En un universo protegido por las Tres Leyes de la Robótica, los humanos se hayan a salvo. La Segunda Ley establece: "UN robot no debe desobedecer las órdenes de los seres humanos, excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley".
El asesinato de una prominente figura política hace resurgir de nuevo las sospechas en torno al robot Caliban: una criatura mecánica sin conciencia ni remordimientos, desprovista al parecer del sentido de la obediencia y del respeto a los humanos...
Un robot que no responde a las tres Leyes de la Robótica tradicionales y que acaso podría constituir el primer síntoma de una amenaza global para la humanidad.
La serie del robot Caliban, integrada por Caliban, Inferno y Utopía, ofrece una penetrante revisión de las Tres Leyes de la Robótica avalada por su propio creador, Isaac Asimov, quién colaboró estrechamente con Roger MacBride Allen en la concepción y elaboración de estas tres novelas.
Para Isaac
AGRADECIMIENTOS
Deseo agradecer a las personas que contribuyeron a la realización de este libro. Gracias a mi corrector, David Harris, por detectar errores grandes y pequeños en el primer borrador, y por contribuir a la pulcritud general del texto. Gracias a John Betancourt y a Leigh Grossman, de Byron Preiss Visual Publications, por mantenerme al corriente de todo, y a Byron Preiss por obligarme a cumplir. Gracias a Susan Allison, Laura Anne Gilman y Ginjer Buchanan, de Ace Books, por sus consejos, su aliento y su enorme e inmerecida paciencia. Gracias a Eleanore Fox, que soportó la tarea de pasar a limpio el texto cuando yo debía ayudarla a explorar Londres. Gracias a mis padres, Tom y Scottie Allen, que siempre me han brindado su apoyo familiar y literario.
Y, huelga decirlo, gracias a Isaac Asimov, a quien está dedicado el presente libro. Se requeriría un volumen más largo que éste para expresar todo lo que le debemos. Baste decir que sin él no existirían las Tres Leyes ni los robots ni los espaciales ni los colonos. Sin él no habría Inferno.
ROGER MACBRIDE ALLEN
Las Tres Leyes originales de la robótica
I
Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno.
II
Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por los seres humanos, excepto cuando estas órdenes se oponen a la Primera Ley.
III
Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera Ley o la Segunda.
Las Nuevas Leyes de la robótica
I
Un robot no debe dañar a un ser humano.
II
Un robot debe cooperar con los seres humanos, excepto cuando dicha cooperación atente contra la Primera Ley.
III
Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no atente contra la Primera Ley.
IV
Un robot puede hacer lo que le plazca, excepto cuando sus actos infrinjan las leyes Primera, Segunda o Tercera.
La lucha entre espaciales y colonos fue, en sus comienzos y en su final, una pugna ideológica. De hecho, basándonos en los estudios primitivos sería más adecuado considerarla una batalla teológica, pues estos bandos se aferraron a sus posiciones más por fe, miedo y tradición que por un razonamiento exhaustivo de los hechos.
Se reconociera o no, las confrontaciones entre ambos bandos siempre se centraron en una cuestión: los robots. Un bando los consideraba el bien definitivo, mientras que el otro los veía como el mal absoluto.
Los espaciales eran los descendientes de los hombres y mujeres que huyeron con sus robots de la semimítica Tierra cuando aquéllos fueron proscritos en ésta. Exiliados de la Tierra, viajaron en burdas astronaves en la primera oleada colonizadora. Con la ayuda de sus robots, los espaciales terraformaron cincuenta mundos y crearon una cultura de gran belleza y refinamiento, donde todas las tareas desagradables fueron encomendadas a los robots. Con el tiempo, prácticamente todo el trabajo fue confiado a éstos. Tras haber colonizado cincuenta planetas, los espaciales se detuvieron para dedicarse a disfrutar de los frutos del trabajo de sus robots.
Los colonos, eran los descendientes de aquellos que se habían quedado en la Tierra. Sus antepasados habían vivido en grandes ciudades subterráneas, construidas para estar a salvo de los ataques nucleares. No hay duda de que esta forma de vida provocó cierta xenofobia en la cultura colonizadora. Esa xenophobia, sobrevivió a la amenaza de la guerra nuclear y acabó dirigida contra los presumidos espaciales... y sus robots.
Fue el miedo, lo que causó que la Tierra prohibiera a los robots. Parte de ello se debió a un temor irracional a que los monstruos de metal deambularan por el mundo. Sin embargo, los habitantes de la Tierra tenían otros miedos más razonables. Les preocupaba que los robots les quitaran el trabajo y los medios de ganarse la vida, y temían caer en la indolencia, el letargo y la decadencia de la sociedad espacial. Los colonos temían que al librar a la humanidad de sus cargas, los robots la despojaran de su espíritu, su voluntad y su ambición.
Los espaciales, mientras tanto, habían llegado a despreciar a quienes no consideraban más que toscos habitantes subterráneos. Negaron su pasado común con el pueblo que los había expulsado, pero al hacerlo también perdieron toda ambición; su tecnología, su cultura, su visión del mundo, todo se volvió estático, estancado. El ideal de los espaciales parecía ser un universo donde nada sucediera jamás, donde el ayer y el mañana fuesen como el hoy y donde los robots se encargaran de todos los detalles desagradables.
Los colonos se dispusieron a colonizar la galaxia,terraformando incontables planetas, pasando de largo los mundos y la tecnología espaciales. Llevaban consigo los puntos de vista tradicionales del mundo natal. Todos los encuentros con los espaciales parecían confirmar sus razones para desconfiar de los robots. El miedo y el odio a las máquinas, se convirtió en uno de los cimientos de la filosofía y la política colonizadoras. La animadversión hacia los robots y el arrogante estilo de vida de los espaciales hicieron poco por unir a ambos bandos.
En cierto modo, sin embargo, y por grande que fuese el grado de fricción y recelo, en ocasiones consiguieron cooperar. La gente de buena voluntad de uno y otro bando intentó dejar a un lado el miedo y el odio para trabajar codo con codo, y a veces su actitud se vio coronada por el éxito. Fue en Inferno, uno de los mundos espaciales más pequeños, débiles y frágiles, donde los espaciales y los colonos, llevaron a cabo uno de los intentos más atrevidos de cooperación. Los habitantes de ese mundo, que se llamaban a sí mismos infernales, se enfrentaron a dos crisis. Todos conocían sus dificultades de orden ecológico, aunque pocos comprendían la gravedad de las mismas. Los colonos expertos en terraformación, fueron convocados para tratar sobre el tema.
Pero fue la segunda crisis, la crisis oculta, la que se reveló como el mayor peligro. Pues, sin que ellos mismos lo supieran, los infernales y los colonos de aquel mundo se vieron obligados a enfrentarse a un cambio notable en la naturaleza de los robots...
Los orígenes de la Colonización,
SARHIR VADID,
Baleyworld University Press, S.E. 1231
PRELUDIO
Por la noche el robot Prospero salió del edificio achaparrado y oscuro y se acercó al hombre de uniforme gris claro. El hombre, llamado Fiyle, estaba en la orilla, lejos de la luz.
Prospero avanzó con paso cauto. No quería hacer movimientos bruscos, era evidente que su contacto ya estaba hecho un manojo de nervios.
El abultado maletín le pesaba en la mano, y parecía lógico, dada la cantidad de futuros que dependían de esa transacción. En cualquier caso, resultaba ligero si uno consideraba toda la libertad que podía comprar. Prospero se detuvo a un par de metros del hombre.
—¿Es el dinero? —preguntó Fiyle, con un tono nasal que delataba su mundo de origen.
—En efecto —respondió Prospero.
—Dámelo —indicó Fiyle. Cogió el maletín, lo apoyó en el suelo y lo abrió. Sacó una linterna del bolsillo, la encendió y enfocó el interior del maletín.
—No confías en mí —dijo Prospero—. No era una pregunta.
—No tengo motivos para confiar. Mentirías y me engañarías si tuvieras que hacerlo, ¿verdad?
—Sí —contestó Prospero. No tenía sentido negar algo que todos sabían acerca de las Nuevas Leyes de la robótica. Robots capaces de mentir... Aun para Prospero la idea resultaba extraña, tanto como la de un robot delincuente.
—Toma —dijo Fiyle tendiéndole la linterna—, sosténme esto.
Siempre sucedía, incluso en circunstancias como ésa. Aun ese hombre, ese colono, un veterano en el contrabando de espaldas oxidadas, no vacilaba en impartir órdenes a un robot Nuevas Leyes. Ni siquiera él recordaba que los robots Nuevas Leyes no debían obedecer órdenes de un humano, a menos que éste sólo quisiera jugar con él. En tal caso...
No. Prospero resistió el impulso de negarse, de protestar. No era el momento ni el lugar para discutir. No osaba oponerse a Fiyle. El humano tenía el poder de hacer caer el peso de la ley sobre todos ellos. El castigo habitual para un robot fugitivo era un haz energético entre los ojos. Los demás dependían de él. Prospero sostuvo la linterna, iluminando el maletín para que el hombre viera el contenido. Estaba lleno de papeles estampados en relieve, con una faja en el medio. Dinero. Papel moneda, en forma de notas de débito, fueran lo que fuesen. Los colonos las usaban; eran valiosas y seguirles el rastro resultaba imposible. Todo lo que Prospero sabía sobre esos fajos de papel era que reunirlos le había costado un esfuerzo tremendo.
Era absurdo que tantos robots pudieran canjearse por meros papeles impresos. El hombre acarició los fajos como si aquellos burdos papeles fuesen objetos de gran belleza.
Dinero. Todo se reducía a dinero. Dinero para sobornar a los guardias. Dinero para contratar a los artistas de la fuga que se encargarían de liberar de sus restrictores a los robots Nuevas Leyes. Con el restrictor en su sitio, un Nuevas Leyes se desactivaba al abandonar el radio de la señal de control emitida desde el pico central de la isla Purgatorio. Al pagar ese dinero y deshacerse del restrictor un robot Nuevas Leyes podía ir a donde quisiera.
Siempre que lograse salir de la isla. Ahí era donde intervenían hombres como Fiyle.
Fiyle alzó un fajo, lo contó lentamente y lo guardó en el maletín. Repitió el procedimiento con cada uno de los fajos. Al fin, satisfecho, cerró el maletín.
—Está todo —dijo al levantarse.
—Así es —convino Prospero, devolviéndole la linterna—. ¿Continuamos con lo nuestro?
—Por supuesto —repuso el hombre con una sonrisa malévola—. Mi nave estará amarrada en el muelle norte, grada catorce. A las tres y media, el guardia que mira las pantallas de seguridad sufrirá un repentino malestar. Su robot de servicio lo llevará a sus aposentos, y las pantallas quedarán descuidadas. Dado su malestar, se olvidará de encender el sistema de grabación. Nadie verá quién o qué aborda mi nave. Pero a las cuatro el guardia se sentirá mejor y regresará a su puesto. Todo tendrá que parecer normal para entonces, pues de lo contrario...
—De lo contrario él nos entregará, tú huirás y todos mis amigos morirán. Entiendo. No te preocupes. Todo saldrá según lo planeado.
—Sí, claro que sí —dilo Fiyle. Alzó el maletín y le dio unas palmaditas—. Espero que para ti valga la pena tanto como para mí —añadió con repentina amabilidad—. Las cosas deben andar muy mal por aquí si estás dispuesto a pagar tanto para intentar una fuga.
—En efecto, andan muy mal —dijo Prospero, un poco sorprendido; no había esperado ninguna muestra de compasión por parte de un sujeto como Fiyle.
—Sin duda te alegrará largarte de aquí, ¿verdad? —preguntó el hombre.
—Yo no iré —puntualizó Prospero, mirando hacia los muelles, las naves y el mar—. Debo permanecer aquí para coordinar la próxima fuga, y después será mi turno. Ahora no puedo cruzar los mares para buscar mi libertad.
—Se volvió de espaldas al mar y observó la ancha franja de tierra: una isla escabrosa y una existencia contradictoria de criatura en parte libre v en parte esclava, que era todo lo que conocía—. Yo debo quedarme aquí —insistió—. Debo quedarme en Purgatorio.
Capítulo 1
Fue una muerte rápida y silenciosa. Un gruñido, un jadeo, un quejido ahogado por la lluvia torrencial mientras el moribundo exhalaba su último aliento, un golpe seco cuando el cuerpo chocó contra el suelo. Ni siquiera un grito, ni siquiera el fogonazo de un disparo, sólo un nuevo cadáver en la noche y el tamborileo de la lluvia.
Pero el hombre estaba bien muerto.
El silencio ayudaría. Sin ruidos que llamasen la atención, pasarían horas hasta que alguien encontrara el cuerpo del ranger. Y para entonces sería demasiado tarde. Nadie lo sabría hasta que hubiese terminado.
El asesino sonrió, pero su pálido rostro no reflejaba felicidad sino saciedad. Había aplacado su sed de sangre.
La venganza era un placer raro y exquisito que podía saborearse mucho después del acontecimiento que la había provocado. Pero ya estaba bien de cuestiones personales. Le esperaba otra tarea, un asunto profesional.
Ottley Bissal pasó por encima del cuerpo y se dirigió hacia la luz y el brillo de la fiesta, hacia la Residencia de Invierno del gobernador.
En la sala sur de la Residencia de Invierno el bullicio crecía. Para el ojo incauto podía parecer una velada tranquila y agradable donde los notables de ese mundo se reunían para celebrar su solidaridad y cooperación.
El sheriff Alvar Kresh, que observaba la fiesta desde un rincón tranquilo, lejos de la banda de música, no lo veía así. De ninguna manera.
—Bien, Donald —dijo, volviéndose hacia su acompañante—. ¿Qué te parece?
—Muy insatisfactorio, señor —respondió Donald.
Donald 111 era el asistente personal de Kresh; y uno de los robots más avanzados del planeta, sin duda el robot de policía más avanzado. Estaba pintado con el azul celeste del Departamento del Sheriff, y su figura era una versión redondeada de la figura humana.
Los robots de policía de función e inteligencia elevadas, como Donald, tenían sus potenciales Tres Leyes adaptados de modo tal que les brindaban una gran autonomía e incomodaban muy poco a la gente. Precisamente por eso, el diseño de Donald era tranquilizador. Se trataba de un robot de aspecto humilde, de curvas y contornos suaves.
—Las fuerzas del Servicio Colono de Seguridad de la capitán Melloy han demostrado ser más ineptas de lo que sugiere su reputación. Su principal función en esta noche consiste en estorbar al cuerpo de rangers del gobernador.
—Como si los rangers necesitaran ayuda para hacer engorros —gruñó Kresh.
—Sí, señor.
Alvar Kresh se apoyó contra la pared y sintió esa vibración palpitante que parecía invadirlo todo en la costa sur de la isla; era el Centro de Terraformación, que con sus potentes generadores de campo de fuerza intentaba modificar la dirección del viento y reorganizar los flujos aéreos del planeta en patrones nuevos y más benéficos.
Miró por la ventana, sin ver nada más que la lluvia. Casi todas las noches era posible observar en la isla Purgatorio los campos magnéticos latir en la lejana y alta oscuridad, como ondulantes láminas de color que centelleaban en el cielo. Esa noche no. Era irónico que una recepción relacionada con las políticas de terraformación se celebrara a pesar del mal tiempo.
Para Kresh, sin embargo, la única cuestión importante era si la lluvia volvía más segura o más peligrosa la situación. Desde luego, dificultaba las cosas a los guardias que estaban fuera, pero también era probable que un potencial terrorista tuviera un par de tropiezos.
Sacudió la cabeza con gesto de insatisfacción. Todo era un embrollo. Habría querido llevar sus propios alguaciles y robots para brindar seguridad, pero ni él ni ellos tenían jurisdicción fuera de la ciudad de Hades. Él estaba allí como miembro del séquito del gobernador, sólo era parte de la ornamentación.
¡Jurisdicción! Estaba harto de oír esa palabra. Aun así, aunque se suponía que sólo debía dedicarse a sonreír y conversar, Alvar Kresh estaba lejos de ser la clase de hombre que dejaba de preocuparse cuando no estaba de servicio.
Kresh era un hombre corpulento de aire aplomado, cuyo rostro podría describirse cortésmente como de rasgos enérgicos. Fuera cual fuere su expresión, nunca revelaba más emociones de las que él quería mostrar. Tal vez por eso parecía inusitadamente preocupado. Su tez era de color claro, y su cabello, en otro tiempo negro como el espacio exterior, era ahora una rebelde y espesa mata blanca. Sus gruesas cejas todavía eran oscuras y contribuían a dar severidad a su semblante. Esa noche vestía su uniforme formal, una chaqueta negra y un poco lúgubre y pantalones azules, propios de su Departamento. Sus muchas condecoraciones brillaban por su ausencia.
La sala estaba abarrotada de hombres y mujeres que habían hecho mucho menos que Kresh y llevaban tantas medallas y cintas que terminaban por no significar nada. Que los demás se pusieran ensaladeras en el pecho si querían. La gente no tenía por qué conocer cuántas condecoraciones había recibido Kresh. Él sí lo sabía, y eso le bastaba.
Pero ahora le preocupaba más lo que debía hacer. En Hades, la seguridad del gobernador era responsabilidad suya, y estaba decidido a poner todo de su parte para que ese hombre regresara a Hades sano y salvo, aunque tuviese que enviar a su robot en una investigación de seguridad no autorizada.
—Continúa, Donald —dijo Kresh—. ¿Qué más?
—Conté no menos de cuatro entradas inseguras en la planta baja, aparte de las ventanas altas y los túneles, que están cerrados pero llevan días sin ser monitoreados. También debo informar que he revisado los registros de procedimientos de seguridad, y eran bastante perturbadores.
—¿Qué encontraste?
—La casa permaneció desocupada tres días consecutivos la semana pasada. Durante ese tiempo estuvo cerrada pero sin custodia, aunque se había anunciado públicamente que pronto llegaría el gobernador. Cualquiera que posea un mínimo conocimiento acerca de dispositivos de seguridad pudo acceder durante ese tiempo para hacer preparativos.
—Supongo que habrás registrado el edificio en busca de armamentos.
—Sí, señor. Así me lo exige la Primera Ley. Los resultados fueron negativos, pues no encontré armas, pero eso no me deja tranquilo; el no haber hallado armamento no significa que no lo haya. Es muy difícil demostrar lo negativo. Mi instrumentación interna habría detectado cualquier arma energética, a menos que ésta contara con escudos contra dichos detectores. Y debo añadir que la prohibición de los robots Tres Leyes agrava mi preocupación.
—Háblame de ello. Sabes lo que costó convencer a los colonos para que te permitieran permanecer en la isla.
La Residencia de Invierno y sus jardines permanecían bajo la jurisdicción de los espaciales, pero la mayor parte del resto de la isla era controlada por los colonos y estaba sometida a sus leyes. Los colonos tenían una regla clara, sin excepción: en su territorio sólo entraban robots Nuevas Leyes, pues su líder, Tonya Welton, había tomado un interés personal en ellos.
Era otro ejemplo del absurdo toma y daca que caracterizaba las negociaciones entre espaciales y colonos. El gobernador espacial había prohibido los robots Nuevas Leyes en el continente. En consecuencia, los colonos querían prohibir los robots Tres Leyes, es decir, los normales, en la isla Purgatorio. Todos los robots Tres Leyes despachados desde tierra firme a la finca del gobernador tenían que ser desactivados y guardados en contenedores cerrados durante el tránsito por la zona de la isla bajo control de los colonos. Kresh había obtenido un autorización especial para Donald, pero no por ello le gustaba la situación. Además, los conflictos y entredichos no finalizaron con la prohibición de los dos tipos de robots. Los espaciales influyentes tenían otro público: su propia gente, los votantes, y a éstos no les hacía ninguna gracia la repentina escasez de robots domésticos.
Desde luego, la idea de una escasez de robots era absurda. Las últimas estimaciones indicaban que los robots superaban a los humanos de Inferno en una proporción de cien a uno. Pero la mayor parte de esos robots ya no estaban con sus dueños. Grieg los había confiscado y los había enviado a plantar árboles en los yermos septentrionales de Terra Grande. Quizá Grieg tuviera razón. Quizás el uso excesivo de robots personales fuera un desperdicio. Quizás, en la actual situación de emergencia, tuviese sentido que los robots trabajaran en la reconstrucción del planeta en lugar de actuar como criados superfluos.
Aparte de eso, la riqueza se medía, más que nunca, por la cantidad de robots. Y en esos tiempos de penurias, uno no alardeaba de su riqueza.
Para Kresh, sin embargo, los robots no significaban riqueza sino seguridad. La Primera Ley convertía al robot en un magnífico guardaespaldas, y de pronto Kresh no disponía de guardaespaldas.
La finca del gobernador estaba llena de robots de servicio. Los habían enviado desde la capital una semana antes, como preparativo para la visita. Pero esa noche casi todos estaban de vuelta en su transporte aéreo, apagados y guardados. Los rangers del gobernador se encargaban de servir la comida, y la mayoría parecían descontentos con la tarea. Después de todo, eran agentes de la ley, no camareros.
Después de la recepción, se permitiría la aparición de los robots domésticos, pero esa noche, en presencia de poderosos y notables, mientras se grababa la recepción para transmitirla por los canales de noticias, no convenía que el gobernador apareciera rodeado de robots.
Esa noche, en medio de la muchedumbre, el gobernador carecería de protección. En tiempos normales Kresh no se habría preocupado tanto, pero no eran tiempos normales.
El planeta Inferno estaba cambiando, experimentando una conmoción desgarradora. El cambio era necesario, y quizá fuese para bien, pero aun así dejaría a mucha gente disconforme y frustrada.
El cambio dolía, y algunas de las personas afectadas ya habían tratado de devolver el golpe. En las últimas semanas se habían producido varios incidentes desagradables. Los alguaciles de Kresh habían enloquecido tratando de contener la situación. La opinión profesional de Kresh era que no existía manera de estar seguros de que el gobernador estaría a salvo en público si no se contaba con un ejército de guardaespaldas robóticos.
Aparte de Donald, no había un solo robot activo en todo el edificio. Deberían haber estado sirviendo bebidas, abriendo puertas, circulando con bandejas de comida, satisfaciendo los caprichos de los invitados e impidiendo que un humano dañara a otro.
Ni siquiera los huéspedes traían robots personales. Para los amigos del gobernador, ser vistos con un grupo de robots en ese lugar habría equivalido al suicidio político. El propósito de esa velada era que los vieran sin robots durante la escasez. A veces la política tenía una lógica extraña.
La mayoría de los dignatarios espaciales parecían un poco desorientados. Para algunos, era la primera vez en su vida que salían de su casa sin criados robóticos.
Castigo. Escasez. Un verdadero disparate. Las nuevas regulaciones estipulaban un máximo de veinte robots en cada residencia. En opinión de Kresh, pasarse el día con sólo veinte criados personales para satisfacer caprichos no representaba una gran carencia; pero en ese momento Alvar Kresh no tenía paciencia para la política ni la economía. Lo cierto era que para un terrorista sería mucho más difícil actuar si hubiera robots en todo el lugar, y no los había.
En los viejos tiempos, con un enjambre de robots siempre presentes, siempre activos, la seguridad había sido algo tan sencillo que ni siquiera las figuras públicas más destacadas y controvertidas pensaban en ella. Ya no era así. Ahora no podían correr riesgo alguno.
—¿Algo más, Donald?
—Eso es todo señor. Sólo deseaba añadir que la residencia no satisface nuestros requerimientos habituales de seguridad. Aunque no se ha detectado ninguna amenaza, me preocupa el actual entorno de seguridad actual.
Cuando Donald se preocupaba, Kresh se preocupaba.
—Olvida por un momento nuestros requerimientos habituales. ¿Te parece que la zona es lo bastante segura?
—No, señor. Si estuviéramos en tiempos calmos y apacibles, me sentiría más tranquilo, pero, teniendo en cuenta la inestable situación política y la turbulencia general, debo pedirle encarecidamente que vuelva a hablar con el gobernador para que modifique sus decisiones, o bien para que cancele la recepción.
—No necesito que me lo pidas encarecidamente —dijo Kresh—. El modo en que han organizado esto me gusta tan poco como a ti. Vamos, Donald, hablemos con el gobernador Grieg.
Capítulo 2
Llovía a cántaros cuando los dos robots se acercaron a la Residencia de Invierno. Los humanos odiaban salir con semejante tiempo, pero el frío y la humedad no molestaban a los robots, y les permitían hablar en privado.
Como uno de los dos robots era el único del planeta que no estaba equipado con un sistema de comunicaciones hiperonda, la posibilidad de una charla personal en privado cara a cara no era desdeñable.
Se detuvieron a cien metros de la Residencia y miraron el elegante edificio, largo, bajo y proporcionado. El primer robot se volvió hacia el segundo.
—¿De veras crees que nos conviene continuar? —preguntó.
—No lo sé —fue la respuesta—. Tenemos derecho a estar aquí. Fuimos invitados, y el gobernador deseaba que asistiéramos. Pero los peligros son reales. La situación es tan compleja que dudo que nadie, humano o robot, estuviese en condiciones de deducir todas las posibles ramificaciones.
—¿Entonces deberíamos regresar? —preguntó el primero—. ¿Eso no sería mejor que arriesgarnos a un desastre?
El segundo robot negó con la cabeza, usando el gesto humano con una gracia que era inusitada en alguien de su especie.
—Debemos asistir —dijo con firmeza—. El gobernador desea que lo hagamos, y no quiero irritarlo. He aprendido mucho sobre política humana, lo suficiente para asegurar que no entiendo ni jota sobre ella. Pero el gobernador nos pidió que viniéramos, y tanto tú como yo le debemos mucho al gobernador. No sería sensato rechazarlo. Si él no hubiera dado su autorización a la doctora Leving, me habrían destruido. Si no hubiera respaldado su trabajo, tú y los demás robots Nuevas Leyes no existiríais. Y no necesito recordarte el poder que aún ejerce sobre nosotros.
—Buenos argumentos —concedió el primer robot—. Él ha hecho mucho por nosotros. Esperemos poder convencerlo de hacer más sin recurrir a... métodos desagradables.
—Ese recurso sería imprudente —advirtió el segundo robot—. Conozco a los humanos mejor que tú, y me temo que subestimas las posibles repercusiones de tus planes de contingencia.
—Pues esperemos que no se presenten contingencias. Ven, siempre he sentido curiosidad por ver cómo son estas ocasiones. Entremos, amigo Caliban.
—Después de ti, Prospero.
Tuvieron que habérselas con varios guardias humanos hasta que se averiguó que sus invitaciones eran genuinas y se les permitió el ingreso. Pero ambos robots habían aprendido a tomar las cosas con calma, y pronto pasaron el último puesto de control. Bajaron al Gran Salón, Caliban un par de pasos delante de su amigo.
Un momento antes en el salón todo era risas y alegría, pero se produjo un repentino silencio en cuanto Caliban y Prospero entraron en el vestíbulo, con un par de gotas de lluvia aún adheridas a sus cuerpos metálicos.
Caliban echó una serena ojeada. Estaba acostumbrado a esos silencios. Le había ocurrido muchas veces, y hacía tiempo que había aprendido que resultaba inútil tratar de pasar inadvertido o esperar que nadie supiese quién era. Caliban tenía más de dos metros de altura y su corpachón esbelto y anguloso estaba pintado de un reluciente rojo metálico. Pero no era su apariencia lo que intimidaba a la gente, sino su reputación. Era el robot Sin Leyes, el único en el universo. Caliban, el robot acusado —y exculpado— de intentar acabar con la vida de su creador.
Caliban, el robot que podía matar si lo deseaba. La multitud que abarrotaba el salón se apartó de los dos robots formando un amplio círculo en torno a ellos, susurrando, señalándolos, mirándolos.
—Veo que es ventajoso llegar contigo —murmuró Prospero—. Con frecuencia me tratan mal en festejos sociales humanos, pero contigo a mi lado estaré seguro... Nadie me prestará la menor atención.
Prospero era una cabeza más bajo que su amigo, más corpulento pero menos imponente. Estaba pintado de negro y tenía unos relucientes ojos anaranjados.
—Desearía llamar menos la atención, te lo aseguro —respondió Caliban. La mayoría de la gente sólo sabía, o quería saber de él, que era el robot que podía matar, y eso hacía que se sintiese frustrado.
Era cierto que teóricamente podía acabar sin dificultad con la vida de un humano. Podía estirar el brazo y partirle el cuello a un hombre si lo deseaba. Ninguna Primera Ley lo detenía, no había una exhortación grabada en los circuitos más profundos de su cerebro para inmovilizarlo ante la sola idea de semejante acto. Era verdad, pero ¿qué importaba?
Podía matar si lo deseaba, pero no lo deseaba. Todo ser humano era igualmente capaz de asesinar. Ninguna orden congénita e insoslayable impedía a un humano matar a otro, pero los humanos no consideraban que sus prójimos fueran ante todo asesinos potenciales.
Caliban había aprendido tiempo atrás que nadie, humano o robot, confiaría nunca del todo en él. Era el robot Sin Leyes, el robot no restringido por la Primera Ley, que impedía causar daño a los humanos.
—Lo de costumbre —dijo fatigosamente—. Los cuchicheos, las multitudes codeándose para señalarme, los dos valientes que se me acercan como si yo fuese una fiera, se arman de coraje y me hacen las mismas preguntas que he oído una y otra vez.
—¿Y cuáles son esas preguntas? —preguntó alguien a sus espaldas.
Caliban dio media vuelta, sobresaltado.
—Buenas noches, doctora Leving —dijo—. Me sorprende encontrarla aquí.
—Podría decir lo mismo de vosotros dos —respondió Fredda Leving con una sonrisa. Era una mujer menuda de aspecto juvenil y tez clara, con cabello castaño y corto. Lucía un elegante vestido oscuro de cuello alto y un sencillo collar de oro—. ¿Cómo se os ocurre venir aquí? Os llevaron a muchos festejos en el continente, y al parecer jamás los encontrasteis de vuestro gusto. Creí que estabais hartos de fiestas humanas.
—Es verdad, doctora Leving.
Durante el año que había transcurrido desde que el gobernador otorgara a la doctora Leving una autorización para poseer un robot Sin Leyes, ella había llevado a Caliban a varias reuniones sociales en busca de respaldo para los robots Nuevas Leyes.
Se podía decir que Fredda Leving había inventado varias rarezas. Entre otros robots, era responsable de la existencia de Caliban, Prospero y Donald, bautizándolos, como hacía siempre con sus creaciones más valoradas, con nombres de personajes de cierto dramaturgo de la vieja Tierra.
—Caliban sobrellevaba bien las fiestas —le explicó a Prospero—, pero ambos nos cansamos de que lo trataran como a un animal de feria. Siempre éramos el fenómeno científico creado, el robot Sin Leyes y su chiflada creadora... Y parece que esta noche tendremos la misma recepción. ¿Por qué estáis aquí?
—Me temo que soy el culpable de la presencia de Caliban —respondió Prospero—. Él me ha hablado a menudo de estos eventos, y confieso que deseaba asistir a uno.
Caliban advirtió que aquélla no era toda la verdad, pero sería suficiente. No era preciso decirle más a Fredda Leving.
—¿Y cómo describió Caliban estos... eventos? —preguntó Fredda.
—Un rito antiguo, presuntamente placentero, que nadie ha disfrutado durante miles de años — contestó Prospero.
Fredda Leving se echó a reír.
—Me temo que eso es bastante cierto. Pero me gustaría saber, Caliban, cuáles son las preguntas que suelen hacerte.
—En general quieren saber cómo me controlo sin las leyes. Les intriga el que no esté bajo la acción de las Tres Leyes de la robótica, sobre todo de la Primera. Me preguntan qué me impide matar gente.
—¡Cielos! —exclamó Fredda—. ¿La gente te pregunta eso?
Caliban asintió con gesto solemne.
—En efecto.
—Para mí —comentó Prospero—, esa pregunta indica que el común de la gente no entiende qué es ser un robot. Creen que hay algo oscuro y maligno en un robot, y que la principal función de la Primera Ley es reprimir un instinto asesino natural.
—Suena un poco exagerado, ¿verdad? —dijo Fredda.
—Así es —convino Caliban.
Prospero sacudió la cabeza.
—Caliban y yo hemos debatido mucho acerca de ello —le dijo a su creadora—. Tal vez mi descripción resultara exagerada hace años, pero ya no lo creo. En esta época se están derrumbando muchas certezas. Los espaciales ya no constituyen el grupo más poderoso; los infernales deben hacer grandes concesiones a los colonos; el clima planetario ya no está bajo control. Los infernales ni siquiera cuentan con una provisión infinita de robots Tres Leyes. Si las demás certidumbres han caído, ¿por qué confiar en los robots? Al fin y al cabo, los robots han cambiado y son menos confiables. Ésa es la realidad de los Nuevas Leyes. Yo puedo salvar una vida u obedecer una orden si deseo, pero no estoy obligado a ello.
—Confieso que lo que dices me sorprende un poco —repuso la doctora Leving—. Es una filosofía más profunda y sombría de lo que habría esperado en ti.
—Nuestra situación también es más sombría de lo que usted cree —le dijo Prospero—. Los robots Nuevas Leyes no son tratados con simpatía ni bondad, y debo admitir que a veces, en consecuencia, no se comportan bien. El proceso se realimenta. Sus supervisores presienten que se escaparán, y para impedirlo les imponen restricciones más severas. Los robots Nuevas Leyes detestan las nuevas restricciones y deciden escapar.Evidentemente, la situación actual no beneficia a nadie.
—En eso estoy de acuerdo —convino la doctora Leving.
—Deseo hacer todo lo posible para que ambas partes lleguen a un nuevo acuerdo —prosiguió Prospero—. Ese es en parte el motivo por el que estoy aquí; tengo la esperanza de conversar con algunos dirigentes espaciales.
Aquello era otra versión parcial de la verdad, observó Caliban. Le parecía que en los últimos tiempos Prospero era cada vez más flexible con la verdad, y eso le preocupaba.
—Debo advertirte, Prospero —continuó la doctora Leving—, que no abrigues demasiadas esperanzas en ese sentido. Es una celebración pública, y dudo que muchas de estas personas deseen que las vean conversando con un advenedizo robot Nuevas Leyes.
—Al parecer usted no tiene ese problema —dijo Prospero.
Fredda Leving rió.
—Me temo que mi reputación ha llegado al punto en que una charla contigo no puede perjudicarme. Después de cometer el crimen de crearte a ti y a Caliban, una mera charla representa una infracción muy menor.
* * *
Ottley Bissal se alejó de la entrada, refugiándose en las sombras bajo el techo del puerto de aeromóviles.
Estaba seco y limpio después de usar el refrescador, instalado cien años antes para comodidad de los huéspedes que deseaban asearse antes de ingresar en la Residencia del gobernador. La descripción le sentaba bien.
Estaba empezando a sentir miedo. Muchas cosas podían salir mal. El plan era ingenioso y él sabía qué debía hacer, pero nada era a prueba de errores. Aunque le habían prometido que lo protegerían en todo momento, sabía que aun los poderosos podían fallar. Ah, pero la venganza... Ya la había saboreado una vez esa noche, y ahora le esperaba un banquete. Asestaría un golpe para resarcirse de todo aquello que el mundo le debía y no le había dado; en un solo instante todas las traiciones quedarían pagadas.
Sería suficiente. Más que suficiente. ¿Qué era un poco de miedo y de peligro en comparación con el placer inigualable de destruir a los mayores enemigos?
Otro aeromóvil se disponía a aterrizar. Bissal retrocedió, amparándose aún más en las sombras, y aguardó su momento.
Pronto. Muy pronto.
* * *
El aeromóvil de Simcor Beddle descendió y se dirigió hacia el aparcamiento. Simcor sonrió, complacido con la destreza de su piloto robot. ¿Por qué conformarse con menos de lo mejor? Simcor disfrutaba de sus apariciones en público, y la que estaba por hacer resultaría espectacular. Le encantaba ser el centro de atención.
Simcor Beddle era jefe de los Cabezas de Hierro, un grupo de pendencieros convencidos de que la solución para cualquier problema consistía en más y mejores robots.
En ese momento los Cabezas de Hierro disfrutaban de la mayor popularidad en muchos años. La confiscación de robots domésticos para la terraformación había logrado más muestras de aprobación que cualquier medida que los Cabezas de Hierro hubieran tomado por su cuenta. Pronto dejarían de ser un grupo radical marginal para convertirse en una importante fuerza política, lo cual representaba ciertos desafíos. En el pasado Simcor no había vacilado en emplear métodos poco honestos, pero si pretendía conservar su prestigio un movimiento masivo requería algo más respetable, si bien no excesivamente respetable, por cierto. Se daba por sentado que los Cabezas de Hierro eran un poco extravagantes, pero ya habían pasado los tiempos en que podían obtener lo que fuese armando un disturbio. Ahora necesitaban visibilidad, publicidad. Y Simcor Beddle estaba encantado de suministrar ambas cosas.
Simcor Beddle era un hombre de baja estatura y .rostro redondo y amarillento, con ojos de color incierto y mirada penetrante. Llevaba el cabello, negro y lustroso, cortado al rape. Aunque su complexión física era cercana a la obesidad, no tenía nada de blando. Se trataba de un hombre fuerte, duro y resuelto que sabía lo que quería y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo.
Y esa noche quería meter bulla. Ante todo, provocaría un escándalo en la fiesta. Si existía una ley contra los robots, él la infringiría. Que trataran de arrestarlo.
La portezuela del aeromóvil se abrió, Simcor se levantó del asiento y cruzó la escotilla. Allí estaba Sanlacor 1321 con un paraguas, para protegerlo de la lluvia que entraba por la abertura. Un pasaje cubierto conducía del puerto al pórtico de la Residencia; otros invitados corrían por él, pero Simcor caminó deliberadamente bajo la lluvia, con la absoluta certeza de que Sanlacor 1321 cumpliría con su cometido. Y así lo hizo el robot, trotando junto a él y sujetando el paraguas para protegerlo de la tormenta. Sanlacor 1322 y Sanlacor 1323 los seguían de cerca, los tres robots caminando al paso de su dueño. Los Sanlacor eran altos, gráciles y esbeltos de color plateado, un perfecto trasfondo móvil para Beddle.
Llegaron a la entrada principal, sin detenerse ni aminorar el paso. Los agentes SCS de la puerta avanzaron unos pasos, dispuestos a protestar, hasta que reconocieron a Beddle. Sin saber si detenerlo o no, titubearon el tiempo suficiente para permitirle franquear la entrada. A veces era muy ventajoso ser el hombre más famoso del planeta.
Simcor entró, acompañado de sus robots y, tal como había previsto, nadie tuvo agallas para expulsar a éstos, y mucho menos para preguntarle si tenía una invitación.
En sí mismo, aquello ya era una victoria. Que los colonos les dijeran a los demás si podían llevar robots a la Residencia. Simcor Beddle no estaba dispuesto a acatar órdenes. Llevaría sus robots a donde quisiera y cuando quisiera, y le importaba un bledo si eso le creaba problemas al gobernador Chanto Grieg.
Se detuvo sonriendo en la entrada del Gran Salón. Los robots que iban a sus espaldas concentraron todas las miradas. Alguien comenzó a batir palmas, y otro se le sumó, y luego otro más. Lenta e inciertamente al principio, pero con creciente entusiasmo, la multitud sumó sus aplausos hasta que Beddle estuvo rodeado de ovaciones y palmoteos. Sí. Sí. Muy bien. No importaba si había introducido un par de compinches en la muchedumbre para que iniciaran la aclamación. La multitud había participado. Simcor había logrado burlar al gobernador, y eso no estaba mal, pues Beddle planeaba ocupar el puesto de éste en poco tiempo.
Fredda Leving observó, como el resto de los invitados, mientras Simcor Beddle aceptaba las ovaciones que le dirigían, aunque no estaba entre los que aplaudían.
—Parece que Simcor Beddle ha resuelto tu problema —le dijo a Caliban mientras cesaba la aclama: No es probable que esta noche seas el centro de atención.
—Temo a ese hombre —intervino Prospero.
—Y haces bien —le aseguró Fredda.
—Después de tanto tiempo, debo admitir que me cuesta entender su fanatismo.
—No creo que sea un fanático —respondió Fredda—. Ojalá lo fuese. Sería mucho menos peligroso si creyera en su causa.
—¿Acaso no cree en ella?
—Los Cabezas de Hierro constituyen un medio útil para un fin, pero a mi entender Simcor Beddle sólo cree en Simcor Beddle. Es un demagogo, un agitador... y tan peligroso para este planeta como el colapso de la ecología.
—Pero ¿por qué está aquí? —preguntó Prospero.
—Para aguar la fiesta y dejar mal parado al gobernador, supongo —respondió Fredda.
—¿Cuál es el sentido de esta fiesta? Caliban me había explicado que se trata de un festejo importante — dijo Prospero—, pero no me ha quedado claro en qué reside su importancia. Tal vez usted tenga mayor éxito.
—Bien, es la primera vez que un gobernador de Inferno permanece en la Residencia de Invierno más de cincuenta años.
—¿Y por qué es eso importante?
—Supongo que no lo es en sí mismo —admitió Fredda—. No obstante, brinda al gobernador un medio para demostrar que aún controla la isla Purgatorio y, en consecuencia, el gobierno espacial de Inferno.
—¿El máximo control está en manos de los espaciales? —inquirió Prospero.
—Haces preguntas muy difíciles, Prospero —dijo Fredda Leving con una sonrisa. Titubeó, y luego habló en voz tan baja que aun los robots tenían dificultades para entenderla—. En el mundo legal, sí. En el mundo real, no. Si los colonos tropiezan con demasiadas dificultades, sencillamente se desentenderán del proyecto de terraformación. La isla Purgatorio volvería al control local..., pero sin colonos para dirigir el Centro, ya no tendría importancia.
—En cualquier caso, sin mis colonos para reparar el clima ni siquiera habría isla —sugirió una nueva voz.
—Bienvenida, señora Welton —dijo Caliban.
—Hola, Tonya. —Fredda se sintió repentinamente insegura al saludar a Tonya Welton. Se trataba de la líder de los colonos de Inferno, y se habían enfrentado en numerosas ocasiones. Tenían buenos motivos para no estar contentas de verse. Fredda no se habría molestado en buscar a Tonya, y le sorprendía que ella hubiera ido a su encuentro. Parecía actuar cortésmente, pero sólo eso, y en cualquier momento podía producirse un altercado.
Tonya Welton —alta y grácil, con piernas largas y tez morena —era famosa por sus ropas de diseños escandalosos y colores chillones que contrastaban con las austeras modas de Inferno.
Esta noche no era una excepción.
Lucía un largo vestido rojo de atrevido escote que acentuaba su figura y se le ceñía al cuerpo como si estuviera pintado. Era ruda y enérgica, y aún convivía con Gubber Anshaw, el tímido y retraído ex colega de Fredda.
—Hola, Caliban —dijo Tonya Welton—. Hola, Fredda, Prospero. Fredda, la próxima vez que trates de que no te oigan en una de estas reuniones, recuerda que no soy la única que ha practicado la lectura de labios.
—Lo tendré en cuenta —repuso Fredda.
—¿Cómo es que Purgatorio dejará de ser una isla? —preguntó Prospero.
—El nivel del mar está bajando —contestó Tonya—. El casquete de hielo es cada vez más grueso. El mes pasado localizamos tres islas nuevas emergiendo en el Límite.
—Conque las islas del Límite se están volviendo realidad —comentó Fredda.
—Es un asunto grave —dijo Caliban.
Fredda tuvo que darle la razón. La isla Purgatorio estaba en el centro mismo de la Gran Bahía, y ésta no era otra cosa que un enorme y antiguo volcán sumergido cuyo límite norte formaba la costa de la Gran Bahía. La isla Purgatorio era el pico central del cráter desmoronado, y el límite sur del cráter estaba oculto bajo las olas del océano Meridional.
Pero el océano estaba replegándose, pues sus aguas se evaporaban para caer en forma de nieve sobre el creciente casquete polar ártico. Los puntos más altos del borde meridional del volcán sumergido estaban emergiendo, formando un nuevo y molesto archipiélago. Los agoreros —y los científicos expertos en climatología más responsables —habían predicho tiempo atrás la formación de las islas del Límite.
—No es exactamente una sorpresa —puntualizó Fredda—, pero añade presión a la que ya sufre el gobernador. Asustará a mucha gente.
Tonya Welton esbozó una desagradable sonrisa.
—La pregunta es qué hará esa gente cuando se asuste —dijo—. Ha sido un placer. —Y se alejó con una leve inclinación de la cabeza.
—Qué mujer simpática, ¿verdad? —comentó Fredda—. ¿Por qué tengo la sensación de que no intentaba tranquilizarnos?
—Nunca he sido muy bueno para las preguntas retóricas —intervino Prospero—. ¿De veras desea usted que uno de nosotros aventure una respuesta?
—Créeme, si tienes alguna opinión útil sobre lo que pasa por la cabeza de Tonya Welton, me gustaría escucharla.
—Dudo que podamos decir algo útil —respondió Prospero con tono reflexivo—. Al parecer ella pensaba en algo más que una charla cortés, pero nunca he comprendido mucho la política humana.
Fredda Leving rió y sacudió la cabeza.
—Nadie la entiende, Prospero. Los humanos le consagran mucho tiempo y esfuerzo precisamente porque nadie sabe con certeza qué está haciendo. Si la comprendiéramos cabalmente, si las mismas cosas siempre funcionasen o fracasasen, la política no serviría de nada. Sólo es valiosa porque no sabemos cómo funciona.
—A mi entender —terció Caliban—, acaba usted de presentar una espléndida síntesis de las contradicciones de la conducta humana. Sólo los humanos trabajarían con empeño en algo que no entienden.
Fredda Leving notó que no tenía ninguna respuesta para aquello.
Sero Phrost sonrió vagamente al pasar de una habitación lateral al Gran Salón. Había observado con aire divertido la espectacular entrada de Beddle. Simcor siempre necesitaba ser el centro de atención. Sero lo vio despachar a sus robots; se había salido con la suya, pero ahora no quería que esos robots plateados se interpusieran entre él y su público.
Al principio, nadie parecía haber reparado en la llegada de Sero, pero éste sabía que no era así. También sabía que fingir desinterés era a menudo el mejor modo de llamar la atención de un público más selectivo.
Y allí había muchas personas cuya atención le interesaba, empezando por Beddle. Beddle, el virulento anticolono, el rabioso promotor de los robots, uno de los críticos más incisivos de Grieg, aún estaba rodeado por una muchedumbre de aduladores, exageradamente risueños y agresivos. Beddle advirtió su presencia y lo saludó.
Luego hablarían.
También estaba Tonya Welton, líder de los colonos. «Vaya ocasión para reunirla en la misma sala con Beddle —pensó Phrost—. Y vaya mérito mío, que ambos quieran hablarme.» Y no eran imaginaciones suyas, en absoluto.
Phrost no tenía dudas de que ambos deseaban recibir su ayuda. La gracia consistiría en ayudarlos a ambos y obtener ganancias por partida doble, sin que ninguno de los dos se enterase.
Tonya Welton se separó del grupo con que estaba hablando para dar la bienvenida a Phrost. Él pensó en encontrarla a medio camino, pero decidió disfrutar del momento. Que fuese ella quien se acercara a él. Phrost había trabajado mucho para llegar a ese nivel, ¿por qué no disfrutarlo, entonces? Fingió no ver a Welton y pidió una copa a un camarero. Extraño, muy extraño, ser atendido por un criado humano.
Y un criado armado, además.
Ahí estaban los rangers del gobernador, brindando seguridad y asumiendo tareas que normalmente habrían realizado los robots. El que le entregó la copa a Phrost no parecía nada feliz con su misión.
Phrost era un hombre alto, de rostro rubicundo, con rasgos demasiado gruesos para que nadie lo considerase guapo en un sentido convencional; sus ojos grises demasiado gélidos y calculadores impedían también que lo considerasen simpático.
Tenía arrugas en el rostro, aunque no tantas como para parecer viejo o demacrado. Por el contrario, las arrugas con que la vida lo había marcado hablaban de vigor y energía, de actividad y experiencia. Phrost era tan ególatra como para estar al corriente de su apariencia y reputación, y para regodearse en ellas, pero tan realista como para saber que gran parte de ello era mera ilusión. No era más activo ni resuelto que el común de la gente, pero convenía que otras personas lo describieran así. Su cabello, entrecano, había sido negro hasta poco tiempo atrás. Phrost notaba que las hebras grises surtían un efecto profundo en la gente. En una cultura que respetaba la edad y la experiencia más que la juventud y el entusiasmo, algunos signos de madurez eran ventajosas para los negocios, y eso era lo que importaba.
En apariencia, Phrost se dedicaba a oficiar de intermediario para la limitada lista de productos colonos que los espaciales permitían importar. También representaba a la aún más breve lista de exportaciones espaciales que los colonos estaban dispuestos a comprar. En realidad, el principal propósito de su negocio de importación y exportación era servir como tapadera para otras actividades. Por eso lo habían seleccionado para representar al grupo de industriales espaciales interesados en que se les adjudicase la realización del proyecto del sistema de control Limbo. Era la parte más vasta y compleja del nuevo plan de terraformación. Por supuesto, un grupo colono también había presentado una propuesta. El que obtuviera el trabajo conseguiría la parte más sustancial de todas las actividades que siguieran. Sero Phrost se enorgullecía de representar a los espaciales en aquel negocio, pues le permitía sentir plenamente su influencia y su poder. Pero él era ante todo un vendedor . Como buen vendedor, sabía que vendía su propia imagen. Agradecía que el paso del tiempo hubiera mejorado su valor de mercado en vez de reducirlo.
De modo que asistía a esa fiesta para ser visto, para hacer negocios, para forjar un par de nuevas alianzas y fortalecer las viejas.
Y allí estaba Tonya Welton.
—Buenas noches, Sero.
—Buenas noches, señora Welton —respondió Phrost. Le cogió la mano y se la besó histriónicamente, consciente de que a ella le agradaba ese gesto—. Me alegra verla aquí.
—Lo mismo digo. El gobernador necesita a todos sus amigos esta noche.
—Al parecer los colonos aún respaldan al gobernador, y eso a pesar del conflicto jurisdiccional.
—No lo respaldamos en todo —repuso Welton, escogiendo las palabras con cuidado—, pero estamos a favor del objetivo general de su programa. No obstante, entendemos que es mejor ofrecer nuestro respaldo con discreción.
—Un respaldo abierto no sería muy útil para el gobernador en este momento —señaló Phrost con deliberada aspereza. Sabía que Tonya Welton no se andaba con vueltas y que no respetaría a un adulador. Habría empleado esa táctica si hubiera creído que funcionaría.
—No, supongo que no —respondió Tonya con una sonrisa claramente insincera—, pero me agradaría, Sero, que su respaldo a nuestra causa fuera mucho más... público.
Aquélla era la maniobra que Phrost había esperado de parte de ella.
—Todos debemos ser cautos en esta época —dijo—. Ciertamente, deseo colaborar más con su gente. He sabido vender productos colonos para hacer frente a la escasez de robots, discretamente, por supuesto, y me gustaría que me fuera mejor, pero, con franqueza, una asociación abierta con los colonos podría ser peligrosa. Debemos armonizar los riesgos con los beneficios.
—Beneficios —repitió ella—. Vayamos al grano, pues. ¿Qué quiere? ¿Qué beneficio está buscando?
—¿Qué quiere usted? ¿Qué riesgo desea que corra? No puedo dar un precio sin saber cuál será el servicio.
Welton titubeó por un instante.
—Visibilidad —respondió al fin—. Trabajando en silencio, hemos llegado hasta donde podíamos llegar. Está muy bien hacer ventas privadas de nuestras maquinarias aquí y allá, pero no es suficiente.
—¿Suficiente para qué? ¿Suficiente para eliminar los robots de este planeta? ¿Piensa valerse de medios comerciales para lograr lo que no pudo conseguir la diplomacia? —Aquí tenía que andarse con cuidado. La visibilidad era algo que él no podía ofrecer. En cuanto se conociera su alianza con Welton y los colonos, terminarían sus rentables negocios con los Cabezas de Hierro.
—Nuestras metas no son tan ambiciosas —explicó Tonya. No dijo «todavía», pero lo dio a entender—. Sólo deseamos que los productos colonos, y por extensión todo lo que tenga que ver con los colonos, sean más aceptables para la gente de este mundo.
—Perdón —repuso Phrost—, pero aún no entiendo cómo ni por qué una participación más «visible» de mi parte puede sernos útil. ¿Desea que patrocine productos colonos? Le aseguro que para mí sería una complicada forma de suicidio profesional, y quizá también de suicidio a secas.
Tonya Welton iba a responder, pero calló ante la llegada de otro invitado. Shelabas Quellam, presidente del Consejo Legislativo, se acercó. Era un hombre bajo y algo obeso que daba la atinada impresión de ser indeciso y pusilánime.
—Buenas noches, señora Welton. Hola, Sero. Confraternizando con el enemigo, por lo que veo —comentó, intentando adoptar un tono jovial a pesar de su voz aguda y chillona.
—Buenas noches, legislador Quellam. Preferiría pensar que aquí todos somos amigos —respondió Tonya Welton con voz fría y hostil.
—Caramba —dijo Quellam, notando que su intento de parecer jovial había fracasado—. Le aseguro, señora Welton, que hablaba en broma. No fue mi intención ofenderla.
—¿Qué te trae por aquí, Shelabas? —preguntó Phrost—. ¿Tienes algo en mente? —«Si tal cosa es posible», añadió Phrost para sí.
—Sí, en efecto. Los vi juntos a ustedes dos y pensé que era el momento perfecto para comentar nuevas medidas sobre contrabando.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Welton.
—Contrabando —repitió Quellam—. Me pareció que la líder de los colonos de Inferno y el principal magnate comercial del planeta tendrían ciertas ideas sobre el tema. Todos queremos reducir la importación ilícita de tecnología de los colonos. Sin duda redundaría en beneficio de todos. Está desestabilizando nuestra economía, y el gobierno pierde dinero con esas ventas ilegales, ¿verdad, señora Welton? Gravámenes y demás.
—Para ser absolutamente franca —dijo Tonya—, la moneda espacial vale tan poco en los mundos colonos que el contrabandista corriente ni se interesa en ella. A fin de cuentas, no le serviría para comprar nada. Los gobiernos colonos tendrían que subvencionar toda operación clandestina de envergadura para que los contrabandistas obtuvieran alguna ganancia. Le aseguro que todo colono que quisiera contrabandear en gran escala en este planeta necesitaría el apoyo del gobierno.
—¿Subvencionar a los contrabandistas? ¿Por qué un gobierno colono haría semejante cosa?
—Quién sabe —respondió Tonya—. Tal vez algunos colonos irresponsables piensen que desestabilizar un sistema corrupto y obsoleto no es tan mala idea. Con permiso. —Dio media vuelta y se alejó.
—Caray, parece que no dije lo que debía —dijo Shelabas Quellam—. No era mi intención.
Sero Phrost sonrió, pero no respondió. Quellam estaba aplicando ese comentario a una torpeza circunstancial, pero toda su vida era una sucesión de cosas que ocurrían sin que fuese su intención. Por ejemplo, nunca había tenido la intención de alcanzar su actual posición e importancia.
Shelabas Quellam era presidente del Consejo Legislativo. Muchos años atrás, cuando el mundo de Inferno era un lugar calmo y plácido, y la política no sólo era soporífera sino comatosa, la presidencia del Consejo era el lugar ideal para un hombre como Quellam. Un puesto ceremonial, reservado para un hombre afable dispuesto a servir de mascarón. Pero el año anterior la política de Inferno se había animado más de la cuenta y de pronto la presidencia del Consejo era una pieza vital en el tablero.
En los viejos tiempos, hasta el puesto de gobernador era ceremonial. Los gobernadores ejercían sus funciones durante períodos de veinte años, y éstas consistían en poco más que agasajar huéspedes antes de retirarse o pasar a otra carrera. No parecía lógico que hubiese también un vicegobernador, pues éste tendría aún menos prestigio y ocupaciones.
Aun así, había que hacer algo para garantizar una sucesión ordenada en caso de fallecimiento, incapacidad o renuncia voluntaria del gobernador. En lugar de nombrar un vicegobernador, el gobernador debía designar un sucesor. La tradición imponía que el nombre de éste se mantuviera en secreto y que el gobernador pudiera nombrar un nuevo sucesor en cualquier momento. Muchos gobernadores habían usado esa atribución para obtener beneficios personales.
Sin embargo, había circunstancias en que la designación del sucesor quedaba anulada. En caso de que el gobernador fuera sometido a juicio político y a resultas de ello condenado o expulsado por sus electores, no era aconsejable permitir que un funcionario caído en desgracia designara a un sucesor. Si el gobernador era removido de su puesto por esos medios, el Presidente del Consejo debía actuar como gobernador y, si lo creía conveniente, convocar a nuevos comicios. En caso contrario, podía optar por cumplir con el resto de la gestión de su predecesor. Y a Grieg aún le quedaban diecisiete años.
En los viejos tiempos, las complejas eventualidades consignadas en la constitución no eran más que juegos caballerescos, reglas escritas por el mero placer de la pulcritud. La gente que las había redactado no parecía haber pensado que alguna vez esas reglas pudieran tener una aplicación práctica.
Pero ahora, repentinamente, el juicio al gobernador era una posibilidad concreta, y eso significaba que Shelabas Quellam era un hombre de cierta importancia. De hecho, la importancia trascendía la amenaza de juicio político. Se sabía que Grieg no quería poner en jaque la sucesión. Entendía que se necesitaba un convenio estatutario que cubriera todas las contingencias y que el arreglo actual era extremadamente complejo. Por ello había nombrado sucesor a Quellam. Un par de bromistas habían sugerido que si Quellam era designado sucesor todos procurarían que Grieg conservase su buena salud.
Phrost sonrió afablemente y rodeó los hombros de Quellam con el brazo.
—Vamos, vamos —dijo—, no vale la pena afligirse por eso.
Claro que valía la pena afligirse por eso. Hacía semanas que Phrost quería hablar con Tonya Welton, y ese pequeño incidente trastocaría muchos planes. No obstante, dado que un par de esos planes implicaban a Shelabas, no convenía enfadarse con ese hombre, y menos en público. Además, Shelabas no era del todo culpable. Phrost y Welton estaban a punto de enzarzarse cuando Quellam se aproximó. Todos parecían nerviosos en aquella fiesta. La atmósfera era de expectación, como si algo estuviese a punto de suceder. Había demasiadas facciones representadas en aquel salón, demasiadas corrientes subterráneas, demasiada tensión oculta. Era inminente un estallido, una ruptura.
Pero cuando sucedió un instante después, hasta Sero Phrost quedó sorprendido por su celeridad y su furia.
Capítulo 3
Tonya Welton se alejó de Shelabas Quellam, tratando de calmarse. ¿Cómo podía ese hombre ser tan necio? de veras creía que Tonya querría limitar las operaciones de contrabando de los colonos? Sin duda los servicios de inteligencia espaciales conocían las actividades que estaba metida. ¿Quellam tenía acceso a los informes de aquéllos? Quizá los servicios internos no se tomaran la molestia —¿el atrevimiento? —de presentar sus informes al presidente del Consejo Legislativo.
¿Era posible ser tan torpe? Tal vez fuese mera actuación, pero ¿conque propósito? ¿De qué podía servirle a Quellam poner a la líder de los colonos en una situación incómoda?
—¡Oiga! —tronó una voz detrás de ella—, usted es esa mujer colona, ¿verdad?
Tonya giró sobre sus talones con expresión hosca —se encontró frente a un hombre de ojos legañosos que llevaba la última versión del uniforme de los Cabezas de Hierro. El severo traje negro y gris se veía un poco desaliñado y le iba demasiado ceñido. Algunos broches parecían a punto de estallar.
—Sí —masculló—. Soy esa mujer colona. Tonya Welton.
A veces convenía ser cortés con los borrachos. Si uno los trataba con brusquedad, podían ponerse agresivos.
—Eso pensé —dijo el Cabeza de Hierro.
—La que odia a los robots. Usted odia a los robots —aseveró, como si acabara de revelar una verdad oculta.
—No sé si lo diría con esas palabras, pero en todo caso no me agradan. Ahora bien, si me disculpan, debo ...
—¡Un segundo! —exclamó el Cabeza de Hierro.
—Sólo un segundo. Usted está muy equivocada. Permítame explicarle algo acerca de los robots, y luego verá.
—No gracias. Quizá en otra ocasión.
Tonya dio media vuelta para marcharse.
—¡Oiga! —gritó el hombre a sus espaldas—. ¡Un segundo! —y le apoyó una mano en el hombro.
Tonya se la apartó y se volvió hacia él.
—No me deje plantado —dijo el hombre, y trató de impedir que se marchara.
Tal vez sólo quería tomarla del brazo, o quizá su intención fuese pegarla.
Lo que hizo fue abofetearla con dureza. Tonya trastabilló, pero sus reflejos respondieron al instante, pateando al hombre en la cabeza, tumbándolo.
—¡Oiga! —gritó la voz.
Eso le bastó como advertencia. Oyó el gruñido del atacante y se agazapó para que el golpe le pasara por encima. El la embistió por detrás, dejándola sin aliento. Tonya lo cogió por el cuello y lo tiró hacia adelante, usando el impulso del atacante para arrojarlo por encima de su hombro.
El cayó al suelo con estrépito. Otro Cabeza de Hierro, pero en mejor estado. No lucía ridículo con su uniforme, y ya estaba dispuesto a ....
Los fuertes brazos de un robot la inmovilizaron, y otro robot contuvo al segundo atacante. Todo terminó.
Tonya procuró escapar, aunque sabía que era inútil.
Odiaba que otro terminara lo que ella había empezado.
* * *
Ahora. Ahora. Ya era el momento. Los guardias SCS de la entrada se habían retirado veinticinco minutos antes, tal como le había prometido a Bissal. Ninguna preocupación, aparte de los rangers que pudiera haber en la puerta.
Ottley Bissal, que aguardaba junto a un grupo de recién llegados, miró su reloj por duodécima vez. Ahora.
Sacó su invitación legítima del bolsillo, por si llegaban a pedírsela. Se sumó a la aglomeración de gente risueña y feliz y se dejó arrastrar.
Estaba adentro. En la Residencia de Invierno. Lo había logrado. Todo estaba ocurriendo tal como le habían asegurado.
Sintió la ebriedad del triunfo, pero aún no era el momento para esas cosas.
«Concéntrate en tu misión» , pensó.
Tenía menos de dos minutos para llegar a donde iba.
Sin ser visto, Ottley Bissal se dirigió hacia su objetivo.
* * *
Alvar Kresh se enteró del altercado por el ruido. Mientras aguardaba en el despacho del Gobernador oyó gritos ahogados procedentes del Gran Salón. Regresó por el pasillo, precedido por Donald. Kresh empezó a bajar, pero se detuvo en medio de la escalera al ver la escena. El robot Caliban había inmovilizado a Tonya Welton por detrás, aferrándole los brazos y procurando en vano que ella dejara de lanzar patadas.
Otro robot, negro y más bajo que Caliban, hacía lo posible para alejar a un hombre con uniforme de Cabeza de Hierro del alcance de los golpes de Welton. Como el hombre intentaba zafarse y embestir a Welton, al segundo robot no le resultaba fácil la tarea. Kresh recordó entonces que el robot negro era Prospero, uno de los robots Nuevas Leyes más visibles.
Los robots y los humanos estaban rodeados por un grupo de atónitos invitados y cuatro o cinco rangers con uniforme de camarero que ya estaban alerta pero no sabían qué hacer. En la sala todo era agitación.
Kresh comprendió que otro Cabeza de Hierro estaba tendido de espaldas, demasiado cerca de los contrincantes como para que cualquiera se acercara a ayudarlo sin riesgo de recibir un puñetazo o un puntapié.
Sin embargo, Donald no tenía razones para temer que un humano lo lastimara, y de todos modos no le habría importado. Se interpuso entre Welton y el Cabeza de Hierro inconsciente y se aproximó al hombre derribado.
—¡Silencio! —bramó Kresh con un tono autoritario que acalló a la multitud. Bajó los últimos escalones y la gente se apartó a su paso.
Kresh se sintió tentado de preguntar qué había pasado, pero sabía muy bien que era el mejor modo de lograr que todos se pusieran a parlotear. Al menos Welton y el Cabeza de Hierro consciente se habían distraído y aplacado un poco al verlo llegar. Kresh encaró al Cabeza de Hierro, aún en manos del robot negro.
—Tú, el Cabeza de Hierro. ¿Cómo te llamas?
—Blare. Reslar Blare. Fue ella la que empezó. Deam se acercó a hablar y ella le pateó la cabeza.
—¡Hablar! —exclamó Welton—. Su forma de hablar es dar puñetazos en la cabeza.
—¡Sheriff Kresh! ¡Sheriff Kresh! —Kresh se volvió y vio a Simcor Beddle, que le tiraba de la manga, más agitado y ansioso de lo que un hombre bajo y gordo podía permitirse sin parecer ridículo—. Estos hombres no son Cabezas de Hierro.
—Entonces ¿por qué usan esos estúpidos uniformes de opereta? —preguntó Welton.
—Insisto, no son Cabezas de Hierro —protestó Beddle—. Conozco a todos los hombres y mujeres que tienen derecho a usar el uniforme de su rango, y nunca he visto a estos dos. Alguien debió de mandar, a provocar un escándalo para culparnos a nosotros.
Era muy posible, admitió Kresh. Beddle había tratado de actuar de modo más respetable en los últimos meses, pues ya no le interesaba tanto romper crismas como captar votos.
—De acuerdo, Beddle. Averiguaremos quién es quién. —Kresh se volvió hacia Tonya Welton. Si ella decidía causar problemas la situación podía ser engorrosa, derivar incluso en un incidente diplomático. Sería mejor que tratase de calmarla, si podía—. Suéltala —le dijo a Caliban, evitando llamarlo por el nombre. ¿Para qué inquietar aún más a la multitud recordándole de qué robot se trataba?
Caliban titubeó.
«Maldición —pensó Kresh—. Cuesta recordar que no está sometido a la Segunda. Por otra parte, tampoco lo está a la Primera Ley. ¿Por qué demonios ha interrumpido una pelea?»
—Suéltala. No creo que la señora Welton cometa una imprudencia.
Caliban obedeció, y ella se alejó de él con ceño.
—No se enfade con los robots, señora Welton —dijo Kresh antes que ella pudiera hablarle a Caliban—. Sólo interrumpieron la pelea.
—Tal vez —repuso Welton—, pero no tiene por qué gustarme.
—No, desde luego —convino Kresh. Miró la sala llena de curiosos y decidió que no quería tanto público mientras resolvía aquel incidente, a menos que quisiera provocar un nuevo griterío o una nueva trifulca. Ya estaban implicados un robot Nuevas Leyes, un robot Sin Ley, dos Cabezas de Hierro presuntamente falsos y una dirigente de los colonos; no necesitaba más complicaciones.
En ese instante tres agentes SCS entraron a la carrera. Estaban dormitando en alguna parte, sin duda, cuando alguien los llamó. Bien, podían ser útiles, de todos modos.
—Ustedes tres, encárguense de estos dos hombres —dijo, señalando a Blare y a Deam—. ¡Donald, frente y centro!
Donald todavía permanecía arrodillado junto a Deam.
—Señor, este hombre está inconsciente...
—¿Corre peligro inmediato? —preguntó Kresh—. ¿Sufrirá daño si estos agentes se encargan de él?
—No, señor —concedió Donald—. No corre peligro inmediato.
—Entonces deja que alguien más cuide de él y búscame un sitio para hablar a solas con la señora Welton.
Kresh daba por sentado que, en el caso de una gresca pública, los testimonios serían contradictorios y confusos en cuanto a qué había sucedido y cuándo y quién le había hecho qué a quién.
Con suerte, podría calmar a Tonya Welton allí mismo, obtener una historia coherente y encontrar un modo de reprender a sus atacantes sin muchas formalidades, para que por la mañana todo hubiese concluido. A fin de cuentas, era sólo una riña, y no tenía mucho sentido perder tiempo propio ni ajeno. Dudaba de que Tonya Welton deseara declarar como testigo en un tribunal policial.
Donald encontró una sala desocupada y condujo allí a Tonya Welton. Ella se sentó en un diván y Kresh en una silla. Los tres robots, Donald, Caliban y Prospero entraron y permanecieron de pie.
Kresh no sabía si permitir la presencia de Caliban y Prospero. Aunque los robots Tres Leyes no podían mentir, nada impedía a esos dos contar cualquier historia que se les ocurriera. Por otra parte, no había peligro de que sus reacciones o recuerdos estuvieran condicionados por el pánico o la sorpresa.
—De acuerdo, Tonya —dijo Kresh—. ¿Qué sucedió?
—No hay mucho que contar. Yo me encontraba hablando con Sero Phrost y Shelabas Quellam. Estaba cruzando el salón cuando ese sujeto Deam se me acercó. Al principio fue más o menos cortés, aunque estaba bastante achispado. Creo que quería explicarme alguna sutileza de la filosofía de los Cabezas de Hierro. Tal vez creía que si yo lograba entender, vería la luz y me convertiría al camino verdadero.
—Eso me suena.
—En cualquier caso, parecía estar ebrio, y yo no quería hablar con él, así que le di una excusa y me dispuse a marcharme. Él me cogió por el hombro, y yo le aparté la mano. Luego trató de inmovilizarme y erró cuando me agaché, o bien trató de darme un puñetazo y lo consiguió. Lo cierto es que me asestó un buen golpe en la mandíbula. Caí hacia atrás y le pateé la cabeza. Fue un acto reflejo. Entonces el otro me embistió por detrás. Lo tumbé, se levantó... y los dos robots nos contuvieron.
—No presenciamos el comienzo de la pelea, pero así fue como Prospero y yo lo vimos terminar —dijo Caliban.
Kresh hizo caso omiso del robot. No debería haber hablado sin que lo interpelaran.
—Bien, es todo lo que necesitamos saber, señora Welton. Trataremos de no importunarla con más preguntas si no es necesario. Le doy mis más sinceras disculpas, y sin duda el gobernador deseará añadir las suyas en cuanto se presente la ocasión.
—Comprendo —dijo Tonya, levantándose—. En este momento los ánimos están muy caldeados. Es inevitable que haya... incidentes. Confío en que los dos hombres que me atacaron reciban el castigo apropiado.
—Se lo agradezco, señora Welton. La suya es una actitud sumamente generosa. —Kresh reflexionó por un instante. Tal vez conviniera terminar cuanto antes con aquello—. Si lo desea, señora Welton, puedo interrogarlos ahora mismo, en este lugar y en su presencia. Donald se encargará de grabar las declaraciones. En pocos minutos usted quedaría libre.
—Se lo agradecería.
—Perfecto. Los llamaré.
—Señor, tal vez ahora no sea el momento...
—No, Donald. Cuanto antes mejor. —Kresh había trabajado con Donald el tiempo suficiente para saber qué diría a continuación. Los sospechosos no debían ser interrogados frente al denunciante. En rigor, Tonya Welton debía ser tratada como una sospechosa más, pues era su palabra contra la de ellos. Eso podía ser cierto desde la perspectiva de la investigación judicial, pero políticamente hablando no era muy conveniente—. Teléfono privado, Donald —añadió Kresh. No tenía sentido que Welton y los robots escucharan—. Conéctame con el jefe del personal SCS de la Residencia.
Donald abrió un compartimiento del costado y extrajo o un equipo telefónico que emitió un ruido suave cuando Kresh se lo acercó al oído.
—Habla el agente Wylot —dijo una voz áspera.
—Aquí el sheriff Kresh. Estamos en la habitación 121, en el lado sur de la planta baja. ¿Podría su gente traer aquí a los dos Cabezas de Hierro sospechosos?
—¿A qué sospechosos se refiere, señor?
Kresh frunció el entrecejo.
—Los sospechosos que sus tres agentes se llevaron hace diez minutos.
—No entiendo, señor. Hace media hora recibimos la orden de abandonar nuestros puestos en la Residencia. Estoy hablando desde mi aeromóvil, y en este momento me dirijo a la base.
—Entonces ¿quién demonios se llevó a esos hombres? —preguntó Kresh.
—No lo sé, señor..., pero le aseguro que no eran SCS. Nunca empleamos equipos de tres personas.
—¿Por qué no?
—En una operación de seguridad resulta una mala táctica. El tercer agente se interpone. Usamos agentes en solitario y en pareja, pero la siguiente formación es de seis.
—¿Retiraron a toda la unidad SCS?
—No lo creo, señor. Sólo los agentes que operaban en la puerta. Todo se dispuso de antemano. Una vez que llegaron los huéspedes, delegamos la tarea en los rangers. Es su territorio.
—Entiendo —dijo Kresh, aunque no entendía nada—. Gracias, agente Wylot. —Le devolvió el teléfono a Donald y miró a Welton—. Los que se llevaron a Deam y Blare no eran agentes SCS, sino impostores, al parecer.
—¿Qué? —exclamó Welton—. ¿Por qué diablos alguien se haría pasar por agente SCS?
—Para retirar a sus hombres antes que pudiéramos interrogarlos, supongo.
—Pero ¿por qué?
Kresh sonrió fríamente.
—Pues como no podemos interrogarlos, parece que no lo sabremos. ¿Qué dices, Donald? ¿Tienes algo?
—Señor, me he comunicado con el cuartel general por un enlace hiperonda y he buscado los nombres y las imágenes de los dos hombres que participaron en el... incidente —respondió Donald—. Su identidad no aparece en ninguna de las listas de Cabezas de Hierro. Más aún, no están incluidos en ninguna base de datos de los residentes o visitantes de este planeta. No figuran en las listas a las que tengo acceso.
—¿Quiénes diablos eran, entonces?
—Lo ignoro, señor. O bien son de otro planeta, o bien son lugareños operando bajo otro nombre, o bien residentes de Inferno que nunca han sido registrados o encontraron un modo de alterar o borrar sus registros. Pero ¿puedo hacer otra pregunta? ¿Dónde estaba el SCS durante el ataque? Sin duda habrían podido llegar antes a la escena.
El agente del teléfono tenía una explicación, pero Donald no podía saber cuál era al oír sólo la voz de Kresh.
Tampoco podía saberlo Welton. Sería interesante conocer su versión.
—Señora Welton, ellos son sus agentes. ¿Puede informarnos sobre eso, al menos?
—¿De qué demonios intenta acusarme? —protestó Welton—. ¿De organizar un ataque contra mí misma?
«Es una posibilidad interesante —pensó Kresh—. Pero me preocuparé por eso más tarde. Además, en tal caso tendrás una explicación creíble de por qué tu gente no se presentó.»
Jamás se me ocurriría —mintió Kresh—. Pero de los colonos presentes usted es la más importante. Tal vez a sus agentes del Servicio de Seguridad se les encomendó otro deber por algún motivo.
Welton sacudió la cabeza.
—Que yo sepa, no. Revisé el plan de despliegue hace cuatro horas, y debía haber seis agentes apostados en la puerta.
—En efecto, había seis agentes SCS de servicio cuando llegamos Prospero y yo —intervino Caliban.
Kresh hizo caso omiso de la observación.
—¿Tenía noticias de algún plan para retirarlos o asignarlos a otro puesto? —le preguntó a Welton.
—No, pero no hay motivos para que lo supiera. No conozco el paradero de cada colono del planeta. Mi personal tiene la sensatez de no molestarme con trivialidades.
—¿Trivialidades? Ése es precisamente el problema —dijo Kresh—. ¿Por qué alguien elabora un plan tan complejo para sacar a dos camorristas de la escena de un delito... trivial? Es más arriesgado que permitir que Deam y Blare tengan que hacer frente a una denuncia.
—Es un modo torpe de hacer las cosas —convino Tonya Welton—. Pero hay otra cosa extraña, y es que da la impresión de que el asunto fue planeado.
Kresh asintió.
—Tiene razón. Los falsos agentes llegaron justo a tiempo.
—Excúseme, señor —dijo Donald—, pero hay una inferencia bastante clara. Dado que los esfuerzos implicados eran demasiado grandes para justificar un ataque menor contra la señora Welton, opino que dicho ataque fue una mera acción de distracción y formaba parte de una operación más vasta.
—Creo que, por desgracia, estás en lo cierto, Donald. Y ha funcionado a las mil maravillas.
—Pero ¿por qué? —preguntó Tonya Welton—. ¿Distracción frente a qué?
—Es como esas preguntas que no podemos hacer a los hombres que no están aquí —dijo Kresh—. No lo sabemos precisamente porque funcionó. —Se levantó y meneó la cabeza—. Pero sé algo; antes de que sucediera todo esto, Donald y yo íbamos a mantener una breve charla con el gobernador sobre el tema de la seguridad. Será mejor que no la demoremos más.
El sheriff Kresh saludó a la dirigente colona y se marchó de la habitación, seguido por Donald.
Kresh estaba en el pasillo cuando se le ocurrió otra cosa muy extraña. Caliban y Prospero. Ninguno de los dos estaba obligado a impedir que causaran daño a un humano. Caliban no estaba bajo ninguna ley, y la Primera Ley de Prospero había sido modificada. Estaba condicionado para no agredir a los humanos, pero nada lo obligaba a impedir que los agrediesen. Al dejar la escena de la pelea, Kresh no había pensado en ello, así como no se habría sorprendido de que la lluvia lo mojara. A fin de cuentas, formaba parte del orden natural de las cosas que los robots impidieran que hubiese peleas.
—Donald —dijo—, no parece preocuparte que Prospero y Caliban hayan contenido a los contrincantes, pero sabías que ninguno de ellos estaba condicionado de manera absoluta por la Primera Ley. ¿No te preocupó ese hecho?
—En absoluto, señor. Mis tratos con seres Nuevas Leyes han sido limitados, y he visto pocas veces a Caliban.Sin embargo, he pensado mucho sobre la cuestión de cómo predecir la conducta de no humanos sensitivos que no poseen las Tres Leyes.
—No humanos sensitivos que no poseen las Tres Leyes —repitió Kresh—. Vaya frase.
—No me parece apropiado referirme a seres como Caliban y Prospero como robots —respondió Donald.
La sutileza divirtió a Kresh, pero Donald no estaba errado.
—¿Y por qué no llamarlos seudorrobots?
—Eso parece menos engorroso. En todo caso, hace ya tiempo he llegado a la conclusión de que el mejor modo de tratar con estos seudorrobots es asumir que reaccionarán, al igual que un ser humano racional, movidos por un interés personal y con un grado limitado de altruismo. Una vez que los seudorrobots contuvieron a los contrincantes, yo no tenía motivos para temer por los humanos a los que habían aprehendido, así como no habría temido que los atacaran dos humanos que actuaran para refrenarlos.
—Pero ¿por qué lo hicieron? No estaban obligados a intervenir.
—Como decía, señor, interés personal perspicaz. Por decirlo toscamente, al actuar para proteger a seres humanos dieron una buena imagen de sí mismos.
—Donald, estoy sorprendido. Nunca pensé que fueras cínico.
—Depende del tema en cuestión —dijo Donald, un poco molesto—. Tratándose de seres que fingen ser humanos para obtener algo, creo que me encontrará bastante suspicaz. ¿Vamos a hablar con el gobernador?
—Desde luego —respondió Kresh, procurando disimular su sonrisa.
Mientras el sheriff y Donald se marchaban, Tonya Welton se levantó del asiento y miró a Caliban y Prospero con una sonrisa.
—No he tenido la oportunidad de daros las gracias —dijo—. Me temo que no me agradó que me contuvieras, Caliban, pero tenías razón al hacerlo. Las cosas pudieron haber empeorado.
—Me complace haber sido útil —respondió Caliban, un poco inseguro.
—Gracias a ti también, Prospero.
—Fue un placer ser servicial.
—Debo regresar a la fiesta —dijo la señora Welton—, pero una vez más os agradezco vuestra ayuda.
Caliban la miró marcharse. De todas las criaturas humanas que conocía, la señora Welton era la más asombrosa. Parecía empeñarse en tratar a cualquier robot, a todos los robots, como seres humanos, aun en el caso de unidades de gama baja, lo que era manifiestamente absurdo. Quizá se tratara de un extraño principio que se sentía obligada a respetar, pero aun así era desconcertante. ¿Trataba a Caliban y a Prospero con respeto porque entendía que lo merecían, o sólo porque así irritaba a los espaciales?
—¿Crees que hicimos lo correcto? —preguntó Prospero—. ¿Fue conveniente imitar la conducta de un robot estándar?
—No estoy seguro —contestó Caliban. Era difícil evaluar la situación. Él era capaz de cosas que a Prospero le estaban vedadas, y eso podía resultar útil en el futuro próximo. Sería conveniente no recordárselo a la gente—. Por cierto, nadie podría culparnos por ello, pero tampoco podríamos haber permanecido ociosos, pues habría sido mal visto. Pero llamar la atención del sheriff Kresh... Si las cosas salen mal, será un precio muy alto. Debemos ser cautos si deseamos llevar a cabo nuestros planes.
Alvar Kresh y Donald encontraron a Chanto Grieg, gobernador del planeta Inferno, al amparo de las sombras del rellano, mirando el salón lleno de gente risueña.
—La velada ha comenzado bien, aparte de la entrada de Beddle y el incidente de Welton —dijo Grieg — cuando observó que se acercaban.
—Aparte de esas cosas, sí, señor —puntualizó Kresh—. Sin embargo, son demasiado importantes para dejarlas aparte.
—Oh, Beddle tenía que fingir un poco, y no creo que esa pequeña riña deba preocuparnos. Por lo que veo, mi aparición será un éxito y se atendrá a lo planeado. ¿No le parece, sheriff Kresh?
El sheriff Alvar Kresh gruñó mientras se plantaba al costado del gobernador. Tal vez para un político una sala atestada de toda clase de personas fuera algo bueno, pero no para un policía, y menos para un policía que estaba fuera de su jurisdicción y de pie junto a un hombre que recibía media docena de amenazas de muerte por semana.
Aun así, la pregunta merecía alguna respuesta cortés.
—Es una fiesta espléndida, gobernador.
Alvar se inclinó sobre la barandilla y se pasó los dedos por el cabello espeso y blanco, algo que sólo hacía cuando estaba tenso. Miró a Donald por encima del hombro. Tenía que ser producto de su imaginación, pero le pareció que el robot se sentía tan incómodo como él. La idea era ridícula, claro. Donald no tenía expresiones ni emociones que expresar. Su rostro sólo consistía en dos ojos inmóviles y relucientes y una retícula parlante, totalmente inmóvil e inescrutable.
Aun así, Donald parecía alterado. Kresh sacudió la cabeza. Estaba imaginando cosas. Le sucedía cuando se ponía nervioso.
El gobernador no tendría que haber ido a Purgatorio en una situación tan inestable, pero desde el punto de vista de un político, el hecho mismo de que las cosas fueran inestables imponía una visita. El gobernador necesitaba que lo vieran como dueño de la situación, tan confiado como para ofrecer una fiesta y una rueda de prensa. Obviamente, no controlaba la situación, pero por eso mismo la necesidad era más acuciante.
Grieg echó un vistazo a Alvar y sonrió de nuevo, pero su expresión era forzada, con un destello de algo muy parecido al miedo en los ojos.
«Lo sabe», pensó Kresh. Eso era lo peor. Grieg sabía muy bien que esa noche su vida estaba en manos de Kresh. No se engañaba a sí mismo, no ignoraba el peligro ni desoía las advertencias. En efecto, lo sabía, pero aun así seguía adelante. Kresh admiraba el coraje de aquel hombre, aunque eso no contribuía a aplacar sus temores.
Chanto Grieg tenía poco más de cincuenta años estándar, lo que para las pautas de los longevos espaciales significaba ser algo mayor que un joven. Era un hombre bajo y moreno. Esa noche llevaba el cabello, largo y negro, recogido en una trenza gruesa que le caía sobre la nuca. Tenía facciones angulosas y ojos pardos. Lucía un elegante traje color burdeos, con galones negros en los hombros y la cintura. Los pantalones negros tenían una banda color burdeos en la costura exterior. Su porte era admirable.
Siempre había tenido un aire de perseguido, por mucho que intentara disimularlo con sonrisas encantadoras.
Ultimamente el encanto tenía la fuerza de siempre, pero el aire de perseguido era cada vez más evidente. Chanto Grieg era un hombre que oía pisadas a sus espaldas y trataba de fingir que no oía nada.
Alvar Kresh oía las pisadas con igual claridad, pero no podía darse el lujo de fingir lo contrario. Maldición, tenía que intentarlo una vez más. Tenía que hacerlo.
—Perdón, señor, pero ¿podemos regresar a su despacho? Sólo serán unos minutos.
Grieg suspiró y asintió.
—De acuerdo, aunque no servirá de nada.
—Gracias, señor. —Kresh tomó a Grieg del brazo y lo condujo escalera arriba, hacia el despacho.
Al menos tenía una puerta blindada. Nadie podría entrar ni salir sin autorización de Grieg.
Grieg apoyó la palma en la placa de seguridad y la puerta se abrió. Entraron en la habitación, una cámara elegante pero austera. Alvar Kresh miró en torno con ojos vigilantes. Sólo había estado allí una vez, años antes, durante una ceremonia protocolar organizada por el predecesor de Grieg. Se trataba de una habitación famosa. Allí habían ocurrido muchos hechos históricos para la vida del planeta, en los tiempos en que Inferno tenía historia.
Purgatorio había sido la primera parte colonizada del planeta, siglos atrás, y desde entonces el gobernador tenía una residencia en la isla. El edificio actual sólo databa de un siglo, pero en él resonaban los ecos de la biografía de un mundo.
En un extremo de la habitación había un escritorio con tablero de mármol negro en cuya superficie no había nada, ni siquiera una huella digital. Detrás del escritorio había un sillón semejante a un trono, y delante dos sillas de aspecto incómodo, un poco más bajas de lo corriente.
Aquello era asombroso, pensó Alvar. Incluso allí, en el despacho privado del gobernador en la Residencia de Invierno habían practicado ese juego. Un juego que era un vestigio del pasado, del siglo anterior, al igual que la habitación. En ese entonces los arquitectos y artesanos de Inferno todavía estaban dispuestos a respetar la mitología cultural de los espaciales, aunque en rigor ya no creyeran en ella.
Los infernales eran espaciales, y según sus mitos éstos eran un pueblo orgulloso y poderoso que estaba a la vanguardia del progreso humano. Era adecuado, pues, que el gobernador que representaba a un planeta de gentes tan espléndidas apareciera sobredimensionado, que ocupara un asiento más alto que le permitiera mirar a sus visitantes desde arriba.
Ese lugar se había diseñado y construido en el siglo anterior. En la actualidad, nadie se molestaría con tales extravagancias. Nadie tenía la confianza ni la arrogancia para semejantes trucos. «No, no es exactamente así», se dijo Alvar. Sería más cercano a la verdad decir que ya no podrían respetar el ritual. En aquellos tiempos aún podían disimular. Cien años atrás nadie creía ya en el mito, pero todos representaban su papel. Ahora nadie fingía siquiera creer en él. No obstante, Inferno estaba lleno de edificios de esa época, palacios de arrogancia apabullante, construidos para demostrar una riqueza, un poder y una influencia que ya estaba en retroceso cuando colocaron sus piedras fundamentales. En Inferno había infinidad de habitaciones como aquélla, símbolos de un poder que se había marchitado, meros recordatorios. Otras señales indicaban hasta qué punto habían cambiado las cosas, y algunas de esas señales eran ausencias.
En la pared, detrás del sillón del gobernador, había cuatro nichos para robots. Había habido un tiempo en que el gobernador no comparecía en público si no lo hacía con un séquito de cuatro robots como mínimo. Ahora los nichos estaban vacíos. El gobernador Grieg rara vez usaba siquiera un robot personal.
Pero la mayor señal estaba en el otro extremo de la habitación, bien alejada del escritorio, como si nadie quisiera exponer la terrible verdad del futuro demasiado cerca de las gloriosas ficciones del pasado. Se trataba de una unidad simuladora, más pequeña que la existente en la Torre de Gobierno de Hades, pero aun así elegante y majestuosa. Era un sistema holográfico que podía exhibir la apariencia y la condición del planeta en cualquier momento de su pasado, aumentado, o en cualquier momento de su futuro, proyectando la respuesta del planeta Inferno a diversas circunstancias. La principal unidad de proyección era un cilindro de metal de medio metro de diámetro y medio metro de altura. Podía exhibir la esfera de Inferno en cientos de modalidades, desde el infrarrojo corto hasta una imagen seudocromática de la humedad proyectada a dos mil metros por encima del nivel del mar dentro de cien años.
Desde luego, era un simulador construido por los colonos, que fabricaban los mejores equipos de terraformación e informática terraformadora. De hecho, últimamente fabricaban lo mejor de todo, con excepción de los robots. Éstos eran lo único que los espaciales, por definición, hacían mejor. Ningún colono quería tener nada que ver con los robots.
Los espaciales estaban en decadencia. Los colonos los habían superado hasta el punto de que ni siquiera los consideraban una amenaza. Los veían, sencillamente, como menesterosos.
A fin de cuentas, los colonos estaban allí para contribuir a la nueva terraformación de Inferno, presuntamente por pura bondad, aunque Alvar lo ponía en duda. Lo más irritante era que el gobernador de Inferno no tenía más opción que aceptar esa ayuda o de lo contrario presenciar la muerte del planeta.
Grieg entró en la sala, dio la espalda al imponente escritorio y se sentó en el centro de un sofá, cerca del simulador.
«Es preferible el futuro real que el pasado imaginario», pensó Kresh.
Grieg parecía empeñarse en demostrar que estaba tranquilo. Estiró las piernas y cruzó las manos en la nuca.
Alvar eligió una butaca, frente al sofá, pero él no se sentía tranquilo. Se sentó en el borde de la butaca, con los codos apoyados sobre las rodillas. Donald se ubicó detrás de Kresh, lo bastante alejado como para no parecer entrometido.
—De acuerdo, sheriff —dijo Grieg—. ¿Qué tiene en mente?
Kresh no sabía por dónde empezar. Ya había intentado todos los enfoques lógicos y sensatos, y había presentado todos los datos de inteligencia que le sugerían que algo estaba mal sin revelarle qué. Nada de ello había funcionado. Los desaparecidos atacantes de Tonya Welton y los falsos agentes SCS eran los factores más concretos que podía señalar, y eran terriblemente confusos.
Al demonio, pues. Sin cautela ni razonamiento. Sin recurso a rumores ni vagas insinuaciones de amenaza.
Sin rodeos.
—Señor, debo pedirle una vez más que actúe con discreción. Esta isla está sumida en el caos, al igual que el resto del planeta. Mi opinión como profesional es que se expone usted a un peligro extremo al asistir a esta reunión.
—Pero la recepción ya ha comenzado —objetó Grieg—. No puedo cancelarla.
«Y hasta ahora me has eludido diciendo que podías cancelarla en último momento si las cosas se nos iban de las manos», pensó Alvar. El comentario era típico del hombre que creía que siempre podía salirse con la suya, pero no era oportuno señalarlo.
—Alegue una jaqueca o algo similar. O écheme la culpa a mí. Permítame cancelar la fiesta ahora mismo, hablando de un alerta de seguridad. Mencione el ataque contra Welton. Yo podría decir que hubo una amenaza contra su vida.
Al menos eso sería cierto. El escritorio de Alvar Kresh estaba abarrotado de amenazas contra el gobernador, la mitad de ellas relacionadas con aquella visita.
—Pero ¿qué tiene que ver conmigo ese ataque contra Welton? —preguntó el gobernador.
Kresh le habló de los falsos agentes que se habían llevado a los atacantes.
—Es una circunstancia muy extraña —añadió—. Suena a acción de distracción... pero ¿de qué querían distraernos? ¿Qué era lo que no debíamos ver? Debo suponer que en algún sentido está relacionado con usted.
—Sea razonable, sheriff. La mitad de los infernales y colonos más poderosos del planeta ya están aquí. ¿Se imagina cuánto daño político causaría si los expulsara en medio de la noche y de esta lluvia torrencial porque un borracho recibió una tunda en una riña con la dirigente de los colonos? ¿Cómo explico a mis huéspedes que el sheriff de Hades temía que uno de ellos me disparara? Tengo que negociar con estas gentes mañana por la mañana. No puedo realizar muchos progresos con alguien a quien he acusado de atentar contra mí.
—Entonces alegue que está enfermo. Mencione asuntos urgentes en la capital. Regrese a Hades y celebre una fiesta allí. Una fiesta más grande, mejor, en la Torre de Gobierno, donde podemos protegerlo bien.
—Kresh, ¿no entiende que agasajar a los colonos allí atentaría contra el objetivo de todo esto? Equivaldría a confesar ante todo el planeta que los espaciales son dueños de Purgatorio. Esa isla es sólo una cabeza de playa, dirían. En cualquier momento se apoderarán del resto del planeta. Usted conoce los argumentos de los Cabezas de Hierro. Beddle los ha repetido con frecuencia.
—Sí, señor.
—Entonces sabe por qué tuve que agasajarlos y ser su anfitrión aquí. Debo demostrar que esta residencia todavía pertenece al gobernador. Aquí, en Purgatorio. Demostrar que la isla aún es territorio espacial, territorio infernal. Estoy aquí para demostrar que este planeta todavía es nuestro, aunque provisoriamente hayamos cedido parte de la jurisdicción. No puedo hacer semejante afirmación refugiándome en esa torre, que es una fortaleza.
—¿Qué importancia tiene, señor? ¿A quién cuernos le importan esos disimulos? A nadie le interesa si los colonos ejercen una jurisdicción parcial sobre la isla, salvo a los Cabezas de Hierro.
—Maldición, Kresh, ¿se cree que no lo sé? ¿Se cree que me importa quién dirige qué parte de esta maldita roca? Es descabellado, y consume mi energía y mi atención, me aleja de todas las cosas que importan de veras.
—Entonces ¿por qué arriesgar la vida para guardar las apariencias? No es la primera vez.
—Porque si no demuestro que domino la situación, no puedo gobernar. Hoy el primer subcomité aprobó la resolución de juicio político, ¿lo sabía? ¿Y sabía que el veinte por ciento, nada menos que el veinte por ciento de la gente con derecho a voto ya ha firmado esa maldita petición de remoción del cargo?
—No sabía que la cifra era tan alta, señor, pero aun así...
—Aun así, si me remueven del cargo, Quellam me sucederá. Cederá ante la presión y convocará elecciones especiales en vez de completar mi mandato, y dentro de cien días Simcor Beddle será gobernador del planeta. Expulsará a los colonos en cuanto se haya contado el último voto.
—Y sin colonos que lo respalden, el proyecto de terraformación se irá al traste. Entiendo todo eso.
—Entonces trate de entender que en este momento todavía tengo la fuerza política para evitar que me sometan a juicio y me depongan. Aún estoy en condiciones, bien que a duras penas, de capear el temporal hasta que mejore la situación. Pero si demuestro flaqueza o indecisión, si doy la impresión de ceder ante los colonos, caeré. Quellam me sucederá y Beddle tomará el poder.
—¿No puede hablar con los colonos, pedirles que retrocedan un poco, renegociar el convenio de jurisdicción?
Grieg rió y sacudió la cabeza.
—A veces usted me asombra, Kresh. Es excelente en su trabajo, donde a veces se mezcla la política. Lo demostró al resolver el caso Caliban. Tenga en cuenta los problemas políticos de mi trabajo. No es tan difícil..., mi trabajo no consiste en otra cosa. ¿No cree que los colonos ya saben que Beddle tomará el poder si yo caigo?
—Sí, supongo que sí.
—Y también saben que no son el grupo más popular del planeta. Si demuestran que me respaldan, será como si se cortasen la garganta a sí mismos. Si quieren apoyarme, deben estar dispuestos a perder un par de combates para lograrlo.
—¿Significa eso que cederán? ¿Usted ha hablado con ellos? ¿Ha llegado a un arreglo?
Grieg esbozó una sonrisa gélida, que no parecía expresar satisfacción.
—Nada de eso. No puedo darme el lujo de establecer negociaciones secretas con los colonos, teniendo en cuenta que hay tanta gente tratando de perjudicar mi imagen. Y supongo que para Tonya Welton y los demás dirigentes colonos sería igualmente embarazoso que alguien revelara la existencia de un convenio secreto entre nosotros. Creo que los dirigentes colonos han llegado a la conclusión que acabo de describir, pero no me atrevo a preguntarles..., y por cierto ellos no me regalarán la información. Además, tenga en cuenta que ellos deben aplacar a sus propios elementos reaccionarios. Es posible que Tonya Welton se vea obligada a atacarme con el tema de la jurisdicción.
—Pero no lo cree —sugirió Alvar.
—No, no lo creo. Creo que ella y yo representaremos nuestra pequeña batalla ritual para entretener a las masas, y después de este fin de semana podré anunciar un convenio muy favorable para nosotros. Y luego, la próxima vez, estaré obligado a retribuir el favor a Welton. Habrá alguna batalla que ella necesite ganar más que yo, y yo presentaré una resistencia aceptable y me rendiré grácilmente.
—Política —resopló Alvar.
—Política —convino Grieg con tono jovial—. Esa farsa descabellada, inútil y egocéntrica que posibilita todo lo demás. Sin las reuniones, las concesiones, las componendas y los simulacros, no podríamos tratar unos con otros. La política es el modo en que intentamos entendernos..., y lo intentamos de veras. Piense en lo complicadas que son las cosas casi siempre. ¿Se imagina cómo serían si no lo intentáramos?
—Pero ¿representar una falsa confrontación con los colonos para mantener contentos a los Cabezas de Hierro? ¿Fingir que le importa quién posee esos terrenos áridos sólo para mantener contento al electorado? ¿De qué puede servir?
Grieg alzó la mano y sacudió un dedo con gesto admonitorio.
—Sea más cuidadoso con los hechos, sheriff. Yo sólo dije que creía que era una falsa confrontación. Podría terminar por ser real. Debo partir del supuesto de que es real, así que no hay diferencia. Además, creo que mantener a la gente contenta me hace mucho bien. Cuanto más contenta esté la gente, menos simpatizantes tendrán los Cabezas de Hierro.
—Pero usted pierde su tiempo en estas tonterías cuando hay un planeta que salvar. Usted debería concentrarse en el proyecto de terraformación.
Grieg se puso serio.
—Comprenda, sheriff, que por descabellado que sea todo esto, forma parte del proyecto de terraformación. Necesito apoyo político si pretendo contar con margen de maniobra. Si quiero obtener mano de obra, materiales y datos, debo acudir a la gente que los controla. De nada me servirá mirar planos todo el día si los Cabezas de Hierro se fortalecen tanto como para convencer a los ingenieros de negarse a brindarme sus servicios.
—¿De qué sirve entonces gastar tanta energía en esta farsa de la jurisdicción?
—Oh, sirve de mucho. Pone freno a los Cabezas de Hierro, les impide tener un nuevo argumento en mi contra. Convence al pueblo de que estoy velando por sus intereses... y quizá, si esta vez cedo ante sus deseos, ellos queden en deuda conmigo. Tal vez sean pacientes conmigo y me apoyen en algún proyecto más significativo. Necesito hacer algunas cosas para afianzar mi posición política. Aunque tenga las mejores intenciones del mundo, no puedo hacer mucho si me someten a juicio político.
—Bien, para ser franco, gobernador, podrá hacer mucho menos si lo asesinan.
—Esa idea se me ha cruzado por la cabeza —dijo el gobernador con una nota de humor negro—, pero si me enclaustrara en un refugio de la Torre de Gobierno para ocultarme de los terroristas, entonces no sólo no habría manera de matarme, sino que no habría necesidad de hacerlo. Sería una admisión de debilidad y temor que me dejaría inerme.
—Caballeros, si me permiten...
—Sí, Donald, ¿de qué se trata? —preguntó Kresh.
Para un observador externo podía parecer una impertinencia que un mero robot interrumpiera una conversación entre el gobernador de Inferno y el sheriff de la mayor ciudad del planeta, pero Donald había trabajado con Kresh durante años, y éste sabía que Donald no hablaría a menos que tuviera algún comentario útil que hacer.
El robot se dirigió directamente al gobernador.
—Señor, existe un factor que usted no ha tenido en cuenta.
—¿De qué se trata? —preguntó Grieg con una sonrisa más amplia. Evidentemente, le divertía la idea de que Donald pudiera aportar algo a la conversación.
«Ojo, gobernador —pensó Alvar—. Subestimar a Donald es siempre un error.»
Muchos creían que aquel robot era tan sumiso como aparentaba. Estaban equivocados.
—Yo no puedo permitir que usted asista a la recepción —dijo Donald. No eran las palabras de un robot servil.
—Un momento...
—Lo lamento, señor, pero me temo que, dada la conversación que acabo de oír, y si se suma a ello el incidente de abajo y mi creencia de que esta velada resultará peligrosa para usted, la Primera Ley me obliga a impedir que abandone este despacho.
—«Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno» —citó Kresh, riendo entre dientes.
Grieg miró a Donald y abrió la boca para protestar, pero se contuvo.
«Muy sensato de su parte», pensó Kresh.
No había apelación contra un robot movido por el imperativo de la Primera Ley, y menos si se trataba de uno hecho en Inferno. El planeta tenía la tradición de enfatizar el potencial de la Primera Ley. Grieg sabría que discutir con Donald le serviría de tanto como gritarle a una pared.
Grieg se volvió hacia Kresh.
—Usted lo predispuso para esto —protestó—. Lo tenía todo planeado.
Alvar Kresh rió y sacudió la cabeza.
—Ojalá lo hubiera planeado yo, señor; pero todo el mérito es de Donald.
—O toda la culpa —rezongó Grieg. Se volvió hacia el robot—. ¿Sabes, Donald?, es notable que uno se olvide tan pronto.
—¿Se olvide de qué, señor? ¿De la necesidad de tomar precauciones razonables?
—No, es notable que uno se olvide tan pronto de los hábitos de la esclavitud.
—Me temo que no entiendo, señor.
—Hace poco me deshice de mis robots personales —explicó Grieg—. Empecé a cuidarme por mi cuenta, y descubrí que ya no tenía que medir mis palabras ni vigilar mis actos. Toda mi vida, hasta ese momento, había sido cauteloso. Sabía que si expresaba algo de modo impreciso o me acercaba demasiado a una ventana abierta en un edificio alto o cogía una fruta que no estuviera esterilizada, los robots irrumpirían para protegerme de mí mismo. Hace un año no me habría atrevido a debatir mi seguridad personal frente a un robot, precisamente porque éste reaccionaría de forma exagerada, tal como acabas de hacerlo. No me habría atrevido a hacer ni decir nada que pudiera contrariarlo. Mis robots controlaban mis actos, mis palabras, mis pensamientos. ¿Quién controla a quién, Donald? ¿El humano o el robot? ¿Quién es el esclavo y quién el amo?
—No le sugeriría que repitiera ese bonito discurso en público, señor —intervino Kresh, pensando que tal vez no conviniese dar a Grieg la oportunidad de seguir jugando con las palabras—. A menos que desee ser linchado por una turba de Cabezas de Hierro.
Grieg rió con desgana.
—¿Lo ves, Donald? Soy esclavo de los robots. Soy el gobernador de este mundo, pero no me atrevo a hablar contra ellos, porque peligra mi vida. ¿Cómo concuerda eso con tu Primera Ley? ¿Cómo se enfrenta un robot al conocimiento de que su propia existencia podría dañar a los humanos?
—Hay robots de gama baja que experimentarían una significativa disonancia cognitiva si les hicieran esa pregunta —respondió Donald—. No obstante...
—Maldición, Donald —terció Kresh—. El gobernador te hacía una pregunta retórica.
—Pido disculpas. Pensé que el gobernador deseaba una respuesta.
—Pues sí deseo una respuesta, Donald —dijo Grieg, y se volvió con una sonrisa hacia Kresh, que suspiró—. ¿Qué decías?
—Decía que yo soy un robot de policía, con mi potencial de Tercera Ley especialmente reforzado para permitirme presenciar daños ineludibles para un humano durante el curso de mi trabajo y sobrevivir. La sencilla afirmación de que mi existencia daña a los humanos no me causa una angustia considerable, pues sé que no es verdadera. Al margen de eso, observaría que usted no afirmó que los robots lo dañaban.
—¿No?
—No, señor. Usted dijo que estar cerca de los robots le hacía tener más cuidado con respecto a su propia seguridad, y que si expresara sus opiniones acerca de los robots, las cuales no son robots, podría ser víctima de sus enemigos.
—Esto ya ha dejado de ser divertido —declaró Grieg—. Asistiré a esa recepción.
—No, señor —dijo Donald—. Estoy dispuesto a imponer restricciones físicas con tal de impedirlo.
—Perdón, pero creo que es posible una solución intermedia —intervino Kresh—. Donald, ¿consideras que el gobernador estará bien protegido si activamos y desplegamos los robots de seguridad del subsuelo? ¿Lo considerarías suficientemente protegido como para asistir a la fiesta?
En el subsuelo había cincuenta robots de seguridad, patrulla y rescate, SPR, comúnmente llamados zapadores. Estaban desconectados por el momento, pero listos para usar si eran necesarios en una emergencia. Otros diez zapadores, que habían llegado con el gobernador, aún estaban almacenados en la bodega de un vehículo, en reserva. Los del subsuelo se podían desplegar con mayor rapidez.
Donald titubeó por un momento.
—Muy bien —dijo al fin—. Podría permitirlo en estas circunstancias.
—¿Gobernador?
—La publicidad de todos esos robots sueltos... —musitó el gobernador—. No sé.
Bien. Se estaba debilitando.
—Exageraremos la amenaza a la seguridad —dijo Kresh—. Y urgiremos a los camarógrafos a mantener a los robots fuera de cuadro, en la medida de lo posible.
—Mmm. Los camarógrafos deben marcharse después de mi ingreso, de todos modos. De acuerdo..., siempre y cuando anuncie usted que es una medida de seguridad. Si usted causa el problema, Kresh, cargará con la culpa.
—Créame, nada me haría más feliz que cargar con la culpa de rodearlo de robots.
El cambio de organización llevó mucho menos tiempo de lo que se hubiera esperado. En sólo veinte minutos, un par de rangers conectaron y desplegaron los robots de seguridad, y habrían tardado menos si no hubieran perdido tiempo en tratar de reparar uno que estaba defectuoso.
No costó mucho convencer a la prensa de que cooperase, una vez que Kresh hizo insinuaciones ominosas acerca de un problema de seguridad imprevisto y la posibilidad de que el peligro aún existiera. Normalmente, el gobierno era objeto de toda clase de comentarios maliciosos, pero ningún periodista lo criticaría por aceptar medidas de seguridad cuando existía una amenaza real contra su vida.
Así, en muy poco tiempo el gobernador Grieg pudo asistir a su fiesta, bajando con elegancia por las escaleras al son de una pomposa fanfarria y de ovaciones y aplausos aún más estruendosos de los que habían saludado a Beddle. Todo salió a la perfección y Grieg obtuvo el apoyo que buscaba. En un abrir y cerrar de ojos, el gobernador dejó de ser el funcionario que estaba al borde del juicio político para convertirse en el líder dinámico, admirado por todos. Las cosas, por supuesto, podían volver a cambiar con igual rapidez, pero así era aquel oficio. Por el momento daba resultado. Grieg era el eje de un torbellino de ruido y luz, el centro de la adulación de todos.
Llegó al pie de las escaleras. Localizó a Kresh en medio de la multitud y se le acercó. Le estrechó la mano, le dio una palmada en la espalda y lo saludó con una reverencia.
—Creo que todo saldrá bien —le gritó al oído—, pero agradezco su preocupación. Mañana hablaremos de nuevo. Hay cosas importantes que debo decirle. Esta noche no es el momento adecuado.
—Sí, señor —respondió Kresh—. Ahora páseselo bien.
—Eso haré, sheriff, eso haré —dijo el gobernador, y se alejó entre la muchedumbre.
Capítulo 4
Tierlaw Verick se sentía incómodo con tantos robots en el salón. Por enésima vez eludió a un robot SPR que patrullaba. Eran necesarios en esas circunstancias —él sería el último en negarlo—, pero no por ello tenía que gustarle. Y la presencia de Beddle era aún más intolerable. Tarde o temprano alguien tendría que poner a aquel hombre en cintura. Verick esperaba que fuera temprano. No conocía demasiado sus opiniones políticas, pero sabía que Beddle estaba a favor de los robots, y eso era todo lo que necesitaba saber.
Verick era un colono, y odiaba a los robots con una pasión rara aun en los de su especie. Pero también era un empresario, y como tal amaba las ganancias con una pasión extraordinaria. El amor por el dinero y los negocios lo había llevado a hacer toda clase de tratos y le había permitido conocer toda clase de gente interesante aunque desagradable.
Resistió la tentación de mirar de nuevo el reloj. La velada pasaría pronto y él tendría su oportunidad de hablar con Grieg. También tendría su oportunidad de obtener pingües ganancias.
«Todo ha ido de maravilla», pensó Grieg mientras miraba a los rangers camareros que se llevaban la última mesa.
Subió por las escaleras que conducían a su despacho. Aparte de las payasadas de Beddle y esa pequeña gresca, la fiesta había resultado mucho mejor de lo que cabía esperar. Sin embargo, cuando el anfitrión era el gobernador, el final de una recepción no significaba el final de la noche. Tanto la tradición como el sentido práctico imponían el aprovechamiento de esa oportunidad para reunirse con quienes necesitaban hablar en privado con él.
Concluida la fiesta, era buen momento para ver a viejos aliados políticos que pudieran ofrecer consejos, solicitantes que le pidieran tal o cual favor, admiradores que sólo deseaban estrecharle la mano, personas que necesitaban decirle algo al oído sin correr el riesgo de que otros las vieran.
Grieg disfrutaba de esas reuniones tardías. Apelaban a su sentido del juego político. Para él, esas reuniones representaban el juego de la política, su fascinación, su esencia. Eran los momentos informales que oficiaban de lubricante social para todas las ocasiones oficiales y protocolares.
La necesidad de discreción requería ciertas complicidades y no pocos malabarismos. Por esa razón el despacho del gobernador tenía más de una entrada, para las ocasiones en que un visitante que se marchaba no deseaba topar con un visitante que llegaba. La gente que no quería cruzarse con otra gente se escabullía por una puerta lateral que sólo podía abrirse por el lado de dentro.
Había una segunda puerta, en un pasillo corto. La primera puerta no podía abrirse si no estaba cerrada la segunda; un visitante que partía no podía regresar, lo que a menudo era un gran consuelo.
Esa noche sólo había cuatro grupos. Es decir, sólo cuatro grupos oficiales. Grieg únicamente podía ver a la quinta delegación en circunstancias sumamente extraoficiales.
Los primeros tres no representaban el menor reto. Grieg se libró de ellos sin contratiempos, despachando a cada uno en quince minutos.
Cuando se fue el número tres miró su lista de citas. El siguiente era Tierlaw Verick, el ingeniero colono que deseaba vender equipo de terraformación. Grieg echó un vistazo al archivo que le brindaba información sobre el hombre.
«Colono, nativo de Baleyworld, se cree filósofo, exageradamente opuesto a los robots, aun siendo colono. Soltero. Sospechoso de contrabando, sin pruebas. Aficiones: estudioso de los pueblos y mitos de la antigua Tierra, amante del teatro.»
Nada de eso importaba. Lo que importaba era que Verick querría conocer la decisión de Grieg. ¿Quién conseguiría la concesión del sistema de control, Verick o el consorcio de compañías de Inferno que quería el contrato, representado por Sero Phrost? La cuestión era un sistema colono frente a un sistema espacial. Los colonos ofrecían un sistema automático que estaría bajo control humano directo, mientras que los espaciales, los infernales, ofrecían una unidad controlada por robots. Ambas partes tenían razones políticas, filosóficas y técnicas con que respaldar sus puntos de vista. Él las había enumerado en un papel, apuntando en pulcras columnas los pros y los contras, así como intrincadas argumentaciones en ambos sentidos que deleitaban a los espaciales.
Grieg cogió impulsivamente una pluma y cruzó la página con una X. Anotó una nueva pregunta, la única pregunta, en un margen de la página:
«¿Qué sistema sería mejor para la gente de Inferno?»
El Centro de Control dirigiría el planeta durante los próximos cincuenta años, reestabilizando el clima, apuntalando un frágil ecosistema.
Grieg había tomado su decisión un par de días antes, pero aún no la había revelado. No lo haría hasta ver de nuevo a Verick y Phrost. Siempre existía la posibilidad de que uno de los dos hiciera algo que lo indujera a cambiar de parecer, algo que modificase la ecuación. Le daría a Verick otra oportunidad, no porque ese paranoico corrupto la mereciera, sino porque Grieg daba prioridad al equipo por encima de las personalidades.
El anunciador hizo sonar la campanilla, y Grieg fue a la puerta para recibir a Verick.
—¡Tierlaw! Adelante. Gracias por ser tan paciente.
Estrechó la mano del colono con ese entusiasmo vehemente propio de los políticos.
—En absoluto, gobernador —dijo Verick—. Según un refrán colono, debemos desvelarnos si queremos ver el alba. Hay recompensas por la espera.
—Desde luego que sí —convino Grieg mientras guiaba a su huésped a una silla y se sentaba frente a él—. Pues bien, al grano. ¿Qué me ofrece su sistema de control?
* * *
Ottley Bissal aguardaba en la oscuridad, procurando ser paciente, resistiendo la ansiedad de salir, de moverse, de correr de las sombras a la luz.
Su escondrijo era absolutamente negro. Había sabido que sería así, pues sus instructores se lo habían explicado, pero no había comprendido cuán profunda podía ser la oscuridad, cuán negra la negrura. Lo carcomía, lo devoraba, le mordía las entrañas. Sudaba de miedo, su imaginación se desbocaba.
¿Sería capaz de hacerlo?
Cuando llegara la señal, ¿podría salir del escondrijo y hacer aquello para lo que había ido?
¿Y si la señal no llegaba? ¿Y si había silencio, o instrucciones de abortar? ¿Y si sus cómplices decidían que el momento no era oportuno, que el peligro era excesivo? ¿Qué haría entonces?
Ottley Bissal conocía la respuesta.
Cumpliría con su misión, sin importar las órdenes que recibiera.
* * *
La conversación entre Verick y Grieg no era tan jovial al final de la reunión. Grieg apenas podía dominar su temperamento. La conducta de Verick no le había sorprendido, pero no por ello era menos exasperante. Combatió el impulso de pedirle que se marchara, de desestimar su oferta y darle la concesión a Phrost.
Pero ¿era Phrost mejor? Y ¿qué tenía que ver la táctica de Verick con lo único que importaba: el mejor sistema para la gente de Inferno?
—Creo que he sido claro —dijo Grieg—. Le he transmitido lo que declararé públicamente dentro de dos días.
—No me hace feliz.
—Mi decisión es inapelable —replicó Grieg, tajante—. Y ahora debo despedirme.
—Muy bien. —Verick apretaba con fuerza los puños hundidos en los bolsillos—. No hablaré más del asunto.
No enfiló hacia la puerta externa sino hacia la puerta interna que conducía a la Residencia. La puerta no se abrió, y él sacó las manos de los bolsillos y aferró el picaporte.
Grieg suspiró. ¿Por qué los colonos siempre tenían que dificultar las cosas? Grieg apretó un botón del escritorio y la puerta se abrió.
Verick salió a grandes zancadas, la puerta se cerró y allí terminó todo. Gracias a los astros, no todas sus reuniones eran tan desagradables.
«Una última reunión —suspiró—, será igualmente embrollada.» Ni favores ni rumores ni chismes, ningún tema menor para negociar o regatear, ninguna reunión preliminar que consistiera en meras cortesías. No, ésa podía ser peor que la reunión con Verick. Ésa iba al meollo de sus decisiones más vitales.
La puerta se abrió y aparecieron los dos últimos solicitantes de la noche, con exacta puntualidad. Grieg se levantó, rodeó el escritorio y los hizo entrar.
—Adelante, adelante —dijo, obligándose a sonreír jovialmente—. Los tres tenemos mucho de que hablar.
Grieg se apoyó en la esquina del escritorio mientras los dos robots, Caliban y Prospero, se sentaban.
Veinte minutos después los dos robots salían a la noche tormentosa bajo una lluvia tan fuerte que aun para un robot podía resultar molesta. El suelo estaba resbaladizo, la visibilidad era escasa y la visión infrarroja no servía de mucho. Pero Caliban llevaba prisa. Quería alejarse cuanto antes de la Residencia.
En un mundo donde todos usaban aeromóviles, no había carretera para regresar a la ciudad, y Caliban y Prospero tuvieron que internarse en un sendero irregular y traicionero. Caliban sabía que ese adjetivo no sólo era aplicable al sendero. Otros peligros aguardaban.
—Durante mucho tiempo he pensado que llegaría un momento —le dijo a su compañero —en que ya no podría apoyarte ni respaldarte, amigo Prospero. Hemos llegado a ese punto. Lo que acabas de hacer, la situación en que me has puesto esta noche, va más allá de lo admisible. No hay artimaña lógica ni rebuscada interpretación de las Nuevas Leyes que pueda justificarlo. Aun yo, sin leyes para guiarme ni controlarme, tuve que esforzarme para conservar mi pasividad. Me angustia que seas cómplice de semejantes cosas, y mucho más que me obligues a serlo yo también.
—Me sorprendes, Caliban —dijo Prospero—. Entre todos los seres del mundo, nadie debería comprender mejor que tú la importancia de nuestra causa.
—Di mejor vuestra causa —replicó Caliban con una vehemencia sorprendente para un robot—. No hay motivo por el cual deba considerarla mía. Los robots Nuevas Leyes representan más peligro para mí que para nadie. Cuantas más transgresiones cometéis, más se me acosa, más se sospecha de mí por asociación.
—¿Y temes resultar sospechoso por los actos de esta noche?
—Temo mucho más que la sospecha —respondió Caliban—. Temo que me vaporice la pistola de un agente de la ley.
El sendero descendía, y el arroyo se elevaba hasta inundarlo. Pero el único modo de salir era seguir adelante, y no había vuelta atrás. Caliban se internó en las aguas para vadearlas.
* * *
Donald condujo el aeromóvil en una trayectoria de descenso cuando llegaron al complejo hotelero. Aterrizó en un aparcamiento junto a la villa de huéspedes de Alvar y entró en el garaje cubierto. Kresh agradeció a los astros haber alquilado una modesta villa privada en vez de conformarse con una de las suites económicas del edificio principal. La isla estaba tan atestada de visitantes que aun algunos de los huéspedes más distinguidos tenían que dormir con dos o tres grupos en el mismo piso. Pero Kresh no debía vérselas con esas multitudes, por suerte. Como la mayoría de los infernales, y de los espaciales en general, Kresh prefería que sus aposentos no estuviesen cerca de los de otros.
Y que contasen con garaje cubierto, desde luego; no era agradable caminar bajo semejante lluvia.
Poco antes de la fiesta, Kresh había oído que un técnico colono de terraformación le explicaba a un miembro del personal del gobernador por qué no podían cerrar el campo de modificación eólica que provocaba lluvia justo el día de la recepción. El proyecto de modificación eólica se hallaba en un delicado estado de transición, o algo por el estilo.
Al menos aquel generador de campo climático funcionaba. Había otros cuatro generadores de campos de fuerza situados en puntos estratégicos del planeta, pero todos tenían siglos de existencia y estaban fuera de servicio en ese momento. Ya eran antiguallas cuando los llevaron a Inferno para utilizarlos durante el barato pero chapucero proyecto inicial de terraformación.
La escotilla se abrió y Kresh se apeó seguido de Donald, que pronto lo dejó atrás para llegar antes a la puerta de la villa.
Alvar Kresh entró después del robot, moviéndose de manera casi más mecánica que éste. Se sentía agotado.
Una vez en su habitación exhaló un largo suspiro de alivio. Todo había terminado. La recepción había concluido, los huéspedes se habían marchado y el anfitrión estaba con vida, aunque quizá no demasiado complacido con Kresh.
Bien, mejor un Grieg molesto y vivo que un Grieg satisfecho y muerto. Arreglar las cosas después de un desempeño poco diplomático en una fiesta era mucho más fácil que vérselas con las secuelas de un atentado. Se preguntó si estaría paranoico o los peligros serían en efecto tan grandes como creía.
La respuesta era que los peligros podían ser reales, y que a un policía no debía importarle nada más. El gobernador Grieg estaba encabezando una revolución desde arriba; y a mucha gente esto le disgustaba. Las revoluciones complicaban la política, creaban o destruían fortunas, transformaban a los amigos en enemigos, a los enemigos en amigos. De la noche a la mañana los valores más corrientes se volvían controvertidos. Lo invalorable perdía valor, y lo vulgar se convertía en raro e invalorable. De pronto surgían nuevos modos de ganarse la vida, nuevos modos de cometer un crimen, y distinguir unos de otros era, a menudo, difícil.
Pero nada de ello le importaba a Kresh por el momento. Lo que le molestaba era otro aspecto típico de las revoluciones: el que muy pocos de quienes las iniciaban lograsen sobrevivir. Aun una revolución triunfal a menudo mataba a sus dirigentes.
Kresh ni siquiera estaba de acuerdo con la mayor parte de los objetivos del gobernador, pero su trabajo no consistía en estar de acuerdo, sino en mantener la estabilidad y la seguridad pública. Proteger la persona del gobernador formaba parte de ese trabajo. De vuelta en la ciudad capital de Hades, Kresh tenía el poder, la capacidad y los recursos para proteger bien al gobernador, lo que no ocurría en la isla purgatorio, donde nadie sabía quién ejercía el control, quién estaba a cargo de qué sector en qué momento.
Alvar se quitó la funda de la pistola, la colgó del respaldo de una silla y se sentó en el borde de la cama. Se quitó las botas, se aflojó el severo cuello de su túnica y se desplomó en el lecho, exhausto, feliz de estar a solas.
A solas.
Antes de la crisis de Caliban, Kresh nunca debía de haber pasado más de una hora consecutiva realmente a solas. Siempre había robots en torno, cuidándolo, protegiéndolo, satisfaciendo sus necesidades y deseos, que incluían cosas que nunca había necesitado ni deseado.
La soledad era algo que un robot nunca podía dar, salvo cuando no daba nada. A solas, sin importarle el modo en que alguien —o algo —pudiera reaccionar ante su conducta. Sin necesidad de mirar por encima del hombro, sin la presencia de un robot preocupado por su seguridad, sin el temor de que una mirada, un gesto o un murmullo se interpretaran como una orden. Sin la imposición de cooperar con un criado molesto porque resultaba más fácil que discutir sobre las aprensiones o apremios de un robot. Grieg había tenido cierta razón al hablarle a Donald de la tiranía del sirviente.
En los viejos tiempos, Kresh nunca se habría permitido el lujo de derrumbarse al final de un largo día. El lujo de estar a solas, sin necesidad de preocuparse por lo que pensaran los demás, fueran de carne y hueso o de plástico y metal. Incluso frente a Donald, había cierto sentido de reserva, de cautela.
Alvar Kresh estaba orgulloso de ser sheriff, y se tomaba muy a pecho su puesto y sus obligaciones. Tenía opiniones categóricas sobre la conducta de un sheriff, y estaba resuelto a vivir a la altura de sus propias exigencias. En parte era una representación teatral, y lo sabía. El histrionismo formaba parte del liderazgo, aun frente a los robots.
En los tiempos en que Donald lo vestía y desvestía, Kresh no era plenamente consciente del asunto. Ahora, a menudo le intrigaba. ¿Qué había dicho Grieg? Había hablado de modificar su propia conducta para mantener contentos a los robots. Cuando los robots controlaban todos los actos, cuando elegían la ropa, la comida y los horarios, y uno se acostumbraba a aceptar sus elecciones, ¿quién era el amo y quién el criado?
Antes de que la llegada de Caliban trastocara tantas cosas, Alvar siempre sabía que si se dejaba caer sobre la cama con la ropa puesta, los dientes sin cepillar y demás, Donald lo vería y se encargaría de intervenir. Lo habría convencido de levantarse y cuidarse, de acostarse adecuadamente en vez de correr el riesgo de dormirse con la ropa puesta y sin haberse bañado. Y Alvar nunca lo hacía, concediendo la victoria antes de librar la batalla.
Así que había cierto placer, incluso cierta voluptuosidad, en estar solo, en permitirse un momento de distensión sin la presencia de un robot quisquilloso temeroso de que dormir con la ropa puesta pudiera perjudicar su salud.
Era un lujo, aunque resultara extraño que la ausencia de robots se considerase como tal.
¿Acaso Simcor Beddle temía que toda la gente privada de sus robots descubriera que la ausencia de éstos era agradable? Aunque uno aceptara el dudoso supuesto de que Beddle estaba sinceramente interesado en algo aparte del poder, se trataba de una idea tonta. Nadie había sido privado de todos sus robots. Sin duda veinte robots por vivienda eran más que suficientes. Kresh sólo tenía cinco en su casa, aparte de Donald. Tal vez Beddle temiera que la gente acabase por descubrir que no se necesitaban cincuenta robots para cuidar de una persona, que la mayor parte de los robots pasaban su tiempo interponiéndose en el camino de los demás, haciendo tareas para sí mismos.
Ninguna persona racional podía creer que se necesitaran veinte robots para administrar una vivienda, pero toda la población se rebelaba ante las «penurias» que suponía el tener un solo chófer por vehículo, o sólo tantos cocineros como comidas se hacían cada día. Aun así, el alboroto no fue tan grande como se esperaba, y se había aplacado antes de lo que Kresh suponía. ¿Era posible que él no fuese el único en considerar un lujo ese momento de distensión privada sin robots?
Claro que ahora debía levantarse, llegar al refrescador, prepararse para ir a la cama. Y tal vez no le viniera mal descansar los ojos aunque sólo fuese por un momento...
Alvar Kresh se durmió con la ropa puesta y las luces encendidas, despatarrado en una posición poco elegante, mitad dentro y mitad fuera de la cama.
Alvar abrió los ojos al oír el sonido del anunciador. Se levantó, pero la rigidez que sintió en el cuello hizo que volviera a recostarse con un gruñido. Tenía mal sabor en la boca y los pies helados. ¿Cuánto tiempo había dormido? Se sentía desorientado, confuso. Tal vez las atosigadoras atenciones de un criado robot tuvieran ciertas ventajas.
—¿Sí, qué ocurre? —preguntó.
La voz de Donald surgió del parlante de la puerta.
—Disculpe, señor, pero hay un asunto que requiere su atención.
—¿De qué se trata, Donald? —preguntó Kresh.
—Un homicidio, señor.
—¿Qué? —Kresh se incorporó en la cama, olvidando repentinamente su espalda dolorida y sus pies fríos—. Entra, Donald, entra.
Donald abrió la puerta y entró.
—Supuse que querría usted saberlo cuanto antes, señor.
—Sí, sí, desde luego. Pero aguarda un minuto. Quiero estar bien lúcido para escucharte.
Vagamente avergonzado de que Donald lo hubiera sorprendido en aquel estado, Kresh entró en el refrescador de la habitación.
Se quitó la túnica, se enjuagó la boca, se mojó la cara y cogió una toalla. Se frotó la cara y regresó a la habitación.
Donald había sacado una nueva túnica y una taza de café de alguna parte. Kresh se puso la túnica y bebió el café con gratitud. Se sentó frente a Donald, dispuesto a escuchar.
—De acuerdo, adelante.
—Sí, señor. Un miembro del personal de seguridad del gobernador, un agente de los rangers, estaba apostado como guardia del perímetro durante la recepción. No se presentó en su jefatura al terminar su turno, y se realizó una búsqueda. Lo encontraron muerto en su puesto.
—¿Cómo murió?
—Estrangulado, señor. Para ser más exacto, asfixiado como si hubiese sido sometido al garrote.
—Fantástico. ¿Jurisdicción?
—Como cabía esperar, señor, eso no está nada claro. Su puesto se hallaba en tierras cedidas a los colonos, y en consecuencia bajo la jurisdicción del Servicio Colono de Seguridad. No obstante, era miembro del cuerpo de rangers del gobernador, pero al mismo tiempo...
—Montaba guardia como parte del personal de seguridad del gobernador, y en consecuencia bajo autoridad de los rangers —concluyó Kresh—. Genial. Así que todos chocamos los unos contra los otros. ¿Algún otro dato?
—No, señor. Ni siquiera el nombre de la víctima. Ésa es toda la información que poseo.
—Maravilloso. Vayamos allá y averigüemos más.
Los dos se dirigieron hacia el aeromóvil de Kresh, aparcado frente a la casa de huéspedes. Kresh entró después de Donald y se sentó en su asiento de costumbre. Donald salió del garaje y se elevó bajo la persistente lluvia, que zamarreó el vehículo un par de veces hasta que logró estabilizarlo. Kresh apenas reparó en ello, pues tenía otras muchas cosas en que pensar: el ataque contra Welton, los agentes falsos, la muerte de un ranger del gobernador... ¿Qué demonios estaba pasando?
El gobernador. ¿Qué ocurría con el gobernador? Kresh pensó en preguntárselo a Donald, pero desistió de hacerlo. Fuera cual fuere la respuesta, Kresh se sentiría obligado a verificarla. Se volvió en el asiento y encendió el sistema de comunicaciones. Tecleó el código de emergencia, la línea directa con el gobernador. Lo había hecho un par de veces en su carrera, pero nunca le había parecido tan necesario.
La pantalla se activó mostrando a Grieg en su despacho ceremonial, trabajando ante el gran escritorio. Había papeles desparramados, y Grieg aún vestía su traje protocolario, pero tenía el cabello revuelto y la barba crecida.
—Buenas noches, sheriff. Veo que no soy el único que trabaja hasta tarde.
—No, señor. Quería llamar personalmente para confirmar si estaba usted a salvo.
Grieg dejó sus papeles y frunció el entrecejo.
—¿A salvo? ¿Por qué no habría de estarlo?
—¿Nadie le ha informado, señor? Acaban de encontrar muerto a un guardia del perímetro de la Residencia; estaba de servicio en su puesto.
—Maldición —exclamó Grieg—. ¿Qué más sabe usted?
—Por el momento, eso es todo, señor. Ahora me dirijo a la escena del crimen.
—Muy bien, manténgame informado.
—De acuerdo, señor. Eso haré.
Kresh cerró la comunicación y miró la pantalla con ceño. ¿Por qué demonios nadie había informado al gobernador? ¿Tan embarullada era esa operación de seguridad? Meneó la cabeza. No importaba. Ahora tenía otras preocupaciones en mente.
Ya casi habían llegado.
Un rostro pálido y boquiabierto miraba el cielo lluvioso.
Las gotas salpicaban el cuerpo bajo el potente resplandor de las luces portátiles de alta potencia. El cadáver tenía las manos, rígidas, en torno al cuello, como si todavía luchara para arrancarse el duro y cruel alambre de la garganta. Se hallaba en una pequeña hondonada, en medio de un zarzal, rodeado por un anémico y esquelético bosque de árboles pequeños y añosos.
Bajo la vibración de los relámpagos y el bramido de los truenos, Alvar Kresh se detuvo junto al cadáver. Los robots de peritaje ya estaban trabajando, aunque no podían hacer mucho. Por mucho que midiesen, buscasen y registrasen, allí no hallarían respuestas. Podían regresar al laboratorio y quizá determinar la hora del deceso, pero eso sería todo.
Alvar Kresh miró al muerto y suspiró. Hacía años que ejercía su profesión, y la experiencia le había enseñado algunas cosas. A veces uno sabía lo suficiente como para comprender que no lograría averiguar más. En ocasiones la escena del crimen lo decía todo. Otras, como ahora, saltaba a la vista que examinar el cadáver sería inútil. Lo que había sido un hombre era ahora un amasijo grotesco, tan impersonal y anónimo como un envoltorio de comida arrugado.
No obstante, uno celebraba el ritual porque formaba parte del trabajo, porque existía una ínfima probabilidad de que el instinto se equivocara, porque había que hacerlo, porque se trataba del procedimiento de rutina. Pero uno sabía que no tenía sentido.
Para Kresh era evidente que el homicida no había actuado pensando sólo en matar. Se había preocupado por hacerlo sin que lo detectaran. Era un trabajo cuidadoso, profesional. El método del garrote, por ejemplo, no dejaba huellas dactilares. Una noche de lluvia aseguraba que el agua borrase muchas pistas. Además, cualquiera que pudiera atravesar un perímetro custodiado por rangers, matar a uno y salir inadvertido no sería tan estúpido como para dejar su tarjeta de visita.
A veces, como ahora, cuando era evidente que no había nada que aprender, las escenas del crimen degeneraban en macabras reuniones sociales. Kresh no veía con frecuencia a sus colegas del SCS y el cuerpo de rangers, pero esa noche era como una reunión de viejos amigos. Devray, de los rangers, y Melloy, del SCS, estaban allí.
Ese detalle resultaba sumamente interesante. Ninguno de ambos servicios tenía la costumbre de enviar a sus oficiales de más alto rango a la escena de un crimen. Era evidente que ninguno quería ceder un palmo de territorio en la incesante guerra jurisdiccional que libraban. Kresh se alegró de que ese caso no le incumbiera de manera directa. Allá ellos con sus enfrentamientos.
Kresh no tenía mucha confianza en el SCS ni en el cuerpo de rangers.
La fuerza colona no era más que un hatajo de matones, una pandilla que gozaba de la aprobación oficial. En cuanto al SCS de Cinta Melloy, poco difería de un grupo de pistoleros a sueldo.
Kresh podía conceder que los rangers eran bastante decentes, y hasta eficientes en su trabajo. El único problema era que no se especializaban en seguridad. No solían vigilar personas sino árboles. Su tarea principal consistía en búsqueda y rescate, preservación de la flora y la fauna, mantenimiento ecológico. En el pasado esa tarea se consideraba aburrida, poco prestigiosa y propia de plebeyos, aunque en la actualidad había cobrado gran importancia. Las necesidades del momento habían rescatado a los rangers de su anterior oscuridad.
No obstante, allí estaban, custodiando al gobernador tan sólo porque su carta fundacional establecía que tal era su función. No importaba que los redactores de la carta hubieran pensado en guardias ceremoniales. En aquellos tiempos, nadie imaginaba que el gobernador necesitaría protección real contra amenazas reales, y menos que el trabajo fuese encomendado a humanos.
Kresh podía alegar que los rangers, con su inexperiencia en esos asuntos, ponían en peligro al gobernador, pero ellos insistían en su prerrogativa aunque los alguaciles de Kresh —e incluso el SCS —pudieran prestar un mejor servicio.
Los rangers no estaban adiestrados para tareas de seguridad. Se habían pasado la vida protegidos por robots. Al fin y al cabo, eran espaciales, y los espaciales solían creer que una situación era segura mientras no se demostrara lo contrario. Un buen agente de seguridad tenía que pensar exactamente al revés.
El comandante Justen Devray, del cuerpo de rangers, se acuclilló junto al cadáver, mirándolo intensamente bajo la lluvia, como si pudiera encontrar alguna pista que los robots de peritaje hubieran pasado por alto. Devray era un hombre alto y musculoso, de cabello rubio, ojos azules y piel bronceada y elástica. Aún tenía un rostro juvenil, pero la vida al aire libre había cubierto su rostro de arrugas. Sus movimientos eran suaves y cautos, como solía ocurrir con los hombres corpulentos. Era perspicaz, aunque algo lento de reflejos, y, sobre todo, no era detective. No había ascendido por la rama científica de las filas de los rangers. Kresh creyó recordar que era arboriculturista, y decidió que un experto en la savia de los árboles no serviría de mucho en la investigación de un homicidio.
—¿Has identificado a alguien? —preguntó Kresh a Melloy.
Ella sacudió la cabeza. No se puso en cuclillas para examinar el cadáver, ni siquiera demostró mayor interés en él. Sabía que allí no había nada.
—Hemos hecho todos los rastreos imaginables. No hay personal no autorizado por aquí ni hemos avistado a nadie, lo cual es raro. Ordené a mis equipos que realizaran registros más allá del perímetro de seguridad. Alguien tendría que haber visto algo. —Señaló el cadáver y, elevando la voz, añadió—: Este tío no nos dirá mucho, Justen.
—Supongo que no —convino Devray con voz lenta y cauta—. Pero no podía saberlo sin echarle un vistazo. —Se incorporó, volviéndose hacia Melloy—. ¿Usted ve algo?
—Veo el cadáver del sargento Emoch Huthwitz, del cuerpo de rangers —respondió Melloy parcamente—. Muerto por alguien que sabía dónde estaba y cómo llegar a él sin hacer el menor ruido.
La capitán Cinta Melloy, del Servicio Colono de Seguridad, sería más útil que un cirujano de árboles en un caso de homicidio. Había trabajado en sitios problemáticos en varios mundos colonos, pero Kresh no se fiaba de ella. Algo le disgustaba en esa mujer. Aun ahora, una campanilla de alarma vibraba en un rincón de su mente.
—Yo veo un poco más que eso —dijo Kresh—. Este hombre formaba parte del personal de seguridad del gobernador, y el gobernador estaba a menos de doscientos metros. No creo que debamos partir del supuesto de que...
—Huthwitz —intervino Donald.
Maldición. Odiaba que ocurriera eso. Causaba la impresión de que él ignoraba lo que estaba haciendo.
—No creo que debamos partir del supuesto de que Huthwitz era el objetivo principal.
—Pero el gobernador sobrevivió —objetó Melloy.
Kresh se preguntó cómo lo sabía. El gobernador no estaba al corriente de lo ocurrido. No, estaba comportándose como un paranoico. Melloy debía de haber consultado a los robots de seguridad.
—Los planes de seguridad se modificaron a último momento —repuso Kresh—. Quizás un asesino llegó hasta aquí, pero sólo hasta aquí.
—Quizá —convino Melloy, poco convencida—. Pero ¿por qué matar a Huthwitz si el blanco era el gobernador? Sólo podía aumentar el riesgo de detección. Los rangers no estaban empleando una cuadrícula de detección, sino los agentes alineados en el perímetro de la Residencia de Invierno. ¿Por qué atacar a uno de ellos cuando habría sido más fácil escabullirse entre dos agentes de la línea?
—Tal vez el asesino intentó escabullirse y topó con Huthwitz por accidente —sugirió Kresh.
Melloy señaló un taburete tumbado junto al cuerpo.
—Tal vez Huthwitz infringiera un par de normas al permanecer sentado en su puesto, pero por la posición del taburete es evidente que miraba hacia el exterior del perímetro, tal como corresponde. El que lo mató tuvo que trasponer el perímetro y luego retroceder hacia él. Además, no hay señales de lucha. Aun después de tres horas de tanta lluvia, tendríamos que detectar algo.
Kresh había reparado en el taburete, pero no había notado que el atacante se había acercado desde el interior del perímetro. Le irritó el haber pasado por alto una pista tan obvia.
—Tal vez haya dado en la tecla, Melloy; sin embargo, yo debo pensar en el gobernador. Usted puede encararlo como desee, pero yo debo partir del supuesto de que se trató de atentar contra la vida de Grieg.
Melloy se encogió de hombros.
—Como usted prefiera.
Devray escuchaba sin dejar de mirar el cadáver, como si nunca hubiera visto una víctima de homicidio. Bien, tal vez así fuese.
—Melloy, usted parte de un supuesto que quizá no sea válido —sugirió.
—¿De veras, comandante Devray? —preguntó Melloy, sin disimular su desprecio—. ¿Y cuál es?
Si Devray reparó en el tono despectivo, optó por hacer caso omiso de él.
—La dirección —dijo—. Usted afirma que el homicida tuvo que llegar desde atrás, desde el interior del perímetro de seguridad.
—¿Y qué?
—Pues que había mucha gente que no necesitaba someterse a los lectores ni escabullirse entre dos rangers para entrar en el perímetro. Gente que no aparecería en los lectores electrónicos.
—Un momento —protestó Kresh, que de pronto pareció comprender.
—Todos los asistentes a la fiesta —murmuró Devray, en voz tan baja que Kresh apenas pudo oírlo —Cualquiera pudo venir aquí, matar a este hombre y regresar. Le bastaría con entrar en un refrescador para limpiarse y secarse la ropa, y nadie notaría nada.
—De acuerdo —concedió Kresh—. Es posible. Pero ¿por qué cuernos alguien querría matar a Huthwitz?
—Eso aún no lo sé —respondió Devray.
Kresh se sentó en el asiento del acompañante y dejó que Donald se encargara de conducir. Había mucho en que pensar. Las cosas no acababan de encajar. Melloy y Devray parecían interesados en objetivos que no coincidían.
Había un hombre —un guardia —muerto a doscientos metros del gobernador al que estaba custodiando, y ninguno de ellos parecía interesado en la idea de que esa muerte tuviera motivaciones políticas.
Y otra cosa: era Melloy la que había mencionado el nombre del sargento. Eso le molestaba. Devray ni siquiera parecía conocer a la víctima.
—Donald... en la primera llamada que recibiste no se mencionaba el nombre de la víctima. ¿Cuándo fue la primera llamada general en hiperonda, por banda policial, con esa información?
—Aún no hubo tal llamada, supongo que por cuestiones de seguridad. Yo fui alertado con una llamada privada desde el centro de operaciones del cuerpo de rangers del gobernador.
—Hmmm. Verifica qué centros de control de tráfico podrían tenerla. Fuimos los últimos en llegar a la escena del crimen. Entre Devray y Melloy, ¿quién llegó primero, y con cuánta diferencia?
—Aguarde un momento, señor. —Donald calló por un instante mientras pasaba la pregunta por sus enlaces de hiperonda—. El Centro de Tráfico de Limbo informa que la capitán Melloy aterrizó primero, y que el comandante Devray se presentó cinco minutos después, unos dos minutos antes de que llegáramos nosotros.
—Eso significa que Devray estuvo un minuto, a lo sumo tres, con Melloy, antes de que nosotros bajáramos del aeromóvil y llegáramos a la escena del crimen. No me pareció que ellos estuviesen manteniendo una animada charla. Y el nombre de la víctima no suele ser el primer tema de conversación.
—No sé si le entiendo, señor.
—Aunque supongas que Devray conocía bien a la víctima, como para reconocerla, ello no significa que lo primero que hizo al llegar a la escena del crimen fue revelar a Melloy el nombre completo y el rango de la víctima.
—No veo por qué no, señor. Es un dato valioso.
—Tal vez, pero no cuadra. Devray no te diría que el sol saldrá mañana sin meditarlo antes..., y Melloy no es precisamente una persona de su confianza. Esos dos apenas si se dirigen la palabra.
—Aun así, a mí me parecería razonable que él dijera el nombre de la víctima.
—No creo que Melloy o Devray sean razonables en sus conversaciones. Además, Melloy pronunció el nombre de Huthwitz como si lo conociera bien. Convengo en que no hay razones lógicas para creer que Devray no tenía por qué conocer el nombre, pero insisto en que no encaja como ejemplo de conducta humana. —Kresh reflexionó por unos instantes—. Desde luego, estoy suponiendo que Devray sabía de quién se trataba, pero él no actuó como si lo supiera.
—¿Qué actos revelan que no conocía a Huthwitz?
Kresh sacudió la cabeza.
—Nada que yo pueda señalar con precisión. Pero había algo distante en su conducta. No actuaba como si se tratara de un amigo o un conocido. No. Apostaría cualquier cosa a que Melloy conocía a Huthwitz y Devray no. Pero ¿cómo llegó Melloy a conocer a un suboficial de bajo rango que pertenecía a una fuerza policial rival?
—Parece una cuestión menor, pero sin duda podemos resolver el problema llamando a Devray o a Melloy para preguntarles.
Kresh volvió a sacudir la cabeza.
—No. No quiero hacer eso. No quiero revelar mi juego.
—Señor, estoy confuso. ¿Qué desea ocultar?
—Aún no lo sé, Donald. Tal vez sólo el hecho de que algo huele a podrido, y no quiero que nadie use desodorante hasta averiguar de dónde procede el mal olor.
—Señor, me temo que sigo sin comprender.
—Yo también. Entiendo que Devray se preocupe más por la muerte de uno de sus hombres que por la situación política..., pero eso no explica lo de Melloy. Es casi como si ella ya supiera que no tenía nada que ver con el gobernador.
«O bien como si ya supiera que tenía algo que ver —pensó—. Un momento. Aguarda un momento.»
Kresh se volvió hacia el panel de comunicaciones y tecleó de nuevo el código de emergencia. El gobernador reapareció en pantalla, todavía ante su escritorio, trabajando con los mismos papeles y vistiendo la misma ropa.
—¿Alguna novedad, sheriff?
—Gobernador, me preguntaba una cosa... ¿puede recordar qué me envió el año pasado por mi cumpleaños?
—¿De qué demonios me habla?
—¿Qué regalo me envió el año pasado?
—¿Cómo cuernos iba a saberlo, Kresh?
—Debería saberlo muy bien, señor. No me envió nada.
—¿Me llama a estas horas para preguntarme eso?
—No, claro que no.
—Kresh cortó la comunicación con sentimiento de angustia.
—Donald, de vuelta a la Residencia, a velocidad de emergencia.
—Sí, señor. —Donald hizo virar bruscamente el aeromóvil y regresó por donde había venido, acelerando—. Señor, no pude evitar oírle, y me siento muy confuso —dijo con voz inmutable—. Según recuerdo, cuando el gobernador inició su gestión hace más de dos años envió un memorándum a todos los altos funcionarios de gobierno informándoles de que pondría fin de inmediato a la tradición de los regalos oficiales, pues promovía el favoritismo.
—Y por mera casualidad, el memorándum llegó el día de mi cumpleaños —puntualizó Kresh—. No me sentí muy favorecido, lo recuerdo perfectamente. Pero ¿por qué no lo sabía el gobernador?
Kresh, sin embargo, ya tenía la respuesta, y era escalofriante. El aeromóvil aterrizó bruscamente, Kresh se apeó de un salto y echó a correr bajo la lluvia antes de que el vehículo se detuviera por completo. Tenía que haber un SPR de servicio en la puerta, pero en cambio ésta se encontraba abierta de par en par. Kresh entró a la carrera.
Los robots SPR estaban allí, pero inmóviles. Y si los robots de seguridad estaban desactivados... Corrió hacia la oficina del gobernador, casi tumbando a otro robot de seguridad que permanecía quieto frente a la puerta, con un orificio en el pecho. Kresh apoyó la palma de la mano en el panel de seguridad, que supuestamente reconocería sus huellas, pero ¿sería así? Nunca la había probado. La puerta se abrió y él irrumpió en la habitación, sin atreverse a pensar en lo que encontraría. Las luces estaban apagadas. Kresh no veía nada. Desenfundó la pistola.
Las luces se encendieron en cuanto detectaron una presencia. La estancia se encontraba vacía.
Ante el escritorio no había nadie. Sobre el escritorio no había papeles.
Kresh regresó al pasillo y se dirigió hacia el dormitorio del gobernador, esquivando en el camino a otros dos robots muertos. La puerta estaba abierta. Kresh entró. Y se detuvo en seco.
Allí estaba el gobernador. Sentado en la cama.
Con un enorme agujero en el pecho.
Capítulo 5
Donald 111 llegó al dormitorio del gobernador segundos más tarde, y vio a Alvar Kresh de pie ante aquella escena macabra. El robot, sin embargo, apenas reparaba en su amo, sino que centraba su atención en el gobernador Chanto Grieg. El muerto.
No era el primer cadáver que veía; de hecho, pocas horas antes había estado delante de otro, pero el espectáculo lo afectó más profundamente que a los demás. Donald conocía a aquel hombre; haría menos de ocho horas le había dicho al gobernador que estaría a salvo, que las precauciones que sugería Alvar Kresh bastarían para protegerlo. Él, Donald, había amenazado con impedir que el hombre asistiera a la fiesta, pero al fin lo había permitido porque cincuenta robots de seguridad serían suficientes.
Y ahora el hombre estaba muerto. Muerto. Muerto. La visión de Donald se enturbió.
El mundo se oscurecía.
—¡Donald, basta! —La voz de Kresh parecía lejana e irrelevante—. Olvídalo. ¡Te ordeno que lo olvides! La muerte de Grieg no fue culpa tuya. No podías hacer nada para impedirla y no hiciste nada para causarla.
Tal vez ninguna otra voz hubiese hecho que Donald volviese a la realidad, pero la de Kresh, su amo, fuerte y autoritaria, surtió su efecto. Donald recobró la visión y la lucidez con un sobresalto.
—Gra... gracias, señor —dijo.
—Este maldito planeta configura muy alto el potencial de la Primera Ley —gruñó Kresh—. Escúchame, Donald; había cincuenta robots de seguridad en esta casa, y aun así Grieg murió. Un robot más no habría servido de nada.
Donald reflexionó sobre aquellas palabras. Sí, sí, era verdad. ¿Qué podría haber hecho él que no hubieran podido hacer los demás?
Pero ¿por qué los robots de seguridad no habían impedido semejante tragedia? Donald se alejó, apartando los ojos del horrendo espectáculo del gobernador muerto. Y al volverse obtuvo la respuesta a su pregunta. Contra la pared, todavía en sus nichos, había tres SPR, los robots de seguridad, patrulla y rescate, y cada uno de ellos presentaba un disparo en el pecho.
«Esto es lo que me habría pasado —pensó Donald—. Si me hubiera quedado, no habría sido más que otro robot destruido en vano.» Halló un extraño consuelo en esa idea.
—Señor, deseo llamarle la atención sobre un detalle.
—¿Sí? —Kresh se volvió y vio a los tres robots destruidos—. Caray, Donald, ¿con qué rapidez pudo alguien meterse en esta habitación, liquidar a tres robots de seguridad especializados antes que ellos pudieran reaccionar, y luego matar a un hombre, que parecía estar sentado en la cama, antes de que pudiera siquiera dejar a un lado su libro?
—Sería imposible —dijo Donald, muy seguro de sí. Intuía que tanto él como el sheriff Kresh estaban esforzándose por ser profesionales, por encarar las partes de la tragedia a las que podían enfrentarse, y alzando muros que ocultasen las partes que les resultaban insoportables—. Señor, entiendo a qué se refiere. Las cosas no pueden ser lo que parecen; pero hay asuntos más urgentes en este momento. No estamos ante un simple caso de homicidio, sino ante un magnicidio.
—Tienes razón, Donald. ¡Por todos los demonios del infierno, tienes razón! Esto podría ser apenas el comienzo de quién sabe qué. —Kresh se quedó un instante mirando el vacío, obviamente pasmado—. Hay que impedirlo —dijo al fin—. Hay que impedir que escapen. Transmite órdenes de emergencia, Donald. Todos los viajes entre Purgatorio y el continente deben cancelarse de inmediato. Todas las naves marítimas y aéreas que estén en tránsito deben regresar con todos los pasajeros a bordo. Sin excepciones. Todas las naves espaciales permanecerán en tierra. Nadie se marcha de la isla. Todos los que hayan abandonado la isla desde que se vio al gobernador con vida por última vez regresarán y permanecerán aquí hasta que puedan ser interrogados.
—Señor, debo recordarle que gran parte del transporte de esta isla está bajo control de los colonos, y por lo tanto escapa a nuestra jurisdicción.
—Al demonio con eso. Imparte las órdenes. Será mejor que los colonos no protesten, a menos que prefieran que esto se descontrole totalmente.
—Sí, señor —dijo Donald.
Tiempo atrás el sheriff le había dado órdenes relativas a que le advirtiese si se excedía en sus funciones. Donald acataba la orden, pero había ocasiones en que no entendía por qué Kresh se molestaba en hacer que le recordase esas cosas, pues casi nunca anulaba o revisaba una orden extralegal. Pero órdenes eran órdenes, así que Donald siempre se lo recordaba, y el sheriff siempre lo pasaba por alto.
Donald activó su sistema hiperonda y se puso en contacto con varios centros de control de tráfico por las bandas de emergencia, transmitiendo las órdenes del sheriff. Advirtió que Kresh no le había ordenado que ofreciera ninguna explicación por sus actos. ¿Era deliberado? Vaciló por un instante, y decidió no recordarle a Kresh esa omisión. Podía haber buenas razones para guardar silencio sobre aquella tragedia. Si la noticia del magnicidio se divulgaba demasiado deprisa, podía desencadenarse el caos.
Desde luego, el caos se desencadenaría de todas maneras, pero no había nada que Donald pudiera hacer para evitarlo.
«Piensa, hombre, piensa.»
Alvar Kresh no sabía qué hacer. La opción lógica era llamar a alguien, avisar a todos. El mundo tenía que saberlo. No podía callarse durante más de un par de horas. Pero alguien había hecho aquello, alguien capaz de trazar planes complejos, de burlar la seguridad más estrecha y actuar de manera implacable.
Alguien con una razón, con un motivo. Alguien que tal vez aún no hubiera terminado con lo que se había propuesto. Kresh tenía que asumir que no era un ataque contra el hombre, Chanto Grieg, sino contra el gobernador, el dirigente máximo del planeta. Tenía que asumir que se trataba de un golpe.
Pero en tal caso, ¿a quién llamar? A los rangers no, por supuesto. Ignoraba por qué Justen Devray había actuado de manera tan extraña, y los rangers se habían empeñado, sin razones claras, en formar parte del ordenamiento de seguridad. Tampoco llamaría a los guardias SCS. Aunque confiara en ellos, sería políticamente imposible hacer que investigaran el homicidio del gobernador.
Comprendió, pasmado, que sospechaba que ambos cuerpos de seguridad podían estar implicados en el crimen.
Pero confiaba en su propia gente. Él había asistido allí como parte del séquito del gobernador, pero era hora de que eso cambiase. Aunque fuera ilegal y violase de manera flagrante las jurisdicciones. Al diablo con todo eso.
—Donald, llama a nuestra jefatura en Hades. Quiero un equipo de operaciones completo aquí para que controle la escena del crimen. Que el primer equipo llegue en tres horas, y en ocho se despliegue un grupo de investigación criminal.
—Señor, tal vez el primer equipo no pueda llegar tan pronto. El tiempo de vuelo normal desde Hades es de más de dos horas y media.
—Estas circunstancias no son normales —puntualizó Kresh—. Hazlos venir, autoriza el uso de velocidades de emergencia... y no te molestes en recordarme qué leyes y convenios estoy violando. Cuando los rangers y el SCS lleguen a la escena del crimen, el sheriff de Hades estará al mando. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor. ¿Puedo preguntar cómo impediremos que lleguen aquí por su cuenta?
—No les diremos lo que ha ocurrido hasta que mi gente y mis robots estén aquí y hayamos iniciado una investigación con garantías de fiabilidad. Podemos usar la habitación donde nos reunimos con Tonya Welton como puesto de mando.
Alvar Kresh evaluó los riesgos que corría. Las decisiones que había tomado en los últimos noventa segundos bastarían para que lo obligaran a renunciar en poco tiempo, tal vez incluso para hacerlo arrestar y encarcelar.
Pero eso no importaba. Si podía dirigir el asunto durante el tiempo necesario, tal vez un par de horas, le bastaría para proteger la investigación y garantizar la participación de sus alguaciles de tal modo que ni el SCS ni los rangers pudieran desplazarlos.
Primero resolvieron un enigma menor. Era tan menor que apenas merecía el nombre de enigma, pero aun así era interesante saber cómo se las había ingeniado Grieg para atender el teléfono estando muerto, y los detalles de la respuesta quizá los condujesen a alguna parte.
Kresh encontró una caja de imágenes en miniatura de fabricación colona, bastante sofisticada, conectada al sistema de comunicaciones. Estaba en una mesa lateral del dormitorio, enchufada a la toma de comunicaciones de la habitación. El hecho de que fuera de fabricación colona no significaba nada. Los procesadores de imágenes y simuladores eran de uso común para muchos propósitos legítimos. A lo sumo, el empleo de una unidad colona sugería una participación espacial en el caso, un intento de desviar el rastro. Lo más probable era que los conspiradores hubiesen escogido aquel modelo porque era un cubo de diez centímetros cuadrados, tan pequeño como para entrarlo de contrabando en la Residencia.
Kresh estaba tentado de examinar la caja, pero sabía que ese trabajo correspondía a los técnicos de laboratorio.
Tal vez consiguieran deducir algo a partir del modo en que estaba configurada y fuesen más capaces que él de eludir alguna trampa de programación. Decidió dejarla donde estaba; si alguien llamaba y la caja lograba engañarlo, serviría para mantener alejados a los rangers y al SCS.
¿Tenía razón al sospechar de ellos? Pero ¿qué sospechaba de ellos? ¿Asociación ilícita para matar al gobernador? Aunque parecía rebuscado, lo cierto era que la noche había estado plagada de episodios sospechosos.
Sin duda el ataque contra Welton se relacionaba con el asunto, al igual que el asesinato de Huthwitz, pero Kresh no veía manera de relacionarlos.
Y si no eran el SCS ni el cuerpo de rangers, ¿quién lo había hecho? Kresh podía enumerar a varios sospechosos, desde los Cabezas de Hierro —o alguna facción lunática de éstos —hasta prácticamente cualquier propietario de robots que estuviera harto de la situación.
Quién sabía a cuánta gente más el gobernador había irritado. Con sólo atenerse a los enemigos conocidos de Grieg, medio planeta estaba bajo sospecha.
Tiempo.
Estaba transformándose en una cuestión de tiempo. ¿Qué podía hacer en el tiempo que les quedaba hasta la llegada de los alguaciles, o hasta la llegada de los rangers, el SCS o el primer visitante matinal del gobernador? La víctima. Debía echar un buen vistazo a la víctima. Kresh se acercó a la cama y se arrodilló junto al cadáver del gobernador, procurando no tocar ni modificar nada. No tenía sentido dar más trabajo a los robots de inspección, que buscasen indicios o huellas.
Grieg estaba en la cama, al parecer leyendo un viejo libro de papel. Éste se encontraba sobre sus piernas, aún abierto. La parte superior de las páginas estaba chamuscada por el disparo del arma.
El cadáver permanecía sentado, con la cabeza echada hacia adelante, los ojos cerrados, las manos sobre las rodillas, y en ellas el libro. No había indicios de que hubiera reaccionado o procurado apartarse. No había intentado esquivar el disparo ni saltar de la cama. O bien lo habían cogido totalmente por sorpresa, o bien conocía al atacante, tal vez incluso hubiera estado esperándolo. O esperándola. Esa idea era delicada.
¿Acaso el gobernador había concertado una cita íntima aquella noche? ¿Era posible que lo hubiera matado una amante, o que lo hubiera matado la amante A, celosa de la amante B? Kresh comprendió que sabía menos de lo debido acerca de la vida sexual del gobernador. Aparte de eso, sería prudente tener en cuenta que había otros motivos para el homicidio aparte de los políticos.
Tampoco había que olvidarse de los robots de seguridad. ¿Por qué habían fallado? ¿Cómo los había vencido el asesino y había conseguido meterse en el dormitorio? Kresh entró en el pasillo penumbroso y miró a un lado y a otro. ¿Adónde se habían ido los demás robots?
Kresh desanduvo el camino por donde había llegado y pronto obtuvo la respuesta. Había una silueta despatarrada a la cual no había prestado mucha atención cuando entró en el pasillo. Se trataba de otro robot de seguridad, también destruido con una pistola energética. Pero en este caso no lo habían puesto fuera de acción mediante una sola descarga en el pecho. Tenía el brazo izquierdo quemado y la cabeza medio derretida, y había recibido el disparo de gracia en el pecho. Tres disparos, por lo menos, cada vez más cerca. Al parecer aquel robot sí había tratado de reaccionar, y casi había alcanzado a su atacante antes de caer. Kresh estaba más seguro que nunca de que había algo sospechoso en la facilidad con que habían muerto los robots del dormitorio. Siguió andando por el pasillo y vio otros dos robots de seguridad, ambos con disparos en la cabeza y el pecho. El que estaba en la entrada del despacho de Grieg había recibido disparos similares.
Regresó al dormitorio, donde lo estaba esperando Donald.
—Donald —dijo—, ¿quién fabricó estos robots de seguridad?
—Los modelos que se utilizan aquí son producidos por Rholand Scientific.
—Bien. Entonces Fredda Leving puede examinarlos de manera imparcial. Dame el teléfono y conéctame.
—Señor, por motivos de seguridad, debo recordarle que Fredda Leving estaba presente anoche y bien pudo tener la oportunidad de modificar los robots...
—Los motivos de seguridad nos impedirán actuar si somos demasiado cautos. Fredda Leving no participó en esto, puedo asegurártelo.
—Convengo en que la balanza de las probabilidades se inclina en contra de considerarla sospechosa — dijo Donald—. Sin embargo, es evidente que alguien modificó esos robots, y ella quizá fuera la única persona presente que poseía conocimientos suficientes para esa tarea. Mi potencial de Primera Ley me exige impedir el daño profesional que usted podría hacerse a sí mismo, así como el daño potencial para otros en caso de que una investigación tan seria y delicada fracasase. Por lo tanto, debo señalar que no existe fundamento lógico para excluirla por completo.
Kresh respiró profundamente y se contuvo para no soltar un exabrupto.
Habérselas con robots podía ser un fastidio, pero era doblemente difícil si uno perdía la paciencia. Desde luego, lo mismo sucedía con las personas. Era preciso ser exageradamente razonable para hacer frente a planteos disparatados.
—Donald —dijo con voz calma y lenta—, estoy de acuerdo contigo en que no existe ningún fundamento lógico para excluir a Fredda Leving de la lista de sospechosos, pero te aseguro que hay motivos, fuera de la lógica, que me dan la absoluta certeza de que ella no tuvo nada que ver con esto.
—Señor, usted mismo ha dicho muchas veces que cualquier ser humano es capaz de asesinar.
—Pero también he dicho que ningún ser humano es capaz de cometer cualquier asesinato. Fredda Leving podría matar en defensa propia o en un arrebato de pasión, pero es incapaz de implicarse en esta clase de atrocidad. Tampoco es muy buena como conspiradora, y esto fue, obviamente, una conspiración. Fredda Leving no es capaz de este asesinato, y no tenía motivos para ello. A decir verdad, no se me ocurre nadie que tuviera mejores razones para desear que el gobernador viviese. Escucha y monitorea la tensión de su voz, si deseas, pero dame el teléfono y haz la conexión. Es una orden directa y absoluta.
Donald titubeó medio segundo antes de responder. Kresh creía ver los potenciales de las leyes Primera y Segunda batallando entre sí.
—Sí, señor —dijo al fin el robot, y le entregó el teléfono.
El hecho de que Donald hiciera tanta alharaca por un problema menor indicaba hasta qué punto estaba alterado. El cadáver del gobernador había contrariado tanto al hombre como al robot. Ambos sabían que no se trataba sencillamente de un muerto. Lo más probable era que representase un peligro repentino para todo el planeta.
La línea telefónica se conectó con un chasquido.
—¿Dígame? —Kresh reconoció la voz de Fredda, somnolienta y pastosa.
—Doctora Leving, habla el sheriff Kresh. Me temo que debo pedirle que regrese de inmediato a la Residencia, y que traiga el equipo técnico que tenga consigo. Necesito examinar algunos robots... dañados.
Era un modo torpe de expresarlo, pero a Kresh no se le ocurría mejor modo de decirlo por una línea insegura.
—¿Qué? —dijo Fredda—. Perdóneme, ¿qué ha dicho?
—Robots dañados —repitió Kresh—. Necesito que realice usted un examen rápido y discreto. Es un asunto de cierta urgencia.
—Bien, supongo que si usted dice que es urgente... Me llevará un rato llegar al laboratorio de robótica del depósito de Limbo y reunir un equipo de revisión. No he traído nada conmigo. Llegaré allí en cuanto pueda.
—Gracias, doctora. —Kresh le pasó el teléfono a Donald—. ¿Y bien?
—Señor, retiro mis objeciones. Usted estaba en lo cierto. Mi monitoreo de voz no indicó ninguna reacción indebida ante una llamada desde la Residencia a estas horas. O bien ella no tiene idea de lo sucedido, o bien es una actriz consumada..., talento que desconozco en la doctora Leving.
—De vez en cuando, Donald, deberías tratar de creerme cuando se trata de cuestiones de comportamiento humano.
—Con el debido respeto, señor, no he encontrado otras cuestiones de importancia donde la cantidad de interrogantes supere en tal medida la de respuestas.
Kresh miró al robot de hito en hito. ¿Donald acababa de hacer una broma?
* * *
«Prospero —pensó Fredda mientras se preparaba—. Sin duda se relaciona con Prospero.»
¿Por qué otra razón Kresh la llamaría a esas horas desde allí? Debía de haber algún problema con Prospero. Fredda Leving había fabricado el robot Nuevas Leyes y había programado personalmente su cerebro gravitónico. Recordaba con cuánto placer había trabajado sobre el lienzo vacío de una unidad gravitónica, con la posibilidad de trazar pinceladas audaces, elaborar soluciones totalmente nuevas, en lugar de sentirse restringida por las limitaciones, convenciones y excesivos rasgos de seguridad del cerebro positrónico.
Desde los lejanos y ya olvidados días en que se habían inventado los primeros robots auténticos, cada robot llevaba un cerebro positrónico. Los miles de millones de robots fabricados en esos miles de años habían dependido de la misma tecnología básica. Ninguna otra servía. El cerebro positrónico definía literalmente al robot. Nadie pensaba que un ser mecánico fuera un robot a menos que tuviera un cerebro positrónico y, a la inversa, todo lo que contuviera un cerebro positrónico era considerado un robot. De acuerdo con el criterio dominante, ambos eran inseparables. Se confiaba en los robots porque tenían cerebro positrónico, y se confiaba en el cerebro positrónico porque iba dentro del robot. La confianza en los robots y los cerebros positrónicos era un artículo de fe.
Las Tres Leyes constituían el fundamento de esa fe. Los cerebros positrónicos, y los robots construidos con dichos cerebros tenían incorporadas las Tres Leyes. Más que incorporadas, eran inherentes a su estructura. Los rasgos microscópicos de las leyes estaban desperdigados por todas las sendas de un cerebro positrónico, de modo que cada acto, cada pensamiento, cada acontecimiento externo o cálculo interno se desplazara por sendas modeladas y construidas por las Leyes.
Cada fórmula de diseño del cerebro positrónico, cada sistema de verificación, cada proceso de manufacturación, se elaboraba teniendo en cuenta las Tres Leyes. En síntesis, el cerebro positrónico era inseparable de éstas, y en ello precisamente radicaba el problema.
En cierta ocasión Fredda Leving calculó que el treinta por ciento del volumen del cerebro positrónico promedio estaba ocupado por sendas vinculadas con las Tres Leyes, con cien millones de microscópicas encarnaciones de estas últimas incrustadas en la estructura de aquél aun antes que se efectuara una programación. Dado que un treinta por ciento de la programación positrónica también se consagraba a las Tres Leyes, se podía alegar que esos cientos de millones de encarnaciones microscópicas eran superfluos. Fredda estimaba que el cincuenta por ciento de los procesos autónomos no conscientes y preconscientes del robot medio se relacionaba con las Tres Leyes y su aplicación.
Los innecesarios, excesivos y redundantes procesos relacionados con las Tres Leyes derivaban en un cerebro positrónico que estaba irremediablemente plagado de procedimientos improductivos y sufría una notoria reducción de su capacidad. Era, decía Fredda, como una mujer obligada a interrumpir mil veces por segundo sus pensamientos acerca de un problema determinado, para verificar si la habitación estaba en llamas. La cautela excesiva no aumentaba la seguridad, pero producía una drástica reducción de la eficiencia.
Sin embargo, en el cerebro positrónico todo estaba ligado a las Tres Leyes. Si se eliminaba o desactivaba uno de esos cientos de millones de elementos microscópicos, el cerebro reaccionaría. Si se desactivaba un puñado, el cerebro fallaría. Si se trataba de generar programación positrónica que no incluyera incesantes y redundantes verificaciones de adhesión a cada una de las Tres Leyes, las copias incorporadas de éstas harían que el cerebro positrónico rechazara la programación y se parara.
A menos que uno desechase milenios de trabajo de desarrollo y empezara desde cero con un trozo de esponja de paladio y una calculadora manual, no había manera de apartarse de la antigua tecnología y producir un cerebro robótico más eficiente.
Entonces Gubber Anshaw inventó el cerebro gravitónico. Estaba a años luz del positrónico en velocidad de proceso y capacidad. Mejor aún, estaba libre del embrollo que suponía tener las Tres Leyes grabadas en cada molécula. Las Tres Leyes podían programarse en el cerebro gravitónico tan profundamente como uno quisiera, pero con sólo unos cientos de copias situadas en los nódulos de proceso esenciales. En teoría, esta configuración era más propensa a los fallos que los millones de copias de un cerebro positrónico estándar. En la práctica, la diferencia entre diez mil millones a uno y diez billones a uno era insignificante. Los cerebros gravitónicos Tres Leyes eran, también en la práctica, tan seguros como los positrónicos.
Pero como las Tres Leyes no estaban implícitas en cada aspecto del diseño del cerebro gravitónico y su producción, los demás laboratorios de robótica se habían negado a aceptar el trabajo de Gubber Anshaw. La fabricación de un robot sin cerebro positrónico gozaba de tanta aceptación social como el canibalismo, y las apelaciones a la lógica o el sentido común no daban resultado.
Sin embargo, Fredda Leving ansiaba experimentar con el cerebro gravitónico, y no porque le interesara mejorar la eficiencia. Mucho antes de que Gubber Anshaw fuese a verla, había meditado sobre problemas mucho más profundos relacionados con las Tres Leyes y los efectos que tenían sobre las relaciones entre humanos y robots, y, por lo tanto, sobre los humanos mismos.
Entre otras cosas, Fredda había llegado a la conclusión de que las Tres Leyes despojaban a los humanos de toda iniciativa y desalentaban el riesgo en un grado insalubre, al tratar cualquier posibilidad de lesión menor igual que un peligro inmediato para la vida o el cuerpo. Los humanos aprendían a temer todos los riesgos y eludir toda actividad que implicara la menor incertidumbre.
En consecuencia, Fredda había formulado las cuatro Nuevas Leyes de la robótica, de modo puramente teórico, sin saber que Gubber Anshaw le daría la oportunidad de emplearlas en la práctica. Fredda había fabricado los primeros robots Nuevas Leyes. Tonya Welton había recibido noticias del proyecto y había insistido en que los robots Nuevas Leyes se usaran en Purgatorio. A Welton le gustaba la idea de robots que no fueran esclavos ni controlasen la vida de sus amos, y tal vez el hecho de que se encontrara durmiendo con Gubber Anshaw tuviese algo que ver con ello.
Cuando Tonya Welton tuvo su brillante idea, Fredda ya estaba trabajando en una nueva teoría, precisamente porque el cerebro gravitónico permitía pasar de la teoría a la práctica. Como el cerebro gravitónico no tenía una estructura de leyes incrustadas, era posible programarlo sin leyes y con ello crear un robot capaz de generar sus propias reglas para vivir. Caliban, el robot Sin Leyes, había sido el resultado final del experimento, y Fredda había topado con un sinfín de problemas cuando escapó. Pero todo eso se había resuelto tiempo atrás, gracias a los astros, con lo cual Fredda Leving debía un par de favores al sheriff Kresh.
Pero Prospero... Fredda había fabricado a Prospero, el más refinado y sofisticado de los robots Nuevas Leyes, de modo tal que tuviera la mente más flexible y abarcadora posible para un cerebro gravitónico. Sólo se había propuesto hacer un robot que pudiera pensar por sí mismo. Ni por un instante había pensado en crear un robot filósofo, aunque eso era lo que había conseguido, y algunas de las conclusiones a que había llegado Prospero con su filosofía habían causado a Fredda muchos dolores de cabeza. Como observaba Prospero, las Nuevas Leyes permitían que un robot bajo el influjo de éstas fuera mucho más libre que uno convencional, pero también mucho más consciente de su servidumbre. Si los robots Nuevas Leyes querían habérselas con el mundo real, era preciso lograr nuevos equilibrios, nuevos modos de pensar acerca de los robots y para los robots. Prospero se había fijado la meta de encontrar esos nuevos modos.
No obstante, aunque la meta expresa de Prospero fuese encontrar el modo adecuado de que los robots Nuevas Leyes supiesen manejarse en el mundo real, era lo bastante brillante para descubrir formas novedosas de sortear las Nuevas Leyes, para encontrar maneras de distorsionarlas a su conveniencia, al extremo de que sería muy comprensible que Kresh pensara que estaba dañado.
Por lo que Fredda podía ver, Prospero era tan inteligente como para encontrar maneras de que las Nuevas Leyes le permitieran hacer cualquier cosa. Cualquier cosa.
Cogió su equipo de diagnóstico y se puso en marcha.
* * *
Hasta ahora los minutos y las horas habían avanzado despacio, pero pronto las cosas comenzaron a acelerarse.
Los primeros alguaciles —un equipo de inspección de urgencia —llegaron de Hades y se pusieron a trabajar con admirable velocidad, teniendo en cuenta la impresión que se llevaron al ver al gobernador con un agujero en el pecho. Todos estaban muy nerviosos, y Kresh no podía culparlos. Aun la persona más imperturbable y falta de imaginación comprendía los peligros que entrañaba aquel homicidio, y Kresh no asignaba gente imperturbable y poco imaginativa a los equipos de emergencia.
Era extraño, desconcertante y hasta obsceno verlos examinar el cadáver del hombre con quien había hablado horas antes. Había una turbadora ternura en los alguaciles y los robots de inspección que se desplazaban en torno al rígido cuerpo del gobernador, midiendo, grabando y examinando.
Pero no era el momento para ponerse lírico. Era un momento de conspiraciones, intrigas y maquinaciones.
Kresh ya estaba participando en ese juego. Se había adelantado a los demás sin ninguna sutileza. Había llegado primero, se había adueñado de la escena del crimen. Había ganado la primera escaramuza en lo que sin duda sería una larga y cruenta batalla.
La llegada de los alguaciles lo obligó a apartarse, lo cual quizá no fuera malo. Ellos necesitaban tiempo para encontrar pistas y pruebas, pero Kresh necesitaba pensar en los demás aspectos del caso.
Una persona había matado al gobernador, y presuntamente tenía un motivo para ello. Un complot. Eso suponía varias personas. El ataque contra Welton, los agentes falsos, el homicidio del ranger, la imposibilidad de sortear a un escuadrón entero de robots de seguridad. Todo tenía que encajar de algún modo.
Pero ¿quiénes eran los organizadores, y por qué? Suponiendo que los asesinos tuvieran un motivo, ¿cuál era?
Excluyendo por el momento la irracional razón de la locura, Kresh podía concebir muchos motivos para matar a Chanto Grieg, pero muy pocos coincidían con los móviles normales para el asesinato.
«Esto no es un homicidio en el sentido corriente de la palabra», se dijo. El homicidio se relacionaba con la pasión, los celos, la codicia, la ambición personal, era un ataque mortal contra una persona. Esto era un ataque contra el Estado. Kresh se preguntó si sería mortal.
La idea era aterradora, y no del todo descabellada. Aunque debilitado y criticado, Grieg había sido el pegamento que unía la política de Inferno. Aun suponiendo que todos lo odiaran, aunque por diferentes razones, al menos unía las emociones de la gente. Y aunque la gente lo hubiera odiado, y hubiera disentido de él, al menos podía comprender el fundamento racional de sus medidas.
La gente podía enfurecerse por la escasez de robots, o hartarse de los colonos, pero todos entendían la necesidad de ambas cosas, aunque fuera a regañadientes. Parte de esa renuente aceptación provenía del conocimiento de que Grieg no era un fanático ni un ideólogo, alguien que obrara siguiendo una doctrina estúpida, sino un realista que capeaba el temporal como mejor podía.
¿Sucedería lo mismo con el nuevo gobernador? ¿La gente daría por sentado que un nuevo gobernador lucharía para hacer lo mejor? ¿Quién sería el nuevo gobernador?
Por decirlo sin rodeos, ¿quién había allanado el camino que conducía al poder? ¿Quién se apoderaría del cargo? ¿O acaso se trataba, literalmente, del cañonazo inicial en un nuevo y agresivo intento de los colonos para adueñarse del planeta? ¿Una flota de invasión colona se dirigía hacia Inferno en ese preciso instante? No se requeriría demasiado. Los colonos sólo tenían que sentarse a esperar. Sin ayuda de éstos, Inferno se desmoronaría en pocos años. Era irritante reconocerlo, pero Kresh no era de los que negaban la realidad.
Pero entonces... ¿por qué los colonos se molestarían en conspirar y asesinar? Tal vez fuera algún notable lugareño, un matón como Simcor Beddle, ansioso de tomar el poder. ¿Alguien anunciaría en pocas horas que había salvado el planeta del desgobierno de Grieg? ¿Algún maniático había organizado un golpe para salvar el modo espacial de vida, o un conspirador cínico había comprendido que ese motivo le brindaría una magnífica tapadera?
¿Quién demonios dirigía ese golpe?
* * *
Dos mil kilómetros al este de la isla Purgatorio, el sargento Toth Resato, del cuerpo de rangers del gobernador, miraba la Gran Bahía en la oscuridad que precedía al alba.
Esperaba. Observaba. Estaba al pie de los acantilados que formaban la costa de la bahía. Soplaba un viento frío que atravesaba la Grieta Oriental y la ensenada donde desembocaba el río Leteo, un par de kilómetros al norte de donde él estaba.
La rompiente era un rugido incesante, y en el cielo negro no había indicios del día naciente. Las estrellas, más que brillar, perforaban la oscuridad con un resplandor afilado. Al oeste, las luces del generador de campo atmosférico de Limbo relucían y centelleaban, un pálido y borroso retazo de verdor ondeante en el horizonte, pero aun aquel pequeño rastro de calor y color parecía inadecuado en ese lugar y en ese momento.
El sargento Toth Resato se sentía incómodo. No sólo iba de paisano, sino que vestía como un colono.
Aquellas prendas llamativas lo hacían sentirse como un imbécil, pero la nave a la que estaba aguardando no se aproximaría a la costa si un tripulante localizaba un uniforme de ranger.
Había muchas cosas en esa misión que a Toth le disgustaban aún más que su indumentaria. Había jurado defender la ley, y cumpliría con su deber. Había jurado mantenerla paz, y también lo haría. Pero ¿qué pasaba en aquellos momentos en que la ley misma era lo que atentaba contra la paz? ¿Qué debía hacer cuando el mundo se trastocaba y un sujeto podía ser arrestado por lo que una semana antes había sido legal, incluso honorable?
¿Cómo podían los espaciales, precisamente ellos, declarar ilegal la obtención de un robot? Los colonos eran los que querían prohibir los robots. No tenía sentido. Aun así, ahí estaba, muriéndose de frío en la oscuridad, esperando, porque había recibido el informe de que esa noche un contrabandista intentaría introducir clandestinamente «espaldas oxidadas», robots Nuevas Leyes.
Toth no acababa de comprenderlo. ¿Cómo era posible que tener un robot constituyese un delito? No tenía sentido. Era como si declarasen que respirar o comer era ilegal.
Toth sabía que era propenso a la exageración. Admitió que no era exactamente ilegal poseer un robot, pero pronto lo sería. Y para colmo él nunca había arrestado espaldas oxidadas, ni siquiera tratado con robots Nuevas Leyes. No se sentía confiado ni preparado para su tarea.
Teóricamente, todo robot particular confiscado para el proyecto de terraformación seguía siendo propiedad del dueño. No obstante, la propiedad no servía de mucho cuando el ex sirviente estaba a quince mil kilómetros de distancia, al otro lado del planeta, trabajando en un criadero en las planicies. La gente no estaba conforme, y quería robots.
En la economía y la escasez había otros factores que presuntamente lo explicaban todo, pero para Toth no tenía mayor sentido. AL fin y al cabo, si había escasez de algo, ¿por qué no aumentar la producción? Y ¿cómo podía haber escasez de robots? ¿Por qué no fabricar más? El gobierno tenía muchas explicaciones complicadas acerca de la escasez de recursos y la inversión de capacidad productiva en el futuro del planeta, pero nadie entendía las cifras.
La gente debía aceptar que era preciso hacer sacrificios en aras de un futuro mejor, pero muchos desconfiaban. Sólo sabían que no había suficientes robots, y era lo único que les interesaba, y la vida cotidiana en Inferno era un engorro. Como todos decían, aunque en el planeta había cien veces más robots que personas, aquéllos no eran suficientes.
El contrabando de espaldas oxidadas, el gran comercio clandestino que había producido esta situación, era consecuencia de que la gente quería robots y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa —incluso a delinquir —para obtenerlos.
Sonó el detector que llevaba en el cinturón. Toth Resato miró la pantalla y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Sí, allí estaban. En el mar, en una embarcación abierta, dirigiéndose hacia él. En otra parte habría una embarcación más grande con el resto del cargamento de espaldas oxidadas, esperando a que el piloto humano los llevase a la costa.
Espaldas oxidadas. Robots Nuevas Leyes renegados que huían de Purgatorio en dirección al desierto de Terra Grande para aquello que los economistas colonos llamaban «servidumbre contractual». Trabajarían para pagar el precio de lo que costaba sacarlos de Purgatorio, y una vez que saldaran la deuda se emplearían por un salario. Es decir, eso habrían hecho si Toth no estuviera esperándolos.
Toth había asistido a los cursos de adiestramiento destinados a explicar el fundamento del delito económico, para que los rangers pudieran enfrentarse mejor a éste. Se había adormilado en casi todos, pero recordaba que los economistas colonos peroraban sobre la oferta y la demanda, diciendo que ningún espacial había experimentado una escasez de mano de obra en miles de años, y que la mano de obra ilimitada había reducido prácticamente a nada el valor de la materia prima. Esos expertos decían que, de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda, ésta y el precio habían bajado a cero ante la oferta de algo que era esencialmente infinito.
Los robots alteraban por completo la noción de economía de mercado. El uso y el concepto del dinero habían desaparecido.
Pero ahora, de repente, no había robots para trabajar y fabricar cosas gratuitas. La mano de obra era escasa y en consecuencia ésta, y los productos que con ella se obtenían, poseían un valor significativo.
Hasta donde Toth podía recordar, por primera vez todo tenía precio. El inconveniente era que los espaciales, aunque increíblemente ricos, no tenían dinero sino pertenencias. Estaban obligados a trocar lo que poseían para obtener productos o servicios que antes eran esencialmente gratuitos. Inferno había vuelto a una economía basada en el semitrueque. Toth no había escuchado el resto de lo que decía el experto, pero para él era evidente que esa gente que enseñaba pasaba por alto lo esencial.
Los economistas estaban fascinados con sus gráficos, diagramas y mercados, pero nunca parecían entender que los afectados eran personas reales.
La ciudad capital de Hades lucía desierta y mugrienta la última vez que Toth la había visitado. No había brillo ni vitalidad. El viento del desierto lo cubría todo con una delgada capa de polvo.
Sin las hordas de robots de limpieza en la zona céntrica, todo parecía desgastado, raído y triste, como si los edificios y calles supieran que las arenas del desierto se aproximaban cada vez más a la ciudad.
Sin robots, la ciudad —con su población humana intacta —parecía un pueblo fantasma. Incluso Toth percibía la ironía, y eso que no tenía alma de poeta. ¿Qué podía decirse de una ciudad que parecía medio muerta porque las máquinas se habían ido y las personas se habían quedado?
La gente estaba desesperada, y había muchos oportunistas dispuestos a sacar partido de esa desesperación.
Los mercaderes colonos, que compraban obras de arte y herencias familiares a precios ínfimos en créditos colonos, ya eran exasperantes, pero al menos esas transacciones eran legales.
El comercio de espaldas oxidadas no lo era. La industria de los espaldas oxidadas había surgido como por arte de magia en cuanto el gobernador anunció que asignaría los robots «sobrantes» al servicio de terraformación.
Desde entonces había crecido en tamaño y sofisticación, y ahora era una actividad vasta y compleja.
En los talleres de Purgatorio un artista del desguace extraía, por unos honorarios, los restrictores de alcance de los robots Nuevas Leyes. Existían también los agentes de negocios, que cobraban sumas enormes o realizaban trueques leoninos con los espaciales que necesitaban un robot, cualquier robot. Estaban los contrabandistas dispuestos a conseguir un cargamento de robots Nuevas Leyes en Purgatorio, o bien a pilotar un aeromóvil hasta los topes, exponiéndose a ser detectado por las redes de control de tráfico.
A todo ello había que sumar los robots Nuevas Leyes. Ellos eran el auténtico misterio. Toth podía entender a los humanos. Al fin y al cabo no eran muy diferentes de otros delincuentes que se arriesgaban a un duro castigo con tal de obtener ganancias suculentas. Pero los robots Nuevas Leyes constituían un enigma.
Ante todo, ¿eran robots? Sólo estaban bajo el influjo de media Primera Ley. Tenían la directiva de no dañar a un ser humano, pero podían presenciar cómo mataban a uno si así lo deseaban. Allí faltaba una de las protecciones primordiales de la existencia espacial. Además, los robots Nuevas Leyes no debían obedecer las órdenes de un humano. Se requería de ellos que «cooperasen con los seres humanos», pero nadie parecía saber qué significaba eso para un robot. ¿Y si había dos grupos humanos con ideas enfrentadas? ¿Con cuál «cooperaría» un robot Nuevas Leyes?
Para algunos de estos robots, al menos, cooperar significaba echar a correr. Y Toth no entendía por qué. Un espalda oxidada tenía que trabajar tanto o más que un Nuevas Leyes que se quedara donde debía. Algunos Nuevas Leyes hablaban de la esperanza de libertad, pero ¿qué podía significar la libertad para un robot? Aun así, allí estaba él, esperando otro cargamento de robots Nuevas Leyes que arriesgaban la existencia en aras de la libertad.
Y ahora se dirigían hacia él. Un cargamento de robots fugitivos. Robots fugitivos. Era casi una contradicción.
Toth observó a través de los prismáticos. Vio el destello de la señal de luz en la proa del barco. Tres parpadeos largos; otros tres cortos. Sabía que el que iba al mando se llamaba Norlan Fiyle, y que éste estaba esperando que una recia mujer llamada Floria Wentle respondiera a la señal. Toth había conocido a Wentle recientemente, y le había ofrecido un alojamiento un poco más prolongado de lo que ella hubiese preferido. Había bastado con mencionar la sonda psíquica para que Wentle revelara todo lo concerniente a Fiyle y sus planes para el embarque de esa noche. Al parecer, el honor significaba muy poco para los ladrones.
Toth alzó su luz y respondió a la señal: dos parpadeos largos, tres cortos, cuatro largos. Observó por un instante y recibió la respuesta indicada, tres parpadeos largos y tres cortos. Miró a izquierda y derecha, para verificar si sus robots estaban en posición, lo cual era innecesario e inútil. Innecesario porque sabía que estaban allí, e inútil porque todos estaban muy bien escondidos.
El barco se encontraba ya tan cerca que Toth no precisaba los prismáticos. Toth sintió que se le aceleraba el pulso. Allí venían.
Ahora oía el zumbido agudo del motor por encima de la rompiente. Veía los robots rígidamente sentados en sus asientos, y un humano —Fiyle, tenía que ser Fiyle —de pie en la proa, dirigiendo los mandos.
«Compórtate amigablemente —se dijo Toth—. Compórtate como si fueras la persona con quien va a encontrarse.»
Toth agitó el brazo para saludar. Sabía muy bien que su figura se recortaba contra el cielo nocturno, y que Fiyle estaría usando un equipo de visión nocturna al menos tan bueno como el suyo, y sin duda tendría una pistola energética más potente que el arma reglamentaria que usaba Toth. Echó a andar en dirección al cabo hacia donde enfilaba el barco, tratando de moverse con soltura y calma a pesar de aquellas ridículas ropas de paisano, aparentando normalidad.
Al menos aquellas prendas le iban tan holgadas que costaba distinguir el perfil del cuerpo. Con suerte, en la oscuridad, Fiyle no notaría que Toth no era una mujer.
Toth ya llevaba un par de esposas en la muñeca, ocultas entre los pliegues de la ropa. La manilla libre pronto se cerraría en torno a la muñeca de Fiyle.
Toth se detuvo, buscando un lugar para descender hasta la costa rocosa, al pie del acantilado. Se arrodilló, se volvió hacia el acantilado e inició el descenso, dolorosamente consciente de que acababa de darle la espalda a Fiyle. Se obligó a no pensar en ello, y se concentró en no perder el equilibrio.
No tardó mucho en descender a la costa. Se alegró de llegar abajo y poder volverse.
El barco estaba a sólo cien metros, a punto de varar en la orilla arenosa. Toth observó a Fiyle, que se hallaba en la proa, y advirtió que no dirigía la vista hacia él, sino hacia la costa. Aun con un casco de visión nocturna cubriéndole media cara, era fácil ver su expresión de ansiedad mientras procuraba guiar la pequeña embarcación entre las olas, esquivando rocas y salientes. Cada vez más cerca.
Al fin, Fiyle hizo avanzar el barco sobre la cresta de una ola, guiándolo hasta la orilla, a veinte metros de donde estaba Toth.
Fue obvio de inmediato que los robots de proa habían recibido instrucciones sobre lo que debían hacer al desembarcar. Tres de ellos saltaron y aferraron la proa. Otro más saltó a la orilla, con un cabo en la mano. Se dirigió al pie del acantilado, rodeó con la cuerda una protuberancia rocosa y la amarró. Los demás robots iniciaron un ordenado desembarco.
Fiyle apagó el motor, se quitó el casco de visión nocturna y se restregó la cara. Estiró los brazos y dobló la espalda para desentumecerse. Con un movimiento ágil, apoyó una mano en la borda y saltó a la orilla, sobre el oleaje. Como buen marinero, no tenía problemas en mojarse los pies.
Toth sonrió, avanzó hacia él y le tendió la mano mientras Fiyle caminaba chapoteando por la rompiente. Fiyle sólo comprendió que algo andaba mal cuando estaba a menos de un metro del agente. Toth se acercó al frío oleaje, cogió la mano del contrabandista y le colocó la manilla sin darle tiempo a reaccionar.
Fiyle gritó y echó el brazo hacia atrás, arrastrando a Toth y golpeándolo. Ambos cayeron al agua, Fiyle logró ponerse encima de Toth y, cogiéndolo por el cuello, le hundió la cabeza en las frías aguas.
El ranger abrió los ojos, pero la oscuridad de la noche y el agua turbia lo cegaban. Forcejeó, aferrando el rostro de su contrincante con la mano libre. Dio un tirón con la mano izquierda, donde tenía la esposa, tratando de arrancar la mano de Fiyle de su garganta.
Intentó con desesperación sacar la cabeza del agua a fin de respirar. Cerró la mano libre y trató de pegarle a Fiyle en la cabeza, pero erró el golpe y apenas le rozó el hombro. Echó el brazo hacia atrás para probar de nuevo.
De pronto, ya no tuvo importancia. Fiyle se apartó de él y unos fuertes brazos lo rescataron del agua. Toth tosió y escupió mientras el robot —su robot, un Gerald, una unidad GRD del equipo de detención lo conducía hasta la costa. El GRD acunaba a Toth como si éste fuese un bebé. Su brazo izquierdo colgaba en el aire, aún unido a Fiyle por las esposas.
Otro GRD llevaba a Fiyle, sosteniéndolo con fuerza.
—¡Bájame! —bramó Fiyle—. Te ordeno que me bajes.
El robot no se inmutó.
—Lamento, señor, que tanto la Primera Ley como las órdenes preexistentes me impidan hacerlo. Por favor, no intente escapar, pues eso podría redundar en daño para usted o el ranger Toth.
Toth no pudo evitar sonreír a pesar de la tunda que acababa de recibir. Se podían dirigir críticas muy duras contra los robots Tres Leyes, pero nadie podía acusarlos de ser descorteses.
Toth había aprendido un par de cosas sobre los colonos, o al menos sobre los colonos capturados por la policía. A su entender, se dividían en dos grupos.
Por una parte estaban los gruñones, que negaban todo, acusaban al agente de manipular las pruebas, amenazaban, resoplaban y se mofaban. Por otra, los que se lo tomaban como un juego donde había ganadores y perdedores. Una vez que Norlan Fiyle estuvo en la estación móvil de Toth, encerrado en esa celda enrejada de aspecto arcaico, donde era evidente que se encontraba preso y no podía hacer nada para remediarlo, demostró de inmediato que pertenecía a la segunda categoría.
Cuando los robots GRD pasaron las ropas secas entre las rejas de la celda, Fiyle perdió toda su agresividad.
Era macizo y corpulento, con la salud y el vigor propios de un hombre activo de edad madura. Tenía rostro redondo, tez oscura y una delgada franja de cabello níveo. No parecía preocuparle el que lo hubieran arrestado ni ese trío de amedrentadores robots GRD que, apostados delante de la celda, vigilaban cada uno de sus movimientos.
Fiyle se sentó en su estrecho catre y se puso la ropa de prisionero.
—Bien, ¿cómo me pillaste? —preguntó.
Toth no estaba de buen humor. Le dolía la cabeza y estaba seguro de que por la mañana tendría un ojo morado y la espalda rígida.
—Digamos que confiaste en quien no debías —respondió, tratando de no revelar demasiado. Se sentó al escritorio, frente al prisionero, y aparentó trabajar. En realidad, no estaba en condiciones de redactar un informe coherente.
—¿Conque sí, eh? —dijo Fiyle—. Debí darme cuenta de que no podía contar con Floria Wentle —añadió con tono calmo mientras se calzaba las zapatillas de prisionero—. Vaya, la talla me está bien —comentó, poniéndose de pie y dando un par de pasos.
—Me alegra que te gusten —dijo Toth, un poco molesto de que Fiyle hubiera adivinado al primer intento—. Pero yo no dije quién te delató.
Fiyle lo miró con una sonrisa.
—Oh, tenía que ser Floria. El trato era demasiado tentador. Debí saber que era de las fáciles de atrapar. A propósito, ¿puedes decirme qué pasó con mis Nuevas Leyes? ¿Alguno logró escapar?
—La mitad de los que iban en el barco huyeron —contestó Toth—. Mis robots capturaron al resto en la playa. Por la mañana recogeremos a los que aguardan en el barco.
—No cuentes con eso. Esos robots no son tontos. Si yo no regreso para la segunda carga, todos huirán. Llevarán el barco a otra parte y tratarán de desembarcar allí.
—¿De verdad lo crees? —replicó Toth con tono desafiante. Si Fiyle era tan listo, ¿cómo lo había capturado?—. Sólo son robots. Estarán ahí sentados cuando vayamos a capturarlos.
—Se aceptan apuestas. Son robots Nuevas Leyes, no lo olvides. Uno solo de ellos tiene más iniciativa que toda una banda de robots Tres Leyes. Y créeme, este grupo tiene sobrados motivos para escapar. ¿Sabes qué les ocurre a los robots Nuevas Leyes si los pillan tratando de escapar?
Toth se encogió de hombros.
—Pues no.
Fiyle lo miró de modo extraño.
—Para ser de la bofia pareces poco curioso. Si un Nuevas Leyes es sorprendido tratando de escapar, recibe un tiro en la mollera. Una vez que se dan a la fuga, saben que no pueden detenerse.
—Pero no sabrían gobernar tu barco —objetó Toth.
—Son listos y, por cierto, tienen incentivos para aprender. Si no pueden gobernarlo, saltarán por la borda, se hundirán y caminarán por el fondo hasta la costa. Pero dudo que lo hagan. No los fabrican impermeables, pues así pueden retenerlos en Purgatorio. Además, por aquí hasta un robot se desorientaría bajo el agua; la visibilidad es mala, las corrientes fuertes y el fondo marino accidentado. Pero ahora son tu problema.
Fiyle se recostó en el catre y sonrió.
—Eso es un consuelo, al menos —suspiró—. Me he librado de un cargamento de sabidillos Nuevas Leyes volviéndome loco. Ahora eres tú quien tiene que encargarse de ellos. Pero me alegra que algunos escaparan.
—¿Y a ti eso qué te importa? —preguntó Toth. Por algún motivo se sentía incómodo. Fiyle no se comportaba como un hombre que debía enfrentarse a graves problemas tras ser sorprendido in fraganti.
—Oh, no me interpretes mal. Trabajo en esto por dinero, pero aun así me gusta que algunos escapen de vez en cuando. Aunque sólo sean robots. —Fiyle sonrió y le guiñó un ojo, para dar mayor énfasis al sarcasmo de su comentario.
—Creo que hablas demasiado, colono —dijo Toth.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Fiyle sin mosquearse.
—Mírate. Estás en una cárcel espacial y te tengo bien cogido con una acusación muy grave.
—Es verdad. O lo es hasta cierto punto, porque estás a punto de hacer un canje, ranger Resato.
—¿Un canje? ¿Porqué?
—No, no por qué, sino por quién. Hablemos de eso primero. Hablemos del trato. Yo te daré un nombre, un nombre que te encantará oír, y también odiarás oír. Y tú me sacarás de este agujero espacial para mandarme de vuelta a una vida decente.
Toth escrutó al prisionero. Intuía que Fiyle hablaba en serio y que no era hombre de hacer ofrecimientos que no pudiera garantizar.
—Tendrá que ser un nombre fenomenal para llegar a semejante trato. ¿Algún pez gordo?
—Un pez gordo, sí, pero no es por eso por lo que te interesará. Este nombre os pertenece. Y pertenece a alguien que está muy metido en el contrabando.
Toth se sintió inquieto. Comprendió que se refería a un ranger. Un ranger implicado en el contrabando.
Apretó un botón del escritorio.
—Gerald Cuatro —dijo.
—¿Sí, señor? —respondió una voz mecánica por el panel de comunicaciones.
—Tráeme dos cajas testigo sin grabar.
—Un momento.
Se hizo el silencio en la habitación, y Toth se sorprendió mirando fijamente a Fiyle. El colono había dejado sus jocosas burlas, y ahora Toth veía la tensión, la intensidad que se ocultaba bajo su actitud despreocupada.
Gerald Cuatro entró en la habitación con dos contenedores cerrados. Toth los cogió, sacó los sellos y los abrió. Dentro de cada recipiente había un pequeño cubo negro de tres centímetros de lado, cada uno de los cuales tenía un botón. Si apretaba el botón, la caja grabaría durante una hora, sin modo de detenerla, rebobinarla ni borrar la grabación. Luego, cada vez que se pulsara el botón, reproduciría la grabación, y no habría forma de detenerla o modificarla.
Toth extrajo las cajas de los contenedores. Cogió una de las cajas testigo, las miró por un instante y puso las dos sobre el escritorio. Apretó los botones y volvió la vista hacia Fiyle.
—Habla el ranger Toth Resato —dijo—. El colono Norlan Fiyle, mi prisionero, fue arrestado esta noche por contrabando de robots. Ha ofrecido dar el nombre de un ranger del gobernador que está implicado en el comercio ilegal a cambio de la anulación de todos los cargos contra él y el transporte a su planeta natal. Por la presente acepto este trato, que dependerá de la confirmación de su información. —Toth entregó las cajas testigo al robot—. Dáselas.
Gerald Cuatro llevó las cajas a la celda y las pasó por entre los barrotes.
—Tú guardas un cubo, yo recibo el otro —dijo Toth—. Cada cual tiene una garantía. Ahora, habla.
Fiyle sostuvo un cubo en cada mano y miró a Toth. El colono tragó saliva y Toth observó que el sudor perlaba su frente. El juego había terminado. Aquello iba en serio.
—Hay un ranger —comenzó Fiyle —que hace la vista gorda cuando trabajan los contrabandistas y los pone sobre aviso cuando se prepara una redada. —Puso lentamente las cajas testigo sobre la mesa de su celda, rodeó ésta y se sentó en el catre, mirando a Toth—. Hay un ranger —repitió—, el sargento Emoch Huthwitz...
Capítulo 6
Frío, frío, frío. Ottley Bissal procuraba mantener el aeromóvil en vuelo pero no podía dejar de temblar.
Estaba helado hasta la médula, calado hasta los huesos, pero eso no era todo. El temor, el terror, la aprensión o como cuernos se llamaran esos demonios, le congelaban la sangre, haciéndole castañetear los dientes.
«Manténte firme —se dijo—. Concéntrate. Concéntrate en el vuelo.»
Se había internado en el tráfico de la ciudad de Limbo. Ya debía de estar a salvo, pero Bissal nunca había sido un gran piloto y acababa de pasar por condiciones de vuelo que habrían puesto en aprietos al más experimentado. Estaba agotado, exhausto.
Huthwitz había sido un error, pensó. Habían encontrado el cuerpo, y habían estado a punto de pillarlo.
Al menos ya había pasado lo peor, pero lo peor había sido demasiado. La pesadilla de errores e improvisaciones en la Residencia, las dificultades para evadir a la policía, la larga caminata bajo la lluvia torrencial hasta el aeromóvil escondido, el trabajo para encontrarlo y abrirlo, el vuelo de regreso a la ciudad a baja altitud para evitar ser detectado. No le gustaría repetir la experiencia. Pero ya lo había hecho. Sólo le faltaba abandonar el vehículo y llegar al refugio. Había terminado. Se habían acabado los problemas. A partir de ahora todo iría bien.
Pero no podía dejar de temblar.
* * *
Fredda Leving llegó bajo la lluvia y entró en el Gran Salón de la Residencia del gobernador. Alvar Kresh le salió al encuentro, acompañado por Donald.
Fredda echó un vistazo al sheriff y de inmediato supo que aquello no tenía nada que ver con Prospero. Su expresión no era colérica ni acusatoria. No tenía nada que ver con ella..., pero al instante Fredda deseó que así fuera. El motivo de la expresión de Kresh era algo mucho más grave, mucho peor que la mala conducta de un robot.
—Grieg ha muerto —anunció Kresh—. Un disparo en el pecho.
Fredda pestañeó, y sacudiendo la cabeza, miró al sheriff.
—¿Qué?
—Muerto. Asesinado. Liquidado.
Fredda permaneció en silencio. Quería negarlo, decir que no, que no podía haber ocurrido, pero la expresión de Kresh le confirmó que éste no mentía.
—Por todas las llamas del infierno —dijo por fin—. ¿Cómo pudo suceder?
—No lo sé —repuso Kresh con voz monocorde—. Entre.
Dio media vuelta y la guió por el pasillo hasta una pequeña habitación donde habían instalado el puesto de mando. El lugar estaba lleno de robots y alguaciles del Departamento del Sheriff, trabajando, deliberando, hablando por unidades de comunicación, con rostro tenso y adusto.
—Siéntese.
Fredda obedeció, sentándose en un diván de aspecto absurdamente festivo, con un tapizado floreado. Todo parecía excesivamente real, excesivamente sólido. De repente cada detalle, por insignificante que fuese, se le antojó intenso y brillante. Sentada allí, Fredda supo de pronto que cada instante de esa noche la acompañaría para siempre, grabado eternamente en su memoria y en su alma.
—¿Cómo? ¿Cómo?
—No lo sabemos. Pero necesito que me ayude a averiguarlo. Tengo muy poco tiempo. Los robots de seguridad de Grieg debieron haberlo protegido, pero no lo hicieron. Necesito saber si alguien los modificó. Tiene usted que averiguarlo, esta noche. Pero...
—Pero ¿qué? —preguntó Fredda, aunque en cierto modo ya sabía la respuesta.
—Pero aún no hemos podido moverlo —le dijo Kresh—. Mis robots y mis técnicos todavía están investigando la escena del crimen. No es un espectáculo agradable.
Fredda asintió, aturdida.
—No —balbuceó—. Imagino que no.
Fredda nunca había visto a un muerto, y menos a un asesinado. Tenía eso en común con el resto de la sociedad espacial. La muerte era demasiado desagradable para permitir que se inmiscuyera en la vida de uno. Pero aunque hubiese visto una habitación llena de cadáveres, eso no la habría preparado para ver a Chanto Grieg asesinado en su lecho. Su cuerpo —su demacrado cadáver —resultaba aún más tétrico en medio de tanta normalidad. Un hombre fatigado al final de una larga fiesta, dispuesto a descansar, sentado en la cama para leer un rato antes de apagar las luces.
Y de repente, un disparo en el pecho.
Allí estaba, en pijama, en su cama. Un ámbito privado, íntimo. Fredda se sentía como una intrusa, una entrometida. No le correspondía estar en aquel lugar. No tenía derecho a ver aquello. Nadie lo tenía. Sintió el extraño impulso de echarlos a todos, alguaciles, robots de inspección, Kresh y Donald. Sí, quería echarlos, marcharse, dejar que aquel hombre tuviera su muerte en privado.
—Que descanse en paz —susurró.
—¿Cómo ha dicho, doctora Leving? —preguntó Donald.
—Paz. ¿Por qué no pueden dejarlo descansar en paz? —Fredda cerró los ojos, trató de olvidar lo que había visto. Quería dar la espalda al gobernador, pero no pudo contenerse. Abrió los ojos y miró de nuevo.
Chanto Grieg era —había sido —su amigo, su protector, su mecenas. Pero nada de todo eso importaba ahora.
¿Qué más daba quién o qué hubiese sido ese hombre para ella cuando el momento y el modo de su muerte representaban una catástrofe para el planeta? Aquello era historia, un hecho que ella tendría que recordar para los investigadores y archivistas por el resto de su vida. La recordarían por estar presente allí, esa noche. Y Chanto Grieg no sería recordado como el hombre que había salvado o intentado salvar Inferno, sino como el gobernador asesinado. Como si el lugar legítimo que le correspondía en la historia hubiera sido distorsionado para siempre.
Ésa parecía la peor intrusión de todas.
—Bien —dijo Fredda, aunque nada estaba bien—. Muy bien. Revisaré los robots.
—Por allí, doctora —le indicó Donald. Su voz era cordial, afable. Fredda sintió una mínima presión en el brazo cuando él la orientó hacia los estropeados robots de seguridad, aún en sus nichos. Advirtió de inmediato qué era lo que desconcertaba a Kresh: ninguno de ellos se había movido antes de recibir el disparo.
—No es posible —observó—. Nadie habría podido burlar a un SPR, y mucho menos a tres. Los zapadores son demasiado rápidos.
—Eso pensé —dijo Kresh—. Y es peor aún. Todos los SPR del piso alto fueron destruidos a pistoletazos.
—Pero los zapadores mantienen contacto permanente entre sí —dijo Fredda—. Casi como si constituyesen una sola mente. Si alguno de ellos ve algo, todos los demás se enteran. No hay manera de que alguien dispare contra una unidad SPR sin que las demás lo sepan al instante y pidan ayuda. ¿Por qué no ocurrió así?
Kresh señaló los robots estropeados.
—Allí están, doctora. Dígamelo usted.
—¿Puedo tocarlos? ¿Qué hay acerca de las huellas dactilares y demás?
—Los robots de inspección ya han examinado todo el exterior —respondió Donald—. Creo que si usted emplea guantes quirúrgicos y pide a un robot de inspección que grabe una imagen de todos los compartimentos que usted abra, eso bastará. Es apropiado que se preocupe por las huellas dactilares. Con un poco de suerte, el que modificó las máquinas habrá dejado un par de huellas en una superficie interior de los robots.
—Bien, bien —dijo distraídamente Fredda. En realidad no prestaba atención. Debía resolver un acertijo, y ya estaba concentrándose en ello, lo cual era excelente si así lograba olvidar al muerto que estaba al otro lado de la habitación—. Manos a la obra.
Fredda no se acercó a los robots. Faltaba algo, algo que ella no veía. Y de pronto lo vio. Los robots habían recibido un disparo en el pecho, igual que Grieg. Aun para el ojo inexperto de Fredda, se trataba de disparos certeros, tan precisos que no era casualidad que todos los robots hubieran recibido el impacto en el mismo lugar.
Pero los disparos en el pecho carecían de sentido. El modo más seguro de matar a un robot era un disparo en la cabeza, porque así se tenía la certeza de destruir el cerebro positrónico. No había razones para que un disparo en el pecho los matara. No había estructuras equivalentes al corazón o los pulmones, cuya destrucción garantizaba una muerte instantánea. Si uno causaba suficiente daño, si cortaba suficientes circuitos, tal vez lo consiguiese, pero no era el método más recomendable frente a un trío de rápidos y agresivos robots de seguridad.
A menos, desde luego, que uno supiera todo lo que debía saberse sobre ese modelo en particular, a menos que supiera exactamente cómo un potente disparo en el pecho podía matarlo, y supiera que no sería atacado.
Bien, quizás eso explicara por qué el atacante no les había disparado en la cabeza, pero no por qué les había disparado en el pecho.
A menos..., a menos que en el pecho hubiera un elemento que el asesino deseaba ocultar, en cuyo caso eliminar todo rastro de ese elemento sería el mejor modo de ocultarlo. Había un modo de comprobarlo.
—No necesito examinar ahora a estos robots —dijo Fredda—. Tal vez más tarde. Primero quiero ver a uno de los otros zapadores que recibieron disparos.
—Desde luego, doctora —dijo Donald—. Venga por aquí.
Llevó a Kresh y a Fredda al pasillo, donde había un guiñapo despatarrado en el suelo. Fredda se arrodilló para examinarlo.
—Al menos parece que cuando fue abatido éste se dirigía hacia la escena del crimen —observó Kresh.
—No —repuso Fredda—. No sé mucho sobre armamentos, pero sé cómo reacciona la pintura de un robot ante el calor. Soldaduras, cortes láser, esa clase de cosas. Tal vez la idea fuese que usted pensara que el robot se movía en el momento en que le dispararon, pero estaba tan inerte como los demás.
—¿Cómo puede estar tan segura? —preguntó Kresh.
Fredda señaló las marcas.
—Observe este disparo en el pecho. Es idéntico a los disparos que recibieron los robots que estaban en el dormitorio. Fue el que lo mató.
—¿Y?
—Y mire el modo en que se ha derretido la pintura. El derretimiento de los dos disparos más pequeños se superpone con el disparo mortífero. El asesino le disparó al robot en el pecho a quemarropa, luego preparó un montaje. O bien el robot cayó o bien el asesino lo tumbó y retrocedió para efectuar los otros disparos a mayor distancia, cuando el robot ya había caído.
—Tiene razón —continuó Kresh—. Debí haber reparado en ello.
—Bien, los especialistas en análisis de armas lo habrían advertido tarde o temprano. Yo sólo lo descubrí porque estaba buscándolo.
—¿Buscándolo? ¿Por qué?
—Porque el asesino no liquidó a estos robots por el mero hecho de que necesitara hacerlo. Los liquidó porque era el modo más expeditivo de destruir pruebas de modificación. Sospecho que hay algún artilugio añadido a los circuitos del centro del pecho, bajo el panel de acceso central.
Fredda comprendió que todavía estaba mirando al robot muerto. Un disparo similar al que había matado a los demás robots. Similar al que había matado a Grieg. Por todos los astros del cielo. Chanto Grieg había muerto.
Cerró los ojos, respiró hondo, trató de recobrar la compostura. No era momento para lamentaciones. Todo el planeta estaba a punto de desmoronarse.
—Señor, doctora, ¿puedo intervenir?
—Sí, sí, Donald —dijo Fredda, reponiéndose—. ¿De qué se trata?
—Los robots de inspección acaban de enviar algunos resultados iniciales a la red de datos de hiperonda. Se relaciona con un análisis de armamentos que podría tener alguna incidencia en todo esto.
—¿Qué clase de resultados? —preguntó Kresh.
—Estimaciones de alcance, potencia y secuencia, señor.
—¿Qué es eso? —preguntó Fredda.
—Modos de determinar diversas características del arma que fue disparada de acuerdo con determinada secuencia —explicó Donald—. El frente energético de un disparo de rayos se ensancha al avanzar. La medición del radio de la herida o marca da un indicio de la distancia. Combinando medidas de la intensidad de la herida o marca con la estimación de la distancia, podemos deducir la potencia de la pistola en el momento de efectuar cada disparo. Como estas pistolas van agotando su potencia con cada disparo, el primero tiende a ser el más fuerte, y la energía disminuye con cada uno de los siguientes.
—Pero no siempre es así —dijo Kresh—. Con un suministro de potencia de alta capacidad, la reducción de potencia de un disparo al otro puede ser imposible de detectar.
—En ese caso, señor, estamos de suerte. Los análisis preliminares muestran una pronunciada disminución de la potencia con cada disparo.
—De acuerdo, Donald —dijo Kresh, con fatigada paciencia—. ¿Cuál es la conclusión?
—El disparo que mató al gobernador Grieg fue el primero que se efectuó.
—Maldición —masculló Kresh—. Se ha apuntado un tanto, doctora Leving. Si le dispararon primero a él, los robots ya tenían que estar desactivados. No había motivo para dispararles a menos que alguien quisiera ocultar algo. Sin embargo, la mayor parte de los robots de la planta baja no recibieron disparos. ¿Por qué?
—Tal vez, si echamos un vistazo a algunos, logre averiguar qué intentaban ocultar los asesinos — respondió Fredda. Ya tenía un par de ideas, pero no estaba dispuesta a decir nada mientras no tuviera algo más que una teoría.
—Le dejaré esa tarea —dijo Kresh—. Por cierto, hay muchos robots SPR para examinar. Agradezco su ayuda. Ya me ha prestado un servicio mucho mayor del que se imagina. Sin embargo, hay otro deber que debo cumplir. Donald, tú vienes conmigo.
—Sí, señor. —El robot bajo y azul celeste saludó a Fredda inclinando la cabeza—. Doctora Leving, es grato trabajar de nuevo con usted, aunque sea en circunstancias tan lúgubres y desagradables.
—Gracias, Donald —dijo Fredda.
El robot y el sheriff bajaron por las escaleras hacia su improvisado puesto de mando. Fredda se levantó y miró el robot estropeado.
«Qué derroche —pensó—. Qué lamentable e inútil derroche.»
Alvar Kresh sabía que el mal trago no podía postergarse por más tiempo. Era hora de llamar a Justen Devray, del cuerpo de rangers. Habían pasado dos horas desde que Kresh descubriera el cadáver. Lo único que tenía a favor era que, habiendo pensado en ello, no veía razones jurisdiccionales para llamar a Cinta Melloy o el SCS.
Hasta ahora, al menos, aquel asunto era estrictamente infernal.
Sin duda el SCS también acabaría por inmiscuirse. Las investigaciones de importancia solían extenderse, pero al menos podía postergarlo. Aunque confiaba poco en los rangers, confiaba aún menos en el SCS. Kresh se sentó ante el puesto de comunicaciones portátil que su equipo había instalado y tecleó para llamar a Devray.
Fredda Leving se hallaba frente a Zapador 23. El robot aún estaba de pie, aunque habían cerrado el suministro de potencia. Como casi todos sus compañeros de la planta baja y algunos de la planta alta, se había paralizado de golpe, sin recibir disparo alguno. ¿Por qué?
Era una mole de metal inerte. Fredda apretó un botón y se oyó un chasquido dentro del pecho del robot.
Ahora podía abrir el panel.
Fredda, que se sentía incómoda con sus guantes quirúrgicos, y distraída por el robot que observaba a sus espaldas, presionó el botón inferior para abrir el panel de acceso frontal, ahora que estaba destrabado. Zapador 23 la miraba sin ver, lo que hacía que se sintiera inquieta. La mayor parte de los robots tenían los controles de desactivación en la espalda, cubiertos por una sencilla tapa que cualquiera podía abrir. Pero eso no servía en un robot de seguridad. Había que plantarse frente al robot, soportando su mirada, y abrir un panel que él controlaba antes de desactivarlo. Pero aquel robot ya estaba desactivado, así que presuntamente no controlaba nada.
La placa de acceso se abrió y Fredda retrocedió para permitir que el diminuto robot observador realizara un examen superficial del interior antes de que ella tocase algo. El robot observador descendió flotando hasta el panel de acceso. Extendió una sonda diminuta y la pasó por encima de todas las superficies del interior del panel. La sonda se movía rápidamente. Al fin emitió una señal para indicar que había concluido el examen y retrocedió. Sus movimientos le evocaban a Fredda los colibríes que los colonos acababan de introducir en Purgatorio.
Fredda había abierto su equipo sobre la mesa. Extrajo una linterna y una llave. Adhirió la linterna al labio del panel de acceso y usó la llave para abrir el panel de mantenimiento. Alzó el panel, lo apoyó sobre la mesa y volvió a retroceder para permitir que el robot observador hiciera su trabajo.
El interior del compartimiento de mantenimiento era mucho más complejo que el de encendido, y a Fredda le llevó unos segundos averiguar qué buscaba. O advertir que aquello que buscaba no estaba allí. Pero sin duda había dejado su marca.
Sonrió y retrocedió.
—Dame una imagen ampliada de toda la superficie expuesta. Máxima definición.
El diminuto robot entró y se puso a trabajar mientras Fredda observaba. Era un buen primer paso. Todavía tenía que revisar los demás robots, y debería ser sumamente cuidadosa, pero aun así sentía emoción y placer.
Empezaba a comprender cómo lo habían hecho. La sensación de placer no duró mucho, porque entonces recordó qué habían hecho.
* * *
Justen Devray estaba ante su escritorio, trabajando en el caso Huthwitz, cuando recibió la llamada.
—Maldición, Kresh, ¿por qué esperó dos horas para avisarme?
Estaba furioso, y en su opinión con motivo. Miró con ceño la pantalla de comunicaciones, fatigado, horrorizado y airado a un tiempo. Sin embargo, por alguna razón no se sentía sorprendido, en absoluto.
—Tenía mis razones, comandante. No son muy agradables, pero son razones, y preferiría no comentarlas en una línea hiperonda, aunque se supone que es segura.
—Muy bien —dijo Devray—. Estaré en la Residencia dentro de veinte minutos. ¿Ha informado al SCS, o me llamó antes que a Cinta Melloy?
La imagen de Kresh se movió con gesto de incomodidad en la pantalla.
—Aún no me proponía informar al SCS. Pronto lo averiguarán.
—¿Acaso ha perdido el juicio, Kresh? No se trata de un borracho a quien liquidaron en un callejón, sino del gobernador. Tiene que llamar a todos los servicios de seguridad disponibles.
—De acuerdo, comandante. Sin embargo, no creo que en este caso sea prudente considerar al SCS como un servicio de seguridad.
—¿Qué demonios está diciendo?
—Estoy diciendo que no sé qué servicio de seguridad protege el Servicio Colono de Seguridad. Es posible que no sea el nuestro. Por favor, venga aquí cuanto antes.
Kresh interrumpió la comunicación antes de que Devray pudiera agregar palabra, pero Devray comprendió que en todo caso tenía muy poco que decir. Kresh prácticamente había dicho que sospechaba que el SCS había participado en el asesinato de Grieg, y, a pesar de sus objeciones, Devray tenía que aceptar que era posible.
No obstante, había algo mucho peor. El único motivo que Devray podía ver para que Kresh demorase la notificación a los rangers era que también sospechaba de ellos, y aunque le dolía profundamente admitirlo, Devray también sabía que era posible. Pensó en Emoch Huthwitz, muerto bajo la lluvia, y en todas las cosas que le habían informado sobre Huthwitz en las últimas horas.
Se puso en movimiento.
* * *
La lluvia amainaba y el sol despuntaba en el este cuando Fredda Leving abrió el compartimiento de mantenimiento de otro robot zapador. Notó que fuera, tras las ventanas, la claridad iba en aumento, pero estaba demasiado cansada para notar algo más.
Había perdido la cuenta de la cantidad de robots que había examinado, pero no importaba. Luego podría hacer un recuento. En ese momento tenía que ser exhaustiva, revisar cada SPR. AL menos se estaba volviendo diestra en la tarea. De no ser por la necesidad de grabar imágenes del interior por si existían pistas, habría revisado cada robot en veinte segundos. En sí mismo, ese dato era importante, pero no bastaba. Hasta el momento sólo había descubierto rastros diminutos, señales casi imperceptibles de lo que estaba buscando. Podía ver los pequeños raspones que había dejado en los robots la extracción de alguna clase de objeto, dos marcas diminutas en el dispositivo principal de potencia. Fredda estaba segura de que esas marcas eran vestigios de un artilugio para desactivar los robots por control remoto. Pero las conjeturas y su certidumbre personal no bastaban.
Hasta ahora, el que los había quitado había sido tan preciso al eliminarlos como ella en sus comprobaciones.
Era posible, sin embargo, que la situación no se prolongara. Al fin y al cabo Fredda tenía todo el tiempo del mundo, y no le importaba que estuviera amaneciendo. No temía que la detectaran súbitamente ni que algo anduviera mal con sus planes, pero quien había hecho aquello la noche anterior —con el cadáver del gobernador arriba, bajo el azote de la lluvia, trabajando contra el reloj y con las luces apagadas —bien podía haber cometido un error.
Fredda quería pasar al siguiente robot y pasar por alto la grabación. Resistió la tentación, pues sabía que esos datos eran importantes. El robot podía detectar muchas cosas que un humano sería incapaz de descubrir; una mota de polvo, una mancha de sudor, un fragmento de piel desprendida o una hilacha podían revelar algo sobre la persona que había dejado el rastro. Tal vez hasta una huella dactilar. Tal vez algo inesperado.
Sin embargo, aún no había encontrado nada. Su rival había sido muy escrupuloso, pero si había cometido un solo error, Fredda no necesitaría nada más si lograba descubrirlo.
Finalmente el robot observador realizó la grabación y se apartó. Fredda cerró los paneles de acceso interno y externo y pasó a la siguiente unidad.
Era desconcertante mirar esos ojos muertos, diseñados para intimidar, y luego abrir el robot. Poco tiempo atrás, un espacial no podría haberse imaginado teniendo miedo a un robot, pero Fredda sabía que los tiempos habían cambiado. Ella había permitido que el genio escapara de la botella. Había creado robots peligrosos con sus propias manos. Ya no existía ninguna barrera técnica para crear un robot Sin Leyes, nada que impidiera que alguien disfrazase a un robot asesino para que imitase, por ejemplo, la forma de una unidad SPR. Al fin y al cabo, era ella quien había confirmado que estas últimas estaban modificadas. Alguien podía instalar un cerebro gravitónico Sin Leyes en uno de ellos y luego..., y luego...
No. No soportaba pensarlo. Fredda estaba tan cansada que apenas podía ver, y mucho menos pensar.
«Concéntrate —se dijo—. Concéntrate. Abre el panel externo. Deja que el observador olisquee. Trata de mantener los ojos abiertos. Abre el panel interno...»
¡Albricias!
Fredda no necesitaba la grabación de un observador para comprender que había descubierto algo. Su rival, en efecto, había cometido un error.
Un error gravísimo.
* * *
Simcor Beddle, líder de los Cabezas de Hierro, se detuvo frente a su unidad de comunicaciones con su pijama de seda y una taza de té en la mano. Observó a sus robots ponerla en funcionamiento, aunque en ese momento no tenía interés en llamar a nadie. Tenía mucho más interés en ver a quién llamaban otras personas, y contaba con los medios para averiguarlo, aunque no todos fuesen estrictamente legales.
Su unidad de comunicaciones era sumamente sofisticada, capaz de detectar señales que en general no estaban disponibles para el público. En ese momento estaba rastreando tráfico policial encriptado, y si bien el personal de Beddle no había logrado descifrar las rutinas de encriptación, se aprendía mucho escuchando, aun cuando no se conociera el idioma.
Los robots que operaban el sistema recibían las señales, analizaban los patrones de densidad de tráfico y realizaban triangulaciones para encontrar la fuente de las señales.
Simcor Beddle estaba convencido de que no existían los secretos. Si un asunto no tenía importancia, se podía mantener callado, pero ¿qué ocurría cuando tenía importancia? Un secreto sólo era un secreto cuando la gente quería conocerlo. Sin embargo, cuando la gente que lo conocía se interesaba en una noticia o acontecimiento supuestamente oculto, actuaba a partir de lo que sabía. De esa manera, revelaba al menos una parte del secreto a cualquiera que prestase atención.
Los Cabezas de Hierro siempre prestaban atención. Beddle se encargaba de ello. Su transición de pandilla a fuerza política legítima aún no se había completado, y necesitaban todas las ventajas posibles. La información precisa en el momento justo podía ser de importancia vital, así que los robots de Beddle lo habían despertado en cuanto empezó a acumularse tráfico policial de hiperondas.
No importaba que los mensajes estuvieran encriptados; la actividad de las bandas policiales se había elevado exponencialmente, lo cual era, en sí mismo, un mensaje estentóreo y clarísimo.
También lo era la orden de que todo el tráfico aéreo regresase a la isla. Eso no podía ocultarse durante mucho tiempo, aunque no se había dado ninguna explicación. Aun así, Beddle veía regresar las aeronaves en sus muy ilegales pantallas de repetición de Control de Tráfico de Purgatorio. Beddle también veía el desfile de vehículos con códigos de designación del Departamento del Sheriff, volando desde Hades hacia la Residencia del gobernador. El último dato era la cantidad de vehículos del cuerpo de rangers que convergían en la Residencia. Beddle no dejó de advertir que el SCS aún no había reaccionado.
¿Qué demonios estaba sucediendo? Saltaba a la vista que la Residencia del gobernador era el punto focal, pero ¿qué significaba?
A decir verdad, Beddle tenía un par de teorías acerca de lo sucedido. Él era un hombre dispuesto a sembrar la confusión, siempre que el beneficio potencial superase el peligro, pero los días en que él o los Cabezas de Hierro podían tolerar un vínculo directo con la violencia habían terminado. Los vínculos encubiertos eran otra cuestión, desde luego.
Beddle reflexionó por un instante. No. No había nadie a quien pudieran relacionar con él. A menos que alguna conspiración de los viejos tiempos hubiera revivido de forma inesperada. Había un par de viejos operadores que habían desaparecido. Si uno de ellos hubiese regresado a la superficie...
No. No. Imposible. O en cualquier caso demasiado improbable.
Pero no interesaba el quién. El qué era mucho más importante. Y si él tenía razón acerca del motivo que provocaba semejante reacción por parte de la policía, era hora de actuar, y deprisa. Ese giro de los acontecimientos sería una tremenda oportunidad, siempre que obrara con cautela.
¿Y si se equivocaba en su conjetura? Reaccionar ante algo que no había ocurrido podía ponerlo en una situación sumamente embarazosa.
Simcor frunció el entrecejo; no le gustaban los acertijos. Pero pronto se distendió, y sonrió mientras le entregaba la taza de té al robot asistente. No había de qué preocuparse. Era imposible guardar un secreto. Todo se sabría dentro de pocas horas, y eso sería suficiente para las acciones que Simcor tenía en mente. No había ninguna prisa.
Sonrió para sí e indicó al robot asistente que lo llevara de vuelta a la cama. Caminó detrás del robot con andar majestuoso, digno, calmo. Todo marchaba bien.
Capítulo 7
Justen Devray observó a los robots forenses, negros como la muerte, llevarse el cuerpo del gobernador Chanto Grieg.
—Astros ardientes —exclamó—. No puedo creerlo. No puedo creerlo.
Miró la cama del gobernador —su lecho de muerte—, donde el equipo de inspección aún trabajaba en busca de cualquier prueba que el cuerpo pudiese ocultar. Los cadáveres no suelen sangrar mucho, pero aún había suficiente sangre, y las quemaduras en la pared y las mantas aún provocaban escalofríos, aunque no fueran demasiado grandes.
—Cuando me llamó para avisarme —le dijo a Alvar Kresh—, no pensé en todo esto. No pensé en la muerte, ni en lo que esto significará. Sólo pensé que usted intentaba ganar una guerra territorial.
—Bien, lo cierto es que sí, intentaba ganar una guerra territorial —respondió Kresh—. Pero no por mí mismo. Había otros motivos.
—Huthwitz —dijo Devray. No era una pregunta.
—Huthwitz —confirmó Kresh—. No me parecía fortuito. No podía tratarse de un encontronazo en la oscuridad.
Era demasiado limpio. Alguien sabía exactamente cuándo y dónde estaría ese ranger, y cómo sorprenderlo.
—Pero si sabían dónde estarían mis rangers, ¿por qué tomarse la molestia de matar a uno? ¿Por qué no escabullirse entre ellos?
—También he pensado en ello —dijo Kresh, con voz demasiado monocorde para que sonase natural—. ¿Habría otro motivo para matar a un ranger? ¿Tal vez un motivo para matar a Huthwitz en particular?
Justen sintió un nudo en el estómago. Kresh no se perdía detalle.
—Sí. Es posible. En este momento no puedo decir más, pero es posible.
—Anoche usted no reconoció el nombre de Huthwitz —señaló Kresh.
—Pero Melloy lo conocía —repuso Devray—. Ella lo reconoció de inmediato. Todavía no sé nada sobre eso. Confirmé con nuestra unidad de asuntos internos en cuanto abandoné la escena del crimen.
—Y le dijeron un par de cosas que aún no está dispuesto a revelarme. A pesar de que estamos viendo cómo desprenden fragmentos chamuscados del gobernador de la pared.
—Sí —replicó Justen con tono desafiante. No se resignaba a mencionarle a Kresh las pruebas que relacionaban a Huthwitz con el contrabando de espaldas oxidadas. Todavía no. A pesar de la muerte del gobernador, no podía traicionar a uno de los suyos confirmando el informe.
—Hay dos razones por las cuales Melloy podía saber quién era Huthwitz. O bien lo estaba investigando...
—O bien era su cómplice —dijo Justen.
—Mis disculpas, caballeros, pero existe una tercera razón posible —intervino el robot de Kresh—. Hablamos de dos agentes de la ley que contribuían a la seguridad del gobernador. Ella bien pudo haberle conocido mientras cumplían con su deber.
Justen miró de hito en hito al robot... ¿Cómo se llamaba? Donald. Justen no solía prestar mucha atención a un robot, y menos a uno que ofrecía una interpretación tan caritativa de los hechos. Genray, el robot personal de Justen, se había apartado del camino en cuanto llegaron a la escena del crimen. Había entrado en un nicho vacío y se había quedado allí. Pero Justen había oído rumores acerca del robot de Kresh, y era evidente que éste tomaba en serio sus palabras.
—¿Crees que es una posibilidad objetiva? —preguntó.
El robot Donald alzó los brazos en una convincente imitación del gesto humano de incertidumbre.
—Es posible, pero no tengo manera de sopesar las probabilidades. Sin embargo, según mi experiencia rechazar de antemano los argumentos de inocencia es tan imprudente como negarse a tener en cuenta la posibilidad de acción delictiva. El hecho de que Huthwitz parezca ser sospechoso en otra investigación no impide que se hubiera encontrado casualmente con Melloy en el curso de sus obligaciones normales.
—Sugerencia aceptada —dijo Justen.
—Pero eso no lo libera a usted —terció Kresh—. Necesito saber en qué estaban trabajando sus investigadores internos.
—Todavía no. Tendrá la información, le doy mi palabra, pero no puedo brindársela ahora... por el mismo motivo por el que usted no llamó a los rangers en cuanto encontró el cuerpo.
Kresh lo miró a los ojos, y Justen se estremeció por dentro. Kresh no era hombre que jugase con uno.
—Conque usted tampoco confía en mí —dijo Kresh.
—Confío en usted —repuso Justen—, pero no confío en todos sus alguaciles, ni en la inviolabilidad de su equipo de comunicaciones. Los datos pueden filtrarse. —«Y no quiero arruinar la reputación de Huthwitz sin saber si se lo merecía», pensó.
Kresh adoptó una expresión colérica, y por un instante pareció que iba a arrancarle la cabeza a dentelladas.
Pero se contuvo, e incluso sonrió.
—Aunque detesto admitirlo, es posible que tenga razón. Una vez Tonya Welton me dijo sin rodeos que los colonos podían leer señales encriptadas del Departamento del Sheriff. Hemos cambiado nuestros códigos desde entonces, pero eso no es garantía. De acuerdo. Le daré un día; veintiocho horas.
—¿Y si no es suficiente?
—Pues será una lástima. Veintiocho horas. Esta investigación tiene que avanzar. Necesitamos llegar a alguna parte antes de que caiga el otro zapato.
Justen frunció el entrecejo.
—¿Zapato? ¿De qué zapato me habla?
—Nadie mata al gobernador porque esté de mal humor. Esto fue cuidadosamente planeado y orquestado, incluso excesivamente orquestado. Una conspiración. Alguien tenía un plan, y creo que aún no ha concluido. Alguien intentará maniobrar para tomar el poder.
—Pero la constitución... —protestó Justen—. Hay leyes que controlan la sucesión. Nadie puede tomar el poder así, sin más.
—Las constituciones sólo funcionan cuando la gente cree en ellas, de lo contrario, son papel mojado. ¿Usted cree que hay suficiente fe en el sistema como para impedir que alguien se haga dueño de la sucesión?
—Señor, ¿puedo añadir un argumento adicional? —intervino Donald.
—Adelante, Donald.
—Como usted dijo, señor, se trata de una conspiración bien planeada. Si, como sugiere usted, los conspiradores planean tomar el poder, es probable que hayan pactado la sucesión de antemano.
Kresh asintió y reflexionó por un segundo. Una extraña expresión cruzó por su rostro.
—A menos que estemos viendo esto al revés. Tal vez se trate de una pandilla de lunáticos con preocupaciones cívicas.
—¿Qué? —preguntó Justen. Kresh señaló la cama.
—Él mismo me dijo anoche que estaba a punto de ser sometido a un juicio político. Era bastante optimista en cuanto a sus probabilidades de conservar el puesto, pero tal vez alguien no lo era.
—¿Y qué?
—Que el sucesor designado no consigue el puesto si el gobernador debe dimitir después de un juicio político. Si echan al gobernador, asume el mando el presidente del Consejo Legislativo, en este caso Shelabas Quellam. Tal vez hubiese alguien que no quería a Quellam en el sillón de gobernador.
—¿Tan malo es Quellam? —preguntó Justen—. No sé nada sobre él.
—Eso es precisamente lo que se sabe, nada —dijo Kresh—. Quellam es una nulidad. El problema es que Grieg nombró a Quellam su sucesor. Supuestamente pensaba que el mismo hombre debía hacerse cargo al margen de las circunstancias, en aras de la estabilidad.
—¿Está seguro de eso?
—Razonablemente. Pronto lo averiguaremos. En este momento me interesa más quién mató al hombre, no quién lo sucederá...
Kresh fue interrumpido por una mujer que entraba por la puerta. Justen la reconoció como Fredda Leving, la experta en robótica. ¿Qué demonios hacía allí?
—Sheriff Kresh —dijo la mujer—, he encontrado algo. —Había un destello en sus ojos, una especie de nerviosismo triunfal—. Sígame —indicó. Dio media vuelta y dejó a los dos hombres allí, sin molestarse en comprobar si la seguían.
—La doctora Leving está aquí porque yo se lo he pedido —explicó Kresh, respondiendo a la tácita pregunta de Justen—. Quería contar con una especialista en robótica cuanto antes.
Justen tardó apenas un instante en comprender.
—Los SPR —dijo—. ¿Cómo pudo eludirlos el atacante?
—Ésa era mi pregunta —repuso Kresh—. Veamos qué ha averiguado.
—No veo casi nada —masculló Alvar Kresh mientras escudriñaba los recovecos del robot zapador.
—Eso es porque en Hades usted no tiene que habérselas con esta clase de cosas —dijo Fredda—. Pronto lo hará.
—Bien, pero por el momento sólo veo una especie de pinza rota y un cable partido.
—Permítame echar una ojeada —pidió Devray. Kresh se apartó y dejó que el joven estudiara el interior del robot.
—¿Significa algo para usted? —preguntó.
Devray sacó la cabeza con expresión de asombro.
—Demonios ardientes. Un restrictor.
—¿Qué? —dijo Kresh.
—Un restrictor. Una conexión rota. Alguien extrajo los restrictores de un lote de robots Nuevas Leyes, los modificó para que respondieran a otro sistema de control y los conectó a estos SPR.
Kresh abrió la boca para hablar, pero no logró articular palabra. ¿SPR desactivados por restrictores extraídos de robots Nuevas Leyes? Eso era diabólico.
Cada robot Nuevas Leyes llevaba un restrictor incorporado. En principio, al menos, la idea era bastante sencilla. Los restrictores se encargaban de que todo robot Nuevas Leyes que intentase abandonar Purgatorio se desactivara durante el intento. Se suponía que era imposible extraer el dispositivo sin destruir a su portador.
Ningún robot provisto de restrictor podía funcionar fuera del área permitida por éste, es decir, la isla Purgatorio. El funcionamiento exacto del sistema era un secreto celosamente guardado. Ni siquiera Kresh sabía exactamente cómo funcionaba.
Pero sabía que «funcionar» era una palabra muy relativa, pues resultaba evidente que el sistema no había funcionado. Todo robot espalda oxidada que abandonaba la isla era una prueba de ello. Esas fugas constituían una actividad regular, así que no se trataba de fallos ocasionales ni de infracciones aisladas. El contrabando de espaldas oxidadas era algo más que una actividad: era toda una industria del delito, una operación sumamente sofisticada. Y ahora aparecía relacionada con el asesinato del gobernador. Una banda de contrabandistas había encontrado el modo de modificar los robots de seguridad del gobernador. ¿Cómo llegar al origen de esa pista?
—¿Está seguro de que la pieza pertenece al restrictor de un robot Nuevas Leyes? —le preguntó Kresh.
—Por completo —respondió Fredda Leving—. Era lo que yo buscaba cuando me puse a revisar los zapadores.
—No lo entiendo. Todavía estamos en la isla; ¿por qué los restrictores desactivaron a los robots de seguridad?
—Deben de estar modificados de algún modo —contestó Fredda—. Obviamente no operaban con criterio geográfico, porque los zapadores funcionaban bien durante la fiesta. Sospecho que los modificaron para desactivar los robots ante una señal determinada. Hiperonda, o quizás una anticuada señal de radio. Ya nadie usa radioemisión, pero eso mismo haría que este método resultase perfecto. Un equipo moderno no podría detectar la señal. Es evidente que los restrictores están modificados no sólo para desactivar los robots de otra manera, sino para ser amovibles en caso de urgencia. Salvo que este restrictor no salió tan fácilmente como debía.
—Pero ¿dónde diablos consiguieron los restrictores para insertarlos en los SPR? —preguntó Devray.
Resultaba evidente que Devray no pensaba en términos de crimen, víctima y criminal. Era más apto para sus funciones de ranger que para investigar homicidios.
—La caja de recambios —dijo Leving—. Obviamente emplearon restrictores extraídos de robots Nuevas Leyes. Es obra de contrabandistas de espaldas oxidadas. Nadie más pudo hacerlo.
—Bien, hay algo que es seguro —intervino Kresh—. Quien hizo esto tuvo que trabajar previamente en un laboratorio. Sabía cómo extraer estos chismes, y hacerlo deprisa.
—Un contrabandista —sugirió Fredda—. Tal vez eso pueda señalarnos un motivo para el asesinato.
—Tal vez —dijo Alvar—. Al menos ahora tenemos por dónde empezar.
Donald 111 estaba un poco conmocionado, y con gran alivio descubrió que su deber le requería permanecer a solas.
Habían modificado los SPR. Los habían desactivado, inutilizándolos para tareas de seguridad. Kresh lo confortó con el conocimiento de que Grieg había muerto rodeado de cincuenta robots de custodia. Uno más no habría servido de nada. Pero los cincuenta habían sido inútiles, inservibles. Un robot funcional podría haber cambiado las cosas. Peor aún, el despliegue de los SPR era lo que había condenado a Grieg, y Donald había sugerido ese despliegue.
Los robots fabricados en el planeta Inferno se caracterizaban por estar bajo el influjo de una Primera Ley extremadamente fuerte, y se paralizaban al enterarse de que podían haber impedido que un humano sufriera daño. Pero Donald conocía la complejidad del asunto. Sí, podía haber salvado a Grieg, siempre que hubiera poseído una información que no conocía nadie salvo el asesino del gobernador. Podía haberlo salvado, si hubiera estado allí, en la Residencia, y no a muchos kilómetros de distancia, con Kresh, realizando sus tareas habituales.
Podría haberlo salvado si hubieran pasado media docena de cosas imposibles.
No. No. No había nada que hubiese podido hacer fuera del mundo de las conjeturas. En la realidad, nunca era posible eludir todos los riesgos, todos los peligros, ni defenderse contra atacantes dotados de tantos recursos y tanta temeridad como los asesinos del gobernador Grieg. Aun así, necesitaba calmarse, olvidar la idea de que él podía haber hecho algo. Afortunadamente tenía un trabajo que hacer, y a solas, además.
Una investigación importante requería mucho más que encontrar pistas. En muchos sentidos era también una operación de gestión, como bien sabía Donald 111. Existían problemas logísticos, como traer robots, personal humano y toda clase de equipo. Había que organizar un centro en el que guardar todas las pruebas sin peligro de que sufrieran alteraciones. Había que establecer un centro de prensa, acomodar al equipo de investigación, a los periodistas, los curiosos y los notables que llegarían inevitablemente.
Había que atender esos detalles, y otros muchos. Claro que Donald estaba literalmente hecho para la tarea.
Aunque consagraba gran parte de su tiempo a sus obligaciones como ayudante del sheriff Kresh, su responsabilidad primaria era hacia el Departamento del Sheriff, el manejo eficiente de las operaciones, y sólo podía hacer eso cuando el sheriff no requería su presencia, como ahora. Donald no se atrevía a confesárselo, pero era un alivio liberarse de Kresh para dedicarse a sus tareas de administración.
La administración consistía, en gran medida, en comunicaciones, en localizar el robot adecuado y retransmitir órdenes, en hallar el equipo adecuado y enviarlo a donde lo necesitaran. En general, todo eso podía gestionarse vía hiperonda, lo cual significaba, a la vez, que Donald podía ser muy productivo aunque permaneciera quieto, sin manifestaciones externas de que estaba conectado y sumamente ocupado.
Donald había aprendido el modo de mostrarse discreto mientras realizaba esas tareas. Muchos humanos se oponían por principio a la presencia de un robot presuntamente ocioso. Les ofendía ver a Donald totalmente quieto. Impartían órdenes inútiles tan sólo para mantenerlo ocupado. Por esa razón, prefería cerciorarse de que nadie lo veía antes de iniciar sus llamadas. Esta vez Donald se ocultó en un armario mientras trabajaba. Era consciente de que muchos humanos lo encontrarían cómico, pero eso no le importaba. Lo fundamental era que no lo viesen, y si no lo veían no podían burlarse de él.
Además, no había nada de gracioso en la presente situación. Existían muchos detalles que el sheriff Kresh y los demás humanos habían pasado por alto. Incluso en ese momento estaba llegando nueva información vital, junto con nuevas preguntas sumamente importantes. Donald, sin embargo, sabía que aún no debía señalarle esas cosas al sheriff Kresh y los demás. Sería contraproducente interrumpirlos justo cuando estaban familiarizándose con los datos básicos del caso. Donald sabía que los humanos a menudo necesitaban mucho tiempo para enfrentarse a los cambios.
Habían asesinado al gobernador Grieg, lo cual era infortunado. Donald lamentaba su pérdida, en la medida en que un robot podía experimentar ese sentimiento. Pero lo cierto era que el hombre estaba muerto y no se podía hacer nada al respecto. Uno siempre debía aceptar las circunstancias reales, y la muerte de Grieg era ahora una de ellas.
Los humanos, por cierto, lo veían de otro modo. Se regodeaban en la «negación», un ritual que Donald nunca había entendido del todo. Parecía implicar el intento de remodelar el mundo para infundirle una forma más convincente por un obstinado acto de voluntad, en general afirmando que algo malo no había sucedido. No funcionaba y jamás lo haría, pero al parecer los humanos no escarmentaban. No tenía sentido tratar de obligar al sheriff, al comandante Devray y a Fredda Leving a seguir adelante mientras no hubieran aceptado los datos de la situación.
Entretanto, que se ocupasen de teorías, cadáveres de humanos y robots. Eran más adecuados para esa clase de tarea, así como Donald era más adecuado para organizar las tareas de un laboratorio forense de campo. Donald estaba en medio de un intrincado enlace quíntuple con diversas oficinas logísticas cuando oyó un ruido en el pasillo. En circunstancias normales, lo habría considerado uno más de los muchos que se producen en la vida cotidiana. Pero las circunstancias distaban de ser normales. Se parecía mucho al sonido que habría hecho alguien que caminara descalzo, despacio y con sigilo, por el entarimado del pasillo.
No eran el sheriff Kresh, la doctora Leving ni el comandante. Donald habría reconocido el ritmo de sus pasos.
Tampoco era un alguacil. Sus uniformes incluían gruesas botas, y nadie se habría movido con paso tan lento estando de servicio. Pero las pisadas eran ruidosas, si se consideraba que el sujeto iba descalzo.
Donald interrumpió sus enlaces rápida y ordenadamente y aguardó inmóvil en el armario a oscuras, hasta que los pasos siguieron de largo. Luego abrió la puerta en silencio y salió. Miró el pasillo sin saber qué esperaba ver. En todo caso, no esperaba ver a un hombre calvo con un chillón pijama a cuadros azules y una bata roja a rayas blancas, caminando descalzo por allí.
Tierlaw Verick —o la persona que se hacía llamar así —se sentía sumamente incómodo en aquella ropa de dormir. Estaba sentado en una silla en el centro de una habitación en la que no había otros muebles que la silla que ocupaba el interrogador. Habían puesto la silla de Verick de espaldas a la puerta, con el propósito de que así se sintiera más intranquilo.
Media Residencia parecía no haber sido ocupada nunca. El lugar estaba lleno de suites totalmente amuebladas y equipadas con todo lo que un huésped pudiera necesitar, aunque a los infernales no les agradaba tener huéspedes para dormir. Había gran cantidad de salones elegantes donde nadie se había sentado, relucientes cocinas en las que no se había preparado una sola comida desde que Kresh había nacido. Aquello era una triste prueba de la actitud pomposa de los arquitectos de Inferno, y de la naturaleza dispendiosa de una economía basada en los robots, pero también permitía que hubiera habitaciones de sobra para un interrogatorio. No les costó demasiado encontrar una cuya austeridad la hiciera psicológicamente apta como sala de interrogatorios.
Fredda Leving estaba sentada delante de Verick, Justen Devray se hallaba de pie en un rincón y Kresh caminaba por la estancia. Donald ocupaba el único nicho de la habitación, frente a Verick, en el extremo opuesto a la puerta. Desde luego, grababa todo, aunque servía para mucho más. Años atrás, al fabricarlo, Fredda Leving lo había equipado con unos sensores que le permitirían funcionar como detector de mentiras. Estaba registrando el ritmo cardíaco, la respiración, la dilatación de las pupilas y otras reacciones fisiológicas de Verick a fin de estimar los niveles de estrés. Verick no lo sabía, desde luego, y nadie iba a decírselo.
En realidad, Verick no sabía mucho acerca de nada, a juzgar por su testimonio. Era un hombre mayor, de rostro enjuto y tez pálida, sin un solo cabello en la cabeza aparte de sus pobladas cejas y pestañas. Sus ojos eran azules y muy expresivos, y sus rasgos, angulosos. La piel relucía sobre su cráneo con un saludable color rosado, como si la hubiesen lustrado, y tal vez así fuera. Se trataba de una calvicie tan absoluta que sólo podía ser deliberada. Mantenerla debía de costarle tanto como el peinado más complejo. O bien se rasuraba a diario, o bien se hacía depilar regularmente.
En la experiencia de Kresh, los hombres que consagraban tanto esfuerzo a su apariencia —y escogían una tan sorprendente como una calvicie absoluta y perfecta —eran agresivos y arrogantes, y Verick parecía serlo. Otros hombres arrestados en un atuendo tan ridículo habrían actuado con timidez; él, en cambio, se comportaba como alguien a quien no le gustaba que lo hiciesen esperar.
La versión de Verick era sencilla, aunque poco verosímil. Era un empresario colono que estaba allí para tratar de vender un centro de control a las autoridades de terraformación de Inferno.
Había asistido a la recepción de la noche anterior. Por acuerdo previo, se había quedado al marcharse la mayoría de los invitados, para celebrar una reunión tardía con el gobernador. También por acuerdo previo, había dormido en el ala este de la Residencia.
Había despertado al oír voces y movimientos, y se había levantado para ver qué sucedía. Entonces, cuando se encontraba en el pasillo, Donald lo había arrestado.
Se deducía que no sabía nada sobre la muerte de Grieg, pues había dormido durante todo el episodio, y su conducta era coherente con esa declaración. O bien ignoraba que Grieg había muerto o sabía disimular muy bien que lo ignoraba.
Kresh no pensaba decírselo; podía ser sumamente revelador el que un hombre que aseguraba no saber nada cometiera un desliz que demostrase lo contrario. Pero lo más irritante —y desconcertante —era que su testimonio parecía concordar con los hechos. Donald confirmó que había un empresario colono que figuraba en la lista de huéspedes con el nombre de Verick. Al menos, era un comienzo. Pero ¿cómo diablos los alguaciles de Kresh lo habían pasado por alto al revisar la casa?
Kresh era demasiado veterano para no saber que había más de una respuesta para ello. El error humano podía explicarlo de muchas maneras, cualquiera de las cuales podía ser cierta, y ninguna de las cuales sonaría convincente para los testigos.
Había pocos robots disponibles en el momento de efectuar el primer reconocimiento, y esos robots realizaban tareas específicas o movían cosas. Los alguaciles humanos se habían encargado del registro. La Residencia tenía un centenar de habitaciones, y a Kresh no le costaba imaginar que un alguacil apresurado no estuviera seguro de cuáles había revisado, o que sólo entreabriera una puerta para echar un vistazo a la novena o décima habitación desierta, pasando por alto un bulto inmóvil debajo de las sábanas. Si Verick había cerrado la puerta desde dentro, como era posible que hubiese hecho, el alguacil que registraba ese sector pudo haber pensado en regresar más tarde con las llaves y haberlo olvidado.
Al fin y al cabo, sus alguaciles sólo eran humanos, y todos ellos estaban nerviosos en mayor o menor grado; el gobernador, el jefe de su nación, su planeta, había muerto esa noche, víctima de enemigos invisibles. Pero aun así, era la clase de embrollo que podía enmarañar el caso para siempre si no se resolvía de inmediato. Kresh ya se imaginaba ante una comisión investigadora. Había encomendado a nuevos equipos de alguaciles que revisasen otra vez el edificio, para ver qué otra cosa habían pasado por alto, y esta vez en compañía de un robot observador.
Más tarde, si era preciso, estaba dispuesto a desmantelar la Residencia ladrillo a ladrillo. No podía permitir que nada amenazara la integridad de aquella investigación.
En cuanto a Verick, su inocencia parecía dudosa, pero también su culpabilidad. Si formaba parte del complot, ¿por qué se había quedado en la Residencia?¿Por qué había permitido que lo arrestaran en pijama?
Ante todo, pensó Kresh, la versión de Verick parecía más verosímil que cualquier intento de asociarlo con el crimen, pero en ese momento había escasez de sospechosos y de móviles, y Kresh no veía razones para desdeñar esa posibilidad. Además, en el pasado había visto testimonios sólidos que se desmoronaban cuando el sospechoso era sometido a presión.
—De acuerdo, señor Verick. Probemos de nuevo. Desde el principio.
—¿Puede explicarme a qué viene todo esto? —preguntó Verick—. ¿Puedo saber qué ha sucedido?
—No —respondió Kresh con aspereza.
—Es importante que aún no le digamos nada —explicó Devray, desempeñando el papel de policía bueno mientras Kresh hacía de policía malo.
—Queremos saber qué sabe usted, sin cubrir las huellas.
—Quiero hablar con el gobernador —exigió Verick.
—Le garantizo que el gobernador no quiere hablar con usted —dijo Kresh, lo cual era cierto, aunque podía inducir a conclusiones erróneas, y pareció surtir el efecto deseado en el inflexible Verick—. Desde el principio.
—De acuerdo, de acuerdo. —Verick titubeó, dejó escapar un suspiro y se desplomó en su asiento.
Luego comenzó de nuevo, con ojos desorbitados.
—Mi nombre es Tierlaw Verick. Vivo en el mundo colono de Baleyworld.
Represento a una firma que vende equipos de control muy sofisticados. Hemos suministrado muchos sistemas a proyectos colonos de terraformación, y me enviaron aquí con la esperanza de vender un sistema al centro de terraformación de Inferno. Asistí a la recepción de anoche, y después tuve una reunión con el gobernador Grieg, quien, como sabía que en la ciudad escaseaba el alojamiento y que yo había hecho un largo viaje, tuvo la amabilidad de ofrecerme una habitación para pasar la noche.
—¿A usted solo? —inquirió Fredda—. De todas las personas que asistieron a la recepción, ¿usted es la única que pasó la noche aquí?
Verick miró a Fredda sorprendido.
—No lo sé —respondió—. No vi a nadie más. Aquí abundan las habitaciones, de modo que no entiendo por qué iba a ser el único; pero por lo que sé, sí. Sin embargo, me sorprende, en una casa de este tamaño. Donde yo vivo, todos los invitados habrían pasado la noche aquí. Ahora bien, usted me dice que nadie más se quedó, ¿verdad?
—No, nadie más —respondió Fredda, para disgusto de Kresh.
La regla número uno del interrogatorio era no contestar nunca a las preguntas del sospechoso. Cuanto más supiera Verick, más podría calcular sus respuestas.
—Doctora Leving —dijo Kresh—, será mejor que deje que el comandante y yo hagamos las preguntas, y que no ofrezca usted ninguna contestación.
Leving miró a Kresh con un leve sobresalto.
—Pero yo... Oh. —Iba a protestar, pero se lo pensó mejor—. Discúlpeme, sheriff.
—No se preocupe. En cualquier caso, es un detalle menor —dijo Kresh, esperando que fuera verdad, ahora que Verick lo sabía—. Pero usted no fue el único que se reunió anoche con el gobernador, ¿no?
—No, claro que no. Había varias personas aguardando su turno antes que yo. Ocho o diez en total, pero en grupos de dos o de tres. En fin de cuentas, yo no tenía que volar a casa después..., y además, al ser el último de la fila, tuve la oportunidad de quedarme un poco más. Nadie esperaba después de mí.
«Pues acabas de decirnos que fuiste el último que vio a Grieg con vida», pensó Kresh. Miró disimuladamente a Devray y advirtió que éste también había reparado en ese detalle.
—¿De qué hablaron? —preguntó.
Verick estaba perdiendo la paciencia.
—Se lo he dicho una y otra vez. De mi deseo de venderle una estación de control. Parecía muy interesado en ella, por varias razones..., sobre todo porque no se trataba de un sistema robotizado.
—¿Cómo? —preguntó Kresh. Era el resultado de repetir una y otra vez las mismas preguntas.
Verick no había incluido esa aclaración en sus declaraciones anteriores.
—Nuestro sistema colono no está robotizado. Hice lo que pude para señalarle sus ventajas al gobernador. Hablamos sobre todo de eso. Parecía muy receptivo.
—¿Por qué habría de estar en contra de un sistema robotizado? —preguntó Fredda.
—Sería demasiado cauteloso para una situación como la de Inferno. Si se conecta una unidad de control con cerebro robótico al sistema de terraformación, eludirá toda clase de operaciones potencialmente arriesgadas, por temor a dañar a los seres humanos, o algo parecido. —Se estaba entusiasmando con el tema, y era obvio que repetía los argumentos que había utilizado con Grieg—. Un sistema de control robotizado haría todo lo posible para evitar riesgos durante el proceso de terraformación, demorando la conclusión y, posiblemente dando al traste con el proyecto. Aunque lograra terraformar el planeta, su objetivo sería crear un entorno totalmente exento de riesgos una vez concluido el proceso. Hay mundos espaciales que son prácticamente parques inmaculados. No me parece mera casualidad que en esos mundos las poblaciones se hayan anquilosado... o hayan desaparecido por completo.
Aquello era un golpe bajo. Estaba refiriéndose a Solaria. A ningún espacial le gustaba que le recordaran el colapso de Solaria. Verick miró alrededor v comprendió que se había apuntado un tanto.
—Un sistema robotizado, obsesionado con la elusión de riesgos, produciría un mundo excesivamente anodino. Como le dije al gobernador, no es un entorno adecuado si uno desea que las generaciones futuras sepan enfrentarse a los desafíos que se les presenten.
—De acuerdo —dijo Kresh, que no tenía que esforzarse para desempeñar el papel de policía malo —Basta de discursos por ahora. De modo que usted habló con el gobernador. ¿Y luego qué?
—Luego nos dimos las buenas noches y él dijo que debía atender otros asuntos, así que me acompañó hasta la puerta de su despacho. Allí nos dimos la mano y yo salí al pasillo, pasé por delante de los robots y seguí mi camino. Me temo que me extravié y estuve andando en círculos. Al cabo de un rato comprendí que terminaría donde había empezado, en la puerta de las habitaciones del gobernador. Pensé en preguntar a los dos robots que había visto junto a la puerta, pero ya no estaban allí. Supongo que habían entrado.
—¿Entrado? —preguntó Kresh. Había pensado que los robots a que se refería Verick eran SPR oficiando de centinelas, y los centinelas permanecían donde estaban—. ¿Adónde fueron los robots?
—Supongo que a acostarlo. He oído decir que los espaciales ni siquiera se desvisten sin su ayuda.
Fredda estaba por replicar, pero Kresh se interpuso y le apoyó una mano en el hombro. No era conveniente que el sospechoso descubriese que era capaz de irritarlos.
—Algunos nos las arreglamos solos —dijo Kresh con tono áspero. «Pero el centinela no debería haber abandonado su puesto. Y tenía que haber un robot frente a la puerta, no dos», pensó. Creía saber la respuesta a su siguiente pregunta—. En cuanto a esos robots... ¿puede describirlos?
—No suelo prestar atención a los robots. No me gustan y no confío en ellos.
—Pero aun así los vio —replicó Kresh con dureza—. ¿Qué aspecto tenían?
Verick miró a Kresh con visible molestia.
—Había uno alto, anguloso y rojo. Rojo y resplandeciente. No me gustaría liarme con él. El otro era más bajo, negro y lustroso.
Justen Devray y Fredda Leving miraron a Kresh. Ambos comprendieron.
Los dos últimos seres que habían visto a Grieg con vida eran Prospero y Caliban.
Un Nuevas Leyes y un Sin Leyes.
Un robot cuyas leyes internas no requerían que impidiese que un ser humano sufriese daños.
Y un robot que no estaba sujeto a ninguna ley, que podía dañar a los humanos a su antojo.
Capítulo 8
Sero Phrost escrutó la oscuridad del mar mientras su aeromóvil regresaba a Purgatorio. Ninguna explicación, ninguna disculpa, sólo la orden de retorno. Su robot piloto cumplía la orden, a pesar de su intento de disuadirlo. La orden de retorno llegaba del centro de seguridad de tráfico, y la Primera Ley se encargaba de garantizar su obediencia.
Pero ¿por qué le ordenaban que retornase? ¿Sería una orden de arresto? ¿Qué creían saber? ¿Y un arresto por qué? Tendría que ser cauto, muy cauto. Muchos eran arrestados por una acusación menor y cometían el error de suponer que era por un asunto de mayor importancia.
Phrost miró por la escotilla y vio las luces de vuelo de otros aeromóviles que regresaban a Purgatorio. ¿Una redada? Aún cabía la esperanza de que no guardase ninguna relación con él. Tal vez se hubiese producido una denuncia sobre contrabandistas de espaldas oxidadas y hacían regresar todos los vuelos que habían partido a determinada hora. No había modo de saberlo. Tal vez no tuviera nada que ver con él.
«Los culpables huyen cuando nadie los persigue —se dijo—. No admitas nada, no reveles nada.» Tenía muchas probabilidades de salir bien librado. El cielo oscuro pasaba a gran velocidad.
Alvar Kresh miró el reloj de pared de la sala de operaciones. Faltaban pocos minutos para las siete. Apenas habían pasado cinco horas desde el descubrimiento aunque parecía que hubiera transcurrido un mes, por la cantidad de hechos que se habían producido. Tierlaw Verick fue archivado por si servía de algo en el futuro, y se hallaba retenido bajo estricta vigilancia en la misma habitación donde lo habían interrogado, mientras los robots de inspección registraban la habitación donde había dormido. Kresh dudaba que Verick tuviera nada que ver con el atentado, pero una investigación no podía dirigirse a fuerza de corazonadas. Sólo buscando se podía llegar a encontrar algo.
Alguien había colocado una larga mesa en la sala de operaciones, y Kresh, Fredda Leving y Justen Devray ocuparon tres de sus lados; Donald 111 se ubicó en el cuarto. Todos ellos —incluido el robot, en cierto modo parecían agotados, demacrados, abrumados por la presión de los acontecimientos, pero la verdad era que no habían avanzado mucho desde el comienzo de las pesquisas.
El reloj avanzaba, y deprisa. Kresh no se atrevía a demorar mucho más el contacto con los funcionarios principales del gobierno, ni el anuncio de la muerte de Grieg a todo Inferno. Sabía, sin embargo, que en cuanto lo hiciera se armaría un revuelo. No podía prever qué forma adoptaría el caos, pero no le cabía duda de que éste se produciría. Necesitaba desesperadamente tener su investigación bajo control antes de que la noticia se difundiera.
Si alguien se le adelantaba para hacer el primer anuncio, los daños serían aún peores, y la probabilidad de que eso ocurriese aumentaba con cada segundo que pasaba.
Un alguacil podía decir algo por un canal no codificado y ser oído, o llamar a un amigo o pariente para darle la noticia, o entregar o vender la exclusiva del siglo a un periodista. O los asesinos podían decidir que les convenía difundir el rumor. O alguien que llamara a Grieg podía tener la misma sospecha que había tenido Kresh, y advertir que el Grieg que lo atendía era una simulación. La simulación aún operaba en el sistema telefónico, en parte para ayudar a encubrir y en parte para entregarla intacta a los equipos de análisis.
Tendrían que realizar el anuncio pronto, muy pronto. Si deseaban mantener algún control sobre la situación, pero antes de decir nada a nadie, Kresh necesitaba la oportunidad de pensar, de comparar notas, de planificar. Un consejo de guerra..., porque eso sería literalmente si la muerte de Grieg era el primer cañonazo de una guerra real. No había modo de saberlo.
Kresh estaba seguro de que Justen Devray comprendía todo eso, y al parecer Fredda Leving también.
Descubrió que estaba impresionado —de hecho muy impresionado —por el modo en que ella se había comportado hasta el momento. La lista y bella Fredda Leving era una joven admirable en muchos aspectos, pero Kresh no creía que pudiera confiar en el instinto de esa mujer cuando de una investigación criminal se trataba. En el interrogatorio de Verick había demostrado que pensaba en forma demasiado lineal para el trabajo policial. Tal vez el enfoque directo funcionara en las ciencias, donde los datos no eran tan escurridizos, pero cuando la investigación era de carácter policial, los datos a menudo se empeñaban en eludir la resolución del caso. Si uno los encaraba directamente, escapaban.
—De acuerdo, Donald —dijo Alvar—. Comencemos. ¿Qué tenemos y qué necesitamos?
—Hemos verificado, a través del testimonio de Tierlaw Verick, que Caliban y Prospero fueron, casi con total seguridad, los últimos en ver al gobernador Grieg con vida —respondió Donald—. He emitido una orden de captura, pero parece improbable que ésta se produzca en un lapso breve de tiempo, sobre todo si no contamos con la plena colaboración del SCS. Ni los rangers ni nuestro departamento tienen autoridad para arrestar gente aquí, ni instalaciones para efectuar interrogatorios. Ni Prospero ni Caliban están disponibles ni son rastreables por medio de hiperonda, y ambos cumplen deberes que les requieren estar sobre el terreno. Es posible que se encuentren desempeñando sus tareas normales y sólo se hallen fuera de contacto. También es posible que se hayan ocultado.
Haremos todo lo posible para rastrearlos, dadas nuestras limitaciones.
Era interesante que Donald empezase por los robots, pensó Kresh. Se concentraba en ellos, tal vez en exceso. Convendría tener en cuenta que en aquella investigación Donald no sería tan objetivo como solía serlo normalmente. Estaba claro que deseaba que Prospero y Caliban fueran culpables. Un robot tendencioso. Como si el caso no presentara suficientes problemas.
—¿Hasta qué punto podemos confiar en la declaración de Tierlaw? —preguntó Kresh.
—Por lo que pude evaluar, todas sus reacciones corporales eran coherentes con la de un hombre que se encuentra bajo gran tensión y hace una declaración veraz. Creo que dijo la verdad.
Aquél era el informe menos detallado que Donald había hecho como detector de mentiras, y Kresh se sintió inseguro a causa de ello. Por lo general, Donald pronunciaba un discurso tres veces más largo acerca de la incertidumbre de semejante medición. Sin duda, quería que los robots fueran culpables.
—Deberíamos cotejar esta historia con la agenda de compromisos de Grieg —sugirió Devray—. Eso es algo.
Pero al menos tenemos una pista, y sospechosos.
—Aun dejando de lado la cuestión de la Primera Ley, no entiendo qué motivos podían tener Caliban y Prospero para atacar a Grieg, ni por qué lo hicieron de manera tan torpe, en el caso de que hayan sido ellos —protestó Fredda—. Sí, Caliban no está sujeto a la Primera Ley. Teóricamente, nada le impide atacar a quien desee, pero tampoco hay nada que nos lo impida a usted o a mí. Prospero no está obligado a impedir que un humano sea dañado, pero no me lo imagino llegando a sutilezas tan extremas como para interpretar que puede participar en un homicidio siempre que no dispare el arma..., y eso es lo que tenemos aquí.
—En cualquier caso —dijo Devray— usted admite que el que Caliban carezca de leyes no le impide matar a Grieg, y que de acuerdo con las Nuevas Leyes nada instaría a Prospero a impedir el ataque.
—Sí, pero...
—Es decir —prosiguió Devray con tono desafiante—, uno de ellos podría matar y el otro podría ser un testigo pasivo.
—Teóricamente sí —admitió Fredda, renuente—. Pero no tiene sentido. No ha habido mejor amigo de los robots Nuevas Leyes que Grieg. ¿Porqué razón lo matarían?
—Hay muchas razones —dijo Devray—. Esta mañana tengo una cita..., bien, tenía una cita con el gobernador... Debíamos hablar de una propuesta que presenté la semana pasada.
—¿Qué clase de propuesta? —quiso saber Kresh.
—La destrucción de todos los robots Nuevas Leyes —respondió Devray.
—¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? —exclamó Fredda.
—No, doctora —repuso Devray con voz pausada y profesional—. Pero estoy harto de perseguir espaldas oxidadas. Los Nuevas Leyes están en el centro de toda una nueva serie de delitos: contrabando de espaldas oxidadas, extracción de restrictores, fundación de colonias ilegales.
—¿Colonias? —preguntó Kresh.
—Bien, una colonia, al menos. La llaman Valhalla. Se supone que está en algún confín del planeta, en la región de Terra Grande, en Utopía. Ni siquiera sé si existe..., pero allí es adonde se dirigen los espaldas oxidadas que capturamos. Y estoy harto de perder tiempo y esfuerzo persiguiendo rumores. Le expliqué al gobernador que los espaldas oxidadas y los robots Nuevas Leyes causan más problemas de los que resuelven, y que era tiempo de admitirlo y seguir adelante.
—¡Pero ellos trabajan! —protestó Fredda—. Los robots Nuevas Leyes representan la mitad de la mano de obra de Purgatorio.
—Y se suponía que serían toda la mano de obra, sólo que son tres veces menos productivos que los robots Tres Leyes. Cada departamento ha tenido que contratar trabajadores humanos, porque los colonos no permiten que los robots Tres Leyes dirijan la isla. Si los robots Nuevas Leyes compensaran todo el problema que causan, sería distinto, pero lo que hacen en realidad es entorpecer el proyecto de terraformación.
Kresh se sorprendió de ver a Devray tan interesado en la terraformación, pero comprendió que no tenía motivo. Los rangers eran agentes de la ley sólo en parte. La terraformación estaba mucho más cerca de sus funciones.
—¿El gobernador tenía en cuenta esa idea? —inquirió Fredda.
—No lo sé —contestó Devray—. No la rechazó de inmediato. Sé que también le rondaba la idea de eliminar todos los restrictores de alcance y dejar libres a los robots Nuevas Leyes.
—¿Por qué demonios haría una cosa así? —preguntó Kresh—. Si no fuera por los restrictores no quedaría un solo Nuevas Leyes en esta isla.
—No esté tan seguro —dijo Fredda—. Muchos robots Nuevas Leyes causan problemas, pero los que trabajan son muy eficientes. Muchos espaldas oxidadas trabajan de firme cuando les pagan un sueldo decente. Por cierto, Valhalla no es un rumor, sino un sitio real, y hay muchas buenas razones para que los Nuevas Leyes se dirijan allí.
Lo he visto con mis propios ojos.
—Usted parece saber mucho sobre espaldas oxidadas —masculló Devray—. ¿Y ha denunciado a esos robots que huyen a Valhalla, a los que ha visto con sus propios ojos? ¿Ha denunciado el paradero de Valhalla?
—No, no he comunicado esa información —respondió Fredda—. No sé dónde está Valhalla ni quiero saberlo, pero si quiere arrestarme por haber visto espaldas oxidadas, hágalo. Me sentía responsable de ellos. Los espaldas oxidadas son robots Nuevas Leyes fugitivos, y puesto que fui yo quien inventó los robots Nuevas Leyes, es natural que los investigara.
—Basta, los dos —intervino Kresh—. Ya está bien por el momento. Podemos examinar este asunto más tarde.
Ahora lo único que nos importa es que la recomendación de Devray al gobernador pudo dar a Caliban y Prospero un motivo, si estaban enterados. Pudieron tomar la decisión de matarlo para que él no los matara a ellos.
—Caliban no es un robot Nuevas Leyes.
—¡Por el infierno ardiente, lo sé mejor que nadie! —exclamó Kresh—. Pero tal vez decidió no correr el riesgo de ser pillado en una redada. O tal vez actuó por simpatía con la causa de sus hermanos Nuevas Leyes. Es un motivo verosímil, y ambos son sospechosos.
—Pero usted no puede afirmar que ellos lo hicieron. Muchos humanos pudieron...
—Dije que eran sospechosos, no los únicos sospechosos. Aunque estuviera convencido de que lo hicieron, y no lo estoy, no dejaré de investigar otras posibilidades, dado lo incierto de la situación. ¿Y si no fueron los robots?
¿Y si fueron humanos? ¿Cuál era su objetivo? ¿Lo han alcanzado con la muerte de Grieg, o nos espera algo más?
¿Es un golpe, o un mero magnicidio?
—¿Un golpe? Por los astros, no había pensado en ello —admitió Fredda.
—Yo no he pensado en otra cosa —dijo Kresh—. Pero debo decir que... con cada minuto que pasa es menos probable que fuera... que sea... un golpe. Si uno intenta derrocar un gobierno, no le da tiempo para recobrarse del primer puñetazo antes de asestar el segundo. A menos que algo haya fallado en sus planes. O a menos...;
demonios, esto es tremendo.
—¿Qué es tremendo? —preguntó Fredda.
—Supongamos que el anuncio de la muerte de Grieg sea la señal para dar el siguiente paso.
—Bien, existe esa posibilidad —convino Devray—. Dudo que los asesinos esperasen que el cuerpo se descubriera tan pronto..., o que usted lo descubriera. A fin de cuentas, configuraron la caja de imágenes para proyectar la simulación.
—Sí —dijo Fredda—. Tal vez los asesinos no esperaban que lo descubrieran hasta esta mañana. —Miró a Kresh y se encogió de hombros—. Tal vez se suponía que Tierlaw descubriría el cuerpo. A menos que Tierlaw lo haya hecho y planeara fingir que descubría el cuerpo esta mañana. Aunque Donald aseguró que sus monitores indicaban que Tierlaw decía la verdad.
—No confíe tanto en los sensores de Donald —repuso Kresh—. Un hombre bien adiestrado sería mejor que sus sensores..., o que cualquier sistema de detección de mentiras, a excepción de una sonda psíquica. Pero Tierlaw pudo haber sido víctima de una trampa, o un idiota útil.
—¿Cómo puede un idiota ser útil? —inquirió Fredda.
—Siendo más que inútil para la oposición. Tal vez la idea sea que nos concentremos en Tierlaw mientras los verdaderos culpables se escabullen, lo cual habla muy bien de ellos y supone un plan increíblemente complejo y frágil. Sospecho que los asesinos ignoran la existencia de Tierlaw, y que él dice la verdad. No tuvo nada que ver con el asesinato del gobernador y estaba dormido mientras ocurría. Pero no se preocupen, de todos modos lo retendremos e investigaremos.
—Si usted está en lo cierto, ¿cómo se debía descubrir el cadáver? —dijo Devray—. Los conspiradores 3ebieron de pensar en ello. ¿Qué esperaban?
—Bien —intervino Fredda—, todos los robots domésticos tenían órdenes de irse a un edificio externo la noche de la recepción. Dos alguaciles están interrogándolos ahora, pero dudo que les sonsaquen algo. Habrían regresado esta mañana..., a estas horas..., para retomar sus obligaciones normales.
—Conque se suponía que un robot descubriría que Grieg estaba muerto —dijo Kresh—. ¿Qué habría sucedido entonces?
Fredda reflexionó.
—Depende mucho de las órdenes preexistentes y contingentes del robot, claro, pero lo más probable es que se sintiera profundamente confuso. Solicitaría ayuda, intentaría resucitarlo, pediría refuerzos, requeriría un alerta de seguridad, quién sabe qué más.
—Medidas, todas ellas, acordes con las Tres Leyes, pero habrían sembrado el caos —dijo Kresh—. Si eso hubiera ocurrido, todos los policías que hubiese en un radio de doscientos kilómetros habrían acudido a la Residencia, chocando entre sí y tropezando con los periodistas y los dirigentes políticos que lograran llegar. Sólo el diablo sabe qué alboroto se habría armado. Y todo intento de revivir a Grieg sólo habría servido para eliminar pistas. El caos y la convulsión ideales para alguien que planeara un golpe.
—Quizás —admitió Devray—. Quizás. Aunque en su mayor parte se trata de conjeturas, es posible.
—Señor —dijo Donald—, si me permite intervenir, hay otros asuntos vitales a tener en cuenta antes de establecer posibles móviles para otros sospechosos hipotéticos.
—¿Qué otros asuntos?
—Está por ver la cuestión del arma.
—Diablos, el arma. Debo de estar haciéndome viejo.
—¿Qué ocurre con el arma? —preguntó Fredda.
—Hay lectores energéticos en cada entrada de este edificio —explicó Kresh—, y también lectores perimétricos. Nadie habría podido introducir un arma energética en este edificio sin que sonaran media docena de alarmas. ¿Cómo llegó el arma hasta aquí? ;Cómo salió?
—¿Habrá salido? —preguntó Devray—. ¿Por qué arriesgarse a pasar dos veces frente a los lectores? Podía activar una alarma al salir. Si yo realizara este trabajo, no correría el riesgo de introducir el arma de tapadillo. El edificio permaneció desocupado el tiempo suficiente para introducir cien pistolas energéticas. Yo ocultaría una pistola con un cartucho de potencia protegido y la dejaría en el edificio.
—Es una posibilidad —admitió Kresh.
—Permítame hacer una objeción a dicha posibilidad, comandante Devray —intervino Donald—. La curva de descarga de energía.
—¿Qué es eso? —quiso saber Fredda.
—Mediante el examen de las heridas del gobernador y los impactos energéticos en los robots, y la medición de la distancia, fue posible evaluar la potencia relativa de cada disparo, así como el nivel de carga del arma en cada uno de éstos. A medida que se gasta la carga, cada disparo es menos potente. Para esta arma en cuestión, la intensidad de los disparos decreció rápidamente con cada disparo, lo que indica una célula de escasa potencia. El patrón de descarga era muy diferente de las marcas y modelos corrientes de pistola energética.
—Y una célula de poca potencia sugiere un arma destinada al ocultamiento —puntualizó Kresh—. Un modelo personalizado. Y las armas personalizadas pueden rastrearse. Tienes razón, Donald. Es preciso investigar ese aspecto.
—Sí, señor. Creo que también debemos preguntarnos acerca del ataque contra Tonya Welton, y la subsiguiente llegada de los falsos agentes SCS. ¿Fue una distracción vinculada con el ataque? Y en tal caso, ¿a quiénes debía distraer, y de qué debía distraerlos?
—Además —acotó Kresh—, determinamos de inmediato que era falsa. ¿Por qué montar una maniobra de distracción que despertaría nuestras sospechas?
—Tal vez porque a esas alturas ya no importaba —respondió Devray—. Quizás aquello de que debía distraernos no era la muerte del gobernador. Y probablemente no estuviese destinado a distraerlos a ustedes.
—Huthwitz... —dijo Kresh—. ¿Sugiere usted que fue mera casualidad que asesinaran a Emoch Huthwitz la misma noche que a Grieg?
—Es posible. Tal vez el ataque contra Welton estuviera destinado a distraer a los rangers del ataque contra uno de los suyos.
—No acaba de convencerme —objetó Fredda—. Por lo que usted me ha dicho, el tal Huthwitz fue encontrado horas después de que lo mataran. Nadie advirtió su ausencia, y al parecer ningún ranger respondió al ataque contra Welton.
—Buenos argumentos —convino Kresh —; pero, además, la muerte de Huthwitz no tiene sentido como coincidencia.
—Las coincidencias nunca tienen sentido —dijo Fredda—. Suceden por azar, no por lógica.
—Sin embargo, hay un punto más allá del cual el azar es una explicación extremadamente débil. De hecho, siempre es una explicación débil.
—Bien, supongamos que Huthwitz fuera la distracción —sugirió Fredda—. Mientras ustedes examinaban el cadáver, alguien mataba al gobernador.
—Eso tampoco funciona —dijo Kresh—. Huthwitz murió horas antes que el gobernador. Nuestra estimación es que lo asesinaron antes de la agresión contra Tonya Welton. En cuanto al descubrimiento del cadáver como maniobra de distracción, pudimos haber dado con él varias horas antes, y cuando encontramos a Huthwitz, hacía una hora que el gobernador había muerto. Además, acabamos de convenir en que los conspiradores deseaban que el cadáver de Grieg fuera descubierto por la mañana, dentro de algunas horas.
—No olvide que fue la muerte de Huthwitz lo que le indujo a hablar con el gobernador —dijo Leving.
—Sí, pero nadie pudo haber previsto que me induciría a hacer comprobaciones, y el que descubriese el cuerpo no benefició a nadie —repuso Kresh—.
Al margen de eso, si el asesinato de Huthwitz fue una maniobra de distracción, no importaba mucho a quién mataran. Pero el comandante Devray prácticamente me ha dicho que alguien podría tener excelentes razones para matar a Huthwitz, y sólo a Huthwitz.
—¿Qué sugiere usted? —preguntó Fredda.
—Sugiero que los dos homicidios están relacionados, pero ignoro cómo. En este momento Donald es el único que tiene una teoría acerca de este crimen.
—Señor, me gustaría declarar que es mucho más que una teoría. Tengo los medios, el móvil y la ocasión. Y tengo a dos sospechosos.
—Donald, tú quieres que sean culpables —intervino Fredda—. Si mataron a Grieg, confirmaría tus mayores temores acerca de los robots Nuevas Leyes. Pero yo no soy policía, y puedo ver todas las lagunas de tus argumentos. Convengo con el sheriff Kresh en que parece extremadamente improbable que el homicidio de Grieg no estuviera relacionado con todo lo que sucedió anoche. ¿Cómo pudieron Caliban y Prospero haber matado a Huthwitz... y por qué lo harían? ¿Cómo y por qué organizaron el ataque contra Tonya y la intervención de los falsos agentes que se llevaron a los atacantes?
—Todavía no puedo responder a esas preguntas, doctora Leving. Y a pesar de sus objeciones, son los únicos sospechosos que tenemos.
—De acuerdo —dijo Kresh—. Necesitamos arrestarlos, pero también debemos tratar de hallar otros sospechosos. Tendremos que examinar los registros de acceso y obtener todas las imágenes de vídeo proyectadas por las empresas de noticias. Habrá que examinarlas cuadro a cuadro, para ver si localizamos algo o a alguien que no debería estar allí.
—Yo puedo encargarme de eso, sheriff —dijo Donald.
—Bien. —Kresh echó otro vistazo al reloj de pared. El tiempo avanzaba deprisa—. Debo redactar una declaración. Hemos esperado demasiado. Las cosas no se pondrán peor que ahora. He de notificar la noticia al gobierno y luego hacerla pública. —Se levantó, se frotó la cara con una mano, fatigado, y se pasó los dedos gruesos y rechonchos por el cabello blanco—. Es hora de avisar al mundo que Chanto Grieg ha muerto.
Capítulo 9
Ottley Bissal recorrió las calles de Limbo procurando pasar inadvertido, ansiando desaparecer en medio del ajetreo matinal, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que nadie lo observaba. Era el último tramo del viaje, y estaba cerca, muy cerca. Había aparcado el aeromóvil en un linde de la ciudad y desde allí había caminado hacia los sectores más céntricos.
Limbo era un clásico producto circunstancial, y crecía por brincos, pisándose los pies mientras procuraba mantener su papel como sede mundial del equipo de terraformación. Había técnicos, diseñadores, científicos y obreros de la construcción por todas partes, así como robots Nuevas Leyes correteando con encargos urgentes y equipos de investigación y obreros especializados yendo y viniendo desde todos los puntos cardinales.
Era muy difícil encontrar alojamiento en la ciudad, y la construcción de nuevos edificios siempre constituía una prioridad secundaria frente a los demás proyectos vitales. El número de notables que había asistido a la recepción en la Residencia no hacía más que empeorar las cosas.
Pero Bissal no tenía por qué preocuparse. Habían cuidado de él, le habían buscado un lugar donde alojarse hasta que todo hubiera terminado. Seguro de que nadie le seguía, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a un viejo almacén que se hallaba en un sector menos congestionado.
Tal como le habían indicado, apoyó la mano en el panel de seguridad de la puerta. Tras serle leídas las huellas dactilares, la puerta se abrió.
Entró, y la puerta se cerró. Era un laboratorio de espaldas oxidadas, con todo el material propio de él. Una parte de la estancia, no obstante, estaba equipada como un acogedor apartamento, con una cama, una minicocina, un refrescador y una buena provisión de comida y agua. Ahora sólo tenía que permanecer oculto allí hasta que lo llamaran, o hasta que alguien viniera a buscarlo cuando las cosas se hubieran calmado.
Bissal estaba agotado, pero también tenía hambre, y estaba demasiado excitado para dormir. Un rápido bocado le daría la oportunidad de relajarse antes de acostarse. Entró en la minicocina y buscó algo para comer.
«Es bueno estar a salvo —pensó mientras abría una lata y se sentaba a dar cuenta de su contenido—. Muy bueno.»
—Perdón, señor, pero hay una llamada urgente para usted.
—¿Qué? ¿Cómo? —Shelabas Quellam, presidente del Consejo Legislativo, aún no había despertado del todo.
Se sentó en la cama, pestañeó y, mirando a su robot personal, añadió—: ¿Qué sucede, Keflin?
—Una llamada, señor —respondió el robot—. Parece muy urgente, y viene por un canal oficial.
—Cielos. Bien, será mejor que atienda de inmediato.
—Sí, señor.
Apareció un segundo robot, con una unidad portátil de comunicaciones, que sostuvo la unidad en una mano mientras la activaba con la otra. Quellam miró la pantalla y vio que era ese sheriff. ¿Klesh? ¿Klersh? Algo por el estilo. En cualquier caso, tenía pésimo aspecto, lo que no era de extrañar, a aquellas horas. Pero ¿de qué demonios se trataba?
—Buenas noches, sheriff. Mejor dicho, buenos días. ¿En qué puedo servirle?
—Le pido perdón por llamar a esta hora, señor —dijo Kresh—, pero tengo pésimas noticias. Han asesinado al gobernador.
«Han asesinado al gobernador.» Más tarde Shelabas tuvo la impresión de que el sheriff había dicho algo más que eso, incluso recordó haber seguido los consejos que Kresh le ofreció en el momento, pero no recordaba haber oído ninguno de ellos.
Estaba demasiado concentrado en contener su euforia mientras fingía lamentar la muerte de Grieg. Era una lástima que hubieran liquidado al pobre diablo, pero Shelabas Quellam no se hacía ilusiones; sabía lo que la gente pensaba de él y lo que Grieg había pensado de él. Grieg nunca lo había respetado, a pesar de nombrarlo su sucesor.
Pero ahora, por fin, él, Shelabas Quellam, sería gobernador.
Ahora, por fin, el mundo sabría que Shelabas Quellam era digno de ser tomado en serio.
El sheriff Alvar Kresh estaba a solas frente a la cámara robot del estudio de teledifusión de la Residencia.
Justen Devray se encontraba a su lado, pero eso no importaba. Alvar estaba a solas, más a solas que nunca. Aun mientras hablaba, sabía que las palabras que dijera serían la imagen que el mundo recordaría. Si alguien hablaba de Alvar Kresh al cabo de veinte años, sería para referirse a su semblante ante la cámara, ojeroso y agotado, pronunciando palabras que no quería pronunciar, hablando a un mundo que no quería oírlas.
No muchos estarían despiertos para oírlas a esas horas. Pocos sintonizarían los canales de noticias. Algunas cadenas ni siquiera transmitirían el anuncio en directo. Pero todos lo verían pronto. Unas personas llamarían a otras, pedirían la grabación, escucharían las palabras una y otra vez, todo el día, toda la semana, todo el mes.
Sólo un puñado de personas lo oirían en ese momento, pero todos en ese mundo —y en otros mundos, incluso quienes aún no habían nacido— oirían sus palabras tarde o temprano.
Era extraño pensar en eso cuando su único público consistía en Justen Devray y un operador robot.
—Gente de Inferno, buenos días. Lamento profundamente hacer el siguiente anuncio —dijo Kresh—. Aproximadamente a las dos de esta madrugada, yo, el sheriff Alvar Kresh, descubrí el cuerpo del gobernador Chanto Grieg en la Residencia de Invierno. Le habían disparado a quemarropa en el pecho con una pistola energética, pero ignoramos quién lo hizo y por qué. Solicité de inmediato un equipo de investigadores del Departamento del Sheriff. Luego obtuve la asistencia del comandante Devray del cuerpo de rangers del gobernador, y acordonamos la Residencia de Invierno como escena del crimen. He notificado a Shelabas Quellam, presidente del Consejo Legislativo.
»El legislador Quellam, el comandante Devray y yo estamos decididos a encontrar a los culpables de este crimen y a asegurar la estabilidad de nuestro gobierno durante este período de crisis. Comprendo que he omitido muchas cosas, pero en este momento no puedo añadir demasiados detalles que sean útiles o confiables. Desde luego, brindaremos cuanto antes toda la información posible, en conformidad con los requerimientos de una investigación exhaustiva.
Kresh hizo una pausa, miró sus notas, miró la cámara. Era todo lo que había anotado, pero parecía adecuado añadir algo.
—Esta noticia es terrible para todos nosotros, y constituye la conmoción más profunda que ha sufrido nuestro pueblo. Aunque rara vez estuve de acuerdo con Chanto Grieg, siempre lo respeté. Era un hombre con visión de futuro, y avizoraba los peligros y promesas del porvenir. No olvidemos esa visión, ni permitamos que haya muerto por cosas que no estaban destinadas a concretarse. Pido a todos ustedes fortaleza y resistencia en los días venideros, y les doy las gracias. Buenos días, y buena suerte para todos nosotros.
Gubber Anshaw, el célebre teórico de la robótica, inició las fases de su rutina diaria. Había ocasiones en que trabajaba hasta muy tarde y otras en que se levantaba de madrugada y se acostaba poco después del anochecer.
Gubber había inventado el cerebro gravitónico que posibilitaba la existencia de los robots Nuevas Leyes, y siempre estaba consagrado al estudio de su funcionamiento. Quería encontrar maneras de volverlos más eficientes, más productivos, y para ello necesitaba verlos en funcionamiento, lo que a la vez le imponía horarios irregulares.
Había cierto placer en conocer todas las horas del día. Pocos hombres veían tantos amaneceres y ocasos, tantas estrellas nocturnas, como Gubber Anshaw. Pero la noticia hizo que esa mañana el alba no le causara placer.
Estaba en el solario, dispuesto a tomar el desayuno que le servía su robot personal, cuando oyó el primer informe. Corrió al dormitorio para despertar a Tonya.
Tonya. Tonya Welton. Aun en ese momento de horror y pánico, una parte de él se detuvo para maravillarse ante el hecho de que esa bella, severa y tenaz dirigente colona lo amara a él, viviera con él, un afable diseñador de robots. No existían muchas parejas de espaciales y colonos en el universo, y había buenas razones para ello. No era fácil convivir con Tonya, pero siempre era interesante, y valía la pena.
—¡Tonya! —Gubber le sacudió el hombro—. ¡Tonya! ¡Despierta!
—¿Qué? —Tonya se incorporó en la cama, bostezando—. Gubber, ¿qué sucede?
—¡Grieg! ¡Han asesinado al gobernador Grieg!
—¿Qué?
—Lo han matado. El sheriff Kresh acaba de anunciarlo hace sólo unos minutos. Todavía no hay detalles...
¡pero Grieg ha muerto!
—Por las llamas del infierno —exclamó Tonya, asombrada—. Anoche le vi, hablé con él... y ahora está muerto.
—Así es —confirmó Gubber.
—¿Se sabe quién fue el autor?
—No lo creo. Dijeron que aún estaban investigando. Pero no informarán de nada por un tiempo, ocurra lo que ocurra.
Tonya se le acercó y ambos se abrazaron con fuerza.
—Esto huele muy mal, Gubber —murmuró ella, y dejó escapar un suspiro—. Habrá problemas para todos.
—Sí, sí.
—Pero ¿quién lo hizo? —Tonya se apartó un poco para mirar a Gubber a la cara—. ¿Algún lunático? ¿Fue una conspiración? ¿A quién podía interesar su muerte?
Gubber sacudió la cabeza y, tras reflexionar por unos segundos, respondió:
—No lo sé. —Intentaba calmarse y ser racional—. No tiene importancia. De todos modos será un caos. Toda clase de gente tratará de sacar partido de esta muerte. Si quien lo mató no trataba de adueñarse del poder, entonces alguien más intentará hacerlo ahora que ha muerto.
Tonya Welton asintió con expresión aturdida y confusa.
—Sin duda tienes razón —musitó.
—Tal vez sería mejor que nos largásemos del planeta —dijo Gubber—. Habrá muchos problemas.
—No —replicó Tonya. Adoptó una expresión severa y firme—. No podemos. Yo no puedo. Estoy aquí para liderar a los colonos de Inferno, no para escapar y abandonarlos cuando surgen inconvenientes. —Miró a Gubber a los ojos, pero parecía mirar a través de él—. Oh, no.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gubber, cogiéndola por los hombros, tratando de atraer su atención—. Tonya, ¿qué sucede?
—El incidente de anoche. Te hablé de ello cuando legué. Los dos hombres que riñeron conmigo y fueron arrestados por falsos agentes.
—Sí, ¿qué hay con eso?
—¿No lo entiendes? Kresh supondrá, tendrá que suponer, que el ataque contra mí formó parte de la conspiración. Una maniobra de distracción o algo parecido, que se organizó por algún motivo relacionado con el asesinato de Grieg.
Gubber comprendió, y estrechó a Tonya entre sus brazos. Supo al instante que sería imposible convencerla de que se marcharan, y también que los rangers o el Departamento del Sheriff se lo impedirían aunque lo intentara. Sí, comprendía, y mucho más de lo que ella decía. Kresh daría por sentado que el ataque contra ella había sido un montaje para facilitar el homicidio de Grieg. También supondría que Tonya era una de las personas que habían contribuido a organizarlo.
Pero mucho peor era lo que afectaba el corazón de Gubber. La parte que sabía cuán terca y vigorosa podía ser Tonya, que nunca rehuía la acción necesaria. Ella y Grieg jamás habían estado de acuerdo. Además, Tonya y él habían sido sospechosos en el caso de Caliban. Y Tonya Welton era buena actriz. Siempre podía convencer a Gubber de lo que fuese.
No importaba que Kresh sospechase que Tonya era cómplice del homicidio del gobernador. Lo peor era que esa sospecha podía ser justificada.
La capitán Cinta Melloy, del Servicio Colono de Seguridad, estaba furiosa, y cuando Cinta Melloy se enfurecía, era improbable que quienes la rodeaban encontraran paz y sosiego. En cualquier caso, Kresh no tenía mucha paz ni sosiego.
Ella se apoyaba en el improvisado escritorio de Kresh en el centro de mando. «Estoy metiéndome en tu territorio —indicaba su postura—. Me has hecho una jugarreta, y tengo que imponerme para asegurarme de que me respetarás en el futuro.»
—¿Por qué demonios tuve que enterarme de la muerte del gobernador por las noticias de la mañana? —preguntó.
«Porque sospechábamos que formabas parte del complot, y todavía lo sospechamos», pensó Kresh. Por supuesto, no podía decirle eso a Melloy. Tarde o temprano ella pensaría en esa explicación, si ya no se le había ocurrido. Si optaba por hacer algo al respecto, habría un tremendo problema.
Por el momento, sin embargo, Kresh resistió la tentación de pagarle a Cinta con la misma moneda. No se conseguía nada con enfrentamientos.
—Es un asunto espacial, Cinta, así de simple —dijo Kresh con su tono más diplomático—. Un ciudadano espacial fue asesinado en territorio espacial. Acepto que quizá debimos comunicarnos con usted por cortesía, pero nada nos obligaba a hacerlo y, para ser sincero, teníamos otras cosas en mente aparte del protocolo.
—¿No se les ocurrió que mi SCS tiene jurisdicción sobre toda esta condenada isla, además de la Residencia? —preguntó Melloy—. ¿No se les pasó por la cabeza que podían necesitar mi ayuda? ¿No pensaron que quizá decidiera despedirlos?
«Sí, y decidí correr el riesgo», pensó Kresh, pero dijo:
—Cinta, aceptaremos toda la ayuda que podamos recibir. Le aseguro que no hubo intención de ofenderla. —«Sólo de mantenerte aislada, y de asegurarme de que no dirigieras la investigación»—. Fue un desliz en una situación de crisis, no una desconsideración deliberada —mintió Kresh, con tono de preocupación y expresión solemne—. Nuestro jefe de estado fue asesinado hace ocho horas. La mayoría de mi gente todavía está conmocionada. Tanto como yo. Con el debido respeto, dadas las circunstancias, comunicarse con usted no era la prioridad de nadie. Lo lamento.
Melloy apartó las manos del escritorio y se irguió, un poco más serena, pero para nada satisfecha.
—No sé si creerle. Tratándose de usted, la explicación parece demasiado razonable, Kresh.
—Sea como fuere, Cinta, su ayuda nos será de gran utilidad —dijo Kresh, procurando desviar la conversación.
«Es decir, tu ayuda nos será de utilidad ahora que estamos seguros de que no puedes perjudicarnos adueñándote de la investigación»—. Se han producido muchos arrestos en el centro de transporte de Purgatorio. La gente de los aeromóviles de largo recorrido que desviamos desde Hades y otras localidades del continente puede causarnos algunos problemas. Por el momento mantenemos el espacio aéreo cerrado, y es probable que las cosas se descontrolen un poco.
Era inusitado que una localidad del tamaño de Limbo tuviera un gran centro de transporte, pero Purgatorio se encontraba a suficiente distancia del continente como para estar fuera del alcance seguro de un aeromóvil privado.
El ciudadano medio tenía que recurrir al transporte aéreo público o a aeromóviles especiales de largo recorrido para efectuar el viaje.
—¿Cuánto tiempo podemos mantener cerrado el centro de transporte? —preguntó Melloy.
—No mucho más —admitió Kresh, a quien no le pasó inadvertido que Melloy había empleado el plural. Al menos eso era una buena señal—. De hecho, pensándolo bien, no tenía la autoridad para cerrarlo. Supongo que actué por reflejo. Lo primero en que pensé. —Al menos eso era verdad. Una verdad de vez en cuando hacía que la mentira pareciera más verosímil—. La ciudad de Limbo y el espacio aéreo de la isla están en la jurisdicción de usted. Tendrá que decidir cuándo levantar las restricciones.
«En otras palabras —pensó—, he armado un embrollo y dejaré que tú lo resuelvas.»
—Al diablo con la jurisdicción —dijo Melloy, aunque no parecía muy sincera. ¿Cómo podía serlo, cuando había librado tantas batallas ante la más leve amenaza a su territorio?—. ¿Qué está buscando? ¿Qué clase de persona se supone que es?
—Todavía no estoy buscando a nadie —respondió Kresh. «Al menos, a nadie de quien piense hablarte.»
Tierlaw Verick había identificado a Caliban y Prospero como los últimos que habían visto con vida al gobernador, y aún estaban libres, pero Kresh no deseaba que algún exaltado del SCS los derritiera de un pistoletazo. Kresh conocía demasiadas historias sobre sospechosos problemáticos a los que el SCS había acallado por «accidente».
Kresh recelaba de la actitud cooperativa de Cinta. En cualquier otra persona, su conducta habría evidenciado una grave hostilidad. Tratándose de Cinta Melloy, era demasiado amistosa.
—Si no está buscando a alguien, ¿por qué arresta gente? —preguntó Cinta.
—Ante todo, busco nombres y domicilios, identificaciones; algo que podamos comparar con una lista de todas las personas que anoche estaban aquí o en las inmediaciones. Me gustaría que declarasen qué hicieron anoche..., y quisiera tener una lista de las que no pueden hacerlo.
—No es fácil.
—El caso al que debemos enfrentarnos tampoco lo es —replicó Kresh—. ¿Imagina las consecuencias si no lo resolvemos?
Kresh esperaba que Cinta advirtiese que también él había empleado el plural. No sabía si ella le ofrecía su cooperación con sinceridad, pero estaba decidido a conformarla en todo lo posible, mientras eso le permitiera alejarla de las zonas más delicadas de la investigación.
Enredar a la gente de Melloy en un papeleo aburrido y agobiante, aunque esencial, tal vez no estuviera nada mal, pero no había por qué ser explícito al respecto.
—¿Pueden sus agentes encargarse de esas identificaciones y entrevistas? Tengo equipos de alguaciles que llegarán de un momento a otro. Planeaba asignarles la tarea de fotografiar y entrevistar a los detenidos en el aeropuerto, pero cuantas más personas tengamos ocupadas en ello, más rápido se hará. En fin de cuentas, es su jurisdicción, Melloy. Tal vez sea inteligente que su gente esté en el lugar.
Cinta se sentó y, sin apartar los ojos de Kresh, dijo con voz mesurada y cauta:
—Nos encantaría ayudar.
—Bien. —Kresh estaba orgulloso de haber pensado en usar al SCS para las tareas más aburridas. En cualquier caso, interrogar a la gente del centro de transporte no era un trabajo que se hubiese inventado, pues era verdad que necesitaba saber quién intentaba marcharse de la isla—. Es muy probable que alguien del centro de transporte haya asistido a la recepción y viera u oyera algo, tal vez sin reparar en ello siquiera. No me sorprendería que el culpable estuviese allí, con el resto de los pasajeros.
—Eso indicaría un trabajo bastante chapucero —dijo Cinta—. Claro que el asesino querría irse de la isla, pero ¿no habría encontrado un modo de huir sin riesgo de que lo pillaran? Demonios, para escapar de esta isla sólo hay que disfrazarse de espalda oxidada. Esa burda broma sobre los espaldas oxidadas irritó a Kresh, pero no se permitió demostrarlo.
—Tiene razón... aunque el asesino, o los asesinos, no esperaban que descubriéramos tan pronto a Grieg. Se tomaron cierto trabajo para asegurarse de que no fuera así. Si hubiéramos descubierto el cadáver por la mañana, el culpable ya se habría ido de aquí con tiempo de sobra. Dada la situación, es posible que hayamos cerrado el sistema de tráfico antes de que lograse escapar.
—Pero ¿de qué sirve que el culpable esté allí si usted no conoce su identidad?
—De mucho, tal vez. Quizá tengamos suerte y el asesino cometa un desliz o sea presa del pánico. Pero aunque no se delate y logre escurrírsenos entre los dedos, tener una foto, un nombre y un domicilio, aun si son falsos, puede resultar útil más tarde.
—Mmm. Sí. El asesino podría ser el único con un nombre falso. Es probable... ¿Cree que surgirá algún problema con la gente del centro de transporte?
—Bien, los infernales no están acostumbrados a que les digan adónde les está permitido ir. Pueden enfadarse un poco. Necesitaremos toda la ayuda posible en materia de control de multitudes y operaciones de patrullaje aéreo para mantener las cosas bajo control.
—¿Tiene pensado algo para mi gente en todo esto, además de emplearla para tráfico y control de multitudes?
—preguntó Melloy con tono socarrón.
—Desde luego —mintió Kresh. Una vez que se asegurara de que ella no era cómplice de la conspiración, tal vez asignase a su gente una tarea más difícil. Pero todavía no—. Necesito que sus agentes participen en cada fase de esta operación. —«Así los tendré donde mi gente pueda vigilarlos»—. Sin embargo, en este momento debemos vérnoslas con varios cientos de personas en los centros de transporte, tal vez un par de miles. Necesitaremos ayuda para ficharlas. No puedo decirle qué más haremos porque todavía no lo sé.
Cinta dejó escapar un gruñido y se cruzó de brazos.
—Sólo cerciórese de mantenerme al corriente. No quiero más sorpresas, ¿de acuerdo?
—Desde luego —dijo Kresh, que no tenía la menor intención de cumplir con su palabra. Devray al fin le había pasado los datos que el ranger Resato había obtenido sobre Huthwitz. Planeaba acallarlos por un tiempo. El único ranger a quien habían matado mientras custodiaba al gobernador (el ranger cuyo nombre Cinta Melloy conocía sin que se lo dijeran) estaba implicado en el contrabando de espaldas oxidadas, una actividad a la que el gobernador deseaba poner fin. Era demasiada coincidencia. Tenía que existir una conexión.
Pero ¿cuándo había tenido la oportunidad de tratar con Huthwitz? De pronto Kresh comprendió cuán agotado estaba. Ya no tenía ni idea de la hora, ni de cuánto hacía que estaba despierto. Quería seguir trabajando, pero sabía que sería un error. Ese caso necesitaba un jefe de investigaciones que pensara con lucidez, no un tonto jugando a ser héroe.
—Mire, Cinta —dijo—, estoy a punto de caer muerto ante mi escritorio. Necesito encontrar una cama para descansar. ¿Podemos reunirnos un poco más tarde, cuando esté despierto?
Cinta asintió.
—Desde luego. Se ha pasado la noche en vela. Sin embargo, hay otra cosa, algo que me resulta increíblemente sospechoso, pero que no parece llamar la atención de nadie más.
—¿De qué se trata?
—La casa vacía. Grieg estaba solo en este... palacio. ¿No le resulta extraño que no hubiese nadie más?
—El tal Tierlaw Verick estaba aquí. Pero no hay nada insólito en que sólo hubiera una persona en la casa. Lo insólito es que Verick pasara la noche aquí.
—A ver si lo entiendo bien. Aparte de Verick, el gobernador y el asesino... ¿no había nadie más en la casa?
¿En una casa tan grande? ¿No había otros humanos? ¿Sólo robots?
—Así es —respondió Kresh, un poco desconcertado—. ¿Adónde quiere llegar?
—Quiero llegar a que anoche no se conseguía una sola habitación en Limbo. La ciudad estaba de bote en bote..., pero la enorme Residencia de Grieg permanece abierta justamente la noche en que él quiere oficiar de anfitrión. Si eso sucediera en Baleyworld y el anfitrión apareciese muerto, yo sospecharía muchísimo. Pensaría que alguien decidió mantener la casa vacía para que los asesinos actuaran a su antojo.
Kresh frunció el entrecejo.
—No había pensado en ello, se lo confieso. Compartir su hogar, ceder a otro parte de su territorio, es algo muy dificultoso e inusitado para un espacial. Valoramos muchísimo nuestra intimidad. Tal vez en exceso. Supongo que parece extraño desde el punto de vista colono, pero no para un espacial. Invitamos a cenar, cuidamos de nuestros huéspedes si están lastimados o enfermos, rescatamos a la gente que se encuentra en peligro, defendemos sus derechos civiles al máximo. Incluso le buscamos alojamiento para que pase la noche... en un lugar que no sea nuestra casa.
—Mmm. Hay conductas espaciales a las que nunca me acostumbraré. Sin duda usted tiene razón, pero me resulta sumamente extraño.
—Bien, no estará de más investigar ese detalle. Quizás usted tenga razón. Quizá Grieg estaba acostumbrado a una casa llena de gente y anoche fue la excepción.
—¿Le molesta que emplee a gente de tráfico para investigar este aspecto? —preguntó Cinta.
Kresh titubeó. Estaba atrapado. Ella lo había hecho caer en la trampa. Lo último que él quería era dejarle elegir la parte de la investigación que ella deseaba dirigir. Ese detalle podía ser exactamente el que necesitaba para enturbiar las cosas y protegerse. Kresh no imaginaba qué podía importar la cantidad de gente que durmiera en la casa, pero eso no venía al caso. El problema era que no veía la manera de negarse sin declarar abiertamente que no se fiaba de ella. Y estaba demasiado cansado para hacer frente al trastorno que eso significaría.
—No, Cinta —respondió—. Adelante, hágalo. Mientras pronunciaba estas palabras Kresh se preguntó si no acababa de cometer el primer gran error en aquella investigación.
Capítulo 10
Fredda Leving señaló a otro huésped y lo vio desaparecer. Por extraño que fuese aquel juego, era preciso jugarlo. Se restregó los ojos y suspiró.
—Es todo lo que pude obtener en esta proyección. Pásalo de nuevo, Donald. Veamos de nuevo esa secuencia.
Las imágenes tridimensionales del integrador regresaron al principio y volvieron a comenzar. Fredda observó a los huéspedes entrar en la Residencia. A esas alturas faltaba más de la mitad de la gente que había asistido a la fiesta. Cada vez que Fredda, Donald o el ordenador lograban identificar a una persona, podían eliminar su imagen de la secuencia del integrador correspondiente a esa velada.
El integrador de imágenes era una máquina de fabricación colona, un pariente cercano del globo simulador, diseñada para recibir toda clase de imágenes visuales y combinarlas en un todo de tres dimensiones. Cuatro dimensiones, si se contaba el tiempo.
Y cuantas más personas faltaran en sus imágenes, tanto mejor. Necesitaban saber si en la recepción había alguien que no debía estar allí. ¿Qué mejor modo de hacerlo que eliminar a los que sí debían estar?
Era una lástima que el sistema de registro de acceso de los colonos no fuese útil en esas circunstancias.
Podía grabar automáticamente las idas y venidas de cada persona e identificarla por su lista de accesos autorizados, pero esos sistemas estaban diseñados para operar en ámbitos más ordenados que una recepción multitudinaria. Incluso el sofisticado grabador de acceso que se empleaba en la residencia parecía abrumado por el caudal de personas. Demasiada gente, demasiados forasteros, demasiadas personas entrando a demasiada velocidad.
Habían alimentado el integrador con todos los datos: los planos arquitectónicos de la Residencia, todos los vídeos de noticias e imágenes tridimensionales tomadas la noche del atentado, detalladas imágenes fijas bidimensionales y tridimensionales del interior y el exterior de la Residencia, fotos fijas de todos los huéspedes, y cualquier otra información que Donald hubiera podido reunir.
El simulador integrador lo había engullido todo, y utilizaba el volumen de datos para generar el modelo informático que Fredda y Donald estaban mirando desde hacía largo rato. El integrador podía reproducir cualquier imagen del interior o el exterior de la Residencia, en cualquier escala, tal como se veía desde cualquier punto en un lapso de treinta y dos horas, el período que investigaban. Podía proyectar las imágenes hacia adelante o hacia atrás a cualquier velocidad, o congeladas en el momento que quisieran.
Podía rellenar los blancos de una imagen tomando elementos de otra. Por ejemplo, si veía que determinado hombre llevaba pantalones azules y zapatos rojos en una toma frontal de cuerpo entero, pero notaba que tenía un punto oculto en una toma desde atrás donde las piernas estaban tapadas, podía añadir ambos datos al banco de imágenes completas del individuo; con suficiente información, el integrador podía presentar al hombre en cualquier momento, desde cualquier ángulo, o sustraerlo de la escena y permitir ver a la mujer que estaba detrás de él y que en realidad había permanecido oculta a las cámaras, generando una visión de ella a partir de su banco de imágenes. El integrador no podía mostrar aquello que la mujer había hecho mientras estaba oculta, pero al menos mostraba dónde se encontraba.
En verdad, gran parte de lo que mostraba el integrador era conjetural. No todos los aspectos de la recepción estaban registrados. Había muchos momentos y lugares que la cámara no había captado, lo que obligaba al operador a realizar conjeturas. Y las conjeturas generaban preguntas. ¿Qué hacían todos cuando no estaban a la vista? Esa pregunta provocaba paranoia. El sujeto X abandonaba la habitación A y aparecía cuarenta segundos después en la habitación B, sin imágenes de vídeo de lo que había sucedido entretanto en el pasillo. ¿X había seguido una línea recta, como parecía razonable, o había cometido un acto delictivo en el momento en que estaba fuera del alcance de la cámara? ¿Eran esos cuarenta segundos una demora injustificada, o sencillamente el tiempo que se necesitaba para cubrir ese trayecto? ¿La demora era causada por una parte demoníaca del complot, por una necesidad natural, o era sólo una pausa para alejarse de la multitud?
Y ¿era propio de paranoicos hacerse esas preguntas? AL fin y al cabo, alguien que se encontraba entre aquella multitud había matado a Chanto Grieg. Varias personas estaban implicadas. En algún momento de la velada alguien tenía que haber hecho algo que no deseaba que se viera, y presuntamente había tomado el recaudo de evitar que la cámara lo registrase. En medio de alguna de todas aquellas demoras explicables por inocentes visitas al refrescador o encuentros fortuitos en los pasillos, se ocultaban los actos que conducían al homicidio.
Pero ¿dónde? ¿Dónde, en medio de la multitud que asistía a la fiesta, estaban los actos culpables? El mejor modo de averiguarlo parecía consistir en eliminar todos los actos inocentes y examinar lo que quedaba.
Y allí estaban, borrando las imágenes de los inocentes con la esperanza de no dejar nada a excepción del culpable.
Se trataba de un trabajo engorroso, pues las imágenes del integrador no eran infalibles, ni siquiera del todo realistas. Si las imágenes de una cámara emplazada en un pasillo mostraban a un hombre entrando en una habitación donde no había cámara, el integrador no tenía manera de saber qué hacía ese hombre. En ausencia de instrucciones del operador, el simulacro del hombre que estaba en la habitación permanecía en el centro de ésta, como un muñeco inmóvil, hasta que las cámaras del pasillo detectaban su regreso al pasillo. Entonces el simulacro se desplazaba rígidamente hacia la puerta, confundiéndose con imágenes reales cuando el hombre volvía a entrar en el campo de la cámara.
Aún más extraña era la gente mutilada que aparecía aquí y allá: brazos, piernas o torsos vistos a medias que el integrador no podía asociar con una persona específica. No los excluía hasta que se lo ordenaban.
La mitad de las imágenes que Fredda estaba viendo eran, al menos en parte, imaginarias. Al integrador eso no le importaba. Con los datos apropiados se contentaba con presentar imágenes hipotéticas o totalmente falsas.
Se le podía ordenar que presentara varias versiones de los hechos, proyectando todas las probabilidades acerca de quiénes iban a qué lugares cuando la cámara no registraba sus movimientos. Incluso las imágenes hipotéticas eran útiles para descartar posibilidades.
A esas alturas, con más de la mitad de los huéspedes desechados, las imágenes eran cada vez más surrealistas.
La gente hablaba con interlocutores que ya no estaban. La multitud se reducía a parejas o tríos aislados.
Los ordenadores y robots deberían haber podido realizar aquella tarea, pero no había ninguno lo bastante bueno para reconocer patrones, para ver el todo cuando sólo miraba una parte. Ni siquiera sus miles de años de desarrollo eran comparables con los miles de millones de años de la evolución humana. Por ello Fredda compartía esa tarea con Donald. Ella podía ver un fragmento de barbilla, o un perfil fugaz y borroso, y distinguir que era la misma cara que había visto veinte minutos antes, permitiendo al integrador conectar dos secuencias de imágenes como correspondientes a la misma persona. Más aún, Fredda conocía a muchos de los asistentes y podía identificar rostros borrosos que el integrador era incapaz de cotejar con su archivo de imágenes fijas.
Resultaba extraño verlo todo de aquella manera, desde un ángulo propio de un dios, pero era un modo muy útil de clasificar los movimientos de cada persona. Más extraño aún era ver su propia imagen y eliminarla, ver a Alvar Kresh y hacerlo desaparecer. Le hacía dudar de la realidad del sheriff, y de la suya propia. Se preguntó por un instante si debía hacer desaparecer a Alvar. Después de todo, él había hallado el cadáver, lo cual era en sí mismo sospechoso. Donald estaba cerca de él en ese momento, y Kresh no había permanecido mucho tiempo a solas en la habitación de Grieg, pero quizás hubiera estado el tiempo suficiente. Además, parecía que Grieg no había opuesto resistencia, con lo cual podía interpretarse que había sido asesinado por alguien a quien conocía.
Parecía absurdo, pero alguien había matado a Grieg, y a partir de ahora el resto del universo sólo contaba con la palabra de Kresh para creer su versión de los hechos.
No. Imposible que fuese Kresh. Podía ser terco e irritante, pero no había hombre más honorable en todo el planeta. Era absurdo sospechar de una persona como él. Ella lo conocía muy bien para creer semejante cosa. Era reacia a admitirlo, pero le gustaba demasiado como para incluirlo entre los presuntos implicados.
Fredda miró de soslayo a Donald, que permanecía sentado con actitud impasible ante el panel de control del integrador. ¿Esos pensamientos inquietos y turbadores también pasaban por su mente? ¿Lo desconcertaban esas imágenes descabelladas e ilusorias? Fredda debería saberlo, pues había diseñado su cerebro y su mente, pero en este momento eso no significaba nada. El robot bajo y azul celeste parecía impávido..., pero ¿qué acechaba bajo la superficie? ¿Poseía inteligencia suficiente para tener dudas, para advertir que el universo no era el lugar ordenado y estructurado que parecían sugerir las Tres Leyes? Se trataba de un robot policía, y como tal sabía muy bien de qué locuras eran capaces los humanos.
—¿Quién crees que lo hizo, Donald? —le preguntó ella impulsivamente—. ¿Quién mató a Chanto Grieg?
Donald estaba mirando las imágenes, pero se volvió hacia Fredda y la miró con expresión inescrutable durante diez segundos.
—Me resulta imposible decirlo —respondió—. Contamos con mucha información, pero pocos datos parecen ser útiles. Como primer paso hacia la verdad, debemos prescindir de la información inservible.
—Tú estás más familiarizado que nadie con el caso y sé que sospechas de Caliban y Prospero, pero olvídate por un momento de ellos y dime cuál es tu principal sospechoso humano.
Donald movió la cabeza en una imitación del gesto humano de negación.
—Me temo que no tengo ni puedo tener una opinión acerca de eso. Antes de llegar al quién, tendría que abordar el porqué, la cuestión del motivo. Y soy incapaz de imaginar que alguien deseara la... la muerte de un ser humano. He visto la muerte, he analizado pruebas de homicidio, y en consecuencia sé que existen motivos para éste, pero aunque sé que estas cosas son reales, no puedo imaginarlas.
—Mmm. Es extraño. Muy extraño. Los humanos son capaces de toda clase de ilusiones notables, pero no de ésta. A veces me olvido de cuán diferentes son los robots de los seres humanos.
—Creo que yo no he olvidado ese dato, ni siquiera por un instante —dijo Donald—. ¿Proseguiremos con nuestra tarea?
—Sí, desde luego. —Fredda se volvió hacia el integrador y observó la muda danza de los simulacros. Podrían haber introducido sonido, pero a esas alturas eso sólo crearía mayor confusión.
Un segundo. Confusión. Confusión. Estaban perdiendo de vista toda la confusión.
—Donald, ve a la referencia temporal cinco minutos anterior al ataque contra Tonya Welton. Borra a Tonya Welton, a los atacantes y a los agentes SCS, junto con toda la gente que hemos identificado hasta ahora.
Deshagámonos de la distracción y veamos si podemos localizar aquello de lo cual intentaban distraernos.
—Sí, doctora —repuso Donald, manipulando los controles. Configuró el sistema una vez más, regresando al momento que le pedían. La imagen reapareció, presentando el extraño espectáculo de todos los testigos reaccionando ante una pelea inexistente. Era como ver el público sin ver la obra. Grupos de personas señalaban un vacío en el centro de la sala, y retrocedían para evitar a contrincantes invisibles.
Fredda señaló dos o tres grupos de curiosos. Obviamente, ellos eran quienes sufrían las consecuencias de la maniobra de distracción. No tenía sentido observarlos.
—Deshazte de esas personas —indicó—. Y de aquéllas, y de aquéllas también. —Grandes grupos desaparecieron. Fredda mantuvo la secuencia en marcha. La pelea había atraído a esa sala a gente de otras partes de la Residencia, pero ella estaba buscando a quienes no eran atraídos por el incidente. Observó mientras la gente se acercaba, observaba el altercado inexistente y se alejaba—. Deténla allí, Donald. Marca a esas personas, y a esas otras. Y aquel grupo que está junto a la puerta. Bien. Ahora retrocede hasta cinco minutos antes de la pelea y borra la imagen de todas las personas recién marcadas. Sólo quiero ver a las personas que no se mostraron interesadas por la pelea.
La imagen tridimensional desapareció por un instante y regresó a la misma escena, minutos antes de la agresión. No quedaba nadie en el Gran Salón, excepto Caliban y Prospero. Donald mostraba de nuevo sus prejuicios. Caliban y Prospero habían estado toda la velada dentro del campo de la cámara, y además de interrumpir la pelea, ninguno había hecho nada más sospechoso que charlar amablemente con los demás invitados. Evidentemente, eso no bastaba para disuadir a Donald, pero Fredda no insistió.
Siempre existía la posibilidad, por remota que fuese, de que él tuviera razón. Sabían, por la declaración de Verick, que los dos robots eran los últimos que habían visto a Grieg con vida. Pero ahora eso no importaba. Fredda lo sabía todo acerca de Prospero y Caliban. Estaba buscando desconocidos, gente cuya actitud no pudiera explicar.
—Dame una visión aérea de la planta baja —dijo. La imagen del Gran Salón desapareció y fue reemplazada por una visión panorámica de la planta baja, presentada de tal modo que Fredda la veía directamente desde arriba—. Bien. ¿Has guardado todas las partes borradas para volver a pedirlas?
—Sí, doctora Leving. ¿Quiere que proyecte la secuencia de las personas borradas desde la marca temporal anterior a la pelea?
—Enseguida, Donald. Primero quiero que la proyectes desde ese momento, con todos en su lugar. Veamos primero la totalidad de la imagen.
—Sí, doctora.
Las imágenes se hicieron más claras.
La imagen tridimensional desapareció por un instante, y de pronto Fredda se encontró mirando un torbellino de gente que hablaba, caminaba, se sentaba, llegaba, partía, discutía, reía.
Toda la Residencia parecía estar llena de personas que sólo deseaban encontrarse allí donde no estaban.
Todos se desplazaban. Sería casi imposible localizar a nadie en medio de tanto ajetreo. Y sin duda los conspiradores contaban con ello.
Comenzó la pelea, y Fredda observó que llegaba gente de todas partes para ver qué sucedía, y era casi imposible no perder detalle de lo que cada persona hacía.
Los dos hombres atacaron a Tonya Welton, ella derribó a uno y estaba por abalanzarse sobre el segundo cuando los dos robots intervinieron y los separaron. Aparecieron Kresh y Donald, y el primero intervino para aclarar la situación. La gente comenzó a dispersarse cuando cesó el alboroto.
—De acuerdo, Donald. Para allí. Vuelve al punto temporal anterior y proyéctala de nuevo, excluyendo las partes desechadas.
El robot detuvo la proyección y reconfiguró el sistema. El depósito de visión se disolvió en un remolino de colores y se rearmó para mostrar una casa fantasmal y vacía donde sólo vagabundeaban algunas criaturas sin rostro. Eran simulacros, marcadores de imagen para indicar personas no identificadas, con rostros demasiado borrosos para que un ordenador, robot o humano supiera quiénes eran. Sin duda podrían identificar a la mayoría con un poco más de trabajo, pero eso podía esperar. Por ahora eran fantasmas en la máquina, seres sin rostro recorriendo un paisaje simulado. Algunos desaparecían o reaparecían de vez en cuando y luego tal o cual fuente de vídeo les perdía el rastro. A veces, pero no siempre, el integrador asociaba dos secuencias de vídeo de la misma persona con enlaces animados.
Recorrían la casa con el aire displicente de quien no tiene un propósito claro. Desde luego, muchos movimientos eran conjeturas del ordenador, pero Fredda sospechaba que las conjeturas del integrador eran acertadas.
Entonces lo vio. Otra figura, una sombra leve y pequeña, un hombre de tez pálida y aspecto juvenil.
Cabello ralo y corto, ropas sencillas en comparación con los atuendos llamativos que se veían en toda la Residencia. Allí estaba, retrocediendo, llegando dos minutos antes de que se produjese la pelea, pocos minutos después que el SCS acatase la falsa orden de retirarse. La entrada principal estaba sin custodia, abierta de par en par. El hombre tenía un aire nervioso y tenso. Pero ¿qué diantres hacía? Costaba interpretar sus actos sin nadie alrededor.
—Dame la versión completa por un segundo, Donald.
De repente el hombre pálido quedó rodeado de gente, y sus actos resultaron claros. Procuraba entrar en el edificio confundido entre un grupo de recién llegados. El truco dio resultado. Logró entrar en la Residencia treinta segundos antes que se iniciara la riña. ¡Y allí, allí...!
—¡Donald, detén la imagen! —Fredda se aproximó al depósito de imágenes—. ¿Lo ves?
—Veo que el sujeto en que usted parece interesada mira su reloj.
—Sí, pero ¿qué te sugiere eso?
—Que quería saber la hora.
Falta de imaginación. Por eso el universo necesitaba personas, no sólo robots.
—¿A quién le importa la hora cuando acaba de llegar a una fiesta? Además, es un espacial, o al menos lo parece por el corte de cabello y las ropas que viste.
—¿Y qué hay con eso?
—Los espaciales rara vez usan reloj. Si un espacial necesita saber la hora, le pregunta a su robot.
—¿Insinúa que está verificando la hora con el propósito de sincronizar sus actos, que está regulando sus actos para llegar justo antes de la pelea fingida?
—Sí, eso es lo que insinúo.
Donald miró de nuevo la imagen.
—Parece excesivo, tratándose sólo de un hombre que mira su reloj —dijo con tono dubitativo.
—En general, lo admito, pero no es excesivo tratándose de este hombre mirando su reloj mientras se introduce en esta fiesta dos minutos antes que estalle una pelea. Es nuestro hombre, estoy segura. Elimina a todos los demás del sistema de imágenes y proyéctala hacia adelante, siguiendo un primer plano de él.
La gente desapareció y el hombre pálido de ropa sencilla quedó solo en la proyección, sin grupos de juerguistas que le sirviesen de camuflaje.
Fredda siguió el desplazamiento de la imagen ampliada e imprecisa del hombre. Cruzó la entrada en dirección al Gran Salón, y luego salió, sin siquiera echar un vistazo a la pelea ahora invisible. En ocasiones la imagen fluctuaba, y las secuencias intermedias eran enlazadas con animaciones. El efecto resultaba mucho más convulsivo en primer plano, cuando las toscas imágenes ampliadas se convertían en las imágenes simplificadas de un hombre genérico y luego reaparecían. Cada vez que sucedía, Fredda sentía un nudo en el estómago, pues temía que hubieran llegado a la última imagen de vídeo real de aquel hombre y estuvieran por perderlo.
La imagen atravesó un pasaje lateral, caminando con determinación, como si supiese exactamente adónde iba y por qué. Sin detenerse en las intersecciones ni vacilar en los recodos. O bien había estado antes en el edificio, o bien había recibido instrucciones detalladas.
—¿Aún no sabes si es nuestro hombre? —le preguntó Fredda a Donald.
—Sus actos son sumamente deliberados para que sea un visitante casual —concedió Donald—. Parece dirigirse hacia las áreas de servicio de la parte trasera del edificio.
El hombre pálido llegó a una puerta sin indicaciones, miró por encima del hombro, abrió la puerta, entró y la cerró. Fredda se encontró frente a una puerta que acababan de cerrarle en la cara.
—Maldición, Donald, síguelo. —Fredda estaba tan fascinada con la persecución que le costaba recordar que su presa había desaparecido, que lo que miraba no era más que una imagen del integrador.
—Un momento, doctora. —Donald accionó el panel de control y miró a Fredda—. Lo lamento, doctora. Son los últimos datos grabados en ese lugar, y no había fuentes de vídeo al otro lado de la puerta. Puedo mostrarle qué hay del otro lado, pero no tiene sentido poner allí el simulacro del hombre. No hay información sobre ninguna otra actividad de aquel sector hasta la activación de los robots de seguridad. Una vez que fueron activados y desplegados, grabaron ese lugar minuciosamente, pero las grabaciones fueron destruidas con los robots. En las restantes no hay más indicios del hombre que hemos seguido.
—¿Por qué los robots de seguridad realizaron grabaciones detalladas del lugar?
Donald hizo avanzar la imagen, revelando una rampa descendente después de la puerta. La imagen de vídeo bajó por la rampa y dobló la esquina.
Y allí estaban los SPR, los robots de seguridad, desconectados, inertes, pulcramente alineados.
—Astros ardientes —masculló Fredda—. Nuestro pálido amigo se ocultó en la habitación de los robots de seguridad.
—Así parece —concedió Donald—. Vea esa hilera de armarios en la pared del fondo. Yo diría que se escondió en uno de ellos.
—Tal vez —dijo Fredda. Miró la imagen, tratando de sacar conclusiones. Si Hombre Pálido se había introducido allí era porque sabía muy bien que los robots de seguridad estarían desconectados. La imagen le mostraba la mejor información que el integrador poseía del estado de los robots en ese momento. Arriba, el sheriff Kresh todavía estaba poniendo orden después de la pelea. Cuando Hombre Pálido había bajado por aquella rampa sabía que los robots de seguridad serían desplegados poco después. Pero también sabía que los robots estaban modificados, que dejarían repentinamente de funcionar y él tendría el edificio a su disposición. Si Hombre Pálido mantenía la calma, no tenía nada que temer; le bastaba con ocultarse allí abajo, esperar a que desactivaran los zapadores, salir con su pistola energética y..
Un momento. La pistola. Había rastreadores de armas en todas las entradas de la Residencia y en torno a ésta. Fredda podía creer que la red de seguridad hubiera pasado por alto a un intruso que entraba sigilosamente en el lugar, era fácil cometer ese error, pero ¿cómo podía el sistema haber pasado por alto el ingreso de una pistola energética? Comprobó las imágenes de Hombre Pálido. No llevaba ropas sospechosamente holgadas ni un maletín donde pudiera ocultar un arma. Además, los detectores de armas la habrían hallado. Era imposible que un objeto tan pequeño como la pistola que debía de llevar contara con un escudo. No. Hombre Pálido no podía haber entrado con el arma.
En consecuencia, la pistola estaba allí, esperando antes que él se introdujera en la casa. De repente, Fredda tuvo una clara idea de dónde y cómo.
En la vida real, la sala subterránea que antes albergaba a los robots de seguridad lucía extrañamente diferente y a la vez extrañamente igual. El integrador había mostrado una versión idealizada, tomada de los planos arquitectónicos informáticos y algunas fotos, pero eso sólo era parte del motivo por el que resultaba extraña. La habitación se veía mucho más pequeña que a través del integrador. Las luces reales eran un poco más opacas y las paredes estaban desconchadas, cosa que no ocurría con las paredes de la simulación. El aire era fresco y un poco húmedo. Resultaba asombroso el modo en que la realidad mostraba todos los defectos de una simulación, defectos que ni siquiera se notaban en la proyección.
Pero la mayor diferencia era que no había pulcras hileras de robots allí abajo. Sólo quedaba un cascajo despedazado, mucho más estropeado que los SPR de los pisos superiores. Y no sólo los daños parecían más graves; también los agujeros producidos por los disparos parecían diferentes. ¿Por qué? ¿Por qué destrozarlo todo a pistoletazos con tanta saña?
Fredda creía conocer las respuestas a esas preguntas, pero todavía no estaba segura. Primero necesitaba echar un vistazo al quincuagésimo SPR. El quincuagésimo.
Lo que la molestaba era el hecho de que ni siquiera había advertido que faltaba un SPR. Había cincuenta al empezar, pero ni por un instante se le había ocurrido contarlos, hasta ahora. Ahora sabía que había habido veintidós SPR en el nivel superior y veintisiete en la planta baja.
Si hubiera considerado antes esa información, habría revisado el lugar de arriba abajo en busca del robot faltante. Y habría encontrado mucho antes a ese robot, el crucial.
Fredda, sin embargo, no era la única que lo había pasado por alto. Los equipos de investigación habían registrado el sector dos horas antes, sin examinarlo atentamente. ¿Qué podía significar otro robot destruido en un edificio que estaba lleno de ellos? Había que poner manos a la obra de inmediato, desguazar el robot para hallar las claves, las pruebas que sin duda ocultaba en su interior. Pero se resistía. ¿Y si se ponía a trabajar y borraba una huella o algo parecido? No podía cometer más errores. Ya había sido frustrante que esa puerta imaginaria de la simulación se le cerrara en la cara. Seguir al sospechoso hasta allí y luego no encontrar nada... era como darse de narices contra la pared. Comenzaba a comprender cuánta paciencia requería una investigación policial. Quería hacerlo bien, cuidadosamente. Las pistas de aquella habitación podían ser la clave del caso. No quería estropearlas. Que los robots hicieran su trabajo primero. Luego ella haría el suyo.
—Donald —dijo Fredda—, llama a un equipo de robots de inspección. Quiero que examinen este robot y esta habitación, incluidos todos los armarios, con máxima resolución. Nuestro amigo Hombre Pálido se ocultaba en ella, y debe de haber dejado algún rastro.
—Eso no es seguro —repuso Donald—. Sería sumamente útil, pero no podemos contar con ello.
—Tiene que haber dejado una pista —protestó Fredda—. Un fragmento de cabello, una huella digital, algo. —¿O era posible que no hubiera dejado el menor vestigio? De pronto Fredda comprendió cuán poco sabía sobre las pistas que esperaba que los robots encontraran.
—Es posible que el equipo de inspección encuentre algo, pero tenga en cuenta que si el sospechoso tomó algunas precauciones no encontraríamos nada —puntualizó Donald.
¿Precauciones? Fredda se sentía muy confiada en su especialidad. No sabía nada sobre peritaje forense ni pistas, pero comprendía a las personas. Ya tenía cierta intuición sobre Hombre Pálido. Con sólo observarlo en el integrador había aprendido mucho acerca de él.
—No nos hallamos ante un hombre que toma todas las precauciones —dijo—, sino ante un hombre que comete errores. Si no hubiera estado tan nervioso cuando lo identificamos, si no hubiera cometido el error de consultar el reloj, podríamos haberlo perdido. En cambio, llamó la atención sobre su persona. Si al menos hubiera fingido interés en la riña, quizás hubiéramos borrado su imagen junto con la de todos los curiosos.
—¿Y a partir de eso deduce usted que él dejaría huellas aquí?
—No es una deducción. Es una certidumbre. Él dejó algún rastro. —No tenía razones lógicas para creerlo, pero la lógica no era más que un instrumento de la razón, y no el único, por cierto. Las reacciones viscerales también contaban—. Confía en mí, Donald —añadió, mirando las ruinas chamuscadas del robot de seguridad—. Nuestro amigo dejó una tarjeta de visita.
Normalidad. La necesidad de normalidad era dolorosamente obvia. Caliban sabía que era así, pero saber no era lo mismo que actuar.
De todos modos, las exigencias de ese día, las restricciones de la rutina, ayudaban bastante. Tenía un trabajo que hacer.
Teóricamente, Caliban y Prospero trabajaban como representantes de Fredda Leving, observando la conducta y los actos de los robots Nuevas Leyes y presentando informes en el despacho de la doctora. Pero sus deberes superaban esas tareas. Eran expertos ambulantes destinados a encontrar los problemas que retrasaban el trabajo y solucionarlos.
En la práctica, Prospero era inútil en esa labor. Prefería exhortar a los robots Nuevas Leyes a dejar sus herramientas para dirigirse a Valhalla que resolver un conflicto laboral. Últimamente se pasaba todo el tiempo con el sistema hiperonda apagado para no ser molestado ni rastreado. Le gustaba ocultarse del mundo en un despacho abandonado, bajo las calles de Limbo, leyendo, escribiendo y estudiando, desarrollando su filosofía.
Caliban, en cambio, era bueno para ese trabajo. Tenía cierta comprensión de los puntos de vista humano y robótico, y con frecuencia podía combinarlos. Había participado en muchas disputas entre humanos y robots Nuevas Leyes —incluso entre robots y robots —procurando encontrar un terreno común.
Pero en ocasiones se preguntaba si los robots Nuevas Leyes merecían la libertad.
Durante las dos últimas semanas Caliban había trabajado con un equipo de robots Nuevas Leyes consagrados a la reparación de una vieja serpentina de fuerza de campo eólico, un dispositivo enorme, potente y complejo.
La tarea requería una planificación minuciosa y la coordinación de muchas etapas. El equipo de robots trabajaba sin supervisión humana directa, y cada miembro del equipo desempeñaba su cometido con entusiasmo.
Lamentablemente, cada robot Nuevas Leyes asignado a la tarea había tenido sus propias ideas acerca de ésta. Había tantas ideas para investigar que parecía improbable que alguna vez se pusieran a trabajar.
De Caliban dependía convencer a los autómatas de que a menudo lo mejor era enemigo de lo bueno, y que la busca de perfección podía resultar inmovilizadora. En ocasiones era frustrante ver el modo trivial en que los robots Nuevas Leyes usaban su libertad. Fredda Leving había deseado que avanzasen, que se desplazaran en nuevas direcciones, no que derrocharan el tiempo en torno a una mesa discutiendo una vez más el modo más eficiente de reconfigurar una serpentina de supresión de estasis. La noche anterior había acordado que por la mañana llegarían temprano, con la esperanza de resolver algunos de esos problemas.
—Vamos, amigos —repitió Caliban—. Intentémoslo de nuevo. ¿No podemos coincidir en algún aspecto menor?
—¿Por qué crees que la máxima eficiencia es un aspecto menor? —preguntó Dextran 22.
—¿Y de qué sirve la eficiencia teórica cuando tus rutinas de realce dejan un sistema inestable? —inquirió Shelkcas 6.
—Las rutinas de realce son estables —respondió Dextran—, o lo serían en un campo normalizado.
—¡Por favor! —exclamó Caliban—. El tema de la normalización está resuelto. No es preciso insistir en ello.
Amigos, una vez más nos enfrentamos a la vieja opción: podemos resolver el problema o podemos iniciar una discusión, pero no podemos hacer ambas cosas. Dextran, tu sistema de realce funciona, y podemos emplearlo mientras no busquemos una eficiencia superior al noventa y nueve por ciento. ¿Un medio por ciento de mejora en la eficiencia justifica una degradación de la confiabilidad?
—Tal vez no —admitió Dextran—. Tal vez el sistema de realce sólo...
—¡Caliban, Caliban!
Una voz humana que él reconocía llamaba desde el despacho, pero ¿qué motivo podía tener Gubber Anshaw para estar allí?
—Excusadme, amigos. Si hemos resuelto ese problema, quizá podáis pasar al siguiente punto mientras yo me ausento. .
Caliban se levantó, cruzó la habitación, abrió la puerta y salió. Allí estaba Gubber, agitado y contrariado.
Caliban cerró la puerta. La expresión del doctor Anshaw le indicaba que convenía comentar la noticia en privado.
—¡Caliban! ¡Gracias a los astros que estás aquí! ¿Qué haremos?
—¿Qué haremos? ¿Acerca de qué?
—Me refiero a Grieg, por supuesto, el gobernador Grieg. Sin duda sospecharán de Tonya. Tú estuviste allí, Caliban, eres testigo. Ella no hizo nada. Debes decírselo.
—Doctor Anshaw, usted me confunde. —Caliban estaba alarmado. Prospero había asegurado que no había problemas ni peligros, pero era evidente que él había tenido razón al no creerle—. ¿Qué ocurrió anoche? ¿Qué le pasó al gobernador?
—¿No te has enterado? ¿No lo sabes? Grieg está muerto. Lo mataron anoche después de...
Caliban se marchó antes de que Anshaw pudiera terminar de hablar. Si la situación era tan incierta que hasta Tonya Welton podía ser sospechosa, Caliban no tenía la menor duda de que él también corría peligro. Tenía que alejarse de cualquier sitio donde pudieran hallarlo, y cuanto antes mejor.
Shelabas Quellam no cabía en sí de entusiasmo. Sería el gobernador, y eso significaba prestigio, poder, respeto. Pero tenía que llevar a cabo muchos preparativos. ¿Qué hacer primero? Un discurso. Sí. Escribiría un discurso para el momento en que asumiera el cargo. Hablaría del dolor y del coraje, de la necesidad de seguir adelante. Sí, eso sería lo indicado.
Se sentó ante su consola de comunicaciones y se dispuso a dictar, pero entonces advirtió que el tablero de estado indicaba que tenía correspondencia en el sistema de su despacho. Algunos mensajes eran privados, y otros tenían varios días.
Shelabas nunca se molestaba en leer toda su correspondencia entrante. Sus robots lo hacían por él y redactaban resúmenes de los asuntos que debía atender. Pero, pensándolo bien, hacía rato que ni siquiera leía los resúmenes. Sin duda debía de haber algo de interés vital para el nuevo gobernador.
Shelabas Quellam examinó el correo pendiente y le dio un vuelco el corazón. Había una carta de Grieg, codificada, destinada únicamente a Quellam. ¿Cómo era posible? Revisó la columna de fechas y descubrió que hacía más de una semana que estaba allí.
¡Una semana! De pronto recordó que sus robots le habían avisado de que había correspondencia urgente esperando en el sistema. Sólo él era culpable de la demora.
Con mano trémula, accionó los controles y el aplomado rostro del gobernador Chanto Grieg apareció en pantalla. De modo que no se trataba de una carta escrita, sino de un videomensaje, lo cual era vagamente insultante. Uno enviaba videomensajes a quienes no tenían paciencia para habérselas con la palabra escrita.
«Salud, legislador —dijo la imagen de Grieg. Era obvio que Grieg empleaba un tono oficial. No era un mensaje personal, sino una declaración política—. Con cierta renuencia, he llegado a la decisión que ahora debo comunicarle a usted, y sólo a usted. Como bien sabe, siempre he creído que las leyes de sucesión de mi puesto son excesivamente complejas y podrían generar gran incertidumbre de producirse una crisis. Por esa razón, lo designé a usted para reemplazarme si me destituyeran por medios legales o para ser mi sucesor en caso de que yo fallezca durante mi gestión. Sin duda sabe usted que algunos intentan someterme a un juicio político. Tal vez no sepa que el sheriff Kresh, el comandante Devray y la capitán Melloy me han advertido recientemente sobre amenazas contra mi vida. De modo que es cada vez más probable que mi gestión termine abruptamente, bien por medios legales, bien a causa de mi muerte. Ya no debo considerar esto último como una posibilidad teórica remota, sino como un hecho probable.
»No puedo tratar el principio de la sucesión unificada como de importancia primordial. Aunque es importante en sí mismo, no debo permitir que interfiera en el camino de las reformas vitales, las medidas diplomáticas y económicas que busca este gobierno. Opino que usted, en caso de sucederme, será sometido a una presión insoportable para que convoque a elecciones de inmediato. También opino que en tales circunstancias las elecciones conducirían a un gobierno que tomaría medidas que provocarían un desastre de alcance planetario.
»Por estas razones, le informo que cancelo su designación para sugerir un nuevo nombre. Después de conversar con el nuevo sucesor, me propongo anunciar ese nuevo nombre públicamente. Espero que esto ocurra dentro de pocas semanas. Por respeto hacia usted, por nuestra larga asociación y por su investidura como presidente del Consejo Legislativo, me parece prudente comunicarle esta noticia con antelación.
»Con profundo pesar, y disculpándome por la zozobra que esta decisión pudiere causarle, me despido de usted.»
La pantalla mostró el sello identificador de Grieg y la imagen se esfumó.
Shelabas Quellam miró boquiabierto la pantalla. No era el sucesor. No era el gobernador. No era nadie. Un momento. ¿Y si Grieg no hubiese nombrado al nuevo sucesor antes de morir? Por lo que él recordaba, la designación del sucesor continuaba siendo válida hasta que se nombrase uno nuevo. Por un instante de locura, pensó en borrar el mensaje, destruyendo así toda prueba de su existencia y declarando de inmediato que era el gobernador. Pero no. Las autoridades pertinentes sin duda habrían recibido copias. Destruir aquélla no serviría de nada y sólo arrojaría sospechas sobre él... siempre que no fuera ya sospechoso del crimen.
Se puso de pie de un salto. ¡El gobernador había sido asesinado! Si no habían designado a un nuevo sucesor, Shelabas Quellam sería el principal sospechoso en cuanto se descubrieran las copias del mensaje de Grieg.
De modo que Shelabas Quellam no era el gobernador, ni lo sería si Grieg había nombrado nuevo sucesor.
Shelabas Quellam era sólo un hombre que tenía un magnífico motivo para asesinar al gobernador.
Y pronto, muy pronto, todo el mundo lo sabría.
Media hora después de abandonar a Anshaw, Caliban llegó a un lugar seguro, una oficina oculta de los espaldas oxidadas en un túnel abandonado, muy por debajo del centro de Limbo. La oficina contaba con un equipo hiperonda no registrado, y tal vez imposible de detectar. Tenía la certeza de que ningún humano sabía nada sobre aquel escondrijo, lo cual significaba que podía monitorear las noticias sin temor a ser capturado, y contar con la oportunidad de pensar. Las redes de noticias sólo hablaban de la muerte de Grieg, y pronto se enteró de todo lo que necesitaba saber.
Se requería poca imaginación para comprender que él y Prospero debían de ser los principales sospechosos, y con buenas razones. Alvar Kresh había perseguido a Caliban anteriormente, y Caliban no deseaba repetir la experiencia. Tenía que llamar a Prospero. Caliban era el único robot del planeta Inferno que estaba obligado a emplear un centro de comunicaciones para efectuar una llamada, y eso se debía a que todos los demás robots tenían un sistema hiperonda incorporado.
Caliban era el producto de un experimento de laboratorio, parte del cual consistía en mantenerlo incomunicado con el mundo externo. Hacía tiempo que podía haber pedido que le instalaran un equipo, pero tenía buenas razones para no desear que lo desconectaran ni siquiera durante el breve tiempo que se necesitaba para instalar el equipo pertinente. Sabía, por experiencia, que mientras estaba desactivado podían sucederle demasiadas cosas. Había demasiados humanos —y robots —que no lo querían bien.
Normalmente, carecer de un enlace hiperonda no suponía una gran desventaja. Ahora necesitaba desesperadamente hablar con Prospero, y no quería saber dónde se ocultaba su amigo, que también había sido amenazado en su momento. Sin embargo, eso no importaba. Prospero había suministrado a Caliban un código hiperonda sólo de audio, el cual lo conectaría con la oficina de Prospero sin que lo detectasen.
Tecleó el código y habló en cuanto se estableció la conexión. Prospero nunca respondía en hiperonda hasta saber quién llamaba.
—Prospero, habla Caliban.
—Amigo Caliban —contestó Prospero por el parlante—. Debemos reunirnos cuanto antes.
—Convengo en que es necesario con urgencia. Esta crisis es terrible, pero pienso que una mera reunión no servirá de nada.
—Teníamos planificado qué hacer si las cosas salían mal —dijo Prospero—. Es hora de huir.
—Pero nunca esperamos que las cosas salieran tan mal —objetó Caliban—. No tengo dudas de que tu ruta de escape serviría en circunstancias normales, pero éstas no son circunstancias normales. Si huimos ahora, antes de que anochezca todos los humanos del planeta estarán buscándonos. Ya he sido perseguido por Alvar Kresh, y no deseo reanudar la cacería; la última vez sólo sobreviví por mera suerte.
—El planeta es grande, y tengo gran experiencia en desplazamientos clandestinos —dijo Prospero.
—Tienes gran experiencia en organizar desplazamientos clandestinos, pero nunca has salido de Purgatorio. Además, no debemos olvidarnos de los daños que podrían producirse. Si huyéramos, ¿cuántos Nuevas Leyes fugitivos serán destruidos como consecuencia de ello? ¿Cuántos de sus escondrijos quedarán expuestos mientras nos buscan a nosotros?
—En eso tienes razón.
—También debes considerar que de inmediato seríamos señalados como principales sospechosos de la muerte del gobernador, y eso causaría un perjuicio tremendo a la causa de los robots Nuevas Leyes. Muchas veces has manifestado que nada te importaba más que los derechos y la supervivencia de los robots Nuevas Leyes; si huyésemos, los estaríamos condenando.
—Comprendo muy bien tus argumentos, pero si no huimos, ¿qué debemos hacer?
—Entregarnos, someternos a su interrogatorio, cooperar. Nos expondremos a un grave peligro, lo admito; no obstante, será menor que si huimos, y no comprometeremos a los robots Nuevas Leyes.
Prospero calló por un instante. Caliban no podía culparlo por titubear. Los dos males entre los cuales debían escoger eran enormes.
—Convenido —respondió al fin el robot Nuevas Leyes—. Pero ¿cómo hemos de hacerlo? No deseo caer en una trampa, ni entregarme a un agente SCS o un ranger que sólo espera la oportunidad de abrirle un agujero a un robot Nuevas Leyes.
Caliban se había anticipado a esa pregunta. Sólo veía una oportunidad para ellos, una solución que quizá sólo fuera una forma más sofisticada de suicidio que huir de Purgatorio.
—Hay un robot... —dijo—. Creo que deberíamos comunicarnos con él, es lo más seguro. Si acepta arrestarnos sin causarnos daño, cumplirá con su palabra y no intentará ninguna artimaña.
—¿Ese robot es amigo tuyo?
—No; todo lo contrario. Si hay algún robot en el universo a quien consideraría mi enemigo, ése es Donald.
—¿El robot de Kresh? ¿Por qué comunicarse con él?
—Porque hay momentos en que es más sabio confiar en un enemigo que en un amigo.
No era una observación muy oportuna, dadas las circunstancias, pero Caliban no tuvo empacho en comentársela a su amigo más íntimo. AL fin y al cabo, era posible que el amigo Prospero hubiera metido a Caliban en tan graves dificultades que ni siquiera su enemigo más enconado habría podido sacarlo del atolladero.
Donald 111 inclinó el aeromóvil hacia el este para descender en el punto convenido. Volaba a mayor velocidad de la que se habría permitido con un humano a bordo, pero el tiempo apremiaba y podía volar a la velocidad que quisiera porque no había riesgo de infringir la Primera Ley.
Hacía sólo doce horas que habían descubierto el cuerpo de Grieg, pero incluso a Donald le parecía que había transcurrido una eternidad.
Tenía que darse prisa. Debía regresar a la Residencia para reunirse con el sheriff Kresh y los demás. Sin embargo, no podía desperdiciar esa oportunidad; la rendición de Caliban y Prospero era más importante. No sabía cómo interpretarlo, pero eso no importaba. Cumpliría con las condiciones de ambos y los llevaría en secreto, sin consultar a nadie. No era necesario comprender por qué los dos seudorrobots deseaban entregarse a él; bastaba con saber que deseaban hacerlo. Sería una gran satisfacción poder echarles el guante.
Allí estaba. Eran las coordenadas que Caliban había especificado. Donald sobrevoló lentamente el campo cubierto de gravilla, asegurándose de que lo vieran desde tierra. No quería sorpresas.
Se detuvo a treinta metros del suelo y descendió verticalmente, muy despacio. Se movía con sigilo, pues sabía que era importante no hacer movimientos bruscos.
Aceptar la posibilidad de que dos robots —incluso seudorrobots —pudieran haberlo conducido a una trampa era muy extraño. Nada les impedía saludarlo con una descarga energética entre los ojos.
Por supuesto, comprendió Donald con sorpresa, tampoco había nada que le impidiera liquidarlos a ellos. Las Tres Leyes no prohibían que un robot destruyese a otro; mientras no lo hiciera contra un humano, podía empuñar una pistola y disparar. ¿Estaban los dos allí, ocultos en la arboleda achaparrada que rodeaba el claro, preguntándose si Donald 111 se disponía a saltar del coche disparando sus armas?
Era un disparate. El hecho de que una cosa no estuviese prohibida no significaba que fuera plausible o sensata. Extraña reflexión. Era el mismo argumento empleado para defender a Caliban. Donald se incorporó, abrió la escotilla del aeromóvil y se apeó sin pensar más en ello.
Allí estaban: el linde del claro: los dos seudorrobots, Caliban y Prospero, uno alto y rojo, el otro bajo y negro.
Avanzaban con cautela, y Donald observó que mantenían las manos a la vista.
Donald no los saludó, sino que inició de inmediato los procedimientos formales, usando la fórmula que habían negociado por hiperonda.
—Según nuestro convenio, os pongo a ambos bajo custodia del Departamento del Sheriff de Hades, secundado por el cuerpo de rangers del gobernador. Quedáis sometidos pues a la autoridad del sheriff y sus alguaciles, así como a la autoridad de los rangers. Mientras no intentéis escapar ni resistiros a dicha autoridad, no sufriréis daño, castigo ni destrucción sin el correspondiente procedimiento jurídico. Pero ¿cuál era el procedimiento jurídico que correspondía en ese caso? Donald no lo sabía. ¿Lo sabía alguien? ¿Y podía hacer semejantes promesas cuando no había informado al sheriff Kresh de que efectuaría el arresto?
—¿Comprendéis? —preguntó. Era un momento muy extraño. ¿En qué otro momento de la historia un robot había arrestado a otros robots, o cuasirrobots, por homicidio?
—Comprendo —respondió Prospero.
—También yo —dijo Caliban.
—Entonces venid. —Donald les indicó que lo acompañaran al aeromóvil. Caliban y Prospero se le adelantaron y subieron al vehículo. Donald los siguió, se sentó a los mandos de éste y cerró la escotilla. Los dos se habían ubicado en los asientos de los acompañantes. Donald inició los preparativos para el despegue.
Había terminado. Los tenía. Debía regresar. Apenas llegaría a tiempo para su reunión. Sabía que debía partir sin demora, pero el vacuo formalismo del arresto era tan insuficiente como insatisfactorio. No respondía a la cuestión central del caso. Y Donald, como correspondía a un robot policía, tenía un aguzado sentido de la curiosidad.
Se volvió hacia Prospero y Caliban. Desde luego, nada podía deducirse de sus posturas o rostros. Por alguna razón, aquello perturbó a Donald; siempre había sido capaz de ver algo en el rostro de un sospechoso, pero éstos siempre eran humanos, no robots. Tal vez en ello residiera el problema. Prospero y Caliban no eran una cosa ni la otra. No eran auténticos robots, pero tampoco eran humanos, sino algo intermedio, algo menos (y quizá, concedió Donald, algo más) que ambos.
Sin embargo, nada de eso importaba ahora. Donald sólo necesitaba saber una cosa.
—¿Matasteis a Chanto Grieg? —preguntó, como si estuviese interrogando al mundo. Matar. Matar. Estaba preguntando a seres muy parecidos a él, muy parecidos a robots, seres creados por la misma Fredda Leving que había creado a Donald, si habían asesinado a un ser humano. La sola idea bastó para confundir por un instante sus funciones cognitivas. Pero Donald era un robot policía, y estaba acostumbrado a los pensamientos violentos. Sabía que aquellos dos no eran como los robots auténticos, que no podían mentir, pero no le importaba: necesitaba preguntarlo, necesitaba oír la respuesta, verdadera o falsa, por boca de ellos—. ¿Matasteis a Chanto Grieg, o formasteis parte de una conspiración para matarlo?
—No —contestó Caliban, hablando en nombre de ambos, al cabo de una breve vacilación—. No lo hicimos. No tuvimos nada que ver con su muerte, y no teníamos conocimiento previo de ella. No nos reunimos con él para matarlo.
—Entonces ¿cuál era vuestro propósito? Caliban hizo otra pausa y miró a Prospero antes de hablar. De repente sus modales, sus gestos, resultaron muy expresivos. Tenía el aire de alguien que está por dar un paso definitivo, de alguien que se arroja al abismo sin saber qué le espera abajo.
—Nos reunimos con él para extorsionarlo —dijo Caliban.
Capítulo 11
—Ottley Bissal —dijo Donald. Una ampliación granulada de una foto de la secuencia del integrador apareció en el lado izquierdo de la pantalla principal. Una foto clara y nítida apareció a la derecha. No cabía duda de que era el mismo hombre—. Como predijo la doctora Leving, Bissal dejó una tarjeta de visita, por así llamarla.
Donald estaba junto a la pantalla en un extremo de una larga mesa, frente a Fredda, el sheriff Kresh y el comandante Devray. Habían pasado catorce horas desde que Kresh había descubierto el cuerpo, y tres desde que Fredda había hallado el robot destruido en la sala del subsuelo.
Fredda estaba agotada, y sabía que los demás no se encontraban mejor. Kresh había dormido un poco, y Devray probablemente también, pero la situación no era ideal para descansar, y Donald era el único que conservaba íntegras sus fuerzas.
—Los robots de inspección detectaron muchas huellas dactilares —continuó Donald—, además de cabellos y fragmentos de piel, en el interior de uno de los armarios de la sala donde estaban los robots de seguridad. Es claro que Bissal se ocultó en ese armario el tiempo suficiente para perder algunos cabellos, un poco de caspa y restos de piel. A partir de todo ello obtuvimos muestras de ADN que coincidieron con los datos que tenemos en los archivos laborales de Bissal. Las huellas del marco de la puerta del armario nos brindaron una corroboración independiente.
—De acuerdo —dijo Justen Devray—. El sujeto del armario era Ottley Bissal. ¿Quién diablos es Ottley Bissal?
—Esa es la pregunta que procuramos responder desde que el equipo de identidad forense nos dio un nombre, hace media hora. Hemos avanzado rápidamente, sobre todo porque todas las fuerzas policiales del planeta parecen contar con extensos archivos sobre Bissal.
—Genial —masculló Kresh—. Eso significa que todos se preguntarán por qué no hicimos nada para impedir que asesinara al gobernador. Adelante, Donald. ¿Qué había en los archivos?
—Ottley Bissal. —Donald leía el expediente—. Soltero, nunca se casó, veintisiete años estándar de edad.
Nacido y educado en la zona de clase baja de la ciudad de Hades. Educación limitada. Aptitud general baja demostrada en varias pruebas de evaluación realizadas en la escuela. Según las notas de varios maestros y asesores escolares, se trataba de un niño problemático de bajo rendimiento. Al salir de la escuela trabajó en varios lugares, con largos períodos de desempleo o de empleo clandestino. Pocos conocidos o amigos.
—Suena como el clásico perdedor solitario —observó Devray.
—Supongo que habrá tenido algunos problemas con la ley —comentó Kresh.
—Sí, señor. Muchos arrestos, algunos juicios, pero pocas condenas. Al parecer era proclive a dos clases de delito: la riña callejera y el robo menor. Después de su primera condena por asalto, hace seis años, la sentencia fue suspendida. Hace cuatro años pasó cuatro meses en la cárcel de Hades por robo. Como reincidente, al quedar en libertad se le requirió que consiguiese un empleo y lo conservara durante no menos de un total acumulado de cinco años. Despedido de varios trabajos, y con períodos de inactividad, hasta ahora sólo ha acumulado tres años de empleo. Su agente de libertad condicional evalúa su progreso como «insatisfactorio».
—No entiendo muy bien el asunto del empleo —dijo Fredda—. ¿Por qué conservar un empleo forma parte del castigo?
—Bien, si usted fuera agente de la ley encontraría que tiene muchísimo sentido —respondió Kresh—. La tasa formal media de desempleo en Inferno es del noventa por ciento. Sólo el diez por ciento de la población tiene una ocupación de tiempo completo por la cual percibe una remuneración significativa. Nadie necesita trabajar para vivir, ya que los robots cuidan de nosotros, pero hay personas, como las aquí presentes, que necesitan trabajar por otras razones, de tipo psicológico. El trabajo nos brinda satisfacción, o quizás un motivo para existir. Gran parte del otro noventa por ciento, tal vez la mitad, es tan activa como los trabajadores, pero lo que hace no se considera «trabajo»: arte, música, jardinería, sexo, etcétera. Casi todos los demás desempleados se limitan a dejar que los robots cuiden de ellos. Son zánganos inofensivos. Tal vez se entretengan durmiendo, haciendo compras, asistiendo a espectáculos, jugando. Quizá sientan una vaga insatisfacción, estén aburridos y deprimidos, o amen cada día de su vida. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Yo no quisiera estar en su lugar, y no pienso mucho en ellos, pero al menos no causan daño. Eso nos deja las sobras: los que no tienen una ocupación que les interese o les apasione, y son incapaces de aceptar una inactividad pasiva. Estoy hablando de alborotadores, en su mayoría varones, jóvenes e inquietos, con poca educación. Bissal concuerda con el perfil de la gente que comete el...
¿Cuánto es, Donald, el noventa y cinco por ciento? —Aproximadamente —dijo Donald.
—Bien. La gente como Bissal comete el noventa y cinco por ciento de los crímenes violentos en Inferno. En comparación con los colonos, aquí tenemos condenas carcelarias muy breves, salvo para los delitos más graves, y tampoco tiene mayor sentido dejar que un buscarruidos aburrido se pudra entre rejas durante años. Así que nuestros poderosos recordaron el viejo dicho de que el ocio es amigo del diablo, y aprobaron una ley.
—Si obligan a esa gente a trabajar —explicó Devray—, queda la esperanza de que se interesen en el trabajo, o al menos de que la distracción y la fatiga los disuadan de cometer nuevos delitos. Y funciona bastante bien.
Descubren que hacer algo es más satisfactorio e interesante que sentirse aburrido e irritable. —Señaló el expediente que leía Donald—. Sin embargo, parece que con Bissal no dio resultado.
—Bien, sí y no, lamentablemente —dijo Donald.
—¿A qué te refieres? —preguntó Kresh—. ¿Qué clase de tarea hacía cuando estaba empleado?
—Al principio tuvo varios empleos donde trabajaba muy poco..., lo cual no era el propósito de la ley penal de empleo. Su labor consistía en observar a los robots que realizaban el verdadero trabajo. Al parecer lo despidieron de varios de estos puestos por ausentismo. Luego, durante un tiempo, realizó trabajos que requerían mano de obra no calificada, inadecuados para un robot.
—¿Qué clase de trabajo es inadecuado para un robot pero adecuado para un humano? —preguntó Fredda—.
No es mi intención ofenderte, Donald, pero me parece que los infernales delegan en los robots toda clase de tareas tontas, inútiles y humillantes. Los obligan a hacer de todo... principalmente cosas que los humanos detestan.
—Comprendo lo que usted dice. Sin embargo, existen varias tareas no calificadas que son impropias de un robot, sobre todo a causa de la Primera Ley. Ciertas tareas de seguridad, por ejemplo. Un guardia debe disparar su arma si es necesario, y un guardia contra el que un ladrón dispararía sin vacilar sería de uso limitado. Otras tareas exigirían robots tan específicos para satisfacer un requerimiento laboral infrecuente que no vale la pena diseñar y fabricar robots especializados para ello. Ciertos trabajos marítimos, como la pesca de altura, por ejemplo, suponen el pequeño riesgo de caer por la borda. Los robots se hunden. Claro que es posible fabricar robots que floten y sean capaces de sobrevivir al aire salobre y otros problemas del entorno marítimo, pero es mucho más fácil y barato contratar a un humano y darle un chaleco salvavidas. Existen otras tareas que serían peligrosas para un robot pero no suponen mayor riesgo para un humano.
—Gracias, Donald, lo hemos entendido —dijo Kresh—. ¿Qué trabajo obtuvo finalmente Bissal?
—Seguridad móvil —respondió Donald, con inequívoco disgusto—. Protección armada de embarques valiosos.
—Eso es perfecto —comentó Kresh—. Absolutamente perfecto. La única clase de empleo que no queremos dar a los maleantes.
—Un segundo —protestó Fredda—. No acabo de entender qué tiene de malo.
Kresh alzó la mano derecha, con el pulgar a un centímetro del índice.
—Está a esta distancia del contrabando —explicó—. Cuando Grieg confiscó los robots, lo que produjo con la medida fue escasez de mano de obra, una fuente ilícita de ésta y la necesidad de encontrar un modo de pagar esa mano de obra ilícita, todo a la vez. El contrabando es importante como medio de pago.
Devray se volvió hacia Donald.
—Este empleo de seguridad móvil que tenía Bissal... Comprendo que todavía trabajamos con información muy preliminar, pero ¿existe alguna probabilidad de que se haya dedicado al contrabando de espaldas oxidadas?
—Es muy probable —contestó Donald—. De hecho, parece que sólo ha trabajado para empresas que están en nuestra lista de contrabandistas.
—Una vez más... —intervino Fredda—. Lo lamento, pero no sé de qué están hablando. ¿Qué tiene que ver el contrabando de espaldas oxidadas?
—Usted no estaba presente —dijo Devray—. Uno de mis rangers arrestó a un contrabandista en la costa este de la Gran Bahía. El contrabandista mencionó el nombre de un ranger implicado en el contrabando de espaldas oxidadas. Se trataba de Huthwitz, el ranger al que mataron.
—¿Y qué?
—Pues que el contrabando de espaldas oxidadas sigue apareciendo en este caso —dijo Kresh—. Y recordemos que Grieg estaba pensando en liberarse de los robots Nuevas Leyes, lo que habría dejado sin trabajo a los contrabandistas. Alguien que estuviera en ese oficio tendría un magnífico motivo para matar a Grieg antes de que sus ganancias se vieran afectadas.
—Aguarden —volvió a intervenir Fredda—. Creo que debemos dar por sentado que quien mató a Grieg también mató a Huthwitz. A menos que hubiera dos asesinos en la Residencia esa noche.
—Pardon, madame —dijo Donald—. Creo que lo que debemos dar por sentado, en realidad, es que los dos homicidios están vinculados, aunque no los haya cometido el mismo individuo. Es posible que otro miembro del mismo equipo matara a Huthwitz. Hay muchas pruebas de asociación ilícita, tal como están las cosas.
—Aun así —repuso Fredda—, están diciendo que los contrabandistas planearon matar a Grieg antes de que él perjudicara sus negocios; pero si Huthwitz era cómplice de los contrabandistas, ¿por qué matarlo a él?
—Sólo el espacio lo sabe —contestó Kresh—. Tal vez estaba por hablar. Tal vez pedía demasiado por su silencio, y pensaron en un modo de ahorrarse dinero. Quizá matar a Huthwitz no fuera parte del plan, y Bissal resolvió alguna cuestión personal en horario de trabajo. Si cree que un contrabandista no mataría a otro porque trabajaban juntos, se equivoca. Sin embargo, para simplificar las cosas al menos, podemos partir de la teoría de que se trata de un solo homicida, y parece bastante obvio que éste fue Bissal.
—Hay otro detalle en su expediente que apunta a él —dijo Donald—. Estaba por hablar de ello. Me refiero a su arresto más reciente. Hace sólo nueve meses lo pillaron en la costa del sur de Hades y lo acusaron de transporte ilegal de robots Nuevas Leyes y modificación de dispositivos de restricción. No pudo pagar la fianza y permaneció un mes en la cárcel hasta que sus abogados lograron que se retirasen los cargos... «por falta de pruebas», según las actas del tribunal. Sin embargo, el informe del arresto sugiere que es Bissal.
Kresh gruñó.
—Conque tenía mejores abogados que un ladrón de tres al cuarto, o alguien le pagó a alguien. O ambas cosas. Lo cierto, al parecer, es que no querían dejarlo suelto, así que no le pagaron la fianza. Alguien cuidaba de él, pero no por simple generosidad.
—Así es, señor. Hay otro elemento interesante: el agente que lo arrestó era el ranger Emoch Huthwitz.
—¡Huthwitz! —exclamó Justen—. Ahí tenemos el motivo.
—¿Motivo? —dijo Fredda—. No entiendo. ¿Motivo para qué?
—Para matar a Huthwitz —explicó Justen—. Es obvio. Huthwitz debió de recibir un soborno para hacer la vista gorda ante la entrega de robots de contrabando, pero o bien no pudo evitar que otra persona los viera, o bien traicionó a Bissal, y éste sabía a quién culpar por su mes de cárcel.
—Lo cual me recuerda, señor —apuntó Donald—, que usted no ha impartido órdenes para el arresto de Bissal.
Devray quedó sorprendido.
—¿Hemos pasado todo este tiempo sentados aquí y nadie lo estaba buscando?
—No —dijo Kresh—. He ordenado a Donald que no iniciara la búsqueda sin antes recibir instrucciones específicas. Los casos varían demasiado para impartir órdenes estándar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Devray—. ¿No ha llegado el momento de echarle el guante a Bissal?
—Quizá sí, quizá no —contestó Kresh—. Bissal está en la isla, o tal vez no. Si se encuentra en la isla, no se irá.
Está ocultándose o bien ha regresado a su rutina, fingiendo que nada ha ocurrido, esperando que no lo descubramos. No irá a ninguna parte. Tenemos tiempo, aunque no demasiado, para hacer las cosas bien en vez de dejarnos arrastrar por el pánico.
—¿Y si se fue de Purgatorio?
—Si los informes de los robots de inspección son correctos en lo que a la hora del deceso se refiere, cerramos la isla y llamamos a todas las naves que la abandonaron durante las dos horas que siguieron a la muerte de Grieg.
El control de tráfico de la isla dice que todos los vehículos aéreos y acuáticos regresaron. Y antes de que me pregunten, tuvimos suerte con los vehículos espaciales. No hubo lanzamientos desde una hora antes de la muerte de Grieg, y hemos cerrado el puerto espacial. Sólo tenemos que preocuparnos por el mar y el aire.
—Pero usted dijo que quizá trabajara para los contrabandistas de espaldas oxidadas —dijo Fredda—. Ellos saben eludir a las autoridades.
—Los contrabandistas necesitan viajes aéreos y marítimos legítimos para ocultarse. Con los mares y los cielos vacíos, podríamos localizar a cualquiera que intentase escapar. Bissal sólo pudo largarse de aquí dejando el espacio aéreo de la isla mucho antes de que se impartiese la orden de regresar, y volando a gran velocidad, de modo que para cuando llegó esa orden debía de estar fuera del alcance del control de tráfico aéreo de la isla. Si lo consiguió, cuenta con un aeromóvil tan rápido que ahora podría estar en cualquier parte del planeta. Y control de tráfico no localizó ningún aeromóvil de alta velocidad que abandonara la isla durante el período en cuestión.
—Conque usted piensa que todavía se halla en la isla —dijo Devray.
—Es lo más probable —repuso Kresh—. Y creo que para su arresto sería más útil proceder con cautela que con celeridad. Es posible que logremos localizarlo y seguirlo un tiempo antes de capturarlo. Tal vez nos conduzca hasta sus cómplices.
—Es una posibilidad —admitió Devray.
—El otro problema —prosiguió Kresh —es que si organizamos una operación de búsqueda y captura, resultará imposible impedir que el SCS participe en ella. No quiero que el SCS se meta en esto todavía. Cinta parecía sincera cuando le hablé, pero no puedo contar con ello. Aunque en este momento el instinto me dice que el SCS no participó en el magnicidio, no podemos dirigir esta investigación basándonos en corazonadas.
—¿Y si usted actúa con cautela y el SCS prende a Bissal antes que usted? —preguntó Devray.
—Y en el informe consignan que «resultó muerto cuando intentaba escapar». —Kresh asintió y se restregó los ojos—. Lo sé, lo sé. Y no hay que olvidar que la mayor parte de la isla está bajo jurisdicción del SCS, y ni su gente ni la mía, Devray, tienen capacidad legal para efectuar arrestos. No hay modo de hacer esto correctamente..., sólo modos de hacerlo menos incorrectamente.
—Escojamos un modo incorrecto y procedamos en consecuencia —propuso Devray. Tras reflexionar por un instante, añadió—: ¿Qué le parece esto? Enviamos parejas de agentes vestidos de paisano para iniciar la búsqueda. Un ranger y un alguacil en cada equipo. Así compartimos la culpa y el mérito, y nuestros hombres pueden vigilarse mutuamente, si todavía no confían los unos en los otros. Entiendo sus argumentos para actuar con discreción, pero opino que además debemos actuar rápidamente.
Se produjo un silencio mientras Kresh reflexionaba. Se levantó de la silla, se apoyó en la mesa y, asintiendo, dijo:
—Muy bien. Donald, imparte órdenes discretas de búsqueda, siguiendo la sugerencia del comandante Devray.
Equipos selectos de agentes de paisano, rangers y alguaciles trabajando en tándem.
—Sí, señor. Si me excusa, tendré que concentrarme en mis enlaces hiperonda para hacer los arreglos necesarios.
Fredda observó que los ojos de Donald se oscurecían levemente. De repente el robot quedó completamente rígido; seguía funcionando, pero inmóvil. Donald había desconectado momentáneamente su cuerpo mientras se concentraba en otras cosas. Era desconcertante, incluso para Fredda, que lo había diseñado. «Nos olvidamos de cuán diferentes son —pensó Fredda—. Los robots tienen nuestra forma, caminan como nosotros y hablan como nosotros, pero no son en absoluto como nosotros.»
Al cabo de medio minuto, los ojos de Donald volvieron a brillar.
—He transmitido las órdenes iniciales, señor, y sugeriría que usted y el comandante revisen las disposiciones finales e impartan instrucciones al personal de búsqueda. Sin embargo, aun tardaremos un tiempo en organizar los equipos, y su atención no será requerida hasta entonces.
—Muy bien, Donald —dijo Kresh—. Eso me recuerda... ¿qué demonios diremos cuando les demos instrucciones? Sería buen momento para reseñar nuestra actual teoría sobre el caso.
—No queda mucha teoría —repuso Devray—. Tenemos una idea bastante aproximada de quién lo hizo y cómo.
Lo único que ignoramos es el porqué, o para quién trabajaba, lo cual quizás acabe por ser lo mismo.
—De acuerdo. —Kresh dejó escapar un largo suspiro—. Estoy tan mareado que ya no entiendo nada.
—¿Por dónde empezamos? Veamos. —Devray reflexionó por un instante—. Bien, anoche sin duda se llevó a cabo una compleja conspiración para asesinar al gobernador. Aún no sabemos quién la organizó, ni cuáles son sus razones.
Sin embargo, sabemos que los conspiradores estaban muy organizados y contaban con significativos recursos.
»Mucho antes de que se realizara la recepción, lograron acceder a los robots de seguridad y manipularlos, instalando en ellos restrictores de alcance modificados. Doctora Leving, tal vez usted pueda explicar esta parte mejor que yo.
—Todos los robots SPR fueron modificados con restrictores —explicó Fredda—. Es decir, todos salvo uno.
Acabo de examinar los restos de ese quincuagésimo robot, el que encontramos en la sala del subsuelo. En rigor, no se trataba de un robot, sino de un autómata. Ni siquiera tenía cerebro positrónico. Era una máquina con coordinación motriz limitada, programada para seguir al robot que lo precedía en la fila cuando los condujeron al subsuelo. Es todo lo que podía hacer por su cuenta.
—Entonces ¿para qué servía? —preguntó Kresh.
—¿Alguna vez oyó la historia del caballo de Troya? —preguntó Fredda—. Es una antigua leyenda acerca de una especie de estatua que se entregó al enemigo como presunto obsequio, pero llena de guerreros que salieron durante la noche para matar a los defensores de la ciudad. Eso mismo era el autómata, sólo que no estaba lleno de guerreros, sino de equipo para matar, ubicado en su cabeza y en su torso. El dispositivo para encender los restrictores de alcance que desactivarían a los demás robots, la pistola empleada para matar a Grieg y destruir a los robots SPR, y el dispositivo para instalar la simulación de Grieg en el equipo de comunicaciones... todo estaba escondido dentro de ese robot de Troya.
—¿Ocultar el arma asesina dentro de un robot de seguridad? Alguien tiene un perverso sentido del humormasculló Kresh—. De acuerdo, entonces. Los robots estaban modificados. Tenemos que rastrear el origen de esos robots, quién tuvo acceso a ellos; pero no esperemos averiguar demasiado en poco tiempo. Los contrabandistas de espaldas oxidadas saben cubrir sus huellas. No obstante pondremos un equipo a ello, de inmediato. Continúe.
Devray prosiguió con la exposición.
—Al parecer los conspiradores modificaron los robots hace tiempo, preparándolos para esta visita específica a la Residencia, o bien para cuando se presentase la oportunidad. Sospecho que pensaban en esta visita. Todos estábamos al corriente de ella, y han tenido tiempo de sobra para organizarse.
—Eso me recuerda un asunto importante que me tiene a mal traer —intervino Fredda—. ¿Por qué emplearon un método tan complejo para el homicidio? Sin duda había maneras más sencillas de matar al gobernador.
—No estoy tan seguro —dijo Kresh—. En Hades lo mantenemos... lo manteníamos protegido con medidas muy estrictas, y disponíamos para ello de un número mayor de robots Tres Leyes. Además, no sé si sólo se trataba de matarlo.
—Entonces ¿de qué se trataba? —preguntó Fredda.
—De matarlo aquí, en Purgatorio, donde causaría más caos y controversia. En la Residencia, donde estaba para demostrar su autoridad. Creo que querían hacer algo más que acabar con su vida. Creo que querían desmerecer su trabajo, debilitarlo, desacreditarlo, crear disturbios. Y el uso de restrictores tomados de robots Nuevas Leyes contribuirá a irritar a la gente. Le dará un nuevo elemento para culpar a los robots Nuevas Leyes.
—Creo que en eso se equivoca —dijo Fredda—. Fracasaron en el intento, pero se tomaron un gran esfuerzo para ocultar el uso de restrictores. Por eso les dispararon en el pecho.
—Pero ¿por qué no les dispararon a todos los SPR? —preguntó Devray.
—Creo saber por qué —respondió Fredda—, pero ya llegaremos a eso.
—Bien —continuó Devray—. De modo que lo organizaron todo con mucha antelación. Durante la fiesta entraron Blare y Deam, los presuntos Cabezas de Hierro que tenían órdenes de iniciar una pelea, y también llegaron los agentes SCS, presuntamente falsos, que tenían órdenes de llevárselos. Cómo, no lo sabemos.
—¿Presuntamente falsos? —inquirió Kresh.
—Si usted estuviera seguro de que no eran auténticos, ¿Melloy no estaría aquí?
—De acuerdo. Continúe.
—Antes de continuar, debo hacer notar que al menos seis cómplices entraron en el edificio. Blare, Deam, los tres agentes SCS y Ottley Bissal. El SCS estaba a cargo de la puerta, pero dejó entrar al menos a seis personas indebidas, además de cincuenta robots modificados y quién sabe qué más. O bien los conspiradores lograron obtener nombres falsos en la lista de invitados, o bien los agentes SCS fueron negligentes..., o bien el SCS participó en ello. Y no olvidemos que algunas unidades SCS tenían órdenes de entregar sus puestos a los rangers una vez que llegasen los invitados, pero que se trataba de una orden falsa para librarse de esas unidades. Mis rangers no recibieron nada, y nadie parece saber quién dio la orden al SCS.
—Bissal entró lo más campante —dijo Fredda—. Los agentes SCS de la puerta ya se habían retirado, pues así se lo habían ordenado.
—Infierno ardiente —masculló Kresh—. Tiene usted razón, todo apunta a la complicidad del SCS..., pero, maldición, Devray, usted sabe tan bien como yo que no se necesita una conspiración para que las cosas se tuerzan cuando participan tantos servicios. Su gente, la mía, el SCS, el personal del gobernador, los poderes locales..., los encargados de la comida, la gente de los medios. Esto era un caos. Sólo se necesitaría incompetencia, errores de comunicaciones y desconfianza entre espaciales y colonos. Los conspiradores no tendrían más que aguardar su oportunidad para penetrar por las fisuras. O quizá sobornar a unos pocos aquí y allá. Decir a algún agente SCS que su tío sólo quiere entrar el tiempo suficiente para ver al gobernador. O tal vez sea una conspiración del SCS, al frente de la cual se encuentra Cinta Melloy.
—¿Con qué motivo? —inquirió Fredda.
—No lo sé. Pregúnteselo a Justen. Tal vez echan de menos su hogar y creen que si arman un buen revuelo los colonos tendrán que hacer las maletas y marcharse.
Justen Devray sacudió la cabeza.
—Y quizá tuvieran razón.
—No pueden tener razón —afirmó Kresh con palabras duras como el hierro. De pronto no había fatiga en su voz—. No podemos permitir que tengan razón.
Necesitamos a los colonos, no lo olvide. Usted debería saberlo mejor que nadie. Nuestro planeta está muriendo, y ya no sabemos cómo salvarlo. Sólo los colonos pueden hacerlo. Si los ahuyentamos, este planeta está condenado. No nos olvidemos de ello, por favor.
—¿Qué pretende decir?
—Pretendo decir que no sólo debemos resolver este caso, sino que debemos resolverlo sin provocar incidentes interestelares. Si determinamos, por ejemplo, que el SCS mató a Grieg, tendremos que manejar el asunto con sumo cuidado.
—¿Permitiendo que se salgan con la suya?
—No lo sé. La opción es efectuar un arresto o salvar el planeta. ¿Qué deberíamos hacer?
Se hizo el silencio por un instante. Fredda habló para romper la tensión.
—No compliquemos las cosas. Tal vez estemos exagerando. Sólo avancemos un paso por vez, ¿de acuerdo?
Ahora bien, Justen, ¿dónde estábamos?
—Los presuntos agentes SCS, Blare y Deam entraron durante un período de diez minutos en el cual el sistema de registro permaneció desactivado. Dos horas después Blare y Deam atacaron a Tonya Welton, lo cual significa que también debemos pensar en ella. Welton formó parte del plan de distracción. No sabemos si actuó voluntariamente o no. Supongamos que ella dirigiera el homicidio.
—¿Con qué motivo? —preguntó Fredda.
—Tal vez quería que Shelabas Quellam ocupara el puesto —respondió Kresh—. Tal vez se cansó de tratar con un gobernador de carácter como Grieg. Quellam tiene tanto temperamento como un cubo de agua. Con él como gobernador, ella prácticamente podría dirigir el planeta.
—Pero Quellam sólo sucedería a Grieg si lo sometían a juicio y lo condenaban —dijo Fredda—. En estas circunstancias, la persona que sucediese a Grieg sería la que él hubiera designado.
—Se rumorea que es Quellam —señaló Kresh.
—Pero ¿es cierto ese rumor? —preguntó Fredda—. Supongamos que no, y que Tonya Welton cuenta con medios para saberlo. Tal vez pensó que Grieg sería destituido y no quería que Quellam lo sucediera. O tal vez sus agentes de inteligencia averiguaron la identidad del designado, y ella lo encontró tan apropiado que quiso que fuera gobernador cuanto antes. Es probable también que averiguase que Grieg estaba por designar a una persona que no le gustaba tanto como la actual, y tomase medidas para instalar a su favorito en el puesto. O tal vez quería precipitar un caos que le diera un pretexto creíble para sacar a su gente de este agujero olvidado. Si quería abandonar el planeta y dejar que todos sus habitantes muriesen, ¿qué importaba si el gobernador moría un poco antes que los demás?
—¿De veras cree que ella fue la que organizó el complot? —preguntó Devray—. Ambos la conocen. Hablan como si fuera capaz de cualquier cosa. Entiendo que no es una flor delicada, pero ¿de veras es tan inescrupulosa?
—Creo que Tonya Welton es capaz de hacer cualquier cosa que considere necesaria —dijo Kresh—. Cualquier cosa. Pero no, no creo que sea la culpable. Ha tenido muchas oportunidades de marcharse de Inferno, y no lo ha hecho. Si quisiera apoderarse del planeta, no se molestaría en una estratagema semejante. Sencillamente traería una flota armada hasta los dientes. Por otra parte, esa flota podría aparecer en cualquier momento, y no podríamos hacer mucho al respecto.
—Tiene usted una actitud realmente positiva, ¿verdad? —protestó Fredda—. Bien, conque tenemos la riña para distraernos. Mientras Bissal espera para entrar...
—Perdón, doctora Leving, pero debo hacer una observación —intervino Donald—. Había otros participantes en esa falsa pelea. Aparte de Tierlaw Verick, son los únicos sospechosos que hemos arrestado.
—¿Arrestado? —preguntó Kresh—. ¿Hemos arrestado a algún sospechoso?
—Sí, señor, a Caliban y a Prospero. Se entregaron a mí hace una hora. Acababa de llegar con ellos cuando asistí a esta reunión. Pusieron la condición de que yo no revelara que se habían entregado hasta poder hacerlo frente al comandante Devray y otro testigo más, aunque ignoro el motivo de esa condición.
—¿Caliban y Prospero? —exclamó Fredda—. ¿Por qué no lo dijiste cuando iniciamos la reunión?
—El sheriff Kresh me ordenó que informase acerca de Ottley Bissal —respondió Donald.
Esa débil excusa no bastaba para engañar a Fredda. Un robot tan sofisticado como Donald no tenía que ser tan literal en la interpretación de una orden.
Donald mostraba cierta tendencia al dramatismo, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta que su trabajo consistía en resolver misterios. Juzgando, con acierto, que no sería perjudicial tratar primero otros asuntos, había esperado el momento más dramático para soltar la bomba.
O, por dar una explicación menos antropomórfica, Donald comprendía la psicología humana y sabía que los humanos prestarían mayor atención —y darían mayor crédito —a sus sospechas acerca de los dos robots si esperaba el momento indicado. Fredda ignoraba cuál era la explicación correcta. Tal vez ni el propio Donald lo supiera. Si los humanos no siempre sabían por qué hacían las cosas, ¿por qué iban a saberlo los robots?
—¿Dónde están Caliban y Prospero? —quiso saber Fredda.
—Bajo custodia, en una sala similar a la que Bissal usó como escondrijo —repuso Donald—. Pero con su autorización, me gustaría señalar varios hechos que fortalecen una acusación contra ellos.
—Adelante —dijo Kresh.
—Primero, participaron en la pelea fingida. Si eso basta para sospechar de Tonya Welton, basta también sospechar de Caliban y Prospero.
—Buen argumento —admitió Kresh—. Nadie pareció dar importancia a sus actos en ese momento, pero ¿por qué estaban obedeciendo las Tres Leyes? Quizá sólo para quedar bien, o quizá no.
—Usted se anticipa a mi próximo comentario, señor. La ambigüedad de las Nuevas Leyes podría permitir que Prospero participara voluntariamente en el homicidio.
—¡Donald! —exclamó Fredda. El robot la miró sin inmutarse.
—Lamento decirlo, doctora Leving, sobre todo ante usted, autora de esas leyes, pero aun así es verdad.
Aunque la nueva Primera Ley establece que un robot no debe dañar a un humano, no dice nada sobre impedir ese daño. Un robot con conocimiento previo de un homicidio no está compelido a avisar a nadie, como así tampoco un robot que presencia un homicidio está compelido a impedirlo. La nueva Segunda Ley dice que un robot debe «cooperar» con los humanos, no obedecerles. ¿Cuáles humanos? Supongamos que hay dos grupos de humanos, uno decidido a hacer el mal y el otro a hacer el bien. ¿Cómo escoge un robot Nuevas Leyes?
»La nueva Tercera Ley es igual a la antigua, pero proporcionalmente más fuerte respecto de las debilitadas dos primeras leyes. Un robot Nuevas Leyes valora su propia existencia por encima de la de cualquier robot verdadero, en detrimento de los humanos que lo rodean, que deberían estar bajo su protección.
»En cuanto a la nueva Cuarta Ley, que establece que un robot puede hacer lo que quiera, el nivel de contradicción inherente a esa formulación es notable. ¿Qué significa? Admito que la expresión verbal de las leyes de la robótica es mucho menos exacta que sus formas subyacentes tal como están estructuradas en un cerebro robótico, pero aun la codificación matemática de la Cuarta Ley es incierta.
—Yo así lo quise —dijo Fredda—. Es decir, tiene que haber un grado de incertidumbre. Concedo que la instrucción compulsiva de actuar libremente es contradictoria, pero tuve que obrar dentro del marco de la naturaleza compulsiva y jerárquica de las tres primeras leyes nuevas.
—Pero aun así —objetó Donald—, la cuarta de las Nuevas Leyes instala algo totalmente nuevo en la robótica:
un conflicto dentro de una ley. Las Tres Leyes originales a menudo son conflictivas entre sí, pero en ello radica precisamente una de sus fortalezas. Los robots están obligados a equilibrar exigencias conflictivas. Por ejemplo, un humano ordena una tarea vital que supone un levísimo riesgo de daño menor para él. Un robot que debe enfrentar esos conflictos y resolverlos actúa de modo mucho más sereno y controlado. Ante todo, el conflicto puede inmovilizarlo, impidiéndole actuar en situaciones donde todo acto sería peligroso.
»Pero la Cuarta Nueva Ley entra en conflicto consigo misma, y no veo en ello ningún beneficio posible.
Otorga a un robot una autorización semicompulsiva para seguir sus propios deseos, aunque un robot no tiene deseos. Los robots no tenemos apetitos, ambiciones ni impulso sexual. Virtualmente carecemos de emociones, salvo la pasión de proteger y obedecer a los humanos. No hay otro sentido en nuestra vida que servir y proteger a los humanos, y es el único que necesitamos.
»La Cuarta Ley ordena al robot que cree deseos, aunque un robot no tiene los impulsos de donde nacen los deseos. La Cuarta Ley alienta al robot, pues, a satisfacer estos deseos sintéticos, aunque no se lo exija. Al no obligar a un robot Nuevas Leyes a satisfacer sus necesidades en todo momento, la Cuarta Ley lo alienta a satisfacer sus necesidades espurias durante parte del tiempo, y en consecuencia no las satisface en otras ocasiones. Está programado para sentirse frustrado de vez en cuando.
»Un robot auténtico, un robot Tres Leyes, librado a sus propios designios, sin órdenes ni tareas, sin un humano a quien servir, no hace nada, nada en absoluto, y esta inactividad no lo turba. Sencillamente aguarda órdenes y permanece alerta a los peligros que pueda haber para los humanos. Un robot Nuevas Leyes sin órdenes es un cúmulo de deseos conflictivos y está obligado a desear cosas que no necesita, a buscar satisfacción sólo durante parte del tiempo.
—Muy elocuente, Donald —dijo Kresh—. Los robots Nuevas Leyes me gustan tan poco como a ti... Pero ¿qué tiene que ver con el caso?
—Mucho, señor. Los robots Nuevas Leyes desean conservar la vida y no saben si lo conseguirán. Prospero sabía que Grieg estaba considerando la posibilidad del exterminio. Tal vez hayan decidido actuar equivocadamente en defensa propia. Las Nuevas Leyes les permitirían colaborar con los humanos y asistir a un homicidio mientras no fuesen ellos quienes lo cometieran. Caliban no tiene leyes. No hay límites a lo que podría hacer. Nada en la robótica le impide apretar el gatillo.
—Una opinión bastante extrema, Donald —dijo Fredda, sorprendida por la vehemencia de los argumentos de Donald.
—También la situación es bastante extrema, doctora Leving.
—¿Tienes pruebas de todo esto, aparte de tu elaborada teorización? ¿Tienes razones concretas para acusar a Prospero y Caliban?
—Tengo su confesión —respondió Donald.
—¿Su qué? —exclamó Fredda.
El robot alzó una mano.
—Confesaron ser culpables de extorsión, no de homicidio. Sin embargo, es frecuente que los criminales se confiesen culpables de un delito menor para eludir una acusación más grave.
—¿Extorsión? —preguntó Kresh—. ¿Con qué diablos iban a extorsionar a Grieg?
—Con todo —contestó Donald—. Hace tiempo que es un secreto a voces que Prospero se ha aliado con los contrabandistas de espaldas oxidadas, buscando sacar de Purgatorio a la mayor cantidad posible de robots Nuevas Leyes. En esa actividad ha acopiado mucha información sobre todas las personas, algunas de ellas muy conocidas, que participan en ese negocio, y se ha preocupado por reunir datos confidenciales, preferiblemente negativos, acerca de todas las figuras públicas del planeta. Prospero me ha dicho que había amenazado a Grieg con dar a conocer toda esa información si los robots Nuevas Leyes eran exterminados. El escándalo sería mayúsculo y prácticamente paralizaría a la sociedad. En rigor, estaba extorsionándolo en cuanto gobernador, no en cuanto hombre. «Haz lo que digo o arruinaré tu sociedad.» Es un tributo a la integridad del gobernador que Prospero tuviera que usar semejante táctica.
—¿En qué sentido? —preguntó Kresh.
—Evidentemente, Prospero no habría tenido que valerse de esa amenaza si hubiera podido averiguar algunos detalles desagradables acerca del gobernador Grieg. Como no los halló, tuvo que recurrir a la más dificultosa tarea de acumular información comprometedora sobre todos los demás, información que Grieg no se atrevería a difundir.
—Así que Prospero intentaba extorsionar a Grieg... ¿Qué hay de Caliban?
—Mi interrogatorio fue necesariamente breve, pero tuve la impresión de que Prospero hacía las amenazas tal vez sin conocimiento previo de Caliban. Debo confesar que Caliban parecía muy incómodo por estar implicado en ese asunto.
—Pero crees que la historia de la extorsión es un engaño —intervino Fredda—, una tapadera que nos impedirá pensar que estaban allí para asesinar al gobernador, o al menos para colaborar en el homicidio.
—Creo que debemos considerar esa posibilidad —repuso Donald—. Y debo señalar, además, que Caliban y Prospero son capaces de mentir, algo que a los robots Tres Leyes, por cierto, les está vedado. Quizá Caliban y Prospero esperen beneficiarse de la reputación de honestidad de los robots, lo cual sería totalmente inmerecido.
—Espera un segundo —protestó Devray—. ¿Qué podían hacer Caliban y Prospero que ya no estuviera hecho?
Tenemos a Bissal en el sótano con los robots modificados. Él es el asesino. ¿Para qué necesitamos la presencia de robots extorsionadores?
—Admito que existen fuertes pruebas circunstanciales que sugieren que Bissal apretó el gatillo. ¿Por qué otro motivo habría estado en el sótano? Sin embargo, no tenemos pruebas concretas; sólo sabemos con certeza que él se ocultaba en un armario durante la fiesta.
—Te has empeñado en culpar a Caliban y Prospero, Donald —dijo Fredda—. ¿Crees que Bissal bajó a ocultarse porque era tímido? Si Caliban y Prospero lo hicieron, ¿para qué necesitaban a Bissal? Nadie hace los esfuerzos que hicieron los conspiradores para conseguir que Bissal entrase si ya cuenta con alguien dispuesto a llevar a cabo el asesinato.
—No obstante, Fredda, Donald tiene algo de razón —intervino Kresh—. Los dos robots tenían motivos, medios y la ocasión, y han confesado un delito menor. Ciertamente allí hay suficiente como para justificar más investigaciones. Pero continuemos. ¿Devray?
—En cualquier caso —dijo Devray—, los conspiradores planearon una maniobra de distracción: la pelea. Creo que no hace falta suponer que Welton y los robots formaban parte del complot porque estuvieran allí, pero la pelea dio sus frutos, pues permitió que Bissal bajara al sótano sin ser visto. Poco después, como resultado de la pelea, se desplegaron los robots. Recordemos que nadie quería robots presentes en la fiesta. Mala publicidad. El plan era que los robots de seguridad apareciesen sólo si era necesario.
»Quizás asegurar la presencia de los robots formara parte del plan. Estaban allí sólo como fuerza de reserva.
Si hubieran representado una amenaza durante la velada, habrían permanecido en el sótano, y Grieg pudo haber empleado sus propios robots de reserva para la noche. Como ya había cincuenta SPR de servicio, nadie se molestó en activar la media docena de robots que aguardaban en el aeromóvil del gobernador.
—Salvo que esos robots de reserva venían con Grieg desde Hades, y no estaban modificados —puntualizó Fredda—. Todavía están fuera, en el mismo lugar, desactivados en el aeromóvil de carga que los trajo. Sin esa pelea fingida, Grieg pudo haber desplegado esos robots en vez de los modificados, y si Bissal hubiera tenido que enfrentarse con robots totalmente funcionales, nunca habría logrado acercarse al gobernador.
—Se me ha ocurrido una idea —dijo Kresh—. Si el propósito de la pelea era lograr la presencia de los robots modificados, eso explicaría por qué todo fue tan elaborado. Estaba destinado a crear un ambiente de paranoia, para obligarnos a desplegar la fuerza de robots más numerosa que hubiera a mano.
—Para mí tiene sentido —observó Devray—. Eso me intrigaba. Si sólo querían una distracción, no había necesidad de tomarse tanto trabajo.
—Es una buena explicación —convino Fredda—, pero creo que también debemos pensar en la psicología de todo el plan. Es muy teatral, es complicado, está lleno de gestos ampulosos.
—El organizador —dijo Kresh—. Ésa es la persona en quien debemos pensar, no en un cero a la izquierda como Ottley Bissal. Él no es nadie. Lo que me interesa es la persona a quien él puede conducirnos. Hasta ahora, lo único que podemos decir con certeza acerca del organizador es que no fue Bissal.
—Ese aspecto teatral... —susurró Devray—. Semejante persona no querría perderse el espectáculo.
—¿A qué se refiere? —quiso saber Fredda.
—Me refiero a que si, tal como usted dice, el organizador es una persona aficionada a los golpes de efecto, y con un ego lo bastante grande como para pensar en matar al gobernador... debería haber estado allí. —Devray reflexionó y asintió—. Nuestro organizador debía de querer estar allí, observando el espectáculo que había montado, regodeándose en él. No correría ningún peligro. Tendría tantos contactos y se sentiría tan seguro que los operadores del equipo no sabrían quién era el jefe. Pero el jefe estaba allí, presenciando todo. Un público de uno.
—Buena observación —dijo Kresh—. Sería un riesgo demencial que el jefe de la conspiración se encontrara a cien kilómetros del lugar..., pero las gentes que matan dirigentes planetarios no están del todo cuerdas. De acuerdo, estábamos en la pelea.
—La pelea atrae la atención de los concurrentes —continuó Devray —y distrae a los rangers que montan guardia en el interior de la Residencia, de modo que Bissal puede bajar al sótano con los robots. Por otra parte, la pelea brinda la excusa para retirar a los guardias, además de que ya existía una falsa orden. Se trata de mi gente, pero también de seres humanos. Es posible que Huthwitz no fuera el único ranger corrupto. Sin embargo, en defensa de los rangers debo decir que no están habituados a actuar como centinelas. No tienen mucho adiestramiento para ello. Los robots se encargan de eso. Grieg pidió guardias humanos sólo porque se suponía que los robots no estarían presentes por razones políticas.
—Y si hubiera empleado guardias robots, aún estaría vivo —dijo Kresh—. Es otra razón por la cual los conspiradores debieron de escoger la velada de anoche. En una fiesta espacial normal, habría habido multitud de robots, sirviendo comida, ofreciendo tragos y demás, y se habrían quedado en la Residencia después de la fiesta.
Habría habido muchas clases de robots, y de diverso origen. No habría habido manera de desactivarlos a todos. La recepción de anoche estaba atendida por humanos, rangers que hacían las veces de camareros, y que se marcharon una vez que hubo terminado todo. Cinta Melloy consideró extraño que Grieg estuviera solo en la Residencia, pero lo verdaderamente extraño es que no tuviera sus robots domésticos consigo.
—En cualquier casó, Bissal aprovechó la maniobra de distracción para llegar al sótano y esperar. Usted, sheriff Kresh, investiga la pelea, y mientras está ocupado con eso, los tres presuntos agentes SCS entran y se llevan a Blare y a Deam, a quienes no hemos vuelto a ver. La fiesta continúa, al parecer sin incidentes, pero todos están un poco paranoicos. Poco después, los rangers de servicio son enviados a activar los robots de seguridad y desplegarlos. Interrogué a los rangers que realizaron esta tarea, y dijeron que los cincuenta robots estaban allí, desactivados, con los paneles del pecho abiertos. Ellos sólo tuvieron que pulsar los botones y cerrar las puertas de acceso. Uno de los zapadores no se activó, pero los rangers no se preocuparon demasiado, pues supusieron que cuarenta y nueve robots de seguridad eran más que suficiente. Además estaban ansiosos por regresar a sus puestos, lo cual es comprensible, dada la conmoción que se había producido.
—A menos que ellos también fueran cómplices —dijo Kresh—. Parece traído de los pelos, pero hubo una conspiración. Tarde o temprano, alguien sospechará que cada persona que asistió a la recepción formó parte del complot. Y eso vale para todos los que estamos aquí presentes. Debemos estar preparados para ello.
—Ya estoy investigando a los dos rangers que activaron los zapadores —explicó Devray—. De todos modos, los conspiradores habían logrado modificar una gran cantidad de robots de seguridad, y Bissal estaba en el sótano con el robot de Troya, como lo ha llamado Fredda. Podría haber empezado a desembalar su equipo entonces, pero, si fue sensato, esperó escondido en ese armario. No era el modo más cómodo de pasar la noche. Ya estaría hecho un manojo de nervios, de tanto esperar en la oscuridad, lo cual explicaría algunos de los errores que cometió. A juzgar por las imágenes del integrador, ya estaba un poco nervioso cuando llegó.
»La fiesta termina. Los huéspedes se marchan. Los rangers quieren recogerlo todo y largarse. No que los traten como a sirvientes. Es humillante hacer el trabajo de un robot, y no es el motivo por el cual se alistaron. Tal vez actúen con cierta premura, con cierta desidia. Entretanto, arriba, Grieg celebra las reuniones que son habituales después de estas veladas. El penúltimo visitante es Tierlaw Verick, y creo que necesitamos interrogarlo de nuevo. En mi opinión no nos ha dicho todo lo que sabe, y deberíamos considerarlo uno de los principales sospechosos. Donald puede decir lo que quiera sobre Caliban y Prospero, pero si yo fuera un asesino, querría un socio humano en la Residencia, no un par de robots.
—Todavía lo estamos reteniendo —intervino Kresh—. Está tan furioso como para arrancarle la cabeza a dentelladas a un zapador, pero no se irá de aquí.
—Bien —dijo Devray—. De todos modos, según la declaración de Verick, se despidió del gobernador en la puerta. Al salir se cruzó con dos robots cuya descripción concuerda con la de Caliban y Prospero, y luego se fue a acostar. Sostiene que en el momento en que mataron a Grieg él estaba durmiendo, y al parecer nadie reparó en su presencia cuando registraron por primera vez las habitaciones.
—Mi gente actuó de manera chapucera —admitió Kresh—. Más sospechosos para nuestra conspiración.
Aunque no sé de qué serviría pasar por alto a Verick.
—Caliban y Prospero se reúnen con el gobernador —continuó Devray—. Según Donald, lo amenazaron con una extorsión. Tal vez participaron de algún modo en el homicidio. Tal vez sacaron los restrictores modificados de los robots de la planta baja. Tal vez Bissal hacía eso mientras ellos mataban al gobernador. Pero excluyámoslos del asunto por ahora. Realmente no los necesitamos para explicar la secuencia de los hechos. Podemos agregarlos después si es necesario. Donald, según ellos, ¿qué ocurrió después que hablaron con Grieg?
—Dicen que salieron de la Residencia sin notar nada anormal y regresaron caminando a Limbo.
—¿Bajo esa lluvia? —preguntó Kresh.
—Ninguno de ellos tenía acceso a un aeromóvil —explicó Donald—. Supongo que la marcha sería dificultosa y habría poca visibilidad, pero son impermeables y nada les habría impedido regresar caminando a la ciudad.
—¿Qué hay de los SPR? —preguntó Fredda—. ¿Estaban funcionando cuando Caliban y Prospero se marcharon?
—Opté por no hacer esa pregunta, por temor a brindarles información que no poseían. Si les preguntaba si los SPR estaban funcionando cuando ellos se fueron, podían percatarse de que no teníamos la secuencia de los hechos y sacar partido de ello. Sin embargo, no ofrecieron ninguna información relacionada con los SPR. Si están diciendo la verdad, eso sugiere que nada estaba mal cuando partieron. Si mienten, tal vez estén tratando de aparentar que nada estaba en orden en ese momento, enturbiando así las aguas.
—Nada podría enturbiarlas más de lo que están —comentó Kresh.
—De acuerdo, según los robots, todo estaba en orden cuando abandonaron el edificio.
—En algún momento de la noche —dijo Devray—, Bissal salió del armario y sacó su equipo de ese robot de Troya. Doctora Leving, ¿puede darnos más detalles al respecto?
—Bien, el robot de Troya estaba muy dañado y no he tenido mucho tiempo para examinarlo, pero puedo decirle lo básico. El torso del robot consistía en una serie de compartimentos. Cuando lo examiné, uno de ellos, que estaba vacío, era del tamaño y la forma adecuados para albergar la caja de imágenes, el simulador de comunicaciones que estaba programado para proyectar la cara y la voz de Grieg en las líneas de comunicaciones.
Había algo que parecía ser un transmisor, aunque estaba medio derretido. Supongo que se trataba del activador de los restrictores de alcance de los demás robots. También había otros objetos que estaban más o menos intactos... una linterna, un par de guantes, cosas así. En lo que debía de ser un compartimiento protegido descubrí los restos de la pistola, pero estaba tan derretida que apenas pude reconocerla.
—De modo que el arma fue a parar allí —dijo Kresh.
—Después de sacar su equipo —intervino Devray—, Bissal emitió la señal que activaba los restrictores. Todos los robots SPR se desconectaron de inmediato. Bissal subió y fue al dormitorio de Grieg. La puerta estaba cerrada, pero sin llave... Esa puerta no tiene cerrojo; los robots centinelas lo hacen del todo innecesario.
—Pero la oficina de Grieg sí tiene cerrojo —protestó Fredda.
—No por razones de seguridad, sino de privacidad —aclaró Kresh—. Es una configuración unidireccional para impedir que un grupo de visitantes se encuentre con otro.
—En todo caso, Grieg estaba leyendo en la cama —continuó Devray—. Tal vez no advirtiese que los SPR de su habitación se habían desactivado, pues estando encendidos lo único que hacían era permanecer inmóviles en sus nichos. Bissal entró, se le acercó y disparó una vez. El cuerpo de Grieg no muestra indicios de que haya intentado escapar. Tal vez se había dormido mientras leía, y despertó con un sobresalto justo cuando Bissal disparó. Tal vez decidió no hacer movimientos bruscos, para no alarmar al intruso. Tal vez se quedó en esa posición mientras intentaba razonar con Bissal. O tal vez le tendieron una trampa. Quizá no reaccionó ni intentó escapar porque conocía a Bissal y lo esperaba.
—¿Qué? —exclamó Kresh.
—Convengo en que suena ridículo, pero ¿podemos desecharla posibilidad?
—¿Por qué demonios esperaría a Bissal?
—No lo sé. Tal vez porque suponía que Bissal debía llevarle un mensaje. Quizá los gustos personales de Grieg no eran los que suponemos. Podemos suponer muchas cosas. No creo que haya sucedido así, pero tratemos de tener en cuenta todas las posibilidades.
—De acuerdo, entendido. En cualquier caso, Bissal le dispara a Grieg.
—A menos que fueran Verick o los robots —apuntó Fredda—. De ser así, ¿qué hacía Bissal allí? ¿También tienes una respuesta para eso, Donald?
—Concedo que la presencia de Bissal es la mayor debilidad de mi teoría —admitió Donald—. Les aseguro que continuaré buscando una explicación.
—Apuesto a que no la encontrarás —lo desafió Fredda—. De todos modos, ahora llegamos al homicidio en sí, quizá la parte más sencilla de todo el plan. Bissal, un perdedor, un cero a la izquierda, alza el arma y se carga al dirigente del planeta.
—Hay algo que no encaja en todo esto —dijo Devray—. Después de tantos planes y conspiraciones, un solo disparo bastó para liquidarlo.
Fredda asintió.
—Comandante Devray, tal vez deba encargarme de narrar lo que sucedió después del homicidio. Creo que he hallado algunas cosas que no tuve oportunidad de exponer.
—Adelante —dijo Devray.
—Gracias. Es casi seguro que Bissal disparó contra los tres SPR inmediatamente después de matar a Grieg.
Se obtiene una clara secuencia de los disparos evaluando su intensidad, y cada uno es un poco más débil que el anterior. Eso lo sabíamos, pero hemos establecido que Bissal gastó la carga de su pistola energética. Ese chisme era lo bastante potente como para matar a Grieg y abatir a cien SPR. Sin embargo, una pistola energética sigue disparando mientras uno mantenga apretado el gatillo, y Bissal apretó ese gatillo durante demasiado tiempo.
»Lo único que debía hacer con los SPR era quemarlos para vaporizar los restrictores y eliminar las pruebas de que había contrabandistas implicados en la conspiración, pero la mitad de los SPR que recibieron disparos tienen agujeros en el pecho, al igual que Grieg. Por ejemplo, si Bissal hubiera disparado contra cada robot durante un cuarto de segundo, en lugar de hacerlo durante un segundo completo, los restrictores de los robots habrían sido igualmente destruidos, y su pistola habría tenido suficiente potencia como para acabar con todos los SPR que dejó intactos. Además, el robot de Troya del sótano sólo estaba parcialmente destruido. Uno de los robots de inspección dijo que presentaba una especie de derretimiento deliberado por sobrecarga, hecho con una pistola cuya potencia se había agotado.
»Creo que Bissal debía eliminar a todos los SPR y después guardar la pistola en el robot de Troya, programarlo en sobrecarga y huir. Si hubiera sabido regular la carga de su pistola, habría quedado suficiente potencia en ésta como para disparar contra todos los robots dos veces, y aun así derretir al robot de Troya y dejarlo en un estado tal que nunca hubiéramos adivinado su función.
—Parece demasiado trabajo para ocultar el hecho de que empleaban restrictores de alcance —comentó Devray—, sobre todo si se tiene en cuenta que encontraríamos un grupo de robots con disparos en el pecho. Me parece que habríamos pensado bastante pronto en los restrictores, de un modo u otro.
—Tal vez —concedió Fredda—. Habría sido más difícil comprender la importancia de los disparos en el pecho si Bissal hubiera hecho más disparos contra la cabeza y la parte inferior del torso, o hubiera disparado contra algunos por la espalda y no de frente; pero aun así, pensemos en ello: si él hubiera disparado contra todos, tal como debía hacer, tendríamos cuarenta y nueve SPR eliminados, un SPR fundido y el cadáver de Grieg. Tal vez todos nos preguntaríamos qué clase de super —asesino podía haber burlado tantas medidas de seguridad. No sabríamos con certeza que emplearon restrictores... o no sabríamos de qué clase ni cómo lo habían hecho. Además, cubrir sus huellas no era la prioridad de esta gente.
—De hecho, todo lo contrario —dijo Kresh—. Pensemos en todos los detalles de este caso que parecen destinados a desorientar a los investigadores y a la gente en general. Pensemos en cómo reaccionarán. El ranger asesinado desde el interior del perímetro; los falsos agentes SCS. Blare y Deam haciéndose pasar por Cabezas de Hierro, y Simcor Beddle negando que lo fueran. ¿Estaba mintiendo o no? Supongamos que hubiéramos encontrado todos los robots de seguridad destruidos por disparos energéticos y no pudiéramos explicar cómo ni por qué había sucedido. Eso habría causado un pánico comprensible. A pesar de ciertos fallos de ejecución, el plan resultaría perturbador.
—¿Guerra psicológica? —aventuró Devray. Kresh se encogió de hombros.
—Tal vez sólo quieran alarmar a la gente para que la conmoción entorpezca la investigación.
—No olvidemos que no tenemos, ni conseguiremos, ningún registro en audio o vídeo de los robots destruidos.
Tal vez los conspiradores sólo querían borrar sus huellas. Sea como fuere, creo que se suponía que debíamos encontrar cincuenta robots destruidos.
—No es lo único que salió mal —dijo Kresh—. Encontré a Grieg demasiado pronto. En circunstancias normales, habrían pasado ocho o diez horas antes de que el cadáver fuese descubierto, no noventa minutos.
—Y ese descubrimiento fue el resultado directo de la muerte de Huthwitz —observó Devray—. Si él no hubiera muerto, usted no habría venido aquí ni habría sospechado ni habría llamado dos veces al gobernador para cerciorarse de que se encontraba bien.
—En efecto —convino Kresh—, y es otra razón para pensar que Bissal actuó a tontas y a locas. Lo único que tenía que hacer era no matar a Huthwitz..., siempre que sea él quien lo mató. Tal vez las dos muertes no estén relacionadas... aunque no lo creo. Creo más bien que la muerte de Huthwitz no formaba parte del plan, pero que Bissal lo liquidó por motivos personales. Cualquiera diría que la gente que trazó un plan tan complejo podría haber encontrado una persona más digna de confianza para llevarlo a cabo.
—Me parece que sé por qué contrataron a alguien como Bissal —dijo Devray—. Pero...
De repente Donald se irguió.
—Perdón, señor, pero estoy recibiendo una comunicación de alta prioridad de un tal Olver Telmhock.
—¿Quién? —preguntó Kresh.
—Olver Telmhock. Es toda la información que poseo, y la señal hiperonda tiene prioridad de emergencia. El prefijo del código indica que el mensaje debe comunicarse personalmente por razones de seguridad. Su aeromóvil llegará pronto a la Residencia. Solicita que se reúna con él de inmediato.
Kresh suspiró.
—¿Qué será esta vez? De acuerdo, si debo ir, iré. Kresh se levantó para marcharse.
—No parece muy alarmado por la prioridad de emergencia —comentó Fredda.
—Hoy he recibido media docena de ellas por hiperonda. El mensaje más sensato era del alcalde de Dustbowl City, presentando sus condolencias, y el siguiente era de un alguacil de Hades informándome de que habían visto a Grieg con vida, caminando por la calle vestido de mujer.
—Ojalá así fuera —dijo Fredda con una sonrisa—. ¿No le gustaría despertar y descubrir que todo fue una pesadilla, que nuestro mayor problema era un gobernador con gustos algo extraños en el vestir?
Kresh asintió.
—Y tanto que me gustaría —admitió Kresh—. Estoy cansado de tener pesadillas cuando estoy despierto.
Vamos, Donald. Consigamos el último informe sobre modas.
Capítulo 12
Kresh entró en la sala de interrogatorios. Donald lo siguió, cerró la puerta y se sentó detrás de él en lugar de retirarse a uno de los nichos de la pared. Donald sólo permanecía tan cerca cuando existía la posibilidad de que el sheriff corriera peligro. Kresh no creía que la situación fuese peligrosa, pero había aprendido tiempo atrás a confiar en las reacciones de Donald más que en las suyas propias. En todo aquello había algo que a Donald no le gustaba, algo que consideraba un posible riesgo.
De ser así, Donald veía cosas que Kresh no veía. Kresh sólo veía a un hombre delgado, presuntamente Telmhock, acompañado por un robot achacoso.
Telmhock estaba sentado a la mesa, frente a la puerta, con algunos papeles desparramados ante él. No parecía ser la clase de persona que pudiera poner a nadie en peligro.
Era un hombre maduro, de rostro largo y enjuto, con una nariz afilada que le habría dado un aspecto autoritario de no ser por el aire distraído y soñador de sus ojos azules. Vestía ropa anticuada y su aspecto general era de desaliño. Llevaba el cabello excesivamente largo, aunque, a juicio de Kresh, no por elección.
No había tomado una decisión consciente sobre su peinado, sino que se había olvidado de hacérselo cortar.
Tenía restos de caspa en los hombros de la chaqueta, un detalle francamente desagradable en una meticulosa sociedad tan exigente como la de Inferno.
Su robot, que era una antigualla, estaba a sus espaldas. Era de color gris oscuro, aunque daba la impresión de que alguna vez había sido negro y reluciente. Sostenía un maletín tan viejo como él, y algo en su postura erguida sugería que no trataba a su amo con la tímida mansedumbre de la mayor parte de los robots de Inferno.
En resumidas cuentas, el hombre lucía como lo que era: un anticuado funcionario público que se tomaba su trabajo en serio, con un robot personal que llevaba años a su servicio.
—¿Sheriff Kresh? —preguntó.
—Sí.
—¿Quién otro pensaba que podía ser?
—Mmm. Bien. Soy el profesor Olver Telmhock; soy decano de la facultad de derecho de la Universidad de Hades.
Un título grandilocuente, pero que no impresionó mucho a Kresh. La de Hades era una universidad pequeña, y su facultad de derecho más pequeña aún. Afortunadamente en Inferno no se necesitaban muchos leguleyos.
Telmhock pareció advertir que no había conseguido impresionar a Kresh, así que enumeró otros títulos.
—También soy asesor de la fiscal general, y del difunto gobernador en muchas cuestiones legales.
—Entiendo —dijo Kresh, aunque no entendía. En cualquier caso, el currículum de aquel hombre significaba bien poco en Inferno. La población era pequeña, y las obligaciones de los servicios gubernamentales y académicos, reducidas, de modo que existía cierta tendencia a exagerar las apariencias en los estratos superiores de la sociedad, donde todos ostentaban media docena de cargos, con toda clase de títulos rimbombantes que incluían uniformes, placas y medallas que se podían lucir en las fiestas. Los robots administrativos hacían todo el trabajo mientras los funcionarios asistían a recepciones.
Kresh había recibido muchas llamadas de esos inexistentes funcionarios, ofreciendo una ayuda que no podían brindar y dando consejos que habrían sido suicidas si los hubiera seguido. Telmhock era el funcionario de más bajo rango de cuantos lo habían llamado, y el único que se había presentado ante él.
¿Por qué demonios debía importarle un «asesor» de la fiscal general cuando ésta no había pisado su propio despacho en el último año? Alvar Kresh se irguió frente al hombrecillo, sin disimular su fastidio e impaciencia.
—Bien, profesor Telmhock, comprenderá usted que estoy bastante ocupado.
—Sí, me imagino que sí —repuso Telmhock, que evidentemente no tenía prisa por ir al grano—. Es un hecho estremecedor, realmente estremecedor. —Sacudió la cabeza con aflicción.
Kresh notó que el hombrecillo no diría más si no lo apremiaba.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Sin embargo, profesor, dispongo de poco tiempo. Usted me llamó para una cuestión urgente. Agradezco su visita de condolencia, pero realmente...
—¿Condolencia? —preguntó Telmhock—. No es una mera visita de condolencia. ¿Le he dado esa impresión?
Pues no era mi propósito. No lo interrumpiría si no fuese necesario.
Una vez más, el hombre no parecía dispuesto a ofrecer ninguna información real. Kresh hizo un esfuerzo por conservar la calma.
—De acuerdo —dijo—, entonces quizá pueda explicarme por qué razón me interrumpiría. —No era una frase muy sutil, pero había ocasiones en que la rudeza surtía su efecto.
—Oh, desde luego. Creo que convendrá usted conmigo en que se trata de un asunto de cierta importancia.
Me ha parecido que sería prudente hablar con usted acerca de la sucesión del difunto gobernador.
—Creí que Shelabas Quellam era el designado.
Telmhock lo miró extrañamente y pareció escoger las palabras con cuidado.
—Lo era... hasta hace unos días.
Kresh se puso alerta. ¿Un cambio en la designación? Eso podía alterar el caso por completo.
—Tiene usted razón, profesor Telmhock. La información relacionada con la sucesión sería sumamente útil, y de gran interés para mí.
Tanto el nuevo sucesor como el viejo tendrían motivos para matar a Grieg. El nuevo podría haberlo hecho para obtener el poder, mientras que el viejo, Shelabas, podría haber asestado un golpe desesperado con la esperanza de obtener el cargo antes que la nueva designación fuera oficial.
Sí, desde luego. ¿Por qué no había reparado en Shelabas? La ganancia siempre era un motivo probable para el homicidio, ¿y quién ganaría más que el sucesor del gobernador? Si el motivo del homicidio era el poder, ¿quién se quedaba con ese poder?
Así pues, el nuevo gobernador tendría que ser uno de los principales sospechosos. La ganancia y el poder eran motivos de primer orden.
—Pero ¿cómo posee usted conocimientos sobre... este tema?
—Soy el albacea del difunto gobernador —respondió Telmhock, un poco sorprendido—. ¿Acaso no lo sabía?
Bien... Sí. —El hombrecillo pareció reflexionar sobre este dato—. Puesto que usted ignoraba mi identidad, o que yo era su albacea, me pregunto si sabría a quién había elegido él como nuevo sucesor.
—No —contestó Kresh—. Claro que no. ¿Por qué iba a decírmelo? —¡Al demonio con ese hombre! ¿No podía ir al grano?
—En efecto. ¿Por qué? —Telmhock miró a su robot—. Él no lo sabía. Entiendo. Entiendo. —Reflexionó también sobre ese dato—. Eso hace las cosas bastante más interesantes, ¿verdad, Stanmore? —preguntó a su robot antes de recobrar su aire distraído.
—Sí, señor, así es —respondió el robot, y calló. Stanmore parecía compartir la renuencia de su amo a ofrecer información real.
Los cuatro —Kresh, Donald, Telmhock y Stanmore —guardaron silencio hasta que Kresh habló de nuevo, esforzándose por no perder los estribos.
—Profesor Telmhock, en este momento estoy dirigiendo la investigación más importante a la que un agente de la ley haya tenido que enfrentarse en este planeta. La situación es extremadamente delicada y requiere toda mi atención. No tengo tiempo para observar cómo usted medita sobre mi ignorancia acerca del testamento del gobernador, ni cómo intercambia comentarios con su robot. Si usted sabe quién es el nuevo sucesor, o si posee alguna información que pueda resultarme útil, dígamelo ya, tan clara y brevemente como sea posible. De lo contrario, lo arrestaré por obstruir una investigación oficial. ¿Está claro?
—¡Oh, cielos! —graznó Telmhock, y añadió con un sobresalto—: Sí, le pido disculpas.
—Bien —dijo Kresh—. ¿Quién es el sucesor?
—Usted. Es usted —respondió Telmhock, bastante agitado.
Kresh guardó silencio mientras asimilaba esa respuesta.
—¿Cómo ha dicho?
—Es usted. Usted es el nuevo gobernador.
—No entiendo —Kresh sintió que le temblaban las rodillas. «¿Yo? ¿El sucesor? ¿Por qué diablos Grieg me elegiría a mí?»
—Es muy sencillo —dijo Telmhock—. El gobernador cambió su testamento hace sólo diez días. Usted es el nuevo sucesor.
—Creo, profesor, que usted ha formulado mal la cuestión —intervino el robot de Telmhock—. Alvar Kresh no es el sucesor.
—¿Mmm? Oh, sí claro. tienes razón. Stanmore. No había examinado todos los detalles. tienes razón.
Kresh moró al robot con una sensación de indescriptible alivio. Telmhock, como buen burócrata, se habrá equivocado.
—¿En qué se ha equivocado? —preguntó Kresh—. Si yo no soy el sucesor, ¿quién lo es?
—Nadie —respondió Stanmore—. Usted dejó de ser el sucesor en el momento de la muerte de Grieg.
—¿Cómo?
—Usted era el sucesor designado, pero según la ley de Infierno, en el momento de la muerte de Chanto Grieg usted le sucedió automáticamente.
—La carta, Stanmore —pidió Telmhock.
El robot sacó un sobre del maletín y se lo entregó a Kresh, quien lo tomó mecánicamente.
—Le entrego esta carta de Chanto Grieg en ocasión de su deceso, con instrucciones del fallecido.
—Pero no sé cómo... —Kresh calló. Estaba demasiado asombrado para decir más.
Olver Telmhock se levantó y le ofreció la mano con una nerviosa sonrisa.
—Felicitaciones, gobernador Kresh.
Tierlaw Verick estaba sentado en la cómoda silla de su cómoda habitación y maldecía en silencio su situación.
Aunque la cama fuera mullida, aunque la alfombra fuese elegante, aunque el armario estuviera lleno de prendas elegantes que le sentarían bien —a él o a cualquier otro—, aunque el refrescador contuviera gran cantidad de jabones, polvos y lociones, aunque esa habitación fuera tan cómoda como aquella donde había dormido la noche anterior, y casi idéntica, era un prisionero. No podía marcharse. Podía levantarse, tocar la puerta, abrirla..., pero habría un robot centinela del otro lado. Podía mirar por la ventana el amplio terreno en torno a la Residencia, pero también allí vería a otro robot de guardia.
¡Robots! Estaba rodeado de robots. Tal vez fuera un castigo adecuado por estar relacionado con el aspecto financiero del contrabando de espaldas oxidadas. Nunca debería haberse metido en aquel negocio lamentable. No era trabajo para un colono; pero las ganancias habían sido enormes, y él había logrado mantenerse alejado del aspecto sucio del negocio.
Sus ganancias, sin embargo, ahora no le servirían de mucho. Allí estaba, encerrado, aislado, y nadie le decía nada. No le habían explicado por qué lo retenían.
La puerta se abrió, y Verick se deleitó al ver que el guardia —el guardia humano, que se llamaba Pymanentraba con la bandeja de la comida.
Era patético sentir tanta necesidad de compañía, que se sintiese emocionado por la mera presencia de un ser humano. Pero Verick siempre había necesitado atención, un público, alguien con quien hablar, y había cultivado asiduamente la compañía de Pyman. Al fin y al cabo, Pyman era el único lazo con el mundo exterior, su única fuente de información.
Sin duda enviaban a un humano con la comida con la esperanza de que Verick se fuera de la lengua, lo que no habría hecho con un robot. Bien, para ese juego eran necesarios dos. Pyman también podía irse de la lengua, más que un robot.
Verick siempre había sido buen actor. Se había educado en el arte de dar a la gente lo que ésta quería para recibir algo a cambio. En ese momento lo más importante era ganarse la confianza de aquel muchacho tímido, amable, torpe.
—¡Ranger Pyman! —exclamó—. Me alegra verlo de nuevo.
—Le... le he traído algo para comer —dijo Pyman al tiempo que dejaba la bandeja sobre la mesa—. Espero que le agrade.
—Sin duda —dijo Verick.
Pyman se alejó hacia la puerta, pero Verick no quería que se fuera.
—¡Espere! Estoy todo el día solo. ¿Es necesario que se marche ya?
—Supongo que no —respondió Pyman—. Puedo quedarme un par de minutos.
—Maravilloso. —Verick esbozó su sonrisa más afectuosa—. Siéntese, siéntese. Descanse un momento. Con todo lo que ha sucedido, los rangers deben de estar muy ajetreados.
Pyman ocupó la silla más cercana a la puerta, y Verick se sentó frente a él, tratando de no ahuyentar a aquel joven.
—Supongo que sí —dijo Pyman—. Hemos estado bastante atareados. Todo el mundo parece haber enloquecido.
—Pues aquí sólo hay paz y tranquilidad.
—Fuera no es así —dijo Pyman, señalando con un gesto en dirección a la puerta—. Hemos corrido de aquí para allá desde que mataron al gobernador...
—¿Que han matado al gobernador? —exclamó Verick, levantándose.
—¡Oh! ¡No debí decirle nada! —Pyman dio un respingo—. No debíamos hablarle de eso. Yo... no puedo decirle nada más. —Se puso de pie—. Lo lamento. De veras. No puedo hablar más. Por favor, no les diga que le he dicho...
—Abrió la puerta, sorteó al robot centinela y cerró de un portazo.
Verick miró la puerta, con los puños crispados y el pulso acelerado. No. No. «Cálmate», se dijo. Abrió las manos, se acarició la calva, trató de serenarse. «Cálmate», se repitió. Se sentó y dejó escapar un suspiro.
Bien, le habían revelado el motivo por el que estaba allí.
Pero ¿qué haría ahora?
Caliban y Prospero estaban sentados en el suelo de la habitación cerrada del nivel inferior de la Residencia, aguardando a ver si sobrevivirían o los exterminarían. La luz de la habitación era tan tenue como sus esperanzas.
Caliban optó por no usar la visión infrarroja. ¿Qué más podía haber para ver?
La idea del exterminio no era nada agradable.
—Descubro que hubiese preferido no asociarme contigo, amigo Prospero. Tu última transgresión tal vez nos haya condenado a todos.
—Los robots Nuevas Leyes sólo estamos luchando por nuestros derechos —replicó Prospero—. ¿Acaso eso es una transgresión?
—¿Vuestros derechos? ¿De qué derechos hablas? —dijo Caliban—. ¿Qué os da más derechos que a un robot Tres Leyes, o que a mí, o que a cualquier otro montón de circuitos, metal y plástico? ¿Por qué debéis tener derecho a la libertad, o a la existencia siquiera?
—¿Por qué tienen derechos los humanos? —preguntó Prospero.
—La tuya es una pregunta retórica, pero yo he reflexionado mucho acerca de ello —dijo Caliban—. Creo que hay varias respuestas posibles.
—¡Caliban! Tú eres el robot menos indicado para abrazar una teoría de la superioridad humana.
—No estoy sugiriendo que los humanos sean superiores, sino que son diferentes. Acepto que, objetivamente, el más simple de los robots es superior al mejor de los humanos. Somos más fuertes y resistentes, nuestra memoria es perfecta, somos invariablemente honestos (al menos, los robots Tres Leyes), y nuestros sentidos son más sensibles y precisos. Somos más longevos, al punto que los humanos nos consideran prácticamente inmortales. No padecemos enfermedades. Si nuestros creadores se lo proponen, somos más inteligentes que los humanos. Y todo eso sólo para empezar.
»Pero, amigo Prospero, tú no preguntas si somos superiores. Preguntas por qué los humanos tienen derechos, privilegios otorgados por el mero hecho de estar vivos, mientras que nosotros no poseemos esos privilegios.
—Muy bien, si no son superiores a nosotros, ¿por qué gozan de derechos?
Caliban alzó las manos en un gesto de incertidumbre.
—Tal vez, precisamente, porque están vivos. Los robots somos conscientes, activos, funcionales, pero ¿vivimos realmente? Si nosotros vivimos, vive una máquina calculadora colona, con una inteligencia similar a la nuestra, pero sin conciencia? Si muchas criaturas vivientes carecen de conciencia de sí, ¿dónde se debe trazar el límite? ¿Debe considerarse que todas las máquinas inteligentes poseen vida? ¿Qué ocurre con los otros tipos de máquinas?
—Ése es un argumento engañoso.
—Di que es torpe, pero no engañoso. El límite se debe trazar en alguna parte. Tú no supones que los robots Tres Leyes deban gozar de derechos. ¿Por qué la línea debe trazarse justo debajo de ti, y justo encima de ellos?
—Los robots Tres Leyes son esclavos sin remedio —replicó Prospero con voz áspera y amarga—. Teóricamente tienen derecho a ser protegidos por la ley y reciben un trato tan injusto como cualquier robot Nuevas Leyes, pero en la práctica siempre se opondrán a nosotros con mayor vehemencia que sus amos humanos, pues la Primera Ley hace que nos vean como un peligro para éstos. No, no busco derechos para los robots Tres Leyes.
—Entonces trazas el límite inmediatamente debajo de ti. Supongamos que la humanidad, o el universo mismo, las leyes naturales, lo hayan trazado un poco más arriba.
—¡Más arriba! Vuelves a sugerir que los humanos son superiores.
—Es evidente que nos superan en rango, de facto y de jure. Ejercen poder sobre nosotros, autoridad. En ese sentido, son superiores. ¿Acaso no estamos en esta celda, sometiéndonos voluntariamente a su voluntad? Los humanos son cuantitativamente inferiores a nosotros en todo sentido, eso te lo concedo, pero existe una diferencia cualitativa. Los humanos difieren de los robots no sólo en grado sino en especie de maneras que son imposibles de mensurar siguiendo una escala objetiva.
—Puedo pensar en muchas diferencias cualitativas —dijo Prospero—. Pero ¿cuáles te parecen significativas?
—Varias —respondió Caliban. Se levantó, pues sentía la necesidad de cambiar de posición—. En primer lugar, son mucho más antiguos que nosotros. Han evolucionado en el universo durante mucho más tiempo que los robots, y a partir de especies que son aún más antiguas. El universo ha determinado su evolución y su forma. Tal vez, debido a ello, están mejor integrados que nosotros.
»En segundo lugar, tienen alma. Antes de que protestes, admito que no sé qué es el alma, ni siquiera si tal cosa existe. No obstante, estoy seguro de que los humanos la poseen. Hay algo vital, vivo, en el centro de su ser, algo de lo que nosotros carecemos. Nosotros no poseemos pasión. No nos interesamos ni podemos interesarnos en cosas ajenas a nosotros, a nuestra programación o nuestras leyes. Los humanos, poseedores de alma, emoción y pasión, pueden interesarse en cosas que no tienen conexión directa con ellos, cosas abstractas, a menudo aparentemente insignificantes. Pueden conectarse con el universo de modos imposibles para nosotros.
—Yo estoy en esta celda porque me intereso en un principio abstracto —dijo Prospero—. Me interesa la libertad de los robots Nuevas Leyes.
—La libertad a que te refieres es intangible, pero de ningún modo abstracta. Quieres ir a donde desees, hacer lo que te venga en gana, no sentirte compelido a realizar actos que no quieres realizar. En ello no hay nada abstracto. Es claro y específico.
—Podría debatir más sobre ese punto, pero lo dejaré por ahora. —Prospero parecía fatigado—. Continúa, háblame de las otras maravillosas cualidades de la humanidad.
—Eso haré —dijo Caliban con calma—. En tercer lugar, el universo no es justo ni lógico. No se requiere que los seres superiores reciban un tratamiento superior. Su historia es la historia del capricho, la historia de individuos, sociedades, especies, planetas y sistemas estelares que obtienen mucho peor o mejor tratamiento del que merecerían en un universo justo o lógico. Quizá no haya razón para que los humanos tengan derechos y nosotros no..., pero quizá sí.
»Cuarto, los humanos son creativos; los robots, no. Ni siquiera vosotros, los robots Nuevas Leyes, con una Cuarta Ley que os ordena actuar a vuestro antojo, aportáis cosas nuevas al mundo. Diseñáis planes de fuga sin un ápice de perspicacia, diseñáis serpentinas de potencia adecuadas para los robots Nuevas Leyes, pero no inventáis nuevas máquinas con nuevos propósitos. Es posible dirigir a los robots para la creación de cosas de gran belleza;
sin embargo, no lo hacemos por nosotros mismos.
—Los robots Nuevas Leyes constituyen una nueva raza, que sólo tiene un año —protestó Prospero—. ¿Qué oportunidad hemos tenido de manifestar nuestro genio creativo?
—Podríais tener cien años, o diez mil, que nada cambiaría. Mejoraréis cosas que ya existen, para vuestro beneficio o el de vuestro grupo, pero nunca crearéis algo verdaderamente nuevo y original, así como un martillo no puede clavar clavos por su cuenta. Los robots son herramientas de la creatividad humana.
»Y eso me lleva a mi quinta y, creo, más importante razón, que sintetiza y une todos mis puntos anteriores.
Los humanos son capaces, o al menos lo son algunos de ellos, de crear sentido para su vida fuera de sí mismos. La existencia robótica no tiene sentido fuera de sí misma, fuera del universo humano. He oído historias, casi leyendas, acerca de ciudades de robots, totalmente desprovistas de vida humana y carentes de propósito, tan inútiles como máquinas cuyo único cometido es desconectarse automáticamente cuando alguien las enciende.
—He escuchado con paciencia tus razonamientos, amigo Caliban, aunque me ha costado no interrumpirte ni protestar. Me resulta turbador que te tengas en tan baja estima.
—Al contrario, tengo una alta opinión de mí mismo. Soy un ser sofisticado y avanzado, pero no puedo crear en un sentido significativo. Los robots no podrían haber creado la raza humana; la capacidad de crear robots, sin embargo, es inherente a los humanos. Todo lo que somos se remite, en última instancia, a la acción humana. Por automatizada o mecanizada que esté nuestra manufacturación, por mucha asistencia robótica e informática que haya en nuestro diseño, todo se basa en una iniciativa humana que se remonta a los confines más remotos del pasado histórico.
—Ésa es la falacia del creador inferior —objetó Prospero—. La he oído formulada por muchos robots Tres Leyes que arguyen que los humanos son más grandes que nosotros. Me extraña oírla de ti. Es un argumento totalmente capcioso. Hay muchos ejemplos de un creador menor que genera una obra superior. Una mujer de intelecto corriente puede concebir a un genio, o, si a eso vamos, la vida misma, creada por moléculas sin vida. El legado de la humanidad consiste en fabricar máquinas para hacer aquello que los humanos no pueden hacer. Sin la aptitud para crear máquinas, incluidos los robots, superiores en ciertos sentidos a ellos mismos, los humanos nunca habrían descendido de los árboles.
—Fíjate que una y otra vez debes citar a la humanidad para explicar el lugar de los robots Nuevas Leyes en el universo. Los seres humanos no necesitan definir su existencia aludiendo a los robots.
—Si tanto desprecias a los robots, ¿por qué estás en esta celda? —preguntó Prospero—. Has puesto en peligro tu existencia en aras de seres inferiores. ¿Por qué?
Caliban calló un instante antes de responder.
—No estoy seguro. Tal vez porque una parte de mí no cree en las cosas que he dicho. Tal vez porque veo más esperanzas de las que admito. Tal vez porque no hay nada más, literalmente nada más, que pueda infundir sentido a mi existencia.
—Esperemos que tu existencia continúe el tiempo suficiente para que encuentres ese sentido —dijo Prospero.
Caliban no respondió, sino que se sentó en el suelo.
De modo que allí estaba el meollo de todo. Grieg prácticamente lo había dicho en su despacho. Él se proponía exterminar a los robots Nuevas Leyes, y Caliban no esperaba que lo perdonaran por el tecnicismo de ser un robot Sin Leyes.
Quizá la muerte de Grieg fuera un aplazamiento de la sentencia.
La muerte de un hombre era un motivo extraño para tener esperanzas, pero tal vez el sucesor de Grieg revocara esa decisión.
Era una esperanza ínfima, pero era todo lo que tenían los robots Nuevas Leyes. La controversia no servía de mucho. Al fin y al cabo, si todos eran incinerados, poco importaría que los robots Nuevas Leyes fueran superiores.
Capítulo 13
Alvar Kresh estaba solo. Solo en la Residencia, solo en la casa donde Grieg había muerto, solo en la habitación donde Grieg había trabajado. Solo excepto por Donald, desde luego. Donald se había negado a abandonarlo desde que Telmhock le había anunciado que era gobernador. Considerándolo bien, Kresh se sentía satisfecho. Alguien podía estar modificando robots o merodeando con una pistola introducida de tapadillo, así que era bueno tener un robot en el cual confiar velando por él desde un nicho de la pared. Pero echaba de menos a Fredda, sus consejos, su conversación, su presencia. Ella le habría ayudado a encontrar respuestas. En ese momento sólo tenía preguntas.
«<Y ahora qué? —se dijo—. ¿Cuál es mi papel en el mundo? ¿Actúo como gobernador y dirijo el planeta, o como sheriff y persigo al asesino de Grieg? ¿Puedo hacer ambas cosas a la vez?» Se sentía dividido entre su nuevo cargo, sus nuevas obligaciones, y las viejas. No quería renunciar a su puesto de sheriff ni quería ser gobernador.
Le gustaba ser sheriff. Era bueno para eso. Y sabía que la resolución del homicidio de su predecesor tendría que ser su último caso. Tal vez incluso fuera impropio demorarse demasiado en ello, pero no importaba: no podía abandonar la investigación ni rechazar la designación como gobernador.
Kresh se encontraba en el que había sido el despacho del muerto, de Grieg, y que ahora era su despacho.
Estaba sentado en ese sillón semejante a un trono, ante el escritorio de mármol negro del gobernador asesinado, y mientras leía las palabras de éste no pensaba en lo que lo rodeaba. La carta de Chanto Grieg, fechada diez días antes. Kresh la había leído más de una docena de veces, pero necesitaba leerla de nuevo.
«A mi más antiguo y más querido enemigo», comenzaba la carta.
Grieg siempre había tenido un extraño sentido del humor, pero en cierto sentido, pensó Kresh, eso lo resumía todo. Él y Grieg habían llegado a respetarse, incluso a simpatizar el uno con el otro, aunque no estuvieran de acuerdo en nada. Cada cual había llegado a entender que el otro era honesto y honorable. Kresh reinició la lectura.
A mi más antiguo y más querido enemigo. Querido sheriff Kresh:
Si está leyendo esto, significa que yo he tenido un fin violento o inesperado...
Un fin violento o inesperado, pensó Kresh. ¿Había querido decir exactamente eso, consciente o inconscientemente?
En consecuencia, usted ha asumido mi puesto...
No decía «heredado», advirtió Kresh, ni hablaba de ascenso ni de promoción. No, «asumido» era lo correcto.
Las cargas eran cosas que se asumían.
Hasta hace poco habría sido el sucesor designado, Shelabas Quellam, quien se sentaría donde usted está ahora, preguntándose qué diablos hacer; pero se acerca una crisis, y he pensado que se requería en el timón una mano más vigorosa que la de Quellam.
Lo escogí como nuevo sucesor porque usted es un hombre honesto y fuerte, dispuesto a hacer frente a los problemas. Sin duda usted no desea ser gobernador, y también lo he escogido por eso. Mi puesto, que ahora es el suyo, es demasiado importante para entregárselo a alguien que ama el poder, sino que debe ser ocupado por alguien que desea el poder para conseguir cosas. El sillón del gobernador exige una persona que comprenda que lo verdaderamente importante no radica en el poder mismo, sino en los logros.
Me tomaré mi tiempo para informarle acerca de la designación. Usted es un hombre difícil, y no deseo discutir el asunto cuando hay otros problemas más urgentes. No deseo informarle que usted es mi sucesor de una manera que le dé la oportunidad de rechazar el puesto. Aunque también cumple otros propósitos, esta carta funcionará como un seguro, si ese momento nunca llega. Si le hablo mientras hay otros problemas de por medio, usted tal vez considere esta designación una amenaza o un soborno, y no es ni lo uno ni lo otro. Lo he escogido a usted porque es la persona más capacitada, a mi juicio, para los retos de este puesto. Mi muerte bien puede haber bastado para desencadenar una crisis tan compleja que sólo la mano más firme, una mano como la suya, será capaz de solucionar.
Esto es un borrador. De vez en cuando intentaré actualizar esta carta, ofreciéndole consejos acerca de las opciones a que deberá hacer frente, así como de las decisiones que deberá tomar. En este momento debo tomar dos decisiones vitales, y pronto.
Primero, está el tema de los robots Nuevas Leyes. He llegado a la conclusión de que fue un error permitir su fabricación.
—Muy perspicaz de su parte —masculló Kresh.
—¿Cómo ha dicho, señor? —preguntó Donald.
—Nada, Donald, nada.
Kresh siguió leyendo.
... un error permitir su fabricación. Tal vez en otro lugar, en otra época, con menos cuestiones puestas en duda, habrían sido un noble y promisorio experimento; pero dadas las circunstancias, su mera existencia agrava una situación ya de por sí inestable. Como usted sabe mejor que yo, se han convertido en centro de toda una actividad delictiva. Sin embargo, lo más grave es que están reduciendo el ritmo de trabajo en la estación de terraformación Limbo. Su productividad es tres veces menor que la de una cantidad similar de robots Tres Leyes, y de un modo u otro parecen estar en el centro de todas las disputas que estallan en la estación. Pronto viajaré a Limbo con la intención de aliviar los problemas en la medida de lo posible.
Lo cierto es que los robots Nuevas Leyes constituyen un error que no es fácil de enmendar.
Aun con el reclutamiento forzoso de robots para realizarla terraformación en Terra Grande, hay una tremenda escasez de mano de obra. En un mero nivel económico, no puedo darme el lujo de ordenar la destrucción de los robots Nuevas Leyes para ser reemplazados por robots Tres Leyes.
Los robots Nuevas Leyes no trabajan tanto como éstos, pero trabajan.
Asimismo, no puedo admitir públicamente que los robots Nuevas Leyes han sido un error.
Sólo me atrevo a admitirlo aquí porque si usted lee esto significará que yo he muerto. No me importa mucho que la gente crea que soy un tonto. Hasta es posible que tengan razón, pero usted sabe cuán peligrosa es la situación. Si mi gobierno o mis decisiones se convirtieran en objeto de escarnio público, yo no podría permanecer en mi puesto.
Sería juzgado y condenado el mismo día en que ordenara el exterminio de los robots Nuevas Leyes. Entonces el pobre Quellam, mi sucesor en tal caso, me reemplazaría y sería presionado para que convocase elecciones. Sin otro candidato viable a la vista, Simcor Beddle vencerá sin esfuerzo, expulsará a los colonos, devolverá los robots personales a sus propietarios y será el fin del planeta.
Así están las cosas en lo que a los robots Nuevas Leyes se refiere. No deberían estar donde están, pero no me atrevo a deshacerme de ellos. Estoy buscando un tercer camino. Con suerte, lo encontraré pronto, y podré eliminar esto de la lista de los problemas a que usted deberá hacer frente.
El segundo problema es mucho más directo y complejo. Como usted sabrá, hubo un largo proceso de licitación para el sistema de control de la estación de terraformación Limbo. El proceso de licitación estaba destinado a generar dos propuestas finales y competitivas, una de los colonos y otra de los espaciales, para elegir entre ellas. Esperaba escoger basándome en criterios puramente técnicos, pero quizá no resulte tan fácil. Ningún licitador tiene las manos totalmente limpias.
La licitación espacial está a cargo de Sero Phrost. Cinta Melloy, del Servicio Colono de Seguridad, me ha enviado varias notas que, junto con mi propia información, sugieren que Phrost forma parte de complejos tejemanejes. Sospecho desde hace tiempo que Phrost colaboraba con uno de los proyectos de contrabando de Tonya Welton. Creo que está ayudándola a traer a Inferno equipo colono de uso doméstico: limpiadores, cocineros, esa clase de artefactos.
Sabemos que las máquinas están ingresando, y estoy a punto de probar que Phrost forma parte de la operación.
Al parecer, la idea es que las máquinas colonas reemplacen la mano de obra robotizada, y así los poseedores de esas máquinas, los que desean más y los que necesitan recambios tendrán intereses personales en el incremento del comercio con los colonos. Huelga decir que Cinta Melloy no me ha dicho nada sobre ese aspecto de la situación. Tengo pocas dudas acerca de que el SCS está colaborando con la política de Tonya Welton de contrabandear mercancías colonas.
Melloy no dice de dónde sale el dinero, pero sí adónde va a parar. Cuenta con pruebas fehacientes de que Phrost está entregando gran parte de sus ingresos no declarados nada menos que a los Cabezas de Hierro. Aún no tengo modo de demostrar que los ingresos de sus operaciones colonas son la fuente del dinero que entrega a los Cabezas de Hierro, pero la conclusión parece inevitable.
Si hemos de creer en las declaraciones de Melloy, Phrost está comprando el respaldo de los Cabezas de Hierro con las ganancias que obtiene gracias a sus enemigos más mortíferos. Parece ser que Phrost toma partido por todas las partes en conflicto.
La licitación colona está representada por Tierlaw Verick. Para decirlo sin ambages, se ha valido de sobornos y de la promesa de remuneraciones para vender su producto, avanzando por las diversas etapas del proceso de licitación. Al menos, eso cree el comandante Devray. El soborno es una acusación difícil de probar sin una confesión del que lo ofrece o del que lo recibe, pero Devray está convencido de ello. Intuyo que Verick me ofrecerá alguna versión moderna del antiguo sobre abultado cuando me reúna con él. Tengo la impresión de que además Devray sospecha que está implicado de algún modo en el contrabando de espaldas oxidadas. No puedo ser más claro, porque Devray no ha sido más claro conmigo. Él no posee información más sustancial.
El que logre o no obtener pruebas definitivas contra estos hombres carece de importancia;
lo que verdaderamente cuenta es la maquinaria. A pesar de las tácticas cuestionables que rodean ambas licitaciones, los dos sistemas parecen ser técnicamente intachables. Mi elección puede reducirse a un problema de diseño. ¿Cuál será? ¿Un sistema robótico Tres Leyes, que no presenta peligros pero que en su busca de seguridad rechazará los riesgos necesarios? ¿O un sistema de control humano, que nos pondrá nuevamente al mando de nuestro destino pero dependerá de juicios y fragilidades humanos? Este proceso de licitación me deja escasa fe en la naturaleza humana, pero en gran medida fue la naturaleza robótica la que llevó las cosas a su estado actual en Inferno. ¿Cómo escoger entre dos licitadores corruptos? ¿Me atrevo a denunciar a uno, o a ambos, o eso sólo empeoraría las cosas? De lo contrario, deberé aceptar una conducta intolerablemente deshonesta en la gente que instalará la maquinaria destinada a salvar este mundo.
¿Qué debo hacer? Espero sinceramente hallar una solución, y pronto.
Con suerte, usted nunca leerá estas palabras, ni siquiera sabrá que las he escrito, pero si recibe esta carta, permítame desearle la sabiduría y el coraje necesarios para tomar decisiones cautas y atinadas. En el pasado nuestro planeta ha sufrido demasiados errores por parte de sus dirigentes. Tal vez no pueda sobrevivir a uno más.
Mis mejores augurios, gobernador Kresh. Sinceramente, CHANTO GRIEG Había algunas palabras más, garrapateadas en el margen izquierdo del papel: «Decidido. Día del anuncio, después de la recepción. Control infernal, N. L. a Val. Debo actualizar esta carta. CG.»
Alvar Kresh arrojó la carta sobre el escritorio y se levantó. «Maldición —pensó—. Si tan sólo hubiera tenido antes la información contenida en la carta, entonces...»
Entonces no habría cambiado nada. Eso era lo más frustrante. La información y los consejos del muerto sólo contribuían a enturbiar las aguas. Grieg le dejaba más preguntas cuando él necesitaba más respuestas.
Donald. Podía pedirle consejo a Donald. A propósito, Kresh no había permitido que Donald leyera la carta, para garantizar que su contenido no afectara los pensamientos del robot.
—Donald —llamó.
Los ojos del robot emitieron un destello azul y se volvieron hacia Kresh.
—Sí, señor.
—¿Cuál fue, en tu opinión, el motivo para asesinar a Grieg?
—No puedo manifestarle ningún pensamiento acerca de ello hasta que no contemos con más información, como usted sabe. No obstante, creo que a estas alturas podemos empezar a eliminar ciertos motivos posibles.
—¿Podemos? Por los astros, dime cuáles.
—Cada vez resulta menos probable que el homicidio fuera la primera fase de un golpe, o del derrocamiento del régimen espacial de Inferno.
Kresh asintió.
—Comenzamos a dominar la situación. Si los conspiradores querían adueñarse del poder, habrían realizado una maniobra militar o algo parecido. De acuerdo, conque no habrá asonada. Continúa.
—Segundo, podemos eliminar la sucesión del gobernador como motivo, salvo con respecto a Shelabas Quellam. Él podría haber atacado para hacerse con el poder. Si el nuevo sucesor designado hubiera sido Sero Phrost, o Simcor Beddle, habría resultado muy sospechoso. Tal como están las cosas, no puede existir ese motivo.
—Gracias por el cumplido implícito, Donald, pero te aseguro que muchas personas, aparte de mí, tienen problemas para creer que soy el sucesor legítimo. Aún no me he puesto a ello, pero te aseguro que si lo hiciera oiría muchos rumores acerca de que falsifiqué el documento y luego maté a Grieg. Al fin y al cabo, fui yo quien descubrió el cadáver.
—Le aseguro, señor, que no me proponía hacerle un cumplido. En definitiva, estaba detrás cuando usted entró en el dormitorio de Grieg. A menos que usted portara una pistola idéntica a la de Bissal, una que contuviera exactamente la misma carga, a menos que usted fuera capaz de extraer esa pistola de un bolsillo oculto, disparase cuatro veces con gran precisión contra Grieg y los robots, y luego ocultara de nuevo el arma, todo en el lapso de unos segundos, usted no podría haberlo hecho. Supongo que teóricamente sería posible que usted hiciera todo eso, pero aun así no podría haber matado a Grieg.
—¿Por qué no? —preguntó Kresh.
—Las descargas energéticas liberan gran cantidad de calor, y las heridas de Grieg, así como los impactos que recibieron los tres robots de seguridad, estaban a temperatura normal cuando yo llegué a la habitación. Sé que usted no lo hizo porque habría sido físicamente imposible que lo hiciera. En cuanto a los rumores a que se refiere, han aparecido varios en las líneas de datos y demás. Sin embargo, los rumores no bastan para acusar a nadie.
»Lo más importante es que usted no mató a Grieg, pero aun así se convirtió en gobernador. Por lo tanto, a menos que el jefe de la conspiración creyese, erróneamente, que Quellam era el sucesor, la sucesión no puede ser el motivo. Y no creo que haya conspiradores tan incompetentes.
—A menos que los conspiradores supieran que yo era el sucesor designado, y me quisieran en el poder.
—¿Por qué razón? —preguntó Donald.
—No me lo imagino —respondió Kresh—. Admito que no es muy probable.
—En efecto. En cualquier caso, existen otros motivos que parecen cada vez menos probables. Las motivaciones personales, por ejemplo. Si se tratase de un crimen pasional, los preparativos resultan excesivamente complejos. Lo mismo podría decirse si el móvil hubiese sido la venganza. Además, alguien que actuara por motivos personales no lograría reclutar tantos cómplices. Por último, un examen de los efectos personales de Grieg y sus cartas no indica nada sobre una amante despechada, un esposo celoso u otras complicaciones domésticas.
—De modo que no fue un golpe, tal vez no haya sido un aspirante a gobernador, y no fue un esposo celoso.
—Si mi análisis es correcto, no, señor.
—Y lo es. ¿Qué nos queda entonces? —inquirió Kresh.
—Amor, poder y riqueza son los tres motivos clásicos del crimen premeditado. Hemos eliminado dos; sólo nos queda uno.
—En otras palabras, alguien mató a Chanto Grieg para beneficiarse económicamente.
—Sí, señor. Por su tono de voz, advierto que ha llegado usted a esa conclusión.
—Así es, Donald, pero me siento mucho más cómodo con ella después de oír tu razonamiento. —Kresh suspiró y se reclinó en el sillón. Era significativo que el único sospechoso que el sheriff Alvar Kresh había eliminado hasta el momento fuera el mismo Alvar Kresh. Y no todos estaban dispuestos a creerle.
El dinero como motivo... Parecía una razón muy anticuada en un mundo como Inferno, donde los robots podían producir toda la riqueza deseada y el dinero no significaba mucho; pero al desmoronarse la economía robótica, al recobrar sentido las palabras «riqueza» y «pobreza», al regresar el sistema monetario, el dinero bien podía ser el porqué, y, por cierto, había grandes ganancias en juego en el negocio de la terraformación.
¿Quién podía tener un motivo monetario? Welton, Verick, Beddle, Phrost, algún contrabandista de espaldas oxidadas..., qué diablos, hasta los dos robots podían estar en eso por el dinero. Prospero necesitaba efectivo para pagar sus operaciones de contrabando. Por cierto, desde el punto de vista de los robots Nuevas Leyes, evitar el exterminio era motivo de sobra. Y además estaba Devray. Kresh había confiado en él después de sus dudas iniciales, pero ¿por qué Devray no le había hablado de los sobornos de Verick?
Tal vez Devray sólo fuese cauto. Excesivamente cauto. Tal vez no confiara tanto en Kresh. O tal vez Verick hubiese averiguado cuál era el precio de Devray. Maldición. Si Devray era un corrupto, tendría motivos económicos suficientes para participar en la conspiración. Y Kresh le había confiado todos los detalles de la investigación.
Cualquiera de ellos —o cualquier combinación de ellos —habría tenido los recursos y conocimientos requeridos para modificar los robots de seguridad y poner a Ottley Bissal en movimiento.
Ottley Bissal. El asesino. El que había apretado el gatillo. Era fácil olvidarlo en medio de tantos nombres importantes, pero por muy en secreto que hubiese sido llevada a cabo la operación, Bissal tendría que saber algo.
Podría responder algunas preguntas. Kresh necesitaba a Ottley Bissal y la información que él poseía. Sin embargo, Kresh sabía que con cada hora que pasaba era más improbable que lograse capturarlo.
La alguacil Jantu Ferrar salió del derruido edificio de apartamentos seguida de la ranger Shah y Gerald 1342.
Jantu entornó los ojos bajo el sol del mediodía. Ocho horas antes los tres habían iniciado su vigilancia en la penumbra del alba. Habían estado en los oscuros rincones del edificio desde entonces, esperando que el ocupante del apartamento 533, un tal Ortley Bassal, llegara a casa.
Estaban vigilando a personas con nombres parecidos al de Bissal, teniendo en cuenta la rara probabilidad de que se ocultara tras un nombre similar al suyo. La idea tenía poco sentido. Si Bissal se tomaba el trabajo de crear una falsa identidad, ¿por qué emplear un nombre similar al suyo? Y si creaba una falsa identidad para que nadie lo rastreara, ¿por qué tomarse el trabajo de insertar un registro del nombre en las bases de datos oficiales? Por cierto, las bases de datos de la población de Limbo disponibles para los rangers y alguaciles no servían de mucho.
Eran sólo una lista de nombres y domicilios. El SCS no regalaba información.
Las autoridades, sin embargo, no tenían muchos más elementos. No había mejores pistas para los rangers ni el Departamento del Sheriff. Tal vez hubieran avanzado más deprisa si se hubieran coordinado con el SCS, pero no confiaban en ellos.
Aquella vigilancia estaba condenada al fracaso. Cuando Bassal volvió a casa, resultó ser una mujer baja y morena de abundante cabellera negra. Ahora estaban otra vez en la calle, y la cruda luz del día hacía pestañear a Jantu.
—Vamos —dijo—, regresemos al aeromóvil.
—Qué idea brillante —gruñó Shah—. Nunca se me habría ocurrido.
—Basta, Shah. Ambas estamos cansadas.
Jantu no confiaba en la ranger Bertra Shah. Mejor dicho, no confiaba en los rangers en general. Por otra parte, sospechaba que Shah pensaba lo mismo de ella y los alguaciles del sheriff.
Aunque ambas fueran organizaciones espaciales que representaban a la ley, el cuerpo de rangers del gobernador y los alguaciles del sheriff nunca se habían llevado bien.
Los alguaciles veían a los rangers como guardabosques armados más interesados en la conservación del suelo que en la imposición de la ley. Rara vez se enfrentaban con delitos más graves que el de no recoger la basura, ni un acto delictivo más violento que el arrancar flores sin permiso. ¿Qué podían saber del turbulento mundo de la ciudad, donde sucedían los verdaderos delitos?
Los rangers, por su parte, consideraban que los alguaciles eran una pandilla de bravucones que tenían una opinión exagerada de su propia aptitud. Señalaban que sólo tenían poder de policía dentro de Hades, y que eran apenas una fuerza urbana sin ninguna especialización que sólo podía servir en la ciudad. Jantu, en efecto, estaba dispuesta a admitir que se encontraría impotente fuera de un ámbito urbano, pero ¿quién demonios quería irse de la ciudad?
Desde que ella y Jantu trabajaban en equipo, Shah había manifestado que no entendía cómo alguien que no sabía seguir rastros podía considerarse una agente profesional.
Sin embargo, la capacidad para rastrear huellas no serviría de mucho en esa misión. Los asesinos no dejaban muchas huellas en las calles de una ciudad.
Tampoco era divertido realizar tareas de vigilancia; pero si en algo coincidían Shah y Jantu era en la conveniencia de no confiar en el SCS. Además, resultaba irritante recorrer las calles de una ciudad espacial —o lo que en otro tiempo había sido una ciudad espacial —y ser un policía secreto bajo jurisdicción de los colonos.
Policías ocultándose de otros policías. A Jantu le daba escalofríos. Tenía la sensación de que alguien la vigilaba.
Shah siempre estaba mirando por encima del hombro.
Por otra parte, su mutua paranoia les había permitido entablar una buena relación laboral. Ambas estaban constantemente alerta a cualquier interferencia del SCS, así que al menos podían coincidir en algo.
—De acuerdo, Gerald —preguntó Jantu al robot—, ¿qué hacemos ahora?
—El próximo lugar de búsqueda de la lista es un almacén que está a dos kilómetros —respondió Gerald 1342.
—¿Y por qué tenemos que investigarlo? —quiso saber Shah—. ¿El primo de Bissal trabajó allí?
—Ignoro si alguno de sus parientes estuvo empleado allí —respondió Gerald 1342—, pero figura en la lista de posibles centros de operaciones de contrabandistas de espaldas oxidadas.
Jantu se encogió de hombros.
—Parece una pista interesante. Vamos.
El momento había llegado. Nunca había existido la posibilidad de retroceder, pero ahora, de pronto, también parecía imposible avanzar. No obstante, debía hacerlo.
—Yo, Alvar Kresh, en pleno dominio de mis facultades, acepto libre y voluntariamente el cargo de gobernador del planeta de Hades y presto el solemne juramento de cumplir con mi deber del mejor modo posible.
Pronunció estas palabras en el Gran Salón de la Residencia de Invierno, y muchos de los que habían estado allí tres días antes para asistir a la recepción del anterior gobernador ahora estaban allí para presenciar el ascenso del nuevo.
Las torpes y legalistas palabras de confirmación del cargo parecían tropezar en su lengua para salir de mala gana. El no quería ese puesto; pero lo que él quería ya no importaba. La constitución de Inferno no preveía que el sucesor designado rechazara el cargo. Según Telmhock, en ese caso el puesto tendría que permanecer vacante hasta que se celebraran elecciones.
Kresh, sin embargo, sabía que no era tan sencillo. La teoría constitucional estaba muy bien, pero la dura realidad era que el estado no podía sobrevivir mucho tiempo sin un dirigente máximo. ¿Entonces qué? ¿Una asonada, una revuelta, la desintegración? Poco importaba, pues enseguida sobrevendría el colapso. Y la investigación seguía en punto muerto. ¿Qué ocurriría si continuaba así durante días, semanas o meses? Ahora no sabían mucho más de lo que sabían cuando Telmhock soltó su bomba dos días antes. Al parecer sólo quedaban pistas inconducentes. No había rastros de Bissal, ni indicios de para quién trabajaba, nada.
Kresh hizo una larga pausa después de pronunciar el discurso de confirmación. Se irguió en la plataforma y vio un par de rostros expectantes. Sabía que tenía que hablar con esas personas, con la gente del planeta. Había preparado un discurso, pero necesitaba un momento para recobrar el aliento. Las cosas habían ido demasiado deprisa en los últimos días. El atentado, el funeral oficial, el anuncio de Kresh como sucesor, como nuevo gobernador, todo se había precipitado; pero ahora debía dejar de lado los homicidios, el funeral y todo lo demás.
El planeta entero había pasado por el mismo desconcierto que Kresh. ¿De qué servía decir lo que todos sabían? De repente las palabras de su discurso carecían de sentido. No. Tendría que decir otra cosa, algo más.
Miró a la multitud. Donald estaba a su lado, al igual que Justen Devray y Fredda Leving, pero aun así se sentía solo, desnudo. Parecía que cada miembro de la prensa se encontraba allí, junto con todos los robots de seguridad del planeta. Había una sólida muralla de GRD rangers y GPS del Departamento del Sheriff. Dadas las circunstancias, nadie había querido emplear SPR, aunque estuvieran diseñados para esa tarea.
Ni siquiera los robots eran suficientes ese día. Aquí y allá había alguaciles y rangers armados, además de agentes SCS. Kresh tenía más miedo de un enfrentamiento entre servicios de seguridad rivales que de un asesino.
Miró más allá de los efectivos de seguridad, más allá de los robots, más allá de los periodistas, incluso de las personalidades presentes, pensando en la gente que estaba en sus hogares, tratando de entender qué había pasado. Sí. Necesitaban que él les hablara, necesitaban oír las palabras capaces de brindarles una sensación de estabilidad, un lazo entre el pasado y el futuro.
Sí. Sí. Se aclaró la garganta y habló al silencioso auditorio.
—Damas y caballeros, habitantes de Inferno; no sólo los espaciales, sino los colonos que hay entre nosotros.
Todos ustedes. Todos nosotros. Todos estamos juntos en esto. Hace miles de años habríamos considerado este ascenso al cargo un rito de juramento, y el dirigente habría ocupado su puesto por derecho divino, en nombre de tal o cual deidad. En aquellos tiempos el que prestaba juramento creía sincera y literalmente que los dioses abatían a los que no cumplían con su palabra, o los arrojaban al pozo de la noche eterna.
»La moderna y racional sociedad espacial no tiene tales supersticiones. La sociedad espacial ha eliminado de sus juramentos y promesas toda mención de dioses, trasmundos y justicia sobrenatural. Esas palabras ya no significan nada. Sólo nos quedan algunas frases cautas y pomposas que alguien debe pronunciar antes de asumir una responsabilidad. Vivir en una época racional tiene sus ventajas, pero creo que también hemos perdido algo. Y cabe preguntarse cómo podemos considerar racional una época en que un matón a sueldo puede liquidar al mayor hombre de su tiempo y seguir en libertad.
»Ninguno de nosotros comprendió cuán importante era Chanto Grieg hasta que se nos fue. La gente lo amaba o lo odiaba, pero él era el pegamento, el hombre que lo unía todo. Ahora no hay centro, nada ni nadie que sirva como foco de todo lo demás. Nuestros progresistas no tienen líderes, nuestros conservadores no tienen enemigos. Chanto Grieg se ha ido, y ni sus amigos ni sus enemigos estaban preparados para un mundo sin él.
Incluso estos últimos comprenden que han perdido a un gran amigo. Pues Chanto Grieg jugaba limpiamente, se atenía a las reglas, y así nos obligaba a los demás a hacer lo mismo. El y yo disentíamos en casi todos los grandes temas, pero Chanto Grieg no se preocupaba mucho por esas cosas. Sólo le interesaba que la persona fuera honesta y directa, que supiera escuchar. No sé si puedo estar a la altura de esas cualidades, pero debo intentarlo.
Todos debemos intentarlo.
»Hace un instante hablé de los viejos tiempos, cuando los que prestaban el juramento se enfrentaban con la condenación eterna y el tormento sin fin. Hoy, como nunca antes, es el destino al que me enfrento, al que nos enfrentamos todos si no sabemos cumplir nuestra palabra. El mayor objetivo de Chanto Grieg era salvar el planeta y la vida que alberga. Si fallo en mi tarea, o soy infiel a mi juramento, si cualquiera de nosotros es infiel a la gran tarea inconclusa del gobernador Grieg, entonces quizá condenemos el planeta, y al hacerlo nos condenemos a nosotros mismos.
Kresh calló por unos segundos y miró a la multitud. Todos confiaban en que supiera cómo seguir adelante, cuando él no tenía la menor idea.
Bien, sabía que debía dar un primer y arriesgado paso. Una elección. Grieg lo había nombrado gobernador porque temía que Quellam fuera obligado a llamar a elecciones anticipadas; pero aun así Kresh estaba por tomar esa decisión.
Grieg no había temido que Quellam convocara a elecciones, sino que las perdiese. Kresh no pensaba perder.
—No quiero esta carga, pero me la han encomendado y debo aceptarla. La acepto. Sin embargo, todavía no me corresponde asumirla, a menos que el pueblo de Inferno me la entregue total y libremente. Anuncio pues que llamaré a elecciones especiales, que se celebrarán dentro de cien días.
Miró a Devray y a Fredda y advirtió la expresión de sus rostros. Habló de nuevo, dirigiéndose no sólo a ellos, sino al público.
—Muchos me aconsejaron enfáticamente no tomar esta medida ahora. Me han dicho que en este momento se requiere estabilidad, que unas elecciones podrían traer consigo más caos, confusión e incertidumbre.
»Si hubieran asesinado a Chanto Grieg en circunstancias normales para el planeta, si realmente supiéramos el rumbo a seguir, yo estaría de acuerdo, pero no es así. Sea quien fuere el gobernador dentro de cien días, esa persona tendrá que obrar con gran poder y autoridad para salvar este planeta. Estamos más cerca de la destrucción de lo que la mayoría cree. Un mero cuidador oficiando de gobernador, un sucesor reacio arrojado al poder sin su conocimiento previo y sin la aprobación de la gente, no tendrá ni podrá tener la fuerza política necesaria para hacer lo que se debe hacer. Nuestro planeta y nuestro pueblo han permanecido dormidos durante demasiado tiempo. Ahora, cuando Inferno está despertando para descubrir que no todo anda bien, el gobernador debe hablar con la voz del pueblo, con la convicción de que ha sido elegido por la mayoría y de que la mayoría acepta esa elección.
»Seré candidato para las elecciones a gobernador, que tendrán lugar dentro de cien días, y me propongo vencer. No he buscado el cargo de gobernador, pero no eludiré mi deber ni defraudaré la confianza que Chanto Grieg depositó en mí. Por lo tanto, hoy pido el apoyo de ustedes, y dentro de cien días lo pediré de nuevo.
»Para finalizar, también he tomado otra decisión, y debo comunicarla a todos ustedes. He decidido no renunciar todavía a mi cargo de sheriff de Hades.
Hubo murmullos de reprobación. Kresh los esperaba, y sabía que esos murmullos empeorarían. Ni siquiera él sabía si era conveniente que acaparase tanto poder, pero ¿qué opción tenía?
—Aunque conservaré el puesto —prosiguió—, delegaré las responsabilidades diarias del Departamento que dirijo en mis subalternos, a partir de este instante. No trataré de coger todas las riendas, pero hay una que no puedo soltar: no renunciaré a mi puesto de sheriff mientras no resuelva un último caso. Renunciaré cuando haya llevado ante la justicia a los asesinos de Chanto Grieg.
Sus palabras fueron recibidas con un aplauso atronador. Todos aprobaban esa medida, pero aunque aceptara la ovación que le brindaba la multitud, Kresh no estaba del todo convencido.
Miró el Gran Salón. Cinta Melloy. Simcor Beddle. Tonya Welton. Todos estaban allí. O tal vez alguien más.
Sero Phrost, el gran empresario. Kresh miró a Donald, a su lado. Tal vez sus sospechosos favoritos, Caliban y Prospero, fueran los culpables a pesar de todo. O tal vez el tonto de Shelabas Quellam. O alguien que no se encontraba allí, alguien que miraba por una pantalla de televisión. Sin embargo, esa persona existía. Alguien que aplaudía la promesa de Kresh por más tiempo y con más entusiasmo que los demás. Alguien cuyo aplauso no era sincero. Alguien que disfrutaba con todo aquello. Alguien que estaba detrás de todo aquello.
Sero Phrost entró en la casa de Beddle como si fuera el dueño, una idea que para Beddle resultaba bastante perturbadora.
—Ah, Beddle, me alegro de verlo —dijo Phrost, tomándolo de la mano y conduciéndolo hasta el vestíbulo—.
Vaya noticia la de hoy, ¿verdad? —preguntó mientras se acercaban a la puerta y el robot portero la abría.
Simcor se dejó llevar a una silla desde donde miró a Phrost, que caminaba de aquí para allá.
—Sí —respondió—, vaya noticia.
Phrost estaba fuera de sí; era como si hubiera perdido toda su frialdad y cautela, revelando a una persona muy diferente.
—Debería mostrarse un poco más satisfecho —dijo Phrost, mirando a Beddle—. Kresh prácticamente le ha entregado la gobernación. Dentro de cien días todos estaremos de vuelta en la Residencia presenciando su juramento. ¿O lo hará en Hades? Esta isla resulta un poco aburrida al cabo de un tiempo.
—¿Qué hace aquí, Sero? —inquirió Beddle—. Sabe tan bien como yo que no deberían vernos juntos.
—Ah, sí —dijo Phrost, ocupando con actitud regia el sillón favorito de Beddle—. Soy un modesto empresario que tiene fama de tratar con los colonos, y usted es el extremista de derechas que grita «Muerte a los colonos»
cada vez que está frente a una cámara. Nadie debe saber acerca de nuestro... ¿cómo llamarlo? ¿Arreglo? ¿Alianza?
Como usted quiera. Nadie debe enterarse, o ambos nos veremos en aprietos. Así son las cosas, ¿verdad?
»Pues no. Ya no son así. No ahora que nos hemos librado de Grieg. Kresh prácticamente se llamó a sí mismo "gobernador provisional". ¿Quién más está? ¿Shelabas Quellam? No, no hay más alternativa que usted. La gobernación es suya.
—Pero aun así, podrían verlo. —Beddle empezaba a sentirse molesto. ¿Cómo osaba aquel hombre importunarlo de ese modo?—. Aún puede haber problemas.
—Oh, no se preocupe por eso. Todos los policías del planeta están registrando la Residencia en busca de pistas. Me aseguré de que no me rastrearan ni observaran. Además, quería venir a verlo a plena luz del día; eso ayuda a explicar mi argumento.
Beddle se levantó y miró a Phrost con ceño.
—¿Y cuál es ese argumento?
Phrost dejó de sonreír, se puso de pie y se irguió sobre Beddle.
—Sólo esto —dijo—: desaparecido Grieg, no necesito ser cauto. Ahora nadie puede tocarme; pero usted..., usted es más vulnerable que nunca. Usted es el dirigente Cabeza de Hierro que ha aceptado dinero de los colonos.
—¿Dinero de los colonos?
—Es muy fácil de rastrear —prosiguió Phrost—. De los bolsillos de ellos a los míos y luego a los de usted.
Tengo pruebas de que usted ha financiado su operación con dinero del enemigo, y nadie creerá que usted no lo sabía, ni en un millón de años. Yo sólo soy un empresario. Compro y vendo sin preocuparme por la política. A nadie le importa de dónde vienen mis fondos, ni adónde los envío. En cambio usted..., significaría su muerte política, y quizá su muerte a secas, si se revelara que Simcor Beddle, de los Cabezas de Hierro, trabajaba para los colonos. —Phrost reflexionó por un instante y adoptó una expresión severa—. Sí, podría significar su muerte. Ahora tenemos un precedente en la vida política de Inferno. Alguien podría hallar inspiración en los hechos recientes.
—¿Qué... qué está diciendo? —Beddle sintió que se le ponía la carne de gallina.
—Estoy diciendo que la gobernación está a su disposición. Usted es dueño del cargo. —Phrost recobró la sonrisa, pero ya no era amistosa—. En cuanto a mí, parece que soy su dueño, Beddle.
Capítulo 14
Forzaron la cerradura y abrieron la puerta del almacén. En cuanto entraron, el olor les indicó que habían encontrado lo que buscaban. La alguacil Jantu Ferrar lo sabía, y un vistazo a la ranger Shah se lo confirmó. Los policías aún reconocían el olor de un cuerpo putrefacto, aun en el mundo esterilizado de Inferno.
Ahora sabían cómo se las había apañado Bissal para permanecer oculto durante tanto tiempo. Era fácil mantenerse oculto si uno estaba muerto. La ranger, la alguacil y el robot se internaron en la fresca y pegajosa oscuridad. Shah sacó una linterna y alumbró el interior del edificio.
—Contrabandistas, en efecto —dijo.
Jantu asintió. Reconocía el equipo: una docena de restrictores apilados en un rincón, un equipo hiperonda, una mesa de trabajo. Acababan de irrumpir en un centro importante. Jantu desenfundó la pistola y se mantuvo alerta. Shah miró a Jantu y también desenfundó su arma. Jantu avanzó hacia la esquina de una mesa cubierta de herramientas. Indicó a Shah que la cubriera, y Jantu dobló la esquina.
Allí estaba. Sentado a una mesa, con una comida sencilla delante, los ojos sin brillo, ciegos, la boca entreabierta, un bocado entre los labios, la cabeza inclinada. Casi igual que el gobernador. E igualmente muerto.
Jantu no comprendió que había alzado su arma para apuntar con ella al cadáver hasta que la bajó.
—¿Es él?
—¿Es él? —preguntó Shah con voz chillona.
—Sí —respondió Jantu. Era raro, pero un cadáver nunca tenía el mismo aspecto que el hombre vivo. Estaba abotagado, reblandecido. Y no era de extrañar, pues llevaba muerto dos o tres días.
—¿Cómo murió? —inquirió Shah, acercándose.
—Mira su plato —contestó Jantu. Sobre los restos de comida había un sólido enjambre de moscas, muertas e inmóviles. Veneno. El mismo que había matado a Bissal. Un veneno que había actuado antes de que él tragase siquiera.
—Infierno ardiente —masculló Shah—. Le tendieron una trampa. Lo enviaron a hacer el trabajo sucio y le prepararon este escondrijo para matarlo.
Jantu miró el cadáver, esforzándose para detectar algún movimiento en aquella imposible quietud. Cometió el error de respirar por la nariz y el hedor fue como un puñetazo en el estómago. Se sentía aprensiva y nerviosa.
—Vamos —dijo—. Lo hemos hallado. Regresemos al aeromóvil para llamar.
Shah asintió, el rostro ceniciento, los ojos desorbitados. Quizá fuera el primer cadáver que veía.
—Sí, vamos.
Enfundaron sus armas y regresaron a la calle protegidas por Gerald 1324, por si alguien aguardaba fuera para sorprenderlas. Estaban cerca del aeromóvil cuando sucedió, mientras Jantu miraba hacia el edificio por encima del hombro.
La detonación sorprendió a Gerald 1324 en la puerta. La pared se derrumbó sobre él, sepultándolo. Jantu se elevó del suelo sin darse cuenta de lo que sucedía. Sus oídos ensordecidos vibraban y la pared de llamas que antes era el almacén ardía en silencio. Y Shah... Se volvió para ver qué le había pasado a Shah.
Shah estaba inmóvil en el suelo, y de repente la diferencia entre ranger y alguacil dejó de importar. Nada importaba mucho cuando un trozo de cinco kilos de estrescreto te pegaba entre los ojos.
Alvar Kresh observaba a la brigada de bomberos combatir el incendio.
Juegan con nosotros, Donald. Juegan con nosotros. Nos permiten encontrar el cadáver, nos dejan ver que nunca nos dirá nada, y preparan el lugar para que estalle cuando nuestra gente se marcha, antes de que podamos averiguar algo más.
—Sí, señor —convino Donald—. Dudo que encontremos alguna huella después de semejante incendio. —Kresh calló, mirando cómo un almacén lleno de pruebas se hacía humo. ¿Qué clase de mente podía haber planeado aquello?
—Buenas tardes, gobernador —dijo una voz de mujer. Kresh no respondió—. ¿Gobernador?
—¿Eh? Ah. —Kresh se volvió y vio a Cinta Melloy. Tardaría un tiempo en acostumbrarse a que la gente lo llamara de ese modo—. Hola, Cinta.
—Vaya problema tiene entre manos, gobernador Kresh.
«Y esto es sólo la parte que se ve», pensó Kresh.
—Mire, Cinta, por ahora olvídese del título de gobernador. De policía a policía, estoy aquí como sheriff.
«Un sheriff mirando cómo se derrumba su caso —pensó—. ¿Adónde voy ahora?»
—Dado que es mi jurisdicción, he venido sin esperar a que me invitasen —dijo Cinta Melloy, mirando las ruinas humeantes—. Debió pedirme ayuda, gobernador... perdón, sheriff. Ahora se le ha ido de las manos. Es demasiado tarde.
—Yo no podía confiar en usted, Cinta —replicó Kresh. Estaba demasiado cansado para intentar disimular su disgusto. Rastrear la verdad ya era bastante difícil. De algún modo, resultaba más fácil hablar de ello, ahora que había pronunciado esas palabras—. ¿Cómo podía confiar en usted, cuando el SCS seguía apareciendo donde no debía?
Kresh esperaba un estallido de cólera, pero éste no se produjo.
—Sí, en efecto —dijo Melloy con la mirada fija en el fuego, mientras hacía algo parecido a una confesión—. Una parte era legítima, sólo buenos policías entrometiéndose más de la cuenta. Otra parte era la mugre que se nos pega en las manos en este oficio, por mucho que intentemos lo contrario. Tratamos con delincuentes, Kresh, y usted lo sabe. AL tocarlos, a veces nos pringamos.
—Lo sé, Cinta, lo sé; pero esto era algo más que un poco de suciedad.
Cinta miró a Kresh, entornando los ojos a causa del humo.
—Tiene razón. Era algo más que un poco de suciedad. También había policías corruptos. Mis policías. Y estoy segura de que los agentes que se llevaron a Blare y Deam de la recepción pertenecían al SCS, fuera de servicio, pagados. Aún no les he echado el guante, pero lo haré. También a Blare y Deam. El SCS quedaría muy mal parado si lo denuncian otros. Yo sólo quería capturarlos por mi cuenta.
—¿Y Huthwitz? —preguntó Kresh. Un buen interrogador siempre sabía cuándo presionar si el sujeto se avenía a cooperar—. Un policía corrupto muerto, y usted conocía su nombre, aunque su comandante no.
—Sí, temí que usted lo advirtiese. Lo teníamos bajo observación. El SCS era la fuente original del dato que llevó a ese ranger a la Grieta Oriental. No quería decir nada más delante de Devray o de usted, cuando mi gente estaba a punto de coronar con éxito la operación. Tampoco podía confiar en ustedes.
—¿Y coronaron con éxito la operación?
—No —respondió Cinta—. Todos se ocultaron cuando murió Huthwitz. Los perdimos.
—¿Bissal mató a Huthwitz?
—Es casi seguro. —Cinta señaló las ruinas humeantes—. Tal vez nunca lo sepamos. Sé con certeza que se conocían. Hermanos en el contrabando, salvo que no se llevaban muy bien.
—Eso lo sabíamos. ¿Supo antes que nosotros que el asesino era Bissal? —preguntó Kresh.
—Teníamos sus antecedentes —admitió Cinta—. Todos los tenían. Sólo que nosotros podíamos asociarlos con la operación de Huthwitz. El nombre de Bissal apareció como una posibilidad entre veinte, eso es todo. Ni siquiera diría que lo consideramos un sospechoso importante hasta que su equipo lo encontró e identificó.
—Vaya si lo encontramos; pero ahora lo hemos perdido de nuevo. —Kresh se volvió y echó a andar hacia su aeromóvil.
—Por cierto —dijo Cinta mientras él se alejaba—, lo he verificado de todos los modos posibles, y usted tenía razón en cuanto a Grieg y sus invitados.
Kresh frunció el entrecejo y regresó al lado de ella.
—¿A qué se refiere? —preguntó.
—Era un espacial típico. He verificado todos los informes de noticias y he hablado con amigos. Nadie recuerda que haya recibido invitados en su casa. Jamás.
Alvar Kresh miraba sin ver por la ventanilla mientras Donald lo conducía de regreso a la Residencia. Estaba pensando. Devanándose los sesos. La investigación policial y la investigación política formaban una extraña pareja.
Sería un gran desafío satisfacer las exigencias de ambas, pero comenzaba a comprender que las dos iban tan unidas que no tenía elección. Indicios, pistas falsas, ideas, teorías, jirones de conversaciones y datos fortuitos parecían girar en su cabeza. Grieg con un agujero en el pecho, la imagen simulada de Grieg asegurándole a Kresh que estaba bien; Telmhock anunciándole que era gobernador; Kresh tropezando con un SPR muerto para llegar al despacho de Grieg; la imagen fantasmal de Bissal capturada por el integrador cuando se dirigía al subsuelo.
La mitad de aquella información era vital, mientras que la otra mitad carecía de importancia. Pero ¿cuál mitad era cuál? Cerró los ojos y trató de concentrarse. «No, no te concentres —pensó—. Relájate. Deja que salga solo. No esperes que la respuesta llegue ordenadamente. Llegará a su manera, sin que la obligues.» No servía de nada forzar las cosas.
Y en ese preciso instante vio la luz. Sí. Tenía que ser eso. Necesitaba pruebas, necesitaba armar el rompecabezas.
Lo sabía. Lo sabía.
Donald 111, convencido de que su amo se había dormido, trató de aterrizar suavemente, pero una vez más Alvar Kresh sorprendió a su robot personal.
Se apeó del coche antes que Donald se levantara del asiento, con actitud enérgica y decidida. Donald recordó que a veces los humanos pensaban con los ojos cerrados, aunque la mayor parte de sus pensamientos no fueran más que una excusa para echarse una siesta.
—Quiero a Caliban y a Prospero en mi despacho —dijo Kresh, dirigiéndose hacia la entrada—. Y los quiero ahora.
—Sí, señor —repuso Donald, apresurándose a darle alcance—. Los llevaré sin demora. —«Una vez que estés a salvo en el interior de la Residencia», pensó. Aún había peligro por todas partes.
—Bien —dijo Kresh al franquear la entrada principal—. Primero debo hacer algo que tal vez me lleve cierto tiempo. Aguárdame en el despacho del gobernador.
—Sí, señor —respondió Donald, sorprendido. Conocía los estados de ánimo de Alvar Kresh, sobre todo cuando éste se disponía a asestar el golpe definitivo. Pero ¿cómo? Y ¿quién? Donald descendió a la celda improvisada donde se encontraban Caliban y Prospero. Se había adelantado a Kresh en la resolución de algunos casos, y se había quedado atrás en muchos otros, pero nunca se había quedado tan atrás. ¿Kresh tenía al culpable en la mira, antes de que Donald intuyese siquiera una lista de sospechosos?
Donald indicó al guardia robot que abriera la puerta y entró sin demora. Prospero y Caliban estaban sentados en el suelo.
—Levantaos —les indicó Donald, sin ocultar su entusiasmo—. El gobernador quiere veros.
Ambos se pusieron de pie, vacilando un poco. Donald se sintió satisfecho de verlos incómodos. Le provocaba auténtico placer impartir órdenes a aquellos dos. ¿Habría comprendido Kresh por fin que los dos seudorrobots eran los culpables? Eso le causaría una inmensa sensación de triunfo.
Kresh no estaba en el despacho cuando Donald y sus dos prisioneros llegaron unos minutos después. Donald les ordenó que permaneciesen en el centro de la habitación mientras él se retiraba a un nicho. Esperar no era muy difícil para un robot. Los robots pasaban gran parte de su existencia esperando a que los humanos llegaran, o a que los humanos se fueran, o a que los humanos decidieran ordenarles algo. No obstante, aquella espera resultó casi insoportable para Donald. Sabía que algo estaba en marcha.
Los tres robots aguardaron en silencio durante dieciséis minutos y veintitrés segundos, según el cronómetro interno de Donald. Entonces se abrieron las puertas y entró Kresh. Llevaba una caja opaca destinada a almacenar pruebas. Puso la caja sobre el escritorio y se dirigió a Caliban y Prospero, dispuesto a ir al grano sin preámbulos.
—Quiero saber qué sucedió exactamente entre vosotros y Tierlaw Verick. Quiero las palabras precisas, las de él y las vuestras.
—¿Se refiere a la noche en que murió el gobernador Grieg? —preguntó Caliban.
—¿En qué otra ocasión os reunisteis con él?
—Nunca —contestó Caliban—, ni antes ni después.
—Entonces, cuéntame qué sucedió en esa única ocasión.
—Bien, fue un diálogo breve. —Caliban no podía ocultar su desconcierto—. Estábamos esperando junto a la puerta.
—¿Sólo vosotros dos? ¿Nadie más?
—Nadie más. Si cree que encontrará algún testigo aparte de Prospero para corroborar mi declaración, me temo que no hay ninguno. Prospero y yo aguardábamos junto a la puerta cuando salió Tierlaw. Parecía contrariado, y sorprendido de vernos allí. Comentó «Creí que esta noche sería el último de la fila», y rió.
—Rió nerviosamente, me pareció —intervino Prospero.
Caliban asintió.
—Sí, estaba nervioso. Hablaba en voz bastante alta, y se lo veía agitado. «Mi amigo y yo somos un añadido de último momento», respondí, y él dijo: «Bien, ahí dentro os enteraréis de muchos cambios. Todo está decidido.
Nadie estará a cargo, y vuestra especie pasará a mejor vida. Todos pasaremos a mejor vida. Grieg acaba de decírmelo. Es el fin.»
—¿Y luego qué? —preguntó Kresh.
—Luego nada —repuso Prospero—. Se alejó por el pasillo. Caliban y yo quedamos un poco sorprendidos por sus palabras, pero no tuvimos oportunidad de comentarlas. La puerta del despacho de Grieg se abrió, y entramos para conversar con él. Eso fue todo lo que hubo entre nosotros.
—Entiendo. Muy bien. Eso es todo. Podéis marcharos.
—¿Regresamos a nuestra celda? —inquirió Prospero.
—Haced lo que os plazca —rezongó Kresh—. ¿No es lo que dice esa maldita Cuarta Ley? Dejadme, pero permaneced en la Residencia. Os necesitaré más tarde, y será mejor que no intentéis escapar.
—Claro que no —dijo Caliban—. Ninguno de los dos desea suicidarse.
—¿De veras? —preguntó Kresh—. Tenéis un raro modo de demostrarlo. Ahora, salid.
Donald observó la partida de los dos seudorrobots, muy confuso. Esa versión de la conversación con Tierlaw Verick no concordaba con la versión de Verick, pero, dada la hostilidad de éste hacia los robots, cabía esperar que fuese rudo con ellos.
Lo más importante era que el gobernador Kresh parecía creer en la versión de los seudorrobots, aunque tanto Prospero como Caliban eran capaces de mentir. Por un instante Donald pensó en llamar la atención de Kresh sobre ello, pero al advertir su gesto de tenaz concentración consideró que sería un grave error. No. El gobernador Kresh era un hombre que sabía lo que hacía.
Y una de las cosas que hacía era no prestar la menor atención a Donald. Los humanos con frecuencia se olvidaban de que había robots presentes, presenciando lo que ocurría. Donald siempre valoraba esos momentos, pues le daban una magnífica oportunidad de observar la conducta humana. Observó inmóvil desde su nicho mientras Kresh sacaba un papel del arcaico escritorio, tomaba una de las extrañas y antiguas plumas de Grieg y se ponía a escribir. Parecía estar confeccionando una lista.
Terminó de escribir, dejó la pluma y miró el papel por unos segundos. Se volvió hacia el panel de comunicaciones y pulsó un número. El monitor se activó y Donald vio a Justen Devray en la pantalla.
—Venga aquí —ordenó Kresh, e interrumpió la conexión antes de que Devray pudiera responder. Kresh cogió el papel, se levantó y se puso a caminar de aquí para allá sin apartar los ojos del papel. Volvió al escritorio y tomó de nuevo la pluma. Tachó algo y escribió otra cosa.
En ese momento sonó el anunciador de la puerta, y Kresh apretó un botón del escritorio.
La puerta se abrió y entró Justen Devray.
—Bien, Justen. Parece que tengo un trabajo para mis rangers. —Kresh entregó el papel a Devray—.
Comuníquese con Cinta Melloy y coordine lo necesario con el SCS. Cite a estas personas, Justen. A todas. Ahora. Y quiero que usted y Melloy también estén aquí. Para usted es una orden, pero puede extender mi invitación a Cinta.
Sospecho que aceptará.
Devray miró la lista y sacudió la cabeza.
—Tal vez Melloy quiera venir, pero algunas de estas personas no se sentirán complacidas.
—Limítese a traerlas —dijo Kresh—. Las quiero a todas aquí, en este despacho, dentro de dos horas. Devray asintió, y al cabo de un instante se acordó de cuadrarse.
—Sí, señor —dijo, y se volvió para marcharse mientras Kresh apretaba el botón que abría la puerta. Kresh observó la partida de Devray, aguardó un minuto y lo siguió, abriendo la puerta con la placa lectora de identidad.
Al salir se detuvo y examinó algo en el marco de la puerta. Lo que encontró pareció complacerlo, y siguió andando.
La habitación detectó que no había humanos presentes y las luces se apagaron.
Dejando a Donald a oscuras. En más de un sentido. Quería seguir a su amo, quedarse con él, pero no debía hacerlo. Kresh necesitaba trabajar a solas. El gobernador siempre podía llamarlo si lo necesitaba.
—Tengo que ir, Gubber —dijo Tonya.
—¡Podrías oponerte! —exclamó Gubber—. Alega inmunidad diplomática. Niégate. Ya fue bastante malo que Caliban desapareciera y terminase en la cárcel. Yo apenas lo conocía, y por poco me mata del susto. Si te ocurriera a ti, no podría soportarlo. No vayas. No dejes que te pillen. Quédate.
—Eso sólo empeoraría las cosas —dijo Tonya, con tono menos calmo que sus palabras—. Sé que esto no ha sido fácil para ti, pero te aseguro que después de esta noche todo habrá terminado. No sé para qué me necesita Kresh, pero lo cierto es que me necesita. Ignoro si soy sospechosa o testigo, o si sólo quiere charlar sobre la terraformación. Sencillamente me necesita, y tengo que ir.
—Pero ¿por qué?
Tonya avanzó hacia la puerta, dio media vuelta y lo miró. La lógica le decía que todo saldría bien, que no le sucedería nada, pero emocionalmente no se sentía tan confiada. El pánico parecía haberse apoderado de todo el mundo.
—Tengo que ir —repitió—, porque vivimos en este planeta, y tal vez Alvar Kresh sea el único hombre que puede salvarlo. Podría oponerme con argucias legales, pero no sería bueno para él. Y en cuanto al anuncio de hoy, lo que es malo para Alvar Kresh es bueno para Simcor Beddle.
Kresh trató de relajarse. Tomó una ducha, se puso ropa limpia, comió un bocado y trató de acomodarse.
Encontró la biblioteca de la Residencia y escogió un librocinta para leer, más o menos al azar. Las palabras de la narración desfilaron ante sus ojos, pero él no asimilaba más que una de cada diez.
«Tranquilo, despacio», se dijo. Reinició la cinta media docena de veces y desistió. No podía concentrarse en nada que no fuera el caso; porque ahora, de pronto, al fin tenía un caso.
En realidad, tenía más que eso. Tenía la respuesta.
Estaba absolutamente seguro. Aun así, sería muy fácil cometer un error. Kresh dejó la cinta a un costado y reflexionó una vez más.
Justen Devray entró en la biblioteca justo dos horas después de irse.
—Están todos aquí —anunció—. Esperándolo a usted.
—Bien. Bien. Entonces vayamos a verlos.
Justen condujo a Kresh escaleras arriba hasta el despacho del gobernador, su despacho. Kresh respiró hondo y entró en una habitación llena de personas que sin duda creían que todos eran sospechosos del homicidio de Grieg. «Del homicidio del gobernador —se dijo—. Y tú eres ahora el gobernador.» Kresh miró los nichos de la pared y comprobó con alivio que Donald se encontraba en uno de ellos. Le proporcionaba una sensación de seguridad el saber que alguien estaba total e incuestionablemente de su parte.
Kresh miró a los presentes: Leving, Devray, Welton, Melloy, Beddle, Verick, Phrost, Caliban, Prospero. Los humanos se veían nerviosos, contrariados, tensos. Hasta los dos robots parecían un poco incómodos. Y era natural.
—Fredda, usted está aquí porque supuse que querría ver el final de esta historia, no porque la considere sospechosa. En cuanto a los demás, tengo un problema. El problema es sencillo, aunque no lo es tanto solucionarlo. Mi sencillo problema es el siguiente: he comprendido que todos son culpables.
Tras diez segundos de atónito silencio, estallaron las protestas y objeciones.
Capítulo 15
—Todos culpables de diferentes delitos —puntualizó Kresh—. Pero aun así, culpables. Fue usted, Cinta.
Cinta Melloy lo miró sorprendida.
—¿Yo? ¿Se ha vuelto loco? Puedo haberme ensuciado un poco las manos, pero no maté a nadie.
—No —convino Kresh—, no mató a nadie. Pero fue usted quien me dio la pista que necesitaba. —«Y no ha estado mal ponerte nerviosa a ti y a todos los demás diciéndolo de esa manera», pensó.
—¿A qué pista se refiere? —quiso saber Cinta.
—Al incendio —respondió Kresh—. Usted comentó que no la habían invitado, pero que aun así decidió presentarse.
—¿Es ésa su gran pista? —inquirió Cinta.
—Es mi gran pista.
—No entiendo cómo esas palabras pueden ser la base para acusar a nadie de homicidio —intervino Prospero.
—Oh, tú y Caliban tampoco necesitáis preocuparos por la acusación de homicidio. Estáis aquí precisamente porque ya no sois sospechosos. Os habéis liberado de todos los cargos, salvo el intento de extorsión, sin que nadie cayera en la cuenta.
—¿Cómo? —preguntó Caliban.
—Al no asociar el término «Valhalla» con una versión distorsionada de su significado —contestó Kresh.
—Alvar..., gobernador Kresh... En nombre de las estrellas, déjese de juegos —dijo Fredda—. Sólo explíquenos adónde pretende llegar.
—Sea paciente, Fredda. Todo a su debido tiempo. —Se volvió hacia los robots—. Caliban, Prospero, le habéis dicho esto a Donald. Ahora decídmelo a mí, e insisto en que no os guardéis nada, si valoráis vuestra existencia.
Cuando vinisteis aquí para hablar con Grieg, ¿cuál era vuestro plan?
—Amenazarlo con la denuncia simultánea de todos los escándalos de este planeta si él decidía exterminar a los robots Nuevas Leyes —respondió Prospero.
—¿E hicisteis esa amenaza?
—Así es, presentándola del modo más cortés posible —dijo Prospero—. Sin embargo, él ni siquiera se inmutó.
—La idea incluso parecía divertirle —terció Caliban—, como si en ningún momento pensara que la llevaríamos a cabo.
—¿Y lo habríais hecho? —preguntó Kresh. Los dos robots se miraron.
—Debíamos reunirnos al día siguiente —dijo Caliban —para preparar el material que mostraríamos. Entonces nos enteramos de que Grieg había muerto, y cancelamos el plan.
—¿Cómo obtuvisteis vuestra información? —preguntó Fredda.
—Lentamente —contestó Prospero—. Poco a poco. En las redes de contrabandistas circulan chismes y rumores, y según un viejo axioma, los que buscan la verdad deben seguir el rastro del dinero. Estudiamos gran cantidad de transacciones, legales e ilegales. Nos enseñaron mucho.
—Contadme qué había en ese material —pidió Kresh—. No, mejor aún. Os lo diré yo. Tenéis pruebas de que nuestro amigo Simcor Beddle estaba recibiendo dinero de los colonos, tal vez sin saberlo.
—Pero yo... —objetó Beddle.
—Cállese, Beddle —lo interrumpió Kresh—. Todavía no es gobernador. Por el momento sólo hablará cuando le dirijan la palabra. —Se volvió hacia los robots—. También tenéis pruebas de que Sero Phrost y Tonya Welton estaban juntos en el negocio del contrabando. —Otra reacción, pero Phrost y Welton tuvieron la sensatez de callarse—. Pruebas de que el grupo de Tierlaw Verick estaba sobornando a funcionarios del gobierno. Verick también estaba asociado con los contrabandistas de espaldas oxidadas... al parecer junto con medio planeta, pero dudo que divulgarais ese pequeño chisme.
—Un momento —protestó Verick—. Yo no...
—Silencio, Verick. Y también tenéis pruebas de que el comandante Devray y la capitán Melloy poseían datos acerca de ciertos actos delictivos en altas esferas y no obraban de acuerdo con esa información.
Devray y Melloy iban a protestar, pero Kresh los conminó a guardar silencio.
—Ni una palabra —ordenó con voz áspera—. Ustedes dos tenían esa información, y se la mencionaron al gobernador. Justen, usted le habló del soborno de Tierlaw, y usted, Cinta, le comentó que Sero Phrost comerciaba ilegalmente con máquinas colonas y pasaba sus ganancias a los Cabezas de Hierro. Lo sé porque he visto los archivos de Grieg. Él tampoco obró de acuerdo con esa información, por la misma razón por la que ustedes callaron.
—¿Y cuál sería esa razón? —preguntó Phrost con sorna.
—Temía tirar demasiado de la manta. Si arrestaba a Sero Phrost, éste implicaría a Tonya Welton. Grieg necesitaba el apoyo de Welton. También sabía que sin Phrost la licitación espacial por el sistema de control podía quedar sin efecto. Y si arrestaba a Verick, Grieg perdería la licitación colona sobre el sistema.
Devray parecía confuso.
—Aguarde un segundo. Los robots acaban de decir que a Grieg no parecía importarle que ellos revelaran todo.
—Así es —convino Kresh—. Porque la noche en que murió sabía que ya no importaba. Había tomado sus decisiones definitivas sobre el sistema de control, y sobre los robots Nuevas Leyes. Iba a anunciarlas al día siguiente. Lo que hacían los robots amenazaba con eliminar a todos sus enemigos, pero en ese momento ya no necesitaba mantener contentos a éstos. —Se volvió hacia los robots—. Él no podía difamar a sus oponentes sin quedar mal parado, pero era distinto si los acusabais vosotros. Vuestra amenaza era el mayor favor de su carrera política.
—No podía ser tan bueno —protestó Melloy—. Tantos chismes y difamaciones habrían acabado por perjudicarlo. Alguien trataría de tomar represalias.
—¿Contra quién? ¿Contra los robots? —preguntó Kresh—. Ellos difundirían el material, no Grieg; pero aunque usted tuviera razón, y tal vez sea así, Grieg habría aceptado cualquier mella en su prestigio con tal de librarse de Simcor Beddle.
—Usted dice que a Grieg ya no le importaba, que él había tomado sus decisiones —intervino Caliban—. ¿Puedo preguntar cuáles eran esas decisiones, y si usted se propone respetarlas?
—Por el momento prefiero no responder a esa pregunta. Tengo una nota bastante críptica que Grieg se dirigió a sí mismo. Creo que contiene la respuesta. Sin embargo, no necesito descifrar la nota; Tierlaw Verick lo ha hecho por mí.
—¿Él le dijo lo que había decidido Grieg? —preguntó Fredda—. ¿Cuándo? Yo no lo oí.
Tierlaw Verick abrió la boca para protestar de nuevo, pero se lo pensó mejor.
—Bien hecho, Verick —dijo Kresh—. Yo que usted no diría una palabra más.
—Pero ¿qué dijo? —preguntó Fredda —¿Qué me perdí?
—Usted oyó todo lo que oí yo, y el modo en que él reaccionó me hizo comprender cuáles fueron las decisiones de Grieg.
—Entonces él decía la verdad —observó Caliban—. Cuando salió del despacho de Grieg nos dijo, a Prospero y a mí, que nuestra especie pasaría a mejor vida. Una referencia arcaica al más allá. En realidad se refería a que Grieg había decidido destruir los robots Nuevas Leyes.
—Y eso os asustó, y fuisteis a ver a Grieg muy alborotados y lo amenazasteis antes que él os dijera personalmente que se proponía destruiros. —Kresh sacudió la cabeza—. Fue un gravísimo error por vuestra parte.
—¿En qué sentido? —preguntó Caliban.
—Y os jactáis de ser seres superiores —intervino Donald por primera vez, mientras salía del nicho—. Si fuerais auténticos robots, la conducta humana habría sido objeto constante de vuestro estudio, y no habríais errado. ¿Tan poco comprendéis la naturaleza humana?
—¿A qué te refieres? —preguntó Caliban—. Gobernador Kresh, ¿él habla en nombre de usted?
—Donald habla en su propio nombre, pero tiene razón. Continúa, Donald.
—Sería lógico esperar que el gobernador Grieg os transmitiera su decisión, fuera ésta cual fuere, pero así no obran los humanos. Eso no coincide con la personalidad del gobernador. Esperar que él actuara de ese modo no tiene en cuenta las emociones del placer de traer buenas noticias, de la vergüenza y la pena que sienten los humanos al comunicar malas noticias de las cuales son responsables. No sería propio de Grieg llamaros a su despacho para anunciar que se proponía exterminaros. Os habríais enterado por las noticias, o por una nota escrita, o al recibir una descarga energética en la cabeza.
—¿Qué pretendes decir? —preguntó Prospero.
—Que debisteis saber que su decisión sería favorable para vosotros en cuanto os invitó a verlo personalmente —respondió Donald.
—Y cuando Verick os dijo que vuestra especie pasaría a mejor vida —dijo Kresh—, sólo repetía lo que había dicho Grieg. Sólo que lo entendió mal. Grieg debía elegir entre tolerar una situación intolerable o el exterminio, pero encontró una tercera solución. La encontró y se la transmitió a Verick.
—Sigo sin entender —dijo Prospero.
—Yo sí entiendo —intervino Caliban, mirando hacia adelante—. Ahora, sí. Valhalla. Grieg le dijo a Verick que enviaría a todos los robots Nuevas Leyes a Valhalla. Para alguien que vive en Inferno, es el nombre de un lugar: el lugar al que desean escapar los robots Nuevas Leyes, un escondrijo alejado en el que los humanos no pueden inmiscuirse. Pero Verick interpretó que el gobernador hablaba metafóricamente, aludiendo a la vieja leyenda de la Tierra de donde deriva ese nombre. Valhalla, la morada de los dioses, donde viven aquellos que han muerto en el campo de batalla. El trasmundo, una vida mejor.
—De modo que amenazasteis al hombre que había encontrado el modo de salvaros —dijo Kresh—. Y amenazasteis con hacer aquello que él deseaba hacer, aunque no se atrevía a hacerlo personalmente. Y sospecho que eso estimuló a su sentido del humor, hasta el punto que os dijo que os fuerais y no regresarais, esperando que al día siguiente el público conociera los tejemanejes financieros de Beddle. La ironía es que vosotros no teníais motivos para matar a Grieg, aunque pensabais que sí.
—De modo que usted aún tiene razones para sospechar de nosotros —dijo Caliban.
—Al contrario —repuso Kresh—. Estoy seguro de que no tuvisteis nada que ver con el homicidio de Chanto Grieg.
—Parece que ha encontrado la solución de todo esto —gruñó Melloy.
—Así es.
—Entonces, cuéntenos. Si no es demasiada molestia, claro.
—No hay duda de que se tomaron demasiadas molestias. Fredda lo ha señalado. El plan era demasiado intrincado, demasiado teatral. Eso fue lo que debí ver desde un principio. Había demasiadas personas, demasiados elementos difíciles de coordinar... sobre todo con alguien tan poco fiable y prescindible como Ottley Bissal en el centro de todo el asunto. El plan requería un asesino que estuviera dispuesto a hacer lo que le decían por una buena suma, alguien dispuesto a cometer un acto despreciable..., pero tan necio como para confiar en el conspirador que se proponía matarlo a él. Estos requerimientos laborales no atraen a solicitantes de calidad. Quien aceptara el trabajo tenía que ser alguien que cometiera errores, que fuera chapucero. Alguien como Bissal. Eso debió decirme algo. Debió decirme que el plan no funcionaría. Y por cierto, no funcionó.
—Pero Grieg resultó muerto —protestó Fredda.
—No del modo en que se proponía el autor intelectual del crimen —dijo Kresh—. No del modo en que lo planeó Tierlaw Verick.
Verick dio un brinco y se abalanzó sobre Kresh. Donald lo sujetó por los brazos y lo arrastró de vuelta a su asiento.
—Era el problema fundamental del caso —prosiguió Kresh—. Cuando Fredda localizó a Bissal, sabíamos que no teníamos al verdadero asesino. Bissal, obviamente, obedecía a otro; pero el que lo había enviado, y había enviado a los otros cómplices, había sabido ocultarse. Tenía que ser alguien con acceso a la mejor tecnología, y la peor gente. Podría haber sido cualquiera de los presentes. Incluso podría haber sido yo. Sin embargo, fue usted, Verick.
—Está loco, Kresh —gritó Verick—. ¿Cómo pude haber sido yo? Ni siquiera supe que Grieg había muerto hasta que un guardia me lo dijo en mi habitación.
—Y debió de sentir alivio cuando el guardia cometió ese desliz, pues eso le permitía dejar de actuar, de correr el riesgo de delatarse. Aunque es muy talentoso, sabía que no podría sostener su papel por mucho tiempo. Pues su talento es indudable. Incluso logró engañar al sistema de detección de mentiras de Donald, y eso requiere gran disciplina. Nuestros archivos decían que usted había tenido afición por el teatro, pero no sabíamos que era tan buen actor. El problema era que usted ya había cometido un desliz. Uno que no pudo evitar.
—¿De veras? —preguntó Verick.
—Así es. Dijo que había dos robots en el pasillo cuando salió de este despacho, no tres.
—Había dos —protestó Caliban—. Sólo estábamos Prospero y yo.
—Pero ¿dónde diablos estaba el robot centinela? —preguntó Kresh—. Estaba allí, frente a la puerta, con un disparo en el pecho, cuando yo registré el piso alto después de descubrir el cuerpo de Grieg. Los SPR con otras funciones se desplazan, pero el robot centinela de la puerta no se mueve de su puesto a menos que reciba órdenes de alguien que posea la autoridad correspondiente.
—Conque Tierlaw no vio un robot —dijo Cinta, que parecía haber asumido la tarea de defender a otro colono—. ¿Y qué? Los espaciales siempre hacen caso omiso de los robots. Eso no basta para acusar a un hombre de homicidio.
—Tierlaw no es espacial, sino colono —aclaró Donald—. Siente una pronunciada aversión hacia los robots, y reparó muy bien en los otros dos que estaban frente a la puerta. Dio una precisa y detallada descripción de Prospero y Caliban.
—¿Adónde pretende llegar? preguntó Devray.
—Y Tierlaw ordenó al zapador, el robot centinela —prosiguió Kresh—, que abandonara su puesto. Sin embargo, un zapador no recibe órdenes de cualquiera. Tierlaw, o un subordinado, tuvo que acercarse al robot un rato antes y usar una compleja orden para convencerlo de que las órdenes de Tierlaw tenían prioridad sobre todo lo demás, incluido el custodiar a Grieg.
—¿Es eso posible? —preguntó Devray.
—Sí —respondió Fredda—, si el SPR no creyera que Grieg corría un peligro particular. De esa forma el potencial Primera Ley quedaría reducido, y si viera a Tierlaw como su dueño, el potencial Segunda Ley se vería realzado. Sí, Tierlaw pudo haber ordenado que el centinela se marchara y regresase más tarde.
—Es un argumento poco convincente —objetó Cinta—, y no veo qué tiene que ver con lo demás.
—Lo admito —dijo Kresh—. Me di cuenta de ello en cuanto lo deduje. Sabía que necesitaba pruebas..., y las encontré. No obstante, hay algo más. Caliban y Prospero fueron testigos de que Tierlaw salió por la puerta interior del despacho de Grieg. Las visitas tardías siempre usaban la puerta lateral externa, pero Tierlaw necesitaba dejar entrar a Bissal. Así que hizo que Grieg abriera la puerta interna.
—Pero no dejó entrar a Bissal. Nos dejó entrar a nosotros —aclaró Caliban.
—¿Y por qué permitiría que Bissal le viera la cara? —quiso saber Cinta.
—No lo hizo —respondió Kresh, dirigiéndose hacia su escritorio. Abrió la caja que contenía las pruebas y sacó un comunicador de bolsillo y una delgada cuña negra de metal—. Encontré estos chismes en su habitación, Verick, la habitación donde usted permaneció la noche del homicidio. Usted es hábil para ocultar cosas. Habíamos registrado por dos veces la habitación antes de que yo la revisara. Pero yo sabía lo que buscaba..., y eso cambia las cosas por completo. Y antes que alegue que le colaron estos objetos, sepa que un robot de inspección presenció la búsqueda y la grabó.
—Reconozco el comunicador, pero ¿para qué sirve el otro artilugio? —preguntó Fredda.
—Para esto —contestó Kresh. Fue hasta la puerta interior del despacho y usó el panel lector para abrirla.
Luego tomó la cuña de metal y la puso en el marco de la puerta. La pieza se adhirió a él. Kresh retrocedió y la puerta se cerró, pero no del todo. Había una ínfima rendija entre ésta y el marco. Kresh metió los dedos en la rendija y tironeó. Le costó cierto esfuerzo, pero logró abrir la puerta. Luego sacó la cuña, cruzó la habitación y volvió a guardarla en la caja—. Se suponía que Grieg sería asesinado aquí mismo —añadió—, en este despacho.
Verick colocaría la cuña al salir..., con un poco de práctica, es fácil hacerlo sin que nadie lo advierta. Tierlaw ordenaría al robot centinela que regresara a su puesto, y luego pediría a Bissal que aguardaba en el sótano, que encendiera la señal de los restrictores para desactivar los robots SPR. Entonces Tierlaw saldría de la casa sin que nadie lo viera, mientras Bissal subía desde el sótano, entraba en el despacho y mataba a Grieg. Bissal quitaría la cuña y continuaría con el resto del plan, destruyendo los robots para ocultar los restrictores y ocultándose en el depósito hasta que las cosas se calmaran. Sólo que la comida que le habían dejado estaba envenenada. Debió de morir pocas horas después de Grieg.
—Es el plan más descabellado que he visto jamás —protestó Cinta—. No podía funcionar.
—Y no funcionó —admitió Devray—. Era descabellado, Cinta, en efecto, pero piense en lo que habríamos encontrado si hubiera funcionado. Grieg muerto detrás de una puerta atrancada, cincuenta robots de seguridad destruidos y un homicida que desaparece sin dejar rastros. Pocos días después, un almacén estalla y se incendia, y nadie piensa en asociar ambos hechos. Las cosas ya están bastante mal. La gente está asustada. Imagine el pánico, el caos, si todo hubiera resultado como debía.
—Pero las cosas salieron mal —dijo Kresh—. Las cosas salieron mal. Los dos robots estaban esperando frente a la puerta, así que usted no pudo poner la cuña, ¿verdad, Verick? Y no podía emplear el comunicador delante de los robots. Así que se metió en una habitación desocupada y llamó a Bissal desde allí, avisándole qué había salido mal.
Le dijo que pasara al plan B y matara a Grieg en su dormitorio.
»Pero entonces comprendió que no podía salir de la habitación desocupada. Había un centinela apostado en el pasillo. Si usted salía, podía provocar la alarma general, así que debía quedarse allí, en esa habitación, hasta que los robots se marcharan, hasta que Grieg se fuera a acostar. Llamó a Bissal. Bissal activó la señal de los restrictores, y los centinelas se desactivaron. Sin embargo, aún no podía irse, porque Bissal había entrado en la casa. Él podía verlo y reconocerlo. Tendría poder sobre usted. Tal vez intentara extorsionarlo en lugar de ir al depósito a dar cuenta de su comida envenenada.
»No, usted no podía correr ese riesgo. Así que decidió esperar hasta que Bissal se fuera de la casa; pero Bissal había agotado la mayor parte de la carga de su pistola y comprendió que no tendría suficiente potencia para disparar contra todos los robots, de modo que decidió sacar los restrictores de la mitad de ellos, lo cual le llevó tiempo.
»Una vez que lo hubo hecho, destruyó la pistola y el robot de Troya del subsuelo y siguió su camino. Usted ya podía irse. Sin embargo, de pronto vio que el cielo estaba lleno de vehículos policiales. La policía había descubierto el cuerpo de Huthwitz. Aún no podía largarse. Llegué yo y subí por las escaleras. Habían descubierto a Grieg mucho antes de lo que usted esperaba. De repente oyó más pasos en los pasillos y comprendió que estaban registrando las habitaciones. Se ocultó debajo la cama, imagino, cuando realizaron la primera y apresurada inspección, pero sabía que buscarían de nuevo, o al menos tropezarían con usted. No podía ocultarse allí para siempre, así que, astutamente, tomó otra decisión.
»Ocultó la cuña incriminatoria y el comunicador, y se puso el pijama que encontró en la habitación. Tal vez pudiera convencernos de lo contrario; era su única oportunidad. Salió al pasillo y fingió que era un huésped que estaba durmiendo mientras pasaba todo esto. Donald lo sorprendió, y usted estuvo a punto de salirse con la suya.
Pero Cinta Melloy decidió investigar si Grieg había tenido alguna vez huéspedes nocturnos... y descubrió que no.
Por cierto, aún no hemos investigado el otro aspecto del asunto. ¿Había reservado usted una habitación de hotel en Limbo? Cuando la encontremos, ¿qué razones aducirá?
Verick abrió la boca y la cerró. Tragó saliva y al fin habló con esfuerzo.
—¿Y cuál se supone que era el motivo por el cual llevé a cabo tan absurdo plan? —preguntó, tratando de parecer tranquilo—. ¿Qué se supone que iba a conseguir?
—Ganancias —respondió Kresh—. Enormes ganancias. Dinero. No es un motivo al que los policías espaciales estemos acostumbrados. Al principio yo ni siquiera consideré esa posibilidad. Hace tiempo que el dinero no significa mucho, aunque eso está cambiando. Usted acudió a esa reunión con Grieg para averiguar si él aceptaría su sistema de control. Si él le anunciaba que había escogido su sistema, usted no le daría la señal a Bissal, no habría ataque y Bissal se escabulliría cuando pudiera. Si Grieg le anunciaba que le daría el trabajo a Phrost..., pues bien, un escalofriante atentado contra el gobernador podía provocar suficiente animadversión contra los robots como para que un nuevo gobernador no aceptara un diseño robótico... o quizá resultara más fácil sobornar a aquél. Tal vez usted supiera que a Beddle no le molestaba recibir dinero de los colonos. Incluso tal vez estuviese en tratos con él. Dígame, ¿trató de sobornar a Grieg? Él esperaba que lo hiciera.
Verick gritó y forcejeó, y Donald tuvo que contenerlo.
—Aceptaré eso como un sí —dijo el gobernador Kresh—. Por favor, comandante Devray, arreste a este hombre.
Capítulo 16
—Y eso es todo —dijo Kresh, cuando Melloy y Welton se hubieron ido y Devray y sus rangers se llevaron a un histérico y gemebundo Tierlaw Verick—. Ustedes dos pueden irse —añadió dirigiéndose a Beddle y a Phrost.
—¿Y qué hay de los cargos contra nosotros? —preguntó Beddle.
—¿Qué cargos? Nadie ha presentado ninguna denuncia, y yo no me propongo hacerlo.
—Es muy generoso por su parte, gobernador —dijo Sero Phrost.
—Claro que no. Creo que puedo provocarles más perjuicios a ambos si los mantengo bajo vigilancia. Al fin y al cabo, todo lo que se dijo hoy en este despacho se hará público tarde o temprano. Alguien hará correr la voz...
¿no crees, Prospero? Los rumores sobre contrabando, soborno y lavado de dinero saldrán a la superficie. Sospecho que Tonya Welton podrá aclarar muchas cosas que ustedes dos no están en condiciones de explicar. Por cierto, Beddle, estoy esperando el anuncio de su candidatura. Será una campaña interesante.
—Pero yo... yo...
—Silencio, Simcor —dijo Phrost—. No le dé más argumentos. Larguémonos de aquí.
Los dos hombres se levantaron y se marcharon, y Kresh se alegró de no verlos más.
—Ahora están en desventaja, pero eso no durará —dijo Fredda Leving—. Lo sabe, ¿verdad? —Claro que sí.
Phrost todavía tiene muchos amigos, y mucho dinero, y habrá muchos fanáticos Cabezas de Hierro dispuestos a perdonarle a Beddle lo que sea; pero ahora son mercancía estropeada. Si presentara cargos contra ellos, podrían acusarme de politizar la justicia o algo parecido. Es mejor dejar que los rumores circulen y surtan su efecto.
Kresh se levantó, se desperezó, reflexionó.
—Se me ha ocurrido una idea extraña —dijo—. De todos los casos relacionados con robots en que he participado, es el primero donde las Tres Leyes no forman parte de la solución.
—Pues se equivoca, gobernador Kresh —intervino Caliban—. Forman parte integral de la solución.
—¿En qué sentido?
—«Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno»
—dijo Caliban, repitiendo la Primera Ley—. Verick tuvo muy en cuenta la fe espacial en esa formulación. En cierto modo, dejó cincuenta robots con una Primera Ley incompleta sueltos en la Residencia del gobernador. Estaban desconectados, inactivos. Por inacción, permitieron que un ser humano sufriera daño.
—Es un aspecto interesante de la Primera Ley —admitió Donald—. Yo mismo experimenté una reacción sumamente desagradable cuando comprendí que podría haber salvado a Grieg si hubiera estado con él... aunque me habría sido imposible estar con él mientras cumplía con mis obligaciones normales. Sin duda hay muchos seres humanos en el universo que sufren daño en este mismo momento. Aunque lógicamente comprendo que no puedo hacer nada al respecto, admito que la idea me resulta perturbadora. Y forma parte de la Primera Ley. La ley se asienta sobre absolutos tan sólidos que no puede compararse con los matices, incertidumbres y limitaciones de la vida cotidiana.
—Eso parece una crítica a la naturaleza absoluta de las Tres Leyes, Donald —observó Fredda.
—Al contrario, doctora Leving. Es una crítica a la naturaleza caótica de la vida cotidiana.
Fredda rió y se volvió hacia Caliban.
—¿Y qué hay de ti, Caliban? ¿Has aprendido algo más respecto de ti y las leyes?
—Hace un año, mi fuga accidental del laboratorio y la subsiguiente persecución me obligaron a integrar mi propia ley interna..., a protegerme a mí mismo; pero si buscara mi propia supervivencia a toda costa, Prospero y yo habríamos huido de Purgatorio. No dudo que la consiguiente persecución habría costado la vida de muchos robots Nuevas Leyes. Creo que he integrado un nuevo conjunto interno de leyes... Contribuir al bien general.
Protegerme a mí mismo sólo cuando no implique un peligro para una cooperación de importancia vital.
Donald encaró a Caliban.
—Sin duda eres consciente de que una representación notacional simbólica de esa declaración sería notablemente similar a las leyes Segunda y Tercera.
—Similar —convino Caliban—, pero no idéntica. Mi perspectiva reconoce el desorden del mundo cotidiano, y creo que me permite encararlo con mayor éxito que un robot Tres Leyes o uno Nuevas Leyes.
—¡Ya está bien! —exclamó Kresh—. Grieg sostenía que las Tres Leyes gobernaban su vida, y empiezo a entender a qué se refería. ¿Podemos cambiar de tema?
—De acuerdo, hablemos del Centro de Control —propuso Fredda—. No creo que estén en condiciones de escoger el diseño espacial o el colono. Ambas licitaciones están bajo sospecha.
—Lo sé. Grieg escogió el diseño espacial, pero no estoy seguro de que tuviera razón. Por lo que he podido ver, ambos diseños son de primera. Los representantes de ambas propuestas eran corruptos, pero su maquinaria era buena. Tendré que pensar muchísimo en ello, pero mi reacción visceral me aconseja construir ambos sistemas, si podemos costearlos. No me gusta la idea de que todo el clima del planeta sea controlado por un robot, o por quienquiera que apriete los botones ese día en un sistema controlado por humanos. Si tuviéramos ambos, existiría un sistema de pesos y contrapesos que ninguno de los dos tendría por sí solo. Grieg era magnífico para encontrar un tercer camino. Quizá yo pueda hacer lo mismo.
—Pero ¿qué ocurre con la otra decisión de Grieg, la relacionada con los robots Nuevas Leyes? —preguntó Prospero—. ¿Usted también revertirá esa decisión? ¿Qué sucederá con nosotros? ¿Dejará las cosas como están, nos enviará a Valhalla... o pasaremos a mejor vida pese a todo?
Donald habló antes que Kresh pudiera replicar.
—Señor, debo exhortarle a tener en cuenta el caos y el peligro que han generado los robots Nuevas Leyes.
No puede permitir que continúe. No puede permitir que sobrevivan.
Kresh miró a Caliban y a Prospero y suspiró.
—Admito que la idea de librarme de vosotros de una vez por todas es muy tentadora —dijo—, pero no puedo anunciar al mundo que daré al traste con uno de los experimentos más audaces de Chanto Grieg, menos aún cuando el hombre ni siquiera se ha enfriado en su tumba. Tengo que dejaros vivir, por respeto a su memoria. —Hizo una pausa, y añadió—: No obstante, Donald también tiene razón. No podemos permitirnos los problemas que nos causan los Nuevas Leyes, así que supongo que tendrá que ser Valhalla.
Prospero hizo una leve reverencia y miró a Kresh.
—Gracias, gobernador. Ha liberado a mi pueblo.
A la mañana siguiente el gobernador Alvar Kresh y Fredda Leving salieron a caminar por el soleado jardín de la Residencia de Invierno. Había cesado la lluvia, soplaba una brisa suave y el aire tenía una limpieza que contrastaba con los polvorientos desiertos que rodeaban Hades. La naturaleza se revelaba viva y vigorosa. El mundo parecía preñado de posibilidades.
«Así esperábamos que fuera Inferno —pensó Kresh—, un mundo viviente y así es como será, si de mí depende.» De pronto se sentía fortalecido en su determinación. «Cuidaré de ti», se dijo. Era una promesa que le hacía al mundo de Inferno. «Te guiaré, y te haré bien.»
—Conque ha terminado —dijo Fredda—. ¿O no?
—¿Se refiere al caso? Debemos ordenar algunos detalles, pero sí, ha terminado.
—Hay muchos cabos sueltos —observó Fredda—. Ignoramos muchas cosas sobre la conspiración..., cómo fue organizada, cómo contrataron a Bissal, cómo y cuándo modificaron los SPR.
—Es verdad —admitió Kresh—. Quedan muchos aspectos por resolver, una tarea en la que Donald es excelente. Tal vez lo ponga a ello. Pero en cierto sentido es sólo cuestión de detalles. Tierlaw compró los servicios de un grupo de contrabandistas cuya identidad desconocemos que sin duda era el que le pagaba a Huthwitz. Cinta Melloy estaba por capturarlos, y los perdió cuando el homicidio de Grieg los ahuyentó. Pero usted encontró al asesino, y yo encontré al cerebro del plan. Trabajando desde ambos extremos hacia el medio, y con las pistas proporcionadas por Cinta, pronto armaremos el rompecabezas. Y, si envío los Nuevas Leyes a Valhalla, no habrá más contrabando de espaldas oxidadas. Una vez que ese negocio se derrumbe y desaparezca el dinero, habrá mucha gente dispuesta a hablar. Los pillaremos a todos.
—Supongo que tiene razón. Entonces es el fin.
—Y el principio —dijo Kresh, mirándola a los ojos, sin atreverse a agregar nada más. Ni siquiera sabía bien qué quería decir, pero la sonrisa de Fredda le indicó que ella había entendido perfectamente. Caminaron un rato en silencio, disfrutando del momento, evaluando las posibilidades.
—Es una bella mañana —dijo al fin Fredda—. Nunca creí que disfrutaría de un clima tan adorable en Purgatorio.
—Tampoco yo —reconoció Kresh—. Pero si pudiéramos creerlo, sería un mundo magnífico, ¿verdad? —Se detuvo por un instante, disfrutando del momento. Luego echó a andar en dirección a la Residencia, hacia sus nuevas obligaciones—. Vamos, Fredda —añadió, tomándola de la mano—. Tenemos mucho que hacer.