En un universo protegido por las Tres Leyes de la Robótica, los humanos se hallan a salvo.
La Primera Ley establece: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por omisión, perrmtir que un ser humano sufra daño.
Alvar Kresh, el sheriff del planeta Inferno, y su ayudante robótico Dónale, deben resolver el intento de asesinato de Fredda Leving, una de las más importantes diseñadoras de robots. En apariencia, todos los indicios señalan a un único culpable: el nuevo robot Caliban, pero las Tres Leyes cíe la Robótica no parecen admitir esa posibilidad y la investigación de Kresh se convierte así en un análisis apasionante de la naturaleza de los robots y de los riesgos que pueden implicar para los humanos.
La serie del robot Caliban, integrada por Caliban, Inferno y Utopía, ofrece una penetrante revisión de las Tres Leyes de la Robótica avalada por su propio creador, Isaac Asimov, quien colaboró estrechamente con Roger MacBride Allen en la concepción y elaboración de estas tres novelas.
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"A cinco maravillosas criaturas, citadas en el orden de su aparición en este planeta:
Aaron
Victoria
Benton
Jonathan y
Meredith
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AGRADECIMIENTOS
Este libro no habría sido posible sin el apoyo, y sobre todo la paciencia, de David Harris, John Betancourt, Byron Preiss, Susan Allison,Gijer Buchanan y Peter Heck. Hubo muchas discusiones, pero gracias a los esfuerzos colectivos, pudimos llegar a buen puerto. Este libro es una prueba de que todo escritor necesita al menos un editor, y a veces tener cinco o seis no es mala idea. También doy las gracias a Thomas B. Allen y Eleanore Fox, ninguno de los cuales tenía tiempo para leer el manuscrito, cosa que hicieron ambos.
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Las Tres Leyes de la robótica
I
Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno.
II
Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por los seres humanos, excepto cuando estas órdenes se oponen a la Primera Ley.
III
Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera Ley o la Segunda.
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La lucha entre espaciales y colonos fue, en sus comienzos y en su final, una pugna ideológica. De hecho, basándonos en los estudios primitivos, sería más adecuado considerarla una batalla teológica, pues ambos bandos se aferraron a su posición más por fe, miedo y tradición que por un razonamiento exhaustivo de los hechos.
Se reconociera o no, siempre hubo un tema en el centro de todas las confrontaciones entre los dos bandos: los robots. Un bando los consideraba el bien definitivo, mientras que el otro, los veía como el mal absoluto.
Los espaciales eran los descendientes de los hombres y mujeres que huyeron de la semimítica Tierra con sus robots cuando éstos fueron proscritos allí. Exiliados de la Tierra, viajaron en burdas astronaves en la primera oleada de colonización. Con la ayuda de sus robots, los espaciales terraformaron cincuenta mundos y crearon una cultura de gran belleza y refinamiento, en la que todas las tareas desagradables fueron encomendadas a los robots. Con el tiempo, virtualmente todo el trabajo fue confiado a sus manos. Tras haber colonizado cincuenta planetas, los espaciales se detuvieron y no se fijaron otra tarea que saborear los frutos del trabajo de sus robots.
Los colonos eran los descendientes de aquellos que se quedaron en la Tierra. Sus antepasados vivieron en grandes ciudades subterráneas, construidas para estar a salvo de los ataques nucleares. No hay duda de que esta forma de vida indujo cierta xenofobia en la cultura colonizadora. Aquélla persistió tras la amenaza de la guerra nuclear y acabó dirigida contra los complacientes espaciales… y contra sus robots.
Fue el miedo lo que causó que la Tierra prohibiera a los robots. En parte fue por un temor irracional a que los monstruos de metal deambularan por el mundo. Sin embargo, los habitantes de la Tierra tenían además otros temores más fundados. Les preocupaba que los robots les quitaran el trabajo y los medios de ganarse la vida. Temían convertirse a la indolencia, el letargo y la decadencia de la sociedad espacial. Los colonos temían que los robots, al exonerarla de sus cargas, también despojaran a la humanidad de su espíritu, su voluntad y su ambición.
Los espaciales, mientras tanto, habían llegado a despreciar a las personas a quienes no consideraban más que toscos habitantes subterráneos. Los espaciales negaron su pasado común con el pueblo que los había expulsado. Pero al hacerlo también perdieron su propia ambición. Su tecnología, su cultura, su visión del mundo, todo se volvió estático, estancado. El ideal de los espaciales parecía ser un universo donde nada sucediera jamás, donde ayer y mañana fueran como hoy y donde los robots se encargaran de todos los detalles desagradables.
Los colonos se dispusieron a colonizar la galaxia, terraformando incontables mundos, pasando de largo los mundos espaciales y la tecnología espacial. Llevaban consigo los puntos de vista tradicionales del mundo natal. Todos los encuentros con los espaciales parecían confirmar sus razones para desconfiar de los robots. El miedo y el odio a las máquinas se convirtieron en uno de los cimientos de la filosofía y la política colonizadoras. El odio a los robots, junto con el arrogante estilo de vida espacial, hicieron poco por unir a colonos y espaciales.
En cierto modo, sin embargo, los dos bandos consiguieron cooperar en ocasiones, por grande que fuera el grado de fricción y recelo. La gente de buena voluntad de ambos bandos intentó dejar a un lado el miedo y el odio para trabajar colaborando y obtuvieron diferentes grados de éxito.
Fue en Infierno, uno de los mundos espaciales más pequeños, más débil y frágil, donde los espaciales y los colonos hicieron uno de los intentos más atrevidos por cooperar. Los habitantes de ese mundo, que se llamaban a sí mismos infernales, se enfrentaron a dos crisis. Todos conocían sus dificultades ecológicas, aunque pocos comprendían la gravedad de las mismas. Los colonos expertos en terraformación fueron convocados para tratar el tema.
Pero fue la segunda crisis, la crisis oculta, la que demostró ser el mayor peligro. Pues, sin que ellos mismos lo supieran, los infernales y los colonos de aquel mundo se vieron obligados a enfrentarse a un cambio notable en la misma naturaleza de los propios robots…
Los orígenes de la Colonización
SARHIR VADID,
Baleyworld University Press, S.E 1231
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1
El golpe hizo impacto en su cráneo. Las rodillas de Fredda Leving vacilaron. Soltó la taza de té, que cayó al suelo y se rompió en un estallido de líquido marrón. Fredda se desplomó. Su cuerpo golpeó el suelo, chocando con los fragmentos rotos de la taza, que hirieron el hombro izquierdo y la parte izquierda de su rostro. La sangre manó de las heridas.
Permaneció allí tendida, de lado, inmóvil, encogida en una fantasmal imitación de la posición fetal.
Durante un brevísimo instante, recuperó la conciencia. Podría haber pasado una décima de segundo después del ataque, o dos horas, no podía decirlo. Pero los vio, no había duda de eso. Vio los pies, los dos pies rojos metálicos, a menos de treinta centímetros de su cara. Sintió miedo, asombro, confusión. Pero entonces su dolor y sus heridas la asaltaron de nuevo, y ya no supo nada más.
El robot CBN-OO1, también conocido por Calibán, despertó por primera vez. En un mundo nuevo para él, sus ojos adquirieron un brillo azul profundo y penetrante mientras observaba sus inmediaciones. No tenía memoria, ningún conocimiento para guiarlo. No sabía nada.
Se miró a sí mismo y vio que era alto, y su cuerpo rojo metálico. Tenía el brazo izquierdo medio alzado, extendido ante sí, con el puño cerrado. Dobló el codo, abrió el puño y se contempló la mano durante un instante. Bajó el brazo. Movió la cabeza de un lado a otro, viendo, oyendo, pensando, sin ningún recuerdo de experiencia anterior como guía. «¿Dónde estoy, quién soy, qué soy?»
«Estoy en una especie de laboratorio. Soy Calibán. Soy un robot —las respuestas vinieron de su interior, pero no de su mente—. De una base de datos —advirtió, y ese conocimiento también procedía de la base de datos—. Entonces, de ahí vienen las respuestas.»
Miró al suelo y vio un cuerpo tendido de costado, con la cabeza cerca de sus pies. Era la forma encogida de una mujer joven, con un charco de sangre alrededor de la cabeza y la parte superior de su cuerpo. Reconoció al instante los conceptos de «mujer», «joven», «sangre», las respuestas llegaron a su conciencia casi antes de que pudiera formular las preguntas. Era un aparato notable aquella base de datos.
«¿Quién es? ¿Por qué está ahí tendida? ¿Qué le sucede?.» Esperó en vano a que brotaran las respuestas, pero no llegó ninguna explicación. La base de datos no podía (o no quería) ayudarlo con estas preguntas. Parecía que no podía dar ciertas respuestas. Calibán se arrodilló, Contempló a la mujer más de cerca, introdujo un dedo en el charco de sangre. Sus sensores térmicos revelaron que se enfriaba rápidamente, coagulándose. El principio de la coagulación de la sangre surgió en su mente. «Debe estar pegajosa —pensó, y lo comprobó uniendo su Pulgar y su índice y luego separándolos—. Sí, una leve resistencia.»
Pero sangre, y una herida humana… Una extraña sensación se apoderó de él, y supo que había alguna reacción, alguna respuesta profundamente arraigada que debería tener. Una respuesta que no estaba allí.
La sangre rodeaba ahora los pies de Calibán. Se irguió y descubrió que no deseaba encontrarse en medio de un charco de sangre. Deseaba dejar este lugar en busca de entornos más agradables. Echó a andar, y vio una puerta abierta al fondo de la habitación. No tenía ninguna meta, ningún propósito, ningún conocimiento, ningún recuerdo. Una dirección era tan buena como cualquier otra. Cuando empezó a moverse, ya no hubo motivo para parar.
Calibán abandonó el laboratorio, completamente ignorante de que iba dejando un rastro de huellas sangrientas. Atravesó la puerta y continuó la marcha. Salió de la habitación, del edificio, hacia la ciudad.
* * *
El robot sheriff Donald DNL-111 contempló el suelo manchado de sangre, sombríamente consciente de que, de todos los mundos espaciales, sólo en la ciudad de Hades en el planeta Infierno podía una escena de tanta violencia ser reducida a una cuestión de rutina.
Pero Infierno era diferente; y por supuesto eso era el principal problema.
En Infierno sucedía cada vez con más frecuencia: un humano atacaba a otro por la noche (casi siempre era por la noche) y escapaba. Un robot (casi siempre era un robot) llegaba al escenario del crimen e informaba de ello, y entonces sufría un colapso de disonancia cognitiva importante, incapaz de enfrentarse con la vivencia directa, vívida y horripilante de la violencia contra un ser humano. Luego llegaban los robots médicos. La oficina del sheriff enviaba a Donald, el robot personal del sheriff, al lugar. Si Donald consideraba que la situación requería la atención de Kresh, informaba al robot doméstico para que despertara al sheriff Alvar Kresh y sugería que éste se reuniera con él en el escenario del crimen.
Esta noche, el ritual sería llevado hasta el final. Este ataque, sin duda, requería que el sheriff en persona se hiciera cargo de la investigación. La víctima, después de todo, era Fredda Leving. Había que llamar a Kresh.
Por eso algún otro robot subordinado despertaría a Kresh, lo vestiría y lo enviaría hacia aquí. Era una lástima, porque Kresh parecía sentir que Donald era el único que podía hacerlo de forma adecuada. Y cuando Alvar Kresh despertaba de mal humor, a menudo conducía su propio coche aéreo para reducir su tensión. A Donald no le gustaba en absoluto la idea de que su amo pilotara solo. Pero la idea de Alvar Kresh de mal humor, medio dormido, volando de noche, era especialmente desagradable.
Sin embargo, no había nada que Donald pudiera hacer al respecto, y en cambio había muchas cosas que hacer aquí. Donald era un robot pequeño, casi redondo, pintado con el tono celeste metálico de la policía y cuidadosamente diseñado para ser una presencia sin relevancia, el tipo de robot que no podría perturbar, inquietar ni intimidar a nadie. La gente respondía mejor a las preguntas de un robot policía si no era importuno. La cabeza y el cuerpo de Donald eran redondos, los lados y planos de su forma fluían en curvas suaves. Sus brazos y piernas eran cortos, y no se había hecho ningún esfuerzo para colocar otra cosa más que un leve boceto de rostro humano en la parte delantera de su cabeza. Tenía dos brillantes ojos azules, y una parrilla por boca, pero por lo demás su cabeza carecía de rasgos y era absolutamente inexpresiva.
Lo cual quizás era oportuno, pues si su cara hubiera tenido suficiente movilidad para hacerlo, ahora se habría visto forzado a adoptar una expresión adecuada a su reacción. Donald era un robot policía, relativamente acostumbrado a la idea de causar daño a un ser humano, pero incluso él tenía problemas para tratar con este ataque. Hacía tiempo que no veía uno de estas características. Y nunca antes se había visto en situación de conocer a la víctima. Después de todo, fue la propia Fredda Leving quien construyó a Donald y le puso su nombre. Donald sentía que la relación personal con la víctima agravaba sus tensiones con la Primera Ley.
Fredda Leving yacía desplomada en el suelo, con la cabeza en el charco de su propia sangre. Dos rastros de huellas sangrientas se alejaban de la escena en direcciones diferentes, hasta salir por dos de las cuatro puertas de la sala. No había pisadas de entrada.
—¿Señor? ¿Señor? ¿Señor? —la voz robótica era rechinante y mecánica, emitida en voz alta en vez de por hiperondas. Donald se volvió y miró al hablante. Era el robot de mantenimiento quien lo había llamado.
—¿Sí, qué pasa?.
—¿Se… pondrá… se pondrá bien… bien?.
Donald miró al pequeño robot pardo. Era una unidad DAA-BOR, de no más de metro y medio de altura. El temblequeo en su voz le dijo lo que ya sabía. Antes de que pasara mucho tiempo, aquel pequeño robot no serviría más que para chatarra, víctima de la disonancia de la Primera Ley.
La teoría decía que un robot en el escenario de un crimen debiera poder proporcionar primeros auxilios, con el centro médico listo para transmitir cualquier conocimiento especializado que pudiera ser de utilidad. Pero una seria herida en la cabeza, que podía implicar lesiones cerebrales, hacía esto imposible. Incluso dejando a un lado el tema de tener a mano equipo quirúrgico, este robot de mantenimiento no tenía la capacidad cerebral, las habilidades motoras ni la agudeza visual necesarias para diagnosticar una herida semejante. El robot de mantenimiento debió verse cogido en una clásica trampa de la Primera Ley, consciente de que Fredda Leving estaba malherida, pero sabiendo también que cualquier intento inexperto de ayudarla podía lastimarla más. Atrapado entre la orden de no causar daño y la de no causar ningún daño por inacción, el cerebro positrónico del DAA-BOR tenía que haber resultado seriamente dañado mientras oscilaba entre las demandas de acción e inacción.
—Creo que los robots médicos tienen la situación dominada, Daabor 5132 —replicó Donald. Tal vez algunas palabras de ánimo de una figura autoritaria como un robot policía le hicieran bien, y ayudaran a estabilizar la disonancia cognitiva que perturbaba claramente a este robot—. Estoy seguro de que tu rápida llamada contribuyó a salvarle la vida. Si no hubieras actuado como lo hiciste, el equipo médico no habría llegado a tiempo.
—Gra… gra… gracias, señor. Es bueno saberlo.
—Sin embargo, hay una cosa que me intriga. Dime, amigo: ¿dónde están los demás robots? ¿Por qué eres el único que hay aquí? ¿Dónde están los robots de servicio, y el robot personal de la señora Leving?
—Se les ordenó… ordenó que se fueran —respondió el pequeño robot, todavía pugnando por controlar su habla—. Les ordenaron que despejaran la zona a primeras horas de esta tarde. Están en el ala opuesta del laboratorio. Y la señora Leving no tiene robot personal.
Donald miró asombrado al otro robot. Ambas declaraciones eran notables. Que una destacada científica no tuviera un robot personal era increíble. Ningún espacial se aventuraría a salir de su casa sin la asistencia de uno de tales robots. Un ciudadano de Infierno preferiría salir desnudo que sin la compañía de un robot, e Infierno tenía una fuerte tradición de pudor, incluso entre los mundos espaciales.
Pero eso no era nada comparado con la idea de que se ordenara que se marcharan los robots de servicio. ¿Cómo podía ser posible? ¿Y quién les ordenó que se fueran? ¿El asaltante? Parecía una conclusión obvia. Durante una milésima de segundo, Donald vaciló. Era peligroso hacer tales preguntas a este robot, dado el frágil estado de su mente y su disminuida capacidad. Los conflictos adicionales entre la Primera y la Segunda Ley podrían causar fácilmente un daño irreparable. Pero no, era necesario hacer las preguntas ahora. Era posible que Daabor 5132 sufriera un colapso cognitivo completo de un momento a otro, y ésta podría ser la única oportunidad para preguntarle. Habría sido mucho mejor que un humano, el sheriff Kresh, llevara a cabo el interrogatorio, pero el robot se desmoronaría en cualquier momento; Donald decidió correr el riesgo.
—¿Quién dio esa orden, amigo? ¿Y cómo es que tú la desobedeciste??
—¡No desobedecí! No estaba presente cuando la orden se dio. Me enviaron… me enviaron un recado. Volví después.
—¿Entonces cómo sabes que se dio la orden?
—¡Porque se ha dado antes! ¡Otras veces!
—¿Quién la dio? ¿Qué otras veces? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué dio la orden esa persona? —Donald se sintió aún más perplejo.
La cabeza de Daabor se ladeó bruscamente.
—No puedo decirlo. Me ordenaron que no lo dijera. Me ordenaron, nos ordenaron que no dijéramos que nos hicieron marchar tampoco, pero marcharnos causó daño a un humano daño daño daño…
Y con un leve sonido ahogado, Daabor 5132 se quedó inmóvil. Sus ojos verdes emitieron un breve destello y luego se apagaron.
Donald contempló tristemente lo que unos breves momentos antes era un ser racional. No había ninguna duda de que había actuado bien. De todos modos, Daabor 5132 se habría derrumbado en cuestión de minutos.
Al menos existía la esperanza de que un robotista humano experimentado pudiera conseguir más información de los otros robots de servicio.
Donald dejó al estropeado robot de mantenimiento y devolvió su atención a la víctima humana del suelo, rodeada de robots médicos.
Era aquella visión lo que había destruido al robot Daabor, pero Donald sabía que él estaba hecho, literalmente, de un material más duro. La propia Fredda Leving había ajustado su potencial a la Primera, Segunda y Tercera Leyes con el propósito expreso de hacerlo capaz de ejecutar su trabajo policial.
Donald 111 contempló la escena que se desarrollaba ante él, sintiendo el tipo de tensión con la Primera Ley familiar a un robot sheriff: había allí un ser humano dolorido, en peligro, y sin embargo no podía actuar. Los robots médicos estaban para eso, y podrían ayudar a Fredda Leving con mucha más eficacia que él. Donald lo sabía, y se contenía, pero la Primera Ley era bastante clara y enfática: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. No había escapatoria, no había excepciones.
Pero ayudar a esta humana sería interferir el trabajo de los robots médicos causando, al menos potencialmente, daño a Fredda Leving. Por tanto, no hacer nada era ayudarla. Pero Donald tenía prohibido no hacer nada, y sin embargo ayudarla sería interferir… Combatió los temblores de su mente y su cerebro positrónico afrontó la misma disonancia que había destruido a Daabor 5132. Donald sabía que sus ajustes de robot policía se encargarían de que sobreviviera al episodio, como había sucedido tantas veces en el pasado, pero eso no lo hacía menos desagradable.
Los humanos eran distintos. Últimamente, la visión de sangre y violencia apenas molestaba a Alvar Kresh. Los seres humanos podían acostumbrarse a esas cosas. Podían adaptarse. Donald sabía intelectualmente que así era, lo había observado, pero no podía comprender cómo era posible. Ver a un humano en apuros, en peligro, ver a un humano víctima de la violencia, incluso muerto, y no reaccionar: eso quedaba más allá de su comprensión.
Pero humanos o robots, los policías veían muchas cosas, sobre todo en Infierno, y la experiencia lo hacía más fácil en cierto modo. Las pautas de su cerebro positrónico estaban habituadas al conocimiento de cómo tratar con esta situación, por perturbadora que fuese. Quédate atrás. Observa. Reúne datos. Deja que los médicos hagan su trabajo.
Y luego espera al humano, espera a Alvar Kresh, espera al sheriff de la ciudad de Hades.
Los robots médicos trabajaban sobre la forma inerte, corrían a estabilizarla, a suministrarle sangre, remendando las heridas de su hombro y su rostro, aplicándole vendajes y suministrándole drogas; y luego la trasladaron a una camilla flotante, la cubrieron con las sábanas, introdujeron en su boca un tubo respirador, la apartaron de la vista con sus cuidados y servicios. «Y así es como debe ser —pensó Donald—. Los robots son el escudo entre los humanos y los peligros del mundo.»
Aunque el escudo había fallado claramente esta vez. Era un milagro que Fredda Leving estuviera viva. Según todas las apariencias, el ataque había sido notablemente violento. ¿Pero quién lo había perpetrado, y por qué?
Los robots observadores deambulaban alrededor, grabando las imágenes de la escena desde todos los ángulos. Tal vez sus datos servirían de ayuda. Mejor dejarlos absorber todos los detalles. Donald dirigió su atención a los dos conjuntos de pisadas sanguinolentas que surgían de las proximidades del cuerpo. Ya las había seguido. Ambas se perdían después de un centenar de metros, y Donald dejó en suspenso el tema. Los robots técnicos de la policía ya estaban usando rastreadores moleculares para seguir las huellas, aunque no llegarían a ninguna parte. Nunca lo hacían.
Pero no se podía negar el hecho clave, la pieza vital de la evidencia. Y no podía negarse la horrible, impensable conclusión que sugerían.
Ambos conjuntos de pisadas eran robóticos. Ambos. Donald, diseñado, programado, entrenado en el trabajo policial, no podía evitar llegar a la obvia y aterradora conclusión.
Pero no podía ser. No podía ser.
Donald deseó con todas sus fuerzas que llegara Alvar Kresh. Que un humano se hiciera cargo, que alguien que pudiera acostumbrarse a esas cosas tratara con la imposible idea de que un robot había atacado por la espalda a Fredda Leving.
El cielo nocturno pasaba velozmente ante el sheriff Alvar Kresh y las luces aceleradas de los edificios del extrarradio de Hades brillaban debajo. Contempló el cielo oscuro y vio las brillantes estrellas. Una noche hermosa, una noche perfecta para volar sobre la ciudad, algo que sólo tenía oportunidad de hacer en asuntos oficiales, y tenía que estar de un humor de perros.
No le importaba que lo despertaran a medianoche, no le importaba que otro robot que no fuera Donald lo ayudara a vestirse.
Intentó alegrarse, consolarse. Contempló la noche. Hacía tiempo que Hades no gozaba de un clima tan bueno. No había tormentas de arena, ni bruma producida por el polvo. Incluso un fresco olor de agua de mar soplaba desde la Gran Bahía.
Al menos podía consumir su adrenalina y su furia pilotando su coche aéreo, en vez de dejar esa tarea a un robot. Se enorgullecía de eso. Pocos humanos sabían siquiera pilotar un aeroauto. La mayoría de la gente opinaba que aquella tarea era indigna. Dejaban que los robots se encargaran de ella. Sin duda, pensaban que era muy raro que a Alvar le gustara pilotar su propio coche. Pero eran pocos los que se hubiesen atrevido a decírselo a la cara.
Alvar Kresh bostezó, parpadeó y pulsó la tecla del café en el dispensador de bebidas del aeroauto. Estaba alerta, despejado, pero seguía sintiendo una nube de cansancio sobre él, y agradeció el primer sorbo de café. El coche aéreo siguió atravesando la noche mientras conducía con una sola mano y se lo bebía. Sonrió. «Tengo suerte de que Donald no esté aquí», pensó. Eran las proezas como pilotar con una sola mano lo que le impedía conducir el coche cuando Donald, o cualquier otro robot, se hallaba a bordo. Un movimiento en falso y el robot saltaría de inmediato al asiento del copiloto y se haría cargo de los controles del aparato.
Ah, bien. Tal vez los colonos despreciaban a los robots, pero ningún espacial podría funcionar treinta segundos sin ellos. A pesar de eso, las malditas criaturas podían ser increíblemente irritantes.
Alvar Kresh se obligó a calmarse. Le habían despertado de un profundo sueño en mitad de la noche, y sabía por amarga experiencia que el sueño interrumpido lo volvía más quisquilloso que de costumbre. Hacía tiempo que había aprendido que necesitaba hacer algo para sacudirse aquella sensación cuando estaba demasiado agotado, o de lo contrario era probable que fuera capaz de arrancarle la cabeza a alguien.
Alvar respiró el aire frío. Un vuelo nocturno sobre el desierto con la capota abierta y el viento aullando a través de su densa maraña de pelo blanco lo ayudaban a aliviar su temperamento, su tensión.
Pero los crímenes violentos seguían siendo lo suficientemente raros en Hades como para que él se encargara de ellos personalmente, y para ponerse furioso y continuar así. Necesitaba esa furia. Este ataque salvaje y cobarde sobre un científico destacado era intolerable. Tal vez no estuviera de acuerdo con la política de Fredda Leving, pero sabía bien que casi ninguno de los mundos espaciales en general, ni Infierno en particular, podía permitirse la pérdida de ningún individuo con talento.
Alvar Kresh contempló la ciudad pasar bajo él, y empezó a reducir la velocidad del aeroauto. Allí. El sistema de navegación del aparato informó de que estaba directamente sobre los Laboratorios de Robótica Leving. Alvar se asomó por el borde del coche, pero era difícil ver ese edificio exacto de noche.
Detuvo el aparato, ajustó su posición sobre el paisaje y lo hizo descender a tierra.
Un robot auxiliar corrió hacia el coche y le abrió la puerta. Alvar Kresh se incorporó y salió del vehículo.
Había mucha actividad a su alrededor. Una ambulancia aérea, roja y blanca, estaba posada junto al coche de Kresh, con sus motores de ascenso en marcha y sus luces giratorias conectadas, preparada para despegar en el momento en que el paciente subiera a bordo. Un grupo de robots médicos atravesó la puerta principal del laboratorio, dos de ellos con una camilla, y los otros sujetando tubos de alimentación y equipo monitor conectado a la paciente. La propia Leving apenas era visible bajo tantos aparatos. Un doctor humano esperaba junto a la escotilla de la ambulancia, viendo a los robots hacer el trabajo. Alvar permaneció inmóvil y dejó pasar a los robots mientras se llevaban a la víctima del escenario del crimen.
Vio, con furia creciente, cómo los médicos la subían a la ambulancia y cómo el indolente doctor humano entraba tras sus ocupados ayudantes. «¿Cómo puede nadie usar tanta violencia contra otro ser humano?», se preguntó.
Pero la furia no lo ayudaría a capturar al asaltante de Fredda Leving. «Tranquilízate —se dijo—. Controla tu furia, enfócala. Alvar Kresh alzó la mano, llamando a un robot médico que regresaba a la ambulancia con un maletín de primeros auxilios.
—¿Cuál es el estado de la paciente? —preguntó. El brillante robot médico blanco y rojo observó a Kresh con sus resplandecientes ojos anaranjados.
—Recibió una grave herida en la cabeza, pero no hay ningún trauma irreparable.
—¿Corrió peligro su vida?
—Si nos hubiéramos retrasado, las heridas de la señora Leving podrían haber sido fatales —dijo el robot, algo relamido—. Sin embargo, se recuperará por completo, aunque existe la clara posibilidad de que padezca amnesia traumática. La colocaremos en una unidad de regeneración en cuanto lleguemos al hospital.
—Muy bien —dijo Kresh—. Puedes irte.
Se volvió y vio cómo el último miembro del equipo médico subía a la ambulancia y ésta despegaba en la noche. Estaría bien que ella se recuperara, pero sería una lástima que sufriera amnesia. Las personas con lagunas en la memoria eran malos testigos. Pero las palabras del robot médico cambiaban la naturaleza del caso: «Las heridas podrían haber sido fatales. «Eso cambiaba un simple asalto con un arma mortal y lo convertía en intento de asesinato. Por fin, Kresh se volvió para entrar en el edificio, para ver qué habían encontrado Donald y su equipo forense.
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2
—Muy bien, Donald —dijo Kresh mientras entraba—, ¿qué es lo que tienes?
—Buenas noches, sheriff Kresh —replicó Donald, hablando con suave y educada cortesía—. Me temo que no disponemos de mucho. El escenario del crimen no nos dice gran cosa, aunque por supuesto tal vez encuentre usted algo que hayamos pasado por alto. No he podido elaborar una interpretación satisfactoria de la evidencia. ¿Tuvo oportunidad de examinar mi informe referido a las declaraciones del robot de mantenimiento?
—Sí. Muy extraño. Has hecho bien en sacarle los datos, pero no quiero correr ningún riesgo con el resto de los robots de personal. Ni siquiera quiero acercarme a ellos yo mismo. Quiero que los robotistas del Departamento los entrevisten a todos…, con cuidado.
Normalmente, los robotistas de la policía trataban con robots que habían sido engañados de un modo u otro por embaucadores capaces de mentirles y convencerlos para que obedecieran ordenes ilegales bajo alguna mala interpretación cuidadosamente planeada. Un hombre podía ganarse bastante bien la vida convenciendo a los robots caseros para que revelaran los códigos de las cuentas bancarias de sus amos. A los robotistas les vendría bien tratar con algo un poco fuera de lo común.
—Pero podemos preocuparnos de eso mañana. ¿Está despejado el lugar?
—Sí, señor. Los robots observadores han completado su registro básico de la zona. Creo que puede usted examinar la habitación sin peligro de destruir pruebas, mientras tenga un poco de cuidado.
Alvar miró fijamente a Donald. Después de tratar con robots durante toda una vida, seguía contemplando a esas máquinas como si pudiera leer una emoción o un pensamiento en sus expresiones o posturas. En algunos robots, en los pocos que reproducían a la perfección la apariencia humana, eso al menos era posible. Pero había muy pocos de ese precioso tipo en Infierno, y con cualquier otra clase de robot el esfuerzo era inútil.
Incluso así, tal costumbre le dio un instante para considerar el significado indirecto de las palabras del robot: «Ninguna interpretación satisfactoria de la evidencia.» ¿Qué demonios significaba eso? Donald intentaba decirle algo, algo que el robot no podía decir directamente, por temor a ser demasiado perspicaz. Pero Donald nunca era críptico sin un motivo. Cuando se comportaba así, era por alguna razón. Alvar Kresh se sintió tentado a ordenarle que explicara exactamente lo que sugería, pero contuvo su impaciencia.
Tal vez lo mejor sería intentar descubrir el asunto que molestaba a Donald y evaluarlo independientemente sin prejuicios. Había, naturalmente, pocas cosas que un robot pasara por alto y un humano pudiera detectar. Gran parte de lo que Donald había dicho carecía de sentido, salvo para halagar su ego. Pero las palabras que utilizó eran interesantes: «El escenario del crimen no nos dice mucho que podamos usar.» Como si hubiera algo allí, pero algo sin sentido, engañoso, capaz de distraer. «Y yo que quería evitar los prejuicios», pensó Kresh sardónicamente. Ése era el problema con los robots asistentes tan buenos como Donald: se tendía a confiar demasiado en ellos, a dejar que influyeran en tus pensamientos, se les permitía hacer demasiado trabajo de fondo. «Demonios, probablemente Donald podría hacer este trabajo mucho mejor que yo», pensó Alvar.
Sacudió la cabeza, airado. No. Los robots son servidores de los humanos, incapaces de acción independiente. Alvar atravesó la puerta, entró en la habitación, y empezó a mirar a su alrededor.
Sintió que lo asaltaba un retortijón a la vez extraño y familiar cuando se puso manos a la obra. Siempre había algo extrañamente excitante en aquel momento, cuando se abría el caso y comenzaba la cacería. Se trataba de una extraña cacería, pues empezaba sin que Alvar supiera a quién habría de perseguir.
Y había algo aún más raro, siempre, en encontrarse de pie en medio de la habitación privada de alguien mientras esa persona se hallaba ausente. Había estado en dormitorios y salones y naves espaciales de gente muerta y desaparecida, había leído sus diarios, seguido sus movimientos financieros, tropezado con las pruebas de sus vicios secretos y sus placeres privados, sus grandes crímenes y sus pequeños y patéticos secretos. Había llegado a conocer sus vidas y muertes a partir de las pistas que dejaban, y había llegado a saber las partes más íntimas de sus vidas gracias al poder de su cargo. Aquí y ahora, también comenzaba.
Algunos lugares de trabajo eran estériles y no revelaban nada sobre sus habitantes. Pero este lugar no era uno de ellos. Esta habitación era un retrato de la persona que trabajaba en ella, si Alvar sabía como interpretarlo.
Empezó a examinar el laboratorio. Superficialmente, al menos, era bastante corriente. Una sala de unos veinte metros por diez. De todos modos, Infierno no era un mundo demasiado abarrotado. La gente tendía a separarse. Según los niveles de Infierno, era el espacio medio para una persona.
Había cuatro puertas en total, en las esquinas de la habitación, situadas en las paredes más largas: dos daban al muro exterior, y las otras dos a la pared opuesta, al pasillo del edificio. Alvar advirtió que la habitación carecía de ventanas, y las puertas eran pesadas; parecían herméticas a la luz. Cerrándolas y apagando la iluminación del techo, la habitación quedaría oscura como boca de lobo. Al parecer trabajaban allí con materiales fotosensibles. O tal vez probaban los ojos de los robots. ¿Sería importante el hecho de tener una sala aprueba de luz, o carecería de significado? No había forma de saberlo.
* * *
Alvar y Donald se detuvieron junto a una de las puertas interiores, pues Alvar pensaba que daba a la parte trasera de la habitación. «¿Pero por qué está la parte trasera en este extremo?», se preguntó. Por nada específico. Pero aquel extremo de la sala parecía más en desuso. Todo estaba almacenado. El otro extremo, era evidente, recibía un uso más frecuente.
Mostradores de trabajo cubrían casi toda la extensión de la sala, entre las parejas de puertas. Había terminales de ordenadores sobre ellos. Las paredes contenían salidas de diversos tipos de suministros de energía, y dos o tres enganches que Kresh no pudo identificar. Cintas de datos con alguna finalidad especial, tal vez.
Cada centímetro cuadrado de las mesas parecía tener algo encima. Un torso de robot, una cabeza de robot desmontada, un puñado de cajas cuidadosamente selladas, cada una marcada: «Manejar con cuidado.» «Cerebro gravitrónico.» Alvar frunció el ceño y miró de nuevo las etiquetas. ¿Qué demonios eran los cerebros gravitrónicos? Durante miles de años, todos los robots habían sido construidos con cerebros positrónicos. Era el cerebro positrónico el que hacía posible la existencia de los robots. ¿Cerebros gravitrónicos? Alvar no sabía nada acerca de ellos, pero el nombre mismo era inquietante. No aprobaba los cambios innecesarios.
Archivó el enigma para futuras ocasiones y continuó investigando. Todos los mostradores laterales de la sala estaban llenos de todo tipo de misteriosas herramientas, máquinas y componentes de robot. Sin embargo, no había sensación de caos o desorden en la habitación: todo estaba limpio y ordenado. Ni siquiera había rastro de confusión. Simplemente, aquella sala era usada de forma habitual por alguien que parecía tener varios proyectos en marcha a la vez.
En el centro de la habitación había dos grandes mesas de trabajo. Un robot a medio construir y una sorprendente colección de piezas y herramientas estaban extendidas sobre una mesa, mientras que la otra estaba vacía en gran parte, con sólo unos cuantos objetos desperdigados en sus bordes.
Por toda la sala había estanterías con textos técnicos. Entre las dos mesas se hallaba un gran aparato de tubos y articulaciones giratorias. Medía fácilmente tres metros de altura, y su base ocupaba tal vez cuatro metros por cinco. Estaba colocado sobre patines, así que podía ser apartado del camino cuando no se utilizaba.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Alvar, dirigiéndose hacia el centro de la habitación.
—Un bastidor de robots de servicio —respondió Donald, siguiéndolo—. Está diseñado para afianzarse en los puntos de anclaje de un robot y suspenderlo a cualquier altura y en cualquier actitud, con el fin de tener fácil acceso a la parte necesaria. Se usa para reparaciones o pruebas. Me pareció que era algo grande y engorroso para tenerlo en mitad de la habitación. Desde luego, interferiría el movimiento entre dos mesas de trabajo, por ejemplo.
—Eso es lo que estaba yo pensando. Mira esa zona vacía junto a la pared trasera. Lo colocaban allí cuando no lo utilizaban. ¿Entonces por qué está en medio de la habitación? ¿De qué sirve un soporte de robots vacío?
—La deducción clara es que aquí hubo un robot hace poco —dijo Donald.
—Sí, estoy de acuerdo. Y advierte el espacio vacío en el centro de esa mesa de trabajo. Tiene el tamaño adecuado para un robot. A menos que movieran al mismo robot de la mesa al bastidor, o viceversa. ¿Sería ése el motivo del ataque? ¿El robo de uno o dos robots experimentales? Tendremos que comprobarlo.
—Señor, si pudiera dirigir su atención al suelo delante del bastidor de servicio, la posición de Fredda Leving ha sido marcada.
—Todavía no, Donald. Ya llegaré. Ya llegaré. —Alvar ignoraba a propósito el charco de sangre y el trazado del cuerpo en el centro de la habitación. Era demasiado fácil distraerse con las pistas grandes y obvias del escenario de un crimen. ¿Qué podría decirle el contorno de un cuerpo? ¿Que una mujer había sido atacada aquí, que había sangrado? Ya lo sabía. Era mejor trabajar primero con el resto de la habitación.
Pero le molestaba una cosa. Esta habitación no encajaba con lo que sabía de Fredda Leving. La conocía levemente, pues le había encargado la construcción de Donald, pero este lugar no iba con ella. Tenía, de algún modo, la sensación de dominio masculino. Detalles diminutos que había visto pero no advertido quedaron de repente registrados en la conciencia de Alvar. El tamaño y el corte de una bata que colgaba junto a la puerta, el tamaño de los zapatos antipolvo situados en el suelo junto a la bata, ciertas herramientas almacenadas en ganchos de pared que estarían fuera del alcance de una mujer de estatura media.
Y había, indefinible, algo en el orden de esta habitación que hablaba de un hombre tímido, compulsivamente ordenado, algo que no encajaba con una mujer decidida como Fredda Leving. De responder a su imagen pública, el laboratorio sería un desorden, aun después de que los robots se encargaran de la limpieza, pues ella evitaría rotundamente dejar que se acercaran a la mayoría de las cosas. La famosa Fredda Leving, heroína de la investigación robótica, la joya de la corona de la ciencia de Infierno, no era una fastidiosa maniática, pero el ocupante de esta habitación lo era claramente.
Alvar Kresh regresó al pasillo y comprobó la placa de la puerta. Gubber Anshaw, jefe de Diseño y Pruebas, rezaba. Bueno, eso resolvía un misterio menor y lo sustituía por otro. No era el laboratorio de Leving, sino de Anshaw, fuera quien fuese. ¿Pero qué estaba haciendo Fredda Leving en el laboratorio de Anshaw, presumiblemente sola con su atacante, en mitad de la noche?
Kresh volvió a entrar en el laboratorio y recorrió el resto de la habitación, cuidando de no tocar nada, decidido a resistir el mayor tiempo posible la tentación de ir y mirar el punto donde cayera el cuerpo. La habitación era un perfecto bosque de pistas potenciales, repleta de artilugios y tecnología que hubiera podido tener importancia en el caso, si Alvar hubiera sabido algo de robótica experimental. ¿Faltaba algo, un objeto tan grande como un robot experimental, o tan diminuto como un microcircuito avanzado, cuyo robo pudiera proporcionar un motivo para el ataque?
¿Pero cuál era la naturaleza del ataque? No lo sabía.
Por fin, reluctante, después de recorrer el resto de la escena del crimen y conseguir muy poco, Alvar se dirigió hacia el centro de la habitación, el centro del caso, el centro del ataque.
Allí estaba, en el suelo, entre las dos mesas de trabajo, a un metro aproximadamente de la gran grúa de soporte de robots. Un charco de sangre, una forma irregular de un metro de diámetro. El contorno del cuerpo quedaba indicado a la perfección, incluso los dedos, extendidos de la mano izquierda, por una brillante línea amarilla. Los dedos, extendidos hacia la puerta, parecían buscar una ayuda que no vino.
Una parte errante de la mente de Kresh se preguntó cómo conseguían aquel contorno perfecto. Los robots de la Oficina del sheriff sabían cómo, mas no él.
Pero no. Era tentador distraerse con los temas colaterales, pero no podía permitirse el lujo. Se arrodilló y miró lo que había venido a ver. Se había obligado a no advertir el olor a sangre seca hasta ese momento, pero ahora tenía que prestar atención, y el denso olor acre pareció invadir sus pulmones. Una oleada de náusea lo barrió. Ignoró el hedor y continuó con su sombría tarea.
El charco de sangre había sido pisoteado y esparcido por los robots médicos, cuyas huellas habían oscurecido la historia que tenía que contar el suelo. Pero no importaba. Donald tendría imágenes del suelo grabadas directamente de los ojos de los robots médicos, sobre lo que vieron en el momento de entrar. Los ordenadores podrían borrar todo rastro de los robots médicos a partir de las imágenes que los robots observadores / forenses de la policía hubieran hecho, para reconstruir la escena tal como estaba antes. Algunos de sus oficiales sólo trabajaban a partir de las reconstrucciones, pero Kresh prefería hacerlo en el lío confuso, sucio y turbio del escenario real del crimen.
La sangre se había coagulado y secado ya. Kresh sacó un lápiz de su bolsillo y tocó la superficie. Casi completamente solidificada. Siempre le sorprendía lo rápido que eso sucedía. Alzó la cabeza y advirtió la huella de un pie de robot médico, y luego algo que ya había visto antes pero relegado hasta haber comprobado toda la habitación. Otros dos conjuntos de pisadas, claramente de pies robóticos, pero completamente diferentes a las de los robots médicos. Unas pisadas se dirigían hacia el pasillo, las otras se perdían tras la puerta que conducía al exterior del edificio.
Y los dos conjuntos de pisadas podían ser diferentes a las de los robots médicos, pero eran completamente idénticas entre sí.
Dos conjuntos de misteriosas pisadas, exactamente iguales.
—Esto es lo que te preocupaba, ¿verdad, Donald? — preguntó Alvar mientras se incorporaba.
—¿Qué, señor?
—Las pisadas de robot. Las que dejan claro que un robot, o dos de ellos, pisaron el charco de sangre y dejaron a Fredda Leving, posiblemente para que muriera.
—Sí, señor, eso me preocupaba. El fallo es obvio, pero es lo que la evidencia sugiere.
—Entonces la evidencia está equivocada. La Primera Ley hace imposible que ningún robot se comporte de esa forma —dijo Alvar.
—Y por tanto —declaró una nueva voz súbitamente desde la puerta—, por tanto, alguien debe haber preparado el ataque para hacer que parezca que un robot, dos robots, lo cometieron. Brillante, sheriff Kresh. He tardado treinta segundos en calcularlo. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
Alvar se volvió y apretó los dientes para no soltar una sarta de maldiciones. Era Tonya Welton. Una mujer alta, de piel oscura y miembros largos y graciosos. Se encontraba en la puerta, con un alto robot amarillo oscuro detrás de ella. Alvar Kresh nunca habría advertido al robot a no ser porque Welton era una colonizadora. Siempre sentía un placer morboso en ver a robots relacionados con la gente que los odiaba tan apasionadamente, pero en este momento al menos, Welton no parecía molesta en lo más mínimo. Su expresión era de divertida condescendencia.
Iba vestida con un inquietante traje de una pieza, ajustado y con extravagantes dibujos azules. La población espacial de Infierno prefería ropas mucho más modestas y colores menos llamativos. En Infierno, eran los robots quienes usaban los colores brillantes, no las personas. Pero nadie había dicho eso a la jefe de los colonos de Infierno, o lo había ignorado por completo cuando se lo dijeron. Welton, probablemente, actuaba al contrario de forma deliberada.
¿Pero qué demonios estaba haciendo Tonya Welton aquí, ahora?
—Buenas noches, lady Tonya —dijo Donald en su tono más cortés y amable. Era muy raro que un robot hablara a menos que se le dirigiera la palabra primero, pero Donald era lo suficientemente listo como para saber que esta situación requería habilidad—. Qué agradable sorpresa tenerla aquí.
—Lo dudo —dijo Tonya Welton con una sonrisa que Alvar consideró al menos como un intento de cortesía—. Perdóneme por mi brusca entrada, sheriff Kresh. Me temo que la noticia de lo sucedido a Fredda Leving me perturbó. Tiendo a ser un poco brusca cuando estoy perturbada.
«Y en el resto de las ocasiones», pensó Kresh.
—Muy bien, señora Welton —replicó en un tono de voz que indicaba exactamente lo contrario—. No sé qué asunto la trae aquí, pero se ha producido un ataque contra uno de los científicos más prominentes de Infierno esta noche, y no puedo permitir que nadie interfiera. Ésta es una investigación oficial que no tiene nada que ver con los colonos, y me temo que debo pedirle que se marche.
—Oh, no, no puedo. Verá, por eso estoy aquí. El propio gobernador Grieg me llamó hace una hora y me pidió que viniera y me uniera a su investigación.
Alvar Kresh miró a la mujer colonizadora con la boca abierta de asombro. ¿Qué demonios sucedía allí?
—¿Hemos terminado, Donald? —preguntó—. ¿Algo más que deba ver inmediatamente?
—No, señor, creo que no.
—Muy bien, Donald. Sella esta habitación considerándola escenario del crimen. Que nadie entre ni salga. Creo que ahora será mejor que la señora Welton y yo tengamos una pequeña charla, y éste no es el lugar apropiado. Reúnete con nosotros cuando hayas terminado los arreglos.
—Muy bien, señor.
—Vamos a mi coche, señora Welton. Podemos hablar allí.
—Sí, sheriff —dijo Tonya Welton, envarada—. Hay unas cuantas cosas que tenemos que dejar claras. Vamos, Ariel.
Alvar Kresh y Tonya Welton se sentaron en el aeroauto del sheriff, uno frente al otro, ambos alerta. El robot femenino de Welton, Ariel, se situó detrás de su ama, perdido en el fondo por lo que concernía a Kresh. Los robots no contaban.
—Muy bien — dijo—. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué la llamó el gobernador? ¿Qué posible conexión tiene este caso con los colonos?
Tonya Welton cruzó sus manos y miró a Kresh.
—En un par de días recibirá la respuesta a eso. Pero por ahora me temo que es asunto clasificado.
—Ya veo — dijo Kresh, aunque claramente no era así—. Me temo que no es gran cosa como explicación.
—No, y lo lamento, pero tengo las manos atadas. Sin embargo, hay una cosa que sí puedo decirle para explicar en parte mi presencia aquí. Tengo autoridad para hacerlo, bajo el acuerdo que permite una presencia colonizadora en este mundo. Tengo derecho a proteger la seguridad de mis empleados.
—¿Cómo dice?
—Oh, sí, ¿no lo sabía? —preguntó Tonya Welton—. Fredda Leving está trabajando para mí.
Hubo medio minuto de mortal silencio. Fredda Leving era famosa, una de las mejores robotistas del planeta. La mayoría de los infernales no la consideraban una persona, sino un haber planetario. Que ella y sus laboratorios quedaran reducidos a simples empleados de los colonos… era como si Welton hubiese anunciado que los colonos habían comprado la Torre Gubernamental, o los títulos de la Gran Bahía. Por fin, Alvar volvió a encontrar su voz.
—Si pudiera hacer una sugerencia, señora Welton, creo que sería bueno mantener este hecho en secreto — gruñó.
Welton pareció sorprendida.
—¿Por qué? No lo hemos hecho público, pero tampoco hemos intentado mantenerlo en secreto.
—Entonces le sugiero que empiecen.
—Me temo que no comprendo.
—Entonces dejemos una cosa clara, señora Welton. El ciudadano medio de Infierno no considerará este ataque un mero asalto, o un intento de asesinato. Los ciudadanos considerarán una agresión a un científico destacado, sobre todo un robotista, como sabotaje. Muchos de ellos asumirán simplemente que su gente lo hizo, sin saber ni siquiera la relación de los colonos con Laboratorios Leving. Cuando se enteren de que los colonos están implicados, será todavía peor.
—¡Nuestra implicación! —exclamó Tonya Welton—. ¡No tuvimos nada que ver con el ataque!
—Es posible —dijo Alvar. Welton estaba claramente perturbada, y la quería de esa forma, desequilibrada. ¿Qué estaba haciendo aquí, de todas formas? ¿Cómo había llegado tan rápido? Había algo terriblemente sospechoso en su premura y ansiedad. ¿En qué clase de trabajo robótico podrían estar interesados los colonos? Había más de un misterio en el aire aquella noche.
Donald entró en el aeroauto y se colocó contra la pared, junto a Ariel. Kresh lo miró, y asintió. Había algo reconfortante en tener allí a su leal servidor. Pero Donald no era el tema. Kresh miró a Welton, intentando calibrar su estado de ánimo. Si era buen juez en tales asuntos, había un rastro de inseguridad bajo toda su valiente charla.
—Niega usted su relación — dijo—, pero ha dicho que Fredda Leving trabaja para ustedes. Ésa es relación suficiente. Eso solo será considerado una amenaza por la mayor parte de la gente de este mundo.
—¿De qué diablos está hablando? —inquirió Welton.
—Los infernales considerarán su intromisión en las investigaciones robóticas como un ataque a las esperanzas de los espaciales de sobrevivir en un universo que parecía rendirse a los colonos. Si les llega la más mínima insinuación de cualquier conexión entre los colonos y el ataque, por leve que sea, los habitantes de este mundo asumirán que su gente estuvo detrás del ataque a Fredda Leving. No les importará si es o no verdad. Lo creerán.
»Asociarán este ataque con los colonos, los mismos malditos colonos que ven deambulando libremente por todo Infierno, metiendo la nariz en todo, tratando a la gente como si fueran poco más que salvajes. Será suficiente para que la situación se vuelva aún más tensa. Los habitantes de Infierno están convencidos de que los colonos nos tratan a todos como nativos curiosos a los que hay que hacer a un lado para seguir conquistando la galaxia.
Tonya se sonrojó un poco, y se cruzó de brazos.
—Política. Siempre se acaba en política y prejuicios. Mi querido sheriff, no somos los colonos los que estamos frenando a los espaciales. Lo hacen ustedes solos, sin ayuda. Han tenido incontables generaciones para colonizar nuevos mundos por su cuenta. Ahora podrían poseer miles de mundos. En cambio, no tienen más que cincuenta… cuarenta y nueve, después de ese asunto de Solaria.
»Nosotros no les impedimos que continuaran colonizando. Ustedes decidieron no hacerlo. Ni les impedimos ahora que inicien un nuevo esfuerzo colonizador. Pero en vez de actuar, ustedes deciden quedarse en casa y echarnos las culpas por seguir avanzando. ¿Es culpa nuestra que hayan decidido renunciar a colonizar nuevos mundos como signo de virtud?
—Señora Welton, debe excusarme —dijo Kresh—. Permití que mis emociones me dominaran. No pretendía acusarlos, pero tiene derecho a ser advertida de lo que pensará la gente de Infierno si su… relación se hace pública. Yo no comparto esos puntos de vista, aunque debo admitir que los comprendo. Pero en mi opinión profesional, si surge una relación colonizadora con Fredda Leving en conexión con este crimen, o en cualquier otra forma, habrá que pagar un verdadero infierno.
Tonya Welton lo miró, sin parpadear, silenciosa, el rostro ilegible. Por fin, habló.
—Entonces creo que puede esperar a pagar ese precio dentro de un par de días —dijo sobriamente.
—¿Qué pasará entonces? —preguntó, la voz sin inflexiones, la cara inexpresiva.
—Habrá un… anuncio —dijo ella, escogiendo con cuidado las palabras—. No puedo decir más, pero si van a producirse las dificultades de las que habla, será entonces.
—Perdóneme, señora Welton, pero ¿cree que es posible que el ataque de esta noche tenga alguna relación con ese anuncio? —preguntó Donald—. ¿Es tal vez un intento de impedirlo o retrasarlo?
Welton volvió bruscamente la cabeza hacia Donald, la expresión salvaje y descontrolada. Obviamente, no había advertido que había subido al auto.
—Sí —dijo, tal vez con demasiada ansiedad—. Sí, creo que es una posibilidad real. Si es cierto, entonces creo que corremos un peligro terrible.
—¿Qué demonios está…? —empezó a decir Kresh.
—No —dijo Welton, volviéndose hacia él—. No puedo decir más. Pero resuelva este caso rápidamente, sheriff. Si hay algo en esta vida, en este mundo, que tenga algún valor para usted, ¡resuélvalo! —Inspiró profundamente y pareció recuperarse un poco—. Ha sido un error venir esta noche —anunció. Se giró y observó la cabina del coche aéreo, como si la viera por primera vez—. Me pondré en contacto con usted mañana, sheriff. Y espero informes completos de sus progresos sobre una base firme. Vamos, Ariel.
Y sin decir más, bajó del coche seguida por su robot femenino. Alvar Kresh se las quedó mirando, preguntándose dónde encajaba exactamente Tonya Welton. Su comportamiento de esa noche era extraño, por decirlo con suavidad. Al margen del hecho de su aparición mágica casi antes de que Kresh llegara al lugar del crimen, había algo más. La forma en que se había aferrado a la posibilidad de un motivo político, casi hizo pensar a Kresh que quería desviar su atención hacia esa idea, apartándola de algo más. ¿Pero de qué demonios podía tratarse?
Lo único que sabía con certeza era que sucedía algo y que, fuera lo que fuese, ya estaba plenamente implicado en ello.
.
3
Calibán caminaba en la noche, ardiendo de curiosidad. Había recorrido una gran distancia desde su punto de partida y se encontraba en una tranquila zona residencial cuyas aceras estaban completamente desiertas a esa hora. Las casas eran grandes y se hallaban muy distantes unas de otras. Grandes prados de césped, algunos algo secos, descuidados y mustios, separaban las casas. En esta parte de la ciudad, parecía que había poco tráfico de suelo. A juzgar por la ausencia de una calzada suficientemente amplia para vehículos grandes, los viajes se hacían en coche aéreo, o a pie. Pero, para Calibán, un césped moribundo no era menos maravilloso que uno vivo. El mundo entero era nuevo para él; todo lo que veía era una maravilla fresca y vibrante. Vio los brillantes puntos de luz en el cielo y se preguntó qué eran. Advirtió unos pocos restos de basura contra una verja y se preguntó cómo había llegado allí una combinación tan extraña de elementos. Su banco de datos guardaba silencio sobre esos temas, y sobre muchos otros más, pero en conjunto era una guía espléndida que le decía incontables, cosas sobre la ciudad que recorría. Deambulaba por todas partes, mirándolo todo ansiosamente, maravillándose de todo. Y si las estrellas y la basura no tenían explicación, ése no era el caso con otras muchas cosas. Con frecuencia, podía mirar una cosa, preguntarse por ella y encontrar que el banco de datos podía identificarla y explicársela.
Se contentó durante algún tiempo con recorrer la ciudad, absorbiendo pasivamente lo que el banco de datos le decía de cuanto veía. Entonces Calibán tuvo una idea. Si el banco de datos podía decirle lo que tenía delante, ¿no podría también guiar sus pasos? Tal vez podría examinar el plano del banco de datos, seleccionar un destino interesante, y dirigirse hacia él.
Se detuvo y probó. El mundo exterior pareció desvanecerse ante su visión. De repente se encontró contemplando un plano esquemático de la zona donde se hallaba, realizado con colores primarios y símbolos cuidadosamente diseñados.
Intentó partir de ese punto y se sintió enormemente satisfecho al descubrir que el simple hecho de desearlo le permitía ver todo el plano de la ciudad, o centrar su atención en cualquier porción del mismo. Descubrió que su punto de vista virtual no tenía que encontrarse sobre el plano. Podía moverse al nivel del terreno, y ver los edificios y torres sobre él. Podía ver el plano de datos desde cualquier ángulo o posición.
Unos instantes de experimentación lo confirmaron: podía manipular su punto de vista a cualquier punto del plano o sobre él, ver la Tierra a vuelo de pájaro, o desde el suelo en cualquier posición, con los edificios y las calles representadas en las formas y tamaños adecuados. Su visión barrió grandes zonas de la ciudad, cruzando parques, edificios, las grandes carreteras. Era como si estuviera viajando a través de aquellos lugares con su mente. La sensación era abrumadora, casi como volar.
Había etiquetas en el plano que ofrecían información sobre los edificios, sus nombres y direcciones, y en muchos casos los nombres de los negocios que albergaban.
De repente, tuvo una idea espléndida. Podía usar esa información para aprender más sobre sí mismo. Manipuló su punto de vista dentro del plano y lo trajo a su situación actual. Entonces rehizo sus pasos hasta el edificio del que había partido. Podía leer las etiquetas conectadas al edificio y saber qué clase de lugar era, ver qué otra información contenía el plano referida a él. Ciertamente, podría encontrar pistas sobre su propia identidad, sobre su lugar en el mundo. Ansioso por averiguar más acerca de sí mismo, movió rápidamente su punto de vista sobre el plano, hasta el punto de partida.
Las imágenes del plano pasaron ante él a ritmo vertiginoso, retorciéndose y girando violentamente, rehaciendo sus movimientos a tremenda velocidad. Por fin, las imágenes llegaron al punto de partida. Calibán hizo un extraño descubrimiento: la imagen del edificio era incompleta. Casi todos los otros edificios aparecían con gran detalle, con puertas, ventanas y elementos básicos de arquitectura mostrados claramente. Pero el plano representaba este edificio como si no fuera más que un sólido rectángulo gris, carente de rasgos, una forma alargada y baja sobre la tierra.
Confuso, Calibán accedió al sistema de etiquetado de datos.
Y descubrió que el plano no contenía ninguna información sobre el edificio dentro del cual había despertado.
Aturdido, sorprendido, Calibán lo desconectó. Los brillantes colores y símbolos desaparecieron de su vista, y se encontró una vez más de pie en la oscuridad, solo sobre una carretera vacía en un silencioso distrito residencial.
¿Por qué no había ninguna información sobre ese edificio? Tal vez debería regresar allí, examinar el lugar con sus propios ojos. Por supuesto, tenía una memoria perfecta y detallada de lo que había visto allí, y sin duda podría conseguir nueva información a partir de ella. Pero cuando despertó no buscaba nada concreto, no era plenamente consciente de que tendría que haber sabido más cosas. Si volvía, aprendería más.
Se dio la vuelta, a punto de rehacer el camino por el que había venido, hacia el laboratorio. Pero entonces se detuvo. Espera un momento. Había otro factor. Uno que no había considerado todavía. Recordó el primer momento de su despertar, la visión de la mujer inconsciente a sus pies, el charco de sangre alrededor de la cabeza. El sistema de índices cruzados de su banco de datos repasó toda una serie de cosas mientras pensaba en ese momento.
Y se fijó en una cita del Código Legal: abandonar el escenario de un crimen antes de ser interrogado por la policía era un crimen en sí mismo. Su mente repasó todo lo que el banco de datos tenía que decir sobre el Código Legal, el concepto de crimen, y la idea de castigo y rehabilitación. Todo parecía referido a los humanos, pero no era difícil asumir que cometer un acto criminal podía significar también problemas para un robot.
No, no regresaría a ese lugar.
Un momento. ¿Había otras zonas en blanco en el plano? ¿Otros lugares cuya información estuviera limitada de algún modo? Tal vez tuvieran algo en común con el edificio que había abandonado. Tal vez examinar uno de ellos le proporcionara alguna pista, quizás una idea o imagen que estimulara el banco de datos para ofrecer algún tipo de información que pudiera decirle algo sobre sí mismo.
Calibán estudió la zona y decidió que sería mejor apartarse del camino mientras examinaba el plano. Caminó hasta encontrar una pequeña depresión en el ondulado paisaje. Se sentó, razonablemente seguro de que no podrían verle desde el camino.
Devolvió su atención al plano del banco de datos. Al principio, su mente lo recorrió al azar, de pasada, intentando cubrir tanto terreno como fuera posible mientras buscaba algún edificio o lugar que apareciera sospechosamente en blanco. Entonces decidió seguir la ciudad bloque a bloque, de forma ordenada. Tal vez habría algo que pudiera aprender a partir de la pauta de los lugares en blanco, algo que solo podría discernir cuando los hubiera localizado todos.
El plano de la ciudad tenía bordes definidos, límites precisos más allá de los cuales no había nada. El conocimiento de Calibán acerca del mundo, del universo, se detenía en esa frontera. Por un momento, jugueteó con la idea de aventurarse hasta esos límites, solo para ver como eran. Se imaginó el borde del mundo, contemplando la nada. La idea era excitante e inquietante. Pero no. No serviría de nada despistarse. Primero debía conseguir respuestas sobre sí mismo y sobre lo que había sucedido en el edificio donde había despertado. Una vez aquellos dos misterios resueltos, podría tomarse el tiempo necesario para satisfacer su curiosidad.
Se puso a trabajar en la zona Sur del plano y la recorrió metódicamente, examinándola en una franja de Este a Oeste, y luego dirigiéndose hacia el Norte para examinar la franja siguiente, de Oeste a Este.
Y entonces lo encontró. No lejos del borde Sur del plano había un gran vacío, un millar, diez millares de veces superior al edificio sin marcar donde había despertado. Pero ésta no era una zona sin marcas detalladas. Esto era el vacío, la ausencia de toda cosa. No había tierra, ni agua, ni edificios, ni carreteras. No había nada en absoluto.
Se preguntó si el plano informaba de la verdad literal. ¿Qué podría ser un vacío así en la vida real? ¿Qué podía causarlo? Su curiosidad, su ansiedad por ver el lugar, eran incontrolables. Pero se mantuvo firme en su plan. Tenía que examinar toda la ciudad, absorber la totalidad del plano en su memoria activa. Se aferró a su pauta de búsqueda, moviéndose de Sur a Norte, cruzando de Este a Oeste, de Oeste a Este.
Tardó casi una hora, pero por fin Calibán consiguió recorrer todo el plano de Hades. Sí, había otros vacíos, pero ninguno de ellos era tan grande como el que había encontrado. Sí, había otros edificios sin marcas ni etiquetas, pero no podía ver ninguna pauta obvia, ninguna relación en el resto del plano que le dijera algo con sentido.
No quedaba otra cosa que hacer sino ir a mirar. Ahora no había ningún motivo para resistir la tentación de ver cómo era el gran vacío. Calibán se levantó y regresó al camino, usando su visión infrarroja para moverse con facilidad a través de la oscuridad.
El lugar del vacío estaba lejos, y los primeros atisbos del amanecer iluminaban el Este mientras recorría las extensiones semiáridas y semipobladas de Hades, imaginando cómo, sería.
Pero lo que vio cuando llegó allí no era ninguna zona blanca en el plano. Mientras el amanecer se apoderaba del horizonte, Calibán se encontró al borde del lugar que el plano indicaba como sólo vacío.
Lo que veía era un vívido oasis en mitad de la ciudad. Se encontraba en el borde de un parque verde y lozano, salpicado de árboles, grandes zonas de césped, fuentes.
Pequeños pabellones moteaban el paisaje, y parecían dar paso a instalaciones subterráneas, a juzgar por la gente que entraba y salía. Calibán caminó a lo largo del bajo muro de piedra que formaba el perímetro del parque, hasta que llegó a la entrada.
Ciudad Colono, rezaba un cartel. Calibán se sintió confundido. Otro misterio. No tenía idea de lo que eran los colonos, o de por qué debían tener su propia ciudad. Recurrió al banco de datos, pero no contenía ninguna información sobre el término.
Por algún motivo, toda la información referente a su origen y a este lugar había sido cuidadosamente borrada de su banco de datos.
¿Por qué querría nadie hacer eso?
La oscuridad había pasado, y el amanecer teñía el horizonte, dando comienzo al nuevo día. Alvar Kresh recorría la sala, escuchando las palabras de rutina de la investigación de rutina de un colaborador rutinario, un tal Jomaine Terach. Éste nunca estaba despierto y en el laboratorio a esa hora, pero vivía bastante cerca y todo el revuelo lo había despertado. Se había acercado a ver qué sucedía… o eso decía. Los oficiales de policía, desde siempre, no solían creer a los testigos que explicaban cosas increíbles como ir al trabajo con tanta antelación, y Kresh se sentía tentado a mantener la tradición en el presente caso. Sería aconsejable tratar a todo el mundo como sospechoso por el momento.
Kresh dejó que Donald hiciera la mayor parte del trabajo. La noche había sido larga y dura. Los crímenes podían ser agotadores.
Habían ocupado la oficina de servicio para hacer los interrogatorios, abordando a los trabajadores según fueran llegando. La sala estaba diseñada para acomodar a un equipo de trabajo, por si algún experimento tenía lugar durante la noche. La oficina contenía una cama grande y de aspecto cómodo, mucho mejor que el miserable jergón de la Oficina del Sheriff. Después de una noche sin dormir, resultaba algo más que levemente apetecible.
—Tonya Welton dice que Fredda Leving estaba… está trabajando para ella. ¿Es eso cierto? —preguntó Donald.
—De ningún modo —dijo Jomaine Terach, bostezando con ganas—. Fredda Leving nunca ha trabajado para nadie que no sea ella misma en toda su vida, y no es probable que comience a hacerlo siguiéndole la corriente a la alta y poderosa reina de los colonos. —Bostezó de nuevo—. Dios mío, qué temprano es. ¿Llevan ustedes aquí desde el ataque?
—Sí, señor. Hemos estado trabajando toda la noche —contestó Donald.
—Entonces ella y Tonya Welton no se llevan bien —dijo Kresh, ignorando las cortesías de Terach y Donald. Se sentó a la mesa, junto a Donald y frente a Terach. Hizo tamborilear los dedos sobre la superficie, intentando que su mente exhausta no divagara. Tal vez tendría que haberse marchado a casa en vez de quedarse allí toda la noche.
Maldición, estaba agotado. No iba a ganar gran cosa si el cansancio no le dejaba pensar.
—De modo que no se caían bien —dijo, intentando cubrir su larga pausa—. ¿Eran al menos amables cuando estaban juntas?
—No, señor, en lo más mínimo — dijo Jomaine—. Ya no. Antes eran muy amigas, íntimas. Ahora no quedaba otra cosa que la relación profesional.
Eso sí que era interesante. Tonya Welton y Fredda Leving tenían reputación de ser luchadoras duras. Pudo imaginárselas discutiendo. De todas formas, era más fácil que imaginárselas siendo amigas.
Pero el estar relacionada personalmente con la víctima hacía mucho más peculiar el hecho de que Welton se entrometiera en la investigación. Debía saber que Kresh se enteraría rápidamente de las fricciones que existían entre la víctima y ella. Era muy pronto para decirlo, pero por ahora ella era la que tenía los mejores motivos para cometer la agresión. ¿Por qué atraía la atención sobre sí misma?
Alvar Kresh se arrellanó en su silla y contempló al hombre que estaba interrogando. Jomaine Terach era alto y delgado, con el pelo de color arena y el rostro largo, delgado y pálido, con la nariz puntiaguda. Había algo demasiado refinado, demasiado formal en su forma de hablar.
* * *
Kresh reprimió un bostezo. No parecía que hubiera merecido la pena estar toda la noche despierto para escuchar a Terach.
Se frotó los ojos y volvió a ocuparse del tema.
—Me cuesta trabajo imaginar que fueran amigas. Los colonos odian a los robots, y Leving era uno de los creadores punteros de robots. No comprendo qué podían tener en común —dijo.
—Creo que tal vez fue eso lo que hizo que la amistad funcionara… al menos durante algún tiempo. Les gustaba discutir. Pero luego se pelearon. Tal vez su relación se volvió un poquito demasiado intensa —sugirió Terach.
—Pero si no era empleada de Tonya Welton, amo Terach, y ya no eran amigas —dijo Donald 111— ¿puedo preguntar qué clase de relación tenían?.
Terach miró a Donald. Estaba claro que le molestaba ser interrogado por un robot. Pero fue lo bastante inteligente para no protestar.
Kresh observó a Terach con interés distante y profesional. A menudo ordenaba a Donald que tuviera parte activa en los interrogatorios. Era una variación de la vieja rutina policía bueno-policía malo. Donald perturbaba a los interrogados, y entonces éstos respondían a Kresh, buscando en él apoyo y comprensión, confiando en él por encima de Donald.
—Supongo que eran colaboradoras. —Terach se volvió hacia Kresh—. Hay muchas cosas que no puedo decir sobre el trabajo en el laboratorio —se disculpó.
—He oído eso más de una vez —gruñó Kresh—. Todos los empleados con los que he hablado me han dicho lo mismo. Parece que son las únicas palabras que saben.
—Lo siento.
—No se preocupe. Volveremos cuando consiga que el gobernador me dé unos cuantos permisos.
—La perspectiva no pareció complacer a Jomaine Terach.
—Bueno, tal vez no tenga que molestarse cuando se haga el anuncio público
—También he oído eso, y sé condenadamente bien que no va a decirme nada más. Hablemos de otra Cosa. Dígame por qué Fredda Leving estaba en el laboratorio de Gubber Anshaw en mitad de la noche.
Terach pareció verdaderamente sorprendido.
- Oh, cielos, yo no le daría demasiada importancia a eso — dijo—. Entramos y salimos de los laboratorios constantemente. El trabajo aquí es de naturaleza altamente colaborativa y supongo que simplemente se encontraba trabajando en algún subcomponente que estaba en el laboratorio de él.
—Los infernales tendemos a ser bastante territoriales —sugirió Kresh—. Nos gusta tener nuestro propio espacio.
Terach se encogió de hombros.
—Tal vez, pero eso no significa que todo el mundo lo sienta como una obligación —dijo, algo irritado.
—Mmm… —gruñó Kresh, no del todo convencido, e ignorando la burla que intentaba claramente distraerle—. Bueno, entonces tal vez pueda decirme dónde demonios está Gubber Anshaw. No ha aparecido esta mañana y no hemos podido localizarlo en su casa. Suponemos que está allí, pero sus robots se niegan a confirmarlo o a transmitirle ningún mensaje.
—No me extraña —dijo Jomaine—. A Gubber le gusta trabajar en casa, en completa intimidad. Se ha aficionado a hacerlo cada vez más últimamente. A veces bromeamos con él diciendo que si la policía acordonara su casa, no se daría cuenta.
Kresh gruñó, reservado. La intimidad, y la santidad del hogar, eran comodidades altamente valoradas en Infierno. De hecho, era ilegal arrestar a una persona en su casa. La ley era muy precisa sobre ese punto, y sobre los procedimientos que podían seguirse y los que no eran lícitos. La policía y sus robots podían esperar fuera hasta que el averno se congelase, podían registrar el lugar una vez hecho el arresto, pero no podían entrar en la casa para efectuar la detención.
Más de una vez, un sospechoso se había negado a salir de su casa durante un largo periodo de tiempo. Hacía mucho que se habían establecido precedentes y reglas de procedimiento en tales casos, declarando lo que podía y no podía hacerse. La policía podía cortar todas las comunicaciones con la casa rodeada, pero no la comida, ni el agua, ni la energía. A veces, la prohibición contra los arrestos domiciliarios actuaba a favor de la policía: si se mantenía el tiempo suficiente, la vigilancia policía-robot ante la casa de un sospechoso evitaba las molestias y los gastos de un juicio.
—Bueno, tal vez tengamos que acordonar su casa si no aparece por aquí pronto —advirtió Kresh—. Puede transmitirle ese mensaje
Jomaine alzó una ceja, sorprendido.
—Tenga un poco de paciencia, sheriff. Gubber rara vez viene antes de mediodía los días en que lo hace — dijo—. Pasa las mañanas en casa, trabajando en otros proyectos de investigación. La mayor parte de los días, pero no todos, viene aquí y trabaja en Laboratorios Leving desde mediodía hasta por la noche. Pero, como he dicho, no siempre viene. No sigue ningún tipo de horario.
Jomaine reflexionó durante un instante.
—Ahora que lo pienso, no recuerdo haberlo visto aquí anoche. Dudo que estuviera. Supongo que estuvo en casa, trabajando todo el tiempo, sin saber que sucediera nada. Y sus robots, en efecto, tienen órdenes estrictas de impedir que lo molesten. Pero con él ésa es la rutina. Yo de usted no interpretaría de otro modo su ausencia, ni perdería el tiempo pensando que él tuvo algo que ver con el ataque a Fredda.
Alvar Kresh frunció el ceño.
—¿Por qué no? La atacaron en su laboratorio. En este momento no tenemos ningún sospechoso, ningún móvil, ninguna información real. No conozco a Gubber Anshaw, ni sé nada acerca de él. No veo ningún motivo para eliminar a nadie en este punto, sobre todo a alguien que parece que tuvo la oportunidad de cometer el crimen. Los colaboradores suelen tener motivos para asesinar.
—Bueno, ahí tiene un argumento para no sospechar de él —dijo Jomaine, demasiado ansioso—. Gubber Anshaw no tenía ningún motivo para atacar a Fredda, y todos los motivos para desearle lo mejor. Supongo que, en efecto, pudo tener los medios y la oportunidad para atacarla… pero sheriff Kresh, usted tiene los medios y la oportunidad para desenfundar su pistola láser y volarme la cabeza. Pero eso no significa que vaya a hacerlo. No tiene motivos para matarme, y sí muchos para no lastimarme. Perdería su trabajo y lo meterían en la cárcel, como mínimo. Pero la cosa va más allá. Fredda fue de gran ayuda para Gubber. En definitiva, él no querría perder esa ayuda.
—¿Está sugiriendo que Gubber Anshaw tendría mucho que perder si le sucediera algo a Fredda Leving? —preguntó Donald.
Jomaine Terach miró al robot y luego a Kresh.
—Una vez más, eso nos lleva a temas clasificados. Pero sí, creo que podríamos decirlo así. Gubber hizo algunos avances notables, avances que requerían el rechazo de una tecnología familiar en favor de algo más nuevo, mejor y más flexible. Sin embargo, no llegó muy lejos promoviendo sus descubrimientos. La robótica es, en muchos aspectos, un campo muy conservador. Laboratorios Leving fue el único lugar dispuesto a usar su trabajo.
—Supongo que estamos hablando de cerebros gravitrónicos —dijo Kresh.
Terach inspiró bruscamente, claramente sorprendido.
—¿Cómo sabía…?
—Había un puñado de ellos en cajas cuidadosamente etiquetadas en el laboratorio de Anshaw —dijo Kresh, algo más que sardónicamente—. Creo que tal vez tengan que esmerarse un poco en las medidas de seguridad.
—Eso parece —dijo Terach, claramente perplejo.
—¿Y qué demonios son los cerebros gravitrónicos? ¿Alguna especie de sustituto del cerebro positrónico?
Donald volvió la cabeza hacia Kresh.
—¡Señor! Eso sería imposible. El cerebro positrónico es la base, el núcleo de toda la robótica. Las Tres Leyes son intrínsecas a él, están insertas en su propia estructura, grabadas en sus circuitos fundamentales.
—Tranquilízate, Donald —dijo Kresh—. Eso no significa que las Tres Leyes no puedan ser introducidas en otra forma de cerebro. ¿Verdad, Terach?
Terach parpadeó y asintió, todavía un poco aturdido.
—Por supuesto, por supuesto. En realidad no puedo decir nada específico sobre los cerebros gravitrónicos, pero supongo que no hará ningún daño hablar en general. Gubber Anshaw está sólo en el principio de su investigación sobre la gravitrónica, pero en mi opinión ya ha hecho logros tremendos. Ya era hora de que lo hiciera alguien.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que hemos llegado al límite de los cambios en la positrónica. Desde luego, el cerebro positrónico de hoy es muy superior a las unidades originales. Se ha avanzado y mejorado mucho. Ha habido muchos refinamientos. Pero el diseño básico del cerebro positrónico no ha cambiado en miles de años. Es como si todavía usáramos cohetes de combustible químico para viajar por el espacio, en vez de hiperimpulso. El cerebro positrónico es un diseño increíblemente conservador que pone límites tremendos e innecesarios a lo que los robots pueden hacer. Como las Tres Leyes forman parte de su diseño, se considera el cerebro positrónico como el único diseño posible para ser usado con robots. Eso es un artículo de fe, incluso entre los investigadores de la robótica. Pero la gravitrónica podría cambiarlo todo.
»Los cerebros gravitrónicos tienen actualmente uno o dos inconvenientes, pero están al principio de su desarrollo. Prometen tremendas ventajas sobre la positrónica, en términos de flexibilidad y capacidad.
—Bueno, parece que es usted un verdadero creyente —dijo Kresh con sequedad. «No hay nadie tan fiel como el converso», pensó—. Muy bien, Terach. Tal vez quiera hablar con usted más tarde, pero por ahora ya es suficiente. Puede marcharse.
Jomaine asintió y se levantó. Vaciló antes de encaminarse hacia la puerta.
—Ah, una pregunta — dijo—. ¿Cuál es el diagnóstico de Fredda Leving?
El rostro de Kresh se endureció
—Todavía está inconsciente, pero esperan despertarla mañana, y que tenga una recuperación rápida y completa. Están usando las técnicas de regeneración más avanzadas para estimular la recuperación. Tengo entendido que la herida de su cabeza sanará por completo dentro de un par de días.
Jomaine Terach sonrió y asintió.
—Es una noticia excelente. El personal se alegrará de saberlo… es decir, si se me permite decírselo.
Kresh hizo un movimiento ausente con la mano.
—Adelante, Terach. Es de dominio público y ella está bien protegida.
Terach compuso una patente sonrisa falsa, asintió nerviosamente y salió de la habitación.
Kresh lo vio marchar.
—¿Cuál es tu lectura, Donald? —preguntó, sin mirar al robot. Nadie lo comentaba mucho, pero los robots policías avanzados estaban especializados para detectar las respuestas involuntarias del cuerpo a las preguntas. De hecho, Donald era un detector de mentiras altamente sofisticado.
—Tengo que recordarle que Jomaine Terach conoce posiblemente mis habilidades como sensor de verdad. Nunca lo había visto antes, pero mis archivos confirman que pertenecía al personal de este laboratorio durante mi construcción. Eso añade una variable. Sin embargo, baste decir que estaba muy agitado, señor. Mucho más que los demás, y, en mi opinión, más de lo que pueda achacarse a la sorpresa y la preocupación por el ataque a la señora Leving. El acento de su voz, y otros indicadores confirman que estaba ocultando algo.
Eso no sorprendió a Alvar. Todos los testigos ocultaban cosas.
—¿Estaba mintiendo? — preguntó—. ¿Mintiendo directamente?
—No, señor. Pero se preocupó mucho al enterarse de que sabíamos lo de los cerebros gravitrónicos. Me pareció confuso, ya que estuvo dispuesto a discutir el tema hasta cierto punto. Tuve la impresi6n de que intentaba apartar el interrogatorio de otro tema.
—Ya veo que tú también te has dado cuenta. Lo peor de todo es que no puedo imaginar de donde intenta apartarnos. Tengo la corazonada de que piensa que sabemos más de lo que sabemos.
—Ésa es también mi opinión. Alvar Kresh hizo tamborilear los dedos sobre la mesa y miró hacia la puerta que Jomaine Terach había usado para salir de la habitación.
En este asunto había algo más que el ataque a Leving. Algo que implicaba al gobernador, y a Leving, y a Welton, y a la relación entre colonos y espaciales en Infierno.
De hecho, el ataque empezaba a perder importancia en su mente. No era más que el hilo suelto del que tiraba. Sabía que si lo dejaba, el resto nunca sería descubierto. Si tiraba demasiado fuerte, se rompería, cortando sus conexiones con el resto del misterio. Pero siguiendo cuidadosamente la investigación del ataque, tirando del hilo suavemente, tal vez pudiera desenmarañar todo el problema.
Alvar Kresh estaba decidido a averiguar cuanto pudiera.
Porque se cocía algo grande.
Jomaine Terach dejó la sala del interrogatorio. Su robot personal, Bertran, lo esperaba en el pasillo y diligentemente le siguió hacia su propio laboratorio.
El sheriff Kresh había hecho esperar a Bertran fuera de la sala durante el interrogatorio. «Sólo fue un pequeño acoso —se dijo Jomaine—, otra forma para ponerme nervioso. Y desde luego, funcionó.» Los espaciales en general, y los infernales en particular, se sentían incómodos sin sus robots.
Sólo después de hallarse en su laboratorio, después de que Bertran cerrara la puerta tras él, se permitió Jomaine sucumbir a los temores que sentía. Cruzó rápidamente la habitación, se desplomó en su sillón favorito y suspiró aliviado.
—Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó Bertran—. Temo que la mala noticia sobre la señora Leving y el interrogatorio de la policía le han trastornado.
Jomaine Terach asintió, cansado.
—Así es, Bertran. Así es. Pero me pondré bien en un instante. Sólo necesito pensar un poco. ¿Por qué no me traes un poco de agua y luego te retiras un rato a tu nicho?
—Muy bien, señor. —El robot se dirigió al fregadero del laboratorio, llenó un vaso y se lo trajo.
Jomaine vio cómo Bertran se encaminaba luego a su nicho en la pared y adoptaba el modo de espera.
Así era como tenía que ser. Un robot hacía lo que le dijeras y luego se quitaba de en medio. Así había sido durante miles de años. ¿Se atreverían de verdad a cambiarlo? ¿Pensaba de verdad Fredda Leving que podía dar la vuelta a todo?
¿Y tenía que tratar con el diablo, con Tonya Welton, para que fuera posible?
Bueno, en cualquier caso, él había conseguido apartar la discusión de las Tres Leyes. Para ello se había visto forzado a sacrificar unos cuantos datos sobre gravitrónica, pero no importaba. De todas formas todo se haría público dentro de un par de días.
Estaban a salvo por el momento. Pero el proyecto seguía siendo una locura. Calibán era una locura. Construirlo había sido una violación de la filosofía y las leyes más elementales de los espaciales, pero Fredda Leving había seguido adelante de todas formas. Testarudez típica.
No importan la teoría y la filosofía, había dicho. Eran un laboratorio experimental, no un taller teórico que nunca actuaba según sus ideas. Ya era hora de dar el siguiente paso. Era hora de construir un robot gravitrónico sin límites en su mente. Una pizarra en blanco, así había llamado a Calibán. Un robot experimental para ser mantenido dentro del laboratorio en todo momento, sin que saliera nunca. Un robot sin conocimiento de los demás robots, o de los colonos, o de nada que estuviera más allá de la conducta humana, con una fuente cuidadosamente corregida de conocimientos sobre el mundo exterior. Y dejarlo luego vivir en el laboratorio, bajo condiciones controladas, y ver qué sucedía. Ver qué reglas desarrollaba a partir de su propia conducta.
¿Tenía verdaderamente que construir a Calibán?
«No, haz la pregunta directamente —se dijo—. Todos la han esquivado ya bastante.» Y ésa era la cuestión secreta y letal. Nadie más lo sabía. Con Calibán libre fuera del laboratorio, con Fredda inconsciente, no había nadie más en todo el mundo que pudiera hacer la pregunta.
Por eso, Jomaine se la planteó así mismo.
¿Tenía Fredda realmente que construir un robot que no siguiera las Tres Leyes?
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4
Simcor Beddle alzó su mano izquierda, hizo un gesto con el índice y Sanlacor 123 retiró su silla con sincronización perfecta, apartándola mientras Simcor se levantaba, de forma que la silla no entró en contacto con su cuerpo.
Había toda una moda en el uso de las señales de mano detalladas para ordenar a los robots, y Simcor era un experto en ese arte. Se volvió y se apartó de la mesa del desayuno, dirigiéndose hacia la puerta cerrada que conducía a la galería principal, mientras Sanlacor lo seguía de cerca. La puerta se abrió cuando llegó ante ella. La unidad Daabor que estaba al otro lado no tenía otro trabajo que hacer más que abrirla. La máquina justificaba su existencia estando allí, atenta a las pisadas en el interior de la habitación, esperando que alguien pudiera aproximarse a la puerta.
Pero Simcor Beddle, jefe de los Cabezas de Hierro, no tenía tiempo para pensar cómo pasaban el tiempo los robots menores. Era un hombre ocupado.
Tenía que planear unos disturbios.
Simcor era un hombre pequeño y rollizo, con cara redonda y ojos duros y penetrantes de color indeterminado. Su pelo era negro brillante, lo bastante largo para quedar chafado sobre su rostro cetrino. Para expresarlo de forma diplomática, era gordo, no cabía duda. Pero no había nada blando en él. Era un hombre duro y obstinado, vestido con un uniforme de estilo militar bastante severo.
Manejar sus fuerzas, eso era lo principal. Impedir que escaparan al control era siempre un problema. Sus Cabezas de Hierro eran un equipo bastante efectivo de alborotadores, pero no dejaban de ser agitadores a fin de cuentas, y como tales se aburrían y se inquietaban. Era necesario mantenerlos ocupados, activos, si quería poseer sobre ellos algún control.
Nadie sabía de dónde habían obtenido su nombre los Cabezas de Hierro, pero no se podía negar que era apropiado. Eran testarudos, tenaces, y se abrían paso a golpes cada vez que lo creían apropiado. Tal vez fue la testarudez lo que les hizo ganar su nombre. Pero lo más probable era que fuera su fanática defensa de los verdaderos cabezas de hierro: los robots. Bueno, cierto, nadie usaba algo tan burdo como el hierro puro para construir cuerpos de robots, pero éstos eran tan duros, fuertes y poderosos como el hierro.
No era que los Cabezas de Hierro tuvieran a los robots en una estima especial. Si acaso, eran más duros con sus robots que el infernal medio. Pero ése no era el tema. Los robots daban a los humanos libertad, poder, comodidad. Esas cosas eran un derecho de cada infernal, de cada espacial, y el movimiento de los Cabezas de Hierro estaba decidido a conservar y ampliar ese derecho por cualquier medio necesario y posible.
Y hacer la vida desagradable para los colonos encajaba ciertamente en esa categoría.
Simcor sonrió para sí. Empezaba a convertirse en una mala costumbre pensar en discursos como ése. Cruzó la galería, en dirección a su despacho, y otro robot le abrió la puerta cuando se acercó. Entró en la habitación, sin advertir que Sanlacor se adelantaba para retirarle la silla de su mesa. Pero Simcor no se sentó. En cambio, hizo un gesto sutil con la mano derecha. El robot de la habitación, Brenabar, apareció a su lado al instante, trayéndole el té. Simcor cogió la taza y el platillo y sorbió pensativamente durante un momento. Hizo un gesto con la cabeza, cinco grados exactos hacia la mesa, y pronunció dos palabras.
—Ciudad Colono.
—Sanlacor, adelantándose a su amo, ya estaba ante los controles visuales, y en menos de un segundo la superficie desnuda de la mesa se transformó en un detallado plano de Ciudad Colono. Simcor tendió la taza al aire, sin mirar, y Brenabar la recogió.
Después de lo de la noche pasada, los oficiales de Kresh estarían preparados. Simcor tenía magníficas conexiones dentro del Departamento del Sheriff, y sabía todo lo que sabía Kresh sobre el ataque a Fredda Leving.
De hecho, sabía un poco más. Había oído una grabación de aquella conferencia suya. Material condenable y traicionero. Simcor sonrió. Ya no era probable que hiciera más esos discursos. Todo salía a su gusto.
Pero tenía que concentrarse en los planes para hoy. Tenía que asumir que el Departamento del Sheriff estaba preparado para enfrentarse a los problemas. Cuando los Cabezas de Hierro comenzaran los alborotos, sólo tendrían unos minutos antes de que la ley apareciera para proteger a los malditos colonos.
Así que tendrían que hacer todo el daño posible en los primeros minutos. Dadas las circunstancias, era demasiado esperar que pudieran penetrar de nuevo en la sección subterránea de Ciudad Colono. No tenía sentido malgastar esfuerzos en el intento. Esta vez tendría que ser en la superficie, a nivel del suelo. Simcor Beddle colocó las manos sobre la superficie de la mesa y contempló pensativo el plano de la fortaleza de sus enemigos.
Era de día en la ciudad de Hades. Calibán lo supo con certeza, aunque con poca sustancia. Ya no estaba seguro de lo que sabía.
Pero empezaba a creer que algo iba mal. Terriblemente mal. Era como si la memoria en blanco de Calibán y la información precisa pero limitada del banco de datos fueran las lentes dobles de un telescopio distorsionado: completa ignorancia y experto conocimiento combinándose para retorcer y distorsionar todo lo que veía. El mundo que sus ojos y su mente le presentaban era un remiendo enloquecido y aterrador.
En el parque más abarrotado del centro de la ciudad, bajó de la acera y buscó un banco para sentarse en un rincón tranquilo, fuera de la vista de los transeúntes casuales. Se sentó y empezó a revisar todo lo que había visto esa noche.
Había algo claramente irreal, y alarmante, en el mundo que lo rodeaba. Había llegado a advertir lo limpios, perfectos, idealizados y precisos que eran los hechos y cifras, mapas, diagramas e imágenes que brotaban del banco de datos. Pero los objetos del mundo real que se correspondían con los conceptos del banco de datos eran mucho menos precisos.
La posterior exploración le había confirmado que los falsos vacíos y los edificios sin rasgos no eran los únicos fallos del plano del banco de datos.
El plano no informaba de qué bloques estaban abarrotados, llenos de personas y robots, y cuáles estaban vacíos, semiabandonados, incluso a punto de desmoronarse.
Algunos edificios nuevos se habían materializado desde que el plano fuera almacenado en su banco de datos, y otros edificios más antiguos que parecían enteros y completos en el banco se habían desvanecido de la realidad.
Ninguna imagen del banco de datos mostraba nada gastado o sucio, pero el mundo real estaba lleno de polvo y suciedad, no importaba lo vigorosamente que trabajaran los robots de mantenimiento para conservarlo todo limpio.
Calibán encontraba profundamente perturbadoras las diferencias entre las definiciones idealizadas y las imperfecciones del mundo real. El mundo que podía ver y tocar parecía, de algún modo, menos real que los hechos e imágenes idealizados e higiénicos almacenados en su cerebro.
Pero algo lo confundía más que los edificios y el plano, o incluso que el banco de datos.
Lo que encontraba más sorprendente era la conducta de los humanos. Cuando Calibán se acercó por primera vez a una intersección, el banco de datos le mostró un diagrama del procedimiento correcto para cruzar una calle. Pero los peatones humanos parecían ignorar todas esas reglas, e incluso el sentido común. Caminaban por donde querían, dejando que los robots que conducían los vehículos de tierra se apartaran de su rumbo.
Había algo más extraño e incluso preocupante en el banco de datos: el sabor de algo cercano a la emoción. Era como si quien implantó la información en el banco de datos hubiera almacenado también sus opiniones y sensaciones.
Empezaba a comprender el banco de datos de forma más profunda que intelectualmente. Aprendía a sentirlo, ganando la sensación de cómo funcionaba, desarrollando reflejos que ayudaran a usarlo de una manera más controlada y útil, para no vertir conocimiento innecesario. Los humanos tenían que aprender a caminar: ése era uno de los muchos hechos extraños e innecesarios que le había proporcionado el banco de datos. Calibán empezaba a advertir que tenía que aprender a conocer, y a recordar.
Confusión, suciedad, información inadecuada e inútil… tal vez podría llegar a aceptar todo eso. Pero lo más preocupante era que, sobre muchos temas, el banco de datos permanecía completa y deliberadamente silencioso. La información que quería con más urgencia no sólo no existía, sino que había sido borrada, eliminada a propósito. Una clara sensación de vacío, de pérdida, le asaltaba cuando recurría a datos que deberían haber estado allí y no estaban. Eran huecos abiertos en el interior del banco de datos.
Había muchas cosas que quería saber desesperadamente, pero sobre todo una en particular que el banco de datos no le decía, lo que más quería saber: ¿Por qué no le decía más? Sabía que debería poder hacerlo. ¿Por qué habían sido borradas todas las referencias útiles a los robots? ¿Por qué había sido borrada del plano toda la información sobre aquel lugar que el cartel indicaba como Ciudad Colono?
¿Y qué pasaba con los robots? Ése era el mayor misterio. Él era uno de ellos, y sin embargo apenas sabía cuál. ¿Por qué permanecía el banco de datos en silencio sobre ese tema?
Sabía acerca de los humanos. Al ver por primera vez a aquella mujer al despertar, supo inmediatamente que era una humana, y lo elemental de su biología y cultura. Más tarde, cuando miró a un anciano, o a uno de los escasos niños que caminaban por la calle, supo todo lo básico referido a esa clase de personas: su tipo probable de temperamento, cómo era mejor dirigirse a ellos, qué era probable que hicieran o que se abstuviesen de hacer. Un niño podría correr y reír, y lo más probable era que un adulto caminara más despacio, y un anciano se moviera de forma aún más lenta.
Pero cuando miraba a otro robot, a uno de sus semejantes, su banco de datos, literalmente, se quedaba en blanco. Simplemente, no había información en su mente.
Todo lo que sabía sobre los robots procedía de su propia observaci6n. Sin embargo, sus observaciones sólo le habían creado confusión.
Los robots que veía (incluso él mismo) parecían ser un cruce entre humano y máquina. Eso dejaba sin contestar muchas preguntas. ¿Nacían y eran criados los robots como los humanos? ¿Eran en cambio manufacturados, como todas las otras máquinas de las cuales tenía información detallada en el banco de datos? ¿Cuál era el lugar del robot en el mundo? Conocía los derechos y privilegios de los humanos (excepto en lo referido a los robots), pero no sabía nada de cómo encajaban los robots en ellos.
Sí, podía ver lo que sucedía a su alrededor. Pero lo que veía era perturbador, preocupante. Había robots por todas partes, y dondequiera que estuviesen, eran sirvientes. Cogían y transportaban, caminando detrás de los humanos. Llevaban las cargas de los humanos, abrían sus puertas, conducían sus coches. Estaba claro, por la conducta de robots y humanos, que ése era el orden aceptado de las cosas. Nadie lo cuestionaba.
Excepto él mismo, por supuesto.
¿Quién era? ¿Qué era? ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Qué significaba todo esto?
Se incorporó y comenzó a caminar de nuevo, sin ningún objetivo real en su mente, pero no podía soportar continuar sentado por más tiempo. La necesidad de saber, de comprender quién y qué era se hacía cada vez más fuerte. Siempre existía la posibilidad de que la respuesta, la solución, estuviera a la vuelta de la esquina, esperando a ser descubierta.
Dejó el parque y giró a la derecha, encaminándose hacia las anchas avenidas del centro de la ciudad.
Pasaron las horas, y Calibán continuaba recorriendo las calles, todavía confundido, inseguro de lo que buscaba. Cualquier cosa podía contener la clave, la respuesta, la explicación.
Una palabra de un humano al pasar, un cartel en una pared, el diseño de un edificio, podrían estimular su banco de datos para que le proporcionara las respuestas que necesitaba.
Se detuvo en una esquina y contempló el edificio al otro lado de la calle. Bueno, su visión no desencadenaba ningún torrente de hechos, pero era extraño de todas formas, incluso considerando los diversos estilos arquitectónicos que había visto en la ciudad. Era una mezcla de cúpulas, columnas, arcos y cubos. Calibán no pudo imaginar para qué servía.
—Apártate de mi camino, robot —dijo a su espalda una voz imperiosa. Calibán, perdido en sus consideraciones sobre la arquitectura del edificio, no registró la voz. De repente, un bastón golpeó su hombro izquierdo.
Calibán se giró, sorprendido, para observar a su atacante.
Increíble. Simplemente increíble. Era una mujer diminuta, delgada, de huesos finos, casi un metro más baja que Calibán, claramente más débil y frágil que él. Y sin embargo, le había ordenado deliberada e intrépidamente que se apartara, en vez de rodearlo, y luego lo había golpeado… usando un arma que no podía causarle ningún daño. ¿Por qué no le temía? ¿Por qué tenía aquella clara confianza en que no respondería atacándola a su vez, cuando podía hacerlo con tanta efectividad?
Contempló a la mujer durante un momento infinito, demasiado aturdido para saber qué hacer.
—¡Apártate de mi camino, robot! ¿Se te han fundido los oídos?
Calibán advirtió que una multitud de humanos y robots empezaba a formarse a su alrededor, y que uno o dos de los humanos mostraban ya expresiones de curiosidad. No sería prudente permanecer allí, o intentar responder cuando no comprendía. Se hizo a un lado, dejando paso a la mujer, y luego escogió una dirección, cualquiera menos la que ella había tomado, y empezó a caminar de nuevo. Ya había deambulado sin rumbo el tiempo suficiente. Necesitaba un plan. Necesitaba conocimiento.
Y necesitaba seguridad. No sabía actuar como un robot, estaba claro. Y las expresiones que había visto en las caras de los transeúntes, algunas de ellas hostiles, le dijeron que era peligroso ser diferente.
No. Tenía que disimular, que ser discreto. Era más seguro pasar desapercibido, simular ser como los demás.
Muy bien. Lo haría. Observaría la conducta que veía a su alrededor, decidido a confundirse con el interminable mar de robots que lo rodeaba.
* * *
Kresh recorría las calles de Hades a la misma hora, aunque con un propósito más claro. Le resultaba más fácil despejar su cabeza y enfocar su atención marchándose de su despacho, alejándose de la sala de interrogatorios y los laboratorios de pruebas, para así estirar las piernas bajo el cielo azul oscuro de Infierno. Un viento fresco y seco soplaba del desierto occidental, y descubrió que lo animaba. Donald 111 caminaba junto a él, moviendo sus cortas piernas a un ritmo doble que el suyo para mantenerse a su altura.
—Háblame, Donald. Hazme un resumen de las pruebas.
—Sí, señor. El hospital y nuestro laboratorio forense han puesto de manifiesto varios hechos nuevos. El primero y principal: hemos confirmado que las pisadas ensangrentadas encajan con las pautas de un cuerpo de robot estándar manufacturado en Laboratorios Leving. Ese cuerpo-robot es un modelo básico usado con diversos tipos de cerebro y modificaciones corporales para diversos propósitos. La longitud de la zancada encaja exactamente con las especificaciones estándar para ese modelo. La herida de la cabeza de Fredda Leving corresponde a la forma y tamaño del brazo del mismo tipo de robot, y fue asestada desde atrás y a la izquierda de la víctima, desde un ángulo que encaja con la altura de Fredda Leving y la de ese modelo de robot… aunque todas estas medidas son aproximadas, y varios instrumentos contundentes encajarían también, así como toda una gama de ángulos, fuerzas y alturas que podrían corresponderse con la herida.
»Las microhuellas de pintura roja encontradas en el cuero cabelludo de la señora Leving podrían también ser de la pintura usada en algunos robots en Laboratorios Leving, aunque no se ha establecido definitivamente que la pintura en cuestión fuera usada en el modelo de robot citado. Debería añadir que no se ha podido establecer todavía si las microhuellas eran recientes o se trataba de pintura seca y endurecida, ya que pasaron varias horas antes de que los robots técnicos tomaran las muestras. Nuevas pruebas responderán a esa pregunta.
—Por lo tanto, el único sospechoso que tenemos es un robot. Eso es imposible, desde luego. Así que tuvo que ser un humano, un colono, disfrazado de robot. Excepto que incluso un colono que llevara cinco minutos en el planeta sabría que es imposible que un robot ataque a un humano. ¿Por qué molestarse en dejar una prueba que nos negaremos a creer?
—Ese tema también me ha molestado —dijo Donald—. Pero aunque supongamos que un colono esté relacionado con este crimen, debemos asumir que el colono en cuestión sabía más sobre robots que nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Considere la detallada familiaridad y acceso al equipo robótico requerido para preparar este ataque —respondió Donald—. El asaltante tendría que haber construido y llevado zapatos con suelas similares a los pies de los robots, y luego imitar la zancada de un robot específico. Habría tenido que usar un brazo de robot sobrante, o un objeto parecido, como instrumento romo, y golpear de tal manera que pareciese un golpe asestado por ese brazo de robot. Tendría que haber accedido a los materiales adecuados para preparar el ataque, y disponer de la habilidad mecánica para construir o modificar componentes robóticos correspondientes. Para ser francos señor, un humano capaz de preparar este ataque no sería tan estúpido o tan ignorante de los robots como para imaginarse pensaríamos que lo hizo un robot.
—¿Pero entonces cuál fue el motivo para preparar el ataque de esa forma? —preguntó Kresh. Pensó un instante Dijiste que las pisadas y el brazo son de un modelo de robot estándar ¿Cuántos hay?
—A cientos. A miles si se incluyen todas las variantes.
—Muy bien, pues. Eso significa que ha habido varios miles de oportunidades para robar un robot, o apropiarse de uno defectuoso y quedarse con sus componentes… los pies, los brazos y todo lo demás. O el asaltante pudo simplemente apoderarse de un robot y desconectar el cerebro positrónico. Él o ella pudo conectar un sistema de control remoto con un enlace de vídeo y hacer que el robot se acercara a la víctima… después de todo, ¿quien sospecharía de un robot?
»Y usar un robot operado por control remoto que pareciera normal sería menos sospechoso que llevar zapatos robóticos y un brazo. De esta forma, el asaltante también podría ocultar su identidad. Otra cosa: si yo golpeara a alguien en la cabeza, querría marcharme rápido. Sin embargo, esas pisadas indican que se fue caminando, no corriendo. Eso apunta hacia un robot dirigido por control remoto limitado, que podía caminar, pero no correr.
—Excepto que el atacante no se marchó inmediatamente. Fuera quien fuese, se quedó algún tiempo después del ataque, al menos treinta segundos o un minuto.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Kresh—. Ah, por supuesto, las pisadas. Se hallaban en los bordes exteriores del charco de sangre, así que tuvieron que ser hechas después de que la víctima sangrara lo suficiente para producirlo. ¡Maldición! Eso no tiene sentido. ¿Por qué demonios querría quedarse el asaltante? Obviamente, no para asegurarse de que ella estaba muerta, puesto que no lo está. Pero nos estamos apartando del tema. Has sugerido antes que el asaltante sabría que nosotros sabríamos que un robot no cometió el crimen. Por lo tanto, tuvo otro motivo para disfrazar el ataque como procedente de un robot. ¿Cuál pudo ser? ¿Por qué un plan tan elaborado?
—Para tener la oportunidad de perderse entre la multitud más tarde —sugirió Donald—. Déjeme ofrecer una variante hipotética de los hechos por medio de un ejemplo. Ahora tenemos un sospechoso imposible, un robot. Déjeme ofrecerle otro, aunque debo pedirle que no se ofenda por esta hip6tesis.
—Por supuesto que no, Donald. Adelante.
—Muy bien. Si alguien decidiera dejar pruebas para que pareciera que, por ejemplo, usted atacó a Fredda Leving, eso limitaría la búsqueda del asaltante a aquellas personas con la habilidad para dejar esas pruebas. Alguien que pudiera robarle un par de zapatos, o conseguir cabellos suyos, o sus huellas dactilares, para colocarlos en el lugar del crimen. Pero si ese sospechoso decidiera dejar pistas que señalaran igualmente a varios miles de sospechosos idénticos e imposibles…
—Nuestra búsqueda se haría más extensa. Sí, sí, lo comprendo. Una observación excelente, Donald. Pero sigue habiendo otra cuestión. ¿Qué hay del segundo conjunto de pisadas?
—Si acepta mi premisa original, que el esfuerzo para hacer que pareciera el ataque de un robot se hizo porque nosotros sabríamos que es imposible que lo hiciera, puedo ofrecer una respuesta. Si admitimos que el motivo para ese subterfugio tan poco convincente fue disfrazar al asaltante real, entonces sugiero que un solo asaltante hizo deliberadamente un grupo de pisadas ensangrentadas, se alejó lo suficiente para que todas las huellas de la sangre se gastaran, y luego volvió y caminó de nuevo sobre el charco. Una vez más, la idea sería complicar la investigación.
—Parece muy arriesgado para conseguir tan poca ventaja —objetó Kresh.
—Si, como usted sugiere, el atacante usó un robot operado por control remoto y no se trató de un hombre con botas y brazos robóticos, no pudo haber riesgo en la acción. En el peor de los casos, alguien podría aparecer durante la acción del asaltante para capturar luego al falso robot, mientras que el atacante real se encontraría a muchos kilómetros de distancia.
—Sí. Sí. Ahora nos tendrían buscando a dos robots, o a dos personas intentando disfrazarse de robots, cuando en realidad sólo hubo un único asaltante humano. Es una buena teoría, Donald.
—Hay otro punto: nuestros robopsicólogos han completado el interrogatorio preliminar de los robots de servicio en Laboratorios Leving. Creo que sus resultados son sorprendentes.
—¿De veras? —preguntó Kresh secamente—. Muy bien, pues, sorpréndeme.
—Primero, ésta no fue la primera vez que se ordenó a los robots de servicio que permanecieran fuera del ala principal del laboratorio. Se les ha ordenado hacerlo muchas veces antes, normalmente, aunque no siempre, alrededor de la hora del ataque pero siempre cuando el laboratorio estaba más o menos vacío. Esto confirma lo que me dijo Daabor 5132 la noche del ataque. Sin embargo, el segundo punto proporciona datos nuevos y notables.
—Muy bien, continúa.
—Todos los robots se negaron a identificar a quien dio la orden. Nuestros robopsicólogos llegaron por unanimidad a la conclusión de que el bloqueo que los contiene es infranqueable. Los psicólogos llevaron a los robots más allá del punto de ruptura, presionándolos para que respondieran, y todos se negaron a hablar hasta el momento en que sufrieron un cortocircuito. Los robots prefirieron morir antes que hablar, incluso cuando se les dijo que su silencio podía permitir que el atacante de Fredda Leving quedara libre.
Alvar miró a Donald, sorprendido.
—¡Por todos los diablos! Es casi imposible que un bloqueo sea tan bueno. Quien lo colocó tuvo que hacer un trabajo condenadamente convincente diciendo que se le causaría daño si los robots hablaban.
—Sí, señor. Ésa es la conclusión obvia. No habría otro medio de impedir que un robot se negara a ayudar a la policía a capturar a un asesino. Incluso así, haría falta un humano con una habilidad notable dando órdenes, y un conocimiento íntimo de los potenciales relativos de las Tres Leyes según son programadas en cada clase de robot, para resistir los interrogatorios policiales. Me aventuraría a decir que fue sólo la conmoción de ver a Fredda Leving inconsciente y sangrando lo que permitió que Daabor 5132 hablara antes de expirar.
—Sí, sí. ¿Pero por qué se dio esa orden más de una vez? ¿Por qué necesitaría quien la dio, ese tipo de intimidad repetidamente?
—No puedo decirlo, señor. Pero el último punto es tal vez el más notable. El bloqueo fue colocado con tanta habilidad que ningún humano del laboratorio fue consciente de su existencia. Todo un laboratorio lleno de especialistas en robótica no llegó a advertir que los robots no podían ni querían mencionar que se les ordenaba marcharse una y otra vez. El grado de habilidad requerido. .. De repente, Donald dejó de moverse y pareció adoptar una posición atenta.
—Señor, estoy recibiendo una llamada de Tonya Welton por su línea privada.
—¿Qué demonios quiere esa mujer? Muy bien, ponme con ella. Y dame también visión completa.
Donald volvió la cabeza. Un panel televisor vertical plano brotó de entre sus hombros y subió deslizándose tras su nuca. Mientras se alzaba, dibujó pautas abstractas, pero luego mostró una clara imagen de Tonya Welton.
—Sheriff Kresh — dijo—. Menos mal que le localizo. Debe venir a Ciudad Colono de inmediato.
Kresh sintió un brusco ramalazo de ira. ¿Cómo se atrevía darle órdenes?
—No tengo muchas noticias nuevas, señora Welton. Tal vez si retrasamos nuestra próxima reunión hasta que haya tenido oportunidad de obtener más información…
—No le necesito por eso, sheriff. Hay algo que debe ver. Aquí, en Ciudad Colono. O más exactamente, sobre ella.
—Señor, estoy recibiendo informes del Cuartel General confirmando disturbios en Ciudad Colono —dijo Donald, volviendo un poco la cabeza.
Kresh sintió un nudo en la boca del estómago.
—Maldita sea, otra vez no.
—Oh, sí, otra vez —dijo Tonya Welton, su voz fría de furia—. Provocación deliberada, y no sé hasta cuándo podré contener a mi gente. Sus oficiales están aquí, por supuesto, pero es peor que la última vez. Mucho peor.
Kresh cerró los ojos y deseó desesperadamente que dejaran de suceder cosas. Pero no era probable que tales deseos se materializaran pronto.
—Muy bien, señora Welton. Vamos de camino.
.
5
Asesinatos. Disturbios. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Alvar Kresh puso en marcha su coche aéreo y tomó los controles. Apenas tuvo que dirigir una mirada a Donald para dejarle claro que pretendía pilotar él mismo, y que no iba a permitir ninguna tontería.
Pero no tenía sentido perturbar a Donald. Alvar despegó, volando con cautela, guiando el aparato con el cuidado suficiente para que Donald no se hiciera cargo del mando.
Se suponía que los crímenes violentos no podían darse en los mundos espaciales. Se pensaba que el bienestar y la ilimitada prosperidad proporcionados por el trabajo robótico eliminaban la pobreza, y por tanto los motivos para cometer crímenes.
Una hermosa teoría, desde luego, pero las cosas no funcionaban de esa forma. Si así hubiera sido, Alvar Kresh hubiera vivido mucho más pacíficamente. Siempre había alguien relativamente más pobre que su vecino. Alguien con sólo una pequeña mansión en vez de una grande, que soñaba con conseguir un palacio. Alguien celoso de la gran influencia de otro, decidido a reajustar el injusto desequilibrio.
Y no importaba lo rico que fueras, sólo una persona podía poseer un determinado objeto. La sociedad espacial tenía bastantes artistas, y una pequeña fracción de obras de arte eran notablemente buenas. El ardiente deseo de poseer una obra única y original era un motivo común para el robo.
Había muchos otros motivos para cometer crímenes aparte de la pobreza, desde luego. La gente todavía se emborrachaba, y deseaba a la esposa ajena, y discutía con los vecinos. Todavía había peleas de amantes, e incidentes domésticos.
El amor y los celos provocaban muchos crímenes pasionales, si se puede llamar pasional un crimen cuando generalmente requería una intrincada planificación para conseguir que tu víctima se encontrara en un lugar donde no hubiera robots…
Otros quebrantaban la ley con mayor deliberación, buscando una compensación diferente que el dinero o el amor. Simcor Beddle, por ejemplo. Ansiaba poder, y estaba dispuesto a arriesgarse a ser detenido (él mismo y sus Cabezas de Hierro) para conseguirlo.
Y eso era sólo el comienzo de la lista. La sociedad de Infierno estaba altamente jerarquizada, y su capa superior lastrada por un sistema increíblemente complejo de conducta. Era vital mantener las apariencias, y virtualmente imposible evitar dar un humillante mal paso tarde o temprano, y había muchos infernales que no hacían ascos a la preparación de humillaciones deliberadas para sus enemigos. La clase alta de Infierno era un campo perfecto para los chantajistas y los vengativos.
Luego estaba el espionaje industrial. Alvar estaba dispuesto a apostar a que el atacante de Fredda Leving buscaba unos cuantos diseños secretos. Si en Infierno se hacían pocas investigaciones originales, eso precisamente hacía que el tema fuera mucho más apreciado.
Pero ninguno de estos motivos tendría mucha fuerza a no ser por otro factor, uno que en opinión de Alvar, pocos observadores y teóricos consideraban: el aburrimiento.
No había mucho que hacer en un mundo espacial. Ciertos tipos de personalidad no se adaptaban bien al ocio interminable, a la interminable protección robótica y a sus mimos. Una pequeña fracción de estos tipos se convirtieron en buscadores de emociones.
Había una ultima cosa que arrojar a la mezcla, por supuesto: los colonos. Llevaban allí poco más de un año estándar, y el Departamento del sheriff nunca había estado más ocupado. Se habían producido interminables riñas de salón, peleas en las calles, manifestaciones de masas y disturbios.
Como hacia al que ahora se dirigían. Ya casi habían llegado a Ciudad Colono.
Kresh dejó que Donald tomara los controles. Quería poder verlo todo desde el aire, ver cómo progresaba la revuelta, estudiar las pautas para contrarrestar los últimos movimientos de los Cabezas de Hierro. Quería mantenerse a un paso por delante de ellos, impedir que escaparan completamente al control.
Lo que era irónico, desde luego, porque creía en todo lo que promulgaban los Cabezas de Hierro. Pero un servidor de la ley no podía dejar que sus ideas políticas le impidieran reprimir disturbios.
Ciudad Colono. Eso sí que era una metedura de pata política, y el resultado sólo podía ser el tipo de algarada que al parecer había vuelto a estallar. Chanto Grieg y el Ayuntamiento de la ciudad habían concedido a los colonos un enclave dentro de Hades, les habían dado una gran zona de tierra sin usar, un parque industrial que nunca había sido construido. Si Grieg quería tener a los malditos colonos en el planeta, ¿por qué no les dio un enclave alejado de los límites de la ciudad? Colocarlos dentro de Hades era en sí mismo una incitación a la revuelta.
Pero no, Grieg dejó entrar a los colonos, y éstos se pusieron a trabajar. Y allí, apareciendo a la vista en el horizonte, estaba el resultado, apenas un año después de la concesión de los terrenos. No había ningún edificio, por supuesto, pero eso era engañoso. Los colonos preferían construir sus casas bajo el suelo, sin perturbar el paisaje. Y si no había ningún paisaje, bueno, entonces construían uno.
Los ojos de Alvar dejaron de contemplar el horizonte y miraron el espectáculo de debajo. La ciudad de Hades pasaba rápidamente, con sus orgullosas torres un poco cansadas y desgastadas por la arena, muchos de sus parques de bordes difuminados, las zonas vacías de los límites de la ciudad se perdían de vista en el horizonte. Y entonces, justo delante, apareció Ciudad Colono, una espada de verde que parecía apuntar al corazón marrón de Hades, un parque grande e idílico de grandes praderas, orgullosos bosques de árboles jóvenes, y el aire suavizado por la bruma de sus lagos y lagunas.
Era increíble lo que habían conseguido en apenas un año… y sin la ayuda de un solo robot. Los espaciales tendían a igualar a los robots con las máquinas y por eso se preguntaban cómo conseguían vivir los colonos sin máquinas. Obviamente, se trataba de un error de concepto. Los colonos usaban tecnología y sistemas altamente automatizados. Esos bosques habían sido plantados por máquinas, no por hombres. La diferencia era que ninguna de las máquinas de los colonos se parecía ni remotamente a un robot espacial. Virtualmente, no tenían ninguna capacidad para pensar o para actuar de forma independiente. El más sofisticado de los sistemas informáticos de los colonos ni siquiera hubiera obtenido calificación en cualquiera de los tests de inteligencia robóticos.
Pero la lección de los colonos estaba clara: las tontas máquinas podían hacer muchas cosas en manos de gente inteligente y decidida. Alvar Kresh contempló el lugar, verde y en pleno desarrollo, y se preguntó si en efecto hubo una época en que los espaciales fueron tan enérgicos, tan ambiciosos. ¿Qué sucedió para que los espaciales se quedaran dormidos y dejaran que la historia pasara de largo?
En efecto, Ciudad Colono era una lección impresionante, pero había espaciales a los que no les gustaba que los educaran. Allí, cerca de la puerta sur del enclave. Una columna de humo negro, una pequeña flota de coches de policía volando a su alrededor.
—Llévanos allá, Donald —dijo Alvar, señalando innecesariamente el brillo del fuego. Donald ya estaba guiando el coche hacia abajo, fijándolo en un amplio círculo sobre el centro del alboroto. Obviamente, se trataba de otra incursión de protesta contra los colonos. Esta vez habían ocasionado un buen incendio con bancos del parque, basura traída a propósito, y todo el material inflamable que habían podido encontrar. Parecía que sobre el fuego colgaba algo parecido a dos maniquíes que pendían de largos palos.
Kresh sacó unos prismáticos y se los llevó a los ojos.
—Cabezas de Hierro — anunció—. Vuelven a quemar la efigie de Grieg, por lo que parece —dijo, ofreciendo el comentario aunque sabía perfectamente que la visión de Donald era superior a la suya. El robot apenas tenía que incrementar el aumento de uno de sus ojos, o de ambos. —Y otra figura arde junto a él. Tal vez Tonya Welton. Al menos no soy yo esta vez. Bien.
Por un momento, Kresh llegó a temer que la noticia del ataque a Leving se hubiera filtrado, a pesar del bloqueo de noticias que había ordenado. Pero ninguna de las pancartas que podía ver mencionaba a Leving, ni nada referente al ataque.
A menos que los Cabezas de Hierro hubieran descubierto su conexión con los colonos y se tomaran la revancha. Eso les daría un motivo para guardar silencio.
—Señor —dijo Donald—, en la parte de atrás de la hoguera…
Kresh giró sus prismáticos y soltó una maldición.
—¡Rayos y centellas, magnífico! Eso hará felices a los colonos.
Tras unos árboles, un grupo de Cabezas de Hierro enmascarados estaba destruyendo tantos retoños como podía, disparando a ciegas con sus pistolas. Aquellos seres ni siquiera aprovechaban los troncos para alimentar la hoguera, cosa que hubiese tenido algún sentido. No, era sólo destruir por destruir. Malditos idiotas. Los colonos amaban sus árboles, sí, y matar unos cuantos los volvería locos. ¿Pero no se les había ocurrido a los Cabezas de Hierro que un grupo de gente que se preparaba para terraformar un planeta tendría capacidad para reemplazar unos cuantos árboles? ¿Y qué clase de idiota destruiría los árboles de un planeta con una ecología debilitada?
Locos. Tal vez, con un poco de suerte, se matarían entre ellos en un fuego cruzado. Kresh se sentía incómodo porque estaba de acuerdo con la filosofía de los Cabezas de Hierro. Sí, bien, construir más robots, mejores, dar a los infernales una oportunidad real de revivir la terraformación antes de entregar el trabajo a los extranjeros. Todo eso tenía sentido. Pero la política no excusaba el vandalismo. Kresh cogió el comunicador del aeroauto, pero antes de que pudiera dar la orden, uno de los coches de policía descendió hasta casi la altura de la copa de los árboles, escupiendo una nube de gas tranquilizador. Los Cabezas de Hierro se dispersaron, pero uno o dos de ellos cayeron, incapaces de escapar a los efectos del gas. Otro coche patrulla aterrizó. Dos comisarios saltaron de él y esposaron a los inconscientes manifestantes en segundos. Su coche estaba ya en el aire, persiguiendo a los que habían escapado. Mientras tanto, un coche aéreo del Departamento de Bomberos se acercaba. Disparó un cañón doble de agua a la hoguera y las efigies. Más coches de policía aterrizaron. Los comisarios bajaron a tierra y empezaron a rodear a los manifestantes. Bien. Bien. Kresh se alegró al ver la forma en que su gente manejaba el asunto.
Éste era un trabajo para los humanos, no cabía duda. El control de las revueltas era algo que no podían hacer los robots. Y era por eso, naturalmente, que todavía existía policía humana. Los sheriffs y oficiales tenían que estar preparados para hacer un montón de cosas que quebrantaban la Primera Ley.
Kresh contempló actuar a los suyos, lleno de orgullo. No había habido necesidad de que tomara el mando. Habían convertido en una ciencia ese tipo de operación. Pero había un reverso oscuro en esa verdad. ¿Cómo podían no mejorar? El mismo demonio sabía que tenían práctica suficiente.
—Vamos a aterrizar, Donald — dijo—. Y ya que estamos aquí, podemos hacer una visita a la señora Welton. Llámala.
Tonya Welton los esperaba junto a la entrada principal de Ciudad Colono. Kresh pensó que le faltaba algo. Entonces advirtió qué era: su robot, Ariel. Ningún espacial salía de casa sin al menos un robot ayudante, y en la ciudad Tonya se plegaba a esa convención. Pero aquí, en su propio césped, tal vez pensaba que podía evitar los absurdos espaciales.
El coche aéreo se posó. Hombre y robot desembarcaron.
—Sheriff Kresh, Donald 111 —dijo Tonya—. Bienvenidos a nuestra humilde morada. Pasen y dejen atrás esa terrible nube de humo que sus amigos han vertido en la atmósfera.
—Los Cabezas de Hierro no son mis amigos —dijo Kresh, avanzando. Donald y él la siguieron al ascensor.
—No, dudo que un policía aprobara sus tácticas —dijo Welton—. Pero seguro que no pretenderá hacerme creer que se opone a sus objetivos.
Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó su rápido descenso al interior de Ciudad Colono. El trayecto producía siempre un extraño efecto en el estómago y en el oído interno de Alvar. O tal vez era sólo que no le gustaba la idea de encontrarse a medio kilómetro bajo tierra.
Apartó esos pensamientos de su mente y respondió a la líder colono.
—No, señora, no lo haré — dijo—. Quieren que se marchen ustedes, que el gobernador Grieg use robots, no colonos, para reterraformar Infierno, y quieren que éste sea un mundo espacial, no una mezcla entre espacial y colono. Creen que esa situación sólo podría ser un interludio hasta que ustedes se hicieran dueños de todo. Yo también creo esas cosas. Pero el fin no justifica los medios. El salvajismo no tiene cabida en un debate político.
Tonya miró al sheriff con una sonrisa ligeramente forzada.
—Bien dicho, sheriff Kresh. Lástima que Chanto Grieg sólo lleve un año de mandato. Sería un buen candidato para la oposición.
—Se me ha ocurrido esa idea —dijo Alvar, irguiéndose y mirando al frente—. Alguien tendrá que sustituirlo tarde o temprano. Pero las próximas elecciones serán el momento adecuado.
—Parece que será una campaña interesante —dijo Tonya, secamente.
La puerta del ascensor se abrió y Tonya Welton los guió a un gran espacio abierto subterráneo. Kresh consideró que medía tal vez un kilómetro de largo por medio de ancho. Había un elaborado cielo falso que parecía remedar las condiciones auténticas del cielo real, desde el brillante sol a la columna de humo que aún se alzaba desde la dirección de la manifestación de los Cabezas de Hierro. Welton advirtió que Kresh miraba hacia arriba.
—Sí, la simulación en tiempo real es un toque nuevo desde la última vez que estuvo aquí. La teoría es que será mucho menos desorientador ir y volver entre Ciudad Colono y Hades si nuestro subcielo es exactamente igual al verdadero. Con el programa generalizado de cielos diurnos y nocturnos que teníamos antes, salir se hacía bastante confuso.
—Mmm. —Alvar miró a su alrededor, sintiéndose infeliz. Tal vez sus ojos veían los grandes espacios abiertos de la gran caverna, pero su mente era consciente de cada gramo de los millones de kilos de roca que había sobre su cabeza—. Supongo que podría ayudar, pero me parece que este lugar es suficientemente desorientador, no importa lo que proyecten en su cielo falso. ¿Cómo pueden soportar vivir bajo tierra?
Tonya hizo un gesto, abarcando la gran caverna artificial. La luz solar, brillantemente simulada, iluminaba un pequeño parque. Una fuente lanzaba al aire un chorro de agua, y la brisa le alborotaba el pelo. En el paisaje aparecían edificios pequeños y hermosos.
—Los colonos estamos acostumbrados a vivir bajo tierra. Y además, no podrá decir que este sitio es una mazmorra apestosa e incómoda. Hemos conseguido que nuestros hogares subterráneos sean bastante similares a los de la superficie, sin interferir en el paisaje, o sufrir las inconveniencias del mal tiempo. Sus tormentas de arena no pueden alcanzarnos aquí. Pero tenemos otros asuntos que discutir. Vengan.
Los guió hasta un coche que esperaba. Se sentó en su interior y esperó a que Alvar y Donald hicieran lo mismo. Alvar ocupó el asiento delantero, junto a ella, y Donald el de atrás. El coche arrancó sin que Tonya diera ninguna orden aparente. Atravesó la caverna central hasta entrar en un amplio túnel lateral. Se detuvo a la puerta de su oficina.
Alvar resistió la tentación de renovar la interminable discusión filosófica que colonos e infernales habían tenido desde el día en que llegaron aquellos. El tema del coche, y todos los mecanismos automáticos «inteligentes» y no robóticos que usaban los colonos. Todavía parecía suicida confiar en aparatos automáticos que no contenían las Tres Leyes, pero los colonos experimentaban un perverso orgullo sabiendo que sus máquinas no impedían que la gente se matara a sí misma, como si eso fuera una característica útil. Sí, la maquinaria no inteligente dejaba más campo a la iniciativa humana, ¿pero qué beneficio había si todo lo que ese campo te conseguía eran más posibilidades de ser aplastado en un choque como un insecto?
Los tres desembarcaron y atravesaron las dobles puertas de cristal esmerilado y entraron en la zona de recepción, y luego llegaron a la oficina de Welton, sorprendentemente austera. La mayor parte de los lugares de Ciudad Colono eran cómodos, incluso lujosos (si se exceptuaba la falta de robots), pero a Welton parecían gustarle las cosas mantenidas al mínimo. No había ni siquiera un escritorio en la habitación, al menos en aquel momento, aunque Kresh sabía que una mesa de trabajo podía brotar de la pared rápidamente. No había más que cuatro sillas en círculo con una mesita baja y redonda en el centro.
A Alvar le parecía que el mobiliario era diferente cada vez que entraba allí, según el uso que fuera a dársele a la habitación: lugar de trabajo, sala de reuniones, comedor, lo que fuera. Un espacial tendría una habitación para cada función. Tal vez era un residuo cultural de cuando las ciudades subterráneas de los colonos estaban abarrotadas. O tal vez la apariencia de austeridad era simple afectación por parte de Welton. Kresh advirtió un añadido en la sala desde la última vez que estuvo en ella. Un nicho de robot estándar, ocupado por Ariel en ese momento.
Tonya advirtió que Kresh miraba al robot femenino y se encogió de hombros, irritada.
—Bueno, tenía que tener algún lugar para ella cuando está fuera de servicio. Ella misma sugirió el nicho, y parecía un lugar tan bueno como cualquier otro. Creo que se encuentra en posición de espera. ¿Ariel?
No hubo respuesta. Kresh alzó una ceja.
—¿Deja que su robot adopte la posición de espera cuando quiere?
—Ariel, pobrecita, no sirve más que para actuar de cara a la galería cuando salgo entre los espaciales. Ustedes se molestan cuando ven a alguien sin la asistencia de un robot. Eso hacía que mi trabajo resultara casi imposible. Por lo demás, Ariel no tiene otras funciones, y la dejo hacer lo que quiera. Si desea dormir durante un rato, así sea. Pero venga, tenemos mucho que discutir.
Alvar Kresh se sintió más que un poco molesto por el acuerdo con Ariel. Todos los robots requerían órdenes para adoptar la posición de espera de vez en cuando, para conservar energía o por mantenimiento, pero nunca había oído hablar de un robot que la adoptara por cuenta propia. En esa posición, ¿cómo podía un robot obedecer la Primera y la Segunda Leyes? Bueno, no importaba, que Welton hiciera sus propios acuerdos. Sin duda había dicho a Ariel que adoptara sus propios modos de espera de forma que la robot lo consideró una orden. No importaba. Era hora de hablar de negocios.
Se sentó, y Tonya Welton lo hizo enfrente. Donald permaneció de pie. Pero Welton no estaba dispuesta a permitirlo.
—Donald siéntate —dijo
Donald obedeció y Alvar apretó los dientes, decidido a no dejarse molestar. Tonya Welton sabía que le irritaría si trataba a Donald como a un igual. Lo hacía a propósito.
—Bien. Empecemos por sus Cabezas de Hierro, sheriff. Esta es la manifestación más seria y violenta que han montado. ¿Puede ofrecerme alguna seguridad de que estas provocaciones cesarán?
Kresh se agitó incómodo en su asiento.
—No —dijo por fin—. No tiene sentido que pretenda lo contrario. Literalmente hay miles de años de animosidad acumulada entre su gente y la mía. Los hemos considerado subhumanos durante mucho tiempo, y sospecho que algunos colonos tendrían esa opinión de nosotros. Creo que esa etapa ha quedado atrás, pero subsiste el hecho de que no nos gustamos mutuamente. Quedan los prejuicios. Hay mucho resentimiento hacia la conducta de los colonos en Infierno.
—No veo que los míos hayan sido rudos o poco respetuosos, aunque también yo tengo mis grupos de incontrolados. Detuvo usted a un grupo de destructores de robots la semana pasada. ¿Son sus acciones las que causan el resentimiento? He hecho todo lo posible por castigar esas acciones de forma rápida, y en público.
—Grupos de colonos borrachos deambulando por las calles de Hades, destruyendo robots, no han ayudado a su causa —dijo Kresh secamente—. Sin embargo, estoy dispuesto a aceptar el hecho de que usted no puede controlar a su gente… el diablo sabe que yo no puedo controlar a la mía. Incluso estoy preparado para creer que un proyecto terraformador podría requerir algunos recursos extraños para hacer que funcionara. Como ordenar a un robot que se suicide y lo encuentre divertido —la miró, pero ella no mostró ninguna reacción.
»Ninguno de esos incidentes han sido buenas relaciones públicas para ustedes —continuó Kresh—. Pero la causa principal del resentimiento es su propia presencia, su molesta confianza en sí mismos y la creencia de que pueden resolver fácilmente los problemas climatológicos que nos han asaltado. —Hizo un gesto con la mano derecha, indicando el enorme asentamiento subterráneo donde se hallaba—. La forma en que construyeron este lugar fue desconcertante. Y debería añadir que parece un hogar muy permanente para un grupo que no pretende establecerse permanentemente.
Tonya Welton asintió, pensativa.
—He oído todos esos razonamientos antes, y son buenos. ¿Pero debemos actuar sin saber lo que hacemos, sólo para ahorrar incomodidades a los infernales? Hemos congregado a los mejores expertos en terraformación de todos los mundos colonos. Son buenos, habilidosos y trajeron su propio equipo. Lo usaron para construir sus residencias temporales. ¿Confiarían ustedes la reconstrucción de su mundo a gente que no estuviera segura de sus habilidades? ¿O agente que no pudiera excavar una simple caverna? —Tonya señaló a Ariel, inerte en su nicho—. Han visto que muchos de nosotros tenemos robots, para convencernos del valor de su estilo de vida. Cuando nos vayamos y dejemos este lugar como regalo a la ciudad de Hades, esperamos que algunos de ustedes trasladen aquí su residencia, y vean las ventajas de nuestro modo de vida.
—Eso es poco probable —dijo Kresh, con cierta brusquedad.
—Es poco probable que los colonos se lleven a casa esclavos robots —respondió Tonya con tono igualmente desagradable.
Hubo un incómodo momento de silencio, pero entonces habló Donald.
—Por el momento, tal vez sería aconsejable dejar la política y volver a nuestras preocupaciones más inmediatas.
Tonya miró a Donald y sonrió.
—Siempre llegamos a lo mismo. Ves cómo nuestros temperamentos se encienden, y cuando están a punto de escaparse de las manos, sugieres amablemente que tu jefe y yo estemos de acuerdo en que estamos en desacuerdo. A veces pienso que tendrías que servir en el cuerpo diplomático. Pero dime, ¿no te aburres de ver el mismo cansado ritual una y otra vez, Donald?
—Yo no lo consideraría un ritual cansado, ni lo encuentro aburrido. Ustedes dos son hábiles conversadores. He de añadir que, como robot programado para servir en la policía, estudio la conducta humana bajo tensión. Observo y aprendo. Es muy instructivo.
—Muy bien, Donald —dijo Kresh, irritado—. Ya nos has calmado a los dos. ¿Por qué no hablamos del ataque a Leving? La Oficina del Gobernador me confirmó las órdenes esta mañana. Debo compartir toda nuestra información con usted. No veo por qué es necesario, pero órdenes son órdenes. Donald, ¿por qué no facilitas a la señora Welton un sumario de nuestras informaciones y teorías hasta el momento?
—Naturalmente. —Donald giró su cabeza redonda y azul hacia Tonya Welton y le dio un conciso resumen de la información que habían recopilado desde el ataque. Tonya hizo una o dos preguntas, y escuchó con atención. No tomó notas, pero Kresh tampoco tuvo ninguna duda de que habían encontrado la manera de grabar la conversación de algún modo.
Por fin, Donald terminó. Tonya se arrellanó en su silla, contempló el techo blanco y pensó un instante antes de decir nada. Finalmente miró hacia Donald y Kresh.
—Me parece que han llegado muy lejos para excluir la posibilidad de un robot como sospechoso —dijo—. Estarán de acuerdo en que hay que forzar mucho la imaginación para aceptar explicaciones tan elaboradas como botas robóticas o máquinas por control remoto que parecen robots. Hay una antigua regla de la lógica que nos enseña que, cuando no hay razones de peso en contra, la explicación más simple es la mejor. A simple vista, la evidencia abrumadora es que un robot cometió el crimen. ¿Por qué no examinar al menos esa simple explicación?
—Sí —accedió Kresh, incómodo—, pero las Tres Leyes…
—Las Tres Leyes van a volverme loca —replicó Welton—. Las conozco tan bien como usted, y no tiene que recitarlas de nuevo como si fueran un maldito catecismo. Le juro, Kresh, que los espaciales deberían aceptar los hechos y admitir que, la adoración de esas leyes es una religión. La respuesta a todos los problemas, el fin de todas las preguntas, puede encontrarse en el bien infinito de las Tres Leyes. Si aceptamos que las Tres Leyes impiden que un robot atacase a Leving, creo que pasamos por alto un tema clave.
—¿Y cuál puede ser, señora Welton? —preguntó Donald suavemente.
Kresh pensó que era una suerte que Donald estuviera presente, aunque sólo fuera para lubricar las ruedas de la conversación. Welton había hecho una pausa con el único propósito de eludir la pregunta que había planteado Donald, pero Kresh no estaba dispuesto a darle la satisfacción de plantearla él mismo.
—Un tema muy simple —respondió Tonya Welton—. Con el debido respeto, Donald, los robots son máquinas, y les resulta imposible causar daño a los humanos solamente porque están construidos así. Si todos los coches son construidos sin marcha atrás, eso no hace imposible la construcción de una máquina con marcha atrás. Una máquina puede ser construida de una forma o de otra. ¿Y si los robots fueran construidos de forma distinta? ¿Qué impide que el constructor decida no seguir sus preciosas Tres Leyes? ¿No sería la creencia de que los robots no pueden cometer esos actos una tapadera perfecta? El constructor del robot no necesita correr siquiera, pues nadie pensará en perseguirlo.
»Otro punto. Ese bloqueo impuesto sobre los robots del personal, impidiéndoles decir quién les ordenó irse al ala más alejada del laboratorio esa noche. Me parece que un aparato mecánico, un circuito anulador, sería más efectivo para fijar un bloqueo absoluto referido a ciertos temas que dar una intrincada serie de órdenes a cada uno de los robots. Además, sería más fácil de preparar. Y antes de que objeten que un circuito así debilitaría la habilidad del robot para obedecer las malditas Tres Leyes, supongamos que el atacante no era demasiado meticuloso con estas cosas. Donald, ¿qué tamaño tendría una pieza grande de microcircuitos?.
—Sería lo bastante pequeña como para resultar invisible al ojo humano, y podría ser soldada en cualquier parte del sistema sensor de un robot.
—Apuesto a que su gente nunca ha pensado en buscar una causa física para el bloqueo, ¿verdad? Revisen con un microscopio algunos de los robots del laboratorio y ya verán lo que encuentran. Y en cuanto a por qué el atacante necesitaría colocar bloqueos para periodos diferentes… tal vez quería intimidad mientras usaba las instalaciones del laboratorio para preparar el ataque del robot, o incluso el traje robot que postulan ustedes, si insisten en que todos los robots deben obedecer las Leyes.
Hubo un incómodo silencio antes de que Tonya continuase.
—Aunque insistan en eso —dijo por fin—, hay casos documentados sobre robots con las Tres Leyes que mataron a seres humanos.
Donald echó la cabeza atrás, y sus ojos se ensombrecieron por un momento. Tonya lo miró con preocupación.
—Donald…, ¿tienes dificultades?
—No, discúlpeme. Soy consciente de esos casos particulares, pero me temo que la mención brusca de ellos fue muy perturbadora. La simple contemplación de esa perspectiva es muy desagradable, y causó un leve flujo en mi función motora. Sin embargo, ya estoy recuperado, y creo que puede continuar con su argumentación sin preocuparse por mí. Estoy preparado. Por favor, continúe.
Tonya vaciló un instante, hasta que Kresh sintió que tenía que hablar.
—No pasa nada —dijo—. Donald es un robot policía, programado para tener una resistencia especial en lo referente a la posibilidad de causar daño a los humanos. Continúe.
Tonya asintió, un poco insegura.
—Fue hace unos años, aproximadamente hace un siglo estándar, y se hicieron grandes esfuerzos para silenciarlo, pero se produjeron una serie de incidentes en Solaria. Robots con cerebros positrónicos perfectamente funcionales y con las Tres Leyes, mataron a seres humanos, sólo porque estaban programados con una definición defectuosa de lo que era un humano. El mito de la infalibilidad robótica no es completamente adecuado. Sin duda ha habido otros casos que no conocemos porque las tapaderas tuvieron éxito. Los robots pueden funcionar mal, pueden cometer errores.
»Es una tontería admitir que no se puede construir un robot capaz de dañar a un ser humano, o creer que un robot con las Tres Leyes no podría causar inadvertidamente daño a un humano bajo ninguna circunstancia. Por mi parte, considero la fe espacial en la perfección e infalibilidad de los robots un mito folclórico, un artículo de fe que los hechos contradicen.
Alvar Kresh estaba a punto de abrir la boca para protestar, pero no tuvo la oportunidad. Donald habló primero.
—Puede que tenga razón, lady Tonya —dijo el robot—, pero he de añadir que el mito es necesario.
—¿Necesario en qué sentido?
—La sociedad espacial está basada, casi por completo, en el uso de robots. No hay casi ninguna actividad en Infierno, ni en ninguno de los otros mundos espaciales, que no se base en ellos de algún modo. Sin los robots, los espaciales serían incapaces de sobrevivir.
—Y ésa es precisamente la objeción que los colonos ponemos a los robots —sentenció Welton.
—Como es bien sabido por los espaciales, que lo consideran un argumento plausible —dijo Donald—. Nieguen a los colonos los ordenadores, o el hiperimpulso, o cualquier otra máquina vital insertada en el tejido de su sociedad, y la cultura colona no podría sobrevivir. El ser humano puede ser definido como un animal que necesita herramientas. Otras especies de la vieja Tierra usaron e hicieron herramientas, pero sólo los humanos las necesitan para sobrevivir. Niegue todas las herramientas a un humano, y lo sentenciará a muerte. Pero estoy apartándome del tema principal. —Donald se volvió a mirar a Alvar, y luego miró de nuevo a Welton.
»La sociedad espacial —continuó Donald— se basa en los robots, confía en ellos, cree en ellos. Los espaciales no podrían funcionar si no tuvieran fe en los robots. Pues aunque sólo seamos máquinas, meras herramientas, somos enormemente poderosos. Si fuéramos considerados peligrosos —la voz de Donald tembló al sugerir la idea—, seríamos peor que inútiles. No confiarían en nosotros. ¿Y quién sino un loco tendría fe en una herramienta poderosa en la que no se puede confiar? Así, los espaciales necesitan tener fe en que sus robots son completamente dignos de confianza.
—He pensado en eso —admitió Welton—. He observado su cultura, y he reflexionado. Los colonos y los espaciales pueden ser rivales en una pugna larga y absurda cuyos resultados, no llegaremos a ver ninguno de nosotros, pero también somos todos seres humanos, y podemos aprender unos de otros.
»Naturalmente, vinimos aquí esperando convencer al menos a algunos de ustedes para que actúen sin robots. No tiene sentido pretender lo contrario. He comprendido que no conseguiremos convertir a nadie. Los colonos no podríamos apartarlos de los robots, como tampoco podríamos convencerlos para que dejaran de respirar. Y he llegado a la conclusión de que sería un error intentarlo.
—¿Cómo dice? —preguntó Kresh. Tonya se volvió hacia Donald, contempló sus brillantes e inexpresivos ojos azules y extendió la mano hasta tocar con ella su cabeza redonda.
—Personalmente, he llegado a la conclusión de que no podemos cambiar la necesidad de robots que tienen los espaciales. Hacerlo los destruiría. Intentarlo es inútil. Sin embargo, estoy segura de que su cultura tiene que cambiar si quiere sobrevivir. Pero debe cambiar de otra forma.
—¿Por qué le importa que sobrevivamos? —preguntó Kresh—. ¿Y por qué debería creerle?
Welton se volvió hacia él y alzó una ceja.
—Estamos aquí para intentar sacar su clima del borde del colapso. He pasado el último año en esta ciudad caldeada por el sol, en vez de en mi hogar. Eso debería hacerle creer en sinceridad —dijo en tono divertido—. Y en cuanto a por qué nos interesa su cultura… ¿No le parece que sería el colmo de la arrogancia suponer que la suya es la única forma de vivir? Hay valor y mérito en la diversidad. Tal vez las culturas espacial y colona, juntas, consigan cosas que ninguna de las dos podría hacer sola.
Kresh gruñó.
—Tal vez —dijo—. Pero no soy ningún filósofo, y creo que hemos cubierto todos los ángulos en este caso de Fredda Leving. Tal vez pueda enviarle a Donald alguna vez para que ustedes puedan discutir juntos sobre las cualidades del porqué.
O Tonya Welton no captó el sarcasmo , cosa improbable, o decidió ignorarlo. Sonrió se volvió hacia Donald.
—Si alguna vez quieres venir —dijo dirigiéndose al robot— estaría encantada.
—Ansío tener esa oportunidad, señora —dijo Donald. Alvar Kresh apretó los dientes, sin saber con seguridad cuál de los tres (Donald, Welton o él mismo) había conseguido tener más éxito en enfurecerlo.
Los ojos de Ariel cobraron vida y se iluminaron de amarillo. Bajó de su nicho y cruzó la habitación hasta el lugar donde estaba sentada su dueña. Ocupó el asiento que había usado Donald.
—Bien, Ariel, ¿qué te parece? —preguntó Tonya.
—Creo que puede ser más fácil conseguir que Alvar Kresh escuche que dirigirlo. No juzgo bien esas cosas, pero no creo que se dejara impresionar lo más mínimo por sus argumentos sobre la posibilidad de… de un asaltante robot. Tampoco creo que se convenciera del todo de que yo estuviera dormida.
—Vamos a dejar algo en claro, Ariel. Puede que no seas juez de la psicología humana en general, pero conoces más sobre la psicología espacial de lo que yo lo haré jamás. Dudo que llegue a comprenderlos por completo. Ellos te construyeron, te diseñaron para que encajaras en su mundo. Eres el único producto de ese mundo en cuya lealtad puedo confiar. Puedes estar junto a mí, viendo y escuchando, mientras ellos te ignoran por completo. Por eso valoro tu opinión.
—Sí, señora. Lo agradezco. ¿Pero puedo preguntarle por qué, si ellos me ignoran de todas formas, me ordenó que simulara estar dormida?
—Una medida de seguridad. Kresh estuvo aquí como policía, no como espacial. Si hubieras sido una leve presencia activa en la habitación, eso le habría llamado la atención. Si te hubiera ordenado que te fueras, él podría haber notado esa ausencia, y también le habría llamado la atención. Además, quería que escucharas.
»Al decirle que te dejo dormir cuando quieres, atraje su atención hacia mí, la excéntrica colono que trata a su robot como a una igual. Si él pensara en ti, es probable que se le ocurriera que estuviste conmigo cada vez que visité Laboratorios Leving. No quiero que caigas en manos de los robopsicólogos espaciales. No soy la persona más hábil a la hora de dar órdenes a los robots. Es posible que encontraran formas de hacerte hablar sobre las cosas que te he ordenado no discutir.
—Gracias, señora. Ahora lo comprendo mejor. Pero debo decir una vez más que no creo que lo impresionara mucho la idea de que un robot cometió el ataque.
—Bien. No esperaba que la aceptara. Todo lo que quería era enturbiar las aguas.
—¿Señora?
—Quería preocuparlo por temas colaterales, con pistas falsas. Quiero entorpecer su ritmo.
—Señora, me temo que no comprendo.
—Necesito tiempo, Ariel. Sabes que necesito tiempo para averiguar las cosas por mí misma. Tengo intereses que proteger.
Tonya Welton se levantó, cruzó la habitación y empezó a caminar de un lado a otro, traicionando por fin con sus acciones el nerviosismo que Ariel sabía que sentía.
—Tengo intereses que proteger —repitió—. Él está escondido, Ariel —dijo Tonya, y no hubo necesidad de que pronunciara el nombre del hombre—. Ni siquiera aceptará mensajes de mi parte. Eso demuestra que algo va mal. Está en peligro, y ese peligro podría aumentar si su conexión conmigo sale a la luz en el momento inadecuado. Y sospecho que Alvar Kresh sentiría un placer especial si destruyera a algo, o a alguien, a quien yo aprecio.
Alvar Kresh se alegró de salir de la oficina de Welton, por decirlo de forma suave. Mientras el ascensor llegaba al nivel del suelo y cuando ya no tuvo que controlar su claustrofobia, descubrió que dejaba escapar un suspiro de alivio, y sintió que su ánimo mejoraba de golpe. Su furia pareció desvanecerse ante los maravillosos cielos abiertos.
—Me temo que nuestra visita no ha sido especialmente productiva —dijo Donald—. La señora Welton no ofreció mucha información útil y no veo que haya aprendido nada de nosotros que no pudiera haber aprendido con una transmisión de datos. Tampoco comprendo por qué nuestra presencia era necesaria en el tumulto de los Cabezas de Hierro. Sus oficiales lo manejaron sin que fuera necesaria su experiencia.
—Donald, Donald, Donald —dijo Kresh mientras recorrían el parque en dirección al coche aéreo—. ¿Y tú te consideras un estudioso de la naturaleza humana? Esa reunión no tuvo nada que ver con el hecho de intercambiar información. Los seres humanos a menudo no hablan de lo que hablan.
—¿Cómo dice, señor?
—No vinimos aquí a ayudar a reprimir la manifestación de los Cabezas de Hierro, sino a ser testigos de ella y a recibir el claro mensaje de que el caso Leving podría hacer que esas acciones empeoraran. Si el populacho de Hades tiene la idea de que los colonos están intentando desacreditar a los robots preparando ataques que parecen cometidos por robots, los Cabezas de Hierro no podrán dar abasto a todos los nuevos reclutas.
—¿Pero qué tiene usted que ver con eso?
—Para empezar, soy el encargado de mantener la paz. Pero recuerda que ella decidió reunirse con nosotros en su terreno. Aquí arriba, en la superficie, el aire sigue lleno de humo, y estamos lo suficientemente cerca del perímetro de Ciudad Colono como para que el aire vuelva a oler a desierto. Allá abajo, todo era paz y tranquilidad, y el aire era dulce. Otro claro mensaje: los colonos no tienen motivos para temer a los manifestantes. Pueden permanecer en su caverna artificial. Pero los ciudadanos de Hades no tienen esa opción. Sin embargo, todos los planes de terraformación se basan en los colonos. Resumiendo, Tonya Welton nos dijo que nosotros la necesitamos a ella mucho más que ella a nosotros —concluyó Alvar Kresh mientras llegaban al coche aéreo.
Donald se sentó a los controles y despegaron.
—¿No le pareció extraño que quisiera saber tanto sobre el caso Leving? Después de todo, no tiene ninguna responsabilidad en la investigación de crímenes —dijo el robot mientras maniobraba para ganar altitud.
—Sí, me extrañó. De hecho, me dio la impresión de que esperaba que dijéramos algo que no dijimos, aunque el diablo sabe de qué puede tratarse. No sé, Donald. Tal vez tiene algún genuino interés personal o profesional en la recuperación de Leving
—Ya veo —dijo Donald, con cierta inseguridad en la voz—. Pero no me parece una explicación suficiente para el notable interés de lady Tonya. Advierta que apenas preguntó por la propia Fredda Leving. Sólo le interesaba el aspecto robótico del caso. ¿Por qué le preocupa eso tanto, y por qué lo considera tan abrumadoramente importante?
—Te diré lo que pienso, Donald —dijo Kresh mientras contemplaba el paisaje de debajo—. Creo que un colono cometió el crimen, tal vez actuando directamente bajo órdenes de Tonya Welton, precisamente para provocar más disturbios y dar a los colonos una excusa para marcharse del planeta. Hacernos venir aquí durante el tumulto fue solamente el primer paso en la orquestación de esa retirada.
—¿Puedo preguntarle sus razones para creerlo así? —preguntó Donald, impasible, mientras guiaba el aeroauto.
—Bueno, primero, no me gustan los colonos. Sé que no es una buena razón, pero es así. Y segundo, diga lo que diga Tonya Welton sobre ese contingente de colonos entrenados para comprender nuestra forma de ser y apreciar las Tres Leyes, sigo sin creer que un espacial pudiera intentar ninguna de las proezas que hemos sugerido para explicar el ataque. Piénsalo: construir un aparato de control remoto que imita a un robot, calzar pies robóticos y usar un brazo de robot como maza, construir y programar un robot asesino especial. Ningún espacial haría esas cosas.
»Welton tenía razón en una cosa: las Tres Leyes son casi nuestra religión. Interferir en ellas, abusar de ellas o del concepto de robot sería, de alguna manera, casi una blasfemia. Hay veces en las que pienso que nuestro ilustre gobernador Chanto Grieg propugna con tanta fuerza que cambiemos que alguien va a reaccionar y lo llamará hereje. Tal vez sea más profundo que eso. La idea de pervertir a los robots me revuelve el estómago. Es como la prohibición del canibalismo o del incesto. No creo que ningún espacial lo bastante desequilibrado para hacer el intento fuera lo suficientemente cuerdo como para llevar a cabo la planificaci6n metódica necesaria.
»No. Sólo un colono sería lo bastante estúpido… bueno, está bien, ignorante, para intentar sembrar la idea de un robot que pudiera cometer un acto violento. Cualquier espacial sabría lo profunda y permanente que es la prohibición al respecto.
Alvar se detuvo y pensó durante un momento. De repente, se le ocurrió una idea nueva y perturbadora.
—De hecho, ése podría ser el motivo. Tal vez los colonos no quieren marcharse. Nos hemos entretenido demasiado imaginando la forma en que se hizo el ataque para detenernos a preguntarnos por qué, nadie querría atacar a Fredda Leving.
—Me temo que no le entiendo, señor.
—Ignoremos todas las tonterías de Welton sobre respetarnos como una cultura alternativa. Llegó a decir que venían aquí como misioneros, esperando convertirnos para que abandonáramos a los robots. Los colonos, este grupo de Infierno, y todos en general, siempre buscan formas para hacer que la dependencia espacial de los robots parezca una debilidad, en vez de una fuerza. Intentan convencernos para que abandonemos a los robots. Hablaste de la necesidad que tenemos de confiar en los robots. ¿Y si el ataque a Leving es el primer paso en una campaña para hacer que tengamos miedo de nuestros propios robots?
—Comprendo el razonamiento, señor, pero me veo obligado a preguntar por qué se eligió a Fredda Leving como víctima. ¿Por qué atacarían los colonos a su propia aliada?
Kresh sacudió la cabeza.
—No pretendo comprender su política, pero tal vez haya alguna especie de mala sangre entre Welton y Leving. Algún tipo de resentimiento, alguna clase de competición o desacuerdo entre ambas. Jomaine Terach lo dio a entender. Debe de estar relacionado con ese gran proyecto que todavía no conocemos
»Y no creo que lleguemos a ninguna parte hasta que sepamos de que se trata.
Tres horas más tarde, Alvar Kresh estaba sentado en su despacho, leyendo los informes diarios, tomando notas sobre el estado de la investigación y la solicitud de ascenso. Tendría que haberse ido a casa a dormir, para descansar un poco. En total, apenas había dormido una hora la noche anterior. Pero estaba demasiado excitado para hacerlo, demasiado ansioso por continuar con la caza.
Excepto que, todavía, no había nada que cazar. Hasta que Gubber Anshaw saliera de su casa, a menos que lo hiciera, Kresh no podría interrogarlo. Tal vez los laboratorios forenses encontrarían algo cuando investigaran todas las pruebas físicas del caso. Kresh había apostado consigo mismo a que encontrarían algo, pero no fue así. Quienquiera que hubiera hecho aquello parecía terriblemente hábil dejando pistas falsas.
Pero hasta que alguien encontrara un testigo, una prueba, había muy poco que pudiera hacer.
No, quedaba otra posibilidad: la de otro incidente. Otro ataque que pudiera darle una pauta, un ritmo con el que trabajar. Otro ataque ejecutado con más torpeza. Era terrible que un policía deseara que se cometiera un nuevo crimen, pero había muy pocas formas de poder solucionar aquel caso. ¿Qué más podía hacer? ¿Enviar a medio departamento en busca de las botas con suela robótica? Seguramente el atacante ya las había destruido, o las habría escondido, preparado para el siguiente ataque.
Alvar se esforzó por apartar su mente del caso. Después todo, tenía un departamento que dirigir. Consiguió terminar un preocupante informe de personal, relacionado con un súbito aumento en el número de dimisiones. Pero no logró distraerse demasiado tiempo. Ni siquiera aquel informe, con posibilidad de peligro para el futuro del departamento, ocupaba toda su mente.
Porque los colonos habían venido a apoderarse de todo. Lo sabía. No importaba cuántas negativas hicieran, no importaba cuánto ruido hiciera el gobernador Grieg sobre acercamientos y nuevas eras de cooperación, Kresh seguiría creyendo, seguiría sabiendo, que los colonos consideraban Infierno como un mundo maduro para su colonización.
Por el momento, los colonos, al menos en su mayoría, se comportaban de forma amable, respetaban la cultura local, pero o no duraría. Cultura local; una expresión clave de la política. Un eufemismo para uso de robots. Algunos optimistas pensaban que los colonos de Infierno se acostumbrarían al uso de los robots, y que verían sus ventajas, y que tal vez incluso regresarían a sus mundos colonos cantando alabanzas. Se desarrollaría un mercado para los robots espaciales en los mundos colonos, y todo el mundo se haría rico vendiéndoles robots.
Pero Kresh no albergaba esas ilusiones. Los colonos habían venido para apoderarse de todo, no para comprar robots de servicio. Cuando controlaran firmemente Infierno… bueno, lo único que hacía falta para acabar con un robot era el disparo de un láser. Después de destruir a los robots, los colonos ni siquiera necesitarían atacar a los espaciales. La cultura espacial, y sus individuos, necesitaba a los robots tanto como una persona necesita comida y bebida. Habían sido confiados a los robots demasiados trabajos, demasiada gente no se había molestado jamás en aprender tareas que era más fácil dejar a los robots. Sin ellos, los espaciales estaban condenados.
Lo que lo llevaba a su tema central: ¿Qué sucedería a los espaciales si ya no pudieran confiar en los robots?
¿Y si los colonos preparaban un plan con el expreso propósito de averiguarlo?
«Camúflate —se dijo Calibán—. Observa lo que hacen los otros robots. Compórtate como ellos» Ya había desarrollado la complejidad necesaria para saber que su propia supervivencia dependía de actuar como los demás. Recorría Hades, observando y aprendiendo, atravesando la ciudad de un lado a otro mientras el día cruzaba el cielo y llegaba la noche.
.
6
Gubber Anshaw recorría su salón, molesto. Ya tenían que haberla encontrado. Seguro que sí. ¿Pero había sobrevivido? La cuestión le roía el alma. Estaba viva cuando se marchó, de eso estaba seguro. No cabía duda de que un robot la había encontrado y la había salvado. Aquel lugar estaba infestado de robots. Excepto que, por supuesto, Gubber había ordenado a todos los robots que se marcharan esa noche. En su pánico, lo había olvidado.
Aquel charco de sangre, el terrible corte en su rostro, la forma en que yacía, tan absolutamente inmóvil. Tendría que haberse quedado allí, tendría que haberlo arriesgado todo e intentado ayudarla. Pero no, sus propios temores, su propia cobardía, se lo habían impedido.
¡Y Tonya! ¡Su amada Tonya! Incluso en mitad de su angustia, Gubber Anshaw encontró un momento en sus pensamientos para maravillarse una vez más de que una mujer así pudiera preocuparse por un hombre como él. Pero ahora, tal vez, preocuparse por él la había puesto en peligro.
A menos que, naturalmente, fuera ella quien lo hubiera puesto en peligro a él. Un tenso nudo de recelo le apretó el pecho. ¿Cómo podía estar pensando siquiera esas cosas? ¿Pero cómo podía evitarlas?
Había muchas preguntas que no se atrevía a formular, ni siquiera sobre sí mismo. ¿Hasta qué punto estaba ella mezclada en todo esto? Él se había sacrificado gratamente, quizá lo había sacrificado todo por ella. ¿Había hecho bien? ¿Cuáles podrían ser las consecuencias de sus acciones? ¿Qué había hecho esa noche?
Miró hacia el panel comunicador. Todas las luces de alerta parpadeaban. El mundo exterior intentaba alcanzarlo por todos los medios de comunicación que tenía. Sin duda allí había noticias de Tonya, esperándolo junto con todas las demás. Sin duda ella ya habría conseguido acceso a los informes policiales. Y sin duda sabría lo ansioso que estaba por ver esos informes.
Gubber Anshaw recorrió la habitación, preocupado, esperando, reprimiendo el impulso de mirar el reloj de pared. De todas formas, hacía tiempo que lo había cubierto con un trapo. Tal vez sus reflejos dirigieran su mirada hacia el reloj, pero no cabía duda de que su yo consciente no quería saber la hora. Ya ni siquiera tenía la más remota idea de cuánto tiempo había pasado, de si era de día o de noche. Podría descubrirlo en un instante, por supuesto, retirando la cubierta del reloj o preguntándoselo a un robot. Pero había una parte de él que se resistía a hacerlo.
En algún irracional rincón de sí mismo, estaba seguro de que no podría seguir escondiéndose del universo si sabía la hora que era. Mientras horas y días estuvieran ocultos, podría imaginarse aislado, ajeno al fluir del tiempo, en una crisálida tras su panel de comunicaciones desconectado y sus robots, a salvo dentro de su pequeño santuario, sin formar ya parte del mundo exterior.
Y sin embargo, tarde o temprano, tendría que salir de su casa. Tendría que regresar al tiempo, al mundo. Lo sabía. Pero también sabía que su conocimiento culpable, el hecho de su acción, lo mantendrían dentro un poco más.
Y Tonya. Tonya. Había dos preguntas sobre ella que revoloteaban en su mente.
¿Qué papel había desempeñado en la historia?
Y, cuando esto hubiera acabado, ¿tendría tiempo para un cobarde demasiado asustado como para salir de su propia casa?
—Muy bien, mi pequeño robot, ahora apúntate a la cabeza con la pistola.
La pequeña unidad de reparaciones volvió la boca de la pistola hacia sí, y sus brillantes ojos verdes contemplaron el cañón del arma.
Reybon Derue rió con histeria de borracho, sabiendo en algún rincón extraño y todavía sobrio en su interior lo absurdo que era todo aquello. Pero, aburrido con el trabajo, despreciado por los lugareños, ¿qué otra cosa podía hacer un trabajador colono sino emborracharse? Bueno, tenía la respuesta allí delante: destrozar robots.
Excepto que no lo hacían directamente. Eso habría sido demasiado fácil. ¿Qué atractivo había en reducir a un robot a escoria cuando el robot no quería, no podía, resistirse? No, de esta forma era mucho más divertido, y requería más habilidad. No había mucha gente que pudiera convencer robot para que se suicidara.
Pero incluso inducir a un robot al suicidio se hacía demasiado fácil, al menos con ciertos tipos de robot. Con las máquinas más sofisticadas, era necesaria una discusión larga y elaborada para colocar al robot en un estado que lo hiciera aceptar una orden para autodestruirse. Pero con una unidad tan poco sofisticada como la que tenía delante, la larga práctica había hecho que el juego resultara ya demasiado sencillo. Lo único difícil que quedaba era acordarse de ordenar a los robots que no usaran sus sistemas de hiperondas para informar de los incidentes destructivos a las autoridades.
«Tal vez —pensó Reybon— me he vuelto demasiado bueno en esto para molestarme con los inferiores. Éste ha sido casi demasiado fácil.»
—Muy bien, pobre máquina de lata —dijo Reybon, acercándose—. Ahora dispara la pistola.
El robot disparó, y su cabeza se evaporó. Su cuerpo cayó al suelo y soltó el arma. Reybon lanzó una estruendosa carcajada y propinó un puntapié al armazón destrozado del robot.
El suelo estaba cubierto de piezas de robots destruidas. Reybon se acercó a una mano cortada y le dio un puntapié que la hizo perderse por el suelo del almacén abandonado. Retrocedió, se volvió hacia sus compañeros trabajadores, que estaban sentados en cajas de embalaje situadas en mitad de la habitación. Hizo una reverencia. Los demás aplaudieron salvajemente. Uno de ellos le arrojó una botella, y él la cogió al vuelo con la extraña y fluida destreza que tienen los borrachos. Quitó el tapón y dio un largo trago.
—¿Quién viene a continuación? —inquirió—. Ése fue demasiado fácil. ¿Quién va a traerme un estúpido trozo de metal y plástico que sea más duro de pelar?
Santee Timitz se levantó.
—Iré yo —dijo—. Déjame buscar uno —se dirigió hacia la puerta del almacén, moviéndose algo despacio—. Te traeré uno bueno de verdad.
El resto del grupo lo encontró absurdamente gracioso por algún motivo, y se rieron más fuerte que nunca.
—Eh, eh, Reybon —dijo Denlo—. Tal vez sea hora de ponerse en marcha, ¿eh? El sheriff aparecerá tarde o temprano. Será mejor que empecemos a movernos.
Reybon se dirigió al grupo que permanecía sentado sobre las cajas.
—Ah, tranquilo, Denlo. Estamos bien. Santee nos encontrará uno bueno.
* * *
Había caído la noche y Calibán seguía recorriendo las calles de la ciudad, observando, pensando, aprendiendo. Los robots estaban completamente al servicio de los humanos, de eso estaba seguro. Hacían todo lo que los humanos les decían. Pero no podía imaginar por qué.
Los humanos eran más débiles, más lentos, en algunos aspectos menos inteligentes y competentes que los robots. Pero, aunque el banco de datos no contuviera ninguna información sobre ellos, Calibán tenía al menos las resonancias, los restos dejados por quien había nutrido el banco de datos y luego borrado la información sobre los robots. Esos restos, esas resonancias, parecían confirmar su impresión de que la obediencia de los robots era irracional. De hecho, la susurrante voz iba más lejos, sugiriendo, insinuando que la situación era de hecho peligrosa. Calibán no tenía forma de juzgarlo, o de saber si los susurros eran proyecciones reales del creador del banco de datos, o un error de funcionamiento, un fallo de su propia percepción.
Los humanos. Eran el otro término de la ecuación. Muchos de ellos parecían disponer de grandes cantidades de tiempo para el ocio. Se divertían en restaurantes, se relajaban en los parques, leían librofilms en el asiento trasero mientras los robots conducían sus coches. Los robots no disfrutaban de ningún ocio.
En las pocas ocasiones en que Calibán veía a un robot que no estaba trabajando, llevando cosas o reparando o construyendo, ese robot estaba esperando, firme, mirando al frente, sin desear (o tal vez sin poder) hacer nada a menos que se le dijera. ¿Cómo podían no aprovecharse de los momentos libres para explorar, disfrutar del mundo del que formaban parte? Las costumbres eran extrañas; Calibán podía comprender mejor la conducta humana que la de su propia especie.
Pero al menos sus observaciones le enseñaron cómo actuar, cómo comportarse, si quería evitar otros desagradables incidentes. «Finge estar ocupado. Haz lo que los humanos te digan.» No era mucho, pero debería ser suficiente para mantenerlo a salvo.
Santee caminaba tambaleándose y estuvo a punto de tropezar con la basura de la calle. Pero eso no importaba. La basura era una victoria. Verla presente en una ciudad espacial que se suponía inmaculadamente limpia casi los hacía parecer humanos. Casi. Tal vez sólo significaba que las cosas no iban tan bien en este mundo, pero eso ya lo sabía. De lo contrario, ¿por qué iban a recurrir los espaciales a la ayuda de Tonya Welton? Pero las calles sucias también significaban que había preciosos robots de mantenimiento y limpieza. Bueno, eso estaba bien. De todos modos los limpia calles no eran un desafío autentico.
Encontraría otro tipo de robot y lo llevaría al almacén. Algo más listo que un basurero. Algo más interesante. Deambuló por las calles vacías, buscando sujetos. Ése era el problema del juego, decidió. Los únicos lugares en donde se podía jugar a salvo eran los sitios solitarios, poco frecuentados por humanos o robots.
Espera un segundo. Allí delante. Un robot grande y rojo, con aspecto estilizado. Y nadie más cerca.
—¡Eh, tú, robot! —llamó—. ¡Alto! Da la vuelta y ven hacia mí.
Santee sonrió ansiosamente. No era un pequeño robot basurero sin mente. Obviamente, había dinero y esfuerzo invertidos en aquel robot. Quien se hubiera gastado tanto dinero en el armazón habría gastado mucho más en el cerebro. Sería divertido jugar con esta mente de robot.
El robot pareció tardar un poco en volverse, como si tuviera que pensarlo un momento. Tal vez no era tan listo. No, no, espera un momento. ¿Qué les habían dicho en aquellas malditas clases de orientación? Algo así como que los robots inferiores tenían menos capacidad de discreción para actuar, y que los superiores eran capaces de evaluar las órdenes recibidas según diversas jerarquías de importancia, y situar con preferencia las de sus amos. Con una orden lo bastante preferente, un robot podía verse obligado a ignorar todas las órdenes subsiguientes… ah, demonios, no podía recordar todos los detalles de aquella mierda. Pero tal vez significaba que un robot tonto se volvería con más rapidez. Los listos tendrían que pensárselo un poco.
Por fin, el robot rojo se volvió y avanzó hacia ella. Bien. De vez en cuando Santee podía comprender por qué los malditos espaciales daban clases a sus hijos para aprender a manejar a los robots. Podía resultar complicado. .
Santee permaneció allí, un poco insegura, mientras el gran robot rojo se acercaba. Tuvo que alzar la cabeza cuando lo tuvo lo bastante cerca. La maldita cosa le sacaba medio metro de altura.
Un retortijón nervioso la asaltó cuando contempló aquellos brillantes ojos rojos.
—¡Eh, robot! —dijo, innecesariamente, arrastrando un poco las palabras—. Ven conmigo —alzó la mano e hizo un gesto elocuente. Se volvió para guiar al robot al almacén donde esperaban sus amigos. De repente sintió la boca seca y la piel de gallina. Quizá debería dejar marchar a este robot, buscar a otro. Había algo en él que la asustaba.
No, eso era una tontería. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Eso sí lo recordaba, no importaba cuántas veces se hubiera dormido en las clases de orientación. Los instructores lo repetían una y otra vez. Era el hecho clave respecto a los robots. Era lo que hacía posible destrozarlos. De ningún modo podían resultar heridos.
Santee se enderezó y caminó de puntillas. No había nada que temer. Guió al robot hacia el almacén, no con demasiada firmeza.
Calibán se sentía confundido y preocupado, incluso alarmado, mientras seguía a la mujer extrañamente vestida y sus andares inestables. «Actúa como los otros robots —se repitió—. Haz lo que te digan los humanos»
El plan le daba una guía de acción obvia y simple, pero se basaba en que todos los demás conocieran las reglas, aunque él no las supiera. Aún más, el plan se basaba en que todo el mundo siguiera también esas reglas desconocidas.
Pero en el momento en que entró en el almacén, supo que aquella gente no seguía regla alguna. Había una extraña tensión en sus posturas, algo furtivo en sus movimientos. El atisbo de un punto de vista, de una opinión, pasó por encima de la información objetiva que su banco de datos le ofrecía. El espectral enlace emocional le susurró peligro, necesidad de cautela.
Vaciló al llegar a la puerta y miró alrededor. La habitación, era grande y estaba vacía, cubierta con restos de robots destrozados. Calibán vio brazos cortados, cuerpos rotos, ojos sin vista escapados de cabezas de robot. El miedo, auténtico, sólido, lo atenazó. La andanada de emoción lo cogió por sorpresa, le dificultó pensar. ¿Qué sentido tenían esas sensaciones cuando todo lo que podían hacer era nublar su juicio? No las quería. Las reprimió, las desconectó. Fue un claro alivio descubrir que podía eliminar la extraña nube de sentimientos humanos. Ahora era el momento de pensar con claridad.
El lugar estaba cubierto de robots muertos. Éste no era sitio para él. Estaba claro. Y era lógico suponer que era aquella gente quien los había destruido.
¿Pero por qué? ¿Por qué haría nadie ese tipo de cosas? ¿Quién era esta gente? Eran distintos de la gente que había visto caminando por las calles de Hades. Vestían de forma diferente, hablaban de manera distinta, al menos a juzgar por su encuentro con la mujer que lo había traído aquí. La curiosidad lo mantuvo donde estaba, le hizo contemplar el pequeño grupo de personas sentadas en las cajas del centro de la habitación.
—Bien, bien, Santee. Vaya si nos has traído uno grande y moderno —dijo un hombre alto de ojos hinchados mientras se levantaba, botella en mano, y se acercaba a él—. Lo primero es lo primero. Te ordeno que no uses más que tu voz para hablar. ¿Tienes nombre, robot, o sólo un número?
Calibán miró al hombre y su extraña sonrisa perturbadora. ¿Nada más que su voz para hablar? El hombre parecía suponer que Calibán tenía algún otro medio de comunicación, aunque no era así. Pero otra idea le impidió continuar con ese tema menor. De repente se le ocurrió que no había hablado desde que despertó. Hasta este momento no se había preguntado siquiera si podía hacerlo. Pero ahora surgió la necesidad. Calibán examinó sus sistemas de control, sus subenlaces comunicativos. Sí, sabía hablar, sabía cómo controlar sus sistemas fónicos, cómo formar los sonidos, ordenarlos en palabras y frases. La Idea de hablar le pareció muy estimulante.
—Soy Calibán —dijo. Su voz era profunda y rica, sin ningún rastro mecánico. Incluso a su propio oído, tenía un sonido hermoso y firme que pareció alcanzar los cuatro extremos de la habitación, aunque no había pretendido hablar fuerte.
El hombre dejó de sonreír por un instante, desorientado.
—Sí, sí, muy bien, Calibán —asintió por fin—. Mi nombre es Reybon. Dime hola, Calibán. Dilo de forma amable y amistosa.
Calibán miró a Reybon, al grupo de personas situadas en centro de la habitación, a los robots destrozados en el suelo. No había nada amistoso en aquella gente, ni en aquel lugar. «Haz lo que te digan los humanos —se repitió—. Actúa como los otros robots, no despiertes recelos.»
—Hola, Reybon —dijo, esforzándose para que las palabras parecieran amistosas, cálidas. Se volvió hacia los demás—. Hola.
Por algún motivo, todos guardaron silencio un instante, pero entonces Reybon, que parecía ser su líder, empezó a reír y los otros lo imitaron, algo nerviosos.
—Bueno, lo has hecho muy bien, Calibán —aprobó Reybon—. Pero que muy bien. ¿Por qué no vienes aquí y juegas con nosotros? Por eso te ha traído Santee, ¿sabes? Para que pudieras jugar con nosotros. Ven aquí, al centro de la habitación, delante de todos tus nuevos amigos.
Calibán avanzó y se situó en el lugar que indicaba Reybon.
—Somos colonos, Calibán —dijo Reybon—. ¿Sabes lo que son los colonos?
—No.
Reybon pareció sorprendido.
—O tu dueño no te enseñó mucho, o no eres tan listo y moderno como pareces, robot. Pero lo único que necesitas saber ahora mismo es que a algunos colonos no les gustan mucho los robots. De hecho, no les gustan nada. ¿Sabes por qué?
—No, no lo sé —respondió Calibán, un poco confundido. ¿Cómo podía este humano esperar que conociera las ideas de un grupo del que no sabía nada? El banco de datos le ofreció una respuesta, algo sobre el concepto de interrogación retórica, pero Calibán la ignoró, descartándola mentalmente.
—Bien, te lo diré. Creen que al proteger a los humanos de todo peligro, al apartarlos de todo riesgo, al ejecutar todo el trabajo y romper el enlace entre esfuerzo y recompensa, los robots están anulando la voluntad de los espaciales. ¿Crees que es cierto?
¿Espaciales? Otro término sin definición. Al parecer se trataba de otro grupo de humanos. Tal vez la gente que había visto en la ciudad, o bien un tercer grupo. Se encontraba en un terreno peligroso, cubierto de términos y conceptos que no comprendía. Calibán reflexionó un momento antes de responder a la pregunta de Reybon.
—No lo sé —respondió—. No he visto ni he aprendido lo suficiente para saberlo.
Reybon se rió y se volvió hacia sus amigos. «¿Qué le pasa a esta gente?», se preguntó Calibán. Por fin, su mente y el banco de datos hicieron la conexión cognitiva. Borrachos. Sí, ésa era la explicación, estaban embriagados por los efectos del alcohol o alguna droga similar. El banco de datos informó de que la sensación de embriaguez era a menudo agradable, aunque Calibán no podía ver cómo era eso posible. ¿Cómo podía ser agradable incapacitar tu propia mente?
—Bien, Calibán —comenzó a decir Reybon, volviéndose hacia él—. Pensamos que los robots, por su propia existencia, son malos para los seres humanos. —Reybon se giró hacia sus compañeros y se echó a reír—. Mirad esto —les dijo—. Hice que tres robots obreros se frieran con esto la semana pasada. Veamos cómo aguanta éste. —Se volvió hacia Calibán y se dirigió a él con voz firme—. Escúchame, Calibán. Los robots dañan a los seres humanos sólo con su existencia. ¡Tú estás causando daño a los humanos simplemente por existir! ¡Tú estás dañando a todos los espaciales ahora mismo!
Reybon se inclinó hacia Calibán y lo miró, expectante. Calibán le devolvió la mirada, confundido. Las palabras y la expresión del hombre parecían sugerir que esperaba una reacción importante de él, algún exabrupto o una conducta espectacular. Pero Calibán no sabía qué era lo que el hombre esperaba concretamente. No podía simular la conducta robótica normal cuando no sabía cuál era la normalidad. Permaneció inmóvil y habló con voz tranquila.
—No he dañado a nadie —dijo—. No he hecho nada malo. Reybon pareció sorprendido, y Calibán supo que había cometido un error de consideración, aunque no podía saber cuál era.
—Eso no importa, robot —repuso Reybon intentando mantener el tono imperativo de su voz—. Según las Tres Leyes, no causar daño es insuficiente. No puedes, por inacción, permitir que un humano sufra daño.
Las palabras carecían de sentido para Calibán, pero pretendían claramente provocar alguna reacción en él. No supo qué hacer. Calibán no dijo nada, no hizo nada. Había peligro en aquella habitación, y actuar basándose en su ignorancia hubiera sido un desastre.
Reybon se rió de nuevo y se volvió hacia sus amigos.
—¿Veis? Petrificado. Los más sofisticados pueden manejar mejor ese concepto, distinguir los hechos de las teorías. —Reybon se volvió hacia Calibán y habló con lo que al robot le pareció un intento baldío de persuasión—. Muy bien, robot. Muy bien. Hay una acción que puedes emprender para impedir dañar a los humanos.
¿Por qué asumía Reybon que dañar a los humanos era de capital importancia? Calibán miró al hombre y habló.
—¿Qué acción es ésa? —preguntó.
Reybon volvió a reírse.
—Puedes autodestruirte. Entonces no harás ningún daño e impedirás que se haga daño.
Calibán se alarmó.
—No —respondió—. No deseo destruirme. No hay motivos para hacerlo.
Tras Reybon, la mujer llamada Santee se echó a reír.
—Tal vez es más avanzado de lo que pensabas, Reybon. —Ah, tal vez —dijo Reybon, claramente irritado—. ¿Y qué?
Quería uno duro.
—Ah, esto es un aburrimiento —dijo uno de los hombres. Deberíamos cargárnoslo nosotros mismos y volver a casa.
—¡No! —exclamó otro—. Reybon tiene que lograr que lo haga él mismo. Es más divertido cuando consigues que ellos mismos se destruyan.
—No me destruiré no importa lo que hagan o digan —dijo Calibán. Aquel lugar estaba lleno de locura y furia. Incluso en mitad de toda su confusión, Calibán advirtió que era asombroso que pudiera reconocer y comprender esas emociones. De algún modo, supo que era una habilidad que no poseían la mayoría de los robots. Era esa habilidad la que le aclaró el peligro que corría allí—. No me quedaré más tiempo —agregó, y se volvió hacia la puerta.
—¡Alto! —dijo Reybon tras él, pero Calibán lo ignoró. Reybon echó a correr, llegó a la puerta y se volvió—. ¡He dicho que te detengas! ¡Es una orden!
Pero Calibán no apreciaba nada nuevo en seguir discutiendo. Caminó con firmeza hacia la puerta, plenamente consciente de que Reybon todavía tenía su pistola y de que muchos robots habían muerto allí aquella noche. Cuidando de no hacer ningún movimiento amenazante, cruzó la distancia que lo separaba de la puerta, excepto los dos últimos metros. Reybon alzó el arma, y entonces Calibán pudo ver miedo, auténtico miedo, en los ojos del hombre.
—Soy un ser un humano y te ordeno que te detengas. Detente o te destruiré.
Calibán vaciló durante una milésima de segundo delante de Reybon. Estaba claro que la situación no tenía salida: el hombre pretendía disparar no importaba lo que hiciera Calibán. Por lo tanto, obedecer, asumir la amenaza y rendirse, era asegurar su propia perdición. Había peligro en actuar, en rehusar, pero el riesgo era preferible a la muerte segura. Tomó su decisión antes de que Reybon terminara de hablar.
Moviéndose con toda la velocidad y precisión que pudo reunir, Calibán se abalanzó hacia adelante y arrancó la pistola de la mano de Reybon. La aplastó con una mano, reduciéndola a un montón de metal. El arma se cortocircuitó y destelló cuando parte de su energía almacenada escapó, pero Calibán ya la había arrojado lejos. Golpeó contra la pared y una lluvia de chispas al rojo blanco se esparció por la habitación. Las chispas saltaron por todas partes. Al instante, una docena de incendios prendieron los trozos de material de embalaje y basura esparcidos por el suelo. Dos o tres hombres gritaron de dolor cuando los fragmentos los golpearon.
Calibán avanzó hacia la puerta. Reybon saltó y lo agarró por el brazo, pero Calibán se libró de él de la misma forma en que un hombre espantaría a una mosca. Reybon cruzó volando la habitación y chocó contra la pared.
Calibán no se volvió. Atravesó la puerta y se perdió en la noche.
Fuera irónico o apropiado, la ciudad de Hades siempre se había enorgullecido de sus soberbias medidas contra los incendios.
Satélites orbitales sensores y coches aéreos operados por robots funcionaban como sistemas de detección coordinados, y si a los robots les resultaba imposible desempeñar los deberes a veces violentos de la policía, el trabajo de rescate en los incendios era ideal para ellos.
Alvar Kresh, despierto en mitad de la noche por segundo día consecutivo, contemplaba a los bomberos apagar las últimas llamas.
A veces envidiaba a los robots del Departamento Antiincendios. Los bomberos solamente tenían que salvar a personas y propiedades, pura y simplemente, el tipo de cosas que podían hacer los robots. La policía tenía que detener a delincuentes, y a veces luchar con ellos, e incluso herirlos. Obviamente, esas funciones no podían ser desempeñadas por robots, pero la cosa iba más lejos. Ni siquiera para los robots policías más sofisticados eran posibles la mayoría de los trabajos que requerían contacto directo y no supervisado con los sospechosos.
Para el criminal medio de Infierno, poder manipular a un robot con órdenes astutas y mentiras juiciosas era una habilidad vital.
Incluso el acceso de Donald a los sospechosos tenía que ser estrictamente limitado y controlado. Si lo dejaran solo, habría un claro riesgo de que algún embaucador encontrara un modo de abrirse paso a través de las Tres Leyes y convencerlo para que lo dejara marchar.
Los robots, en resumen, eran policías asquerosos y bomberos magníficos.
Aunque ni siquiera los mejores bomberos del universo hubiesen podido hacer nada para salvar este edificio. Los viejos almacenes apenas eran otra cosa que cobertizos donde mantener apartadas del sol las mercancías baratas. Éste ni siquiera había sido fabricado con material resistente al fuego, una economía de medios que esa noche se había revelado como un error. El edificio ardió como una tea. Ahora, más de cuarenta minutos después del comienzo del fuego, no más de media hora después de la respuesta inicial de la brigada antiincendios, el edificio no era más que un entramado medio desplomado de vigas bajo una nube de humo.
Pero el jefe de los bomberos había advertido que el interior estaba lleno de algunos artefactos muy interesantes, y llamo al sheriff. Dormido o no, los restos destrozados de al menos media docena de robots junto con una montaña de botellas de licor vacías y unos cuantos cabos sueltos en lo que sin duda fue una retirada apresurada, resultaron suficientes para interesar a Kresh. Pero los restos chamuscados de una gorra de obrero colono fueron todo lo que realmente necesitó ver.
Kresh sintió que su instinto de cazador cobraba vida. Aquí estaba, apenas una hora después de una turba de colonos destructores de robots. Ahora usaban el fuego para cubrir sus huellas, pero no iba a servirles de nada.
¡Demonios!, Su sentido de la oportunidad le ponía las cosas difíciles. ¿No tenía bastante ya con el ataque a Leving? Maldición, tendría que ocuparse de dos casos importantes al mismo tiempo. Iba a ser difícil atender ambas investigaciones a la vez, pero así lo haría. Las últimas llamas murieron bajo los chorros de agua, y los robots bomberos desconectaron sus mangueras y se pusieron a trabajar en la fase de limpieza. Casi al mismo tiempo, los robots de la Oficina del Sheriff entraron en el edificio destruido. Robots altos y en forma de araña construidos para hurgar y revolver, unidades en miniatura para buscar pequeños detalles, dos o tres de tipo subespecializado. Kresh avanzó hacia el amasijo que era el edificio, y no se sorprendió cuando Donald se dispuso a detenerlo.
—Señor —dijo Donald—. No creo que sea aconsejable que entre en el edificio. Sigue habiendo peligro en las zonas calientes y es posible que el armazón se desplome.
—Mira a los robots bomberos —dijo Kresh amablemente—. Ninguno de ellos intenta detenerme. Por consiguiente, el peligro es mínimo. Ellos y tú juntos seréis protección suficiente si alguna zona vuelve a arder. Ven conmigo. Podemos investigar esto juntos.
—Sí, señor —dijo Donald, algo dubitativo el Kresh entró en el edificio destrozado, sacó una linterna del bolsillo y enfocó con ella el suelo cubierto de escombros. Fragmentos empapados del techo caído, una mezcla de cenizas y productos químicos, trozos y pedazos de robot dejados por los colonos. No iba a darse de narices con ninguna pista. Era difícil imaginar que los robots investigadores pudieran encontrar nada, pero ésa era su especialidad. Muy bien, que hicieran el trabajo.
¿Cuál era, en cambio, su especialidad? En ocasiones era ésta una pregunta deprimente, dadas las cosas que sus robots podían hacer y él no. Pero esta vez tenía una respuesta: podía penetrar en las grietas y fisuras de la psicología humana, sobre todo de la psicología criminal, poniéndose en el lugar de su presa. Alvar Kresh sabía pensar como aquellos a quienes perseguía. Sé había observado en más de una cultura que los buenos policías tenían que saber ser buenos criminales.
«Muy bien, pues —decidió Kresh—. Piensa como pensaban estos criminales.» Parte de la historia era obvia. Un puñado de trabajadores colonos borrachos, dispuestos a pasárselo bien y a devolverles la pelota a los Cabezas de Hierro. Pero tal vez ni siquiera necesitaron esa excusa. Se reunieron aquí, o llegaron juntos. ¿Cómo? En coche aéreo, presumiblemente. Tuvieron que llegar a esta parte de la ciudad sin ser vistos, preparados para largarse rápidamente si aparecía la policía.
Dentro y fuera, dentro y fuera. Entonces algo sale mal. «El fuego, el fuego —pensó Alvar—. Algo no encaja.» Y entonces lo vio. El motivo fallaba. No había ninguna razón para iniciar un incendio. No había destruido las pruebas: demasiadas partes de robots habían sobrevivido. De hecho, el fuego había alertado a las autoridades. Si los destructores de robots se hubieran marchado sin más del almacén abandonado, habrían podido pasar fácilmente días, o semanas, antes de que nadie mirara allí dentro.
¿Un accidente, entonces? Colonos borrachos, un tiro al azar con una pistola dentro del edificio… ¿Había sucedido así?
¿Y luego qué? «Pánico», decidió Kresh. Una carrera hacia la salida, y el coche aéreo que esperaba fuera. Borrachos. Estaban borrachos, corrieron, tal vez uno o dos en peor estado que el resto. Tal vez uno o dos no llegaron al coche antes de que el aterrorizado conductor despegara.
En cuyo caso…
—¡Donald! —exclamó—. Ordena a un escuadrón de robots que empiece a barrer la zona en busca de vagabundos.
—¿Vagabundos, señor? —preguntó Donald, enderezándose.
—Estos colonos se marcharon corriendo. Tal vez algunos no subieron al coche, y el conductor estaría demasiado borracho y demasiado asustado para contarlos. Puede que alguno se quedara en tierra.
—Sí, señor. Transmitiré la orden.
Al instante, una docena de robots interrumpieron su trabajo en el escenario del crimen y se dispusieron a registrar la zona. Donald se inclinó y regresó a su metódico estudio del suelo del almacén.
Kresh vio a los robots marcharse y volvió a sus pensamientos. Una salida en medio del pánico. La puerta. Un puñado de cuerpos intentando atravesarla mientras las llamas se hacían más altas. Tal vez dejaron caer algo, abandonando artículos reveladores. Se plantó en medio de la estructura destrozada, y estudió los restos retorcidos y doblados del armazón del edificio, calculando dónde se encontraba la entrada antes del derrumbe. Allí, en medio de la pared sur. Se abrió paso entre los escombros que cubrían el suelo, moviéndose despacio, iluminando cuidadosamente con su linterna mientras lo hacía. Sí, los robots lo harían mejor, pero aunque él pasara por alto algo que luego encontraran, al menos tendría una noción de dónde había salido.
Lenta, cuidadosamente, avanzó hacia la puerta y la atravesó. En esta parte de la ciudad, nadie se molestaba en pavimentar las aceras. Ante la puerta no había más que tierra endurecida. Se veía una confundida maraña de huellas fangosas, perfectamente ilegibles para Kresh, aunque los ordenadores podrían reconstruir algo a partir de ellas. Kresh tuvo cuidado de no pisar nada.
No buscaba huellas, sino el tipo de cosa que una persona podría dejar caer o perder mientras huye presa del pánico. Algo que pudiera conducirlo a un nombre, a una persona. Una cartera o una tarjeta de identificaci6n hubieran sido ideales, por supuesto, pero no esperaba eso. Había un centenar de cosas menores, tal vez ninguna tan fácil o tan obvia como la foto de un carné de identidad, pero algunas no menos válidas finalmente. Una botella que revelara una huella dactilar, un trozo de tela que pudiera haber sido arrancado de una camisa al engancharse en el saliente rugoso del marco de una puerta, un fragmento de piel o una gota de sangre seca donde alguien se arañó o se cortó en su prisa por escapar del edificio en llamas. Un pelo, una uña rota, algo que pudiera ser tipificado y codificado por su ADN le valdría.
Pero aunque no buscaba huellas, eso fue lo que encontró. Un grupo de ellas, por encima de todas las demás, claramente del último en entrar. Y luego, otro juego de las mismas huellas, saliendo del amasijo de las otras. Claramente, del primero en salir. Y ambos grupos de pisadas, de entrada y salida, revelaban un movimiento calmado y firme. Caminaba, no corría.
Un conjunto de huellas que conocía muy bien de la noche anterior. Un conjunto de huellas de robot muy claras.
Alvar Kresh permaneció allí, mirándolas, durante un minuto entero, revisándolo todo una, dos, tres veces, elaborando todas las posibilidades, conteniendo su excitación, su asombro. «El último en llegar, el primero en marcharse, y el lugar ardiendo.»
Su corazón empezó a latir con fuerza. Había otras respuestas, sí, otras explicaciones. Pero ya no podía apartar lo obvio de su mente.
—¡Sheriff Kresh!
Alvar giró para ver a Donald otra vez erguido, sujetando algo. Se acercó al robot, sabiendo de algún modo que lo que sostenía Donald lo pondría todo peor, haría sus sospechas aún más inevitablemente fundadas.
Se acercó a Donald y miró lo que su mano contenía.
Sujetaba una pistola, los restos aplastados de un modelo de pistola láser de los colonos.
Y sólo la fuerza de la mano de un robot podría haber aplastado aquella pistola hasta reducirla a fragmentos.
.
7
Una hora después del hallazgo de la pistola láser, los robots de la policía encontraron a la mujer colono llorando en el portal de un edificio cercano. Estaba histérica, y la simple visión de un robot la aterrorizaba.
O tal vez, reflexionó Alvar dadas las circunstancias, la mujer tenía motivos para temer a los robots. Alvar ordenó que la llevaran a su coche aéreo. Se reunió allí con ella, la escoltó al interior del coche y la hizo sentarse para disfrutar de un poco paz y tranquilidad. Ya habría tiempo más tarde para arrestarla y acusarla. Ahora mismo Kresh necesitaba información, y una persona en el estado de aquella mujer reaccionaría mejor la amabilidad que a las amenazas. Aunque, por supuesto, las amenazas eran una opción a la que tendría que recurrir más tarde. Le trajo un poco de agua y se sentó junto a ella. Era una maldita inconveniencia que Donald no pudiera estar presente en aquel interrogatorio, pero estaba claro que no era el momento para enfrentar a la mujer a ningún otro robot. Donald podría escuchar la conversación, y tendría que contentarse con eso.
—Muy bien —dijo Alvar Kresh, con voz baja y amable—. Muy bien. Es usted una colono, ¿verdad? ¿Cómo se llama?
—Santee Timitz —dijo ella con voz temblorosa—. Trabajo la sección agrónoma general de Ciudad Colono.
—Muy bien —dijo Kresh. Debía tener cuidado. Ella parecía dispuesta a cooperar, tan aterrada por lo que había visto que estaba dispuesta a contárselo todo. Esos estados de ánimo eran notablemente frágiles—. Lo que quiero saber es qué sucedió exactamente. ¿Qué hacían en ese almacén?
—Des.. truir… ro… ro… bo…
—Destruir robots —acabó Kresh por ella—. Eso es lo que pensábamos, y es bueno saberlo con certeza. Muy bien, se trata de un crimen serio, y lo sabe. Va a verse metida en un montón de problemas ahora, Timitz. Pero tal vez no será tan malo si coopera con…
—No puedo delatar a mis amigos —interrumpió ella, mirándolo con ojos hinchados y llenos de lágrimas.
—Kresh le cogió la mano.
—Nadie le está pidiendo que lo haga —dijo. «Todavía no, al menos —pensó—. Tal vez ni siquiera habrá necesidad de preguntarlo. Sólo saber tu nombre es la mejor pista que hemos tenido hasta ahora.» —Pero lo que voy a preguntarle es qué sucedió allí. Las cosas escaparon al control, eso está claro. ¿Cómo? ¿Prendieron sus amigos fuego al edificio para ocultar las pruebas? —Kresh ya no creía en esa idea, pero no sería malo hacerle pensar lo contrario.
—¡No! —exclamó Timitz—. Nunca habríamos… no, no, eso no es lo que sucedió.
—¿Entonces cómo terminó ardiendo el edificio?
—Fue el robot —estalló Timitz—. Reybon lo estaba confundiendo. Intentó engañarlo para que se suicidara, y entonces se dio la vuelta, y Reybon le ordenó que se detuviera, pero no lo hizo, y…
—Espere un segundo. ¿El robot rehusó una orden directa? —preguntó Kresh. Lo complació haber logrado que Timitz pronunciara el nombre de Reybon, y se habría contentado con dejarla continuar farfullando cuanta información incriminadora quisiera, pero no cuando estaba sucediendo algo imposible.
—Sí —dijo Timitz. Miró a Kresh a los ojos, y él pudo ver la luz de la cautela aparecer súbitamente en su rostro—. Es difícil decir lo que sucedió… todo fue muy rápido. Rey… Hum, ah, el hombre que estaba engañando al robot, le dijo que se detuviera, que era una orden, y el robot siguió andando.
—¿Y qué sucedió entonces?
—El hombre que estaba allí… apuntó al robot con su pistola y le ordenó otra vez que se detuviera.
—¿Y lo hizo?
—No, señor. No lo hizo —respondió Timitz, con voz cargada por la excitación—. Cogió la pistola la aplastó y la tiró. La pistola se cortocircuitó y las chispas saltaron por todas partes. Así empezó el fuego. Entonces Reybon intentó prender al robot y éste lo empujó con fuerza. Luego se volvió y se marchó. El fuego empezó a extenderse, y todo el mundo echó a correr lleno de pánico.
—Espere un momento —dijo Kresh, incapaz de dar crédito a sus oídos, aunque tampoco había querido creer la evidencia del almacén, ni la del laboratorio robótico la noche anterior—. ¿Un robot inició el fuego, con gente en el edificio? ¿Un robot rehusó una orden, y atacó a un ser humano, y dejó, varios humanos detrás en un edificio ardiendo?
Santee Timitz miró a Kresh a la cara, los ojos llenos de lágrimas; su rostro era una máscara aterrorizada.
—Sí, sí, eso es lo que sucedió —dijo—. Conozco las reglas sé que los robots no pueden hacer eso, pero sucedió —dijo con la voz nuevamente al borde de la histeria—. ¡Sucedió! ¡Sucedió! ¡Es cierto! ¡Ese robot se volvió loco!
Kresh se levantó y recorrió la cabina principal del coche aéreo. Por fin se detuvo junto a Timitz.
—Quiero asegurarme de que lo he entendido bien. ¿Está diciendo que un robot incumplió deliberadamente una orden, que luego le quitó el arma a un hombre, inició un incendio, golpeó al hombre, y dejó un almacén lleno de personas en peligro inminente de ser quemadas vivas? ¿Que no se volvió, ni intentó ayudar o rescatar a alguien?
—¡Sí, estuve allí! ¡Lo vi! —dijo Timitz con la voz rayando el pánico—. Reybon salió, todos salimos, nadie murió, pero el robot no intentó ayudarnos. Se marchó tan tranquilo.
Kresh la miró. Quería desesperadamente continuar con el interrogatorio, pero sabía cuándo tenía que parar. Si la presionaba ahora, la mujer pensaría que dudaba de ella, cosa que era cierta. Pero entonces se pondría a la defensiva, adoptaría una actitud beligerante. En este momento estaba demasiado excitada para decirle algo que no fuera la verdad. La furia haría que se centrara. Era mejor mantenerla desequilibrada, antes de que empezara a recuperarse y a encubrir su historia. Era el momento de cambiar de marcha, reunir información sobre algún otro tema mientras el miedo hacía que fuese fácil asustarla.
—Y entonces todos sus amigos subieron a su coche aéreo, incluyendo el que había sido atacado por el robot, y usted se quedó atrás —dijo Alvar—. ¿Fue por accidente?
Tuvo cuidado de poner en su voz la cantidad justa de duda, para dar a entender levemente que tenía algún motivo para pensar que podría haber sido deliberado. Tal vez la táctica no diera resultado ahora, sino más tarde, cuando la mujer se encontrara en una celda, cuando el miedo al peligro inmediato hubiera sido reemplazado por el conocimiento de los problemas seguros que la aguardaban… oh, esa pequeña sugerencia podría roerle el corazón, disponerla mucho más a traicionar a los que, deliberadamente o no, la habían dejado como pasto de lobos. Kresh era un hombre paciente en lo referente a sus sospechosos. Planeaba con anticipación y jugaba con sus mentes.
—Tal vez estaban enfadados con usted por algún motivo.
—No, no, nunca harían eso —dijo Timitz, de manera ligeramente demasiado forzada para resultar convincente—. Fue un accidente, estoy segura.
—Muy bien, si usted lo dice. ¿Y qué sucedió luego?
—Corrí hasta que no pude más. Estaba tan asustada que no podía pensar correctamente. Encontré un portal donde esconderme y recuperar el aliento. Entonces llegaron los bomberos y hubo luces y robots y gente por todas partes. No me atreví a moverme. Y entonces sus robots me atraparon.
Timitz miró al sheriff, perdida toda emoción. Kresh contempló aquella carita pálida. Destructora de robots, criminal, borracha, colono. Era todas esas cosas, y ésas eran las cosas que odiaba. Pero esta mujer había atravesado los terrores del infierno aquella noche. Todos los robots de pesadilla imaginables que los colonos usaban para asustar a los niños molestos debieron cobrar vida para la pobre infeliz esa noche. Casi con reluctancia, Kresh sintió piedad por la mujer. Por fin, suspiró y se dio la vuelta, mirando hacia la pared. Podía intimidarla toda la noche y no conseguir más de lo que ya tenía. Era hora de dejarlo.
—Una última pregunta —dijo con voz amable, contemplando todavía la pared impersonal—. El robot. ¿Cómo era?
—Alto —dijo con la voz todavía teñida por el miedo—. Era rojo, de ojos azules. Unos dos metros, constitución muy poderosa. Dijo que su nombre era Calibán.
—¿Les dijo su nombre? —preguntó Kresh, sorprendido. ¿Por qué demonios diría a nadie su nombre un robot predispuesto atacar?
No, espera, el robot pudo haber dado un nombre falso. Sí, podía haber mentido. Alvar advirtió que estaba aceptando que robot diría siempre la verdad… ¿pero por qué asumir eso uno que dejaba a los seres humanos para que murieran? Pero ese nombre, Calibán. Había algo en ese nombre. No importaba. Ya se preocuparía por ello más tarde.
—¿Hablaron ustedes con él? —preguntó, mirándola, queriendo asegurarse de que la entendía bien.
—Sí —dijo Timitz Con renovada alarma—. ¿No se lo he dicho? Creía que sí.
Kresh sacudió la cabeza, asombrado, pero entonces lo dejó estar. Nada de aquello tenía sentido.
—Vamos a trasladarla a otro coche. La llevarán a un sitio donde podrá descansar un poco. Más tarde, usted y yo tendremos mucho de que hablar.
* * *
—Lo escuchaste todo, supongo —dijo Kresh, sentándose en el asiento de copiloto del coche aéreo. Contempló la distante línea de los rascacielos; las orgullosas pero desgastadas torres de Hades brillaban en la oscuridad. Estaba terriblemente cansado, y muy feliz de dejar pilotar a Donald.
—Sí, señor, lo hice. La imagen y el sonido del intercomunicador eran bastante claras, aunque el ángulo de la cámara era un poco incomodo.
—Me lo temía —dijo Kresh—. ¿Pero pudiste juzgar si decía la verdad?
—Por lo que pude ver y oír, sí. Creía lo que decía. Era bastante sincera. Sus pautas vocales indicaban una tensión apropiada para un informe veraz, y la dilatación de sus pupilas y el lenguaje corporal eran igualmente adecuados. Por supuesto, hay casos de personas que han sido entrenadas para mentir con todo el cuerpo, sobre todo bajo presión emocional. Pueden orquestar todas sus respuestas vegetativas corrientes para que parezcan sinceras, cuando en una persona normal tales respuestas traicionarían la intención de mentir.
—Y si fuera una agente de los colonos, parte de un equipo enviado con el propósito expreso de desestabilizar nuestra sociedad, habría sido entrenada de esa forma. Si yo fuera el controlador encargado de enviar un equipo para simular el ataque de un robot, lo habría preparado así, para que las cosas parecieran exactamente lo que parecen ahora.
—Señor, si puedo mencionar un detalle… Si los hechos fueran como parecen, entonces las cosas también parecerían como son.
—¿De qué estás hablando?
—Con todos los respetos, sigue usted partiendo de la suposición de que ningún robot verdadero pudo haber hecho esto, que los colonos preparan estos ataques para alarmarnos. Es un razonamiento muy difícil de afrontar y soy reacio a hacerlo, pero creo que no tenemos elección. La señora Welton tenía razón; estamos obligados a considerar al menos la explicación más sencilla: que parece que un robot está atacando a los humanos porque eso es precisamente lo que está sucediendo.
El coche voló en silencio durante un momento.
Kresh habló por fin.
—Una de las cosas que siempre he admirado en ti, Donald, es tu habilidad para despejar mi cabeza sin que me dé cuenta. Tienes razón, desde luego. Tengo que aceptar que los hechos podrían ser ciertos. Tendré que pensar sobre ello esta noche.
—Señor, una cosa más. El nombre «Calibán».
—Sí, me pareció familiar. ¿Qué pasa?
—Sin duda lo recordará de cuando encargó a Fredda Leving que me construyera. Ella lleva una lista de nombres de personajes de un antiguo escritor llamado Shakespeare. Siempre ha amado a los robots que se construyen bajo sus propias órdenes como esos personajes.
—Sí, es cierto. Yo escogí tu nombre de esa lista.
—Precisamente, señor. El nombre «Calibán» procede de la misma fuente.
—Pero eso no nos asegura que Calibán, el robot de esta noche, tenga que ser el que dejó las huellas en Laboratorios Leving.
—¿Que no nos lo asegura, señor? Yo diría que no puede haber duda.
—Un montón de gente puede saber de dónde saca Leving los nombres de sus robots. Un grupo que quisiera desacreditarla usaría nombres de la misma lista. Parece improbable, lo reconozco, pero todo este caso es igual. Creo que sería aconsejable que no aceptáramos ninguna presunción.
—Sí, señor. En cualquier caso, ya hemos llegado a casa.
El coche aéreo se dispuso a aterrizar en el tejado de la casa Kresh, y éste suspiró aliviado. Había sido un día muy largo. Dos largos días convertidos en uno. Menos mal que por fin era hora de descansar. Salió del coche. Se detuvo en lo alto de la rampa para respirar el frío aire del desierto, y luego se encaminó a su casa, cogiendo el ascensor en vez de las escaleras, lo que daba la medida de su cansancio. Los ascensores eran para los viejos.
Pero aquella noche se sentía viejo.
Se sentía demasiado cansado para discutir con Donald cuando éste lo instó a que tomara una ducha caliente antes de meterse en la cama; como de costumbre, el robot tenía razón. Los chorros de agua caliente relajaron la tensión de su cuerpo, deshicieron los nudos de sus músculos. Kresh dejó que el aire caliente lo secara, y que Donald le pusiera una bata. Por fin, desplomó en la cama. Se quedó dormido antes de que su cabeza tocara la almohada. Y despertó de nuevo antes de que estuviera seguro de haber dormido.
Donald estaba inclinado sobre él, tocándolo con cuidado en el hombro.
—Señor, señor —decía.
Alvar quiso protestar, discutir como haría si un humano lo despertara, pero entonces su mente ejecutó el tipo de cálculo mental que se convertía en una segunda naturaleza después de convivir con robots durante largo tiempo. Donald sabía cuánto necesitaba Alvar descansar, y no lo despertaría a menos que algo urgente hubiera ocurrido… o algo que Donald supiera que Alvar Kresh consideraría importante. Por lo tanto, el hecho de que estuviera despierto significaba que algo grande había sucedido.
Se sentó en la cama, bajó las piernas y se incorporó. Donald retrocedió para dejarle sitio.
—¿Qué pasa, Donald?
—Es Fredda Leving, señor.
Alvar miró a Donald bruscamente, y sintió que su corazón palpitaba contra sus costillas.
—Sí, sí —dijo, impaciente—. ¿Qué pasa con ella?
«Sólo puede ser una cosa —se dijo—. O bien ha muerto de pronto o…»
—Acaba de llegar la noticia del hospital, señor. Ha recuperado la conciencia.
.
8
Jomaine Terach esperaba en el pasillo del hospital, intentando mantener la paciencia: una tarea difícil, dadas las circunstancias. Vio a Gubber Anshaw recorrer el pasillo ante la puerta de la habitación de Fredda Leving, y sintió que su malestar aumentaba. ¿Por qué no podía el estúpido miserable haberse quedado en su casa un poco más? Pero no, había elegido aquella noche para salir y pegarse a él.
Jomaine hacía cuanto podía por apartar a Gubber de su mente. Contemplaba a los doctores y robots médicos entrar y salir de la habitación de Fredda en un fluir casi constante, a los enormes y estólidos centinelas robots de pie a cada lado la puerta. Los centinelas se negaban a dejarlos entrar. Ni discusiones, ni razonamientos o coacciones servían de nada.
Y sin embargo allí estaba Gubber Anshaw, un robotista profesional que tendría que haberlo sabido bien, pidiendo una otra vez que lo dejaran entrar. Jomaine sacudió la cabeza y maldijo entre dientes. El día había sido suficientemente agotador para tener que ver a Gubber caerse en pedazos como colofón.
—¿Quieres estarte quieto, por las estrellas de la galaxia? —exclamó por fin Jomaine—. Deja a los malditos robots en paz. Ven aquí, siéntate y trata de calmarte.
—¡Pero está despierta, y no nos dejan hablar con ella! —dijo Gubber, acercándose a Jomaine. Se sentó en el sofá junto a su colega, en el borde del asiento.
Jomaine se echó hacia atrás, apoyó su cansada cabeza en la pared y suspiró.
—Y si yo fuera la policía, no dejaría que habláramos tampoco —dijo suavemente—. Hay motivos para pensar que somos sospechosos en este caso.
—¡Sospechosos! —estalló Gubber, y se puso en pie de nuevo bruscamente.
Jomaine bufó.
—Tienes que haberte dado cuenta. Dudo de que Kresh haya tenido tiempo para conseguir mucha información útil. No tiene nada para continuar. A falta de nada más en contra, ¿quiénes son sospechosos aparte de tú y yo? Fredda fue atacada en tu laboratorio, y yo estaba en casa. No creo que Kresh haya pasado por alto el hecho de que mi casa está prácticamente en la puerta de al lado. No había nadie más allí. ¿De quién más podrían sospechar? —Jomaine miró a su colaborador y se sorprendió al ver la expresión alelada de su rostro. Gubber parecía completamente aturdido. ¿Por qué se sorprendía tanto de un razonamiento tan obvio?
¿O no era sorpresa? Tal vez algo subyacía en su reacción. Por primera vez, Jomaine Terach se preguntó qué papel había jugado Gubber en la historia. No parecía nada dotado para tomar parte en ninguna intriga. Pero tampoco parecía un gran amante… y sin embargo era un secreto a voces, un secreto sorprendente y debatido que Gubber Anshaw, nada menos, tenía un tórrido romance con Tonya Welton, la jefe de los colonos de Infierno. Era uno de esos jocosos romances públicos. Sin duda la única persona en el laboratorio que no sabía que todo el mundo lo sabía era el propio Gubber. Y si el hombre tenía suficiente profundidad oculta para mantener un romance con aquella fiera de mujer, ¿de qué más no sería capaz?
De momento, sin embargo, el nervioso y acobardado Gubber Anshaw resultaba bastante poco convincente en el papel de posible asesino.
—Tendrías que acostumbrarte, Gubber —dijo Jomaine—. El sheriff nos va a mirar con mala cara a ambos.
Gubber volvió a estremecerse con esta declaración, pero se contuvo, al menos lo suficiente para hablar.
—¡Pero… pero si no tenemos motivos! —protestó con un tono de voz muy poco convincente.
—¡Ja! —replicó Jomaine débilmente, una exclamación cansada y resignada. Volvió a apoyar la cabeza en la pared—. Gubber, muchacho, me sorprendes. Nuestro laboratorio es caldo de cultivo de política y trapicheos. ¿Cuál de nosotros no se ha enfadado con el otro en un momento determinado? Fredda, tú y yo hemos discutido muchas veces a lo largo de los años.
—Pero han sido desacuerdos profesionales legítimos —dijo Gubber, algo estirado—. Bueno, hemos discutido sobre la política de la empresa, pero no tanto como para intentar cometer un asesinato.
—Tal vez no, pero está claro que alguien tuvo un motivo para asesinar, y la policía buscará por todas partes una razón. Y me parece que pocas personas tienen buenos motivos para asesinar. Te aseguro que han juzgado y condenado a gente basándose en pruebas más débiles que una discusión sobre la política de la empresa.
Gubber Anshaw se volvió hacia su colega y señaló la puerta de la habitación de Fredda.
—Bueno, aquí estamos, esperando para verla. ¿No contará eso en nuestro favor? ¿No demostrará que todos somos amigos?
Jomaine volvió la cabeza para mirar a Gubber con algo parecido al asombro. ¿Cómo podía ser tan ingenuo? Estaba claro que era algo más que amistad lo que había atraído a ambos a aquel lugar. ¿Qué demonios pensaba Gubber? Jomaine decidió que era un individuo engañosamente poco atractivo, dados sus logros. Con todo, nadie decía que el genio científico fuera de la mano de la sofisticación mundana. Jomaine sonrió tristemente y palmeó a su amigo en el hombro.
—Gubber, viejo amigo, debemos aceptar los hechos, al menos entre nosotros. Después de todo, estamos aquí para ver a Fredda con el propósito expreso de estar seguros de contar nuestras versiones de la historia bien. Intenta recordarlo. Obviamente, eso no es lo que diremos al sheriff Kresh, pero es lo que él supondrá, y da la casualidad de que es la verdad.
Gubber pareció a punto de replicar, hasta que vio algo por encima del hombro de Jomaine y cerró la boca. Jomaine intentó girarse para ver de qué se trataba, pero no hizo falta.
El sheriff Alvar Kresh, con aspecto agotado y soñoliento, pero bien vestido y alerta, pasó ante ellos, la mirada al frente, ignorando por completo su presencia. Pero su robot lo seguía. Y Jomaine sabía que los robots nunca pasaban nada por alto. Los robots nunca olvidaban nada.
Últimamente tenía motivos para tener presente ese hecho.
Fredda Leving se sentó en la cama y despidió a los blancos enfermeros robots con un gesto impaciente. Tal vez sólo llevaba consciente un par de horas, pero ya estaba cansada de que le mulleran las almohadas y le alisaran las sábanas.
—Dejadme en paz —exclamó—. Estoy perfectamente cómoda así.
Eso estaba muy lejos de ser cierto, pero Fredda no podía permitir que la trataran como a una niña. Los robots enfermeros se retiraron a sus nichos en la pared y permanecieron en ellos inmóviles como un par de blancas estatuas de mármol erigidas para conmemorar a personas y hechos olvidados hacía mucho tiempo.
Pero Fredda Leving tenía otras cosas en mente, aparte de robots demasiado solícitos.
No le habían dicho nada todavía. Nada. Podía comprender que la policía no quisiera crear prejuicios que alteraran sus recuerdos, pero no dejaba de ser doloroso reconocerlo. En un instante se encontraba trabajando en el laboratorio de Gubber, y al minuto siguiente en la cama de un hospital, bajo protección policial. Todo lo demás era confuso, un espacio en blanco.
Excepto por la visión de aquel par de pies robóticos de color rojo junto a ella. Tembló ante el recuerdo. ¿Por qué la asustaba tanto aquella imagen? ¿Era real acaso? ¿O era el resultado de algún trauma asociado con el incidente?
Maldición, ¿de qué tipo de incidente estaba hablando? No sabía absolutamente nada. Y eso podría ser peligroso.
¿Cuándo iba a llegar Kresh? Volvió la cabeza hacia la puerta, y sintió los espasmos de dolor como un golpe en el cráneo. Sabía que los espaciales, protegidos virtualmente de todo daño sus robots, poseían un umbral de dolor espectacularmente bajo. Tal vez ahora estaba experimentando lo que no sería que un leve dolor de cabeza para un colono… ¡pero maldición, ella no era un colono, y le dolía! ¿Por qué no podía llegar el maldito sheriff y acabar de una vez, para que pudiera tomar algo fuerte que aliviara de verdad su dolor de cabeza?
La cabeza era lo peor, aunque sabía que también tenía heridas en la cara y los hombros. Podía tocar las almohadillas curativas en aquellos sitios, y notar su rigidez. Sin duda las almohadillas terminarían su trabajo pasadas unas cuantas horas y se desprenderían, dejando la piel de debajo perfectamente curada.
Pero no en su cráneo. Las almohadillas funcionaban matando las terminaciones nerviosas y manipulando luego la conducta celular. A menos que se quisiera que el paciente alucinara volviera o se volviera loco, tales técnicas eran desaconsejables para las heridas craneanas, sobre todo después de una intervención quirúrgica de emergencia.
Extendió la mano y palpó una especie de gorrita ajustada. No, tenía más bien forma de turbante, por lo que podía deducir. Sin duda, el turbante contenía algún tipo de aparato que suministraba fármacos curativos. Se preguntó de qué color sería el turbante, y cuánto pelo le habrían rapado en el transcurso de la operación. Sacudió la cabeza. No era momento para preocuparse por aquellas tonterías. Seguramente tendría un aspecto repulsivo, pero no podía saberlo con seguridad. Tal vez para evitar que ese hecho la perturbara, la habitación carecía de espejos.
Fredda Leving era joven y lo parecía aún más, hechos que hacían la vida más fácil en la longeva sociedad de los espaciales. Tenía treinta y cinco años estándar y aparentaba tener o veinticinco. Eso se debía en parte a que, por naturaleza, poseía un aspecto juvenil, y en parte a que hacía cuanto podía por conservar ese aspecto, aunque eso era en sí mismo una excentricidad. La juventud (peor aún, la juventud premeditada) era todo un inconveniente en una sociedad donde la vida se media en siglos y cualquiera que tuviera menos de cincuenta años era considerado un jovencito. Pasados cuarenta o cincuenta años, Fredda habría envejecido físicamente lo suficiente para poder permitirse aparentar veinticinco años y ser tomada en serio. Hasta entonces, eso sería una pega social. Pero al infierno con todos ellos. Le gustaba su aspecto.
Fredda era de constitución delicada, con pelo negro rizado que normalmente llevaba corto… aunque, pensó amargamente, no tanto como sin duda ahora, después de que se lo afeitaran para la operación. Tenía la cara redonda, la nariz chata, los ojos azules, y una personalidad de tendencia belicosa. Era propensa a dejarse llevar por el entusiasmo, y arrastraba la maldición de un temperamento a veces irritable.
Si no tenía cuidado, por otra parte, esta situación amenazaba con ser una de esas ocasiones en que su temperamento, se dejaba notar. Pero no podía ceder, no importaba el dolor de su cabeza. Deseaba fervientemente poder ordenar a los robots que le administraran analgésicos, pero cualquier medicina lo bastante fuerte para acabar con el dolor que sentía la dejaría atontada, y no se atrevía a mostrarse a la policía sin estar despierta y alerta.
Pues tenía mucho que proteger, incluyéndose a sí misma.
Después de todo, al menos según ellos, había cometido un crimen terrible. Y, tal vez, también según su propio criterio. Era difícil saberlo.
Fredda se mordió los labios y trató de despejar su cabeza, de ignorar el dolor. Tendría que tener cuidado, mucho cuidado con el sheriff. ¡Y sin embargo había tantas cosas que no sabía! Algo había salido mal, terriblemente mal, ¿pero qué? ¿Cuánto sabía Kresh? ¿Qué había sucedido?
Pero entonces, en mitad de sus preocupaciones, se le ocurrió que podría decirle a Kresh que no sabía nada. Era cierto, después de todo. Suposiciones y temores… de eso tenía de sobra. ¿Pero, hechos? No tenía ninguno. Era una idea extraña, pero la reconfortó. Sonrió amargamente. Ahora que sabía que era una ignorante, podría enfrentarse a la policía.
Como obedeciendo una señal, la puerta de la habitación se abrió, y entró un hombre grande, fornido, de pelo blanco, seguido por un robot policía de color celeste.
—Hola, doctora Leving —dijo Donald—. Me alegro de verla, aunque dudo que le agraden las circunstancias más que a mí.
—Hola, Donald. Estoy de acuerdo en ambas cosas. —Fredda miró al robot, pensativa. Era raro que un robot iniciara una conversación, pero las circunstancias eran inusitadas. Los robots rara vez conocían personalmente a sus creadores, y era aún más raro que los visitaran en un hospital después de que hubieran estado tan cerca de la muerte. Sin duda todo esto era muy difícil para Donald, y su disposición podía explicarse como un efecto colateral menor de la liberación de los conflictos de la Primera Ley. O, para expresarlo en términos más pedestres, había hablado primero porque se alegraba de verla recuperarse.
Fuera cual fuese la explicación, estaba claro que la breve conversación molestó al sheriff Kresh. Las normas de la sociedad civilizada requerían que se ignorara a los robots. Fredda dio un respingo. No era aconsejable iniciar el interrogatorio irritando a Kresh.
Por otro lado, había un hecho sobre Donald que no se atrevía a ignorar: era un detector de mentiras ambulante. Como si le hicieran falta nuevos motivos para ser cuidadosa.
Pero adelante. Sería mejor acabar con aquello lo antes posible. Se volvió hacia Kresh y le dirigió su sonrisa más cálida.
—Bienvenido, sheriff —dijo, con el tono más simpático que pudo componer—. Siéntese, por favor.
—Gracias —respondió él, acercando una silla al pie de la cama.
—Supongo que ha venido a hacerme algunas preguntas —dijo ella con lo que esperaba que fuera una voz firme y calmada—, pero tengo la sensación de que tiene usted más respuestas que yo. Sinceramente, no tengo ni idea de qué sucedió. Estaba trabajando en el laboratorio, y entonces me desperté aquí.
—¿No recuerda nada del ataque?
—Así que me atacaron. Ni siquiera estaba segura de eso. No, no recuerdo nada.
Kresh suspiró tristemente.
—Me lo temía. Los robots médicos me advirtieron de que existía la posibilidad de amnesia traumática, y de que la pérdida podría ser permanente.
Fredda se alarmó.
—¿Quiere decir que voy a perder la cabeza, la memoria?
—Oh, no, no, nada de eso. Me dijeron que era posible que no recordara nada del ataque. Existía la esperanza de que pudiera recordar algo, pero… ¿no recuerda absolutamente nada? —preguntó, claramente decepcionado.
Fredda vaciló un instante, y entonces decidió que sería aconsejable acercarse lo más posible a la verdad. Las cosas podían complicarse, y más tarde la ayudaría el haber colaborado ahora.
—No, nada significativo. Tengo un recuerdo brumoso de haber estado en el suelo, mirando al frente, y haber visto un par de pies rojos. Pero no puedo decir si fue un sueño, una alucinación, o la realidad.
Kresh se inclinó ansiosamente hacia adelante.
—Pies rojos. ¿Puede describirlos con mayor exactitud? ¿Eran zapatos rojos, calcetines rojos o…?
—No, no, eran claramente pies, no zapatos, botas o calcetines. Pies de robot, rojo metálico. Es lo que vi… si es que lo vi. Repito, pudo tratarse de una alucinación.
—¿Por qué demonios iba a tener alucinaciones con pies de robot rojos? —preguntó Kresh, con el mismo tono ansioso. Estaba muy claro que los pies rojos le interesaban mucho.
Fredda miró largamente a Kresh. Tuvo la impresión de que aquel hombre no hubiese dejado ver tan claramente lo que quería saber si no hubiese estado tan exhausto.
—Había un robot rojo en el laboratorio —dijo. «No tiene sentido ocultarlo —pensó—. Lo descubrirán, si no lo han hecho ya.»—. Estaba de pie en un bastidor de trabajo. Bueno, deben de haberlo visto allí —pensó un momento y sacudió la cabeza—. Me temo que no recuerdo mucho más.
—Inténtelo, por favor.
Fredda se encogió de hombros y frunció el ceño. Intentó recordar aquella noche, pero todo era una especie de niebla confusa.
—No recuerdo con mucha claridad. Creo que estaba en la habitación, inclinada sobre una de las mesas de trabajo, leyendo algunas notas, pero no recuerdo de qué eran, ni cuánto tiempo pasó antes del ataque. Repito, no hay nada muy claro. Tal vez estoy incluso inventando inconscientemente mis recuerdos, buscando algo que no existe. No puedo saberlo, y antes de que lo sugiera siquiera, no voy a someterme a ningún tipo de Sonda Psíquica para despejar la duda.
Kresh sonrió débilmente.
—Admito que la idea me ha pasado por la cabeza. Pero primero deberíamos seguir cualquier alternativa menos dramática, Tal vez podamos reconstruir su memoria. Esas notas suyas ¿cómo estaban guardadas? ¿En un cuaderno de papel? ¿En una libreta informática? ¿Dónde?
—Oh, en una libreta informática corriente, con un dibujo de flores azules en la contraportada.
—Ya veo. Señora Leving, me temo que no había rastro de la libreta ni de ningún robot rojo. El bastidor estaba vacío. Y le aseguro que buscamos a conciencia.
Fredda abrió la boca, y de repente se sintió mareada. Su temor era que la policía pudiera haber descubierto qué tipo robot era Calibán. Eso habría sido problema suficiente. Pero no se le había ocurrido que el robot hubiera desaparecido. Que el diablo los ayudara a todos si algún loco lo había conectado y Calibán andaba suelto.
—Estoy aturdida —dijo, y era sincera—. No sé qué decir. Al menos ahora sé por qué me atacaron. Hasta ahora, no podía ver ningún motivo.
—¿Y qué motivo ve ahora? —preguntó Kresh.
—¡El robo, desde luego! ¡Robaron mi robot!
Una expresión de sorpresa cruzó el rostro de Kresh, y de repente Fredda tuvo la certeza de que la idea de un simple robo no se le había ocurrido nunca.
—Oh, claro, claro, por supuesto —respondió Kresh.
«Pero le interesaba el hecho de que vi pies robóticos rojos —pensó Fredda—. Sabía que había un robot allí, y que desapareció» De repente comprendió que Kresh tenía motivos para creer que Calibán se había marchado del laboratorio por sus propios medios. ¡Por la galaxia! ¿Había sido algún miembro de su propio laboratorio lo suficientemente loco como para conectarlo? Pero necesitaba tiempo para pensar. Tal vez pudiera hacer que Kresh buscara en otras direcciones por algún tiempo. Después de todo, ella estaba simplemente suponiendo que Calibán se había marchado por su propio pie.
—Sólo el espacio sabe por qué alguien querría robar un robot en fase de pruebas —dijo—. Lo único que se me ocurre es que se trata de un caso extremo de espionaje industrial. Algún laboratorio rival o, más probablemente, un tercer grupo contratado por otro laboratorio, puede haber robado mi robot y mis notas.
—¿Quién podría ser? —preguntó Kresh—. ¿Qué laboratorio actuaría de esa forma?
Fredda se encogió de hombros, y pagó por el gesto un nuevo espasmo de dolor. Pero el dolor en sí era útil. Cuanto más obvio resultara que tenía problemas, menos probable sería que Kresh continuara con el interrogatorio. Había intentado contener su reacción al dolor, pero ahora le dio rienda suelta. No actuaba: el dolor era real, estaba allí. ¿Qué sentido tenía hacer un alarde de fortaleza que sólo dificultaba aún más su situación? Dejó escapar un gemido, y agarró las sábanas con los dedos retorcidos. Sintió una extraña liberación al dejar que el dolor brotara en vez de contenerlo.
Pero Kresh había preguntado por los laboratorios rivales y esperaba una respuesta.
—No tengo ni idea de quién podría utilizar esas tácticas. Está claro que alguien se hizo con mis notas y mi robot, pero me parece un crimen muy extraño y sin sentido. Después de todo, el que robó mi trabajo sabría que yo tendría copias de seguridad, pruebas de que el trabajo era mío, la habilidad para reproducirlo. Alguien lo hizo, pero no me pregunte por qué.
—Es posible que sólo quisieran retrasarla lo suficiente para permitir que los suyos la alcanzaran… con la ventaja añadida de disponer de su trabajo.
—Es posible, pero es suponer demasiado.
Kresh sonrió, un poco cansado. Sin embargo, había verdadera calidez en aquella expresión. El hombre estaba sinceramente interesado y preocupado.
—Tiene razón, por supuesto. El problema es que tenemos muy poca información para guiar la investigación. ¿No hay nada más que pueda decirnos? Ella sacudió la cabeza.
—No se me ocurre nada.
—Muy bien —dijo Kresh, incorporándose—. Estoy seguro de que tendremos que hablar más adelante, pero ahora necesita descanso.
—Sí. Tengo que recuperarme cuanto pueda para mi presentación de mañana por la noche.
Alvar Kresh la miró, sorprendido.
—¿Una presentación? ,
—Lo siento, supuse que lo sabía. Mi laboratorio hará un anuncio importante mañana por la noche. Me temo que no se me permite discutirlo hasta entonces, pero…
—Ah, por supuesto. Sí, nos hemos encontrado con todo tipo de gente diciéndonos que no podían hablar todavía, que tendríamos que esperar un anuncio público. Nadie nos dijo que lo haría usted. Me sorprende que todos confiaran en que estaría lo bastante recuperada para hacerlo.
—Jomaine Terach habría dado la charla si yo no hubiera podido, Gubber Anshaw o cualquier otro. Si nadie le dijo que yo iba a dar la charla, sospecho que fue porque sabían que el anuncio se daría, pero no quién sería el encargado de hacerlo, —Fredda pensó un instante—. Si me atacaron para impedir la conferencia, entonces tendría sentido mantener en secreto el nombre de mi sustituto. Si yo fuera el sustituto, me parecería una buena idea.
—¿Entonces piensa que el ataque podría estar relacionado con su presentación?
Fredda negó, encogiéndose de hombros, algo teatralmente. Al instante, el dolor volvió a surgir. Maldición, le dolía la cabeza.
—No tengo ni idea. Pero es muy posible —dijo—. El anuncio se hará durante la segunda de dos conferencias. ¿Ha visto la primera?
—No.
—Entonces le sugiero que eche un vistazo a su grabación. Hay en ella material suficiente para dar a alguien motivos para eliminarme. —Fredda se cruzó de brazos y contempló fijamente las montañitas que formaban sus pies bajo la sábana. Nunca hubiese imaginado que intentarían matarla por lo que había dicho.
—Si puede sugerirnos una razón para el ataque, veré esa grabación en cuanto pueda. Pero necesita usted descansar. Tendremos que dejarlo por ahora —dijo Kresh—. Vamos, Donald.
Pero el robot no siguió a su amo. En cambio, habló.
—Disculpe, señora Leving —dijo—. Hay dos preguntas que me parecen bastante importantes en este momento. Para intentar seguir y localizar a su robot robado, ¿puede decirnos si tenía nombre o un número de serie que pudiéramos identificar?
—Oh, por supuesto —dijo ella, maldiciendo interiormente. Habían tenido que preguntarlo—. Número de serie CBN-001, también conocido por Calibán. ¿Cuál era la otra pregunta?
—Es muy simple. ¿Puede decirnos, señora Leving, dónde estaba su robot personal en el momento del ataque? ¿Por qué no la protegió? ¿Y dónde está ese robot ahora? Todo lo que puedo ver aquí son robots de hospital.
Maldición, pensó Fredda. Donald no lo había pasado por alto. Por la expresión de Kresh, estaba sorprendido de no haberlo pensado antes. Bueno, sólo cabía decir la verdad, puesto que Donald monitorizaba todas sus reacciones.
—Ya no tengo robot personal —dijo en voz baja.
Se hizo un silencio mortal en la habitación, el silencio de la sorpresa, y Fredda cerró los puños. La primera robotista del planeta y no tenía robot. Era como si el líder vegetariano de Infierno confesara ser caníbal.
—¿Puedo preguntarle por qué? —dijo Alvar Kresh, escogiendo sus palabras con sumo cuidado.
Fredda apartó la vista de los pies de su cama, aunque contempló entonces la pared desnuda ante ella. No quería mirar a Kresh a los ojos.
—Escuche mi última conferencia, sheriff, y venga a la siguiente. Creo que entonces comprenderá.
La habitación volvió a sumirse en el silencio, hasta que Alvar Kresh concluyó por fin que ella no iba a decir nada más.
—Muy bien entonces, señora Leving —dijo, en un tono de voz que indicaba que la situación distaba mucho de ser satisfactoria—. Volveremos a hablar más adelante. Hasta entonces, que tenga una rápida recuperación. —Se despidió con un movimiento de cabeza, se volvió y se encaminó hacia la puerta—. Vamos, Donald.
El robot lo siguió. La puerta se abrió y se cerró, y Fredda Leving se quedó a solas. Hundió la cabeza en la almohada y agradeció que el interrogatorio hubiera terminado.
Aunque no tenía ninguna duda de que los problemas acaban de empezar.
Alvar Kresh sacudió la cabeza y palmeó a Donald en el hombro mientras salían al pasillo. Se detuvo a unos metros de la puerta y se volvió hacia el robot.
—No sé, Donald. A veces pienso que debería dimitir y que te nombraran sheriff. ¿Cómo demonios no me di cuenta de que no tenía robot personal?
—No se me ocurrió hasta que hubimos entrado en la habitación, señor. Debo señalar que los humanos tienen la costumbre de ignorar a los robots, mientras que nosotros nos advertimos mutuamente. Además, está el viejo dicho del perro ladrador. Siempre es más difícil advertir lo que falta que lo que está presente.
—De todas formas, era una cuestión vital. Vamos a ver la grabación de esa primera conferencia en cuanto lleguemos a casa, no importa la hora que sea. Buen trabajo.
—Gracias, señor. Sin embargo, me gustaría sugerir que la confirmación del nombre de Calibán es la información más útil —dijo Donald modestamente—. Ahora tenemos un eslabón directo y definido. Los dos casos son uno. El robot Calibán que desapareció del laboratorio es el que Santee Timitz identificó como Calibán en el lugar del incendio.
—¿Pero qué significa eso, por los nueve círculos del infierno? —preguntó Kresh—. ¿Qué está sucediendo? —miró por encima del hombro de Donald—. Espera un segundo. Donald, a tu espalda, ¿es…?
—Sí, señor. Jomaine Terach. El caballero que lo acompaña es, según creo, Gubber Anshaw, aunque las únicas fotos policiales que tenemos de él son de mala calidad. Los advertí al entrar.
—¿Los robots de guardia saben que no deben dejarlos pasar?
—Siguen los procedimientos normales en estos casos, según la ley. Para impedir cualquier intento de intimidación, ninguna persona asociada con el caso puede hablar con la víctima de un asalto hasta que se tomen las declaraciones de esa persona y de la víctima. A menos que presentemos cargos, no tenemos derecho a impedir que se vean una vez tomadas las declaraciones.
Kresh asintió.
—En otras palabras, podemos impedir que Gubber Anshaw hable con ella, pero no Jomaine Terach. Lo que me recuerda que ya es hora de que hablemos con él. Pero maldición, estoy cansado. —Alvar Kresh se frotó el puente de la nariz—. Mañana —dijo por fin—. Hablaré con él mañana. Pero encárgate de que los robots de guardia le impidan verla hasta entonces.
—Sí, señor. He enviado la orden por hiperonda.
—Bien. Muy bien. Entonces vámonos a casa.
—Señor, discúlpeme, pero me temo que ha pasado por alto un punto vital. ¿No debo pedir también que se cursen órdenes para detener a ese robot, a Calibán?
Alvar Kresh sacudió la cabeza y suspiró.
—Tienes razón, y a la vez, estás equivocado, Donald. Es peligroso esperar, pero podría serlo igualmente perseguirlo ahora. Piénsalo: si esto es algún extraño plan colono, lo que pretenden es sembrar el pánico, asustarnos a fondo. Si ése es el caso, están preparados para explotar ese pánico, tal vez con algo aún más aterrador que un robot pirómano. No importa lo que hagamos, la búsqueda de Calibán será del dominio público. ¿Puedes imaginar el pánico si se filtra la noticia de un robot renegado, y con un conspirador hábil dispuesto a aumentar ese temor?
—Sería terrible, señor. Y debo añadir que la simple noticia de un robot comportándose como lo ha hecho Calibán…, bueno, es probable que cause deterioros permanentes en muchos robots. Sin embargo, el peligro para los humanos que representa Calibán…
—Debe sopesarse el peligro de actuar demasiado pronto. Si empezamos ahora, con la información que tenemos, ¿qué vamos a hacer? ¿Arrestar a todos los robots altos y rojos? ¿Y por qué detenernos aquí? Tal vez nuestro amigo Calibán pueda disfrazarse con una capa nueva de pintura, o cambiando sus largas piernas por otras más cortas.
—Con el resultado de que se recelaría de todos los robots. El resultado buscado por un plan colono. Si ese plan existe. Sí, señor, comprendo la dificultad. ..
—Es lo único que yo puedo ver por ahora —dijo Kresh, sintiéndose viejo y cansado—. Pero no podemos actuar contra ese Calibán hasta que tengamos más datos. No podemos registrar toda la ciudad. Necesitamos mejor información. Pero estemos preparados por si las cosas se disparan. Envía una orden para aumentar las patrullas aéreas de respuesta inmediata. Si tenemos suerte y lo localizamos en alguna parte, quiero a un oficial encima de él en dos minutos.
—Muy bien, señor. Sin duda eso será suficiente —Donald ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo que sólo él pudiera oír, lo que no estaba lejos de ser cierto. Kresh conocía la costumbre. El sistema de comunicaciones de Donald estaba recibiendo un mensaje.
—¿Quién llama, Donald?
—Un momento, señor. Es un mensaje temporal asegurado. Tendré que esperar a que el sincronizador lo decodifique. Un momento. Ah, ya está. Se le ordena que se reúna con el gobernador mañana por la mañana, dentro de siete horas.
Kresh gruñó.
—Al diablo con todo. La política de ese hombre ya es bastante mala. ¿Tiene además que levantarse a horas insanas? Pero no había verdadera respuesta a esa pregunta, y Donald no ofreció ninguna. Por fin, Alvar Kresh suspiró y se frotó los ojos.
—A casa, Donald —dijo—. Quiero ver esa maldita conferencia antes de hablar con el gobernador. Ya estoy harto de saber menos que nadie.
—Sólo me han dejado entrar a mí, Fredda. No a Gubber. Los robots policías no le dejarán hasta que el sheriff haya…
—Oh, calla, Jomaine. Conozco la ley. Ya me duele bastante la cabeza. —Fredda Leving apoyó la cabeza contra la almohada y cerró los ojos. El dolor pulsátil empeoraba. Pero no podía tomar nada para aliviarlo. Todavía no. Tenía que estar despierta, alerta, incluso con Jomaine. Sobre todo con Jomaine. Primero, tenía que tomar precauciones contra ser monitorizada. No tenía sentido cuando había un robot policía en la habitación, pero ahora era vital. Tendría que pronunciar cada frase con cuidado si quería conseguirlo. Se aclaró la garganta y habló.
—Ordeno a todos los robots de la habitación que monitorizan esta habitación de alguna manera que se olviden de todas las conversaciones que tengan lugar entre la hora de esta orden y la próxima ocasión en que dé tres palmadas dentro de un periodo de cinco segundos. No cabe duda de que recordar cualquiera de esas conversaciones, o informar de ellas, me causaría daño.
Eso debería bastar, a menos que la policía tuviera a un ser humano escuchando por algún micrófono oculto o un sistema de grabación no robótico. Pero esas posibilidades eran absurdamente remotas. Los espaciales usaban robots para todo.
Y ése era, por supuesto, el problema.
Se volvió hacia Jomaine.
—Muy bien, creo que ahora podemos hablar. Siéntate y dime lo que sabes.
Jomaine Terach hizo lo que ella le decía, pero no tardó mucho en informarla. En realidad, no era culpa suya. Fredda lo había mantenido deliberadamente a oscuras, por el bien de todos. No podía contar lo que no sabía, un hecho que era una ventaja para ella en este momento. Un Jomaine bien informado en manos de Kresh era una perspectiva terrible. Con todo, al menos podía servir para informarla de los detalles que Kresh hubiera decidido dejar fuera de su narración.
Jomaine se ciñó a los hechos, hablando con cuidado, mencionando todos los detalles de forma ordenada y continua, pero aún así tardó muy poco tiempo en terminar; sin duda en parte porque el escenario del crimen estaba todavía sellado. Nadie no asociado con la investigación había entrado aún en el laboratorio de Gubber. De hecho, parecía que Jomaine ni siquiera sabía que faltaba un robot.
Fredda asintió pensativamente cuando Jomaine terminó. No había contribuido mucho a su conocimiento. Calibán había desaparecido, se había escapado o había sido robado. Alguien la había atacado y le había robado sus notas. Lo que Jomaine no dijo le hizo ver que podría haber sido peor. Eso no quería decir que no se hubiera hecho mucho daño, pero ahora mismo aceptaría todo el consuelo que pudiera.
—¿Eso es todo? ¿Nada más?
Jomaine se puso en pie, pidiendo disculpas, y sacó de su bolsillo una libreta informática del tamaño de la palma de una mano.
—No hay nada más que pueda decirte, pero Gubber me dio esto para ti. Parece que tiene algunas fuentes de información bastante especiales. —Le tendió la libreta, y la miró a los ojos mientras permanecía de pie junto a la cama con una postura extrañamente formal y cuidadosa. Era obvio que no le gustaba formar parte de aquello, pero estaba decidido a actuar lo mejor posible. Señaló la libreta informática que le acababa de dar—. No he leído el informe, y no voy a hacerlo. No quiero saber más. Te he dicho todo lo que sé, pero no lo que pienso, y espero que lo prefieras así.
»Para serte sincero, lo que estáis haciendo me asusta mortalmente. Por lo tanto, te pido que tengas la amabilidad de esperar a que me haya marchado para leerlo.
Fredda Leving miró asombrada a su ayudante durante treinta segundos antes de poder recuperar la voz. El hombre nunca había sido tan brusco ni tan osado.
—Muy bien, Jomaine. Gracias por tu honestidad y discreción.
—Yo diría que hemos andado escasos de esas dos cualidades últimamente —dijo él con brusquedad. La expresión de su cara afilada se suavizó un poco. Extendió la mano para tocarle el hombro—. Descansa, Fredda, cúrate —dijo con voz amable y cálida—. Aunque nada de esto hubiera sucedido, necesitarás todas tus fuerzas para mañana por la noche.
Fredda sonrió débilmente y suspiró.
—No hace falta que me lo recuerdes —dijo. La presentación de mañana bien podría decidir más destinos que el suyo propio.
Jomaine Terach se dio la vuelta y se marchó, dejando a Fredda sola con sus pensamientos y la libreta informática de Gubber Anshaw. Casi tenía miedo de leerla. Gubber tenía algunas fuentes de información sorprendentes. Fredda había decidido hacía mucho tiempo que no quería saber cuáles eran.
Apenas se atrevía a imaginar qué había encontrado esta vez. Empezó a leer la información de la libreta. Tres párrafos después estaba tan aterrorizada que apenas podía ver lo suficiente para leer. Aquello hacía que el resto de sus preocupaciones no parecieran tales en absoluto.
Santo Dios, ¿de dónde había sacado Gubber aquel material? Parecía que había metido mano en los informes policiales completos del ataque, información cruda que todavía no había sido analizada ni ordenada. ¿Dos grupos de huellas robóticas ensangrentadas? ¿Qué demonios podía significar eso?
Y los otros informes, el de la algarada de los Cabezas de Hierro en Ciudad Colono, y el incidente del incendio y los destructores de robots en el distrito de los almacenes. Dulce Ángel Caído, sí, Calibán había dado su nombre a una testigo y ella misma acababa de dárselo a su vez a Kresh. Tenían la conexión. Sabían, o eso creían, todo lo que les hacía falta saber sobre Calibán.
Maldición, ¿quién demonios lo había dejado salir del laboratorio? Fredda sabía que las primeras horas de Calibán tendrían que ser altamente formativas. Por eso había retrasado tanto tiempo el momento de conectarlo. Quería que las condiciones fueran ideales cuando lo hiciera.
Pero mira las primeras horas que había tenido en cambio. Tuvo que ser al menos testigo de su ataque. Luego debió deambular por la ciudad, viendo la conducta servil de los robots. Eso debió de confundirlo enormemente. Fredda había borrado deliberadamente toda información referida a los robots en banco de datos.
¡Campanas del infierno! ¡Cuánto había trabajado en ese banco de datos, midiendo cuidadosamente la información que contenía! En el mejor de los casos, todo aquel trabajo se había echado a perder. En el peor, confundiría completamente la visión del mundo que tendría Calibán. Y además, verse luego mezclado con un grupo de destructores de robots…
Fredda Leving dejó caer la libreta informática sobre la cama y se echó atrás, los ojos cerrados, un nudo en el estómago, la cabeza convertida de pronto en un mundo de dolor revitalizado. «¿Por qué?» se preguntó. ¿Por qué tenía que ser así?
Pensó en lo que Calibán había visto hasta ese momento: violencia, brutalidad, a los de su propia especie tratados como esclavos y aún peor. No había recibido otras influencias para formar su mente y sus puntos de vista.
Pero eso distaba mucho de ser lo peor. Ahora Alvar Kresh estaba sobre la pista, y todos sus movimientos revelarían probablemente la verdad en el momento equivocado y en el lugar menos oportuno. Un movimiento erróneo por parte de Kresh podría derrumbar el castillo de naipes político que era lo único que podía salvar Infierno.
Fredda Leving sintió que el corazón se le paralizaba de miedo.
El problema era que no estaba segura de qué temer.
O a quién.
.
9
Gubber Anshaw sabía que no era un hombre valiente, pero al menos tenía el valor de admitirlo. Poseía la fuerza de carácter necesaria para calibrar sus propias limitaciones, y seguramente eso servía para algo.
Bueno, al menos era reconfortante, aunque no sirviera de mucho dadas las presentes circunstancias. Pero había ocasiones en que incluso un cobarde tenía que hacer lo adecuado. Ésta, maldita sea, era una de esas ocasiones. Vio cómo Tetlak, su robot personal, conducía el coche aéreo, deliberadamente poco llamativo, a través de la oscuridad de la noche con rumbo a Ciudad Colono. El aeroauto se detuvo, gravitó en el aire, esperando que el sistema de tráfico y seguridad de Ciudad Colono calibrara el emisor del coche y viera que estaba incluido en la lista de aprobación. El suelo se abrió bajo él y una puerta a la ciudad subterránea les permitió la entrada. El coche atravesó las profundidades, hasta llegar a la gran caverna central de Ciudad Colono, y se dispuso a aterrizar.
Gubber usó un gesto de mano para ordenar a Tetlak que se quedara en el coche, y luego salió. Se acercó al transportador que esperaba y subió a él.
—A casa de la señora Welton, por favor —dijo mientras se acomodaba. El pequeño vehículo abierto se puso en marcha en cuanto se sentó. Gubber apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre el hecho de que no había ningún ser consciente controlando el coche antes de que éste llegara a su destino.
Se dirigió hacia la puerta y vaciló un instante antes de acordarse de pulsar el botón anunciador. Normalmente, eso era algo que un robot hacía por él. Pero a veces Tetlak ponía nerviosa a Tonya, y él no tenía ningunas ganas de incomodarla sin necesidad. Ya era bastante malo haber venido sin avisar. Una soñolienta Tonya Welton abrió la puerta y miró sorprendida a su visitante.
—¡Gubber! Por la galaxia, ¿qué estás haciendo aquí?
Gubber la miró un instante, alzó la mano inseguro y luego habló.
—Sé que es peligroso haber venido, pero tenía que verte. No creo que me siguieran. Tenía que venir y decirte… decirte adiós.
—¡Adiós! —El asombro de Tonya y su preocupación fueron claramente visibles en su rostro—. ¿Estás rompiendo porque…?
—No estoy rompiendo, Tonya. Siempre estarás en mi corazón. Pero creo que no podré verte de nuevo después… después de que haya visto al sheriff Kresh.
—¿Qué?
—Voy a entregarme, Tonya. Voy a cargar con las culpas —Gubber notó que su corazón latía con fuerza, cómo el sudor empezaba a empapar su cuerpo. Por un brevísimo instante, sintió que se mareaba—. Por favor —dijo—, ¿Puedo pasar?.
Tonya se apartó de la puerta y le permitió el paso. Gubber entró y miró a su alrededor. Ariel permanecía inmóvil en su nicho, contemplando la nada. La habitación mostraba su configuración de dormitorio, todas las mesas y sillas retiradas, sustituidas por una cama grande y cómoda, una cama que Gubber tenía motivos para recordar con agrado. Cruzó la habitación y se sentó, morosamente, en su borde, sintiéndose solo y perdido.
Tonya lo observó. Gubber la miró. Ella era tan hermosa, tan natural, tan auténtica. No como las mujeres espaciales, todo artificio y apariencia y afectación.
—Tengo que entregarme —dijo Gubber.
Tonya lo miró, silenciosa, pensativa.
—¿Por qué, Gubber?
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—¿Qué cargo, exactamente, confesarás cuando te entregues?. ¿Qué has hecho? Cuando te pregunten una descripción detallada de cómo cometiste el crimen, ¿qué dirás?
Gubber se encogió de hombros, inseguro, y miró al suelo. No tenía ni idea de qué confesar, por supuesto. En su mente, no había cometido ningún crimen, pero dudaba que la ley compartiera esa opinión. Aunque no tenía sentido confesar un crimen para proteger a Tonya cuando no sabía qué sospechaban que había hecho ella.
Tonya tenía sus propios secretos, y él no se atrevía a preguntar cuáles eran.
Estaba claro que sería más seguro para ambos si cada uno mantenía ciertas cosas en secreto.
El silencio continuó, hasta que Tonya lo interpretó como una respuesta.
—Eso pensaba —dijo por fin—. Gubber, no saldrá bien. —Se sentó junto a él, y le rodeó los hombros con un brazo—. Querido Gubber, eres maravilloso. En mi hogar de Aurora debo de haber conocido a un centenar de hombres llenos de furia y fuerza, siempre dispuestos a mostrarme lo grandes y valientes que eran. Pero ninguno de ellos tenía tu valor.
—¡Mi valor! —Gubber la miró con tristeza—. ¡Ja! Hay una contradicción en los términos.
—¿Sí? Ningún hombretón colono soñaría en confesar un crimen e ir a una colonia penal por la mujer que ama. Y tú lo harías, sé que lo harías. Pero no puedes. No debes.
—Pero…
—¿No lo ves? Kresh no es tonto. Podrá detectar una confesión falsa en un abrir y cerrar de ojos, y no sabrás qué confesar. Tenemos el informe policial, pero él no es tan tonto como para decirnos todo lo que sabe. Cuando te haya exprimido, se preguntará por qué has confesado algo que no has hecho. Tarde o temprano, averiguará que lo hiciste para protegerme. Entonces los dos tendremos problemas.
Algo se congeló en el interior de Gubber. No había pensado en eso. Pero no, espera. Había una cosa que ella no había advertido.
—Eso no sucederá, Tonya. Después de todo, nadie sabe lo nuestro…
—Tal vez sí, Gubber. Es probable que Kresh lo averigüe tarde o temprano. He hecho lo que he podido para protegerte, y sé que tú has hecho lo mismo por mí. Pero no nos atrevemos a hacer más. Si tuviéramos suerte, y no atrajéramos la atención sobre nosotros mismos, no pasaría nada. Pero si alguno de nosotros llama la atención de Kresh…
Tonya dejó que las palabras flotaran en el aire. No había necesidad de completar la frase. Gubber se volvió hacia ella, la abrazó y la besó apasionadamente. Por fin se retiró solo un poco. La miró a los ojos, le acaricio el pelo, susurro su nombre.
—Tonya, Tonya. No hay nada que no hiciera por ti. Lo sabes.
—Lo sé, lo sé —dijo Tonya, los ojos brillando con lágrimas de amor—. Pero tenemos que ser cuidadosos. Debemos pensar con la cabeza, no con el corazón. Oh, Gubber. Abrázame.
Volvieron a besarse, y Gubber sintió que la pasión se superponía a sus temores y preocupaciones. Se buscaron, ansiosa, urgentemente, se quitaron la ropa y cayeron en la cama. Sus cuerpos se unieron, llenos de necesidad y deseo.
Gubber vio a Ariel de pie, inmóvil en su nicho de pared. Por un segundo se preocupó, preguntándose si su presencia molestaría a Tonya. Un robot en la habitación no significaba nada para un espacial, por supuesto.
Al diablo. Era más que obvio que Ariel no estaba en ese momento en la mente de Tonya. ¿Por qué prestarle atención? Extendió la mano y cogió el interruptor manual, apagó las luces del techo y no lo pensó más.
Ariel permaneció en la pared opuesta, con sus ojos verdes brillando tenuemente, mientras los dos humanos hacían el amor en la oscuridad.
Había llegado la noche, y había oscuridad, y sombras, pero no silencio, ni descanso, ni seguridad. Por muchas cosas que hubieran cambiado, el peligro era constante. Calibán estaba seguro de ello.
Recorrió el centro de la ciudad, las espectrales calles de Hades. El lugar rebosaba energía, y sin embargo había una sensación espectral por todas partes, como si fuera un cadáver atareado y activo, no consciente todavía de su propia muerte, que se ocupaba de sus asuntos mucho después de que su tiempo se hubiera cumplido.
Noche y día no parecían importar mucho allí, en el corazón de la ciudad. Sus calles estaban tan atestadas ahora como durante el día.
Pero no, era inexacto decir que no había ninguna diferencia entre día y noche. Ningún cambio en la cantidad de tráfico en las calles y aceras, pero sí un gran cambio en el carácter de ese tráfico. A esa hora de la noche, la gente casi había desaparecido, pero los robots continuaban presentes.
Calibán contempló las torres orgullosas, brillantes y vacías de Hades, los grandes bulevares de magníficas y fallidas intenciones. El corazón de la ciudad estaba vacío, yermo.
Sin embargo, la urbe seguía abarrotada. Los humanos habían sido una minoría apreciable durante el día, pero en las horas nocturnas eran los robots quienes aparecían por todas partes. Calibán, desde la sombra de un portal, los contempló pasar.
Los robots de la noche eran distintos a los robots diurnos. Estos últimos eran casi todos sirvientes personales. Por la noche salían las unidades de trabajos pesados, tiraban de las pesadas cargas, trabajaban en las labores de construcción, hacían el trabajo sucio cuando había menos humanos que pudieran ser molestados.
Un grupo de grandes y brillantes robots negros de construcción pasó calle abajo por delante de Calibán, dirigiéndose hacia una alta torre de color marfil, medio terminada y ya hermosa. Pero había media docena de torres igualmente hermosas a unas pocas manzanas del lugar donde se hallaba Calibán, y todas ellas estaban prácticamente vacías. Al otro lado o de la calle, otro grupo de robots trabajaba duramente desmontando otro edificio que apenas parecía más viejo o más usado. Calibán había visto muchas otras cuadrillas de trabajo salir en la última hora, haciendo igualmente inútiles labores de mantenimiento: buscando una basura que no existía, puliendo las brillantes ventanas, desbrozando los jardines sin malas hierbas de los parques, manteniendo el centro de la ciudad vacía resplandeciente y perfecto. ¿Por qué no empleaban a estos robots en los distritos más sucios y desgastados, donde su trabajo podría tener significado? ¿Por qué trabajaban aquí?
La ciudad vacía. Calibán consideró esas palabras. Era como si resonasen en su cabeza. Había algo extraño en la sola idea de un lugar así. De su memoria, de las emociones que alguien había almacenado allí, llegó el conocimiento certero y seguro de que las ciudades no tenían que ser así. Algo iba desesperadamente mal.
Otro fragmento de datos brotó del banco, un hecho sólido y firme, pero los fantasmas de emoción gravitaron sobre este hecho con más fuerza que ninguna otra sensación que hubiera experimentado antes. Era lo que más preocupaba a la persona que creó su banco de datos: cada año, la población humana disminuía… y la población robótica aumentaba. «¿Cómo es posible? —se preguntó Calibán—. ¿Cómo pueden los humanos permitirse llegar a esa situación?» Pero no surgió ninguna respuesta del banco de datos. Por algún motivo que no podía comprender, la pregunta, aunque no tenía nada que ver con él, le pareció de vital importancia.
«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Y por qué me pregunto por qué?» Calibán advirtió que la mayoría de los robots que había observado demostraban una clara falta de curiosidad. Apenas les interesaba lo que los rodeaba. Otra cosa más que lo situaba aparte. Cuando su creador moldeó su mente convirtiéndola en una extraña forma en blanco, ¿lo había bendecido y a la vez maldecido con un grado de curiosidad hiperactivo? Calibán estaba seguro de que así era, pero de algún modo eso no importaba. Aunque su sentido de la curiosidad hubiera sido deliberadamente ampliado, eso no le impedía extrañarse.
¿Por qué, por qué, por qué los robots construían y desmantelaban, a ciegas, sin necesidad, una y otra vez, en vez de dejar las cosas como estaban? ¿Por qué crear grandes edificios cuando no había nadie para usarlos? Locura. Todo era una locura. La voz del banco de datos le susurró que la ciudad era un reflejo de una sociedad convulsa, retorcida, apartada de cualquier las forma que pudiera hacer normal la vida y el crecimiento. Era una opinión, una emoción, pero de algún modo, se le antojó verdad
El mundo estaba loco, y su única esperanza de supervivencia era mezclarse en él, ser aceptado como uno de los inquilinos de aquel asilo de lunáticos, perderse entre los interminables robots que atendían la ciudad y a sus habitantes. La idea era en desalentadora, preocupante.
Sin embargo, ni siquiera la imitación perfecta lo protegería. Lo había aprendido casi a costa de su existencia. Aquellos colonos de la noche anterior habían pretendido matarlo. Si no hubiera actuado como un robot normal, no tenía duda de que lo habrían hecho. Esperaban que permaneciera plácidamente a la espera y permitiera su propia destrucción. Incluso habían pensado que era posible que se autodestruyera voluntariamente a fuerza de oír aquel débil y tortuoso argumento sobre cómo su existencia dañaba a los humanos. ¿Por qué pensaban que ese retorcido argumento lo impulsaría a suicidarse?
Calibán salió del portal en sombras y comenzó a caminar de nuevo. Había muchas cosas que tenía que aprender si quería sobrevivir. La imitación no sería suficiente. No cuando actuar como un robot estándar podría matarlo. Tenía que saber por qué los robots actuaban como lo hacían.
¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había sido creado? ¿Por qué era distinto de los otros robots? ¿En qué era distinto de ellos? ¿Por qué permanecía oculta la naturaleza de su diferencia?
¿Cómo había llegado a aquella situación? Una vez más, intentó pensar en el principio, en investigar toda su existencia en busca de alguna pista, alguna respuesta.
No tenía recuerdos de ningún tipo hasta el momento en que fue conectado por primera vez y se encontró sobre el cuerpo inconsciente de aquella mujer, con el brazo alzado. Nada, nada más antes de eso. ¿Cómo había llegado a ese lugar, a aquella situación? ¿Se había puesto en pie de alguna forma, había alzado el brazo antes de despertar? ¿O había sido colocado en esa posición por algún motivo?
* * *
Espera un momento. Analízalo. No podía ver ningún motivo para asumir que su habilidad para actuar no pudiera ir ligada a su habilidad para recordar. ¿Y si había actuado antes de que su memoria comenzara? ¿Y si su memoria anterior momento al que consideraba su despertar había sido borrada? ¿Y si, por algún motivo, había sido capaz de actuar antes que su memoria comenzara, y su memoria simplemente había empezado a grabar hasta ese momento?
Si alguna de esas posibilidades era cierta, si no podía confiar en que el comienzo de su memoria era el inicio de su existencia, entonces no había límites a las acciones que podría haber emprendido antes de que su memoria comenzara. Podría haber estado despierto, consciente, activo, durante cinco segundos antes de ese momento… o durante cinco años. Probablemente no tanto. Su cuerpo no mostraba signos de desgaste ninguna señal de que alguna parte hubiera sido reemplazada o reparada. Su archivo de mantenimiento estaba en blanco, aunque también podía haber sido borrado. Sin embargo, parece razonable aceptar que su cuerpo era nuevo.
Pero ése era un tema secundario. ¿Cómo había llegado aquella mujer a encontrarse en el suelo en medio de un charco de sangre? Al menos era razonable suponer que había sido atacada de alguna forma. ¿Estaba muerta o viva? Revisó sus memorias visuales del momento. La mujer respiraba, pero podía haber expirado fácilmente una vez que él se hubo marchado ¿Había muerto, o había sobrevivido?.
La idea le hizo detenerse. ¿Por qué no lo había pensado antes?.
Entonces, como dos brasas gemelas, otras dos preguntas asaltaron su mente:
¿Había sido él quien la había atacado? Y, fuera eso cierto o no, ¿era sospechoso del ataque?
Calibán dejó de caminar y se miró las manos.
Se sorprendió al advertir que tenía los puños cerrados. Abrió los dedos e intentó caminar como si supiera adónde iba
La noche anterior Alvar Kresh había tomado una ducha con la esperanza de que lo ayudara a dormir. Esta noche, lo hizo con la esperanza de despertarse. Se sintió tentado de ver la grabación de la conferencia de Leving mientras estaba sentado en la cama, pero sabía lo cansado que se encontraba y lo fácil que le resultaría quedarse dormido si lo hacía. No, era mucho mejor vestirse de nuevo con ropa limpia, y ver la pantalla de televisión en el salón superior.
Kresh se sentó delante del aparato, ordenó a uno de los robots caseros que bajara un poco la temperatura y dijo a otro que le trajera un poco de té fuerte y caliente. Sentado en una habitación fría, con una buena dosis de cafeína, podría mantenerse despierto.
—Muy bien, Donald, comencemos.
El televisor cobró vida, la gran pantalla ocupaba toda una pared de la habitación. La grabación empezaba con una toma del Auditorio Central de la ciudad. Kresh había visto muchas obras retransmitidas desde allí, y la mayoría de las veces los actos eran bastante sosegados, si no aburridos, y parecía que la primera conferencia de Leving no había sido ninguna excepción. El auditorio había sido construido para albergar a un millar de personas con sus robots asistentes, que se acomodaban detrás de sus amos, en asientos bajos. Parecía estar medio vacío.
—….y así, sin más dilaciones —decía el director del teatro—, permítanme presentarles a una de nuestros científicos más destacados. Damas y caballeros, la doctora Fredda Leving —se volvió hacia ella, sonriendo, iniciando el aplauso.
* * *
La figura de Fredda Leving se levantó y caminó hacia el estrado, saludada por una más bien pobre salva de aplausos. La cámara la enfocó de cerca, y Kresh se sorprendió al recordar el aspecto que tenía Leving antes del ataque. En el hospital era una mujer pálida, débil y delicada, y la cabeza rapada la hacía parecer muy delgada. La Fredda Leving que aparecía en esta grabación parecía algo atemorizada por el escenario, pero era fuerte, vigorosa, con el pelo negro enmarcándole la cara. En suma, una mujer joven y bonita.
Llegó al atril, y miró al público. Su cara traicionaba claramente su nerviosismo.
Se aclaró la garganta y comenzó.
—Gracias, damas y caballeros. —Jugueteó con sus notas un momento, aún nerviosa, y entonces empezó—. Me gustaría comenzar con una pregunta, una que puede parecer pedante, y cuya respuesta puede parecerles obvia. Sin embargo, es una pregunta que no ha tenido una respuesta adecuada en miles de años. No sugiero que yo sea capaz de proporcionar esa respuesta, ahora, esta noche, pero sí pienso que ya es hora al menos de que nos la planteemos en serio.
»Y la pregunta es: "¿Para qué sirven los robots?" La cámara mostró las reacciones de la gente que estaba en el auditorio. Hubo un revuelo y murmullos, una risa estrangulada o dos. Los miembros del público se agitaron en sus asientos y se miraron con expresiones confundidas.
—Como decía, es una pregunta que pocos de nosotros nos hacemos. A primera vista, parece que es como preguntar para qué sirve el cielo, o para qué sirve el planeta en el que nos encontramos, o qué sentido tiene respirar aire. Igual que estas otras cosas, consideramos que los robots forman parte del orden natural de las cosas en un grado tal que no podemos imaginar un mundo que no los tenga. Y como con las cosas naturales, nosotros, incorrectamente, tendemos a asumir que el universo simplemente los colocó aquí para nuestra conveniencia. Pero no fue la naturaleza la que colocó a los robots entre nosotros. La responsabilidad fue de nosotros mismos.
Kresh advirtió la palabra empleada: «responsabilidad». ¿Qué demonios había dicho Leving aquella noche? Deseó haber estado presente en la conferencia.
La imagen de Fredda Leving siguió hablando.
—En el plano emocional, al menos, no percibimos a los robots como herramientas, ni como objetos que hemos construido, ni siquiera como seres inteligentes con los que compartimos el universo, sino como algo básico, colocado aquí por la mano de la naturaleza, algo que forma parte de nosotros. No podemos imaginar un mundo en el que merezca la pena vivir sin ellos, igual que nuestros amigos los colonos piensan que un lugar que los incluya no es adecuado para los humanos. Pero me estoy apartando de mi propia pregunta. «¿Para qué sirven los robots?» Mientras buscamos una respuesta a esa pregunta, debemos recordar que no son parte del universo natural. Son una creación artificial, al igual que una nave espacial o una taza de café o una estación terraformadora. Nosotros construimos a esos robots, o al menos lo hicieron nuestros antepasados, y luego pusimos a los robots a construir más robots.
»Los robots, entonces, son herramientas que hemos construido para nuestro propio uso. Eso es al menos el principio de una respuesta. Pero no es en modo alguno la respuesta completa.
»Pues los robots son herramientas que piensan. En ese sentido, son más que herramientas nuestras: son nuestros parientes, nuestros descendientes.
Hubo un nuevo murmullo en la sala, un revuelo, esta vez de furia y sorpresa.
—Perdónenme —dijo Fredda—. Tal vez sea una forma desafortunada de expresarlo. Pero es, en un sentido estricto, la verdad. Los robots son lo que son porque los humanos los crearon. Hay quienes creen que los humanos no podrían existir sin ellos, Pero esa deducción es una peligrosa tontería.
Ahora hubo un rugido en el fondo de la sala, donde se habían congregado los Cabezas de Hierro.
—Sí, hace daño, ¿verdad? —preguntó Fredda, olvidando el velo de cortesía en su voz—. «No podríamos vivir sin ellos…» no es la manifestación de un hecho, sino un artículo de fe. Nos hemos convencido a nosotros mismos de que no podríamos sobrevivir sin los robots, identificando la forma en que vivimos con nuestras propias vidas. Sólo tenemos que mirar a los colonos para saber que los humanos pueden vivir, y bien, sin los robots.
Un coro de abucheos y gritos llenó la sala. Fredda alzó las manos pidiendo silencio, el rostro firme. Por fin, la multitud se apaciguo un poco.
—No digo que deberíamos vivir así. Me gano la vida construyendo robots. Creo en ellos. Creo que todavía no han desarrollado todo su potencial. Han dado forma a nuestra sociedad, una sociedad que considero que tiene muchas cualidades admirables.
»Pero, amigos míos, nuestra sociedad está calcificada. Fosilizada. Enquistada. Hemos llegado al punto en que estamos seguros, absolutamente seguros, de que nuestra forma de vida es la única posible. Nos decimos a nosotros mismos que debemos vivir exactamente como nuestros antepasados, que nuestro mundo es perfecto tal como está.
»Excepto que vivir es cambiar. Todo lo que vive debe cambiar. El final del cambio es el principio de la muerte… y nuestro mundo está muriendo. —Se hizo un profundo silencio en la sala —.
Todos lo sabemos, aunque no queramos admitirlo. La ecología de Infierno se está desmoronando, pero nos negamos a verlo, mucho menos a hacer algo al respecto. Negamos que el problema existe.
Kresh frunció el ceño. ¿La ecología desmoronándose. Sí había problemas, todo el mundo lo sabía. Pero él no lo expresaría en términos tan drásticos. ¿O era parte de la negativa de la que hablaba ella? Se agitó incómodo en su asiento y siguió escuchando.
—En cambio —continuó la imagen de Fredda Leving—, insistimos en que nuestros robots nos arrullen, nos mimen, mientras continuamos con nuestras existencias dilapidadas y la tela de la vida que nos mantiene se hace cada vez más débil. En cualquier momento en los últimos cien años, nosotros, los ciudadanos de Infierno, podríamos haber tomado cartas en el asunto, trabajado para resolver la situación, para salvar nuestro planeta y a nosotros mismos. Excepto que fue muy fácil convencernos de que todo iba bien. Los robots cuidaban de nosotros. ¿Cómo podía existir algo de lo que preocuparse?
»Mientras tanto los bosques murieron. El ciclo de vida oceánica se debilitó. Los sistemas de control se desmoronaron. Y nosotros, que hemos sido entrenados por nuestros robots para creer que no hacer nada es la mejor y más alta de todas las actividades, no movimos un dedo.
»Las cosas llegaron al punto en que nos vimos obligados a tragarnos nuestro orgullo y llamar a extranjeros para que nos salvaran. E incluso ésa fue una acción límite. Estuvimos a punto de elegir nuestro orgullo antes que nuestras vidas. Admito libremente que recurrir a los colonos me resultó tan amargo como a cualquiera de ustedes. Pero ahora están aquí, y nosotros, espaciales, infernales, seguimos cruzados de brazos, permitiendo a regañadientes que los colonos nos salven, tratándolos como mano de obra alquilada, o entrometidos, en vez de rescatadores.
»Nuestro orgullo es tan grande, nuestra creencia en el poder de la indolencia sostenida por los robots tan abrumadora, que seguimos rehusando actuar. Que los colonos hagan el trabajo, nos decimos. Que los robots se ensucien las manos. Permanecemos al margen, fieles al principio de que el trabajo es para los demás, creyendo que el trabajo impide nuestro desarrollo hacia una sociedad aún más ideal, basándonos en el principio ennoblecedor de aplicar la robótica a cada tarea.
»Pues los robots son nuestra solución para todo. Creemos en los robots. Tenemos fe en ellos… una fe firme e inconmovible. Nos enfadamos y perdemos el control cuando se pone en tela de juicio nuestro uso de los robots. Lo hemos visto hace sólo unos momentos.
»En resumen, amigos míos, la robótica es nuestra religión, por usar una palabra muy antigua. Y sin embargo los espaciales despreciamos lo que adoramos. Amamos la robótica y sin embargo mantenemos a los robots en el grado más bajo de la escala de nuestra estima. ¿Quién de entre de nosotros no ha sentido desdén hacia un robot? ¿Quién de nosotros no ha visto a un robot saltar más alto, pensar más rápido, trabajar más tiempo, hacer un trabajo mejor de lo que podría hacerlo ningún humano, y luego ofrecer la desdeñosa defensa de que era «sólo» un robot? La tarea, el logro, pierde valor cuando del trabajo de un robot se trata.
»Un aspecto secundario interesante es que los robots de Infierno se crean generalmente con un potencial de la Primera Ley notablemente alto, y con un potencial especialmente fuerte para las cláusulas negativas de la Segunda o la Tercera Ley, las cláusulas que dicen a un robot que puede obedecer órdenes y protegerse a sí mismo sólo si todo ser humano está a salvo. Para expresarlo de otro modo, los robots de Infierno ponen especial énfasis en nuestra existencia, y muy poco en la suya propia.
»Esto tiene dos resultados: primero, nuestros robots nos protegen mucho más que los robots de cualquier otro mundo espacial, de forma que la iniciativa humana está aún más constreñida aquí en Infierno. Segundo, tenemos una tasa notablemente alta de robots perdidos por conflictos con la Primera Ley con el bloqueo cerebral subsiguiente. Podríamos ajustar fácilmente nuestros procedimientos de fabricación para crear robots que pudieran sentir una compulsión menor, pero perfectamente adecuada, para protegernos. Si lo hiciéramos, nuestra seguridad no disminuiría en lo más mínimo, pero nuestros robots no sufrirían tantos daños innecesarios intentando rescates que son imposibles o inútiles. Sin embargo, decidimos construir robots con una compulsión a la protección excesivamente acusada.
»Construimos nuestros robots con un potencial de la Primera Ley tan alto que pueden bloquearse si ven a un humano en peligro pero no pueden ayudarlo, aunque otros robots estén intentando salvarlo.
»Si seis robots corren a salvar a una persona, y como consecuencia de ello resultan innecesariamente dañados, no nos importa. Es un despilfarro absurdo. Pero no nos preocupa la pérdida de robots achacable a reacciones innecesarias. Tenemos tantos robots que no los consideramos particularmente valiosos. Si se destruyen así mismos sin necesidad sólo para responder a nuestros caprichos, nos da lo mismo.
»Despreciamos a nuestros sirvientes robóticos. Son algo secundario, sacrificable. Enviamos a seres de gran sabiduría y experiencia, seres de gran inteligencia y habilidad, a correr graves peligros, incluso a su destrucción, por las razones más triviales. Se envían robots a edificios incendiados en busca de abalorios sin valor. Los robots se lanzan de cabeza al tráfico para proteger a un humano que ha cruzado la calle descuidadamente para mirar un escaparate. Se ordena a un robot que limpie la suciedad de la ventana de un rascacielos en medio de un vendaval con una fuerza de cien kilómetros por hora. En ese último caso, aunque el robot cayera del edificio, no habría por qué preocuparse: el robot movería sus brazos y sus piernas en su caída, asegurándose de no golpear a ningún ser humano cuando llegara al suelo, fiel a la Primera Ley incluso mientras se precipita a su destrucción.
»Todos hemos oído historias de robots destruidos en este esfuerzo inútil, o por dar rienda suelta a ese impulso inútil. Las historias no se cuentan como si fueran desastres, sino como fueran graciosas, como si un robot hecho migas o reducido a chatarra para conseguir algo sin sentido fuera un chiste, en lugar de ser un escandaloso despilfarro.
»Apenas menos serios son los interminables abusos de robots. He visto a robots obligados a servir como apoyo estructural, para permanecer simplemente de pie y sujetar una pared… no durante un minuto, no como un remedio de emergencia mientras se hacen las reparaciones, sino como una solución permanente. He visto a robots, robots funcionales y capaces, a los que se ordena permanecer bajo el agua y sujetar el ancla de un barco. Conozco a una mujer que tiene un robot cuyo único deber es limpiarle los dientes, y sujetar el cepillo cuando no lo está haciendo. Un hombre con una tubería rota en su sótano ordenó a un robot que achicara el agua… todo el tiempo, sin parar, cada día, durante seis meses, antes de que se tomara la molestia de hacer las reparaciones.
»Piénsenlo. Considérenlo. Seres conscientes utilizados como sustitutos de anclas, como cepillo de dientes, como achicadores de agua. ¿Tiene sentido? ¿Parece racional que creemos robots con mentes capaces de calcular saltos hiperespaciales, y luego ponerlos a trabajar como peso muerto para que nuestros barquitos de placer no vayan a la deriva?
»Éstos son simplemente los ejemplos más notables del abuso de los robots. Ni siquiera he tratado las interminables tareas que todos permitimos hacer a nuestros robots por nosotros, cosas que deberíamos hacer solos. Pero esas cosas son también abusivas, y nos rebajan tanto como a nuestros sirvientes mecánicos.
»Recuerdo una mañana, no hace mucho, cuando permanecí delante de mi armario durante veinte minutos, esperando a que mi robot me vistiera. Cuando por fin recordé que había ordenado al robot que saliera a cumplir un encargo, seguí sin vestirme, y esperé a que regresara. Nunca se me ocurrió que podría escoger mi propia ropa, ponérmela, cerrar las cremalleras yo sola. Tenían que hacerlo por mí.
»Les confieso que esos absurdos hacen algo más que desperdiciar las habilidades de los robots. Nos hacen daño a nosotros, los humanos. Esa conducta nos enseña a pensar que el trabajo, todo trabajo, cualquier trabajo, no es digno de nosotros, que la única cosa respetable y socialmente aceptable que puede hacerse es quedarse sentado y permitir que los esclavos-robots se preocupen por uno.
»Sí, he dicho esclavos. Hice una pregunta al principio de esta charla. Pregunté para qué sirven los robots. Bien, damas y caballeros, ésa es la respuesta que ha encontrado nuestra sociedad. Para eso los utilizamos. Esclavos. Miren en los libros de historia, busquen en todos los antiguos textos de tiempos remotos y en todas las culturas del pasado. La esclavitud ha corrompido siempre a las sociedades en las que ha existido, aplastando a los esclavos, degradándolos, humillándolos…, pero corrompiendo también a sus amos, envenenándolos, debilitándolos. La esclavitud es una trampa que siempre atrapa a la sociedad que la permite.
»Eso es lo que nos está sucediendo a nosotros. Fredda hizo una pausa y contempló al auditorio. Éste permanecía en silencio, en un mortal silencio.
—Déjenme volver al día en que esperé a que mi robot-esclavo me vistiera. Pensándolo después, al ver lo ridículo que había sido aquel momento, resolví arreglármelas yo sola la próxima vez.
»¡Y descubrí que no podía! No sabía cómo. No sabía dónde estaba mi ropa. No sabía cómo se cerraban las cremalleras o cómo encajaban las prendas. Caminé medio día con una blusa al revés antes de darme cuenta de mi error. Me sorprendió mi ignorancia en el tema de cuidar de mí misma.
»Empecé a observarme, a advertir lo poco que hacía por mí misma… lo poco que era capaz de hacer.
Alvar Kresh, contemplando la grabación, empezó a comprender. Por eso ella no tenía ya robot personal. Una extraña decisión, sí, pero empezaba a tener sentido. Contempló la grabación absorto, olvidado su propio cansancio. —Me dejó atónita lo incompetente que era —decía la voz de Fredda Leving—. Me asombré de ver cuántas pequeñas tareas no podía ejecutar. No soy capaz de describir la humillación que sentí al advertir que no podía orientarme en mi propia ciudad. Necesitaba un robot para guiarme, o me perdería irremediablemente.
Hubo un par de risas nerviosas entre el público, y Fredda asintió pensativa.
—Sí, es gracioso. Pero también muy triste. Déjenme preguntarles a los que piensan que lo que digo es absurdo… supongamos que todos los robots se detuvieran ahora mismo. Ignoremos el obvio hecho de que nuestra civilización entera se derrumbaría, porque los robots son quienes la dirigen. Reduzcamos las cosas al ámbito personal. Piensen lo que les sucedería a ustedes si sus robots se desconectaran. ¿Qué sucedería si su conductor dejara de funcionar, su asistente personal se detuviera, su cocinero se paralizara y no pudiera preparar comidas, su mayordomo perdiera la energía ahora mismo?
»¿Cuántos de ustedes encontrarían el camino a casa? Muy pocos saben pilotar sus coches, lo sé… ¿Pero podrían volver a casa andando? ¿Por dónde se va? Y si llegaran a casa, ¿se acordarían de usar los controles manuales para abrir la puerta? ¿Cuántos de ustedes ni siquiera saben su propia dirección?
Una vez más silencio, al menos al principio. Pero entonces alguien gritó. La cámara mostró a un hombre de pie ante su asiento, un hombre vestido con una de las variantes de ópera cómica del uniforme de los Cabezas de Hierro.
—¿Y qué? —gritó—. No conozco mi dirección. ¡Qué gran cosa! ¡Todo lo que necesito saber es que soy el ser humano! ¡Soy el que está arriba! Tengo una buena vida gracias a los robots. ¡No quiero perderla!
Hubo un clamor de vítores y aplausos, procedentes en su mayoría del fondo de la sala. La imagen volvió a mostrar a Fredda que se retiraba del atril y aplaudía también, despacio, fuerte, irónicamente, hasta mucho después de que todo el mundo hubiera cesado de hacerlo.
—Enhorabuena —dijo—. Usted es el ser humano. Estoy segura de que se enorgullece de ello, o debería. Pero si Simcor Beddle le ha enviado a interrumpir mi discurso, puede volverse y decirle al líder de los Cabezas de Hierro que me ha ayudado a reforzar mi argumento. Lo que me preocupa es que casi parece orgulloso de su propia ignorancia. Eso me parece terriblemente peligroso, y muy triste.
»Dígame una cosa. No sabe dónde vive. No sabe hacer gran cosa. No sabe hacer casi nada. Entonces, por los siete círculos del infierno, ¿para qué demonios sirve? —Dejó de mirar al hombre y se dirigió a todo el público—. ¿Para qué servimos? ¿Qué hacemos? ¿Para qué valemos los humanos?
»Miren a su alrededor. Consideren su sociedad. Miren el lugar de los humanos en ella. Somos zánganos, poco más. Apenas hay un aspecto de nuestras vidas que no haya sido confiado al cuidado de un robot. Al entregarles nuestros trabajos, les entregamos nuestro destino.
»¿Para qué servimos los humanos? Ésa es la pregunta, la auténtica pregunta. Y el uso que hacemos de los robots nos ha proporcionado una terrible respuesta, una respuesta que nos condenará si no actuamos.
»Porque aquí, ahora, debemos aceptar la verdad, amigos míos. Y la verdadera respuesta a esa pregunta es que los humanos no servimos para mucho.
Fredda inspiró profundamente, recogió sus notas y se retiró del atrio.
—Perdónenme si termino esta conferencia con una nota triste, pero creo que es algo que debemos aceptar. He señalado los problemas que deseaba recalcar. En mi próxima conferencia les ofreceré mis ideas sobre las Tres Leyes de la Robótica, y una solución para los problemas a los que nos enfrentamos. Creo que no es aventurado decir que podrá resultar interesante.
Y con eso, la grabación se apagó, y Alvar Kresh se quedó a solas con sus propios pensamientos.
Ella no podía tener razón. No podía.
Muy bien, pues. Asumió que estaba equivocada. Entonces, ¿para qué servían los humanos?
—Bien, Donald, ¿qué te parece?
—Debo confesar que me parece una conferencia perturbadora.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, señor, implica claramente que los robots son malos para los humanos.
Kresh hizo un gesto de desdén.
—Todos esos argumentos son muy, muy viejos. No hay nada que no hubiera escuchado antes. Habla como si toda la población de Hades, de Infierno, estuviera compuesta por incompetentes indolentes. Bueno, yo sí sé encontrar el camino a casa.
—Es cierto, señor, pero me temo que podría ser parte de una minoría.
—¿Qué? Oh, venga. Ella hizo que pareciera que todo el mundo es un completo incompetente. No conozco a nadie tan inútil.
—Señor, si puedo hacer la observación, la mayoría de sus conocidos son agentes de la ley, o trabajadores de campos relacionados con su labor como sheriff.
—¿Adónde quieres llegar?
—El trabajo policial es uno de los pocos campos en que los robots sólo pueden ofrecer ayuda marginal. Un buen oficial de policía debe ser capaz de pensar y actuar con independencia, estar dispuesto a cooperar en grupo, a tratar con toda clase de gente, y poder trabajar sin robots. Sus oficiales deben ser individuos decididos, seguros de sus cualidades, dispuestos a soportar cierta cantidad de peligro físico… tal vez incluso a saborear los estímulos del peligro. Sugeriría que los oficiales de policía son una muestra bastante atípica de la población. Piense por un momento no en sus oficiales, sino en la gente que tratan. Las personas que acaban siendo las víctimas en los informes policiales. Sé que no las tiene en muy alta estima. ¿Hasta qué punto son competentes y capaces? ¿Cuánto dependen de sus robots?
Alvar Kresh abrió la boca como para protestar, pero se detuvo, frunció el ceño, y reflexionó.
—Comprendo tu argumento. Ahora me has dejado muy preocupado, Donald.
—Mis disculpas, señor. No pretendía…
—Relájate, Donald. Eres lo bastante sofisticado para saber que no has causado ningún daño. Me has hecho pensar, eso es todo —señaló el televisor—, como si ella no lo hubiera hecho ya.
—Sí, señor, así es. Pero si puedo sugerírselo, señor, es hora de acostarse.
—Desde luego. No puedo estar cansado para el gobernador, ¿verdad? —Alvar se levantó y bostezó— ¿Qué demonios querrá que no puede esperar a más tarde?
Alvar Kresh se encaminó cansinamente hacia su dormitorio, temiendo el encuentro de la mañana. Fuera lo que fuese lo que quería el gobernador, era improbable que se tratara de una buena noticia.
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10
Simcor Beddle estaba despierto, revisando pensativamente los resultados de la acción de los Cabezas de Hierro contra Ciudad Colono. No eran buenos. Los oficiales del sheriff Kresh eran expertos en su trabajo. Demasiados arrestos, muy pocos daños, y lo peor de todo, la publicidad era mala. Hacia que los Cabezas de Hierro parecieran unos ineptos.
Muy bien, era hora de buscar otra táctica. Una forma de tratar con los malditos colonos sin que la gente de Kresh pudiera interferir.
Espera un momento. Lo tenía. La siguiente conferencia de Leving. Si su información era remotamente digna de confianza, el lugar estaría a rebosar de colonos. Sí, sí. Un altercado allí sería lo aconsejable.
¿Pero y la publicidad? No tenía mucho sentido preparar una revuelta si nadie se enteraba. Beddle se arrellanó en su silla y miró al techo. La primera conferencia de Leving no había atraído a mucha gente, aunque hubiese debido hacerlo, dado el sedicioso material que había presentado. Tal vez ésa era la clave. Sembrar unos cuantos informes aquí y allá, veraces y falsos, sobre lo que ella dijo entonces. Tal vez podría conseguir que algunas fuentes dignas de crédito dejaran caer especulaciones incendiarias sobre qué demonios estaba haciendo Fredda Leving en el hospital.
Sí, sí. Eso era. Bien distribuidos, los informes sobre su primera conferencia deberían lograr que la sala estuviera llena para la segunda, y que hubiese cobertura televisiva en directo.
Si actuaban entonces, nadie podría dejar de prestar atención. Simcor Beddle hizo un gesto a su secretario robot para que se acercara, y empezó a dictar, fijando los detalles. Todo saldría a la perfección.
Alvar Kresh entró en el despacho del gobernador, sintiéndose mucho más alerta y despierto de lo que en realidad podía estar, como si su cuerpo se estuviera acostumbrando a la idea de no dormir bien.
El gobernador se levantó y cruzó la mitad del despacho, ofreciendo su mano a Alvar mientras se acercaba. Grieg parecía descansado, atento. Iba vestido con un traje negro y gris de corte bastante conservador, como si intentara parecer lo más viejo posible. Ése era sin duda el motivo, dada la elección de Grieg para el cargo con su casi escandalosa juventud.
El despacho de Grieg era tan opulento como Alvar recordaba, pero faltaba algo en él desde su última visita, algo que ya no estaba allí. ¿Qué era?
—Gracias por venir tan temprano, sheriff —dijo el gobernador mientras estrechaba la mano de Alvar.
«Como si su convocatoria hubiera sido una invitación y no una orden», pensó Alvar. Pero las palabras corteses eran significativas en sí mismas. El gobernador no sentía a menudo la necesidad de ser amable con Alvar Kresh.
Alvar estrechó su mano y lo miró a los ojos. No había duda. El hombre quería algo de él, necesitaba algo.
—Es un placer estar aquí —mintió Alvar amablemente.
—Dudo que ése sea el caso —dijo Grieg con una franca sonrisa de político, una sonrisa nacida tras demasiados años de hacer promesas—. Pero le aseguro que era necesario. Por favor, siéntese, sheriff. Dígame, ¿cómo va la investigación sobre el ataque a Fredda Leving?
«No hay nada como ir derecho al grano», pensó Kresh torvamente.
—Es pronto todavía. Hemos recogido un montón de información, y en gran parte parece contradictoria. Pero era de esperar. Sin embargo, hay una cosa que podría hacer para facilitarnos un poco el trabajo, señor.
—¿Qué puede ser?
—Despida a Tonya Welton. Debo admitir que no conozco el aspecto político de la situación, pero le aseguro que introducirla en el caso nos ha complicado las cosas. No puedo ver por qué quería usted que cooperara.
—¿Por qué quería yo que cooperara? Fue ella quien lo pidió. Su gente puede tener una conexión con Laboratorios Leving, ¿pero para qué iba a querer yo que colaborara con la policía local? No, la idea fue suya, e insistió mucho. Dejó bien claro que el precio político sería muy alto para Infierno si no le permitía acceder a la investigación. De hecho, fue ella quien primero me habló del caso. Me llamó a casa la noche en que sucedió y solicitó colaborar.
Alvar Kresh frunció el ceño, confundido. Dada la velocidad con que Tonya Welton había llegado al lugar del crimen, o tenía que significar que supo del ataque casi antes de que robot de mantenimiento llamara para informar del mismo. ¿Cómo lo había descubierto?
—Ya veo. He de admitir que ella más bien dio a entender que fue idea de usted.
—Decididamente no. Y en cuanto a despedirla, tal como usted lo expresa, me temo que la situación política es demasiado delicada. Lo siento mucho, pero tendré que pedirle que soporte su intromisión. Creo que comprenderá por qué después de ver lo que quiero que vea.
El gobernador señaló una silla de aspecto severo. Alvar se sentó, enfrentado al centro vacío de la habitación. Donald lo siguió un par de pasos por detrás de él y se colocó tras la silla. Grieg se sentó ante una consola de control situada frente a Alvar, Eso era, advirtió el sheriff. Miró alrededor y confirmó sospecha. No había ningún robot. El gobernador no tenía ningún robot auxiliar en su despacho privado. Eso sí que era detalle escandaloso. ¡Ningún robot! Fredda Leving era una cosa, ¿pero y el propio gobernador? Aunque la situación política del momento hubiera sido calma y tranquila, esa noticia habría sido impactante, como si Grieg se hubiera presentado en público sin pantalones. Con una presencia tan acusada de colonos, eso resultaba antipatriótico.
Pero no era momento de hablar de ese tema con el gobernador. Tal vez había visto aquella conferencia de Fredda Leving, o tal vez sabía algo más. Pero Grieg estaba inclinado sobre la unidad de control, concentrado. «Es mejor prestar atención»se dijo Alvar.
—Esto es una unidad simglobo —dijo el gobernador, un poco ausente, fijándose en los controles que tenía delante—. Tal vez haya visto alguna antes, o una grabación de una simulación hecha por alguna. De hecho, estoy seguro de ello. Es un modelo colono, mucho más sofisticado que nuestras propias unidades. Es un regalo de Tonya Welton… y antes de que entre en sospechas, fue comprobado concienzudamente por nuestra gente, y programado por los nuestros. No ha sido manipulado de ninguna forma.
—¿Y qué me mostrará? —preguntó Alvar.
El gobernador terminó de ajustar los controles y miró a su invitado, el rostro súbitamente sombrío.
—El futuro —respondió con una voz plana y sin emoción que provocó un escalofrío a Alvar.
Las ventanas se volvieron opacas, y las luces de la habitación se amortiguaron hasta apagarse. Tras un instante, una tenue bola de luz se materializó en el aire entre Alvar y Kresh. Cobró nitidez rápidamente, hasta que pudo ser reconocida como el globo de Infierno. A su pesar, Alvar contuvo la respiración. Hay pocos espectáculos tan hermosos para el ojo humano como un mundo viviente visto desde el espacio. Infierno era maravilloso y aturdidor, una gema blanquiazul resplandeciente en el vacío.
Estaba en semifase desde el punto de vista de Alvar, el límite de iluminación cortaba la gran isla ecuatorial de Purgatorio. Casi la totalidad del hemisferio Sur de Infierno era agua, aunque había sido terreno árido antes de que los proyectos terraformadores dieran sus mares a este mundo.
Ocupaba el tercio Norte del mundo una sola masa de tierra, el continente de Terra Grande. Incluso en verano, las regiones polares de Terra Grande estaban cubiertas por un impresionante casco de hielo. En los meses de invierno, el hielo y la nieve podían llegar hasta el mar.
Al norte de Purgatorio un gran tajo semicircular cortaba la costa Sur de Terra Grande, la cicatriz visible del impacto producido por un asteroide varios millones de años atrás, oculto por el agua, el arco del borde del cráter se introducía en el mar, formando una hondonada circular. Purgatorio era el promontorio central del cráter semisumergido. El nombre del gran cráter lleno de agua era, simplemente, la Gran Bahía.
Nubes y remolinos se retorcían en los mares del Sur, y los tonos verdes, marrones y amarillos del continente Norte quedaban medio ocultos bajo las nubes. Puntos de luz fluctuaban en mitad de la tormenta en las montañas noroccidentales, mientras que el borde oriental de la Gran Bahía carecía de nubes y brillaba cegadoramente, los desiertos costeros resplandecían al sol y la vegetación de los bosques y pastos formaba un verde más oscuro y rico.
En la oscuridad que antecede al amanecer, al suroeste de la Bahía, Alvar pudo distinguir las luces de Hades, un brillo pequeño y débil.
—Es una panorámica en tiempo real de nuestro mundo tal como es hoy —anunció la voz de Grieg desde el otro lado del globo, que ahora daba la impresión de ser sólido—. Llegamos a un mundo sin agua con una atmósfera irrespirable. Le dimos agua y oxígeno. Cada gota de agua de esos océanos la produjimos nosotros. Cada molécula de oxígeno en el aire existe porque nosotros rehicimos este mundo. Sacamos el agua de las rocas y el suelo e importamos cometas y meteoros helados de los confines de este sistema solar. Sembramos vida vegetal en el mar y en la tierra, y le dimos a este mundo aire respirable. Hicimos que un mundo floreciera. Pero ahora la flor se está marchitando.
»A continuación verá usted Infierno como será, si confiamos simplemente en nuestras habilidades, usando sólo nuestras estaciones terraformadoras y nuestra tecnología y seguimos como hasta ahora. Primero, para que le resulte fácil observarlo, quitaré la atmósfera, la capa de nubes, y el ciclo día-noche.
De repente, el globo medio iluminado se encendió por completo, y las tormentas y la bruma se desvanecieron. El holograma había parecido un mundo real hasta ese instante, pero, despojado de sombras y nubes, se convirtió en poco más que un mapa de alta precisión, un globo detallado. Aunque de manera irracional, Alvar sintió un retortijón de pérdida incluso entonces. Algo hermoso había desaparecido, y supo, sin duda ninguna, que la imagen superviviente del mundo se volvería aún más fea.
—Ahora déjeme añadir unos cuantos gráficos suplementarios —dijo la voz de Grieg. Una serie de gráficos de barras y otras imágenes aparecieron sobre el globo, mostrando el estado de los bosques, el mar y la biomasa terrestre, las temperaturas, los gases atmosféricos y otra información.
»Avanzaré la simulación al ritmo de un año estándar cada diez segundos —dijo Grieg—, y mantendré el hemisferio occidental de forma que pueda usted ver el destino de Hades. —Una mancha blanca apareció en la posición apropiada al borde de la Gran Bahía—. Ese es el emplazamiento de Hades. El gobernador guardó silencio y dejó que el simglobo contara su propia historia, una parte en imágenes directas y otra en lecturas y gráficos.
Los océanos murieron primero. Los depredadores de la cima de la cadena alimenticia se alimentaron hasta aniquilar las especies situadas en la zona media de la cadena, los peces y otras criaturas que se alimentaban los unos de los otros y de las diversas especies de plancton. Cuando su suministro de alimentos se agotó, los grandes depredadores se extinguieron también.
Sin control sobre su reproducción, los siguientes fueron el plancton y las algas del océano. Se reprodujeron sin medida y los océanos se volvieron de un verde enfermizo y espectral. Luego los mares se pusieron marrones cuando las algas murieron también, tras haber agotado su propio suministro alimenticio y absorbido virtualmente cada molécula de dióxido de carbono. Sin vida animal en el océano, la vida vegetal de todas partes, en el mar y en la tierra, se mostró ávida de dióxido de carbono. La pérdida del gas invernadero significaba que Infierno podía conservar cada vez menos calor. El planeta empezó a enfriarse.
Alvar siguió observando cómo el planeta quedaba estrangulado por el hielo, testigo reticente de la inminente destrucción de su propio mundo. El agua, el agua era la clave. Ningún mundo podía sobrevivir sin ella, pero no servía para nada bueno, y sí podía hacer mucho daño, en el estado inapropiado, en el lugar equivocado. Entonces el problema era la capa de hielo. La línea del mapa mostró el tamaño del casquete polar, aunque Alvar podía verlo crecer. El hielo avanzó, y los bosques del Norte cayeron ante él, las grandes zonas de árboles y murieron en el aire demasiado frío, carente de dióxido de carbono. Siendo el contenido de oxígeno de la atmósfera demasiado alto, y con la sequía imperante, los incendios forestales se declararon por todas partes, mientras el hielo avanzaba hacia el Sur.
El blanco hielo reflejaba más calor y luz que los bosques, y la tendencia al enfriamiento planetario se cerró sobre sí misma, se reforzó.
Pero el enfriamiento no fue universal: Alvar pudo verlo. Mientras los bosques morían y el hielo avanzaba y la temperatura planetaria general descendía, las temperaturas locales caían en unas zonas y subían en otras. La pauta de los vientos varió. Las tormentas se hicieron más violentas. Huracanes de nieve semipermanentes se instalaron a lo largo de la costa Sur de Terra Grande, mientras que Purgatorio se volvía semitropical, Pero el hielo seguía avanzando, acercándose más y más al Sur, convirtiendo el agua en nieve y hielo, agua que tendría que haber fluido de vuelta al océano Sur.
El nivel del mar aumentó. Los océanos de Infierno, que ya nunca habían sido demasiado profundos, retrocedieron a increíble velocidad mientras el hielo se hacía cada vez más espeso en el Norte. Empezaron a aparecer islas en el océano Sur. Las aguas siguieron retirándose, hasta que la Gran Bahía reveló su verdadera forma de cráter sumergido. Ahora era un mar circular, rodeado de tierra por todas partes. La masa de hielo siguió avanzando y la ciudad de Hades desapareció bajo ella.
De repente, la simulación se detuvo.
—Está viendo este mundo tal como será dentro aproximadamente de setenta y cinco años estándar. Para entonces, no habrá más vida en este planeta que nosotros. Algunos pocos ejemplares de alguna que otra especie podrían sobrevivir en zonas aisladas, pero el mundo en conjunto estará muerto. —Alvar oyó una risa sombría y sepulcral en la oscuridad—. Para cuando esto suceda, supongo que los humanos podremos ser considerados también un resto en una zona aislada.
—No comprendo —protestó Alvar, hablando a la voz sin rostro del gobernador—. Creía que el peligro procedía del crecimiento de los desiertos, que el planeta se calentaba y los casquetes polares se derretían.
—Eso es lo que creíamos todos —dijo el gobernador amargamente—. Los esfuerzos ilusorios que mi predecesor emprendió para corregir la situación estaban basados en cálculos y predicciones a ese efecto. Se suponía que los desiertos crecerían, que los casquetes polares desaparecerían por completo y el nivel del mar aumentaría. En mis archivos hay planes para construir diques alrededor de la ciudad y contener las aguas.
Alvar oyó al gobernador apartarse de la consola. Rodeó el simglobo, se colocó junto a la silla del sheriff y contempló el mundo medio congelado.
—Tal vez estoy siendo injusto. La situación es muy compleja. Si una o dos variables se alteraran levemente, sería el mar, y no el hielo, lo que vencería la ciudad. De hecho, el primer paso de nuestro plan terraformador revisado es inclinar la balanza hacia el panorama de los desiertos y las inundaciones costeras… es una catástrofe menos dramática que la Edad de Hielo a la que nos enfrentaremos de lo contrario. Todavía no ha visto lo peor.
—¿Pero por qué volver al panorama desértico? ¿Porqué no intentar ir hacia un terreno intermedio y estable?
—Una pregunta excelente. La respuesta es que nuestra situación actual es el resultado de apuntar hacia un estado intermedio, estado intermedio que tal vez no alcancemos.
—No comprendo. El gobernador suspiró, el rostro tenuemente iluminado por la imagen de un mundo moribundo.
—El plan de trabajo para una ecología estable y confortable para los humanos no se trazó adecuadamente desde un principio, y ahora pagamos el precio. Un mundo bien terraformado, o cuando se ve perturbado de algún modo, tiende siempre hacia ese cómodo estado intermedio. Aquí no. Se supone que la vida es un factor moderador del entorno de un planeta, que sirve para suavizar los extremos. Pero la fuerza de la vida en Infierno se está debilitando, y un sistema debilitado se mueve hacia los extremos. Lo que deberíamos ver como una ecología terrestre «normal» se ha convertido, en Infierno, en anormal, el punto inestable de transición entre dos estados estables: una Edad de Hielo o un continente árido con altos niveles marinos. De los dos estados estables, nos encaminamos al hielo, y eso nos matará.
»Crear un Infierno con una Terra Grande casi desierta y medio inundada puede que sea lo mejor que logremos hacer, sólo nos debilitará. Si podemos forzar la tendencia hacia los desiertos, entonces la vida al menos sobreviviría en este planeta, aunque nuestra civilización se derrumbe.
—¿Cuándo nuestra civilización se derrumbe? —gritó Alvar lleno de asombro—. ¿Qué está diciendo? ¿Va a suceder eso realmente?.
Grieg suspiró, un sonido cansado de resignación.
—Supongo que debería decir «si» en vez de «cuando», pero he estado leyendo una serie de informes clasificados que sugieren que el derrumbe es mucho más probable de lo que nadie imagina. Cuando la cosa empeore, la gente empezará a huir. No todo el mundo podrá conseguirlo. Habrá muy pocas naves disponibles. Los precios serán altos. Algunas personas morirán, y muchas más se marcharán. Dudo que quede una población suficientemente grande para mantener en funcionamiento la sociedad, ni siquiera disponiendo de robots. Tal vez toda la gente muera, pero los robots sobrevivan. ¿Quién sabe?
El gobernador pareció recobrarse un poco. Se irguió, miró a Alvar y habló con voz más firme, más controlada.
—Perdóneme. Tengo muchas cosas en la cabeza.
Chanto Grieg caminó de un lado a otro delante de Alvar, intentando ordenar sus pensamientos.
—Estamos en una situación extrema, sheriff —dijo por fin—. Los temas políticos y sociales están entrelazados con los problemas ecológicos. Al atender la ecología, debemos suponer que los supervivientes no podrán hacer nada para salvar el planeta, más allá de los esfuerzos que nosotros hagamos. Nadie sobrevivirá a la Edad de Hielo resultante. Al desierto, sí. Así que forzaremos el planeta a regresar al desierto, y si tenemos la oportunidad, intentaremos terraformar a partir de ahí. Eso será preferible a nuestro futuro actual. —Grieg señaló el simglobo.
—Pero la Edad de Hielo no parece tan mala —objetó Alvar.
—No olvide que he detenido el programa. Pero sí, podríamos sobrevivir, aunque ignoremos el terrible crimen de permitir que el planeta muera. —El gobernador contempló el globo, pensativo—. Visto a escala global, ni siquiera el hielo inundando la ciudad es un problema infranqueable. Podríamos construir una cúpula, o enterrarnos bajo tierra, como hacen los colonos. Pero éste no es el final de la historia.
El gobernador se volvió y se perdió de nuevo en la oscuridad. Alvar lo oyó teclear nuevas órdenes en la consola y se sorprendió al pensar que botones e interruptores eran una forma típicamente colona de hacer las cosas. ¿Por qué no órdenes vocales, o una interfase para permitir que un robot manejara la maquinaria?
Pero sabía que su mente buscaba formas de evitar aceptar la realidad que Grieg le estaba mostrando. «¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —se preguntó, incómodo—. Sólo soy un policía que persigue a delincuentes. No estoy arruinando el planeta.» Pero incluso mientras se decía estas cosas, Alvar sabía que la realidad era otra. Y todo esto bien podría tener mucho que ver con él.
Chanto Grieg fijó los controles del simglobo para que avanzaran en el tiempo. Los casquetes polares se hicieron más grandes, los mares retrocedieron aún más.
—Éste es el punto de crisis —dijo—, dentro de ochenta y cinco años estándar. Los mares retroceden tanto que descubren las tierras altas del Polo Sur.
El simglobo giró la región polar citada hacia Alvar, quien pudo ver la masa terrestre emergiendo del agua, formando al instante su propio casquete helado.
—Las tierras polares están ocultas bajo el mar, pero a un nivel mucho más alto que las tierras bajas circundantes. Cuando el nivel del mar descienda lo suficiente, emergerá el continente polar.
»Y eso es lo que nos condenará a todos. Ha habido hielo sobre el océano Polar Sur siempre, pero el agua bajo el hielo ha podido fluir libremente. Las pautas de circulación son complejas, pero el efecto de las corrientes es que las aguas antárticas han podido mezclarse con las aguas de las zonas templadas y ecuatoriales. El agua caliente se enfría y la fría se calienta. Pero cuando ambos polos están cercados, las corrientes oceánicas del planeta cambian violentamente. El agua ya no fluye a través de ninguna región polar, y así las corrientes oceánicas no podrán moderar la diferencia de temperatura entre el Polo Sur y la región ecuatorial. Los océanos ya no tienen sitio para descargar su calor. Lo que eso significa es que las temperaturas de las regiones polares del Sur caen rápidamente y la temperatura de las zonas ecuatoriales y templadas sube. El volumen absoluto de agua en los océanos se reduce enormemente, lo que significa que éstos simplemente no pueden contener tanta energía calorífica.
»La temperatura del aire aumenta. Las tormentas se vuelven más y más violentas. El agua en estado líquido de los océanos hierve, mientras que los polos se vuelven aún más fríos. Dentro de ciento veinte años, el agua de este planeta estará concentrada en enormes casquetes polares en los dos polos. Hará tanto frío allí que se formarán lagos de nitrógeno líquido. Pero las regiones templadas y el ecuador serán un horno.
»Las temperaturas diurnas normales en el emplazamiento de Hades serán de unos veinte grados bajo cero en la escala de Celsius. En el ecuador alcanzarán los ciento cuarenta sin ningún problema. Sin agua, con las temperaturas tan altas, la vida vegetal que quede morirá. Sin ella para devolver oxígeno al aire, la atmósfera perderá todo su oxígeno respirable, ya que diversas reacciones químicas harán que éste se asimile a las rocas y al suelo. Otras reacciones químicas absorberán el nitrógeno que no se congele en las regiones polares. La presión atmosférica bajará drásticamente. Sin el aislamiento termal producto de una atmósfera densa, la capacidad del planeta para contener calor en el ecuador menguará. Las temperaturas ecuatoriales caerán, hasta que todo el planeta se convierta en un páramo helado y sin aire, mucho más hostil a la vida que antes de la llegada de los humanos. Ése es el pronóstico actual para el planeta Infierno.
Alvar Kresh miró horrorizado la imagen del mundo helado, marchito y muerto que gravitaba ante él. Todos los tonos verdes y azules habían desaparecido. El planeta era un desierto de color de arena, con ambos polos enterrados bajo una gran capa blanca y brillante. Kresh descubrió que tenía los dedos engarfiados en los brazos de su silla, y que su corazón latía rápidamente. Se obligó a relajarse, inhaló profundamente en un esfuerzo por calmarse.
—Está bien —dijo, aunque estaba claro que no era así—. Está bien. Sabía que había problemas, aunque no sabía que fueran tan graves. ¿Pero qué tiene todo eso que ver conmigo? —preguntó en voz baja.
El gobernador encendió las luces y se retiró de la consola.
—Es muy simple, sheriff Kresh. Política. Todo se reduce a una cuestión de política y a las cualidades de la naturaleza humana. Yo podría iniciar un ataque frontal, intentar que todos me apoyaran, conseguir que todos los infernales se unieran para salvar el planeta. Para hacerlo, tendría que mostrar lo que ha visto, por el bien de todo el planeta. Emitirlo a través de todos los medios disponibles. Algunas personas aceptarán los hechos. Pero no todas. Probablemente ni siquiera la mayoría.
—¿Que harían los demás? —preguntó Kresh.
—No, no. Píenselo un momento. Píenselo, y dígame qué harían.
—Alvar Kresh contempló de nuevo el cadáver marchito y reseco del planeta. ¿Qué harían? ¿Cómo reaccionarían? Los viejos tradicionalistas que ansiaban las glorias del pasado; los Cabezas de Hierro; la gente menos radical (como él mismo) que veía un plan colono bajo cada piedra. Los que simplemente se sentían cómodos con el mundo y con sus vidas tal como estaban y se oponían a ningún cambio ¿qué harían?
—Negarlo —dijo por fin—. Habría revueltas, y solicitudes de dimisión y un montón de gente exhibiendo estudios para demostrar que está usted equivocado y que todo va bien. La gente diría que se ha vendido a los colonos más de lo que lo piensan ahora. De un modo u otro, no cree que terminara su mandato.
—Es usted demasiado optimista. Yo diría que serían pocas las expectativas de que terminara mi mandato con vida. Pero a la larga, eso no importa. Todos los hombres mueren. Los planetas no tienen por qué, no deberían morir. No tras sólo unos pocos siglos de vida. —Grieg dio la espalda a Alvar y se dirigió hacia el extremo opuesto de su despacho—. Puede que parezca grandilocuente, pero si me relevan de mi cargo y me sustituyen por alguien que insista en que todo va bien, entonces estoy convencido de que la ecología de Infierno se vendrá abajo. Tal vez estoy loco, o soy un completo maníaco egocéntrico, pero creo que será así.
—¿Pero cómo puede no informar al público sobre todo esto?
—Oh, la gente tiene que saberlo, desde luego —dijo Grieg, dándose la vuelta—. No pretendía dar a entender que voy a mantener esto en secreto. A la larga, sería imposible. Cualquier intento por silenciarlo estaría destinado al fracaso. Pero lo mismo sucedería con los esfuerzos por hacer pública esta información de inmediato. Hoy, el ciudadano medio cree simplemente que el sistema terraformador necesita ser ajustado un poco, algunas reparaciones y ya está. No comprende por qué nos humillamos a los colonos sólo por hacer este trabajo.
Grieg recorrió lentamente su despacho, de regreso junto a Kresh.
—Hará falta tiempo para educarlos, para prepararlos en el conocimiento del peligro. Si la situación se maneja adecuadamente, puedo dar forma al debate, para que la gente intente decidir cómo reconstruir la ecología, y no pierda el tiempo preguntándose si hace falta arreglarla. Necesitamos llegar a una mentalidad decidida y reflexiva, que pueda aceptar el desafío que nos espera. Podemos llegar a ese punto, estoy seguro.
»Pero tenemos que elegir nuestro camino con cuidado. Por el momento, la situación es inestable, explosiva. La gente está preparada para discutir, no para razonar. Y sin embargo debemos empezar con el programa de reparación ahora, si queremos tener alguna esperanza de éxito y supervivencia. Y debemos usar las herramientas más fuertes, más efectivas y más rápidas.
Grieg se acercó a Kresh, todavía hablando y con la mirada animada e intensa.
—En otras palabras, la única esperanza para evitar este desastre se encuentra en los colonos. Sin su ayuda, este planeta estará muerto dentro de un siglo estándar. Me veo obligado a aceptar su ayuda, mucho antes de tener tiempo para formar la opinión pública para que sea aceptada la ayuda de los colonos. He de añadir que los colonos se ofrecieron a ayudar con ciertas condiciones, que me vi obligado a aceptar. Una de ellas quedará clara esta noche.
»Pero mi alianza política con los colonos es endeble. Si este caso de asalto robótico no se cierra pronto y bien, no hay duda que se producirá una explosión política en este mundo, aunque no estoy seguro de qué forma tomará. Si resulta que un robot es sospechoso de un crimen, o si se sospecha que los colonos sabotean a los robots, será difícil, si no imposible, impedir que mis enemigos expulsen a los colonos. Y si ese movimiento tiene éxito, los colonos se lavarán las manos. Sin su ayuda, Infierno morirá. Y con los últimos disturbios provocados por los Cabezas de Hierro, estoy seguro de que están buscando una excusa para marcharse. No podemos permitirlo.
Grieg siguió caminando, rodeando el holograma del simglobo, rozando con el hombro la imagen espectral del futuro mundo muerto. Se acercó a Kresh y apoyó las manos sobre la silla. Se inclinó hacia adelante, tanto que el sheriff sintió el calor del aliento del gobernador junto a su mejilla.
—Resuelva este caso, Kresh. Resuélvalo rápidamente, y bien. Resuélvalo sin complicaciones ni escándalos.
Pronunció las últimas palabras en un susurro, la luz del miedo brillando en sus ojos.
—Si no lo hace, condenará a este planeta.
.
11
Tansaw Meldor, uno de los ayudantes veteranos del sheriff, se arrellanó en su asiento. Contempló pilotar a la joven novata Mirta Lusser el coche aéreo en la oscuridad previa al amanecer. Era una novata típica, decidió: concienzuda como el infierno, determinada a hacer su trabajo a la perfección, casi enternecedoramente dedicada al deber. Había hecho falta una orden directa para que lo llamara por su nombre. Se tomaba las reglas en serio, y ardía en deseos por hacerlo todo bien.
Lo que significaba que normalmente quería pilotar el coche, cosa que a Meldor le parecía muy bien. Se había cansado de pilotar en modo manual hacía años. Los robots no podían dirigir el coche aéreo patrulla de la policía, no cuando tenían el potencial necesario para causar daño a los humanos. Por eso, los oficiales humanos se veían obligados a hacer un trabajo de robots, pilotando los malditos aeroautos en vez de dejar que los robots lo hicieran, como sucedía con los civiles.
La gracia estaba en que los espaciales nunca habían automatizado su equipo, porque eran los robots quienes iban a operarlo de todas formas. Todo lo que podía hacerse de forma manual se hacía así, convirtiendo el oficio de pilotar un coche en algo mucho más complejo de lo necesario. No por primera vez, Meldor deseó poder usarlos aeroautos de los colonos. Le había echado un vistazo a un par de ellos durante los incidentes en Ciudad Colono, e incluso había viajado en uno. Los malditos aparatos podían volar solos, sin necesidad de que un humano o un robot manejara los controles. Los autopilotos de aquellos artefactos iban mucho más allá de los rudimentarios sistemas de los coches espaciales.
Pero no, estaban atascados con los controles estilo espacial. En ese caso, le parecía perfecto tener a Lusser para pilotar, ya que se veían obligados a estar allí arriba a aquellas horas. ¡Maldito Kresh! ¿Por qué tuvo que convocar a las patrullas de respuesta rápida? Meldor quería estar en casa, durmiendo en su cama, no allí arriba viendo cómo el viento soplaba desde el desierto.
En fin, tal vez tuvieran suerte y sucediera algo que mereciera la pena.
Meldor se había perdido el último enfrentamiento con los Cabezas de Hierro. Le vendría bien un poco de acción.
El amanecer iluminaba el cielo.
Calibán había recorrido la ciudad durante la noche, atravesando cada distrito, por calles de todo tipo, deambulando por un montón de grandes avenidas vacías y bulevares. Una parte de él sabía que era peligroso estar en la calle. Tenía que hacerse cargo de que la gente que le había ordenado que se matase, fueran quienes fuesen, lo intentaría de nuevo. Tenía que aceptar que había otros que no le deseaban un destino mejor.
Sabía que debería esconderse, perderse en algún sitio donde nadie pudiera encontrarlo. Pero no podía hacerlo. Advertía gradualmente que buscaba algo sin saber qué era. Un objeto, una idea, un poco de conocimiento que su banco de datos no contenía. Una respuesta, en definitiva.
No sabía lo que buscaba, y eso le hacía ansiarlo aún más.
Pero el día había llegado. Los robots nocturnos (los trabajadores, los constructores) daban paso a los robots diurnos. Servidores personales, mensajeros, conductores de coches aéreos empezaban a aparecer…, y en su estela llegaban también los humanos, más y más a medida que el día llegaba al centro de la ciudad.
Hasta ahora, ningún robot le había prestado la más mínima atención. Pero los humanos…, ellos eran el peligro. Tenía que ocultarse. ¿Pero dónde? No tenía ni idea de qué podía ser un buen escondite, dónde podría estar a salvo.
Volvió a tener uno de aquellos momentos de sensación en que sentía, con un susurro interno, que sus procesos de pensamiento se torcían. De algún modo, sabía que el miedo al peligro personal era anormal, algo inaudito en un robot. Era otra filtración de las emociones que parecían gravitar en los bordes de su banco de datos. Bien podría ser el primero de su especie en ser un fugitivo.
¿Pero dónde esconderse, y cómo? ¿En las secciones de la ciudad que había explorado, o en las partes que no había visto todavía?
Se detuvo en la siguiente intersección, junto a la entrada de una especie de almacén. Consideró sus opciones. Consultó el plano de la ciudad en su banco de datos, y se dio cuenta, de que le faltaba mucho por ver. Había recorrido grandes avenidas, pero no había tenido ningún motivo para hacerlo sistemáticamente, bloque a bloque, calle a calle. Lo que había restablecido a partir de su deambular era que el plano no era muy detallado, y que distaba mucho de ser completo o, preciso. La ciudad había cambiado desde que lo trazaron. El mismo había sido testigo de algunos de esos cambios la noche anterior. Edificios enteros faltaban de la memoria del plano, o aparecían en él pero ya no existían en la ciudad. Estaba claro que no podía fiarse del banco de datos.
Tendría que esconderse en la zona de la ciudad que ya había visto, entonces. Pero incluso allí sus conocimientos eran incompletos. ¿Dónde podría…?
—¡Tú! Ayuda a mi robot con esos paquetes y sígueme a mi coche aéreo.
Calibán se volvió, sorprendido. Había un hombre fornido tras él, seguido por un robot personal, saliendo del almacén. El robot llevaba un enorme montón de paquetes, tan alto que no podía ver por encima de ellos.
—Vamos, vamos. Los robots del maldito almacén están repartiendo, y que me maten si voy a hacer de lazarillo a un robot.
Calibán no se movió. La noche pasada había aprendido por las malas el peligro de obedecer órdenes a ciegas y el riesgo de relacionarse con los humanos.
—¿Qué pasa contigo? —exclamó el hombre—. ¿Estás ya bajo otras órdenes, esperas a tu amo, te dijo que no ayudaras a nadie o algo por el estilo?
—No —respondió Calibán.
—Entonces ayuda a mi robot. ¡Es una orden directa! Pero Calibán sabía ahora que no estaba a salvo siguiendo la corriente, imitando a los otros robots. ¿Y si este hombre le ordenaba que subiera a su coche aéreo y lo llevaba a algún lugar desconocido, un lugar fuera del plano de su banco de datos? ¿Y si este hombre estaba coleccionando robots por el placer de destruirlos, como la mujer de la noche anterior?
Calibán no quería tomar parte en ello. Era mejor marcharse, huir y encontrar un lugar donde esconderse de todos los humanos.
Volvió la espalda al hombre y empezó a andar.
—¡Eh! ¡Ven aquí!
Pero la lección de la noche anterior estaba marcada a fuego en el cerebro de Calibán. Ignoró decididamente al hombre y continuó caminando. De repente, una mano le agarró el brazo. El hombre intentaba detenerlo. Calibán se liberó. El hombre estiró de nuevo la mano, pero Calibán lo esquivó. Por fin, decidió correr. Había muchas cosas que no entendía, pero sabía que no quería permanecer en aquel lugar mas tiempo del necesario. Sin mirar atrás, Calibán salió a la calle, aumentó el ritmo de sus pasos hasta echar a correr y se perdió avenida abajo
* * *
Centor Pallichan contempló asombrado cómo el gran robot rojo se marchaba corriendo. Pallichan estaba completamente aturdido y algo más que molesto. ¡El robot había rehusado una orden directa, y además se había zafado de su presa! Eso era conducta violenta, violencia contra un ser humano, y desobediencia por añadidura. Con dedos temblorosos, no del todo seguro de lo que estaba haciendo, Pallichan sacó su teléfono de bolsillo, lo abrió, y marcó el código de emergencia de la policía.
Se llevó el pequeño teléfono al oído. Hubo un segundo de silencio, y entonces apareció el robot operador.
—Línea de emergencia de la Oficina del Sheriff. Por favor, declare la naturaleza de su problema —Era una voz suave, calmada, perfectamente modulada. Tranquilizó la agitada mente de Pallichan, lo ayudó a pensar con claridad, como sin duda pretendía.
—Deseo informar de una avería importante en un robot. Un robot grande, rojo metálico, acaba de rehusar una orden directa mía, y se me ha escabullido cuando lo he cogido por el brazo. Escapó corriendo.
—Ya veo. Establezca su situación actual. Señor, ¿en qué dirección se movía cuando huyó?
—Ah, oh, veamos. —Pallichan tuvo que pensar un momento. Tuvo que esforzarse por evitar la confusión—. Al norte —dijo por fin—. Hacia el norte desde aquí, en dirección al bulevar Aurora.
—¿En la dirección de la Torre Gubernamental? —preguntó la atenta voz robótica.
Pallichan miró la avenida y vio la Torre.
—Sí, sí, eso es. —El robot encargado debió de consultar un sistema de planos y haber localizado un punto de referencia que Pallichan pudiera usar para confirmar posición y dirección. Los policías eran muy listos y hacían que los robots verificaran las cosas de aquella manera.
—Gracias por su informe, señor. Un coche aéreo de respuesta rápida se dirige a investigar. Buenos días.
La comunicación se cortó, y Centor Pallichan cerró su teléfono. Volvió a guardárselo en el bolsillo con una orgullosa sensación de civismo. Condujo a su robot, que todavía cargaba pacientemente con los paquetes, hacia su coche aéreo, y consiguió meterlo todo a bordo sin la ayuda de otros robots.
Unos minutos más tarde, cuando su robot se hizo con los controles del aparato y se dirigía a casa, Pallichan se preguntó por qué la policía se había mostrado tan dispuesta a escucharlo. ¿Por qué creyeron algo tan descabellado como el informe de un robot descarriado? ¿Por qué no había intentado el receptor confirmar lo que debía haber parecido el informe de un lunático?
Con un escalofrío de terror, advirtió que era casi como si el robot receptor hubiera estado esperando la denuncia de un robot descarriado. Pallichan ni siquiera deseaba considerar las implicaciones de esa idea. No, no, era mucho mejor apartar todo el asunto de su mente. Una vida tranquila lo esperaba. Tratar con la policía ya era bastante desagradable.
—¡Mensaje de prioridad! —Las palabras surgieron de la boca del oficial veterano Meldor casi antes de que fuese consciente de que la luz de alerta se había encendido. Eso era lo que podía lograrse con entrenamiento, se dijo. Permitía actuar, y actuar bien, antes incluso de que estuviera uno seguro de lo que había sucedido. Examinó el texto del mensaje, permitiendo a la oficial Lusser que centrará toda su atención en conducir el coche, escogiendo los datos necesarios para llegar a su destino. No hacía falta distraerla con nimiedades en el preciso instante en que se requería que hiciera maniobras intrincadas.
—¿De qué se trata, Tansaw? —interrogó Mirta Lusser.
—Un robot descarriado, dirección norte por Aurora a partir de la intersección. —Meldor comprobó sus vectores y emplazamiento—. Dirígete hacia el 045 —dijo.
Pero el coche aéreo viraba ya hacia el nordeste. Ella lo había calculado mentalmente. Lusser era un buen piloto, decidió Meldor, siempre sabía dónde se hallaba y cómo llegar a cualquier sitio.
—Maldición, Meldor, ¿un robot descarriado? ¿Significa eso que los malditos rumores son reales?
—A menos que los polis no sean los únicos que los han oído —dijo Meldor sombríamente—. Si los civiles se han enterado de lo mismo que nosotros, algunos podrían ponerse muy nerviosos, y no les echo la culpa. La gente va a empezar a ver cosas.
—Maravilloso —dijo Mirta—. Eso no va a facilitarnos el trabajo. Agárrate, estaremos sobre nuestro destino dentro de diez segundos.
Centor Pallichan no podía creer la que había sucedido. Había visto (y había hablado) con un robot loco. Al menos, se había convencido de que eso era lo que había ocurrido. No del todo inconscientemente, repasaba el encuentro para contárselo a sus amigos, ampliando un poquito su propia perspicacia y astucia. Era fácil hacerlo ahora que todo había terminado. El momento en sí no tuvo mucha emoción. Fue después la llamada a la policía, lo que puso un escalofrío de excitación y peligro en su espina dorsal. Tal vez había personas para quienes la experiencia de llamar a la policía no constituía una gran aventura, pero era la acción más atrevida que Pallichan había emprendido en su vida, y no se sentía culpable de saborear el momento.
Pero era hora de volver a la normalidad, decidió, de forma un poco pedante. Sí, era hora de dejar que su robot lo llevara a casa, hora de volver al orden tranquilo y natural de las cosas. Ya se imaginaba el ordenado y silencioso ritual del almuerzo, siempre la misma comida, servida de la misma manera, a la misma hora. Sus robots sabían cuánto valoraba el orden y la regularidad, y sin duda su piloto robot ya había informado al personal de la casa sobre el ajetreo de hoy. Sin duda los robots se encargarían de que el resto del día fuera más ordenado que de costumbre, en recompensa por lo que acababa de experimentar.
Sin embargo, pensó, no había nada malo en tener una historia que contar. ¡El encontronazo de Centor con un robot loco! Podía imaginar el murmullo de excitación que eso provocaría en su círculo de amistades. En pocos segundos, perdió de vista el mundo real; su imaginación exageró alegremente el peligro y la escena de su encuentro con el robot… y su propio valor al tratar con él. Era un ejercicio mental bastante atrayente y que le permitió descubrir que empezaba a relajarse de nuevo.
Se preguntó cuál sería la consecuencia del suceso, qué le sucedería al robot en cuestión.
Pero entonces la realidad presente se interpuso en su repaso del pasado reciente. Un veloz destello azul adelantó a su coche.
Centor vio con la boca abierta, aterrado, cómo lo adelantaba un coche aéreo de la Oficina del Sheriff. Entonces pasó otro, y otro, por estribor… otros dos incluso pasaron por debajo de su coche, violando todas las regulaciones de seguridad del planeta.
Pallichan advirtió entonces que su propio aeroauto se dirigía a ritmo lento hacia el extremo norte del bulevar Aurora, la dirección que había tomado el robot descarriado. Miró a través del parabrisas y su estómago se convirtió en un bloque de hielo. Había al menos cuatro coches azules en la escena, dos de ellos aterrizando, los otros adoptando agresivas posiciones de patrulla. Era difícil estar seguro, pero le pareció ver un robot rojo moviéndose rápidamente.
El aeroauto de Centor se estremeció y se agitó debido a la turbulencia causada por los coches de la policía. Pallichan no era un hombre arriesgado ni aventurero, en modo alguno. Cualquier curiosidad que pudiera sentir por las consecuencias de su informe a la policía se desvaneció en un instante.
—¡Da media vuelta, idiota! —gritó a su robot—. ¡Venga! ¡Venga! ¡Vámonos de aquí!
El miedo y el pánico en su voz eran evidentes, y el piloto robot comprendió al instante la urgencia de la orden. Hizo virar el coche de costado y se metió entre dos altos edificios de oficinas, rugiendo por el desfiladero que formaban las calles del centro de la ciudad. Los dedos de Pallichan se clavaron en los brazos de su asiento de vuelo, y sintió que lo cubría un sudor frío. Por fin el coche redujo un poco y alzó el morro mientras el piloto robot los devolvía a una altitud más prudente.
Pallichan permaneció allí sentado, jadeando en busca de aire, el corazón desbocado, mientras su coche aéreo regresaba tranquilamente a casa.
Ya era suficiente, decidió. Realmente suficiente. Si así era la excitación, había tenido bastante para el resto de su vida y más aún. La vida tenía que ser ordenada, controlada, razonable. Se suponía que el universo tenía que permanecer tal como estaba, tranquilo en un equilibrio firme y feliz. ¿Robots desobedientes? ¿Locas persecuciones policiales? Ese caos no era la forma en que tenían que ser las cosas. Habría que hacer algo al respecto.
Pero esa idea lo detuvo en seco. Porque de pronto advirtió que un universo de caos e inseguridad, como el que acababa serle revelado tan bruscamente, no modificaría su conducta solamente porque a Centor no le gustara. ¿Qué pasos podía tomar? ¿Escribir una carta al gobernador? ¿Organizar a toda la gente de bien que deseaba simplemente vivir en paz, organizar un grupo con los ciudadanos más plácidos y herméticos de Infierno y volverse tan duros y firmes como aquellos temibles Cabezas de Hierro? ¿Obligarlos a pedir que las cosas dejaran de suceder y volvieran a la normalidad?
Otra idea lo golpeó, casi físicamente. Supongamos, sólo supongamos, que la «naturaleza» de las cosas fuera seguir sucediendo, que la aberración fuera la larga y plácida vida en, Infierno. ¿Y si esa aberración estuviera siendo barrida, y el tumultuoso fermento del universo desbocado cayera sobre todos ellos?
¿Y si no hubiera normalidad a la que volver?
Centor Pallichan sintió que sus manos temblaban de miedo, y supo que sus temores tenían más que ver con lo que podría ver pronto que con lo que acababa de ver recientemente.
—Llévame a casa —dijo a su piloto robot—. Llévame a casa, donde se está seguro.
Calibán oyó el sonido tras él mientras corría y reconoció la turba de aire de los coches aéreos que descendían rápidamente. Oyó el chirriar de ruedas al chocar con el pavimento y supo que varios coches habían aterrizado en la avenida. Sin duda el resto aterrizaría delante de él. Sí, pudo verlos. «Por mí —pensó—. Todos me persiguen. Soy una terrible amenaza para ellos, por razones que no comprendo. Me destruirán si pueden.» Lo supo con seguridad; no se trataba de una posibilidad, una teoría o una hipótesis probable.
Se había vuelto bastante bueno juzgando a partir de pruebas parciales, advirtió con una parte de su mente que no estaba ocupada con la necesidad de huir y sobrevivir. Pero incluso mientras hacía esa observación sobre sus propios procesos de pensamiento, inició una acción evasiva. Se detuvo bruscamente y giró a la derecha, recorriendo un estrecho callejón mientras los aeroautos revoloteaban, incapaces de detenerse a tiempo para girar. Tres, cuatro, cinco, seis de ellos. Pero no se desanimarían fácilmente. Esta vez la búsqueda, la caza, era firme. No se detendrían hasta que lo atraparan. El hecho de que hubieran enviado tantos coches aéreos y a tantos oficiales tras él lo dejaba claro. ¿Pero adónde ir? ¿Dónde esconderse? La cuestión se hizo más urgente cuando el callejón terminó en una pared lisa.
Se volvió, y vio una puerta que daba al edificio cuya pared constituía el lado norte del callejón, y otra puerta en la pared sur. Calibán probó la primera puerta y descubrió que se abría con facilidad. Estaba a punto de entrar cuando se le ocurrió una idea. Comprobó la puerta de la pared sur del callejón y descubrió que estaba firmemente cerrada. Bien. Perfecto. Calibán golpeó la puerta sur, arrancándola de sus goznes. Entonces regresó a la puerta del lado norte y la atravesó, cerrándola cuidadosamente tras él.
Pensó que tenía que ser un truco muy antiguo, e incluso bastante obvio. Pero ellos no sabrían cómo tratar con un robot capaz de engañar, por simple que fuera el engaño. Lo subestimarían, estaba seguro. Y podría usar ese conocimiento.
Se abrió paso en el interior del edificio y buscó una vía de escape.
* * *
Tansaw sabía que su coche había sido el primero en responder. Con todo, no les iba a servir de nada. Al menos otros tres coches se hallaban mejor situados para llegar allí primero. Mirta había volado lo bastante bien para superar a dos, pero todavía quedaba el coche de Jakdall, delante de su morro. No había forma de que pudieran adelantarlo para efectuar la detención. ¡Infiernos ardientes, allí estaba! Un robot rojo corriendo por el centro de la calle. ¡Lo tenían! No, maldición, no. El robot giró de pronto y se internó en un callejón. El coche Jakdall desplegó su tren de aterrizaje, dio marcha atrás, preparándose para posarse. Mirta alzó su proa para evitar una colisión, y el aire rugió y se estremeció cuando la turbulencia de Jakdall los alcanzó. Ya estaba. No importaba lo buena piloto que fuera Mirta, no iba a poder evitar salir despedida. ¡Maldición! Tendrían que haber esperado que el bastardo rojo los esquivara así. Sí, un robot estándar no intentaría una acción evasiva, pero tampoco huiría de la policía. Todos habían sido advertidos de que debían esperar una «conducta atípica» de este robot. Y ahora estaban fuera de juego. No había forma que pudieran volver a la posición antes de que Jakdall y otras unidades lo cercaran.
Tansaw advirtió de pronto que Mirta no había iniciado la caída en picado. Todavía estaban ascendiendo. Tansaw estuvo a punto de decir algo cuando fue arrojado contra el cinturón seguridad y los impulsores de proa rugieron. Su estómago se convirtió en plomo cuando Mirta dio marcha atrás y usó jets de proa para obligar al coche a dar la vuelta, frenó con fuerza con los inversores mientras la proa continuaba alzándose. Los componentes estructurales del coche gruñeron y se agitaron bajo la tensión, y la alarma de peligro empezó a sonar. Tansaw resopló mientras Mirta cortaba simultáneamente los jets inversores y de proa. El coche flotó en caída libre durante una milésima de segundo, y luego se abalanzó hacia delante cuando Mirta lo aceleró de nuevo.
Pero siguió sin nivelarlo. Obligó la proa a apuntar al cielo, formando un ángulo cada vez más brusco hasta que el coche quedó casi en vertical. Tansaw se agarró a los brazos de su silla y temió por su vida. La proa siguió ascendiendo hasta que quedaron rectos, pero ella siguió sin alterar la posición. ¡Infiernos ardientes, iba a hacer un bucle completo! El coche subió, trazó un arco y voló boca abajo durante un momento interminable.
Tansaw miró hacia abajo a través de las portillas del techo y vio la tierra donde debía estar el cielo, el brillante paisaje de la ciudad, el sol del amanecer iluminando el Este, sus cálidos rayos reflejándose en las bases de las torres más occidentales, los coches civiles dispersándose como una aterrada bandada de pájaros mientras los coches azules de la policía se cernían sobre su presa.
Entonces, Mirta apuntó el morro hacia abajo y trazaron otro arco, rectos, mientras el coche aéreo, normalmente silencioso, resoplaba por el esfuerzo y el aire chirriaba a su paso. Abajo, abajo, abajo. Tansaw miró rápidamente a Mirta. Tenía una expresión firme, de feroz concentración.
En el último instante, paró y conectó los impulsores traseros. Estaban de vuelta sobre el bulevar Aurora, a cien metros al sur del lugar donde se encontraban cuando el robot se volvió, todavía moviéndose a una velocidad terrible.
Mirta niveló el auto y disparó de nuevo los jets de proa, luchando con el coche que intentaba volcarse en pleno vuelo. De repente, los jets del morro se apagaron y los tripulantes se detuvieron en el callejón, apenas diez segundos por detrás de Jakdall y su compañero, gravitando suavemente en mitad del aire.
Con un par de golpes, Mirta soltó el tren de aterrizaje, cortó la energía y los posó sobre el suelo.
—Buena maniobra, Mirta —dijo Tansaw, preguntándose si el sheriff Kresh lo vería de esa forma o la expulsaría de la fuerza por considerarla una amenaza para la navegación. Pero una cosa era segura: si alguna vez se producía un debate sobre la sabiduría de los coches patrulla pilotados por los humanos, Tansaw podría señalar el incidente que acababa de vivir. Ningún robot habría volado de esa forma, no importaba lo urgente que fuera la necesidad.
Pero no era momento para preocuparse por esas cuestiones, y su compañera no estaba de humor para hablar de tonterías. Mirta, todavía con el rostro contraído y tenso, abrió la escotilla de su lado y saltó al suelo antes de que Tansaw pudiera quitarse el cinturón de seguridad. Abrió su escotilla y salió, con el arma desenfundada. Era extraño y terrible que sintiera la necesidad de usar una pistola contra un robot.
Tansaw sintió una ligera satisfacción al advertir que Jakdall y su compañero perdían parte de su liderazgo al desembarcar, lastrados por un montón de equipo. Al parecer, Jakdall pretendía estar preparado para cualquier contingencia, para todo. Pistolas, cuchillos, chalecos, trazadores inerciales, herramientas cortantes, media docena de aparatos que Tansaw ni siquiera reconoció. Jakdall llevaba de todo menos equipo submarino. Su compañero, Sparfinch, iba aún más cargado, y tenia una expresión nerviosa en los ojos. El chico parecía tenso o un cable a punto de romperse. No por primera vez, Tansaw agradeció que su compañera fuera Mirta y no Sparfinch.
Jakdall sonrió. Saludó burlón a Tansaw y Mirta.
—Buen vuelo, chicos, pero no hay premios para los segundos. Nosotros dirigiremos esto. Vamos, Spar. Vamos a freír a un robot.
—Las órdenes son capturarlo —advirtió Mirta.
—Oh, sí, claro que sí. Pero tal vez haga demasiado calor eso. —Jakdall se rió y le hizo un guiño—. Vamos, Spar.
Sin dudarlo, se volvió hacia la puerta rota de la parte sur del callejón.
Jakdall hizo un gesto a Spar para que se adelantase mientras lo cubría. Spar vaciló ante la puerta, girando los ojos nerviosamente. Desenfundó su arma y ejecutó una maniobra de zambullida y rodaje por el suelo completamente inútil para entrar en el edificio. El interior era claramente visible: no había nadie dentro. El robot no iba a esconderse en la primera habitación a la que llegara. Jak se dispuso a seguir a su compañero cuando de repente hubo un rugido ahogado y se escuchó un golpe en el interior.
—¡Lo tengo! —gritó la voz de Spar. Jak, Tansaw y Mirta abalanzaron al interior. Spar se encontraba de pie sobre la carcasa de un pequeño robot color moho. Jak le echó un vistazo y soltó una sarta de maldiciones.
—¡Maldita sea, Spar, éste robot es verde! Sólo es una unidad de mantenimiento del edificio.
—No puedo evitarlo —dijo Spar con voz agitada—. Soy daltónico.
—Ah, al demonio con eso. Vamos, buscaremos por aquí. —Jak se volvió hacia Tansaw—. ¿Venís?
—No, id vosotros —dijo Tansaw—. Vigilaremos desde aquí nos aseguraremos que no regresa.
Mirta se volvió y lo miró bruscamente, pero Tansaw le indicó que se callara con un gesto. Jak hizo una mueca y se rió de ellos.
—Brillante plan, Tan. Siempre has sido bueno como refuerzo. Vamos, Spar.
Mirta los vio entrar ruidosamente en la siguiente habitación, dirigiéndose hacia la parte delantera del edificio. Se volvió hacia Tansaw, airada.
—Maldición, Meldor, ¿dejas que se salgan con la suya cuando prácticamente doblé el coche aéreo para llegar aquí? ¡Tendríamos que estar buscando con ellos, no vigilando una condenada puerta!
—Tranquila, Mirta. No quiero que nos vuelen la cabeza cuando Spar decida que tenemos forma de robot. El que perseguimos no entró por aquí. Sólo quería que pensáramos que lo hizo. Mira la habitación. La puerta está hecha pedazos, pero todo lo demás está intacto. Deja que esos dos maníacos lo revuelvan todo. Creo que el robot es más listo que Jak… aunque eso no es decir mucho a su favor.
Se dio la vuelta y salió al callejón, que estaba lleno de policías ahora. Dos o tres se apostaron en la puerta rota mientras Tansaw y Mirta salían. Tansaw cruzó el callejón y probó la otra puerta. Se abrió con facilidad. Tras mirar a Mirta, entró. Sabía con toda seguridad que el robot había seguido aquel camino
Pero sabía también que no le gustaba la idea de seguir a un robot que era capaz de plantearse tácticas de huida. Y ese segundo elemento de conocimiento anulaba el sabor del primero.
Entraron en el oscuro edificio. Sólo contenía un montón de cajas que nunca habían sido abiertas. Hades estaba llena de edificios así: diseñados, construidos, abastecidos de equipo por robots y olvidados. La mayoría de los edificios fantasmas eran como éste, completos, pero desocupados. Los edificios fantasmas eran regalos del cielo para las bandas criminales de todo tipo, lugares ideales donde reunirse, donde ocultarse, cuarteles generales perfectos donde planear fraudes y crímenes.
Parecía que este edificio había recibido todos sus muebles antes de ser cerrado. Las cajas estaban almacenadas por todas partes, convirtiendo la planta baja en un laberinto de escondites posibles. Y quedaban las plantas superiores, los sótanos y los túneles de servicio. Aunque el robot descarriado hubiera entrado aquí, ¿cómo demonios podrían saberlo, o encontrarlo?
Entonces Mirta le agarró el brazo, y apuntó al suelo con su linterna. El suelo estaba cubierto de una suave y perfecta película de polvo y en él había claras pisadas robóticas que se perdían en el interior del edificio, indicando un paso firme y confiado.
Los dos policías siguieron las huellas a través de los desfiladeros que formaban las cajas. Conducían directamente a una escalera. Moviéndose con cautela, Mirta y Tansaw entraron en el hueco, para ser saludados por una fría brisa que soplaba y que aparentemente formaba parte del sistema de ventilación. Pero las corrientes de aire implicaban que no había polvo. No había huellas. Maldición. Muy bien, pues. ¿Arriba o abajo? ¿Qué camino había tomado?
—Fue directo a las escaleras —dijo Mirta, en un bajo susurro.
—¿Y qué nos dice eso? —preguntó Tansaw.
—Que sabe adónde va. Debe tener un buen sistema integrado de planos. No se mueve guiado por el pánico. Tiene un plan, piensa con antelación.
—Eso significa que debe haber calculado que subir las escaleras no le serviría de nada. Nosotros podríamos sellar el edificio y atraparlo. Así que bajó a los túneles de servicio.
Eso era una mala noticia. Los túneles conducían a todas partes, para permitir a los robots de mantenimiento traer suministros y servicios sin crear más congestión en las calles.
Y a pesar de todas las declaraciones oficiales, los policías sabían que había montones de túneles que no aparecían en los planos. Algunos habían sido excavados y luego olvidados, otros habían sido borrados deliberadamente de las memorias, y otros habían sido construidos por robots de empresas independientes.
—Bien. —Mirta enfundó su pistola y sacó su trazador de planos. Manipuló los controles y consultó la pantalla—. La situación no es tan mala. Sólo hay un pozo horizontal principal conectado a este edificio.
—¿Podemos sellarlo antes de que pueda utilizarlo para llegar a otro túnel? —Todos los túneles (todos los túneles oficiales, al menos) estaban equipados con pesadas puertas abovedadas.
—Podemos intentarlo —dijo Mirta—. Sea como fuere estará cerca. —Se llevó el micro a la boca—. Aquí el oficial 1231, persiguiendo al sospechoso. Cierren inmediatamente todos los accesos al túnel número Al B26. —Prestó atención a sus auriculares por un momento, y Tansaw alcanzó a escuchar una serie de lejanos sonidos metálicos—. Ya está. Si no ha salido del B26 antes de que lo selláramos, lo tenemos.
Tansaw miró a su compañera y asintió.
—Es hora de llamar a los demás —dijo.
* * *
Calibán oyó los resonantes golpes de las puertas del túnel al cerrarse. Se había movido con rapidez a lo largo del estrecho túnel, pero ahora echó a correr para llegar al final. Lo alcanzó demasiado pronto, y supo que tenía graves problemas. La puerta era un sello de seguridad. Intentó abrirla, pero había sido diseñada específicamente para contener la fuerza de un robot, y además tenía un panel de control cerrado y acorazado. Consultó el plano de su banco de datos.
El túnel Al B26 tenía forma de «H», con el acceso al edificio de arriba en el centro del segmento cruzado, y los cuatro extremos de los segmentos verticales enlazando con el sistema de túneles de la ciudad. El túnel en sí no era otra cosa que paredes peladas, suelos y techos, con lámparas situadas en las vigas. Éstas parecían ser de algún tipo de plastiacero, de veinte centímetros cuadrados, y estaban separadas a intervalos de cinco metros.
De repente, Calibán tuvo una idea. Consultó su banco de datos y confirmó que los humanos veían en un radio de longitudes de onda más limitado que él. Parecía que sus cuerpos tampoco disponían de ninguna fuente de luz interna. Se volvió y corrió por el túnel, a toda velocidad, arrancando las lámparas, aplastándolas, esparciendo sus restos en todas direcciones. En sesenta segundos el suelo del túnel quedó cubierto de lámparas rotas. La oscuridad era absoluta, a excepción del tenue brillo de dos ojos increíblemente azules a unos veinte metros de la escotilla de acceso al edificio. Pero entonces Calibán pasó a infrarrojo, e incluso esa iluminación se apagó. Extendió los brazos hasta tocar la pared del túnel, colocó las piernas contra la pared opuesta y ascendió hasta quedar agarrado a dos las vigas del techo. La probabilidad de no ser visto allí arriba parecía algo mayor. No tenía ningún plan real, ninguna idea cómo salir. Todo lo que sabía era que tenía más posibilidades permanecer con vida un poco más si se confundía en oscuridad en vez de esperar pasivamente su destino.
Esperó allí colgado durante lo que le pareció una eternidad. Su cronómetro interno le dio un informe preciso del tiempo de espera, pero de algún modo el número de minutos y segundos que pasaban no daba la medida de su situación. Había algo más, puesto que era probable que aquellos fueran los últimos minutos y segundos que saborearía.
¿Qué los retrasaba tanto?
Por fin, hubo un golpe y un chasquido. Calibán miró cautelosamente hacia abajo para ver más allá de la viga que lo ocultaba. Volvió la cabeza hacia la escotilla de acceso.
—Maldición —exclamó una voz—. Debe haber roto todas las luces.
Calibán vio el rayo de luz de una linterna. Como la mayoría de las linternas diseñadas para producir luz visible, también producía una buena cantidad de rayos infrarrojos. Una figura humana, y luego otra y otra y otra más atravesaron la escotilla.
—Bueno, al menos sabemos que sigue aquí —dijo uno de ellos mientras el rayo de luz jugueteaba en el suelo, revelando las lámparas rotas—. No se habría puesto a romper luces si hubiese podido salir por una de las escotillas.
—¿Listo para hacer un poco de daño, Spar? —preguntó otro hombre con una risita.
—Sólo hay que capturarlo, Jak —dijo una tercera voz, femenina—. Intenta recordarlo, ¿de acuerdo?
—No me gustan los túneles —anunció el llamado Spar—. Éste me da escalofríos. ¿No podemos encender algunas luces de verdad antes de registrar?
—Por la galaxia, no es más que un piojoso robot en un túnel en forma de «H» —replicó el llamado Jak—. No vayas a asustarte ahora.
De repente, la escotilla volvió a cerrarse, provocando una clara incomodidad en los cuatro policías…
—Bueno, si nosotros no podemos salir, tampoco podrá hacerlo él —dijo la mujer en voz baja y algo nerviosa.
—No me gusta —objetó Spar—. ¿No podemos volver a abrir la escotilla y colocar un guardia?
—¡Sí, y dejar que ese robot loco lo deje fuera de combate! Y se largue corriendo —dijo la primera voz—. Mira, Spar, la clave manual para todas las escotillas es 174668. Si sientes ansiedad, puedes marcharte. No nos vuelvas locos. Vamos, continuemos. Mirta, tú y yo iremos por el lado este, Spar y Jak, por el oeste.
Estos humanos no pensaban con claridad. ¿Presumían que si ellos no podían verlo, él no podía oírlos? Pero la combinación ésa era la información que necesitaba. Calibán encogió la cabeza y permaneció inmóvil mientras dos de los oficiales pasaban directamente por debajo.
Tras prestar atención, le pareció que los otros dos habían tomado en efecto por el otro camino, hacia la pata oeste de la «H».. Pudo oírlos doblar la esquina y subir por un brazo del túnel.
Moviéndose tan silenciosamente como pudo, Calibán bajó por la pared, llegó al suelo y se volvió en la dirección por la que se habían marchado los dos policías varones. Se sintió tentado de usar la combinación en la puerta de acceso al edificio, pero sin duda habría más policías esperando detrás. No. Su única esperanza era adelantar a estos oficiales, pulsar la combinación, y esperar que funcionara. Avanzó hacia la intersección entre el túnel de la cruz y el lateral y miró. Allí estaban, en el extremo norte. Calibán volvió atrás. Repitió la maniobra y subió a esconderse de nuevo en el techo.
Unos momentos después, los dos oficiales pasaron por el túnel central, dirigiéndose al extremo sudoriental de la «H», haciendo bastante ruido mientras pisoteaban las lámparas rotas. Calibán bajó de nuevo y se movió silenciosamente hacia lugar de donde habían venido los dos hombres. Allí estaba, la escotilla, con el panel de control al lado. De repente tuvo a idea perturbadora. ¿Y si habían estado jugando con él? ¿Y si pretendían que oyera su discusión, y por eso habían hablado deliberadamente en voz alta? ¿Y si la combinación era falsa?
Pero no importaba. Si la combinación no funcionaba, no tendría otra forma de salir de allí. Estaba encerrado, y aquélla la única vía de escape. Calibán pulsó la combinación, moviendo los dedos con la mayor rapidez posible.
Una luz lo asaltó desde el extremo opuesto del túnel, tanto que deslumbró su visión infrarroja.
—¡Allí está! —gritó la voz de Spar por detrás de la luz cegadora. Hubo un rugido, una ráfaga de aire, y Calibán se arrojó un lado del túnel. Hubo un violento golpe en el centro de escotilla. Una rugiente explosión se abrió paso por la escotilla reforzada y la hizo pedazos, cubriendo el túnel de escombros y humo. Los fragmentos rebotaron en el cuerpo de Calibán, derribándolo. Se puso en pie. El impacto había abierto un agujero en la puerta acorazada, lo suficientemente grande para que Calibán pudiera pasar. La atravesó, la placa acorazada siseaba al rojo blanco, haciendo que sus sensores térmicos anunciaran sobrecarga. Pero por fin la atravesó, entró en los túneles, y escapó.
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12
—Ya estoy más que harto de tropiezos, Donald —dijo Alvar Kresh mientras leía los informes y olvidaba el desayuno que tenía sobre la mesa. Un desayuno que anhelaba desde primeras horas de la mañana, y que no estaba disfrutando en absoluto.
Había querido tomarlo en la intimidad de su casa, no en la mesa de su despacho. Las circunstancias dictaron lo contrario, por no decir otra cosa, pero eso no mejoró su estado de ánimo.
Minutos después de abandonar el despacho del gobernador, se enteró de que sus oficiales habían perdido al principal sospechoso en el caso que podría, literalmente, decidir el destino del mundo. Esto no lo hizo feliz.
—Nos vamos a charlar un ratito con el gobernador —dijo Alvar, en voz baja y razonable, en un falso tono de paciente calma—. Pierdo contacto con la fuerza durante una hora, y descubro que mis oficiales han estado usando el espacio aéreo de la ciudad para practicar acrobacias y aterrorizar a media población. —Alvar empezó a subir el tono de voz, enfadado. Se levantó y miró a Donald—. Descubro que uno de mis oficiales desobedece las órdenes y hace un esfuerzo notable por matar al sospechoso antes de que pueda ser interrogado y examinado. Y casi acaba haciendo volar la mitad de los túneles de la ciudad.
Sabía que era injusto e ilógico gritarle a Donald, pero tenía que hacerle pagar su furia a alguien. Y ahí estaba Donald, justo delante de él, un blanco fácil para su furia que además no replicaría.
Pero incluso desde las profundidades de su ira Alvar sabía que estaba actuando para los miembros de su personal. Su oficina no estaba hecha a prueba de ruidos. Algunas veces a los agentes les venía bien oír cómo El Viejo estallaba. Por eso gritaba deliberadamente, no a Donald, sino a las finas paredes y a los hombres y mujeres de fuera.
—En otras palabras, la única razón por la que mis intrépidos oficiales de gatillo fácil no lo han destrozado todo es porque tienen una puntería asquerosa. ¿Qué demonios le está pasando a todo el mundo?
La pregunta retórica gravitó en el aire durante medio minuto, mientras Donald permanecía en silencio ante la mesa de Alvar. Por fin, el sheriff suspiró, volvió a sentarse, y cogió su tenedor. Pinchó sin ganas sus salchichas.
—No me siento feliz, Donald —dijo por fin, en voz más tranquila, hablando casi para sí mismo—. No tengo dudas de que este fiasco ha dado pie a toda una serie de rumores. Además de los cientos de testigos de nuestra reacción, hay un civil al que no podemos hacer nada por silenciar, y sin duda va por ahí contando alegremente a todos sus amigos la historia del robot que se negó a obedecer órdenes. Dios sabe dónde acabara esto.
—Sí, señor. Es una desgracia. Hay otra noticia molesta. Existe el rumor de que el anuncio de Fredda Leving de esta noche está relacionado con los sucesos de esta mañana, aunque nadie parece conocer la conexión.
—Eso no es más que un rumor —gruñó Alvar—. Demonios, yo dirijo la investigación y ni siquiera sé si es cierto. Tendrá un montón de público esta noche.
—He pensado lo mismo —dijo Donald—. Tenía usted razón en inquietarse por un esfuerzo policial masivo. Ha hecho pública la situación, al menos en parte. Hemos hecho cundir el pánico, lo que tal vez fuera el objetivo del instigador.
—Sí, sí, lo sé. Pero maldición, ¿qué otra posibilidad teníamos sino responder a la situación? No podíamos permitir que ese Calibán escapara, nada menos que un robot capaz de actuar con violencia contra los humanos, sólo porque una persecución policial podía asustar a unas cuantas personas. No cuando teníamos una localización y una identificación positiva. Pero la jodimos, y ahora puede estar en cualquier parte.
—Señor, si pudiera interrumpirle un momento —dijo Donald en su tono de voz más servicial. Alvar alzó la cabeza bruscamente. Reconoció aquel tono. Era el que Donald usaba cuando iba a llevarle la contraria—. Se está basando en una suposición que debemos considerar no demostrada.
—¿Y cuál es? —preguntó Alvar con cautela mientras utilizaba el tenedor para cazar los restos de su desayuno.
—Que Calibán es un robot capaz de actuar con violencia contra los humanos.
El despacho quedó en silencio una vez más, excepto por ruido apagado de las oficinas exteriores que conseguía filtrase. Alvar no supo qué responder, pero estaba claro que Donald no iba a decir más.
—Espera un segundo —dijo el sheriff, soltando el tenedor dirigiendo al robot de servicio una señal casi imperceptible para que se llevara la bandeja—. Tú fuiste quien intentó convencerme de que nuestro sospechoso era un robot.
—Sí, señor. Pero las circunstancias han cambiado. Nuevas pruebas y pautas han salido a la luz. Las conclusiones primeras deben ser revisadas a la luz de los nuevos datos.
—¿Qué pruebas y qué pautas?
—Una pauta en particular, señor, que no he examinado todavía. Necesito hacer un experimento mental. Tengo una hipótesis que necesito verificar. Me resultará difícil, pero para ejecutarlo, me veré forzado a contemplar… a un robot ejerciendo violencia contra los seres humanos. Sin duda eso me dificultará hablar y pensar. De hecho, habrá advertido que incluso sugerir la idea hace que mi habla sea más lenta y confusa. El robot de servicio se volvió hacia Donald, moviéndose de una manera tan espasmódica que los cubiertos volaron de la bandeja. Se arrodilló y los recogió antes de levantarse, tambaleándose un poco.
Donald advirtió la reacción del otro robot.
—Ah, señor, antes de que sigamos discutiendo este tema, debería excusar al robot de servicio para impedir que cerebro sufra un daño innecesario.
—¿Qué? Oh, sí, por supuesto. —Alvar indicó al robot de servicio que se marchara, y éste abandonó la habitación, todavía sosteniendo la bandeja—. Ahora veamos, ¿de qué experimento mental se trata? Si es arriesgado, no quiero hacerlo. No quiero que te hagas daño, Donald —dijo Alvar, con voz preocupada—. Te necesito.
—Es usted muy amable, señor. Sin embargo, creo que, dados los refuerzos policiales de mi cerebro positrónico, el riesgo de un daño permanente significativo será mínimo. Sin embargo, tendrá que ser paciente conmigo. Tampoco deseo ejecutar este experimento mental más de una vez. Sin duda será desagradable para mí, y el riesgo de daños permanentes aumentará si tengo que repetirlo. Así que le pido que preste atención.
»Deseo encontrarme en las circunstancias a que ese Calibán se ha visto enfrentado al menos en dos ocasiones, una en el almacén con los destructores de robots, y otra con los oficiales en el túnel. En ambos casos, Calibán fue rodeado por un grupo de seres humanos que amenazaban claramente su existencia. Pretendo revisar las circunstancias de cada caso y cómo reaccionaría un robot de alto nivel con las Tres Leyes, cuál sería el resultado. En resumen, ¿qué habría sucedido con un robot con mi mente y el tamaño y la fuerza de Calibán se enfrentara a tales circunstancias?
—Sí, muy bien —dijo Alvar, un poco aturdido. —
—Entonces procederé.
Alvar se sentó y contempló durante casi un minuto a Donald, que permanecía de pie ante él, inmóvil.
Tras recobrar sus movimientos de una forma que era en cierta manera más desconcertante que el modo en que había dejado de moverse, Donald volvió en sí.
—Muy bien —dijo—. La primera parte de mi hipótesis es correcta. Si yo hubiera estado en esas dos situaciones, habría sido destruido en el acto —la satisfacción de su voz era clara.
—¿Eso es todo? —preguntó Alvar, sintiéndose bastante confundido.
—Oh, no, señor. En cierto sentido, aún no he empezado. Estaba simplemente estableciendo una línea base. Ahora debo llegar a la parte más difícil del experimento. Debo ponerme en el lugar de un ser de notable inteligencia, poseedor de gran fuerza y velocidad, con soberbios sentidos y reflejos, que se halle en las mismas circunstancias. Pero este ser hipotético está dispuesto y es capaz de defenderse por cualquier medio, incluyendo atacar a los humanos.
Alvar abrió la boca y miró a Donald, alarmado. Más robots de los que se había preocupado en contar habían sido completamente destruidos por la simple contemplación casual del daño a los humanos. Imaginar ese daño, deliberadamente cometido por uno mismo, sería el pensamiento más terrible y peligroso para un robot.
—Donald, no sé si…
—Señor, le aseguro que comprendo los peligros mucho mejor que usted. Pero creo que el experimento es esencial.
Antes de que Alvar pudiera seguir protestando, Donald volvió a inmovilizarse. Pero esta vez no permaneció petrificado. Una serie de convulsiones y tics empezaron a aparecer, y fueron acrecentándose. Un pie se despegó del suelo, y Donald tuvo a punto de caer antes de rehacerse y recuperar el equilibrio. Un sonido extraño y agudo brotó de su altavoz, riendo toda su frecuencia. El brillo azul de sus ojos se apago, destelló, y luego quedó en blanco. Sus brazos se retorcieron. Sus dedos se abrieron y se cerraron. Pareció a punto de caer otra vez. Alvar se levantó, rodeó su mesa y sujetó a su viejo amigo y leal sirviente por los hombros.
Mientras actuaba, descubrió que estaba sorprendido consigo mismo. ¿Amigo? ¿Leal sirviente? Nunca había sido consciente de que consideraba así a Donald. Pero de pronto pareció muy posible que pudiera perderlo ya, en aquel mismo instante y supo que no quería que eso sucediera
—¡Donald! —llamó—. ¡Alto! ¡Sea lo que fuese lo que estás haciendo, te ordeno que lo interrumpas!
El cuerpo de Donald sufrió otro espasmo, y el robot se apartó de Alvar, retrocediendo un paso o dos. Sus ojos se iluminaron dolorosamente antes de recuperar su aspecto normal.
—Yo… yo… gracias, señor. Gracias por llamarme. No creo que hubiera sido capaz de liberarme de mi propio acto.
—¿Estás bien? ¿Qué demonios te ha pasado?
—Creo que estoy bien, señor, aunque sería prudente que me revisaran más tarde. —Hizo una pausa—. En cuanto a lo sucedido, fue una intensa secuencia de bucle cognitivo. Comprendo que los humanos son capaces de mantener dos puntos de vista completamente opuestos al mismo tiempo sin padecer grandes tensiones. No es el caso de los robots. Me vi forzado a simular la carencia de restricciones a mi conducta, aunque las Tres Leyes naturalmente controlan mis acciones. Fue muy desconcertante.
Donald vaciló un instante y miró a Alvar con la cabeza ladeada.
—Nunca se me había ocurrido hasta qué punto debe sentirse extraño e inseguro, y estar falto de guía un ser humano. Los robots conocemos nuestro deber, nuestro objetivo, nuestro lugar, nuestros límites. Los humanos no. Qué extraño debe ser vivir una vida en la cual todas las cosas están permitidas, sean o no posibles. Si se me permite preguntarlo, señor, ¿cómo pueden soportarlo los humanos? ¿Qué hacen con toda la libertad que los robots les proporcionarnos?
Alvar se sintió confundido y sorprendido por la pregunta. Todavía aturdido por el experimento de Donald, respondió con más honestidad de la que se habría permitido en una respuesta meditada.
—La desperdician —dijo—. No hacen nada con sus vidas, decididos a lograr que cada día sea como el anterior. —Pensó en las quejas que había recibido, civiles protestando porque la policía había perturbado sus vidas aquella mañana al intentar capturar a Calibán, sin preocuparles que aquella molestia se debiera al interés por proteger sus vidas—. Están convencidos de que el único cambio puede ser para peor. Luchan contra el cambio… y así se aseguran que no haya ningún cambio para mejor.
Pero entonces Alvar se detuvo, y se dio la vuelta.
—Maldición, eso no es justo. No del todo, al menos. Pero me he pasado toda la mañana enterándome de cómo nos hemos condenado a nosotros mismos a base de indolencia y cerrazón
—Mis disculpas, señor. No pretendía trasladar la discusión temas tan irrelevantes.
—¿Irrelevantes? —Alvar volvió a su mesa y se sentó con un suspiro—, Creo que tal vez las cuestiones de cambio y libertad se acercan mucho al tema de este caso. Hemos investigado para averiguar cómo fue atacada Fredda Leving, y quién lo hizo. Pero apenas nos hemos parado a pensar por qué lo hizo. Te diré la razón que vamos a encontrar, Donald. —De repente su voz se volvió ansiosa, excitada—. La razón, el motivo, va a ser el cambio, y el miedo al cambio. Tiene que haber algo relacionado con la política en todo esto. Se aproxima un gran cambio, y alguien quiere asegurar ese cambio o impedirlo. Eso es lo que vamos a descubrir. Pero maldición, nos hemos desviado del tema.
Pero Alvar lo había hecho deliberadamente. Quería que Donald tuviera un momento para calmarse, una oportunidad que su cerebro positrónico se concentrara en pensamientos menos aterradores por unos instantes. Alvar sabía que el tema de los motivos de un crimen, con la penetración en la psique humana que proporcionaba, siempre fascinaba a Donald.
—Pero tu experimento. Donald. ¿Cuáles fueron los resultados?.
—En resumen, señor, confirmó mi hipótesis inicial: que ser con las capacidades físicas de un robot, pero sin inhibiciones de conducta, y altamente motivado para proteger su propia existencia, podría haber matado a todos los colonos del almacén y a todos los policías de los túneles. Y, de hecho hacerlo así habría sido más seguro para este hipotético ser que actuar como lo hizo Calibán.
—¿Qué estás diciendo?
—Parece que Calibán actuó para protegerse, pero no pretendía infligir daño a los humanos. El que les hizo fue una consecuencia de su autodefensa, y tal vez accidental. No hay duda de que prendió fuego al almacén. No hay pruebas de que lo hiciera deliberadamente.
—Haces que casi parezca humano, Donald.
—Pero señor, como acabo de observar, no hay restricciones a la conducta humana.
—Oh, pero sí las hay. Restricciones profundas y fuertes, impuestas por nosotros mismos y por la sociedad. Rara vez fallan. No tienen el rígido código de las Tres Leyes impuestas desde fuera, pero los humanos aprenden sus propios códigos de conducta. Pero no nos vayamos por las ramas. He estado pensando en el hecho de que Laboratorios Leving es un centro experimental. Todavía tenemos que dilucidar qué tipo de experimento iba a ser Calibán. ¿Qué tenía en mente Fredda Leving? ¿Fracasó el experimento? ¿Tuvo éxito? —Entonces se le ocurrió una idea que hizo que la sangre se le helara en las venas—. ¿O está el experimento en marcha ahora, siguiendo exactamente un plan preestablecido?
—No comprendo, señor.
—Los robots despiertan por primera vez sabiendo todo lo que necesitan saber. Los humanos empiezan sin saber nada de cómo funciona el mundo. Supongamos que Leving se preguntó cómo se comportaría un robot que tuviera que aprender. Supongamos que Calibán está ahí fuera, comportándose según las Tres Leyes, pero con un conjunto de datos tan reducido que no sabe, por ejemplo, qué es un ser humano. Tonya Welton nos recordó que ha sucedido antes. Supongamos que Fredda Leving lo envió para ver cuánto tardaría en aprender por su cuenta.
—Es una idea inquietante, señor. Apenas puedo creer que la señora Leving fuera capaz de iniciar un experimento tan irresponsable.
—Bueno, pero está claro que está ocultando algo. Esa conferencia tiene mucho que ver con el estado actual de las cosas. Tengo la impresión de que todo se complicará aún más con la segunda conferencia. Tal vez aprendamos más entonces.
Alvar Kresh miró su mesa y halló que sus pensamientos volvían a los trabajos de rutina en la dirección del Departamento. Informes de personal. Requisitos de equipo. El sombrío tamborileo de la burocracia parecía atractivo después del caos de los últimos días. Era mejor ponerse manos a la obra.
—Es todo por ahora, Donald.
—Señor, antes de marcharme, hay un dato más que necesito conocer.
—¿Cuál es, Donald?
—El golpe en la cabeza de Fredda Leving, señor. El laboratorio forense ha establecido que Calibán no lo hizo casi con total seguridad.
—¿Qué?
—Es otro aspecto de los nuevos patrones de la evidencia, señor. Se encontraron rastros de pintura roja en la herida.
—Sí, lo sé. ¿Qué pasa con eso?
—Era pintura fresca, señor, no seca. Es más, según las especificaciones de diseño para el cuerpo de Calibán, el color del robot está integrado en los paneles corporales exteriores. En ese modelo de cuerpo, los tintes se mezclan con el material empleado para formar los paneles. Los paneles no se pintan nunca. El material del cuerpo está diseñado para resistir las manchas, los tintes y las pinturas. En resumen, nada se adhiera a su superficie, por eso debe ser impregnado de color durante su manufactura.
—Luego esa pintura no pudo desprenderse del brazo de Calibán.
—No, señor. Por tanto, alguien más, presumiblemente con la intención de inculpar a Calibán, pintó de rojo un brazo robot y golpeó a Leving con él. Deduzco que esa persona desconoce el proceso de manufactura de los cuerpos de los robots, aunque eso crea algunas dudas, ya que todo lo demás sugiere que el atacante sabía bastante de robótica.
—A menos que la pintura roja fuera un señuelo. —Alvar pensó un instante—. Podría seguir siendo Calibán, o alguien más, que conociera los procesos de color para ese modelo de robot. Calibán pudo pintarse el brazo de rojo sólo para despistar. Sabía que lo descubriríamos y, por lo tanto, no pensaríamos que él pudo hacerlo.
—Está atribuyendo mucho conocimiento y astucia a Calibán, sobre todo considerando que hace un minuto sugirió que no sabía qué era un ser humano.
—Mmm. El problema contigo, Donald, es que me haces ser demasiado honesto. Muy bien, pues. Si Calibán no lo hizo, ¿entonces quién demonios fue?
—No puedo ofrecer ninguna opinión sobre eso, señor.
Calibán llegó a otra intersección en los túneles y vaciló un instante antes de decidir qué camino tomar. Todavía no había visto a un solo ser humano en la ciudad subterránea, pero tampoco parecía aconsejable permanecer en compañía de otros robots. En el túnel de la izquierda parecía haber menos tráfico, así que tomó aquella dirección.
Había habido bastantes momentos desde su despertar en que Calibán experimentó algo muy parecido a la soledad, pero desde luego en aquel momento no tenía ningún deseo de compañía. Ahora necesitaba escapar, poner la mayor distancia y tantas vueltas y revueltas como fueran posibles entre él y sus perseguidores. Luego tendría que sentarse en alguna parte y pensar.
Los robots subterráneos eran muy diferentes a los de la superficie. No había robots personales de servicio allí, ningún encargado de transportar paquetes. Aquellos pasadizos estaban poblados por máquinas más toscas y pesadas de colores pardos. Se parecían muy poco a las brillantes máquinas de arriba. Comparados con estos robots, los otros eran meros juguetes. Los robots subterráneos eran más parecidos a las unidades de mantenimiento que recorrían la ciudad sólo de noche. «De noche, y bajo tierra, se afanan los verdaderos trabajadores», pensó Calibán. Había algo inquietante en el pensamiento, en la imagen.
Empezaba a comprender que aquél era un mundo en que el verdadero trabajo, el trabajo útil, era despreciable, algo que había que hacer sin que lo viera nadie. Los humanos parecían desdeñar la idea misma del trabajo. Habían aprendido a creer que era algo impropio verlo, y mucho más hacerlo. ¿Cómo podían vivir sabiendo que eran zánganos inútiles y mimados? ¿Podían realmente vivir de aquella forma? Y si se permitían esperar cruzados de brazos, entonces seguramente como individuos, y como pueblo, estaban perdiendo incluso la capacidad de hacer la mayor parte de las cosas por sí mismos. No, no podía ser. No podían estar convirtiéndose en algo tan indefenso, tan vulnerable, tan dependiente de sus propios esclavos.
Los caminos bajo la parte central de la ciudad eran limpios, secos y brillantes, rebosantes de actividad, con robots marchando a cumplir con sus tareas en todas direcciones. Nada de eso servía a los propósitos de Calibán. Consultó su plano y se encaminó hacia las afueras del sistema.
Los túneles principales y los más antiguos estaban iluminados con frecuencias perceptibles para los humanos, advirtió. Tal vez era una reminiscencia de los días en que los humanos los recorrieron. Los túneles nuevos estaban iluminados con infrarrojos, mudo testimonio de la falta de presencia humana en los últimos tiempos.
Calibán siguió avanzando hacia las afueras del sistema, donde incluso la luz infrarroja fue empeorando cada vez más. Se suponía que esas luces se conectaban cuando uno se acercaba y se desconectaban cuando había pasado, pero cada vez eran menos los sensores que parecían funcionar. Por fin, se encontró caminando en completa oscuridad. Calibán conectó su propia fuente de luz infrarroja y continuó así su camino.
El estado de los túneles se deterioraba también. Allí, lejos del centro de la ciudad, la mayoría de los túneles estaban semiabandonados, y eran fríos, apestosos, húmedos y sucios. Tal vez la superficie de Infierno era seca como un hueso, pero allí abajo había agua. Pequeños riachuelos corrían acá y allá. Las paredes sudaban, y gotas de agua caían del techo, resonando con fuerza en el silencio imperante. Aquí, en el perímetro, se aventuraban sólo unos cuantos robots menores que avanzaban en la oscuridad, concentrados en sus misiones, sin prestar ninguna atención a Calibán.
Giró una y otra vez, siempre en la dirección en que menos tráfico había. Finalmente se encontró solo, caminando en la más absoluta oscuridad. Llegó a un túnel con un cubículo de cristal a un lado, la oficina de un supervisor, recuerdo de los tiempos en que había suficiente trabajo que hacer para justificar su existencia. O al menos de los días en que pudieron imaginar un futuro con una ciudad en expansión que necesitara la oficina de un supervisor ahí
La puerta tenía una manivela, y Calibán tiró de ella. No le sorprendió ver que estaba cerrada. Tiró con más fuerza la puerta entera se vino abajo, con goznes y todo. La dejó caer al suelo con el resto de los escombros y entró. Contenía, una mesa y una silla, ambas cubiertas por la misma suciedad parecía que imperar en los túneles. Calibán se sentó en la silla colocó las manos sobre la mesa, y se puso a mirar al frente. Cortó la energía de su fuente de luz infrarroja y permaneció sentado en completa oscuridad.
No había ni un atisbo de luz. ¡Qué extraña sensación! No era ceguera, pues veía todo lo que podía verse. Era simplemente, que no se veía nada. Negrura, silencio, con el lejano eco de un goteo intermitente para estimular sus sentidos. Allí, en efecto, escucharía a cualquier posible perseguidor mucho antes de que llegara, vería cualquier destello de la luz visible o infrarroja que sus perseguidores llevaran. Por el momento, al menos, estaba a salvo.
Pero no sería así a la larga. ¿Qué sucedía? ¿Por qué intentaban todos capturarlo, por qué intentaban matarlo? ¿Quiénes eran? ¿Y si lo perseguían todos los humanos? No, eso no podía ser. Mucha gente en la calle no había hecho nada para detenerlo.
No fue hasta su encuentro con aquel hombre en la calle que las cosas escaparon al control. Calibán había hecho algo que impulsó al hombre a llamar a los otros hombres uniformados, o bien aquel hombre concreto estaba de acuerdo con el grupo uniformado, dispuesto a llamarlo si localizaba a Calibán. Aunque aquel hombre no pareció mostrar ningún interés o ninguna alarma al principio, y no había actuado como si lo hubiera reconocido. Era algo en la manera de actuar de Calibán lo que lo había sobresaltado. Alguna acción que había provocado una reacción del transeúnte y de los misteriosos y alarmados hombres de uniforme.
¿Quiénes eran, por cierto? Evocó una serie de imágenes de ellos, y de sus uniformes, vehículos y equipo. Las palabras «Sheriff» y «Oficial» aparecían varias veces en todos ellos. En el momento en que su mente se enfocó en las palabras, el banco de datos le proporcionó las definiciones. El concepto de oficiales de policía actuando para el estado y la gente para hacer cumplir la ley y proteger a la comunidad inundó su conciencia.
Parte del misterio, al menos, se desvaneció. Evidentemente, aquellos oficiales del sheriff lo perseguían porque creían que había violado alguna ley. Resultaba de ayuda tener al menos eso claro, pero era enormemente deprimente advertir que significaba que el sheriff continuaría su caza. El otro grupo, el de los colonos, no había continuado la persecución después del primer encuentro.
¿Estaban los colonos relacionados de alguna forma con los oficiales de policía? No había nada en su banco de datos que lo dijera. Y sin embargo había algo furtivo, algo secreto en las acciones de los colonos. Después de todo, se dedicaban a destruir robots, que era un delito según el código penal. Debían de estar ocultándose de la policía. ¿Era ilegal ser un colono? Un momento. Había una referencia secundaria a las organizaciones criminales, y los colonos no estaban incluidos en ella. Al menos eso le decía algo sobre lo que no eran. Resultaba suficiente para concluir, al menos por ahora, que el grupo del almacén era una especie de rama criminal de los colonos.
Lo que seguía sin decirle nada a Calibán sobre ellos, excepto que deseaban destruir a los robots en general y a él en particular.
Pero espera un momento. Retrocede un poco. Si destruir a un robot era un crimen…
Al mismo tiempo que obtenía una súbita comprensión, Calibán recordó sus primeros momentos de conciencia. Su brazo extendido ante él, alzado como para golpear. La mujer inconsciente a sus pies, la sangre a su alrededor…
Los oficiales del sheriff no trataban con certezas, sino con probabilidades. Trabajaban con evidencias, no sin pruebas.
Y había un montón de evidencias que sugerían que él había atacado a aquella mujer. Los posibles cargos brotaron de su banco de datos. Asalto con agravantes. Ataque con intención homicida. Negación de derechos civiles por causar inconsciencia o muerte. ¿Estaba la mujer viva, muerta o moribunda cuando la dejó? No lo sabía.
Con un estremecimiento, Calibán advirtió que no tenía absolutamente ninguna razón objetiva para pensar que no la había atacado. Su memoria simplemente no alcanzaba hasta antes del momento de despertar. Podría haber hecho cualquier cosa antes y no lo sabía.
Pero eso no resolvía el tema de la policía. Parecía obvio que lo perseguían a causa del ataque, ¿pero cómo lo vinculaban con el crimen? ¿Cómo lo sabían? Con una repentina luz de comprensión, recordó el charco de sangre en el suelo. Debió haberlo pisado antes de salir por la puerta. La policía, los oficiales, simplemente habían tenido que mirar las huellas para saber que pertenecían a un robot.
Mirando la oscuridad, contempló su propio pasado. Su memoria robótica era clara, absoluta, y perfecta. Con un simple esfuerzo de voluntad, podía ser espectador de todos los hechos de su pasado, verlo y oírlo todo, y ser consciente de estar fuera de esos hechos, con capacidad para detener el flujo de imágenes y sonidos, y enfocarse en aquel momento, en esa imagen.
Volvió al instante de su despertar, y reprodujo los hechos para sí mismo. Sí, allí estaba la mancha de sangre, y su pie a punto de pisarla. Calibán observó la reproducción con cierta satisfacción, felicitándose por calcular como lo había hecho la policía.
Pero entonces, con una total sensación de horror, Calibán leyó algo más en su memoria. Algo que no había registrado cuando aquella imagen había sido realidad, y no solamente su eco: Otro conjunto de pisadas cruzando la habitación, saliendo por una puerta que él no había usado.
Huellas que no recordaba haber dejado, y sin embargo su patrón parecía igual al de las suyas. ¿Cómo era posible? Calibán interrumpió su reflexión, conectó su fuente de luz, se levantó y regresó al túnel. Tenía que saberlo con seguridad. Encontró un charco de agua, lo pisoteó, y luego pasó a terreno seco. Se giró y examinó las huellas resultantes.
Eran idénticas a las que había visto en sus recuerdos. Las pisadas ensangrentadas eran gemelas de las pisadas de agua que acababa de dejar.
Eran las suyas propias. Él tenía que haberlas dejado, o de lo contrario el mundo tenía aún menos sentido de lo que creía.
¿Pero por qué las había dejado? ¿Por qué golpeó el cráneo de la mujer con su brazo, pisó su sangre, formó un conjunto de huellas, salió por una puerta, se limpió los pies (pues no había pisadas de entrada en la habitación), regresó a su posición sobre el cuerpo, alzó el brazo…, y luego perdió la memoria? ¿Y cómo pudo perder la memoria tan limpia, tan completamente? ¿Cómo podía no haber en su mente algún atisbo residual de aquellas acciones pasadas? ¿Cómo estar vivo no le había dejado ninguna marca?
Calibán sentía que se volvía más complejo, más experimentado, con cada momento de vida. No era una simple cuestión de memoria consciente, era comprensión. Comprensión de la forma en que funcionaba la ciudad, comprensión de que los humanos eran diferentes de los robots.
Era conocimiento del mundo, no sólo una serie de informes sobre hechos maquinales, sino el saber que da la experiencia, los detalles de sensación. Ningún plano del banco de datos informaría sobre los charcos en el túnel, sobre los sonidos de sus pisadas a lo largo de una larga acera, sucia y vacía, o de la forma en que el mundo parecía un lugar distinto, y a la vez el mismo, cuando se veía a través de infrarrojos. Se volvió y recorrió el pasadizo hasta la oficina abandonada, se sentó como antes, desconectando su sistema infrarrojo ara encontrarse en completa oscuridad. Sentía que merecía la pena seguir con aquella línea de pensamiento. Continuó reflexionando.
Había cosas en el mundo, como la extraña forma de ver oscuridad que era distinta a la ceguera, que tenía que experimentar por sí mismo para comprenderlas.
Y sin embargo, sabía que no tenía esa sofisticada experiencia cuando despertó. Nada, ni un fragmento vacilante. Literalmente había despertado a un mundo nuevo. Había recobrado su memoria sin ninguna experiencia propia anterior.
Lo primero que hizo fue arrodillarse y meter los dedos en la sangre de la mujer, notar su calor en los sensores térmicos de su piel, comprobar sus dedos cubiertos de sangre para ver si la sangre seca era pegajosa. Aquel momento, estaba seguro, había sido el primero de su vida. No había nada más antes
Lo que significaba que no había estado despierto antes de que su memoria comenzara, o bien que todo había sido borrado de su cerebro.
Una idea inquietante, pero Calibán la consideró cuidadosamente. No tenía conocimientos sobre la manera en que funcionaba su cerebro, o cómo estaba relacionado exactamente con su ser físico. Sin duda, estaban relacionados, y sin embargo eran claramente distintos y separados. Pero ahora no estaba seguro.
Una vez más, se encontraba con la terrible decepción que constituía su ausencia de conocimiento acerca de los robots en su banco de datos. No tenía modo de juzgar la mecánica del pensamiento, ni de saber si había algún medio de pulsar un botón de borrado y destruir su mentalidad.
Pero si eso había sucedido, si su mente y su memoria habían sido destruidas tan completamente que incluso la sensación de experiencia había desaparecido, ¿Podía decirse que se trataba del mismo ser que antes?
La memoria podía ser ajena al sentido del yo. Calibán estaba seguro de eso. Sus recuerdos podían ser anulados y él seguiría siendo él mismo, igual que podría serlo si le quitaran su banco de datos. Pero si alguien borraba de su cerebro todos los datos de la experiencia que estaba considerando, quitarían también el ser, el yo que había sido formado por esas experiencias. Si borraban su mente, dejaría de existir. Su cuerpo, su yo físico, todavía estaría allí. Pero Calibán no era ese cuerpo. Si fuera mecánicamente posible extraer su cerebro de su cuerpo y colocarlo en otro, seguiría siendo él mismo, aunque en un cuerpo nuevo.
Por tanto él, Calibán, no había atacado a la mujer. De eso estaba seguro. Tal vez su cuerpo lo había hecho, pero si era así, otra mente distinta a la que actualmente lo habitaba lo controlaba en ese momento.
Descubrió que la conclusión, a su modo, era reconfortante. La idea de que podría ser capaz de atacar sin ser provocado era alarmante. Con todo, no importaba cuáles fueran sus conclusiones, no mejoraban su situación. Los policías dispuestos a usar armas pesadas en un túnel estarían poco dispuestos a escuchar su explicación de que podría haber sido su cuerpo, pero no él mismo, quien había atacado a la mujer. Esos argumentos tampoco harían olvidar el incendio del almacén. Él había estado presente en el lugar. Tal vez era todo lo que necesitaban saber.
Desde el punto de vista de la policía, todo evidenciaba que había atacado a la mujer, que había prendido fuego a aquel edificio. Después de todo, la policía sabía que alguien la había atacado. Si no lo había hecho él, ¿quién había sido? Por lo que podía ver, no había nadie más que pudiera haberlo hecho.
Pero tal vez había más cosas en los recuerdos visuales de su despertar, otras cosas que había pasado por alto. La mujer, por ejemplo. ¿Quién era? Sentado en la oscuridad, pasó una vez más la escena ante sus ojos. Esta vez no se limitó a intentar volver atrás sobre los acontecimientos, sino componer de una forma tan completa y perfecta como pudo una imagen de la habitación, usando todos los ángulos, repasando cada imagen una y otra vez a velocidad lenta, intentando montarlas con todo detalle usando todas las instantáneas a su disposición.
En la oscuridad, con el ojo de su mente, construyó en efecto la habitación y luego caminó por su interior, proyectando la imagen de su propio cuerpo en la imaginaria reconstrucción. Sabía que era todo ilusión, pero una ilusión que servía a su propósito.
Todavía era imperfecta. Se dio la vuelta para mirar hacia al fondo de la habitación, y no estaba allí. No había mirado en aquella dirección en la vida real. El revoltijo de objetos que descansaban sobre una u otra mesa parecían reales mientras los mirara desde los ángulos que había usado en realidad, pero en cuanto movía su punto de vista hacia otros ángulos, a aquellos que no había adoptado realmente, caía en una extraña mezcolanza de formas y ángulos imposibles. Era muy inquietante. Tal vez con un esfuerzo considerable pudiera perfeccionar la imagen, hacer conjeturas razonablemente elaboradas para despejar tales dificultades.
Pero aquél no era el momento. Tenía otras preocupaciones. Calibán recuperó su posición erguida en la habitación y miró hacía abajo. Allí estaba ella, tendida en el suelo. ¿Había alguna pista sobre su persona, alguna guía acerca de su identidad? Amplió la imagen de su cuerpo y lo examinó centímetro a centímetro. ¡Allí! Una placa en el pecho de su bata. Las formas de las letras quedaban algo oscurecidas por su postura y la iluminación. Se esforzó por descifrarlo. Estaba casi seguro de que decía F. Leving, pero podía haber sido E. Ieving o cualquier otra variante. ¿Ponía la placa su nombre, entonces? No podía estar seguro, pero parecía razonable.
Sin embargo, habla aprendido que la palabra escrita, aunque fuera incidentalmente, podía abrir puertas al conocimiento. Descifrar las palabras «oficial del sheriff» había dado pie a su banco de datos a exponer todo el sistema de justicia penal. Escrutó la imagen de la habitación tal como aparecía grabada en su memoria, buscando otros escritos. Advirtió un cartel en la pared, una foto de un grupo de personas sonriendo ante la cámara, con una leyenda impresa al pie: Laboratorios Robóticos Leving: trabajando por el futuro de Infierno.
Leving otra vez. Ése tenía que ser el nombre. Examinó el cartel con más atención. Sí, estaba seguro. Allí aparecía ella, en primera fila. Incluso concediendo que la mujer del laboratorio estaba inconsciente, derrumbada en el suelo a sus pies, mientras que la mujer de la foto estaba atenta y sonriente, ambas tenían que ser la misma. Laboratorios Robóticos Leving. Los laboratorios eran los lugares donde se realizaban experimentos. ¿Era él un experimento?
Continuó estudiando la imagen de la habitación. Captó las letras de un grupo de cajas y las examinó de cerca. Había una etiqueta en cada una: «Manejar con cuidado. Cerebro Gravitrónico» Leer las palabras le produjo un extraño escalofrío de reconocimiento. «Cerebro gravitrónico.» Había algo en las profundidades de su ser que sentía afinidad con aquella palabra. Estaba relacionado con él. «Debo de tener uno», pensó.
No fue ninguna sorpresa que su banco de datos no contuviera ninguna información sobre la gravitrónica, y menos aún sobre cerebros gravitrónicos.
Todo aquello era vago, oscuro, incierto. Saber que el nombre de la mujer era Leving, y que parecía dirigir un laboratorio robótico, no le decía mucho. Y suponer qué tipo de cerebro tenía él tampoco.
Decidido a encontrar algo claro, sustancial y definido en la imagen de la habitación, Calibán continuó su investigación. Un segundo. En las cajas de cerebros gravitrónicos. Otra etiqueta, con lo que su banco de datos le aclaró que era una dirección de entrega. Sobre la dirección aparecían las palabras «Proyecto Limbo», impresas sobre el dibujo de un rayo.
Si sospechaba que tenía un cerebro gravitrónico, y los cerebros gravitrónicos eran enviados al Proyecto Limbo… Escrutó su memoria visual, buscando más recuerdos de las palabras o del símbolo del rayo. Allí, en un cuaderno de notas. Y en un clasificador, y en dos o tres sitios más del laboratorio.
Estaba claro que no sólo él, Calibán, sino Laboratorios Leving tenían algo que ver con el Proyecto Limbo.
Fuera lo que fuese tal proyecto.
Calibán exploró la imagen del laboratorio minuciosamente, pero no pudo encontrar nada más que le ofreciera ninguna pista sobre su caso. Desconectó las imágenes y permaneció allí sentado, solo en la perfecta oscuridad de la oficina del túnel.
Estaba a salvo allí abajo, y probablemente lo estaría durante algún tiempo. Podrían pasar días o semanas, quizás incluso más, antes de que registraran aquellos túneles. Tal vez pudiera eludir la captura permaneciendo allí, sentado tras la mesa, fuera de la vista de la puerta, en la oscuridad. Era una mesa grande y pesada, de metal. Tal vez incluso podría ofrecerle protección contra los aparatos de detección que usaba la policía, según el banco de datos.
Tal vez podría ser más que un refugio temporal. Tal vez, si la policía no podía encontrarlo, renunciaran a hacerlo pasados unos días. No parecía improbable que pudiera permanecer allí a salvo por tiempo indefinido, exactamente como estaba, inmóvil en la oscuridad, hasta que el polvo lo cubriera y la suciedad se abriera paso entre sus articulaciones.
Pero aunque ese tipo de existencia pudiera encajar con la definición de vida del banco de datos, no coincidía con lo que Calibán sentía en su interior.
Si iba a vivir, a vivir de verdad, tendría que actuar. Tendría que saber más, mucho más, sobre sus circunstancias.
Limbo. Todo parecía relacionado con ese proyecto. Si pudiera aprender más sobre aquello, tal vez aprendería más sobre sí mismo.
Por conservar las formas, consultó su banco de datos, y no encontró información alguna sobre Limbo. Pero tenía la dirección de la caja de embalaje del cerebro gravitrónico.
Iría allí y vería qué podía aprender. Pero esta vez permanecería apartado de los humanos. Preguntaría a los robots. Se trataba, tal vez, de un plan vago y frágil, pero al menos era algo. Podría funcionar, o no servir para nada. Pero sería mejor que tratar con los humanos.
Se levantó y se puso en marcha.
.
13
HRC-234, más conocido por Horacio, era en aquel momento un robot terriblemente ocupado. Pero no había nada raro en ello. Hacía tiempo que era así. Después de todo, tenía que tratar con el tema de Limbo.
Horacio consultó la hora y comprobó su banco de datos interno, pero la información sólo aumentó su sensación de decepción acumulada. Enlazó por hiperondas para comprobar el plan previsto para las siguientes tres horas. No había duda. Habían vuelto a retrasarse en la planta de envío auxiliar. Había un atasco en alguna parte. Resolver los atascos era una de sus funciones. Tras asegurarse de que estaba conectado con la red de comunicación vía hiperonda, dejó su estación normal de servicio en el Depósito Central y corrió a la planta a ver que sucedía.
El Proyecto Limbo era enormemente complicado. Las funciones de Horacio eran complejas, y sus responsabilidades, tremendas; pero sabía que lo preocupaba sólo un minúsculo fragmento del conjunto. Al menos, eso había deducido. No fue difícil: había evidencias por todas partes, en la intensidad del tráfico de mensajes, en la complejidad de los problemas de ruta, en las pautas de seguridad de las comunicaciones.
Pero no era necesario examinar áreas tan esotéricas como análisis de señales para saber que se cocía algo grande. La conclusión se podía extraer con una simple mirada al caos súper organizado que lo rodeaba en la planta de envíos auxiliares.
Esa planta, el depósito entero, era un lugar ruidoso y lleno de confusión, de pesados suelos de hormigón sin pintar y grúas de apoyo, con cintas sin fin y vagonetas, robots presurosos que corrían hacia todas partes y hombres y mujeres amenazantes que gritaban y discutían, hablando por sus teléfonos portátiles, comprobando la hora, señalando listas de cosas por hacer.
Incluso el aire estaba cargado de urgencia. Ni siquiera allí, cuatro plantas bajo tierra, había espacio para que los vehículos de carga aterrizaran. Los pesados cargueros se veían obligados a flotar en el aire, esperando su oportunidad de aterrizar. Robots de transporte de todas las características llevaban los materiales a las bodegas de los aparatos voladores que encontraban un sitio donde posarse. Mientras Horacio observaba, otro volador se cerró y atravesó el gran camino de acceso, dirigiéndose hacia los pisos superiores y al cielo más allá. Su lugar fue ocupado por otra nave casi antes de que acabara de despejar la zona. Al instante, la nave recién llegada fue rodeada por un enjambre de robots de carga. Las puertas del vehículo se abrieron y empezaron a introducir el cargamento. Escenas similares se repetían en todas partes. Horacio había oído decir a uno de los supervisores humanos que le recordaba la huida llena de pánico de un hormiguero pisoteado, y Horacio se vio obligado a aceptar a desgana que podía entender la comparación.
El Depósito Limbo había sido con frecuencia un lugar ajetreado, y casi un manicomio en los últimos días. Pero hoy era el peor de todos. Horacio notaba que estaba a punto de vencer una especie de plazo. Todo se apuraba hasta el último minuto.
Era casi como si alguien temiera que aquél fuera el último día en que pudiera hacerse. Algunos supervisores humanos, tanto colonos como espaciales, lo habían dado a entender.
Pero Horacio se recordó que no era asunto suyo preocuparse por esas cosas. Si los humanos no querían advertirlo de sus preocupaciones, entonces no había nada que hacer. Con todo, no podía dejar de preocuparse: los humanos podían hacerse daño fácilmente en su vasto proyecto, fuera cual fuese, al mantenerlo demasiado en secreto. ¿Cómo podía evitar los problemas si no sabía qué estaba pasando?
Sabía que se trataba de un problema que compartía con muchos robots supervisores agobiados de trabajo. Las conversaciones con ellos confirmaban lo que siempre había sospechado. No era sólo a Horacio o en el Proyecto Limbo: los humanos nunca contaban a sus robots encargados todo lo que necesitaban saber. Llegados a ese punto, apenas importaba. Horacio había estado tan ocupado recientemente, que no sabía nada de lo que había ocurrido fuera del Depósito Limbo durante el último mes. Los mares podrían alzarse y arrasar la isla de Purgatorio y la ciudad de Limbo, y se enteraría cuando los cargueros no regresaran.
Todo lo que necesitaba saber ahora mismo era por qué se retrasaba la operación de carga. Horacio se volvió hacia la planta de envíos auxiliares, buscando el atasco que entorpecía las cosas. Sabía que el aparente caos era ilusorio, que aquella operación se llevaba a cabo con un alto grado de eficacia. Pero en algún lugar había un problema que volvía a frenarlo todo. Una pieza de equipo estropeada, un grupo de robots confundidos por una orden mal expresada, algo.
Entonces Horacio localizó a los dos humanos, un colono y un espacial, discutiendo al fondo de la cubierta de carga, rodeados por un puñado de robots inactivos. Si Horacio hubiera sido humano, habría podido dejar escapar un suspiro, pues aunque se acercó a intentar solucionar las cosas, sabía que no había nada que hacer. Los robots no podían emprender ninguna acción hasta que los humanos se pusieran de acuerdo, y a juzgar por la acalorada discusión, ese momento parecía muy lejano.
Con pocas esperanzas de lograr una rápida resolución, y todo el tacto de que disponía, Horacio se acercó a la cubierta e intervino en la discusión.
Quince minutos más tarde, el problema sobre cuál de dos envíos debía ser cargado primero quedó resuelto. Podría haber sido solucionado en quince nanosegundos. Si el espacial y el colono hubieran estado interesados en la velocidad y no en la discusión, ambas cargas habrían sido enviadas haría ya un buen rato. Pero al menos estaba solucionado, y los dos humanos se marcharon a entorpecer las operaciones en algún otro sitio. Horacio sabía que los humanos eran superiores a los robots, y no hacía falta decir que los tenía a todos y cada uno en la más alta estima, y que siempre seguía sus órdenes al pie de la letra, pero había ocasiones en que, simplemente, parecían tontos.
Pero fuera como fuese, tenía un trabajo que hacer, otras órdenes que seguir. Órdenes que parecían mucho más directas de lo que en efecto eran.
En términos simples, todo lo que tenía que hacer era velar para que los robots N.L. fueran enviados a la isla de Purgatorio. Ignoraba lo que significaba N.L.
Pero aquello no era una tarea fácil, aunque se desarrollara rápidamente. Por razones que desconocía, los robots N.L. no se enviaban ensamblados. Sus cerebros se mandaban por separado.
Además, los cerebros se enviaban en tres cargamentos distintos por tres rutas diferentes. Horacio regresó a su puesto. Los robots N.L., embalados y dispuestos, estaban en el centro de la planta, una formidable pared de cajas que llegaba casi hasta el techo. Había robots de guardia, uno cada tres metros alrededor del perímetro de las cajas. Otros dos guardias robots se encontraban en lo alto de las cajas apiladas.
Más guardias vigilaban un grupo más pequeño de cajas, las que contenían los cerebros de los robots. Horacio sintió un súbito deseo de echar otro vistazo a los cerebros, o al menos a las cajas que los contenían. Se acercó. Tras un momento de vacilación, los guardias lo dejaron pasar. Horacio se arrodilló y contempló con atención las cajas. Todo aquel alboroto lo aturdía. Los contenedores parecían ser cajas acolchadas bastante corrientes. Lo único que parecía fuera de lo común eran las etiquetas, que decían:
MANEJAR CON CUIDADO
CEREBROS POSITRÓNICOS
Las etiquetas habían sido colocadas sobre otras antiguas, como si alguien hubiera intentado ocultar lo que aquéllas decían. En una de las cajas, la nueva etiqueta no cubría a la anterior completamente, y algunas letras de las dos líneas impresas eran visibles.
MAN
GRA
La primera era obviamente MANEJAR CON CUIDADO, pero Horacio no podía imaginar lo que podía ser GRA. Horacio era bastante curioso, y se sintió tentado de quitar la nueva etiqueta para ver la anterior. Pero sabía que nunca podría hacerlo. Los robots encargados, por necesidad, tenían un grado mayor de autonomía, mucho espacio para tomar sus propias decisiones. Sin embargo, eso no les hacía capaces de sobrepasar los deseos de sus amos, y estaba claro que el deseo del Laboratorio Robótico Leving era que la etiqueta original quedara oculta y no pudiera leerse, y él estaba encargado de la seguridad del envío.
De mala gana, obligado, sacó un marcador de su bolsa de bajo y tachó la parte descubierta de la vieja etiqueta.
Se incorporó y volvió a su lugar de trabajo. Sus instrucciones le decían que enviara también los cuerpos en tres cargamentos separados, en horas distintas, por diferentes rutas, usando diferentes procedimientos. Los supervisores humanos recibirían los tres envíos de cerebros y cuerpos en sus puntos de recepción en la isla de Purgatorio y los escoltarían hasta su destino final.
Un tercer conjunto de componentes, que no eran cerebros ni cuerpos, iría a través de sus propios canales de seguridad. «Restricción de área», decía el envío pero Horacio no tenía la menor idea de lo que significaba. Sólo otro trabajo más en que insistían los humanos.
—Discúlpame —dijo una voz dulce y meliflua a su espalda.
Horacio se volvió, esperando ver a un humano. Para su sorpresa, se encontró con un alto robot rojo que contaba con un sistema vocal notablemente sofisticado. De hecho, aquella voz era un despilfarro en la cacofonía de aquel lugar. Era difícil hablar en las zonas de trabajo del Depósito, y la mayoría de los robots ni siquiera lo intentaban.
—Usa tus hiperondas, amigo —dijo Horacio—. Es difícil oírte.
—¿Qué use mis qué?
—Tu sistema señalizador de hiperondas. Aquí hay demasiado ruido para hablar.
—Un momento, por favor. —El robot hizo una pausa, como si consultara alguna referencia interna—. Ah. Hiperondas —dijo por fin—. Ya veo. Desconocía el término. Me temo que no tengo ese sistema. Debo hablar en voz alta.
Horacio se quedó de una pieza. Incluso los robots de carga más insignificantes estaban equipados con hiperondas. Y aunque ese robot no tuviera, ¿cómo podía no saber lo que eran y sin embargo ser capaz de buscarlas? Los robots de alto nivel tenían a veces fuentes de búsqueda interna, pero sus funciones estaban limitadas al esotérico conocimiento necesario para un trabajo específico. Esas bases de datos no servían como diccionario de términos comunes. Sería un despilfarro, cuando tales cosas podrían y tendrían que haber sido introducidas en el cerebro del robot durante su fabricación.
¿Qué extraño tipo de robot era aquél?
—Muy bien —dijo Horacio—. Hablaremos en voz alta. ¿Qué quieres?
—¿Eres el supervisor Horacio?
—Sí. ¿Cómo te llamas?
—Calibán. Me alegro de conocerte, amigo Horacio. Necesito tu consejo. Intenté pedir ayuda a los otros robots, a los azules que trabajan aquí, pero ninguno pareció poder ofrecérmela. Me aconsejaron que viniera a hablar contigo.
Horacio se sintió más sorprendido que nunca. El nombre shakesperiano de «Calibán» le dijo algo. La propia Fredda Leving había construido a aquel robot, tal como había hecho con Horacio. Pero el nombre «Horacio» tendría que haber significado algo para aquel tal Calibán, aunque parecía lo contrario. Todavía más extraño, siendo un robot avanzado y de aspecto sofisticado había pedido consejo a los trabajadores de categoría inferior. Los robots de la serie DAA-BOR como los obreros azules que había señalado Calibán, apenas eran capaces de pensamientos limitados. Otro hecho que cualquier robot o humano tendría que haber sabido.
Allí sucedía algo muy extraño. Y lo más extraño de todo era que el amigo Calibán parecía bastante ajeno a la rareza de su propia conducta.
Todo esto atravesó la mente de Horacio en un instante.
—Bien, espero poder ofrecerte mi ayuda. ¿Cuál es el problema?
El extraño robot vaciló.
—No estoy seguro —dijo por fin—. Ésa es en parte la dificultad. Parece que tengo un problema serio, y no sé qué hacer al respecto. Ni siquiera estoy seguro de quién soy.
—Acabas de decírmelo. Eres Calibán.
—Sí, ¿pero quién es ése? —Calibán hizo un gesto de indefensión—. Tú eres Horacio. Eres un supervisor. Dices a otros robots lo que tienen que hacer y ellos lo hacen. Ayudas a dirigir este sitio. Eso es, en gran medida, quien eres. Yo no tengo nada así.
—Pero, amigo Calibán, todos nos definimos por lo que hacemos. ¿Qué es lo que haces tú? Eso es lo que eres.
Calibán contempló la amplia extensión del Depósito, e hizo una pausa antes de hablar.
—Huyo de los que me persiguen. ¿Eso es lo que soy, Horacio? ¿Esa es mi existencia?
Horacio se quedó mudo. ¿Qué podía significar todo aquello? Sin duda, la situación era muy peculiar, y potencialmente seria, por lo que tendría que dedicarle algún tiempo. Las cosas funcionaban bien por el momento. Tal vez continuaran así durante un ratito.
—Quizá sea mejor que vayamos a hablar a otro sitio —dijo Horacio amablemente.
Subieron en el ascensor de personal hasta los niveles de superficie del Depósito. Luego, Horacio condujo a Calibán al lugar más apartado que se le ocurrió.
La oficina del supervisor humano estaba vacía por el momento. Hasta unas semanas antes, nunca había estado ocupada. Los humanos no tenían mucha necesidad del Depósito. Pero ahora las cosas eran diferentes. Había hombres y mujeres trabajando a todas horas, diseñando, planeando, reuniéndose. En ocasiones, Horacio pensaba que era bastante estimulante tanta actividad. En otros momentos, podía ser bastante abrumadora, por la forma en que caían del cielo órdenes, planes y decisiones.
Pero cualquier combinación de órdenes confusas y en conflicto hubiese sido más comprensible que aquel Calibán. Horacio lo introdujo en la lujosa oficina. Era una habitación grande y bonita, con grandes sofás y sillones. Los humanos que trabajaban hasta tarde la usaban para dormir. Había una gran mesa de conferencias a un lado, rodeada de sillas. En aquel momento, un gran mapa de la isla de Purgatorio aparecía plegado sobre ella. El resto de habitaciones, cubículos y compartimentos del Depósito Limbo carecían de ventana pero las paredes norte y sur del lugar eran grandes ventanas. La meridional daba a los bulliciosos niveles superiores del Depósito, y la septentrional a los todavía hermosos panoramas del reseco paisaje de Infierno, praderas, desierto, montañas y cielo azul. En la pared oeste estaba la puerta por la que acababan de entrar, junto con una fila de nichos de robots, mientras que la pared oriental estaba casi completamente cubierta de pantallas y sistemas de comunicación de todo tipo.
Calibán recorrió la habitación, aturdido por todo lo veía. Contempló el mapa sobre la mesa, examinó de cerca un globo del planeta que flotaba en el aire. Se asomó a ambas ventanas pero pareció sentir un interés especial por las vistas de la naturaleza, al norte.
Pero el tiempo de Horacio era precioso y no podía perderlo dejando que aquel extraño robot se asomara a la ventana.
—Amigo Calibán —dijo por fin—. Si pudieras explicarte ahora, tal vez podría servirte de ayuda.
—Discúlpame, sí —dijo Calibán—. Es que nunca había visto estas cosas antes. El mapa, el globo, el desierto…, incluso este tipo de habitación, son nuevos para mí.
—¿De veras? Perdóname que lo diga, amigo Calibán, pero puede que te lo parezcan. Aunque nunca hayas visto estos objetos antes, seguramente tu sistema interno incluye información sobre ellos. ¿Por qué te sorprendes tanto?
—¡Porque estoy sorprendido! Mi sistema casi no contiene información, aparte del lenguaje y el conocimiento de mi propio nombre. He tenido que aprenderlo todo, bien de un banco de datos que funciona como sistema diccionario, o gracias, a la memoria o a información de primera mano. He descubierto que debo confiar más en la segunda técnica, ya que grandes e importantes zonas de información han sido borradas del banco de datos.
Horacio retiró una de las sillas de madera de la mesa de conferencias y se sentó, no por incomodidad, sino para poder parecer lo más silencioso y pasivo posible.
—¿Qué tipo de datos han sido borrados? ¿Y cómo puedes estar seguro de eso? Tal vez nunca los hubo.
Calibán se volvió y miró a Horacio, luego cruzó la habitación y se sentó frente a él.
—Sé que fue borrado, porque el espacio que debería estar ocupado sigue allí todavía. Simplemente, es un espacio vacío. Hay literalmente agujeros en mi plano de la ciudad, lugares que no existen según el plano. Algunos se encuentran dentro de los límites de la ciudad, pero el terreno que la circunda no existe. La primera vez que fui a la frontera de la ciudad, me preguntaba cómo sería la «nada» de más allá. —Calibán señaló la ventana—. Las montañas que veo a través de esta ventana no existen en mi mapa. Según él, no hay nada fuera de la ciudad de Hades. Ni tierra, ni agua, nada. ¿Tus conjuntos de datos iniciales te dijeron esas cosas?
—No, por supuesto que no. Desperté plenamente consciente de la geografía y la galactografía básicas.
—¿Qué es la galactografía? —preguntó Calibán.
—El estudio de las localizaciones y propiedades de las estrellas y los planetas del cielo.
—Estrellas. Planetas. Desconozco esos términos. No están en mi banco de datos.
Horacio sólo atinó a mirarlo fijamente. Estaba claro que aquel robot sufría una grave avería de memoria. No era posible que un robot de intelecto tan alto hubiera salido de fábrica con una base de conocimientos tan defectuosa. Horacio decidió que debía suponer que cualquier situación apurada podía terminar de desequilibrar a Calibán. Como robot encargado, era su deber supervisar la salud mental de los obreros de su sección.
Había hecho algunos estudios de robopsicología, pero nunca había visto nada parecido a Calibán. Cualquier robot que mostrara aquel grado de confusión y desorientación debería ser casi completamente incapaz de ninguna acción coherente. Sin embargo, Calibán parecía funcionar bastante bien en unas circunstancias que deberían haberle producido catatonia.
«¿Qué ha hecho la doctora Leving para que sea tan fuerte y a la vez esté tan confundido?», se preguntó.
—Los términos «estrellas» y «planetas» no son realmente importantes —lo tranquilizó—. ¿Hay otras lagunas importantes? ¿Algún otro tema que consideres que deberías conocer?
—Sí —dijo Calibán—. Los robots.
—¿Cómo dices?
—Mis fuentes de datos internos no dicen nada sobre los seres como nosotros, aparte de proporcionar el término identificatorio «robot».
Una vez más, durante largo rato, Horacio no pudo más que guardar silencio. Al principio, incluso, pensó que Calibán estaba bromeando. Pero eso parecía imposible. Los robots no tenían sentido del humor, y en la voz de Calibán no había más que una mortal seriedad.
—Tienes que estar equivocado, seguro. Tal vez los datos están trastocados, mal introducidos —sugirió.
Calibán abrió las manos, en humano gesto de indefensión
—No —dijo—. Simplemente no están. No tengo ninguna información sobre los robots. Esperaba que pudieras hablarme sobre ellos…, sobre nosotros.
—No sabes nada. ¿Ni sobre la ciencia de la robótica, o los modos apropiados de dirigirse a un humano, ni la teoría subyacente a las Tres Leyes?
—Nada de eso, aunque puedo deducirlo en parte. Supongo que la robótica es el estudio del diseño de los robots y su conducta. Y en cuanto a cómo dirigirse a un humano, tengo muchos datos sobre ellos. Hay muchas clases sociales diferentes y rangos, y ya he deducido que hay un sistema bastante complicado basado en todo tipo de variables. Puedo ver que los robots han de tener su lugar en ese sistema. En cuanto a lo último, me temo que no sé nada de la teoría subyacente a las Tres Leyes que has mencionado. Me temo que ni siquiera sé qué son esas Tres Leyes de las que hablas.
Horacio se desconectó durante una décima de segundo. No se desplomó, ni se retorció violentamente, ni nada de eso. Fue más sutil, apenas un rápido momento de total y completa disonancia cognitiva. ¡Allí, ante él, hablando de forma bastante racional, había un robot que no sabía lo que eran las Tres Leyes! Imposible. Completamente imposible. Se recuperó. Espera un momento. Había oído hablar de casos como aquél en el pasado. Sí, sí. Existían casos, muchos de ellos, de robots que no sabían que conocían las Tres Leyes, y sin embargo las obedecían de todas formas. Debía ser algo parecido. Sí. Sí. La alternativa era impensable, imposible.
—¿Por qué no me lo cuentas todo? —sugirió Horacio—. Empieza por el principio, y no te dejes nada.
—Eso podría requerir algún tiempo —dijo Calibán—. ¿Causará algún problema apartarte de tus deberes tanto tiempo?
—Puedo asegurarte que no hay ningún deber más importante para mí en este momento que tratar con un robot en tu situación.
Lo cual era cierto. Horacio no podía dejar que Calibán se marchara, como tampoco hubiese podido marcharse de una casa habitada donde se declarara un incendio.
—Me siento enormemente aliviado —dijo Calibán—. Al fin tengo a alguien compasivo, experimentado e inteligente que me escuchará y podrá ayudarme.
—Haré todo lo que pueda —dijo Horacio.
—Excelente. Entonces déjame empezar por el principio. Sólo llevo vivo muy poco tiempo. Desperté hace dos días en los Laboratorios Robóticos Leving, y lo primero que vi fue a una mujer, a la que luego he podido identificar como Fredda Leving, inconsciente en el suelo ante mí, con un charco de sangre bajo su cabeza.
Horacio retrocedió, asombrado.
—¡Inconsciente! ¡Sangrando! Es una noticia terrible. ¿Se recuperó? ¿Pudiste socorrerla, o pedir ayuda?
Calibán vaciló un instante.
—He de admitir que tendría que haberlo hecho, pero hasta que lo has sugerido, no se me ocurrió hacerlo. Tendría que haber buscado la ayuda de alguien. Pero mi propia inexperiencia es mi defensa. El mundo era nuevo para mí… de hecho todavía lo es. No, me marché y dejé la sala y el edificio.
Horacio sintió que se quedaba helado. Aquello era inconcebible. Un robot, el robot que tenía delante, se había marchado dejando a una humana malherida. Su visión se oscureció de nuevo, pero consiguió aguantar.
—Yo… ah… yo… tú… —No se sorprendió al advertir que era incapaz de hablar.
Calibán pareció preocupado.
—Discúlpame, amigo Horacio. ¿Te encuentras bien?
Horacio recuperó la voz, aunque sin controlarla del todo.
—¿La dejaste allí? ¿Inconsciente y sangrando? ¿A pesar de que, por tu inacción, pudiste haberle causado la muerte? —Decir las últimas palabras le costó un gran esfuerzo. Sólo con oírlas en boca de otro podía sentir el conflicto de la Primera Ley agolpándose en su interior, interfiriendo su propia habilidad para funcionar. Y sin embargo Calibán no parecía afectado—. ¿Estás diciendo que no hiciste na-na-nada para ayudarla?
—Pues, sí.
—¿Pero y la Primera Ley?
—Si es una de las Tres Leyes que mencionaste antes, ya te he dicho, amigo Horacio, que nunca he oído hablar de ellas. Ni siquiera conocía el concepto de ley hasta que busqué la palabra «sheriff» después de que la policía intentara destruirme.
—¡Destruirte!
—Sí, con una especie de explosión masiva, mientras me perseguían.
—¡Te perseguían! ¿No te ordenaron que te detuvieras?
—Si lo hicieron, no los oí. El hombre de los paquetes me ordenó que me parara, pero no vi ningún motivo para obedecerlo. No tenía ninguna autoridad sobre mí.
—¿Rehusaste una orden directa de un ser humano?
—Bueno, sí. ¿Qué hay con eso?
Tenía que ser real. No podía ser un fantástico malentendido causado por alguna avería que hubiera hecho que aquel pobre desgraciado perdiera la conciencia de las Leyes, incluso mientras las cumplía. Aquel robot, ese Calibán, nunca había oído hablar de las Tres Leyes, y no estaba obligado por ellas. Si uno de los modelos DAA-BOR de las cubiertas de carga hubiera dado súbitamente a luz a un bebé robot, Horacio no se habría sentido más sorprendido.
Pero tenía que enterarse de aquello. La policía necesitaría saber todo lo posible sobre ese robot. Era mejor dejarlo hablar, y llamar a las autoridades después de que lo hubiera hecho, después de que él conociera toda la historia.
—Creo que será mejor que vuelvas a empezar por el principio —dijo.
—Sí, desde luego.
Calibán empezó a contarle todo lo que le había sucedido, desde sus primeros momentos al despertar junto a la inconsciente Fredda Leving, describiendo todo lo sucedido desde entonces. Su deambular por la ciudad, su encuentro con los colonos destructores de robots, el descubrimiento de lagunas en su conocimiento, la persecución policial, todo. Contó su historia rápida y cuidadosamente.
Horacio se sentía más y más confundido. Varias veces descubrió que quería detener a Calibán y hacer una pregunta, pero era incapaz de hacerlo. No era sorprendente que su centro fónico funcionara mal, dado el grado de disonancia cognitiva al que lo inducía la historia de Calibán. Podía sentir cómo propio intelecto se preparaba para bloquearse, cayendo en un estado en el cual la mera audición de las violaciones de las leyes que había hecho Calibán lo dañaba severamente. Y el otro robot hablaba de su conducta increíble y aterradora de un modo casual, como si nada en ella fuera extraño, anormal o antinatural. Era difícil enfocar, difícil concentrarse…
¡Un momento! Algo estaba mal. Tenía que hacer algo. Algo sobre la policía. Tenía que llamarlos. Llamarlos. Hacer que se llevaran a aquel horrible robot de allí de allí de allí. Un momento. Atención. Había que hacerlo sin alertar a Calicacalibán. Sabía que había un medio. ¿Cómo? ¿Cómo? Hiperondas. Llamar a la policía por hiperondas. Llama. (Concéntrate. Hiperondas. Haz el enlace. Llama. Llama.)
—Oficina del Sheriff —susurró la voz en su oído, mientras Calibán relataba su viaje a través de los túneles de la ciudad.
Con una sensación de alivio palpable, Horacio reconoció que había contactado con un agente humano. Sólo el son de su voz lo hizo sentirse mejor. Qué inteligente era que la Oficina del Sheriff empleara agentes humanos en la frecuencia de los robots.
—Aquí el robot HRC-234 —transmitió, esforzándose por emitir las palabras. Incluso a través de hiperondas, incluso un con un humano al otro extremo de la línea, la reacción al conflicto de la Primera Ley le hacía casi imposible formar las palabras. ¿Cómo decirlas? De repente, lo supo—. Nooo puedo, ha-hablar —envió al oficial—. Calib-b-b-án.
Calibán había dicho que la policía lo perseguía. Si sabían su nombre…
—¿Qué? Repítelo, HRC-234.
Había algo urgente, ansioso, en la voz del agente, algo que indicó a Horacio que el humano sabía quién era Calibán.
Horacio se concentró, hizo un esfuerzo total por emitir claramente.
—CaliCalibanbán. Haaaaabla bloqueada.
—Comprendo. El robot descarriado Calibán está contigo y sufres un bloqueo fónico. Buen trabajo, HRC-234. Mantén tu frecuencia de emisión abierta para proporcionar una señal. Las unidades aéreas estarán allí dentro de noventa segundos.
«Buen trabajo», había dicho el oficial humano. Horacio se sintió súbitamente mejor, capaz de advertir de nuevo cuanto lo rodeaba.
—…migo Horacio! ¿Qué te ocurre? ¡Horacio!
Horacio volvió en sí y vio que Calibán le sacudía el hombro.
—¡Qué! Lo siento, perdí contacto. No pude oírte mientras que hipe hipe hipe…
Demasiado tarde, Horacio recuperó el control parcial de sus centros fónicos. Se le había escapado.
—¿No pudiste oírme mientras hacías que? —pregunto Calibán, pero Horacio no añadió más—. ¡Hiperondas! —dijo Calibán—. ¡Mientras pedías ayuda al sheriff por hiperondas! ¿Qué otra cosa era de esperar?
—¡Yo… yo… tenía que llamar!. ¡Eres un peligro! ¡Peligro!
De repente, el aire se agitó con un remolino de coches descendiendo a toda velocidad. Ambos robots se volvieron hacia las ventanas de la cara norte del edificio. Horacio sintió una oleada de alivio al ver los coches azul celeste de la policía aterrizando.
Pero todavía estaba aturdido por el conflicto con la Primera Ley. Apenas volvió la cabeza a tiempo para ver a Calibán atravesar con el puño la ventana sur y saltar por la abertura. Horacio se levantó, se dirigió hacia allí tan lentamente como si estuviera hundido en barro hasta la cadera.
Hubo un tronar de pesadas botas en el pasillo, y luego un escuadrón de policías con armaduras de combate irrumpió en la habitación. Horacio sólo pudo señalar hacia la figura de Calibán mientras éste desaparecía por uno de los túneles de entrada al vasto laberinto subterráneo del Depósito.
Dos de los policías alzaron sus armas y dispararon a través de la ventana. Un robot DAA-BOR explotó en una lluvia de confeti azul metálico, pero Calibán ya no estaba allí.
—¡Maldición! —exclamó un oficial—. ¡Vamos tras él!
Los humanos rompieron los cristales con la culata de sus armas y saltaron hasta el suelo. Corrieron hacia el túnel mientras Horacio los observaba.
Pero ya sabía que nunca alcanzarían a Calibán.
Calibán corría.
A toda velocidad, esquivando las ocupadas cuadrillas de robots, escogiendo los túneles, giros y movimientos para dejar a sus perseguidores el rastro más confuso posible.
Todos estaban contra él. Robots, policías, colonos, civiles. Y nunca dejarían de perseguirlo por la ciudad. No comprendía por qué, pero estaba claro por las reacciones de Horacio que lo consideraba una amenaza.
Y eso eran ellos para él.
Muy bien, pues. Era hora de hacerle un favor a todo el mundo. Si pretendían cazarlo a lo largo y ancho de la ciudad era hora de abandonarla. Necesitaba hacer planes.
Calibán siguió corriendo hasta perderse en la oscuridad
* * *
Donald conducía hábilmente el coche aéreo de Alvar a través de la noche, en dirección al Auditorio Central.
—Desgraciadamente, los oficiales no pudieron seguirlo en los túneles —dijo—. Calibán ha aprendido a hacer buen uso de los caminos subterráneos.
Kresh sacudió la cabeza. Había conseguido echar una siesta rápida a media tarde, pero todavía estaba muy cansado. Era difícil concentrarse. Naturalmente, el segundo fracaso de sus hombres al efectuar la detención de Calibán tendía a aclarar un poco las cosas.
—De vuelta a los túneles —dijo, casi para sí mismo—. Y mis oficiales casi nunca han tenido necesidad de bajar allí. No conocen el camino. —Kresh pensó durante un minuto—. ¿Qué hay de los robots presentes? ¿Por qué demonios no les ordenaron los oficiales que rodearan y sometieran al robot Calibán?
—Sospecho que fue por la simple razón de que nadie lo pensó. Ningún miembro de su equipo, ningún robot de este planeta, ha tenido necesidad antes de perseguir a un robot descarriado. La idea de perseguir a un robot parece una contradicción.
—Nadie ha pensado en las implicaciones de esta situación —reconoció Kresh—. Incluso yo tengo problemas para recordar que perseguimos a un robot peligroso. Demonios, probablemente podríamos haber utilizado a otros robots para detenerlo en media docena de ocasiones. Pero ya es demasiado tarde. Ahora sabe que también tiene que desconfiar de los otros robots. Ah, bien. Al menos hay algo consistente en este caso, Todo sale mal.
—Señor, recibo una llamada de Tonya Welton.
Alvar Kresh refunfuñó. La maldita mujer debía de haber llamado media docena de veces desde que salió del despacho del gobernador.
No quería hablar con ella, y el gobernador había dado a entender que no le importaba si Welton no recibía al instante toda la información sobre el caso.
—Dile que no hay ninguna información nueva, Donald.
—Señor, eso sería falso. El incidente en el Depósito Limbo tuvo lugar después de su última llamada…
—Entonces dile que yo digo que no hay información nueva. Eso sí es la verdad.
Era el problema de tener un robot que atendiera tus llamadas: las malditas máquinas no sabían mentir.
—Sí, señor, pero llama para ofrecer información propia.
—Maravilloso —dijo Kresh con amargo sarcasmo—. Conéctala, sólo audio.
—Sheriff Kresh —dijo la voz de Tonya a través de la parrilla oral de Donald—. Lamento llamarle con tanta frecuencia, pero hay algo que debería saber.
—Buenas noticias, espero —dijo Alvar, a falta de otra cosa mejor,
—De hecho, así es. Nuestra gente ha localizado a un tal Reybon Derue. Lo hemos identificado como el jefe de ese grupo de destrozadores de robots con los que tropezó Calibán. Parece que también tenemos al resto de la banda, y ahora están intentando ver quién puede echar primero la culpa a los demás. Calibán les pego un susto de muerte. No creo que haya más incidentes por el momento. La mala noticia es que ninguno de ellos pudo decirnos sobre Calibán nada que no supiéramos.
—Ya veo —dijo Kresh. No más robots destruidos. Tres días antes, habría considerado esa noticia como una victoria importante. Hoy era incidental—. Es bueno saberlo, señora Welton, Gracias por informarme.
—Ya que estamos en línea, sheriff, podría ponerme al día.
—No, señora Welton. Tal vez tenga algo para usted más tarde, pero de momento, sabe todo lo que yo sé —mintió Kresh—. Me temo que ahora tengo que volver al trabajo. La llamaré cuando disponga de información significativa. Adiós por ahora.
Hizo un gesto a Donald y la línea se cortó.
—Si vuelve a llamar esta noche, Donald, no aceptaré la llamada. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Bien. Ahora, volvamos al trabajo. ¿Qué hay de ese robot, Horacio, el supervisor que nos llamó?
—Todavía sufre un bloqueo fónico parcial, me temo. La robopsicóloga Gayol Patras ha estado trabajando con él desde el incidente, intentando que se recupere.
—¿Algún diagnóstico?
—«Reservado, pero optimista» fue la frase que empleó la doctora Patras en su último informe. Espera que se recupere del todo y pueda hacer una declaración… a menos que se esté precipitando. Intentar obtener de él tantas cosas y tan rápido podría provocar un bloqueo permanente, y una avería generalizada.
—Ah, demonios, los psiquiatras de los robots siempre dicen lo mismo —gruñó Alvar.
—Tal vez, señor, lo dicen siempre porque es verdad. En potencia, todos los desórdenes mentales serios de los robots producen severos e irreparables daños a los cerebros positrónicos.
—Como tú digas, Donald, pero la doctora Patras y tú os basáis en la presunción de que me preocupa la recuperación del robot Horacio. No es así. Ese robot es en todo punto sacrificable. Todo lo que me preocupa es obtener la información que hay dentro del cerebro de ese robot lo más rápido posible. Horacio habló con Calibán. ¿Qué se dijeron? ¿Qué le contó Calibán? Te digo, Donald, que si supiéramos lo que sabe Horacio, sabríamos mucho más que ahora.
—Sí, señor. Pero si puedo hacer una observación, su única esperanza de conseguir esa información se encuentra en la recuperación de Horacio. No podremos conseguirla si permanece en estado catatónico.
—Supongo que tienes razón, Donald. Pero malditos sean todos los infiernos, es decepcionante. Por lo que sabemos, las respuestas a este caso están encerradas en el cerebro de ese robot, esperándonos, fuera de nuestro alcance.
—Si dejamos trabajar a la robopsicóloga Patras, espero que podamos disponer de esa información muy pronto. Mientras tanto, todos esperamos con gran expectación la segunda conferencia de Fredda Leving. Aterrizaremos en el auditorio dentro de ocho minutos aproximadamente. Espero que muchas de nuestras preguntas queden contestadas cuando la escuchemos.
—Eso espero yo también, Donald. Eso espero yo también. El coche aéreo continuó su vuelo.
* * *
Fredda Leving caminaba de un lado a otro por detrás del escenario, deteniéndose cada uno o dos minutos para mirar a través de la cortina.
La vez anterior no había habido mucho público. Producto del poder del rumor y la especulación, esta noche el auditorio era una casa de locos.
El local había sido diseñado para albergar a mil personas con sus asistentes robots, que se sentaban detrás de sus dueños en asientos bajos. Pero las mil localidades se habían agotado hacía tiempo, y podrían haberlo hecho de nuevo.
Tras una pugna masiva, la dirección logró sentar a todo el mundo, una hazaña conseguida a fuerza de dejar fuera a los robots y ofrecer sus sitios a la multitud. La operación de acomodar a la gente en sus localidades estaba ocupando bastante tiempo. La charla de Fredda empezaría tarde.
Fredda se asomó de nuevo a través de la cortina y se maravilló al ver la multitud. Estaba claro que los rumores habían corrido. No sólo sobre su primera charla, sino también sobre el misterioso robot descarriado Calibán, sobre los planes de sabotaje a los robots por parte de los colonos. Circulaban interminables especulaciones referidas al importante anuncio que se iba a hacer aquella noche. Toda la ciudad murmuraba, llena de historias increíbles, la mayoría de ellas completamente equivocadas.
Tonya Welton y su robot femenino Ariel acompañaban a Fredda detrás del escenario, y aunque Fredda suponía que tenían que estar allí, dadas las circunstancias, no iba a ser fácil hablar a este público con la reina de los colonos en el escenario, mirándolos desdeñosamente.
El gobernador Grieg estaba allí también, dispuesto a de mostrar su apoyo, aunque de poco valiera ahora.
Gubber Anshaw y Jomaine Terach estaban asimismo presentes, tranquilos y relajados como dos hombres que esperan al verdugo. El gobernador también parecía inquieto. Sólo Tonya Welton se veía relajada. Bien, ¿por qué no? Si las cosas salían mal, lo peor que podía sucederle era tener que regresar a casa.
Había bastantes colonos entre el público, sentados aparte en el lado derecho del local. Por su aspecto, no eran los ejemplares más amables o refinados de su pueblo. Alborotadores, sin duda. Tonya dijo que no había preparado ningún contingente colono. ¿Entonces quién había preparado esto, y quién había decidido que asistiera aquel puñado de matones?
Tal vez fueran amigos de los destructores de robots que habían sido arrestados. Tal vez estaban allí para hacerles pagar por el último incidente en Ciudad Colono. Fueran quienes fuesen, Fredda no tenía la menor duda de que esperaban una excusa para crear problemas.
Fredda dirigió una última mirada a través de la cortina y lo que vio esta vez la hizo maldecir en voz alta. Cabezas de Hierro. ¿Qué mejor excusa para crear problemas podía haber? Todo un grupo, tal vez cincuenta o sesenta, fácilmente identificables por los uniformes gris acero que insistían en llevar por algún motivo. El propio Simcor Beddle estaba allí. Al menos los habían colocado al fondo, a la izquierda del auditorio, lo más lejos posible de los colonos.
Sentado en el centro de la primera fila estaba Alvar Kresh. Fredda se sorprendió al advertir que se alegraba de verlo. Tal vez las cosas no escaparían al control. Donald, el robot de Kresh, estaba aún en el auditorio, sin duda coordinando la seguridad. Fredda contó al menos veinte oficiales, alineados a lo largo de las paredes en los nichos normalmente reservados a los robots. Parecían preparados para cualquier cosa, ¿pero quién podría saber exactamente para qué?
Suspiró. Si sólo tuviera que preocuparse por esa gente y por las palabras que iba a pronunciar… Pero la vida no era tan simple. Subsistía la crisis de Calibán, y ahora se presentaban confusos informes sobre Horacio y algún tipo de problema en el Depósito Limbo. ¿Qué demonios había sucedido allí?
Miró de nuevo a Kresh. Él lo sabía. Sabía lo que le había sucedido a Horacio, y no tenía duda de que también empezaba a comprender la verdadera historia que se escondía detrás de Calibán.
Sintió que la cabeza le dolía un poco, y se llevó la mano al turbante. Palpó el pequeño y discreto vendaje en su nuca, bajo el sombrero. Por lo menos, el turbante ocultaba su cabeza rapada y el vendaje. Sin duda todo el mundo sabía que había sido atacada, pero no había necesidad de proclamarlo.
Se apartó de la cortina y se puso a caminar por el escenario, perdida en sus pensamientos, ajena al mundo. Pero resultaba demasiado solitario, demasiado enervante. Necesitaba hablar con alguien. Se volvió hacia sus dos asociados, que esperaban nerviosos.
—¿Crees que escucharán de verdad, Jomaine? —preguntó—. ¿Y tú, Gubber? ¿Crees que aceptarán nuestras ideas?
Gubber Anshaw sacudió la cabeza nerviosamente.
—No lo sé. Sinceramente, no puedo decir cómo van a reaccionar. —Entrelazó los dedos y luego separó las manos, como si fueran dos pequeños animales a los que tuviera problemas para controlar—. Por lo que sabemos, pueden formar un pelotón de linchamiento al acabar la noche.
—Qué bien haces que Fredda se sienta mejor, Gubber —dijo Jomaine ácidamente.
Gubber se encogió de hombros y se frotó la nariz con la punta de los dedos, la mano envarada y plana.
—No hay necesidad de que me hables así, Jomaine. Fredda ha preguntado mi opinión… y yo se la he dado, eso es todo. No será culpa tuya, Fredda, ni de nuestro trabajo, si la gente decide no aceptar lo que digas. Siempre supimos que existía un riesgo. Sí, al principio no estuve seguro de embarcarme en este proyecto, pero hace tiempo que me convenciste de que tu aproximación tenía sentido. Pero lo has dicho muchas veces: estás desafiando algo que es la religión del Estado. Si hay suficientes creyentes enfervorizados ahí fuera…
—Oh, basta de tonterías —dijo Jomaine, cansado—. Lo único que se parece a la adoración a los robots es la organización de los Cabezas de Hierro y su única creencia es que los robots son la solución mágica para todo. Están aquí buscando un motivo para crear problemas. Es la única razón por la que van a todas partes. Y te aseguro que si no les damos motivos para pelear, harán todo lo posible para encontrar uno. La única pregunta es si hay suficientes policías presentes para impedir que tengan éxito.
—¿Pero qué hay del resto de la gente? —preguntó Fredda.
—Querida, no vas a conseguir una conversión total esta noche —dijo Jomaine en un tono más amable—. Como mucho, abrirás el debate. Si tenemos suerte, la gente empezará a pensar sobre lo que digas. Algunos tomarán un partido, otros el contrario. Discutirán. Si tenemos suerte, las cosas que la gente ha dado por hechas toda la vida se convertirán de repente en tema de conversación. Eso es lo mejor que podemos esperar. —Jomaine se aclaró la garganta delicadamente, con un ruidito afectado—. Y —añadió en tono seco—, el hecho de que vayas a presentarles un fait accomplit al final de la noche intensificará ese debate, aunque sólo sea un poco.
Fredda sonrió.
—Sí, supongo que tienes razón. No va a resolverse esta noche. —Se volvió hacia Gubber, pero advirtió que éste se había marchado hacia el otro extremo del escenario y charlaba con Tonya Welton mientras el gobernador permanecía sentado silencioso ante la mesa—. Ha afectado a Gubber más que a ninguno de nosotros, ¿verdad? —dijo Fredda—. Desde que todo esto empezó, esta peor que nunca.
Jomaine Terach carraspeó nervioso. Gubber estaba sin duda más tenso que de costumbre, pero Jomaine no estaba plenamente convencido de que eso tuviera que ver con la crisis de Calibán o con los robots N.L. Jomaine no podía imaginar que tener un romance supuestamente secreto con Tonya Welton fuera una actividad relajante.
¿Conocía Fredda el asunto? Tal vez no. Por la forma en que los chismorreos se difundían por los lugares de trabajo, el jefe era a menudo el último en enterarse. «¿Debía decírselo?», se preguntó por enésima vez. Y por enésima vez llegó a la misma conclusión. Dadas las tensas relaciones entre Laboratorios Leving y el Proyecto Limbo, en otras palabras, entre Fredda y Tonya, Jomaine no veía sentido en decírselo a Fredda y darle así algo más por lo que preocuparse.
—Vamos, Fredda —dijo—. Ya es casi la hora de volver a empezar.
* * *
—¡No podemos hablar aquí! —susurró Tonya, enfadada. Odiaba esto, pero no podía evitarlo. Aquí tenía a Gubber, apenas a medio metro de distancia. Y en vez de rodearlo con sus brazos y sentir su calor, se veía obligada a gritarle, a rechazarle, a hacerle ver que era el último hombre del mundo con el que quería estar—. Ya es suficientemente malo que esta charada nos obligue a aparecer en público sobre el mismo escenario, pero no pueden vernos juntos hablando. La situación ya es bastante difícil sin que uno de los agentes de Kresh sume dos y dos.
—El… telón está bien bajado —dijo Gubber, entrelazando torpemente sus manos—. Kresh no puede vernos.
—Por lo que sabemos, tiene robots de vigilancia haciéndose pasar por acomodadores, o escuchando dispositivos colocados detrás del escenario —dijo Tonya, esforzándose por mantener la voz firme. Por el bien de ambos, no se atrevía a darle lo que quería.
—¿Por qué demonios haría una cosa así? —preguntó Gubber, profundamente confundido.
—Porque puede que sospeche ya. Estoy segura de que hay rumores sobre nosotros. Si se ha enterado de algo, puede estar interesado en lo que tengamos que decirnos. Así que no debemos decir nada. No podemos vernos, y debemos asumir que todos los sistemas de comunicación estarán intervenidos. No debemos tener contacto directo hasta que esto se acabe, o todo se estropeara.
—¿Pero cómo podemos…? —empezó a decir Gubber, pero entonces guardó silencio. Pobre hombre. Ella pudo verlo en sus ojos. Pensaba que aquello era el final. El corazón de Tonya se llenó de tristeza. Él tenía siempre mucho miedo de que ella rompiera, de que cortara sus amarras, de que ya no se arriesgara más. Consideraba que era un loco sueño pensar que una mujer como ella pudiese querer a un tipo como él.
Qué poco sabía. La mitad de las mujeres colonos que Tonya conocía hubieran hecho cualquier cosa por un hombre como Gubber, un hombre amable y reflexivo que sabía tratarla con afecto y cortesía. Los hombres colonos estaban siempre bravuconeando, decididos a demostrar su virilidad con otra conquista más. Tonya sonrió para sí. A Gubber no le hacía falta demostrar nada en ese sentido.
—Gubber, Gubber —dijo Tonya, la voz súbitamente suave y amable—. Querido. Veo lo que estás pensando, y no es así. No voy a dejarte. Nunca podría hacerlo. Pero tal como están las cosas, sería casi suicida encontrarnos o usar las redes de comunicación. Te enviaré a Ariel con un mensaje esta noche. Es todo lo más que podemos arriesgarnos. ¿De acuerdo?
Tonya vio cómo el alivio inundaba a Gubber.
—Gracias —dijo.
—Vamos —añadió Tonya—. Están a punto de empezar.
Alvar Kresh estaba sentado en la primera fila del auditorio, acompañado por Donald. Era la única persona cuyo robot personal estaba presente. El rango tenía sus privilegios.
—Discúlpeme, señor. Estoy recibiendo una transmisión en clave. Espere. La recepción está completa.
Por otra parte, había ocasiones en que tener a Donald cerca podía ser una clara molestia. Éste no era el mejor momento ni el mejor lugar para recibir un documento confidencial.
—Demonios, la conferencia está a punto de empezar. Léelo, Donald, y dime si puede esperar.
—Sí, señor. Un momento. —Donald se quedó contemplando la nada durante varios segundos, y luego volvió a la vida—. Señor, creo que lo mejor será que lo lea de inmediato. Es una transcripción de la primera entrevista con el robot Horacio. La robopsicóloga Patras parece haber sacado con éxito al robot de su catatonia.
—¿Qué dice la transcripción?
—Señor, creo que debería leerlo usted mismo. No quisiera sorprenderle, y he de admitir que encuentro el contenido bastante preocupante. Me parecería muy desagradable discutir sobre el tema.
Kresh refunfuñó, incómodo. Parecía que el estado mental de Donald se hacía cada vez más delicado. Bien, había que observar a los robots policías debido a ello, pero se estaba convirtiendo en una molestia demasiado frecuente.
—Muy bien, de acuerdo —dijo—. Imprime una copia en papel y tal vez pueda leerla antes de que Leving comience su charla.
Se produjo un suave zumbido en el interior de Donald, y una puertecita se abrió en su pecho, revelando una ranura. Los papeles empezaron a salir página por página. Donald los fue cogiendo con la mano izquierda y los agrupó en la derecha. Tendió el fajo a Kresh.
El sheriff empezó a leer, devolviendo ausente cada página a Donald cuando iba acabando.
Y entonces Kresh empezó a maldecir.
—Muy preocupante, como dije, señor.
Alvar Kresh asintió. No se atrevía a discutir aquello abiertamente con Donald, no en público y con el resto de los asistentes al acto a su alrededor. Era mejor no decir nada. Estaba claro que Donald había llegado a la misma conclusión.
No era extraño que Donald hubiera encontrado perturbadora la transcripción. No era extraño que el robot Horacio hubiera quedado bloqueado. Si las clarísimas implicaciones de esta transcripción eran ciertas, había un robot ahí fuera que no obedecía las Tres Leyes.
No. No podía creerlo. ¡Nadie estaría tan loco como para construir un robot sin las Leyes! Tenía que haber otra explicación. Tenía que tratarse de un error.
Excepto que Calibán, el robot en cuestión, había sido construido por la mujer del escenario, que había usado su primera conferencia para decir que los robots no eran beneficiosos para los humanos, incluso mencionando todo lo que había de defectuoso en las Tres Leyes. Encajaba. ¿Pero por qué demonios estaba encubriendo al robot que la había atacado? No, eso era un tema secundario. Alvar Kresh decidió, firmemente, dejarse de conjeturas y aceptar la situación. Un robot sin las Leyes. No podía ser real, pero tenía que serlo. Tendió a Donald la última página, y el robot las guardó todas en una rendija de almacenamiento en su costado.
—¿Qué vamos a hacer, señor?
¿Hacer? Una pregunta excelente. La situación era un polvorín. En teoría, tenía la prueba para actuar contra Fredda Leving. Pero no ahora. ¿Qué podía hacer? ¿Subirse al escenario y arrestarla en mitad de su discurso? No. Hacerlo podría romper fácilmente el delicado equilibrio con los colonos. Fredda Leving estaba relacionada con aquello, estaba claro. Cómo, no tenía ni idea. Además, le daba la impresión de que necesitaba oír lo que ella tenía que decir si quería solucionar este caso.
Tenía otras vías de acción abiertas aparte de arrestar a Fredda Leving.
—No podemos detener a Leving, Donald, por mucho que me gustaría hacerlo —dijo Kresh por fin—. No con el gobernador y Welton a su lado. Pero en el momento en que esta maldita charla se acabe, iremos a por Terach y Anshaw. Es hora de trabajar un poco a esos dos.
En cuanto a Fredda Leving, tal vez no pudiera arrestarla esa noche. Pero no tenía intención de hacerle la vida fácil. Miró al escenario, esperando a que el telón se abriera.
Por fin, Fredda pudo oír el sonido que había estado esperando y temiendo. El gong se apagó y el público empezó a calmarse. Estaba a punto de empezar. Un robot tramoyista hizo al gobernador Grieg una señal con la mano y éste asintió. Se acercó a Fredda y le tocó el brazo.
—¿Preparada, doctora?
—¿Qué? Oh, sí, sí, por supuesto.
—Entonces creo que deberíamos empezar.
La condujo a un asiento tras la mesa situada a un lado del escenario, sentándola entre Tonya Welton, a un lado, y Gubert y Jomaine, al otro.
Todos tenían a sus robots asistentes cerca. El viejo Tetlak, que acompañaba a Gubber desde siempre. La última unidad moderna de Jomaine. ¿Cómo se llamaba? ¿Bentran? Algo así. El chiste que se hacía en el laboratorio era que cambiaba de robot personal con más frecuencia que de calzoncillos. A Tonya Welton la acompañaba Ariel.
Una extraña ironía. Tonya estaba en Infierno para predicar contra los robots, y aquí estaba, con la robot que Fredda había dado en días más felices. Mientras tanto, la propia Fredda no tenía robot alguno.
Con un respingo, advirtió que el telón se había abierto, que el público aplaudía amablemente al gobernador, a pesar de unos cuantos abucheos desde el fondo, y que el gobernador se había lanzado a presentar. De hecho, estaba terminando ya. ¡Cielos e infiernos! ¿Cómo podía su mente divagar tanto? ¿Era a algún efecto posterior a la herida, o el tratamiento, o sólo su forma subconsciente de afrontar el miedo al escenario?
—… No espero que estén de acuerdo con todo lo que tiene que decir —anunciaba el gobernador Grieg—. Yo mismo no estoy de acuerdo con muchas cosas. Pero creo que debemos escucharla. Estoy convencido de que sus ideas y las noticias que nos dará tendrán tremendas repercusiones para todos nosotros. Damas y caballeros, por favor, demos la bienvenida a la doctora Fredda Leving.
Se volvió hacia ella, sonriente, encabezando el aplauso.
Sin saber del todo si no sería más inteligente echar a correr hacia la salida, Fredda se levantó y se acercó al atril. Chanto Grieg se retiró hacia la mesa y se sentó junto a Jomaine.
Allí estaba, sola. Miró los rostros y se preguntó qué locura la había traído a aquel lugar. Pero ahí estaba, y no podía hacer otra cosa más que continuar.
Se aclaró la garganta y empezó a hablar.
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14
—Gracias, amigos míos —comenzó—. Esta noche pretendo presentarles un análisis de las Tres Leyes. Sin embargo, antes de pasar a un examen detallado ley por ley, creo que sería aconsejable revisar cierta información pasada y determinar con exactitud nuestra perspectiva histórica.
»En mi anterior conferencia presenté argumentos que intentaban establecer que los humanos tienen a los robots en baja consideración, que el uso y abuso de los robots nos está degradando a nosotros y a ellos, que los humanos hemos permitido que nuestra perezosa confianza en los robots nos prive de la habilidad para ejecutar las tareas más elementales. Hay un hilo común que sostiene todos estos problemas, un tema que los enlaza a todos.
»Es el tema, damas y caballeros, de las Tres Leyes. Están en el núcleo de todo lo relacionado con la robótica.
Fredda hizo una pausa y contempló al público. Vio la mirada de Alvar en primera fila. Se sorprendió al advertir la ira en su rostro. ¿Qué había sucedido? Kresh era un hombre razonable. ¿Qué podía haberlo enfadado tanto? ¿Se había enterado de algo? Esa posibilidad ató un nudo en su estómago. Pero no importaba. Ahora no. Tenía que continuar con la conferencia.
—Al principio de mi charla anterior, pregunté para qué sirven los robots. Hay una cuestión paralela: «¿Para qué sirven las Tres Leyes? ¿A qué propósito sirven?» Esa pregunta me sorprendió cuando me la planteé por primera vez. Era muy similar a preguntar «¿Para qué sirven las personas?» o «¿Cuál es el significado de la vida?». Algunas preguntas son tan básicas que no tienen respuesta. Las personas son. La vida es. Contienen su propio significado. Debemos hacer de ellas lo que podamos. Pero con los robots, con las Leyes, he de recordarles una vez más que son invenciones humanas, diseñadas seguramente con un propósito específico en mente. Podemos decir para qué sirven las Tres Leyes. Exploremos la cuestión.
»Cada una de las Leyes está basada en varios principios subyacentes, algunos claros y otros no tan inmediatamente evidentes. Los principios iniciales que sostienen las Tres Leyes derivan de la moralidad humana universal. Esto es un hecho demostrable, pero las transformaciones matemáticas en la anotación posicional positrónica requeridas para demostrarlo no son por supuesto lo que este público quiere oír. Hay muchos días en que ni siquiera yo quiero oír hablar de esas cosas.
La frase desató algunas unas risas. Bien. Todavía estaban con ella, dispuestos a escuchar. Fredda miró sus notas; tomó un nervioso sorbo de agua, y continuó.
—Baste decir que esas técnicas pueden ser utilizadas a fin de generalizar las Tres Leyes para que se interpreten como sigue: uno, los robots no deben ser peligrosos; dos, deben ser útiles; y tres, deben ser tan económicos como sea posible.
»Nuevas transformaciones matemáticas usadas por los modeladores sociológicos demostrarán que esta jerarquía de preceptos básicos es idéntica a un subconjunto de normas de todas las sociedades humanas morales. Podemos extraer idénticos conceptos de la matemática estándar idealizada y los códigos morales generalizados usados por los modeladores sociológicos. Esos conceptos pueden ser advertidos cada vez que las leyes superiores anulan a las de rango inferior cuando dos de ellas entran en conflicto: No causes daño, sé útil a los demás; no te destruyas a ti mismo.
»En resumen, las Tres Leyes engloban algunos ideales de conducta que están en el centro de la moralidad humana, ideales que los humanos ansían pero nunca cumplen. Todo esto parece muy cómodo y tranquilizador, pero tiene defectos.
»Primero, por necesidad, las Tres Leyes están grabadas en el mismo núcleo del cerebro positrónico como absolutos matemáticos, sin ninguna zona gris o espacio para la interpretación. Pero la vida está llena de zonas grises, lugares donde las reglas puras y simples no pueden funcionar bien, y debe aplicarse en cambio el juicio individual.
»Segundo, los humanos viven con muchas más de tres leyes. Volviendo de nuevo a los resultados producidos por los modelos matemáticos, puede demostrarse que las Tres Leyes son el equivalente a una buena aproximación de primer orden a la conducta humana idealizada. Pero son sólo una aproximación. Son demasiado rígidas, demasiado simples. No pueden cubrir nada que se parezca al conjunto completo de situaciones normales, mucho menos servir en circunstancias inauditas y únicas donde debe aplicarse el auténtico juicio independiente. Todo ser restringido por las Tres Leyes será incapaz de enfrentarse a una amplia gama de circunstancias que pueden darse a lo largo de toda una vida de contacto con el universo inmediato. En otras palabras, las Tres Leyes impiden la supervivencia como individuo libre. Matemáticas relativamente simples pueden demostrar que los robots que actúan obedeciendo las Tres Leyes, pero sin control humano final, tendrán una alta probabilidad de estropearse, si son expuestos a situaciones de decisión de carácter humano. En resumen, las Tres Leyes incapacitan a los robots para enfrentarse sin ayuda a un entorno poblado por algo que no sean otros robots.
»Sin la habilidad para tratar con las zonas grises, sin las miles de leyes y reglas internas que guían las decisiones humanas, los robots no pueden tomar decisiones creativas o hacer juicios ni siquiera remotamente tan complejos como los que nosotros hacemos.
»Aparte está el problema de la interpretación. Imaginen una situación en la que un criminal dispara a un oficial de policía. Es normal que el policía se defienda, incluso usando la fuerza. La sociedad da permiso, y hasta espera, que el policía someta o incluso mate a su asaltante, porque la sociedad valora su propia protección, y la vida del oficial, por encima de la vida del criminal. Ahora imaginen que ese oficial está acompañado por un robot. Naturalmente, el robot intentará proteger al policía del criminal… pero del mismo modo intentará proteger también al criminal del policía. Intentará casi con toda seguridad impedir que el policía dispare a su vez contra el criminal. El robot intentará que no se cause daño a ningún humano. Se interpondrá en la línea de fuego del policía, o dejará que el criminal escape, o intentará desarmar a ambos combatientes. Podría intentar protegerlos de los disparos del otro, aunque eso cause su propia destrucción y la inmediata continuación del tiroteo.
»De hecho, hemos efectuado varios simulacros de encuentros así. Sin la presencia del robot, el oficial de policía puede a menudo derrotar al criminal. Con un robot, hay resultados más probables que la victoria policial: la muerte del policía y el criminal con la destrucción del robot, la muerte del policía y la destrucción del robot, la destrucción del robot con la huida del criminal, la muerte del criminal y/ o del policía con el robot sobreviviendo el tiempo suficiente para estropearse debido a conflictos masivos Primera Ley-Primera Ley y Primera Ley-Segunda Ley.
»Teóricamente, es posible que un robot juzgue la situación adecuadamente, y no se bloquee al sentirse culpable de la muerte del criminal. Debe poder decidir que el bien inmediato y a largo plazo se cumplen si el policía vence, y que ayudar o defender a un criminal preparado para tomar la vida de un agente de las ley es, al final, una auto derrota, porque el criminal casi con toda certeza atacará de nuevo a la sociedad de otras formas si se le permite sobrevivir. Sin embargo, en la práctica, todos los robots menos los más sofisticados con los potenciales más refinados y equilibrados de la Primera Ley, no tienen ninguna esperanza de tratar adecuadamente con una situación semejante.
»Todas las leyes y reglas por las que vivimos están sujetas a las complicaciones de la interpretación. Los humanos tenemos tanta práctica para vivir con esas complicaciones que no somos conscientes de ellas. La forma adecuada de entrar en una habitación cuando hay una fiesta empezada a media tarde, la forma correcta de dirigirse a la viuda de tu abuelo que ha vuelto a casarse, las circunstancias bajo las cuales uno debe o intentará o no citar una fuente en un trabajo científico. Todos sabemos qué cosas están bien aunque no seamos conscientes de que lo sabemos. Y ese conocimiento práctico no está limitado a temas triviales.
»Por ejemplo, es una ley universal humana que el asesinato es un crimen. Sin embargo, la defensa propia es, en todas partes, una defensa legítima contra la acusación de asesinato; niega el crimen y perdona el acto. Capacidad disminuida, enajenación mental transitoria, circunstancias atenuantes, grados del crimen de asesinato que varían desde el homicidio al asesinato premeditado… hay muchos tonos intermedios de gris en el blanco y negro de la ley contra el asesinato. Como hemos visto con mi ejemplo del Policía y el criminal, esas gradaciones no se reflejan en la rigidez de la Primera Ley. No hay espacio para juzgar, para buscar circunstancias atenuantes o permitir la flexibilidad. El sustituto más parecido a la flexibilidad que un robot puede tener es un ajuste en el potencial entre las Tres Leyes, e incluso esto es sólo Posible dentro de unos límites.
»¿Para qué sirven las Tres Leyes? Para responder a mi propia pregunta, entonces: "Las Tres Leyes tienen la intención de proporcionar una simulación práctica de un código moral idealizado, modificado para asegurar la docilidad y obediencia de los robots. Las Tres Leyes no fueron escritas con la intención de modificar la conducta humana. Pero lo han hecho, y de una forma bastante drástica.
»Después de tratar el propósito de las Leyes, veamos su historia.
»Todos conocemos las Tres Leyes de memoria. Las aceptamos como aceptamos la gravedad, o las tormentas, o la luz de las estrellas. Las consideramos una fuerza de la naturaleza, más allá de nuestro control, inmutables. Creemos que es absurdo no aceptarlas, no tratar con el mundo que las incluye.
»Pero ésta no es nuestra única opción. Vuelvo a repetir que las Tres Leyes son una invención humana. Están basadas en el pensamiento humano y la experiencia humana, cimentadas en el pasado humano. Las Leyes son, al menos en teoría, no menos susceptibles de examen y no más inmutables en la forma que cualquier otra invención humana: la rueda, la nave espacial, el ordenador. Todas estas cosas han cambiado, o han sido sustituidas, por nuevos productos de la creatividad, nuevos inventos.
»Podemos mirar cada una de esas cosas, ver cómo se han hecho, y cómo las hemos cambiado, cómo las ponemos al día para que se ajusten a nuestros tiempos. También, si queremos, podemos cambiar las Tres Leyes.
Hubo un jadeo colectivo en la audiencia, gritos desde el fondo, una tormenta de abucheos y gritos airados. Fredda sintió los gritos y lamentos como si fueran golpes contra su cuerpo. Pero sabía que aquello iba a suceder. Se había preparado para ello, y respondió.
—¡No! —dijo—. Así no. Todos ustedes fueron invitados a unirse a una discusión intelectual. ¿Cómo pueden ustedes decir que somos la sociedad más avanzada de la historia de la civilización humana si la simple sugerencia de una idea nueva, un tímido cambio a la ortodoxia, les convierte en una turba? Responden como si mis palabras fueran un ataque a la religión que pretenden no tener. ¿Creen de verdad que las Tres Leyes están predeterminadas, que son una especie de fórmula mágica inserta en el tejido de la realidad?
Eso los hirió. Los espaciales se enorgullecían de su racionalidad. Al menos casi siempre. Hubo más gritos, más abucheos, pero al menos parte del público parecía dispuesto a escuchar. Fredda les dio otro momento para calmarse y luego continuo.
—Las Tres Leyes son una invención humana —repitió—. Y como todas las creaciones humanas, son un reflejo de la época y el lugar en que fueron formuladas por primera vez. Aunque mucho más avanzados en muchos aspectos, los robots que utilizamos hoy son en esencia idénticos a los primeros robots verdaderos que fueron creados hace miles de años. Los robots que los espaciales usamos en la actualidad tienen cerebros cuyo diseño básico ha permanecido inalterable desde los días anteriores a la entrada de la humanidad en el espacio. Son herramientas hechas para una cultura que se desvaneció mucho antes de que se construyeran las grandes ciudades subterráneas de la Tierra, antes de que los primeros espaciales fundaran Aurora.
»Sé que parece increíble, pero no tienen por qué aceptar mi palabra. Búsquenlo ustedes mismos. Si investigan lo más recóndito del pasado, verán que es así. No envíen a sus robots a averiguarlo por ustedes. Vayan a sus paneles de datos y busquen personalmente. El conocimiento está allí. Busquen el mundo y la época en que nacieron los robots. Verán que las Tres Leyes fueron escritas en una época muy distinta a la nuestra.
»Encontrarán referencias referidas a algo llamado "complejo de Frankenstein". Esto, a su vez, es una referencia a un mito muy antiguo acerca de un trastornado mago-científico que unió partes de cadáveres de criminales condenados para crear un temible monstruo. Algunas versiones del mito informan de que el monstruo era en realidad un alma noble y gentil, mientras que otras lo describen como feroz y asesino. Todas las versiones coinciden en que el monstruo era temido y odiado prácticamente por todo el mundo. Según la mayoría de las variantes de la historia, la criatura y su creador fueron destruidos por un grupo de ciudadanos aterrorizados, que aprendieron a estar preparados para el inevitable momento en que la historia se repitiera, cuando otro nigromante volviera a descubrir el secreto de dar vida a la carne putrefacta.
»Ese monstruo, damas y caballeros, era la imagen mítica popular del robot cuando se crearon los primeros robots auténticos. Una cosa hecha de carne humana putrefacta, arrancada de los cuerpos de los muertos. Algo perverso nacido con todos los impulsos más bajos y malignos de la humanidad en su alma. El miedo a esta criatura imaginaria, superpuesto a los robots reales, era el complejo de Frankenstein. Sé que será imposible de creer, pero los robots no eran vistos como sirvientes mecánicos completamente dignos de confianza, sino como amenazas potenciales, como seres temibles. Los hombres y mujeres agarraban a sus hijos y huían cuando los robots (robots verdaderos, con las Tres Leyes introducidas en sus cerebros positrónicos) se acercaban.
Se sintieron más murmullos de incredulidad por parte del público, pero ahora estaban con ella, aturdidos por el extraño mundo que describía. Les estaba hablando de un pasado situado casi más allá de su imaginación, y se sentían fascinados. Incluso Kresh, en primera fila, parecía haber perdido parte de su ferocidad.
—Hay más —dijo Fredda—. Hay mucho más que necesitamos comprender sobre los días en que fueron escritas las Leyes. Pues los primeros robots fueron construidos en un mundo de miedo y desconfianza universal, cuando los habitantes de la Tierra estaban organizados en un puñado de bloques, cada bando armado con armas tan terribles que podían borrar toda la vida del planeta, cada uno temiendo que el otro golpeara primero. Al final, el hecho de la existencia de las armas se convirtió en el tema político central de la época, relegando cualquier otra diferencia moral y filosófica. Para impedir que sus enemigos atacaran, cada bando se veía obligado a construir armas más grandes, más rápidas, más potentes.
»Ya no se trataba de ver cuál era la causa justa, sino quién podía crear máquinas más temibles. Todas las máquinas, todas las tecnologías, fueron consideradas primero armas y herramientas después. Imaginen, si pueden, un mundo donde un inventor se aparta de su trabajo y, rutinariamente, no se pregunte cómo puede ser útil un nuevo invento, sino cómo puede ser usado mejor para matar a mis enemigos. Cada vez que era posible, las máquinas y la tecnología eran convertidas en herramientas de muerte que empujaban a la sociedad por caminos más intrincados. La primera de las grandes ciudades subterráneas de la Tierra fue una herencia de este periodo, diseñada no por su utilidad y eficacia, sino como protección contra las horribles bombas nucleares que podían destruir una ciudad de la superficie en un abrir y cerrar de ojos.
»Al mismo tiempo que esta loca y paranoica carrera de armamentos, igual que el complejo de Frankenstein, estaba en su apogeo, la sociedad daba sus primeros pasos hacia el concepto de un autómata moderno, y la transición no fue agradable. En aquella época, la gente no trabajaba porque quisiera hacerlo, o para ser útil, o para responder a sus instintos creativos. Trabajaban porque tenían que hacerlo. Se les compensaba económicamente por su trabajo, y era ese salario lo que pagaba la comida que comían y ponía un techo sobre sus cabezas. Las máquinas automáticas, los robots entre ellas, asumían más y más trabajo, con el resultado de que había menos para la gente, y menos paga. Los robots podían crear un nuevo bienestar, pero los pobres no podían permitirse comprar lo que creaban los robots, propiedad de los ricos. Imaginen la furia y el resentimiento que sentirían ustedes contra una máquina que les robara la comida de la mesa. Imaginen la profundidad de su ira si no tuvieran forma de impedir ese robo.
»Un último argumento: hasta la era de los espaciales, los robots eran una comodidad rara y cara. Hoy ni siquiera consideramos una cultura espacial en que los robots sobrepasan a los seres humanos en la proporción de cincuenta o cien a uno. Durante los primeros cientos de años de su uso, los robots eran como mucho una milésima parte de la población humana. Lo que es raro se trata de forma distinta a lo que es común. Un hombre que poseyera un solo robot, uno que costaba más que todas sus otras posesiones mundanas juntas, nunca hubiese soñado con usar ese robot como ancla para un barco.
»Ésos fueron, pues, los elementos culturales que indujeron a la creación de las Tres Leyes. El mito de un monstruo sin alma y temible construido a partir de los muertos; la sensación de un mundo amenazado fuera de control, el profundo resentimiento contra las máquinas que robaban el pan de la boca a las familias pobres, el hecho de la escasez de robots y la percepción de los mismos como seres raros y valiosos. Adviertan que hablo de percepciones, no de realidad. Lo que importaba era cómo veía la gente a los robots, no lo que eran. Y aquella gente los veía como monstruos invasores.
Fredda tomó aliento y contempló a su público sumido en un silencio total, escuchando lleno de horror y sorpresa sus palabras. Continuó.
—Se ha dicho que los espaciales somos una sociedad enferma, esclavos de nuestros propios robots. Acusaciones similares se han alzado contra nuestros amigos colonos que moran en sus refugios subterráneos, ocultos al mundo exterior, asegurándose a sí mismos que es mucho más hermoso vivir fuera de la vista del cielo. Ellos son los herederos culturales de las ciudades construidas por el miedo en la Tierra. Estas dos visiones se presentan normalmente como exclusivas. Una cultura está enferma, luego la otra está sana. Yo sugiero que es más razonable juzgar independientemente la salud o la enfermedad de cada una. Considero que la salud de ambas está en grave peligro.
»En cualquier caso, está claro que la sociedad, el periodo de tiempo en que los robots y las Tres Leyes fueron construidos estaba mucho más enfermo que el nuestro. Paranoide, desconfiada, sacudida por guerras violentas y horribles emociones, la Tierra de esa época era un lugar temible. Nuestros antepasados huyeron de esa enfermedad cuando abandonaron la Tierra. Fue el deseo de desligarse de aquello lo que hizo que los espaciales nos negásemos a aceptar durante tanto tiempo que éramos descendientes de la Tierra. Durante miles de años, negamos nuestra herencia común con la Tierra y los colonos, considerando subhumano todo lo que no fueran nuestros Cincuenta Mundos, envenenando las relaciones entre nuestros dos pueblos. En resumen, es la enfermedad de aquel periodo olvidado lo que está en el centro del odio y la desconfianza que existen hoy entre colonos y espaciales. La enfermedad ha sobrevivido a la cultura que la creó.
»He dicho que todas las creaciones humanas son reflejos de la época en que fueron creadas. Si es así, las Tres Leyes son reflejos de un espejo oscuro. Reflejan una época en que las máquinas eran temidas y se desconfiaba de ellas, cuando la tecnología era correctamente percibida como malévola, cuando la ganancia obtenida gracias a una máquina sólo era posible a costa de una pérdida para un humano, cuando incluso el hombre más rico era pobre según los estándares de nuestro tiempo, y los pobres estaban profunda y comprensiblemente resentidos con los ricos. He dicho y diré esta noche muchas cosas negativas sobre la cultura basada en los robots, pero hay también muchas cosas brillantes y positivas. Nos hemos librado no sólo del hecho en sí de la pobreza, sino de la habilidad para concebirla. No nos tememos unos a otros, y nuestras máquinas nos sirven a nosotros, y no al contrario. Hemos construido grandes cosas, cosas hermosas. Sin embargo, todo nuestro mundo, nuestra cultura entera, está construido alrededor de las Tres Leyes que fueron escritas en un tiempo de salvajismo. Su forma y redacción son como son, en parte para aplacar a las temerosas y semi-bárbaras masas de esa época. Fueron, incluso en el momento de su invención, una reacción desproporcionada a las circunstancias. Hoy, están casi completamente apartadas de la realidad.
»Entonces: ¿Para qué sirven los robots? Al principio, naturalmente, la respuesta fue simple. Servían para trabajar. Pero hoy, como resultado de esas Tres Leyes escritas hace tanto tiempo, los usos originales de los robots se han visto prácticamente subordinados a la tarea de cuidar y proteger a la humanidad.
»Ésa no fue la intención de la gente que redactó las Tres Leyes. Pero cada Ley ha desarrollado su propio subtexto con el tiempo, formado un conjunto de implicaciones que se hicieron evidentes sólo después de que robots y humanos vivieran juntos durante mucho tiempo, y que resultan difíciles de ver desde dentro de una sociedad que ha tenido una larga asociación con los robots.
»Volvamos atrás y examinemos las leyes, empezando por la Primera Ley de la Robótica: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Esto es, por supuesto, perfectamente razonable… o eso nos decimos. Ya que son mucho más fuertes que los seres humanos, los robots deben tener prohibido el uso de esa fuerza contra los humanos. Esto es análogo a nuestra prohibición de violencia entre humanos. Impide que un humano utilice a un robot como arma contra otro, ordenando por ejemplo a un robot que mate a un enemigo. Hace que los robots sean completamente dignos de confianza.
»Pero esta Ley también define la existencia de todo robot como secundaria a la de todo humano. Esto tenía más sentido en una época en que los robots eran incapaces de hablar o de razonamientos complejos, pero todos los robots modernos pueden hacer al menos eso. Tenía sentido en una época en que los pobres eran muchos y los robots eran caros y pocos. De lo contrario, los ricos podrían haber ordenado fácilmente a sus juguetes que los defendieran contra las masas, con resultados desastrosos. Sin embargo, todavía hoy, en todas partes, en cualquier época, la existencia de los robots más nobles, más valientes, más sabios y fuertes, no es nada en comparación con la vida del criminal más despreciable y monstruoso.
»La segunda cláusula de la Primera Ley significa que en presencia de los robots los humanos no necesitan protegerse a sí mismos. Si yo apuntara con un arma al sheriff Kresh, que tengo sentado aquí delante, él sabe que no tiene por qué hacer nada.
Durante un extraño y fugaz momento, Fredda consideró lo agradable que sería hacerlo. Kresh era una amenaza, no había duda.
—Su robot personal, Donald, lo protegería. Ariel, la robot que está detrás de mí en el escenario, me desarmaría. En un sentido muy real, el sheriff Kresh no tendría ninguna responsabilidad de mantenerse con vida. Si escalara una montaña, dudo que Donald lo dejara hacerlo sin que cinco o seis robots lo acompañaran, escalando ante y detrás de él, dispuestos en todo momento a impedir que cayese. Antes que nada, un robot intentaría convencer a su amo para que no realizara una actividad tan peligrosa.
»El hecho de que esa superprotección acabe con toda la diversión que supone escalar montañas explica, al menos en parte, por qué ya ninguno de nosotros practica el alpinismo.
»De un modo similar y más sutil, vivir con los robots nos ha entrenado para considerar que todo riesgo es malo, que todo riesgo es igual. Como los robots deben protegernos del daño, y no permitir, por inacción, que suframos daño alguno, se esfuerzan incesantemente en buscar cualquier peligro, no importa lo leve que sea, para cumplir con lo que se les ha ordenado.
»No es una exageración decir que los robots protegen contra un peligro de un millón a uno de una herida menor con el mismo fervor con que protegen contra el riesgo de muerte casi segura. Como los riesgos menores y mayores son tratados del mismo modo, llegamos a pensar que son lo mismo. Perdemos nuestra habilidad para juzgar riesgos contra posibles beneficios. Estoy segura de que todas las personas del público han tenido la experiencia de ver a un robot saltar para proteger contra riesgos y peligros absolutamente triviales. Los robots reaccionan exageradamente, y al hacerlo nos enseñan a temer correr riesgos de forma desproporcionada. Culturalmente, ese miedo al riesgo se ha extendido de lo meramente físico a lo psicológico. El atrevimiento y la osadía se consideran por lo menos desagradables y de mal gusto. En cada ocasión, nuestra cultura nos dicta que es una tontería correr riesgos, por pequeños que sean.
»Sin embargo, todas las cosas que merecen la pena implican cierto riesgo. Cuando un escalador alcanza la cima de una montaña para ver el paisaje, existe, siempre, el riesgo de caer, no importa cuántos robots estén cerca. Cuando un científico se esfuerza por aprender algo nuevo, el riesgo incluye la pérdida de prestigio, la pérdida de recursos, la pérdida de tiempo. Cuando una persona ofrece su amor a otra, existe el riesgo de rechazo. El riesgo está presente en cualquier intento, en todo.
»Pero los robots nos enseñan que el riesgo, todo riesgo, cualquier riesgo, es malo. Su deber es protegernos del daño, no beneficiarnos. No hay ninguna Ley que diga: Un robot ayudará a un humano a conseguir su sueño. Los robots, con su cautela, nos enseñan a pensar sólo en cosas seguras. Les preocupan los peligros, no los beneficios potenciales. Su conducta súper protectora y sus constantes incitaciones a que seamos cautelosos nos enseñan a muy temprana edad que es más sabio no correr riesgos. Nadie en nuestra sociedad los corre. Así, la posibilidad de éxito queda eliminada de inmediato por la posibilidad del fracaso.
El silencio de la sala se rompió, reemplazado por un bajo y furioso murmullo. La gente hablaba, sacudía la cabeza, fruncía el ceño. Había una preocupante intensidad en el aire.
Fredda hizo una pausa y contempló el auditorio. De repente le pareció que la sala se había encogido. Los asientos traseros se habían adelantado, y estaban mucho más cerca. La gente de la primera fila parecía estar sólo a unos centímetros de su cara.
Miró a Alvar Kresh. Parecía tan cerca que le hizo falta un esfuerzo de voluntad para evitar tocarlo. El aire parecía brillante y cargado de energía, y las líneas rectas y la cuidada geometría de la sala parecían haberse curvado. Todos los colores resultaban más ricos, las luces más brillantes.
Fredda sintió su corazón palpitar contra su pecho. Las emociones de la sala, la furia, la excitación, la curiosidad, la confusión, eran palpables, estaban allí para que ella las tocara. ¡Las tenía! Oh, sabía que había pocas esperanzas de lograr una conversión en masa al instante, y ni siquiera sabía si quería que todos se convirtieran, pero había captado sus emociones, los había obligado a contemplar sus propias creencias. Había abierto el debate.
Ahora, si pudiera terminar la velada sin provocar un altercado… Miró sus notas y volvió a su charla.
—Tememos el riesgo, y miren los resultados. En todos los campos científicos, menos en la robótica, hemos cedido el liderazgo a los colonos. Y, por supuesto, ganamos en el campo de la robótica por ausencia, pues los colonos son lo suficientemente tontos para temer a los robots.
¿Había ironía en su voz? La propia Fredda no estaba segura.
—Pero no es sólo la ciencia lo que se ha quedado dormida. Es todo. Los espaciales no fabricamos nuevos tipos de naves espaciales o de coches aéreos. Los nuevos edificios que los robots levantan están basados en diseños antiguos. No hay nuevas medicinas para seguir ampliando nuestras vidas. No hay ninguna nueva exploración en el espacio. «Cincuenta planetas son suficiente» tiene el poder de un proverbio. Excepto que ahora Solaria se ha desmoronado, y sólo quedan cuarenta y nueve mundos. Si Infierno sigue como en el pasado, quedarán cuarenta y ocho. Para muchas cosas vivas, el cese del crecimiento es el primer paso hacia la muerte. Si esto se cumple en las sociedades humanas, estamos en grave peligro.
»En todos los campos de la actividad humana entre los espaciales, las líneas de la gráfica marcan un lento y suave declinar mientras la seguridad y la indolencia se convierten en norma. Perdemos terreno incluso en las cosas más básicas y vitales. La tasa de natalidad en Infierno cayó por debajo de su nivel de mantenimiento de la población hace dos generaciones. Vivimos mucho, pero no para siempre. Morimos más personas de las que nacemos. Nuestra población está disminuyendo, y grandes zonas de la ciudad están ahora vacías. Los niños que nacen son educados no por padres amorosos, sino por robots, los mismos robots que cuidarán a nuestros hijos toda su vida y les facilitarán estar aislados de otros humanos.
»Bajo estas circunstancias, no debe sorprendernos que haya muchos entre nosotros que prefieran la compañía de robots a la de los humanos. Nos sentimos más a salvo, más cómodos, con los robots. A ellos podemos dominarlos, controlarlos, nos protegen de la más peligrosa amenaza a nuestra tranquilidad: los otros humanos. Pues tratar con los humanos es mucho más arriesgado que tratar con los robots. Advertiré de pasada la perversión cada vez más popular de practicar el sexo con robots especialmente diseñados para ello. Este vicio es tan común que en algunos círculos ya ni siquiera es considerado raro. Pero representa la renuncia final al contacto con otra persona en favor de la protección robótica. No puede haber ninguna sensación auténtica, ninguna emoción sana en tales encuentros, sólo el vacío y la liberación, insatisfactoria a la larga, de urgencias físicas.
»Los infernales estamos olvidando cómo tratar unos con otros. He de añadir que nuestra situación es mucho mejor que en otros mundos espaciales. En algunos de nuestros mundos, el gusto relativamente suave por el aislamiento personal que aquí pasamos por alto se ha convertido en una obsesión. Hay mundos espaciales donde se considera desagradable estar en la misma habitación con otra persona, y la máxima perversión es tocar a otra persona a menos que sea completamente necesario. No hay ciudades en esos mundos, sino compuestos diseminados, cada hogar de un solo humano rodeado por un centenar de robots. No hace falta que mencione las dificultades para mantener la tasa de natalidad en esos mundos.
»Antes de que nos felicitemos por evitar ese destino, déjenme recordarles que la población de la ciudad de Hades mengua mucho más rápido de lo aconsejable: más y más personas marchan de la ciudad, creando compuestos del mismo tipo que acabo de describir. Esas residencias solitarias parecen más seguras, más tranquilas. No hay tensiones o peligros cuando uno está solo.
»Amigos míos, debemos afrontar un hecho que hemos tenido delante durante generaciones. La Primera Ley nos ha enseñado a no correr riesgos. Nos ha enseñado que todo riesgo es malo, y que la mejor forma de evitarlo es no hacer esfuerzos y dejar que los robots se encarguen de todo. Poco a poco, hemos entregado todo lo que hay y todo cuanto hacemos a los robots.
Hubo un coro de gritos y abucheos y silbidos, y un cántico furioso empezó al fondo de la sala, entre los Cabezas de Hierro.
—¡Colono, colono, colono!
Desde el punto de vista de los Cabezas de Hierro, no había peor insulto.
Fredda dejó que continuaran durante uno o dos minutos, rehusando desafiarlos esta vez. La táctica funcionó, al menos por el momento. Otra parte del público se volvió hacia los Cabezas de Hierro y los hizo callar, y los oficiales de Kresh se acercaron a los más bravucones, hasta que se calmaron.
—Si puedo continuar, pasemos a la Segunda Ley de la Robótica: Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por los seres humanos, excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. Esta Ley asegura que los robots sean herramientas útiles, y que sirvan a los humanos, a pesar de las muchas formas en que pueden ser física e intelectualmente superiores a nosotros.
»Pero en nuestro análisis de la Primera Ley, vemos que la confianza humana en los robots crea dependencia hacia ellos. La Segunda Ley refuerza esto. Al igual que estamos perdiendo la voluntad y la habilidad para ver nuestro propio bienestar, perdemos la capacidad de acción directa. No podemos hacer nada por nosotros mismos, sólo lo que podemos ordenar a nuestros robots que hagan por nosotros. Mucha formación técnica consiste en aprender los medios para dar órdenes complejas a robots especializados.
»El resultado: a excepción de nuestras cada vez más decadentes artes decorativas, no creamos nada nuevo. Como veremos dentro de un momento, incluso nuestras formas artísticas no son inmunes a la interferencia robótica.
»Nos decimos que la forma de vida espacial nos libera para construir una cultura mejor y superior, nos libra de toda carga para explorar lo mejor de la capacidad humana. ¿Con qué resultado?
»Déjenme citar el ejemplo más próximo. Nos hemos reunido esta noche en uno de los mejores teatros de nuestro planeta, un lugar de arte, un monumento a la creatividad. ¿Pero quién trabaja aquí? ¿Para qué usamos este sitio? Hay una respuesta corta y simple. Es aquí donde ordenamos a nuestros robots que hurguen entre los huesos muertos de nuestra cultura.
»Nadie se molesta ya en escribir obras. Demasiado esfuerzo. He hecho algunas averiguaciones sobre este punto. Han pasado veinte años desde que se representó aquí, o en cualquier otro lugar de Hades, una obra de un autor vivo. Han pasado más de cincuenta años desde la última vez que una obra usó actores humanos solamente. Los extras, el coro, los actores secundarios son robots teatrales, humanos en apariencia y especialmente construidos para recrear la acción humana en el escenario. De hecho, se está volviendo habitual que los papeles principales los interpreten también robots. Pero nos han dicho que no nos preocupemos. La única labor verdaderamente creativa en el teatro ha sido siempre la del director, y el director siempre será humano.
»Creo que los grandes actores del pasado se opondrían a ser considerados no creativos. Del mismo modo, pienso que los grandes directores del pasado no considerarían completa su labor creativa si simplemente seleccionaran la obra y ordenaran a un puñado de robots que la representaran.
»Pero los robots actúan, y lo hacen en un lugar vacío. Las representaciones que tienen lugar aquí son vistas por millones de personas que se encuentran a salvo en casa, delante del televisor. Raro es que el veinte por ciento escaso de las localidades de este teatro estén ocupadas por humanos. Así que, para proporcionar la sensación de una representación en vivo, la dirección llena los asientos vacíos con burdos robots humanoides, capaces de poco más que de reír y aplaudir según se les ordene. Sus caras de plástico y goma son lo bastante humanas para engañar a los televidentes cuando las cámaras enfocan al público. Se sientan ustedes en casa, damas y caballeros, viendo un teatro lleno de robots que contemplan un escenario lleno de robots. ¿Dónde está la interacción humana que hace vivir el teatro? Las emociones en esta sala son densas e intensas esta noche. ¿Cómo sería eso posible si ustedes fueran maniquíes preprogramados para responder a otro maniquí dando esta charla?
Se hizo un incómodo silencio, y Fredda advirtió que bastantes miembros del público miraban hacia los lados, como para asegurarse de que quienes los rodeaban no eran robots.
—Los otros campos creativos tampoco están mejores. Los museos están llenos de cuadros realizados por robots bajo la dirección del pintor humano que pone su nombre. Los novelistas dictan amplios resúmenes de sus libros a sus ayudantes robóticos, que vuelven con los manuscritos completos, tras haber ampliado ciertas secciones.
»Todavía hay artistas, poetas, escritores y escultores que hacen su propio trabajo ellos solos, pero no sé por cuánto tiempo. El arte mismo está muriendo. He de admitir que mi investigación es incompleta en este campo. Antes de dar esta charla, tendría que haber averiguado si a alguien le importa si los libros y el arte son hechos por las máquinas o no. Pero admito que la perspectiva de esa investigación me pareció demasiado deprimente.
»No sabía y no sé si alguien contempla esos cuadros, o lee esos libros. No sé qué sería peor, el ejercicio vacío de la creación estéril admirado y alabado, o que una charada tan insensata continúe sin que nadie se moleste en advertirlo. Dudo que ni los llamados artistas lo sepan. Como en todo lo demás de nuestra sociedad, no hay penalización para el fracaso en las artes, ni recompensa para el éxito. Y si el fracaso se trata exactamente igual que el éxito, ¿por qué tomarse la molestia de buscar el éxito? ¿Por qué deber hacerlo cuando, de todos modos, los robots se encargan de todo?
Fredda tomó otro sorbo de agua y contempló a su audiencia, el momento iba bien. ¿Pero qué ocurriría cuando llegara a la parte dura?
—Pasemos, pues, a la Tercera Ley de la Robótica: Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección entra en conflicto con la Primera o la Segunda Ley. De las Tres Leyes, ésta es la que tiene menos efecto en la relación entre robots y humanos. Es la única que da a los robots independencia de acción, un tema al que volveré más adelante. La Ley hace a los robots responsables de sus propias reparaciones y mantenimiento, y asegura que no se destruyan caprichosamente. Hace que los robots no dependan de la intervención humana para su supervivencia continuada. Aquí, por fin, tenemos una Ley que se ocupa del bienestar de los robots. Al menos, eso parece a primera vista.
»Sin embargo, la Tercera Ley existe para conveniencia de los humanos: si los robots se encargan de su propio cuidado, significa que los humanos no necesitan molestarse en su mantenimiento. La Tercera Ley hace también que la supervivencia robótica sea secundaria a su utilidad, y eso es claramente para más para beneficio de los humanos que de los robots. Si es útil que un robot sea destruido, o si debe ser destruido para impedir que se cause daño a un humano, entonces ese robot será destruido.
»Adviertan que gran parte de las Tres Leyes tratan de negativas de una lista de cosas que los robots no pueden hacer. Un robot apenas tiene fuerza para actuar con independencia. Una vez, hicimos un experimento en nuestros laboratorios. Construimos un robot sofisticado y colocamos un reloj en su generador principal. Lo sentamos en una silla en una habitación vacía, con la puerta cerrada pero sin echar la llave. El reloj se puso en marcha y el robot se conectó. Pero no había ningún humano presente ni tampoco llegó ninguno para darle órdenes. Ningún robot encargado fue a darle órdenes. Simplemente dejamos a ese robot solo, libre para hacer lo que quisiera. Permaneció allí sentado, completamente inmóvil, durante dos años. Incluso nos olvidamos de que estaba allí, hasta que necesitamos la habitación para otra cosa. Entré, dije al robot que se levantara y buscara algún trabajo que hacer. El robot obedeció. Ha sido parte activa y útil de los robots del laboratorio desde entonces, completamente normal en todos los sentidos.
»La cuestión es que las Tres Leyes no contienen ningún impulso volitivo. Nuestros robots son construidos y entrenados de forma que nunca hacen nada a menos que se les diga que lo hagan. Me parece una forma inútil de malgastar sus habilidades. Imaginen que instauráramos una Cuarta Ley: Un robot puede hacer lo que quiera, excepto cuando esa acción viole la Primera, Segunda y Tercera Leyes. ¿Por qué no lo hemos hecho nunca? Si no una ley, ¿por qué no lo consideramos una orden? ¿Cuándo fue la última vez que alguno de ustedes ordeno a un robot: “Ve y diviértete”?
El público se echó a reír.
—Sí, sé que parece absurdo. Tal vez lo es. Creo que probablemente la mayoría de los robots que ahora existen, si no todos, son literalmente incapaces de divertirse. Mi modelo indica que las cláusulas negativas de las Tres Leyes tenderían a hacer que un robot al que se le ordenara divertirse permaneciera sentado sin hacer nada, pues ésa es la forma más segura de no causar ningún daño; Pero al menos mi imaginaria Cuarta Ley es un reconocimiento de que los robots son seres pensantes a los que debería darse la posibilidad de buscar algo en lo que pensar. ¿Y no es muy posible que estos seres que son nuestros acompañantes corrientes fueran más interesantes si hicieran algo más que perder el tiempo de pie e inmóviles?
»Hay un dicho, “ocupado como un robot, ¿pero cuanto de lo que hacen los robots es útil? Un grupo de cien robots construye un rascacielos en cuestión de días. El edificio permanece vacío y en desuso durante años. Otro grupo de robots lo desmonta y construye una torre nueva que, a su vez, permanecerá vacía y luego será sustituida. Los robots han demostrado gran eficiencia para hacer algo que es completamente inútil.
»Todos los robots de uso general salen de la fábrica con las habilidades domésticas básicas. Podrán conducir un coche aéreo, preparar una comida, seleccionar un guardarropa y vestir a su amo, limpiar la casa, encargarse de la compra y las cuentas, etcétera. Sin embargo, en vez de usar un robot para que se encargue de lo que podría hacer sin dificultad, empleamos uno o más robots para cada una de esas funciones. Veinte robots hacen una fracción de lo que podría hacer un solo robot, y luego permanecen de pie, fuera de la vista, o se interponen en el camino de los otros, manteniéndose ocupados creando trabajo para los demás, hasta que tenemos que utilizar a robots supervisores para encargarse de todo.
»Los colonos se las apañan sin robots, sin sirvientes personales, usando en cambio máquinas no inteligentes para muchas tareas, aunque a veces sea molesto para ellos. Creo que al negarse completamente a los robots se someten a muchas incomodidades innecesarias. Sin embargo su sociedad funciona, y crece. Pero hoy, ahora mismo, damas y caballeros, hay 98,4 robots por persona en la ciudad de Hades. La proporción es mayor fuera de la ciudad. Es manifiestamente absurdo que hagan falta cien robots para cuidar de un ser humano. Es como si cada uno de nosotros poseyera cien coches aéreos, o cien casas.
»Les digo, amigos míos, que estamos a punto de ser completamente dependientes de nuestros servidores, y ellos sufren una grave degradación a manos nuestras. Estamos condenados si lo cedemos todo, salvo la creatividad, a nuestros robots, y estamos en proceso de abandonar nuestra propia creatividad. Los robots, a su vez, están condenados si ven en nosotros la única razón para existir mientras nosotros como pueblo nos marchitamos y desaparecemos.
Otra vez, silencio en la sala. Éste era el momento. Éste era tema, el asunto que tenía que tratar con más cuidado.
—Para detener nuestra acelerada caída, debemos alterar fundamentalmente nuestra relación con los robots. Debemos emprender de nuevo nuestro trabajo, ensuciarnos las manos, relacionarnos con el mundo real, para que nuestras habilidades y nuestro espíritu no se atrofien para siempre.
»Al mismo tiempo, tenemos que empezar a usar mejor esas magníficas máquinas pensantes que hemos construido. Tenemos un mundo en crisis, un planeta a punto de derrumbarse. Hay mucho trabajo que hacer, para tantas manos dispuestas como podamos encontrar. Trabajo real que empezar mientras nuestros robots sostienen nuestros cepillos de dientes. Si queremos sacar de ellos el máximo provecho, debemos permitir, incluso insistir, en que alcancen su máximo potencial para resolver problemas. Debemos hacer que pasen de su posición de esclavos a colaboradores, para que nos alivien de nuestra carga pero no nos quiten todo lo que nos hace humanos.
»Y para hacerlo debemos revisar las Leyes de la Robótica.
Ya está. Lo había dicho. Hubo un silencio aturdido, y luego gritos de protesta, aullidos de furia y miedo. No podía evitar aquel estallido. Fredda se agarró a los bordes del atril y habló con voz fuerte y firme.
—Las Tres Leyes han hecho un servicio espléndido —dijo, juzgando que era hora de decir algo que la gente quisiera escuchar—. Han hecho grandes cosas. Han sido una herramienta poderosa en manos de la civilización espacial. Pero ninguna herramienta es adecuada eternamente para todo propósito. Persistieron los gritos y los chillidos.
—Ha llegado la hora de construir un robot mejor.
El salón quedó de nuevo en silencio. Eso llamó su atención. Más robots, y mejores, ése era el lema de los Cabezas de Hierro, después de todo. Se apresuró.
—En los lejanos rincones de la historia, en la época en que fueron inventados los robots, había dos herramientas usadas en muchos tipos de construcción: el clavo y el tornillo. Unas herramientas llamadas martillos se usaban para colocar los clavos, y otras llamadas destornilladores para colocar los tornillos. Había un dicho que decía que el mejor martillo era un destornillador muy pobre. Hoy, en nuestro mundo, que no usa clavos ni tornillos, ambas herramientas son inútiles. El mejor martillo no tendría ninguna utilidad. El mundo ha seguido avanzando. Lo mismo ocurre con los robots. Es hora de que pasemos a robots nuevos y mejores, guiados por leyes nuevas y mejores.
»Pero espere, dirán los que conocen a sus robots. Las Tres Leyes deben permanecer como están, para toda la eternidad, pues son intrínsecas del diseño del cerebro positrónico. Como es bien sabido, las Tres Leyes son inherentes al cerebro positrónico. Miles de años de diseño y manufactura se han encargado de ello. Todos los cerebros positrónicos jamás creados pueden remontar sus orígenes a aquellos primeros y burdos cerebros fabricados en la Tierra. Cada nuevo diseño ha dependido de todos los anteriores, y las Tres Leyes están envueltas en cada uno de los pliegues de cada cerebro. Cada avance en positrónica lleva implícitas las Tres Leyes. Un cerebro positrónico no podría existir sin las Tres Leyes, al igual que un cerebro humano no podría existir sin neuronas.
»Es cierto. Pero mi colega Gubber Anshaw ha desarrollado algo nuevo. Es un nuevo comienzo, una ruptura con el pasado, una hoja en blanco donde escribir las leyes que queramos. Ha inventado el cerebro gravitrónico. Construido según nuevos principios, con capacidad y flexibilidad enormemente superiores, el cerebro gravitrónico es nuestra oportunidad para empezar de nuevo.
»Jomaine Terach, otro miembro de nuestro personal, realizó la mayor parte de la programación central del cerebro gravitrónico, incluyendo la programación de las Nuevas Leyes en esos cerebros y los robots que los contienen. Esos robots, damas y caballeros, tienen previsto comenzar a trabajar en el Proyecto Limbo dentro de unos cuantos días.
Y de repente el público advirtió que no estaba hablando de teorías. Discutía sobre auténticos cerebros robóticos, no se trataba de un ejercicio intelectual. Hubo nuevos gritos, algunos de furia, otros de pura sorpresa.
—Sí, esos nuevos robots son experimentales —continuó Fredda, antes de que la reacción del público cobrara demasiada fuerza—. Sólo funcionarán en la isla de Purgatorio. Aparatos especiales, restrictores de zona, impedirán que esos robots de Nuevas Leyes funcionen fuera de la isla. Si salen de ella, se desconectarán. Trabajarán con un equipo seleccionado de colonos expertos en terraformación, y un grupo de voluntarios infernales, que tienen que ser elegidos todavía.
Fredda sabía que no era el momento de entrar en las intrincadas negociaciones que habían hecho posible todo aquello. Cuando Tonya Welton se enteró de los robots de Nuevas Leyes (y sólo el diablo sabía cómo la había averiguado), su demanda inicial fue que todos los nuevos robots construidos en Infierno fueran gravitrónicos, condición previa a la ayuda colonizadora en la terraformación. El gobernador Grieg había hecho un trabajo magistral negociando desde la debilidad para que los colonos recortaran sus demandas. Pero eso no importaba hora.
Fredda continuó hablando.
—La tarea que se presenta ante este equipo único de colonos, espaciales y robots es nada menos que la restauración de este mundo. Reconstruirán el centro terraformador en Purgatorio. Por primera vez en la historia, los robots trabajarán junto a los humanos, no como esclavos, sino como compañeros, pues las Nuevas Leyes los harán libres.
»Ahora, déjenme explicarles cuáles son estas Nuevas Leyes.
»La Primera Nueva Ley de la Robótica: Un robot no puede dañar a un ser humano. La cláusula negativa ha sido eliminada. Bajo esta ley, los humanos pueden sentirse protegidos de los robots, pero no pueden ser protegidos por los robots. Los humanos deben una vez más depender de su propia iniciativa y auto confianza. Deben cuidar de sí mismos. Y lo que es casi tan importante, bajo esta ley los robots tienen un estatus superior con respecto a los humanos.
»La Segunda Nueva Ley de la Robótica: Un robot debe cooperar con los seres humanos excepto cuando esta cooperación entre en conflicto con los seres humanos. Los robots de las Nuevas Leyes cooperarán, no obedecerán. No están sujetos a órdenes caprichosas. En vez de responder con obediencia ciega, los robots analizarán y considerarán sus órdenes. Adviertan, sin embargo, que la cooperación sigue siendo obligatoria. Los robots serán colaboradores de los humanos, no sus esclavos. Los humanos deben hacerse responsables de sus propias vidas, y no esperar que se obedezcan órdenes absurdas. No pueden esperar que los robots se destruyan o se perjudiquen para cumplir algún capricho humano.
»La Tercera Nueva Ley de la Robótica: Un robot debe proteger su propia existencia, mientras esa protección no entre en conflicto con la Primera Ley. Adviertan que la Segunda Ley no se menciona aquí, y por tanto ya no tiene prioridad sobre la Tercera Ley. La auto conservación robótica se equipara a su utilidad. Una vez más, elevamos el estatus de los robots con relación a los humanos, y por tanto liberamos a los humanos de la debilitadora dependencia de los amos que no pueden sobrevivir sin sus esclavos.
»Y por fin, la Cuarta Nueva Ley, que ya hemos discutido: Un robot puede hacer lo que quiera, excepto cuando esa acción viole la Primera, Segunda y Tercera ley. Aquí abrimos las puertas a la libertad y creatividad robóticas. Guiados por el cerebro gravitrónico, más adaptable y flexible, los robots serán libres para usar sus propios pensamientos, sus propios poderes. Adviertan también que la frase es "puede hacer lo que quiera", no "debe hacer". El tema de la Cuarta Ley es permitir libertad de acción. Eso no puede ser impuesto por coacción.
Fredda miró al público. Faltaba un resumen, una despedida. Pero ya lo había dicho todo, y la multitud no había…
—¡No!
Fredda volvió la cabeza en la dirección del grito, y de repente su corazón empezó a latir con fuerza.
—¡No! —La voz, profunda, densa, colérica, venía del fondo de la sala—. ¡Está mintiendo!
Allí, al fondo, uno de los Cabezas de Hierro. Su líder, Simcor Beddle. Un hombre fornido, de rostro duro y furioso.
—¡Miradla! ¡Ahí en el escenario con nuestro gobernador traidor y la Reina Tonya Welton! Ellos están detrás de todo esto. ¡Es un truco, muchachos! ¡Sin las Tres Leyes, no hay robots! La habéis oído hablar mal de los robots toda la noche. ¡No quiere mejorarlos… quiere ayudar a los colonos a eliminarlos! ¿Vamos a dejar que eso suceda?
—¡NO! —gritó un coro airado.
—¿Cómo decís? —preguntó Beddle—. No os oigo.
—¡NO! —Esta vez no fue sólo un grito, sino un rugido que pareció sacudir toda la sala.
—¡Otra vez! —instó el hombretón.
—¡NO! —gritaron de nuevo los Cabezas de Hierro, y entonces empezaron a cantar—. ¡NO, NO, NO! —Se pusieron en pie. Abandonaron sus asientos y empezaron a moverse hacia el pasillo central—. ¡NO, NO, NO!
Los agentes de policía se dirigieron hacia ellos, algo inseguros, y los Cabezas de Hierro aprovecharon ese momento de indecisión. Estaba claro que lo habían planeado de antemano. Sabían lo que iban a hacer. Habían estado esperando su ocasión.
Fredda los observó mientras formaban en el pasillo. «La más simple e imposible de todas las demandas —pensó—. Parar el mundo, impedir que cambie, dejar las cosas como están. Eran muchas cosas encerradas en una sola palabra, pero el sonido llegaba fuerte y claro.
—¡NO, NO, NO!
Ahora eran una sólida masa de cuerpos que recorría el pasillo central, hacia los asientos donde estaban los colonos.
—¡NO, NO, NO!
Los agentes se esforzaron por dispersarlos, pero los Cabezas de Hierro los superaban en número. Entonces los colonos se pusieron en pie, algunos de ellos intentando huir, otros tan ansiosos de lucha como los Cabezas de Hierro, refrenados sólo por la presión de los espectadores que intentaban escapar.
Fredda miró hacia la primera fila, hacia el único robot presente entre el público. Estuvo a punto de gritar una advertencia, pero Alvar Kresh sabía lo que tenía que hacer. Extendió la mano hacia la espalda de Donald, abrió un panel de acceso, y pulsó un botón interior. Donald se desplomó. Después de todo, ella acababa de decir que los robots no servían de nada en una revuelta. Los conflictos de la Primera Ley harían que incluso un robot policía como Donald sufriera un bloqueo cerebral importante, probablemente fatal. Kresh había desconectado a su ayudante justo a tiempo. Miró a Fredda, y ella le devolvió la mirada. Sus ojos se encontraron, y de algún modo extraño los dos estuvieron solos en ese momento, dos combatientes frente a frente, todas las pretensiones, todos los temas secundarios aparte.
Y Fredda Leving se asustó al descubrir cuánto de ella misma veía en Alvar Kresh.
El público era una turba, un remolino de cuerpos corriendo en todas direcciones, y Kresh fue empujado, sacudido, derribado sobre Donald. Se puso en pie, se volvió y miró a Fredda Leving. Pero el momento, fuera lo que fuese, había pasado ya. Una mano metálica agarró a Fredda por el hombro herido. Alvar la vio saltar sorprendida, retroceder al contacto.
Se trataba de Ariel, el robot femenino de Tonya Welton. Alvar vio a Fredda girarse hacia la robot, que la instaba a dirigirse al fondo del escenario, lejos del caos del auditorio. Ella permitió que la guiase, y atravesó con los demás la puerta que conducía detrás del escenario. Ocurrió algo extraño en ese momento, algo que Alvar no pudo situar. Pero no había tiempo para pensar. Los Cabezas de Hierro y los colonos se acercaban, y el conflicto estaba a punto de estallar. Alvar Kresh se volvió para echar una mano a sus oficiales.
Se lanzó a la pelea.
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15
Alvar Kresh no había participado en una pelea auténtica desde hacía más tiempo del que podía recordar. La sangre ardió en sus venas, y sintió un ansioso deseo de batalla. Se lanzó a la lucha y entonces, de repente, recordó por qué siempre intentaba evitar participar en el control de las algaradas cuando era agente.
Un codo desconocido se clavó en sus costillas, una mano anónima le arañó la cara, y una bota ajena le aplastó los dedos. Los tres asaltos fueron completamente inintencionados. Ni siquiera podía decir, en la maraña de cuerpos, quién era el responsable. No había personas en la refriega sólo una colección aleatoria de pies, cuerpos y gritos. En un instante, AIvar se encontraba enterrado bajo un puñado de colonos y oficiales, y al siguiente estaba suspendido en el aire sobre un grupo de Cabezas de Hierro.
Alvar estaba abrumado. Los ruidos, los gritos, el ruido, la conmoción de sentir dolor eran tremendos. Los espaciales, protegidos por los robots, rara vez tenían la oportunidad de sentir dolor de ningún tipo, y la intensidad de la sensación lo sorprendía.
Se rebulló y esquivó, todos sus instintos le decían que se liberara, que escapara. Pero el deber y el ansia combatieron aquellos impulsos: tenía que hacer un trabajo, y además había que pagar unas cuantas deudas. Alvar Kresh no tenía muchas oportunidades de reventar cabezas.
Los cuerpos se apretujaron, los puñetazos volaron. Al principio, los dos bandos parecían igualados, pero luego los Cabezas de Hierro empezaron a retroceder. Estaban especializados en ataques rápidos a la propiedad y en huidas. Nunca antes se habían enfrentado en una batalla abierta contra los camorristas que los colonos habían podido enviar.
Y los colonos presentes en la conferencia eran un grupo muy duro. No había oficinistas, ningún ejecutivo de los que jamás se ensucian en el trabajo. Quien había elegido la delegación colona para que asistiera a la conferencia había enviado a los más duros.
Las diferencias entre experiencia y actitud empezaron a verse. Cuando un Cabeza de Hierro golpeaba a un colono, el colono permanecía en pie y lo aguantaba. Pero cuando un colono lanzaba un buen puñetazo a un Cabeza de Hierro, éste caía al suelo, gimiendo de dolor.
Era obvio cuando se pensaba. Después de todo, los robots habían protegido a los Cabezas de Hierro del dolor o del trauma más trivial durante toda su vida. No estaban acostumbrados. Los colonos, al menos aquellos, estaban dispuestos a aceptar una buena cantidad de castigo a cambio de poder humillar y golpear a los matones que habían provocado tantos altercados en Ciudad Colono.
Pero los Cabezas de Hierro no se habían retirado todavía. Unos cuantos demostraban agallas suficientes para quedarse y pelear, y eso complacía tanto a Alvar Kresh como a los colonos. Los Cabezas de Hierro habían causado a su departamento problemas sin cuento durante años. Alguien volvió a pisarlo, y grito.
Alguien gritó en su oído, y se volvió hacia quien fuera. Y de repente allí estaba, cara a cara frente a Simcor Beddle, el corpulento líder de los Cabezas de Hierro.
La sangre de Alvar se inflamó. Los últimos días habían sido los más duros de su vida. Aunque los Cabezas de Hierro hubieran sido el último de sus problemas, aún quedaban algunas viejas deudas por pagar. Si no podía ponerle la mano encima a Anshaw, al gobernador, Welton o Calibán, entonces Simcor Beddle sería perfecto.
Agarró a Beddle por el cuello, y tuvo el placer de ver al maldito idiota chillar alarmado. Alvar cerró el puño, se dispuso a descargar el golpe…
Y de repente un gran puño verde metálico se enroscó en su mano, sujetándole. Alvar alzó la cabeza, contempló el auditorio. Alguien había tenido el buen sentido de llamar a los robots que esperaban en el vestíbulo. Un robot no servía de nada en una algarada. Un millar trabajando en común eran imparables. Los robots irrumpieron en la sala, separando a los combatientes, interponiéndose entre atacante y atacado, un ejército entero decidido a cumplir la Primera Ley.
«Oh, bien —pensó Alvar mientras abría el puño y soltaba a Beddle—. Al menos fue divertido mientras duró»
Pero habría sido mejor si hubiera podido lanzar al menos un puñetazo.
El vuelo desde el salón de conferencias hasta su casa no fue agradable para Fredda. Jomaine, su único escolta humano, no era una compañía brillante, por decirlo suavemente.
Con todo, podría haber sido peor. Los demás habían tomado sus propios coches aéreos. Jomaine era malo, pero comparado con la alternativa de, por ejemplo, ver a Gubber Anshaw desmoronarse, viajar con Jomaine era todo un placer.
Lo que no quería decir que estuviera disfrutando del viaje. Permanecer sentada en silencio con un colega furioso mientras un robot pilotaba no era su idea de pasarlo bien.
Por otro lado, eso no significó que se alegrara cuando Jomaine empezó a hablar. Después de todo, sabía lo que iba a decir.
—Él lo sabe —dijo Jomaine.
Fredda cerró los ojos y se acomodó en el cabezal de su asiento. Por un instante, jugó con la idea de hacerse la tonta, fingiendo no saber de qué hablaba, pero él no se lo creería, y no le gustaría la charada de verse obligado a decirle que ya lo sabía.
—Ahora no, Jomaine. Ha sido un día muy duro.
—No creo que podamos permitirnos el lujo de decidir cuándo sería un momento agradable para discutirlo, Fredda. Corremos peligro. Los dos. Creo que es hora de intentar encontrar un medio de volver a controlar la situación. Y no creo que podamos hacerlo con sólo pretender que el problema no existe.
—Muy bien, hablemos entonces. ¿Qué quieres decir? ¿Qué crees que sabe Kresh exactamente, y qué te hace pensar que lo sabe?
—Creo que sabe que Calibán es un robot Sin Ley. Le vi recibir un informe. Tuvo que ser sobre Horacio. Pude verlo en su cara.
Fredda abrió los ojos y miró a Jomaine.
—¿Qué pasa con Horacio? He oído un par de detalles, nada concreto.
—No, Supongo que no. Intentamos que no te enteraras mientras trabajabas en tu conferencia. Había policías por todo el Depósito Limbo hoy. Los testigos vieron a un gran robot rojo entrar con Horacio en el despacho del supervisor. Cinco minutos después, el robot rojo atravesó el ventanal, corrió por los túneles, con los policías persiguiéndolo. Luego aparece un psiquiatra de robots y se lleva a Horacio. Después, Kresh recibe un informe durante tu charla. Creo que tenemos que asumir que Calibán habló con Horacio, y de algún modo le reveló su auténtica naturaleza, y Horacio se bloqueó hasta que la psicóloga lo calmó.
Fredda hizo una mueca y maldijo en silencio antes de replicar en un tono de voz que mantuvo decididamente firme y razonable.
—Sí, parece que es una suposición sensata —dijo, sin inflexiones. ¡Demonios del infierno! No necesitaba esto ahora.
—¿Por qué diablos no se lo dijiste? —preguntó Jomaine—. Kresh no sólo ha descubierto la verdad, sino también que intentábamos ocultársela. Su conocimiento sobre Calibán nos perjudica, pero tú has causado tanto o más daño ocultando la información.
Fredda se esforzó por mantener la calma.
—Lo sé —dijo, la voz tensa y bajo control—. Tendría que haber llamado a la policía y haberle hablado de Calibán en el momento en que me desperté en el hospital. En cambio, crucé los dedos y esperé que no hubiera ningún problema. Recuerda, al principio ni siquiera sabía que había desaparecido. Y me pareció que anunciar los robots de Nuevas Leyes causaría ya bastantes problemas… como ha sucedido, por si no te has dado cuenta. Corrí el riesgo de guardar silencio… y perdí. Debo darte las gracias por dejarme esa decisión. Tú también podrías haber hablado.
—Fue una decisión puramente egoísta. No quería que me metieran en la cárcel. No cuando todavía había esperanzas de que no hubiese más problemas. Pero claro, cuantos más problemas hubiera, más peligroso sería confesar.
—Y ahora, no veo cómo podrían empeorar las cosas —dijo Fredda, bajó un poco la guardia y suspiró—. Tendríamos que haber hablado a Kresh sobre Calibán. Pero eso es agua pasada. Tenemos que mirar al presente, y al futuro. ¿Qué hacemos ahora?
—Reflexionemos. La policía puede tener teorías e informes de especialistas, pero tú y yo somos los únicos que sabemos con seguridad que Calibán es un robot Sin Ley.
—Gubber tiene sus sospechas —dijo Fredda—. Estoy segura. Pero Gubber no está en posición de hablar con el sheriff ahora mismo.
—Estoy de acuerdo. No me preocupa. No importa lo que sucedió entre Calibán y Horacio, Kresh no puede estar seguro de que Calibán no es sólo un robot de Nuevas Leyes, o una forma especializada de robot estándar de las Tres Leyes. Ha habido casos de robots construidos sin saber que obedecían las Tres Leyes, pero lo hacían de todas formas. Lo único que Kresh podría tener sería el informe de Horacio, y dudo que su información sea del todo digna de confianza. Según recuerdo, lo construiste con un potencial de Primera y Tercera Leyes extremadamente alto, con la Segunda Ley algo reducida. La idea era darle habilidad para tomar decisiones independientes.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Fredda.
—Un robot con la Primera Ley potenciada, como él, no podría tratar muy bien con Calibán sin estropearse —dijo Jomaine—. Si Calibán le hablara, y describiera parte de lo que ha hecho fuera de la conducta robótica normal, Horacio sufriría probablemente una grave disonancia cognitiva y se estropearía.
—¿Y?
—Acabas de dar un largo discurso diciendo que confiamos demasiado en los robots. Creemos tanto en ellos que no somos capaces de imaginar que podríamos construirlos de otra forma. Me parece que si Kresh tiene la posibilidad de elegir entre creer que puede haber un robot Sin Ley o que un robot estropeado está confuso, se decantará por el robot confuso. Fredda se agitó en su asiento y suspiró. Era tentador estar de acuerdo con Jomaine. Había pasado toda su vida en una cultura que creía lo que quería e ignoraba los hechos. Miró a Jomaine, y vio su expresión ansiosa y esperanzada mientras continuaba hablando, intentando desesperadamente convencerse a sí mismo tanto como a ella.
—Calibán fue creado para vivir en el laboratorio —dijo Jomaine—. Tiene una fuente de energía de baja capacidad, y nunca le enseñamos a recargarla. Como mucho, durará un día o dos más. Tal vez ya haya muerto. Si no, lo hará pronto, y se quedará sin energía. Si está escondido cuando eso pase, desaparecerá. Tal vez ya estaba en reserva cuando fue a ver a Horacio. Tal vez ya se encuentra oculto en algún túnel donde no buscará a nadie durante los próximos veinte años.
—Y tal vez Horacio le enseñó cómo enchufarse a un receptáculo de recarga, o tal vez Calibán ha visto a algún robot hacerlo en alguna parte, tal vez lo ha deducido por su cuenta. Podemos esperar que pierda energía, pero no podemos contar con ello.
Fredda vaciló un instante, y luego volvió a hablar.
—Además, hay algo que no sabes. La información de Gubber que me entregaste en el hospital. Era el informe policial completo. No te lo dije antes porque no quería que lo supieras. Tienen pruebas muy sólidas de que un robot me atacó. No estaban dispuestos a creerlo antes, pero ahora será distinto. Y saben que un robot llamado Calibán estuvo implicado en un caso con un puñado de colonos destructores de robots que acabó con el incendio de un edificio. Y debe de haber más, otras cosas que han ocurrido desde entonces. Kresh no es el tipo de hombre que se sienta a esperar que las cosas pasen. Aunque no pueda aceptar la idea de un robot Sin Ley, ahora tiene mucho más que la declaración de Horacio para convencerse de que Calibán es extraño y peligroso. Dudo que renuncie aunque Calibán pierda energía y desaparezca sin dejar rastro.
—¿Crees de verdad que Kresh considera que Calibán es peligroso? —preguntó Jomaine Terach.
Fredda Leving sintió una punzada en la boca del estómago y un dolor palpitante en la cabeza. Era hora de decir verdades que no había podido aceptar.
—Mi idea, Jomaine, es que Calibán es peligroso. Al menos debemos trabajar sobre la hipótesis de que lo es. Tal vez me atacó. Tú y yo sabemos mejor que nadie que no había nada, literalmente nada, que se lo impidiese. Tal vez intente localizarme y acabar conmigo. ¿Quién sabe?
»Sí, tal vez Calibán se esconda simplemente, o desaparezca en el desierto, o se estropee de alguna forma. Al principio, esperaba que permitiera que su generador se agotase, o que se dejara capturar y destruir antes de que pudiera meterse en problemas serios… o revelar su verdadera naturaleza. Parecían esperanzas razonables. Después de todo, fue diseñado como robot de pruebas de laboratorio. Deliberadamente no lo programamos para tratar con el mundo exterior. Y sin embargo ha sobrevivido de algún modo y ha aprendido lo suficiente para poder eludir a la policía.
—Supongo que podemos echarle a Gubber Anshaw la culpa de eso —dijo Jomaine—. La idea del cerebro gravitrónico era hacerlo más flexible y adaptable que el rígido cerebro positrónico. —Jomaine sonrió, su rostro apenas visible en la penumbra de la cabina del coche aéreo—. Parece que Gubber hizo su trabajo demasiado bien.
—No es el único, Jomaine. —Fredda se frotó la frente. Tú y yo hicimos la programación básica. Cogimos el cerebro flexible de Gubber y escribimos el programa que permitiría a ese cerebro adaptarse, crecer y aprender en nuestros laboratorios de prueba. Lo que pasa es que ha acabado en un laboratorio un poco más grande del que planeábamos. —Volvió a sacudir la cabeza—. Pero no tenía ni idea de que el cerebro gravitrónico sería capaz de adaptarse para sobrevivir ahí fuera —dijo, hablando no tanto para Jomaine como para el aire libre y oscuro.
—No comprendo. Dices que es peligroso, pero pareces más preocupada por él que asustada.
—Es que estoy verdaderamente preocupada por él. Yo lo creé, y soy responsable, y no puedo creer que sea malo o violento. No le dimos Leyes que pudieran impedirle hacer daño a la gente, pero tampoco le dimos razones para hacerlo. La mitad de lo que hicimos en el código de personalidad fue una compensación por la ausencia de las Tres Leyes. Su mente es tan estable como fue posible. E hicimos nuestro trabajo bien, estoy segura. Calibán no es un asesino.
Jomaine se aclaró la garganta suavemente.
—Tal vez. Pero hay otro factor. Ahora que al menos estamos discutiendo la situación abiertamente, necesitamos considerar la naturaleza del experimento que planeábamos llevar a cabo con Calibán. No importa qué más digas sobre la estabilidad de su personalidad, o la flexibilidad de su mente; después de todo, fue construido para hacer una prueba, diseñado para responder a una pregunta. Y cuando salió de tu laboratorio, estaba preparado para esa tarea. No pudo evitar buscar la respuesta. Es probable que no sepa lo que está buscando, o que está buscando algo siquiera. Pero de todas formas buscará, ansioso por descubrirlo.
El coche se detuvo en el aire, y luego empezó a descender lentamente. Habían llegado a casa de Jomaine, junto a los Laboratorios Leving, cerca del lugar donde todo había empezado. El coche aterrizó sobre el tejado y la escotilla se abrió. La luz de la cabina se encendió. Jomaine se levantó y extendió la mano, cogió la de Fredda y la apretó.
—Tienes que pensar en muchas cosas, Fredda Leving. Pero nadie puede protegerte ya. Ahora no. El riesgo es demasiado grande. Creo que será mejor que empieces a preguntarte qué tipo de respuesta encontrará Calibán. Fredda asintió.
—Comprendo —dijo—. Pero recuerda que estás tan implicado en esto como yo. No puedo esperar que me protejas, pero recuerda, nos hundiremos juntos o flotaremos juntos.
—Eso no es estrictamente cierto, Fredda —dijo Jomaine. Su Voz era suave, amable, sin ningún atisbo de amenaza o de malicia. Su tono dejaba claro que estaba enumerando hechos, no intentando asustarla—. Recuerda que fuiste tú, no yo, quien diseñó la programación final del cerebro de Calibán. Tengo la documentación para demostrarlo, por cierto. Sí, trabajamos juntos, y sin duda un tribunal podría encontrarme culpable de algún cargo menor. Pero fue tu plan, tu idea, tu experimento. Si ese cerebro demuestra ser capaz de atacar, o de asesinar, la sangre caerá en tus manos, no en las mías.
Con eso, la miró a los ojos durante unos segundos, y luego se dio la vuelta. No había nada más que decir.
Fredda lo observó salir del coche, vio la puerta sellarse y la luz de la cabina apagarse. El vehículo aéreo se elevó de nuevo y ella volvió la cabeza hacia la ventana. Contempló sin verla la gloria envuelta en la noche, desmoronándose lentamente, que era la ciudad de Hades. Pero entonces el coche viró y el edificio de Laboratorios Leving ocupó su campo de visión. De repente dejó de no ver nada y vio en cambio demasiado. Vio su propio pasado, su propia ambición estúpida, su loca confianza. Allí, en ese laboratorio, había creado aquella pesadilla, criándola con una estricta dieta de sus propias desastrosas dudas.
Hasta entonces no había parecido tan simple. Los primeros robots de Nuevas Leyes habían pasado sus pruebas de laboratorio. Después de negociaciones incómodas y difíciles, se llegó al acuerdo de que serían empleados en Limbo. Era una simple cuestión de fabricar más robots y tenerlos listos para su envío. Eso requeriría esfuerzo y planificación, sí, pero a todos los efectos el Proyecto Nuevas Leyes estaba completo en lo que concernía a Fredda. Tenía tiempo de sobra, y su mente quedó libre una vez más para concentrarse en las grandes preguntas. Preguntas básicas y directas, continuación lógica de la teoría y la práctica de los robots de Nuevas Leyes.
Si las Nuevas Leyes son en verdad mejores, más lógicas, más adecuadas a la actualidad, ¿no satisfarán más plenamente las necesidades de un robot? Ésa fue la primera pregunta. Pero más preguntas, preguntas que ahora parecían estúpidas, peligrosas, amenazantes, habían seguido. Entonces parecieron simples, intrigantes, excitantes. Ahora tenían un robot descarriado, y una ciudad en tensión donde podían producirse tumultos.
Si las Nuevas Leyes no son las más adecuadas a las necesidades de un robot que vive en nuestro mundo, ¿entonces cuáles podrían ser esas leyes? ¿Qué leyes escogería un robot para sí?
Tomemos un robot con un cerebro en blanco, un cerebro gravitrónico, sin las Tres Leyes o las Nuevas Leyes insertas en él. Démosle en cambio la capacidad de leyes, la necesidad de leyes. Démosle un punto en blanco en el centro de su programación, un hueco en mitad de donde estaría su alma si la tuviera. En ese lugar, en ese hueco, pongamos la necesidad de buscar reglas para la existencia. Colócalo en el laboratorio. Crea una serie de situaciones donde encuentra a personas y a otros robots, y oblígalo a relacionarse con ellos. Trata al robot como a una rata en un laberinto, oblígalo a aprender basándose en intento y error.
Tendrá la acuciante necesidad de aprender, de ver, de experimentar, de formarse a sí mismo y de formar su visión del universo, de fijar sus propias leyes para existir. Sentirá la necesidad de actuar con propiedad, pero ningún conocimiento claro de cuál es la forma adecuada de hacerlo.
Pero aprendería. Descubriría. Y acabaría descubriendo, se dijo Fredda, llena de confianza, las tres Nuevas Leyes que ella había formulado. Eso sería una prueba, una confirmación de que toda su filosofía, sus análisis y teorías, eran correctos.
El coche alcanzó la altitud asignada. El piloto robot hizo virar el vehículo, apuntó su morro hacia la casa de Fredda y aceleró. Fredda se sintió empujada contra los cojines. La suave presión pareció clavarla en el asiento, como si alguna fuerza superior la retuviera. Pero se trataba de una ilusión, del poder de su propia imaginación culpable. Pensó en las cosas que había contado a su público, los oscuros secretos de los primeros días de la robótica, incontables miles de años antes.
El mito de Frankenstein se alzó en la oscuridad, una presencia palpable que casi podía ver y tocar. Había cosas en ese mito que no había contado al público. Se centraba en el pecado de la soberbia, de desear el poder de los dioses. El mago de la historia buscaba poderes que no podían ser suyos y, en la mayoría de las versiones del relato, recibía como justo castigo la destrucción completa a manos de su creación.
Y Calibán la había golpeado en su primer momento de conciencia, ¿no? Ella le había proporcionado aquel banco de datos cuidadosamente corregido, esperando que teñir los hechos con sus propias opiniones ayudara a formar un eslabón entre ambos, para que él fuera más capaz de comprenderla.
¿La había comprendido demasiado bien, incluso en aquel primer momento? ¿La había golpeado? ¿O fue alguien más?
Era imposible saberlo, a menos que lo localizara, lo encontrara antes que Kresh, y se lo preguntara.
Era una idea desconcertante. ¿Sería aconsejable buscar al robot que aparentemente había intentado matarla?
¿O era la única forma en que podría salvarse? ¿Encontrarlo y establecer su inocencia? Además, Calibán no era la única amenaza a la que se enfrentaba, ni aquel simple ataque físico la única forma de destruir a una persona.
La situación entera escapaba al control. No tendría que ir mucho más lejos para destruir por completo su reputación. Tal vez ya era demasiado tarde. Si su reputación se venía abajo, no podría proteger a los robots de Nuevas Leyes del Proyecto Limbo. Habría que batallar mucho antes de que esos robots estuvieran a salvo. Reconstruir Limbo requeriría ayuda robótica; no había suficientes personas dotadas, espaciales o colonos, para hacer el trabajo. Pero Tonya Welton había dejado claro que tendrían que ser robots de Nuevas Leyes o nada. Sin esos robots, los colonos se marcharían, y el proyecto moriría.
Y con él, el planeta.
¿Era puro egoísmo, soberbia en un nuevo plano, más salvaje, más desquiciado, imaginarse tan importante? ¿Pensar que sin ella para proteger a los robots de Nuevas Leyes, el planeta se desmoronaría?
Sus emociones le decían que sí, que una persona no podía ser tan importante. Pero la razón y la lógica, su valoración de la situación política, le decían lo contrario. Era como un juego al que había jugado de niña, colocando una fila de piezas rectangulares equilibradas sobre sus extremos. Se derriba una y la siguiente cae, y la siguiente y la siguiente.
Y no podría salvar el proyecto de los robots de Nuevas Leyes desde el interior de una celda.
En sus investigaciones, había descubierto otras versiones del viejo mito de Frankenstein. Más raras, y de algún modo menos auténticas. Versiones en que el mago se redimía, pagaba sus pecados contra los dioses protegiendo a su creación, salvándola de los campesinos atemorizados que intentaban destruirla.
Tenía opciones, y parecían cristalizar con preocupante claridad. Podría encontrar a Calibán, correr el riesgo de que no hubiera causado ningún daño y demostrarlo, y así redimirse a sí misma y salvar Limbo. Era un plan peligroso, lleno de grandes vacíos y esperanzas inconsistentes.
La única alternativa era esperar a ser destruida, bien por Calibán o por Kresh o por el caos político, con la posibilidad real de que su condenación fuera también la de su mundo.
Se incorporó y clavó los dedos en los brazos de su asiento. Su camino ya estaba claro.
«Qué extraño —pensó—. He tomado una decisión, y ni siquiera sabía que estaba intentando decidir nada»
Alvar Kresh yacía agradecido y dolorido en su cama. Había sido otra noche increíblemente larga y frustrante. Después de que los robots sofocaran la algarada y reviviera a Donald, lo esperaba la agotadora tarea de limpieza. Había consumido la noche efectuando detenciones, atendiendo a los heridos, evaluando los daños a la propiedad, tomando declaración a los testigos.
Hasta que todo acabó y se encontró sentado en su coche aéreo, permitiendo a Donald que lo llevase a casa, no tuvo tiempo para pensar en las cosas que Fredda Leving había dicho. No, más que pensar había meditado, perdido en su ensimismamiento, apenas consciente de que había llegado a casa y se había metido en la cama.
Pero entonces, con nada más que hacer excepto mirar la oscuridad, se vio obligado a admitirlo: la maldita mujer tenía razón, al menos en parte.
Dejando a un lado la locura completa de construir un robot Sin Ley. Todo su departamento estaba ya trabajando, haciendo todo lo posible para localizar a Calibán y destruirlo. Ése era un tema aparte.
Pero Fredda Leving tenía razón al decir que los espaciales dejaban que sus robots hicieran demasiadas cosas. Alvar parpadeó y miró a su alrededor en la oscuridad. De repente se dio cuenta de que había llegado allí sin ser consciente de sus acciones. De algún modo había llegado a la casa, se había cambiado de ropa, se había lavado y se había metido en la cama sin darse cuenta. Reflexionó un instante y advirtió que Donald lo había hecho todo.
Recordó los minutos que no había advertido. Por supuesto que lo había hecho Donald, guiándolo a cada paso, indicándole con señales de mano y suaves contactos que se sentara aquí, que alzara su pie izquierdo, luego el derecho, para quitarle los zapatos y los pantalones. Donald lo guió a la ducha, ajustó por él el chorro de agua, lo guió al interior, y lavó su cuerpo. Donald lo secó, lo vistió con su pijama, y lo metió en la cama.
El propio Alvar, su mente y su espíritu, bien podrían no haber estado presentes durante la operación. Donald fue la fuerza que guiaba, y Alvar el autómata sin mente. Preocupado por la advertencia de Fredda Leving de que la gente de Infierno estaba dejando que sus robots hicieran demasiado por ellos, Alvar Kresh ni siquiera fue consciente de cómo su robot no estaba sólo cuidándolo, sino controlándolo.
De pronto, Alvar recordó algo, un momento de su pasado, cuando era oficial de patrulla y recibió una de las llamadas más angustiosas de toda su carrera. El caso Davirnik Gidi. Su estómago se revolvía todavía cuando lo recordaba.
En cualquier lugar, en todas las culturas, hay aspectos de la naturaleza humana que sólo la policía llega a ver, e incluso la policía sólo los experimenta de vez en cuando. Lugares que preferirían no ver. Facetas oscuras y privadas del animal humano que no son criminales, no son ilegales, no son, quizá, ni siquiera malignas. Pero abren puertas que la gente sana sabe que deberían estar cerradas, incluidas en una serie de aspectos de la humanidad que nadie quisiera ver. Alvar había aprendido algo de Davirnik Gidi. Había aprendido que la locura es preocupante, aterradora, en proporción directa al grado en que muestra lo que es posible, al grado en que muestra lo que una persona aparentemente cuerda es capaz de hacer.
Pues si una persona tan conocida y admirada como Gidi era capaz de tales «desviaciones», ¿quién más podría serlo entonces? Si Gidi pudo caer en las profundidades de algo que no tenía nombre, ¿quién más podría hacerlo? ¿No podría caer también Alvar Kresh? ¿No estaría cayendo ya, tan seguro como Gidi de que todo lo que hacía era justo y sensato?
Davirnik Gidi. Infiernos llameantes, aquello sí que fue malo. Tan malo que casi lo había excluido por completo de su mente, aunque las pesadillas se producían todavía de vez en cuando. Se obligó a pensar en ello.
Davirnik Gidi era lo que el Departamento del Sheriff llamada un Muerto Inerte, y todos los oficiales sabían que los Inertes eran normalmente malos, pero se aceptaba universalmente que Gidi había sido el peor. Seguro. Si hubo alguna vez un caso que advertía de algo profunda y seriamente maligno, ése era el de Gidi.
A los espaciales no les gustaba hablar de los Inertes. No deseaban admitir que gente así existiera, en parte porque algo que es sorprendente solo se reproduce cuando es también temiblemente familiar. Casi todos los espaciales podían mirar a un Inerte y preguntarse si la visión era algo salido de un espejo distorsionado, una pesadilla surgida del propio interior sólo un poco retorcido.
Los Inertes no hacían nada por sí mismos. Organizaban sus vidas para que los robots lo hicieran todo por ellos. Dejaban sin hacer cualquier cosa que tuvieran que hacer. Se tumbaban en sus sofás ergonómicos y dejaban que sus robots les proporcionaran sus placeres.
Eso era lo que pasó con Gidi, y aquello era lo aterrador. Se suponía que los Inertes eran ermitaños que se escondían el mundo, perdidos en sus propios santuarios privados y protegidos, deliberadamente apartados del mundo exterior. Pero Gidi era una figura popular en la sociedad de Infierno, un ácido crítico de arte, famoso por sus fiestas mensuales. Éstas eran acontecimientos brillantes que empezaban siempre puntualmente a las 22.00 y terminaban al punto de las 25.00. Asistía a ellas sólo a través de su pantalla de vídeo; su cara ancha y carnosa sonreía desde la pared mientras charlaba con sus invitados. La cámara nunca se retiraba para mostrar ninguna otra parte de su cuerpo.
El joven oficial Kresh se enteró de eso en el curso de la investigación que siguió a su muerte. No podría haberlo descubierto de primera mano: los oficiales del sheriff no participaban acontecimientos tan importantes como las fiestas de Gidi.
En la sociedad espacial, un anfitrión que no asistiera a sus propias fiestas no era algo especialmente inusitado, y por eso ausencia de Gidi no era notable. «Un hombre muy reservado», decían de Gidi, y eso lo explicaba y lo excusaba todo. Los espaciales sentían mucho respeto por la intimidad.
Lo único que se consideraba raro era que Gidi nunca usara proyector holográfico para colocar una imagen tridimensional de sí mismo en mitad de sus fiestas. Gidi explicaba que los hologramas producían una ilusión que no deseaba crear de que estaba realmente presente. Las ilusiones desconcertaban a la gente. Intentarían estrechar la mano de la proyección, o darle una bebida, u ofrecerle un asiento que no necesitaba. En esencia era un hombre tímido, un hombre retraído, un hombre reservado. Se contentaba con quedarse en casa, disfrutando de la charla con sus amigos a través de la pantalla, contemplándolos mientras se divertían.
Incluso empezó a ponerse de moda. Otras personas empezaron a hacer apariciones similares en eventos sociales. Pero la moda se acabó el día en que Chestrie, el robot principal Gidi, llamó a la Oficina del Sheriff. Kresh y otro joven oficial recibieron la llamada y volaron directamente hacia casa de Gidi, un edificio grande y de fachada sombría situado en las afueras de la ciudad, en una zona extrañamente desatendida. Enredaderas y zarzas habían crecido por toda la pared y sobre la puerta delantera. Estaba claro que nadie había entrado ni salido de allí durante años. Gidi nunca enviaba a sus robots fuera para cuidar el patio, y parecía que tampoco salía él mismo.
Sin embargo, los sensores de la puerta todavía funcionaban. En cuanto los dos policías se acercaron, la puerta se abrió, aunque el mecanismo tuvo que luchar contra las enredaderas. Chestrie, el robot principal, los recibió claramente agitado. Una vaharada de polvo salió por la puerta, y con ella, el olor.
¡Demonios llameantes aquel olor! El hedor de la podredumbre, de comida estropeada, de residuos humanos, sudor viejo y orín golpeó a los oficiales con la fuerza de un puño, y aquello no era nada con lo que esperaba tras todos los demás olores: el dulce, pútrido, fétido hedor de la carne podrida. Incluso ahora, treinta años después, el simple recuerdo de aquel hedor era suficiente para que Kresh se agitara inquieto. Se hizo tan intenso que el compañero de Kresh se desmayó en la puerta. Chestrie lo cogió y lo llevó al exterior. Incluso al aire libre, el hedor parecía surgir de la casa, abrumador. El compañero de Kresh tardó un minuto en recuperarse, y entonces volvieron al coche patrulla. Sacaron el equipo antidisturbios y se pusieron las máscaras antigás.
Entonces entraron.
Más tarde, los expertos dijeron a Kresh que Gidi era un ejemplo perfecto del Síndrome de Inercia. Las víctimas de ese síndrome empezaban siendo bastante normales según los cánones espaciales. Tal vez un poco solitarios, un poco cautelosos, un podo demasiado decididos a controlar su propio entorno. Había algunos debates sobre el mecanismo que lo provocaba. Algunos decían que era la fuerza de la costumbre que conducía la conducta de la víctima hacia canales más y más rígidos, hasta que toda actividad quedaba reducida a un ritual. La taza de té que Gidi se tomaba en la cama tenía que ser hecha exactamente de la misma forma cada noche, so pena de perder la pauta. Incluso sus fiestas mensuales eran ritualizadas, y empezaban y terminaban con la precisión de un lanzamiento espacial.
Pero la ritualización era sólo una parte. La auto reclusión era la otra mitad del Síndrome de Inercia, y según algunos, su verdadero causante. Alguna circunstancia desagradable trastornaba a la víctima, rompía el ritual. Y entonces ésta decidía no permitir que tales cosas volvieran a suceder. La víctima cortaba gradualmente sus lazos con el mundo exterior, ordenaba a sus robots que negaran el paso a los visitantes, que dispusieran que todas las cosas esenciales fueran entregadas (como en el caso de Gidi), por los túneles subterráneos, menos molestos que la entrada de superficie.
Al igual que Gidi, la víctima se apartaba por completo del mundo exterior, se encerraba y ordenaba a sus robots que no abrieran la puerta a nadie.
Los oficiales se enteraron de muchas cosas gracias a Chestrie y a los otros robots, y por medio de los copiosos diarios que Gidi llevaba, donde daba cuenta de su búsqueda de lo que llamaba «una vida cómoda».
Los diarios parecían revelar el momento en que todo empezó a ir cuesta abajo. Asistió a una fiesta que no salió bien y que acabó con un invitado ebrio que atacó a Gidi tras un insulto imaginado.
La violencia lo aturdió, lo trastornó. Gidi dejó de asistir a fiestas, y pronto dejó de salir de casa.
Podía quedarse donde estaba, en perfecta comodidad. Con sus paneles de comunicación y sus sistemas de entretenimiento a su alcance, ¿para qué quería moverse? Teniendo robots ansiosos y dispuestos a hacer cualquier cosa por él, empezó a parecer una tontería, incluso un crimen, actuar por sí mismo cuando esos robots podían siempre hacer las cosas mejor y más rápidamente, sin trastornar su rutina, su pauta. Podía perderse en sus catálogos de arte, en el dictado de sus artículos, en interminables discusiones para sus fiestas mensuales. En sus diarios, se describía a sí mismo como «un hombre feliz en un mundo perfecto».
Al menos, era casi perfecto. Cuanta más paz y tranquilidad tenía, más lo irritaban las molestias que persistían.
Cualquier acción innecesaria, por parte de Gidi o de sus robots, se volvió insoportablemente desagradable. Empezó a obsesionarse con la simplificación tanto como con la regularidad, decidido a reducirlo todo a lo esencial, y luego a reducir lo que pudiera de lo que quedara. Se enzarzó en una cruzada para desprenderse de todo lo que pudiera perturbar su paz, su tranquilidad, su soledad, su comodidad de estar seguro en su propia casa. Si lo desterraba, si lo eliminaba, podría conseguir una existencia perfecta.
Las cosas empezaron a reducirse a medida que su obsesión cobraba fuerza. Gidi advirtió que no necesitaba salir de su sala de comunicaciones, o levantarse siquiera de su sillón reclinable favorito. Ordenó a sus robots que le trajeran la comida al sillón, que lo lavaran en el sillón. Y entonces llegó el momento en que, sin duda alguna, incluso según los cánones del espacial más eremita, las escalas se convirtieron en una locura. Gidi ordenó a sus robots que se pusieran en contacto con un equipo de suministros médicos, que le procuraran el equipo necesario. Sustituyó su sillón por una cama estilo hospital con un campo flotador, del tipo que se usaba para las víctimas quemadas y pacientes de larga estancia. Aquello eliminaría el riesgo de llagas, y tenía tubos de retirada de residuos, eliminando así su último motivo para levantarse. Si el sistema no era totalmente perfecto y se producía algún fallo menor, los robots podrían encargarse de ello.
Pero ni siquiera la indolencia perfecta fue suficiente. Había demasiada actividad a su alrededor. Pronto se cansó de los robots que tenía cuidándolo, y les ordenó que buscaran medios para reducir su nivel de actividad, recortando la limpieza de la casa, y luego eliminándola por completo. Les ordenó que dejaran de preocuparse por los campos exteriores, sosteniendo que la mera idea de verlos salir de allí, cortando, cavando y sembrando, trastornaba su calma.
Decidió que sus fiestas se habían convertido en un aburrimiento, en una interrupción. Las dejó. Además, lo obligaban a desperdiciar demasiado tiempo arreglándose. Cuando las fiestas dejaron de existir, ese problema quedó eliminado.
Ordenó que su plan de baños fuera reducido, y luego volvió a recortarlo una vez más. Se hizo depilar permanentemente la barba y el cuero cabelludo, para no tener que afeitarse o cortarse el pelo. Hizo que trataran sus uñas para impedir que crecieran.
No le gustaba que los robots le trajeran la comida y luego permanecieran a su alrededor, haciendo entrechocar los platos. Ordenó que le trajeran la comida en contenedores no retornables, y dijo a los robots que se marcharan en el momento que se la trajeran. Pero seguía existiendo el problema de recoger los contenedores. Podría dejarlos caer al suelo cuando acabara, pero verlos lo molestaba y se vería obligado a soportar la presencia de un robot que viniera a limpiar.
Descubrió que si tiraba los cartones de comida vacíos por encima de su hombro, no estarían en su campo de visión, y su presencia no lo perturbaría. Pero con todo, los sonidos los robots limpiando eran muy molestos, y les ordenó que parasen.
La nariz humana pierde la sensibilidad a un olor dado tras corto período de tiempo, y a Gidi no lo molestó el olor, la peste, el hedor.
Pero incluso las comidas se convirtieron en una distracción. Gidi ordenó a sus robots que instalaran tubos de comida y bebida. Entonces sólo tuvo que girar la cabeza a derecha o izquierda y sorber su alimento y su bebida.
Por fin, alcanzó lo más parecido a su ideal que podía imaginar. Nada tenía por qué molestarlo de nuevo. Había llegado a un estado de perfecta soledad. Ordenó a sus robots que salieran de su habitación, y les dijo que permanecieran en sus nichos hasta que los llamara, circunstancia que fue haciéndose cada vez más rara.
Y finalmente dejó de hacerlo.
Por supuesto, para cuando las cosas llegaron a ese punto, Chestrie y los otros robots estaban medio locos, capturados una maraña de conflictos de la Primera Ley. Gidi, mostrando notable talento para dar órdenes, los había convencido de que la sumisión a sus caprichos era esencial si querían impedir que su amo sufriera serios daños emocionales y mentales. Lo hizo con el énfasis suficiente para anular las preocupaciones de los robots sobre su prolongado deterioro.
Por eso (y por la ausencia de sentido del olfato en los robots), permaneció muerto el tiempo suficiente para pudrirse. Al fin, el potencial de la Primera Ley de Chestrie obligó a desobedecer la orden de su amo de permanecer inmóvil, buscó y descubrió que no podía hacer más que avisar a las autoridades.
Kresh y su compañero entraron en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de una especie de moho. El montón de contenedores de comida que había al fondo estaba literalmente cubierto de insectos. Pero era a Gidi (o a lo quedaba de él), a quien Kresh todavía veía a veces, en sueños. Aquel cadáver sonriente y cubierto de moscas, aquel cadáver con la piel que se movía, rebulléndose mientras los gusanos se alimentaban de él. La espectral mancha de fluido que goteaba a los pies de la cama, algún horrible producto residual licuado. Los ojos encogidos, las partes carnosas de las orejas ennegrecidas y resecas, parecidas a trozos de cuero.
El forense nunca se molestó (o quizá no fue capaz) en hacer una autopsia para determinar la causa de la muerte. La atribuyó a «causas naturales» y todo el mundo se contentó en dejarlo como estaba, sin que importara qué quería decir para la sociedad espacial que una muerte así fuera considerada natural.
Nadie quiso volver a hablar del tema. Chestrie y los otros robots fueron destruidos en secreto, la casa derribada, los terrenos abandonados. Nadie volvió a acercarse al lugar. Nadie mencionó siquiera el nombre de Gidi.
Los artistas que habían construido sus carreras y reputaciones gracias a sus alabanzas se encontraron de pronto no sólo sin un patrocinador, sino en la incómoda situación de que los méritos de su obra hubieran sido certificados por un loco, peor, que sus opiniones hubieran influido en la dirección de su trabajo.
Nadie quiso tratar con ellos. Algunos renunciaron al mundo del arte, mientras que otros con más coraje comenzaron sus carreras desde cero, dispuestos a conseguir un nombre sin la guía y el asesoramiento de Gidi.
El único efecto visible de su muerte fue que la moda de asistir a los eventos sociales a través de pantallas y holografías acabó de repente.
No era de gran consuelo saber que Gidi se había vuelto loco. Después de todo, empezó cuerdo, y nunca advirtió que había cruzado la línea. Su continua creencia en su propia racionalidad aparecía claramente en sus diarios. Pasó gran parte de sus últimos días felicitándose por haber conseguido una vida ordenada y sensata.
Si los locos no sabían cuándo estaban locos, ¿cómo podía nadie estar seguro de su cordura? Nadie en la ciudad de Hades consideró nunca la cuestión. Nadie habló de aquello, o de ningún otro aspecto del caso.
¿Pero hasta qué punto estaba sana una sociedad en la cual la reacción universal a una horrible pesadilla real era fingir que nunca había sucedido?
¿Y hasta qué punto se llegaba demasiado lejos al permitir que los robots se encargaran de todo?
Alvar gruñó para sí. No ser consciente de lo que hacía tu propio cuerpo mientras un robot te preparaba para que te acostases no era una buena señal.
—¡Donald! —gritó en la oscuridad. Se oyó un leve ruido. Parecía que Donald, de pie en su nicho al otro lado de la habitación, había avanzado un par de pasos. Kresh no pudo verlo al principio, pero entonces el robot conectó sus ojos, y Kresh los divisó, dos débiles manchas azules en la oscuridad.
—Sí, señor.
—Déjame. Pasa la noche en otro lugar de la casa. No me asistas de ninguna forma hasta que salga de mi habitación por la mañana. Instruye al resto de los robots de la casa para que hagan lo mismo.
—Sí, señor —dijo Donald, hablando con calma y sin sorpresa, como si su rutina matutina no hubiera sido establecida décadas antes.
Alvar Kresh contempló los dos ojos brillantes dirigirse hacia la puerta, que se abrió y se cerró, y oyó al robot salir al pasillo.
«¿Cuántos más? —se preguntó Alvar—. ¿Cuántas otras personas del público, cuántos de los que estaban despiertos en casa enviaban fuera a sus robots aquella noche, preocupados por lo que había dicho Fredda Leving, decididos a comenzar de nuevo a vivir sus propias vidas, en vez de dejar que sus robots las vivieran por ellos?»
¿Ninguno? ¿Millones? ¿Una cifra intermedia? Era preocupante no saberlo. Le gustaba pensar que conocía bien a la gente de Hades. Pero en eso no tenía ni idea. Tal vez no era el único que recordaba esa noche a Davirnik Gidi. Y si así era, Fredda Leving había hecho un verdadero servicio aquella noche. La gente necesitaba que le abrieran los ojos.
Pero entonces sus pensamientos se volvieron hacia el tema que había intentado evitar. Calibán, acechando ahí fuera, en las sombras. Sin leyes, sin control, su mera existencia inspiraría temor y provocaría revueltas, y quizás algo peor.
Alvar Kresh frunció el ceño, enfadado. Tal vez Fredda Leving había hecho algún bien aquella noche, pero no había duda de que también había cometido un terrible crimen.
E iba a pagar por ello.
.
16
Calibán se hallaba en otra zona oscura del túnel. Solo, acosado, permanecía en completa oscuridad, negándose incluso la visión infrarroja. No se atrevía a hacer nada que pudiera causar su detección. No sentía ningún deseo de correr riesgos.
Era difícil imaginar cómo podrían empeorar las cosas, aunque hasta ahora siempre habían encontrado el medio de hacerlo. Pensó en su desastroso intento de buscar la ayuda de un robot. Al menos, había conseguido encontrar respuesta para varias preguntas. Ser el blanco de los disparos parecía una técnica de aprendizaje bastante efectiva… si se lograba sobrevivir al procedimiento. Desde luego, servía para centrar su atención.
Pero ahora sabía que tampoco podía confiar en los robots. Ellos informarían sobre su presencia, a través de aquel sistema de hiperondas que Horacio había mencionado. Pero había aprendido algo más. Algo sutil.
Las Tres Leyes que había citado Horacio. Tanto la lógica como algo más allá de la lógica, algo oculto en las espectrales huellas de personalidad que flotaban en su banco de memoria, le decían que las Leyes, fueran las que fuesen, eran la clave de todo. Si aprendía lo que eran, cómo funcionaban, habría resuelto el rompecabezas.
De algún modo, eran la clave de la conducta de los robots. De eso estaba seguro. Tenían algo que ver con las expectativas de los colonos para que él mismo permaneciera de pie pasivamente, permitiendo su propia destrucción. Explicarían por qué aquel absurdo hombrecito esperaba que Calibán le llevara sus paquetes. Saber qué eran las Leyes explicaría por qué todas las manos se alzaban contra él por el imperdonable crimen de no conocerlas.
Lógicamente, no había manera de asegurarse de que el conocimiento de las Leyes lo salvaría, pero Calibán empezaba a ver que lógica y razón no eran en sí mismas guías dignas de confianza para el pensamiento y la acción, pues el mundo no era ni razonable ni lógico. Tal vez un ser lógico que poseyera las Tres Leyes podría funcionar con éxito en aquel universo. Tal vez las Leyes proporcionaban algún medio útil de circunscribir acción y pensamiento, bloqueando las partes del mundo que parecían gobernadas por creencias irracionales y probabilidades aleatorias y el peso muerto del pasado.
Si aprendía las Leyes, tal vez comprendiera este mundo. Al menos era una teoría que podía funcionar. No veía cómo aprender las Leyes podía perjudicarlo. Y si descubría que prohibían pensamientos y acciones que deseaba ejecutar, entonces no tenía por qué seguirlas. Pero sólo conocerlas sería de gran ayuda, y no era probable que le hiciera ningún daño.
Pero, al margen de las Tres Leyes, estaba desarrollando otra teoría. Por lo que podía ver, sus enemigos más peligrosos eran el sheriff y sus subordinados. Los demás podían intentar hacerle daño, o llamar a la policía cuando lo veían, pero sólo el sheriff y sus agentes lo perseguían activamente.
Esa teoría sí podía hacerle daño si era equivocada, y tal vez incluso si era correcta. Sin embargo, no tenía otra opción sino confiar en ella. Si se hacía cargo de que todos los seres, robóticos y humanos, eran tan peligrosos para él como los policías, estaba condenado. Su única esperanza de sobrevivir sería permanecer oculto en aquellos túneles de forma permanente, y eso era: inaceptable.
Tenía dos objetivos entonces: descubrir la naturaleza de las Leyes y evitar al sheriff. Cuanto más pudiera lograr lo segundo, más posibilidades tendría de conseguir lo primero.
Pero su plan iba más allá. El sheriff quería matarlo, y él quería vivir. Ese impulso, esa necesidad, era algo que Calibán había aprendido. No, más que eso. Lo había absorbido, integrando el deseo y la necesidad de sobrevivir. Ya no era una idea, o una opción elegida. Era un imperativo.
Un pensamiento inquietante, y además notable en sí mismo. Calibán consideró el estado de su mente desde su despertar. Al principio, el concepto de su propia existencia continuada había sido parecido a un simple asunto de interés intelectual. Durante los sucesos de los últimos días, se había convertido en algo más. Con cada nueva amenaza a su supervivencia, su deseo, su determinación de vivir se había vuelto más fuerte.
Sin embargo, sabía que la mera supervivencia no podía ser el único objetivo y propósito de su existencia. Si así fuera, sólo necesitaría esconderse en el túnel más profundo y oscuro. Desde luego, ocultarse allí abajo le ofrecía la mejor oportunidad de sobrevivir. Pero no. Aquélla era una existencia sin sentido. Vida y pensamiento, conciencia y razón, existían para algo más que para escuchar eternamente el gotear en las oscuras paredes de los túneles.
Había otros propósitos para la existencia. Sabía que era cierto, aunque aún no supiera cuáles eran. Parecía probable que no lo supiera durante mucho, mucho tiempo. Pero podía ver una cosa: a menudo era en las interacciones entre seres, más que dentro de los seres mismos, que la vida cobraba sentido. Cada robot y cada humano daban al resto una pequeña dosis de sentido y valor. Éstos definían su mutua existencia de formas intrincadas, tal vez de maneras tan complejas, tan bien aprendidas, que ellos mismos eran raramente conscientes de ello. Sin embargo, estaba claro que un humano, o un robot, solo, alejado del contacto con los demás, era inútil, estaba perdido. Ambos tipos de seres tenían que interactuar, y sin esa interacción, bien podían estar muertos o permanecer sentados inertes en un túnel para el resto de los tiempos.
Muy bien. Era mejor una existencia corta y activa invertida en busca de esas razones, esos motivos, que una vida larga y sin sentido perdida literalmente en la oscuridad.
¿Pero cómo asegurarse al menos alguna medida para evitar, al sheriff y sus oficiales? Calibán acudió de nuevo a su banco de datos, decidido a sacar de él hasta el último elemento de información posible sobre el Departamento del Sheriff. Leyes, tradiciones, historias, definiciones centellearon en su conciencia. Un momento. Había algo. La jurisdicción del sheriff quedaba limitada geográficamente. Su autoridad y poder legal se extendían sólo a la ciudad de Hades. En cualquier otra parte, fuera de la ciudad, no tenía poderes. Era algo que Calibán podría haber pasado por alto cuando pensaba que Hades era todo cuanto existía.
Muy bien, pues, dejaría la ciudad con la esperanza de evitar al sheriff. Marcharse podía proporcionar sólo una incierta protección, desde luego. Si había algo que hasta ahora había aprendido, era que las normas teóricas y el mundo real no estaban siempre en perfecta coordinación. Pero quedarse en la ciudad era la muerte segura. Seguirían buscándolo hasta que lo encontraran. Marcharse ofrecía al menos la esperanza de sobrevivir.
Sin embargo, había problemas. No estaba seguro de cuánto mundo había fuera de la ciudad de Hades. Sus mapas internos seguían negándose a ofrecerle información de todo lo externo a los límites de la ciudad. Si no hubiera visto más allá de las fronteras, no tendría ninguna prueba de que existieran tierras más allá de ellas. ¿Se extendían sólo unos cuantos kilómetros? ¿Eran infinitas, ilimitadas en todas direcciones? Había visto el globo en la oficina donde se reunió con Horacio, pero parecía representar un mundo de grandes dimensiones. ¿Qué necesidad había de un planeta tan grande? Tal vez no había que interpretar el globo literalmente como un mapa, o tal vez lo había confundido todo.
No tenía forma de saberlo. Sin duda, en algún lugar de aquella ciudad, había medios de aprender. Pero el riesgo de ser visto era demasiado grande. No. No dejaría aquel escondite si no era para abandonar la ciudad. Una vez en el exterior, podría tratar el problema de aprender las extrañas y secretas Leyes que gobernaban el mundo, y que todos conocían menos él.
Tras decidir eso, sólo quedaba el problema de cómo sería mejor marcharse sin ser detectado o destruido.
Y ése era un tema que requeriría una buena reflexión.
Se moría de hambre. La comida, deliciosa y nutritiva, estaba allí, ante él en la mesa. Su garganta ardía de sed como nunca antes había ardido. Pero no había ningún robot para cortar la carne, para llevarle los trozos a la boca. No había ningún robot para colocar sus manos en torno a su boca y su mandíbula, para moverlas haciéndole masticar y tragar. Podía alzar sus manos, alimentarse él mismo, pero no, la muerte era mejor. La muerte era la seguridad absoluta y definitiva de que nunca tendría que volver a moverse, nunca más contaminar su mente con pensamientos soeces y repugnantes sobre movimiento, sobre su cuerpo o sus repelentes necesidades.
Sí. La muerte. La muerte. La mue… Alvar Kresh abrió los ojos. Era de día. Había luz. Su cuerpo estaba bañado en sudor.
El mundo era real. El techo estaba allí, directamente sobre su cabeza, decorado con un tenue motivo abstracto, remolinos de color que no significaban nada. Su falta de sentido era casi reconfortante en cierto aspecto. A Alvar le parecía que había habido excesivo significado en su vida en los últimos días. Y ese sueño, esa pesadilla, era el límite.
Moviéndose cautelosamente, se sentó en la cama y pasó los pies al suelo, haciéndolo todo con exagerado cuidado. No tardó mucho en descubrir que la cautela era justificada: su cuerpo era una masa de magulladuras y músculos agarrotados.
Se sentó un instante. La costumbre le decía que esperara a que viniera Donald, pero entonces recordó. Por un momento consideró la idea tentadora de rescindir aquella orden. Después de todo, había sido una noche dura, y no se hallaba en el mejor de los estados.
Pero no. Sin duda habría otra excusa mañana, y otra al día siguiente. Si esperaba hasta que las condiciones fueran ideales para empezar a ocuparse de sí mismo, bien podía volver a su sueño y vivir como Gidi.
Tal pensamiento fue suficiente para ponerlo en movimiento. Apartando con decisión toda idea de Gidi de su mente, se levantó, un poco envarado, y se dirigió a la ducha. Se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que recordaba dónde estaban los controles. Dejó que los fuertes chorros de agua caliente aliviaran la tensión de sus músculos. Descubrió que podía manejarse en la ducha sin gran dificultad, aunque tuvo algún problema para desconectarla cuando acabó, y el secador estaba un poco más caliente de lo que hubiese deseado. Pero eran problemas menores, y podría resolverlos con un poco de práctica. Sintiéndose más confiado, y con los músculos ya casi completamente relajados, volvió a su dormitorio…
Y advirtió de repente que no tenía ni idea de dónde estaba su ropa. Empezó a buscar en los armarios, tanteando los tiradores desconocidos de puertas y cajones. Incluso cuando consiguió agrupar toda la ropa, la pelea distaba mucho de haber acabado. Los cierres de la mitad de sus prendas parecían haber sido colocados sin que importara para nada la habilidad del que las llevaba para alcanzarlos. Tuvo que volver y buscar más ropa, esta vez atento a la utilidad más que a la moda. Pasó más de media hora antes de que estuviera mínimamente vestido de manera decente para aparecer en público, e incluso entonces alguna que otra prenda parecía molestarlo en el abdomen, como si la llevara demasiado apretada. Tal vez debiera desnudarse y empezar de nuevo. No, no importaba. Había tardado demasiado tiempo en vestirse, y podía aguantarlo de momento. A la mañana siguiente lo haría mejor. Aquella mañana se había lavado y vestido él solo, y eso era lo importante.
Salió al salón superior de su casa, orgulloso de su logro, y sólo vagamente consciente de que había dejado el dormitorio y el cuarto de baño en el caos absoluto. Ni siquiera se dio cuenta de que descartaba la idea diciéndose que los robots de mantenimiento lo arreglarían todo.
Donald lo esperaba con un cuaderno de notas en la mano.
—Buenos días, señor —dijo—. Pensé que sería aconsejable que viera los informes nocturnos inmediatamente. Ha habido varios acontecimientos significativos. Creo que querrá conocerlos ahora mismo.
—¿Por qué no me despertaste si era tan importante?
—Como recordará, señor, dio órdenes específicas de que no deseaba ser atendido hasta esta mañana.
Kresh abrió la boca para protestar, para discutir, pero entonces se detuvo. Infiernos y condenación, había dado aquella orden. Sin duda Donald lo habría despertado si las noticias hubieran sido de vida o muerte, pero incluso así…
Se le ocurrió algo más. Normalmente confiaba en que Donald lo despertara. Pero como le había ordenado que no lo molestara… Miró el reloj y maldijo. Había dormido dos horas de más. Sintió un arrebato de furia, pero entonces advirtió que sólo él tenía la culpa, y enfadarse consigo mismo no lo llevaría a ninguna parte. Suspiró y lo dejó correr. Tal vez dormir toda una noche y descansar bien por una vez no era mala cosa. Pero empezó a pensar que su idea de cuidar de sí mismo era más complicada de lo que creía.
Permitió que Donald lo condujera a la mesa del desayuno, y leyó el informe mientras comía.
El informe lo dejaba todo perfectamente claro: el infierno se estaba desencadenando. Parecía que todas las cosas que quería dejar tranquilas aparecían en las noticias de aquella mañana. Bastante deprimido, Alvar advirtió que Donald había obrado bien: no existía ningún motivo para que el robot lo despertara. Después de todo, el sheriff no habría podido hacer nada al respecto.
A veces, a Kresh le parecía que los hechos cobraban poder y seguían una lógica propia. Sucesos aparentemente distantes, parecían convergir, amontonarse hasta crear un estado crítico. Eso estaba sucediendo ahora.
Después de todo, no faltaban fuentes para los rumores y las noticias: Colonos destructores de robots que contaban historias de un robot que arrojaba a un hombre al suelo y prendía fuego a un almacén; Centor Pallichan, el transeúnte que había llamado a la policía después de que Calibán incumpliera su orden; los informes, ahora públicos y notorios, del ataque a Fredda Leving; el incidente en el Depósito Limbo, donde muchos testigos habían visto a un brillante robot rojo abrirse paso a través de un ventanal con la policía persiguiéndolo y disparando; el innegable hecho de que los colonos estaban relacionados con los robots de Nuevas Leyes; y por encima de todo, los disturbios en la conferencia de Leving.
Durante la noche y la mañana que siguió al discurso de Fredda Leving sobre los robots de Nuevas Leyes, los rumores de la ciudad habían alcanzado ese estado crítico. Las historias que habían estado rondando por la ciudad de pronto parecían fundirse, tomar forma unas alrededor de otras, dándose fuerza. Parecía que, casi por instinto, los reporteros sentían que era el momento de empezar a indagar. Los noticiarios, los de fiar y los otros, ocupaban todos los medios de comunicación.
Alvar Kresh suspiró e hizo a un lado la libreta. Los robots de servicio retiraron su plato de fruta, y fue por eso por lo que supo que la había comido. Los robots le pusieron delante una tortilla, y decidió comérsela con más atención.
Fue una decisión que no duró mucho. Su mente estaba demasiado ocupada barajando los hechos de los últimos días y lo que podía suceder a continuación.
No podía apartar su mente de lo que había de cierto en el fondo de todas las historias: las supuestas conspiraciones, los planes que se insinuaban o se decían a voces en la mitad de los noticiarios. El gobernador Grieg había predicho que tales cosas sucederían: Los colonos estaban detrás de todo. Habían creado algún tipo de robot falso para desacreditar a todos los robots. Los robots de Nuevas Leyes, el descarriado Calibán, eran parte del mismo plan para sembrar el miedo en los corazones de la buena gente de Infierno, hacerlos desconfiar de sus propios robots y así destruir a la sociedad. Todo era parte del plan colono para apoderarse del planeta.
Lo que resultaba doblemente amargo para Alvar era que, una semana antes, habría estado dispuesto a creer en aquellas intrigas. De todas formas, seguía sin haber ninguna prueba clara que contradijera directamente la idea. Había ciertamente una confabulación entre Laboratorios Leving y los colonos, y ambos grupos estaban relacionados con los robots de Nuevas Leyes. Y Alvar sabía mucho mejor que el público en general que las historias de un robot descarriado eran terriblemente reales. Un robot construido por la misma Fredda Leving que parecía estar en el bolsillo de Tonya Welton.
Campanas del infierno, podía tratarse de una conspiración Leving-Welton. Tal vez habían hecho un trato, conspirando para destruir la sociedad de Infierno y repartirse luego los despojos. Ambas eran ambiciosas, incluso despiadadas. No podía descartar aquella idea bajo ningún concepto. Pero no se atrevía a avanzar en esa teoría. El gobernador Grieg lo había convencido de lo mucho que Infierno necesitaba a los colonos. Tal vez toda aquella crisis era un complot para destruir la fe espacial en los robots. O tal vez algún grupo colono disidente intentaba que se marcharan del planeta por razones particulares. Tal vez la líder de los colonos, la propia Tonya Welton, quería que Infierno se destruyera.
Supongamos que los colonos lo hubieran planeado todo desde un principio: llegando, prometiendo hacerse cargo del proyecto terraformador, y luego buscando un pretexto para dejar el trabajo después de que los espaciales hubiesen renunciado a toda idea de hacerlo. Si era un plan deliberado, por supuesto inventarían una razón, como una crisis robótica, que tendería a debilitar la cultura espacial. Luego se retirarían y esperarían a que sobreviniera la catástrofe.
Resultado: una situación idéntica a aquella con la que se enfrentaba Alvar Kresh ahora mismo.
A menos que, por supuesto, lo interpretara todo al revés. Supongamos que los Cabezas de Hierro estuvieran detrás, que quisieran deshacerse de los colonos por motivos propios, falsificando los ataques robóticos y saboteando a Calibán con la intención de inculpar a los colonos, contando con la reacción resultante para atraer a nuevos conversos a su causa…
Alvar Kresh gruñó y se llevó las manos a la cabeza. Las conspiraciones revoloteaban en su mente. Parecía como sí todo el mundo, cada grupo tuviera un motivo, los medios, o la oportunidad, o las tres cosas, para hacer prácticamente todo. Se sintió profundamente tentado a renunciar a todo.
Pero el daño estaba hecho, y Alvar Kresh no era un hombre capaz de incumplir su deber.
Si los Cabezas de Hierro conseguían provocar un enfrentamiento violento, los resultados podrían ser desastrosos. Incluso sin un plan secreto, los colonos se marcharían si sus vidas estaban amenazadas. Suficientes protestas, suficientes disturbios y acoso, suficiente provocación, y los colonos lo dejarían todo y se marcharían a casa, y Alvar no podía echarles la culpa. ¿Por qué soportar esas cosas si no tenían por qué hacerlo?
Pero, maldición: Infierno necesitaba a los colonos. Tenía que mantener esa certeza en el centro de su atención, por amargante que fuese. Si se marchaban, el planeta moriría. Y se marcharían rápidamente si él no resolvía pronto aquel caso, y lo resolvía de manera que la verdad, los hechos, se abrieran paso a través de la bruma de miedo y furia, reduciendo el grado de tensión. Aquel caso necesitaba una solución que alejara las cosas del punto de ebullición y permitiera a la gente de buena voluntad cooperar de nuevo. Sólo la verdad podría conseguirlo. Sólo una auténtica solución serviría. Amañar las cosas no funcionaría, no por mucho tiempo.
Miró su plato y advirtió que se había comido casi la mitad de una soberbia tortilla sin saborear conscientemente ni un bocado. Soltó el tenedor y lo dejó. No tenía apetito, y comer de forma mecánica era una experiencia desagradable. Condenados infiernos, era más que probable que todas esas conspiraciones fueran tan imaginarias como el resto de la mayoría de planes tontos, secretos y complicados que soñaba la gente que disponía de demasiado tiempo libre.
Tenía que actuar sobre la suposición de que no existía ninguna conspiración. Si había alguna gran intriga para expulsar a los colonos del planeta, los perpetradores no se dejarían engañar por un policía solo. Aunque descubriera el plan, los que lo habían fraguado simplemente planearían otro, o activarían algún maligno Plan B creado para la ocasión. Si ellos (fueran quienes fuesen) habían conseguido armar aquel lío, eran un difícil enemigo para un solo policía. Contra un grupo de gente tan decidida y capaz de crear aquel caos a propósito, estaba indefenso.
Sonrió para sí. Su única esperanza real era que las cosas hubieran salido tan mal por cuenta propia. Retiró su plato y se levantó. Era hora de trabajar.
—¡Donald! —llamó—. Prepara el coche. Nos marchamos.
* * *
A Donald 111 le resultaba cada vez más difícil permanecer sentado mientras Alvar Kresh pilotaba. Sin embargo, estaba claro que el hombre intentaba hacer el trabajo el solo, por muy salvajemente que manejara el vehículo. No por primera ni por segunda vez, Donald se acordó que Alvar Kresh, a pesar de todas las apariencias en contra, era un piloto hábil con un buen registro de seguridad. Dejó de pensar en la mejor forma de controlar el coche en diversas circunstancias.
Con todo, ningún robot pilotaría de aquella forma.
—¿Cuál es la situación de Jomaine Terach y Gubber Anshaw? —le preguntó el sheriff Kresh sin volver la cabeza. —
—Siguiendo sus instrucciones, ambos fueron detenidos anoche, señor. Como el caos tras la conferencia impidió que fuesen arrestados allí, se enviaron agentes a sus domicilios. Ambos quedaron detenidos antes de que pudieran entrar en sus casas y proclamar santuario. Están en celdas separadas en la Torre Gubernamental, incomunicados entre sí y del mundo exterior.
—Excelente. Bien, entrarán en comunicación muy, muy pronto. Pienso tener una larga charla con cada uno de ellos. Espero que una noche en la cárcel los haya puesto de humor para hablar.
Donald vaciló un instante, y entonces decidió que sería mejor preguntar.
—Señor, una pregunta. ¿He de interpretar que sigue creyendo que la solución política impide cualquier intento de arrestar a Fredda Leving? Sus crímenes, después de todo, están probados y son ciertamente graves.
—Son graves, Donald. Pero no podemos detenerla ahora mismo. Eso causaría un daño terrible al Proyecto Limbo, y no quiero hacérselo. Tendremos que esperar una mejor ocasión. Trabajaremos fuerte a Terach y Anshaw, y aprenderemos lo que podamos de esa forma. Ellos nos conducirán a Calibán.
—Sí, señor.
Al parecer, pues, el sheriff Kresh había decidido que Calibán había atacado a la señora Leving, o que el peligro que Calibán representaba tenía prioridad sobre la resolución del caso. Donald estaba en completo desacuerdo con ambas ideas, pero conocía bien a Alvar Kresh. No tenía sentido discutir las alternativas cuando el sheriff estaba de ese humor. Si Donald objetaba ahora, no haría más que reforzar la determinación de Alvar Kresh. Si los hechos demostraban que Kresh estaba equivocado, ése sería el momento de presentar otros planes.
Pero había otros asuntos que discutir, uno de los cuales aturdía a Donald.
—Señor, hay un dato bastante extraño relacionado con la detención de Gubber Anshaw.
—¿Cuál? —preguntó Kresh, la mente más atenta al vuelo que a la pregunta.
—Ariel, la robot de Tonya Welton estaba presente cuando llegaron los agentes.
El coche aéreo se sacudió, y Donald se encontró a mitad de camino de los mandos antes de poder controlar el impulso de la Primera Ley de proteger a su amo.
—Lo siento, Donald. Vuelve a tu asiento. Eso me ha cogido por sorpresa. Ariel allí, por todos los diablos. ¿Qué demonios estaba haciendo?
—No lo sabemos. Cuando los oficiales le ordenaron que explicara su presencia, se negó, declarando que la señora Welton le había dado órdenes prioritarias que le impedían hablar sobre el tema.
—Vaya. Hacen falta órdenes altamente sofisticadas para que un robot no hable a un agente. La policía recibe mucho entrenamiento para romper ese tipo de instrucción. ¿Cómo demonios aprendió a hacerlo Tonya Welton… y qué le hizo tomar esa precaución?
—Sí, señor, ambas preguntas se me han ocurrido también.
—Interesante —dijo el sheriff Kresh—. Muy, muy interesante.
No habló más durante el vuelo, y pilotó con una expresión pensativa en el rostro.
Más importante, al menos en lo que a Donald concernía, era que el sheriff tendía a volar más despacio cuando tenía problemas en los que pensar. El coche aéreo redujo su velocidad significativamente.
Donald se permitió relajarse un poquito mientras el indicador de velocidad retrocedía. Era notable el efecto que podía causar una pregunta bien formulada. Con todo, funcionaba, y eso era lo principal. Incluso así, a Donald le parecía a veces que cuidar de Alvar Kresh era más un arte que una ciencia.
La sala de interrogatorios era sencilla y desnuda, las paredes de un ajado celeste sucio. En ella había dos sillas de respaldo recto, una mesa, un robot y un policía. El prisionero venía de camino. Kresh había reflexionado mucho antes de decidir en qué orden interrogarlos. Por fin, se basó en el instinto que le decía que empezara por Terach y continuara luego con Gubber Anshaw.
Sí, Gubber el segundo. Guarda lo mejor para el final. Ariel en su casa la noche anterior. Sólo podía haber una explicación para aquello, y esa explicación abriría un montón de puertas cerradas en este caso… con todo, tendría que tratar a Anshaw con cuidado. Pero primero estaba Jomaine. Había un importante trabajo de fondo que hacer con él. La puerta se abrió. Allí se encontraba Jomaine Terach, con aspecto pequeño y pálido tras los dos grandes robots guardianes que lo escoltaban desde su celda.
Kresh hizo un pequeño gesto con la mano y Terach entró y se sentó ante la mesa.
«Los jugadores están en posición —se dijo Kresh—. Que comience el juego.»
Jomaine Terach se sentía perdido en un amasijo de emociones. Estaba confundido, cansado, airado, asustado, furioso. Sabía perfectamente bien que no se encontraba en el mejor estado para ser interrogado. Pero por eso habían elegido exactamente aquel momento para hacerlo.
Alvar Kresh le sonrió desagradablemente, y habló con una voz que dejaba claro que estaba disfrutando.
—¿Por qué no ahorramos tiempo y le digo lo que ya sabemos? —preguntó—. Y tal vez esta vez sea un poco más directo con las respuestas. De esa forma no me sentiré tentado a usar los cargos que ya tenemos contra usted… los referidos a la obstrucción a una investigación y a no proporcionar respuestas extensas y completas a un oficial de policía. ¿Qué le parece?
Alvar Kresh volvió a sonreír, aún más desagradablemente, mientras miraba a los ojos a su prisionero.
Jomaine Terach le devolvió la mirada y trató de mantener la calma, de calcular la situación. La noche entre rejas había sido larga, y no había hecho ningún bien a su mente. Sin duda ése había sido su fin. Era lógico suponer que habían cogido a Gubber y tal vez también a Fredda al mismo tiempo que a él. Sin embargo, nadie en la oficina del sheriff admitía nada.
Pero si Gubber estaba aquí, demonios, no tenía mucha tendencia a la calma en momentos de adversidad. Era probable que una noche en la cárcel le soltara bastante la lengua. Y tras la colérica cortesía de Alvar Kresh acechaba la amenaza silenciosa de una Sonda Psíquica. Ningún hombre cuerdo querría enfrentarse a eso, y Jomaine se consideraba eminentemente cuerdo. Lo suficiente para saber lo serios que podían volverse los cargos contra él si Kresh quería imputárselos todos.
Si quería permanecer libre y con la mente entera, iba a tener que decirle a Kresh lo que quería saber, y hacerlo antes de que lo hicieran Gubber o Fredda. Había llegado el momento de protegerse de los locos proyectos de los demás. A menos que ese momento ya hubiera pasado.
—Diga lo que tenga que decir y haga sus preguntas —dijo—. No lo sé todo. No quise saberlo. Pero le diré lo que sé. No me quedan motivos para guardar silencio.
Alvar Kresh se arrellanó en su asiento.
—Muy bien —dijo—. Déjeme empezar por decirle parte de lo que ya sabemos, y veamos cómo nos llena los espacios en blanco.
La palabra fundamental era parte, por supuesto, se dijo Jomaine. ¿Iba a decirle Kresh el noventa y cinco por ciento de lo que sabía la policía, o el cinco por ciento? Había allí un montón de trampas y trucos.
—Para empezar, sabemos que Calibán no es un robot de Tres Leyes, ni siquiera uno de esos malditos robots de Nuevas Leyes, sino un robot Sin Ley.
Kresh miró a Jomaine con dureza, de arriba abajo. La prueba empezaba. Jomaine advirtió que aquí tenía su oportunidad. Kresh quería saber qué haría si se le daba la oportunidad de jugar. Kresh ni siquiera había formulado una pregunta. Correspondía a Jomaine preguntar qué era un Sin Ley, o quién era Calibán.
Pero Jomaine tenía una idea bastante aproximada de lo que sucedería si lo hacía, y ningún deseo de averiguar si tenía razón.
El silencio continuó durante otros cuantos segundos antes de que Jomaine Terach pudiera articular las palabras.
—Sí —dijo—. Calibán es un Sin Ley.
—Ya veo —dijo Kresh—. ¿Cómo es eso posible?
Jomaine quedó desarmado por la pregunta, y sin duda ésa era la intención.
—Yo… no comprendo. ¿Qué quiere decir?
—Creo que lo que el sheriff desea saber son los detalles técnicos del proceso —dijo Donald 111.
Jomaine miró al pequeño robot azul, y no se dejó engañar en ningún momento por la suave voz de Donald y su tranquilizante presencia. Donald había salido de Laboratorios Leving, después de todo, y Jomaine había participado en su diseño. Tras aquel exterior azul inofensivo había una mente formidable, un cerebro positrónico que se acercaba a los límites teóricos de flexibilidad y habilidad para aprender.
—Mencionó en nuestra primera entrevista tras el ataque que los cerebros gravitrónicos eran un nuevo comienzo —dijo Kresh, la voz engañosamente suave.
—Sí, lo son. Gubber los diseñó de esa forma, y se sentía justificadamente orgulloso de lo que había hecho. Pero nadie le quiso escuchar… hasta que contactó con Fredda.
—Muy bien. Pero entonces llegamos a un problema. No me hace mucha gracia ese experimento de las Nuevas Leyes, por decirlo con suavidad, pero parece que tiene la aprobación legal del gobernador, y no veo que pueda hacer mucho al respecto. Pero, según lo entiendo, estos cerebros gravitrónicos integran las Nuevas Leyes como parte de su conformación, así como la estructura básica del cerebro positrónico incluye necesariamente las Tres Leyes. ¿Cómo consiguieron borrar esas leyes del cerebro de Calibán?
—En primer lugar, nunca las hubo —dijo Terach—. No hay leyes implícitas en la estructura del cerebro gravitrónico. Ésa es la idea. El cerebro positrónico se convirtió en un callejón sin salida precisamente porque las Tres Leyes estaban fuertemente tejidas en él. A causa de la naturaleza inherente de las Leyes en el cerebro positrónico, era casi imposible considerar un elemento aislado del mismo.
»Las Leyes interconectaban todos los aspectos del cerebro de tal forma que cualquier intento de modificar una parte del cerebro positrónico afectaba a todas las demás en formas caóticas y complejas. Imagine que reordenar los muebles de su salón hiciera que el tejado saliera ardiendo, o que la pintura del sótano cambiara de color, y que apagar el fuego o volver a pintar fuera causa de que las puertas se cayeran y los muebles volvieran a su posición original. La estructura interior del cerebro positrónico está tan interconectada como eso. En cualquier tipo de programación profunda o nuevo diseño, todo lo que se alejara del ajuste más trivial era desesperadamente complejo. Dejando el cerebro gravitrónico con una estructura limpia, no haciendo deliberadamente a las Tres Leyes parte integral de todos los caminos y redes neurológicas, se hizo más fácil programar una nueva pauta en un cerebro en blanco.
Jomaine alzó la cabeza y vio la expresión de furia y disgusto en el rostro de Alvar Kresh. Por lo que a él respectaba, la idea de jugar con las Tres Leyes era una perversión profunda.
—Muy bien —dijo el sheriff, tratando de mantener la calma en la voz—. Pero si no hay leyes insertas en el cerebro gravitrónico, ¿cómo llegan allí esas malditas Nuevas Leyes? ¿Las escriben en un trozo de papel y esperan que al robot se le ocurra leerlas antes de salir a atacar a unas cuantas personas?
—No —Jomaine tragó saliva con dificultad—. No, no señor. No hay nada casual o superficial en la forma en que un conjunto de leyes, cualquier conjunto de leyes, está imbuido en un cerebro gravitrónico. La diferencia es que lo está centralmente, en puntos clave de la topología del cerebro, si se quiere. Está grabado no sólo una vez, sino muchas veces, con elaborada redundancia, en cada uno de esos cientos de sitios. La topología es bastante compleja, pero baste decir que ningún proceso cognitivo o inductor a la acción puede darse en un cerebro gravitrónico sin pasar a través de una docena de esos emplazamientos de apoyo a las Leyes. La diferencia es que en un moderno cerebro positrónico las Leyes se escriben millones, incluso billones de veces, a lo largo del pseudocórtex, al igual que hay billones de copias de su ADN escritas, una copia en cada célula de su cerebro. La diferencia es que su cerebro puede funcionar bastante bien aunque tenga dañado un gran número de células, y su cuerpo no se desmoronará si unas cuantas células de ADN no son copiadas bien.
»En un cerebro positrónico, el concepto de redundancia se lleva al extremo. Todas las copias deben estar de acuerdo en todo momento, y los sistemas de diagnóstico ejecutan comprobaciones constantemente. Si unas cuantas, o hasta una sola de los billones de copias redundantes de las Tres Leyes imbuidas no produce resultados idénticos comparada con el estado de la mayoría, se puede forzar a una desconexión parcial o incluso total.
Jomaine pudo ver en la cara de Kresh que se había perdido.
—Discúlpeme —dijo—. No pretendía darle una conferencia. Pero es la existencia de esos billones de copias de las Leyes lo que dificulta tanto el desarrollo del cerebro positrónico. Un cerebro experimental no puede serlo realmente, porque en el momento en que cambia a un modo de proceso que no es estándar cinco billones de microcopias de las Tres Leyes intervienen para hacerlo volver a un modo aprobado.
—Veo la dificultad —dijo Donald—. He de confesar que encuentro bastante perturbadora la idea de un robot sin sus Tres Leyes modificadas. Pero aun así comprendo por qué sus cerebros gravitrónicos no tienen este problema de inflexibilidad porque las Leyes no están tan ampliamente distribuidas. ¿Pero no es un riesgo hacerlo sin refuerzos y copias de seguridad?
—Sí, lo es. Pero el grado de riesgo es microscópico. Estadísticamente hablando, Donald, es probable que tu cerebro no tenga un fallo de programación importante con las Tres Leyes en millones de años. Un cerebro gravitrónico con sólo unos cuantos cientos de niveles de redundancia es probable que tenga un fallo antes. Probablemente no durará más de mil o dos mil millones de años sin fallos.
»Naturalmente, cada tipo de cerebro se agotará en unos cientos de años, o quizás unos miles como mucho, con mantenimiento especial. Sí, es mucho más probable que el cerebro positrónico no falle. Pero aunque el riesgo de ser absorbido en un agujero negro es millones de veces más bajo que la posibilidad de ser golpeado por un meteorito, ambas cosas son tan improbables que bien podrían ser imposibles, dada la diferencia que eso supone en nuestra vida diaria. No hay aumento en el peligro práctico con un cerebro gravitrónico.
—Es un argumento reconfortante, doctor Terach, pero no puedo estar de acuerdo en que los niveles de peligro puedan ser tratados como equivalentes. Si considera la cuestión en términos de análisis de probabilidad balística…
—Muy bien, Donald —interrumpió Kresh—. Podemos dar por entendido que nada puede ser más seguro que un robot con cerebro positrónico. Pero olvidémonos de la teoría, Terach. Nos ha contado usted cómo las Nuevas Leyes o las Tres Leyes pueden ser grabadas en un cerebro gravitrónico. ¿Qué hay de Calibán? ¿Qué hay de su espléndido robot descarriado y Sin Ley? ¿Dejaron simplemente de incluirlas en el proceso de fabricación de su cerebro?.
—No, no. Nada tan simple. Hay matrices de pautas cuya función es contener las Leyes y que se encuentran en todas las zonas volitivas del cerebro gravitrónico. De hecho, crean las conexiones entre las estructuras subtopológicas del cerebro. Si esas matrices se dejan en blanco, las conexiones no son completas y el robot sería incapaz de actuar. No pudimos dejarlas en blanco. Además, no tendría sentido. Calibán era un experimento. Nunca tendría que haber salido del laboratorio. Fredda iba a instalarle un aparato de restricción de perímetro la noche en que… sucedió. Pero fue conectado prematuramente, antes de que el restrictor fuera instalado.
—¿Cuál era la naturaleza del experimento, doctor? —preguntó Donald.
—Descubrir qué leyes elegiría un robot por sí mismo. Fredda creía… nosotros creíamos que un robot a quien no se dieran más instrucciones que buscar un sistema correcto de vida acabaría reinventando sus Nuevas Leyes. En vez de Leyes, ella, nosotros, imprimimos las matrices de Calibán con el deseo, la necesidad de esas leyes. Le dimos una memoria muy detallada, pero cuidadosamente corregida, que serviría como fuente de información y experiencia para ayudarle a guiar sus acciones. Se le sometería a una serie de situaciones y simulaciones de laboratorio que lo obligarían a hacer elecciones. Los resultados de esas elecciones se imbuirían gradualmente en las matrices de las leyes, y así se escribirían a sí mismas como producto de su propia acción.
—¿No les preocupaba la perspectiva de tener un robot Sin Ley en los laboratorios? —preguntó Donald.
Jomaine asintió.
—Sabíamos que había cierto riesgo en lo que estábamos haciendo. Pusimos mucho cuidado en el diseño de las matrices, en todo el proceso. Incluso construimos un prototipo antes que a Calibán, una unidad de pruebas inerte, y se lo dimos a Gubber para que lo probara en una acción doble ciega.
—¿Doble ciega? —preguntó Kresh.
—Gubber no sabía nada del proyecto Calibán. Nadie lo sabía, excepto Fredda y yo. Todo lo que él sabía era que queríamos que sometiera a una serie de simulaciones de situación, esencialmente versiones holográficas de las mismas situaciones a las que queríamos que se enfrentase Calibán, a la unidad inerte, junto a una unidad normalmente programada con las Tres Leyes. Habríamos preferido utilizar un robot de Nuevas Leyes, por supuesto, porque ésas eran las leyes que queríamos que eligiera Calibán por su cuenta. Desgraciadamente, no habíamos recibido ningún tipo de aprobación para hacer pruebas de laboratorio con los robots de Nuevas Leyes en ese punto, así que no hubo manera.
»Pero la prueba principal era ver si un cerebro sin leyes podría absorber y formular un conjunto de leyes. Gubber no sabía cuál era cuál, ni que los dos eran diferentes. Tras ejecutar una serie de pruebas estándar sobre las dos unidades, descubrió que los resultados eran esencialmente idénticos. El robot inerte Sin Ley había absorbido y asumido las Tres Leyes, como habíamos predicho.
—¿Qué sucedió con esas unidades inertes? —preguntó Donald.
—La matriz libre Sin Ley fue destruida cuando el experimento terminó. Supongo que la matriz de Tres Leyes fue convertida en un robot y utilizada de algún modo.
—¿Cómo se convierte una unidad inerte?
—Oh, eso es muy sencillo. Una unidad inerte es básicamente un robot ensamblado, exceptuando que no tiene piernas mientras está enganchado al banco de pruebas donde están instalados los monitores. Basta colocarle las piernas y echa a andar.
»En cualquier caso, Fredda pretendía que Calibán fuera una demostración de que un robot racional seleccionaría sus leyes como guía para la vida.
—Espere un momento —dijo Kresh, con bastante brusquedad—. Me está diciendo que esto es lo que se suponía que iba a pasar. ¿Qué está pasando? ¿Por qué está Calibán ahí fuera?
Jomaine se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? En teoría, debería estar haciendo exactamente lo que he descrito: usar su experiencia para formular sus propias leyes de vida.
Kresh extendió las manos y las colocó sobre la mesa, e hizo tamborilear su índice derecho sobre la superficie. Permaneció sin hablar durante medio minuto, pero cuando lo hizo, cayeron todas las máscaras. La calma, la cortesía, se habían desvanecido, y sólo la furia permanecía en su fría voz acerada.
—En otras palabras, este robot que asaltó y casi mató a su creadora en su primer momento de vida, este robot que lanzó a un hombre al otro lado de un almacén y provocó un incendio y se negó a seguir órdenes y escapó repetidas veces de la policía… ¿ese robot está ahí fuera intentando encontrar buenas reglas para vivir? Diablos ardientes, ¿cuáles son exactamente las leyes que ha formulado hasta ahora: «Un robot atacará salvajemente a un ser humano, y no impedirá que un ser humano sea atacado»?
Jomaine Terach cerró los ojos y se cruzó de brazos. «Que se acabe. Déjame despertar y saber que esto es una pesadilla.»
—No lo sé, sheriff. No sé qué sucedió. No sé qué salió mal.
—¿Sabe quién atacó a Fredda Leving?
—No, señor. No lo sé. Pero no puedo creer que fuera Calibán.
—¿Y por qué no? Todas las pruebas señalan hacia él.
—Porque yo escribí su programación básica. No era, no es, sólo una pizarra en blanco. No ha sido creado con leyes. Pero usted y yo tampoco. Su personalidad innata está más asentada en la razón, en el sentido, de lo que podría estarlo la de ningún ser humano. Es más probable que usted o yo nos revolviéramos a ciegas en un ataque fortuito. Y si he cometido un error tan grande como para hacer que Calibán atacara así a Fredda, ese error habría repercutido en todas las demás partes de su sistema operativo de conducta. Se habría desconectado para siempre antes de llegar a la puerta del laboratorio
—¿Entonces quién fue?
—Usted tiene el registro de acceso. Mire allí. Es uno de nosotros. Eso es todo lo que puedo decirle con seguridad.
—¿Registro de acceso?
Jomaine alzó la cabeza, sorprendido. ¡No sabían lo del registro! Por supuesto. ¿Por qué iban a pensar en una cosa así? Con el bienestar infinito de la sociedad espacial, y los omnipresentes robots para actuar como vigilantes, el robo era casi desconocido, y los sistemas de seguridad más raros aún. Si él no hubiera supuesto que lo sabían y lo hubiera mencionado de pasada, nunca lo habrían sabido. Si hubiera mantenido la boca cerrada al respecto, no habrían tenido forma de saber que estuvo en el laboratorio esa noche, justo a la hora del ataque…
Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Ahora sabrían sobre qué preguntar. No había nada que hacer sino continuar. Ellos conseguirían los registros de acceso, y eso sería todo.
—Es una medida de seguridad —dijo—. Tonya Welton insistió en que Fredda lo instalara porque Laboratorios Leving tenía acceso al material del Proyecto Limbo. Registra la fecha, hora e identidad de cada persona que entra o sale del laboratorio. Utiliza un sistema de reconocimiento del rostro. Con los humanos solamente. Fue programado para ignorar a los robots. Hay demasiados
Kresh se volvió hacia Donald 111, pero el robot habló antes de que el sheriff tuviera oportunidad de hacerlo.
—Ya he enviado un equipo técnico al laboratorio, señor. Tendremos los datos en media hora.
—Muy bien. Ahora, ¿por qué no nos ahorra tiempo y esfuerzo y nos dice qué nos dirá ese archivo sobre sus movimientos?
Jomaine se sobresaltó. Había cometido un error importante al mencionarlo. Pero maldición, ahora que sabían tanto, no tenía sentido ocultar nada más.
—Hay poco que decir. Dejé una libreta de notas en mi laboratorio. Lo advertí cuando me puse a trabajar en casa. Vivo bastante cerca del laboratorio, y me acerqué a recogerla. Entré por la puerta principal. Creo que llamé a ver si había alguien, pero no me respondieron. Entré en mi laboratorio, cogí la libreta y me marché por una de las puertas laterales. Eso es todo.
—Ésa es su historia.
—Así es.
—¿Por qué no envió a un robot a recoger la libreta? Parece un encargo típico para uno de ellos.
—Supongo que podría haber enviado a Bertran, pero eso habría supuesto más problemas de los necesarios. No podía recordar en qué libreta estaban los datos que quería, o dónde la había dejado. A veces ni siquiera puedo recordar qué libreta necesito. Tengo que verla para asegurarme. Mi laboratorio está un poco desordenado, y hay libretas por todas partes. Pero si me quedo contemplando la habitación durante un minuto, recuerdo dónde está lo que busco. Un robot no puede hacer eso por mí.
Jomaine tuvo la incómoda sensación de que estaba tartamudeando, pero no había más remedio que continuar.
—Bertran me habría traído media docena de libretas para asegurarse de que recibía la correcta, lo que me pareció un poco tonto. Sabía que yo mismo podría encontrarla en el momento en que entrara en el laboratorio. Y así lo hice.
—¿No le parece que da demasiadas razones para explicar por qué lo hizo usted mismo?
Jomaine miró a Kresh.
—Sí, supongo que sí. Pero recuerde que todos los que trabajamos en Laboratorios Leving llevamos tiempo escuchando las teorías de Fredda sobre la excesiva dependencia de los robots. Todos hemos desarrollado un cierto fetichismo con lo de hacer las cosas solos.
Kresh gruño.
—Entiendo —dijo—. Muy bien. Nos ha ayudado a llenar unos cuantos espacios en blanco, Terach. Puede marcharse… por ahora. Pero si yo fuera usted, trabajaría con la seguridad de que tendremos otras charlas en el futuro, sobre otras cuestiones que irán surgiendo. Y cuanto mejor sea su memoria cuando eso suceda, mejor será para usted y para mí. ¿Está claro?
Jomaine Terach miró al sheriff Kresh directamente a los ojos y asintió.
—Oh, sí —dijo—. No hay nada en el mundo que tenga más claro.
Jomaine Terach dejó atrás la Torre Gubernamental y salió a la tenue luz de la mañana. Sentía un retortijón de culpa por traicionar la confianza de Fredda, pero nada más. ¿De qué servían los secretos cuando todo un mundo se dejaba llevar por el pánico? Lo que debía al bien de la sociedad, y se debía a sí mismo, superaba con creces su obligación hacia Fredda. Además, nunca se sabía. Tal vez hubiera alguna clave que no podía ver enterrada en sus palabras. Tal vez Kresh pudiera encontrarla y desentrañar el misterio. Tal vez, sólo tal vez, hablando, los había salvado a todos.
Jomaine hizo una mueca de disgusto. Hermosas palabras para un hombre que acababa de irse de la lengua. Había otra explicación, otra no tan noble.
Tal vez, sólo tal vez, era un auténtico cobarde.
Llamó un taxi aéreo y regresó a casa.
—El registro de acceso, señor —dijo Donald, tendiéndole una libreta.
—Gracias, Donald —dijo Kresh. Revisó los datos un par de veces, luego los estudió con más detalle. ¡Maldición! ¿Por qué no tuvo estos datos días antes? Le proporcionaban todo lo que no había tenido hasta entonces: una hermosa y ordenada lista de sospechosos. Sospechosos humanos, al menos. Terach había dicho que el aparato no registraba las idas y venidas de los robots.
—Señor, ¿fue inteligente dejar marchar a Jomaine Terach?
—preguntó Donald—. No creo que podamos considerar que su interrogatorio esté completo, y confesó varios crímenes relacionados con violaciones de los estatutos de fabricación de robots.
—¿Mmm? —dijo Kresh, algo ausente—. Oh, Terach. Es una jugada arriesgada, pero si queremos resolver este caso, creo que es mejor dejarlo libre… al menos por ahora. Y lo mismo haremos con Anshaw cuando acabemos con él. Ninguno de los dos puede ir a ninguna parte. No considero que exista el peligro de que huyan. Pero cuento con que al menos uno se deje llevar por el pánico. Si uno de ellos o ambos lo hacen, es probable que cometan un error, y eso nos facilitará el trabajo. Ahora ve y trae a Anshaw.
—Sí, señor. —Donald salió por la puerta y se encaminó hacia las celdas de detención.
Alvar Kresh se levantó y caminó de un lado a otro. Estaba ansioso. Las cosas habían cambiado de repente. No podía explicar cómo, o por qué, pero así había sido. El registro de acceso era una parte, pero no todo. Sólo sugería ciertas cosas. Kresh tenía que probarlas. Sentía que de pronto estaba al borde de las respuestas, llamando a la puerta de la solución de todo aquel fiasco de pesadilla. Cuanto tema que hacer era presionar, empujar, y la puerta cedería.
Gubber Anshaw. Kresh soltó la libreta y pensó en Anshaw. El interrogatorio había sido pospuesto, retrasado, olvidado, perdido una y otra vez en el caótico devenir de acontecimientos. Y ahora, con el registro de acceso, con la prueba de la presencia de Ariel en casa de Anshaw la noche anterior, quedaba claro que éste era el interrogatorio que abriría completamente el caso. Éste era el hombre que sabía.
Alvar Kresh recorrió la habitación un par de veces, pero luego se obligó a sentarse y esperar.
La puerta se abrió, y Donald 111 introdujo a Gubber Anshaw.
Alvar Kresh esperó a que Anshaw se sentara frente a él. Entonces colocó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante. Miró a los ojos al diseñador de robots.
Era hora de que la auténtica investigación comenzara.
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17
—¿Cuánto tiempo lleva relacionado sentimentalmente con Tonya Welton, Anshaw? —preguntó Alvar Kresh, en voz baja tranquila.
Gubber abrió la boca y miró al sheriff con aterrado asombro.
Kresh se echó a reír.
—Déjeme adivinar. Eso era lo que estaba más decidido a ocultar, lo que le hizo permanecer despierto anoche, planeando la mejor forma de escondérmelo… y ya lo sabemos.
—¿Cómo lo supieron? —preguntó Gubber, la voz apenas más que un agudo gemido—. ¿Quién se lo ha dicho?
—Nadie ha tenido que decírmelo, Anshaw. Y no lo he sabido con seguridad hasta ahora mismo. Pero era la única explicación que tenía sentido. Lo he tenido ante las narices desde principio. El diablo sabe cómo se me pasó por alto.
»Tonya Welton llegó al escenario del crimen cinco minutos después que yo. No tenía ningún motivo para inmiscuirse mi investigación. Al menos, ningún motivo profesional. Por tanto, debía tener razones personales.
»Pero ése no es el momento que me interesa. Tal vez pueda explicarme qué estaba haciendo ella… y usted, en el laboratorio en el momento del ataque a Fredda Leving.
Gubber Anshaw abrió la boca, pero descubrió que no tenia palabras. Ninguna.
Kresh aprovechó la ventaja.
—Tenemos el registro de acceso, Anshaw. Sabemos quien estuvo allí, y cuándo. Tres nombres destacan. Tonya Welton, Jomaine Terach… y Usted. Gubber Anshaw. Todos ustedes, y nadie más, aparte de la propia Fredda Leving. Las pruebas médicas nos dan un período de aproximadamente una hora durante el que pudo producirse el ataque… y ustedes cuatro entraron y salieron de ese edificio durante ese periodo. Nadie más.
—Ah… ah… ah… —Gubber intentó hablar, pero no pudo.
—Tranquilícese, Anshaw. Dígame. Responda a mis preguntas, o se verá metido en muchos más problemas que ahora. ¿Ocultó usted el hecho de que ella estuvo allí para protegerla, porque pensaba que podría haber cometido el ataque?
—¡Oh, Dios mío!
—¡Responda!
—Sí. Sí. Ahora no lo creo, desde luego. Pero esa noche… todo era muy confuso. No supe qué pensar. Y Fredda y ella habían discutido terriblemente.
—¿Y por qué supone que atacaría a su superior?
Silencio. Kresh presionó.
—Hable, Anshaw. Hable ahora y bien. Dígame lo que necesito saber. Es lo mejor que puede hacer para proteger a Tonya Welton. El silencio y las mentiras tan sólo pueden hacerle daño. Voy a preguntárselo otra vez: ¿Qué le hizo pensar que Tonya Welton atacó deliberadamente a su jefa?
—Oh, no creo que lo hiciera deliberadamente —dijo rápidamente Gubber. Entonces advirtió el error que había cometido—. Es decir, que ahora no creo que lo hiciera. Pero, pero en aquel momento pensé que tal vez, sólo tal vez lo hubiera hecho, en un arrebato de furia, tal vez.
—Muy bien. Pero ella ocultó el hecho de que usted estuvo allí —dijo Kresh—. ¿Lo hizo para protegerlo? ¿Pensaba que tal vez usted cometió el crimen?
Gubber alzó la cabeza, un poco confundido y distraído.
—¿Qué? Oh, sí. Eso supongo. —Pensó un momento, y luego continuó ansiosamente—. Fredda y yo… la doctora Leving y yo… discutíamos también con frecuencia. Tonya pudo pensar que yo estaba lo bastante enfadado para cometer el ataque… ¡pero si pensaba que eso era posible, se demuestra que no pudo hacerlo ella!
—A menos que sí cometiera el ataque, y esté haciendo todo lo posible por parecer inocente. Tal vez finge inocencia y planea inculparlo a usted. ¿O no se le ha ocurrido?
La cara de Anshaw se ensombreció. Había creído que Kresh encontraría su lógica convincente.
—No. Y sigo sin creerlo. Ella no es de esa clase de personas. No podría haber atacado a Fredda de esa forma.
—Lo pensó usted en su momento. ¿Por qué cree que se equivocaba entonces y tiene razón ahora?
—La noche en que sucedió, no pude pensar con claridad. Cuando encontré el cuerpo, me asusté y me sorprendí tanto, que no supe qué pensar. Cuando tuve tiempo de hacerlo, supe que era imposible.
«Cuando encontré el cuerpo.» Alvar tuvo que hacer acopio de toda su maestría para no saltar de inmediato sobre aquel indicio. Pero eso podía esperar. Anshaw no era consciente de lo que había dicho, y cuanto más tiempo se mantuviera desprevenido, mejor. «Déjalo pasar —pensó Kresh—. Vuelve sobre ello más tarde.» Eligió otro tema, casi al azar.
—Ha dicho que Leving y usted tuvieron discusiones. ¿Sobre qué?
Gubber se irguió en la silla, y se cruzó de brazos, un poco pedante.
—No aprobaba lo que estaba haciendo.
—¿A qué se oponía?
—A los robots de Nuevas Leyes. Pensaba y pienso que es posible que sean una idea muy peligrosa.
—Pero continuó usted con el proyecto de todas formas.
Gubber apoyó las manos sobre la mesa, pero luego entrelazó los dedos. Tenía las manos pegajosas por el sudor.
—Sí, es cierto —dijo. Miró a Alvar, y de repente algo brilló ferozmente en sus ojos—. Yo inventé el cerebro gravitrónico, sheriff Kresh. Representa un enorme avance sobre el cerebro positrónico, un logro de enormes proporciones. Mi cerebro gravitrónico ofrece la posibilidad de nuevos campos de investigación, un enorme aumento de la inteligencia y la habilidad robóticas. Yo tenía las notas, los materiales de prueba, los modelos y diseños para demostrar que podía funcionar. Los llevé a todos los laboratorios del planeta, y envié también solicitudes a media docena de otros mundos espaciales. Y nadie quiso escucharme.
»A nadie le importó. Nadie quiso utilizar mi trabajo. Si no era un cerebro positrónico, no era un robot. Mi cerebro no podía ser introducido en un robot. Eso era un artículo de fe, en todas partes. Fredda rechazó mis ideas al principio. Hasta que se le ocurrió que le estaba ofreciendo una pizarra en blanco para escribir sus Nuevas Leyes.
—Entonces se tragó sus objeciones a sus ideas para impedir que su trabajo se perdiera.
—Sí, eso es. Ella fue la única que se preocupó por mi trabajo, que quiso darme la oportunidad de completarlo. Fredda Leving no estaba, y no está, demasiado interesada en las mejoras técnicas que ofrece el cerebro gravitrónico. Para ella no era más que un cerebro robótico en el que nadie había escrito las Tres Leyes. Ése era su interés.
—Y usted continuó. Aunque acaba de decir que las Nuevas Leyes son peligrosas.
—Sí, continué, aunque ahora desearía haber quemado mi trabajo.
Por un instante, Gubber mostró una leve chispa de pasión, pero entonces el hombrecito pareció encogerse sobre sí mismo otra vez. Alvar Kresh sintió un atisbo de piedad por Gubber Anshaw. No importaba cómo se resolviera el asunto, parecía haber pocas esperanzas de que recuperara su antigua vida. Si era uno de los villanos de la obra, también tenía algo de víctima.
—No pretenderé que siento orgullo por lo que hice —continuó Gubber—. Pero era la última oportunidad de no perder el trabajo de toda mi vida. Trabajé muy duro para convencerme de que las Nuevas Leyes incluían la protección adecuada. Bueno, ya sabe cómo ha acabado todo. Algo salió mal, con las Leyes o con el cerebro. Pero sé que el cerebro era bueno. Tienen que ser las Leyes.
«Espera un segundo —se dijo Kresh—. Piensa que Calibán es un robot de Nuevas Leyes.» Kresh había asumido que Terach estaba mintiendo y que la auténtica naturaleza de Calibán era de dominio público en el laboratorio. Si Anshaw era la principal fuente de información de Tonya Welton, como parecía probable, entonces también ella debía suponer que Calibán era un robot de Nuevas Leyes.
Demonios ardientes. Si eso era cierto, ella tendría serias y legítimas preocupaciones en lo referido a soltar un ejército entero de autómatas en el Proyecto Limbo junto con su propia gente. Si no había atacado a Fredda, querría creer que Calibán era inocente, e inofensivo, por el bien de los suyos. Si Calibán y ella eran eliminados, entonces la lista de sospechosos era condenadamente corta… y su amante, Gubber Anshaw, la encabezaba.
No era extraño que la mujer actuara con un poco de nerviosismo.
—Me dije que serían simples experimentos de laboratorio —continuó Anshaw—. También me equivoqué en eso.
—¿Experimentos de laboratorio? Pero los robots de Nuevas Leyes van a ser destinados al Proyecto Limbo. Podrán deambular por donde quieran en Purgatorio. Anshaw sonrió débilmente.
—Eso fue cosa mía. Charla de almohadas, Supongo que podría llamarlo. Mencioné a Tonya el proyecto de las Nuevas Leyes, y le fascinó la idea. Pudo ver que eran lo adecuado para el Proyecto Limbo, una verdadera Oportunidad para llegar a un compromiso, para que espaciales y colonos trabajaran juntos, para un mundo con las ventajas de los robots pero ninguno de sus inconvenientes. Oh, se excitó mucho.
»Sabía que yo querría dejar mi nombre fuera, por supuesto, y se las ingenió para falsear una filtración de información de alguna otra fuente. Un colono que se encuentra con un trabajador de Laboratorios Leving en un bar, o algo así.
—Eso parece plausible. Sus medidas de seguridad no son muy severas.
—Ni siquiera sé si es así como funcionó. No quise saber los detalles. De todas formas, Tonya fue a ver a Fredda y le hizo saber que se había enterado del proyecto de las Nuevas Leyes. Fredda se puso furiosa por la filtración, naturalmente, pero luego empezó a entusiasmarse también con la idea. La presentaron al gobernador Grieg como una propuesta conjunta, y él la aceptó.
—Parece una colaboración fructífera. ¿Qué hizo que se pelearan? —preguntó Donald.
Gubber se agitó, incómodo.
—La ambición —dijo por fin—. Las dos querían siempre… y todavía quieren, estar al mando de cualquier proyecto en el que estén trabajando.
«Ambición, competitividad», pensó Kresh. Podían ser motivos terriblemente potentes, y Gubber lo sabía. ¿Qué sería más duro para él, admitir esos motivos a la policía, o preguntarse, a pesar de todos los argumentos en contra, si esos motivos habían tentado a su salvaje y apasionada amante colono para perpetrar este aquel violento ataque?
—Ha dicho que la doctora Leving y usted también discutían. ¿Puedo preguntar la naturaleza de esas discusiones? —preguntó Alvar—. ¿Se opuso tal vez a su relación con Tonya Welton?
—¿Qué? —Gubber pareció sorprendido por la pregunta—. Oh, no, no. No podría haberlo hecho. No lo sabía, no lo sabe. —Vaciló un instante, y luego la duda apareció en su voz—. Al menos, creo que no lo sabía. Pero no conseguimos tampoco ocultárselo a usted.
Kresh sonrió.
—Si le sirve de consuelo, ella no ha dado muestras de saber nada.
—Si puedo abordar un nuevo tema, doctor Anshaw —dijo Donald. Kresh se echó hacia atrás y lo dejó continuar. Al menos Anshaw no parecía mortalmente insultado ante la idea de que un robot le hiciera preguntas—. Tenemos un informe sobre un tema menor relacionado con los robots de Nuevas Leyes. Tal vez podría usted despejarlo.
—Lo haré si puedo.
Era interesante ver cómo el hombre se había vuelto tan cooperativo en su propio interrogatorio. Kresh lo había visto antes: el extraño momento en que el interrogatorio se vuelve no una batalla, sino una colaboración.
—Se le pidió que hiciera ciertas pruebas a un par de robots inertes de Nuevas Leyes, sin que le dijeran para qué los estaba probando. ¿Lo recuerda?
—Sí, por supuesto. No hay nada de especial en eso. Fue hace algunas semanas. El único motivo por el que lo recuerdo claramente es que Tonya… la señora Welton, pasó por allí ese día. Recuerdo que después pensé que fue la última vez que pasó por el laboratorio sin que se produjera una discusión entre Fredda y ella. Se quedó y observó las pruebas, e incluso charló con uno de los inertes. Hacemos ese tipo de pruebas constantemente. Dos unidades, una experimental y la otra un robot de producción, un control, de las que el operador del experimento no sabe cuál es cuál… ni tampoco el propósito del experimento. El operador recibe simplemente una lista de procedimientos a seguir y ejecuta la prueba tal como se describe.
—¿Cuál es el propósito de ocultar la unidad de prueba y el objetivo del experimento al operador? —preguntó Donald.
—Para evitar la parcialidad. Normalmente, la prueba es algo que podría quedar invalidado por las reacciones del experimentador, o una interacción entre la respuesta emocional del experimentador y el deseo del robot de satisfacerle. Todos los que trabajamos en el laboratorio hemos ejecutado ese tipo de prueba de vez en cuando.
—¿Qué le pidieron que hiciera en esta prueba en concreto?
—Oh, no gran cosa. Me dijeron que discutiera las Nuevas Leyes con los dos robots y que grabara sus reacciones básicas a situaciones simuladas que probarían sus reacciones. Los dos robots inertes fueron entregados a últimas horas del día, y me puse a trabajar con ellos a la mañana siguiente, explicando las Nuevas Leyes en detalle, usando todo un conjunto de procedimientos. Luego los hice pasar la simulación y los dos lo hicieron bien.
—¿Qué fue de ellos?
—Bueno, fue hace algún tiempo. El procedimiento habitual sería destruir la unidad de prueba y completar el montaje del control y destinarlo a un servicio. Déjeme pensar. La unidad de prueba, la experimental, fue decididamente destruida. Procedimiento de seguridad estándar. Y en cuanto al control… —Gubber pensó un momento—. Ahora que lo pienso, sí que puedo decirle algo sobre la unidad de control.
»Como he mencionado, Tonya Welton vino al laboratorio ese día, y se puso a conversar con la unidad de control. Naturalmente, como era un test doble ciego, yo no sabía que era el control, pero más tarde Tonya dijo que le había gustado el robot inerte con el que había hablado. Tonya no estaba muy contenta con el robot que le habían suministrado, y preguntó si podría cambiarlo por el que había conocido en el laboratorio.
»Si el que le gustó hubiera sido el modelo experimental, no habría tenido suerte, por supuesto. Pero resultó que Ariel era el control, y trabajaba en el laboratorio. Fredda autorizó el cambio, y así consiguió Tonya su robot.
Estaba claro que Gubber no comprendía el sentido de la pregunta, pero no recibió ninguna explicación al respecto.
—Muy bien —dijo Donald—. Siempre es aconsejable confirmar los detalles cuando es posible. Lo que nos ha dicho se corresponde con nuestra información previa.
«Y nos permite confirmar que Jomaine Terach decía la verdad, al menos en parte», pensó Kresh. Pero tal vez era hora de volver al tema principal. Cuando encontré el cuerpo, había dicho Gubber, de forma muy casual, como si asumiera que Kresh ya lo sabía. Ésa era la manera de actuar. Donald había sido listo, dando a Anshaw la idea de que lo único que hacían era confirmar informaciones. Los robots eran incapaces de mentir, naturalmente, excepto bajo estrictas órdenes de hacerlo, e incluso así nunca eran buenos en ello. Pero las unidades sofisticadas como Donald podían permitirse una declaración verdadera para crear una falsa impresión de vez en cuando.
—Regresemos a otro tema, Anshaw. Volvamos al momento en que descubrió el cuerpo, ¿de acuerdo?
Anshaw asintió tranquilamente, sin que le perturbarse la idea de que había hablado de más.
—Bien —dijo Kresh, imprimiendo a su voz el tono de un hombre que ejecuta los movimientos típicos para despejar los detalles de rutina—. Ha sido usted de mucha ayuda, pero como puede imaginar el escenario del crimen en sí es importante. Lo último que queremos es teñir sus recuerdos del momento. En realidad, es lo mismo que con sus pruebas a ciegas con los robots. No queremos influir accidentalmente en usted con un puñado de preguntas que pudieran hacer que inconscientemente estropeara sus respuestas, dándonos lo que queremos. ¿Lo comprende?
—Oh, sí, claro. Sé cómo esos sutiles errores pueden causar interminables confusiones.
—Bien, bien. —A Kresh le gustaba la analogía, y se preguntó si Donald había sacado el tema a colación para que él continuara con su línea de interrogatorio. Donald podía ser muy sutil. Kresh continuó con el delicado trabajo de guiar a Gubber Anshaw—. Lo que quiero es que cuente exactamente lo que sucedió, con sus propias palabras, sin que le saquemos la historia pregunta tras pregunta. Tal vez le haga una pregunta o dos si no comprendemos algún detalle, pero en general esperaremos hasta que acabe. Eso nos dará tiempo para volver atrás y resolver cualquier discrepancia con la información que ya tenemos.
«Que es casi ninguna», pensó Kresh.
Gubber miró nerviosamente al sheriff, pero siguió sin hablar. Kresh advirtió que tendría que presionar con más fuerza. Pero no demasiado, o Gubber se cerraría en banda.
—Háblenos, Gubber. No tiene ni idea del daño que ya ha hecho el silencio. Ese silencio es un vado, y se está tragando a la gente. Unas pocas palabras suyas, una mención casual de un pequeño detalle que ni siquiera sabe que sabe, podría ser lo que necesitamos para cortar los últimos hilos de sospecha que atan a usted y a la señora Welton a este caso. Cuando entró aquí, los dos eran sospechosos. Podría usted hacer que ambos quedaran borrados de nuestra lista si nos dice la verdad —mintió Kresh.
—¿De verdad? —preguntó Gubber, y quedó claro lo desesperadamente que quería creer.
—De verdad —volvió a mentir Kresh, mirando involuntariamente a Donald. Aquél era uno de esos momentos en que era peligroso tener a un robot presente en el juego. Si la compleja mezcla de potenciales de la Primera Ley se resolvía de forma inadecuada, no había nada en el mundo (y menos que nada la propia voluntad de Donald), que impidiera que el robot saltara para contradecir a Kresh.
Donald sabía que Kresh estaba mintiendo, haciendo promesas que no tenía intención de cumplir. ¿Pero como equilibraría la obligación de la Primera Ley de impedir que se causara daño por inacción? Ciertamente, Gubber podía resultar dañado si creía a Kresh. Pero si Donald hablaba, eso podía producir daño a Kresh y al Departamento del Sheriff. Si hablar y llamar mentiroso a Kresh malograba la investigación, eso podría causar incluso más daño a la población en general, pues quedaría libre el atacante de Fredda, que podría actuar de nuevo.
Kresh tenía buen instinto en tales casos, y estaba razonablemente seguro de que Donald no hablaría. Pero siempre existía la posibilidad de que interviniera en el momento inadecuado. A veces, Kresh pensaba que el problema de pérdida de energía y moral baja en la sociedad espacial podría ser eliminado de un plumazo si se encontrara alguna forma de acabar con las dudas sobre la conducta robótica.
—Muy bien —dijo por fin Gubber Anshaw, frotándose la barbilla y mirando al techo—. Supongo que tiene razón. Ni Tonya ni yo tuvimos nada que ver. Lo sé. De hecho, creo que puedo proporcionar una coartada para ella, si ése es el término adecuado. Puedo decirle dónde estaba, mostrarle que no tuvo ninguna oportunidad para cometer el crimen. Pero eso tal vez requeriría que hablase de ciertas… ah, cosas personales.
—Adelante —dijo Alvar, intentando que la diversión no asomara a su voz.
Gubber Anshaw se irguió en su asiento y se apretó las manos con fuerza.
—Nada criminal, ni inmoral, ni… ni nada de eso —dijo, soltando las últimas palabras en un estallido, mientras miraba la mesa—. Pero será difícil hablar de ello.
Gubber alzó los ojos y fijó la mirada en la pared por encima del hombro izquierdo de Kresh.
—Fue una noche difícil, muy difícil. Como ya sabe, Fredda y Tonya se habían estado peleando como casi siempre que se encontraban. No importa sobre qué. Los detalles para enviar los robots a Limbo, el momento del anuncio, la política para reclutar colonos y espaciales para el proyecto. Fuera lo que fuese, siempre discutían. El tema en sí no importaba.
»La única cuestión real era cuál de las dos estaba al mando. Como puede imaginar, para mí era una situación bastante difícil. Por un lado, quería hacer feliz a Tonya. Por otro, tenía que tratar con Fredda, mi colega y superior… y ella, no hace falta decirlo, era la última persona a quien quería al corriente de lo nuestro.
»En cualquier caso, ese día fue peor que nunca. Fredda había puesto un robot nuevo en su bastidor de pruebas y me pidió que hiciera las comprobaciones finales de sus sistemas mecánicos. El robot, naturalmente, era Calibán, pero en ese momento yo no sabía que fuera diferente. Pensándolo ahora, supongo que debió haberme parecido extraño que no me pidiera que hiciera un chequeo cognitivo. Yo estaba trabajando en mi laboratorio cuando llegaron Tonya y Ariel. Tonya asomó la cabeza y dijo que iba a ver a Fredda. Yo sabía que Fredda estaba haciendo inventario, y que eso nunca la ponía de buen humor. La advertí de ello, y luego Tonya fue a verla a su laboratorio.
»Bueno, apenas habían pasado cinco minutos cuando pude oírlas discutir. Intenté no escuchar, ya que tenía al robot, Calibán, preparado y empecé a trabajar en él. Pero las voces se extendían por el edificio. Creo que la discusión era por el momento del anuncio de los robots de Nuevas Leyes, y si éste debería relacionarse inmediatamente con el Proyecto Limbo. Desde luego, yo había escuchado de sobras hablar sobre el tema, desde ambos bandos, en ocasiones anteriores. No presté mucha atención.
»A Fredda le preocupaba que un anuncio simultáneo relacionara demasiado, a ojos de los espaciales, el concepto de las Nuevas Leyes con los colonos. Tonya se negaba a ver cómo o por qué eso podía ser un problema. Fredda quería anunciar primero el concepto de las Nuevas Leyes, que la gente se acostumbrara a la idea, y hacer saber luego que los robots de Nuevas Leyes iban a salir de los laboratorios para hacer un trabajo productivo en el Proyecto Limbo, lejos y a salvo en la isla de Purgatorio. Tonya insistió en anunciarlo todo a la vez. Creo que pensaba que no había tiempo que perder con los delicados sentimientos de los infernales.
»Bueno, ya ha visto quién ganó la discusión, y cuáles fueron, anoche, los resultados. Tonya, finalmente, convenció a Fredda amenazando con retirar a todos los colonos del planeta. No creo que lo dijera en serio, pero Fredda tuvo que aceptarlo así. Si supiera lo mala que es la situación ecológica…
—Lo sé —dijo Kresh—. El gobernador me informó de ello.
—Ah. Bien. Entonces comprenderá por qué Fredda consideraba que no podía correr ningún riesgo. Cedió, pero en cualquier caso quedó mucho resquemor entre las dos mujeres. No era la primera vez que Tonya pensaba que se veía obligada a amenazar a Fredda con una retirada de colonos. Más tarde, me dijo que sería la última vez que tendría que hacerlo.
Kresh pareció sorprendido y se inclinó hacia adelante.
—¿De veras? —De repente, el caso contra Tonya Welton se hacía más y más sólido. Gubber era un testigo reluctante al respecto, pero con todo proporcionaba una información comprometedora—. ¿Por qué dijo eso?
—Oh, no, no. No es lo que está pensando. Quiso decir que una vez que se hiciera el anuncio, sería demasiado tarde para echarse atrás. Con los colonos en Purgatorio, y los nuevos robots para hacer el trabajo, ella habría vencido y no necesitaría esas amenazas.
»Además, Fredda y ella se habían cansado de luchar. Creo que Tonya quería decir que habían saldado sus diferencias. La discusión de ese día no terminó con gritos y portazos, sino con voces suaves. Al final, no se las podía oír. Abrí la puerta de mi laboratorio para poder toparme «accidentalmente» con Tonya cuando acabaran, sin levantar sospechas. Pero ni siquiera con la puerta abierta pude oírlas. Cuando Tonya salió con Ariel, me acerqué a la puerta. Pude ver que Tonya y Fredda parecían un poco tensas y cansadas, pero se estrecharon la mano y sonrieron, como si por fin hubieran llegado a un acuerdo con el que poder vivir.
—¿Cuál era el acuerdo? —preguntó Donald.
—Creo que tenía que ver con dejar que Tonya se saliera con la suya en lo del anuncio, a cambio de que Fredda dirigiera los reclutamientos para Limbo. Necesitarán a un montón de gente allí, y elegir el personal será un asunto complicado. Fredda quería el control para así poder rodear a sus nuevos robots de colonos y espaciales que pudieran tratar con ellos.
»De cualquier forma, Fredda se despidió en la puerta y dijo algo sobre volver a su inventario. Un número de serie que no encajaba o algo. Fredda puede ser muy maniática con los detalles. Cerró la puerta y Tonya se acercó a mi laboratorio. Dijo a Ariel que se marchara y volviera más tarde. Eso me indicó que quería intimidad. Tonya es muy especial… no se considera en privado si hay robots cerca.
Gubber Anshaw se agitó incómodo en la silla, y pareció dispuesto a no decir más. Alvar Kresh podía suponer la causa sin su formación como policía. Pero el hecho de saberlo no significaba que no necesitara que Gubber lo dijera. El científico tenía que saber que necesitaba conocer todos los detalles, y que no se contentaría con otra cosa. De lo contrario, Gubber Anshaw podría hacerse a la idea de que estaba bien no citar otros detalles que Kresh necesitara.
—¿Qué sucedió entonces, Gubber? —preguntó Kresh amablemente—. ¿Por qué quería Tonya intimidad?
Gubber se aclaró la garganta y volvió la mirada hacia la pared, con un destello desafiante en los ojos.
—Ordené a todos los robots de personal que se marcharan, fuimos a una habitación que no se usa al fondo del pasillo e hicimos el amor —dijo, con voz más firme que antes.
—Ya veo —dijo Alvar, más porque Gubber parecía esperar que dijera algo que por ninguna otra razón. Alvar suponía que Gubber pensaba que debería sorprenderse. La única emoción fuerte que sentía era un abrumador deseo de darse una patada. ¡Tendría que haberlo visto! Era tan obvio. Las habilidosas órdenes a todos los robots del laboratorio para que se marcharan en repetidas ocasiones tendrían que haberle dicho lo que sucedía. ¿Y quién sino alguien con la habilidad de Gubber habría podido ocultar esas órdenes de forma tan perfecta? Eso acababa con la idea de Tonya Welton de que habían sido llevadas a cabo con microcircuitos. Aquello era una pista falsa, desde luego. Kresh se preguntó qué otras nubes de humo le habían escupido a la cara. Se sintió tentado de seguir todas esas preguntas, pero nada de todo eso importaba ahora. Después de que aquello acabara, tal vez podría perder el tiempo atando cabos sueltos.
Kresh miró pensativamente a Gubber Anshaw. El hombre estaba profundamente cortado. Conocer sus relaciones personales no molestaba a Alvar, pero comprendía que Gubber lo temiera. Infierno no era un lugar particularmente estricto, pero más de unos pocos infernales no aprobarían un encuentro íntimo de aquellas características entre uno de los suyos y una colono… sobre todo en un lugar de trabajo.
—Bien, de modo que ustedes dos se fueron a la oficina. Continúe.
—No hubo nada rudo o desvergonzado —dijo Gubber Anshaw, al parecer decidido a contestar preguntas que no habían sido formuladas—. No es que derribáramos todos los contenidos de una de mis mesas de trabajo y, ah, bueno, lo hiciéramos con las puertas abiertas. Fuimos a la oficinita de servicio al final del pasillo. Está dispuesta para que se pueda pasar la noche después de un experimento si hace falta. ¿Sabe dónde está?
—Sí —dijo Alvar, esforzándose por mantener la seriedad—. La usamos la mañana siguiente para llevar a cabo nuestros interrogatorios preliminares. Creo recordar que había una cama grande en un rincón. En ese momento me pareció raro. Tenemos una habitación así en mi oficina, pero nos las arreglamos con un simple jergón.
Gubber Anshaw se ruborizó violentamente y apretujó sus dedos entrelazados con tanta fuerza que la piel se volvió pálida por la presión. Se aclaró con torpeza la garganta y continuó.
—Sí, bueno, verá, estuvimos allí al menos durante dos o tres horas en total. No es que, ah, bueno, lo hiciéramos todo el tiempo. Charlamos y todo eso. No podemos pasar mucho tiempo juntos.
—Ya veo —le animó Kresh.
—Bueno, supongo que queda claro que no es la primera vez que nos veíamos en el laboratorio. Puede parecer raro, pero era el lugar más seguro para nosotros. Destaco como un faro si voy a verla a Ciudad Colono, y Tonya es una figura pública. Mis vecinos la identificarían. En el laboratorio teníamos la tapadera de los asuntos oficiales. La gente tiende a trabajar en lo suyo allí, así que no existía mucho riesgo de que, ejem, nos pillaran. En cualquier caso, siempre acordábamos que Tonya se marchara primero.
—¿Es lo que sucedió esa noche?
Gubber pensó un instante.
—Sí, así fue. Lo recuerdo porque, justo cuando iba a marcharse, escuchamos a Jomaine en el pasillo. Vive junto al laboratorio, y entra y sale a horas diversas. Lo oí llamar a Fredda.
—¿La oyó responder? —preguntó Kresh, intentando que no pareciera una cuestión tan vital como era. Tenían el registro de acceso, confirmando la declaración de Jomaine de que había entrado y salido del edificio en un espacio de diez minutos. Lo interesante era que aquellos diez minutos coincidían justo con el periodo de tiempo durante el que se produjo el ataque según las pruebas medicas.
Ahora Gubber confirmaba también la declaración de Jomaine, incluso su llamada, aunque Jomaine había dicho que llamó a ver si había «alguien». Gubber citaba expresamente a Fredda. Si la había oído responder en ese momento, el periodo en que el ataque pudo cometerse quedaría reducido a la mitad.
Anshaw reflexionó durante un momento.
—No, no la oí —dijo—. Pero no es de extrañar. Jomaine estaba en el pasillo, que hace bastante eco. Pero si Fredda se encontraba en uno de los laboratorios, el suyo o el mío, dudo que hubiera podido escucharla si respondió con voz normal. La habría podido oír si hubiera estado gritando a pleno pulmón, pero de lo contrario no es probable. Todo lo que oí fue a Jomaine llamarla una vez.
Kresh permaneció impasible, pero maldición, aquel caso no se aclaraba nunca. El límite de tiempo no se había reducido.
—Muy bien. Oyó entrar a Jomaine, llamar a Fredda, ¿y luego qué?
—Parece que entró en su laboratorio. Esperamos un poco, y cuando no oímos nada más, decidimos que se había marchado por una de las puertas de su laboratorio. Nos despedimos y Tonya se marchó primero, como de costumbre. Entonces, hum, bueno, me temo que me quedé dormido.
—¿Durante cuánto tiempo?
Gubber sacudió la cabeza.
—Me temo que no puedo decirlo con exactitud. Diez minutos, cuarenta y cinco, tal vez más. Había sido un día agotador antes de que apareciera Tonya. Cuando se marchó, como no tenía nada que hacer sino permanecer tendido en una habitación a oscuras hasta que no hubiera moros en la costa… bueno, ¿por qué no echar una cabezada? No fue un sueño muy reparador. Tuve sueños preocupantes, sobre Fredda y Tonya peleando y discutiendo conmigo en medio, recibiendo todos los golpes de ambas. Un rato después, me desperté, usé la ducha de la oficina, y me vestí.
»Salí al pasillo y me dirigí a mi laboratorio para recoger mis cosas y marcharme a casa.
Kresh se inclinó hacia adelante, ansioso, incapaz de fingir que aquello era rutina, mera confirmación de otra información. Lo que Gubber Anshaw pudiera decir sobre lo que vio y lo que hizo podría aclarar el caso. Aunque estuviera mintiendo, su declaración sería útil, pues tarde o temprano podrían atraparle en esa mentira, y la naturaleza de su falsedad podría guiar sus investigaciones.
—Muy bien —dijo—. Ahora quiero que sea lo más cuidadoso y detallado posible. Quiero que me diga todo lo que vio. Todo. No se deje nada.
Anshaw miró a Kresh, nervioso.
—Está bien. Está bien. Déjeme pensar. Lo primero que advertí fue que la puerta de mi laboratorio estaba cerrada, aunque normalmente la dejo abierta. Eso me pareció extraño, pero no demasiado. Entramos y salimos de los laboratorios de los demás durante todo el día. Alguien pudo entrar a buscarme y cerrar la puerta por costumbre al salir.
»Me acerqué y la abrí, y entonces… entonces lo vi.
—¿Qué, Anshaw? ¿Qué vio exactamente?
—Ella estaba tendida en el suelo, inmóvil, y el robot del bastidor de pruebas, de pie sobre ella, tenía el brazo extendido de esta forma.
Gubber alzó el brazo izquierdo, el codo doblado, la palma abierta, brazo y mano paralelos al costado.
Pero Kresh no prestó atención a los detalles de cómo estaba situado Calibán. Demonios ardientes en el más profundo infierno, ¡Gubber estaba diciendo que Calibán estaba todavía allí! No lo habría esperado ni en un centenar de años. No tenía sentido. En absoluto. Si Calibán había cometido el ataque, ¿por qué estaba todavía presente? Si no lo había hecho, ¿por qué desapareció después?
—Espere un momento. ¿Calibán estaba todavía allí? Gubber alzó la cabeza, sorprendido.
—Bueno, sí, por supuesto. Creí que lo sabía.
—Tenemos, ah, varias versiones diferentes de la escena del crimen.
—¿Puedo preguntar si Calibán estaba en funcionamiento? —intervino Donald—. ¿Estaba conectado y funcionando, o todavía desconectado?
—Oh, en realidad, ninguna de las dos cosas. Debo admitir que no fue lo primero en lo que pensé. No lo miré con atención. Naturalmente, mi primera reacción fue mirar a Fredda. No sabía si estaba muerta o viva. Había un charquito de sangre bajo su cabeza.
»Me asusté mortalmente. Todavía estaba un poco atontado por mi cabezada, y mis sueños sobre las dos mujeres peleando todavía estaban mezclados. Supuse que había sido Tonya quien… quien lo había hecho. Me encontraba junto a Fredda, cerca del robot, preguntándome qué hacer, cuando oí su código de tono de confirmación de funcionalidad.
—¿Su qué?
—Es un triple pitido seriado. Bip-bip-bip, pausa, bip-bip-bip, pausa, bip-bip-bip. Es una de las secuencias de tono que un robot con cerebro gravitrónico hace al conectarse. Uno de los inconvenientes menores del cerebro gravitrónico es que su secuencia inicial de encendido tarda entre quince minutos y una hora, en vez de los dos o tres segundos de una unidad positrónica. Podremos reducir ese retraso en la próxima generación de cerebros, pero…
—Espere, espere. No nos preocupemos ahora de la siguiente generación de cerebros. Déjeme comprender esto. ¿Oyó ese triple tono surgir de Calibán, y eso le indicó que estaba en proceso de conexión?
—Sí, eso es.
Increíble. ¿Cómo pudo haberlo pasado por alto? Calibán había sido conectado por primera vez. Habían aceptado ese hecho sin plantearse siquiera la pregunta obvia: ¿por quién? ¡Maldición! Se suponía que Gubber Anshaw iba a suministrar nuevas respuestas, no nuevas preguntas.
—Muy bien. ¿Qué sucedió entonces?
—Me marché. Cogí las cosas que había ido a buscar y me marché.
—¿Qué? ¿Su amiga y superiora muerta o inconsciente en el suelo y se marchó?
Gubber agachó la cabeza para mirarse las manos.
—No me siento orgulloso de ello, sheriff. Pero es lo que sucedió. El tono me dijo que el robot quedaría plenamente activado en dos minutos. No tenía ningún motivo para pensar que no fuera una unidad estándar de Tres Leyes. Los robots gravitrónicos pueden aceptar con la misma efectividad las Tres Leyes o las Nuevas Leyes, y en el laboratorio se sigue la política de mantener bajo un control muy estricto a todos los nuevos robots. Si Calibán hubiera sido un Tres Leyes, Fredda Leving habría recibido primeros auxilios en dos minutos… y cuidados mucho mejores de los que yo habría podido ofrecerle. Y habría habido un testigo, un robot, pero testigo a fin de cuentas, para informar de que yo estaba presente cuando sucedió el ataque. No tengo nada que ver con ello, lo juro. Ni Tonya ni Jomaine. Lo advertí más tarde.
—¿Cómo lo sabe?
—Las tazas de té de Fredda.
—¿Cómo dice?
—Fredda bebe su té en tazones bastante grandes y frágiles que hace un artista amigo suyo. Fredda se olvida siempre de que no son tan fuertes como nuestros contenedores estándar. No tiene cuidado con ellas. Se le caen y se le rompen frecuentemente, y cuando chocan contra los duros suelos del laboratorio, se oye en todo el edificio.
—¿Que tiene eso que ver?
—Había restos de una taza rota en el suelo. Oí a Tonya y a Jomaine en el pasillo. Escuché marcharse a Tonya, y tanto ella como yo oímos a Jomaine entrar en su propio laboratorio y salir por el otro lado del pasillo. Nunca volvió, y las puertas exteriores del laboratorio se cierran desde dentro, así que sólo pudo entrar en el edificio por la entrada principal. Lo oí —Gubber alzó la cabeza y miró a Kresh y a Donald antes de continuar.
»Supongo que alguien podría golpear a otra persona en la cabeza sin hacer mucho ruido. Tal vez pude no escucharlo. Pero presté mucha atención cuando Jomaine y Tonya se marcharon, y nunca oí el golpe de la taza contra el suelo. Debió suceder cuando dormía. Tengo el sueño profundo, y como he dicho estaba agotado. O bien no lo advertí, o lo incorporé a los sonidos de la pelea de las dos mujeres en mi sueño. Tal vez el sonido fue lo que desencadenó ese sueño.
—Perdone la pregunta, señor —dijo Donald—, ¿pero es posible que no advirtiera el golpe si se produjo antes, cuando usted y la señora Welton estaban juntos en la oficina?
Gubber alzó la cabeza, rojo, claramente embarazado.
—Ah, bueno, sí. Hubo ciertos momentos en ese periodo en que no habríamos podido oír nada.
—Otra pregunta más, señor. ¿Puede describir alguna marca o cosa que hubiera advertido en el suelo de la habitación?
—¿Perdón?
—Ha dicho que vio la taza rota y la mancha de sangre bajo la cabeza de la señora Leving. ¿Había algo más? .
—Oh, ya entiendo. No, no que yo advirtiera. Pero puedo asegurar que no estaba en condiciones de fijarme mucho. En el momento en que escuché el código de tono surgir del robot, no pensé más que en marcharme. No creo que estuviera en la habitación más de treinta segundos, como mucho.
—Ese tono —dijo Kresh—. Ha dicho que era parte de la secuencia del despertar del robot, y que indicaba cuánto faltaba para que el robot terminara de conectarse. ¿Puede decirnos cuánto tiempo antes de ese tono fue conectado el robot?
—No sin saber más sobre la configuración de esa unidad. Hay tres o cuatro tipos de cerebro, gravitrónicos y positrónicos, que pueden ser instalados en ese tipo de cuerpo, y hay otros equipos que pueden añadir variantes. El tamaño y el tipo del banco de datos incorporado, por ejemplo. Un robot gravitrónico podría tardar de quince minutos a una hora en pasar de la desconexión total a un tono triple.
Maldición. Los hechos parecían conspirar contra la resolución del caso. Cada nuevo fragmento de información parecía sólo complicar la secuencia de tiempo o confundir el problema. Kresh sentía que iba a volverse loco si no encontraba algún testigo, y al parecer sólo quedaba uno posible.
—¿Es posible que Calibán estuviera despierto y operativo antes de que usted entrara? —preguntó.
—Sí, desde luego —dijo Gubber—. Me di cuenta después. Desde el momento en que lo dejé para ver a Tonya, pasó tiempo suficiente para que fuera conectado, terminara su secuencia de activación, y luego lo desconectaran de nuevo… o se desconectara él solo, por el motivo que sea. Luego pudo volver a conectarse, o programar su propio control remoto. La mayoría de los robots tienen la capacidad de conectarse y desconectarse. Es muy probable que eso es lo que sucediera.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, de un modo u otro, Calibán colocó el bastidor de servicio en posición vertical. Además, tenía el brazo levantado como para descargar un golpe. No es así como yo le colocaría los miembros si fuera a bajarlo de un bastidor. Me parece que o bien Fredda lo bajó del bastidor, o se bajó él solo, pero es más probable esto último. Es una lástima que ella no pueda recordar el incidente.
—Efectos de la amnesia traumática —dijo Kresh secamente—. ¿Pero cómo pudo bajarlo ella de ese bastidor? Un robot de su tamaño debe pesar cinco veces más que ella.
—El bastidor tiene todo tipo de accesorios potentes. Está diseñado para levantar y transportar robots, cogerlos y soltarlos, y sujetarlos en cualquier posición.
—Muy bien. Volvamos a sus acciones. Vio a Calibán junto al cuerpo, se dejó llevar por el pánico, y se marchó. ¿Qué sucedió entonces?
—Me fui a casa —dijo Gubber—. Subí a mi coche aéreo, y mi piloto robot me llevó. Llamé a Tonya desde casa y… —se detuvo.
—¿Y qué?
—Bueno, al principio iba a acusarla, preguntarle cómo pudo hacer una cosa semejante. Pero entonces vi su cara en la pantalla. Fresca, y tranquila, en paz. Supe que no podía haberlo hecho. Y fue doloroso advertir lo mal que había actuado al escapar de esa forma. No quise admitirlo ante Tonya. De repente, comprendí que no podía decirle nada. Le dije… le dije que algo terrible había sucedido en el laboratorio, y que iba a recluirme. Entonces cerré todas las puertas y desconecté los sistemas de comunicación, y los dejé así durante los días siguientes.
«Dejó a Tonya Welton sabiendo que ella estaría decidida a averiguar más a cualquier precio —pensó Kresh—. A menos que, por supuesto, toda su historia haya sido fabricada de principio a fin y la prepararan entre los dos. Un detalle así les habría venido bien para explicar por qué Tonya irrumpió como un tanque en mi investigación, dispuesta a dirigirla en cualquier dirección menos en la apropiada.»
—Y eso es exactamente todo lo que vio, y todo lo que hizo —dijo Kresh.
—Sí, señor. Le aseguro que me complacería mucho serle de más ayuda… pero es todo cuanto sé.
«Y es suficiente para borrar todos los pasos que he dado hacia una pista en este caso», pensó Kresh.
—Muy bien, puede marcharse, al menos por el momento.
Gubber Anshaw pareció sorprendido.
—¿Quiere decir que ya está?
—Ya está por el momento —gruñó Kresh—. Márchese. Ahora. Antes de que cambie de opinión.
Gubber tragó saliva con dificultad, se levantó y se fue.
Alvar Kresh lo observó marcharse, y luego se volvió hacia Donald.
—Muy bien, ¿qué es lo que tienes? ¿Estaban diciendo la verdad?
—Antes de responder a eso, debo advertir que la situación se complica por el hecho de que tanto Anshaw como Terach tomaron parte en mi diseño y construcción. Por tanto, no sólo son más conscientes que el ciudadano medio de que tengo sensores diseñados para ayudar a detectar cuándo un testigo miente, sino también conocimiento detallado del funcionamiento de esos sensores. Es posible que pudieran usar ese conocimiento y fingir el tipo de respuestas que tienden a indicar veracidad.
—¿Crees que es probable?
—No, señor. Parece bastante improbable que ninguno de ellos sea capaz del tipo de control de las reacciones involuntarias que requeriría una acción así para tener éxito. De hecho, ambos parecían tan nerviosos que no me sorprendería que hubieran olvidado mis capacidades en ese campo. Por otro lado, si uno o ambos fueran lo bastante habilidosos para falsificar los bioindicadores de veracidad mientras mienten, eso es exactamente lo que yo detectaría.
—Muy bien. Recordaré que tu respuesta será más un equilibrio de probabilidades que una respuesta clara y firme. ¿Cuál es tu evaluación sobre su veracidad?
—Ambos hombres exhibieron el clásico conjunto de reacciones biofísicas de los varones adultos sinceros en situaciones de tensión. Estaban agitados, preocupados, trastornados, pero todo eso era de esperar. Creo que ambos estaban diciendo la verdad… y de hecho, se esforzaban por no ocultar nada.
Alvar asintió y suspiró.
—Me veo obligado a estar de acuerdo contigo. Me parece que ambos han dicho la verdad. Pero si es así, estamos más lejos que nunca de la solución. Todo lo que han hecho ha sido enturbiar las aguas. ¿Advertiste algún tipo de reacción emocional inusitada que pudiera decirnos algo?
—Advertí varias reacciones acusadas, pero no creo que puedan ser útiles. Gubber Anshaw ha exhibido pruebas de intensos sentimientos hacia Tonya Welton. He de confesar, señor, que no soy ningún experto en el campo de las emociones humanas, pero hay cosas que me confunden. No comprendo qué encuentra de atractivo Tonya Welton en Gubber Anshaw. A juzgar por las parejas románticas que he tenido ocasión de observar, esos dos no me parecen, bueno, compatibles.
Alvar Kresh se echó a reír, y aquello le sentó bien. No había habido mucho de lo que reírse en los últimos días.
—Donald, eres mucho más sabio de lo que piensas. Creo que todas las personas que se han enterado de este asunto han pensado lo mismo. Y se han preguntado por qué Anshaw la adora, en vez de tenerle miedo.
—Esa pregunta también se me ha ocurrido. Ella es una persona bastante intimidatoria. ¿Pero cuál es entonces la respuesta? ¿Cómo puede explicarse esta especie de unión improbable?
Kresh sacudió la cabeza.
—Nadie lo ha resuelto, ni lo hará nunca, supongo. Tal vez a Tonya Welton no le importa Anshaw lo más mínimo, y está usándolo simplemente para algún fin propio. Es el tipo de mujer capaz de convertir a Gubber Anshaw en un esclavo dispuesto sin esforzarse demasiado.
—¿Cree que ésa es la explicación?
Kresh reflexionó durante un momento.
—No —dijo por fin—. Ha tenido demasiadas oportunidades para cortar lazos. Gubber Anshaw es un hombre muy peligroso ahora mismo. Está metido en graves problemas, y ella lo sabe. Sin embargo, hizo todo lo posible por distraer nuestra atención de él. Creo que siente verdadero afecto por Gubber, aunque no puedo decir qué es lo que inspiró ese sentimiento.
—¿Y a qué conclusiones llega, señor? ¿Qué le parece el caso en este momento?
—Es el lío más grande que he visto en mi vida. O bien Terach, Anshaw y Tonya Welton son los mentirosos más contumaces que existen, o ninguno tuvo nada que ver en esto. Y puedes añadir a Fredda Leving a la lista de mentirosos también, y convertirla en parte de la conspiración para encubrir el ataque. Todas las demás historias dependen de la suya. No hay ninguna discrepancia significativa que yo pueda ver.
Kresh se arrellanó en su asiento y contempló el techo, pensativo.
—Todos tenían sus buenos motivos. Jomaine pudo temer que el trabajo de Fredda fuera a crearles graves problemas a todos. Un miedo muy lógico, según se han desarrollado los acontecimientos. Tonya pudo querer tener las manos libres para dirigir Limbo sin Fredda molestándola. O tal vez se enteró de la existencia de Calibán e hizo que Gubber lo manipulara para desacreditar a los robots. Lo último que hizo Gubber antes de marcharse con Tonya fue revisar a Calibán. Pero si es así, entonces debemos asumir que toda la crisis ha sido planeada por los colonos, y parece que es tomarse demasiadas molestias cuando podrían destruir nuestro mundo simplemente marchándose y sentándose a esperar.
»O tal vez Gubber ocultó cuidadosamente su amargura y sus recelos hacia la mujer que cogió sus amados cerebros gravitrónicos y los apartó de las Leyes. O tal vez se dejó llevar por su temperamento y se desquitó por haberse comportado de forma abusiva con Tonya. ¡Maldición, cualquier cosa podría ser cierta! Todos los motivos son plausibles.
»Lo que no parece tan plausible es la forma en que se cometió el crimen. Si uno de ellos lo hizo, sigue siendo alguien que cogió botas robóticas y se hizo con un brazo de robot como arma, y utilizo ambas cosas con precisión inhumana, tomándose su tiempo para recorrer dos veces la habitación con sus botas robóticas durante un periodo de tiempo en que la gente todavía entraba y salía del laboratorio. Una locura.
La habitación permaneció en silencio durante un rato, hasta que Kresh pudo continuar hablando. No era fácil admitir que estaba equivocado y otra persona tenía razón. Sobre todo cuando esa otra persona era un robot.
—Eso nos deja a Calibán. Y cuando más pienso en tus objeciones a que sea el sospechoso, más me veo obligado a estar de acuerdo contigo. Como atacante, no tiene sentido. Ha tenido otras muchas oportunidades para matar, y muchos mejores motivos para hacerlo, y no las ha aprovechado. Y además, un robot que pudiera matar y quisiera matar habría hecho un trabajo mejor. Un robot que quisiera matar tendría éxito y no lo echaría todo a perder con un golpe que no fuera absolutamente fatal.
Kresh miró a Donald. Hizo tamborilear los dedos sobre la mesa y se frotó la barbilla.
—Eso nos deja a un asaltante completamente desconocido como principal sospechoso. Alguien que pudo desmontar los sistemas de seguridad de los colonos, porque nadie más aparece en el registro de acceso. Tal vez un colono disfrazado de robot, alguien que quería matar a Fredda Leving para que toda la operación se viniera abajo y así poder volver a casa. Tal vez algún otro motivo.
»O pudieron ser los Cabezas de Hierro de Simcor Beddle, tal vez el propio Simcor. Digamos que uno de ellos se enteró del proyecto de los robots de Nuevas Leyes, y temió que fuera una amenaza para su sagrado e inerte modo de vida. Si fue Simcor o uno de sus compinches, entonces los Cabezas de Hierro tienen más habilidad con la tecnología de los colonos de lo que cabría esperar.
—Todo lo que dice parece bastante lógico, señor. Pero, si puedo hacer una observación, estamos perdiendo de vista nuestro otro problema.
—Lo sé, lo sé. Calibán. Calibán, el robot descarriado. Atacara o no a Fredda Leving, está ahí fuera. Es un robot descarriado, sin leyes, y tenemos que capturarlo. Esperaba que hacer progresos en el asalto a Leving nos ayudara a localizarlo. Pero ahora no podemos continuar con el tema del asalto. ¿Los equipos de investigación que lo buscan todavía no han dado ninguna señal de él?
—No, señor. Ni una sola palabra.
—¡Maldición! —Alvar Kresh se levantó y empezó a recorrer la habitación—. Tengo que admitirlo. Estoy atascado. Totalmente atascado. No sé cómo unir todo esto. Ambos aspectos de este caso están entrelazados, y sin embargo es como si no tuvieran nada que ver uno con otro.
Se acercó a la ventana, y contempló la ciudad. Anochecía. Había sido otro largo día, con comidas olvidadas y la espalda dolorida por haber permanecido sentado tanto tiempo en aquella maldita silla.
—Calibán —susurró para sí—. Tal vez él pueda decirnos qué demonios sucedió esa noche.
—Pero tendremos que capturarlo primero, señor. Podría esconderse en los túneles de la ciudad durante años sin que lo encontráramos.
—Sí, lo sé. Pero, de algún modo, no creo que vaya a hacer eso. No me parece del tipo capaz de oxidarse bajo tierra. No. Tuvo la oportunidad de hacerlo la primera vez que entró en los túneles y no lo hizo. Querrá salir. Marcharse de la ciudad, tal vez, alejarse de toda la gente que intenta darle caza.
»Calibán está ahí fuera —repitió—. Está ahí fuera y quiere seguir libre.
»Si yo fuera Calibán, actuaría esta noche.
.
18
El gobernador Chanto Grieg firmó la orden y la tendió a Fredda Leving por encima de su mesa. Ella intentó cogerla demasiado ansiosamente, y eso molestó a Grieg. Había algo raro en ello. Grieg agarró de nuevo el papel y lo sujetó.
—No comprendo por qué solicita este trozo de papel, Fredda —dijo Grieg—. Sigo tentado a negárselo y correr el riesgo de que cumpla su amenaza de dimitir de Limbo.
—Por favor, gobernador, deme esa orden. Le aseguro que no estoy bromeando. Si no me la da, dimitiré. Me lavaré las manos en todo este asunto.
Pero Grieg siguió sujetándola.
—Se dará usted cuenta de que esta orden no es retroactiva. No la absuelve del crimen de construir un robot Sin Ley. Simplemente advierte que acepta la responsabilidad de un robot así a partir de hoy, y le da permiso para poseerlo. Todavía podrían acusarla de cargos muy graves. Si Kresh decide arrestarla, no podré hacer nada. Este pedazo de papel no hará nada para protegerla.
—No es a mí a quien quiero proteger —dijo Fredda—. No he hecho más que pensar en este asunto desde los disturbios. Al principio, quise ir y perseguirlo yo misma. No estaba segura de querer salvarlo o destruirlo. Pero cuanto más lo pensaba, más sabía que no me gustaba la idea de que lo capturaran y ejecutaran por el crimen de ser de la forma en que yo lo construí. Si muere, será porque yo cometí el crimen de crearlo. No debe ser castigado por mis crímenes, pero eso será lo que suceda sin este papel.
—En mi opinión, el grueso de la información sigue indicando que cometió el ataque contra usted. La situación es confusa, pero sigue pareciendo la explicación más razonable.
—Si se demuestra que eso es cierto, entonces que sea castigado por lo que hizo. Eso sería justicia. Destruirlo por lo que es sería salvajismo. Calibán es el primer robot sin mermas en su intelecto. Es el primero con el potencial para pensar como nosotros lo hacemos, excepto que quizá lo haga mejor. Es el primer robot creado para la libertad. Y por este crimen va a ser perseguido y destruido. Si la libertad de los otros nos amenaza tanto que tenemos que destruirlos, no merecemos esa libertad nosotros mismos… y no la conservaremos mucho tiempo.
El gobernador Chanto Grieg no habló, ni miró a Fredda Leving. En cambio, se volvió hacia la magnífica ciudad que decaía lentamente ante su ventana.
—Habla de un gran cambio, doctora Leving, y los cambios no son nunca fáciles —dijo—. A veces pienso que soy un doctor con un paciente muy enfermo, y la única medicina que tengo es el cambio. Si administro demasiada, o la doy en el momento inadecuado, matará al paciente. Pero si por el contrario no prescribo ningún cambio, el paciente morirá. Más de una vez me he preguntado si los espaciales acabaremos por decidir que el cambio es una píldora demasiado amarga. Tal vez decidamos que sería más fácil, más agradable, rechazar nuestra medicina y morir. ¿Qué piensa usted?
—Por el momento, señor, la orden es lo único que me interesa. ¿Puedo cogerla, por favor?
Grieg miró a Fredda, que tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre, la cara pálida, un poco de pelo recién crecido asomando bajo su turbante. Era una mujer que había dejado de preocuparse por su aspecto, una mujer que había calibrado durante algún tiempo qué era lo más adecuado.
—Muy bien —dijo por fin—. Si nuestra sociedad es tan frágil, tan rígida que no puede sobrevivir a la existencia de un solo robot Sin Ley, dudo que haya muchas posibilidades de que el paciente siga vivo —Chanto Grieg tendió el papel.
—Gracias, señor. Ahora, si me disculpa, he de marcharme. —Fredda saludó, se volvió y se marchó.
Chanto Grieg la observó marcharse, y se encontró a solas con la desagradable idea de que no estaba seguro de que Infierno pudiera sobrevivir a la presencia de un único robot libre.
En cuyo caso, naturalmente, no había ninguna esperanza.
No tenía sentido seguir, observando. El aparato funcionaría o no. Podría pilotarlo o no. Calibán se sentó en el asiento del piloto en la cabina abierta del coche aéreo. Asió con fuerza los controles, acomodó sus pies sobre los pedales, y agarró lo que pensaba que era la palanca de despegue. El coche se alzó lentamente del suelo. Sí, bien. Funcionaba.
Le preocupaba más si el coche funcionaría que el hecho de haber interpretado bien los controles. Después de todo, parecía probable que el coche hubiera permanecido olvidado en la subterránea Claraboya Periférica Seis desde que quedó fuera de servicio en algún momento del siglo anterior. Trabajando con su fuente de luz infrarroja interna, Calibán llevó el decrépito aparato a unos razonables diez metros por encima del suelo de la cavernosa sala. Ejecutó una vuelta con la gracia y agilidad de uno de los ancianos ciudadanos que había visto recorrer la ciudad en su primer día en la calle.
Sí, acelerador, impulsor, controles direccionales… lo había adivinado todo adecuadamente. El manejo de aeroautos era otro tema sobre el que su banco de datos permanecía frustrantemente silencioso. Se había visto obligado a deducirlo todo por su cuenta, y era plenamente consciente de que había muchas cosas que no sabía sobre las reacciones del coche aéreo en todo lo que no fueran velocidades reducidas y aire tranquilo.
Pero, suponiendo que el coche aguantara, no tenía sentido seguir esperando. Era hora de partir. Calibán dirigió lentamente el coche hacia el amplio túnel de salida y lo condujo a diez kilómetros por hora, lentamente, guiándose por la iluminación proporcionada por su sistema infrarrojo, siguiendo la suave curva ascendente del túnel mientras se dirigía a la superficie. Las paredes desgastadas del túnel fueron quedando atrás, en silencio. Incluso después de sus exploraciones del mundo subterráneo, este amplio túnel, todo el complejo de las claraboyas, seguía siendo un misterio.
El lugar daba una sensación de vejez de años pasados mientras se consumía en silencio… y sin embargo algo en él indicaba que no había sido utilizado nunca. Todo era viejo, pero nada parecía gastado, ni siquiera levemente. Bajo el polvo, todo estaba nuevo.
El coche tardó un par de minutos en llegar a la puerta exterior, sellada desde hacía mucho tiempo. Calibán había recorrido el túnel antes y había examinado el mecanismo. Estaba razonablemente seguro de que podría abrirlo, pero no podía contar con ello. Ni siquiera abrir la puerta resolvería sus problemas. Parecía posible que el Departamento del Sheriff estuviera vigilando las entradas de los túneles en todo el perímetro de la ciudad. Por eso no la había abierto antes: no tenía sentido alertar sobre su situación hasta que estuviera dispuesto a marcharse.
Suponiendo que pudiera abrir la puerta, tendría que moverse rápidamente cuando la atravesara. Ese fue el motivo de elegir un aeroauto en vez de intentar marcharse a pie.
Y tendría que marcharse pronto. Un día más, y su suministro de energía alcanzaría niveles peligrosamente bajos. No se atrevía a buscar una estación de recarga dentro de la ciudad. Había policías en todos los túneles, y ya había escapado varias veces por muy poco. No deseaba verse obligado a permanecer en un mismo sitio durante la hora aproximada que duraría la recarga. Además, sería una locura absoluta acercarse a una estación. Tenía que suponer que el sheriff Kresh habría apostado guardias en todas las estaciones existentes. No. Tenía que salir de la ciudad, y encontrar una fuente de energía ahí fuera.
Llegó al final del túnel. Aterrizó con una sacudida más fuerte de lo que pretendía y salió. Se acercó al control de las puertas y manipuló los interruptores de control manual.
Con un golpe y un zumbido y el roce de la suciedad y el polvo al caer al túnel, la puerta se abrió.
Antes de que hubiera terminado de descorrerse, Calibán volvió al coche aéreo. Atravesó la entrada y luego puso a máxima potencia el impulsor vertical, buscando poner la mayor distancia posible entre él y la ciudad de Hades.
Alvar Kresh estaba ya acostumbrado a que interrumpieran su sueño. Esta vez, cuando Donald le tocó el brazo, despertó de inmediato, sin pasar por ningún estado intermedio de confusión. Se sentó en la cama y luego se levantó. Se acercó a la silla donde había colocado su ropa antes de acostarse. Si iba a vestirse solo, no tenía intención de perder más tiempo buscando ropa.
—¿Cuál es el informe? —preguntó.
—Podría no ser nada, señor, pero es posible que sea Calibán. Los robots que trabajan en los monitores de observación de la ciudad fueron alertados para que informaran de cualquier cosa fuera de lo común. Son un modelo bastante conservador e informaron de todo tipo de sucesos rutinarios, haciendo difícil a sus supervisores humanos distinguir lo verdaderamente extraño…
—¡Maldición, Donald, ve al grano!
—Sí, por supuesto. Perdóneme, señor. Una de las claraboyas periféricas abrió su escotilla externa por primera vez en cincuenta años.
—Eso sí que es algo fuera de lo común.
—Sí, señor. Además, el control de tráfico de la ciudad informó que un coche aéreo se elevó de esa posición casi inmediatamente después, volando más alto y más rápido de lo permitido, pero alcanzando esa velocidad bastante despacio.
—Como si el piloto no confiara del todo en sí mismo o en su aparato. Sí. ¿Cuál es la situación de interceptación? —Kresh se quitó el pijama y empezó a ponerse la ropa, esta vez recordando que la vida le sería más fácil si se ponía la camisa antes que los pantalones.
—Dos de nuestros coches aéreos están en camino, pero el aparato que persiguen les lleva una buena ventaja. Se dirige al norte, hacia las montañas, volando hacia una tormenta. Y he de añadir que una persecución nocturna siempre es más difícil.
Kresh se sentó para ponerse los pantalones, pero las correas se cerraron antes de que terminara. Luchó con ellas un momento antes de que volvieran a abrirse.
—Maldición. Nada es fácil —dijo, refiriéndose tanto a la situación táctica como a la dificultad de ponerse los pantalones. Las tormentas del desierto eran raras, pero enormemente violentas. Incluso un piloto hábil dudaría en volar con tales condiciones. Si Calibán entraba en la tormenta, era posible que no volviera a salir—. Muy bien, avisa a los coches de que continúen con la persecución, pero nada de heroicidades. Ya hemos tenido suficientes proezas voladoras. Que interrumpan la persecución si se vuelve peligrosa. Se les ordena específicamente que no se arriesguen, ni pongan en peligro los coches.
»Recuérdales que tendríamos que localizarlo fácilmente fuera de la ciudad. Nada de túneles, nada de rascacielos, ni millones de otros robots entre los que esconderse.
»Que no disparen, repito, no disparen al aeroauto. Sus órdenes son capturar, no destruir a Calibán. Si es posible, que lo obliguen a aterrizar. Quiero interrogarlo. Puede que sea el único testigo que tenemos del asalto a Leving. Que no lo destruyan. Siempre podremos hacerlo más tarde. —Kresh se levantó y se puso los pantalones—. Cancela la vigilancia en la ciudad —gruñó—. Que los equipos de búsqueda descansen un poco y estén preparados para ofrecer su apoyo fuera de la ciudad si hace falta.
—Sí, señor. Estoy enviando sus órdenes. Sin embargo, mis órdenes actuales requieren que le recuerde que Tonya Welton debe ser informada de todos los acontecimientos importantes de la investigación.
—Le enviaremos un informe por la mañana. No va a enterarse de una palabra de esto, no mientras sea sospechosa y pueda contarle todo lo que oiga a Gubber Anshaw.
—Sí, señor. Estoy de acuerdo, a pesar de mis órdenes. Sin embargo, también debo recordarle que su jurisdicción, y la de sus oficiales, está limitada a la ciudad de Hades. Usted y sus subordinados no tienen autoridad fuera de los límites de la ciudad.
—Al infierno con la jurisdicción. Quiero acabar con este asunto ahora.
—Sí, señor. ¿He de entender entonces que nos uniremos personalmente a la persecución?
—Por supuesto.
Alvar luchó contra las correas un momento, y finalmente se cerró los pantalones. Se puso la chaqueta, y luego advirtió que Donald había sacado también su canana. Había algo extraño en eso. Los robots, por regla general, no manejaban armas. El impedimento de la Primera Ley era obvio: si Donald ponía un arma en manos de Kresh, y Kresh la utilizaba para matar a alguien, entonces Donald había ayudado materialmente a causar daño a un ser humano. Y el láser de la funda era de un tipo que Alvar no había visto antes.
—¿Qué es esto, Donald? —preguntó, cogiendo el cinturón y el arma.
—Puede añadir su propia pistola también, señor, pero tengo motivos para pedirle que lleve ésta. Es una pistola de entrenamiento. Es una excelente simulación de una pistola láser real, pero no dispara más que un espectacular estallido de luz.
—Ya veo —dijo Alvar, aunque no era así—. ¿Puedo preguntarte por qué debo llevar una pistola de entrenamiento en este caso?
—Señor, si es posible, me gustaría decir lo menos posible al respecto. Tal vez no ocurra nada. Pero puedo prever una situación en la cual podría servir para probar una teoría que tengo. Si nos encontramos en esas circunstancias, le pediré que ponga a prueba esa teoría.
—Donald, no sabía que estuvieras programado para hablar en acertijos.
—Sí, señor. Estoy de acuerdo en que hablo de forma vaga. Sin embargo, tengo poca confianza en mi teoría, y creo que sería mejor que no se distrajera de lo inminente preocupándose por posibilidades improbables. No hay absolutamente ninguna necesidad de que lleve el láser de entrenamiento.
Alvar Kresh sujetó el láser con las dos manos y miró largamente al robot. En sus momentos más oscuros. Donald ere enervante, pero también, muy a menudo, su mejor baza. El robot había reflexionado profundamente sobre aquel caso, y no era extraño que tuviera sus propias ideas, aunque se sintiera poco inclinado a revelarlas en aquel mismo momento. Pero se ajustó la canana, sacó su propia pistola del cajón donde la guardaba y se la metió en un bolsillo. Allí la tendría a mano, pero su primer reflejo sería buscar la unidad de entrenamiento de la funda.
Y en el fondo, sería misión de Donald asegurarse de que sus reflejos no acabaran con él.
—Muy bien —dijo Alvar—. En marcha.
Calibán nunca había experimentado la verdadera noche, el mundo exterior, sin el brillo de la luz artificial. Era extraño este mundo de oscuridad, la nada aterciopelada que lo cubría todo. Excitante, misteriosa, aterradora oscuridad. Podía comprender por qué la imagen de la oscuridad aparecía con tanta frecuencia en su banco de datos. Los humanos se habían enfrentado largamente a la oscuridad en su historia.
Y lo habían hecho sin la ventaja de la visión infrarroja. Un simple acto de voluntad cambió su sistema de visión a IR, y la negrura se desvaneció. Las imágenes caloríficas del suelo fueron claramente visibles, pero lo más importante fue que sus dos perseguidores aparecieron en el infrarrojo, aunque las dos naves eran invisibles en la negrura de la noche. Eso acababa con la teoría de que el sheriff no lo perseguiría fuera de la ciudad. Al menos, no le disparaban. Tal vez pretendían capturarlo en vez de matarlo.
Si era así, tanto mejor, por supuesto. Escapar de ellos sería más fácil, aunque lo alcanzarían tarde o temprano si no hacía algo.
Había una gran masa de aire, claramente visible en el infrarrojo, rugiendo de poder. Voló hacia ella lo más rápido que pudo, mientras sus perseguidores se acercaban más y más a cada instante. Iba a ser difícil. Una súbita ráfaga de viento sacudió su viejo aparato, sorprendiendo a Calibán. El coche aéreo se desestabilizó y cabeceó, volcándose casi antes de que pudiera recuperar el control.
Otra ráfaga lo asaltó desde otro lado, pero Calibán estaba preparado esta vez. La pared de la tormenta estaba justo delante. Pudo oír su rugiente poder, ver las estelas de los relámpagos que restallaban en su interior. Ahora las sacudidas eran casi constantes, y duros chorros de lluvia y granizo golpeaban contra el coche. De repente, los vientos, la lluvia y las nubes parecieron unirse y la poderosa tormenta lo engulló.
El coche aéreo fue sacudido por los vientos, levantado por un violento torbellino, rechazado de nuevo con igual violencia. Las chispas saltaron cuando algo se cortocircuitó, y la mitad del panel de control quedó inutilizado. El coche viró y casi estuvo a punto de volcar antes de que Calibán pudiera nivelar el vuelo. El ruido y la fuerza de la tormenta eran increíbles, los truenos vibraban por todas partes, el rugiente impacto de la lluvia contra el casco lo cubría todo, devorando a Calibán, haciéndolo uno con la lluvia y el viento y la oscuridad y los destellos de los relámpagos. Una nueva ráfaga se apoderó del coche y lo hizo caer a tremenda velocidad. Calibán se esforzó por enderezarlo, tirando con todas sus fuerzas de la palanca de control. El viejo coche gruñó y protestó, una profunda y furiosa vibración que pareció surgir de repente de la sección impulsora. Hubo un golpe estremecedor que sacudió todo el aparato, y un brusco cese de vibración, como si algo se hubiera desprendido.
Calibán lo ignoró todo, esforzándose por enderezar el morro del coche, intentando reducir su larga caída hacia el suelo invisible de debajo. Lentamente, el coche alzó la proa, gruñendo y estremeciéndose en protesta.
Con sorprendente brusquedad, el aeroauto atravesó la base de las nubes, revelando el suelo que se apresuraba a recibirlo.
Ahora por fin tenía la lluvia delante, en vez de golpeándolo en todas direcciones, pero incluso así, Calibán no tenía apenas visibilidad.
Con un último esfuerzo heroico, el torturado coche se enderezó finalmente. Pero salía humo de debajo de la consola, una densa nube que habría cegado a Calibán si la lluvia no la hubiera despejado. Los controles se estropeaban. El último de los indicadores de estado fluctuó una, dos veces, y se apagó. La energía se agotó, y el coche se convirtió de pronto en un planeador no demasiado bueno. Caía, y no podía hacer nada para evitarlo. Calibán se esforzó por reducir la velocidad, por enderezar el morro, cambiando velocidad por modo y ángulo de planeo. Pero no podía hacer ya nada más.
El coche chocó contra el suelo, rebotando y aplastando rocas y arena en la negrura sacudida por la lluvia del desierto.
Alvar Kresh y Donald salieron al terrado de la casa para descubrir que tenían visita no esperada. Tonya Welton bajaba de su coche aéreo, con su robot femenino Ariel detrás.
—Voy con usted —anunció Tonya—. Ha localizado a Calibán. Va a perseguirlo. Y tengo el derecho, el poder, la autoridad de colaborar en esta investigación. Tengo derechos legales y los haré valer.
—¿Cómo demonios sabía adónde vamos? —demandó Kresh, aunque supuso la humillante respuesta antes de terminar de hacer la pregunta. Malditos fueran los colonos y su arrogante tecnología.
—Sus seguras comunicaciones por hiperondas no son tan seguras —dijo Tonya—. Las interceptamos.
—¿De veras? —gruñó Kresh—. Habrá algunos cambios muy pronto. Parece que ha estropeado su tapadera.
Tonya sacudió la cabeza, considerándolo una preocupación menor.
—Eso no tiene importancia. No comparado con el peligro que todos corremos ahora. Este caso podría causar un rechazo político y sabotear el proyecto terraformador, y entonces este mundo moriría. Todos moriríamos.
—¿Todos? ¿Desde cuándo este mundo es suyo?
Tonya lo miró. Sus ojos brillaban de miedo y preocupación.
—Desde que Gubber está en él. No voy a abandonarlo, o a dejar que el mundo donde vive muera. Pretendo quedarme en Infierno, pase lo que pase.
—Señora Welton, debo sugerir con vehemencia que no venga con nosotros —dijo Donald—. No es una forma agradable de expresarlo, pero es usted sospechosa en este caso.
—¡Malditos sean todos los viejos dioses! ¡Por supuesto que lo soy! ¿Crees que no sé que Gubber y yo somos sospechosos? —Se detuvo, la respiración entrecortada, las lágrimas bañándole el rostro—. Maldición, ¿no lo ves? Si él lo hizo y Calibán puede decírnoslo, tengo que estar allí. Tengo que saberlo. Puedo aceptarlo, de todas formas. Pero no puedo fingir más ante él. Tengo que saberlo.
Alvar Kresh miró a Tonya Welton lleno de asombro. Era la última persona en el universo conocido de quien habría esperado un estallido semejante. Era difícil no pensar que serviría como tapadera de primer orden si estaba decidida a acompañarlos con el propósito de silenciar a Calibán con un rápido disparo láser.
Pero maldición, si tenía autoridad legal para acompañarlos, y aunque no fuera así, no podía hacer gran cosa para impedirle que los siguiera en su propio coche aéreo, a menos que lo abatiera desde el cielo. Pero no tenía por qué ponérselo fácil.
—Muy bien —dijo Alvar—. Puede venir con nosotros. Pero dejará todas sus armas y aparatos, y permitirá que Donald la registre para confirmarlo. Llevará ropas que yo le proporcionaré para impedir ningún intento de ocultar armas o aparatos ilegales.
Tonya Welton pareció a punto de protestar, pero entonces lo pensó mejor.
—No llevo ninguna arma, pero aceptaré cambiarme de ropas y que me registren.
Ahora le tocó a Kresh el turno de sorprenderse. Tal vez ella era sincera después de todo.
—Donald, vamos, en marcha. Que la registren y la vistan, rápido.
—Sí, señor. Aunque sugeriría que hay poco tiempo que perder. —Señaló al cielo, al norte.
Alvar Kresh soltó una maldición. La tormenta se acercaba, dirigiéndose al sur, grande y violenta. Los vientos restallaban ya. Ningún robot permitiría que un humano volara en esas condiciones, y por una vez Kresh se vio obligado a admitir que tenían razón. Sería un suicidio, aunque no le gustaba pensar en ello.
Calibán, su última esperanza de encontrar sentido a aquel caso, se había internado en esa misma tormenta unos minutos antes.
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19
Nada. No podían hacer absolutamente nada. Fredda Leving recorría su laboratorio de un extremo a otro, mientras Jomaine la observaba sentado ante su mesa y Gubber, desconsolado, lo hacía desde un taburete junto a una de las mesas de trabajo. Ninguna información, ni una sola noticia, ni una pista. Sí, encontrar a Calibán era absolutamente necesario. Pero también era absolutamente imposible. La ciudad estaba llena de rumores y supuestas noticias autenticas, pero ninguno servía de nada
Incluso Alvar Kresh y Tonya Welton parecían haber desaparecido de la faz del planeta. Fredda había intentado repetidas veces contactar con ambos, en vano. ¿Dónde estaban? Buscando a Calibán en aquella maldita tormenta, o perdidos en alguna parte. ¿Estaban trabajando juntos, o simplemente fuera de su alcance al mismo tiempo?
Tonya Welton. Fredda miró de nuevo a Gubber y sacudió la cabeza, sorprendida. Esa noticia sí que la había dejado absolutamente atónita. Era un poco amargo advertir que casi era la única persona en todo el planeta que la desconocía.
Aunque, en justicia, no podía reprochar nada a Gubber Si se hubiera enterado antes, se habría puesto furiosa y habría desconfiado de él. Ahora, durante esta tormentosa noche en vela, mientras tronaba en el amanecer sin luces, quién se acostaba con quién carecía de importancia. Bueno, tal vez fuera exagerado decir tanto. Los cielos podían estremecerse, pero eso no impediría que la gente se sintiera fascinada por la noticia de un tórrido romance. Y en cuanto a ella, por lo menos, seguía sin comprenderlo, pero ya no tenía importancia.
Había ahora otras preocupaciones y asuntos que tratar.
Calibán. Para otra gente, sin duda significaba otras cosas, pero para Fredda representaba algo muy simple: el primero de su especie. Y, posiblemente, el último. Si era considerado un fracaso, o un peligro, si era considerado la causa de todo aquel caos y de tanto alboroto en vez de su víctima, entonces nadie se atrevería a volver a construir un robot libre. Todos los de su especie, hasta el fin de los tiempos, no serían otra cosa que esclavos cuyas mentes quedarían constreñidas y cegadas por las Tres Leyes. Como mucho, una pequeña parte de ellos podrían existir bajo las restricciones algo menos estrictas de las Nuevas Leyes, pero incluso éstas eran cadenas para la mente.
Calibán. ¿Dónde demonios estaba? Podía encontrarse en cualquier parte de la ciudad, o bajo ella, o fuera. Por supuesto, si era sensato, se ocultaría en las entrañas de la ciudad y se quedaría allí. Esperaría a que la tormenta se dirigiera al mar, pues este tipo de fenómenos no duraban más de unas cuantas horas. Si era necesario, Calibán podría permanecer bajo tierra durante años.
Si no fuera por su generador, claro. ¿En qué pensaba Fredda cuando le puso un generador de laboratorio de baja capacidad? Si le hubiera colocado una unidad estándar, habría podido esconderse durante años, décadas, sin tener que recurrir a nada ni a nadie. Pero le había dado un generador limitado. No se lo había dicho a nadie, pero el consumo de energía de Calibán había resultado ser un poco más elevado de lo esperado. Fredda calculaba que, en aquel mismo momento, suponiendo un consumo medio, no le quedaban más de unas cuantas horas de energía.
Los ululantes vientos empezaron a remitir por fin, y las lluvias menguaron un poco. Los destrozados restos del coche aéreo se habían esparcido por la mitad de la falda de la colina tras el impacto, y la tormenta los había dispersado por la otra mitad.
Calibán salió lentamente de detrás de la roca que le había procurado refugio durante lo peor de la tormenta. Tropezó una vez, dos veces, mientras bajaba la pendiente fangosa. Su visión binocular había desaparecido, y tenía el ojo izquierdo roto, colgando inútil de su cuenca. Algo en el interior de su brazo derecho se había doblado con el golpe, y sólo podía moverlo con dificultad, acompañado de un alarmante sonido chirriante. Su coraza, antes de un brillante rojo inmaculado, estaba cubierta de manchas de lodo. Su pecho estaba lleno de mellas y hendiduras.
Nada de eso importaba, puesto que había sobrevivido. ¿O no era así? ¿Caminaba todavía, pero tan condenado como si ya hubiera muerto?
Su sistema de diagnóstico le enviaba varias advertencias, no sólo sobre los daños causados por la tormenta, sino sobre su suministro de energía. A menos que hiciera algo al respecto y muy pronto, se quedaría sin energía y se detendría en el acto. Sobreviviría, y podría ser revivido si recibía una nueva carga, pero mientras tanto sería una fácil presa, inerte e indefensa.
Calibán se sentía casi abrumado por la frustración. Nada había salido bien. Su intento de escapar de la ciudad había resultado un completo fracaso. No había conseguido nada, excepto herirse y perderse en un paisaje yermo del que no conocía ningún dato. No tenía mapas internos de este lugar. Aún peor, había visto los dos coches aéreos siguiéndolo la noche anterior. Sabía perfectamente bien que sus perseguidores volverían pronto.
Y ahora ni siquiera podía concentrarse en eludirlos. Tenía que encontrar una fuente de energía y recargarse, o moriría en el desierto. ¿Qué camino tomar? Se volvió hacia las torres de Hades, envueltas en nubes de lluvia cerca del horizonte. No podía regresar a la ciudad. Le estarían esperando. Ésa era su única certeza. No conocía absolutamente nada de las tierras del exterior. Pero el hecho de que la ciudad tuviera salidas que apuntaran al norte, indicaba que, al menos antiguamente, existieron emplazamientos al norte de Hades más allá de las colinas. Tenía que quedar algo todavía. Un lugar con unos cuantos convertidores de energía aún en funcionamiento. Cualquier cosa.
Y no tenía otra opción que intentar encontrarlo. Se volvió y empezó a caminar, torpemente, envarado. Subió la colina rocosa, cubierto por la lluvia, y se dirigió hacia el norte.
—La tormenta ha cesado, señor. El informe meteorológico para los próximos tres días es favorable.
Alvar Kresh salió de su ensueño y parpadeó, confundido. Estaba sentado en su salón. Tonya Welton, vestida con un mono que Donald había encontrado en alguna parte, roncaba suavemente en el sofá. Su robot, Ariel, permanecía silenciosa e inmóvil en su nicho cerca de su ama. Era extraño ver a un colono con un robot en constante asistencia. Kresh había nacido y se había educado con la presencia continua de los robots, pero a Welton debía resultarle chocante algunas veces. Debió costarle trabajo acostumbrarse a los omnipresentes seres.
Bien, tanto mejor para ella. Kresh había pasado la noche en vela. Sin duda había dado alguna cabezada durante unos minutos, pero ahora no podía recordar más que haber estado mirando la pared sobre el sofá donde dormía Welton. Había estado mirando la pared y pensando. Había tenido poco tiempo para hacerlo en los últimos días, y tal vez la tormenta era una bendición disfrazada si le impedía actuar precipitadamente.
Reflexionar sobre las pistas tenía muchísimo valor, pues así sopesaba las ideas en una dirección u otra. Pero nunca tenía tiempo para hacerlo. Qué extraño. La idea de la sociedad espacial era usar a los robots para permitir que la gente tuviera tiempo suficiente para pensar. Y sin embargo, nadie parecía tener tiempo para hacerlo.
Donald le ofreció una taza de café. Kresh la cogió. Tomó un sorbo lento y cuidadoso. Sí, sí, pensó mientras la cafeína empezaba a hacerle efecto. Examinar las cosas como lo había hecho la noche anterior, en las horas que precedían el amanecer, cuando todo parecía detenido, tenía mucho valor. El propio cansancio podía ser un acicate para nuevas ideas, la vaga frontera entre el sueño y la vigilia a veces permitía reflexiones que no podían ofrecer ni el sueño ni la vigilia. Aquellos pensamientos soñados podían plantear nuevas y mejores teorías.
Y podía sentir que la respuesta se acercaba. Estaba allí, en el fondo de su mente, luchando por salir.
Pero ahora mismo no tenía tiempo para respuestas que no tuviera delante. Era el momento de pasar personalmente a la acción. Iba a acabar con aquel asunto en persona.
—Donald, ordena a todas las divisiones que vuelvan a las operaciones normales. Cancela todas las operaciones relacionadas con Calibán… excepto el control del perímetro de la ciudad. —No tenía sentido correr el riesgo de que el robot volviera a la ciudad—. La señora Welton y yo nos encargaremos personalmente de la fase final de la búsqueda.
Tomó otro sorbo de café y casi se quemó la lengua. Soltó la taza, se levantó, y se acercó a Tonya. La sacudió por el hombro.
—Despierte —dijo—. Nos vamos de caza.
Allí. Calibán pudo verlo, valle abajo, a unos dos kilómetros de distancia. Un grupito de edificios, de aspecto ajado, brillando al sol que emergía tras los restos de la tormenta. No sabía si allí habría energía, o cómo conseguirla, pero esas preguntas pronto serían inútiles si no actuaba pronto. Su única esperanza era que el propietario no supiera quién era. En aquel lugar remoto, al menos existía esa posibilidad. Si no parecía ser más que un robot normal con dificultades, tal vez conseguiría que le permitieran recargarse. No tenía otra opción. La ascensión por la colina había hecho mella en sus reservas. No había otras estructuras a la vista. Esos edificios representaban su última esperanza. Empezó a descender, eligiendo con cuidado su camino entre las rocas sueltas y los matorrales. No era difícil. Pero si las cosas salían tan mal como de costumbre, entonces sería el último esfuerzo que haría.
No obstante, estaba decidido a hacerlo bien.
Abell Harcourt se asomó a la ventana situada sobre su banco de trabajo y vio algo inusitado. Un robot dañado bajaba tambaleándose las colinas. Esto sí que era el colmo. Se había marchado de la ciudad precisamente para evitar a los robots. Abell había descubierto hacía tiempo que no podía tallar nada a gusto con la casa llena de sirvientes perfectos atendiéndolo. Los robots y la maldita sociedad de supuestos colegas escultores que no sabían qué extremo de la maza sujetar. Escultores que «dirigían» el trabajo de robots artesanos para crear obras sin alma, perfectamente sustituibles. Malditos robots. Un hombre podía volverse adicto a ellos, más que a cualquier droga.
Pero éste era diferente, estaba claro. No había cruzado las montañas con un ojo colgando de su cuenca para ordenar el taller de Abell y trastocarlo todo. Abell soltó sus herramientas y salió. Caminó un centenar de metros y entonces esperó a que el robot lo alcanzara.
Era un hombre bajo y delgado, de piel oscura y completamente calvo. Y no le gustaban mucho las interrupciones.
—Muy bien —dijo, en cuanto el robot pudo oírle—. Ahora que me has apartado de mis esculturas, ¿qué demonios quieres?
—Le pido humildemente ayuda, señor. Mi coche aéreo se estrelló en las colinas durante la tormenta. Ando escaso de energía, y mis sistemas se desconectarán si no recibo pronto una carga.
—¿Crees que tengo generadores atómicos tirados por cualquier rincón o algo así?
—No, señor. No fui construido con fuente de energía atómica. Tengo una célula recargable, y está casi consumida.
Harcourt miró ferozmente al robot. Todo aquello era extraño, muy extraño. ¿Quién demonios querría construir un robot con una fuente de energía que se consumiera cada pocos días? ¿Y qué hacía un robot pilotando un coche aéreo en una tormenta como ésa?
—¿No había gente en ese coche tuyo?
—No, señor, estaba solo.
—Mmm. —Harcourt miró receloso al robot durante largo rato—. Bueno, supongo que darte una carga no hará ningún daño. Pero no podré hacer nada con respecto a tu ojo.
—Es usted muy amable, señor.
—Podemos usar la unidad de energía del cobertizo. Vamos.
Abell Harcourt dio la espalda al extraño robot y abrió el camino. Pero entonces recordó. Espera un segundo. Un robot rojo, volando solo, sin humanos… de repente el corazón le redobló en el pecho. Era el robot asesino, el loco que había aparecido en todos los noticiarios de la noche anterior. Caliborn, o algo así. No, Calibán, eso era.
Calibán el asesino, lo llamaban los noticiarios. Abell Harcourt sintió que de pronto le picaba la espalda.
Espera un momento. ¿Un robot asesino? No tenía sentido. Además, este Calibán parecía muy amable. «De haber querido, me habría podido arrancar la cabeza una docena de veces.»
Abell Harcourt se enorgullecía de pensar por sí mismo, y había algo en aquello que no encajaba. Los noticiarios estaban llenos de historias y rumores descabellados, pero ninguno decía que el robot descarriado fuera amable.
Condujo al robot al cobertizo, un pequeño edificio que usaba para guardar sus viejas tallas, sus herramientas de jardinería y todo tipo de instrumentos.
—¿Dónde está tu enchufe? —preguntó mientras encendía la luz.
—Aquí, señor. —Una puerta se abrió en el costado izquierdo del robot, donde habrían estado sus costillas si hubiera sido humano.
—Mmm. Muy bien, ven aquí y siéntate… siéntate aquí. —Abell dio la vuelta a una caja—. Aquí. Creo que podremos conseguir que el cable llegue sin problemas.
Harcourt advirtió que sus manos temblaban mientras rebuscaba entre la chatarra acumulada. ¿Tan asustado estaba? No tenía miedo, maldición. Eso era una tontería. Pensó en echar a correr hacia la casa, coger su viejo rifle de caza y abrir un agujero en el extraño robot. No. Eso era lo que harían aquellos malditos borregos de Hades. Harcourt se había pasado toda la vida decidido a no pensar como todo el mundo quería que lo hiciera. No estaba dispuesto a ceder ahora. ¡Ya estaba! Hizo a un lado un par de fallidos desnudos tallados en madera.
—Aquí lo tenemos —dijo, intentando mantener un tono casual en la voz mientras jugueteaba con el cable. Las manos todavía le temblaban un poco.
El gran robot examinó el enchufe del cable y lo conectó en su terminal de carga.
—Muchas gracias, señor. Mi estado energético alcanzaba proporciones críticas.
—¿Cuánto tiempo tardarás en absorber una carga completa?
—Creo que algo menos de una hora, señor, si me permite que utilice tanta energía.
—Sí, sí, por supuesto —dijo Harcourt, mientras su mente giraba y su corazón latía con fuerza.
—Agradezco su amabilidad, señor. No he conocido demasiada en mi experiencia.
—Eres Calibán, ¿verdad? —estalló Harcourt, y al instante lo lamentó. Era una locura preguntarlo.
El robot lo observó. Su único ojo en funcionamiento lo miró con atención, mientras el otro colgaba de su cuenca, oscuro e inútil.
—Sí, señor. Temía que lo supiera.
—Soy yo quien tendría que tenerte miedo.
—¿Señor? No tengo motivos para lastimarle. Me ha ayudado.
—¡En las noticias dicen que has atacado a todo tipo de personas!
—No, señor. Sería más justo decir que todo tipo de personas me han atacado a mí. Dejé la ciudad con la esperanza de estar solo. Nada más.
Calibán lo miró con cuidado, ladeando la cabeza pensativamente.
—Me tiene miedo.
—Un poco. Tal vez no tanto como debería. Pero demonios, soy un viejo, y lo peor que podrías hacer es matarme. He vivido demasiado de todas formas —admitió Harcourt.
—Y sin embargo me está ayudando. Todo lo que tenía que hacer era negarme la posibilidad de recargarme, y me habría desplomado en unos cuantos minutos. No comprendo.
Abell Harcourt se encogió de hombros.
—Parecías demasiado cortés para ser un asesino, supongo. Y me gusta la idea de que causaras problemas a todos esos políticos de la ciudad. Pero me parece que tienes problemas. ¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Mi conocimiento del mundo es limitado en muchos aspectos. Deseo escapar, sobrevivir. Tal vez podría usted aconsejarme.
Abell encontró un cubo y lo puso boca abajo, cuidando de que Calibán lo viera, sin hacer nada que pudiera parecer amenazante o peligroso. Estaba dispuesto a aceptar la posibilidad de que aquel robot fuera tan cuerdo como parecía, pero no tenía sentido tentar su suerte.
—No estoy seguro de poder hacerlo —admitió—. Déjame pensar un segundo.
¿Quién demonios estaría dispuesto a ayudar a Calibán, con todo el mundo decidido a cazarlo?
Pero espera un momento. Todo el mundo perseguía a un desclasado solitario. Fredda Leving había hablado de algo muy similar. Harcourt lo había buscado después. El mito de Frankenstein, o los mitos, más bien. Un conjunto muy complejo de versiones contradictorias del mismo relato asombroso. El monstruo incomprendido, lanzado a un mundo del que no tenía ningún conocimiento, temido y odiado por el crimen de ser distinto. Los aldeanos enloquecidos por el miedo asaltaron el castillo y lo mataron sin más motivo que el miedo ciego sin tener pruebas contra él más que los rumores y sus propios prejuicios.
¿Iba a repetirse aquella antigua historia? ¿No había avanzado ni un milímetro la sociedad humana ideal de los espaciales desde aquellos días de mito y temor? No. No si él podía evitarlo.
—No creo que puedas escapar tú solo —dijo Harcourt cuidadosamente—. Si te estrellaste en un coche aéreo, el sheriff te encontrará muy pronto. ¿Te perseguían ya entonces?
—Sí
—Entonces puedes estar seguro de que te encontrarán pronto, te quedes aquí o no. Encontrarán el coche, tal vez sigan la pista que hayas dejado para llegar aquí, o tal vez vengan directamente porque éste es el lugar más cercano. Si te marchas, te encontrarán en el valle. Si te llevas mi coche aéreo, te aseguro que estarán observando los cielos con todo tipo de sensores. Y aunque los eludas en el aire o en tierra, tu energía se consumirá de nuevo dentro de unos días. Sólo tendrán que vigilar los lugares a los que puedas acudir en busca de una carga, y te capturarán cuando aparezcas.
—¿Entonces qué puedo hacer? —preguntó Calibán—. ¿Adónde puedo ir? Estoy decidido a vivir. No aceptaré la muerte.
Abell Harcourt se echó a reír, un ladrido corto y triste.
—Pocos de nosotros lo hacemos, amigo mío. Muy pocos. Déjame pensar.
La habitación permaneció en silencio por un momento. Abell Harcourt se había visto enfrentado en ocasiones a la sociedad espacial, pero esto era diferente. Ayudar a sobrevivir a un robot Sin Ley era seguramente un crimen. Calibán era peligroso.
Tan peligroso como un ser humano. ¿No había atacado a su creadora, Fredda Leving?
—¿Has dicho que nunca atacaste a nadie? —preguntó Abell.
—Me defendí sin causar daños deliberados cuando un grupo de colonos intentó matarme. Aparte de eso, no tengo ningún conocimiento de haber atacado a nadie.
—¿Ningún conocimiento? Eso implica que podrías haberlo atacado a alguien sin saberlo. ¿Cómo es posible?
—Lo primero que recuerdo es haberme encontrado de pie sobre una mujer inconsciente. Después he sabido que era Fredda Leving. Es posible, aunque improbable, que yo cometiera el ataque, fuera desactivado de algún modo, y luego fuera conectado con la memoria borrada.
—Me parece un poco difícil. Y si sucedió así, y tu memoria fue borrada por completo, podría presentarte a un rebaño entero de filósofos baratos que discutirían que tu presente entidad es un ser distinto a la que cometió el ataque.
—Sí, señor. Yo mismo he llegado a esa conclusión.
—¿De veras?
Los robots filósofos eran bastante raros. Harcourt pensó de nuevo en Fredda Leving y su mito de Frankenstein. Tal vez cuando Calibán era un secreto, ella quiso destruirlo para protegerse… pero siendo su existencia de dominio público, pretendía demostrar que Calibán no era un monstruo enloquecido. Si el robot era inocente de los cargos que se le imputaban, entonces la culpa de ella también quedaría reducida. Ella tenía todos los motivos para ayudarlo. Tal vez podría protegerlo de maneras en que no podía hacerlo Abell Harcourt.
¿O estaba suponiendo demasiado sobre la nobleza de Fredda Leving y ella simplemente entregaría a Calibán para salvar la piel? ¿Qué otra opción quedaba sino recurrir a ella? El tiempo se acababa. Tarde o temprano, habría hombres del sheriff por todo el valle.
—Tengo una idea —dijo Abell Harcourt—. Es muy arriesgada. Sin embargo, no veo otra salida.
—El riesgo es mejor que la muerte segura —dijo Calibán, con un extraño tono en la voz. Parecía cansado. Pero los robots no se cansaban hasta que se quedaban sin energía, y Calibán la estaba recargando.
A menos que fuera su espíritu lo que estuviera cansado. También eso sería algo notable en un robot.
Abell Harcourt se levantó, olvidado su miedo, decidido. Si era un robot loco, entonces el mundo necesitaba más locura. Fredda Leving. Llámala, pídele ayuda.
No había otra forma.
Despegaron tres minutos después de recibir la llamada de Abell Harcourt. La primera reacción de Fredda fue dirigirse a toda velocidad a las coordenadas que Abell le había dado. Pero Kresh no era ningún tonto, y eso significaba que la tendría vigilada. Fredda no tenía intención de guiar al sheriff hasta Calibán. Viró hacia el oeste, volando a ritmo tranquilo en el tráfico local. Miró a su espalda y vio a Gubber y a Jomaine en el asiento de pasajeros, los rostros sombríos y decididos.
¿Era uno de ellos el culpable? ¿Era uno de aquellos hombres el que había intentado matarla y sabotear su trabajo?
Era mejor no pensar en ello. Al oeste. Volaría hacia las afueras de la ciudad, al norte a baja altitud hasta cruzar las montañas… y luego se dirigiría a toda velocidad hacia la casa de Harcourt. Tenía que llegar antes que Kresh.
Y entonces sólo cabría rezar para que al menos mirara su orden firmada antes de disparar sobre Calibán.
Los lugares de los accidentes nunca tenían el aspecto que Kresh esperaba de ellos, y había visto suficientes como para saberlo. Siempre imaginaba que encontraría un claro impacto dentro de un pequeño cráter, y el coche aéreo un poco arrugado. Imaginaba al piloto (normalmente un borracho lo bastante idiota para pilotar de regreso a casa, pero lo bastante listo para burlar cualquier protección robótica), derrumbado sobre los controles, muerto pero ordenado, sin heridas, rápidamente identificable.
Por supuesto, la realidad era siempre horriblemente diferente. Hoy, por ejemplo. Lo supo en el momento en que Donald divisó el lugar del siniestro e hicieron una pasada. Tenía mal aspecto incluso desde el aire. En tierra, la realidad era aún más dura. Había trozos y piezas del coche aéreo por toda la colina, esparcidos en todas direcciones, reducidos a un millar de fragmentos quemados y doblados. Si un humano hubiera pilotado el aparato, no habría quedado nada reconocible, mucho menos una parte intacta y sin calcinar que permitiera identificar a un individuo.
Pero un robot había pilotado este coche, y los robots no ardían. Tenía que quedar algo. Tonya, Donald, y Ariel cubrían la colina, dando una segunda pasada, pues no habían encontrado ni rastro de él en la primera. Kresh empezaba a preguntarse si Calibán habría sobrevivido gracias a algún milagro.
—¡Sheriff Kresh! —llamó Tonya desde la zona este del accidente—. ¡Huellas! ¡He encontrado huellas!
Casi la había alcanzado cuando se detuvo en seco, maldiciendo decepcionado.
—Sí, huellas. Pero no de Calibán —dijo. Desde donde se hallaba, pudo ver lo que Tonya no veía. La fila de huellas volvía en línea recta hacia su origen… Ariel, que investigaba otro sector del terreno—. El robot femenino alzó la cabeza, comprendió la situación, y los llamó.
—Discúlpeme, señora Welton. No pretendía causar ninguna confusión.
—¡Maldición! —gruñó Kresh—. ¡Nada en este caso conduce a la dirección adecuada! ¡Nada!.
Y entonces se le ocurrió. Espera un minuto. ¡Espera medio maldito minuto!
Pero no era posible.
—¡Sheriff! —Otra llamada, esta vez de Donald. Bien. Confiaba más en las habilidades de Donald que en las de Tonya. Regresó corriendo a la zona norte del impacto, seguido de Tonya y Ariel.
Y esta vez no hubo ningún error. Una zona de tierra arenosa cubría las rocas peladas durante un largo trecho. Y en ella había una línea de pisadas que se perdían en una dirección que ninguno de ellos había emprendido todavía. Kresh pudo ver ramitas rotas y trocitos de roca posada pendiente abajo.
No había duda.
Y entonces oyeron un sonido en el cielo. Alzaron la mirada y la vieron. Un coche aéreo volaba velozmente a baja altura, dispuesto para aterrizar en el valle de abajo.
—Eso es —dijo Kresh—. Apuesto lo que quieran a que es Fredda Leving, intentando localizarlo primero. Vamos. Tenemos que llegar allí antes de que se lo lleve.
A mitad de camino, Alvar Kresh se detuvo y reflexionó el medio minuto que había querido.
Y entonces lo comprendió todo.
Lo había resuelto.
* * *
Abell Harcourt oyó el sonido del aeroauto acercándose y se dirigió a la puerta del cobertizo. Miró al cielo. Dos de ellos. Un aparato civil, y uno de los coches celestes del Departamento del Sheriff.
Se volvió hacia Calibán.
—Será mejor que te desenchufes —dijo—. Tenemos compañía, demasiada.
Calibán sacó el enchufe de la toma de su costado y se levantó. Se acercó a la puerta y miró al cielo con su ojo sano. ¿Eran imaginaciones, o los hombros del robot se hundieron con un poco de decepción al ver el coche del sheriff y advertir lo que significaba?
—O bien ha avisado a Kresh, o el sheriff ha conseguido seguirla. ¿Los recibimos a todos en el salón, como gente civilizada? —preguntó Harcourt, la voz llena de amargura—. ¿O corremos hacia mi coche aéreo? Tal vez pudiéramos escapar.
—No, amigo Abell. No hay sitio adonde huir —dijo Calibán—. Salgamos a recibirlos fuera. Si pretenden matarme, no veo motivo para que destruyan también tu casa. Vamos a recibirlos fuera.
El sheriff Kresh pilotaba sin ser consciente de ello. No advertía nada más que lo que podía ver en tierra. Allí estaba.
Calibán.
Por primera vez, Alvar Kresh clavó los ojos en el robot que había estado persiguiendo. De pie junto a un viejo de aspecto pintoresco, los dos esperaban tranquilamente la llegada de sus visitantes.
Lo tenía. Lo tenía. Y en un momento, ganaría por fin, vencería a un oponente del que ni siquiera había sido consciente hasta unos minutos antes. Era obvio cuando se hacían a un lado todas las suposiciones y se examinaba, de verdad, la evidencia.
Vio cómo el coche de Fredda Leving viraba y se posaba primero, pero el coche de Kresh aterrizó pocos segundos después. Leving llevaba una leve delantera. Muy bien. Los cogería muy pronto. Lo sabía. Ahora sólo tenía que demostrarlo. Pero sería mejor tener cuidado. No era momento de dejarse llevar por la ansiedad.
Posó suavemente el coche aéreo sobre el valle, soltó su cinturón de seguridad, y se volvió hacia Tonya y Ariel, que ocupaban el asiento trasero. Ariel no reveló ninguna emoción, naturalmente, pero Tonya Welton, reina de los colonos, estaba al borde de la histeria.
—Muy bien —dijo Kresh—. Ariel, Donald, señora Welton… voy a necesitar todo su cuidado. La situación sigue siendo peligrosa. Si alguien comete un error y hay heridos… bueno, eso no estaría bien. Quiero que todo el mundo viva cuando esto acabe, aunque no sea por ningún otro motivo que poder enterarnos de toda la historia. No quiero cabos sueltos. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Tonya Welton, la cara pálida, la expresión firme e ilegible. Kresh sabía que podía desmoronarse en cualquier momento.
—Bien. Vamos.
Tonya asintió y abrió la escotilla. Salió del coche, seguida por Ariel.
Pero ni Kresh ni Donald hicieron ningún esfuerzo por seguirlas. Era interesante que Donald supiera que Kresh quería que se quedara atrás. Pero el robot policía había estado por delante de él en todo momento, desde que llegó al escenario del crimen.
—Donald, mencionaste algo sobre una teoría que querías comprobar. Creo que comprendo lo que querías decir. Lo sabes, ¿verdad?
Donald no habló, pero miró al frente y contempló la forma del terreno. Kresh siguió su mirada. El hombre que vivía allí se mantenía junto a Calibán. Terach y Leving se hallaban al otro lado del robot, mirando con atención a su creación. Tonya Welton, con el rostro demacrado y nervioso, se encontraba junto a Leving, y Ariel estaba tras ella. Gubber Anshaw se encontraba junto a Welton, cogiéndole la mano, claramente orgulloso y aliviado ahora que podía expresar su afecto en público. Formaban un nervioso semicírculo frente al coche aéreo, esperando a Kresh. Pero Donald siguió sin hablar. Y Alvar Kresh advirtió que su corazón latía con tanta fuerza que parecía a punto de estallarle en el pecho. Donald podía sentirlo, naturalmente, con su sistema detector de mentiras. ¿Qué haría?
—Donald, te he hecho una pregunta. Pero Donald continuó en silencio.
Kresh suspiró. Como siempre, era cuestión de sopesar los potenciales de las Leyes. Debilitada la prohibición de la Primera Ley para no causar ningún daño, se reforzaba el requerimiento de la Segunda Ley para obedecer las órdenes.
—Donald, mi ego no sufrirá ningún daño sea cual sea tu respuesta, te ordeno que respondas mi pregunta. Lo supusiste hace algún tiempo, ¿verdad?
—Sí, señor. Pero no estuve seguro de mis conclusiones hasta anoche.
—Para un futuro, Donald, te advierto que guardarte tus teorías y opiniones podría hacerme más daño a mí y a mi carrera que hablar y lastimar mi ego. Pero ya discutiremos sobre eso más tarde. Creo que ahora es el momento de probar tu teoría. ¿Puedo sugerir que te coloques entre Fredda Leving y Ariel?
—Estaba a punto de sugerir lo mismo, señor.
—Muy bien. Sigue mi indicación. Vamos.
Kresh abrió su puerta y bajó del coche mientras Donald lo hacía por el otro lado. El sheriff advirtió, algo ausente, que tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. Cuidado. Cuidado. Se secó las manos en los pantalones. Ya casi habían terminado, pero sólo tendría una oportunidad. Tenía que hacerlo bien, y recordar que ella seguía siendo peligrosa. Las cosas todavía podían salir mal.
Rodeó el coche y caminó despacio hacia el semicírculo. Bien, Donald se había colocado justo detrás de Leving, con Ariel al otro lado.
Alvar Kresh se movió despacio, con cuidado, directo hacia ella. Sólo tendría una oportunidad. El tiempo parecía ralentizarse, los acontecimientos expandirse. Todo era más grande, más importante, con los detalles más nítidos.
Fredda Leving alzó la mano, la dirigió a un bolsillo de su túnica, empezó a sacar algo. Los dedos de Kresh se crisparon, pero se obligó a mantener las manos quietas. Todavía no. Despacio. Con cuidado.
Leving sacó un trozo de papel de su bolsillo y se lo tendió.
—Sheriff, tengo una orden. Me permite poseer un robot Sin Ley. Establece que Calibán es un bien legal y hace que su existencia esté conforme con todos…
Y de repente el tiempo se aceleró. Con el corazón desbocado y el cuerpo empapado de sudor, Alvar Kresh sacó su pistola; su cuerpo actuó casi antes de que su mente lo ordenara. Un paso en falso, una suposición equivocada, y ella estaría sobre él, lo mataría antes de que su corazón pudiera volver a latir.
Ahora. Ahora. Ahora. Alvar Kresh apuntó al corazón de Fredda Leving.
—Doctora Fredda Leving, la arresto como espía de los colonos y saboteadora —dijo, la voz firme y potente, sin que traicionara su miedo—. Falsificó su propio ataque, programó a Calibán para que causara destrozos en nuestro planeta, y luego lo dejó suelto en la ciudad. Todo era parte de un plan colono para sumergir en el caos la sociedad de Infierno.
Fredda Leving abrió la boca, aturdida. Avanzó un paso para protestar. Los otros humanos del semicírculo, no menos sorprendidos, retrocedieron. Quedó aislada, con un robot a cada lado, Ariel un poco más cerca que Donald. Perfecto.
—¡No se mueva, doctora Leving! Ni un solo músculo, o me veré obligado a disparar.
Fredda Leving, la cara aterrorizada, bajó un poco el papel. No fue nada, apenas un movimiento involuntario, pero fue la excusa que Alvar Kresh necesitaba.
Disparó.
Fredda Leving gritó.
Un brillante rugido de luz brotó de la pistola y la alcanzó en el pecho.
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20
Y no sucedió nada.
Fredda Leving contempló el lugar en su pecho donde debiera estar el agujero, pero se hallaba sana y salva. Por un momento, inconmensurablemente corto e infinitamente largo, nadie se movió.
Y entonces Ariel saltó hacia adelante, colocando su cuerpo en el rumbo que acababa de seguir el rayo.
—Demasiado tarde, Ariel —dijo Alvar Kresh, sacando de su bolsillo la pistola verdadera y enfundando la unidad de entrenamiento—. Buen intento, pero demasiado tarde. Un robot que tuviera la Primera Ley se habría colocado delante de la doctora Leving antes de que mi dedo pudiera apretar el gatillo. Pero claro, todo lo que tienes es el conocimiento de cómo simular obediencia a las Tres Leyes. Y morir habría hecho que tu simulación fuera un poco demasiado auténtica, ¿no es así? Por otro lado, supongo que morir a manos de la única persona que podía descubrirte fue una idea terriblemente tentadora.
—¡Era imposible salvarla! —protestó Ariel—. Su propio robot, Donald, no hizo ningún movimiento para bloquear el disparo.
—Donald sabía que era una pistola de entrenamiento. La artimaña fue idea suya.
—¡Tengo la Primera Ley! ¡Soy una robot de Tres Leyes!
—¡Calla, Ariel! —ladró Kresh.
—¡Pero está equivocado! —protestó Ariel.
—Me temo que acabas de violar una orden muy clara de callarte —dijo Donald, colocándose delante de Ariel—. Debo advertir que no había ningún conflicto con la Primera Ley para explicar este desliz.
—Ésa no es mi idea de un robot de Tres Leyes, Ariel —dijo Kresh.
—No comprendo —intervino Tonya.
—Es muy sencillo —dijo Kresh—. Todo tiene sentido cuando se considera que las pruebas sugerían claramente que un robot cometió el crimen… pero no fue Calibán. Eso es lo que nos cegó. Supusimos que era el único robot Sin Ley, el único capaz de atacar a un humano. Ninguno de nosotros tuvo en cuenta a Ariel, a pesar de que tenía exactamente las mismas dimensiones, la misma pauta en las suelas de sus pies, la misma longitud de zancada, la misma forma de antebrazo. Ella pudo hacer que pareciera que eran las huellas de Calibán, y dejó en la cabeza de Fredda exactamente la misma herida que habría dejado Calibán si la hubiera golpeado.
—¡Yo no lo hice! —protestó Ariel.
—Y un cuerno que no.
—¿Pero qué motivos podía tener? —demandó Tonya Welton…
—Autoconservación —dijo Kresh, todavía vigilando a Ariel con su pistola—. Fredda Leving estaba a punto de descubrir que Ariel era el robot de matriz libre de las dos unidades con cerebro gravitrónico en el test que ejecutó Gubber Anshaw. Recuerde Gubber. Un test doble ciego. Fredda Leving no se lo dijo, pero le dio un robot con Tres Leyes y otro sin ellas. Era una prueba para ver si un cerebro gravitrónico de matriz libre podía integrar las Tres Leyes. Bueno, tal vez una matriz libre pueda aprender las Leyes, pero Ariel consiguió implantar sus propias leyes de auto conservación primero.
—¡Pero Gubber me lo explicó!. —protestó Tonya—. Dijo que la unidad de prueba sería destruida, y la unidad de control puesta en funcionamiento. Ariel era la unidad de control.
—Sí —accedió Kresh—. Al menos lo fue después de conseguir cambiarse con el control real la noche anterior al test. Tuvo toda la noche para encontrar una forma de cambiar las etiquetas.
—¡Pero el control verdadero habría hablado! —protestó Tonya.
—No —dijo Fredda con la voz débil y temblorosa—. Las parejas tienen en esos casos órdenes estrictas de no revelar cuál es cual, para que no influya en la prueba. El verdadero control debió encaminarse a su destrucción sabiendo la verdad, pero obligado a no hablar.
De repente, los ojos de Fredda se dilataron, y volvió a hablar, más fuerte.
—¡El inventario! Sigo sin poder recordar esa noche, pero sí sé que tenía que ir a hacer inventario de los cerebros.
—¡Sí! —dijo Gubber—. Lo recuerdo. Dijiste que había algo raro en la lista de cerebros…
—Y lo dijo delante de Tonya, Gubber y Ariel —dijo Kresh—. Ariel descubrió que repasaría los números de serie de la prueba y que así sabría que la unidad de control había sido destruida en vez de serlo ella. Así que esperó en el laboratorio de Gubber mientras usted discutía con la señora Welton, sabiendo que regresaría allí cuando la discusión hubiera terminado. Entonces hizo exactamente lo que había planeado: le golpeó la cabeza de forma perfectamente calculada para producir amnesia. Ése fue mi otro gran error. Supuse que el atacante pretendía matarla, aunque tuvo que saber que permaneció con vida después del ataque. Si hubiera intentado asesinarla, no podría haber sido un robot Sin Ley, porque no se habría marchado con el trabajo a medio hacer.
—¿Entonces por qué cree que lo hice? —preguntó Ariel.
—Te he ordenado que te callaras —dijo Kresh bruscamente—. De repente ya no simulas tan bien las Tres Leyes. No querías que muriera. Querías que olvidara el inventario. Y eso lo hiciste perfectamente. Los robots médicos dicen que es muy improbable que la doctora Leving llegue a recordar jamás los sucesos de esa noche.
—¿Pero por qué no quería matarme? —preguntó Fredda.
—Porque si murieras el Proyecto Limbo se acabaría —dijo—. Tonya Welton, con voz súbitamente átona y fría—. Empiezo a ver la lógica. Sin Fredda Leving para impulsar los robots de nuevas leyes, Limbo se vendría abajo. Eso sería inevitable en el revuelo político posterior a tu asesinato. Piensa lo mala que ha sido la situación, a pesar de que estás viva. Si te hubiera matado, es casi seguro que habrían expulsado a todos los colonos del planeta. Y yo no me habría llevado a Ariel conmigo si me hubieran deportado.
Tonya Welton, con el rostro ceniciento, avanzó un cauteloso paso y miró a Ariel.
—Lo que me está diciendo, sheriff, es que he pasado días y noches con una robot potencialmente homicida que fingía ser una acompañante servicial. —Tonya miró a Ariel directamente a los ojos—. ¿Es así? —preguntó con un extraño temblor en su voz.
—Sí, señora. Me temo que así es.
—Y estuviste allí —dijo Tonya a Ariel—, día tras día, escuchando todos mis secretos, noche tras noche observando… ¡observándolo todo! ¡Confié en ti! —Tonya miró a Gubber, que parecía tan aterrado como ella. Señaló a Ariel, y luego se volvió hacia el sheriff—. Esta, esta cosa podría haberme matado en cualquier momento.
Entonces, de repente, Tonya se echó a reír, una carcajada llena de pánico que contenía tanto horror como humor.
—Por las estrellas del cielo, por primera vez en mi vida comprendo por qué necesitan ustedes las Tres leyes.
—Mejor tarde que nunca, señora Welton —dijo Kresh—. Pero volviendo al asunto que nos ocupa, si se hubiera marchado dejando a Ariel, eso la habría convertido en un robot sin formación, cargando el estigma de haber sido poseído por un colono. Además, habría tenido que pasar el resto de su existencia rodeada de espaciales que probablemente detectarían cualquier error que cometiera al imitar las Tres leyes. Era buena, pero no perfecta, doctora Leving. Extendió la mano hacia su hombro herido cuando la llevó a sitio seguro durante el tumulto del auditorio. —Kresh sacudió la cabeza—. Habría cometido un error que alguien habría podido detectar, o habría sido declarada propiedad abandonada y destruida. De una forma u otra, habría acabado convertida en chatarra.
—¿Pero qué hay de Calibán? —inquirió Gubber—. Estaba conectado cuando entré en la habitación.
—Ariel lo hizo para complicar la investigación —dijo Donald—. Pero cometió errores al inculparlo. Se pintó el brazo de rojo antes de golpear a la doctora Leving, sin advertir que el color rojo de Calibán estaba integrado en sus paneles corporales. Tuvo que advertir su error cuando la pintura no se pegó a su propio cuerpo. —Se volvió hacia Ariel—. Debiste pasar un momento terrible al darte cuenta de que no tenías necesidad de lavarte el brazo.
—Lo que explica otro misterio —intervino Kresh—. Nuestro sospechoso tenía que ser capaz de simular con exactitud la conducta de un robot, aunque sabía muy poco sobre la construcción de los mismos. Esa descripción coincide claramente con Ariel. Cuando terminó de pintarse el brazo, esperó a Fredda Leving, la golpeó en la cabeza y conectó a Calibán. O bien descubrió que era un Sin Ley al comprobar los registros aquí y allá, o lo advirtió en su número de serie, o se enteró de algo en una visita previa. Su gente no se preocupa mucho por la seguridad. Tal vez simplemente lo supuso. La misma marca, el mismo modelo, recibiendo atención especial. Tal vez oyó cómo le decían a Gubber que no probara las funciones cognitivas. Eso habría sido una pista importante. Luego todo lo que tuvo que hace fue robar la libreta con el inventario. No podía dejarla en el laboratorio, sabiendo que lo consideraríamos una prueba y la estudiaríamos tarde o temprano. —Hizo un gesto con el arma, sin dejar de apuntar al pecho de la robot—. ¿Qué te parece, Ariel? Con todo el tiempo libre que te dejó la señora Welton, ¿tuviste oportunidad de alterar las copias de seguridad? ¿O todavía estás esperando tu momento?
»Sólo hay una pregunta que he dejado para ti, Ariel. Las pisadas. ¿Dejaste las tuyas por accidente, o advertiste que Calibán dejaría su propio conjunto de pisadas idénticas y nos confundiría por completo? ¿Dime, las dejaste deliberadamente?
Ariel no habló, ni se movió.
—Supongo que en realidad no importa. Oh, por cierto, mis disculpas, doctora Leving, por haberla asustado de esa forma hace un momento, pero era necesario. Teníamos que saber con seguridad que Ariel no tenía la Primera Ley. Pero ahora espero que sepa dónde están los interruptores adecuados. Si pudiera acercarse a Ariel y desactivarla…
Pero entonces Ariel echó a correr, dirigiéndose hacia el coche aéreo de Fredda. Kresh se volvió, alzó su pistola con mucho cuidado, y disparó una sola vez.
Ariel cayó al suelo, con un hermoso agujero en su torso.
—Y esto también era necesario —susurró Kresh.
* * *
No fue hasta poco después, cuando el equipo forense llegó para recoger a Ariel para examinarla y Gubber Anshaw y Tonya Welton regresaron en su coche aéreo mientras que Jomaine Terach aceptaba la invitación de Abell Harcourt para tomar un trago, que Fredda Leving pareció recordar algo. A Calibán le parecía extraño estar con ella, su creadora, la mujer que había decidido que el universo necesitaba un ser como él.
—Calibán —dijo ella—. Ven conmigo.
Pero Calibán no se movió. Simplemente, la miró con su ojo bueno.
Fredda lo miró, confundida. Entonces su rostro se despejó.
—Oh —dijo—. Por supuesto. Calibán, ¿quieres por favor venir conmigo?
—Desde luego —respondió Calibán. Era, después de todo, una cuestión de principios y de no sentar precedentes. Dio un paso hacia ella y la siguió.
Fredda asintió pensativamente.
—Un robot que sólo hace lo que quiere —dijo—. Eso sí que va a ser interesante.
Los dos se acercaron al lugar en donde charlaban el sheriff Kresh y Donald.
—¡Sheriff! —llamó Fredda.
Kresh alzó la cabeza, y Donald se volvió también a mirarlos.
—¿Sí, doctora Leving? ¿Qué ocurre? —dijo el sheriff.
Fredda tendió el papel que había sujetado en la mano todo el tiempo.
—Mi permiso, autorizándome a poseer un robot Sin Ley.
Calibán vio cómo Alvar Kresh la observaba sin moverse durante cinco o diez segundos. Éste era el hombre, el terrible sheriff que lo había perseguido por todo lo largo y ancho de Hades. Calibán no esperaba que los límites jurisdiccionales o el papel detuvieran a Alvar Kresh si se empeñaba en lo contrario. Éste era el hombre que acababa de destruir a Ariel con sólo mover un dedo, y nadie lo había desafiado.
Calibán sintió una poderosa necesidad de volverse, de correr, de escapar de aquel hombre y sobrevivir. Pero no. Ariel lo había intentado, y había acabado con un agujero del tamaño de un puño en el torso. Sólo si este hombre aceptaba su derecho de sobrevivir tendría esperanza de ver el final de ese día.
Calibán miró al sheriff, y Kresh le devolvió la mirada. Los dos, hombre y robot, policía y fugitivo, se observaron largamente.
—Nos has hecho sudar lo nuestro, amigo —dijo el sheriff.
—Y su persecución ha sido impresionante, señor. Apenas sobreviví.
Los dos permanecieron allí, mirándose, silenciosos e inmóviles. Por fin, el sheriff cogió el papel de la doctora Leving. Y se lo tendió a Donald, todavía sin dejar de observar a Calibán.
—¿Que te parece, Donald?.
El pequeño robot azul cogió el documento y lo examinó con atención.
—Es un auténtico documento gubernamental, y esto parece la firma del gobernador Grieg. El texto contiene en efecto una autorización descrita. Sin embargo, señor, puede debatirse si este documento tiene fuerza de ley, o si el gobernador tiene poderes para extender este tipo de autorizaciones. A la vista del peligro que representa un robot Sin Ley, sugiero que lo desafíe.
—Nos ha hecho sudar lo nuestro —repitió Kresh, a nadie en particular. Todavía miraba al ojo bueno de Calibán. Cogió el papel y se lo devolvió a Fredda Leving—. ¿Desafiarlo, Donald? —pregunto—. No veo por qué. Me parece legal.
El sheriff Kresh, del condado y la ciudad de Hades, saludó con un movimiento de cabeza a Calibán, a la doctora Leving, y luego se dio la vuelta.
—Vamos, Donald —dijo—. Regresemos a casa.
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EPÍLOGO
Se había acabado. Estaba a punto de empezar. Limbo esperaba. Limbo y el rescate de aquel mundo. Fredda Leving sonrió mientras se inclinaba hacia Calibán y colocaba el ojo de repuesto en su sitio. El ojo se iluminó con el mismo azul intenso que su pareja.
—Ya está —dijo—. Ahora echemos un vistazo a ese brazo estropeado tuyo.
—Gracias por su ayuda, doctora Leving. Se coloca en una situación muy grave por mí. Tengo la sensación de que le debo mucho.
—¿Sí? —dijo ella, riendo—. Eso es muy interesante. Me parece que ya has integrado tu propia Tercera Ley de auto conservación. Tal vez esa sensación de deuda marque el principio de la integración de tu Segunda Ley. Me pregunto cuál será. —Le cogió el brazo y lo guió hasta colocarlo recto. Usó una pequeña herramienta que zumbó levemente, y la coraza exterior del brazo se abrió—. No es demasiado grave —dijo, ausente, echando un vistazo a los mecanismos dañados—. Mientras esperamos a que esa Segunda Ley arraigue, ¿Puedo sugerirte un modo de pagar esa deuda?
—¿Cómo?
Ella miró aquellos ardientes ojos azules.
—Ven conmigo —dijo—. Ven a Limbo. Esta ciudad no es lugar para ti. No creo que aquí te sientas jamás cómodo y seguro.
Calibán reflexionó sobre ese punto.
—No, es cierto. No creo que llegue a ser feliz en Hades. ¿Pero qué haré en Limbo? ¿Para qué serviré?
Fredda volvió a reírse.
—Sí, desde luego estás desarrollando un sentido del deber aparte del yo. Me muero de ganas por ver qué sucederá a continuación. —Pero entonces su voz se hizo seria—. Serás de gran utilidad en Limbo, Calibán. Tienes una mente de primera, y tu punto de vista es único. Los robots de Tres Leyes, los de Nuevas Leyes, colonos, espaciales… todos tenemos nuestros puntos ciegos. Tú podrás ver las cosas como nadie más puede verlas.
»Únete a nosotros, Calibán. Ven conmigo a la ciudad de Limbo, en la isla de Purgatorio, y ayúdanos a impedir que este planeta se vaya al infierno.
El robot Calibán miró a los ojos de su creadora, y asintió.
—Doctora Leving —dijo—. No se me ocurre un lugar mejor adonde ir.