés se apartó de mí con un respingo.
— Hoy dormís en la cama de mamá–le dijo. Nahuel sonrió.
La miré sin comprender. Me las arreglé para que Nahuel se quedara solo en su pieza, e Inés me explicó:
— Prefiero que duerma en mi cama. Los cuerpos dejan olor en el colchón. Si nos acostamos en la cama de Nahuel, Diego no lo va a notar.
Yo no había dicho una palabra, no había intentado un movimiento. Inés estaba anunciando y ejecutando, segura de mis deseos y decidida en los suyos.
— Habrá que dormirlo–me dijo.
— Esperemos a que se duerma.
— Es que no se duerme más —respondió Inés con incipiente fastidio ante mi reparo— Y vos tenes que irte temprano.
— No importa–insistí.
— ¿Queros irte ahora? — me preguntó. Dudé unos segundos. La besé. — Espera que lo duermo–me dijo.
No pude contradecirla. Como a Tefes, su embrujo me complicaba en lo que ella quisiera. Aceptaría que durmiera a su hijo con una pastilla sedante para adultos. Yo también sería un cretino.
Entró en el baño, salió y entró en la pieza de Nahuel. La seguí.
— Inés… — le dije. Giró hacia mí.
— Traéme un vaso de agua–me pidió.
Fui al baño y regresé con un vaso de agua.
Después de todo, sólo sería una vez más. ¿Acaso si le impedía doparlo hoy evitaría que lo siguiera haciendo en el futuro? Definitivamente no. No lo dopa para acostarse conmigo, me dije, lo dopa siempre.
Le entregué el vaso de agua y salí de la pieza. Nahuel me miró con un gesto en el que se mezclaban el susto y la desconfianza.
Aguardé unos minutos en el living, tomé un portarretratos con una foto de Diego, parado en la nieve, alzando unos esquíes con cara de imbécil.
"¿Por qué te hiciste amigo mío?», le pregunté nuevamente. "¿Por qué te casaste con Inés?» "¿Por qué permitís que le hagamos esto a tu hijo?» En un momento sentí que le estaba hablando a Dios. A menudo los creyentes creen que Dios nos castiga por nuestros pecados, yo estoy convencido de que su castigo es permitirnos cometerlos.
Inés salió de la pieza de Nahuel sin el pantalón. Con Nahuel en brazos. Lo dejó sobre la cama de la pieza matrimonial y cerró la puerta.
Por encima de la bombacha, le asomaban los mejores pelos del pubis. Ésa era la palabra. Ahí estaba todo. Uno descubría por qué había entregado su alma y aceptaba estar en lo correcto. Todos los lazos morales entre los hombres se llamaban a silencio: eso era definitivamente malo y dulce.
Me arrojé sobre ella y caímos en el sofá.
— En el sofá» no–dijo.
Ss levantó y me dio la espalda. Sus nalgas eran un monstruo marino, secuestraban la mirada humana y sumergían al hombre en un agua respirable y viciada.
Nuevamente caí sobre ella, la puse boca abajo contra la alfombra, le bajé la bombacha y forcejeé. Me dijo que no. Insistí sin escucharla. Repitió el no. Me guié con la otra mano. Entonces, se zafó hábilmente de mi abrazo, quedó acostada de frente a mí, y con un envión que no sé cómo consiguió me dio un golpe fortísimo con el puño derecho en el ojo. Sentí el impacto, y tardé unos instantes en descubrir que había sido golpeado. Ella estaba parada a mi lado, mientras yo me palpaba el ojo izquierdo.
— Vamos a la cama de Nahuel–me dijo.
La seguí, todavía frotándome el ojo.
Se acostó boca arriba en la cama, y me invitó a subirme a ella. Mi cara quedaba frente al rostro del padre de Inés, que, pálido y con un gesto congelado, sostenía a Nahuel en brazos.
Inés se rió antes de comenzar.
— Qué piña te pegué —dijo mirándome el ojo. No respondí. En cambio dije: — ¿Voy a hacerte el amor mirando a tu padre a la cara?
— No tengo ningún límite–dijo Inés, cayendo por primera vez en un lugar común-. Y no vas a hacerme el amor. Empezá.
Y empecé.
— No tengo ningún límite–repitió Inés.
En el taxi, no había suficiente luz como para mirarme. Y porfié tantas veces con el espejo retrovisor, que finalmente el taxista me preguntó si necesitaba algo.
— Nada, nada–dije.
Recién en el pasillo de casa pude mirarme.
Tenía un redondel amarillo, que iba variando de colores a medida que se alejaba del centro del ojo, como un arco iris infectado. La ceja estaba totalmente hinchada, y los pelos parecían desperdigados, raleados, no cubrían la superficie. La pupila misma se me había achicado, y el ojo parecía como escondido en una cueva mal hecha. No podía cerrarlo ni abrirlo.
Por suerte el paddie justificaba heridas como ésta, especialmente cuando se jugaba de uno contra uno.
Miré el reloj para ver si podía avisarle a Tefes que confirmara mi historia. Pero ya eran más de las doce. Sin embargo, era más o menos la hora en que ambos deberíamos haber regresado del juego.
Salí a la calle y caminé una cuadra hasta el teléfono público. Llamé a lo de Tefes y me atendió Norma.
— Hola, ¿cómo estás? — pregunté-. ¿Ya llegó Ricardo?
— Me acaba de llamar para decirme que iban a tomar algo–respondió extrañada.
— Sí–dije insultándome-. Pero me dijo que si hacía tiempo pasaba primero por ahí a buscar plata… — ¿Si hacía tiempo para qué? —preguntó Norma.
— Él tenía que ir a buscar unas evaluaciones cerca de tu casa, y yo le pedí que de paso pasara y me trajera un libro que le presté–tartamudeé.
— ¿A esta hora va a pasar a buscar evaluaciones?
— Sí, son unos maestros jóvenes que se quedan laburando hasta tarde.
— Bueno, si no pasa por acá, decíle que me llame.
— Hecho–dije, y colgué.
Había arruinado todo. Mí vida y la de los demás. Subí a casa en silencio, rogando que Patricia estuviese durmiendo.
— ¿Cómo te fue? — me preguntó cuando abrí. «Y además de permitirnos cometerlos», me dije, «nos castiga».
Al mediodía, llamé nuevamente a Tefes. Atendió Norma. Habló sin ganas y con medias palabras. Le pedí que le dijera a Ricardo que me llamara.
Cuando dos horas después me llamó, antes de atender sabía que era él, sabía que estaría enojado y sabía dónde estaba cuando le dijo a su mujer que se iba a tomar algo conmigo después del falso paddie. Si inventas con un amigo un sitio falso a donde ir, me dije, procura que ambos inventen el mismo.
— ¿Te pusiste celoso? — me preguntó ofuscado.
— No podía saber que ibas a ir a lo de Inés justo un minuto después de que yo salí.
— ¿Te pusiste celoso, mal parido? — insistió realmente iracundo-. ¿Cómo me vas a denunciar así con mi esposa? ¿Te volviste loco? ¿Qué querés, que le cuente todo a Patricia, ahora?
— Tefes…, para. No lo hice a propósito. Yo no podía saber. Realmente, no podía saber.
— ¿Pero vos sos imbécil? — me preguntó; y me vi como Diego, el marido de Inés, levantando los esquíes, sonriendo como un idiota, parado en la nieve-. Si me pedís que diga que salí con vos, ¿cómo vas a llamar a casa para preguntar por mí?
Permanecí unos instantes en silencio. Comprendiendo cada vez mejor que efectivamente yo era un imbécil, que era muy distinto de como había creído que era. Comprendí, en escasos segundos, que sólo los ladrones están capacitados para robar y sólo los adúlteros están capacitados para ser adúlteros. Tefes era un adúltero, yo era un imbécil.
— No sé qué decir–dije-. ¿Podemos encontrarnos?
— Nunca más–dijo Tefes. Corté.
En las siguientes semanas todo cambió. Mi matrimonio permaneció. Ricardo y Norma Tefes, luego de lo que supe fue una disputa terrible, decidieron permanecer unidos. Y Diego se volvió loco en la India.
Llamó Inés y me dijo que Diego había tenido un brote psicótico. Sus colegas la habían llamado, y explicado, no muy claramente, que Diego había comenzado a asistir, por su cuenta, a unas clases dictadas por un «maestro» hindú sobre la reencarnación. Había concurrido a dos o tres clases, y en la última se deshizo en gritos desaforados. Le pedía perdón a Dios, agarraba de la ropa a la gente, pedía limosna en el medio del aula como hacían los mendigos en las calles de la India. Se volvió loco.
Lo. traían medicado, de emergencia, acompañado por dos colegas y un enfermero indio especialmente contratado, en el vuelo del viernes. Inés me contó esto el miércoles.
Patricia ya lo sabía, y también por ella me había enterado unos días antes de la pelea y reconciliación entre los Tefes.
—Le dije a Norma que la culpa es de la puta —me dijo Patricia olvidando todo su progresismo y compromiso con la cultura feminista occidental-. Es difícil que un hombre a la edad de ustedes pueda resistirse a una invitación así. Es muy puta. Yo te admiro por haber aguantado. Realmente quería acostarse con vos; yo te lo hubiera perdonado. Le dije a Norma que lo perdone. Lo realmente lamentable es que se haya roto todo el grupo. A la puta no la vemos más, seguro. Pero nos va a costar un buen tiempo volver a mirarnos a la cara con los Tefes.
Lo que supe de Diego, me lo contó el mismo Diego en las últimas horas que pasó en su casa matrimonial.
Había llegado el viernes, efectivamente, a las doce de la noche. El sábado al mediodía estaba mucho mejor, y tomaba lirio para estar seguro de no descompensarse. Nos vimos el sábado a las cinco de la tarde, cuando comenzaba su mudanza.
— Esto me curó de la homeopatía–me dijo-. Para bajar del brote, ni soja ni flores de Bach. Un medicamento con receta, bien químico, y me salvó la vida. No sabes qué feo es. ¿Qué te pasó en el ojo?
— Jugando al paddie.
El mismo sábado al mediodía Diego había decidido separarse y yo no me animaba a preguntarle por qué. Inés no había opuesto resistencia. Le había dejado la casa para que se llevara sus cosas, y Diego me llamó para que lo ayudara.
— ¿Qué pasó? —pregunté finalmente, para no pecar de excesivamente reservado.
— Vení–me dijo.
Me llevó a la pieza de Nahuel.
Entré con temor reverencial, como quien ingresa en un templo profano.
Me señaló el cuadro del padre de Inés con el bebé Nahuel en brazos.
— ¿Qué? —pregunté temblando. ¿Había alguna marca? ¿Mi reflejo había dejado una huella en el vidrio que protegía la foto?
— ¿Qué? — insistí.
— Mira bien al viejo. Al padre de Inés. Lo miré sin entender.
— Está muerto–me dijo Diego. — ¿Qué?
— El hombre, el abuelo de Nahuel, el padre de Inés. En esa foto está muerto. Le pusimos al chico en los brazos. Inés quería tener una foto de Nahuel con su padre. Puso a Nahuel en brazos del abuelo embalsamado.
No hablé.
Diego salió para la pieza matrimonial y lo seguí. Se paró encima de una silla, abrió los compartimentos más altos del placard y comenzó a tirar álbumes de fotografías encuadernados en cuero. Eran álbumes antiguos, algo solemnes, rectangulares, con gruesas hojas de cartón separadas por papel manteca, y las fotos pegadas con cuatro pedacitos de autoadhesivo. Nahuel, a distintas edades, en brazos de su abuelo muerto. Eran muchas fotos.
— Le decía que nosotros éramos una familia de muertos. Especialmente ella, su padre y él. Yo era mixto–dijo sin entonación. Y agregó-: Yo se lo permitía.
Lo escuché en silencio, casi aprobándolo, entendiendo que lo hubiese permitido a cambio de Inés. — Por suerte me broté. ¿Soy un hijo de puta, no? Haberla dejado hacer eso. ¿Soy un hijo de puta? — No–dije-. Ya está. Se terminó. Te diste cuenta.
— ¿Y qué voy a hacer con Nahuel, ahora? Le tengo que quitar la tenencia. Está loca. Es peligrosa. Me froté el ojo y, no sé por qué, mentí: — Está loca, pero no creo que sea peligrosa.
— No la conoces–me dijo—. Cómo pude… Creo que de verdad está muerta. No siente nada. El problema lo tenemos nosotros.
— Los vivos–agregué.
El cornudo consolado
GIOVANNI BOCCACCIO
Poco tiempo hace vivía en Perusa un riquísimo sujeto llamado Pedro Vinciolo, muy conocido por su afición a los placeres, pero tocado de indiferencia por los que las mujeres procuraban.
A fin de desechar del ánimo de sus compatriotas esas sospechas, por cierto muy fundadas, resolvió casarse, tomando por esposa a una señorita a propósito para conducirlo por la buena vía. Era joven, alta, robusta, ojos vivos, de pasiones ardientes, en una palabra, la complexión que necesitaba no un marido sino dos. Por desgracia suya, aquel a quien diera la mano de esposa estaba muy poco dispuesto a satisfacer los deseos naturales del matrimonio: sus gustos e inclinaciones lo alejaban de las mujeres, de suerte que tenía trato con la suya lo menos posible, y sólo para no infundirle sospechas sobre el vergonzoso vicio del que era apasionadísimo. Semejante conducta distaba mucho de contentar a la señora, la cual veíase instigada por su temperamento. Como no podía tachar de impotente a su marido, puesto que era vigoroso y se encontraba en la flor de la edad, sospechó de su depravación, lo que le causó un gran disgusto. Empezó reconviniéndolo y terminó por injuriarlo. Diariamente se renovaban los debates y la guerra en aquel matrimonio. Por último, viendo que todas aquellas pendencias no conducían a otra cosa que a alterar su salud, sin lograr reformar a su indigno consorte, resolvió castigarlo por su indiferencia.
— Ya que este desgraciado–dijo para sí–no se porta conmigo como está obligado, y me abandona de esta suerte a la flor de mi edad para satisfacer una mala inclinación, justo es que me provea de algún galán, a fin de resarcirme de los goces que él me escatima. Si le he llevado una buena dote y lo he aceptado por marido, es porque creí que era hombre, y que gustaba de lo que a los otros agrada y debe agradar. Sabía que yo era mujer; si no estimaba mi sexo no debía
tomarme por esposa. ¡Oh, infame! Nunca le perdonaré el haberme engañado de esta suerte. Si hubiese querido renunciar a los placeres mundanos me habría encerrado en un convento; mas supuesto que no los he renunciado, ¿por qué me privaría de ellos? ¿Acaso debo dejar pasar mi juventud sin disfrutar de su mejor goce? Cuando sea vieja nadie me querrá. Por lo tanto, aprovechemos los floridos años para que más tarde no tengamos que arrepentimos del pasado, cuando se hayan borrado nuestros encantos. Él mismo me da ejemplo. Mi infidelidad no será tan criminal como la suya: yo sólo faltaré a las leyes de la conveniencia, mientras que mi marido falta a éstas y a las de la naturaleza.
Llena su cabeza de tan loables propósitos, sólo se ocupaba en cómo podía llevar a cabo su proyecto, tratando sin embargo de no comprometerse a los ojos de su marido. Al objeto se dirigió a una vieja entremetedora, que parecía una santita, a juzgar por su exterior. Esta mujer llevaba siempre el rosario en la mano y pasaba la mayor parte del tiempo en las iglesias; sólo abría su boca para bendecir al Señor, elogiar la vida de los santos, o hablar de las llagas de San Francisco; en una palabra, al verla se la habría canonizado. La joven tomó sus precauciones para abrir su corazón a esa hipocritona, contándole lo que le pasaba y lo que se había propuesto hacer.
— Hija mía–le contestó la vieja beata-, apruebo vuestras intenciones; y aunque vuestro marido no fuera tan culpable, haríais perfectamente en aprovechar los preciosos momentos de la juventud. Para toda mujer que razone un poco, no hay pesar más doloroso que el de haber despreciado el fruto de sus buenos años.
Impaciente estaba la joven porque acabase su discurso la pretendida santurrona, a fin de decirle que si encontraba por casualidad a un joven que solía pasar a menudo por su barrio, y cuyo retrato le hizo, tratase de sondearle para saber si le agradaría obtener los favores de cierta dama. Así convenidas regaló a la vieja un trozo de carne salada y la despidió.
Ésta se ingenió tan bien que no tardó en traerle el joven: pocos días después le procuró otro, y luego otro, y otro, según la fantasía de la damisela, quien, a lo que parece, era aficionada a la variedad. Empero tomaba bien sus medidas para que no llegase a apercibirse su marido del nuevo género de vida que llevaba, a pesar de lo quejosa que con él estaba.
Como tenía muy buen apetito, multiplicaba y prolongaba tanto como podía las visitas de los galanes, a fin de no desperdiciar el tiempo, siguiendo en esto los buenos consejos que le diera la vieja alcahueta. Cierto día que su marido estaba convidado a cenar en casa de uno de sus amigos llamado Ercolano, creyó que debía aprovechar la ocasión comprometiendo a la vieja a traerle un joven de los más gallardos y hermosos de Perusa, lo cual hizo sin titubear la hipocritona. Apenas la señora y su nuevo galán se hubieron sentado a la mesa para cenar, Vinciolo llamó a la puerta pidiendo que le abrieran: al oír la joven la voz de su marido, a quien no esperaba tan temprano, se creyó perdida; no obstante, pensó en esconder a su amante, el cual por su parte tampoco sabía qué hacer. Sea que no tuviese tiempo para ocultarle bien, sea que la sorpresa no le dejara razonar, lo introdujo en una especie de galería contigua a la sala donde cenaban, debajo de una jaula de gallinas, que tapó con un saco recién cosido. Mientras tanto la criada que, como se comprenderá, estaba al corriente de todo, quitó el servicio de la mesa, y, terminada esta operación, corrió a abrir la puerta a Vinciolo.
— ¡Cómo! ¿Ya estáis de vuelta? — le dijo su mujer-. Corta ha sido la cena.
— No he cenado ni tal cosa–contestó el marido.
— ¡Es posible! — replicó ella-; ¿y por qué no cenasteis?
— Un accidente que ha puesto en conmoción toda la casa de Ercolano nos ha privado de hacerlo. Apenas nos sentamos a la mesa cuando, él, su mujer y yo, oímos estornudar a corta distancia de nosotros. La primera vez no nos llamó la atención; empero no fue poca nuestra sorpresa al oír el mismo ruido cinco o seis veces seguidas y aun más. No viendo a nadie a nuestro alrededor, no sabíamos qué pensar y nuestra sorpresa crecía por momentos; entonces Ercolano, que ya estaba incomodado con su mujer porque nos había hecho aguardar algún tiempo a la puerta de la casa, le preguntó encolerizado qué significaba aquello. Y como ella no contestara y pareciese confundida, se levantó de la mesa y se dirigió hacia una escalera contigua a la habitación donde nos hallábamos, bajo la cual había un cuartito hecho con tablones, de donde le parecía habían salido los estornudos.
Apenas hubo abierto la puerta de aquel gabinetito (el cual no falta en casi ninguna casa), salió de él un olor insoportable, que ya habíamos olfateado, quejándose de ello Ercolano; pero su mujer se excusó diciendo que no era otra cosa que el vapor de un poco de azufre que había quemado para blanquear alguna ropa que extendiera en aquel sitio, a fin de que se sahumara. Habiéndose disipado algún tanto el humo, Ercolano registró el escondrijo, y vio al que había estornudado, y que acababa de hacerlo nuevamente merced a la fuerza del mineral cuyos vapores le subían a la cabeza, faltando muy poco para que ahogara. Entonces el marido, volviéndose hacia su mujer le dijo: «Ya comprendo ahora por qué nos hiciste aguardar tan largo rato a la puerta. Tal procedimiento merece una recompensa, y soy demasiado equitativo para negártela: será tan buena la que te dé, que me envanezco de que no la olvidarás mientras vivas». Al oír estas palabras la mujer ha escapado sin tratar de justificarse siquiera: Ercolano, desatendiendo a su mujer, repitió varias veces al estornudador que saliera de su escondrijo; empero, como estaba más muerto que vivo, no por eso se movió; entonces lo agarró de una pierna y lo arrastró afuera, hecho lo cual fue en busca de su espada con intención de matarlo. El temor de verme envuelto en una causa de asesinato me hizo precipitar a su encuentro oponiéndome a que hiriera a aquel hombre. Mis gritos y el ruido que hacía para defender al culpable atrajeron a algunos vecinos, quienes, viendo al joven más muerto que vivo, se lo llevaron no sé adonde. He aquí cuál ha sido nuestra cena. Sólo había tragado el primer bocado cuando empezó dicha escena; así, pues, juzgad si tendré apetito.
Este relato dio a comprender a la señora que no era ella sola la que tenía amantes, a pesar de los peligros a que éstos exponían. De buena gana hubiese excusado a la mujer de Ercolano; empero como le parecía que censurando las faltas de las otras le sería más fácil ocultar las suyas, empezó a criticar a su modelo en estos términos:
— ¡Vaya una conducta! ¡Quién lo hubiera creído! Yo la tenía por la más honesta virtuosa y santa de las mujeres. ¡Fiaos, después de esas devotas, que se hacen las remilgadas sólo para ocultar mejor sus manejos! Y nadie puede excusar a ésta, que ni es joven, ni mal casada. Debemos convenir en que da buen ejemplo a las otras mujeres. ¡Maldita sea la hora en que vino al mundo! ¡Que esa mujer impura sea objeto de maldición, ya que vive encenagada en el crimen y los desórdenes! ¡Criatura indigna! Es la vergüenza y el oprobio de nuestro sexo. ¿Es ésta la recompensa que tenía reservada a la honradez de su marido, de ese hombre generalmente respetado que la trataba con todas las consideraciones y miramientos posible? ¡Ingrata! En premio de sus beneficios no ha titubeado en deshonrarse ella misma. Mujeres de esta clase merecerían ser quemadas vivas, sin conmiseración.
Después de este discurso» y no olvidándose de que su galán permanecía debajo de la jaula, dijo a su marido que era hora de acostarse. Éste, que tenía más ganas de comer que de dormir, le preguntó si no le había sobrado alguna cosa de la cena.
— ¡De mi cena! —repuso ella—; en verdad que no acostumbro a regalarme mucho cuando tú estás ausente de mi lado. Sin duda me tomas por la mujer de Ercolano… Ve a acostarte, te repito, y mañana almorzarás con mejor apetito.
Aquella misma noche los colonos de Vinciolo le habían traído algunos objetos de una de sus alquerías, y colocaron sus jumemos, sin abrevar, en un a pequeña caballeriza que comunicaba con la galería donde el galán estaba enjaulado. Sucedió que uno de aquellos animales, instigado por la sed, se desató y salió de la caballeriza, olfateando a uno y otro lado en busca de agua. Vagando de esta suerte el cuadrúpedo pasó junto a la jaula donde estaba escondido el joven enamorado, y le pisó los dedos, que tenía un poco afuera del escondrijo, pues el desdichado se veía obligado, por la forma de la jaula, a mantenerse encorvado de cara al suelo apoyando las manos en él para no fatigarse tanto. El dolor que le causó la patada del jumento le hizo lanzar un doloroso grito. Vinciolo lo oyó y quedó sorprendido al reflexionar que no podía salir de otro sitio que de su casa. Por lo tanto, dejó la habitación, y como el galán seguía quejándose, pues el asno continuaba teniendo las patas sobre sus dedos, preguntó:
— ¿Quién hay por aquí? — y corrió derecho hacia la jaula-. La levantó, y encontró al pajarito, que temblaba como un azogado, temeroso de que el irritado marido no le hiciese pasar un mal rato. Empero, como lo reconociera Vinciolo, por haberle él mismo hecho la corte durante mucho tiempo aunque sin resultado, se limitó a preguntarle qué venía a hacer a su casa. La única respuesta que obtuvo del mancebo fue una súplica para que no le hiciese daño alguno.
— Levántate–le dijo entonces Vinciolo— y nada temas; pero a condición que me digas por qué medios y a qué viniste a mi casa —lo cual hizo sin titubear el joven.
El marido, tan satisfecho de haber encontrado a su Adonis, como triste y afligida estaba su cara mitad, lo tomó de la mano y lo condujo a presencia de la infiel, cuyo temor y turbación no es fácil explicar.
— Y bien, querida mía–le dijo encarándose con ella—, ¿cómo vais a justificaros ahora? ¿Opináis todavía que deben ser quemadas todas las mujeres de la estofa de la Ercolano? ¿Estaba bien que os exaltarais tanto contra ella, siendo así que vos tenéis iguales defectos? ¿Honráis acaso más a vuestro sexo? Sólo censurasteis a aquélla con tanto ardor para ocultar mejor vuestra intriga. He aquí cómo sois todas las mujeres: ninguna vale más que la otra. ¡Ojalá el demonio «os llevara a todas juntas!
Viendo la dulcinea que sólo la maltrataba de palabra, y Juzgando que saldría del lance a menos costa de lo que había creído, no le cupo duda de que su marido estaba muy contento de tener atrapado en sus redes a un mozo tan gallardo. Semejante idea la reanimó, y le contestó sin el menor embarazo:
— ¡Tú quisieras que el diablo nos llevara a todas! No lo dudo, y ello no me sorprende en lo más mínimo, ya que aborreces de nuestro sexo; pero, a Dios gracias, no se cumplirán tus deseos. Y añado, ya que ha llegado la hora de las explicaciones, que tus imprecaciones no me causan temor alguno. Al fin y al cabo, ¿puedes con razón quejarte de mi conducta? Hay una gran diferencia entre la mujer de Ercolano y la tuya: aquélla es una gazmoña, una hipócrita, una verdadera furia, a quien su marido concede cuanto pide: ella no hace ningún ayuno, a pesar de sus años. Todo lo contrario me acontece a mí. Convengo que en lo tocante a trajes y adornos muy poco tengo que envidiar a las demás; pero ¿acaso a una mujer de mis años le basta eso? No ignoras cuánto tiempo hace que no me has prodigado la más pequeña caricia… Preferiría estar descalza y mal vestida con tal de que cumplieras con tus deberes conyugales, a ir la más galana de toda la ciudad. Escúchame, Pedro; ya que debo hablarte sinceramente, quiero que sepas de una vez por todas que soy mujer como las demás: lo que éstas desean, lo deseo yo también; como ellas, tengo pasiones y debo tratar de satisfacerlas. Si tú no quieres contentarme, ¿puede saberte mal que recurra a
otros? A lo menos te honro en mi elección, puesto que no me abandono ni a criados ni a chanflones. No puedes negar que el galán que he elegido es todo un buen mozo.
El. marido, que, según ya he dicho, aborrecía a las mujeres, y ya empezaba a cansarse de la vocinglería de la suya, la interrumpió de esta suerte:
—Vamos, mujer, no se hable más de esto; espero que estarás contenta de mí a este respecto. Ya sabes que soy blando como una malva; así, pues, afuera reproches por uno y otro lado. Lo único que pido es cenar, pues yo creo que este joven está en ayunas como yo.
—Es muy cierto–repuso la señora-; acabábamos de sentarnos a la mesa, cuando, desgraciadamente para nosotros, llamasteis vos.
—Despáchate, pues–replicó Vinciolo-, y danos de cenar; y luego compondré las cosas de manera que no tengas motivo para quejarte de mí.
La buena señora, viendo apaciguado a su marido, mandó en el acto cubrir la mesa, cenando con toda calma ella, el infeliz cornudo y el joven galán. Informar de lo que pasó entre estos tres personajes terminada la comida es cosa que se resiste a mi pluma.
Bastará decir que, al día siguiente, los noveleros de la plaza de Perusa estaban confundidos y tenían dificultad en saber cuál de los tres, el marido, la mujer o el galán, había pasado una noche más agradable.
La mujer de otro
ABELARDO CASTILLO
Supongo que siempre lo supe; un día yo iba a terminar llamando a esa puerta. Ese día fue esta noche.
La casa es más o menos como la imaginaba, una casa de barrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza. No sé por qué digo ahora. Pudieron haber estado siempre así. Hay un enano de jardín, esto sí que no me lo imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una tromba. Tengo un auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, págale por favor y de paso bajá el paquete con el enano.
— Usted la conoció bastante–me dijo él, y yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras-. Ya sabe cómo era ella.
Le contesté la verdad. Era difícil no contestarle la verdad a ese hombre triste y afable. Le contesté que no estaba seguro de haberla conocido mucho.
— Eso es cierto–dijo él, pensativo-. No creo que haya habido nadie que la conociera realmente. — Sonrió, sin resentimiento. — Yo, por lo menos, no la conocí nunca.
Pero esto fue mucho más tarde, al irme; ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría media hora que nos habíamos visto las caras por primera vez.
Carolina me lo había nombrado sólo en dos o tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que había dentro, incluido él, fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o alguna otra cosa a la que yo no debía tener acceso. Esta noche yo había llegado hasta allí como mandado por una voluntad maligna y ajena. Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que podía pasarle.
— Perdóneme el aspecto–dijo él-. Estoy solo y no esperaba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de eso que había dicho. Un hombre solo que no espera a nadie.
Yo había tocado el timbre sin pensar qué venía a decirle, sin saber siquiera si venía a decirle algo. No tenía la menor excusa para estar en esa casa a la diez de la noche. La situación era incómoda y absurda, si es que no era algo peor.
— Pase, pase–decidió de pronto-. Me cambio en un minuto;
— No, por favor. —Pensé decirle que mejor me iba; pero me interrumpió mi propia voz. — No tiene por qué cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía andar vestido como quisiera, que, al fin de cuentas, el marido de Carolina había sido él y que ésta era su casa. De todas maneras, yo no tenía ningún interés en que se cambiara. Tal vez haría bien en callarme lo que sigue, pero sentí que, cualquier cosa que fuera lo que yo había venido a buscar, me favorecía estar bien vestido, frente a ese hombre en pantuflas y con un sobretodo encima del saco del pijama. Eso, al llegar: ahora, las cosas habían variado sutilmente. Él estaba de verdad en su casa, en su cocina, junto a una antigua estufa de hierro, confortablemente enfundado en su pijama, y yo me sentía como un embajador de la Luna.
— ¿Toma mate? —me preguntó con precaución. Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer callado, de darse tiempo.
— Carolina, con toda su suavidad y sus maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la protagonista de una letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar.
— Usted se preguntará a qué vine.
— No. Nunca me pregunto demasiadas cosas, y siempre supe que algún día íbamos a encontrarnos. — Sonrió, con los ojos fijos en el mate. —Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío en su voz. No pude. La pregunta era una pregunta literal, sin nada detrás. O con demasiadas cosas, como aquello de la cara de pensar de Carolina, por ejemplo. Yo conocía y amaba esa cara. La había visto al anochecer, en alguna confitería apartada, mientras ella miraba su fantasma en el vidrio de la ventana, sorbiendo una pajita. La había visto de tarde, en mí departamento, mientras ella mordía pensativamente un lápiz, cuando me dibujaba uno de aquellos mapitas o planos de lugares y casas en los que había vivido de chica, casas y lugares que por alguna razón parecían estar más allá de las palabras y de los que siempre sospeché que jamás existieron, o no en las historias que ella contaba. Bueno, sí, yo también había mirado muchas veces esa cara ausente y desprotegida, más desnuda que su cuerpo, pero nunca la había mirado de mañana, mientras Carolina tomaba mate. Pensé que tal vez debería estar agradecido por eso, sin embargo no me resultó muy alentador. Me iba a pasar lo mismo más tarde, con la historia del enano.
El acababa de preguntarme a qué había venido.
— No sé. — Hice una pausa. La palabra que necesité agregar era deliberadamente malévola. — Curiosidad — dije.
— Me doy cuenta–murmuró él.
No sé qué quiso decir, pero causaba toda la impresión de que sí, de que en efecto se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después de la una de mañana, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas, sin embargo no recuerdo más que fragmentos de nuestra conversación, fragmentos que en su mayor parte carecen de sentido. Hablamos de política, de una noticia que traía el diario de la noche, la noticia de un crimen. Hablamos de la inclemencia del invierno en Buenos Aires. Ahora tengo la sensación de que casi no hablamos de Carolina.
En algún momento, él me preguntó si yo quería ver unas fotos.
— Fotos —dije.
No pude dejar de sentir que esa proposición encerraba una amenaza. Imaginé un álbum de casamiento, fotografías de Carolina en bikini, fotografías de los dos riéndose o abrazados, sabe Dios qué otro tipo de imágenes.
— Fotos–repitió él-. Fotos de Carolina. Hice uno de esos gestos vagos que pueden significar cualquier cosa. — Es un poco tarde–dije.
— No son tantas–dijo él, poniéndose de pie-. Hace mucho que no las miro.
Salió de la cocina y me dejó solo. Yo aproveché la tregua para observar a mi alrededor. Intenté imaginar a Carolina junto a esa mesada, o, en puntas de pie, tratando de alcanzar una cacerola, un hervidor de leche. Tal vez era algo como eso lo que yo había venido a buscar a esa casa. En una de las paredes vi dos cuadritos muy pequeños. Me levanté para mirarlos de cerca. No me dijeron nada. Eran algo así como mínimas naturalezas muertas. Ínfimas cocinas dentro de otra cocina. Cómo saber si ella los había colgado, cómo saber si habían significado algo el dí a que los eligió. Cuando él volvió a entrar, traía un pantalón puesto de apuro sobre el pantalón del pijama, y un grueso pulóver, que me pareció tejido a mano.
Traía también una caja de cartón. Se sentó un poco lejos de mí y me alcanzó la primera fotografía: Carolina sola. Detrás, unos árboles, que podían ser una plaza o un parque. Descartó varias y me alcanzó otra. Carolina sola, arrodillada
junto a un perro patas arriba. Miró tres o cuatro más, una de ellas con mucho detenimiento. Las puso debajo del resto, en el fondo de la caja, y me alcanzó otra. Carolina sola.
Entonces sentí algo absurdo. Sentí que ese hombre no quería herirme.
— Ésta es linda–dijo.
Carolina, junto a un buzón, se reía.
— Sí–dije sin pensar-. Era difícil verla reírse así. Él me miró con algo parecido al agradecimiento.
— Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es distinto.
— Usted no está en ninguna de las que me mostró —le dije.
— Bueno, yo era el fotógrafo–dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que recuerdo. O todo lo que sucedió esta noche.
Le dije que tenía que irme y él me acompañó hasta la puerta de la entrada, no hasta la verja. Fue en ese momento cuando me contó la historia del enano. Después yo estaba descorriendo el cerrojo de hierro y oí su voz a mi espalda.
— Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda.
— Sí–le dije-. Era muy hermosa.
Me pidió que volviera algún día. Le dije que sí.
Cambio de Ices
JULIO CORTÁZAR
Esos jueves al caer la noche cuando Lemos me llamaba después del ensayo en Radio Belgrano y entre dos cinzanos los proyectos de nuevas piezas, tener que escuchárselos con tantas ganas de irme a la calle y olvidarme del radioteatro por dos o tres siglos, pero Lemos era el autor de moda y me pagaba bien para lo poco que yo tenía que hacer en sus programas, papeles más bien secundarios y en general antipáticos. Tenes la voz que conviene, decía amablemente Lemos, el radioescucha te escucha y te odia, no hace falta que traiciones a nadie o que
mates a tu mamá con estricnina, vos abrís la boca y ahí nomás media Argentina quisiera romperte el alma a fuego lento.
No Luciana, precisamente el día en que nuestro galán Jorge Fuentes al término de Rosas de ignominia recibía dos canastas de cartas de amor y un corderito blanco mandado por una estanciera romántica del lado de Tandil, el petiso Mazza me entregó el primer sobre lila de Luciana. Acostumbrado a la nada en tantas de sus formas, me lo guardé en el bolsillo antes de irme al café (teníamos una semana de descanso después del triunfo de Rosas y el comienzo de Pájaro en la tormenta) y solamente en el segundo martini con Juárez Celman y Olive me subió al recuerdo el color del sobre y me di cuenta de que no había leído la carta; no quise delante de ellos porque los aburridos buscan tema y un sobre lila es una mina de oro, esperé a llegar a mi departamento donde la gata por lo menos no se fijaba en esas cosas, le di su leche y su ración de arrumacos, conocí a Luciana.
No necesito ver una foto de usted, decía Luciana, no me importa que Sintonía y Antena publiquen fotos de Míguez y de Jorge Fuentes pero nunca de usted, no me importa porque tengo su voz, y tampoco me importa que digan que es antipático y villano, no me importa que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, porque me hago la ilusión de ser la sola que sabe la verdad: usted sufre cuando interpreta esos papeles, usted pone su talento pero yo siento que no está ahí de veras como Míguez o Raquelita Bailey, usted es tan diferente del príncipe cruel de Rosas de ignominia. Creyendo que odian al príncipe lo odian a usted, la
gente confunde y ya me di cuenta con mi tía Poli y otras personas el año pasado cuando usted era Vassilís, el contrabandista asesino. Esta tarde me he sentido un poco sola y he querido decirle esto, tal vez no soy la única que se lo ha dicho y de alguna manera lo deseo por usted, que se sepa acompañado a pesar de todo, pero al mismo tiempo me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz, que está segura de conocerlo de veras y de admirarlo más que a los que tienen los papeles fáciles. Es como con Shakespeare, nunca se lo he dicho a nadie, pero cuando usted hizo el papel, Yago me gustó más que Otelo. No se crea obligado a contestarme, pongo mi dirección por si realmente quiere hacerlo, pero si no lo hace yo me sentiré lo mismo feliz de haberle escrito todo esto.
Caía la noche, la letra era liviana y fluida, la gata se había dormido después de jugar con el sobre lila en el almohadón del sofá. Desde la irreversible ausencia de Bruna ya no se cenaba en mi departamento, las latas nos bastaban a la gata y a mí, y a mí especialmente el coñac y la pipa. En los días de descanso (después tendría que trabajar el papel de Pájaro en la tormenta) releí la carta de Luciana sin intención de contestarla porque en ese terreno un actor, aunque solamente reciba una carta cada tres años, estimada Luciana, le contesté antes de irme al cine el viernes por la noche, me conmueven sus palabras y ésta no es una frase de cortesía. Claro que no lo era, escribí como si esa mujer que imaginaba más bien chiquita y triste y de pelo castaño con ojos claros estuviera sentada ahí y yo le dijera que me conmovían sus palabras. El resto salió más convencional porque no encontraba qué decirle después de la verdad, todo se quedaba en un relleno de papel, dos o tres frases de simpatía y gratitud, su amigo Tito Balcárcel. Pero había otra verdad en la posdata:
Me alegro de que me haya dado su dirección, hubiera sido triste no poder decirle lo que siento.
A nadie le gusta confesarlo, cuando no se trabaja uno termina por aburrirse un poco, al menos alguien como yo. De muchacho tenía bastantes aventuras sentimentales, en las horas libres podía recorrer el espinel y casi siempre había pesca, pero después vino Bruna y eso duró cuatro años, a los treinta y cinco la vida en Buenos Aires empieza a desteñirse y parece que se achicara, al menos para alguien que vive solo con una gata y no es gran lector ni amigo de caminar mucho. No que me sienta viejo, al contrario; más bien parecería que son los demás, las cosas mismas que envejecen y se agrietan; por eso a lo mejor preferir las tardes en el departamento, ensayar Pájaro en la tormenta a solas con la gata mirándome, vengarme de esos papeles ingratos llevándolos a la perfección, haciéndolos míos y no de Lemos, transformando las frases más simples en un juego de espejos que multiplica lo peligroso y fascinante del personaje. Y así a la hora de leer el papel en la radio todo estaba previsto, cada coma y cada inflexión de la voz, graduando los caminos del odio (otra vez era uno de esos personajes con algunos aspectos perdonables pero cayendo poco a poco en la infamia hasta un epílogo de persecución al borde de un precipicio y salto final con gran contento de radioescuchas). Cuando entre dos mates encontré la carta de Luciana olvidada en el estante de las revistas y la releí de puro aburrido, pasó que de nuevo la vi, siempre he sido visual y fabrico fácil cualquier cosa, de entrada Luciana se me había dado más bien chiquita y de mi edad o por ahí, sobre todo con ojos claros y como transparentes, y de nuevo la imaginé así, volví a verla como pensativa antes de escribirme cada frase y después decidiéndose.
De una cosa estaba seguro, Luciana no era mujer de borradores, seguro que había dudado antes de escribirme, pero después escuchándome en Rosas de ignominia le habían ido viniendo las frases, se sentía que la carta era espontánea y a la vez–acaso por el papel lila–dándome la sensación de un licor que ha dormido largamente en su frasco.
Hasta su casa imaginé con sólo entornar los ojos, su casa debía ser de esas con patio cubierto o por lo menos galería con plantas, cada vez que pensaba en Luciana la veía en el mismo lugar, la galería desplazando finalmente el patio, una galería cerrada con claraboyas de vidrios de colores y mamparas que dejaban pasar la luz agrisándola, Luciana sentada en un sillón de mimbre y escribiéndome usted es muy diferente del príncipe cruel de Rosas de ignominia, llevándose la lapicera a la boca antes de seguir, nadie lo sabe porque tiene tanto talento que la gente lo odia, el pelo castaño como envuelto por una luz de vieja fotografía, ese aire ceniciento y a la vez nítido de la galería cerrada, me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz.
La víspera de la primera tanda de Pájaro hubo que comer con Lemos y los otros, se ensayaron algunas escenas de esas que Lemos llamaba clave y nosotros clavo, choque de temperamentos y andanadas dramáticas, Raquelita Bailey muy bien en el papel de Josefina, la altanera muchacha que lentamente yo envolvería en mi consabida telaraña de maldades para las que Lemos no tenía límites. Los otros calzaban justo en sus papeles, total maldita la diferencia entre ésa y las dieciocho radionovelas que ya llevábamos actuadas. Si me acuerdo del ensayo es porque el petiso Mazza me trajo la segunda carta de Luciana y esa vez sentí ganas de leerla enseguida y me fui un rato al baño mientras Angelka y Jorge Fuentes se juraban amor eterno en un baile de Gimnasia y Esgrima, esos escenarios de Lemos que desencadenaban el entusiasmo de los habitúes y daban más fuerza a las identificaciones psicológicas con los personajes, por lo menos según Lemos y Freud.
Le acepté la simple, linda invitación a conocerla en una confitería de Almagro. Había el detalle monótono del reconocimiento, ella de rojo y yo llevando el diario doblado en cuatro, no podía ser de otro modo y el resto era Luciana escribiéndome de nuevo en la galería cubierta, sola con su madre o tal vez su padre, desde el principio yo había visto un viejo con ella en una casa para una familia más grande y ahora llena de huecos donde habitaba la melancolía de la
madre por otra hija muerta o ausente, porque acaso la muerte había pasado por la casa no hacía mucho, y si usted no quiere o no puede yo sabré comprender, no me corresponde tomar la iniciativa pero también sé —lo había subrayado sin énfasis–que alguien como usted está por encima de muchas cosas. Y agregaba algo que yo no había pensado y que me encantó, usted no me conoce salvo esa otra carta, pero yo hace tres años que vivo su vida, lo siento como es de veras en cada personaje nuevo, lo arranco del teatro y usted es siempre el mismo para mí cuando ya no tiene el antifaz de su papel. (Esa segunda
carta se me perdió, pero las frases eran así, decían eso; recuerdo en cambio que la primera carta la guardé en un libro de Moravia que estaba leyendo, seguro que sigue ahí en la biblioteca.)
Sí se lo hubiera contado a Lemos le habría dado una idea para otra pieza, clavado que el encuentro se cumplía después de algunas alternativas de suspenso y entonces el muchacho descubría que Luciana era idéntica a lo que había imaginado, prueba de cómo el amor se adelanta al amor y la vista a la vista, teorías que siempre funcionaban bien en Radio Belgrano. Pero Luciana era una mujer de más de treinta años, llevados eso sí con todas las de la ley, bastante menos menuda que la mujer de las cartas en la galería, y con un precioso pelo negro que vivía como por su cuenta cuando movía la cabeza. De la cara de Luciana yo no me había hecho una imagen precisa salvo los ojos claros y la tristeza; los que ahora me recibieron sonriéndome eran marrones y nada tristes bajo ese pelo movedizo. Que le gustara el whisky me pareció simpático, por el lado de Lemos casi todos los encuentros románticos empezaban con té (y con Bruna había sido café con leche en un vagón de ferrocarril). No se disculpó por la invitación, y yo que a veces sobreactúo porque en el fondo no creo demasiado en nada de lo que me sucede, me sentí muy natural y el whisky por una vez no era falsificado. De veras, lo pasamos muy bien y fue como si nos hubieran presentado por casualidad y sin sobreentendidos, como empiezan las buenas relaciones en que nadie tiene nada que exhibir o que disimular; era lógico que se hablara sobre todo de mí porque yo era el conocido y ella solamente dos cartas y Luciana, por eso sin parecer vanidoso la dejé que me recordara en tantas novelas radiales, aquella en que me mataban torturándome, la de los obreros sepultados en la mina, algunos otros papeles. Poco a poco yo le iba ajustando la cara y la voz, desprendiéndome con trabajo de las cartas, de la galería cerrada y el sillón de mimbre; antes de separarnos me enteré de que vivía en un departamento bastante chico en planta baja y con su tía Poli que allá por los años treinta había tocado el piano en Pergamino. También Luciana hacía sus ajustes como siempre en esas relaciones de gallo ciego, casi al final me dijo que me había imaginado más alto, con pelo crespo y ojos grises; lo del pelo crespo me sobresaltó porque en ninguno de mis papeles yo me había sentido a mí mismo con pelo crespo, pero acaso su idea era como una suma, un amontonamiento de todas las canalladas y las traiciones de las piezas de Lemos. Se lo comenté en broma y Luciana dijo que no, los personajes los había visto tal como Lemos los pintaba pero al mismo tiempo era capaz de ignorarlos, de hermosamente quedarse sólo conmigo, con mi voz y vaya a saber por qué con una imagen de alguien más alto, de alguien con el pelo crespo.
Si Bruna hubiera estado aún en mi vida no creo que me hubiera enamorado de Luciana; su ausencia era todavía demasiado presente, un hueco en el aire que Luciana empezó a llenar sin saberlo, probablemente sin esperarlo. En ella en cambio todo fue más rápido, fue pasar de mi voz a ese otro Tito Balcárcel de pelo lacio y menos personalidad que los monstruos de Lemos; todas esas operaciones duraron apenas un mes, se cumplieron en dos encuentros en cafés, un tercero en mi departamento, la gata aceptó el perfume y la piel de Luciana, se le durmió en la falda, no pareció de acuerdo con un anochecer en que de golpe estuvo de más, en que debió saltar maullando al suelo. La tía Poli se fue a vivir a Pergamino con una hermana, su misión estaba cumplida y Luciana se mudó a mi casa esa semana; cuando la ayudé a preparar sus cosas me dolió la falta de la galería cubierta, de la luz cenicienta, sabía que no las iba a encontrar y sin embargo había algo como una carencia, una imperfección. La tarde de la mudanza la tía Poli me contó dulcemente la módica saga de la familia, la infancia de Luciana, el novio aspirado para siempre por una oferta de frigoríficos de Chicago, el matrimonio con un hotelero de Primera Junta y la ruptura seis años atrás, cosas que yo había sabido por Luciana pero de otra manera, como si ella no hubiera hablado verdaderamente de sí misma ahora que parecía empezar a vivir por cuenta de otro presente, de mi cuerpo contra el suyo, los platitos de leche a la gata, el cine a cada rato, el amor.
Me acuerdo que fue más o menos en la época de Sangre en las espigas cuando le pedí a Luciana que se aclarara el pelo. Al principio le pareció un capricho de actor, si querés me compro una peluca, me dijo riéndose, y de paso a vos te quedaría tan bien una con el pelo crespo, ya que estamos. Pero cuando insistí unos días después, dijo que bueno, total lo mismo le daba el pelo negro o castaño, fue casi como si se diera cuenta de que en mí ese cambio no tenía nada que ver con mis manías de actor sino con otras cosas, una galería cubierta, un sillón de mimbre. No tuve que pedírselo otra vez, me gustó que lo hubiera hecho por mí y se lo dije tantas veces mientras nos amábamos, mientras me perdía en su pelo y sus senos y me dejaba resbalar con ella a otro largo sueño boca a boca. (Tal vez a la mañana siguiente, o fue antes de salir de compras, no lo tengo claro, le junté el pelo con las dos manos y se lo até en la nuca, le aseguré que le quedaba mejor así. Ella se miró en el espejo y no dijo nada, aunque sentí que no estaba de acuerdo y que tenía razón, no era mujer para recogerse el pelo, imposible negar que le quedaba mejor cuando lo llevaba suelto antes de aclarárselo, pero no se lo dije porque me gustaba verla así, verla mejor que aquella tarde cuando había entrado por primera vez en la confitería.)
Nunca me había gustado escucharme actuando, hacía mi trabajo y basta, los colegas se extrañaban de esa falta de vanidad que en ellos era tan visible; debían pensar, acaso con razón, que la naturaleza de mis papeles no me inducía demasiado a recordarlos, y por eso Lemos me miró levantando las cejas cuando le pedí los discos de archivo de Rosas de ignominia, me preguntó para qué lo quería y le contesté cualquier cosa, problemas de dicción que me interesaba superar o algo así. Cuando llegué con el álbum de discos, Luciana se sorprendió también un poco porque yo no le hablaba nunca de mi trabajo, era ella que cada tanto me daba sus impresiones, me escuchaba por las tardes con la gata en la falda.
Repetí lo que le había dicho a Lemos pero en vez de escuchar las grabaciones en otro cuarto traje el tocadiscos al salón y le pedí a Luciana que se quedara un rato conmigo, yo mismo preparé el té y arreglé las luces para que estuviera cómoda.
Por qué cambias de lugar esa lámpara, dijo Luciana, queda bien ahí. Quedaba bien como objeto pero echaba una luz cruda y caliente sobre el sofá donde se sentaba Luciana, era mejor que sólo le llegara la penumbra de la tarde desde la ventana, una luz un poco cenicienta qu e se envolvía en su pelo, en sus manos ocupándose del té. Me mimas demasiado, dijo Luciana, todo para mí y vos ahí en un rincón sin siquiera sentarte.
Desde luego puse solamente algunos pasajes de Rosas, el tiempo de dos tazas de té» de un cigarrillo. Me hacía bien mirar a Luciana atenta al drama, alzando a veces la cabeza cuando reconocía mi voz y sonriéndome como si no le importara saber que el miserable cuñado de la pobre Carmencita comenzaba sus intrigas para quedarse con la fortuna de los Pardo, y que la siniestra tarea continuaría a lo largo de tantos episodios hasta el inevitable triunfo del amor y la justicia según Lemos. En mi rincón (había aceptado una taza de té a su lado pero después había vuelto al fondo del salón como si desde ahí se escuchara mejor) me sentía bien, reencontraba por un momento algo que me había estado faltando; hubiera querido que todo eso se prolongara, que la luz del anochecer siguiera pareciéndose a la de la galería cubierta. No podía ser, claro, y corté el tocadiscos y salimos juntos al balcón después que Luciana hubo devuelto la lámpara a su sitio porque realmente quedaba mal allí donde yo la había corrido. ¿Te sirvió de algo escucharte?, me preguntó acariciándome una mano. Sí, de mucho, hablé de problemas de respiración, de vocales, cualquier cosa que ella aceptaba con respeto; lo único que no le dije fue que en ese momento perfecto sólo había faltado el sillón de mimbre y quizá también que ella hubiera estado triste, como alguien que mira el vacío antes de continuar el párrafo de una carta.
Estábamos llegando al final de Sangre en las espigas, tres semanas más y me darían vacaciones. Al volver de la radio encontraba a Luciana leyendo o jugando con la gata en el sillón que le había regalado para su cumpleaños junto con la mesa de mimbre que hacía juego. No tiene nada que ver con este ambiente, había dicho Luciana entre divertida y perpleja, pero si a vos te gustan a mí también, es un lindo juego y tan cómodo. Vas a estar mejor en él si tenes que escribir cartas, le dije. Sí, admitió Luciana, justamente estoy en deuda con tía Poli, pobrecita. Como por la tarde tenía poca luz en el sillón (no creo que se hubiera dado cuenta de que yo había cambiado la bombilla de la lámpara) acabó por poner la mesita y el sillón cerca de la ventana para tejer o mirar las revistas, y tal vez fue en esos días de otoño, o un poco después, que una tarde me quedé mucho tiempo a su lado, la besé largamente y le dije que nunca la había querido tanto como en ese momento, tal como la estaba viendo, como hubiera querido verla
siempre. Ella no dijo nada, sus manos andaban por mi pelo despeinándome, su cabeza se volcó sobre mi hombro y se estuvo quieta, como ausente.
¿Por qué esperar otra cosa de Luciana, así al filo del atardecer? Ella era como los sobres lila, como las simples, casi tímidas frases de sus cartas. A partir de ahora me costaría imaginar que la había conocido en una confitería, que su pelo negro suelto había ondulado como un látigo en el momento de saludarme, de vencer la primera confusión del encuentro. En la memoria de mi amor estaba la galería cubierta, la silueta en un sillón de mimbre distanciándola de la imagen más alta y vital que de mañana andaba por la casa o jugaba con la gata, esa imagen que al atardecer entraría una y otra vez en lo que yo había querido, en lo que me hacía amarla tanto.
Decírselo, quizá. No tuve tiempo, pienso que vacilé porque prefería guardarla así, la plenitud era tan grande que no quería pensar en su vago silencio, en una distracción que no le había conocido antes, en una manera de mirarme por momentos como si buscara, algo, un aletazo de mirada devuelta enseguida a lo inmediato, a la gata o a un libro. También eso entraba en mi manera de preferirla, era el clima melancólico de la galería cubierta, de los sobres lila. Sé que en algún despertar en la alta noche, mirándola dormir contra mí, sentí que había llegado el tiempo de decírselo, de volverla definitivamente mía por una aceptación total de mí lenta telaraña enamorada. No lo hice porque Luciana dormía, porque Luciana estaba despierta, porque ese martes íbamos al cine, porque estábamos buscando un auto para las vacaciones, porque la vida venía a grandes pantallazos antes y después de los atardeceres en que la luz cenicienta parecía condensar su perfección en la pausa del sillón de mimbre. Que me hablara tan poco ahora, que a veces volviera a mirarme como buscando alguna cosa perdida, retardaban en mí la oscura necesidad de confiarle la verdad, de explicarle por fin el pelo castaño, la luz de la galería. No tuve tiempo, un azar de horarios cambiados me llevó al centro un fin de mañana, la vi salir de un hotel, no la reconocí al reconocerla, no comprendí al comprender que salía apretando el brazo de un hombre más alto que yo, un hombre que se inclinaba un poco para besarla en la oreja, para frotar su pelo crespo contra el pelo castaño de Luciana.
La mujer de Bath
GEOFFREY CHAUCER
Prólogo del cuento de la mujer de Bath
Aunque ninguna autoridad hubiera en este mundo, sériame muy suficiente la experiencia para hablar de las miserias que encierra el matrimonio. Porque, señores, desde que cumplí doce años de edad (gracias sean dadas a Dios, que es eterno), he llevado cinco maridos al porche de la iglesia, pues yo me he casado muchas veces; y todos fueron hombres dignos en su clase. Mas a mí me han dicho, ciertamente, no hace mucho tiempo, que puesto que Cristo no fue jamás sino una vez a las bodas de Cana, de Galilea, por ese mismo ejemplo Él me enseña que yo no debía de haberme casado sino una sola. Escuchad y ved también, a este propósito, las severas palabras que Jesús, Dios y hombre, pronunció junto a un pozo, reprendiendo a la Samaritana: «Tú has tenido cinco maridos, y el hombre que ahora te posee no es tu marido», dijo Él en verdad. Lo que quiso significar con eso yo no sé manifestarlo; mas pregunto: ¿por qué el quinto hombre no era marido para la Samaritana? ¿Cuántos podía ella tener en matrimonio? A mi edad todavía no he oído jamás interpretación clara acerca de este número, pudiéndose conjeturar y explicar de uno y otro modo. Lo que yo sé con toda exactitud y sin mentir es que Dios nos mandó crecer y multiplicarnos; ese texto excelente lo comprendo a maravilla. Bien sé yo también que Él dice que mi marido dejará a su padre y a su madre para tomarme; pero no hace mención de número alguno, ni de bigamia u octogamia. ¿Por qué censurarlo?
Ved al rey sabio, don Salomón. Me parece que él tuvo más de una mujer. ¡Así quisiera Dios me fuese permitido recrearme la mitad de veces que él! ¡Qué don recibió de Dios mediante todas tus mujeres! Ningún ser de este mundo lo alcanzó. A mi juicio, este noble rey sabe Dios cuántos alegres accesos tuvo la primera noche con cada una de ellas: ¡tan bien le fue en vida! ¡Bendito sea Dios, que yo me he casado con cinco! A los cuales he saqueado lo mejor de su bolsa y de su arca. Diversas escuelas producen sabios perfectos, y varias prácticas en muchos trabajos diferentes hacen, en verdad, perfecto al artífice. Yo soy estudiante de cinco maridos.
Bienvenido el sexto cuando quiera que haya de venir. Porque, realmente, yo no deseo mantenerme casta del todo; luego que mi marido salga de este mundo, algún cristiano tiene que desposarme enseguida, pues el Apóstol dice que entonces estoy libre para casarme, en nombre de Dios, como me plazca. El asegura que casarse no es pecado, y que mejor es casarse que quemarse. ¿Qué cuidado se me da, aunque la gente hable mal del perverso Lamech y de su bigamia? De sobra sé yo que Abraham fue un santo varón, así como también Jacob, según mi entender; sin embargo, cada uno de ellos tuvo más de dos mujeres, e igualmente otros muchos hombres santos. ¿Cuándo visteis vosotros jamás, en época alguna, que el Altísimo prohibiera el matrimonio con palabras expresas? Os ruego me lo digáis. ¿O dónde prescribió Él la virginidad? Yo sé tan bien como vosotros, sin duda alguna, lo que dice el Apóstol acerca de la virginidad, a saber: que no hay precepto ninguno respecto de ella. Se puede aconsejar a una mujer que permanezca virgen; pero el consejo no es mandamiento. Él lo deja a nuestro propio juicio; porque si Dios hubiese ordenado la doncellez, por ese mero hecho habría condenado el matrimonio; y, verdaderamente, si no se hubiera sembrado ninguna semilla, ¿de dónde procedería entonces la virginidad? Por último, Pablo no se atrevió a mandar una cosa acerca de la cual no dictó precepto su Maestro. El dardo está colocado en la meta para la virginidad; obténgalo el que pueda, y veamos quién corre más. Pero esta palabra no se refiere a todos sino a quien Dios le place concederla, en virtud de su poder. Yo bien sé que el Apóstol era virgen; mas aunque él escribió y dijo que desearía fuesen todos como él, no era sino aconsejando la virginidad. Indulgentemente me dio licencia para ser mujer casada; así que no es censurable que yo me case si mi marido muere, sin que haya en esto caso de bigamia, bien que fuera bueno no tocar a mujer–él quiere decir en el lecho, en la cama-; porque es peligroso juntar fuego y estopa. Ya .sabéis la significación de este ejemplo. En suma: él tenía virginidad más perfecta que matrimonio con fragilidad. Llamo yo fragilidad a si él y ella se mantienen castos toda su vida.
Aunque la virginidad sea superior a la bigamia, yo no tengo envidia, lo reconozco perfectamente. Plázcales ser puros de cuerpo y alma; no quiero jactarme de mi estado. Porque bien sabéis vosotros que un señor no tiene en su casa toda la vajilla de oro; alguna es de madera, y presta servicios a su amo. Dios llama a los hombres hacia El por diversos caminos, y cada cual recibe de Dios cierto don especial — uno éste, otro aquél-, según le place distribuirlos.
La virginidad es gran perfección, así como también la continencia voluntaria; pero Cristo, que es fuente de perfección, no manda a todos que vayan y vendan lo que tengan y lo den a los pobres, y de ese modo sigan sus huellas. Él se refería a los que deseasen la vida perfecta; y, con vuestro permiso, señores, yo no soy de esos. Yo quiero emplear la flor de mi edad en los actos y en fruto del matrimonio.
Decidme también: ¿con qué fin fueron hechos los órganos de la generación, y para qué objeto fueron creados? Estad seguros que para nada no se hicieron. Coméntelo
quienquiera, y diga por todas partes que fueron hechos para la expulsión de la orina, y que nuestras dos cositas son asimismo para distinguir la hembra del varón, y para ninguna otra cosa. ¿Decís que no? Por experiencia sabemos que no es así; y para que los clérigos no se enojen conmigo, diré que aquéllos han sido hechos para las dos cosas, es decir, para servicio del cuerpo y para comodidad de la generación, siempre que nosotros no ofendamos a Dios. De otra suene, ¿por qué se había de hacer constar en los libros que el hombre debe pagar a su mujer su deuda? Ahora bien; ¿con qué hará efectivo su pago si no usa su amable instrumento? Luego, aquéllos fueron puestos en las criaturas para expeler la orina, y además para la generación.
Mas yo no digo que todos los hombres crean que tienen los tales armamentos que he mencionado para usar de ellos en la generación; entonces no se cuidarían de la castidad. Cristo era virgen, y como hombre se comportaba, lo mismo que muchos santos desde el principio del mundo; no obstante, vivieron siempre en perfecta castidad. Yo no quiero envidiar virginidad alguna; sean ellos pan de puro grano de trigo, y nosotras las mujeres seamos pan de cebada. Y, sin embargo, Marcos dice que con pan de cebada Jesús, nuestro Señor, restaura a muchos hombres. Yo deseo perseverar en el estado a que Dios me llamó; yo no soy escrupulosa. Como
mujer casada, quiero usar mi instrumento tan liberalmente cual mi Hacedor me lo ha dado. ¡Si yo soy ruin, Dios me mande penas! Mi marido lo tendrá mañana y tarde, cuando le plazca venir y pagar su deuda. Poseer quiero un marido (no lo dejaré escapar), que sea a la vez mi deudor y mi siervo, siquiera tenga, por otra parte, su tribulación sobre su carne mientras yo sea su mujer. Durante toda mi vida conservaré el dominio sobre su propio cuerpo, y no él: así mismo me lo dice el Apóstol, el cual manda a nuestros maridos que nos amen mucho. Todas estas sentencias las encuentro razonables en todas sus partes.
A este punto el Bulero interrumpió, diciendo:
— ¡Vaya, señora, por Dios y por San Juan, sois un gran predicador en esta materia! He estado a pique de unirme con una mujer; pero ¡ay! ¿es preciso que yo lo satisfaga en mi carne tan caro? Entonces prefiero no tomar mujer por ahora.
— ¡Aguarda–contestó ella-, que mi cuento no ha empezado! Quizá, tú has de beber de otro tonel antes que yo me largue, y probarás algo peor que cerveza. Cuando te haya referido mi cuento acerca de las tribulaciones del matrimonio, en las cuales me he ensayado durante toda mi vida (a saber, siendo yo misma el látigo), entonces verás si quieres beber del tonel que yo he de barrenar. Guárdate de ello antes de acercarte demasiado; pues voy a decirte más de diez ejemplos. El que no quiere aprender de otros hombres, deberá servir de amonestación a los demás. Estas mismas palabras escribe Tolomeo; leed su Almagesto, y allí las encontraréis.
— Señora, yo le ruego, si es su voluntad–replicó el Vendedor de indulgencias-, que comience. Cuente su cuento; no se abstenga por nadie, y enséñenos a los jóvenes con su experiencia.
— Mucho me place–dijo ella-, puesto que ha de gustaros. Mas, con todo, ruego a la compañía que si hablo a mi antojo, no tome a mal lo que yo diga, pues mi intención no es sino agradar.
Bien, señores; ahora contaré mi cuento. Así pueda yo beber siempre vino o cerveza, como digo la verdad al afirmar que, de los maridos que tuve, tres fueron buenos y dos malos. Aquellos tres eran buenos, ricos y viejos; difícilmente podían mantener la ley en virtud de la cual se hallaban ligados a mi. Bien sabéis vosotros lo que quiero decir con esto,¡pardiez! ¡Dios me valga: lo que me río siempre que pienso cuan afanosamente les hacía yo trabajar por la noche! Y, a fe mía, yo no le daba a eso ninguna importancia. Ellos me habían entregado su oro y sus bienes; no necesitaba practicar otras diligencias para ganar su amor o reverenciarles. ¡Por el Altísimo, me amaban tanto, que no hacía caso alguno de su amor! La mujer lista se fija siempre en uno (cuando ninguno tiene), hasta conseguir su amor. Pero desde que yo los tuve completamente en mi mano, y luego que ellos me hubieron dado todas sus posesiones, ¡qué me había de cuidar yo de agradarles, no siendo para mi provecho y mi comodidad! Yo les he puesto, por mi fe, en tales aprietos, que muchas noches entonaban el "¡ay de mí!». A lo que me parece, no trajeron ellos a casa el tocino que algunos obtienen en Essex, en Dunmow. Yo los gobernaba tan bien, imponiéndoles mi ley, que todos ellos se tenían por muy dichosos y felices llevándome buenas cosas del mercado. Se mostraban muy alegres cuando les hablaba cariñosamente; porque Dios sabe que yo les reprendía con dureza.
Ahora, vosotras, discretas mujeres que podéis entenderme, escuchad cuan acertadamente me conduzco.
He aquí cómo debéis hablarles y acusarles. Porque ningún hombre puede jurar y mentir con tanto descaro como una mujer. Yo no digo esto con referencia a las mujeres qu e son prudentes sino de las que se conduzcan con imprudencia. La mujer discreta, si entiendo su provecho, le asegurará que la corneja está loca, y pondrá a su propia doncella como testigo de su afirmación. Pero escuchad cómo digo yo:
«Señor viejo chocho: ¿es ésta tu manera de proceder? ¿Por qué está mi vecina tan bien vestida? Ella se ve honrada adondequiera que va; yo me quedo en casa porque no tengo un traje decente. ¿Qué haces tú en la de mi vecina? ¿Tan hermosa es ella? ¿Eres tú tan enamorado? ¡Benedicite!, ¿qué cuchicheas tú con nuestra doncella? ¡Señor viejo verde, deja estar tus malas mañas! En cambio, si yo tengo algún pariente o cualquier amigo, chillas como un demonio, sin motivo, si yo voy o me entretengo en su casa. Tú vienes a la nuestra tan borracho como un ratón, y te pones a predicar en el banco con malas razones. Me dices que es gran desgracia casarse con una mujer pobre, por los gastos que ocasiona; y si es rica y de alto linaje, dices entonces que es un tormento sufrir su orgullo y su melancolía. Si ella es hermosa, tú dices, gran patán, que cualquier libertino querrá poseerla, y que, en tanto, la que se ve asediada por todas partes no puede permanecer en castidad.
«Tú afirmas que algunos nos desean por las riquezas, otros por nuestro talle, y algunos por nuestra hermosura; éstos porque ella sabe cantar o bailar; aquéllos por su gentileza y buen humor; los de más allá por sus manos y sus brazos finos. Así, según tus cálculos, se va todo al diablo. Tú dices que no se puede defender la muralla de una fortaleza que es atacada mucho tiempo por todas partes.
«Si ella es fea, dices que apetece a todos los hombres que ve, pues saltará como sabueso sobre tales, hasta que encuentre quien con ella se arregle. Ni hay ganso alguno–añades–que vaya por el lago, por pardo que sea, que desee estar sin macho. Y aseguras que es difícil de gobernar una cosa que a ningún hombre place retener con gusto. Esto es lo que tú dices, miserable, cuando te vas a la cama, así como también que ningún hombre sabio debe casarse, ni tampoco el que quiera ir al cielo. ¡Ojalá el violento rayo y el fuego del relámpago te partan ese cuello marchito!
«Dices que humo, y gotera, y mujer brava, echan al hombre de su casa. ¡Ah, benedicite! ¿Qué le pasa a este viejo para regañar?
«Dices que nosotras, las mujeres, queremos ocultar nuestros vicios hasta que nos vemos casadas, y entonces los mostramos. ¡Bien puede ser eso el dicho de algún bribón!
«Dices que los bueyes, los asnos, los caballos y los perros se prueban una y otra vez, así como las jofainas, vasijas, cucharas, taburetes y otros objetos caseros, e igualmente las ollas, paños y enseres, antes de comprarlos; pero que ningún ensayo se hace con las mujeres hasta que están casadas: ¡viejo necio y pícaro! Entonces dices que nosotras sacamos nuestros vicios.
«También aseguras que me disgusto si tú dejas de alabar mi belleza y si no contemplas siempre mi cara con atención y me llamas 'hermosa señora en todo lugar, y si no celebras fiesta el día de mi cumpleaños y me vistes de nuevo y elegante, y si no honras a mi nodriza y a mi doncella dentro de mi aposento, y a la familia y allegados de mi padre. ¡Así dices tú, viejo barril lleno de heces!
«Y aun de nuestro aprendiz Juanito has concebido falsas sospechas, a causa de sus cabellos rizados, que brillan como oro fino, y porque él me acompaña como escudero a todas partes. Aunque tú te murieras mañana, yo no le quiero.
«Pero díme una cosa: ¿por qué escondes (¡mala suerte te caiga!) las llaves de tu cofre fuera de mi alcance? Son bienes míos, lo mismo que tuyos, ¡pardiez! ¡Qué!, ¿piensas convertir en idiota a tu mujer? Mas, por el señor que se llama Santiago, aunque te vuelvas loco de atar, tú no has de ser dueño de mi cuerpo ni de mis bienes; tendrás que renunciar a una de las dos cosas, pese a tus ojos. ¿Qué necesidad tienes de informarte de mí o de espiarme? ¡Yo creo que querrías verme dentro de tu baúl! Tú deberías decir: 'Mujer, vete adonde te plazca, entretente como quieras, que yo no daré fe a ningún chisme; te tengo por esposa fiel, señora Alicia. Nosotras no queremos al marido que pone cuidado y especial atención a dónde vamos; a nosotras nos gusta estar a nuestras anchas.
«Bendito sea entre todos los hombres el sabio astrólogo Don Tolomeo, que dice este proverbio en su Almagesto:
'De todos los hombres alcanza más sabiduría el que jamás se cuida de quién tiene el mundo en la mano'. Por esta sentencia debes entender lo siguiente: teniendo tú bastante, ¿qué necesidad te incita a preocuparte o inquietarte por lo agradablemente que otros viven? Porque, en verdad, viejo chocho, tú poseerás cuando quieras mis partes durante la noche a tu completa satisfacción. Es demasiado gran tacaño el que no permite a un hombre que encienda la luz en su linterna; jamás tendrá por eso menos luz, ¡pardiez! Bastante tienes tú; no debes quejarte.
«Dices también que si nosotras nos ponemos vestidos elegantes y preciosos adornos, peligra por ello nuestra castidad; y para reforzarlo (¡mala suerte tengas!), dices estas palabras, en nombre del Apóstol: 'Vosotras, mujeres, debéis ataviaros con vestidos hechos con arreglo a la castidad y al decoro —dice él —, y no con los cabellos trenzados y con piedras finas, como perlas, ni con oro ni con ricos paños'. Ni según tu texto, ni según tu rúbrica, he de obrar un ápice.
«Tú has dicho que yo era semejante a una gata. Porque si alguien chamusca la piel de alguna gata, ésta permanecerá entonces seguramente dentro de la habitación; mas si su piel está lustrosa y fina, no querrá la gata estar en casa medio día, sino que saldrá fuera antes del amanecer, para lucir su piel e ir maullar. Esto quiere decir, señor regañón, que si yo estoy bien puesta, correré a enseñar mi buriel.
«Señor viejo loco, ¿qué te sirve el espiarme? Aunque tú mandes a Argos con sus cien ojos que guarde mi persona como mejor pueda, él no me habrá de guardar, a fe mía, sino según mi deseo; aún puedo yo hacer su barba, así como la tuya.
«Dices también que hay tres cosas que perturban toda la tierra, y que nadie puede sufrir la cuarta. ¡Oh querido señor gruñón, que Jesús acorte tu vida! Además, predicas y dices que la mujer odiosa se cuenta como uno de estos infortunios. ¿No hay otra clase de semblanzas, que tú puedas traer a comparación en tus ejemplos, más que una esposa inocente?
«Tú comparas el amor de la mujer al infierno, a la tierra estéril, donde el agua no existe. La comparas también al fuego griego, que cuanto más quema, tanto más desea consumir todas las cosas combustibles. Dices que así como los gusanos destruyen el árbol, de igual modo la mujer arruina a su marido. Esto lo saben los que están ligados con las mujeres.»
Señores: asimismo, como vosotros habéis oído, hacía yo creer a pie junrillas a mis viejos maridos que decían en su borrachera; y todo era falso, aunque yo tomaba por testigos a Juanito y a mi sobrina. ¡Ah, Señor, las angustias y los dolores que yo causaba a los muy inocentes, por la dulce pasión de Dios! Porque yo sé morder y relinchar como un caballo. Aunque yo fuese la culpable, me quejaba; de otra suerte, hubiera quedado confundida muchas veces. El que primero
llega al molino, antes muele: yo me quejaba primero, y así quedaba detenida nuestra lucha. Ellos se consideraban muy satisfechos excusándose a toda prisa de los delitos que jamás en su vida cometieron.
Yo le acusaba de ir en busca de mujeres, cuando, por razón de su enfermedad, difícilmente podía tenerse de pie. Sin embargo, eso halagaba su corazón, pues imaginaba que yo sentía por él grandísimo cariño. Yo juraba que todas mis salidas por la noche eran para averiguar co n qué muchachas se acostaba; con esa disculpa corría yo no pocas aventuras. Porque ésta es nuestra condición desde que nacemos: Dios ha dado a las mujeres por naturaleza el engaño, las lágrimas
y la disposición para hilar mientras vivan. De este modo, me vanaglorio de que al fin yo quedaba encima, en toda cosa, por astucia, por fuerza o por algún otro medio, como quejas o lamentaciones continuas. En la cama, especialmente, experimentaban ellos su desgracia: allí gruñía yo, y no les daba gusto; si sentía su brazo sobre mi costado, no quería permanecer más tiempo en el lecho hasta que él me hubiese pagado su rescate, permitiéndole entonces satisfacer su necedad. ASÍ que, en vista de eso, vosotros todos, a quienes digo este cuento: gane quien pueda, pues todo se vende. Con las manos vacías no es posible atraer al halcón; para mi provecho tenía yo que aguantar toda su lujuria, fingiendo un falso apetito, y, sin embargo, el tocino no me hizo nunca feliz, lo cual era causa de que yo siempre les regañara. Porque, au n cuando el Papa hubiera estado sentado junto a ellos, yo no me habría contenido en su propia mesa, pues, a fe mía, les devolvía palabra por palabra. Así me ayude de verdad Dios omnipotente, que si yo tuviera que hacer ahora mismo mi testamento, no les debo una palabra que no haya sido pagada. Yo las conducía de tal manera con mi ingenio, que a ellos les tenía más cuenta ceder; de otro modo, jamás hubiéramos estado en paz, pues aun cuando él tuviese el aspecto de un león furioso, habría, con todo, abandonado sus razones.
Entonces decíale yo; «Querido mío, mira qué apariencia tan mansa tiene nuestra oveja Wiikin. ¡Acércate, esposo mío: permíteme que bese tu cara! Tú has de ser muy paciente y humilde, y tener conciencia buena y escrupulosa, ya que tanto predicas sobre la paciencia de Job. Puesto que tan bien sabes sermonear, ten siempre tolerancia, y si no lo haces, nosotras os enseñaremos, a buen seguro, que es cosa excelente mantener paz con la mujer. Uno de nosotros dos debe ceder,
sin duda; y pues el hombre es más razonable que la mujer, tú tienes que ser sufrido. ¿Qué sacas refunfuñando y gruñendo así? ¿Es que tú solo quieres poseer lo mío? Pues tómalo todo entero: aquí lo tienes. ¡Por San Pedro, maldito seas si tú no lo estás deseando con ansia! Porque si yo quisiera vender mi belle chose, podría exhibirme tan fresca como una rosa; pero quiero guardarla para tu propio diente. Por Dios, de verdad te digo que eres digno de censura».
Tales palabras nos dirigíamos. Ahora voy a hablar de mi cuarto marido.
Mi cuarto marido era un jaranero; quiero decir que tenía una amante. Yo era joven y muy apasionada, terca, vigorosa, y alegre como una picaza. Sabía yo danzar a maravilla al son de una pequeña arpa, y cantar lo mismo que el ruiseñor, después de haber bebido un trago de vino dulce. Aunque yo hubiera sido la esposa de Metelio (el infame villano, el cerdo, que con un palo quitó la vida a su mujer porque ella bebió vino), no me habría metido miedo para beber. Y
después del vino pienso yo en Venus; porque tan cieno como el frío engendra el granizo, a la boca glotona corresponde un rabo lujurioso. La mujer repleta de vino no tiene defensa; esto lo sabe por experiencia el libertino.
Pero, ¡Cristo Señor!, cuando me acuerdo de mi juventud y de mi alegría, me hacen cosquillas las fibras de mi corazón. Hoy en día constituye el consuelo de mi alma el haber corrido el mundo en mis tiempos. Mas ¡ay!, la edad, que todo lo inficiona, me ha despojado de mi belleza y de mi energía: ¡vayan con bien; el diablo cargue con ellas! La flor de la harina se acabó, y ahora tengo que vender el salvado como mejor pueda: con eso está dicho todo. Sin embargo, aun procuraré divertirme bien. Voy a hablar ya de mi cuarto marido.
Digo que encerraba gran despecho en mi corazón, porque él obtenía las caricias de otra. Pero quedó recompensado, ¡por Dios y por San José! Yo le hice un báculo con la misma madera, no de modo vergonzoso para mi cuerpo, sino poniendo a la gente tal cara, que de rabia y de terribles celos le hacía freírse en su propia grasa. Por Dios, yo fui en la tierra su purgatorio; así que espero que su alma esté en la gloria. Porque, Dios lo sabe, él se sentaba y se ponía a cantar con mucha frecuencia cuando su zapato le lastimaba muy cruelmente. No había nadie, salvo Dios y él, que supiese con cuánto dolor le atormentaba de muchas maneras. Murió cuando yo volvía de Jerusalén, y enterrado se halla bajo la peana de una cruz, aunque su tumba no está tan bien hecha como el sepulcro de Darío, que Apeles labró con habilidad; era gasto inútil enterrarle con lujo. Vaya con Dios, y El dé a su alma descanso; ya está en la sepultura y en su caja.
Ahora voy a hablar de mi quinto marido. ¡Dios no permita que su alma vaya jamás al infierno! Y, sin embargo, fue para mí el más malo, lo cual experimento y experimentaré siempre, hasta el último día de mi vida, en cada una de mis costillas. Pero era tan vigoroso y retozón en nuestro lecho, y sabía además acariciarme tan bien cuando quería conseguir mi belle chose, que aunque me hubiese molido a palos todos los huesos, sabía reconquistar al punco mi amor. Yo
creo que le amaba más porque me escatimaba su cariño. Nosotras, las mujeres, si no he de mentir, tenemos en este particular extraños antojos: nos parece que no podemos conseguir fácilmente alguna cosa, y en seguida gritamos y suplicamos sin tregua. Prohibidnos algo, y lo desearemos; acosadnos de cerca, y huiremos entonces. Ofrecemos toda nuestra mercancía con escasez. La gran demanda en el mercado encarece los géneros, y los demasiado baratos se estiman en poco valor: esto lo sabe toda mujer que sea lista.
Mi quinto marido (¡Dios bendiga su alma!), a quien recibí por amor, y no por sus riquezas, fue en otro tiempo estudiante de Oxford, que había dejado la escuela, tomando pupilaje en casa de mi comadre, que vivía en nuestra ciudad y se llamaba Alison: ¡Dios haya acogido su alma! Ella conocía mi corazón, y aun mis secretos, mejor que nuestro cura párroco (¡así medre yo!), descubriéndole todas mis irrtimidades. Porque si mi marido hubiese orinado contra la pared, o hecho alguna cosa que hubiera de costarle la vida, yo habría dicho su secreto a ella en todas sus partes, así como a otra honrada mujer y a mi sobrina, a quien yo quería mucho. Y Dios sabe que así lo hice muy a menudo; de manera que con frecuencia suma ponía su cara roja y encendida de pura vergüenza, culpándose él mismo por haberme revelado tan profundo secreto.
Y sucedió que, en cierta ocasión, en tiempo de Cuaresma (pues yo iba muchas veces a casa de mi comadre, porque me gustaba siempre componerme y andar en los meses de marzo, abril y mayo de casa en casa oyendo diversas noticias), Juanito el estudiante, mi comadre la señora Alíson y yo fuimos al campo. Mi marido pasó en Londres toda aquella Cuaresma; así que yo tuve la mejor oportunidad para divertirme y para ver y ser vista de la gente alegre: ¿qué sabía yo dónde o en qué lugar estaba determinado que otorgara mis favores? Por eso hacía mis visitas a las vísperas y a las procesiones, así como también al sermón, a las peregrinaciones, a las representaciones de milagros y a la bodas, llevando elegantes vestidos de escarlata. Jamás los atacaban lo más mínimo los gusanos, ni la polilla, ni insecto alguno; lo aseguro por mi salud. ¿Y sabéis por qué? Porque estaban muy usados.
Ahora voy a seguir contando lo que me sucedió. Digo que nosotros paseábamos por el campo, y entretanto el estudiante y yo tuvimos, en verdad, tal jugueteo, que le hablé de mis planes para lo porvenir, dicíéndole que cuando yo quedara viuda se casaría conmigo. Porque, ciertamente (no lo digo por jactancia), todavía no he estado nunca sin previsión de matrimonio, ni de otras cosas tampoco. Yo considero que el corazón de un ratón no vale un puerro, sí sólo tiene un agujero por donde escaparse, pues si ese le falta, todo ha concluido entonces.
Le hice creer que me había hechizado; mi madre me enseñó esa estratagema. También le dije que soñé con él toda la noche: él quería matarme mientras yo me hallaba acostada, y toda mi cama estaba llena de abundante sangre; pero que, sin embargo, esperaba que él obraría bien conmigo, pues la sangre presagia oro, según me enseñaron. Y todo era mentira: yo no soñé absolutamente nada de eso; pero así seguía siempre los consejos de mi madre, tanto en aquello como en otras muchas cosas.
Pero, señor, ¿qué iba yo a decir? Vamos a ver. ¡Ah, sí, pardiez! Ya tengo otra vez mi cuento.
Cuando mi cuarto marido estuvo en el ataúd, lloré, no obstante, y puse la cara triste, cual deben hacerlo las mujeres casadas, porque esa es la costumbre, y me cubrí el rostro con mi pañuelo. Mas como yo estaba provista de un compañero, lloré muy poco, lo aseguro.
Por la mañana fue llevado mi marido a la iglesia entre los vecinos, que por él hacían duelo, uno de los cuales era nuestro estudiante Juanito. Dios me valga; pero cuando yo le vi que iba detrás del féretro, me pareció que tenía un par de pantorrillas y unos píes tan blancos y hermosos, que le entregué todo mi corazón. Creo que contaba él veinte inviernos, y yo cuarenta, si he de decir la verdad; pero, con todo, me quedaba todavía un primer diente. Yo los tenía separados, y eso me convenía a maravilla: mostraba la marca del sello de la piadosa Venus. Así me ayude Dios tan de fijo como yo era apasionada, hermosa, rica, joven y muy alegre; y, en realidad, como mis maridos me decían, yo tenía el mejor quoniam que podía haber. Porque, a no mentir, me hallo del todo consagrada a Venus en sentimiento, y mi corazón está dedicado a Marte. Venus me dio mi pasión, mi lujuria, y Mane mi intrépido valor. Mi signo fue Taurus, donde está Marte. ¡Ay, ay, que siempre haya de ser pecado el amor! Yo he seguido mi inclinación constantemente por virtud de mi constelación, lo que hizo que yo no pudiera substraer mi cámara de Venus de un buen compañero. Además, tengo la señal de Marte en mi cara y también en otro sitio privado. Porque (así Dios me salve), yo no he amado jamás según discernimiento alguno, sino que siempre he seguido mi apetito, fuese corto o largo, blanco o negro. Yo no me preocupaba de nada, con tal que él me agradase, aun cuando fuera pobre o de cualquier condición.
¿Qué diré yo sino que al final de aquel mes el alegre estudiante Juanito, que tan cortés era, se casó conmigo con gran solemnidad, y yo le cedí todas las tierras y posesiones que me fueron dadas hasta aquel entonces? Mas luego me arrepentí muy profundamente; él no satisfacía mi menor deseo. En cierta ocasión, ¡pardiez!, me pegó en una oreja porque yo rompí una hoja de su libro, y del golpe quedé completamente sorda de ese oído. Yo era indomable como una leona, y con mi lengua gran charlatana, y recorría, como antes había hecho, casa por casa, aunque él hubiese jurado lo contrario. Por esta razón me sermoneaba muy a menudo, y me instruía en las gestas de los antiguos romanos: cómo Simplicius
Gallus repudió a su mujer, abandonándola durante toda su vida, solamente porque la vio cierto día en la puerta con la cabeza descubierta mirando hacia fuera.
Otro romano me nombraba, el cual, porque su mujer fue a cierto juego de estío sin su conocimiento, la abandonó también. Y luego me enseñaba en su Biblia aquella sentencia del Eclesiástico, donde manda y ordena terminantemente no permita el hombre que su mujer vaya a rodar por una y otra parte. Después me decía esto mismo, ni más ni menos:
«Quien edifica toda su casa con mimbres, espolea a su caballo ciego por tierra de barbecho, y permite que su mujer vaya a visitar santuarios, ¡merece ser colgado en la horca!». Pero todo era en balde; yo no estimaba un escaramujo sus
sentencias ni sus viejos dichos, ni quería ser corregida po r él. Aborrezco al que me dice mis vicios, y lo mismo hacen otros que no son yo: ¡Dios lo sabe! Esto le ponía furioso conmigo por completo; yo en ningún caso le dejaba en paz.
Ahora, por Santo Tomás, voy a deciros la verdad de por qué rompí yo una hoja de su libro, razón por la cual me golpeó de tal modo que quedé sorda.
Tenía un libro, que leía siempre con delectación, noche y día, para entretenerse. Lo llamaba Valerio y Teofrasto, y con él se reía a todas horas estrepitosamente. Además, en otro tiempo hubo cierto clérigo en Roma, un cardenal, que se llamó San Jerónimo, el cual escribió un libro contra Joviniano; en ese libro estaban también Tertuliano, Crisipo, Trotula y Eloísa, que fue abadesa no lejos de París; y además los Proverbios de Salomón, el Arte de Ovidio, y otros muchos libros: todos encuadernados en un volumen. Y tenía por costumbre, durante el día y la noche, cuando encontraba oportunidad y se hallaba libre de toda otra ocupación mundana, leer en aquel libro acerca de las mujeres malas.
Sabía de ellas más historias y vidas que de mujeres buenas hay en la Biblia. Porque habéis de estar seguros que es imposible que escritor alguno hable bien de las mujeres casadas (a no ser en las vidas de la benditas Santas) ni de ninguna otra mujer tampoco. Decidme: ¿quién pintó al león, quién? ¡Por Dios, que si las mujeres hubiesen escrito historias, como los clérigos componen sus sermones, habrían escrito tantas maldades de los hombres, que toda la casta de Adán no podría repararlas! Los hijos de Mercurio y los de Venus son muy opuestos en sus acciones: Mercurio ama la sabiduría y la ciencia, y Venus gusta de la orgía y el dispendio. Por su diversa posición, cada uno de ellos experimenta depresión en la exaltación del otro; y así (¡Dios lo sabe!), Mercurio se ve desolado en Piscis, donde Venus es sublimada, y Venus cae donde Mercurio se levanta. Por lo cual ninguna mujer es alabada por sabio alguno. El sabio, cuando es viejo y no puede acometer los trabajos de Venus más de lo que valen sus viejos zapatos, se sienta y, en su chochera, escribe que las mujeres no pueden ser fieles en el matrimonio.
Pero ahora vamos al asunto: esto es, por qué he dicho que fui golpeada a causa de un libro, ¡pardiez! Cierta noche, nuestro Juanito leía en su libro, mientras estaba sentado junto al fuego, primero acerca de Eva, quien, por su maldad, trajo a todo el género humano a miserable condición, por lo cual fue muerto el mismo Jesucristo, que nos redimió con la sangre de su corazón. Ved: aquí expresamente hallaréis que la mujer fue la ruina de todo el linaje humano.
Después me leyó cómo Sansón perdió sus cabellos: su amante los cortó con sus tijeras mientras dormía, por cuya traición perdió aquél ambos ojos.
Luego me leyó, si no he de mentir, de Hércules y de su Deyaníra, la cual fue causa de que él mismo se arrojase al fuego.
No olvidó el tormento y el dolor que Sócrates padeció con sus dos mujeres, y cómo Xantipa le arrojó orines en su cabeza.' Este hombre bueno permaneció callado como un muerto, limpió su cabeza, y sólo hubo de decir: «Antes que el trueno se extinga, viene la lluvia».
Cosa exquisita le parecía la historia de Pasifae, reina de Creta, a causa de su perversidad. ¡Ufí No habléis de su deseo y su placer horribles; eso es cosa espantosa.
Con muy grande entusiasmo leía la historia de Clitemnestra, que, por su lascivia, mandó matar pérfidamente a su marido.
Me dijo también por qué motivo perdió Anfiarao su vida en Tebas. Mi marido tenía la historia de su esposa Enfila, quien, por un collar de oro, reveló secretamente a los griegos en qué sitio se ocultaba su esposo, por lo cual halló él en Tebas su desgracia.
Me hablaba de Livia y de Lucília, que hicieron morir a sus maridos: la una, por amor; la otra, por odio. Livia envenenó al suyo cierta tarde, porque ella era su enemiga. Lucilia, impúdica, amaba tanto a su marido, que, para que pensara continuamente en ella, le dio tal filtro amoroso, que murió antes que llegara la mañana. Así que los maridos siempre están en aflicción.
Luego él me contaba cómo un tal Laturnio se lamentaba con su amigo Arrio de que en su jardín crecía un árbol, en el cual, según decía, se habían ahorcado por celos sus tres mujeres. "¡Ah, querido hermano–le contestó Arrio—, dame un vástago de ese bendito árbol, para que lo plante en mi jardín!»
De fecha más reciente, me leía que algunas mujeres han matado a sus maridos en su lecho, permitiendo que sus amantes se acostaran con ellas toda la noche, mientras el cadáver yacía en el suelo. Y otras hincaban clavos en su cerebro al tiempo que ellos dormían, matándolos así. Algunas les daban veneno en su bebida. Él hablaba más males que imaginar puede el corazón. Y, además, sabía más proverbios que hierbas o césped brotan en este mundo. «Mejor es–añadía— vivir arriba en el desván, que abajo en la casa con mujer colérica: tan perversas y tan amigas de contradecir son ellas; aborrecen siempre lo que sus maridos aman.» Y seguía diciendo: «La mujer echa a un lado la vergüenza cuando se quita su camisa». Y también: «La mujer hermosa, que no es casta al mismo tiempo, es como anillo de oro en hocico de cerda». ¿Quién podrá imaginar o suponer el dolor y el tormento que en mi corazón sentía?
Y como vi que no llevaba trazas de terminar de leer en aquel maldito libro durante toda la noche, con movimiento rapidísimo arranqué tres hojas de él mientras leía, y al mismo tiempo le asesté en la cara tal puñetazo, que cayó de espaldas en la lumbre. Pero se levantó como león furioso, y me dio con el puño en
la cabeza, de manera que en el suelo quedé como muerta. Mas cuando vio que yo permanecía inmóvil, se asustó, y hubiera huido, hasta que, por último, salí de
mi desmayo. "¡Ah!, ¿me has matado, falso bandido–dije yo-, y me has asesinado de este modo por mis bienes? Sin embargo, antes de morir, quiero besarte.»
Y él se acercó, y se arrodilló cortésmente, diciendo: «Querida hermana Alison, así me valga Dios como jamás te he de pegar yo. Tú tienes la culpa de lo que te he hecho. Perdónamelo, te lo suplico». E inmediatamente le pegué en la cara, y le dije: "¡Ladrón, así quedo bien vengada! Ahora quiero morir: no puedo hablar más». Pero, al fin, con mucha aflicción y dolor, vinimos a un acuerdo por nosotros mismos. Él puso en mi mano las riendas del gobierno de la casa y de los bienes, así como también de su lengua y de sus manos; y entonces le hice quemar de seguida su libro. Y luego que hube adquirido, merced a mi habilidad, toda la soberanía, y diciendo él: «Mi fiel esposa, haz tu gusto durante toda tu vida; guarda tu honor y guarda también mi dignidad», desde aquel día jamás tuvimos nosotros disputa alguna. Así me ayude Dios como yo fue para él tan buena y fiel cual esposa ninguna lo ha sido desde Dinamarca hasta la India; y lo mismo fue él para conmigo. ¡Pido a Dios, que se sienta en majestad, bendiga su alma, en su amorosa misericordia! Ahora voy a decir mi cuento, si queréis escuchar.
Cuando al fraile hubo oído todo esto, echóse a reír, y dijo:
— ¡Vaya, señora, así tenga yo la felicidad o la gloria tan cierto como éste es largo preámbulo para un cuento! Mas apenas oyó gritar al fraile el alguacil:
— ¡Mira! —dijo-, ¡por lo dos brazos de Dios! Siempre han de entremeterse los frailes. Aquí tenéis, buenas gentes, cómo las moscas y los frailes se meten en todos los platos y en todos los asuntos, ¡Cómo! ¿Qué hablas tú de preámbulos? Sigue andando, al trote o al paso, o baja y siéntate; porque estás estorbando así nuestra diversión.
— Está bien–dijo el fraile-. ¿Lo quieres tú así, señor alguacil? Perfectamente. Antes de irme he de contar, a fe mía, tal cuento (si no son dos), de un alguacil, que se ha de reír toda la gente que aquí va.
— Pues yo también, fraile–repuso el alguacil-, maldigo tu facha, y me maldigo a mí mismo, si no refiero dos o tres cuentos de frailes antes de llegar a Sidingborne, de tal modo, que lleven pesar a tu corazón; pues bien sé que tu paciencia se ha agotado.
Nuestro hostelero gritó:
— ¡Silencio ahora mismo! —Y añadió-: Dejad que esta mujer diga su cuento. Os estáis portando como gente borracha de cerveza. Ea, señora, cuente su cuento, y eso será lo mejor.
— Enseguida, señor–dijo ella-; como gustéis, y con licencia de este digno fraile.
— Sí, señora–respondió éste-; cuente, que estoy atento.
Aquí termina su prólogo la mujer de Bath
Cuento de la mujer de Bath
Aquí da comienzo el cuento de la mujer de Bath
En los antiguos tiempos del rey Arturo, de quien, los bretones hablan con gran reverencia, toda esta tierra estaba llena de ejércitos de hadas. La reina de ellas, con su alegre acompañamiento danzaba muy a menudo en las verdes praderas:
tal fue la creencia antigua, según he leído. Hablo de muchos cientos de años ha; mas ahora ya no puede ver nadie ningún hada, pues en estos tiempos la gran caridad y las oraciones de los limosneros y otros santos frailes que recorren todas las tierras y todos los ríos con tanta frecuencia como motas de polvo en el rayo de sol, bendiciendo salones, cámaras, cocinas, alcobas, ciudades, pueblos, castillos, altas torres, aldeas, granjas, establos y lecherías, son causa de que no haya hadas. Porque por allí por donde acostumbraba a pasear algún hada, va ahora el propio limosnero, mañana y tarde, rezando sus maitines y sus santas preces mientras visita su demarcación. Pueden las mujeres caminar con seguridad en todas direcciones, por todos los matorrales o bajo cualquier arboleda; allí no hay otro ser sino aquél, que no les hará deshonra ninguna.
Sucedió, pues, que este rey Arturo alojaba en su mansión a un alegre caballero, quien cierto día, volviendo a caballo desde el río, vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido, a la cual doncella, inmediatamente, a pesar de todo cuanto hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza, por cuya violación levantóse tal clamor y tales instancias cerca del rey Arturo, que el caballero fue condenado a muerte, según las leyes. Y, en virtud de los estatutos de entonces, hubiera quizá perdido su cabeza; pero la reina y otras damas de tal modo pidieron gracia al rey, que en aquel punto le perdonó
la vida, sometiéndole por completo a la voluntad de la reina, para que ella eligiera si quería salvarle o hacerle perecer.
La reina dio las gracias al rey con todo su corazón, y luego de esto, cuando consideró que era tiempo oportuno, habló así al caballero cierto día: «Te encuentras aún de tal manera–le dijo-, que no tienes seguridad alguna de tu vida. Yo te la concedo si sabes decirme qué es lo que las mujeres más desean. Sé prudente, y libra tu cuello del hierro. Si no puedes contestarme de seguida, te daré licencia para que vayas, durante un año y un día, a inquirir y hallar respuesta conveniente en esta cuestión. Y antes que partas, yo quiero tener alguna garantía de que volverás a este lugar».
Afligido quedó el caballero, y suspiró tristemente; pero, ¡qué remedio!, él no podía hacer su voluntad. Al fin optó por marcharse y tornar de nuevo, al cumplirse exactamente el año, con la respuesta que Dios le procurara. Y tomando su permiso, emprendió el camino.
Practicó indagaciones por todas las casas y por todos los sitios en que esperaba hallar la gracia de aprender qué cosa desean más las mujeres; pero saber no pudo, a ninguna costa, dónde encontraría dos personas que estuviesen de acuerdo en esta materia.
Unos decían que las mujeres apreciaban más las riquezas; otros, que la honra; éstos, que las diversiones; aquéllos, lo s ricos vestidos; algunos decían que los placeres del lecho, y enviudar una y otra vez para volver a casarse.
Decían otros que nuestros corazones se deleitan más cuando nos adulan y contentan. Si no he de mentir, andaba muy cerca de la verdad: se nos gana mejor con la lisonja, y con obsequios y atenciones somos cogidas en la liga grandes y pequeñas.
Algunos dicen que a nosotras lo que más nos gusta es ser libres y obrar enteramente como nos plazca, y que ningún hombre nos censure por nuestros vicios, sino que digan que somos discretas y no necias. Porque, a buen seguro, no hay ninguna entre todas nosotras que no desee dar de puntapiés a cualquiera que nos ponga el dedo en la llaga, por decirnos la verdad. Haga la prueba, y verá que así es; por viciosas que seamos interiormente, queremos ser tenidas por juiciosas y limpias de pecado.
Otros afirman que recibimos gran placer en ser consideradas como constantes, y asimismo como capaces de guardar secretos y permanecer firmemente en un propósito, y no manifestar cosa alguna que se nos revele. Pero este dicho no tiene el valor del mango de un rastrillo; nosotras las mujeres no podemos ocultar nada, ¡pardíez! Testigo, Midas. ¿Queréis oír la historia?
Ovidio, entre otras anécdotas, cuenta que Midas tenía, bajo sus largos cabellos, dos orejas de asno, que le crecían en la cabeza: defecto que ocultaba muy cuidadosamente, lo mejor que podía, a las miradas de todos, de suerte que, salvo
su esposa, nadie más lo sabía. Él la amaba mucho y confiaba en ella, y le rogó que a ninguna persona hablara de su deformidad.
Ella le juró que aunque le diesen el mundo entero, no cometería semejante villanía o pecado, para hacer que su marido cayera en tan mala reputación; ella no lo diría por su propia dignidad. Pero, sin embargo, creyó morir por tener que ocultar tanto tiempo un secreto; parecióle que oprimía tan angustiosamente su corazón, que por necesidad habrá de escapársele alguna palabra. Y como no se atrevía a decírselo a nadie, fuese corriendo a un pantano de allí cerca. Hasta
tanto que llegó a él, su corazón estuvo en ascuas; y de igual modo que el alcaraván chilla en el fango, puso ella su boca junto al agua: «No me hagas traición, agua, con tu murmullo–dijo—. A ti lo digo, y a nadie más: ¡mi marido tiene dos largas orejas de burro! Ya está mi corazón completamente satisfecho ahora que ello ha salido fuera; yo no podía guardarlo más tiempo».
Por esto veréis que, aunque nosotras lo dilatemos cierto término, no obstante debe salir; no sabemos ocultar ningún secreto. Si queréis oír lo restante de la historieta, leed a Ovidio, y allí lo podréis ver.
El caballero, a quien mi cuento se refiere especialmente cuando se convenció de que no le era posible conseguirlo, es decir, indagar lo que más quieren las mujeres, quedó su espíritu en su pecho muy afligido, y dirigióse a su alojamiento, pues no podía permanecer allí. Llegó el día en que debía regresar a su país, y acontecióle en el camino, en medio de toda su ansiedad, que, mientras cabalgaba por la linde de un bosque, vio que se movían en danza veinticuatro mujeres, y aun más, hacia la cual danza se acercó con gran curiosidad, esperando aprender algún consejo. Mas, en verdad, antes que acabase de llegar allí, desapareció aquélla, no supo dónde. No vio ser alguno viviente, a excepción de una mujer sentada en el césped: criatura más fea no se puede imaginar. La vieja se levantó a la presencia del caballero, y dijo:
— Señor caballero, por aquí no hay camino alguno. Dígame, por su fe: ¿qué busca? Esto sería quizá lo mejor; los viejos sabemos muchas cosas.
— Mi querida madre —contestó el caballero—, yo seré muerto seguramente si no puedo decir qué cosa es la que las mujeres desean más; si sabéis instruirme acerca de ello, yo os lo pagaré bien.
— Prométeme por tu fe, aquí en mi mano–repuso ella-, que harás lo primero que te pida, si está en tu poder, y yo te lo diré antes que sea de noche.
— Te doy mi palabra–dijo el caballero-; estoy conforme.
— Entonces–añadió ella-, bien me atrevo a vanagloriarme de que tu vida está en salvo; pues pongo la mía a que la reina opinará como yo. Veremos quién es la más orgullosa de todas cuantas lleven cofia o toca en la cabeza, que se atreva a decir que no en lo que te voy a enseñar. Sigamos adelante sin hablar más.
Susurró entonces una frase en su oído, y mandóle que estuviese alegre y no tuviera miedo.
Cuando hubieron llegado a la corte, el caballero dijo que había vuelto en su día, según prometió, y que aparejada tenía su respuesta. Muchas nobles damas, muchas doncellas y muchas viudas (pues éstas son discretas), reunidas se hallaban con la misma reina, sentada como juez para oír su respuesta. Ordenóse luego que compareciera el caballero.
Se impuso a todos silencio, y mandóse al caballero que dijera en pública asamblea de qué cosa gustan más las mujeres en el mundo. El caballero no permaneció en silencio, como una bestia sino que respondió al punto a la pregunta con voz varonil, que toda la corte oyó:
— Mi soberana señora, las mujeres desean en todas partes tener autoridad, tanto sobre su marido como sobre su amante, y estar por encima de él en poder. Este es vuestro mayor deseo, aunque me matéis; obrad como queráis: aquí estoy a vuestra disposición.
En toda la corte no hubo mujer casada ni doncella ni viuda que le contradijese, sino que aseguraron que era digno de conservar su vida.
Y a estas palabras levantóse la vieja que el caballero vio sentada en el césped:
— ¡Una gracia–dijo-, mi reina y soberana señora! Hazme justicia antes que tu corte se retire. Yo enseñé esta respuesta al caballero, por lo cual me empeñó allí su palabra de que la primera cosa que yo le pidiera
la haría, si estaba en su poder. — Ruégete, pues, señor caballero, delante de la corte–agregó—, que me recibas como esposa tuya; pues bien sabes que he salvado tu vida. ¡Si yo he dicho mentira, di que no, por tu fe!
El caballero exclamó:
— ¡Ay, ay de mí! Yo sé muy bien que tal fue mi promesa. Por amor de Dios, elige otra petición, Toma todos mis bienes, y deja mí cuerpo en libertad.
— ¡No! — replicó ella— ¡En ese caso maldigo a los dos! Pues aunque yo sea fea, vieja y pobre, no quiero, por todo el dinero ni por todos los metales que se hallan soterrados o a flor de tierra dejar de ser yo tu esposa y tu amor.
— ¿Mi amor? — repuso él-. ¡No, mi maldición! ¡Ay, que tenga que unirse tan vilmente uno de mi linaje!
Pero todo fue inútil. Al cabo se le obligó, y hubo de casarse necesariamente con ella. Y recibiendo a su vieja esposa, fuese a la cama.
Ahora quizá dirán algunos que, en mi negligencia, no me cuido de referiros el regocijo y la pompa que en la fiesta hubo aquel mismo día. A lo cual responderé brevemente diciendo que allí no hubo alegría ni fiesta completas, sino sólo pesadumbre y mucha tristeza; pues él se casó en sigilo con ella cierta mañana, y luego ocultóse todo el día como un buho: tan afligido estaba, y tan fea era su mujer.
Grande era el dolor que embargaba el alma del caballero cuando fue conducido con su esposa al lecho; se volvía y revolvía de un lado para otro. Su vieja esposa permanecía echada, sonriendo siempre, y decía:
— Oh querido esposo, benedicite! ¿Se conducen así como tú, todos los caballeros con sus esposas? ¿Es esta la ley en la casa del rey Arturo? ¿son todos sus caballeros tan despegados? Yo soy tu legítima amante y tu esposa; yo soy quien ha salvado tu vida, y, por otra parte, jamás te hice agravio ninguno, en verdad. ¿Por qué te portas así conmigo esta primera noche? Procedes como hombre que ha perdido su razón. ¿Cuál es mi delito? Dímelo, por amor de Dios, y será remediado, como yo pueda.
— ¿Remediado? — dijo el caballero-. ¡Ay de mí! ¡No, no; eso no puede remediarse jamás! Tú eres tan horrible, y además tan vieja, y, por otro lado, procedes de tan baja clase, que no es gran maravilla que yo me revuelva y me desvíe. ¡Así permita Dios que mi corazón estalle!
— ¿Es esa–repuso ella–la causa de tu inquietud?
— Claro que sí —dijo él-; nada tiene de extraño.
— Pues bien, señor–añadió ella-, yo puedo remediar todo esto, si quiero, antes que pasen tres días, con tal que tú te conduzcas bien conmigo. Mas a pesar de que tú hablas de la nobleza que procede de riqueza antigua, por razón de lo cual hayáis de ser hidalgos, tal orgullo no tiene el valor de una gallina. Mira quién es el más virtuoso en todo caso, lo mismo en privado que en público, y el más inclinado siempre a practicar las acciones nobles que pueda, y considérale como el hombre más noble. Cristo quiere que reclamemos de Él nuestra nobleza, no de nuestros antepasados, por su riqueza antigua; pues aun cuando ellos nos transmitan toda su herencia, por lo cual pretendemos ser de alto linaje, no pueden, sin embargo, legar para nada a ninguno de nosotros su vida virtuosa, que hace que ellos sean llamados nobles, exigiéndosenos les sigamos en tal cualidad.
«Bien habla acerca de este particular el sabio poeta de Florencia que se llama Dante. Ved, en estos versos se hallan sus palabras: 'Muy rara vez se eleva la excelencia del hombre por sus pequeñas ramas; pues
Dios, en su bondad, quiere que reclamemos de Él nuestra nobleza'. Porque de nuestros mayores no podemos reclamar sino cosas temporales, susceptibles de cercenarse y mutilarse.
«Además, todos saben tan bien como yo que si la nobleza se vinculase naturalmente en determinada familia, siguiendo la línea de sucesión, no dejarían jamás de practicar, ni privada ni públicamente, el hermoso oficio de la nobleza, y no podrían cometer ningún vicio o villanía.
«Toma fuego y llévalo a la casa más oscura que haya entre este lugar y el monte del Cáucaso; deja que se cierren las puertas, y márchate de allí. El fuego, sin embargo, arderá con tanto resplandor y abrasará como si veinte mil hombres lo contemplasen; conservará siempre, por mi vida, su virtud natural, hasta que se apague.
«Por esto puedes ver perfectamente que la nobleza no va unida a la propiedad, puesto que los hombres no cumplen siempre su misión, como ves que hace el fuego por su naturaleza. Porque Dios sabe que se puede hallar muy a menudo al hijo de un señor cometiendo villanías y acciones deshonrosas. Y el que desea tener reputación de nobleza, por haber nacido de casa noble y haber sido sus antepasados nobles y virtuosos, sin querer él mismo realizar acciones dignas, ni imitar a sus ilustres abuelos que ya murieron, no es noble, sea duque o conde; porque las acciones villanas y perversas hacen al villano. La nobleza no es sino la fama de tus antepasados, por su gran bondad, lo cual es cosa extraña a tu persona. Tu nobleza procede solamente de Dios, pues nuestra verdadera hidalguía se nos concede por gracia, y en modo alguno nos fue legada con nuestra posición.
«Piensa cuan noble, según dice Valerio, fue aquel Tulio Hostilio, que de la indigencia se elevó a la alta nobleza. Lee a Séneca, y lee también a Boecio: allí verás claramente, sin duda alguna, que es noble el que ejecuta acciones nobles. Por tanto, querido esposo, yo saco la conclusión de que, aunque mis antepasados fuesen de humilde cuna, puede, sin embargo, el Altísimo (y así lo espero) concederme la gracia de vivir virtuosamente. Cuando yo comience a vivir en la virtud y abandone el pecado, entonces seré noble.
«Y pues me reprochas mi pobreza, el Altísimo, en quien creemos, eligió pasar su vida en pobreza voluntaria. Y seguramente todos los hombres, doncellas o mujeres casadas comprenderán que Jesús, rey de los cielos, no había de escoger vida viciosa. La pobreza alegre es cosa honrada, en verdad: así lo afirman Séneca y otros sabios. Yo estimo por rico a cualquiera que se considere satisfecho con su pobreza, aunque no tenga camisa. El que ambiciona es un ser pobre, porque desea tener lo que en su poder no se halla; pero el que nada tiene, no codicia tener, es rico, aunque tú le consideres no más que como un rústico.
«La verdadera pobreza por naturaleza canta. Juvenal dice alegremente de la pobreza: 'El hombre pobre, cuando va por su camino delante de los ladrones, puede cantar y divertirse'. La pobreza es un bien aborrecible, y, a lo que yo
creo, desocupador muy grande de preocupaciones, y asimismo dispensador de sabiduría para el que la lleva con paciencia. La pobreza, aunque nos parezca desgraciada, es esto: posesión que nadie nos disputará. Muchas veces, cuando el hombre está abatido, la pobreza hace que conozca a su Dios, y aun a sí propio.. La pobreza es un antojo, según yo pienso, a través del cual puede ver aquél a sus verdaderos amigos. En consecuencia, señor, toda vez que yo no te he agraviado, no me censures más a causa de mi pobreza.
«También, señor, me echas en cara la vejez. Mas, verdaderamente, señor, aun cuando ninguna autoridad hubiera en libro alguno, vosotros, los bien nacidos y honrados, decís, merced a vuestra cortesía, que se debe favorecer al anciano y llamarle padre. Y autores he de encontrar, me parece.
«Ahora bien; dices que soy fea y vieja. En ese caso no temas ser cornudo, pues (¡así medre yo!) la fealdad y la vejez son grandes guardianes de la castidad. Pero, sin embargo, como sé lo que constituye tu deleite, yo satisfaré tu humano apetito.
«Elige ahora–continuó ella— una de estas dos cosas: o tenerme fea y vieja hasta que yo muera, siendo para ti humilde y fiel esposa, y no desagradando te jamás en toda mi vida, o, por lo contrario, tenerme joven y hermosa, y correr la aventura de la concurrencia que acudiría a tu casa, o tal vez a algún otro lugar. Escoge, pues, tú mismo lo que te plazca.
El caballero meditó, y suspiró dolorosamente; mas al cabo dijo de esta manera:
— Señora mía y amor mío y esposa queridísima: yo me pongo bajo tu discreta autoridad; elige tú misma lo que haya de ser más agradable y más honroso para ti y para mí. Yo no me preocupo de cuál de las cosas, pues la que tú quieras me satisfará.
— ¿Entonces he conseguido yo el dominio sobre ti–dijo ella-, toda vez que puedo elegir y mandar como me plazca?
— De verdad que sí, esposa–dijo él—; yo lo considero como lo mejor.
— Bésame–insistió ella—; no estemos más tiempo enojados, pues, a fe mía, yo seré para tí las dos cosas, es decir, hermosa y buena a la par, sin duda alguna. Pido a Dios que yo muera loca si no soy para tí tan buena y fiel como jamás fue ninguna mujer desde el principio del mundo. Y si yo no soy mañana tan hermosa de ver como dama alguna, emperatriz o reina, que exista desde el oriente al ocaso, dispón de mí vida y muerte enteramente a tu arbitrio. Levanta la cortina y mira.
Y cuando el caballero vio que era, en realidad, tan bella y tan joven, en su alegría la tomó en sus brazos, sumergido su corazón en un baño de felicidad, y la besó mil veces seguidas. Y ella le obedeció en todo lo que podía proporcionarle placer o deleite.
Así vivieron ambos en perfecto gozo hasta el fin de sus días. Y Jesucristo nos envíe maridos sumisos, jóvenes y vigorosos en el lecho, así como la gracia de sobrevivir a aquellos con quienes nos casamos. También ruego a Jesús abrevie la
vida de los que no quieren ser gobernados por sus mujeres; y a los viejos regañones, y tacaños en sus gastos. Dios les mande pronto una buena maldición.
Aquí termina el cuento de la mujer de Bath
Sobre el amor
ANTÓN CHÉJOV
En el desayuno del día siguiente sirvieron unas tortitas deliciosas, cangrejos de río y chuletas de carnero, y mientras nos desayunábamos subió Nikanor, el cocinero, a preguntar qué deseaban los visitantes para la comida. Era hombre de mediana estatura, rostro abotagado y ojos pequeños, totalmente rasurado, y parecía que su bigote no había sido afeitado sino arrancado de cuajo.
Aiyohin dijo que la bella Pelageya estaba enamorada de este cocinero. Como era un borrachín y de carácter violento, ella no quería casarse con él, pero estaba dispuesta a vivir con él así. Él, sin embargo, era muy devoto, y sus sentimientos religiosos no le permitían vivir «así»; insistía, pues, en el casamiento y no quería vivir de otro modo; y cuando estaba ebrio la regañaba y hasta le pegaba. Cuando estaba ebrio ella se escondía en el piso de arriba y rompía a llorar; entonces Aiyohin y la servidumbre se quedaban en la casa a fin de defender a la muchacha.
Se empezó a hablar del amor.
—Cómo nace el amor–dijo Aiyohin-, por qué Pelage–ya no se ha enamorado de alguien más semejante a ella en cualidades internas y externas, y por qué se ha enamorado precisamente de ese Nikanor, de esa jeta–aquí todos le llamamos «el Hocico»—, en qué medida entran en el amor factores importantes de felicidad personal… todo eso es desconocido y sobre ello se puede discutir todo lo que se quiera. Hasta ahora se ha dicho del amor sólo una verdad inconclusa, a saber, que es «el gran misterio»; todo lo demás que se ha dicho y escrito sobre el amor no es una solución sino sólo una formulación de problemas que quedan sin resolver. La explicación que podría aplicarse a un caso no es aplicable a una docena de otros; más valdría, a mi modo de ver, explicar cada caso por separado sin meterse en generalizaciones. Cada caso específico, como dicen los médicos, debe ser individualizado.
— Esa es la pura verdad–asintió Burkin.
— A nosotros, los rusos bien educados, nos atraen estas cuestiones irresolubles. De ordinario, el amor es poetizado, adornado de rosas, de ruiseñores; pero nosotros los rusos engalanamos nuestro amor con esas cuestiones funestas, escogiendo además las menos interesantes. En Moscú, cuando yo era todavía estudiante, estuve viviendo con una chica, muchacha encantadora, quien cada vez que la tomaba en mis brazos pensaba en cuánto le daría mensualmente para gastos de la casa y en cuánto costaría ahora la carne de vaca. Del mismo modo, cuando nosotros estamos enamorados no cesamos de preguntarnos si nuestro amor es honesto o deshonesto, inteligente o estúpido, a dónde nos llevará, etcétera, etcétera. SÍ tal cosa es buena o mala no lo sé, pero lo que sí sé es que eso es un obstáculo, un motivo de insatisfacción e irritación.
Por lo que decía daba la impresión de querer contar algo. Las personas que viven solas llevan por lo común en la mente algo de que de buena gana quisieran hablar. En la ciudad los solteros visitan casas de baños y restaurantes sólo para ver si encuentran a alguien con quien pegar la hebra, y a veces relatan historias sumamente interesantes a los empleados de las casas de baños o a los camareros. En el campo, por otra parte, se desahogan con sus visitantes. En ese momento se veía por la ventana un cielo gris y árboles empapados de lluvia; en tiempo así no se podía ir a sitio alguno y no quedaba otro remedio que contar y escuchar historias.
— Vivo en Sofino y soy agricultor desde hace largo tiempo–empezó diciendo Aiyohin-, o sea, desde que terminé mis estudios en la universidad. Por educación y poco apego al trabajo manual, diríase que por inclinación, soy hombre de estudio. Pero cuando vine aquí pesaba sobre la finca una enorme hipoteca, y como mi padre se había endeudado en parte por lo mucho que había gastado en mi educación, decidí no irme de aquí y ponerme a trabajar hasta pagar la deuda. Así lo hice y comencé a trabajar en la finca, confieso que no sin cierta repugnancia. El terreno este no produce mucho y para que su cultivo no resulte en pérdidas es menester utilizar el trabajo de siervos o jornaleros, lo que viene a ser igual, o convertirse uno mismo en campesino juntamente con su familia. No hay término medio. Pero por aquel entonces yo no me metía en tales sutilezas. No dejé intacta una sola pulgada de tierra; reuní a todos los campesinos, hombres y mujeres, de las aldeas circundantes, y el trabajo cundió de lo lindo. Yo mismo araba, sembraba, segaba, trabajo que me resultaba aburrido, me enfurruñaba del asco que sentía, como gato de aldea obligado por el hambre a comer pepinos en la huerta. Me dolía el cuerpo y dormía de pie.
Al principio creí que podría conciliar fácilmente esta vida de trabajo físico con mis aficiones culturales; para ello–me decía–bastaba mantener en la vida un cierto orden externo. Me Ínstale en este piso de arriba, en las mejores habitaciones, dispuse que después del almuerzo y la comida me sirvieran café y licores, y leía en la cama El Heraldo de Europa todas las noches. Pero un día vino a visitarme nuestro sacerdote, el padre Iván, y de una sentada se bebió todos mis licores. El Heraldo de Europa también pasó a manos de las hijas del sacerdote, porque en el verano, sobre todo durante la siega del heno, yo no podía siquiera arrastrarme hasta la cama sino que me quedaba dormido en un trineo que había en el pajar o en cualquier cabaña del bosque. ¿De ese modo cómo iba a pensar en leer? Poco a poco me fui yendo al piso de abajo, empecé a comer en la cocina de la servidumbre, y del lujo anterior sólo quedan los criados que servían a mi padre y a quienes me da pena despedir.
En los primeros años me eligieron aquí juez de paz honorario. De vez en cuando tenía que ir a la ciudad y tomar parte en las sesiones del juzgado de paz y del tribunal del distrito; eso me entretenía. Cuando uno ha estado viviendo dos o tres meses sin salir de aquí, sobre todo en el invierno, acaba por echar de menos la levita negra. Y en el tribunal del distrito había levitas, y uniformes, y fracs que llevaban los juristas, todos ellos hombres cultos con quienes se podía hablar. Después de haber dormido en un trineo y comido en la cocina, el hecho de sentarse en un sillón, con ropa limpia, en zapatos blandos, con la cadena del cargo al pecho… ¡vaya lujo!
En la ciudad me recibían cordialmente e hice amistades con facilidad. Y de todas éstas la más íntima y, a decir verdad, la más agradable para mí fue la que entablé con Luganovich, ayudante del presidente del tribunal del distrito. Ustedes dos lo conocen: persona sumamente encantadora. Esto fue inmediatamente después de aquel caso famoso de incendio premeditado. La investigación preliminar había durado dos días y estábamos agotados. Luganovich me miró y dijo:
— ¿Sabe lo que le digo? Que se venga a comer conmigo.
Aquello era inesperado, ya que yo conocía poco a Luganovich; sólo oficialmente. Nunca había estado en su casa. Pasé un momento por la habitación del hotel para mudarme de ropa y fui a la comida. Y allí se me ofreció la ocasión de conocer a Anna Alekseyevna, esposa de Luganovich. Ella era entonces muy joven todavía, tendría no más de veintidós años, y hacía seis meses que había dado a luz a su primer niño. Esto es ya agua pasada; ahora me costaría trabajo puntualizar qué era exactamente lo que en ella había de extraordinario, lo que tanto me gustó; pero entonces, en la comida, todo ello me resultaba clarísimo: veía a una mujer joven, hermosa, bondadosa, inteligente, fascinante, una mujer como no había visto nunca antes. En ese momento tuve la sensación de que aquél era un ser muy allegado a mí y ya conocido, como si ya antes, largo tiempo atrás, en mi infancia, hubiese visto precisamente ese rostro, esos ojos inteligentes y atractivos en un álbum que tenía mi madre encima de la cómoda.
En el asunto del incendio intencionado los procesados eran cuatro judíos acusados de conjura, en mi opinión sin fundamento alguno. Durante la comida estuve muy agitado e incómodo. No recuerdo lo que dije, sólo que Anna Alekseyevna sacudía de continuo la cabeza y decía al marido:
—Dmitri, ¿cómo puede suceder tal cosa?
Luganovich era una de esas personas sencillas y de buena índole que se aterran a la opinión de que cuando un individuo es procesado ello significa que es culpable, y de que sólo cabe expresar dudas sobre la justicia de una sentencia documentalmente y según los preceptos legales, pero no durante una comida y en conversación privada.
— Ni usted ni yo somos culpables de un delito de incendio intencionado–apuntó mansamente-, y ya ve usted que no estamos procesados ni estamos en la cárcel.
Los dos, marido y mujer, trataron de hacerme comer y beber lo más posible. Por algún detalle, por la manera, por ejemplo, en que ambos preparaban juntos el café y el modo en que se entendían con medias palabras, colegí que vivían en paz y buena compañía y se alegraban de tener a un invitado. Después de la comida tocaron el piano a cuatro manos; luego llegó el anochecer y yo me volví al hotel. Esto ocurrió a comienzos de la primavera. Pasé el verano entero en Sofino, sin salir de allí, y ni siquiera tuve tiempo para pensar en la ciudad, pero el recuerdo de aquella mujer rubia y juncal permaneció fijo en mi mente durante todo ese tiempo. No pensaba en ella, pero era como si su leve sombra estuviese alojada en mí alma.
En las postrimerías del otoño se dio en la ciudad una función teatral con fines benéficos. Entré en el palco del gobernador (en el entreacto me habían invitado a hacerlo); allí vi a Anna Alekseyevna sentada junto a la esposa del gobernador; y de nuevo tuve la misma impresión, irresistible y sorprendente, de belleza, de ojos hermosos y acariciantes, y la misma sensación de proximidad. Me senté junto a ella y luego salimos al vestíbulo.
—Ha adelgazado usted–me dijo—. ¿Ha estado enfermo? —Sí, he tenido reuma en el hombro, y en tiempo lluvioso duermo mal.
— Tiene cara de fatiga. En la primavera, cuando vino a comer con nosotros, parecía usted más joven, más brioso. Estaba entonces animado y hablaba mucho; era usted persona muy interesante, y confieso que me fascinó un poco. Por alguna razón he pensado en usted a menudo durante el verano, y hoy cuando me preparaba a venir al teatro se me ocurrió que quizá lo vería.
Y rompió a reír.
— Pero hoy tiene cara de fatiga–dijo de nuevo-. Eso le hace parecer más viejo.
Al día siguiente almorcé en casa de los Luganovich. Después del almuerzo salieron para su casa de verano a fin de cerrarla para el invierno. Fui con ellos. Con ellos también volví a la ciudad, y a medianoche estuvimos bebiendo té en un ambiente de hogareña tranquilidad, ante el fuego de la chimenea y mientras la joven madre iba con frecuencia a ver si dormía su hijka. Después de esto, cada vez que iba a la ciudad nunca dejaba de ir a ver a los Luganovich. Se acostumbraron a mí y yo me acostumbré a ellos. Por lo común iba a verlos sin anunciárselo, como si fuera miembro de la familia.
— ¿Quién está ahí? — preguntaba desde una habitación lejana una voz pausada que se me antojaba tan hermosa.
— Es Pavel Konstantinych —respondía la doncella o la niñera.
Anna Alekseyevna salía a verme con cara de alarma y me preguntaba siempre:
— ¿Por qué no lo hemos visto en tanto tiempo? ¿Le ha sucedido algo?
Su mirada, la mano fina y elegante que me alargaba, su vestido casero, su peinado, su voz, sus pasos, todo producía siempre en mí la misma impresión de algo nuevo y extraordinario, de algo muy significativo en mi vida. Hablábamos largo rato y largo rato callábamos, cada uno pensando sus propios pensamientos; o bien ella se sentaba a tocar el piano para mí. Si no había nadie en casa me quedaba allí esperando, hablando con la niñera, jugando con la niña, o me recostaba en el diván turco del despacho para leer el periódico. Y cuando volvía Anna Alekseyevna, salía al vestíbulo a recibirla, recogía todas las compras que había hecho y por alguna razón cargaba con esas compras con tanto amor, con tanta solemnidad como si fuera un muchacho.
Hay un refrán que dice: «A la vieja todo le era fácil, por lo que se compró un cerdo». A los Luganovich todo les era fácil, por lo que entablaron amistad conmigo. Si pasaba mucho tiempo sin que yo fuera a la ciudad, ello quería decir que estaba enfermo o que me había ocurrido algo, por lo que ambos quedaban sumamente preocupados. Les preocupaba que yo, hombre culto, conocedor de lenguas, en vez de dedicarme a la erudición o la literatura, viviera en el campo, anduviera de la ceca a la meca, trabajara mucho y nunca tuviera un ochavo. Creían que no era feliz, que hablaba, reía y comía sólo para ocultar mis penas; y hasta cuando estaba alegre, cuando me sentía bien, notaba que clavaban en mí miradas inquisitivas. Mostraban especial ternura cuando me hallaban en verdaderas dificultades, cuando me apremiaba algún acreedor o no podía pagar a tiempo una deuda. Ambos, marido y mujer, susurraban algo junto a la ventana, luego se acercaban a mí y me decían con voz grave:
— Si necesita usted dinero en este momento, Pavel Konstantinych, mi mujer y yo le rogamos que no se avergüence de pedírnoslo prestado.
Y se le ponían las orejas coloradas de la agitación que sentía. O bien, después de hablar en voz baja junto
a la ventana, se me acercaba con las orejas coloradas y decía:
— Mi mujer y yo le rogamos que acepte este regalo. Y me daban botones de camisa, una pitillera o una lámpara; y yo por mí parte les mandaba de mi finca pollos, mantequilla y flores. A propósito, ambos eran personas adineradas. En los primeros días, y a menudo, pedía dinero prestado donde podía, sin cuidarme mucho de a quién se lo pedía, pero por nada del mundo se lo hubiera pedido a los Luganovich. En fin, ¿para qué hablar de ello?
No me sentía feliz. En casa, en el campo, en el pajar, pensaba en ella, tratando de comprender el misterio de una mujer joven, hermosa e inteligente que se había casado con un hombre tan poco Interesante, casi un viejo (el marido pasaba de los cuarenta), y había tenido hijos de él; trataba de comprender el misterio de ese hombre insulso, bonachón, ingenuo, que juzgaba las cosas con tan fastidioso buen sentido, que en bailes y veladas se apegaba a las gentes de pro, distraído, superfluo, con semblante respetuoso, apático, como si le hubieran traído allí para ponerle en venta, hombre que no obstante se creía con derecho a ser feliz y tener hijos de ella; y yo seguía empeñado en comprender por qué ella había conocido precisamente a él antes que a mí, y por qué había ocurrido en nuestras vidas tan horrible equivocación.
Y cada vez que llegaba a la ciudad veía en los ojos de ella que me había estado esperando; y ella me confesaba que desde esa mañana había tenido un presentimiento raro, había adivinado que yo vendría. Hablábamos largo y tendido,
callábamos y no nos confesábamos nuestro amor, sino que lo disimulábamos tímida y celosamente. Temíamos todo cuanto pudiese revelar nuestro secreto aun a nosotros mismos. Yo la amaba tierna y hondamente, pero reflexionaba y me preguntaba a qué podría conducir nuestro amor si no teníamos fuerza bastante para luchar contra él. Me parecía increíble que este amor mío callado y triste pudiera, de pronto y brutalmente, romper el curso feliz de la vida de su marido,
de sus hijos, de todo aquel hogar en que tanto me querían y tanto confiaban en mí. ¿Sería ése un proceder honrado? Ella me seguiría, pero ¿a dónde? ¿A dónde podría llevarla? Otra cosa sería si mi vida hubiera sido bella e interesante, si yo, por ejemplo, hubiera estado luchando por la liberación de mi
patria, o fuera un erudito famoso, un actor, un artista. Pero tal como estaban las cosas sería trasladarla de una vida monótona a otra tan monótona o más que la otra. ¿Y cuánto tiempo duraría nuestra felicidad? ¿Qué sería de ella si yo cayera enfermo, o muriera, o simplemente si dejáramos de amarnos?
Y ella, por lo visto, reflexionaba de igual modo. Pensaba en el marido, en los hijos, y en su madre, quien quería al yerno como a un hijo. Si se rendía a sus sentimientos tendría que mentir o decir la verdad, y en su situación lo uno y lo
otro serían casos igualmente embarazosos y terribles. Le atormentaba la pregunta de si su amor me procuraría la felicidad, de si no me complicaría la vida, ya de suyo bastante dura y llena de toda suerte de apuros. Le parecía que no era bastante joven para mí, lo bastante laboriosa y enérgica para empezar una nueva vida. Y a menudo decía al marido que debería casarme con una muchacha honrada e inteligente que fuera una buena ama de casa y una compañera que me sirviera de ayuda–y al momento agregaba que una muchacha así a duras penas podría encontrarse en toda la ciudad.
Mientras tanto iban pasando los años. Anna Alekseyevna tenía ya dos niños. Cuando yo iba a casa de los Luganovich los criados me sonreían cordialmente, los niños gritaban que había llegado el tío Pavel Konstantinych y se me colgaban al cuello. Todo el mundo se alegraba. No comprendían lo que yo llevaba dentro de mí y creían que yo también estaba alegre. Todos veían en mí a un sujeto caballeroso, y todos ellos, personas mayores y niños, tenían la impresión de que el que iba y venía por la habitación era, en efecto, un sujeto caballeroso. Ello daba a sus relaciones conmigo un encanto singular, como si mi presencia en sus vidas fuese también más pura y hermosa. Anna Alekseyevna y yo íbamos juntos al teatro, siempre a pie. Nos sentábamos juntos, nuestros hombros se tocaban. Yo, sin decir nada, tomaba de sus manos los gemelos y en ese momento sentía que ella estaba muy cerca de mí, que era mía, que no podíamos vivir uno sin el otro. Pero no sé por qué incomprensión, cuando salíamos del teatro siempre nos despedíamos y separábamos como si fuéramos extraños. Sabe Dios lo que la gente de la ciudad estaría ya diciendo de nosotros, pero en ello no había ni pizca de verdad.
Últimamente Anna Alekseyevna iba a menudo a estar con su madre o con su hermana. Empezó a mostrarse desalentada, consciente de que su vida era insatisfactoria, de que la había malgastado; y entonces no quería ver ni al marido ni a los hijos. Estaba en tratamiento por trastornos nerviosos.
Seguíamos sin decirnos nada, y en presencia de extraños ella me mostraba una inexplicable irritación. Bastaba que yo dijese cualquier cosa para que ella expresara su desacuerdo, y si yo discutía con alguien ella se ponía de parte de mi rival. SÍ dejaba caer algo, ella comentaba fríamente:
— Enhorabuena.
Si olvidaba los gemelos cuando íbamos al teatro me decía después: — Ya sabía yo que los olvidaría.
Por fortuna o desdicha no hay nada en nuestra vida que no acabe tarde o temprano. Llego el momento en que hubimos de separarnos, ya que Luganovich recibió un nombramiento en una de nuestras provincias occidentales. Tuvieron que vender los muebles, los caballos, la casa de verano. Cuando fuimos a ésta y luego cuando, al alejarnos de ella, nos volvimos para echar un último vistazo al jardín y al techo verde, la tristeza se apoderó de todos nosotros y yo comprendí que había llegado la hora de despedirse y no sólo de la casa de campo. Quedó acodado que a fines de agosto iría Anna Alekseyevna a Crimea por mandato de los médicos, y que poco después Luganovich y los niños saldrían para la provincia occidental.
Había venido mucha gente a despedir a Anna Alekseyevna. Cuando dijo adiós a su marido y sus hijos y sólo quedaba un instante para el tercer toque de campana, corrí a su compartimiento para poner en la red de equipajes una cesta de la que estaba a punto de olvidarse; y fue necesario despedirme de ella. Cuando allí, en el compartimiento, nuestros ojos se encontraron, nuestra resistencia espiritual se vino abajo. La abracé, ella apretó su cabeza contra mi pecho y rompió a llorar. Besando su rostro, sus hombros, sus manos húmedas de llanto -¡ay, qué desventurados éramos los dos! — , le confesé mí amor, y con ardiente dolor de corazón comprendí cuan inútil, mezquino y engañoso había sido todo lo que había Impedido que nos amásemos. Comprendí que cuando se ama y se reflexiona sobre ese amor se debe comenzar por lo–que es más alto, por lo que es más importante que la felicidad o la desdicha, que el pecado o la virtud en su sentido habitual, o bien no reflexionar en absoluto. La abracé por última vez, le apreté la mano y nos separamos para siempre. El tren había arrancado ya. Pasé al compartimiento contiguo–estaba vacío–y me senté en él llorando hasta la estación siguiente. Desde allí volví a pie a Sofino.
Mientras Aiyohin contaba esta historia había cesado de llover y salido el sol. Burkin e Ivan Ivanych salieron al balcón, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista del jardín y el río, que ahora, iluminado por el sol, brillaba como un espejo. La estuvieron admirando, a la vez que lamentaban que este hombre de ojos bondadosos e inteligentes, que les había contado su historia con tanta sencillez, tuviera que dar vueltas como una veleta en esta finca enorme, en vez de dedicarse a algún trabajo de erudición u ocuparse en cualquier otra cosa que hubiera hecho su vida más agradable. Y pensaban en el rostro afligido de Anna Alekseyevna cuando él se despedía de ella en el compartimiento y le besaba la cara y los hombros. Los dos habían tropezado con ella en la ciudad, y Burkin la había conocido personalmente y la juzgaba hermosa.
A tu edad
FRANCIS SCOTT FITZGERALD
Tom Squires entró en la tienda a comprar un cepillo de dientes, una lata de polvos de talco, un elixir bucal, jabón Casule, sales de Epsom y una caja de puros. Después de muchos años viviendo solo, era un hombre metódico, así que, mientras esperaba a que lo atendieran, tenía en la mano su lista de compras. Era la semana de Navidad, y Minneapolis yacía bajo medio metro de nieve vivificante, incesantemente renovada; Tom se quitó con el bastón la nieve de los chanclos. Y entonces, al levantar la vista, vio a la chica rubia.
Era una rubia rara, incluso en aquella Tierra Prometida de los escandinavos, donde no son raras las rubias preciosas. Tenían un color cálido sus mejillas, sus labios, las pequeñas manos sonrosadas que envolvían cajas de cosméticos; su
cabello, recogido en largas trenzas que contorneaban su cabeza, relucía lleno de vida. A Tom le pareció de repente la persona más limpia que había visto, y, sin atreverse a respirar, se acercó a ella y la miró a los ojos grises.
— Una lata de polvos de talco.
— ¿De qué marca?
— Cualquiera… Ésa está bien.
La chica le devolvió la mirada, aparentemente sin ninguna timidez, y, a medida que la lista se iba acabando, el corazón de Tom Squires latía más de prisa, alborotado.
«No soy viejo», hubiera querido decir. «A los cincuenta años estoy más Joven que muchos de cuarenta. ¿No te intereso en absoluto?»
Pero la chica sólo dijo:
— ¿Qué marca de elixir bucal?
Y él contestó:
— ¿Cuál me recomienda?… Ese está bien.
Casi le dolió dejar de mirarla, salir de la tienda, subir a su coche.
«Si esa joven idiota supiera al menos lo que este viejo imbécil podría hacer por ella», pensó de buen humor. "¡Las puertas que yo podría abrirle!»
Y, mientras circulaba a la luz invernal del crepúsculo, siguió el razonamiento hasta llegar a una conclusión sin precendentes. Quizá tuvo la culpa la hora del día, pues los escaparates de las tiendas que resplandecían en el aire frío, las campanillas de un trineo, el rastro blanco y brillante de las palas en las aceras, la inmensa lejanía de las estrellas, le devolvían las sensaciones de otras noches de hacía treinta años. Por un instante las chicas que había conocido entonces se escabulleron como fantasmas de sus actuales y pesados cuerpos de matronas y revolotearon ante él entre risas escarchadas, seductoras, hasta que un agradable escalofrío le recorrió la columna vertebral.
«Juventud! Juventud! Juventud!», exclamó con consciente falta de originalidad, y, como cualquier hombre despiadado y tiránico, sin el menor sentido moral, pensó en volver a la tienda para pedirle a la rubia la dirección. Pero no era su estilo, así que el propósito, sin llegar a formarse, desapareció. Permaneció la idea.
«Juventud, ¡cielo santo! Juventud!», repetía en voz baja. «Me gustaría sentirla cerca, a mi alrededor, sólo otra vez antes de ser demasiado viejo para que me importe.»
Era alto, delgado y bien parecido, con la cara rubicunda y bronceada de un deportista y un bigote que empezaba a ser canoso. Una vez había figurado entre los principales galanes de la ciudad, organizador de cotillones y bailes de beneficencia, y había tenido éxito con los hombres y las mujeres a lo largo de varias generaciones. Después de la guerra había tenido la impresión de que le faltaba algo; se dedicó a los negocios y en diez años acumuló cerca de un millón de dólares.
Tom Squires no era dado a la introspección, pero notaba que el timón de su vida había vuelto a girar, devolviéndole sueños y anhelos que había olvidado, pero que aún podía reconocer. Cuando llegó a su casa comprobó inmediatamente, examinando multitud de invitaciones a las que no había prestado la más mínima atención, si había alguna fiesta aquella noche.
Y mientras cenaba solo en el Club Ciudadano los ojos se le entornaban y casi sonreía: así se preparaba para ser capaz de reírse sin dolor de sí mismo en caso de necesidad.
«Ni siquiera sé de qué hablan», reconoció. «Se besuquean. Importante agente de bolsa va a un petting–party con una debutante. ¿Qué es un petting–partyÍ ¿Sirven refrescos? ¿Tendré que aprender a tocar el saxofón?»
Aquellos asuntos, tan lejanos en los últimos tiempos como las alusiones a China en los noticiarios cinematográficos, le parecieron apasionantes: eran problemas serios. A las diez subió las escaleras del Club Universitario para asistir a un baile con la misma sensación de penetrar en un mundo nuevo que había experimentado al llegar al campamento de instrucción en 1917. Saludó a la anfitriona, que era de su generación, y a su hija, abrumadoramente de otra, y se sentó en un rincón para irse aclimatando.
No estuvo solo mucho tiempo. Un joven tonto, un tal Leland Jaques, que vivía frente a la casa de Tom, lo saludó amablemente y se acercó decidido a alegrarle la vida. Era tan sumamente necio aquel jovenzuelo que, por un instante, Tom se sintió incómodo, pero enseguida se dio cuenta con astucia de que podría serle útil.
— Hola, señor Squires, ¿cómo está usted?
— Bien, gracias, Leland. Excelente fiesta. Como un hombre de mundo que encontrara a un semejante, el señor Jaques se sentó, o se tumbó, en el sofá y encendió–o así le pareció a Tom–tres o cuatro cigarrillos a la vez.
— Tendría que haber estado aquí anoche, señor Squires.
¡Ah, eso sí que fue una fiesta! Como todas las de los Caulkin. ¡Hasta las cinco y media!
— ¿Quién es esa chica que cambia de pareja a cada instante…? — preguntó Tom-. No, la de blanco, la que ahora está junto a la puerta.
— Es Annie Lorry.
— ¿La hija de Arthur Lorry?
— Sí.
— Parece que está muy solicitada.
— Es una de las chicas más solicitadas de la ciudad; por lo menos, en las fiestas. — ¿Sólo en las fiestas?
— Bueno, es que siempre anda por ahí con Randy Cambell.
— ¿Qué Cambell?
— D.B.
En la última década habían llegado nuevos apellidos a la ciudad.
— Es una aventura de chico y chica —la frase le gustó a Jaques, e intentó repetirla-: La típica aventura de chico y chica, esas aventuras de chico y chica… — renunció y encendió varios cigarrillos más, apagando la primera tanda encima de las rodillas de Tom.
— ¿Bebe?
— No mucho. Yo, por lo menos, nunca la he visto caerse redonda al suelo. Ese que ahora está bailando con ella es Randy Cambell.
Formaban una hermosa pareja. La belleza de Anníe destacaba radiante junto a la estatura y fortaleza de Randy, y se deslizaban como suspendidos en el aire, delicadamente, como si flotaran en un sueno plácido y Feliz. Pasaron muy cerca, y Tom admiró el surii roque de polvos de tocador sobre su lozanía, la dulzura cautelosa de su sonrisa, la fragilidad de un cuerpo calculado por la naturaleza al milímetro para sugerir un capullo que prometía una flor. Quizá los ojos, inocentes y apasionados, fueran oscuros, pero, a la luz plateada, casi eran violeta.
— ¿Se ha puesto de largo este año?
— ¿Quién?
— La señorita Lorry. — Sí.
Aunque lo atraía la belleza de la chica, era incapaz de imaginarse a sí mismo como uno más en aquella cola atenta y efusiva que la perseguía por todo el salón. Ya se la encontraría cuando acabaran las vacaciones y la mayoría de aquellos jóvenes hubieran vuelto a la universidad, «al lugar que les correspondía». Tom Squires era lo suficientemente mayor para saber esperar.
Esperó quince días, mientras la ciudad se sumía en el interminable invierno del Norte, cuando el cielo gris era más benigno que el cielo azul metálico, y el crepúsculo, cuyas luces son un signo tranquilizador de la continuidad de la alegría humana, era más cálido que las tardes de sol mortecino. La nieve perdió su firmeza, pisoteada y sucia, y las calles se helaron; algunas de las grandes casas de Crest Avenue empezaron a cerrar cuando sus habitantes se fueron al Sur. Y en aquellos días de frío Tom pidió a Annie y a sus padres que fueran sus invitados en la última Fiesta de los Solteros.
Los Lorry eran una antigua familia de Minneapolis que con la guerra había sufrido algunos reveses económicos. A la señora Lorry, contemporánea de Tom, no le sorprendió que enviara orquídeas para la madre y la hija y les ofreciera en su apartamento una espléndida cena, con caviar fresco, codornices y champán. Annie apenas reparó en él–a Tom le faltaba vivacidad, o así ven los jóvenes a los mayores-, pero no le pasó desapercibido el interés de Tom, y para él representó el tradicional ritual de la belleza juvenil: sonrisas, buenos modales, miradas con los ojos desmesuradamente abiertos cuando él hablaba, poses de perfil a la luz oportuna de las lámparas. En la fiesta bailaron juntos dos veces y, aunque los amigos le gastaron bromas, Annie se sintió halagada por el
hecho de que semejante hombre de mundo —en eso se había convertido Tom, y no en un simple anciano–la eligiera como pareja. Y aceptó su invitación al concierto de la semana siguiente, pues pensaba que rehusar hubiera sido una grosería.
Y hubo más «amables invitaciones» como aquélla. Sentada a su lado, Annie dormitaba a la tibia sombra de Brahms y pensaba en Randy Cambell y en otras nebulosidades románticas que quizás aparecieran en el futuro. Y una tarde en la que por azar se sentía melosa provocó deliberadamente a Tom para que la besara camino de casa, pero apenas pudo contener la risa cuando le cogió las manos y le dijo apasionadamente que se estaba enamorando de ella.
— ¿Cómo puede… ? — protestó-. No debería decir esos disparates. Voy a tener que dejar de salir con usted, y entonces lo lamentará.
Días después, mientras Tom la esperaba en el coche, su madre le preguntó: — ¿Quién es, Annie? — El señor Squires.
— Cierra la puerta un momento. Estás saliendo demasiado con él.
— ¿Y por qué no voy a salir?
— Porque tiene cincuenta años, cariño.
— Pero, mamá, si no queda nadie en la ciudad.
— Pues que no se te ocurra hacer ninguna tontería con el señor Squires.
— No te preocupes. En realidad, me aburre mortalmente casi siempre–de repente tomó una decisión-: No voy a salir más con él. Pero esta tarde no me queda otro remedio.
Y aquella noche, a la puerta de su casa, entre los brazos de Randy Cambell, ya no existían Tom y su beso.
— Dios mío, cómo te quiero–murmuró Randy-. Dame otro beso.
Las mejillas frías y los labios tibios se encontraron en la oscuridad vivificadora, y, al ver la luna helada por encima del hombro de Randy, Annie tuvo la certeza de que aquél era su hombre y, atrayendo su cara, volvió a besarlo, temblando de emoción.
— ¿Cuándo nos casamos? —murmuró Randy.
— ¿Cuándo tendrás…? ¿Cuándo tendremos dinero?
— ¿No podrías anunciar nuestro compromiso? Si supieras lo triste que es saber que has salido con otro y después abrazarte y besarte…
— Pides demasiado, Randy.
— Es tan terrible la despedida… ¿No puedo entrar un momento? — Sí.
Sentados cerca, muy juntos, en éxtasis ante el fuego que agonizaba, no sabían que su destino común estaba siendo decidido fríamente por un hombre de cincuenta años que meditaba en una bañera caliente a pocas manzanas de distancia.
II
Tom Squires había deducido aquella tarde, por la actitud exageradamente amable y despegada de Annie, que había dejado de interesarle. Se había prometido que, ante semejante eventualidad, abandonaría el asunto, pero ahora se daba cuenta de que no tenía ánimo suficiente. No quería casarse con ella; sólo quería verla, pasar de vez en cuando un rato juntos; y, hasta aquel beso dulcemente fortuito, casi ardiente y a la vez completamente desapasionado, renunciar a ella hubiera sido fácil, porque ya había pasado la edad romántica; aunque desde aquel beso, siempre que pensaba en Annie se le desbocaba el corazón.
«Pero ya es hora de que renuncie», se decía. «A mi edad no tengo ningún derecho a inmiscuirme en su vida.»
Se secó con la toalla, se peinó ante el espejo y, al dejar el peine en la repisa, se dijo tajantemente: «Está decidido». Y, después de leer una hora, apagó la lámpara y dijo en voz alta:
— Está decidido.
En otras palabras: no estaba decidido en absoluto. No se podía terminar con Annie Lorry con el clic de un interruptor, como se cierra un trato comercial golpeando un lápiz contra la mesa.
«Voy a seguir adelante, un poco más», se dijo a eso de las cuatro y media. Y, tras llegar a esta conclusión, dio media vuelta y se durmió.
Por la mañana Annie parecía algo más lejos, pero a las cuatro de la tarde volvía a estar en todas partes: el teléfono existía para que la llamara, los pasos de una mujer que pasaba cerca de su despacho eran los pasos de Annie, la nieve que caía al otro lado de la ventana quizás en aquel momento le rozaba la cara.
«Siempre queda la posibilidad que se me ocurrió anoche», se dijo. «Dentro de diez años habré cumplido los sesenta, y entonces se habrán acabado para siempre la juventud y la belleza.»
Con algo parecido al pánico cogió un papel y redactó, eligiendo cuidadosamente las frases, una carta para la madre de Annie, en la que le pedía permiso para cortejar a su hija. Él mismo fue a echar la carta, pero, antes de que se deslizara en el buzón, la rompió y tiró los trozos a una escupidera.
«A mi edad no puedo recurrir a semejantes triquiñuelas», se dijo. Pero se felicitó demasiado pronto, pues volvió a escribir la carta y la envió aquella misma noche, antes de dejar el despacho.
Al día siguiente llegó la respuesta que esperaba: podía adivinar las palabras exactas antes de abrirla. Era una negativa breve e indignada.
Terminaba así:
Creo que lo mejor es que usted y mi hija no vuelvan a verse. Le saluda atentamente, MABEL TOLLMAN LORRY
«Y ahora», pensó Tom con frialdad, «veremos lo que dice la chica».
Escribió una nota a Annie. La carta de su madre lo había sorprendido, decía, pero quizá fuera mejor que no volvieran a verse, en vista de la actitud de su madre.
A vuelta de correo llegó la desafiante respuesta de Annie a la prohibición de su madre. «No estamos en la Edad Media. Te veré cuando me dé la gana.» Y fijaba una cita para la tarde siguiente. La torpeza de la madre producía lo que él no había podido lograr; pues, si Annie había estado a pumo de deshacerse de él, ahora estaba decidida a ni siquiera planteárselo. Y la clandestinidad engendrada por la desaprobación de la familia le añadió al asunto la emoción que le faltaba. Cuando en febrero cuajó el invierno profundo, solemne e inacabable, seguían viéndose con frecuencia, y de otra manera. A veces iban en coche a Saint Paúl a ver una película o a cenar; a veces aparcaban en un paseo, mientras una implacable aguanieve esmerilaba el parabrisas hasta volverlo opaco y cubría de armiño los faros. A menudo Tom llevaba alguna bebida: lo suficiente para ponerla un poco alegre, pero nada más; pues con emociones de otro tipo se mezclaba cierto paternalismo.
Poniendo las cartas sobre la mesa, Tom llegó a decirle que había sido su madre la que involuntariamente la había empujado hacia él, pero Annie sólo se rió de aquella doblez suya.
Con él se lo estaba pasando mejor que con cuantos había conocido hasta entonces. En lugar de las exigencias egoístas de un hombre más joven, Tom le demostraba una consideración inagotable. Qué importaba que tuviera los ojos cansados y las mejillas apergaminadas y llenas de venas, si su voluntad era viril y fuerte. Su experiencia era además una ventana que daba a un mundo más ancho y más rico; y, al día siguiente, con Randy Cambell, se sentiría menos protegida, menos valorada, menos singular.
Ahora era Tom el que se sentía vagamente insatisfecho. Tenía lo que quería–la juventud de Annie a su lado-, y tenía la impresión de que ir más lejos sería un error. La libertad era preciosa para él, y a Annie sólo podría ofrecerle una docena de años antes de convertirse en un viejo, pero también Annie había llegado a serle preciosa, y era consciente de que aquel dejarse llevar por los acontecimientos no estaba bien. Entonces, un día de finales de febrero, el asunto se resolvió sin más.
Habían vuelto de Saint Paúl y habían entrado un momento al Club Universitario para tomar el té, desafiando juntos la nieve que cubría la calle y atrancaba la puerta. Era una puerta giratoria; un joven acababa de cruzarla, y, al ocupar el espacio que el joven acababa de abandonar, percibieron un olor a cebolla y a whisky. La puerta volvió a girar a sus espaldas, y el joven volvió a entrar. Estaba frente a ellos.
Era Randy Cambell; tenía roja la cara, la mirada perdida, embrutecida. — Hola, preciosidad–dijo, acercándose a Annie.
— No te acerques–protestó ella en voz baja-. Hueles a cebolla. — ¿Te has vuelto delicada de pronto?
— Siempre. Siempre he sido delicada–Annie hizo ademán de retroceder hacia donde estaba Tom.
— Siempre, no —dijo Randy con voz de pocos amigos. Y añadió con mayor énfasis, después de mirar de reojo a Tom — : Siempre, no–con estas palabras pareció volver al mundo hostil de la calle-. Sólo quería avisarte–continuó-: tu madre está dentro.
Los celos mal controlados de otra generación apenas afectaban a Tom, como si fueran la queja de un niño, pero aquella impertinente advertencia lo irritó profundamente.
— Vamos, Annie —dijo bruscamente-. Entremos. Preocupada, dejó de mirar a Randy y entró con Tom en el salón principal.
No había mucha gente; tres mujeres de mediana edad charlaban junto a la chimenea. Annie dio un paso atrás, pero inmediatamente se acercó.
— Hola, mamá… Señora Trumble… Tía Caroline… Las dos últimas respondieron; la señora Trumble incluso hizo un leve gesto de saludo a Tom. Pero la madre de Annie, con los labios apretados y una mirada glacial, se levantó sin pronunciar palabra. Clavó la mirada en su hija; luego, de repente, dio media vuelta y abandonó el salón.
Tom y Annie eligieron una mesa en el otro extremo del salón.
— ¿Cómo me puede tratar tan mal? — dijo Annie, respirando ruidosamente. Tom no contestó—. No me habla desde hace tres días. —Y de repente estalló-: ¿Cómo se puede ser tan mezquina? Iba a ser la cantante solista en el espectáculo de la Liga Juvenil, pero ayer la presidenta, Cousin Mary Betts, me dijo que yo no participaría en la función.
— ¿Por qué no?
— Porque una representante de la Liga Juvenil no puede desobedecer a su madre. ¡Como sí yo fuera una niña traviesa!
Tom se quedó mirando los trofeos que adornaban la repisa de la chimenea: dos o tres llevaban grabado su nombre.
— Quizá tenga razón tu madre–dijo de pronto-. Es hora de que lo dejemos, si he empezado a perjudicarte. — ¿Qué quieres decir?
Al oír la voz alterada, sorprendida, de Annie, el corazón derramó un líquido cálido en el cuerpo de Tom, que, sin embargo, respondió con tranquilidad.
— ¿Te acuerdas de que te dije que tenía que ir al Sur? Me voy mañana.
Discutieron, pero Tom ya había tomado una decisión. En la estación, la tarde siguiente, Annie se echó a llorar y lo abrazó.
— Gracias por el mes más feliz que he vivido en muchos años–dijo él.
— Pero tienes que volver, Tom.
— Pasaré dos meses en México; luego tengo que ir un par de semanas al Este.
Quería parecer contento, pero la ciudad helada que iba a abandonar estaba en todo su esplendor. La respiración helada de Annie era una flor en el aire, y, cuando comprendió que algún joven la estaría esperando para acompañarla a casa en un coche adornado con flores, se le rompió el corazón.
— Adiós, Annie. ¡Adiós, mi vida!
Dos días después, estaba pasando la mañana en Houston con Hal Meigs, un antiguo compañero de Yale.
— Tienes más suerte de la que mereces, tío–dijo Meigs mientras comían—: Te voy a presentar a la compañera de viaje más linda que hayas visto en tu vida. También va a México.
La dama en cuestión se mostró verdaderamente complacida cuando se enteró en la estación de que no viajaría sola. Tom cenó con ella en el tren y luego jugaron al rummy una hora; pero, cuando, a las diez, a la puerta de su compartimento, ella lo miró de repente con unos ojos que no dejaban lugar a duda–y lo miró un rato largo—, Tom Squires sintió una emoción absolutamente distinta. Necesitaba desesperadamente ver a Annie, hablar por teléfono con ella un segundo, y entonces dormirse, sabiendo que Annie era joven y pura como una estrella y descansaba feliz en su cama.
— Buenas noches —dijo, intentando que no hubiera repulsión en su voz.
— Ah, buenas noches.
Al día siguiente llegó a El Paso y cruzó en coche la frontera, camino de Juárez. Era un día luminoso, de mucho calor, y, después de dejar las maletas en la estación, entró en un bar para tomar algo frío; mientras daba un sorbo, oyó a su espalda la voz apagada de una chica que lo interpelaba desde una mesa.
— ¿Norteamericano?
La había visto al entrar, apoyada pesadamente en los codos. Ahora, cuando se volvió, se encontró con una chica muy joven, de unos diecisiete años, evidentemente borracha, pero con cierta dignidad en la voz insegura y desmadejada. El camarero, un norteamericano, se acercó, confidencial, al oído de Tom.
— No sé qué hacer con ella —dijo—. Llegó a eso de las tres con dos tipos jóvenes. Uno era su novio, o algo así. Se pelearon y los tipos se fueron. Y ésa lleva ahí desde entonces.
Una punzada de repugnancia atravesó a Tom: las leyes de su generación habían sido violadas y vulneradas. Si una chica norteamericana podía estar borracha y sola, abandonada, en una inhóspita ciudad extranjera, si podían suceder cosas así, entonces también podían sucederle a Annie. Miró el reloj, titubeando.
—¿Debe algo? — preguntó. —Cinco ginebras… ¿Y si vuelven sus amigos?
—Dígales que está en el Hotel Rooseveit de El Paso. Se acercó y le puso la mano en el hombro. Ella lo miró.
—Eres como Papá Noel–dijo confusamente-. No puedes ser Papá Noel, ¿verdad? —Te voy a llevar a El Paso.
—Bueno —reflexionó—, creo que puedo fiarme de ti.
Era muy joven: una rosa pequeña y empapada. Tom sintió ganas de llorar: llorar por la lamentable inconsciencia de la chica ante las cosas de la vida, ante las eternas penalidades de la vida. Batirse por nada y ante nadie en un torneo con una lanza herrumbrosa. El taxi avanzaba lento, muy lento, por la noche repentinamente envenenada.
Después de explicarle la situación al desconfiado recepcionista nocturno, fue a Telégrafos.
«Suspendo viaje a México», telegrafió. «Salgo esta noche. Te ruego tomes mi tren en la estación de Saint Paúl para viajar conmigo a Minneapolis. No puedo estar sin ti. Muchos besos.»
Por lo menos podría estar pendiente de ella, aconsejarla, vigilar cómo vivía. ¡Con una madre tan estúpida!
En el tren, mientras las ardientes tierras tropicales y los campos verdes desaparecían, y el Norte volvía a extenderse entre manchas de nieve, campos nevados, fuertes vientos y granjas baldías y en hibernación, Tom recorría una y otra vez el pasillo con insoportable impaciencia. En cuanto entraron en la estación de Saint Paúl, colgado de la puerta del vagón como si fuera un muchacho, buscó con la mirada a Annie por el andén, pero no pudo encontrarla. Había contado con cada minuto de viaje entre Saint Paúl y Minneapolis: aquel espacio de tiempo había llegado a ser un símbolo de la fidelidad de Annie a la amistad que los unía, y, cuando el tren volvió a ponerse en marcha, Tom volvió a explorarlo desesperadamente, desde el último vagón hasta el salón de fumadores. Pero no la encontró, y entonces se dio cuenta de que estaba loco por ella; y, ante la idea de que hubiera seguido sus consejos y hubiera entablado relaciones con otros, le temblaron las piernas.
En Minneapolis le temblaban de tal manera las manos que tuvo que llamar a un mozo para que recogiera su equipaje. Y empezó entonces una interminable espera en el pasillo mientras bajaban el equipaje y a él lo empujaban contra una chica que vestía un abrigo con adornos de piel de ardilla.
— ¡Tom!
— Pero si… Anníe lo abrazó.
— Pero, Tom–dijo casi llorando-, ¡vengo en este vagón desde Saint Paúl!
A Tom se le cayó de las manos el bastón: la apretó con mucha ternura y sus labios se unieron como corazones hambrientos.
III
La nueva intimidad que supuso el noviazgo le dio a Tom una sensación de felicidad juvenil. Se despertaba en las mañanas de invierno con la impresión de que una alegría inmerecida flotaba en el dormitorio; cuando se encontraba con jóvenes, le sorprendía comprobar que podía competir con ellos en ingenio y fortaleza física. De repente su vida tenía sentido y fundamento: había alcanzado la plenitud. En las nubladas tardes de marzo, cuando, con total familiaridad, Annie daba vueltas por su apartamento, volvían a inundarlo las confortables certezas de la juventud: éxtasis y pasión, lo mortal y lo eterno unidos en trágica e inmemorial yuxtaposición, y, perplejo, se descubrió paladeando exactamente la misma terminología que usaba en los amores juveniles. Pero era más considerado y solícito que cualquier amante más joven; y, a los ojos de Annie, parecía saberlo todo y ser capaz de abrirle las puertas de un mundo de oro puro.
— Primero iremos a Europa–dijo.
—Iremos muchas veces, ¿no? Pasaremos los inviernos en Italia y la primavera en París. —Pero, Annie, hay que trabajar.
— Bueno, pero pasaremos fuera todo el tiempo que podamos. No soporto Minneapolis. —No, no–aquellas palabras le habían molestado un poco-. Minneapolis no está mal. — Cuando estás tú–dijo Annie.
La señora Lorry se rindió ante lo inevitable. Aceptó a regañadientes el compromiso, con la única condición de que la boda no se celebrara hasta otoño.
—Cuánto tiempo–suspiró Annie.
— Soy tu madre, después de todo, y no te estoy pidiendo mucho.
Fue un invierno muy largo, incluso para una región de largos inviernos. Marzo fue un mes de vientos huracanados, y, cuando por fin parecía que el frío iba a ser derrotado, se sucedieron las ventiscas, desesperadas como todos los esfuerzos finales. La gente esperaba; había agotado su capacidad de resistencia, y el ser humano, como el clima, se limitaba a aguantar. Había menos cosas que hacer y el desasosiego general salía a la luz en el mal humor que presidía la vida cotidiana. Entonces, a principios de abril, con un largo suspiro se resquebrajó el hielo, la nieve se derritió y regó los campos, y floreció la primavera impaciente.
Un día, mientras paseaban en coche por una carretera enfangada, entre una brisa fresca y húmeda que arrastraba famélicas briznas de hierba, Annie empezó a llorar. A veces lloraba sin motivo, pero aquella vez Tom detuvo el coche y la abrazó.
— ¿Por qué lloras así? ¿No eres feliz?
— ¡No! ¡No es eso! — protestó Annie.
— Pero ayer también lloraste así. Y no quisiste decirme por qué. Tienes que contármelo todo. — Sólo es la primavera. Huele tan bien, y el aire trae tantos recuerdos y pensamientos tristes… — Es nuestra primavera, mi vida–dijo Tom-. Annie, ¿a qué estamos esperando? Casémonos en junio. — Se lo prometí a mi madre, pero, si quieres, podemos anunciar la boda en junio.
La primavera se dio prisa. Las aceras, que se habían anegado con el deshielo, se secaron, y los niños las recorrieron con sus patines y los chicos jugaron al béisbol en solares y descampados. Tom organizó exquisitas comidas campestres para los coetáneos de Annie y la animó a jugar al golf y al tenis con ellos. Y, de repente, con una triunfal pirueta final de la naturaleza, era verano.
Una preciosa tarde de mayo Tom cruzó el jardín de los Lorry y se sentó en el porche con la madre de Annie.
— Qué bien se está aquí–dijo-. He pensado que hoy, en vez de coger el coche, Annie y yo podríamos dar un paseo. Me gustaría enseñarle la casa donde nací.
— Está en Chambers Street, ¿no? Annie volverá enseguida. Ha ido a dar una vuelta después de cenar con algunos chicos.
— Sí, está en Chambers Street.
Tom miró el reloj con la esperanza de que Annie volviera antes de que oscureciera por completo. Eran las nueve menos cuarto. Frunció el entrecejo. Ya lo había tenido esperando la noche anterior; y la tarde anterior lo había tenido esperando una hora.
«Si yo tuviera veintiún años», se dijo, «montaría una escena y los dos sufriríamos».
Estuvo charlando con la señora Lorry. La agradable temperatura de la noche se unió a la lasitud crepuscular de sus cincuenta años y los ablandó a los dos, y, por primera vez desde que Tom empezó a mostrar interés por Annie, desapareció la hostilidad entre ellos. De vez en cuando caían en largos silencios, que sólo rompían el roce de una cerilla o el crujir de la mecedora de la señora Lorry. Cuando el señor Lorry llegó a casa, Tom, extrañado, tiró la colilla de su segundo cigarro y miró el reloj. Eran más de las diez.
— Annie tarda demasiado–dijo la señora Lorry.
— Espero que no haya pasado nada–dijo Tom, preocupado-. ¿Con quién está?
— Eran cuatro cuando se fueron. Randy Cambell y otra pareja. No me fijé en quiénes eran. Sólo iban a tomar un refresco.
— Espero que no hayan tenido ningún problema. Quizá… ¿Cree que debería ir a buscarla? — En estos tiempos a las diez no es tarde. Ya verá como…
Y, recordando que Tom Squires iba a casarse con Annie, y no a adoptarla, no añadió: «Ya se irá acostumbrando».
Su marido pidió disculpas y se acostó, y la conversación se hizo más forzada e insulsa. Cuando el reloj de la iglesia empezó a dar las once, los dos dejaron de hablar y escucharon las campanadas. Veinte minutos más tarde, en el instante en que Tom apagaba con impaciencia su último cigarro, un automóvil bajó la calle y frenó ante la casa.
Durante un instante nadie se movió ni en el porche ni en el automóvil. Y entonces Annie, con un sombrero en la mano, se apeó y cruzó el jardín deprísa. Desafiando la noche tranquila, el coche se alejó entre bufidos.
"¡Hola! — dijo-. ¡Lo siento! ¿Qué hora es? ¿Llego muy tarde?
Tom no contestó. La farola de la calle proyectaba una luz de color vino sobre la cara de Annie y ponía una sombra en el encendido rubor de sus mejillas. Tenía el vestido arrugado y el pelo ligera aunque significativamente revuelto. Pero fue el extraño cambio en la voz de Annie lo que le hizo sentir miedo a hablar, lo que le hizo apartar la vista.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó con naturalidad la señora Lorry.
— Ah, un pinchazo y no sé qué problema con el motor… Y nos perdimos. ¿Es que es muy tarde?
Y entonces, mientras Annie les hablaba, de pie, frente a ellos, con el sombrero aún en la mano, con el pecho que subía y bajaba casi imperceptiblemente, y los ojos muy abiertos y brillantes, Tom se dio cuenta, aterrorizado, de que su madre y él eran dos personas de la misma edad que escuchaban a otra de una edad muy distinta. Hiciera lo que hiciera, siempre sería igual que la señora Lorry. Y, cuando la señora Lorry se disculpó para acostarse, Tom tuvo que reprimir unas ganas frenéticas de decir: "¿Pero por qué se va ahora, si llevamos toda la noche aquí sentados?».
Se quedaron solos. Annie se le acercó y le cogió la mano. Tom nunca había sido tan consciente de su belleza: tenía las manos húmedas de rocío.
— Has salido con ese chico, con Cambell–dijo.
— Sí, pero no te enfades. Me siento… Me siento tan nerviosa esta noche… — ¿Nerviosa?
Annie se sentó, casi lloriqueando.
— No lo puedo evitar. Por favor, no te enfades. Me pidió con tantas ganas que diéramos un paseo, y hacía una noche tan maravillosa, que salí un rato. Y nos pusimos a hablar y perdí la noción del tiempo. Yo sentía… Me daba tanta pena de él…
— ¿Y qué crees que sentía yo mientras? — se sintió ridículo, pero ya lo había dicho. — No seas así, Tom. Ya te he dicho que estaba muy nerviosa. Quiero acostarme. — Comprendo. Buenas noches, Annie. — Por favor, no seas así, Tom. ¿No puedes comprenderlo?
Lo comprendía, y ése era el problema. Con una cortés reverencia propia de otro tiempo, bajó los escalones y se fue, a la luz purificadera de la luna. Ya era una sombra entre las farolas, y enseguida sólo unos pasos que se alejaban por la calle.
IV
Durante todo aquel verano salió de paseo muchas noches. Le gustaba detenerse un momento frente a la casa donde había nacido y frente a la casa donde había pasado la niñez. En su camino acostumbrado había otros notables hitos de los años noventa, deformados habitáculos de placeres que habían desaparecido hacía mucho tiempo: los restos de las caballerizas de alquiler Jansen y la antigua pista de patinaje Nushka, donde todos los inviernos su padre giraba y giraba sobre la perfecta superficie de hielo.
— Es una lástima–murmuraba-. Una maldita lástima. También lo atraían las luces de cierta tienda, porque le parecía que allí estaba contenida la semilla de otra, más próxima, rama del pasado. Una vez entró y preguntó, como por casualidad, por una dependienta rubia, y se enteró de que se había casado y se había ido unos meses antes. Se informó del nombre y le mandó sin pensarlo dos veces un regalo de bodas «de un admirador desconocido», pues sentía que le debía
algo de su felicidad y su dolor. Había perdido la batalla contra la juventud y la primavera, y con su dolor redimía un pecado imperdonable y propio de su edad: negarse a morir. Pero no hubiera podido adentrarse desolado en la oscuridad sin haberse agotado un poco más; lo único que había querido, al fin y al cabo, era apaciguar su viejo y fuerte corazón. La lucha, la lucha en sí, valía más que la victoria o la derrota, y aquellos tres meses serían suyos para siempre.
Los barrios bajos
FUMIKO HAYASHI
Como el viento era frío, Ryo caminaba eligiendo el lado donde pegaba el sol. Caminaba con la mirada puesta en las casas pequeñas, de ser posible. Debido a que era alrededor de mediodía buscaba una casa en la que se le invitara a tomar una taza de té. A lo largo de un alero, al doblar una pared de madera que parecía pertenecer a una obra en construcción, espió al fondo de una pila de hierros herrumbrados y allí había un cobertizo con puerta de vidrio que permitía ver el chisporroteo de un fuego. Un hombre, que venía a sus espaldas en bicicleta, puso un pie en tierra y preguntó: —¿Dónde está la oficina de la delegación de Katsushika? — . Ryo no lo sabía y dijo: — Yo también estoy de paso… — ante lo que el hombre de la bicicleta se dirigió hacia el cobertizo y preguntó otra vez la misma cosa alzando la voz. Abriendo la puerta de vidrio, se asomó otro hombre que parecía un obrero con una toalla alrededor de la frente: — Saliendo a la calle de Yotsugi, si va por la nueva avenida hacia la estación, la encontrará–contestó.
El hombre de la toalla parecía de buen carácter, por lo que Ryo, dejando pasar la bicicleta, se acercó tímidamente y preguntó, en voz baja: —¿No necesita té de Shizuoka? — . En la oscura habitación de piso de tierra había un brasero quemando leña y encima una parrilla de hierro con una gran olla.
— ¿Té?
— Sí, es té de Shizuoka–sonriendo, Ryo puso rápidamente en el suelo su morral.
Sin decir palabra, el hombre de la toalla se dirigió hacia una banqueta que había en la habitación.
Ryo quería que aunque fuese sólo un momento la dejara acercarse al fuego que ardía vivamente y dijo tímidamente:
— He caminado largo tiempo y hace mucho frío. ¿No dejaría que me quedara un poco?
— ¡Por supuesto! Cierre allí y acérquese al fuego. — El hombre tenía la pequeña banqueta entre las piernas pero la retiró y se acercó a ella, sentándose sobre un cajón tambaleante.
Ryo colocó el morral en una esquina del cobertizo, y respetuosamente se sentó en cuclillas, calentándose las manos junto al fuego.
— Siéntese en la banqueta–dijo el hombre haciendo una seña con la barbilla y mirando a Ryo, que estaba del otro lado de las llamas con la cara sonrosada.
Ryo parecía no cuidar de sus ropas, pero sorprendentemente era atractiva y de facciones muy blancas. — ¿Es eso lo que usted hace? ¿Vender té de puerta en puerta? — preguntó el hombre.
El agua hirviendo de la olla silbó amistosamente. El techo estaba negro de humo y sobresalía visiblemente un gran altar de familia con una rama verde de sasaki (árbol sagrado del shintoísmo con el que se adornan templos y otros lugares de culto) como ofrenda. Debajo de la ventana colgaba un pizarrón y contra la pared se arrimaba un par de botas altas de goma llenas de agujeros.
— Me dijeron que éste era un buen vecindario y vine desde la mañana temprano. He vendido solamente un paquete y pensé regresar, pero quería comer mi almuerzo en algún lugar y caminaba buscándolo.
— Aquí puede comerlo, si quiere… El negocio es una cosa de suerte. Si en otra ocasión va a un lugar más habitado, posiblemente, sin esperarlo, logre muchas ventas. —El hombre sacó un envoltorio de papel de periódicos amarillentos que estaba en un estante que parecía ser un librero retorcido y, desenvolviéndolo, extrajo una rebanada de salmón. Quitó la olla de la parrilla y en su lugar colocó el filete, que comenzó a despedir un apetitoso olor.
— Bueno, ¿qué le parece si se sienta en el banco y disfruta de su almuerzo?
Ryo se levantó, extrajo de su morral el bento (pequeña caja, tradicionalmente de laca, en la que se lleva comida) envuelto en un furoshiki (especie de pañuelo de diferentes colores que los japoneses utilizan para envolver pequeños bultos)y se volvió a sentar.
— Vender algo no es divertido, ¿verdad? ¿A cuánto vende los cien monmé (medida de peso que ya casi no se usa (1 monme = 0,132 onzas)) -el hombre dio vuelta al pescado con la mano.
— A 120 o 130 yens, pero hay mucho desperdicio y si lo vendo caro nadie me lo compra.
— Así es. En las casas donde hay viejos quizá lo compren, pero es difícil donde hay gente joven.
— Ryo abrió su paquete con comida. Sobre un cocido negro de arroz con cebada había dos sardinas asadas y algunos encurtidos en pasta de soja.
— ¿Dónde vive? — preguntó el hombre.
— En Inarichó, Shitaya. Acabo de llegar a Tokio y todavía no distingo el Este del Oeste. — ¿Está alquilando un cuarto? — No, vivo en casa de unos amigos.
De una sucia bolsa de lana el hombre sacó una caja de aluminio y levantó la tapa. Estaba llena de arroz con papas aplastadas hechas casi puré. Colocó con la mano el salmón asado sobre la tapa de la caja y volvió a poner la olla en el brasero, arrojando unas pequeñas astillas para avivar el fuego.
Ryo depositó los restos de su comida en la banqueta, sacó del morral una bolsita de té que vendía y preguntó mientras vertía un poco sobre un pañuelo de papel: — ¿No importa si lo echo en la olla? — El hombre negó con un ademán, entre agradecido y avergonzado, y dijo riendo: —No está bien, es muy caro–los dientes, grandes y blancos, le daban una apariencia juvenil.
— Ryo levantó la tapa de la olla y tiró el té en el agua caliente, que poco después temblaba al hervir.
El hombre tomó una taza y una sucia copa del estante y las colocó sobre un cajón nuevo que estaba contra la pared.
— ¿Y su esposo qué hace? — preguntó el hombre, mientras partía el salmón con los dedos y ponía una mitad sobre el arroz de Ryo.
Perpleja, recibió el pescado con muestras de agradecimiento.
— MÍ marido está en Sibería, y como todavía no regresa tengo que trabajar así para poder comer. El hombre levantó la cara con una expresión de sorpresa. — ¿Eh? ¿En qué parte de Siberia?
Estaban en Baikal, y desde las últimas noticias recibidas habían pasado el otoño y el invierno. Ya eran una costumbre para Ryo la depresión y la tristeza que sentía cada vez que abría lo s ojos en la mañana. La distancia era demasiado grande y no le quedaban otros sentimientos por su esposo, pero aun la falta de sentimientos se había convertido en una costumbre.
Estaba de moda una canción que hablaba de «la colina extranjera», y cuando Ryükichi se la cantaba la envolvía la desolación.
Pensaba que a ella sola, de entre todos los que la rodeaban, le quedaban los recuerdos de la guerra. Pero eran memorias que morían en la distancia y que le venían envueltas en niebla, teñidas por el nuevo sentimiento de la paz. «No existe eso llamado Dios» se había convertido en su frase favorita. Esperando con ansias durante el verano, al desaparecer poco a poco el calor, la llegada del invierno le dejaba una soledad culpable. La paciencia del ser humano tiene un límite y Ryo se enojaba. El rostro de Ryüji, su esposo, que había pasado ya seis veces el invierno en Siberia, se había ido adelgazando en el recuerdo hasta convertirse en el de un fantasma.
Eran seis años. Desde que Ryüji había partido al frente de batalla ni una sola vez se le había presentado un pensamiento que la hiciera feliz. Los meses pasaban veloces a un costado de su vida sin despertar su interés. Ahora nadie hablaba de la guerra. Ocasionalmente, al contarle a alguien que su esposo estaba en Siberia, únicamente recibía la simpatía despreocupada del que sale en una misión y ya no regresa. Ryo no sabe qué tipo de lugar es Siberia, sólo puede imaginarlo como un vasto desierto de nieve.
— Dicen que está cerca de Baikal, pero todavía no puede regresar.
— Yo también fui repatriado desde Siberia. Me hicieron cortar leña durante dos años cerca del río Amur. Todo es cuestión de suene. Para su esposo debe ser terrible, pero también para usted, que lo está esperando. El hombre se quitó la toalla de la cabeza y con ella secó la taza y la copa. Después sirvió el té hirviendo.
— ¿Es cierto? ¿Usted también fue desmovilizado? Sin embargo, es fuerte y pudo volver.
— Con dificultad escapé de la muerte. Volver a Japón no fue gran cosa. — Mientras terminaba el almuerzo, Ryo contempló atentamente la cara del hombre. Tal como podía esperarse, era una persona sin educación, pero ella se sentía a gusto con él y podía hablar a sus anchas.
— ¿Tiene hijos? — preguntó él.
— Sí, un varón de casi ocho años, pero tengo problemas con la escuela. Como estoy atrasada con mi cambio de domicilio no puede comenzar sus estudios y, atareada como ando con la venta de té, debo ir todos los días a la oficina de la delegación. Siempre termino muerta de cansancio.
El hombre tomó la copa y comenzó a tomar el té caliente entre resoplidos.
— ¡Es un té delicioso!
— ¿Sí? y no es el de mejor calidad; su precio de costo es de unos 800 yens por libra. Sin embargo, a los clientes les gusta. — También Ryo, tomando la taza con las dos manos, se puso a beber el té, soplando para enfriarlo.
En algún momento había cambiado la dirección del viento y ahora soplaba con fuerza desde el Oeste, silbando contra el techo de zinc. Ryo no sentía deseos de salir al exterior. Quería quedarse un poco más junto al fuego.
— Me parece que le voy a comprar un poco de té–dijo el hombre mientras sacaba trescientos yens del bolsillo de su uniforme de trabajo.
— No necesita comprar nada. Yo le regalaré una libra y media–contestó Ryo mientras se apuraba a sacar dos bolsas y las colocaba sobre un cajón.
— ¿Qué? El negocio es siempre negocio y no puedo aceptarlo. De todos modos, cuando ande por esta zona venga a visitarme.
— Muchas gracias… ¿No sabe de alguna habitación que se rente por aquí? — Ryo paseó su mirada por el pequeño cobertizo.
El hombre terminó su comida y dijo mientras rompía una pequeña astilla para usar como palillo de dientes:
— Yo vivo aquí. Estoy encargado de vigilar todo ese hierro y de ayudar a cargarlo en los camiones de transporte. La comida me la traen de la casa de una hermana que vive muy cerca.
Se levantó y abrió una puerta que estaba debajo del altar familiar. Ryo vio una pequeñísima habitación que parecía un closet con una cama. Contra la pared de madera había una tarjeta en colores de la actriz Isuzu Yamada.
— ¡Tiene todo muy bien arreglado! Debe sentirse muy cómodo–Ryo se preguntó qué edad tendría.
Desde ese día se hizo costumbre para Ryo ir a vender a Yotsugi y pasar por el depósito de material de hierro. Supo también que el hombre se llamaba Yoshio Tsuruishi.
Tsuruishi se alegraba mucho con sus visitas y la esperaba casi siempre con alguna golosina. Al mismo tiempo, sus ventas de té comenzaron a prosperar y consiguió clientes en el vecindario, lo que convirtió sus caminatas en un placer.
Cinco días después Ryo trajo consigo a Ryükichi, su hijo. Tsuruishi se puso muy contento al verlo y se lo llevó de paseo. Al rato volvieron con dos grandes pasteles de caramelo todavía calientes.
— Este muchacho es un glotón —dijo Tsuruishi palmeando la cabeza del niño y sentándolo en la banqueta.
Ryo se preguntó si su nuevo amigo estaba casado. No es que importara, pero el pensamiento le vino a la cabeza al ver el cariño que demostraba por su hijo. Hasta ese día, tenía ya treinta años, no había pensado en ningún hombre que no fuese su esposo, pero el temperamento despreocupado de Tsuruishi comenzó a operar un gradual y extraño cambio en sus sentimientos. Se le hizo importante su propia apariencia y salía a vender té con un nuevo,entusiasmo. Sus parientes también le mandaban desde Shizuoka ralladura de pescados como sardina y caballa, que a veces tenían más éxito aún que el té.
Unos ocho días más tarde Ryo se encaminó nuevamente a encontrarse con Tsuruishi, quien la había invitado a visitar Asakusa (barrio habitado fundamentalmente por la clase obrera, geishas, etc., que se ha convertido en un distrito de restaurantes y centros de diversión. Es famoso por un antiguo templo budista dedicado a Kannon, la Diosa de Misericordia) en uno de sus días libres. Todavía era demasiado temprano para ver los cerezos en flor, pero si tenían tiempo irían a caminar por el parque de Ueno.
El día acordado, siguiendo las indicaciones que le había hecho Tsuruishi, Ryo estaba esperando junto con su hijo frente a la oficina de informes turísticos de la estación. El cielo estaba plomizo, aunque a veces se
despejaba, y si no llovía todo saldría bien. Después de esperar unos diez minutos apareció Tsuruishi con un envejecido traje gris que le quedaba demasiado chico.
Ryo, apenas maquillada, llevaba un vestido azul de tela de kimono y un saco acolchado color té pálido. Se veía mucho más joven que de costumbre y quizá debido a sus ropas de estilo occidental, parecía una colegiala junto a Tsuruishí, alto y de anchos hombros.
— Ojalá no llueva–dijo él alzando con toda facilidad a Ryükichi y caminando entre la muchedumbre. Ryo llevaba bajo el brazo una gran bolsa con pan, bocadillos de arroz envuelto en algas y mandarinas. Fueron hasta Asakusa en metro y desde la tienda Matsuya caminaron hacia el Portal Niten, pasando juntó a una galería de pequeños negocios.
El distrito de Asakusa era muy distinto de lo que Ryo había supuesto y se desilusionó al pensar que ese pequeño templo de laca roja era la sede de la famosa Diosa de la Misericordia. Tsuruishi le explicó que antes había sido un enorme y altísimo templo, pero a ella le resultaba muy difícil imaginárselo. Ahora había solamente una multitud que se movía como las olas del mar y que se apretujaba rodeando el santuario. En la distancia se podía oír el invitador sonido melancólico de trompetas y saxofones. Un viento salvaje murmuraba y jadeaba al chocar contra las ramas, llenas de brotes, de los árboles ennegrecidos por el fuego de la guerra.
Pasando bajo el arco del mercado de ropa vieja, llegaron junto a las barracas de venta de comida que se atestaban alrededor del pequeño lago artificial. El ambiente estaba saturado con el olor a aceite hirviendo y el vapor que despedían las grandes ollas de oden (comida típica japonesa que se prepara con muchos ingredientes a modo de guiso) Ryükichi caminaba chupando un palillo de algodón de azúcar amarillo que le había comprado Tsuruishi a un vendedor ambulante.
Se podía decir que había sido un encuentro trivial, pero Ryo confiaba en Tsuruishi como si hubieran estado juntos diez años. Se sentía llena de energía. Los tres caminaban indolentes por una callejuela donde se alineaban cines y teatros. Los grandes edificios estaban llenos de carteles estilo americano que parecían apurarlos rugiendo sus propagandas.
— Bueno, parece que empezó a llover, después de todo
— dijo Tsuruishi levantando una mano. Ryo levantó la cara, recibiendo el impacto de las grandes gotas y pensando que la excursión estaba arruinada, pero los tres encontraron refugio en una pequeña casa de té que tenía en la entrada una lámpara de vidrio con la inscripción «MerryM.
Del techo colgaban unas extrañas flores artificiales que le daban al local un ambiente frío y desolado. Pidieron té negro y Ryo puso sobre la mesa el pan y los bocadillos de arroz con algas que traía. Tsuruishi no fumaba y muy pronto terminaron de comer, pero ahora llovía intensamente y al mirar a su alrededor se dieron cuenta de que el lugar estaba lleno de gente que buscaba refugio.
— ¿Qué podemos hacer? Llueve mucho y no parece que vaya a parar.
— Esperemos un rato. Si amaina la lluvia los acompañaré a casa.
Ryo se preguntó si las palabras de Tsuruishi significaban que los llevaría a donde ella vivía, pero eso no tenía sentido. Ocupaba un lugar en la casa de un conocido de su pueblo hasta que encontrara una habitación propia. Para dormir se tendía con su hijo en el pequeñísimo vestíbulo, así que a eso no se le podía llamar su casa. Ryo preferiría ir a donde vivía Tsuruishi, pero el cobertizo también era pequeño y no podrían descansar con comodidad.
Inclinándose para que Tsuruishi no la viera, Ryo sacó su billetera y contó el dinero que traía. Con él podían encontrar un lugar para refugiarse de la lluvia, algo así como un hotel.
— ¿No habrá algún hotel por aquí cerca? Al oírla, Tsuruishi hizo un gesto de extrañeza. Sin avergonzarse, Ryo le contó francamente lo que había pensado.
— Sinceramente no me gustaría regresar. Podemos ir al cine y después buscar una pequeña pensión, comer unos fideos y descansar un rato antes de despedirnos. ¿Le parece demasiado caro?
A Tsuruishi le gustó la idea. Se quitó el saco, lo puso sobre la cabeza de Ryükichi y los guió corriendo bajo la lluvia hasta un cine. Como era de esperarse, todas las butacas estaban ocupadas y tuvieron que ver la película de pie, muertos de cansancio. En algún momento el niño se quedó profundamente dormido apoyado contra Tsuruishi. Pasada una hora, salieron del cine y se pusieron a buscar un hotel bajo la torrencial lluvia, que golpeaba contra la tierra cantando como las hojas de un platanar al ser agitadas por el viento. Finalmente encontraron un pequeño ryokan (hotel tradicional japonés).
El dueño los llevó hasta una estrecha y desagradable habitación con los tatamis (estera de paja con la que se cubre el piso en las casas japonesas. Dado que tiene medidas estándar sirve también para calcular el tamaño de las habitaciones) echados a perder, al fondo de un corredor agujereado que crujía al caminar.
Ryo se quitó los calcetines empapados. El niño se dejó caer en un rincón y volvió a quedarse dormido. Tsuruishi le puso bajo la cabeza un sucio almohadón. Parecía no haber desagüe, porque el agua que caía del techo hacía el ruido de un torrente en la montaña.
Tsuruishi sacó un pañuelo amarillento y se puso a secar el cabello de Ryo. Como era un gesto inocente, ella se entregó a la amabilidad que demostraba. Arrullada por el ruido de la lluvia, un insignificante sentimiento de felicidad se metió en su pecho. Se preguntó por qué… La soledad de una mujer encerrada en sí misma durante largo tiempo se ponía a cantar como si fuera una flauta.
— ¿Se podrá comer en este lugar? —preguntó Tsuruishi.
— Iré a ver qué consigo —Ryo salió al corredor y le preguntó a una camarera vestida con ropas occidentales que traía el té. Había sopa de fideos chinos y ordenó dos platos.
Mientras tomaban té, se sentaron sin hablar durante un rato rodeando un brasero apagado. Tsuruishi estiró las piernas y se acostó junto al niño. Ryo se quedó mirando por la ventana el cielo nublado que se oscurecía lentamente.
—¿Cuántos años tienes? — preguntó repentinamente Tsuruishi. Ryo lo miró a la cara y se echó a reír. —Nunca he sabido calcular la edad de las mujeres. ¿Veintiséis o veintisiete? —Ya estoy vieja. Tengo treinta. —¿Eh? Tienes un año más que yo.
—¡No puedo creerlo! ¡Eres muy joven! Yo creí que también tenías treinta–dijo Ryo mirándole la cara con gesto de extrañeza.
Tsuruishi se contemplaba las piernas, que estaban sucias. Tenía cejas espesas y ojos de buena persona. Había enrojecido; después se quitó los calcetines. Ya era entrada la noche y la lluvia no cesaba. Se hizo tarde y las sopas llegaron heladas. Ryo sacudió a Ryükichi y le hizo comer una. Al niño se le cerraban los ojos.
Decidieron quedarse a pasar la noche y Tsuruishi fue a la oficina del hotel, pagó la cuenta y regresó con ropa de cama, que extrañamente estaba cuidadosamente doblada. Ryo extendió los colchones, con los que la habitación pareció encogerse. Le quitó la chaqueta a Ryükichi, lo llevó al baño y lo acostó.
— Deben de pensar que somos un matrimonio–dijo Tsuruishi.
— Supongo que sí. No me parece bien engañarlos–quizá porque estaba viendo el colchón, Ryo sintió una conmoción en el pecho y le pareció estar ofendiendo la memoria de su esposo. Quería pensar que, debido a la lluvia, no había más remedio que pasar la noche allí, pero en el fondo de su corazón ese razonamiento no la convencía.
A medianoche, había caído en una agradable somnolencia cuando la despertó la voz de Tsuruishi: — ¡Ryo! ¡Ryo!
Sorprendida, levantó la cabeza de la almohada y él, casi susurrando, le preguntó si podía ir junto a ella. El chaparrón había amainado y el agua que caía del alero se oía tenuemente.
— No, no creo que debas venir
— ¿Lo dices en serio?
— Sí, no está bien.
Tsuruishi lanzó un profundo suspiro.
— No te lo había preguntado, pero, ¿estás casado?
— Lo estuve.
— ¿Qué pasó con ella?
— Cuando volví de la guerra estaba viviendo con otro hombre. — Te habrás enojado mucho…
— Bueno, sí. En realidad me enojé. Pero no había nada que pudiera hacer. Me abandonó y eso fue todo. — Sí, pero de todos modos pudiste superarlo. Tsuruishi se quedó callado nuevamente. — Hablemos de algo–dio Ryo.
— No tenemos muchos temas de conversación… Este…La sopa estaba muy mala ¿verdad? — Sí, es cierto. Cien yens por plato es caro. Tsuruishi cambió de tema: — ¡Qué bueno sería que consiguieras tu propio cuarto para vivir!
— Sí, ¿no habrá alguno que se rente cerca de tu casa? Me gustaría mudarme para estar cerca de tí. — Pues, no sé de ninguno, pero apenas haya algo te avisaré… Eres una persona maravillosa, Ryo. — ¿Eh? ¿Por qué lo dices?
— Realmente eres maravillosa. Se dice que las mujeres no tienen moral, pero… — Ryo permaneció en silencio. Repentinamente tenía deseos de abrazarlo. Suspiró penosa y entrecortadamente para que él no se diera cuenta. Sentía las axilas hirviendo. Un camión madrugador pasó por la calle haciendo temblar todo el edificio.
— ¡Esos que hacen la guerra convierten al hombre en un insecto! Han estado haciendo cosas de locos con la mayor seriedad. Yo mismo terminé como soldado de segunda, pero bien que me vapulearon. ¡Sería terrible que se repitiera!
— Tsuruishi, ¿dónde viven tus padres? — preguntó Ryo.
— En el campo…
— SÍ, pero ¿dónde?
— En Shizuoka.
— ¿Y qué hace tu hermana?
— Lo mismo que tú. Está sola y tiene que criar a dos niños. Trabaja con una máquina de coser, haciendo ropa. Su esposo murió al comienzo de la guerra, en China. — Tsuruishi parecía haberse tranquilizado pues su voz estaba en calma.
Ryo, al ver las primeras luces del amanecer, lamentó que la noche terminara. En el fondo deploraba también que Tsuruishi se hubiera conformado tan fácilmente, aunque debía aceptar que era lo mejor para los dos. Si hubiese sido un hombre que no le importara, posiblemente no le habría costado entregarse.
Tsuruishi ya no le preguntó nada acerca de su esposo.
— Ryo, no puedo dormir. Creo que lo que pasa es que no estoy acostumbrado.
— ¿Acostumbrado a qué?
— A dormir con una mujer en la misma habitación.
— Oh, no me digas que no te acuestas con mujeres de vez en cuando.
— Bueno, soy hombre. Pero lo hago sólo con profesionales.
— ¡Qué privilegiados son los hombres! — Ryo lo dijo sin pensar, y antes de que pudiera darse cuenta, Tsuruishi se había levantado súbitamente y estaba a su lado, inclinando su pesada figura sobre ella.
El hombre estaba sobre las cobijas y su peso aplastaba a Ryo, entregada indefensa a su pasión. En silencio, con los ojos clavados en la penumbra, soportaba el dolor que le causaba la negra cabeza de Tsuruishi apoyada sobre su mejilla; detrás de sus párpados nacía un arco iris de luces multicolores. Los labios calientes del hombre se pegaban, deformes, cerca de su nariz.
— Ryo… Ryo…
Ella estiró las piernas. Los oídos le zumbaban.
— Está mal, tú lo sabes. Cuando pienso en mi esposo… — murmuró. Sin embargo, casi inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho. Tsuruishi permaneció en la misma extraña posición, encima de las cobijas, sin hablar. Con la cabeza inclinada, como postrado en oración ante un dios. Ryo dudó durante un momento y después abrazó con todas sus fuerzas el cuello tibio del hombre.
Dos días después, llevando a su hijo, Ryo partió alegremente hacia la casa de Tsuruishi, que siempre los esperaba parado frente a la puerta de vidrio de su cobertizo con la toalla alrededor de su cabeza. Pero hoy no se veía por ninguna parte.
Ryo sintió una extraña sensación y mandó a Ryükichi corriendo adelante. — ¡Hay unas personas que no conozco! —volvió diciendo el niño.
Asustada, Ryo se acercó al cobertizo y vio a dos hombres jóvenes arreglando la cama de Tsuruishi. — ¿Qué desea, señora? — preguntó volviéndose un hombre de ojos pequeños. — ¿No está Tsuruishi? — Tsuruishi murió anoche.
— ¿Qué? — Ryo no pudo pronunciar otra palabra. Había notado una llama ardiendo en el ennegrecido altar familiar pero no se había dado cuenta de su terrible significado. Tsuruishi había ido en un camión cargado con material de hierro hasta Omiya y al regreso habían caído desde un puente al río, muriendo él y el conductor. Hoy irían su hermana y alguien de la Compañía a Omiya para la cremación del cadáver.
Ryo seguía sin habla. Veía como en sueños a los dos hombres que continuaban arreglando las cosas de Tsuruishi. Sobre el estante estaban las dos bolsas de té que él le había comprado el primer día. Una de ellas estaba doblada por la mitad.
— Señora, ¿era usted amiga de Tsuruishi?
— Sí, lo conocía un poco.
— Era una buena persona. No tenía ninguna necesidad de ir hasta Omiya. Fue solamente para ayudar al conductor a descargar el camión y salieron después de mediodía. ¡Haberse salvado de Siberia y venir a morir de esta manera! ¡Eso sí es
mala suerte! — el más gordo de los dos hombres despegó la foto de Isuzu Yamada y le quitó, soplando, el polvo, acumulado.
Ryo seguía inmovilizada. El brasero, la olla y las botas de goma seguían igual; nada había cambiado en la habitación. Al mirar hacia el pizarrón notó que había un mensaje escrito con letra desmañada en tiza roja: «Ryo, te esperé hasta las dos de la tarde».
Tomó la mano de su hijo, se puso la pesada mochila a la espalda y al doblar la cerca de madera, repentinamente, comenzaron a brotar lágrimas ardientes.
— Mamá, ¿se murió ese señor?
— Dicen que se cayó al río–Ryo lloraba al caminar. Lloraba tanto que le dolían los ojos.
Eran las dos de la tarde cuando Ryo y Ryükichi salieron en dirección a Asakusa. Caminaron hasta un puente arqueado y desde allí, a lo largo del río, hacia Shirahigé, Ryo miraba el agua azul y negra y se preguntó si no sería el río Sumida.
Esa mañana de Asakusa, Tsuruishi le había dicho que no se preocupara si quedaba embarazada, que él se encargaría de todo, que todos los meses le pasaría dos mil yens. Mientras chupaba un lápiz, escribió en una pequeña libreta la dirección de Ryo. Antes de despedirse, le compró a Ryükichi en una tienda especializada en artículos occidentales una gorra de béisbol con su nombre escrito en ella. Después, los tres caminaron sin rumbo fijo, sorteando los charcos dejados por la lluvia junto a la vía del tren. Finalmente, buscaron una lechería y Tsuruishi ordenó para cada uno un gran vaso de leche.
Lo recordaba todo caminando contra el viento a la orilla del río. Cerca de Shirahigé había una pequeña bandada de aves acuáticas y sobre la corriente negra y azul iban y venían las barcazas de carga. Ryo recordaba con mayor claridad la cara oscura de Tsuruishi que la de su propio esposo en Siberia.
— Mamá, cómprame un libro de cuentos–pidió Ryükichi.
— Más tarde–contestó ella-, más tarde.
— Pero mamá, recién pasamos por un lugar donde había muchos cuentos, ¿no viste?
Volvió sobre sus pasos; le daba lo mismo ir a uno u otro lado. Nunca había pensado que se encontraría más de una vez con Tsuruishi.
— Mamá, tengo hambre–Ryükichi, exasperado y con su bonita gorra blanca de béisbol con letras rojas le estaba haciendo un escándalo. Pasaban frente a un grupo de casas que parecían baratas, frente al río, y Ryo sintió envidia de los dueños. En un segundo piso había un colchón puesto a secar al sol y, al verlo, abrió la puerta de la casa.
— ¡Té de Shizuoka! ¡Té de la mejor calidad! — gritó con su voz más atractiva.
No hubo respuesta y llamó nuevamente. Desde lo alto de una escalera que había al frente de la casa se oyó la voz cortante de una mujer joven negándose a comprar nada.
Ryo siguió casa por casa, pacientemente, ofreciendo su té, pero nadie le pedía que dejara su cargamento en el suelo.
Protestando, su hijo la seguía a cierta distancia. Para olvidar su amargura, y aunque nadie le compraba, continuaba ofreciendo su mercancía, pensando que eso era preferible a pedir limosna. La pesada mochila le había insensibilizado los hombros y se puso dos pañuelos para protegerlos.
Al día siguiente, Ryo dejó a Ryükichi en su casa y fue nuevamente a Yotsugi. Quizá debido a que no llevaba a su hijo, podía pensar más profundamente y con mayor libertad en todo lo que había pasado. Al doblar la cerca de madera, inesperadamente, se encontró con que en el pequeño cobertizo brillaba un fuego. Llena de nostalgia, se acercó a la puerta de vidrio con su mochila a la espalda. Un viejo con una chaqueta corta de trabajo estaba quemando leña en el brasero. El humo salía en grandes nubes por una pequeña ventana.
—¿Qué desea? —el viejo se volvió hacía ella, ahogado por el humo. —Vine a vender té.
—¿Té? Tengo mucho y de buena calidad.
Ryo apartó la mano de la puerta y se alejó del lugar sin pronunciar palabra. Había intentado entrar al cobertizo pero ya no tenía sentido. También pensó preguntarle al viejo la dirección de la hermana de Tsuruishi y ofrecer una vara de incienso a su memoria, pero se arrepintió. Eso tampoco tenía sentido. Ahora todo le causaba tristeza, y por alguna extraña asociación de ideas sintió que si nacía un hijo de Tsuruishi la vida del niño tampoco tendría sentido. Y si en algún momento volvía su esposo de Síbería ella misma no tendría otra salida más que la muerte…
De todos modos, a su alrededor brillaba el sol y en ambas márgenes del río, donde el agua no llegaba, crecía un pasto verde que se le metía en los ojos, haciéndolos arder. No le remordía la conciencia. Ni por un momento había sentido que conocer aTsuruishi era algo malo. Había venido a Tokio pensando que si la venta de té no tenía éxito volvería a su pueblo natal, pero ahora, para bien o para mal, prefería Tokio. Aunque muriera al borde del camino, como un pordiosero, era mejor que fuera en Tokio.
Ryo se sentó sobre el pasto verde del río. Enfrente de sus ojos junto a unos fragmentos de concreto, yacía boca arriba un pequeño gato muerto. Se levantó enseguida, se puso la mochila a la espalda y caminó en dirección a la estación de trenes. Al entrar a una bulliciosa callejuela lateral llamó su atención una casa miserable hecha de tablas con una puerta de vidrio.
— ¡Té de Shizuoka! ¿Alguien quiere té de Shizuoka? — gritó acercándose. Abrió la puerta y vio a dos o tres mujeres que se dedicaban a coser calcetines y camisas y que volvieron la cabeza al entrar ella.
— ¿Té? ¿Cuánto cuesta? ¡Debe ser caro! Espere un momento que voy a buscar la bolsa —una de las mujeres, de frágil apariencia, desapareció en la habitación contigua.
Son mujeres como yo, pensó Ryo, mientras observaba el afiebrado trabajo. Cada tanto sus agujas brillaban al chocar con el sol.
Después de la conferencia
TOMÁS KÓBOR
El acto se realizó en la gran sala de recibo. Con los sillones revestidos de seda y las sillas tapizadas de cuero se formaron tres hileras, como en la platea de un teatro. Al frente, entre las dos ventanas, se ubicó la mesa, y sobre ésta, además de una lámpara que proyectaba la luz de cien bujías, los tradicionales candelabros que servían de adorno.
La dueña de la casa era el centro de la reunión. Ostentando su belleza, con dulce sonrisa y un poco emocionada ante los calurosos aplausos de los presentes tomó asiento, comenzando, con el silenciar de aquéllos, la lectura de su conferencia sobre «Las corrientes artísticas modernas».
El trabajo se refería a las artes en general: escultura, pintura, poesía, teatro…, y todo estaba relacionado armónicamente, como un desfilar de hadas que al pasar frente al auditorio daban a conocer las características de las corrientes artísticas ¿e la época que ellas encarnaban.
El escritor Sebastián Csillag se encontraba presente y la disertaste, en una digresión elocuente de su coherencia, se refirió a la decisiva influencia que el afamado autor ejercía sobre la novela, género a cuyo mejoramiento había contribuido de manera extraordinaria.
Los asistentes subrayaron la referencia con un cerrado aplauso, y dos jóvenes damas miraron al literato con ojos vivaces y dulce sonrisa, en tanto que el gran escritor, quitándose los tetes empañados y fijando en ellos la vista, los limpiaba con el pañuelo. Junto a él se hallaba sentado el esposo de la culta y simpática dueña de casa, y el autor le estrechó la mano, no sin notar que el otro mostraba bajo su bigote una burlona sonrisa.
El acto intelectual se prolongó una hora y, a su término, los caballeros, poniéndose de pie, aplaudieron entusiastamente a la dama, mientras que las señoras se acercaban a ella en grupo, agobiándola con abrazos y besos. Luego de las felicitaciones, la hermosa conferenciante dijo, carraspeando un poco, que no se hallaba muy satisfecha de su desempeño, porque estaba algo afónica y no había podido dar a su discurso la índole compleja del tema.
Como era lógico, todos afirmaron que no habían notado semejante defecto; por el contrario, dijeron que jamás habían escuchado conferencia alguna con tan religiosa atención.
El literato a quien la disertante había elogiado se acercó, algo vacilante, como hombre de poco mundo, para felicitarla.
— ¡Oh! — dijo la dama-, no creo que mi labor lo haya satisfecho. Usted está habituado a trabajos mucho mejores. Me siento ante usted como una escolar que recita su lección.
— Si es así, ha dado usted una lección que me ha servido enormemente. Palabra de honor que antes de oírla no conocía yo ni la décima parte de lo que ahora sé.
— ¡Por Dios, qué manera de hacerse el hipócrita! Sé muy bien que usted conoce al detalle toda la literatura mundial.
— Tal vez, señora, pero le digo sinceramente que de literatura clásica sólo conozco a Boccaccio y de la literatura extranjera no recuerdo más que el óleo llamado El entierro del cazador.
La bella dama rió, apartándose enseguida del novelista para atender a sus invitados. Estos fueron al comedor, donde se les sirvió un lunch. En una de sus idas y venidas, la dueña de casa tomó del brazo al escritor y lo llevó hasta el balcón, entablándose el diálogo que sigue:
— Ahora siéntese a mi lado–dijo ella–y renuncie a toda actitud de defensa, porque estoy resuelta a no dejarlo escapar. Me dirá sinceramente lo que piensa de mi disertación.
— Le repito–arguyó el escritor–que usted me dio la oportunidad de conocer cosas que ignoraba.
— Despréndase usted de cortesías; lo que le pido es su crítica; que me indique los defectos de mí labor.
— Si eso hiciera, usted me pondría de patitas en la calle.
— ¡Ah! Cree usted que soy una pequeña o me confunde con una actriz… No; yo me dedico a las letras y a su estudio con natural entusiasmo y no por vanidad. Por lo tanto puedo aguantar toda crítica… ¡Créamelo usted!
— Perdone entonces, si le hago una pregunta. ¿No tiene mejor cosa que hacer que dedicarse con entusiasmo a las letras?
— Entiendo —dijo la señora amargamente—; quiere usted significar que debo dedicarme a la cocina… Voy a tranquilizarlo: la cocinera no se aprovecha de un centavo, porque yo me cuido para que no lo haga.
— Perdone, señora, no quise ofenderla–replicó el escritor con amabilidad-; no me refería a la cocina. Quedamos, pues, sin halago, en que la conferencia fue realmente maravillosa.
— Ahora, ya me doy cuenta de que usted tiene algo que decir… sobre mí, sobre mi persona. Si es así, no vacile en hacerlo; me hará usted un favor muy señalado.
— Pues bien, sí. Algo tengo que decirle y es que la compadezco.
— ¿Me compadece usted? — contestó la dama, sorprendida.
— Así es, en efecto.
— ¿Por qué razón?
—Realmente, ya que usted me obligó a declarar mi compasión, sería injusto que me negara a explicarle el motivo de ella. Vea, señora, en tanto usted estaba embebida en la lectura de sus cuartillas, yo la miraba con sumo interés. Observaba que usted es bella, extraordinariamente bella; que usted es fuerte, joven, sana, pictórica de vida. Hice un cálculo sobre el tiempo que le demandó la preparación de conferencia tan notable y de tanto contenido; el que empleó para la consulta de los libros, en observar todos esos cuadros, todas esas esculturas; en obtener todos esos conocimientos estéticos e históricos que nos mostró. Y al hacer la adición, perdóneme usted, señora, mi corazón sintió una opresión, porque pensé: «Dios mío, estas personas que escuchan la conferencia ignoran que realmente lo que oyen es el epitafio de una juventud muerta».
—No, no… se engaña usted.
—Si no tuviera buen conocimiento de la psicología propia de este momento, guardaría silencio. Mas no hay dolor en su esencia más delicioso, nada que en definitiva nos vuelva más felices, que el ver de qué manera nos enseñan a conocci nuestra alma, sin haberla exhibido a nuestro maestro. Querida señora: no dude de que entiendo su culto intelectual y la compadezco y respeto. Si bien se admite que ésa es la manera más noble del adulterio.
—¡Ah, señor, eso ya es demasiado…!
—No interprete usted mal mis palabras; las repito y las reafirmo. En efecto, su afición a las letras es un adulterio, el más noble, el más limpio, pero siempre será adulterio. Señora, antes de tener el placer de oírla, eché una ojeada a su
mansión. El gusto más delicado domina en ella, pero, no se enoje usted, con sinceridad me parece que vivir aquí ha de resultar muy poco agradable.
—¿En verdad, no viviría usted en esta casa?
—Esto no es lo más parecido a un hogar. He observado en derredor buscando comodidades y no las he hallado. En el salón, las sillas son tan pequeñas, que resulta incómodo sentarse en ellas; las del comedor son asimismo estrechas e incómodas: sobre el diván uno no podría recostarse sin ajarlo lastimosamente. En ningún sirio hay signos de esa comodidad que es tan indispensable para el morador permanente. Le repito, perdóneme, mas yo estuve buscando algún lugar propicio para la confidencia, y no lo he hallado. Esta casa es lo suficientemente grande como para albergar a un núcleo de amigos; pero muy chica para una pareja.
— Yo me llevo bien con mi esposo…
— Lo sé; estuve un momento en el despacho de su marido. Sobre el escritorio, enmarcada en bronce, hay una fotografía de los dos; usted, vestida de novia; él, de frac. ¡Qué pareja ideal! Mas en los anaqueles no hay un solo libro de los que usted suele leer. En todo el despacho no he encontrado los testimonios del delicado gusto femenino que observé en los otros cuartos. Ahora, no hay duda: si usted leyera en ocasiones junto con su esposo, habría allí algún sillón apropiado.
— ¡Es verdad!… — admitió ella, con voz apagada.
— El despacho de su esposo es el de un soltero; el gabinete suyo, el de una culta señorita, de depurado gusto. Se han unido ustedes para toda la existencia; pero no recuerdan que están casados.
— ¿Quién es el responsable? —preguntó la dama.
— No lo sé–contestó el escritor-. Mas, en su caso, es el proceso característico de todos los dramas conyugales: el marido, que no interfiere nunca en el camino de su mujer, y la esposa, que no halla jamás en su nido al esposo. Ni el uno ni la otra tienen razones de queja; ni el uno ni la otra están desilusionados; viven juntos plácidamente, en paz y amistad, hasta que aparece él, el verdadero; y la esposa, luego de luchar terriblemente, da el primer paso… hacia el precipicio.
— ¿Y cree usted?…
— No, usted no traiciona a su esposo. Estoy seguro. Usted se defiende contra eso ignorándolo. Lee ávidamente los libros, admira los cuadros, prepara discursos. Cumple activamente con el culto de la belleza: le ha entregado usted su alma. Pero recuerde que su alma sería de su esposo si ella le fuese indispensable a él. Y esto también es un adulterio.
— ¡Hemos terminado!… — interrumpió la señora levantándose-. Señor, es usted terrible… Me causa miedo… Mas tenga en cuenta que ni una sola de sus palabras tiene la menor explicación.
Y alejándose, se volvió, bruscamente, para decir:
— ¡Gracias! ¡Muchas gracias!
Enseguida, avanzando presurosa entre los invitados que toman el té, entre charlas y risas, la disertante se inclina rápidamente hacia su esposo, que en ese momento tiene la taza sobre sus rodillas, y en presencia de todos lo besa impetuosamente.
El esposo, azorado por la sorpresa, alza los ojos y, sosteniendo con ambas manos el plato, le dice gravemente:
— ¡Mujer, que me tiras la taza!…
Mujeres de ojos grandes
ÁNGELES MASTRETTA
A la tía Mariana le costaba mucho trabajo entender lo que le había hecho la vida. Decía la vida para darle algún nombre al montón de casualidades que la habían colocado poco a poco, aunque la suma se presentara como una tragedia fulminante, en las condiciones de postración con las cuales tenía que lidiar cada mañana.
Para todo el mundo, incluida su madre, casi todas sus amigas, y todas las amigas de su madre–ya no digamos su suegra, sus cuñadas, los miembros del Club Rotarlo, Monseñor Figueroa y hasta el presidente municipal-, ella era una mujer con suerte. Se había casado con un hombre de bien, empeñado en el bien común, depositario del noventa por ciento de los planes modernizadores y las actividades de solidaridad social con los que contaba la sociedad poblana de los años cuarenta. Era la célebre esposa de un hombre célebre, la sonriente compañera de un prócer, la más querida y respetada de todas las mujeres que iban a misa los domingos. De remate, su marido era guapo como Maximiliano de Habsburgo, elegante como el príncipe Felipe, generoso como San Francisco y prudente como el provincial de los jesuítas. Por si fuera poco, era rico, como los hacendados de antes y buen inversionista, como los libaneses de ahora.
Estaba la situación de la tía Mariana como para vivir agradecida y feliz todos los días de su vida. Y nunca hubiera sido de otro modo si, como sólo ella sabía, no se le hubiera cruzado la inmensa pena de avizorar la dicha. Sólo a ella le podía haber ocurrido semejante idiotez. Tan en paz que se había propuesto vivir, ¿por qué tuvo que dejarse cruzar por la guerra? Nunca acabaría de arrepentirse, como si uno pudiera arrepentirse de lo que no elige. Porque la verdad es que a ella el torbellino se le metió hasta el fondo como entran por toda la casa los olores que salen de la cocina, como la imprevisible punzada con que aparece y se queda un dolor de muela. Y se enamoró, se enamoró, se enamoró.
De la noche a la mañana perdió la suave tranquilidad con que despertaba para vestir a los niños y dejarse desvestir por su marido. Perdió la lenta lujuria con que bebía su jugo de naranja y el deleite que le provocaba sentarse a planear el menú de la comida durante media hora de cada día. Perdió la paciencia con que escuchaba a su impertinente cuñada, las ganas de hacer pasteles toda una tarde, la habilidad para fundirse sonriente en la tediosa parejura de las cenas familiares. Perdió la paz que había mecido sus barrigas de embarazada y el sueño caliente y generoso que le tomaba el cuerpo por las noches. Perdió la voz discreta y los silencios de éxtasis con que rodeaba las opiniones y los planes de su marido.
En cambio, adquirió una terrible habilidad para olvidarlo todo, desde las llaves hasta los nombres. Se volvió distraída como una alumna sorda y anuente como los mal aconsejados por la indiferencia. Nada más tenía una pasión. ¡Ella, que se dijo hecha para las causas menores, que apostó a no tener que solucionar más deseos que los ajenos, que gozaba sin ruido con las plantas y la pecera, los calcetines sin doblar y los cajones ordenados!
Vivía de pronto en el caos que se deriva de la excitación permanente, en el palabrerío que esconde un miedo enorme, saltando del júbilo a la desdicha con la obsesión enfebrecida de quienes están poseídos por una sola causa. Se preguntaba todo el tiempo cómo había podido pasarle aquello. No podía creer que el recién conocido cuerpo de un hombre que nunca previo, la tuviera en ese estado de confusión.
— Lo odio–decía y tras decirlo se entregaba al cuidado febril de sus uñas y su pelo, a los ejercicios para hacer cintura y a quitarse los vellos de las piernas, uno por uno, con unas pinzas para depilar cejas. Se compró la ropa inferior más tersa que haya dado seda alguna, y sorprendió a su marido con una colección de pantaletas brillantes, ¡ella que se había pasado la vida hablando de las virtudes del algodón!
— Quién me lo iba a decir–murmuraba, caminando por el jardín, o mientras intentaba regar las plantas del corredor. Por primera vez en su vida, se había acabado el dineral que su marido le ponía cada mes en la caja fuerte de su ropero. Se había comprado tres vestidos en una misma semana, cuando ella estrenaba uno al mes para no molestar con ostentaciones. Y había ido al joyero por la cadena larga de oro torcido cuyo precio le parecía un escándalo.
— Estoy loca–se decía, usando el calificativo que usó siempre para descalificar a quienes no estaban de acuerdo con ella. Y es que ella no estaba de acuerdo con ella. ¿A quién se le ocurría enamorarse? ¡Qué insensatez! Sin embargo se dejaba ir por el precipicio insensato de necesitar a alguien. Porque tenía una insobornable necesidad de aquel señor que, al contrario de su marido, hablaba muy poco, no explicaba su silencio y tenía unas manos insustituibles. Sólo por ellas valía la pena arriesgarse todos los días a estar muerta. Porque muerta iba a estar si se sabía su desvarío. Aunque su marido fuera bueno con ella como lo era con todo el mundo, nada la salvaría de enfrentarse al linchamiento colectivo. Viva la quemarían en el atrio de la catedral o en el zócalo todos los adoradores de su adorable marido.
Cuando llegaba a esta conclusión, detenía los ojos en el infinito y poco a poco iba sintiendo cómo la culpa se le salía del cuerpo y le dejaba el sitio a un miedo enorme. A veces pasaba horas presa de la quemazón que la destruiría, oyendo hasta las voces de sus amigas llamarla «puta» y «mal agradecida». Luego, como si hubiera tenido una premonición celestial, abría una sonrisa por en medio de su cara llena de lágrimas y se llenaba los brazos de pulseras y el cuello de perfumes, antes de ir a esconderse en la dicha que no se le gastaba todavía.
Era un hombre suave y silencioso el amante de la tía Mariana. La iba queriendo sin prisa y sin órdenes, como si fueran iguales. Luego pedía:
— Cuéntame algo.
Entonces la tía Mariana le contaba las gripas de los niños, los menús, sus olvidos y, con toda precisión, cada una de las cosas que le habían pasado desde su último encuentro. Lo hacía reír hasta que todo su cuerpo recuperaba el jolgorio de los veinte años.
— Con razón sueño que me queman a media calle. Me lo he de merecer–murmuraba para sí la tía Mariana, sacudiéndose la paja de un establo en Chipilo. El refrigerador de su casa estaba siempre surtido con los quesos que ella iba a buscar a aquel pueblo, lleno de moscas y campesinos güeros que descendían de los primeros italianos sembradores de algo en México. A veces pensaba que su abuelo hubiera aprobado su proclividad por un hombre que, como él, podría haber nacido en las montañas del Píamente. Hacía el regreso, todavía con luz, en su auto rojo despojado de chófer.
Una tarde, al volver, la rebasó el Mercedes Benz de su marido. Era el único Mercedes que había en Puebla y ella estuvo segura de haber visto dos cabezas cuando lo miró pasar. Pero cuando quedó colocado delante de su coche, lo único que vio fue la honrada cabeza de su marido volviendo a solas del rancho en Matamoros.
— De qué color tendré la conciencia–dijo para sí la tía Mariana y siguió el coche de su marido por la carretera.
Viajaron un coche adelante y otro atrás todo el camino, hasta llegar a la entrada de la ciudad, en donde uno dio vuelta a la derecha y la otra a la izquierda, sacando la mano por la ventanilla para decirse adiós en el mutuo acuerdo de que a las siete de la tarde todavía cada quien tenía deberes por separado.
La ría Mariana pensó que sus hijos estarían a punto de pedir la merienda y que ella nunca los dejaba solos a esas horas. Sin embargo, la culpa le había caído de golpe pensando en su marido trabajador, capaz de pasar el día solo entre los
sembradíos de melón y jitomate que visitaba los jueves hasta Matamoros, para después volver a la tienda y al club Rotario, sin permitirse la más mínima tregua. Decidió dar la vuelta y alcanzarlo en ese momento, para contarle la maldad que le tenía tomado el corazón. Eso hizo. En dos minutos dio con el tranquilo paso del Mercedes dentro del cual reinaba la cabeza elegante de su marido. Le temblaban las manos y tenía la punta de una lágrima en cada ojo, acercó su coche al de su esposo sintiendo que ponía el último esfuerzo de su vida en la mano que agitaba llamándolo. Su gesto entero imploraba perdón antes de haber abierto la boca. Entonces vio la hermosa cabeza de una mujer recostada sobre el asiento muy cerca de las piernas de su marido. Y por primera vez en mucho tiempo sintió alivio, cambió la pena por sorpresa y después la sorpresa por paz.
Durante años, la ciudad habló de la dulzura con que la tía Natalia había sobrellevado el romance de su marido con Amelia Berumen. Lo que nadie pudo entender nunca fue cómo ni siquiera durante esos meses de pena ella interrumpió su absurda costumbre de ir hasta Chipilo a comprar los quesos de la semana.
La cita
GUY DE MAUPASSANT
Con el sombrero puesto, el abrigo sobre los hombros, la cara cubierta casi totalmente por un velo negro y otro en el bolsillo para echarlo sobre el primero en cuanto subiera al coche culpable, golpeaba con la extremidad de su sombrilla
la punta de su bota, y permanecía sentada en su aposento, sin poder decidirse a salir para ir a aquella cita.
¡Cuántas veces, sin embargo, en el transcurso de dos años, se había vestido de igual modo para reunirse al hermoso vizconde de Martelet, su amante, en su habitación de soltero, mientras su marido, un agente de cambio muy mundano, estaba en la Bolsa!
Tras de ella el reloj contaba rápidamente los segundos; un libro, a medio cortar, estaba abierto sobre el escritorio de palo rosa, colocado entre dos balcones, y un fuerte perfume de violeta, desprendiéndose de dos pequeños ramilletes que se bañaban en dos elegantes floreros de Sajonia puestos encima de la chimenea, confundíase con un vago olor de verbena que penetraba solapadamente por la puerta del gabinete tocador, que había quedado entreabierta.
Dio la hora–las tres-, y se levantó. Volvióse para mirar la esfera, luego sonrió, pensando: «Ya me aguarda. Se enfurecerá». Y salió, diciendo al ayuda de cámara que estaría de regreso dentro de una hora a lo sumo–una mentira-; y bajando la escalera, se aventuró por la calle a pie.
Corrían los últimos días de mayo, esa deliciosa estación en que la primavera del campo parece poner sitio a París y conquistarle por los tejados, invadiendo las calles a través de las paredes, haciendo florecer la ciudad, esparciendo una inmensa alegría por las fachadas de piedra, el asfalto de las aceras y el empedrado de las calles, bañándola, embriagándola con la savia de un verde bosque.
La señora de Haggan dio algunos pasos hacia la derecha con intención de seguir, como siempre, por toda la calle de Provenza, en donde tomaría un coche; pero la suavidad del aire, esa emoción del estío que algunos días nos invade la garganta, la envolvió tan bruscamente, que, cambiando de idea, siguió andando por la calle de la Calzada de Anrín, sin saber por qué, atraída vagamente por el deseo de ver árboles en la plaza de la Trinidad. «Me esperará diez minutos más»,
se decía. Esa idea regocijábala de nuevo, y caminando despacito, a través de la muchedumbre, creía estarle viendo impacientarse, mirar la hora, abrir el balcón, escuchar a la puerta, sentarse unos instantes, volverse a levantar y, no atreviéndose a fumar ni un solo cigarro (porque ella se lo tenía prohibido los días de cita), dirigir hacía la caja de tabaco desesperadas ojeadas.
Marchaba sin apresurarse, distraída por todo lo que encontraba, por las personas y las tiendas, acortando el paso cada vez más, y tan poco deseosa de llegar, que buscaba en los escaparates pretexto para detenerse.
Al fin de la calle, frente a la iglesia, la verdura del jardincillo la atrajo con tal fuerza, que atravesó la plaza, entró en aquella jaula de niños y dio dos o tres veces la vuelta, en medio de las nodrizas engalonadas, lujosas, multicolores, floridas. Luego tomó asiento y, levantando la vista hacia la esfera redonda como la luna del campanario, miró avanzar la aguja.
Justamente en aquel instante dio la media, y su corazón se estremeció de placer al oír sonar las campanas. Media hora que había ganado ya, un cuarto más que necesitaba para llegar a la calle Miromesnil y unos cuantos minutos que aún emplearía en curiosear, sumarían una hora, ¡una hora robada a la cita! Estaría allí cuarenta minutos apenas, y aquello habría acabado una vez más.
¡Señor, cómo la aburría ir allá! Lo mismo que el paciente que acude a casa del dentista, llevaba en su corazón el recuerdo intolerable de todas las citas pasadas, una semanal, por término medio, desde hacía
dos años, y a la sola idea de que muy en breve tendría lugar otra, la angustia la crispaba de los pies a la cabeza. No porque aquello fuese muy doloroso, tan doloroso como una visita al dentista, pero era tan aburrido, tan complicado, tan largo, tan penoso, que todo, todo, hasta una operación, habríale parecido preferible. Iba allá, sin embargo, muy lentamente, pasito a paso, parándose, sentándose, entreteniéndose en todas partes; pero iba.
¡Oh! Ya hubiera querido faltar aquel día también; mas había hecho esperar en balde al pobre Martelet dos veces seguidas el mes anterior, y no se atrevía a repetir tan pronto. ¿Por qué iba? ¡Ah! ¿Por qué? Porque tenía la costumbre de ir. Y no hubiera podido dar otra razón a aquel pobre vizconde si él hubiera querido conocer este porqué. ¿Por qué había comenzado? ¿Por qué? ¡No lo sabía! ¿Le había amado? ¡Era posible! No mucho, pero sí algo; ¡y hacía ya tanto tiempo!… Él era más que aceptable, solicitado, elegantísimo, galante y representaba estrictamente, al primer golpe de vista, al amante perfecto de la mujer de mundo. Le hizo la corte durante tres meses–tiempo normal, lucha honrosa, resistencia suficiente—; luego, ella había accedido, con alguna emoción, alguna crispación y cierto miedo horrible y encantador, a aquella primera cita, seguida de tantas más, en el reducido entresuelito de soltero de la calle de Miromesnil. ¿Su corazón? ¿Que qué sentía entonces su corazoncito de
mujer seducida, vencida, conquistada, al atravesar por primera vez los umbrales de aquella casa de pesadilla? ¡En verdad, no lo sabía! ¡Lo había olvidado! Se recuerda un acontecimiento, una fecha, una cosa, pero no se recuerda, al cabo de dos años, una emoción que huyó pronto, porque fue muy ligera. ¡Oh! Pero no había olvidado las otras, aquella sarta de citas, aquel vía crucis del amor, con sus estaciones tan fatigosas, tan monótonas, tan idénticas, que le daban náuseas presintiendo lo que ocurriría en breve.
¡Señor! En primer término, los coches que tenía que alquilar para ir allá no se parecían a los otros coches, a aquellos que se usan ordinariamente. Los cocheros adivinaban, sin duda alguna. Comprendíalo nada más que en el modo que tenían de mirarla. ¡Y los ojos de los cocheros de París son terribles! Cuando se piensa que a cada momento, delante del tribunal, reconocen, al cabo de muchos años, a criminales a quienes no llevaron más que una vez, y de noche, de una calle cualquiera a la estación, y que tratan con casi tantos viajeros como horas tiene el día, y que su memoria es bastante segura para que puedan afirmar: «Ese es el hombre que subió a mi coche en la calle de los Mártires y dejé en la estación de Lyon, a las doce y cuarenta de la noche, el diez de julio del año pasado». ¿No hay para temblar cuando se arriesga lo que arriesga una mujer yendo a una cita, al confiar su reputación al primero de estos cocheros? En el transcurso de dos años había empleado, para aquella carrera a la calle de Miromesnil, lo menos ciento o ciento veinte, a razón de uno por semana. Eran otros tantos testigos que podían declarar contra ella en un momento crítico.
En cuanto penetraba en el carruaje, sacaba del bolsillo el otro velo, muy espeso y negro, y se lo echaba sobre los ojos. Esto le ocultaba, es cieno, el rostro, mas el resto, el vestido, el sombrero, la sombrilla, ¿no podían ser notados, haber sido vistos ya? ¡Oh! ¡Qué suplicio en aquella calle de Miromesnil! Creía reconocer a todos los transeúntes, a todos los criados, a todo el mundo. Apenas paraba el coche, saltaba y pasaba corriendo por delante del porrero, siempre en
pie en el umbral de su garita. Este sí que debía de saberlo todo: dónde vivía, su nombre, la profesión de su marido, todo, porque los porteros son los más sutiles policías. Dos años hacía que quería comprarle, darle, tirarle de cuando en cuando un billete de cien francos al pasar por delante de él.
¡Ni una vez se había atrevido a hacer el pequeño movimiento de arrojar a sus píes el pedazo de papel enrollado! Tenía miedo. ¿De qué? ¡No lo sabía! ¿De que la llamase, si no comprendía su intención? ¿De un escándalo, de una aglomeración de gente en la escalera, de un arresto tal vez? Para llegar al piso del vizconde tenía que subir muy pocos escalones, y le parecía tan alto como la torre de Santiago. Apenas llegaba al vestíbulo, sentíase presa en una trampa, y el menor ruido delante o detrás de ella hacíala temblar. Imposible retroceder; con aquel portero y la calle, se hacía imposible la retirada. Y sí alguien bajaba en aquel momento, no se atrevía a llamar a la casa de Martelet y pasaba por delante de la puerta cual si fuese a otro piso. ¡Subía, subía, subía! ¡Hubiera subido cuarenta pisos! Luego, cuando todo parecía
haberse calmado nuevamente en la escalera, volvía a bajar a toda prisa, con la angustia en el alma de no conocer el entresuelo.
El estaba allí, esperando, vestido con un coquetón traje de terciopelo forrado de seda, algo ridículo; y en estos dos años en nada había cambiado su manera de recibirla; en nada. ¡Ni aun en un gesto!
Decíale en cuanto cerraba la puerta: "¡Déjame besar tus manos, querida, adorada mía!». Luego la seguía al gabinete, donde, con las ventanas cerradas y las luces encendidas, en invierno lo mismo que en verano, por elegancia, sin duda, arrodillábase a los pies de ella y la miraba de abajo arriba con expresión de adoración. El primer día fue muy bonito, muy agradable este movimiento. Ahora la visitante creía ver al señor Delaunay representando por centesimo vigésima vez el quinto acto de una obra aplaudida. Era necesario cambiar de efectos.
Y después, ¡oh Dios mío! ¡Después…' Aquello era lo más grave. No, no cambiaba de efectos el pobre muchacho. Un mozo excelente, pero insustancial…
¡Señor, qué difícil era desnudarse sin doncella! Una vez, pase, pero todas las semanas, era ya odioso. No, verdaderamente, un hombre no debía exigir de una mujer trabajo semejante. Pero si era difícil desnudarse, volver a vestirse se tornaba casi imposible y exasperante, hasta el extremo de hacer nacer deseos de abofetear al señor que decía, dando vueltas en torno de ella y con torpe expresión: "¿Quieres que te ayude?». ¡Ayudarla! ¡Ah, sí! ¿A qué? ¿De qué era capaz aquel hombre? Bastaba verle con un alfiler entre los dedos para adivinarlo.
En este momento fue, probablemente, cuando empezó a desagradarla. Cuando decía él: "¿Quieres que te ayude?», le hubiera matado. Y después, ¿era posible que una
mujer no acabase por detestar a un hombre que, en dos años, habíala obligado más de ciento veinte veces a vestirse sin doncella?
Verdaderamente, no había muchos hombres tan torpes como él, tan poco despabilados, tan monótonos. No hubiese preguntado el baroncito de Grimbal con aquella expresión estúpida: "¿Quieres que te ayude?». La hubiera ayudado tan fino, tan gracioso, tan espiritual.
¡Naturalmente! Aquel era un diplomático; había andado por esos mundos, viviendo en todas partes, desnudando y volviendo a vestir, sin duda, a muchísimas mujeres engalanadas con arreglo a todas las modas de la Tierra.
El reloj de la iglesia anunció los tres cuartos. Ella se levantó, miró la esfera y echóse a reír, diciendo: "¡Oh, qué inquieto estará!»; y andando rápidamente, se ausentó del jardín.
No habría dado seis pasos en la plaza, cuando de pronto se encontró delante de un caballero que la saludó profundamente.
— ¡Toma! ¿Es usted, barón? — dijo, sorprendida. Acababa precisamente de pensar en él. — Yo mismo, señora.
Se informó de su salud; y después de unas cuantas frases vagas, añadió:
— Sepa usted que es la única —¿permite usted que diga la única de mis amigas, no es verdad?— que aún no ha visitado mis colecciones japonesas.
— Pero, querido barón, una mujer no puede ir así como así a casa de un hombre soltero.
— ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Eso es un error, cuando se trata de conocer una colección raraf–De todos modos, no puede ir sola.
— ¿Y por qué no? He recibido muchas visitas de mujeres solas para ver mi galería. A diario las recibo. ¿Quiere usted que se las nombre?… Pero no, no lo haré. Se ha de ser discreto hasta cuando no hay culpa. En principio, no es inconveniente entrar en casa de un hombre serio, conocido, que ocupa cierta posición, sino cuando se va por una causa inconfesable.
— En el fondo, es bastante justo lo que está usted diciendo.
— Siendo así, ¿irá usted a ver mi colección?
— ¿Cuándo?
— Ahora mismo.
— Imposible; llevo prisa.
— ¡Vamos, señora! Ha estado usted sentada en el jardín treinta minutos. — ¿Me espiaba usted? — La miraba.
— De veras, tengo contados los instantes.
— Estoy seguro de lo contrario. Confiese usted que no lleva prisa.
La señora de Haggan se echó a reír, y confesó:
— No…, no…, no mucha.
Un coche pasaba rozándolos. El baroncito gritó: "¡Cochero!» y el carruaje se detuvo. Abriendo la portezuela, añadió el barón:
— Suba usted, señora.
— ¡Pero, barón!… No, de ninguna manera; esto es imposible.
— ¡Señora, lo que hace usted es imprudente! ¡Suba! Los transeúntes comienzan a mirarnos, va usted a hacer que se forme un grupo; creerán que la rapto a usted, y nos detendrán a los dos. ¡Suba, se lo ruego!
Ella subió, asustada, aturdida. Él tomó asiento a su lado, diciendo al cochero:
— Calle de Provenza.
Pero, de pronto, ella exclamó:
— ¡Oh, Dios mío! Olvidaba un telegrama muy urgente. ¿Quiere usted llevarme antes que todo a la oficina telegráfica más próxima?
El coche se detuvo un poco más allá, en la calle de Cháteaudun, y la señora de Haggan dijo al barón:
— ¿Puede usted comprarme una tarjeta de cincuenta céntimos? He prometido a mi esposo invitar a Martelet a comer con nosotros, y lo había olvidado completamente.
Y cuando volvió el barón llevando el azulado papel en la mano, ella escribió a toda prisa con lápiz:
Querido amigo: Estoy bastante indispuesta; tengo una neuralgia atroz que no me permite levantarme. Venga usted a comer mañana para que yo pueda alcanzar mi perdón. JUANA
Humedeció la goma, cerró con cuidado el sobre, puso la dirección: «Vizconde de Martelet, calle de Miromesnil, 240», y en seguida, devolviendo el pliego al barón, le dijo:
— Ahora, ¿quiere usted tener la bondad de echar esto en el buzón de telegramas?
Esbjerg en la costa
JUAN CARLOS ONETTI
Menos mal que la tarde se ha hecho menos fría y a veces el sol, aguado, ilumina las calles y las paredes; porque a esta hora deben estar caminando en Puerto Nuevo, junto al barco o haciendo tiempo de un muelle a otro, del quiosco de la Prefectura al quiosco de los sandwiches. Kirsten, corpulenta, sin tacos, un sombrero aplastado en su pelo amarillo; y él, Montes, bajo, aburrido y nervioso, espiando la cara de la mujer, aprendiendo sin saberlo nombres de barcos, siguiendo distraído las maniobras con los cabos.
Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordado en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote. Sé que están allí porque Kirsten vino hoy a mediodía a buscar a Montes a la oficina y los vi irse caminando hacia Retiro, y porque ella
vino con su cara de lluvia; una cara de estatua en invierno, cara de alguien que se quedó dormido y no cerró los ojos bajo la lluvia. Kirsten es gruesa, pecosa, endurecida; tal vez tenga ya olor a bodega, a red de pescadores; tal vez llegará a tener el olor inmóvil de establo y de crema que imagino debe haber en su país.
Pero otras veces tienen que ir al muelle a medianoche o al amanecer, y pienso que cuando las bocinas de los barcos le permiten a Montes oír cómo avanza ella en las piedras, arrastrando sus zapatos de varón, el pobre diablo debe sentir que se va metiendo en la noche del brazo de la desgracia. Aquí en el diario están los anuncios de las salidas de barcos en este mes, y juraría que puedo verlo a Montes soportando la inmovilidad desde que el buque da el bocinazo y empieza a moverse hasta que está tan chico que no vale la pena seguir mirando; moviendo a veces los ojos —para preguntar y preguntar, sin entender nunca, sin que le contesten–hacia la cara carnosa de la mujer que habrá de estar aquietándose, contraída durante pedazos de hora, triste y fría como si le lloviese en el sueño y hubiese olvidado cerrar los ojos, muy grandes, casi lindos, teñidos con el color que tiene el agua del río en los días en que el barro no está revuelto.
Conocí la historia, sin entenderla bien, la misma mañana en que Montes vino a contarme que había tratado de robarme, que me había escondido muchas jugadas del domingo para bancarlas él, y que ahora no podía pagar lo que le habían ganado. No me importaba saber por qué lo había hecho, pero él estaba enfurecido por la necesidad de decirlo, y tuve que escucharlo mientras pensaba en la suerte, tan amiga de sus amigos, y sólo de ellos, y sobre todo para no enojarme, que, al fin de cuentas si aquel imbécil no hubiese tratado de robarme, los tres mil pesos tendrían que salir de mi bolsillo. Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas
palabras y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez yo tenía el capricho de ordenarle hacerlo.
Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la alusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentido de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces. Pagué los tres mil pesos sin decirle nada, y lo tuve una semanas sin saber si me resolvería a ayudarlo o a perseguirlo; después lo llamé y le dije que sí, que aceptaba la propuesta y que podía empezar a trabajar en mi oficina por doscientos pesos mensuales que no cobraría.
Y en poco más de un año, menos de un año y medio, habría pagado lo que debía y estaría libre para irse a buscar una cuerda para colgarse. Claro que no trabaja para mí; yo no podía usar a Montes para nada desde que era imposible que siguiese atendiendo las jugadas de carreras. Tengo esta oficina de remates y comisiones para estar más tranquilo, poder recibir gente y usar los teléfonos. Así que él empezó a
trabajar con Serrano, que es mi socio en algunas cosas y tiene el escritorio junto al mío. Serrano le paga el sueldo, o me lo paga a mí, y lo tiene todo el día de la aduana a los depósitos, de una punta a otra de la ciudad. A mí no me convenía que nadie supiese que un empleado mío no era tan seguro como una ventanilla del hipódromo; así que nadie lo sabe.
Creo que me contó la historia, o casi toda, el primer día, el lunes, cuando vino a verme encogido como un perro, con la cara verde y un brillo de sudor enfriado, repugnante, en la frente y a los lados de la nariz. Me debe haber contado el resto de las cosas después, en las pocas veces que hablamos.
Empezó junto con el invierno, con esos primeros fríos secos que nos hacen pensar a todos, sin darnos cuenta de lo que estamos pensando, que el aire fresco y limpio es un aire de buenos negocios, de escapadas con los amigos, de proyectos enérgicos; un aire lujoso, tal vez sea esto. Él, Montes, volvió a su casa en un anochecer de esos y encontró a la mujer sentada al lado de la cocina de hierro y mirando el fuego que ardía adentro. No veo la importancia de esto; pero él lo contó así y lo estuvo repitiendo. Ella estaba triste y no quiso decir por qué, y siguió triste, sin ganas de hablar, aquella noche y durante una semana más. Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa. Estaba triste y no quería decirle qué le pasaba. «No tengo nada», decía como dicen todas las mujeres en todos los países. Después se dedicó a llenar la casa con fotografías de Dinamarca, del Rey, los ministros, los paisajes con vacas y montañas o como sean. Seguía diciendo que no le pasaba nada, y el imbécil de Montes imaginaba una cosa y otra sin acertar nunca. Después empezaron a llegar cartas de Dinamarca; él no entendía una palabra y ella le explicó que había escrito a unos parientes lejanos y ahora llegaban las respuestas, aunque las noticias no eran muy buenas. Él dijo en broma que ella quería irse, y Kirsten lo negó. Y aquella noche o en otra muy próxima le tocó el hombro cuando él empezaba a dormirse y estuvo insistiendo en que no quería irse; él se puso a fumar y le dio la razón en todo mientras ella hablaba, como si estuviese diciendo palabras de memoria, de Dinamarca, la bandera con una cruz y un camino en el monte por donde se iba a la iglesia. Todo y de esta manera para convencerlo de que era enteramente feliz con América y con él, hasta que Montes se durmió en paz.
Por un tiempo siguieron llegando y saliendo cartas, y de repente una noche ella apagó la luz cuando estaban en la cama y dijo: «Si me dejas, te voy a contar una cosa, y tenes que oírla sin decir nada». Él dijo que sí, y se mantuvo estirado, inmóvil al lado de ella, dejando caer ceniza de cigarrillo en el doblez de la sábana con la atención pronta, como un dedo en un gatillo, esperando que apareciera un hombre en lo que iba contando la mujer. Pero ella no habló de ningún hombre y, con la voz ronca y blanda, como si acabara de llorar, le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único aun mezclado con los otros olores de los bosques; dijo que al amanecer uno se despertaba cuando empezaban a chillar pájaros de mar y se oía el ruido de las escopetas de los cazadores; y allí la primavera está creciendo escondida debajo de la nieve hasta que salta de golpe y lo invade todo como una inundación y la gente hace comentarios sobre el deshielo. Ése es el tiempo, en Dinamarca, en que hay más movimiento en los pueblos de pescadores. También ella repetía: Eshjerg er nérvea kystten, y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez.
Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer–más pesada que él, más fuerte-, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella. Desde aquella noche empezó a sentir una piedad que crecía y crecía, como si ella estuviese enferma, cada día más grave, sin posibilidad de curarse.
Así fue como llegó a pensar que podría hacer una cosa grande, una cosa que le haría bien a él mismo, que lo ayudaría a vivir y serviría para consolarlo durante años. Se le ocurrió conseguir el dinero para pagarle el viaje a Kirsten hasta Dinamarca. Anduvo preguntando cuando aún no pensaba realmente en hacerlo, y supo que hasta con dos mil pesos alcanzaba. Después no se dio cuenta de que tenía adentro la necesidad de conseguir los dos mil pesos. Debe haber sido así, sin saber lo que le estaba pasando. Conseguir los dos mil pesos y decírselo a ella una noche de sábado, de sobremesa en un restaurante caro, mientras tomaban la última copa de buen vino. Decirlo y ver la cara de ella un poco enrojecida por la comida y el vino, que Kirsten no le creía; que pensaba que él mentía, durante un rato, para pasar después a las lágrimas y a la decisión de no aceptar. «Ya se me va a pasar», diría ella; y Montes insistiría hasta convencerla, y convencerla además de que no buscaba separarse de ella y que acá estaría esperándola el tiempo necesario.
Algunas noches, cuando pensaba en la oscuridad en los dos mil pesos, en la manera de conseguirlos y la escena en que estarían sentados en un reservado del Scopellí, un sábado, y con la cara seria, con un poco de alegría en los ojos empezaba a decírselo, empezaba por preguntarle qué día quería embarcarse; algunas noches en que él soñaba en el sueño de ella, esperando dormirse, Kirsten volvió a hablarle de Dinamarca. En realidad no era Dinamarca; sólo una parte del país, un pedazo muy chico de tierra donde ella había nacido, había aprendido un lenguaje, donde había estado bailando por primera vez con un hombre y había visto morir a alguien que quería. Era un lugar que ella había perdido como se pierde una cosa, y sin poder olvidarlo. Le contaba otras historias, aunque casi siempre repetía las mismas, y Montes se creía que estaba viendo en el dormitorio los caminos por donde ella había caminado, los árboles, la gente y los animales.
Muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo, la mujer estaba cara al techo, hablando; y él siempre estaba seguro de saber cómo se le arqueaba la nariz sobra la boca, cómo se entornaban un poco los ojos en medio de las arrugas delgadas y cómo se sacudía apenas el mentón de Kirsten al pronunciar las frases con voz entrecortada, hecha con la profundidad de la garganta, un poco fatigosa para estarla oyendo.
Entonces Montes pensó en créditos en los bancos, en prestamistas y hasta pensó que yo podría darle dinero. Algún sábado o un domingo se encontró pensando en el viaje de Kirsten mientras estaba con Jacinto en mi oficina atendiendo los teléfonos y tomando jugadas para Palermo o La Plata. Hay días Rojos, de apenas mil pesos de apuestas; pero a veces aparece alguno de los puntos fuertes y el dinero llega y también pasa de los cinco mil. Él tenía que llamarme por teléfono, antes de cada carrera, y decirme el estado de las jugadas; si había mucho peligro–a veces se siente-, yo trataba de cubrirme pasando jugadas a Vélez, a Martín o al Vasco.
Se le ocurrió que podía no avisarme, que podía esconderme tres o cuatro de las jugadas más fuertes, hacer frente, él solo, a un millar de boletos, y jugarse, si tenía coraje, el viaje de su mujer contra un tiro en la cabeza. Podía hacerlo si se animaba; Jacinto no tenía cómo enterarse de cuántos boletos jugaban en cada llamada del teléfono. Montes me dijo que lo estuvo pensando cerca de un mes; parece razonable; parece que un tipo como él tiene que haber dudado y padecido mucho antes de ponerse a sudar de nerviosidad entre los campanillazos de los teléfonos. Pero yo apostaría mucha plata a que en eso miente; jugaría a que lo hizo en un momento cualquiera, que se decidió de golpe, tuvo un ataque de confianza y empezó a robarme tranquilamente al lado del bestia de Jacinto, que no sospechó nada, que sólo comentó después: «Ya decía yo que eran pocos los boletos para una tarde así». Estoy seguro de que Montes tuvo una corazonada y que sintió que iba a ganar y que no lo había planeado.
Así fue como empezó a tragarse jugadas que se convirtieron en tres mil pesos y se puso a pasearse sudando y desesperado por la oficina, mirando las planillas, mirando el cuerpo de gorila con camisa de seda cruda de Jacinto, mirando por la ventana la Diagonal que empezaba a llenarse de autos en el atardecer. Así fue, cuando comenzó a enterarse de que perdía y que los dividendos iban creciendo, cientos de pesos a cada golpe de teléfono, como estuvo sudando ese sudor especial de los cobardes, grasoso, un poco verde, helado, que trajo en la cara cuando en el mediodía del lunes tuvo al fin en las piernas la fuerza para volver a la oficina y hablar conmigo.
Se lo dijo a ella antes de tratar de robarme; le habló de que iba a suceder algo muy importante y muy bueno; que habría para ella un regalo que no podía ser comprado ni era una cosa concreta que pudiese tocar. De manera que después se sintió obligado a hablar con ella y contarle la desgracia; y no fue en el reservado del ScopellÍ, ni tomando un chianti importado, sino en la cocina de su casa, chupando la bombilla del mate mientras la cara redonda de ella, de perfil y colorada por el reflejo, miraba el fuego saltar adentro de la cocina de hierro. No sé cuánto habrán llorado; después de eso él arregló pagarme con el empleo y ella consiguió trabajo.
La otra parte de la historia empezó cuando ella, un tiempo después, se acostumbró a estar fuera de su casa durante horas que nada tenían que ver con su trabajo; llegaba tarde cuando se citaban y a veces se levantaba muy tarde por la noche, se vestía y se iba afuera sin una palabra. El no se animaba a decir nada, no se animaba a decir mucho y atacar de frente, porque están viviendo de lo que ella gana y de su trabajo con Serrano no sale más que alguna cosa que le pago de vez en cuando. Así que se calló la boca y aceptó su turno de molestarla a ella con su malhumor, un malhumor distinto y que se agrega al que se les vino encima desde la tarde en que Montes trató de robarme y que pienso no los abandonará hasta que se mueran. Desconfió y se estuvo llenando de ideas estúpidas hasta que un día la siguió y la vio ir al puerto y arrastrar los zapatos por las piedras, sola, y quedarse mucho tiempo endurecida mirando para el lado del agua, cerca, pero aparre de las gentes que van a despedir a los viajeros. Como en los cuentos que ella le había contado, no había ningún hombre. Esa vez hablaron, y ella le explicó; Montes también insiste en otra cosa que no tiene importancia: porfía, como si yo no pudiera creérselo, que ella se lo explicó con voz natural y que no estaba triste ni con odio ni confundida. Le dijo que iba siempre al puerto, a cualquier hora, a mirar los barcos que salen para Europa. Él tuvo miedo por ella y quiso luchar contra esto, quiso convencerla de que lo que estaba haciendo era peor que quedarse en casa; pero Kirsten siguió hablando con voz natural, y dijo que le hacía bien hacerlo y que tendría que seguir yendo al puerto a mirar cómo se van los barcos, hacer algún saludo o simplemente mirar hasta cansarse los ojos, cuantas veces pudiera hacerlo.
Y él terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla, que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado, como en tantas noches y mediodías, con buen tiempo, a veces con una lluvia que se agrega a la que siempre le está regando la cara a ella, se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va, se mezclan un poco con gentes con abrigos, valijas, flores y pañuelos y, cuando el barco comienza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar.
La matrona de Éfeso
PETRONIO
En Éfeso había una matrona con tal fama de honesta que hasta venían las mujeres a conocerla desde países vecinos. Esta matrona perdió a su esposo y no se contentó entonces con ir detrás del cuerpo con los cabellos en desorden, como es costumbre entre el vulgo, ni con golpearse el pecho desnudo ante los ojos de todos, sino que fue detrás de su finado marido hasta su tumba y luego de depositarlo, según la usanza de los griegos, en el hipogeo, se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y noche. Sus padres y familiares no pudieron hacerla cejar en esa actitud que, llevada a la desesperación, la haría morir de hambre. Hasta los magistrados desistieron del intento al verse rechazados por ella.
Todos lloraban casi como muerta a esa mujer que daba ejemplo sin igual consumiéndose desde hacía ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y renovaba la llama de la lamparilla que alumbraba el sepulcro cuando comenzaba a apagarse. En la ciudad no se hablaba de otra cosa que no fuera de esta abnegación, y hombres de toda condición social la daban como ejemplo único de castidad y amor conyugal.
En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó crucificar a varios ladrones cerca de la cripta en que la matrona lloraba sin interrupción la reciente muerte de su marido. Durante la noche siguiente a la crucifixión, un soldado que vigilaba las cruces para impedir que alguno desclavase los cuerpos de los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien que lloraba. Llevado por la natural curiosidad humana, quiso saber quién estaba allí y qué hacía. Bajó a la cripta y, descubriendo a una mujer de extraordinaria belleza, quedó paralizado de miedo, creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición. Pero cuando vio el cadáver tendido y las lágrimas de la mujer en su rostro rasguñado, se fue desvaneciendo su primera impresión, dándose cuenta de que estaba ante una viuda que no hallaba consuelo. Llevó a la cripta su magra cena de soldado y comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no se dejase dominar por aquel dolor inútil ni llenase su pecho con lamentos sin sentido.
—La muerte–dijo–es el fin de todo lo que vive: el sepulcro es la última morada de todos.
Acudió a todo lo que suele decirse para consolar a las almas transidas de dolor. Pero esos consejos de un desconocido exacerbaban su padecer y entonces ella se golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver. El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de hacerle probar su cena. Al fin la sirvienta, tentada por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó a atacar la terquedad de su ama:
— ¿De que te servirá todo esto? — le decía-, ¿Qué ganarás con dejarte morir de hambre o enterrarte viva, entregando tu alma antes que el destino la pida? Los despojos de los muertos no piden locuras semejantes. Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El mismo cadáver que está allí tiene que bastarte para que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuchas los consejos de un amigo que te invita a comer algo y no dejarte morir?
Al fin, la viuda, agotada por los días de ayuno, depuso su obstinación y comió y bebió con la misma ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta. Pero se sabe que un apetito satisfecho produce otros. El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó contra su virtud con argumentos semejantes.
— No es mal parecido ni odioso este joven–se decía la matrona, que además era acuciada por la sirvienta, que le repetía:
— ¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?
La mujer, después de haber satisfecho las necesidades de su estómago, no dejó de satisfacer este apetito, y el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron juntos no sólo esa noche sino también el día siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la cripta de modo que si pasase por allí tanto un familiar como un desconocido, creyeran que la fiel mujer había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado, fascinado por la hermosura de la mujer y por lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo mejor que su bolsa le permitía y al caer la noche lo llevaba al sepulcro.
Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones, notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido a la viuda:
— No, no–le dijo-, no esperaré la condena. Mi propia espada, adelantándose a la sentencia del Juez, castigará mí descuido. Te pido, mi amada, que una vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu amante junto a tu marido.
Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le respondió:
— ¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar al muerto que dejar morir al vivo!
Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y al día siguiente el pueblo admirado se preguntaba cómo un muerto había podido subir hasta la cruz.
Confia tu barco a los vientas pero jamás tu corazón a una mujer porque las olas son más firmes que la fidelidad de la mujer. No hay ninguna mujer buena; o si alguna, vez lo ha sido no comprendo cómo algo malo pudo ser bueno alguna vez.
La mujer del profesor
ARTHUR SCHNITZLER
Me quedaré aquí mucho tiempo. El opresivo hastío que reina en este pueblo entre el bosque y el mar me hace sentir bien. Todo está quieto y silencioso, sólo las nubes avanzan muy despacio, pero el viento sopla tan por encima de las olas y las copas de los árboles que el mar y el bosque no hacen ruido. Aquí hay una soledad profunda, que se percibe incluso entre la gente, en el hotel o en el paseo. La orquesta del balneario toca casi siempre melancólicas canciones suecas y danesas y hasta las piezas alegres suenan cansadas, sofocadas. Al terminar, los músicos bajan en silencio los escalones del quiosco y desaparecen poco a poco en los paseos, llevando sus instrumentos con tristeza.
Escribo esto en una hoja mientras me dejo llevar en un bote de remos a lo largo de la orilla.
La orilla es suave y verde: sencillas casas campesinas con jardines; en los jardines hay bancas junto al agua; tras las casas, un angosto camino blanco; flanqueando el camino, el bosque que se extiende por toda la región, ascendiendo paulatinamente, y ahí donde termina, el sol. El resplandor del crepúsculo cae sobre la delgada isla amarilla que se extiende allá enfrente. El remero dice que podemos alcanzarla en dos horas. Claro que me gustaría ir alguna vez, pero aquí uno se siente extrañamente retenido, siempre estoy en las cercanías más inmediatas del pueblo, de preferencia en la orilla o en mí terraza.
Dejo los libros. La pesada tarde apretuja las ramas, de vez en cuando escucho pasos de gentes que vienen por el camino del bosque, pero que no puedo ver, pues continúo inmóvil y mis ojos se pierden en lo alto. También oigo la risa clara de los niños, pero la profunda quietud a mi alrededor absorbe los sonidos con rapidez, apenas pasa un segundo y parece que la resonancia desapareció hace mucho. Si cierro los ojos y los vuelvo a abrir es como si despertara de una larga noche. Así me evado de mí mismo y me sumerjo como un trozo de naturaleza en la tranquilidad que me rodea.
Ha terminado la hermosa calma que ya no regresará ni al bote ni a los libros. Todo parece cambiar de golpe. Las melodías de la orquesta suenan alegres y cálidas, las personas con las que uno se topa hablan demasiado, los niños ríen y gritan, incluso mi querido mar, tan silencioso en apariencia, en las noches rompe ruidosamente contra la orilla. La vida ha vuelto a ser sonora para mí. Nunca había dejado mi casa con tal facilidad, sin ningún pendiente; terminé mi doctorado, enterré definitivamente la ilusión artística que me acompañó en la juventud, la señorita Jenny se casó con un relojero, en fin, tuve la suerte de emprender un viaje sin dejar a una amante y sin la tentación de llevarla. Me sentía bien, seguro, sabiendo que concluía una etapa de mi vida. Y ahora todo se ha venido abajo, pues Friederike está aquí.
Coloqué una luz en la mesa de mí terraza. Escribo, ya avanzada la noche. Es el momento de poner todo en claro. Reconstruyo el diálogo, el primero en siete años, el primero desde aquella vez…
Fue en la playa, al mediodía. Yo estaba en una banca, de tanto en tanto la gente pasaba frente a mí. En el puente de desembarco estaba una mujer con un niño pequeño, demasiado lejos para distinguir sus facciones. Aunque en realidad no me llamó la atención, supe que pasó mucho rato ahí antes de que se me acercara. Llevaba al niño de la mano. Entonces vi que era joven y delgada. El rostro me pareció conocido. Estaba a unos diez pasos cuando me levanté y fui hacia ella. Había sonreído. Supe quién era.
— Sí, soy yo–dijo y me tendió la mano.
— La reconocí de inmediato —dije.
— Espero que no le haya sido muy difícil —contestó-, y usted tampoco ha cambiado nada. — Siete años…
— Siete años.
Callamos. Se veía muy hermosa. Una sonrisa apareció en su rostro, dirigida al niño que seguía sosteniendo de la mano.
— Dale la mano al señor.
El pequeño me la tendió sin verme.
— Es mi hijo.
Era un lindo niño morena, de ojos claros.
— Es hermoso que nos encontremos otra vez en la vida–empezó a decir-, nunca hubiera pensado… — También es extraño–dije.
— ¿Por qué? — preguntó sonriendo y viéndome a los ojos por primera vez—. Es verano… todo mundo viaja, ¿no es cierto?
Yo tenía una pregunta sobre su marido en la punta de la lengua, pero no me atreví a hacerla. — ¿Cuánto tiempo se quedará? — pregunté.
— Catorce días. Después me reuniré con mi marido en Copenhague.
Le dirigí una rápida mirada, la suya me respondió impasible; "¿Te sorprende acaso?».
Me sentí inseguro, casi alterado. De pronto me pareció incomprensible que hubiera olvidado todo. Y ahora me daba cuenta de que pensé en aquel momento de hace siete años tan poco como si jamás hubiera ocurrido.
— Tiene mucho que contarme–continuó-, mucho, muchísimo. Seguramente es doctor desde hace tiempo. — No tanto, desde hace un mes.
— Pero conserva su rostro adolescente, parece que se pegó el bigote.
La agudísima campanada que llamaba a comer llegó desde el hotel.
— Adiós–dijo ella, como si la hubiera estado esperando.
— ¿No podemos ir juntos? — pregunté.
— Como en mi cuarto con el niño, no me gusta el gentío.
— ¿Cuando nos volvemos a ver?
Con la vista indicó sonriente el malecón:
— Uno siempre se encuentra por aquí–y como si notara que su respuesta me molestaba, añadió—: sobre todo si uno lo desea. Hasta luego.
Me tendió la mano y se retiró sin volverse. El niño, en cambio, me vio una vez más.
Toda la tarde caminé por el paseo. Ella no apareció. ¿Se ha marchado al fin y al cabo? No debería sorprenderme.
Ha pasado un día sin que la vea. Llovió toda la mañana Y fui el único en salir al malecón. Pasé un par de veces por la casa donde vive, pero no sé cuáles son sus ventanas. En la tarde amainó la lluvia y pude dar un largo paseo por el camino que bordea el mar hasta el siguiente pueblo. Tiempo nublado y fresco.
En el camino no pensé más que en aquella época. Volví a ver todo claramente. La casa acogedora en la que viví y el jardín con sillas y mesas laqueadas de verde, la pequeña ciudad con sus calles tranquilas y blancas, las colinas que desaparecían en la niebla a la distancia, y más arriba un trozo de cielo azul pálido, tan propio del lugar como si no hubiera en el mundo otro tan pálido y tan azul. También volví a ver a la gente, a mis compañeros de escuela, a mis profesores, incluso al marido de Friederike. No lo vi como en aquel momento final, sino con su rostro suave, algo cansado, cuando salía a caminar rumbo a la escuela y nos saludaba afectuosamente, o cuando se sentaba a la mesa en silencio, entre Friederike y yo. Lo recordé como solía verlo desde mi ventana: sentado a la mesa del jardín, corrigiendo nuestros trabajos escolares. Friederike le llevaba café al jardín y se volvía sonriendo a mi ventana, con una mirada que sólo entendería… hasta aquel momento final. Ahora sé que he recordado todo esto frecuentemente, pero no como algo vivo sino como un cuadro que cuelga quieto y pacífico en la pared de la casa.
Hoy estuvimos sentados en la playa, hablando como si no nos conociéramos. El niño jugaba con piedras y arena a nuestros pies. No es que algo pesara sobre nosotros: conversamos del tiempo, de la región, de la gente, también de música y de algunos libros recientes, como personas que no se interesan la una por la otra y que sólo han sido reunidos por azares de la vida en el balneario. No era en modo alguno desagradable estar a su lado, pero cuando se levantó para irse sentí algo insoportable. Hubiera querido decirle: «al menos déjame algo», pero no me habría entendido. Y si lo pienso bien, ¿qué otra cosa podía esperar yo? El hecho de que me haya saludado tan afectuosamente en el primer encuentro se debió por lo visto a la sorpresa y quizá también al gusto de encontrar a un conocido en un sitio extraño. Ahora, en cambio, ya ha tenido tiempo de recordarlo todo igual que yo, aquello que deseó olvidar para siempre ha reaparecido con toda intensidad. No puedo juzgar lo que tuvo que sufrir por mi culpa, y lo que tal vez aún tiene que sufrir. Que se quedó con él se ve a las claras; el niño de cuatro años es una prueba evidente de la reconciliación, aunque uno se puede reconciliar sin perdonar, y se puede perdonar sin olvidar. Debería irme, sería mejor para los dos.
Aquel año se alza frente a mí con una extraña y dolorosa belleza y lo vivo de nueva cuenta. Los detalles vuelven a mí. Recuerdo la mañana de otoño en que llegué acompañado de mi padre a la pequeña ciudad donde debía estudiar el último año de bachillerato; vuelvo a ver nítidamente el edificio de la escuela en medio de un parque de árboles inmensos; recuerdo mi trabajo tranquilo en el cuarto agradable y espacioso, los paseos por la carretera con los compañeros, hasta llegar al siguiente pueblo, y estas pequeñeces me afectan tan profundamente como si encerraran el significado de mi juventud. Es probable que todos esos días hubieran quedado en las profundas sombras del olvido de no ser por el misterioso resplandor de aquel momento final. Y lo más curioso es que desde que Friederike está cerca de mí aquellos días parecen más cercanos que los de mayo pasado, cuando amé a la señorita que se casó en junio con el relojero.
Al asomarme a la ventana hoy temprano vi a Friederike en la terraza de allá abajo, sentada a la mesa con el niño. Eran los primeros huéspedes en desayunar. Su mesa quedaba justo bajo mi ventana. Le grité los buenos días. Ella alzó la mirada.
— ¿Despierto tan temprano? — dijo-. ¿No se nos une?
Al minuto siguiente estaba sentado a la mesa. Era una mañana admirable, fresca y asoleada. Hablamos de cosas tan intrascendentes como durante la vez pasada y sin embargo todo fue distinto. Detrás de nuestras palabras relumbraba el recuerdo. Fuimos al bosque. Entonces empezó a hablar de sí misma y de su casa. — Todo sigue igual en casa–dijo-. El jardín está má s hermoso. Desde que tenernos al niño mi marido se ocupa del jardín con mucha dedicación, el año entrante incluso pondremos un invernadero.
Siguió hablando:
— Desde hace años tenemos teatro, se actúa todo el invierno hasta el domingo de ramos. Voy dos, tres veces por semana, casi siempre con mi madre que es muy aficionada.
— ¡Yo también teatro! — gritó el pequeño, a quien Friederike llevaba de la mano.
— Claro que sí. Los domingos en la tarde–y se volvió hacia mí, explicativa-: a veces interpretan piezas infantiles y voy con el niño; eso también me gusta mucho.
Tuve que contarle algo de mí. Preguntó por mi profesión y demás asuntos serios, pero más bien le interesaba saber en qué ocupaba mi tiempo libre y le dio gusto enterarse de las diversiones de la gran ciudad.
La conversación se fue animando. No hubo una sola mención a aquel recuerdo común, que seguramente estaba tan presente para ella como para mí. Paseamos durante horas y casi me sentí feliz. A veces el pequeño caminaba entre nosotros y entonces nuestras manos se encontraban en sus hueles, pero fingíamos no darnos cuenta y seguíamos hablando como si nada.
Cuando estuve solo otra vez el buen humor se fue de repente. De nuevo sentí que no sabía nada de Friederike. Era increíble que esta incenidumbre no me hubiera molestado durante nuestro diálogo. Era extraño que, Friederike no sintiera necesidad de hablar al respecto, pues aun aceptando que entre ella y su marido no se pensara más en el asunto, era imposible que ella lo hubiera olvidado. Algo decisivo debía haber sucedido después de mi despedida. ¿Cómo no había hablado de ello? ¿Esperaba tal vez que yo empezara? ¿Qué me impidió hacerlo? ¿La misma reserva que acalló sus preguntas? ¿Nos da miedo tocar el tema? Es muy posible. Sin embargo, tendrá que ocurrir, pues hasta entonces habrá un obstáculo entre nosotros, y nada me duele tanto como saber que algo nos separa.
En la tarde vagué por los caminos del bosque que recorrí con ella. Anhelaba algo que en realidad nunca había dejado de querer. Después de buscarla infructuosamente en todas partes, pasé por su casa. Estaba en la ventana. Le grité como ella lo hizo hoy en la mañana:
— ¿No viene usted?
— Estoy cansada. Buenas noches–dijo con frialdad, según me pareció, y cerró la ventana.
Friederike se me presenta en el recuerdo en dos formas distintas. Casi siempre veo a una mujer pálida y dulce en un blanco vestido de mañana, sentada en el Jardín, y que para mí es como una madre que me acaricia las mejillas. De haberla vuelto a encontrar así, con toda seguridad continuaría pasando las tardes en calma, tendido bajo las frondosas hayas como en los primeros días de mi estancia.
Pero también se me presenta totalmente distinta, como sólo la vi en una ocasión, en la última hora que pasé en la pequeña ciudad.
Fue el día en que recibí mi certificado de bachillerato. Comí al mediodía con el profesor y su mujer, igual que siempre, y como no deseaba ir acompañado a la estación nos despedimos al levantarnos de la mesa. No sentí emoción alguna; sólo al sentarme en la cama en mi cuarto desnudo, el equipaje a mis pies y la ventana muy abierta sobre el suave follaje del jardín, hacía las nubes blancas que reposaban en las colinas, el dolor de la despedida se apoderó de mí con facilidad, casi agradablemente. De pronto se abrió la puerta. Friederike entró. Me levanté de prisa. Se acercó, se recargó en la mesa y me vio con seriedad. Dijo muy quedo:
— ¿Así es que te vas hoy?
Asentí y por primera vez supe lo triste que era tener que partir. Me miró un rato, en silencio. Después alzó la cabeza y se acercó más a mí. Tocó mi pelo con suavidad, como ya lo había hecho muchas veces, pero en ese momento supe que se trataba de algo distinto. Luego sus manos se deslizaron lentamente por mis mejillas y su mirada me recorrió con una ternura infinita. Agitó la cabeza, atormentada, como si no entendiera algo.
— ¿Te tienes que ir hoy? — preguntó muy quedo. — Sí.
— ¿Para siempre? — No.
— Claro que sí–se mordió los labios-, para siempre. Aunque nos visites… dentro de dos o tres años, hoy te vas para siempre–dijo esto con un cariño que ya no tenía nada de maternal. De pronto me besó. En un principio sólo pensé «esto no lo ha hecho nunca», pero sus labios no tenían intención de separarse de los míos y entendí lo que ese beso significaba. Estaba en una confusión feliz; hubiera podido llorar; ella tenía los brazos alrededor de mi cuello; me hundí como empujado en un rincón del diván, Friederike se arrodilló a mis pies y atrajo mi boca hacia la suya, luego tomó mis manos y con ellas acarició su rostro, murmuré su nombre, sorprendido de lo hermoso que era. El aroma de sus cabellos llegaba hasta mí y lo respiré con arrebato… En ese momento se abre la puerta que sólo está entrecerrada (creí paralizarme por el miedo) y aparece el marido de Friederike. Quiero gritar pero soy incapaz de articular sonido alguno. Lo veo a la cara y no noto si sus facciones se alteran, pues desaparece al instante, cerrando la puerta. Deseo levantarme, liberar mis manos que continúan acariciando el rostro de Friederike, deseo hablar pero su nombre se interpone. De repente es ella quien se levanta, con palidez mortuoria, y susurra casi suplicante:
— Calla–se queda inmóvil un segundo, el rostro hacia la puerta, como si quisiera escuchar. Luego abre apenas y mira por la rendija. Estoy sin aliento. Por fin abre bien la puerta, toma mis manos y susurra:
— Vete, rápido.
Me empuja hacia afuera, avanzo con lentitud por el pasillo hasta la escalera, luego me vuelvo una vez más y la veo junto a la puerta, un miedo indecible en sus facciones y un ademán vehemente que significa: ¡fuera!, ¡fuera! Salgo precipitadamente.
Lo que sucedió después me vuelve a la mente como un sueño demencial. Corrí a la estación, torturado por un terror mortal. Viajé toda la noche, insomne, volteándome de un lado a otro en el compartimiento. Llegué a casa, esperando encontrar a mis padres enterados de todo y casi me sorprendió que me recibieran afectuosamente. Pasé varios días de suma inquietud, resignado a algo espantoso, temblando cada vez que tocaban a la puerta, cada vez que llegaba una carta. Finalmente llegó la noticia que me tranquilizó: una postal de un compañero de clase que vivía en la pequeña ciudad y que me ponía al tanto de inofensivas novedades y me mandaba alegres saludos. Así es que no había pasado nada temible, al menos no se trataba de un escándalo público; podía suponer que todo se arregló entre marido y mujer; él la perdonó, ella se arrepintió.
A pesar de todo, en un principio este recuerdo vivió en mi memoria como algo triste, casi tétrico, y pensaba en mí mismo como en el involuntario destructor de la paz de un hogar. Esta sensación desapareció gradualmente, pues nuevas experiencias me permitieron valorar aquel momento mejor y más profundamente. Empecé a extrañar a Friederike de un modo curioso, semejante al dolor que surge de una maravillosa promesa incumplida. Pero también este anhelo acabó desapareciendo, y así sucedió que casi olvidara a la joven mujer. Ahora ha resurgido de golpe todo lo que convirtió ese suceso en una vivencia, y con mayor intensidad que entonces, pues amo a Friederike.
Hoy me parece claro todo lo que fue misterioso en los últimos días. Estuvimos sentados en la playa, solos, el niño ya estaba en la cama. Le había pedido en la mañana que viniera. Mencioné inofensivamente la belleza nocturna del mar y lo hermoso que sería estar en la orilla, rodeados de un silencio absoluto, viendo la inmensa oscuridad. No dijo nada, pero supe que vendría. Estuvimos en la playa, casi en silencio, las manos entrelazadas, y sentí que Friederike me pertenecería cuando yo quisiera. Para qué hablar del pasado, pensé y supe que ella pensaba lo mismo desde nuestro primer reencuentro. ¿Somos los mismos que éramos entonces? Nada nos sujeta, somos tan libres, los recuerdos revolotean sobre nosotros como aves de verano. Quizá ya ha vivido otras experiencias, igual que yo en estos siete años, pero ¿qué importa? Pertenecemos al presente y nos deseamos. Tal vez ayer era desdichada y superficial, hoy está a mi lado, frente al mar, sostiene mi mano y desea estar en mis brazos.
Caminé con ella lentamente los pocos pasos que nos separaban de su casa. Los árboles arrojaban sombras negras a lo largo del camino.
— Mañana temprano debemos dar un paseo en velero–dije.
— Sí–contestó.
— La esperaré en el puente, a las siete. — ¿Adonde iremos?
— A la isla de enfrente… donde está el faro, ¿lo ve? — Ah, sí, la luz roja, ¿está lejos? — Una hora, podemos regresar pronto. — Buenas noches–dijo y entró al vestíbulo de la casa.
Me alejé. Tal vez me olvidarás en unos días, pensé, pero mañana será un día hermoso.
Llegué al puente antes que ella. El pequeño bote esperaba, el viejo Jansen había izado la vela y fumaba su pipa, sentado al timón. Salté junto a él y me dejé mecer por las olas. Sorbí los momentos de espera como una bebida matinal. La calle hacia la que dirigía la vista continuaba totalmente desierta. Después de un cuarto de hora apareció Friederíke. La vi desde muy lejos, parecía caminar más rápido que de costumbre. Cuando llegó al puente me levanté, entonces me pudo ver y me saludó con una sonrisa. Por fin llegó al extremo del puente, le tendí la mano y la ayudé a subir al bote. Jansen soltó la cuerda y
nuestro barco se empezó a deslizar. Nos sentamos muy juntos, ella estrechada contra mi brazo. Estaba vestida completamente de blanco y se veía como una muchacha de dieciocho años.
— ¿Qué hay que ver en la isla? — preguntó. No pude evitar sonreírme.
— ¿Al menos el faro? — dijo ella, ruborizada.
— Tal vez también la iglesia–añadí.
— Pregúntale al hombre… — y señaló a Jansen.
— ¿Qué tan antigua es la iglesia de la isla? — le pregunté, pero no entendía una palabra de alemán. Después de esta tentativa pudimos sentirnos aún más solos.
— ¿Hay otra isla allá enfrente? — dijo ella, indicando con la mirada.
— No, eso es Suecia, tierra firme.
— Eso sería aún más hermoso.
— Sí, pero deberíamos podernos quedar ahí… mucho…para siempre.
Si me hubiera dicho en ese momento «ven, vamos a otro país, no regresaremos nunca», la habría seguido en el acto. Mientras nos deslizábamos en el bote, mecidos por un aire puro, el cielo claro sobre nosotros y el agua resplandeciente alrededor, me pareció que estábamos en un paseo señorial: éramos una pareja real, las ataduras de nuestra existencia anterior quedaban canceladas.
Pronto pudimos distinguir casitas en la isla y, con mayor nitidez, los contornos de la iglesia blanca en la colina que se alzaba ligeramente sobre la isla. Nuestro bote se apresuró hacia la orilla. Esquifes de pescadores aparecieron cerca de nosotros, algunos no tenían remos y dejaban que el agua los llevara morosamente. Friederike tenía la mirada fija en la isla, pero no veía nada. En menos de una hora llegamos al puerto cercado por un muelle de madera, de modo que se podía confundir con un estanque.
Había un par de niños en el muelle. Bajamos y caminamos lentamente por la orilla; los niños iban detrás de nosotros, pero pronto desaparecieron. Todo el pueblo estaba ahí enfrente, no más de veinte casas desperdigadas en derredor. Casi nos hundimos en la arena fina y oscura mojada por el agua. En una plaza asoleada que llegaba hasta el mar, las redes colgaban para secarse. Cien pasos y estuvimos completamente solos. Habíamos llegado a un pequeño camino que llevaba del caserío al extremo de la isla, donde estaba el faro.
Teníamos el mar a la izquierda, separado de nosotros por agrestes tierras de labranza que se hacían más y más angostas. A la derecha crecía la colina, un camino llevaba por las faldas a la iglesia que habíamos dejado atrás. El silencio y el sol dominaban todo. Friederike y yo no habíamos hablado en el trayecto. No tenía deseos de hacerlo, me sentía increíblemente bien paseando con ella en total silencio.
Pero ella empezó a hablar:
— Hoy hace ocho días…
— ¿De qué?
— No sabía… no tenía la menor idea de adonde viajaría. No respondí.
— Ah, es tan hermoso–exclamó ella y estrechó mi mano.
Me sentí atraído hacia ella, hubiera querido abrazarla, besarla en los ojos.
— ¿Sí? — pregunté en cambio, muy quedo.
Guardó silencio, bastante seria.
Habíamos llegado a la casita construida junto al faro, ahí terminaba el camino, debíamos regresar. Un camino estrecho ascendía por la colina. Dudé.
— Venga–dije.
Nos aproximábamos a la iglesia que ahora teníamos a la vista. Hacía mucho calor. Pasé el brazo por el cuello de Friederike, tenía que estar muy cerca de mí para no resbalar. Acaricié sus tibias mejillas.
— ¿Por qué no supimos nada de usted en todo este tiempo? —preguntó de repente-, yo al menos–añadió, volviéndose hacia mí.
— ¿Por qué? — repetí extrañado.
— ¡Pues sí!
— ¿Pero cómo hubiera podido?
— Ah, por eso–dijo-, ¿Se sintió ofendido?
Estaba demasiado sorprendido para contestar algo.
— Bueno, ¿qué fue lo que pensó?
— Lo que…
— Sí… o qué, ¿ya no se acuerda? — Claro, me acuerdo, ¿por qué habla ahora de eso? — Quería preguntarle desde hace mucho. — Bueno, pues hable–contesté muy alterado.
— Lo tomó por un capricho… ¡seguro que sí! — añadió acaloradamente, como si notara que yo iba a responder algo-, pero le aseguro que no fue así. En ese año sufrí más de lo que un hombre puede imaginar.
— ¿En cuál?
— Pues… cuando estuvo con nosotros… ¿por qué pregunta eso?… pero ¿por qué le cuento todo esto? La sujeté del brazo.
— Cuente… se lo pido… la quiero.
— Yo también te quiero–gritó de pronto, tomó mis manos y las besó-, siempre, siempre.
— Sigue contando, por favor, todo, todo… Habló mientras caminábamos contra el sol:
— Al principio me dije «es un niño, lo quiero como una madre», pero mientras más se acercaba el momento de tu partida… — se interrumpió un instante, luego continuó-: y finalmente llegó el momento. No quería ir a tu cuarto, no sé qué me impulsó a hacerlo. Y al estar contigo quise besarte, pero…
— Sigue, sigue.
— Y de pronto te dije que debías irte, lloraste, todo fue una comedia, ¿no es así? — No te entiendo.
— Eso he pensado todo el tiempo. Quise escribirte, pero, ¿para qué?… es decir… te corrí porque… de pronto tuve miedo.
— Eso lo sé.
— Si lo sabías, ¿por qué nunca volví a saber de ti? — gritó exaltada. — ¿De qué tuviste miedo? — Creí que alguien se acercaba. — ¿Creíste eso?, ¿por qué?
— Me pareció escuchar pasos en el pasillo. Eso fue. ¡Pasos!, pensé que sería él… entonces el pánico se apoderó de mí, hubiera sido horrible que él, no, no, no quiero ni pensarlo. Pero no había nadie. Nadie. Él no regresó hasta la noche, mucho, mucho tiempo después de que te fueras.
Mientras contaba esto sentí que algo despeñaba en mi interior. Cuando terminó, la vi como si le preguntara "¿quién eres?». Me volví hacia el puerto, involuntariamente, y vi brillar la vela de nuestro bote. ¿Cuánto tiempo ha pasaDo?, pensé. Llegué con una mujer a la que amaba y ahora veo a una extraña a mi lado. También me era imposible decir palabra. Ella apenas se daba cuenta, estrechaba mi brazo, creyendo que se trataba de un silencio afectuoso. Yo pensaba en él. ¡Así es que nunca le dijo! Ella no lo sabe, nunca supo que él la vio tendida a mis pies.
Se alejó de la puerta y regresó muy tarde… muchas horas después ¡y no le dijo nada! Siguió viviendo a su lado todos estos años, sin delatarse en una palabra. ¡La perdonó, y ella nunca lo supo!
Estábamos cerca de la iglesia, a unos diez pasos. Ahí se bifurcaba un camino que debía llevar al pueblo. Lo propuse. Ella me siguió.
— Dame la mano–me dijo. Se la di sin verla.
— ¿Qué tienes?
No podía contestar y me limité a apretar su mano con fuerza. Esto pareció tranquilizarla.
— Es una lástima que no hayamos visitado la iglesia–dije después sólo por tener algo de qué hablar. — ¡Pasamos sin verla! —ella se rió. — ¿Desea regresar? — le pregunté.
— No, me alegro de volver pronto al barco. Deberíamos hacer una excursión en velero, sin ese hombre. — No sé velear.
— Ah–dijo y guardó silencio, como sí recordara algo que no quería decir. No le pregunté. Llegamos pronto al puente de desembarco. El bote estaba listo. Los niños que nos saludaron al llegar volvieron a aparecer. Nos vieron con grandes ojos azules. Partimos. El mar estaba más calmado, al cerrar los ojos apenas se sentía el desplazamiento.
— Acuéstese a lo largo–dijo Friederike y me tendí en el fondo del bote, apoyando mi cabeza en su regazo. Me gustó no tener que verla a la cara. Ella habló y fue como si su voz resonara muy lejos. Entendí todo y sin embargo pude continuar pensando.
Ella me produjo escalofríos.
— ¿Vamos al mar hoy en la noche? — preguntó.
Era como si algo fantasmal se desprendiera de ella.
— Vamos al mar hoy en la noche–repitió despacio-, en un bote de remos. Remar sí sabes.
— Sí–dije, estremecido ante el profundo perdón que la rodeaba silenciosamente, sin que ella lo supiera.
— Nos dejaremos mecer por el mar y estaremos solos, ¿por qué no hablas?
— Soy feliz–dije.
Me pareció escalofriante el mudo destino que ella vivía desde hacía tantos años, sin siquiera suponerlo. Nos deslizábamos.
Por un segundo pasó por mi mente la idea de decírselo. Deshazte de esta maldición, díselo y volverá a ser para ti una mujer como las otras. Pero no debía. Seguimos navegando.
Salté del bote y la ayudé a subir;
— El niño ya debe extrañarme. Debo apresurarme. Ahora déjame sola. La playa estaba animada. Noté que algunas personas nos observaban. — A las nueve, hoy en la noche–dijo-, pero ¿qué te pasa? — Soy muy feliz.
— Hoy en la noche, a las nueve estaré contigo aquí en la playa. ¡Hasta luego! — y se fue de prisa.
— ¡Hasta luego! — dije y me quedé inmóvil. No la volveré a ver.
Mientras escribo estas líneas ya estoy lejos, más lejos a cada segundo. Escribo en el compartimiento del tren que me aleja segundo tras segundo de Copenhague. Ahora son precisamente las nueve. Ella está en la playa y me espera. Al cerrar los ojos puedo ver su figura pasar frente a mí. Pero no es una mujer quien camina por la orilla en penumbra: es una sombra.
La castellana de Vergy
ANÓNIMO
Existen personas con un aspecto tan honesto que nos producen de inmediato confianza y si uno se anima a contarles un secreto de amor, no les alcanza el tiempo para desparramarlo y utilizarlo en chismorrees y jaranas. Es entonces que
el que no supo mantener su silencio empieza a vivir los consecuentes contratiempos, ya que cuanto mayor es su amor, el amante más se angustia al pensar que otro sabe lo que más escondido tendría que haber mantenido, y no es extraño que el triste fin sea que el amor en cuestión acabe en medio de sufrimientos y bochorno.
Eso fue lo que pasó en Borgoña con la dama de hidalgo que se había enamorado de ella. El hombre solicitó sus favores de modo tan fervoroso que acabó por aceptarlo, con la salvedad de que si por su culpa se descubrían sus amoríos, la perdería inmediata y definitivamente. Los enamorados combinaron encontrarse en un jardín al que el hidalgo concurriría diariamente a horas marcadas por su querida. Una vez allí, se escondería en un rincón hasta que apareciera en el jardín un perrito. Ese sería el aviso de que la mujer estaba sola en su cuarto y que podía subir con ella. Así se vieron mucho tiempo y sus amoríos se mantenían en tal silencio que nadie pensaba que existiesen.
El hidalgo era bien parecido y atildado, y debido a su coraje gozaba del favor del duque de Borgoña. Por ese motivo iba con frecuencia a la corte, donde lo conoció la duquesa, que se enamoró de él, comenzando a insinuársele de una manera que, a no haber él estado embobado con otra, hubiera notado cabalmente que ésta también lo adoraba. Pero todos los artilugios qu e usaba la duquesa para abrirle el corazón a su galán no eran notados por el hidalgo. La duquesa llegó a acongojarse tanto que un día decidió hablar directamente y dijo al hidalgo:
— Señor, sois bien parecido y valeroso, todos lo reconocen, gracias a Dios; os mereceríais una amiga de gran alcurnia; eso os daría honor y beneficios; una amiga así os vendría muy bien.
— Señora–contestó el hidalgo-, aún no he pensado yo en esas cosas.
— A mi parecer —dijo ella—, considero que una espera prolongada podría perjudicaros. Soy de la opinión de que entréis en relaciones con una dama de alto linaje, siempre que veáis que sois correspondido con fidelidad.
— Señora, en realidad no sé cuál es la causa de que me habléis así, ni adonde queréis llegar. Yo no soy duque ni conde como para tener semejantes aspiraciones, y, aunque quisiera, nunca obtendría los favores de una dama de tal alcurnia.
— Quizá sí —contestó la duquesa—; se han visto y se verán cosas más raras. Contestadme ahora: si yo os entregase mi corazón, yo que estoy en la cima de la nobleza, ¿qué haríais?
El hidalgo contestó así:
— No lo sé, señora, pero no me agradaría tener vuestro amor, por más honor que signifique. Dios me libre de un amor tal que nos deshonraría a los dos y llenaría de oprobio a mi señor; po r ningún precio y de manera alguna haría yo el delito de traicionar de modo tan vil a mi señor.
— ¡Qué imbécil! — profirió fastidiada la duquesa-. ¿Quién os pidió una cosa así?
— Nadie, gracias a Dios; y yo puedo deciros lo mismo, señora–contestó el hidalgo.
En ese momento la duquesa interrumpió la conversación y, llena de resentimiento y despecho, no pensó en otra cosa que no fuera la venganza.
A la noche, mientras yacía junto al duque, empezó a lanzar suspiros y a llorar. El duque quiso saber qué le ocurría.
— Lamento de veras–dijo— ver cómo los grandes hombres no saben determinar quiénes les son fieles o no y sin percatarse, honran a los que los traicionan.
— No sé por qué decís tal cosa–dijo el duque-; no ha de ser por mí, ya que bajo ningún concepto protegería a un traidor sabiendo que lo es.
— Odiad entonces–siguió ella— a quien hoy no ha cejado en solicitar mis favores y me ha dicho que desde hace mucho no pensaba en otra cosa–y aquí mencionó al hidalgo-, Hasta ahora no se había animado a manifestar su amor. Yo quise contároslo inmediatamente. No es raro que esto se le haya pasado por la cabeza. ¿Acaso se le ha conocido algún amor? Por eso os ruego que cuidéis vuestro honor como corresponde.
El duque se apenó.
— Aclararé esto–dijo-, y ya mismo comienzo a pensar cómo.
No pudo dormir y pasó la noche despierto, disgustado por el hidalgo, al que apreciaba, y cuya amistad perdería a causa de tal bajeza.
A la mañana siguiente dejó el lecho temprano e hizo comparecer al hidalgo a quien su esposa le hacía aborrecer injustificadamente. Sin dilaciones, le habló a solas.
— Estoy muy fastidiado–le dijo–al notar que vos, que tenéis coraje y elegancia, no tenéis lealtad en absoluto. Me decepcionasteis. Creí largo tiempo que actuabais honesta y lealmente, al menos conmigo, que os he manifestado afecto tal. Ignoro de dónde sacasteis la ruin intención de seducir a la duquesa. Es la traición más grande y la bajeza más infame que pueda imaginarse. Os marcharéis de mis dominios inmediatamente. Os arrojo de ellos y os prohíbo el regreso bajo ningún concepto. Cuidaos bien de no asomaros a mis posesiones de ahora en adelante; en caso contrario, sabed que os haré ahorcar.
Al oír estas palabras el hidalgo se quedó de una pieza. Todo su cuerpo empezó a temblar, ya que inmediatamente pensó en su querida, a la que no tenía más forma de ver que en sus idas y venidas y quedándose en la comarca de la que lo expulsaba el duque. También le producía un terrible padecer que su señor lo considerara traidor e infiel. Lleno de desesperación, se sentía ya muerto y acabado.
—¡Señor! —clamó-, por el amor de Dios, nunca creáis que yo pudiera ser tan atrevido. Jamás pensé en el delito del que me acusáis sin motivo. El que me haya culpado de ello ha hecho una maldad.
—De nada os habrán de servir vuestras excusas–contestó el duque-; no les haré caso. La duquesa en persona me ha revelado la forma en que la habéis galanteado y requerido de amores, y es seguro que le habréis dicho cosas que ella no quiso contarme.
—¡La duquesa está faltando a la verdad! — contestó el hidalgo muy acongojado. —¡Para nada os sirven vuestras excusas!
—Cuanto pudiera decir no servirá de mucho, pero sería capaz de cualquier cosa para haceros ver la verdad.
—¡He allí los hechos! —terminó el duque enardecido. Recordaba lo que su mujer le había dicho, y pensaba que era cierto que ninguno sabía que el hidalgo tuviera alguna querida.
—Si vos me juráis seriamente–siguió diciendo el duque–contestar sin evasivas a mis preguntas, yo sabré con certeza si mis sospechas tienen o no fundamento.
El hidalgo estaba ansioso por calmar la ira infundada de su señor y lo acerraba el destierro que lo separaría de su amada, de modo que juró al duque cumplir su voluntad. El duque entonces dijo:
— Debéis saber que la enorme amistad que os profeso impide que yo crea que seáis culpable de una villanía y un oprobio semejantes, como afirma la duquesa. Sólo algo me hace pensar en ello y me confunde: al evaluar vuestra amabilidad, vuestra elegancia y otros indicios que señalan que tenéis amoríos en alguna parte, pienso además que ninguno ha notado que amaseis a ninguna dama o jovenzuela, y me convenzo de que es a mi esposa a la que habéis rondado. No hay nada que atenúe mis dudas y os seguiré considerando culpable, salvo que me reveléis a quién amáis y desterréis de mi ánimo toda sombra de sospecha. Si os resistís a eso, ¡idos como perjuro lejos de mis posesiones, inmediatamente!
El hidalgo no se decidía. ¡Dura alternativa! Si revelaba la verdad como debía por su juramento, se podía dar por muerto, ya que así quebraría lo prometido a su dueña y no dudaba que la perdería si ella se enteraba; si no revelaba la verdad al duque sería perjuro y falso, habría de dejar esas tierras y perder a su querida. Recordaba los goces que había pasado entre sus brazos y al pensar que no le sería posible llevársela, dudaba de sí podría subsistir sin ella. En medio de esa congoja que lo atormentaba, el hidalgo no sabía si explicarlo todo y quedarse o mentir y desterrarse. Las aguas del corazón subieron hasta sus ojos y bañaron su rostro. El duque entonces se conmovió, pensando que había algo que su favorito no se animaba a decir.
— Noto–dijo de repente–que no confiáis en mí como sería debido. ¿Pensáis que si me reveláis en secreto lo que ocultáis, yo diría a nadie una palabra? Primero dejaría que me arrancaran de a uno los dientes
— ¡Ah! —contestó el hidalgo—. Dios es testigo de que no sé qué decir ni qué hacer. Quisiera morir antes que perder lo que perdería al descubrir la verdad, si mi amada se enterara de ello.
Entonces el duque dijo:
— Por mi cuerpo y alma y por el aprecio y confianza que os debo como a uno de los míos, os aseguro que en vida mía ninguno se enterará de lo que habléis, sea cual fuere su importancia.
El hidalgo contestó entre lágrimas:
— Señor, os lo diré todo. Quiero a vuestra sobrina de Vergy, ella me quiere, y los dos nos queremos tanto que más es imposible.
— Decid ahora —dijo el duque—, si deseáis que guarde el secreto: ¿es verdad que nadie más que vosotros dos lo sabe? El hidalgo contestó:
— ¡Lo juro, nadie más!
— ¡Qué raro! — dijo el duque-. ¿Cómo os arregláis para encontraros y para concertar el sitio y el momento? — En verdad–dijo, el hidalgo-, no os esconderé el procedimiento, ya que conocéis todo el secreto.
Acto seguido le reveló sus andanzas, lo que habían acordado y el ardid del perrito. Cuando lo supo todo, el duque dijo al hidalgo:
— Quiero que permitáis que os acompañe a la primera cita, porque deseo verificar sin duda que las cosas son como decís. Mi sobrina no sabrá de mi presencia.
— Señor, gustoso aceptaré que me acompañéis esta noche, si no os parece mal u os fastidia.
El duque contestó que, al contrario de fastidiarlo, esto le gustaría y divertiría. Combinaron ambos, pues, para ir de noche a pie hasta la residencia de la sobrina del duque, que era cercana.
A la hora convenida estaban en el jardín. El duque vio inmediatamente venir al perrito hasta la punta del jardín, donde el hidalgo lo colmó de mimos. Dejó luego al duque; éste fue detrás de él hasta cerca de las habitaciones y se quedó allí inmóvil, escondiéndose bajo un árbol grande y espeso cuyas hojas lo ocultaban totalmente. Vio al hidalgo ingresar en la mansión y a su sobrina recibirlo en un patio; luego observó y oyó el cordial recibimiento que ella le hizo con sus brazos y boca, abrazándolo dulcemente y dándole cientos de besos antes de hablarle. El hidalgo también la besaba y abrazaba diciéndole:
— ¡Mi señora, mi amiga, mi amor, mi corazón, ardor y confianza de mi existencia, cómo necesitaba estar junto a vos como ahora, después de tanto tiempo!
— Mi querido señor–contestaba la dama-, mi dulce amigo, mi dulce amor, en ningún instante la tristeza dejó de oprimirme lejos de vos, pero ahora nada me apena ya, porque está junto a mí mi querido y porque volvéis a mí sano y alegre. Os doy la bienvenida, mi amigo.
— ¡Amiga, en buena hora os encuentro! — dijo el hidalgo. El duque, apostado cerca de ambos, escuchó todo. Identificó tan seguramente a su sobrina por la voz y la figura que ya no dudó de que la duquesa mentía y se alegró de certificar que el hidalgo no hubiera hecho bajeza alguna como creyera erróneamente antes.
Se quedó toda la noche, en tanto el hidalgo y la dama permanecían en su cuarto. Antes del alba el duque vio que se despedían, se intercambiaban cientos de besos y suspiraban profundamente al saludarse. Combinaron la cita siguiente y se separaron llorando. El hidalgo salió y la mujer cerró la puerta luego de seguirlo con la mirada hasta que no fue visible, puesto que no podía seguirlo de otro modo. El duque dejó también el sitio, y pronto se reunió con el hidalgo, que se quejaba para sí de lo breve que había resultado la noche y del amanecer que había cortado su gozo. El duque se acercó a él, lo abrazó calurosamente y le dijo:
— Os afirmo que siempre os apreciaré, porque me dijisteis la pura verdad y no me habéis engañado en nada.
— Gracias, señor–contestó el hidalgo-, pero por Dios os pido que sepáis guardar mi secreto, pues de lo contrario perdería mi amor, mi paz y mi contento, y por cierto que perecería si me enterara que alguien que no fuerais vos estaba al tanto.
— Quedaos tranquilo–dijo el duque–que vuestro secreto está tan seguro que nunca se ha de hablar de él.
Ese día, en el almuerzo, el duque estuvo más gentil que nunca con el hidalgo, lo que asustó y fastidió tanto a la duquesa que debió irse de la mesa simulando una súbita enfermedad, y se arrojó en el lecho muy disgustada.
El duque fue con ella al terminar la comida. La hizo incorporar en el lecho y mandó que los dejaran a solas. Cuando no hubo testigos, el duque preguntó a su esposa cuál era la causa de esa brusca molestia.
— ¡Que Dios me ayude! — contestó la duquesa-. Cuando hace un momento me senté a la mesa, no creía que tuvierais tan poco tino y débil discernimiento para manifestar tal aprecio al que me ofendió. Al ver que le dabais todavía mejor trato que antes, me condolí y fastidié tanto que no pude seguir más allí.
— Mi dulce amiga–dijo el duque-, jamás he de creer, ni por lo que me dijisteis ni por lo que oirá persona pudiese contarme, que el hidalgo sea culpable de lo que lo acusáis. En cambio sé que es absolutamente inocente y que jamás pensó realizar una vileza tal. He conocido todos sus asuntos, y no querráis saber más.
Se fue entonces el duque. La duquesa se quedó cavilando. y no hubiera podido quedarse tranquila en su vida si no sabía algo más, pese a la prohibición recién impuesta. Empezó a pensar qué ardid podría enterarla de lo que se le velaba; mientras, resolvió esperar hasta la noche, cuando él duque estuviera en sus brazos: entonces se las arreglaría para averiguar lo que quería. Por consiguiente, se atuvo a este plan. Cuando el duque llegó a dormir, ella se apartó en el lecho, simulando estar enojada. Lo hizo tan bien que el duque creyó que estaba disgustadísima. Al besarla como si nada, ella dijo:
— Sois falso, mentiroso e infiel; me ponéis cara de amor y jamás me amasteis en serio. Muy estúpida fui en tanto tiempo creyendo en vuestras palabras; ahora me he desengañado totalmente.
— ¿Por qué? — dijo el duque. La engañosa le contestó:
— ¿Acaso no me prohibisteis saber lo que vos conocéis bien?
— ¿Qué? ¡Por Dios, querida, decid!
— Lo que el hidalgo os dijo, las falsedades y visiones que os hizo tragar. Pero no puedo enterarme. Poco me vale amaros con lealtad. Jamás vi ni oí nada que no supierais vos inmediatamente; en cambio, vos me escondéis bien vuestro pensamiento. Enteraos entonces de que en el futuro ya no tendré igual confianza ni sentir por vos como hasta ahora.
La duquesa entonces empezó a llorar y suspirar fuertemente.
El duque le tuvo tanta compasión que le dijo:
— Mi amiga, no quiero disgustaros por ningún motivo. Pero no puedo revelaros lo que deseáis sin caer en una gran vileza.
— Señor–respondió la duquesa-, no habléis del asunto. Noto que no confiáis en mí para decirme un secreto. Y me sorprende mucho, ya que jamás visteis secretos, importantes o no, ser revelados por mí cuando quisisteis contármelos. Lo digo de corazón, nunca mencionaré a nadie lo que me digáis. — Diciendo esto, la duquesa reanudó su llanto. El duque la abrazó y besó acongojado y acabó cediendo.
— Bella señora–dijo—, ¿qué hacer?; confío tanto en vos como para no esconderos nada que yo sepa, pero os pido que no soltéis prenda, porque os aviso que si me traicionáis os daré muerte.
— Acepto la pena, ya que no es posible que os haga nada malo.
El duque confió en la sinceridad de su esposa y le reveló paso a paso el cuento de su sobrina como lo había conocido por el hidalgo; cómo fueron ambos al jardín, al rincón, y cómo vino el perrito; le contó toda la verdad del ingreso del hidalgo a la mansión y su salida, no escondió nada de lo que había presenciado.
Al saber la duquesa que el hidalgo que la había desdeñado había preferido a una dama por debajo de su alcurnia, se sintió ofendida a muerte. Pero disimuló y juró al duque conservar el secreto so pena de morir si lo contaba.
Pero el tiempo le fue poco para molestar a la querida del que la afrentara tan duramente y, en la primera ocasión y sitio adecuado que se presentó, habló con la sobrina del duque dejándole entrever taimadamente que estaba al tanto de todo.
La oportunidad se dio en Pascuas. Ese día el duque reunió a toda su corte. Hizo venir a todas las damas de sus tierras y antes que nada a su sobrina, la castellana de Vergy. Al verla la duquesa, le bulló la sangre, porque la detestaba profundamente, pero pudo disimular su ánimo. La recibió mejor que otras veces, aunque se moría por espetarle lo que le atravesaba el corazón y tanto le costaba callar. Cuando se levantaron las mesas, la duquesa se llevó a las damas a su cuarto para prepararse con tranquilidad para el baile. La oportunidad era demasiado justa como para que la duquesa sofrenara su boca y dijo a la señora de Vergy, como en broma:
— Castellana, poneos hermosa por amor a vuestro bello hidalgo.
— De veras no sé, señora–contestó tranquilamente la castellana-, de qué amor habláis; yo no quiero tener amigos que no lo sean para mi honor y el de mi esposo.
— Ya lo creo–retrucó la duquesa-, lo que no impide que os tengan por maestra en el arte de adiestrar perros.
Las damas escucharon el diálogo, pero no entendieron a qué se aludía y, por ser el momento, fueron tras la duquesa al salón de baile. La castellana se puso horriblemente blanca e intranquila. Entró en un dormitorio y se arrojó gimiendo sobre la cama. Al pie del lecho yacía una doncella, pero en lo oscuro la señora no la divisó. La castellana empezó a lamentarse y a despacharse a voces:
— ¡Ah! mi Dios, ¿qué acabo de oír? ¡La duquesa me ha echado en cara tener mí perrito bien adiestrado! ¡Sólo puede estar enterada de eso, seguro, por aquel que yo quería y que me ha engañado! ¡Y jamás le habría confiado algo así de no haber tenido ambos mucha confianza, y de no amarla más que a mí, a quien traicionó! Me doy cuenta de que no me ama, ya que quebró su juramento. ¡Y yo que lo quería tanto que pasaba noche y día pensando en él! ¡Era todo mi contento, mi gusto, mi placer, mi gozo, mi alivio, mi sostén! ¡Cómo no pensar en él cuando no estaba conmigo! ¡Ah, delicado amigo! ¿Cómo hicisteis esta maldad? Creía que erais conmigo más fiel que Tristán con Iseo, y os quería más que a mí misma. Desde que os conocí jamás he dicho o realizado cosa alguna, ni grande ni chica, que pudiese enojarnos, que justificara vuestro resentimiento y deslealtad y os llevase a quebrar nuestro amor dejándome por otra y descubriendo nuestro secreto. ¡Ay, querido! yo jamás habría podido haceros eso a vos; si Dios me hubiera entregado la tierra entera y aun todo el cielo y el Edén a cambio de vos, no habría aceptado, porque erais mi tesoro, mi salud, mi contento, y lo que me acongoja más es ver que no me amabais. ¡Ah, mi dulce amor! Quién hubiera imaginado que ese hombre me haría mal, a mí, que siempre hacía todo por satisfacerlo, él, que siempre afirmaba que era mío y me tenía por su mujer. Y hablaba de modo tan afectuoso que creía en él y nunca habría pensado que hallase motivos para trocarme por una duquesa o una reina. Creía que se consideraba mi amigo para siempre: si él hubiese muerto antes, mi amor era tan enorme que con seguridad yo no hubiera vivido mucho más, ya que hubiese sido mejor para mí perecer con él que vivir sin verlo.
¡Amor, amor! ¿Es correcto que él haya revelado de tal modo tus secretos? Así me pierde como yo lo perdí a él; sin él no puedo vivir y la existencia no me interesa. Pido a Dios que me conceda la muerte y se apiade de mi alma; que honre a quien me engañó; yo lo disculpo, ya que hasta me será grato morir por él.
La castellana calló, después murmuró: —¡Querido amigo, a Dios os confío!
En ese momento, al sentir desmayar su corazón, cruzó los brazos y una blancura de muerte tino su faz; se desvaneció con gran congoja y quedó muerta, blanca y descompuesta sobre la cama.
Mientras, su amado no sospechaba nada y hablaba y bailaba en el salón, divirtiéndose. Prontamente, intrigado por no ver a su amada, musitó al duque:
— Señor, ¿por qué vuestra sobrina falta tanto y no viene al baile? ¿Le ordenasteis una penitencia?
El duque lanzó una ojeada a la reunión. Después tomó de la mano al hidalgo conduciéndolo al cuarto, más no hallando allí a la castellana le sugirió que buscase en el dormitorio, y luego se fue para dejar a los enamorados saludarse tranquilos. El hidalgo, agradeciéndole el gesto, entró en el dormitorio, donde la mujer yacía en la cama. El hidalgo la abrazó y besó sus labios, pero los encontró fríos y sus miembros endurecidos y no dudó de que estaba irremediablemente muerta.
— ¡Ay! ¿Qué ha pasado? — gritó enajenado-, ¡Mi amiga ha muerto!
Entonces la sirvienta, que seguía a los pies del lecho, se incorporó y le dijo:
— Señor, creo que sin duda ha muerto, porque no quiso vivir más desde que entró, debido a su amigo y un perrito con el que la duquesa se mofó y la torturó, lo que le produjo una congoja mortal.
Al saber el hidalgo que él era el que la había muerto por lo que había contado al duque, se llenó de desesperación.
— ¡Ay! — profirió-, dulce amor mío, la más gentil y excelente y sincera que haya jamás existido, yo te maté como un traidor infiel. Hubiera debido pagar yo esa indiscreción, y vos no padecer ningún mal. Pero había tanta fidelidad en vuestro corazón, que quisisteis ser la primera en padecer las consecuencias de mi mal proceder. ¡Pero yo haré justicia por la traición que hice!
Al decir esto, desenfundó una espada que colgaba de la pared, se traspasó el corazón y cayó muerto sobre su amada.
Viendo la moza ambos cuerpos exánimes, huyó aterrada. Buscó al duque, al que contó lo que había presenciado; no dejó de contarle nada de los hechos ni las palabras de la duquesa sobre el perrito. El duque enfureció, entró en el cuarto y, sacando del cadáver del hidalgo la espada con que se traspasara el pecho, se arrojó, mudo, al salón en que se bailaba y se enseñoreaba el alborozo. Cumplió entonces la promesa hecha a la duquesa y le dio un tremendo golpe en la cabeza. La duquesa cayó a sus pies, ante los espantados asistentes, en medio del truncado baile.
Reveló entonces el duque la funesta historia de los enamorados. Nadie dejó de llorar, especialmente cuando vieron en un lado a la duquesa y en otro a la castellana y su amigo. La corte se despidió con enorme tristeza y aflicción.
Al día siguiente el duque hizo sepultar juntos a los amantes en el mismo féretro, y a la duquesa aparte. Pero el incidente lo entristeció de tal modo que ya no volvió a reír. Al poco tiempo se enroló en la Cruzada y se fue tras los mares y en esas tierras se hizo templario.
Historia del rey Schahriar
LAS MIL Y UNA NOCHES
Y al morir, dejó dos hijos en la flor de la edad; de ellos uno el mayor y otro el menor, y ambos buenos caballeros y bravos y esforzados, salvo que el mayor lo era más que el menor.
Y reinó en el país y juzgó con equidad entre sus vasallos y lo amó la gente de su pueblo y de su reino.
Y era su nombre el de rey Schahriar y el de su hermano, el menor, el de rey Schahseman, y era rey de Samarkandu–I–Achm.
Y no cesaron las cosas de ir bien en los países de entrambos y cada uno de los dos en su reino fue juez equitativo para sus vasallos por espacio de veinte años.
Yambos rayaban en el ápice de la holgura y la alegría y en ese estado perseveraron hasta que el mayor sintió nostalgia de su hermano, el menor, y ordenó a su visir (Del árabe uacir, el que ayuda o suple. El primero que ostentó este título fue Alí, el discípulo predilecto de Mahoma) que fuese allá y se lo trajese a su presencia.
Le respondió aquél con el «Oigo y obedezco» y se puso en camino sin pérdida de tiempo y fue caminando hasta que llegó allá con integridad y entró en casa del hermano del rey y le transmitió la paz y le hizo saber cómo su hermano, el rey, sentía ausencia de él y le rogaba que lo fuese a ver. Respondió el rey con el «Oigo y obedezco» y mandó hacer los preparativos para el viaje y que aprestasen sus alfaneques (Tienda de campaña) y sus camellos y sus muías y sus criados y sus edecanes y esclavos y nombró a su visir juez en su país y partió en el acto rumbo al país de su hermano.
Y sucedió que, la noche mediada, acordóse el soberano de una cosa que dejara en su palacio olvidada, y tornóse allá, y al llegar, encontróse a su esposa tumbada en el lecho, abrazada al cuello de un esclavo negro de entre los esclavos, y al ver aquello ennegrecióse el mundo ante los ojos del soberano.
Y en su interior se dijo:
— Si ocurrió tal cuando apenas me alejaba yo de la ciudad, ¿qué no habría hecho esta desvergonzada si me hubiese estado ausente con mi hermano todo el tiempo que pensaba?
Desenvainó luego su espada y los hirió a ambos y los dejó muertos en el mismo lecho.
Ytornóse al instante y dio orden de seguir adelante y caminó de noche sin descanso, hasta llegar a la ciudad de su hermano.
Alborozóse éste con su arribo y salió a recibirlo hasta que lo encontró y la paz le deseó.
Es decir, le dijo el Selam aleik (La paz sobre ti). El selam–o zalema de nuestro romance— es la fórmula de la salutación habitual entre los musulmanes, como el jaire (alégrate) entre los griegos y el salutem (salud) entre los romanos.
Cabría inferir una psicología nacional de esas fórmulas de salutación, en las que los hombres de cada raza se desean lo que más estiman y menos poseen; las inquietas razas semíticas (hebreos y árabes) se desean mutuamente la paz (selam–schalom) y Mahoma les brinda a los buenos creyentes la realización de ese deseo en el Paraíso, lugar de absoluta quietud, donde «no oirán bullicio ni mentira» sino sólo la palabra selam. Sura LXXVIL An–Nabd (I–a nueva). «Y entrarán los que creyeron e hicieron las cosas puras en un jardín (el Paraíso); corren debajo de él las aguas, eternas en él, por permisión de su señor y su saludo en él.» Selam (La paz), sura XIV. Ibrahim (Abraham).
Alegróse hasta el limite de la alegría y sentóse a su lado y se puso a conversar con él, muy contento y animado.
Recordó entonces el rey Schahseman de lo que pasara del lance de su esposa y entróle gran tristeza y le amarilleó el color y el cuerpo se le quebrantó.
Y al verlo su hermano en ese estado, díjose para sus adentros: «Será debido a haberse separado de su país y de su reino». Así que lo dejó estar y no le preguntó nada sobre el particular. Pero después de eso Schahseman díjole un día entre los días: — En verdad, hermano mío, que en mi interior tengo una herida. Mas no le reveló tampoco entonces lo que viera de su consorte.
Y le dijo su hermano Schahriar:
— Yo querría que conmigo salieras de caza y montería, que acaso con ello se te ensanchara el pechó. Pero él rehusó; visto lo cual salió solo su hermano a cazar.
Y había en el alcázar del rey unas celosías que daban a un jardín.
Miró por ellas Schahseman y he aquí que se abrió la puerta del alcázar y por ella salieron veinte esclavas y veinte esclavos y entre ellos iba la esposa de su hermano, la cual era por cierto de una belleza y un encanto supremos.
Llegaron todos hasta el borde de una alberca* y de sus ropas se despojaron y en corro se sentaron. Y la esposa del rey dijo:
— ¡Hola, Mesáud!*
Y en el acto fuese a ella un esclavo negro y la abrazó y ella lo abrazó a él y él la tumbó en el suelo y lo mismo hicieron los demás esclavos con las otras esclavas, no cesando en sus besos y abrazos y demás cosas parecidas hasta que clareó el día.
Al ver aquello el hermano del rey Schahriar exclamó:
"¡Por Alá! Que con esto se alivia mi pena y se aminora lo que en mí hay de pesar y tristeza».
Y dijo:
«Esto resulta más gordo que lo que a mí me ha sucedido».
Y no dejó ya en adelante de comer y beber con apetito.
Tornó luego su hermano de su cacería y saludáronse uno y otro con gran alegría.
Y miró el rey Schahriar a su hermano, el rey Schahseman, y he aquí que le habían vuelto los colores y se le había sonrosado el rostro y comía otra vez con apetito, siendo así que antes comía poquísimo.
Admiróse el rey Schahriar al ver aquello y le dijo:
—En verdad, hermano mío, que antes tenías color amarillo y ahora te han vuelto los colores de otro tiempo y la cara se te puso encarnada; cuéntame, pues, hermano, qué es lo que te ha pasado.
Y le dijo su hermano:
— El eclipse de mis colores te lo explicaré, pero dispénsame ahora de decirte el porqué de que me hayan vuelto otra vez.
Díjole su hermano:
—Explícame, pues, la causa del desvaimiento de tus colores y de tu decaimiento, que soy ya todo oídos y te escucho atento.
A lo que el hermano le dijo:
— Has de saber, hermano mío, que cuando me enviaste a tu visir rogándome viniera a comparecer entre sus manos, luego mandé hacer los aprestos para mi viaje y me salí de mi ciudad sin demorarme.
«Pero hube de acordarme luego de la alhaja que pensaba regalarte y que dejara olvidada en el alcázar y tórneme allá a buscarla y me encontré a mi esposa durmiendo en compañía de un esclavo negro sobre los tapices de mi lecho.
Y Di muerte a ambos en el acto y me volví sobre mis pasos y no hacía más que pensar en el caso.
Y Esta era la razón del eclipse de mis colores y de mi postración; en cuanto a la de haberme ahora vuelto aquéllos, excúsame de explicártela en este momento.
Luego que hubo oído su hermano estas palabras, le dijo:
— ¡Por Alá, te lo ruego! ¡Cuéntame la causa de que los colores te hayan vuelto!
Refirióle entonces Schahseman a su hermano todo lo que había presenciado.
Y Schahriar le dijo a su hermano Schahseman:
— Quiero verlo todo por mis propios ojos. A lo que su hermano Schahseman le dijo:
— Finge que vas a salir de caza y montería y escóndete en mi aposento y lo verás todo y podrás convencerte por tus propios ojos.
Mandó el rey Schahriar en el acto que pregonasen por toda la ciudad que el rey salía a cazar y salieron las tropas con alfaneques a las afueras de la ciudad.
Y dijo a sus criados el rey Schahriar: — ¡Que no entre nadie en mi cámara real!
Después de lo cual se disfrazó y volvióse al alcázar, donde su hermano quedara.
Y se sentó junto a la celosía que daba al jardín y una hora de tiempo (Expresión convenida para indicar un espacio breve de tiempo que no ha de tomarse al pie de la letra. Es lo que en español decimos «un rato») permaneció allí al acecho.
Y hete aquí que vio entrar a las esclavas y los esclavos y a su esposa entre ellos y todos se desnudaron e hicieron según dijera su hermano, y así se entretuvieron y solazaron sin parar hasta la hora del azr (La hora de prima tarde marca una de las oraciones cotidianas de los musulmanes. Éstas son cinco y se llaman, respectivamente: de la mañana, Al–Fachr o Az–Zebah; del mediodía, Az–Zuhur, de primera tarde, Ai–Azr, de la puesta del sol, Al–Magrih, y de la noche Al–Ascha).
Visto que hubo el rey Schahriar aquel paso, voló su razón de su cabeza y díjole a su hermano Schahseman:
—Anda y vente conmigo a correr los caminos, que no hemos de curarnos para nada del reino hasta ver si somos los únicos a quienes tal percance les ocurrió en el mundo. Pues si así fuere, preferible a la vida sería nuestra muerte.
Y el rey Schahseman asintió a las palabras del rey Schahriar.
Salieron, pues, ambos hermanos por una puerta secreta del alcázar y echaron a andar y no pararon de caminar día y noche hasta que, al cabo, llegaron junto a un árbol, en mitad de un prado, y a cuyo pie corría un venero de agua dulce, a orillas del mar, el salado.
Bebieron de aquel agua y luego se sentaron a descansar los dos hermanos.
Y no habría pasado una hora del día cuando advirtieron que el mar se alborotaba y de él salía una negra columna que se elevaba al cielo y hacia aquel prado se dirigía.
Asustáronse los dos al ver aquello y treparon a lo más alto del árbol, que era alto, y, desde allí, pusiéronse a atalayar (especular) lo que fuera a pasar, y hete aquí que llega un genio de estatura gigantesca y ancho de cabeza y dilatado de pecho.
Y aquel genio subió a la ribera y se dirigió al árbol en que ambos reyes estaban encaramados. Y se sentó a su pie y abrió la arqueta y sacó de ella una caja más pequeña y la abrió también y salió de ella una mocita de deslumbrante belleza que al sol fulgente semejaba como dijera el poeta:
Despunta la alborada y se esclarece el día y con su luz alumbra las auroras dormidas. Aquellas a las cuales los soles iluminan resplandecen también y cual lunas rebrillan. Póstranse las criaturas ante Alá de rodillas y al suelo caen los velos, no valen celosías; en cambio, si se extingue de su fuego la llama, surge el lagrimal de las lluvias.
Ahora bien: luego de que el genio la miró, la interpeló diciendo:
— Oh señora de las sedas, a la que yo rapté la noche misma de sus esponsales. Voy a dormir un poco.
Y el genio posó su cabeza sobre el regazo de la joven hermosa y se quedó dormido.
Ella entonces alzó su frente hacia la cima del árbol y vio a los dos reyes, que allí se habían encaramado.
Levantó luego de sobre sus rodillas la cabeza del genio y la dejó en el suelo y ella se quedó parada debajo del árbol y por señas díjoles a los dos hermanos:
— Bajad de ahí y no tengáis miedo del efrit. A lo que ambos contestaron:
— ¡Por Alá sobre ti! ¡Dispénsanos de hacerlo así! Pero ella exclamó con enojo:
— ¡Por Alá sobre vosotros! Bajad, pues, si no, despierto al efrit y os matará a los dos de la muerte peor.
Aterráronse entonces ambos y bajaron del árbol. Y ella fue entonces y les dijo:
— Dadme fuerte; si no, despierto al efrit y tendréis que sentir.
Echáronse ambos hermanos a temblar y el rey Schahriar díjole al rey Schahseman:
— Haz, hermano mío, lo que te ordena y no te detengas.
Pero el otro le dijo a su vez:
— No haré yo eso hasta que no lo hagas tú primero. Y ambos empezaron a hacerse guiños alusivos al coito. Al ver lo cual la joven dijo:
— ¿A qué vienen esos guiños? Si no os acercáis y hacéis lo que os mandé, despertaré al efrit y contra vosotros lo azuzaré.
Crecióse entonces el temor de ambos hermanos e hicieron lo que ella les había ordenado. Luego que hubieron despachado, díjoles ella a los dos hermanos: — Estaos quietos sin moveros.
Sacó luego de su manga una bolsa y sacó de la bolsa un collar en el que había ensartados quinientos setenta anillos de sello* y les preguntó diciendo:
— ¿Sabéis por ventura qué es esto? A lo que ambos contestaron:
— No sabemos.
Y ella se lo explicó diciendo:
— Los dueños de estos anillos folgaron todos ellos conmigo a hurtadillas de los cuernos de este tirano inicuo, así que ahora vosotros me habéis de dar también vuestros anillos.
Diéronle entonces los hermanos los sendos anillos de sus manos y ella les dijo, después de tomarlos:
— Este efritme raptó la noche misma de mi boda y me metió en una caja y metió la caja en un arcén y le puso al arcón siete candados y lo arrojó al fondo del mar, el encrespado, el por las olas azotado.
«Y ha de aprender que a las hembras de mi laya, cuando quieren una cosa, no las detiene nada.
«Como dijo uno:
De la mujer no te fies, ni creas en juramentos, pues sonríen o se enfadan, según les dicta el deseo. Muestran amor de boquilla, llena el engaño sus faldas;
de Yúsufi recuerda el lance y medita en su enseñanza:
de sus astucias aléjate y no olvides que fue causa de que Ib lis del Paraíso arrojar a Adán lograra.
Luego que ambos hermanos hubieron oído esas palabras maravilláronse hasta el colmo de la maravilla y el uno al otro se dijeron:
— En verdad que a este efrit le ha ocurrido algo más gordo que lo que nos pasara a nosotros. Alejáronse luego de la jovencita y regresaron a la ciudad del rey Schahriar y entraron en el alcázar.
Y el rey Schahriar mandó en seguida cortarles el cuello a su mujer y a los esclavos de uno y otro sexo.
Y desde entonces solía Schahriar, cuando tomaba esposa virgen y le arrebataba su virginidad, matarla aquella misma noche sin aguardar a la mañana.
Y no dejó de hacerlo así por el espacio de tres años seguidos; hasta que al fin empezó a clamar la gente y a huir de la ciudad llevándose a sus hijas, hasta no quedar allí mocita alguna que aguantase la cabalgadura.
Visto lo cual, ordenó el rey Schahriar a su visir que le buscase una muchacha que fuese doncella y se la llevase para hacer según su costumbre con ella.
Salió, pues, el visir y buscó, pero ninguna mocita encontró, y se volvió a su casa, airado y temeroso por su alma, a causa de su soberano.
Pero tenía el visir dos hijas dotadas de belleza y hermosura y gentileza y garbo y de cuerpos bien formados.
La mayor, su nombre Schahrasad, y la menor, su nombre Dunyasad.
Y había la mayor leído libros e historias y vidas de reyes y antiguos y noticias de pueblos pretéritos.
Mil libros dicen que reuniera de los libros de historias, de los libros relacionados con los pueblos antiguos y los reyes pasados y los poetas afamados.
Y fue Schahrasad y le dijo a su padre:
— ¿Por qué te veo cambiado y de pena y pesadumbre cargado? He aquí que dijo un poeta nombrado:
Dile a aquel que sufre pena, que la pena no es eterna; que cual se fue la alegría, se irá el pesar cualquier día.
Oído que hubo el visir esas palabras de labios de su hija, le refirió cuanto con el rey le pasara, desde el principio hasta el fin, sin nada callar ni omitir.
Y ella después de oírle, le dijo:
— ¿Ual–lah, padre mío! Cásame con el rey y a fe que moriré o serviré de rescate a las hijas de los mahometanos y las libraré de entre sus manos. Díjole su padre:
— ¡Por Alá sobre ti, te lo ruego! No corras jamás ese riesgo. Díjole ella:
— No hay mas remedio sino que he de hacerlo. Y su padre replicó, diciendo:
— Temo por ti, hija mía, no sea que te pase lo que le pasó al burro y al toro con el labrador. A lo que dijo ella:
— ¿Y qué fue, padre mío, lo que les pasó?
Notas sobre los autores
ADOLFO BI0Y CASARES (Buenos Aires. 1914–íd. 1999). Maestro de la ficción en lengua española, se consagró con su primera gran novela, La invención aA More! (\ 9 40). Ha escrito otras igualmente memorables, como Plan de evasión (1945), El sueño de los héroes (1954), Diario de la guerra del cerdo (1969). Dormir al sol (1973) y Un campeón desparejo (1994); varios libros de relatos excepcionales, como La trama celeste (1948), Historia prodigiosa (1956), El Uido de la sombra (1962), El gran Serafín (1967) e Historias desaforadas (1986), y un volumen de Memorias (1994). Junto con Jorge Luis Borges —con quien mantuvo una célebre amistad— escribieron los cuentos policiales paródicos firmados con el seudónimo común de H. Bustos Domecq, entre los que se encuentran: Crónicas de Bustos Domecq y Seis problemas para Isidoro Parodi, y dirigieron la colección Séptimo Círculo, que introdujo lo mejor de la novela policial anglosajona. En 1990 recibió el Premio Cervantes de Literatura, el más importante en lengua española, y fue varias veces candidato al Premio Nobel.
MARCELO BIRMAJER (Buenos Aires, 1966). Escritor, periodista cultural, guionista de comics y humorista. Ha publicado quince títulos entre los qu e se destacan el ensayo Historieta, la imaginación al cuadrado (1988, Premio Beca Revista Cultura); los libros de relatos Fábulas salvajes (1996, Premio White Ravens), El fuego más alto (1997), Ser humano y otras desgracias {\ 997), Mitos y recuerdos (1999), Historias de hombres casados (Alfaguara, 1999); las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1995)> El abogado del marciano (1997), La máquina que nunca se apagaba (1999) y No tan distinto (2000); y la obra de teatro Cuatro vientos y el saxo mágico (1994). Su guión Un día con Ángela ganó en 1993 el Primer Premio del Concurso de Cortometraje del Instituto Nacional de Cinematografía. Su novela inédita Tres mosqueteros fue finalista del Premio Clarín de Novela 1999.
GIOVANNI BOCCACCIO (Cenaldo, Toscana, 1313–íd. 1375). Poeta y humanista italiano, uno de los más eminentes sucesores de Dance. Hijo ilegítimo de un comerciante florentino y una noble francesa, fue criado en Florencia y luego realizó sus estudios en Nápóles, donde llegó a formar parte de la corte del rey Roberto de Anjou. A su regreso a Florencia desempeñó varios cargos diplomáticos con el gobierno de la ciudad, y en 1350 conoció al gran poeta Francesco Petrarca, con quien mantuvo una estrecha amistad. En sus años finales se dedicó a la medicación religiosa. Su obra más importante es el Decamerón, colección de cien relatos ingeniosos y alegres, que se encadenan a partir de una trama principal: un grupo de amigos, para escapar de la peste, se refugia en una villa en las afueras de Florencia y se entretienen unos a otros durante diez días narrando cuentos. El Decamerón rompió con la tradición literaria de la Edad Media: por primera vez el hombre aparece como artífice de su destino, y no como un ser a merced de la gracia divina.
ABELARDO CASTILLO (San Pedro, Buenos Aires, 1935). Novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista, es uno de los escritores argentinos contemporáneos de más sólido prestigio y el único que ha abordado con lucidez todos los géneros. En 1959 obtuvo el Primer Premio del Concurso de Teatro organizado por la Gaceta Literaria con El otro Judas. El libro de cuentos Las otras puertas (1961, Premio Casa de las Américas) fue su obra consagratoria para la crítica y el público. En 1997 aparecieron sus Cuentos Completos (Alfaguara), en el que figura el relato «La mujer de otro», hasta entonces inédito. Escribió las novelas El que tiene sed (1985), Crónica de un iniciado (1991) y El Evangelio según Van Hutten (1999), y las obras de teatro Israfel (1964) y la ya mencionada El otro Judas. Durante la década del sesenta fundó y dirigió las revistas literarias El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. Ha recibido, entre otros, el Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos (Unesco, París, 1963), el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires (bienio 1985–1986), el Premio Nacional Esteban Echeverría (1993) y el Premio Konex de Platino (1994).
GEOFFREY CHAUCER (Londres, 1340–íd. 1400). Es considerado el fundador de la literatura moderna en lengua inglesa y el primer humorista. Fue hijo único de una familia dedicada al comercio del vino, de la lana y a la recaudación de impuestos. Su nombre aparece por primera vez en registros escritos en 1357, como miembro del servicio de Isabel, condesa de Uiscer y esposa del rey Lionel. Allí conoció a Juan de Gante, quien sería su gran amigo y mecenas. Fue mensajero diplomático durante la década de 1370, y sus viajes a Italia —entre otros países— resultaron determinantes para su carrera literaria. Como poeta de la corte, tradujo numerosos poemas del francés, entre ellos y sin duda el más importante por sus influencias. Le Román de la Rose. Escribió ensayos poéticos, poemas y textos en prosa. Su principal obra es una colección de veintidós historias en verso titulada Los cuentos de Canterbury, en la que se combinan las anécdotas tradicionales y el original recurso de la continuidad del relato mediante un «cuento de cuentos» (utilizado ya por Boccaccio). En el transcurso de una peregrinación de Londres a Canterbury, para alegrar el camino, cada uno de los viajeros narra una historia. Los peregrinos pertenecen a todas las clases sociales y se expresan según su condición, lo que constituye una notable pintura de la vida del siglo XIV.
ANTÓN PAVLOVICH CHÉJOV (Taganrog, Rusia, 1860–Badenweiler, Alemania, 1904). Fue cronista periodístico, estudió medicina y se dedicó a escribir con la misma pasión con que se entregaba al conocimiento del alma humana. Dramaturgo y narrador, sus obras inauguraron el teatro de Arte de Moscú. Se casó con una actriz, Olga Knipper, y murió de tuberculosis durante un viaje en Alemania. Es universalmente reconocido como el maestro del cuento moderno. A partir de 1886, su estilo cambió radicalmente y pasó de la sátira o comicidad a la eliminación de los elementos de la estructura narrativa tradicional, en particular de las descripciones detalladas de personajes y ambientes. La realidad física y psíquica de sus personajes se condensa en unos cuantos e inequívocos rasgos individuales. Entre sus obras teatrales se cuentan La gaviota (1896), 77o Varna (1897), Las tres hermanas (1901), El jardín de los cerezos (1904). Entre sus relatos merecen citarse La estepa (1888), El pabellón número 6 (1892), La cigarra (1892), Los campesinos (1897), El hombre en el estuche (1898), La cerilla sueca (1883), El drama sucedido durante la caza (1884) y Un mal asunto (1887).
JULIO CORTÁZAR (Bruselas, 1914–París, 1984). A pesar de haber nacido en Bruselas y pasado gran parte de su vida en París, Cortázar es, junto con Jorge Luís Borges, el autor de mayor relevancia en la literatura argentina del siglo XX. Su novela Rayuelo (1963) marca un antes y un después en las letras latinoamericanas. Sus cuentos incursionan en distintos registros y géneros, con un especial énfasis en la literatura fantástica. Borges le publicó sus primeros cuentos en la revista Los Anales de Buenos Aires y en 1951 apareció Bestiario, su primer libro de relatos. Otras obras fundamentales de su cuenrística son Final de juego (1956), Las armas secretas (1959) y Todos los fuegos, el fuego (1966). Alfaguara publicó sus Cuentos completos (1994). Entre sus novelas se cuentan, además de Rayuela, Modelo para armar (1968) y Libro de Manuel (1973). Ha escrito libros tan inclasificables como Historias de Cronopios y de Famas (1962) y La vuelta al día en ochenta mundos (1969). Su poesía no se encuentra en el mismo nivel que su narrativa. Adhirió a la Revolución Cubana y a las causas de liberación de América latina. Adoptó la ciudadanía francesa en sus últimos años, y poco antes de morir visitó Buenos Aires.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD (Saint Paúl, Mmnesoia, 1896–Hollywood. 1940). Estudió en St. Paúl Academy y en la Universidad de Princeton, donde escribía para los mensuarios literarios y humorísticos. En 1917 se alistó en el ejército y durante la Primera Guerra Mundial fue teniente de Infantería, pero nunca combatió. Fue publicista durante nueve meses y después dedicó su vida a la literatura. Su primera novela, A este lado del paraíso (1920), fue un éxito, seguido por El gran Gatsby (1925) y Suave es la noche (1934). Escribió unos ciento cincuenta cuentos —algunos de ellos reunidos en Flappers y filósofos (1920), Cuentos de la era del jazz (1920), All the Sad YoungMen (1926) y Taps at Reveille (1935)— y numerosos artículos, entre ellos la serie autobiográfica editada luego como El Crack Up. En 1920 se casó con Zelda Sayre, y juntos fueron el centro de una intensa vida social e intelectual en los años veinte, tanto en Francia como en los Estados Unidos. Más que ningún otro escritor de su generación, Scoit Fítzgeraid representa los años de encreguerras. «A tu edad» apareció en el Saturday Evenmg /Wdel 17 de agosto de 1929. «Es el relato más hermoso que jamás has escrito y el más hermoso que he leído nunca», le dijo su editor, pero Fhzgeraid no compartía esta opinión y no volvió a publicarlo.
FUMIKO HAYASHI (Japón, 1904–1951). Nació en una familia muy pobre. Cuando tenía 7 años, su padre — un comerciante de papeles— llevó a su concubina a vivir con ellos. Fumiko abandonó el hogar junto con su madre, quien más tarde se unió a un comerciante ambulante. Comenzó así una vida de errancia que no le impidió estudiar. Se inscribió en la Escuela Femenina de Onomichi, empleándose en fábricas para costearse los estudios. En 1922 se trasladó a Tokio donde, al tiempo que escribía cuentos, trabajó sucesivamente como obrera en una fábrica de juguetes, vendedora de tienda, oficinista, sirvienta, escribana de una oficina municipal y mesera en cantinas. Escribir sobre su vida sufrida era para ella una forma de desahogo. Su primera novela–Crónica. de vagabundería (1930)- es autobiográfica y se convirtió rápidamente en un best seller. La obra de Fumiko trata generalmente de mujeres habitantes de los bajos fondos, explotadas o atormentadas por hombres a los que nunca dejan de amar. Su mayor producción tuvo lugar en la época de posguerra, y los relatos transcurren en ese ambiente.
TOMÁS KÓBOR (Hungría, 1865-?). Fue uno de los maestros del periodismo húngaro moderno. Formó parte de la redacción de Az Ujsdg–La Gaceta-, periódico que hasta la revolución del 30 de octubre de 1918 se hallaba bajo la dirección del conde Tisza. Como casi todos sus colegas contemporáneos, escribió un gran número de cuentos, que es el género literario más cultivado en Hungría. También íncursionó en el teatro, con mediano éxito, y en la novela; Budapest es su título más conocido. Su estilo frío e impersonal, impregnado del realismo periodístico, con cierta amargura a lo Heine y admirable clarividencia, fue elogiado por la crítica, que también lo comparó con Francis Bret Harte por su poder de percepción, el conocimiento del alma femenina y su ironía no exenta de causticidad.
ÁNGELES MASTRETTA (Puebla, 1949). Novelista, poeta y periodista. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de México, y ocupó el cargo de directora de Difusión Cultural en la ENEP Acatlán y en el Museo del Chopo. Trabajó como periodista hasta que su primera novela. Arráncame la vida, obtuvo en 1985 un espectacular éxito internacional. Ha escrito también cuentos y ensayos: Mujeres de ojos grandes, Puerto libre y El mundo iluminado. Su última novela, Mal de amores, obtuvo en 1997 el Premio Rómulo Gallegos. Con una prosa directa no carente de sutileza, con un gran sentido del humor, Mastretta retrata personajes femeninos que se elevan por sobre un destino limitado por los prejuicios de época a fuerza de sabiduría y personalidad.
GUY DE MAUPASSANT (Miromesnil, Tourville–sur–Arques, 1850–París, 1893). Trabajó en la administración pública hasta los treinta años y fue amigo de Gustavo Flaubert, quien lo formó en el arte de la creación literaria. Sus relatos breves (escribió doscientos quince) son reconocidos como la cumbre del género en lengua francesa y constituyen al mismo tiempo un fascinante testimonio de las costumbres y prejuicios de la época. Preciso y distanciado en su forma de narrar, suele emplear el recurso de situar al narrador dentro de la historia: muchos de sus cuentos comienzan con un personaje que se dispone a contar. Entre los libros de cuentos se destacan La casa TelUer (1881), Mademoiselle Fifi (1883) y El Horla (1887). Es también autor de las novelas Una vida (1883), Miss Harria (1884), Bel–Ami (1885), MontOriol (1887) y Fuerte como la muerte (1889). Una enfermedad nerviosa, unida a una vida desordenada, lo llevaron a la enajenación mental y a la muerte.
JUAN CARLOS ONETTI (Montevideo, 1908–Madrid, 1994). Trabajó como periodista en el semanario Marcha y el periódico Acción de Montevideo. En 1941 se trasladó a Buenos Aires para desempeñar el cargo de gerente en la agencia de noticias Reuter. Colaboró en el suplemento literario de La Nación y en Vea y Lea. En 1954 regresó a Montevideo, donde fue director de las bibliotecas municipales. En febrero de 1974 fue detenido y alojado en un hospital psiquiátrico durante tres meses, por integrar un jurado para el premio anual de literatura de Marcha, que poco después fue clausurado por la dictadura. En 1976 se trasladó a España. En 1961 obtuvo el Premio Nacional de Literatura (Uruguay) y en 1980, el Premio Cervantes; desde entonces fue ciudadano español. En su obra predominan la idea de la soledad, el escepticismo, la frustración y el contraste entre realidad e ilusión. Entre sus libros pueden citarse: Twra de nadie (1941), La vida breve (1950), Los adiases (1954), El astillero (1961), El infierno tan temido (1962), Tan triste como ella (1963), Juntacadáveres (1964), Tiempo de abrazar (1974) y Dejemos hablar al viento (1979). «Esbjerg en la costa» fue publicado por primera vez en el diario La Nación en 1946.
CAYO PETRONIO ARBITRO (20P–65). Escritor latino perteneciente a la familia de Nerón, en cuya corte adquirió relevancia. Por su gusto refinado y su talento innato tenía un fuerte ascendiente sobre el emperador. Al descubrirse la conspiración de Pisón, fue obligado a morir cortándose él mismo las venas. Se le atribuye la autoría del Satiricen, extenso relato del que subsisten algunos fragmentos, y que es considerado como un antecedente de la novela picaresca. Encolpio, el protagonista, acompañado por Ascilto y su criado Gilón, viaja por las ciudades meridionales de Italia viviendo gracias a los estipendios que le procuran su vasta cultura literaria, su conocimiento de la poesía y sus dores de hábil discurseador. El Satiricen constituye un valioso documento del latín hablado de la época, y muestra la decadencia y corrupción de la época de Nerón, vista a través del ambiente griego de la Italia del norte.
ARTHUR SCHNITZLER (Viena, 1862–1931). Hijo de un notable médico judío y profesor universitario, creció en un hogar frecuentado por artistas e intelectuales. Estudió medicina y se graduó en 1885. Durante tres años fue ayudante de un famoso médico que había sido amigo de Richard Wagner, y luego ejerció libremente su profesión. Se interesó por la psiquiatría y la dermatología. Realizó numerosos viajes de estudio a Berlín, Londres y París. Para entonces ya había publicado poesía y narraciones breves en algunas revistas, bajo el seudónimo de Anatolio. Fue la figura principal del grupo «la joven Viena», del que surgieron Hugo von Hoffmannsthal y Stephen Zweig. La sátira El teniente Gustavo {1901) le valió la expulsión del ejército, en el que se desempeñaba como médico militar. Escribió obras teatrales que desarrollan remas trágicos y eróticos; Amoríos (1894), l.a ronda (1900) -considerada su obra maldita, ya que fue prohibida-, La señora Berta Garlan (1901), La tierra desconocida (1911), El cuarto azul (1921). Se interesó por la psicología y por la hipnosis. Sin embargo, no parece haber sido partidario ortodoxo de las teorías freudianas. La señorita Elsa (1923) es la muestra más significativa y madura de esas tendencias. Schnitzier es implacable al describir el amor y su sombra, el engaño, tema obsesivo en su obra. «La mujer del profesor» (1896) no escapa a dicha temática.
LA CASTELLANA DE VERGY es un texto anónimo, en verso, difundido en Francia hacia la segunda mitad del siglo XIII. Se supone que su anécdota tiene algún fundamento histórico. Este relato se destaca no sólo como una formidable pieza de inspiración cortesana–género inaugurado por Chrétien de Troves en la Edad Media–sino también por su encanto y delicadeza. El asunto de este relato fue retomado en el siglo XVI por la reina Margarita de Navarra en su Heptamerón, y por el cuentista italiano Mateo Bandello.
LAS MIL Y UNA NOCHES es una colección de relatos breves de Oriente, cuyos antecedentes se reconocen en la narrativa oral. Su recopilación en forma de libro se supone realizada entre los siglos XII y XVI. Fue el numismático y orientalista francés Antoine Galland quien la hizo conocer en Europa. La estructura de la obra es sencilla: el rey persa Shahriar, después de mandar estrangular a su infiel esposa, toma cada noche una nueva mujer, para hacerla asesinar al alba. Una de estas victimas es Sherezade, que consigue librarse de la terrible sentencia–y salvar para siempre a las demás hijas de los musulmanes–manteniendo despierta la curiosidad del vengativo esposo con la intriga de sus historias, que ingeniosamente interrumpe al llegar el amanecer. El monarca aplaza entonces la ejecución noche tras noche, hasta llegar a las mil y una historias, momento en que perdona la vida de Sherezade.