Una cogida mortal, es en principio lo que parece haber provocado la muerte de Alejandro Mocciaro un personaje, de vida no del todo clara, a pesar de su catedrá y su alcurnia, pero no es una cogida más, un forense concienzudo descubre que un potente anestesico para animales, es el verdadero motivo de la muerte de este personaje, mezclado con el mundo de la droga, amigo de camellos y proxenetas, ha sido victima de una conspiración para que su muerte parezca un accidente, cuando no es más que un planeado asesinato para quitarlo de en medio.

La novela, que combina personajes reales y de ficción, está ambientada en la fiesta de los Sanfermines y que rinde homenaje al escritor estadounidense Ernest Hemingway. Retrata perfectamente los aspectos más queridos de la fiesta, que serán el marco ideal para que el inspector, Juan Iturri y Lola Mac Hor sean sin duda los protagonistas de esta nueva novela.

Reyes Calderón Cuadrado

Las Lágrimas De Hemingway

Juan Iturri y Lola MacHor, 1

© 2005, Reyes Calderón Cuadrado

Dicen que el agradecimiento es la memoria del corazón. Por ello, deseo hacer memoria de Miguel Reta, que me presentó a Lentejillo en sus campos de Estella; de Javier Solano que me hizo vivir a destiempo el encierro; de Antonio Miura que me enseñó lo que es la casta; de Ángel Gómez Escorial, que me ofreció su arte a porta gayola; de José María Marco, y con él de toda la Casa de Misericordia. De Rafael Teijeira, Eduardo Ruiz de Erenchun y Elena Iñigo que me mostraron los secretos de las Ciencias forense y penal. De los inspectores José M. Fernández y Jesús García, Brigada de Policía Científica, Cuerpo Nacional de Policía en Pamplona, que ajustaron ficción y realidad; de Ángel Hidalgo, cirujano jefe de la enfermería de la plaza.

Gracias a Rafael Moreno y a Beatriz Guibert, corazón de La Perla, y representantes fidedignos de la Pamplona de toda la vida; a Jaime Ignacio del Burgo, Fernando Hualde y sor Rosario, hermana de la Caridad, que me han enseñado detalles que nunca había visto. A don Juan Ramón Corpas y Carmen Jusué, Esteban López-Escobar, Rafael Domingo y Miguel Alfonso Martínez-Echevarría: gracias por su paciencia y estímulo.

De la alcaldesa Barcina, y del presidente Sanz, no digo nada que no se sepa: me honro de pertenecer a una tierra gobernada con tanta profesionalidady amabilidad.

Agradezco a mis padres que me enseñaran el arte del toreo con capa y espada, y el más difícil: el de la lidia de cada día; a mis hijos que soporten con ilusión el pluriempleo de una madre metida a escritora; a Juan, los veinte años. A todos, sin olvidar a San Fermín, gracias…

I PARTE

When the bulls run through the street

De pronto un gran gentío apareció en la calle, muy apretados, y sin cesar de correr calle arriba en dirección a la plaza de toros. Detrás iba otro grupo de hombres, que aún corrían más, y después los rezagados que más que correr parecían volar. Entre ellos y los toros, que les seguían pisándoles los talones, había un pequeño espacio vacío. Los toros iban galopando, subiendo y bajando la cabeza.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XV

De la luna bien poco queda. Lentamente, sin ruido, tímidas luces van seccionando la negrura de la noche hasta rasgar por completo el velo que oculta el alba.

No hace frío, como ocurre en muchas mañanas norteñas, pero desde que dieron las 6, estropajosos nubarrones, negros como toros de lidia, merodean por el cielo. Sin embargo, contienen su aliento. El chubasco, contemplando Pamplona desde el cielo, permanece quieto; dominando el gris, sobresaliendo el negro.

Zascandileando de acá para allá, que para algo es domingo, camina el tiempo hacia su destino: las 6 y cuarto; las 6 y media. Las campanas de San Cernin -joya del gótico y orgullo de los pamploneses- entonan el tercer cuarto cuando el ambiente se tiñe de luto riguroso y los oscuros depredadores se desperezan triturando casi por completo la blanca luz.

Por un instante, el aire se llena nuevamente de reliquias de noche. No obstante, la vivaz melodía de una diana confirma que aquello es un artificio porque, en realidad, es de día. La Banda Municipal de Pamplona -conocida cariñosamente como La Pamplonesa- lleva el ronzal de esa cabalgadura de acordes. Todos saben que no se dejará amedrentar por una colección juguetona de nublados, y por ello los jóvenes siguen sus pasos, pidiendo que repitan el ¡Quinto, levanta!

Mientras en el cielo porfían sol y nubes, los pamploneses levantan sus ojos expectantes. Los toros de Miura, protagonistas involuntarios de la mañana, que se hallan recluidos en el corralillo de Santo Domingo, no disputan ni importunan: aguardan en duermevela, rozando con sus lomos las antiguas murallas de Pamplona.

Las viejas campanas repican otra vez, son las 7 y cuarto. Toda la ciudad está despierta. La Pamplonesa recita un cántico; el aguacero lo aprovecha para adueñarse de la plaza. Llueve; los pamploneses ya saben a qué atenerse. Y, sin embargo, poco importa: con sol o lluvia el calendario va a parir un brillante día de encierro. Nerviosa como una primeriza, y ataviada con sus mejores galas, Pamplona espera el alumbramiento.

Los mozos rezagados, ajenos a las circunstancias, aceleran el paso para situarse entre la plaza del Ayuntamiento y la zona hábil de la Cuesta de Santo Domingo: después de las 7 y media, no se permite a nadie entrar en el recorrido.

Llovizna en gris bemol cuando empieza la cuenta atrás. Como si el aguacero hubiera prendido una invisible mecha, en tropel los balcones de la calle Estafeta se tocan con los colores de la fiesta: rojo por la sangre del Santo moreno; blanco como signo de paz.

Desde ventanas y balconadas, entre el sueño y el embeleso, niños y grandes siguen con atención académica el trabajo de los barrenderos que, retirando despojos de lata y cristal, pulen las losas. La lluvia facilita su trabajo, nadie puede hacerlo más agradable.

Algunos ojean el periódico, morosos de paciencia. Los agoreros confirman que la edición matinal del Diario de Navarra anuncia -con ese eufemismo propio de los meteorólogos- intervalos nubosos.

Las gentes congregadas en el recorrido miran en silencio cómo el cielo destila pizcas de agua templada. Por lo general, la concurrencia toma el infortunio con resignación; algunos, los bullangueros, reciben la lluvia con alegría: poco les importa mojarse por fuera si ya están empapados por dentro. Sin embargo, mirando cómo la amanecida termina en nubarrada, Miguel Reta -veterano pastor navarro- mueve la cabeza con disgusto. A sus treinta y siete años, tiene la experiencia de un anciano sabio, y ésta le dice que esa lluvia no es buen presagio. Sus dos aficiones -el encierro y su ganadería de pedigrí navarro- le permiten conocer de primera mano a aquellos animales y prever que este repentino cambio de tiempo agravará un momento de por sí complicado.

Mientras las hurañas fachadas se zurcen con el alegre colorido de los paraguas, Miguel, erguido en la puerta del corralillo, se lamenta:

– Sí. Este aguacero complicará el encierro. Hay muchos mozos, algunos sobrios, otros macerados en vino, los astados llevarán la divisa verde y grana de Miura… Y además está el suplente.

La luz de julio combate con fiereza, el plomo se intensifica y el chirimiri arrecia.

«Quizás sea verdad», trata de convencerse. «Es posible, como sostienen los entendidos, que la legendaria divisa Miura haya perdido bravura.» Pero en el fondo de su ser, no lo cree. Los críticos taurinos hablan y hablan, pero él conoce el recorrido como la palma de su nudosa mano. Las estadísticas dicen que los miuras respetan el encierro. Por ello hoy ese hierro tomará el recorrido. Sin embargo, siguen siendo toros. «¡Y qué toros!», piensa el pastor, mientras les lanza miradas entre severas y cariñosas. «¿Qué más da una ganadería que otra?» Se trata de una lucha desequilibrada: un toro de 600 kilos, nervioso, arrancado de su ambiente, que corre como alma que lleva el diablo, frente a un mozo de 80, que no es capaz de ganarle en velocidad y carece de defensa.

– Sí -afirma-. Diga lo que diga el Diario de Navarra, hoy habrá trabajo.

Contempla a los astados, que se mueven inquietos, mirando, con recelo a todo el que se acerca. Son unos ejemplares magníficos. Quizás para la lidia sean mejores los pequeños. Pero Miguel piensa en el encierro del 12 de julio, donde corren cinco miuras, que lo son de casta y apariencia: tres de ellos pintan negro azabache; el cuarto es un sardo muy claro; el quinto, castaño bragado. Altos y bien armados, de largo cuello y ancho morro, con frente avacada y cuerpo estirado, permiten a duras penas que la lluvia y la amanecida besen sus enormes cuerpos.

Tras una de sus frecuentes peleas, muy propias de los de Zahariche, el veterinario se ha visto obligado a rechazar al sexto por incapaz: el número 34 -un bonito ejemplar ensabanado y capirote- fue corneado de gravedad por uno de sus hermanos, el 25, un azabache de 602 kilos que deseaba afianzar su posición jerárquica. El ganadero no tiene animales de reserva, por eso le sustituye un toro de otro hierro: un carriquiri casi auténtico de nombre Lentejillo. El animal, colorado encendido y muy brillante, se distingue perfectamente del resto: es terciado, barrigudo, más bien cuellicorto, y cuenta con unos bellos ojos de perdiz. Solo en su armadura -amplia, peligrosa, veleta- y en su cara avacada se intuye un origen común. Su presencia ha levantado gran expectación, porque es la primera vez en siglos que un toro de encaste navarro trota por las entrecalles pamplonesas, y nadie imagina cuál será su reacción.

Los toros navarros, que con gusto pintara Goya, pequeños pero listos y bravos como pocos, antaño extendían su fama por toda la Península y más allá. Sin embargo, ante el mejor trapío de los sureños, perdieron el mercado. Pero a base de comer merengues grandes, alguien recordó lo auténtico: aquellos mosquitos de Santacara, Guendulain o Lizaso, mirones y pegajosos como pocos; aquellos Zalduendo, Carriquiri, Lecumberri o Pérez-Laborda ante cuya presencia los toreros sudaban.

Lentejillo, el suplente, no es aún de pura casta. Tiene mucho de miura, y por ello supera los 500 kilos, pero Miguel Reta, que lo ha criado personalmente, sabe que desborda bravura. Eso le enorgullece y le angustia. Aún pervive en su memoria el recuerdo de aquel encierro en la villa de Ampuero en el que los animales de su ganadería mataron a dos mozos. Levanta la vista y echa un nuevo rezo al Santo navarro.

Faltan diez minutos para las ocho. La Pamplonesa ya se ha retirado. La sustituye el sol, enardeciendo sentimientos y avivando sudores de lucha. Como por ensalmo, cesa la lluvia. Quizás haya sido el empuje de los rayos; tal vez San Fermín se puso serio. Se pliegan los paraguas, aparece por fin el calor de la mañana festiva. Es 12 de julio y se bautiza un nuevo encierro.

Tras pescar al último borracho, los pacientes policías locales dejan completamente expedito el recorrido.

Los corredores del encierro, hermanados en suspiros y silencios, calientan y estiran los músculos rígidos por el frío y el temor. Muchos de ellos, que se conocen desde hace años, corren por parejas, disfrutando del consuelo de la proximidad ajena; sin embargo, en el ínterin no conversan (¿Qué podrían decir?): los tragos se toman siempre en silencio. Otros corredores son forasteros y bisoños, hombres de blanco y rojo que sudan miedo pegados a un periódico enrollado. Estos, que no saben qué hacer con su alma, intercambian gestos por doquier. Flota en el aire una energía extraña, evanescente, casi eléctrica. Los que rozan sus hombros quizás no vuelvan a verse, pero el contacto lo torna todo cercano, como si las lacerías del encierro engancharan sin remedio. Los que ahora se sonríen no cruzarán postales, no compartirán alegrías ni consumirán penas juntos, pero minutos antes de las ocho todos forman un racimo compacto. Es un hatillo grande, aderezado de brotes de miedo, de ramas de temor, de pavor profundo, mayor cuanto más saboreado. Hay mucha gente en Pamplona y es domingo, pero lo que produce recelo es el toro: bravo, fiero, violento.

Nervioso, Jokin enrolla compulsivamente el periódico. Quedan pocos minutos, pero las ocho parecen tan lejanas como la muerte. Desea sin piedad que le aborde ya el momento, que se le trague el toro bravo, que le arrolle la mañana, pero, simultáneamente, le tienta secuestrar el tiempo para que lo que tiene que ser no sea. Como todos, Jokin mastica en silencio el miedo, paladea con angustia la espera. Finalmente, tratando de matar la tregua, desenrolla el diario y lo ojea. A su lado, Juan sonríe: su compañero lo está viendo al revés, pero no se ha dado cuenta. Faltan seis minutos. Saltos y más saltos a lo bantú, intentando templar los músculos y contener los temores. Hasta los ateos se santiguan: por si acaso.

Rayando el momento mágico, sobre el ruido de fondo se eleva una voz. Es la crónica de Javier Solano para Televisión Española que llega procedente de aparatos varios. En Pamplona se conoce al veterano periodista como la voz del encierro porque las cámaras evitan sacar su enjuto rostro y su cuidada barba y conservan sólo su voz: una dicción profunda, curtida, tostada a fuego de haya. Es un gran reportero, historiador y enamorado del encierro, que lo ha mamado como corredor, por lo que sus juicios se juzgan casi siempre como certeros. En este momento explica el efecto de la lluvia en el enlosado.

Mientras las cámaras enfocan los balcones de Estafeta, llenos de caras sonrientes y charlas animadas que matan la espera, la densa voz hiberna momentáneamente. Cinco minutos antes de las ocho, los micrófonos captan a lo lejos el primer ruego: «A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro, dándonos su bendición.»

– ¿Qué ser patrón? -pregunta a su guía una dama de ojos rasgados, pequeña y tímida, impecablemente vestida de pamplónica.

El responsable británico fija en ella su mirada: «Viniendo de Kioto», piensa, «es más que probable que sea taoísta, de forma que el concepto de santo le será totalmente ajeno.» Así pues, corta por las bravas:

– A las nueve, en el hotel Maisonave, hay tertulia taurina en lengua inglesa. Pregunte allí. Javier Solano, de Televisión Española, le contestará.

Al oír el melodioso ruego, Lentejillo, el mosquito navarro, se vuelve desafiante. Es el más ágil y, en sus 525 kilos, el más esbelto. Se mantiene en pie, olfateando el aire con la testuz alta.

«Una estampa bella como pocas. Un cincueño en estado puro», piensa Miguel.

En efecto, es un toro bien puesto, veleto, elegante, y colorado encendido. Hasta sus astas están teñidas de miel. Miguel, que lo ha estado contemplando ensimismado, se estremece al ver cómo el animal levanta la cabeza en su dirección y mantiene la mirada. Tiene un aire tan extraño que el pastor se convence de que piensa.

«Mal día. Malo. Llovizna, domingo, miuras y mi animal», juzga mientras se despide del resto.

Normalmente son diez los pastores que siguen el encierro, ocupándose cada uno de un tramo específico. Aunque todos completan el recorrido, se van alternando para poder mantener la formidable velocidad de los astados. Miguel, que salta habitualmente en la curva de Mercaderes con Estafeta, enfila hacia su destino abriéndose paso entre la masa compacta que llena las calles de miedo y silencios. Las pocas conversaciones que se oyen cesan respetuosamente cuando los mozos suplican de nuevo al Santo que con su capotillo les proteja de las malas astas. Quedan tres minutos para la suelta. El pastor aprovecha para acelerar su zancada.

Viendo a los congregados, el Santo sonríe complacido. Han venido de todas partes; hay hasta alguna mujer. Al fondo se oculta un chaval. Como está prohibido correr antes de alcanzar los dieciocho años, lleva todo el invierno sin afeitarse, intentando disfrazar su infancia.

«Es verdad que mi pañuelo anuda a gentes del mundo entero», exclamará el Santo satisfecho. «Aun así, deberían rezar más. Unos minutos al año es bien poco.»

Por aquí y por allá, Miguel va saludando con gestos a los corredores veteranos con los que se topa. Mientras recorre con la vista la masa desconocida, un mozo le llama la atención. Apoyado en la pared de piedra, cenicienta por humos y tiempos, descansa un corredor novato. Su cuerpo grita exceso de equipaje; su barba rubia, entreverada de canas, muestra sin lugar a dudas que ha consumido al menos media vida. Está claro que aquel hombre no va en busca de bonitas carreras; a lo sumo, un cóctel de excitantes experiencias que le hagan rememorar su juventud. Sin embargo, a Miguel no le pasa inadvertida su actitud.

El hombre se atusa compulsivamente la abundante barba y se frota con ahínco el glúteo derecho. Todos juzgan que son los nervios, y aunque, en efecto, los hay, ninguno de los congregados puede intuir lo que ocurre. El mozo ha sentido un fuerte pinchazo. Luego se ha mareado un poco y ha tenido que apoyarse en el muro. Cuando faltan dos minutos para las 8, inopinadamente se alza. Como si despertara de un falso sueño y no supiera dónde se halla, mira a derecha e izquierda. Está completamente desesperado, grita, se le muda el color, comienza a transpirar profusamente con una sudoración fría; el corazón, no sabe por qué, cabalga sin orden de batalla; le cuesta respirar; el labio superior se mueve involuntariamente en un temblor histérico. Empujado por la angustia, sin pensarlo mucho, sale huyendo en dirección al coso. Consigue sortear una valla, pero cuando llega a la siguiente barrera de contención la autoridad le detiene: no se abrirá hasta que suene el cohete.

– ¡Por favor, tengo que salir! ¡Tengo que salir de aquí! ¡Estoy enfermo!

– No te preocupes, Hemingway -le tranquiliza un miembro de la Policía Foral, acostumbrada a esta suerte de pánico repentino-. Falta un minuto para las 8. Te dará tiempo a llegar. Son pocos metros.

– ¡No lo entiende! ¡Tengo que salir!

– Otro ataque de pánico. Espero que no la arme como el de ayer -comenta el joven agente a su compañero-. Y tienes razón, ¡cuánto se asemeja al norteamericano! ¡Es más, parece el clon de la escultura de la plaza!

– Esperemos que no dé la nota, pero lo sabremos de inmediato. Lo normal es que acelere como alma que lleva el diablo. ¡Dejará a los animales atrás!

– ¡Quita, quita! -sentencia un tercero más experimentado-. Ya sabes cómo corren estos bichos: como el dinero en las fiestas, ¡a velocidad de vértigo!

Mientras el uniformado trío se enzarza en el análisis de la galopante inflación de los precios durante la Fiesta, el hombre de la barba blanca suplica, apoyado en el vallado, que le permitan pasar. Sin embargo, nadie le hace caso. De repente, una imagen se abre paso en su mente. Busca en sus bolsillos una y otra vez, pero no encuentra su móvil.

En la Cuesta de Santo Domingo, los mozos entonan el tercer canto.

San Fermín, situado en su hornacina de piedra, y rodeado de la pareja de velas y de los pañuelos de las peñas pamplonesas, cierra los ojos. Tres veces le han sido pedidos capotillo y bendición. Da el placet el Santo, silba el cohete, se abre el corral.

Seis toros y ocho cabestros se abren paso, dispuestos a correr los 848 metros que les separan de la arena. Rápida y compacta, asustada por el ruido y el cohete, se arranca la manada en estampida; primero los cabestros, luego los de Zahariche, finalmente el mosquito navarro.

Suena el segundo cohete. Su estruendo confirma que las calles pamplonesas se llenan de olor a toro bravo. El joven Hemingway echa a correr atropelladamente. Jokin y Juan sujetan fuertemente su periódico. Acaban de perder el miedo: ha llegado la hora de la verdad.

Por sus cortas manos, al enfrentarse a la pronunciada pendiente, los bureles ascienden velozmente la Cuesta de Santo Domingo. Es una estampa magnífica, única, inenarrable. La vida en bruto cruzando la historia enlosada; la fuerza condensada en jirones de pelo oscuro y pitones astifinos.

Los mozos contemplan la escena metros después, periódico en mano. Aunque en manada las astas de los toros no son peligrosas, la fuerza y velocidad punta de los animales hacen que el primer tramo sea un erial.

Lentejillo sale el último, casi descolgado, sin preocuparse por la carrera de la manada. Es extraño; ante el miedo, los animales gregarios tienden a unirse al grupo. Quizás este Carriquiri tenga otras querencias. Por si acaso, a corta distancia le sigue la larga vara de uno de los pastores. El toro navarro va frenándose. Parece no tener prisa. Contempla a diestro y siniestro el panorama blanco y rojo. Se le descubre una mirada lenta, tan racional que asusta. Dos de sus hermanos, ambos negros, han corrido con rapidez y, sin hacer caso de los colores y movimientos que tientan sus sentidos, ya han llegado a la plaza del Ayuntamiento.

Jadeando, los toros comienzan el recorrido por la pequeña calle Mercaderes, que desemboca en Estafeta. La entrada en esta rúa obliga a un amplio giro de 90 grados, y además el suelo está mojado. Los astados no se lo esperan. Caen sin remedio, chocando con el vallado del lado izquierdo. No han logrado levantarse cuando el resto de la miurada, seguida por los cabestros, se les echa encima. El golpe es brutal. Emplean más de un minuto en deshacer el lío de pezuñas que allí se ha formado. Dos toros y un manso salen del montón cojeando levemente.

Lentejillo, cerrando el cortejo, casi paseando, gira el pronunciado arco sin perder las manos, y con sólo un pequeño resbalón adelanta al resto de la manada. Va el primero; solo, al paso, sin prisas, concentrado en su derecha. Un ignorante se abraza a su lomo y es abucheado desde los balcones. El toro gira dos veces sobre sí mismo, fijando los ojos en aquel estúpido, pero los varazos de Miguel -que ahora ejerce de juez inapelable- le hacen seguir. El mozo también recibe; esta vez de los demás corredores, que castigan su falta de consideración: distraer a los animales pone en peligro la vida de muchos de ellos.

Sus derrotes ya apuntan pero, comenzando Estafeta, Lentejillo aún no ha protagonizado ningún incidente. Las carreras son pocas y cortas, pues es ingente la masa que trata de acercarse, pero algunos consiguen lucirse y disfrutar.

«Quizás me haya equivocado con él», rectifica el pastor, mientras ve distanciarse la manada. «¡Dios lo quiera! Es más noble de lo que esperaba.»

Jokin y Juan están alerta. Ambos suelen incorporarse tras la curva de Mercaderes. Llevan muchos años de encierro, y la edad no perdona hasta ese punto: la carrera es demasiado rápida. Ven pasar primero a los que sólo desean entrar en la plaza sin pagar. Luego llega la masa: un arco iris de colores con el sol de frente, dominando el blanco, sobresaliendo el rojo. Ellos siguen esperando su momento.

Los mozos que no claudican en la curva corren en busca de un buen hueco; quizás sólo huyen. Jokin y Juan presencian el giro y el consiguiente golpe de los astados y siguen esperando. Cuando lo tienen encima, ven una gran mancha colorada: es Lentejillo, corto, veleto, bravo. Está muy cerca. Se le siente respirar. Levanta la testuz, saca la lengua. Los hombres sienten cómo el corazón cabalga en su garganta. Ambos echan a correr con él, por el medio de la calle. Por los laterales van los lentos y también los cansados. Todo pasa muy rápido, y sin embargo, ellos lo saborean a cámara lenta. No es nada misterioso: sólo un cóctel de adrenalina y miedo, de sudor y toro. Aguantan al astado unos pocos metros, en medio de Estafeta, solos los dos, cada uno a lo suyo, como si el mundo se hubiera detenido.

Lentejillo alcanza a Jokin. Con un suave toque, le acaricia primero la espalda; luego le empuja con la pala sacándole del recorrido. La canción del Santo flota sobre la calle adoquinada. En otro tiempo, la gente se habría santiguado. Ahora dicen que es el destino. San Fermín sonríe benigno: «Mucho trabajo y mal agradecido.»

– ¡Habéis visto! -comentan en un balcón próximo-. ¡Vaya suerte que ha tenido!

– ¿Y aquel chavalillo de allí? ¡Pero si no levanta un palmo del suelo!

– No digas cosas, hombre. Lo menos tiene diecisiete años.

– Pues hasta los dieciocho no se permite correr -insiste el primero.

– Pero vamos a ver, Fermincho, ¿a qué años empezamos a correr nosotros? ¡Tendríamos quince!

– De acuerdo, te lo concedo. Pero por aquel entonces éramos más mozos; no sé, más responsables. ¡Y no bebíamos si íbamos al recorrido! -protesta con aspavientos muy propios de su carácter.

– ¡No digas cosas! -replica el más liberal-. ¡Cómo se nota que sólo recuerdas lo que quieres!

– ¡Qué bonito el suplente! ¡Qué bonito! ¡Mirad con que altivez patea Estafeta! -interrumpe un tercero.

En efecto, el mosquito navarro continúa su particular peregrinación; y en solitario, abandona el largo y estrecho tramo de Estafeta para pisar el asfalto de Telefónica. Son apenas cien metros el peaje que se ha de pagar para estrenar el callejón, que desciende en forma de embudo hacia la plaza de Toros.

Cegado por los rayos del sol que se reflejan en el aire húmedo provocando una claridad espectral, el astado vuelve a pararse en la boca de aquel estrecho tramo. Nuevamente vigila su diestra, como buscando algo.

Las miradas se concentran en el morlaco, que se queda allí quieto, cruzado en el callejón, observando de frente el vallado derecho. Todos aguantan la respiración. Aquél es el tramo más peligroso del encierro, donde más hombres han perdido la vida: el callejón y la plaza, la plaza y el callejón.

Cuando Lentejillo emprende la arrancada definitiva, un cretino lo cita por detrás.

– ¡Dios mío! ¡Se ha vuelto! -la gente contiene el aliento-. ¡Será imbécil! -Con voz tonante, media España increpa al estúpido mozo que incumple las reglas.

Comentando el amago, al principio nadie presta atención a un mozo que, envuelto en aquella luz fantasmal, sale del coso, desandando el camino para dirigirse al callejón. Va pues hacia el toro, en dirección contraria al encierro. Se trata de un hombre corpulento, bastante alto, algo pasado de peso y edad para esas hazañas. Su abundante cabello y su poblada barba, entre rubia y canosa, se hallan tan perfectamente cuidados como su indumentaria. Contrasta con ellas su actitud: anda pausadamente, pero no consigue caminar en línea recta si no se apoya en las paredes del túnel; lleva los brazos extendidos y tiene una extraña sonrisa.

El ojo de la cámara, sensible al movimiento, enfoca el final del callejón. Cuando aparece en pantalla, toda España -no en vano el encierro tiene una cuota de audiencia cercana al 90%- y medio mundo lanzan una exclamación unánime:

– ¡Es la viva imagen de Hemingway!

Quizás la nariz más aguileña, puede que con menos atractivo; ciertamente, no demasiado atlético, pero aquel hombre parece la reencarnación del autor de Fiesta. La pantalla capta su imagen, entre la inmensidad de rostros. Si sabe que le enfocan, no lo demuestra. No presta atención a la gente ni a la carrera ni al toro, que acaba de verlo avanzando por el callejón.

Con la viva retórica de muecas y gritos que le caracteriza, la gente pregunta qué hace aquel loco.

– ¡Está bebido! -argumentan unos, preocupados de que su fiesta sea culpada de lo que no debe.

– ¡Está rematadamente loco! -apuntan otros-. ¡Como su doble, que se suicidó cuando lo tenía todo!

Tomás, policía municipal, se encuentra, como todos los años, en el espacio intermedio existente entre los dos vallados del callejón de entrada a la plaza. Pese a que los espectadores tienen vedado ese emplazamiento, el lugar está muy concurrido. Cámaras, prensa, médicos, algún que otro invitado… se apiñan para ver llegar la manada. Aun así, siempre habrá un sitio para un corredor en apuros.

Esa mañana, Tomás ha traspasado varias veces la primera valla y paseado por el recorrido cercano para confiscar a varios corredores extranjeros cámaras, mochilas y otros objetos inconvenientes para el buen orden del encierro. Cuando mira a su derecha, y ve al fantasma de Hemingway desandando el callejón, percibe un peligro mayor y se dispone a intervenir. Por un hueco entre dos tablones, saca medio cuerpo, mientras con gestos ostentosos conmina al hombre a que vuelva a la plaza. Pero, a diferencia de sus paseos anteriores, esta vez Lentejillo está demasiado cerca. En cuanto ve que una mancha azul en movimiento emerge entre las tablas, el toro se arranca. No hay escapatoria. El pitón derecho del animal atraviesa el brazo del municipal sacándole del vallado. Desde el suelo, el sorprendido policía serpentea hacia la empalizada y, ayudado por un fotógrafo, se aleja del toro, que permanece allí, atravesado en el dintel del callejón, al acecho.

El mozo que ha salido de la plaza va a su encuentro, ajeno a lo que le rodea. Lleva la vestimenta tradicional, limpia e impecablemente planchada. No lleva pañuelillo rojo, sino una bufanda atada con doble vuelta y una faja roja a la cintura. Por ella le engancha el toro la primera vez, mientras el aire se llena de gritos. No le ha sido difícil tomar la presa. Lo ha hecho en un santiamén. El bulto está quieto, envuelto en su vaina blanca y roja.

– ¡San Fermín! -chilla un fotógrafo. La incredulidad se adueña de todos, mientras el mozo vuela por los aires sin que el toro le suelte.

El resto de la manada, que viene disgregada, va girando en Telefónica y entran de uno en uno en la plaza. Esta vez no se forma montón alguno. Lentejillo no les hace caso cuando pasan a su lado. Él sigue ocupado en el callejón. Los intentos de los mozos no consiguen apartarle de su trofeo. Tampoco la vara del pastor, que jugándose la vida se acerca peligrosamente al animal.

El pitón toca carne, y cuando casi ha salido, vuelve a penetrar, esta vez cruzando el abdomen del corredor anónimo. Su ropaje blanco comienza a teñirse de rojo sangre. Lentejillo no ceja; a empujones arrastra su triunfo hasta el albero. El hombre que ha sido cogido casi no se mueve. Una de las cámaras muestra cómo al mozo se le humedecen los ojos.

Miguel sigue insistiendo, primero con la vara, luego con las manos. Tras mucho esfuerzo, finalmente consigue que el burel suelte su golosina. Sube el toro su bien armada cabeza y enfila su mirada hacia el pastor. Los ojos de perdiz se clavan en su cuerpo. Durante un instante el mundo se para. Ojos contra ojos. Espera contra ruegos. Los dobladores no respiran. Sólo los pacientes cabestros de escoba consiguen que Lentejillo olvide el combate, llevándole sin complicaciones hasta el portón abierto. Finalmente, el número 51 atraviesa el colorido coso a galope. Las capas no tienen que hacer nada. El animal va directo a los chiqueros.

Como en chiqueros, la mitad de la plaza, ajena a la desgracia, jalea, esperando la suelta de vaquillas. La otra mitad mira sin creer lo que ha visto. Boca arriba, el mozo de mala fortuna se convulsiona con los brazos extendidos. Respira con dificultad. En el coso hay sangre, mucha y muy roja. Brilla en la arena, en su pantalón blanco y en su bufanda de doble vuelta.

Jugando con la muerte

Los toros de Navarra son una raza peculiar, pequeños y usualmente de color rojizo… Rápidos, fieros y con velocidad punta.

Ernest Hemingway,

Muerte en la tarde, Cap. XII

Y todos se volvieron para contemplar el espectáculo de sangre, capturados por aquellas emociones penetrantes. Las gentes de bien no querrían reconocerlo, pero aquella escena cruenta y morbosa les atraía como un imán, impidiéndoles apartar la mirada. Por unos instantes imperó el silencio. Tras el fogonazo, afloraron los sentimientos, variados como los colores. Barruntos de penas trémulas, melodías funestas, fulminantes lamentos, simples vacíos, réplicas al Santo moreno; todo valía para triturar la irrealidad del contexto. La emoción contenida terminó por desbordarse y comenzaron a menudear suspiros y lamentos. Finalmente, la plaza se llenó de historias; los flashes despertaron.

Miguel se ha quedado mudo. De rodillas, vencido ante el mozo corneado, no ve los miles de gestos, convertidos para él en una simple estampa. Tampoco oye los sonidos que se suceden. Una y otra vez evoca la escena. En realidad, en cuanto se ha dado cuenta del poco efecto que los golpes de su larga vara causan en el animal, ha abandonado la estrategia original, pasando a agarrar al toro por el rabo. De sobra sabía que al menor descuido el colorado le cogería sin remedio. Pero sentía que ésa era su responsabilidad. Por supuesto no sobre el papel, pero eso ¿qué importa? Al final son la nobleza y la casta, y no la ley, las que obligan. Tiró del rabo de Lentejillo con todas sus fuerzas, pero el astado se había encelado con su Hemingway particular. No pudo hacer otra cosa que dar libertad a sus lágrimas cuando nadie le miraba.

Ahora, presionando la herida, nota la tibia humedad y baja la mirada. Su palma, que rezuma olor a toro, está completamente impregnada por aquella sangre roja y espesa que, como testigo mudo, va cayendo en la arena. De su boca brotan espontáneas palabras de aliento, mientras se le abren las carnes contemplando aquella pena. El mozo no dice nada, aunque sus azules ojos permanecen abiertos. Una figura blanca se acerca y grita al pastor un mensaje hueco que no oye. Sin embargo, por inercia obedece, y mecánicamente ayuda a trasladar el inflado cuerpo hasta la enfermería de la plaza. Fuera, en las calles, se adivina el rumor que corre como la pólvora: «Hay un cogido; y parece cogida seria».

El mozo que, enamorado de la locura, ha tirado su vida por la borda contempla ahora el mundo desde otro plano. Tiene delante el cielo; debajo, la arena. Sabe con una certeza densa que a su lado espera la muerte. No siente dolor, sólo una paz curiosamente penosa. Mientras se adueña de su cuerpo un frío intenso y se le llena el olfato de olores nuevos, nota que envejece súbitamente, palpa en cada suspiro el tiempo que le transforma en un guiñapo. Sin embargo, no está aturdido. Ciegos presentimientos le muestran un destino aciago sin remedio, la cordura le abandona. Entonces le brotan las lágrimas. Pero ni llorar le dejan. Le cogen de brazos y piernas. El frío se acelera y le lleva hasta el mismo infierno.

Dos segundos: lo que tarda en prenderse la mecha de uno de esos cilindros blancos de muerte envasada. Ana lo ha probado todo para dejar la costumbre. Durante cuatro meses, seis días y dos largas horas ha sido suficiente. Pero siguiendo los pormenores del encierro desde la enfermería de la plaza, añora hasta la náusea su cóctel de nicotina y alquitrán. Intuyendo lo que se avecina, cuando ve a Lentejillo girarse en el callejón roba un cigarrillo al paquete que reposa sobra la mesa y lo enciende ávidamente. Ni siquiera se molesta en sacar de la boca el chicle de nicotina recién estrenado. Una cortina de humo grisáceo avanza desde el fondo de la habitación. Nadie protesta. Con ojos atentos, escrutadores, se siguen los prolegómenos del espectáculo de sangre.

Cuando el asta color miel penetra en el cuerpo del mozo con la facilidad de un cuchillo en mantequilla blanda, los diez facultativos que junto a Ana mascan la tensión ante el aparato se ponen en pie al mismo tiempo. Pegados a la pantalla, escrutan ávidamente las imágenes. Los toros, que no atienden a razones de humanidad ni educación, empitonan donde quieren o pueden, provocando habitualmente destrozos en tejidos y órganos vitales. Es fácil ver por dónde penetra el pitón, pero no lo que hace dentro. Las imágenes ofrecen pistas fiables, y por ello, todos sin excepción miran con ahínco aquel sangriento evento. Pasada la primera dentellada, se ponen en movimiento.

El jefe de la enfermería de la plaza, siguiendo la tradición, está en el patio de caballos, subido a una empinada escalera. Ángel Hidalgo es un traumatólogo competente que se enorgullece de ocupar ese puesto. No es por la renta, más bien parca, sino por el honor y el prestigio del cargo. Aunque la ubicación es magnífica, no le ofrece vistas del último tramo de la carrera y no ha podido observar la cogida, aunque ha notado el alboroto. Cuando ve a Lentejillo arrastrar su presa hasta el albero, se percata de los motivos del griterío y baja en estampía. Cuando llega, se topa con Miguel y una cuadrilla de mozos de peña que traen al herido. Les hace detenerse y observa al herido con atención. Con los toros toda precaución es poca: un puntazo minúsculo puede delatar importantes lesiones internas. Sin embargo, no es el caso:

– ¡Jesús, menudo boquete tiene este pobre hombre en el abdomen! ¡Rápido!-exclama. Mientras corren, Ángel se quita el pañuelo del cuello, y aplicándolo a la herida, la comprime intentando taponarla.

Una vez dentro, su personal atiende al herido. Ofrecen al cirujano unas gasas. Éste las emplea para prensar la lesión. Sin embargo, no logra cohibir la hemorragia, de modo que introduce su mano derecha por la herida para intentar clampar al tacto la gran vía que está desangrando al hombre.

Los mozos se retiran a la fuerza. Miguel, junto a un miembro de la Policía Foral y un médico de SOS Navarra, permanece en la entrada de la enfermería. Allí brillan dos velas y los colores de los pañuelos de las peñas, diseminados alrededor de una pequeña talla del Santo moreno. Los tres hombres cruzan las miradas, pero no dicen nada. Finalmente, Miguel se rinde y abandona la plaza.

La muerte no suele adjuntar libro de instrucciones. Cuando sienten cerca su apestoso aliento, las gentes quisieran disponer de un protocolo de actuación, algo que les indicara en cada momento cómo comportarse, qué decir, qué sentir. Sin embargo, nada de eso existe. Algunos creen que deben llorar y lo intentan, aunque con distinto éxito. Otros adoptan gestos graves, escrutando en su interior con el ánimo de encontrar una pena más honda, un sentimiento más denso. Muchos llegan a la dulce convicción de que aquello no está pasando. En realidad, nadie debería culparse. La mente casi nunca ofrece tabla a los náufragos que se topan inopinadamente con esta dama de negro. Los médicos y los periodistas son, sin embargo, la excepción. Estos profesionales saben exactamente qué hacer, qué decir y qué pensar. Los sentimientos, si existen, vendrán luego, muy tarde, como las agujas de un reloj con la cuerda rota.

El quirófano está preparado enseguida.

– ¡Monitorizadlo! ¡Mirad si tiene pulso carotídeo! ¡Ana, Héctor, vías de grueso calibre en ambos brazos! ¡Abocath del 14! ¡Moncho, coge el ambú y empieza a ventilar, oxígeno al 100%! Quiero una tensión: ¡ya!

Las órdenes se suceden y se cumplen con primorosa armonía. Como siempre, sólo hay una voz de mando, porque con dos patrones las naves encallan y zozobran, aunque casi no haría falta que alguien emitiese los mensajes, porque el equipo conoce de sobra el protocolo y se halla perfectamente coordinado.

– ¡No hay pulso! ¡Está en asistolia! -confiesa desalentado Fermín.

– ¡Daniel, inicia masaje cardiaco! ¡Rosa, adrenalina! ¡Expansores a chorro! ¡Hay que transfundirle!

– ¿Hago pruebas cruzadas? -pregunta el hematólogo.

– ¡No hay tiempo! ¡Sangre 0!

Tras unos minutos, Ángel ordena:

– Parad el masaje un momento.

– Continúa sin ritmo -le informan.

Moncho comienza a sudar.

– OK ¡Atropina hasta 3 miligramos!

Las instrucciones continúan. Cortos mensajes, seguidos de acciones precisas. Al no iniciado, aquello se le antojaría un completo caos, sin embargo, no es así; impera un protocolo seguido al milímetro.

– Voy a intentar intubarle.

Las maniobras cesan; luego, empiezan de nuevo. Los minutos se suceden sin que el enfermo responda. Alguien pronuncia lo que ninguno desea oír.

– Nada. Sigue sin ritmo.

– ¿Cuánto tiempo llevamos? -pregunta Ángel, que es quien debe tomar la decisión final.

– Quince minutos. En ningún momento ha habido signos de recuperación.

– De acuerdo, paramos la reanimación cardiopulmonar. No se puede hacer más. Anota los datos de la muerte: fallece a las 8 horas y 26 minutos del día 12 de julio. Un nuevo dato para la historia. ¿Qué hemos puesto?

– Cuatro ampollas de adrenalina y tres de atropina. Se han pasado cinco litros de expansores y cristaloides y dos de sangre.

– Bien, anotémoslo en el informe. El forense necesitará el dato. ¡Qué pena!-exclama mientras cubre con una sábana el rostro del hombre corneado-. Es todavía joven este Hemingway para llevar sudario.

La muerte es siempre incómoda compañera, incluso para quien está familiarizado con ella. Si el que se va es joven, la cosa empeora. Y si lo hace por algo tan caprichoso como correr delante de una manada de toros bravos, entonces uno termina lamentándose. Todos los allí presentes son capaces de captar la soberbia esencia de ese juego con la muerte que acontece siete días al año cuando se rompe el alba. Pero ante un nuevo cadáver, vuelven a preguntarse si aquel macabro e irracional juego merece la pena. Son sólo tres minutos frente al resto de tu vida. Jugarte la piel y miles de kilómetros de sentimientos a cambio de soltarte la coleta y ducharte con adrenalina a granel durante 848 metros. Sin embargo, ¿qué sería de Pamplona sin esos ratos? ¿En qué quedarían julio, agosto y hasta enero sin la esperanza de que el espíritu de San Fermín volviera a emigrar a su lecho de Santo Domingo?

Compartiendo aquel silencio, Ana extrae otro cigarro del mismo paquete al que robó el primero. En la puerta de entrada de la enfermería, mirando la plaza de frente, lo enciende sin ningún remordimiento, dejándose acariciar por el característico beso.

– ¡El maldito encierro! -suspira. Es taurina desde niña, pero ante un muerto brotan a borbotones los sentimientos-. ¿Es que no perciben el riesgo al que se enfrentan? Un bicho de 600 kilos no es moco de pavo, y este pobre hombre era obeso y, seguro, estaba bebido. ¡Mira que hay gente estúpida!

Poco a poco, otros miembros del equipo hacen ruedo junto a Ana. Perciben de lejos un rumor de pasos. Siempre ocurre así. Nadie sabe exactamente el sistema por el que se difunde el rumor, pero es más rápido que la pólvora. Sin embargo, no se inmutan. En pocos segundos, el sonido se incrementa: cámaras y micrófonos, libretas y prisas; gentes que barruntan noticias frescas. El policía foral que llegó junto al cogido sale para impedir que la prensa acceda al lugar. Junto a la marabunta, se personan dos efectivos del Cuerpo Nacional de Policía que a duras penas se abren paso. Al ver a la enfermera, desocupada y fumando ávidamente un cigarrillo, se detienen intuyendo lo peor:

– ¿Cómo está el cogido? -preguntan apresurados-. ¿Ha…? -Ana afirma con la cabeza:

– No hemos podido hacer nada -se disculpa, ebria de pena.

Dentro, se suceden hipótesis sobre aquel extraño comportamiento.

– No olía a alcohol -con un chicle en la boca, la voz de Moncho suena desdibujada-: parece más bien intoxicado. El forense dictaminará.

– Desde luego se parecía mucho a Hemingway, el escritor. Gordo, con aspecto de vividor, barba blanca bien cuidada, un rólex en la muñeca izquierda… Me he fijado en las uñas; le han hecho recientemente la manicura…

– Demasiado alcohol, demasiada fama, demasiadas mujeres… Al final, todo eso acaba en lágrimas. Lágrimas a lo Hemingway.

– ¿Sabemos quién era?

– Lo pondrán sus documentos. Cuando venga la policía, nos enteraremos.

Justo cuando el cirujano jefe menciona al laudable Cuerpo, los dos agentes entran en la enfermería.

– ¡Ya estamos aquí, señores! ¿De qué quieren enterarse? -dice el primero, de nombre Galbis.

– ¡Qué rapidez! -ironiza Héctor, observando a un joven rubio y jovial, de pelo cortado a cepillo y nublados ojos grises-. ¡Se rumorea que la caballería llega siempre a vaquero muerto!

– Esta vez así ha sido -sentencia serio el agente-, pero no por culpa nuestra, sino de este furioso toro navarro. ¡Vaya burel más bravo! ¿Está comprobada la muerte?

– ¡Comprobadísima! ¡Pase si quiere y lo verá con sus propios ojos!

– Me temo que ahora tendré que hacerlo, pero antes telefonearé al Juzgado. Hoy es el juez Uranga quien está de guardia. Es muy meticuloso, y quizás quiera personarse.

El teléfono suena insistentemente, pero, al otro lado, nadie responde. Para ganar tiempo, el agente deja puesta la opción de re-llamada automática y entra en el quirófano acompañado del cirujano jefe.

Tras comprobar la documentación, el agente Galbis levanta la sábana que cubre el cuerpo e insiste en su parecido con Hemingway. No es de extrañar: en Pamplona todo el mundo conoce al escritor norteamericano. A lo largo de los años, durante las fiestas en honor al obispo San Fermín, por la capital navarra han pasado ilustres ciudadanos de aquel país. En las paredes de restaurantes, museos y hoteles lucen palmito Charlton Heston, Orson Wells, Ava Gardner, Deborah Kehr o Arthur Miller, pero sólo Ernest Hemingway tiene paseo y escultura. Sólo a Hemingway se le considera de la tierra. Obviamente, el de Chicago también tiene algún bar, que donde su recuerdo esté presente el vino tinto no puede faltar.

Como homenaje local, su rostro -salido de las manos del escultor Luis Sanguino- preside la entrada a la plaza de toros. Ahora el norteamericano no puede correr el encierro, pero desde esa atalaya cada año observa atento la escena. Izado a un lado del Callejón, se halla en lugar sobresaliente para sentir, para vivir una y otra vez el esperado momento.

Ana, vestida aún con su pijama quirúrgico, apurando el cigarrillo, continúa apoyada en la pared de la enfermería, mirando cómo los mozos juegan con las avispadas vaquillas. A la nueva reportera del canal local de televisión no se le escapa el detalle y, al ver sus trazas, se acerca a ella con el micrófono extendido. Naturalmente le acompaña su sombra, con una cámara al hombro. La anestesista se limita a explicar que, en su momento, un parte oficial le facilitará los datos que solicita. Pero la joven no ceja.

– Lo sé, lo sé. Lo retransmitiremos en cuanto salga. Sólo le hago una sencilla pregunta: ¿cómo se encuentra el herido? Si está usted aquí es que no es una cornada de muerte -aventuró.

– Ya le digo que no soy quién para ofrecer a la prensa un parte médico.

– ¡Por favor! ¡Es mi primer trabajo! ¡Necesito una crónica! ¡Sólo tiene que decir un monosílabo! ¡Por favor! El mozo ¿está muy grave? ¿Se encuentra bien?

Ana lo pensó durante unos segundos. Luego, en clave metafísica, contestó:

– Sí, ahora está bien. -Y sin más declaraciones volvió al interior de la enfermería. En breve, comenzarían a llegar los heridos por las aviesas vaquillas.

Le dieron paso en cuanto lo pidió; pasaban 35 minutos de las 8. La simpática reportera, contratada para relatar minuciosamente a los navarros los entresijos de la Fiesta, en directo aseveró, mientras peinaba inconscientemente los flecos de su faja color grana, que el hombre corneado en el callejón se encontraba estable dentro de la gravedad. Después, añadió de su cosecha que la persona en cuestión era extranjera, y que, casi con total seguridad, podía afirmar que disponía de pasaporte norteamericano, si bien otras fuentes, totalmente fidedignas -remarcó con aire profesional-, creían que era ciudadano australiano. La presentadora en cuestión carecía de información, pero había leído que, en ocasiones, un periodista novel puede lograr el éxito de los afamados con sólo ofrecer una primicia, y ésta era una interesante apuesta. Así fue cómo, dejándose llevar por su intuición, la joven optó por lo más verosímil: «¿Qué español en su sano juicio hubiera cometido tamaña estupidez? Si no es de la tierra», se dijo, empleando la aplastante lógica kantiana, «es extranjero. Por probabilidad, pertenecerá a las castas más abundantes: yanquis, canadienses o australianos. Pero el corredor rebosaba kilos, y el sobrepeso es compañero inseparable de la nacionalidad norteamericana. Por otro lado se parecía mucho al escritor Hemingway. Es posible que el hombre estuviera intentando seguir los pasos del escritor… En fin, como dice el refrán: blanco y migado, sopas de leche: es un ciudadano yanqui. Además, está moreno. No rojo cangrejo, no: moreno. Eso significa que tiene dinero fresco. Así que puede ser californiano -ésa es mi primera opción-. Aunque hay muchos mozos morenos que vienen de Australia… De acuerdo, norteamericano o, en su defecto, australiano.» Y así fue como toda Navarra, y por ende el mundo entero, comentó durante quince minutos el rumor, hablilla de buena tinta, de que un nuevo norteamericano había sido cogido en el encierro.

A las nueve menos cuarto de la mañana, el responsable del programa en persona se vio obligado a rectificar. La rubia natural, hermosamente curvilínea, que había sido contratada tras la primera entrevista sin que el director del magazine mirara sus referencias, resultó definitivamente idiota, amén de estrecha y feminista.

«Pese a lo dicho inicialmente», informó a la audiencia el conductor del magazine, impolutamente vestido de blanco y rojo, «el hombre que ha sido empitonado en el encierro de esta mañana no parece pertenecer al cerca de medio millón de extranjeros que incrementan la población pamplonesa en nuestras fiestas. En realidad, esta persona, un varón de cuarenta y cinco años, que responde a las siglas A. M. N., es natural de Cuenca, aunque reside desde hace años en la ciudad de Valladolid, donde ejerce como profesor universitario. Estamos pendientes del parte médico. En el momento en que la comparecencia de los doctores se lleve a cabo, conectaremos con la enfermería de la plaza.» Mientras ofrecía los escasos datos biográficos de que disponía, el presentador recibió una nota de otra de sus ayudantes. Lejos de ofrecérsela con el disimulo esperado, sonrió nada discretamente a la cámara, haciendo volar su rubia y lisa melena. «Queridos espectadores», afirmó el comentarista, «acabamos de recibir malas noticias. Tengo en mi mano», dijo, tratando de parecer afectado por la noticia, «el último parte médico sobre el estado de salud del varón que, como les venimos informando, ha sido empitonado entre el callejón y la arena. Tras la atención prestada, estando ya en estado crítico, el hombre ha fallecido.

»Los magníficos cirujanos de la plaza -como nuestros visitantes recordarán por el reportaje que sobre estos grandes profesionales emitió ayer nuestro Canal- nada han podido hacer por salvar su vida.

»Se trata de don Alejandro Mocciaro catedrático de Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Es posible que a algunos de ustedes les resulte familiar el apellido. En efecto, la sociedad gastronómica Napardi ha entregado este año su galardón: el gallico de oro, a título postumo, a don Niccola Mocciaro, padre del hombre cogido en el encierro. Don Niccola, eminencia del Derecho Penal español, frecuentaba nuestra ciudad y amaba nuestra Fiesta. A su muerte, acaecida hace escasos meses, figuraba como el socio más antiguo de la citada Sociedad Napardi.

»Sí». El comentarista interrumpió de improviso su disertación para llevarse el dedo índice a su oído. Le hablaban por el auricular. «Bien», continuó. «Perdonen la interrupción, pero me comunican que uno de nuestros compañeros tiene junto a sí a Miguel Reta. Como todos sabrán, es uno de los pastores más experimentados del encierro de Pamplona, conocido ampliamente, además, por sus habilidades como recortador. Sin embargo, en esta ocasión es noticia por algo que quizás muchos de ustedes ignoren: Miguel Reta es propietario de la ganadería Alba Reta Guembe, a la que pertenece el toro número 51, de nombre Lentejillo, el suplente que ha sustituido al sexto de la ganadería de Antonio y Eduardo Miura. Me estoy refiriendo, naturalmente, al animal que ha empitonado de muerte a Alejandro Mocciaro.»

Miguel Reta nunca hubiera deseado verse por televisión. Cuando un pastor o un mayoral aparecen en pantalla es porque algo ha salido mal. Se hallaba cabizbajo, cariacontecido. Su rostro había perdido su natural atractivo. Hasta parecía que sus largas y pobladas patillas de torero le quedaran grandes. Desde que su animal empitonara al mozo, no podía arrancarse ese pensamiento del alma. «¡Aquel hombre, desde luego, estaba loco!», pensaba, «pero yo debiera haber sido capaz de detener a Lentejillo. No hubiera podido impedir el primer puntazo, totalmente inopinado, pero quizás sí el segundo. Es posible que si hubiera sido más hábil…»

El pastor de Estella esperaba, junto a la comentarista del canal local, la dichosa conexión cuando el miedo, aderezado con la impotencia y la rabia -los mismos que le inundaron al ver en directo aquellos puntazos-, afloró nuevamente. Anuncios de espárragos, pimientos del piquillo y vino navarro se sucedían en el monitor que tenían delante. La periodista -que esperaba turno para entrar en directo- se dio media vuelta para que le retocasen el maquillaje, dejándole solo por un momento.

Miguel cerró los ojos, recordando sin querer. ¡Cuántas veces había admirado el rebarbo de Lentejillo! ¡Cuántas su noble estampa y su inteligencia!

Las lágrimas se agolpaban en una larga fila, pidiendo paso. Ni pudo ni quiso contenerlas. Dejando atrás las cámaras, se marchó en silencio en dirección a la plaza. Su trabajo no había acabado: tenía que prepararse para el apartado. En el camino, un brazo -el de Antonio Miura- pasó sobre sus hombros. El ganadero de Sevilla había visto la cogida y el ensañamiento del toro desde el callejón. Intuyó cómo se sentía el pastor, y tratando de darle ánimos, le apretó fuertemente sin decir nada. Tras tan providencial encuentro, el ánimo de Miguel se recuperó levemente. Antonio Miura sabía lo que pasaba el navarro, pues su ganadería había provocado bastantes muertes. Olía su rabia, palpaba su impotencia, pero a ambos el afán por proteger la Fiesta les hacía seguir, pese a roer el dolor guardado en el alma: un dolor que siempre aletearía en permanente marejada de sentimientos.

Una llamada detuvo su marcha. Ambos se volvieron. De la caseta de Televisión Española emergió un rumor cercano. En el acto lo reconocieron: era la voz del encierro que se encaminaba a su tertulia taurina. Resultaban innecesarias las palabras, sólo dos sentidos abrazos. Palmadas sinceras de pésame.

Los tres ciñeron hacia la plaza, como si el viento hinchase sus velas sin remedio, obligándoles a retornar a su puerto natural. Un trío de goletas, virando al viento, que sólo sabrán fondear en una ensenada de arena blanca y toro negro. Juntos pasaron ante la estatua de Hemingway que, aunque siente, también calla. Cuando ha visto llegar a Lentejillo, un escalofrío ha recorrido su cuerpo de bronce.

Sangre en el encierro

Dos hombres pasaron por la calle. El camarero les preguntó algo a gritos. Los dos hombres tenían un aspecto grave y serio. Uno de ellos movió la cabeza con gesto pesimista.

– ¡Muerto! -fue lo único que dijo…

El camarero volvió junto a mi mesa.

– ¿Lo ha oído? Muerto. Atravesado por un cuerno.

Todo un pasatiempo mañanero.

Es muy flamenco.

Ernest Hemingway,

Fiesta, Cap. XVII

Y del aparato negro emergió un sonido lacerante que se enseñoreó de nuevo de la habitación. La secretaria del Juzgado respiró hondo, tratando de mostrar un aplomo del que carecía. En su hastío, sospechaba que aquel armatoste estaba allí con el único propósito de hacer que por fin claudicara y pidiera la jubilación. Sólo tuvo que poner los pies en aquella oficina, rayando las 7, para que el complot se iniciara y el teléfono empezara con sus monsergas. Ni siquiera había podido ver la retransmisión del encierro. Pasadas las 8 y media, aquel rítmico retumbo había acabado con su paciencia. Su ánimo, de por sí menudo, se había desmoronado como una torre de naipes. Cansada, casi harta, decidió dejarlo sonar unos minutos. Mientras tanto, iría en busca de un café. El aparato dejó de sonar unos instantes, y volvió a la carga, pero en aquella oficina ya no había nadie.

Al otro lado de la línea, el agente Galbis, llamando desde la enfermería de la plaza, se extrañó de no recibir respuesta. Era imposible que no hubiera nadie. «Quizás», se dijo, intentando justificar aquella ausencia, «he llamado en un momento especialmente agitado.» No sería de extrañar. La densidad de asuntos que los juzgados tratan en un día cualquiera de las fiestas en honor al obispo San Fermín es aterradora. En los escasos metros cuadrados que circundan el despacho del juez de Guardia, se aglomeran docenas y docenas de caras de todos los colores, razas y nacionalidades, con una única, pero sutil, coincidencia: el pertenecer a la familia criminal.

El juez Uranga retornaba de la cafetería con un pastelillo de crema en la mano cuando se topó con la secretaria, que iba en sentido puesto. Con cara de pocos amigos, la mujer le explicó que el teléfono no paraba de sonar, que estaba harta y que iba a tomarse un café tranquilamente. Él no opuso resistencia. ¿Qué podía decir? Su secretaria, que era un manojo de nervios encerrados en 40 kilos, era incapaz de soportar la tensión de los juzgados de Guardia. Él, por el contrario, era extremadamente pacífico… y padecía sobrepeso. A algunos, como su secretaria, el estrés les impedía probar bocado, de modo que cada vez se les veía más flacos y demacrados. El juez Uranga, por el contrario, amagaba la agitación exterior manteniendo el estómago permanentemente ocupado. Cada guardia en día festivo engordaba un par de kilos. Luego, al retornar el sosiego, los perdía, aunque no enseguida ni totalmente. Salvo por el rotundo flotador de la cintura, el cuerpo del juez no era grueso, y su cara pecosa y su fina barba le conferían un aspecto juvenil, casi desenfadado. Los delincuentes solían confundir en la primera entrevista su jovialidad con blandura. Pronto se retractaban: era un hombre de férrea disciplina, y conocía perfectamente su campo de trabajo: la ley. Uranga tenía cincuenta y un años y desde hacía diecisiete ejercía en Pamplona. Amén de ganar peso, con los años había ido creciendo en experiencia, subiendo en el escalafón y granjeándose la estima de todos. Contestó personalmente, cosa que otros muchos colegas nunca hubieran hecho. El agente Galbis se alegró de hablar directamente con el juez.

– Señoría, al habla el agente Galbis. Le llamo desde la enfermería de la plaza de toros.

– Buenos días -respondió-. Supongo que no estará en el ruedo para correr delante de las vaquillas.

– No precisamente, señor juez. Estoy aquí porque en los quirófanos se halla el cadáver del hombre que ha sido empitonado en el encierro. ¿Señor juez…? ¿Señor?

Repitió el mensaje hasta cerciorarse de que el juez había captado su contenido. Pronto se percató de que, aunque no respondiera, su interlocutor sí que le oía. Se había quedado momentáneamente mudo por la sorpresa.

Cuando el juez Uranga llegó a su despacho, sabía fehacientemente que no le aguardaba una jornada sencilla. Esperaba robos, atracos, ataques a la propiedad pública… Entraba dentro de lo posible que llegaran partes de lesiones y alguna denuncia por intento de violación, pero entre sus perspectivas no estaba una muerte violenta en el encierro. Aunque la Fiesta resultaba tremendamente peligrosa, las muertes en el encierro, gracias a Dios, y a las insistentes peticiones de amparo procedentes de su ministro San Fermín, resultaban totalmente excepcionales.

– ¿Un muerto por asta de toro? ¡Qué horror! ¿Cómo ha sido? ¿Dónde? A nosotros los asuntos acumulados nos han impedido ver la retransmisión: llevamos despachando temas sin parar desde las 7. ¿Ha habido otros heridos?

– Uno de los toros, el suplente, le ha empitonado en el callejón y le ha arrastrado hasta la arena. Los médicos de la plaza no han podido hacer nada para salvarle. El mismo toro ha herido a un agente de la Policía Municipal que intentó auxiliar al que luego ha fallecido. Creo que no ha habido más incidentes que destacar.

– Es una pena que estas cosas se repitan, siempre la misma cadencia, siempre en el callejón…

– Pero esta vez ha sido diferente. No ha sido el toro el que ha aprovechado un error del corredor, es como si éste hubiera ido en busca del asta. En fin, no sé explicarlo bien… Espero que pueda ver la retransmisión de las imágenes y ellas hablen por sí mismas. Y en vista de estos hechos, le formulo la pregunta de rigor: ¿va usted a personarse? ¿Quiere que le esperemos?

– ¿Cómo? ¿Ir a la plaza? ¡No! Es imposible, no se imagina el estado de los Juzgados. ¡Hasta mi secretaria, que lleva poco más de una hora en su puesto, ya se ha derrumbado! Delego en ustedes el levantamiento del cadáver. Tomen algunas fotos, hablen con la gente… En fin, no le voy a explicar cómo hacer su trabajo. Cuando concluyan, preparen el traslado del cuerpo al Instituto de Medicina Legal. Nos encargaremos de avisar al forense.

»Otra cosa, agente Galbis -una luz de alerta se había encendido en la mente del magistrado-, ¿sabemos ya la nacionalidad del occiso? ¡Espero que no sea norteamericano!

– No, señoría. Según sus documentos, el fallecido es español. De todos modos, tenemos que comprobarlo cotejando sus huellas con la base de datos.

– De acuerdo. Cuando corroboren la identidad del fallecido, por favor, llámenme.

– Así lo haremos, señoría. ¡Ale, y a tener buena guardia! -le deseó el policía con sarcasmo.

– ¿Buena guardia? ¿Me está usted queriendo decir que tiene alguna hada madrina de sobra? -interpeló el juez-. Me vendría bien un ejemplar de esa especie, le pediría que transformase a los delincuentes en calabazas.

– No, señoría, de ese tipo de señoras no tengo. Lo más que puedo ofrecerle es a mi adorada suegra, que es una meiga declarada: ¡A mí me hizo un mal de ojo nada más verme, y desde entonces me entran diarreas cuando llevo la contraria a mi mujer!

– ¡Es sorprendente que alguien mantenga el buen humor! -agradeció el juez entre risas ahogadas-. Espero su llamada con la identificación.

– ¡Se lo ha tomado a risa! -dijo en voz alta el agente Galbis, pegado al teléfono aunque acaba de colgar-. ¡Un día le envío a mi suegra por correo certificado para que la vea!

La sesión fotográfica consume varios minutos. Los agentes hacen diversas tomas, intentando cubrir todos los ángulos. Un miembro de SOS Navarra se adelanta con el fin de preparar el traslado del cuerpo hasta la morgue. Tras la batería de flashes y el archivo de las pruebas, todos los extraños abandonan el lugar.

Practicar la autopsia en casos de muerte violenta o sospechosa es una de las competencias de un médico forense. En muchas ocasiones, quizás en la mayoría, es cuestión de puro trámite, aunque no por ello la acción en sí misma sea más laxa ni requiera de menor tiempo de ejecución. En realidad, los ciudadanos de a pie se sorprenderían de los porcentajes de muertes que acaecen fuera de los recintos hospitalarios y en circunstancias que ni tan siquiera el propio difunto hubiera imaginado como causa factible de su muerte.

A Ramiro Gómez le ha tocado la guardia del 12 de julio. Es una guardia localizada a través de un busca de larga distancia, por ello, cuando éste suena a las 9 menos 10 de la mañana, está en su domicilio y aún duerme. La noche anterior había empezado en el restaurante Europa, donde los hermanos Idoate habían preparado una magnífica cena a base de pochas, ajoarriero con bogavante y torrijas con puré de manzana. A la cena, regada con un vino de la tierra, le siguieron los fuegos artificiales, una vueltecita por las barracas y por el Casino… La fiesta acabó, ciertamente, pero ¿quién sabe cuándo?

Pese a que ha descansado muy poco, a Ramiro no le ha hecho falta más que el primer toque de su busca. Aunque suele dormir profundamente, el saber que su localizador está encendido le mantiene en una permanente tensión. Sus gestos, iluminados por la amarillenta luz de la lámpara de la mesilla de noche, no mostraron sorpresa cuando, ya por teléfono, recibió la noticia. Por una de esas intuiciones inexplicables, sabía que pasaría algo extraño. No esperaba una cogida, sino un accidente fuera de lo común, sin embargo no se sorprendió. Sus percepciones no solían ser muy precisas.

Ramiro prometió al juez Uranga que iría de inmediato, pero se entretuvo recabando datos de los cirujanos de la plaza, mirando una y otra vez las imágenes que emitía el canal de televisión y dejándose abrazar largamente por el calor de la ducha. Cuando estuvo preparado para marcharse, eran ya cerca de las 9 y cuarto.

Tras posar los labios en su frente, depositando allí un cariñoso beso, Ramiro susurró suavemente al oído de su esposa:

– ¡Chiqui! ¿Estás despierta?

– ¡Estoy segura de que no! -respondió ella, mientras se ponía en pie. El hombre es un ser rutinario por naturaleza. Si su esposo no le hubiera frenado, habría ido directa, automáticamente, a encender el interruptor de la cafetera.

– ¡No te levantes! ¡Hoy es domingo! -argumentó Ramiro, mientras cubría nuevamente a su esposa. Las sábanas eran de hilo fino teñido en color rosa pálido. En ellas su suegra se había dedicado a plantar cursilísimas letras góticas. Naturalmente las iniciales bordadas correspondían a su esposa. Una vez se armó de valor y preguntó a su querida madre política el porqué de aquella curiosa costumbre. La respuesta fue contundente: «Ah, hijo, no te creas que es por ti, que eres buen chico. Pero mira, para empezar las mujeres somos más longevas; sin ir más lejos, yo me he casado tres veces. Además hay algunos caballeros que, a partir de cierta edad, y habitualmente tras cruzarse por el camino una veinteañera, se empeñan en incumplir las sagradas promesas que hicieron ante el altar. Así pues, ante la alta posibilidad de tener que deshacer las iniciales del cónyuge y volverlas a bordar con otras distintas, más vale poner sólo unas. En este caso, las de tu mujer, que es mi hija. En el caso de mi hijo Ramón, he bordado las de él, obviamente: hoy el comportamiento de algunas mujeres deja mucho que desear. ¡Más vale prevenir que bordar!»

– ¿Qué hora es? -preguntó Chiqui, sacando a su marido del ensimismamiento en el que le habían sumido aquellas sábanas rosa pálido-. ¡Tengo la sensación de que me acabo de dormir!

– Es pronto, como las 9 y cuarto. Pero, como te dije, estoy de guardia. Una buena guardia: me llaman del Juzgado. He de practicar una autopsia: al parecer, ha habido un cogido en el encierro.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Chiqui medio dormida-. Esos turistas deberían saber que esta Fiesta es verdaderamente peligrosa -concluyó, dando por sentado que el cogido era un corredor extranjero.

– Sí, claro. Muy peligrosa. Te llamo cuando acabe. ¡Sigue durmiendo!

– De acuerdo… ¡Espera! ¿Has dicho que son las 9 y cuarto? Entonces es probable que hayas acabado a la hora del almuerzo. ¡Te haré una buena paella para cuando vuelvas! -ofreció.

– ¡Ni se te ocurra, ya comimos bastante ayer! Haz algo suave: verdura a la plancha, fruta. En fin, lo que quieras, pero ligero y en pequeña cantidad.

Ella no le respondió. En un santiamén había vuelto a sumergirse en su sueño. Oyendo su respiración, él abandonó su domicilio.

Ramiro Gómez adoraba a su mujer casi tanto como ella le quería a él, pero nada más alejarse del dormitorio, que ambos compartían desde hace doce años, se concentró plenamente en la escueta información que el juez le había facilitado por teléfono, la que él mismo había recabado del personal de la plaza y las imágenes que había podido ver en televisión. El origen del fallecimiento parecía claro. El hombre en cuestión había sufrido una cornada en el abdomen con doble trayectoria: una comprometiendo el lóbulo hepático izquierdo -herida mortal por necesidad-, y otra ascendente que, con bastante probabilidad, había causado una dilaceración de la aorta abdominal o de algún otro gran vaso. Sin embargo, por lo que había logrado captar en la retransmisión de la cogida, el forense no veía demasiado claras las circunstancias de la muerte. Si tuviera con quién, apostaría que el mozo había consumido estupefacientes a granel. En fin, en cuanto llegara a la morgue haría un primer análisis.

El médico miró su reloj. Se le había hecho tarde. Dudó unos momentos, pero finalmente desechó la idea del taxi. Tardaría más en venir a buscarle que él en llegar andando…

Ramiro había nacido en Gijón, pero su esposa Leyre, a la que todos conocían como Chiqui por su pequeña estatura y su cara aniñada, era pamplonesa. No era una pamplonesa cualquiera, no: pertenecía a ese corto y selecto clan que tiene a bien denominarse de Pamplona de toda la vida. Esa afiliación que comienza por natura en los individuos con antepasados de probada raigambre navarra, ocupantes de sobresalientes puestos en la Comunidad, continúa de por vida: un nacido en la Pamplona de toda la vida siente, vive, comulga, se conmueve con todo un conjunto de costumbres y usos, tradiciones y leyendas, mitos y realidades. Más o menos racionales, más o menos románticas, ancestrales o con pocas décadas de antigüedad, eso no siempre importa si los pertenecientes al envidiado club las han identificado netamente como suyas. Ramiro no podía identificar todos los rasgos de tal naturaleza que caracterizaban a su esposa, aunque sabía a ciencia cierta que Chiqui poseía uno de ellos, uno notable: él se había resistido todo lo que había podido, pero en cada traslado de domicilio se iba alejando más de su lugar de trabajo al tiempo que se aproximaba más al centro de la capital navarra. Sí, vivir en el meollo de la Pamplona de toda la vida era para su esposa verdaderamente importante. De momento habían abandonado la cómoda avenida de Pío XII, desde la que Ramiro empleaba cinco minutos en llegar a su despacho, y vivían en una casa alquilada en el paseo de Sarasate, donde, en periodo de Fiestas, era rigurosamente imposible dormir, y desde la que tardaba más de media hora.

Como hacía cuando pensaba, el forense marchaba a buen ritmo. El sol calentaba con fuerza, no quedaba rastro del aguacero matutino. Una masa compacta, teñida de blanco y rojo, impregnaba las calles cuando se dirigía al Instituto Anatómico Forense. Eran mozos y mozas de todas las edades que retornaban al hogar tras el encierro. Algunos llevaban toda la noche de francachela, y anhelaban una buena ducha y unas sábanas limpias. Otros muchos, que no tenían la suerte de residir en Pamplona o de disponer de hospedaje, tendrían que conformarse con un saco de dormir en algún jardín. Los que corrían el encierro por vocación habían dormido en casa y se habían acostado temprano. Para ellos, empezaba de nuevo el día: naturalmente, tratándose de Pamplona, comenzaban comiendo.

La mayoría de la prensa, suponiendo que la víctima del encierro estaría en los servicios de emergencia, había tomado la puerta principal y los aledaños del Hospital de Navarra. No obstante, algunos periodistas habían sido más listos que sus compañeros y hacían guardia en el pabellón F, donde estaba la morgue.

Cuando entró en los jardines para dirigirse a su lugar de trabajo, Ramiro vio desde lejos el tumulto. No obstante, nadie le abordó. Ir vestido de pamplónica le hacía pasar desapercibido.

Respiró hondo antes de entrar en el Instituto Anatómico Forense. Por rasgo de especie, el ser humano tiene una capacidad casi infinita de adaptación a las circunstancias, favorables o adversas, que le depara el destino. El forense lo había experimentado en su propia persona. Tras firmar decenas de autopsias, creía haberse acostumbrado a casi todo. Había visto cadáveres carbonizados, mujeres con rostros machacados con bates de béisbol, violaciones con monstruoso ensañamiento, mutilaciones, hasta un niño recién nacido ahogado por una abuela que había puesto demasiadas esperanzas en la rubia melena de su hija… Sin embargo, una vez más, como siempre, volvió a sentir ese escalofrío. No le importaba ver un nuevo cadáver. Tampoco le impresionaría pesar el corazón, retirar el cerebro o separar alguna sección de la piel. Podría hacer todo aquello con los ojos cerrados. No se trataba de eso. Lo que a Ramiro le llamaba la atención cada vez que se veía obligado a analizar un cuerpo muerto era la grandísima diferencia existente entre una persona que alienta y el rastro que deja cuando el alma le abandona. «¡Tanto somos y, al mismo tiempo, tan poco! La máquina más perfecta jamás creada y, probablemente, una de las más débiles. Todos distintos; todos con igual destino.» Algún día él sería el cadáver: un accidente de coche, quizás un cáncer por el tabaco, que no consigue dejar; con suerte, anciano y en su cama. Prefirió no pensar mucho en ello. Había que continuar viviendo. Acaso dentro de unas horas, concluida esta autopsia, se viera subiendo en la noria con su hija, tocada su mirada de ilusión; quizás se olvidara de todo comiendo paella con su esposa. Sonrió al pensar en ello: estaba seguro de que Chiqui, en su obsesión -muy navarra- porque en su presencia nadie pasara hambre, no pondría verdura, sino un buen plato de paella y un excelente postre. Sí, la vida había de seguir. Para ello hacía falta separarse de aquella visión tan lúgubre, alejarse del sombrío destino de la vida. Necesitaba, así, humanizarse. Hablar de toros y fútbol mientras observaba la herida abierta; comentar el encierro al tiempo que abría el blancuzco cráneo del joven. Respiró hondo, entró con paso decidido y cambió su traje blanco y rojo por un pijama quirúrgico, bata y delantal. Vestido de esta guisa, Ramiro entró en la sala de autopsias. Su ayudante habitual ya le esperaba.

– ¡Hola, jefe! ¡Ya ve cómo se nos ha estropeado el día! -saludó el joven, mirando al forense, como siempre impecablemente engominado y oliendo fuertemente a colonia.

– ¡Kepa! ¡Vaya cambio! ¿Qué ha pasado con tus rastas?

– ¡Renovarse o morir, jefe!

– Pues ya metido en materia, deberías haber optado por el rojo. Al fin y al cabo, estamos en sanfermines -afirmó el forense, mientras observaba con estupor los cabellos de su joven ayudante: mitad fucsia, mitad blanco.

– No crea que no lo he pensado, pero a mi chica no le gusta el rojo. Dice que es un color muy violento; y como vamos iguales…

– Un color violento…

– Sí, eso dice ella.

– Por lo que veo, el siglo XXI no ha cambiado nada.

– ¿A qué se refiere, jefe?

– Siguen mandando las mujeres.

– Eso sí es verdad -aceptó el joven.

– Bien, empecemos. Voy a lavarme; pásame unos guantes, por favor -pidió el forense, cruzando la sala y mirando de reojo hacia la zona central.

En la mesa de acero inoxidable, construida ex profeso en forma de L, todo estaba preparado. En el lado más largo, que sobrepasaba los dos metros, se hallaba ya el cadáver. Para facilitar la labor del médico forense, el metal estaba dotado de una ligera inclinación y una conexión directa con un sumidero.

El cuerpo estaba situado en decúbito supino, de modo que Ramiro se encontró directamente con una faz a la que había abandonado el color y un grueso cuerpo que ya no serviría para ningún gozo. El cadáver estaba semidesnudo. La camisa y los pantalones estaban rajados: seguramente los cirujanos de la plaza se habían visto obligados a cortar la ropa. Un pie estaba cubierto con una alpargata tradicional, el otro no llevaba nada.

En el lado más corto de la camilla se acumulaba el material necesario para la autopsia, perfectamente clasificado.

– ¿Hora del deceso?

– Según el parte que firma el cirujano de la plaza, la muerte tuvo lugar a las 8 horas y 26 minutos de hoy. Le han puesto adrenalina, atropina, sangre… En fin, lo de siempre. Lo único nuevo es que tengamos que hacer con tanta premura la autopsia. Supongo que no querrán enturbiar el resto de la Fiestas. En los sanfermines, los cadáveres cuanto más lejos mejor.

– ¡No te engañes, Kepa! Eso ocurre en los sanfermines y en cualquier otro momento. Los humanos somos seres curiosos.

– No sé por dónde va, jefe. ¿Qué tenemos de curioso?

– ¡Todo! Verás, no sabemos si viviremos mañana, pero hacemos minuciosos planes para ese día. Sin embargo, lo único que sabemos con certeza (que nos vamos a morir) tratamos de olvidarlo. Por ejemplo, acostumbramos a situar los cementerios lejos de los núcleos de población. Nos decimos a nosotros mismos que es por motivos higiénicos, pero la realidad es que no queremos verlos. Al final, lo que hay es miedo. Sí, miedo a nuestra naturaleza, seres mortales. Sentimos pavor ante nuestro destino, recelo ante el territorio desconocido donde luego habitaremos. Nos producen espanto las ignotas reglas que gobernarán esa nueva sociedad donde viviremos inexorablemente pero que, de momento, nos es ajena. ¿Qué hay en el cielo, qué en el infierno? ¿Qué haremos allí, qué comeremos? ¿Quién mandará, qué haremos durante toda la eternidad…?

»Sabemos que el momento nos llegará, pero vivimos como si esa realidad no tuviera ninguna relación con nuestra rutina diaria. La muerte es para nosotros semejante a un precipicio escondido en una carretera plagada de curvas y cambios de rasante. Desconociendo el lugar exacto, y yendo a cien por hora, resulta, imposible frenar a tiempo y retrasar, así, el momento. De modo que concluimos que es preferible no pensar en ello. Ya sabes, ¡goza cuanto puedas que no sabes si será la última vez!

– ¿Ha dormido poco, jefe? Esos pensamientos tan negativos son producto de la falta de sueño. Es lo que dice mi novia, que de eso entiende: ha hecho un curso de control mental y practica el yoga cada noche.

– Si tu novia lo dice… -Y sin solución de continuidad, el filósofo volvió a su labor de forense-: ¿Asistolia?

– En efecto -respondió sin inmutarse el ayudante de sala.

– Bien. Prepara la grabadora. Mientras, yo iré retirando sus pertenencias.

– Las que traía fuera del cuerpo las tiene ahí -informó Kepa, mientras se colocaba unas lentes en los ojos. Eran de color zanahoria con motas blancas, y aunque esperaba algún comentario jocoso del forense, éste tenía ya la mente puesta en el trabajo y no se fijó.

Ambos inclinaron la espalda al unísono para contemplar los objetos personales del finado que Kepa había depositado sobre el lateral de la mesa.

– A la hora de su muerte, el hombre llevaba una cartera marca Loewe, conteniendo carné de conducir y documento de identidad. Según ambos documentos, el fallecido respondía al nombre de Alejandro Mocciaro y Niccolis, nacido en Cuenca el 26 de febrero del año 1959. Profesión: abogado. Domicilio: calle Doctrinos 14, Valladolid.

– Llevaba bastante dinero, jefe. Si no cuento mal, 2.590 euros. ¡Caray! ¡Cuatro billetes de 500! ¡Creo que nunca había visto uno de éstos! ¡Vaya color violeta que han escogido: es horrendo!

– Sí, no está muy logrado. Sin embargo, en este caso el valor y no el color es lo importante.

– En eso le doy la razón… Cuatro billetes de 100; tres de 50 y dos de 20 -siguió listando el ayudante del forense-. Ni una sola moneda, jefe. Este será de los que deja toda la calderilla de propina. No llevaba llaves de coche ni otros objetos, salvo el llavín de la habitación del hotel.

– De acuerdo, sigamos. Lee en voz alta el parte del cirujano de la plaza, por favor -pidió el forense.

Mientras su ayudante leía el informe de la enfermería de la plaza de toros, Ramiro contempló el cadáver. El cuerpo, que tenía un gran agujero en el abdomen, estaba tremendamente pálido, como correspondía a una muerte por hemorragia masiva. Por la posición, la sangre y fluidos habían quedado depositados en la espalda y la cara interna de las extremidades. El forense, ayudado por unas tijeras, retiró los restos del pantalón y del calzoncillo y los examinó.

– El bolsillo derecho del pantalón contiene una carta -sonó la voz del forense-. Parece una convocatoria. Sí, procede de un despacho pamplonés y señala algunas cuestiones acerca de un testamento. Nada más. La meto en una bolsa de plástico. En el bolsillo izquierdo, San Fermín.

– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir con eso de que lleva a San Fermín en el bolsillo? -preguntó Kepa extrañado-. Igual es que era católico.

– ¿Y tú te llamas navarro? ¡Yo, que soy de Gijón, conozco mejor la tradición que tú! ¡Escucha y aprende, pamplónica! -dijo con socarrona ironía-: Lo que lleva es una de esas pequeñas tallas en plástico que venden por dos cuartos los avispados de los tenderetes. Las llevan muchos de los mozos que se disponen a correr el encierro en señal de respeto al Arbitro de la carrera. Y que yo sepa, siguen la tradición los católicos, los no católicos y hasta los ateos, por sí acaso. ¡Ah, San Fermín! ¡El Santo moreno! Si levantaras la cabeza, ¿qué nos dirías? -concluye el médico.

– Pues, sin duda, que los mejores los miuras -afirmó el ayudante-, taurino de sol.

Ambos se rieron ante la ocurrencia, mientras continuaban con su trabajo.

– Aunque rasgado, el pantalón ha aguantado bien las embestidas del toro. Será de una buena marca. Vamos a ver… Sí, tanto el pantalón como la ropa interior están firmados por Ermenegildo Zegna.

– Pues a ése no le conoce ni su padre -protestó el ayudante.

– Has de saber que es una marca estupenda, desmesuradamente cara.

– ¡Ah! En ese caso, será una marca de pijos que yo no conozco -se excusó Kepa.

– En la muñeca izquierda, el finado tiene un rólex de acero y oro. No lleva más adornos ni otros objetos. Vayamos al examen físico.

Tras las consabidas mediciones, el forense dictó: «El cuerpo mide 1 metro y 92 centímetros y pesa 121 kilos. En su masa corporal se ha ido acumulando bastante grasa, aunque su altura lo disimula. Su pelo rubio, ya muy blanquecino, parece natural. Era miope, y cubría sus ojos azules con sendas lentillas. Presenta varias cicatrices antiguas, probablemente de juegos infantiles, y un amplio moratón, reciente, en el glúteo derecho…»

Ramiro se detuvo y lo volvió a examinar. Satisfecho, continuó diciendo:

«Con toda probabilidad, el hematoma está relacionado con un pequeño orificio en el pantalón y en la ropa interior, ambos ligeramente ensangrentados. La perforación está producida por un objeto punzante fino, probablemente una aguja.

»El muerto está tatuado en el muslo izquierdo, a la altura de la pelvis, con una pequeña flor de lis. Por el enrojecimiento de la piel en los bordes, presupongo que es reciente. Además, parece que hay marcas debajo. Quizás tratara de borrar un dibujo anterior.»

– No esperaba este tatuaje -confesó el médico, mientras detenía la grabación-. Aunque, por la localización, será una cuestión más personal que decorativa.

– Personal… Supongo que querrá decir sexual -pinchó Kepa, quien llevaba dos en sitios parecidos.

– Sí, en efecto, eso quería decir.

– No tiene mayor importancia, son cosas que ocurren en una noche loca -explicó el joven pensando que, por la edad, el forense sería un carroza pintado a la antigua.

– ¿Una noche loca? ¡Querrás decir una en que estás colocado! En una noche de esas que dices, te pones un piercing en el ombligo o te colocas un aro en la oreja. Pero un tatuaje lleva su tiempo y, además, éste es de calidad. Pongamos que ha costado en tiempo una hora larga -calculó el médico-. Mientras ha sido realizado, este hombre ha estado en pelotas. Eso no se hace así en una noche loca.

Kepa no respondió, sabía que nunca se pondrían de acuerdo, pero señaló:

– ¿Ha visto el motivo, jefe?

– Pues claro que lo he visto: es una flor de lis. La de los mosqueteros…

– Pues es un dibujo bastante raro. Al menos no es de los que se ven…

– Este es un país libre. Supongo que cada uno se pondrá el tatuaje que quiera.

– ¿Y qué tendrá que ver en esto la libertad? Lo del tatuaje es una moda. Como dice mi chica, las modas unifican a un grupo sexual.

– Un día de éstos me vas a tener que presentar a ese pozo de sabiduría que llamas novia.

– Cuando quiera, jefe. Aunque no es su tipo, seguro que hacen buenas migas.

– Eso es indiscutible, ¡me encantará! Procedamos… Pero antes de iniciar más exámenes, deja pasar a la policía. Que vayan avanzando su trabajo.

Mientras el primer agente tomaba la huella del índice derecho al cadáver para certificar la identificación ofrecida por los documentos, el segundo recogía los objetos del finado: serían depositados en el Juzgado por si pudieran constituir evidencias importantes en el esclarecimiento de los hechos.

Los miembros del Cuerpo de Policía permanecieron poco tiempo allí. A nadie le gusta cultivar la amistad de los muertos.

Retirados los agentes, el auxiliar de autopsia fotografió el cuerpo: las heridas producidas por el asta del toro, las raspaduras y demás contusiones y, también, la pequeña incisión localizada en el glúteo. Sin entorpecer el trabajo de su ayudante, Ramiro fue examinando los orificios naturales. Enseguida surgió el tema del encierro. Ambos charlaron animosamente, sin abandonar en ningún momento la tarea que tenían entre manos. Les ocuparía bastante tiempo, el que emplearan en analizar cada lesión, fijando desde la localización anatómica, el tamaño, forma o color, hasta la trayectoria u otras características: pelos, bordes de las uñas, fibras, barro, polvo y fluidos corporales serían recabados por interés criminalístico. Allí mismo hicieron los primeros análisis con las muestras de orina, donde tóxicos y drogas de abuso se acumulaban en mayor cantidad. Los resultados eran provisionales y no podían presentarse como pruebas ante un tribunal, sin embargo ofrecían a la policía indicios inmediatos con una fiabilidad suficiente. Mientras Ramiro abordaba el análisis de las visceras, comenzando por el cerebro, su ayudante inició el estudio de la orina.

– Positivo en cocaína -informó Kepa.

– Es posible que eso explique el raro comportamiento del individuo en el encierro, aunque no lo creo -especuló el forense.

– Yo no soy especialista, pero opino lo mismo que usted. Este tío tenía money.

– Viendo las pertenencias del finado y su aspecto, supongo que no será la primera vez que prueba esa sustancia. Los análisis de sangre nos darán datos más precisos, aunque tengamos que esperar 48 horas. El estudio del cabello nos informará de si era consumidor habitual.

La música de Antonin Dvorak sonaba en la sala. La Sinfonía del Nuevo Mundo llegó a su punto culminante. Ramiro se detuvo, cerró los ojos y se movió al son de los compases, sierra eléctrica en mano. Su ayudante le miraba escéptico. A él le gustaba Estopa, pero claro, tenía veinte años menos. Cuando el bohemio cuarto movimiento concluyó, Ramiro escuchó las notas grabadas durante la operación, y luego comenzó el dictado final de su informe. Quedó satisfecho de su trabajo, se quitó el delantal y la bata, y ataviado con su pijama quirúrgico azul cielo, salió a hablar con los agentes.

Galbis aguardaba pacientemente en el vestíbulo de la sala de autopsias. No pensaba en nada, sólo estaba cansado. Quería que le dijeran que en aquel cadáver no había nada anormal; así saldría de allí contento. Sin embargo, intuyó que no iba a tener suerte.

– ¡Señor! -saludó al ver al forense.

– Venga conmigo, agente, hablaremos en mi despacho. ¿Quiere un café?

– Tanto estómago no tengo, doctor -confesó. Cuando había entrado en la sala de autopsias y había visto lo que allí había, se le habían revuelto las tripas, sobre todo por el olor. Galbis procuraba no pensar en ello. Se sobrepuso como mejor podía y contestó con voz amable-. Un café no, pero yo le puedo ofrecer una caramelo sin azúcar si le apetece.

– Pues no le digo que no, mire. Tengo la boca seca. -Mientras hablaban, ambos se dirigieron al despacho principal siguiendo un largo y blanco pasillo.

– Dígame, ¿quiere que llamemos al juzgado?

– Me temo que sí -respondió el médico forense-. Desde luego este hombre ha muerto a consecuencia de una cornada con doble trayectoria que le ha seccionado el hígado y afectado la aorta. En resumen: se ha desangrado. Sin embargo, el screening primario de orina que hemos realizado para el despistaje da positivo en cocaína. No descartaría que en el análisis de sangre se encontrara una buena concentración de esa sustancia o de alguna otra droga. Ahora pondré sobre papel el informe e iré al Juzgado. Si quiere, vaya usted adelantándose y ponga a su señoría en antecedentes.

– Muy bien, como quiera. -El agente Galbis no replicó. Estaba acostumbrado a obedecer; además tenía en alta estima a este forense: era muy preciso y muy meticuloso, amén de respetuoso con las Fuerzas de Seguridad.

– ¿Hay familiares?

– En realidad, el fallecido estaba en Pamplona con una hermana. En el hotel La Perla nos han facilitado un móvil. Estamos intentando localizarla. En cuanto llegue, le avisaré.

– Ya sabe que, como siempre, estoy a su disposición.

– Gracias, doctor, lo sabemos. Hablaré con el juez y luego veremos.

Cuando iba a salir, entró en el despacho el director administrativo del hospital. Llevaba sólo nueve meses en el cargo, y éstos eran sus primeros sanfermines. Sin embargo, ya había pisado bastantes callos, uno de ellos el de la mujer de Ramiro, que trabajaba en el servicio de nefrología.

– ¿Qué? -preguntó sin más preámbulos.

– ¿Qué de qué? -respondió ácidamente el forense.

– ¡Pues del muerto! ¿De qué va a ser? ¡La prensa me va a comer!

– Ni caso -tranquilizó el agente de policía-. Ladran, pero no muerden.

– De acuerdo, pero ¿qué les digo?

– Nada de nada. Eso es cosa de la autoridad competente.

– Muy bien, ¿y quién es esa autoridad? -preguntó de mal humor.

– Yo no -concluyó el forense mientras tomaba asiento.

– Yo tampoco -señaló el policía mostrando una amarillenta sonrisa, fruto de años de consumo abusivo de Ducados. Luego, se encaminó hacia la audiencia.

– ¡Señoría! -sonrió Galbis mirando de frente al juez de Guardia-. ¡Aquí su hada madrina!

– ¡Agente! Me trae usted buenas noticias, ¿verdad? ¡Dígame que sí, se lo suplico! ¡Llevo dieciocho expedientes y estamos estrenando la mañana!

– Lo siento, señoría. Y me gustaría, no crea, pero no puedo: en las pruebas de despistaje que el forense ha realizado, el muerto da positivo en cocaína. Él vendrá en cuanto pueda. Se ha quedado concluyendo el informe y esperando a la hermana del difunto, que está en Pamplona, a la que hemos localizado a través de su móvil. Me pide el doctor que le diga que, si bien el análisis de orina que realizan no es fiable legalmente hablando, él nunca ha tenido un falso positivo.

– El mozo cogido en el encierro -recordó el juez en voz alta- ha dado positivo en el análisis de cocaína… Bien, de acuerdo. Tendremos que hacer algunas diligencias previas entonces. Sin embargo, estando en unas fechas como los sanfermines, no sería demasiado extraño. ¿Llevaba droga encima?

– No, señoría. Estaba completamente limpio. Ni siquiera un paquete de tabaco.

– ¡Ah, pues eso sí es curioso! El hombre en cuestión, ¿aparentaba buena estampa, limpio, aseado… (de dinero, quiero decir) o parecía más bien un turista fachoso?

– Más bien lo primero. Llevaba ropa cara, mucho dinero, un rólex y un llavín del hotel La Perla… ¡Ah, y la carta de unos abogados!

– Gente de postín -razonó en voz alta el juez, sabiendo que aquello les traería más complicaciones-. Positivo en cocaína, corriendo el encierro, pero no llevaba encima nada de droga ni resto de papelinas u otros objetos.

– Exacto, señoría.

– Galbis, ¿sabe si el muerto fumaba?

– Pues no tengo ni idea, pero me entero de inmediato. Mirando el dedo índice de la mano derecha, se ve enseguida. El tabaco lo tiñe de ámbar. ¡Mire!

El juez Uranga observó el dedo que el policía le mostraba. En efecto, tenía un color diferente al resto de los dedos de la mano. Estaba amarillento y aparentaba diferente textura.

– Llamo enseguida al forense y luego vuelvo -propuso Galbis con la mano en el picaporte de la puerta.

– No se vaya. Si me deja siquiera un momento, me coge por el pasillo algún colega suyo o algún abogado del turno de oficio y seguro que me secuestran. Acabemos esto primero. Llame desde aquí, si es tan amable.

– Como quiera, señor juez.

El agente marcó el teléfono del forense.

– Fumaba, señoría. Lo decía su dedo y lo cantaban sus pulmones.

– Pues entonces debería de haber llevado un paquete de tabaco y un mechero en el bolsillo. Tras el subidón del encierro, sólo se buscan dos cosas: un botellín de agua (el miedo produce muchísima sed) y un cigarrillo.

– ¡No me diga que se cuenta entre los locos del encierro!

– Desconozco qué significa exactamente loco del encierro, pero puedo decirle que en mis años mozos hice algunas buenas carreras, inmortalizadas en sublimes fotos y una cornada de escaso pronóstico. Dejé de correr cuando me casé: fue una condición de mi esposa para darme el sí. Pero olvidemos mi pasado ilustre. Dígame, agente: ¿alguna información suplementaria?

– Me temo que sí. Hay alguna cosa más. Se lo resumo rápidamente. Comenta el forense que, tras ver la repetición en televisión, apostaría que hay bastantes drogas en ese organismo. El hombre presentaba una actitud muy extraña: parecía que deseaba abrazar al toro. Probablemente quisiera hacerlo. Yo convengo con el forense: creo que estaba atiborrado de estupefacientes. Sin embargo, no lo sabremos con certeza hasta que las muestras de sangre y orina tomadas durante la autopsia sean investigadas en el laboratorio, lo que puede tardar entre 48 y 72 horas. ¿Ha visto usted el encierro?

– ¡Aún no he podido! Pero le creo, continúe con su informe.

– De acuerdo, sigo: además de rico, el caballero era, como usted a dicho, gente de postín. Poseía un título nobiliario: era marqués para ser más exacto; un hombre culto, un profesor de universidad.

– ¡Haga el favor de guardarse alguna de sus nuevas alegrías, por favor! Un noble rico, culto, profesor… ¡Y le tiene que matar un toro durante mi guardia! ¡Claro, mañana es día 13! ¡Como para no ser supersticioso! En fin, dígame, ¿de qué era profesor el susodicho?

– ¡Ah! ¡Esto sí que le va a gustar! Era catedrático de una materia muy próxima a la suya: el Derecho Penal -explicó el agente Galbis.

– ¿Qué? ¿Catedrático de Penal? Pues ¿quién era? -preguntó extrañado el juez.-. ¿De quién se trata?

– De momento, y ateniéndonos a sus documentos, puedo decirle que su nombre completo era Alejandro Mocciaro y…

– ¡Alejandro Mocciaro! ¡Santo Dios! ¡Menudo lío!

– ¿Le conocía?

– ¿Que si le conocía? ¡Su padre es (más bien era, murió el mayo pasado) el gurú del Derecho Penal español! ¡Todos hemos estudiado con el Compendio de Mocciaro! -le respondió el juez mecánicamente, mientras su cabeza pensaba en otra cosa.

– Señoría, ¿le ocurre algo?

Se ha quedado muy callado.

– Sí, en efecto. Acaban de surgir nuevas complicaciones. Me temo, agente Galbis, que tendremos que buscar un nuevo juez para este caso.

– Señoría, no soy quién para llevarle la contraria, pero creo que haber leído un libro escrito por el padre de la víctima no le inhabilita para instruir este caso.

– Haber estudiado ese compendio no, pero sí haber cenado con el difunto.

– ¿Ha cenado con él? ¡Entonces le conocía bien!

– No, en absoluto. Me lo presentaron ayer mismo, durante la cena. Hablamos largo y tendido sobre el encierro. De hecho contó que hoy pensaba correr. En vista de su mala forma física, tratamos de quitarle la idea de la cabeza, parece que con poco éxito…

El juez Uranga guardó silencio. Luego, hablando más para sí que para el agente, afirmó:

– Pensándolo detenida y objetivamente, me veo obligado a admitir que esa sustancia casa bien con el tipo de persona que aparentaba ser Alejandro Mocciaro.

– Pues entonces las cosas no cuadran.

– Expliqúese, agente, no sé qué es lo que quiere decir.

– Que, si consumía cocaína habitualmente, no es lógico que una dosis de esa sustancia le produzca los efectos que hemos visto. Tendría que tratarse de una cantidad muy elevada… o de otra cosa.

– Sí, tiene usted razón… ¿Algo más?

– Me temo que sí, señoría. Me he tomado la libertad de llamar a Valladolid para informarme sobre el difunto. En la Central trabaja un primo mío que es inspector. No le ha hecho falta ni buscar el expediente. Lo tenía en mente.

– ¿Y qué le ha dicho su primo, Galbis?

– Pues me ha confirmado que el difunto era un tunante de tomo y lomo. Quizás el calificativo sea excesivamente suave. En realidad era mucho más que eso. Estuvo recientemente implicado en un feo asunto de estupefacientes y menores. Consiguió salir indemne, probablemente por la ayuda de un magistrado…

– ¿De un magistrado? ¡Continúe, por favor!

– Bueno, eso no viene al caso. Lo que quería decir es que, por el motivo que fuera, el asunto fue sobreseído. Sin embargo, no era el primero ni el único: el difunto tenía un grueso expediente.

– Sí, conocí ese feo asunto del que usted habla. Y también he oído hablar de un magistrado que esquía en Italia y veranea en Las Bahamas… Estos datos sólo nos aproximan el perfil de una persona próxima a la cocaína, lo que puede explicar el resultado del análisis, aunque no su extraño comportamiento. De acuerdo, ¿algo más?

– Sí, la carta de los abogados que llevaba en el bolsillo.

El policía buscó el sobre de plástico trasparente y cerrado que contenía el documento hallado en el bolsillo del fallecido. Finalmente lo encontró, y tomándolo entre sus manos, se lo mostró al juez.

– En realidad, según indica esta carta y los datos que he podido recabar de la hermana del fallecido, Clara, ambos habían venido a la lectura del testamento de su padre. ¿Quién lee testamentos durante los sanfermines? Rubrica la carta el bufete Eregui y asociados, que está registrado en Pamplona. Pero la firma ha cerrado por vacaciones hasta el 21 de julio. Están de vacaciones, y sin embargo tienen mañana citadas a algunas personas. Bien podría ocurrir que la carta fuera falsa, aunque también cabría la posibilidad de que esos abogados dejaran sus vacaciones mediando mucho dinero.

– Perdone, Galbis, que le interrumpa, pero conozco tanto los hechos como al propio titular de ese despacho, don Gonzalo Eregui, un abogado estupendo que no se perdería unos sanfermines por nada del mundo, salvo en atención a algún viejo amigo. Le puedo informar de que Alejandro y Clara Mocciaro habían quedado en ese despacho mañana porque me lo dijeron ellos mismos. Gonzalo Eregui es el albacea de su padre, Niccola Mocciaro.

– ¿Y no le parece extraño que la lectura se realice precisamente durante la Fiesta? ¡No siendo una cosa urgente, no es lógico!

– No lo es. Pero fue decisión del propio don Niccola que la lectura de su testamento fuera ese día y en Pamplona. Eso explica que sus hijos estén en esta plaza…

– Por supuesto, eso aclara los hechos, aunque hay algunas personas más implicadas en ellos. ¿Ha visto, señoría, que hay dos teléfonos anotados en esa carta?

– Sí, tiene usted razón -confirmó el juez volviendo el sobre.

– Hemos llamado al primero de esos móviles, pero no hemos obtenido respuesta. Está apagado. No obstante, en la Central han constatado que pertenece a un hombre con domicilio en Valladolid que está estos días en Pamplona y que, curiosamente, se hospeda en el hotel La Perla.

– Y que se llama Jaime Garache…

– ¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?

– Verá, agente, le he contado anteriormente que me presentaron al difunto ayer durante una cena…

– Sí, la cena que le va a impedir llevar el caso.

– En efecto. Recibí hace unos días la llamada de un antiguo amigo del colegio, Jaime Garache, que me dijo que tenía que venir con Lola, su mujer, a la lectura de un testamento. Querían aprovechar para vernos a mí y a mi esposa. Aunque no coincidimos a menudo, mantengo una sólida amistad con ambos: con Jaime porque nos conocemos desde chicos, con Lola porque estudiamos juntos toda la carrera. Desde entonces nos vemos menos, pero seguimos en contacto. Quedamos a cenar los cuatro ayer, pero Jaime nos llamó diciendo que las otras dos personas que habían venido a la lectura del testamento -los hijos del difundo Niccola Mocciaro- querían sumarse a la cena. A ninguno nos apetecía especialmente, pero no pudimos negarnos. Esa es la historia. Como ve, Galbis, no tiene nada de extraño. Supongo que Alejandro Mocciaro, no teniendo a mano un papel, apuntaría allí el teléfono de Jaime Garache.

– Señoría, el segundo móvil es robado.

– ¿Robado?

– Sí, así es. Habida cuenta de los antecedentes del fallecido, puede tratarse de un camello o un proxeneta. ¡Vaya usted a saber! Amén del extraño comportamiento del finado, que sí tiene cierto olor a podrido… -sentenció el policía, moviendo la mano misteriosamente-. Si quiere llamo a Poirot.

– ¡No me tome el pelo, Galbis! Aunque mirándolo bien, me temo que en este caso no nos vendría mal la ayuda de esa suegra medio meiga que tiene. En fin. Habrá que ver qué encontramos. Espero que no haya nada de importancia, pero es una muerte violenta y media consumo de estupefacientes, de modo que hay que asegurarse.

– De acuerdo, señoría. ¿A quién quiere encargar la investigación preliminar?

– Dadas las circunstancias, al mejor.

– Por supuesto. Llamaré al inspector Iturri. No le va a hacer ninguna gracia.

– ¡Así es esta profesión! ¡Ya sabía eso cuando ingresó en el Cuerpo! Por cierto, Galbis, ¿me ha dicho que el forense ha hablado ya con la familia?

– Aún no, señoría. No sé si ya habrá llegado su hermana a la morgue. Ahora mismo me entero.

– No se preocupe. Ponga primero en antecedentes al inspector, y luego vayan ambos. Conociendo al inspector Juan Iturri como le conozco, supongo que querrá hablar con todo el mundo, empezando por Ramiro. Yo, por mi parte, trataré de localizar a otro juez para que instruya este caso, aunque no será fácil. Obviamente, yo no puedo llevarlo.

– Como usted ordene, señoría. Aunque si me permite que le diga lo que pienso, tengo un mal presentimiento.

A pesar de que compartía los malos augurios, el juez no lo manifestó. Simplemente fue en busca de su cuarto pastelillo de crema. De lejos, percibió la presencia de varios reporteros que, intuyendo morbo, olfateaban como sabuesos en día de batida.

El inspector Iturri no tenía presentimiento alguno. Estaba pacíficamente en su domicilio, preparando su atuendo sanferminero para pasear por la ciudad, contento porque le encantaba la Fiesta. Pero sonó su móvil.

II PARTE

Pamplona: donde se detiene el tiempo

La Fiesta había comenzado de verdad, e iba a durar así, día y noche, a lo largo de toda una semana. Se seguiría bebiendo, bailando, haciendo ruido. Ocurrirían cosas esos días que sólo pueden suceder durante la Fiesta. Todo adquiría un tinte de irrealidad.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. X

– ¡Lola! ¡Lola! ¡Despierta!

La puerta de roble de la habitación se entreabrió mostrando a una mujer de mediana edad y aspecto desgarbado. Lola MacHor acababa de levantarse. Eso decían sus rojizos cabellos alborotados, sus ojos verdes a medio abrir y el estrecho pijama de batista que marcaba las pronunciadas formas de sus caderas.

– ¡Nos hemos dormido! -sentenció cuando fue consciente de dónde estaba y quién había llamado a su puerta-. ¿Qué hora es?

– Cerca de las diez.

– De modo que nos hemos perdido el encierro…

– En efecto, pero como ya nada se puede hacer, duchémonos con calma y vayamos a desayunar.

– De acuerdo, pasa tú primero. Yo todavía tengo que despertarme.

Jaime no replicó. Cogió un juego de toallas y se metió en el cuarto de baño.

Mientras su marido se duchaba, Lola se entretuvo contemplando las excelentes vistas que el mirador de su luminosa habitación le ofrecía.

Los visitantes que habían mullido durante décadas aquellos colchones habían conferido fama al hotel La Perla. Sin embargo, Alfonso XIII, Ernest Hemingway -cuando tuvo dinero para costeárselo-, Pablo Sarasate, Orson Well -que se marchó sin pagar- o un don Juan de Borbón, disfrazado de albañil en época de la dictadura, habían acudido a alojarse allí por su envidiable emplazamiento: desde sus balcones orientados a Estafeta, no sólo se veía el encierro en primera fila, sino que también se vivía; su proximidad al meollo de la fiesta permitía disfrutar de todo sin otro coste que el ruido y unos elevados precios.

El balcón de la habitación de Lola y Jaime desaguaba en la ancha calle Chapitela, donde la animación era notable. Parecía mentira que a esa hora de la mañana pudiera haber tanta gente deambulando por las calles, tantas ganas de fiesta, tantos olores sabrosos en el aire… Aunque el día prometía calor, todavía la temperatura era agradable y algunas chaquetas lucían en más de un hombro.

Pese a los estímulos que Pamplona ofrecía a sus sentidos, Lola miró el ambiente con desinterés. Entró de nuevo en la habitación, cerró la cancela y los visillos y, desganada, se dejó caer otra vez en la cama. La fecha y la magnífica ubicación del hotel hubieran levantado el ánimo de cualquier visitante. El pequeño saloncito, el baño completo y el coqueto dormitorio que conformaban la habitación hubieran sido la envidia de muchos forasteros. Pero en Lola aquel ambiente de vetusto sabor festivo no produjo el mismo efecto. La habitación 305, lejos de hacer las delicias de sus moradores, les había ocasionado un nuevo conato de crisis.

Cuando la puerta se abrió, el vapor de agua de la ducha lo invadió todo. Como una aparición, de la nebulosa emergió un cuerpo alto y esbelto, con el torso desnudo y una toalla blanca anudada a la cintura. Lola sonrió. Ajeno a la sonrisa burlona de su esposa, Jaime comenzó a secarse con su habitual meticulosidad, imponiendo el orden que solía establecer en todas sus rutinas. Primero el lado derecho, luego el izquierdo; comenzando por los hombros, inmediatamente después los brazos… En ningún momento se desprendió de la toalla que pendía de su cintura, aunque su esposa conocía al milímetro su anatomía. Él era así. Modales refinados hasta para eso. Un extraño recato, quizás sólo un exquisito respeto por los ojos del prójimo, mezclado con una vergüenza casi infantil otorgaban a Jaime Garache un encanto ancestral, puro, siempre sin estrenar.

Lola y Jaime habían recorrido juntos muchos kilómetros; habían toreado astados de todos los pelajes; habían aprendido a vivir de la mano, a saborear los entresijos del amor, a ablandar el egoísmo sin permitir que la ilusión envejeciera. Durante todos esos años, ambos se habían forzado a respetar los pequeños espacios del otro, aunque en el fondo de su ser pensaran que no eran sino manías. Sin ir más lejos, a Lola le encantaba contemplar el cuerpo desnudo de su marido, aunque aceptaba sin quejarse que él se vistiera con la puerta cerrada. Por el contrario, él admitía con una sonrisa su lágrima fácil, sus sentimientos contradictorios y hasta sus celos.

Todos aquellos cuidados habían merecido la pena, juntos habían tejido una pausada felicidad. No había sido fácil. A las penurias económicas de los primeros años, les habían seguido cuatro hijos. Ellos habían hecho sus delicias pero, como todos los niños, habían resultado pesados y posesivos, dispuestos a violar la intimidad marital con cualquier excusa. El exceso de trabajo y la familia política tampoco habían ayudado mucho. Mil y un azares, mil y una remoras, pero habían conseguido sortear todos los obstáculos. Habían tenido peleas y crisis, sin embargo nada había hecho bascular el edificio… hasta que llegó Clara; y con ella, un conflicto que hasta entonces no habían tenido que enfrentar. La pelota estaba en el tejado de Jaime, y Lola no podía hacer nada.

Impotente para impedir que los celos la embargaran, primero se derritió llorando, pero ése es un sentimiento demasiado difícil de domar sólo mojándolo. Agotadas las lágrimas, Lola se refugió en la fortaleza más próxima: el trabajo. Cuando éste también falló, tomó sin vacilar la senda de la desesperación. Sólo cuando estaba desmoralizada hasta el punto de perder el orgullo, habló con Jaime, que se burló de ella con una risa que a Lola le pareció sincera. La tormenta cedió de inmediato, pero momentáneamente. Quizás todo aquello viviera sólo en su imaginación. Quizás, como la experiencia tantas veces le había mostrado, no eran sino una colección de malentendidos. Quizás. Pero quizás no es sinónimo de no. Creía en Jaime. Quería creer en él, como siempre, como antes. No obstante, al mismo tiempo que confiaba en él, dejaba sueltos sus sentimientos, que se escoraban por su cuenta hacia la exageración. Y esa exageración había sembrado la duda, y una vez sembrada resulta imposible cosechar paz. Había que volver a empezar de nuevo, otra vez……

Había pensado que estos días en Pamplona les ofrecían una de esas raras ocasiones de tejer pasiones sin prisas. Podían pasar veladas y noches juntos, cenas y desayunos sin niños, sin llamadas inoportunas a la puerta, sin reloj, como antaño. Durante todo el viaje se había relamido pensando en los momentos tiernos e irresistiblemente dulces que habrían de venir. Y, en efecto, por unas horas todo volvió a ser como antes, como los períodos que ambos tenían cuidadosamente acantonados en sus memorias. El ambiente festivo, la atracción de una simple vestimenta blanca y roja, las sonrisas cómplices, las manos enlazadas y aquella coqueta habitación con vistas…

Pero los azucarados instantes se esfumaron en cuanto la luz amarillenta que nacía del techo murió.

La mujer mantenía la mirada, aunque sabía que a su marido no le gustaba. Ahora el cuerpo de Jaime estaba tapado, y sus rizos color noche habían sido encerrados en los grilletes de un fijador extrafuerte. Sin embargo, su alma se exhibía completamente desnuda y sus proporciones mostraban todo su esplendor.

Olía a colonia y a confianza; a cariño… y a un ligero enfado. «Verdaderamente le quiero», pensó. «Mucho más que hace quince años… Infinitamente más.»

– ¿Qué miras, fisgona? -oyó decir a Jaime, que se colocaba las gafas, dejando ver parcialmente aquellos ojos azul verdoso que a Lola tanto le gustaban.

– Mis posesiones -replicó ella-. Tengo que proteger mi inversión. Al fin y al cabo, es lo único valioso que tengo.

– Tu inversión se está volviendo obsoleta y perdiendo pelo, y además está cansada.

– Sí, lo siento muchísimo. Soy un desastre. Trescientas veces en la misma piedra. ¿Qué tal ha sido el resto de la noche?

– Estupenda, tú no estabas allí. Siempre te olvidas de que nuestro matrimonio pierde su validez cuando la noche se cose a tu piel y te convierte en rana.

Lola recibió el comentario con tranquilidad. Aunque Jaime tenía razones para estar disgustado, sabía que nunca hubiera pronunciado esa frase en serio.

Cuando había recibido la carta del despacho de abogados citándola junto a su marido en Pamplona como beneficiarios del testamento de don Niccola Mocciaro, olvidó mencionar su problema. El joven letrado le comunicó que les habían reservado habitaciones en un hotel céntrico. Una semana antes del viaje, de improviso, se dio cuenta de que lo más probable es que, siendo un matrimonio, hubieran elegido para ellos una habitación doble. Llamó al bufete y se lo confirmaron: la 305 tenía cama de matrimonio.

Lola no se atrevió a decir nada. Sabía con certeza que, durante la fiesta grande, en Pamplona no cabe ni un alfiler. Además le dio vergüenza que pensaran que algo iba mal entre ellos. Pero sobre todo creyó que les vendría bien emplear la misma cama por una vez. Por eso no dijo nada. Por eso guardó silencio utilizando la política de hechos consumados que tanto le gustaba.

Los tapones fueron inútiles. La valeriana no funcionó. Un ruido rítmico y bronco, estrepitoso, apabullante, desesperante, arañó minuto tras minuto, hora tras hora, la espalda de su marido hasta hacerle desesperar. Ella que, feliz, se había dormido enseguida, fue despertada con sacudidas histéricas e impelida a encontrar de inmediato solución al problema que, desde hacía años, les obligaba a verse de día y huirse de noche.

A las tres de la madrugada, el joven recepcionista del hotel vio bajar del ascensor a un caballero que, pese a tratar de domar sus nervios pidiendo permanentes disculpas, se encontraba al borde de la histeria. Un paso por detrás, una mujer llorosa. Ambos suplicando desesperadamente una habitación más. Cualquiera, donde fuera, como fuera. «Preferiblemente en otra planta», dijo él, con gran disgusto de su esposa.

El recepcionista escuchó los lamentos sin inmutarse, aunque no se creyó en absoluto las explicaciones. Quizás porque usualmente el ronquido sea patrimonio del varón, y suele ser la dama la que pierde los nervios, entendió que lo que veía no era más que una riña marital que no merecía ser atendida, de modo que les informó de que no había ninguna habitación disponible en el hotel.

Si no era posible, entonces se acomodaría en la butaca. «Como usted desee», fue la respuesta a la amenaza. A las seis de la mañana, Jaime se levantó de aquel trozo de terciopelo con patas, que no había resultado tan cómodo como había supuesto, y realizó nuevamente la solicitud. El recepcionista le prestó la misma educada e ineficiente atención.

– De acuerdo, no hay habitaciones. Lo entiendo. Llame por favor al director del hotel. Quiero hablar con él. Supongo que ya se habrá levantado.

– Lo siento, señor -respondió con dureza el recepcionista al ver que el caballero porfiaba con bastante impaciencia-, pero no puedo molestarle.

– Si prefiere lo hago yo. Tengo aquí su móvil.

– ¿Tiene el móvil de don Rafael?

– Lo tengo. Rafael Moreno y yo somos amigos desde la infancia. ¡He pasado más tiempo en este hotel que en mi casa!

– ¡Por Dios, haberlo dicho antes! -El recepcionista perdió momentáneamente el color, y atacado por un acceso de prisa, rebuscó convulsivamente en uno de los cajones hasta encontrar lo que buscaba-. Tenga. Esta es la llave de una habitación de la última planta. No está abierta al público, porque pertenece a las estancias privadas de don Rafael. Sólo la usamos en caso de emergencia. No dispone de baño integrado en la pieza, pero posee una cómoda cama y sábanas limpias…

– Por eso no se preocupe; me ducharé en la habitación de mi esposa. Gracias, no sabe qué gran favor me acaba de hacer.

Tanta felicidad esperaba encontrar en la soledad del sueño profundo que hasta desconectó el móvil. El despertador programado no pudo hacer su función. Y se habían dormido…

– Arréglate, Lola, y bajemos a desayunar. Quiero pasar cuanto antes a dar las gracias a Rafael.

– No tardo nada. Estoy pensando en que Alejandro nos va a poner verdes por no haberle visto correr.

– No te preocupes por eso. Habrá miles de fotos que inmortalicen el momento.

A las diez y cuarto de la mañana, ambos entraron en la estancia habilitada como comedor en la que Jaime, junto a Rafael Moreno y su familia, que vivían en el hotel, habían pasado tan buenos ratos.

Esbeltas sillas de madera de época rodeaban mesitas redondas cubiertas de pálidos manteles. Recogidos a ambos lados de falsas ventanas, pues se trataba de un semi-sótano, amplios cortinajes tejidos en adamascadas rayas granates y con altura de principal ocultaban las paredes. En una esquina, lucía sus sinuosas curvas un piano antiguo; en la otra, una caja acristalada de ascensor, el primero que funcionó en Pamplona allá por el año 22.

Una graciosa señorita, elegantemente vestida con uniforme negro y delantal de encaje blanco, acababa de servir una taza de café a un cliente alemán. Al ver a Jaime y Lola, sonrió mientras les indicaba con un gesto una mesa vacía a la izquierda, junto a las reliquias del antiguo elevador.

Desde las demás mesas se prodigaron tenues saludos a los recién llegados. Casi todos trataron de hacerlo en español, como mandan los cánones, pero con éxito diverso. Los holandeses del fondo, que llevaban ya muchos años viniendo puntualmente cada 6 de julio, pronunciaron un buenos días con perfecto acento. Los australianos de al lado, un hi a lo americano. Como Lola y Jaime, todos, incluyendo a las camareras, lucían en sus cuellos el moderno símbolo de la Fiesta. Tras los saludos, cada uno volvió a sus cuchicheos.

– ¡Me encanta esta ciudad! -exclamó Jaime nostálgico-. ¡Es verdaderamente extraordinaria!

– ¿Lo dices por los sanfermines?

– Sí, por supuesto. Medio mundo está pendiente de Pamplona en estos días en que mozos y toros se hacen juntos un solo arte. Pero estoy seguro de que no es lo único que logra que la ciudad aparezca junto a las endiosadas Madrid, Barcelona o Sevilla en las guías mundiales de turismo. Hay mucho más que eso; un factor oculto, misterioso, singular. Algo que, por no poder explicarse, no figura en las guías.

– Sinceramente, Jaime, no sé a qué te refieres.

– ¿Estás segura? ¡Mira a tu alrededor! Es fácil percibirlo en esta sala.

Lola giró levemente la cabeza. Flotaban en el aire olores a cera de abeja bien lustrada; sobre ellos, planeaban susurros de vieja taima de roble.

– ¡Vamos! ¡Tú has vivido aquí! ¡Has tenido que descubrirlo! Observa este entorno, ¿qué es lo que ves?

– ¿Qué es lo que veo? No sé… Es como si el reloj se hubiera parado en los años 20, quizás en los 30, puede que hasta en los 40 o en los tres a la vez… Sin embargo…

– Sin embargo, ¿qué?

– Nada, estaba pensando una tontería.

– No lo creo. Tus ronquidos son horribles, pero tus pensamientos suelen ser muy acertados.

– Iba a decir que pese al vetusto sabor de esta habitación, aquella pantalla de TFT de la esquina no desentona en absoluto. No sé, es como si en esta estancia todas las épocas convivieran juntas. Como si fueran los dominios de un lugar sin pasado ni mañana. Como si por arte de magia alguien hubiera congelado el tiempo.

– ¡Sabía que serías capaz de vislumbrar el misterio! ¡Congelar el tiempo! Así es cómo lo has llamado, ¿no? Yo no lo hubiera expresado mejor. ¡Ése es el misterio que alberga Pamplona! Madrid, Barcelona, Sevilla… Todas esas capitales orgullosas poseen cosas verdaderamente extraordinarias, dignas de envidia, pero carecen de este misterio. Cuando vivía aquí, estaba tan habituado a esta joya única y de incalculable valor que casi no la apreciaba. Pero llevo tantos años fuera que tengo ojos de extranjero, y como ellos soy capaz de cazar al vuelo la diferencia.

Lola miró a su marido sin decir nada. Había estudiado en Pamplona cinco años, y había palpado la realidad de la ciudad hasta atarse a ella con lazos de respeto y cariño, pero era bilbaína. Pamplona no dejaba de presentarse ante ella como una ciudad pequeña y tradicional. «Naturalmente», pensó, «no es un espacio provinciano de triste anatomía: su ambiente universitario permite mezclar permanentemente su antiguo carácter con sangre nueva; su vigor económico anula esa sombría emoción de las plazas que se mueren. Sin embargo, es obvio que Pamplona no se puede comparar con Bilbao. Incluso lo que Jaime califica de originalidad, yo lo tildaría sin dudar de descuido.»

– Ya sé qué es lo que estás pensando -afirmó Jaime con un gesto-. Bilbao es Bilbao, una ciudad cosmopolita y abierta, pero no posee el don con que esta pequeña ciudad ha sido agraciada. Verás, en otras plazas como Bilbao, los entornos se desencajan y transfiguran hechizados por la belleza de la modernidad y, como las gentes, se adaptan a los nuevos tiempos. Algunos edificios mueren a manos de los depredadores de hierro; otros se empolvan con los colores y materiales de moda; nacen, por fin, otros nuevos, de manera que el tiempo va poco a poco horadando los recuerdos. Pero en Pamplona las cosas no ocurren así. Esta mañana, al levantarme, lo pensaba mirando el paisaje desde mi ventana. Estamos en el siglo XXI, una época que ha abandonado voluntariamente hasta lo postmoderno. Sin embargo, en Pamplona, no se ha querido dejar nada atrás. Se ha avanzado sin soltar lastre. Por eso, paseando por sus entrecalles, se pueden saborear simultáneamente mil y una épocas.

»Fíjate en este hotel. Mira esta habitación -continuó Jaime emocionado-. Sin esforzarme mucho, puedo ver ahí mismo, sentado sobre una de estas mesas, a Ernest Hemingway soñando medio ebrio con ser torero; a don Juan de Borbón, vestido con mono azul para escapar de Franco, o a todos los toreros de renombre… ¡Cierra los ojos! Parece que en cualquier momento va a aparecer Albaicín, luciendo taleguilla y fajín, liado en su capote de paseo en honor a la Virgen del Carmen. O Luis Miguel Dominguín, susurrando al pasar historias de valentías. O el mismo Hemingway, dispuesto a tomar un café español.

– ¿Quién es Albaicín? Suena a torero.

– Lo era, en efecto, y de los buenos. Además era un artista que se salía de lo común, un hombre bastante culto. En el hotel se le recuerda porque invariablemente antes de una corrida bajaba a tocar el piano. Lo hacía de oído, sin partitura, con los ojos cerrados y la cabeza erguida. ¡Tantas veces se lo oí contar al padre de Rafael Moreno que puedo verlo ahí mismo, vestido de luces, sentado delante de aquel piano tocando alguna pieza de Mozart…!

Lola, que había perdido hacía rato interés por la conversación, escuchaba a su marido sin demasiada atención. Tenía los ojos hinchados por el sueño y el llanto. Necesitaba un café. Comenzó a mirar a un lado y a otro buscando la atención de la camarera. Fue entonces cuando lo percibió.

– ¿No notas algo raro en la gente? -especuló.

– Sí -confirmó Jaime, que también había tenido una extraña sensación.

– Coffee or tea? -preguntó la camarera, estudiante de filología inglesa, que finalmente se había dado por aludida.

– Café, gracias, con leche. Bien caliente -respondió. Dándose cuenta de su falta de cortesía, se volvió hacia su marido, y con cara de disculpa le dijo-: Templado, ¿no? -Jaime afirmó con un significativo gesto, mientras preguntaba a la camarera lo que rondaba por su cabeza.

– ¿Mal encierro?

– ¿No se han enterado? -A la joven camarera, la pregunta le desató la lengua, de por sí floja. -¡Ya me parecía a mí raro que estuvieran tan campantes pidiendo un café y hablando de tonterías!

– ¿Enterarnos? Enterarnos ¿de qué?

– De lo del encierro, ¿qué otra cosa iba a ser? ¿No lo han visto?

– Desgraciadamente se nos han pegado las sábanas -respondió Jaime algo cortante; era poco aficionado al palique fácil.

– Y eso que uno de nuestros amigos iba a correr -remachó Lola, cuyo carácter era bastante diferente-. ¡Nos va a matar cuando nos vea!

– Pues un cliente ha sido el protagonista. Un caballero rubio con barba a lo Hemingway. No sé si le habrán visto. Alto, con ojos azules, quizás un poco rellenito, con pinta de vivales…

– ¡Vaya memoria tiene usted, señorita! -exclamó Jaime.

– Sí. Soy buena fisonomista; en especial, naturalmente, con los hombres atractivos. Y con éste, ¡como para no tenerla! Figúrense que esta mañana me ofreció…

– ¡Está hablando de Alejandro! ¡Ni yo mismo le hubiera descrito mejor! -sentenció Lola.

– ¿Le conocían? -preguntó extrañada la camarera.

– ¡Pues claro! Hemos venido juntos -respondió Jaime-. Cuéntenos; ¿por qué dice que ha sido protagonista?

– En fin -respondió la camarera-. Lo de protagonista es un decir…

Un silencio incómodo dominó repentinamente el local. Todas las miradas confluyeron en aquella chiquilla vestida de uniforme negro y delantal de encaje blanco. Jaime y Lola esperaban la narración con los ojos fijos en ella, pero la muchacha no se decidía. Tras algunos segundos de reflexión, se colocó la bandeja metálica redonda bajo el brazo y espetó:

– Primero voy por el café, usted caliente y el caballero templado -dijo-. Regreso en un santiamén y se lo cuento.

– Ha debido de haber alguna cogida grave, Jaime. ¿No ves lo cariacontecida que está la gente?

– Sí. Yo también lo creo. Espero que a Alejandro no le haya pasado nada. ¿De dónde habrá sacado la estúpida idea de correr los toros con su mala forma física?

– Ya sabes cómo es. ¡Qué no daría por una foto que le permitiera exhibirse ante sus amistades! «Voy a buscar mi migaja de gloria», dijo.

– ¡Bah! ¡Tonterías! Sólo quería emular las andanzas que Gabriel Uranga y tú narrasteis ayer durante la cena.

– Sí, naturalmente. Pero nosotros teníamos veinticinco años menos y no le dábamos a la cocaína.

– ¿Tú también lo notaste? -inquirió Lola en voz baja, mirando de reojo.

– Era inevitable no hacerlo: del estado cuasi-depresivo en el que se encontraba antes de su visita a los servicios, a la euforia y la locuacidad de su vuelta. Sudoración, pupilas dilatadas… En fin, creo que te puedo decir hasta a quién se la compró.

– ¿Compró la droga allí mismo?

Habían cenado -mal y caro- en una tasca abierta ex profeso para los sanfermines, junto a la noria. Prefirieron eso a perderse los fuegos artificiales lanzados desde la muralla de la ciudad: otro de los espectáculos que Pamplona ofrecía durante sus fiestas.

– ¡Claro! ¡Y luego dicen que las mujeres sois observadoras! ¿No te fijaste en aquel tipo de la barra? Unos treinta y tantos, vaqueros, cazadora de ante… ¿No te diste cuenta de cómo nos miraba?

Lola lo recordaba perfectamente, pero en todo momento había pensado que a quien miraba tan insistentemente era a Clara, la hermana de Alejandro. No hubiera sido de extrañar que sus ojos se dirigieran a ella, habida cuenta de su indumentaria.

– ¡Pues claro que me fijé! Pero apuesto que te equivocas. A quien miraba era a Clara o, más bien, a sus transparencias.

– Pues no, te equivocas; no miraba los dos pegotes de silicona a los que te refieres.

– Vale, listillo -protestó Lola, menos enfadada por haber reducido las dotes de observación de su género que por el hecho de que su marido se hubiera fijado en el pronunciado escote de Clara-. ¿Cómo estás tan seguro de tener razón?

– ¡Elemental, querido Watson! En cuanto Alejandro se acercó a él, simulando comprar cigarrillos, el tipo dejó de mirarnos y se empleó con los de la mesa de atrás. Está claro que, si buscaba un buen rato con Clara, no hubiera cejado hasta obtener su presa.

– En eso tienes razón. ¡Hubieras sido un buen policía! De todas formas es curiosa la forma de contacto. Supongo que entre los yonquis y camellos terminan creándose lazos que les permiten comunicarse sin siquiera hablar.

– Sí, así es. Se huelen. Y en diversiones como ésta, lo que es difícil es no toparte con la droga delante de tus narices. Oferta y demanda no faltan. Además, una vez afiliado en el club, eres socio de por vida.

Los olores animaron pronto el olfato de los huéspedes. Sin embargo, tras la repleta bandeja y el delantalito blanco de la camarera, asomaba el canoso bigote navarro de Rafael Moreno.

– ¡Rafael! -Tanto Lola como Jaime se levantaron-. Debo pedirte disculpas, tuve que utilizar tu nombre para resolver un pequeño problema.

– Ya me han informado. No te preocupes, Jaime; hiciste bien.

– ¡Te lo agradezco muchísimo! ¡Al final he conseguido dormir como un lirón! ¡Tanto que nos acabamos de despertar!

El semblante del navarro, que era como un poema, no pareció cambiar con los agradecimientos. Sus larguísimos bigotes blanquecinos, habitualmente enhiestos, aparecían ahora mustios y deslucidos… Trató de decir algo, pero no pudo, de forma que cogió una silla y sin más contemplaciones se sentó junto a ellos. Lola y Jaime volvieron a acomodarse. Al mover el mobiliario, los susurros de la tarima de roble y los nuevos vapores de cera llenaron el ambiente.

– ¿Ocurre algo, Rafael? -preguntó Jaime alarmado.

– A vuestro amigo Alejandro le ha cogido un toro. El suplente, el de encaste navarro.

El director del hotel, intentando vanamente alargar la conversación, ofreció al matrimonio todos los datos técnicos que fue capaz de recordar

– ¿Pero ha sido grave? -preguntó Lola angustiada. A Jaime no le hizo falta.

– En realidad -prosiguió Rafael-, la radio acaba de decir que la cogida le ha seccionado el hígado. Por lo que yo he visto, el morlaco embrocó a Alejandro entre sus astas para acabar empitonándole sin piedad… ¡No sabéis cómo lo lamento!

– ¿Está… muerto? -Lola no salía de su asombro.

– Lo está. Son las cosas del encierro.

– ¿Y Clara? ¿Se habrá enterado? ¡Tenemos que ir a buscarla…! -Lola volvió a ponerse en pie-. Ella es la hermana del…

– Lo sé. Ya he hecho las averiguaciones pertinentes. Estuvo en el hotel. Llegó de madrugada con… con un amigo… pero ambos volvieron a salir cerca de las seis. Supongo que al recorrido. Si es así, lo habrá visto en vivo. Además, me ha llamado la Policía Científica. Les he explicado lo poco que yo sabía: que las habitaciones habían sido reservadas por el despacho de abogados de Gonzalo Eregui, un viejo conocido de la familia, para la lectura de un testamento; que Alejandro había venido de madrugada y había vuelto a salir a las siete, supongo que para correr el encierro. Les he facilitado el teléfono móvil de Clara y el vuestro, ya que ambos figuraban en el registro. Sin embargo, vosotros lo tenéis apagado.

Sus últimas palabras quedaron suspendidas en la atmósfera de aquel lugar perenne. El aroma a cafeína recién exprimida y a napolitanas rellenas de crema, el perfume a densa cera de anticuario, el fantasma de Alfonso XIII, Hemingway bailando al son de un bolero, Albaicín vestido de nazareno y oro, la luz irrumpiendo a raudales… Aquellos espectros convertían en irreales los hechos que Rafael Moreno había narrado.

Todos los clientes sin excepción miraban a Lola, miraban a Jaime, compadecían a Pamplona por un nuevo deceso. Nadie se movía. Todos callaban. Rafael miraba el vacío; la camarera, el suelo.

– ¿Dónde…? En fin, ¿debemos ir a la plaza, al hospital…? -preguntó Jaime con su habitual espíritu práctico.

– Realmente no lo sé -confesó el director de La Perla-. Pero supongo que la mejor manera de acertar es acercarse al Hospital de Navarra. Allí llevan a los heridos serios, y también allí está instalada la morgue… En fin, creo que es la mejor solución.

– Rafael -preguntó Lola. Su instinto de abogada estaba muy desarrollado-, ¿dices que te ha llamado la Policía Científica?

– Sí, así es.

– Pues es raro…

El conserje de día, nervioso y con la cabeza gacha, interrumpió la conversación. Un cliente rico, extranjero y completamente borracho estaba empeñado en llevarse a su habitación a una orquestilla que había contratado: doce miembros con sus correspondientes instrumentos. Tenía capricho de dormir la mona oyendo peisodobres.

– ¿Me perdonáis? -interrogó Rafael.

– Por supuesto -respondieron ambos.

– No hace falta que os diga que estoy a vuestra entera disposición. Estoy seguro que acierto si digo que Beatriz se ofrece de la misma manera.

Del cielo llegaban noticias de ardientes soles cuando Jaime y Lola llegaron al Hospital de Navarra. La puerta de Urgencias, literalmente tomada por reporteros novatos, parecía un enjambre. Sin embargo, dentro imperaba un pastoso silencio. Los miuras se habían portado como se esperaba y el encierro había sido limpio. Sólo los estragos de Lentejillo les habían hecho trabajar en serio. Naturalmente, se habían sucedido golpes y contusiones, pero nadie más que el agente municipal que había tratado de socorrer al difunto había quedado ingresado. Los demás heridos ya habían recibido el alta médica. Salieron. Una celadora les había informado de que la persona por la que preguntaban no estaba allí.

– Debéis ir al pabellón F. Nada más salir, siempre a mano derecha. No tiene pérdida, pero en todo caso, si os perdéis, preguntad a cualquiera por el velatorio o por los de medicina legal, seguro que os informarán. ¡Y también allí está prohibido fumar! ¡Agur!

No fue necesario preguntar. Desde la calle percibieron una silueta conocida. Entraron. En la sala de espera de la entrada del Instituto Anatómico encontraron a Clara, inclinada hacia delante, con la cara oculta por su larga melena. Los rizos de oro volaron hacia atrás cuando oyó su nombre. Tenía los ojos enrojecidos y el rímel corrido; una mirada que pedía a gritos una respuesta racional a aquella absurda situación.

Clara, que vestía una impoluta vestimenta blanca y roja algo arrugada, se puso en pie, rozó la mejilla de Lola con un amago de beso y, al son del tintineo de las múltiples pulseras de oro que ceñían su muñeca, se abrazó a Jaime. Fue un abrazo intenso que él completó frotando con sus manos la espalda de la mujer. Tras el saludo, los tres se sentaron en silencio. Jaime parecía absorto, apoyada la espalda en el respaldo, recostando su largo cuerpo en aquella incómoda silla, mirando el techo, inmerso en algún alto pensamiento. Lola tomó la mano de Clara, pero ella rechazó el gesto y volvió a su posición original; erguida, casi enhiesta. La espalda al aire, sus esculturales piernas cruzadas en un difícil equilibrio que le permitía mostrarlas a la perfección. No lloraba, se limitaba a jugar con su collar de perlas de tres vueltas, enroscándolo en su dedo índice, esperando que la joya deshiciese por propia inercia el nudo formado artificialmente. La camisa de seda que vestía había perdido el primer botón, como si alguien lo hubiera arrancado violentamente; en su lugar había un amplio agujero que permitía ver el sujetador de seda blanca. Aunque aquel volcán atraía inevitablemente todas las miradas e incluso algún sublime deseo, ella no hizo ademán de taparse.

De una de las puertas que daban al vestíbulo, salió de improviso un hombre con una bata blanca. Era difícil saber de quién se trataba, quizás un conserje: un tipo rechoncho, serio, perfectamente mimetizado. Tenía una cara de velatorio perpetuo, sólo empañada por el subido tono rojo del rostro y el cuello. Jaime se levantó de inmediato. Manifestando su condición de médico, y apoyado en esa camaradería que siempre acompaña a esta profesión, decidió ir en busca del forense, y se perdió por los pasillos de la morgue acompañado por aquel individuo. Lola permaneció en la sala de espera junto a Clara.

– Lo siento de veras. Me imagino que estarás destrozada -Lola se sintió en la obligación de decir aquello aunque, con la excitación y la premura, en realidad no se había parado a pensar lo que aquella muerte podría representar para ella-. He llamado a mi madre pidiéndole que encargue una misas por Alejandro. Es lo único que hemos podido hacer con estas prisas.

Ella no contestó. Lola, por respeto, guardó silencio. Tras unos minutos de calma, Clara quebró el silencio con su voz aflautada.

– ¿Sabes? Ni siquiera se han molestado en operarle. Simplemente han certificado que estaba muerto. Me han hecho entrar: estaba muy pálido, completamente desnudo y con la tripa abierta de arriba abajo. ¡Ha sido horrible! Parecía de cera. Es la primera vez que veo un muerto; cuando llegué a ver a papá, ya estaba amortajado. El parecía que se hubiera quedado dormido, pero Alejandro… Tenía un color espantoso. No parecía él. Era otra persona.

Lola no respondió. Siempre había dudado de que Clara fuera capaz de tener algún sentimiento altruista. Todo hombre paga el peaje de pertenecer a la raza humana, un género tendente a la horizontal y a aherrojarse en el propio yo; sin embargo, Clara superaba en ese aspecto al común de los mortales. A ella no le preocupaba el hambre en el mundo, las catástrofes naturales o la capa de ozono. Las únicas cosas que entraban en la cabeza de Clara tenían que ver con el colágeno, la pasarela Cibeles o los hombres. Escuchando ahora sus palabras, Lola dudaba de su objetividad. En realidad, nunca podría ser objetiva al juzgar a Clara. La prueba estaba en la punzada en el alma que había sentido al ver el abrazo que su marido acababa de darle; en la rabia que había sentido al verla ataviada de esa guisa. Ese pantalón ceñido, ese maquillaje sobreabundante, esos zapatos de tacón rojo evidenciaban que estaba dispuesta para la caza del hombre.

Pero Clara era así; siempre había sido así. Era muy probable que muriera así, coqueteando con el enterrador. Lo único que a Lola le importaba era que no cortejase al único hombre que a ella le importaba.

Dolida de su duro corazón, se decidió a decir algo, pero en ese instante Clara se puso en pie.

– ¡Dios mío qué calor hace en esta sala! ¿Has visto que poco gusto? ¡A quién se le ocurre poner sillas grises de plástico en una sala de espera! Arquitectos pueblerinos, ¿dónde tenéis la conciencia?… ¿Se podrá fumar? ¡Necesito una buena dosis de nicotina! Supongo -siguió riéndose de su propia gracia- que como aquí los enfermos están definitivamente caput no habrá inconveniente en que sean fumadores pasivos. Además, estos cigarrillos Cartier son muy saludables, nada que ver con ese asco de Winston que venden por ahí.

Sorprendida por aquella disentería de palabras, Lola tardó en contestar, esforzándose en convencerse de que se trataba de una reacción normal tras un acontecimiento traumático. «Al fin y al cabo», se dijo, «Alejandro era su hermano.»

– A pesar de que no les afecta el humo, no se puede fumar aquí -respondió Lola-. Hay carteles por todos los lados. Pero si quieres te acompaño fuera, a los jardines, para que puedas encender un pitillo.

– ¡Ni hablar! ¿Has visto qué cantidad de buitres hay fuera? ¡Vuelan en círculo esperando posar sus garras sobre su presa!

– ¿Buitres?

– Periodistas, hija, que no te enteras de nada. Somos una familia aristocrática, de alcurnia. Todos los medios querrán sacar la noticia. Pero yo únicamente hablaré con Hola. Con ninguna otra. Ni siquiera con Semana, la editora es una borde… ¿Sabes lo que me vendría bien? Un café. ¿Crees que aquí habrá café?

– Mujer, café hay en todas partes -argumentó Lola desconcertada.

– Nada de eso -afirmó Clara muy seria-. Tú debes referirte a ese líquido negro que sale de las cafeteras industriales. Yo hablo de café. ¿Tendrán en este sitio leche desnatada y sacarina? ¡Me sienta fatal la grasa de la leche! Luego me pesa el estómago durante toda la mañana -argumentó, palpándose con gestos desmesurados su cintura de avispa-. Ah, por cierto, no te molestes con lo de las misas, Alejandro era ateo. Si hubiera sido creyente, estoy segura de que hubiera ido directamente al infierno. Ahora que, al no creer en esas cosas, lo lógico es que simplemente se haya muerto.

– Mujer… -respondió Lola, incapaz de dar réplica a argumentos tan ilógicamente formulados.

Sin más conversación, Clara y Lola abandonaron la sala de espera y fueron en busca de una cafetería. La encontraron en el pabellón D. El edificio -de nueva planta, diseñado en cristal y mármol gris- poseía un local pequeño y muy limpio. Se sentaron a esperar la llegada de Jaime o de alguna noticia. A Lola el café le pareció excelente. Para el refinado gusto de Clara, el líquido era agrio, poco denso y estaba asquerosamente templado. Para arreglar aquel estropicio provinciano, la joven sacó una petaca de plata labrada y añadió a su vaso un generoso chorro de coñac. Clara no hizo mención de los demás ingredientes que hace unos momentos tanto le preocupaban.

Tras aquel descanso, se le soltó la lengua.

– Me alegro de que papá nos haya dejado. Él hubiera sufrido mucho con todo esto. Y eso que le encantaba Pamplona. No sé muy bien por qué, la verdad. Yo la veo simple y descuidada, como cualquier otra capital provinciana. ¡Caramba, perdona! -se disculpó-. Olvidaba que tu marido nació aquí. Aunque, claro, fue por azar: Jaime tiene la prestancia propia de un madrileño.

Lola se mordió el labio. Se había prometido no entrar en ese juego, pero violó su promesa, incluso tirando piedras contra su propio tejado.

– Pues ya ves: Jaime, provinciano de pura cepa.

Tras aquel corto cruce de espadas, ambas mujeres permanecieron calladas. Estaban solas en la cafetería acristalada. Lola se decidió a retomar la conversación sobre la muerte de Alejandro.

– Clara, supongo que en vista de las circunstancias será necesario que tomes algunas decisiones, desagradables pero necesarias. Si te podemos ayudar en eso, o en alguna otra cosa, dínoslo, por favor. ¿Quieres que avisemos a alguien? ¿Quieres que nos encarguemos de los preparativos o de organizar un funeral? En fin -repitió-, aquí nos tienes para lo que desees.

– ¡Un funeral! ¡Sí, deberíamos hacer uno! Quizás varios. Alejandro siempre decía que los funerales resultaban acontecimientos sociales de primer orden. Lo menos importante, por supuesto, es el muerto, pero es una disculpa excelente; la mejor. Tratándose de una boda o un ágape, es posible excusar la asistencia con una tonta evasiva, sin embargo toda el mundo se siente obligado a asistir a los sepelios, de modo que a la salida de estos actos se forma una interesante reunión donde resulta posible hacer buenos negocios o pescar provechosas citas. Ahora, ¡fíjate!, el muerto va a ser él y las citas y negocios los harán los demás.

– Supongo que, como siempre, Alejandro hablaría en broma. Además, tarde o temprano, nos irá tocando a todos, ¿no? -afirmó Lola con lógica aplastante.

– Sí, es cierto. Por eso es importante no perder tiempo, disfrutar de cada instante. Coger al vuelo las ocasiones. Sin ir más lejos, ayer conocí a un gitano que aseguraba ser canadiense. ¡Qué mono, qué forma tan sencilla de mentir! ¡Era divino, no te puedes imaginar qué maravilla de manos…! ¿Pero qué estoy diciendo?

– Sí -protestó Lola-, no creo que sea muy apropiado hablar de eso con Alejandro de cuerpo presente.

– Pues claro que es apropiado. Él está muerto y yo sigo viva. ¡Acabo de cumplir los treinta y ocho! Debo empeñarme en ser feliz rápidamente.

– Entonces, ¿qué querías decir? -preguntó Lola, que intuía la falacia.

– Es fácil. Me refería a que no debería hablar contigo de esto, porque tú eres incapaz de apreciar la esencia de lo que digo. Perteneces al tipo de mujer que permanece anclada en el pasado y atada a estúpidas supersticiones… ¡No me mires así! Ya sé que me vas a decir que eres universitaria y todas esas cosas. Pero eso no es lo importante. La liberación de la mujer no está en salir de casa, sino en abandonar la aburrida cama de 1,35. ¡Tú nada sabes de ese extremo! Te has limitado a desperdiciar a un hombre estupendo convirtiéndote en una matrona paridora de hijos. Cuatro, ¿no? ¡Qué barbaridad! ¡Qué estupidez! ¡Con ese marido tuyo yo hubiera hecho maravillas! ¡Qué desperdicio! En fin, de todo tiene que haber en la viña del Señor.

Lola la miró con pena. En aquella ocasión, no se sintió ofendida por los improperios que aquella boca acababa de vomitar. Vio a una mujer que se iba cubriendo inexorablemente con la capa de los años hasta penetrar sin remedio en la edad peligrosa; una mujer que se sentía sola y que estaba asustada. Los gitanos canadienses, a partir de cierta edad, visitan previo pago. Ese aspecto, que puede ser minimizado si quien desembolsa es un varón, no satisface a una mujer que busca ser apreciada y amada sin necesidad de pagar por ello.

– Clara, la vida no estriba en pasar de mano en mano. La felicidad está en otro sitio.

– ¿Ah, sí? ¿En qué otro sitio está?

– Pues en sentirse querida, apreciada en mil y un detalles. Amar y ser amada por un mismo hombre quince años seguidos, por ejemplo; contemplar cómo crecen tus hijos; disfrutar de un buen libro… La felicidad completa no existe, pero la que está a nuestro alcance se halla tejida de miles de pequeños hechos deliciosos.

– ¡Qué estupideces! ¡Dices esas cosas porque no sabes nada de nada! ¡Me recuerdas a mi padre! Vamos a ver, Lola, contéstame: ¿Has sentido alguna vez? ¿Te has dejado comer por un desconocido? ¿Has lamido cocaína sobre un cuerpo joven y fuerte, desnudo, encendido por la pasión? ¿Has…? En fin, déjalo. ¡No podrías entender lo que de verdad es vivir!

La aparición de Jaime, precedido por el agente Galbis, truncó la conversación.

Una lágrima acida rodaba por la mejilla de Clara, pero esa visión no frenó al agente Galbis. Como si tuviera prisa por acabar, informó a los tres interesados sobre el desarrollo de la autopsia. El procedimiento -les dijo- había concluido, aunque no sería posible retirar el cuerpo del difunto del Instituto Anatómico Forense hasta culminar algunos análisis. Un estudio preliminar, y no concluyente, había detectado una sustancia tóxica en la orina del finado: cocaína.

– A veces ocurren estas cosas, y no indican más que el fallecido ingirió una pequeña dosis de ese producto, lo cual es legal y no constituye problema alguno -ilustró amablemente el agente, por un momento sus ojos grises brillaron con una vivaracha chispa azulada-. No obstante, hay casos en que esa sustancia es indicio de algún delito. Por ello, es preceptivo estudiarlo. Así lo marcan las normas -afirmó-. Si lo desean, el médico forense que se ha encargado de realizar la autopsia les hará las aclaraciones que ustedes deseen. Por otro lado -les instruyó Galbis- uno de mis superiores, el inspector Juan Iturri, que se va a poner al frente de esta investigación preliminar, desea verles a los tres. Es asunto de puro trámite. Les ha citado en el despacho del forense. Normalmente estas diligencias se realizan en los Juzgados, pero como están colapsados, el inspector Iturri ha decidido venir a su encuentro. Llegará en pocos minutos. Es un hombre muy competente -añadió el policía de su cosecha-. ¡De lo mejorcito del Cuerpo, créanme! Así que, si les parece, podemos encaminarnos hacia el pabellón F.

Clara escrutó al joven sin ningún pudor, con ojos golosos, contoneándose como una paloma torcaz en busca de un macho nuevo. Pareció fijarse especialmente en su cabello pajizo, segado como un campo de trigo. Pero al percatarse de cómo brillaba su anillo de casado, señal inequívoca de que llevaba poco tiempo incrustado en su dedo anular, terminó por despreciarlo, volviendo a su ostra de seda y silencio. Lola tomó a su marido del brazo. Éste le devolvió una franca sonrisa.

Durante toda su vida se había creído la historia que ella misma había escrito. Había planteado su vida bajo la certeza de que a la felicidad se llegaba en silencio y en casa. Creía haber construido aquel escenario con Jaime, al alimón. Sin embargo, las palabras de Clara repicaban en sus oídos. ¿Se habría equivocado en el camino? Y, sobre todo, ¿se habría equivocado al interpretar los deseos de Jaime?

La procesión hacia el pabellón F discurrió así en silencio, en fila de a dos.

En nombre de la justicia

Yo fui a España a ver lidias de toros y a tratar de escribir acerca de ello para mí mismo.

Yo pensé que sería simple, bárbaro y cruel y que podría no gustarme, pero que vería alguna acción definitiva que me llevaría a sentir la vida y la muerte en las que yo estaba trabajando.

Encontré esa acción definitiva, pero la lidia de los toros estaba muy lejos de ser simple y me gustó tanto que me fue complicado emplearlo para escribir…

Fui incapaz de escribir algo sobre ello durante cinco años. Ahora me alegro de haber esperado.

Ernest Hemingway

Muerte en la tarde, Cap. I

La hilera que encabezaba el agente Galbis abandonó la luminosa cafetería del pabellón D y se dirigió a la morgue. Los jardines que habían de cruzar estaban sembrados de cientos de larvas humanas, embutidas en sacos de dormir, mantas o periódicos, disfrutando del ansiado letargo.

Que los forasteros de pocos recursos hibernan durante el día en sus vainas de amianto colgados de cualquier parte es suficientemente conocido. Sin embargo, impresiona verlos allí tirados, como caracoles al sol, durmiendo deprisa, porque enseguida volverá a estallar la Fiesta y no quieren perdérsela. Clara hizo un comentario despectivo, pero nadie secundó sus palabras.

Aunque la parranda había bajado su intensidad, sones festivos continuaban preñando la ciudad ya que, tras explotar, la Fiesta no podía detenerse hasta que muriera. Por doquier se sentían alborozo y regocijo, aunque cambiados. Había llegado el momento de las gentes sencillas, las verdaderas, las que no necesitan gran cosa para disfrutar de la Fiesta. Que descansado es estar en familia sin quebranto del alma, y agradecido el cuerpo, que ha sido bien tratado en la taberna, al ritmo de chistorrica frita, pimientos del piquillo y vino español.

Galbis hizo notar al resto del grupo cómo se cocinaba a lo lejos un teatrillo infantil. Vestidos con toda la magnificencia que permitía su corto presupuesto, tres artistas espontáneos azuzaban el olfato de los más pequeños, que olisqueaban complacidos hazañas de magos y princesas. Aunque los locos bajitos no entiendan de esplendores o de contratos, sus mentes blancas aprecian como pocas el portentoso talento encerrado en quien consigue hacerles sonreír.

Al aproximarse a la puerta del Instituto Forense, el agente de policía se detuvo. Desde aquella posición, vieron a un hombre que fumaba en una cachimba de amplia cazoleta y negruzco color.

– Es el inspector Iturri -informó Galbis lleno de admiración-. Esperemos que termine.

En efecto, el inspector de policía que iba a encargarse del caso se les había anticipado y se hallaba en la puerta de la morgue enzarzado en una enjundiosa conversación con el médico forense, ya ataviado con su traje de pamplónica.

Junto al agente Galbis, los tres afectados esperaron que aquella larga charla concluyese. El intervalo permitió a las dos mujeres juzgar al encargado de la investigación preliminar.

Juan Iturri era un hombre de apariencia y complexión ordinarias, más menudo que grande. «Nada provechoso», dijo Clara a Lola nada más verle. Esta pensó también en el gris, luego observó detenidamente al inspector y cambió de opinión.

Por su porte y agilidad, se diría que no había superado el listón de los cuarenta, sin embargo, el amplio bigote canoso, que prácticamente ocultaba su labio superior, le hacía parecer mayor. Sus gafas de pasta ocultaban una mirada viva, cargada de fuerza. Se desprendía de ellas a menudo y, cuando lo hacía, se frotaba mucho los ojos y el tabique nasal. Lola se dio cuenta de que en una ocasión permaneció varios minutos con ellas en la mano. «Son postizas», concluyó tras varias observaciones. Como era incapaz de ocultar su descubrimiento, en voz queda hizo partícipe del mismo a Jaime.

– Silicona pura -respondió éste, creyendo que su esposa hacía referencia a los pechos de Clara, liberados de la prisión del primer botón.

– Me refiero a los lentes del policía -protestó Lola molesta.

– ¿Para qué querría alguien llevar gafas postizas?

– Para ocultar su mirada, naturalmente

– Parece un hombre capaz -comentó Lola en voz alta, cuando Clara se sumó a la conversación.

– ¿Capaz? ¿Te has fijado en sus zapatos? ¡Parecen de poliéster! Y si esto fuera poco delito, ¡son de suela de goma! Ese pobre diablo no gana ni para calzado decente. Y para remate, sus lentes. ¿Has visto qué gafas? ¡Parecen robadas de un cargamento de auxilio a Sri Lanka o a alguno de esos países de Asia! ¿Está en Asia, verdad? En fin, ¡qué más da! Lo importante es que carecen de estilo y son horriblemente horteras.

Lola miró los zapatos del policía. Ciertamente no eran unos Sebago ni estaban confeccionados a medida por un maestro italiano, pero estaban impecablemente limpios y parecían cómodos. No desentonaban en absoluto con la persona y su función. Tras su comprobación, estalló en protestas:

– ¡Qué manía tienes! ¡No se puede juzgar a las personas por su apariencia! ¿Qué tendrá que ver la elegancia con la profesionalidad?

– ¡Todo! -replicó Clara-. ¿Cómo voy a fiarme de alguien vestido así?

– Pues a mí me parece que trasmite confianza -intervino Jaime.

– Perdona, chico, pero tú no puedes juzgar. ¡Eres un despistado crónico! Observa cómo le sudan las manos: eso es muy mala señal. ¡Seguro que come hamburguesas llenas de mayonesa y aceite de girasol! Me he fijado en sus dedos: son gorditos y pequeños como dátiles. ¿Crees que alguien así puede averiguar algo?

– ¡Por favor! ¡Estamos a 30 grados! ¡Es normal que sude! ¡Yo también lo hago!

Súbitamente, una bandada de anoréxicos adolescentes, pelilargos y fusilados con trozos de metal, desfilaron delante de ellos. Sus ojos mostraban lo que parecía tristeza infinita, aunque sólo fueran los efectos de una cogorza barata y cabezona. En su particular lucha con el mundo, miraron despreciativamente el uniforme de Galbis, concluyendo su observación con un gesto ofensivo. Galbis no se inmutó. Pocos segundos después, a escasos metros de allí, estallaron unos berridos estridentes, ritmos que trataban de imitar al rock duro, pero que se quedaban en un mísero aullido.

Clara volvió a mencionar las gafas. Lola y Jaime insistieron en que no juzgara por las apariencias. Sin embargo, no se dejó convencer. Sin más preámbulos, tomó su móvil y localizó el teléfono que buscaba.

– Aquí está -exclamó satisfecha-. Miguelón Ruiz.

Instintivamente, Clara acomodó de nuevo su ropa. El orden que impuso no coincidiría probablemente con el que cualquier otra mujer hubiera considerado armónico o elegante. Sin embargo, resultaba evidente que Clara no era elemento representativo de una muestra común. Tan solo el pañuelo rojo típico de la Fiesta disimulaba algo aquella exagerada exhibición. Tras la ropa, le tocó turno al resto: se atusó la melena, estiró sus pantalones pitillo y conformó una vez más el fajín colorado a su grácil cintura de avispa. Finalmente, extendió el brazo, colocándolo a la altura de su rostro, y apretó el botón verde de su móvil. Contestaron de inmediato.

– Miguelón, ¡qué alegría me da verte y hablar contigo! -Su voz, hace un momento serena y fuerte sonó ahora débil y melosa. Clara conocía a la perfección el arte de la seducción: una ciencia de artificios y tretas, de mutaciones y transmutaciones, de recursos ocultos, cuando no esotéricos-. No, no estoy disfrazada, es que estoy en Pamplona -respondió-. Sí, en los sanfermines… Claro, una suerte… O lo fue hasta hace un rato… Alejandro…

Por primera vez, Clara lloró y se lamentó con gemidos lastimeros. Luego se repuso y contó a su interlocutor los hechos, adornándolos a su antojo. Finalmente relató las conclusiones provisionales de la autopsia, insistiendo en el hallazgo de la cocaína y en la extraña personalidad del inspector asignado. Si bien no olvidó rememorar la provincialidad de la Navarra profunda, no hizo mención alguna a los zapatos del inspector.

Cuando culminó su relato, bajó la voz y añadió:

– Miguelón, querido, dudo que aquí hayan visto un muerto español desde después de la guerra de… Ya sabes, la última guerra. Seguro que, en fin… Sé con certeza que carecen de experiencia… Llevaré el móvil encendido… De acuerdo. Miguelón -nuevamente brotaron las lágrimas-… No, nada, sólo iba a darte las gracias por escucharme, eres un gran amigo… Bueno, sí, por supuesto, mucho más que un amigo. Sí, espero tu llamada. Un besito, adiós.

En cuanto Clara cerró la tapa de su móvil con cámara, cambió su voz y casi hasta su personalidad.

– ¿Crees que esas lágrimas eran de verdad o se trataban de sonidos de insecto en celo? -preguntó Lola a su marido-. Hubiera sido una gran actriz, ¿no crees?

– Estaba pensando en la suerte que tuvo mi amigo Jorge no casándose con ella. ¡Todo en Clara circunda la falacia, puro plástico!

– No seas tan duro -exclamó Lola, feliz con el comentario de su marido-. Sólo es una niña rica algo amargada.

Clara no compartió con ellos los términos de su conversación telefónica. Lola y Jaime, por su parte, se abstuvieron de preguntar. Sin embargo, cuando a los escasos cinco minutos una música de agua surgió de su bolso blanco y rojo, firmado por Carolina Herrera, todo aquello se aclaró. Tras comprobar el nombre de quien telefoneaba, la mujer inició nuevamente el proceso de transfiguración escénica y contestó. Cuando concluyó esta segunda conversación, no podía disimular su cara de triunfo.

– En tres o cuatro horas tendremos aquí a Miguelón Ruiz, un buen amigo mío, inspector jefe de la Policía de la Capital. Me lo presentó hace poco un catedrático amigo de papá. Hace años que trabaja de enlace entre el cuerpo al que pertenece y no sé qué ministerio. Lo importante es que ha llevado innumerables casos de asesinato. El resolverá con bien esta situación.

– ¿Asesinato? -preguntó Lola sorprendida, al tiempo que su veta jurídica y docente despertaban de su letargo-. Verás, Clara, creo que no comprendes bien los hechos. En toda muerte violenta es preceptivo realizar una autopsia. En este caso concreto, resulta evidente que la culpa de que tu hermano no esté aquí con nosotros la tiene un toro. La autopsia no indica que muriera asesinado.

– Sí, pero han encontrado cocaína…

– Clara, querida -intervino Jaime-, todos estábamos al tanto de la triste costumbre de Alejandro…

– ¡No digas sandeces! Eso no es más que un rumor sembrado por las maledicencias de quienes le tenían envidia. Claro que, de vez en cuando, en alguna ocasión especial, tomaba una o dos rayas, pero de eso a la adicción hay un trecho. Además, estamos en sanfermines. En esta Fiesta, quien más quien menos toma alguna cosa; un poco de cocaína, unas pastillas… Yo, sin ir más lejos, ayer con el gitano canadiense…

– ¡Clara! -protestó Jaime, que para algo era navarro-. ¡Todo el mundo no! No es bueno generalizar en estas cosas. Es posible que en sanfermines corra más licor que de costumbre y que se coma bastante más de la cuenta, pero las drogas son palabras mayores.

– En todo caso, me estás dando la razón -insistió Lola tozuda-. Si por el motivo que fuera Alejandro tomó un par de rayas de coca, el tóxico correspondiente estará en su orina. Así pues, no debes pensar siquiera en la posibilidad de un asesinato, un homicidio o cualquier hecho similar.

– Sea lo que sea, Miguelón lo aclarará.

– No creo que la policía de Pamplona lo permita. Son jurisdicciones distintas.

– ¡Ya lo ha permitido! Va a venir aquí enviado por la Central, así que los policías de Pamplona tendrán que callarse, obedecer y aprender.

Volvió el silencio. La llegada de la brisa suavizó el calor sofocante de la mañana, pero no anunció cambio alguno en las expectativas del día. Un ligero carraspeo precedió al inspector, que venía de terminar su conversación con el forense. Clara no mencionó en ningún momento a Miguelón Ruiz.

– Señores, antes de nada, permítanme expresarles mi más sentido pésame. Comprendo que todavía estarán ustedes confusos y que tardarán en encajar el golpe, pero me veo en la obligación de importunarles. Intentaré por todos los medios ser breve. Si trabajamos con presteza, podrán ustedes vivir el duelo y enterrar a su hermano y amigo enseguida -y sin dar ocasión para la réplica, continuó-: Puesto que el Juzgado está totalmente colapsado, creo que será mejor que cumplimentemos estas breves diligencias aquí mismo. El forense ha sido tan amable de prestarnos su despacho. Si les parece, vamos entrando. Allí les iré formulando algunas preguntas a cada uno de ustedes, cuestión de mero trámite, comenzando por el pariente más cercano.

Cuando Clara se vio llamada en primer lugar, juzgo equivocadamente los hechos. Habituada a mirar el mundo desde su perspectiva, adoptó aquel tono lastimero que tan buenos resultados daba en sus conquistas. Sin embargo, en su ignorancia de la gente corriente, tildó al inspector de lo que no era.

– Reitero mis condolencias, señorita -dijo el policía, una vez solos en el despacho del forense. Antes de sentarse, Clara se había paseado por la amplia habitación. Bajo la curiosa mirada del inspector, había observado atentamente las desagradables fotografías que colgaban despreocupadamente de un tablón de corcho, aunque se había abstenido de hacer comentario alguno o de mostrar físicamente su repulsión. El policía observaba a la mujer como el cazador el bosque, como el paciente pescador la faz del mar en calma, sabiendo que, fuera del alcance de su vista, se hallaba la pieza soñada.

– Inspector… Perdone, no recuerdo con exactitud su apellido.

– Inspector Iturri -contestó éste sin apartar sus ojos del papel que leía-. Juan Iturri.

– Gracias, Juan. ¿Puedo llamarle Juan?

– Con inspector será suficiente -replicó algo cortante.

En aquel preciso instante, Clara cambió de actitud y volvió a pensar en los zapatos de suela de goma.

– Bien, inspector -dijo arrastrando mucho las sílabas y sacando un cigarrillo del bolso-. ¿Qué desea saber?

La llama de su mechero de oro fascinó al hombre que, pese al cartel, renunció solidariamente a prohibir a la dama placer tan liviano. Ella tiró la ceniza en el bote de los lápices.

– Sólo voy a molestarla un segundo. Quisiera que me narrara lo que usted y su hermano hicieron la noche pasada, en la medida en que lo recuerde.

– ¡Ah, no hicimos nada especial! Cenamos en una tasca, Alejandro y yo, Jaime y Lola, y unos amigos suyos: un juez muy simpático y su esposa. Del nombre del sitio, si es que tenía, no me acuerdo. Luego nos sentamos en la hierba cercana, junto a las murallas, para contemplar los fuegos artificiales: estuvieron bien. A continuación, fuimos a las ferias (lo que aquí llaman barracas), tomamos algo en algún sitio, y luego nos separamos. Jaime, Lola y sus amigos se marcharon a eso de la una y media. Alejandro y yo seguimos solos. Pasadas las tres, algún amigo suyo que estaba en Pamplona le llamó al móvil y se marchó. Yo conocí a un simpático caballero, que dijo ser canadiense, con el que fui a un baile en una plaza. Del nombre, ni idea. Tras el galanteo, lo normal -concluyó.

– Disculpe, ¿qué es lo normal?

– Pero, hombre, ¿es que los policías como usted no tienen nada entre las piernas?

El inspector Iturri se quedó cortado ante aquella respuesta, pero externamente no se inmutó.

– Hábleme de ese amigo suyo canadiense, por favor. ¿Puede ofrecernos algún dato que permita localizarle?

– Yo nunca he dicho que tuviese esa nacionalidad. Sólo he dicho que él dijo ser canadiense, pero yo no lo creo: trabajaba como un latino de pura cepa. Créame, de eso entiendo: para el sexo, lo mejor, latinos… ¿Cómo podríamos localizarle? ¡Qué quiere que le diga!: no creo que sea fácil. Pero si en lo que está pensando es en una rueda de reconocimiento, me temo que tendrá que ser de dos rombos -rió con tonto carcajeo.

– Creo, señorita, que su hermano fumaba -cortó el inspector, cambiando radicalmente el tercio.

– Sí, en exceso, creo. Tabaco rubio.

– ¿Solía llevar encima un paquete?

– ¡Por supuesto! Cuando uno es fumador, se pone nervioso al no tener nicotina a mano. Además, sólo encendía sus pitillos con su Dupont de oro. Decía que así le sabían mejor.

– Sin embargo, no hemos encontrado en sus bolsillos tabaco o mechero… ¿Sabe si consumía alguna sustancia más? ¿Cocaína, por ejemplo?

– Muy de vez en cuando… Alguna raya, en ocasiones especiales. Nada serio.

– ¿Otras drogas? ¿Heroína, pastillas…?

– No lo creo, pero no puedo afirmarlo ni negarlo. ¿Quién conoce a nadie hoy en día?

– Me acaba de decir que tenía teléfono móvil.

– ¿Móvil? ¡Pues claro! ¡Tenía cientos! Poseía los últimos modelos antes de que estuvieran en el mercado. Él los llamaba primeras ediciones.

– ¿Solía llevarlo?

– Naturalmente que llevaba encima su teléfono. ¿Para qué sirve un móvil si lo dejas en casa? No se separaba del móvil.

– Pues en este caso no es así. Su hermano no llevaba teléfono. Quizás se le cayera durante la cogida; tal vez lo dejara en el hotel.

– Si no lo han encontrado, es porque se lo habrán robado o lo habrá perdido durante el encierro. Estoy segura de que llevaría el aparato para poder contar en directo que estaba corriendo los toros.

– Tiene usted razón, es lógico que así fuera. De todos modos, lo investigaremos. Perdone, señorita Mocciaro… Otra pregunta: dice que le llamó alguien al móvil, ¿tenía su hermano amigos aquí? Conocidos que vivieran en Pamplona o alguien que hubiera venido a la ciudad por la Fiesta…

– No que yo sepa.

– Es decir, que sólo acudieron a Pamplona por el asunto del testamento.

– En efecto, así es.

– Y dígame: ¿no le resultó extraño que su padre les citara aquí en días como éstos para leer su testamento?

– Ahora que lo menciona, le confieso que sí. Aunque teniendo en cuenta que mi padre adoraba esta ciudad, que vivió aquí casi diez años y le fascinaban los sanfermines, la extrañeza no fue muy pronunciada.

– Sí, claro, es natural. Leí en la prensa que la sociedad Napardi le ha conferido una distinción recientemente.

– Así es. Creo que Pamplona quería a mi padre como él la quería a ella.

– Seguro que sí… Señorita Mocciaro, ¿tenía enemigos su hermano, alguien que quisiera hacerle daño, alguien que le hubiera amenazado? Un estudiante ofendido, alguna novia despechada, algún negocio fracasado…

– Resulta difícil contestar esa pregunta. ¿Quién no tiene hoy en día enemigos? Alejandro era algo especial en lo que a amistades se refiere… Sin embargo, no me consta ninguna hostilidad particular.

– ¿A qué se refiere con amistades especiales?

– Gentes que no eran de nuestra alcurnia, tampoco de la universidad. Él frecuentaba otros ambientes más… psicodélicos, fuera de lo común. Mujeres de alegre vida, a las que defendía como abogado; artistas bohemios… En fin, personas de esa guisa.

– ¿Prostitutas, quizás?

– Sí, prostitutas. No me parecía necesario emplear ese lenguaje, aunque si usted lo prefiere lo haré: prostitutas, chulos, maricas y almas de esta alcurnia se contaban entre sus amistades. Pero eso no indica nada…

– No, por supuesto. Una última cuestión, luego la dejaré en paz. Su hermano llevaba un tatuaje en la ingle: una pequeña flor de lis. Según dice el forense, realizada recientemente. Quizás aquí mismo. ¿Lo sabía usted?

– Hasta hace unas horas, no. Pero me han hecho entrar para reconocer el cadáver. Estaba desnudo y lo he visto.

– El cadáver no presentaba ningún otro tatuaje, marcas o piercing. ¿Sabe por qué se haría éste a su edad?

– Supongo que lo haría por lo del título… ¿Sabe? ¡Me acabo de dar cuenta de que ahora soy marquesa, marquesa di Gorla…!

– Disculpe, va demasiado deprisa para mi lento entendimiento. ¿Qué tiene que ver el marquesado al que hace referencia y el tatuaje?

– Mucho: ese motivo es central en nuestro escudo de armas. Un trío de flores de lis en la parte superior, un cuervo en la inferior, y en el medio, un acero blanco.

– Curiosa mezcla.

– Sí, lo es. La flor de lis es símbolo de perfección, de pureza, de luz. El cuervo es un animal carroñero y de mal augurio. Ésa es, en suma, la historia de mi familia.

– De manera que, en su opinión, su hermano se acababa de tatuar una flor de lis en la entrepierna por ser el escudo de la familia.

– Es sólo una suposición, pero sí, eso es lo que creo. Desde que mi padre falleció en el mes de mayo y el título pasó a su posesión, no perdía ocasión de hacérselo ver a todo el mundo. Es más, mandó grabar unas tarjetas con tres flores de lis como emblema, se hizo unos gemelos con el mismo motivo, encargó una vajilla con un cuervo negro de perfil como motivo central… En fin, creo que el tatuaje responde a esa misma finalidad.

– Interesante… Señala el forense que bajo el tatuaje había restos de otro anterior. El motivo podría ser una serpiente…

– Sí, es muy probable.

– ¿Tenía usted conocimiento de ello?

– No, en absoluto. La primera vez que le he visto desnudo ha sido hace un momento, muerto. Pero su amigo Rodrigo Robles llevaba una serpiente en el mismo lugar…

– Perdone, ¿por qué cree que el tatuaje del hombre que ha mencionado se halla relacionado con el de su hermano?

– Rodrigo me contó que, cuando acabaron la carrera de derecho, todos los amigos del club se hicieron el mismo tatuaje. Alejandro era uno de ellos, de ahí mi conjetura.

– Entiendo, es lógico. Pudo borrar aquél para cambiarlo por una flor de lis… Disculpe, ese tal Rodrigo Robles será un gran amigo suyo, si conoce ese tatuaje…

– Lo es… Lo era. Hace tiempo que no nos vemos.

– ¿Un cambio de ciudad, una discusión tal vez?

– No. Estaba casado cuando me acosté con él. A su esposa no le pareció demasiado bien…

– Me lo imagino.

– Una última cuestión, señorita Mocciaro. Entiendo que, siendo su hermano soltero, usted será su heredera.

– Suponiendo que haya tenido esa deferencia, aunque con Alejandro nunca se sabe… Puede que ni siquiera hubiera hecho testamento.

– Lo averiguaremos de inmediato… ¿Y esas dos personas que esperan fuera?

– ¡Inspector! ¡Dijo que era su última pregunta! Estoy cansada. ¡Necesito dormir un rato!

– Sí, perdóneme. Esta vez es de verdad la última pregunta.

– De acuerdo. Lola MacHor era discípula de mi padre, lo mismo que mi hermano Alejandro. Papá le tenía un gran aprecio; creo que la quería casi más que a mí. Supongo que por eso habrá dejado en su testamento alguna disposición. Aunque la cátedra por la que competían se la otorgó a Alejandro y no a su amiga Lola.

– ¿Amiga?

– Amiga, pero no como usted piensa. Ella, sus hijos, Jaime…

– Jaime Garache…

– Sí, pero él es muy distinto a su mujer. Es un gran médico, una gran persona y un caballero.

– Veo que le aprecia.

– Mucho, sí -respondió Clara con la mirada encendida.

– Muchas gracias por su tiempo, señorita Mocciaro. Estaremos en contacto. Retendremos las pertenencias de su hermano un poco más. Se las devolveremos en cuanto nos sea posible.-Le han asesinado, ¿verdad?

– ¿Asesinato? ¡Es muy pronto para inferir esa hipótesis! Si las pruebas no indican otra cosa, su hermano murió a causa de las reiteradas cornadas de un toro bravo. Si lo que pregunta es por la cocaína encontrada, es indicio de que consumió esa sustancia, no de que alguien le haya matado.

– ¿Pero ha visto las imágenes? Yo sí, en la televisión de un café, y me reafirmo: ¡su cogida es muy extraña!

– No se inquiete: si hay algo oculto, lo descubriré.

– ¿Está usted seguro? -Clara se levantó, dio media vuelta y dejó al inspector con la boca abierta.

A la hora del Ángelus, los interrogatorios habían concluido y las diligencias previas también. Clara, Lola y Jaime volvieron andando al hotel.

El director de La Perla les esperaba. Se apresuró a dar el pésame a Clara y a informarles de que había reservado para ellos una mesa discreta en un restaurante de la zona, cosa harto difícil. La policía, tras registrarla, había precintado la habitación del finado. Ellos podían ir a sus respectivos aposentos sin problema alguno.

– Aseaos un poco e id a comer algo -aconsejó-. Se piensa poco y mal con el estómago vacío. Estos sucesos son harto difíciles, experiencia tengo en ello.

– ¿Se te ha muerto alguien recientemente? -preguntó Jaime, interesándose por la vida de su amigo de la infancia.

– ¿A mí? No, directamente no. Pero hay gente que tiene la manía de suicidarse fuera de casa; en un hotel, por ejemplo… Y cuando lo hacen en la bañera… En fin, id a comer algo.

– Rafael, por favor -pidió Clara con cansancio. Esta vez parecía sincera-, si viniera un hombre preguntando por mí, que dice llamarse inspector Ruiz, ¿serías tan amable de indicarle dónde nos encontramos?

– ¡Por supuesto! Id tranquilos.

Los tres comieron en silencio. Lo hicieron con hambre, sazonada con una cierta culpabilidad por dejarse llevar por necesidad tan perentoria en aquellas circunstancias. Dieron buena cuenta de unos platos caseros que dejaron a la elección del camarero. Todos tomaron café. Clara pidió también un pacharán con mucho hielo. Antes de que se lo trajeran, se le acercó un hombre de amplia sonrisa que pareció deshacerse al verla.

– ¡Miguelón! ¡Cuánto te agradezco que hayas venido! -dijo Clara con amartelada voz.

Ésta y el recién llegado se fundieron en un abrazo que duró una eternidad. Lola observó con estupor cómo las largas y delicadas uñas de Clara, pintadas en rojo sangre, se colocaban por debajo del cinturón. Si él notó el gesto, no hizo nada por impedirlo. Finalmente, el lazo humano se soltó, y Lola y Jaime pudieron observar al recién llegado. Era un hombre bajito, ancho y musculoso, ese tipo de personas que aman las pesas tanto como el espejo. Era medio calvo, pero trataba de disimularlo con una raya muy baja y una guedeja que pasaba de lado a lado. Llevaba ropa cara que no conseguía enmascarar lo que era: un hombre corriente crecido por las circunstancias. Tanto Lola como Jaime, por separado, juzgaron que aquél no era el tipo de Clara, que adoraba a los hombres extremos: reyes o gitanos.

– Ven, Miguelón, te voy a presentar: éstos son Jaime -ella siempre empezaba por los hombres-, un eminente médico y amigo de toda la vida, y su mujer, Lola.

»Jaime, Clara, os presento a Miguel Ruiz, inspector jefe de policía, y mano derecha del ministro de… Bueno, de un ministro.

– Encantado. -El inspector tenía una voz fina y aflautada, casi de eunuco, que no se ajustaba bien con los enormes músculos de su cuello y de sus brazos, y mucho menos con la señorita Mocciaro.

Se sentaron de nuevo y, mientras Clara ponía en antecedentes a su amigo, tomaron otro café. El inspector Ruiz pidió un descafeinado de sobre. Jaime miró a su esposa de reojo, ella le devolvió el gesto: Clara afirmaba que un café descafeinado -especialmente el de sobre- era como un amante a distancia: algo completamente inútil.

Los resultados de la autopsia fueron traducidos por Jaime, ya que Clara no había retenido más que la palabra cocaína. Durante toda la conversación, ella insistió una y otra vez en calificar al inspector Iturri de ignorante e incompetente y en tildar el suceso de asesinato.

Lola volvió a la carga.

– Inspector, le hemos explicado a Clara que, a pesar haber encontrado cocaína en su organismo, no se puede afirmar que sea un asesinato. Quizás usted pueda…

– Clara, querida, he venido de inmediato. He tenido que viajar en la cabina del avión porque el vuelo estaba repleto, pero estoy aquí. No te preocupes: he tomado las riendas de la investigación. Antes de venir a verte, me he pasado por los Juzgados. He informado al juez de que la Central me envía para que me haga cargo del caso, ya que este asunto, evidentemente, les queda un poco grande a las autoridades provinciales… Creo que conoces al juez Uranga: cenó con vosotros ayer.

– Sí, en efecto. El juez es muy amigo de Jaime, ¿verdad?

– Lo es, y también de Lola.

– Por eso ha pedido ser eximido. Esta tarde sabremos quién le sustituye. Hablaré con él y le informaré de mi nuevo rol en las investigaciones.

– No creo que sea posible -afirmó Lola, pensando en voz alta-, hay una relación directa entre usted y Clara, lo que legalmente imposibilita…

– No sabe usted lo que dice, señora -cortó el inspector.

– Igual sí -intervino Clara-, es abogada. Era compañera de Alejandro, aunque, claro, él llegó a catedrático y ella no…

Jaime estuvo al quite.

– Creo que nosotros -dijo agarrando a su esposa del brazo y haciéndola levantar de la silla- debemos retirarnos a descansar. Ha sido un día muy agitado. Podemos vernos después, a la hora de la cena, salvo que el inspector Ruiz diga algo en contra o que tú, Clara, nos necesites.

– ¿Pero es que os habéis olvidado de la corrida? ¡No podemos faltar! -chilló Clara.

– Mujer, en estas circunstancias… -Lola asintió; el inspector Ruiz también.

– ¡No, no y no! ¡Tenemos que ir! Son las entradas de preferencia de papá. Estoy segura de que Alejandro querría que lo hiciéramos.

– Pero, Clara… -trató de argumentar el inspector-, no sería prudente…

– ¡Miguel, no me quites la razón! -protestó. Luego dulcificó su faz y dijo con suave voz-: ¡Es que no te das cuenta, querido, que deseo ver cómo le hincan hasta el tuétano una espada a ese asqueroso toro que ha tenido la osadía de matar a mi hermano! ¡Tú eres el que debiera interrumpir esas aburridas citas y venirte con nosotros! Naturalmente, la localidad de Alejandro no tiene ocupante. -Corrían las lágrimas por su mejilla.

– Bueno, si es por eso, vete. ¡Te vendrá bien descargar la tensión! -concedió el inspector-. Yo intentaré acabar pronto. ¿A qué hora es la corrida?

– Creo que a las seis y media -contestó Clara retocándose los labios. Ya no lloraba.

– Nosotros no iremos -sentenció Lola.

Clara se levantó, y en un ataque de ira, le espetó:

– ¡Hipócrita, eres una arpía! ¡Te mueres por ir, pero quieres hacerte la virtuosa! ¡Tú y tus misas de encargo! ¡Siempre me has tenido envidia! ¡Pero te aseguro que tu marido está contigo sólo por compasión, porque a quien desea…!

– Clara, cállate -Jaime pronunció únicamente esas dos palabras, pero fueron suficientes. Su tono cortaba como una espada. Su rostro era de piedra. Sin decir nada más, cogió del brazo a su esposa y se fueron, dejando a Clara llorando en brazos del inspector.

Sin embargo, ella no tardó en seguirles. Se hallaban en los pórticos de la plaza del Castillo, a quinientos metros del hotel, cuando les alcanzó.

– Jaime, cariño, lo siento, es que estoy muy nerviosa. Perdóname. No quería decir eso. ¡Lola, disculpa, me he dejado llevar! Y, por favor, ¡no me dejéis sola! ¡No podría soportarlo! ¡Recordad: la corrida empieza a las seis y media! -y se alejó corriendo, saludando con la mano, al encuentro de su inspector madrileño.

Lola no dijo nada. Jaime tampoco. Al llegar al hotel cada uno se fue a su habitación. El director de La Perla les vio llegar, pero al ver sus caras, volvió a meterse en su despacho.

Nunca había habido ningún affaire entre Clara y Jaime, aunque sí algún asalto. Lola no lo sabía, pero en una ocasión Clara lo había intentado con su habitual descaro. Ella estaba en un congreso en Alemania y Jaime se había quedado hasta tarde en su laboratorio. Clara acudió allí, dejando bien patentes sus intenciones. Jaime, quizás halagado, reaccionó con la suavidad de un padre que castiga a una hija rebelde. Fue muy claro -ella era una joven muy atractiva, encantadora, interesante, pero para él la única mujer que existía era Lola-. No obstante, en ningún momento el hombre se manifestó ofendido porque ella se quitara el jersey de angora que llevaba puesto, dejando al aire su sostén de seda rosa, ni cuando los largos brazos de ella rodearon su cuello. Simplemente, zafándose del abrazo, le dijo que aquello era una tontería, una chiquillada. Quizás por ello, Clara siempre pensó que dejaba la puerta entreabierta. Se acercó a él y, besándole la mejilla, le dijo: «¿Sabes que eres el único hombre que me ha rechazado? Pero esto no es más que la primera tienta».

Jaime veía aquellos lances a su manera, como un hombre. Le había dicho que no y todo acabado. Lo que le costaba tragar era cómo tomaba Lola aquella situación. Odiaba que su esposa descendiera a la arena para luchar contra un enemigo inexistente. Sus celos le sacaban de sus casillas. ¿Es que no confiaba en él? ¿Creía que le era fiel porque no había tenido ocasiones de no serlo? ¿No se daba cuenta de que la quería?

Tirada en la cama de la habitación, Lola lloraba a moco tendido. Era de lágrima fácil, pero en este caso creía tener motivo. Deseaba matar a Clara, pero por encima de todo deseaba conocer la verdad de aquellas insinuaciones, porque, si eran ciertas, a quien planeaba dar muerte era a su marido. «¡Es un invento de Clara!», se dijo, «otra de sus interpretaciones. Siempre ha sido así… Jaime me quiere. Se le escapa alguna mirada fugaz, pero no se iría nunca con ella. Yo soy el problema. Estos malditos celos.»

Unos golpes en la puerta, seguidos de una voz familiar, le hicieron levantar. Se tropezó con el mueble de la entrada por correr a abrir.

Iba a decir lo siento, pero Jaime no se lo permitió. Tapó con su mano la boca de su mujer, y la empujó suavemente hasta la cama. Se recostó a su lado, colocando a su esposa sobre su pecho mientras acariciaba su pelo.

– Ven aquí, Ótelo -dijo. Su voz sonó a cariñoso reproche-. ¿Pero crees que te cambiaría por Clara? ¡Si al menos fuera por Carmen Sevilla…! ¿Me consideras tan estúpido para cambiarte por ella o por cualquier otra? ¿Qué piensas, que el amor depende de lo estirada que tengas la piel o de la talla del sujetador? ¡Mujer, si fuera por eso, yo no me hubiera casado contigo! Comprendo que tú lo hubieras intentado conmigo, habida cuenta de todas mis dotes, de la abundancia de mi pelo y de mi estilo bailando, pero en mi caso, bien lo sabes, me enamoré de ti por tu título, tu espíritu falangista y tu dinero… Así pues, tranquila, cuando vaya a engañarte con Clara, te enviaré una nota avisándote de que le ha tocado la lotería… Y hablando de otra cosa, ¿te has fijado en lo guapa que es la camarera? ¡Ah! ¡Y el caballero de recepción tampoco está mal! Creo que deberías preocuparte seriamente…

Lola seguía llorando, aunque en este momento ya no le invadía la amargura sino la felicidad. Él seguía hablando.

– Y ahora, mi llorona dulce, te agradecería que dejaras de empapar las sábanas y me dijeras la hora. Hemos de estar a las seis y media de la tarde en la plaza de toros.

– Son las cinco y diez.

– ¡Ah, bueno! Hay tiempo de sobra.

– ¿Para qué? -cuestionó Lola.

– ¡Para nada especial! ¡Voy a tratar de amores con la señorita de la habitación 305! Creo que se llama Lola y está como un tren…

Séptima corrida de abono

Era una corrida de toros Miura en Pamplona…

…Los toros más bonitos que yo nunca he visto, y cada uno de ellos se ponía a la defensiva desde el minuto mismo de su entrada en la arena. Se podría decir que eran cobardes, porque defendían su vida a conciencia, con desesperación pero prudencia, ferozmente.

¡Cuánto daría yo por tener dieciséis años, arte y valor!

Ernest Hemingway

Correspondencia

No era lógico. No estaba bien. Pensamientos de esta naturaleza ocupaban la mente de Lola cuando, reticente y con serio gesto, bajó junto a Jaime al vestíbulo. Alejandro Mocciaro no era miembro de su familia ni, desde luego, se contaba entre sus amigos íntimos, pero, al fín y al cabo, era cercano y yacía, aún caliente, en una caja metálica, cubierto por un sudario de algodón. Estaba sorprendida de que Jaime, habitualmente exquisito, se hubiera dejado convencer. Había bastando una simple súplica de Clara para que accediera, aunque resultaba evidente a todas luces que su presencia en la séptima corrida de la feria de San Fermín resultaba incorrecta y desconsiderada. Jaime, por el contrario, a duras penas conseguía controlar un ánimo que, pictórico, se desbordaba en sonrisas defectuosamente contenidas. Lola sabía de sobra que le encantaban los toros, especialmente los miuras. Sin embargo, pensaba que no hubiera accedido tratándose de otra corrida o de otro sitio. A Jaime lo que verdaderamente le hechizaba era la fiesta cuando se celebraba en Pamplona. Hacía ya mucho años que vivían lejos, pero Lola se daba cuenta de que a su marido el paso del tiempo le afectaba de forma distinta. Para Lola, Bilbao era una quimera, un sitio al que volver con la imaginación. Allí estaba ciertamente parte de su infancia, pero había estudiado fuera de Vizcaya y había residido en muchos sitios. Sus vivencias estaban troceadas como un puzzle. Sin embargo, en la mente y en el corazón de Jaime sólo estaba Pamplona. Ahora que su juventud acababa, añoraba su primavera y su estío; su vitalidad, su fuerza, sus risas despreocupadas, su pelo en la coronilla… Para tratar de retener sus abriles, algunos hombres apostaban por rememorar los primeros amores liándose con jovencitas con acné; otros coqueteaban con el infarto sobre una bicicleta estática… Para Jaime, la esencia de su mocedad estaba personificada en Pamplona, especialmente en su Fiesta. Quizás por eso, en este viaje se comportaba como el desterrado que retorna tras décadas de exilio; asistir a la corrida de Miura le hacía rejuvenecer. Aunque en aquellos años se sentaba en sol como mozo de peña, y ahora lo haría como cincuentón en preferencia, poco importaba. Revivía su juventud perdida, con ansia, casi con necesidad. Por eso, Lola había accedido a acudir a la corrida. Al ver a Clara se arrepintió de sus pueriles reticencias.

Les estaba esperando cuando bajaron, charlando animadamente de toros y toreros con Rafael Moreno, cuyos bigotes blanquecinos perfilaban su fina sonrisa. Clara estaba radiante. Cualquier resto de cansancio había desaparecido de su rostro. Sólo un brazalete negro en su brazo izquierdo identificaba su dolor. Sus ojos mostraban esa curiosa excitación del descubrimiento: sería su primera corrida de toros en Pamplona.

Salieron hacia la plaza con una bolsa de papel marrón en las manos. El director de La Perla había encargado para ellos sendos bocadillos de tortilla y una botellita de vino. Jaime rió complacido, evocando de nuevo sus muchas corridas. La precaución de Rafael no era desmedida, ya que en Pamplona no se debe acudir a los toros sin provisiones.

Nada más abandonar el hotel y pisar los pórticos de la plaza del Castillo, fueron arrastrados por la marea humana; miles de almas con un mismo propósito: entrar en el coso para contemplar el espectáculo.

Aquel 12 de julio, en las primeras horas de la tarde, los aledaños de la plaza de toros parecían un club náutico en día de regata. Miles de blancas carabelas de rojas cangrejas desembarcaban en aquel puerto, como si la avenida de Hemingway fuera la única calle de la ciudad. Despistados, con las caras enrojecidas por el sol traicionero, ajenos a las costumbres del lugar, algunos extranjeros intentaban hacerse entender con la esperanza de obtener pases para el espectáculo de sangre.

Poco interesaba en Pamplona que, desaparecida la casta de Ordóñez y Dominguín, lejano el toreo espontáneo que emergía del alma por la gracia de Dios, los cosos taurinos perdieran vigor. Ninguna de esas menudencias importaba a aquella primera hora de la tarde. Abundaba la demanda, y los revendedores se lucraban a su antojo. Nadie los percibía, aunque estaban por todas partes, escrutando caras, buscando clientes de última hora. Teniendo pases de preferencia, y llevándolos en la mano al enfilar la puerta principal de la plaza, Clara, Lola y Jaime -el inspector Ruiz telefoneó diciendo que iría por su cuenta- no habrían de vérselas con aquellos hombres, sin embargo, no se libraron de ser abordados reiteradamente por quienes deseaban ofrecerles localidades de abono para el día siguiente, más o menos a cinco veces su precio original. Lola observó detenidamente a aquellos hombres. En realidad, no desentonaban en absoluto con el ambiente, que hubiera quedado incompleto sin su discreta presencia. No parecían ladrones gitaneando. Incluso, ante la libertad con la que se movían, podría llegar a pensarse que aquella cautelosa actividad resultaba legal y legítima y que los precios no respondían a otra cosa que a la sagrada ley de la oferta y la demanda. Lo único que Lola advirtió era que, quizás por no contaminar la usanza, tan respetada por estas latitudes, los oferentes no llevaban la vestimenta típica, aunque algunos se anudaban al cuello un pañuelillo rojo.

Sin poder evitarlo, Lola, Clara y Jaime se mezclaron con la masa que disponía de entrada. Alrededor del arbolado de acacias que rodeaba la plaza y parecía quererla ocultar, cada vez se arrimaba más gente. Todos querían asistir a la corrida. Como todos y cada uno de los días de la Fiesta, como todos y cada uno de los años, las veinte mil localidades se quedarían cortas, y muchas personas tendrían que llorar extramuros su mala fortuna o la cortedad de su bolsillo.

Mirando la plaza, Clara se detuvo. Aunque los que les seguían no les permitieron quedarse quietos, a ella le dio tiempo para hacer un comentario en voz alta:

– Es curioso. Esta plaza huele a lunares y a castañuelas. No sé la razón, pero tiene fragancias sureñas, como si desentonase del resto de la decoración -notó, colgándose del brazo de Jaime. A éste le faltó tiempo para contestar.

– ¡Buena percepción, Clara, sí señor! Has de saber que el olfato es un órgano que rara vez engaña. En efecto, recuerda a Andalucía porque su diseño salió de las mismas manos que la monumental de Sevilla. Algunos dicen que el arquitecto tenía mucho trabajo cuando las autoridades de la ciudad le encargaron el proyecto, y cortó por lo sano: en apenas un mes, Francisco Urcola creó los planos del albero, réplica de otro. Se inauguró el año 22, un día de San Fermín, viernes para más señas, y se construyó empleando la modernísima técnica del hormigón armado.

– ¡Qué bonito! ¡Con lo aburrida que es la historia, qué bien la cuentas! ¡Eres un genio! ¡Un año de éstos, tenemos que ir a la Feria de Sevilla! Me decía hace un momento Rafael que allí es donde desean triunfar los toreros.

Jaime se rió con alegría inocente. Lola aprovechó la presión de la gente para empujar a Clara y tratar de arrancarla del brazo de su marido. No tuvo éxito y terminó alejándose de ellos.

– Rafael tiene razón, pero sólo en parte -respondió Jaime, sin percatarse de que le faltaba su mujer-. Pamplona es en muchas cosas más importante que Sevilla. Verás, existen dos castas distintas de matadores de toros. Primero está el torero de chulería. Es la figura consagrada que puede permitirse elegir plaza y contrato. El otro es el torero de gesto humilde que sabe que ha de ganarse el cartel a base de enardecer su valor. El personaje de palmares, el que ves en las revistas del corazón, torea el astado bonito, la ganadería que luce y permite alardear sin correr grandes riesgos. Por el contrario, el que va camino de serlo, pero aún no es un artista consagrado, baila con el toro que nadie quiere, con la corrida dura, a las bravas.

»Este aspirante, que ansia calle, finca y patrimonio, ha de aguantar las embestidas de los toros que arrollan, que miran, que erizan el vello. Y para hacer espada y callo, toros como los de hoy de Antonio y Eduardo Miura, con la carga emocional que asegura ese nombre, son inigualables. Y Pamplona es para ellos un sitio estelar.

– He entendido todo, salvo que Pamplona sea mejor plaza para ese fin.

– Es sencillo de explicar, Clara. A diferencia de lo que pasa en otras plazas, el empresario de ésta es completamente libre de escoger el cartel. La Casa de Misericordia de Pamplona carece de intereses taurinos partidistas. No apoderando toreros, ni apostando para ganar en otras plazas, veedores y empresario escogen a quien quieren pensando exclusivamente en el respetable y en el espectáculo. Pamplona está abierta para todos los diestros que muestren merecerla. Y esta tarde, te lo aseguro, promete. ¡Será espléndida! Los toreros tienen ganas y los astados son magníficos… -vaticinó, mientras se percataba de que uno de esos toros era el responsable de la muerte de Alejandro-. Lo siento, Clara. Hablaba desde el punto de vista taurino.

– Ya lo sé, tonto. No hace falta que te disculpes.

– Por cierto, ¿dónde está Lola? ¡La hemos perdido entre tanta gente!

– No te inquietes; es mayorcita. No va a extraviarse.

– Es cierto, pero preferiría que fuéramos los tres juntos.

– Pues va a ser difícil encontrarla con todos vestidos con atuendos similares. ¿Te has dado cuenta de cómo esta fiesta unifica a todo el mundo? ¡De pamplónica puede vestirse tanto un albañil como un marqués! ¡Es un detalle simpático!

– ¡Mira, allá va! Está entrando ya en la zona de preferencia. ¡Lola, Lola!

Lola no escuchó la llamada, estaba fascinada contemplando el ambiente. A pesar de que el encierro había concluido con la muerte de un corredor, la plaza se mostraba llena de hermosuras, ataviada como si la Fiesta no pariera más que paz y contento, como si el mundo necesitara rabiosamente ahogar en alegría los luctuosos hechos acaecidos por la mañana.

Lola notó al entrar que allí había dos plazas, la de sombra y la de sol, tan distintas como las fiestas que las separaban y enlazaban a la vez. La primera, refinada, lucía impolutos colores blancos y rojos: no en vano una feria taurina es una hoguera de vanidades donde quien más quien menos gusta de lucirse y aparentar. Olía a puros habanos y a perfumes caros; espesos, dulzones. Las mujeres, muchas de ellas de pie en el estrecho pasillo de sus asientos, sonreían aireando sus cabellos, esperando que comenzara el festejo. Quizás buscando al hombre de sus sueños, miraban y saludaban a diestra y siniestra, cuchicheando con sus vecinas. Los caballeros, tratando de aparentar indiferencia, observaban furtivamente al sexo opuesto, al tiempo que repasaban el cartel pues, aunque allí había gente a la que los toros ni fu ni fa, había muchos a los que ver dominar una muleta les encendía. Todos, ellos y ellas, de una u otra manera hablaban de lo mismo: el nuevo sacrificio al dios.

En el lado de sol, vestido de peña, no se conversaba, sólo se metía ruido. Mientras un bullicio intenso -mezcla de música, mala educación y jolgorio cuadrillero- teñía el ambiente, las telas de cuadros, originalmente azules o verdes, se iban tocando de grasa de chistorra, harina y vino peleón. Allí el toro estaba casi de adorno. Los mozos de las peñas que aún miraban no entendían; y si entendían, habían bebido tanto que no veían. Allí la tauromaquia era sólo un espectáculo de ruido y flores. Por eso hoy estaban contentos con el cartel: la terna formada por El Fundi, Juan José Padilla y Gómez Escorial era todo color.

– ¡Qué simpático! ¿Te has fijado en aquéllos de allí? -dijo Clara, señalando a los tendidos de sol-. ¡Qué gente más primitiva!

Lola, en asiento de preferencia, se volvió al oír el comentario, más por saludar a su marido que por identificar la voz: tan petulante declaración no podía salir de otros labios. Otras personas también mostraron su disgusto con una dura mirada, a la que Clara ni siquiera se molestó en responder.

A la hora en punto, comenzó el paseíllo: monosabios, areneros y mulilleros se unieron a los trajes de luces y a los aplausos en aquel desfile triunfal. Fue como si Roma renaciera de sus cenizas y Julio César clamara al cielo de su Hispania ofreciéndole otro festejo de gladiadores: pan y circo; bocadillo y toros. Sin embargo, por esta vez, el añejo ritual fue alterado. El presidente se puso en pie, y con él ambas plazas. La música cesó al mismo tiempo que la lluvia de harina. Por un instante reinó un vacío espeso y profundo. Era una tarde especial. Había sangre en la arena, sangre inopinada, sangre blanca y roja, humana, nuevamente en el callejón, como la mayoría de las veces. El coso completo, alzados sol y sombra, guardó un minuto de silencio por el último sacrificio. Cuando éste acabó, la Fiesta reventó en aplausos, luego retornó la normalidad. El representante de la Casa de Misericordia se sentó. Desde su balconcillo, miraba la acicalada plaza, llena a rebosar. Con una mueca esbozaba una sonrisa o un saludo aquí y allá, pero la procesión iba por dentro. Desde que había llegado a la plaza a las seis de la tarde, no dejaba de revolverse en su asiento. Estaba preocupado. Hacía meses que, junto al resto de los miembros de la junta, había decidido el cartel, tratando de confeccionar una terna conciliadora que gustara al público de sombra y no disgustara al de sol, que cada vez presentaba un comportamiento menos racional. Creía que esta vez lo habían conseguido: a priori, la terna de la tarde del 12 de julio prometía toreo con arte; los hermosos toros de Miura aseguraban entreverarlo de riesgo. Sin embargo, ahora los chiqueros lucirían también a un mosquito navarro, un toro que había teñido de sangre las calles. Eso cambiaba todo: un toro que tocaba carne era mucho más propenso a repetir su acción. Había ido a verlo al apartado -donde se ha procedido a separar los toros para la corrida de la tarde-, y su mirada se había cruzado con la de Lentejillo. Esos ojos de perdiz le habían atravesado el alma. Era un toro más pequeño y, en apariencia, menos duro que los miuras, pero aun así parecía extremadamente listo, de los capaces de aprender, de los que calaban rápido al hombre. Pero la inquietud del presidente habría de crecer aún más. Cuando se enteró de a quién le había tocado torear el mosquito, su desasosiego se convirtió en un nerviosismo casi histérico. Los tres oponentes de los de Zahariche eran diestros con clase. Tanto El Fundi como Juan José Padilla dominaban con creces todas las suertes, haciendo portentos tanto con los quites y desplantes como con las banderillas, para alegría de la plaza de sol. El primero era un certero estoqueador; el segundo, cuando quería, derrochaba galanura. Sin embargo, Lentejillo le había correspondido al tercero, a Ángel Gómez Escorial, de quien se decía que era valiente hasta traspasar las lindes de lo racional.

El empresario se hubiera sentado más tranquilo si el mosquito navarro le hubiera correspondido en suerte a El Fundi, maestro con más experiencia, o a Padilla, que tampoco quedaba rezagado en la suerte suprema. Sin embargo, con los bríos que destilaba Gómez Escorial, Lentejillo podía ser muy peligroso… El torero madrileño se había confirmado en Las Ventas en el año 1999, y desde entonces se desvivía por agradar. En Pamplona sólo había logrado encendidas palmas; ahora venía por los apéndices. Llegaba ansioso de triunfos -así se lo había hecho saber personalmente a quien le había contratado-, convencido de que el sexto de la tarde, Lentejillo, sería su salto a la fama; el animal que le haría salir por la puerta grande.

«Un torero había de ser valiente», pensaba el empresario, «tenía que ganarse uno a uno los cerca de 50.000 euros que iba a embolsarse, amén del pellizco extra, ya que la corrida se retransmitiría por televisión, pero, al mismo tiempo, inteligente, prudente y sabio. Sabio era el que tenía miedo al toro, sabio era el que tomaba distancias y, luego de catar, bebía hasta las heces del arte. ¿Sería Gómez Escorial suficientemente sabio?» El empresario creía, pero dudaba, pues Gómez Escorial era un libertino del valor. Y en un vano intento por calmar sus nervios, encendió un habano. Uno de los buenos, que la ocasión lo merecía.

Por fin, envuelto en cantos y risas, salió El Fundi a esperar a su primero, brindando al cielo en señal de recuerdo. Clara, en pie, aplaudía enfervorizada. Jaime, Lola y el inspector Ruiz, que acababa de llegar, no sabían decidir cuál había de ser su comportamiento. Al verla en pie, y desconociendo la relación de Clara con la tragedia, desde atrás le argumentó un entendido que no se molestase, porque el de Fuenlabrada no sabía torear.

– Pues es posible que lo que hace no sea toreo -le respondió otra señora, sin dar tiempo a Clara siquiera a intervenir-, pero le aseguro que este valiente hará callar hasta a los de sol.

Entre sonidos de trompeta y redoble de tambores fueron sucediéndose lances. El Fundi, ataviado con traje de luces de tabaco y oro, se esmeró con el capote y se prodigó con los palillos. Es costumbre añeja que este lance lo cubran los subalternos, hombres de plata, bien porque, aspirantes a matadores, desean lucirse y ganar puntos, bien porque, añosos y gruesos, tienen que ganarse el pan. Sin embargo, en Pamplona ponía los pares el maestro, un artista que, sabiendo que lo era, no se achicaba ni ante un miura sardo y cornalón que rondaba los 600 kilos.

Tras vistoso quiebro y cuarteos con ángel, el lidiador puso la plaza en pie. ¿Para qué querrían asientos?

– ¿Es o no es arte? -reprochó la dama al entendido.

– Mire, señora, si Bienvenida o Pepe Dominguín vieran esto, creerían que el diestro está haciendo ballet.

– ¿Y quién es Bienvenida? ¡Que en paz descanse! -replicó la señora. El caballero no contestó.

Aunque oía oles y palmas, el artista estaba descontento. Sabía que, con ganas y banderillas, no era suficiente. Le dolía que, entre los animales de esa ganadería de leyenda, le hubiera tocado en suerte un miura que manseaba con descaro. Intentó varias veces trastear el diestro, pero el astado huía de la muleta rehusando la pelea. Una media estocada, bien puesta, pues no había hecho falta descabello, había terminado una faena que fue premiada con alguna palma suelta, más de ánimo para el siguiente toro que de verdadero lauro.

El segundo miura era un soberbio toro. Al salir a la arena, de frente a la vista, no parecía grande ni gordo. ¿Dónde andarían los 614 kilos que pesaba? Al acercarse, Padilla se percató enseguida de dónde los guardaba. El burel era endiabladamente alto y no menos largo, tanto que el diestro dudó poder colocar el estoque en un sitio decente.

– ¡A por el tren! -le chilló un espontáneo.

«No es mala comparación», pensó el torero cuando sus zapatillas con duende pisaron la arena.

Juan José Padilla parecía un jardinero: tantas flores llevaba bordadas en su traje de luces. Y resultaba todo tan blanco que algún espontáneo le auguró la vuelta al cielo, con los ángeles. Ovación y vuelta al ruedo casi lo consiguieron.

Gómez Escorial, tercero en pisar la arena, vio desde chiqueros aquella pavorosa cabeza negra, los pitones astifinos que la adornaban, la altura desmesurada y la violencia con que pisó el albero. Ni siquiera cuando notó que miraba del mismo modo por la diestra y la siniestra se amilanó. Sin embargo, toro y torero no se acoplaron y la espada entró trasera y caída al tercer intento, lo que obligó a descabellar, también sin suerte.

– Una carnicería -se lamentó la señora.

– Ni que lo diga -se sumó el entendido-. Y es una pena, porque en los naturales ha estado sembrado. Así es este arte, primero eres un fenómeno, y luego te llenan de almohadillas.

– Bueno, jugarse el tipo, a sabiendas de que al menor descuido ocurre un percance, tiene su mérito. Escuche, le ofrecen una interpretación de Paquita el chocolatero los de sol. Hay otros, afamados, que se van de rositas y tan contentos.

– Sí, a esos a los que usted alude, señora mía -mismamente los de ayer-, habría que llevarles al cuartelillo y retirarles los emolumentos. Entonces las cosas cambiarían.

La banda tocaba sones, el sol Los 40 principales; la corrida aún era joven. Respetable y artistas, ganadero y prensa, esperaban que en la segunda parte la tarde se enmendara. Hasta San Fermín miraba expectante el ruedo. Para apoyar los buenos presagios, todos sacaron el avituallamiento.

Notando cómo un alud de olor entrampaba sus olfatos, Clara y Lola cruzaron la mirada. Rafael Moreno tenía razón. En albal o cazuelilla, con servilleta de hilo o de papel, vieron pasar ante sus ojos ajoarriero, tortilla fina, choricillos a la sidra, unos hermosos langostinos con su aderezo de ali-oli y bocadillos variados que viajaban junto a un añejo vino navarro y un cava muy fresco.

Frente a Jaime, que se puso de inmediato a la tarea, Clara y Lola tardaron en sacar su bocadillo. Los demás interpretaron el gesto como carencia: el resultado fue que no pasaron hambre. Sus vecinos de localidad -a diestra y siniestra, arriba y abajo- se sintieron obligados a compartir con aquellas hambrientas espectadoras parte de su comida. Pamplona resultaba ser uno de esos raros lugares en los que no importaba con quién te topases: todo el mundo comía y bebía como supuestamente mandaba Dios.

La segunda parte de la tarde iba discurriendo entretenida. El Fundi y Padilla se cedieron mutuamente los garapullos, viéndose violines, sesgos y cuarteos. El primero, entregado, recibió una oreja; el segundo, que puso todo su brío, la vuelta al ruedo, mientras era honrado con el laurel de la estima de Pamplona. Ya sólo quedaba el sexto de la tarde, el mosquito navarro a quien tantos, comenzando por Clara y siguiendo por Gómez Escorial, esperaban.

El torero, dejando en el armario el de repuesto, lucido en la Fiesta del año anterior, se había puesto un traje de luces color celeste. Sin embargo, al verse teñido de firmamento, cambió de idea, desvistiéndose y colocándose nuevamente el traje que Pamplona merecía: grana y oro, los colores de los valientes. Vestido así, unos momentos antes de la corrida, había acudido a la pequeña capilla de la plaza. De rodillas, apoyado con profunda humildad en el reclinatorio, había contemplado largamente la imagen de San Fermín. Tres veces le había librado de penas de alma y cornadas de cuerpo el Santo moreno. Por tres veces le habían pillado los toros en Pamplona, y en otras tantas había salido andando por su propio pie. Las gentes navarras decían que el Patrono sabía apreciar el valor en estado puro, y que, por eso, le había cogido cariño. En la misma pared, junto a la pequeña talla del Santo, se alineaban fotografías y estampas que otros toreros habían ido añadiendo en sus visitas. Allí estaban La Macarena, La Dolorosa, y también, a la derecha, el rostro doliente del Cristo de Medinacelli, regalo de Francisco Rivera Ordóñez. Ese Ecce Homo encendió nuevamente al diestro. Los ojos entornados del Cristo de los toreros, que narraban juntamente el precio de la sangre y la alegría del triunfo, le habían arrancado en más de una ocasión oraciones encendidas. Ahora parecían confirmar su ánimo.

Puesto en pie tras el placet del cielo, Gómez Escorial había salido muy concentrado. No había obtenido lo soñado de su primero, y por ello aguardaba ansioso a Lentejillo. El animal, ajeno al mundo, rumiaba sus nuevas penas en su cubil: acababan de ponerle su divisa.

Antes de la apertura de los infiernos, ofreció el diestro la última oración al patrón. Miguel Reta estaba quieto, parado en tablas desde hacía un rato. A su lado, siguiendo atentamente el discurrir de la corrida, se encontraba Antonio Miura junto al mayoral de su ganadería. Los tres esperaban absortos la salida del Carriquiri navarro.

De pronto, Gómez Escorial salió corriendo, dirigiéndose a la puerta de chiqueros. Había decidido recibir con una larga cambiada, a porta gayola. Del lado de sombra brotó un murmullo de excitación y miedo. La andanada de sol, más práctica, inició El rey de Pedro Vargas, pero al intuir el lance, retomó el silencio. Mientras México comenzaba a cantar en Pamplona, al torero se le desbordó el corazón, pero lo ató en corto: para recibir así, hacía falta sintonizar corazón y cerebro, y mantener ambos fríos.

Hincadas las rodillas en la arena, con ansias de triunfo, el torero extendió el engaño en el suelo, sujetándolo fuertemente con ambas manos. Era imposible predecir el lado por el que embestiría el toro y la pérdida del capote era frecuente.

Se abrió la puerta. Lentejillo, se lanzó al ruedo con ansias de recorrer el redondel completo, pero allí había un obstáculo. El animal vio de inmediato al torero, vestido de grana y oro, esperando para realizar el lance de capa que tanto prodigaba, pese al miedo. Tendidos y barreras, gradas, palcos y andanadas; todos, unanimidad en sol y sombra, sin que sirva de precedente, se pusieron en pie.

Desde preferencia, no podía apreciarse el rostro del lidiador, pero sí la brava carrera de Lentejillo, luciendo sus ojos de perdiz. Gómez Escorial percibió de inmediato que el animal se fijaba en la izquierda. Nada más ver sus intenciones, soltó la diestra. Sin embargo, aún vaciló unos instantes: había tiempo para tirarse hacia el lado derecho y evitar el encontronazo, pero aquel fugaz pensamiento fue sólo una tentación momentánea. Ahora era un artista castrense, dispuesto a servir a la patria del arte.

Cuando el astado metió la cara para vengarse del capote, Gómez Escorial lo hizo volar por encima de su cabeza, dándole la vuelta en un vistoso molino. Se elevó la capa por el aire, tremolando. Pasó el toro junto al torero sin rozarlo. Sin embargo, Gómez Escorial no se atrevió a repetir el lance en el tercio. Había olido a su oponente. Muy serio, el torero comenzó los primeros quites, calibrando al burel. Soltó enseguida el brazo derecho haciendo que el capote cantase coplas al ritmo de su vaivén. El toro, embelesado por el trapo, obedecía; el público, seducido, se entregaba por completo.

– Se guardaba para Lentejillo -dijeron algunos-. El chaval quiere salir por la puerta grande.

– Veremos, veremos -comentó el entendido melindroso y tiquismiquis.

Nada más ordenarlo la presidencia, salieron caballo y caballista a paso lento, hasta asentarse en su lugar. El peto resultó casi testimonial: a la segunda embestida cayeron caballo y picador. De nuevo la arena se tiñó de sangre. El segundo picador, vengativo, hizo su trabajo con una saña que el animal no merecía. A la tercera puya, la plaza abucheó a la presidencia, que cambió finalmente el tercio, aunque aún había quien pensaba que lo habían dejado un poco suelto.

Las banderillas pasaron, sin pena ni gloria, a manos de subalternos, pero enseguida retomó la batuta el maestro.

Antes de la suerte suprema, brindó el diestro al cielo la faena. Clara se levantó. Esta vez se arrancó el pañuelo rojo del cuello y lo lanzó al ruedo. El torero, al verlo, se acercó a recogerlo, escondiéndolo dentro del chaleco mientras lanzaba un beso a la dama. Las cámaras de televisión enfocaron su rubia melena ondulada y las lágrimas que adornaban sus ojos verde oliva. Lola se retiró hacia atrás; quería dejar a Clara el monopolio de su momento de gloria.

El diestro tomó la muleta con la izquierda, la mano de torear, preparado para conquistar Pamplona. Enfrente el mosquito navarro, mirando sin pestañear, luchando por su vida, dispuesto a completar su aciago día. La mano se movía con largueza y hondura provocando una avalancha de oles. Al natural, surgieron los muletazos cadenciosos, según los cánones, tan perfectos que obligaron al aficionado a dirigirse a la dama:

– Eso, señora mía, eso es arte; lo demás, cuentos.

Como si el torero lo oyera, engolosinado con el triunfo, siguió tirando de la embestida, embarcando templado, vaciando en el punto conveniente. Pero, en su euforia, terminó la tanda mostrando su brazo al toro. No era la primera vez que lo hacía, el mal gesto le había puesto en aprietos en otras corridas, pero Lentejillo no conocía la piedad. En un viaje pronto y sin tiempo para rectificar, el animal trató de infligirle una cornada. Para evitarla, el lidiador rodó por los aires cayendo de mala manera. El burel colorado fue a por él.

El asta color miel le pinchó primero el hombro y luego el lóbulo de la oreja, quedando la punta a escasos centímetros de la sien. Arrojando su aliento pajoso sobre la nariz del madrileño, el animal quiso hacer doblete, pero el director de la lidia estaba al quite.

Sacaron del círculo al herido, al son de lamentaciones y sorpresas. José Pedro Prados, El Fundi, a quien correspondía sustituirle, se preparaba para el asalto final cuando el empresario abandonó su localidad y bajó a pie de arena. Ya estaban allí Reta y Miura cuando llegó, pero sus ruegos sirvieron de poco. El torero madrileño se negaba a abandonar el coso. Se había puesto de pie al llegar al burladero; y mirando los daños, concluyó que no eran muchos. Le sangraba el hombro, pero no demasiado. Además lo movía sin dificultad: una nueva cornada que llevar con orgullo. Era un nuevo paso adelante, no un fracaso, sin embargo a él le sabía amargo; y riñendo con sus subalternos, consiguió que le entregasen nuevamente trapo y estoque.

– José Pedro, lo acabo yo -oyó Padilla.

– ¿Estás seguro?

– Sí, no te preocupes. Tengo el capotillo de San Fermín encima.

– No hay que abusar de las bondades del Cielo…

– Lo sé, pero puedo con él. He de quitarme este amargor de los labios.

Gómez Escorial llevó al toro hacia el centro, para que sol y sombra disfrutasen sin diferencias. Respiró hondo, y en casi una mueca, sonrió. Luego, en un desvarío, arrojó la muleta al suelo, y enfrentándose con aquellos ojos de perdiz, se lanzó a matar a las bravas, volcándose sobre aquel burel colorado, tan bravo que nadie hubiera apostado si alguno de los dos saldría con bien de aquel impresionante encuentro. Por suerte, San Fermín protegía. Con el corazón en la boca, en un alarde de torería, el matador emprendió viaje a cuerpo limpio con la espada. El toro, que estaba descuadrado, no humilló tras la estocada, defectuosa, y Lentejillo necesitó molinillo y descabello. Sin embargo, la plaza de sombra se llenó de pañuelos blancos, la de sol de banderas multicolores: ambas pedían lo mismo. Tras hacerse de rogar, la presidencia concedió la oreja.

Clara, llorando, aplaudía sin medida, chillando lindezas al torero. Lola y Jaime la miraron extrañados: parecía que Alejandro no hubiera muerto a manos de aquel mosquito navarro.

La cuadrilla se llevó al animal a rastras, marcando la arena, acompañado por el reconocimiento de los su tierra: palmas y orgullo. Miguel Reta permaneció silencioso, embargado por una sensación desconocida. Antonio Miura se pasó las manos por la cabeza. Otra corrida sin bajas. Para dar gracias a Dios. Padilla y El Fundi saludaron a los tendidos, llevando a su compañero, aupado por la cintura, en dirección a la enfermería.

– ¿Qué, está usted contento? ¡Vaya toros, vaya toreros! -dijo la señora.

– Descontento no estoy -confesó el aficionado. Pese a su carácter hosco, iba sonriendo.

El empresario dejó el burladero y se fue a la enfermería para que atendieran cuanto antes al maestro. Por merced del mismo Cielo, aquella herida en sedal, que sangraba poco, no acabaría como la de la mañana.

Las cámaras de televisión retransmitieron la imagen de la hazaña a todo el mundo. Alejandro no pudo ver muerto al asesino ni triunfante al verdugo. Su cadáver seguía en el Instituto Anatómico Forense, en una caja metálica y fría, cubierto por un sudario.

Sin prisas, la gente fue abandonando el coso. Clara, delante, y el inspector Ruiz fueron al encuentro de los toreros. Ni Jaime ni Lola les siguieron. Había sido un día aciago, repleto de temores extraños. Ambos enfilaron directamente hacia su amarra en La Perla.

– Tengo la sensación de que va a pasar algo -dijo Lola a su marido.

– ¿Algo más? -contestó éste.

– Sí. Creo que esto no es más que el comienzo de algo terrible.

– ¡Tonterías! ¡Sólo estás impresionada por la cogida! Ese animal colorado era el mismo diablo, pero ya está muerto.

– Yo no estoy segura de que todos los demonios se hayan ido.

Como Lola, el inspector Juan Iturri estaba nervioso. Aprovechando que el policía de la capital se había ido a los toros, se hallaba reunido con los miembros de su brigada, a los que se había sumado, motu proprio, el agente Galbis. Siguiendo el procedimiento, decidieron rastrear las pistas hábiles, e ir en busca de los vendedores de cocaína aunque, estaban seguros, eran legión. La cocaína era una droga muy demandada en las fiestas. El seguimiento les obligaría a trasnochar y a mezclarse con los indeseables. La mujer de Galbis llevaba fatal que su recién estrenado marido anduviese frecuentando bares after-hours. Él no le diría dónde iba, cuando llevasen más tiempo casados, ella tendría que aprender a soportar el peso de la verdad.

Diagnóstico: asesinato

Las mujeres pueden ser excelentes amigas… (pero) en primer lugar hay que estar enamorados de ellas.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XIV

El 13 de julio la lluvia no estorbaba. No había viento ni hacía demasiado calor. Sin embargo, todos sabían que las favorables condiciones meteorológicas no mitigarían el peligro de la mañana, una amenaza aún más densa que la del día anterior: corrían toros de la ganadería de Cebada Gago, los animales más sangrientos de la historia del encierro.

Consumido el fin de semana, había disminuido el número de corredores; la afluencia de curiosos y espectadores era menor y podrían apreciarse muchos más detalles de las carreras y los toros. Lola y Jaime vieron pasar la manada desde uno de los balcones del hotel. Desde el día anterior, no habían tenido noticia de Clara ni del inspector Ruiz.

Los Cebada Gago apuraron Estafeta con ansia, como consumen recuerdos los eternos solitarios, como anhelan besos las bocas forzosamente cerradas. En poco más de dos minutos y medio se metieron en chiqueros, dejando tras de sí una nutrida colección de contusionados. Aunque, quizás por los aciagos acontecimientos de la víspera, los astados respetaron la integridad de los mozos, y no hubo cornadas.

A primera hora de la mañana, todo el mundo sabía quién era la víctima que ocupaba el número 15 en los anales del encierro. En las ediciones especiales de los diarios de la mañana -sembradas de fotos en blanco, rojo y negro toro- aparecían muchas imágenes en las que Alejandro Mocciaro era protagonista.

Tras el encierro, Lola y Jaime bajaron a desayunar. Encontraron a Clara muy seria, con el gesto perdido. No se había pintado, tan sólo un ligero toque de carmín en los labios. Trataron de animarla, pero la vacuidad de su mirada indicaba que aquella labor era imposible. Estaba absorta, rumiando penas y suspiros. Tomaron café en silencio, respirando olor a cera y evocando unos hechos que no podrían olvidar fácilmente.

Jaime recorrió la habitación con la mirada. A su mente no vinieron las piezas de Albaicín, ni las risotadas de Hemingway, sino historias de luto y silencio que, cuando eran críos, rememoraban jugando en las tinieblas del ático: duelos, asesinos escondidos bajo nombres ficticios, republicanos huyendo de sus verdugos, leyendas…

La aparición del inspector Ruiz les sacó de su ensimismamiento. El policía -que había partido temprano del hotel donde se había instalado, al parecer, en la habitación de Clara- presentaba un subido color. Su rostro congestionado y el amplio círculo de sudor que manchaba su camisa evidenciaban que había impreso a su carrera casi la misma velocidad que los bellos toros con divisa colorada y verde habían mostrado en Estafeta.

Los análisis de sangre de Alejandro Mocciaro acababan de revelar que el toro había concluido lo que una ingente cantidad de clorhidrato de ketamina había comenzado. La cocaína no había sido tampoco gran ayuda. La mezcla había hecho imposible que el mozo controlase sus reacciones.

– Clara, querida, ya tengo los datos. Los laboratorios forenses tienen los resultados de los análisis. Son malas noticias.

– No creo que sean peores que las que ya tenemos. Él está muerto.

– Es cierto que ya nada podemos hacer por el pobre Alejandro, sin embargo, podemos vengar su muerte. El toro no fue su asesino. Tu hermano no se hubiera dejado coger por él si no hubiese tenido el cuerpo lleno de clorhidrato de ketamina.

– ¡Ya os lo decía yo! -concluyó Clara sin dar muestras de interés-. La cogida no parecía normal. Alguien tuvo que hacer algo. La cuestión es quién, ¿quién le mató?

– Clara -argumentó Jaime-, el clorhidrato de ketamina es una droga. Hace algunos años se empleaba para anestesiar a seres humanos pero, en vista de los efectos negativos, dejó de usarse, aunque su empleo se mantiene en animales. De hecho, yo lo utilizo a menudo en mis experimentos con perros. Sin embargo, se puso de moda como alucinógeno. Utilizado en dosis sub-anestésicas, produce sensaciones nuevas, psicodélicas. Quien consume esta droga se introduce en un túnel genial de paredes líquidas, por el que discurre a toda velocidad, mientras se aleja del mundo exterior, se siente separado del cuerpo…

– ¿Y qué me quieres decir con eso, Jaime?

– Quiero decir que la gente consume ketamina buscando precisamente esos efectos. Es posible que Alejandro pretendiera…

– No, no es posible -respondió Clara-. ¡Esto son los sanfermines!

– Hace algunos años tuve que intervenir como experta en un caso por tenencia y comercio de drogas. Los procesados quedaron libres porque la ketamina todavía no había sido clasificada como tóxico en la Convención de…

– ¿Y a qué viene ese rollo jurídico, Lola?

– Te lo cuento porque se les detuvo en Pamplona, y ellos declararon que la droga incautada estaba destinada al consumo durante la Fiesta.

– ¿Me estáis diciendo que Alejandro se chutó esa droga antes del encierro? Sinceramente, no me lo creo. ¡No era tan estúpido!

– Es cierto -alegó el inspector-, la dosis era muy grande y estaba mezclada con cocaína en alta concentración. Nadie hace una tontería de ese calibre voluntariamente. Pero tú no te preocupes, Clara, estoy yo para investigar esto. Te acompaño a tu habitación, te arreglas un poco y vamos todos a Comisaría. Y usted, señora abogada, manténgase en su sitio. La policía dispone de sus propios expertos, no precisamos de su ayuda.

– Por eso no se preocupe, me quedaré en el hotel para no molestarle -contestó incómoda y altiva.

– De eso nada. Ambos vendrán a Comisaría. Necesito su declaración. Dentro de diez minutos les espero en la puerta del hotel.

Conminados por las prisas del inspector madrileño, antes del momento fijado Lola y Jaime se presentaron en el recibidor del hotel. El inspector ofreció hacer el traslado hasta la comisaría en sendos coches oficiales que aguardaban en la plaza del Castillo, ya que localizar un taxi era una tarea ardua y de solución dudosa. En el primero, viajó él, acompañado por Clara. Lola y Jaime fueron en un segundo vehículo, en el asiento trasero; en las plazas delanteras, se sentaban dos oscuros agentes, serios y cariacontecidos.

– ¡Ketamina! -pensó Lola en voz alta, despreocupada-. No es una droga común, aunque es obvio que tampoco Alejandro lo era.

– Bueno, es una sustancia más… ¿Cómo lo diría? Más elitista…, más aristocrática. Dicen que su consumo provoca un emborrachamiento de luz y tranquilidad, seguido, como todas las drogas, por una angustia feroz.

– Pensándolo bien -siguió Lola-, es muy posible que el comportamiento de Alejandro en la plaza y su encuentro con el toro se expliquen perfectamente por un viaje ketamínico. Lo único positivo es que probablemente no sufriera.

– ¿Y por qué habrá tomado esa droga?

– No lo sé. Es extraño. Además, el inspector ha mencionado que era una cantidad nada despreciable.

– Supongo que nos enteraremos pronto -argumentó Lola-. Con ese dato, la policía científica tendrá que intervenir. Harán las averiguaciones pertinentes y encontrarán al camello que le vendió la droga. Supongo que estaría poco cortada y todo fue una sobredosis…

– No lo sé, cariño, esto huele a podrido.

– El mundo de las drogas siempre ha olido así.

– No me refiero a eso, me refiero a la muerte en sí misma. Quiera o no Clara reconocerlo, Alejandro estaba enganchado a la cocaína y probaba otras muchas drogas, pero no era idiota: aún no había llegado a alcanzar ese nivel en que el consumidor se vuelve un completo mostrenco. No creo que se pusiese delante de un toro habiéndose chutado una buena dosis de ketamina. Una raya de coca sí, pero no una dosis fuerte de Special K.

– Tienes razón. Es bastante raro. Ya te decía yo ayer que esta situación me chirriaba.

– Y eso que no conoces todos los datos. El médico forense me comentó ayer que el cadáver presentaba un pequeño hematoma con orificio central en el glúteo izquierdo. Un pinchazo, en definitiva, que había sido realizado con la ropa puesta, porque tanto el pantalón como el calzoncillo presentaban una pequeña mancha de sangre. Es raro, por incómodo, que una persona se chute así.

– ¡Jaime! -exclamó Lola estremeciéndose-, ¿sabes lo que te digo? ¡Que esto parece un montaje!

– Sí, es cierto, pero recuerda que es un escenario real con muerto incluido. ¿Un montaje de quién y para qué?

– No lo sé. Pero ha sido muy raro desde el principio: la lectura del testamento en plenas fiestas de San Fermín; a Alejandro le coge un toro y muere; y luego todo este lío de la ketamina…

– En la lectura del testamento nos enteraremos de por qué en Pamplona y por qué en esta fecha… Aunque es muy probable que, habida cuenta de lo acontecido, el acto se suspenda.

– Es posible. Hagamos lo que tenemos qué hacer. Acompañaremos a la pobre Clara, ya que los trámites pueden resultar muy desagradables, y luego nos volveremos a casa.

– Sí, tienes razón, será desagradable para ella, salvo que esté desayunando con algún torero o flirteando con algún gitano canadiense para consolarse de sus penas.

– No seas sarcástica -contestó Jaime-. Por cierto, ¿no crees que deberíamos llamar a Gonzalo Eregui para informarle? Creo que tengo su teléfono en el listín del móvil…

– ¡Gonzalo! Sí, por supuesto, deberíamos haberle telefoneado antes, pero con la corrida y el lío de la habitación se me ha pasado por completo. Llámale enseguida, no vaya a enterarse por los periódicos…

Cuando Jaime fue a utilizar su móvil, el agente de policía que ocupaba el asiento del copiloto se lo impidió.

– Disculpe, pero le agradecería que no empleara el teléfono.

– ¿Por qué? -preguntó Jaime con candidez.

– Son órdenes del inspector Ruiz -alegó el uniformado.

Desde su puesto al volante, el otro agente añadió:

– No se ofenda. Es que las ondas electromagnéticas afectan a la radio y debemos estar permanentemente conectados. Aquí ocurre algo parecido a lo que pasa en los aviones.

– Perdone, no lo sabíamos -se excusó Lola.

Jaime dejó caer el móvil al suelo. Lola se inclinó a cogerlo. Su marido hizo el mismo movimiento. Hablando en un retaco de voz, él se dirigió a su esposa:

– Eso que ha dicho el policía es una supina tontería. Es imposible que el teléfono móvil interfiera su señal. Esto es extremadamente raro. Escúchame bien, Lola: si pasara algo, localiza a Gonzalo Eregui. Él sabrá qué hacer.

– No, Jaime, estas cosas no funcionan así. Agente -dijo Lola dirigiéndose al policía que conducía el vehículo-, le agradecería que parase el coche. Querríamos bajarnos. Iremos a Comisaría por nuestros propios medios.

– Ya estamos llegando; es más cómodo que vengan con nosotros, podrían perderse.

– No se preocupe -insistió Lola tozuda-, conocemos la ciudad. Detenga el coche, por favor.

– Me temo, señora, que eso no va a ser posible. Hemos recibido órdenes expresas del inspector Ruiz de conducirles a las dependencias policiales.

– Agente, salvo que vaya a detenernos (en cuyo caso tengo derecho a saber por qué y a llamar a un abogado), no tiene facultad para retenernos en este vehículo. No hemos sido convocados para presentar declaración alguna, ni nadie ha expedido contra nosotros una orden de búsqueda y captura. Únicamente hemos sido invitados por el inspector Ruiz a acercamos a Comisaría para acompañar a la hermana de un hombre fallecido. Así que detenga inmediatamente este vehículo o expóngase a una denuncia por detención ilegal.

– No me lo ponga más difícil, sólo les llevo a declarar.

– Pues si no es como imputados, no tiene derecho a hacerlo. Pare inmediatamente el coche.

– No será necesario -intervino el segundo agente-, ya estamos en Comisaría. El inspector Ruiz les explicará todos los pormenores de este procedimiento.

La comisaría de Pamplona, gris y metálica, era similar a otras muchas comisarías de España, salvo por el hecho de que la navarra estaba recién acicalada. Un concentrado olor a pintura reciente lo impregnaba todo. Lola estaba tan nerviosa y enfadada por el injusto trato recibido que casi ni prestó atención al entorno. Caminaba rápido, decidida a solucionar esa ignominia en nombre de la justicia. Por el contrario, el olor a disolvente afectó a Jaime. Cuando llegó a sus ojos azul verdoso, le obligó a llorar. No hablaba, aquellas diatribas jurídicas le habían anegado el alma sumiéndole en un voluntario ostracismo.

Les llevaron directamente a una sala donde esperaban Clara y el inspector Ruiz. Los dos agentes que les acompañaban pasaron también a la estancia. Ninguno de los presentes se levantó cuando entraron. La mujer parecía ebria de altivez, erguida en su silla, fumando cigarrillos caros, sonriendo maligna y cruelmente. El policía se mostraba casi triunfante.

– Adelante, siéntense, por favor.

– No, inspector -declaró Lola-, no me sentaré hasta que no me diga de qué va todo esto. ¡Sus ayudantes nos han impedido hasta usar el móvil! ¡Dígamelo ya, o nos iremos de aquí!

– Lo que ocurre es muy sencillo. Como les indique anteriormente, Alejandro Mocciaro estaba intoxicado con una altísima dosis de clorhidrato de ketamina cuando ese toro colorado le corneó. Existen, por tanto, indicios suficientes para pensar que se ha cometido un hecho que podría revestir carácter delictivo. En realidad, las pruebas parecen indicar que alguien le inyectó esa sustancia con ánimo criminal. Así mismo -el policía parecía disfrutar con el momento-, poseemos pistas suficientes para señalar a las personas que han tenido parte en esos hechos.

– ¡Qué rapidez! ¿Y quiénes son esas personas? -preguntó Jaime, con su habitual candidez. Parecía que acababa de despertar de un extraño sueño.

– ¿Es que no lo saben?

– Pues realmente no, inspector -contestó el médico.

– En ese caso, pregunte a su esposa.

– Inspector Ruiz -Lola estaba muy seria. En el aire tremolaba una peligrosa sensación, pero ella ocultó lo mejor que pudo su miedo. De hecho, su voz sonó firme-, ¿me está imputando algún delito?

– Tengo entendido que usted y el fallecido Alejandro Mocciaro eran compañeros de claustro.

– Sí, en efecto, lo éramos. Ambos explicábamos Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Yo aún sigo haciéndolo.

– Por poco tiempo, tengo entendido.

– ¿Por qué dice eso, inspector?

– Según los datos que obran en mi poder, usted perdió hace unos meses su puesto de trabajo.

– No exactamente. No gané la oposición a cátedra a la que concursé.

– En efecto, la ganó Alejandro Mocciaro. Cuando él ocupara la plaza de catedrático, usted sería expulsada de la universidad donde llevaba trabajando más de quince años.

– Sí, eso es correcto. Diecisiete para ser exactos.

– Y usted está muy enfadada…

– ¿Qué es lo que insinúa, inspector?

– ¿Insinuar? No, yo no insinúo nada. Lo que voy a hacer de inmediato es aplicarle medidas preventivas.

– ¿Me va a detener? ¿Con qué indicios?

– ¿No le parecen obvios? Se enterará a su debido tiempo de los detalles.

– De eso nada, me asiste el derecho a ser informada de los hechos que se me imputan, las razones de mi detención y los derechos que me asisten. Por cierto, tengo derecho a asistencia letrada. Jaime, no diremos ni media palabra más. -Al dirigirse a él, Lola notó que la cara de su esposo era todo un poema, pero ahora no disponía de tiempo para sentimentalismos-. Quiero que sea avisado Gonzalo Eregui, abogado del colegio de Pamplona. También que se notifique mi detención a…

– ¡Cállese de una vez! -El inspector Ruiz se acababa de levantar. Sus enormes brazos se apoyaban en la mesa, permitiendo que su cuerpo se inclinara hacia el de Lola. Las venas del cuello se le habían hinchado, lo mismo que su rostro, que aparecía de un rojo subido-. ¡Aquí quien manda soy yo! ¡Yo diré qué derechos tiene!

– ¡De eso nada, es la ley la que lo estipula, usted no es nadie para…!

– ¡Si no se calla, mandaré que la amordacen!

– ¿Pero qué se ha creído? ¡Esto es una democracia constitucional!

Tras unos golpes en la puerta que no esperaron placet, se abrieron las puertas de roble y una riada ahogó las palabras de Miguelón Ruiz. El juez Uranga iba en cabeza. Tras él, su sustituto en la instrucción del caso, el juez Vergara, acompañado del forense. En último lugar, el inspector pamplonés Juan Iturri.

– ¡Iturri! ¿Qué coño quiere? -Naturalmente, el inspector Ruiz se encaró con el eslabón más débil.

– Acabo de informar a sus señorías del hallazgo de clorhidrato de ketamina en el cuerpo del finado Mocciaro y…

El juez Uranga tomó la palabra.

– Inspector, ¿por qué no nos ha informado de inmediato? Nos llegan alarmantes noticias relativas a la posibilidad de que esté usted pensando en practicar detenciones preventivas…

– En efecto, señoría, estaba en ello cuando ustedes han venido. Le informaba a doña Lola MacHor de sus derechos.

– ¿Cómo de mis derechos? -bramó ésta, mirando a su amigo con ojos suplicantes-. ¡Me estaba usted negando la asistencia letrada!

– Inspector -continuó Uranga, con tono pausado-, ¿cree tener indicios suficientes para acusar a esta mujer?

– Lo creo.

– Es ese caso, entiendo que esta conversación habría de ser privada y que los presuntos implicados deberían abandonar la sala.

– Yo lo que creo es que usted, señoría, se está extralimitando. Le recuerdo que ya nada tiene que decir aquí. En caso de que concurra alguna circunstancia que yo deba tener en cuenta, será el juez Vergara quien habrá de comunicármelo.

– En efecto, así es -intervino el nuevo juez-. Conteste a la pregunta: ¿qué indicios obran en su poder?

– Varios, señoría. En primer lugar, el acceso a la sustancia. Don Jaime Garache, aquí presente, ha confesado emplear habitualmente esa sustancia y tener almacenadas cantidades de la misma; en segundo lugar, el motivo: un cóctel de dinero, celos y envidia.

– Expliqúese, por favor -pidió el juez.

– Verá, señoría, doña Lola MacHor acababa de perder una cátedra que fue ganada por el finado: interviene la venganza. Por otro lado, si Alejandro Mocciaro moría, ella recuperaría su puesto y tendría la posibilidad de obtener la cátedra en segunda instancia. Además, hay un motivo secundario: los celos. Unos celos que le obligaron a dañar a la familia Mocciaro. Doña Lola MacHor, aquí presente, sabe que su marido está profundamente enamorado de la hermana del finado, doña Clara Mocciaro, también aquí presente…

– ¿Qué? -chilló Lola-. ¿Se ha vuelto usted loco?

El inspector Ruiz la despreció y siguió con su exposición.

– Ante hechos de tal gravedad, ante la alarma social que se creará al saberse que se ha cometido un asesinato en plenas fiestas de San Fermín, en un acto como el encierro donde cada día acuden tantas personas de bien, y ante la posibilidad de fuga, creo que tanto doña Lola MacHor como don Jaime Garache deben ser retenidos. Si quiere usted imponerlo, de acuerdo, no hay objeción, dicte prisión provisional; en otro caso, yo la detendré preventivamente.

Vergara miró a su antecesor y éste al suelo. El nuevo magistrado, que acaba de ser informado de la asignación de un nuevo caso y prácticamente ignoraba los detalles del sumario, permaneció en silencio, viéndose obligado a acatar todos los pronunciamientos del inspector madrileño.

Clara sonreía mientras el juez Vergara dictaba prisión provisional para ambos cónyuges.

– Quiero que tengan todas las garantías procesales, inspector.

– ¡Faltaría más! -contestó éste. Al juez el tono de su voz le pareció algo socarrón.

Hubieron de repetírselo tres veces. La bulla fuera de la sala era tan ensordecedora que ni siquiera en aquel despacho era posible hablar sin levantar la voz. A la segunda, Lola intuyó que aquello iba en serio, pero cuando lo oyó por tercera vez retuvo la acusación formal. Si Jaime lo escuchó antes, no lo manifestó. La imputación estaba formulada, expresa, comprendida, pero ninguno de los dos consiguió articular palabra. El juez Uranga, testigo por necesidad, continuaba mirando el suelo. Por el contrario, Clara se puso en pie, erguida sobre sus altos tacones rojo sangre, con la cabeza pina y la mirada desafiante, sujetando con ambas manos la correa de su bolso.

Lola cerró los ojos sopesando el surrealismo de aquella situación. Habían acudido a Pamplona para la lectura de un testamento en el que, a lo sumo, el difunto les legaría la propiedad de una colección de libros, sin más valor que el sentimental, y acababan acusados de asesinato. Jaime no pensaba. Trataba de digerir aquellas frases que, por fin, había conseguido escuchar: un juez desconocido acababa de acusar a su mujer de asesinato, inculpándole a él como cómplice. Como era frecuente en muchos hombres de ciencia, tratar con la ley le producía a Jaime cierta incomodidad. No solía cometer infracciones voluntarias. No aparcaba nunca en sitio prohibido ni rebasaba los límites de velocidad. Sólo en una ocasión había recibido una multa de tráfico: por circular a 52 kilómetros por hora en una zona con límite de 50. Desoyendo las protestas de su esposa que, conocedora de la ley, insistía en recurrir aquella sanción, Jaime había ido a pagar de inmediato los 160 euros.

Aquel sarpullido sentimental emergió en ese momento con toda virulencia. Sus ojos miraron suplicantes el rostro de su amigo Uranga. Al no obtener respuesta, ocultó la cara entre ambas manos. Producto de una educación espartana, Jaime no solía llorar. Llorar era símbolo de debilidad y de falta de hombría. Por su educación científica, se aferraba siempre a la razón y rara vez a los sentimientos. Llorar debía ser el último recurso, una tabla para náufragos desesperados. Sin embargo, esta vez se dejó llevar por la irracionalidad. Se sentía completamente perdido en un mundo de gestos desconocidos y amenazadores.

Cuando Lola vio cómo el policía arrancaba las manos de su marido de la cara y, colocándoselas a la espalda, le esposaba, un resorte oculto se activó en su interior y prorrumpió en gritos. Ilegalidad, falta de pruebas y otros términos jurídicos fueron seguidos por una tormenta de exabruptos que ni ella misma era consciente de conocer. Sin solución de continuidad, comenzó a dolerle el pecho, como si algún extraño ser oculto en su interior quisiera retorcerle el corazón. Al dolor, que irradiaba hacia el hombro y la espalda, le siguieron las náuseas y el vértigo. Guardó silencio.

Desde la lejanía, el agente que se aprestaba a llevar al detenido a la prisión de Pamplona veía cómo su tarea se hacía cada vez más incómoda: cada músculo del cuerpo de Jaime se revelaba contra aquella ignominia, cada fragmento de su espíritu chillaba desaforadamente, insistiendo en que debían atender a su esposa.

– ¡Le pasa algo! ¡Fíjense qué color tiene! ¡Eso es un infarto! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Escúcheme, imbécil -rugió, dirigiéndose al inspector Ruiz-, o atienden inmediatamente a mi esposa o juro que al que tendrán que atender es a usted!

El inspector Ruiz saltó de inmediato

– Una talentosa representación, señora. Caballero, usted también ha estado notable, aunque su mujer le supera. Pero ambos se esfuerzan en vano: uno es perro viejo. Dejen de hacer el primo porque en esta ocasión no cuela. ¡Ah! Y tomo nota de sus amenazas, doctor, las incluiré en el informe. ¿Fue eso lo que hizo con el difunto señor Mocciaro? Dígame, ¿tanto vale la cátedra de su esposa?

– Sí, siempre has interpretado tu papel de mojigata y gazmoña a la perfección -agregó Clara, mirándola altivamente-. Pero tus días de actriz beata han terminado. ¿Y tú? ¡Realmente no me esperaba esto de ti, Jaime, con lo que yo te he querido!

Con voz entrecortada, cada vez con menos color, Lola intentó hablar. Lo consiguió mientras su frente se perlaba de gotas de sudor frío:

– Tengo derecho a que me examine un médico forense -logró decir.

El aludido intervino de inmediato.

– La señora tiene razón, está en su derecho.

El juez competente y su predecesor maniobraron también, poniéndose de parte del médico, quien agregó:

– Por otro lado, verdaderamente tiene muy mal aspecto. Creo que deberíamos llevar a esta mujer a un hospital y hacerle algunas pruebas.

– ¿Pruebas? -bramó el inspector-. ¡De eso nada! Estos dos no buscan otra cosa que ganar tiempo, quién sabe si buscando la posibilidad de una fuga. Examine a esta señora si es lo que cree que tiene que hacer. Luego, déle una aspirina y al trullo.

Lola siguió quejándose: sus manos asían cada vez con mayor fuerza su hombro y su pecho. Cuando se desmayó, aún escuchaba las ironías del madrileño y los gritos angustiosos de su marido. Pese a las protestas del policía, el forense impuso su criterio, aunque para ello hubo de apelar al manido argumento de la lluvia de denuncias que a posteriori se les vendría encima. El médico colocó nitroglicerina bajo la lengua de la acusada, trató de reanimarla y llamó de inmediato a una ambulancia. Llevaba mucho tiempo trabajando con cadáveres, pero aún recordaba los síntomas de un infarto de miocardio.

Cuando llegó la ambulancia, la detenida respiraba con dificultad. El personal de SOS Navarra ejecutó enseguida el protocolo, con las reiteradas interrupciones del inspector Ruiz, que seguía arguyendo que la asesina escondía bajo una máscara de dolor la férrea intención de escaparse.

– Presunta asesina -afirmó el policía navarro, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano.

Durante todo aquel tiempo, Juan Iturri había movido reiteradamente la cabeza en señal de disgusto. Según su criterio, aquella detención era prematura, por insuficiente y mal justificada. Por otro lado, aquel matrimonio no parecía responder al perfil de los asesinos por venganza. Todos los datos que obraban en poder del inspector Ruiz resultaban circunstanciales. Al morir Alejandro Mocciaro, su cátedra quedaba vacante, ciertamente; y el marido de la presunta asesina tenía fácil acceso a la droga, pero también era posible comprarla en la calle. Al mismo tiempo, existía un argumento de peso que el sheriff madrileño ni siquiera había contemplado: la hermana del muerto podría tener un interés crematístico, pues a su muerte heredaba un título nobiliario y un conjunto de propiedades dotadas de tentadoras rentas.

Juan Iturri se lo indicó al policía impuesto desde la capital. No obstante, en cuanto el nombre de Clara salió en la conversación como presunta sospechosa, el inspector madrileño montó en cólera. Fue un estallido sorprendente; tanto que media plantilla de la comisaría central dejó lo que estaba haciendo y se detuvo a contemplar aquella furia. Como si procediera a ejecutar un rito de purificación por la ignominia que el navarro acababa de pronunciar, el inspector Ruiz empezó a mover desaforadamente los brazos y a golpear con sus musculosos brazos muebles y paredes: de su boca salían ruidos extraños.

– Está bufando -dijo en voz baja un policía a otro.

– Eso intenta, pero con la voz de pito que tiene, lo que realmente hace es cacarear.

Las risas ahogadas llegaron a oídos del policía, calmándole momentáneamente. Con cien ojos pendientes de sus reacciones, el madrileño inició unos ejercicios de relajación, moviendo el cuello en sentido circular e insuflando aire en una bolsa de papel que llevaba cuidadosamente doblada en el bolsillo. Luego se dirigió decidido hacia el inspector Iturri. Comenzó fulminándolo con la mirada, continuó llenándole de improperios que, con su voz aflautada, sonaron menos gruesos, y concluyó en el mismo momento en que le informó a gritos de que quedaba retirado del caso.

Iturri no se dejó amedrentar. Sonrió mientras le decía:

– ¿Está usted seguro de que eso es lo que desea?

El inspector Ruiz se dio cuenta enseguida de su error. Sabía lo que pasaría. A partir del momento en que Iturri desapareciera, todos los agentes de policía dejarían de hacerle caso. Fingirían obedecerle, pero cumplirían lenta y defectuosamente todas sus órdenes, hasta conseguir exasperarle. No le quedó más remedio que recular y tolerar la presencia de aquel palurdo policía de provincias. Debía tragarse sus palabras sin que Clara notara que perdía la batalla. Pensaba pedirle matrimonio. Tras estos hechos, estaba seguro de que ella aceptaría. La dama estaba ya algo deslucida, pese a los múltiples retoques del cirujano plástico, pero tenía rentas saneadas y un título nobiliario. Con esos elementos y su nueva red de amistades, progresaría rápidamente en su carrera. Si esto salía bien, quizás algún día llegara a ser secretario de Estado o ministro…

– ¡Usted a callar! -exigió el madrileño, aniquilando con el deseo al inspector Iturri. Ninguno de los dos jueces allí presentes intervino en su defensa-. ¡Fuera de aquí! ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que molestar con sus tonterías? ¡Vaya a buscar a algún criminal! ¿Qué pasa con esa aspirina? ¡Quiero aquí una dosis doble, de inmediato! ¡Al final, se escapará!

Juan Iturri calló, pero no acató. Sería policía de provincias, llevaría zapatos baratos y le sudarían las manos, pero, en lo relativo a su oficio, se contaba entre los mejores. Sus hombres, que eran quienes le importaban, amen de idolatrarle por su olfato de sabueso, sabían que cumplía de manera seria y profesional con su trabajo. No, no cejaría porque un agente visitador de gimnasios viniera a enmendarle la plana.

El médico de la ambulancia, por su parte, al ver cómo la tozudez del policía madrileño y su insistencia en la posibilidad de que la delincuente huyera interfería en su trabajo hasta casi impedirle hacer correctamente su labor, perdió definitivamente la paciencia:

– ¿Pero es usted idiota? ¡Cómo va a escapar si le está dando un infarto! ¡De la muerte habrá de huir si no nos damos prisa! ¡Quítese del medio! ¡Avisa al Hospital de Navarra -chilló a su subalterno-, llevamos una angina, quizás un infarto!

– De acuerdo, llévensela -cedió-. Iturri, que le acompañen dos agentes -ordenó con displicencia-. Le responsabilizo a usted personalmente de todo lo que ocurra. Si la detenida consigue huir, le prometo que se dedicará el resto de sus días a vigilar almacenes de alimentación. ¡Y el marido, de inmediato a la celda! ¡Ya!

III PARTE

Aquél fue el peor verano de mi vida y, de alguna forma, también el mejor. Desde aquellos sanfermines he vuelto cada año a Pamplona. Poco a poco, la amargura que todos los 13 de julio sembraban en mi ánimo ha ido cediendo, dando paso a un sentimiento extraño, monocorde por un lado, arco iris por otro. Ahora, cuando se acerca el día, exhibo una sonrisa pacífica y algún que otro gesto mudo.

Pasado un lustro, puedo narrar aquellos hechos sin que mi corazón de vuelcos. Aquella situación fue terrible; en muchos sentidos, la experiencia más angustiosa que jamás haya vivido. Desde entonces, no soy la misma, pero creo que a pesar de todo fue positiva porque ahora soy mejor: más segura (o menos insegura), más fría y más feliz.

Del proceso judicial no hay mucho que contar. Tanto a Jaime como a mí nos pusieron en libertad enseguida, sin cargos y con una leve y magra disculpa. El inspector Ruiz desapareció de la escena con la misma celeridad con que pasan los momentos dichosos de las jornadas largamente esperadas. Sin embargo, éste no dejó huella. De él sólo recuerdo su deforme cuerpo de levantador de pesas y su voz de flauta afeminada girando alrededor de su incipiente calvicie. El resto, para mi dicha, lo he olvidado.

No hemos vuelto a ver a Clara. Hace tres años se enamoró de un guapo artista italiano con el que se casó. Tras la inmensa felicidad de ocupar las portadas de Hola y Semana, llegó la lluvia. El caballero vestido de Armani resultó un gay arruinado dispuesto a hacer cualquier cosa por mantener sus vicios privados. Aunque le había advertido varias veces de que el camino que había escogido conducía inexcusablemente a un reino en el que todas las caricias llevan precio, sentí sinceramente que mi vaticinio hubiera sido tan certero.

La intervención de otras muchas personas que entonces no conocía fue decisiva para llevar esta nave a puerto seguro. Sor Rosario, de la que habré de hablar largo y tendido, aún vive, casi tiene cien años. Sus ojos conservan su agilidad juvenil, aunque creo que, si Dios no se la lleva pronto, terminará levantando del suelo poco más de un metro. Según me dicen, continúa lavando su ropa interior cada noche y manteniendo caritativamente cortas las uñas de los pies. Juan Iturri, mi muy querido inspector, ha desaparecido del mapa. Me consta que sigue siendo policía, me consta que sigue siendo buen sabueso, pero ahora piensa para la INTERPOL en algún lugar desconocido. Nos envía una postal cada 7 de julio. No lleva firma ni texto, pero un análisis caligráfico nos diría con razonable seguridad que la letra que marca mi nombre y dirección es suya.

Del resto no hay mucho que contar, salvo que este año es nuevamente especial. Tengo 46 años y una barriga de seis meses. No pensé que a estas edades se tuviesen hijos. Al menos la gente normal. Los artistas de cine y las gentes del espectáculo, es conocido, hacen cosas extravagantes y excéntricas, como traer hijos al mundo fuera de tiempo. Yo pertenezco al vulgo, a las gentes ordinarias que trabajan para vivir y sueñan con la llegada de la noche del viernes, pero hay una criatura en mi vientre que me provoca ardor de estómago y un letargo casi enfermizo, amén de un sentimentalismo tal que creo haber recordado en estos últimos seis meses hasta el día de mi bautismo. Desde hace tres largas semanas estoy postrada en cama. El médico, con cierto tono socarrón, teme que la criatura se escape de su bolsa antes de tiempo para ver su primer encierro, pero yo sé que lo que le preocupa es que se malogre mi corazón, cada vez más delicado.

Creo que sobreviviré a este trance. No sé argumentar los porqués, pero estoy convencida de que el año que viene habrá un nuevo espectador del encierro, no uno menos. Sin embargo, estoy acostada y no puedo moverme. Por primera vez en el último lustro, me perderé el sexto encierro de los sanfermines. Jaime se ha llevado a los chicos a Pamplona. Como otras veces, se han instalado en La Perla: ahora es un magnífico hotel de cinco estrellas, el orgullo de Rafael Moreno, que mantiene sus bigotes canosos y empinados. Naturalmente nos hace un precio especial, porque en otro caso no podríamos permitírnoslo. No obstante, debo reconocer que a mí me gustaba más como estaba antes, con el fantasma de Albaicín tocando el piano y con Hemingway soñando con ser torero español.

Estoy sola en casa, esperando que la voz del encierro despierte y me narre los secretos de la mañana. La televisión está encendida, pero he bajado el volumen y apenas se oye un murmullo. No me interesa lo que cuentan, sólo espero el encierro.

A mi lado varias sentencias para estudiar, el Tribunal Supremo sufre de estreñimiento crónico, pero no voy a hacerlo. Tengo otro ataque de recuerdos rojos y blancos. Vienen a mi cabeza aquellos días en que era tan estúpida como para dudar del amor o creer que Pamplona es una ciudad rancia. De mis dos equivocaciones, la primera fue la más grave, aunque en realidad ambas eran la cara y la cruz de una misma moneda, por conocida no apreciada.

Hubo mucha gente amable que me sonrió a tiempo, pero, en realidad, no di las gracias convenientemente a nadie. Ahora voy a hacerlo, por si acaso los temores del doctor López se confirman y no hay ocasión. Y lo haré narrando cómo se gestaron aquellos hechos que fingieron empezar un 12 de julio, domingo, a las 8 de la mañana, cuando corrían los enormes toros de Miura y el pequeño y colorado astado de encaste navarro, pero que, en realidad, habían comenzado hace mucho tiempo…

Entre el cielo y el fuero

No se puede vivir siendo un buey… Llevan una vida demasiado tranquila. Nunca dicen nada,ni hacen nada, se pasan el tiempo vagando de un lado a otro.

Sin embargo, los toros, ¡Dios mío, qué belleza!

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XIII

Los primeros recuerdos me sumergen en una luz extraña, extremadamente blanca y gélida. Unas figuras silenciosas hurgaban en mi pierna. Supongo que me puse nerviosa y que, ante aquella nueva tragantada, no me comporté como se esperaba. Oí la palabra morfina en dos ocasiones. Inmediatamente sentí sus efectos. Eso no me impidió notar cómo escarbaban en mi ingle ni percibir cómo trataban de introducirme un catéter. Volví a agitarme e incrementaron la dosis. Me calmé y perdí, en aquel cielo artificial, la noción de la realidad. Cuando recobré la consciencia, estaba en otro lugar. También era blanco; y la luz, intensa pero fría, se enseñoreaba de todo. Aquella sala tenía formas redondeadas y era muy amplia.

En el centro se movían varias enfermeras. Desde mi posición, podía ver con claridad a dos enfermos: el primero -un anciano con un tono de rostro azul- se hallaba conectado a un buen número de cables y aparatos sofisticados. Parecía sufrir una lamentable agonía. Mi vista alcanzó a ver a un segundo paciente. A diferencia del anterior, se encontraba recostado en un cómodo sillón y leía apaciblemente un periódico. De no ser por la máscara de oxígeno y por la bata de cuadros verdosos, hubiera dicho que estaba ante un alegre y despreocupado jubilado que, sentado en la terraza de la esquina, esperaba que le sirvieran un vermú.

A mi derecha, había una mujer. No podía verla, pero sí oírla. Recuerdo bien la conversación: cómo guisar los caracoles, porque yo nunca he sido capaz de probarlos: sólo pensar que esas asquerosas babas se deslizan por mi garganta me produce náuseas.

Volví los ojos hacia mi propia persona. Me habían cogido una vía; aunque lo intenté, no pude leer lo qué estaba escrito en la bolsa de suero. Me habían conectado unos electrodos y me suministraban oxígeno, frío y constante.

Nada de aquello me sorprendió tanto como notar que alguien tenía sujeta mi mano. Aquel áspero tacto me resultó totalmente desconocido. Un escalofrío de aprensión recorrió todo mi cuerpo. Levanté la vista. Una monja, vestida como lo hacían antaño, con un uniforme y cofia blancos, me dirigía una franca sonrisa. Era una mujer de muy pequeña estatura, tan parva que parecía que la habían comprimido. Era vieja, pero sus ojos mostraban la juventud de un adolescente y denotaban agilidad.

– ¡Por fin se despierta! Empezaba a preocuparme -me dijo.

Me desconcertó oírla hablar. Su voz no estaba, como en otras de su gremio, modulada para leer salmos. Su sonrisa no venía plastificada ni su amabilidad me fue ofrecida en cápsulas mono-dosis. Por el contrario, aquella pequeña dama derrochaba un cariño espontáneo que me dio confianza desde el primer momento.

– Perdone, ¿dónde estoy? -le pregunté inocentemente.

Quizás la pregunta fuera retórica, pero yo necesitaba oír una voz amable y una respuesta racional.

– Está usted en el Hospital de Navarra, querida, en Pamplona. Esta estancia es la Unidad Coronaria, donde se tratan afecciones del corazón. El suyo ha dado un aviso, pero no es grave. Yo soy una de las hermanas de la Caridad que viven en el pabellón que está frente a la capilla.

– ¿En Pamplona? ¿Qué hago yo en Pamplona si vivo en Valladolid? Dígame, por favor, ¿está bien mi familia? ¿He tenido algún accidente?

– No se preocupe. Relájese. Todo puede arreglarse.

– ¿Es usted médico?

– ¡No, no! -rió la monja socarronamente-. No paso de enfermera, pero llevo aquí desde el año 36. Tengo experiencia suficiente para que se fíe de mí. He visto cientos de rostros, he amortajado a muchos chicos que venían del frente, luego a los tuberculosos, ahora a los enfermos de SIDA que nadie reclama… En fin, sé reconocer las caras, y la suya no da el perfil.

– Disculpe otra vez, pero no comprendo a qué se refiere. ¿De qué perfil me habla?

– Verá, lo que quiero decir es que no tiene cara de muerte. A ella se la ve venir; en el rostro, su visita es inequívoca. Pero a usted no se le ha acercado siquiera, así pues, tranquila.

– Pues me alegra mucho oír su diagnóstico, hermana… Permítame presentarme: me llamo Lola MacHor. No sé quién es usted, ni por qué está siendo tan amable conmigo. No crea que no se lo agradezco, pero me gustaría saber por qué no estoy en mi casa, junto a mi familia… Quisiera ver a mi marido. ¿Podría avisarle? Él es médico. Hace muchos años que se dedica a la investigación, pero estoy segura de que sabrá qué hacer. No se ofenda, por favor, pero me quedaría más tranquila si él estuviera aquí conmigo.

– No se acuerda de nada, ¿verdad?

– ¿De qué debería acordarme? -pregunté, mientras un estremecimiento recorría mi cuerpo.

La hermana de la Caridad respiró hondo. Y tras un tenso silencio, volvió a mostrar su sonrisa.

– Verá, Lola; a lo que le pasa, los médicos lo llaman amnesia disociativa.

– ¿Amnesia disociativa? ¿Me está usted diciendo que me he vuelto loca?

– Nada de eso, hijita, está usted muy cuerda. La amnesia disociativa es un trastorno transitorio. Ante una experiencia traumática, la mente se revela, negándose a almacenarla conscientemente. Lo he visto muchas veces en soldados que habían presenciado cosas horribles en el frente, o que habían matado a alguien por primera vez: sus memorias borraban aquellos incidentes.

– ¿Es que le ha pasado algo a mi marido? ¡Dios mío, no! ¡A Jaime, no!

– Tranquila, Lola. A su marido no le ha ocurrido nada… que no podamos arreglar.

– ¡Gracias al Cielo!

En aquel momento no percibí el peligro que manifestaba la exposición de aquella monjita pequeña y blanca. Yo tenía la mente fija en Jaime.

– ¿Podría usted, si es tan amable, avisarle? Necesito verle. Cuando él está, todo se arregla. Siempre es así, Jaime tiene ese don.

– ¡Qué alegría me da oírle hablar! ¿Llevan muchos años casados?

– Quince madre, y tenemos…

Me paré en seco, preguntándome por qué le estaba contando mis historias personales a una monja desconocida. Ella captó enseguida el gesto.

– Sé que estará usted pensando que soy una entrometida. Me imagino que se preguntará: ¿por qué le cuento las cosas de mi familia a esta vieja? Por cierto, me llamo sor Rosario. Pues me las cuenta, simplemente, porque yo soy la que está aquí, y en ocasiones hace falta hablar. Ya ve, me he colado. A mis noventa y dos años, no les he debido parecer peligrosa.

– ¿Tiene usted noventa y dos años?

Debía de estar ante un prodigio de la naturaleza. Me fijé mejor en su rostro. Los surcos marcados por el tiempo eran profundos, pero aquellos ojos vivarachos parecían negar las demás evidencias.

– Haré noventa y tres en mayo -prosiguió ella-. Ya estoy más allí que aquí. En mi Comunidad me dicen que, en vez de morirme, un buen día menguaré tanto que me esfumaré. Quizás sea así. En realidad, desde que cumplí ochenta y ocho, mis huesos empezaron a acortarse a marchas forzadas. Pero no se apure, tengo el cerebro intacto, lo mismo que la fe. Ella me dice que, si Dios me mantiene en el mundo, será porque me necesita para algo. Quizás sean usted y su marido el motivo. Porque ha de saber que ya tengo ganas de mudarme. Desde hace años, lavo mi ropa interior cada noche y mantengo cortas las uñas de los pies: así mis hermanas no tendrán que hacerlo cuando me amortajen.

– No quisiera que pensara mal de mí, sor Rosario. Es que estoy ofuscada. No entiendo nada de lo que aquí ocurre. Dígame: ¿por qué dice que se ha colado? ¿Es por el horario de visitas? Estoy segura de que, si es por ese motivo, a Jaime le dejarán pasar. Él no me pone nerviosa, todo lo contrario. Estaré mejor con él a mi lado. Y otra cosa, ¿por qué hablamos tan bajo?

– Me temo, querida niña, que voy a tener que ponerle en antecedentes. Pero ha de prometerme que no chillará ni llorará ni hará ninguna otra cosa que evidencie que yo estoy hablando con usted de esto. ¿Me ha entendido?

– Perfectamente, sor Rosario -acaté expectante.

Las ásperas manos de la hermana de la Caridad enmarcaron mi rostro. Sin saber por qué, se me llenaron los ojos de lágrimas:

– ¡Dígame, sor Rosario, por favor! -supliqué-. ¡Cuénteme qué pasa con Jaime!

– A su marido, querida, le ha detenido la policía. Le han conducido a la cárcel. Según me ha dicho uno de los agentes que custodian la puerta, un chavalillo simpático de Artajona, se le acusa de complicidad en un asesinato.

– ¿Jaime? ¿Un asesino? ¡Qué estupidez! ¡No podría asesinar aunque quisiera! ¡Es el hombre más pacífico del mundo!

Mientras rumiaba la información que sor Rosario me había proporcionado, guardé silencio. No duró mucho. Miles de preguntas sin estrenar se apelotonaron en mi cabeza:

– ¿Ha dicho cómplice? ¿Cómplice de quién? ¿Y por qué hay un policía en la puerta? ¿No será que…?

– Me temo que así es: él es el cómplice, usted la asesina -me aclaró-. Al parecer, usted y su marido habían venido a Pamplona a la lectura de un testamento. Pues bien, dicen que todo ha sido un montaje para cometer un asesinato y salir impunes.

Sonreí ácidamente. La información que me acababa de ser proporcionada produjo en mí un efecto tranquilizador. Aquello debía de ser una alucinación a lo Dalí. Resultaba imposible que esas cosas estuvieran ocurriendo. Definitivamente, mi enmarañado juicio sentenció que estaba dentro de una ensoñación estúpida de la que despertaría de inmediato, como suele ocurrir con todos los sueños, que son abandonados cuando las cosas se ponen razonablemente inaguantables.

Cerré los ojos, apretando fuertemente los párpados, y luego los volví a abrir. La fría luz de la habitación y el cálido rostro de sor Rosario seguían allí. Entonces el pánico se adueño de mí. Un sudor frío comenzó a cubrirme la frente y me entraron ganas de vomitar. Volví a cerrar los ojos. La angustia me coceaba impidiéndome pensar, sólo trataba infructuosamente de acompasar la respiración. Las arcadas se aceleraron y vomité sobre las sábanas. Mientras descendía de nuevo a los infiernos, en el centro de la habitación comenzó a sonar un pitido histérico. Dos enfermeras corrieron hacia mí empujando a la hermana de la Caridad, que se retiró a la fuerza de la escena. Nuevos vapores de sueño, nuevas arcadas, luego la nada blanca.

– ¡Lola! ¡Lola! ¡Despierte!

Sumida en un profundo sueño, cabalgaba por un paraje extraño en el que no había suelo ni cielo. Oí su voz que me llamaba, pero me limité a despreciarla. Iba a galope, perseguida por un caracol negro que estaba a punto de atrapar a mi corcel. Apenas me rozaba, pero algunas de las putrefactas babas que salían de su asquerosa boca me salpicaban. Sobre la bestia redonda cabalgaba una monja esmirriada vestida de blanco que me gritaba: «Arrepiéntase, asesina, o será peor».

– ¡Lola! ¡Lola! ¡Está usted ahí!

Esta segunda vez no pude librarme del hechizo de aquella voz que me arrastraba hasta la superficie de la conciencia. Con un movimiento resuelto, abrí los ojos.

– ¿Qué tal se encuentra ahora? ¡Ha sido una falsa alarma! Algo relacionado con la tensión arterial. ¿Me oye? -insistió la hermana-. ¡Respire hondo! ¡Todo va bien!

Naturalmente, la oía, pero no deseaba contestar y volví a entornar los párpados. Lamentablemente, al recordar el escenario, no pude contenerme y rompí a llorar en silencio. Cuando las primeras lágrimas descendieron por mi mejilla, sor Rosario comenzó a darme friegas en la mano.

– Niña, escuche. Yo creo que es usted inocente. Deseo ayudarles, pero necesito saber qué hacer. No soy más que una monja. ¡No sé nada de leyes ni de policía! Pero si usted me dice qué puedo hacer, y eso no va contra la ley de Dios, lo haré.

Cuando, entre gemidos ahogados, conseguí serenarme, le pregunté:

– ¿Por qué? ¿Por qué cree en nuestra inocencia?

– No crea que no respeto al Cuerpo de Policía que les ha acusado. Fíjese si lo respetaré que hasta enterré a mi padre, que en paz descanse, con el uniforme de gala y el tricornio. Pero creo que en este caso se equivocan: no tiene cara de asesina, y con cuatro hijos…

– No, hermana, esto no funciona así: son ellos los que tiene que demostrar que nosotros somos culpables.

– Si están detenidos, hija, por algo será. Alguna prueba creerán tener sus acusadores, digo yo.

– Sí, deben de tener alguna sospecha razonable sobre… sobre lo que sea. En todo caso…

– Mi mente jurídica despertaba de nuevo.

– Debemos saber qué tienen y, lo principal, a quién se supone que hemos matado.

– ¡Ah, eso sí que lo sé! ¡Lo han dicho en las noticias!

– ¿Ha salido en las noticias? ¡Entonces lo habrán visto mis hijos! ¡Qué horror, oír que tus padres son unos asesinos!

– No, no, tranquila. No me malinterprete. De ustedes no han dicho nada, sólo del difunto. Espere, he apuntado el nombre.

Sor Rosario se colocó en la punta de la nariz unas minúsculas gafas que llevaba colgadas de una correa negra. Luego, con ambas manos, empezó a enredar en los bolsillos de su impoluta bata blanca. De allí salió primero un rosario. Mientras me explicaba que era de la medalla milagrosa, y que tenía costumbre de emplearlo un par de veces al día, siguió perforando en los bolsillos hasta que aparecieron tres diminutos caramelos de fresa.

– Tengo ingresados a dos niñitos huérfanos -informó la monjita-. Son ecuatorianos, abandonados por sus madres en la puerta de la Comunidad. Estos pobres emigrantes acumulan ignorancia y pobreza, dos de los mayores males de la humanidad. Ha de saber que, cuando esté usted mejor y hayamos arreglado este lío del asesinato, le pediré un donativo para las misiones en las que trabajamos.

– De acuerdo -contesté, sin saber que, con su dulce maestría, nos sacaría después la mayoría de nuestros ahorros-, pero ahora sería bueno buscar el nombre.

Finalmente encontró varios trozos de papel que fue leyendo, dándoles vuelta cuando correspondía porque, salvo en el canto, estaban escritos por todas partes. Por fin exclamó:

– ¡Aquí está! ¡Ya lo tengo! Vamos a ver qué pone: Alejandro Mocciaro…

– ¡Alejandro Mocciaro!

– Así es, en efecto. ¿Le conoce?

– ¡Por supuesto que le conozco! ¡Es mi compañero de despacho!

– ¡Ah!, pues eso es malo.

– ¿Qué es malo? -pregunté, incrédula.

– ¡Pues todo! Es malo que le conociera y que trabajaran juntos. ¿Se llevaban bien?

Tardé en contestar. No nos llevábamos mal, aunque procurábamos evitarnos en la medida de lo posible. Ofrecí una respuesta capaz de cubrir el expediente.

– Eramos muy distintos en cuanto a nuestras convicciones, pero…

– Ya -terció sor Rosario-. Bien, vamos a necesitar que alguien nos ayude, porque yo de homicidios y cuestiones legales no entiendo nada.

– ¡Esto no puede estar pasando! -dije.

Dos de las enfermeras levantaron la cabeza. El paciente de la bata de cuadros bajó el diario y miró fijamente hacia el lugar del alboroto. Sor Rosario contraatacó de inmediato. Se puso en pie, colocó ambas manos sobre mi cabeza y, con intencionada y afectada voz, prorrumpió en latinajos:

– Ego te absolvo in nomine Pater et Fili et Spiritu Sancto

– ¿Pero qué hace, sor Rosario? ¡Me está dando la absolución! -protesté en susurros.

– En efecto, hija. ¡Es lo primero que se me ha ocurrido! Ya sé que no vale, que para eso se necesita un cura, pero estas dos enfermeras no tienen ninguna cultura religiosa, así que da lo mismo. Lo importante es que crean que hablamos de su alma y no me echen de aquí: ¡soy su única conexión con el mundo!

– Tiene razón. ¿Qué puedo hacer? Lo que no entiendo -alegué- es cómo hemos podido Jaime y yo causar esa muerte. ¿Ha oído usted cómo ha muerto Alejandro Mocciaro?

– ¡Naturalmente! ¡Es la comidilla de toda España!

– ¿De toda España? ¡Cómo sufrirán mis pobres hijos! ¡Mi madre estará histérica!

– No se comenta nada sobre ustedes, sino sobre el mozo fallecido y el toro navarro que le mató -aclaró sor Rosario.

– ¿Cómo? ¿Qué le ha matado un toro? Y entonces, ¿qué hago yo aquí y mi marido en la cárcel?

– ¡Ah, hija! ¡Eso ya no lo sé! Por eso le digo que necesitamos a alguien que investigue sin levantar sospechas. Yo no puedo ir muy lejos. Hace años que no abandono este recinto hospitalario. Dígame, ¿no tienen algún familiar, aunque sea lejano, en Navarra?

No contesté. La hermana de la Caridad me azuzó todo lo que pudo, pero no fui capaz de dar una respuesta.

– ¡Lola, que en cualquier momento viene el policía o las enfermeras y me expulsan! ¡Llevo ya cerca de media hora confesandola!

– Mi marido es navarro -respondí escuetamente.

– Entonces, seguro que tiene algún pariente. ¿Sabe si le queda algún familiar cercano a quien podamos acudir? -preguntó sor Rosario con su habitual desparpajo.

– En realidad sí, mi suegro -contesté reticente. Estaba convencida de que mi interlocutora juzgaría mal mis intenciones en cuanto terminara de responder a su pregunta, pero añadí-: Sin embargo, preferiría que se mantuviera al margen.

– No es momento para viejas rencillas familiares, ahora es tiempo de solidaridad. Dígame, ¿cómo se llama? ¿Dónde puedo localizarle?

Se lo dije. Ofrecí a una desconocida el nombre que hacía tanto tiempo evitaba pronunciar y la dirección que no frecuentaba desde hacía miles de años. Ella lo anotó todo en uno de sus papelillos reciclados y se despidió con otra pregunta. Miré al techo como tratando de obtener de allí la sabiduría necesaria para ser precisa en la contestación. Después bajé los ojos y me enfrenté a los de sor Rosario, que seguía mirándome con ternura.

– ¿Es usted católica?

– Lo soy, aunque me temo que debería ser más piadosa.

– ¡Estupendo! Le voy a dejar mi rosario. Le vendrá bien. Procure apaciguar su alma, en otro caso su corazón volverá a protestar y esa máquina infernal pitará. Intentaré contactar con su suegro.

– Será inútil -afirmé.

– ¡Ya verá como no!

No repliqué. ¿Para qué discutir? Habitualmente nada se saca en claro de discusiones bizantinas como aquélla. Además, tenía la convicción de que llevar la contraria a sor Rosario equivaldría siempre a una soberana perdida de tiempo. Poseía la monjita una habilidad, que casi rozaba el arte, para envolverte con sus frases simples, con sus diatribas eclesiásticas, con sus razonamientos tan poco racionales. Era mejor darle la razón y evitarse el trabajo.

– Si quiere intentarlo, hágalo.

– De acuerdo, ahora me voy. Y recuerde que Dios no pierde batallas. Voy a coger una gasa, para que crean que ayudo.

– Lo hace, madre -respondí, con emoción en los ojos.

– Lo sé, hija, me refiero a ayudar físicamente: del corazón no tengo ni idea. ¡Un día tengo que contarle cómo aprendí a poner inyecciones sin mirar los traseros de los mozos!

Y se despidió con un guiño. Ya se alejaba cuando me vino a la cabeza otra pregunta:

– Sor Rosario, dígame una cosa: ¿en alguno de los papeles de su bolsillo tiene escrito el motivo del asesinato? ¿Sabe, por un casual, por qué Jaime y yo querríamos asesinar a Alejandro Mocciaro?

– Supongo que… -contestó mientras trasegaba en sus bolsillos.

– Estará escrito en alguna parte -concluí.

– En efecto, aquí está. Motivo: cátedra.

– ¿Cómo? ¿Qué motivo es ése?

– Pues no tengo ni idea. A mí la palabra me suena a enseñanza, a educación, pero, que yo sepa, nadie mata por eso. No se inquiete, a la salida le pregunto al policía. Cuando me aclare, vengo y se lo cuento.

Ya sola, cerré los ojos intentando no dejarme dominar por las lágrimas. La memoria seguía reacia a ofrecerme imágenes nítidas con que entender aquel galimatías; mi mente no estaba mucho más despejada. Supuse que la torpeza sería fruto de la medicación a que me estuviesen sometiendo. Traté de no pensar en nada, pero la estampa de mi suegro se apoderó de mi cabeza.

Guardaba nítidos recuerdos de mi primera visita a Pamplona, la patria chica (y grande) de mi familia política. Con el tiempo, como el buen vino, aquellos acontecimientos habían ido ganando cuerpo y perdiendo virulencia. Creía que a estas alturas anidarían dentro del cajón que mi memoria destinaba a las crónicas simplemente desapacibles. Me equivocaba, aún contaban con toda su carga de hiel.

Sería muy útil para nuestra extraña cruzada que mi suegro cooperase, pero estaba segura de que nunca movería un dedo por mí. Sin embargo, eran los huesos de su hijo Jaime los que estaban custodiados en una celda de la cárcel de Pamplona.

Una enfermera pizpireta inyectó algo en el gotero. No se molestó siquiera en mirarme. Me sentí momentáneamente ofendida, pero no dije nada. Estaba detenida. ¿Qué pensaría aquella gente de mí? ¿Creerían que había matado a Alejandro Mocciaro? En tal caso, no sería de extrañar su actitud. Intenté consolarme como me había enseñado mi padre, con aquella frase que tanto le gustaba repetir: «Es mayor la libertad del preso que se sabe inocente que la del ciudadano libre que se sabe culpable».

Mi suegro nunca creería en mi inocencia. Para él, el apellido MacHor era maldito.

Pertenezco a una buena familia. Procedemos de emigrantes irlandeses que llegaron a Bilbao hace casi dos siglos huyendo del azote de Cromwell. Creo que al principio sufrimos las intolerancias y desprecios de los comerciantes del lugar. Luego aquello pasó. Pero, como suele ocurrir a menudo, los mismos que sufrieron la xenofobia fueron los primeros en aplicarla. Mis tíos y primos, ya políticos, fueron protagonistas de discursos y alardes nacionalistas donde la amada tierra de San Francisco Javier o San Fermín figuraba en el punto de mira. Mi padre, hombre pacífico y apolítico, había muerto hacía tiempo, pero mi suegro no vio más allá de mi apellido.

Jaime es heredero de una amplia saga carlista. Mamó ínfulas tradicionalistas y se alimentó de tradición, sin embargo, al verme, olvidó pedirme el pedigrí. Yo, por mi parte, no le examiné de la historia de Euskalerría. Simplemente, a la primera mirada, el amor disolvió el conflicto político. En cuanto investigó mi apellido, su familia me despreció. Pero Jaime no cejó.

Mi madre, por el contrario, aceptó a Jaime y odió a su familia: en mi casa siempre hemos sido más prácticos.

Nunca les he dado motivo para odiarme, pero cuando sor Rosario le llame dispondrán de uno: me he convertido en una asesina y he arrastrado a su hijo a la más asquerosa de las inquinas: robar una vida humana.

Sobredosis de poder

La plaza estaba llena de gente y los pirotécnicos estaban colocando sus castillos de fuegos artificiales para la noche… En la terraza del café había mucha gente. Continuaban la música y los bailes. Estaban pasando los gigantes y cabezudos.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XVIII

La tarde cayó dulcemente sobre Pamplona. No lo decían mis sentidos, en la Unidad Coronaria no había ventanas; tampoco la gente, allí hasta las sonrisas eran artificiales y asépticas. Lo contaba el reloj que pendía indolente de la pared de la entrada. Ahora que sor Rosario se había ido, ese instrumento constituía mi única unión real, objetiva, con el mundo.

Aquel contador era blanco, como todo lo demás en aquella sala. Todos me observaban con una curiosidad aderezada con algo de desprecio. Me resulta difícil expresar ahora mi estado de ánimo. Sabía que era inocente, y sin embargo, sentía una profunda vergüenza. Aquellos silencios, aquellas miradas furtivas eran el preludio de un juicio condenatorio. Es verdad que la ley se alía necesariamente con la justicia, pero no siempre lo hacen la sociedad y los ciudadanos. La presunción de inocencia es sólo un concepto jurídico. En la vida ordinaria, impera un principio mucho más simple: cuando el río suena…

El aire acondicionado combatía eficazmente la tórrida canícula, tanto que algunos pacientes pidieron que se redujeran sus embates. Yo ni siquiera me había dado cuenta del frío. Estaba concentrada en buscar razones y motivos para aquella locura. Tenía fiebre pero, aunque soy algo hipocondríaca, en ese momento la calentura no me preocupaba en absoluto. Los electrodos que tenía conectados no lo detectarían, pero sentía un dolor inexplicable en el pecho. Se trataba de una amargura profunda, de un sentimiento de honda frustración que penetraba hasta la más pequeña de mis células adueñándose de cualquier atisbo de esperanza. En realidad, es posible que aún guardara un poso de ese precioso néctar, ya que dicen nunca se pierde del todo, pero si era así, estaba tan escondido que parecía no alentar.

Tras entrevistarse discretamente con el policía de la puerta, sor Rosario había vuelto a mi lado para contarme los detalles de los que aquel joven de Artajona le había hecho partícipe. En previsión de que las enfermeras perdieran la paciencia y tuviera que irse de improviso, sor Rosario se había apresurado a anotar los detalles en una media cuartilla, esta vez sin estrenar. La información latía en mi sien sin descanso, anegando mi alma con la potencia de aquel grisáceo mar embravecido que lucía en el poster de mi despacho. «Se acusa a la detenida de matar al catedrático Mocciaro como venganza por lo acontecido en una oposición en la que él salió vencedor y ella perdedora. Y por celos por los fallidos amores de su marido con Clara Mocciaro, a quien él acosó sin piedad.

»El marido de la presunta asesina tenía acceso directo a la droga empleada, clorhidrato de ketamina, porque la empleaba en su laboratorio para anestesiar a los perros.

»Se había constatado que -con la excusa del fuerte respirar de uno de ellos- la pareja ocupó habitaciones distintas. Aunque se tomaba como prueba circunstancial, el inspector encargado del caso sostenía que ésta era una forma artera de enmascarar que uno de ellos salió del hotel, mientras que el otro permaneció en él con ánimo de construir una coartada fidedigna.

»Se ha dictado prisión provisional incomunicada.»

– De todas formas, hija -agregó sor Rosario, antes de retirarse a la paz de su Comunidad-, me dice el agente que una cosa es lo que se ve y otra lo que está debajo. La gente no está contenta con el modo de proceder del inspector madrileño. Dicen que está demasiado pagado de sí mismo y eso le hace despreciar detalles y dar por válidos hechos que no han sido suficientemente investigados. Resulta que el inspector de la casa, un tal Iturri, que es metódico hasta la manía y que está que se sube por las paredes ante su chulería, se ha puesto a trabajar sobre el asunto. Aquí todos le consideran un prodigio, así que dejémoslo en sus manos y en las de Dios.

– Sor Rosario, me he acordado de algo. Recuerdo nítidamente a Jaime diciéndome que si pasaba algo malo llamase al abogado Eregui. Gonzalo Eregui. Creo que sería bueno contactar con él y decirle cómo están las cosas. Él sabrá qué hacer. No es posible que esté detenida sin asistencia letrada.

– Lo haré, querida, de inmediato, pero ahora debe intentar descansar. Voy a anotar el nombre… Estoy convencida de que todo saldrá bien. Yo debo volver a mi Comunidad. Desde allí me pondré en contacto con su suegro y con ese abogado.

¡Descansar! ¡Quién pudiera! Lamentablemente, tras escuchar este cúmulo de despropósitos, me resultaba imposible. Eran tantos y tan absurdos los argumentos que me sentía incapaz de desmentirlos. Carecía de fuerzas y había extraviado mi ánimo en alguna callejuela pamplonesa. Sólo pensaba en mis hijos. En los mayores, que quedarían marcados de por vida por este suceso; en aquella criaturita que, ajena a estos acontecimientos, esperaba que mamá y papá le trajeran de Pamplona una muñeca china y un bocadillo de chistorra. Hasta que aquellos acontecimientos me enredaron en sus arteras redes, yo siempre había tenido una voluntad de hierro. Ahora era tan dúctil como un flan de arena de playa.

Lola, la mujer segura de sí misma, ambiciosa y orgullosa estaba tan abatida y doblegada que se conformaba con dormir, preferiblemente para siempre, si eso implicaba desaparecer en el negro olvido.

Las manecillas metálicas caminaban hacia las seis por la blanca carretera del reloj. El paciente de la bata de cuadros dormitaba sobre su periódico. Mi compañera de la derecha roncaba sin contemplaciones, soñando, supongo, con un plato de caracoles humeantes. Yo rezaba alguna oración atada a aquel rosario, supuestamente milagroso. Una enfermera se acercó a mi cama. Sin explicación, sin mirarme ni hablarme en modo alguno, me retiró los cables del cuerpo y soltó la bolsa de suero de su atadura fija, depositándola sobre la cama. Con el ajetreo, la clientela despertó y contempló la escena con curiosidad.

– ¿Qué pasa? -preguntó el más atrevido; yo no llegué a verle.

– Nada que a usted le interese, caballero -contestó la enfermera, después respondió a su pregunta-: Vamos a llevar a está señora a una habitación.

– ¡Qué bien! -Por la voz supe que la cocinera de babosas se había envalentonado y hablaba en voz alta.

– ¡Mejor así! ¡Que se la lleven! ¡Corremos grave peligro con ella aquí! Hace unos años hubo muertos en el hospital por un casó similar. ¿No lo recuerdan? -chilló, dirigiéndose a la concurrencia que escuchaba sin perder ripio-. Seguro que sí, ¡hagan memoria!: un terrorista se autolesionó en la cárcel y tuvieron que ingresarle. Por la noche sus compinches vinieron a rescatarle y mataron a dos personas.

– ¡Es cierto! -confirmó entrecortadamente otro paciente tras retirar la máscara de oxígeno que cubría su boca y su nariz. Con movimientos de brazos intentó otorgar más fuerza a sus palabras. Esta vez sí alcancé a verle-. Descerrajaron dos tiros a la pareja de guardias que custodiaban su puerta. Pero este caso es distinto. Esta señora es una presa común: se ha cargado a alguien de su trabajo.

A medida que aquellos individuos se convertían en masa sin rostro ni vergüenza, la conversación comenzó a animarse. Hasta las enfermeras dieron su opinión. Cuando un celador entró con la ingrata misión de trasladar mi camilla, algunos de los presentes me señalaron con el dedo sin el menor disimulo. Incapaz de soportar aquellos dardos emponzoñados, me tapé completamente con la sábana. Los demás aplaudían mi traslado con expresiones de júbilo. Yo lloraba sin tratar de ahogar mis jadeos. ¿Qué importaba ya que me oyeran?

El policía de Artajona se puso en pie cuando vio salir la camilla. Creo que estuvo tentado, pero se contuvo y no me dirigió la palabra. Se limitó, como era su obligación, a seguir a su peligrosa detenida hasta la habitación que me había sido asignada. Como le habían ordenado, me esposó la mano derecha a los barrotes metálicos de la cama y comprobó el cierre. Creo que aquélla fue una de las cosas que más me dolieron en aquel proceso. Al fin y al cabo, era la primera prueba de mi estado. Estallé:

– Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. Artículo 10.1 del pacto internacional de Derechos civiles y políticos. ¿Conoce usted ese pacto, agente?

– Señora, yo soy un mandado. Hay creencia fundada de que usted puede sustraerse a la acción de la justicia.

– ¿Atada a un suero, medio drogada y convaleciente de un infarto?

– Lo siento, señora. Es lo que me han ordenado.

– De acuerdo, quiero hablar con un abogado.

– Tampoco será posible. El juez ha decretado su aislamiento. Se trata de evitar que pueda confabularse con terceros, desvirtuando la investigación que se está llevando a cabo. Cuando el inspector Ruiz así lo indique, se llamará a un letrado de oficio.

– Pero agente, eso es…

El joven policía ya no me escuchaba. No quiso saber nada más acerca de mi causa. Cerró la puerta tras de sí y permaneció en el exterior.

Cuando se me agotaron las lágrimas, comencé a examinar la habitación. Percibí con emoción que por un ventanuco elevado que estaba parcialmente abierto entraba una brizna de luz. Aquel trocito de cielo fue para mí como una experiencia mística en la que me regodeé largo rato. No sé cuánto, porque en aquella nueva celda no había forma de calcular las horas, lo que añadió a la angustia y a la inmovilidad un nuevo suplicio.

Algún tiempo después, unos minutos, media hora, entró una enfermera.

– ¿Podría devolverme mi reloj, por favor? -Mientras me dirigía a ella, la enfermera siguió trasegando cables.

– ¿Para qué? -contestó chistosa-. ¡No va a llegar tarde a ningún sitio! -Después de hacerlo, renació algo de su dormida humanidad y se arrepintió-. Preguntaré al policía. Quizás sea posible.

Mi Cartier de acero vino junto a la cena. Desprecié el alimento -ni siquiera levanté la tapa de la bandeja para saber qué habían preparado-, pero me emocioné al ver el reloj. Fue curioso cómo se me desbordó el corazón ante un objeto tan cotidiano, o quizás fuera por eso, porque era cotidiano, normal, ordinario, tan distinto de la situación. Los ojos se me quedaron prendidos de aquella fría joya. Pronto me di cuenta de que, entre el suero y las esposas, no podía ponérmelo. Opté por dejarlo sobre mi regazo, acariciándolo con solícito cariño minuto tras minuto. Me lo había regalado aquel mismo año Jaime para celebrar mis cuarenta años. Hubo una condición: que dejara de fumar. Lo hice, aunque habida cuenta de dónde y cómo me encontraba, debí de proponérmelo demasiado tarde.

Mientras maduraba la tarde, fui recordando: el testamento, la estocada de Gómez Escorial, el encierro, Alejandro, Clara, el inspector Ruiz… Todos como piezas de un rompecabezas averiado. Un galimatías que, aunque lo intentaba, no lograba descifrar. Junto a ellos, llegaban episodios de mi infancia, sueños imposibles, momentos de gloria, sonrisas y llantos. Los recuerdos se mezclaban irracionalmente, y por eso los relatos se desbocaban de continuo.

Tenía la cabeza espesa, torpe, vieja. La medicación que me inyectaban en el suero haría bien a mi corazón, pero me estaba destrozando el entendimiento. Miraba y palpaba el reloj con querencia, recurrentemente. La estancia se fue inundando de negras sombras. Avanzaba el tiempo. No obstante, como siempre, su devenir era relativo: fuera, en la Fiesta, caminaba a marchar forzadas; dentro, se resistía a comenzar la marcha.

De pronto el estruendo de un cohete rasgó el silencio. Volví los ojos hacia la pantalla metálica de mi reloj: faltaban cinco minutos para las once, la hora en que Pamplona bautizaba la noche con fuegos artificiales; el instante en que la Fiesta de charanga se tomaba un respiro y, cuerpo a tierra, hacía un paréntesis para ver magia. Aquel estruendo consiguió que -pese a todo- amagara una sonrisa. Sé que no es una novedad: todos los pueblos de España pintan sus fiestas con fuego. Sin embargo, cuando viví aquellas cantinelas tornasoladas en Pamplona, me parecieron únicas, cercanas, cariñosas. El espectáculo que presenciamos, firmado por Caballer, había sido magnífico, pero aquello no hubiera pasado de ser bulla en color sin la concurrencia de un peculiar elemento verdaderamente soberbio: el entorno donde aquel sortilegio se producía, un antiguo recinto amurallado del siglo XVI al que las gentes llaman la Ciudadela. En ella, antiguas troneras, fosos nutridos de dédalos, laberintos y rejas de las antiguas prisiones, compartidas por herejes de anteayer o republicanos de no ha mucho, exudaban historias de dragones y mazmorras. El Ayuntamiento había sembrado entre las antiguas piedras macizos de flores y césped que las gentes empleaban cada noche. Como si fueran cansados soldados de caballería o antiguos mercaderes, empeñados en meter sus mercancías de matute, los espectadores se sentaban o tumbaban en aquella verde alfombra para presenciar el espectáculo.

Sonreí recordándome junto a Jaime contemplando el cielo. Rememoré los dulces momentos pasados entre aquellos fosos. Sentada con las piernas cruzadas a lo indio, sintiendo el calor de Jaime que me rodeaba desde atrás con sus brazos. Las manos en mi cintura, los dientes mordisqueándome la oreja, muy juntos, consumiendo lentamente aquel cariñoso instante. Cariño; eso era lo que yo añoraba en aquellos momentos.

Los estruendos se sucedieron durante unos quince minutos. Traté de imaginármelos, rojos, verdes, malvas, serpenteando por el cielo en busca de alguna estrella. Finalmente el ruido caducó y con él mi ánimo. Sin querer evitarlo, volví a prorrumpir en amargo llanto.

Al rayar la noche, me trajeron algo para dormir y un vaso de leche tibia. Tras tomarlo, me sumergí en una madeja de sueños desordenados, pero el descanso duró poco. A las dos, estaba nuevamente contemplando el reloj. Me hallaba sumida en un estado de tristeza absoluta. Sollozaba, pero cada vez a intervalos más espaciados. Creo que nunca antes me había sentido igual. Se habían abierto los infiernos y yo me abrasaba en ellos sin saber exactamente qué misteriosa confluencia destructiva me había atrapado.

«En casa», razonaba con los ojos empapados de lágrimas nuevas, «todos estarían en la cama, durmiendo.» No sabía que haría Jaime. Nunca he estado dentro de una celda. Mi carácter es tan empírico que no podía imaginármelo. Pero sabía que estaría sufriendo. Quizás si yo muriese todo sería más fácil. Un buen abogado alegaría que yo había robado la droga de su despacho y que él nada tenía que ver. Aún era joven. Podía rehacer su vida. Lamentablemente, Clara estaría al acecho, aunque creo que, siendo un hombre inteligente, sabría elegir.

– Sí, creo que es mejor morir -dije en voz alta-. Seré culpable si ese inspector Ruiz se empeña en que lo sea. Justo ahora que he dejado de fumar, mi corazón falla. Quizás si me empeño, logre que llegue mi hora.

– ¿Su hora de qué?

No pude evitar sentir un escalofrío. Una profunda voz de barítono se inmiscuyó en mi tristeza. ¿Qué ocurría? «Definitivamente, esta amnesia disociativa no es sino locura», pensé. Permanecí muy quieta, conteniendo el aliento. Sabía que la voz que interfería mi duermevela era conocida, pero también peligrosa.

– Lola, decía que había llegado su hora. ¿Su hora de qué?

Decididamente, aunque me costaba, desaté los ojos. Sin atreverme a levantar los párpados por completo, los dirigí hacia el reloj: las tres. Estaba completamente aturdida. Levanté la cabeza y me topé con un rostro familiar. La penumbra enmarcaba levemente la figura del inspector Iturri. Tenía las gafas en la mano; sus dedos jugueteaban con ellas. Recuerdo que pensé que de cerca el policía no resultaba tan tosco. Hubiera podido pasar por un hombre culto y elegante de no haber sido por aquel fachoso bigote y su pelo fosco. Con un buen traje y una corbata, y algo de fijador, incluso resultaría un arrogante convencido de su valía. El sheriff madrileño habría quedado perplejo ante el cambio. Pero lo que recuerdo por encima de todo es cómo me fascinaron aquellos ojos verdes que me escrutaban sin piedad. En realidad, me sentí violada, robada, como si aquellos verdores saquearan mis entrañas. Con voz pastosa, protesté por la intromisión.

– Inspector Iturri, ¿qué hace usted aquí?

El inspector no prestó la menor atención a mi pregunta. Parecía preocupado por otra cuestión.

– Reconozco que es fácil abandonar. Cuando uno está acogotado por el dolor, la muerte se antoja dulce, vaporosa, atractiva… Pero no lo es. En realidad, la muerte padece una fealdad malvada. No piense en lo que no debe. No ha llegado su hora de morir, sino de levantarse.

– ¿Y a usted qué le importa? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué entra sin llamar? ¡Aunque pocos, tengo derechos! ¿Quiere esposarme la otra mano? ¡Da la sensación de que no tiene nada más que hacer y desea pasar un buen rato burlándose de mí!

– No crea que esto me divierte, en absoluto.

– Entonces, ¿a qué ha venido?

– Quiero saber qué pasó. Necesito conocer su versión.

– ¡Pero si me han condenado antes de oírme!

– Nadie le ha condenado. Está usted en régimen de prisión provisional. Hay pruebas suficientes para implicarles a usted y a su marido. Si, como creo, se dedica usted al Derecho Penal, debería saber estas cosas.

– Sé de sobra que no hay motivos bastantes para detenernos, ni siquiera hay indicios racionales de criminalidad. Se han violado todos y cada uno de mis derechos constitucionales. Es más, si alguna vez esto llegara a juicio, debería anularse el proceso; no es más que una arbitrariedad del inspector Ruiz. Una arbitrariedad, no quito una letra. Y también digo sin falsía que mi marido y yo somos inocentes.

Me arrepentí de inmediato. ¡Cuántas veces había oído pronunciar cosas similares a culpables evidentes! Sin embargo, luego me alegré de haberlo hecho, pues respondían estrictamente a la verdad.

– Escúcheme, señora, por favor. Mi gente y yo tenemos una forma de trabajar. Es lenta y costosa; en ocasiones tediosa y deprimente, pero eficaz. En el caso que nos ocupa, carezco de autoridad y las cosas discurren por otros cauces. No he sido yo quien ha tomado la decisión de encerrarles, aunque es probable que lo hubiera hecho; eso sí, con otras formas. Así son las cosas, éstos son los bueyes con los que debemos arar… Sin embargo, ésta es mi tierra, y quiero saber quién comete los delitos, sobre todo si el resultado de los mismos es un asesinato. Por eso necesito hablar con usted. De manera extraoficial.

– ¿Me está diciendo que va a realizar una investigación paralela?

– No exactamente. En nuestros ratos libres, mis hombres y yo buscaremos nuevos indicios, indagaremos, tiraremos de todos los hilos… Si usted y su marido son inocentes, les recomiendo que colaboren. Soy su mejor baza. Conmigo tendrán más posibilidades de salir con bien de este asunto que con el inspector Ruiz. Los policías madrileños son grandes, buenos y sabios, pero están fuera de su zona y no conocen las costumbres ni las aprecian. Aquí somos… En fin, somos pueblerinos, incluso asesinando. Pero ha de saber que la vía que ustedes han emprendido no es la correcta.

– ¿De qué vía me habla?

– Pues le hablo de dos vejestorios disfrazados de progres intentando comprar ketamina.

– ¿Cómo? ¿De qué me está hablando?

El inspector, siempre con las gafas en la mano, me observó largo rato en silencio: clavó sus ojos en mí y me calibró como a un oponente nuevo. Debí de parecerle sincera. Debí de convencerle de que, en efecto, yo desconocía los hechos. Respiró hondo, se colocó las gafas y dijo:

– Hace más o menos una hora, he recibido la llamada de uno de los agentes de mi brigada. Estaba rastreando a los que trapichean con ketamina. Un confidente le había informado de que dos carrozas andaban preguntando por esa sustancia y fue a investigar. ¿Sabe qué se ha encontrado?

– No, ni idea. Pero estoy seguro de que me lo va a contar con todo detalle.

– Una señora de edad avanzada, acompañada por un caballero aun mayor (entre los dos suman más de ciento veinticinco años), se presentó a las dos de la madrugada en un bar de marcha preguntando quién les vendería unas dosis de ketamina.

– ¡No es posible!

– No, señora. Lejos de ser inaudito es bastante frecuente. Se llama amor de madre. Porque si no lo había adivinado, la dama en cuestión era su madre. Al parecer, su acompañante recibió una llamada del director del hotel La Perla informándole de sus… dificultades. Como puede observar, hasta la incomunicación tiene sus resquicios. A su vez, este caballero telefoneó a su madre, que se personó de inmediato en Pamplona.

– Mi madre… Rafael…

Las lágrimas volvieron a manar de aquel pozo que creí agotado. No hice el menor intento de frenarlas. El inspector Iturri no se arredró; permaneció con el rostro impasible, mirándome fijamente. No sé con exactitud si fue la mención de mi madre lo que me hizo llorar o si, por el contrario, fue pensar, luego me daría cuenta de que equivocadamente, que conocía la identidad del caballero que la había acompañado en aquel insólito paseo nocturno. Recuerdo que pensé: «¡Sor Rosario debe ser excepcional! Ha conseguido en unas horas lo que Jaime no ha logrado en décadas». Luego en voz alta, añadí:

– ¡Mi suegro! ¡Dios mío, hace tantos años que no le vemos!

– No, se equivoca; no estoy hablando de su suegro. Él ha enviado a un letrado a la cárcel para velar por su marido. Realmente no ha servido de mucho: también está incomunicado.

– Entonces, ¿quién acompañaba a mi madre?

– El caballero es otro amigo de su madre, abogado de profesión, que dice llamarse Gonzalo Eregui. Es famoso en esta Plaza, y por lo que me cuentan mis subordinados, conoce bien la ley. Además debe de apreciarles mucho a ustedes para meterse en un local así con su educación.

– ¡Gonzalo! ¡Cuánto me alegro! ¡Él sabrá qué hacer! ¿Les han detenido?

– No. Como usted sabrá (desde luego el amigo de su madre lo conocía al dedillo), la ketamina todavía no se incluye hoy dentro de la lista de drogas. Simplemente les hemos regañado. Su madre ha quedado alojada en su habitación de La Perla. Él tiene residencia en Pamplona.

– ¡Gracias a Dios! ¿Sabe algo de mis hijos? ¿Cómo está mi marido? ¿Qué ha dicho su abogado?

Iturri pareció no oír mis lamentos. Estaba trabajando y no quería que nada le distrajera.

– ¿Hay alguien que quiera perjudicarles? -me preguntó a bocajarro.

– ¡Por Dios, somos gente normal! -respondí-. ¿No sería mejor que se centrase en el muerto? ¡Él, que no era ni vulgar ni corriente ni normal, bien pudiera tener enemigos!

– Ahora no hablo con él, sino con usted.

– De acuerdo, perdone. Pero antes debo decir dos cosas.

– Adelante, diga lo que quiera.

– Respecto a Alejandro Mocciaro: todo son apariencias. Ha de saber que los que le conocíamos raramente le llamábamos por su nombre, y mucho menos empleando el título nobiliario que tanto le gustaba. En la universidad era Calzón IV, un mote aristocrático, pero no exento de socarrona ironía. Sé que, cuando alguien ha muerto, algunas verdades no pueden decirse, pero éste es un caso de fuerza mayor: el apelativo le iba al pelo. No era cosa mía, sino de todos. Debería enterarse de quién era en verdad el fallecido.

– Ya he hecho mis deberes, señora. Conozco las aficiones de su antiguo compañero. Tengo en mis manos su expediente, que incluye el sumario del proceso del que salió indemne. Conozco sus flirteos con las drogas y su implicación con menores. No se preocupe por ese extremo. Siga, por favor.

– Muy bien -contesté algo más animada-. Quiero decir que Jaime y yo somos inocentes; y saber qué piensa usted acerca de este punto.

– A eso no puedo responderle. Todavía no me he forjado una opinión. A pesar de lo que sostienen algunos, entre los que veo que usted se incluye, los policías profesionales no nos dejamos llevar por las apariencias sino por los hechos, que estudiamos minuciosamente. Sin embargo, los que bordean este caso son muy confusos. En ocasiones parece un montaje; en otras, realidad en estado puro. Por eso quiero que me cuente su historia. Por eso necesito que hable conmigo.

– Inspector, me han negado ustedes casi todos mis derechos, pero me queda uno: el derecho a no declarar contra mí misma.

– Lo sé, sin embargo es imprescindible que se olvide de la ley por un momento. Esto es extraoficial.

Tras barrer de mi cabeza una tras otra todas mis reticencias, le dije:

– De acuerdo. ¿Qué quiere que le diga? Le contestaré con sinceridad.

– No. Quiero que me cuente su historia a su manera, desde que empezó.

– Desde que empezó. ¿Y eso cuándo fue?

– No lo sé, pero estoy seguro de que durante las horas que lleva encerrada, habrá estado reflexionando y se habrá hecho una composición de lugar; empiece por ahí. En algún instante, la rutina se quebró como un vaso de cristal. En algún momento empezaron a suceder pequeñas o grandes cosas que le han conducido hasta este lugar. ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí, creo saberlo.

– Adelante, voy a conectar una grabadora. ¿Está de acuerdo?

– ¿Tiene autorización judicial?

– No, señora, no la tengo. No servirá de prueba si eso es lo que quiere insinuar.

– De acuerdo, grabe si quiere. No tengo nada que ocultar, aunque conozco de sobra cómo pueden tergiversarse las palabras que uno pronuncia.

Parker duofold, querida Watson

En la lejanía se veía la meseta de Pamplona, destacando en la llanura, y las murallas de la ciudad, y su gran catedral pardusca, y las siluetas de las otras iglesias. Detrás de las mesetas se alzaban otras montañas, y a cualquier parte que se dirigiera, la vista topaba siempre con otras montañas, mientras que hacia delante la carretera se prolongaba blanca y recta cruzando la llanura en dirección a Pamplona.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. X

«No sé decirle exactamente cuándo me atrapó este sórdido asunto», le dije, «pero puedo contarle lo que sé.» Mentía. Supongo que todos los reos mienten. La mentira es algo así como la banda sonora en que nada toda desesperación; la melodía prohibida que se interpreta cuando el miedo se agarra a las entrañas. Mentí. Lo hice con orgullo, supongo que como todos los reos, pensando que en aquel frío valle en el que las falsas palabras se conjugan, yo era más hábil que aquel policía de pueblo que pretendía acongojarme en la habitación. Naturalmente me equivocaba. El inspector Iturri era sagaz. El cazador es más listo que la presa, esclava de sus mentiras encadenadas. Quizás porque él no ha de pagar el coste de tener el corazón roto y encogido por el miedo o la vergüenza, quizás porque el hombre de uniforme puede tararear el ritmo sin forzar la partitura.

Sonrío al recordar mi torpeza… Traté de componer una mentira creíble empleando retazos de verdad. Todo lo que dije se acercaba notablemente a la realidad, todg salvo que omití lo fundamental. Le narré los hechos accesorios e hice permanecer, toscamente oculto, el fundamental. Aguantó diez minutos, y me cortó.

– ¿Cuándo vamos a empezar, Lola? -me dijo con reproche.

– ¡Pero si llevo más de media hora hablando!

– Diez minutos. Ha hablado durante diez minutos, haciéndome perder el tiempo. Verá, mi ideal no es pasarme las horas en una incómoda silla de hospital escuchando las memeces de una señora pelirroja. No me interprete mal. Todo lo que usted dice es muy respetable, quizás hasta interesante. Pero a mí me importa un bledo su familia, la ciudad donde vive o el número que calza. Quiero que me diga lo que sabe, por su bien. En otro caso, me levantaré, me iré a casa y le dejaré en manos del inspector Ruiz. Y que Dios reparta suerte.

Afortunadamente, supe comprender a tiempo el juego. Sólo eran dos las opciones que se me brindaban, ambas peligrosas: Iturri o el inspector Ruiz. El primero deseaba atrapar al culpable: si llegaba a la conclusión de que yo lo era, acabaría inexorablemente ensartada en su anzuelo; el inspector Ruiz me quería a mí: era consciente de que emplearía su red para apresarme, fuera o no culpable.

– De acuerdo. Lo haré -respondí mirando fijamente aquellos ojos escrutadores de sabueso.

La voz me salía estropeada, cavernosa, envolviendo mis frases en un tono entre trágico y apócrifo. Al principio me costó hilvanar letras y silencios, luego cogí ritmo. No esquivé los desangelados días ni confisqué las noches que destilaban amargura. Abrí las compuertas y derribé los muros que contenían mis alambicadas miserias, empezando, naturalmente, por aquella famosa cátedra que había sido citada como causa preferente en mi detención. Cuando para muchos comenzaba una nueva y radiante mañana sanferminera, yo acabé mi peregrinaje hacia no se sabe dónde. Juan Iturri escuchó con atención las miles de palabras que vomitaron mi boca y mi corazón, palabras de amor y de odio, de sutil alegría y de densa tristeza. Las palabras de una vida que de la noche a la mañana se había convertido en un completo fiasco.

Las gafas de fea pasta marrón estuvieron en todo momento en sus manos o en su regazo. En varias ocasiones posé tímidamente mis ojos en el interlocutor que absorbía como una esponja mis palabras. Terminé por convencerme de que aquellas estúpidas lentes y aquel fachoso bigote eran un disfraz. Si alguien me hubiera preguntado, o lo hiciera ahora, por Iturri, sólo hubiera podido hacer referencia a las gafas pasadas de moda y a al mostacho canoso. Iturri no tenía facha de cura ni de tirano, no era ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado; simplemente, no era. Sólo los ojos, verdes e infinitamente profundos, escapaban de su camaleónica personalidad: descubrían sus pensamientos como si fueran su perrito faldero. Eran capaces de contar desde una pálida caricia decimonónica a la más encendida de las cóleras; halagaban o condenaban con un único gesto.

– ¿Tan importante era esa oposición, Lola? -preguntó a bocajarro.

Por aquel entonces no estaba muy convencida. Yo que siempre había presumido de intuición, de genes de bruja irlandesa, debía haberme dado cuenta de que algo no iba bien. Sin embargo, fui incapaz de atisbar el peligro hasta que la tela de araña estaba tejida y me envolvía sin remedio.

– Sí, creo que todo empezó allí -contesté con tibieza-. Tras perder la oposición, me fui unos días de vacaciones. Me costó mucho volver. Siempre es difícil pisar el terreno donde has sido derrotado, pero a la rabia le puede la necesidad. Hasta que Alejandro tomara posesión de su plaza, la ocuparía yo, y necesitaba esa nómina. Gracias a Dios, no me encontré con nadie en la puerta de la facultad de Derecho, ni tampoco en los aledaños de mi despacho, de manera que pasé a encerrarme en él en riguroso silencio. Sobre la mesa se acumulaba el correo: revistas científicas, call for paper, cartas de solidario pésame… y una de un despacho de abogados de Pamplona: Eregui y asociados. El sobre tenía una soberbia apariencia: papel manila, membrete en relieve, lacre rojo…

– ¿Un sobre lacrado? Casi nadie emplea ya ese sistema. Es más sencillo colocar un trozo de celofán.

– Más sencillo y más eficiente: era un bonito lacre, pero estaba despegado; y el sobre, abierto.

– ¿Despegado? Pues no es frecuente si está bien puesto. Otra cosa es que se rompa. Quizás alguien intentó abrirlo. ¿Conserva el sobre? Si se manipuló, es seguro que dejaran un rastro.

– Lo siento, creo que acabó en la papelera.

– No se preocupe; continúe, por favor.

– Comencé a leerlo con cierta prevención. «Estimada señora», decía. Aunque pueda resultarle ridículo, deje inmediatamente de leer. Detesto ese tratamiento, me recuerda que los años me persiguen e ineludiblemente me alcanzan. Sin embargo, en este caso, más que dolor, el encabezamiento me produjo recelo. Cuando unos abogados se dirigen a ti con un «estimada señora» es más que probable que tengas que pedir consejo a otro abogado. Leí de corrido el texto, atragantándome con aquellas palabras escritas con tanto decoro. Cuando acabé, volví a empezar, sorbiendo pausadamente su contenido. El testador no era otro que mi maestro de profesión y vida: don Niccola Mocciaro. No podía creerlo. ¿Cuándo había muerto? ¿Cómo era posible que no me hubiera enterado?

– Un momento, por favor -me interrumpió nuevamente el inspector Iturri, apagando la grabadora-. ¿Se acuerda de lo que hizo usted con la carta?

– La guardé. De hecho, cuando vinimos me la traje para saber la dirección exacta del despacho Eregui, pero lo cierto es que esta mañana (quizás fue ayer, he perdido la noción del tiempo) la he buscado en la habitación del hotel sin encontrarla. El orden y yo no somos buenos amigos. En fin, no ponía mucho más de lo que le digo.

– Por ese extremo no se preocupe. Tenemos las copias del fallecido y de su hermana. Y la escritura de ustedes.

– ¿Puedo saber cómo y para qué?

– Hemos obtenido sus firmas del registro del hotel, por orden judicial. El documento que llevaba el finado tenía escritos dos números de móvil en el reverso. El primero es el de su marido; el segundo, figura como sustraído. Pero no se inquiete. El informe pericial caligráfico indica que los escribió el difunto, aunque, como digo, desconocemos a quién pertenece uno de esos móviles.

– Es decir, que ya hay un cabo suelto.

– En efecto, así es. Otro pequeño detalle, si es tan amable. Dígame, ¿no le desconcertó que les convocaran aquí? Al fin y al cabo, él vivía entre Madrid y Valladolid, como todos los legatarios. ¿Por qué entonces Pamplona?

– Yo formulé la misma pregunta. Me dijeron que había sido voluntad expresa de don Niccola que así se hiciera.

– ¿Y no le extrañó?

– En parte, pero sólo en parte. Don Niccola había vivido muchos años en Pamplona allá por los años 50. Acababan de inaugurar la universidad de Navarra y él vino como miembro del claustro con el fin de formar a los futuros profesores de la materia. Entonces esa universidad no era más que una semilla, hoy es un frondoso árbol reconocido en todos los ámbitos del saber. Creo que hizo muy buenas migas con los navarros y que mantenía relaciones muy cordiales con la universidad. Seguía siendo miembro de una sociedad gastronómica, a la que acudía una vez al año, tenía un abono para los toros… El abogado Gonzalo Eregui era amigo suyo desde entonces, y le nombró su albacea. Ese es un nombramiento marcado por la confianza y la amistad más que por cualquier otra cosa. En fin, aunque me extrañó, entendí que él deseaba, por algún motivo, que estuviéramos aquí, en la Fiesta que tanto le gustaba.

– Continúe, por favor. Me estaba diciendo que en esa carta se le informaba de la muerte de don Niccola Mocciaro y se le convocaba a la lectura de su testamento. ¿Qué hizo entonces?

– Pues ¿qué iba a hacer? ¡Llorar! Luego me fui a casa.

– No, Lola. ¡Así no me ayuda! Necesito conocer los detalles, conocerla a usted. Verá, en alguna medida los inspectores de policía somos como los médicos. Un buen doctor no te pregunta dónde te duele, sino qué te pasa. Y como tú no lo sabes exactamente, él te pide que le cuentes todo lo que te ocurre, porque es posible que un dato que para ti es insustancial, carente de importancia, a él le ofrezca la clave para hacer un diagnóstico certero. Cierre los ojos, imagine que yo no estoy aquí, y hable. Volveré a encender el magnetófono.

– De acuerdo, bajaré al infierno de los detalles… Verá, nuestra relación con el profesor Mocciaro era muy especial, le queríamos como a un padre, aunque, desde que se había instalado en Madrid, le veíamos menos. Jaime y yo sabíamos que don Niccola estaba enfermo. Nada nos había dicho, y nosotros nos abstuvimos de preguntar, pero cada vez resultaba más notoria su delgadez. No habían transcurrido más de tres semanas desde que nos habíamos visto. Un tono cetrino teñía su rostro. Jaime y yo nos asustamos, y le insistimos en que se quedara una temporada con nosotros. No hubiera sido la primera vez. «¿Y abandonar mi agitada vida madrileña?», protestó con ironía. Hacía meses que evitaba cualquier reunión social. «¿De qué vivirían las fundaciones? ¿De quién se reirían mis antiguos discípulos? Watson, sabes que no he nacido para vivir en provincias descoloridas», concluyó guiñándome un ojo. «Por favor, considérelo», repliqué. «Allí vive solo, aquí no lograría estarlo nunca. Me encantaría martirizarle un poco más con mis torpes preguntas. Y, además», insistí, poniendo toda la carne en el asador, «me lo debe. Ya que no voy a ser nunca catedrático, ni siquiera simple titular, al menos déjeme ser sabia.»

»Enseguida me di cuenta de que había tocado su fibra más sensible. Lo sentí de veras. No quería hacerle daño, sino obligarle a aceptar nuestra invitación, y demostrarle que nuestra amistad estaba por encima de aquella mala jugada. Cabizbajo, me prometió que vendría en breve. Pero nunca lo hizo, y no sé por qué. No pude evitar la pena y llamé a Jaime, creí que así disminuiría mi duelo. Nadie contestó.

– Siento volver a interrumpir su relato. Pero hay algo que no entiendo.

– Dígame qué es. Intentaré explicarme mejor.

– Me ha contado cómo se sintió al conocer la suerte de su maestro, con el que, según veo, mantenían un trato que excedía del meramente profesional. Él era el maestro, usted la discípula, sin embargo ha dicho textualmente «me lo debe». ¿Qué le debía?

– No recuerdo con exactitud lo que he dicho, pero sí el sentido. En realidad, si alguien estaba en deuda era yo, pero acababa de perder una cátedra que había sido ganada por su hijo y que yo creía merecer. Niccola Mocciaro no formaba parte del tribunal, pero tenía el poder.

– Le agradecería que me explicase ese extremo con detalle. No entiendo bien cómo funcionan las cosas en el ámbito de la universidad.

– Somos funcionarios como cualesquier otros, por eso es fácil de comprender. La plaza de catedrático no nacía ex novo, sino de la amortización de mi posición de profesor titular. Quiero decir que se anularía una titularidad y con ese montante, sumado a la nueva dotación presupuestaria, se crearía una cátedra. Inicialmente firmé yo sola la oposición. Siendo yo la que ocupaba la plaza que iba a salir a concurso y disponiendo de méritos suficientes, resultaba lógico el desenlace del concurso. Para agregar seguridades, los demás catedráticos del área habían dado informalmente su placet. Sin embargo, cuando quedaba poco más de una semana para que culminara el plazo para la presentación de solicitudes, contra todo pronóstico, Alejandro Mocciaro formalizó la suya. Cuando el rectorado discutía si dotar o no la cátedra de la que hablamos, Alejandro manifestó su disposición a presentarse. Alegó que era mayor que yo y que, por tanto, la plaza le correspondía. Me consta que su padre habló con él para quitarle aquello de la cabeza. Según el profesor Mocciaro, su hijo no estaba todavía preparado para una oposición así. Le advirtió que tener los mismos genes no iba a ayudarle en absoluto. Pese a todo, presentó su instancia y fue admitido. En cuando corrió el rumor, otras doce personas siguieron su ejemplo: ninguna tenía posibilidades objetivas de éxito. Algunas acudieron como mero entrenamiento, otras por aquello de que a río revuelto… Todas fueron eliminadas en el primer ejercicio.

– De modo que en el segundo quedaban dos candidatos potenciales.

– En efecto. Sé con certeza que don Niccola intentó que la plaza fuera para mí. De hecho, fueron muchas las lindezas que me dijeron (lo que no es muy habitual), y muchas las críticas que Alejandro escuchó (eso es corriente cuando a alguien no se le va a asignar esa plaza). En este caso, las críticas fueron objetivas. Era como si el tribunal justificara ante el profesor Mocciaro y el resto de la humanidad su decisión.

»Mientras que, uno tras otro, los insignes académicos vertían sobre él reproches y recomendaciones, Alejandro sonreía cínicamente, como si aquellas censuras le resbalaran. Antes de que quienes habían de juzgarle se retiraran a deliberar, pidió la venia para dirigirse al tribunal. Tras serle concedida, se acercó al estrado y entregó sendos sobres a los miembros que ejercían labores de presidente y secretario. Cuando retornaba a su posición en la sala de grados, se desvió ligeramente para entregar otro sobre idéntico a su padre.

»Tras tres horas de espera, en las que don Niccola fue telefoneado en varias ocasiones, el tribunal otorgó el grado de catedrático a Alejandro, mientras yo veía desvanecerse al mismo tiempo mi puesto de trabajo y mi orgullo.

– Don Niccola prefirió a su hijo…

– Ese fue el resultado, sí. Nunca he entendido bien qué pasó, pero, desde luego, ocurrió algo.

– ¿Supo usted después qué contenía ese sobre?

– No, nunca llegué a saberlo, pese a que se lo pregunté directamente al profesor. No quiso responderme. También me hizo desistir de la impugnación.

– No comprendo ese extremo.

– Es fácil de explicar. Yo no estaba de acuerdo con la decisión del tribunal. Entendía que sus miembros no habían actuado con objetividad y deseaba que otra instancia superior revisara la oposición.

– Sin embargo, no llevó a efecto esa impugnación.

– No. ¡Y no me faltaron ganas ni razones! Don Niccola me pidió que no ejerciese ese derecho y, por respeto a su persona, no lo hice. Entendí que, al fin y al cabo, Alejandro era su hijo. También me rogó encarecidamente, casi me ordenó, aunque ése nunca fue su estilo, que olvidara todo aquel asunto. Me dijo que él se encargaría de buscar otra cátedra para mí.

– Pero no lo hizo.

– No, no tuvo tiempo…

– Ahora tiene otra oportunidad…

– Si quiere verlo así…

– En fin, volvamos a la oposición. Permítame un comentario, no puedo evitar decirle que, además de la razón que acaba de exponer, hay otras posibilidades que pueden barajarse, por ejemplo que el joven Mocciaro hiciera mejor oposición que usted…

– Es posible, no puedo juzgar ese extremo, pero creo que usted no comprende de qué estamos hablando. Esta profesión es muy especial.

– Supongo que, como en todas las profesiones, en el ámbito universitario existirán unas reglas destinadas a discriminar qué individuos cumplen los requisitos y las condiciones necesarias para ocupar determinados puestos y cuáles no. Entiendo que, si bien los méritos que se evalúan en los cuerpos de seguridad del Estado son unos y los de la universidad son otros, al fin y a la postre estamos hablando de lo mismo. En su caso deberán medir la sabiduría, en el nuestro el servicio y la profe-sionalidad.

– Déjeme que le haga una pregunta capciosa, inspector. ¿Cree usted que el afamado policía de la capital, el tal Miguelón Ruiz, enlace con no sé qué ministerio, ha alcanzado tan magna posición por su refinado olfato, por su servicio a la comunidad o por su excelsa profesionalidad criminalística?

Iturri guardó silencio. Yo también. Como no recibí respuesta, seguí hablando.

– Los que creen que ésta es una profesión bucólica para gentes con gafas de miope, cuya existencia discurre entre la paz que otorgan los buenos libros y la reflexión pausada, simplemente han visto el nodo, pero no la película.

»Cuando es noticia, cuando sale en televisión, la universidad se cuida de mostrar la bella parafernalia, la liturgia antigua, las serias vestes académicas y los birretes de vivos colores, pero todo eso no es más que apariencia: donde debería haber nogal y arte, hay pasta policromada y mucho cuento. La liturgia de cada día es más bien ésta: largas mentiras soportadas con ánimo estoico y forzada sonrisa; ásperas y groseras discusiones, completamente alejadas del lenguaje cortés e ilustrado que cabría esperar; trapicheos, trueques, compras y ventas mercantiles, sobornos, chantajes… Y, por si esto fuera poco, una nutrida colección de puñaladas traperas. ¡Si usted supiera que hercúlea es la tarea de convertir a un sabio en catedrático!… Aunque, ahora que lo pienso, quizás sea más titánica la empresa de hacer de un catedrático un sabio.

– Me sorprende su ácido lenguaje, señora.

– Me lo imagino, yo también lo juzgaría agrio si estuviese en su pellejo. Pero lo que digo es la pura verdad. Si estuviera dentro, pronto caerían sus legañas. Por otro lado, es más que probable que ocurra lo mismo en su profesión. Ustedes, por ejemplo, salen en los desfiles sobre caballos blancos, luciendo medallas, pero no creo que esas condecoraciones sean siempre objetivamente otorgadas.

– Siempre no, claro. Pero no pintan bastos de continuo como usted insinúa. Las medallas son importantes, pero no tanto.

– ¡Qué suerte! Conjeturo que, debido a su vocación, sus vidas girarán en torno a palabras tan nobles como servicio, honor, dignidad, deber… En aquellos lejanos y añorados días en que el sueño universitario excitaba a sus vastagos, nosotros también aspirábamos a bañarnos en las mareas de la sabiduría, apetecíamos rozar aquel grado de excelencia que elevó a la fama universal a los sabios de Atenas, los legisladores romanos o los iluminados sacerdotes egipcios. ¡Era un hermoso sueño, paladear el néctar refinado! Era un bonito viaje en busca de El Dorado, de esa ilusión perpetua, porque, ya se sabe, sólo el muerto no puede aprender nada.

»Pero los sueños siguen siendo sueños. Hoy hemos perdido la vocación. Ahora ya no buscamos la sabiduría, sino los honores, las glorias, los reconocimientos; las subidas, en definitiva, de categoría y sueldo. La posesión de éstos pasa inexcusablemente por obtener una cátedra, aunque todo sea puro espejismo: tal y como está diseñado el sistema, una oposición no cambia a una persona; el que era débil, continúa siéndolo; el ignorante, también.

»Somos, en definitiva, una especie de vampiros. En público vestimos decentemente (siempre y cuando esta palabra se tome en sentido laxo); procedemos con compostura (en el más relajado de los sentidos) e impartimos nuestras clases de la mejor manera posible, es decir, sin llamar la atención ni por exceso de celo ni por defecto de forma. Cuando nadie nos ve, con alevosía, nocturnidad y (si cabe) saña, vamos en busca de sangre fresca; de una cátedra a la que hincar el diente, de un sueldo que chupar, de una posición que alcanzar.

– Es posible, Lola, que lo que le moleste sea la competencia. Dígame qué le parece esta nueva versión: usted deseaba pasearse sola por esa oposición y Alejandro Mocciaro le estropeó su momento de gloria. Ha tardado, pero por fin ha cosechado su venganza.

– ¿De qué competencia me habla? -respondí, sin hacer caso al dardo emponzoñado que me lanzaba-. ¿Me habla de la competición de los equipos de fútbol? Suponiendo que los arbitros sean capaces y neutrales, los clubes pueden mirarse a los ojos y decirse entre ellos: hoy has sido mejor tú, ¡llévate la corona de gloria! Mañana quizás lo sea yo, para ello voy a prepararme. Si habla usted de esa competencia, ¡bienvenida sea! Aunque ninguna ganancia se efectúa sin que otra persona incurra en una pérdida, los que intervienen saben que el sistema beneficia a todos, y especialmente al espectáculo. Pero no se engañe; aquí de lo que hablamos es de otro tipo de competencia. Esto es la arena romana. El emperador siempre tiene el pulgar inclinado hacia abajo. Es una lucha a muerte, vencer de una vez para siempre.

– ¿Y los maestros, esos ancianos catedráticos que siguen leyendo libros y formando equipos? ¿Y su maestro?

– Para ser justa debería decir que en ocasiones, pocas, te topas con algún ser puro. Pero apuesto la cátedra por la que supuestamente he matado, a que está disfrutando de su jubilación. Si estuviera en activo, no albergo duda alguna de que llevaría coraza y hoja de doble filo. Y aun así, todo depende.

»Puede que todavía empuñe su arma en pro de algún esponjoso discípulo cuyo éxito provocará en el catedrático un placer estúpido, pero del todo real: saber que, pese al paso de los años, aún conserva su poder. Digo que es un placer estúpido. Lo digo y me reafirmo porque la estadística no falla. Ese dulce y tierno discípulo que trae pastas el día de tu onomástica y te abre las puertas con sumisión y modestia te apuñalará por la espalda en el preciso momento en que, colmadas sus aspiraciones, ya no le seas útil. Así de cruel, así de real. La vida misma.

»Es posible que a usted o al policía de Artajona que está vigilando la puerta les resulte insólito mi lenguaje. Es posible. Pero si a alguno le extraña, es que sin duda nunca ha formado parte de la ilustre y magnífica corporación universitaria, donde morir no es tan terrible como perder el poder.

– Una corporación a la que lleva perteneciendo… ¿Cuántos? ¿Quince? ¿Veinte? -me interrumpió.

– Diecisiete. Sí, tiene usted razón. Estoy en activo y esa cátedra podría haber sido mía. Sin embargo, quizás sea inmodestia, pero…

– ¿Me va a decir que su perfil no coincide con el que acaba de describir? -me preguntó. Me estaba retando, pero yo no estaba preparada para combates de ninguna clase. Era mi vida la que estaba en juego y estaba muy cansada.

– Carezco de fortuna -le dije-. Aparte de mi casa, una docena de monedas de oro de Isabel II y un Ford Fiesta no poseo nada que me permita borrar de mi mente dinero para investigación, impuestos y deducciones de la cuota. Tener cuatro hijos no ayuda.

Me detuve unos segundos. Respiraba agitadamente. Mi cuerpo parecía haberse visto invadido por un tumulto de sentimientos. Sopesando el hecho de que mi corazón no pasaba por su mejor momento, Iturri se puso en pie y estuvo a punto de frenar en seco aquella charla; no lo hizo. Es más fácil atrapar a la presa cuando está acorralada. Me figuro que eso fue lo que le animó a continuar escuchando, atento, agazapado, alerta, como el paciente cazador que era.

– ¿Sabe lo que le digo, inspector? Que renuncio a pedir la admisión en ese club. No quiero ser catedrático ni acabar mis días con el estómago destrozado por la bilis. Renuncio a la carrera. Para siempre.

– No me lo creo.

– Pues debería. Al parecer, estoy esposada a una cama por haber sido tan insensata como para desear esa vida.

– Lo de las esposas… Ya sabe que no es habitual, pero… -el inspector Iturri parecía verdaderamente azorado.

– No se disculpe. No es importante -contesté sinceramente. Sabía que la orden no era suya-. Lo que sí lo es para mí es que me comprenda. Respecto a esa cátedra, tengo que decir que las cosas no son como parecen. No sé si me creerá, pero a veces los hechos se empeñan en mostrarnos la cara equivocada de las cosas. Le pido que me escuche: no es lo que usted piensa.

– No sabe lo que pienso, pero puede contarme lo que cree usted.

– No me tengo por mala persona. Nunca he sido cruel ni cínica. Soy suficientemente tonta como para que se me vea venir y suficientemente lista como para esquivar una estocada… En fin, lo que quiero decir es que no mataría por una cátedra. Nunca, jamás. Mi moral me dicta que matar es algo intrínsecamente malo; perverso en términos absolutos, sin paliativos. Pero es que, además, soy muy cobarde.

– ¡Ah, ésa es una razón de peso!

Al principio me pareció irónico, pero cuando seguí hablando, me di cuenta de que había dicho lo que pensaba.

– No se ría, por favor. Debo reconocer que, aunque mi conciencia llegara a persuadirme de que acabar con la vida de un ser como Alejandro Mocciaro carece de importancia, al pensar en la cantidad de cosas que podrían salir mal en el proceso, desistiría. ¡Por Dios, he estudiado criminalística! Sé con certeza que sembraría la escena del crimen con restos de ADN; y que, en el fragor de la lucha, dejaría caer alguna pista. En fin, el miedo me habría hecho desistir. En eso he salido a mi abuelo materno, un maestro de la valentía. No trato de convencer a nadie, por supuesto. Tampoco de reafirmar mi débil personalidad. Yo sé que no maté a Calzón IV, pero está muerto. Quien me conozca bien sabe que el móvil no es suficiente. Sin embargo, no hago más que preguntarme quién habrá sido. Inspector, ¿no se habrá tratado de una simple sobredosis? Diga Clara lo que diga, era un drogadicto.

– Ha estado muy convincente. Sin embargo, pese a lo que usted afirma, veo que esa herida sigue abierta y supurando.

Tenía razón. Me estaba jugando la vida, pero todavía seguía pasionalmente enfadada por un asunto que, en aquellos momentos, resultaba del todo intrascendente. Recuerdo que aquello me causó un profundo dolor. Él notó el daño, y cambió de modulación, y su mirada se volvió envolvente.

– Ahora, Lola, me gustaría que se calmase. Debemos continuar con la sistemática. Pondré una cinta nueva en este aparato y me contará qué decía la carta. ¿Quiere un poco de agua?

– Sí, gracias, me vendría bien.

Con una delicadeza que me extrañó, el inspector acercó un vaso de plástico a la cama.

– Lo siento, parece estar como una sopa -lamentó.

– ¡No importa! Estamos en julio… De acuerdo, veamos, ¿dónde llegábamos?

– La carta de los abogados…

Curiosas briznas perdidas del nuevo sol se posaron en el cristal de mi reloj proyectando un pequeño círculo de luz en la pared. No me había dado cuenta del tiempo que llevábamos hablando, pero si entraba luz, es que la noche había dado paso al día. Jugué mecánicamente con la esfera hasta enfilar la luz hacia los ojos del inspector. Aunque le miraba, no le veía; estaba en otro lado: lejos, muy lejos, en mi mundo.

– Señora… La carta…

– Sí, perdone… -dije ensimismada-. La carta anunciando la muerte de Niccola Mocciaro… ¿Sabe, inspector? Se acordó de mí y quiso que me quedase con la pluma.

– ¿Con la pluma?

En algún recóndito rincón de mi mente, alguna neurona enchufó la clavija equivocada. Comencé a hablar con voz hueca, como concha marina. Hablaba más para mí misma que para el inspector; él se limitó a escuchar con atención, mientras la grabadora seguía dando vueltas a su noria de plástico.

– En la carta se me informaba de que el profesor me había legado su pluma (la Parker roja con la que tantas veces le había visto escribir). ¡Cuántos recuerdos acudieron a mí! Al pensar en aquella vieja Parker, comprobé cómo me invadía la nostalgia. Yo, por mi parte, no opuse ninguna resistencia.

»Al tocar aquella estilográfica, desfilaron ante mí muchos de los acontecimientos que han conformado mi vida, escribiendo irremediablemente mi biografía: mis temblorosos pasos iniciales, mis altivas y orgullosas meteduras de pata, mis aciertos… Se agolparon imágenes de mi tesis doctoral, la primera oposición, el acta de mi matrimonio, el nacimiento de mi primer hijo… Lejos estaba de imaginar en aquel momento que también aquella pluma teñiría mis manos de sangre.

– Esa expresión es terrible…

Con esa frase, el inspector Iturri intentó intervenir, pero yo no se lo permití. Estaba en mi máquina del tiempo, reviviendo aquellos momentos mientras los narraba.

– Me formé con él, junto a él -continué-. Fue para mí un maestro, en todo el sentido de la palabra. Tenía yo veintidós años cuando le conocí, pero él me tomaba ya en serio. Pronto descubrimos que, siendo tan diferentes, teníamos muchas cosas en común. Por ejemplo, a ambos nos fascinaban los enigmas, tanto que terminó dándome órdenes por medio de jeroglíficos y códigos lógicos, y llamándome querida Watson.

»Don Niccola Mocciaro fue mi maestro en la ciencia y, aunque nunca trató de influir en ella, también lo fue de mi vida. Me quedé huérfana de padre siendo muy joven. Él fue mi padrino de boda y también lo fue del bautismo de mi primer hijo: pensamos inicialmente en que fuera mi suegro, pero, naturalmente, desistimos. Cuando me lo presentaron, yo proyectaba mi boda. Él, que acababa de llegar a Valladolid en calidad de catedrático, me mandó llamar. Cuando entré en su despacho, después de los consabidos golpes de nudillos, el profesor miraba por la ventana. Tuve ocasión de juzgar a priori a mi interlocutor. Me hallaba ante un hombre de notable estatura y fornido esqueleto. Incluso de espaldas exhibía un pegajoso atractivo. Cuando se volvió y me hallé enfocada por sus maravillosos ojos azules, recordé aquellos sones de María Dolores Pradera: “Fina estampa, caballero; caballero de fina estampa”.

»”Me han dicho que planea contraer matrimonio próximamente: craso error señorita”, fue su recepción. Sin embargo, no lo dijo en ese tono limpio y glacial que cabría esperar. No sé cómo, pero envolvió aquellas frases en la estola mullida de la recomendación de un amigo o de un padre. No me estaba anunciando una carrera mediocre si era tan estúpida como para anteponer los sentimientos a la razón. No, lo que hizo fue ofrecerme un consejo.

»”Aún no me conoce, don Niccola”, argumenté segura de mí misma. ¡Entonces era muy estúpida! “Tendrá que fiarse únicamente de mi palabra cuando le digo que no se inquiete: soy capaz de trabajar con ambas manos a la vez”. “De acuerdo”, me respondió sin dudar, “aceptaré su palabra. Ahora soy yo quien le ruego que confíe en mí: concédame un año. Haré de usted una profesora que valga la pena. Luego, invíteme a su boda: prometo hacerles un buen regalo”.

»No sé que vio en mí. Yo era una niña de provincias; él pertenecía al distinguido grupo cuya principal ocupación estriba en repartirse el mundo. Era una niña entonces, pero no una chiquilla estúpida. Sabía que comprar implicaba endeudarse y la mafia obligaba siempre a pagar. Esa era mi duda: ¿por qué don Niccola iba a empeñarse por mí, comprando favores que habría de devolver con intereses usurarios? Yo no merecía tal esfuerzo. Además, todos sabíamos que el profesor Mocciaro tenía un hijo, Alejandro, que seguía sus pasos en el Derecho Penal. Lógico era que sus mejores apuestas fueran para su vástago. Tampoco sabría decir qué descubrí yo en él. Sin embargo, me fié de su estampa, de su voz… Aquella relación, aquella química en el primer encuentro, me costó una gruesa riña con Jaime, que no entendía cómo un señor a quien no había visto antes podía interferir de aquella manera en nuestros planes. Tanto se ofendió que, sin advertírmelo, se fue a hablar con él. Salió de allí fascinado, como yo. No volvimos a hablar del tema: retrasamos nuestros proyectos exactamente un año y medio. Algún tiempo después, la víspera de la lectura de mi tesis, le formulé la pregunta que desde aquel día rondaba mi cabeza: «Don Niccola, ¿por qué yo?» «Bueno, querida Watson», contestó con su habitual ironía, «¿por qué no?» Tras mi obtención del grado de doctor, un año después de nuestra primera conversación, Jaime y yo le regalamos aquella Parker. Nos costó seis meses de sueldo, pero valió la pena. Cuando vio aquella antigua pluma roja -idéntica a la que sir Arthur Conan Doyle había empleado para escribir las historias de Sherlock Holmes- perdió la compostura. No dijo nada, pero se emocionó y nos envolvió a ambos con un franco abrazo.

»El día de la lectura de mi tesis, conoció a mi madre. El flechazo fue inmediato, pero el corazón de mi progenitora se había vuelto de piedra. Llevaba ya bastantes años viuda pero había cerrado voluntariamente su álbum de fotos. A pesar de eso, don Niccola no perdía nunca la ocasión de verla. Nosotros solíamos ser su excusa, de modo que nos tratábamos dentro y fuera de la universidad. Nuestros hijos le adoraban. Nada más entrar en casa, ellos se ponían en fila para recibir un pasaje de avión, cosa que hacía empleando los dos brazos simultáneamente mientras me decía: «Querida Watson, no te inquietes, esto es pura física: no se me caerán».

»En fin, éramos casi una familia, aunque él tuviera otra de que ocuparse y yo me empeñara, para evitar cualquier maledicencia, en no apearle nunca el tratamiento.

– Es cierto -terció Iturri-. Él tenía su propia familia, concretamente dos hijos. ¿Cómo se llevaban?

– Nunca hablaba de ello, pero no hacía falta ser un superdotado para notar que sufría por sus dos hijos. Alejandro y Clara dilapidaban juntamente nombre y patrimonio.

– Hábleme de Alejandro…

– Qué quiere que le diga: tenía el encanto de la aristocracia decadente. Estaba orgulloso de su estirpe. Hablaba sin parar de sus antepasados, dogos en la época de esplendor de los estados italianos; de su madre, Andrea, nacida princesa (nunca dijo exactamente de dónde); de sus tierras en Mira… Pero todos aquellos afectados relatos se contraponían a su afición por lo sórdido, lo deshonesto, lo escandaloso, incluso lo vulgar. No es nuevo: la condesa emparejada con el torero; el marqués con la tonadillera… Mantener el afectado, casi amanerado, tono del sibaritismo y, simultáneamente, meter los pies en el fango. Ése era Alejandro.

»Adoraba a las prostitutas y a los chaperos; se codeaba con sus chulos en franca camaradería; trapicheaba en el sub-mundo de la droga; pasaba, sin solución de continuidad, de su exquisito apartamento a las chabolas de los delincuentes de todo tipo. En no pocas ocasiones, don Niccola hubo de sacarle de una celda. Menudeaban las veces en que el profesor desayunaba con el rostro de su hijo impreso en la portada de El Norte de Castilla, periódico por excelencia en la capital del Pisuerga, y no precisamente por algún mérito académico.

»No obstante, Alejandro no solía descuidar sus compromisos laborales. Puntualmente sus pies pisaban el aula a la hora acordada y en el día oportuno. Tenía pocos alumnos. Yo solía recoger a los que, hastiados, pedían cambio de turno con tal de variar de profesor. Habitualmente aquellas renuncias no se debían a quejas sobre su talla docente. He asistido a alguna de sus clases: Alejandro había heredado de su padre la brillantez expositora y la capacidad de síntesis. Los cambios se debían a la propia materia. Le encantaba encarnizarse en la violación, el estupro, el incesto… En fin, ensañarse en todos los delitos de naturaleza sexual que florecieran en el Código Penal.

»Sus escritos versaban irremediablemente sobre la penetración, en cada una de sus vertientes. Tanto que se le consideraba experto en la materia en grado tal que era llamado como perito en aquel pequeño volumen de casos en los que una violación llega a un juzgado. Obviamente, siempre era requerido por el reo, puesto que la teoría que Alejandro sostenía era que una penetración provocaba siempre un deleite en la víctima, placer que no llegaba a anular por el hecho de que la fuerza o el dolor fueran simultáneamente ejercidos. En el campus se comentó hasta el extremo el testimonio que prestó en el juicio por violación y asesinato de una niña de nueve años.

»Aquellos hechos llenaban a don Niccola de tristeza, pero no decía nada. ¡Pobre hombre! Le aseguro que no se lo merecía.»

El inspector seguía aquellas confidencias con atención. Fuera el día había estallado. Los rayos comenzaban a penetrar por el ventanuco. Había ido poco a poco olvidándome de que Iturri estaba allí. A medida que me liberaba, mi cuerpo lo hizo también. Sin embargo, cada vez que trataba de gesticular, el suero o las esposas me lo impedían.

Juan Iturri se levantó y, dejándome con la palabra en la boca, salió de la habitación. Dejó entreabierta la puerta, de modo que pude seguir la discusión al detalle:

– Felipe, quite las esposas a la detenida.

– Lo siento, inspector, pero no puedo.

– ¿Cómo que no puede? -pese a que Iturri no cambió de tono, dejó de llamar al policía por su nombre-. ¡Dirá usted, agente, que no le da la gana!

– No puedo, jefe. El poli de Madrid me avisó de que pasaría esto. Me dijo que usted es demasiado blando y que esa arpía…, en fin, esa señora, le engañaría. Me advirtió claramente que ante su petición contestara que no. ¡Jefe, me juego el cuello!

El inspector cambió de estrategia.

– Felipe, me conoce desde hace tiempo. Si lo piensa bien, verá que ese inspector habla sin conocimiento de causa. Pero, en todo caso, vamos a hacer una cosa. Déme las llaves. Yo abriré las esposas, así será responsabilidad mía.

– De acuerdo, jefe, pero si me mete en un lío, espero que sea usted mismo el que me saque.

– ¿No lo hago siempre?

Cuando entraron en la habitación para liberarme, me negué.

– No -dije-, quiero seguir así. Pienso poner una denuncia contra el inspector Ruiz en cuanto esto acabe. No merece la pena que tengan problemas por esto.

– Muy bien, gracias, agente; espere fuera, por favor. Señora, ¿desea tomar algo? ¿Tiene ánimo para continuar?

– Lo cierto es que estoy muy cansada. Querría dormir.

– Preferiría que no lo hiciera. O los asesinatos se investigan pronto o no se resuelven. Esa es la estadística.

– No crea que me sorprende su respuesta, inspector. ¿Qué más quiere saber?

– Me gustaría que me hablara de Clara.

– En ese caso, aceptaré otro vaso de agua. Una mujer así puede dejarme sin habla.

– Creo que causa ese trastorno en muchos hombres próximos -dijo con mala intención.

– ¿Lo dice por propia experiencia? -repliqué, con peor voluntad. El juego acabó ahí, radicalmente, demasiado rápido. Supuse que en realidad había dado en la diana.

– ¿Cómo la conocieron? ¿Hizo amistad con ustedes al mismo tiempo que su padre? En realidad no parece de su tipo.

– ¿Por qué lo dice?

– Bueno, es obvio.

– Sí, lo es. Nos la presentó su padre. Fue en un viaje del departamento, organizado por don Niccola, en el que invitó a los respectivos cónyuges, por aquello de estrechar lazos. Clara fue su acompañante. Ella acababa de regresar de un año sabático en el extranjero: «París, San Francisco y Sydney», comentó.

»Por lo que se refería a su hija, poco nos había dicho, salvo que físicamente se parecía mucho a su madre -una bella italiana, de grandes ojos verdes y pajizo pelo siciliano-. «En el carácter no», añadió. «Ella era culta y prudente; Clara un cúmulo de sentimientos sin domar… Pero, en fin, Dios siembra como quiere.»

»Pero el tiempo no sabe guardar secretos y pronto nos enteramos de su historia. A consecuencia de una enfermedad infantil, le colocaron un aparato ortopédico en una pierna. Las compañeras de su aristocrático colegio no tuvieron piedad. En primer curso ya respondía al sobrenombre de Thatcher: la dama de hierro. Algunos años después, una intervención quirúrgica terminó con el problema físico; lamentablemente, la tara psicológica estaba demasiado arraigada. Convertida en una agraciada mujer, no tardó en tomarse cumplida venganza. Lo hizo sin dudar, como una verdadera dama de hierro. Las compañeras del distinguido colegio que voluntariamente le habían hecho sufrir perdieron sus novios o maridos en sus brazos. Todas y cada una de ellas recibieron un sobre con una instantánea que inmortalizaba el acontecimiento.

– Disculpe, ¿sabe si se cuenta entre sus víctimas un tal…? – El inspector Iturri repasó las hojas de su libreta, hasta dar con lo que buscaba-. Sí, aquí está. ¿Un tal Rodrigo Robles?

– ¡Por Dios, inspector! ¿Cómo se ha enterado? ¡Debe de ser usted muy buen sabueso!

– Supongo que eso equivale a un sí.

– En efecto, Rodrigo Robles ocupó el último lugar en aquella tenebrosa lista. Creo que se resistió más de lo esperado. Estaba recién casado con una niña mona madrileña, hija única de un afamado catedrático de nuestra área. Su padre, don Nicanor, hombre de elevada fortuna, colmó a su hija con todos los caprichos. Fue un drama terrible cuando aparecieron las fotos. Ella pidió el divorcio, pero luego, no sé muy bien por qué, retiró la demanda. Naturalmente, Alejandro y Rodrigo perdieron su amistad, aunque siguieron tratándose en lo académico.

– Una cruel venganza…

– Sí, por supuesto, lo fue. Por lo demás, cuando la vendetta terminó, la dulce Clara comenzó a vivir apurando los días y las horas, tratando de recuperar lo que consideraba que había perdido. Tuvo buenos partidos, pero ella no deseaba eso: estaba peleada con el mundo, con Dios, con cada ser viviente. Estimaba que todos, sin excepción, habían sido injustos con ella. Su padre no le había hecho suficiente caso; su madre se había muerto cuando más la necesitaba; Dios había sido cruel sin motivo, encerrándola en una cárcel de hierro y caucho. Los caprichos del destino son difíciles de entender. Pero más lo son nuestras respuestas a sus inesperadas embestidas.

– ¿Por qué lo dice?

– Uno de mis hijos ha padecido esa misma enfermedad. No es grave, pero anula la movilidad: mientras los demás juegan al fútbol o saltan tratando de meter la pelota en la canasta de baloncesto, tú te limitas a mirar, a leer o a escribir. En sus cuatro años de parálisis forzosa, mi hijo se ha hecho arbitro de fútbol, ha aprendido a tocar la guitarra con cierto arte, ha leído todo lo que ha caído en sus manos, ha compuesto canciones y tenido dos guapas y fugaces novias. Ahora vive una vida normal. Supongo que esos años habrán dejado un rastro indeleble en su carácter, pero nadie lo diría. Clara actuó de otra manera. Es más, todavía se comporta según ese patrón. Su espíritu aristocrático añade a su proceder un nuevo atractivo, el picante que hace falta para que, lo que resulta sencillo a los veinte, siga funcionando dos décadas después. No se da cuenta, pero, creyendo que se venga de la humanidad, sólo consigue que el mundo se ría de ella. Más pronto que tarde, cuando el tiempo vaya cargándole de años, le embargará la depresión, luego la náusea. En fin, reconozco que, sin la esperanza en una vida futura, este mundo resulta un engaño cruel, una diversión macabra. ¡Espero que lo comprenda a tiempo!

– Lo dudo -sentenció tajantemente el inspector. Luego se dio cuenta de que se estaba implicando y rectificó-: Aunque en la vida todo es posible.

– Es verdad -respondí.

– He de hacerle una pregunta delicada, desagradable. Dígame si está preparada.

– Lo confieso, también he matado a Kennedy.

– No diga tonterías. ¿Está dispuesta?

– Inspector, no puedo más. ¡Necesito dormir!

– Sólo una cosa más.

– Una cosa desagradable, decía.

– Sí, me gustaría hablar de su marido.

– ¡Podría haber empezado por ahí! ¡Ése no es un tema desagradable ni delicado!

– ¿Cree que él mataría por algún motivo? ¿Le sería siempre fiel?

– No, no lo haría. Me refiero a lo de asesinar.

– ¿Por qué está tan segura?

– Llevamos quince años casados. Es suficiente tiempo para que dos personas se conozcan y la objetividad se imponga.

– ¿Le quiere?

– Sí, por supuesto.

– Eso no ha sonado sincero.

– Pues ese fallo habrá de apuntárselo al sonido. Le quiero mucho. Sé que personas como Clara dirían que eso no es amor, pero yo creo que lo es.

– Entonces es imposible que usted sea objetiva.

– En eso se equivoca. ¿Está usted casado?

– Soltero, de momento.

– Pues entonces tendrá que creerme.

– Respóndame: ¿Se encuentra usted entre los que creen que la fidelidad forma parte imprescindible del amor? ¿Lo está su marido?

– Pondría la mano en el fuego por los dos.

– Pero él es un hombre…

– ¿Y eso qué más da?

– Es obvio. Todos podemos meter la pata. Yo, usted, su marido… Y, sin embargo, no sería más que un error.

– Perdone que le lleve la contraria, pero esos errores tienen mucho de voluntario.

– ¡Por supuesto! Uno sabe cuándo se está metiendo en la boca del lobo. Pero es posible que alguna ocasión llegue sin avisar.

– Sé que Jaime me ha sido fiel.

– Lola, siento tener que hacer esto, pero necesito que oiga esta cinta. No me pregunte cómo la he obtenido. La mujer que habla es Clara Mocciaro, su interlocutor… En fin, escuche, por favor.

Mi corazón fue acelerándose. Sentí los latidos en la garganta en el mismo momento en que escuché la voz de Jaime. Parte de la cinta era inaudible, pero en otra parecía entreverse que entre las personas que hablaban había algo más que una leve amistad. «¡Jaime, necesito verte!», decía la voz femenina. «¡Por favor, baja a mi habitación! ¡Te prometo que Lola no se enterará! ¡Seguro que está roncando como un albañil!» «¿Y tu inspector? ¿Por qué no acudes a él?» «Sabes perfectamente que Miguelón es sólo un amigo, y además algo torpe. Anda por ahí buscando a los malos. Me urge verte…»

El inspector Iturri me sacó del ensimismamiento con una pregunta directa:

– Por su bien, necesito saber si hay algo entre ellos. No querría que fuera usted culpada por los delitos de otros.

Mientras el fantasma de la duda me rondaba, debí de perder el color, Iturri se asustó al verme. No me ocurría nada, sólo estaba dentro de la ostra, como en otras ocasiones. Acongojado por el silencio, Iturri me tomó la mano derecha, tratando de asegurarse de que estaba bien. Me zafé de ella nada más percibir su tacto. De improviso, mi cara mostró la honda pena. Iturri no debía esperar la erupción y se sorprendió, alejándose rápidamente.

– No hay nada entre ellos -contesté escuetamente, casi en un silbo-. Pero ahora, sinceramente, necesito descansar.

– Tras la muerte de su hermano, Clara Mocciaro hereda un número nada despreciable de propiedades. Sólo las rentas le permitirán vivir con boato el resto de sus días. Por otro lado, accede al título nobiliario. Es un buen partido. ¿No lo cree?

– Sí, por supuesto, en ese sentido lo es -respondí.

– Perdone, pero también lo es en otros muchos. Es una mujer aún joven, atractiva y goza de ese encanto aristocrático del que usted habló antes.

– Le creía inmune a esos encantos, inspector.

– Como su marido, yo también soy hombre. Aunque ella no es mi tipo, la historia se repite: es el motivo más viejo de asesinato de la historia de la humanidad.

– Se equivoca, inspector -expuse muy seria, con expresión gélida-. El más viejo de la historia es la envidia. Recuerde a Caín y a Abel. Por allí no había ninguna Clara.

– Touché!

– De todas formas, inspector, no sé dónde quiere ir a parar – dije, decidiendo que, si había que luchar, prefería hacerlo con todas las armas-. ¿Insinúa que Clara ha podido planear la muerte de su hermano? ¿Sugiere, por el contrario, que ha sido la caza de mi marido lo que ha preparado? En mi opinión, lo primero es imposible. He de salir en defensa de Clara: su capacidad intelectual no alcanza el grado que se requiere para planificar algo así.

– Así lo estimo yo también, pero pudo ayudarle alguien…

– ¿Su colega madrileño, por ejemplo? ¡Ya estoy viendo los titulares: «¡Agente de provincias detiene a un sheriff corrupto!».

– ¡No diga sandeces! ¡No estaba pensando en él precisamente!

– ¡Pues más sandez es lo que está haciendo en este momento, culpando a mi marido!

– ¡Por favor, no se obceque! Sólo trato de sacar a flote la verdad. Le voy a formular una pregunta muy sencilla y muy simple. Sólo ha de contestar sí o no. ¿Hay algo entre su marido y Clara?

– Eso forma parte de mi vida privada. Usted no podría entenderlo. Sólo le puedo decir que se equivoca al juzgar a Jaime.

– ¡Ya ha oído la cinta!

Los verdes ojos de Juan Iturri se clavaron en mí intentando taladrar mis sentimientos. Supongo que necesitaba constatar mi reacción. Sin embargo, lo que vio no fue más que un rostro seco; un monte yermo, pelado, cobrizo, sin más vida que la que gira en torno al fondo metálico de la esfera del reloj.

– ¿Qué me dice del contenido de esa cinta? ¡Es categórico!

– No, no lo es. Yo únicamente he oído un conjunto de lamentos pronunciados por Clara. Pero no demuestran que Jaime accediera.

– ¿Y no le parece raro que ella le llame y le pida que baje a su habitación?

– No conoce a Clara… Y, obviamente, ignora quién es Jaime. Hemos hablado de fidelidad… Verá, yo caería mucho más fácilmente que él. Si le conociera…

– Entonces, ¿por qué esa cinta?

– No es de su incumbencia. Vaya a la cárcel, hable con mi esposo. Después, si necesita más aclaraciones, venga.

Lo que comenzó como un murmullo fue ganando cuerpo. En el pasillo se oían carreras de zapatillas de suela de goma y risas ahogadas. Iturri se sobresaltó. Después, sin mediar palabra, abandonó la estancia. A los pocos segundos la puerta volvió a abrirse, pero en este caso fue una enfermera quien entró en la habitación.

– Buenos días -dijo con simpática voz-. ¿Ha dormido algo? Le pongo el encierro. El desayuno vendrá enseguida.

– No se moleste, no tengo ganas de…

Un gesto de supino estupor se adueñó del rostro de la enfermera.

– ¿Cómo? ¿No quiere ver el encierro? ¡Hasta el año que viene no podrá disfrutar de otro! ¡Ah, ya veo! ¡Hoy estamos chistosos! ¡Pues vaya ánimo tiene usted, con lo que le ha caído!

¿Para qué contestar? Observé desde mi prisión blanca cómo la enfermera encendía el aparato y sintonizaba Televisión Española. A mis oídos llegó la voz de Solano que vertía su experta opinión sobre la ganadería del día: Torrestrella.

Estaba agotada. Me dolía rabiosamente la cabeza. El calvario había instalado en mis sienes un zumbido persistente y tremendamente molesto. La angustia del día anterior, lejos de mitigarse tras la conversación mantenida con el inspector Iturri, se había transformado y agrandado para dar cabida a un nuevo elemento perturbador: Clara. Ansiaba, por encima de todo, dormir, olvidarme de vivir, pero me fue imposible. La televisión, luna bajo techo, ha ejercido siempre un cierto magnetismo sobre sus víctimas. Yo solía zafarme de su embrujo, pero no aquel día en que, sin fuerzas para combatir, me vi hipnotizada por aquella lujuriosa sucesión de colores blanquirrojos que ataban la voluntad e imponían la vigilia. En pocos segundos el ambiente me cautivó. La pantalla mostraba un recorrido más despejado, sin embargo, se percibía intacto el miedo. Según explicó el comentarista, en su cara más oculta, aquella ganadería gaditana llevaba asociado a las astas un particular infierno: dos cornadas por encierro. Recordó a Matthew Peter Tassio, el último norteamericano caído en tan particular combate. Las imágenes se sucedían, impactando en mi cansada retina. De alguna manera, yo me sentí solidaria con aquellas cornadas. El animal que a mí me perseguía no era un bello astado de Alvaro Domecq, sino un negro fantasma. Yo no tenía veintidós años como aquel pobre muchacho, pero intuía que también mi vida iba a ser segada sin sentido. Matthew pudo ver a Castellano, tuvo una oportunidad. Yo no tenía ninguna.

Los toros que salieron en estampida aquella mañana del 14 de julio presentaban buena alzada, estaban bien armados y exhibieron un trapío que hizo trabajar al Santo a destajo. La manada, que enfiló la cuesta de Santo Domingo arracimada, con los cabestros a la cabeza, pronto se dividió. Aislados y confusos, los toros fueron embistiendo a todos los mozos que se pusieron por delante. Pero las aparatosas caídas y las bellas carreras no dejaron saldo sangriento. El Santo moreno terminó el trabajo duro del año con la miel en los labios.

Cuando, tras el encierro, trajeron el desayuno, no me quedó más remedio que claudicar.

– Si es tan amable, necesitaría orinar.

– Por el suero no se preocupe. El soporte tiene rueda y se puede desplazar.

Levanté el brazo como pude. La enfermera tardó un tiempo en captar la ironía. Después, se fue hacia el cuarto de baño sin decir palabra.

Aunque el hecho de que la enfermera retirase mi ropa y encajase una cuña metálica fría no fue tan terrible como yo había imaginado, que lo hiciera sin dirigirme la palabra ni una fugaz mirada sí que lo fue. Confusa por su doble silencio, pensé que no estaba cooperando suficientemente y levanté un poco más la cadera. Medí mal el movimiento y la orina acabó en el colchón. No fue demasiado, pero lo suficiente para que tuvieran que cambiarme de ropa y mudar la cama. La enfermera comunicó al policía de la puerta que debía soltarme, al menos momentáneamente, aquella desagradable pulsera, y con ayuda de otra compañera, en perfecto silencio, hicieron profesionalmente su trabajo. Es curioso, siempre que hago memoria recuerdo mejor estos insignificantes detalles: aquellos silencios asaeteados de desprecio tan míseramente administrados, el tiempo desmedido que empleé en vaciar mi vejiga, los ruidos que, sin poder evitarlo, emití. Sin embargo, otros elementos importantes se han desdibujado casi totalmente.

Iturri no volvió a la habitación para despedirse. Yo lo tomé como un buen presagio, suponiendo que de la nada había emergido un nuevo e importante factor en la investigación. Con este deseo, cerré los ojos, e intenté dormir sin pensar en Clara.

Sin testigos

Por la tarde se celebró una gran procesión en la que trasladaban a San Fermín de una iglesia a otra… Todo lo que pudimos ver de la procesión, entre la muchedumbre apretada a ambos lados de la calle y en las aceras, fueron los grandes gigantes, como los indios que en los Estados Unidos anuncian las tiendas de tabaco, pero de diez metros de alto; había moros y un rey y una reina que bailaban y giraban solemnemente al ritmo del riau-riau.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XV

Clara se había fijado en Jaime en aquel viaje que el departamento de Penal hizo a Friburgo. Sumida en su propio orgullo, observó y me juzgó indigno rival. Se equivocaba. Con movimientos resueltos, con la maestría que caracteriza a los depredadores, inició la caza. No hacer presa se volvió un acicate. Percibí que ocurría algo poco después. No quise culpar a nadie, pero no pude evitar la duda al observar cómo, en presencia de Clara, Jaime empleaba un tono displicente, sonreía con complacencia, escuchaba todas sus tonterías e incluso le prodigaba cariño. Los primeros meses fueron los peores: guardé silencio, alimentando aquella enfermedad en la soledad. Mi vanidad no me permitía confesarlo, pero me sentía completamente vulnerable. Comencé fisgando los bolsillos de la americana de Jaime; continué leyendo los mensajes que llegaban a su móvil, e incluso llegué a espiarle en la puerta del hospital. De allí vi salir en varias ocasiones a Clara. Cuando ya el dolor me descomponía, cuando iba a reventar, decidí enfrentarme a él. Había planeado el sitio y momento oportunos, pero el dolor que corroía mis entrañas desbarató todos los planes y me encaré con Jaime casi al mismo tiempo en que entraba por la puerta. Yo llevaba a la pequeña Susana en brazos.

– Jaime -solté a bocajarro-, ¿te has enamorado de Clara?

– ¿De quién? -contestó sorprendido, todavía con las llaves en la mano.

– Sabes perfectamente de quién estoy hablando. ¡De Clara Mocciaro!

– ¡Dios mío! ¿De Clara? ¡Pero eres tonta!

– No, no soy tonta, he visto cómo la tratas. He visto…

– ¡No digas sandeces! ¡Trato a Clara como al resto de mis pacientes!

– ¿Cómo? ¿Es paciente tuya? ¿Y por qué no me lo has dicho?

– Creo que en las capitulaciones matrimoniales no figura la obligación de proporcionarte la lista de los enfermos a los que asisto.

– Lo siento, en fin, yo…

– Cariño, sé que los celos son en ti una patología crónica, pero no puedo comprender cómo se te ocurren esas cosas. Si te has empeñado en buscarme una amante, al menos que merezca la pena.

– Clara es muy atractiva -me disculpé avergonzada.

– ¿Atractiva? ¡Está claro que hombres y mujeres diferimos en gusto! ¡Clara es una pobre enferma con el cuerpo remendado!

– Si te refieres a su enfermedad infantil, está restablecida hace tiempo.

– ¿Restablecida? ¡Clara padece cáncer de alma! Es la perfecta candidata al suicidio. ¡Parece mentira cómo te afectan los celos! Te hacen perder la objetividad.

– Sin embargo, cuando la miras…

– Verás, es posible que vestida, arreglada y pintada parezca otra cosa, pero yo la he visto desnuda. Créeme, no debes preocuparte. Si quieres hacerlo, vete a ver a mi nueva enfermera…

– ¿Tienes una nueva enfermera?

– ¡Sabía que caerías! ¡No! ¡No tengo nueva enfermera ni nueva amante ni amante vieja! ¿En tan poco te valoras? ¿Tan poco me aprecias a mí?

Yo sabía que Jaime tenía razón, pero él olvidaba que no estaba solo en el mundo y que la misma percepción que yo tenía de sus sentimientos la tenía Clara. Yo hubiera preferido que se mostrara inflexible, hosco, duro en el trato o que hubiera aconsejado a Clara que se buscara otro médico. Hubiera sido la mejor manera de evitar crear en ellas falsas expectativas. Pero él nunca razonaba así.

La grabación que el inspector me había obligado a oír encajaba perfectamente con los datos que tenía, aunque… «No, no es posible», pensé revelándome en mi duermevela. «Sólo es mi fobia, mi sueño de abono.» No me arrancó de aquella oscura caverna la razón, sino unos alegres cánticos que, removiendo la urdimbre de mi subconsciente, me sacaron a la superficie. Abrí los ojos sobresaltada, topándome con la espalda del inspector Iturri. Era obvio que el hombre estaba ensimismado con las imágenes de la televisión que, por imposición de la enfermera, seguía encendida.

Por la estrecha ventana entraban a raudales los agresivos rayos del sol, envanecidos por poder lucir sus nuevas hermosuras el último día de la Fiesta. El tórrido calor hacía que se transparentase la sudada camisa del inspector.

– ¿Ya está de vuelta? -dije cortante.

Él se giró raudo, enfocándome tras sus gafas de pasta marrón. Noté algo raro en su mirada. Me temí lo peor.

– ¿Jaime? -pregunté en un subido lamento-. ¿Ha hablado con él? ¿Hay alguna novedad?

– Sí, a ambas cosas. Tenía usted razón, no creo que Jaime Garache sea un asesino… Ni tampoco un adúltero.

– ¡Cuánto me alegra oírselo decir! ¿Saben ya quién lo hizo? ¿Han soltado a mi marido?

– Me temo que habrá de tener un poco más de paciencia.

– Bien, inspector, dígame qué pasa.

– Pasa que… Antes de nada debo pedirle disculpas.

– No se preocupe, ya me he acostumbrado a las esposas. El color metálico va bien con el tono de mi pelo…

– No me refiero a eso. Usted sabe que no ha sido decisión mía.

– ¿Entonces? ¿A qué se refiere? ¿Qué tengo que disculparle?

– Ayer le hice escuchar una cinta.

– Sí, lo recuerdo -dije intentando mostrar indiferencia.

– Pues ha de saber, Lola, que escuchó sólo lo que yo quise que escuchara. Omití el final de la misma…

– ¿Y qué hubiera oído? -dije expectante.

– A un buen hombre que ama a su esposa. Lo siento, necesitaba eliminar al sospechoso principal.

– ¿Y ha sido usted capaz de hacerme pasar este mal rato? ¿Es que no tiene corazón? ¡Es usted un cabrón, inspector Iturri! -chillé desaforadamente, mientras se me saltaban las lágrimas.

– No, no lo soy. Únicamente pretendía sacar a relucir la verdad.

– ¡Y, claro, como es usted policía, puede justificar los medios por el fin! ¡Podría habérseme reproducido la dolencia, haber muerto de un infarto!

– Por lo que veo, está usted mucho mejor…

– No será por su ayuda…

– Lola, ahora veo que la hipótesis carecía de consistencia, sin embargo no me hubiera atrevido a reproducir esa parte de la cinta si usted no me hubiera mostrado tácitamente sus temores. Tenía que comprobarlo, los celos no pueden matar a quien los padece, pero pueden incitar a asesinar a quien los causa…

– Sí, eso es cierto -admití más tranquila. Iturri tenía razón-, pero en este caso el muerto es Alejandro y no su hermana. Si hubiera sido Clara la que yaciese en el mortuorio, hubiera podido ser una buena candidata.

– Nunca se sabe, los delitos suelen andar por caminos de cabras, no por autopistas bien señaladas.

– Inspector -dije tras consumir algunos segundos-, ¿cómo está Jaime?

– Está bien: tranquilo y sereno.

– ¿Han averiguado algo más? Noto que pasa algo.

– ¡Buena intuición! Mis agentes han localizado al autor material del crimen.

– ¿Sí? ¡Eso es una noticia estupenda! ¿Y quién es? ¿Cómo lo han localizado en tan poco tiempo?

– Se trata de un yonqui de poca monta. Alguien le dio 500 euros y una jeringuilla, prometiéndole una buena cantidad de heroína si pinchaba con ella a Alejandro Mocciaro diez minutos antes del encierro.

– ¿Y les ha dicho quién es la persona que hizo ese encargo?

– No lo sabemos. El drogadicto estaba colocado y no recuerda casi nada. Dice que el encargo fue realizado por un hombre alto, moreno y de buen porte, vestido de blanco y rojo. ¡Vaya una pista! En la rueda de reconocimiento no ha mirado siquiera a su marido. Contó también que quien le hizo aquel pedido le instó a sustraer a su víctima el teléfono móvil y que él, al observar cómo brillaba su mechero de oro, se lo robó junto con el tabaco. Le hemos cogido cuando trataba de vender el Dupont. El juez Uranga tuvo una certera intuición respecto al tabaco.

– De manera que podemos irnos…

– Me temo que no. El inspector Ruiz ha retornado a la capital con ánimo de recabar nuevas pruebas contra usted y su esposo. Creo que tenía previsto acudir a Valladolid para revisar el laboratorio de su marido y analizar los registros de ketamina. Ha alegado que, por necesidades de la investigación, y para evacuar las citas previstas en las indagatorias, necesita que estén en prisión. Como usted bien sabe, la ley fija un plazo máximo de cinco días para tal fin y él pretende agotarlo. Está convencido de que usted es la culpable. Su amiga Clara, que por lo que se ve no está muy al día en legislación, dice que deberían sentarles a ustedes en la silla eléctrica.

– ¿Y usted qué hace? -inquirí con aspereza.

– Lo que puedo.

– ¿Y eso es suficiente?

– ¡Estoy aquí! ¡Llevo toda la noche en vela y seguiré así hasta que acabemos! Verá, falta un elemento en esta muestra; sin él no puedo encontrar la serie. ¡He de localizar esa pieza! Reconozco que este asesinato me tiene perplejo.

– ¡Mucho más que perplejos estamos nosotros!

Puerilmente me tapé la cabeza con la sábana en señal de enfado. No sé la razón por la que hice aquello, pero al inspector pareció molestarle. Lo sé porque al trasluz el algodón del lienzo transparentaba y pude observar cómo se daba la vuelta y nuevamente se enfrascaba en las imágenes del televisor. Supuse, erróneamente, que aquellos cánticos y aquel colorido multiforme facilitaban su pensamiento, sin embargo, cuando algo después me descubrí, hallé que Iturri sonreía complacido.

– ¿Qué es lo que mira, inspector? -pregunté.

– El canal local retransmite la última función religiosa de la Fiesta: la despedida al Santo por parte de la Corporación municipal. Verá, la fiesta de San Fermín sabe a poco y, como todas las festividades tienen su octava, el día 14 se hace un simulacro de repetición. La emisión ha empezado hace bastante tiempo, mientras usted dormía.

– ¿Roncaba? -pregunté de pronto, casi sin pensar.

– Me temo que sí.

– Lo siento, no puedo evitarlo -contesté avergonzada. Tratando de desviar la atención, aludí a las imágenes que emitía la pantalla-: A mí siempre me dieron miedo esas figuras -confesé-. Recuerdo que me escondía tras mi madre en cuanto veía acercarse a los gigantes y los cabezudos que bailaban por las calles.

– A muchos niños les pasa lo mismo, sobre todo los kilikis y zaldikos, y en especial Caravinagre, el capitán y el que más golpea. A mí, sin embargo, me agradan. Estas imágenes que ve corresponden a los bailes de los gigantes en la plaza del Ayuntamiento, donde acaba de regresar la alcaldesa y su séquito tras la misa solemne. ¿Ha ido a verlos?

– No, no he ido.

– ¿Y a la procesión de San Fermín? ¿Ha asistido a esa procesión?

– Tampoco -confesé-. Sólo llevo dos días aquí, y estando atada a unos barrotes, es difícil.

Si el inspector notó la ironía, no se dio por aludido.

– ¡Ah, pues ese acto sí es digno de verse! -exclamó.

Estaba allí en pie, fascinado ante el espectáculo que ofrecía la pantalla blanca y roja: era navarro de pura cepa

– Verá – continuó sin volverse, con la mirada fija en la la televisión-, el día 7 de julio, festividad de San Fermín, la Corporación Municipal, junto al Cabildo, todos ellos vestidos con sus mejores galas y con el mayor boato posible, pasean al Santo moreno por la ciudad, animados por los cánticos de La Pamplonesa, los gigantes y demás compañía. Se nos permite así a los pamploneses rendir sentido homenaje a uno de nuestros patrones.

»¡Mire! -exclamó emocionado-. ¡Están repitiendo ahora parte de las imágenes de la procesión de San Fermín! ¡Vea! ¡Ahora se acercan a la calle Mayor! Pararán allí, como es tradición, para que los Amigos del Arte y la sociedad gastronómica Napardi (a la que en vida pertenecía su maestro, por cierto) entonen jotas a pie de calle. Antes, eso no lo han repetido -explicó-, la Coral de Santiago de la Chantrea le habrá cantado la jota de rigor. Tengo que reconocer que siempre que oigo los sones de Al Glorioso San Fermín, se me saltan las lágrimas.

Delante van

chiquillos mil

con miedo atroz dicen: ¡Aquí!

un cabezón viene detrás

dando vergazos y haciendo chillar.

¡Riau-Riau!

Después vienen los muchachos

en un montón fraternal

empujando a los gigantes

con alegría sin par

porque llegaron las fiestas

de esta gloriosa ciudad

que son en el mundo entero

una cosa singular.

¡Riau-Riau!

»He de confesar que los txistularis interpretan bien el Agur Jaunak, pero como esa primera jota, ninguna.

– Veo que está hoy muy animado, inspector.

– ¿Animado? Quizás no sea ésa la palabra. Simplemente me emociono al ver al Santo por las calles. ¡Mire a la alcaldesa Barcina! ¡A ella también se le escapa el sentimiento por los poros! ¡Y eso que ha nacido en Burgos! ¡Cuánto me alegro de que estén repitiendo las imágenes! ¡Así podrá ver la otra Fiesta! ¿Por qué no repetirán el momentico?

– ¿El momentico? ¿Y eso qué es? -pregunté entre incrédula e intrigada. Nunca hubiera adivinado esa faceta del inspector Iturri.

– ¿No lo sabe?

– Pues no, sinceramente.

– ¡Pues es tan famoso como los encierros! ¡Todos los turistas acuden a verlo! Veo que no trajo usted muy estudiada su visita a Pamplona. Pero no se preocupe, hay una Fiesta cada año, y también un nuevo momentico.

– De acuerdo, si salgo con bien de ésta, prometo traer estudiada la lección la próxima vez, pero de todos formas, estoy segura de que usted va a avanzarme el contenido de ese acto -respondí, fingiendo curiosidad.

Sin percibir el sarcasmo, y sin volverse, Iturri siguió:

– ¡Naturalmente! Los gigantes bailan en el atrio de la catedral, al son de chistus y gaitas, mientras la centenaria campana María rocía a todos con su denso tañido. La Corporación regresa al Consistorio escuchando la romanza de Ali-Mon del…

– Del Asombro de Damasco. Eso sí lo conozco. Es una pieza muy bella. Habla de un califa que se disfraza por las noches y pasea por sus feudos con el ánimo de descubrir las injusticias que se producen en su pueblo. ¡Qué pena no contar con un califa así! ¡Me vendría muy bien!

Fue entonces cuando el inspector se percató de que había perdido completamente los papeles. Como por ensalmo, al oír la palabra injusticia, su rostro asumió de nuevo la mirada cesárea. Con rapidez, escrutó la habitación hasta dar con el mando a distancia, y cogiéndolo al vuelo, apagó el televisor. Posteriormente, se puso las gafas y tomó asiento.

– Nuevamente le suplico disculpas. Estoy algo fatigado.

– No se preocupe. Sólo dígame qué piensa hacer.

– De momento, seguir escuchándola. Cuénteme qué pasó exactamente después de que recibiera aquella carta que hablaba de la pluma Parker; aquellas páginas que empezaban con un «estimada señora»…

– Veo que me escuchó atentamente.

– Lo he hecho…; varias veces, para eso he grabado las conversaciones, pero ahora me veo obligado a pedirle que siga contándome su historia.

– ¡No quiero hacerlo!

– Es necesario.

– ¡Por favor, estoy agotada!…

El inspector, que se había sentado y conectado la grabadora, se incorporó y muy serio me miró fijamente:

– ¡Déjese de niñadas y actúe como un hombre!

Al escuchar aquella expresión tan manida, me eché a reír. Eran carcajadas tontas, fruto de la tensión y el cansancio, pero carcajadas al fin.

– De acuerdo, inspector, me comportaré como un hombre, pero antes debe quitarme estas esposas para que pueda ir al cuarto de baño. No quiero volver a enfrentarme con la cuña y las enfermeras. Le aseguro que, aunque quisiera, carezco de fuerzas para fugarme.

– Conforme, ahora entrará un agente.

Supongo que nunca he disfrutado más de un cuarto de baño que en aquella ocasión. Si además me hubieran permitido ducharme, creo que habría alcanzado fácilmente ese estado de felicidad y liberación que llaman nirvana. Sin embargo, ¡cuan presto se va el placer! En poco más de dos minutos -los que empleé en, agarrada al suero, arrastrar los pies descalzos hasta el pequeño cubículo y evacuar mi vejiga- me encontré de nuevo ante la grabadora y aquellos ojos verdes que me escrutaban curiosos.

Iturri tenía nuevamente las gafas entre los dedos. Jugaba con ellas como lo haría un musulmán con su rosario de cuentas. Tras un momento de silencio, con una sonrisa franca le dije:

– Bien, la carta del despacho Eregui. Gonzalo…

– Habla usted como si le conociera personalmente. De hecho ayer, cuando le expliqué que ese caballero, acompañando a su madre, intentaba comprar ketamina, sus ojos mostraron júbilo. Sin embargo, la lectura del testamento no ha tenido lugar…

– Ignoro si ha tenido lugar, pero yo, desde luego, no he estado presente. Sin embargo, he de admitir que le conozco desde hace algunas semanas…

– ¿Por motivos profesionales quizás, de abogado a abogado?

– Fue a raíz del testamento. Como bien sabe, Gonzalo Eregui es el albacea de don Niccola Mocciaro. Gonzalo vino a Valladolid a conocernos, a entregarme la pluma del profesor y a informarnos de las propiedades que me había legado…

– ¿Qué propiedades? -Me interrumpió. En cuanto oyó esa palabra, un resorte se soltó y de inmediato se puso en pie.

– Lo que el profesor nos dejó a Jaime y a mí. Bueno en realidad a mí, pero él sabía que muestro matrimonio tenía régimen de gananciales y que, en definitiva, era lo mismo. Si me deja continuar, lo entenderá enseguida.

– Adelante. Vaya paso a paso, y cuénteme todos los detalles.

– Como quiera. El contenido de la carta en que se hablaba de la pluma era escueto: don Gonzalo Eregui, abogado, socio principal del bufete Eregui y asociados, albacea de don Niccola Mocciaro, me informaba de que el susodicho acababa de fallecer y había dejado dispuesto que yo recibiese la pluma, los derechos de su Compendio de Derecho Penal, y otro presente que, por expreso deseo del fallecido, debía serme entregado en Pamplona el día del testamento.

– ¿Le legó los derechos de autor de su manual estando su hijo vivo?

– Así es.

– Un buen detalle, ¿no le parece?

– Sí, en efecto -respondí.

– Expliqúese, por favor

– ¿Explicarle qué? -El inspector empezaba a dar muestras evidentes de agotamiento. Las gafas (yo tenía ya el convencimiento de que eran falsas) llevaban rato fuera de su nariz y se le abría la boca cada pocos segundos.

– Verá -comenté-, usted está cansado. Yo también. ¿Por qué no va a echarse una cabezada y luego, más despejado, vuelve?

– No, eso no es posible. El inspector Ruiz… Hay que hacerlo ahora.

– Le propongo lo siguiente -dije muy decidida-: Cogeré ese magnetófono y le abriré de par en par mi corazón. Cuando termine de relatar lo que recuerdo, llamaré al policía de la entrada para que se lo hagan llegar.

– Conforme. Descanse, pero dicte. No omita los detalles, me son muy útiles. Yo volveré dentro de un rato. De paso localizaré a su madre y a ese abogado… Lola, tranquila, las cosas siguen su curso…

Ambos nos percatamos inmediatamente de que había empleado mi nombre de pila envolviéndolo en miel. Yo aproveché la muestra de debilidad para pedirle algo:

– Inspector, necesito que me haga un favor.

– No sé si podré, pero por pedir… -ahora el tono sonó cortante.

– Por favor, informe a mi marido de que estoy bien. Dígale que no se preocupe. ¡Estará sufriendo lo indecible! ¡Siempre que estamos enfermos se pone en la situación más extrema y cree que nos va a ocurrir algo verdaderamente serio! Supongo que en estos momentos estará angustiado.

– De acuerdo, lo haré en persona. De hecho, tengo que volver a hablar con él.

– Gracias -Esta vez la palabra estaba impregnada de su sentido original, pues era gratitud lo que contenía.

– No las merezco. ¡Ahora grabe esa cinta!

En cuanto salió de la habitación, me incorporé y coloqué como pude la almohada: me habían vuelto a esposar y no fue fácil. Además, tras horas de postración, mi cuerpo se resentía. De hecho, lo que más me molestaba era el trasero. Opté por ponerme de lado, mirando a la pared donde el ventanuco curioseaba mis andanzas. Encendí el aparato grabador, cerré los ojos y conté el resto de la historia:

«Tras retornar a mi puesto de trabajo, comenzó la solidaridad… Pasaron aquella mañana por mi despacho de la facultad de Derecho bastantes personas, de manera que hasta media tarde no conseguí liberarme para llamar al albacea de don Niccola. Al otro lado del teléfono, una voz femenina extremadamente cortés me informó de que el señor Eregui jugaba en ese momento un partido de golf, como tenía costumbre hacer cada jueves. No obstante, me pidió que esperara unos segundos, porque don Gonzalo, que esperaba desde hacía días mi llamada, llevaba abierto su móvil. No habían pasado dos minutos cuando la voz profunda de un simpático caballero sonó en el aparato.

Gonzalo Eregui resultó ser un hombre encantador, de exquisita elegancia. No me extrañó que don Niccola le hubiese nombrado su albacea, en muchos sentidos se parecían.

Hablamos largo rato del profesor, de su vida, de su enfermedad… Confesé mi extrañeza por no haberme enterado de su fallecimiento. Me explicó que don Niccola dispuso que no se publicara esquela en los periódicos ni se notificara públicamente. Sólo deseaba que fueran avisadas algunas personas, las que rezarían por él. Dejó que las habladurías informaran a los demás. «¿Cómo murió?», pregunté. «Tenía mal aspecto las últimas semanas, pero ninguno nos esperábamos un desenlace tan rápido.» Gonzalo coincidió conmigo. Aunque padecía cáncer de páncreas, a ambos el final nos pilló de improviso. «La tarde de su fallecimiento me citó en su casa», me dijo Gonzalo. «Tomé un avión a mediodía y me desplacé a Madrid. Cuando llegué estaba en pie, vestido, elegante como siempre. Me entregó su pluma para que se la hiciese llegar en mano. Yo sugerí que se la diera personalmente, porque supuse que a usted le haría ilusión. Pero se negó; pareciera que conocía su final. Así pues, accedí a localizarla y a convocarles a usted y a sus hijos en Pamplona para la lectura del testamento.»

Como le dije, inspector, me dejó los derechos de autor de su manual. Gonzalo me informó de que también me había legado un libro antiguo, encargándole que me dijera que «me complacería mucho, especialmente su dedicatoria». Por orden del profesor Mocciaro, me sería entregado el día del testamento. Aún no lo he visto.

A la mañana siguiente, el personal de servicio encontró su cadáver en el sillón donde estaba sentado con la ropa puesta. Sus hijos estaban ausentes: Alejandro en Harvard; Clara, en algún viaje exótico. Su hija no llegó a tiempo de amortajarle, lo hizo la criada. Alejandro no había podido dejar Norteamérica para el entierro.

Gonzalo Eregui se empeñó en desplazarse a Valladolid para entregarme en mano la pluma Parker. Le dije que no hacía falta; podía entregármela en la lectura del testamento. Dijo que no: «se lo prometí a Niccola», argumentó. Creo que la verdadera razón es que sentía curiosidad y quería conocernos. Don Niccola le había hablado mucho de nosotros, y sobre todo, de mi madre. Cuando me la describió por teléfono, no omitió detalle, aunque nunca se habían visto. (Creo haberle dicho ya, inspector, que el profesor llevaba años enamorado de mi madre, aunque nunca fue correspondido.)

El sábado siguiente debía participar en un trofeo de golf en Valladolid. Sugirió que nos viéramos. Toda la familia. Tras algunas reticencias, acepté. Quedamos citados en el palacio de Santa Ana a las ocho de la tarde.

Creo que aquella noche agoté las lágrimas. Un agujero doloroso se había instalado en mi estómago. Cuando llegué a casa, encontré a Jaime pletórico: una de las cepas de su experimento más importante había dado prometedores resultados, sin embargo, la noticia de la muerte de don Niccola aguó su triunfo.

No pudimos avisar a tiempo a mi madre. Estaba en Javea con una amiga y no había anunciado su llegada hasta el domingo. Llevaba móvil, pero siempre me salía el buzón de voz. No me pareció noticia para comunicarla de esa manera, así que nos dispusimos a acudir a la cita sin ella. Cuando salíamos en dirección al restaurante, apareció en la puerta. Lucía un bronceado intenso, casi hasta la mancha, y vestía, elegante como siempre, un traje sastre, creo que era azul. «Han pronosticado gota fría, nena. Por eso me he adelantado. ¿Vais a salir?» Le dijimos que íbamos a cenar fuera… «¿Con los niños?», dijo. «¡Magnífico! Me apunto. Y nada de peros, yo invito». Ella siempre ha sido muy rumbosa. No fuimos capaces de decirle nada, de modo que dejamos que los hechos discurriesen espontáneamente.

El palacio de Santa Ana es un antiguo monasterio del siglo XVIII, convertido por la cadena AC en un hotel de lujo. Dispone de magnífico claustro recubierto por una bóveda de cristal donde, sentado en una de sus cómodas butacas, el visitante puede tomar algún refresco antes de pasar al comedor. Lo cruzábamos a paso firme cuando nos salió al paso un caballero espigado, de abundantes cabellos blancos, un aspecto elegante, atlético, y un bronceado similar al de mi madre. Sus ojos negros poseían un brillo travieso. Con una jovialidad rayana con una alegría achispada nos recibió efusivamente. Nos habíamos retrasado mucho. Sobre la mesa, había cuatro vasos bajos que contenían restos, escasos dicho sea de paso, de algún licor. Ensayaba ofrecer mi estudiada explicación, cuando Gonzalo Eregui posó sus ojos en mi madre. Tanto insistió que el rubor cubrió el rostro de mi progenitura hasta convertirlo en una brasa ardiente. Olvidándose del resto de los recién llegados y, en mi opinión, animado por la desinhibición que suelen provocar las brumas del alcohol, se lanzó hacia su mano, que besó con fruición, pese al esquivo gesto de mi madre. «¡Querida señora, cómo me place conocerla! Ante su sola presencia he visto retratadas todas las beldades que la vida ofrece. ¡Ah, cuánta razón tenía Mocciaro! ¡Goza usted de un donaire natural en grado excelso!» Mi madre, que escuchaba aquella diatriba con gesto expectante y con el bolso preparado por si aquel señor, que claramente llevaba alguna copa de más, decidía pasarse de la raya, mudó su faz al oír mencionar aquel nombre, que era la razón del encuentro, aunque ella, de momento, lo ignoraba. «Perdone usted caballero. No hemos sido presentados. No tengo el gusto de conocerle. Tampoco sé por qué Niccola Mocciaro va hablando de mí a los extraños.»

Mi pobre madre se enteró de la muerte del profesor de aquella manera. Quizás hubiera sido mejor un mensaje en el móvil. No obstante, en aquella cena nació una nueva amistad. Sé que mi madre fue de paseo con Gonzalo Eregui al día siguiente y algunos más. Sé que compartieron palos de golf en varias ocasiones. Nunca lo comentó y nosotros no preguntamos. Sin embargo, se lo cuento porque eso explica que les encontrara juntos intentando comprar droga y que a mí el abogado de don Niccola no me fuera ajeno.

En aquella cena, Gonzalo me entregó finalmente la Parker duofold del profesor y comentamos cabizbajos los detalles de su muerte.

Un quinteto de cuerda sonaba en algún lugar del palacio, sin embargo, el protagonista fue el silencio. Recuerdo que me salté el régimen. Nada de césped aliñado, nada de huevos escalfados sin más alegría que una pizca de sal: solomillo al foie.

Después de aquel día volvió la vida normal, hasta que vinimos a Pamplona para la lectura del testamento. En fin, inspector, eso es todo. Ahora voy a dejar la grabadora, tengo que descansar.»

No lo conseguí. En un hospital resulta prácticamente imposible estar sola, y mucho menos dormir. El personal sanitario entra y sale sin pedir permiso. Toman al paciente la temperatura, entran de nuevo para medir la tensión arterial, luego pinchan un análisis, después hacen un electrocardiograma, y cuando ya no queda ningún motivo más para violar el descanso del paciente, entran para ver si éste necesita algo. Sin embargo, en este caso, el motivo de la falta de descanso de Lola fue otro: sor Rosario.

– Lola, ¿qué tal se encuentra?

– Bien, gracias. Pero ¿qué hace a estas horas fuera de la comunidad? ¡La superiora le va a reñir!

– Me ha dado permiso, no se inquiete. Para mí la obediencia no es una obligación, sino una virtud, el camino que me marca Nuestro Señor para llevarme por dónde Él quiere, no por dónde quiero yo. Sólo venía a asegurarme de que su estado era bueno. Y a contarle dos cosas.

– Primero las malas noticias, sor Rosario, aunque creo conocerlas de antemano.

– Me temo, querida, que tenía usted razón. Sólo he logrado que su suegro enviara un letrado para dar apoyo a su marido. Pero ha de saber, se lo he dicho a él también, que está equivocado. Decía Indalecio Prieto que no había «nada más peligroso que un requeté recién comulgado». Se equivocaba; lo hay: un requeté sin corazón. ¡Rezaré por él! Lo siento muchísimo.

– No se disculpe, no es culpa suya. En ocasiones, las heridas se cierran sin haber curado, y esas infecciones sólo producen frutos de amargura.

– Al abogado que mencionó no he conseguido encontrarle. Su número privado no figura en la guía, pero he dejado un recado en el contestador de su despacho. En todo caso, no se entristezca, la última noticia es estupenda: Mariangels, una amiga mía, esposa de un antiguo paciente del hospital, es cooperante de no sé qué ONG de la universidad que se ocupa de los presos. Esta señora acude cada día a la cárcel de Pamplona para impartir clases de francés. Ha conseguido, por indicación mía, acercarse a su marido. Ha de saber que se encontraba bien, animado, sobre todo desde que recibió la visita del inspector Iturri. También le manda un recado. ¿Se lo digo?

– Por favor, sor Rosario.

– Espere, lo tengo escrito en algún sitio.

Sin hacer caso de las recomendaciones de los médicos, reí a mandíbula batiente.

– ¡Sor Rosario, es usted un cielo!

– ¿Un cielo? ¡No, mi chica! -aclaró con la famosa expresión de la tierra-. Es que aún me conoce poco, pero tengo por seguro que, si Dios me ayuda, iré allí al poco de morir. ¡Aquí está! A ver, su marido dice lo siguiente: «Eres una chapucera preparando vacaciones. Stop. Al año que viene, las organizo yo. Stop. Todos los niños bien». Chistoso, ¿no?

– Sí, madre, lo es.

– ¡Eso está bien! La alegría es una gran cosa. ¿Le he contado cuando cambié las olivas por las cagurrutas de las ovejas, que se le parecen mucho? ¡Tendría usted que haber visto la cara de la superiora cuando se comió la primera!

El último saludo

Después del almuerzo fuimos al Iruña. Estaba lleno, y a medida que se aproximaba la hora del comienzo de la corrida iba llegando más gente. Se oía el murmullo ronco de las conversaciones de la multitud que se mezclaba entre sí, un murmullo peculiar que se repetía cada día de corrida. El café nunca había producido un murmullo semejante por lleno que estuviera. El murmullo continuaba y nosotros formábamos parte de él.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XV.

Juan Iturri se sabía un camaleón. Podía pasar completamente desapercibido sin siquiera proponérselo. Aunque estaba convencido de que ante ellas las damas desataban su instinto de protección, era bien consciente de las risas que sus gafas de desvalido provocaban en la Jefatura. No le importaba en absoluto. Quizás fueran tan fachosas como su bigote, pero ambos elementos cumplían su misión. Disfrazado de nadie podía ir a cualquier sitio sin preocuparse de que su placa o su rostro fueran detectados. Podía cubrir posiciones, escuchar conversaciones ajenas o captar movimientos extraños como lo haría cualquier transeúnte despistado. Sólo sus ojos verdes le delataban, por eso los cubría con el pudor de una virgen.

Las calles de Pamplona estaban casi repletas. Salvo las forasteras buscando peleas de gallos hispanos, en aquella masa blanca y roja pocas personas llamaban la atención. Por eso Juan Iturri se relajó mucho más de lo que hubiera hecho en otras ocasiones. A medida que avanzaba la mañana, la investigación había ido reuniendo nuevas evidencias. Desgraciadamente, cuando la verdad empezaba a salir de su escondite, él se veía forzado a enclaustrarse en el suyo, completamente agotado. Estaba torpe, su cabeza no funcionaba a pleno rendimiento, ni siquiera a un ritmo aceptable. Necesitaba dormir, volver a su guarida y descansar. Sin embargo, sabía que no debía hacerlo. Además, estaba convencido de que no lograría evitar que aquellos incidentales elementos de la investigación volvieran una y otra vez a su cabeza. Decidió concederse un pequeño descanso. Respirar el aire de la mañana, pasear por entre las alegres gentes, tomarse un café. «Tan solo una hora», se dijo, «y, naturalmente, con el busca encendido.»

Mientras se dirigía al centro urbano, andando sin prisas desde el hospital, fue ordenando mentalmente las piezas de las que disponía. Alguien había contratado a un tipo para que asesinara a Alejandro Mocciaro. De momento no tenía ni idea de quién era su rival, aunque su forma de actuar había dejado al descubierto aspectos cruciales del crimen. El asesino o la asesina -si es que actuaba en solitario, cosa que consideraba improbable debido a la aparente perfección del crimen- había dado instrucciones concretas. Eso evidenciaba que conocía bien la sustancia, sus efectos y los tiempos de actuación. La hipótesis más probable era que se tratara de un médico o de un veterinario. Sin embargo, se inclinaba a considerar del todo inocente al único profesional de la medicina que había aparecido en el escenario reciente. Al conocer más a fondo a Jaime Garache en su entrevista en la cárcel, al inspector Iturri le había parecido retrotraerse hasta más o menos el siglo XIX, tiempo en el que, según las novelas rosas que tanto le gustaban, el hombre era un caballero y la dama una frágil mujer a la que idolatrar. «Jaime Garache», pensó tras salir de su celda de aislamiento, «debería vestir levita y bombín inglés, y por supuesto, no debería estar detenido. Es posible que, en algún momento, haya tenido tentaciones, pero desde luego no es un adúltero ni un asesino.»

Los siguientes sospechosos serían los abogados quienes, por su profesión, podrían haberse topado con la droga y haberse visto obligados a estudiar detenidamente sus efectos sobre la salud humana. Lola MacHor había confesado haber actuado como letrado en un caso de venta de ketamina, por lo que sabía bien de qué hablaba. Iturri no imaginaba a la mujer negociando en los bajos fondos. No la veía exigiendo que robaran a Alejandro Mocciaro el teléfono móvil o prometiendo heroína. Era cierto que le había mentido en dos ocasiones, pero lo había notado. «No hubiera sido buena jugadora de mus», concluyó, «siendo incapaz de guardar una 31 real.» No obstante, parecía que, en este caso, abogados no faltaban: Gonzalo Eregui, el finado, el difunto profesor Mocciaro y todos los que, de una u otra manera, estaban implicados en esa fatídica cátedra. Una oposición que, por lo que le había narrado Lola MacHor, olía a podrido. Le hubiera gustado poder entrevistar al profesor Mocciaro. Un rayo fulminó su mente. El profesor Mocciaro había muerto recientemente. De hecho, habían venido a la lectura de su testamento. No sabía muy bien por qué, pero en su cabeza ambas muertes se hermanaban. «Tengo que preguntar detalles de ese testamento», se dijo.

Sabía que Clara y Alejandro eran los únicos herederos de don Niccola, amén del pequeño detalle de los derechos del Compendio y… No lo recordaba bien, pero Lola había aludido a otro regalo. Sí, un libro. Naturalmente, no había descartado de plano que se tratara de alguna persona involucrada en esas actividades delictivas a las que Alejandro Mocciaro se acercaba demasiado. Podría ser un ajuste de cuentas: una prostituta, un chulo extorsionador, una deuda de juego… Los miembros de su brigada estaban investigando esos extremos, aunque él no creía que la solución viajara por esa vía porque la ketamina desentonaba. Si se hubiera tratado de una sobredosis de heroína, o de coca… Pero la ketamina era psicodélica, cara y más fácil de rastrear. Finalmente, cansado de sus propios pensamientos se dejó llevar del todo y sacó su cachimba ennegrecida. Sabía que fumar en pipa estropeaba su disfraz. Era algo excepcional que, además, dejaba un rastro de olor que hacía que la gente se volviera. Siempre se podía identificar a alguien que fumaba en pipa. Pero durante un rato estaba fuera de servicio e iba a tomarse un café bien cargado en su sitio preferido, si es que lograba entrar. Quería oír hablar del encierro y de la corrida de la tarde, de Hemingway y de lo caro que se ponía vivir la Fiesta. Quería, en definitiva, olvidarse del mundo y zambullirse en las tertulias de tonterías.

Fumando despreocupado, Juan Iturri cruzó, sorteando los muchos obstáculos, la plaza del Castillo y enfiló hacia el café más famoso de la villa, el Iruña, al que tanto le gustaba ir. Sabía que estaría completamente lleno, pero no le importaba.

Desde tiempos antiguos, durante la Fiesta, muchos pamploneses habían cogido por costumbre visitar el antiguo café y su bohemio ambiente de gigantes de espejo, donde la esencia de la Pamplona de toda la vida alcanzaba el summum. Los extranjeros acudían en masa porque todas las guías turísticas recomendaban visitar el local. No debía el turista marcharse de Pamplona sin observar la atmósfera peculiar del local, donde el fantasma de Hemingway tenía sitio fijo -sobre la mesa, no sobre la silla- pues el norteamericano había bebido largamente en el local, llevándose tan grata impresión que había plagado Fiesta de comentarios sobre el Iruña. Todas aquellas razones eran muy respetables, pero ninguna motivaba que Juan Iturri acudiese a dicho café. A él, ciertamente, le encantaban su suelo, ajedrezado en blanco y negro; el rumor a conspiración envuelto en ese peculiar éter azul celeste que produce la nicotina de tabaco; las estanterías que lucían las más bellas formas de botillería fina; sus mesas de tapa de mármol blanco que evocaban historias de amores y encierros; los inmensos espejos embutidos en sus marcos dorados… Pero él iba allí por los churros. Su madre había sido camarera del local hasta su jubilación, y siempre que acudía a saludarla, le obsequiaba con algún churro: ni recién hechos ni calientes, pero a él le sabían a gloria.

Al llegar, comprobó con pena que la terraza estaba repleta. Era lo que primero que se llenaba. Aquel fresco mentidero de vanidades, que servía tanto para el pasacalle femenino como para el chismorreo fácil, estaba especialmente cotizado por navarros y foráneos. En el interior, sin embargo, no había tanta gente. Vio una mesa vacía en el extremo más alejado de los soportales. Se quitó las gafas y se dirigió allí con prisa. Sin embargo, poco antes de llegar, se paró en seco. Sentadas de espaldas a la puerta, reconoció a dos personas que cuchicheaban.

Avanzó despacio, se sentó y agudizó el oído. «Asesinatos en voz baja», se dijo al escucharles.

– Lo sé, querida. Pero el Derecho es como es.

– ¡Pues es injusto! ¿Por qué a ti, Gonzalo, que eres abogado, no te permiten hablar con ellos? ¿No dice la ley que todos tenemos derecho a un letrado?

– Lo dice, pero en el auto del juez Vergara se decretaba prisión incomunicada. Esa medida conlleva la limitación de algunos de los derechos del reo. Entre esas restricciones está la designación de un abogado particular. En su momento, se le impondrá uno de oficio, con el que no podrá siquiera mantener entrevistas reservadas tras la práctica de las diligencias.

– ¡Por Dios, eso es degradante, inhumano, injusto…! ¡No sé cómo calificarlo! Después oyes en televisión que un asesino en serie o un violador anda por la calle con total libertad… ¡No me digas que esto no es horrible! Mi hija, ¡mi hija única!, detenida, postrada en la cama de un hospital, enferma del corazón, y ni siquiera puedo verla. Mi yerno en la cárcel, rodeado de indeseables. Mis nietos en manos de una señora ucraniana que no entiende español. ¡Si al menos pudiera ver a mi Lolilla! ¡Por qué permites esto, Dios inmenso! -exclamó-. Gonzalo, ¿qué podemos hacer? ¿Por qué no vamos a ver de nuevo al inspector que lleva el caso? ¡Él tiene que entender que no puede ser cierto lo que alegan! ¡Si mira a mis hijos cinco segundos a los ojos, se dará cuenta de que es imposible que hayan hecho eso que dicen!

– No podemos ir en su busca porque no es hombre agudo ni de buen entendimiento. Un individuo que elige una opción careciendo de todos los datos y se pliega en banda para no cambiarla es, aparte de un idiota, un nefasto investigador. Es preferible que omitamos esa conversación, aunque quizás no fuera disparatado buscar un detective que investigara en los bajos fondos. Nosotros no damos la talla. La noche pasada nos lucimos con el intento de compra de ketamina. En el despacho tengo una lista de individuos que podrían sernos útiles…

– ¡Me parece estupendo! ¡Lo haremos de inmediato!

Tras escuchar nítidamente las últimas frases, Juan Iturri se incorporó y se acercó a la mesa de al lado.

– Creo que eso no será necesario -dijo.

Ambos ocupantes levantaron instintivamente la cabeza. Estaban de espaldas, pero el colosal espejo les devolvió el reflejo. Veían la silueta de un hombre común, tan normal que, a toro pasado, nadie hubiera sido capaz de describirlo, excepto por las gafas de barata pasta marrón y el olor a tabaco de pipa.

– ¿Me permiten que tome asiento junto a ustedes? En este magno entorno me gustaría presentarme como un pensador liberal o como un especialista en el encierro, pero creo que, en atención a las circunstancias que concurren, mis conocimientos, más pedestres, les serán más útiles: soy el inspector Juan Iturri, de la Policía Científica de Pamplona.

Dolores y Gonzalo se quedaron boquiabiertos, mirando al recién llegado sin saber qué responder. Empleando la antigua fórmula -«permiso»-, Juan Iturri retiró una de las sillas de madera que bordeaban la mesa de mármol y se sentó.

– ¿Desea tomar algo, inspector? -preguntó Gonzalo Eregui-. El café es magnífico.

– Gracias, pero tengo prisa. He estado hace un rato con su hija y con su yerno -confesó desviando la mirada hacia Dolores. Ella llegó a tiempo de coger el pañuelo del bolso, demasiadas emociones juntas-. Ambos están bien. La investigación continúa con pie firme.

– ¿Con pie firme? -protestó el abogado-. ¿Qué significa eso?

– Quiero decir que va bien

– ¿Bien para quién? -preguntó Dolores. Ya no lloraba.

– Para la verdad, naturalmente. ¿Qué otra cosa importa?

Los dos visitantes del Iruña se quedaron mudos, mirándose.

– En fin, señora, caballero, puedo informarles de que las cosas van por buen camino y en la dirección que ustedes desean.

– ¿Les han soltado?

– Me temo que todavía no, señora, pero ha de saber que la verdad es tozuda y éste, su servidor, también. Pese a que mi presencia aquí es totalmente casual, sin embargo me he acercado a su mesa para pedirles que no hagan nada que pueda entorpecer la investigación. Y, por supuesto, no necesitan un detective privado. Déjennos a los profesionales.

– Caballero -dijo Dolores, inquieta por la reciente aparición-, ustedes los policías han condenado a mi hija y a mi yerno, aunque son inocentes; les impiden ver a nadie, ni siquiera a su abogado…

– Perdone, señora, he dicho los profesionales, no los policías. En el Cuerpo hay, como en botica, de todo. Solemos ser concienzudos, meticulosos y humildes. Sin embargo, a veces alguno de nosotros, por estúpido orgullo, cree que una placa le faculta a no pensar. ¡Craso error! En este caso, estoy convencido de que no debe preocuparse: mi equipo es sensacional. Muy profesional y muy humilde.

– Disculpe, inspector Iturri; hemos conocido a otra persona, un tal inspector Ruiz, que nos ha asegurado que llevaba las riendas de esta investigación. Al parecer, ha venido directamente desde Madrid para resolver este crimen. Nada nos dijo de su presencia.

– ¿Mi presencia? ¿Qué presencia? -El gesto de Iturri, no exento de ironía, hizo sonreír a Gonzalo-. A su debido tiempo, hablaremos, señor, pero ahora quisiera que me respondieran a algunas cuestiones. Desde el primer momento, tengo dudas, quizás superficiales, pero que no me dejan dormir. En ocasiones, esos pequeños detalles marcan la diferencia entre una investigación y una chapuza. Muchas veces, además, esconden la llave que abre la puerta a la verdad.

– Por supuesto, inspector -Gonzalo se levantó de su asiento con discreción-. Esperaré en la barra, Dolores

– No se vaya, con quien quiero hablar es con usted -replicó el policía.

– Pues usted dirá -contestó extrañado. Al fin y al cabo, su papel allí era tangencial.

– Verá, don Gonzalo, inicialmente se pensaba que esta muerte estaba relacionada con la oposición que ganó Alejandro Mocciaro. Según la acusada, fue una cátedra concedida tras un proceso extraño. Pues bien, a mí lo que me ronda por la cabeza es la inexplicable, pero casi tangible, sensación de que hay algo que se me escapa alrededor de la muerte de don Niccola. Por ello necesito que me hable del testamento. Usted era su albacea.

– Sí, soy su albacea universal.

– Es decir, que usted lleva las riendas del negocio tras la muerte de don Niccola.

– Es una forma de expresarlo, sí, hasta que el testamento se ejecute.

– ¿Y ve usted en ese testamento algo extraño?

– Pues que quiere que le diga, objetivamente no. Eramos amigos desde hace lustros. Estaba enfermo, me pidió que fuera su albacea y acepté. Desde luego, cuando falleció me desvelé para disponer y pagar los sufragios y gastos de enterramiento de conformidad a lo que él dispuso; satisfice los legados en dinero y especie que me encargó, y me ocupé de tomar las precauciones oportunas para preservar los bienes que me habían sido confiados.

– Acaba de decir que objetivamente ese proceder no le pareció extraño. ¿Eso indica que subjetivamente tuvo usted alguna duda?

– En realidad, no son más que suposiciones.

– No se inquiete, que yo no soy abogado. Cuéntemelas, por favor.

– Pues para empezar me extrañó que hiciera venir a sus hijos y amigos hasta Pamplona y en época tan agitada como los sanfermines. Yo me hubiera desplazado donde me hubieran dicho. Pero quiso que fuera de esa manera y no de otra. Supuse que se trataría de alguna cuestión sentimental (él adoraba esta Fiesta) y no hice más averiguaciones.

– Aparte de lo dicho, ¿hay algo que le resulte singular?

– Pues ahora que lo menciona, siempre me pareció raro el modo en que murió. Soy hijo de médico. Mi padre siempre decía que morir no es tarea fácil. Salvo algunos fallecimientos fulminantes, no resulta sencillo abandonar esta vida. Sin embargo, Niccola murió vestido.

– Creo que no le comprendo -admitió el inspector. Dolores corroboró las dudas.

– Fui a verle cerca de las ocho de la tarde, quería comentar algunos extremos de su testamento. Me dio en mano su preciosa pluma Parker, se la debía hacer llegar a Lola MacHor. Luego me informó de que me llegaría en breve, por mensajero, otro presente para esa señora. Un libro antiguo que en esos momentos estaba encuadernándose; insistió en que lo importante era la dedicatoria.

»Tras tomar nota del recado, charlamos sobre los viejos tiempos. Me marché hacia las diez, dijo sentirse cansado. Todavía esperaba visitas. Tenía mal aspecto, pero no lo suficiente para que no le diera tiempo a cambiarse. Es más, salió personalmente a despedirme a la puerta. Era muy meticuloso con la ropa, y voluntariamente nunca se hubiese quedado dormido con ella puesta.

– ¿Se le practicó la autopsia?

– No. El médico que le trataba dijo que no hacía falta. Padecía, no sé si lo sabe, inspector, cáncer de páncreas. No obstante, también el doctor calificó el fallecimiento de prematuro. Quizás había acelerado el final algún disgusto.

– ¿Se le pasó por la cabeza en algún momento que se hubiera suicidado?

– Si le soy sincero sí, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, aunque ese acto no casa bien con su forma de pensar. Era católico y ejercía.

– Perdone que le interrumpa, pero me gustaría saber qué decía esa dedicatoria. ¡Lola me ha contado lo de la pluma, pero ha omitido el resto!

– ¿Cómo? ¿Es que ha hablado con ella? ¡Como abogado debería habérselo impedido! ¿Ha grabado las conversaciones? ¿Ha firmado una declaración?

– Ella ha aceptado. Es por su bien, créame. ¡Por favor, temo que pueda pasar algo más! Hábleme del libro.

– De acuerdo, pero antes una matización: Lola no ha podido hablarle de ese libro porque aún no lo ha visto, está en mi poder. Debería habérselo entregado hoy durante la lectura del testamento.

– Entiendo… ¿Es un manual jurídico?

– ¡Ah, no! Es una novela de Conan Doyle.

– Seguro que es esa novela que tanto les gustaba a los dos: la que narra las andanzas de Sherlock Holmes -añadió Dolores.

– ¿Una novela? ¿Le hizo ir a su casa para hablarle de una novela y de una pluma?

– Sí, pero ni la pluma ni la novela eran normales. Esta última es una magnífica edición…

– ¡Tonterías!

Fue tal la fuerza que el inspector impuso a la expresión que sus interlocutores se quedaron petrificados.

– ¿Leyó la dedicatoria, Gonzalo? -preguntó con igual pujanza.

– En realidad no, pero Niccola me hizo anotarla en su casa, para que no me olvidara de recordar a Lola que lo importante era la dedicatoria.

– ¿Y la recuerda?

– Déjeme comprobarlo, inspector. Lo anoté en mi agenda.

El inspector Iturri hubiera esperado que el abogado sacara de su bolsillo una impecable libreta de piel y hubiera empezado a pasar hojas hasta alcanzar la buscada. Sin embargo, para su sorpresa, utilizaba una agenda electrónica. Tomó el lápiz óptico y pinchó tres veces la pantalla. Con cara de satisfacción continuó:

– ¡Aquí está! Sí, en efecto. «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros.»

Los tres permanecieron unos minutos en silencio.

– ¿Alguno de ustedes sabe qué significa ese mensaje?

– Yo no -negó Gonzalo-. ¿Y tú, Dolores?

– Tampoco. Pero seguro que Lola lo sabrá. Ella y Niccola siempre andaban jugando a detectives.

De inmediato Iturri se levantó.

– Discúlpenme. Voy a preguntárselo.

– ¡Nosotros también! -dijeron Dolores y Gonzalo al unísono.

– ¡Ah, no! ¡No pueden entrar, el juez no lo permite!

– También usted conoce que las pruebas ilícitas son ineficaces, y es manifiesto que hace lo que le dicta su instinto.

– ¡Iremos de todas maneras! -respondió Dolores decidida.

– Haremos una cosa. Les dejaré pasar un momento, pero antes vaya a su despacho y traiga ese libro.

– De acuerdo, nos vemos en el hospital -aceptó Gonzalo.

Vermissa tenía 61 miembros

Aunque la mañana había nacido soleada, pronto una fea nube matizó el azul del cielo con su manto gris. Sin embargo, cosa extraordinaria dadas las circunstancias externas e internas, yo estaba animada; casi contenta. El humor que rebosaba la nota que Jaime me había enviado a través de sor Rosario indicaba que, pese a los terribles pensamientos que suponía habrían de invadirle aislado en la celda de una inhóspita cárcel, con su mujer acusada de asesinato, su ánimo no se había derrumbado.

Comí con alegría. Salvo los vasos de leche tibia que acompañaban a las pastillas, no había probado un bocado decente desde el último desayuno en el hotel La Perla. Estaba hambrienta. Bajo la tapa de plástico había verdura, una enorme y dorada manzana asada y carne -no recuerdo exactamente cuál-. Lo que sí que recuerdo fue la decepción que sufrí a la primera cucharada: no tenía sal.

Pese a la falta de sabor, devoré aquellas viandas por completo, incluyendo las migas de pan y la dulce y crujiente monda de la manzana. En realidad, hubiera comido cualquier cosa que me hubieran puesto, salvo caracoles, naturalmente. Las fuerzas me volvieron de inmediato, y junto a ellas llegó un profundo sopor. Pero Juan Iturri entró en la habitación dispuesto a despertarme de nuevo.

– ¡Inspector! ¡Su tesón podría considerarse enfermizo! ¡Supuse que era tenaz, pero no me imaginé que tanto! Acabo de terminar de grabar la cinta. ¡Está ahí, a los pies de la cama!

Sin preámbulos, el inspector Iturri me preguntó:

– Lola, ¿sabe quién es Vermissa?

– ¿Vermissa?… Sí, lo sé. Sin embargo, sería más correcto decir dónde o qué.

– ¡Caramba, confieso que no me esperaba esa respuesta!

– Pues siento defraudarle, pero Vermissa no es exactamente una persona.

– Y entonces, ¿por qué ese mensaje?

– ¿Qué mensaje? No sé de qué me habla.

– Es cierto, usted no ha llegado a ver el libro. Verá, ese volumen antiguo que le legó don Niccola, y que debería haber recibido hoy en la lectura del testamento, tenía una dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros».

– ¿Cómo lo sabe?

– Eso no importa, lo trascendental es el mensaje.

– Disculpe, inspector, sí importa. -le interrumpí contrariada-. ¡Soy yo la que está esposada! Para usted soy un caso pendiente de resolución, pero son mi vida y la de mi esposo las que están en juego. Si ha llegado la hora de la verdad, usted también tendrá que colaborar. Dígame, ¿cómo se ha enterado de la dedicatoria? ¿Qué importancia tiene ese juego de palabras del profesor Mocciaro?

– He estado con su madre y con don Gonzalo. Han ido al despacho en busca de esa obra. Cuando lleguen, me avisarán. Ha sido el abogado el que me ha contado el mensaje postumo de don Niccola, aunque ninguno de nosotros sabemos qué significa.

– En realidad no significa nada, inspector. No es más que un escenario de uno de los casos de Sherlock Holmes: concretamente de El valle del terror.

– ¿Y por qué habría de enviarle ese mensaje tan estúpido en una dedicatoria? Don Niccola Mocciaro se tomó muchas precauciones para hacérselo llegar. Obligó a don Gonzalo a anotarlo delante de él. Además, no quiso que se le entregara el libro junto a la pluma, sino en su visita obligada a Pamplona. -De improvisó una extraña luz iluminó el rostro del inspector y un murmullo de asombro se escapó de sus labios-. ¡Qué estúpido he sido! ¡Es posible que, si buscamos en el libro que don Niccola le envió a usted, encontremos alguna anotación! ¡Sí! ¡Es muy posible! ¡Voy a enterarme de sí han llegado! Usted recuerde lo que pueda sobre Vermissa.

Mientras Iturri empleaba su móvil, yo rememoré el caso de Sherlock Holmes, y luego se lo conté pacientemente al inspector, aunque él no me prestaba excesiva atención.

– Pues verá, el caso de El valle del terror, que es donde se cita el nombre de Vermissa, narra las historias de una sociedad secreta norteamericana… Supongo que don Niccola me quería decir que tuviese cuidado, porque las cosas no son lo que parecen. No sé, en este momento no se me ocurre otra explicación. Lo único raro de ese mensaje es que, en realidad, la novela habla de sesenta miembros, no de sesenta y uno.

– Estoy seguro de que hay algo más. ¡A ver si traen de una vez ese puñetero libro! -Iturri tomó su teléfono móvil y preguntó, chillando, si no habían llegado aún. Cuando recibió la respuesta, se le alegró la cara-. ¡Ya suben! ¡Veremos de inmediato si hay algo escrito en ese capítulo!

Llamaron a la puerta, se me desbocó el corazón de nuevo. El abrazo fue denso, apretado, colmado de sentimientos, pero silencioso. Curiosamente, ni mamá ni yo lloramos. Gonzalo Eregui y Juan Iturri se mantuvieron en un respetuoso segundo plano, aunque a este último se le agotó pronto la paciencia.

– Por favor, señoras, tenemos que resolver este galimatías. Debemos sosegarnos y repasar el libro. El tiempo apremia.

– ¡Conozco este libro! -les dije-. ¡Es magnífico, y vale un dineral! Verá, don Niccola había ido reuniendo primeras ediciones de cada uno de los relatos de Conan Doyle. Este escritor no empezó escribiendo libros. Por el contrario, publicaba sus relatos por entregas en sendos magazines: Lippincott's Magazine, Strand Magazine, Collier s Weekly, etc. Lo hizo desde finales del siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. Tras su éxito, empezaron a hacerse ediciones completas, que son las que posee todo el mundo. No obstante, don Niccola se hizo con los ejemplares originales de esas revistas. Cuando tuvo todos los números, los encuadernó en piel… Sí, aquí está la dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros»…

– ¡Busque el caso de El valle del terror! ¡Quizás haya alguna anotación!

– Sí, ahora mismo lo busco.

Repasé la larga y emocionante prosa tres veces, pero para enojo de todos nosotros, especialmente de Iturri, fue perder el tiempo. El libro no parecía contener más secretos que los escritos por Conan Doyle. Mientras iba avanzando el reloj y las posibilidades se reducían, la inicial euforia del inspector se esfumó. Como por ensalmo, sin solución de continuidad, como la niebla en la atardecida, le asaltó el mal humor.

– ¿Qué es lo que ocurre, inspector? -pregunté preocupada.

– No se inquiete, no habrá pruebas concluyentes contra usted o su marido.

– En eso tiene razón -aseguró Gonzalo que, junto a mi madre, se mantenía voluntariamente en un segundo plano.

– ¡Esto no tiene lógica alguna! -protesté con desesperación-. Si se insiste en que Alejandro ha sido asesinado, ha de haber alguien que haya cometido el crimen. Y si no lo encontramos, tanto Jaime como yo estaremos siempre en entredicho.

– Salvo que la acusación sea probada más allá de una duda razonable, tanto usted como su esposo quedarán libres -informó asépticamente el inspector Iturri-. Debería usted saber, si es jurista, que en España se aplica el principio de in dubio pro reo.

– Conozco sobradamente la ley, pero aquí no hablamos de la ley, sino de la vida. Mi esposo, mis hijos, yo, todos habitamos en una sociedad en la que la apariencia es importante. Si los demás creen que soy culpable, terminaré siéndolo efectivamente. Pese a que la justicia me declare inocente por falta de pruebas, o por que aplique el principio de que en la duda, a favor del reo, a sus ojos seré culpable. Si alguna vez llego a alcanzar el grado de catedrático -¡qué insulsa, qué insustancial me parece ahora esa palabra!-, obtendré una cátedra manchada de sangre. No me atreveré a tener discípulos por miedo a que mis problemas les puedan salpicar; me veré obligada a bajar los ojos ante todo el mundo cuando nada he hecho. Mis hijos sufrirán esas iras en abundancia y acrecentadas: los niños suelen ser especialmente crueles. Y Jaime, mi pobre Jaime… Lo siento, soy de lágrima fácil.

»Lo que quería decirle, inspector, es que necesito aclarar los hechos, saber por qué han ocurrido y quién los ha causado. Pero en lo tocante a eso, sólo sé lo que le he dicho ya: que no he sido yo, ni tampoco Jaime, y la más beneficiada, Clara, carece de capacidad para planear un crimen de esta magnitud. Por eso digo que algo se nos escapa. Además, veo en sus ojos que a usted hay algo que tampoco le cuadra.

El inspector Iturri bajó la mirada. No deseaba confesar sus temores o suposiciones, lo cual era comprensible ya que en mí veía una potencial, aunque muy dudosa, implicada. También resultaba obvio que algo le inquietaba y que sentía la necesidad de compartir algún dato, un detalle, quizás un fleco de la investigación conmigo.

El policía se frotó los ojos. Se resistía a hablar. En su interior luchaban la prudencia y su instinto. Finalmente, éste último salió vencedor.

– De acuerdo. Bien.

Nuevamente guardó silencio.

– ¡Santa Madre del Amor Hermoso, inspector! ¡Tratar con usted incrementa la virtud de la paciencia! ¿Va a decir lo que piensa? Es posible que, si comparte sus ideas conmigo, descubra algún detalle. Es posible, a mí me pasa a menudo, que al expresar sus ideas en voz alta se dé cuenta del fallo de razonamiento, si es que existe.

– ¿Sabe cómo los buitres rondan el nuevo cadáver?

– Saberlo no lo sé -confesé-, pero puedo intuirlo.

– Pues así planea sobre mi cabeza la relación de estos hechos con don Niccola Mocciaro.

– ¿Don Niccola? ¿Por qué?

– Intuyo que ha querido decirle algo y hacerlo con urgencia. Me señalaba Gonzalo hace un rato que, aunque era muy cuidadoso con las formas, no se puso el pijama. Murió vestido, antes de lo que nadie preveía. Por otro lado, extraña la premura con la que hizo acudir a su albacea a su casa de Madrid. Esa pluma y ese libro antiguos no poseen tanto valor como para un montaje tan cuidadoso. Podía haber dejado el paquete en casa, a su nombre, o haber realizado una simple anotación señalando a quién deseaba legárselo. Pero no lo hizo así. Mandó el libro a encuadernar e hizo que lo enviaran a Pamplona por mensajería…

– ¿Me está usted diciendo que don Niccola intuyó su muerte?

– Sí, creo que tuvo miedo y trató de asegurarse de que el mensaje que quería trasmitir llegase a su destinatario. Supongo que juzgaría que usted iba a ser capaz de descifrarlo.

– Desgraciadamente, no soy tan sagaz como él pensaba.

– ¿Cómo interpreta usted los hechos? ¿En qué está pensando, inspector? -preguntó mi madre, siempre tan práctica.

– Verá, sin contemplar la hipótesis de un comportamiento criminal patológico, hay tres motivos fundamentales por los que una persona mataría a otra: el primero poseer algo que el muerto tiene: dinero, sobre todo, pero también es posible que sea un cargo, una posesión intangible o el mantenimiento de un poder. En ese sentido, según me acaban de comunicar mis investigadores, Alejandro no parecía tener deudas: ni de juego ni por drogas ni con ningún mafioso que deseara cobrar y no lo consiguiera. Las únicas personas que tendrían motivo para matarle serían Lola, que se quedaría con su cátedra, y Clara, que se haría simultáneamente con título y propiedades. Pero ninguna de ellas da el perfil. Por cierto, ¿sabían que la criminalidad en la mujer es aproximadamente un 10% menor que en los hombres? ¡Son buenas ayudantes y mejores inductoras de crímenes, pero nefastas asesinas!

– Pues la verdad es que no lo sabía -confesé-, pero me alegro de tener menos posibilidades de entrar en la cárcel.

– El segundo motivo más frecuente de asesinato es el pasional, pero tampoco parece que sea lo que buscamos. El tercero es el miedo: alguien podría desear silenciar a Alejandro Mocciaro. Eso podría explicar que se exigiese al delincuente que le robara el móvil. ¿Qué podía ocultar Alejandro? Y si en realidad está relacionado, ¿qué podría saber su padre?

– Sherlock Holmes ataría cabos.

– Adelante, Lola.

– Veamos. ¿Cuáles son los hechos que no cuadran? En primer lugar, la premeditación: alguien sabía de antemano que Alejandro iba a estar en Pamplona ese día. Teniendo en cuenta que se había ido a Harvard nada más sacar la oposición, y que planeaba quedarse allí bastante tiempo, ese alguien debía saber que vendría a la lectura del testamento y la fecha en que ésta se llevaría a efecto…

– Eso es cierto -afirmó Iturri-. Gonzalo, ¿quién lo sabía?

– Por mi parte, conocían esta circunstancia mi secretaria y uno de mis pasantes, que son de toda confianza. Por parte de Niccola, sólo un pequeño puñado de amigos íntimos supo de su muerte. Él no quiso que se celebrase ningún funeral público ni que el periódico publicase su necrológica. Respecto al testamento, sólo los directamente interesados, es decir los dos hermanos Mocciaro y Lola, fueron convocados. Les envié un correo lacrado y certificado.

– Yo no se lo he dicho a nadie, que yo recuerde -respondí-. Naturalmente, hablé con varios colegas de su fallecimiento, pero no creo haberle comentado a nadie que me venía a Pamplona salvo, naturalmente, a mi madre y a Jaime. Clara acababa de llegar de un recorrido turístico por Venezuela y Alejandro estaba en Norteamérica. Sin embargo, su asesino lo sabía…

– ¿Dice, Gonzalo, que envió el texto en un sobre certificado y lacrado?

– Así fue, en efecto.

– Lola, ¿no me comentó usted que cuando recibió la carta del despacho Eregui tenía el lacre despegado? Eso puede hacerse empleando vapor.

– Es decir, que alguien pudo manipular mi correo, alguien próximo a mí, que tenía acceso a él… Otro profesor.

– Sí. Alguien, por alguna razón que desconocemos, deseaba seguir el legado del difunto profesor.

– Pero, en ese caso, deberían haber abierto el correo de Clara o de Alejandro, porque para mí fue una sorpresa ser nombrada en ese documento.

– No sabemos el porqué, pero es posible que esa fuera la forma de enterarse de la fecha -sentenció Iturri.

– Sin embargo, inspector, eso no bastaba -repliqué yo-. Quien fuera debía saber, además, que correría el encierro. Una persona extremadamente próxima a él, con quien hablara frecuentemente.

– ¿Por qué? -preguntó Gonzalo-. No sigo el argumento.

– Según creo recordar, decidió que correría al día siguiente durante la cena con el juez Uranga y su esposa. Uranga es un antiguo corredor y nos explicó muchos detalles del encierro. A Alejandro se le encendió el ánimo, y decidió tener sus propias fotos…

– De forma que el asesino tuvo que informarse sobre la marcha: o estaba en aquella mesa o Alejandro se lo comentó después, por ejemplo, con una llamada desde el móvil. Si dispusiésemos del teléfono, podríamos ver las llamadas. Quizás por eso se lo robaron. De la primera hipótesis hemos de excluir al juez Uranga y a su esposa, de manera que quedamos Clara y nosotros. También es posible que alguien nos espiara, pero, con el ruido que había allí, era difícil oír nada.

– Clara nos informó de que, tras la cena, alguien llamó a Alejandro al móvil y cada uno se fue por su cuenta. De manera que es una oportuna explicación a esa sustracción tratar de ocultar las llamadas, aunque, obviamente, hay otras -dijo Iturri.

– ¿Por ejemplo?

– Que su asesino quisiera impedirle que comunicara a alguien que le habían pinchado y se encontraba mal… Siga su razonamiento, por favor.

– Sí, claro. Los datos… Por otro lado, resulta notable que los hechos acontecieran en plenos sanfermines. Es posible que el o los asesinos pensaran que con un muerto en un encierro, con la cantidad de personas que hay en la ciudad, y el número de delitos que mantienen ocupados a policía y jueces, se haría una autopsia simple y que, habida cuenta de los antecedentes de Alejandro con las drogas, no se detectaría la ketamina… Obviamente, no contaban con la profesionalidad del forense… Si unimos ambos cabos, tenemos que el o los asesinos conocían bien a la víctima y probablemente el procedimiento judicial y forense…

– Un inciso, Lola. ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas? Gonzalo dice que él se ofreció a acudir a la capital, a Valladolid o donde fuera para la lectura del testamento.

– En efecto -corroboró él-. Sin embargo, fue Niccola Mocciaro quien insistió en que dicha lectura tuviera lugar en Pamplona y en plenas Fiestas. Fue el profesor quien fijó el día: el 13 de julio.

– Desconocía ese dato, inspector -apunté yo-, pero es extraño: para fijar la fecha debería tener constancia de que ya no estaría entre los vivos. Si llamó a Gonzalo Eregui a finales de mayo, quedaban hasta julio dos meses escasos. Aunque estuviera, como estaba, verdaderamente enfermo, en tan corto espacio de tiempo no podía asegurar que habría fallecido…

– Salvo que planeara suicidarse… o que pensara que alguien iba a acabar con su vida.

– Suicidarse no era su estilo -negué yo-. Supongo que deberían concurrir unas circunstancias terribles para que eso aconteciera.

– He hablado con su médico -insistió Iturri-. Tomaba morfina para el dolor.

– No me estaba refiriendo a ese tipo de coyuntura. Don Niccola era muy duro, no se hubiese quitado la vida por evitarse un dolor físico. Además, hoy la medicina es capaz de volver cualquier sufrimiento soportable.

– Lola, hay otras locuras que pueden incitar al suicidio… Quizás tratara de evitar una gran vergüenza. Como bien sabes, en eso Niccola no era tan duro: le horrorizaba perder su honorabilidad.

– Tienes razón, Gonzalo. Cada vez que su hijo Alejandro hacía una de las suyas, él se marchaba de viaje para que nadie le viera. No obstante, sigo pensando que no era propio de él. Además, el suicidio es un acto desesperado, una persona se quita la vida para no tener que soportar una ignominia cercana, no piensa en suicidarse dos meses más tarde. Si hubiese algo turbio alrededor de la figura del profesor Mocciaro, ya nos habríamos enterado. Así las cosas, no es descabellado pensar que tuviese miedo de que alguien le matara y le impidiera realizar su última voluntad.

– Siento discrepar. Niccola era muy frío, si hubiera decidido suicidarse lo hubiera planeado detenidamente. No creo que, en ese caso, el motivo fuera el dolor físico, pero sí el dolor moral, o, quizás, podría haberse inmolado pensando en el beneficio de un tercero… Ese sí era su estilo.

– En resumidas cuentas, Gonzalo, ¿crees que se suicidó?

– Sí, así es. No hubo signos de violencia, nadie forzó la puerta ni se echó nada en falta. Murió como un señor, vestido y en su salón.

– Pudo ser el mismo cáncer el que le matara -aseveró mamá.

– El médico dijo que lo dudaba. Pero, en fin, sin autopsia es difícil asegurarlo con certeza.

– De acuerdo, podría haberse suicidado… En ese caso, ¿cuál fue el motivo de su suicidio? Dicen ustedes que debería existir un gran quebranto moral o que protegiera a alguien.

– Desgraciadamente, inspector, creo que eso no lo podemos saber.

– No se rinda tan pronto, Gonzalo. Sigamos desarrollando la hipótesis: supongamos que se suicidó, ¿qué tiene eso que ver con que exigiera que el testamento se leyera en Pamplona? ¿Por qué no en Madrid, dónde residía? La única diferencia notable es que Pamplona es una ciudad más pequeña…

– Es cierto -contestó el abogado dándole la razón-. Pamplona… ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas en honor a San Fermín? ¿Por qué durante unos días en que la población de la ciudad alcanza casi el millón de personas? Es difícil encontrar a alguien aquí…

– ¡Claro, inspector! ¡Lo que quería el profesor era que pasáramos desapercibidos! ¡Seríamos una gota en un océano blanco y rojo! Él sabía que estaría muerto, pero temía por Alejandro.

– Seguramente tiene usted razón. La cuestión, sin embargo, es ¿por qué? ¿De qué tenía miedo?

– Vamos a ver si lo he entendido bien -intervino mi madre-: Niccola supuso que alguien podía atentar contra su hijo y le hizo salir del ambiente habitual.

– Bueno, es sólo una hipótesis. Podemos seguir pensando. ¿Por qué alguien querría ver muertos al padre y al hijo? Salvo que se tratara de un asunto de familia, nada tenían en común. Excepto la profesión… ¡Nuevamente la dichosa cátedra! -bramó el inspector.

– ¡Le repito que nadie, ni siquiera yo, mataría por ese motivo! -dije.

– Todavía no sabemos el motivo de su presunto suicido -recordó Gonzalo.

– De acuerdo, volvamos a lo que sabemos con certeza: Vermissa. Dígame, ¿de qué trata esa narración de Sherlock Holmes?

– Se lo he contado antes: relata la historia de un policía infiltrado en una sociedad secreta norteamericana a quien sus miembros…

– ¿Una sociedad secreta? ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿No me explicaba que Vermissa era un escenario?

– Sí, pero en ese relato el nombre identifica también a una logia, la 341 si no recuerdo mal. ¡Parece que estoy leyendo el pasaje: «Vermissa contaba con sesenta miembros…»

– ¿Sesenta?

– Sí, así es, sesenta miembros.

– Sin embargo, el recado que usted recibió del difunto Mocciaro fue que contaba con 61 miembros.

– En efecto, se lo he dicho hace un momento. Creo que no me prestaba atención.

– ¿Qué querría decir con eso el profesor? ¿Por qué 61?

– Quizás porque en esa sociedad hay un miembro más al que la gente no conoce. Alguien que nadie situaría allí. Quizás un infiltrado…

– ¡Él mismo! -chilló emocionado con su triunfo el inspector Iturri.

– ¿Cómo que él mismo? ¿Por qué él mismo?

– Vamos a ver si me he enterado bien. El relato en cuestión narra las andanzas de un policía que se ha infiltrado en una logia. Supongo que será dicho agente el que desenmascarará la trama.

– Lo ha captado perfectamente, aunque, desgraciadamente, en el relato de Sherlock Holmes, el policía es descubierto y ejecutado por los asesinos de la logia… ¡Dios mío! ¡El hombre camuflado, el número 61! ¿Es que don Niccola…?

– Es posible -dijo escuetamente el inspector Iturri, fingiendo una frialdad que no le dominaba.

– Yo no lo creo, ¡murió vestido!

– Disculpe, Gonzalo, pero está usted un poco pesado con lo del traje…

– En absoluto, inspector -replicó mi madre-, creo que Gonzalo tiene toda la razón. Si alguien le hubiera asesinado, le tenían que haber pillado desprevenido, y en ese caso, la mejor manera es en la cama. Además, un enfermo terminal que muere en el lecho con su pijama es mucho más creíble que un hombre que se sienta perfectamente trajeado en el salón de su casa a esperar la muerte.

– Puede que alguien le hubiera forzado a suicidarse: haciéndole chantaje o amenazándole con destapar algún turbio asunto.

– Podría haber tenido usted razón, inspector, salvo por el hecho de que Niccola no los tenía. ¿O tú sabes algo que yo desconozca, Lola?

– No, no sé de ningún asunto turbio en su vida, excepto los de Alejandro.

– Salvo esa posible sociedad secreta.

Permanecí en silencio unos segundos. La mente concentrada, el cuerpo tenso, la mano atada a una fría esposa metálica… Finalmente me rendí a la evidencia:

– Inspector, esto es la realidad. Quizás nos estemos engañando. Hemos dado por supuesto que el motivo del asesinato o del suicido es el miedo: don Niccola tenía miedo por sí mismo y por su hijo. También hemos concluido que quien lo causa es una sociedad secreta. La pregunta es ¿qué hacen Alejandro y don Niccola enredados en una sociedad secreta? ¡Es absurdo! Es más lógico que algún amigo despechado de Alejandro Mocciaro se lo cargase. ¡Le aseguro que frecuentaba gentes horribles! Es más, incluso resulta más plausible la hipótesis de que fuera Clara, ávida de títulos, quien le matara.

– No -respondió tajante-. Si existiese ese amigo despechado, ya habríamos dado con él. Estoy seguro de que hay algo más.

– Suéltelo ya.

– En realidad no lo sé -admitió el inspector-, por ahora.

– ¡Dígamelo!

– De acuerdo. Me preocupa el inspector madrileño. Su actitud nunca fue nítida. Vino demasiado pronto y actuó como si dispusiese a priori de información y conclusiones. Como si alguien dirigiera su comportamiento.

– Creo que se olvida de que fue Clara Mocciaro quien espontáneamente le llamó.

– Lo sé. Según me ha confesado, cuando vio mis zapatos supuso que yo era un inútil… En fin, habré de comprarme calzado nuevo. Pero mi olfato huele algo… ¡Fíese de mí!

– No crea que no me fío, pero de momento tendremos que atenernos a los datos que podemos constatar. Por ejemplo, el envío del famoso libro…

– ¡De acuerdo, bajemos a la realidad! Hábleme del libro, Lola, ¿qué le preocupa?

– Mandó encuadernarlo de nuevo… Eso fue lo que me contó Gonzalo.

– En efecto, a mí me lo envió directamente el encuadernador.

– ¿Por qué reparar un libro tan magnífico? ¡Debe tener algún sentido!

– Quizás estaba estropeado por el uso, quizás la piel…

– ¡No, absolutamente no! No ha transcurrido tiempo suficiente para que se requiriese una restauración. ¿Por qué volver a encuadernarlo? ¡No tiene sentido!

– Salvo que quisiera añadir alguna página. Así se aseguraba de que lo recibiera.

– A primera vista no me ha parecido ver nada extraño… Si lo cotejáramos con otro original…

– ¡Pediré uno de inmediato!

Iturri trató de salir de la habitación, pero al abrir la puerta se topó con un hombre ataviado con ropa hospitalaria que sujetaba una pequeña palangana que contenía una jeringuilla y un algodón con desinfectante. Impaciente, aún con la puerta entreabierta, ya instaba a los presentes a abandonar la sala. Mi madre accedió a regañadientes, aunque prometió no irse muy lejos.

Iturri no protestó. Estaba inquieto, desasosegado. Su mente tejía una idea. Inicialmente había sido una imagen desvaída, casi etérea, pero, poco a poco, aquella inquietud había ido tomando cuerpo. Cuantas más formas adquiría, más se descomponía el humor del inspector.

Los dos hombres y la mujer se dirigieron a la sala de espera contigua, pero finalmente Iturri no pudo más y se separó del grupo. Bajó a trompicones la escalera que daba a la calle, sacó su pipa negruzca y se regaló una generosa cazoleta. El humo le relajó, pero no consiguió atemperar la imagen. Se recordó que eran los hechos, no las corazonadas, las que tenían que gobernar sus actos, pero su mente era completamente canallesca cuando trataba de conseguir algo; era capaz de vender cualquier principio de racionalidad a cambio de su particular plato de lentejas. Además, que cortaran cada poco tiempo su hilo mental, le molestaba sobremanera. Lola MacHor tenía una preclara mente detectivesca, pero se dejaba enredar rápidamente por los sentimientos. Primero su madre, luego el enfermero… Así no había quien pensase. Para atravesar terrenos cenagosos como aquéllos, lo más importante era no pararse.

Chupaba la cachimba con fruición pensando en su inquietud: Rodrigo Robles. ¡Varias veces había sido nombrado durante la investigación! Sacó su pequeña libreta y fue comprobando uno a uno los motivos de las apariciones en escena de aquel individuo. La primera vez que su nombre había sido citado hablaba con Clara Mocciaro del tatuaje que su hermano tenía en la ingle, impreso sobre otro anterior. Ella le había explicado que ese nuevo grabado, en forma de flor de lis, suplantaba a otro más antiguo, una pequeña serpiente, que Alejandro y sus amigos de la facultad de Derecho, entre ellos Rodrigo Robles, se habían hecho tatuar como recuerdo de licenciatura. La primera conexión era simple: Rodrigo Robles y Alejandro Mocciaro eran amigos y colegas de profesión, y se hacían tatuajes. ¿No gustaban las sectas de los símbolos? Quizás ése fuera uno de ellos… Por otro lado, al preguntar a Clara cómo había sabido de su existencia, ella había confesado que, siendo amante de Rodrigo Robles, se lo había visto. De manera que Clara y el tal Rodrigo Robles habían estado fugazmente enredados. Lola MacHor había corroborado la relación entre ambos por ser la esposa de Rodrigo Robles, una de las compañeras de colegio de las que canallescamente Clara se había vengado. También le había informado de que, tras conocerse públicamente ese fugaz contacto sexual, las relaciones entre Clara Mocciaro y Rodrigo Robles se habían roto, y esa desagradable situación había salpicado también a Alejandro. Aquello resultaba, al menos, curioso, pero no indicaba nada de momento. También Lola le había informado de que, en su oposición a cátedra, Alejandro Mocciaro había entregado a última hora sendos sobres al presidente y secretario del tribunal, así como a su padre. Iturri había investigado los nombres de estos últimos y les había llamado para preguntarles qué contenía ese pliego. El primero, un venerable catedrático, dijo recordar vagamente que en aquella carpeta figuraba algún documento legal que no había sido entregado con anterioridad: una partida de nacimiento, o algo por el estilo. Inmediatamente llamó al secretario, Rodrigo Robles. Con lo que Iturri juzgó como azoramiento, aseguró que el citado sobre contenía un curriculum actualizado. Transcurridos apenas tres meses de aquella oposición, era inexplicable que el joven secretario olvidase el contenido exacto, aunque era probable que la falta de coincidencia estribase en que el añoso catedrático tuviese normales lapsos de memoria. No obstante, para estar seguro, pidió que las llamadas de ambos fueran rastreadas. La sorpresa no fue tal; en realidad, lo esperaba. Nada más colgarle, ambos se habían puesto en contacto. Lo que le sorprendió de verdad fue que la llamada había partido del catedrático de más edad. ¿Qué había en aquel sobre que había hecho perder la oposición a Lola MacHor? ¿Tendría algo que ver con la muerte de Niccola Mocciaro o de su hijo, o quizás de las dos? Todas las circunstancias en que Rodrigo Robles aparecía eran muy distintas, pero eran demasiadas coincidencias, y Juan Iturri no creía en ellas. Lo que en realidad pensaba era que la pieza que allí faltaba era el inspector Ruiz. Estaba convencido de que Rodrigo Robles y el inspector Ruiz tenían relación. Clara le había contado que un catedrático amigo de su padre le había presentado a Miguelón Ruiz hacía poco. Si ese catedrático hubiera sido Rodrigo Robles, todo cuadraría: en aquel sobre que Alejandro Mocciaro había entregado, podía estar el motivo de un chantaje o algo por el estilo… El presidente y secretario de ese tribunal podrían querer vengarse de Alejandro y de Lola… No había querido levantar la liebre llamando a Clara, porque ésta podría contarle la conversación a su amigo Miguelón Ruiz. Ahora debía hacerlo. Sin pensarlo más, en un arranque tomó el móvil y marcó.

– Señorita Mocciaro, soy el inspector Iturri. Buenas tardes. Perdone que le moleste con una cosa banal, pero usted me comentó que algún amigo de su padre le había presentado al inspector Miguel Ruiz; y yo… Sí, claro… ¿Agustín Pédrez? Sí, un catedrático de Derecho Procesal. Entiendo… ¿Y tuvo lugar esa presentación hace dos años?… Sólo hace unos meses, tras la muerte de su padre… Claro, sí… Pues nada más, sólo quería aclarar ese pequeño detalle… No, no es importante, es para el informe. Hay que ser muy preciso. Muchas gracias por su ayuda.

«¡Dios santo, me he vuelto a equivocar! ¡Me está fallando el olfato!»

Su teléfono sonó con aires de grandeza metálica.

– ¿Sí? ¿Cómo? ¡Subo de inmediato! ¡Que nadie toque nada!

Cuando el inspector Iturri entró en mi habitación, mi madre y Gonzalo atendían a sor Rosario, a la que habían sentado en el sillón de polipiel de la habitación. Gracias a Dios, aunque estaba magullada, no se había roto ningún hueso, lo que a los noventa y dos años era todo un milagro.

– ¿Qué ha pasado? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Qué ha ocurrido?

– Demasiadas preguntas, joven -respondió la hermana de la Caridad con voz paciente. Iturri se dio cuenta enseguida de su falta de consideración-. Por favor, de una en una.

– De acuerdo, ¿está usted bien?

– Perfectamente. Creo que no me he roto nada. ¿Y usted quién es?

– Disculpe, hermana, soy el inspector Juan Iturri.

– ¡Inspector! ¡Tenía mucho interés en conocerle! ¡Sus hombres hablan maravillas de usted!

– ¿Mis hombres? ¿Y de qué conoce a los hombres de mi brigada?

– ¡Ah! Pues de que alguno ha estado aquí, de guardia en la puerta. Hemos charlado largo y tendido. ¡Majos chicos!

– Disculpe, ¿y usted es…?

– Sor Rosario, así es como me llamo. De soltera tenía apellido, pero lo abandoné cuando ingresé en la orden en el año 1936. Soy hermana de la Caridad, mi comunidad está aquí, en el hospital.

– Encantado, sor Rosario. ¿Me puede decir ahora qué hace en esta habitación y por qué se ha armado este estruendo?

– Pues verá, confieso que estaba esperando a que ustedes salieran para visitar a Lola y comprobar su estado. Al ver al enfermero, he identificado la ocasión. «Hermana, tiene que esperar fuera», me ha dicho. «No me voy a desmayar por ver un pinchazo, joven, después de lo que estos cansados ojos han contemplado entre estas paredes», argumenté, mientras penetraba en la estancia. «Por cierto, majo, no te conozco. Pensaba que ya no se contrataba a nadie. ¿Cómo te llamas, hijo? ¿Qué turno sueles hacer?»

Entonces el chico se ha puesto muy nervioso. Le he instado nuevamente a contestar, y él ha tirado la palangana y, empujándome, ha salido apresuradamente de la habitación. Me he caído al suelo, Lola ha chillado pidiendo ayuda y ha venido su gente. Eso es todo.

– Nosotros estábamos en la sala de espera -explicó Gonzalo-, y al escuchar el ruido de la palangana, salimos en estampía hacia aquí.

– ¿Es decir, que usted no ha reconocido a ese hombre como un miembro del equipo hospitalario?

– Así es, no le conocía ni de vista. Como llevo aquí miles de años, me codeo con todo el mundo, por eso le he preguntado de dónde había salido. Él se ha marchado corriendo, empujándome al pasar. Es como si le hubiera asustado. ¿Por qué alguien se asustaría de una monja de noventa y dos años? En fin, he caído al suelo, junto con la palangana y la jeringuilla que iba a inyectarle a doña Lola.

– ¿Dónde está lo que iba a suministrarle?

– Supongo que en el suelo, si es que no se ha roto -respondí.

– Se ha roto -suspiró sor Rosario-. Voy a buscar alguna gasa para limpiarlo.

– ¡No! ¡Ni se le ocurra! Don Gonzalo, avise al policía que se halla de guardia. Han de tomarse unas muestras.

Tras el proceso de recogida, Iturri se encaró con sor Rosario.

– Hermana, aún no me ha explicado por qué ha entrado en esta habitación. Sabía claramente que las visitas estaban prohibidas.

– ¡Ah! Vengo por el auxilio espiritual.

– ¡Ya! ¡Y yo por el café! ¡Vaya incomunicación! ¡Si se entera el juez!

En poco más de una hora, el laboratorio confirmó que nuevamente el clorhidrato de ketamina había hecho aparición. Nada pudo averiguarse del hombre que se había disfrazado de enfermero. En el corto periodo que duraron las primeras averiguaciones, sor Rosario se ganó el corazón del inspector hasta el punto de que permitió que permaneciera en la habitación. Es más, cobró su triunfo tan categóricamente que Iturri prometió contribuir con un donativo para la obra social con niños huérfanos que la orden de sor Rosario tenía en algún país sudamericano.

Aunque la tarde iba de retirada, el sol atacaba sin tregua. Las turbulencias de luz y calor impactaban en los rostros de las personas que allí nos congregábamos como golpes de pesados mazos. La concentración de calor y humanidad en las escasos metros de la pieza creaban, además, una agobiante sensación de amontonamiento. Todos permanecíamos en silencio, ni siquiera el inspector Iturri se atrevía a intervenir. La sensación de peligro cercano nos acogotaba. Él y Gonzalo permanecían de pie; mi madre, sentada a los pies de la cama, sujetaba cariñosamente mi mano. Sor Rosario, aún dolorida, seguía sentada en el feo sillón de polipiel.

Finalmente, Iturri decidió hablar:

– Bien, señores. Tenemos un crimen, quizás dos, y un intento de agresión -sentenció-; y por lo que veo, un curioso equipo de sabuesos -concluyó mirando en derredor-. Está claro que alguien tiene miedo de usted, Lola. En eso nos habíamos equivocado. Es probable que don Niccola quisiera protegerla a usted en vez de a Alejandro, o quizás a los dos simultáneamente.

– Lo sé, pero, por más que lo pienso, no logró adivinar qué conozco que no debiera. En realidad, le he contado todo lo que sé.

– Veamos, queridos amigos, creemos que con el libro y la dedicatoria Niccola quiso transmitirnos un mensaje, avisarnos de que algo como esto podría ocurrir. Quiso protegeros a su hijo y a ti, y quizás su potencial suicidio tiene algo que ver con eso, ¿no es así?

– Sí, Gonzalo -contesté-, es lo que creemos.

– Por otro lado-siguió el inspector-, intuimos que tiene que ver con la famosa oposición y con el contenido del sobre que Alejandro entregó. Secretario y presidente del tribunal no se ponen de acuerdo, y además se llaman urgentemente entre ellos cuando yo investigo. Si eso es cierto, al llamarles y decirles que investigo el asesinato y que doña Lola MacHor está detenida, he abierto la caja de Pandora: ahora piensan que usted también conoce el contenido del sobre.

A mi madre se le escapó una exclamación ahogada.

– No tema, doña Dolores, estamos sobre aviso, no va a pasarle nada a su hija.

– Gracias, inspector Iturri. Se lo agradezco.

– Bien -continuó-, ¿qué cabo nos queda por estudiar?: el libro. Estamos esperando a que traigan una copia del texto para poder compararlo.

– Muy bien, pero mientras tanto podríamos seguir cavilando -insistió Gonzalo-. Creo que hemos comprendido todo lo que ha dicho, sin embargo, en su exposición ha olvidado la posible injerencia de una extraña sociedad secreta, inspector. Al fin y al cabo, la parte central del mensaje de Niccola aludía a Vermissa, una sociedad secreta.

Mi madre protestó de inmediato, ella es tremendamente realista.

– Si es que una sociedad se ha entrometido. Siento ser tan escéptica, pero no ocurre más que en las películas. La gente normal no se va enredando en ese tipo de cosas.

– La gente normal no, mamá, pero no a todo el mundo puede aplicársele el calificativo.

– ¡Cuántas sorpresas nos llevaríamos si conociéramos a fondo la verdad acerca de las personas! ¿No es así, inspector? -sentenció Gonzalo-. Supongo que también usted en el desarrollo de su labor, como yo en el despacho, verá el lado oscuro del alma.

– Es cierto, pero creo que prefiero agarrarme a algo más plausible. Es posible que don Niccola no emplease ese nombre por la secta, sino para indicar la página escondida en la nueva encuademación, o algo por el estilo. ¿Qué estará haciendo el agente Galbis que no encuentra una copia para poder comparar los textos?

– Paciencia, estamos en fiestas, todo está cerrado.

El agente Galbis había conseguido localizar al encargado jefe de las bibliotecas de la universidad de Navarra. Le había arrancado de un desfile de gigantes y cabezudos y llevado hasta su puesto de trabajo. Las autoridades de la universidad habían accedido a que se abriese el recinto -cerrado durante la Fiesta- y a que se empleasen sus fondos. Galbis sabía que, de encontrarlo en algún sitio, el libro en cuestión estaría allí.

El edificio estaba sumido en un inquietante silencio. Hileras e hileras de estanterías se apiñaban en sus cinco plantas. Conforme andaba, los resortes escondidos distinguían la presión y encendían sendas luces con el ánimo de permitir escoger fácilmente el libro buscado. Pese a aquella forzada claridad, las 2.500 mesas blancas conformaban un paisaje espectral. De entre los 800.000 volúmenes con que contaba la biblioteca, cinco respondían a las características que Lola había especificado: contenido, idioma y año de edición. El agente firmó el correspondiente recibo y se los llevó todos, por sí acaso. En poco más de diez minutos, había abandonado el campus de la universidad y entraba en el Hospital de Navarra con las memorias de Sherlock Holmes bajo el brazo.

– ¡Gracias a Dios! ¡Cuánto ha tardado!

El pelo cortado a cepillo del agente Galbis pareció erizarse en protesta por aquella injusticia, pero no dijo nada. Entregó los libros y salió.

– Lola, aquí tiene lo que ha pedido: su ejemplar, y otros cinco vírgenes. Tómese el tiempo que necesite, pero localice qué quiso decirle don Niccola.

– Ahora sí que necesito que me suelte, inspector. Con una sola mano es difícil trabajar.

– Por supuesto. No se inquiete por su seguridad, Galbis se quedará de guardia. Yo voy a charlar con el juez Uranga, aunque ya no lleve el caso. Me entiendo bien con él. Y tiene buena cabeza…

– Por cierto, inspector, con la interrupción del enfermero asesino no terminó de explicarme sus cavilaciones sobre el inspector Ruiz.

– Mejor no haberlo hecho, eran suposiciones fallidas.

– Me gustaría que me las contara de todas maneras.

– Era un presentimiento, nada más, acerca de un nombre que había salido varias veces en la investigación: Rodrigo Robles. Era amigo de Alejandro, amante de Clara y secretario en el tribunal de su oposición. Le llamé preguntándole por el contenido del famoso sobre y me mintió.

– ¿Sabe qué contenía?

– En realidad no, pero las versiones del presidente y del secretario no concuerdan… Pensé que Rodrigo Robles era el catedrático que podía haberle presentado a Clara Mocciaro al inspector Ruiz. Sin embargo, la llamé para preguntárselo y me dijo que no, que había sido un tal Agustín no sé cuántos… Si esa conexión entre Robles y el inspector Ruiz se hubiera probado…

– No sería Agustín Pédrez, ¿verdad?

– Sí, en efecto, ése era el nombre.

– Entonces es como si se lo hubiera presentado Rodrigo: son amigos inseparables desde pequeños.

– Es decir, que en definitiva yo tenía razón -exclamó satisfecho-: tengo que investigar al inspector Ruiz, pero necesito una orden judicial. Usted siga con el libro, llámeme si descubre algo. Yo voy a buscar al juez Uranga.

Con la alegría de poder emplear ambas manos, me enfrasqué de inmediato en la labor, mamá y Gonzalo esperaron en silencio, adormilados por el cansancio y el calor. Sor Rosario había vuelto a su Comunidad un rato, pero pronto retornó con una reliquia de algún santo. Se sentó en el sillón de polipiel y se puso a rezar en voz baja mientras pasaba las cuentas del rosario.

Examiné hoja tras hoja. El trabajo era lento, casi tedioso. Tras dos horas de esfuerzo, nada había conseguido.

– ¡Se nos escapa algo!

– ¿Qué dices Lolilla? -Mamá se incorporó. Como Gonzalo, se había quedado adormilada, envueltos en el letargo vespertino.

– Perdona que te haya despertado. Sólo me quejaba en voz alta de mi falta de competencia. Hay algo que se me escapa.

– ¿Por qué página vas?

– Por la 445. Sin embargo, creo que estoy perdiendo el tiempo. El profesor era mucho más simple que todo esto. Debe de estar a la vista. ¿Qué es lo que sé? Únicamente que Vermissa tiene 60 miembros y él ha escrito 61.

– ¡Por tanto hay uno de diferencia!

– Sí, pero ¿qué significa ese 61? ¡He probado un montón de combinaciones, pero no me han llevado a ningún sitio! En fin, ya me queda poco, cuando vuelva el inspector Iturri lo habré acabado… y seguiremos como al principio…

– ¡No te desanimes, mujer, lo encontrarás! ¡Ha tenido que incluir alguna página!

No fue así, cuando terminé de examinar la bella obra no había encontrado nada extraño. Iturri no tardó en venir. Cuando le comuniqué los resultados, su cara era un poema.

Hablábamos en voz baja porque sor Rosario se había quedado dormida. No era extraño, soportando aquel calor. Por aquella rendija que llamaban ventana, el aire se renovaba a duras penas.

– ¿Y ahora, qué?

– Confieso que no lo sé. La investigación sobre el inspector Ruiz será difícil de llevar a cabo y hemos agotado el resto de las opciones.

– Todas menos la sociedad secreta -intervino Gonzalo-. ¿Vamos a olvidarnos de esa opción?

– No podemos dejar nada de lado, pero me llevará algún tiempo obtener datos sobre ese punto -exclamó Iturri escéptico.

– Gonzalo -intervino mi realista madre-, a mí también me parece que el tema de la secta suena a fantasioso, a explicación estúpida…

– Siento llevarte la contraria, querida, pero las estimaciones dicen que en la actualidad operan en España cerca de doscientas sectas o sociedades secretas que implican a miles de personas.

– ¿Tantas? ¡Pero eso es imposible! España es un país moderno.

– Estás equivocada, Dolores, es precisamente en las sociedades modernas donde proliferan.

– Pues confieso que no lo entiendo. ¿Para qué crear sociedades secretas en una democracia? Aquí cada uno puede opinar, asociarse o reunirse con quien quiera.

– No soy un experto. Conozco los datos porque mi despacho ha llevado el caso de una joven retenida por una secta. Pero puedo decirte que en la medida en que se decreta la muerte de Dios, toman su posición las hermandades, sociedades secretas, asociaciones diabólicas… Resulta comprensible: los hombres necesitamos creer que hay algo más y formular hipótesis acerca de nuestro destino. Despreciando lo auténtico, los substitutos emergen como las setas, tratando de ofrecer el mismo servicio, las mismas respuestas a esos deseos de inmortalidad que nos corroen.

– Yo pensaba -expuso mi madre tozuda-, que Dios había sido suplantado por el dinero, el confort, el éxito…

– Y pensabas bien. Pero el dinero, el éxito, el confort son aperitivos. Antes o después, llegan las grandes preguntas. Y allí están las sociedades secretas, con su falsa sapiencia, sus ropajes, mitos, rituales, solidaridades y leyendas bajo la luna…

– Disculpa, Gonzalo -me atreví a intervenir-, pero estas personas de las que hablamos: Alejandro, el profesor Mocciaro, el inspector Ruiz, etc., no son pobres ignorantes, son personas cultas, conocedoras de los entresijos de una ciencia. ¡No andarían por ahí matando gallos o jugando con sangre de animales! ¡Válgame Dios, ambos Mocciaro eran catedráticos!

– Pues ésa era nuestra última opción -dijo Gonzalo.

El silencio volvió a preñarlo todo unos instantes. Comencé a morderme convulsivamente las uñas, empezando por el esmalte que las adornaba. Iturri se quitó las gafas y se frotó los ojos. El caso parecía entrar en un callejón sin salida.

– ¿Es posible que exista una sociedad secreta así? -exclamó, por fin, mi madre.

– Creo que éste no es el punto de vista correcto. Es posible que exista -argumenté-. Lo que yo no puedo creer es que, existiendo, don Niccola tuviera parte en ella. Es imposible…

– Puede -argumentó Gonzalo- que no tuviera que ver directamente con ella, sino que se enterara de su existencia y los miembros de esa logia temieran que les delatara. Si eran catedráticos, les conocería…

– Siento decirles que se equivocan -sentenció Iturri, que de improviso se puso en pie-, él era miembro de esa secta.

– ¿Cómo puede afirmar eso tan categóricamente?

– Es fácil, en primer lugar, porque Vermissa tenía 61 miembros, no 60. Su maestro era el miembro que usted nunca hubiera adivinado. En segundo lugar, y éste es el punto crucial, porque en la famosa oposición a él también le repartieron el sobre. Es ese sobre el que le une al grupo.

Sus argumentos eran de peso, pero yo me resistía.

– ¿Y cómo explica el asesinato de Alejandro o que él se suicidara?

– Eso no lo sé, pero intuyo que el secretario de ese tribunal, Rodrigo Robles, podrá decírnoslo. El sobre contenía una información tan valiosa como para asesinar por ella.

– ¿Y si Rodrigo Robles no habla?-pregunté.

– Me temo que, entonces, será el suyo un nuevo caso sin resolver.

– ¡No, no me lo creo! ¡Don Niccola era bueno! ¡Era mi maestro, le quería como a un padre, como al bueno de papá! ¿Te acuerdas, mamá, de lo bueno que era?

Me abracé al libro llorando, abrí aquellas tapas de piel repujada en oro y las acaricié como hubiera querido hacer con el rostro de mi maestro, aunque las buenas formas siempre me lo habían impedido. Fue entonces cuando noté el bulto.

– ¡Inspector! ¡Venga aquí! ¡Palpe, hay algo escondido dentro de la cubierta!

– ¡Es cierto, voy por algo para extraerlo!

– ¿Lo va a cortar?

– Siento destrozar el ejemplar, pero necesitamos saber qué nos dice don Niccola.

Un bisturí seccionó la membrana que envolvía aquella obra de arte del mismo modo que lo que ocultaba amputó la mitad de mi alma. En el doloroso peregrinaje hacia la verdad, aquellas cuatro hojas, escritas de puño y letra por Niccola Mocciaro, crearon en mí un vacío inmenso, mezclado con un sentimiento de extrema repugnancia.

Sé que todos creemos tener derecho a juzgar a los demás, especialmente cuando se equivocan. Pero en realidad no somos quien para juzgar a nadie. Me voy a limitar a transcribir lo que aquellos folios, saqueados por la roja pluma Parker duofold, idéntica a la empleada por Conan Doyle, vomitaron sobre nosotros.

«Querida Lola, mi muy querida Lola:

»¡Hubiera dado todo lo que poseo por abrazarte antes de partir definitivamente! No creas que desprecié tu invitación, ¡se me escapaba el alma tras de ti y tu familia! Con gusto infinito hubiera pasado mis últimos días junto a Jaime y tus hijos, y sobre todo, junto a ti, mi muy querida niña. Sin embargo, era imposible. Si ellos me hubieran visto acudir a ti, ¿quién sabe lo que hubieran hecho? ¡No sabes lo que he sufrido pensando en que pudieran hacerte daño! Cuando vinieron a verme y me contaron sus planes -sus exigencias, más bien-, supe que debía protegeros. Supongo que, en Harvard, Alejandro estará seguro, al menos durante un tiempo. A ti te he obligado a ir a Pamplona para que nadie te viera con nuestro amigo Sherlock Holmes. Que estés leyendo esta carta es prueba de que acerté.

»Creí que hacía algo bueno, Lola. Sé que te será difícil de creer, sobre todo porque fui yo quien te enseñó a apreciar la justicia. Ahora comprendo que no era más que orgullo, pero cuando vi cómo esos políticos de tres al cuarto empleaban su poder para colocar a los engreídos ineptos en los cargos de responsabilidad, la mente se me nubló. Vinieron a verme proponiéndome un pacto entre caballeros destinado a elegir a los candidatos previamente a las oposiciones. Me pareció que era una buena opción, quizás la única; en otro caso, la ciencia, nuestra amada ciencia, quedaría en las manos de aquellos haraganes ignorantes cuyo único mérito era poseer un carné con siglas. Sabía que debía saltarme un principio inamovible, pero en mi necio orgullo pensé que, por una vez, el fin justificaba los medios. En realidad, no hacía nada ilícito, ni siquiera nada ilegal. Únicamente la Hermandad acordaba un nombre antes de acudir al tribunal. Al principio, el sistema funcionó sin tacha. Estudiábamos curricula, potencialidades, facultades docentes y valía humana de los candidatos. No obstante, poco a poco la elección se fue complicando. Lo que era una asociación en beneficio de la ciencia se convirtió en un cenáculo de intereses personales. No fue demasiado grave, pues sólo dos o tres candidatos fueron beneficiados por ser hijos, nietos o yernos de algún hermano. Sin embargo, pronto entró el dinero en escena y se propuso a candidatos que poseían poderes con los que comerciar. Al mismo tiempo, algunos de los más jóvenes, encabezados por Rodrigo Robles, propusieron adoptar emblemas, vestes y ritos. Sorprendentemente, no desagradó la idea, pero, gracias a mis protestas, se acordó que como único emblema cada uno de los miembros recibiría un anillo con el símbolo de la Hermandad por el que prometía perpetua fidelidad y silencio. El mío estará aún en mi caja fuerte. Con aquel anillo vinieron nuevos males: más ventas de puestos, más socios, menos moral… De ahí a las cenas en las que la confraternidad iba demasiado lejos mediaron pocos meses… Dejé de frecuentar la Hermandad hasta que tú entraste en escena. Cuando firmaste la cátedra, volví a una de las reuniones con el único fin de saber si se te apoyaría. «¡Por supuesto!», contestaron, «pero a cambio debes volver a la vida activa.» Me encontré obligado a acudir a su siguiente cita. Supongo que verme en aquel ambiente calmaba sus escrúpulos, si es que los tenían. ¡No sabes lo que fue ver a Nicanor, a Vitoriano o a Benito en aquella orgía! ¡No sabes lo que representó para mí verme rodeado de señoritas ligeras de ropa! ¡Todo por cuanto había luchado en el mundo se violaba en aquella sala! Arruña se permitió la licencia de golpear a una de aquellas jóvenes contratadas para la ocasión. La paliza fue sádicamente disfrutada mientras todos reían. Corrían el alcohol y el semen, uniéndose a aquella sangre fresca y joven. Fue una pesadilla.

»No volví a asistir a esas reuniones, sin embargo supuse que el mal rato había valido la pena, porque tú serías una buena catedrática… Hasta que Alejandro decidió opositar. No escuchó ninguno de mis argumentos, ni siquiera se molestó en contestarme. Sólo sonreía con un amago cínico, casi satírico. No comprendí su extraña actitud hasta que, tras el segundo ejercicio, me entregó aquel sobre. ¡No se daba cuenta, mi pobre y estúpido hijo, del error que estaba cometiendo!

»Al parecer me dejé la caja de seguridad del despacho abierta. Encontró el listado de miembros que yo, violando todas las promesas, había copiado, quizás para aligerar mi conciencia. Supongo que fue entonces cuando decidió sacar partido. Copió la lista de nombres, hizo varias reproducciones y se las entregó a Rodrigo y a Nicanor, secretario y presidente de tu tribunal. Ambos figuraban en aquella lista.

»Vinieron a verme a casa y me exigieron que acabara con aquella situación. No lo hicieron personalmente, claro. Delegaron el asunto en el engreído Rodrigo Robles, quien, además de ser un mal jurista, carece del más mínimo atisbo de educación. «Ha sido usted muy imprudente confeccionando esa lista. Sabía que poner esa relación por escrito violaba nuestro sagrado acuerdo. Además, se la confió a su hijo.» «Ya le he dicho, joven, que él la robó de mi caja fuerte.» «Como quiera, profesor Mocciaro, pero sea como sea usted ha creado un problema y debe resolverlo.» «¿Cómo? Sé que es una desgracia, pero ¿cómo puedo deshacer lo hecho? No obstante, creo que los hermanos no deben preocuparse: yo le haré entrar en razón.» «No le hará caso, y aunque lo hiciera, un día se pasará con la cocaína y cantará. La Hermandad necesita una respuesta definitiva.» «¿Y eso qué significa?» «Tiene treinta días, profesor Mocciaro. En otro caso, volveré. Créame; no le gustará que lo haga, ni por usted ni por su hijo.» «¡Evitar injusticias como ésta fue nuestro principal motivo!» «Siempre ha sido un ingenuo soñador, ¡un estúpido príncipe italiano! Nosotros buscamos la felicidad, no la justicia. ¡Treinta días, profesor!» «¡Como toque un solo pelo a mi hijo, estúpido ignorante, verá esa lista en la portada de todos los periódicos!» «¡No se atreverá! ¿Está dispuesto a que su nombre sea mancillado? Estoy seguro de que no.» «¡Qué poco me conoce, Robles!»

»Convencí a Alejandro para que se fuera una temporada a Norteamérica y le hice prometer que bajo ningún concepto volvería a Madrid hasta que yo le avisara. Preparé esta carta y su escondite, y ahora me preparo para morir…

»Ayer telefoneó ese presuntuoso jovencito. «Quedan catorce días», me ha dicho. «Creo que mañana le haré una visita… Tiene aún tiempo para pensarlo: es mejor para todos…»

»He llamado de inmediato a Gonzalo Eregui para concluir lo que desde aquella primera visita supe: que ya no hay marcha atrás.

»No creo que Robles se atreva a atentar contra mí en casa. Saben que estoy enfermo y que moriré pronto, por eso supongo que simplemente esperarán. El servicio ha recogido del tinte esta mañana el traje gris de raya pálida que tanto te gusta. Me lo he puesto para escribir esta carta. Lola, sé que si entregas esta carta perderás toda posibilidad de permanecer en el mundo académico. Sé que te pido mucho, pero me consta que lo harás.

»Pide perdón a Jaime, y a tu madre. Siento haberos defraudado. Rezad por mí. Sólo espero la misericordia de Dios.

»Una última cosa, Lola: ¡Ayuda a Clara, si puedes! Yo no he sabido hacerlo, no quiero que acabe en una cuneta llorando. ¡Por favor!

»La lista completa es la siguiente:…»

Antes de empezar a leer aquellos nombres y sus cargos sonó el teléfono.

Caracoles en sus babas

El hielo se derretía rápidamente, pero yo le añadía permanentemente nueva carga al alto vaso de cristal. Cuando me lo acercaba a los labios, sentía cómo un frescor cortante me atravesaba la garganta. Quería que perforara mi cuerpo y enfriara las venas que, dentro de mí, todavía hervían. Mientras oía cómo las risas desbordaban la garganta de Jaime, respiré hondo. Cenábamos en La Perla. El restaurante Otano había mandado unas suculentas viandas y dos camareros. Rafael Moreno estaba al piano, desmigando un bolero que cantaba su esposa Beatriz que, sobre la marcha, cambiaba la letra para hacernos reír; en eso, ella es una artista.

Yo no hablaba. A duras penas habíamos conseguido que el hospital me diera el alta, y había prometido estar quieta y volver al primer síntoma de que algo fallaba. Sonreía por fuera; por dentro, la procesión era de duelo. Era incapaz de digerir aquella historia. Don Niccola… Me escocía sobre todo que me hubiera puesto como excusa sin siquiera consultarme… «¿No hay nada puro en el mundo?», pensé asqueada.

– No hay duda, nadie es perfecto, salvo, quizás, tu marido, que se acerca mucho. Sé de lo que hablo, soy juez y a la vez reo de mí mismo.

Gabriel Uranga me sonreía mientras hablaba. Se había acercado despacio sin que yo me hubiera dado cuenta.

– No puedes dejar que los fantasmas afecten a tu relación con Pamplona. Pasados los momentos de dolor, cuando hayáis asimilado todo este desconcierto, tenéis que volver y disfrutar de esta Fiesta.

– No temas, el dolor no se une a Pamplona, sino a ese hospital, a las esposas metálicas y a los caracoles.

– ¿Caracoles? -preguntó extrañado.

– Volveremos. He prometido al inspector Iturri ver la procesión y el momentico -dije, sin detenerme a explicar mis relaciones con los asquerosos babosos.

– ¡Iturri, qué gran policía! Se lo llevarán pronto de aquí. Sabía a quién encomendaba el caso, no creas que ha sido una sorpresa para mí que resolviera todo con bien y tan pronto.

Beatriz seguía rasgando el ambiente con sus graciosas ocurrencias. Gabriel y yo callamos. En verdad quería sonreír sin falsilla, pero no podía. Don Niccola venía una y otra vez a mi mente, vestido con su elegante traje de Zegna y tocado con su edulcorada pose italiana. No quería juzgarle, pero no podía dejar de hacerlo. «No debió dejarse chantajear, poniéndome a mí como excusa…»

– Estoy desecha, Gabriel -le dije, mientras me frotaba insistentemente la muñeca tratando de arrancarme la imagen de aquella esposa metálica-. Mi idolatrado maestro tenía causas íntimas, secretos inconfesables y patéticos.

– ¿Y eso te extraña?

– Sí.

– ¿Estás segura de cómo habrías obrado tú?

Los hielos se balancearon más de la cuenta en el vaso de cristal y el contenido se derramó.

– No, no estoy segura. En realidad, siempre he sido despiadada juzgando.

– Vente a la carrera judicial, allí podemos curar ese mal.

– Nunca se me hubiera pasado por la cabeza, pero es posible que acepte tu sugerencia.

Sentado ante su amplio escritorio de caoba de una pieza, Rodrigo Robles fingía leer una sentencia. Levantó los ojos. Ante él, en sus sarcófagos de plata, dormían varias fotografías que inmortalizaban sus éxitos: la de su boda con Ana, la hija única del catedrático decano del Derecho Penal en España; la que recordaba la imposición de la medalla del mayor grado académico, y la de su hijo Alvaro, el calco de sus genes, con los ojos verdes tapados por aquellos abundantes cabellos rubios extremadamente lisos.

Volvió a concentrarse en las hojas mecanografiadas que tenía delante. Fuera, un viento avieso y amenazador descomponía, para beneficio de los madrileños, la tórrida tarde. Con creciente enfado, el viento planeaba sobre la capital a toda velocidad. Parecía que, molesto con el mundo, estuviera buscando un blanco certero para taladrarlo con sus truenos y arrasarlo con sus dirigidas bombas de agua. En su tercera pasada, las ráfagas consiguieron secuestrar la luz del atardecer y todo el barrio de Salamanca quedó en tinieblas. Junto con el apagón, llegó la lluvia. Rodrigo Robles no había prestado atención al desapacible tiempo, tenía la cabeza en otro sitio. A ratos había oído, sin percibirlo conscientemente, cómo rachas de viento acosaban la ventana del despacho de su domicilio, una pieza de estilo inglés, confeccionada íntegramente en caoba oscura. No se había movido cuando los estruendos parecían cargar especialmente contra sus contraventanas abiertas. Sin embargo, cuando el cielo regaló un diluvio curvo que mojó las tablas del crujiente suelo, se rompió el hechizo. Se levantó y, tras cerrar el ventanal, vagó ciegamente por la amplia habitación, parándose ante el único espejo que había.

Rodrigo Robles era un hombre alto y moderadamente guapo, con una cierta tendencia al sobrepeso que combatía con largas sesiones de bicicleta estática. Tenía una en su dormitorio y otra, un modelo que permitía pedalear reclinado, en su despacho. Al percibir en el espejo su incipiente curva abdominal, se despojó de la chaqueta, se aflojó la corbata y se recostó en el ingenio mecánico. Le molestaba que el sudor mancillara su carísima ropa, pero ésta era una ocasión especial y pedalear le despejaría el cerebro. Descansando sobre su espalda, comenzó el suave ejercicio. Desde aquella posición se sintió envuelto por las docenas y docenas de libros que llenaban las estanterías. Paseó la vista por aquella selva de papel que lo rodeaba todo. De pronto un lomo granate llamó su atención. Se levantó y acudió en su busca. Lo extrajo de la estantería y lo abrió al azar. Fuera el agua gorgoteaba sobre las jardineras que adornaban la ventana. El ruido le hizo perder por un momento la concentración, pero, enseguida, volvió sus ojos hacia el volumen: el Compendio de Derecho Penal de Niccola Mocciaro.

«!Bye, bye, profesor! ¡Hasta nunca!» Y cerrando el volumen de un golpe, rió estruendosamente.

Todo parecía ir como la seda, y sin embargo, al oír el embate seco de las hojas al juntarse forzadamente, le invadió un extraño desasosiego. De improviso, el sentimiento se hizo tan grande que le llevó de nuevo hacia la bandeja de los licores. Llevaba ya tres güisquis aquella tarde, éste sería el cuarto, y probablemente, no el último.

Cuando la euforia retornó, se olvidó de la bicicleta y se sentó en el sillón de cuero negro del escritorio, repasando mentalmente los hechos. Naturalmente, don Niccola le había recibido con su habitual superioridad de marqués. Era un teórico, un estúpido idealista criado entre algodones. Rodrigo, por el contrario, no había nacido rico. Quinto entre siete hermanos, se había visto obligado a correr tras las oportunidades sin preocuparse de quién o qué quedaba en la cuneta. Sus métodos habían resultado notables; eso había reforzado su idea inicial: lo importante es saber dónde quieres llegar, no cómo vas a alcanzar ese puesto. Había dado amplia cuenta de su talento hasta la fecha y no estaba dispuesto a que los estúpidos Mocciaro le amargaran otra vez la vida.

El tocadiscos reproducía música clásica. A Rodrigo no le gustaba, pero era uno de los precios que debía pagar para permanecer en la high society. Clara Mocciaro había estado a punto de hacerle descender a la clase turista. Sabía que era una manzana envenenada, pero era tan atrayente a la vista como apetecible al tacto y se había dejado llevar. Tras ver aquella foto, parecieron abrirse todos los infiernos, y creyó que perdería simultáneamente vida y trabajo. Su suegro había aprovechado la ocasión. Sin embargo, don Nicanor no sabía con quién se jugaba los cuartos. Él había sucumbido al placer prohibido, pero en las cenas de la Hermandad el viejo tampoco se había comportado precisamente como un santo, y él tenía a buen recaudo las pruebas. Ana se había visto obligada a retirar su petición de divorcio, pero, desde aquel día, nunca había vuelto a tenerla entre sus brazos. Lo curioso es que, pese a haberse tratado de un simple acuerdo mercantil, ahora se daba cuenta de que añoraba su compañía. Soñaba con recorrer su espalda con los dedos y soltar la cinta que anudaba sus rizos abundantes y negros, mientras sorbía la fragancia de su perfume dulzón. Añoraba tener a alguien a quien proteger, alguien con quien compartir los éxitos. Sin embargo, ¡los dichosos Mocciaro!: Alejandro era un extravagante y un imbécil al que habían tolerado lo indecible, pero en aquella ocasión había traspasado los límites de lo razonable. Era obvio que, tras chantajear al mundo, no se podía pretender salir impune. Don Niccola se había negado a tomar medidas contundentes; era un merengue italiano vestido de escrúpulos. Se había limitado a enviar a Alejandro al extranjero con dinero suficiente para que no tuviese que volver. Pero más tarde o más temprano retornaría y trataría de chantajear a la Hermandad. Cuando lo hiciera, le estaría esperando. Había disfrutado con su segunda y definitiva visita al profesor Mocciaro. No había sido difícil obligarle a tragarse su propia muerte. El médico le administraba MST, una suerte de morfina, para combatir el dolor. Con cuatro cápsulas fue suficiente. Pasó un rato absorto, luego perdió la lucidez hablando entrecortadamente sobre Pamplona y su discípula MacHor. Siempre había sospechado que tenían una aventura. Se marchó de allí cuando dejó de respirar. Pensó que, tras el fallecimiento de su padre, Alejandro se vería obligado a volver. No fue así. No hubo funeral ni entierro públicos, ni siquiera una esquela. Pese a todo, esperaba que viniera. Miguelón Ruiz tenía vigilados los aeropuertos, y su presencia no se le hubiera escapado. Estaba claro que su padre le había avisado. Organizar su muerte en los Estados Unidos obligaba a correr riesgos innecesarios. Era mejor esperar a que volviera. Debería de hacerlo para la lectura del testamento… Al pensar en el documento, recordó los últimos minutos de vida de don Niccola y las frases vacilantes sobre los derechos de su Compendio. «¡Lola! ¡Lola MacHor! No podía ser otra», pensó. «Si alguien sabe algo, es ella.» Fue fácil acceder a su correo, aunque despegar el lacre rojo costó más de lo esperado. Sin embargo, el éxito fue completo: leyendo aquella carta todo cuadraba. También resultaba evidente que había que vigilar de cerca a Lola MacHor, no fuera que el profesor Mocciaro le hubiera comunicado algún detalle acerca de la Hermandad.

La vida le sonreía, como si todos los planetas y constelaciones se hubieran puesto de acuerdo para prepararle el terreno. El futuro pasaba por una Pamplona en fiestas. Se burló de buena gana del viejo. Si había pretendido que su hijo se perdiera en la marabunta, lo iba a conseguir: la masa le permitiría hacerle desaparecer sin levantar sospechas… Y la jugada de Lola MacHor había sido magistral: si sabía algo, quedaría totalmente desacreditada al aparecer involucrada en la muerte de Alejandro; si no sabía nada, sólo sería un efecto secundario más. Desde luego el toque de la ketamina había sido maestro. Miguelón Ruiz era algo torpe, pero se había comportado fielmente: la esperanza de poder tiene la facultad de crear sólidas lealtades.

La nave parecía ir en empopada cuando sonó aquel teléfono. El palurdo inspector Iturri había comenzado a indagar, pero estaba convencido de que Miguelón Ruiz sabría neutralizar a un policía de provincias. Había investigado al tipo. Parecía limpio como la patena. «Un iluminado», se dijo. «Eso ocurre por dar formación al pueblo llano: algunos se lo toman tan en serio que acaban intentando proteger a la sociedad. ¿Qué otra cosa se podía esperar de una madre camarera y un padre desconocido?»

Tras esa llamada, había forzado un poco la marcha del destino. Quizás demasiado, pero ahora Lola MacHor, la única capaz de relacionar los hechos, estaría muerta y ellos definitivamente libres. Más tarde se ocuparía de Clara. Deseaba saborear lentamente su venganza. Ahora quería su premio: quería otra vez a Ana y un vicerrectorado. Su suegro no podría negarse.

Ni siquiera levantó la mirada cuando la puerta corredera se abrió. Ana, nerviosa, le instó a concluir la tarea.

– Rodrigo, ha venido papá. Le acompaña el rector. Les he hecho pasar de inmediato al salón. Ambos están cariacontecidos. Han rehusado el café. ¡Muy serio debe de ser cuando papá desdeña un café! Creo que no debes hacerles esperar.

Rodrigo ordenó mecánicamente las fotos, recogió las páginas de la sentencia que leía y, mirando fijamente a su esposa, sonrió. Luego, sin mediar palabra, la siguió por el pasillo.

Permaneció unos segundos en pie ante ellos; la cabeza gacha, los hombros caídos. Había aceptado el riesgo y, por lo que leía en aquellos ojos, había perdido.

– Se han abierto diligencias previas por el asesinato de Alejandro Mocciaro y el intento de asesinato de Lola MacHor en Pamplona -le reprochó su suegro.

– ¿Intento de…? No hay que preocuparse. Un inspector amigo mío es quien se encarga de la investigación. Yo mismo he supervisado las medidas para que todo salga como está previsto.

– Ese inspector amigo tuyo está detenido y ha confesado hasta el lugar donde perdió su virginidad. Ya se ha cursado orden de búsqueda y captura contra ti. No era eso lo que estaba previsto. ¿Quién te ha facultado para tomar este tipo de medidas?

– ¡Alguien tenía que hacerlo! ¡Ninguno de vosotros tenéis lo que hay que tener!

– ¡Idiota incompetente! ¡Eres un ignorante además de un infeliz! ¡Te enviamos para advertir a Niccola Mocciaro! ¡Eso era suficiente!

– ¿Advertir? ¡Ninguna admonición sirve con un drogadicto como Alejandro! ¡Disponía de los nombres de la Hermandad!. ¡Don Niccola no debió confeccionar esa lista! ¡No debió tampoco guardarla en la caja fuerte si sabía que su hijo tenía acceso a ella! ¡Ya visteis qué pasó en la oposición! ¡Nos hizo chantaje! ¡Amenazó con delatarnos! Me he ocupado de don Niccola, me he ocupado de su hijo y de Lola MacHor… -Con risa de triunfo contó-: ¡Ha sido una jugada brillante, genial! Ya no hay que preocuparse de nada.

– Nosotros no, desde luego, pero tú sí.

– No lo entiendo -dijo extrañado.

– ¿Pero es que crees que te escamotearás a la acción de la justicia?

– ¡Por supuesto que sí! -chilló perdiendo los estribos-. ¡Porque si yo caigo, vosotros también caeréis!

– Estás muy equivocado -dijo el rector-. Nadie puede probar absolutamente nada. Para esos puestos contábamos objetivamente con los mejores. Los elegidos tenían los méritos suficientes. Además, la universidad no puede permitirse un proceso así… Todo se tapará. Sin embargo, tú has asesinado dos veces, has mentido, has sobornado…

– ¡Pobre hija mía! Espero que seas un hombre y pienses en tu familia. Sé que por una vez harás lo que sea más honorable. Me consta que tienes un arma. Me he ocupado de que esté cargada.

– ¿Honorable? ¿Tengo que ser honorable? -gritó con rabia.

– Si prefieres ir a la cárcel, allá tú. Serás un buen manjar para los presos.

– ¿Y tu hija, y tus nietos? ¿Y tu reputación?

– Debería haberlo hecho mucho antes. Pero enmendaré ahora mi error. Ya se ha instado el procedimiento de divorcio. En unos meses, ella te habrá olvidado definitivamente. Respecto a mi reputación, has de saber que no puede ser mancillada por un inepto como tú.

Al hilo de la conversación, Rodrigo Robles fue perdiendo su primigenia seguridad. No sabiendo qué hacer, salió corriendo y abandonó la casa.

– Es un imbécil. Lo siento, querido rector. ¿Te apetece ahora ese café?

Sin duda, Juan Iturri formaba parte de clan de la Pamplona de toda la vida. Vivía, así, en el casco más antiguo de la ciudad, en los terrenos sitos dentro de las antiguas murallas, junto a la catedral. Mientras subía a pie por la empedrada y empinada calle que conducía a su domicilio, oyó un repetido murmullo que iba cercando la plaza del Ayuntamiento.

Estaba muy cansado, casi exhausto. Deseaba regresar a casa, dar de comer a su canario y tomar una larga ducha. Sin embargo, miró el reloj, se detuvo y volvió sobre sus pasos. Eran cerca de las 12 de la noche. En la plaza del Ayuntamiento, pamploneses y pamplonesas, jóvenes y menos jóvenes, se daban cita para compartir la tristeza de haber consumido totalmente la Fiesta y también la esperanza de que vendría otra, si Dios así lo quería.

Cuando llegó a los aledaños del recinto, el reloj del Ayuntamiento marcaba el final matemático del día. Al acercarse al Consistorio, Iturri percibió las trovas:

«Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín» -cantaban grandes y chicos, sosteniendo en la mano una vela encendida y levantando los pañuelos. Era la despedida oficial de la Fiesta, la vuelta a la rutina y a la vida sosegada, aunque la noche era aún joven, blanca y roja.

– ¡Pamploneses, pamplonesas! -recordó la alcaldesa desde el balcón-. ¡Ya queda menos para que llegue la fiesta de San Fermín! ¡Os emplazo a todos aquí el próximo 6 de julio, a las doce!

El inspector Iturri se apoyó en uno de los muros de la bella fachada. Se había perdido completamente la Fiesta. «El año que viene, cojo vacaciones en julio», dijo para sí.

EPÍLOGO

Andanadas del cielo

A la mañana siguiente todo había pasado.

La fiesta había terminado… La plaza estaba vacía y tampoco había gente en las calles… Las calles estaban siendo barridas y regadas con una manguera.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XIX

Las viejas campanas iban a dar las ocho. Sin embargo, había una gran quietud. La sólida masa de trotamundos, turistas, vagabundos, peregrinos, ladrones, fanfarrones y jovenzuelos ávidos de riesgo se había disuelto como el azucarillo en el agua. Habían emigrado o aún dormían. Si oían las campanadas del reloj de San Cernin, no hacían caso. Los aparatos de televisión permanecían apagados. Javier Solano había guardado su espléndida voz a buen recaudo. Olía a pan amasado con pena y a café recién llorado. Como todos los 15 de julio, se adueñaba de Pamplona el letargo.

Los adoquines estaban sembrados de todo y de nada. Los barrenderos a duras penas conseguían poner orden en aquel desconcierto. El vallado de madera, retirado por los carpinteros municipales, suspiraba en silencio en su caseta. Por orden de la Autoridad, había sido encerrado hasta el próximo julio.

Al Hemingway de bronce, algún mozo le había anudado otro pañuelico rojo al cuello. Con éste iban seis.

En su anonimato, dos forasteros patean Pamplona disfrutando de la charla ociosa, del agora sin política, de los bazares sin dinero, del vivir sin ser juzgado. No les interesa el resto del mundo, pasean sin destino entre las murallas de la ciudad, absortos, enlazadas sus manos por encima del hombro izquierdo de ella.

– ¿Volveremos algún día? -pregunta Lola a su marido.

– ¡No me digas que te ha picado el gusanillo de la Fiesta!

– Pues no te digo que no. Y eso que no hemos podido ver casi nada. Aun así, la mitad de lo que he visto haría palidecer cualquier otra fiesta.

– Repetiremos, pues. Aunque me temo que los chicos se empeñarán en acompañarnos.

– De acuerdo. Sólo una condición: ninguno corre el encierro, ¿vale?

– ¡Mujer!

– ¡Nada! Los toros, desde la barrera.

– De sombra.

– Eso, de sombra y con bocadillo.

– Ha llamado el inspector Iturri. Han detenido a Rodrigo Robles en un aeropuerto: ha confesado. Parecía que casi lo deseaba, llevaba demasiado tiempo viviendo al filo de la realidad. Previamente habían detenido al inspector Ruiz. ¡Espero que a éste le pongan unas esposas atadas a la cama de por vida! -exclamé.

– No he entendido demasiado qué es lo que ha pasado. Sé que Mocciaro y otros catedráticos crearon una especie de hermandad dedicada a preservar a la ciencia de los indeseables, muchos, por cierto. Se dedicaban a entregar condecoraciones por vía no reglamentaria…

– Parece un argumento de película…

– ¿Y qué pintábamos nosotros en ella?

– No lo sé -mentí-, pero mejor olvidarlo.

– Míralo por el lado bueno: ahora serás catedrático.

– No quiero serlo. Ayer Gabriel me sugirió opositar a la judicatura. Creo que sería un buen juez. ¡Me opondría a las prisiones provisionales sin razonar! ¡Arremetería contra quien quisiese encarcelar a hombres altos, guapos y con ojos azul verdoso!

– Pues no me disgustaría estar casada con una juez. ¿Qué tal es el sueldo?

– No tengo ni idea, pero ya que sacas el tema, he hablado con sor Rosario esta mañana. Le he dicho que pasaríamos a entregarle un donativo para sus niños. Estaba encantada con el fin de esta historia. Como ahora no tiene nada especial que hacer, estaba lavando de nuevo su ropa, por si Dios quería llevársela ya.

– ¿Y dónde anda Clara? ¿Rodeada de gitanos finos? ¿Habrá decidido ir en busca de su media naranja?

– ¿No lo sabes, Jaime?

– No, ¿qué pasa con Clara?

– Nada que interese. No quiero volver a oír ese nombre. Ata de una vez ese pañuelo a la estatua.

He terminado. Supuse que, ante cualquier referencia a los protagonistas de aquellos hechos, sería incapaz de controlar las lágrimas, pero ni siquiera se me han empañado los ojos.

Siempre había detestado las lágrimas, llorar inevitablemente cada vez que alguien afinaba, siquiera levemente, las cuerdas de alguno de mis sentimientos. Ahora me gustaría poder echar mano de ese arma y ablandar mi carácter. No he sido consciente de la bondad de las lágrimas hasta que he dejado de llorar.

Escribiendo estas páginas casi sin respirar, he vuelto a sentir esa sensación de que me habían extirpado la inocencia, la desesperación porque el enemigo es grande y yo pequeña y torpe. La investigación de los delitos sigue: sólo Miguelón Ruiz y Rodrigo Robles figuran como implicados.

Tengo por cierto que la muerte de Niccola Mocciaro fue en vano, pero la pueril emoción que siento al notar a esta criatura pataleando en mi piel me reconforta. Cuando nazca, volveré a aprender de su rostro la inocencia, volveré a mamar la paz y la alegría de lo puro, de los sin mácula y de la mayor propiedad que haya tenido nunca: mi familia, una familia de Pamplona.

De momento, subiré el volumen. Va a comenzar el encierro y corren miuras.

Reyes Calderón Cuadrado

Reyes Calderón, nació en Valladolid, aunque se siente pamplonesa de toda la vida. Es doctora en Economía y en Filosofía, es profesora y vicedecana primera de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Navarra. Profesora visitante en la Sorbona y en la Universidad de California, Berkeley.

Desarrolla su labor profesional alrededor del buen gobierno y la anticorrupción. Articulista y conferenciante habitual, es además madre de nueve hijos. Aunque reconoce que la literatura «va ganando tiempo» en sus quehaceres, asegura que no abandonará sus otras responsabilidades, entre ellas la de decana de la Universidad de Navarra, porque necesita «el contacto con la gente», si bien reconoce que «araña» horas al día y que aprovecha la noche, un momento en el que sus personajes la asaltan: «están ahí conmigo en una especie de esquizofrenia».

Es autora de Ego te absolvo, Gritos de independencia, Las lágrimas de Hemingway, Los crímenes del número primo y El expediente Canaima. Estos tres últimos tienen como protagonistas a el inspector Juan Iturri y la juez Lola MacHor que están llamados a ocupar un lugar destacado en la nueva literatura detectivesca.

***