Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.
Robert C. Wilson
Los сronolitos
Primera parte
LA LLEGADA DE LOS CRONOLITOS
Uno
Fue Hitch Paley quien, conduciendo su abollada moto Daimler por la arena de la playa que hay detrás de la Sala de Fiestas Haat Thai, me invitó a presenciar el final de una era. La mía y la del mundo. Pero no le culpo de ello.
No existen las coincidencias. Ahora lo sé.
Se acercó con una sonrisa en la boca, algo que solía ser un mal presagio. Vestía el uniforme de “americano en Tailandia” típico del último verano bueno de mi vida: pantalones cortos del ejército, sandalias de San Juan Bautista, una enorme sudadera de color caqui y una cinta floreada de spandex en la cabeza. Era un hombre grande, un exmarine transformado en indígena, barbudo y con una barriga incipiente, listaba imponente a pesar de su atuendo y, lo que es peor, parecía que tenía ganas de hacer alguna travesura.
Sabía que Hitch había pasado la noche entera en la carpa, comiendo las galletas picantes con trocitos de hachís que le había regalado una funcionaria del cuerpo diplomático alemán y compartiéndolas con ella hasta que, cuando subió la marea, ambos se alejaron para poder apreciar mejor el reflejo de la luna en el agua. Era extraño que estuviera despierto a estas horas… y mucho más que estuviera tan animado.
También era extraño que yo estuviese despierto.
Había regresado a casa después de pasar algunas horas junto a la hoguera, pero ni Janice ni yo habíamos podido dormir. Kaitlin estaba resfriada y le dolía la cabeza, así que Janice había pasado la tarde cuidando de la niña y luchando contra una plaga de cucarachas del tamaño del pulgar que había colonizado los cálidos y grasientos conductos de nuestra cocina de gas. Debido a eso, al calor que hacía aquella noche y a la tensión que existía entre nosotros desde hacía algún tiempo, fue prácticamente inevitable que discutiéramos casi hasta el amanecer.
Así que ni Hitch ni yo habíamos descansado, y puede que ni siquiera fuéramos capaces de pensar con claridad, a pesar de que la luz de la mañana me estimulaba y me incitaba a creer que un mundo en el que brillaba un sol tan resplandeciente tenía que ser seguro y perdurable. Los rayos del sol enceraban al agua de la bahía, iluminando los balandros de pesca como si fueran puntos en un radar y prometiendo otra tarde despejada. La playa era tan amplia y lisa como una autopista… era un camino que conducía a un destino anónimo y perfecto.
—¿Oíste anoche aquel sonido? —dijo Hitch, iniciando su conversación del modo habitual: sin preámbulos, como si sólo hubieran pasado unos minutos desde la última vez que nos habíamos visto—. Era como un caza del ejército.
Lo había oído. Sonó, aproximadamente, a las cuatro de la mañana, poco después de que Janice se hubiera acostado. Kaitlin por fin se había dormido, pero yo había preferido quedarme en la cocina, tomando una taza de café amargo en nuestra mesa repleta de manchas de quemaduras. Había puesto la radio y estaba escuchando una emisora americana de jazz, aunque en aquellos momentos estaba hablando el locutor.
Durante unos treinta segundos, la emisión fue precaria y extraña. En el aire retumbó una especie de trueno que fue seguido por unas extrañas reverberaciones (el “caza del ejército” de Hitch); instantes después, sopló una brisa insólitamente fría. Las buganvillas que había plantado Janice repiquetearon contra la ventana, las persianas se alzaron y cayeron en un suave saludo y la puerta de la habitación de Kaitlin se abrió con la corriente. Mi hija se revolvió en su camita y dejó escapar un triste sonido, pero no se despertó.
Yo no creía que hubiera sido un caza del ejército. Podía haber sido un trueno estival… o una tormenta que se estaba formando sobre la Bahía de Bengala. Era algo habitual durante esta época del año.
—Un grupo de catering se ha detenido esta mañana en el Duc y ha comprado todo nuestro hielo —dijo Hitch—. Se dirigían hacia la dacha de un tipo rico y nos han dicho que ha pasado algo en el camino de la colina, como fuegos artificiales o artillería. Al parecer, hay un montón de árboles derribados. ¿Te apetece ir a echar un vistazo, Scotty?
—Tanto una cosa como la otra —respondí.
—¿Qué?
—Que sí.
Fue una decisión que cambiaría mi vida para siempre, aunque la hice por simple capricho. Maldito sea Frank Edwards.
Frank Edwards fue un locutor de radio de Pittsburg del siglo pasado que publicó una recopilación de enigmas supuestamente ciertos (Más extraño que la ciencia, 1959), entre los que destacaban ciertas leyendas populares duraderas, como el Misterio de Kaspar Hauser y la “nave espacial” que explotó sobre Tunguska, Siberia, en el año 1910. Aquel libro y sus diversas secuelas fueron acogidas con los brazos abiertos por mi familia cuando yo era lo bastante inocente como para tomarme esas cosas con seriedad. Mi padre me regaló una estropeada edición descatalogada del Más extraño que la ciencia que leí entera (a la edad de diez años) en tres largas sesiones nocturnas. Supongo que m¡ padre consideró que este tipo de material ayudaba a estimular la imaginación de un muchacho… y si así fue, no se equivocó. Tunguska era un mundo completamente distinto al hermético complejo de Baltimore en el que Charles Carter Warden había dejado a su angustiada esposa y a su único hijo.
Aunque con el paso de los años dejé de creer en este tipo de cosas, la palabra “insólito” se convirtió en mi talismán personal. Mi forma de vida era insólita. Mi decisión de permanecer en Tailandia después de que se me acabara el contrato fue insólita. Los largos días y las narcotizadas noches que pasaba en las playas de Chumphon, Ko Samui y Phuketeran insólitos… tan insólitos como la geometría espiral de los antiguos Wat.
Puede que Hitch tuviera razón. Puede que algún oscuro enigma hubiera aterrizado en la provincia, pero era mucho más probable que se tratara de un incendio forestal o de un tiroteo de la brigada de estupefacientes. Sin embargo, Hitch me había dicho que el grupo de catering le había contado que era “algo del espacio exterior”, así que… ¿quién era yo para discutírselo? Estaba desvelado y enfrentándome a la perspectiva de pasar otro día sin tener nada que hacer, aparte de aguantar las quejas de Janice, pero esa idea era tan poco apetitosa que salté sobre el asiento de la Daimler sin pensar en las posibles consecuencias y ambos nos alejamos de la costa, dejando atrás una oscura nube de humo. No me detuve en casa para decirle a Janice que me iba. Dudaba que le interesara en absoluto.,. y de todas formas, estaría de vuelta antes del anochecer.
Durante aquellos días habían desaparecido montones de americanos en Chumphon y Satun: les secuestraban para cobrar los rescates, les asesinaban para arrebatarles el dinero que llevaban encima o los reclutaban para hacer contrabando de heroína. Pero yo era demasiado joven para preocuparme.
Dejamos atrás el Phat Duc, la barraca en la que, en teoría, Hitch vendía aparejos de pesca (aunque en realidad mantenía un animado negocio de marihuana autóctona) y nos dirigimos hacía la nueva carretera de la costa. No había demasiado tráfico, sólo unos cuantos camiones de dieciocho ruedas de las piscifactorías C-Pro, algunos automóviles colectivos y songthaews decorados como carrozas de carnaval y algún autobús repleto de turistas. Hitch conducía con el vigor y la temeridad de un nativo, hecho que convirtió el trayecto en un verdadero ejercicio de control de vejiga. La corriente de aire húmedo era refrescante, sobre todo cuando empezamos a dirigirnos hacia el interior. El día era joven y estaba lleno de milagros.
Un poco más allá de la costa, la región de Chumphon es bastante montañosa, así que en cuanto tomamos el desvío del interior tuvimos la carretera prácticamente para nosotros solos… hasta que una falange de la policía de fronteras nos adelantó, levantando una lluvia de gravilla. Eso significaba que realmente había sucedido algo. Poco después nos detuvimos en una gasolinera hawng nam para que Hitch se desahogara; mientras esperaba, conecté mi radio portátil y sintonicé una emisora inglesa de Bangkok; sonaron un montón de temas de los cuarenta principales americanos e ingleses, pero no hablaron en ningún momento de marcianos. En el mismo instante en que Hitch salió del lavabo, una brigada de soldados del Ejército Real Tailandés pasó por delante de nosotros, seguida por tres vehículos de transporte de tropas y un montón de automóviles destartalados; todos iban en la misma dirección por la que se había alejado la policía. Hitch me miró y yo le miré a él.
—Saca la cámara del maletero —dijo, en esta ocasión sin sonreír, mientras se secaba las manos en sus pantalones cortos.
Delante de nosotros, una brillante columna de niebla o humo se alzaba sobre las alborotadas colinas.
Lo que ignoraba era que mi hija Kaitlín, de cinco anos, había despertado de su siesta matinal con mucha fiebre y que Janice había pasado más de veinte minutos intentando localizarme antes de llevarla a la clínica benéfica.
El doctor era un canadiense que se había afincado en Chumphon en el año 2002 y había construido una clínica bastante moderna con los fondos donados por algún departamento de la Organización Mundial de la Salud. El doctor Dexter, tal y como le llamaba la gente de la playa, era un médico que diagnosticaba desde sífilis hasta parásitos intestinales. Cuando examinó a Kaitlin, mi hija tenía cuarenta grados y medio de fiebre y sólo permanecía lúcida a intervalos.
Janice, por supuesto, estaba desesperada. Se temía lo peor: la encefalitis japonesa sobre la que tanto habían hablado los periódicos de aquel año, o el dengue, que ya se había cobrado tantas víctimas en Myanmar. El doctor Dexter le diagnosticó una gripe común (puesto que desde marzo había estado apareciendo en Phuket y Ko Samui) y le recetó un montón de antibióticos.
Janice se quedó en la sala de espera de la clínica e intentó ponerse en contacto conmigo en diversas ocasiones, pero yo me había dejado el teléfono en una mochila, en la estantería de casa. Puede que también intentase llamar a Hitch, pero mi compañero no confiaba en las comunicaciones descodificadas. Siempre llevaba encima un localizador GPS y una brújula y consideraba que eso era más que suficiente para un tipo duro.
La primera vez que vi la columna a través del manto del bosque creí que se trataba del chedi de un Wat lejano; es decir, el tejado de uno de los muchos templos budistas que se diseminan por el Sudeste Asiático. En cualquier enciclopedia se puede encontrar la fotografía del Wat di’ Angkor. Lo reconocerás al instante cuando lo veas: tiene unas torres ck1 piedra que parecen extrañamente orgánicas, como si un troll gigantesco hubiera dejado sus huesos en la selva para que se fosilizaran.
Sin embargo, este chedi (pude verlo mejor a medida que avanzábamos por la sinuosa carretera que conducía a la cima de la colina), tenía una forma y un color extraños.
Cuando coronamos la cima, nos encontramos con un control de la Policía Real Tailandesa, además de varios vehículos de la patrulla de fronteras y diversos hombres armados que estaban desviando el tráfico. Cuatro de los soldados apuntaban con sus armas a un viejo songthaew Hyundai repleto de pollos que graznaban sin parar. Los policías de fronteras parecían muy jóvenes y muy hostiles; llevaban uniforme y gafas de aviador y sostenían sus rifles en un enérgico ángulo. Le dije a Hitch que no deseaba enfrentarme a ellos.
No sé si me oyó. Había centrado toda su atención en el monumento (de momento utilizaré esta palabra) que se alzaba en la distancia.
Ahora podíamos verlo con mayor claridad. Se sentaba a horcajadas sobre un bancal elevado de la colina y estaba parcialmente tapado por un aro de niebla. Al carecer de un punto de referencia, resultaba difícil calcular su tamaño, pero supongo que debía de medir unos noventa metros de altura.
Debido a nuestra ignorancia, podríamos haberlo confundido con una nave espacial o un arma, pero en cuanto lo vi con claridad supe que se trataba de una especie de monumento. Era como un Monumento a Washington truncado, de cristal azul ciclo, con las esquinas suavemente redondeadas. No tenía ni idea de quién lo había hecho ni cómo había podido llegar hasta allí en tan sólo una noche, pero a pesar de lo extraño que era, parecía haber sido erigido por humanos… y los hombres hacen este tipo de cosas con un sólo propósito: anunciarse, proclamar su presencia y mostrar su poder. Aunque el hecho de que se alzara en este lugar era desconcertante, resultaba imposible no advertir su solidez, su peso, su tamaño y su asombrosa incongruencia.
Entonces, la niebla empezó a levantarse y el monumento quedó oculto tras ella.
Dos hombres uniformados, con cara de pocos amigos, se acercaron a nosotros a grandes zancadas.
—Por lo que parece, dentro de nada tendremos a los gilipollas de los Estados Unidos y la ONU encima, además de un montón de capullos BPP —dijo Hitch. Dadas las circunstancias, su lenta y pausada forma de hablar del sudeste me pareció más lenta que nunca.
Supongo que tenía razón, puesto que un helicóptero camuflado pero obviamente militar ya estaba dando vueltas en círculo sobre la colina, creando una corriente de aire que agitaba la neblina del suelo. —Será mejor que regresemos —le dije. Después de sacar una fotografía, escondió la cámara. —No es necesario que lo hagamos. Hay un sendero de contrabando al otro lado de esa colina. Para acceder a él, tenemos que retroceder unos ochocientos metros. No hay mucha gente que lo conozca —sonrió de nuevo.
Supongo que le devolví la sonrisa. Las dudas me asaltaron al instante, pero conocía a Hitch y sabía que no iba a discuti r este tema. También sabía que no quería quedarme solo, sin vehículo, en este control de carretera, así que dimos media vuelta y la policía tailandesa se quedó observando con odio el tubo de escape de la moto.
Esto debió de suceder a las dos o las tres de la tarde, aproximadamente en el mismo momento en que empezó a salir un pus sangriento por el oído izquierdo de Kaitlin.
Recorrimos el sendero de contrabando hasta allí donde nos pudo llevar la Daimler; a continuación, la escondimos detrás de unos matorrales y recorrimos a pie unos cuatrocientos metros más.
El sendero era escabroso; estaba diseñado para un máximo encubrimiento pero no para una máxima comodidad. Hitch llevaba unas botas de excursionismo en el maletero de la Daimler, pero para sortear aquel abrupto terreno yo me las tuve que arreglar subiéndome al máximo los calcetines. Estaba preocupado por las serpientes y los insectos.
Si hubiéramos seguido avanzando por el sendero, sin duda alguna habríamos llegado a algún alijo escondido de drogas, a una fábrica clandestina o puede que incluso a la frontera birmana, pero aquellos veinte minutos de caminata nos dejaron tan cerca del monumento como nos atrevimos a llegar… tan cerca como pudimos llegar. Nos detuvimos a unos mil metros de distancia.
No éramos las primeras personas que lo veíamos tan de cerca puesto que, al fin y al cabo, acababan de cortar la carretera y aquel objeto llevaba por lo menos doce horas en este lugar (asumiendo que el sonido del “caza del ejército” de la pasada noche correspondiera al momento de su llegada).
Sin embargo, fuimos de los primeros.
Hitch se detuvo junto a los broncos caídos. En el punto en el que nos encontrábamos, los árboles (en su mayor parte pinos y algunos bambúes salvajes) se habían desplomado alrededor de la base del monumento, formando un modelo radial, y los escombros habían borrado el sendero. Aunque era evidente que habían sido derribados por una especie de onda expansiva, no estaban quemados, sino más bien lo contrario. Las hojas de los árboles de bambú desarraigados seguían siendo verdes, aunque habían empezado a marchitarse debido al calor de la tarde. Todo lo que había en los alrededores (los árboles, el sendero, el suelo) estaba bastante frío; de hecho, si acercabas la mano a alguno de esos objetos, sentías que estaba prácticamente congelado. Hitch fue el primero en darse cuenta de este hecho, porque yo me mostraba reacio a apartar los ojos del monumento.
Si hubiera sido consciente de todo lo que iba a suceder, mi respeto y mi temor se hubieran mitigado, puesto que este monumento no era más que un milagro relativamente menor (teniendo en cuenta todo lo que vendría a continuación). Sin embargo, en aquellos momentos sólo sabía que había tropezado con un acontecimiento mucho más extraño que cualquier cosa que FrankEdwards hubiera descubierto en los números atrasados del Pittsburgh Press, y lo único que sentía era miedo y una desconcertante euforia.
En primer lugar, aquel monumento no era una estatua; es decir, no era una representación de una figura humana o animal, sino una columna de cuatro lados con una cúspide cónica plana. El material con el que había sido fabricado sugería el cristal, pero a una escala ridícula, imposible. Era azul, del profundo e inescrutable color azul de un lago de montaña, apacible y siniestro a la vez. No era transparente, pero transmitía la sensación de translucidez. Por el lado que lo estaba contemplando (el lado norte) tenía protuberancias blancas, y me quedé asombrado al descubrir que era hielo, que se sublimaba lentamente bajo la húmeda luz del día. El asolado bosque que se extendía a sus pies estaba cubierto de niebla y la zona en la que el monumento se unía con la tierra quedaba oculta por montículos de nieve que había empezado a fundirse.
Debido al hielo y a las ráfagas de aire frío que barrían aquel bosque desolado, la escena resultaba sumamente misteriosa, imaginé que el obelisco se alzaba como un inmenso cristal de turmalina desde algún glaciar subterráneo… pero esas cosas sólo suceden en sueños. Y eso fue lo que le dije a Hitch.
—Entonces debemos de estar en el País de los Sueños, Scotty. O quizá en Oz.
Otro helicóptero se aproximó a la cima de la colina, volando a una altura peligrosamente baja. Nos arrodillamos entre los pinos caídos y advertimos su fresco olor en la brisa. Cuando la aeronave coronó la colina y desapareció, Hitch me tocó la espalda.
—¿Has visto suficiente?
Asentí. No era prudente permanecer más tiempo en aquel lugar, a pesar de que una obstinada parte de mi ser deseaba quedarse hasta que lograra comprender qué era aquel monumento, hasta que consiguiera descifrar algo lógico de las heladas profundidades azules de aquel objeto.
—Hitch —dije.
—¿Qué?
—Allí, casi en la base… ¿No te parece que hay algo escrito?
Echó un último vistazo al obelisco y sacó una última fotografía.
—Puede que sean letras. No están escritas en inglés. Están demasiado lejos para distinguirlas, pero no vamos a acercarnos más.
Sin embargo, ya nos habíamos demorado demasiado.
Lo que supe más tarde… mucho más tarde, por Janice, fue ¡o siguiente: hacia las tres de la tarde, los medios de comunicación de Bangkok habían emitido unas secuencias en vídeo del monumento, que habían sido cedidas por un turista americano. Aproximadamente a las cuatro, la mitad de la población de lagartos de playa de la Provincia de Chumphon se había levantado de sus tumbonas para ver aquel prodigioso espectáculo con sus propios ojos, pero se había visto obligada a dar media vuelta en los controles de carretera. Las embajadas ya habían sido informadas y la prensa internacional estaba llegando para cubrir la noticia.
Janice permaneció con Kaitlin en la clínica. En aquellos momentos, la pequeña estaba gritando de dolor a pesar de los calmantes que le había administrado el doctor Dexter. Cuando la examinó por segunda vez, le dijo a Janice que nuestra hija tenía una infección de oído bacteriana que estaba provocándolo una rápida necrosis. Suponía que la había contraído en la playa, puesto que durante ese mes se habían detectado niveles muy elevados de e.coli y otros microbios en el mar. El doctor había informado de esto a las autoridades sanitarias, pero nadie había Hecho nada al respecto… probablemente, porque las piscifactorías C-Pro, preocupadas por sus licencias de exportación, habían decidido ejercer su influencia.
El doctor le administró una dosis masiva de fluoroquinolonas y telefoneó a la embajada de Bangkok, que envió un helicóptero-ambulancia a la clínica y buscó una cama para Kait en el hospital americano. Janice no quería irse sin mí. Llamó a nuestra casa de alquiler repetidas veces y, al no localizarme, telefoneó al propietario y a algunos amigos. Todos le dijeron que lo sentían mucho, pero que no me habían visto desde el día anterior.
El doctor Dexter sedó a Kaitlin mientras Janice corría a la cabaña para recoger algunas cosas. Cuando regresó a la clínica, el helicóptero de evacuación la estaba esperando.
Mi esposa le dijo al doctor que podría encontrarme al anochecer, seguramente en la carpa. Si conseguía ponerse en contacto conmigo, me daría el número de teléfono del hospital y yo haría los arreglos necesarios para ir hasta allí en coche.
A continuación, el helicóptero empezó a ganar altura. Janice se tomó uno de sus propios sedantes mientras un trío de auxiliares médicos bombeaba más antibióticos de amplio espectro en la corriente sanguínea de Kait.
Si hubieran ganado una altitud considerable sobre la bahía, Janice habría podido contemplar el motivo de mi ausencia: el pilar cristalino que se alzaba como un interrogante sin respuesta sobre las frondosas laderas.
Al salir del sendero de contrabando tropezamos con un grupo de policías militares tailandeses.
Hitch realizó un osado intento de dar media vuelta para alejarse del peligro, pero no había ningún sitio a dónde ir, excepto regresar al punto en el que finalizaba el sendero. Cuando una bala se hundió en la rueda delantera, levantando un montón de polvo, Hitch accionó los frenos con tanta fuerza que ahogó el motor.
Los soldados nos obligaron a arrodillarnos con las manos detrás de la nuca. Uno de ellos se acercó a nosotros y clavó el cañón de su pistola en la sien de Hitch, y después, en ¡a mía. Dijo algo que no supe traducir, pero sus compañeros soltaron una carcajada.
Minutos más tarde, nos encontrábamos en el interior de un camión militar, custodiados por cuatro hombres armados que no hablaban inglés o lo fingían. Me pregunté cuántos artículos de contrabando llevaba Hitch encima y si eso me convertía en su cómplice o en partícipe de un delito capital, pero nadie dijo nada sobre drogas… aunque para ser sincero, la verdad es que nadie dijo nada de nada, ni siquiera cuando el camión se puso en marcha.
Pregunté con educación adonde íbamos. El soldado más cercano (un adolescente fornido y con los dientes separados), se encogió de hombros y, a modo de apática amenaza, me apuntó con la culata de su rifle.
La cámara de Hitch fue confiscada. Nunca la recuperó… y ya que hablamos del tema, tampoco volvió a ver su moto. En estos asuntos, el ejército era económico.
Viajamos en aquel camión durante casi dieciocho horas y pasamos la noche siguiente en la cárcel de Bangkok, en celdas separadas y sin privilegios de comunicación. Más tarde supe que un equipo americano de valoración de amenazas quería “rendir informe” (es decir, interrogarnos), antes de que habláramos con la prensa, así que nos quedamos en nuestras celdas de aislamiento, teniendo un cubo por retrete. Mientras tanto, diversos hombres bien vestidos del mundo entero estaban efectuando reservas para desplazarse hasta el aeropuerto de Don Muang.
Mi mujer y mi hija se encontraban a menos de ocho kilómetros de distancia, en el hospital de la embajada, pero en aquellos momentos yo lo ignoraba, al igual que Janice.
Kaitlin estuvo sangrando por la oreja hasta el amanecer.
El segundo diagnóstico del doctor Dexter era correcto. Kaítlin había sido infectada por una siniestra bacteria, resistente a diversos fármacos, que le había disuelto la membrana del tímpano con el mismo esmero (según me dijo un doctor) que si alguien hubiera vertido un frasco de ácido en su oído. Durante el tiempo que habían tardado las múltiples dosis de fluoroquinolonas en luchar contra la infección, ésta se había extendido hasta los cartílagos y el tejido nervioso. Al anochecer siguiente, había dos cosas claras:
La primera, que la vida de Kaitlin ya no estaba en peligro. La segunda, que nunca más volvería a oír por ese oído y que, aunque el derecho estaba bien, mi hija tendría problemas auditivos.
O podría decir que fueron tres cosas las que quedaron claras, porque para el momento en que se puso el sol, Janice ya había decidido que mi ausencia era inexcusable y que no estaba preparado para perdonarme este último desliz de sentido común… a no ser que apareciera mi cadáver en la playa… y puede que ni siquiera entonces.
El interrogatorio fue de la siguiente manera.
Tres hombres muy educados llegaron a la prisión y nos pidieron disculpas por las condiciones de nuestra detención. Estaban tratando este asunto con el gobierno tailandés en nuestro nombre, “a pesar de que nosotros podíamos hablar”, pero querían que les respondiéramos a algunas preguntas.
Cómo nos llamábamos, dónde vivíamos, dónde vivían nuestros familiares en los Estados Unidos, cuánto tiempo llevábamos en Tailandia y qué estábamos haciendo aquí.
Para Hiten, todo esto tuvo que ser muy divertido. Yo me limité a contarles la verdad: que había llegado a Bangkok como desarrollador de software para una cadena hotelera americana y que, a pesar de que el contrato había finalizado hacía ocho meses, había decidido quedarme más tiempo. No mencioné que me había quedado porque pensaba escribir un libro sobre el auge y la caída de la cultura de playa de los ex-patriados en la Tierra de las Sonrisas (nombre que utilizaban las guías turísticas de Tailandia para referirse a esta zona), que en principio iba a ser una obra de no ficción, después una novela y que por fin decidí no escribirlo, ni que hacía seis semanas que mis ahorros personales se habían agotado. También les hablé de Kaitlin y de Janice, aunque se me olvidó mencionar que, sin el dinero que le había prestado su familia, en estos momentos estaríamos viviendo en la indigencia. En aquellos momentos ignoraba que mi hija había estado a punto de morir hacía tan sólo cuarenta y ocho horas.,.y si aquellos hombres lo sabían, prefirieron no compartir esa información conmigo.
El resto de las preguntas se centraron en el objeto de Chumphon: cómo habíamos sabido de su existencia, cuándo fue la primera vez que lo habíamos visto, cuánto nos habíamos aproximado a él, cuáles eran nuestras “impresiones.” Un guardia de la prisión nos observó cabizbajo mientras un médico estadounidense nos tomaba muestras de sangre y orina para analizarlas. A continuación, los hombres entrajados nos dieron las gracias y prometieron sacarnos de la cárcel lo antes posible.
Al día siguiente, el tercero, aparecieron otros caballeros educados con un montón de credenciales, que nos formularon las mismas preguntas y nos hicieron las mismas promesas.
Por fin quedamos en libertad. Nos devolvieron parte del contenido de nuestras carteras y salimos al calor y al hedor de Bangkok en algún lugar del lado malo del río Chao Phraya. Solos y sin dinero, nos dirigimos hacia la embajada, donde me dediqué a hostigar a un funcionario para que nos adelantara el dinero del viaje de ida a Chumphon y nos dejara efectuar un par de llamadas telefónicas.
Llamé a Janice a casa. Nadie respondió al teléfono, pero como era la hora de la cena, imaginé que habría salido con Kait a buscar comida. También intenté ponerme en contacto con el propietario de nuestra cabaña (un británico de pelo gris llamado Bedford), pero sólo conseguí hablar con su correo de voz. En ese momento, un amable miembro del personal de la embajada nos recordó con mordacidad que no debíamos perder nuestro autobús.
Llegué a la cabaña poco después de que oscureciera, convencido de que encontraría a Janice y a Kaitlin en su interior y de que Janice estaría enfadada hasta que le contara lo sucedido. Entonces, se produciría una llorosa reconciliación que, quizá, despertaría entre nosotros algo de pasión.
Con las prisas por regresar al hospital, Janice había dejado la puerta entreabierta. Sólo había cogido una maleta para ella y Kaitlin, pero los ladrones locales se habían encargado de llevarse todo lo demás, es decir: la comida de la nevera, mi teléfono y mi ordenador portátil.
Corrí hasta el final de la calle y desperté a mi casero, que me explicó que Kaitlin estaba enferma y que “el otro día” había visto a Janice pasando por delante de su ventana arrastrando una maleta, pero que debido al caos provocado por el monumento, había olvidado lo sucedido. Me dejó utilizar su teléfono (por lo que pasé a convertirme en un mendigo telefónico) para localizar al doctor Dexter, que me contó los detalles de la infección de Kaitlin y su viaje a Bangkok.
Bangkok. No podfa llamar a Bangkok desde el teléfono de Colin. Él mismo se apresuró a señalar que eso ora una llamada de larga distancia… y también me recordó que ya iba algo atrasado con el pago del alquiler.
Fui hasta el Fhat Duc, la supuesta tienda de anzuelos y aparejos de pesca de Hitch.
Hitch tenía sus propios problemas (no había demasiadas esperanzas de que pudiera localizar su Daimler perdida), pero me dijo que podía entrar en el almacén de la tienda (imaginé que sería un enorme y húmedo fardo de marihuana sin semilla) y hacer todas las llamadas que quisiera.
Poco después del amanecer, supe que Janice y Kaitlin habían abandonado el país.
La verdad es que no podía culparla.
Pero eso no significa que no estuviera furioso, pues lo estuve durante los seis meses siguientes. De todas formas, siempre que intentaba justificar mí enfado, mis excusas se me antojaban fútiles e inadecuadas.
Había sido yo quien la había llevado a Tailandia, a pesar de que ella prefería permanecer en los Estados Unidos y terminar el doctorado; había sido yo quien la había retenido en este lugar, a pesar de que mi contrato había finalizado; y había sido yo quien la había obligado a vivir prácticamente en la indigencia (según los cánones de pobreza que temamos los americanos en aquella época), para poder explayarme en un escenario de rebeldía y retiro que estaba más relacionado con el hecho de que no hubiera conseguido superar mi angustiosa adolescencia que con cualquier cosa relevante. Había expuesto a Kaitlin a los peligros del estilo de vida de los expatriados (aunque yo siempre había preferido pensar que estaba “ampliando sus horizontes”) y había estado ausente e ilocalizable mientras la vida de mi hija corría peligro.
Aunque no tenía ninguna duda de que Janice me culpaba de la sordera parcial de Kaitlin, sólo deseaba que Kait no me culpara también. O, por lo menos, que no lo hiciera eternamente.
Lo único que deseaba era volver a casa. Janice había regresado al hogar de sus padres, en Miniápolis, y había decidido firmemente no devolverme ninguna de las llamadas, de modo que no me quedaba más remedio que pensar que ya había iniciado los trámites del divorcio.
Y yo me encontraba a dieciséis mil kilómetros de distancia.
Después de un frustrante mes, le dije a Hitch que necesitaba regresar a los Estados Unidos, pero que mis ahorros habían tocado fondo.
Nos sentamos en un leño que había dejado la marea en la bahía. Los surfistas se movían por el mar, sin dejarse intimidar por los elevados niveles de bacterias. Resulta curioso lo tentador que puede ser el océano, incluso cuando está envenenado.
La playa estaba atestada. Chumphon se había convertido en una meca pjira los periodistas y los curiosos. Por el día, competían por enfocar con sus teleobjetivos lo que ahora se denominaba “el Objeto de Chumphon”; por la noche, intentaban regatear el precio del alcohol y el alojamiento, a pesar de que llevaban más dinero encima del que yo había visto durante un año.
No me interesaban demasiado los periodistas y ya había empezado a odiar el monumento. No podía culpar a Janice por lo que había sucedido y me mostraba reacio a culparme a mí mismo (supongo que es comprensible). Sin embargo, podía culpar a aquel misterioso objeto que fascinaba al mundo entero.
Resulta irónico que yo empezara a odiar el monumento mucho antes que nadie. Aunque, con el paso del tiempo, la silueta de aquella gélida piedra azul se convirtió en un símbolo reconocido y odiado (o perversamente amado) por la inmensa mayoría de los humanos, en aquellos momentos yo era la única persona que lo odiaba.
Supongo que la moraleja es que la historia no siempre señala con el dedo a las buenas personas.
Y, por supuesto, que las coincidencias no existen.
—Ambos necesitamos que nos hagan un favor —me dijo Hiten, esbozando aquella sonrisa tan peligrosa—, así que podríamos hacérnoslo mutuamente. Yo podría ayudarte a regresar a casa si tú hicieras algo a cambio.
—Ese tipo de propuestas me inquietan —respondí.
—Es bueno tener una pequeña inquietud de vez en cuando.
Aquella tarde, los periódicos de lengua inglesa publicaron el texto de la inscripción que se había descubierto en la base del monumento: un secreto que todos los habitantes de Chumphon conocían desde hacía algún tiempo.
La inscripción, grabada en la columna a dos centímetros y medio de profundidad y escrita en una especie de versión simplificada de mandarín e inglés elemental, conmemoraba la victoria de una batalla. En otras palabras, aquel pilar era un monumento victorioso.
Celebraba que Tailandia meridional y Malasia se habían rendido a las fuerzas de alguien (o algo) llamado “Kuin”. Debajo del texto, aparecía la fecha de esa batalla histórica:
21 de diciembre de 2041
Es decir, dentro de veinte años.
Dos
Regresé a los Estados Unidos en un portaaviones que atracó en los puertos de Pekín, Dusseldorf, Gander y Boston (es decir, que realicé una larga vuelta al mundo con soporíferas escalas). Siguiendo la costumbre de los turistas que visitan Bangkok, llegué al aeropuerto Logan con un conjunto de maletas de diseño falso, además de un anticipo de cinco mil dólares y un compromiso desagradable, todo ello gracias a Hitch Paley. Para bien o para mal, estaba en casa.
Me quedé sorprendido de lo opulenta que parecía la ciudad de Boston después de haber pasado una temporada en las playas. Era romo si todos los quioscos y cafeterías que había en la terminal hubieran brotado después de una tormenta, como las brillantes setas de los dibujos de Disney. Allí no había nada que tuviera más de cinco años de antigüedad, ni en el aeropuerto ni en la costa del Atlántico sobre la que había sido construido. Estas instalaciones eran más jóvenes que la mayor parte de sus jefes. Después de que me realizaran un escáner no agresivo en la Aduana, crucé el enorme recinto de Llegadas para acceder a ¡a parada de taxis.
El público en genera] ya había desviado su atención del misterioso Cronolito de Chumphon (nombre que le había dado un famoso periodista científico el mes pasado). Seguía habiendo noticias, pero éstas solían aparecer en las publicaciones que se vendían en las cajas de los supermercados (tótem del Diablo o triunfo del Éxtasis) y en los infinitos periódicos electrónicos que narraban la crónica de la conspiración. Por poco comprensible que pueda parecerle a un lector contemporáneo, el mundo había preferido centrar su atención en otros asuntos más inmediatos: Brazzaville 3, las bodas de los Windsor o el intento de asesinato de la diva Lux Ebone durante el Festival de Roma de la semana pasada. Era como si todos estuviéramos esperando la llegada del acontecimiento que definiría el nuevo siglo, la llegada del objeto, persona o noción que sería completamente nuevo, Algo del Siglo Veintiuno. Sin embargo, cuando ese “algo” llegó e intentó abrirse paso a codazos por las noticias, fuimos incapaces de reconocerlo. El Cronolito era un acontecimiento insólito y misterioso, pero también desconcertante y, por lo tanto, aburrido. Lo dejamos de lado antes de completarlo, como el crucigrama del New York Times.
Para ser sincero, debo decir que el acontecimiento de Tailandia había despertado cierta inquietud, pero ésta había quedado restringida a los departamentos de inteligencia y seguridad nacionales e internacionales, puesto que el Cronolito representaba una incursión militar hostil que había sido realizada a gran escala y con gran sigilo, a pesar de que sus únicas víctimas habían sido unos cuantos miles de pinos de montaña retorcidos. Durante aquella época, la Provincia de Chumphon estuvo sometida a una estrecha vigilancia.
Pero eso no era asunto mío… y creía que podría olvidarme del tema alejándome unos miles de kilómetros hacia el oeste.
En aquel entonces, esa era nuestra forma de pensar.
Aquel otoño fue insólitamente frío. El cielo estuvo tapado por nubes de tormenta y, a finales de año, un fuerte viento martirizó a la flota pesquera. En el exterior de la estación del tren magnético, una hilera de banderas ondeaba en el aire.
Pagué al taxista, crucé el vestíbulo y compré un billete para el Expreso de la Línea Norte: Detroit, Chicago y, después de las praderas, Seattle, aunque yo sólo viajaría hasta Miniápolis. La máquina de venta automática me informó de que el embarque sería a las siete p.m. A continuación, compré un periódico y lo leí en un monitor de monedas hasta que el reloj de pared de la estación marcó las cuatro y media.
En ese momento me levanté, inspeccioné el vestíbulo en busca de actividad sospechosa (cero) y me dirigí hacia Washington Street.
A cinco manzanas al sur de la estación del magnerraíl había un viejo y diminuto local de servicios postales llamado Easy’s Packages and Pareéis.
El escaparate de aquel negocio, que no parecía demasiado próspero, estaba repleto de manchas de insectos. Mientras lo observaba, un hombre que caminaba con la ayuda de un andador de acero cruzó lentamente la puerta principal y volvió a salir, diez minutos después, con un sobre marrón en la mano. Supuse que ése era el tipo de cliente habitual de un establecimiento como el Easy: una persona de edad madura que seguía siendo lea! a lo que quedaba del Servicio Postal de los Estados Unidos.
A no ser que aquel caballero que avanzaba con la ayuda de un andador fuera un criminal disfrazado… o un policía.
¿Que si tenía remordimientos por lo que estaba a punto de hacer? Muchos… o, por lo menos, tenía dudas. Hitch me había financiado el viaje de vuelta a casa a cambio de un favor que, mientras holgazaneaba en la playa sin un duro en los bolsillos, me había parecido bastante simple. Hitch y yo nos conocíamos desde hacía casi un ario; era uno de los pocos extranjeros que residían de forma permanente en Chumphon que eran capaces de hablar de algo más interesante que las conquistas sexuales privadas o las drogas de diseño. Hitch era todo un experto en el tema de los negocios ilegales o los ingresos en negro, pero en esencia era una persona honesta y (tal y como le había repetido miles de veces a Janice) “no era un mal tipo”. Significara eso lo que significara. Confiaba en él, al menos dentro de los límites de su naturaleza.
Pero mientras observaba el Easy’s Packagespara asegurarme de que no había vigilancia policial (a pesar de que era consciente de que sería incapaz de reconocerla a no ser que el Ministerio de Hacienda alquilara una valla publicitaria para anunciar su presencia), me di cuenta de que mi decisión había sido superficial e ingenua. Hitch me había pedido que fuera al Easy, diera su nombre y recogiera “un paquete” que tendría que conservar hasta que él volviera a ponerse en contacto conmigo. Y que no le hiciera preguntas.
Sabía que Hitch traficaba con drogas, aunque el negocio que mantenía en la playa se limitaba al cannabis, las setas exóticas y las feniletilaminas suaves. Además, Tailandia era un país productor de narcóticos… y en la época de Marco Polo ya se habían establecido rutas para su comercio.
Conocía los estupefacientes y los había probado en más de una ocasión, pues casi todas las substancias psicoactivas existentes eran legales en algún lugar del mundo y su consumo se había despenalizado en las liberales naciones occidentales. Sin embargo, en los Estados Unidos en general y en Massachusetts en particular, el tráfico de drogas duras se seguía castigando con dureza. Si Hitch se las había ingeniado para enviarse a sí mismo, por ejemplo, un kilo de heroína (y si había tenido la genial idea de dejármelo en custodia), por mi billete de vuelta a casa tendría que pagar una temporada en la cárcel. Hasta que Kaitlin cumpliera trece años, no podría volver a verla sin que hubiera una lámina de cristal reforzado entre los dos.
De pronto, comenzó a llover a raudales. Crucé la calle corriendo, cogí aire con fuerza y entré en Easy’s Packages.
El propio Easy, o alguien como él (Hitch me había dicho que era un hombre alto, negro, musculoso e intrincadamente arrugado, de unos sesenta u ochenta años), estaba de pie detrás de un mostrador de madera, vigilando una hilera de buzones de aluminio de color gris deslustrado. Me dedicó una breve mirada. —¿Puedo ayudarle? —He venido a recoger un paquete.
—Como todos los que vienen por aquí. ¿Número de buzón? Hitch no me lo había dado.
—Hitch Paley me dijo que habría un paquete esperándome. Entrecerró los ojos y su cabeza pareció crecer medio centímetro debido a su repentina indignación. —¿Hitch Paley? Aunque por el tono de su voz supe que las cosas no iban bien, no pude más que asentir.
—¡El cabrón de Hitch Paley! —golpeó el mostrador con el puño—. ¡No sé quién cono eres, pero si por casualidad vuelves a hablar con él, dile a ese capullo que tenemos una cuenta pendiente! ¡Y que se meta sus jodidos paquetes por donde le quepan!
—¿No tiene nada para mí?
—¿Qué si tengo algo para ti? ¿Qué si tengo algo para ti? ¡Una patada es lo que tengo para ti!
Me las arreglé para encontrar la puerta.
De este modo, el periodista fracasado, el marido fracasado y el padre fracasado se convirtió en un delincuente fracasado.
Cuando el magnerraíl salió de Massachusetts, dejando atrás el pasillo urbano para mostrar una extensión de chabolas y oscuras tierras de cultivo, intenté olvidarme de todos estos misterios.
Puede que hubiera surgido algún problema entre Hitch Paley y Easy’s Packages, pero intentaba convencerme a mí mismo de que eso no tenía ninguna importancia. Yo había hecho lo que me había pedido… y la verdad era que me sentía aliviado de no tener que ir cargando con un montón de pruebas incriminatorias envueltas en papel de carnicería. El único problema potencial era que Hitch me exigiera (en un futuro cercano) que le devolviera el dinero.
La medianoche se extendió lentamente por la lluviosa oscuridad. Recliné el asiento para contemplar el futuro. Al oeste del Misisipí, la economía se encontraba en un periodo de bonanza. Las nuevas plataformas de microprocesadores covalentes habían permitido desarrollar océanos de software nuevo y complejo, y estaba seguro de que, por lo menos, podría conseguir un puesto de nivel de acceso en el NASDAQ de Silicon Ring. SÍ utilizaba mi título de licenciado antes de que quedara obsoleto, podría devolverle el dinero a Hitch y saldar la deuda, y de esta forma, mi delito daría paso a la virtud.
Suponía que, con el tiempo, me convertiría en una persona respetable. Le demostraría mi valía a Janice, ella me perdonaría y podría abrazar de nuevo a Kait.
Pero no podía evitar pensar en mi padre, verle en mi propio reflejo de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia. El fracaso es entropía, parecía decirme aquel espectro, y la entropía es una ley de la naturaleza. El amor se convierte en dolor; con el tiempo, aprendes a ignorarlo y alcanzas el nirvana de la indiferencia. Noesfácil, pero nadadcloque vale la pena resulta sencillo.
Hitch y yo fuimos de los primeros en ver el Cronolito de Chumphon y, en la gran refundición de tiempo y mente que siguió… bueno, me pregunté a mí mismo con qué cantidad de mi propio pesimismo (o de mi padre) había alimentado aquel bucle.
Por no hablar del toque de locura materna. La corriente fría que circulaba por el oscuro vagón me hizo recordar el fervor con el que mi madre había odiado el frío. Durante sus últimos años se lo había tomado como algo personal, como una ofensa hacia su persona. Era enemiga del hielo, odiaba la nieve.
En una ocasión me dijo que la nieve era la materia fecal de los ángeles: como tenía un origen angélical no apestaba, pero no por ello dejaba de ser un insulto, y era tan pura que ardía como el fuego sobre la piel mortal.
Vi que el extremo de mi billete sobresalía del bolsillo de la chaqueta y, mientras lo guardaba, advertí que el número que aparecía bajo el logotipo de la compañía AmMag era el 2041: el mismo que aparecía en la fecha inscrita en la piedra de Kuin.
En la estación de Miniápolis/Saint Paul compré un periódico local y una revista de ciencia que publicaba un artículo sobre el Cronolito.
En la revista también aparecía una serie de fotografías de aquella zona de Tailandia que tanto había cambiado desde el día que Hitch y yo la visitamos. Habían nivelado una amplia extensión de terreno alrededor del pilar y, ahora, el perímetro despejado estaba repleto de tiendas de campaña, cobertizos poligonales para guardar los equipos, laboratorios provisionales y una serie de lavabos portátiles de color ocre. El Tratado del Pacífico había enviado un despliegue internacional de investigadores científicos, en su mayoría expertos en materiales, que en estos momentos admitían sentirse desconcertados. El Cronolito era inerte, no parecía reaccionar con su entorno, no se fundía con ácido ni podía cortarse con láser. A pesar de la profundidad de las excavaciones, todavía no habían conseguido llegar al pie de la base, y su temperatura, al menos desde su llegada, no había variado con su entorno en más de una fracción de grado centígrado. Aquel objeto era sorprendentemente frío.
Los análisis de espectros de la columna habían sido infructuosos. El Cronolito pasaba y difundía la luz en el segmento azul-verde del espectro visible e, inexplicablemente, a unas longitudes de onda armónicas, tanto infrarrojas como ultravioletas; sin embargo, en otras frecuencias era puramente reflectante (de una forma imposible) o puramente absorbente.
El resultado neto de los datos de entrada y salida parecía sumar cero, aunque nadie estaba seguro de eso, e incluso su supuesta simetría desafiaba toda explicación. El artículo continuaba especulando sobre el hecho de que se tratara de un estado de la materia completamente nuevo, pero eso no era ninguna explicación, sino una confesión de ignorancia que sólo había sido expresada para mantener el suave flujo de los fondos y poder continuar con la investigación.
Las especulaciones sobre la leyenda inscrita en el Cronolito eran más llamativas y menos esclareced oras. ¿Realmente era factible “viajaren el tiempo”? Como la mayoría de las autoridades descartaban esta idea, puede que la inscripción fuera un modo de encubrimiento, una pista que había sido ideada para despistar. Incluso el nombre de “Kuin” aportaba muy poca información: podía tratarse de un nombre propio chino, aunque era más frecuente encontrarlo en Holanda; la palabra también existía en finlandés y en japonés; e incluso había una tribu indígena peruana llamada Huni Kuin, aunque era poco probable que fuera la responsable de ese acontecimiento.
La posibilidad alternativa (que dentro de veinte años, algún jefe militar asiático erigiría un monumento para conmemorar una victoria y lo proyectaría al pasado reciente) resultaba demasiado ridicula para ser cierta. (Si esto parecía una estupidez, imaginad la cantidad de disparates sobre la piedra de Kuin que había tenido que tragarse la comunidad científica para que ahora vacilara ante esta última posibilidad. En aquella época, las personas utilizaban la palabra “imposible” con mucha más ligereza que ahora.) Así era como estaban las cosas en otoño de 2021, A pesar de todo esto, había comprado el periódico local con un propósito más práctico: para buscar en sus páginas de clasificados pisos en alquiler que estuvieran cerca del anillo del consorcio suburbano de diseño digital. Gracias al listado de posibilidades que me proporcionó la búsqueda, el miércoles ya me había mudado a un apartamento de una habitación de un edificio sin ascensor situado al oeste del Enclave Agrícola de las Ciudades Gemelas. La casa estaba sin amueblar, así que compré una silla, una mesa y una cama, puesto que cualquier cosa más habría equivalido a una confesión de permanencia y yo había decidido que me quedaría sólo “de forma transitoria”. Acto seguido empecé a buscar trabajo. No llamé a Janice… o, por lo menos, no lo hice enseguida. Antes, necesitaba tener algo que demostrara mí credibilidad, como por ejemplo, ingresos. Si hubieran concedido una medalla al mérito al Mejor Ciudadano, también me habría presentado al concurso.
Pero todo esto no me sirvió de nada, porque es imposible recuperar el pasado. Las nuevas generaciones son más conscientes de esto que mis semejantes, puesto que no les ha quedado más remedio que aprenderlo.
Tres
En febrero del año 2022, Janice y Kaitlin se habían trasladado a un agradable edificio del extrarradio que, aunque quedaba bastante alejado del trabajo de Janice, estaba cerca de buenos colegios. El contrato de divorcio que firmamos en diciembre incluía un acuerdo de custodia compartida que me permitía pasar con Kaitlin una semana al mes.
Janice se había mostrado razonable respecto a ese tema, así que había podido ver a mi hija en diversas ocasiones desde otoño. El sábado estaba estipulado que Kaít y yo pasaríamos el día juntos, pero el hecho de que ese encuentro hubiera sido dictado por un juez hacía que las cosas fueran diferentes. Era algo más que pasar el día juntos. Era algo extraño, embarazoso e incómodo.
Llegué a casa de Janice a las nueve menos cuarto de aquella soleada pero gélida mañana de sábado. Janice me invitó a entrar y me dijo que Kait estaba en casa de una amiga, viendo los dibujos matinales hasta la hora acordada.
En su apartamento se respiraba un agradable aroma a moqueta nueva y desayuno recién hecho. Janice, que llevaba su blusa y sus vaqueros habituales de las mañanas de los fines de semana, me sirvió una taza de café. Tenía la impresión de que habíamos conseguido una especie de acercamiento, que nos alegraríamos de vernos, quizá, si no fuera por la carga de dolor y por ¡as recriminaciones que nos hacíamos el uno al otro… por no hablar de nuestro amor herido, nuestra falta de esperanza y nuestro mudo pesar.
Janice se sentó al otro lado de la mesa de café, sobre la que había dos objetos antiguos dispuestos de una forma falsamente casual. Observé las revistas impresas en papel del siglo pasado, como Life y Time, que Janice coleccionaba y guardaba en envoltorios de plástico duro. Parecían los anuncios de una edad perdida, los resguardos de los billetes del Titanic.
—¿Sigues siendo un Campion-Miller? —me preguntó.
—Tengo otros seis meses de contrato.
(Además de una bonificación de tres mil dólares. A este ritmo, mis ingresos netos dejarían de ser los del Nivel de Acceso para convertirse en los de Empleado júnior. Había gastado la mayor parte de ese dinero en un panel de entretenimiento de pantalla grande para que Kait y yo pudiéramos ver juntos películas. Antes de Navidad había tenido que conformarme con mi estación portátil, tanto para el trabajo como para la diversión.)
—Así que parece que va a durar.
—Estas cosas suelen ir así —bebí un sorbo del café que me había dado—. Por cierto, el café está asqueroso.
—¿Oh?
—Siempre has hecho un café muy malo.
Janice sonrió.
—¿Y hasta ahora no te habías atrevido a decírmelo?
—¿Has odiado mí café durante todos esos años?
—Yo no he dicho que lo odiara, sólo he dicho que era malo.
—Pero nunca rechazaste una taza.
—No, nunca lo hice.
Kaitlin llegó de casa de los vecinos… bueno, mejor dicho, entró por la puerta principal haciendo un ruido increíble, con unas botas de agua empapadas y una chaqueta de invierno plisada. En cuanto entró, sus gafas se empañaron. Kaitlin sólo tenía una ligera miopía, pero era demasiado pequeña para someterse a la cirugía correctiva. Se secó las gafas con los dedos y me miró con seriedad.
Antes, siempre que me veía, solía regalarme una enorme sonrisa. Todavía lo hacía, pero no de forma automática.
—¿Has visto los dibujos, cariño? —le preguntó janice.
—No —los ojos de Kait seguían fijos en mí—. El señor Levy quería ver las noticias.
No se me ocurrió preguntar por qué el vecino de Janice había insistido en ver las noticias.
Pero si lo hubiera preguntado, no habría podido disfrutar de aquel día con mi hija.
—Diviértete con papá —dijo Janice—. ¿Tienes que ir al lavabo antes de que os vayáis?
A Kaitlin le escandalizó su falta de delicadeza.
—¡No!
—De acuerdo —Janice se levantó y me miró—. ¿A las ocho en punto, Scott?
—A las ocho —prometí.
Nos fuimos en mi coche de segunda mano, avanzando muy despacio entre el tráfico del sábado debido a los protocolos de proximidad. Le había prometido a Kaitlin que iríamos a un centro recreativo, pero la pequeña ya estaba alternando las muestras de júbilo con las de cansancio, parloteando sin cesar durante un rato para luego dejarse caer sobre la tapicería con una triste expresión de ¿hemos llegado ya? en su carita.
Durante sus silencios, yo hacía exámenes de conciencia… con cautela, del mismo modo que cogerías una serpiente sedada pero venenosa. Me observaba a mí mismo a través de los ojos de Janice y veía (aún) al hombre que la había llevado, con su hija, a un país del tercer mundo, al hombre que había estado a punto de dejarles allí para siempre, al hombre que las había expuesto a una cultura de playa de expatriados que, aunque sin duda alguna era pintoresca e interesante, estaba infestada de drogas, era peligrosa y desesperadamente improductiva.
El adjetivo que define con amabilidad este tipo de comportamiento es “irreflexivo”. Entre sus sinónimos se incluye “egoísta” e “imprudente”.
¿Había cambiado? Bueno, quizá. Pero aún le debía miles de dólares a Hitch Paley (aunque hacía más de medio año que no sabía nada de él y empezaba a tener la esperanza de que nunca más volvería a verlo) y, por definición, una vida que, en la que se incluyen ciertos accesorios como Hitch Paley, no puede ser estable.
De todas formas, Kaitlin estaba aquí, a salvo, rebotando de vez en cuando contra la tapicería, como si fuera un mono capuchino con los movimientos limitados por el cinturón de seguridad. Le había enseñado a atarse los zapatos y también le había mostrado la Cruz del Sur, una noche despejada en Chumphon. Era su padre y ella padecía mi presencia con alegría.
Pasamos tres horas en el centro comercial, el tiempo suficiente para que quedara exhausta. Le fascinaron (aunque también le intimidaron) los payasos, cuyos trajes y maquillaje se adaptaban morfológicamente. A continuación, ingirió una cantidad sorprendente de comida, se quedó sentada viendo dos Surround Adventures de media hora y durmió sentada en el asiento durante el camino de regreso a mi apartamento.
Al llegar a casa, encendí las luces y cerré las persianas que mostraban los prados invernales. Para cenar calenté un pollo congelado y judías verdes, una comida que, a pesar de proletaria, olía muy bien en mi diminuta cocina. Durante la cena estuvimos viendo algunos ficheros descargados. Kaitlin no habló mucho, pero la atmósfera fue agradable.
Cuando ella miró hacia la derecha, pude ver que un nido de cabellos rubios acariciaba su oreja sorda. No estaba deformada, sino un poco arrugada allí donde los microbios le habían mordido la carne y le habían dejado unas cicatrices rosadas.
En la otra oreja llevaba un audífono que era como una diminuta concha pulida.
Después de cenar y lavar los platos, engatusé a Kaitlin para que cambiara de canal y me dejara ver los informativos.
La noticia principal procedía de Bangkok.
—Eso es lo que quería ver el señor Levy —dijo Kaitlin con sequedad cuando salió del cuarto de baño.
Efectivamente, se trataba del primer Cronolito que había caído en una ciudad; era la primera la noticia que constataba que en el Sudeste Asiático estaba sucediendo algo más importante que una anécdota del Más extraño que la ciencia.
Kaitlin se sentó a mi lado y se acurrucó sobre mis costillas mientras yo seguía viendo el programa.
La pequeña empezó a aburrirse al instante; a su edad, los niños son incapaces de comprender el trasfondo, puesto que, para ellos, todos los acontecimientos que se emiten por televisión son muy similares. Además, sólo prestan atención cuando las imágenes son despiadadas. Kaitlin se quedó impresionada, aunque desconcertada, al ver los helicópteros que sobrevolaban los edificios que había a ambas orillas del río, ahora derrumbados y cubiertos de hielo, humeando bajo la luz del sol. Los servicios informativos disponían de pocas imágenes, que repetían una y otra vez sobre una neblina de voces que intentaban calcular el número de víctimas y hacían “interpretaciones” disparatadas sobre lo ocurrido. Aquella atmósfera de confusión, miedo y negación de la evidencia que transmitían los locutores mantuvo a Kaitlin con el ceño fruncido durante unos minutos, pero poco después cerró los ojos y su respiración se estabilizó hasta convertirse en suaves y calmados ronquidos.
Kait, tú y yo estuvimos allí, pensé.
Desde el aire, el asolado Bangkok parecía un mapa de carreteras mal impreso. Reconocí el río Chao Phraya que zigzagueaba por la ciudad, el devastado distrito Rattanakosin, la antigua Ciudad Real, donde el Khlong Lawd se une con el río… y puede que aquel trozo verde fuera e! Parque Lumphini. La red vial se había convertido en un incomprensible erial de ladrillos y cascotes, metales, cartones, asfalto levantado y escarcha, todo ello centelleando por la capa de hielo que lo cubría y medio escondido entre la niebla. El hielo no había impedido que se incendiaran los conductos principales del gas, que ahora eran islas llameantes entre los escombros glaciales. Habían muerto muchas personas, según informaban con gran dolor los locutores… y tenía la certeza de que algunos de los abultados objetos que ensuciaban las calles eran cuerpos humanos.
La única estructura intacta que había en aquella zona devastada se encontraba en el mismo centro del desastre: el Cronolito.
No se parecía demasiado al que había aterrizado en Chumphon. Era más alto y más grande, tenía detalles más intrincados y había sido esculpido con mayor precisión. De todas formas, reconocí al instante la traslúcida superficie azul que podía verse allí donde los trozos de escarcha se habían desprendido de aquella piel, distinta e indiferente.
El monumento había “aterrizado” (con una gran detonación) después del anochecer, hora de Bangkok, pero las imágenes eran posteriores. Algunas mostraban la caótica noche y otras, la mañana. A medida que pasaban las horas, los servicios informativos emitieron nuevas imágenes aéreas. Habían realizado una especie de montaje de vídeo en el que se podía ver cómo el Cronolito se desprendía de su manto de humedad, condensada y helada, para dejar de ser lo que parecía (es decir, un pilar blanco monstruosamente grande e insólitamente voluminoso) y revelar lo que era en realidad: la forma estilizada de una figura humana.
Aquel objeto recordaba, más que a ninguna otra cosa, a los monumentos públicos de la Rusia estalinista, como por ejemplo, la Victoria Alada de Leningrado… o, quizá, el Coloso de Rodas que se alza a la entrada del puerto. Este tipo de estructuras resultan desalentadoras, y no sólo por su enorme tamaño, sino también por la frialdad de sus formas. El Cronolito no era una imagen, sino el bosquejo de un ser humano, e incluso su rostro lograba sugerir cierta perfección eurasiática imposible de conseguir en el mundo real. Las costras de hielo se aferraban a las bóvedas de los ojos y a las fisuras de las fosas nasales. A pesar de su aparente masculinidad, aquella figura podría representar a cualquier persona… por lo menos, a cualquiera cuya infinita seguridad en sí misma confabulara con el poder absoluto.
Supuse que era Kuin, tal y como él quería que lo viéramos.
Su abdomen se fundía en la estructura del Cronolito, que básicamente tenía forma de columna. La base del monumento, quizá de medio kilómetro de diámetro, se alzaba sobre el Chao Phraya formando cortezas de hielo allí donde se reunía con el agua. Bajo la luz del sol, éstas habían empezado a agrietarse y se estaban alejando corriente abajo, como témpanos de hielo tropicales que chocaban contra los cascos medio hundidos de los barcos turísticos.
Janice llamó a las diez, exigiendo saber qué había hecho con Kait. Miré el reloj, apreté los dientes y le pedí disculpas. Le conté cómo habíamos pasado el día y le expliqué que me había distraído viendo las noticias sobre el Cronolito de Bangkok.
—Aquella cosa —refunfuñó, como si se tratara de una noticia antigua. Y puede que para ella lo fuera: en su mente, los Cronolitos eran una amenaza generalizada y simbólica, aterradora pero distante. Parecía molesta por haberse visto obligada a recordarlos.
—Puedo llevar a Kaitlin a tu casa esta noche —le dije— o dejarla aquí hasta mañana, si te parece mejor. En estos momentos está dormida en el sofá.
—Ponle una almohada y tápala con una manta —respondió ella, como si pensara que no se me había pasado ya esa idea por la cabeza—. Supongo que seguirá durmiendo toda la noche.
Pero hice algo mejor: llevé a Kaitlin a mi cama y yo me quedé en el sofá. Estuve allí sentado casi hasta el amanecer, viendo la televisión con el volumen muy bajo. Los comentarios eran inaudibles, pero puede que así fuera mejor. Sólo quedaban las imágenes que, a medida que los periodistas se iban aproximando al lugar de la catástrofe, se hacían más complejas. Por la mañana, la inmensa cabeza de Kuin estaba coronada de nubes y la lluvia había empezado a humedecer la ciudad en llamas.
Durante el verano de aquel año (el verano que Kaitlin aprendió a montar en la bicicleta que le regalé por su cumpleaños), un tercer Cronolito cayó en el centro de Pyongyang. A partir de ese momento comenzó la verdadera Crisis Asiática.
Cuatro
El tiempo pasó.
¿Debería disculparme por estos lapsos, por saltar de un año a otro? La historia no es lineal. Discurre por prados y montañas, por ríos y mares… por corrientes subterráneas traidoras y por remolinos ocultos. Incluso se podría decir que una autobiografía es una especie de historia.
Pero supongo que eso depende del público para quien escribo… y eso es algo que aún no tengo claro. ¿A quién me dirijo? ¿A mi propia generación, que en su mayor parte ha muerto o se está muriendo? ¿A nuestros herederos, que no vivieron estos acontecimientos pero tienen que estudiarlos en sus libros de texto? ¿Acaso a una generación más distante de hombres y mujeres que, Dios mediante y por muy imposible que parezca, han podido olvidar parte de lo que sucedió durante este siglo?
En otras palabras, ¿cuánto debo explicar y con cuánto detenimiento?
Ignoro la respuesta a esta pregunta.
La verdad es que aquí sólo estamos nosotros dos.
Tú y yo. Seas quien seas.
Transcurrieron casi cinco años desde aquel sábado que Kaitlin y yo pasamos juntos en el centro comercial y el día que Arnie Kunderson me sacó de una prueba de clasificación de procesos por lotes para pedirme que me presentara en su oficina. Probablemente, este fue el siguiente momento crucial de mi vida, si crees en la causalidad lineal y en la deferencia civilizada que muestra el futuro hacia el pasado. Pero antes de entrar en detalles, quiero que saborees esos años; sino los recuerdas, imagínatelos.
Cinco veranos calurosos, en los que la noticia principal (entre una manifestación de Kuin y otra) había sido la drástica reducción del Acuífero de Oglalla. Nuevo México y Texas habían perdido casi por completo la capacidad de irrigar sus desérticos terrenos. El Acuífero de Oglalla, un conjunto de aguas subterráneas tan grande como el Lago Hurón y una reliquia de la antigua edad de hielo, era esencial para la agricultura de Nebraska, algunas zonas de Wyoming, Colorado, Kansas y Oklahoma. Su nivel seguía bajando con rapidez y las bombas centrífugas cada vez tenían que trabajar a mayor profundidad para poder acceder al agua. Los informativos mostraban el éxodo rural en imágenes repetitivas y directas: familias que quedaban atrapadas en la carretera al estropearse sus destartalados vehículos; tristes niños con juguetes de tela tapándose los oídos y ocultando los ojos; hombres y mujeres haciendo cola en las oficinas de empleo de Los Ángeles y Detroit, pasando a formar parte del lado oscuro de nuestra floreciente economía. Como la mayoría de nosotros teníamos trabajo, nos permitíamos el lujo de sentir compasión.
Cinco inviernos. Los inviernos de esos años fueron secos y muy fríos. Por primera vez en su vida, la gente adinerada vistió ropa térmicamente adaptable, por lo que los distritos comerciales más modernos parecían haber sido invadidos por extraterrestres con chándales de poliéster y máscaras de oxigeno, mientras que los demás deambulábamos por las calles protegidos por abultados chaquetones y caminando lo más cerca posible de los edificios. Los robots domésticos (aspiradores autoguiados y cortadores de césped lo bastante inteligentes como para no mutilar a los niños del barrio) se convirtieron en algo habitual; el perro lazarillo de Sony fue retirado del mercado después de un accidente muy comentado en el que estuvieron implicados una farola que funcionaba mal y un par de Shi Tzus. En aquella época, incluso los ancianos dejaron de llamar “televisores” a sus paneles de entretenimiento. Lux Ebone anunció que se retiraba en dos ocasiones y Cletus King derrotó a Marylin Leahy, dejando la Casa Blanca en manos del Partido Federal, aunque los Demócratas siguieron controlando el Congreso.
Los eslóganes de aquellos años, que ahora han quedado en el olvido, fueron los siguientes: “Ahora dame lo que es mío”, “¡Brutal pero bonito!”, “Como la luz del día en un cajón”.
Los nombres y lugares que considerábamos importantes: Doctor Dan Lesser, el Palacio de Justicia Rotativo, Beckett y Goldstein, Kwame Finto.
Acontecimientos: la segunda oleada de alunizajes; la epidemia de Zaíre; la crisis de la moneda europea y el ataque de La Haya.
Y, por supuesto, Kuin, como un redoble de tambor que cada vez sonaba con más fuerza.
Primero en Pyongyang, después en la ciudad de Ho Chi Minh y, posteriormente, en Macao, Sapporo, la Llanura de Kanto, Yichang…
Y durante aquellos años también surgieron los primeros brotes de locura y fascinación por Kuin, las diez mil primeras páginas web repletas de teorías peculiares y contradictorias, la infinita ebullición de prensa descabellada, los simposios y los informes de comité, los gabinetes estratégicos y las investigaciones del congreso, el primer joven de Los Ángeles que cambió legalmente su nombre por el de “Kuin” y todos aquellos que le imitaron.
Kuin, fuera lo que fuera, ya había causado la muerte de cientos de miles de personas, o incluso más. Esta era la razón por la que su nombre solía pronunciarse con gravedad en círculos respetables y por la que se hizo popular entre los cómicos y los diseñadores de camisetas. En ciertos colegios, el simbolismo “kuinista” estuvo prohibido hasta que intervino la Unión Americana de Libertades Civiles. Como su nombre se alzaba como algo confuso (aparte de sus connotaciones de destrucción y conquista), se convirtió en una pizarra sobre la que los resentidos garabateaban sus manifiestos. Aunque en Norteamérica nadie se tomó con seriedad nada de esto, el temblor sísmico que provocó en el resto del mundo fue más inquietante.
Y yo lo seguí de cerca.
Durante dos años trabajé en el centro de investigación de Campion-Miller, en las afueras de Saint Paul, escribiendo programas en el código de la interfaz comercial que había desarrollado la empresa. Después me trasladaron a las oficinas del centro de la ciudad, donde me uní a un equipo que realizaba un trabajo similar, pero con un material mucho más seguro: el código de origen que Campion-Miller controlaba con tanto celo, la piedra angular de nuestros productos principales. Seguía viviendo en el mismo apartamento y normalmente iba al trabajo en coche, aunque los peores días de invierno cogía el nuevo tren elevado: una cámara de aluminio en la que demasiados trabajadores se despojaban del calor y la humedad y entremezclaban sus olores corporales y lociones de afeitar; una cámara desde donde la ciudad parecía un pálido decorado, debido al vaho que cubría las ventanillas.
(Durante uno de esos trayectos vi a una muchacha que estaba sentada, más o menos, en la mitad del vagón y llevaba un sombrero en el que ponía “VEINTE Y TRES”: veinte años y tres meses, el intervalo oficia! entre la aparición de un Cronolito y su vaticinada conquista. Aquella mujer leía una raída copia del Más extraño que la ciencia que debía de tener más de sesenta años. Deseaba acercarme a ella y preguntarle qué acontecimientos le habían incitado a lucir esa simbología, esos ecos de mi propio pasado, pero me venció la timidez. Además, ¿cómo podría haberle formulado d¡cha pregunta? Nunca más volví a verla.)
Además de unas cuantas citas, estuve saliendo durante casi un año con Annali Kincaid, una mujer del departamento de control de calidad de Campion-Miller que tenía debilidad por las turquesas y el Nuevo Drama y sentía un interés genuino por los temas de actualidad. Solía arrastrarme a conferencias y seminarios que, de otra forma, yo habría ignorado. Sin embargo, decidimos romper nuestra relación porque poseía unas convicciones políticas profundas y complejas de las que yo carecía. Yo, aparte de ser un observador de Kuin, era políticamente agnóstico.
De todas formas, logré impresionarla al menos en una ocasión. Annali había usado las credenciales de alguien de Campion-Miller para poder asistir a una conferencia académica de la universidad: “Los Cronolitos: Temas científicos y culturales” (esta vez, la idea había sido mía… bueno, sobre todo mía. Annali ya me había mostrado su objeción por las fotografías aéreas y orbitales de los Cronolitos que decoraban mi habitación y por los ficheros kuinistas que ensuciaban mi apartamento). Pasamos la mayor parte de aquella agradable tarde de sábado en la universidad, pero cuando finalizó la tercera ponencia, Annali decidió que el tema era demasiado abstracto para su gusto. Mientras nos dirigíamos hacia el vestíbulo, me saludó una mujer mayor, vestida con vaqueros holgados y una sudadera de color verde guisante demasiado grande, que me miraba radiante a través de sus monstruosas gafas.
Se llamaba Sulamith Chopra y la había conocido en la universidad de Cornell. Durante su carrera profesional había profundizado en los límites de la física fundamental para la investigación de los Cronolitos.
Presenté a ambas mujeres.
Annali estaba abrumada.
—Señora Chopra, sé quién es usted. Es decir, siempre citan su nombre en las noticias.
—Bueno, he realizado ciertos trabajos.
—Estoy encantada de conocerla.
—Igualmente —a pesar de sus palabras, Sue todavía no me había quitado los ojos de encima—. Es extraño que te haya encontrado en este lugar, Scotty.
—¿Lo es?
—Inesperado. Puede que significativo. O puede que no. Algún día tendremos que ponemos al día sobre nuestras vidas.
Me sentí halagado, puesto que tenía muchas ganas de hablar con ella. Emocionado, le tendí mi tarjeta profesional.
—No es necesario —dijo ella—. Podré encontrarte cuando te necesite, Scotty. No temas.
—¿En serio?
Pero Sue ya había desaparecido entre la multitud.
—Estás bien relacionado —comentó Annali mientras regresábamos a casa.
Pero no fue así. Sue no me llamó… por lo menos aquel año, y todos mis intentos por ponerme en contacto con ella Rieron rechazados. Tampoco era cierto que estuviera bien relacionado. El hecho de encontrarme con Sue Chopra había sido una especie de presagio, como cuando vi a aquella mujer en un vagón repleto de trabajadores; sin embargo, su significado era inescrutable, una profecía expresada en un idioma indescifrable, una señal enterrada entre el ruido.
Nunca era buena señal que te llamaran al despacho de Arnie Kunderson, que había sido mi supervisor desde que empecé a trabajar en Campion-Miller. Lo que había aprendido de Arnie era que si las noticias eran buenas, él mismo iba a buscarte para comunicártelas; en cambio, si te llamaba a su despacho, debías prepararte para lo peor.
Últimamente estaba un poco enfadado porque el equipo que yo dirigía había echado a perder un protocolo de categorización y envío de pedidos que casi nos cuesta un contrato con un minorista nacional. En cuanto entré en su despacho supe que se trataba de algo más serio: cuando se enfadaba, Arnie enrojecía tanto de cólera que parecía hervir; sin embargo, estaba sentado en su escritorio con la mirada furtiva de un hombre al que le ha sido confiada una misión desagradable pero necesaria. Como el director de una funeraria, por ejemplo. Ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos.
Me senté en una silla y esperé. Nuestro trato no solía ser formal. Ambos habíamos asistido a las barbacoas del otro.
Antes de empezar a hablar, juntó las manos.
—Nunca hay una forma sencilla de hacer esto. Lo que tengo que decirte, Scott, es que Campion-Miller no va a renovarte el contrato. Vamos a cancelarlo. Se trata de una noticia oficial, aunque sé que no has recibido ningún aviso previo. Dios sabe lo mucho que lamento tener que hacerte esto. Tienes derecho a una indemnización completa y a una generosa compensación por los seis meses que quedan de contrato.
La noticia no me sorprendió tanto coma Arnie había imaginado. El colapso de la economía asiática había afectado gravemente a los mercados exteriores de Campion-Miller, que el año anterior había sido adquirida por una compañía multinacional cuyo equipo directivo había despedido a una cuarta parte del persona! y había canjeado la mayor parte de sus propiedades subsidiarias por su valor raíz.
De todas formas, me sentí algo vulnerable.
La tasa de desempleo de aquel año era muy elevada. Eran muchas las personas que se habían quedado fuera del mercado laboral debido a la crisis de Oglalla y al colapso de las economías asiáticas. A cinco manzanas de distancia, junto a la orilla del río, se había construido una ciudad de tiendas de campaña.
—¿Vas a decírselo tú mismo al equipo o prefieres que lo haga yo? — pregunté.
El equipo que dirigía estaba desarrollando un programa de predicción de mercados, una de las líneas más lucrativas de C-M. En concreto, estábamos factorizando la aleatoriedad genuina y la percibida en aplicaciones tales como las tendencias de los consumidores y la fijación de precios competitivos.
Si le pides a un ordenador que escoja dos números al azar entre el uno y el diez, la máquina escupirá los dígitos en una secuencia genuinamente aleatoria (quizá 2,3; quizá 1,9; etcétera). Si pides eso mismo a un grupo de seres humanos y marcas sus respuestas, consigues una curva de distribución con mucho más peso en los números 3 y 7. El motivo de esto es que, cuando las personas pensamos en “números aleatorios”, tendemos a visualizar números que se podrían denominar “discretos”: es decir, que no estén demasiado cerca de los límites ni justo en el centro, que no formen parte de una supuesta secuencia (2,4,6), etc.
En otras palabras, existe lo que podríamos denominar “aleatoriedad intuitiva”, que difiere en gran medida de la aleatoriedad real.
¿Resultaba posible beneficiarse de esta diferencia en aplicaciones comerciales de gran volumen, como la gestión de stocks o el establecimiento de precios o productos?
Eso era lo que pensábamos. Habíamos hecho algunos progresos y el trabajo estaba yendo bastante bien, así que la noticia de Arnie parecía llegar en un momento extraño.
Se aclaró la garganta.
—No me has entendido bien. El equipo no va a ser despedido.
—¿Disculpa?
—Yo no he tomado esta decisión, Scott.
—Eso ya lo has dicho antes. De acuerdo, no es culpa tuya, pero si el proyecto va a seguir adelante…
—No me pidas que justifique tu despido. Francamente, soy incapaz de hacerlo.
Guardó silencio para que pudiera asimilar sus palabras.
—Cinco años —dije—. Joder, Arnie. ¡Cinco años!
—Ya no hay nada seguro. Lo sabes tan bien como yo.
—Entonces podrías ayudarme a comprender el motivo de todo esto.
Dio media vuelta sobre su silla.
—No estoy autorizado a decirlo. Tu trabajo ha sido excelente y puedo dejar constancia de ello por escrito, si así lo deseas.
—¿Me estás diciendo que tengo algún enemigo en el equipo directivo?
Asintió a medias.
—El trabajo que realizamos aquí está bastante controlado. La gente se pone nerviosa. No sé si tienes algún enemigo, pero puede que hayas entablado amistad con las personas equivocadas.
Eso era poco probable, porque no había hecho demasiados amigos. Por supuesto que había personas con las que compartía la hora de la comida o con las que quedaba para practicar deporte, pero nadie confiaba en mí. De alguna forma, debido a algún lento proceso de desgaste emocional, me había convertido en el tipo de persona que trabaja duro, sonríe con afabilidad, va a casa y pasa la tarde entera delante del panel de vídeo y un par de cervezas.
Y eso es exactamente lo que hice el día que Arnie Kunderson me despidió.
El apartamento no había cambiado demasiado desde que me trasladé (exceptuando la pared de la habitación que utilizaba a modo de tablero de anuncios, del que colgaban artículos de prensa y fotografías de los Cronolitos, además de abundantes notas sobre el tema). En lo referente a la mejora que había experimentado, debo reconocer que casi todo había sido obra de mi hija Kaitlin, que ahora tenía diez años y nunca se cansaba de criticar mi sentido estético. Puede que eso le hiciera sentirse mayor. Había cambiado mi viejo sofá porque me había hartado de oír lo “desfasado” que era… pues esta era la palabra de humillación favorita de Kait.
Su lugar ahora lo ocupaba un austero banco acolchado de color azul que parecía perfecto hasta que intentabas ponerte cómodo.
Pensé en llamar a Janice, pero preferí no hacerlo. A mi exmujer no le gustaban las llamadas telefónicas espontáneas, sino que prefería mantenerse en contacto conmigo siguiendo un horario regular y previsible. Y en cuanto a Kait… consideré que era mejor no preocuparla. Sí la hubiese llamado, me habría soltado un discurso sobre todo lo que había hecho hoy con Whit, que así era como llamaba a su padrastro. Según Kait, Whit era un tipo genial que le hacía reír. Quizá debería hablar con Whit, pensé. Quizá él conseguiría hacerme reír.
Así que aquella noche no hice nada más que cuidar de algunas cervezas y navegar por los satélites.
Todos loa servidores, incluso los más baratos, tenían una serie de canales de ciencia y naturaleza. Uno de ellos emitió un vídeo reciente sobre una expedición realmente peligrosa que recorría Tailandia por el Chao Praya hasta llegar a las ruinas de Bangkok. La expedición estaba patrocinada por la National Geographic Society y media docena de donantes corporativos cuyos logotipos aparecían de forma prominente en los créditos.
Quité el sonido y dejé que las imágenes hablaran por sí solas.
El centro urbano de Bangkok no había sido reconstruido durante los años que habían transcurrido desde el 2021, porque nadie quería vivir ni trabajar demasiado cerca del Cronolito (existían ciertos rumores sobre una supuesta “enfermedad de proximidad”, una dolencia que, a pesar de no constar en la literatura médica legítima, aterrorizaba a la gente). En cambio, los delincuentes y las milicias militares sí que eran bastante reales y omnipresentes. A pesar de todo, por las aguas del Chao Praya se seguía desarrollando un enérgico mercado fluvial, incluso bajo las sombras de Kuin.
El programa empezaba con unas imágenes aéreas de la ciudad: unos muelles toscos e inclinados daban acceso a sombríos almacenes, un mercado y diversos puestos de frutas y verduras frescas; el orden emergía de entre los escombros y las ruinas que cubrían las calles se apartaban para abrirlas al comercio. Visto desde cierta altitud, parecía un reportaje sobre la perseverancia humana ante el desastre. Sin embargo, a nivel de suelo, el espectáculo resultaba menos esperanzador.
A medida que la expedición se iba aproximando al corazón de la ciudad, el Cronolito empezó a estar presente en todas las secuencias: primero a cierta distancia, dominando el río marrón; después más cerca, alzándose hacia el mediodía tropical.
Me sorprendió lo limpio que estaba el monumento. Incluso los pájaros y los insectos lo evitaban, aunque el polvo que arrastraba el aire se había ido congregado en las escasas hendiduras del rostro de la escultura y había suavizado un poco la mirada ausente de Kuin. El suelo que pisaba era completamente estéril, no brotaba ninguna planta. Algunas lianas que crecían a la orilla del río habían intentado escalar por su inmensa base octogonal, pero habían sido incapaces de aferrarse a su superficie, tan lisa como un espejo.
La expedición echó el ancla en medio del río y se aproximó a la orilla para mostrar más imágenes. En una de las secuencias, una tormenta formaba remolinos sobre la ciudad antigua y el agua de lluvia caía en forma de cascada desde los torrentes en miniatura del Cronolito, como pequeños saltos de agua que agitaban los sedimentos del lecho del río. Los vendedores del muelle cubrieron sus puestos con lonas y plásticos y se resguardaron debajo.
Corte a una imagen de un mono salvaje sobre una valla publicitaria de Exxon derribada, chillando al cielo.
Nubes alejándose del promontorio de la inmensa cabeza de Kuin.
El sol asomando cerca del verde horizonte, el Cronolito proyectando su sombra sobre la ciudad como si fuera la aguja de un enorme reloj de sol.
Había más imágenes, pero ninguna reveladora. Apagué la pantalla y me fui a la cama.
En esta época, los estadounidenses habíamos aceptado una serie de términos para describir a los Cronolitos: por ejemplo, lo que hacía un Cronolito era aparecer o llegar… aunque algunos preferían decir aterrizar, como si fuera una especie de tornado atascado.
El más reciente de los Cronolitos había aparecido (llegado, aterrizado) hacía más de dieciocho meses, provocando un aumento del nivel del mar en el litoral de Macao. Tan sólo medio año antes, un monumento similar había destruido Taipei.
Como ya era habitual, ambas piedras señalaban victorias militares que tendrían lugar en el futuro. Dentro de veinte años y tres meses. Apenas una vida, pero el tiempo suficiente para que Kuin (si existía, si era algo más que un símbolo artificial o una abstracción) reuniera las fuerzas necesarias para sus supuestas conquistas asiáticas. El tiempo suficiente para que un joven se convirtiera en un hombre de mediana edad. El tiempo suficiente para que una niña se convirtiera en una mujer joven.
Ahora hacía más de un año que no había llegado ningún Cronolito a ningún lugar del mundo, así que algunos habíamos preferido creer que aquella crisis sólo afectaría a Asia, que quedaría confinada por la geografía, encerrada por los océanos.
Nuestras disertaciones públicas eran frías y distantes. El caos político y militar se había apoderado de la mayor parte del territorio meridional de China, convirtiéndolo en una tierra de nadie en la que, quizá, Kuin había empezado a reclutar a su núcleo de seguidores. Una editorial del periódico de ayer se preguntaba si, a largo plazo, Kuin podría convertirse en una fuerza positiva, argumentando que aunque era poco probable que un imperio kuinísta fuera una dictadura benigna, quizá restauraría la estabilidad en una región peligrosamente desestabilizada. La destrozada burocracia de Pekín había detonado un artefacto nuclear estratégico en un intento fallido por destruir el Kuin que había aterrizado en Yichang el año anterior. La detonación había abierto una brecha en el dique de contención, provocando una inundación que arrastró lodo radiactivo hasta el Mar de la China del Este. Si el lisiado gobierno de Pekín había sido capaz de llevar a cabo algo semejante, ¿acaso el régimen de Kuin podría ser peor?
Yo no sabía qué pensar. Durante aquellos años, lo único que podíamos hacer eran conjeturas, incluso aquellos que analizábamos los Cronolitos (por fecha, tiempo, tamaño, supuesta conquista y demás), intentando comprenderlos. De todas formas, yo prefería no jugar a ese juego, puesto que desde que llegó el primer Cronolito, las cosas habían ido mal con Ashlee y mi vida se había ido ensombreciendo. Para mí, simbolizaban todas las fuerzas malignas e imprevisibles del mundo. Había momentos en los que los temía con todas mis fuerzas y, con frecuencia, era consciente de mi miedo.
¿Podía tratarse de una obsesión? Annali creía que sí.
Intenté dormir. Dormir para conseguir arreglar una manga descosida. Dormir para matar el desagradable tiempo muerto que transcurre entre la medianoche y el amanecer.
Pero no lo conseguí. Una hora antes del amanecer sonó el teléfono. Tendría que haber dejado que contestara el servidor, pero temiendo que le hubiera ocurrido algo malo a Kaitlin (como siempre que sonaba el teléfono a esas horas), busqué a tientas el auricular y contesté.
—¿Hola?
—Scott —dijo una voz áspera y masculina—. ¿Scotty?
Durante un instante de pánico pensé que se trababa de Hitch Paley, con quien no había vuelto a hablar desde el año 2021. Hitch Paley, que resurgía del pasado como un fantasma cabreado.
Pero no era Hitch.
Era el fantasma de otra persona.
Escuché la respiración flemática, la compresión y la expansión del aire de la noche en aquel fuelle marchito.
—¿Papá?
—Scotty… —repitió, como si no fuera capaz de decir nada más que mi nombre.
—Papá, ¿has estado bebiendo? —fui lo bastante cortés como para no añadir otra vez.
—No —respondió, enfadado—. No, he… oh, bueno, joder. Éste es el tipo de… el tipo de trato… bueno, ya sabes, a la mierda.
Y colgó.
Salí rodando de la cama.
Vi cómo salía el sol sobre los edificios agrícolas del este, las grandes granjas colectivas corporativas, nuestro baluarte contra la hambruna. Una capa de nieve cubría los campos, emitiendo blancos destellos entre las vacías hileras de maíz.
Un poco más tarde conduje mi coche hasta el apartamento de Annali y llamé a su puerta.
Hacía más de un año que no salíamos juntos, pero nuestro trato era cordial cuando nos encontrábamos en la sala de café o en el restaurante. Últimamente había mostrado un interés algo maternal por mí y me había preguntado en diversas ocasiones por mi estado de salud, como si pensara que tarde o temprano iba a sucederme algo terrible (puede que aquel día hubiera llegado, pero yo seguía estando tan fuerte como un caballo).
Al abrir la puerta, Annali se quedó sorprendida. Sorprendida y, obviamente, alarmada.
—Scotty —dijo—. Oye, deberías haber llamado antes.
—¿Estás ocupada? —no lo parecía. Llevaba una falda pantalón ancha y una camisa de color amarillo apagado. Quizá, estaba limpiando la cocina.
—Tengo que irme en unos minutos. Te invitaría a entrar, pero tengo que vestirme y todo eso. ¿Qué estás haciendo aquí?
Me di cuenta de que le daba miedo mi compañía… o, quizá, que alguien la viera conmigo.
—¿Scott? —echó un vistazo al pasillo—. ¿Tienes algún problema?
—¿Por qué me preguntas eso, Annali?
—Bueno… he oído decir que te han despedido.
—¿Hace cuánto tiempo?
—¿A qué te refieres?
—¿Hace cuánto tiempo sabías que iban a despedirme?
—¿Me estás preguntando si todo el mundo lo sabía? No, Scott. Dios, eso habría sido humillante. Por supuesto que no, pero se oían rumores…
—¿Qué tipo de rumores?
Frunció el ceño y se mordió e! labio. Ese gesto era nuevo.
—Debido al tipo de trabajo que realiza, a Campion-Miller no le conviene tener problemas con el gobierno.
—¿Qué cono tiene que ver eso conmigo?
—No es necesario que grites.
—Annali… ¿problemas con el gobierno?
—Lo único que sé es que unas personas estuvieron preguntando por ti. Al parecer, trabajaban para el gobierno.
—¿Eran policías?
—No sé… ¿Tienes problemas con la policía? Eran unas personas trajeadas. Puede que de Hacienda, pero no lo sé.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Sólo son habladurías, Scott. Lo más probable es que no sean más que tonterías. La verdad es que no tengo ni idea del motivo de tu despido, pero debido a toda esa tecnología que envía al extranjero, C-M necesita tener todos sus permisos en orden. Si alguien aparece haciendo preguntas sobre ti, el conjunto de la empresa podría verse en peligro.
—Annali, yo no soy ningún peligro para la seguridad.
—Lo sé, Scott —pero ella no lo sabía; era incapaz de mirarme a los ojos—. Para serte sincera, estoy segura de que no son más que tonterías… pero tengo ir a vestirme.
Empezó a cerrar la puerta muy despacio.
—¡Y por el amor de Dios! La próxima vez llama antes de venir — añadió.
Annali vivía en el segundo piso de un pequeño edificio de ladrillos de tres plantas, situado en el casco antiguo de Edina. Era el apartamento 203. Me quedé mirando el número de su puerta durante unos instantes. Veinte y tres.
Nunca más volví a verla. En ocasiones me pregunto qué tipo de vida le tocó vivir, qué tal le fue durante aquellos años tan largos y tan duros. No le dije a Janice que me había quedado sin trabajo, pero no porque aún quisiera demostrarle algo. Supongo que ahora intentaba demostrármelo a mí mismo… y a Kaitlin.
La verdad es que a Kait no le importaba cómo me ganaba la vida, pues a sus diez años, consideraba que los temas de los adultos eran demasiado opacos y aburridos. Lo único que sabía era que yo “iba a trabajar” y que ganaba el dinero necesario para ser un miembro respetable, aunque no acaudalado, del mundo adulto. Y eso estaba bien. Me gustaba el reflejo de mí mismo que a veces veía en los ojos de mi hija: para ella yo era una persona estable, predecible e incluso aburrida.
Pero no le había defraudado.
Y, por supuesto, no era peligroso.
No quería que Kait (ni Janice, ni Whit) supieran que me habían despedido… por lo menos, hasta que no tuviera algo más que añadir a la historia. Aunque no se tratara de un final feliz, por lo menos un segundo capítulo, la continuación…
Éste llegó a través de otra llamada telefónica inesperada.
La verdad es que no se trataba de un fina! feliz, puesto que no era un final y, sin duda alguna, tampoco era feliz.
Janice y Whit me invitaron a cenar. Del mismo modo que hay personas que, trimestralmente, ingresan cierta cantidad de dinero en su plan de pensiones o hacen un generoso donativo para obras de caridad, Janice y Whit me invitaban a cenar cada tres meses.
Janice ya no era una madre soltera que vivía en un edificio de renta controlada. Se había despojado de ese estigma casándose con Whitman Delahunt, el supervisor del laboratorio bioquímico en el que trabajaba. Whit era un tipo ambicioso con severas dotes directivas. A pesar de la crisis asiática, Clarion Pharmaceuticals había logrado prosperar abasteciendo a los mercados occidentales que, de pronto, se habían visto privados de los baratos productos bioquímicos que se importaban de China y Taiwán (Whit solfa decir que los Cronolitos eran “el pequeño arancel de Dios”, palabras que obligaban a Janice a esbozar una incómoda sonrisa). Creo que yo no le caía demasiado bien, pero me aceptaba como si fuera una especie de primo del pueblo que estaba unido a Kaitlin por un desagradable y omitible accidente de paternidad.
Para ser justo, debo decir que intentaba hacerme sentir cómodo, al menos esta noche. Cuando me abrió la puerta de su casa de dos plantas estaba envuelto en una cálida luz amarillenta. Sonrió. Whit era uno de esos tipos grandes que inspiran ternura, que parecen ositos de peluche y que son igual de peludos. No era guapo, sino “mono”, como dirían las mujeres. Tenía diez años más que Janice y se estaba quedando calvo, aunque lo llevaba bien. Su sonrisa era enorme pero falsa, y sus dientes eran blancos como la nieve. Estaba seguro de que Whit tenía la mejor odontología, la mejor queratomía radial y el mejor coche del vecindario. Me preguntaba si sería duro para Janice y Kaidin tener que ser la mejor esposa y la mejor hija respectivamente.
—¡Entra, Scott! —exciamó—. Quítate esas botas y ven a calentarte junto al fuego.
Comimos en un espacioso comedor en el que las ventanas, reforzadas con plomo y de distinguida procedencia, traqueteaban en sus marcos. Kait habló un poco sobre el colegio (este año estaba teniendo problemas, sobre todo en matemáticas). Whit habló con mayor entusiasmo sobre su trabajo y Janice, que seguía realizando síntesis proteínicas bastante rutinarias en Clarion, no habló en ningún momento. Al parecer, prefería dejar que Whit alardeara sin cesar.
Kait fue la primera en abandonar la mesa y desapareció en la habitación contigua, donde un televisor había estado musitando en contrapunto con el viento durante toda la cena. Entonces, Whit sacó un decantador de coñac y nos sirvió las bebidas con torpeza, como si fuera un occidental ensayando una ceremonia de té japonesa. Lo cierto es que Whit no solía beber.
—Me temo que he estado hablando durante toda la velada — comentó—. Ahora te toca hablar a ti, Scott. ¿Qué tal te está tratando la vida?
—La fortuna ofrece regalos sin ceñirse a las normas.
—Scotty está recurriendo de nuevo a la poesía —explicó Janice.
—Lo que quiero decir es que me han ofrecido un trabajo.
—¿Estás pensando en abandonar Campion-Miller?
—Me fui de allí hace un par de semanas.
—¡Oh! Hay que tener agallas para tomar esa decisión, Scott.
—Gracias, Whit, pero las cosas no fueron así.
Janice parecía tener una comprensión más profunda del tema.
—¿Y con quién estás ahora?
—Bueno, aún no es seguro, pero… ¿te acuerdas de Sue Chopra?
Janice frunció el ceño. Segundos después, sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Sí! ¿De Cornell, verdad? ¿ La profesora joven que nos dio aquellas clases tan raras el primer año?
Janice y yo nos habíamos conocido en la universidad. La primera vez que la vi, estaba en el laboratorio de química con una botella de hidróxido de litio y aluminio en la mano. Si se le hubiera caído, ambos habríamos muerto. La primera norma para una relación estable es la siguiente: nunca dejes caer la jodida botella.
Janice me presentó a Sulamith Chopra cuando ésta era una profesora recién doctorada, rechoncha y ridículamente alta que intentaba forjarse una reputación en el departamento de físicas. Probablemente, en represalia por alguna indiscreción académica que había cometido, Sue había tenido que impartir las clases de una asignatura interdisciplinaria de segundo curso (de esas que los alumnos de inglés escogen como créditos de ciencias y los estudiantes de ciencias, como créditos de inglés), pero dio un giro completo a la materia y preparó un plan de estudios tan intimidador que consiguió ahuyentar a todo el mundo, excepto a unos ingenuos alumnos de arte y a unos desconcertados estudiantes de informática. Y a mí. Sin embargo, la sorpresa más agradable fue que no tenía ningún interés en suspender a nadie. Había redactado aquel programa para ahuyentar a los advenedizos y lo único que deseaba era mantener conversaciones interesantes con los demás.
De modo que “El uso de la metáfora y la realidad en la Literatura y las Ciencias Físicas” se convirtió en una especie de tertulia semanal; el único requisito imprescindible para aprobar la asignatura era que demostráramos que habíamos leído el programa y que a Sue no le aburriera nuestra conversación. Para conseguir nota, sólo teníamos que preguntarle sobre sus temas de investigación favoritos (por ejemplo, la geometría Calabi-Yau o la diferencia entre las fuerzas anteriores y las contextúales); entonces, se pasaba veinte minutos hablando y nos calificaba según la credibilidad de la extasiada atención con la que le habíamos escuchado.
Sin embargo, a Sue también le encantaba decir sandeces, así que la mayoría de sus clases acababan convirtiéndose en charlas entretenidas. A finales del semestre ya no me parecía una mujer extraña de casi dos metros, ojos saltones y mal vestida, sino que había empezado a descubrir a la mujer divertida y tremendamente inteligente que realmente era.
—Sue Chopra me ha ofrecido un trabajo —dije.
Janice se volvió hacia Whit.
__Sue era una de las profesoras de Cornell. ¿Puedo haber visto recientemente su nombre en los periódicos?
Era muy probable, pero se trataba de un tema delicado.
—Forma parte de un equipo de investigación que está financiado por el gobierno federal. Tiene la influencia necesaria para contratar ayudantes.
—¿Y ha pensando en ti?
__Puede que esa no sea la forma más amable de decirlo —señaló Whit.
—No pasa nada, Whit. Janice sólo se está preguntando para qué puede necesitar una académica tan prominente como Sue Chopra a un simple programador. Es una pregunta normal.
—¿Y la respuesta es…? —preguntó Janice.
—Supongo que necesita otro programador.
—¿Le dijiste que necesitabas trabajo?
—Bueno— ya sabes. Nos mantenemos en contacto.
(Podré encontrarte cuando te necesite, Scotty. No temas.)
—Hum —dijo Janice, pues esa era su forma de decirme que sabía que le estaba mintiendo. Sin embargo, no intentó presionarme.
—Bueno, eso es genial, Scott —dijo Whit—. Los tiempos que corren son demasiado duros para estar en el paro, así que es una noticia excelente.
No volvimos a hablar del tema hasta que acabamos de cenar y, después de disculparse, Whit también se levantó de la mesa. Janice esperó a que se alejara lo suficiente para que no nos oyera.
—¿Hay algo más que no nos hayas dicho?
Muchas cosas. Le expliqué una de ellas.
—El trabajo es en Baltimore.
—¿En Baltimore?
—Baltimore, Maryland.
—¿Estás diciendo que te vas a trasladar a otra parte del país?
—Si consigo el trabajo, sí, pero todavía no hay nada seguro.
—No se lo has dicho a Kaitlin.
—No, no se lo he dicho. Antes quería hablarlo contigo.
—Hum. Bueno, no sé qué decir… es que me ha cogido por sorpresa. Lo único que tenemos que hacer es averiguar si Kait se lo va a tomar muy mal o no, pero no tengo ni idea de cómo va a reaccionar. No te ofendas, pero ya no habla de ti tanto como antes.
—El hecho de que acepte el trabajo no significa que vaya a salir de su vida. Podrá venir a visitarme siempre que quiera.
—Scott, estar de visita no es lo mismo que ejercer de padre. Estar de visita es… lo que hace un tío. Pero no sé. Puede que sea lo mejor. Ella y Whit se llevan muy bien.
—Aunque no viva en la ciudad, siempre seré su padre.
—En la medida en que lo has sido siempre, por supuesto.
—Pareces enfadada.
—No lo estoy. Sólo me pregunto si debería estarlo.
En aquel momento, Whit bajó las escaleras y nos quedamos charlando un rato más. El viento cada vez soplaba con más fuerza y la nieve golpeaba los cristales. Cuando Janice, preocupada, hizo un comentario sobre el estado de las calles, les dije que debía regresar a casa y esperé en la puerta a que Kalt viniera a darme su acostumbrado abrazo de despedida.
La pequeña apareció en el recibidor, pero se detuvo a un par de metros de mí. Tenía los ojos enrojecidos y le temblaba el labio inferior.
—¿Kaity? —dije.
—Por favor, no me llames así. No soy un bebé.
Comprendí lo sucedido.
—Nos has estado escuchando.
Su trastorno auditivo no le impedía escuchar a escondidas nuestras conversaciones. Es más, le había estimulado la curiosidad y la ayudaba a ser más sigilosa.
—Oye, no pasa nada —dijo—. Te vas a ir a vivir a otra ciudad. Perfecto.
De todas las cosas que podría haberle dicho, la que escogí fue:
—No deberías escuchar las conversaciones privadas, Kaitlin.
—No me digas lo que tengo que hacer —respondió. Dicho esto, dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación.
Cinco
Janice me llamó un día antes de que viajara a Baltimore para entrevistarme con Sue Chopra. Me sorprendió oír su voz al teléfono, puesto que sólo me llamaba si lo habíamos acordado con antelación.
—No ha pasado nada —dijo al instante—. Sólo quería que supieras… ya sabes. Sólo quería desearte suerte.
¿El tipo de suerte que me mantuviera bien alejado de la ciudad? Me sentí mezquino por pensarlo.
—Gracias —contesté.
—Te lo digo de corazón. He estado pensando mucho en todo esto y quería que supieras… sí, Kaitlin se lo ha tomado bastante mal, pero ya se le pasará. No estaría tan enfadada si no le importaras.
—Bueno… gracias por decírmelo.
—Eso no es todo —vaciló—. Oh, Scott, la cagamos hasta el fondo, ¿verdad? Aquellos días en Tailandia. Todo fue tan extraño. Tan raro.
—Lamento mucho todo eso.
—No he llamado para que te disculpes. ¿Me estás escuchando? Supongo que yo también tuve parte de culpa.
—No creo que debamos buscar culpables, Janice. De todas formas, te agradezco que lo hayas dicho.
No pude evitar echar un vistazo a mi apartamento mientras hablábamos. Ya parecía estar vacío. Bajo las viejas persianas, las ventanas estaban cubiertas por una capa de hielo.
—Lo que intento decirte es que sé cuánto te has esforzado por arreglar las cosas. No conmigo, puesto que soy una causa perdida, ¿verdad? Pero lo has hecho por Kaitlin.
No dije nada.
—Todo el tiempo que has pasado en Campion-Miller… Para serte sincera, cuando regresaste de Tailandia y decidiste empezar de nuevo estuve muy angustiada. No sabía qué intenciones tenías, si pensabas acosarme sin descanso… ni si sería bueno que Kaitlin volviera a verte. Sin embargo, ahora debo admitir que, por mucho que cueste ser un padre divorciado, tú has demostrado ser el mejor. Ayudaste a Kaitlin a superar todo aquel trauma; fue como si la llevaras en brazos por un campo de minas, exponiéndote tú sólo al peligro.
Esta era la conversación más íntima que habíamos mantenido en años y no estaba seguro de qué decir.
Ella continuó hablando.
—Parecía que estabas intentando demostrarte algo a ti mismo, demostrar que eras capaz de comportarte con decencia, de asumir responsabilidades.
—No estaba demostrándolo —respondí—, Lo estaba haciendo.
—Sí, lo estabas haciendo, pero también te estabas castigando a ti mismo. Te estabas culpando, y eso significa que estabas asumiendo tu responsabilidad. De todas formas, Scott, en cuanto se rebasa cierto punto, también eso se convierte en un problema. Sólo los monjes se flagelan eternamente.
—No soy un monje, Janice.
—Pues entonces no actúes como si lo fueras. Si consideras que este trabajo es una buena oportunidad, acéptalo. Acéptalo, Scott. Kait no va a dejar de quererte sólo porque no puedes vería cada semana. Ahora está molesta, pero estoy segura de que podrá comprenderlo.
Fue un largo discurso. También fue el mejor esfuerzo que había realizado Janice hasta la fecha para concederme la absolución, la primera vez que admitía su parte de culpa en el desastre que había separado nuestras vidas.
Y eso era bueno. Generoso. Pero también parecía el sonido de una puerta al cerrarse. Me estaba dando permiso para buscar una vida mejor porque cualquier esperanza de que pudiéramos revivir lo que había habido antaño entre nosotros era totalmente errónea.
Y aunque ambos éramos conscientes de ello, lo que admite la cabeza no siempre coincide con lo que acepta nuestro corazón.
—Tengo que despedirme, Scotty.
Janice tenía un nudo en la garganta; hablaba casi entre hipidos.
—De acuerdo, Janice. Dale un abrazo a Whit de mi parte.
—Llámanos cuando tengas el trabajo.
—De acuerdo.
—Por muy molesta que esté, Kait necesita saber de ti. Ya sabes que en momentos como éste, estando el mundo tal y como está…
—Comprendo.
—Y conduce con cuidado de camino al aeropuerto. Desde la última nevada, la carretera está llena de hielo.
Cuando llegué al aeropuerto de Baltimore suponía que vendría a recogerme un chofer con una cartulina en la que pusiera mi nombre, pero me quedé sorprendido a! ver que era Sulamith Chopra en persona quien me estaba esperando.
A pesar de todos los años que habían pasado, seguía igual que siempre. Sobresalía entre la multitud e incluso su cabeza, un desgarbado cacahuete marrón coronado por una mata de cabello rizado negro, parecía más grande que las demás. Llevaba unos pantalones caquis del tamaño de un globo aerostático y una blusa que antaño podría haber sido blanca pero debía de haber compartido la lavadora con algunas prendas de color. El conjunto de su aspecto era tan similar al de una Tienda Benéfica del Ejército de Salvación que me pregunté si realmente estaba en condiciones de ofrecerme trabajo… pero entonces pensé en la academia y en las ciencias.
Ella sonrió. Le devolví la sonrisa con menos entusiasmo.
Le tendí la mano, pero Sue no la aceptó, sino que se acercó y me dio un abrazo de oso; me soltó una décima de segundo antes de que aquel contacto se hiciera doloroso.
—El mismo Scotty de siempre —dijo.
—La misma Sue de siempre —conseguí replicar.
—Tengo aquí el coche. ¿Has comido ya?
—Ni siquiera he desayunado.
—Entonces, yo invito.
Me había llamado hacía un par de semanas, despertándome de una apacible siesta. Sus primeras palabras fueron:
—Hola, ¿Scotty? He oído decir que te has quedado sin trabajo.
Una nota: no había vuelto a hablar con ella desde aquel encuentro fortuito en Miniápolis ni me había devuelto ninguna de las llamadas. Estaba tan aturdido que tardé unos segundos en reconocer su voz.
—Lamento no haberte contestado hasta ahora —dijo—. Tenía razones para hacerlo. De todas formas, te he estado siguiendo la pista.
—¿Me has estado siguiendo la pista?
—Es una larga historia —guardé silencio esperando a que me la contara, pero Sue empezó a hablar de la época de Cornell y me explicó los puntos principales de su carrera profesional, su trabajo académico sobre los Cronolitos. Como aquel tema me interesaba muchísimo, consiguió desviar mi atención… y supongo que era eso lo que pretendía.
Habló sobre física dándome más detalles de los que yo era capaz de entender (los espacios Calabi-Yau y algo que ella denominaba “turbulencia tau”), hasta que por fin le pregunté:
—Pues sí, me he quedado sin trabajo… ¿Cómo te has enterado?
—Bueno, ésa es una de las razones por las que te he llamado. Creo que tengo cierta parte de culpa.
Recordé que Arnie Kunderson me había dicho algo sobre unos “enemigos en la dirección” y que Annali me había hablado sobre unos “hombres trajeados”.
—Dime lo que tengas que decirme —respondí.
—De acuerdo, pero tendrás que ser paciente. ¿Doy por supuesto que no tienes que ir a ningún sitio? ¿Alguna visita urgente al lavabo?
—Te mantendré informada.
—De acuerdo. Bueno…¿por dónde empiezo? Scotty, ¿alguna vez has pensado en lo difícil que resulta establecer la diferencia entre la causa y el efecto debido a lo mucho que se enredan las cosas?
Sue había publicado una serie de artículos sobre las formas exóticas de la materia y las transformaciones C-Y (“materia carente de bariones y cómo desatar nudos en una cuerda”) en la misma época en la que apareció el Cronolito de Chumphon. Muchos de ellos trataban sobre los conflictos de la simetría temporal, un concepto que parecía decidida a explicarme hasta que la interrumpí. Después de Chumphon, cuando el Congreso empezó a tomarse en serio la amenaza potencial que presentaban los Cronolitos, la había invitado a formar parte de un grupo de investigación apadrinado por una serie de departamentos de seguridad y financiado por una apropiación federal continua. El trabajo, según le dijeron, se basaría en la investigación básica, sería a tiempo parcial, implicaría la colaboración de la universidad de Cornell y diversos colegas y ayudaría a que su curriculum vitae fuera impresionante.
—Escomo Los Álamos, ¿sabes? Pero un poco más relajado —explicó.
—¿Relajado?
—Por lo menos al principio. Por eso acepté. Fue durante los primeros meses cuando tropecé con tu nombre. En aquella época todo estaba bastante a la vista, así que pude ver todo tipo de cagadas relativas a la seguridad. Había una lista maestra de testigos, personas que habían sido interrogadas en Tailandia…
—Ah.
—Y por supuesto, tu nombre aparecía en ella. Estuvimos pensando en traer a todas esas personas, a todas las que pudiéramos encontrar, para hacerles análisis de sangre y todo eso, pero al final decidimos no hacerlo… porque aparte de ser mucho trabajo, habría resultado demasiado agresivo y era poco probable que nos proporcionara resultados substanciales. Además, estaba el problema de las libertades civiles. Pero recordaba que tu nombre aparecía en aquella lista. Supe que eras tú porque relataba con todo lujo de detalles tu vida, incluido Cornell y un hipertexto que te vinculaba conmigo.
De nuevo volví a pensar en Hitch Paley. Su nombre también debía de estar allí. Puede que, desde entonces, hubieran investigado más a fondo sus actividades empresariales… y, quizá, ahora estaba en la cárcel y esa era la razón por la que no me habían dado ningún paquete en Easy’s Packages y no había vuelto a saber nada de él.
Pero, por supuesto, no le dije nada de eso a Sue.
Ella siguió hablando.
—Bueno, hice una especie de nota mental, pero eso fue todo… por lo menos hasta hace poco. Scotty, tienes que comprender que debido a la evolución de la crisis, todo el mundo está paranoico. Y puede que esta paranoia esté justificada, sobre todo después de lo de Chiang. Yichang ha dejado desconcertado al mundo entero. ¿Sabes cuántas personas murieron sólo por la inundación? Además, esa fue la primera vez que se detonaba un arma nuclear desde principios de siglo.
No era necesario que me lo explicara. Había prestado atención. Ni siquiera me sorprendió saber que la Agencia Nacional de Seguridad, la CÍA y el FBI estaban implicados en las investigaciones de Sue. Básicamente, los Cronolitos se habían convertido en un asunto de defensa nacional. La imagen que acechaba en la mente de todos nosotros (y que nadie se atrevía a expresar en voz alta) era la de un Cronolito en territorio americano: Kuin alzándose sobre Houston, Nueva York o Washington.
—Cuando volví a ver tu nombre… bueno., fue en un tipo de lista diferente. Al parecer, el FBI había decido investigar de nuevo a los testigos… es decir, que te ha estado observando de cerca desde entonces. No se trata de vigilancia, pero si sales del estado o haces algo similar quedará anotado, aparecerá en tu expediente…
—¡Por el amor de Dios, Sue!
—Todo esto no era más que una tarea inofensiva hasta hace poco. Entonces, tu trabajo en Campion-Miller apareció en el radar.
—Escribo software comercial. No veo…
—Eres muy modesto, Scotty. Has realizado un trabajo muy delicado sobre heurística de marketing y anticipación colectiva. He echado un vistazo a tu código…
—¿Has visto el código de origen de Campion-Miller?
—Campion-Miller decidió compartirlo con las autoridades.
En aquel momento todo empezó a estar claro. El hecho de que el FBI se hubiera presentado en Campion-Miller para hacer preguntas tenía que haber alarmado al equipo de dirección, sobre todo si había decidido investigar el código principal. Ahora entendía la insólita intransigencia de Arnie Kunderson, aquella atmósfera de “no hagas preguntas y no me cuentes nada” que me había rodeado mientras me despedía de la empresa.
—¿Me estás diciendo que hiciste que me despidieran?
—Nadie pretendía que perdieras el trabajo. Sin embargo, ahora que ha sucedido, considero que es lo más conveniente.
Conveniente era la última palabra que yo habría utilizado.
—Supongo que querrás saber qué tienen en común todas estas cosas, Scotty. Verás, estuviste en el lugar de los hechos cuando llegó el Cronolito de Chumphon… una circunstancia que, por sí sola, te ha marcado de por vida. Ahora, cinco años después, estás desarrollando unos algoritmos que son sumamente relevantes para la investigación que estamos desarrollando.
—¿Lo dices en serio?
—Confía en mí. Esta fue la razón por la que prestaron una atención especial a tu expediente. Tu trabajo dijo mucho a tu favor y permitió que no se acercaran demasiado a ti durante un tiempo. Sin embargo, para ser sincera, debo decirte que ciertas personas de gran poder empiezan a estar muy nerviosas. No se trata sólo de Yichang, sino también de la economía, los disturbios y todos los problemas de las últimas elecciones. El nivel de nerviosismo que hay en estos momentos es indescriptible y, por eso, cuando me enteré de que te habían despedido, tuve la brillante idea de traerte aquí.
—¿Cómo prisionero?
—Ni mucho menos. Creo que el trabajo que haces es muy importante, Scotty. En términos de administración de códigos, es excelente. Y muy, muy pertinente. Puede que a ti no te lo parezca, pero en mis ultimas investigaciones he intentado modelar el efecto de anticipación en el comportamiento de masas, aplicando la respuesta y la teoría de la recurrencia tanto en los acontecimientos físicos como en el comportamiento humano.
—Soy un programador, Sue. Desarrollo algoritmos que no pretendo comprender.
—Eres demasiado modesto, pero el trabajo que haces es importantísimo… y, con franqueza, sería mucho más agradable si lo hicieras para nosotros.
—No lo entiendo. ¿Estáis interesados en mi trabajo o en el hecho de que estuviera en Chumphon?
—En ambas cosas. Sospecho que no se trata de ninguna coincidencia.
—Pero lo es.
—En el sentido convencional de la palabra, sí… Pero es un tema demasiado largo para hablarlo por teléfono. Scotty, tienes que venir a verme.
—Sue…
—Vas a decirme que te sientes como si te hubiera puesto la cabeza en una licuadora. Vas a decirme que no puedes tomar una decisión como ésta mientras estás en pijama bebiendo cerveza y sintiendo lástima de ti mismo.
Llevaba vaqueros y una sudadera, pero por todo lo demás, había dado en el clavo.
—No hace falta que decidas nada —añadió—, pero ven a verme. Ven a Baltimore. Los gastos corren de mi cuenta. Cuando vengas podremos hablar de todo esto. Haré los preparativos.
Una de las características más notables de Sulamíth Chopra es que, siempre que dice que tiene intenciones de hacer algo, lo hace.
En Baltimore se sentía con más fuerza la recesión que en Miniápolis/ Saint Paul. La ciudad había prosperado durante los primeros años del siglo, pero su centro urbano había perdido el efímero brillo de la prosperidad, que se había ido desvaneciendo a medida que crecía el número de escaparates vacíos, se agrietaban las pantallas de plasma y el sol y las condiciones atmosféricas desteñían los brillantes colores de las vallas publicitarias.
Sue aparcó el coche en la parte de atrás de un pequeño restaurante mexicano y me escoltó hasta el interior. El personal la conocía y la saludó por su nombre. Nuestra camarera, que iba vestida como si acabara de salir de una misión del siglo XVII, recitó las especialidades del día con el entrecortado acento de Nueva Inglaterra y sonrió a Sue del mismo modo que un granjero arrendatario sonreiría a un terrateniente bondadoso… de modo que supuse que Sue dejaba buenas propinas.
Durante un rato no hablamos de nada en concreto: los acontecimientos más recientes, la crisis de Oglalla, el juicio de Pemberton. Sue intentaba recuperar el tono de la relación que mantuvimos antaño, la familiaridad que había establecido con todos sus alumnos de Cornell. Nunca le había gustado que le trataran como una figura con autoridad; nunca mostraba j su respeto por nadie y odiaba que le mostraran respeto. Su forma de j pensar era bastante anticuada y consideraba que no había ninguna diferencia entre ella y los científicos que trabajaban en su equipo.
Según me explicó, después de la etapa de Cornell empezó a dedicar más tiempo al proyecto de los Cronolitos hasta que, finalmente, éste se convirtió en su verdadera profesión. Durante todos estos años había escrito importantes artículos teóricos que sólo eran publicados después de que la agencia nacional de seguridad los hubiera examinado minuciosamente.
—Y el trabajo más importante que he realizado no puede ser publicado, porque temen que con él estemos poniendo el arma en manos de Kuin.
—Así que sabes mucho más de lo que estás autorizada a contar.
—Sí, muchísimo más… pero no lo suficiente.
La camarera trajo arroz y fríjoles. Sue empezó a comer con el ceño fruncido.
—También sé muchas cosas sobre ti, Scotty. Te divorciaste de Janice, o viceversa. Ahora tu hija vive con su madre. Janice se volvió a casar. Durante cinco años realizaste un buen trabajo en Campion-Miller, aunque fue bastante limitado… y eso es una verdadera lástima, porque eres una de las personas más brillantes que conozco. No eres un genio en silla de ruedas, pero eres brillante. Y puedes hacerlo mejor.
—Eso es lo que siempre solían comentar los profesores en mis informes de evaluación: “puede hacerlo mejor”.
—¿Has podido superar lo de Janice?
Sue hacía preguntas íntimas con la misma brusquedad que las personas que hacen las encuestas del censo. No creo que se le ocurriera pensar que podía estar ofendiéndome.
Y, por lo tanto, no me sentí ofendido.
—Casi —respondí.
—¿Y la niña? ¿Se llama Kaitlin, verdad? Dios mío, aún recuerdo a Janice embarazada. Tenía una enorme barriga. Parecía que estaba intentando robar un Volkswagen del concesionario.
—Kait y yo nos llevamos bien.
—¿Todavía quieres a tu hija?
—Sí, Sue. Todavía quiero a mi hija.
—Por supuesto que sí. Eso es muy de Scotty —parecía estar verdaderamente complacida.
—Bueno… ¿Y qué me cuentas de tu vida? ¿Hay algo en marcha?
—Bueno —respondió—. Vivo sola. Hay alguien a quien veo de vez en cuando, pero no es una verdadera relación.
Bajó la mirada antes de añadir:
—Es poetisa. El tipo de poetisa que trabaja en una tienda durante el día. No puedo decirle que el FBI ha investigado sus antecedentes porque se pondría hecha una fiera. De todas formas, también se ve con otras personas. No somos monógamas, sino poliamorosas. La verdad es que apenas nos vemos.
Levanté mi vaso.
—Vivimos días extraños.
—Días extraños. Skol. Por cierto, he oído decir que no hablas con tu padre.
Estuve a punto de ahogarme.
—Investigaron tus registros telefónicos —explicó—. Él es quien hace las llamadas, que nunca duran más de treinta segundos.
—Es una especie de carrera para ver quién es el primero en colgar — contesté—. Por el amor de Dios, Sue, esas llamadas son privadas.
—Está enfermo, Scotty.
—Adelante, hablame de ello.
—No, en serio. Supongo que sabes lo del enfisema, pero también ha acudido a ¡a consulta de un oncólogo. Tiene cáncer de hígado, irreversible, metastático.
Dejé el tenedor sobre la mesa.
—Oh, Scotty. Lo siento.
—¿Te das cuenta de que no te conozco?
—Por supuesto que me conoces.
—Te conocí hace mucho tiempo, pero no íntimamente. La persona que conocí era una profesora joven, no una mujer que ha conseguido que me despidan… y que pincha mi puto teléfono.
—Lamento recordarte que ya no existe nada parecido a la privacidad.
—¿Se está muriendo?
—Probablemente —puso cara de pánico al darse cuenta de lo que acababa de decir—. ¡Dios mío! Perdóname, Scott. Nunca pienso las cosas antes de decirlas. Supongo que soy una especie de autista o algo similar.
Esa era una de las cosas que ya sabía desde hacía tiempo. Estoy seguro de que el defecto de Sue tenía nombre y aparecía en el mapa genético: era una especie de incapacidad para leer o predecir los sentimientos de los demás. Además le encantaba hablar… por lo menos en aquella época.
—No es asunto mío —respondió—. Tienes razón.
—No necesito que nadie me haga de padre. Ni siquiera estoy seguro de necesitar este trabajo.
—Scotty, no fui yo quien empezó a investigar tus llamadas. Puedes aceptar o no este trabajo, pero el hecho de que lo rechaces no te ayudará a tener una vida normal. No sé si eres consciente, pero renunciaste a ella en Chumphon.
Mí padre se está muriendo, pensé.
Me pregunté sí eso me importaba o no.
De vuelta en el coche, Sue continuó disculpándose.
—¿Hago mal al señalarte que ambos estamos metidos en un buen lío, que nuestras vidas han sido moldeadas por los Cronolitos de una forma que no podemos controlar? Sólo estoy intentando hacer lo mejor, Scotty. Te necesito aquí, y estoy segura de que este trabajo te hará sentir más realizado que el de Campion-Miller-cruzó un semáforo en ámbar y tuvo que parpadear ante la cegadora señal de advertencia que se iluminó en el coche a modo de reprimenda—. ¿Me equivoco al pensar que deseas implicarte en lo que estamos haciendo?
No, pero no le di la satisfacción de decírselo.
—Además… —¿se había sonrojado?—. Para ser franca, debo decirte que disfruto de tu compañía.
—Supongo que tienes un montón de compañeros.
—Tengo colegas, no compañeros. Por otra parte, sabes que la oferta no es mala, por lo menos en este mundo en el que vivimos —añadió, casi con timidez—. Y podrás viajar. Conocer el extranjero. Presenciar milagros.
Más extraño que la ciencia.
Seis
Siguiendo la fastuosa costumbre de la contratación federal, durante tres semanas no sucedió nada. Los empleados de Sulamíth Chopra me acompañaron a un motel y me dejaron allí. Cada vez que llamaba a Sue por teléfono, me contestaba un funcionario llamado Morris Torrance que me aconsejaba que fuera paciente. El servicio de habitaciones era gratis, pero el hombre no ha sido creado para vivir únicamente de este servicio. No había querido renunciar a mi apartamento de Miniápolis hasta haber firmado algo duradero, así que cada día que pasaba en Maryland representaba una pérdida fiscal neta.
Estaba seguro de que la terminal del motel estaba intervenida y sospechaba que el FBI conseguía acceder a mi panel portátil antes de que la señal llegara al satélite. Sin embargo, hice lo que supuse que todos esperaban: continué recopilando datos sobre Kuin y leí con más atención algunos de los trabajos de Sue.
Había publicado dos artículos importantes en el nexo de Nature y uno en la página web de Ciencias. Los tres, que trataban sobre materias que yo no estaba capacitado para juzgar, sólo parecían estar relacionados de forma remota con el tema de los Cronolitos: “Energía Tau de Unificación Hipotética”, “Estructuras Materiales Carentes de Hadrones” y “Gravitación y Fuerzas Vinculantes Temporales”. Lo único que logré entender de su lectura fue que Sue había hallado algunas soluciones interesantes para los problemas de la física fundamental. A mí parecer, esos artículos se parecían mucho a Sue, pues eran directos y opacos.
Dediqué parte de aquel tiempo en pensar en Sue. Para aquellos que llegamos a conocerla, había sido algo más que una profesora, aunque siempre se había mostrado reacia a hablar de su vida privada. Nació en Madras, pero sus padres emigraron a los Estados Unidos cuando tenía tres años. Durante su hermética infancia dividió su atención entre los deberes escolares y su floreciente interés intelectual. Era lesbiana, pero casi nunca hablaba de sus parejas (que al parecer no le duraban demasiado) y jamás me contó cómo reaccionaron sus padres, a quienes describía como “muy conservadores” y “bastante religiosos”, cuando se enteraron. Daba la impresión de que, para ella, estos asuntos eran triviales y no merecían atención alguna. Si en su corazón se escondía algún viejo dolor, lo disimulaba muy bien.
Su profesión era lo que le proporcionaba las mayores alegrías. En su opinión, la vida le había premiado con este trabajo y la capacidad para realizarlo, así que a pesar de las carencias que podía tener, se sentía recompensada. Los pocos placeres que se permitía eran prácticamente monacales.
Estoy seguro de que había mucho más, pero esto era lo único que había querido compartir.
“Energía Tau de Unificación Hipotética”. ¿Qué significaba aquello?
Significaba que había observado con atención los mecanismos de relojería del universo. Significaba que se sentía como en casa con los elementos fundamentales.
Estaba solo, pero me sentía tan inquieto que era incapaz de hacer nada para solucionarlo y me aburría tanto que había empezado a observar los coches que había en el aparcamiento del motel para ver si conseguía descubrir cuál era el que llevaba en su interior al equipo del FBI que me estaba vigilando… en caso de que existiera ese vehículo.
Días después tuve un desagradable encuentro con el FBI. Morris Torrance me llamó para decirme que tenía una cita en el Edificio Federal del centro de la ciudad y que diera por supuesto que me extraerían muestras de sangre y que tendría que someterme a la prueba del polígrafo. El hecho de que fuera necesario que superara estos obstáculos para poder hacerme con el lucrativo puesto de programador de códigos reflejaba la seriedad con la que se tomaba el gobierno las investigaciones de Sue Chopra… o, por lo menos, el dinero que había destinado el congreso para que se llevaran a cabo.
Pero Morris había subestimado el número de pruebas que me iban a realizar en el Edificio Federal: no sólo me sacaron sangre, sino que también me hicieron una radiografía torácica y una escáner craneal. Además me cogieron muestras de orina, heces y cabello, me tomaron las huellas dactilares, firmé una autorización para que analizaran mi secuencia cromosomática y, por fin, fui escoltado hasta la sala del polígrafo.
Durante las horas que habían transcurrido desde que Morris Torrance mencionó por teléfono la palabra “polígrafo” sólo había sido capaz de pensar en una cosa: Hitch Paley.
Sabía cosas sobre él que podían enviarlo directamente a la cárcel, a no ser que ya estuviera allí. Hitch nunca había sido mi mejor amigo y, después de tantos años, no estaba seguro del grado de lealtad que le debía; de todas formas, durante el transcurso de una noche en vela decidí que rechazaría aquel trabajo en el mismo instante en que la libertad de Hitch se viera amenazada. De acuerdo, Hitch era un delincuente y, según la ley, tendría que estar entre rejas, pero a mí no me parecía justo encarcelar a un hombre que vendía marihuana a unos melómanos adinerados que, de otra forma, habrían invertido su dinero en vodka, coca o speed.
Puede que Hitch no fuera demasiado escrupuloso con lo que vendía, pero yo sí que lo era cuando se trataba de personas.
A pesar de la bata blanca, el supervisor del polígrafo tenía más pinta de portero de discoteca que de doctor. Morris Torrance se reunió con nosotros en la sencilla sala de enfermería para supervisar la prueba. Morris era un empleado del gobierno federal que debía de estar unos trece kilos por encima de su peso ideal y unos diez años por encima de la flor de la vida. Su cabello había ido retrocediendo de esa forma que hace que los hombres de mediana edad luzcan coronilla, pero sus apretones de mano eran firmes y su actitud, relajada. Además, no parecía una persona hostil.
Dejé que el supervisor colocara los electrodos por todo mi cuerpo y respondí a las preguntas iniciales sin vacilar. A continuación, Morris se hizo cargo del diálogo para interrogarme, con todo lujo de detalles, sobre mi primera experiencia con el Cronolito de Chumphon, y de vez en cuando se detenía para que el supervisor añadiera alguna anotación en el papel impreso que salía del polígrafo (la maquina parecía anticuada… y lo era, pues había sido diseñada según las especificaciones fijadas por la jurisprudencia del siglo XX). Expliqué la historia con sinceridad pero también con cautela; no dudé en mencionar el nombre de Hiten Paley (pero no su verdadera profesión) e incluso di detalles sobre su tienda de aparejos de pesca pues, al fin y al cabo, era un negocio legal… al menos, a tiempo parcial.
A continuación expliqué lo de la cárcel de Bangkok.
—¿Buscaban drogas cuando os registraron? —preguntó Morris.
—Me registraron en más de una ocasión. Puede que buscaran drogas, pero no lo sé.
—¿Llevabas encima alguna droga o sustancia ilegal?
—No.
—¿Has transportado sustancias ilegales por alguna frontera nacional o estatal?
—No.
—¿Fuiste avisado de la aparición del Cronolito antes de su llegada? ¿Tenías algún conocimiento previo del acontecimiento?
—No.
—¿Fue una sorpresa para ti?
—Sí.
—¿Conoces el nombre de Kuin?
—Sólo por las noticias.
—¿Has visto la imagen tallada en los monumentos contemporáneos?
—Si.
—¿El rostro te resulta familiar? ¿Conoces ese rostro?
—No.
Después de asentir, Morris estuvo hablando en privado con el analista del polígrafo. Al cabo de unos minutos, me liberaron de la máquina.
Morris me acompañó a la salida del edificio.
—¿He superado la prueba?
Se limitó a sonreír.
—No en mi departamento, pero no tienes de qué preocuparte.
Sue me llamó por la mañana y me dijo que me presentara en el trabajo.
Por razones que probablemente sólo conocía el senador de Maryland, el gobierno federal dirigía esta rama de investigación sobre los Cronolitos en un edificio normal y corriente situado en un parque industrial de las afueras de Baltímore. Al entrar, descubrí que mi nuevo lugar de trabajo no era más que un humilde apartamento con oficinas y una improvisada biblioteca. Según me explicó Sue, las universidades y laboratorios federales se encargaban de realizar las partes más laboriosas de la investigación, puesto que la labor de Sue era similar a la de un gabinete estratégico: aparte de cotejar los resultados, este lugar era una especie de asesoría y cámara de compensación para las donaciones del Congreso. Básicamente, el trabajo de Sue consistía en evaluar los conocimientos e identificar nuevas líneas de investigación prometedoras. Sus superiores inmediatos eran los directores de la agencia y los asesores del Congreso. En las tareas de investigación sobre los Cronolitos, Sue representaba el escalón superior de lo que podría denominarse, plausiblemente, ciencia.
Me sorprendió que una persona tan motivada por la investigación como ella hubiera acabado ocupando un glorificado cargo administrativo, pero mis dudas se desvanecieron en el mismo instante en que abrió la puerta de su despacho y me indicó que entrara. Era una habitación enorme en la que había un escritorio de segunda mano barnizado y demasiados ficheros para poder contarlos. Alrededor de su terminal de trabajo se amontonaban recortes de periódico, publicaciones y copias de misivas recibidas a través del correo electrónico. Las paredes habían sido empapeladas con fotografías.
—Bienvenido al sanctum sanctorum —dijo Sue con alegría.
Eran fotografías de los Cronolitos.
Todas estaban en este lugar: las nítidas tomas realizadas por profesionales se mezclaban con instantáneas cedidas por turistas y crípticas imágenes de colores irreales enviadas por los satélites. En una de ellas pude ver el Cronolito de Chumphon con mucho más detalle que nunca… incluso las palabras de su inscripción, que quedaban resaltadas por una iluminación suave. En otra aparecía el de Bangkok y la primera imagen esculpida del propio Kuin (aunque la mayoría de los expertos consideraba que no era una representación verdadera, puesto que los rasgos eran demasiado genéricos, como si alguien le hubiera pedido a un procesador de gráficos que mostrara la imagen de un “líder mundial”).
En ésta estaban los de Pyongyang y Ho Chi Minh. En otra, los de Taipei, Macao y Sapporo; ésta de aquí mostraba el Cronolito de la Llanura de Kanto, alzándose sobre un par de graneros derrumbados. En ésta aparecía la ciudad de Yichang, tanto antes como después del inútil ataque nuclear. Aunque el monumento permanecía inmutable, el Río Amarillo se había convertido en una arteria seccionada; con la explosión, el dique había reventado y el agua salía a borbotones por todas partes.
En ésta, tomada desde la órbita, podía verse la corriente de color marrón vaciándose en el Mar de China.
Y por todas partes aparecía el rostro inmaculadamente calmado de Kuin, que observaba todo esto desde su trono de nubes.
—Si lo piensas bien, te das cuenta de que es justo lo contrario a la idea de monumento —dijo Sue, al ver que estaba echando un vistazo a las fotografías—. En teoría, los monumentos son mensajes para el futuro, mensajes que dejan los muertos a sus herederos.
—“Observad nuestra obra, vosotros los poderosos, y desesperad”.
—Exacto. Sin embargo, lo que pretenden los Cronolitos es exactamente lo contrario. No se trata de un “yo estuve aquí”, sino de un “vendré… os guste o no, soy el futuro”.
—“Observad mi obra y temedme”.
—Su perversidad es digna de admiración.
—¿Lo dices en serio?
—Para serte sincera, Scotty, en ocasiones me deja sin aliento.
—También a mí.
Además, Kuin también me había dejado sin mi mujer y mi hija.
Me sentí incómodo al ver recreada mi obsesión por los Cronolitos en las paredes de Sue Chopra. Era como si acabara de descubrir que ambos compartíamos un pulmón. Ahora entendía la razón por la que Sue había aceptado trabajar en este lugar: aquí tenía la oportunidad de conocer todos los detalles de los Cronolitos. Si se hubiera centrado en una investigación más práctica, se habría visto limitada a observarlos desde un ángulo más estrecho para calcular sus anillos de refracción o buscar partículas subatómicas elusivas.
Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que tenía (puesto que casi todas las piezas de esta investigación altamente confidencial pasaban a diario por su escritorio), era capaz de encontrar un poco de tiempo para realizar todos los cálculos matemáticos complejos.
—Ha llegado la hora, Scotty —dijo Sue.
—¿Dónde tengo que trabajar? —pregunté.
Me acompañó hasta una oficina que estaba amueblada con un escritorio y una terminal. La terminal estaba conectada a una apretada hilera de estaciones de trabajo de Quantum Organics… unos instrumentos mucho más sofisticados que los que había podido permitirse Campion-Miller.
Morris Torrance, que estaba columpiándose sobre una silla de madera, leía la edición impresa de Golf.
—¿Morris forma parte del paquete? —pregunté.
__Tendréis que compartir el despacho durante una temporada.
Morris necesita estar cerca de mí… físicamente.
—¿Es un buen amigo?
—Entre otras cosas, es mi guardaespaldas.
Morris sonrió y dejó lentamente la revista sobre la mesa. A continuación, se rascó la cabeza realizando un complicado gesto, supongo que con la intención de que viera la pistola que llevaba bajo la americana.
—La verdad es que soy prácticamente inofensivo —dijo.
Volví a estrecharle la mano…esta vez con más amabilidad, porque no estaba hostigándome para que le diera una muestra de orina.
—De momento, lo único que tienes que hacer es familiarizarte con el trabajo que estoy realizando —dijo Sue—. No soy un analista de códigos de tu categoría, así que deberás tomar notas. A finales de semana hablaremos sobre cómo vamos a proceder.
Así que durante el resto del día me limité a hacer eso, pero no observé la entrada de datos ni los resultados de Sue, sino los procesos, los protocolos que convertían los problemas en sistemas delimitados y permitían saber si las soluciones eran correctas o si debían descartarse. Descubrí que Sue había instalado las mejores aplicaciones genéricas que había en el mercado, pero me vi obligado a comentarle que eran bastante inapropiadas (o, por lo menos, demasiado engorrosas) para lo que intentaba conseguir. En CM solíamos llamarlas “aplicaciones de reglas de cálculo”, porque eran buenas para una primera aproximación, pero rudimentarias.
Cuando Morris acabó de leer el Golf, fue a buscar comida a la charcutería que había al final de la calle y regresó con una copia de Fly Fisherman para pasar la tarde. Sue aparecía de vez en cuando para dedicarnos una alegre mirada. Éramos su refugio, una zona aislada entre el mundo y los misterios de Kuin.
Una semana después, mientras conducía mi coche hacía el apartamento medio vacío que se había convertido mi nuevo hogar, caí en la cuenta de lo rápida e irrevocablemente que había cambiado mi vida.
Quizá fue la monotonía del trayecto; quizá fue el hecho de ver las tiendas de campaña y automóviles oxidados que se alineaban a lo largo de la carretera; o, quizá, fue la perspectiva de tener que pasar el fin de semana solo. Puede que el no querer ver las cosas goce de mala reputación, pero se supone que el estoicismo es una virtud… y la clave del estoicismo radica en no querer ver las cosas, en el firme rechazo a rendirse a una terrible verdad. Y la verdad es que, últimamente, yo había sido muy estoico. Cuando cambié de carril para adelantar a un camión cisterna, una furgoneta Leica amarilla me siguió, aproximándose demasiado a mi vehículo. En aquel momento, el camión empezó a salirse de su carril e invadió el mío (supongo que el conductor había anulado los mecanismos de proximidad, un acto sumamente ilegal pero bastante frecuente entre los camioneros gitanos). El conductor no podía verme porque me encontraba en el ángulo muerto de sus retrovisores, la furgoneta que me pisaba los talones se negaba a frenar… y, durante cinco segundos eternos, tuve una visión premonitoria de mí mismo aplastado contra la columna de dirección.
Entonces, el camionero me vio por el retrovisor, se echó a la derecha y me dejó pasar.
La Leica pasó zumbando por mi lado como si no hubiera pasado nada.
Y yo me quedé solo al volante, bañado en un sudor frío. Me sentía perdido, recorriendo una carretera gris que sólo existía en mi subconsciente.
Una semana después recibí buenas noticias: Janice me llamó para decirme que Kait iba a recuperar el oído.
—Lo recuperará por completo, Scott, o por lo menos debería ser así, puesto que nació con una audición normal y es muy probable que conserve todas las conexiones nerviosas. Se llama prótesis mastoidecaracol.
—¿Estás segura?
—Es un procedimiento relativamente nuevo, pero su porcentaje de éxitos ha sido casi del cien por ciento en pacientes con un historial similar al de Kaít.
—¿Es peligroso?
—No demasiado, pero se trata de una operación de cirugía mayor. Tendrá que permanecer hospitalizada una semana.
—¿Cuándo será?
—Está programada para dentro de seis meses.
—¿Cómo vas a pagarla?
—Whit tiene un buen seguro médico y su cooperativa ha aceptado asumir un tanto por ciento de los gastos. Mi plan también me abonará parte de la cantidad, y Whit está dispuesto a pagar lo que falte con su dinero. Puede que esto signifique que tengamos que hacer una segunda hipoteca de la casa, pero también significará que Kaitlin podrá llevar una infancia normal.
—Quiero ayudar con los gastos.
—Sé que en estos momentos no dispones de demasiado d inero, Scott.
—Tengo dinero en el banco.
—Y te agradezco la oferta. Pero… francamente, Whit se sentirá más cómodo ocupándose de todo.
Kait se había adaptado bien a su incapacidad auditiva. A no ser que te fijaras en su forma de levantar la cabeza y en cómo fruncía el ceño cuando disminuía el volumen de una conversación, era imposible darse cuenta de que tenía problemas de audición. Sin embargo, tenía que cargar con el estigma de ser diferente, pues estaba condenada a sentarse en la primera fila de clase, donde los profesores solían dirigirse a ella exagerando las vocales y comportándose como si su problema auditivo fuera en realidad una deficiencia mental. En los juegos infantiles era torpe, porque a sus compañeros les resultaba muy sencillo sorprenderla por detrás. Debido a esto y a su timidez natural, Kaitlin se había convertido en una niña solitaria, abstraída y, en ocasiones, arisca.
Pero esto cambiaría gracias a los últimos avances en ingeniería biomecánica. Y también gracias a Whitman Delahunt. Si su aportación económica resultaba un poco dolorosa para mi ego… pues bueno, pensé. A la mierda mi ego.
Mi hija volvería a estar bien. Eso era lo único que importaba.
—Pero quiero colaborar, Janicc. Esto es algo que le debo a Kaitlin desde hace mucho tiempo.
—Eso no es cierto, Scott. Lo del oído nunca fue culpa tuya.
—De todas formas, quiero ayudar.
—Bueno… Si tanto insistes, es probable que Whit acepte que colabores.
Durante aquellos cinco años había llevado una vida bastante frugal, así que “colaboré” pagando la mitad del coste de la operación.
—Scotty —dijo Sue Chopra—. ¿Estás preparado para el viaje?
Ya le había hablado de la operación de Kaitlin. Le había dicho que quería estar con mi hija mientras estuviera en el hospital… y que ese punto no era negociable.
—Aún falta medio año para eso —me dijo Sue—. No estaremos fuera tanto tiempo.
Sus palabras eran crípticas, pero parecía que por fin iba a explicarnos con claridad lo que llevaba una temporada insinuando.
Al llegar al restaurante, que además de espacioso estaba prácticamente vacío, los cuatro nos sentamos en una mesa situada junto a la única ventana que daba a la autopista. Yo, Sue, Morris Torrance y un hombre joven llamado Raymond Mosely.
Ray Mosely había realizado el doctorado de físicas en el Instituto de Tecnología de Massachussets y ahora trabajaba para Sue realizando cálculos científicos complejos. Tema veinticinco años, una enorme barriga, no se arreglaba demasiado y era tan brillante como una moneda recién acuñada. Pero también era demasiado tímido. Me había estado evitando durante semanas (quizá porque mi rostro no le resultaba familiar), pero empezó a aceptarme en cuanto decidió que no era un rival para las atenciones de Sue Chopra.
Sue debía de ser una docena de años mayor que él; además, sus gustos sexuales le impedían fijarse en cualquier hombre… y mucho menos en un joven físico vergonzoso que consideraba que mantener una larga charla sobre las interacciones mu-mesonas era una invitación a la intimidad física. Sue le había explicado todo esto en un par de ocasiones y, en teoría, Rav lo había aceptado. Sin embargo, seguía dedicándole miradas de cordero degollado desde el otro extremo de la pegajosa mesa y defendiendo sus opiniones con la lealtad de un enamorado.
—Resulta sorprendente la cantidad de cosas que hemos sido incapaces de descubrir sobre los Cronolitos durante todos los años que han transcurrido desde que llegó el de Chumphom —empezó a explicarnos nuestra jefa—. Sólo hemos podido tipificarlos ligeramente. Por ejemplo, ahora sabemos que no podemos derribar una piedra de Kuin, ni siquiera excavando su base, porque mantiene una distancia fija con el centro de gravedad de la tierra y una orientación inalterable… aunque eso signifique que quede pendida del aire. Sabemos que es inerte y que tiene cierto índice de refracción. Gracias a los análisis efectuados hemos descubierto que no han sido esculpidas, sino modeladas, etcétera. Sin embargo, no hemos descubierto nada que nos aporte verdaderos conocimientos. En estos momentos, entendemos los Cronolitos del mismo modo que un teólogo medieval podría entender un automóvil: un objeto muy pesado, con una carrocería que se calienta cuando recibe la luz directa del sol y que tiene algunas partes duras y otras blandas. Aunque es probable que la mayoría de estos detalles sean insignificantes, puede que haya alguno importante. De todas formas, es imposible clasificarlos sin disponer antes de una teoría. Y eso es lo que nos falta.
Todos asentimos con solemnidad, como solíamos hacer siempre que Sue nos empezaba a exponer una tesis.
—De todas formas, algunos detalles son más interesantes que otros. Por ejemplo, hemos podido confirmar que, durante las semanas previas a la llegada de un Cronolito, se produce un incremento gradual en la radiación del entorno local. Este incremento, que no alcanza niveles peligrosos, se puede medir sin ningún problema. Los chinos empezaron a trabajar en esto antes de que dejaran de compartir sus investigaciones con nosotros, y los japoneses han tenido un golpe de suerte: disponen de una red de monitores de radiación que analizan de forma rutinaria el entorno del reactor de fusión de Sapporo/Technics. Días antes de que apareciera el Cronolito de Tokio, estaban intentando identificar la fuente de toda esta radiación y descubrieron que las lecturas alcanzaban su apogeo durante la llegada del monumento y que, a continuación, se desplomaban con rapidez hasta recuperar los niveles atmosféricos normales.
—Y eso significa que, aunque no podamos detener la aparición de un Cronolito, tenemos la capacidad limitada de predecirla —dijo Ray Mosely, haciendo un resumen para estúpidos de lo que había dicho Sue.
—Para alertar a la población —dijo Sue.
—Resulta esperanzador —dije—, Siempre y cuando sepamos dónde buscar.
—Ése es el problema —admitió Sue—. De todas formas, son muchos los lugares que controlan la radiación atmosférica. Washington y una serie de gobiernos extranjeros han aceptado colocar detectores alrededor de los emplazamientos humanos principales. Desde el punto de vista de la defensa civil, esto significa que podremos evacuar a la población antes de su llegada.
—Y nosotros podremos estar allí para verlo —añadió Ray.
Sue le miró con dureza, como si se hubiera adelantado a su conclusión.
—¿Eso no sería un poco peligroso? —pregunté.
—Pero es necesario para poder registrar el acontecimiento, conseguir medidas exactas sobre lo que sucede durante su llegada, ver el proceso mientras se desarrolla… Todo eso tiene un valor incalculable.
—Además, nos mantendríamos a cierta distancia —añadió Morris Torrance—. Al menos, eso espero.
—Evitaremos los riesgos físicos en la medida de lo posible.
—¿Y eso sucederá pronto? —pregunté.
—Nos iremos en un par de días, Scotty. Sé que os estoy avisando con muy poca antelación, pero ya lo hemos aplazado demasiado. Nuestros destacamentos ya se encuentran en la zona, además de diversos especialistas. Las pruebas sugieren que habrá una enorme manifestación en un os quince días. Esta tarde, los periódicos informarán de la evacuación.
—¿Y adonde vamos a ir?
—A Jerusalén —respondió Sue.
Me dio el día libre para hacer la maleta y poner en orden mis asuntos. Pero en vez de eso, me fui a dar un paseo.
Siete
Cuando tenía diez años, un día volví a casa del colegio y encontré a mi madre fregando la cocina… algo que me pareció bastante normal, hasta que me quedé mirándola un rato (ya había aprendido a observarla con atención).
Mi madre no era una mujer guapa, y creo que en aquel entonces ya lo sabía… de aquella forma distante que tienen los niños de darse cuenta de ese tipo de cosas. Su rostro era afilado y severo; además, como apenas sonreía, siempre que lo hacía su sonrisa se convertía en un acontecimiento memorable. Si la hubiera visto reír, estoy seguro de que habría pasado la noche entera despierto, reviviendo ese momento. En aquella época, mi madre sólo tenía treinta y cinco años, nunca se maquillaba y había días que ni siquiera se molestaba en peinarse, aunque podía pasar perfectamente sin hacerlo porque era morena y su cabello tenía un brillo natural.
Como no le gustaba ir de compras, se ponía todas y cada una de las prendas que guardaba en su armario hasta que estaban tan viejas que se rompían en pedazos. En ocasiones, cuando me llevaba de tiendas, me sentía avergonzado al ver su jersey azul, aquel que tenía una quemadura de cigarrillo en un lado que dejaba ver la tira de su sujetador, o su blusa amarilla, con aquella mancha de lejía en el hombro derecho que parecía el mapa de California.
Siempre que le comentaba algo de esto, guardaba silencio y me miraba fijamente. Entonces, regresaba a casa y se ponía algo un poco más presentable. A mí no me gustaba decirle esas cosas, porque me sentía como un niño presumido y afeminado, el tipo de niño al que le Importa la Ropa, cuando lo único que deseaba era que la gente no mirara a mi madre de reojo en los pasillos del supermercado.
Cuando llegué a casa aquel día, mamá llevaba unos vaqueros, una de las inmensas camisas de mi padre y unos guantes de goma amarillos que cubrían sus brazos hasta la altura de los codos… ocultando, aunque fui incapaz de advertirlo, una serie de arañazos profundos que sangraban sin cesar. Esa era la ropa que solía ponerse para limpiar, y era evidente que se había esmerado: la cocina apestaba a lisol, a amoniaco y a la media docena de limpiadores y desinfectantes que guardaba en el armario que había debajo del fregadero. Se había apartado el cabello de la cara con un pañuelo rojo y había centrado toda su atención en las baldosas del suelo. No me vio hasta que dejé mi fiambrera de metal encima de la mesa.
—Sal de la cocina —me dijo con un tono apagado—. Esto es culpa tuya.
—¿Culpa mía?
—Es tu perro, ¿verdad?
Estaba hablado de Chuffy, nuestro Springer Spaniel. Empecé a tener miedo… no de lo que había dicho, sino del tono que había empleado.
Sentía algo similar cuando me daba las buenas noches. Cada noche, mi madre entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mi cama, colocaba bien la sábana de algodón y la colcha, se daba un beso en las yemas de los dedos y acariciaba con ellas mi frente. En el noventa por ciento de las ocasiones, esto resultaba tan reconfortante como suena. Sin embargo, otras noches… otras noches que había estado bebiendo, mamá proyectaba su sombra sobre mí y el fiero hedor del sudor y el alcohol irradiaban de su persona como el calor que sale de una estufa de carbón; y aunque me decía el mismo “Buenas noches, Scotty, que duermas bien” de siempre, sentía que aquellas palabras no eran más que una imitación, y cuando sus dedos acariciaban mi piel, eran fríos y abrasivos. Aquellas noches, me tapaba la cabeza con las sábanas y contaba los segundos (mil uno, mil dos) hasta que sus pasos se desvanecían por el pasillo.
Mamá siguió limpiando y yo, obedeciéndole, fui a la sala de estar, encendí la tele y estuve mirando una reposición sindicada de Seinfeld hasta que empecé a pensar en el comentario que había hecho sobre Chuffy.
A mi madre nunca le había gustado Chuffy. Lo toleraba, pero era el perro de mi padre y mío, no de ella. ¿Si Chuffy hubiera hecho pipí, digamos, en el suelo déla cocina, su enfado no estaría justificado? Y por cierto, ¿dónde estaba Chuffy? Normalmente, a estas horas, solía tumbarse en el sofá para que le rascara las orejas. Lo llamé.
—Ese animal es asqueroso —dijo mi madre desde la cocina—. Déjalo en paz.
Encontré a Chuffy en el piso de arriba, encerrado en el aseo contiguo a la habitación de mis padres. Mi madre le había restregado los cuartos traseros y las patas hasta dejarlos en carne viva, supongo que con uno de los estropajos de acero Brillo que utilizaba para eliminar la grasa de las sartenes. Lo había frotado con tanta saña que le había arrancado parte del pelaje, y su piel sangraba por una docena de puntos diferentes. Cuando intenté consolarlo, Chuffy me clavó los dientes en el antebrazo.
Los años no habían sido piadosos en el suburbio de Maryland en el que vivía mi padre. Aquel vecindario, antaño semi-rural, se había convertido en un nido de centros comerciales asolados, vendedores de material erótico y viviendas obreras. La urbanización de acceso restringido seguía existiendo, pero la caseta del guardia estaba vacía y cubierta de graffiti escritos en árabe. Debido al cerco de nieve, me costó reconocer la casa de la calle Provender Lañe en la que me había criado. Uno de los aleros del tejado se había desprendido y las tejas que había detrás estaban cediendo de forma alarmante. No la recordaba así, pero me di cuenta de que ese era el tipo de casa en la que mi padre podía (o quizá, debía) habitar: descuidada y poco acogedora.
Aparqué el coche, apagué el motor y me quedé sentado al volante. Por supuesto que había cometido una estupidez viniendo hasta aquí, me había dejado llevar por uno de esos impulsos irreflexivos, dramáticos y no contenidos. Había decidido que tenía que ver a mi padre antes de abandonar el país (o de forma implícita, antes de que muriera), ¿pero qué significaba eso exactamente?
Estaba a punto de poner el coche en marcha de nuevo cuando mi padre apareció en el chirriante porche para recoger su periódico vespertino. Al quedar envuelto en una penumbra azulada, su piel adquirió una tonalidad amarillenta. Papá echó un vistazo al coche, se inclinó para recoger el periódico y volvió a mirar en mi dirección. Entonces, se acercó a la acera en zapatillas y camiseta interior. Estaba tan poco acostumbrado a moverse que aquel ejercicio le quitó el resuello.
Bajé la ventanilla.
—Me pareció que eras tú —dijo.
El sonido de su voz liberó todo un regimiento de recuerdos desagradables. No dije nada.
—¿Por qué no entras? —preguntó—. Aquí fuera hace frío.
Cerré el coche y programé los protocolos de seguridad. AI final de la calle, tres estupefactos jóvenes de rostro asiático observaron cómo seguía a mi padre moribundo hacia ¡a puerta de su casa.
Chuffy se recuperó de sus lesiones, pero nunca más volvió a acercarse a mi madre. Las heridas de mi madre, en cambio, fueron permanentes y terribles. En algún momento de su declive me dijeron que era víctima de una enfermedad neurológica, una especie de esquizofrenia que ye desarrollaba durante la edad adulta. Era una enfermedad médica, un fallo en algún punto de los procesos misteriosos pero naturales del cerebro. No me lo creí, porque sabía por experiencia que el problema era mucho más sencillo y espeluznante: tenía una madre buena y una madre mala que habían empezado a convivir en un mismo cuerpo. El hecho de que yo amara a la madre buena hacía posible, incluso necesario, que odiara a la mala.
Pero lo peor era que una se fundía en la otra. La madre buena podía darme un beso de despedida por la mañana y, cuando llegaba a casa del colegio (tarde y a regañadientes), la desquiciada usurpadora se había hecho con el control. No tuve amigos íntimos después de los diez años porque si tienes amigos, debes invitarlos a jugar a tu casa. La última vez que lo intenté, aquel día que llevé a casa aun tímido muchacho pelirrojo llamado Richard que se había hecho amigo mío en clase de geografía, mi madre le estuvo hablando durante veinte minutos sobre los riesgos que comportaban los monitores de vídeo para su futura fertilidad, aunque la verdad es que el lenguaje que utilizó fue bastante más gráfico. Al día siguiente, Richard se mostró distante y apático, como si le hubiera hecho algo desagradable. Quería decirle que no había sido culpa mía, ni tampoco de mi madre. Éramos víctimas de un hechizo.
Como mi madre no aceptaba su enfermedad, consideraba que era yo quien tenía algún problema. Soy incapaz de recordar el número de veces que me dijo, durante mis años de adolescencia, que dejara de mirarla “de esa forma” (es decir, sobrecogido por el miedo). Una de las ironías de la esquizofrenia paranoica es que lleva a cabo sus expectativas más sombrías con un rigor casi matemático. Al cabo de un tiempo, mi madre empezó a creer que mi padre y yo estábamos conspirando para volverla loca.
Nada de esto ayudó a que mi padre y yo nos sintiéramos más unidos, sino que más bien sucedió lo contrario. Papá se resistía al diagnóstico con la misma fiereza que mi madre, aunque su forma de negarlo era más directa. Creo que siempre tuvo la impresión de haberse casado con una persona inferior, que creía que había hecho un favor enorme a la familia de mi madre de Nashua (New Hampshire) cuando les quitó de encima a su malhumorada y solitaria hija. Puede que pensara que el matrimonio la cambiaría, pero no fue así. Ella le había decepcionado, y puede que viceversa. Sin embargo, mi padre continuó exigiéndole que se comportara como una persona normal; la culpaba de todos y cada uno de sus actos irracionales, como si mamá fuera capaz de juzgarlos según la moral y la ética (sí que podía hacerlo, pero sólo de forma esporádica). Lo único que consiguió con su actitud fue que la madre buena sufriera por los pecados de la madre mala. La madre mala continuó siendo fría y obscena, pero la madre buena se mostraba atemorizada e intimidada y se disculpaba sin cesar por lo que había hecho la madre mala. Mi padre le gritaba, a veces la pegaba y con frecuencia la humillaba, y yo corría a esconderme en mi habitación, donde intentaba imaginar un mundo en el que la madre buena y yo pudiéramos abandonar a mi padre y a la pseudo-madre invasora. Seríamos felices, me decía a mí mismo, y viviríamos en el hogar lleno de amor que mamá siempre había deseado construir, y mi padre seguiría luchando contra su falsa mujer irracional en algún lugar lejano y aislado. Por ejemplo en una celda. O en un manicomio.
Más adelante, después de que hubiera cumplido los dieciséis años y hubiera aprendido a conducir, pero antes de que mi madre fuera internada en la residencia de Connecticut en la que vivió sus últimos días, mi padre decidió realizar una excursión familiar a Nueva York.
Supongo que pensaba (y tenía que estar desesperado para aferrarse con tanta fuerza a una pajita tan frágil) que a mamá le sentarían bien unas vacaciones, que se le “aclararía la cabeza”, tal y como él le gustaba decir. De modo que hicimos las maletas, las metimos en el coche, cambiamos el aceite, llenamos el depósito y nos pusimos en marcha como austeros peregrinos. Mi madre insistió en ocupar el asiento de atrás, así que yo me senté delante y me giraba de vez en cuando para suplicarle que dejara de estirarse la piel del labio, que ya había empezado a sangrar. Sólo tengo dos recuerdos lúcidos de aquel fin de semana que pasamos en Nueva York.
El sábado visitamos la Estatua de la Libertad… y todavía puedo contar mentalmente los relucientes escalones que subimos para llegar hasta la cúspide. Recuerdo la combinación de insignificancia y grandeza que sentí al llega r allí arriba, el aroma de mi transpiración y del cobre caliente en aquel apacible día de julio. Mi madre retrocedió ante la vista de Manhattan y se arrodilló en silencio mientras yo seguía observando, embelesado, cómo planeaban las gaviotas sobre el océano. Aquel día me compré una Estatua de la Libertad de latón del tamaño de mi mano. Y recuerdo con claridad la mañana del domingo de aquel mismo fin de semana, cuando mi madre decidió ir a dar una vuelta por el hotel mientras mi padre se duchaba y yo estaba en el vestíbulo echando monedas en una máquina de refrescos. Al regresar a la habitación y descubrir que estaba vacía me entró el pánico, pero no me atreví a interrumpir el baño de mi padre porque me habría reñido (o suponía que lo habría hecho) por haberla dejado sola. De modo que salí de la habitación y avancé por la moqueta roja del pasillo, dejando atrás diversas bandejas del servicio de habitaciones y carritos de ropa de lino inmaculada, hasta que decidí llamar al ascensor para bajar a recepción. En cuanto llegué al vestíbulo, vi que el cabello moreno de mi madre desaparecía por las puertas giratorias. No grité su nombre porque habría alarmado a los huéspedes y habría sido bochornoso, pero corrí tras ella y estuve a punto de tropezar con el estante de prensa que se alzaba en el exterior de la tienda de regalos. Cuando por fin conseguí cruzar la puerta de cristal y llegar a la acera, mi madre había desaparecido. Advertí que el portero, vestido con un traje rojo, estaba tocando con fuerza su silbato, pero no supe la razón hasta que vi a mi madre tirada en ¡a cuneta, gimiendo, mientras el conductor de la furgoneta de reparto de flores que acababa de romperle las piernas saltaba de su vehículo y se acercaba tembloroso a ella, con los ojos abiertos como platos. Y lo único que sentí fue un frío brutal, gélido.
Después de aquel viaje a Nueva York y de que tuviera las piernas curadas, mi madre fue internada de forma permanente en una residencia (fueron los doctores del Central Mercy quienes tomaron esta decisión, debido a las enormes cantidades de Haldol que se habían visto obligados a suministrarle hasta que le quitaron los yesos). La sala de estar en la que me encontraba en estos momentos apenas había cambiado desde entonces, pero eso no significaba que mi padre, en honor de mi madre, se hubiera esforzado en mantener la casa tal y como estaba. Lo único que sucedía era que no había cambiado nada porque no se le había ocurrido.
—He recibido todo tipo de llamadas referentes a ti —dijo—. Durante una temporada pensé que habías robado un banco.
Las cortinas estaban cerradas. Era el tipo de casa en la que, pase lo que pase, nunca entra demasiada luz. La vieja lámpara de pie apenas lograba desvanecer aquella oscuridad.
Mi padre estaba sentado en su extenuada butaca verde, respirando suavemente, esperando a que le explicara lo sucedido.
—Era para un trabajo —comenté—. Estaban comprobando la información.
—Pues no sé qué clase de trabajo sería, porque era el FBI quien estaba llamando a casa.
La camiseta interior dejaba ver su esquelético cuerpo. Años atrás había sido un hombre grande que se irritaba con facilidad, un hombre tan intimidante que nadie se atrevía a bromear con él. Ahora, en sus esqueléticos brazos no había ni un gramo de carne, su fornido pecho de antaño había menguado y se le marcaban las costillas. También advertí que había tenido que hacer cinco muescas nuevas en su cinturón, cuyo extremo colgaba ahora sobre las caderas.
—Voy a estar fuera del país durante una temporada —le dije.
—¿Cuánto tiempo?
—A decir verdad, no lo sé.
—¿E] FBI te dijo que estaba enfermo?
—Me lo ha comentado.
—Puede que no esté tan enfermo como ellos creen. No me encuentro demasiado bien, pero… —se encogió de hombros—. Esos doctores no tienen ni idea de nada y encima te cobran unas facturas desorbitadas. ¿Quieres una taza de café?
—Sí, lo haré yo. Supongo que la cafetera sigue estando donde estaba.
—¿Crees que estoy demasiado débil para hacer café?
—Yo no he dicho eso.
—¡Por el amor de Dios! Aún soy capaz de preparar café.
—Entonces no dejes que me adelante.
Se fue a la cocina. Me levanté para seguirlo, pero me detuve en el umbral al ver que vertía, a escondidas, un gran chorro de Jack Daniel’s en su taza. Sus manos temblaban.
Esperé en la sala de estar, echando una ojeada a la librería. La mayor parte de aquellos libros habían pertenecido a mí madre. Sus gustos abarcaban desde Los puentes de Madison, de Nora Roberts, hasta infinitos volúmenes de Tim LaHaye. Mi padre había contribuido con las antiguas novelas de Tom Clancy y el Más extraño que la ciencia. Yo también tenía muchos libros en este lugar (seguramente, mis sobresalientes se debían a que me aterraba salir del colegio y regresar a casa), pero guardaba mis novelas de misterio en una estantería de mi cuarto, porque no estaba dispuesto a permitir que Conan Doyle o James Lee Burke se mezclaran con las obras de V.C. Andrews y Catherine Coulter.
Mi padre regresó con dos tazas de café y me tendió una en la que aún podía leerse con bastante claridad CORIOLIS SHIPPING, el nombre de la última empresa en la que había trabajado. Papá había dirigido la red de distribución de Coriolis durante veintitrés años y seguía recibiendo el cheque de la pensión cada mes. El café estaba amargo, pero también aguado.
—No tengo leche ni crema normal —dijo—. Pero como sé que el café te gusta blanco, le he puesto un poco de leche en polvo.
—Está bien —respondí.
Volvió a ocupar su asiento. Había un control remoto sobre la mesa de café, delante de él. Supuse que era el de su panel de vídeo. Lo observó con melancolía pero no lo cogió.
—El trabajo que solicitaste debía de ser importante porque la gente del FBI me hizo algunas preguntas bastante peculiares.
—¿De qué tipo?
—Bueno, supongo que eran las habituales: dónde fuiste al colegio, qué notas sacabas, dónde has trabajado y todo eso. Pero querían saber demasiados detalles. Me pregunta ron si practicabas algún deporte, qué hacías en tu tiempo libre, si te gustaba hablar de política o historia, si tenías muchos amigos o eras un niño solitario, quién era tu médico de cabecera, si tuviste alguna enfermedad extraña durante la infancia, si habías ido alguna vez al psiquiatra. Y también me hicieron muchas preguntas sobre Elaine. Sabían que estuvo enferma. En lo que respecta a ese punto, sólo les dije que podían irse a tomar por culo, pero era obvio que ya sabían muchas cosas.
—¿Preguntaron por mamá?
—¿No acabo de decírtelo?
—¿Qué tipo de preguntas?
—Sus… ya sabes, sus síntomas. Cuándo aparecieron y cómo se comportaba. Cómo lo llevabas tú. Cosas que no le importan a nadie, excepto a la familia. ¡Por el amor de Dios, Scotty, querían saberlo todo! Incluso fueron a echar un vistazo a las cosas que tienes guardadas en el garaje. ¿Puedes creer que cogieron muestras de agua de los grifos?
—¿Me estás diciendo que vinieron a casa?
—Sí.
—¿Se llevaron algo más, aparte del agua?
—Creo que no, pero eran tantos que no podía prestar atención a lo que hacía cada uno de ellos. Si quieres ir a echar un vistazo a tus cosas, la caja sigue allí, debajo del Buick.
Sintiendo una mezcla de curiosidad e inquietud, me disculpé y me dirigí al frío garaje.
La caja de la que hablaba mi padre contenía diversos objetos de mis años de instituto: anuarios, un par de premios académicos, viejas novelas y DVD, además de algunos juguetes y recuerdos, entre los que descubrí que estaba la Estatua de la Libertad que había comprando durante el viaje a Nueva York. La hueca figura de latón estaba deslustrada y el fieltro verde de su base, raído; de todas formas, la cogí y la guardé en el bolsillo. Aunque me resultó imposible averiguar si faltaba algo de aquel surtido, la idea de que unos agentes anónimos del FBl hubieran estado rebuscando entre las cajas del garaje me puso la Piel de gallina.
Debajo de todo, en el fondo de la caja, descubrí diversas láminas de dibujos que había hecho en la escuela. Aunque no era la asignatura que mejor se me daba, a mi madre le habían gustado y había decidido guardarlos. El rígido papel marrón de las pinturas de acuarela tenía la consistencia de las hojas caídas. Eché un vistazo a las láminas. En su mayoría eran paisajes nevados: pinos torcidos, cabañas aisladas por la nieve… objetos solitarios perdidos en un enorme escenario.
Cuando volví a entrar en casa, mi padre estaba cabeceando en la butaca. Al ver que su taza de café se balanceaba sobre el apoyabrazos acolchado, la dejé encima de la mesa para que no se cayera. Despertó con el timbre del teléfono, un viejo aparato al que había añadido un adaptador digital en el punto en el que el cable se unía a la pared.
Contestó, parpadeó y dijo “sí” un par de veces; a continuación, me pasó el auricular.
—Es para ti.
—¿Para mí?
—¿Ves a alguien más?
Era Sue Chopra. Como la línea de mi padre no tenía un gran ancho de banda, su voz sonaba muy débil.
—Nos tienes muy preocupados, Scotty —dijo.
—El sentimiento es mutuo.
—Supongo que estarás preguntándote cómo te hemos encontrado; sin embargo, deberías estar contento de que lo hayamos hecho. Nos has dado un montón de quebraderos de cabeza huyendo de esa forma.
—Sue, no he huido. He venido a pasar la tarde con mi padre.
—Comprendo, pero podrías habernos avisado antes de abandonar la ciudad. Morris te ha seguido.
—Morris puede irse a tomar por culo. ¿Estás intentando decirme que tengo que pedir permiso para abandonar la ciudad?
—No es una norma escrita, pero habría estado bien que lo hicieras. Scotty, sé lo enfadado que debes de estar. Yo también he tenido que pasar por todo esto. Puede que ahora no seas capaz de entenderlo, pero los tiempos han cambiado. El mundo es más peligroso de lo que solía ser. ¿Cuándo vas a regresar?
—Esta noche.
—Bien. Creo que tenemos que hablar.
Le dije que también yo lo creía.
Me quedé unos minutos más con mi padre y después le dije que tenía que irme. La débil luz del día que lograba colarse por las cortinas ya se había desvanecido. La casa estaba fría; olía a polvo y a calor seco.
Papá se revolvió en su silla.
—¿Has realizado un viaje tan largo sólo para tomar café y musitar? — preguntó—. Escucha, sé por qué estás aquí, así que te lo diré sin rodeos. No tengo miedo a morir. Ni siquiera me da miedo hablar de ello. Cada mañana me levanto, leo el correo y me digo a mí mismo: “bueno, tampoco será hoy”. De todas formas, debo reconocer que no es lo mismo que si no lo supiera.
—Comprendo.
—No, no lo entiendes. Pero me alegro de que hayas venido.
Sus palabras me sorprendieron. Fui incapaz de pensar en una respuesta.
Cuando se levantó, sus pantalones cayeron sobre sus huesudas caderas.
—Sé que no siempre traté a tu madre como debería haber hecho, pero estuve allí, Scotty. No lo olvides nunca. Cuando estuvo hospitalizada, incluso cuando deliraba. Nunca te llevaba a verla antes de asegurarme de que tenía un buen día. Algunas de las cosas de las que decía te hubieran arrancado la piel a tiras. Y después te fuiste a la universidad.
Mi madre había muerto debido a una neumonía un año antes de que me graduara.
—Podrías haberme llamado cuando enfermó.
—¿Para qué? ¿Para que tuvieras que vivir con el recuerdo de tu madre maldiciéndote desde su lecho de muerte? ¿De qué habría servido?
—Yo también la quería.
—Para ti era muy fácil. Puede que yo la amara y puede que no. Ya no me acuerdo. Pero estuve con ella, Scotty. Todo el tiempo. No fui siempre amable con ella, pero siempre estuve con ella.
Me dirigí hacia la puerta. Él me siguió unos pasos, pero entonces se detuvo, jadeante.
—No lo olvides nunca —añadió.
Ocho
Cuando llegamos a Israel, el aeropuerto de Ben Gurion era un caos, pues estaba abarrotado de turistas que intentaban abandonar el país. A su llegada, el vuelo de El Al (que aterrizó con cuatro horas de retraso debido a las condiciones atmosféricas, después de haber sufrido un retraso “diplomático” de tres días del que Sue se negaba a hablar) estaba prácticamente vacío, pero cuando despegara de nuevo iría completo. La evacuación de Jerusalén continuaba.
Sue Chopra, Ray Mosley, Morris Torrance y yo salimos del aparato rodeados por un cordón de agentes del FBI provistos de dispositivos de realce de visión y armas camufladas, que a su vez iban escoltados por cinco reclutas del Ejército de Defensa Israelí (con vaqueros, camisetas blancas y ametralladoras Uzi colgadas del hombro), que se reunieron con nosotros al pie de las escalerillas. Cruzamos con rapidez la Aduana Israelí y salimos al exterior del aeropuerto, donde nos esperaba lo que parecía un sheruti (es decir, una furgoneta-taxi privada), que había sido incautada para aquella emergencia. Sue se deslizó en el asiento contiguo al mío, aturdida aún por el viaje, y Morris y Ray se sentaron detrás de nosotros. Al instante, el motor eléctrico canturreó suavemente y el vehículo empezó a moverse.
Sobre la Autopista Uno caía una lluvia monótona. La larga hilera de coches que avanzaba reptando hacia Tel Aviv brillaba débilmente bajo un manto de nubes; sin embargo, los carriles que se dirigían hacia Jerusalén estaban vacíos. Las inmensas pantallas de los servicios públicos que se alzaban sobre nosotros anunciaban la evacuación, mientras que en los carriles contrarios indicaban las rutas de evacuación.
—Resulta inquietante ir a un lugar que está siendo abandonando por el resto del mundo —comentó Sue.
El soldado de) EDI con cara de adolescente que iba sentado en la última hilera de asientos rió entre dientes.
—Al parecer, este tema provoca un gran escepticismo —dijo Morris—. Y también un gran resentimiento. El Likkud podría perder las próximas elecciones.
—Pero sólo si no sucede nada —señaló Sue.
—¿Hay alguna posibilidad de eso?
—Entre pocas y ninguna.
El recluta del EDI volvió a reír entre dientes.
Una ráfaga de lluvia matraqueó sobre el sheruti y entonces recordé que la estación lluviosa de Israel se desarrollaba entre los meses de enero y febrero. Giré la cabeza hacia la ventanilla para observar un campo de olivos que se retorcían bajo el viento. Seguía pensando en lo que Sue me había contado en el avión.
Apenas la había visto durante los días siguientes a la visita de mi padre, puesto que estaba intentando solucionar aquella dificultad diplomática que nos había obligado a permanecer en Baltimore prácticamente hasta el último minuto.
Pasé la semana revisando los códigos y holgazaneé un par de tardes en el bar del barrio, acompañado por Morris y Ray.
Su compañía era más agradable de lo que había imaginado. Aunque estaba molesto con Morris por haberme seguido hasta la casa de mi padre, tengo que reconocer que el enfado no me duró demasiado, puesto que Morris Torrance era una de esas personas que hacen de la amabilidad un arte. Un arte o, quizá, una herramienta. Repelía el odio del mismo modo que el pecho de Superman rechaza las balas. No se mostraba dogmático con el tema de los Cronolitos ni tenía ninguna opinión concreta sobre el significado de Kuin, pero era obvio que el tema le interesaba profundamente. Y esto significaba que, delante de él, podíamos decir disparates de todo tipo, que teníamos vía libre para dejar volar nuestras ideas (incluso las más descabelladas), sin temor a tropezar con una fijación religiosa o política. ¿Era sincero? La verdad es que no lo sé. Como trabajaba para el FBI, éramos conscientes de que todo lo que le contábamos podía acabar anotado en nuestro expediente… y lo mas sorprendente es que Morris conseguía que no nos importara.
En su compañía, incluso Ray Mosely dejaba a un lado su timidez. En un principio, lo había catalogado como uno de esos tipos brillantes pero poco sociables cuyo radar sexual apuntaba de forma desesperada y equivocada hacia Sue. Aunque no estaba del todo equivocado, en cuanto se relajó y nos reveló su gran pasión por la Liga Americana do béisbol, descubrí que teníamos algo en común. Ray, que era hincha del equipo de su Tucson natal, hizo ciertos comentarios sobre los Orioles que consiguieron fastidiar al tipo que ocupaba una mesa cercana… y cuando éste le desafió, no se echó atrás. No era cobarde. Ray era un tipo solitario, pero su soledad era puramente intelectual. Solía dar marcha atrás en su conversación cuando se daba cuenta de que había avanzado hasta un nivel que nosotros éramos incapaces de seguir y, aunque no lo hacía con condescendencia {la mayoría de las veces), era obvio que le entristecía que no pudiéramos compartir sus pensamientos.
Creo que esta soledad era la que le había hecho enamorarse de Sue. No le importaba que ella reservara sus muestras físicas de afecto a breves contactos con mujeres que no tenían nada que ver con su trabajo porque, en cierto sentido, tengo la impresión de que cuando Ray hablaba de física con ella, sentía que estaba haciéndole el amor. Apenas habíamos visto a Sue en toda la semana. —En Cornell también era así —expliqué a Morris y a Ray—, es decir, con los alumnos. Ella nos unió y consiguió que nos conociéramos, pero creo que nuestras mejores conversaciones las mantuvimos después de clase, sin ella.
—Puede que fuera una especie de ensayo general —murmuró Morris.
—¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para los Cronolitos?
—¡Oh! Es imposible que Sue supiera algo de esto en aquel entonces. Sin embargo, ¿nunca habéis tenido la impresión de que vuestra vida ha sido una especie de ensayo general para algún acontecimiento crucial?
—Quizá. Alguna vez.
—Es como si, en Cornell, Sue hubiera tenido a los actores de reparto equivocados y se hubiera visto obligada a hacer ciertos retoques en el guión. De todas formas, Scott, tú debiste de ser bueno —dijo Morris sonriendo—, porque aparecerás en la escena final.
—¿Y puedes decirme cuál será? —pregunté—. ¿La llegada del monumento de Jerusalén?
—Pues no lo sé. Puede que Jerusalén… o lo que venga después.
Sue y yo no tuvimos la oportunidad de hablar en privado hasta que ya llevábamos un buen rato sobrevolando el Atlántico y me indicó por ñ señas que me acercara al final del pasillo de la desierta clase turista.
—Lamento haberte tenido a la sombra, Scotty. Y lamento lo del día que fuiste a casa de tu padre. En ningún momento pensamos que tu día libre se convertiría en…
—¿Un arresto domiciliario? —pregunté.
—De acuerdo, en un arresto domiciliario… en cierto sentido, supongo que es eso. Pero no eres el único. Yo me encuentro en la misma situación. Quieren que estemos todos juntos donde puedan controlamos.
Sue estaba bastante resfriada, pero conservaba su determinación de siempre. Tenía las manos en el regazo y retorcía su pañuelo con tanta tristeza y monotonía que, por un momento, me recordó a Mahatma Gandhi. En la parte delantera del avión, un sobrecargo de El Al estaba repartiendo bandejas de plástico con huevos revueltos y tostadas.
—¿Por qué a mí, Sue? —pregunté—. Nadie quiere responderme a esta pregunta. Podrías haber contratado a un programador de códigos mejor. El hecho de que yo estuviese en Chumphon no significa nada.
—No infravalores tu talento —respondió—. De todas formas, sé qué estás intentando preguntarme: te refieres a la vigilancia del FBI, a los agentes que fueron a casa de tu padre… Scotty, hace unos años cometí el error de redactar un artículo sobre un fenómeno al que yo llamaba “turbulencia tau” que, por desgracia, leyeron algunas personas influyentes.
No creía que una respuesta que amenazaba con convertirse en la explicación de una teoría abstracta pudiera responder a mi pregunta. Frunciendo el ceño, esperé a que acabara de sonarse ruidosamente la nariz.
—Disculpa —dijo—. El artículo hablaba sobre lo que supongo que podría denominarse “causalidad”, y hacía referencia a ciertos puntos de la simetría temporal y los Cronolitos. Principalmente, eran cálculos matemáticos sobre aspectos polémicos del comportamiento cuántico, aunque también especulaba con la idea de que los Cronolitos pudieran reconfigurar nuestra comprensión convencional de causa y efecto macroscópicos. Lo que dije fue que, en un acontecimiento tau localizado (en teoría, la creación de un Cronolito), el efecto precede a la causa, pero añadí que se crea un espacio fractal en el que los conectores más significativos no son determinantes, sino correlativos.
—No sé qué significa eso.
—Piensa en un Cronolito como un acontecimiento local en el espacio-tiempo. Entre el flujo convencional de tiempo y la anomalía tau-negativahay una interfaz, una frontera. El futuro transmite un mensaje al presente, pero el monumento también crea ondas, remolinos, corrientes. El futuro transforma el pasado y éste, a su vez, transforma el futuro. ¿Me sigues?
—Más o menos.
—Todo esto provoca una especie de turbulencia que no está marcada por la causa y el efecto, ni siquiera por la paradoja, sino por espumarajos de correlaciones y coincidencias. No podemos buscar la causa de la manifestación de Bangkok porque todavía no existe; en cambio, podemos buscar pistas en la turbulencia, en los efectos correlativos inesperados.
—¿Cómo por ejemplo?
—En el artículo no incluí ningún ejemplo, pero alguien me tomó bastante en serio y empezó a desarrollar las implicaciones. Entonces, el FBI decidió dar marcha atrás e investigar de nuevo a todas las personas que habían sido interrogadas en Chumphon, puesto que era la muestra más pequeña y estadísticamente más completa que tenían a mano. A continuación, creó una base de datos en la que introdujo los nombres y antecedentes de todas las personas que habían hablado públicamente sobre los Cronolitos en alguna ocasión, es decir, todo el personal que estuvo trabajando en el emplazamiento de Chumphon, desde los científicos hasta los que llevaban la maquinaria pesada y los que instalaron los aseos, además de todos aquellos que fueron interrogados después del aterrizaje. En cuanto la base de datos estuvo lista, empezaron a buscar conexiones.
—¿Y debo suponer que las encontraron?
—Sí… y muy extrañas. Sin embargo, una de las más insólitas fuimos tú y yo.
—¿Por qué, por Cornell?
—En parte. Piénsalo bien, Scotty: una mujer que empezó a hablar de las anomalías tau y la materia exótica mucho antes de que llegara el monumento de Chumphon y que, con el tiempo, se ha convertido en una experta de renombre en el tema de los Cronolitos. Y un viejo amigo de esta mujer que, además de haber asistido a sus clases, estuvo en la playa de Chumphon y fue arrestado a menos de un kilómetro de distancia del primer Cronolito registrado pocas horas después de que éste aterrizara.
—Sue. Eso no significa nada. Y lo sabes.
—La verdad es que no tiene ningún significado causal, pero no estamos hablando de eso. Lo importante es que nos ha marcado. Intentar descubrir el origen de un Cronolito es como intentar deshacer un jersey antes de que haya sido tejido. Es imposible. A lo máximo que puedes aspirar es a encontrar ciertas hebras que sean de la longitud adecuada o de un color similar, e intentar hacer suposiciones certeras sobre cómo podrían estar unidas.
—¿Y esa es la razón por la que el FBI interrogó a mi padre?
—Están investigando absolutamente todo, porque no sabemos qué podría ser relevante.
—Esa es la lógica de la paranoia.
—Bueno, pero eso es exactamente con lo que estamos tratando: con la lógica de la paranoia. Y esa es la razón por la que ambos estamos siendo vigilados. No somos sospechosos de ningún acto criminal… al menos, en el sentido convencional del término. Pero les preocupa en qué podemos llegar a convertirnos.
—¿Quieres decir que puede que nosotros seamos los malos?
Sue contempló desde la ventanilla del avión las intermitentes nubes cumules y el océano que se extendía a nuestros pies, como un brillante espejo azul.
—Recuerda esto, Scotty: sea quien sea Kuin, probablemente no será él quien cree esa tecnología. Los conquistadores y los reyes nunca han sido físicos prominentes, sino personas que han utilizado lo que tenían a su alcance. Kuin puede ser cualquier persona y estar en cualquier lugar, pero tenemos la certeza de que robará la tecnología y… ¿acaso podemos estar seguros de que no nos la robará a nosotros? También es posible que nosotros seamos los buenos, los que tienen que resolver el enigma. No somos prisioneros, puesto que si así fuera, en estos momentos estaríamos entre rejas. Nos están vigilando, pero a la vez nos están protegiendo.
Eché un vistazo al pasillo para ver si había alguien escuchando nuestra conversación, pero Morris se encontraba en la parte delantera del avión hablando con una azafata y Ray estaba absorto en un libro. —Puedo soportar todo esto hasta cierto punto. Tengo un trabajo bastante bien remunerado en un momento en que hay miles de personas en paro; además, estoy viendo cosas que nunca imaginé que vería —no añadí que estaba alimentado mi propia obsesión por los Cronolitos—. Sin embargo, creo sólo podré soportarlo hasta cierto punto. No puedo prometer…
Que me quedaré contigo para siempre, quería decirle. Que me convertiré en tu acólito, como Ray Mosely. Eso era imposible: el mundo se estaba convirtiendo en un infierno y tenía una hija a la que proteger. Sue me interrumpió con una sonrisa pensativa. —No te preocupes, Scotty. Hoy en día nadie puede prometer nada… porque nadie está seguro de nada. Éste es uno de los lujos de los que hemos sido privados, así que tendremos que aprender a vivir sin él.
Yo había aprendido a vivir en la incertidumbre hacía mucho tiempo, puesto que uno de los requisitos imprescindibles para convivir con un padre esquizofrénico es aprender a tolerar las rarezas. Puedes soportarlas… por lo menos (como le había dicho a Sue), hasta cierto punto. Sin embargo, una vez rebasado ese punto, la locura empieza a derramarse sobre todo aquello que hay a su alrededor. Entonces, accede a tu interior y se acomoda, hasta que llega un momento en que no puedes confiar en nadie, ni siquiera en ti mismo.
El primer control de la Autopista Uno fue el más difícil de superar. Era el punto en el que el EDI estaba obligando a dar media vuelta a los supuestos peregrinos que se sentían atraídos, de forma perversa, por el lugar que debía ser evacuado.
Esta reacción, que había sido catalogada como enfermedad psiquiátrica hacía algunas décadas, se conocía como “el Síndrome de Jerusalén”, porque algunos de los turistas que visitaban esta ciudad se Quedaban tan sobrecogidos por su importancia cultural y mitológica que, sintiéndose identificados, se vestían con túnicas y sandalias y pregonaban sus sermones en el Monte de los Olivos o intentaban sacrificar animales en el Monte del Templo. El hospital psiquiátrico Kfar Shaul había sido inaugurado a principios de siglo para tratar a los pacientes que sufrían este trastorno.
La oleada de incertidumbre generada por los Cronolitos había desencadenado una nueva marea de peregrinos y la evacuación sólo había conseguido estimular su fanatismo. Jerusalén estaba siendo evacuada para garantizar la seguridad de sus habitantes pero, ¿desde cuándo le había importado eso a un fanático? Lentamente, dejamos atrás una hilera de vehículos que, en parte, habían sido abandonados en el control cuando sus conductores se habían negado a dar media vuelta. Había un tráfico continuo de coches de policía, ambulancias y grúas.
Superamos este obstáculo al atardecer y llegamos a uno de los hoteles principales del Monte Scopus cuando el último rayo de sol se desvanecía en el cielo.
Por toda la ciudad había puestos de observación. Además de los nuestros, pude ver bases militares, un puesto de la ONU, las delegaciones de un par de universidades israelíes y la zona que ocuparía la prensa internacional en el Paseo Haas. El Monte Scopus (en hebreo Har Ha T sofim, que significa “inspeccionar”) era una especie de punto estratégico. Éste fue el lugar en el que los romanos levantaron su campamento en el año 70 a.C, poco antes de que comenzara la rebelión judía… y posteriormente fue ocupado por los Cruzados, por razones similares. El espectáculo de la Ciudad Antigua era asombroso pero desalentador. Sobre todo en las zonas palestinas, resultaba obvio que la evacuación no había sido fácil, puesto que el fuego seguía ardiendo en diversos puntos.
Seguí a Sue por el desierto vestíbulo del hotel hasta una suite con habitaciones contiguas situada en la última planta. Éste iba a ser nuestro centro de operaciones. Las cortinas habían sido eliminadas y un equipo de técnicos había colocado instrumentos ópticos y de seguimiento, además de una siniestra hilera de potentes calentadores. La mayor parte de las personas que había en este lugar formaban parte del proyecto de investigación de Sue, pero sólo algunos la conocían personalmente. Fueron muchos los que se aproximaron a ella para estrecharle la mano y, aunque Sue se mostró amable, era obvio que estaba agotada.
Morris nos enseñó nuestras habitaciones privadas y después sugirió que nos reuniéramos en el restaurante del vestíbulo en cuanto hubiéramos tenido la oportunidad de pasar por la ducha y cambiarnos de ropa.
Sue preguntó cómo se las había arreglado el restaurante para continuar abierto durante la evacuación.
—Este hotel no se encuentra dentro de la zona de exclusión primaba —explicó Morris—. Cuenta con el personal mínimo para atendernos, formado exclusivamente por voluntarios, y en la cocina hay un refugio provisto de calefacción.
Permanecí unos minutos en mi habitación, contemplando la ciudad que se acurrucaba, como una manta de piedra, bajo las colinas de Judea. Las calles cercanas estaban desiertas, excepto por las patrullas de seguridad y algunas ambulancias del Hospital Universitario Hadaza, situado a unas calles de distancia, en el Monte Sinaí. Los semáforos, balanceándose con el viento, parecían ángeles paralíticos.
Cuando cruzamos el control, el soldado del EDI que viajaba con nosotros había hecho un comentario interesante: antiguamente, los fanáticos que viajaban a Jerusalén creían ser Jesús que había regresado, o San Juan Bautista, o el primer Mesías, el único verdadero. Sin embargo, últimamente afirmaban ser Küin. Esta ciudad, que ya había sido testigo de una gran cantidad de historia, estaba a punto de presenciar un poco más.
Sue, Morris y Ray me estaban esperando en el inmenso atrio del hotel.
—Mira, Scotty —dijo Morris, señalando los cinco pisos de plantas colgantes—. Es el Jardín de Babilonia.
—Babilonia está bastante más hacia el este —replicó Sue—. Pero, pero sí, lo parece.
Una vez en el restaurante, ocupamos una mesa situada en el extremo opuesto al reservado de vinilo rojo en el que se había congregado el otro grupo de clientes, formado por hombres y mujeres del EDI. Nuestra camarera (la única que había) era una mujer anciana con acento americano que nos comentó que no le inquietaba la evacuación, a pesar de que eso significaba que tendría que quedarse a dormir en el hotel.
—A pesar de lo mucho que solía quejarme del tráfico —añadió—, no me gusta la idea de tener que conducir por esas calles vacías.
A continuación, anunció que el plato principal de aquella noche era pollo con almendras.
—Y eso es todo, a no ser que sean alérgicos o algo así. En ese caso, puede que el cocinero acceda a hacer algún cambio.
Todos aceptamos el pollo y Morris pidió una botella de vino blanco. Pregunté sobre la agenda del día siguiente.
—Aparte del trabajo científico —respondió Morris—, el Ministro de Defensa Israelí nos visitará por la tarde, acompañado de fotógrafos y cámaras. La verdad es que no tiene ninguna importancia, puesto que no estaríamos aquí si el gobierno israelí no tuviera ya toda la información que podíamos proporcionarle. No es más que un numerito para los servicios informativos, pero Ray y Sue tendrán que hacer alguna interpretación para el pueblo llano.
—¿Vamos a darles hielo de Minkowski o retroalimentación? — preguntó Ray.
Morris y yo nos quedamos perplejos.
—No dejes al resto de la gente fuera de la conversación, Ray —dijo Sue—. Es de mala educación. Morris, Scotty, supongo que habéis visto algo de eso en los extractos del congreso. —Yo soy muy lento leyendo —dijo Morris.
—Dedicamos mucho tiempo a traducir las matemáticas al inglés — le reprendió Sue.
—No son más que metáforas —comentó Ray.
—Es importante conseguir que la gente lo comprenda. Que al menos comprenda lo mismo que nosotros, que no es mucho.
—¿Hielo de Minkowski o retroalimentación positiva? —insistió Ray. —Retroalimentación, creo.
—Sigo sin enterarme de nada —comentó Morris. Sue frunció el ceño y puso en orden sus ideas. —Morris, Scotty, ¿sabéis que es la retroalimentación? Parte de mi trabajo con el código de Sue implicaba el uso de la recurrencia y la auto-amplificación, pero ella estaba hablando de algo mucho más general.
—Es lo que sucede cuando te levantas en la sala de actos del instituto para pronunciar el discurso de despedida y los altavoces empiezan a chirriar como un cerdo en un matadero. Sue sonrió.
—Es un buen ejemplo. Describe el proceso, Scotty. —Entre el micrófono y los altavoces hay un amplificador. En ocasiones, empiezan a hablar entre ellos: todo lo que entra por el micrófono sale por los altavoces, a mayor volumen. Si hay algún ruido en el sistema, se forma un bucle.
—Exactamente. El altavoz aumenta cualquier sonido que registre el micrófono, por pequeño que sea; el micrófono lo oye y lo multiplica de nuevo… y así sucesivamente, hasta que el sistema empieza a sonar como un timbre… o a chillar como un cerdo.
—¿Y qué tiene que ver esto con los Cronolitos? —preguntó Morris.
—Porque el tiempo en sí mismo también es una especie de amplificador. ¿Conoces aquel antiguo refrán que dice que una mariposa que revolotea sobre China puede, con el tiempo, provocar una tormenta sobre Ohío? Es un fenómeno llamado “dependencia sensible”. Normalmente, un acontecimiento mayor es un acontecimiento menor que ha sido amplificado a través del tiempo.
—Como esa película en la que un muchacho viaja al pasado y acaba cambiando su propio presente.
—Bueno, Scotty —continuó Sue—. El ejemplo que nos has dado es el de amplificación; sin embargo, cuando Kuin envía un monumento conmemorando una victoria que tendrá lugar dentro de veinte años, lo que está haciendo es colocar frente a frente el micrófono y el altavoz. Está creando un bucle de retroalimentación, un bucle de retroalimentación deliberado. Se amplifica a sí mismo. Nosotros creemos que esa es la razón por la que los Cronolitos están expandiendo su territorio con tanta rapidez. Al marcar sus victorias, Kuin crea la expectativa de que será el ganador, y eso hace que la victoria sea mucho más probable, incluso inevitable. Al igual que la siguiente… y así sucesivamente.
Este terreno me resultaba familiar, puesto que los artículos de Sue y las conjeturas de la prensa popular me habían hecho llegar a esa misma conclusión.
—Tengo un par de preguntas —dije.
—De acuerdo.
—Supongo que la primera es: ¿cómo afecta todo esto a Kuin? ¿Cómo consiguió enviarnos el primer monumento? ¿Al hacerlo, no estaba cambiando su pasado? ¿Acaso ahora hay dos Kuines?
—Tus suposiciones son tan buenas como las mías. Creo que me estás preguntando s¡ comprendemos mejor todo esto a un nivel teórico. Bueno, sí y no. En la medida de lo posible, hemos intentado evitar un modelo de diversos mundos…
—¿Por qué? ¿Acaso esa es la respuesta más sencilla?
—No, simplemente porque tenemos razones para creer que no es cierto. Y si lo fuera, limitaría lo que podemos hacer para solucionar el problema. Sin embargo, la alternativa…
—La alternativa —interrumpió Ray— es que Kuin comete una especie de suicidio cada vez que lo hace.
La camarera nos trajo la comida en un carrito cubierto por una tela de lino; después de servirnos, se alejó de nuevo a la cocina, empujando el carrito vacío. Al otro lado de la sala, los soldados del EDI habían terminado de cenar y estaban empezando con los postres. Me pregunté I si sería ésta la primera vez que comían en el restaurante de un hotel de cuatro estrellas, porque prestaban una gran atención a todo lo que tenían en el plato y hacían comentarios sobre cuánto les hubiera costado si hubiesen tenido que pagar.
—Kuin está cambiando lo que ha sido en el pasado —explicó Sue entre bocado y bocado—. Borrándolo, sustituyéndolo… pero eso no es exactamente un suicidio, ¿no? Imaginad un Kuin hipotético, un jefe militar de algún país lejano que, de alguna forma, ha conseguido M apoderarse de esta tecnología. Decide apretar el interruptor y, de pronto, ya no es tan sólo Kuin, sino el Kuin, la persona que todo el mundo está esperando… a efectos prácticos, se ha convertido en un jodido Mesías. De todas formas, las cosas no han cambiado demasiado para él; puede que haya desaparecido una parte de su historia personal, pero se trata de una pérdida apenas dolorosa, puesto que ha sido glorificado. Ahora tiene a su disposición grandes ejércitos, una gran credibilidad, un futuro brillante. Por otra parte, puede que el puesto del Kuin original haya sido ocupado por alguna persona más ambiciosa que creció envidiándole. En el peor de los casos, eso sería una especie de muerte, pero también podría ser un billete para la gloria. Además, no puedes lamentarte por algo que nunca has tenido, ¿verdad?
—Sea como sea, yo sigo considerando que se trata de un riesgo enorme. Si ya lo has hecho una vez, ¿para qué vas a pulsar el interruptor de nuevo? —pregunté.
—¿Quién sabe? Por ideología, por delirios de grandeza, porque estás cegado por la ambición, por un impulso auto-destructivo… O puede que, simplemente, por necesidad, como último recurso ante un giro militar. También puede ser que en cada ocasión lo haga por una razón diferente. Sea como sea, Kuin se encuentra justo en el centro del bucle de retroalimentación. Él es la señal que genera el ruido.
—Así que un ruido pequeño se convierte en un ruido fuerte —dijo Morris—. Un pedo se convierte en un trueno. Sue asintió con impaciencia.
__Pero el tiempo no es el único factor de amplificación: también están las expectativas y la interacción humana. A las rocas no les importa en absoluto Kuin, ni tampoco a los árboles. Kuin sólo nos importa a nosotros. Los humanos actuamos según lo que esperamos, y cada vez nos resulta más sencillo esperar al Kuin conquistador, al rey-dios Kuin. Sentimos la tentación de rendirnos, de colaborar, de idealizar al vencedor, de formar parte del proceso para no ser castigados.
—¿Estás diciendo que nosotros estamos creando a Kuin? —Nosotros, en concreto, no… pero sí que lo están haciendo las personas en general.
—Eso fue lo que le pasó a mi mujer antes de que nos separáramos — comentó Morris—, Le obsesionaba tanto el hecho de que pudiera decepcionarla que era incapaz de quitarse esa idea de la cabeza. No importaba lo mucho que me esforzara en tranquilizarla, ni que ganara mucho dinero ni que fuera a misa cada domingo. Me tuvo sometido a un periodo de prueba permanente. “Algún día me dejarás”, solía decirme. Si dices algo así con demasiada frecuencia, es bastante posible que tus palabras acaben siendo ciertas.
Morris reflexionó sobre lo que acababa de decir y, sonrojado, apartó la mano de su vaso de vino.
—Expectativas —dijo Sue—. Retroalimcntación. Eso es exactamente. De pronto, Kuin personifica todo aquello que tememos o que deseamos en secreto…
—Y se está aproximando a Jerusalén para nacer —señalé.
Ante aquella idea, la habitación pareció enfriarse. Incluso los alborotadores adolescentes del EDI estaban ahora más callados.
—Bueno —dije—, aunque la explicación no me ha resultado demasiado reconfortante, he podido entenderla. Veamos… ¿qué es el hielo dt Minkowski?
—Una metáfora de un color distinto, pero creo que, por esta noche ya hemos hablado bastante del tema. Tendrás que esperar a mañana Scotty. Ray se lo explicará al Ministro de Defensa.
Sue sonrió con tristeza mientras que Ray se hinchió de orgullo. Después del café nos levantarnos; yo me fui directo a mi habitación.
Estaba marcando el número de teléfono de Janice y Kaitlin cuando el recepcionista me interrumpió para decirme que el ancho de banda estaba al límite de su capacidad y que, por lo menos, tendría que esperar una hora antes de poder efectuar la llamada, así que cogí una cerveza del minibar, apoyé los pies en el alféizar de la ventana y observé una carrera automovilística que se desarrollaba por las oscuras calles de la zona de exclusión. Los focos de la Cúpula de la Roca hacían que la estructura pareciera tan venerable y sólida como su historia; sin embargo, en menos de cuarenta y ocho horas, se alzaría un monumento más grande e impresionante a escasos kilómetros de distancia.
Me levanté a las siete de la mañana, inquieto pero sin hambre. Después de ducharme y vestirme, me pregunté hasta dónde me dejarían llegar los equipos de seguridad sí intentaba hacer un poco de turismo… por ejemplo, pasear alrededor del hotel. Decidí descubrirlo. Delante del ascensor había una elegante pareja de agentes del FBI. Uno de ellos me detuvo y me miró sin expresión alguna.
—¿Adonde va, jefe?
—A desayunar —respondí.
—Antes tiene que enseñarnos su insignia.
—¿Insignia?
—Nadie puede acceder a esta planta ni abandonarla sin una insignia. No necesitaba ninguna asquerosa insignia… o al parecer, sí.
—¿Quién las reparte?
—Tiene que hablar con las personas que le trajeron hasta aquí, jefe. Y no tardé demasiado porque, en aquel instante, Morris Torrance se acercó amia toda prisa y, mientras me daba los buenos días con alegría, me clavó una tarjeta de identificación en la solapa de la camisa.
—Bajaré contigo —dijo.
Ambos hombres se separaron del mismo modo que las puertas del ascensor que custodiaban. Asintieron con la cabeza a Morris y el menos agresivo de los dos me deseó que tuviera un buen día.
—Lo tendré, jefe —respondí.
—No es más que una medida de precaución —comentó Morris mientras bajábamos.
—¿Como lo de acosar a mi padre? ¿Como lo de leer mi historial médico?
Se encogió de hombros.
—¿Sue no te explicó nada de esto?
—Un poco. No eres simplemente su guardaespaldas, ¿verdad?
—Sí que lo soy, entre otras cosas.
—Eres su carcelero.
—Sue no está en la cárcel. Tiene libertad absoluta para ir adonde quiera.
—Siempre y cuando tú estés al corriente. Siempre y cuando alguien pueda vigilarla.
—Es una especie de pacto que hicimos —dijo Morris—. ¿Adonde quieres ir, Scotty? ¿A desayunar?
—Necesito un poco de aire fresco.
—¿Te apetece hacer turismo? ¿Te das cuenta de que es una idea pésima?
—Puedes llamarme curioso.
—Bueno… supongo que podré conseguir un vehículo del EDI con las credenciales adecuadas. Puede que incluso nos dejen acceder a la zona de exclusión, si realmente eso es lo que quieres.
No contesté.
—Tal y como están las cosas —añadió—, si no aceptas mi oferta, mucho me temo que tendrás que quedarte encerrado en el hotel.
—¿Te gusta este tipo de trabajo?
—Si quieres, puedo hablarte sobre él.
Morris cogió prestado un automóvil azul sin ningún distintivo pero con adhesivos de todo tipo pegados en el parabrisas, además de un complejo sistema GPS que se extendía por el salpicadero del lado del pasajero. Mientras nos alejábamos por la calle Lehi, miré (de nuevo) por la ventanilla.
Era otro día lluvioso; las palmeras de la avenida se mecían con el viento. A la luz del día, las calles no estaban vacías: había policías y patrullas del EDI por todas partes y guardias del departamento de defensa civil en las intersecciones principales. Sólo la zona en la que se suponía que aterrizaría el Cronolito había sido completamente evacuada.
Al llegar a la Ciudad Nueva, Morris accedió a la calle Rey David, el núcleo de la zona de exclusión.
La evacuación de una zona urbana principal no sólo consiste en mantener alejadas a las personas… aunque en realidad es exactamente eso, sólo que a una escala imposible. La mayor parte de los daños que provoca un Cronolito son consecuencia de la oleada de frío, del choque térmico. Por ejemplo, en el área circundante a la zona del impacto, cualquier depósito lleno de agua explotaría, y por esta razón, las autoridades municipales habían pedido a los propietarios de los inmuebles que debían ser evacuados que vaciaran las tuberías antes de abandonarlos; también habían despresurizado ¡a zona del impacto para evitar que estallara la depuradora central, a pesar de que esta medida complicaría los trabajos de extinción de incendios… que serían inevitables, puesto que los fluidos volátiles y los gases escaparían de los contenedores, que quedarían debilitados o agrietados por el frío. Los conductos maestros de gas ya estaban cerrados. En teoría, los propietarios debían vaciar las cisternas de los inodoros, purgar todas las tuberías de gas y sacar de la zona todas las bombonas de propano, pero como no había tiempo material para realizar las comprobaciones casa por casa, resultaba imposible garantizar que no se producirían explosiones. Por otra parte, en las proximidades de la zona del impacto, el choque térmico haría que incluso una botella de leche se convirtiera en un artefacto explosivo potencialmente letal.
Guardé silencio mientras pasamos por delante de las tiendas cerradas, cuyos escaparates habían sido recubiertos de cinta adhesiva. Dejamos a tras sombríos rascacielos y el Hotel Rey David, que estaba tan muerto como un cadáver.
—Una ciudad vacía es algo antinatural —comentó Morris—. Algo malvado… no sé si me estoy explicando.
Al llegar a un control redujo la velocidad y saludó con la mano a los soldados mientras examinaban nuestras credenciales.
—¿Sabes, Scotty? La verdad es que no me siento a gusto vigilándoos a ti y a Sue.
—¿Se supone que eso debería reconfortarme?
—Solo te estoy dando conversación. De todas formas, debes admitir que tiene sentido, que es lógico.
—¿Lo es?
—Ya te lo han explicado.
—¿Te refieres a todo eso sobre la coincidencia? ¿Lo que Sue denomina “turbulencia tau”? La verdad es que no sé hasta qué punto debo creerlo.
—Sí, me refiero a eso —respondió Morris—, pero también al punto de vista del Congreso y la Administración. Scotty, hay dos hechos sobre los Cronotitos que son indiscutiblemente ciertos. El primero es que nadie sabe cómo fabricarlos; el segundo, que los conocimientos necesarios se están gestando en algún lugar en este mismo momento. Hemos proporcionado a Sue y a su equipo los medios para descubrir cómo se crea uno de esos monumentos… y puede que ese sea precisamente nuestro error, porque una vez revelado, ese conocimiento podría caer en las manos equivocadas. Quizá, si no hubiéramos decidido abrir la caja de Pandora, nada de esto habría sucedido.
—Eso es lógica circular.
—¿Y crees que por ser circular es errónea? En la situación en la que nos encontramos, ¿cómo te atreves a rechazar una posibilidad simplemente porque no te gusta su silogismo?
Me encogí de hombros.
—No voy a disculparme por haber investigado tu pasado —continuó—. Son cosas que solemos hacer cuando hay una emergencia nacional, como llamar a filas o controlar el suministro de alimentos.
—No sabía que me habíais reclutado.
—Intenta pensar en ello de esta forma.
—¿Y todo esto sólo se debe a que fui a la universidad con Sue Chopra? ¿A que, por casualidad, estuve en la playa de Chumphon?
—Más bien se debe a que todos nosotros estamos unidos por una cuerda que somos incapaces de ver.
—Eso es… muy poético.
Morris condujo en silencio durante un rato. El sol asomó entre las nubes y columnas de luz iluminaron las colinas de Judea.
—Scotty, soy una persona razonable… o al menos, me gusta creerlo. Sigo yendo a misa cada domingo. El hecho de trabajar para el FBI no me convierte en ningún monstruo. ¿Sabes qué es el FBI moderno? Ya no se trata de policías, ladrones, trincheras y toda esa mierda. Durante veinte años, he estado realizando trabajos de oficina en Quántico. Soy experto en tiro y todo eso, pero nunca he utilizado un arma en una situación policial. Tú y yo no somos tan diferentes.
—No tienes ni idea de cómo soy, Morris.
—De acuerdo, tienes razón, pero para poder seguir adelante con mis razonamientos, digamos que ambos somos personas normales. Personalmente, no creo que exista nada más sobrenatural que lo que leemos en la Biblia; yo sólo me creo aquello de que descansó el séptimo día. La gente dice que soy sensato. Incluso aburrido. ¿Consideras que soy aburrido?
No contesté.
—Pero tengo sueños, Scorty —continuó—. La primera vez que vi el Cronolito de Chumphon estaba en Washington viendo la televisión. Lo sorprendente del tema es que lo reconocí… porque lo había visto antes. Lo había visto en sueños. No era nada concreto, no se trataba de una profecía ni de nada que pudiera demostrarle a nadie. Sin embargo, en cuanto lo vi, supe que era algo que iba a formar parte de mi vida. No apartaba los ojos de carretera.
—Estaría bien que esas nubes se hubieran alejado mañana por la noche —comentó—. Así podríamos verlo mejor. —Morris —pregunté—, ¿algo de todo esto es cierto? —Nunca te mentiría. —¿Por qué no?
—Bueno, puede que porque también te reconocí a ti, Scotty. Es decir, en mis sueños. Allí fue donde te vi por primera vez… y estabas con Sue.
Nueve
Al releer estas páginas, tengo la impresión de haber hablado demasiado sobre mí mismo y no lo suficiente sobre Sue Chopra. De todas formas, sólo puedo contar la historia tal y como yo la viví. En mi opinión, Sue estaba obsesionada por su trabajo y cegada por las fuerzas que le habían convertido en una defensora del estado. Me inquietaba que hubiera aceptado esta situación, posiblemente porque yo tenía sus mismas limitaciones y estaba recibiendo idénticas recompensas: podía acceder a los procesadores de última generación y a las mejores incubadoras de códigos, pero estaba siendo investigado y cobrando un salario a cambio de muestras de DNA y orina para la nueva ciencia de la turbulencia tau.
Me había prometido a mí mismo que soportaría todo esto hasta que hubiera financiado la parte que me correspondía de la cirugía de Kaitlin. Después, me alejaría de este lugar. Si los Cronolitos seguían avanzando y la crisis empeoraba, quería estar en casa, cerca de mi hija.
Y en cuanto a Kait… en estos momentos, para ella no podía ser más que un punto de apoyo emociona!, un refugio por si las cosas iban mal con Whit, su padre suplente. Sin embargo, tenía la impresión (puede que tan fuerte y concreta como el sueño de Morris) de que tarde o temprano me necesitaría.
Nos encontrábamos en Jerusalén porque los niveles de radiactividad ambiental anunciaban la llegada de un Cronolito, del mismo modo que los temblores de tierra advierten de la erupción de un volcán. ¿Habría también una turbulencia tau premonitoria, fuera lo que fuera eso? ¿Algún rastro insólito en el aire, una cascada fractal de coincidencias?! Y si así era, ¿sería perceptible? ¿Significativa?
Cuando desperté el miércoles por la mañana, faltaban menos de quince horas para la llegada. La planta del hotel había sido sellada; nadie podía entrar ni salir de ella, excepto los técnicos que se movían entre los monitores de la suite y el despliegue de antenas del tejado. Al parecer, habíamos recibido amenazas de una serie de grupos radicales y anónimos. Nos subieron el desayuno, la comida y la cena desde la cocina siguiendo un horario riguroso.
La ciudad estaba silenciosa y tranquila bajo un polvoriento cielo de color turquesa.
El Ministro de Defensa Israelí ¡legó por la tarde para su sesión de fotos, acompañado de dos fotógrafos de la sección de prensa, tres asesores júnior del ejército y un par de ministros. Los periodistas llevaban cámaras sujetas a los hombros. El Ministro de Defensa, un hombre calvo vestido con ropa militar, escuchó la descripción que hizo Sue del equipo de reconocimiento y prestó atención a la explicación de Ray Mosley sobre el “hielo de Minkowski”… que en mi opinión no era más que una torpe metáfora.
Minkowski fue un físico del siglo veinte que afirmó que el universo podía entenderse como un cubo de cuatro dimensiones. Cualquier acontecimiento puede describirse como un punto en ese espacio de cuatro dimensiones, y la suma de esos puntos es el universo, pasado, presente y futuro.
Ray nos dijo que intentáramos imaginar el cubo de Minkowski como un bloque de agua líquida que se estuviera congelando al revés, es decir, desde la base hacia arriba. El avance de la congelación representaría nuestra experiencia humana en el transcurso del tiempo: lo que está helado es pasado, inmutable e inalterable; lo que está líquido es futuro, indeterminado e incierto… y nosotros vivimos en la frontera que se está cristalizando. Para poder viajar al pasado tendríamos que deshacer (¿o debería decir “descongelar”?) todo un universo. Obviamente, eso era absurdo: ¿qué fuerza sería capaz de invertir el movimiento de los planetas, despertar las estrellas muertas y disolver fetos en el útero? Kuin no había hecho eso, sino algo diferente pero igual de maravilloso. Según nos explicó Ray, un Cronolito es como una aguja al rojo vivo que atraviesa el hielo de Minkowski, de modo que sus efectos, a pesar de ser impresionantes, solo se producen de forma local. Aunque en Chumphon, Tailandia y Asia las consecuencias habían sido extrañas y paradójicas, la Luna seguía girando alrededor de la Tierra, los cometas continuaban moviéndose en sus órbitas inalterables y las estrellas seguían brillando. Yeso significaba que el hielo de Minkowski se había cristalizado de nuevo alrededor de la aguja y que el tiempo volvía a fluir como antes… quizá ligeramente herido, pero substancialmente inalterado.
El Ministro de Defensa aceptó esta explicación con el mismo escepticismo de un clérigo musulmán que se encuentra de visita en el Vaticano. Formuló algunas preguntas, admiró los cristales blindados que habían sustituido a las ventanas del hotel y dedicó unas palabras de aprobación a los hombres y mujeres que se encargaban del funcionamiento de la maquinaria. Después de desearnos que todos aprendiéramos algo útil durante las siguientes horas si, que Dios no lo quisiera, la tragedia tenía lugar, se dirigió hacia el tejado para contemplar el despliegue de antenas, seguido por los fotógrafos que no paraban de beber café en vasos de plástico.
Todo esto sería editado de forma que lograra transmitir al pueblo la tranquilidad del gobierno frente a la crisis.
Pero el hielo de Minkowski se estaba derritiendo invisible e inevitablemente. Las conexiones del hotel seguían estando al máximo de su capacidad debido a la cantidad de instrumentos de intercambio de datos que estaban conectados, pero ese día recibí una llamada. Era Janice. Y me dijo que mi padre había muerto mientras dormía.
En Maryland había estado nevando todo el día y el suelo estaba cubierto por una capa de nieve polvo de unos quince centímetros de espesor. En el mismo instante en que mi padre sufrió la insuficiencia cardiaca, su tarjeta médica envió una señal de alarma al hospital… pero cuando la ambulancia consiguió llegar a su casa, ya era demasiado tarde. Janice se ofreció a hacer los preparativos necesarios mientras yo estaba en el extranjero (puesto que no había más familiares con vida). Accedí y le di las gracias.
—Lo siento, Scotty —dijo—. Sé que era un hombre difícil, pero lo siento mucho.
Intenté sentir su pérdida de un modo significativo. Sin embargo, sólo fui capaz de preguntarme cuántas penurias habría eludido al abandonar la historia en estos momentos.
Morris llamó a mi puerta al anochecer y me acompañó a la suite tecnológica, que estaba bañada en la luz azulada que proyectaban los monitores. Como observadores, Morris y yo quedamos relegados a las sillas que se alineaban contra la pared del fondo, donde nadie nos pudiera pisar. La sala estaba caliente y seca, puesto que los calefactores portátiles ya estaban funcionando al máximo de su capacidad. Los técnicos, que parecían llevar demasiada ropa encima, sudaban frente a sus paneles de control.
El despejado cielo empezaba a oscurecerse. En la ciudad reinaba un silencio preternatural.
—Ya falta poco —susurró Morris. Ésta era la primera vez que se había previsto la llegada de un Cronolito con tanta precisión; de todas formas, los cálculos seguían siendo aproximados y la cuenta atrás, provisional.
—Mantened los ojos bien abiertos —dijo Sue, al pasar delante de nosotros.
—¿Y si no sucede nada? —dijo Morris.
—Entonces el Likkud perderá las elecciones, y nosotros nuestra credibilidad.
Los minutos pasaron. Nos dieron chaquetas acolchadas a todos aquellos que no nos habíamos puesto ropa de abrigo. Morris volvió a salir de las sombras, sudoroso e inquieto.
—Suponemos que el aterrizaje tendrá lugar en el distrito comercial. Se trata de una elección interesante, pues evita la Ciudad Antigua, el Templo de la Montaña.
—Kuin es como César —comenté—. Todo el mundo puede adorar al dios que prefiera, siempre y cuando se incline ante el conquistador.
—Y no sería la primera vez que eso sucede en Jerusalén.
Pero puede que fuera la última. Los Cronolitos habían hecho que despertaran todos los temores apocalípticos que durante el siglo XX se habían centrado en las armas nucleares: la sensación de que la llegada de una nueva tecnología provocaría de nuevo la guerra, la impresión de que el largo desfile de imperios que se alzaban y se desplomaban podía haber llegado a su ciclo final. En estos momentos, resultaba demasiado sencillo creer en estas cosas… al fin y al cabo, el valle de Megiddo se encontraba a escasos kilómetros de aquí.
Nos recordaron que, a pesar de la temperatura, debíamos mantener las chaquetas abrochadas. Para amortiguar el choque térmico, Sue quería que en la habitación hiciera tanto calor como fuéramos capaces de tolerar.
Gracias a los análisis efectuados durante las llegadas previas, nos habíamos hecho una idea de lo que debíamos esperar. Cuando aparecen, los Cronolitos no desplazan el aire ni el lecho de roca, sino que transforman esos materiales y los incorporan en su estructura. La onda expansiva es una consecuencia de lo que Sue denominaba “enfriamiento radial”: alrededor de la piedra de Kuin, el aire se condensa, se solidifica y se precipita hasta el suelo… y durante unas décimas de segundo, sucede algo similar con el aire que lo reemplaza. En un radio ligeramente más amplio, la atmósfera se congela, separando los gases que la constituyen (oxígeno, nitrógeno y dióxido de carbono); y en un radio mucho mayor, el vapor de agua se sedimenta.
La presencia de aguas subterráneas provoca un fenómeno similar en el terreno y el lecho de roca, agrietando la piedra e irradiando una onda expansiva por el suelo.
Todo este aire helado y en movimiento crea células de convección, que provocan fuertes vientos en la zona del impacto y nieblas impredecibles y penetrantes en diversos kilómetros a la redonda.
Y esta era la razón por la que nadie se quejaba del calor ni de que la habitación estuviera sellada.
Los técnicos con batas blancas, que en su mayoría eran estudiantes de postgrado cedidos por la universidad, controlaban las terminales que se alineaban frente a las ventanas. Recibían la telemetría del equipo instalado en el tejado o de los sensores remotos que había en las proximidades de la zona de la llegada. Periódicamente, recitaban números que no tenían ningún significado para mí, pero era obvio que U tensión iba en aumento. Sue paseaba entre estos jóvenes entusiastas como una madre impaciente.
Cuando se detuvo delante de nosotros, me fijé en que llevaba Pantalones vaqueros y una blusa blanca.
—Los niveles van en aumento y están formando unas curvas extremadamente abruptas —explicó—: Sólo faltan un par de minutos para la llegada, muchachos. —¿Deberíamos ponernos gafas o algo así? —No es ninguna bomba de hidrógeno, Morris. No va a dejarte ciego. Dicho esto, se alejó.
Uno de los técnicos de control, una muchacha rubia que no parecía mucho mayor que Kaitlin, se levantó de su asiento y empezó a aproximarse hacia Suecon una sonrisa suplicante en la cara. El contingente de seguridad del EDI la miró con dureza, al igual que Morris.
La muchacha vaciló. Parecía aturdida. Se acercó un poco más y, en un gesto conmovedor y casi infantil, cogió a Sue de la mano.
—¿Cassie? —dijo Sue—. ¿Qué sucede?
—Quería darle… las gracias —la voz de Cassie era tímida pero vehemente. Sue frunció el ceño.
—De nada, pero… ¿por qué?
Pero Cassie ya estaba retrocediendo con la cabeza agachada, como si aquella idea hubiera salido de su mente con la misma rapidez con laque había entrado. Se llevó una mano a la boca.
—¡Oh! ¡Lo siento! Sólo es que… sentía que debía decírselo. No sé en qué estaría pensando…
Se sonrojó.
—Será mejor que ocupes tu asiento —respondió Sue con amabilidad. Estábamos sumergidos en la turbulencia tau. El calor y la tensión eran palpables. Al otro lado de la ventana, el centro de la ciudad parpadeaba bajo un repentino fulgor áureo.
Todo sucedió en cuestión de segundos… pero como el tiempo es elástico, los vivimos como si fueran minutos. Tengo que reconocer que estaba asustado.
La llegada del monumento proporcionó una iluminación secundaria en forma de cortina de colores que cambiaban con rapidez: el azul y el verde dieron paso al rojo y al violeta, que envolvieron la ciudad y nos sumieron en una penumbra espectral.
—Mil novecientos siete minutos —dijo Sue, comprobando su reloj.
_Ya hace frío —me dijo Morris—. ¿Te has dado cuenta?
Era como si la temperatura de la habitación hubiera descendido varios grados. Asentí.
Uno de los hombres del EDI se puso en pie, nervioso, con el dedo en el gatillo de su arma. La luz empezó a desvanecerse con la misma rapidez con la que había llegado; y entonces…
Entonces, el Cronolito había llegado.
Centelleó para revelar su existencia bajo la quebradiza luz de la luna. Se alzaba más allá de la Cúpula de la Roca, era más alto que las colinas, grotescamente inmenso, y estaba cubierto de hielo.
—¡Ha aterrizado! —anunció alguien desde los paneles de control—. La radiación ambiental desciende. Temperatura externa en descenso…
—Sujetaos con fuerza —dijo Sue.
La onda expansiva, rugiendo como un trueno, combó el cristal de la ventana. Casi al instante, la humedad empezó a desprenderse de la atmósfera y el Cronolito se desvaneció en un remolino blanco. A unos kilómetros de distancia, el choque térmico agrietó el hormigón, quebró la madera y, seguramente, destruyó los tejidos de cualquier criatura que hubiera tenido la desgracia de encontrarse en la zona de exclusión (había unas cuantas: perros, gatos, peregrinos y escépticos).
A continuación, la tormenta central irradió una oleada de blancura y la escarcha empezó a ascender por las colinas de Judea como el fuego. Las farolas de la ciudad se fueron apagando a medida que en la red eléctrica se producían cortocircuitos que estallaban en miles de chispas. Las nubes envolvieron el hotel y el fuerte viento empezó a golpear las ventanas. De repente, la sala quedó a oscuras; sólo las luces de los paneles de control parpadeaban como estrellas reflejadas en un estanque.
—Hace un frío de mil demonios —murmuró Morris. Envolví mi cuerpo entre mis brazos para darme calor y vi que Sue Chopra hacía lo mismo mientras se alejaba de la ventana.
El soldado del EDI que se había puesto de pie hacía unos instantes levantó su pistola automática y, tras gritar algo incomprensible bajo el ruido de la tormenta, empezó a dispararnos.
Aquel tipo se llamaba Aaron Weiszack.
No sé mucho sobre él, sólo lo que leí en los periódicos al día siguiente. Y ahora me pregunto: si los periódicos publicaran sus titulares antes de que sucedieran, ¿no estarían librando al mundo de grandes sufrimientos?
Puede que no.
Aaron Weiszack nació en Cleveland, Ohio, pero su familia emigró a Israel en el año 2011. Pasó sus años de adolescencia en el extrarradio de Tel Aviv, donde flirteó con una serie de organizaciones políticas radicales hasta que, en el año 2020, fue llamado a filas. Weiszack estuvo detenido durante las revueltas del Monte del Templo de 2025, aunque poco después fue puesto en libertad sin cargos. A pesar de todo esto, su expediente en el EDI era impecable y ninguno de sus supervisores sabía que estaba afiliado a una facción “latinista” llamada Abraza el Futuro.
Aunque no estaba loco, podía decirse que era una persona desequilibrada. Nadie sabía con certeza cuál fue el motivo de su ataque. Sólo le dio tiempo a apretar dos veces el gatillo antes de ser reducido por los disparos de otro soldado del EDI, una mujer llamada Leah Agnon.
Weiszack murió casi al instante por las lesiones. Sin embargo, no fue la única baja que hubo en aquella habitación.
A menudo pienso que el acto de Aaron Weiszack fue tan funesto como la llegada de Kuin a Jerusalén, puesto que, en cierto modo, nos mostró una imagen más precisa de lo que nos deparaba el futuro.
El último disparo de Weiszack agrietó una de las supuestas ventanas blindadas (revelando que no habían sido fabricadas a prueba de balas) y ésta se vino abajo provocando una lluvia de fragmentos plateados. El gélido viento y la densa niebla se adueñaron de la sala. Me levanté, ensordecido por los disparos y parpadeando como un estúpido, al mismo tiempo que Morris saltaba de su asiento y corría hacia Sue Chopra, que yacía en el suelo, para cubrirla con su cuerpo. Nadie sabía si el ataque había terminado o acababa de empezar. No podía ver a Sue bajo el cuerpo de Morris… no sabía si estaba gravemente herida, pero había sangre por todas partes: la de Weiszack salpicaba la pared y la de los jóvenes técnicos goteaba por los paneles de control. Cogí aire con fuerza y descubrí que podía oír de nuevo. Oía gritos de voces humanas, el rugido del viento. Diminutos granos de hielo entraban en la habitación como metralla, propulsados por los abruptos termoclinos que barrían la ciudad.
Los reclutas del EDÍ rodearon a Weiszack y apuntaron con sus rifles su cuerpo inerte. El contingente del FBI se desplegó para proteger la zona y algunos ayudantes de Sue corrieron hacia sus compañeros heridos para socorrerlos. Decenas de voces pedían ayuda… y por encima de ellas me pareció oír la de Morris. En la sala había un auxiliar médico, pero si no había sido herido, debía de estar sobrecogido por el miedo.
Me tiré al suelo y avancé a rastras hacia Morris. Sue había apoyado la cabeza en su regazo. Estaba herida. Había sangre sobre la moqueta, montones de gotas rojas que humeaban bajo aquel frío brutal. Morris me miró.
—No es grave —intento que sus palabras se oyeran sobre el rugido del viento—. Ayúdame a llevarla al pasillo.
—¡No! —dijo Sue revolviéndose.
Entonces, pude ver una herida que sangraba sin parar en la parte carnosa de su muslo derecho, justo en el punto en el que sus vaqueros habían sido desgarrados por uñábala o por la metralla. Si no había sufrido más lesiones, era cierto que no se encontraba en peligro inmediato.
—Deja que nos ocupemos nosotros de esto —dijo Morris con firmeza.
—¡Hay personas heridas! —los ojos de Sue se precipitaron hacia la hilera de paneles de control, donde estudiantes y técnicos habían quedado paralizados por el terror o se habían desplomado sobre sus asientos—. ¡Dios mío… Cassie!
Cassie, la atractiva estudiante de postgrado, había perdido parte de su cráneo durante el tiroteo.
Entonces, Sue cerró los ojos y la sacamos de aquella gélida sala. Mientras Morris hablaba por teléfono con gravedad, presioné mi mano contra su ensangrentada herida.
Las ambulancias del Hospital Hadassah del Monte Sínaí ya estaban de camino, patinando sobre el hielo que se había aferrado a la calle Lehi.
Los auxiliares médicos convirtieron el vestíbulo en un hospital improvisado, cubriendo las ventanas rotas con mantas térmicas y conectando los radiadores al generador de reserva del hotel. Uno de ellos, que estaba realizando un vendaje de presión sobre la herida de Sue, indicaba a los socorristas que iban llegando al hotel dónde estaban los heridos más graves (algunos habían sido trasladados al vestíbulo mientras que otros permanecían inmovilizados en la planta superior). El EDI y la policía civil acordonaron el edificio mientras las sirenas de las ambulancias sollozaban por toda la ciudad.
—Ha muerto —dijo Sue con tristeza.
Se refería a Cassie, por supuesto.
—Ha muerto… Scotty, tú la viste. Sólo tenía veinte años. Estudiaba el curso de postgrado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Era una muchacha dulce y amable. Se acercó para darme las gracias y minutos después la asesinaron. ¿Qué significa todo esto? ¿Acaso tiene algún significado?
En el exterior, el hielo caía de las cornisas y del tejado del hotel, rompiéndose en pedazos sobre las aceras. La luz de la luna se filtraba por las vidriosas ruinas blancas, perfilando el contorno del Kuin de Jerusalén.
El Kuin de Jerusalén: una columna de cuatro lados que se alza para formar un trono sobre el que se sienta la figura de Kuin.
Kuin contempla con placidez el desierto de Judea, que se extiende más allá de la destruida Cúpula de la Roca. Lleva pantalones y camisa de labrador. Sobre su cabeza descansa una banda que podría ser una modesta corona, bordada con imágenes de lúnulas y hojas de laurel. Su rostro es ceremonioso y regio; sus rasgos, indeterminados.
La inmensa base del monumento se une con la tierra en las ruinas de la Plaza de Sión. La cúspide se eleva a cuatrocientos veinticinco metros de altura.
Segunda parte
LOS HIJOS PERDIDOS
Diez
Ahora, después de releer lo he escrito, me he dado cuenta de lo extraño que debió de ser el fenómeno de los Cronolitos para la generación que alcanzó la mayoría de edad después de la caída de la Unión Soviética. Es decir, para la generación de mi padre… a pesar de que él murió antes de que llegara lo peor.
Era una generación que había observado las dictaduras del tercer mundo sintiéndose más impaciente que ofendida, una generación que consideraba que los palacios y los grandes monumentos eran los abochornantes iconos de una edad anterior… unas casas encantadas que estaban a punto de derrumbarse debido a los fuertes vientos que soplaban desde el Nikkei y el NASDAQ.
La llegada de Kuin cogió a los miembros de esa generación completamente desprevenidos: se tomaron en serio su amenaza pero hicieron oídos sordos a su llamada. Suponían que era posible que un millón de asiáticos desnutridos mostraran su lealtad al nombre de Kuin, pero cuando vieron que sus hijos y nietos también lo aclamaban, perdieron todas las esperanzas.
Los monumentos de Kuin podían parecer mágicos, pero era obvio que predecían y derivaban de las conquistas militares… y una nación bien defendida no podía ser invadida. Entonces, decidieron refugiarse en las armas. La llegada del Kuin de Jerusalén provocó una segunda oleada de inversiones federales para la investigación: se crearon nuevos instrumentos de detección vía satélite, aviones teledirigidos de última generación para el rastreo de misiles, minas inteligentes y robots de guerra y abastecimiento. En el año 2029 se restableció el servid militar y el ejército permanente se incrementó en medio millón de reclutas (hecho que ayudó a disfrazar la crisis económica provocada por el Acuífero de Oglalla, la situación del comercio asiático y el inicio del desastre de la Cuenca de Atchafalaya, que duró diversos años).
Podríamos haber bombardeado a Kuin durante su infancia si alguien hubiera sido capaz de encontrarlo, pero en China meridional y e Sudeste Asiático se vivía una situación de barbarie descontrolada en la que jefes militares, provistos de vehículos todo terreno blindados, se dedicaban a aterrorizar a los famélicos campesinos. Kuin podría haber sido cualquiera de esos tiranos. Muchos de ellos afirmaban serlo, pero probablemente todos mentían. Ni siquiera sabíamos sí Kuin era chino, así que podía encontrarse en cualquier lugar del mundo.
Aunque ahora resulte evidente, en aquel entonces ignorábamos que Kuin era peligroso justamente porque no se había manifestado. No tenía más estrado que sus conquistas y su única ideología era la victoria final. Sin haber prometido nada, lo había prometido todo. Los desposeídos, los privados de derechos y los infelices se sentían identificados con aquel ser que demolería las montañas y elevaría los valles. Y como no había dado la cara, Kuin hablaba con la voz de sus seguidores.
Para la generación que seguía a la mía, Kuin representaba todo aquello que era radicalmente nuevo, la destrucción de anticuadas jerarquías de autoridad y la ascensión de poderes tan fríos y despiadadamente modernos como los Cronolitos.
Es decir: Kuin nos arrebató a nuestros hijos.
Cuando recibí la llamada de Janice (que me contó lo de Kaitlin con la vídeo pantalla en blanco para ocultar las lágrimas), comprendí que tenía que dejar Baltimore… y que debía hacerlo de forma que evitara que Morris Torrance me persiguiese por siete estados.
Y eso no sería fácil, aunque resultaría más sencillo que antes. Antes de la llegada del Cronolito de Jerusalén, Sue Chopra había supervisado la investigación de estos monumentos con la ayuda de una generosa administración federal. Sin embargo, su trabajo se había visto comprometido debido a su devoción por los aspectos puramente teóricos de la teoría de los Cronolitos (la obsesión que sentía por los cálculos de la turbulencia tau difería en gran medida de las cuestiones prácticas de detección y defensa que ansiaba conocer el gobierno) y a su desastrosa aparición en el congreso en junio del año 2028, cuando se negó públicamente a aceptar la teoría del Senador Lazar, que afirmaba que el Cronolito de Jerusalén podía ser una señal del Fin del Mundo (dijo que el Senador no había recibido una formación adecuada y que el concepto de un Apocalipsis inminente era “un mito absurdo que fomentaba el proceso que estábamos intentando contener”. Lazar, un exrrepublicano que con el tiempo se había convertido en sicario del Partido Federal, comentó ofendido que Sue era “una atea refugiada en una torre de marfil, que debía ser destetada del pecho público”).
Aunque Sue era demasiado importante para que prescindieran por completo de ella, dejó de ser la figura central de las investigaciones sobre los Cronolitos. Continuó siendo la principal experta de la nación sobre la turbulencia tau, pero ya no era la imagen que aparecía en los carteles publicitarios.
La parte positiva de todo esto fue que el FBI dejó de interesarse por los peces pequeños como yo, aunque mi expediente permanecía en las catacumbas digitales del Edificio Hoover.
Morris Torrance decidió dimitir de su cargo antes de aceptar una reasignación. Era un verdadero creyente: creía en la divinidad de Jesucristo, en la deidad de Sulamith Chopra y en la veracidad de sus propios sueños… pues la era de los Cronolitos había permitido que este tipo de conversiones fueran posibles. Creo que también estaba un poco enamorado de Sue, aunque (a diferencia de Ray Mosely) nunca se había hecho ilusiones sobre su sexualidad. Continuó siendo su guardaespaldas y jefe de seguridad, aunque ahora recibía un salario mucho menor.
Tanto Sue como Morris querían tenerme cerca de ellos; Sue, porque afirmaba que yo formaba parte del patrón evolutivo de la coincidencia significativa, y Morris, porque creía que yo era importante para Sue. Aunque Morris ya no trabajaba para el gobierno (y, por lo tanto, era discutible que pudiera recurrir a la influencia legal para retenerme), estaba seguro de me seguiría si anunciaba mi marcha… y puede que incluso moviera algunos hilos para impedírmelo. Sabía que Morris me apreciaba, pero también sabía que toda su lealtad era para Sue.
En aquella época, Sue intentaba reconstruir su fragmentado proyecto a través de Internet, compartiendo con un círculo de investigadores todos y cada uno de los datos que el Departamento de Defensa dejaba sin clasificar y profundizando y expandiendo sus conocimientos sobre la turbulencia tau. En febrero del año 2031 perdió la beca del Departamento de Energía y volvieron a reducir los fondos destinados a su investigación; mientras tanto, el dinero fluía copiosamente hacia otros proyectos más atractivos., como el colisionador láser de rayos gamma que se estaba desarrollando en Stanford o los estudios de Materia Exótica que se estaban realizando en Chicago.
Durante toda la mañana estuve despejando un código que había creado para ella; no era más que un trabajo rutinario que se utilizaría en los nodos de búsqueda para realizar sincronizaciones relevantes y que se basaba en un algoritmo de clasificación de nombres que Sue había inventado. Morris entró y salió de la oficina en un par de ocasiones. Estaba más delgado que antes y había envejecido, pero aún conservaba su alegría.
Sue estaba en su despacho. Me detuve junto a su puerta para decirle que me iba. Que me iba a comer. Supongo que notó algo extraño en mi voz.
—¿Va a ser una comida muy larga? ¿Hasta dónde vas a ir, Scotty?
—No muy lejos.
—Todavía no hemos acabado, ya lo sabes.
Puede que se estuviera refiriendo al código que estábamos desarrollando, pero lo dudaba.
La herida de su pierna se había curado hacía años, pero la experiencia de Jerusalén le había dejado otras cicatrices. En una ocasión, Sue me dijo que Jerusalén le había ayudado a darse cuenta de lo peligroso que era su trabajo… que al haberse acercado tanto al centro de la turbulencia tau no sólo había puesto en peligro su vida, sino también la de las personas que le rodeaban.
—Pero supongo que es inevitable —había añadido con tristeza—. Eso es lo peor. Si avanzas por una vía durante demasiado tiempo, lo más seguro es que, tarde o temprano, te acabe atropellando un tren.
Le dije que por la tarde acabaría de pulir el programa. Sue me dedicó una mirada larga y escéptica. —¿Hay algo más que quieras decirme? —De momento, no. —Ya hablaremos. Y como la mayoría de sus profecías, también ésta se haría realidad.
Morris se ofreció a acompañarme durante la comida, pero le dije que tenía que hacer unos recados y que probablemente compraría un bocadillo durante el camino. No sé si sospechó algo, pero no dijo nada.
Cancelé mi cuenta en el banco Zurich American, transferí la mayor parte de mis fondos a una tarjeta de tránsito y me llevé el resto en anticuados billetes. A continuación, di unas vueltas con el coche para asegurarme de que Morris no me estaba siguiendo. Como era mucho más probable que intentara interceptar el localizador del automóvil, cambié mi Chrysler en un concesionario que había en el centro de la ciudad, le dije al vendedor que en el solar no había nada que me gustara y que si le importaría que comprara otro vehículo en alguna de las franquicias. Me dijo que no y que le complacería mostrarme el catálogo virtual. Escogí con indecisión un Volks Edison de polvoriento color azul (posiblemente el automóvil de aspecto más anónimo que se haya fabricado nunca), dejé mi Chrysler en el solar y acepté un viaje de cortesía hasta el otro lado de la ciudad. De cerca, el Volks parecía estar un poco más deteriorado que en la imagen virtual, pero su motor eléctrico era recio y estaba limpio… al menos, a mi entender.
Por supuesto, toda esta estupidez del espionaje amateur dejó un rastro electrónico tan ancho como el Missouri. De todas formas, aunque estaba seguro de que Morris podría seguir los hilos y encontrarme, no lograría hacerlo antes de que hubiera abandonado Baltimore. Al anochecer de aquella cálida tarde de junio me encontraba a más de trescientos kilómetros al oeste, conduciendo con las ventanillas abiertas e ingiriendo antiácidos para aliviar la agitación de mi estómago.
En el punto en el que la autopista cruzaba el río Ohio había un enorme campamento de racionamiento; cientos de tiendas de campaña raídas aleteaban bajo la brisa primaveral y docenas de barriles ardían con furia. La mayoría de las personas que vivían allí oran refugiados de los territorios pobres de Luisiana, trabajadores desempleados de las refinerías y ¡as petroquímicas y campesinos que se habían visto obligados a abandonar sus tierras. A pesar de todos los esfuerzos realizados por d Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos, el barro acumulado en la Cuenca de Atchafalaya había desviado el curso del río Misisipí. Miles de familias habían perdido sus hogares durante las inundaciones de esa primavera que, además, habían provocado el derrumbe de diversos puentes, habían impedido la navegación y habían dejado las carreteras sofocadas de barro. La gente se alineaba a los lados de la carretera para pedir que le llevaran a donde fuera. El autostop se había prohibido hacia más de cincuenta años, así que eran pocos los conductores que se detenían pero a estas personas (en su mayoría hombres) no les importaba estar haciendo algo ilegal. Se alzaban rígidos como espantapájaros, parpadeando ante la luz de los faros.
Deseé que Kait hubiera encontrado un lugar seguro en donde dormir esa noche.
Al llegar a las afueras de Miniápolis— me registré en un motel. El recepcionista, un hombre anciano, abrió los ojos de par en par cuando saqué el dinero de la cartera.
—Si me da eso tendré que ir al banco —refunfuñó.
De modo que le entregué cincuenta dólares más por los inconvenientes y él tuvo la amabilidad de no introducir en el ordenador mi carné de identidad. La habitación que me dio era un cubículo que contenía una cama y una terminal de cortesía, además de una ventana que daba al aparcamiento.
Necesitaba dormir, pero —antes tenía que habla r con Janice.
Fue Whit quien contestó al teléfono.
—Scott —dijo, con cordialidad pero sin alegría. Parecía que él también necesitaba dormir—. Supongo que llamas por Kaitlin. Lamento decirte que no hemos tenido más noticias. La policía cree que todavía se encuentra en la ciudad, así que aún conservamos alguna esperanza. Obviamente, estamos haciendo todo lo que podemos.
—Gracias, Whit, pero necesito hablar con Janice ahora.
—Es tarde. No me gustaría molestarla.
—Será rápido.
—Bueno —Whit se alejó de la terminal. Momentos después apareció Janice. Llevaba puesto el camisón, pero era evidente que estaba bien despierta.
—Scotty. Te he estado llamando, pero no había nadie en casa.
—Cierto. Estoy en la ciudad. ¿Podemos reunimos mañana para hablar de todo esto?
—¿Estás en la ciudad? No era necesario que hicieras un viaje tan largo.
—Yo creo que sí. ¿Janice? ¿Puedes dedicarme algo de tiempo? —puedo acercarme a tu casa, o…?
—No —respondió—. Me reuniré contigo. ¿Dónde estás?
—Prefiero que nos encontremos en otro sitio. ¿Qué tal en aquel pequeño asador de Dukane? ¿Sabes a cuál me refiero?
—Sí, creo que sigue abierto.
—¿Nos vemos a mediodía?
—Mejor a la una.
—Intenta dormir un poco.
—Tú también —vaciló—. Hace ya cuatro días, Scotty. Cuatro noches. Pienso en ella en todo momento.
—Hablaremos mañana.
Once
No es lo mismo ver a una persona por la pantalla del teléfono que verla en carne y hueso. Aunque había hablado con Janice más de media docena de veces durante los dos últimos meses, me costó reconocerla cuando entró por la puerta del asador.
Creo que el cambio se debía a la combinación de prosperidad y temor que transmitía.
A pesar de la crisis económica, a Whit le iban bien las cosas. Janice vestía un traje azul de tweed y una chaqueta visiblemente caros, pero daba la impresión de que había abierto el armario y se había puesto lo primero que había visto, porque llevaba el cuello torcido y los bolsillos desabrochados. Además, tenía los ojos muy rojos y las ojeras muy marcadas.
Tras darnos un abrazo, cordial pero neutral, Janice ocupó la silla que estaba enfrente de la mía.
—No hay noticias —señaló con un dedo su bolso, donde, sin duda alguna, llevaba el teléfono—. La policía dijo que nos llamaría si había alguna novedad.
Pidió una ensalada que ni siquiera tocó y un Margarita que bebió con demasiada impaciencia. Habría sido agradable poder hablar de cualquier otra cosa, pero ambos sabíamos cuál era el motivo de aquel encuentro.
Voy a tener que hacerte pasar por todo esto una vez más. ¿Podrás soportarlo?
—Sí —respondió—. Creo que podré, pero Scott, tienes que decirme qué pretendes hacer.
—¿A qué te refieres?
—A tus intenciones… porque todo esto está en manos de la policía y puedes complicar las cosas si te implicas demasiado.
—Soy su padre. Creo que tengo derecho a saber.
—Por supuesto que tienes derecho a saber, pero no a interferir.
—No tengo ninguna intención de interferir.
Janice esbozó una macilenta sonrisa.
—¿Por qué tengo la impresión de que tus palabras no son en absoluto convincentes?
Empecé a responder, pero me interrumpió.
—No, espera un momento. Quiero darte una cosa.
Cogió un sobre de papel manila de su bolso y me lo entregó. Al abrirlo, encontré una fotografía reciente de Kaítlin, una imagen clara y definida que Janice había impreso en papel brillante.
A los dieciséis años, Kait era una muchacha bastante alta para su edad e indiscutiblemente guapa. El destino la había librado de la maldición del acné juvenil y, a juzgar por la serenidad de su expresión, también de las dificultades de la adolescencia. Su aspecto era sombrío pero saludable.
Durante unos instantes fui incapaz de descubrir qué era lo que me resultaba tan extraño de aquella imagen. Entonces me di cuenta: era su cabello. Kait había recogido su larga melena rubia en una trenza, dejando a la vista sus orejas.
Las dos.
—Esto es lo que le diste, Scott. Quería darte las gracias.
La prótesis del oído interno era invisible, y la cirugía estética, impecable. Genéticamente la oreja no era falsa, sino de Kaitlin, pues se había desarrollado a partir de un cultivo de células. Aunque no había más cicatrices que la pálida línea de sutura, mi hija continuó sintiéndose acomplejada durante los años posteriores a la operación.
—Cuando le sacaron las vendas, la oreja tenía un tono rosado, ¿sabes?, pero era perfecta. Como un capullo de rosa que empieza a abrirse.
Estuve con ella durante la operación, pero no cuando le retiraron los vendajes: coincidió con la crisis de la llegada de Damasco y había tenido que viajar hasta Siria con Sue.
Janice continuó.
—Allí mismo, en el hospital, delante de los doctores y las enfermeras, le dije que era hermosa. Kait levantó la cabeza, como si no estuviera segura de dónde procedía mi voz… ya sabes que lleva cierto tiempo adaptarse. Sin embargo, ¿sabes qué me dijo?
—¿Qué?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Janice.
—Me dijo: “No es necesario que grites”.
Según me contó Janice, los problemas empezaron cuando Kaitlin no regresó a casa después de haber asistido a una reunión de su asociación juvenil.
—¿De qué tipo de asociación se trata?
—No es más que… bueno… —Janice titubeó.
—Si no vamos a ser honestos, esto no tiene ningún sentido — refunfuñé.
—Se trata de la división juvenil de esa organización a la que se ha afiliado Whit. Tienes que comprenderlo, Scott. No están a favor de Kuin; sólo son personas que desean encontrar una alternativa distinta al conflicto armado.
—¡Por el amor de Dios, Janice! —exclamé—, ¿Whit es un Copperhead*? Recientemente, la prensa había recuperado este término ofensivo de la Guerra Civil para referirse a los diversos movimientos kuinistas.
—Nosotros no usamos ese término —replicó Janice bajando la mirada. Por su gesto, entendí que a su marido no le gustaba—. Ya sabes que no estoy metida en política. Ni siquiera Whit… sólo se afilió porque algunos de los miembros del equipo de dirección lo hicieron. Él siempre dice que no tiene ningún sentido prepararse para una guerra que lo más probable es que nunca tengamos que librar.
Ése era el típico razonamiento Copperhead… y resultaba inquietante oírlo en labios de Janice. A pesar de que estas palabras encerraban alguna verdad, también dejaban entrever el desprecio que sentían los kuinisras por la democracia, porque estaban convencidos de que Kuin lograría restablecer el orden en un planeta dividido por demasiadas diferencias económicas, religiosas y ecológicas.
Había seguido los pasos del movimiento Copperhead en la red porque Sue opinaba que era importante y Morris lo consideraba una amenaza potencial. Y lo que había visto no me había gustado nada.
—¿Y arrastró a Kaitlin con él?
—A ella le apetecía ir. AI principio la llevó a las reuniones de los adultos, pero más tarde, Kaitlin empezó a interesarse por la división juvenil.
—¿Así que le dejaste afiliarse… sin más?
Me miró suplicante.
—La verdad es que no vi ninguna razón por la que no pudiera hacerlo. ¡Por el amor de Dios! ¡No se dedicaban a fabricar cócteles molotov ni nada de eso! Sólo hacían cosas sociales: jugaban a béisbol y hacían obras de teatro. Son adolescentes, Scott. Kaitiin estaba conociendo a todas esas personas de su misma edad. Por primera vez en su vida empezaba a tener amigos de verdad. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Encerrarla en casa?
—No he venido a juzgarte.
—De acuerdo.
—Pero quiero que me cuentes la verdad.
Janice suspiró.
—Bueno, supongo que había algunos radicales en el grupo. Ya sabes lo complicado que es evitar ese tipo de cosas. Siempre están hablando de eso en las noticias y en la red… y los jóvenes son especialmente vulnerables. Kait también comentaba cosas de vez en cuando —bajó la voz—. Cuando hablaba de Kuin, nos decía que no debíamos condenar lo que no comprendíamos y cosas similares. Sin embargo, no tenía ni idea de que se lo había tomado con tanta seriedad.
—Fue a una reunión y no regresó.
—No, ni tampoco lo hicieron diez de sus compañeros… casi todos mayores que ella. Al parecer, llevaban varias semanas hablando sobre hacer un peregrinaje… creo que ellos lo llaman haj.
Cerré los ojos.
—Pero la policía nos ha dicho que lo más probable es que todavía se encuentren en la ciudad —se apresuró a añadir—. Suponen que se han reunido con otros radicales en algún edificio abandonado mientras hacen los preparativos y reúnen las provisiones para el viaje. Espero que sea cierto…, pero es terrible.
—¿Has intentando buscarla?
—La policía nos dijo que no lo hiciéramos.
—¿Y Whit?
—Dice que debemos colaborar con la policía. Y eso también va por ti, Scott. —¿Puedes darme el nombre de algún agente de policía con el que pueda hablar?
Sacó su agenda y anotó, a regañadientes y dedicándome amargas miradas, un nombre y un número de teléfono en una servilleta de papel. —También quiero saber el nombre de ese club Copperhead al que pertenece Whit —dije.
Al oir estas palabras dio un respingo. —No quiero que causes problemas. —No es esa mi intención.
—¡Veté a la mierda! ¿Sólo has venido a la ciudad para mostrarme tu… tu desprecio moral?
—Mí hija ha desaparecido. Esa es la única razón por la que estoy aquí. ¿Qué es lo que te da tanto miedo? Ella titubeó antes de responder.
—Kait lleva fuera menos de una semana. Puede que mañana mismo decida regresar a casa. Lo único que quiero creer es que la policía está haciendo todo lo que puede, pero puedo ver esa mirada en tus ojos… y no me gusta nada.
—¿Qué mirada?
—Es como si te estuvieras preparando para llorar su muerte. —Janice…
Golpeó la mesa con la palma de la mano.
—No, Scott. Lo siento. Te agradezco todo lo que has hecho por Kait y sé lo mucho que te has esforzado. Sin embargo, no puedo decirte a qué organización pertenece Whit. Eso pertenece a su vida privada. Ya hornos hablado de todo esto con la policía y, de momento, las cosas se van a quedar así. Así que no me mires con esos… con esos jodidos ojos de funeral.
Me sentía dolido, pero no podía culpar a Janice. Ni siquiera cuando se levantó y avanzó con majestuosidad hacía la soleada calle. Sabía cómo se sentía. Kaitlin estaba en peligro y ella se estaba preguntando qué podría haber hecho mejor, cómo había permitido que sucediera todo esto, cómo era posible que las cosas se hubieran puesto tan negras con tanta rapidez.
Yo llevaba diez años haciéndome esas mismas preguntas pero, para Janice, se trataba de una experiencia nueva.
Después de comer fui hasta Clarion Pharmaceuticals, un gran complejo industrial situado a las afueras de la ciudad, donde empezaban los campos de maíz. Le dije al vigilante que deseaba ver al señor Delahunt y éste pegó una tarjeta bajo el limpiaparabrisas izquierdo de mi coche mientras me explicaba que tenía que recoger un pase de visitante en la entrada principal. Sin embargo, como la seguridad de Clarion era bastante flexible, decidí aparcar y dirigirme hacia una puerta abierta que había cerca de las plataformas de carga. Allí cogí un ascensor que me llevó hasta donde, según el directorio, se encontraba el despacho de Whit.
Pasé por delante de su secretaria como si fuera un empleado más y, entonces, accedí a una madriguera de salas sin puerta en las que diversos hombres y mujeres vestidos con trajes crujientes mantenían conversaciones telefónicas. Encontré a Whitman Delahunt llenando un vaso de agua en el dispensador del estrecho pasillo. Cuando me vio, sus ojos se abrieron de par en par.
Whit estaba tan impecable como siempre. Tenía las sienes un poco más grises y la cintura un poco más ancha, pero lo llevaba bien, incluso le había visto sonreír ligeramente, aunque su sonrisa se había desvanecido en el mismo instante en que me vio. Tiró el vaso de papel a la basura.
—¡Dios mío, Scott! —exclamó—. Podrías haber llamado.
—Pensé que debíamos hablar en persona.
—Por supuesto. Sé por lo que estás pasando pero, aunque no quiero parecer insensible, ahora no es un buen momento.
—Preferiría no tener que esperar.
—Scott, sé razonable. Puede que esta noche…
—Estoy siendo razonable. Mi hija lleva cinco días desaparecida, probablemente durmiendo en la calle. Lamento profundamente que esto interfiera tanto en tu trabajo, Whit, pero es necesario que hablemos ahora.
Dejó escapar un largo suspiro.
—No me gustaría tener que llamar a Seguridad.
—Mientras te lo piensas, ¿por qué no me hablas de ese club Copperhead al que te has afiliado? Sus ojos se abrieron de par en par.
—Cuidado con lo que dices.
—Podríamos discutirlo en privado.
—¡Joder, Scotty! De acuerdo. Sigúeme.
Me llevó al restaurante de dirección. Como el servicio ya se había retirado hasta el día siguiente, la sala estaba desierta y las mesas, relucientes. Nos sentamos en una mesa de madera lacada para hablar como personas civilizadas. Whit se aflojó la corbata.
—Janice me lo advirtió. Dijo que vendrías a la ciudad para complicar las cosas. Creo que deberías ir a hablar con la policía, Scott. Estoy seguro de que les gustará saber qué es lo que te propones.
—Has mencionado ese club Copperhead.
—No, lo has mencionado tú… y por cierto, ¿podrías dejar de utilizar esa palabra tan ofensiva? No es nada de eso. ¡Por el amor de Dios! No es más que un comité de ciudadanos. Sí, puede que hablemos del desarme de vez en cuando, pero también hablamos de la defensa civil. Somos personas normales y corrientes que vamos a misa. No tenemos nada que ver con esos elementos radicales de los que tanto hablan los periódicos. —¿Entonces cómo debería llamarlo?
—Somos… somos el Comité de las Ciudades Gemelas por una Paz con Honor —parecía avergonzado—. Tienes que comprender que hay demasiadas cosas en juego. Los muchachos tienen razón, Scott: la propaganda militar está distorsionando la economía; además, asumiendo que Kuin constituya realmente una amenaza para los Estados Unidos… algo que aún se tendría que demostrar, no existe ninguna prueba de que las pistolas y las bombas nos ayuden a vencerlo. Nosotros rebatimos la creencia generalizada de que…
—No necesito que me recites vuestro manifiesto, Whit. ¿Qué tipo de personas forman parte de ese comité?
—Personas prominentes.
—¿Cuántas?
Volvió a sonrojarse.
—Aproximadamente treinta.
—¿Y fuiste tú quien iniciaste a Kait en el grupo juvenil?
—En absoluto. Los jóvenes se toman estos temas con mucha más seriedad que nosotros… es decir, que la gente de nuestra generación, porque ellos no son cínicos. Kaitlin es el ejemplo perfecto: tras asistir a una reunión, llegó a casa hablando de todas las cosas que podría hacer un líder como Kuin si no estuviéramos enfrentándonos a él en todo momento. Dijo que en vez de obcecarnos en luchar contra un hombre que es capaz de controlar el tiempo, deberíamos intentar convertir el futuro en un lugar funcional.
—¿Hablaste con ella de todo esto?
—No la adoctriné, si es eso lo que estás insinuando, pero respeté sus ideas.
—Y si no me equivoco, ella estaba de acuerdo con los radicales, ¿verdad?
Whit se revolvió sobre su asiento.
—No considero que sean radicales. Conozco a alguno de esos chavales. Puede que rebasen un poco el límite, pero se trata de entusiasmo, no de fanatismo.
—No se les ha vuelto a ver desde el sábado.
—Mis sentimientos me dicen que están bien. En ocasiones suceden este tipo de cosas. Los muchachos tiran sus tarjetas GPS, cogen un coche y se van a algún lugar durante unos días. Aunque eso no está bien, tampoco sería la primera vez que sucede. Lamento que Kaitlin se haya dejado tentar por una serie de manzanas agrias, Scott, pero la adolescencia siempre ha sido una etapa difícil.
—¿Sabes si teman planeado hacer un haj?
—¿Disculpa?
—Un haj. Janice utilizó esta palabra.
—No tendría que haberlo hecho. También lo desaprobamos— Un haj es un peregrinaje a La Meca, pero cuando los jóvenes utilizan esa palabra, se refieren a hacer un viaje para ver una piedra de Kuin o ir hasta algún lugar en donde se supone que va a aterrizar.
—¿Crees que es eso lo que tenían en mente?
—No tengo ni idea, pero lo dudo. Es imposible ir en coche hasta Madras o Tokio.
—Así que no estás preocupado.
Giró la cabeza y, por un instante, pensé que iba a escupir.
—Estás siendo cruel. Por supuesto que estoy preocupado. El mundo se ha convertido en un lugar peligroso… demasiado peligroso. Me aterroriza pensaren lo que podría sucederle a Kaitlin… y esa es la razón por la que no deseo interferir en el trabajo de la policía. Y, por cierto, te sugiero que hagas lo mismo.
—Gracias, Whit —respondí.
—No pongas peor las cosas de lo que están.
—No veo cómo podría hacerlo.
—Habla con la policía. En serio. O deja que hable yo con ella en tu nombre.
Whit había recuperado la compostura. Me levanté; no me apetecía seguir escuchando más sermones sobre mi hija, al menos de este hombre. Mientras abandonaba la sala, Whit se quedó sentado en la silla como un principito ofendido.
Llamé a Janice desde el coche. Quería hablar con ella una vez más antes de que lo hiciera su marido.
Los duros tiempos que vivíamos habían cambiado la ciudad. Las ventanas y los escaparates estaban enrejados o tapiados, las boutiques se habían convertido en tiendas de saldos y en las fachadas de iglesias podían leerse nombres oscuros. Además, debido a la huelga de basureros, en las aceras se acumulaban las bolsas de la basura.
Por teléfono, le dije a Janice que había hablado con Whit.
—¿Tenías que hacerlo, verdad? Justo cuando pensaba que las cosas no podían ir peor.
En su voz había un tono que no me gustó.
—Janice… ¿Te da miedo Whit?
—Por supuesto que no, por lo menos físicamente. ¿Pero qué haremos si se queda sin trabajo? ¿Qué sería de nosotros? No entiendes nada, Scotty. Gran parte de lo que hace es sólo… Para poder seguir adelante, tiene que cooperar. Ya sabes a qué me refiero.
—En estos momentos, Kaittin es lo único que me importa.
—Tampoco estoy segura de que le estés haciendo ningún bien a ella — suspiró—. La policía me habló de una asociación de padres. Podrías ir a echar un vistazo.
—¿Una asociación de padres?
—Padres cuyos hijos han huido. Suelen ser chavales con ideales kuinistas. Padres haj, por decirlo de alguna forma.
—Lo último que estoy buscando es un grupo de apoyo.
—Podrías comparar notas, ver lo que están haciendo otras personas.
Lo dudaba. De todas formas, copié en la agenda la dirección que me dio Janice.
—Mientras tanto —añadió—, me disculparé con Whit de tu parte.
—¿Acaso él ha pedido disculpas por haber metido a Kait en ese club?
—Eso no es asunto tuyo, Scott.
Doce
Aproximadamente un mes después de la llegada del Cronolito de Jerusalén, acudí a la consulta de un doctor y mantuve una larga charla con él sobre genética y locura.
Había empezado a pensar que podía haber una parte personal en la lógica de correlación de Sue. Ella consideraba que nuestras expectativas moldeaban el futuro y que aquellos que habíamos sido expuestos a una turbulencia tau extrema podíamos ejercer más influencia que la mayoría de personas.
Después de asumir que el mundo entero estaba sufriendo un ataque de locura, empecé a preguntarme si yo mismo habría contribuido desde lo más profundo de mi psique familiar. ¿Acaso había heredado de mi madre una secuencia genética defectuosa? ¿Había sido mi propia demencia latente la que había llenado de balas y cristales la suite de aquel hotel del Monte Scopus?
El médico me sacó muestras de sangre y accedió a buscar en mis genes cualquier marca que pudiera sugerir el inicio de una esquizofrenia tardía, aunque me advirtió que no sería sencillo porque, aunque genéticamente era susceptible a padecerla, la esquizofrenia no era un trastorno estrictamente heredable. No realizaban parches genéticos para evitarla porque, al parecer, eran ciertos efectos ambientales complejos los que desencadenaban la enfermedad. Por todas estas razones, lo máximo que podría decirme era si podía haber heredado una tendencia a la esquizofrenia tardía (es decir, que sólo podía darme una información prácticamente irrelevante y carente de valor de predicción).
Volví a pensar en todo eso cuando le pedí a la terminal del motel que me mostrara un mapa del mundo en el que estuvieran marcados todos los lugares en los que había algún Cronolito. Si el mundo sufría locura, estos eran sus síntomas: Asia, repleta depuntos rojos, se estaba disolviendo en una febril anarquía, aunque el frágil gobierno de Japón seguía resistiendo en aquellos lugares en los que la coalición gobernante había sobrevivido a un plebiscito. Lo mismo sucedía en Pekín, pero no en las zonas rurales de China ni en las que se encontraban alejadas de la costa. El subcontinente indio estaba repleto de marcas de aterrizajes, al igual que Oriente Medio, donde no sólo estaban los Cronolitos de Damasco y Jerusalén, sino también los de Bagdad, Teherán y Estambul. Aunque Europa estaba libre de las manifestaciones físicas del kuinismo (que de momento se habían quedado encalladas en Bósforo), no había sucedido lo mismo en la política: tanto en París como en Bruselas se sucedían las revueltas callejeras masivas promovidas por facciones “kuinistas” rivales. El norte de África había soportado cinco llegadas desastrosas; el mes pasado, por ejemplo, un pequeño Cronolito había eliminado del mapa la ciudad ecuatorial de Kinshasa. El planeta estaba enfermo, agonizaba.
Borré el mapa de la pantalla y marqué uno de los números de teléfono que Janice me había dado: el de un teniente de policía llamado Ramone Dudley. Su interfaz me dijo que no podía atenderme en esos momentos, pero que mi llamada había quedado registrada y que me respondería con la mayor brevedad posible.
Mientras esperaba, decidí marcar el teléfono del “grupo de apoyo”, que resultó ser la terminal del hogar de una mujer de mediana edad llamada Regina Lee. Al verla en albornoz y con el cabello empapado, le pedí disculpas por haberla sacado de la ducha.
—No pasa nada… a no ser que me esté llamado de aquella puta agencia del cobrador del frac —respondió. Su voz tenía un contralto sureño tan sombrío como su semblante—. Disculpe mi francés.
Le expliqué que Kaitlin había desaparecido.
—Sí —dijo—. De hecho, conozco la historia. Un par de padres acaban de unirse a nosotros debido a ese incidente… bueno, la verdad es que son madres. Los padres suelen resistirse al tipo de ayuda que ofrecemos, aunque desconozco la razón. De todas formas, usted no parece formar parte de ese clan de tozudos.
—No estaba aquí cuando Kaitlin desapareció. Le hablé de Janice y Whit. —Así que usted es un padre ausente.
—pero no por elección, señora Sadler. ¿Podría responderme con franqueza a una pregunta?
—Me gusta ser sincera. Y por cierto, todo el mundo me llama Regina.
—Tengo algo que ganar reuniéndome con esas personas? ¿Con eso conseguiré que mi hija regrese a casa?
—No, no puedo prometérselo. Nuestro grupo se creó con otro propósito. Sólo intentamos salvarnos a nosotros mismos. Muchos padres que se encuentran en esta situación se desesperan, pero el hecho de poder compartir sus sentimientos con otras personas que están pasando por lo mismo les ayuda a seguir adelante. Supongo que ahora mismo se estará diciendo para sus adentros que no necesita toda esta mierda sensiblera. Puede que usted no, pero algunos de nosotros la necesitamos… y no nos avergonzamos de ello.
—Ya veo.
—Puedo decirle que varios miembros del grupo han contratado detectives privados, rastreadores, desprogramadores y todo eso, y que comparan sus notas y comparten la información. Sin embargo, para ser franca con usted, debo decirle que tengo muy poca fe en dichas actividades… y los resultados que he visto de momento sólo demuestran que tengo razón.
Le dije que me gustaría hablar con esas personas, aunque sólo fuera para aprender de sus errores.
—Bueno, podría asistir a la reunión que celebraremos esta noche…— me dio la dirección de un salón parroquial—. Si aparece por aquí, podrá conversar con ellos. De todas formas, ¿podría pedirle algo a cambio? No venga aquí como un escéptico; hágalo con la mente bien abierta. Usted parece estar demasiado calmado y sereno, pero sé perfectamente por lo que está pasando. Por experiencia sé lo sencillo que resulta aferrarse a una pajita cuando un ser querido está en peligro. Y no se equivoque, señor: su hija Kaitlin está en peligro.
—Lo sé, señora Sadler.
—Una cosa es saberlo y otra asumirlo —miró por encima de su hombro, quizá a un reloj—.Tengo que arreglarme, pero me alegraría verle esta tarde.
—Gracias.
—Rezaré para que su historia tenga un buen final, señor Warden.
Volví a darle las gracias.
La reunión se celebró en el salón parroquial de la iglesia presbiteriana de un barrio que, antes de sumirse en la más absoluta pobreza, había sido obrero. Regina Lee Sadler, que llevaba un vestido de flores, se movía con elegancia por la tarima con un anticuado micrófono que se balanceaba delante de sus labios. Al natural, parecía más fuerte y unos diez kilos más pesada que en la pantalla de vídeo. Me pregunte si sería lo bastante presumida como para haber instalado un dispositivo de adelgazamiento en su interfaz.
No me presenté, sino que me deslicé silenciosamente hasta el fondo de la sala. Aunque no se trataba exactamente de una reunión de un grupo de terapia, lo parecía. Los cinco miembros nuevos se presentaron y contaron sus problemas. Cuatro de ellos llevaban un mes sin ver a sus hijos, que se habían unido a facciones kuinistas o habían realizado un haj. La última en hablar fue una mujer que nos explicó que su hija llevaba más de un año desaparecida y que lo único que deseaba era un lugar donde poder compartir su dolor. Repitió varias veces que no había perdido ¡a esperanza, pero que estaba muy, muy cansada y que sólo quería desahogarse para ser capaz de dormir, aunque sólo fuera por una noche. Hubo un enmudecido aplauso cargado de compasión. Entonces, Regina Lee se levantó y leyó una página impresa de noticias y actualizaciones: muchachos que habían sido rescatados, rumores sobre nuevos movimientos kuinistas en el sudoeste, un camión repleto de peregrinos menores de edad que había sido interceptado en la frontera mejicana. Tomé nota.
A continuación, los asistentes se dividieron en “grupos de trabajo” para debatir diferentes estrategias con las que hacer frente a la situación. Yo opté por deslízarme silenciosamente hacia la puerta.
Habría regresado al motel si no hubiera visto a la mujer que estaba sentada en los escalones de la iglesia, fumando un cigarrillo.
Por su aspecto, supuse que ambos teníamos la misma edad. Su expresión, aunque fatigada, parecía juiciosa y centrada, y su corto cabello brillaba bajo la luz de las farolas. Cuando me miró, vi que tenía los ojos Henos de lágrimas.
—Lo siento —dijo, apagando al instante el cigarrillo.
Le dije que no era necesario. Según un decreto reciente, estaba prohibido comprar productos de tabaco sin un certificado de adicción y una receta, pero yo me consideraba una persona liberal, porque había crecido en la época en la que el tabaco era legal.
—¿Ya ha tenido suficiente? —me preguntó, señalando con una mano la puerta de la iglesia.
—De momento —respondí.
Ella asintió.
—Regina Lee hace mucho bien a esas personas, y Dios sabe que su trabajo es importante. Sin embargo, yo no necesito lo que me está ofreciendo… por lo menos, no lo creo.
Nos presentamos. Se llamaba Ashlee Mills y su hijo era Adam, un muchacho de dieciocho años que estaba profundamente involucrado en la red kulnista local. Llevaba seis días desaparecido, los mismos que Kaitlin, así que comparamos nuestras notas. Adam se había afiliado a la rama juvenil de la asociación de Whit Delahunt y era miembro de una serie de organizaciones radicales. Era muy probable que ambos se conocieran.
—Es una coincidencia —dijo Ashlee.
Le dije que no, que no existían las coincidencias.
Seguíamos hablando cuando la reunión de Regina Lee finalizó y la gente empezó a amontonarse a nuestro alrededor, en las escaleras de la iglesia. Le propuse que fuéramos a tomar un café a algún lugar cercano… puesto que ella vivía en aquel barrio.
Me dedicó una mirada reflexiva, franca aunque algo intimidante. Tuve la impresión de que se sentía defraudada con los hombres.
—De acuerdo —respondió instantes después—. Cerca de la farmacia, justo a la vuelta de la esquina, hay una cafetería que está toda la noche abierta.
Fuimos hasta allí.
Era obvio que Ashlee no tenía mucho dinero. La falda y la blusa que llevaba parecían haber sido compradas en tiendas benéficas y, aunque estaban bien cuidadas, hacía tiempo que habían dejado de ser nuevas. De todas formas, lucía su ropa con una dignidad innata. En cuanto llegamos al restaurante, se puso a contar las monedas de dólar que llevaba encima para pagar el café, pero le dije que la idea había sido mía y que, por lo tanto, me tocaba pagar a mí. Cuando dejé mi tarjeta sobre el mostrador me dedicó otra larga mirada pero asintió. Encontramos una mesa en una esquina tranquila, lejos de los ruidosos paneles del vídeo.
—Supongo que querrá que le hable de mi hijo.
Asentí.
—Pero ahora no estamos en uno de los grupos de trabajo de Regina Lee. Lo único que quiero saber es cómo puedo ayudar a mi hija.
—No puedo prometerle nada, señor Warden.
—Todo el mundo me dice lo mismo.
—Y lamento decirle que tienen razón. Al menos, según mi experiencia.
Ashlee había nacido y crecido al sur de California, pero se había trasladado a Miniápoiis para trabajar como recepcionista médica en la consulta de su tío, un podólogo que había muerto de un aneurisma hacía algunos años. Un día apareció en la consulta Tucker Kellog, un programador informático con el que se casó a los veinte años. Tucker se había ido de casa cuando Adam tenía cinco años y, desde entonces, no había vuelto a verlo. Ashlee pidió el divorcio y, aunque podría haber reclamado la manutención de su hijo, prefirió no hacerlo. Según me dijo, se sentía mucho mejor teniendo a Tucker alejado de su vida. Hacía diez años que había recuperado su nombre de soltera.
Ashlee amaba a su hijo Adam, pero reconoció que criarlo había sido una dura experiencia.
—La verdad, señor Warden, es que en ocasiones me desesperaba. Incluso cuando era pequeño me costaba sudores conseguir que fuera al colegio. Supongo que a ningún niño le gusta ir a la escuela, pero así como los demás se sienten obligados a hacerlo, ya sea por su sentido del deber o por temor a las represalias, con Adam era imposible. No le importaba que le castigaran ni le avergonzaba que sus compañeros supieran más cosas que él.
Adam había acudido a la consulta de diversos psicólogos, había participado en varios programas de aprendizaje, había asistido a centros de enseñanza especial y había tenido que presentarse, en alguna ocasión, ante el Tribunal de Menores. Sin embargo, era un chico inteligente.
—Adam lee constantemente… y no sólo cuentos. Además, para sobrevivir en la calle se necesita cierta inteligencia. La verdad es que Adam es un muchacho muy listo.
Cuando Ashlee hablaba de su hijo, su expresión reflejaba una mezcla de orgullo, culpabilidad y aprensión… y en ocasiones, las tres cosas a la vez. Sus grandes ojos miraban de un lado a otro sin cesar, como si temiera que alguien escuchara nuestra conversación. Estuvo jugueteando con su servilleta, doblándola y desdoblándola una y otra vez hasta que la rompió en alargadas tiras que dejó sobre la mesa como si fueran malogradas obras de origami.
—Se escapó de casa cuando tenía doce años, pero eso no tuvo nada que ver con el tema de los Copperhead. No tengo ni idea de lo que piensa Adam sobre Kuin. Supongo que es consciente de que está destruyendo ciudades y arruinando nuestras vidas; sin embargo, se que le fascina. Cuando hablan de Kuin en las noticias, su mirada me espeluzna —inclinó la cabeza—. Me cuesta decir esto, pero creo que Adam está deslumbrado por su poder destructor. Creo que le encantaría ser él… poder levantar el pie y destruir todo aquello que odia. En mi opinión, todas eso que dicen sobre una nueva forma de gobierno mundial no son más que simples adornos.
—¿Adam le habló en alguna ocasión sobre Kaitlin o el grupo? Ashlee sonrió con tristeza.
—Eso es una pregunta y media. ¿Alguna vez Kaitlin le habló a usted sobre este tema?
—Solíamos conversar, pero nunca me habló de política.
—Pues considérese afortunado. Adam nunca me hizo ninguna confidencia. De ningún tipo. He tenido que aprender todo lo que sé de mi hijo observándolo. Discúlpeme, creo que necesito otro café.
Supuse que lo único que necesitaba era otro cigarro. Se detuvo en el mostrador, le pidió al dependiente un café doble y, a continuación, se retiró al baño. Cuando salió, parecía estar más tranquila. Creo que el camarero notó el olor de tabaco cuando Ashlee se acercó a él para recoger el café porque, después de mirarla con dureza, puso los ojos en blanco.
Volvió a sentarse, dejando escapar un largo suspiro.
—No, Adam nunca me ha hablado de sus reuniones. Tiene diecisiete años, pero como ya le he dicho antes, es muy astuto y maneja sus asuntos con sumo cuidado. Sin embargo, de vez en cuando conseguía enterarme de algo. Sé que se unió a uno de los clubes Copperhead de las afueras y, durante un tiempo, pensé que sería bueno para él. Frecuentaba a personas que tenían cierta formación, perspectivas… ya sabe. Supongo que abrigaba la esperanza de que haría amigos y que, quizá, llegaría a ser algo, que podría disfrutar de ciertas oportunidades cuando acabara todo este jodido viaje en el tiempo. Disculpe mi lenguaje. Imaginaba que conocería a alguna chica o que el padre de alguien le ofrecería trabajo.
Recordé las quejas de Janice: ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Encerrarla en casa?
Era obvio que nunca había imaginado que su hija podía estar acompañada por algún muchacho como Adam Mills.
—Sin embargo, cambié de opinión cuando oí una de sus conversaciones telefónicas. Estaba hablando sobre esas personas… y lamento decirle que entre ellas debía de estar su hija Kait. Sus palabras eran crueles, despectivas. Dijo que el grupo estaba lleno de… —agachó la cabeza, avergonzada—. Lleno de “vírgenes inmaculadas”.
Supongo que advirtió mi reacción, porque levantó la barbilla y se puso a la defensiva.
—Quiero a mi hijo, señor Warden. No me hago ilusiones de ningún tipo sobre la clase de persona que es… o que será, si no cambia radicalmente. Adam tiene problemas serios, muy serios. Pero es mi hijo y le quiero.
—Y lo respeto —le dije.
—Eso espero.
—Ambos han desaparecido. Eso es lo único que debería importarnos en estos momentos.
Ashlee frunció el ceño. Puede que no estuviera dispuesta a incluirse en el pronombre, pues estaba acostumbrada a solucionar sus problemas a su modo. Esa era la razón por la que había decidido abandonar la reunión de Regina Lee.
Pero yo también me había ido.
—Espero que no haya hablado conmigo sólo para sonsacarme, señor Warden. Me sentiría muy molesta.
—No se trata de eso.
—Porque me gustaría pedirle su número de teléfono para que pudiéramos mantenernos en contacto si tenemos noticias de Adam y Kait. Aunque no lo sé con certeza, tengo la impresión de que están realizármelo un estúpido peregrinaje, aunque sólo Dios sabe adonde habrán ido. Lo más probable es que estén juntos, y por eso creo que deberíamos mantenernos en contacto. Pero no quiero que me malinterprete.
Le di el número de mi terminal portátil y ella el de su casa.
—Supongo que sólo le he dado malas noticias —dijo en cuanto terminó su café.
—En absoluto —respondí.
Se levantó.
—Bueno, me alegro de haberle conocido —dio medía vuelta y se dirigió hacia la puerta. Seguí mirándola por la ventana. Ashlee recorrió media manzana bajo la luz de las farolas, se detuvo en un portal junto al que había un restaurante chino y sacó una llave de su bolsillo. Un apartamento sobre un restaurante. Imaginé que tendría un sofá raído y, quizá, un gato. Una rosa en una botella de vino o un póster enmarcado en la pared. Un hogar en el que reverberaba la ausencia de su hijo.
Ramone Dudley, el teniente de policía que estaba al mando de departamento local de personas desaparecidas, accedió a recibirme en su oficina al día siguiente. La reunión fue breve.
Dudley era un policía saturado de trabajo de oficina que había tenido que dar las mismas malas noticias en demasiadas ocasiones.
—Esos chicos —era evidente que en su mente no eran más que una masa homogénea— no tienen ningún futuro y lo saben. Y lo peor de todo es que es cierto. Todo el mundo sabe que la economía se está desplomando. No tenemos nada que ofrecerles. Lo único que oyen sobre el futuro es Kuin, Kuin y sólo Kuin. El maldito Kuin. Según los fundamentalistas, Kuin es el Anticristo, así que lo único que podemos hacer es rezar; Washington está reclutando muchachos para una guerra que puede que nunca tengamos que librar y los Copperhead opinan que Kuin no nos hará tanto daño sí nos inclinamos ante él con educación. La verdad es que nuestros hijos no tienen demasiadas opciones. Y también está toda esa mierda que escuchan en las canciones o aprenden en esos chats encriptados.
El Teniente Dudley culpaba a mi generación de todo esto. Debido M su trabajo, debía de haber conocido a cientos de padres inadecuados y por su forma de mirarme deduje que estaba convencido de que yo era uno más.
—Respecto a Kaitlin… —comenté.
Cogió un expediente de su escritorio y me leyó el contenido. No hubo sorpresas. Ocho jóvenes, todos ellos afiliados a la rama juvenil del club de Whitman, no habían regresado a casa después de una reunión. Los amigos y los padres de los desaparecidos habían sido sometidos a un intenso interrogatorio.
—Con la única excepción de usted, señor Warden. Estaba esperando su visita.
—Supongo que Whit Delahunt le habló de mí.
—Le mencionó de pasada cuando le entrevistamos, pero la verdad es que no fue él. Recibí la llamada de un colega retirado. Morris Torrance.
Había sido rápido… pero Morris siempre había sido muy diligente en su trabajo.
—¿Qué le dijo?
—Que cooperara con usted en la medida de lo posible. Eso es todo, en lo que a mí respecta. No tengo muchas más cosas que contarle, a no ser que quiera hacerme alguna pregunta. Ah, también me pidió otra cosa.
—¿Qué?
—Que le dijera que se ponga en contacto con él. Me dijo que lamentaba lo de Kaitlin y que, quizá, él podría ayudarle.
Trece
Quizá debería haber aprovechado la terapia de grupo de Regina Lee para reconocer el miedo que sentía por Kaitlin… el miedo y la sensación de pesar que se sedimentaba en mi conciencia cada vez que cerraba los ojos. Pero no era mi estilo. De pequeño había aprendido a parecer calmado ante el desastre, a mantener la ansiedad encerrada en mi interior, como si fuera un sucio secreto.
Pensaba constantemente en mi hija. En mi mente seguía siendo la Kaitlin de Chumphon, una niñita de cinco años tan intrépida como curiosa. Los niños muestran su naturaleza como si de ropa de brillantes colores se tratara, y por eso sus mentiras son tan transparentes. Los humanos aprendemos el arte de la hipocresía durante la edad adulta. Yo había vivido con Kaitlin sus años de infancia y nunca había olvidado la vulnerabilidad de su corazón; esa era la razón por laque me resultaba tan doloroso imaginar dónde podía haber ido, y con quién. La necesidad más fundamental de un padre es la de alimentar y proteger… y cuando un padre se lamenta por un hijo, está reconociendo su impotencia. Es imposible proteger a un ser que descansa bajo tierra. No puedes envolver su tumba con una manta.
Pasé gran parte de aquellas noches despierto, mirando por la ventana del motel y bebiendo cerveza y coca-cola light (y orinando cada media hora), hasta que el sueño me invadía como una ola densa y pegajosa. Tenía pesadillas caóticas e inútiles y cuando al fin me despertaba ante la brutal ironía de la primavera, bajo la luz del sol en un infinito cielo azul, era como despertar de un sueño dentro de otro.
Suponía que no volvería a hablar con Aslilee Mills, pero diez días después de la desaparición de Kai tlin, me llamó por teléfono. Su voz era seria y fue directa al grano.
—Voy a reunirme con un hombre que podría saber algo sobre Adam y Kaitlin… pero no quiero ir sola.
—Esta tarde estoy libre —comenté.
—Trabaja por las noches… aunque no sé si se puede llamar “trabajo” a lo que hace. Puede que no sea agradable.
—¿Qué es? ¿Un chulo?
—No —respondió—. Una especie de camello.
Había pasado gran parte de la semana anterior navegando por la red, buscando información sobre el movimiento kuinísta y el fenómeno de las “juventudes haj” e infiltrándome en sus salas de chat ocultas.
Descubrí que no existía ningún movimiento kuinista unificado. Al carecer de un Kuinde carne y hueso, el “movimiento” en sino era más que un conjunto de ideologías utópicas y cultos casi religiosos que competían entre sí por el título. El único punto que tenían en común era que todos ellos veneraban y adoraban a los Cronolitos. Los jóvenes hajistas consideraban que los Cronolitos eran objetos sagrados y afirmaban que la proximidad física a una piedra de Kuin confería poderes de todo tipo: iluminación, curación, transformación psicológica, grandes y pequeñas epifanías. Sin embargo, a diferencia de las personas que, por ejemplo, realizaban peregrinajes a Lourdes, la inmensa mayoría de los hajistas eran jóvenes. Utilizando el término del siglo XX, se trataba de un “movimiento juvenil” y, como la mayor parte de dichos movimientos, los jóvenes los seguían por moda, no por ideología. Se podía contar con los dedos de la mano el número de americanos que habían realizado algún peregrinaje físico hasta el emplazamiento de un Cronolito; sin embargo, eran muchos los adolescentes que lucían logotipos kuinistas en la gorra o en la camiseta (normalmente, solían llevar la omnipresente “K +” en un círculo rojo o naranja, u otros símbolos más sutiles y supuestamente secretos: pezones o lóbulos repletos de cicatrices, tobilleras de plata o bandanas blancas).
El símbolo “K +” abundaba en el barrio de Ashlee, escrito con tiza o pintado en las paredes y las aceras. A la hora convenida, detuve el coche delante del restaurante chino. Instantes después, Ashlee salió corriendo de su portal y se sentó en el asiento contiguo.
—Está bien que tengas un coche barato —dijo—. Así no llamaremos la atención.
—¿Adonde vamos?
La dirección que me dio se encontraba a cinco manzanas de distancia, hacia el centro de la ciudad. En esa zona, los únicos negocios que sobrevivían eran las tiendas de alimentación, los servicios de comida rápida y las tiendas de licores.
—Ese tipo se llama Cheever Cox —dijo Ashlee sin ningún preámbulo—, y realiza todo tipo de trabajos de esos que no puedes mencionar en la declaración de la renta. Le conozco porque solía comprarle tabaco.
Dijo esto con un tono cuidadosamente neutral, pero me miró en busca de alguna señal de desaprobación.
—Antes de que consiguiera mi licencia de adicción, por supuesto.
—¿Y qué sabe sobre Kait y Adam?
—Puede que nada, pero cuando le llamé ayer me dijo que había oído nuevos rumores sobre Kuin y un haj que salía bastante económico, pero que no quería hablar de eso por una línea descodificada. Cheever es bastante paranoico para esas cosas.
—¿Crees que su información es fidedigna?
—Si te soy sincera, la verdad es que no lo sé.
Bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo con una actitud casi desafiante, esperando a ver mi reacción. Minnesota tenía algunas de las leyes más duras antitabaco de todo el país. Sin embargo, yo venía de otro estado y era lo bastante mayor como para no escandalizarme.
—Ashlee. ¿Has pensado alguna vez en dejarlo? —pregunté.
—Por favor, no empieces.
—No te estoy juzgando; sólo te estoy dando conversación.
—La verdad es que no me apetece hablar de eso —exhaló el humo ruidosamente—. La vida no me ha sonreído demasiado durante los últimos años, señor Warden.
—Scott.
—Bueno, Scott. No es que yo sea una persona débil pero… ¿alguna vez has fumado?
—No.
Como nunca me había gustado fumar, me había librado de las. vacunas que inyectaban a tantos jóvenes en la actualidad para quitarles los vicios… a pesar de que conllevaban el riesgo de sufrir trastornos en los anticuerpos durante su vida adulta.
—Supongo que me está matando, pero no tengo mucho más — pareció forcejear con un pensamiento, pero decidió omitirlo—. Me relaja.
—No te estoy condenando. Para serte sincero, la verdad es que siempre me ha gustado el olor del tabaco. Al menos, de lejos.
En su rostro se dibujó una retorcida sonrisa.
—Hum… Lo único que puedo decirte es que eres un auténtico degenerado.
—¿Echas de menos California?
—¿Qué tipo de pregunta es esa? —puso los ojos en blanco—. ¿Estás intentando darme conversación o estás nervioso porque vamos a reunimos con Cheever? No tienes de qué preocuparte. Es un tipo un poco sombrío, pero no es mala persona.
—Resulta reconfortante —dije.
—Ya verás.
La dirección era una casa semi-adosada de madera. En el porche no había luz y los escalones estaban combados. Ashlee abrió la oxidada mosquitera y llamó a la puerta.
Cheever Cox abrió después de que Ashlee se hubiera identificado. Era un tipo calvo de unos treinta y cinco años. Llevaba unos Levis y una camisa de color azul pálido, y advertí que por su cuello se estaba escurriendo lo que parecía salsa vinagreta.
—Hola Ashlee —le dio un abrazo a la vez que me dedicaba una breve mirada.
Ashlee nos presentó.
—Estamos aquí por lo que te conté ayer por teléfono.
En la habitación en la que nos encontrábamos había un sofá descolorido, dos sillas plegables de madera y una mesa de café con un cenicero. Al final del oscuro pasillo pude ver un rincón de la cocina. Si Cox ganaba mucho dinero con el negocio de las drogas ilegales, era obvio que no lo invertía en decoración… aunque puede que tuviese una casa de campo.
—¡Joder, Ashlee! —dijo al ver el paquete de cigarrillos que asomaba por el bolsillo de su camisa—. ¿También estás con receta? Con esas jodidas prescripciones, el puto gobierno me está dejando sin trabajo.
—Si el año que viene no estoy en un programa o he reducido la cantidad de cigarrillos, perderé la receta —dijo Ashlee—. Y lo que es peor, perderé la seguridad social.
—¿Entonces te veré más a menudo? —dijo sonriendo.
—No lo creo —me miró de reojo—. Tengo intenciones de blanquearme los dientes y buscar un buen trabajo.
—Para ser una buena ciudadana —se burló Cox.
—Exacto.
__¿Y también te casarás con tu novio?
—No es mi novio.
—De acuerdo, Ash. Lo siento, no me hagas caso. ¿Quieres algo? ¿Un poco más de lo que el farmacéutico te deja comprar?
—Quería hacerte unas preguntas sobre Adam.
—Sí, pero tienes que querer algo más.
Cox dejó claro que no nos contaría nada a no ser que Ashlee le comprara algo. El negocio es el negocio, dijo.
—Se trata de mi hijo, Cheever.
—Lo sé, y os quiero mucho a los dos…pero necesito dinero para vivir.
Así que decidió comprarle un cartón de “tabaco suelto” que Cox fue a buscar al sótano. Durante la reunión, Ashlee tuvo aquel apestoso paquete sobre su regazo.
—Verás, Ashlee —dijo Cox, tras recostarse en su asiento—. Suelo dejarme caer por los edificios de los ocupas, sobre todo los de Franklin, Lowertown o los viejos almacenes de Cargill, así que veo con frecuencia a esos chavales. Y ya sabes que Adam suele ir con ellos. La verdad es que no hago mucho negocio porque no tienen ni un duro. Incluso para comer tienen que robar. De todas formas, de vez en cuando se acerca uno de ellos con algunas monedas y me pide un cartón, dos cartones, tabaco, alcohol, pastillas y todo eso. Suele ser Adam el que se acerca, porque nos conocemos de cuando venías a verme con regularidad.
Ashlee bajó la mirada pero no hizo ningún comentario.
—Además, Adam tiene algo más en la cabeza que la mayoría de esos chavales. Aunque se consideran hajistas o kuinistas, puedo decirte que saben tanto de política como los ladrillos. ¿Sabes quiénes hacen realmente los haj? Los hijos de los ricos y famosos. Sólo ellos pueden ir a Israel o Egipto para quemar sus velas aromáticas y todo eso. Los chicos del centro de la ciudad son diferentes; la mayoría de ellos no movería ni un dedo por ir ver a Kuin, ni siquiera aunque éste estuviera celebrando un baile de coronación en el jardín de sus casas. Bueno, eso era lo que opinaba Adam, y por eso empezó a moverse por los clubes Copperhcad de Wayzata, Edina… Sólo estaba buscando chicos de su edad que pensaran como él, pero que fueran más crédulos y ricos que los chavales del centro.
—Cheever —dijo Ashlee—. ¿Podrías decirme si aún se encuentra en la ciudad?
—No lo sé con certeza, pero lo dudo. Si está por aquí, no lo he visto. Ya sabes que suelo hablar con la gente y que intento mantener la oreja bien pegada al suelo. Siempre hay rumores. ¿Recuerdas el de Kirkwell?
El verano anterior, un carnicero retirado y clínicamente paranoico de Kirkwell, Nuevo México, anunció que, durante la primavera, había detectado un incremento de la radiación ambiental en los límites de la ciudad… en unos terrenos que, casualmente, le pertenecían. Supongo que lo único que deseaba era convertir aquel lugar en una atracción turística, y lo consiguió. En septiembre, ya habían acampado en la zona diez mil jóvenes hajistas. La Guardia Nacional tuvo que intervenir, pidiendo a los peregrinos que regresaran a sus casas y repartiendo comida y agua, pero los terrenos sólo fueron despejados después de que se produjera una epidemia de cólera. El carnicero retirado pronto desapareció del mapa, dejando a sus espaldas una serie de demandas y acciones populares por alteración del orden público.
—Aunque estos rumores vienen y van —dijo Cox—, el principal que hay en estos momentos es el de México. Ciudad Portillo. Hace tres semanas, Adam estuvo en esta habitación hablando de eso… aunque la verdad es que nadie le prestó mucha atención. Supongo que fue entonces cuando decidió unirse a los Copperhead de las afueras: quería ir a México y pensó que esos jóvenes le proporcionarían transporte y algo de dinero.
—¿Se ha ido a México? —preguntó Ashlee.
Cox levantó las manos.
—No te lo puedo asegurar, pero si se admiten apuestas, yo diría que debe encontrarse cerca de la frontera… si no la ha cruzado ya.
Ashleeno dijonada. Es taba pálida y ensimismada. Parecía consternada.
—El problema está en que las personas estúpidas hacen cosas estúpidas —añadió Cox—. Sin embargo, Adam es lo bastante listo como para hacer algo realmente estúpido.
Estuvimos hablando un rato más, pero ya nos había dicho todo lo que tenía que decirnos. Ashlee se levantó y se dirigió hacia la puerta. Cox volvió a abrazarla.
—Ven a verme cuando te quedes sin receta —dijo.
Durante el camino de regreso, le pregunté a Ashlee cómo había descubierto que su hijo había huido.
—¿A qué te refieres?
—Me ha parecido entender que Adam frecuentaba los círculos ocupas. Si no vivía en casa, ¿cómo supiste que había desaparecido?
Nos detuvimos junto a la acera, delante de su portal.
—Ven. Te lo enseñaré —dijo Ashlee.
Abrió la puerta y me condujo por unas estrechas escaleras hasta su apartamento, que tenía la misma distribución que la mayoría de los pisos de la zona: una gran habitación principal que daba a la calle, dos diminutas habitaciones a las que se accedía por un pasillo y una cocina cuadrada con una ventana que daba al callejón de detrás. Estaba mal ventilado porque, según me dijo Ashlee, prefería mantener las ventanas bien cerradas durante la huelga de basureros. Sin embargo, estaba muy limpio y había sido amueblado con sensatez. Era la casa de una persona con sentido común y buen gusto, aunque con escasos ingresos.
—Esta es la habitación de Adam —dijo Ashlee, señalando una puerta—. No le gusta que entre nadie… pero como no está, no puede quejarse.
En cierto sentido, mi primer contacto real con Adam se produjo al entrar en su habitación. Supongo que esperaba lo peor: pornografía, graffiti y puede que incluso una escopeta escondida en el cesto de la ropa.
Pero en aquella habitación no había nada parecido. Más que ordenada, estaba gélidamente impecable. Había hecho la cama antes de irse. La puerta del armario estaba abierta y la enorme cantidad de perchas vacías sugería que se había preparado para un largo viaje; sin embargo, las escasas prendas que quedaban en su interior estaban pulcramente ordenadas. Aunque las estanterías era improvisados conjuntos de ladrillos y madera, todos los libros estaban derechos y ordenados alfabéticamente… no por autor, sino por título.
Los libros dicen mucho de las personas que los eligen y los leen. Era obvio que Adam sentía predilección por las obras de no ficción de carácter técnico: manuales de electrónica, libros de texto (entre los que se incluían varios de química orgánica e historia americana), Fundamentos de la Informática, además de diversas biografías (Picasso, Lincoln, Mao Tze Tung), Juicios famosos de! siglo XX, Cómo reparar prácticamente todo. Diez pasos hacia un motor de combustión más eficiente. También tenía un libro de astronomía para niños y una guía de órbitas de satélites. Hielo y fuego: La historia inédita de la tragedia de la Base Lunar. Y, por supuesto, diversos libros sobre Kuin. Algunos de ellos eran obras principales, como Asia asediada, de McNeil y Cassel, pero en su mayoría eran publicaciones mediocres con títulos llamativos, como El fin de los días o El Quinto Jinete.
No tenía fotografías de ningún ser humano, pero advertí que había empapelado las paredes con las imágenes de varios Cronolitos que habían sido publicadas en las revistas (en resumen, aquella habitación me recordó al despacho de Sue Chopra de Baltimore).
—¿Sigues pensando que no viene nunca por casa? —preguntó Ashlee—. Éste es el cuartel general de Adam. Puede que no duerma aquí todas las noches, pero de las veinticuatro horas que tiene el día, siempre pasa ocho o diez encerrado en este lugar. Siempre.
Cerró la puerta.
—Resulta irónico —continuó—. Pensaba que estaba construyendo un hogar para Adam, pero no fue así. Él creó su propio hogar… y, sólo por casualidad, lo hizo dentro del mío.
Preparó café y estuvimos hablando un rato más, sentados en su largo sofá. El cristal de las ventanas era tan fino que, a pesar de que estaban cerradas, podíamos oír el sonido del tráfico. Fue un momento mágico. Al verla moviéndose por la cocina y peinándose su hirsuto cabello con las manos, recordé la vida hogareña, aquella sensación de domesticidad que no había vivido desde hacía más de una década. Me sentía reconfortado y muy agradecido.
Pero el momento no podía durar. Ashlee me preguntó sobre Kaitlin y yo le hablé de Chumphon y de lo que había hecho durante los últimos diez años (aunque no le conté todo). Le impresionó saber que había presenciado la llegada de Jerusalén, pero no porque sintiera veneración alguna por Kuin, sino porque eso significaba queme había movido con el tipo de personas que ella consideraba relativamente ricas y remotamente famosas.
—Por lo menos has estado haciendo algo —dijo—. No te has quedado de brazos cruzados.
Le dije que suponía que tampoco ella se había quedado de brazos cruzados, porque no debía de haber sido sencillo criar sola a un hijo durante la crisis económica.
—Pero también te quedas con los brazos cruzados cuando eres incapaz de hacer nada, y eso es lo que ha sucedido con Adam: intenté ayudarle, pero no pude —hizo una pausa y se giró para mirarme, esta vez con una expresión menos cautelosa—. Supongamos que se han ido a México… Adam y Kaitlin y todo el grupo. ¿Podríamos hacer algo? —No lo sé —respondí—. Tendría que hablar con ciertas personas. —¿Seguirías a Kaitlin hasta Portillo? —Sí, si pensara que puedo ayudarla o hacerle algún bien. —Pero no estás seguro. —No, no lo estoy.
Mi teléfono de bolsillo empezó a sonar. Aunque lo había programado para recibir mensajes, miré la pantalla para saber quién me estaba llamando. Puede que fuera Janice, diciéndome que Kait había regresado y que todo esto no había sido más que un estúpido malentendido… o quizá Ramone Dudley, para informarme de que la policía había encontrado el cadáver de mi hija.
No era ninguno de los dos. Según el texto de la pantalla, la llamada era de Sue Chopra, que había rastreado la dirección de mi terminal privada (a pesar de que la había cambiado cuando me fui de Baltimore) y quería que le devolviera la llamada lo antes posible.
—Tengo que hacer una llamada privada —le expliqué a Ashlee. Me acompañó hasta el portal y me siguió hasta el coche. Le cogí de la mano. Era tarde y la calle estaba desierta. Las anticuadas farolas de mercurio gaseoso proyectaban un reflejo ámbar sobre el cabello rubio y corto de Ashlee. Su mano era cálida.
—Si descubres algo, tienes que contármelo. Prométemelo. Se lo prometí. —Llámame, Scott.
Me dio la impresión de que realmente quería que la llamara. Y creo que tenía la certeza de que nunca lo haría.
—En primer lugar —dijo Sue, acercándose tanto al objetivo que su rostro llenó por completo la pantalla telefónica de la terminal del motel, como si fuera una luna marrón y miope—, quiero que sepas que no estoy molesta por cómo te fuiste de la ciudad. Entiendo que hicieras lo que hiciste, y supongo que es culpa mía que no tuvieras la confianza necesaria para contármelo. No sé a qué se debe, Scotty, pero siempre esperas lo peor de los demás. ¿No se te ocurrió pensar que podía querer ayudarte?
—Te has enterado de lo de Kait —dije.
—Sí. Tuvimos que echar un vistazo a la situación.
—Has hablado con la policía.
—Sé que vas a hacer lo que tengas que hacer, pero quiero asegurarme de que no te sientes como un fugitivo. De todas formas —añadió con pesar—, me gustaría seguir charlando contigo de vez en cuando. Por lo que a mí respecta, sigues trabajando aquí. Ray es bueno para el trabajo matemático y Morris se esfuerza todo lo que puede en intentar comprender lo que hacemos, pero necesito a alguien que sea bastante brillante para prestar atención y que no tenga ideas preconcebidas.
Bajó la mirada antes de continuar.
—O puede que no sea más que una excusa y que lo único que necesite sea alguien con quien hablar.
Entre otras cosas, ésta era su forma de disculparse por todo lo que había sucedido durante los últimos años. Sin embargo, yo nunca la había culpado. Puede que sus ideas sobre la turbulencia tau me hubiesen situado en una posición vulnerable, pero Sue había tenido la precaución de erigir un muro para separarme de la destructora fuerza federal. Hacía algún tiempo que esa fuerza destructora había desviado su atención hacia otro lado; ella todavía quería ser mi amiga.
—Lamento tanto lo de Kaitlin —añadió.
—Lo único que puedo decirte es que todavía no ha regresado a casa… Pero de momento prefiero no hablar del tema. Cuéntame algo que me distraiga. Cotilleos. ¿Ray ha encontrado novia? ¿Y tú?
—¿Estás bebiendo, Scotty?
—Sí, pero no lo suficiente como para que esa pregunta esté justificada.
Sue sonrió con tristeza.
—De acuerdo. Ray continúa vagando por la selva y yo sigo viéndome con aquella mujer que conocí en un bar. Es pelirroja, muy dulce y colecciona porcelana de Dresde y peces tropicales. De todas formas, no vamos en serio.
Por supuesto que no. Sue llevaba sus relaciones amorosas de forma respetuosa pero distante, anticipándose a los desengaños.
Sin embargo, mantenía una verdadera historia de amor con su trabajo… que era su tema de conversación preferido.
—Scotty, la verdad es que hemos conseguido realizar algunos progresos. Ahora, todo el mundo está obsesionado con este asunto. Se trata de información confidencial, pero como han surgido rumores por toda la red, puedo contarte algunas cosas.
Supongo que me contó más de lo que debía, pero me fue imposible recordar la mayoría. El asunto principal era que alguien del Instituto de Tecnología de Massachussets había conseguido separar las partículas tau-negativas del vacío (que es una olla hirviendo de algo que los físicos llaman partículas “virtuales”) y estabilizarlas el tiempo suficiente para demostrar los efectos. Al parecer, estos hadrones tenían una longitud de tiempo negativa… es decir, que abrían agujeros en el pasado de, aproximadamente, un milisegundo. Aunque esta cantidad de tiempo distara mucho de los veinte años y tres meses de Kuin, en principio se trataba del mismo fenómeno.
—Estamos a punto de comprender qué está haciendo Kuin —explicó Sue—, y puede que ni siquiera él conozca todas las posibilidades. Con el tiempo, seremos capaces de crear tecnologías completamente nuevas. ¡Podremos viajar a las estrellas, Scotty! —¿Y eso es importante?
—¡Por supuesto que es importante! Estamos hablando del inicio de una nueva era para la historia de las jodidas especies… ¡Claro que es importante!
—Kuin ya ha dejado su huella sobre medio mundo, Sue. No me gustaría ver cómo extiende su poder más allá de la superficie del planeta.
—Pero si logramos descubrir cómo funciona un Cronolito, podremos interferir. Con las aplicaciones correctas, podríamos hacer que las piedras de Kuin desaparecieran.
—¿Y qué conseguiríamos con eso? —durante los últimos días, mi cinismo había ido en aumento—. Es un poco tarde para eso, ¿no crees?
—No, no lo creo —respondió—. Recuerda que no es a Kuin a quien debemos temer, ni siquiera a los Cronolitos. La clave está en la retro limentación, Scotty. El problema real es que las personas consideran que Kuin es invencible porque sus monumentos son invencibles, cuanto destruyamos uno, destruiremos el mito. Kuin dejará de ser u poder divino para convertirse en otro Hitler o Stalin.
Sugerí de nuevo que ya era un poco tarde para eso.
—No, si podemos demostrar su debilidad.
—¿Eso es posible?
Reflexionó unos instantes. Su sonrisa vaciló.
—Bueno, quizá. Puede que pronto.
Pero para Kaitlin sería demasiado tarde. Probablemente ya se encontraba en México, imbuida de sus propias nociones sobre la invulnerabilidad y las promesas de Kuin. Le recordé a Sue que tenía cosas que hacer.
—Lamento insistir, Scotty —dijo ella—, pero realmente creo que es importante que nos mantengamos en contacto.
Sue seguía creyendo en su absurda teoría jungiana de que nuestros futuros estaban entrelazados…de que Kuin, entre otras cosas, nos había impuesto un destino.
—El verdadero motivo de mi llamada es que le he comentado a cierta persona el tema de Kaitlin —continuó—. Me ha dicho que quiere ayudarte.
—No será Morris —respondí—. A pesar de lo mucho que le aprecio, incluso él te dirá que no tiene experiencia en este campo.
—No, no se trata de Morris, aunque a él también le encantaría poder ayudarte. No, se trata de una persona con un tipo de experiencia completamente distinto.
Tendría que haberlo visto venir pues, al fin y al cabo, Sue era la persona que más había indagado en mi pasado, sobre todo en la época que pasé en Chumphon. Sin embargo, me quedé sin aliento.
—Puede que te acuerdes de él —dijo—. Se llama Hitch Paley.
Catorce
En algún momento de aquella semana (antes de que llegara Hitch y de que los acontecimientos empezaran a escapar de mi control), Ashiee me preguntó durante una conversación telefónica: “¿Conoces el cuento de Charles Dickens, Un cuento de Navidad?”
—Sí, ¿por qué?
—Estaba pensando en Kuin, los Cronolitos y todo eso. Cuando Scrooge va al futuro y ve su propio funeral, le pregunta al fantasma: “¿Son éstas las sombras de lo que será o las de lo que podría ser?”, o algo así, ¿verdad?
—Correcto —dije.
—Me preguntaba, Scott, si los Cronolitos son “lo que será” o “lo que podría ser”.
Le dije que nadie lo sabía, pero que si había entendido bien las explicaciones de Sue, aquellos acontecimientos que ya habían sido marcados por los Cronolitos tendrían lugar en el futuro y que, por lo tanto, no podríamos detener a Kuin antes de que se produjeran esas conquistas ni convertir esos Cronolitos en meras paradojas inofensivas. En el futuro, Kuin conquistaría Chumphon, Tailandia, Vietnam y el Sudeste Asiático. El tiempo podía ser inestable, pero los monumentos eran inmutables y primordiales.
Entonces, ¿por qué no habíamos perdido la esperanza? Supongo que Sue respondería a esta pregunta diciendo que la guerra todavía no había terminado. Gran parte del mundo civilizado seguía estando libre de los Cronolitos, y eso sugería que las conquistas de Kuin eran un proceso por etapas en el que había victorias y reveses. Los Cronolitos aún no habían pisado suelo americano y quizá, si hacíamos lo correcto, no lo harían nunca. El problema era que nadie sabía qué debíamos hacer.
Sue me había comentado la teoría de la “retroalimentadón negativa”. Los Cronolitos de Kuin representaban una especie de retroalimentación positiva (una señal reforzada y amplificada a través del tiempo y las expectativas humanas), de modo que podíamos combatirlos haciendo justo lo contrario: si un Cronolito se desmoronaba poco después de aparecer, surgirían las dudas. La gente dejaría de creer que Kuin era invencible.
Puede que hubiera conquistado medio mundo, pero no nuestra mitad.
Sue Chopra lo creía posible, y yo deseaba que tuviera razón.
Sin embargo, para ser sincero, no puedo decir que lo creyera posible.
Hitch Paley salió de un maltratado Sony compacto (que por el tamaño, bien podría haber sido una moto) que acababa de detenerse en el aparcamiento del motel. Habíamos acordado reunimos a las nueve de la mañana. Llegó quince minutos tarde… aunque en cierto sentido, con diez años de retraso.
No había cambiado demasiado. Lo reconocí al instante, incluso a diez metros de distancia y bajo la sombra del toldo de la cafetería. Estaba contento, pero también tenía miedo.
Llevaba una espesa barba y una cazadora de cuero de color verde estiércol. Había ganado un poco de peso, algo que no había hecho más que enfatizar su ancha nariz, sus elevados pómulos y su frente de hombre del neandertal. Al verme, cruzó el soleado espacio que nos separaba con las piernas arqueadas y me tendió su enorme mano derecha.
—¡ Eh, muchacho! —dijo—. ¿Recogiste aquel paquete que te pedí que fueras a buscar?
Murmuré algo sobre el paquete, pero él sonrió y medio una palmadita en la espalda.
—Sólo estaba tomándote el pelo, Scotty. Ya hablaremos de eso luego. Entramos en la cafetería y ocupamos un reservado. A pesar de todos mis esfuerzos por evitarlo (por ejemplo, durante la prueba del polígrafo), era obvio que Sue Chopra siempre había sabido que Hitch estuvo conmigo en Chumphon. Hitch se había sumergido tanto como yo en la turbulencia tau. Como era una de las personas que Sue denominaba “observadores primarios”, había formado parte de su proyecto de “une los puntos” desde el primer día.
Yo tenía la certeza de que nunca lograrían encontrarlo, pero supongo que se demoró en Chumphon algo más de lo que habría hecho si hubiera sabido con qué minuciosidad estaban siendo investigados los testigos. Y ese tiempo había sido suficiente para que el FBI localizara su firma de internet… o incluso para que le instalara un localizador.
Y como lo habían encontrado, Sue le había ofrecido dos alternativas: el arresto inmediato o un trabajo. Y Hitch había tomado la decisión más inteligente.
—No es exactamente un trabajo de oficina —me explicó—. Está bien pagado, viajo mucho y no tengo ataduras. Me dijeron que mi expediente criminal quedará limpio cuando todo esto termine, pero al parecer, aún va para largo. Lo primero que hicieron fue enviarme a los países de la costa del Pacífico en busca de rumores sobre Kuin, aunque no encontramos nada importante. De todas formas, he estado muy ocupado explorando todos los lugares en los que hay Cronolitos: Anqara, Estambul… ya sabes. Mi trabajo consiste en ocuparme de pequeños asuntos extraoficiales, hablar con los kuinistas… y últimamente con las facciones nacionales, es decir, los Copperhead y los hajistas.
—¿Eres un espía?
Me dedicó una amarga mirada.
—Exacto. Soy un espía. Me paso el día bebiendo martinis y jugando al bacará.
—Pero conoces el movimiento haj.
—Conozco más cosas del “movimiento haj” que la mayoría. He estado dentro… y haré todo lo que pueda para ayudarte a encontrar a Kait.
Me recosté sobre mi asiento, preguntándome si era eso lo que quería. Si sería prudente.
—¿Sabes? —dijo Hitch—. Cada vez que pienso en Kaitlin, la imagino en Chumphon corriendo por la línea de la marea con aquel bañador rosa que Janice solía ponerle y dejando aquellas huellas en la arena que parecían las de un pajarito. Tendríamos que haber cuidado mejor de ella, Scotty.
Dijo “tendríamos” para ser amable, pero sólo estaba refiriéndose a mí.
Hitch no habló demasiado del pasado ni se dedicó a perder el tiempo. Ramone Dudley le había puesto al corriente de la situación, así que me limité a añadir lo poco que había descubierto mientras echábamos un vistazo al menú de la cafetería.
—Yo apuesto por México —dijo—, pero como no lo sabemos con certeza, es necesario que hagamos ciertas averiguaciones.
Sugirió que mantuviéramos otra charla con Whit Delahunt. Yo accedí, con la condición de que no alarmáramos demasiado a Janice.
—Y también deberíamos hablar con Ashlee Mills. Si está en casa, podríamos pasar a recogerla cuando vayamos a casa de Whit.
—No es buena idea que se involucren demasiadas personas en este asunto —comentó Hitch.
—Ashlee está tan implicada como yo. Además, ha sido de más ayuda que la policía.
—¿Responderás por ella, Scotty?
—Sí.
—De acuerdo —me miró con seriedad—. Parece que no has comido ni dormido demasiado últimamente.
—¿Lo parece?
—Creo que deberías probar el filete y los huevos.
—No tengo hambre.
—Come algo, Scotty. Hazlo por Kait.
Aunque no tenía apetito, la comida que trajo la camarera tenía tan buena pinta que no me costó demasiado vaciar el plato.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Hitch.
—Lo que siento es que mis arterias se están endureciendo.
—Tonterías. Necesitas comer proteínas. Tenemos trabajo por delante, y no sólo hoy.
—¿Realmente crees que lograremos traerla de vuelta? —oí preguntar a mi boca.
—La traeremos. Te lo aseguro.
Ashlee tardó en reaccionar al ver a Hitch Paley. Después me lanzó una larga mirada, como preguntándome: ¿Tienes amigos así?
De todas formas, no estaba siendo injusta. Hitch seguía pareciendo un delincuente menor; es más, podría haber pasado perfectamente por traficante de drogas o estafador. Le hablé un poco sobre nuestro pasado y le repetí parte de lo que Hitch me había contado. Aunque asintió, era evidente que seguía sospechando que Hitch era algo más que las orejas de Sue Chopra en los bajos fondos.
—¿Puede ayudarnos a encontrar a Kait y Adam? —me preguntó, llevándome a un lado—. Eso es lo único que necesito saber.
—Creo que así.
—Entonces, vayamos a ver a este tal Whitman Delahunt.
Fuimos en mi coche. El aire de la tarde llevaba consigo una agradable brisa y el cielo estaba veteado de nubes altas. Hitch estuvo callado durante todo el trayecto. Ashlee canturreaba una triste melodía: una vieja canción de Lux Ebone, de aquella época en la que las canciones todavía importaban y todo el mundo conocía las mismas. Las canciones más populares de los últimos años sonaban a música marcial: eran tambores, címbalos y trompetas ahogándose en sus propios ecos… pero supongo que cada década tiene la música que se merece.
Hitch advirtió las manchas de nicotina de los dedos de Ashlee.
—Si quieres puedes fumar —le dijo—. No me importa.
La casa donde vivían Whit y Janice no había envejecido airosamente, ni tampoco el vecindario en el que se encontraba. De todas formas, aquel barrio seguía estando muy por encima de la media nacional: sus residentes podían permitirse que pasaran a recoger la basura, incluso durante la huelga de basureros. El césped de los jardines era verde y, aquí y allá, había robots jardineros salpicados de óxido que se movían entre los setos como torpes armadillos. Si entrecerrabas un poco los ojos, parecía que los últimos diez años nunca habían existido.
Whitman abrió la puerta y retrocedió al verme. Tampoco le hizo gracia ver a Hitch ni a Ashlee. Su rostro palideció.
—Janice está arriba, Scott. ¿Quieres que la llame?
—Sólo queremos hacerte un par de preguntas —respondí—. No es necesario que esté presente.
Era obvio que no deseaba invitarnos a entrar, pero como tampoco estaba dispuesto a hablar sobre la política de los Copperhead delante de sus vecinos, nos permitió acceder a la fresca penumbra de su casa. Le presenté a Hitch y Ashlee sin especificar por qué estaban conmigo.
—Scotty me ha hablado de la asociación a la que pertenece, señor Delahunt —dijo Hitch, tomando la iniciativa—. Necesitamos una lista de los miembros adultos.
—Ya se la he dado a la policía.
—Sí, pero nosotros también la necesitamos.
—No tienen ningún derecho a pedirme eso.
—No —dijo Hitch—, ni tampoco usted está obligado a dárnosla, pero eso nos ayudaría a encontrar a Kaitlin.
—Lo dudo —Whit me miró—. Tendría que haberle hablado a la policía de ti, Scott. Ojalá lo hubiera hecho.
—No te preocupes —respondí—. Yo mismo lo hice.
—Pues tendrás que volver a hacerlo si insistes en…
—¿En qué? —interrumpió Hitch—. ¿En intentar salvar a su hija de este lío en el que se ha metido?
Parecía que Whit quería romperle la cara.
—¡Ni siquiera le conozco! ¿Qué tiene que ver usted con Kaitlin?
Hitch esbozó una débil sonrisa.
—Kaitlin tenía una cicatriz debajo de la rodilla izquierda, de cuando se cayó sobre una botella rota en Haat Thai. ¿Todavía tiene esa cicatriz, señor Delahunt?
Whit abrió la boca para contestar, pero alguien le interrumpió.
—Sí.
Era la voz de Janice. Procedía de las escaleras. Nos había estado escuchando. A pesar de su tristeza, acabó de bajarlas con suntuosidad.
—Todavía la tiene, pero apenas se le ve. Hola, Hitch.
En esta ocasión, la sonrisa de Hitch fue genuina.
—Janice —dijo.
—¿Estás ayudando a Scott a buscar a Kaitlin?
—Sí.
—Me alegro. Whit, ¿vas a darles la información que necesitan?
—Eso es absurdo. ¿Cómo se atreven a venir a casa con exigencias?
—A mí no me ha parecido una exigencia, sino una petición. Puede ayudarles a encontrar a Kait… y eso es lo único que importa, ¿verdad?
Whit reprimió una protesta. En la voz de Janice había ferocidad, una vieja y fuerte ira contenida. Puede que Hitchy Ashlee no lo advirtieran, pero yo sí. Y también Whit.
Aunque nos costó convencerlo, al final nos dio una lista manuscrita v bastante legible de nombres, direcciones y números de terminal.
—Pero no quiero que salga mi nombre —murmuró.
Hitch le dio a Janice un fuerte abrazo y Janice se lo devolvió. Nunca le había importado demasiado Hitch Paley (probablemente, con razón), pero el hecho de que estuviera aquí buscando a Kaitlin lo había redimido. Cuando nos íbamos, me cogió de la mano.
__Gracias, Scott. Te lo digo de todo corazón. Lamento lo que te dije hace unos días.
—No te preocupes.
—La policía sigue diciendo que Kaitlin se encuentra en la ciudad, pero no es cierto, ¿verdad?
—Probablemente no.
—¡Dios mío, Scott! Todo esto es tan… —fue incapaz de encontrar una palabra para definirlo. Llevándose la mano a la boca, añadió—: Ten cuidado. Es decir, encuéntrala, pero… ten mucho cuidado.
Le prometí que lo haría.
—¿Janice sabe que está casada con un gilipollas? —preguntó Hitch en cuanto abandonamos la casa.
—Creo que empieza a sospecharlo —respondí.
Fuimos a casa de Ashlee a cenar y a planear una estrategia.
Le ayudé en la cocina mientras Hitch utilizaba su terminal de bolsillo para efectuar algunas llamadas. Ashlee, que estaba cortando pollo en cuadraditos con un cuchillo de acero barato para preparar lo que ella llamaba “pilaf de pobres”, me preguntó cuánto tiempo había estado casado con Janice.
—Unos cinco años —respondí—. Ambos éramos muy jóvenes.
—Así que os divorciasteis hace mucho tiempo.
—En ocasiones no parece tanto.
—Me ha dado la impresión de que es una mujer muy entera.
—Pero no siempre es flexible. Todo esto ha sido muy duro para ella.
—Tiene mucha suerte de poder vivir como vive. Tendría que darse cuenta de eso.
—En estos momentos no creo que se sienta muy afortunada.
—No quería decir…
—Te he entendido, Ashlec.
—Ya he vuelto a meter la pata hasta el fondo —se apartó el cabello de los ojos.
—¿Puedo cortar esas zanahorias?
Ashlee sazonó el pilaf y nos reunimos con Hitch mientras se horneaba.
Hitch se había sentado en el sofá y había apoyado sus enormes pies sobre la mesa de café.
—Esto es lo que tenemos —anunció—. Es la información que nos han dado Whitman y otras fuentes distintas, como Ramone Dudley. En la asociación esa de Whit hay veintiocho miembros que pagan sus cuotas de forma regular; diez de ellos son altos directivos de la empresa en la que trabaja, así que puede que sea cierto que se unió por motivos profesionales… Los veintiocho son mayores de edad; dieciocho de ellos son solteros o no tienen hijos y los otros diez tienen retoños de diversas edades, aunque sólo nueve decidieron introducirlos en el Grupo Juvenil. Incluyendo a dos hermanos, había diez muchachos, más seis extraños como Adam que se afiliaron de forma independiente. Al parecer, ocho de los miembros más involucrados, entre los que se incluyen Adam y Kait, habían formado una especie de subgrupo. Éstos son los muchachos que han desaparecido.
—De acuerdo —dije.
—Así que vamos a asumir que han abandonado la ciudad. Al viajar juntos, habrían llamado demasiado la atención si lo hubiesen hecho en autobús o en avión. Teniendo en cuenta el número de adultos trastornados que hay en la carretera, dudo que el contingente del extrarradio accediera a hacer autostop, así que su única opción era el transporte privado. Lo más probable es que se trate de un vehículo bastante grande, porque aunque es posible meter a ocho personas en un Landau, atraerían demasiadas miradas y todos irían refunfuñando.
—Pero todo esto no son más que conjeturas —señalé. —Es cierto, pero si han ido conduciendo, ¿en qué están montados? —Supongo que algunos de esos chavales tienen coche propio — comentó Ashlee.
—Exacto. Ramone Dudley estuvo investigando. Cuatro de ellos tienen vehículos registrados a su nombre, pero todos se encuentran en la ciudad y ninguno de los padres ha denunciado ningún robo. De hecho, casi todos los coches que fueron robados en el momento que desaparecieron los muchachos cayeron en manos de profesionales o de gamberros que, después de dar una vuelta, los destrozaron o los quema ron. Por mucho que consigas abrir los cierres personalizados, robar un coche ya no es tan sencillo como antes: todos los que han sido fabricados o importados durante los últimos diez años transmiten, de forma rutinaria, el número de serie y sus coordenadas GPS. Por lo común, la gente sólo lo utiliza para localizar su vehículo en un aparcamiento, pero la verdad es que este mecanismo ha complicado en gran medida el robo de coches. Un ladrón moderno es un técnico con un montón de conocimientos de craqueo, no un chaval que acaba de salir del instituto.
—Así que no utilizaron sus vehículos ni tampoco robaron ninguno — dijo Ashlee—. Genial. Eso significa que siguen en la ciudad.
—Eso es lo que cree Ramone Dudley, pero no tiene ningún sentido. Resulta bastante obvio que esos chicos están haciendo un haj, así que le pedí a Dudley que volviera a comprobar los cuatros coches que poseen.
Y lo hizo.
—Ah… ¿Y descubrió algo?
—No, todo sigue igual. Tres de esos vehículos están en el mismo sitio en el que fueron aparcados la semana pasada, mientras que el cuarto se ha movido, pero sólo para realizar pequeños trayectos hasta la tienda de alimentación local. El cuentakilómetros indica que sólo se han realizado treinta kilómetros desde que desaparecieron los chavales. Al parecer, el chico le dejó un juego de llaves a su madre.
—De modo que seguimos sin tener nada.
—No, tenemos una madre que conduce el coche de su hijo para ir al supermercado. Según la lista de Whit, se trata de Eleanor Helvig. Ella y su marido Jeffrey son miembros de buena posición de ese club Copperhead. Él es el vicepresidente de Clarion Pharmaceuticals, así que se encuentra un par de escalones por encima de Whit. En la actualidad, Jeff está ganando bastante dinero y hay tres vehículos registrados a nombre de su familia: el de él, el de su mujer y el de su hijo.
Y todos los coches son buenos: un par de Daimlers y el Edison de segunda mano para Jeff júnior.
—¿Y?
—¿Por qué estará conduciendo su mujer el Edison para ir a la compra, si su Daimler es un vehículo mucho más grande y su maletero tiene mayor capacidad?
—Podría ser por diversas razones.
—Podría ser… pero yo creo que deberíamos preguntárselo. ¿Vosotros no?
La cena estaba buenísima (y se lo dije a Ashlee), pero no pudimos entretenernos saboreándola. Hitch y yo nos desplazamos hasta el hogar de los Helving y Ashlee accedió a quedarse en casa con la única condición de que la llamásemos en cuanto supiéramos algo.
—Sobre aquel paquete… —le dije a Hitch en cuanto estuvimos a solas en el coche.
—Sí… el paquete. Olvídate de eso, Scotty.
—No pienso olvidar una vieja deuda. Me prestaste el dinero para que pudiera salir de Tailandia y lo único que te debía era un favor… pero no pude hacerlo.
—Bueno, pero lo intentaste, ¿no?
—Fui al lugar que me dijiste.
—¿Al Easy? —Hitch estaba sonriendo. Se trataba de aquella sonrisa que antaño me hacía sentir tan incómodo (y de nuevo lo estaba consiguiendo).
—Fui al Easy, pero… —empecé a explicar.
—¿Le mencionaste mi nombre al tipo que había allí?
—Sí…
—¿A un tipo viejo, con el cabello gris, bastante alto y con ¡a piel de color café?
—Apenas lo recuerdo, pero creo que sí. Sin embargo, no había ningún paquete.
—¿Te dijo él eso?
—Bueno…
—¿Te dijo eso con amabilidad?
—Ni mucho menos.
—¿Se enfadó un poco?
—Estuvo a punto de sacar una pistola.
Hitch estaba asintiendo.
—Bien.
—¿Cómo que bien? ¿El paquete llegó con retraso o qué?
—No, Scotty. Nunca hubo ningún paquete.
—¿Y el que me pediste que recogiera…?
—No existía. Lo siento.
—Pero el dinero que me prestaste…
—Espero que no te lo tomes a mal, pero pensé que estarías más seguro si regresabas a Miniápolis. Te habías quedado atrapado en la playa, Janice y Kaitlin se habían ido… y estabas empezando a beber demasiado. Chumphon no era un lugar idóneo para un americano borracho, y menos aún con todos los periodistas que aparecían por allí con regularidad. Sentí lástima de ti y decidí darte el dinero. El negocio iba bien, así que tenía de sobra. Sabía que no lo aceptarías como regalo, pero no quería que consideraras que era un préstamo porque estaba seguro de que intentarías localizarme para devolvérmelo, como un buen chico. Por eso tuve que inventarme lo del “paquete”.
—¿Te lo inventaste?
—Lo siento, Scotty. Supongo que pensaste que te habías convertido en un camello o algo así, pero ya sabes que mi sentido del humor me incita a hacer este tipo de cosas. Pense que un pequeño dilema moral añadiría un poco de emoción a tu vida, teniendo en cuenta la imagen de universitario honesto que tenías de ti mismo.
—Me estás mintiendo —repliqué—. Aquel tipo del Easy te conocía… tú mismo acabas de describirlo físicamente.
Se estaba poniendo el sol y las luces del salpicadero empezaban a brillar. El aire que entraba por la ventanilla era agradable y relativamente dulce. Hitch se tomó su tiempo para responder.
—Deja te cuente una historia, Scotty —dijo por fin—. Cuando era pequeño, vivía en Roxbury con mi madre y mi hermana pequeña. Éramos pobres, pero eso fue durante aquella época en la que, si lo manejabas con prudencia, el dinero de la ayuda bastaba para seguir adelante. Yo consideraba que las cosas nos iban bien… o por lo menos, lo único que sabía era que podía ser feliz con lo poco que tenía, aunque de vez en cuando tuviéramos que robar un poco de comida. Cuando cumplí dieciséis años, mi madre se casó con ese pedazo de mierda llamado Easy G. Tobln. Easy ya tenía ese servicio de recogida de correo, pero vendía cocaína y alcohol en la trastienda. Lo único que puedo decir a su favores que nunca pegó a mi madre… ni a mi ni a mi hermana. No era ningún monstruo, y siempre mantuvo el negocio de las drogas bien lejos de casa. Sin embargo, era un ser mezquino. Nos decía cosas perversas. Jamás nos levantó la voz, pero era capaz de hacerte mucho daño diciendo sólo unas palabras, porque tenía la habilidad de saber qué era lo que más odiabas de ti mismo. Me lo hizo a mí y se lo hizo a mi hermana, pero eso fue algo secundario… pues sobre todo se lo hizo a mi madre. Un par de años después, cuando estaba a punto de abandonar mi hogar, ya había tenido que ver más lágrimas de las que hubiera deseado. Mi madre quería deshacerse de él, pero no sabía cómo hacerlo. Easy tenía un par de amantes, así que junté a un grupo de amigos para seguirle hasta la casa de una de aquellas mujeres y darle parte de su merecido. No le propinamos una enorme paliza, pero le hicimos sentir miedo. Nos limitamos a pegarle unas cuantas patadas y a decirle que si no se alejaba de mi madre le haríamos algo peor. Nos dijo que por él perfecto, porque mi hermana y yo le poníamos enfermo y que, de todas formas, ya se había beneficiado bastante a mi madre (esas fueron sus palabras) y hacía tiempo que tenía pensado irse. Sólo le dije que me parecía genial, siempre y cuando cumpliera con su palabra, y que nunca le quitaría los ojos de encima. Él respondió: “me olvidaré de tu nombre en menos de una semana, capullo”, y entonces le advertí que sería mejor que nunca se olvidara de mi nombre, porque yo siempre recordaría el suyo y me las arreglaría para que supiera de mí de vez en cuando. Bueno, lo dejamos así, pero durante algunos años me aseguré de que oía mi nombre, al menos una vez cada cierto tiempo. Le enviaba una tarjeta o le llamaba por teléfono… para que recordara su promesa. Y supongo que aún se acordaba de mí, ¿verdad Scotty?
—Podría haberme matado —murmuré.
—Se trataba de una posibilidad muy remota. Además, consideré que se trataba de un precio justo con el que saldar la deuda. Di por supuesto que habías comprendido que correrías ciertos riesgos.
—¡Joder! —dije en un susurro.
—¿Y sabes? De esta forma, tampoco has tenido que darme las gracias.
Tuvimos la suerte de que la esposa de Jeffrey Helvig estuviera sola en casa.
Abrió la puerta vestida con ropa informal y se mostró precavida desde el mismo instante en que nos vio bajo la luz del porche. Cuando le dijimos que queríamos hablar con ella sobre su hijo Jeff, nos respondió que ya había hablado con la policía y que nosotros no teníamos pinta de serlo, así que quiénes éramos y qué queríamos realmente.
Le mostré varios documentos de identidad para demostrarle que era el padre de Kaitlin. Ella conocía a Janice y WMt, aunque no demasiado bien, y había visto a Kaitlin en diversas ocasiones. Cuando se quedó convencida de que sólo habíamos ido a su casa para hablar sobre Kaitlin, se relajó y nos invitó a entrar, aunque era obvio que lo hizo a disgusto.
La casa estaba meticulosamente limpia. En un rincón del salón, en el que abundaban los barcos embotellados y las fundas de sofá de encaje, ronroneaba un precipitador de polvo. Eleanor Helving se quedó cerca del panel de seguridad de la casa para poder activar la cámara y la alarma de seguridad en caso necesario… aunque era probable que la policía local ya estuviera recibiendo las imágenes. Creo que no nos temía, pero se mostraba demasiado recelosa.
—Sé por lo que está pasando, señor Warden —dijo—. Yo me encuentro en la misma situación. Supongo que entenderá que no me apetezca hablar de nuevo sobre la desaparición de Jeff.
Advertí que se estaba defendiendo de una acusación que nadie le había hecho. Su marido era un Copperhead. Un verdadero creyente, según Whit. Ella le había acompañado a diversas reuniones, así que era probable que apoyara sus ideas… aunque puede que no estuviera totalmente convencida de ellas. Deseé que así fuera.
—Señora Helving —dije—, ¿se sorprendería si le dijera que, al parecer, su hijo y sus amigos están haciendo un haj?
Parpadeó.
—La verdad es que me ofendería. Utilizar esa palabra de esa forma supone un insulto para la fe musulmana. Y también para un gran número de jóvenes sinceros.
—¿Jóvenes sinceros como Jeff?
—Espero que Jeff lo sea, pero no aceptaré una explicación superficial sobre lo que le ha sucedido. Debo decirle que no confío en los padres ausentes que sólo se preocupan por sus hijos en los momentos de crisis. De todas formas, así es la sociedad en la que vivimos, ¿verdad? Hay gente que considera que la paternidad es un tema genético, no un vínculo sagrado.
—¿Usted considera que Kuin ayudará a mejorar las cosas? —preguntó Hitch.
Lo miró desafiante.
—Creo que es muy difícil que pueda empeorarlas.
—¿Sabe qué es un haj, señora Helvig?
—Ya se lo he dicho. No me gusta esa palabra…
—Pero hay muchas personas que la utilizan… incluso un montón de jóvenes idealistas. He conocido a unos cuantos. Usted tiene razón: estamos viviendo tiempos difíciles, sobre todo para los jóvenes. He visto muchachos que sólo deseaban hacer un haj y han acabado despedazados al borde de la carretera. He visto niños, señora Helvig, violados y asesinados. Son jóvenes y puede que sean idealistas, pero también son demasiado ingenuos para ser conscientes de los peligros que les aguardan en el exterior de Miniápolis.
Eleanor Helvig palideció (creo que también yo lo hice).
—¿Quién es usted? —le preguntó a Hitch.
—Un amigo de Kaitlin. ¿Usted conocía a Kait, señora Helvig?
—Vino por casa en un par de ocasiones, creo.
—Estoy seguro de que su hijo Jeff es un joven fuerte, ¿pero qué me dice de Kaitlin? ¿Cómo cree que se las apañará allí fuera, señora Helvig?
—No lo…
—Allí fuera en la carretera, con todos esos soldados y hombres sin hogar. Si esos muchachos hubieran decidido hacer un haj, viajarían más seguros en coche. Incluso Jeff.
—Jeff puede cuidar de sí mismo —susurró Eleanor Helvig.
—¿A usted no le gustaría que hiciera autostop, verdad?
—Por supuesto que no…
—¿Dónde está el coche de su marido, señora Helvig?
—Se lo ha llevado al trabajo. Aún no ha regresado pero…
—¿Y el coche de Jeff?
—En el garaje.
—¿Y el de usted?
Vaciló el tiempo suficiente para que las sospechas de Hitch se confirmaran.
—Está en el taller.
—¿En cuál, exactamente?
No respondió.
—No es necesario que discutamos este tema con la policía —comentó Hitch.
—El viaje es más seguro en coche. Usted mismo lo ha dicho.
Ahora hablaba con un hilo de voz.
—Estoy segura de que tiene razón.
—Jeff no me habló del… peregrinaje, pero supongo que tendría que haberlo sospechado cuando me pidió el coche. Su padre dijo que no debíamos contárselo a la policía, porque sólo hubiéramos conseguido convertir a Jeff en un criminal. O a nosotros mismos, por ser sus cómplices. De todas formas, regresará. Sé que lo hará.
—Usted puede ayudarnos… —empezó a decir Hitch.
—¿Se han dado cuenta de lo mal que están las cosas? ¿Cómo podemos culpar a los jóvenes?
—Sólo tiene que damos su número de licencia y la firma del GPS del vehículo. La policía no sabrá nada.
Alcanzó su bolso con la mirada ausente, pero antes de abrirlo vaciló.
—Si los encuentran, ¿serán amables con Jeff?
Se lo prometimos.
Hitch habló con Morris Torrance, que localizó el paquete del GPS en un campo de reciclaje de El Paso; sin embargo, el resto del vehículo había desaparecido. Lo más probable era que lo hubieran vendido o intercambiado para cruzar a salvo la frontera.
—Están dirigiéndose a Portillo —dijo Hitch—. Estoy seguro.
—Pues vayamos allá —le dije.
Asintió.
—Morris está buscando un avión. Tenemos que partir lo antes posible.
Reflexioné sobre aquellas palabras.
—No se trata sólo de un rumor, ¿verdad? Me refiero a Portillo. El Cronolito.
—No —respondió con franqueza—. No es ningún rumor. Es necesario que nos pongamos en marcha inmediatamente.
Quince
A la entrada de Portillo, los soldados nos obligaron a dar la vuelta, diciendo que la ciudad era una desgracia, que había cientos de americanos viviendo en la calle como perros y que la zona era inhabitable. Como para confirmar sus palabras, mientras esperábamos dieron paso a un convoy de camiones de la Cruz Roja.
Hitch no discutió con los soldados, sino que siguió avanzando por aquella agrietada y agujereada autopista. Me explicó que, a un par de kilómetros, había un sendero que conducía a Portillo y que, aunque no era más que un camino de cabras, podríamos recorrerlo sin dificultad en la maltrecha furgoneta que habíamos alquilado en el aeropuerto.
—Además, las carreteras secundarias son más seguras —añadió—. Siempre y cuando no nos detengamos.
Hitch siempre había preferido las carreteras secundarias.
—¿Por qué aquí? —preguntó Ashlee, observando por la ventanilla el vacío paisaje del desierto de Sonoran, donde sólo había cabuyas, matojos amarillos y algún rancho abandonado.
A pesar de los logros alcanzados por la administración de Gonsálvez, la recesión de Kuin había provocado que el pueblo mexicano diera de nuevo el poder al venerable y corrupto Partido Revolucionario Institucional. La pobreza rural había alcanzado niveles pre-milenarios y Ciudad de México se había convertido en la urbe con mayor densidad de población, la más contaminada y la más delictiva del continente. Portillo, sin embargo, era una ciudad menor sin ninguna trascendencia estratégica o militar conocida… una ciudad polvorienta, privada de prosperidad y agonizante.
—La mayoría de los Cronolitos aterrizan lejos de los centros urbanos —expliqué a Ashlee—. Los puntos de llegada parecen haber sido elegidos al azar, excepto los de ciertos monumentos, como el de Bangkok o jerusalén. Quizá resulta más sencillo construir un Cronolito al aire libre, donde hay espacio suficiente… o quizá, los monumentos más pequeños fueron erigidos antes de que las ciudades cayeran en manos de Kuin.
Nos habíamos preparado bien para aquel viaje: llevábamos una nevera portátil llena de agua embotellada y un par de cajas de provisiones. Sue Chopra se había quedado en Baltimore, cotejando los datos que recibía de su red no oficial de informadores y de los satélites de vigilancia de última generación. Las autoridades habían decidido no hacer pública la noticia de Portillo, considerando que sólo conseguirían atraer a una cantidad mayor de peregrinos. Sin embargo, a pesar del velo oficial de silencio, los rumores que circulaban por Internet ya se habían encargado de congregar en este lugar a miles de personas.
Aunque teníamos comida y bebida para más de cinco días, según los cálculos de Sue faltaban menos de cincuenta horas para el aterrizaje.
El “camino de cabras” resultó ser un surco que discurría por un pedregoso chaparral y que estaba coronado por el infinito cielo turquesa. Nos encontrábamos a unos veinte kilómetros de la ciudad cuando vimos el primer cadáver.
Aunque era obvio que ya no podíamos hacer nada por aquel muchacho, Ashlee insistió en que paráramos. Dijo que sólo quería asegurarse… porque el cuerpo era de un tamaño similar al de Adam.
Aquel joven vestido con una sucia camisa blanca de cáñamo y unos pantalones amarillos de Kevlar llevaba muerto bastante tiempo. Le habían robado los zapatos, el reloj y la terminal… y probablemente la cartera, aunque ninguno de nosotros quiso comprobarlo. Alguien le había fracturado el cráneo con un objeto contundente. Al empezar a descomponerse, el cadáver había atraído a una serie de depredadores, aunque en estos momentos sólo se veía un ejército de hormigas que desfilaba con pereza por su reseco brazo derecho.
—Lo más probable es que veamos más cosas como ésta —dijo Hitch, contemplando el horizonte—. En esta parte del país hay más ladrones que moscas, por lo menos desde que el PRl anuló las últimas elecciones. Los dos mil americanos inocentones que han venido hasta aquí atraen como imanes a todos los asesinos que hay al sur de Juárez… y están tan cegados por el hambre que no se andan con escrúpulos.
Supongo que Hitch podría haber dicho eso mismo con un poco más delicadeza, pero no habría servido de nada. La prueba estaba delante de nuestros ojos, pudriéndose en el arenoso margen de la carretera.
Miré a Ashlee. Estaba pálida. Sus ojos observaban con tristeza el cadáver del joven americano.
Ashlee había insistido tanto en acompañamos que al final habíamos accedido. Como yo era el padre de Kaitiin, puede que accediera a regresara casa conmigo; sin embargo, Adam Mills nunca me escucharía. Puede que nadie lograra convencerlo de que abandonara aquel haj, ni siquiera su madre, pero nos dijo que tenía que intentarlo.
Era peligroso, sumamente peligroso, pero Ashlee estaba decidida a realizar este viaje con o sin nosotros. Y yo la entendía. En ocasiones, la conciencia nos exige cosas que no podemos negociar. Son reacciones que no tienen nada que ver con el valor: nosotros no estábamos aquí porque fuéramos valientes, sino porque teníamos que hacerlo.
Pero el cadáver de aquel joven americano era la prueba de todas las verdades que hubiéramos preferido ignorar: que nuestros hijos habían venido a un lugar en el que sucedían ese tipo de cosas, que podrían haber sido Adam o Kaitiin quienes hubieran sido arrojados a un lado del camino y que era imposible salvar a todos los muchachos que se encontraban en peligro.
Cuando regresamos a la furgoneta, Hitch ocupó el volante. Yo preferí sentarme detrás, junto a Ash, que apoyó la cabeza sobre mi hombro. Era la primera vez que reflejaba su cansancio desde que abandonamos los Estados Unidos.
Vimos nuevas señales que nos indicaron que no éramos los únicos americanos que habían seguido esta ruta para llegar a Portillo. Dejamos atrás un sedán abandonado que había caído por un terraplén y poco después, un Edison oxidado con matrícula de Oregón nos adelantó a toda velocidad, levantando nubes de polvo en el aire de la tarde. Por fin, tras coronar una cima, la ciudad de Portillo se extendió ante nosotros y pudimos ver las miles de tiendas de campaña que se apiñaban en las rutas de acceso como huevos de insecto. La carretera principal que conducía a Portillo estaba flanqueada por garajes de adobe, montones de basura generada por el ha], albergues de indigencia y un laberinto casi infranqueable de vehículos americanos. La ciudad, por lo menos desde esa distancia, era una mancha de arquitectura colonial completada por un par de franquicias hoteleras y estaciones de servicio. Todo esto pertenecía ahora a los kuinistas. Jóvenes de todo tipo se habían congregado en este lugar, con provisiones y técnicas de supervivencia inadecuadas. Hitch nos explicó que la mayoría de los residentes había abandonado sus hogares, así que en la ciudad sólo quedaban ancianos, ladrones, vendedores de agua y miembros oportunistas o desconcertados de la policía ¡ocal. Excepto en las tiendas de suministro que habían establecido los grupos internacionales de socorro, apenas había comida en la ciudad; el ejército había decidido expulsar a los vendedores ambulantes confiando en que el hambre haría que los peregrinos se dispersaran.
Ashlee contempló toda esa Meca polvorienta con evidente desesperación.
—Aunque estén ahí —dijo—, ¿cómo vamos a encontrarlos?
—Tendréis que dejarme hacer ciertas investigaciones —respondió Hitch—. Pero antes tenemos que acercarnos un poco más.
Avanzamos por el pedregoso sendero hasta una superficie agrietada de alquitrán y asfalto. El hedor del haj entraba por las ventanillas con la misma sutileza que un puño cerrado. Ashlee encendió un cigarrillo, sobre todo para disfrazar aquel olor.
Hitch aparcó detrás de una choza de abobe ennegrecida por el fuego, situada a menos de un kilómetro de la ciudad. La furgoneta quedaba escondida de la carretera principal por unos matojos secos de Jacaranda y diversas jaulas de gallina repletas de excrementos endurecidos.
Hitch había comprado armas después de cruzar la frontera y había insistido en que aprendiéramos a utilizarlas. La verdad es que no nos resistimos demasiado. Nunca había usado ninguna (como me había criado en una década tranquila, había desarrollado un odio civilizado por ellas), pero Hitch me dejó una pistola con el cargador lleno y se aseguró de que sabía desconectar el mecanismo de seguridad y sujetar el arma de modo que no me rompiera la muñeca cuando disparara.
Decidimos que Ashlee y yo nos quedaríamos en la furgoneta protegiendo la comida, el agua y el transporte, mientras Hitch iba a Portillo para localizar al grupo de Adam y negociar un encuentro. Ashlee deseaba dirigirse directamente a la ciudad (y yo la comprendía), pero Hitch se mostró inflexible. En la furgoneta estaba todo lo que necesitábamos para sobrevivir y si nos quedábamos sin medio de transporte, no podríamos ayudar a Kaitlin ni a Adam.
Hitch cogió una de sus armas y se alejó, caminando, hacia la ciudad. Me quedé observándolo hasta que se desvaneció entre el polvo. A continuación, cerré las puertas de la furgoneta y me senté con Ashlee en el asiento delantero, donde me esperaba una comida a base de frutos secos, manzanas y café instantáneo tibio que guardábamos en un termo. Comimos en silencio mientras la luz del cielo se iba apagando. Poco después salieron las estrellas, brillantes y precisas a pesar de la neblina y el polvo del parabrisas.
Ashlee apoyó su cabeza contra la mía. Ninguno de los dos había tomado un baño desde que entramos en el país y, aunque resultaba bastante evidente, a ninguno de los dos nos importó. Ambos necesitábamos calor, un poco de contacto.
—Tendremos que dormir por turnos —dije.
—¿Crees que este lugar es peligroso?
—Sí.
—No creo que sea capaz de dormir.
A pesar de sus palabras, intentó reprimir un bostezo.
—Acuéstate detrás. Tápate con la manta y cierra los ojos un rato.
Asintió y se tumbó sobre una de las hileras de asientos de la parte posterior. Yo me senté al volante con la pistola bien cerca, sintiéndome solo, inútil y estúpido, mientras el calor del día se iba mitigando.
Incluso desde esta distancia era posible oír los sonidos de la noche de Portillo. La verdad es que era un único sonido, una ráfaga compuesta por voces humanas, música, hogueras crepitantes, risas y gritos. Me di cuenta de que ésta era la locura milenaria de la que habíamos logrado escapar a principios de siglo… pero ahora, cientos de hajístas deseaban presenciar el fin del mundo. Aunque nadie sabía si vendría para redimirnos o para destruirnos, Kuin era el dueño del mañana y del pasado mañana y del día siguiente y de todos los mañanas, por lo menos en las mentes de estos jóvenes. Y en esta ocasión, no quedarían decepcionados: el Cronoliio llegaría y Kuin dejaría su huella sobre el suelo americano. Probablemente, un gran número de hajistas moriría por el choque térmico o la conmoción, pero si lo sabían (y estaba seguro de ello), no les importaba en absoluto. Al fin y al cabo, era como una lotería: cuanto mayores son los premios, más graves son los riesgos. Kuin recompensaría a los fieles… al menos a los que lograran sobrevivir.
No podía evitar preguntarme hasta qué punto habría aceptado Kaitlin toda esta locura. Mi hija tenía mucha imaginación y había sido una niña solitaria. Imaginativa e inocente: una combinación terrible en este mundo.
¿Kait creía realmente en Kuin? ¿En un Kuin que sus deseos y su inseguridad habían idealizado? ¿O todo esto no era más que una aventura, una forma de rebelarse y escapar del hermético hogar de Whitman Delahunt?
Puede que no se alegrara de verme, pero iba a llevármela de este horrible lugar aunque fuera a la fuerza. No podía obligar a Kaitlin a quererme, pero podía salvarle la vida. Y por ahora, eso sería suficiente.
La noche llegó lentamente. El estruendo de Portillo decaía y resurgía a un ritmo imposible de presagiar, como las olas de la playa. Entre la vegetación que había al este de la furgoneta se escondía un grillo que añadía su voz dispar a esta cacofonía. Me serví otro vaso del café que había dejad o Ashlee en el termo y abandoné la furgoneta unos instantes para aliviar mi cuerpo, sorteando un eje oxidado y un volante que acechaban entre la hierba como si fueran trampas para animales. Cuando cerré la puerta de nuevo, Ashlee se revolvió y murmuró en sueños.
Había algo de tráfico por la carretera, sobre todo de hajistas que se dirigían a Portillo pegando gritos por las ventanillas del coche. Nadie nos vio; nadie se detuvo. Estaba adormilado cuando Ashlee me dio unos golpecitos en la espalda. El reloj del salpicadero marcaba las dos y media.
—Es mi turno —dijo.
No discutí. Después de indicarle dónde había dejado la pistola, me tumbé en el asiento posterior y me tapé con la manta, que aún conservaba el caior de Ashlee. Me quedé dormido en el mismo instante que cerré los ojos.
—¿Scott?
Me zarandeó suavemente, pero con apremio.
—¡Scott!
Ashlee estaba inclinada sobre el asiento del conductor, moviéndome el hombro con la mano.
—Hay alguien fuera —susurró—. ¡Escucha!
Dio media vuelta y se agachó para mantener la cabeza escondida. Se había alzado una media luna en el cielo, así que la oscuridad ya no era absoluta. Durante unos segundos sólo hubo silencio, pero entonces, no muy lejos, se oyó el gemido de una mujer aterrorizada, seguido de unas risas ahogadas.
—Ashlee… —susurré.
—Llegaron hace un minuto. En coche, por la carretera. Se acercaron, pararon el motor y se oyó un gritito. Y entonces… la verdad es que no pude verlo hasta que moví el retrovisor, y ni quiera así, porque había árboles en medio, pero me pareció que alguien salía del coche y corría por el campo. Creo que era una mujer. Y dos chicos salieron corriendo tras ella.
Reflexioné.
—¿Qué hora es?
—Apenas las cuatro.
—Dame la pistola, Ash.
Parecía reacia.
—¿Qué podemos hacer?
—Esto es lo que haremos: yo cogeré la pistola y saldré de la furgoneta. Cuando te haga una señal, conectarás las luces largas y pondrás en marcha el motor. Intentaré mantenerme a la vista.
—¿Y si te ocurre algo?
—Entonces te vas de aquí sin perder ni un segundo. Si me sucede algo, ellos tendrán la pistola, así que no te quedes aquí, Ash. ¿De acuerdo?
—¿Y adonde voy?
Era una pregunta razonable. ¿A Portillo? ¿A los campamentos de socorro o al control de carretera? No estaba seguro de qué responder.
Entonces, la mujer volvió a gritar… y no pude evitar pensar que podía tratarse de Kaitlin. Su voz no parecía la de mi hija, pero la verdad es que no había vuelto a oírla gritar desde que era pequeña.
Le dije a Ashlee que iría con cuidado, pero que se fuera inmediatamente de este lugar si me ocurría algo. Y que, quizá, lo mejor sería que escondiera la furgoneta más cerca de la ciudad y que por la mañana, cuando Hitch regresara, estuviera alerta.
Salí del vehículo y cerré la puerta con cuidado. Cuando hube recorrido unos metros, le indiqué que encendiera los faros.
Las luces largas de la furgoneta se extendieron por la estrellada noche como focos militares y, entre aquella calma, el motor rugió como un animal salvaje. La mujer y sus dos asaltantes, paralizados ante aquel resplandor, se encontraban a menos de diez metros de distancia.
Los tres eran jóvenes, posiblemente de la edad de Adam. Los hombres estaban forcejeando con la mujer, que yacía sobre su espalda entre la maleza; uno de los muchachos la sujetaba de los hombros mientras el otro intentaba separarle las piernas. Ante la luz, la joven se giró y los chavales levantaron sus cabezas como si fueran perros de presa olfateando a un depredador.
No parecían ir armados, y eso hizo que me sintiera un poco aturdido por el peso de la pistola que llevaba en la mano.
Levanté la pistola y apunté hacia sus estupefactos rostros. Les habría ordenado que se apartaran de ella (pues ese era el plan), pero estaba tan nervioso que mi dedo accionó el gatillo y el arma se disparó sin previo aviso.
Casi se me cae la pistola. No sabía dónde había ido la bala. No había alcanzado a nadie, pero les había dado un buen susto. Aunque estaba medio cegado por el destello, advertí que los presuntos violadores se alejaban corriendo hacia su vehículo y los seguí. Me pregunté si debería disparar de nuevo, pero temí que el arma volviera a descargarse en contra de mí voluntad (más adelante, Hitch me contó que había sido modificada para que el gatillo no opusiera demasiada resistencia y que, probablemente, antes de que cayera en nuestras manos, se había utilizado para fines criminales).
Ambos hombres entraron en su automóvil con una economía de movimientos sorprendente. En ese momento me di cuenta de que podían llevar armas en el interior; sin embargo, si las tenían, prefirieron no utilizarlas. El coche cobró vida y se alejó rugiendo hacia la ciudad, lanzando gravilla contra las jaulas de gallina apiladas.
La muchacha se había quedado sola.
Me dirigí hacia ella, recordando que debía mantener el cañón del arma apuntando hacia el suelo. La muñeca derecha todavía me dolía por la sacudida del inesperado retroceso.
Bajo la luz de los focos, pude ver que se había levantado y que se estaba abrochando sus rasgados Levis. Me miró con una expresión que fui incapaz de comprender (creo que en gran parte era miedo, pero también había vergüenza). Era joven y estaba tan delgada que parecía anoréxica. Tenía la cara manchada de tierra y lágrimas. Su camiseta, desgarrada sobre el pecho izquierdo, estaba cubierta de sangre.
Me aclaré la garganta.
—Se han ido… ahora estás a salvo —le dije.
Puede que no hablara inglés. O, probablemente, puede que no me creyera. Dio media vuelta y se alejó corriendo hacia la carretera, como un animal asustado.
La seguí unos pasos, pero me detuve. La noche era demasiado oscura y no quería dejar sola a Ashlee.
Deseé que la muchacha estuviera a salvo, por poco probable que fuera.
Después de aquello, resultó imposible seguir durmiendo. Me senté delante junto a Ashlee y nos mantuvimos vigilantes y bombeando adrenalina. Ash se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió con un diminuto mechero de propano. No hablamos sobre el ataque que acabábamos de presenciar, pero poco después, cuando el cielo oriental empezó a mostrar un color azulado, Ashlee me dijo lo siguiente:
—No debes preguntárselo. A Kaitlin.
—¿Preguntarle qué?
Era una pregunta estúpida.
—Probablemente no necesitas este consejo… y la verdad es que yo no soy una madre modélica ni nada similar. Sin embargo, cuando Kaitlin regrese, no le hagas preguntas. Puede que hable contigo y puede que no, pero deja que sea ella quien tome esa decisión.
—Si necesita ayuda… —dije.
—Si necesita ayuda, la pedirá.
Dejamos ahí el tema. No me apetecía especular sobre las cosas que podían haberle sucedido a mi hija. Ashlee, que ya me había dicho lo que quería decirme, había vuelto su rostro hacia la ventanilla. Me pregunté qué sería lo que le había incitado a darme ese consejo, qué secreto tan terrible guardaba en su interior para no atreverse a revelarlo.
Estábamos medio dormidos cuando el sol empezó a calentar el mundo. Poco después, Hitch golpeó el cristal de la ventanilla y ambos nos despertamos sobresaltados. Ashlee alcanzó el arma, pero le cogí de la muñeca mientras bajaba la ventanilla.
—Una vigilancia impresionante —comentó Hitch—. Os podría haber matado a los dos.
—¿Los has encontrado?
—Kaitlin está aquí. Y también Adam. ¿Podríais darme algo de comer? Tenemos un montón de trabajo por delante.
Dieciséis
Entramos lentamente en la ciudad de Porrillo, avanzando entre el tránsito peatonal por el único carril que quedaba abierto debido a la enorme cantidad de vehículos aparcados o abandonados. A la luz de la mañana, la carretera principal estaba tan atestada de gente como un desfile de carnaval… y eso era lo que parecía, aunque la multitud estaba agotada después de haber pasado la noche en vela. Los peregrinos caminaban a ciegas y sin rumbo fijo, o dormían en petates bajo toldos andrajosos que eran más seguros bajo la luz del día que en la oscuridad. Los vendedores de agua se movían entre la multitud cargados de botellas de plástico de tres litros. Las banderas y los símbolos kuinistas colgaban de las ventanas superiores de los edificios, las ínstalaciones sanitarias locales estaban llenas a rebosar y el hedor de las letrinas era penetrante y horrible. Aunque la mayoría de estas personas habían llegado durante los últimos tres días, Hitch nos comentó que en las tiendas de primeros auxilios ya estaban tratando casos de disentería.
Adam y su pandilla habían acampado al oeste del grupo principal. Durante la noche, Hitch había mantenido una breve conversación con Adam, pero no con Kait, aunque el muchacho le había confirmado su presencia. Había accedido a hablar con Ashlee, pero se había negado a permitir que yo me reuniera con mi hija. Al saber que Adam estaba al mando y hablaba en nombre de los demás, Ashlee no pudo hacer más que inclinar la cabeza y murmurar para sus adentros.
También habían llegado diversos periodistas, conduciendo camiones de grabación blindados con las ventanas polarizadas. Al verlos, tuve sentimientos encontrados: según la teoría que sostenía Sue sobre los Cronolitos y su metacausalidad, la prensa funcionaba como un potente amplificador del bucle de retroalimentación. La imagen de estos objetos, difundida a nivel mundial, creaba en la imaginación colectiva el concepto de invulnerabilidad de Kuin.
¿Pero acaso había otra alternativa? ¿La represión? ¿La negación? La genialidad de los monumentos de Kuin radicaba en que eran tan grotescamente evidentes que era imposible ignorarlos.
—Cuando lleguemos allí, tendréis que dejar que hable a solas con él — anunció Hitch—. Ya veremos qué sucede después.
—No es un gran plan —comenté.
—Pero es el único que tenemos.
Aparcamos lo más cerca posible del grupo de tiendas de campaña en las que estaban acampados Adam y sus amigos, además de decenas de personas. En ésta árida zona, las tiendas de nylon azul, rojo o amarillo resultaban ridiculamente llamativas, pues proliferaban como setas sobre la polvorienta tierra del aparcamiento de un solar en construcción. Ashlee empezó a estirar el cuello con ansiedad, buscando a Adam. No había ni rastro de Kaitlin.
—Quedaos aquí —dijo Hitch—. Negociaré con él para que nos deje pasar.
—¿Negociar? —preguntó Ash, algo indignada.
Hitch le dedicó una mirada severa mientras cerraba la puerta.
Se dirigió hacia una tienda octogonal de tela de plata fotosensible y dijo algo que no pudimos oír. Momentos después, vimos que se descorría la cremallera y Adam salió al exterior. Supe que era él porque Ashlee cogió aire con fuerza.
Llevaba unos pantalones militares polvorientos y cargaba a la espalda un macuto negro. Era alto y delgado (casi tan alto como Hitch) y tenía un aspecto saludable. No se dignó mirar hacia la furgoneta, sino que esperó pacientemente a que Hitch terminara su discurso. Desde esa distancia no podía ver su rostro con claridad, pero era evidente que estaba tranquilo, que no tenía miedo.
Ashlee acercó la mano a la puerta, pero le impedí abrirla.
—Espera un minuto.
Hitch habló. Adam habló. Entonces, Hitch sacó un fajo de billetes de su bolsillo trasero y los dejó en la palma do la mano del muchacho.
—¿Qué es esto? ¿Un soborno? —exclamó Ashlee—. ¿Está sobornando a Adam?
Le dije que eso era lo que parecía.
—¿Por qué? ¿Para que hable conmigo? ¿Para que puedas ver a Kaitlin?
—No lo sé, Ash.
—¡Dios mío! Esto es tan… —no encontró la palabra adecuada para describir aquel ultraje.
—Vivimos tiempos extraños. Y suceden cosas extrañas.
Sintiéndose humillada, se dejó caer con fuerza sobre el asiento y guardó silencio hasta que Hitch nos indicó que saliéramos de la furgoneta. Conecté los protocolos de seguridad del vehículo, aunque era consciente de que no serviría para nada. En el exterior, el aire era seco y el hedor sobrecogedor. Unos metros más adelante, un joven con pantalones que antaño habían sido blancos tiraba tierra en la zanja de una letrina.
A pesar de lo mucho que había esperado este momento, Ashlee se acercó a Adam con indecisión. No lo sé con certeza, pero supongo que el hecho de que su hijo se hubiera resistido a verla le había hecho darse cuenta de lo inútil que sería aquel encuentro. Le puso una mano en el hombro y le miró a los ojos. Adam le devolvió la mirada con impasibilidad. Era joven, pero ya no era un niño. No hizo nada más que esperar a que su madre hablara… pues supongo que Hitch le había pagado para que lo hiciera.
Ambos se alejaron unos metros por el sendero que había entre las tiendas de campaña.
—Es una causa perdida —dijo Hitch—. Pero Ashlee aún no lo sabe.
—¿Qué hay de Kaitlin? Me señaló una pequeña tienda de color amarillo sol.
Me di cuenta de que estaba pensando en el Cronolito que aterrizó en El Cairo hacía tres años. Sue Chopra había conseguido imágenes de todas las fases del acontecimiento, tomadas desde una docena de ángulos diferentes: la calma que hubo antes de la manifestación, la oleada de frío y los vientos térmicos, la columna de hielo y polvo que se alzaba, humeante, hacia el cielo azul y, por fin, el deslumbrante Cronolito incrustado en el suelo de las afueras del Cairo, como una espada clavada en una roca.
(Me pregunté quién lograría extraer esta espada de la piedra. Quizá, los puros de corazón. Los padres ausentes y los maridos fracasados no tenían ni que intentarlo.)
Supongo que lo que más me impresionó de la llegada de El Cairo fue su incongruencia: el hielo que lo cubría a pesar de las trémulas oleadas de calor del desierto; las diferentes y abruptas capas de historia inconexa, en la que modernas torres de oficina se alzaban sobre los escombros de una autarquía milenaria y quedaban desplazadas por el más nuevo de los monumentos… un Kuin tan voluminoso y distante como un faraón sobre su frígido trono.
No sé por qué recordé aquella imagen con tanta claridad. Quizá, porque esta árida ciudad del desierto de Sonoran estaba a punto de recibir su propio trono de hielo; o quizá, porque ya sentía un suave frescor en el aire, un escalofrío de premonición, el amargo olor del futuro.
—¿Kaitlin?
Un viento perezoso levantó la lona de la puerta de su tienda de campaña. Me acuclillé y metí la cabeza en el interior.
Kait estaba sola, intentando liberarse de un nido de mantas sucias. Parpadeó bajo la amarillenta luz del sol que entraba a través del nylon. Tenía el rostro delgado y los ojos ensombrecidos por la fatiga.
Parecía mayor de lo que recordaba, y me dije a mí mismo que se debía a todo lo que había tenido que soportar durante este haj, al hambre y la ansiedad. Sin embargo, el verdadero motivo era que se había alejado de mí, que se había ido distanciando de la imagen mental que había formado en mi mente mucho antes de que abandonara Miniápolis.
Me dedicó una larga mirada, durante la cual su expresión fue pasando de la incredulidad al recelo, la gratitud, el alivio y la culpabilidad.
—¿Papá? —preguntó.
Sólo fui capaz de repetir su nombre… y probablemente, era lo mejor. Eso era lo único que necesitaba decir.
Salió de las mantas y cayó en mis brazos. Vi los cardenales de sus muñecas, el profundo corte que iba desde su hombro hasta el codo, formando un sendero de sangre coagulada. Sin embargo, no le pregunté qué había sucedido… y fue entonces cuando comprendí la sabiduría del consejo de Ashlee: no podía deshacer sus heridas. Sólo podía apoyarla.
—He venido para llevarte a casa —le dije.
No se atrevió a mirarme a los ojos, pero respondió con un hilillo de voz:
—Gracias.
Cuando otro soplo de brisa movió la lona de la tienda, Kaitlin se estremeció. Le dije que se vistiera lo más rápido que pudiera. Se puso unos vaqueros andrajosos y un sarape barato.
Yo también me estremecí, porque me di cuenta de que el aire era demasiado frío para una mañana tan soleada. Era un frío antinatural.
En el exterior, Hitch me estaba llamando.
—Llévala a la furgoneta —me dijo—. Y será mejor que te des prisa, porque esto no forma parte del trato… He negociado para que hablaras con ella, no para que te la llevaras.
Volvió el rostro en la dirección que soplaba el viento.
—Tengo la impresión de que todo va a suceder más rápido de lo que pensábamos.
Kaitlin se dejó caer sobre una de las hileras de asientos de la parte posterior y se envolvió con una manta. Le dije que mantuviera la cabeza agachada, sólo durante un rato. Hitch cerró la puerta y fue en busca de Ashlee.
Kait se sorbió los mocos… y no sólo porque estuviera a punto de llorar. Me dijo que había contraído algo, una gripe o alguna de las enfermedades intestinales que se iban propagando por Portillo a medida que las masas estaban más sedientas y los vendedores de agua eran menos escrupulosos. Tenía los ojos brillantes y algo borrosos. Se llevó la mano a la boca para toser.
En el exterior, el viento empezó a golpear las tiendas de campaña y los refugios de lona. Los hajistas empezaron a asomarse, atraídos por el ruidoso tiempo. Docenas de peregrinos desconcertados, con símbolos kuinistas y ropa desgarrada, se llevaron la mano a la frente para protegerse los ojos, preguntándose (empezando a preguntarse) si ese vendaval estaría marcando el inicio de un acontecimiento sagrado, si esa fuerte brisa y el descenso de la temperatura estarían indicando la llegada del Cronolito.
Y puede que así fuera. El Kuin de Jerusalén había aterrizado con más decisión y más de improviso que éste, pero se había comprobado que las llegadas de los Cronolitos variaban de un lugar a otro (y de un momento a otro) en intensidad, duración y poder destructivo. Además, los cálculos de Sue Chopra estaban basados en cierta información dudosa de los satélites, así que podían tener un margen de error de varias horas.
En otras palabras, puede que nos encontráramos en peligro mortal. Una ráfaga de aire hizo que la furgoneta se balanceara. Kaitlin, sorprendida, levantó la cabeza, presionó su rostro contra la ventanilla y observó, boquiabierta, las nubes de polvo que se habían levantado, de repente, en el desierto de Sonoran.
—Papá, ¿esto es…?
—No lo sé —respondí.
Busqué a Ash con la mirada, pero estaba escondida entre una multitud de exaltados hajístas. Supuse que nos encontrábamos, como máximo, a un kilómetro y medio del centro de Portillo, pero como no había forma de saber con precisión dónde aterrizaría el Cronolito, resultaba imposible calcular el perímetro de la zona de riesgo. Le dije a Kait que se quedara debajo de la manta. En aquel instante, la muchedumbre empezó a moverse, como si los hajistas hubieran alcanzado un silencioso consenso para abandonar este sucio solar y dirigirse a las calles, al centro de la ciudad. Entonces, alcancé a ver la barba negra de Hitch; después al propio Hitch, a Ashlee y a Adam.
Parecía que Hitch estaba discutiendo con Ashlee, que había cogido a su hijo de los brazos y parecía estar implorándole algo. Adam estaba completamente inmóvil, resistiéndose al abrazo; el viento agitaba su rubio cabello por delante de los ojos. El muchacho observó impasible el rostro de su madre y, al advertir que el cielo que se estaba oscureciendo, sacó de su mochila lo que parecía una chaqueta térmica doblada.
No sé qué le dijo Ashlee a su hijo (nunca habló de este tema conmigo), pero era evidente, incluso desde esta distancia, que Adam no tenía intenciones de regresar a casa. El lenguaje corporal de aquel encuentro reflejaba toda una vida de frustración. Ashlee (que tiraba de su hijo, suplicándole una y mil veces que viniera con nosotros) era incapaz de admitir que a Adam no le importaba en absoluto lo que ella quisiera, que hacía mucho tiempo que había dejado de importarle… que quizá, nunca le había importado nada porque había nacido con esa incapacidad. En estos momentos, su madre no era más que una distracción que le estaba impidiendo presenciar el interesante acontecimiento que había empezado a desarrollarse: la manifestación física de Kuin, en quien había depositado toda su lealtad.
Ahora era Hitch quien, con gestos frenéticos y haciendo muecas debido al abrasivo viento, tiraba de Ashlee para llevarla de vuelta a la furgoneta. Ella lo ignoró hasta que Adam se soltó con brusquedad de sus brazos. Si Hitch no la hubiera estado sujetando, se habría caído de bruces al suelo.
Levantó la mirada hacia su hijo y dijo algo más. Creo que pronunció su nombre, del mismo modo que yo había pronunciado el de Kaitlin, pero no lo sé con certeza porque el rugido del viento y el sonido de la muchedumbre se habían ido intensificando con rapidez.
Me puse al volante de la furgoneta. Kaitlin gimió bajo la manta.
Hitch arrastró a Ashlee hasta el vehículo y la apremió a entrar. Cuando se sentó en el asiento en el que guardábamos la pistola, descubrí que ya había puesto en marcha el motor.
—Salgamos de aquí inmediatamente —dijo Hitch.
Pero era prácticamente imposible avanzar entre aquella marea de hajistas. Si Adam hubiera acampado un poco más cerca de Portillo, nunca hubiéramos logrado escapar. Sin embargo, desde donde estábamos, logramos acceder a la orilla de la carretera y avanzar despacio, pero a ritmo constante, hacia el oeste. A medida que nos alejábamos, la aglomeración de peregrinos disminuyó.
Pero el cielo estaba muy negro, hacía mucho frío y había tanto polvo en el parabrisas que sólo teníamos unos metros de visibilidad.
No tenía ni idea de adonde conducía esta carretera, puesto que no se trataba de la misma por la que habíamos llegado. Cuando se lo pregunté a Hitch, me respondió que tampoco lo sabía y que el mapa estaba escondido en algún lugar del maletero. De todas formas, añadió, no tenía ninguna importancia, porque no teníamos más remedio que seguir adelante.
La tormenta de polvo había oscurecido el parabrisas y, por el sonido, parecía que también estaba afectando al motor. Cerré las ventanillas y conecté la calefacción del vehículo hasta que todos empezamos a sudar. El sucio sendero en el que nos encontrábamos finalizaba en un puente de madera que cruzaba un riachuelo seco y poco profundo. Era obvio que el puente, astillado y oscilando bajo el fuerte viento, no soportaría el peso de la furgoneta.
—Ve hasta ese terraplén, Scotty —dijo Hitch—. Así habrá un poco más de tierra entre nosotros y Portillo.
—El desnivel es bastante pronunciado.
—¿Tienes una idea mejor?
De modo que abandoné el camino, conduje sobre la quebradiza maleza y me deslicé por el terraplén. Mientras descendíamos, accioné con tanta fuerza los frenos de la furgoneta que se iluminaron todas las alarmas de funcionamiento del salpicadero. Estoy seguro de que habríamos volcado si no hubiera sujetado con tanta fuerza el volante… algo que hice por instinto, no por habilidad. Hitch y Ashlee guardaron silencio, pero Kaitlin dejó escapar un pequeño gemido, muy similar al del viento. Acabábamos de llegar a aquella cuenca plana y rocosa cuando una acacia desarraigada pasó volando sobre nosotros como si fuera el cadáver de un pájaro negro— Incluso Hitch jadeó al verlo.
—Hace frío —gimió Kaitlin.
Ashlee desdobló las últimas mantas que quedaban, le dio dos a Kait y nos tiró otra a nosotros. El aire del interior de la furgoneta apestaba a bobina de calefacción recalentada, pero la temperatura apenas había subido. Ya había pasado por esta situación en Jerusalén, pero nunca había imaginado lo doloroso que podía ser el choque térmico al aire libre: aquel frío repentino se filtraba en nuestro interior, recorriendo todas las articulaciones hasta llegar al corazón, y entumeciéndolo todo a su paso.
Era energía robada, extraída del entorno inmediato por aquella fuerza que era capaz de enviar un objeto masivo a través del tiempo. Un gélido viento ululó sobre el arroyo y el cielo se volvió del color de las escamas de los peces. Decidimos que había llegado el momento de ponemos la ropa termoadaptable que habíamos incluido en nuestro equipaje. Ashlee le pasó a Kaitlin una chaqueta que era demasiado grande para ella y le ayudó a ponérsela.
Entonces recordé algo terrible y alcancé el manillar de la puerta.
—¿Scotty? —preguntó Hitch.
—Tengo que sacar e¡ agua del radiador —expliqué—. Si se congela, nos quedaremos sin medio de transporte.
Habíamos tenido la prudencia de llevar agua potable en bolsas flexibles que se expandían para adaptarse al espacio disponible, y de poner anticongelante en el radiador de la furgoneta. Sin embargo, en ningún momento habíamos pensado que estaríamos tan cerca del punto de llegada del Cronolito. Si el choque térmico era demasiado severo, el sistema de refrigeración del motor se estropearía y nos quedaríamos encallados en este lugar.
—Puede que no haya tiempo.
—Entonces deséame suerte, Y pásame la caja de herramientas.
Salí al exterior, donde fui recibido por el vendaval. El viento cerró la puerta a mis espaldas con violencia. El aire que llegaba al arroyo procedía del sur, alimentando los abruptos termoclinos del futuro Cronolito. El aire estaba tan cargado de arena y polvo que tuve que protegerme los ojos con la mano para poder abrirlos un poco. Me dirigí hasta la parte delantera del vehículo guiándome sólo con las manos.
La furgoneta había chocado contra un montículo arenoso en el que había quedado atrincherado el parachoques. Mientras excavaba la tierra con las manos para poder acceder a la parte inferior, se produjo una explosión de luz dorada sobre mi cabeza. De momento, la chaqueta térmica me estaba ayudando a conservar la temperatura corporal, pero cada vez que exhalaba, mi aliento se convertía en hielo. Tenía los dedos entumecidos, pero no había tiempo de ir a buscar unos guantes. Conseguí abrir la caja de herramientas y busqué a tientas una llave inglesa.
El sistema del radiador había sido diseñado para ser vaciado desde abajo, aflojando la tuerca de una válvula. Sujeté la tuerca con la llave, pero ésta se negó a girar.
Tengo que hacer palanca, pensé mientras apoyaba los pies contra la rueda y adoptaba el ángulo de la llave inglesa del mismo modo que un remero se inclina sobre el remo. El sonido del viento era abrumador, pero por debajo sonaba algo distinto: el estruendo de la llegada, seguido por la onda expansiva que se extendía por el suelo.
La tuerca de la válvula giró y yo caí sobre la arena.
Del depósito salió un chorrito de agua que se congeló al entrar ten contacto con el aire. Eso era suficiente para aliviar la presión que había dentro del radiador… pero con un poco de mala suerte, la capa de hielo que se formara en el interior estropearía una serie de sistemas vítales.
Intenté levantarme, pero fui incapaz.
Me deslicé rodando hasta el pequeño refugio que formaba la furgoneta con el suelo. De repente, me pesaba tanto la cabeza que era incapaz de mantenerla erguida. Escondí las manos entre los muslos y me encogí bajo la escasa calidez de mi chaqueta térmica. No tardé en perder la conciencia.
Cuando abrí los ojos de nuevo, el viento se había detenido y me encontraba en el interior de la furgoneta.
Aunque la luz del sol abrasaba la capa de hielo que se había formado en el parabrisas, la calefacción seguía bombeando aire caliente y húmedo.
Me enderecé y advertí que estaba tiritando. Me inquieté al ver que Ashlee, que ya estaba despierta, frotaba las manos de Kaitlin entre las suyas.
—Está bien. Respira —dijo Ashlee al instante.
Hitch Paiey me había arrastrado hasta el interior de la furgoneta en cuanto lo peor del choque térmico quedó atrás; en estos momentos estaba cambiando la tuerca de la válvula que yo había aflojado. Se puso en pie, miró a través de la empeñada ventanilla y, al ver que estaba despierto, levantó el dedo pulgar.
—Creo que sobreviviremos —dijo Ashlee con voz áspera. Advertí que me dolía la garganta cada vez que tragaba saliva, seguramente por haber respirado aire helado. También me dolían los pulmones. Además, las puntas de los dedos de las manos y los pies seguían entumecidos y tenía un poco de sangre endurecida en la palma de la mano derecha, donde la llave inglesa congelada me había arrancado parte de la piel. De todas formas, Ashlee tenía razón: habíamos sobrevivido.
Kait gimió de nuevo.
—La hemos mantenido bien tapada —dijo Ash—,pero está enferma. Y puede que contraiga neumonía.
—Tenemos que regresar a la civilización.
Pero antes tendríamos que subir por el montículo… y no estaba seguro de que lo lográramos.
Cuando sentí que había recuperado parte de mis fuerzas, abrí la puerta del conductor y salí, El aire volvía a ser relativamente cálido y sorprendentemente puro, excepto por la neblina de polvo que se estaba asentando por todas partes como si fuera nieve. Los vientos predominantes habían transportado la helada niebla hacia el este.
El hielo humeaba por las rocas y la arena del lecho del riachuelo. Trepé hasta la cima del montículo y contemplé la ciudad… mejor dicho, lo que quedaba de ella.
Aunque el Kuin de Portillo seguía cubierto de hielo, era evidente que se trataba de un monumento inmenso. La figura de Kuin estaba de pie y tenía un brazo levantado, como si estuviera llamando a alguien.
La ciudad de Portillo yacía a sus inmensos pies, oscurecida bajo la niebla pero evidentemente devastada.
El alcance del choque térmico había sido enorme. Aunque imaginaba que todos los hajistas habían muerto, vi que algunos vehículos se movían por los alrededores de la ciudad. Imaginé que serían las estaciones móviles de la Cruz Roja.
Ashlee subió la ladera jadeando y, al ver la magnitud de la destrucción, se quedó sin aliento. Sus labios temblaban. Tenía el rostro manchado de polvo y surcado por las lágrimas.
—Puede que haya logrado escapar —susurró. Por supuesto, se refería a Adam.
Le dije que era posible.
Para ser sincero, lo dudaba.
Diecisiete
A través de una serie de carreteras y cañadas polvorientas conseguimos bordear las humeantes ruinas de Portillo y acceder a la carretera principal.
A pesar de la espeluznante cantidad de muertos que debía de haber en la ciudad, durante el trayecto pudimos ver a diversos grupos de refugiados. Muchos habían quedado lisiados por la congelación y avanzaban cojeando, algunos habían quedado ciegos por los cristales de hielo y otros habían resultado heridos por los efectos del choque térmico o el derrumbe de los edificios. Ahora, ninguno de ellos tenía aspecto amenazador y, en un par de ocasiones, Ashlee insistió en que nos detuviéramos para repartir nuestras escasas mantas y algo de comida… y para preguntar por Adam.
Pero ninguno de aquellos jóvenes sabía nada de él; además, tenían otras preocupaciones más apremiantes: nos suplicaban que transmitiéramos mensajes o que llamáramos a sus padres, esposas o familiares de Los Ángeles, Dallas, Seattle… El desfile de miseria era tan sobrecogedor que incluso Ashlee tuvo que distanciarse, pero continuó observando a los refugiados hasta que fue evidente que ningún hajista, ni siquiera Adam, podría haber recorrido a pie una distancia tan grande. Al ver los camiones de socorro y las ambulancias militares que se dirigían a Porrillo, su conciencia se relajó, pero no sus temores. Se dejó caer sobre su asiento y sólo se movió para comprobar el estado de Kaitlin.
A medida que avanzábamos, me sentía más preocupado por mi hija. Estaba más enferma de lo que había imaginado y la exposición al choque térmico sólo había empeorado las cosas. Ashlee le tomó la temperatura con el termómetro del botiquín y, con el ceño fruncido, le administró un par de pastillas antipiréticas que ingirió con la ayuda de un vaso de agua. Nos vimos obligados a parar en diversas ocasiones para que Kaitlin saliera a toda prisa de la furgoneta y aliviara sus entrañas; cada vez que regresaba tambaleándose, se sentía más débil y humillada.
Teníamos que llevarla a un buen hospital. Hitch llamó a Sue Chopra y le dijo que habíamos sobrevivido pero que Kaitlin estaba enferma. Sue nos recomendó que, si era posible, cruzáramos la frontera antes de solicitar asistencia médica, porque las autoridades estaban arrestando a todos los jóvenes americanos que habían entrado en el país sin papeles. La frontera de Nogales estaba atascada (habían circulado rumores, en este caso falsos, de que iba a producirse una llegada en esta ciudad), pero Sue nos dijo que enviaría a alguien del consulado para que nos escoltara hasta el otro lado y que en Tucson habría una cama de hospital aguardando a Kaitlin.
Al llegar la noche, Ashlee le administró un antibiótico de amplio espectro y Kaitlin consiguió dormir a intervalos. Hitch y yo nos turnamos para conducir.
Pensé en Ashlee. Acababa de perder a su hijo (o, por lo menos, estaba segura de que había muerto) y, sin embargo, era capaz de capaz de cuidar de Kaitlin. Resultaba admirable que, a pesar de su tristeza, se sintiera conmovida por mi hija, que había apoyado la cabeza en su regazo y se sentía reconfortada por su ternura.
Entonces me di cuenta de que las amaba.
Decidí hacer caso a Ashlee y no preguntarle a mi hija, ni entonces ni nunca, qué había sucedido durante el haj.
Bueno, quizá debería ser más concreto: hubo un momento, mientras esperaba con Kaitlin en la habitación del hospital a que regresara el doctor con los resultados del análisis de sangre, en que fui incapaz de contenerme. Sin embargo, no le pregunté directamente qué había sucedido en Portillo. Sólo quería saber por qué había ido, qué era lo que le había impulsado a abandonar su hogar y juntarse con individuos como Adam Mills.
Ella me dio la espalda, avergonzada. Sus cabellos cayeron sobre la crujiente almohada blanca y pude ver la línea de sutura de su operación de cirugía. Hacía tanto tiempo que había cicatrizado que ya no era más que una delgada y pálida línea que recorría su mandíbula.
—Solo quería que las cosas fueran diferentes —respondió.
Ashlee permaneció conmigo en Tucson mientras Kaitlin se recuperaba.
Alquilamos una habitación en un motel y vivimos en castidad durante una semana. El dolor de Ashlee era intensamente privado, casi invisible. Había días en que parecía ser la de siempre, días en que era capaz de sonreír cuando yo aparecía en la puerta con una bolsa de comida mexicana o china. En alguna parte de su corazón, abrigaba la esperanza de que Adam hubiera sobrevivido, aunque se negaba a hablar de esa posibilidad y a tolerar que se mencionara el nombre de su hijo.
Pero estaba apagada, silenciosa. Dormía durante las sofocantes tardes y pasaba las noches inquieta. A menudo, se quedaba sentaba delante del antiguo panel de vídeo hasta mucho después de que yo me hubiera acostado.
De todas formas, estábamos muy unidos. Nuestros futuros se habían entrelazado.
Como ambos intentábamos evitar hablar sobre lo sucedido, nuestras conversaciones solían ser triviales. Excepto en una ocasión: tenía que ir a comprar unas cosas a la tienda de veinticuatro horas que había al final de la manzana y le pregunté si quería que le trajera algo.
—Quiero un cigarrillo —dijo con los labios apretados—. Quiero que regrese mi hijo.
Kait tuvo que permanecer en el hospital una semana más para recuperar las fuerzas y someterse a diversas pruebas. Aunque la visitaba a diario, nunca me quedaba demasiado tiempo, porque tenía la impresión de que ella lo prefería así.
Durante la última visita que le hice antes de que le dieran el alta, Kaítlin y el doctor compartieron las malas noticias conmigo.
No me parecía bien angustiar a Ashlee con ese tema… por lo menos, de momento. Cuando regresé a la habitación del motel la encontré algo mejor, más comunicativa, así que salimos a cenar (aunque no fuimos demasiado lejos, sólo hasta el restaurante del motel). Comimos solomillo y café, pero nos sentimos algo incómodos con la decoración, que consistía en pinturas falsas de los indios Navajo y cráneos de ganado.
Ashlee estuvo hablando (de pronto, parecía que necesitaba hacerlo) sobre su infancia, sobre cómo era su vida antes de casarse con Tucker Kellog. Sin embargo, aquellos recuerdos no eran relatos, sino instantáneas que habían permanecido inalteradas en su mente: aquel día seco y ventoso que fue a comprar lencería con su madre a San Diego o aquel viaje escolar al zoo. Me explicó lo mucho que!e habían asombrado las tormentas invernales el primer año que pasó en Miniápolis y las veces que se había quedado sitiada por las ventiscas de nieve de camino al trabajo. También me habló de los viejos programas que solíamos ver en la televisión en aquella época, comoSomeday, Blue Horizon o Next Week’s Family.
Durante el postre me dijo:
—He estado hablando con la Cruz Roja, que sigue en Portillo cogiendo nombres… contando a los muertos. Si Adam ha sobrevivido, su nombre no aparece en ninguna de las listas, pero si ha muerto… — dijo esto con una indiferencia premeditada, obviamente falsa—.Bueno, tampoco han identificado su cadáver, y son muy buenos para eso. Les he permitido acceder al perfil del genoma que consta en su historial médico, pero me han dicho que no coincide con ninguno de los cadáveres. Así que no sé si está vivo o muerto. De todas formas, me he dado cuenta de otra cosa. Sus ojos brillaban.
—No es necesario que hablemos de esto —dije. —No te preocupes, Scott. Estoy bien. De lo que me he dado cuenta es de que, vivo o muerto, he perdido a mi hijo. Puede que vuelva a verlo y puede que no, pero eso dependerá de él… si está vivo, por supuesto. Es lo que intentó decirme en Portillo. Eso no significa que me odia, sólo que ya no me pertenece. Es dueño de sí mismo. Y creo que siempre lo ha sido.
Guardó silencio durante unos instantes. A continuación, acabó el café que le quedaba en la taza y llamó a la camarera para que volviera a llenársela. —Me dio algo. —¿Adam? —pregunté.
—Sí. En Portillo. Me dijo que así le recordaría. Mira.
Había envuelto el regalo en un pañuelo que llevaba dentro del bolso. Lo desenvolvió y lo dejó sobre la mesa.
Era una cadena barata de la que pendía un colgante, que parecía un montón de plástico picado con un agujero en medio. Era la cosa más fea que había visto en mi vida.
—Me dijo que se lo había comprado a un vendedor de Portillo. Es una especie de objeto sagrado. El colgante no es de piedra, sino…
—Una reliquia de la llegada.
—Sí, así es como lo llamó Adam.
La llegada de un Cronolito creaba extraños escombros, porque las fuertes oscilaciones de temperatura y los cambios de presión que se producían cerca del lugar del aterrizaje congelaban, agrietaban, envolvían y destrozaban los materiales cotidianos. Los cazadores de recuerdos vendían estos artículos, que en raras ocasiones eran auténticos, a los inocentes.
—En teoría —añadió Ashlee—, es de Jerusalén.
Si eso era cierto, ese bulto deforme podría haber sido antaño algo útil: el pomo de una puerta, un pisapapeles, un bolígrafo, un peine.
—Espero que no lo sea —respondí.
Ashlee parecía alicaída.
—Pensé que te interesaría. Tú estuviste en Jerusalén cuando sucedió. Es una especie de coincidencia.
—Ese tipo de coincidencias no me gustan.
Le hablé de la teoría de Sue sobre las turbulencias tau, explicándole que había estado dentro de ellas en demasiadas ocasiones y que eso había afectado a mi vida (si es que “afectar” era el verbo apropiado para definir una conexión no causal) de una forma que no me gustaba nada.
Ashlee parecía consternada. Pronunció en voz baja aquellas palabras: turbulencia tau.
—¿Puede? contagiarte de eso? —preguntó.
—Lo dudo. No es una enfermedad, Ash. No es contagioso, pero no me gusta recordarlo.
Envolvió el colgante en el pañuelo y volvió a guardarlo dentro del bolso.
Cuando regresamos a nuestra habitación me puse a leer un libro. Ashlee conectó el panel de vídeo (aunque ni siquiera lo miró) y al cabo de un rato, vino a la cama y me besó… no por primera vez, pero con más fuerza de lo que había hecho hasta entonces.
Me gustó tenerla entre mis brazos, poder envolverme alrededor de su pequeño y flexible cuerpo.
Más tarde, descorrí las cortinas y ambos permanecimos tumbados en la oscuridad, observando los coches que pasaban por la autopista. Los faros delanteros parecían las antorchas de un desfile; los traseros, ascuas candentes. Ashlee me preguntó qué tal había ido la visita al hospital.
—Kait está mejor —respondí— Janice vendrá mañana para llevársela a casa.
—¿Te ha hablado del haj?
—Muy poco.
—Ha tenido que soportar demasiadas cosas.
—Y algunas le quedarán marcadas para siempre —añadí.
—No lo dudo.
—Lo que estoy intentando decir es que también he hablado con el doctor. Kaitlin tenía una infección secundaria en el útero… algo que contrajo en Portillo. Aunque está curada, le han quedado secuelas. Kait no podrá tener hijos, al menos de forma natural. Se ha quedado estéril.
Ashlee se alejó de mí y contempló la oscuridad y la autopista. Palpó la mesilla de noche en busca de un cigarrillo.
—Lo siento. —Su voz era grave.
—Está viva. Eso es lo único que importa.
(La verdad es que Kait había guardado silencio mientras el doctor me daba la mala noticia. Me había observado atentamente desde su cama sin pestañear. Supongo que buscaba señales en mi rostro que le indicaran cómo iba a reaccionar, intentando saber si la privaría de mi compasión y la dejaría desamparada bajo las blancas sábanas del hospital.)
—Sé cómo se siente —dijo Ashlee.
—Estás temblando.
—Sé cómo se siente, Scott, porque a mí me dijeron lo mismo después de que naciera Adam. Hubo ciertas complicaciones… no puedo tener más hijos.
Pasaron más coches por la autopista, proyectando ondulantes barras de luz sobre el techo texturizado de la habitación. Nos sentamos en la penumbra, mirándonos el uno al otro como niños perdidos. Entonces, nos volvimos a abrazar.
Por la mañana estuvimos haciendo las maletas para regresar a Miniápolis. Cuando entré en el baño para afeitarme, Ashlee abandonó la habitación unos instantes.
No creo que sepa que la vi salir por la puerta.
La estuve observando por la ventana mientras cruzaba el aparcamiento, sorteaba el parachoques posterior de una furgoneta de reparto de flores, sacaba un pañuelo doblado de su bolso y besaba un arrugado paquete que tiró en un contenedor de basuras.
Un poco más tarde, aquel mismo día, le devolví el favor: llamé a Sue Chopra y le dije que no volvería a trabajar para ella.
Tercera parte
TURBULENCIA
Dieciocho
En cierta ocasión, Sue Chopra me dijo que el tiempo tenía una saeta que señalaba en una dirección. Cuando combinas el fuego y la leña, obtienes cenizas; sin embargo, cuando combinas el fuego y las cenizas, no obtienes leña.
La moralidad también tiene una saeta. Por ejemplo, si proyectas en sentido inverso un largometraje sobre la Segunda Guerra Mundial, estás invirtiendo también su lógica moral: los Aliados firman un tratado de paz con Japón y, acto seguido, bombardean Hiroshima y Kagasaki. Los Nazis extraen las balas de las cabezas de los demacrados judíos y los cuidan hasta que recuperan la salud.
Sue me explicó que el problema que presentaban las turbulencias tau era que mezclaban estas paradojas con la experiencia real.
Ante la proximidad de un Cronolito, un santo podía convertirse en un hombre peligroso. Probablemente, resultaba más útil tener cerca a un pecador.
Siete años después de la llegada de Portillo, cuando el ejército monopolizaba las industrias de comunicación e informática, un procesador de segunda mano de una calidad decente podía costar hasta doscientos veinte euros en el mercado, y una placa base de tecnología de capas de Marquis Instruments fabricada en el año 2025 (que tenía mejor rendimiento que sus equivalentes modernos, tanto en velocidad como en fiabilidad) tema más valor que un lingote de oro. Y yo tenía cinco en el maletero de mi coche.
Conduje mi vehículo, con las placas base y mi colección de conectores, pantallas, discos, codems y accesorios exteriores hasta el mercado del Paseo Nicollet. Era una brillante y agradable mañana de verano, e incluso las ventanas vacías de la Torre Halprin (que no se había acabado de construir porque quebró su avalista financiero el pasado enero) parecían alegres entre aquel aire relativamente puro.
Un hombre sin hogar había desenrollado su manta junto a la fuente, justo en el lugar en el que yo solía montar mi puesto. Cuando le pedí quise cambiara de sitio no puso ninguna objeción: sabía que los puestos de mercado se protegían con gran celo y que la antigüedad de los vendedores se respetaba a rajatabla. Muchos de mis colegas estaban en el Nicollet desde que comenzó la recesión económica, desde la época en la que la venia ambulante estaba prohibida y la policía local hacía cumplir la ley a punta de pistola. La adversidad había cultivado una gran solidaridad entre ellos y ahora, a pesar de que las discusiones eran frecuentes, los vendedores tenían la norma de respetar y proteger el espacio de sus compañeros. Los más veteranos disfrutaban de los mejores puestos, mientras que los recién llegados tenían que quedarse con las migajas… y normalmente, debían esperar meses o años a que quedara un lugar vacante.
Yo me encontraba en algún punto entre los veteranos y los recién llegados. Aunque el puesto de la fuente estaba lejos de los pasillos principales, era bastante espacioso y podía aparcar el coche y descargar la mesa plegable y la mercancía sin tener que usar una carretilla… siempre y cuando llegara temprano y tuviera listo el puesto antes de que empezara a congregarse la muchedumbre.
Esta mañana había llegado un poco tarde. El vendedor de al lado, u hombre llamado Duplessy que vendía y confeccionaba ropa usada, ya tenía preparado el tenderete. Se acercó a mí mientras descargaba el coche y echó un vistazo a la nueva mercancía.
—¡Jo! ¡Placas base de tecnología de capas! —exclamó—. ¿Son auténticas?
—Sí.
—Parecen buenas. ¿Te has asociado con un proveedor?
—No, ha sido cuestión de suerte —de hecho, le había comprado las placas a un liquidador amateur de mobiliario de oficina e instalaciones eléctricas que no tenía ni idea de su valor de reventa. Por desgracia, era uno de esos negocios que sólo se consiguen una vez en la vida.
—¿Te apetece intercambiar algo por una de ellos? Puedo hacerte un elegante traje de etiqueta.
—¿Para qué voy a querer un traje de etiqueta, Dupe? Se encogió de hombros.
—Sólo preguntaba. Espero que hoy vengan clientes, a pesar de la manifestación.
Fruncí el ceño.
—¿Otra manifestación?
Tendría que haber prestado atención a las noticias. —Sí, otra manifestación de A amp;P. Llena de banderas y gilipollas, pero sin confeti ni payasos… en el sentido literal de la palabra, por supuesto. A pesar de su ocasional retórica conciliadora, Adaptación y Prosperidad era una facción kuinista radical. Cada vez que ondeaba su estandarte azul y rojo por las Ciudades Gemelas, se producían contramanifestaciones y alguna que otra pelea fotogénica. Los días que había una manifestación, las personas pacíficas preferían mantenerse alejadas de las calles. Suponía que los Copperhead tenían derecho a expresar su opinión, puesto que nadie había abolido aún la Constitución; sin embargo, era una lástima que hubieran escogido un día como éste, con un cielo tan azul y una brisa tan refrescante, un día perfecto para ir de compras.
Vigilé el puesto de mi compañero mientras él iba a buscar el desayuno a un carromato. Cuando regresó, ya lo había vendido una de mis placas a otro vendedor y, a la hora de la comida, aunque no había demasiada gente en el mercado, había conseguido deshacerme de dos más, todas a un precio bastante elevado. Como ya había conseguido unos beneficios decentes y las calles se habían empezado a vaciar a la una de la tarde, decidí retirarme.
—¿Te dan miedo las peleas callejeras? —preguntó Dupe a gritos desde sus montones apilados de algodón y tela vaquera. —No. Lo que me da miedo es el tráfico.
Estaba seguro de que habría controles de policía por todo el centro urbano. Además, cuando la muchedumbre había empezado a dispersarse, había advertido que diversos jóvenes ceñudos con brazaletes de A amp;P o tatuajes K + estaban congregándose en las aceras.
Sin embargo, no era el tráfico ni la amenaza de violencia lo que me preocupaba, sino un hombre barbudo y descarnado que había pasado por delante de mi mesa un par de veces y seguía merodeando por los puestos cercanos, apartando la mirada con fingida indiferencia cada vez que yo miraba en su dirección. Me había encontrado en varias ocasiones con clientes tímidos o indecisos, pero ese tipo sólo había echado un vistazo rápido y superficial a mi mercancía y parecía estar más interesado en consultar con insistencia su reloj. Lo más probable es que sólo se tratara de un tic inocente, pero me estaba poniendo muy nervioso.
Y había aprendido a confiar en mis instintos.
Conseguí salir del centro de la ciudad antes de que empezaran los problemas. Las peleas entre las facciones pro-K y anti-K eran casi rutinarias y la policía había aprendido a controlarlas, pero los residuos del gas tranquilizante (que huele como a una mezcla de excrementos de gato húmedos y ajo fermentado) tardaban días en desaparecer y a la ciudad le costaba una pequeña fortuna eliminar de las calles los oxidados restos de la barrera de espuma.
Habían sucedido muchas cosas durante los siete años transcurridos desde la llegada del Cronolito de Portillo.
Habían sido siete angustiosos años de preguerra y pesimismo. Años en los que parecía que nada iba bien en el país, ni siquiera cuando te olvidabas por un momento de la crisis económica, el movimiento de las juventudes kuinistas y las malas noticias que llegaban del extranjero. El desastre del Misisipí-Atchafalaya continuaba: el río había establecido su nuevo rumbo hacia el mar más allá de Baton Rouge, causando estragos en la industria y la navegación e inundando y dejando sin agua potable a ciudades enteras. En este acontecimiento no había nada siniestro. Lo único que había sucedido era que la naturaleza había ganado un asalto al Cuerpo de Ingenieros; la sedimentación había cambiado los gradientes del río y la gravedad se había encargado del resto. De todas formas, en aquellos días parecía algo simbólico: Kuin era capaz de controlar el tiempo, mientras que nosotros habíamos sido derrotados por el agua.
Siete años atrás hubiera sido incapaz de imaginar que me convertiría en un honrado vendedor de artículos de segunda mano, pero ahora me sentía afortunado. Cada mes ganaba el dinero suficiente para pagar el alquiler y tener comida en la mesa. Sin embargo, no todo el mundo había tenido tanta suerte. Muchos se habían visto obligados a inscribirse en las listas del paro y a comer en los comedores públicos, por lo que normalmente acababan siendo reclutados por los ejércitos callejeros de los movimientos P-K y A-K.
Intenté llamar a Janice desde el coche. Tras unos intentos fallidos, conseguí establecer conexión a una velocidad de transferencia ridículamente disminuida que hacía que su voz sonara como si estuviera gritando a través del rollo de papel higiénico. Le dije que quería invitar a Kait y a David a cenar esa noche.
—Es la última noche de David —respondió Janice. —Lo sé. Y por eso quiero verlos. Sé que les estoy avisando con poco tiempo, pero no sabía si lograría salir a tiempo del centro de la ciudad. (Tampoco sabía si tendría el dinero necesario para pagar una cena casera para cuatro personas, pero eso no se lo conté a Janice. Las placas Marquis habían financiado ese pequeño lujo.)
—De acuerdo —respondió—, pero no los traigas de vuelta demasiado tarde. David tiene que madrugar muebo mañana.
En junio, David había sido llamado a filas y tenía que realizar una instrucción básica en el campamento de las Unifuerzas de Arkansas. Al comité de reclutamiento no le importaba en absoluto que él y Kaitlin sólo llevaran seis meses casados, porque la intervención china estaba acabando con las tropas terrestres.
—Dile a Kait que estaré allí a las cinco —dije, instantes antes de que la conexión telefónica crujiera y se evaporara. Acto seguido llamé a Ashlee y le dije que vendrían invitados a cenar. Me ofrecí a hacer la compra.
—Ojalá pudiéramos permitirnos algo de carne —comentó con melancolía.
—Y nos lo podemos permitir.
—Bromeas. ¿Qué… las placas base?
—Sí.
Hizo una pausa.
—Hay un montón de agujeros que podríamos rellenar con ese dinero, Scott.
Por supuesto que los había, pero preferí depositarlo en la caja registradora de la carnicería a cambio de cuatro solomillos pequeños. A continuación me dirigí al colmado para comprar arroz basmati, espárragos frescos y mantequilla de verdad. No tiene ningún sentido vivir si no puedes disfrutar de vez en cuando.
Kait y David habían construido su hogar en el trastero que había sobre el garaje de Janice y Whit. A pesar de lo terrible que suena, debo decir que habían convertido aquel frío ático de tejado puntiagudo en un nidito relativamente acogedor y confortable, amueblándolo con un sofá del que se había desembarazado Whit y una gran cama de hierro forjado que David había heredado de sus padres.
A pesar de que su situación les impedía rechazar la caridad, el ático les permitía mantenerse a cierta distancia de Whit. El marido de Janice era un honorable Copperhead que desaprobaba las peleas callejeras, aunque se tomaba con seriedad la política de su asociación y, siempre que podía, pronunciaba algún discurso aleccionador.
Recogí a Kait y David y los llevé hasta el pequeño apartamento que compartía con Ashlee. Kaitlin estuvo callada durante todo el trayecto. Aunque intentaba ocultar sus sentimientos, era obvio que estaba preocupada por su marido— David compensó su silencio comentando las noticias (la expulsión del Partido Federal, la guerra en San Salvador), pero su voz y sus gestos revelaban su nerviosismo. Ninguno de nosotros mencionó China ni siquiera de pasada.
Kait me había presentado a David Courtney el año anterior. Aunque en un principio no me había impresionado, con el tiempo le había cogido un enorme cariño. Sólo tenía veinte años y mostraba esa suavidad emocional (los psicólogos lo llamaban “falta de afecto”) tan característica de la generación que había crecido a la sombra de Kuin. Sin embargo, debajo de aquella capa, David era un hombre afectuoso y atento que estaba profundamente enamorado de mi hija.
No era especialmente guapo (los incendios de Lowertown del año 2028 le habían dejado una gran cicatriz en el rostro), no era rico ni estaba bien relacionado. Sin embargo, trabajaba (o lo había hecho hasta que le llamaron a filas) como conductor de vehículos de carga en el aeropuerto; además, era un joven brillante y adaptable… y esas cualidades eran vitales en estos oscuros días de un siglo oscuro.
Su boda había sido íntima. La había financiado Whit y se había celebrado en una iglesia de su parroquia en la que, probablemente, la mitad de los diáconos pertenecían a los círculos Copperhead. Kait llevó el viejo vestido de novia de Janice, hecho que despertó en mi mente unos inoportunos recuerdos. Sin embargo, fue un gran acontecimiento para los estándares modernos y tanto Janice como Ashlee soltaron alguna lagrimita durante la ceremonia.
Kaitlin subió hasta el quinto piso, donde se encontraba nuestro apartamento, mientras David y yo conectábamos las alarmas del coche y los protocolos de seguridad. Le pregunté qué tal se había tomado Kaitlin su inminente marcha.
—En ocasiones llora. No le gusta. Sin embargo, creo que estará bien.
—¿Y cómo lo llevas tú?
Se apartó el cabello de los ojos, dejando a la vista durante unos instantes el tejido cicatrizado que estropeaba su frente. Se encogió de hombros.
—De momento, bien —respondió.
Me ofrecí a asar los filetes, pero Ashlee no me dejó. Como no habíamos probado la carne durante la mayor parte del año, no estaba dispuesta a dejarla en mis manos. Me sugirió que cortara las cebollas, o mejor aún, que hiciera compañía a Kait y David y me mantuviera bien lejos de la cocina.
Puede que los filetes fueran mala idea: eran comida de celebración, pero esta noche no había nada que celebrar. Kaity David intercambiaban tristes miradas y era evidente que estaban haciendo grandes esfuerzos por ocultar su ansiedad, aunque no lo estaban consiguiendo. Cuando Ash apareció con la cena, los tres estábamos jugando a un juego de negación recíproca.
Ashlee y yo habíamos alquilado este apartamento poco después de casarnos, en el mes de julio de hacía seis años. El alquiler estaba controlado por el Acta de Stoppard, pero el mantenimiento del edificio era tan eventual que rozaba la negligencia. Las cañerías de agua del vecino de arriba habían estado goteando sobre los armarios de nuestra cocina hasta que Ash y yo decidimos subir con PVC y las herramientas de fontanería necesarias para solucionar el problema con nuestras manos. Las ventanas de nuestra sala de estar daban al suroeste, a las casas bajas del extrarradio (tejados de tablilla, células solares, copas de árbol), y esta noche la luna llena brillaba en el horizonte. Era una luna tan reluciente que casi se podía leer con su luz.
—Resulta difícil creer que antes vivía gente allí arriba —dijo Kait, extasiada por la Luna.
Había muchas cosas del pasado que resultaban difíciles de creer en la actualidad. Hacía tan sólo un año que había visto, desde esta misma ventana, cómo ardía la abandonada fábrica orbital Corning-Gentell al entrar en la atmósfera, vertiendo tanto metal fundido que parecían los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Durante la pasada década habían vivido setenta y cinco seres humanos en la órbita terrestre o más allá. En la actualidad, no había ninguno.
Cuando me levanté para abrir las cortinas un poco más, descubrí que había un viejo utilitario aparcado delante de la puerta enrejada de la Tienda de Saldos Mukerjee Dollar. También alcancé a ver un rostro barbudo en la ventanilla del automóvil, iluminado por el destello de las farolas de sulfuro.
Desde esta distancia me resultaba imposible afirmar que se trataba del mismo tipo que había estado rondando por mi puesto de la Avenida Nicollet durante toda la mañana, pero estaba bastante seguro de que era él.
Preferí no decir nada a mi familia, de modo que me senté de nuevo a la mesa y me obligué a sonreír {esta noche, todas nuestras sonrisas eran forzadas). Durante la sobremesa, David estuvo comentando que, a no ser que tuviera la suerte de ocupar un cargo administrativo o técnico en las Unifuerzas, lo más probable era que lo enviaran a China como soldado de infantería… pero que no pasaba nada, porque la guerra no podía durar mucho más, añadió para tranquilizar a Kaitlin. Todos fingimos creer su absurda mentira.
A David le habrían concedido una prórroga si Kaitlin hubiese estado embarazada, pero de momento, eso era imposible. La infección que había contraído en Portillo había dañado su útero y la había dejado estéril. Aunque podrían tener hijos, tendrían que concebirlos in vitro… y ninguno de nosotros podía pagar ese procedimiento. Por lo que sabía, David nunca había hablado con mi hija sobre este tema (es decir, sobre la imposibilidad de conseguir una prórroga por paternidad). En la actualidad, eran muchos los jóvenes que se casaban sólo para librarse del ejército, pero estoy seguro de que ése no era el motivo por el que Kait y David habían decidido unir sus vidas. Ambos se amaban con locura.
Ashlee sirvió el café y habló animadamente mientras yo intentaba no pensar en el hombre que había en la calle. Advertí que Kaitlin estaba mirando en silencio a David y me sentí muy orgulloso de ella. A pesar de que mi hija no había tenido una vida fácil (ninguno de nosotros la había tenido desde que se inició la Era de los Cronolitos), poseía una dignidad personal inmensa que, en ocasiones, parecía resplandecer por toda su piel. Era un milagro que Janice y yo hubiéramos creado, durante el breve tiempo que estuvimos ¡untos, a una persona con un corazón tan grande. A pesar de todos nuestros defectos, habíamos engendrado la bondad.
Kait y David necesitaban pasar juntos las últimas horas, así que le pedí a Ashlee que los llevara a casa. Sorprendida por mi petición, me dedicó una mirada inquisitiva, pero accedió.
Estreché la mano de David con afecto, deseándole lo mejor, y me despedí de Kait con un largo abrazo. En cuanto los tres salieron de casa, fui a mi habitación, cogí la pistola que escondía en el estante superior del armario de la ropa blanca y quité el seguro del gatillo.
Creo que ya he mencionado que durante las primeras décadas de este siglo (que está a punto de llegar a su último cuarto mientras escribo estas palabras, pero no deseo adelantar los acontecimientos) existió un fuerte rechazo contra las armas.
Durante estos días de penuria, las pistolas de mano habían vuelto a ponerse de moda. Aunque no me gustaba tener armas en casa (porque, entre otras cosas, me sentía hipócrita), me había convencido a mí mismo de que era lo más prudente, así que me había comprado una pistola de mano de bajo calibre que reconocía mis huellas dactilares (y sólo las mías), había realizado los cursos necesarios, había rellenado todos los formularios pertinentes y había registrado el arma y mi genoma. Durante los tres años que habían transcurrido desde que la compré, sólo la había disparado en las prácticas de tiro.
Guardé la pistola en el bolsillo y bajé los cuatro tramos de escaleras que separaban mi apartamento del portal del edificio. A continuación, crucé la calle y avancé hacia el coche estacionado.
El hombre barbudo que había al volante no mostró ninguna señal de alarma; es más, sonrió (de hecho, con satisfacción) al ver que me aproximaba.
—Tendrá que explicarme qué está haciendo aquí —dije, cuando consideré que estaba lo bastante cerca como para que me oyera.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿De verdad que no me conoces? ¿No tienes ni idea de quién soy?
Esa no era la reacción que había esperado. La voz me sonaba familiar, pero era incapaz de situarla.
Sacó la mano por la ventanilla del coche.
—Soy yo, Scott… Ray Mosely. Solía pesar veinte kilos más y la barba es nueva.
Ray Mosely. El cortesano suplente y desesperado de Sue Chopra.
No le había visto desde antes de la aventura de Kaitlin en Portillo… desde que decidí retirarme para iniciar una nueva vida con Ashlce.
—¡Joder! —fue lo único que pude decir.
—No has cambiado nada —comentó—. Y eso me ha ayudado a encontrarte.
Sin la grasa corporal, parecía casi demacrado… incluso con la barba. Era una especie de fantasma de sí mismo.
—No era necesario que me espiaras, Ray. Podrías haberte acercado a la mesa y saludar.
—Bueno, la gente cambia, así que estos momentos podrías ser un fervoroso Copperhead.
—Que te den…
—Es importante. Necesitamos tu ayuda.
—¿Quiénes?
—Por una parte, Sue. Necesita un lugar donde alojarse durante algún tiempo.
Aún estaba intentando asimilar esa información cuando la ventanilla trasera se abrió y Sue asomó su enorme cabeza en forma de cacahuete desde la penumbra y esbozó una enorme sonrisa.
—¿Qué tal, Scotty? Volvemos a vernos.
Diecinueve
Durante los últimos siete años, le había contado a Ashlee muchas cosas sobre Sue Chopra y sus amigos, pero eso no significaba que le hiciera gracia regresar a casa y encontrarse a dos de esas personas sentadas en el sofá de su sala de estar.
Después de Portillo me había dado cuenta de que tenía escoger entre mi vida con Ashlee y mi trabajo. Sue seguía creyendo que podríamos invertir el avance de los Cronolitos en cuanto consiguiéramos la tecnología apropiada o el nivel adecuado de conocimientos, pero la verdad es que yo lo dudaba. El desagradable término “Cronolito” (formado por dos palabras ya existentes y acuñado por algún periodista ingenioso poco después de la llegada de Chumphon) nunca me había gustado, pero había empezado a apreciarlo por lo acertado que era: cronos, tiempo y lithos, piedra. El tiempo se había solidificado como la roca. Era una zona de determinación absoluta que estaba rodeada por una capa de objetos efímeros (como, por ejemplo, las vidas humanas) que se deformaban para adaptarse a su contorno.
Pero yo no deseaba ser deformado. Quería vivir con Ashlee la vida que me habían robado los Cronolitos. Ash y yo habíamos regresado de Tucson para lamernos nuestras heridas y coger, el uno del otro, toda la fuerza que necesitáramos… y no le podría haber dado demasiada si hubiera seguido trabajando para Sulamith Chopra, si hubiera seguido sumergiéndome en la turbulencia tau, si hubiera seguido insistiendo en hacer de mí mismo un instrumento del destino.
De todos modos, no habíamos perdido el contacto por completo. Sue todavía me llamaba de vez en cuando para hacerme alguna consulta, aunque la verdad es que, al no tener acceso a la incubadoras de códigos, era poca la ayuda que podía ofrecerle. También telefoneaba, con más frecuencia, para mantenerme informado, para compartir su optimismo o su pesimismo, para charlar. Creo que, de alguna forma, le atraía la vida que había decido llevar (como si le pareciera exótica, como si ignorara que había millones de familias como la mía que se las apañaban como podían en estos tiempos tan duros). Para ser sincero, debo decir que no esperaba que se presentara en la puerta de mi casa de esta forma.
Ashlee había intercambiado algunas palabras con Sue por teléfono, pero nunca habían sido presentadas formalmente, y Ray era un extraño para ella. Hice las presentaciones con un entusiasmo que, quizá, resultó demasiado insincero. Ashlee asintió y, tras estrecharles la mano, se retiró a la cocina para “hacer café” (es decir, para pensar por qué le inquietaba tanto su presencia).
Ray insistió en que sólo estaban de visita. Sue seguía manteniendo su red de contactos con el resto de las personas que investigaban los Cronolitos y había establecido nuevas relaciones durante este viaje al oeste. El flujo y el reflujo vascular de la financiación estatal había vuelto a ponerse a su favor, a pesar de que aún tenía detractores en el Congreso. Sue me explicó que, en la actualidad, las agencias gubernamentales se ocultaban entre sí los resultados de sus trabajos, pues estaban enzarzadas en rivalidades burocráticas que ella apenas comprendía. Había venido a Miniápolis por trabajo, pero lo único que deseaba era pasar un par de días en casa de un buen amigo.
—Podrías haber llamado antes —comenté.
—Supongo que sí, Scotty, pero resulta imposible saber quién puede estar escuchando. Entre los Copperhead que se esconden en el Congreso y los trastornados que rondan por las calles… —se encogió de hombros—. Si hay algún inconveniente, alquilaremos una habitación en algún hotel.
—Os quedaréis aquí —dije—. Sólo sentía curiosidad.
Era obvio que querían algo más que un encuentro de viejos amigos, pero ni ella ni Ray iban a entrar en detalles, y supuse que tampoco debía hacerlo yo… por lo menos esta noche. Todo el furor y la obsesión de Sue parecían haber desaparecido hacía largo tiempo. Desde la llegada de Portillo, habían cambiado muchas cosas.
Yo seguía viendo las noticias sobre el avance de Kuin siempre que lo permitía el ancho de banda, y de vez en cuando me preguntaba qué podía significar “turbulencia tau” y cómo podía haberme afectado. Sin embargo, eso no eran más que temores nocturnos, el tipo de cosas en las que sólo piensas cuando eres incapaz de conciliar el sueño y la lluvia golpea los cristales como un visitante inoportuno. Ya no intentaba comprender todo esto según los términos de Sue, puesto que las conversaciones que mantenía con Ray viraban con demasiada rapidez hacia la geometría C-Y, los oscuros quarks y otros asuntos esotéricos. Respecto a los Cronolitos… ¿debería sentirme avergonzando por admitir que había alcanzado cierta paz personal, que había asumido mi incapacidad de ejercer influencia sobre esos acontecimientos inmensos y misterios? Puede que se tratara de una pequeña traición, pero a mi me había ayudado a mantener la cordura.
Me resultaba inquietante encontrarme de nuevo ante la presencia de Sue, puesto que sus obsesiones seguían ardiendo con fuerza. Aunque se mostró cordial mientras hablábamos sobre los viejos tiempos o los colegas, en cuanto la conversación se desvió hacia la reciente llegada del Cronolito de Freetown o el avance de las tropas en Nigeria, sus ojos brillaron y su voz subió un decibelio.
La observé mientras hablaba. Su gloriosa e incontrolable corona de cabello rizado había empezado a volverse gris y cuando sonreía, la piel del contorno de sus ojos se arrugaba de forma compleja. Estaba muy delgada y, cada vez que el brillo de su fervor se apagaba un poco, parecía agotada.
Por increíble que parezca, Ray Mosely soguío estando enamorado de ella. No me lo dijo, por supuesto. Supongo que consideraba que su amor por Sulamith Chopra era una especie de humillación privada c invisible para los extraños, pero no lo era en absoluto. Quizá, había decidido hacer un pacto con sus sentimientos porque consideraba que era mejor amar sin ser correspondido que no amar en absoluto. A pesar de la barba, de estar tan delgado que parecía anoréxico y de que su cabello hubiera empezado a retroceder como los recuerdos de la infancia, Ray todavía miraba a Sue con deferencia, sonreía cuando ella sonreía, reía cuando ella reía y salía en su defensa al menor indicio de crítica.
Y cuando Sue señaló la cocina, donde estaba Ashlee, y dijo: “Te envidio, Scotty. Siempre he deseado encontrar una buena mujer con la que fundar un hogar”, Ray rió entre dientes con docilidad… y con una mueca de dolor.
Antes de acostarme, abrí el sofá-cama y dejé un juego de sábanas. Supongo que para Ray tuvo que ser una verdadera tortura tener que dormir junto a Sue en absoluta e indiscutible castidad, escuchando el sonido de su respiración. Pero aparte del suelo, ése ora el único alojamiento que podía ofrecerles.
Antes de acostarme, me llevé a Sue a un lado.
—Me alegro de verte —dije—. De verdad. Pero si quieres algo más de mí que un par de noches en una cama plegable, me gustaría saberlo.
—Hablaremos de eso más adelante —respondió con tranquilidad—. Buenas noches, Scotty.
Ashlee, que ya se había acostado y estaba más tranquila, me dijo que se alegraba de haber conocido a esas personas que, antaño, habían significado tanto para mí, porque eso había permitido que todas las historias que yo le había contado cobraran vida. De todas formas, añadió que le daban miedo. —¿Miedo?
—Sí, del mismo modo a Kait le da miedo el reclutamiento de David. Por la misma razón. Sé que quieren algo de ti, Scott.
—No te preocupes por eso.
—Pero tengo que hacerlo. Esas personas son muy inteligentes. No estarían aquí si no estuvieran seguras de que lograrán persuadirte…
—No es tan fácil convencerme, Ash.
Se volvió hacía su lado de la cama, suspirando.
En estos siete años, Kuin no había plantado ningún Cronolito en suciu norteamericano (el avance se había detenido en la frontera mexicana). Nosotros, junto con el norte de Europa, Suráfrica, Brasil, Canadá, las islas del Caribe y otros puntos aislados, formábamos un archipiélago de cordura en un mundo asediado por la locura. El impacto de Kuin un América no había sido político, sino económico: el caos global había interrumpido la demanda de bienes manufacturados, sobre todo en Asia, y el dinero había sido retirado de las industrias de bienes de consumo para dirigirlo a la defensa. A pesar de que la tasa de desempleo era relativamente baja (excepto para los refugiados de Luisiana), eran varios los lugares en los que había un déficit de existenciasy se tenía que recurrir al racionamiento. Los Copperhead afirmaban que se estaba produciendo una sovietización gradual de la economía (y en este punto, al menos, tenían parte de razón). Ni en el Congreso ni en la Casa Blanca existía ningún sentimiento pro-Kuin real, así que nuestros kuinistas (y sus homólogos anti-kuínistas) no eran activistas, sino simples combatientes callejeros… al menos, de momento. Pero no sucedía lo mismo con los círculos Copperhead respetables, como e! de Whit Delahunt: estaban por todas partes, pero se movían muy despacio.
Yo había leído algo de literatura Copperhead, tanto de escritores académicos (Daudier, Pressinger, e! Grupo de París) como de autores populares (Vistiendo al Emperador, de Forrestall, cuando entró en las listas de bestsellers), e incluso había saboreado ¡as obras de músicos y novelistas que se habían convertido en la imagen pública de este movimiento. Aunque algunas eran impresionantes, tenía la sensación de que sólo intentaban transmitir un deseo o congraciar a la nación o al autor con alguna autarquía kuinista inevitable.
Todavía no había pruebas directas de la existencia de Kuin. Era obvio que ya existía, quizá en algún lugar del sur del continente chino, pero Asia había sido cerrada a la prensa y a las comunicaciones, su infraestructura se encontraba en una situación de colapso radical y habían muerto millones de personas por el hambre y el desasosiego. El caos que había ayudado a crear a Kuin también lo estaba protegiendo de una exposición prematura.
¿Kuin tendría ya en sus manos la tecnología necesaria para crear un Cronolito?
Probablemente, me dijo Sue.
Eso sucedió el domingo por la mañana. Ashlee, que seguía inquieta, había ido a Saint Paul a visitar a su prima (Alathea se ganaba a duras penas la vida vendiendo cazuelas de cobre decorativas de puerta en puerta. Ashlee iba a visitarla cada domingo, como una expresión de compasión familiar, pues Alathea era una mujer desagradable con creencias religiosas excéntricas y ningún talento para las tareas domésticas). Me senté con Sue en la mesa de la cocina a tomar el desayuno y disfrutar de mi día libre, mientras Ray salía a buscar algo de café, porque habíamos agotado las reservas de casa.
Me contó que sólo había un puñado de personas en el mundo que comprendieran la teoría contemporánea de los Cronolitos lo bastante bien como para conceptuar los medios necesarios para crear uno… y por casualidad, Sue era una de ellas. Esa era la razón por la que el gobierno federal había mostrado un interés tan ambivalente por ella, ayudando u obstaculizando su trabajo de forma alternativa. Sin embargo, ése no era el tema más importante en estos momentos. Según me explicó, el problema principal era que el gobierno chino, cada vez más desesperado, llevaba años desarrollando programas de investigación intensiva sobre la factibilidad de la tecnología tau, pero había privado de estos conocimientos a la comunidad internacional.
¿Y por qué era eso un problema?
Porque el fragmentado gobierno chino se había colapsado bajo el peso de su propia insolvencia, así que era posible que esos conocimientos científicos estuvieran ahora bajo el control directo de kuinistas insurgentes.
—De modo que todo encaja en su sitio —comentó—. En algún lugar de Asia existe un Kuinque tiene esta tecnología en sus manos. Aunque sólo falta un par de años para la conquista de Chumphon, parece que ese acontecimiento será completamente plausible… y no podemos hacer nada por evitarlo. Como el Sudeste Asiático está en manos de diversos movimientos rebeldes, para proteger las colinas de Chumphon se necesitaría un ejército enorme… y eso significaría reconsignar las tropas y el abastecimiento de China, y nadie desea hacer eso. Así que la llegada de Chumphon será… como tú dirías, inevitable.
—Pero eso son las sombras de lo que será.
—Sí.
—Y no podemos hacer nada por evitarlo.
—Bueno, no lo sé, Scotty. Creo que podría hacer algo —su sonrisa era traviesa y melancólica a la vez.
Como todo aquel asunto me inquietaba, intenté desviar el tema preguntándole si había sabido algo de Hitch Paley últimamente, puesto que yo no había vuelto a saber nada de él desde Portillo.
—Seguimos en contacto —respondió—. Vendrá a la ciudad en un par de días.
El día siguiente, por la tarde, tuve ante mis ojos la prueba evidente de la simpatía innata (aunque extraña) de Sue: Ashlee es taba sentada junto a ella en el sofá, escuchando extasiada su interpretación de la Era de los Cronolitos.
Cuando me uní a ellas, Ash estaba diciendo:
—No comprendo por qué consideras que es tan importante destruir uno.
Sue meditó su respuesta con la misma intensidad que un fanático religioso.
Y puede que lo fuera, por lo menos a su modo. En los seminarios de física de Comell, solía comparar las partículas subatómicas (hadrones, fermiones y todas las variedades formadas por quarks) con las deidades de un panteón hindú, que a pesar de ser diferentes, todas son aspectos de una única divinidad aglutinante. Sue, que no seguía la religión de una forma convencional ni había visitado Madras, la ciudad natal de sus padres, utilizaba estas metáforas de forma relajada y, a menudo, cómica. Sin embargo, todavía recuerdo su descripción de las dos caras de Shiva, el destructor y el portador de la vida, el joven asceta y el fecundador que empuña un fingía. Sue había detectado la presencia de Shiva en cada dualidad, en cada simetría cuántica. Unió las yemas de sus dedos.
—Ashlee, dime cómo definirías la palabra “monumento”. —Bueno —respondió Ash con indecisión—. Es una cosa, una estructura, como un edificio. Es, ya sabes, arquitectura. —¿Y entonces, por qué es tan diferente de una casa o un templo? —Supongo que se debe a que los monumentos no se utilizan y, en cambio, las casas y las iglesias sí que se utilizan. El monumento sólo se alza para anunciarse.
—Sin embargo, un monumento tiene algún propósito, ¿verdad? Del mismo modo que una casa sirve para algo.
—No creo que sea útil… pero sí, supongo que tiene algún propósito. Pero la verdad es que no es demasiado práctico.
—Exacto. Se trata de una estructura que tiene un propósito, pero éste propósito no es práctico, sino espiritual… o por lo menos, simbólico. Anuncia el poder y el predominio o conmemora algún acontecimiento público. Aunque es una estructura física, dirige todo su significado, toda su utilidad, a la mente humana. —¿También los Cronolitos?
—Eso es lo que pretenden. Como arma destructiva, son relativamente inofensivos. Por sí solo, un Cronolito no consigue nada concreto, pues no es más que un objeto inerte. Pero todo su significado reside en el reino del sentido y la interpretación… y allí es donde se desarrolla la batalla, Ashlee —se dio unos golpecitos en la frente—. Se trata del tipo más insólito de arquitectura, porque en el mundo físico no hay nada que pueda compararse con los monumentos y las catedrales que erigimos en el interior de nuestras cabezas. Una parte de esa arquitectura es sencilla y verdadera, otra es barroca, otra es bella… y otra es fea y peligrosamente defectuosa. Sin embargo, los monumentos tienen más relevancia que cualquier otro tipo de arquitectura, porque imaginamos el futuro a través de ellos. La historia no es más que un antiguo registro de todo aquello que han construido los hombres y las mujeres a partir de sus ideas. ¿Comprendes? La genialidad de Kuin no tiene nada que ver con los Cronolitos, porque éstos no son más que tecnología, personas que consiguen que la naturaleza salte a través de un aro. La genialidad de Kuin radica en que los está utilizando para colonizar el mundo de la mente, para construir su propia arquitectura en el interior de nuestras cabezas.
—Ha conseguido que la gente crea en él.
—En él, en su poder, en su gloria, en su benevolencia… pero sobre todo, en que su victoria es inevitable. Y eso es lo que deseo cambiar, porque en Kuin no hay nada inevitable, absolutamente nada. Somos nosotros quienes estamos construyendo a Kuin cada día, a partir de nuestras esperanzas y nuestros miedos. Kuin nos pertenece. Es una sombra que todos nosotros estamos proyectando.
Estas palabras no eran nuevas para mí, puesto que la prensa ya había hablado sobre la política de las expectativas. Sin embargo, hubo algo en su discurso que hizo que se me erizara el vello de los brazos. Puede que se debiera a su nivel de convicción, a su elocuencia casual… o a algo más. Creo que entendí, por primera vez, que Sue había declarado una guerra privada y muy personal contra Kuin. Es más, creo que pensaba que se encontraba en el mismo centro del conflicto… ungida por la turbulencia tau, ascendida directamente hacia la Divinidad.
El domingo salí a cenar con Kaitlin a un restaurante de comida rápida, acabando así con el dinero que había ganado el fin de semana.
Cuando Kait bajó del apartamento que tenía encima del garaje de Whit, tenía un aspecto valeroso pero inconsolable. Saltaba a la vista que había pasado dos noches sin David, porque tenía los ojos enrojecidos y la tez pálida por la falta de sueño. Me dedicó una sonrisa casi furtiva, como si no tuviera ningún derecho a mostrarse alegre mientras David estaba en la guerra.
Tomamos unos bocadillos de pasta de judías en People’s Kitchen, un restaurante que antes tenía brillantes colores pero ahora resultaba escabroso. Kait, que sabía que Sue Chopra y Ray Mosley se encontraban en la ciudad, me hizo algunas preguntas sobre su visita, aunque era evidente que no sentía demasiado interés por lo que ella consideraba “los viejos días”. Me comentó que últimamente tenía pesadillas: se encontraba en Portillo con David; él estaba en peligro mortal y ella no podía hacer nada por ayudarle. En el sueño, le habían enterrado las piernas en la arena y el Kuin de Portillo se alzaba sobre ella… y parecía vivo, deforme y malvado.
Escuché en silencio su relato. No era un sueño demasiado difícil de interpretar.
—¿Has tenido noticias de David?
—Me llamó cuando el autobús llegó a Little Rock, pero desde entonces no he vuelto a saber nada de él. De todas formas, supongo que se han encargado de mantenerlo bien ocupado en el campamento.
Yo también lo suponía. Entonces, le pregunté qué tal llevaban el tema Janice y Whit.
—Mamá es de gran ayuda. Y Whit… —movió la mano—. Bueno, ya sabes como es. No aprueba la guerra y en ocasiones se comporta como si David fuera el único responsable de ella. ¡Como si hubiera tenido alguna otra opción cuando lo llamaron a filas! Para Whit todo es un gran negocio… y las únicas personas implicadas son obstáculos o malos ejemplos.
—Yo tampoco estoy seguro de que esta guerra esté sirviendo de algo, Kait. Si David hubiera deseado eludir el ejército, yo le habría ayudado a excavar un hoyo.
Kait sonrió con tristeza.
—Lo sé, papá. Y David también lo sabe. Sin embargo, por extraño que resulte, Whit jamás hubiera aceptado esa opción. No le gusta la guerra, pero tampoco está dispuesto a quebrantar la ley, a tener problemas legales ni nada de eso. La verdad es que David suponía que si intentaba eludir su reclutamiento, Whit informaría de ello a la policía.
—¿Y tú le crees capaz de eso?
Vaciló.
—No odio a Whit…
—Lo sé.
—Pero sí, creo que lo haría.
Quizá no resultaba tan sorprendente que tuviera pesadillas.
—Supongo que Janice estará más por casa ahora que se ha quedado sin trabajo —comenté.
—Sí. Y resulta de gran ayuda. Sé que echa de menos a David, pero nunca habla de la guerra, ni de Kuin ni de lo que piensa Whit. Ese territorio está estrictamente prohibido.
La lealtad que mostraba Janice hacia su segundo marido era notable y, probablemente, admirable, aunque a mí me costaba creerlo. ¿En qué momento la lealtad pasa a convertirse en un martirio? ¿Hasta qué punto era peligroso Whirman Delahunt? Sabía que no podía formularle esas preguntas a mi hija.
Además, Kait tampoco sabría qué responder.
Cuando llegué a casa, Ashlee ya se había acostado. Sus? y Ray estaban despiertos, sentados en la mesa de la cocina y hablando en voz baja mientras examinaban un mapa de los estados occidentales. Ray guardó silencio cuando pasé por delante, pero Sue me invitó a unirme a ellos. Para gran alivio de Ray, decliné la oferta con educación y me fui a hacer compañía a Ashlee, que estaba acurrucada sobre su costado izquierdo, con las sábanas enredadas entre los pies y la piel de los muslos erizada debido a la ligera brisa nocturna que se colaba en la habitación.
¿Debería sentirme culpable por no haber buscado ni alcanzado un martirio personal, como Janice, que estaba atada a Whit por su sentido del deber; o como David, que tendría que ir a China y era probable que nunca regresara; o como mi padre, que había justificado su vida comí? un martirio? (Estuve con ella, Scotty.)
Cuando me metí en la cama, Ashlee se movió, masculló y se apretujó contra mí cuerpo para resguardarse del frío de la noche.
Intenté imaginar el martirio invirtiéndolo en el tiempo, como las agujas de un reloj estropeado: ¡qué dulce era renunciar a la divinidad, bajarse de la cruz y pasar de la transfiguración al simple conocimiento para alcanzar, por fin, la inocencia!
Veinte
Cuando Hitch llegó a la ciudad, estaba cojo y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Me dio la impresión de que ya no sonreía con la misma facilidad que antaño, aunque saludó a Sue con una sonrisa y me dedicó una mirada bastante cordial. Por supuesto, su presencia no dibujó en el rostro de Ashlee ninguna expresión de alegría.
Ashlee trabajaba en la planta de tratamiento de aguas de la ciudad, administrando las cuentas del director financiero y redactando los informes exigidos por las leyes estatales y federales. Llegó a casa agotada y estuvo a punto de desmayarse al ver a Hitch Paley, a pesar de que llevaba un traje respetable e incluso se había puesto corbata. Para Ashlee, Hitch era un recuerdo negativo, porque había estado con ella cuando perdió a su hijo Adam.
Morris Torrance, que ahora estaba más calvo que Ray Mosely, había llegado con Hitch en la gran furgoneta que estaba aparcada delante de nuestro apartamento. Como mi mujer y él no se conocían, intenté presentarlos; sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, Ashlee dijo con un hilo de voz:
—No tenemos sitio para tantas personas, Scott. Ni siquiera una noche.
El tono de su voz reflejaba un poco de miedo y un enfado enorme.
—No será necesario —respondió Hitch con rapidez—. Hemos alquilado un par de habitaciones en el Marriott. Me alegro de verte, Ashlee.
—Supongo que yo también —respondió.
—Gracias por habernos dado alojamiento durante estos días — añadió Sue Chopra—. Sé que hemos causado muchas molestias.
Ashlee asintió. Supongo que se había calmado al ver que Sue había empaquetado su muletón.
—¿Al Marriott?
—Nuestra suerte ha cambiado —explicó Sue.
Acompañé a Hitch a la furgoneta mientras Sue y Ray acababan de hacer las maletas. En cuanto Hitch guardó el muletón de Sue en el maletero, apoyó una mano sobre mi hombro.
—Puede que mañana necesite un poco de ayuda, Scotty. ¿Podrás dedicarme algo de tiempo?
—¿Para ayudarte a qué?
—A gastar dinero en maquinaria pesada. Generadores diesel y cosas similares.
—No sé gran cosa de maquinaria, Hitch. —La verdad es que me gustaría que me acompañaras. —Mañana es un día laborable.
—¿Vas a montar ese diminuto puesto de mercado? ¿Por qué no te tomas el día libre?
—Porque no me lo puedo permitir. —Sí que puedes. Te lo pagaremos.
Me habló del salario que recibiría por ocho horas de trabajo. Por el simple hecho de acompañarle me iban a pagar una cantidad digna de un príncipe (a pesar de que sus amigos habían estado mendigando mi sofá hacía tan sólo unos días). Era obvio que Hitch había venido a la ciudad con dinero. La oferta resultaba tentadora,pero yo me mostraba reacio a aceptarla.
—Piénsalo bien —dijo—. Nuestros gastos corren a cargo del Departamento de Defensa, por lo menos, de momento. Sé que no puedes tomarte el día libre, pero tenemos dinero para compensarte por el tiempo que nos dediques. Y la verdad es que tenemos que hablar de ciertos temas.
—Hitch…
—¿Qué” daño puede hacerte? Ésa era la pregunta adecuada.
—Bueno, tengo la impresión de que hay algo más…
—Bueno, sí. Lo hay. Pero hablaremos de eso mañana. Te llamaré desde el hotel para quedar.
—¿Por qué yo? —pregunté.
—Porque hay una saeta que te señala, amigo mío —se dejó caer sobre el asiento del conductor e hizo una mueca de dolor mientras tiraba de su pierna herida para colocarla en su sitio—. Por lo menos, eso es lo que cree Sue.
De modo que, bajo la luz del sol de la mañana, acompañé a Hitch Paley hasta uno de los deslucidos parques industriales que se alzaban a la orilla oeste del río— El aire acondicionado de la furgoneta estaba estropeado (la verdad es que no era sorprenden te, puesto que las piezas de repuesto había alcanzado un precio desorbitado y, en su mayoría, se destinaban al ejército). A pesar de que el seco aire del exterior fue aumentado de temperatura hasta alcanzar la de un homo, Hitch y yo realizamos el trayecto con las ventanillas cerradas y los respiraderos bien abiertos. Cuando llegamos a nuestro destino, el interior del vehículo apestaba a vinilo caliente, aceite de motor y sudor.
Hitch tenía una cita con el jefe de ventas de una distribuidora de maquinaria y componentes llamada Tyson Brothers. Seguí a mi amigo hasta recepción y me senté en el despacho de aquel tipo, donde me dediqué a observar su ficus marchito y su pared repleta de obras de arte genéricas, mientras Hitch negociaba el precio de dos excavadoras pequeñas y una cantidad de generadores portátiles suficiente para suministrar energía a una pequeña ciudad, además de diversas piezas de repuesto. Era evidente que el vendedor sentía curiosidad por saber qué pensábamos hacer con todo eso, puesto que preguntó en un par de ocasiones si éramos contratistas independientes y pareció molesto cuando Hitch ignoró su pregunta. De todas formas, rellenó la hoja del pedido con una sonrisa que le iba de oreja a oreja. Probablemente, Hitch había salvado de la quiebra a Tyson Brothers… o, por lo menos, había aplazado su inevitable llegada.
En cualquier caso, había gastado más dinero en esas dos horas del que yo había ganado en el transcurso del año anterior. Después de darle un número de contacto y decirle que alguien se pondría en contacto con él para hablar de la entrega, Hitch le tendió la mano buena al recepcionista y salimos del edificio, donde fuimos recibidos por la oleada de calor.
—¿Qué es exactamente lo que queréis hacer? —pregunté, en cuanto estuvimos dentro de la furgoneta—.¿Excavar un agujero y alumbrarlo?
—Somos un poco más ambiciosos, Scotty. Vamos a derribar una de esas piedras de Kuin.
—¿Con un par de excavadoras?
—Nos faltaban para completar el equipo. La verdad es que contamos con un batallón de ingenieros militares y maquinaria pesada que están preparados para ponerse manos a la obra en cuanto Sue dé la orden.
—¿En serio vais a demoler un Cronolito?
—Sue dice que podemos hacerlo. Cree que es posible.
—¿Y cuál de todos pretendéis derribar?
—El de Wyoming.
—No hay ningún Cronolito en Wyoming.
—No, todavía no.
Hitch me explicó todo esto tal y como él lo entendía. Más tarde, cuando Sulamith Chopra me contó los detalles, descubrí que había estado muy atareada durante todos estos años.
—Tú te desentendiste, Scotty —dijo Hitch—. Preferías vivir tu vida con Ashlee y tener más libertad, pero el hecho de que dejaras de crear nuestro código no significa que los demás nos quedáramos de brazos cruzados.
Durante toda mi vida, sólo había comprendido la física de los Cronolitos de forma general. Por ejemplo, sabía que su tecnología implicaba la manipulación de espacios Calabi-Yau (que son los constituyentes más pequeños de la materia y la energía), y que para hacerlo a niveles energéticos prácticos se utilizaba una técnica llamada decohesión fermiónica lenta. Respecto a lo que sucedía realmente en el intrincado origami del espacio-tiempo, mis conocimientos equivalían a los de un recién nacido. Sue solía decir que la geometría en nueve dimensiones era un lenguaje en sí mismo, pero daba la casualidad de que yo no sabía hablarlo.
Pero Sue sí que sabía, aunque creo que nadie había apreciado la profundidad de sus conocimientos. El gobierno federal le había ayudado como aliada y le había perseguido como enemiga, pero siempre había infravalorado su talento. Sue conocía tan bien la geometría Calabi-Yau que yo había empezado a creer que una parte de ella vivía en ese mundo, que habitaba en esas abstracciones del mismo modo que un astronauta puede vivir en una planeta extraño y remoto. En cierta ocasión, me explicó que las paradojas no existían, que una paradoja no era más que una ilusión que creas cuando analizas un problema de n dimensiones a través de una ventana tridimensional.
—Todas las partes se conectan entre sí, Scotty, aunque no podamos ver los lazos y los nudos. El pasado y el futuro, el bien y el mal, el aquí y el allá. Todo es una misma cosa.
Sus colaboradores ya habían conseguido producir turbulencias tau a pequeña escala. Aunque no eran más que diminutos granos de arena frente a los Cronolitos de Kuin, seguían el mismo principio… y, ahora, Sue creía que podría desestabilizar la llegada de un Cronolito llevando a cabo esta misma manipulación en el espacio físico en el que se iba a manifestar.
Llevaba más de un año esperando, pero los sistemas globales que controlaban y predecían las llegadas eran confidenciales, confusos o ambas cosas a ¡a vez, y la burocracia militar había tardado bastante en examinar sus propuestas y aprobarlas. Hitch me explicó que Wyoming era la primera oportunidad real… y puede que ¡a última. A pesar de que tendrían que enfrentarse a diversos peligros, pues Wyoming se había convertido en una Meca para las milicias Copperhead de diversas (e incompatibles) tendencias políticas, la buena noticia era que disponían de tres generosas semanas para hacer los preparativos y contarían con el apoyo del ejército. Además, los medios de comunicación no darían a conocer su trabajo para no atraer a más kuinistas. Trabajarían en secreto, pero con todo su entusiasmo.
Le dije a Hitch que todo eso me parecía muy bien, pero que seguía sin entender por qué estaba sentado en su furgoneta escuchando lo que cada vez me parecía más una subasta.
Hitch se puso serio.
—Scotty —dijo—. Esto no es ninguna subasta. Al menos, para mí no lo es. Aunque te aprecio como persona, no estoy seguro de que tu presencia sea beneficiosa para esta expedición. Respeto todo lo que has conseguido en esta ciudad, y Dios sabe lo difícil que es mantener unida a una familia en estos tiempos que corren. Sin embargo, nosotros necesitamos técnicos, ingenieros y personas que puedan manejar maquinaria pesada, no a un tipo que vende porquerías de segunda mano en un mercadillo.
—¡Oh! Gracias.
—Espero que no te ofendas. ¿Crees que me equivoco?
—No.
—Sue es quien desea que te unas a nosotros, por razones que sólo es capaz de insinuar.
—Antes me has hablado de una saeta.
—Bueno, se trata más bien de un juego de unir lo puntos. ¿Me dejas que te cuente una historia?
—Siempre y cuando mantengas los ojos en la carretera…
Los controladores de tráfico de la mitad de las calles de Miniápolis habían dejado de funcionar, de modo que no había nada que impidiera una colisión aparte de los detectores del vehículo. Hitch se había acercado tanto al carromato de un vendedor ambulante que se habían disparado las alarmas de proximidad.
—Odio el tráfico —refunfuñó.
Hitch había estado en El Paso seis meses atrás, rastreando las amenazas de muerte que había recibido Sue en la terminal de su casa. No había hablado con nadie, excepto con los pocos socios que tenía en ese lugar.
En teoría, Morris Torrance se encargaba de la seguridad de Sue, aunque siempre era Hitch quien realizaba el trabajo físico, porque estaba bien relacionado con los círculos kuinistas y poseía la credibilidad callejera necesaria para impresionar a diversos secuaces. Era bueno peleando y, sin duda alguna, un experto en el manejo de armas de todo tipo… aunque preferí no preguntárselo.
Morris había descubierto que esas amenazas procedían de uno de los grupos kuinistas más importantes que operaban a las afueras de Texas, así que Hitch había viajado hasta El Paso para congraciarse con las milicias locales.
—Pero cometí un error evidente: hice demasiadas preguntas demasiado rápido. Si los ánimos están calmados no suele pasar nada… pero esos téjanos eran unos jodidos paranoicos. Así que alguien decidió que yo era un problema.
Me explicó que cinco cuadrillas de ataque kuinistas lo llevaron a rastras hasta el solar trasero de un taller de reparaciones y le interrogaron con la ayuda de un machete tan dentado como una sierra.
Hitch levantó la mano izquierda y me mostró los muñones de sus dedos índice y corazón. Ambos habían sido seccionados por debajo de los nudillos y, a pesar de que se los habían suturado con sumo cuidado, resultaba obvio que el corte no había sido limpio. Pensé en eso. Pensé en el dolor.
—No te preocupes —dijo—. Podría haber sido peor. Conseguí escapar.
—¿Y eso sucedió el mismo día que te quedaste cojo?
—Mientras escapaba, una bala de bajo calibre se hundió en el tejido muscular. Tenían una pistola antigua, un trozo de chatarra del siglo XX con la empuñadura medio oxidada. Pero lo importante del tema, Scotty, es que reconocí al tipo que me disparó.
—¿Lo conocías?
—Sí, y creo que él también me reconoció… o, por lo menos, sé que mi rostro le resultaba familiar. Si no se hubiera sorprendido al verme, estoy seguro de que el disparo habría sido mortal. Aquel tipo era Adam Mills.
Me aparté de él de forma instintiva y me apoyé en la puerta de mi lado, sintiendo frío a pesar del calor estival.
—¡No puede ser! —exclamé.
—Te juro que era él. No murió en Portillo… supongo que logró escapar con los refugiados.
—¿Y tropezaste con él en El Paso? ¿Así de sencillo?
—Sue dice que no es ninguna coincidencia, sino una turbulencia tau. Se trata de un sincronismo significativo que se conecta con nosotros a través de ti. Adam Mills es la saeta, Scotty, y te está apuntando.
—No me lo creo.
—Y por lo que sé, no es necesario que lo hagas. Yo tampoco quería creerme que tenía una bala clavada en la pierna. Tuve que matar a un par de personas para conseguir esta información y dársela a Sue. Lo que Sue haga con ella o lo que tú hagas con ella no es asunto mío.
—¿Has matado a un par de personas?
—¿En qué crees que consiste mi trabajo, Scotty? ¿En viajar por todo el país recurriendo a la persuasión moral? Por supuesto que he matado a diversas personas —movió la cabeza—. ¿Sabes? Esto es exactamente lo que me saca de quicio. Cuando me miras, ves a aquel tipo tan animado con el que solías holgazanear en Chumphon; sin embargo, debo decirte que antes de conocerte ya había matado a un hombre, Scotty. Sue lo sabe. Ya sabes que en aquella época no vendía bañadores, sino que traficaba con drogas. Son situaciones en las que te encuentras cuando te mueves en ese mundo. Yo no poseo tu sentido de la ética. Sé que te consideras una especie de leproso moral porque la jodiste con Janice y Kait, pero en lo más profundo de tu alma sabes que eres un padre de familia. Eso es todo.
—¿Y por qué quiere Sue que os acompañe?
—Ojalá lo supiera.
Veintiuno
En estos días de crisis, el Marriott no atraía a demasiados huéspedes. Sue estaba sola en la sala de la piscina y la sauna, aunque Morris Torrance montaba guardia al otro lado de la puerta.
Me miró desde las agitadas aguas del jacuzzi. Llevaba un bañador de color rojo bombero y un gorro de plástico amarillo; ninguna de las dos prendas le sentaba bien, pero Sue nunca había prestado demasiada atención a la moda. Incluso en el jacuzzi llevaba puestas sus enormes gafas arcaicas, con su arañada montura de lo que parecía bakelita negra.
—Tendrías que probar esto, Scotty —me dijo—, es muy relajante.
—No estoy de humor.
—¿Debo asumir que Hitch ha estado hablando contigo?
—Sí.
Suspiró.
—De acuerdo. Dame un minuto.
Levantó su cuerpo en forma de pera para salir del jacuzzi y, en cuanto se quitó el gorro, su cabello saltó como un animal enjaulado.
—Me apetece sentarme en las tumbonas que hay junto a la ventana — dijo—, pero no sé si tendrás demasiado calor con esa ropa.
—Estoy bien —respondí, aunque el aire era tropical y apestaba a cloro. Además, aquella incomodidad me parecía adecuada.
Extendió una toalla de baño y se sentó con solemnidad.
—¿Hitch te ha hablado de Adam Mills?
—Sí, pero todavía no se lo he contado a Ashlee.
—No lo hagas, Scotty.
—¿Que no se lo diga? ¿Acaso prefieres contárselo tú?
—Por supuesto que no, pero tampoco quiero que lo hagas.
—Ella cree que podría estar muerto. Tiene derecho a saber la verdad.
—Sí, es evidente que Adam está vivo. Sin embargo, antes de decirle nada, pregúntate a ti mismo lo siguiente: ¿De qué serviría contárselo a Ashlee? ¿Realmente vale la pena que sepa que su hijo está vivo y es un asesino?
—¿Un asesino? ¿En serio?
—Sí. Lo sabemos con certeza. Adam Mills es un fervoroso kuinista de línea dura y un asesino múltiple… un secuaz de una de las bandas P-K más depravadas del país. ¿Crees que Ashlee necesita saber eso? ¿De verdad quieres decirle que su hijo está llevando un tipo de vida que, probablemente, lo conducirá a la muerte o a la cárcel en un futuro próximo? Y cuando esa suceda, ¿deseas ver cómo se hunde de nuevo en la tristeza?
Vacilé. Intentaba ponerme a mí mismo en el lugar de Ashlee: si llevara años preguntándome si Kaitiin habría sobrevivido al Cronolito de Portillo, agradecería cualquier tipo de información.
Pero Adam no era Kaitiin.
—Fíjate en todo lo que ha ganado desde Portillo: un trabajo, una familia, una vida real… y también equilibrio, Scotty, en un mundo en el que todas estas cosas se han convertido en un bien escaso. Soy consciente de que la conoces mucho mejor que yo… pero en tu lugar, yo me lo pensaría dos veces antes de volver a arrebatarle todo eso.
Decidí dejar el tema apartado, de momento. Había venido a ver a Sue por otras razones.
—También le estaría arrebatando todo eso si os acompañara al oeste… pues Hitch me ha dicho que eso es lo que quieres.
—Sí, pero el viaje no será largo, Scotty. ¿Te importaría sentarte, por favor? No me gusta nada hablar de pie. Me pone muy nerviosa.
Coloque una segunda tumbona enfrente de ella. Al otro lado de la ventana, que estaba cubierta por una capa de vaho, la ciudad se cocía bajo el sol de la tarde. Los rayos centelleaban en las ventanas, en las antenas de los tejados, en las aceras.
—Préstame atención —dijo—. Se trata de algo importante, así que quiero que lo escuches con una mente abierta… por difícil que resulte en estas circunstancias. Sé que hay muchas cosas que no te hemos contado, pero intenta comprendernos, por favor. Teníamos que ser precavidos, teníamos que asegurarnos de que tu opinión sobre Kuin no había cambiado… no, no te hagas el ofendido, pues hemos visto cosas mucho más extrañas que esa. Teníamos que estar seguros de que no habías quedado atrapado en los círculos Copperhead, como el marido de Janice… ¿Cómo se llamaba? ¿Whitman? Morris insiste en que no debemos fiarnos de nadie, aunque le he dicho una y mil veces que tú seguías siendo el mismo. Te conozco bien, Scotty. Has estado en la turbulencia tau casi desde el principio. Ambos lo hemos hecho.
—Sí, ya sé que nos une un vínculo sagrado, Sue. Pero a mí me parece una estupidez.
—No es ninguna estupidez ni ninguna hipótesis descabellada. Aunque reconozco que se trata de una interpretación, los cálculos sugieren…
—La verdad es que no me importa en absoluto lo que sugieren los cálculos.
—Entonces, limítate a escuchar. Voy acontarte la verdad que yo creo.
Apartó la mirada y sus ojos observaron algún punto muy distante. No me gustó la expresión de su rostro: era vehemente y esquiva, casi inhumana.
—Scotty, yo no creo en el destino. Es un concepto arcaico. Las vidas de las personas son increíblemente complejas, mucho menos predecibles que las de las estrellas. Sin embargo, sé que la turbulencia tau mueve la causalidad a lo largo y ancho de la línea temporal. ¿Realmente crees que se trata de una coincidencia que tú y Hitch acabaseis trabajando para mí, o que Adam Mills compartiera con nosotros la turbulencia de Portillo? En estos dos casos, resulta posible construir una secuencia lógica de los acontecimientos que podría considerarse una explicación, pero no sería satisfactoria. Yo conocí a Hitch Paley a través de los acontecimientos de Chumphon, de una forma que no podría considerarse aleatoria, y tú conociste a Ashlee porque vuestros hijos realizaron juntos un peregrinaje. Sin embargo, Scotty, si retrocedes un paso y observas de nuevo todo esto con más detenimiento, te darás cuenta de que todos estos hechos se unen entre sí con demasiada pulcritud. Las causas anteriores son insuficientes, de modo que tiene que existir una causa posterior.
Es decir, que Hitch tropezara con Adam. Eso era algo más que una coincidencia, pero resultaba imposible interpretarla.
—Sólo se trata de un acto de fe —respondí con suavidad.
—¡Entonces, mírame bien, Scotty! ¡Observa el poder que sostengo entre estas dos manos! —me mostró sus pálidas palmas—. ¡Aquí está¡ e! poder necesario para derrumbar un puto Cronolito! Eso me hace importante. Me convierte en un instrumento decisivo para la resolución de los acontecimientos. Scotty, soy una causa posterior.
—Existe una cosa que se llama megalomanía —señalé.
—¡Pero yo no me he inventado todo esto! No es ninguna fantasía que haya comprendido mejor que cualquiera de los habitantes de este, planeta la física de los Cronolitos… y no estoy siendo engreída. No es ninguna fantasía que tú y Hitch estuvierais en Chumphon y Portillo, ni que tú y yo estuviésemos en Jerusalén. Son hechos, Scotty, y exigen una interpretación que va más allá del azar y la casualidad.
—¿Por qué quieres que os acompañe a Wyoming?
Parpadeó.
—Pero yo no quiero eso. Probablemente estarás más seguro en Miniápolis. Sin embargo, no puedo ignorar los hechos. Creo… y sí, ahora se trata de una simple intuición, carente por completo de fundamentos científicos, pero no me importa… creo que tienes un papel que desempeñar en la partida final de los Cronolitos. No sé si será para bien o para mal, pero estoy segura de que no harás nada que me perjudique ni ayudarás a los intereses de Kuin. No se trata de que yo quiera que vengas con nosotros, sino de que considero que sería mejor que lo hicieras porque hay algo especial en ti. El asunto de Adam Mills es como una valla publicitaria. Chumphon, Jerusalén, Portillo, Wyoming. Tú. Puede que no te guste, Scotty, pero tú importas —se encogió de hombros—. Eso es lo que creo, y lo creo con todas mis fuerzas. De todas formas, no voy a intentar convencerte para que nos acompañes, puesto que si no lo haces, consideraré que ése era nuestro destino… es decir, que estábamos unidos por tu rechazo.
—No puedes hacerme cargar con ese peso.
—No, Scotty. No puedo —parpadeó con tristeza—. Pero tampoco puedo liberarte de él.
Todas sus palabras me parecían una locura. Supongo que la enfermedad de mi madre había hecho que desarrollara un oído sensible para lo irracional. Desde pequeño, sabía al instante si mi madre estaba virando hacia la demencia. Reconocía sus grandiosas afirmaciones, su ego exagerado, los indicios de amenaza inminente. Y siempre reaccionaba del mismo modo: me encerraba en mí mismo y experimentaba un rápido congelamiento emocional.
—¿Recuerdas Jerusalén, Scotty? —preguntó Sue—. ¿Te acuerdas de aquellos jóvenes, los que fueron asesinados? Yo pienso en ellos con frecuencia, sobre todo en aquella muchacha que se acercó a hablar conmigo durante la llegada del Cronolito, cuando la turbulencia tau estaba en su apogeo. Se llamaba Cassie. ¿Recuerdas lo que me dijo Cassie?
—Te dio las gracias.
—Sí, me dio las gracias por algo que no había hecho, e instantes después, murió. Creo que es posible que estuviera tan sumergida en la turbulencia tau que la realidad de su muerte se extendió por los últimos minutos de su vida. No sé por qué me dio las gracias, Scotty, ni creo que ella lo supiera. Sin embargo, estoy segura de que sintió algo… momentáneo.
Sue apartó los ojos de mi rostro casi con timidez, y esa expresión hizo que regresáramos a la escala de lo simplemente humano.
—Necesito conseguirlo —añadió—. Por lo menos, necesito intentarlo.
Todas las parejas que se han enamorado tienen un lugar especial: una playa, un jardín, el banco de un parque junto a una biblioteca. Para Ashlee y para mí, ese lugar era un parque ajardinado situado a unas manzanas al este de nuestro apartamento. Se trataba de un parque del extrarradio normal y corriente, con un estanque con patos bordeado de cemento, una zona de recreo y un campo de softball con el césped segado. Habíamos venido con frecuencia a este lugar cuando regresamos de Portillo, mientras Ash intentaba recuperarse de la pérdida de Adam y después de que yo hubiera decidido dejar de trabajar para Sue.
Aquí era donde le había pedido que se casara conmigo. Habíamos traído comida para hacer un picnic, pero las nubes de tormenta se empezaron a acercar por el horizonte y, de pronto, empezó a llover a raudales. Corrimos hasta el campo de softball y nos cobijamos bajo las gradas cubiertas. Como el aire cada vez era más frío, Ashlee se recostó sobre mi hombro. Mientras la tormenta azotaba los grandes olmos del parque y sus ramas se entrelazaban entre sí como dedos, le pregunté a Ashlec si aceptaría ser mi esposa, y ella me besó y me dijo que sí. Fue así de sencillo y perfecto.
Volví a lievarla a este lugar.
A principios de siglo, era tal la obsesión que existía por mejorar las zonas urbanas que, quizá, se crearon demasiados parques como éste. Muchos de ellos habían desaparecido para dar paso a albergues de indigencia, o estaban tan deteriorados que no tenían ninguna utilidad. Éste era una excepción, puesto que seguía siendo reivindicado por diversas familias del barrio, defendido por una horda de decretos locales y vigilado después del anochecer por diversos voluntarios de la comunidad. Llegamos a última hora de la tarde de un día más fresco que el anterior (que fue abrasador), un día de verano tan agradable que te gustaría doblarlo y guardarlo en el bolsillo. Había familias merendando junto al estanque y niños jugando en los columpios y toboganes recién pintados.
Nos sentamos en las vacías gradas de softball. De camino al parque habíamos comprado comida preparada, trozos diminutos de pollo rebozado. Ashlee empezó a comer con indiferencia, aunque cada uno de sus gestos ponía de manifiesto su inquietud. Supongo que a mí me sucedía lo mismo.
En un principio, había decidido que hoy le hablaría sobre Adam, pero me había dado cuenta de que no podía hacerlo. No se trataba de que me faltara valor, sino de una decisión que había tomado por defecto. Seguía creyendo que Ash merecía saber que Adam estaba vivo, pero Sue tenía razón: la noticia no le curaría las heridas, sino que las haría más profundas.
Por mucho que protestara mi contienda, me sentía incapaz de contarle algo que iba a causarle tanto dolor.
Supongo que el destino se construye con decisiones como ésta, a base de madera y clavos, como la horca.
—¿Te acuerdas de aquel niño? —preguntó Ashlee, pasándose una servilleta por los labios—. ¿Aquel que estaba jugando a softball?
Poco después de casarnos, habíamos pasado un sábado en este parque. Se estaba disputando un partido de la Liga Infantil, así que había dos entrenadores y algunos padres compartiendo las gradas con nosotros. El bateador era un niño que parecía haberse criado a base de filetes y esteroides, el tipo de chaval de once años que tiene que afeitarse antes de ir al colegio. En cambio, el pitcher era un niño rubio desnutrido pero con un enorme talento para lanzar la pelota, por desgracia, una de ellas fue directa a la base del bateador y, tras golpear el bate, regresó al montículo del lanzador antes de que el pitcher pudiera levantar el guante (se había distraído con algo que había en la primera base). Mientras giraba la cabeza, el pequeño recibió un fuerte golpe en la sien.
Se hizo el silencio; después, se oyeron jadeos y algunos gritos. El pitcher miró hacia el suelo y, tras caerse de bruces (pues fue incapaz de mover los brazos para atenuar el golpe), se quedó tendido y completamente inmóvil sobre el polvo de su montículo.
Lo extraño de esta historia viene ahora: nosotros no éramos padres ni participantes, sino simples observadores fortuitos que habían ido al parque para disfrutar de su día Ubre. Sin embargo, yo ya había llamado a los Servicios de Emergencia antes de que a cualquier persona de las gradas se le hubiera ocurrido llevarse la mano al bolsillo, mientras que Ashlee, que tenía conocimientos de primeros auxilios, llegó al montículo antes que el entrenador.
La lesión no era grave, así que Ash mantuvo estable al muchacho e intentó tranquilizar a su aterrada madre hasta que llegó la ambulancia. Lo único insólito que hubo en aquel incidente fue la rapidez con la que reaccionamos Ashlee y yo.
—Lo recuerdo —respondí.
—Aquel día aprendí algo. Aprendí que los dos estamos preparados para lo peor. Siempre. En cierto modo, puede que incluso lo estemos esperando. Supongo que, en mi caso, se debe a mi padre.
Su padre era alcohólico, circunstancia que suele obligar a un niño a madurar de forma prematura, y había muerto de cáncer de hígado cuando Ashlee tenía quince años.
—Y tú, por tu madre —continuó.
Siempre esperábamos lo peor… bueno, sí, por supuesto. (En aquel instante, la voz de mi madre sonó brevemente en mi cabeza: ¡Scotty, deja de mirarme de esa forma.)
—Y eso me dice —añadió, sin mirarme a los ojos y escogiendo sus palabras con cuidado— que somos dos personas bastante fuertes. Hemos tenido que enfrentamos a ciertas cosas muy difíciles.
¿Tan difícil como un hijo asesino, resucitado de la muerte?
—Así que no te preocupes, Scott. Confío en ti. Tienes que hacer lo que consideres correcto. No es necesario que intentes decírmelo con suavidad. ¿Vas a irte con ellos, verdad?
—Sólo durante una breve temporada —respondí.
Veintidós
Cruzamos la frontera del estado de Wyoming el día que el gobernador dimitió.
Una de las supuestas milicias Omega había ocupado el parlamento durante casi una semana, tomando como rehenes a sesenta personas, entre las que se incluía el gobernador Atherton. La Guardia Nacional había despejado el edificio y Atherton había renunciado a su cargo en el mismo instante en que fue liberado, aludiendo a razones de salud (y el motivo era bueno: había recibido un disparo en la ingle y la herida se había infectado).
En otras palabras, las emociones estaban a flor de piel en este país montañoso; sin embargo, toda esta agitación política era invisible desde la carretera. Avanzamos por una autopista llena de baches, flanqueada por inmensos ranchos que habían quedado desérticos debido a la crisis del Acuífero de Oglalla. Pudimos ver diversas bandadas de estorninos descansando sobre las oxidadas varillas de los sistemas de irrigación.
—Parte del problema —estaba diciendo Sue— es que la gente considera que un Cronolito es algo mágico, pero eso no es cierto. Es tecnología y, por lo tanto, se comporta como la tecnología.
Sue, que llevaba cinco horas habiéndonos sobre los Cronolitos, había insistido en conducir la última furgoneta del convoy (que contenía nuestros efectos personales y sus proyectos), así que Hitch, Eay y yo nos íbamos turnando en el asiento del pasajero. Sue había añadido una especie de locuacidad nerviosa a su acostumbrada conducta obsesiva. Incluso teníamos que recordarle que comiera.
—La magia es ilimitada —explicó—, o, por lo menos, sólo está limitada por el talento de quien la practica o los caprichos del mundo sobrenatural. Sin embargo, los límites de los Cronolitos están impuestos por la naturaleza, de modo que son muy estrictos y perfectamente calculables. Kuin envía sus monumentos veinte años al pasado porque ése es el punto en el que las barreras prácticas se hacen infranqueables. Si retrocediera más, los requisitos de energía pasarían a ser logarítmicos… incluso para una masa minúscula se dispararían hasta el infinito.
Nuestro convoy estaba formado por ocho camiones de carga militares y el doble de furgonetas y vehículos para transporte de personal. Durante todos estos años, Sue había ido reuniendo un pequeño ejército de personas con una forma de pensar similar, entre las que se incluían los académicos y licenciados que habían creado el equipo de intervención tau. Como esta expedición contaba con la protección de las fuerzas armadas, todos nuestros vehículos habían sido pintados del color azul de Unifuerzas para que pareciera un convoy militar normal y corriente, como los que solían verse incluso por estas carreteras occidentales despobladas.
Tras recorrer algunos kilómetros, nos detuvimos en el arcén de la carretera formando una línea recta desde el camión que nos dirigía y esperamos a que nos llegara el turno de rellenar nuestro depósito de gasolina en la solitaria estación de servicio de Sunshine Volátiles. Sue desconectó el aire acondicionado y yo bajé la ventanilla. El cielo era inmensurablemente azul, aunque había alguna nube alta, y el sol estaba a punto de alcanzar su cénit. Había más gorriones revoloteando sobre una antigua torre de perforación de petróleo oxidada que se alzaba en un árido campo. El aire olía a calor y a polvo.
—Existe todo tipo de límites en los Cronolitos —la voz de Sue era un canturreo adormecido—. Por ejemplo, su masa… o, para ser más concreta, su equivalencia de masa, puesto que la sustancia con la que han sido creados no es convencional. ¿Sabéis que ninguno de los Cronolitos ha tenido una equivalencia de masa mayor a doscientas toneladas métricas? Y seguro que no se debe a una falta de ambición por parte de Kuin, puesto que si fuera, posible, haría que llegaran hasta la luna. Como os iba diciendo, la energía necesaria se dispara de forma exponencial cuando se rebasa cierto punto. Además, la estabilidad se resiente y los efectos secundarios se hacen más notables. Scotty, ¿sabes qué le ocurriría a un Cronolito si rebasara mínimamente el límite teórico de masa?
Le dije que lo ignoraba.
—Se haría inestable y se destruiría… probablemente, de forma espectacular. Su geometría Calabi-Yau se desdoblaría. En términos prácticos, las consecuencias serían catastróficas.
Sin embargo, Kuin no había sido tan necio como para dejar que eso sucediera. Entonces me di cuenta de lo astuto que era… y de que eso no presagiaba nada bueno para nuestra quijotesca expedición a estas tierras occidentales devastadas por el sol.
—Me apetece una coca-cola —dijo de repente Sue—. Estoy tan seca como un hueso. ¿Puedes ir a la gasolinera y traerme una… si hay?
Asentí y, tras abandonar la furgoneta, avancé por el pedregoso margen de la carretera hasta que dejé atrás la larga hilera de camiones. La estación de servicio era un lugar solitario, una vieja cúpula geodésica que daba sombra a la tienda y a una hilera de depósitos moteados de óxido. En la puerta había un anciano que contemplaba la larga cola de vehículos protegiéndose los ojos con la mano. Aunque, en conjunto, debíamos ser más clientes que los que habían pasado por allí durante las últimas dos semanas, aquel tipo no parecía estar demasiado contento.
Observé que los módulos automatizados de servicio se movían bajo el primer camión del convoy, rellenando su depósito y limpiándolo. Los litros y el precio se mostraban en el gran panel superior, cuya pantalla había dejado de ser transparente debido al sol y ¡a arena.
—Hola. Parece que no ha llovido mucho por aquí últimamente.
El encargado de la estación de servicio apartó la mano de sus ojos y me miró de soslayo.
—No llueve desde mayo —respondió.
—¿Tiene bebidas frías?
Se encogió de hombros.
—Refrescos. Algunos.
—¿Puedo echar un vistazo?
Se movió hacía un lado de la puerta.
—Es su dinero.
Después do haber caminado bajo aquel sol abrasador, sentí frío en el oscuro interior de la tienda. En las estanterías no había demasiados productos y en el refrigerador sólo había coca-cola, cerveza y refrescos de naranja. Cogí tres latas al azar.
El encargado tecleó el importe de la venta mirándome la frente con tanta intensidad que empecé a pensar que llevaba algo escrito.
—¿Sucede algo? —pregunté.
—Sólo estaba buscando el Número.
—¿Qué número?
—El de la Bestia —respondió, señalando una pegatina que tenía pegada delante del mostrador: ¡ESTOY LISTO PARA ENTRAR EN ÉXTASIS! ¿Y TÚ?
—Supongo que estoy listo para tomar una bebida bien fría — respondí.
—Lo suponía.
Me siguió hasta el exterior de la tienda y miró hacia la hilera de camiones.
—Es como si el circo hubiera venido a la ciudad —escupió distraído al suelo.
—¿Me podría dejar la llave del servicio?
—Está colgada de un gancho al otro lado de la esquina —señaló con el pulgar hacía la izquierda—. Sea piadoso y tire de la cadena cuando termine.
El emplazamiento de la llegada (que había sido identificado por los satélites de vigilancia y concretado a partir de la radiación ambiental de la zona) era tan enigmático y tan poco esclarecedor como la mayoría de los lugares en los que habían aterrizado los Cronolitos.
Los monumentos que llegaban a zonas rurales o pueblos y, por lo tanto, no provocaban daños devastadores, solían etiquetarse como “estratégicos”, mientras que los que asolaban ciudades enteras, como los de Jerusalén o Bangkok, se consideraban “tácticos”. De todas i formas, el hecho de que esta distinción fuera significativa o fortuita estaba abierto al debate.
Era obvio que la piedra de Wyoming podía incluirse en la categoría de Cronoiitos “estratégicos”. Wyoming es, en esencia, una meseta elevada y árida interrumpida por montañas, “la tierra de las altitudes elevadas y las multitudes bajas”, según las palabras de un gobernador del siglo XX. La piedra de Kuin no afectaría demasiado a su economía, basada en las reservas de petróleo y la ganadería; además, la zona en la que estaba prevista ¡a llegada no había ninguno de estos recursos (de hecho, no había nada de nada, excepto perros de ladera y algunas granjas abandonadas). La localidad más cercana, situada a veinticinco kilómetros de distancia, era un pueblo provisto de oficina postal llamado Modesty Creek al que se llegaba por una carretera asfaltada de dos carriles que discurría entre pastos, lechos de basalto y tramos dispersos de álamos americanos. Mientras recorríamos esta carretera secundaria a una velocidad prudente y nos aproximábamos a nuestro destino, Sue se olvidó de su monólogo durante un rato para admirar las ondas que formaba el viento en las praderas de salvia y ortigas.
Le pregunté por qué motivo iba a aterrizar un Cronolito en un lugar como éste.
—No lo sé —respondió—, pero es una buena pregunta. Y razonable. Estoy segura de que tiene que significar algo. Es como cuando juegas al ajedrez y tu contrincante mueve el alfil hacia un lado sin razón aparente. Puede que se trate de un error estúpido… o de una estrategia.
Una estrategia, es decir, una distracción, una falsa amenaza, una provocación, un señuelo. De todas formas, Sue insistió en que eso no importaba, porque fuera cual fuera el propósito de ese Cronolito, nosotros íbamos a evitar su llegada.
—Sin embargo, la causalidad es demasiado confusa —admitió—. Se une y se enreda con fuerza. Kuin juega con la ventaja de la retrospectiva. Puede moverse en nuestra contra de formas que nos resulta imposible prever. No sabemos gran cosa de él, pero estoy segura de que él nos conoce perfectamente.
Al atardecer, nuestros vehículos ya habían abandonado la carretera. Días antes había llegado un grupo que se había encargado de hacer un reconocimiento del terreno y marcar el perímetro de la zona del aterrizaje con palos y cinta amarilla. Como el sol aún proyectaba suficiente luz, Sue nos condujo a unos cuantos hasta la cima de una loma, desde donde pudimos contemplar una pradera tan prosaica como un terreno en el que se han realizado las mediciones pertinentes para construir un centro comercial.
Nos encontrábamos en un terreno agreste que antaño había formado parte de una parcela privada que nunca había sido cultivada. Bajo la penumbra era un lugar solemne, una pradera ondulante cuyo lado oriental estaba bordeado por un escarpado risco. Su suelo pedregoso estaba cubierto de salvia, que empezaba a volverse gris después del árido verano. Si el personal de ingeniería no hubiera estado bombeando aire comprimido en los armazones de una docena de cabañas inflables, nos habría envuelto el más absoluto silencio.
Advertí que en la cima del risco se perfilaba la silueta de un antílope contra ci descolorido azul del cielo. El animal levantó su cabeza, nos olfateó y se alejó trotando hasta desaparecer de la vista.
Ray Mosely se acercó a Sue por la espalda y la cogió del brazo.
—Casi puede sentirse, ¿verdad? —dijo.
Supongo que se refería a la turbulencia tau,peroyo debía ser inmune a ella. Aunque puede que hubiera un ligero olor a ozono en el aire, lo único que sentía con certeza era la refrescante brisa que soplaba en mi nuca.
—Es un lugar hermoso pero sombrío —comentó Sue.
Por la mañana, lo llenamos de excavadoras y niveladores y eliminamos toda su belleza.
La red de telecomunicaciones civil estaba en pésimas condiciones, al igual que muchas otras obras públicas: los satélites se habían desviado de sus órbitas y no habían sido reemplazados, la fibra óptica había envejecido hasta agrietarse y los viejos hilos de cobre se habían deteriorado debido a las condiciones atmosféricas. A pesar de todo, la noche siguiente tuve la suerte de conseguir una línea de voz para hablar con Ashlee.
Nuestro primer día en la excavación había sido sumamente ajetreado pero asombrosamente productivo. En cuanto los técnicos triangularon la zona de la llegada, los ingenieros militares nivelaron el terreno y aplicaron una espesa capa da hormigón que serviría de base para la unidad tau-variable, que llamábamos “el núcleo” para abreviar. Aunque en realidad no se trataba de un verdadero núcleo, había sido diseñado para realizar una fragmentación de materia exótica que requería una protección similar, tanto térmica como magnética.
A continuación, los ingenieros prepararon diversas bases más pequeñas para los generadores diesel de repetición, que suministrarían energía a la unidad, y para otros generadores más pequeños que nos abastecerían de luz y alimentarían los mecanismos electrónicos. Cuando llegó la segunda puesta.de sol, ya habíamos convertido aquella tierra montañosa en un erial industrial en el que reinaba una desolación casi victoriana y ya habíamos visto escapar a una cantidad asombrosa de liebres, perros de pradera y serpientes. Nuestras lámparas brillaban en la oscuridad comí) las antiguas fogatas de los indios Crow o los Pies Negros, los Siux o los Cheyene, y el aire apestaba a humo y plástico.
Sue me había asignado la labor de centinela, pero había preferido cambiarla por otra menos seductora pero mucho más útil: excavar hoyos para las letrinas y rellenarlos de cal. Poco antes del crepúsculo, a pesar de que tenía las extremidades entorpecidas por el esfuerzo físico, me dirigí hacia el terreno ascendente que había debajo del risco y conecté mi terminal para llamar a Ashlee. El ancho de banda sólo permitía establecer conexiones de sonido, sin imagen, pero para mí era suficiente, puesto que lo único que necesitaba era oír su voz.
Ashlee me contó que todo iba bien y que había utilizado parte del dinero que le había adelantado Hitch para pagar algunas facturas atrasadas. Ademas, había invitado a Kaitlin al cine en un par de ocasiones. También me dijo que no entendía por qué habíamos dejado a Morris Torrance en la ciudad para que cuidara de ella. En esos momentos estaba sentado en su coche, delante del apartamento y, aunque no era un incordio, se sentía como si la estuvieran vigilando.
Y era cierto. Cuando Sue me comentó que le preocupaba que ciertos elementos kuinistas la hubieran seguido hasta Miníápolis, me negué a dejar a Sue sin protección si existía el menor indicio de amenaza hacia su persona. Había insistido tanto que, al final, el venerable y experto Morris Torrance se había quedado en la ciudad, a regañadientes, para convertirse en su guardián.
—Es un tipo bastante agradable —dijo Ash—, pero me pone de los nervios que me siga a todas partes.
—Sólo será hasta que yo regrese —expliqué.
—Eso es demasiado tiempo.
—Considéralo un modo de preservar mi paz mental.
—Pues tú considéralo una razón para regresar pronto.
—Tan pronto como pueda, Ash.
—Bueno, ¿qué tal… Wyoming?
Perdí un par de sílabas, pero entendí la pregunta.
—Ojalá pudieras verlo. El sol acaba de ponerse. El aire huele a salvia —la verdad era que olía a creosota, cal viva y metal caliente, pero preferí mentirle:—. El cielo es casi tan hermoso como tú.
—…tonterías.
—He pasado el día entero cavando una letrina.
—Eso me parece más probable.
—Te echo de menos, Ash.
—Yo también —hizo una pausa y oí un sonido que podría haber sido el timbre de seguridad de casa—. Creo que hay alguien en la puerta.
—Te llamaré mañana.
—…mañana —repitió ella y, al instante, cortó la comunicación.
Pero al día siguiente no conseguí hablar con ella. No había ningún lugar al este de las Dakotas en donde fuera posible establecer conexión, a pesar de que los sistemas no estaban al límite de su capacidad. Ray Mosely me dijo que lo más probable era que se hubiese caído un grupo de servidores de nodos, seguramente por un nuevo acto de sabotaje de las facciones kuinistas.
Debido a este contratiempo, el especialista de medios de comunicación del departamento de defensa decidió avisar a la prensa un día antes de lo planeado. Había varios periodistas informando de los altercados que se estaban produciendo en Cheyenne, pero como mínimo tardarían veinticuatro horas en llegar a Modesty Creek.
La noche siguiente, los ingenieros erigieron un círculo de lámparas de azufre dolorosamente brillantes. Mientras el aire era fresco y la lunaiucía en lo alto, estuvimos enterrando cables y excavando un bunker en aquel árido terreno, a un kilómetro y medio del lugar del impacto. Por precaución, también levantamos un gran cerco de protección que mantendría alejados a los turistas y a los kuinistas. Hitch opinaba que, sin vigilancia armada, sólo conseguiríamos mantener alejados a los antílopes… pero también teníamos al ejército con nosotros.
Al amanecer, me arrastré hasta mi catre con las manos ensangrentadas.
El asedio estaba a punto de comenzar.
Veintitrés
Hasta ahora habíamos estado solos en este lugar, pero pronto el mundo entero nos acompañaría.
Con todas las cosas que eso implicaba: no sólo vendrían los de la prensa, sino también todo tipo de kuinistas… aunque como nos encontrábamos en un lugar tan apartado y habíamos informado con tan poca antelación de la noticia, teníamos la esperanza de poder evitar un haj masivo (“Éste es nuestro haj”, nos había dicho Sue en más de una ocasión. “Éste nos pertenece”).
Las tropas de las Unifuerzas ya se habían desplegado alrededor del perímetro cercado y a lo largo del risco cuando informamos de la noticia a la Patrulla de Carreteras y a los funcionarios estatales, que se sintieron profundamente molestos al saber que habíamos dado a conocer a la prensa nuestro trabajo, pero que carecían de autoridad para detenerlo. Ray Mosely suponía que los primeros extraños empezarían a llegar en doce horas y, aunque ya habíamos levantado sobre la base del núcleo tau una superestructura similar a una grúa y habíamos acabado de montar y revisar el equipo auxiliar, todavía faltaban cosas por hacer.
Sue estuvo interrogando a los ingenieros y revoloteando alrededor del enorme camión en el que se encontraba el núcleo hasta que Ray y yo le pedimos que nos acompañara durante la comida. Mientras ingeríamos los alimentos en la tienda de lona, efectuamos una lista de comprobación que nos reveló que el trabajo estaba muy adelantado y ayudó a que Sue se calmara un poco.
Por lo menos, durante un rato. Tal y como diría un médico, Sue estaba “agitada”. De hecho, parecía estar a punto de sufrir un colapso nervioso. Se movía con impaciencia y.sin rumbo fijo, golpeaba la mesa con los dedos, parpadeaba sin cesar y nos confesó que no había pegado ojo en toda la noche. Además, era incapaz de apartar la mirada del lugar que ocuparía el núcleo y de los brillantes tubos de acero de la estructura de soporte.
Siguió hablando sin parar sobre el proyecto. Sus miedos más inmediatos eran que la prensa se retrasara o que el Cronolito llegara antes de lo previsto.
—No se trata tanto de lo que vamos a hacer —dijo—, como de que nos vean hacerlo. Sólo tendremos éxito si el mundo ve que tenemos éxito. (En aquel momento me di cuenta de lo fina que era la caña a la que nos estábamos sujetando. Sue considera que el hecho de destruir el Cronolito en el momento de su llegada significaría que habíamos ganado una batalla en esta guerra fantasma, puesto que habríamos desestabilízado el bucle de retroalimentación del que supuestamente dependía Kuin, pero… ¿en qué punto acababan los cálculos y empezaban las teorías carentes de fundamento? Sue nos había arrastrado con ella valiéndose de la posición que le había brindado su enorme conocimiento de las matemáticas y su profunda comprensión de la turbulencia tau. Sin embargo, eso no significaba que tuviera razón. De hecho, ni siquiera significaba que estuviera cuerda.)
Después de comer, observamos cómo un grupo de estibadores y un operador de grúa levantaban el núcleo tau del camión y lo transportaban hasta el lugar que debía ocupar, manipulándolo con la misma delicadeza que si fuera dinamita comprimida. El núcleo era una esfera de tres metros de diámetro, anodizada denegro y tachonada de puertos electrónicos y enchufes. Según lo que Sue me había explicado, era una especie de botella magnética en cuyo interior había una forma exótica de plasma frío. Cuando el núcleo se activara, una serie de dispositivos internos de alta energía iniciarían una decohesión fermióníca que crearía partículas de materia tau-inde terminada prácticamente carentes de masa.
Sue afirmaba que, cuando el Cronolito intentara ocupar su lugar, esas partículas lo desestabilizarían… aunque el significado de eso no estaba nada claro, al menos para mí. Sue había dicho que la interacción que se produciría entre los espacios tau rivales sería violenta pero no “excesivamente energética”,es decir, queera poco probable que Modesty County y nosotros fuéramos borrados del mapa. Sólo poco probable.
Al anochecer, el núcleo ya se encontraba en su lugar y había sido conectado a los sistemas electrónicos a través de un manojo de cables de fibra óptica y tubos conductores revestidos de nitrógeno líquido. Aunque todavía nos quedaba mucho por hacer, el trabajo de las excavadoras y las grúas había finalizado, así que los civiles decidieron celebrarlo con filetes asados y generosas raciones de cerveza embotellada. Después de cenar, los ingenieros de mayor edad se reunieron junto a la carretera, donde estuvieron hablando de los viejos tiempos y cantando canciones de Lux Ebone (para gran disgusto de los jóvenes reclutas de las Unifuerzas). Debo confesar que me uní a ellos en los estribillos.
Aquella noche sufrimos nuestra primera baja.
Nos encontrábamos en un lugar aislado, pero de vez en cuando pasaban vehículos por la carretera secundaría que conducía hasta aquí. Teníamos soldados en ambas direcciones, ataviados con chalecos naranjas, como el personal de mantenimiento de la autopista, y provistos de antorchas incandescentes con las que hacían señas a todo aquel que parecía sentir algo más que curiosidad por nuestros camiones y nuestro equipo. De momento, la estrategia había funcionado razonablemente bien.
Sin embargo, poco después de que asomara la luna, un hombre apagó el motor y las luces de su landó gris verdoso en la cima del montículo más septentrional; a continuación, avanzó sigilosamente entre las sombras hasta quedarse a quince metros del primer camión, donde no llegaba el destello de las luces del campamento.
Avanzó por el arcén de gravilla dando la espalda a los dos miembros del personal de seguridad que estaban aproximándose hacia él y, al girarse, dejó a la vista una forma indeterminada y pesada que resultó ser una escopeta de antigua procedencia con la que disparó a los soldados de las Unifuerzas, matando a uno y dejando ciego para siempre al otro.
Por suerte, el jefe de seguridad de aquella noche era una mujer brillante y bien preparada llamada Marybeth Pearlsteín, que presenció el ataque desde una base de control situada a quince metros del lugar de los hechos. Apenas unos segundos más tarde, su rifle asomó por un lado del parachoques del camión más cercano y derribó al agresor con un disparo certero.
Al parecer, el agresor era un fervoroso Copperhead bien conocido por la policía local. Un par de horas después llegó el funcionario del condado encargado de investigar las muertes violentas para levantar los cadáveres, y una ambulancia transportó al superviviente al centro médico de Modesty County. Si los acontecimientos se hubieran desarrollado de otro modo, supongo que habrían abierto una investigación.
Lo que no sabía…
Es decir, lo que supe más tarde…
Disculpadme por estas estúpidas palabras que sólo reflejan mi impotencia.
Lo que no sabía era que varios miembros de las milicias PK de Texas (las personas de las que me había hablado Hitch, las personas que le habían cortado dos dedos) habían seguido un rastro de conexiones clandestinas hasta el hogar de Whitman Delahunt.
Al parecer, Whit había mantenido a sus colegas informados sobre mis idas y venidas desde que viajé hasta Portillo en busca de Kaitlin. En aquel entonces, las élites PK y Copperhead ya sentían un gran interés por Sue Chopra, ya fuera como poderosa enemiga o, lo que era peor, como un activo… un posible recurso.
Supongo que Whit no había pensado en las posibles consecuencias de sus acciones porque, al fin y al cabo, sólo estaba compartiendo cierta información interesante con sus colegas de su universo Copperhead suburbano (que a su vez la habían compartido con sus amigos y éstos habían ido repitiendo el proceso hasta que había llegado a oídos de los grupos de resistencia militantes). En el mundo de Whit Delahunt, las consecuencias siempre eran remotas y las recompensas inmediatas, porque si no, no eran recompensas. Para él, el movimiento Copperhead no tenía ningún trasfondo político, no era más que una especie de organización en la que las deudas se pagaban con la moneda de la información. Dudo que creyera en un Kuin físico y sustancial; es más, estoy seguro de que si se hubiera aparecido ante él, Whit se habría quedado tan perplejo como un cristiano de domingo que tuviera delante de sus ojos al Carpintero de Galilea.
Pero me apresuraré a añadir que eso no le disculpa.
De todas formas, estoy seguro de que nunca imaginó que las milicias de Texas llamarían a su puerta después de la medianoche, entrarían en su casa como si fuera la de ellos (porque él era uno de los suyos) y le sacarían, a punta de pistola, la dirección del apartamento en el que vivíamos Ashlee y yo.
Jardee, que estuvo presente durante la invasión, le suplicó que no respondiera a las preguntas de los agresores y, cuando Whit la ignoró, intentó llamar a la policía. Debido a este fallido intento, recibió un golpe de pistola que le rompió la mandíbula y le fracturó la clavícula. Estoy seguro de que ambos habrían muerto si Whit no les hubiera prometido que su mujer no hablaría con nadie (supongo que imaginó que no ganaría nada informando de esto a la policía) y que seguiría cooperando con el movimiento.
Lo que no podían saber ni Whit ni Janice era que uno de los hombres de la milicia hacía tiempo que sentía un interés especial por las actividades de Sue Chopra y Hitch Paley. Por supuesto, este tipo era Adam Mills. Adam había regresado a su ciudad natal con un ataque de antinostalgia, satisfecho de que los hilos de su vida se hubieran unido sobre sí mismos de una forma tan extraña y conveniente. Supongo que eso le hacía sentirse profundamente importante.
Supongo que, si hubiese conocido la frase, él mismo habría dicho que estaba “sumergido en la turbulencia tau”. En Portillo, Adam había perdido las yemas de dos dedos por congelación (y no se trataba de ninguna casualidad que fueran los mismos que más tarde le había cortado a Hitch con un machete) y esto le hacía sentirse señalado, como si hubiera sido ungido por el propio Kuin.
Gracias a Dios, Kait estaba durmiendo en su apartamento del ga raje mientras sucedían estos acontecimientos. Hubo ruidos, pero no les suficientes para que despertara. No estuvo involucrada en todo esto.
Al menos, de momento.
Como me sentía incapaz de dormir después del tiroteo de la carretera, estuve paseando con Ray Mosely por el confuso terreno que se extendía entre la torre de! núcleo y las cabañas hinchables.
Los trabajos del campamento ya habían finalizado y sólo se oía el enmudecido zumbido de los generadores. Por fin era posible sentir el silencio, advertir que había un profundo y potente silencio más allá de la pretensión de la luz.
Ray y yo nunca habíamos intimado demasiado, pero durante este viaje nos habíamos acercado un poco más. Cuando lo conocí, era una de esas personas extremadamente competentes pero con baja autoestima a quien le aterraba su propia vulnerabilidad, y eso le había convertido en un tipo irritable que siempre estaba a la defensiva. Aunque seguía siendo así, también era el resultado de todos esos años de contradicción, un hombre de mediana edad un poco más consciente de sus propios defectos.
—Estás preocupado por Sue —me dijo.
Me pregunté si debería hablar o no sobre ese tema, pero estábamos solos, así que nadie podía oírnos. No había nadie más que nosotros y las liebres.
—Es evidente que está sometida a un fuerte estrés —respondí—. Y no lo está llevando demasiado bien.
—¿Tú lo llevarías mejor, en su posición?
—Lo dudo. Pero es su forma de hablar… ya sabes a qué me refiero. Cada vez resulta más avasalladora, y empiezo a preguntarme…
—¿Sí está cuerda?
—SÍ la lógica que nos ha traído hasta aquí es tan hermética como ella.
Tuve la impresión de que Ray reflexionaba sobre mis palabras. Se metió las manos en los bolsillos y esbozó una triste sonrisa.
—Puedes confiar en las matemáticas.
—No me preocupan los cálculos, Ray. No son las matemáticas las que nos han traído hasta aquí, sino los diez o quince saltos de fe que hemos dado.
—¿Estás diciendo que no confías en ella?
—¿Que significa eso? ¿Si creo que es honesta? Sí. ¿Si sus intenciones son buenas? Por supuesto que sí. ¿Si confío en su criterio? Bueno, en este punto no estoy seguro.
—Accediste a venir con nosotros.
—Sue puede ser muy convincente.
Ray se detuvo y miró hacia la oscuridad, más allá del núcleo tau en su armazón de acero, hacia los arbustos y los hierbajos iluminados por la luna y las estrellas.
—Piensa en todas las cosas a las que ha renunciado, Scott. Piensa en la vida que habría podido vivir. Podría haber sido amada —sonrió con tristeza—. Sé que mis sentimientos hacia ella son obvios… y ridículos. Soy un payaso, un estúpido. ¡Si ni siquiera es heterosexual! De todas formas, aunque no hubiera sido conmigo, podría haber compartido el amor con otra persona… con alguna de esas mujeres con las que sale y después ignora, cortando y empalmando su vida como si fuera una película de repuesto. Sin embargo, Sue apartó de su vida a esas personas porque su trabajo era importante, y cuánto más duro trabajaba, más importante se hacía…y ahora se ha entregado a él por completo, ha consagrado su vida al trabajo. Cada paso que ha dado durante su vida le acercaba un poco más a este lugar. En estos momentos, creo que incluso Sue se pregunta si ha estado engañándose a sí misma.
—¿Así que le debemos el beneficio de la duda?
—No —respondió Ray—. Le debemos mucho más que eso. Le debemos nuestra lealtad.
Orgulloso como siempre de haber dicho la última palabra, Ray decidió que era el momento perfecto para dar media vuelta y regresar al campamento.
Yo me quedé de pie, en silencio, éntrela Luna y los reflectores. Desde aquí, el núcleo tau parecía muy pequeño. Era un objeto minúsculo con el que teníamos que conseguir grandes resultados.
Cuando conseguí conciliar el sueño, dormí larga y profundamente. Me desperté a mediodía bajo el tejado traslúcido de la cabaña hinchable, donde ahora descansaban algunos miembros del personal de seguridad y el agotado equipo nocturno.
Nadie se había acordado de despertarme. Todos estaban demasiado ocupados.
Salí de la penumbra del cobertizo para enfrentarme a un sol abrasador. El cielo era depravadamente brillante, una fina capa azul entre la pradera y el Sol. Lo primero que me llamó la atención fue el ruido. Si alguna vez habéis estado cerca de un estadio mientras se está disputando un partido, sabréis a qué tipo de sonido me refiero: al fragor de una gran concentración de voces humanas.
Encontré a Hitch Paley cerca de la tienda de la comida.
—Han venido más periodistas de los que esperábamos, Scotty — dijo—. Hay toda una multitud bloqueando la carretera y la Patrulla de Carreteras está intentando despejarla. ¿Sabes que ya nos han denunciado en el Congreso? Se están cubriendo las espaldas por si no lo logramos.
—¿Crees que tenemos alguna posibilidad?
—Quizá. Si nos dan un poco de tiempo.
Pero nadie quería darnos un poco de tiempo. Estaban llegando tantos militantes kuinistas que, a la mañana siguiente, los disparos empezaron en serio.
Veinticuatro
Sé cómo huele el futuro.
Es decir, el futuro que se impone sobre el pasado; el pasado y el futuro que se entremezclan entre sí como dos sustancias inocuas que, al combinarse, producen una toxina. El futuro huele como el polvo alcalino y el aire ionizado, como el metal canden te y el hielo glaciar. Y como la cordita.
A pesar de que la noche había sido relativamente tranquila, hoy, el día de la llegada, el sonido de unos disparos esporádicos me había despertado de un sueño agotador. No sonaban tan cerca como para que sintiera un pánico inmediato, pero sí para que decidiera vestirme sin perder ni un segundo.
Hítch había regresado a la tienda de provisiones y estaba comiendo con gran satisfacción un cuenco de papel repleto de judías cocidas frías.
—Siéntate —dijo—. Todo está bajo control.
—Pues no lo parece.
Se estiró dando un gran bostezo.
—Lo que oyes es un grupo de kuinistas que hay al sur, en la carretera, intercambiando opiniones con el personal de seguridad. Algunos de ellos van armados, pero lo máximo que hacen es disparar al aire y mover los puños. Sólo son simples espectadores. También hay una cantidad similar de periodistas que pretenden acercarse más de lo que permite el cerco de seguridad, pero los soldados de las Unifuerzas ya lo están solucionando. Sue quiere que estén cerca del punto de llegada… pero ya sabes, no demasiado cerca.
—¿Y cuánto es demasiado cerca?
—Es una pregunta interesante, ¿verdad? Los ingenieros y trabajadores nos apiñaremos en el bunker. Los de la prensa se situarán un poco más al este.
El denominado bunker era un puesto atrincherado, con tejado de madera, situado a un kilómetro y medio del núcleo. Sue había dispuesto en su interior el equipo necesario para controlar e iniciar el acontecimiento tau, además de diversas estufas para protegernos un poco del choque térmico. En el peor de los casos, el bunker también nos protegería de las armas de fuego.
La verdad es que el núcleo era ilógicamente vulnerable, pero las tropas de las Unifuerzas se habían comprometido a protegerlo, siempre y cuando el perímetro cercado permaneciera intacto. Hitch me dijo que la buena noticia era que la chusma de kuinistas que había en la carretera no representaba una fuerza superior a la nuestra.
—Lo conseguiremos, Scotty —dijo—. Con un poco de suerte lo lograremos.
—¿Cómo está Sue?
—No la he visto desde el amanecer, pero… yo diría que está nerviosa, muy nerviosa. Es más, no me sorprendería que le reventara una artería —me miró de un modo extraño—. ¿La conoces bien?
—Desde que estudiaba en la universidad.
—Sí, eso ya lo sé… ¿pero cuánto la conoces? Yo llevo varios años trabajando con ella, pero para ser honesto, no puedo decir que la conozca. Suele hablar de trabajo… al menos, conmigo, eso es de lo único que habla. ¿Sabes si alguna vez se ha sentido sola, asustada, enfadada?
Con el sonido de los disparos que llegaban desde la carretera, tenía la impresión de que esa conversación era totalmente incongruente.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—No sabemos nada sobre ella y, sin embargo, aquí estamos, haciendo lo que ella nos dice. Es algo que me sorprende cada vez que lo pienso.
A mí también me sorprendía, por lo menos ahora. ¿Qué estaba haciendo aquí? La verdad es que nada, aparte de poner en peligro mi vida. De todas formas, estaba seguro de que Sue no diría eso. Estás esperando tu momento, me diría ella. Esperando la turbulencia.
Entonces pensé en la conversación que tuve en Miniápolis con Hitch, cuando me dijo que tenía las manos manchadas de sangre.
—¿Y cuánto nos conocemos nosotros?
—Esta mañana hace más frío —comentó Hitch, ignorando la pregunta—. Incluso al sol. ¿Te has dado cuenta?
Unos días antes, Adam Mills había llegado a casa de su madre, acompañado por cinco compinches y un surtido de armas encubiertas.
No entraré en detalles.
Por supuesto, Adam era un psicópata, en el sentido literal de la palabra. Tenía todos los síntomas: era antisocial, bravucón y, en cierto modo, perverso; un líder natural. Su universo mental era un ático desordenado de ideologías de segunda mano y fantasías, todas ellas centradas en Kuin o en la imagen que se había formado de él. Además, nunca había desarrollado unos vínculos naturales hacia la familia o los amigos. En todos los aspectos, era una persona carente de conciencia moral.
Ashlee, cuando su estado de ánimo era sombrío, solía culparse de que su hijo fuera así… pero Adam era un producto de su química cerebral, no de su educación. Con el perfil de su genoma y algunos análisis de sangre podrían haber detectado el problema durante su infancia. Quizá, incluso podrían haberlo tratado; sin embargo, Ash nunca tuvo el dinero suficiente para una intervención médica de ese tipo.
No me imagino, ni deseo hacerlo, todo lo que tuvo que soportar Ashlee durante aquellas horas que pasó con su hijo. Lo único que sé es que acabó revelándole dónde se suponía que aterrizaría el monumento de Wyoming y también le dio la información clave: que yo estaba allí con Hitch Paley y Sue Chopra porque teníamos la esperanza de neutralizar el Cronolito.
Pero no puedo culparla.
Por lo tanto, cuarenta y ocho horas antes de que la noticia fuera difundida por la prensa, Adam tenía información fidedigna sobre la piedra de Kuin y nuestros esfuerzos por destruirla.
Se puso en marcha de inmediato, pero decidió dejar en casa de su madre a dos de sus compañeros para evitar que hiciera alguna llamada inconveniente. Podría haberse limitado a matarla, pero prefirió dejarla en reserva, probablemente como rehén.
A pesar de lo malo que era esto, lo peor estaba por llegar.
Lo peor fue que Kaitlin llegó al apartamento poco después de que se hubiera ido Adam, sin saber aún qué le había sucedido a Jardee y con la idea de comer con Ashlee y, quizá, ir a ver una película por la tarde.
Con el paso de los años, los cálculos estadísticos de radiación ambiental de bajo nivel se habían ido perfeccionando y, ahora, el equipo de Sue era capaz de establecer una cuenta atrás mucho más precisa para el aterrizaje. Sin embargo, no necesitábamos ningún instrumento para sentir en el aire que ese momento estaba a punto de llegar.
Así estaban las cosas cuando salí del bunker para respirar por ultima vez aire fresco, unos veinte minutos antes de que el núcleo estuviera listo para ser activado.
Se habían producido nuevos disparos al sur, a lo largo de la carretera y en diversos puntos del cerco de protección. De momento, la policía local y estatal había logrado contener a los kuinistas (desde que el Parlamento fue asaltado, existía un fuerte sentimiento antikuinista en Wyoming, y no sólo entre los funcionarios y la policía). Un miembro de las milicias Omega había herido a un soldado de las Unífuerzas mientras intentaba derribar el cerco con un vehículo todo terreno y, a primera hora de la tarde, cuatro kuinistas de afiliación desconocida habían sido disparados y derribados cuando intentaban asaltar el punto de control septentrional. Desde entonces, sólo se habían producido movimientos aislados y algún arresto… aunque la multitud seguía creciendo.
Sue había accedido a que un grupo de periodistas instalara sus equipos de grabación un poco más allá del bunker. Desde el lugar en el que me encontraba, podía ver la hilera de camiones y trípodes que se encontraban al este, a una distancia aproximada al tamaño de un campo de fútbol. Allí había docenas de periodistas, en su mayoría procedentes de Cheyenne, que trabajaban para las principales agencias de información y para los servicios informativos independientes más respetables. Tal y como estaban situados, parecían perdidos en la polvorienta inmensidad del terreno. Un segundo contingente de periodistas independientes había instalado su equipo en el risco que se alzaba sobre el emplazamiento, un poco más cerca de lo que le hubiera gustado a Sue. Nuestro coordinador de prensa no había podido hacer nada por evitarlo porque, según dijo, esos tipos “eran muy entregados e insistentes” (es decir, tercos y estúpidos). Podía ver sus cámaras, asomando sobre el borde de roca.
Muchos de nuestros peones y operarios de maquinaria habían abandonado la zona. Los científicos e ingenieros civiles que permanecían en el área se habían apiñado en el bunker o se habían retirado más allá de la línea de periodistas para observar los acontecimientos.
El núcleo tau, suspendido en su armazón de acero sobre la base de hormigón, parecía un enorme huevo negro. La mancha de polvo que había cerca de éste era Hitch Paley, que estaba llevando la última furgoneta de nuestro convoy hacia la carretera de acceso para aparcarla cerca del bunker. Todos nuestros vehículos estaban preparados para someterse al choque térmico de la ¡legada.
Ya se sentía el frío tau, el enfriamiento premonitorio que había experimentado el aire… y no sólo el aire, sino todo: la tierra y la carne, la sangre y los huesos. En estos momentos, la temperatura sólo había descendido una fracción de grado centígrado; el choque térmico sólo estaba empezando, pero ya podíamos percibirlo, como un suave picor en la piel.
Cogí el teléfono e intenté llamar a Ashlee una vez más, pero tal y como me había sucedido durante casi toda la semana, tampoco conseguí establecer conexión. En ocasiones, el sistema emitía un mensaje de fallo general, pero en otras (como ahora) sólo conseguía ver una pantalla en negro y oír un sonido distorsionado. Guardé el teléfono.
Me sorprendí al ver que Sue Chopra abría la puerta de acero del bunker y se acercaba a mí. Tenía el rostro demacrado y estaba temblando. Se cubrió los ojos para protegerlos del sol.
—¿No deberías estar allí abajo? —pregunté.
—Ahora ya todo es automático —respondió—. Como el mecanismo de un reloj.
Tropezó con una roca y la cogí del brazo para que no cayera al suelo. Su brazo estaba helado.
—Scotty —parecía que acababa de reconocerme.
—Respira hondo. ¿Te encuentras bien?
—Estoy cansada. Y no he comido —sacudió la cabeza desconcertada—. Hay una pregunta que soy incapaz de quitarme de la cabeza: ¿He venido hasta aquí por mí misma o hay algo que me haya traído? Esto es lo más extraño de la turbulencia tau. Nos proporciona un destino, pero es un destino en el que no hay ningún dios; un destino donde no hay nadie al mando.
—A no ser que sea Kuin.
Frunció el ceño.
—Oh, no, Scotty. No digas eso.
—Ya no falta mucho. ¿Qué tal va todo por allí abajo?
—Como ya te he dicho, todo es automático. Bueno, los números son consistentes. Tienes razón. Tengo que regresar pero… ¿podrías acompañarme?
—¿Por qué?
—Porque aquí fuera hay unos niveles muy elevados de radiación iónica. Es como si te estuvieran haciendo una radiografía de tórax cada veinte minutos —entonces sonrió—. Pero sobre todo, porque tu presencia me reconforta.
Era una razón suficientemente buena y la habría acompañado si, en aquel mismo instante, no hubiéramos percibido el temblor de una explosión lejana. Segundos después se reanudaron los disparos… pero en esta ocasión sonaron demasiado cerca.
Por instinto, Sue cayó sobre sus rodillas, pero yo me quedé de pie, como un estúpido. El ritmo de los disparos fue incrementándose hasta convertirse en un tiroteo continuo. El cerco de protección (y la enorme entrada) se encontraba a varios metros de nosotros. Miré hacía allí y vi que los soldados de las Unifuerzas se ponían a cubierto y levantaban sus armas, pero no pude descubrir de dónde procedía el ataque.
Sue tenía los ojos fijos en el risco. Seguí su mirada.
Salía humo del puesto de observación que tenía el ejército en la cima.
—Los periodistas —susurró.
Por supuesto, no habían sido los periodistas, sino los kuinistas: un grupo de militantes bastante astutos que habían secuestrado un camión de los servicios informativos en las afueras de Modesty Creek para poder acceder al risco (más tarde, a treinta y cinco kilómetros de distancia, se encontraron los cadáveres, apaleados y estrangulados, de las cinco personas que viajaban en ese camión). Otros doce radicales, que se habían hecho pasar por técnicos, habían accedido a la zona ocultando sus armas entre las lentes, aparatos de transmisión y equipos similares que transportaban en sus vehículos.
Todas estas personas se habían instalado en el risco que se alzaba sobre el núcleo tau, cerca del puesto de observación de los soldados de las Unifuerzas. Cuando vieron que Hitch llevaba el último camión hacia el bunker, consideraron que la llegada del Cronolito era inminente y decidieron pasar a la acción. Destruyeron el puesto del ejército con un artefacto explosivo, mataron a los pocos supervivientes y, a continuación, centraron sus esfuerzos en el núcleo tau.
Podía ver cómo el humo de sus rifles se desvanecía contra el cielo azul. Se encontraban demasiado lejos del núcleo para poder disparar con precisión, pero saltaban chispas allí donde sus balas alcanzaban el armazón de acero. Detrás de nosotros, los soldados que protegían la entrada empezaron a devolver los disparos y pidieron refuerzos por radio. Por desgracia, el contingente más importante de reclutas se había concentrado en la entrada sur, donde los kuinistas habían iniciado un furioso ataque.
Me acuclillé en el suelo junto a Sue.
—El núcleo está bien protegido…
—El núcleo sí, pero los cables y conectares son vulnerables… ¡Los instrumentos, Scotty!
Se levantóy corrió hacia el bunker. No tenía más opción que seguirla, pero antes llamé por señas a Hitch, que acababa de llegar y había confundido el tiroteo del risco con la escaramuza que se estaba desarrollando en el sur… aunque cuando vio la torpe y apresurada carrera de Sue, se dio cuenta de lo que estaba pasando.
De repente, el aire era mucho más frío. Desde la pradera llegaban fuertes ráfagas de viento, remolinos de polvo que desfilaban como peregrinos hacia el corazón del acontecimiento tau.
El choque térmico estaba siendo tan severo que, incluso en este bunker revestido de hormigón y repleto de estufas, hacía más frío del que Sue había previsto. Aquel frío nos entumecía las extremidades, nos helaba la sangre e imponía una extraña y lánguida lentitud a una secuencia de eventos aterradores. Todos nos apresuramos a ponernos las chaquetas y los gorros termo-adaptables mientras Hitch sellaba la puerta tras él.
El núcleo tau se activó con la precisión de un reloj. Los técnicos, que ya no podían intervenir en el proceso, se sentaron delante de sus monitores con los puños cerrados. Ahora, no podían hacer nada más que rezar para que ninguna bala interrumpiera el flujo de datos.
A pesar de los temores de Sue, a mí me parecía bastante improbable que unas balas que estaban siendo disparadas desde tanta distancia representaran algún peligro para los conectores y los cables del núcleo, pues éstos llevaban una capa aislante de Teflón, estaban revestidos de Kevlar y eran tan gruesos como las mangueras de bomberos.
Sin embargo, los kuinistas habían traído algo más que rifles.
Cuando el reloj de la cuenta atrás ya había rebasado el punto de los cinco minutos, sentimos el temblor de una detonación distante. Al instante, las luces del bunker se apaga ron y empezó a caer polvo sobre el tejado de madera.
—Conectad un generador —oí que decía Hitch.
—¡Estamos jodidos! —gritó alguien.
No podía ver a Sue… la verdad es que no podía ver nada de nada. La oscuridad era absoluta. En aquel bunker estábamos encerradas casi cuarenta personas.
El generador de reserva estaba estropeado. Aunque las baterías auxiliares activaron los pilotos del equipo electrónico, la luz que emitían era mínima. Había cuarenta personas atrapadas en un lugar oscuro y cerrado. Imaginé en mi mente la entrada, la puerta de acero que se abría sobre un escalón de hormigón a un metro del lugar en el que me encontraba.
Y entonces… la llegada.
El Cronolito se hundió en lo más profundo del lecho de roca.
Durante su llegada, un Cronolito absorbe la materia pero no la desplaza; sin embargo, el choque térmico resquebraja las vetas causadas por la humedad, creando una ola expansiva que viaja por la tierra. El suelo que pisábamos pareció alzarse y desplomarse de nuevo. Aquellos que no nos habíamos sujetado a ningún asidero caímos de bruces al suelo. Creo que todos gritamos. Fue un sonido terrible, mucho peor que los daños físicos que se produjeron.
El frío se intensificó. Sentí que las yemas de mis dedos perdían sensibilidad.
Uno de nuestros ingenieros sufrió un ataque de pánico y se precipitó a la escotilla de salida. Supongo que lo único que quería era ver la luz del día… deseaba tanto verla que la necesidad se impuso a la razón. Yo me encontraba bastante cerca de él y pude verle bajo la tenue luz de los paneles de control. Buscó a tientas los escalones, los subió a gatas y tocó el pomo de la puerta. La palanca debía de estar terriblemente fría, porque gritó mientras impulsaba su cuerpo contra ella. El mango se rompió en pedazos y la puerta se abrió hacia fuera.
El cielo azul había desaparecido y había sido reemplazado por estridentes cortinas de polvo.
El ingeniero salió tambaleándose mientras el viento, la arena y los granulos de hielo se abrían paso por el bunker. ¿Sue habría anticipado una llegada tan violenta como esta? Puede que no. Estaba seguro de que en estos momentos, la zona del este en la que se habían instalado los periodistas debía de estar repleta de cadáveres… y dudaba que en el risco quedara alguien capaz de seguir gritando.
Aunque el choque térmico ya había alcanzado su apogeo, nuestra temperatura corporal continuaba descendiendo. Era una sensación extraña. El frío era indescriptible, pero además me sentía apático, engañado, narcotizado. A pesar de la ropa de protección que llevaba, me di cuenta de que estaba tiritando… y aquel temblor era como una invitación al sueño.
—¡Permaneced en el bunker! —gritó Sue desde algún lugar situado al fondo de la trinchera—. ¡Estaréis más seguros en el bunker! ¡Scotty, cierra esa puerta!
Haciendo caso omiso de su consejo, algunos ingenieros y técnicos se abalanzaron hacia la salida, hacia el chirriante viento, y se alejaron corriendo (en la medida que el frío lo permitía, pues parecían bailar con torpeza una especie de vals) hacia el lugar en el que estaban aparcados nuestros vehículos.
Algunos de ellos incluso consiguieron montarse y poner en marcha los motores. A pesar de que los camiones estaban preparados para e) choque térmico, rugieron como animales heridos y sus pistones rechinaron contra los cilindros. Aprovechando que los vientos provocados por la llegada habían derribado el cerco de protección, el grupo civil de nuestro convoy empezó a desvanecerse entre los dientes de la tormenta.
Al oeste, allí donde debería haber estado el Cronolito, no podía ver nada más que un muro de niebla y polvo.
Me precipité hacia los escalones y cerré la trampilla. El ingeniero había dejado algo de piel en la frígida palanca. Yo también dejé un poco.
Sue buscó algunas linternas y empezó a encenderlas. En cuanto volvimos a tener luz, advertí que en el bunker apenas quedábamos una docena de personas.
Al ver que Sue se dejaba caer sobre uno de los inertes aparatos de telemetría, crucé la sala para hacerle compañía. Mi cuerpo temblaba tanto que estuve a punto de caerme encima de ella. Cuando nuestros brazos se tocaron, advertí que su piel estaba sorprendentemente fría (supongo que también lo estaba lamía). Ray ocupaba una silla cercana, pero había cerrado los ojos y sólo parecía estar parcialmente consciente. Hitch se había acuclillado junto a la puerta para montar guardia.
—No ha funcionado, Scotty —susurró Sue, apoyando su cabeza contra mi hombro.
—Ya pensaremos en eso más adelante.
—Pero no ha funcionado. Y si no ha funcionado…
—Silencio.
El Cronolito había aterrizado. Era la primera piedra de Kuin que pisaba el suelo norteamericano… y, a juzgar por sus efectos secundarios, no era uno de los más pequeños. Sue tenía razón. Habíamos fracasado.
—Pero, Scotty —dijo, con una voz infinitamente cansada y consternada—. Si no ha funcionado… ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Para qué estoy aquí?
Creí que se trataba de una pregunta retórica. Sin embargo, Sue nunca había hablado tan en serio.
Veinticinco
Supongo que cuando la historia proporcione cierto nivel de objetividad, alguien escribirá elogios estéticos sobre los Cronolitos.
Por inmoral que pueda parecer esta idea, los monumentos son muestras de arte individuales, puesto que no hay dos que guarden demasiado parecido.
Algunos son toscos y parecen la obra de un principiante, como el Kuin de Chumphon, que es relativamente pequeño y carece de detalles, como una joya hecha con arena mojada. Otros han sido esculpidos con más precisión (aunque son tan genéricos corno las tristes obras del Realismo Soviético) y analizados con más cautela, como, por ejemplo, los monumentos de Islamabad o Ciudad del Cabo, que representan a Kuin como un gigante bondadoso y masculino.
Pero los Cronolitos que se reconocen con mayor facilidad son los monstruos, los demoledores de ciudades: el Kuin de Bangkok, sentado a horcajadas sobre las aguas marrones del Chao Phraya; el Kuin con túnica de Bombay; el Kuin patriarca de Jerusalén, que parece abrazar las diversas creencias del mundo a pesar de las reliquias religiosas se extienden a sus pies.
Sin embargo, el Kuin de Wyoming los superó a todos. Sue no se había equivocado respecto a la importancia de este monumento. Era el primer CronoHto que pisaba suelo norteamericano y había proclamado su victoria justo en el centro de la mayor potencia occidental. Ignorábamos si se había manifestado en esta desértica zona rural como un acto de deferencia hacia las grandes ciudades norteamericanas, pero su simbolismo era evidente e inconfundible.
El choque térmico por fin remitió. Lentamente, empezamos a salir de nuestro letargo y a ser conscientes de lo que había sucedido y de nuestro fracaso.
Hitch, como era habitual en él, fue el primero en pensar en nuestra seguridad.
—Levantaos —dijo con voz ronca—. Tenemos que salir de aquí antes de que vengan a buscarnos los kuinistas… y seguramente no tardarán demasiado. Es importante que evitemos la carretera principal.
Sue vaciló, observando el equipo alimentado con baterías que se alineaba en la pared delbúnker. El panel de instrumentos parpadeaba de forma incoherente, alimentándose de los datos que estaban entrando.
—Tú también —dijo Hitch.
—Esto puede ser importante —respondió ella—. Algunos de estos números son terriblemente elevados.
—Que se vayan a tomar por culo —espetó, mientras nos guiaba tambaleante hacia la puerta.
Sue gimió al ver el Cronolito que se alzaba hacia el cielo.
Ray subió tras ella y yo salí después de Hitch. Uno de los pocos ingenieros que quedaban, un hombre de cabello gris llamado MacGruder, subió los escalones y, al instante, cayó sobre sus rodillas es un acto de pura aunque involuntaria adoración.
El Kuin de Wyoming era… bueno, indescriptible.
Era inmenso y francamente hermoso. Se alzaba sobre el accidente físico más grande que había en las proximidades: el risco de piedra en el que se habían situado los saboteadores. No quedaba ni rastro del núcleo tau ni de las otras estructuras. Como ¡a capa de hielo que lo cubría ya había empezado a desprenderse (puesto que no había demasiada humedad ambiental), los detalles del monumento podían verse con claridad, excepto por la niebla que sublimaba de su superficie. Envuelto en su propia nube, Kuin era majestuoso, inmenso y tan alto como una montaña. Desde este ángulo, la expresión de su rostro estaba sesgada, pero sugería una satisfacción pretenciosa, la serena confianza de un conquistador.
Los cristales de hielo se fundían y caían a nuestro alrededor como una fina y gélida niebla. El viento variaba de forma errática: primero era cálido y, al instante siguiente, frío.
El grupo principal de kuinistas se había congregado al sur del emplazamiento. Muchos de sus miembros debían de haberse desvanecido debido al choque térmico, pero en aquella zona, el cerco de protección se encontraba a unos tres kilómetros del lugar en donde había aterrizado el Cronolito y, a juzgar por el renovado sonido de disparos, seguían estando lo bastante vivos como para mantener ocupadas a las tropas del ejército. Los soldados que estaban más cerca de nosotros habían sobrevivido gracias a su equipo térmico, pero parecían desorientados e indecisos. Sus transmisores se habían estropeado y estaban dirigiéndose a las ruinas de la entrada oriental.
No había ni rastro de los militantes que habían neutralizado el núcleo tau.
En cuanto todos los ingenieros y técnicos salieron delbúnker, Ray les dijo que se reunieran con los soldados. Mientras tanto, los periodistas que habían observado el acontecimiento desde detrás decidieron cruzar el cerco derribado con sus furgonetas a prueba de balas. Sus cámaras habían grabado (y, sin duda alguna, seguían emitiendo) la asombrosa imagen del nuevo e inmenso Kuin de Wyoming. Nuestro fracaso ya era público.
—Ayúdame a llevar a Sue a la furgoneta —me pidió Ray.
Sue había dejado de gemir pero seguía mirando fijamente al Cronolito. Ray estaba a su lado, sujetándola.
—Esto no está bien… —susurró Sue.
—Por supuesto que no está bien. Vamos, Sue. Tenemos que salir de aquí.
Ella se liberó de sus manos.
—No, me refiero al Cronolito. Los números son demasiado elevados. Necesito un sextante. Y un mapa. Hay un mapa topográfico en la furgoneta, pero… ¡Hitch!
Hitch se giró.
—¡Necesito un sextante! ¡Pídeselo a uno de los ingenieros!
—¿Qué cojones…? —murmuró Hitch.
—¡Un sextante!
Hitch le dijo a Ray que pusiera en marcha el automóvil mientras nosotros corríamos hacia el vehículo de vigilancia para coger un sextante digital y un trípode. A pesar de las fuertes ráfagas de viento, Sue consiguió fijar el instrumento y garabateó unos números en su cuaderno.
—Creo que eso ya no tiene ninguna importancia —comentó Ray, con amabilidad y firmeza.
—¿Qué?
—Tomar medidas.
—No lo estoy haciendo por diversión —respondió Sue con voz enérgica. Cuando intentó plegar el trípode, se desvaneció en brazos de Ray y la llevamos a la furgoneta.
Recogí su libreta del gélido barro.
Hitch cogió el volante mientras Ray y yo tapábamos a Sue con una manta y poníamos un cojín bajo su cabeza. Cuando los soldados de las Unifuerzas nos obligaron a detenernos, un guardia armado con un rifle se acercó a la ventanilla y observó a Hitch con una expresión nerviosa.
—Señor, no puedo garantizar su seguridad…
—Lo sé —respondió. Nos pusimos en marcha de nuevo.
Estaríamos más seguros (sobre todo, Sue), bien lejos de este lugar. Para evitar la carretera, Hitch se dirigió hacia uno de los caminos locales… que en su mayoría eran senderos polvorientos que conducían hasta un rancho desolado o un depósito de agua seco y allí morían. Como ruta de escape, no resultaba demasiado prometedora, pero Hitch siempre había preferido los caminos secundarios.
A pesar de las precauciones, el motor había sufrido daños durante el choque térmico. Al anochecer, cuando la furgoneta ya estaba avanzando a trompicones, vimos un edificio de cemento cubierto por un tosco tejado de estaño y decidimos detenernos… no porque el edificio fuera en modo alguno acogedor (pues diversas estaciones de lluvia habían entrado por sus ventanas vacías y generaciones enteras de ratones habían construido y abandonado sus nidos en el interior), sino porque era un buen lugar donde esconder la furgoneta. Además, nos separaban algunos kilómetros del lugar de la llegada.
Como no teníamos nada que hacer y el sol se estaba poniendo más allá de la ahora distante pero aún imponente figura de Kuin, mientras un enérgico viento peinaba la hierba, nos amontonamos en el vehículo e intentamos dormir. No nos costó demasiado, pues todos estábamos exhaustos. Incluso Sue, que no había tardado demasiado en recuperarse de su desvanecimiento y se había mostrado vigilante durante todo el trayecto hacia el este, logró conciliar el sueño.
Durmió durante toda la noche y despertó al amanecer.
Cuando llegó la mañana, Hitch abrió el compartimiento del motor de la furgoneta y activó los diagnósticos residentes. Ray Mosely parpadeó ante el ruido, pero al instante se volvió a quedar dormido.
Me desperté muerto de hambre, seguí hambriento después de desayunar (sólo teníamos raciones de emergencia) y abandoné las descoloridas paredes del refugio para dirigirme a la zona de la pradera en la que Sue había vuelto a desplegar el trípode y el sextante.
El instrumento topográfico apuntaba hacia el lejano Cronolito. Sue había abierto un mapa y lo había dejado a sus pies, sujetándolo por las esquinas con rocas. Un fuerte viento desordenaba su cabello rizado. Llevaba la ropa sucia y sus enormes gafas embadurnadas de polvo pero, por increíble que parezca, esbozó una sonrisa al verme.
—Buenos días, Scotty —saludó.
El Cronolito era un pilar de hielo cuya silueta se perfilaba contra la neblina azulada del horizonte. Llamaba la atención como cualquier otro objeto incongruente o sobrecogedor, pero además, el Kuin de Wyoming, que miraba hacia el este desde su pedestal, parecía estar observándonos.
Está apuntando hacia nosotros, pensé, como una saeta.
—¿Has descubierto algo? —intenté que mi pregunta no pareciera irónica.
—Mucho —Sue me miró. Su sonrisa era peculiar, feliz y triste a la vez. Tenía los ojos húmedos y abiertos de par en par—. Demasiado. Creo que demasiado.
—Sue…
—No, no digas nada. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Me encogí de hombros.
—Si estuvieras haciendo la maleta para viajar al futuro, Scotty, ¿qué llevarías en ella?
—¿Qué llevaría? No sé… ¿Y tú?
—Yo me llevaría… un secreto. ¿Puedes guardar un secreto?
Esa pregunta me inquietó, pues era la que solía hacerme mi madre cuando empezaba a ser arrastrada hacia la locura. Revoloteaba a mi alrededor como una sombra maligna y me decía: “¿Puedes guardarme un secreto, Scotty?”.
Sus secretos siempre eran afirmaciones paranoicas: que los gatos podían leer en su mente; que mi padre era un impostor; que el gobierno intentaba envenenarla.
—Vamos, Scotty —dijo Sue—, no me mires así.
—Si me lo cuentas, dejará de ser un secreto —respondí.
—Bueno, eso es cierto, pero es necesario que lo comparta con alguien. No puedo contárselo a Ray porque está enamorado de mí. Y tampoco puedo compartirlo con Hitch porque él no quiere a nadie.
—Eso es críptico.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo —miró hacia el lejano pilar azul—. Puede que no nos quede demasiado tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—El Cronolito. No va a durar demasiado porque no es estable. Es demasiado grande. Míralo, Scotty. ¿Puedes ver cómo tiembla?
—No tiembla. Es una ilusión óptica creada por el calor de la pradera.
—En parte sí, pero no todo. He realizado los cálculos una y mil veces, con esas cifras tan elevadas del bunker. Esos números —cogió su cuaderno—. He triangulado su peso y su radio, al menos a grandes rasgos… y por muy tacaña que sea con las estimaciones, siempre rebasa con creces el límite.
—¿El límite?
—¿No lo recuerdas? Si un Cronolito es demasiado grande, se hace inestable. Supongo que si me hubieran dejado publicar el artículo, lo habrían llamado “el límite Chopra” —su extraña sonrisa se desvaneció y apartó la mirada—. Puede que sea demasiado arrogante para el trabajo que tengo que hacer, pero no debo dejar que eso suceda. Tengo que ser humilde, Scotty, porque Dios sabe que seré humillada.
—¿Estás diciendo que, en tu opinión, el Cronolito se derrumbará?
—Sí, durante el día de hoy.
—Pero eso no será ningún secreto.
—No, por supuesto que no, pero la causa sí que lo será. El Límite Chopra es mi trabajo. No lo he compartido con nadie y dudo que haya alguien más realizando triangulaciones. Además, ese Kuin no durará demasiado para poder hacer cálculos precisos.
Todo esto me estaba poniendo muy nervioso.
—Sue, aunque todo esto sea cierto, la gente sabrá…
—¿Qué va a saber la gente? Lo único que sabrá el mundo entero es que el Cronolito fue destruido y que nosotros estábamos aquí con ese propósito. Entonces, llegarán a la conclusión más obvia: que tuvimos éxito, aunque con un poco de retraso. Nuestro secreto será la verdad.
—¿Y por qué tiene que ser un secreto?
—Porque no debo contarlo, y tú tampoco. Es necesario que lo guardemos durante veinte años y tres meses. Si no, no funcionará.
—Joder, Sue… ¿Qué es lo que no funcionará?
Parpadeó.
—Pobre Scotty. Estás confundido. Deja que te lo explique.
Fui incapaz de comprender todos los detalles de su explicación, pero lo que entendí fue lo siguiente:
No habíamos sido derrotados.
Sin duda alguna, en el lugar de la llegada seguía habiendo montones de periodistas que presenciarían (en cuestión de horas o minutos), el espectacular derrumbamiento del Cronolito. Según Sue, cuando esa imagen hiera retransmitida al mundo entero, el bucle de retroalimentación se interrumpiría y el aura de invulnerabilidad de Kuin se rompería en pedazos. Ganara o perdiera, Kuin dejaría de ser el destino y se convertiría en nuestro enemigo.
Sin embargo, el mundo debía creer que habíamos tenido éxito y, por lo tanto, debíamos guardar bien el secreto del Límite Chopra…
Porque Sue consideraba que no se trataba de ninguna coincidencia que este Cronolito hubiera superado el límite físico de la estabilidad.
Según ella, era obvio que se trataba de un acto de sabotaje.
De un acto de sabotaje deliberado contra un Cronolito. ¿Quién pod la realizar un acto así? Evidentemente, una persona de confianza; alguien que no sólo comprendiera la física de los Cronolitos, sino también todos y cada uno de sus detalles. Alguien que conociera los límites físicos y supiera cómo forzarlos.
—Esa saeta —dijo Sue, casi con timidez, turbada por la temeridad de sus palabras y bastante asustada—. Esa saeta está apuntando hacia mí.
Por supuesto, era locura.
Era megalomanía, auto-engrandecimiento y auto-negación, todo al mismo tiempo. Sue se había elevado hasta el rango de Shiva, el creador y el destructor.
Sin embargo, una parte de mí quería que fuera cierto.
Supongo que deseaba que el largo y destructivo drama de los Cronolitos tuviera un final… por el bien de Ashlee, por el de Kaitlin, por el mío.
Y quería confiar en Sue. Después de toda una vida de dudas, creo que necesitaba confiar en ella.
Necesitaba que su locura fuera milagrosamente divina.
Hitch seguía trabajando en la furgoneta cuando aparecieron doce motoristas en el camino, envueltos en una oleada de polvo gris.
Sue y yo corrimos hacia el cobertizo nada más verlos. Cuando llegamos, Hitch, que había sido alertado por Ray, había salido de debajo del motor y estaba cargando cuatro pistolas de mano.
Cogí una con gratitud, pero en cuanto la tuve en mis manos me repugnó su contacto: era fría y ligeramente grasienta. Me intimidaba más el contacto de aquella pistola que los extraños que se estaban aproximando, a pesar de que tenía la certeza de que eran kuinistas. En teoría, un arma ayuda a reforzar la confianza, pero a mí sólo me ayudó a ser consciente de nuestra vulnerabilidad, de lo desesperadamente solos que estábamos.
Ray Mosely se guardó su arma debajo del cinturón y empezó a pulsar frenéticamente las teclas de su teléfono de bolsillo. Hacía días que éramos incapaces de conseguir línea y tampoco ahora estaba teniendo suerte. Sus intentos parecían casi instintivos y, de alguna forma, lamentables.
Hitch le tendió un arma a Sue, pero se negó a cogerla.
—No, gracias —dijo.
—No seas estúpida.
Ahora ya oíamos el sonido de las motocicletas que se aproximaban, el canto de las cigarras, la plaga que se cernía sobre nosotros.
—Quédatela tú —dijo Sue—. Yo no sabría qué hacer con ella. Probablemente, dispararía a la persona equivocada.
Mientras decía esto me miró y, sin saber por qué, pensé en la joven de Jerusalén que le había dado las gracias poco antes de morir. Supongo que tanto sus ojos como su voz transmitían aquel mismo apremio críptico.
—No tenemos tiempo para discusiones.
Hitch se había puesto al mando. Estaba alerta y centrado, frunciendo el ceño como un jugador de ajedrez que se enfrenta aun duro contrincante. El refugio de hormigón sólo tenía una puerta y tres ventanas estrechas. Era un lugar relativamente sencillo de defender, pero una trampa mortal si nos vencían… pero estábamos más seguros que en la furgoneta.
—Puede que no sepan que estamos aquí —comentó Ray—. Puede que pasen de largo.
—Quizá —respondió Hitch—, pero yo no me haría demasiadas ilusiones.
Ray acercó la mano a la culata de su pistola. Sus ojos iban de la puerta a Hitch y de nuevo a la puerta, como si estuviera intentando resolver alguna cuestión matemática compleja.
—Scotty —dijo Sue—, dependo de ti.
No supe a qué se refería.
—Están reduciendo la velocidad —dijo Hitch.
—Puede que no sean kuinistas —comentó Ray.
—Sí, puede que sean monjas que están haciendo una excursión por la zona, pero yo no me confiaría demasiado.
La desventaja de los motoristas era que no tenían dónde ponerse a cubierto.
El terreno en el que nos encontrábamos era llano y en él sólo crecían hierbajos. Al darse cuenta de su vulnerabilidad, las motos se detuvieron a cierta distancia del refugio, lejos del alcance de nuestras armas.
Mientras observaba a través del agujero que había en el lado oeste de la pared, que hacía las veces de ventana, me sorprendió la incongruencia de la situación. El día era fresco y agradable, y cielo estaba tan despejado que parecía de cristal. El suave canto de los gorriones y los grillos se demoraba en el aire, e incluso el Cronolito, supuestamente inestable, parecía alzarse firme y plácido en el horizonte. Sin embargo, había una docena de hombres armados en medio del camino, sentados a horcajadas sobre sus motos, y no había nadie que pudiera ayudarnos en varios kilómetros a la redonda.
Uno de aquellos tipos se quitó el casco, sacudió su mata de sucio cabello rubio y empezó a avanzar lentamente por el camino, dirigiéndose hacia nosotros.
Y:
—¡Que me jodan si ése no es Adam Mills! —exclamó Hitch.
Supongo que Sue habría dicho que estábamos sumergidos en la turbulencia tau, justo en el punto en el que la saeta del tiempo gira sobre sí misma y vuelve a girar de nuevo… justo en el punto en el que no existen las coincidencias.
—Sólo queremos a la mujer —gritó Adam Mills desde el camino.
Su voz era áspera y chillona. En cierto modo, era casi una parodia de la voz de Ashlee, aunque carecía de toda su calidez y sutileza.
(“Ambos tenemos una historia extraña a nuestras espaldas”, me dijo una vez Ash. “Tú, una madre trastornada y yo, un hijo trastornado”.)
—¿De que mujer estás hablando? —preguntó Hitch.
—De Sulamith Chopra.
—No hay nadie conmigo.
—Creo que reconozco esa voz. Usted es el señor Paley, ¿verdad? He oído antes esa voz. Creo que la última vez estaba chillando.
Hitch se negó a responder, pero vi que apretaba con fuerza los dedos (los que le quedaban) de su mano izquierda.
—Sólo tiene que decirle que salga y nos iremos de aquí. ¿Puede oírme, señora Chopra? No tenemos intenciones de hacerle daño.
—Dispárale —susurró Ray—. Dispara a ese cabrón.
—Ray, si le disparo, lanzarán una granada por la ventana. Aunque puede que lo hagan de todas formas.
—Está bien —dijo Sue de repente, con voz calmada—. Nada de esto es necesario. Iré.
Sus palabras sorprendieron a Hitch y a Ray, pero no a mí. Había empezado a entender sus intenciones.
—Esto es ridículo. No tienes ni idea, Sue —dijo Hitch—. Esos tipos son mercenarios. Peor aún, tienen una tubería que conecta directamente con Asia. Seguro que te dejarán en manos de un posible Kuin. Para ellos, no eres más que mercancía.
—Lo sé, Hitch.
—Una mercancía muy valiosa, y por una buena razón. ¿De verdad quieres entregar todos tus conocimientos a un jefe militar chino? Te dispararé yo mismo si es eso lo que pretendes hacer.
Sue transmitía la misma placidez (al menos, de forma superficial) que un mártir de un cuadro medieval.
—Pero eso es exactamente lo que tengo que hacer.
El contorno de la cabeza de Hitch se perfilaba contra la ventana. Si Adam Mills hubiese querido, podría haberse desecho de él de un simple disparo.
—Sue, no… —dijo Hitch horrorizado.
La escena quedó congelada durante unos instantes: Hitch boquiabierto y Ray a punto de sufrir un ataque de pánico. Sue me dedicó una mirada muy rápida y significativa.
Nuestro secreto, Scotty. Guarda nuestro secreto.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Hitch.
—Sí.
Apartó el arma de la ventana.
El edificio en el que estábamos atrapados debía de haberse construido durante alguno de los periodos cíclicos de auge petrolífero del estado, probablemente para proteger el equipo de la lluvia (aunque en esta zona no parecía llover demasiado). El suelo de hormigón estaba cubierto por todo aquello que había ido entrando por el marco de la puerta a lo largo de cincuenta o setenta y cinco años: polvo, arena, materia vegetal y restos resecos de serpientes y pájaros.
Hitch se había situado en la pared del oeste, cuyos ladrillos estaban erosionados y repletos de manchas de humedad. Sue y Ray se encontraban en el rincón del noroeste y yo estaba enfrente de Hitch, en el muro oriental.
A pesar de lo brillante que era el día, nos envolvía una luz tenue y un aire un poco más fresco que el que soplaba en la pradera, aunque esto cambiaría en cuanto el sol empezara a cocer el tejado de estaño. Las ráfagas cruzadas removían la tierra y traían consigo el aroma de antigua decadencia.
Recuerdo todo esto con claridad. Y también las combadas vigas de madera del techo, y la luz del sol que entraba en ángulo por la ventana vacía, y los hierbajos secos que se agrupaban justo debajo del umbral, y los destellos de sudor de la frente de Hitch Paley cuando apuntó, con indecisión, a Sue con su arma.
Sue estaba pálida. Una vena palpitaba en su garganta, pero prefirió guardar silencio.
—Aparta tu maldita pistola de ella —dijo Ray.
Ray, con su enredada barba y una camiseta manchada de sudor, parecía un académico de mediana edad trastornado. Sus ojos miraban con fiereza, pero había algo admirable en su tensa declaración de desafío, una feroz aunque frágil valentía.
—Hablo en serio —dijo Hitch—. No va a salir por esa puerta.
—Tengo que hacerlo —respondió Sue—. Lo siento, Ray, pero…
Sólo había dado un paso cuando Ray la empujó de nuevo hacia la esquina y cubrió con su cuerpo para impedir que se moviera.
—¡Nadie va a ir a ninguna parte!
—¿Acaso vas a esconderla hasta el día del juicio final? —preguntó Hitch.
—¡Baja el arma!
—No puedo hacerlo, Ray. Sabes que no puedo hacerlo.
Pero entonces, fue Ray quien levantó su arma.
—Deja de amenazarla o te…
Pero a Hitch Paley se le había terminado la paciencia.
Permitidme decir, en defensa de Hitch, que él conocía perfectamente a Adam Mills y sabía qué nos aguardaba bajo la despiadada luz del sol. No tenía intenciones de entregar a Sue… y creo que habría preferido la muerte antes que rendirse.
Disparó a Ray en el hombro derecho… pero desde aquella distancia, el tiro resultó mortal.
Creo que oí cómo la bala atravesaba el cuerpo de Ray y chocaba contra la pared de piedra que tenía detrás. Fue como un golpe seco de martillo sobre granito. O quizá, lo que oí sólo fue la reverberación del disparo, ensordeciéndonos en este espacio enclaustrado. A nuestro alrededor se levantó una nube de polvo. Me quedé paralizado por la incredulidad.
Sonaron disparos de respuesta en el exterior y una bala se hundió en los ladrillos que había en la pared que daba al oeste. Sue, atrapada bajo el peso del cuerpo de Ray, jadeó e intentó quitárselo de encima.
—Oh, Ray! —dijo con un hilo de voz—. ¡Lo siento! ¡Lo siento!
Sus ojos se inundaron de lágrimas. Su harapienta blusa amarilla estaba manchada de sangre, a! igual que la pared que tenía detrás.
Ray no respiraba. La bala o la conmoción habían detenido los latidos de su corazón. Segundos después apareció una burbuja de sangre en sus labios y su cuerpo quedó inerte.
Durante años, Ray había estado desinteresada y perdid a mente enamorado de ella. Sin embargo, en cuanto se liberó de su cuerpo, Sue se alejó de él sin mirar hacia atrás.
Mientras se dirigía hacia la puerta, tropezó, pero no cayó al suelo.
El aire apestaba a sangre y cordita. En el exterior, Adam Mills estaba gritando algo, pero no pude comprender sus palabras debido al pitido de mis oídos.
El Kuin de Wyoming observaba todo esto desde el horizonte de occidente. Veía su silueta enmarcada en la ventana que se abría detrás de Hitch, azul sobre azul, adormecida bajo el intenso calor.
—Deténte —dijo Hitch con aspereza.
Sue se estremeció ante el sonido de su voz, pero dio un paso más.
—No te lo voy a repetir. Sabes que no lo haré.
—Hitch. Deja que se vaya —me oí decir a mí mismo.
Nuestro secreto, había dicho Sue.
Y: Si se lo cuentas a alguien dejará de ser un secreto.
¿Por qué lo había compartido conmigo?
Entonces, creí entenderlo.
Y aquel conocimiento fue amargo y terrible.
Sue dio un paso más hacia la puerta.
Una golondrina alzó el vuelo sobre los hierbajos secos que se crecían más allá de la puerta, y quedó suspendida en el aire como la nota de un piano.
—No te metas en esto —me dijo Hitch.
Pero estaba más familiarizado con las armas que cuando viajé hasta Portillo.
—¡Esto es de locos! —exclamó Hitch, al ver que le estaba apuntando con mi pistola.
—Sue necesita hacerlo.
Hitch siguió apuntándola con su arma, pero Sue me miró y siguió acercándose a la puerta. Parecía que cada paso que daba consumía un poco más sus agotadas reservas de fuerza y valor.
—Gracias, Scotty —susurró.
—Te dispararé si no te quedas donde estás —dijo Hitch.
—No —respondí—. No lo harás.
Hitch lanzó un gruñido similar al de un animal acorralado.
—jScotty! ¡Eres un cobarde! Si tengo que hacerlo, también te dispararé. Baja el arma. Y tú, Sue, quédate quieta donde estás.
Sue encorvó los hombros como si quisiera protegerse del impacto de una bala, pero yahabfa llegado al umbral de la puerta. Dio un paso más.
Por un instante, el arma de Hitch vaciló, sin saber a quién de los dos debía disparar. Pero entonces se decidió y apuntó hacia la espalda de Sue, hacia el arco de su columna vertebral, hacía su gran cabeza inclinada.
Empezó a explicarnos (y sé lo absurdo que parece) que ya había presenciado todo esto; sin embargo, en el silencio sobrecogedor del momento, en la sombra de aquella tarde brillante y benevolente, mientras todos intentábamos conservar el equilibrio en el punto de apoyo del tiempo, juro que vi cómo se acercaba su carnoso y oscuro dedo al gatillo de la pistola.
Pero yo fui más rápido.
El retroceso hizo que mi mano saliera disparada hacia atrás.
¿Maté a Hitch Paley?
No soy un testigo objetivo, pues estoy testificando en mi propia defensa. De todas formas, ahora que estoy llegando al final de mi vida, voy a ser honesto. No tengo más secretos que guardar.
El arma retrocedió. La bala estaba en el aire. Y entonces…
Y entonces, todo empezó a volar por los aires.
Ladrillos, argamasa, madera, estaño, el polvo de años y años. Incluso mi propio cuerpo saltó por los aires como un proyectil. Ahora había dos cadáveres: el de Hitch y el de Ray Mosely. Ray, que había amado tanto a Sue que nunca habría permitido que hiciera lo que tenía que hacer; y Hitch, que nunca había amado a nadie.
Muchas personas me han preguntado si vi la destrucción del Cronolito. ¿Presencié el feroz colapso del Kuin de Wyoming? ¿Vi el brillante día y sentí el calor?
No. Pero cuando abrí los ojos de nuevo, el monumento se estaba desmoronando. A mi alrededor llovían trozos del tamaño de guijarros que, fundidos por el calor de su extinción, se habían convertido en lágrimas de cristal azul.
Veintiséis
La enorme cantidad de energía liberada durante el derrumbamiento del Cronolito produjo una onda expansiva que sacudió toda la zona. Aunque fue más intenso el viento que el calor, hizo un calor terrible; aunque fue más intenso el calor que la luz, ésta fue tan brillante que cegaba.
El refugio de ladrillos perdió su tejado y las paredes que daban al norte y al oeste. Yo salí despedido y desperté a unos metros de los muros que habían conseguido mantenerse en pie.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé por completo la conciencia y volví a tener uso de la razón. Mi primer pensamiento fue para Sue, pero no había ni rastro de ella. También había desaparecido Adam Mills, al igual que sus compinches y sus motos, aunque más tarde encontré entre la maleza una Daimler abandonada con el depósito de gasolina agrietado. Junto a ella había un casco y una copia destrozada de El Quinto jinete.
Sí, creo que Sue se entregó a los kuinistas después de la explosión. Es poco probable que la onda expansiva fuera mortal para alguien que se encontrara al aire libre. Yo me desvanecí y me disloqué el hombro porque el cobertizo se desplomó sobre mí cabeza, no por la onda expansiva. Sin embargo, Sue se encontraba en el umbral cuando esto sucedió, y éste seguía en pie.
Encontré a Hitch y a Ray parcialmente enterrados entre los escombros. Era obvio que estaban muertos.
Pasé algunas horas intentando desenterrarlos, trabajando con la mano que no tenía herida, hasta que me vi obligado a reconocer que n esfuerzos eran inútiles, además de agotadores. Entonces decidí rescatar algunas raciones secas de la furgoneta volcada y comí un poco; aunque me atraganté infinitas veces, conseguí ingerir parte de la comida.
Cuando intenté usar el teléfono, sólo oí un extraño sonido y apareció un distorsionado mensaje de “sin señal” que se movió por la pantalla como si lo meciera una oscura marca.
El Sol empezó a esconderse. El cielo se volvió de color añil y después negro. En el horizonte occidental, allí donde antes había estado el Cronolito, los incendios que se extendían por la maleza ardían con intensidad.
Di media vuelta y avancé en dirección contraria.
Veintisiete
Últimamente he visitado dos lugares significativos: el Cráter de Wyoming y la Base Aeronaval de Boca Ratón. El primero es un lago contaminado de recuerdos; el segundo, una vía de acceso a un océano mayor.
Y pensé…
No, ya hablaré de eso más adelante.
Cuando conseguí regresar a Miniápolis, Ashlee ya había sido dada de alta del hospital.
Yo también había estado hospitalizado o, al menos, había tenido que pasar una noche entera en la unidad de urgencias de la clínica de Pine Rídge. Después de vagar durante tres días por las tierras del interior de Wyoming estaba hambriento, deshidratado, tenía quemaduras solares y me sentía demasiado débil para subir escaleras a cualquier ritmo. Salí de la clínica con el brazo izquierdo en cabestrillo.
Sin embargo, Ashlee había sido menos afortunada.
Aunque me había avisado, no estaba preparado para ver lo que vi cuando entré en nuestro apartamento y ella me llamó desde la habitación.
Las lesiones de su cuerpo (las quemaduras, las contusiones) eran invisibles bajo el inmaculado lino de las sábanas, pero me estremecí al ver su rostro.
No deseo entrar en detalles. Sólo diré que intenté recordarme a mí mismo que se curaría, que la sangre que había debajo de todos aquellos cardenales desaparecería, que su piel desgarrada volvería a unirse alrededor de los puntos de sutura y que algún día, pronto, Ashlee volvería a ser capaz de abrir los ojos por completo.
Me miró a través de sus comisuras púrpuras.
—¿Tan mal estoy? —preguntó.
Le faltaban algunos dientes.
—Ashlee —susurré—. Lo siento tanto…
Me besó, herida como estaba, y yo la abracé con suavidad, ignorando el dolor de mi brazo herido.
Ella también me pidió perdón. Le inquietaba que no fuera capaz de perdonarla por haberse rendido y haberle dicho a Adam Mills dónde podía encontrarme. Dios sabe que yo sólo deseaba pedirle disculpas por haberle hecho pasar por todo eso.
Sin embargo, acerqué mi dedo, con sumo cuidado, a sus labios hinchados. ¿Acaso tenía algún sentido dignificar el horror con recriminaciones? Habíamos sobrevivido. Estábamos juntos. Eso era suficiente.
Lo que no sabía (lo que supe cuando por fin conseguí ponerme en contacto con Ashlee) era que Morris Torrance no había abandonado su puesto de vigilancia en el exterior del apartamento.
Adam Mills se había dado cuenta de que estaba vigilando la casa y, para no alertarle, había conducido a sus hombres hasta el interior del edificio por una entrada situada en la parte posterior. Poco antes de que llegara Adam, Morris había llamado a Ash para asegurarse de que estaba en casa y, como hasta poco después de la medianoche no advirtió ninguna actividad sospechosa, decidió regresar al hotel Marriott para dormir unas horas. Tenía un sistema de alarma que Ashlee podía activar si le necesitaba durante ese intervalo, pero no recibió ningún aviso. Por la mañana, volvió a llamar a Ash, pero no consiguió acceder a su pantalla rutinaria. Se dirigió a toda prisa hasta el apartamento, no mucho después de que Kaitlin hubiera llegado, e intentó volver a llamarla sin recibir respuesta. Sumamente preocupado, Morris llamó al telefonillo de Ashlee desde el portal.
Ella respondió con cierta demora, arrastrando las palabras al hablar. Morris le dijo que era del servicio de entrega de paquetes y que necesitaba que le firmara el albarán.
Ash, que debió de reconocer su voz, le dijo que en aquellos momentos no podía abrirle la puerta y que si le importaría pasarse en otro momento.
Morris le explicó que, aunque podía pasar otro día, el paquete estaba etiquetado como “perecedero”.
Y Ashlee respondió que no importaba.
Morris se alejó del alcance de la cámara y, después de llamar a la policía local para informarles de la agresión, abrió el portal con la llave que yo le había dado. Entonces, se identificó (de forma incorrecta e ilegal) como agente federal y el administrador del edificio le entregó la llave maestra para que pudiera entrar en el apartamento.
Sabiendo cuánto tardaría en llegar la policía, prefirió no esperar para pasar a la acción. Subió en ascensor hasta nuestra planta, realizó una nueva llamada al apartamento para que el sonido del teléfono amortiguara el sonido de la llave en la cerradura y entró en el piso empuñando su pistola. Tal y como me había dicho en diversas ocasiones, sólo era un agente retirado sin experiencia en el campo; sin embargo, había recibido la instrucción pertinente y no la había olvidado.
En esos momentos, Kaitlin estaba encerrada en un armario del dormitorio y Ashlee, tirada sobre el sofá, donde la habían dejado después de darle una paliza.
Sin dudar ni un instante, Morris disparó al tipo que se encontraba junto a Ash y, a continuación, apuntó con su arma a un segundo kuinista que acababa de salir de la cocina.
Al oír el disparo, el segundo hombre dejó caer una botella de cerveza y sacó su arma. Derribó a Morris de un tiro, pero mi compañero pudo devolvérselo antes de caer. Aprovechando la protección que le proporcionaba la mesa del comedor, logró hundir dos balas en la cabeza y el cuello de su agresor.
A pesar de tener la pierna herida (la bala había excavado un agujero en su muslo, al igual que el disparo que Sue Chopra había recibido en Jerusalén), Morris fue capaz de tranquilizar a Ashlee y liberar a Kaitlin del armario antes de desvanecerse.
Kait (que podía moverse, a pesar de que había recibido una paliza tremenda y la habían violado) le puso un vendaje de compresión sobre la herida antes de que llegara la policía. Ashlee se levantó del sofá y corrió hacia el baño.
Empapó una toalla de agua y limpió la sangre del rostro de Morris, después el de Kaitiin y finalmente, el suyo.
—Fui un imprudente —dijo Morris cuando fui a visitarle al hospital para darle las gracias.
—Hiciste lo correcto.
Se encogió de hombros.
—Bueno, sí… Yo también lo creo —estaba sentado en una silla de ruedas; su pierna herida, enyesada y envuelta en geles regeneradores, quedaba suspendida delante de él—. Tendrían que colgarme una bandera roja aquí.
—Te debo mucho más de lo que nunca podré pagarte.
—No te pongas sentimental, Scotty —a pesar de sus palabras, tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿Ashlee está bien?
—Mejorando —respondí.
—¿Y Kaitiin?
—Resulta difícil decirlo. Van a traer a David a casa desde Little Rock.
Morris asintió. Nos sentamos en silencio durante un rato.
—Lo vi en las noticias —dijo después de unos minutos—. La piedra de Wyoming se derrumbó. Tardó un poco, pero Sue consiguió lo que quería, ¿verdad?
—Sí, lo consiguió.
—Lamento lo de Hitch y Ray.
Asentí.
—Y Sue… —me dedicó una mirada llena de significado—. Resulta difícil creer que se haya ido.
—Pues tienes que creerlo —respondí.
Porque un secreto deja de serlo si lo compartes.
—Sabes que soy un cristiano a la antigua usanza, Scotty. No sé con certeza en qué creía Sue… a no ser que fuera en aquel estúpido Shiva hindú. De todas formas, era una buena persona, ¿verdad?
—La mejor.
—No consigo entender por qué me pidió que me quedara en la ciudad, ni por qué te llevó a Wyoming. No te ofendas, pero la verdad es que me molesta. Sin embargo, supongo que sirvió de algo que me quedara.
—Por supuesto, amigo mío.
—¿Crees que ya se lo imaginaba? Es decir, ¿crees que era capaz de ver el futuro?
Me eligió a mí, pensé, porque Morris no le habría ayud ado a cumplir con su propósito. Morris nunca habría permitido que metiera la cabeza en las fauces del lobo… y seguro que tampoco habría matado a Hitch Paley.
Morris era un buen hombre.
Veintiocho
Últimamente he visitado dos lugares significativos.
Viajar no me resulta sencillo en estos días. Aunque la medicación mantiene a raya mis diversos achaques geriátricos (estoy más sano a los setenta años que mi padre a los cincuenta), la edad multiplica su propio cansancio. Con frecuencia tengo la impresión de que las personas somos cubos de sufrimiento que, a la larga, se llenan hasta rebosar.
Fui solo a Wyoming.
Hoy en día, el Cráter de Wyoming es un monumento menor, pero único, que conmemora la guerra. Para la mayoría de los americanos, Wyoming marcó el principio de la Guerra de los Cronolitos, que duró veinte años. Para esa generación (la de Kait y David), las batallas más memorables fueron las del Golfo Pérsico, Canberra, Pekín y la Provincia de Cantón. Al fin y al cabo… en Wyoming apenas hubo muertos.
Apenas.
Ahora, el cráter está cercado y administrado como monumento nacional. Los turistas pueden subir hasta la plataforma que hay en la cima del risco y contemplar las ruinas desde cierta distancia. Pero yo deseaba acercarme más, sentía que tenía derecho a hacerlo.
El guardia del Servicio de Parques que vigilaba la entrada principal me dijo que eso sería imposible, pero le expliqué que había estado en este lugar en el año 2039 y le mostré la cicatriz (que discurre desde la oreja izquierda hasta la línea del cabello, que sigue retrocediendo). El guardia, que era un veterano de guerra (caballería acorazada, Cantón, el sangriento invierno de 2050), me dijo que me quedara en los alrededores hasta que cerrara el centro de visitantes, a las cinco, y que ya veríamos qué podía hacer.
Y lo que hizo fue permitir que le acompañara durante la inspección de seguridad. Cogimos un vehículo del tamaño de un coche de golf y recorrimos un sendero pronunciado que nos llevó hasta el borde del cráter. Bajé del automóvil y paseé durante unos minutos bajo las largas sombras; mientras tanto, el guardia abrió un periódico y fingió leerlo con atención… aunque estoy seguro de que no me quitó los ojos de encima.
Este mes de mayo habían caído un par de centímetros de lluvia. El cráter era poco profundo y tenía un diminuto estanque marrón al fondo; la maleza crecía a lo largo de sus húmedas y erosionadas paredes.
Algunos fragmentos de la piedra de Kuin permanecían intactos.
Pero también mostraban señales de erosión. La inestabilidad tau, los complejos nudos Calabi-Yau que habían sido desenredados, habían convertido la materia del Cronolito en un simple silicato fundido: cristal azul arenoso, casi tan frágil como la piedra arenisca.
Durante la Secesión Oriental se produjeron diversos ataques aéreos en esta zona, que estuvo controlada por los kuinistas americanos. Las milicias que reivindicaron el estado de Wyoming durante las horas más oscuras de la Guerra intentaron (en teoría, puesto que ninguno de los testigos sobrevivió) cambiar la historia reconstruyendo el enorme Kuin de Wyoming y emitiendo su imagen al mundo entero. Sin embargo, alguien les aconsejó mal. Alguien les convenció para que rebasaran el límite de la estabilidad.
Pero la historia no registra el nombre de este benefactor.
Un secreto es un secreto.
Sin embargo, tal y como siempre le gustó decir a Sue, las coincidencias no existen.
Durante unos instantes, permanecí junto a un fragmento de la cabeza de Kuin, un trozo erosionado de ceja y un ojo intacto. La pupila del ojo era una depresión cóncava, tan ancha como el neumático de un camión, en la que se habían ido acumulando el polvo y la lluvia. En ella había brotado un cardo salvaje.
Los Cronolitos habían sido tan desconcertantes para la historia como para la lógica. Para crear estos monumentos se necesitan unos conocimientos tan profundos sobre la turbulencia tau y las paradojas absolutas (causa y efecto entremezclados) que nunca se ha publicado ningún artículo sobre el tema. El pasado es inmutable, pero de acuerdo con la teoría del “Hielo de Minkowski” de Ray, su estructura se había quebrado levemente, sus capas se habían compactado y descolocado, y ahora, ciertas zonas eran caóticas e imposibles de interpretar.
La piedra era fría al tacto.
Para ser sincero, no puedo decir que recé, pues no sé como se hace. Sin embargo, pronuncié algunos nombres en la intimidad de mi mente, algunas palabras que iban dirigidas a la turbulencia tau… si es que quedaba algo de ella. Entre otros, dije el nombre de Sue. Y le di las gracias.
Entonces, supliqué a los muertos que me perdonaran.
El guardia del parque, que empezaba a impacientarse, me escoltó hasta el coche mientras el sol se acercaba al horizonte.
—Supongo que tiene algunas historias que contar —dijo.
Algunas. Y algunas que no he contado. Hasta ahora.
¿Hubo alguna vez un Kuin real? Es decir, ¿un Kuin humano?
Si es así, sigue siendo una figura esquiva, eclipsada por los ejércitos que lucharon en su nombre e inventaron su ideología. Seguramente hubo un Kuin original, pero sospecho que fue destronado por una serie de sucesores. Puede que, tal y como había conjeturado Sue, cada Cronolito requería a su propio Kuin, de modo que acabó convirtiéndose en un nombre con el que rellenar el vacío del centro del remolino. El rey no ha nacido; larga vida al rey.
Cuando Ashlee murió a finales del año pasado, me vi obligado a poner en orden sus pertenencias. Encontré el certificado de nacimiento de Adam Mills en lo más profundo de una caja repleta de viejos papeles (cupones de racionamiento caducados, impresos fiscales, facturas antiguas de empresas de servicios).
Me sorprendió saber que el segundo nombre de Adam era Quinn… y que Ashlee nunca lo había mencionado.
De todas formas, creo que esto fue una verdadera coincidencia. Al menos, eso es lo que quiero creer. Ya soy lo bastante mayor como para creer en lo que me dé la gana, para creer sólo aquellas cosas que soy capaz de soportar.
Aquel verano, Kait dejó a David en casa y me acompañó a Boca Ratón. No nos habíamos visto desde el funeral de Ashlee, en diciembre. Había decidido pasar las vacaciones en Boca Ratón de forma repentina, por puro antojo: quería ver la Base Aeronaval cuando aún tenía fuerzas para viajar.
Hoy en día, todo el mundo habla de la recuperación de la posguerra. Somos como pacientes terminales a los que nos ha sido concedida una cura milagrosa. Ahora, la luz del sol nos parece más alegre, el mundo (tal y como es) es nuestro refugio y el futuro es infinitamente brillante. Supongo que llegara un día en que todos nos sentiremos decepcionados… pero espero que este desengaño no sea demasiado grande.
Además, existen ciertas cosas de las que estamos razonablemente orgullosos, como por ejemplo, de la Base Aeronaval Nacional.
Aproximadamente en la época de la llegada de Porrillo, recuerdo que Sue Chopra insistía en que la tecnología de la manipulación Calabi-Yau produciría maravillas más duraderas que los Cronolitos (“Podremos viajar a las estrellas, Scotty. ¡Será una posibilidad real!”)— Y como siempre, tenía razón. Sue poseía una aguda percepción del futuro.
Kait y yo recorrimos lentamente la larga pasarela que conducía al nivel de observación, desde donde se podía contemplar la inmensa estructura en forma de medialuna, cubierta de vidrio reforzado, en la que se encontraban las plataformas de lanzamiento.
Kait me había cogido del brazo porque yo necesitaba un poco de ayuda durante las largas caminatas. Hablamos un poco, pero no sobre los aspectos más importantes de nuestras vidas. Estábamos de vacaciones.
¡Habían cambiado tantas cosas! La principal, por supuesto, era que había perdido a Ashlee. Había muerto de un aneurisma el pasado año y yo me había quedado viudo. A pesar de la privación de la guerra y la crisis financiera, Ashlee y yo habíamos pasado juntos muchos años felices. La echo de menos en todo momento, pero preferí no hablar con Kaitlin de eso; tampoco hablamos de su madre, que se había jubilado y llevaba una vida relativamente confortable en Washington; ni de VVhit Delahunt, que estaba pasando sus años de vejez en un programa federal en las afueras de Saint Paul, cumpliendo una condena de veinte años de arresto domiciliario y realizando servicios para la comunidad por sedición. Todo esto pertenecía al pasado.
Hoy en día creíamos en la posibilidad de un futuro.
La cubierta de observación estaba abarrotada de niños que habían venido con el colegio para presenciar el último lanzamiento no tripulado— La sonda se encontraba en su plataforma de lanzamiento, a algo menos de un kilómetro. Era como una joya azul, un glaciar esculpido.
—El tiempo es el espacio —estaba diciendo el guía de la excursión—. Si podemos controlar uno, podemos controlar el otro.
Sue habría objetado al oír la palabra “control”, pero a los niños no les importó. Habían venido a presenciar un espectáculo, no a oír una conferencia. Hablaban y se movían sin parar; presionaban sus manos (y algunos, también sus narices) contra el cristal.
—No tienen miedo —comentó Kaitlin, maravillada.
Ni tampoco se sorprendieron (por lo menos, no demasiado), cuando, como por arte de magia, la sonda Tau Ceti empezó a elevarse, muy despacio y sin hacer ningún ruido, de su plataforma. Supongo que les impresionó que un objeto tan grande pudiera alzarse como un globo hacia el despejado cielo de Florida… y puede que algunos de ellos, los más perceptivos, sintieran respeto. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo miedo.
¡Sabían tan poco del pasado!
Yo no quiero que lo olviden… supongo que eso es lo que deseamos todas las personas de más edad. Sin embargo, soy consciente de que esos niños lo olvidarán y de que sus hijos sabrán menos sobre nosotros que ellos y de que a los hijos de sus hijos les resultará prácticamente imposible imaginar que alguna vez existimos.
Y así es como debe ser. Sue me enseñó que es imposible detener el tiempo… y también Ashlee, a su propio modo. Puedes rendirte al tiempo… o ser arrastrado por él.
De todos modos, esta verdad no es tan dura como parece… por lo menos, en un día tan brillante como éste.
—¿Estás bien? —preguntó Kaitlin.
—Sí —respondí—. Pero estoy un poco cansado.
Habíamos dado un largo paseo y el día era caluroso.
FIN
Nota sobre el autor
Robert Charles Wilson (Whitter, California, 1953) se ha convertido en uno de los autores más prometedores de la narrativa de Ciencia Ficción. Aunque mantiene su nacionalidad norteamericana, vive desde los nueve años en Canadá. Su familia se trasladó a Canadá por motives laborales: su padre recibió el encargo de lanzar una filial de la compañía en la que trabajaba. Cuando regresaron, él prefirió quedarse allí. “Me gustaba el lugar”, suele decir. Aunque su imagen de intelectual —calvo, con gafas y barba cerrada— pudiera sugerir lo contrario, es un hombre inquieto que ha ido trasladando su residencia cada cierto tiempo: Vancouver, Vancouver Island, Whitehorse y Toronto. De su niñez en California recuerda un ambiente de paranoia causado por la guerra fría y la ingenua pasión que existía por la ufología. Años después, buena parte de aquellos recuerdos le sirvieron para escribir el relato The Observer.
Desde su infancia, se sintió impelido a emborronar cuartillas y cuartillas con sus historias. En una entrevista ha llegado a manifestar: “El impulso de escribir forma parte de mi vida”. Ya en los comienzos se manifestaron sus principales filias: la aventura exótica, Ciencia Ficción, Fantasía y Terror. Devoraba las obras de Bradbury, Heinlein y Asimov. Algunos de aquellos gustos se han atemperado con el paso de los años. Actualmente, reconoce cierta decepción con la literatura fantástica que se está realizando. Aún hoy, Crónicas marcianas sigue siendo uno de sus libros de cabecera.
Lejos de atenuarse, su pasión por la lectura se ha mantenido y sigue de cerca la obra de los nuevos autores. En su opinión, la Ciencia Ficción está atravesando un momento muy interesante. Considerando periclitados los viejos modelos —piensa que ni los futuros apocalípticos ni el brillante porvenir que auguraban los clásicos son válidos—, Wilson es optimista sobre el futuro del género. El nuevo siglo traerá consigo numerosos cambios, vaticina. En estos momentos, no se considera cualificado para señalarlos pero siente una enorme curiosidad. Es el término clave. A su juicio, uno de los principales valedores de la Ciencia Ficción es la curiosidad. Contundente, ha declarado: “La Ciencia Ficción se hizo para satisfacer la curiosidad y estimular la imaginación”.
Como escritor, Wilson ha hecho gala de una prosa contenida y, en algunas novelas, de una fina ironía. Entre sus cualidades sobresalen su capacidad para recrear ambientaciones y la inmejorable construcción de sus personajes. Incluso en sus trabajos menos inspirados, el lector podrá gozar de unas caracterizaciones memorables. Especialmente, las femeninas. Hallándose todos ellos al servicio de un. argumento, no deja de resultar notable su capacidad para que sean personajes a recordar, con entidad propia, y no meros títeres al albur de los vaivenes arguméntales. El equilibrio entre sus “criaturas” y sus argumentos le confiere un toque personal e intransferible.
Sus novelas contienen ciertos elementos comunes entre si: El amor y su pérdida, la crueldad y la redención. Además, no deja de resultar significativo ese punto en común que tiene con Stephen King: Wilson parte de un lugar común, de una situación reconocible y cotidiana —afectiva y geográficamente— para, inmediatamente después, dar comienzo a su especulación. Tras esa certeza tangible, conforme va deformando la realidad llega la desazón. Es por ello que su literatura de anticipación nos resulta tan próxima. Su desbordante imaginación acecha al otro lado de la calle. Y el destino final es insospechado.
A tenor de su obra, y pese a las excelentes novelas con que nos ha deleitado, lo mejor está por llegar. Su próxima novela, The Chronoliths, no tardará en aparecer. El futuro le pertenece.