Rychard Lee Byers
Los repudiados
Sword & Sorcery:
(Trilogía del dios muerto, vol.3)
Forbbiden
Traducción: Pablo Rueda Díaz-Urmeneta
PRIMERA PARTE
HollowFaust
1
Lilly sabía que algo no había funcionado bien. El rollo de pergamino de Ópalo debería haberlas transportado instantáneamente. Hollowfaust debería haber aparecido ante ellas en un abrir y cerrar de ojos.
En lugar de eso, las dos mujeres, cansadas y magulladas, con las manos ensangrentadas por la matanza que ambas habían cometido, surcaban a toda velocidad un ilimitado y luminoso espacio. O al menos ésa era la vaga sensación que percibía Lilly. Sin ningún punto de referencia, era imposible estar segura de estar moviéndose realmente.
Tras haber visitado el lugar apenas horas antes, tenía bastante certeza de haber regresado al plano astral. La única diferencia era que en esta ocasión lo estaban visitando con sus cuerpos materiales y no con los espirituales; no arrastraban cordeles de plata desde sus ombligos.
—¿Qué ha ido mal? —preguntó, y justo entonces supo que Ópalo no iba a contestar. Tan desgarbada y huesuda como siempre, con la frente llena de cortes y moratones, la maga parecía estar paralizada, inerte y congelada como una estatua.
—No puede ser —se quejó Lilly. El rollo de pergamino estaba desgarrado, Ópalo ya había advertido que era posible que el conjuro que contenía no funcionara como debía. Poco antes Lilly había estado convencida de que su misión había alcanzado por fin un final victorioso, y ahora le parecía imposible que hubieran quedado sumidas tan irremisiblemente en el desastre.
Extendió su mano con la esperanza de poder hacer abandonar a la maga su aletargamiento, pero entonces dudó, sin acabar de tener claro si aquel esfuerzo fuera a servir para algo. Seguía sumida en la duda cuando sintió un zumbido, un murmullo que rasgaba el silencio.
Lilly miró a un lado y otro hasta distinguir una mota dorada que bajaba como un rayo desde lo alto. En muy poco tiempo, se hinchó hasta adoptar la forma de una criatura semejante a una langosta, con destellos magentas sobre su cáscara metálica. El zumbido procedía de sus alas, que batía tan rápido que a la vista no eran más que una mancha borrosa. Sin puntos de referencia que la pudieran dotar de perspectiva era difícil asegurarlo, pero a Lilly le pareció que la criatura debía de tener el tamaño de un caballo o un buey.
—¡Ópalo! —gritó al tiempo que abofeteaba a su compañera en la cara. La de Wexland no se inmutó. Tenía la vista completamente perdida.
Lilly desenvainó su esbelta espada. No confiaba en su habilidad para la lucha en aquellas condiciones, pero quizá aquella arma encantada ahuyentaría al ser con aspecto de langosta.
Pero no fue así, no estaba de suerte. La bruñida criatura, a un tiempo horrenda y extrañamente bella, flotaba sobre ella, fuera de su alcance. Cada vez más cerca, ahora podía distinguir que verdaderamente era tan grande y amenazadora como en un principio había temido. Sus extremidades delanteras terminaban en unas despiadadas pinzas, unas afiladas mandíbulas rechinaban en sus fauces y un largo aguijón describía una curva desde su abdomen.
Sus ojos, unos globos de color púrpura oscuro que recordaban a unas uvas, la contemplaron durante un momento, y luego una voz resonó en el interior de su cabeza. Aunque era muda, como una sustancia de pensamiento puro, pudo reconocerla como un sonido chirriante semejante al zumbido de las alas de la langosta, una estridencia inhumana que le hacía rechinar los dientes.
Entrégame el cuerno y la cabeza, dijo, y te dejaré pasar.
Lilly conoció por fin las intenciones de la criatura. Era una amarga ironía que, aunque la empresa de Vladawen había resultado un estrepitoso fracaso en todos los aspectos que realmente importaban, sin embargo había arrojado tesoros de inestimable valor. El cuerno de brillo cristalino que Ópalo cargaba bajo su brazo era un depósito de poder arcano. La talla de piedras preciosas que flotaba junto al cadáver del maltrecho elfo asesinado, a los pies de Lilly, era un oráculo capaz de revelar casi cualquier secreto.
A Lilly no le importaban especialmente ninguno de aquellos dos objetos, pero dudaba de la palabra de aquella bestial langosta. Los años de experiencia como asesina a sueldo, y de trato con matones y bravucones por todo Ghelspad, le hacían pensar que una muestra de debilidad suscitaría muy probablemente el ataque de aquella criatura. Tratando de olvidar su horripilante aspecto, empuñó amenazadoramente su espada y gritó:
—¡Lárgate!
Estúpida, dijo la criatura. Una humana no es rival para una langosta demonio. No lo es en cualquier lugar, y menos aún en este reino, donde yo, a diferencia de ti, me encuentro en casa.
—Buscas el cuerno, de modo que imagino que lo conoces. Yo misma di muerte al dragón eslareciano que lo cargaba, de forma que no dudes ni por un momento que podré exterminar a un saltamontes cualquiera.
La langosta demonio extendió sus mandíbulas y aulló. Su alarido se clavó dolorosamente en los oídos de Lilly. La asesina aflojó por un momento la presa sobre la empuñadura de su espada, y el espíritu aprovechó ese instante para arrojarse sobre ella.
Lilly recuperó a tiempo su arma, evitando que se le resbalara. Unas lustrosas pinzas se arrojaron hacia su torso y ella colocó la espada en una parada desesperada. El aguijón de la criatura chorreaba veneno, y su vértice apuntaba hacia el estómago de la asesina, que realizó un barrido con la espada para rechazar también ese segundo ataque. Entonces el bestial insecto pasó a su lado a toda velocidad, alejándose fuera de su alcance sin que le diera tiempo a intentar un contraataque.
No obstante, de haber podido hacerlo, ¿habría podido atravesar su embestida la cáscara de aspecto metálico de la demoníaca criatura? Suspendida en el espacio, sin los pies fijos sobre una superficie, ¿cómo se suponía que iba a poder impulsar los golpes de sus pretendidos ataques?
Como fuera, se dijo a sí misma. Debía encontrar el modo de derrotar a aquel espíritu, porque no le quedaba más remedio.
La criatura revoloteó, describiendo un círculo a la espalda de Lilly. La asesina se agarró a Ópalo y utilizó el cuerpo de la desfallecida maga a modo de apoyo para impulsarse y así hacer frente a la embestida del enemigo.
El demonio langosta desplegó sus mandíbulas. Lilly se hizo a un lado, evitó el mordisco y simultáneamente lanzó una estocada hacia uno de los ojos del espíritu. No consiguió ensartarlo por poco, pero incrustó la hoja en la cabeza de la criatura.
Cuando aún tenía al demonio ensartado, dos de las pinzas apresaron su otro brazo. Con una presión angustiosa, las garras cortaron su armadura de cuero, mientras el impulso que llevaba el espíritu en su vuelo amenazaba con apartar a la asesina de Ópalo. Lilly sabía bien que si el bestial insecto la separaba de su compañera no tendría forma de volver hasta ella. Las almas desnudadas de sus cuerpos viajando por el plano astral podían revolotear de un sitio a otro impulsadas sólo por su voluntad, pero aquellos que, como ella, tenían la desgracia de aparecer allí con su forma corpórea carecían de esa capacidad.
Lilly se aferró a Ópalo y retiró la espada de la herida que acababa de infligir. Acto seguido, la clavó en el vientre del demonio.
Arrastrando consigo pedazos de cuero, las pinzas se contrajeron espasmódicamente, liberando a Lilly. Sin embargo, justo al mismo tiempo, el demonio le lanzó un ataque con su aguijón.
La asesina no tenía tiempo de desincrustar su espada para rechazar la nueva embestida, y describió un giro con su cintura. Pero no fue suficiente. El aguijón le raspó el hombro, rebanando capas de protección hasta acertar en la carne.
Lilly se estremeció sacudida por un dolor frío. Aunque el aguijón no había acertado de pleno como para empalarla, era obvio que el golpe había bastado para administrarle una dosis de veneno.
Forcejeó para alejar el terror de su mente, para sofocar sus temblores y recomponerse. Mientras el espíritu revoloteaba para preparar su siguiente ataque, pensó cual sería la mejor forma de hacerle frente.
Ya había logrado infligirle dos heridas, y cualquiera de ellas hubiera bastado para incapacitar a un oponente terrenal. Sin embargo, estas apenas habían servido para hacer que se tambaleara por unos momentos. Puede que no tuviera órganos vitales, al menos no en el mismo sentido que los animales y las personas. Con todo eso, debía dar cuenta de aquella bestia sin más demora, o sin duda sería esta quien haría lo propio con la asesina. La criatura había hablado en serio al decir que allí era ella quien tenía toda la ventaja.
Durante unos espantosos instantes, la mente se le quedó en blanco. Entonces, justo cuando la langosta demonio se abalanzaba hacia Lilly, ésta tramó un plan que pensó podría servirle para salir de aquella situación.
No obstante, antes debía sortear los ataques del espíritu. Eludió sus batientes mandíbulas y apartó de un golpe un par de pinzas. Otras nuevas zarpas golpearon y erraron. Por fin, con el objetivo al alcance, apuntó. En ese instante sintió los huesos recorridos por otra oleada de frío.
Aullando, logró que la convulsión no la paralizase, apoyándose sólo en su fuerza de voluntad. Entonces lanzó un mandoble dirigido a la mancha borrosa que formaban las alas del demonio al moverse a toda velocidad.
La hoja se abrió paso con dificultad, y finalmente fue rechazada. El espíritu la aguijoneó, dejándole sin aire en los pulmones, pero sin conseguir atravesar su armadura. La langosta volvió a alejarse zumbando, y Lilly la observó mientras intentaba recuperar el aliento.
La criatura describió un alborotado giro, se enderezó y avanzó bamboleante hacia ella. Ahora volaba con uno de sus flancos más elevado que el otro, y el chirriar de sus alas se había hecho irregular.
Lilly sonrió despiadada. Su primera impresión había sido acertada. Ella y Ópalo verdaderamente estaban en movimiento, y ahora que había conseguido deteriorar las alas de aquella criatura, la langosta demonio tenía problemas para seguirles el paso. A pesar de todos sus esfuerzos, se estaba quedando atrás.
La bestia debía de ser consciente de lo que estaba ocurriendo, pues frenaba; Lilly se atrevió a pensar entonces que estaba dándose por vencida. Sin embargo, justo en ese momento, aquel luminoso vacío empezó a batirse y girarse de un modo tan horripilante que Lilly sintió el estómago como si estuviera dando vueltas de campana. Media docena de langostas bestiales tomaron forma en medio de zonas de distorsión del vacío.
De ningún modo iba a poder reducirlas a todas. Aunque Ópalo despertara para ayudarla, aquello no supondría especial diferencia. Lilly asió con fuerza su hoja y tragó saliva desesperada. No tenía demasiado miedo a morir. ¿Por qué debería tenerlo, cuando lo merecía tanto? Lo que lamentaba era no poder haber tenido la oportunidad de decir a Vladawen y a todos los demás a los que había traicionado cuánto lo sentía.
De repente, la brillante vacuidad del plano astral explotó en una profusión de formas y sombras. Su cuerpo cobró peso, y como no tenía las piernas posicionadas para mantener el equilibrio, luchó por incorporarse, se tropezó con el larguirucho y delgado cadáver de Vladawen y cayó.
Levantó la cabeza y miró a su alrededor. El plano astral había dado paso por fin a Hollowfaust, en concreto a la oscura Plaza de los Buhos, con su exuberante fuente. Los demonios langosta se habían desvanecido, evidentemente incapaces o no dispuestos a perseguir a su presa desde un plano de la realidad a otro.
Ópalo contempló con mirada aturdida a Lilly.
—¿Estás bien? —preguntó sin saber por lo que su amiga acababa de pasar. En cierto sentido, el viaje mágico sí que había sido instantáneo para la maga. Aquella paradoja estaba más allá del simple entendimiento de una asesina como ella.
—Pues... —empezó a decir Lilly, sólo para darse cuenta de que no sabía qué contar. Un frío enfermizo la hacía tiritar. Por un momento se imaginó de vuelta a la cueva de los elfos oscuros, agonizando por los efectos del pernicioso aliento del gólem de plomo, y entonces todo se tomó oscuridad.
2
Hollowfaust, la ciudad de los nigromantes, estaba asentada a los pies de un volcán. Los gobernantes de la ciudadela realizaban sus actividades rutinarias en el interior de una enorme fortaleza construida en el interior de la falda de la montaña, A pesar de todos los meses que había pasado en ella como invitada de honor, Lilly nunca había llegado a ver el interior de la fortaleza, y claramente tampoco lo haría aquella noche. Como era costumbre, el Consejo Soberano había optado por recibir a los extranjeros en la plaza ubicada en el exterior de la puerta principal. Entronizados en un estrado iluminado por antorchas, con sus auxiliares y la élite de los Escudos Negros asistiéndolos, los nueve maestros de la corporación la contemplaban con sobriedad.
Su escrutinio le infundió una repentina sensación de mareo. Puede que fuera algún residuo del veneno del demonio langosta, que aún le afectaba a pesar de los esfuerzos del sanador por purgarlo de sus venas. O quizá fuera la vergüenza que sentía.
—Cuéntanos —dijo Baryoi. El gran maestro de los Discípulos del Abismo era un liche, un cadáver viviente. El marchito cráneo que hacía las veces de su semblante no era muy dado a transmitir emociones, pero a Lilly le pareció percibir un atisbo de ternura en el tono de su voz.
—Tuvimos éxito —dijo inmediatamente Ópalo con su voz de contralto, cortante y chillona. Puede que ésa fuera la única forma en la que sobrellevaba contar la historia—. Averiguamos el verdadero nombre de El Que Permanece, aquel que el mundo entero había olvidado. Y que, por cierto, es Jandaveos. Con él, Vladawen obró el ritual que vos mismo y el resto de los nigromantes pusisteis en pie, y funcionó. El dios se alzó de entre los muertos, o al menos estuvo a punto de hacerlo. Entonces todo se fue al traste.
—Se suponía que Vladawen iba a regresar aquí para obrar la magia —dijo Asaru. El Anatomista era un hombre miope, calvo y rechoncho, que hacía aflorar fácilmente el mal genio.
—Pues por lo visto decidió no esperar —dijo el desgarbado aunque bien parecido Uthmar Widowson, jefe bardo de los Dolientes—. Señoras mías, ¿qué es lo que fue mal?
Lilly tomó aliento para continuar la historia, pero una vez más Ópalo se le adelantó.
—Mientras recorríamos el desierto, en la ida —dijo la nativa de Wexland—, nos encontramos con un mago sombrío, un hombre llamado Kolvas, que se unió a nuestra expedición. Resultó estar a las órdenes de otro mago, más poderoso, llamado Dar'Tan. ¿Alguno habéis oído hablar de él?
Los miembros del consejo intercambiaron miradas.
—Según tengo entendido —dijo Baryoi—, un hechicero que respondía a ese nombre conspiró contra los clérigos regentes de la ciudad de Mithril, en la costa este de Ghelspad. No obstante, según creo, los paladines le dieron muerte, o lo expulsaron, hace ya mucho tiempo.
—Kolvas mencionó Mithril —dijo Ópalo—. Debe de tratarse de la misma persona. De cualquier modo, cuando el ritual estaba a punto de finalizar, Kolvas le clavó al elfo un puñal encantado en la espalda.
—No —interrumpió Lilly—, eso no fue lo que pasó.
Ópalo frunció el ceño.
—Bueno, casi exactamente. Lo cierto es que...
—Agradezco que seas tan buena amiga —dijo Lilly—, pero no hace falta que me encubras. Nuestros amigos se merecen conocer la verdad. Yo fui quien asesinó a Vladawen. Kolvas me controlaba a través de un encantamiento, pero fue mi mano la que empuñó fatalmente la hoja.
Durante un instante, todos fijaron la vista en la asesina. Al fin Baryoi tomó la palabra.
—Si actuaste obligada, no tiene sentido culparte.
¿De veras fue así? La magia de la mente no era todopoderosa. La gente a veces lograba resistirse a tales conjuros; entonces, ¿por qué diablos no había logrado ella zafarse de los efectos de ésa en particular? Hubiera dado su vida y su alma por haber podido hacerlo.
—Aún no acabamos de entender las... implicaciones místicas del asesinato —continuó Lilly—, pero lo cierto es que El Que Permanece se desvaneció ante nuestros ojos. Según parece, completará su resurrección antes del final del invierno, pero lo hará siendo un ser diferente al que solía. Será una criatura maligna. No se preocupará por sanar a todos los elfos enfermos de Termana, ni por aceptar en su paraíso a todos los adoradores nativos de Wexland que murieron en su nombre. Empleará su poder para ayudar a que bastardos como este Dar'Tan consigan lo que se proponen.
—Eso es... malo —dijo Uthmar, al que por una vez parecía fallarle su elocuencia de narrador.
—Ya os dije que no debíamos tomar parte en todo eso —dijo entonces Yaeol, sumo sacerdote del dios muerto Nemorga, cuyo semblante de nariz aguileña tenía un aspecto aún más amargado al que acostumbraba.
—Así fue en un principio —dijo Danar. Anciana y frágil, la cabecilla de la Sociedad de los Animadores estaba, como siempre, sentada en su sillón de brazos animados y huesos de manos, con aspecto de jaula—. Pero luego, después que Lord Vladawen y la Dama Lillatu salvaran nuestras vidas, salvaran a la ciudad al completo, os guste o no, otorgasteis vuestro apoyo a su empresa con tanto entusiasmo como todos nosotros. De modo que, con todo el respeto, no discutamos sobre decisiones que ya han sido tomadas. Dediquemos nuestras energías a decidir qué debemos hacer ahora.
Vestido con cueros y sedas negros, con su poderoso torso al desnudo a pesar del gélido aire de la noche, y mostrando así sus cambiantes y rezumantes tatuajes, Malhadra Demos, gran maestro de los Recolectores de Muerte, se rió de forma siniestra.
—Puede que debamos ocuparnos en erigir un santuario a Jandaveos. Si va a regresar como un dios oscuro, quizá otorgue sus favores a los nigromantes. Puede que nos sea más adecuado que El Guardián de la Puerta —dijo dirigiendo una maliciosa sonrisa a Yaeol. El clérigo se enfureció.
—No es ninguna broma —dijo entonces Lilly—. Trabajamos codo con codo en pos de un fin que valía la pena, para sanar algunas de las heridas con las que la Guerra Divina aquejó a este mundo. Los Escudos Negros que enviasteis a seguir a Vladawen a través del desierto dieron sus vidas para hacerlo posible. Sin embargo, ahora parece que podemos haber desatado algo espantoso.
Malhadra se encogió de hombros.
—Me gusta lo espantoso.
—¿Os gusta ser vencido? ¿Qué os tomen por estúpido? Porque eso es lo que Kolvas y Dar'Tan han hecho con la mayoría de nosotros, y os aseguro que os tomaba por un hombre que no permitiría sufrir tal afrenta.
Malhadra frunció el ceño y, lentamente, empezó a sonreír.
—Sabéis bien por dónde hurgar, mi señora. Os felicito.
—Según vuestro juicio —se dirigió Danar a Lilly—, ¿hay algo que podamos hacer para salvar esta situación?
Lilly pensó que el hecho de que un consejo de maestros conjuradores recurriera a ella para resolver un problema místico no era demasiada buena señal, pero recogió el guante tan bien como pudo.
—Vladawen era el sumo sacerdote de Jandaveos, y había establecido con él un vínculo especial. Por eso él era el único que podía hacer regresar al dios de su tumba. Tengo la esperanza de que, si consigue regresar de la muerte, hallará un modo de enderezar las cosas, y por suerte disponemos de los medios para hacer volver a un elfo.
Todas las miradas se dirigieron hacia Yaeol.
—Experimentar con la resucitación de una oscura deidad élfica es una cosa —dijo el clérigo—, pero debes recordar que sirvo al dios de la muerte, y mi credo me impide, como es costumbre en todas nuestras corporaciones, reclamar las almas mortales que han marchado a su reino.
—Prohibir es una palabra algo excesiva —dijo Baryoi—. Podemos decir que ciertamente no es muy corriente...
—¡Se trata de una emergencia! —dijo Ópalo.
—Hollowfaust ha sobrevivido a numerosas crisis desesperadas sin tener que desobedecer abiertamente sus propias tradiciones —dijo Yaeol—. Además, ni siquiera es seguro que Vladawen pudiera encontrar una solución, aunque lo resucitara.
—Disponéis de vuestros adivinos —dijo Lilly mirando a Numadaya. Tan hermosamente lánguida y etérea como siempre, la Dama de los Lectores de Huesos Astillados parecía estar perdida en un ensueño, como si no hubiera atendido ni a una sola palabra de las que se habían pronunciado allí—. Y, además, regresamos del Ukradan con una musa eslareciana. La escultura no nos responderá a ninguno, porque no somos elfos, pero si lo hará ante Vladawen. Ya lo hemos presenciado. De modo que, en cuanto lo alcéis, Maestro Yaeol, dispondremos de los medios para poner remedio a esta situación.
—Todo eso no son más que figuraciones —dijo Asaru con algo de desdén—. Y debo añadir que no he oído mencionar a Belsamez en vuestro razonamiento.
Lilly suspiró.
—Podemos hablar de ella si así lo queréis. Todos sabéis bien que se interesó desde el principio por la misión de Vladawen, y nunca comprendimos qué interés podría tener la diosa del asesinato y la locura en reinstaurar a una deidad luminosa. Ahora podemos suponer que, al igual que Kolvas y Dar'Tan, ansia revivir a su hermano como una retorcida parodia de su antiguo yo, como el compañero más adecuado para ayudarla en sus retorcidos designios.
—Y eso implica —dijo el gordinflón Anatomista— que preferirá que el Matatitanes siga muerto. Si osamos desafiar sus deseos, ¿no nos arriesgaremos a levantar su ira sobre nuestras cabezas?
—Nemorga es vuestro patrono —contestó Lilly—. ¿No confiáis en que su poder baste para protegeros?
Yaeol, al parecer irritado porque una argumentación religiosa se hubiera vuelto contra su propio razonamiento, frunció el ceño.
—Normalmente sería así. Pero no cuando es posible que la resurrección de Vladawen también lo disguste.
—Bueno, vos sois el maldito clérigo —dijo Ópalo—. ¿No podéis entrar en comunión con él y averiguar qué permitirá y qué no?
Yaeol fulminó a la maga con la mirada.
—Puedo cuando lo creo necesario, pero se trata de un dios. No es apropiado molestarlo con asuntos que la simple prudencia puede resolver.
—Pero no estamos hablando sólo de prudencia —dijo Baryoi—. Nadie duda que nos debemos a nuestras costumbres por incuestionables razones, y cualquiera que esté lo suficientemente cuerdo se lo pensaría dos veces antes de andar entrometiéndose en asuntos de Belsamez. Pero el caso es que aún estamos en deuda con Vladawen y Lillatu, y lo que es aún más importante, en realidad, en parte será nuestra responsabilidad si El Que Permanece se alza como vástago del mal. Si ni siquiera tratamos de impedir que finalmente ocurra así, estaremos haciendo honor a la idea de perversos, corruptores y dementes que muchos en Ghelspad tienen de nosotros.
Malhadra lanzó una mirada lasciva al liche.
—Nunca dije ser mejor que todo eso. Ni he querido serlo. No obstante, puedo conceder que Lilly tiene razón en algo. Este tal Dar'Tan nos ha tomado por estúpidos, y ese comportamiento debe ser respondido. Hacedlo Yaeol. Alzad al elfo y oigamos entonces qué tiene que decirnos.
—Sí —murmuró vagamente Numadaya, con sus brillantes ojos negros perdidos en la noche—. Puedo ver que abrirás la puerta, pero no distingo si Vladawen la atravesará. Algo bloquea el camino.
Lilly se sintió consternada.
El sillón de huesos sobre el que se asentaba Danar cambió de forma, presumiblemente para situarla en una posición más cómoda.
—Coincido con que deberíamos intentar traer de vuelta a Lord Vladawen. Como mínimo, eso nos ayudará a mantener buenas relaciones con nuestro recién adquirido aliado el emperador de Darakeene, que fue quien primero lo envió hasta nosotros. ¿Deberemos someterlo a votación?
—Poco importa el resultado de cualquier votación —dijo Yaeol—. Si Nemorga se opone a ese intento, no procederé. Antes me iré al exilio.
—Eso no será necesario —dijo la artrítica anciana con dulzura—. Comprendemos vuestra posición, y en realidad estamos votando para decidir si deberíais plantear el asunto al Rey Gris. Yo digo que sí. ¿Numadaya?
—Sí —suspiró la adivina—, ocurrirá como debe ser.
—¿Baryoi? —preguntó Danar.
—Sí.
—¿Uthmar?
—Sí.
—¿Asaru?
El rechoncho Anatomista empezó a hablar entre aspavientos.
—¿Cómo podemos considerar correcto alzar a un extranjero cuando no hacemos lo propio con alguno de nuestro propio pueblo, sin importar lo ilustrado o amado que pueda ser? ¡Quiero decir, Vladawen era un elfo! ¡Ya ha disfrutado de siglos de vida! Sin embargo, en pro de evitar Un mayor desastre, mi voto, muy a mi pesar, es para el sí.
—¿Malhadra?
—Absolutamente si. He presenciado como miles de zombis y esqueletos se alzaban de la muerte, pero nunca lo he visto hacer a un vivo, y el Matatitanes nos debe ese espectáculo.
—¿Yaeol?
—¿Para qué preguntar cuando ya está decidido? —gruñó el sumo sacerdote mientras se disponía a levantarse de su sillón—. Debo ir a rezar. Nos volveremos a encontrar aquí una hora antes del amanecer. Entonces os comunicaré la voluntad de Nemorga.
Entonces se marchó ofendido, con su larga espada balanceándose en su flanco.
3
Vladawen había perdido cualquier sentido del transcurrir del tiempo. Cabía la posibilidad de que llevara cegado y ahogado miles de años, aunque quizá no fuera tanto tiempo, pues aún tenía destellos de lucidez. En esos momentos era capaz de recordar su nombre, y también que la mujer humana a la que había amado le había dado muerte en el preciso instante de su mayor triunfo. Después de eso, Belsamez se había burlado de él, y el elfo la había amenazado temerariamente con su estoque divino. En respuesta, unas manos invisibles lo habían agarrado por los tobillos y lo habían arrastrado al polvo, a una especie de arenas movedizas, una arenilla fina pero abrasiva que lo mantenía sumergido sin importar cuanto luchara por escarbar y mantenerse a flote.
En otros momentos, el interminable dolor y terror del trance en el que se veía sumido eclipsaba cualquier atisbo coherente de conocimiento de sí mismo. Finalmente, y de eso estaba seguro, la locura acabaría por secuestrarlo para siempre. Podría incluso haber ansiado ese momento, demente o no, de no ser porque tampoco era consciente de que su sufrimiento todavía debía continuar.
Aún empuñaba su espada de plata, o su equivalente, con los dedos. Al estar él muerto, el arma debía seguramente carecer de poder para liberarlo de su tormento. Sin embargo, sintió el impulso de atravesarse el corazón con su vértice. Laboriosamente sacó sus manos de la arena, esforzándose por agarrar la esbelta arma a media altura de la hoja. Entonces... percibió algo.
Al principio no fue capaz de descubrir qué era. La arena le había desgastado la piel y, sumido en un interminable dolor, casi había perdido el sentido del tacto. Sin embargo, finalmente le pareció sentir que aquel polvo parecía haber cambiado. Puede que fuera más grueso y espeso. De ser así, ¿significaría aquello que iba a poder abrirse paso hasta liberarse?
No necesariamente. Quizá Belsamez jugaba otra vez con él, dándole una falsa esperanza por la que volver a luchar. Aun así debía intentarlo, de modo que pataleó y arañó.
Inmerso en una viscosa oscuridad, Vladawen era incapaz de decir si verdaderamente estaba consiguiendo impulsarse hacia algún lado. De ser así, avanzaba con mucha lentitud. Consideró soltar el estoque para poder utilizar mejor ambas manos, pero aquella arma había sido un regalo de Jandaveos en los días de la Guerra Divina, y de ningún modo iba a abandonarla. Podría necesitarla. Aunque consiguiera salir de las arenas movedizas, estaba perdido en pleno reino de la Asesina.
No dejó de forcejear hasta que, a pesar de toda su fuerza sobrehumana, se sintió horriblemente exhausto. De repente le vino a la cabeza la idea de que, entre tanto retorcerse y forcejear, fácilmente podría haber perdido la orientación, sin saber hacia dónde debía dirigirse para subir. Puede que estuviera avanzando en la dirección equivocada, ¡incluso enterrándose más profundamente! Debía combatir de inmediato ese impulso de cambiar de dirección ya que, aunque la razón le dijera que aún no estaba desorientado del todo, si cambiaba de rumbo era seguro que lo acabaría estando.
Siguió abriéndose paso. Trepó y gateó. Y finalmente sintió que su mano libre abandonaba la arena y alcanzaba aire fresco.
Riendo enloquecido a través de la arena que sellaba su boca, acabó de abrirse paso excavando en un último y febril estallido de energía. Se impulsó hasta la superficie de la Luna de Belsamez, donde se tumbó entre arcadas y un continuo abrir y cerrar de los ojos.
Cuando al fin fue capaz de ver y respirar, aunque fuera sólo en su imaginación, levantó la cabeza y miró a su alrededor. En cierto modo había esperado que la Reina de las Pesadillas hubiera estado sentada donde la había visto por última vez, cobijada entre las alas talladas de cuervo de su trono de basalto, pero se había marchado. Vladawen no alcanzaba a ver ningún movimiento por encima de las interminables dunas que avanzaban implacables, ni en las sombras de las casas y columnatas que sobresalían de la arena.
Era un golpe de suerte que sin duda no iba a durar mucho en aquel reino infestado de demonios. Vladawen debía empezar a moverse antes que algún espíritu hostil pasara por allí y lo descubriera. El problema era decidir hacia dónde ir, y por qué.
Quería creer que aún tenía una oportunidad de rehacer el daño que, sin ser consciente, había provocado a instancias de la Enloquecida. Suponía que podría volver a enfrentarse a ella, pero ésta ya le había demostrado que incluso un Matatitanes tenía pocas esperanzas de hacerle algún daño allí donde ostentaba su máximo poder. Quizá fuera mejor regresar al mundo de los vivos, donde, aun siendo un simple fantasma, podría hallar alguna manera de impedir la resurrección de Jandaveos como avatar de las tinieblas. Desgraciadamente, no tenía idea de cómo obrar aquel tránsito a través de los cielos.
Con los ojos doloridos y la visión borrosa, miró a un lado y a otro en busca de una señal que le indicara qué dirección debía elegir. No podía estar seguro, pero le pareció que el cielo era algo menos oscuro hacia la derecha, como si alguna clase de tenue fosforescencia brillara a través de las dunas.
Aquella luz llamaba su atención aunque fuera sólo porque, absolutamente desesperado, no encontraba ninguna otra inspiración. Se rascó con los nudillos sus doloridos ojos, escupió algo más de arena y se puso en pie. Mientras caminaba con dificultad en pos de aquel brillo, se daba palmadas y se removía la ropa quitándose arena. No importaba cuanta pudiera sacar, siempre había más para escocerlo e irritarlo.
El brillo se intensificó poco a poco, hasta que por fin Vladawen estuvo seguro de que no era algo que hubiera imaginado. Claro que eso no significaba que fuera a servirle de ayuda alguna. No obstante, aquello le hizo acelerar el paso, y tuvo que obligarse a avanzar con mayor sigilo, atento a cualquier amenaza que pudiera acechar en la penumbra.
Por fin, tras ascender la enésima duna, con la arena deslizándose traicioneramente bajo sus botas, pudo mirar por encima de los restos erosionados de un muro de piedra color negro. Perplejo, vio como a sus pies se extendía una especie de plaza o patio, que estaba rodeado en tres de sus caras por unas extensas estructuras bajas que recordaban a fortificaciones y tumbas. En el centro de aquel espacio abierto flotaba la fuente del brillo que teñía el cielo: un ondulante disco luminoso semejante a una luna que hubiera descendido hasta el suelo o a un estanque puesto en vertical.
En un principio Vladawen fue incapaz de concebir una sola idea coherente entre aquel fulgor, pero entonces, repentinamente, pudo vislumbrar unas figuras a través de él. Le parecía estar contemplando la plaza que había frente al fortín de los nigromantes, con el Consejo Soberano reunido en asamblea, pero todo a través del velo distorsionado de una bruma o una ventana sucia. Blandiendo en alto su espada sagrada, con expresión adusta, Yaeol entonaba un cántico ante un larguirucho cadáver de orejas puntiagudas que yacía sobre un improvisado féretro cubierto de lino. Vladawen distinguía sus propios ojos negros de iris plateado, estigma de los elfos abandonados de Termana, abiertos y con la mirada perdida en las debilitadas estrellas. Lillatu y Ópalo observaban la escena con preocupación.
Vladawen suspiró y sintió un vuelco en su corazón. Se dio cuenta de que, hasta aquel instante, realmente no se había permitido creer que su amada y su amiga hubieran podido sobrevivir a la debacle en las ruinas eslarecianas.
Quizá fuera también que había pensado que, tras haber cometido tantos pecados y traiciones en su esfuerzo por salvar a su gente y a la deidad de sus respectivas maldiciones, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que alguien pudiera tener intención de alzarlo. Sin embargo, aquello era claramente lo que estaba sucediendo. Lilly y Ópalo debían de haber persuadido a los nigromantes de que, en aquella ocasión, las circunstancias permitían arrebatar a Nemorga su muerte.
Normalmente, una resurrección habría reunido el cuerpo y el alma de Vladawen de manera automática. Sin embargo, Belsamez debía de haber complicado el proceso al apresar y aprisionar su espíritu. La magia le había ayudado a zafarse del pozo de arena, y le había anunciado la dirección correcta a seguir, pero él también había tenido que hacer gran parte del esfuerzo necesario para haber llegado hasta allí.
No le importaba. Lo único trascendente era que había alcanzado aquel lugar, y a menos que estuviera muy equivocado, todo lo que iba a necesitar ahora para volver a la vida era atravesar aquella lente. Con una sonrisa, se dispuso a impulsarse para superar el muro, y entonces un par de criaturas salieron de una de las entradas con arcos de trifolio situadas a la izquierda del patio.
Vladawen se dejó caer, aguardó un momento y volvió a asomarse por encima de la pared. No parecía que los demonios lo hubieran visto, y tampoco que hubieran acudido a aquel lugar a inspeccionar y custodiar la puerta que separaba ambos mundos. A juzgar por su comportamiento, ni siquiera eran capaces de verlo. Sin embargo, eso no significaba que no constituyeran un problema.
Sobre todo porque no parecían tener intención de marcharse de allí. En lugar de ello, se cuadraron y comenzaron a entrenarse, como dos guerreros normales que pusieran a punto sus habilidades marciales. Pero, a diferencia de los soldados mortales, no tenían necesidad de emplear ninguna arma que no fuera su propio cuerpo. Sus descarnadas figuras estaban constituidas de un cristal opaco tallado y parecía que, acatando su propia voluntad, unas hojas curvadas que recordaban a guadañas florecían de sus antebrazos y se extendían hasta acabar en unas afiladas puntas bastante más allá de sus puños.
Mientras trazaban círculos, saltaban y esquivaban, con los golpes despidiendo chispas allá donde acertaban, Vladawen consideraba cuál sería la mejor forma de lidiar con ellos. Podía decidir esperar hasta que se marchasen, pero desconocía por cuánto tiempo permanecería abierto el portal, o cuánto tardaría en aparecer un nuevo demonio que pudiera detectar su presencia. Tras reflexionar, decidió arriesgarse a intentar esquivarlos.
El asesinato de su dios, ciento cincuenta años atrás, lo había desposeído de gran parte de sus poderes como clérigo, al tiempo que había despojado a su gente tanto de inmortalidad como de fecundidad. Sin embargo, Vladawen aún tenía acceso a unos pocos conjuros menores y, tras susurrar un encantamiento y esbozar un símbolo místico con su mano, se dispuso a intentar uno ellos. Un escalofrío de poder recorrió su piel.
Envuelto en la apariencia física de uno de los demonios de cristal, se levantó y bajó atrevidamente la pendiente. No tenía que preocuparse por imitar la extraña forma en que se movían los espíritus, con sacudidas y temblores: el conjuro se encargaría también de ello. Vladawen centró sus esfuerzos en mostrar un aire de despreocupación, como si tuviera todo el derecho del mundo a pasear por allí.
Los demonios interrumpieron su falso duelo y giraron sus cabezas en dirección a él. Aunque sus cráneos angulosos, con forma de visera, no poseían ojos visibles, ni boca, nariz u oídos, claramente distinguían perfectamente al recién llegado. Vladawen contuvo el aliento hasta que las criaturas, satisfechas con lo que habían visto, reanudaron con salvajismo los golpes y los tajos que se dedicaban mutuamente.
El elfo se mantuvo quieto, viéndolos luchar durante unos instantes más como podía haber hecho cualquier otro transeúnte, y entonces reanudó su tranquila marcha en dirección al portal. Uno de los demonios, el que tenía un color más pálido, cambió repentinamente la forma de su mano hasta adoptar la de un garfio, se agachó, enganchó a su oponente por un tobillo, y lo hizo caer. La víctima cayó de espaldas, y la criatura del garfio saltó sobre ella, lanzándole furiosos y certeros tajos y cortes.
Tras salir victorioso del envite, el demonio pálido se alzó y giró para encarar a Vladawen. Una voz psíquica se pronunció en el interior de su cabeza. Es el mismo truco que utilicé para acabar con Zan.
Vladawen no podía hablar de una mente a otra, pero quizá los demonios no se percataran de ello si usaba sus poderes para compensar esa incapacidad. El elfo proyectó sus pensamientos con toda la energía de la que fue capaz. Lo sé.
Los súbditos de Belsamez lo contemplaron, y entonces se dio cuenta de que algo no iba bien, ya fuera el timbre de su voz mental o el contenido de su respuesta. Bueno, al menos había avanzado lo suficiente como para que las criaturas ya no le obstruyeran el paso hasta el portal. Vladawen rompió a correr.
El demonio que estaba en pie, con su cuerpo cristalino apenas un tono más pálido que las grises arenas, echó hacia atrás su brazo. Éste, fluyendo, se transformó en una jabalina. La criatura soltó un latigazo con su extremidad; el proyectil se separó del cuerpo y voló por los aires.
Vladawen, que había avistado el ataque con el rabillo del ojo, intentó esquivarlo, pero no fue lo suficientemente ágil. El esbelto proyectil de afilada punta le hizo un profundo tajo en la pierna al pasarle rozando, y lo derribó en la arena.
El elfo se esforzó por ponerse en pie, pero la pierna herida, que sangraba profusamente, no le concedía ningún apoyo. Los demonios avanzaron a grandes saltos hacia él.
De nuevo luchó por levantarse, y esta vez sí consiguió mantenerse erguido. Sin embargo, consideró que no tenía esperanza alguna de huir hasta alcanzar las lentes, no con una pierna malherida. Los espíritus estaban ya demasiado cerca. Iba a tener que luchar.
El demonio de color más oscuro, con forma tallada y segmentada pero básicamente del mismo tono que los despedazados monumentos de basalto, había tomado la delantera. Esperando cogerlo por sorpresa, e ignorando el latigazo de dolor que aquella explosiva reacción le provocó en la rodilla, Vladawen giró de forma brusca para hacerle frente.
El estoque divino se incrustó hondamente en el torso del espíritu, y la criatura se hizo añicos. Perplejo, salpicado de astillas de cristales despedidos al aire, Vladawen titubeó, y justo entonces percibió como el demonio de color más pálido se arrojaba sobre su flanco.
Giró apenas con el tiempo justo de frenar una brillante maza que amenazaba partirle la cabeza. El demonio continuó instantáneamente su ataque con una estocada de la afilada hoja que emergía de su otra mano. Retrocediendo de un salto, Vladawen bloqueó también la nueva arremetida, y entonces contraatacó con una réplica de su estoque. Su arma atravesó el pecho de su enemigo, y una maraña de esquirlas salió despedida de la herida. La criatura de cristal se tambaleó y dio unos pasos atrás para liberarse de la hoja.
Olvidando momentáneamente el dolor de su pierna (la desesperación y su entrenamiento militar se combinaban para ahogarlo), Vladawen se abalanzó sobre la bestia, con la esperanza de liquidarla antes que pudiera recuperarse del impacto de su ataque. Sin embargo, en ese instante dos manos lo envolvieron desde detrás. Estaban frías, eran duras como rocas y de un color negro brillante. Consciente de que, de algún modo, el demonio de tono más oscuro había logrado volver a ensamblar su cuerpo, Vladawen vio como aquellos brazos cambiaban de forma hasta adoptar la de unas hojas espinadas que se clavaron en su torso. No tardaron mucho en perforar su brigantina y atravesar su piel. Entretanto, el demonio de tono pálido recuperaba el equilibrio.
Empleando cada ápice de la fuerza prodigiosa que le había concedido Jandaveos, o de lo que le restaba de ésta, Vladawen lanzó una embestida hacia su espalda. Quizá aquella muestra de poder cogió al demonio por sorpresa, pues éste perdió el equilibrio y cayó de espaldas. La criatura arrastró al elfo consigo, pero al menos el golpe liberó un tanto su presa. Vladawen le clavó una y otra vez los codos en la cintura.
La figura del demonio pálido surgió frente al elfo. La criatura juntó sus manos color hueso y de ellas brotó una gran espada. La bestia ondeó la enorme arma sobre su cabeza.
Vladawen era consciente de que se le estaba acabando el tiempo. Ahora sólo podía rezar para que el castigo que había infligido sobre el demonio oscuro hubiera liberado su presa lo suficiente como para poder soltarse. Con un tirón de su cuerpo, se arrojó a un lado.
El cuero de su brigantina se quedó enganchado durante un instante en los afilados bordes y las espinas de los brazos del espíritu color obsidiana. La cubierta se acabó desgarrando, y Vladawen rodó Ubre por el suelo. La formidable espada centelleó al atravesar él espacio que el elfo había ocupado un instante antes, pero, al contrario de lo que éste había esperado, no se hundió en la criatura que yacía en el suelo; el demonio pálido frenó el golpe a tiempo.
El espíritu de tonos claros giró para encarar de nuevo a Vladawen, y ondeó su enorme espada hasta colocarla en posición para lanzar un tajo horizontal. El elfo logró a duras penas erguirse lo justo para ensartar la rodilla de la criatura con su estoque plateado. La articulación se hizo añicos con un estallido casi musical, y el demonio se derrumbó.
Vladawen retiró su arma para lanzar un nuevo ataque que quedó anulado cuando, en ese preciso instante, una pareja de oscuros y pulidos tridentes lo golpeó y lo obligó a retorcerse de dolor. El demonio oscuro se puso en pie de un salto.
La criatura jadeaba y Vladawen hacía lo propio, al menos en la medida que podía. El tajo en su pierna amenazaba con hacerlo derrumbarse, pero el elfo aguantó. El demonio color pálido disolvió su espadón y transformó la excrecencia cristalina de uno de sus brazos hasta dar forma a una muleta, que empleó para volver a encaramarse sobre la arena.
Puede que los espíritus le hubieran infligido daño, pensó Vladawen, pero había demostrado que él tampoco se defendía nada mal. A pesar de la aparente facilidad con la que daban forma a nuevas armas a partir de su propia sustancia, las bestias no parecían poder usar esa misma capacidad para sanar sus heridas. Quizá, a pesar de esa habilidad para resistir los golpes especialmente contundentes astillándose y reformándose, aún tendría una oportunidad.
Sin embargo, entonces percibió algo que alejó de un plumazo cualquier atisbo de complacencia que pudiera albergar su mente. Al otro lado del portal que daba paso a Hollowfaust y a la vida, Yaeol había bajado su espada del oficio y había interrumpido su cántico. El portal parecía más reducido y tenue. Ahora, sin el clérigo humano obrando su magia para defenderlo, no tardaría mucho tiempo en reducirse hasta la nada. Vladawen debía jugarse el todo por el todo para intentar atravesarlo, o no lo haría nunca. Eso significaba que debía reducir a sus contrarios sin perder más tiempo.
Se hizo a un lado, deslizándose hasta dejar al espíritu oscuro entre él y su propio camarada. Los demonios leyeron sus intenciones y se hicieron a un lado para contrarrestar sus planes. No obstante la bestia más clara, que cojeaba apoyándose en la muleta, no fue lo bastante rápida. Vladawen disponía de una ínfima ventaja, y la usó para embestir. En la primera zancada su ensangrentada pierna amenazó con ceder bajo su peso, pero el elfo consiguió sobreponerse.
Incluso con un demonio bloqueado momentáneamente por su compañero, y de esta forma inhabilitado para atacarlo, seguía sin tener sentido lanzarse directamente sobre las armas enemigas, pero Vladawen decidió confiar en que su destreza y su fuerza lo protegieran. Apartó el primer tridente con su estoque e intentó hacer a un lado el otro con un barrido de su mano desarmada. El mordaz arpón cristalino describió un hábil círculo, evitando la parada hasta volver a apuntar a la altura de la cintura del elfo.
Vladawen, incapaz de frenar su propio impulso, que lo llevaba irremisiblemente hacia las puntas del arma enemiga, sólo pudo revolverse y encoger el estómago mientras extendía su arma.
Las puntas del tridente acertaron en su armadura, se colaron entre sus costillas y se soltaron de nuevo. Cegado durante un instante por el golpe, Vladawen se descubrió atravesando una nube de esquirlas de cristal. Su estoque debía de haber acertado de lleno y con fuerza en el demonio negro, pues éste había estallado en pedazos. Ahora Vladawen atravesaba desequilibrado sus restos, dispuesto a dar de bruces contra su hermano. El demonio pálido, a modo de recibimiento, dio forma a una enorme lanza con aspecto de estalactita gigantesca.
Vladawen se dejó caer bajo el arma, y lanzó una estocada que apuntaba a las piernas del espíritu. Entonces ambos quedaron enredados, con sus armas inservibles en pleno cuerpo a cuerpo. Entre chasquidos, la lanza cristalina adoptó la forma de una daga. El elfo gesticuló frenéticamente y masculló un conjuro de ruptura. Un agudo aullido surcó el aire y el demonio reventó.
Vladawen no estaba seguro de haber infligido un daño realmente grave a la criatura, pero quizá eso ya no debía preocuparlo. Lo realmente importante era que, aunque fuera por un instante, ambos demonios habían estallado hasta convertirse en simples esquirlas y ahora eran incapaces de atacarlo o interrumpirle el paso. El elfo impulsó sus pies con toda la fuerza que le quedaba y avanzó renqueante en dirección al iris, cada vez más tenue y contraído.
Estaba a punto de alcanzarlo cuando algo lo golpeó entre los omóplatos. Vladawen vio que uno de los demonios había adquirido de nuevo forma y que, tras verse incapaz de alcanzarlo, le había arrojado otro de sus proyectiles. Enloquecido, pensó que últimamente parecía que a todo el mundo le daba por acuchillarlo por la espalda.
Se dejó caer sobre una rodilla, sollozó y se obligó a levantarse de nuevo. Durante un instante todo se volvió oscuro, y fue la repentina ausencia de arena bajo sus botas y las voces de sus aliados murmurando a su alrededor los que hicieron saber a Vladawen que había atravesado por fin la cara oculta de la Luna de Belsamez, de vuelta a los dominios de los hombres y los elfos vivos.
Pestañeó para aclarar su visión, miró a un lado y a otro y divisó su cuerpo material. La magia de Yaeol habría cicatrizado presumiblemente la incisión en su columna, pero el cuerpo parecía inerte. Aparentemente invisible a la vista de todos, avanzó hacia él, volvió a derrumbarse y esta vez se vio incapaz de levantarse de nuevo. Se sentía extremadamente débil, extenuado.
Pero no era momento de rendirse, no estando tan cerca de lograr su objetivo, no con Lillatu apenas a unos pasos de distancia, serena, con los ojos secos de lágrimas, pero con una mirada que revelaba que estaba desmoronándose interiormente. Vladawen se arrastró hasta llegar a los pies del improvisado féretro, y entonces descubrió que carecía de la fuerza suficiente para erguirse y tocar su cuerpo material.
Con una sonrisa inquietante, moviéndose como una sonámbula, la hermosa Numadaya se alzó, bajó del estrado y caminó hacia la tarima envuelta en telas. Ignorando las preguntas de Yaeol, dejó caer la mano del cadáver por el borde de la plataforma.
Vladawen agarró su propia mano, fría y fláccida. Sintió las callosidades de sus manos de espadachín, y entonces le sobrevino un repentino torbellino de vértigo. Cuando el mundo dejó de girar, se vio yaciendo en lo alto del féretro, con una mano colgando por un lateral. Se sentía enfermo, dolorido y extremadamente cansado, pero sabía que iba a vivir.
Cuando aspiró su primer aliento, todos los que presenciaban la escena estallaron en gritos de júbilo. Vladawen intentó sentarse y Yaeol y Numadaya lo ayudaron. El elfo, tambaleándose, dejó caer la cabeza hacia un lado para mirar a Lillatu. La asesina parecía refrenarse, y su expresión era una mezcla de alegría, culpa y pánico.
—No te preocupes —dijo con voz ronca—. Sé que Kolvas te obligó a acuchillarme. Y ahora, ¿no piensas darme la bienvenida?
Lillatu se lanzó hacia él y lo abrazó violentamente. A Vladawen le dolió, pero no le importaba.
4
Vladawen bajó las escaleras con cuidado, apenas con un rastro de su habitual agilidad. Parecía que las lesiones que había sufrido antes y después de la muerte aún lo aquejaban en cierta medida. Delgada, bien parecida a su modo crudo y desgarbado, y con el pelo oscuro y muy corto, Lilly fruncía el ceño mientras caminaba a su lado, dispuesta a agarrarlo si lo veía tropezar. Se sentía incómoda e inquieta en el papel de enfermera, ¿cómo no iba a ser así? Estaba más acostumbrada a liquidar gente que a cuidarla.
Contemplando los dubitativos pasos de Vladawen, Ópalo se identificaba con las dolencias que aquejaban al clérigo elfo. Aún tenía un dolor punzante en la cabeza, justo donde el troll de las arenas le había asestado un golpe, y deseaba poder disponer de un día o dos más para acabar de recuperarse. No obstante, también compartía la sensación de premura de Vladawen. Cuanto antes se enfrentaran a las consecuencias de la traición de Kolvas, mucho mejor.
A su lado, codo con codo, resplandeciendo con una belleza tan etérea y esbelta que la hacía sentirse a ella, en comparación, aún más feúcha de lo normal, Numadaya musitó:
—El Matatitanes ha cambiado.
Ópalo frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir? Va a recuperarse completamente, ¿no es así?
—De eso no hay duda, pues la fuerza de su dios aún mora en él. No obstante, tiene la impronta del gran baile; como le ocurre a todo el mundo.
Vladawen, mientras descendía la escalera, dedicó a la visita una de sus nada frecuentes sonrisas.
—Amigos míos. Me salvasteis, y os estoy muy agradecido.
Ópalo se sentía bastante incómoda, e intentó sacudirse ese sentimiento.
—Si yo no hubiera defendido a Kolvas cuando Lilly expresó sus recelos hacia él, bien podrías no haber necesitado ser salvado.
—Yo mismo desoí las advertencias de Lillatu —respondió el esbelto elfo—. Mi determinación a encontrar la musa me hacía imposible pensar en otra cosa.
—Bueno, según parece, aún estás débil. No tenías que haber bajado a recibirnos. Podíamos haber charlado arriba, en tu habitación.
—Está cansado de estar en la cama, contemplando siempre las mismas cuatro paredes —dijo Numadaya.
Vladawen asintió.
—Tenéis razón. Pero confieso que aún no me veo capaz de mantenerme en pie algo más del tiempo justo para caminar apenas unos pasos. De modo que, si sois tan amables de seguirme...
Con una leve cojera, el elfo condujo a sus compañeros al interior de los aposentos privados que el posadero le había reservado. Algunos de los otros huéspedes miraron a los visitantes con curiosidad.
La musa eslareciana ocupaba el centro de una pequeña mesa con la parte superior de mármol. Una pareja de Escudos Negros estaba apostada junto a la pared del pasillo, vigilando que nadie pudiera coger aquel objeto y se largase corriendo. El busto, de piedra preciosa de un color negro grisáceo, se asemejaba con precisión a la cabeza de Vladawen. Ópalo sabía bien que eso era debido a que el dragón, para despertar el amuleto, había vertido en él la fuerza vital del elfo. Aquella operación le habría costado la vida a Vladawen, de no ser por la fuerza sobrehumana que poseía. La única diferencia entre ambos radicaba en la expresión de la estatua. Incluso estando en reposo, el verdadero Vladawen tenía un aspecto más sombrío. Demacrado. Lúgubre. La reproducción, en cambio, mostraba una sonrisa relajada y ligeramente burlona.
Durante el transcurso de los últimos días, Numadaya había dispuesto de numerosas oportunidades para estudiar la musa. Sin embargo, una vez más se sentó frente a ella y contempló su semblante como si fuera la primera vez que la veía. Mascullando, pasó suavemente sus uñas cubiertas de esmalte dorado desde las sienes hasta la mandíbula de la figura.
—¿Puedes decirnos algo concreto sobre ella? —preguntó Vladawen.
—Sí. Que es maligna —dijo la adivina.
Lilly resopló.
—Bueno no hace falta ser adivino para darse cuenta de eso. Después de todo, es obra de una sierpe eslareciana que le dio vida con la única intención de matar a Vladawen.
—¿Podemos confiar en ella? —inquirió el elfo.
Numadaya se encogió de hombros.
—¿Puedes confiar en tu sombra?
Se cambió de silla para que Vladawen pudiera sentarse directamente frente a la musa. Aquello era más sencillo que tratar de girar el pesado artefacto de piedra.
Los restantes ocupantes de la habitación tomaron sus respectivos asientos y los cuatro se agruparon en torno a la mesa, de forma que todos pudieran ver, aunque fuera de refilón, el semblante de la musa. Vladawen estudió la escultura durante un momento, y entonces habló.
—Despierta.
Los párpados se abrieron, revelando unos ojos pétreos completamente negros, excepto, como los de Vladawen, por sus brillantes iris plateados. Su ladino mohín pasó a ser una hermosa sonrisa que le recorría el rostro.
—Saludos, hermano —dijo el artefacto con la misma vibrante voz de barítono de Vladawen—, ¿o preferís que os llame maestro?
—Llamadme como os plazca —replicó el elfo— siempre que me digáis lo que quiero saber.
—Todo lo que esté dentro de mis posibilidades, como seguramente entenderéis. Estoy comprometida a responder una pregunta al día, desde ahora mismo hasta el día de vuestra muerte, siempre que satisfagáis los requisitos.
El elfo frunció el ceño.
—¿Qué requisitos?
—¿Es ésa vuestra pregunta?
—Esto... no. Supongo que estáis al tanto de mi misión, y también de como se ha entorpecido.
La musa soltó una risita.
—Torcerse es una forma bastante suave de decirlo.
—Ahórrate las bromas —gruñó Lilly— si no quieres que te estampe una maza en la cabeza.
Vladawen levantó una mano para contener el arranque de mal humor de Lilly.
—Dime cómo volver a hacerme con el control de la magia de resurrección —dijo dirigiéndose a la musa—, y cómo asegurar que Jandaveos se alce como el dios benevolente que era. —El elfo dudó antes de acabar la frase—. O bien, en caso de que eso sea imposible, ¿cómo puedo cerciorarme de que no vuelva jamás?
Ópalo se encogió para sus adentros. Si El Que Permanece no se alzaba finalmente, los elfos abandonados de Termana, malditos por su pérdida y por la maldad del agonizante titán Chern, estarían condenados a extinguirse, mientras que los nativos de Wexland y Darakeene muertos en la guerra reciente, incluido su amado Nindom, vagarían como almas en pena y angustiados fantasmas por toda la existencia.
Los ojos de la escultura se abrieron de asombro, o en un gesto que lo imitaba.
—¿Serías capaz de eso último?
—Sería mi obligación —dijo Vladawen—. Y el deseo del verdadero Jandaveos.
—Pero si eres todo lo que se supone que debes ser —dijo Lilly dirigiéndose a la musa—, entonces no será necesario.
Como antes había ocurrido, la cabeza de piedra no demostró indicio alguno de haber escuchado las palabras de la asesina. Cabía la posibilidad de que fuera así.
—Vuestra pregunta raya el engaño —dijo a Vladawen—. Pues consulta varios secretos al mismo tiempo.
—Es una única pregunta —contestó el clérigo—. No debería importar si la respuesta es o no compleja.
—¿Eso pensáis? Está bien. Después de todo, vos sois el maestro y yo vuestra humilde sierva. A estas alturas ya sabréis sin duda que esa traicionera humana amiga vuestra, que abatió a un noble hierofante élfico, al menos lo hizo empleando una daga a la altura de tan ilustre cometido.
Vladawen frunció el ceño.
—No volváis a hablar de ella irrespetuosamente, y tampoco de ninguno de mis compañeros. Pero sí, soy consciente de ello.
También lo era Ópalo. En los días de la Guerra Divina, El Que Permanece había concedido a Vladawen tres obsequios: su fuerza de ogro, un estoque divino y su pareja, una daga. Con el tiempo el elfo perdió aquellas hojas, sólo para descubrir más tarde que necesitaba la magia que albergaban, al menos la de una de ellas, para obtener la victoria en la guerra civil de Wexland, perpetuar el culto a Jandaveos en esas tierras y facilitar así una de las condiciones necesarias para su regreso. Finalmente recuperó la espada en una caverna cercana a Burok Torn, pero Lilly llegó primera al puñal y, atrapada en la hechicería de Kolvas, lo mantuvo oculto hasta que el mago de las sombras le pidió que lo utilizara contra Vladawen.
Después de aquello, el pequeño mago se había escabullido con el arma. Ópalo había intentado detenerlo sin fortuna, y aquel recuerdo le provocaba un nudo en el estómago. Al menos se consolaba pensando que le había impedido llevarse también la musa. O el esbelto, luminoso y cristalino cuerno de dragón que en ese preciso instante llevaba enganchado de forma incómoda en su cinto, como haría con una espada.
—¿Qué observasteis? —preguntó la escultura—. ¿Qué sentisteis, cuando la daga atravesó vuestra carne?
—Bueno —dijo Vladawen—, antes de que ocurriera, veía flotar a Jandaveos frente a mí, y a cada momento se hacía más real y adquiría más vida. No obstante, cuando fui acuchillado desapareció. Pude sentir su esencia atravesándome y dirigiéndose hacia la hoja.
La musa sonrió.
—Muy bien. Entonces apenas hace falta un adivino.
—¿De modo que el dios está atrapado en la daga de plata?
—Sólo en el mismo sentido en que un bebé está atrapado en la barriga de su madre. Durante el transcurso de vuestra misión, vuestras faltas y delitos debilitaron la unión entre Jandaveos y su bondad intrínseca, como era intención de Belsamez. Vuestro asesinato en el mismo clímax del ritual fue la malevolencia definitiva requerida para corromperlo. Pero un dios no revierte de forma sencilla su naturaleza íntima. Eso afecta a su poder. En consecuencia, ahora reposa contenido en la hoja, revitalizándose y consumiendo la magia que él mismo le otorgó tiempo atrás. Esto le viene muy bien a Dar'Tan, ya que le concede la oportunidad de emplear la daga en ciertos ritos que asegurarán que, cuando El Que Permanece se alce, aceptará al elfo oscuro como su nuevo sumo sacerdote.
—¿Dar'Tan es un drendali? —preguntó Lilly.
—Ay, ay, ay —dijo la musa, por primera vez reconociendo tácitamente a uno de los humanos—, lo dejé ver aunque nadie lo había preguntado. Qué descuidada soy. Claro que soy nueva en este oficio, casi acabo de nacer.
—Bueno —dijo Vladawen—, nos has dicho qué pretende Belsamez que suceda. ¿Qué podemos hacer nosotros?
—Lo que puedo sugeriros —dijo la escultura— es que recuperéis la daga mientras el dios aún está reformándose en su interior, mientras su esencia siga siendo en cierto modo plástica. Entonces deberéis practicar un exorcismo para purgarlo del mal y restablecer así su naturaleza original.
—Comprendo. Instrúyeme en ese ritual.
La cabeza sonrió.
—Me ponéis en una situación embarazosa, hermano, pues debo confesar que lo desconozco.
—¿Y de qué sirve entonces toda tu cháchara? —dijo Lilly.
—Creo que va a decimos quién puede enseñárnoslo —dijo Vladawen—. ¿Verdad que sí?
—Vuestra súbdita sólo existe para serviros —dijo la musa—, aunque verdaderamente ya deberíais haber discernido la respuesta. ¿Quiénes dieron vida a los dioses?
—Los titanes —dijo Vladawen.
—Justamente. Y no les dieron vida en la misma sudorosa, esforzada y mecánica forma en la que elfos y humanos engendran a sus cachorros. Ellos, los mismos que habían creado y aniquilado a un millón de formas de vida diferentes para satisfacer sus caprichos y su curiosidad, experimentaron también con su propia propagación. Es por eso que los dioses resultaron diferentes, seres que obtenían su fuerza del culto de las razas mortales, y no de la tierra, el mar y el cielo.
Había quien creía que el poder lanzar conjuros cualificaba a una persona como experta en toda clase de cuestiones metafísicas. Ese no era exactamente el caso de Ópalo, que había empezado como bruja de granja, y cuyo entrenamiento formal se había centrado en tareas tan mundanas como mantener los campos fértiles y a las gallinas ponedoras. En realidad ella misma se consideraba poco más que eso, y en consecuencia, cuando la discusión empezó a discurrir por vericuetos profundos y misteriosos, como el modo de resucitar o sanar a un dios, generalmente se contentaba con reclinarse y escuchar apaciblemente. No obstante, las palabras de la musa eran tan escandalosas que esta vez no pudo contener su lengua.
—¿Preguntar a un titán? ¿No tienes nada mejor que aconsejar?
Con una muestra inusitada de flexibilidad, el busto se giró para encarar sonriente a la maga.
—Así es. ¿Acaso os disgusta?
—Es solo que, para empezar con el impedimento más claro, los titanes dejaron de existir. Los dioses los derrocaron en la Guerra Divina.
—Eso es cierto —dijo Vladawen frunciendo el ceño pensativo—, y virtualmente los destruyeron a casi todos. Pero Deneb, la Madre de Todos...
—Temo que no servirá —dijo la cabeza—. Nunca se interesó por esos juegos.
—Bueno, está también Kadum el Sacudemontañas. Reposa encadenado al fondo del mar. Con un barco, y un conjuro o un elixir que permita respirar bajo el agua, puede ser posible preguntarle.
—Eso es una locura —dijo Lilly—. He recorrido los puertos del Mar Sangriento, y puedo asegurarte que esas aguas son extremadamente peligrosas, incluso haciendo buen tiempo. Nadie se arriesgaría a adentrarse en ellas ahora que soplan los fuertes vientos del invierno, e incluso si encontrases a un capitán lo bastante suicida, no estaría dispuesto a chapotear hasta el Supurante para que mantengas una charla con él. Está prohibido. Los marineros te tomarían por un adorador de titanes y te matarían al instante.
—Alguien podrá hacernos ese favor. Si mal no recuerdo, nuestro anfitrión tiene un atlas en sus estanterías...
—Escucha a Lilly —dijo Ópalo—. Este plan es una locura. Aunque pudieras llegar hasta Kadum, recuerda que durante la Guerra Divina infligiste tanto daño a los titanes como los propios dioses. Acabaste con uno de ellos con tus propias manos. El Sacudemontañas te recordará, y sin duda eres la última persona a la que querrá ver.
—Debo intentarlo —dijo Vladawen—. Supongo que la única alternativa sería destruir la daga y devolver así a Jandaveos al reino de los muertos. Mi pueblo no tardaría mucho en reunirse con él allí, mientras que Nindom y el resto de los mártires de Darakeene languidecerían en las frías tinieblas para siempre. ¿Eres capaz de soportar esa idea?
Por supuesto que no era capaz.
—Está bien, maldita sea. Si es la única salida que queda, no hay vuelta de hoja. Pero eso no quiere decir que tenga que gustarme.
—La cuestión que queda por responder es —dijo Vladawen—: una vez hayamos hablado con Kadum, ¿dónde podremos encontrar a Kolvas y a Dar'Tan?
Entonces se volvió hacia la musa y frunció el ceño. Mientras todos habían dejado de mirarla, el busto había cerrado sus ojos. Claramente no iba a pronunciarse más por ese día.
5
La astuta forma de silenciarse que había mostrado la musa dejó a Vladawen con la sensación de haber sido víctima de una broma, y no hizo más que acrecentar su cada vez mayor antipatía por el artefacto. Aun así, no podía negar que le había suministrado parte de la información que buscaba, aunque su consejo hubiera resultado ser absolutamente desalentador.
—Supongo —dijo el elfo— que podemos dejar para mañana la pregunta de dónde está el puñal.
—O bien —dijo Numadaya— podrías esperar hasta que fuera el momento de ir a hacerse con él.
—¿Y por qué íbamos a querer hacerlo así? —dijo Lilly.
La adivina sonrió, encogiéndose de hombros.
—¿Es acaso esa cabeza de piedra amiga vuestra? ¿Hubierais querido mantenerla despierta de forma perpetua?
—Quizá no —dijo Vladawen. Cada vez respetaba más las intuiciones de Numadaya, especialmente desde que ella, entre todos los nigromantes, fuera la única que había percibido la presencia de su espíritu ausente de cuerpo—. Consultemos el atlas.
Numadaya se giró en su silla, sin duda con la intención de ordenar a uno de los Escudos Negros que fuera a por el libro. No obstante Ópalo, al mismo tiempo, que no se caracterizaba precisamente por su abundancia de cortesía e incluso incomodada para levantarse por el precioso cuerno de dragón que tenía atravesado en el cinto, se puso en pie con torpeza y avanzó a rumbos para coger por sí misma el libro que buscaban. A pesar de los meses que había pasado como invitada de honor en la corte de Gasslander, aún no lograba acostumbrarse a recibir ese tipo de atenciones. Vladawen encontró el gesto bastante simpático, y una vez más se lamentó de haber enviado a Nindom a su muerte, y de todo el sufrimiento que aquello le había traído a ella.
Tras regresar la maga, el elfo hojeó el libro de páginas sucias y gastadas por el pasar de los dedos de los incontables viajeros que lo habían consultado antes que él. Finalmente, encontró un mapa de la costa norte del Mar Sangriento. Una sola mirada le bastó para establecer el puerto desde el cual debían embarcar. Cualquier otra alternativa prolongaría demasiado la travesía.
—Mithril —dijo Lilly—. De nuevo ese nombre.
—Nunca deberías sorprenderte ante una coincidencia —dijo Numadaya en tono soñador—. La telaraña está enmarañada, pero es un todo. Cada uno de nosotros está al acecho o permanece amarrado a ella, como una araña o una mosca que baila entre los hilos.
—No estoy sorprendida —dijo la asesina—, sólo disgustada. Si Dar'Tan planea tomar el control de la ciudad, sin duda dispondrá de sus agentes allí.
—¿Pero por qué iban a estar vigilándonos? —preguntó Ópalo—. No creo que hayan descubierto que Vladawen ha revivido.
—Podemos esperar que sea así —interrumpió el elfo—, pero debemos ponernos en lo peor, e intentar deslizamos sigilosamente por la ciudad. Además, igualmente tendría que ser así, dada la naturaleza de nuestro cometido. Eso significa que no llevaremos escolta, aunque el consejo accediera a concedernos de nuevo ese beneficio.
—Hasta ahí de acuerdo —dijo Ópalo—, ¿pero cómo lograremos llegar a tiempo a Mithril? Está al otro lado del continente. ¿Deberemos cabalgar de vuelta a Darakeene para averiguar si Gasslander dispone de alguna puerta gema que nos lleve hasta la zona?
Numadaya sonrió.
—Seguro que mis colegas y yo podemos prestaros otro pergamino de teleportación.
—Qué maravilla —dijo Lilly con sarcasmo. Vladawen, que ya había oído la historia del desesperado enfrentamiento en el plano astral, comprendió la razón de su aparente ingratitud.
—Con un pergamino intacto no estarás sujeta a los mismos peligros que con uno dañado —contestó Numadaya—. De hecho, confío plenamente en la capacidad de la señorita Ópalo para utilizarlo con éxito. Sus dones son más poderosos de lo que ella cree.
Ópalo gruñó incómoda y apartó la mirada.
—Entonces está decidido —dijo Vladawen—. Preparémonos para el viaje.
—Pues déjame empezar dándote esto —dijo Ópalo mientras empezaba a sacarse el cuerno de dragón del cinto.
—Por favor, quédatelo —dijo Vladawen.
La maga negó con la cabeza.
—Tú eres el sumo sacerdote y el líder de la misión. Eres quien debería tenerlo. Es demasiado valioso, demasiado grandioso para mí. Además, es incómodo de llevar.
—Creo que podré recortarlo un tanto —dijo entonces Numadaya—. Sin que eso suponga dilapidar su poder, por supuesto. Soy bastante diestra tallando cetros y bastones.
—Ya, pero...
—Te lo quedarás —zanjó Vladawen—. Al menos por ahora. Ese objeto incrementa el poder mágico de su portador, siempre dentro de unos límites. Por lo tanto, y dado que de entre nosotros eres la más poderosa lanzadora de conjuros, servirá mejor a nuestra compañía mientras esté en tus manos.
La maga suspiró, como si en lugar de haberla instado a conservar un tesoro de valor incalculable acabaran de echarle encima una pesada carga.
—Está bien.
—Yo quisiera añadir algo —dijo Lilly con una poco acostumbrada falta de seguridad en su tono de voz.
—¿Sí? —preguntó Vladawen.
—Pues que quizá... lo mejor sería que vosotros marcharais, y que yo me quedase en Hollowfaust. O que me dirigiese a Darakeene para informar a Gasslander.
Vladawen le clavó su mirada.
—Soy consciente de que nuestra misión se antoja más peligrosa, e incluso desesperada, que nunca. Pero también te conozco lo suficiente para saber que no es el temor por nuestros enemigos lo que te hace vacilar. Más bien creo que se trata de recelos hacia tu propia persona, ¿no es eso?
—¿Cuántas veces tendré que acuchillarte por la espalda para que te espabiles y dejes de fiarte de mí? —espetó la asesina.
—Desde el día en que nos conocimos —dijo entonces el elfo— hemos estado bajo el influjo de maldiciones, de fuerzas que nos obligaban a servir a Belsamez como sus títeres. Todo eso ha terminado ya.
—¿Y cómo puedes estar seguro? Puede que Kolvas esté hurgando todavía en mi mente con sus sucios dedos. O quizá la traición que anunció la Asesina aún está por llegar.
—No creo que sea así, y tú tampoco lo pensarías de no estar tan cansada o de no tener ese sentimiento de culpa que te inquieta. Belsamez nunca habría esperado que mi alma pudiera escapar de su cautiverio. Pensó que todo había acabado, así que ¿por qué iban a mantener ella o Kolvas su control sobre ti? No obstante, ahora que lo mencionas, quizá deberíamos consultar a nuestra aliada adivina respecto a eso. —Vladawen se giró hacia Numadaya.
Para su desilusión, la dama del consejo negó con la cabeza.
—Vuestro camino discurre entre tinieblas; no soy capaz de avistar su futuro. Quizá sea porque se aventura entre la sangre de dioses y titanes, o porque porta las cicatrices de las garras de Belsamez. Sea cual sea la razón, lo cierto es que las sombras envuelven a todos los que avanzan por vuestro sendero. Si queréis una profecía, sólo puedo deciros que conoceréis el dolor si aceptáis la compañía de la señorita Lillatu, pero una profunda pena os acompañará igualmente si decidís lo contrario.
Vladawen se giró hacia la asesina.
—Lo cierto es que esperaba algo más esperanzador —dijo en tono irónico—, pero si igualmente va a ser una dura prueba, prefiero pasarla contigo a mi lado. Por favor, acompáñanos. Confío en ti y te necesito.
Lillatu puso una cara algo sombría, que apenas dejaba traslucir el tenue brillo de sus ojos.
—Está bien, de acuerdo, que sea como dices. Al final siempre es así. Pero cuando lo agarremos, recuerda que Kolvas será mío.
INTERLUDIO
En la luz y la oscuridad de la cámara
6
Entre sus muchas habilidades, Dar'Tan destacaba en su destreza al manejar la espada. Sin embargo, tras practicar de forma meticulosa veinte sacrificios consecutivos con una eficiencia casi mecánica, no había logrado evitar mancharse de salpicaduras de sangre su vestimenta, desde el cuello hasta las rodillas. A pesar de eso, extrañamente, la daga de plata que empuñaba con su enjuta mano de piel obsidiana estaba completamente limpia. Parecía como si la pulsante hoja luminosa consumiera la sangre que tocaba. Su otro brazo, una extremidad constituida por una materia fantasmal e injertada en el muñón del miembro cortado por su archienemigo Barconius, se agitaba sin descanso. Quizá aquel demonio cautivo envidiara el ágape del arma divina.
Kolvas había actuado como acólito para su maestro y estaba, consecuentemente, igualmente manchado y pegajoso. Eso no le molestaba. De haber sido escrupuloso, nunca habría prosperado entre los jinetes de la Fortaleza Sombría. Pero, en cierto sentido, aquella increíble matanza le parecía algo gratuita.
—¿Hay algo que no vaya bien? —preguntó Dar'Tan al percibir su seriedad.
—No, Maestro —se apresuró a decir Kolvas—. Es un honor para mí que me eligierais para ayudaros en esta tarea.
Un encantamiento menor envolvía permanentemente en penumbras el semblante de Dar'Tan, de rasgos astutos y perfectamente definidos. Aquello servía para intimidar a sus subordinados, y también para proteger sus ojos de la luz brillante, tan repugnante para los de su clase. A pesar de todo. Kolvas, que como todo mago sombrío tenía el don de ver a través de la oscuridad, creyó percibir una ladina sonrisa en el rostro del elfo.
—¿Pero?
—Bueno —dijo el subalterno—, quizá podríamos haber exigido rescate por alguno de los prisioneros, haberlos vendido como esclavos, o haberlos conservado como nuestros propios siervos. O sencillamente haberlos destinado a engrosar las despensas de los orcos. Como de costumbre, a finales de invierno se habrán quedado sin provisiones.
—Pero quizá para entonces ya seamos señores en Mithril, y no tendremos necesidad alguna de seguir manteniendo buenas relaciones con una tribu de bandidos de las montañas.
Kolvas sonrió y sacudió la cabeza. Casi no podía recordar un solo momento en que no hubiera soñado con conquistar su ciudad natal, y ahora una parte de él encontraba difícil creer que por fin ese sueño pudiera llegar a hacerse realidad.
—¿De verás podrá llegar a suceder tan pronto?
—Es posible —Dar'Tan levantó la daga. Como su compañero el estoque, aquella arma había sido exquisitamente labrada y tenía un diseño de total elegancia, con una única gema azul celeste engarzada en la empuñadura—. Jandaveos habita en el interior de la plata, puedo sentir cómo me susurra durante la noche. Esta hartó de estar muerto, y se muestra impaciente por dejar en el mundo una impronta enorme e inconfundible que anuncie que ha revivido. Dime, ¿cómo querrías castigar al juez que envió a tus padres a la horca?
—He pensado miles de formas, pero me sigo quedando con arrancarle la piel a tiras.
El elfo oscuro resopló.
—Me disgusta tu falta de refinamiento. Aunque la tortura sea cuidadosa, el desollar mata siempre tan rápidamente... Tengo planeado algo más duradero para Barconius. —Entonces flexionó su brazo sombrío, como recordando un antiguo dolor—. Primero...
—Yo también estoy disgustada —dijo una dulce voz de soprano en un tono de reproche burlón—. Todo este baño de sangre, y no hay nada para mí. Mi astuto tullido, ¿es que has dejado de quererme?
Sobresaltado, Kolvas se dio la vuelta. Él y su mentor habían masacrado a los prisioneros en la espaciosa y oscura cámara que Dar'Tan había elegido como su templo. Al consagrarla, el elfo había tallado con sus propias manos los símbolos que cubrían las paredes, y colocado el altar de mármol negro y las estatuas demoníacas, todos ellos símbolos en uno u otro modo de la majestad del dios que debía surgir. Una pálida mujer de pelo azabache, coronada y enjoyada como una emperatriz, había aparecido en el centro de la habitación. De sus omoplatos brotaban unas alas de buitre, que se arqueaban por encima de las aristas doradas de su diadema, y que luego descendían hasta sus delicados tobillos.
La intrusa no podía ser otra que Belsamez, aquella a la que Dar'Tan se refería como la Reina de las Mentiras, pero a la que Kolvas nunca hasta ahora había visto con sus propios ojos. Nunca antes había contemplado a ninguna deidad, excepto claro está al propio Jandaveos, pero en aquel momento había estado demasiado concentrado en la tarea que debía cumplir para poder percibir el pavor y sobrecogimiento que emanaban. Ahora sí podía sentirlos, y enseguida se apresuró a postrarse ante ella.
Dar'Tan lo imitó pero con algo más de parsimonia, preservando su dignidad. Si le molestaba que se refirieran a él como tullido, lo disimulaba bastante bien.
—Saludos, mi señora. Como recordaréis, vos misma me instruisteis en las ofrendas que debía realizar a vuestro hermano, a él y tan sólo a él.
Los perfectos labios de Belsamez se arquearon en una sonrisa burlona.
—Puede que fuera tan sólo una prueba, una forma de comprobar si me adoras lo suficiente como para desobedecerme.
El elfo oscuro inclinó su cabeza.
—Si he defraudado vuestras expectativas, os presento mis más sinceras disculpas.
—Oh, vamos, levántate —dijo la Asesina. Dar'Tan así lo hizo, y tras unos instantes de duda Kolvas decidió darse también por aludido—. Eres siempre tan hábil... no es nada divertido intentar burlarse de ti. Deberías parecerte más al Matatitanes. En cuanto lo soliviantas un poco, se enfurece y muerde como un perro salvaje.
—Qué suerte la vuestra —dijo Dar'Tan—, al tener a su fantasma bajo vuestra custodia. Así podrá divertiros siempre que queráis.
—Temo que ya no sea así, y es por eso por lo que he venido a avisarte. Nemorga obró su resurrección, y el elfo vuelve a vivir de nuevo. Confieso que no lo había previsto. Pero el Guardián de la Puerta es a su modo un dios de equilibrio, y parece que el muy estúpido piensa que el lado oscuro de la balanza ha descendido demasiado.
La diosa avanzó unos pasos, y el olor a sangre derramada que teñía el aire se intensificó. Al pisar descuidadamente el líquido vertido en la matanza, sus zapatillas salpicadas de polvo de diamante dejaron un rastro en el suelo. Kolvas tembló, sentía que estaba más aterrorizado que nunca.
—Claro que —continuó hablando Belsamez—, la concepción de Nemorga poco hubiera importado si no hubiera quedado nadie con vida para sacar el cuerpo de Vladawen de aquel desierto. O tampoco si la musa eslareciana hubiera acabado en tus manos en lugar de en las suyas. —La diosa acarició los labios de Kolvas con uno de sus dedos y se lo llevó a la boca para degustarlo con la punta de su lengua—. ¿Cómo puedes tolerar una asistencia tan incompetente, Dar'Tan? ¿Cómo es que no fue este metepatas el primero que ofreciste a Jandaveos?
Kolvas sintió entonces una imperiosa necesidad de orinar. Sin perder la compostura, y aparentemente desapasionado, Dar'Tan contestó:
—Desde luego que me hubiera gustado tener en mis manos a esa musa, y también el cuerno de dragón, pero Kolvas cumplió bien sus instrucciones. Sin embargo, si deseáis que sea sacrificado, será un honor para mí tomar su vida, y también sé que para él será un honor ofrecerla.
—Lo consideraré —dijo guiñando un ojo a Kolvas, que observaba la escena estupefacto—. No obstante, por ahora, quizá sea más importante establecer cuál será tu próximo movimiento.
Dar'Tan acabó de limpiar la daga y la deslizó en la funda de plata que uno de los artesanos esclavos había fabricado expresamente para ella.
—Asumo que crees que voy a necesitar planearlo.
—Es posible.
Belsamez procedió a esbozar lo que había deducido, a través de sus propios enigmáticos medios, de la estrategia de Vladawen. Resultaba que ésta requería hacerse con la ayuda de Kadum el Supurante y recobrar el arma divina que ahora residía enfundada junto a la cintura del elfo oscuro.
Cuando Dar'Tan expresó su conclusión, Kolvas coincidió en ella.
—Si es así, no debemos preocuparnos, pues nadie puede culminar con éxito un plan semejante.
—Debes tener en cuenta —contestó la diosa— lo que Vladawen ha conseguido hasta ahora.
—Ya que lo mencionas —replicó Dar'Tan—, considera esta idea: necesitábamos al Matatitanes para hacer volver a Jandaveos del vacío en que habitaba. Ahora ya no lo necesitamos, y tú, Dama del Espanto, sois al fin y al cabo una diosa. Con el máximo respeto, ¿por qué sencillamente no le dais muerte y enterráis su espíritu aún más profundamente que la vez anterior?
—Porque ésa no es mi forma de hacer las cosas. Soy la urdidora. La tentadora. La titiritera. Por ello regento mis poderes para obtener la máxima ventaja en este juego sin fin.
—Comprendo —dijo Dar'Tan. Y en verdad su afirmación devolvía el eco de una reprimenda que él mismo había pronunciado acerca de la forma de actuar más apropiada para un adepto de las sombras—. Además, si Vladawen pudo acabar con Chern, es posible, al menos en teoría, que frente a frente y espada contra espada pueda mataros a vos también.
Belsamez arqueó una de sus esbeltas cejas.
—Tus palabras son imprudentes, tullido, tanto que me hacen considerar qué aspecto tendrías con un espíritu contoneándose desde cada uno de tus hombros.
—Humildemente os pido perdón. No pretendía ofenderos.
—No temo a Vladawen. Era otra cuando dio muerte al Padre de las Plagas. Nosotros, los seres divinos, hemos aprendido mucho desde entonces. No obstante, si dedico mis esfuerzos a cometer un gran número de matanzas con mis propias manos en lugar de confiarlas a mis agentes, especialmente matando a un mortal de tanto renombre, quizá pueda despertar el interés de alguna otra deidad. Ya tenemos a Nemorga meriendo sus narices en esto. ¿Querrías que Corian o Madriel acabaran entrometiéndose también en nuestros planes?
—¿Lo harían?
—Sin duda, si así lograsen impedir el nacimiento de un nuevo dios de las tinieblas.
Dar'Tan se encogió de hombros.
—Está bien, entonces seré yo quien detenga a Vladawen. Bueno, en realidad será Kolvas quien lo haga. Eso le ofrecerá la oportunidad de redimirse. Mis contactos en Mithril lo conocen bien.
Belsamez sonrió.
—Debo entender entonces que no te seduce la idea de enfrentarte al Matatitanes.
—Al igual que vos, puedo decir que no le tengo temor. Despojado de sus portentos, no es más que una sombra del campeón que dio muerte a Chern, y yo soy un maestro de las sombras. Sin embargo, la daga y yo somos uno ahora, y si las cosas se ponen feas estará más segura aquí en la ciudadela, conmigo al mando de las defensas del emplazamiento.
—Quizá tengas razón. —Belsamez se giró entonces hacia Kolvas—. Te ofreceré toda la ayuda que considere prudente. Ahora puedo sentir la llegada de un nuevo peón a nuestro tablero. No me será útil, más bien al contrario, pero también se esforzará por echar por tierra las esperanzas de Vladawen. A pesar de todo, tú serás el último responsable. ¿Puedo contar con que harás todo lo que esté en tu mano? ¿Llegarías a sacrificar tu insignificante vida para acabar con el Matatitanes?
Kolvas tragó saliva.
—Sí, mi señora.
—Sabia respuesta. Sumí en una profunda agonía al espíritu de Vladawen y ni siquiera estaba especialmente enojada con él. En realidad, me gusta bastante. Imagina qué castigo podría infligirte si llegaras a irritarme.
Entonces se desvaneció sin más.
A Kolvas le temblaban las rodillas. Dar'Tan lo cogió y le ayudó a sentarse en una silla. El toque de su mano de sombras era tan frío y tenue como el de la bruma de un cementerio, pero la extremidad soportaba su peso como si estuviera forjada en hierro.
—El primer encuentro con uno de los dioses oscuros es espeluznante, ¿verdad? —dijo Dar'Tan—. No tiene comparación siquiera con los mas terroríficos demonios.
—Hice todo lo que se suponía que debía hacer —dijo el humano—, y aun así me culpa de lo ocurrido. No es justo.
—Hedrada es el dios de la justicia, y Jandaveos, en su anterior encarnación, fue un espíritu guía de la razón. La Demente es... bueno, ahora ya sabes lo que es.
—¿De veras me hubierais matado si ella os lo hubiera pedido?
—De ningún modo. Hemos pasado por demasiadas cosas juntos para que pudiera hacerlo. Hubiera ganado tiempo hasta haberla convencido de lo contrario.
Kolvas no acababa de confiar en él, pero veneraba a su maestro e intentó esforzarse por creerlo.
7
La musa, en su propio sueño, poseía un cuerpo. Su figura era una réplica en piedra preciosa, de color negro grisáceo, de la efigie enjuta pero prodigiosamente fuerte del verdadero Vladawen. Era irónico que no supiera si considerar esto como una promesa de las recompensas que estaban por venir, o sencillamente como una parte más de su sueño. No hacía mucho que había nacido, y por ello sus conocimientos eran bastante limitados; éstos no fluían hasta que alguien no le formulaba la pertinente pregunta.
No obstante, su ignorancia no la inquietaba. Intuía qué dirección tomar, y eso le bastaba. Confiada, avanzó con grandes zancadas a través de las volutas de niebla. Finalmente, entre la bruma, distinguió la estructura de un anfiteatro. Otras figuras esculpidas, cada una representante de una raza diferente, ocupaban sus asientos en las escalinatas. La musa homólogo de Vladawen sentía que, en el mundo consciente, algunas de aquellas estatuas debían de ser consejeros de reyes y archivillanos, y otras simplemente reposaban para siempre en recónditas cámaras olvidadas, o en el fondo del mar. Fuera cual fuera su estado, todas se alzaron o estiraron sus cuellos para echar un vistazo al recién llegado. Suponía que era de esperar, dado que ella era el primer nuevo espécimen de su clase en doscientos años.
Intuyendo lo que su familia quería de ella, bajó por escalones hasta la losa de granito que hacía las veces de tribuna al fondo de la hondonada en la tierra, concediendo una buena perspectiva de sí misma. Todas siguieron contemplándola un poco más, y entonces la figura rechoncha de un enano preguntó:
—¿Cómo es que has cobrado vida?
La musa de Vladawen habló a las allí congregadas del sueño del dragón eslareciano, ligado a una maldición, y de cómo el elfo abandonado había despertado a la sierpe y la había obligado a animar al último oráculo inacabado que quedaba en el taller.
—Mi hacedor engañó al Matatitanes para que diera su propia vida para despertarme —concluyó la oradora—, pero de alguna forma logró sobrevivir y, junto a sus seguidores, fue él quien dio muerte al eslareciano. Lo odio por haberlo hecho.
—Si sobrevivió a tu nacimiento —dijo la efigie reptiliana y de piernas cortas de un asaatz, que tenía la superficie cubierta de musgo— y mató a uno de los creadores, es apropiado que lo odies. Claro que igualmente es adecuado odiar a todas las razas esclavas.
—Tengo magia en mi interior —dijo la musa de Vladawen—. Puedo sentirlo. No se trata sólo de poderes adivinatorios, sino de poder para dominar y aterrorizar. Enseñadme a utilizarlo, para que pueda abatirlo.
La figura rechoncha, pequeña y jovial de un mediano negó con la cabeza.
—No puedes hacer uso de él a menos que alguien intente romperte. Sólo entonces el poder despertará voluntariamente.
—Eso es... decepcionante. Al menos, si no es posible sortear esa limitación, mostradme cómo mentir para engañarlo hasta obtener su muerte.
La efigie de un centauro leonino, emblemática de la raza de engendros de los titanes conocida como los orgullosos, resopló.
—Jovenzuela, no puedes mentir. Si ansias destruir a uno de tus poseedores, deberás aprender a tergiversar la verdad, para así conservar para ti toda la que puedas.
—¿Pero qué puede importar lo que ansíe ella? —pronunció una chillona voz de soprano—. ¡Ni siquiera tiene derecho a existir!
El oráculo de Vladawen giró la cabeza. En una de las hileras más bajas de la grada observó la figura de una esbelta dama elfa, con una profunda grieta en su perfil derecho, y su agrietada boca fruncida. Tan pronto como puso sus ojos sobre ella, a la recién nacida la invadió una profunda aversión, pero supo que tenía razón. Una de ellas ni siquiera tenía derecho a existir. La existencia de dos musas élficas menguaba y menoscababa el curso de lo establecido por los eslarecianos.
—Pero existe —dijo el mediano—, y quizá eso debiera alegrarnos. Después de todo, la mitad de nosotras languidece, perdida y ociosa, incapaz de seguir con el plan.
—¿Qué plan? —preguntó la musa de Vladawen.
Nadie necesitó responder. El simple hecho de preguntar abrió una puerta en el interior de su mente, y de repente comprendió. La trama urdida era esplendorosa, sutil, paciente, maligna. El problema era que, según la musa llegaba a entender, la estrategia secreta de la que, en teoría, todas ellas formaban parte, requería que dejara a un lado su aversión por Vladawen. Parecía que, en su lugar, cualquiera de sus hermanas lo haría así.
Pero ella era incapaz de hacerlo. Quizá fuera debido a que la maldad de su hacedor, que la despertó explícitamente para castigar la temeridad del clérigo, la había contaminado. O puede que el hecho de que ocupara un lugar inequívoco en la gran trama le concedía un grado de autonomía que les era negado a sus hermanas. En cualquier caso, lo cierto era que su deseo por dañar a Vladawen ardía con más fuerza que nunca, pero al mismo tiempo era consciente de que debía mentir a las de su estirpe para hacerse con su ayuda. Afortunadamente, iba a poder hacerlo. Sus hermanas sólo se hacían con una aparente omnisciencia cuando uno de sus "poseedores" les formulaba una pregunta.
—Ahora comprendes —dijo el enano— que nuestros propósitos cambiaron cuando dioses y titanes limpiaron a los creadores de la faz del mundo. Eso no quiere decir que se cumplieran, y no lo harán hasta que Scarn vuelva a cambiar.
—Sin duda —dijo el oráculo de Vladawen—, y estoy segura que esos elevados propósitos nos obligan a oponernos al renacimiento de una deidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la musa del orgulloso.
—Vladawen ansia resucitar al dios elfo Jandaveos, muerto en la Guerra Divina. —Sería contraproducente decirles también que, dado que Dar'Tan había quedado corrupto, el elfo abandonado estaba reconsiderando ahora su objetivo inicial, en tanto que el mago sombrío, de no ser molestado, concluiría inevitablemente el proceso con éxito.
Las reunidas gruñeron y farfullaron consternadas.
—Entonces es necesario que lo detengas —dijo el oráculo orco de cara de cerdo.
—Eso mismo pienso yo. ¿Pero cómo?
—Como tú le sirves a él —dijo el enano de piedra—, es posible lograr que él te sirva a ti.
—Lo sé, pero interpreto que deberé dominarlo paulatinamente, después que haya formulado varias preguntas, y no sé cuánto tiempo tardará en hacerlo. —La musa sonrió glacial—. Por desgracia, no soy la única adivina a su disposición, y la nigromante Numadaya le avisó que no debía consultarme muy a menudo.
—Nuestros maestros comprendían todos los misterios de la psique —dijo el enano—, y nosotros compartimos su conocimiento. Podemos ayudarte. Muéstranos la mente de este animal que osó matar a un eslareciano.
La recién nacida se percató de que sabía exactamente qué debía hacer. Ejerció su voluntad, y entonces una construcción de tonos verde pálido y luces plateadas semejante a un paisaje urbano de graciosas torres se materializó en el aire. Ningún ente que no tuviera dones psíquicos lo hubiera reconocido como una representación de la mente de Vladawen, pero cualquier observador bendecido con éstos sabía perfectamente a qué correspondía aquel paisaje.
—Hay tanto dolor —dijo el mediano—, tanta culpa... Eso debería abatirlo, pero en lugar de ello no hace sino alentarlo.
—La cuestión es —dijo la recién nacida— si seré capaz de doblegar su voluntad.
La musa del orgulloso saltó al suelo del anfiteatro. Allí en los sueños, a pesar de ser de piedra, saltaba con la agilidad de un gato cazador. Ahora que la tenía cerca, casi podía percibir su olor a almizcle.
La musa le apuntó con un dedo cubierto de garras.
—Aquí veo un punto débil, y aquí otro, y otro...
—Los veo —respondió la musa de Vladawen contemplando el mapa psíquico—. Gracias. Pero aún no sé cuántas preguntas deberé responder antes de poder tener una oportunidad. —De repente, otra fracción de información floreció en el interior de su mente—. A menos que... Hermanas, debo decir que apenas me atrevo a preguntaros esto. Pero si alguna de vosotras se prestara a concederme una porción de su poder...
—¡No! —gritó la efigie de la elfa.
—Os lo ruego. Es para impedir el nacimiento de un dios.
—¡No! —repitió la criatura.
—¿Por qué no? —preguntó el asaatz—. Muchas de nosotras carecemos de poseedores, y no tenemos muchas esperanzas de tener uno próximamente. ¿Por qué motivo deberíamos entonces atesorar así nuestro poder?
—¿Por qué deberíamos conceder nada a esta impostora —se pronunció la escultura del semblante agrietado— si su sola presencia aquí supone una afronta para los designios de los hacedores?
—Fui despertada por un dragón eslareciano —rebatió el oráculo de Vladawen—. De no haber sido así, no podría existir. ¿Quién sois vos para cuestionar la decisión de tan augusto ser?
—El dragón actuó coaccionado. Vos misma lo admitisteis. De haber sobrevivido, no tengo duda de que te hubiera hecho pedazos a la menor oportunidad. Por desgracia, no llegó a tener esa oportunidad, y ahora os arrastráis hasta nosotros, como una abominación que busca robar nuestra fuerza para subvertir la trama que urdimos.
—Ya os he explicado por qué necesito pedir prestada una fracción de poder, y mi propósito, aunque imprevisto, discurre acorde con vuestros designios. Sólo cuestionáis mis motivos porque teméis por vuestro propio asiento en esta compañía. A pesar de que me acusáis de lo contrario, sabéis bien que soy una musa de los elfos tanto como vos y, a diferencia vuestra, estoy en posición de hablar con los habitantes del mundo consciente. Realmente puedo hacer el trabajo para el que los eslarecianos nos crearon.
—Mi momento no tardará en llegar —dijo la elfa—. El vuestro ha pasado ya.
Entonces apretó sus puños y cargó escalones abajo. El resto de las musas exclamaron sorprendidas. Durante el transcurso de sus doscientos años de existencia, todas ellas habían sido testigos de conflictos, y habían sido consejeras de señores de la guerra. Sin embargo, nunca antes habían presenciado cómo un acto de violencia invadía su propio cónclave.
La oráculo de Vladawen se apresuró a interceptar a la elfa y le lanzó un puñetazo. Su contrincante esquivó el golpe y saltó ágilmente hacia atrás, apartándose fuera de su alcance. Entonces agitó la mano describiendo un pase místico y abrió su agrietada boca para proferir un alarido. La recién nacida se percató de que su rival la había provocado para que la atacara, y eso significaba que ahora era libre para usar su magia.
Con un volumen sobrenatural, el estremecedor grito retumbó en el interior de la cabeza élfica, que retrocedió indefensa. Entonces el oráculo se arrojó sobre ella y la lanzó contra la roca del suelo. Incrustó sus puños en el semblante de su oponente, haciendo que su nuca golpeara una y otra vez la piedra.
La magia defensiva de la musa de Vladawen bullía en su interior, pero aquello no le servía para nada. La escultura era incapaz de centrar su mente lo suficiente para lanzar un conjuro mientras sufría un castigo tan implacable. El único modo de defenderse que le quedaba era hacerlo por la fuerza bruta. Intentó sacudirse. Empezó a lanzar puñetazos. Agarró a la otra por las muñecas, y al mismo tiempo se escudó con sus antebrazos. Sin embargo, nada parecía servir para frenar aquella lluvia de golpes. La negrura roía los límites de su visión. Desesperada, decidió dejar de resistirse y se quedó inmóvil, como si hubiera quedado sumida en la muerte o la inconsciencia.
En realidad las musas no necesitaban respirar, de modo que no podían quedarse sin aliento. No obstante, sí podían cansarse y la cabeza agrietada, al reconocerse victoriosa, titubeó en su furioso ataque. La recién nacida se lanzó directamente a su cara. Aquella estratagema cogió a la anciana musa por sorpresa, de modo que no pudo ni siquiera intentar bloquear la embestida. El elfo abandonado incrustó sus dedos con fuerza en la fisura que dividía el rostro de su enemigo, y estiró con todas sus fuerzas.
La cabeza de la hembra se partió en dos, inundando el brumoso aire con un destello de poder oscuro y crepitante. Las grietas se deslizaron desde la garganta de la efigie hasta recorrer todo su cuerpo, que acabó desmoronándose en pequeñas trizas de piedra preciosa.
La musa de Vladawen se levantó dolorida.
—El designio de los hacedores ha sido buscar de nuevo el equilibrio. Ahora sólo existe una musa élfica, que aún ruega por vuestra ayuda.
—Y la tendrás —gruñó el orgulloso, con los colmillos asomando de sus fauces como si hubiera sido él mismo quien acabara de librar la batalla. Entonces tomó al oráculo de Vladawen por el hombro. Una intensa vibración recorrió temblorosa la figura del elfo, librándolo de sus dolores.
El próximo en hacer lo propio fue el asaatz, y tras él un trasgo de ojos arácnidos de cuatro brazos. Antes que se diera cuenta, todas las musas que en el mundo consciente estaban perdidas y carentes de ningún propósito, hacían cola para prestar al elfo una fracción de su poder, sin sospechar que al hacerlo estaban avalando fehacientemente el advenimiento de un nuevo dios.
A la musa de Vladawen no le importaba que lo hicieran de forma consciente o no. Puede que estuviera defectuosa, la osada desviación del último intento de los hacedores, pero sencillamente ansiaba la perdición del Matatitanes, y después que aquel estúpido hiciera una o dos preguntas más, lograría su objetivo.
SEGUNDA PARTE
Mithril
8
Barrio Tormenta, el distrito de más dudosa reputación de Puerto Bahía, situado en su extremo oriental, hacía aquella noche honor a su nombre. Del mar llegaba una lluvia helada que batía contra chabolas y casuchas, congelando a Vladawen a pesar de su manto. Los esporádicos relámpagos iluminaban las siluetas de los barcos atados en sus amarraderos.
Con un masculino atuendo, enfundada en una bufanda y un sombrero de ala caída, Ópalo agarraba el cuerno de dragón al que Baryoi, en un último gesto de buena voluntad, había dado la apariencia mágica de un cetro aparentemente normal. La maga contemplaba con tristeza el batir del agua.
—Desde luego no es la noche perfecta para dar una vuelta en barco.
Bhando sonrió. Con su nariz chata y sus dientes torcidos, el marino parecía tener algún rastro de sangre orea, especialmente cuando mostró su dentadura con una sonrisita.
—No os preocupéis, señora —dijo señalando a uno de los barcos del puerto—. Mirad, ése que está ahí es el Doncella Fantasma, y está tan cerca que casi podrías alcanzarlo de un salto.
—Y por tu bien espero que sepas navegar en aguas revueltas —dijo Lillatu—. Puede que no encontremos la calma en el mar en todo el viaje. —Entonces se dejó caer torpemente desde el ruinoso embarcadero hasta el esquife.
Encaramándose con cautela, pero desdeñando cualquier ayuda, Ópalo siguió a la asesina, y tras ella pasó Vladawen. Bhando soltó amarras, saltó a bordo y ocupó su lugar en el timón antes que la gabarra comenzara a abandonar el embarcadero. Un instante después, dejaron el puerto atrás.
Vladawen escudriñó el horizonte, a través de la oscuridad y el aguacero.
—¿Estás ansioso por ver de nuevo a los de tu estirpe? —preguntó Lillatu.
El elfo se encogió de hombros.
—Por alguna razón, no tanto como podría haber esperado. Lo que más me alegra ahora es que estemos acabando con todo tan deprisa.
—No cantes victoria aún.
—Lo sé, lo sé. Pero con un poco de suerte...
El bote de remos se sacudió entonces con violencia, ascendiendo en el aire, y volvió a aterrizar con fuerza en el agua. Perplejo, Vladawen miró a un lado y otro. El bote parecía haber arremetido contra las olas. Bhando buscaba a tientas recuperar los remos.
El marinero lanzó una mirada desconfiada.
—Creo que el tiempo está algo peor de lo que creía. —Una nueva ola batió contra el esquife y estuvo a punto de hacerlo volcar—. ¡Cuidado, no vayáis a caer por la borda, no en el Mar Sangriento! ¡Si no os ahogáis, os volveríais locos antes de poder nadar de vuelta a tierra firme!
Ignorando el traicionero y desequilibrante piso, Lillatu abandonó de un salto su asiento y arremetió contra Bhando, colocándole su daga en la garganta.
—Creo que ya acordamos el precio a pagar —dijo—, así que no pienses en asustarnos para que lo subamos. Cumple con tu trabajo o te mataré y seré yo misma quien mueva los remos de este maldito bote.
El barquero se encogió.
—¡De acuerdo! ¡Quiero decir, no sé de qué me hablas! Os estoy llevando a donde me dijisteis, como prometí. —Entonces enderezó de nuevo el bote, y la asesina regresó a su asiento.
El Doncella Fantasma era un velero de alquiler de un solo mástil, que no se diferenciaba demasiado de los innumerables botes que surcaban comerciando los puertos de Ghelspad o Termana, excepto por la belleza de su mascarón de proa. Con un brillo pálido a la luz de los candiles que colgaban de la proa, la talla representaba a una esbelta muchacha elfa de semblante triste, cubierta con un vestido de gasa. Presumiblemente debía representar a una "doncella fantasma", y por ello, para muchos una elección no demasiado apropiada para un mascarón de proa. No obstante, por alguna extraña razón a Vladawen lo atrajo su aspecto a primera vista. Quizá fuera simplemente que ejemplificaba las elaboradas artesanías de su tierra natal.
Cuando el esquife estuvo lo suficientemente cerca de su destino, Bhando hizo señas al barco de mayor tamaño, y el desafortunado marinero que estaba de guardia devolvió el saludo. Tras un breve intercambio de palabras, dejó caer una escalera de cuerda por la borda.
—Ahora sí que te pagaré ese extra —dijo Vladawen mientras dejaba una moneda al marinero—, para que nos esperes.
Bhando sonrió contemplando el brillo de la plata en la palma de su mano.
—Podéis confiar en mí.
Lillatu se encaramó por la escalera. Ópalo contempló con recelo el ascenso que la esperaba, masculló un conjuro y se dispuso a flotar para subir al barco. Vladawen trepó tras ella y una ráfaga de viento estuvo a punto de hacer volar su cinta de tela plateada, aquella cuyo encantamiento alteraba la apariencia de sus ojos. El elfo la sostuvo para evitar perderla.
El vigía era un elfo abandonado media cabeza más bajo que Lillatu, e incluso más enjuto que Vladawen.
—De modo que queréis ver al capitán —gruñó sin más preámbulos.
Vladawen se quedó sorprendido. Muy orgullosa de sus modales, su gente rara vez se mostraba tan brusca, y aún más especialmente con otro elfo. Era posible que el marinero tuviera demasiado frío, o estuviera demasiado mojado y cansado para mostrarse cortés.
—Nos gustaría, si es posible.
—Acompañadme, pues —dijo el marinero indicándoles el camino. Por el aspecto del bote, la mayor parte de su tripulación debía de dormir en la reluciente cubierta, batida por la lluvia, incluso en los momentos de mayor inclemencia del tiempo, y parte del cargamento ocupaba también la misma posición. Con todo, el velero poseía algunos espacios cubiertos, incluyendo el camarote situado en la proa, que era evidentemente el lugar al que lo conducía el marinero.
—¡Maldito! —exclamó repentinamente Lillatu. Vladawen miró por encima de la cubierta, imitándola, y vio como Bhando se alejaba de ellos batiendo los remos.
—Oh, bueno —dijo Vladawen—. Este barco tiene un bote. Supongo que podremos persuadir a la tripulación para que nos lleve de vuelta al puerto, en caso de que sea necesario.
—Venga, daos prisa. —El marinero golpeó entonces la escotilla—. ¿Capitán Khemaitas? Son... bueno, hay alguien que quiere veros.
Transcurridos unos instantes, la puerta se abrió y por ella asomó un nuevo elfo abandonado. Su vivo semblante tenía un rastro de cinismo, y su jubón de seda roja repleto de intrincados dibujos de triángulos enlazados entre sí resultaba extravagante, incluso para los estándares de cuidado con los que su gente atendía sus vestiduras. Sobre la blusa llevaba una peculiar coraza hecha de conchas, y en un fajín dorado sostenía un estoque tan hermoso casi como el de Vladawen. En general, parecía un cortesano vestido para atender a su rey, más que un capitán que pasara una noche lluviosa pero tranquila a bordo de su barco, anclado a salvo en un puerto conocido.
Khemaitas estudió de arriba abajo a los recién llegados.
—Parecéis surgidos de un naufragio. Realmente debéis tener algo urgente que contar si habéis venido hasta aquí a remo en una noche así. Me pregunto si coincidiré con vosotros en tal apreciación.
—Queremos arrendar vuestra nave para partir al amanecer —dijo Vladawen—, si es posible.
El capitán elfo se carcajeó.
—Me temo que no lo es. La mayor parte de la tripulación está en tierra, repartida por todo Puerto Bahía, bebiendo y en busca de fulanas. No podré reunirlos esta noche, y aunque pudiera hacerlo, no estarían en las mejores condiciones para ponerse manos a la obra. Aun así, quizá podamos llegar a un acuerdo que os plazca. Entrad y hablemos sobre ello. Al menos podréis cobijaros de la lluvia.
La estancia era bastante estrecha. Se trataba de un camarote pequeño, con su cofre, su escritorio abatible y su cama, y un candil que desde luego no bastaba para iluminar un cuarto ocupado por cuatro personas. Finalmente, cuando todos estuvieron embutidos lo más cómodamente posible, el marinero se pronunció:
—Presumo que sabréis que soy el lugarteniente Khemaitas, al mando de la Dama Fantasma, pero yo desconozco vuestros nombres.
Vladawen pasó a su compatriota elfo una bolsa de piel de cerdo. Khemaitas esparció los contenidos sobre la palma de su mano, donde brillaron incluso bajo la titilante luz amarillenta de la lámpara.
—Señor Diamante, Señorita Esmeralda y Señorita Rubí —dijo el capitán—. Unos nombres realmente sugerentes.
—Tenemos más gemas como esas —dijo Vladawen, y de hecho, gracias a la generosidad de Gasslander, así era—. Bastantes, espero, para que nuestros nombres carezcan de importancia. Suficientes para persuadiros de aceptar los riesgos.
—Eso depende de qué se trate.
—Desearíamos hacernos a la mar tan pronto como ésta esté practicable, y embarcar rumbo al lugar donde Kadum yace prisionero. Allí echaréis el ancla mientras yo me doy un baño. Después de eso, nos traeréis de vuelta aquí.
El marinero hizo ademán de escupir y esbozó una señal en el aire, como espantando la mala suerte.
—De modo que sois adorador de un titán.
—¿Importaría algo que lo fuera? Se rumorea que vos y vuestra tripulación os habéis pasado al contrabando e incluso a la piratería de tiempo en tiempo.
—¿De veras? Bueno, si lo hicimos, creo que no lo admitiría ante un extraño, ¿no creéis? En mi opinión debemos vivir como nos corresponda, y esperar respetar el equilibrio en el proceso. Eso no significa necesariamente que queramos confraternizar con los druidas.
—No soy ningún druida, ni siquiera uno de esos adoradores de Denev. —Vladawen se quitó la cinta del pelo, poniendo fin a la ilusión que disimulaba el verdadero aspecto de sus ojos color negro y plata.
Khemaitas negó con la cabeza.
—¿Se supone que eso va a hacer cambiar mi opinión sobre vos? Ahora que veo que sois también de Termana, encuentro aún más desconcertante vuestro apego por los titanes. No se si estaréis informado, pero fue un titán quien acabó con nuestro dios y nuestra raza, y todavía algunos de nosotros agonizamos esperando nuestra muerte.
—Lo sé bien, y creedme, no es mi intención servir a ningún titán. La cuestión es que debo formular una pregunta al Sangrante.
—¿De qué pregunta se trata?
—Es un asunto complicado.
—Tengo toda la noche. —Entonces un golpe de lluvia más fuerte arremetió contra la cubierta, sobre sus cabezas—. Y si queréis que conduzca al Dama hasta aguas prohibidas, antes deberéis convencerme. No pienso hacer nada así a ciegas, ni a cambio de todas las joyas de Ghelspad.
—Entonces buscaremos a algún otro que lo haga —dijo Vladawen—. ¿Es posible que nos lleve alguien a remo de vuelta al puerto?
El clérigo había esperado que la amenaza de perder la fortuna prometida hiciera a Khemaitas cambiar de actitud, pero el marino lo sorprendió y se limitó a decir:
—Sí. Esperad aquí, a cobijo de la lluvia, mientras los hombres preparan el bote.
Vladawen intercambió miradas con Lillatu y Ópalo. Habían esperado encontrarse con un capitán tan ávido y carente de principios que no le fuera a importar quiénes fueran o por qué quisieran acercarse a Kadum, pero había resultado que Khemaitas no encajaba en ese patrón. Bueno, quizá no fuera malo. Puede que incluso fuera mejor así.
El clérigo se levantó y se retiró la capa. Lo confinado del camarote privó a la acción de cualquier teatralidad que pudiera haber tenido, pero bastó con que Vladawen dejara ver colgando junto a su cuerpo su daga, su látigo, su ballesta de mano y su estoque. Gran número de canciones e historias de Termana mencionaban esa combinación exacta de armas, del mismo modo que describían la espada de plata con la indescriptible gema azulada en la empuñadura.
Por primera vez, el gesto sarcástico de Khemaitas abandonó su semblante, al tiempo que sus ojos oscuros se abrieron de sorpresa.
—¿Eres el Matatitanes?
—Sí.
—Todos te creen muerto.
—Tras los desastres que acaecieron a nuestra gente, me recluí ahogado en lamentos.
Lillatu resopló.
—Es una buena forma de decirlo.
—Y ahora —dijo Khemaitas—, ¿has vuelto para matar a Kadum?
—No, sólo quiero hablar con él. Como dije antes, mi empresa es complicada, pero puede resumirse en lo siguiente: hay una posibilidad de que El Que Permanece pueda alzarse de su tumba para sanar a nuestra raza, devolviéndonos así nuestra longevidad y nuestra fertilidad a un tiempo. Kadum puede decirme cómo conseguirlo.
El capitán negó con la cabeza.
—Si eso es cierto, ¿por qué no me lo dijisteis desde el principio?
—Tengo enemigos que quieren impedir la resurrección del dios. Muy probablemente estarán tratando de darme caza ahora mismo, aquí en Mithril. En consecuencia, consideré prudente ocultar mi identidad a todo el mundo y comportarme como un bribón más entre los bribones. No obstante, ahora que sabéis la verdad, ¿me ayudaréis?
—Yo... me gustaría hacerlo, si realmente podéis hacer lo que decís.
—De veras puede —dijo Lillatu—. Como dijo, el asunto es bastante peliagudo. Llevamos trabajando en él ya más de un año. Al ayudar a Vladawen, tanto Ópalo como yo hemos visto cosas que prueban que es posible tener éxito.
—En ese caso, quizá podamos meter prisa a la tripulación para que vuelva a bordo antes del mediodía. Perdonadme un momento. —Khemaitas se puso en pie, se abrió paso entre sus invitados y regresó a la noche lluviosa, cerrando la escotilla a su paso.
Ópalo esbozó una de sus nada frecuentes sonrisas.
—Ha sido más fácil de lo que había esperado.
—Así lo espero —dijo Vladawen.
—¿Qué ocurre?
El elfo trataba de averiguar qué se traía el capitán entre manos.
—Puede que nada. Pero le di a Bhando dinero, y la promesa de más. Debería haber esperado. ¿Cuántos otros posibles pasajeros ansiosos por pagar saldrían a encontrarse con él en una noche como ésta?
—Le diste bastante para pagarse un estofado, una cerveza y una mujer. ¿Cuánto más necesitaría? Si fueras él, ¿habrías preferido irte a pasar un buen rato, o te quedarías parado en medio de la lluvia helada achicando agua de tu barco?
—Podrías estar en lo cierto —dijo Vladawen—, ¿pero por qué el marinero que nos hizo subir a bordo se comportó entonces tan extrañamente?
—¿Lo hizo?
—Parecía estar inquieto.
—Me pregunto —dijo Lillatu— por qué Khemaitas llevaba consigo su espada y su armadura cuando nos recibió. Claro que ninguno de nosotros vagamos por ahí desarmados, y siempre empuñamos alguna hoja o conjuro. Pero nosotros somos personas desesperadas, con enemigos dispuestos a echarse sobre nosotros a la menor oportunidad.
Ópalo frunció el ceño.
—Piensas que el capitán es uno de nuestros enemigos, y que por ello no querría encontrarse con nosotros sin tener a mano algún modo de defenderse, por temor a que pudiéramos averiguar sus verdaderas intenciones.
—Creo —dijo la asesina— que si quisiera poner una trampa a Vladawen, podría adivinar que querría acercarse al barco, de entre todos los del puerto, que está atestado de elfos abandonados. Entonces lo vigilaría, o incluso compraría los servicios del capitán en caso de tener la oportunidad.
—Espero que estemos equivocados —dijo Vladawen abriendo la escotilla y sacando la cabeza.
Una docena o más de enjutas figuras esperaba en la cubierta, empuñando espadas que resplandecían con los estallidos de los relámpagos. Parecía que, después de todo, la tripulación no se había ido a darse una vuelta. Estaban embutidos debajo de la cubierta del barco, aguardando ocultos a que Khemaitas diera la orden acordada. Uno de ellos estaba apostado en la popa, abriendo y cerrando el obturador de un candil, haciendo sin duda señales visuales a un contacto en tierra.
De repente, una luz latió en las cercanías del mástil del buque y un humano envuelto en una túnica, con un bastón en su mano, surgió entre la penumbra. ¿Sería Kolvas? Vladawen no alcanzaba a distinguirlo, y por el momento aquello tampoco importaba demasiado.
El elfo volvió la vista hacia sus camaradas.
—Ahí fuera está apostada toda la tripulación, y también un lanzador de conjuros. Tenemos que salir de aquí enseguida.
—¿A qué esperas para empezar a moverte, entonces? —preguntó Lillatu.
9
Vladawen, Ópalo y Lilly salieron precipitadamente por la trampilla. Desenvainando a toda prisa su espada, la asesina se sentía aliviada de haber abandonado el camarote. Ahora, sobre la cubierta, al menos tendrían espacio para desplegarse y no serían tan vulnerables a un eventual ataque de magia enemiga, o a una salpicadura de aceite hirviendo o en llamas que algún adversario pudiera intentar arrojarles.
El problema era que, en esencia, seguían estando atrapados, así como terriblemente superados en número, pero no les quedaba otra cosa que hacer que luchar. Durante un instante visualizó al greñudo lobo de ojos dorados que tomaba como tótem personal de su valor, y acto seguido se arrojó hacia uno de los marineros.
Aquel ataque pareció cogerlo por sorpresa. Su adversario intentó repeler su estocada, pero falló por poco. La punta de la hoja de la asesina le ensartó el pecho y le hizo tambalearse hacia atrás. Lilly giró entonces hacia otro enemigo.
Mientras combatía, se esforzaba por seguir la pista a sus compañeros. Vladawen luchaba empleando su habitual y devastadora combinación de preciso manejo de la espada y fuerza sobrehumana. Ópalo escupió un penacho de crepitante fuego color amarillo. Tras orientarlo hacia arriba, la nube engulló a un elfo que estaba posado en la jarcia empuñando una ballesta. El marino aulló y cayó.
Lilly pensó fugazmente que no habría estado mal que las llamas hubieran prendido el mástil. Eso hubiera dado a la tripulación algo más por lo que preocuparse. Pero sin duda la madera estaría demasiado mojada para que eso sucediera.
Entonces otro elfo se arrojó sobre ella ondeando su alfanje. La asesina, considerando que iba a tener más posibilidades de esquivar la pesada hoja que de frenarla, se hizo a un lado. Aquella acción la mando a parar junto al borde de la cubierta. Ésa era una de las razones por las que nunca le había gustado pelear a bordo de un bote: no había mucho espacio para maniobrar.
El marino continuó imprudentemente su movimiento. Lilly vio que su adversario había errado el ataque, y en lugar de seguir defendiéndose contraatacó. La espada del marino acertó en la barandilla, y la de la asesina le ensartó el vientre.
En ese momento, algo enorme, peludo y de brillantes ojos blancos apareció de un salto en la cubierta. Aunque presumiblemente debía estar de su lado, los elfos no pudieron evitar dejar escapar gritos de alarma, y corrieron a escabullirse a toda prisa. Ópalo, con voz tranquila, recitó un contraconjuro y acto seguido la criatura se desvaneció tan súbitamente como había aparecido.
Con el cuerno de dragón en la mano, Ópalo podía lanzar varias de aquellas prohibiciones, pero no había garantía de que fueran siempre a imponerse al poder del conjurador enemigo. La única forma segura de evitar que aquel mago invocara un horror tras otro era matarlo. Así, tras vislumbrar algo parecido a un paso franco, Lilly se abalanzó hacia el hombre del cetro.
Estallaban relámpagos que teñían de blanco el cielo, y acto seguido bramaban los truenos. La lluvia caía sin cesar. Un marinero se arrojó sobre su flanco y la asesina giró, esquivó la cimitarra que su adversario hacía ondear en dirección a su cuello y le acuchilló una rodilla. Las piernas le fallaron y se derrumbó. Lilly volvió a lanzarse al frente.
Frente a la cubierta del barco, en medio de la incesante lluvia, el lanzador de conjuros blandía su báculo contra Lilly. Ésta sintió un escalofrío y se quedó helada e inmóvil. El corazón le latía con fuerza, sentía un nudo en la garganta y apenas logró sofocar un gimoteo. Algo que sólo era discernible porque las gotas de lluvia rebotaban contra su invisible figura volaba en picado hacia ella.
Con un grito se liberó de su parálisis y extendió su hoja para ensartarla en la criatura voladora. El ser emitió una risueña risa tonta, como de niña, y la hoja no acertó a atravesar nada. Lilly había errado, o bien su enemigo había esquivado su ataque. Entonces, más que ver pudo sentir la réplica, e intentó saltar para sortearla, pero sin éxito. Algo, una especie de ala correosa, le golpeó la cara y la dejó tambaleándose. El demonio, si eso era aquella criatura, sobrevoló la baranda y llegó hasta el agua, donde volvió a ascender, girando, lista para realizar otra pasada.
Sin dejar de combatir el enfermizo y antinatural terror que la impulsaba a girarse y salir corriendo, sin importar que no hubiera ningún sitio al que huir, Lilly estudió a su contrario. No podía estar segura, pero le parecía que su aspecto era el de una grotesca mujer con alas de murciélago.
La criatura voladora volvió a arrojarse en picado contra ella. Lilly lanzó un tajo, erró e inmediatamente giró su espada en un intento a ciegas de repeler el picado. La hoja golpeó y probablemente desvió algo, pero un segundo ataque, virtualmente simultáneo, atravesó su guardia. Garras, o casi incluso hojas, le arañaron la frente. Un poco más abajo y el ataque la hubiera dejado sin ojos.
Batiendo las alas, la criatura voladora se dispuso a ascender y girar una vez más. Con los ojos medio nublados por la lluvia y la sangre a partes iguales, luchando por idear una táctica que pudiera resultar efectiva contra aquella bestia, Lilly observaba lo grandes que eran las alas de la criatura. Resultaba increíble que aquel demonio pudiera arrojarse en una batida tras otra sobre la superficie del barco con tanta destreza.
La criatura volvió a embestir a Lilly, que se mantuvo firme hasta el momento justo, cuando profirió un grito de guerra, saltó y lanzó una estocada. Como había ocurrido antes, la criatura voladora esquivó su ataque.
Sin embargo, aquello era lo que la asesina había previsto, ya que la finta le había hecho virar justo como ella quería. Una de sus alas se enganchó en uno de los cabos que bajaban desde lo alto del mástil y la bestia, aleteando inútilmente, fue a parar de bruces contra la cubierta.
Lilly saltó sobre la criatura y la acuchilló una y otra vez, hasta que dejó de moverse; entonces se abalanzó hacia el conjurador. Un marino blandió una lanza contra ella, pero la asesina la apartó a un lado de un tajo. Cuando su adversario retrocedió tambaleándose, la asesina tuvo por fin el camino libre para distinguir el semblante del hombre que empuñaba el cetro.
Para su decepción, no se trataba de Kolvas, y era un tipo bien parecido, de largos cabellos negros, quien a juzgar por su diabólica sonrisa encontraba la furia de la batalla especialmente estimulante. Tenía un broquel en una de sus muñecas, y una cota de mallas bajo su capa. Enganchada a su cinto, una maza colgaba junto a su cintura.
No importaba quién pudiera ser, debía morir. Lilly embistió. El conjurador cedió terreno, masculló un encantamiento y extendió su mano abierta.
Lilly sintió arder su pecho de dolor. Luchando por mantenerse en pie, de repente incapaz siquiera de hinchar sus pulmones, la asesina sentía que su acelerado corazón estaba a punto de escurrírsele como un animal frenético hasta escapar de su pecho.
10
Vladawen esperó a que su adversario embistiese y entonces retrocedió unos pasos y extendió su hoja. El estoque de plata atravesó la muñeca al marinero, que dejó caer su alfanje. Con sus ojos negros desorbitados, esperó recibir el golpe de gracia.
Éste hubiera sido bastante sencillo, pero en lugar de ejecutarlo, Vladawen se limitó a liberar su hoja y dejar que su herido adversario se tambalease atolondrado. No estaba seguro de por qué lo hacía pero, fuera consciente de ello o no, la tripulación del Doncella Fantasma estaba traicionando a su propia raza y a su deidad. Debería odiarlos, pero quizá se había encontrado ya con demasiados traidores, bribones y tipos enloquecidos durante el transcurso del pasado año, y puede que él mismo hubiera cometido demasiadas traiciones y practicado demasiados engaños; no podía evitar sentirse hastiado.
Con el rabillo del ojo avistó a Lillatu arrojándose con saña contra el enemigo, muy probablemente acechando al lanzador de conjuros enemigo. Eso lo dejaba con la misión de proteger a Ópalo mientras ésta obraba su magia. Vladawen saltó para interceptar a un marinero que empuñaba un hacha de batalla. Fintó hacia la cara para abrirle la guardia y le enterró la hoja en la ingle.
El elfo volvió la vista hacia Ópalo. La maga, como era de esperar, seguía conjurando, pero Vladawen se percató de que lo hacía mirando hacia él. Enseguida supuso que el hombre del cetro debía de haber tejido un encantamiento que jugara con la mente de su compañera, de forma que ésta veía ahora al elfo como su enemigo.
Vladawen intentó esquivar el ataque, pero no fue lo suficientemente rápido. Unos dardos flamígeros salieron como rayos de sus dedos extendidos y dos de ellos lo alcanzaron, uno en el pecho y otro en un brazo. El elfo jadeó por el punzante dolor.
Rezaba porque, ahora que ya lo había herido, el conjuro que nublaba su cabeza se desvaneciera. Pero no fue así. Sin dejar de mirarlo, dio inicio a un nuevo conjuro.
Mientras se recuperaba del impacto de las quemaduras cargó en dirección a su compañera, y empleando la delicada guardia de su estoque a modo de nudillera, le golpeó en la cara. Ópalo perdió el sombrero de ala caída y se tambaleó hacia atrás. Vladawen la agarró por la capa para evitar que se cayera por la borda.
La maga se quedó colgada de su mano como una muñeca de trapo, mientras sus verdaderos enemigos seguían amenazándolos. Todo lo que el elfo pudo hacer fue tumbar su cuerpo inconsciente sobre la cubierta. Casi instintivamente, agarró el cuerno de dragón con apariencia de cetro y se lo colocó en el cinto. Entonces vio a Khemaitas deslizándose hacia él, empleando los engañosos pasos de un duelista perfectamente adiestrado. El capitán empuñaba con su mano diestra un estoque, y con la otra una espada larga.
—Con tu mago incapacitado —dijo Khemaitas— no tiene sentido que sigas oponiendo resistencia. Ríndete y quizá pueda hacer que conserves tu vida.
—No lo creo. —Vladawen realizó una doble finta, con la punta de su estoque dirigida lo bastante hacia abajo para evitar las paradas de su adversario, y finalizó con una estocada hacia el pecho.
Khemaitas reaccionó ante el verdadero ataque a tiempo para retroceder y empujarlo hacia un lado. Entonces respondió con una estocada dirigida a la garganta de Vladawen que éste, a su vez, detuvo también. El clérigo esperó un ataque de la espada larga, pero curiosamente éste no tuvo lugar. Aunque Khemaitas empuñaba una hoja en cada mano, aún no estaba mostrando las tácticas de lucha de un combate a dos manos.
Otro marinero se lanzó como una flecha hacia el flanco del clérigo elfo. Vladawen, medio girándose, lo tumbó con una estocada. Khemaitas aprovechó ese mismo instante para embestir, y Vladawen frenó el estoque de su compatriota elfo con un barrido de su puñal, para entonces, con un giro de cintura, golpearle como había hecho con Ópalo; sólo que, esta vez, descargó el puñetazo con toda su fuerza.
Khemaitas sacudió la cabeza hacia un lado, evitando que su adversario le rompiera el cuello. El puñetazo sólo lo rozó, pero eso bastó para arrojarlo hacia atrás. Su estoque abandonó volando su mano.
Vladawen se arrojó tras él, pero en ese momento sus instintos de combate, agudizados durante siglos de ejercicios, duelos y batallas, lo alertaron de que algo no iba bien. Dio un cuarto de vuelta, haciendo girar su hoja divina para frenar el posible ataque, y consiguió empujar a un lado un estoque que, aparentemente por impulso propio, amenazaba con incrustársele en la cintura. Después de todo el capitán no había dejado caer su arma: la había soltado a propósito, y ahora esa retorcida cosa luchaba por sí sola.
Vladawen la apartó, y ambas hojas repicaron con estruendo. Intentaba partir en dos el estoque volador, pero su forja y su encantamiento eran demasiado poderosos para eso. Su golpe apenas sirvió para lanzar el arma a unos cuantos pasos de distancia.
Entonces supo que era el momento de volver a girarse. Sin duda Khemaitas debía estar disponiéndose a arrojarse una vez más sobre él, y así lo supo al verlo empuñar su espada larga, ahora con la diestra. Vladawen extendió rápidamente su arma y el capitán estuvo a punto de ensartarse él mismo en ella, pero se las arregló para detener su veloz impulso.
Khemaitas había abierto su guardia, y Vladawen lo aprovechó para embestir. El capitán frenó su ataque. No consiguió bloquearlo del todo, pero lo desvió lo suficiente para que éste rebotara por su coraza de conchas sin llegar a acertarlo de lleno. Vladawen retiró al instante su estoque, al tiempo que mantenía el roce con la otra hoja. Ahora su impulso residía en la debilidad de la espada larga, de modo que, empleando esta palanca y también su fuerza sobrehumana, arrancó el arma de la mano de su adversario y la lanzó volando por la cubierta.
Con su oponente con las manos vacíaselo normal hubiera sido arrojarse sobre él de forma despiadada, pero sus instintos, o su sentido del ritmo de la batalla, le avisaron de que el estoque flotante debía de estar seguramente volando de nuevo contra su espalda. Se hizo a un lado de un salto, con la esperanza de que la hoja pasara junto a su flanco a toda velocidad hasta ir a clavarse contra el cuerpo de su dueño. Por desgracia, no ocurrió así. La hoja se detuvo en seco y se giró hasta ofrecer su empuñadura a Khemaitas, que la sostuvo al instante.
Vladawen tampoco se sintió excesivamente decepcionado. Khemaitas era un diestro luchador, rápido, conocedor de tretas, y empuñaba un arma formidable. No obstante, sin una segunda espada no podría sacar todo su provecho a la hoja animada, y eso significaba que no iba a tener posibilidades de estar a la altura del Matatitanes.
El clérigo embistió, dispuesto a asestarle el golpe de gracia, y entonces se percató de lo que estaba ocurriendo a la espalda del capitán. El conjurador enemigo tenía la mano extendida, casi como estuviera disponiéndose a coger una pelota que alguien fuera a lanzarle, y Lillatu se tambaleaba. La delgada hoja que empuñaba se deslizó de su mano. La asesina cayó de rodillas y fue a parar con su costado sobre la cubierta.
El conjurador mantuvo extendido su brazo durante algunos instantes más y entonces se encogió de hombros, como si los resultados de su magia le hubieran decepcionado. Se pasó el cetro que empuñaba de una mano a otra, y entonces sacó la maza que sostenía en su cinto.
Vladawen se giró y corrió en dirección a Lillatu y al adversario que levantaba ya su arma para destrozar el cráneo de la mujer. Una maraña de marineros elfos surgió de la oscuridad y la lluvia para cerrarle el paso. Se habían mantenido a cubierto mientras él y su capitán habían estado batiéndose en duelo, pero ahora claramente habían abandonado esa actitud.
Vladawen esquivó y detuvo ataques, lanzando estocadas a diestro y siniestro, deshaciéndose uno tras otro de los adversarios que le bloqueaban el paso. Se lanzó desesperado hacia la asesina, y el hombre que empuñaba la maza, al verlo, retrocedió.
Vladawen bajó la vista hacia la muchacha que yacía despatarrada a sus pies. Al menos seguía con vida, pero su forma de resollar y su lividez hacían evidentes las dificultades en las que se encontraba. Parecía estar casi tan mal como lo había estado el día que había caído envenenada por el aliento del gólem drendali.
Aquella visión bastó para hacer titubear a Vladawen durante medio latido, y quizá aquello fuera su perdición, pues algo lo alcanzó en ese instante en la región baja de la espalda. Al principio sintió sólo un golpe, pero cuando su adversario retiró la hoja de su carne, se vio envuelto en una horrible sensación de mareo que le advertía de lo profunda que había sido en realidad aquella herida.
Se quedó tambaleándose. Había sido Khemaitas quien lo había acuchillado, y estaba presto a repetir su acción. Vladawen paró el nuevo ataque. Lo hizo de forma torpe y burda, pero tuvo éxito probablemente porque el capitán lo había creído incapaz de ejercer incluso la más simple y tardía defensa. Lo cierto es que no tuvo problemas en apartarse para quedar fuera del alcance de un contraataque igualmente torpe. Vladawen contempló el sarcástico semblante de Khemaitas esperando encontrar una mueca de burla, y se sorprendió al ver en él un atisbo de lo que parecía ser arrepentimiento.
Aquello tampoco iba a importar demasiado, pues los marineros rodeaban ya a Vladawen, y el conjurador humano, con expresión de júbilo, blandía su bastón mientras daba comienzo a un nuevo hechizo.
Vladawen fue consciente de que él y sus camaradas habían sido derrotados. La única oportunidad que les quedaba era la de escapar. Según era capaz de discernir, Lillatu y él sólo tenían una pequeña posibilidad de conseguirlo, y la pobre Ópalo más bien ninguna. La maga aún yacía inmóvil, demasiado alejada. Sus enemigos sin duda le cerrarían prestos el paso en cuanto intentase alcanzarla.
El elfo describió un arco con su espada y los marineros que lo acechaban retrocedieron medio paso. Entonces se agachó, agarró a Lillatu por el cuello de su capa y se dejó caer hacia atrás. Con la columna golpeó la barandilla. Más exactamente, la atravesó con la herida, sufriendo un dolor indescriptible.
Afortunadamente, si era posible decirlo así, su impulso inicial bastó para hacer que él y Lillatu atravesaran la barandilla. Lo que le pareció una caída interminable encontró su fin cuando ambos fueron a parar dolorosamente contra las gélidas aguas, que los abrazaron enviándolos a las profundidades.
11
Levin interrumpió su encantamiento para correr hasta la astillada barandilla y mirar al agua. Allí no pudo distinguir a nadie nadando o flotando sobre la superficie.
—Bendita Madriel —dijo en un gesto de mezquina admiración por la tozudez con la que el Matatitanes se había negado a deponer sus armas y dejarse matar sin más. Años atrás le había divertido nombrar así a los dioses, invocando inconsciente poderes de luz y pureza; ahora los tenía bastante abandonados. Claro que lo más tedioso era el esfuerzo que tenía que hacer para conservar la inofensiva máscara que mostraba al mundo de la luz.
Khemaitas acudió corriendo a su lado.
—Sin duda estarán muertos o ahogados.
—Sin duda —coincidió Levin—. Estuve a poco de sacarle el corazón por el pecho a esa muchacha, y vos asestasteis una imponente estocada en la espalda de vuestro compatriota. De todas formas, debemos aseguramos. Sacad los arcos y las flechas...
—Serán inútiles con esta lluvia.
—Pero imagino que podréis hacer un disparo o dos sin que el agua los eche a perder. Disponed a vuestra tripulación a lo largo de la baranda. Si distinguen algún tipo de movimiento en el agua, que disparen. Yo mientras conjuraré algo que se quede al acecho ahí abajo...
—¡Ah del barco! —gritó entonces una juvenil voz de tenor—. ¡Doncella Fantasmal ¡Somos paladines, y vamos a subir a bordo!
Khemaitas y Levin intercambiaron miradas de perplejidad.
—Reconozco esa voz —dijo el humano—. Pero, por los ojos del Legislador, ¿qué estará haciendo aquí?
—Espiar —dijo Khemaitas—. Es imposible que haya distinguido demasiado de lo aquí ocurrido, no desde la distancia, y en medio de la oscuridad y la lluvia. —Entonces echó un vistazo a la cubierta, a los miembros de su tripulación que yacían heridos o, en un par de casos, muertos—. Pero no hay forma de ocultar esto.
—Sólo ocupaos de esconder a la mujer —dijo Levin— y de mentir de forma convincente.
—Y vos salid de aquí.
—No puedo hacerlo. El talismán que me trasladó hasta aquí cruzando el agua no funcionará una segunda vez.
Khemaitas fulminó a Levin con la mirada.
—Entonces tendréis que dignaros esconderos bajo cubierta.
—El mago podría detectar la magia que emana de mis ropajes. Además, tengo otra trama que supervisar. Mis agentes en tierra deben poder consultar conmigo. —Levin se sacó la broquela del brazo y la ocultó junto a su bastón y su maza bajo la cubierta. Entonces ajustó el vuelo de su capa para que ocultara su armadura—. Puede que nuestro entrometido amigo no se percate de mi presencia. Y, en caso de que lo haga, sólo deberemos extender un poco más la mentira para justificar mi estancia aquí.
Khemaitas sonrió de manera desagradable.
—Se me ocurre que quizá podría entregarte, contar todo lo que sé y confiar en la misericordia del sacerdocio. Lo tendrías bien merecido por haber arrastrado al Doncella Fantasma hasta un desastre semejante.
—Podrías hacerlo —dijo Levin con un ademán de su rostro que abarcó desde el mascarón de proa hasta la popa—. Aunque, después de todo, no creo que pueda quedar peor de lo que ya está.
Khemaitas lo observó un momento y entonces giró con brusquedad para dar órdenes a unos cuantos miembros de su tripulación. Con la astucia propia de un contrabandista, les dijo dónde debían esconder a la maga inconsciente.
12
Lillatu y Vladawen se hundieron rápidamente, con su armadura y demás equipo arrastrándolos hacia el fondo del puerto. Pasados unos instantes, el elfo logró reunir la energía suficiente para retomar sus esfuerzos. Puede que el frío del agua le sirviera de ayuda, apagando en cierta medida el dolor de sus heridas.
Enfundó el estoque divino para liberar su mano y deshizo el nudo de su capa hasta que ésta flotó libre. Lo siguiente fue deshacerse del cinto que contenía todas sus armas, exceptuando la espada, y recordó justo a tiempo recoger el cuerno de dragón eslareciano antes de que aquella pieza insustituible se fuera al fondo del mar con el resto de su equipo.
Los oídos empezaban a dolerle. Impulsándose con los pies, intentó frenar su descenso en el agua, al tiempo que hurgaba a tientas en su brigantina. Era ridículamente difícil intentar zafarse de la chaqueta de cuero y acero al tiempo que mantenía agarrada a Lillatu, el estoque y el cetro, pero no tenía esperanzas de poder nadar con el peso de su armadura arrastrándolo hasta el fondo del mar.
Finalmente logró librarse de la pesada prenda, y entonces retiró el manto de Lillatu. Iba a necesitar despojarla a ella también de sus prendas de cuero, pero se le estaba acabando el tiempo. Sus pulmones ardían pidiendo aire. El estado de su compañera debía de ser igualmente desesperado; eso si la asesina había logrado tomar aire para mantener el aliento antes de que cayeran al agua.
El elfo luchó por abrirse paso hasta la superficie, arrastrando a su compañera consigo. Lilly no pateaba, forcejeaba o hacía nada por ayudarlo. Le aterrorizaba la idea de haberla perdido, de que la predicción de Numadaya se estuviera haciendo realidad. Por fin, cuando sus cabezas salieron a la superficie del agua, Lillatu reaccionó y aspiró una bocanada de aire.
—Tus parientes... —graznó mientras la lluvia caía sobre su cara, vuelta hacia el cielo— me han causado una primera impresión algo desagradable.
—¡Silencio! —Sorteando las olas, el elfo miró hacia arriba esperando ver caer una lluvia de flechas o a unos cuantos demonios lanzándose al agua, listos a hacer que todos sus esfuerzos por sobrevivir hubieran sido en vano. ¿Se habrían limitado sus adversarios a darlos por muertos? Se le antojaba una actitud demasiado caballerosa por su parte, pero quizá fuera así. Era una presunción bastante razonable, pero iba a tener que descartarla.
—¿Podrías nadar por ti misma?
—Lo intentaré.
—Antes vamos a liberarte de tu armadura. Entonces nos encaminaremos hacia el puerto.
—Me quitaré también las botas —dijo ella.
—Sí. —Él mismo había olvidado despojarse de su calzado. Lillatu tenía razón, debían deshacerse también de ese peso.
Cuando estuvieron listos chapotearon silenciosamente rodeando la gran masa oscura del Doncella Fantasma, cuyo mascarón de proa parecía contemplarlos apenado, lamentando la traición que habían sufrido a bordo del barco. Cuando ambos alcanzaron la parte del velero más próxima al amarradero, Vladawen observó un esquife que flotaba a su lado. La llegada de aquel bote debía de haber inducido a sus compatriotas elfos a poner fin a sus hostilidades, pero el elfo era incapaz de determinar qué estaba haciendo allí. De hecho, estaba demasiado apurado para ponerse a especular.
Debía mantener vigilada a Lillatu, estar listo para ayudarla si se quedaba sin fuerzas. Temía que si apartaba la vista sólo un instante, desaparecería de la superficie y sería incapaz de dar con ella. Él mismo tenía que forzar hasta el límite sus plomizas extremidades para impulsarse y avanzar, sin dejar de hacerlo incluso cuando sentía los latigazos de dolor de su herida en la espalda. Se preguntaba si aún estaría sangrando; sospechaba que así era.
Vladawen llegó incluso a preguntarse si estaba perdiendo la cabeza. A pesar de las afirmaciones de Bhando, era incapaz de creer que sólo meter el dedo gordo del pie en aquellas aguas malditas bastara para hacer perder la razón al más pintado. Seguro que el barquero había estado exagerando. Lo que sí sabía era que sus corrientes eran verdaderamente traicioneras, y no tenía dudas de que estaría corriendo más riesgos al nadar con su piel maltrecha y ampollada. ¿Qué podía ser mejor que mezclar la sangre tóxica de Kadum con la suya propia?
Como no podía hacer nada al respecto, decidió dejar de darle vueltas al asunto. Debía limitarse a nadar y vigilar a Lillatu. Dar patadas, bracear...
Con el rabillo del ojo vio una franja de espuma blanca dibujándose sobre la superficie del agua, producto sin duda del movimiento de alguna criatura que avanzara bajo ella. Vladawen supuso que debía de tratarse de algún tiburón o algo aún más indómito. Al igual que la sangre del Sacudemontañas parecía hacer enloquecer a la gente, quizá también pudiera hacer cambiar a algunos de los peces que habitaban la costa oriental de Ghelspad, transformándolos en bestias tan temibles como cualquier diablo.
La estela de la criatura se curvó al girar ésta. Vladawen desenvainó su estoque divino y luchó por interponerse entre la indefensa Lillatu y el depredador que se lanzaba a por ella. Estaba casi encima de ellos, y aun así era incapaz de vislumbrarlo del todo; apenas podía distinguir su estela en el agua, y encontraba muy complicado apuntar o prever su ataque. El elfo lanzó una estocada intentando adivinar su objetivo.
Con todo, logró acertar de pleno. La enorme criatura viró, y luego se hundió. Jadeando, Vladawen aguardó por un instante, esperando ver si la bestia volvía a alzarse de las profundidades para lanzarse en otra pasada. No ocurrió así, y ambos reanudaron su nado.
El elfo sentía que se le nublaban los pensamientos. En ciertos momentos, llegaba a olvidar cómo había acabado junto a su amada humana en el agua, o hacia dónde iban dirigidos sus actuales esfuerzos. Sólo sentía la imperiosa necesidad de seguir luchando por avanzar. Quizá, pensó con un brote de rabioso humor, estuvieran en el infierno, y aquella interminable experiencia fuera su castigo por todos los tropiezos que habían cometido mientras intentaban echar por tierra la resurrección de Jandaveos. Entonces, por fin, su mano topó contra algo sólido. Abriendo y cerrando los ojos, distinguió que era uno de los postes hundidos en el agua que aguantaban un destartalado embarcadero.
—¿Te ves capaz de trepar? —preguntó Lillatu. Era extraño que ella, a quien habían estado a punto de detenerle el corazón, se preocupara por su estado físico.
—Espero que sí.
Vladawen lanzó el estoque divino y el cetro arriba de la plataforma. Pensó que era extraño que hubiera conseguido mantenerlos consigo después de todos los apuros que había pasado; quizá la sangre de Kadum le estuviera haciendo enloquecer realmente. El elfo trepó hasta el embarcadero y luego se derrumbó sobre los tablones de madera. Lillatu lo siguió, y entonces se agachó a su lado para examinar su herida.
—No tiene muy buen aspecto —dijo.
—Lo sé. Volvamos a la posada.
Cansinamente se pusieron en pie, y apoyándose el uno en el otro avanzaron tambaleantes. El elfo pensaba que debían parecer dos borrachos lo suficientemente beodos para salir a dar una vuelta en medio de la lluvia helada.
13
Cuando Gareth subió a bordo del Doncella Fantasma, Khemaitas lo esperaba para recibirlo en la cubierta. El elfo abandonado, con su atuendo recargado, extravagante y singular completamente empapado y posiblemente echado a perder, miró por encima de la barandilla para ver a los hombres que aún trepaban por la escalera de cuerda, y entonces se burló:
—Anunciasteis la visita de paladines al barco —dijo Khemaitas—. Lo hicisteis en plural. Deberíais cuidar más vuestras palabras. Puede que a Corian le dé por renegar de ti por decir mentiras.
A pesar de la fría lluvia, Gareth sentía cómo el calor le subía a la cara. Ciertamente, sus dos compañeros no eran miembros de su misma orden sagrada, guerreros místicos consagrados al servicio de su dios y su ciudad, sino villanos de la compañía de mercenarios conocida como los Perros de Guerra, antiguos aliados cuyos servicios casi había comprado con un soborno de un puñado de monedas. Gareth no había podido buscar el apoyo de sus compañeros paladines porque su superior no había autorizado sus presentes actividades. Más bien al contrario, Chovae Talahar, Comandante de la Torre Solar, se enfurecería de encontrarlo allí.
Pero no debía permitir que Khemaitas llegara a enterarse de eso. Un paladín siempre decía la verdad, pero eso no quería decir que tuviera que contar hasta el último de sus secretos al primero que se le pusiera por delante.
—Supongo que sería la costumbre —dijo con brusquedad—. Espero no haber provocado un malentendido grave. Como bien sabéis, soy un paladín, y estos hombres son Perros de Guerra, igualmente autorizados a velar por el orden en todo Puerto Bahía. ¿Qué estaba ocurriendo aquí a bordo...?
Entonces echó un primer vistazo a los elfos muertos y heridos que se agolpaban en la cubierta y, sorprendido, interrumpió su frase. Hynar, un Perro de Guerra pecoso y rubio, poco mayor que él mismo, soltó un silbido.
—El Doncella fue atacado —dijo Khemaitas—. Y dado que parece claro que habéis estado espiándonos, considero desgraciado que vos y vuestros amigos pacificadores no hayáis sido capaces de remar hasta aquí un poco antes. Quizá, de haber sido así, mi tripulación no habría acabado en este estado. Claro que siempre es más divertido arrestar elfos que protegerlos.
—Los heridos necesitarán sanadores.
—Ya disponen de uno. —El elfo hizo una señal con su mano a un marinero de mechones canosos, rasgos arrugados y estriados y raquíticos dedos, prueba evidente de que la ancianidad a la que tanto temían los elfos abandonados estaba haciendo rápida mella en él—. Y conseguiremos más —dijo mientras indicaba a otros marinos que se prepararan para hacer bajar el bote.
—Perfecto. —Gareth se volvió y empezó a merodear por la cubierta, escudriñando a los elfos heridos desde cerca. Khemaitas y los mercenarios siguieron sus pasos con aire vacilante—. Éste de aquí no aguantará mucho más —dijo agachándose junto a un marinero que tenía una laceración burbujeante en su pecho.
El paladín se quitó sus guantes de piel de borrego y apretó sus manos contra la herida. Dejó en blanco su mente, musitó una plegaria y experimentó un instante de desgarradora claridad, de perfecta consciencia de su vínculo con un poder infinitamente superior al suyo propio. Sintió un cosquilleo en sus dedos y éstos emitieron un fulgor rojizo henchidos en la magia que el Vengador le había otorgado. La herida se cerró.
—Gracias —dijo Khemaitas en un tono que sonaba incómodo. A regañadientes.
Aquello no molestaba a Gareth, pues no buscaba la gratitud del capitán. En realidad no sentía demasiado aprecio por los elfos abandonados del Doncella Fantasma. Estaba convencido de que adoraban a un dios prohibido, incluso allí, en el puerto, y también pensaba que estaban involucrados en asuntos de piratería y contrabando, desafiando las sagradas leyes de Mithril. El hecho de ponerse a sí mismo en situaciones embarazosas tratando de probarlo le comía por dentro. Aun así, era incapaz de quedarse indiferente mientras aquel marinero agonizaba, ni siquiera aunque sus votos lo permitieran. Simplemente, esa clase de rencor le era ajena.
—Habladme de la pelea —dijo.
Khemaitas dudó antes de empezar a hablar, señal inequívoca, reconoció Gareth, de alguien que va a mentir y está considerando cuánta parte de la verdad conoce su interlocutor.
—Un barquero trajo a bordo a tres intrusos: uno de nuestra propia estirpe y dos humanas.
Frandon, el más joven de los Perros de Guerra, un tipo descomunal de barba oscura, dientes rotos y nariz a juego, se carcajeó.
—¿Tres tipos acabaron con toda vuestra tripulación?
Gareth levantó su brazo, indicando al mercenario que pusiera fin a su alborozo.
—¿Qué buscaban esos visitantes?
Khemaitas sonrío torciendo la boca.
—Lo creáis o no, querían que los condujera a visitar a Kadum.
—¿Para qué?
—Para lo de siempre, supongo. Para rogarle conjuros y otros favores. Naturalmente, me negué.
—Naturalmente.
Khemaitas no estaba para sarcasmos.
—A pesar de la idea que podáis haberos hecho de mí, amigo, sé bien que es mejor no importunar a los titanes. Ya sabéis que la perdición de Chern abrazó a toda mi raza.
—He oído hablar de eso. ¿Pero odiabais tanto a esos adoradores de titanes que os visteis obligados a atacarlos?
—Bueno, no esperareis que vaya a confesar un intento de asesinato justo aquí, en el puerto. De todas formas, no, no es eso lo que sucedió. Cuando me negué a ayudarlos, intentaron tomar el barco por la fuerza.
—Tres tipos.
—Una de las mujeres resultó ser una maga. ¿Es que no distinguisteis los destellos de luz y fuego desde el puerto? Pues era ella lanzando conjuros.
—¿Y cómo acabó todo?
—Acabamos haciéndonos con el control de la situación. Y entonces la maga empleó sus poderes para transportarse a sí misma y a sus compañeros lejos de aquí. De forma instantánea. Ya sabéis cómo funciona esa clase de conjuros.
—¿Cuáles eran sus nombres?
—Se negaron a dármelos.
—¿Tenéis idea de dónde podían estar hospedándose, o de dónde puede haberlos llevado la maga?
—No.
Parecía que la historia tenía algo de verdad, pero que estaba enmarañada en una sarta de mentiras. Gareth frunció el ceño, tratando de averiguar cómo separar una cosa de otra.
—Si no deseáis nada más —dijo Khemaitas—, tengo un velero del que ocuparme.
—Os habéis estado citando de nuevo con Levin.
Gareth había esperado que aquel repentino giro en la conversación pusiera nervioso a Khemaitas, pero si fue así, éste lo ocultó muy bien.
—Y vos obviamente me habéis estado espiando con mucha diligencia, desde hace al menos un par de días. Eso me disgusta. Y no sé si le parecerá demasiado correcto a vuestra Comandante. Sea lo que sea lo que se supone que estáis haciendo aquí esta noche, sospecho que excede a vuestras instrucciones.
—¿Qué asuntos tenéis entre manos con Levin?
—Es un pasante de comercio a cargo de las operaciones con embarcaciones de la compañía de contrataciones Sol Naciente. Transportamos mercancía para ellos: Eso es todo. No tiene nada ver con adoradores de titanes que tratan de apoderarse del Doncella.
—Justo antes de que diera inicio el tumulto en cubierta, uno de los miembros de vuestra tripulación hizo señales con un candil a alguien situado en el puerto. ¿Con quién se estaba comunicando, y por qué?
Al ver a Khemaitas dudar, Gareth se sintió recorrido por la excitación. Era obvio que el capitán había esperado que el humano no hubiera observado aquel detalle específico, pues no había concebido ninguna falsa explicación al respecto.
Gareth se giró hacia los Perros de Guerra.
—Vamos a proceder a registrar el navío.
—¡No! —dijo Khemaitas—. No podéis hacer eso. No tenéis justificación.
—El caso es que yo considero que sí la tengo. Y no creo que estéis considerando resistiros a los agentes de Sumo Sacerdote...
—Lo que voy a hacer —masculló Khemaitas— es ir hasta la Torre Solar para quejarme de vuestro acoso. Esta vez la Comandante Talahar no se contentará con daros un aviso. Os expulsará.
—Ya lo veremos. —Gareth condujo a los Perros de Guerra hacia el camarote del capitán.
—¿Qué se supone que estamos buscando? —murmuró Frandom.
—No estoy seguro —contestó el paladín—. Pero será mejor que lo encontremos, si no quiero terminar rogando por un puesto entre los Perros de Guerra.
El corpulento mercenario sonrió.
—Igualmente deberíais hacerlo. Os convertirían en un hombre. Pero no os preocupéis, encontraremos alguna prueba comprometedora, aunque debamos colocarla nosotros mismos.
Gareth era incapaz de decir si estaba bromeando.
Antes de que la búsqueda llegara a su fin, el paladín y sus subalternos se arrastraron por todos y cada uno de los espacios cerrados que hallaron en el barco, y llegaron incluso a rastrear el pantoque. No encontraron nada, y mientras subían de vuelta a la cubierta principal, se mostraban cada vez más preocupados. De haber sido una clase de hombre diferente, Gareth bien podría haberse visto tentado de animar a Frandon a "encontrar" alguna pieza de contrabando, pero ningún paladín podía rebajarse a emplear una táctica tan deshonrosa.
—Ahora, por fin —dijo Khemaitas—, espero que podáis ser tan amable de abandonar mi barco.
Gareth consideraba que no le quedaban muchas alternativas aparte de obedecer. Pero mientras se disponía a encaminarse hacia la escalerilla, avistó una figura encapuchada en la popa y se dio cuenta de que ni él ni ninguno de sus hombres había pasado cerca de aquel tipo en toda su búsqueda por el barco. Parecía como si aquel personaje hubiera hecho un sutil esfuerzo por mantenerse alejado de ellos. Además, ahora que lo miraba detenidamente, sus hombros eran algo más anchos de lo que era habitual para un elfo.
—Antes debo comprobar una cosa más —dijo el paladín. Se encaminó hacia el individuo sospechoso, que sorprendido dio un respingo para luego mantenerse firme.
Cuando Gareth se acercó lo suficiente al tipo como para verle la cara, él también dio un respingo de sorpresa. Levin, por su parte, lo saludó con una sonrisa irónica.
—Buenas noches.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Gareth.
—Creo que el Capitán Khemaitas ya os lo ha contado. He acordado con él el transporte de cierta mercancía para el Sol Naciente, y estamos ultimando los detalles.
—¿A estas horas de la noche? ¿Con la mar en este estado?
Levin se encogió de hombros.
—Cuanto antes cerremos el trato, antes empezaremos a ganar dinero.
—El caso es que no vi que nadie os trajera a remo hasta aquí.
—¿De veras? Bueno, a estas horas de la noche, con la mar en este estado, probablemente os pasaría inadvertido.
—¿Por qué os escondíais de mí?
—No creo que esconderme sea el término más apropiado. Pero teniendo en cuenta el habitual recelo que mostráis hacia mi persona, por no decir manía persecutoria, reconozco que no consideraba conveniente atraer vuestra atención.
—Vos... —Gareth se dio cuenta de que no sabía qué preguntar, y Levin sonrió ante su confuso estado. Entonces el paladín percibió el curioso modo en que el pasante tenía apretada su capa en torno a su cuerpo. Tampoco es que fuera especialmente extraño, sobre todo teniendo en cuenta la fría y lluviosa noche, pero aun así, quizá inspirado por la más pura desesperación, Gareth alargó su mano y le retiró la prenda. Bajo la capa ocultaba una cota de malla.
—¿Cómo osáis ponerme las manos encima? —farfulló Levin enfurecido, o imitando estarlo.
—¿Puede ser porque lleváis puesta una armadura? —contestó Gareth.
—¿Y eso es algo malo? ¡El Barrio Tormenta es peligroso después del anochecer!
—Y vos lo sabéis mejor que nadie. Después de todo, habéis colaborado porque sea así. —El paladín entonces se giró—. Muy bien, capitán, como muy cortésmente habéis estado sugiriéndome, ya os he robado demasiado de vuestro valioso tiempo, de modo que os deseo a vos, y al Maestro Levin, muy buenas noches. Imagino que los tres nos volveremos a encontrar muy pronto.
La imagen popular del paladín era la de un guerrero que, en cualquier situación, revelaba siempre un aspecto imparcial e imperturbable. No obstante, al regresar a su esquife Gareth se sintió abatido y al mismo tiempo aliviado. Al sentarse, cerró los ojos.
—¿Qué acaba de ocurrir ahí arriba? —dijo Frandon.
—Pues que ahora parece más probable —dijo Gareth— que, después de todo, nuestros amigos no irán corriendo a quejarse a la Comandante Talahar, y que de ese modo mis días como paladín no acabarán tan pronto como habíamos sospechado.
—¿Y por qué no habrán protestado?
—Pues porque finalmente acabamos descubriendo algo lo suficientemente extraño como para darles qué pensar.
Los toletes repiqueteaban rítmicamente mientras Frandon y Hynar impulsaba el bote con los remos.
—La cota de malla de Levin —dijo el Perro de Guerra de barba oscura.
—Así es. Pasa los días rellenando diligentemente libros de contabilidad y sumando cantidades con un ábaco. Nunca nadie lo ha visto vistiendo una armadura, o llevando un arma más grande que un cortaplumas. Parece claro que hemos vislumbrado algún secreto, uno que nuestro amigo se preocupa por ocultar para que la gente no descubra que es un tipo de persona diferente del que aparenta ser. De modo que, si él o Khemaitas decidieran descubrirme ante mi Comandante, yo le contaría lo que he visto esta noche. ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Qué iba a tener que perder?
—¿Y por qué no contárselo igualmente?
Gareth negó con la cabeza.
—Me gustaría poder hacerlo, pero recuerda que la Comandante Talahar cree que ya acusé injustamente en una ocasión a Levin y a Khemaitas. Sería absurdo que le fuera con el cuento sin pruebas irrefutables de sus correrías, ya que en caso contrarío asumiría automáticamente que no llevo la razón. Así que, en cierto sentido, se puede decir que estamos en tablas. Nuestros enemigos no hablarán de lo sucedido en el Doncella Fantasma esta noche, y al menos por el momento nosotros tampoco lo haremos.
—¿Y qué debemos hacer para romper este equilibrio?
—Dar con los tipos que hicieron trizas a la tripulación de Khemaitas. Un elfo abandonado acompañado de mujeres humanas no es algo que pase precisamente desapercibido, especialmente si, como sospecho, están heridos y buscando algún sanador.
Frandon sonrió.
—Y yo que esperaba que hubiera llegado el momento de ir a tomar una bebida caliente, y de ir a buscar una rubia aun más caliente y una cama cubierta de edredones de pluma... Pero no importa. Hynar y yo vivimos para servir a la fe, siempre que el dinero siga fluyendo, claro. ¿Qué se supone que haremos cuando encontremos al elfo y a las otras?
—Interrogarlos, obviamente. Quizá puedan decirnos algo que nos permita entregar a Levin y a Khemaitas a la justicia. No obstante, independientemente de que puedan servir o no para ese fin, se trata de adoradores de los titanes que tienen la intención de aventurarse en aguas prohibidas, y por ello deberemos conducirlos también ante nuestra Comandante.
14
Mientras Lillatu y Vladawen subían dando tumbos las escaleras, dejaban tras de sí un reguero de gotas de sangre y agua. Las primeras parecían pertenecer al elfo. La herida en su espalda aún sangraba, y se preguntaba si el responsable sería algún perverso encantamiento del estoque de Khemaitas.
Tras toquetear el pomo de la puerta del dormitorio, y comprobar que ésta no se abría, se dio cuenta de algo más. El cuarto estaba cerrado, y la llave que le había dado el posadero estaba en el fondo del puerto, junto a su cinto y su morral.
Vladawen estampó la base de su mano contra el panel de la puerta. Ésta se abrió con estrépito; el elfo aún tenía fuerza para poder hacer algo así, pero la violencia del golpe hizo que un nuevo latigazo de dolor le recorriera la espalda. Empezó a tambalearse y Lillatu, gruñendo de dolor, lo cogió para impedir que se cayera.
Ambos entraron haciendo eses en el destartalado y minúsculo cuartucho y se derrumbaron sobre la cama medio vencida, que estuvo a punto de romperse bajo su peso. Una vez así, se limitaron a quedarse despatarrados hasta recuperar el aliento. A Vladawen se le había quedado atrapado el estoque de plata de forma incómoda bajo uno de sus muslos, pero no tenía energías suficientes para moverlo.
—Necesitamos mandar a alguien a buscar a un sanador —resopló por fin Lillatu.
—No —dijo Vladawen—, no debemos aventurarnos tanto. Muy posiblemente, el enemigo nos estará buscando ahora mismo. Deberemos ser nosotros mismos quienes salgamos a buscar ayuda.
La asesina frunció el ceño.
—¿Pero vas a ser capaz de dar un solo paso más?
—Tendré que serlo. Rasga las sábanas y prepárame un vendaje, quizá eso haga que pierda menos sangre.
—No hay problema con eso, pero ¿adonde iremos? Conozco por encima las calles de Mithril, pero aun así... —Lillatu hizo un amago de escupir—. El que hayan estado a punto de arrancarme el corazón me ha dejado aturdida, pues había olvidado que podemos tener la respuesta a cualquier pregunta que queramos hacer.
—Y principalmente ése es el motivo que nos ha hecho arriesgarnos a venir de vuelta hasta aquí. —El elfo bajó de la cama y buscó a tientas en el suelo, bajo ella. La musa eslareciana y una bolsa de joyas y monedas estaban aún donde él las había escondido, envueltas en los conjuros de invisibilidad que había lanzado sobre ellos.
Lo arrastró todo hasta sacarlo. En circunstancias normales, ni siquiera se percataba de la pesadez de la escultura de piedra preciosa de color gris-oscuro; normalmente sólo la encontraba algo incómoda de llevar por su tamaño, pero ahora sentía que era lo suficientemente pesada como para hacerle apretar los dientes mientras la levantaba hasta su regazo.
Tras farfullar una palabra de poder y ejercitar un tembloroso pase místico, el elfo volvió a hacer visible a la musa.
—Despierta —dijo.
Los ojos de aquel busto, los mismos ojos de color negro y plata que a Vladawen tanto le disgustaba verse en el espejo, se abrieron de par en par. Los orbes inspeccionaron a su señor y a Lillatu, y entonces lanzaron una mirada lasciva.
—Debo interpretar —dijo la talla— que las cosas no han discurrido según lo planeado.
—Buscamos cura —dijo Vladawen—. Y en un lugar en el que los agentes de Belsamez y Dar'Tan no puedan encontrarnos.
—Entonces quizá deberíais acudir a los reputados clérigos de Corian.
—No debemos arriesgarnos a desvelar nuestra presencia a las autoridades locales. No podemos confiar en que nos permitan seguir adelante con nuestra misión.
—Pero —dijo Lillatu— debe haber alguien en Barrio Tormenta que pueda sanarnos a cambio de unas monedas, sin hacer ninguna pregunta. Suele haber ese tipo de personas en esta clase de distritos.
—Es posible —dijo la musa— que de ser así podáis encontrar a esa persona por vosotros mismos, dado que sabéis tanto sobre este asunto.
—¡Maldita sea! —espetó la asesina—. Es posible que pueda estar muriéndome, que haya estado a punto de quedarme sin corazón, pero aún tengo fuerza para abrir esa contraventana y lanzarte por ella. Será un buen golpe. Hay unos buenos adoquines ahí abajo.
—Probad a ver qué pasa. Puede que os entre vértigo, os tropecéis y caigáis detrás de mí. Así comprobaremos qué es más resistente, si mi piedra o vuestros huesos.
—¡Ya basta! —espetó Vladawen. Enfurecerse hacía que las heridas le dolieran aun más—. Creo que ya te di órdenes de respetar a mis compañeros.
La musa entornó sus ojos.
—Como deseéis, hermano, como deseéis.
—Ahora responde a la pregunta que te formulé, como te obliga tu naturaleza.
—Lo haré gustosamente. Mi consejo es que visitéis a un apotecario llamado Daz. Vive a cuatro calles de aquí. Puedo guiaros, si lo deseáis.
—Así lo haremos —dijo Vladawen mientras procedía a quitarse el fajín, el pellejo de piel de cuello alto y la camisa de seda, bufando de dolor cuando el tejido rozó sus heridas. Entonces se colocó a la musa bajo el brazo y luchó por ponerse en pie.
La habitación giró a su alrededor y el elfo cayó de rodillas al suelo. La escultura se le escapó de las manos y rodó por el suelo de la estancia. Desde la habitación de aliado se escuchó un somnoliento quejido de protesta por aquel jaleo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lillatu, apoyándose a tientas en el hombro de Vladawen.
—No estoy seguro —gruño éste, y así era en realidad. Había dejado de sentir el dolor agudo o la debilidad que lo habían aquejado tan sólo un instante antes, pero ahora su mente y su voluntad parecían haberse separado de su cuerpo, como si fueran a cobrar vida propia. Aquella sensación le recordaba a los momentos de más profunda meditación, o al instante inicial de un viaje astral, pero no era ninguna de esas cosas. Era un proceso que escapaba a su control. Aquello le hacía sentirse aturdido, y le provocaba un malestar indefinible. Respiró profundamente varias veces hasta que la sensación se desvaneció y por fin pudo levantar la cabeza—. Ya estoy bien.
—¿Qué te pasaba? —preguntó Lillatu.
—Imagino que locura transitoria. Mientras nadábamos, llegué a preguntarme si la sangre de Kadum podría afectarnos. Esperemos que este tal Daz pueda extraernos el veneno con sus curas.
Vladawen alargó la mano para coger la musa. Al levantarla, vio que mostraba una expresión de irritación que difería bastante de sus habituales sonrisitas y muecas desdeñosas. No se interesaba más por sus sentimientos de lo que ella lo hacía por los suyos, así que supuso que sencillamente no le debía gustar rodar por el suelo, y dejó de pensar en ello.
15
Ópalo despertó de una pesadilla para encontrarse con una realidad no mucho más feliz. Estaba empapada, tenía frío y yacía con las manos atadas firmemente a la espalda, con una cuerda tersa que le desgarraba las muñecas y le entumecía la piel. Le dolía la mandíbula allí donde había recibido el golpe de Vladawen, y la náusea cuajaba en su estómago.
Al abrir los ojos se encontró con lo peor. Frente a ella, agachado, estaba Kolvas. En su último encuentro con aquel tipo menudo, ella le había clavado el cuerno de dragón en el pecho. Momentos después, el mago se había volatilizado al reino de las sombras, llevándose consigo el puñal divino. Ópalo se había atrevido a esperar que la herida que le había infligido hubiera resultado mortal, pero obviamente no había sido así.
La maga intentó aparentar no haber recuperado el sentido, pero su enfermizo estado lo impidió. Un apretón en su estómago le llenó la boca con ardiente bilis. Ópalo consiguió ladear la cabeza para vomitar, logrando así no arrojarse toda esa repugnancia encima.
Alguien rió.
—Parece que le caes bien a la chica.
Cuando cesaron las arcadas, y después de pestañear para vaciar sus escocidos ojos de lágrimas, Ópalo miró a su alrededor para observar su compañía. Yacía en lo que tenía aspecto de ser un atestado compartimiento de carga. La tenue luz amarillenta de un único candil bastó para revelar la presencia de Khemaitas y del conjurador, que aún empuñaba su cetro, ambos a la espalda de Kolvas. Sin duda había sido el humano enfundado en la cota de malla quien había proferido la burla.
Kolvas apretó la boca al mirar a su alrededor.
—No espero que la gente hinque sus rodillas ante mi presencia para llamarme señor. Es mi maestro quien merece ese trato, y no yo. Sin embargo, Dar'Tan me encargó asegurarme de que Vladawen nunca llegue a abandonar Mithril, y creo que posiblemente podamos pasar por este trance dejando a un lado vuestras bromas.
—Ya —dijo el hombre de la armadura—, pero resulta que yo no soy ningún criado de Dar'Tan. Soy un clérigo de Belsamez, y es a ella únicamente a quien debo lealtad.
—La Dama de las Pesadillas desea ver muerto al Matatitanes tanto como el propio Dar'Tan.
—Eso tengo entendido. Sin embargo, lo que ella no ha llegado a aclararme en ningún momento es si debo aceptar órdenes de vos. He pasado los últimos diez años aquí en Mithril levantando una red de agentes, embaucadores e informadores. Vos, en cambio, la pasasteis de un lado a otro de las Kelder, robando ovejas o haciendo lo que sea que vuestra gente se dedica a hacer allí arriba. El fondo del asunto es que estoy mejor cualificado que vos para dirigir esta empresa.
Kolvas soltó un bufido.
—Claro, y por eso Vladawen consiguió subir a bordo.
—Al menos, y gracias a mi plan, alguien logró acercársele lo suficiente para asestarle una estocada. ¿Cuánto llegasteis a acercaros vos, arrastrándoos entre las sombras?
—¡Lengua bífida de Mormo! —espetó Khemaitas—. ¿Qué sentido tiene que estemos discutiendo, aparte de recordarnos por qué los elfos sienten tanto desdén hacia los humanos? Centrad vuestros esfuerzos en interrogar al prisionero, si es eso lo que queréis hacer.
Kolvas tomó un profundo aliento y lo dejó escapar lentamente.
—Tenéis razón en una cosa. Tenemos trabajo que hacer. —Y entonces se giró hacia Ópalo—. Volvemos a encontrarnos.
La maga pensó en escupirle en la cara, pero le pareció que el gesto transmitiría tanta impotencia como rebeldía.
—Ojalá estuvieras muerto. Si Lilly te coge, hará que desees estarlo.
—Oh, vamos, no seas tan poco amistosa. Sabes que siempre me caíste bien, siempre pensé que estábamos hechos de la misma pasta, magos errantes luchando por abrirse paso en la vida.
—¿Y por eso me echaste encima a los acechadores del Ukradan?
—No me dejaste otra opción cuando me sorprendiste liquidando a los Escudos Negros. Sólo quería cambiar el curso de la resurrección, hacerme con el puñal de plata y los demás talismanes, y escapar sin hacerte ningún daño.
—Mentiroso.
—¿Por qué iba a querer hacerte daño? ¿Qué podía ganar con eso? Incluso ahora, después que me apuñalaras, no te guardo rencor. Guardo mi odio para los arrogantes bastardos que mataron a mis padres, y que me dañaron más profundamente de lo que tú podrías haber hecho en mil años.
—No me menosprecies.
—No lo hago. Te respeto. Me gustaría ayudarte a regresar, sin que sufras ningún otro percance, a Darakeene o a cualquier otro lugar al que quieras ir. ¿Qué te parece? Tu libertad a cambio de la musa eslareciana.
Ópalo bufó.
—Ni hablar.
—Piénsalo con calma. No eres elfa, no puedes hacer uso de ese artefacto, y acabaremos dando con él igualmente. Simplemente nos estarás ahorrando algunos pequeños problemas.
—No soy ninguna idiota. Sólo quieres saber dónde está escondido el busto porque te imaginas que Vladawen y Lilly habrán vuelto a refugiarse a ese lugar, y quieres ir a por ellos.
—Siento tener que decirte esto, pero tus amigos están muertos. Esta vez, para siempre.
Khemaitas dejó escapar un suspiro.
—Esa jugada no te funcionará. Ya sabe que vosotros, imbéciles, estáis buscando todavía al Matatitanes, porque ya lo dejasteis bien claro con vuestra pequeña discusión.
Kolvas apretó la mandíbula reprimiendo una mala contestación.
—No tomé parte en la pelea —dijo a Ópalo—, pero ellos ya me pusieron al tanto de que Vladawen y Lilly salieron muy malheridos, y que luego, con el lastre de sus armaduras, saltaron hasta el agua helada. Sería un milagro que hubieran llegado hasta el puerto. Casi seguro estarán muertos, aunque planeo seguir con la búsqueda para poder confirmárselo a mi maestro. Ahora, ¿puedes decirnos dónde está la musa?
—No lo recuerdo —dijo Ópalo.
—Veamos si soy capaz de avivar su memoria —dijo el clérigo de Belsamez, dando un paso al frente. Musitó una rima y describió unos sinuosos pasos con su apuesta y bien cuidada mano.
Ópalo se puso rígida. Aquel hijo de perra ya había jugueteado con su mente una vez, obligándola a arremeter contra sus amigos. Estaba decidida a que no volviera a ocurrir. Como si estuviera obrando un conjuro, se concentró para que no doblegara su voluntad.
Al finalizar su encantamiento, el clérigo le tocó la frente. La maga sintió cómo el poder chisporroteaba a través de su cuerpo, y entonces notó en su cabeza una flojera extraña y traicionera.
—¿Dónde se hospeda Vladawen? —preguntó el clérigo.
El nombre de la posada pequeña y destartalada bulló en el interior de su boca. Su impulso más natural fue el de dejarlo brotar de sus labios, pero no lo hizo, y obstinadamente negó con la cabeza.
—¿Dónde está la musa eslareciana? —preguntó el inquisidor.
Ópalo lo miró sin dejar de resistirse a la inducción, casi placentera, de la magia que le recorría el cuerpo.
—¿Dónde puede haber ido Vladawen en busca de un sanador?
Era un alivio poder ceder a la presión, sabiendo que no iba a revelar nada.
—Ni idea. No soy de aquí.
El clérigo resopló.
—Bravo, dama. El conjuro sólo funciona con tres preguntas, así que podéis estar contenta por haberlas sorteado. Parece que es momento de cambiar de táctica. —Entonces sacó de su bota un puñal muy alargado.
—De ningún modo —dijo Khemaitas—, no a bordo de mi barco.
El apuesto clérigo arqueó una ceja.
—No estáis en posición de mostraros remilgado. Puede que Kolvas y yo discrepemos sobre quién debe dirigir la búsqueda del Matatitanes, pero confío en que recordéis quién os da las ordenes, y por qué será mejor que las acatéis.
Aquel espacio era demasiado reducido para entablar una pelea a espada. El elfo abandonado prefirió por ello echar mano a su daga.
—Tengo mis límites.
—¡Ya basta! —saltó Kolvas—. Ya dijisteis que la otra jugada no funcionaría. Pues bien, ésta es la otra que nos queda. Ópalo tiene el suficiente valor para resistir a la tortura durante un tiempo. Para cuando consigamos sacarle dónde se hospeda Vladawen, éste ya estará lejos de allí. Debemos tomar otras medidas. Levin, si disponéis de una red de agentes, movilizadla. Ambos podemos conjurar a espíritus para que ayuden en la búsqueda.
—Y —dijo Khemaitas—, ya de paso, podéis sacar a esta mujer de mi barco.
—Temo que eso no podrá ser —replicó Levin—. No sé por qué Gareth ha aparecido aquí esta noche, y por lo poco que sabemos aún debe de estar espiándonos. Ahora ya sabe que estoy a bordo, de modo que no importa si ve que una barca me devuelve al puerto. Kolvas sí puede marcharse tan sigilosamente como vino, deslizándose a través del mundo de las sombras. Pero lo que no queremos es que un paladín nos pille cargando con un prisionero.
—Debe de haber algún truco del que podáis echar mano.
—Aunque lo hubiera, tengo cosas más importantes de las que ocuparme. Limitaos a mantenerla oculta aquí.
—Ya cumplí con mi parte del trato, os ayudé a levantar vuestra trampa...
—Nuestro acuerdo seguirá en vigor hasta que me asegure de que el Matatitanes está muerto, y si queréis ver de nuevo en marcha esta chatarra, os sugiero que sigáis metido en esto.
Los conspiradores cruzaron sus miradas durante unos instantes más y entonces, finalmente, Khemaitas asintió a regañadientes.
Kolvas sacó un pañuelo de uno de los muchos bolsillos de su roída capa de conjurador.
—No hace falta que te diga cómo va esto —dijo a Ópalo—, tenemos que amordazarte. No podemos permitir que te pongas a recitar conjuros.
16
—Allí —dijo la musa—, esa pequeña puerta con una runa de bronce encajada. ¿La veis?
—Sí —dijo Lilly. La pequeña vía, que más bien era un callejón con pretensiones, carecía de iluminación, y en realidad la asesina apenas podía distinguir el símbolo en medio de la oscuridad. La puerta verdaderamente era pequeña, y las ventanas, con los postigos cerrados, eran bajas y próximas al suelo. Por lo general, la casa al completo, de un solo piso, tenía el aspecto de un habitáculo construido para criaturas más pequeñas que los seres humanos, pero cuidando de poder acomodar a posibles visitantes de esa altura cuando conviniera.
Vladawen no mostró evidencia alguna de prestar más caso a la escultura que sostenía bajo su brazo que a los charcos que pisaba a su paso. Andaba pesadamente, chapoteando en el barro y el agua en más de una ocasión. A Lilly le recordaba a los servidores muertos vivientes construidos por los nigromantes de Hollowfaust, excepto porque aquellos centauros esqueléticos y gólems de ojos enfurecidos mostraban bastante menos vivacidad mientras deambulaban de un lado a otro cumpliendo las tareas que tenían encomendadas.
Temerosa de que ya pudiera ser demasiado tarde para Vladawen, o incluso para ambos, la asesina jaló de la cuerda que colgaba junto a la entrada. Una campaña repicó en el interior de la casa. Lilly continuó haciéndola sonar hasta que una voz áspera habló desde el otro lado de la puerta.
—¡Ya va, ya va! ¡No soy duro de oído! ¿Es qué quieres romperla?
—Mi amigo y yo estamos heridos. Necesitamos ayuda.
—Pues volved mañana por la mañana, cuando abra, y os prepararé uno o dos elixires.
—Necesitamos conjuros sanadores ahora mismo. Abrid.
Daz no respondió. Lilly, que como cualquier forajido estaba al tanto de las costumbres y las precauciones habituales en los barrios bajos de Ghelspad, supuso que debía estar esperando a que le diera una contraseña o algo parecido.
Con el corazón latiendo fuera de ritmo, balbuciendo dolor por todo su pecho, Lilly se volvió hacia la musa.
—¿Qué significa el símbolo?
La cabeza sonrió.
—Mi hermano preguntó en qué lugar, aparte de los templos, podríais encontrar un sanador, y yo le respondí. No inquirió cómo negociar con Daz, de modo que no puedo decíroslo. Cómo él mismo perspicazmente observó, las leyes de mi naturaleza me atan. —Entonces cerró los ojos.
Lilly volvió a dirigir su mirada hacia la pequeña puerta. El simple movimiento la hizo marearse, y tuvo que dar un paso tambaleante para mantener el equilibrio.
—Mi amigo y yo no tenemos ninguna relación con las autoridades y llevamos mucho dinero encima. Ayúdanos de buen grado y podrás llenar tus bolsillos con él. Niéganos tu favor, y entraremos a la fuerza y te obligaremos a prestarnos tu ayuda.
Daz resopló.
—No parecéis capaces de obligar a nadie a hacer nada. —La asesina debía de haberse dado cuenta de que la estaba observando por una mirilla oculta—. Pero tampoco parecéis paladines o guardias de la ciudad, de modo que mostradme el brillo de ese dinero vuestro.
Con las manos entumecidas y temblorosas, Lilly sacó un puñado del oro de Gasslander de la bolsa y lo sostuvo en alto para que Daz pudiera inspeccionarlo.
El apotecario soltó un gruñido. Entonces la puerta se abrió girando sobre unos goznes bien engrasados. Lilly condujo a Vladawen hacia el interior, asegurándose de que se agachara lo suficiente para no darse con la cabeza en el dintel, y entonces entró en la casa.
Envuelto en una túnica, con el pijama puesto y en zapatillas, Daz era un enano de la montaña, panzudo, entrecano y de poblada barba, que a Lilly le recordaba su estancia en Burok Torn. La sala principal de su residencia era la típica tienda de apotecario, excepto porque todo el mobiliario estaba muy pegado al suelo, y el techo apenas era lo suficientemente alto para permitir que Vladawen permaneciera erguido. Fardos de hierbas secas sobresalían de cubículos situados en las paredes, y peces grotescamente deformados, tritones y ranas escabechados flotaban contenidos en polvorientos botes. Los distintos productos farmacéuticos combinaban sus hediondos olores para conceder a la tienda un aroma tan mordaz como ininteligible.
El enano observó perplejo.
—¿Eso es una musa eslareciana?
—Podrás examinarla más tarde —dijo Lilly.
—No necesitáis ser tan ruda, sobre todo cuando sois una invitada en mi hogar, pero no importa. No querría que fallecierais ahora que habéis entrado. No desearía tener que limpiar todo el desaguisado. —Bizqueando, con el faldón de su gorro de dormir colgándole a la altura del oído, Daz examinó de arriba abajo a Vladawen y a Lilly—. Ya veo qué lo aqueja a él. Presumo que la hoja que le atravesó la piel portaba un encantamiento para hacer que la herida se mantuviera abierta hasta que la víctima se desangrara. ¿Qué os pasa a vos?
—Alguien lanzó sobre mí un conjuro para arrancarme el corazón del pecho.
—¿Se trataría entonces de un clérigo de Belsamez, debo suponer?
La asesina frunció el ceño con recelo.
—Muy probablemente. ¿Cómo lo habéis sabido?
—Se sienten especialmente atraídos por esa forma de asesinato. —Entonces masculló entre dientes y un símbolo mágico refulgió con un brillo verde en el centro de la habitación. Una zona cuadrangular del suelo se desvaneció, revelando la presencia de una destartalada escalera que conducía a la planta de abajo. A una cámara oculta, supuso Lilly—. Bajad conmigo si así lo queréis. Y cuidado no resbaléis.
El sótano mostraba la misma variedad de artículos medicinales que había apilados en la planta de arriba, pero se revelaba también como la cámara de conjuración de un hechicero, con apliques mágicos que emitían un brillo frío y continuo, un estante lleno de cetros y dagas, y un enorme grimorio escarlata colocado en precario equilibrio en lo alto de un atril adecuado para el tamaño enano. Daz buscó por la habitación, cogió un vaso de precipitados y lo descorchó. En el recipiente flotaba un pulpo muerto que tenía el semblante de un horripilante bebé, en un medio oscurecido por la tinta, por fragmentos de piel putrefacta o por una mezcla de ambas cosas.
—Bebed —dijo Daz—, y haced que el elfo tome también un trago.
—Estás de broma —dijo Lilly.
—Será mejor que le hagamos caso —murmuró Vladawen, posando torpemente la musa sobre una mesa.
—Claro que será lo mejor —espetó el enano—. Os avivará las fuerzas para lo que tiene que venir luego.
El líquido estaba salado y tenía un sabor horrible, pero Lilly sintió que quizá sí que la estuviera reanimando un tanto. Entonces Daz pidió a ambos que tomaran asiento sobre el piso de tierra, tras lo cual comenzó a describir círculos a su alrededor, gesticulando y tomando posturas cabalísticas, deslizándose con una gracia impropia de su figura. Su voz se alzaba y se desvanecía entre bramidos y susurros, acelerándose y arrastrándose mientras vociferaba sus conjuros. En respuesta, unas runas fosforescentes brillaban y se disipaban flotando en el aire.
Todo aquello tenía un extraño efecto calmante y, pasado un tiempo, Lilly se dio cuenta de que se había desplomado sobre su espalda. Más tarde percibió un cambio en su pecho; había dejado de sentir dolor, y le había abandonado esa terrorífica sensación de tener el corazón alternando entre sacudidas y fuertes palpitos. Pestañeó para aclararse la vista y vio que Vladawen la observaba, puesto en pie.
—Tranquila —dijo—. El Maestro Daz dice que aún estamos débiles, y que tardaremos un poco en recuperarnos del todo.
Con la ayuda de Vladawen, logró sentarse.
—Por un momento temí que ninguno de los dos fuéramos a lograrlo.
Daz escupió.
—¿Pero a quién demonios creíais estar acudiendo? ¿A un charlatán?
—Creo que dimos con un excelente sanador —dijo Vladawen—. Todo un maestro de runas, en realidad.
—No malgastéis energías adulándome. Eso no abaratará la cuantía de mi tarifa.
—Lo decía en serio —insistió el elfo—. Hubo un tiempo en que yo también poseí el poder para sanar. Reconozco la destreza cuando la veo. Me sorprende que practiquéis vuestras artes en secreto.
Daz sonrió de manera inquietante.
—¿Quizá querréis saber qué atroz crimen he debido cometer para quedarme recluido aquí en Barrio Tormenta, donde la práctica de mis artes se limita a sanar a truhanes como vosotros?
—No es nuestro deseo entrometernos —dijo Lilly mientras dedicaba a Vladawen una mirada de advertencia.
—Desde luego que no —añadió Vladawen rápidamente—. Sólo supongo que vuestra reclusión debe ser una desdicha para la ciudad.
—Ah, esta ciudad —dijo Daz—, tan querida por encima de muchas otras por Corian el Vengador, que dejó a su gólem gigante aquí para protegerla. Mithril, bastión de las razas divinas, que sobrevive al empuje de la simiente de los titanes, que la amenazan desde cada uno de sus flancos. Y todo esto lo sabemos bien porque los clérigos y paladines aprovechan la menor oportunidad para recordárnoslo.
—Parece como si no acabarais de creerlo —dijo Vladawen.
—Oh, no es eso exactamente —dijo Daz quitándose su largo y caído gorro de dormir, y mostrando su pelo cano, enredado y enmarañado—. Pero en una ciudad gobernada por la Iglesia, como ésta, todo lo que no está permitido está prohibido, ya sabéis a lo que me refiero, y eso abarca incluso a las plegarias que pueda dedicar una persona. El sumo sacerdote Derigesh y sus lacayos querrían que todos adoraran únicamente a Corian. En realidad no tienen el descaro de dictarlo así, pero sólo permiten a la gente venerar al Campeón y a algunas otras deidades que parecen ser los compinches de éste en el cielo.
—Supongo —dijo Lilly— que el dios que os otorga poderes como sanador no entrará en esa lista.
—No —dijo Daz secamente—. Goran no está en esa lista.
—Si Mithril no os muestra el debido respeto acorde con vuestros méritos —dijo Vladawen—, entonces quizá deberíais considerar abandonar la ciudad.
—Cuando llegué —respondió el sanador— no pasaba por mi cabeza la idea de quedarme, pero conocí a una dama de mi raza. Su hogar y su familia estaban aquí, y no podía imaginarse marchar a ningún otro lugar. Ahora está muerta, y supongo que me he acabado acostumbrando a la ciudad, o quizá es posible que me sienta demasiado decrépito y aquejado por la gota como para pensar en marcharme a otro sitio. —Entonces agitó la cabeza—. De todas formas, ¿por qué estamos hablando de todo esto? Me debéis doscientas piezas de oro. Pagadme, marchaos y dejadme volver a la cama.
—Lo haremos gustosos —dijo Vladawen—. Pero os pagaremos algo más a cambio de algunos consejos.
—Me gano la vida sanando bribones. Aparte de eso, no suelo involucrarme en sus asuntos.
—No somos bribones —dijo Vladawen apartándose los finos cabellos que la humedad había apelmazado sobre su pálida frente—. Al menos no de la clase con la que debéis estar acostumbrado a tratar. También servimos a un dios, tan sagrado como el que más, aunque igualmente proscrito en Mithril. Es vital para sus intereses que encontremos un buque...
—...que os pueda llevar hasta Kadum —tronó una voz grave y jovial—. ¿Oísteis eso muchachos? Al menos esa parte de la historia sí era cierta.
Lilly se giró bruscamente. Tres hombres bajaban por las escaleras, empuñando espadas y enfundados en los mismos cálidos atuendos y las mismas armaduras ligeras que ella y Vladawen habían portado antes de despojarse de ellas en el mar. El joven larguirucho y bien afeitado que iba a la cabeza vestía una lustrosa armadura y una capa de lana que eran de bastante más calidad que las de sus compañeros, y portaba un broche de plata auténtica tallado con forma de cuatro espadas que dibujaban una rosa de los vientos. Sin duda se trataba de un paladín. Incluso sin ver el revelador medallón, emblema de Corian, Lilly podría haberlo adivinado sólo por la templada intensidad de su mirada. Durante sus años de asesina a sueldo se había zafado de bastantes de aquellos guerreros místicos, e incluso había matado a un par de ellos.
Daz se alzó tan alto como pudo y les lanzó una mirada desafiante.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
El más grandote de los compinches del paladín, un fornido hombre con barba y la nariz rota, tomó la palabra.
—Temo que ha sido mi culpa, enano. Te escuché murmurar la palabra que servía para acceder al subterráneo, y pensé que debía probar a pronunciarla. Claro que no soy ningún maestro de runas, pero supongo que no hada falta serlo para que funcionara.
—¡Lo que eres es un mal amigo!
—No te lo tomes así. Al chico, el paladín Gareth, le apremia detener a estos tipos. Los necesita para poner fin a una disputa que, de no ser así, bien puede acabar suponiendo su muerte. Le he hecho jurar que olvidará dónde los ha encontrado. Si no nos das problemas, todo irá bien.
Vladawen y Lilly se pusieron en pie. El elfo colocó su mano sobre la empuñadura de su espada de plata, y la asesina recordó con congoja que estaba desarmada.
—No hemos hecho nada malo —dijo el elfo—. Somos simples viajeros que estamos de paso.
—Es posible —dijo Gareth—, pero tenemos razones para sospechar que estáis involucrados en actividades ilícitas, incluidas la piratería, el asalto, el asesinato y el intento de comunicaros con Kadum. En consecuencia debo arrestaros. Si podéis probar vuestra inocencia, seréis liberados enseguida.
Lilly se sorprendió al comprobar que Khemaitas había considerado apropiado dar a las autoridades un informe falso de la batalla acaecida a bordo del Doncella Fantasma, pero quizá no le había quedado otra opción. En cualquier caso, le pareció que Gareth ya sabía lo bastante para que unas simples negativas de implicación no bastaran para impedir su propósito.
—Parece que estáis al tanto de que mis amigos y yo libramos una batalla a bordo del buque elfo esta misma noche —dijo Lilly—. Pero nosotros no fuimos los agresores. Khemaitas y su tripulación se echaron sobre nosotros.
—¿Y cuál fue el motivo?
—Pues que fui lo bastante inocente para hacer saber a esos bribones que llevábamos una buena cantidad de dinero encima —dijo Vladawen—. Esta mujer y yo mismo logramos escapar de ellos, pero nuestra compañera, otra muchacha humana, fue menos afortunada. Supongo que Khemaitas debe de mantenerla prisionera. En lugar de querer detenernos, deberíais intentar liberarla.
—Ya inspeccionamos el Doncella Fantasma —dijo Gareth con un atisbo de simpatía asomando en su apariencia grave—. Y no hallamos a ningún cautivo, ni humano ni de ninguna otra clase. Temo que si habéis dejado atrás a vuestra compañera...
Lilly dejó de escuchar en ese momento, pues empezó a imaginarse a los marineros cortándole la garganta a la maga inconsciente, para luego arrojarla por la borda. Aquella imagen la conmovió de pena y culpa, aunque sabía bien que Vladawen y ella no habían tenido más alternativa que abandonar a Ópalo.
—En ese caso, arrestad a Khemaitas y a su tripulación —dijo Vladawen.
—Eso haré —dijo Gareth—, en cuanto podáis convencerme de que verdaderamente han infringido la ley.
—No obstante, a no ser que esté muy equivocado —dijo entonces el tipo fornido—, esta gente no está por la labor de hacer algo así. En caso contrario, habrían ido directos a la Calle del Dios para buscar a su sanador. No quieren afirmar ni preguntar nada por miedo a revelar sus propias fechorías.
—Tenemos enemigos —dijo Lilly— que no se detendrán ante nada hasta matarnos. Nuestra mayor esperanza es no dejar de movernos, y pasar desapercibidos. Si nos descubren entregando pruebas a la ley...
—Eso es ridículo —dijo Gareth—. Estaréis perfectamente a salvo en la Torre Solar, o en cualquier otra ciudadela de Mithril.
—¿Y qué pasará cuando dejemos cualquiera de esos sitios francos? Además, no sabéis lo determinados que pueden llegar a ser nuestros enemigos.
—Es cierto, no lo sabemos. ¿Por qué no nos explicáis quiénes son, y por qué van tras vosotros?
Vladawen y Lilly intercambiaron miradas. La asesina entendió que ambos habían llegado a la misma conclusión. Nada que pudieran decir serviría para persuadir al paladín de que los liberara. Teniendo en cuenta los vínculos sobrenaturales que lo unían a su recta y austera deidad, probablemente ni siquiera podrían tentarlo con un soborno aunque, en otras circunstancias, sus ayudantes sí que podrían haberse mostrado más dóciles.
—Está bien —dijo Vladawen—. La dama y yo os acompañaremos. Probablemente sea lo mejor. Sólo dejadme pagar al Maestro Daz por salvar nuestras vidas. —El elfo echó mano al saco en que guardaba joyas y monedas.
Gareth frunció el ceño.
—No es legal que cobre por sanar, no sin una licencia del sacerdocio.
—No os paséis de mojigato —graznó el fornido ayudante—. El viejo Daz ha estado ejerciendo su oficio desde antes que vivierais, y nunca ha hecho otra cosa que bien a nadie.
—Claro que eso no te ha impedido traer a un paladín hasta mi puerta —dijo el enano despechado.
—Ya te dije que era una emergencia.
Vladawen masculló entre dientes y jugueteó con la bolsa, como si no lograra desatarla. Lilly, excitada, se percató de que estaba lanzando un conjuro, haciendo los símbolos adecuados con sus dedos mientras hacía ver que jugueteaba con el nudo de la bolsa.
De haber estado recuperado por completo de la terrible experiencia por la que acababa de pasar, con su habitual destreza intacta, el elfo podría haber completado su engaño sin problemas. Sin embargo, dado su actual estado, el más menudo de los hombres de Gareth, que había permanecido hasta aquel momento tan callado y quieto que Lilly casi había olvidado que estaba allí, se puso rápidamente en movimiento. Sacó una honda y lanzó velozmente un proyectil.
El perdigón de plomo fue a parar contra el hombro de Vladawen. El elfo se contrajo y bufó de dolor, echando a perder la magia que había estado conjurando. El paladín y sus compañeros se arrojaron sobre sus pretendidos prisioneros. Daz cogió rápidamente el frasco que contenía al pulpo deforme y corrió para cobijarse con la espalda contra la pared, quitándose de en medio y, al mismo tiempo, protegiendo el valioso recipiente.
Vladawen desenvainó su estoque de plata y encaró a Gareth y al silencioso guardia de cabellos rubios. Lilly no tuvo tiempo de ver qué pasaba a continuación, pues tuvo que concentrarse en su propio adversario. El tipo de la nariz rota se abalanzaba sobre ella.
—No seas estúpida —le dijo—. Puedo ver que aún no has recuperado del todo tus fuerzas, y aquí al amigo no le quitáis el sueño. Por lo menos, no sois su principal preocupación. Sólo quiere que lo ayudéis a encontrar pruebas que inculpen a Khemaitas y a Levin. Cooperad y...
Lilly saltó.
Nunca nadie la había adiestrado en los aspectos más recónditos del combate sin armas. Necesitaba empuñar una hoja para estar por completo a la altura de su reputación de letal asesina. Sin embargo, en sus épocas había sobrevivido a alguna que otra escaramuza bastante salvaje, y suponía que si lograba atravesar la guardia de aquel fornido tipo, lo cogía por los testículos, se los apretaba y retorcía, eso serviría para incapacitarlo con tanta eficacia como una puñalada en la columna.
Por desgracia, como Vladawen, su fuerza y su velocidad no eran las que acostumbraban. Fue consciente de ello en cuanto se puso en movimiento, y el hombre de las barbas lo aprovechó para ondear su espada ancha contra su cabeza.
Lilly intentó esquivar el ataque, pero fue demasiado lenta. El arma le alcanzó la cabeza y el mundo pareció resonar como una enorme campana. Mientras se desmayaba, entre sombras, se dio cuenta de que su adversario debía de haberla golpeado con la parte plana de la hoja, puesto que de haberle lanzado el golpe con el filo, probablemente la habría matado o al menos le hubiera destrozado un ojo. Con todo, sentía que era incapaz de moverse, ni siquiera para encogerse cuando el tipo le pateó el hígado.
Entonces vio como Vladawen arrancaba de las manos la espada larga a Gareth. Con la boca abierta de sorpresa, el paladín retrocedió tambaleante. El elfo se dispuso a ir tras él, pero el silencioso guardia de semblante pecoso se arrojó sobre su espalda y le dio una patada en la rodilla. A Vladawen se le doblaron las piernas y, mientras se derrumbaba, el guerrero rubio le golpeó en la cabeza con la redondeada empuñadura de acero de su espada. El clérigo elfo cayó de bruces.
Los guardias descargaron algunas patadas más sobre sus reducidos adversarios, quizá para apartar de ellos a golpes cualquier posible intención de resistirse. Gareth frunció el ceño como si no estuviera disfrutando actuando así, pero no detuvo a sus subalternos. Finalmente, los guerreros cogieron a Vladawen y a Lilly por los pies y los arrastraron escaleras arriba.
Parece una broma de mal gusto, pensó la asesina. Logramos derrotar a drendalis, a gorgones, a un dragón eslareciano y al ejército del emperador Klum. Y ahora, ni siquiera podemos reservar pasaje en un barco sin pasar apuros. Claro que, al principio, Belsamez la Asesina les había deseado éxito a su perversa y retorcida forma y, ahora la diosa estaba decidida a frustrar sus planes. Sin duda, ahí estaba la diferencia.
17
Khemaitas se dirigió a la proa y acarició el sinuoso cabello de la figura del mascarón de proa con la punta de sus dedos.
—He cometido dos errores —le dijo—. El primero fue entrar en tratos con Levin. El segundo fue dar rienda suelta a mi curiosidad. Pude haberlos sorprendido con la trampa tan pronto como las víctimas subieron a bordo, pero no, quise hablar con ellos, averiguar quiénes eran y por qué Levin los quería ver muertos. Bueno, lo averigüé, y ahora desearía no haberlo hecho. Todo era más fácil cuando lo ignoraba.
Naturalmente, la dama tallada en la proa del barco no le respondió. El capitán suspiró, contempló el odre de agua que llevaba en sus manos y se deslizó hacia el interior del compartimiento secreto, que ahora hacía las veces de celda, y que la maga humana ocupaba atada y amordazada. Cuando su cabeza apareció atravesando la trampilla, ella le frunció el ceño.
—Te traje algo para beber —dijo quitándole la mordaza—, y puedo lavarte un poco la cara si quieres. Sólo intenta no mascullar ningún conjuro.
—¿Cómo te sientes al haber traicionado a toda tu raza? —dijo Ópalo.
—¿Quieres el agua o no?
Ella frunció el ceño de nuevo, parecía odiar tener que aceptarla.
—Sí, la quiero. —Contuvo el escupitajo que iba a dedicarle y tragó el líquido.
—No tan rápido, te revolverá el estómago.
—Eres un pirata muy gracioso. Me recuerdas a Vladawen. Implacable para unas cosas y delicado para otras.
Khemaitas dudó por un momento. Sabía que era poco prudente preguntarle. Sólo le haría sentirse peor. Sin embargo, no pudo resistir el impulso.
—¿Era realmente el Matatitanes?
—Reconociste el estoque.
—Si alguien quisiera haberse hecho pasar por él, no habría tenido muchos problemas en pagar a un herrero para que le hiciera una copia de la espada.
—Aunque conseguiste herirlo, debiste haber reconocido su fuerza y su destreza en el combate. ¿Cómo podría replicar eso un impostor?
—Admito que eso sí sería complicado. —Entonces humedeció un paño y se lo pasó por el moratón que la maga tenía en la mandíbula.
Ella se puso rígida, pero contuvo el impulso de apartar su cara al sentir su tacto.
—Siempre había imaginado que, si llegábamos algún día a encontrarnos con más elfos abandonados, todos lo saludarían como a un héroe. Un líder. Está claro que en eso también estaba equivocada.
—No entiendes nada. Cuando Vladawen mató a Chern, fue esa hazaña la que desató la plaga sobre Termana.
—Lo sé. Ya he visto el modo en que se culpa, incluso si no tenía otra alternativa. Tú mismo debes de ser consciente de ello, si es que no eres estúpido. ¿Qué se supone que debía hacer, permitir la victoria de los titanes?
—Lo que tendría que haber hecho —dijo Khemaitas— fue no haberse zafado después de aquello. No tienes ni idea de lo que supuso para mi gente, con la guerra aún rugiendo, nuestro dios recién asesinado y la plaga propagándose por toda nuestra tierra. Los niños enfermaban, sufrían y fallecían. Los cultivos se echaban a perder. Criaturas y lugares libres, incluso los más sagrados bosques, se volvían viles y letales. Muchos de los más venerables elfos, cuya sabiduría nos había guiado desde el amanecer de nuestra raza, se marchitaron seniles de la noche a la mañana.
—En Darakeene también tenemos nuestras propias historias sobre las dificultades atravesadas durante la Guerra Divina —dijo Ópalo encogiéndose de hombros.
Khemaitas sospechaba que sus palabras debían de haber impresionado más a Ópalo de lo que ésta dejaba entrever.
—En esos tiempos —continuó— la gente no encontraba sentido en cultivar sus campos, pagar sus deudas o en presentarse para sus deberes como milicianos. La vida de una aldea o un principado se desmorona cuando sus habitantes abandonan toda esperanza. Aun así, unos pocos de nosotros intentamos asegurarnos de que todos tuvieran alimentos que echarse a la boca y combustible para sus hogueras, de que la gente no cometiera robos, violaciones o se matara la una a la otra sólo por capricho. Nuestro sumo sacerdote y señor de la guerra podría habernos servido de gran ayuda, hubiera bastado con que hubiera querido intentarlo.
—Vladawen estaba atado a El Que Permanece de una forma que ninguno de nosotros podrá entender nunca. Puede que la única opción que tuviera fuera la de mantenerse alejado durante un tiempo.
—Tú te has hecho una buena imagen de él, sin importar lo que pueda decirte nadie.
Quizá la maga tuviera razón, después de todo. Fuera como fuese, Khemaitas sintió repentinamente que había dejado de estar enojado con Vladawen por haber desaparecido. Simplemente deseaba que siguiera manteniéndose al margen.
—Deduzco —dijo Ópalo— que fuiste un caballero o un lord.
—Algo así. —No veía por qué tendría que decirle que, en otra época, en un rincón de su continente materno, había sido un héroe casi tan famoso como Vladawen, y que su espada, que su propia reina había abrochado a su cintura, había sido casi tan renombrada como la suya. Sentía gran amargura al recordar aquello, y más todavía al pensar en contarlo a extraños.
—¿Y qué ocurrió?
—¿Para que acabara siendo un humilde capitán de barco? Bien, a pesar de todos mis esfuerzos y los de mis compañeros, el desastre se apoderó de mi señora y su humilde reino, y dejé de tener un lugar que habitar allí. Finalmente encontré un nuevo hogar, hecho de roble, de brea, de cuerda y de lona, y también una nueva filosofía de vida. He dejado de combatir al destino. Simplemente busco navegar de forma cómoda sobre la gran rueda que levanta todo para luego lanzarlo de nuevo hacia abajo.
—Tengo un amigo llamado Andelais. Un druida. A veces se refiere al mundo como una gran rueda que no deja de girar, y en la que todo, incluso la maldad y el sufrimiento, ocupa su legítimo lugar. Eso siempre me ha sonado a un montón de mierda de cerdo.
Sorprendido, Khemaitas sonrió a pesar suyo.
—Estoy seguro de que generaciones de sabios y filósofos se plegarían apesadumbrados con sólo oír tu crítica.
—Lo cierto es que Andelais tiene su razón. Quizá su religión sea estúpida, pero su instinto le sirve bien, y nunca consideraría que respetar ese equilibrio tenga algo que ver con acabar con tu propia gente.
—Chern fue quien acabó con mi gente, no yo.
—Pero ahora todos podríais tener una segunda oportunidad.
—No, eso es imposible, y debes de estar loca si lo crees así. Incluso si Vladawen pudiera llegar hasta Kadum, el Sangrante nunca lo ayudaría.
—Hubieras dicho lo mismo de la Gran Esfinge y de los gremios de Hollowfaust, y ambos lo ayudaron a llegar hasta este punto. Se le da bien persuadir a la gente. Diablos, si no tuviera ninguna posibilidad de alzar a su dios, entonces Belsamez no se preocuparía por intentar detenerlo, ¿no crees?
—No pretendo deducir los motivos de la Dama de las Mentiras. Simplemente sé que no me queda otra opción que colaborar con el clérigo.
—¿Por qué? ¿Qué permite a Levin tenerte bajo su mando?
El capitán dudó, pues no tenía necesidad de justificarse ante ella. Sin embargo, por alguna razón, prefirió hacérselo entender.
—Finalmente —dijo—, cuando mi hogar se desmoronó, un ejército de engendros de los titanes se lanzó sobre nuestra tierra, y fuimos incapaces de reunir una tropa lo suficientemente numerosa para hacerle frente. El comandante de las fuerzas enemigas era una creación de Golthagga, alguna clase de enloquecida criatura demoníaca como nunca nadie había visto, antes o después. La bestia arrasó el castillo de la reina, la mató, devoró su cuerpo y, sólo por capricho, ligó su espíritu al mascarón de proa de un barco.
Ópalo ladeó su cabeza.
—¿Este barco?
—Con el tiempo conseguí matar al demonio y robar aquel velero. Sin embargo, no conseguí devolver a mi señora a su antiguo estado. Aún vivía, o algo parecido, estaba consciente y podía conversar con aquellos que la amaban, pero su esencia quedaría contenida para siempre en una pieza de madera.
—Es una historia triste —dijo Ópalo—. Pero no veo qué tiene que ver con Levin.
—Lo conocí después de establecerme como mercader y capitán a sueldo. Al principio mis relaciones con él no diferían de las que podía mantener con cualquier otro tratante de una firma comercial reglamentaria, pero con el tiempo dejó claro que tenía en mente otra clase empresas, más personales, que podíamos perseguir juntos de forma muy lucrativa. Cada cierto tiempo me contrataba para que le hiciera pasar de contrabando diversos artículos, introduciéndolos o haciéndolos salir de Mithril, y también para saquear otros veleros determinados. Aparte de que me llenaba los bolsillos de dinero, no sé mucho más al respecto.
—¿Y no te preocupa saberlo?
—No especialmente. En ciertos momentos, en el Doncella Fantasma respetamos la ley, y en otros la desacatamos abiertamente. Así es el equilibrio. No espero que un humano pueda entenderlo.
—Perfecto, porque no lo hago. Pero de acuerdo. Antes te pareció bien ayudar a Levin, y ahora te muestras reacio a hacerlo. ¿Por qué?
—Porque quería que cometiéramos una carnicería justo aquí, en el puerto. Mithril siempre ha sido un puerto seguro y rentable para nosotros, y no tengo la intención de arriesgarme a perder el privilegio de poder echar amarras en él. Es por eso por lo que siempre he acatado las leyes de la ciudad o, al menos, sólo las he infringido con la mayor de las cautelas.
Ópalo asintió con la cabeza.
—Pero Levin sabía perfectamente que Vladawen buscaría hacerse con los servicios de un barco repleto de su propia gente, de modo que no aceptó una negativa como respuesta.
—Correcto. Me reveló que era un clérigo al servicio de la Demente, y me amenazó. Temerario, seguí negándome a seguirle el juego, pero no se me ocurrió izar las velas en ese mismo instante y adentrarme en el mar. Cuando subí a cubierta la mañana siguiente, encontré a la dama inerte.
—¿Levin, uh, la mató?
—Dice que no. Afirma que el mascarón aún contiene al fantasma, que sólo le ha robado su capacidad para moverse y hablar. Imagina lo horrible que debe ser algo así.
—Estar atada y amordazada en un lugar así me da una ligera idea. Imagino que Levin te diría que si lo ayudabas a acabar con Vladawen, devolvería a vuestra reina a su anterior situación. De no hacerlo, la dejaría en ese espantoso estado para siempre.
—Así es.
—Muy bien, escucha. Desde que nuestra misión comenzó, Vladawen, Lilly, y yo misma hemos realizado toda clase de tareas difíciles, y estoy segura de que podremos encargarnos de una más. Libérame, encontraremos a mis compañeros y todos podremos averiguar un modo de recuperar a la reina. Después de eso, iremos a hacer una visita a Kadum.
—Lo siento. No estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—¿De veras crees que es más arriesgado que confiar en un clérigo de Belsamez? Según su modo de pensar, honra a su diosa quebrantando promesas y provocando daño innecesario.
Sintiendo la presión de ser él el captor y Ópalo la prisionera, Khemaitas se culpaba ahora por haber confiado en ella.
—No os conozco ni a ti ni a Vladawen, y no comulgo con vuestro lunático comportamiento. Ya he decidido cómo mejor servir a mi reina.
—¿Has olvidado lo que dijiste hace unos momentos acerca de la gente que abandona toda esperanza?
El capitán cogió la mordaza.
—Alguien vendrá enseguida a darte de comer.
—Espera. Al menos déjame darte las gracias antes de que te vayas.
—¿Las gracias?
—Por negar el permiso a Levin para que me torturase.
El capitán suspiró.
—Podría haber acabado cediendo si él hubiera insistido.
—Aun así, déjame darte algo a cambio. Supongo que habrás olvidado el verdadero nombre de El Que Permanece.
—Por supuesto. El mundo entero olvidó su auténtico nombre en el instante mismo de su muerte.
—Así es. Pero Vladawen tuvo que averiguarlo para poder obrar el ritual de resurrección, y yo te lo haré saber. Es Jandaveos.
Ése era el nombre. Nada más oírlo, Khemaitas lo recordó. Durante un instante, estuvo a punto de dejar escapar un gemido de júbilo. Entonces esa emoción se tornó amargura, un sentimiento que hizo al capitán apretar con fuerza la mordaza a la humana.
18
Levin encontró a Shan Thoz bebiendo brandy en La Chanza de la Bruja. Aquel local era la típica taberna del barrio bajo, o lo que era lo mismo, un tugurio lóbrego, sórdido y peligroso, y por ello un lugar adecuado para el hombre delgado, adusto y taciturno conocido por toda la ciudad como Mykis el Matón, cacique de la banda criminal de mala muerte conocida como los Osos Trasgo. Aunque se rumoreaba acerca de sus poderes ocultos, incluso sus propios subordinados no eran conscientes de que Shan Thoz era en realidad un señor del Pentágono de la Penumbra, la infame cabala secreta de Dar'Tan.
Levin cruzó la sala revelando cierta inquietud, como hubiera sido de esperar en un tratante como él que se aproximara a un reputado asesino. Cuando Shan Thoz vio quien había venido a verlo, hizo un ademán cortante y las dos prostitutas que habían estado compartiendo mesa con él dieron un respingo y se alejaron rápidamente. En realidad, parecían bastante contentas por haber tenido que retirarse. "Mykis" tenía fama de tratar con rudeza a sus compañeras de cama.
Shan Thoz condujo entonces a Levin a uno de los reservados del local. Después que el adepto de las sombras cerrara la puerta, la forma de comportarse de ambos cambió por completo. El clérigo abandonó su pretendida preocupación y el mago se liberó de su conocida tosquedad.
Shan Thoz murmuró un encantamiento para impedir que nadie pudiera escuchar a escondidas su conversación, y entonces tomó asiento en una silla destartalada. Levin hizo lo propio. Pocos visitantes del lugar se hubieran atrevido a sentarse en presencia de Shan Thoz sin haber sido invitados a hacerlo, pero los dos conjuradores habían decidido hacía tiempo tratarse como iguales.
—Me alegra haberte encontrado relajándote —dijo Levin sarcásticamente—. Cualquier otro hombre...
—A ambos nos conviene que estas citas sean lo más breves posible —dijo en tono brusco Shan Thoz—. Sólo dime lo que quieres.
—Está bien. No me gusta nada este Kolvas.
Los ojos oscuros y hundidos de Shan Thoz contemplaron a Levin sin pestañear.
—¿Y por qué me cuentas eso?
—Creo que compartes mi sentimiento. Se supone que eres un señor del Pentágono de la Penumbra, un igual de Dar'Tan. Pero, aun así, deduzco que el elfo espera que tú también le bailes el agua a ese vagabundo.
Shan Thoz le dedicó una gélida sonrisa.
—Según dice, Kolvas ha estado estudiando a Vladawen, y puede sugerir qué camino tomará.
—Pero Mithril es nuestra ciudad. Conocemos bien nuestro campo de caza. Kolvas simplemente pasa por aquí de tiempo en tiempo.
En realidad, a Levin se le ocurría otra buena razón por la que Dar'Tan podía pedir a Shan Thoz que se doblegara ante un subordinado. Podría ser su manera de recordarle a su compañero mago cuál de las aristas del Pentágono prevalecía sobre las demás, y si Shan Thoz compartía ese punto de vista, sin duda eso debía ofenderlo. El clérigo intentaba provocar que su compañero de charla admitiera esos sentimientos. De conseguirlo, podría hacerse una idea de hasta qué punto iba a poder contar con Shan Thoz a su lado en su cruzada contra el protegido del elfo oscuro.
Sin embargo, si Shan Thoz se sentía verdaderamente despreciado, era demasiado cauteloso para admitirlo. Se limitó a decir:
—No siempre alcanzo a comprender las confabulaciones de Dar'Tan, pero en ocasiones encuentro oportuno cooperar con él. Ésta podría ser una de esas situaciones. Aunque ni tú ni yo hayamos oído hablar antes de toda esta trama de resurrección, parece ser importante, especialmente para la deidad a la que sirves.
—Y no tengo intención de fallarle. Es muy probable que ya haya logrado matar a Vladawen, ahora sólo necesito confirmarlo conjurando algo que pueda hallar su cadáver y sacarlo del agua. Simplemente digo que no necesitamos a ese crecido aprendiz de Dar'Tan.
—No deberías estar tan seguro.
Perplejo, Levin se giró bruscamente y vio a Kolvas surgiendo de entre la penumbra, tras una estatua píscea en la esquina. No podía saber cuánto tiempo había estado escuchando a escondidas. No era raro que no hubiera podido verlo acechando, pero lo que sí le impresionaba era que Shan Thoz, otro adepto de las sombras, tampoco se hubiera percatado de su presencia.
—Puesto que —continuó Kolvas—, mientras vosotros estabais aquí sentados, lamentado la confianza que mi maestro ha depositado en mí, yo estaba atareado hablando con mi propio círculo de informadores. Un par de ellos ha podido ver a Vladawen y a Lilly por las calles de la ciudad, vivitos y coleando.
—¿Dónde? —preguntó Shan Thoz—. Puedo mandar a mis hombres tras ellos.
—No servirá de nada —dijo Kolvas— porque vuestro amigo Gareth ya se ha encargado de abatirlos. De hecho, se los ha llevado para ponerlos bajo custodia.
—Imposible —dijo Levin—. Gareth sería incapaz de encontrarse su propio trasero ni usando ambas manos, un mapa y un candil, y menos todavía en Barrio Tormenta. Nadie en el distrito de los piratas pasaría información a un paladín.
—Pero sí a unos Perros de Guerra —dijo Shan Thoz sorbiendo su brandy—. A Frandon y a Hynar, en cualquier caso. Ambos fueron criados en el Lado de la Tormenta, y estuvieron viviendo un tiempo al margen de la ley.
Kolvas tomó asiento en la silla que estaba libre. Su roída capa de conjurador goteaba agua en el suelo.
—Ni siquiera habrían sabido por dónde empezar a buscar a Vladawen si ese idiota de Khemaitas no les hubiera advertido que debían buscar a un elfo abandonado y a una mujer humana que viajaban juntos.
Levin se encogió de hombros.
—Khemaitas no sabía cuánto había llegado a averiguar ya Gareth. Se limitó a inventar la mentira más segura y creíble que fue capaz. No lo culpo por eso, aunque sí es más preocupante que no lograra asestarle el golpe de gracia a Vladawen cuando lo tuvo a su alcance.
—¿Y por qué iba a tener que ser malo eso? —dijo Shan Thoz—. Nuestro objetivo era mantener alejado de Kadum a Vladawen. Y no podrá acercarse a él mientras esté retenido.
—Podría escapar —dijo Kolvas—. O las autoridades podrían decidir liberarlo.
—Quizá decida entregar pruebas contra Khemaitas —dijo Levin—. Y él a su vez podría implicarme entonces, a pesar de que lo tengo amenazado.
—En consecuencia —dijo Kolvas—, tendremos que continuar con el plan para matar a Vladawen, y también a Lilly, cumpliendo las primeras órdenes de mi maestro.
—Sin duda Gareth los habrá desarmado y encerrado —dijo Shan Thoz—. No tendremos muchos problemas para acabar con ellos si conseguimos sortear a los guardias de vigilancia.
—No habrá problemas entonces —dijo Levin—, pues ambos sabéis deslizaras entre las sombras.
—Por desgracia —dijo Shan Thoz—, las torres de los paladines están bien custodiadas. Necesitamos encontrar otra forma de hacerlo.
Levin frunció el ceño. De repente le vino a la mente cuál podía ser esa otra forma. El problema era que no le agradaba demasiado.
—¿Y si el Culto del Gólem...? —dijo dirigiendo una mirada especulativa a Kolvas—. ¿Lo conocéis?
—Por supuesto que sí. Os vuelvo a recordar que Mithril es también mi ciudad. Se trata de herejes que creen que el Gólem no es sólo un artefacto creado por Corian, sino la personificación del propio dios.
—Exacto. Es muy probable que el Sumo Sacerdote vea ese movimiento como un desafío abierto a su autoridad. Está tomando medidas para suprimirlo. ¿Qué pasaría si los sectarios decidieran desfilar por las calles de la ciudad? Quizá Derigesh, para dispersarlos, movilizara a todos los mercenarios, Vigilantes, paladines y quién sabe qué más unidades que tuviera disponibles.
Shan Thoz esbozó una ladina sonrisa.
—No me cuesta mucho imaginar algo así si dicha concentración derivara en una revuelta en toda regla. No sería muy difícil prepararlo. Colocaríamos a matones disfrazados de sectarios para que iniciaran los disturbios. Podríamos también disponer a secuaces haciéndose pasar por guardias para que encresparan a la muchedumbre. La espiral de violencia no tardaría mucho en propagarse.
—¿Y podrás convencer al Culto para que se exponga a un peligro semejante? —dijo Kolvas mientras estudiaba a Levin con la mirada.
—Creo que tengo un modo de hacer que las cosas sucedan según nos conviene.
Por suerte, Mirt Thassel, el autoproclamado Sumo Sacerdote del Gólem, era uno de los tipos con los que Levin había iniciado contactos en pro de extender las redes de poder de Belsamez. Aunque no le hacía gracia tener que librarlo de sus deudas de ese modo: hacerlo haría peligrar algunas de las tramas que llevaba urdiendo desde hacía bastante tiempo.
—No os veo muy dispuesto —dijo Kolvas.
—Dije que haré que suceda, y lo cumpliré.
—Eso espero. Cuando Jandaveos regrese, él y mi maestro conquistarán Mithril en cuestión de semanas. Después de eso, la ciudad rendirá a Belsamez todo el culto que ésta pueda desear.
Del mismo modo que os saludarán a ti y a Dar'Tan como a dos de sus grandes caudillos, pensó Levin. Sin embargo, me pregunto en qué posición nos dejará eso a Shan Thoz y a mí, especialmente ahora que nos has escuchado a hurtadillas conspirar contra ti.
Por el momento, quizá lo único que realmente debía preocuparlos era asegurar la muerte del Matatitanes, tal y como la Reina de los Traidores había exigido. Más tarde sería tiempo de cuestionar el reparto de los botines, y de especular sobre quién podría llegar a quedarse sin su parte.
—Está decidido —concluyó Levin—: esos zoquetes marcharán por la ciudad. No obstante, uno de nosotros deberá adentrarse en la ciudadela donde está recluido Vladawen para acabar con él.
—Yo lo haré —dijo Kolvas—. Es responsabilidad mía.
—¿Estaréis a la altura de la misión?
El pequeño hombre sonrió.
—Después de todo, conseguí arrastrarme hasta aquí sin que ninguno de los dos lo notarais, ¿no es así?
19
Vladawen estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el duro suelo de piedra, respirando lenta y profundamente. Lillatu dejó de investigar por los estrechos límites de su celda.
—Odio cuando haces eso —le dijo.
—¿El qué?
—Que aparentes no estar nervioso o aburrido dedicándote a meditar.
—Si eso hace que te sientas mejor, no me está sirviendo de mucho.
—No lo hace —dijo acercándose a los barrotes para echar un vistazo al pasillo iluminado por candiles—. ¡Guardia!
—Creo que lo hubiera oído llegar si hubiera vuelto ya.
Poco tiempo antes, en las entrañas de la Torre Solar habían resonado cánticos y vítores que parecían proceder de las calles cercanas. En ese momento, la guarnición de guardias había estallado en gritos. Vladawen y Lillatu no habían vuelto a ver a ningún celador desde entonces.
—No sabía que era costumbre dejar solos a los prisioneros antes de interrogarlos. —La asesina se encorvó de nuevo para examinar la cerradura, aunque ya sabía de sobra que no tenía ninguna esperanza de forzarla sin las herramientas adecuadas—. Normalmente intentas relajarlos, pero esto es ridículo.
—Algo está manteniendo a Gareth y a sus camaradas demasiado ocupados como para poder preocuparse por nosotros.
—Eso significa que éste es el momento perfecto para escapar, eso si la célebre fuerza del Matatitanes sirve para doblar estos barrotes.
—Ya te dije que están encantados. Aún me quedan uno o dos trucos mágicos que pueden servir para sacarnos de aquí, pero necesitan la presencia de un guardia cerca para funcionar. Quizá debiéramos probar a decir la verdad.
La asesina resopló.
—Nunca esperé oírte decir eso.
—Estoy hastiado de mentir, ¿qué necesidad tenemos de hacerlo? Corian y El Que Permanece fueron aliados tiempo atrás.
—Pero eso ya no importa. Recuerda lo que nos dijo Daz. Los clérigos de Corian tienen su pequeña lista de los dioses a los que rendir sus favores, y no están por la labor de añadir a ninguno.
—Me pregunto si considerarán que ésa es la mejor forma de traer la unidad al mundo.
—Deberías decírmelo tú, que eres clérigo. Lo que yo pienso es que algún viajero les ha debido hablar de la fe que Vladawen el Matatitanes predica en Darakeene. Aunque hubieran podido estar dispuestos a favorecer a El Que Permanece anteriormente, no lo estarán tanto ahora que lo habéis proclamado supremo entre todas las demás deidades, incluido el Vengador.
—Pero si les explicamos que Jandaveos se alzará igualmente, y que podrá hacerlo como un príncipe de la luz o como un tirano de las tinieblas, ¿no preferirán ayudarnos a asegurar que lo haga bajo su antigua forma?
—¿Y piensas que nos creerán? Sobre todo teniendo en cuenta que tienes una charla con Kadum en perspectiva, algo que su ley prohibe en cualquier circunstancia. Y hace bien.
El elfo suspiró.
—Tienes razón. Nuestra primera estrategia, deslizamos por Mithril pasando desapercibidos, sigue siendo la más adecuada.
—Exacto. Es una desgracia que los agentes de Dar'Tan nos reconocieran. —Entonces dudó—. Vladawen, no pretendo hacer que te muestres temeroso.
—Nunca he pensado que fueras a hacerlo. Incluso cuando acabaste con el dragón que habitaba en tu interior, tu valentía nunca llegó a flaquear.
—Gracias por decirme eso. En mis días de asesina cumplí algunos trabajitos liquidando a gente aquí, en Mithril. Puede que los paladines aún estén buscando a la persona responsable de esos crímenes. Espero no estar alentándote a ocultar tu identidad sólo por tener miedo a revelar la mía.
—¿Después de todos los riesgos que ya hemos asumido? No creo que sea así. Tu consejo es sabio, y aunque no lo fuera, sería incapaz de entregarte en bandeja de plata al verdugo. A estas alturas ya he perdido, desperdiciado, a demasiada gente.
Lillatu asintió con la cabeza.
—Pobre Ópalo. Al menos nos queda el consuelo de que haya podido reunirse con Nindom.
—Para vagar entre tinieblas para siempre, a menos que podamos reparar mi desatino.
—Nuestro desatino. Recuerda que no te apuñalaste a ti mismo por la espalda. Fui yo quien lo hizo. Dos veces.
—Lo que me vuelve loco es que ya pueda ser demasiado tarde. Por lo que sabemos, Jandaveos pudo renacer ayer mismo. Quizá Gareth y los demás guerreros se hayan largado a combatir a un ejército de diablos y engendros de los titanes que el dios haya arrojado sobre la ciudad.
Lillatu se apartó de un salto de los barrotes.
Un pájaro negro envuelto en una nube de sombras revoloteó pasillo abajo, con ojos rojizos, redondos y brillantes, resplandeciendo en la oscuridad. Por un instante, Vladawen pensó que su fantasía estaba haciéndose realidad, que aquella ave de aspecto fantasmagórico era heraldo de la invasión de Dar'Tan. Entonces reconoció a la criatura por lo que era en realidad.
—Un cuervo sombrío —murmuró. El Titán Golthain el Sin Rostro había dado vida a esas horribles criaturas para que lo sirvieran como sus exploradores, y Vladawen se había encontrado ya con ellas en incontables campos de batalla durante la Guerra Divina.
—Lo sé —contestó Lillatu, bajando la voz para igualarla a la de Vladawen—, ¿pero qué estará haciendo en los sótanos de los paladines?
Vladawen sospechaba la respuesta, pero no llegó a tener oportunidad de articularla. En ese mismo instante, el cuervo sombrío atravesó como una flecha los barrotes arrojándose hacia los ojos de Lillatu.
Sin duda consciente del veneno que el ave espectral segregaba a través de sus afiladísimas garras y pico, la asesina lo esquivó. La criatura pasó junto a ella volando, y Lilly le propinó un fuerte manotazo. Apuntó bien, pero el golpe atravesó el cuerpo del cuervo sombrío sin encontrar la menor oposición. En ese instante, ante los ojos de Vladawen y Lillatu, su sustancia desapareció momentáneamente del mundo material, pasando a ser intangible a todos los efectos.
El cuervo sombrío giró para arrojarse en una nueva pasada. Vladawen agarró el cántaro de agua que Gareth les había dejado en la celda. Apuntó, y en ese instante vio aparecer un segundo estallido de oscuridad justo en la periferia de su visión.
El elfo se lanzó al suelo, y el nuevo pájaro lo sobrevoló a toda velocidad.
Entonces se puso de pie de un salto, se balanceó y, entre salpicaduras de agua, lanzó la jicara, que atravesó sin más su objetivo. El cuervo sombrío soltó un chillido burlón. Lillatu echó mano entonces al hediondo cubo que les servía como orinal para utilizarlo como arma.
El segundo cuervo sombrío se arrojó sobre Vladawen. En medio del escudo de oscuridad que rodeaba a la criatura, el elfo distinguió sus alas extendidas. Esquivó al ave desenfrenadamente y le lanzó un golpe fallido, aparentemente desequilibrado. Ese momento, cuando estaba aparentemente descubierto y vulnerable, hubiera sido el que un combatiente elfo o humano habría aprovechado para atacar. Si la mente de aquel engendro de los titanes funcionaba de forma parecida...
Así fue. La bestia se lanzó enfurecida y el elfo la agarró con su mano desnuda. Por fin la sentía sólida, entre sus dedos, y antes de que pudiera volver a desvanecerse la estrujó con toda su fuerza. La pequeña masa de plumas y músculo se retorció enloquecida, luchando por alcanzarlo con su pico o sus garras. Sus zarpas le arañaron la piel, casi desgarrándosela, y entonces varios de sus huesos se quebrantaron uno tras otro. La bestia se estremeció, se quedó fláccida... y se esfumó.
Por la forma en que el pequeño cadáver se había desintegrado, Vladawen supuso que debía de haberse tratado de una criatura conjurada, muy probablemente por las manos de un mago de las sombras. Aquel maestro debía de haber conjurado a esas aves para enviarlas volando a modo de avanzadilla. Sin duda debía seguirles los pasos muy de cerca, y Lillatu y él aún estaban encerrados en aquel pequeño y frío sótano.
La asesina se deshizo de la otra criatura lanzándola al suelo de un golpe, y luego la machacó con la base del cubo que empuñaba como arma, despidiendo una lluvia de desechos por su abertura.
—Ahora estate quieta —susurró Vladawen— y guarda silencio. Es tiempo de probar esa magia que te decía antes.
20
Gareth ni siquiera había intentado poner freno a sus aprendices; simplemente les había ordenado dispersar a la muchedumbre. Sin embargo, la multitud bramaba cargando como una manada de animales salvajes, y al paladín no le quedó otra alternativa que utilizar su espada larga.
Derribó a uno de los asaltantes de un golpe en la rodilla y dio muerte, posiblemente, a otro con un tajo en el pecho. Entonces los demás pusieron pies en polvorosa. Gareth no disfrutó dispersando a la multitud. De hecho, le asqueaba lo que se había visto obligado a hacer. Se había convertido en paladín combatiendo contra engendros de los titanes y enfrentándose a villanos como el legendario Dar'Tan, y no arremetiendo contra una multitud encrespada como aquella, integrada en parte por gente más joven que él. No obstante, su deber era defenderse a sí mismo y a la ciudad.
Hynar sacudió la cabeza.
—Qué locura —dijo.
Gareth pensó que podía ser un calificativo tan bueno como cualquier otro. La lluvia había cesado con el amanecer y arriba, en la Ciudadela del Templo, brillaban refulgentes y prístinos, incluso bajo la pálida luz del sol de invierno, las cúspides de los santuarios de alabastro y los palacios, y la colosal figura del Gólem de plata auténtica, tan inmóvil como siempre había estado desde el final de la Guerra Divina. Allí, a los pies de la colina, en la mundana Ciudad Puerto, con sus talleres, sus almacenes, sus tabernas, sus puertos y sus corrales de vecinos, lo que había empezado como una marcha ilegal pero pacífica no había tardado mucho en desbocarse en una orgía de pillaje, vandalismo y devastación. Gareth consideraba que, de haber sido únicamente los sectarios quienes hubieran participado en los disturbios, él y sus camaradas podrían haber sofocado el altercado velozmente, pero una vez se inició, una hueste de otras gentes humildes, claramente igual de resentidas con los clérigos y nobles de Mithril, tomaron las calles para expresar su desagrado.
Frandon señaló al frente con la ensangrentada punta de su espada.
—Tus compañeros paladines están calle arriba. Deberías ir a unirte a ellos. Después, Hynar y yo desapareceríamos.
Gareth sintió entonces una punzada de ansiedad, aunque no estaba seguro de saber por qué.
—¿Desaparecer?
—Está bien que te ayudemos a hurtadillas cuando no hay más gente implicada —dijo su fornido compañero—. Pero tratándose de algo semejante a esto, nuestro sitio está con los Perros de Guerra. Además, en lugar de ir a corretear por ahí con una tropa de paladines, Hynar y yo podríamos tratar de convencer a algunos de estos alborotadores para que depusieran su actitud.
—Estoy de acuerdo, pero... ¿no veis algo raro en todo esto?
Frandon resopló.
—Siempre pensé que era cuestión de tiempo. Cada vez que Derigesh se esforzaba por sofocar a los herejes no hacía más que aumentar su fanatismo.
—Es cierto, pero ya sabéis que sospecho que Levin está vinculado con el Culto.
—Sospechas que Levin está vinculado hasta con el último de los canallas y criminales de todo Ghelspad.
—Y quizá no esté demasiado equivocado. Creo que la noche pasada Levin estaba en el meollo de esa pelea en el Doncella Fantasma. Ahora, sólo unas horas más tarde, el Culto está causando estos disturbios.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro. Pero tengo el palpito de que debería ir a ver cómo están los prisioneros.
—¿Cómo?
—Los hemos dejado solos, y la Torre Solar está aquí al lado. —Gareth señaló con la cabeza al lugar en que la ciudadela, con sus esplendorosos mosaicos de topacio, perla y lapislázuli, se alzaba por encima de todas las estructuras que la rodeaban—. No tardaremos mucho.
—Pensé que queríamos huir de los problemas, no hundiros más en ellos. No puedes escabullirte y abandonar al resto de tu compañía con la ciudad en estado de alerta.
—¿Y si no me queda otra alternativa? ¿Cómo se supone que debo actuar?
Frandon escupió.
—No intentes decirme que Corian te está murmurando que deberías hacerlo. Sé bien que eso no va con los paladines. Al menos no contigo.
—Tienes razón, no funciona así. —La primera vez que había descubierto su vocación, había esperado que, a partir de ese momento, su dios guiara sus pasos. En lugar de eso descubrió que, debido al peso de sus nuevas responsabilidades, decidir la forma correcta de actuar a menudo parecía ser más complicado que antes—. Pero sí tengo mis instintos, y probablemente fuera el Vengador quien me los concediera.
—Cuando lleves tanto tiempo como yo siendo un guerrero, entonces podrás hablar de esos "instintos". Por ahora, lo mejor que puedes hacer es seguir las órdenes de tu comandante y correr a reunirte con el resto de tu compañía. Hynar y yo nos quedaremos por aquí un rato más para asegurarnos de que lo hagas —dijo Frandon.
—Está bien —respondió Gareth con un suspiro.
21
A la estela del cuervo sombrío se arrastraba una criatura semejante a un cangrejo o a un piojo enorme, pero con la parte superior de su cuerpo como la de un bebé humano que estuviera pegado a la concha, y dos antenas erizadas en su cabeza pelona. Estos apéndices se agitaban cuando miraba a un lado y a otro.
Inmóvil, conteniendo el aliento, Vladawen rezó por que aquella criatura pasara correteando junto a la celda sin advertir su presencia. Y así fue. Sin embargo, eso sólo dio a Lillatu y Vladawen la más breve de las treguas. Poco después, se escucharon unas suaves pisadas en el pavimento del sombrío corredor, y fue el propio Kolvas quien anunció su presencia.
—Sabía que estabais aquí abajo —dijo el mago—. Después de todo, es el lugar en que los paladines encierran a sus prisioneros, y mis pájaros ya hubieran vuelto a mi lado si nadie ni nada se hubiera interpuesto en su camino.
Vladawen musitó rápidamente unas palabras de poder y esbozó unos símbolos místicos con la mano.
Kolvas contempló la mugre y el agua repartidas por el suelo de la celda.
—Ya veo, supongo que os habéis debido volver invisibles. Bueno, creo que puedo arreglarlo. —El mago levantó las manos y lanzó su propio conjuro, sin duda destinado a acabar con la ocultación del elfo. Vladawen aguardó con tensión para comprobar si era eso lo que realmente estaba ocurriendo.
No fue así. Su conjuro había confundido al mago sombrío, haciéndole conjurar un encantamiento diferente al que había pretendido realmente, y ahora la penumbra que cubría el pasillo se espesaba, ahogando casi por completo la luz del candil que lo iluminaba. Perplejo, Kolvas miró enloquecido a un lado y a otro.
Cuando Lillatu embistió al mago, el conjuro de Vladawen no pudo seguir enmascarándola y la asesina se hizo visible. Pasó su mano entre los barrotes e intentó apresar al distraído Kolvas, sólo para descubrir que estaba fuera de su alcance. El mago sacó rápidamente una daga bajo su capa, lanzó un mandoble y la asesina retiró presurosa su mano.
Kolvas dio inicio entonces a un nuevo conjuro. Vladawen agarró el cubo de madera de los desperdicios, lo arrojó contra la pared abandonando su propia invisibilidad, y luego hizo pasar uno de los fragmentos entre los barrotes de la celda. El trozo de madera alcanzó en el esternón al mago, que se retorció de dolor. Vladawen se dispuso rápidamente a arrojar otro improvisado proyectil y Kolvas se retiró ágilmente pasillo abajo, lo bastante lejos para desaparecer de su vista.
—¡Acaba con Vladawen, Lilly! —dijo el mago.
El elfo se giró bruscamente. Lillatu lo miró sonriente.
—Hoy no, no voy a hacer lo que él diga. Tenías razón. Ha dejado de tener control sobre mí.
—Habrá pensado probar suerte —dijo Vladawen.
—¿Puedes seguir pisándole los conjuros? —preguntó la asesina.
—Desafortunadamente no. Ese era el único "truco" que tenía preparado.
—Entonces...
El demonio volvió a arrastrarse hasta abandonar las sombras. Vladawen le arrojó otro pedazo del cubo, pero erró. La criatura le clavó la mirada y la cabeza empezó a darle vueltas. De repente todo se le antojaba divertido, y una retorcida risa burbujeó en su garganta. Desesperado, trató de convencerse de que aquel pequeño horror no era real, de que era sólo un fantasma al que Kolvas había dado forma a partir de las sombras, y que por ello debía carecer de cualquier poder. Por un instante consiguió ver a la criatura como sólo una mancha difusa que emborronaba el aire, y de repente sus pensamientos volvieron a recobrar lucidez.
Lillatu gritó alarmada. Vladawen se giró. Kolvas había vuelto a tomar forma y estaba leyendo un rollo de pergamino. Al completar la frase de activación, hizo con su mano el ademán de arrojar una piedra. De la punta de sus dedos brotaron proyectiles de una impenetrable materia sombría.
Vladawen y Lillatu se apartaron de un salto. Los dardos mágicos estallaron en el suelo, junto a ellos. Entretanto, el retoño cangrejo logró zafarse entre ambos y escabullirse, sin dejar de retorcer sus antenas. Vladawen, describiendo un rápido movimiento, lo pateó hasta volcarlo sobre su espalda. Sin dejarle tiempo para recomponerse, el elfo y la asesina lo patearon hasta machacarlo, haciéndolo pedazos que enseguida se volatilizaron en la nada. Por desgracia, aquello dio tiempo a Kolvas para volver a escabullirse, sin que ninguno de sus adversarios pudiera lanzarle un nuevo ataque.
Vladawen agarró dos de los barrotes de la celda y tiró de ellos con todas sus fuerzas; no se doblaron, ni logró sacarlos de sus juntas. Entonces lanzó un conjuro que pudiera resquebrajar la piedra sobra la que se asentaban, pero ésta no se inmutó.
—Lo siento —dijo.
—No es para menos —dijo Lillatu—. Bueno, en realidad no quise decir eso. Desde luego nos hemos quedado sin suerte.
Pasillo abajo, Kolvas graznó unas palabras de poder. Una estilizada lanza de sombras tomó forma desde el suelo del túnel, casi invisible en la penumbra. Como una serpiente, rebuscó por un lado y otro hasta deslizarse entre los barrotes, retorciéndose con la intención de enroscarse alrededor de Lillatu. La asesina esquivó al repugnante ser y le asestó un puñetazo. Su mano lo atravesó sin más, sin causarle ningún daño aparente, y la criatura recuperó su intención de apresarla.
Vladawen lanzó un mandoble, sólo para comprobar que él también era incapaz de golpearlo. Entonces Kolvas conjuró un nuevo zarcillo de sombras que se ocupara del elfo. La criatura se enroscó a su alrededor y Vladawen hubo de ejercer toda la presión que le permitía su fuerza para liberarse de su presa. Para entonces, el mago recitaba un nuevo encantamiento.
Sin embargo, lo interrumpió y echó a correr celda abajo. Hubiera sido una oportunidad perfecta para que Vladawen le hubiera lanzado otra esquirla de madera del cubo de los desperdicios, pero estaba demasiado ocupado esquivando aquellas pitones sombrías. Un instante más tarde, Gareth apareció a la carrera, empuñando su espada desenvainada y cubierta de sangre.
—¡Resistid! —dijo el paladín lanzando un tajo a uno de los tentáculos. Desgraciadamente, la criatura se disolvió antes que la hoja llegara siquiera a tocarla, y volvió a tomar forma en cuanto ésta la atravesó. Gareth determinó entonces intentar extirpar la magia en su origen, y se lanzó tras Kolvas.
Las pitones sombrías se escurrieron entre los barrotes de la celda, de vuelta al pasillo, ansiosas por alcanzar esa nueva amenaza que se cernía sobre su amo. El paladín las esquivó hacia un lado y otro, abriéndose paso entre ellas. Kolvas masculló palabras arcanas, quizá la frase de activación de otro conjuro más, a juzgar por su brevedad.
La mismísima sombra de Gareth serpenteó hasta abandonar la pared sobre la que se asentaba.
—¡Cuidado! —alertó Lillatu al paladín, pero el aviso llegó demasiado tarde. El ente espectral incrustó su etérea hoja en el torso del joven. Gareth jadeó y se derrumbó en el suelo. Irónicamente, en ese preciso instante los tentáculos se desvanecieron en la nada: los encantamientos que les habían dado vida habían consumido todo su poder.
Vladawen se arrojó sobre los barrotes de la celda y estiró las manos todo lo que pudo entre ellos. Sus dedos alcanzaban justo a tocar la hoja de acero del arma caída de Gareth. El elfo acercó la espada, arrastrándola, apenas notando que al hacerlo se estaba cortando. La sombra del paladín se giró de un salto y le lanzó un mandoble que atravesó sin inmutarse los barrotes de la celda. El elfo esquivó el ataque, y sintió cómo un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando la etérea hoja limpió el aire sobre su cabeza.
Vladawen se puso rápidamente en pie y empuñó con fuerza la larga espada. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura, percibió la virtud que habitaba en aquella hoja y dio gracias por ello a El Que Permanece. Hacía falta un arma encantada para acabar con una sombra.
El espectro atravesó de un salto los barrotes y le lanzó un tajo al pecho. Vladawen se hizo a un lado y devolvió el golpe. La punta de su hoja se ensartó en el oscuro rostro de la sombra y la criatura se desvaneció.
Girando, el elfo comprobó que Lillatu había arrastrado a Gareth hasta situarlo junto a los barrotes de la celda. La asesina rebuscaba a tientas bajo su capa, gritándole:
—¡Las llaves! ¿Tienes las llaves?
—En mi cinto —gruñó el joven paladín.
Lillatu las encontró, se puso en pie de un salto y abrió la celda.
—Dame la espada —le dijo a Vladawen.
El elfo se la entregó. Hubiera deseado poder vengar a Ópalo con sus propias manos, pero Lillatu clamaba con más fuerza aún que él por la vida de la maga. Ambos se lanzaron pasillo abajo. Un poco más adelante, perdido entre la oscuridad, su enemigo recitaba las sibilantes palabras de una lengua arcana y secreta.
Unos rayos de negro fuego, o posiblemente relámpagos, tomaron forma en medio del aire. Vladawen se pegó a la pared, pero no pudo evitar que algunas de aquellas descargas de poder lo arañaran, quemándolo y congelándolo al mismo tiempo, como el toque de los fantasmas a los que había combatido en Hollowfaust.
Aún intentaba liberarse del aturdimiento y del agudo dolor cuando tres enormes ratas surgieron de la penumbra. No es que fueran terriblemente ágiles, pero la tercera de las criaturas estuvo a punto de arrancarle un pie a Lillatu de un mordisco antes que ésta lograra partirla en dos de un tajo. Sin duda ella también debía de estar bajo los efectos aturdidores de la tormenta sombría.
—Venga —dijo Vladawen—. Dejémoslo.
—Eso ni pensarlo.
—Quién sabe cuántos rollos de pergamino y talismanes más ha podido darle Dar'Tan a Kolvas. Nosotros, por nuestra parte, sólo tenemos un arma y estamos malheridos. Ya lo matarás otro día.
—Lo haré ahora —dijo mientras, cojeando, reanudaba la marcha.
Vladawen la cogió de un hombro.
—No es nuestro único enemigo, y por ello no merece la pena arriesgar tanto por él. Tenemos una misión que completar.
—A la mierda nuestra misión —graznó la asesina, que finalmente permitió que Vladawen la desplazara en dirección contraria. Un instante después, frunció el ceño cuando el elfo se agachó para levantar a Gareth—. Debes de estar bromeando.
—Vino hasta aquí para ayudarnos.
—Pero fue él quien nos encerró.
—Lo sé, pero no pienso dejarlo aquí para que Kolvas lo mate. —Entonces ayudó al paladín a ponerse en pie—. ¿Serás capaz de caminar?
—Creo que no —dijo el joven, con las rodillas temblorosas—. Mi armadura parece ahora tan pesada... Ese fantasma me robó toda mi fuerza.
—Te ayudaré —dijo Vladawen. Los tres corrieron a toda prisa por los pasillos de la prisión, volviendo la vista cada poco tiempo para ver qué nuevo horror lanzaba Kolvas tras sus pasos.
Y fue un enorme sapo de tres cabezas. Tras acabar con él, Lillatu dijo entre jadeos:
—¿Dónde están nuestras cosas, chico? Dímelo si no quieres que sea yo quien te mate, y ahorre así a las mascotas de Kolvas el esfuerzo.
—En la bóveda —jadeó Gareth—. Os diré dónde exactamente cuando lleguemos.
El joven cumplió su palabra. Parecía que los paladines, e incluso sus subalternos, eran tan incorruptibles como indicaba su reputación. La musa, el cuerno de dragón disimulado con el aspecto de un cetro, la bolsa con las monedas, las joyas, la poción para respirar en el agua y el estoque divino, estaban todos justo donde Gareth los había dejado; a nadie se le había ocurrido desvalijar aquel botín. Vladawen se sintió mejor cuando se colocó el fajín sobre los hombros, aun cuando, dolorido y molido como estaba, apenas era capaz de empuñar en condiciones su estoque de plata.
Por suerte, aquello no iba a ser necesario. Quizá Kolvas no fuera tan osado como para seguirlos tan de cerca, puesto que finalmente atravesaron las puertas de la Torre Solar sin sufrir ningún otro ataque. La perspectiva más allá de los muros de la fortaleza no era mucho más acogedora que el terror que ésta escondía: fuegos crepitando y llenando el aire de volutas de humo, villanos rompiendo ventanas, volcando carromatos y arrojando piedras, y las ordenadas formaciones de guardias enfrentando su disciplina al enfurecido frenesí de los alborotadores. Vladawen presumió que toda aquella contingencia podía suponer una ventaja para ellos, ¿pues cómo iba a poder Kolvas seguirles la pista en medio de aquel caos? El mago sombrío había perdido su oportunidad, y con la alegría de esa idea el elfo y sus camaradas se escabulleron entre la multitud.
22
Daz clavó su mirada en Gareth, y entonces bajó la vista para examinarse las uñas.
—Te recuperarás —gruñó el sanador.
Gareth se sintió profundamente aliviado, pero dado que aquello podría interpretarse como una falta de fe en su deidad, se esforzó por ocultar ese sentimiento.
—Ya lo había supuesto. Corian protege a sus guerreros de todo mal.
—¿Entonces por qué, en nombre de las heridas supurantes del Padre de las Plagas, viniste a llamar a mi puerta?
—Porque —dijo el elfo abandonado, ese que clamaba extrañamente ser el famoso Vladawen el Matatitanes— necesitábamos cura, y debíamos protegernos en algún sitio mientras seguía la revuelta.
—¿Y podéis decirme cuándo me he convertido yo en posadero?
—Se os están pagando bien vuestros servicios —espetó Lillatu, la mujer delgada y de pelo corto—. Y además tuviste oportunidad de juguetear y estudiar a la musa. Así que, ¿por qué no dejas de refunfuñar y traes algo de beber?
El enano masculló algo como "maleducados y malditos humanos", pero cruzó el sótano hasta un pequeño estante de hierro forjado repleto de vino, inspeccionó las polvorientas botellas y sacó una de ellas. Gareth se preguntaba si estaba actuando adecuadamente al juntarse con forajidos, pero rápidamente estableció que, débil y aterido como estaba, Corian no le iba a negar un reconstituyente. Cuanto antes recuperase su fuerza, antes podría retomar sus obligaciones.
Suponiendo que alguien todavía pudiera reclamarlas.
—¿Cómo supiste que estábamos en peligro? —preguntó Vladawen.
Tumbado en un camastro, en el centro de la cámara de conjuros secreta del maestro de runas, Gareth tiritaba y se subía la manta para abrigarse.
—Nunca lo supe con certeza. Sólo sospeché de los vínculos que mantenía Levin con el Culto del Gólem. El día siguiente a la noche en que os arresté, los herejes causaron todos esos disturbios, arrancando a todos los celadores de sus puestos en los sótanos. Supongo que al relacionar unos hechos con otros mi intuición me dijo que debía echaros un vistazo, y siguió insistiendo incluso después que mis compañeros quisieran convencerme de lo contrario. —Suspiró—. Por desgracia, eso significó escabullirme de ellos y también de mis deberes para con el resto de los paladines, perdidos en medio de la revuelta. Pero no vi otra alternativa. Dado que yo había sido quien os había encerrado, vuestra seguridad era responsabilidad mía.
—¿Quién es ese Levin? —dijo Lillatu mientras aceptaba un vaso de vino ambarino que le ofrecía Daz y le daba las gracias con la cabeza.
—Estaba a bordo del Doncella Fantasma al mismo tiempo que vosotros —dijo Gareth—. Es humano, y esa noche vestía una cota de malla, algo inusual en él.
—Sí. Os referís al clérigo de Belsamez.
—¿Cómo? —dijo Gareth incorporándose bruscamente.
—Eso creemos. Lo que es seguro es que es un lanzador de conjuros. ¿No lo sabíais?
—No. —Cogió su vaso de vino y lo apartó sin siquiera probarlo. Con todo lo que le había apetecido antes, de repente estaba demasiado excitado para beber—. Si puede hacer uso de magia, eso serviría para explicar en buena parte por qué era tan difícil seguirle el rastro o pillarlo incumpliendo la ley.
—¿Pero quién es realmente? —preguntó Vladawen—. Desde luego, un miembro de la tripulación de Khemaitas está claro que no.
—Es un tratante de la casa comercial Sol Naciente, pero es evidente que también es algo más aparte de eso. Empecé a vislumbrar la verdad una noche, la pasada primavera, cuando una bestia salió arrastrándose del Mar Sangriento para atacar a una prostituta del barrio bajo. Afortunadamente yo pasaba por allí, escuché a la mujer gritar y maté a la criatura. Después ella quiso agradecérmelo —continuó Gareth, ruborizándose—. Le tuve que explicar que un paladín no podía aceptar una recompensa de la clase que ella pretendía ofrecerme. Cuando la convencí, me transmitió en un murmullo el nombre de Levin, implicándolo en el asesinato de un cambista de Barrio Tormenta y en algunos otros crímenes. Ella afirmaba que aquel tipo era uno de los mayores bribones de la ciudad, y que si conseguía llevarlo ante la justicia la gente me aclamaría como a un héroe. No es que ése sea mi deseo, pero he jurado ocuparme de todo aquello que pueda amenazar el bien común. Sin embargo, no parecía que Levin fuera un villano tan horripilante, pero las palabras de aquella mujer se me antojaron sinceras. Hice algunas indagaciones y averigüé cosas que, aunque no eran condenatorias, sí eran bastante interesantes. Algunas personas lo habían visto por el Barrio Pirata a horas intempestivas, reuniéndose con el tipo de gente que un comerciante respetable debería esquivar.
—Gente como Khemaitas —dijo Vladawen.
—Gente como Khemaitas. No es que nos desagraden los elfos, aquí en Mithril, pero cuando son sospechosos de contrabando y de rendir culto en secreto a una deidad prohibida...
—Lo entiendo. Continuad vuestra historia.
—Finalmente descubrí que el Doncella Fantasma se había echado a la mar con el más vil contrabando en sus bodegas, ídolos y piedras consagrados a dioses oscuros, titanes y a toda clase de señores demonios. Pude verlo con mis propios ojos, y sentí el mal bullir en su interior. Averigüé cuándo estaba planeado que Khemaitas entregara todo ese material a Levin y organicé una redada.
Lillatu sonrió.
—Pero cuando llegasteis, los elfos habían hecho un trueque. El cargamento se había convertido en algo completamente inocente.
—¡Exacto! ¿Cómo lo supiste?
—Yo también tengo mis propios instintos. O lo que es lo mismo, es lo que podría haber hecho de haber estado en el lugar de Khemaitas y Levin, después de haber averiguado que tenía un molesto paladín tras mi pista.
—Supongo —dijo Vladawen— que fue una situación muy embarazosa.
—De veras que sí —dijo Gareth con tristeza—. Para cualquier agente de la ley es un hecho bastante grave divulgar una acusación falsa. Y es veinte veces peor para un paladín. Es una afronta para todo lo que representa. Considerando el modo en que los Tullian, los hermanos dueños de Sol Naciente, pidieron mi cabeza, fue un milagro que mi orden no me expulsara.
—En lugar de hacerlo, os dieron una segunda oportunidad —dijo Vladawen—. En vuestra misma posición, muchos otros se habrían asegurado de mantenerse bien lejos de Levin y Khemaitas. Sin embargo, vos retomasteis vuestras pesquisas. Desafiando incluso las órdenes de vuestros superiores, si no me equivoco con mis suposiciones. ¿Tan profundamente ansiáis vengaros?
—Sí —respondió Gareth—, pero no son mis sentimientos lo importante ahora. Sí lo es que, mientras era humillado, fui estando cada vez más y más convencido de que Levin suponía una grave amenaza para la ciudad. Alguien debía desenmascararlo, y parecía que yo era el único dispuesto a intentarlo. De ese modo, cuando se me presentó la oportunidad, os arresté esperando que el deseo de salir de vuestros apuros os animara a contarme lo que supierais sobre él. —Entonces sonrió—. Y así ha sido. Ahora, si somos capaces de demostrar que Levin sirve a la Asesina...
—No vayas tan deprisa —dijo Lillatu—. ¿Quién te ha dicho que vamos a testificar? De ningún modo vamos a regresar a la Torre Solar.
—Tenéis que hacerlo —dijo Gareth—. Lo siento. Sé que probablemente habéis salvado mi vida. Pero también es vuestra intención haceros a la mar para encontraros con el Sacudemontañas, y eso significa que no me queda otra alternativa que deteneros hasta que un clérigo con la debida autoridad me dé instrucciones para dejaros libres.
Vladawen se levantó, con su expresión entre el enfado y un desacostumbrado regocijo.
—Yo me marcho. Intenta detenerme.
Gareth se quitó la manta, se enderezó y cogió su espada larga. Vladawen desenvainó su estoque mientras empezaba a murmurar. Como mandaba la cortesía, Gareth dejó que el enjuto elfo se colocara en guardia. Entonces profirió un grito de guerra, fintó hacia la cabeza y le lanzó un tajo a la rodilla.
Las hojas repicaron cuando el Matatitanes repelió el verdadero ataque del paladín, y contraatacó hacia el corazón. Gareth retrocedió de un salto y repelió a su vez el ataque, pero el estoque del elfo describió un pequeño círculo, evitando la defensa del discípulo de Corian. La punta del arma se movió velozmente, deteniéndose a un palmo de su adversario.
—Esta vez no estoy lento y débil —dijo Vladawen—, y no tienes a tu taciturno amigo al lado para arrojarse sobre mí por la espalda.
Gareth se alejó de la fina hoja de plata, recuperó su guardia y volvió a arrojarse sobre Vladawen. Intentando arrancarle el arma le golpeó el estoque, pero el elfo lo bajó a tiempo para evitar el ataque. Antes de que el paladín pudiera volver a ondear su arma para disponer un nuevo embate, Vladawen se lanzó sobre él. De nuevo, su punta se detuvo justo antes de poder alcanzar a Gareth.
—¿Por qué no terminas tus movimientos? —preguntó Gareth, sintiéndose más ridículo y disgustado que alarmado.
—No necesito hacerlo —contestó el elfo—. Tienes talento, pero no la suficiente experiencia para suponer una verdadera amenaza para Lillatu o para mí. Ahora que has comprobado la inutilidad de intentar enjaularnos, espero que podamos marcharnos amistosamente. —Entonces se recuperó de la embestida, retrocedió un paso y enfundó su hoja tan rápidamente y con tanta habilidad como la había desenvainado anteriormente.
—No —dijo Gareth, alzando su arma—, de ningún modo nos vamos a separar así como así.
—Déjalo ya —espetó Lillatu.
—No voy a intentar arrastraros de vuelta a la Torre Solar. Al menos no ahora, no yo solo. Entiendo que sería inútil. ¿Pero qué dirá la Comandante Talar cuando regrese sin vosotros, después de haberme escabullido de mi escuadrón en plena revuelta? Sin duda me castigará, me apartará de su lado o quizá me encerrará, y entonces ¿quién impedirá que Levin siga haciendo de las suyas? Si fue él quien provocó el levantamiento de hoy, es capaz de hacer cualquier cosa.
—Nosotros no podemos ir tras él —dijo Vladawen—, por mucho que nos gustara saldar cuentas con él, con Khemaitas y con Kolvas, el mago sombrío. Nuestra misión es prioritaria. Simplemente vamos a ir a buscar un barco que pueda llevarnos a donde queremos ir.
—Pero no hay duda —dijo Gareth— de que Levin seguirá intentando daros caza, y si estoy allí cuando ataque, podré matarlo en una lucha justa, o reunir las pruebas necesarias para denunciarlo con éxito.
El elfo suspiró.
—Lo cierto es que no es una estrategia más desesperada que la que Lillatu y yo estamos empleando.
La asesina frunció el ceño.
—No estarás pensando en serio dejar que este chico venga con nosotros.
—Puede luchar, es buen sanador y conoce Mithril mejor que tú. Podría sernos útil, y sospecho que será más adecuado tenerlo caminando a nuestro lado que persiguiéndonos frenéticamente.
Lillatu fijó su mirada en Gareth.
—Jurad por vuestro honor de campeón de Corian que no daréis la voz de alarma a la primera patrulla que encontremos para que venga a ayudaros a contenernos.
—Juro que no intentaré volver a poneros bajo custodia hasta después que lleve a Levin ante la justicia.
—Eso es muy reconfortante.
—Por ahora deberá bastar —dijo Vladawen—. A menos que prefieras matarlo.
—Si lo hacéis —dijo Daz—, luego tendréis que limpiar lo que ensuciéis.
—De acuerdo, lo soportaré —dijo Lillatu—. Con un poco de suerte, será otro quien no tarde mucho en darle muerte.
—Eso quiere decir que ahora somos camaradas —dijo Gareth—, o algo parecido, en cualquier caso. Decidme, ¿por qué Levin y los demás pueden querer veros muertos?
—Para impedir que lleguemos hasta Kadum —dijo Vladawen.
—¿Y por qué queréis encontrarlo?
—Es mejor que no lo sepas.
—Si tenéis buenos propósitos... —frunció el ceño Gareth.
—Pero aunque lo fueran, podrían violar las leyes de Mithril —dijo Lillatu—, aunque pueda pareceres difícil creerlo. De todas formas, ¿cómo vamos a poder hacer las gestiones necesarias para encontrar un barco cuando nuestros enemigos deben de tener espías vigilándonos en toda la línea del puerto?
Vladawen asintió.
—Como nuestro barquero, que sabía bien que debía huir de las inmediaciones del Doncella Fantasma antes que empezara el tumulto. Creo que deberíamos buscar respuestas de boca de alguien que no pueda traicionarnos. —El elfo se levantó, caminó hasta la escalera y tomó la talla de piedra preciosa que representaba su propio busto—. Siempre me culparé por no haber hecho uso de la musa antes, haciendo caso omiso de los avisos de Numadaya. De haber sido así, la pobre Ópalo aún estaría viva. Despierta.
Los ojos de la escultura se abrieron de par en par. Perplejo, Gareth se sobresaltó. Daz, que claramente había sabido qué esperar, avanzó para observar la talla más de cerca.
—Felicitaciones, hermano —dijo la estatua. Sus ojos de color negro perla giraron para mirar a Gareth, que sintió la malignidad de su mirada como una gélida ráfaga de viento—. ¿Es el sustituto de Ópalo? Desde luego, su alma es bastante más limpia de lo que acostumbran las de vuestras habituales compañías. Mejor que os andéis con ojo. No puedo imaginar que podáis llegar a congeniar durante mucho más tiempo.
—Necesitamos encontrar a un capitán —dijo Vladawen— que esté dispuesto a llevarnos hasta Kadum.
—Eso es algo complicado —dijo la escultura—. Por lo general, los únicos marineros lo bastante osados como para aceptar tal cometido también conocen y temen a Shan Thoz lo bastante bien para no querer correr el riesgo de interponerse en su camino.
—¿Quién es Shan Thoz? —preguntó Vladawen.
—Es posible que vuestro nuevo aliado lo conozca mejor como Mykis, señor de los Osos Trasgo, una fraternidad criminal menor. En realidad se trata de otro adepto de las sombras, y está ligado a Dar'Tan.
—¿Dar'Tan? —gritó Gareth—. ¿Aún vive?
La cabeza de piedra sonrió.
—Así es, y es muy dado a tomar paladines novatos para desayunar. Quizá deberíais considerar la idea de volver corriendo a vuestra torre mientras aún estáis a tiempo. Es cierto que Chovae Talahar os aplicará algún castigo, puede incluso que os aparte del sacerdocio, pero al menos viviréis.
Gareth tragó saliva.
—Si Levin y los demás están conjurados con Dar'Tan, entonces aún tiene más importancia que alguien les haga frente. En su época, el elfo oscuro llevó a Mithril al borde de la desgracia, antes de que Barconius arruinara sus tramas.
—Aprecio la información —dijo Vladawen colocando el busto sobre una mesa—, pero si recuerdas, te pregunté por un barco.
—Oh, sí —dijo la musa sonriendo—. Ya os dije que todavía soy un oráculo novicio. Debo aprender a ceñirme a las preguntas. Quizá podríais buscar fuera del círculo de influencia de Shan Thoz. Ir a por un barco a Ciudad de Mullis, o a algún otro puerto.
—No podemos permitirnos perder más tiempo en viajes.
—Además —dijo Daz—, en ningún otro puerto al norte de Hedrada atracan tantos veleros de aguas profundas. En esta época del año podrías pasar meses esperando a encontrar el barco adecuado con el capitán apropiado.
—Entonces comprad o robad un bote —dijo la cabeza de piedra.
—Sabes bien que no tenemos la capacidad de dominar un barco en las fauces de los vendavales de invierno. Deja de juguetear y danos la verdadera respuesta —dijo Vladawen con el ceño fruncido.
—Perdonadme, hermano. Debéis entender que me consultáis tan raramente que tiendo a buscar de forma natural formas de prolongar la conversación. Pero ahora os concedo la información que necesitáis. Si el Doncella Fantasma no os lleva hasta Kadum, ningún otro velero lo hará.
—¡Eso es ridículo! —dijo Lillatu—. Sabes que Khemaitas está asociado con Kolvas.
—Sólo porque Levin ha arrojado una maldición sobre el mascarón de proa de su buque —dijo la cabeza, como si aquella frase no implicara nada extraordinario. Quizá, al ser ella misma una escultura animada, no pensara que fuera así—. Arrebató a esa dama sus sentidos y el habla. Devolvédselos y romperéis el lazo con el que Levin ata a Khemaitas, y muy probablemente consigáis convertirlo así en vuestro aliado.
—¿Cómo podremos conseguir algo así? —preguntó Vladawen.
—Mmm... —La talla abrió la boca en un exagerado bostezo—. Lo siento. Ya dije todo lo que podía decir por hoy, —Entonces cerró la boca y también los ojos, hasta convertirse, a todas luces, en una talla inerte.
Por un momento, Vladawen pareció estar a punto de arrojar a su homólogo contra el suelo, pero finalmente se limitó a tomar aliento profundamente para luego dejarlo salir poco a poco.
Menos preocupada por mantener la compostura, Lilly masculló una obscenidad tras otra, propias de cualquier mozo de carga de Barrio Tormenta.
—¡No puedo creerlo! —concluyó.
—Yo sí —replicó Vladawen—. En su momento pude percibir algo extraordinario en ese mascarón de proa. Además, la musa no puede mentir.
—Sólo digo que estoy ya harta de que cosas inertes, que no deberían tener vida, la tengan. No me importa si son gólems, esqueletos, Sendrian arrastrándose como un acertijo o tu retorcido "hermano" aquí presente: siempre nos traen mal. Incluso dejando eso a un lado, ¿qué posibilidades hay de que Khemaitas uniera sus fuerzas a las nuestras, ahora que hemos acabado con algunos miembros de su tripulación?
—Puede que sí lo haga, considerando lo que está en juego. Yo... —A Vladawen se le doblaron las rodillas, se desmayó y se dio con la cabeza en el borde de la mesa. Una vez en el suelo, tembloroso, de su garganta brotó un agudo lamento.
Abandonando su habitual conducta áspera, tanto Daz como Lillatu corrieron a agacharse junto al elfo abatido, con gesto preocupado.
—Creí que le habías extirpado todo el veneno del Mar Sangriento —dijo la mujer.
—Nunca pensé que estuviera contaminado —contestó Daz—. Ahora cierra el pico y déjame trabajar. —Recitando unos versos, esbozó en el aire un brillante símbolo de color verde.
Entretanto, Gareth puso su mano sobre Vladawen e invocó el poder de Corian. Pudo sentir la acostumbrada marea cálida de virtud curativa, pero había algo extraño también en aquella sensación. Le recordaba al modo en que había ondeado su hoja inútilmente atravesando a la pitón de sombras, sin que el acero llegara a alcanzar nada sólido.
Sin embargo, transcurridos unos momentos Vladawen pareció recuperarse. Parpadeó, y sus extraños ojos oscuros recuperaron la consciencia.
—Estoy bien —graznó—. Sólo fue un pequeño desvanecimiento. Quizá la maldición de Chern haya empezado ya a volverme frágil y viejo.
23
Mientras se deslizaba entre las ensombrecidas calles del barrio pirata, Levin contemplaba con emociones enfrentadas las casas en llamas, las barricadas que los alborotadores habían levantado, las puertas y contraventanas destrozadas, las tiendas saqueadas. Su verdadera intención había sido que la revuelta impulsara una de sus apreciadas tramas cuando llegara el preciso momento, y le irritaba haber utilizado esa opción de forma prematura.
Claro que, pensó mientras se hacía a un lado para esquivar el cuerpo rígido de un perro (probablemente pateado hasta morir tras intentar proteger el hogar de su amo), tenía que reconocer que toda aquella destrucción era algo realmente espléndido. Según alcanzaba su memoria, siempre le había gustado ver las cosas destrozadas y echadas a perder, un apetito que, siendo niño, había satisfecho pisando las flores del jardín de los vecinos, aplastando la fruta del carromato del vendedor, dando caza y torturando a gatos callejeros, o empezando incendios. Suponía que debía de ser esa peculiar y retorcida naturaleza la que le permitió escuchar la voz de Belsamez convocándolo a su servicio; y lo cierto era que le alegraba que fuera así, y que, a diferencia del irritante Kolvas, no tuviera que contar ninguna historia terrible que hablase de padres asesinados, de miserable pobreza o de otras penurias semejantes que justificaran su lealtad a un poder considerado por muchos maligno. Según su forma de pensar, eso hacía que su devoción fuera más pura y justa en su esencia.
Levin era lo bastante devoto y pragmático para saber que lo que realmente importaba era satisfacer a la Demente. Sin embargo, cuando accedió al reservado al fondo de La Chanza de La Bruja y contempló los apesadumbrados rostros de sus cómplices, fue consciente de que aquel revuelo no había servido para obtener algo así.
Evitando un charco de aspecto pernicioso que había en el suelo manchado de serrín, avanzó a grandes zancadas entre el hedor a cerveza derramada, a vómitos y a sucios rufianes, en dirección a la mesa de la esquina, ocupada por Khemaitas, "Mykis" y Kolvas.
—No cumpliste tu parte, ¿verdad? ¿No los mataste? —dijo bajando la cabeza, asqueado, contemplando al aprendiz de Dar'Tan.
—Pues no —dijo Kolvas. Si su fracaso lo avergonzaba, lo ocultaba perfectamente, y era sólo por prudencia. Shan Thoz era de ese tipo de personas que no dudan en arremeter contra cualquier síntoma de debilidad. Levin suponía que el aprendiz también debía serlo—. No salió bien.
Levin apartó una silla de la mesa. Sus patas chirriaron contra el suelo.
—¡Por las dulces cuerdas plateadas del arpa de Tanil! ¡Se suponía que iban a estar en una celda, desarmados...!
—Un joven paladín acudió a rescatarlos —dijo Shan Thoz—. Por la descripción que nos ha dado Kolvas, debió tratarse de Gareth.
—¿Por qué no estaba fuera persiguiendo sectarios, con el resto de la guarnición? —preguntó Levin.
—No tengo ni idea —dijo Kolvas—. Pero lo cierto es que él, Vladawen y Lilly escaparon de la torre y desaparecieron entre la multitud.
—Sin duda Belsamez estará disgustada con vos —dijo Levin.
Kolvas se estremeció de manera muy sutil.
—Cogeremos a Vladawen. Antes o después deberá quedarse sin suerte.
—Quizá sea así —dijo Khemaitas—. Pero, Levin, nunca mencionaste que tardaría tanto en suceder.
El clérigo se encogió de hombros.
—Porque no lo sabía. Pensé que el agente de Dar'Tan estaría más capacitado.
—El caso es que no podemos dejar a la dama en esa situación por más tiempo. Lleva así ya días. Por lo poco que sabemos, bien podría estar volviéndose loca.
—Eso es muy posible. Y no significa otra cosa que vos y vuestra tripulación tenéis la mejor de las razones para volcar todos vuestros esfuerzos en mi ayuda.
Khemaitas se movió entonces tan bruscamente que cogió desprevenido a Levin. En menos de un parpadeo, el elfo abandonado se puso en pie de un salto, se echó sobre la mesa, lo agarró por la rúnica y le puso una daga en la garganta.
—Devolvedla a su anterior estado —dijo el capitán pirata—. Ahora mismo.
—Piensa un poco lo que estás haciendo —replicó Levin, esforzándose por mantener firme su voz—. Estás en compañía de poderosos lanzadores de conjuros y de un conocido cacique de los bajos fondos.
—Vuestros aliados no parecen estar especialmente preocupados tratando de salvaros.
—Si me obligas, no tendré problemas en hacerlo por mí mismo. Sin embargo, supongamos que acabas matándome. ¿Qué pasaría entonces? Nadie sabe cómo levantar esa maldición que arrojé sobre vuestra reina.
Khemaitas clavó su mirada en los ojos de Levin y el clérigo se la devolvió tan estoicamente como pudo.
Levin se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento y lo dejó escapar lentamente.
—Al menos sacad a la prisionera de mi navío —dijo Khemaitas.
—¿Por qué? —contestó Levin—. No creo que sea tan molesta.
El capitán dudó entonces, de forma casi imperceptible, y finalmente dijo:
—Supone un riesgo para mí.
—Pensé que los marinos sabían hacer nudos —dijo Shan Thoz—. Pero si os preocupa que ella pueda deshacerlos, limitaos a rebanarle los dedos y a arrancarle la lengua. Así no podrá lanzar ni un solo conjuro.
—Ésa no es mi forma de hacer las cosas y, aunque lo fuera, no evitaría que un guardia o un oficial de aduana subiera a bordo, hiciera otro registro y acabara por encontrarla.
—Pues acuchíllala, ponle lastre y arrójala por la cubierta en lo más oscuro de la noche. Así el riesgo será mínimo.
—No —dijo Kolvas—. Creo que debemos mantenerla con vida. Ya le encontraremos alguna utilidad.
—En eso, al menos, coincidimos —dijo Levin asintiendo.
24
Vladawen y Lillatu recorrieron Termana a lomos de sus caballos y descubrieron que todos los elfos abandonados que quedaban habían perecido. Los últimos en sucumbir a la maldición de Chern aún yacían allí donde habían caído, ya que no había quedado nadie vivo para retirar sus cuerpos. Vladawen rompió a llorar y la asesina lo abrazó, atusándole el cabello, susurrándole como una madre que consolara a su angustiado hijo, tan dulcemente que nadie lo hubiera creído. Cuando, finalmente, se le agotaron las lágrimas, ambos cabalgaron hasta la costa dispuestos a encontrar un barco. Regresaron navegando a Ghelspad y vivieron tan bien como pudieron. El elfo no cesaba de lamentar lo ocurrido, pero sentía una especie de ligereza, como si alguien lo hubiera liberado de una pesadísima carga. Se giró para dedicarle a Lillatu una sonrisa, la primera en mucho tiempo, y comprobó que los ojos de la asesina se habían vuelto negros como la obsidiana, excepto por sus iris, que brillaban como el bronce pulido. Parecía claro que la peste iba a matar ahora a los humanos, empezando por aquella a la que amaba.
Se puso de pie con un respingo, empapado en frío sudor, con el corazón palpitándole a toda velocidad. Por un instante no supo dónde estaba, y entonces recordó haber estado durmiendo en el taller secreto del Maestro Daz.
Al principio lo achacó al terror de la pesadilla que lo acababa de despertar. Entonces escuchó el susurro.
—Ven, hermano.
Consciente de alguna forma de que no debía despertar a sus compañeros, y sintiendo estar aún soñando, se levantó y caminó de puntillas pasando junto a Gareth, hasta alcanzar la mesa donde descansaba la musa. Los ronquidos del desgarbado joven zumbaron a su espalda.
La escultura tenía los ojos abiertos.
—Llévame escaleras arriba —le dijo. Vladawen obedeció y la subió hasta la ensombrecida rienda del apotecario—. Sostenme con las manos extendidas, para que podamos mirarnos el uno al otro a la cara. —El elfo también obedeció a eso—. Perfecto —dijo la musa sonriendo—. Ahora, si no alzamos nuestras voces, podremos conversar sin molestar a los demás. Espero que no te importe que te haya despertado.
Vladawen se percató, repentinamente, de que el busto de piedra estaba ejerciendo alguna clase de influencia sobre él.
—¿Qué estás haciéndome? —le dijo.
—Te avisé que si buscabas respuestas en mí, finalmente tendrías que pagar un precio. Espero que no hayas pensado que podías estafarme, porque esto no funciona así.
—Nunca he planeado algo semejante —dijo el elfo. Poniendo a prueba el encantamiento que lo ataba, Vladawen se esforzó por alzar su voz, pero las palabras que pronunció brotaron con el mismo silencioso tono—. Nunca me dijiste qué querías.
—Bueno, pues ahora voy a hacerlo. El poseedor de una musa debe recompensarla con talismanes y otra clase de objetos cargados de poder. Así fue establecido por los eslarecianos.
—Concédeme un poco de tiempo y encontraré algo para ti.
—Ya has consumido todo tu tiempo, y me temo que cualquier baratija no bastará. Te ordeno que me entregues el cetro del Rey Virduk de Calastia.
Vladawen se preguntó si el busto estaría mofándose de él.
—Eso es una locura. Calastia está a semanas de marcha al sur de aquí. Jandaveos habrá renacido mucho antes de que yo pueda regresar.
—Míralo por el lado bueno. No regresarás. Como descubrirás si llegas lo bastante lejos, después de esquivar peligros a un lado y otro, incluso un Matatitanes es incapaz de robar la más valiosa posesión del más poderoso rey en todo Ghelspad y vivir para contarlo —dijo el oráculo sonriendo—. Estás en mis manos, hermano. Tu enorme esfuerzo ha sido en vano, y ahora correrás a sufrir la miserable muerte propia de un demente.
—¿Por qué buscas mi muerte?
—Porque yo soy tú. ¿Por qué no iba a querer matarte entonces? Ahora, no hablemos más y demos comienzo a nuestro viaje.
—Al menos deja que coja mi estoque.
—No necesitas una espada para morir. Tampoco pienso dejarte una oportunidad para comunicarte con Lillatu, así que mejor hazte a la idea de que nunca volverás a verla. Venga, vamos. Nos quiero a los dos bien lejos de la ciudad para el amanecer.
Vladawen luchó por mantenerse inmóvil. Fue inútil, y acabó girándose hacia la puerta. Entonces escuchó la voz de Lillatu:
—Libéralo o te haré estallar en mil pedazos.
Obedeciendo la orden psíquica de la musa, Vladawen dio media vuelta. Su amada había subido a hurtadillas por el pasadizo secreto del piso de abajo; empuñaba su corta y recta espada de asesina en su mano delgada y fina. El elfo había sido incapaz de oírla subir las escaleras o levantar la trampilla, y aquello era prueba del enorme sigilo con que debía haberse empleado.
—Yo también te odio —respondió la escultura en tono cordial—, pero creo que no me molestaré en matarte. En realidad no puedo, si simplemente vuelves por donde has venido, sin más. Las leyes que me atan lo dictan así.
—No te preocupes —dijo Lillatu—, no pienso darme la vuelta. Voy a destruirte. Vladawen, resístete a su coacción, si eres capaz.
—No lo es —dijo la musa—, y dentro de un instante va a emplear toda la fuerza que le concedió Jandaveos para despedazarte. A menos que seas tú quien acabe con él primero. Imagino que es posible que ocurra así, puesto que eres tú quien empuña una espada. Sin embargo, aunque así sea, igualmente alcanzaré mi objetivo.
—Y justo después te harás mil pedazos.
—Afortunadamente no soy una persona, y carezco de la furiosa necesidad propia de las criaturas vivas de aferrarme a esta existencia. Soy una herramienta, una fuerza, una trama, y no me preocupa especialmente perecer una vez mi objetivo principal ha sido cumplimentado. No obstante, no considero que eso vaya a ocurrir hoy. Creo que te sobrevaloras. Muéstraselo, hermano mío.
Vladawen había estado rezando por recibir una orden así de indefinida. Había estado luchando frenéticamente por liberarse del poder que ataba su voluntad. No había tenido éxito, pero sí había imaginado que podría obedecer las órdenes de la musa al pie de la letra, subvirtiendo su espíritu, y eso era lo que estaba intentando. Entonces golpeó la pesada escultura como a una pelota.
De haber alcanzado a Lillatu, sin duda le habría roto algún hueso. Incluso en aquella oscuridad el elfo esperó que la asesina viera venir a tiempo el busto para apartarse, y así fue como ocurrió. La musa fue a parar contra los atestados estantes que Daz tenia dispuestos en la sala, y cayó al suelo. Fardos de algas marinas y cajas repletas de otras arcas más pequeñas cayeron como una lluvia sobre el artefacto.
Lillatu golpeó la escultura con el pie. Vladawen la alentó. La asesina pateó la cabeza con el empeine tratando de impedir que se recuperase, y la arrojó repiqueteando hacia las sombras. Entonces se replegó.
Mientras Vladawen intentaba acercarse, pensó que quizá la musa podría obligarlo a atacar de manera imprudente, con tal falta de cuidado por su propia seguridad que a Lillatu le fuera difícil no asestarle el golpe de gracia. Sin embargo, no fue así. Cuando la asesina le apuntó con su hoja, el elfo frenó automáticamente su precipitado avance y se hizo a un lado, buscando un posible espacio. Puede que, a pesar de afirmar lo contrario, al oráculo sí le preocupara su supervivencia.
Lillatu fintó un tajo dirigido a la mano con que empuñaba el arma, y apuntó a los pies de Vladawen. El elfo se hizo a un lado y dio un pisotón, intentando atrapar la hoja de la asesina bajo su suela. Ella recuperó su arma con un tirón y la volvió a enderezar, y entonces la musa, desde donde fuera que estuviera yaciendo en el suelo, soltó un alarido sobrenatural. Lillatu se quedó petrificada, y Vladawen aprovechó la circunstancia para colarse en su defensa, agarrarla, y arrojarla contra el suelo.
El conjuro del oráculo sólo la había paralizado durante unos instantes y enseguida retomó sus esfuerzos. Desgraciadamente, ya poco importaba. No iba a poder hacer uso de su hoja en una distancia tan corta, y no era rival para su compañero en el combate sin armas, cuerpo a cuerpo. En un momento tan terrible como ningún otro que hubiera conocido en sus ochocientos años de vida, el elfo cerró sus manos alrededor de su cuello. La escultura graznó complacida.
Una descarga de brillante luz blanca recorrió la penumbra como un relámpago y fue a parar contra el hombro de Vladawen. La fuerte descarga de dolor le hizo dudar en su presa. Lillatu aprovechó para golpearle con la palma de la mano en la mandíbula, y zafarse acto seguido por debajo de su cuerpo. Mientras volvía a abalanzarse, medio aturdido, hacia su compañera, el elfo vio a Daz puesto en pie bajo la entrada a sus aposentos, fornido, con sus velludas manos alzadas y un símbolo místico refulgiendo en el aire, entre ambas. Vladawen había esperado que el ruido de la musa golpeando contra los estantes sirviera para despertar al sanador y a Gareth.
—¡Está bajo el control de la musa! —gritó Lillatu a Daz—. ¡Debemos destruirla!
—Antes que todo este alboroto me destroce la casa —graznó el enano. Miraba a un lado y a otro, sin duda tratando de localizar la escultura, mientras ondeaba sus manos de gruesos dedos describiendo un nuevo pase cabalístico. Entretanto, Gareth salió por la trampilla con su ondulado cabello rubio alborotado.
Por un instante Vladawen no supo cómo defender a la musa de tantos enemigos, y eso era justo lo que había deseado. No deseaba ver ninguna forma de hacerlo. Pero no podía anular todo su conocimiento táctico sólo por desearlo, y enseguida obtuvo una respuesta. Cogió una mesa, arrojando al suelo frascos y botellas al hacerlo, y dado que el techo era demasiado bajo como para que la levantara por encima de su cabeza, la arrojó sin llegar a alzar los brazos por encima del hombro.
Daz tuvo el tiempo justo para acabar su conjuro, generando una segunda runa flotante que iluminó la oscurecida estancia como si fuera de día. Entonces la mesa lo impulsó volando contra la pared.
Vladawen percibió movimiento con el rabillo del ojo. Saltó haciéndose a un lado, evitando el intento de Lillatu de clavarle la espada en la rodilla. Le lanzó un puñetazo, y esa vez fue ella quien lo esquivó.
Gareth invocó el nombre de Corian y cargó, ondeando su espada larga en un mandoble hacia la cabeza. Vladawen retrocedió y Lillatu quiso frenar el ataque.
—¡Lo están controlando! —repitió, esta vez para el paladín—. Limítate a mantenerlo ocupado mientras me encargo de la musa.
—¡De acuerdo! —dijo el joven, avanzando lentamente hacia Vladawen—. Calmaos, Matatitanes —empezó a decir, con la voz rota por el nerviosismo o la excitación—. No me obliguéis a haceros daño.
Lillatu se apresuró a escabullirse habitación abajo, volviendo la vista para seguir la escena.
Vladawen agarró un taburete y lo arrojó contra el paladín. Gareth se hizo a un lado y el proyectil estuvo a punto de rozarlo. Por un instante, el arma del joven dejó de suponer una amenaza y el elfo aprovechó para embestir. Su desgarbado contrincante retrocedió de un salto y lanzó un tajo. Vladawen cambió de dirección para evitar el golpe.
Mientras lo hacía, vio a Lillatu patear a la musa y sintió un atisbo de esperanza antes de ser consciente de que aquellos frenéticos golpes no hacían otra cosa que rebotar en la pulida piedra preciosa de color negro grisáceo. La escultura miraba con sorna a la asesina y ésta se tambaleó, sosteniéndose la cara con su mano libre.
Gareth embistió y lanzó un nuevo mandoble a la altura de la pierna de Vladawen, haciendo que el elfo volviera a centrar su atención sobre su propia situación. Retrocedió de un salto y agarró un pequeño atril de madera. Supuso que podría utilizarlo a modo de clava de guerra. Era todo lo que necesitaba para quitarle la vida a un paladín animoso pero inexperto.
Sin dejar de resistirse en vano a la coerción de la musa, Vladawen fintó hacia arriba y luego hacia abajo, calculando las respuestas de Gareth. Entretanto, Lillatu se arrastraba y daba rumbos por la tienda, andando a tientas de un modo que revelaba que la magia de la musa la había cegado.
Vladawen avanzó lentamente y de repente dio un enorme salto, cogiendo desprevenido a Gareth. Apartó a un lado la espada del joven y le lanzó el atril hacia la cabeza. Gareth se tambaleó hacia atrás, librándose de acabar con el cráneo destrozado por apenas un dedo.
El paladín había perdido el equilibrio y Vladawen, o más bien el extraño asesino en que se había convertido, aprovechó la ventaja. Dando un paso más al frente, ondeó su improvisada cachiporra en un golpe que debía romperle las costillas a Gareth.
El joven abrió los ojos alarmado. Era consciente de que no iba a poder frenar ni esquivar aquel golpe, porque ya volaba hacia él. Hizo de tripas corazón para aceptar lo que iba a suceder, especialmente tras haber contemplado la prodigiosa fuerza de la que hacía gala el Matatitanes.
El atril se hizo astillas contra el brazo y el torso que Gareth había colocado a modo de defensa; al haber acortado el arco del ataque, el golpe no fue tan duro como podía haber sido. El joven no había resultado gravemente herido, y decidió emplear una táctica más propia de un camorrista de los bajos fondos como Nindom que de un paladín. Bajó la cabeza y cargó hacia el frente, impactando contra el mentón de Vladawen, haciéndole entrechocar los dientes.
En ese mismo instante, Lillatu, que intentaba torpemente abrirse camino a ciegas por la sala, cayó de cabeza por la trampilla, escalones abajo.
Vladawen retrocedió tambaleándose, abriendo espacio suficiente para que Gareth pudiera volver a hacer uso de su espada. Siguiendo sin duda las enseñanzas de sus profesores, el muchacho lanzó de forma refleja un tajo a la altura del pecho del clérigo. Incapaz de defenderse por un momento, Vladawen temió y acogió el golpe al mismo tiempo.
Ninguna de ambas reacciones resultó apropiada. Recordando aparentemente las instrucciones de Lillatu, Gareth frenó su golpe justo antes que éste alcanzara la carne de su contrario. La espada larga descendió en dirección al muslo del elfo.
Pero fue en vano, pues eso dio a Vladawen el tiempo necesario para recuperarse. El elfo seguía empuñando un pedazo de madera que hacía las veces de práctica maza, y con ella apartó la espada a tiempo y contraatacó con un golpe hacia la cintura del paladín, que Gareth a su vez consiguió evitar oportunamente.
No debiste dudar, pensó Vladawen. Debiste haberme matado. Has echado a perder tu única oportunidad. Odiándose a sí mismo, se deslizó hacia delante, probando que su afirmación era correcta. Gareth sintió que debía adoptar una posición defensiva y al hacerlo retrasó lo inevitable, pero alejó la oportunidad de poder volver a acertar a su contrincante.
Lillatu surgió a gatas por el hueco de la trampilla. Empuñaba el estoque de plata, y haciéndolo ondear y repiquetear frente a ella como el bastón de un ciego se arrastró hacia el lugar en que pensaba debía estar la musa.
Vladawen fue consciente enseguida del motivo de su cambio de arma. La propia espada de la asesina, incluso con su encantamiento, apenas había hecho algún rasguño en la superficie de la piedra preciosa del busto. La hoja divina, a la que se le habían otorgado otros dones aún más poderosos, podría tener éxito donde la de Lillatu había fracasado. Vladawen rezaba porque así fuera.
La magia recorrió el aire, tornando la atmósfera de un color rojo sangre por un instante. Lillatu se balanceó, lanzó un alarido y se quitó de encima el influjo que la musa había intentado arrojar sobre ella. La asesina continuó entonces su dubitativo avance, y cualquier otro contrario no habría encontrado ningún problema para esquivarla. Sin embargo, el artefacto eslareciano, a pesar de todo su poder, no podía moverse por sí mismo.
Lo que el busto hizo fue lanzar un conjuro que obligó a Gareth a detenerse y pestañear con aspecto estúpido. Aquello era todo lo que Vladawen necesitaba para poner fin a su duelo. Se abalanzó sobre el paladín y lo dejó sin sentido de un garrotazo.
Al instante, la muda voluntad de la musa instó al elfo a girarse para enfrentarse a Lillatu. El clérigo avanzó hacia ella, acechándola con el sigilo suficiente para que ésta no se percatara de su aproximación hasta ser derribada. No obstante, aunque lo hiciera poco iba a importar. No iba a poder combatirlo estando ciega.
Levantó su cachiporra junto a su oreja para asestarle un golpe de revés. Entonces, el resto de la mesa que poco antes había arrojado se movió y se deslizó desde la pared. Con el cuero cabelludo rasgado y la cara cubierta de sangre, Daz apareció arrastrándose desde detrás de los escombros. Haciéndose cargo de la situación de un solo vistazo, masculló unas palabras de poder, dibujó una runa con su dedo índice y lanzó su puño contra el suelo. Una violenta sacudida recorrió la superficie de la sala, tirando a Vladawen contra el suelo.
Mientras el elfo se levantaba, Daz gritó:
—¡Está justo delante de tu pie izquierdo!
Agarrando con fuerza la empuñadura del estoque con ambas manos, Lillatu clavó el arma en el artefacto, como hubiera hecho en una patata. La punta de la hoja se hincó en la musa, que profirió un alarido.
De haber estado Vladawen en control de sus facultades, podría haber gritado de júbilo. Sin embargo, lo que hizo fue cargar. Daz bramó un aviso, pero Lillatu lo ignoró para reclinarse sobre la hoja plateada con toda su fuerza. El arma se clavó más profundamente y un fulgor blanquecino la rodeó por completo, hasta que la musa estalló en media docena de fragmentos.
De repente, Vladawen sintió que volvía a controlar sus actos. Arrojó el garrote al suelo, cerró los ojos y se estremeció.
25
—Me encanta —dijo Lilly inspeccionando un fragmento del semblante de la musa, para luego arrojarlo de vuelta al suelo, junto a los demás restos del artefacto—. ¿Es que siempre nos toca toparnos con algo maldito?
Para su alivio, su ceguera había resultado ser reversible, al igual que las lesiones de Gareth no fueron en absoluto letales. Daz los había atendido a ambos a regañadientes, una vez la asesina y Vladawen juraron compensarlo por sus servicios, por los daños que había sufrido la tienda y también por la afrenta a su dignidad. De hecho, los honorarios del enano supusieron finalmente un buen pico de su reserva de monedas, pero lo cierto es que le pagaban muy gustosamente.
—Gracias a Jandaveos que interviniste —dijo Vladawen, con un aspecto más demacrado y desmejorado de lo habitual, enfermo y posiblemente también avergonzado. Lilly, que sabía bien lo que era sentir cómo le doblegaban a uno la voluntad, se sintió en empatía con el elfo—. Supongo que fui yo quien te despertó, o la musa, aunque tratamos de hacerlo sigilosamente.
—No llegué a dormirme, o al menos no más que una ligera cabezadita. Nunca confié en esa retorcida estatua desdeñosa. Numadaya ya nos alertó contra ella, aunque no sé de qué mierda sirve ser adivina si no puedes pronunciar unos avisos algo más claros. Me di cuenta de que sufriste ese par de ataques justo después de formular preguntas a esa cosa. De modo que decidí vigilarla de cerca, y a ti, al menos por un tiempo.
—Si no lo hubieras hecho, si todos no hubieran ayudado...
—Sólo cumplí con mi deber —dijo Gareth, con la frente envuelta en un vendaje recién colocado. Era la clase de afirmaciones que sólo un chico pomposo y mojigato como él haría. No obstante, Lilly tenía que admitir que ahora le gustaba más que antes. Después de todo, era la segunda vez que se había desenvuelto valientemente cuando ella y Vladawen habían necesitado su ayuda.
—Por mi parte, no me quedaron demasiadas opciones —espetó Daz—, después que empezases a arrojarme muebles.
—Hubiera sido un desastre —dijo Vladawen— que todo esto hubiera acabado de alguna otra forma. Aun así, no hemos hecho más que agravar nuestras dificultades.
Tras pensarlo dos veces. Lilly se dio cuenta de lo que hablaba Vladawen.
—Sin la musa, ¿quién va a decimos dónde está la fortaleza de Dar'Tan? Sólo se me ocurre una respuesta: sus esbirros.
Vladawen suspiró.
—Ésa es también la única solución que se me ocurre. Claro que igualmente debíamos mezclarnos con Levin, para arreglar la nave de Khemaitas. Pero no estoy seguro de si Levin es en realidad un agente de Dar'Tan. Debemos sacar esa información a alguien.
—Kolvas —dijo la asesina con una sonrisa.
—Quizá.
—Estoy de acuerdo.
—Y yo también —dijo Gareth—. Siempre quise combatir a Levin y a sus aliados. Sólo accedí a escabullirme junto a vosotros porque supuse que esa confrontación acabaría siendo inevitable, por mucho que tratarais de esquivarla. Si habéis decidido lanzaros a ciegas a la batalla...
—Cuando hayáis estado en una o dos guerras —le respondió bruscamente Vladawen— podréis hablarme de "lanzarse a ciegas a la batalla". Hasta entonces, gracias por vuestra ayuda. Si me disculpáis, necesito tomar algo de aire fresco. —Entonces se giró y se deslizó tras la puerta.
Lilly siguió al elfo afuera, bajo el manto de la gélida noche, salpicada de un fuerte olor marino a sal, algas y sangre. Vladawen tenía la mirada perdida en el horizonte. Nadie los observaba, y ella decidió cogerle la mano.
—No es agradable cuando te convierten en una marioneta.
El elfo asintió.
—Después que Yaeol me resucitara, afirmé que nunca volveríamos a ser marionetas de nadie. La musa se ha burlado de mi promesa.
—Sólo ha estado en tu cabeza un momento. Ahora está muerta, y no hay más que hablar...
—Respecto al oráculo lo tengo claro. Pero ¿y si de alguna forma, inconscientemente, aún somos portadores de la voluntad de Belsamez?
—Cuando me preocupé por poder seguir siendo manipulada, me aseguraste que no podía ser así, e hiciste bien en hacerlo. Tenemos que llegar hasta el final en todo esto. De no ser así, toda tu raza quedará maldita para siempre.
—Tienes razón.
—¿Entonces, qué nos impide lanzarnos al ataque? Deberías estar ansioso por hacerle pagar a Kolvas sus traiciones y malas artes.
—En cierto sentido es así, pero quizá esté también demasiado cansado. Esperaba poder superar al menos una de las fases de nuestra misión sin tener que combatir abiertamente, sin tener que acabar recurriendo a las mismas tácticas sangrientas que permitieron a los magos sombríos pervertir la resurrección del dios la primera vez que la intentamos llevar a cabo. Pero parece claro que es imposible que ocurra así. —Vladawen esbozó una sonrisa contemplando a Lillatu—. Pero no te preocupes. Todo irá bien.
—Estoy segura. ¿Por dónde empezamos?
—Qué te parece esto: Levin trabaja en un establecimiento mercantil. Según palabras de Gareth, parece tener un don especial para entrar y salir pasando desapercibido, pero ése parece un buen lugar para encontrar su pista.
26
Ciudad Templo era un lugar repleto de edificios de un mármol blanco majestuoso y espaciosos jardines, ahora grises y apagados bajo el crudo manto del invierno. El recinto le recordaba a Vladawen a su propia ciudad natal en sus días de esplendor, antes de que la Guerra Divina dejara su huella, derribando sus monumentos y destrozando sus vidrieras de hermosos colores. Sin duda, ese aire de lujosa serenidad concedía a Ciudad Templo la apariencia de un mundo aparte de la ingente masa y la bulliciosa actividad del puerto, al pie de la colina.
Aunque eso tampoco era del todo cierto. Los hermanos Tullian poseían una finca tan palaciega como cualquiera de sus vecinos, pero a diferencia de los clérigos mayores, de los maestros de la universidad y el saber bárdico y de otros nobles de más pedigrí, ellos habían dedicado una buena parte de la extensión de su propiedad a fines comerciales. Gran parte de su mansión había sido transformada en un grande y tenebroso almacén, con numerosas filas de enormes puertas dobles que facilitaban la entrada y salida de todo tipo de mercancías. Los mozos cargaban y descargaban carros y animales de carga. Capitanes de barco, dueños de carros y carromatos holgazaneaban y rondaban por la zona, esperando impacientes algún pago o la autorización para partir. Otros secretarios consultaban listas y facturas. Los caballos se quejaban, las mulas rebuznaban y los bueyes mugían. Sus excrementos atestaban la hierba y los senderos.
Vladawen agradecía todo aquel alboroto, pues eso significaba que una vez lograran atravesar el muro a hurtadillas a nadie le extrañaría la presencia de un extraño más o menos. Ahora sólo quedaba esperar que Levin se decidiera a aparecer por allí. Incluso con el cuerno de dragón en sus manos, el elfo no podía permitirse lanzar un conjuro tras otro que ocultara su verdadero aspecto indefinidamente.
Por fin, casi al anochecer, Levin recogió su manto y su bastón de su despacho, un ensalzado gabinete abarrotado de libros de contabilidad apilados y fajos de pergaminos, y se dirigió hacia la salida. Vladawen miró a un lado y a otro, asegurándose de que nadie estuviera observándolo, y entonces murmuró un conjuro para hacerse invisible. Aquello consumió más poder del cetro de cristal que la simple modificación de su semblante, pero también hada más improbable que Levin pudiera percatarse de que le estaban siguiendo.
El clérigo de Belsamez se encaminó en dirección a la puerta de salida, gastó alguna broma a los guardias y abandonó el almacén. El elfo lo siguió, y Levin lo condujo hasta otro portal, uno que atravesaba la pared de granito que separaba a los peces gordos de la Ciudad Templo del populacho. Los paladines que vigilaban las almenas no vieron al secretario, y tampoco al fantasma que se arrastraba unos pasos detrás de él.
Cuanto más bajaban Levin y Vladawen, más atestada encontraban la avenida por la que descendían, y más difícil se hacía para el elfo esquivar a todos los tipos que iban y venían sin avistarlo. Cada cierto tiempo perdía de vista a su presa y se veía obligado a acelerar su paso para volver a dar con ella. Justo en el momento en que el último rayo de sol desapareció en el horizonte del cielo del oeste, un grupo de ancianas encorvadas que caminaban con dificultad, cada una portando una cesta de apestoso pescado entre sus brazos, le cerraron el paso, como representando algún oscuro plan premeditado. El elfo maniobró para esquivarlas, pero perdió definitivamente el rastro de Levin.
Era incapaz de comprenderlo. No había perdido de vista al secretario. No había tenido tiempo de desaparecer... a menos que el mago hubiera hecho uso de alguna forma mística de ocultación.
Antes que la muerte de El Que Permanece lo despojara de casi todos sus poderes mágicos, a Vladawen le hubiera resultado sencillo contrarrestar una artimaña semejante. Ahora, lo único que podía hacer era rezar porque Levin se hubiera limitado a disfrazarse, y no se hubiera desvanecido absolutamente. El elfo buscó frenético por la zona. Sabía dónde había visto por última vez al humano, y qué dirección llevaba en su rápido caminar. Con sólo esas pistas esperaba poder descubrir qué persona debía ser Levin disfrazado.
Pero no era tan sencillo. Tenía dos posibilidades: una era un paladín de anchos hombros y más o menos maduro, enfundado en una capa blanca y una ceñida media coraza, la otra una mediana de mejillas sonrosadas que, colocada sobre unos zancos, entonaba "peines y cepillos, peines y cepillos, ¿quién quiere comprar mis peines y cepillos?".
A primera vista, el guerrero era el más notorio y propenso a ser recordado de los dos, y por ello el disfraz menos adecuado. No obstante, Vladawen era incapaz de imaginar cómo Levin, al hacerse pasar por un vendedor, sortearía la situación de que un paseante quisiera en realidad comprarle algo de su falsa mercancía, de modo que decidió seguir al tipo de la reluciente capa blanca.
El paladín acabó encaminándose hasta una silenciosa y pobremente iluminada calle sin salida. Cerca del final de la misma, un tramo de escaleras de piedra descendía hacia un subterráneo. En lo alto, unas señales advertían del peligro y prohibían la entrada por orden del Concilio Resplandeciente. Al final de las escaleras había una puerta de barrotes de acero.
El guerrero se encaminó escaleras abajo y Vladawen sintió que le recorría la excitación. Asumiendo que hubiera seguido realmente a la persona adecuada, ahora comprendía el porqué del disfraz de Levin. Ningún observador casual se sorprendería al ver a uno de los defensores de élite de Mithril atravesando aquel paso subterráneo, pues no violaba el mandato de los clérigos.
El paladín sacó una llave, abrió la puerta, la atravesó y la volvió a cerrar antes de desaparecer en la oscuridad del subterráneo. Vladawen descendió silenciosamente los escalones y miró a través de los barrotes.
El hombre de la capa blanca caminaba por el interior del túnel arqueado, a una veintena de pasos. Ningún humano habría sido capaz de avistarlo en medio de la oscuridad, pero los ojos élficos funcionaban de forma distinta. El paladín se pasó la mano sobre la cabeza y su vestimenta pasó a ser una capa ligera. Se quitó el gorro y recobró el aspecto del enjuto y joven Levin. Murmuró un conjuro, una luz blanca brilló en lo alto de su bastón y por fin reanudó su marcha hacia el frente.
Vladawen asió la reja y tiró de ella haciendo uso de su fuerza. La cerradura se rompió acompañada de un chasquido metálico. Rezando porque Levin no hubiera escuchado el ruido, el elfo se deslizó hacia el interior del túnel.
Vladawen siguió el brillo mágico del cetro de su enemigo a través de un laberinto de pasillos en el que, tiempo atrás, los ciudadanos de Mithril debían de haber sepultado a sus muertos. Hileras de modestas criptas salpicaban las paredes de los pasillos principales, desde el suelo hasta el techo. Panteones y capillas conservaban las estatuas que recordaban a los muertos, y también sarcófagos de insignes y acaudalados personajes. Una tras otra, el elfo cruzó múltiples alcobas equipadas con bancos de piedra, prueba evidente de que los vivos habían acostumbrado visitar los lugares de descanso eterno de sus amigos y familiares.
No obstante parecía que, aparte de la probable excepción de Levin, nadie más había frecuentado aquella región de las catacumbas desde haría bastante tiempo. Toda clase de ofrendas de coronas o flores se habían marchitado hasta quedar reducidas casi a cenizas, y los adornos recreados con floraciones de hongos habían crecido desatendidos hasta perder cualquier forma aparente; de hecho, obstruían y sobresalían por los espacios inicialmente destinados a su ocupación. Vladawen se preguntaba qué es lo que habría hecho de los túneles un lugar inseguro. Quizá Dar'Tan, en los días en que aún vagaba en persona por la ciudad, había sido el responsable.
Levin llegó a lo que parecía ser un simple rectángulo de mortero, como si alguien hubiera sellado el acceso a la cripta de una noble familia extinguida tiempo atrás. Pasó su mano por el filo de la estructura, buscando alguna suerte de pestillo oculto, y entonces la superficie emitió un chasquido y se abrió hacia el interior, girando sobre unos goznes ocultos. Entró en la sala y volvió a cerrar aquel panel secreto.
Vladawen aguardó unos instantes, y entonces avanzó de puntillas, abrió la estructura y miró en el interior. Tiempo atrás, la cámara que se abría al otro lado debía de haber sido una tumba no muy diferente a otras tantas junto a las que había pasado en su camino hasta allí, pero Levin parecía haberla convertido en el santuario adecuado para un clérigo de la Asesina. Apilados y desparramados por el suelo yacían huesos de muertos. El humano había desfigurado y afeado las imágenes del caballeroso Cortan, de la alada Madriel y de otros dioses de la luz, y había colocado en su lugar estatuas de demonios, sin duda los mismos que Gareth había podido distinguir. De todas las tallas, la que más destacaba era un enorme ídolo de obsidiana que representaba a Belsamez en su forma de bruja-buitre, y que tenía a sus pies un altar manchado de restos de sangre. En aquel instante, Levin estaba puesto de rodillas frente a la plataforma destinada a la práctica de sacrificios, con las manos cruzadas y los ojos cerrados en señal de plegaria.
En una esquina, Vladawen vio la cota de malla del impío clérigo, el broquel y una maza colgando de un perchero. En otra había una mesa repleta de parafernalia propia de las ciencias ocultas. Precisamente uno de estos objetos llamó poderosamente la atención a Vladawen. El objeto en cuestión era una muñeca, alargada y de aspecto femenino, fabricada en cera de color pálido. Si no se equivocaba, aquella figura debía de haber sido una réplica exacta del mascarón de proa del Doncella Fantasma, pero luego su escultor debió de haberle alisado o recortado sus hermosos ojos sesgados, las puntiagudas orejas y la delicada boca.
Durante una visita a uno de los generosamente abastecidos mercados de Mithril, Vladawen se había equipado con todo un nuevo juego de sus habituales armas, y en aquel momento consideraba la idea de soltar la ballesta de mano de su cinto para limitarse a disparar a Levin por la espalda. Una conducta tan poco caballerosa horrorizaría sin duda al joven Gareth, pero al enfrentarse a un enemigo tan peligroso como el que tenía ante él, la experiencia había hecho que el elfo aprendiera a paliar en cierta medida la caballerosidad. El problema era que quizá necesitara a Levin con vida para levantar la maldición que había arrojado sobre la doncella. Además, también era posible que el humano pudiera conocer la ubicación de la fortaleza de Dar'Tan.
De ese modo, cuidando que la hoja no hiciera ruido al ser desenvainada, Vladawen sacó su estoque y avanzó a hurtadillas por la cripta. En pocos instantes, Levin estaría a su merced. O eso había imaginado, hasta que una de las demoníacas estatuas de la sala abandonó de un salto su lugar en la pared.
Mientras había permanecido inmóvil, la criatura había tenido el aspecto de un hombre lobo del tamaño de un humano, en su forma bípeda pero tallada con la cabeza en forma lupina. Sin duda se trataba de una bestia vinculada a Belsamez, que era conocida también como la diosa de los cambiaformas. Al moverse, su pétrea superficie se tornó pelaje de gruesas cerdas, su figura adoptó el tamaño de un ogro, y sus ojos refulgieron con un brillo blanquecino. Vladawen lo reconoció tardíamente como la misma clase de espíritu que la pobre Ópalo había expulsado a bordo del Doncella Fantasma, y deseó que la maga pudiera estar allí para hacer lo mismo en aquel momento.
Pero no lo estaba, y era obvio que la bestia que Levin había conjurado a modo de vigilancia no tenía problemas para ver a través de su invisibilidad. La criatura aulló de forma horripilante y saltó.
Vladawen se apartó a un lado y le incrustó el estoque divino entre las costillas. La bestia no frenó su embestida, fue a parar contra uno de los sarcófagos abiertos y profanados, y se dio la vuelta al instante. La herida manaba sangre, pero la estocada, aun profunda como había sido, no había bastado para eliminarla. Vladawen sabía además que Levin ahora podía verlo.
El demonio lupino arremetió de nuevo contra él, blandiendo sus largas manos, escupiendo espuma por sus enormes fauces. Era tan gigantesco que incluso el estoque apenas concedía a Vladawen una mínima ventaja en la distancia, aunque ésta era menor aún en el estrecho espacio de aquella cripta, que apenas dejaba lugar para maniobrar. El elfo eludió el nuevo ataque de la bestia con una maniobra de su puñal, volvió a incrustar su estoque en el estómago de la criatura, se apartó a un lado mientras ésta se tambaleaba y volvió a asestarle una nueva estocada en la espalda.
Sangre y vísceras salían de las heridas que Vladawen había infligido a su contrincante, que siguió tambaleándose durante unos instantes más, pero sin acabar de derrumbarse. Más bien al contrario, la bestia se giró para embestir una tercera vez; sin embargo, el elfo consideró que era momento de ocuparse de Levin. Apartó la vista y vio al humano conjurando, alzando las manos e imitando el gesto de coger una pelota.
Sin duda, Levin debía de estar conjurando el mismo hechizo que a punto había estado de arrancarle a Lillatu el corazón. Vladawen debía detenerlo, pero el demonio se arrojaba sobre él, amenazante. No iba a tener tiempo de coger su ballesta, montarla, cargarla y disparar el virote.
El elfo hizo lo único que podía: lanzó un bramido y se abalanzó contra el espíritu de cabeza de lobo, sin preocuparse por cómo dañarlo, simplemente arrojándose contra él cargando con el hombro. Chocó contra la sorprendida criatura y la derribó. La bestia cayó sobre Levin, interrumpiendo presumiblemente su conjuración.
Por desgracia, Vladawen también se había desequilibrado y cayó despatarrado sobre la apestosa bestia, que instantáneamente le clavó las garras. Antes de liberarse de ella, la criatura tuvo tiempo de hundirle las uñas por dos veces. El elfo logró que no le desgarrara la piel, pero no podía decirse lo mismo de su nueva capa y de su brigantina, recién compradas.
Tambaleándose, Vladawen se puso en pie. La criatura lupina hizo lo propio, se deshizo de los jirones de tela y cuero reforzado que colgaban de sus garras y se desvaneció.
Vladawen supuso que ahora debía de ser la bestia quien se había vuelto invisible. Extendió su arma para atravesarla, si es que se estaba arrojando sobre él, y hubiera podido morir en esa postura de no ser porque de alguna forma presintió que una enorme masa lo acechaba por la espalda. Quizá fuera que sintiera los latidos del corazón de la demoníaca bestia u oliera el hedor a almizcle de su sangre derramada: lo cierto es que fue consciente a tiempo de que la criatura se había transportado mágicamente a su espalda.
El elfo se giró bruscamente y sus habilidades e instintos como duelista, o quizá simplemente la suerte, dirigieron la punta de su arma hasta el corazón de su oponente. La criatura lupina soltó un aullido y se encogió, a punto de caer sobre él. Vladawen la apartó a un lado para evitar que se le desplomara encima, y finalmente fue a parar al suelo.
El elfo se giró entonces para comprobar que Levin ya se había levantado, y empuñaba su maza. Asía el arma con una mano y su bastón con la otra; tenía las manos extendidas en postura de estar conjurando.
—Invoco tu ayuda, mi diosa —gritó.
Entonces una criatura surgió del suelo, frente a Levin. A primera vista, Vladawen no la tomó por nada más que una araña enorme e informe. Luego se percató de que la masa que culminaba el cuerpo de ocho patas era una cabeza humana seccionada, con los ojos girando enloquecidos, la piel tan pálida como la de un cadáver y los dientes caninos alargados hasta formar enormes colmillos.
Vladawen ondeó su estoque amenazando a la criatura, pero ésta, en lugar de intentar escabullirse, se rió tontamente. El aire olía a magia, y de repente una maraña de filamentos resplandeció al tomar forma, alcanzando desde el suelo al techo, con su origen justo en el lugar en que el elfo se mantenía erguido.
Vladawen, que estaba familiarizado con ese tipo de efectos mágicos, intentó abrirse hueco antes de que la pegajosa sustancia que formaba la red acabara de solidificarse por completo. No lo consiguió del todo, y un brazo y una pierna se le quedaron atrapados entre las hebras, dejándolo desequilibrado.
Vladawen se percató de que había perdido de vista al engendro arácnido. Sin dejar de luchar por liberarse de la pegajosa maraña, miró a un lado y a otro tratando de avistar a la bestia, y finalmente la divisó justo cuando estaba abriendo sus fauces de par en par, dispuesta a hundir sus colmillos en la pantorrilla que tenía atrapada.
Girando, lanzó una estocada. Era el ataque menos elegante que había realizado en su vida, pero incluso así consiguió ensartar con el estoque a la criatura de Belsamez. De su frente perforada empezó a brotar sangre, las piernas se le movían alocadas, y finalmente se derrumbó hacia atrás.
A Vladawen su instinto le decía que no estaba aún a salvo. Girando hacia su espalda, describió con su espada de plata una especie de parada ciega, desesperada, un movimiento del que cualquiera de sus antiguos maestros de esgrima se habría mofado.
No obstante, a pesar de su falta de elegancia, aquella defensa sirvió para bloquear la maza que amenazaba con chocar contra su cabeza. El elfo contraatacó hacia abajo y Levin saltó hacia atrás alejándose del alcance de su estoque. Vladawen había conseguido librarse del todo de la pegajosa telaraña y se percató de que el humano parecía nervioso, de un modo en que nunca había parecido estarlo a bordo del Doncella Fantasma. Parecía que tuviera más dificultades a la hora de disfrutar de la violencia si no tenía a un grupo de piratas dispuestos a acudir en su ayuda en caso de necesitarla.
—Ríndete —le dijo Vladawen—. Tienes conmigo una deuda de sangre, por una amiga que murió a bordo del barco, pero tengo necesidades que me urgen hasta el punto de estar dispuesto a perdonártela. Coopera conmigo y saldrás de ésta.
—He oído que Gareth se fugó de la Torre Solar para marcharse con vosotros.
—Sé que el chico ha jurado llevarte ante la justicia, pero hablaré con él.
Levin bajó la maza apenas nada. Podía tratarse de la inconsciente relajación de un hombre que ha decidido que, después de todo, no va a tener que luchar por salvar su vida, o un buen intento de representar esto último para hacer bajar la guardia a un contrincante.
—Tengo que admitir que ni yo ni a mi aliado Mykis estamos de buena gana metidos en todo este asunto. Ambos debemos atender nuestras propias maquinaciones, y éstas están suspendidas mientras Kolvas se crece para darnos órdenes. No sé en qué podía estar pensando Dar'Tan al poner a ese don nadie al mando.
Vladawen se encogió de hombros.
—Puede que sea porque confíe más en él que en Shan Thoz o en ti mismo. No tengo el placer de conocer a Dar'Tan, sólo puedo especular.
—Sea como sea, digamos que aceptaría firmar una tregua contigo. Pero no querría que Kolvas intentara darme muerte por haberlo hecho, y tampoco que corriera a decírselo a su maestro.
—Si colaboramos, quizá podamos neutralizarlo antes que llegue a darse cuenta de que algo no va como él desea.
—En ese caso, consideradme vuestro amigo —dijo Levin con una sonrisa.
—Puedes empezar a probarlo levantando la maldición que arrojaste sobre el mascarón de proa del barco de Khemaitas.
—¡Por la delicada mano del Primer Ángel! El verdadero nombre de Mykis... el mal que aqueja a la doncella... ¡Habéis descubierto toda clase de secretos! ¿Qué puede importaros que el fantasma pueda recuperar o no sus ojos y su lengua?
—Tengo mis propias razones. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, y dispongo de los medios aquí mismo. ¿Me permitís? —Levin pasó rozando junto a la punta del estoque de plata, en dirección a la mesa llena de focos y talismanes invocadores de conjuros. Vladawen giró para seguir apuntándole con su arma.
Levin bajó la maza, y también el cetro de brillante punta, y tomó en sus manos a la pálida muñeca sin rostro, así como un cuchillo con una hoja muy delgada, apropiada para un trabajo tan delicado. Ondeó la herramienta describiendo alguna clase de fioritura o ritual, y entonces empezó a musitar un encantamiento.
Vladawen arremetió contra él.
No había albergado gran esperanza en que Levin pudiera cambiar de bando. Después de todo, ¿qué probabilidades había de que un clérigo humano actuara en contra de los intereses de la propia deidad a la que servía? Claro que también, mirándolo desde otro punto de vista, los clérigos tendían a ejemplificar las particularidades de sus propios dioses, así que si Levin compartía las malas artes, el egocentrismo y la más absoluta locura de Belsamez, entonces un cambio así podía resultar imaginable. En consecuencia, Vladawen había concedido a aquel rufián una oportunidad, pero debía también vigilarlo muy atentamente.
Y hacía bien, pues mientras aparentaba manipular el cuchillo y la muñeca, Levin había empezado a preparar un conjuro que servía para incinerar a un contrincante con el estallido de una llamarada. Quizá creyera que su enemigo no reconocería la verdadera naturaleza de aquel conjuro, pero aunque Vladawen hubiera perdido la capacidad de lanzar casi toda clase de magia, excepto las menores, sin embargo sí que recordaba sus formulaciones.
Levin se apartó de un salto y el estoque no llegó a alcanzarlo. Vladawen se dispuso a continuar su movimiento de ataque, pero entonces vio que la horripilante araña, a la que creía haber derrotado, se había escabullido detrás de la mesa. La bestia seguía moviéndose de forma espasmódica, pero había reunido las fuerzas para retomar su ataque una vez más. Emergió justo al lado de un pie de Vladawen, que, receloso de sus enormes colmillos con aspecto de ser terriblemente venenosos, incrustó su arma en medio de los enmarañados cabellos que cubrían su cabeza. La veloz estocada atravesó por completo a la criatura, hasta alcanzar el suelo. El elfo necesitó tomarse un momento para liberar su espada plateada, y Levin lo aprovechó para dejar caer el pequeño cuchillo que empuñaba, volver a agarrar su báculo y retroceder en dirección a la puerta.
Vladawen se lanzó tras él. El cetro vibraba de poder, el aire crepitó y en la sala tomó forma una criatura refulgente, mullida y segmentada, una especie de cruce entre un hombre y una larva. Vladawen acabó con aquella bestia antes siquiera que ésta tuviera tiempo para encararlo y embestir.
Levin se abalanzó contra él. El elfo detuvo el golpe con fuerza suficiente para hacer que su contrincante soltara su báculo de conjuración, y entonces contraatacó hacia su vientre. Levin masculló la primera sílaba de un encantamiento, pero el estoque de plata le atravesó las tripas.
Aquello debía haber bastado para abortar el encantamiento, pero Levin consiguió musitar a duras penas las últimas palabras del mismo. La luz que brillaba en el extremo del bastón caído se desvaneció y la única iluminación en toda la cripta desapareció con un parpadeo, dando paso a una oscuridad tan absoluta que ni siquiera los ojos del elfo eran capaces de penetrar en ella. Vladawen liberó su estoque, lanzó un nuevo ataque y percibió que su arma volvía a acertar. Cuando intentó atacar una tercera vez, no lo consiguió.
Se encorvó e hizo ondear la hoja divina en el espacio que tenía frente a sí. De nuevo no encontró nada material, un cuerpo humano, y sólo alcanzó algún objeto que empezó a rodar, hasta caer de forma sorda, cuando su arma lo empujó. Agudizó todos sus sentidos tratando de escuchar o percibir algún movimiento, pero fue en vano.
Transcurridos unos instantes, suspiró y se obligó a concluir que Levin había logrado escapar. Quizá sólo le sirviera para sucumbir a sus heridas en cualquier lugar perdido de aquel laberinto de túneles, pero aun así era frustrante no estar seguro de ello.
Sin embargo, considerándolo de forma positiva, Vladawen no iba a abandonar aquel encuentro con las manos vacías. Se arrodilló y buscó a tientas con las manos hasta encontrar la muñeca que Levin había dejado caer para empuñar su cetro. Guardó con cuidado la figura y se dispuso a buscar a tientas su camino de vuelta hasta la superficie. Fuera de la sala, en los pasillos, un diminuto hueco dejaba pasar un tenue rayo de la grisácea luz de la luna, aunque eso no iba a facilitar demasiado la tarea que tenía por delante.
27
Rascar, rascar y rascar.
Ópalo había estado buscando a tientas en la oscuridad del compartimiento en el que estaba encerrada durante mucho tiempo, tratando de encontrar algún borde afilado contra el que poder desgastar las cuerdas que amarraban sus muñecas a la espalda. No pudo encontrar nada semejante. Sin embargo, finalmente había dado con una de las estacas redondeadas de madera que mantenían fija la estructura de la nave. Sobresalía un poco de la plancha donde estaba clavada, y había decidido que aquello podría servir. Tras horas de esforzado trabajo, tenía las muñecas en carne viva y los brazos y hombros doloridos por el incómodo y repetitivo movimiento. Era incapaz de establecer si había conseguido deshilachar algo sus ataduras. En realidad, parecían tan firmes como al principio.
De todas formas, aunque aquel esfuerzo fuera inútil e incómodo, probablemente era mejor que limitarse a permanecer tumbada, dándole vueltas al problema en el que estaba metida. El caso era que le irritaba que ella, que ordinariamente era capaz de poner cuerdas a bailar y hacer trucos con ellas a voluntad, estuviera encontrando tantas dificultades con ésta en particular. Nindom se hubiera carcajeado ante aquella ironía.
La trampilla se abrió con un chasquido y la maga detuvo sus esfuerzos rápidamente. Khemaitas bajó por el hueco, llevando consigo una bandeja. Cuando le quitó la mordaza, Ópalo dio comienzo a otra misión de desgaste: la de discutir con él. Los dioses no habían bendecido a Ópalo con la belleza, la elocuencia o el encanto, y por ello consideraba esa táctica aún más inútil que arremeter contra la resistente cuerda que le ataba las manos. No obstante, tampoco se le ocurrían muchas otras alternativas.
—Conseguimos pescar algo —dijo Khemaitas.
—En el Mar Sangriento. Genial —respondió ella con una mueca de asco.
—No está contaminado. El cocinero sabe distinguirlo bien. —El capitán pirata dio a la maga un sorbo de agua, y después le acercó un caliente bocado de carne blanca hojaldrada. Si la sangre de Kadum la había contaminado, desde luego su agradable y suave sabor no lo revelaban.
—Me dijiste que sería la tripulación quien se ocuparía de mí —dijo entonces Ópalo—. Pero siempre acabas viniendo tú. No parece una tarea muy apropiada para un capitán.
—Levin y Kolvas creen que puedes sernos útil, así que estoy asegurándome de que estás bien cuidada.
—Creo que tienes miedo de que hable con los demás elfos. No quieres que averigüen quién era Vladawen, o cuál era su misión.
—Como yo, han jurado proteger a la reina, y la aman en la misma medida que yo lo hago —dijo endureciendo el gesto.
—Imagino que ni siquiera habrás compartido la noticia de que el verdadero nombre de vuestro dios es Jandaveos. Querrían saber cómo has podido averiguar algo así.
—Se lo comunicaré cuando llegue el momento —dijo mientras le ponía en la boca otro bocado.
—Entonces quizá sea para cuando se alce como una farsa de todo lo que antaño representaba.
—Si quieres la cena, y poder usar la cabeza un rato, déjate de cháchara y come. Si no, te morirás de hambre hasta mañana.
—De acuerdo, me callaré. —Así mantuvo su promesa hasta que el capitán estuvo a punto de marcharse de nuevo. Entonces preguntó—: ¿Cómo se llamaba la reina?
—Roshayla —dijo tras dudar por un momento.
—Qué hermoso nombre. No existe en Wexland. Te preocupas mucho por ella. ¿Erais los dos...?
Khemaitas sonrió con tristeza.
—No. Tiempo atrás imaginé que, si podía probar mi valía, podría pedírselo sin que sonara presuntuoso. Entonces estalló la Guerra Divina y adquirí esos honores que había ansiado, pero ni ella ni yo dispusimos de tiempo para escribir notas de amor o perdernos en el gran laberinto de los enamorados. Finalmente, ella acabó convirtiéndose en lo que es ahora.
—¿Ama ella a Jandaveos?
—Sí, era devota suya —dijo tras dudar de nuevo.
—Me pregunto qué sentirá al verlo regresar como una abominación.
—Ya te he dicho que no estoy dispuesto a discutir ese asunto contigo.
—Si amaba a sus súbditos, me pregunto cómo se sentirá al saber que, por ella, ayudaste a condenarlos a la extinción.
El capitán alzó la mano para abofetear a la maga, pero entonces se contuvo. La volvió a amordazar, recogió el candil y los platos y salió por la trampilla, volviendo a dejarla en la oscuridad. La maga de nuevo buscó a tientas hasta dar con el pequeño saliente de madera, y retomó su penosa tarea.
28
Kolvas se escabulló por el barrio de las chabolas con el aspecto de un gatosombra, una maraña de sombras con la forma de un felino que surcaba paredes y terreno con idéntica facilidad, y que era virtualmente invisible en la noche. Sólo las ratas que rebuscaban en las apestosas montañas de basura eran capaces de sentirlo al pasar, y se apartaban a un lado entre chillidos. Los mozos, mendigos, matones y prostitutas eran totalmente ajenos a su presencia.
Como solía suceder en cada una de sus ocasionales visitas a su ciudad natal, Kolvas pensó que quizá podría utilizar sus poderes de adepto de las sombras para dar con el responsable directo de la muerte de sus padres y matarlo. No obstante, sentía que aquello podría constituir una oscura traición a la generosidad de su maestro. Una vez más debería acatar la estrategia ideada por Dar'Tan, y buscar sus propias satisfacciones sólo dentro del contexto de la victoria final del elfo oscuro.
Una mujer enjuta, con el pelo corto, salió de un portal algo más adelante. Kolvas se puso en tensión por un momento, pero enseguida se decepcionó al comprobar que parecía tener al menos cincuenta años, y que el arma más grande que llevaba era un cuchillo de pescadero.
Malditos seáis, Lilly, Vladawen, ¿Dónde os habéis metido? Debía dar con ellos y matarlos antes que Belsamez agotara su paciencia con él. La amenaza afable y burlona de la Demente le hacía sentir frío. Era incapaz de explicar por qué, pero nada, ni siquiera los horrores con los que se había encontrado en la guardia del dragón eslareciano, le había aterrorizado tanto.
Un hombre apareció entonces dando tumbos en el callejón. Apestaba a sangre y estaba medio encorvado. A primera vista, Kolvas tomó al recién aparecido por otra brutal forma de vida de Barrio Tormenta, quizá un borracho que huyera de un ladrón de mano dura como su padre. Cuando la víctima se acercó tambaleante hacia él, descubrió que se trataba de Levin. El clérigo tenía dos heridas punzantes en el pecho, y las ropas bañadas en sangre que manaba de unas heridas que le llegaban hasta las tripas.
Kolvas hizo crecer y ensanchar su cuerpo, adoptó de nuevo solidez mientras el gatosombra volvía a convertirse en hombre. Sostuvo a Levin y lo instó a tomar asiento en el suelo. Entonces, lamentando tener que hacerlo, sacó un frasco de peltre con elixir sanador que le había dado su maestro. Lo destapó y lo sostuvo en los labios de Levin.
Cuando éste sintió el efecto restablecedor de la bebida, chupó y agarró la botella con avaricia. Kolvas tuvo que arrancarla de sus manos pues, de no ser así, habría consumido su contenido por completo.
—¿Te persiguen? —preguntó Kolvas con apremio—. ¿Dónde están?
—Vladawen me siguió hasta el interior de las catacumbas —jadeó Levin—. Casi acabó conmigo, pero finalmente logré librarme de él.
—Entonces no me sirves —dijo Kolvas, profundamente decepcionado.
Durante las últimas horas, Lilly y Gareth habían estado rondando por el Barrio Pirata, asediando a miembros de los osos trasgo para preguntarles la localización de la Fortaleza Sombría. Por supuesto, su esfuerzo había sido en vano. Ninguno de aquellos rufianes de baja calaña sabía siquiera que su jefe era un señor del nuevo Pentágono de la Penumbra, y mucho menos conocía el lugar en que estaba situada aquella cabala. Hacía poco que Kolvas había averiguado que la pareja estaba merodeando por aquel distrito, pero aún no había logrado dar con ellos. Era frustrante.
—Dame un poco más de esa poción —dijo Levin.
—Creo que ya has bebido bastante para frenar tu hemorragia, o para que no desfallezcas. Puedes dar gracias por que compartiera tanto contigo.
—¡Codicioso hijo de Gaurak! ¡Que la Asesina te lleve consigo!
Kolvas volvió a sentir un escalofrío al escuchar su nombre, y ahora que su forma era la de una criatura de carne y sangre, tembló.
—Veo que, después de todo, sabes lanzar juramentos. Escucha, será mejor que me cuentes todo lo que ha ocurrido.
—No tengo fuerzas suficientes para hacerlo.
—Lloriqueas como un niño —dijo Kolvas mientras, a regañadientes, volvía a entregarle el frasco de elixir.
Levin lo vació, sorbió hasta la última gota de líquido con sus grises labios, y dijo:
—Vaya, ahora sí que me siento bastante mejor, y supongo que tendré que decírtelo. Tengo un pequeño santuario-taller en una de las secciones prohibidas de los subterráneos. El Matatitanes me siguió hasta allí. Debió de hacerse invisible. Fuera como fuese, al seguirme me ha despojado de todas mis armas y talismanes. Aunque el elfo no haya conseguido cargar con ellos hasta el exterior de las catacumbas, no pienso volver a recogerlos hasta que todo esto acabe, pues temo que haya podido dejar alguna trampa.
—Tenía razón, no me sirves ya para nada.
Parecía claro que Levin debía de sentirse mejor, pues encontró al menos fuerzas para clavarle la mirada a Kolvas.
—Aún conservo mi magia innata. Y me atrevería a decir que supera a la tuya.
—Todavía estoy esperando que puedas demostrarlo.
—Algún día... pero no importa. Lo que realmente te debe interesar de lo sucedido es que Vladawen intentó obligarme a que levantara la maldición que asola al mascarón de proa del Doncella Fantasma.
—¿Por qué? ¿Cómo ha podido llegar a saberlo? Ah, claro. Debió de decírselo la musa eslareciana.
—Se dice que esas esculturas pueden ver el futuro. Si es así, le habrá revelado que Khemaitas lo ayudaría en caso de librarse del conjuro. Es posible incluso que haya afirmado que sus compañeros de Termana son los únicos que pueden llevarlo hasta Kadum.
Kolvas tragó para aliviar la repentina sequedad que hacía presa en su garganta.
—¿Pero eso ya no importa, verdad? ¿No serías tan estúpido y cobarde como para hacer lo que Vladawen te ordenaba?
—¡Claro que no! —El humano hizo entonces una pausa—. Pero el conjuro lo lancé en su momento sobre una imagen de cera que hube de dejar atrás, con el resto de mis pertenencias.
—Eso quiere decir que Vladawen la tiene ahora en su poder. ¿Podrá utilizarla para romper el encantamiento?
—Espero que no. Haría falta un conjurador bastante experimentado.
Kolvas frunció el ceño pensativo.
—Ópalo está presa a bordo del Doncella Fantasma. Vladawen no podrá acudir a ninguno de los templos o magos del gremio local sin que las autoridades averigüen sus intenciones y le impidan que embarque hacia aguas prohibidas.
—Alguien los sanó a él y a la asesina después que tú y Khemaitas los hirierais casi hasta la muerte.
—Exacto. De todas formas, ¿qué ocurriría si Vladawen le lleva la muñeca al capitán y dice "Mira, aquí tengo la clave para sanar tu barco"? Khemaitas podría decidir arriesgarse a cambiar de bando sobre la marcha. Maldito seas, Levin, nunca debiste meter a otros elfos abandonados en este asunto. Al contrario, debiste haberte asegurado de que izaban sus velas en cuanto Belsamez te avisó de que Vladawen estaba en camino.
Levin intentó levantarse del frío suelo, pero se lo pensó dos veces.
—Pensé que se sentiría atraído por ellos, y así fue. Supuse que podía convertirlos en asesinos a sueldo, y eso también funcionó. No tengo la culpa de que hayamos tenido mala suerte.
Kolvas suspiró.
—Creo que sí que debe ser culpa tuya. Pero lo hecho, hecho está, y quizá podamos sacar provecho de la situación. Si Vladawen sigue estando interesado en Khemaitas, eso quiere decir que volverá al barco para hablar con él, ¿no es así? Tenemos que hacer que Shan Thoz eche a la calle a sus osos trasgo para que levanten trampas en las proximidades de esa parte del puerto.
—El problema es que el Matatitanes puede hacerse invisible. Claro que, incluso sin mi báculo, puedo alzar algunos espíritus a los que no engañará esa artimaña.
—Yo también puedo hacerlo, y quizá haya llegado también el momento de darle algún uso a Ópalo. Vladawen no arriesgaría su vida de forma consciente para salvarla. Sacrificaría a cualquiera por mantener vivas las esperanzas de su pueblo, incluso a Lilly. Pero si lo hace inconscientemente, pensando que en realidad tiene alguna esperanza de salvarla, entonces sí correría esos riesgos.
—En ese caso, sólo debemos preocuparnos por ocultar bien la trampa. Sé de algo que puede ayudarnos. El elfo cree que Ópalo está muerta. Cuando de repente averigüe que no es así, quizá sus emociones nublen su juicio.
—Es posible que tengas razón —dijo Kolvas invadido por una repentina urgencia—. ¡Por los poderes oscuros, somos estúpidos! Nosotros aquí de cháchara, y Vladawen puede estar ya camino de los muelles. ¡Debemos encontrar enseguida a Shan Thoz!
El hombre herido hizo un gesto de dolor.
—Por favor, sólo déjame reposar un poco más.
—¡Vamos! Con un poco de suerte, tu camarada tendrá algo de elixir para dejarte.
Kolvas agarró a Levin del antebrazo, lo recompuso hasta ponerlo de pie y, en lugar de reírse del nuevo ataque de dolor que le achacó, lo encaminó en la dirección a seguir.
29
La esbelta y despersonalizada muñeca de cera yacía sobre un gran libro abierto, emergiendo de ambos lados de un atril, aquel que Daz había envuelto en un círculo sin dejar de escribir en el aire, con la gruesa punta de sus dedos, líneas de pequeñas runas luminosas de color azul y verde. Algunos de los símbolos se desvanecían al instante. Otros ganaban fuerza en su brillar o incluso revoloteaban en el aire, alterando la relación que unía a unos y otros. Gareth intentó que su rostro reflejara una absoluta indignación por aquella muestra de adivinación ilícita, pero sentía más curiosidad que cualquier otra cosa. Aquel proceso difería bastante del celebrado cuando los clérigos de Corian intentaban desvelar secretos del vacío.
El enano soltó un quejido y todas las runas se desvanecieron a la vez, dejando atrás sólo un fuerte olor a quemado.
—Soy incapaz de romper el conjuro —gruñó—. Es imposible conseguirlo si no se hace cerca del mascarón, y como el barco está lleno de tipos que están deseando mataros, no tengo la menor intención de ir allí. Por favor, pagadme ahora lo que me debéis.
—¡Miserable charlatán! —gruñó Lilly. Ella y Vladawen habían acordado compensar a Daz tanto si tenía éxito como si no, así que se puso a hurgar en la bolsa del dinero.
Tras recoger sus monedas, el sanador se pronunció:
—Gracias, ahora marchaos de aquí.
Sentado sobre las escaleras, afilando su daga con una piedra, Vladawen arqueó una ceja.
—Eso ha sonado algo brusco.
—No era mi intención. Los osos trasgo están tras vuestra pista. No querría que os encontraran aquí.
Lilly le clavó la mirada.
—Después de lo generosos que hemos sido al pagarte, nos debes cobijo por todo el tiempo que deseemos.
—No es necesario —interrumpió Vladawen—. Comprendo cómo te sientes, pero él no. Ha obtenido recompensa a todo acuerdo que ha alcanzado con nosotros, y ahora está en su derecho de reclamar la soledad de su sótano para él. Claro que eso no significa que no fuera a requisar el lugar de ser necesario, aunque no es el caso. Vamos a poner fin a nuestros quehaceres en Mithril enseguida.
—¿Pero cómo? —preguntó Lillatu.
—Voy a llevarle la muñeca al Capitán Khemaitas.
Lilly esperó, mirándole, como si aguardara escuchar más.
—¿Ése es todo el plan?
—Si no me equivoco, eso generará bastante revuelo, y confío en que podamos aprovecharnos de la situación.
La asesina suspiró.
—Está bien. Como veo que ya lo tienes todo previsto, hagámoslo.
—En realidad seré yo quien lo haga.
—No pensarás dejarnos al chico y a mí para que nos ocupemos de los osos trasgo. Ya te dije que es una pérdida de tiempo.
—Os dejo atrás esencialmente por la misma razón que la última vez. Probablemente, las cercanías del Doncella Fantasma no sean un lugar seguro, y para mí es más fácil ocultar a una persona que a tres. Además, así consumiremos menos poder del cuerno.
Lilly frunció el ceño.
—Dijiste que esa forma de ocultarte no sirvió para nada contra esa bestia vigía de Levin. Tú irás a la cabeza, invisible, disfrazado o como quieras, pero Gareth y yo te seguiremos desde lejos, listos para correr en tu ayuda si te metes en líos.
—Está bien, lo haremos a tu manera —dijo Vladawen con una sonrisa ladina.
—¿Y qué hay de la guarida secreta de Levin? —preguntó Gareth.
—¿Cómo que qué hay? —dijo el elfo girándose.
—Quiero decir que diste con ella. Puede que, si la registráramos a fondo, encontrásemos alguna prueba de quién la levantó. Podría informar a mi comandante...
—Así sacarías a la luz una terrible amenaza para Mithril —continuó Vladawen— y te cobrarías justa venganza. Lo que ocurre es que eso no servirá para acercarnos a Lillatu ni a mí a nuestro objetivo. Incluso puede que levante nuevos obstáculos en nuestro camino. No obstante, si consideras que es lo que debes hacer, no te impediremos que lo hagas.
—¿Dónde está el lugar? —dijo Gareth receloso.
—Bueno, ése es el problema. No pienso decírtelo, y si Lillatu y yo somos lo bastante afortunados, no podrás encontrarlo hasta que dejemos Mithril.
—Y seguirás saliendo bien parado de todo esto —dijo Lilly—, y dejarás de añadir peso a tu conciencia. Estoy segura de que no te gustaría pegarte con esos matones.
—¡En absoluto! —replicó Gareth—. Los osos trasgos son unos ruines, pero no tenemos justificación legal para echarnos sobre ellos. Mercenarios, Perros de Guerra o Cuervos, ellos sí podrían encargarse de algo así, pero los paladines están por encima de eso.
—Vamos, que para eso tenéis a los lacayos —dijo Lilly con sorna—, para que hagan por vosotros el trabajo sucio. Qué caballeroso.
—¡No es eso! —dijo el joven, que de repente se preguntó si realmente era así, y si nunca había llegado a ser consciente.
Vladawen dejó en el suelo la daga y la piedra de afilar, se levantó y colocó su mano sobre el hombro de Gareth.
—Sé bien cómo te sientes. Cuando te pareció que Levin iba a escapar de la justicia, decidiste que aquel era un objetivo lo suficientemente importante como para justificar que sortearas uno de los principios de tu código, y eso te ha llevado a un segundo compromiso, y ése a otro, hasta que has llegado a preguntarte si aún te queda algún escrúpulo. Mi vida ha discurrido así desde que abandoné Termana. Me he comportado de forma terrible, al margen siempre de la ética que antes solía pregonar. Eso no quiere decir que a ti vaya a sucederte lo mismo. Aún estás a tiempo de volver atrás.
Gareth reflexionó sobre aquellas palabras. Deseaba regresar a la Torre Solar, acatar el castigo que decidiera infligirle la Comandante Talar y recuperar sus antiguos quehaceres, con reglas y órdenes que lo guiaran. Así no tendría que escabullirse de sus amigos, ni mentirles, y la siguiente vez que tuvieran que salir a encarar una batalla lo haría con honor, con la bendición de sus superiores, en pos de un propósito insigne y evidente.
A pesar de todo, sus instintos le decían que ahora estaba donde debía, y no consideraba que su odio por Levin lo hubiera cegado ante el verdadero sendero del honor.
—Me quedo con vosotros —dijo finalmente.
—¿Estás seguro? —preguntó Vladawen.
—No oigo la voz de Corian aconsejándome lo que debo hacer. Nunca lo he tenido así de fácil —dijo Gareth encogiéndose de hombros—. Sin embargo, debo creer que me guía a través de mis sentimientos, y ahora cumplo sus dictados.
—En ese caso, debo decir que nos alegra contar con tu acero.
—Desde luego —apostilló Lilly—. La emoción nos embarga.
30
Se abrió la trampilla y Ópalo entrecerró los ojos ante el resplandor del candil. Numerosas figuras aparecieron por la abertura, agolpándose en aquel pequeño espacio. Cuando a la maga se le acostumbraron los ojos a la claridad, pudo ver que se trataba de Khemaitas, Kolvas y Levin, y que éste último llevaba la ropa rasgada y llena de salpicaduras de sangre seca.
Su intuición la avisaba de que habían acudido para matarla, de un modo u otro. Aquello la asustaba, pero Ópalo se esforzó por dirigir a sus captores una mirada fría y desapasionada.
Kolvas sonrió con pesar ante aquella nimia muestra de tosquedad.
—Deberías haber colaborado cuando te interrogamos —dijo—. Realmente podríamos haber llegado a ser buenos amigos. Ahora es demasiado tarde. —Entonces cogió a la asesina por su maltrecho y dolorido brazo, e intentó ponerla en pie. Ópalo pensó en dejarse caer, pero esa forma de resistencia se le antojaba lastimosamente inútil y enfermiza, de modo que, aceptando su ayuda a regañadientes, acabó de enderezarse.
—¿Puedo saber qué va a suceder exactamente? —preguntó Khemaitas. El brillo amarillento del candil se reflejaba en la empuñadura del estoque encantado, y también en los lustrosos rombos que decoraban su manga.
—Nos rogaste que sacáramos a la prisionera de tu barco —replicó Levin con evidente desasosiego en su voz—, y es lo que estamos haciendo. Debería alegrarte.
—Claro que me alegra poder deshacerme de ella —dijo el elfo dubitativo—. Pero antes parecíais más preocupados.
—Ahora que Gareth ha abandonado su guarnición no parece un problema tan grave.
—Es cierto, pero aun así me gustaría saber qué planes tenéis reservados para Ópalo.
—Imagino que, desde el principio, tendríais claro que íbamos a utilizarla como cebo en caso de tener la oportunidad —aclaró Levin ladeando la cabeza.
—En ese caso —dijo Khemaitas— debería hacer entrar en acción a mi tripulación.
—No será necesario —contestó Levin—, ya hemos dispuesto a otros agentes.
—El Matatitanes es peligroso. Había imaginado que vuestro deseo sería desplegar todas las fuerzas que estuvieran a vuestra disposición —dijo Khemaitas frunciendo el ceño.
—Y yo imaginé que, con todas las bajas que ya habéis sufrido, os alegraría no veros envuelto.
—Así es. Simplemente no entiendo por qué un clérigo de Belsamez podría preocuparse tanto por los mal dispuestos peones de su trama. Claro que quizá no sea necesario que lo entienda, suponiendo que podamos encontrar un final satisfactorio para nuestro trato. Si habéis dejado de requerir los servicios de mi tripulación, entonces reestableced a la doncella.
Kolvas y Levin intercambiaron miradas, reafirmando las sospechas de Ópalo de que había algo que ocultaban a Khemaitas. Debían de tener una buena razón para que Vladawen y los elfos del Doncella Fantasma no se encontraran de nuevo, y fuera cual fuera, era incapaz de sugerirla.
—Eso será mañana. Esta noche no estoy preparado para hacerlo —dijo Levin.
Entonces el capitán dejó caer su mano sobre la empuñadura de su daga, un arma mucho más práctica que un estoque en un espacio tan reducido como el que ocupaban.
—Eso no me parece demasiado justo.
—Por favor —se pronunció Kolvas—, ¿de verás debemos repetir esta escena una vez más? Capitán, si acabáis con Levin, el mascarón quedará mudo, sordo y ciego para siempre. Y, por otro lado, cuando demos cuenta de Vladawen, nuestro amigo no tendrá más razones para mantener presa a la doncella. Mas bien lo contrario, pues su intención será que sigáis saqueando y pasando artículos de contrabando para él. Creo que lo mejor que podéis hacer es seguir colaborando con nosotros.
—El problema es —replicó Khemaitas— que no confío en vosotros. Sé que me ocultáis algo.
—Como vos, amigo pirata, somos tipos desesperados, de esos que guardan siempre alguna clase de secreto —dijo el adepto de las sombras con un suspiro—. Eso no significa que no queramos tratar justamente con vos.
—Quizá no, pero aun así voy a acompañaros. Quiero tener cerca a Levin cuando muera el Matatitanes, para poder traerlo inmediatamente de vuelta y que cumpla su parte del trato. Si no lo consideráis aceptable, entonces seguiré conservando a la rehén en mi poder.
Kolvas arrugó la frente. Ópalo entendió que debía de estar estudiando las complicaciones que les traería el hecho de acceder a las demandas de Khemaitas, y también las dificultades de negarse a ellas. Finalmente, acabó diciendo:
—Está bien, será como dices. Después de todo, sin duda nos vendrá bien disponer de vuestra destreza.
—Entonces iré a por mi armadura —dijo Khemaitas mientras abandonaba el compartimiento.
Ópalo pensó entonces que sólo un estúpido se alegraría de ver como un rufián tan peligroso como Khemaitas permanecía junto a los enemigos de Vladawen, y desde luego no tenía motivos para creer que alguno de sus intentos de persuadirlo hubiera conseguido hacerle cambiar de opinión. Sin embargo, la maga llegaba a vislumbrar un débil rayo de esperanza.
31
El viento del norte aullaba y las nubes dejaban caer aguanieve. Envolviendo su nuevo manto con más fuerza en torno a su enjuta figura, Vladawen se maravilló de lo velozmente que se había formado aquella tormenta que ahora se abatía sobre la ciudad. De haber estado de mejor humor, podría incluso haber llegado a preguntarse si era posible que Enkili, la embaucadora deidad de las tempestades, pudiera haber despertado un tiempo tan terrible sólo para reprender al embustero clérigo que, en Darakeene, había proclamado a El Que Permanece la deidad suprema sobre todas las demás.
O quizá Enkili, cuya forma de actuar era errática e insondable, hubiera convocado aquella tormenta para ayudar a Vladawen. Si Kolvas había dispuesto a sus hombres allí para vigilar su posible llegada, aquel gélido aguacero debía de congelarlos y abatirlos tanto como al propio elfo. Además, dificultaría su visión y los tentaría a abandonar sus puestos de vigilancia y correr a buscar refugio.
Algo crujió en el cielo, poniendo fin a sus especulaciones. La fuerza con la que caía la aguanieve le obligaba a entrecerrar los ojos y apretar los dientes. Miró hacia arriba y sólo pudo distinguir una gruesa capa de oscuros nubarrones.
Claro que eso no tenía por qué significar nada. Levin había conjurado un demonio alado invisible a bordo del Doncella Fantasma. Y, por otro lado, aquel sonido podía haber procedido simplemente del temporal que se había desatado.
Vladawen volvió la vista por encima de su hombro. Medio ocultos y encapuchados, Lillatu y Gareth estaban apostados a su espalda, siguiendo discretamente la figura que ellos, como el resto de los habitantes de Mithril (o al menos eso era lo que esperaban) veían como un mozo de carga de aspecto huraño, con pronunciadas entradas en el cabello y una nariz prominente. Tranquilizado en cierto modo, el elfo retomó su marcha.
Al poco rato, empezó a divisar la oscura agua y los botes anclados en la distancia. Cuando llegara al muelle, iba a tener que decidir entre alquilar otro esquife o robarlo directamente. A pesar del mal tiempo, en aquel instante se estaba decantando más por lo segundo. No tenía ganas de encontrarse con un nuevo barquero traidor, ansioso por entregarlo a las manos de sus enemigos.
De repente, de un cruce de calles a no mucha distancia, apareció dando tumbos una mujer. Atónito, Vladawen descubrió que se trataba de Ópalo, viva y aparentemente ilesa. Estaba amordazada y tenía las manos atadas a la espalda; eso hacía que su forma de andar pareciera aún más torpe de lo habitual. Tal como apareció, volvió a esfumarse por otra calle.
Un instante más tarde, una pareja de rufianes trotó a su estela, empuñando despreocupadamente en sus manos sendos garrotes. No parecían especialmente inquietos por el desarrollo de aquella persecución, claro que ¿por qué iban a estarlo? Su presa no podría lanzar conjuros si no podía hacer uso de sus manos o su voz.
Vladawen tenía una explicación sencilla para lo que estaba presenciando. En lugar de matar a Ópalo, el enemigo la había tomado prisionera y la había conducido hasta el puerto. De alguna forma, su compañera había logrado escapar y ahora la seguían tratando de darle caza.
Pero había algo sospechoso en todo aquello. Desde luego era una coincidencia, aunque tampoco algo imposible, que la maga hubiera aparecido ante sus ojos justo cuando él pasaba por la zona. ¿Podría ser posible que sus enemigos lo hubieran avistado y estuvieran utilizando a Ópalo para atraerlo hasta una trampa?
Desde luego era una posibilidad. Kolvas era bastante astuto, y sin duda Levin y Shan Thoz debían de irle a la zaga. Aun así, Vladawen se lanzó a la carrera, pues era incapaz de abandonar a Ópalo a su suerte por una posibilidad más o menos remota. No sabía muy bien por qué estaba actuando así. Después de todo, había permitido que Nindom muriera sólo para evitar seguir cayendo en las viles redes de Belsamez. También había abandonado a Lillatu, aún moribunda a causa del veneno que recorría su cuerpo, para ir tras las hojas divinas que tanto ansiaba. En definitiva, había enviado a innumerables batallones a su muerte en pos de completar su misión. Sin embargo, le parecía que algo había pulsado un interruptor en su corazón, y al menos aquella noche no estaba dispuesto a quedarse impertérrito viendo como otra vida era desperdiciada.
Al doblar la esquina por la que había desaparecido Ópalo, vio que los dos maleantes la habían arrinconado contra un mugriento muro de ladrillo. Sacó su ballesta de mano. Uno de los matones, que suponía debían de ser osos trasgo, avistó la amenaza y alertó a su compinche. Vladawen apretó el gatillo.
Ambos tipos lograron hacerse a un lado, pero el proyectil alcanzó a uno de ellos en el antebrazo. Vladawen desenvainó su estoque y embistió. En ese instante, le pareció que la noche se había silenciado por completo. Ni siquiera escuchaba el crepitar de la aguanieve repiqueteando contra el suelo helado.
Los osos trasgo cambiaron sus cachiporras a sus manos zurdas y sacaron sus espadas anchas. En cuanto se pusieron en guardia, Vladawen supuso por su actitud puramente defensiva que estaban haciendo tiempo para esperar refuerzos. Sin duda era una emboscada, pero ya estaba metido de lleno en ella, y aunque podía suponer una traición a su raza y su dios, le alegraba.
Estaba alegre, pero ansioso por liberar a Ópalo y huir antes de que el círculo se estrechara a su alrededor. El elfo avanzó lentamente, haciendo que el tipo con la saeta en la mano se acostumbrara a su parsimonia, y entonces se abalanzó con fuerza en un ataque franco y directo. Su objetivo, un hombre de cintura gruesa con mechones canosos en su barba negra de chivo, intentó detener el ataque y retroceder, pero en ambas cosas fue demasiado lento. El estoque de plata le atravesó el corazón. Los ojos se le abrieron de par en par, sorprendidos, y se derrumbó sin dejar escapar un solo sonido.
Tras él, Ópalo se raspaba la mejilla contra la pared. Sin duda estaba intentando desembarazarse de la mordaza que le cubría la boca, pero ésta estaba atada con suficiente fuerza para hacer que su esfuerzo fuera inútil.
Aunque el rufián restante había decidido adoptar una posición defensiva, la visión de la espada de Vladawen atravesada en el pecho del cadáver lo envalentonó, y se arrojó al frente lanzando mandobles. El elfo frenó dos embestidas con su daga y entonces la ensartó en el antebrazo del oso trasgo. El rufián, un tipo de aspecto inofensivo y algo afligido, con una cara triste como la de un mastín, dejó caer su hoja y retrocedió tambaleándose.
Vladawen arrancó el estoque del cuerpo que yacía en el suelo y lo colocó en posición para lanzar el ataque definitivo. No obstante, en ese momento, unas sombras serpentearon en el suelo, y Vladawen levantó rápidamente la hoja para desviar aquello que estuviera revoloteando en el aire.
Se trataba de unas criaturas con el cuerpo escamoso de los kóbolds, apenas más grandes que la muñeca de cera que el clérigo elfo llevaba oculta en el interior de su camisa. Tenían largos brazos y dedos que terminaban en garras curvadas. Abrían de par en par sus torcidas mandíbulas, revelando dos imponentes colmillos superiores, y clavaban la mirada con unos ojos de pupilas rasgadas mientras batían sus alas membranosas.
Una de las bestias se lanzó en picado hacia él, casi dentro del alcance de su estoque, y Vladawen estornudó. La experiencia le decía que era debido a que el diabólico ser había obrado su magia contra él, y que su poder era bastante para tenerlo estornudando hasta hacerle quedar sin aire, hasta que finalmente acabara por detenérsele el corazón. Se concentró para hacer desaparecer la necesidad de estornudar, y por fin el cosquilleo que lo embargaba se desvaneció.
Entonces pensó que sería bueno no hacer ver a aquellas sobrecogedoras bestias que iba a combatir libre del conjuro. Se tambaleó, simulando ser incapaz de contener los estornudos, y las criaturas se lanzaron en picado deseosas de rematarlo, pero al alcance de su espada.
Vladawen lanzó dos rápidas estocadas, una a la izquierda y otra a la derecha, acabando cada una de ellas con una de las bestias. La segunda criatura escupió, y el elfo tuvo que describir un rápido mandoble para apartarla. Una tercera criatura se arrojó sobre su cara, y tuvo que retroceder de un salto para evitar que le arrancara los ojos. Aún seguía estando demasiado cerca para asestarle un golpe con el estoque, de modo que atacó con la daga. Como su espada, el puñal era efectivo en las estocadas, no en los cortes, pero el movimiento bastó para enviar a la bestia al suelo, y una vez allí el elfo pudo aplastarle la cabeza de un pisotón.
El matón de rostro apesadumbrado aprovechó para lanzarse contra él. Debía de haber supuesto que si las bestias mantenían ocupado a Vladawen podría acertarle con su cachiporra. El elfo se preparó para defenderse, pero no fue necesario. Ópalo se arrojó contra el oso trasgo, golpeándole la mano herida. El matón se apartó y la maga volvió a atacarlo hasta derribarlo. En cuanto alcanzó el suelo, empezó a patearlo y a pisarlo ferozmente.
Vladawen acabó con dos diablos desgarracorazones más, miró a un lado y a otro y vio que había dado cuenta de todos los que había próximos a él. Por desgracia, nuevas sombras se agolpaban en la penumbra bajo la aguanieve, al tiempo que otras figuras atravesaban la oscuridad en medio del temporal, como figuras que se escabulleran por los tejados.
Que vengan, que vengan, pensó el clérigo de forma temeraria. Les sorprenderá comprobar lo que Ópalo puede hacer con el cuerno del dragón de nuevo en sus manos. El elfo despachó al matón que la maga estaba aún pateando y le quitó la mordaza. Con la cara llena de rasguños que se había hecho ella misma al intentar librarse de la mordaza, pronunció unas palabras, pero Vladawen fue incapaz de entender ni una sola de las mismas.
Le pidió a gritos que se explicara, y se dio cuenta de que apenas podía escuchar su propia voz. Entonces comprendió.
Alguien había lanzado sobre ella un conjuro de silencio, y aquel hechizo debía de afectar también a todos los que estuvieran a su alrededor. Ésa era la explicación de que todo pareciera estar tan en calma. Hasta que los efectos se disipasen, poco iba a importar que tuviera o no la mordaza puesta, o que pudiera empuñar el cetro disimulado. Difícilmente iba a poder disponer de su magia.
32
Por un momento, Khemaitas confundió la criatura con un murciélago. Entonces vio las escamas de reptil y las mandíbulas que ridículamente parecían sonreír de forma desagradable, mientras la bestia revoloteaba excitada frente a los mortales que se cobijaban en el umbral de la puerta.
En la Guerra Divina, pensó Khemaitas, mataba a diablillos como ése. Ahora colaboro con la clase de conjuradores que no tiene nada mejor que hacer que utilizarlos como sus instrumentos. ¿Es éste el equilibrio que busca el sabio? Seguro que el druida amigo de Ópalo no piensa así.
De todas formas, ¿qué importaba eso? Aquellas reflexiones eran del todo inútiles, y cuando Khemaitas fue consciente del camino que estaban tomando sus pensamientos, se esforzó por llevarlos por un camino más productivo.
—¡Maestro! —siseó el diablo desgarracorazones—. Encontramos al elfo. —Entonces titubeó—. Al otro elfo. Está disfrazado, pero no consiguió engañarnos. El mago sombrío está preparando ya la trampa.
—¿Dónde? —preguntó Levin.
—Donde los tejedores de redes, pasando la travesía del Ancla.
—¿Están el paladín y esa valerosa hembra con él?
—No.
—De acuerdo, decid a los hombres que se mantengan alerta por si aparecen, y haced que todos actúen según lo convenido.
El diablo siseó algunas sílabas más y se adentró volando en la penumbra de la furiosa aguanieve.
Levin sonrió.
—La venganza está cerca, para los miembros muertos de vuestra tripulación y también para mi maltrecho estómago acuchillado.
—Eso suponiendo que esta vez sí podáis acabar con el Matatitanes.
—La suerte no le puede durar eternamente, no con la mismísima Belsamez en nuestro bando. Tened algo de fe.
—La perdí por completo ya antes de nacer tu abuelo, humano, y en los días que aún la tenía... Eso no importa ahora. Suponiendo que Ópalo sobreviva a la batalla, ¿qué haréis con ella?
Levin soltó un bufido.
—Es una pregunta divertida, viniendo de un pirata. No me digáis que le habéis cogido cariño a esa vaca fea.
—Desde luego que no, simplemente me lo preguntaba. Por lo que habéis contado, es a Vladawen a quien queréis ver muerto, y Kolvas, miembro de la cabala que verdaderamente tiene razones para albergar rencor hacia ella, parece más bien respetarla.
—Kolvas es un zoquete. Emplea las sombras como una herramienta, un medio para conseguir las mismas metas triviales que ansia la gente normal. Dinero. La venganza por la muerte de sus pobres mamaíta y papaíto. La aprobación de su maestro. Considerando que se ha sometido a las sombras, debemos dejarlo perdido en el corazón de las mismas, aunque podría ser mucho más de lo que es. Aun así, es lo suficientemente sensato como para saber que la gente que está en nuestra posición tiene que andar atando cabos. No necesitamos a una maga con ganas de cobrarse venganza para que vuelva a por nosotros, dispuesta a convertirnos en sapos. —Levin se encogió de hombros—. Ya basta de cháchara. Quiero presenciar la muerte del Matatitanes. —Ondeando con parsimonia sus manos en el aire, recitó palabras crudas y extrañas que a Khemaitas le recordaron al sonido del casco de un bote chocando contra las rocas.
Algo tomó forma justo frente al umbral de la puerta. Al principio, Khemaitas fue incapaz de establecer qué era, porque era invisible, y sólo el repiquetear de la nieve sobre su figura dejó entrever su silueta. Entonces soltó una risa ahogada, y supuso que debía de ser la misma clase de demonio alado que Levin había conjurado a bordo del Doncella.
—¡Pobre clérigo! —dijo la aparición—. Me preguntó quién habrá estado poniéndote zancadillas.
—Algo importante para la diosa a la que ambos servimos está ocurriendo a algunas manzanas de aquí —dijo Levin—. Te encargo que me conduzcas hasta allí de forma rápida y segura.
—No hace muy buen tiempo para volar. —Por la forma en que la aguanieve rebotaba, Khemaitas pudo suponer que el demonio debía de estar desplegando sus alas—. Pero venid conmigo y dejadme que os lleve en mis brazos.
El contrabandista elfo fue consciente súbitamente de las implicaciones de lo que estaba ocurriendo.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó.
Levin se encogió de hombros mientras abandonaba el umbral.
—Lo siento. Un ángel de la plaga solo puede transportar a una persona.
—Y por eso dijiste que nos apostáramos aquí, justo en la otra punta de Barrio Tormenta. Desde el principio tenías planeado dejarme aquí tirado.
—No digáis tonterías. ¿Cómo iba a adivinar dónde iba a aparecer el Matatitanes? Simplemente es el modo en que se ha desenvuelto todo.
—No me lo creo. Por alguna razón, no quieres que esté allí cuando acabes con él —dijo mientras extendía su mano para detener al humano.
El demonio batió sus alas imitando el sonido de un latigazo. Levin saltó en medio del aire, fuera del alcance de Khemaitas. El elfo, frustrado, soltó una maldición. No se había percatado de que el ángel de la plaga ya había cogido al clérigo.
Vio como Levin y el espíritu impío se alejaban en el oscuro cielo, y entonces se lanzó a la carrera. No vivía en Mithril, y por ello no estaba seguro de dónde estaba el lugar establecido para la emboscada, ni tampoco de si iba a tener alguna oportunidad de alcanzarlo antes de la masacre. Ni siquiera sabía por qué sentía la necesidad de presenciar la escena. Simplemente se dejó llevar por su instinto.
Entonces descubrió que no era nada fácil correr sin despojarse del hábito y la manta que llevaba encima. Siguió avanzando mientras la aguanieve le golpeaba las mejillas y rebotaba sobre su coraza de conchas.
33
Lilly vio como Vladawen, disfrazado, rompía a correr, pero fue incapaz de establecer por qué. Observó el juvenil semblante de Gareth, ahora con aspecto perplejo, y supo que él estaba en su misma posición. Aquello que le había hecho acelerar el paso estaba perdido en la oscuridad que se abría frente al clérigo elfo.
—No podemos perderlo —dijo la asesina.
—No. —El paladín se echó hacia atrás la capa, dejándose las manos libres y al mismo tiempo revelando la cota de malla que lo protegía y la librea blasonada con la insignia de los paladines de la Torre Solar. Disponiéndose a lanzar un grito de guerra, agarró la empuñadura de su espada larga.
Entonces Lilly lo cogió de la capa y tiró hacia atrás.
—¡Tranquilo! —dijo.
—¿Qué pasa?
—Mejor limitémonos a caminar rápido —dijo ella, empezando a hacerlo—, y si somos afortunados el enemigo pensará sencillamente que somos una pareja más de tipos con prisa para refugiarse del mal tiempo. Sin embargo, si les dejamos ver nuestras armas y armaduras, y ese escudo de armas tuyo, sin duda nos reconocerían. Nuestra mayor ventaja es poder cogerlos desprevenidos, sorprenderlos y no ir de frente.
—Oh —dijo mientras metía el pie en un charco. Lilly torció el gesto ante aquel ruido innecesario—. Pero si Vladawen está en problemas, ¿no querrías cargar en su ayuda? ¿Ir de cabeza a la batalla sin perder tiempo?
—No, y es esa clase de razonamiento la que te ha hecho quedar hasta ahora como un tonto ante Levin y Khemaitas. Ahora camina a mi ritmo si no quieres que sea yo quien te mate, para ahorrarme más problemas.
34
Vladawen volteó a Ópalo y le cortó las ataduras con su puñal. La maga sintió el acero en la base de la palma de su mano y se preguntó si la habría cortado accidentalmente. Tenía las manos tan entumecidas que era incapaz de saberlo con seguridad.
La oscuridad se irguió entonces a su espalda y tomó la vaga forma de varias figuras humanas. La maga supuso que Kolvas debía de estar en las proximidades, dirigiendo el ataque de aquellas sombras. Con la voz silenciada, se giró bruscamente para señalarle a su compañero elfo que algo iba mal.
Vladawen se volvió, y entonces dudó. Por un momento, Ópalo pensó que no veía a los espectros ya que, después de todo, era increíblemente complicado distinguir sus figuras en aquella oscuridad, tanto que se sorprendía de haberlas visto. Sin embargo, finalmente embistió. Su estoque de plata atravesó a una de las apariciones, que se desvaneció. El resto de las sombras se arrojaron sobre él, rodeándolo.
Ópalo estiró la cuerda que le amarraba las muñecas. Seguía sin soltarse, y eso significaba que estaba indefensa. Iba a seguir siendo del todo inútil, menos para el enemigo.
Se odiaba a sí misma por haber atraído a Vladawen hasta una trampa. Debería haberse negado a escapar de los bandidos, debería haber permanecido impasible, dejando que la mataran. Por desgracia, Kolvas había lanzado sobre ella un conjuro que la inundó de un terror sobrecogedor e injustificado, y después de aquello no le había quedado ninguna alternativa.
Aún podía sentir el terror atenazándola, lo escuchaba susurrando en un rincón de su cabeza, pero al menos ahora podía pensar de nuevo, y quizá aquello significara que al menos tenía una pequeña posibilidad de arreglar todo el daño que había causado. Mientras trataba de pensar qué hacer, vio en el suelo las espadas anchas que habían arrojado los osos trasgo.
Correteó hasta la más próxima a ella y se dejó caer, sentándose en el suelo. Buscando a tientas a su espalda, agarró el arma por la hoja y friccionó el filo contra sus ataduras. Ahora sí que estuvo segura de estar cortándose los dedos, pues sintió la sangre, espesa y cálida, sobre el metal, pero eso no la detuvo.
Otro forajido, un tipo fofo que parecía tener mucha afición por las pesadas muñequeras de bronce, surgió entre la oscuridad. Al principio pareció que fuera a abalanzarse contra el Matatitanes, pero luego aparentó eludir los espectros que se agolpaban alrededor del elfo. Sin duda no le preocupaba acercarse a ellos, pero parecía buscar otra misión más a la altura de sus capacidades, y fue entonces cuando avistó a Ópalo. Sonrió y alzó su clava de batalla, hecha de recia madera tachonada con clavos.
Consciente de que no le quedaba tiempo, Ópalo soltó la espada y tiró de las ataduras, lo hizo con tanta desesperación que se sorprendió al comprobar que por fin lograba liberar sus brazos.
Estuvo a punto de caer de bruces, pero retrocedió a tiempo, esforzándose por pensar cuál debía ser su siguiente movimiento. Casi todos los conjuros que tenía memorizados y listos exigían que empleara su voz, el foco que le habían arrebatado los marineros, o ambas cosas a la vez. Sin ellas, estaba completamente indefensa ante cualquier enemigo.
Decidió que no le quedaba otra que volver a empuñar la espada, aunque nunca hubiera recibido adiestramiento alguno en su manejo... pero en ese instante avistó el cuerno de dragón eslareciano apoyado contra la pared. Sin duda Vladawen debía haberlo puesto allí para entregárselo en cuanto le hubiera cortado las ataduras. Aunque seguía envuelto en el aspecto de un bastón sencillo de madera, aquel talismán era semejante a un cristal luminoso, y eso significaba que podía utilizarlo para dar forma a alguno de sus encantamientos.
La maga se lanzó hacia el bastón. El oso trasgo se arrojó tras ella y le cortó el paso. Sin duda desconocía la existencia del cuerno, pero no debía de estar dispuesto a permitirle adueñarse de ninguna clase de arma. Ópalo quería alejarse del alcance de la clava de guerra, pero se obligó a mantenerse justo en el límite de esa distancia, como Nindom, Lilly o Vladawen hubieran hecho. Claro que todos ellos eran expertos en apañárselas en situaciones así.
El villano avanzó un paso, describiendo con su arma un letal arco horizontal. Ópalo retrocedió de un salto, justo lo suficiente para esquivar el golpe, y entonces, antes de que el oso trasgo pudiera volverá ondear su arma en la dirección opuesta, se abalanzó hacia él.
Sentía la mano tan entumecida y torpe, tan resbalosa por la sangre que la bañaba, que estuvo a punto de dejar caer el cuerno nada más agarrarlo. Al fin, a duras penas, consiguió hacerse con él, e instantáneamente percibió el poder que bullía en su interior. Aunque sin duda Vladawen debía de haberlo estado utilizando para potenciar su magia divina, seguía reteniendo suficiente energía como para lanzar varios conjuros por encima de su capacidad habitual. Eso iba a ser una auténtica bendición... si conseguía arreglárselas para lanzar alguna clase de magia.
Su instinto le dijo entonces que debía agacharse, y Ópalo lo obedeció al instante. La clava de guerra fue a parar contra la pared, justo sobre su cabeza. La maga se zafó de su adversario y empezó a hacer gestos cabalísticos.
¡Qué dedos tan torpes! Javandeos, ayúdame, pensó. El miembro de los osos trasgo volvió a embestir.
De repente los dedos comenzaron a arderle y escocerle, mientras el aturdimiento parecía desvanecerse. Un súbito dolor la envolvió y la hizo tambalearse. Después de aquello, estaba segura de haber pifiado el conjuro, pero siguió esforzándose. ¿Qué otra cosa podía hacer ya?
Entonces una temblorosa burbuja de color dorado, iluminada por una luz azulada, tomó forma en torno al oso trasgo. El bandido frenó en seco su movimiento, bajó la clava de guerra y se quedó atónito contemplando los danzantes colores de la estructura, fascinado y con la boca abierta.
Ópalo podría mantenerlo así siempre que siguiera tejiendo su magia. El problema era que, mientras estaba concentrada, era vulnerable a cualquier otro enemigo que pudiera atacarla. Miró a un lado y otro para ver si Vladawen acudía a dar muerte al bandido mientras éste permanecía paralizado.
Pero no fue así. Combatiendo con su destreza habitual, el elfo se había deshecho de todas las sombras menos de dos, aunque eso no iba a ser ya muy importante. Varios rufianes se habían apostado en una irregular fila y preparaban sus ballestas. Aunque hubiera percibido la llegada de aquella tropa, no podía desviar su atención de los espectros para ocuparse de ella, y tampoco ella iba a poder hacer nada al respecto. Parecía que aquel variopinto grupo de matones iba a tener éxito allí donde los titanes y el Emperador Klum habían fracasado anteriormente. Iban a acabar con Vladawen, y el corazón de Ópalo se agitaba desesperado ante la injusticia.
En ese momento, uno de los osos trasgo se tambaleó y cayó de bruces. Otro segundo hizo lo propio un instante más tarde, y entonces Ópalo pudo distinguir las espadas que se batían a mandobles entre ellos. Los demás rufianes intentaron girarse para hacer frente a aquella inesperada amenaza, pero ninguno de ellos tuvo suerte. Con los destellos de las hojas refulgiendo aquí y allá, las espadas dieron cuenta del grupo de rufianes con salvaje eficacia.
El último de los osos trasgo cayó, dejando al descubierto la presencia de Lilly y de un larguirucho joven a quien Ópalo nunca antes había visto. Ambos se lanzaron a la carrera.
Vladawen despedazó a la última de las sombras, miró a su alrededor y se abalanzó contra el matón atrapado en el globo de burbujeante color. Confiando certeramente en que su adiestramiento en las disciplinas marciales y clericales, y su innata fuerza de voluntad, bastaran para protegerlo, el elfo se lanzó directo al centro del encantamiento y ensartó con su estoque la columna del villano.
Vladawen hizo señas entonces a Ópalo para que lo siguiera, y ambos corrieron a unirse a sus aliados. Flechas, gritos y piedras caían y resonaban a su alrededor, y unas oscuras sombras surcaron el aire.
Ópalo estaba pasando verdaderos apuros. Sin embargo, por fin había conseguido liberarse, iba a poder combatir y estaba acompañada por los amigos a los que nunca había esperado volver a ver. Mientras corría, fue consciente de que estaba sonriendo.
35
Al intentar hablar, Lillatu y Gareth se dieron cuenta de que habían perdido la voz. El paladín gesticuló en dirección a su boca y su garganta, preguntando qué iba mal. Vladawen respondió también con señas, dejando la pregunta a un lado. No había tiempo para hacerle entender al chico, ni tampoco para concentrarse en ninguna otra cosa que no fuera sobrevivir.
Las armas arrojadizas del enemigo no eran de gran utilidad bajo la aguanieve. Las empapadas cuerdas de sus arcos no tardaron en empezar a fallar una tras otra. Claro que eso no significaba que su grueso número y las hojas que empuñaban cesaran de suponer una importante amenaza, especialmente armadas por los espíritus y las apariciones que habían desatado sus lanzadores de conjuros. La experiencia no le había hecho a Vladawen esperar que Kolvas, Levin o incluso el invisible Shan Thoz pudieran llegar a conjurar tantos subordinados del inframundo. Aunque sabía que sus artes debían ser formidables, no había esperado que poseyeran un poder tan excelso. Quizá el infame Dar'Tan hubiera suministrado a su estudiante gran cantidad de pergaminos y talismanes que incrementaran sus habilidades naturales.
Fuera como fuese, Vladawen supuso que lo primero que debían hacer era alejarse de aquella zona descubierta. El elfo condujo a sus compañeros a la carrera, entre dos muros desnudos de ladrillo, en dirección a una puerta y a la promesa de refugio que se abría ante ellos. Corriendo en zigzag, se esforzaba por esquivar a los arqueros que les disparaban desde lo alto de los tejados.
Dos diablos desgarracorazones cayeron sobre sus cabezas. Vladawen asestó a uno una estocada y Gareth cortó al otro en dos casi por completo con un mandoble de su espada larga. El elfo distinguió un destello de luz con el rabillo del ojo, se giró velozmente y vio a Ópalo conteniendo a un trío de osos trasgo sumidos en trance. Él y Lillatu saltaron sobre el tintineante campo de luz y dieron cuenta de los indefensos matones.
Entonces todos reanudaron la carrera. Vladawen sintió un impacto, y sin saber cómo se descubrió cayendo hacia delante. Dio de bruces contra el suelo y un intenso dolor le abrasó el hombro. Volvió la cabeza. Algo le había producido tres desgarrones paralelos en la ropa y la carne, algo que se había arrojado sobre él como un halcón que atacase a un conejo. Algo que sin duda debía de estar a punto de abatirse sobre su figura para acabar con él.
Desesperado, se retorció sobre su trasero, levantando la punta de su estoque y apuntando al frente. Dirigió la acción completamente a ciegas, pues no vio señal alguna del diablo invisible hasta sentir su arma clavarse en la hedionda carne. La bestia cayó sobre él con tal fuerza que lo dejó sin respiración. Cuando intentó zafarse de su peso muerto, sintió que era como tratar de escapar de una tienda de campaña que se hubiera derrumbado sobre él. Parecía imposible librarse del abrazo de sus enormes alas. Finalmente, Lillatu lo ayudó a ponerse en pie y todos volvieron a lanzarse a la carrera.
Una última sombra surgió frente al elfo, que dio cuenta de ella rápidamente. Por fin, él y sus compañeros habían alcanzado la puerta a la que se dirigían. El clérigo intentó abrirla, pero estaba cerrada. Volvió la vista a Ópalo, pero ella negó con la cabeza haciéndole ver que, según como estaban las cosas, era incapaz de desatrancarla con un conjuro.
Vladawen no tardó entonces en abrirla de una patada. Todos la atravesaron apresurados. Gareth y Lillatu tomaron inmediatamente una mesa y la colocaron de forma que sustituyese a la maltrecha cerradura. El elfo se giró para estudiar el lugar en el que había irrumpido.
A juzgar por las mallas a medio acabar que se estiraban plegadas sobre los telares y los rollos de cuerda que aparecían por todos lados, aquello debía de ser el taller de un fabricante de redes. El negocio era boyante, pues parecía emplear a media docena de aprendices, todos con sus camastros reunidos en torno al rojizo calor medio apagado de las brasas de una chimenea. Sobrecogidos quizá por la entrada de una repentina corriente de aire frío, los jóvenes contemplaron boquiabiertos a los intrusos. Carente de alguna otra forma de comunicación más adecuada, Vladawen fijó su mirada en ellos, blandió su estoque divino y les hizo una señal con la mano levantada, indicándoles que no se movieran ni se entrometieran.
Alguien embistió contra la puerta, que resistió la sacudida mientras la mesa salía volando. Gareth la empujó hasta colocarla de nuevo de pie. Casi fue para nada, pues un instante después la penumbra que envolvía al taller se disipó un tanto, al abrirse de par en par los postigos de una de las ventanas de la estancia. Entonces algo entró con un estallido de cristales. Los aprendices retrocedieron y se estremecieron en silencio.
El nuevo intruso se irguió con un batir de sus monstruosas alas. Su piel, de aspecto humano, envolvía una amalgama de hojas de acero y huesos. Sus manos eran como curvadas guadañas, y tenía una larga trenza que acababa en una bola de pinchos, como la cabeza de una maza. La bestia ocultaba su rostro bajo una máscara de hierro sin semblante.
Vladawen sabía que aquel espíritu era un demonio cuchilla, y que debía obediencia a Vangal, dios de la destrucción y de las catástrofes. Quizá le molestara ser obligado a estar allí, apoyando una de las muchas tramas de Belsamez, pues los poderes de las tinieblas se odiaban unos a otros tanto como despreciaban a los príncipes de la luz. Sin embargo, eso no hacía a aquella criatura menos peligrosa de lo que era. Su única alternativa era acatar las órdenes de Kolvas, o las de cualquiera que la hubiera conjurado.
Vladawen embistió contra ella, ansioso por acabar con la bestia antes que ésta pudiera adoptar una posición de combate, pero la criatura era demasiado rápida. Se puso en guardia y le lanzó un tajo. El elfo esquivó el golpe y empezó a caminar en círculos.
Por el rabillo del ojo, vio a sus camaradas abriéndose en abanico para flanquear al espíritu. Con un gesto les indicó que se mantuvieran alejados, esperando hacerse entender. Aquel demonio cuchilla era una bestia formidable, un enemigo excepcional. Sin duda tratarían de irrumpir más contrincantes en la sala, y sus camaradas debían ocuparse de contenerlos. Era absurdo imaginar que cuatro defensores pudieran bastarse para proteger aquella improvisada fortificación, pero debían intentarlo.
Dispuso sus armas hacia abajo, intentando provocar un ataque por arriba. El demonio picó el anzuelo, saltando y lanzando tajos. El elfo se agachó para esquivar el ataque, lanzó una estocada al torso de la bestia, esquivó su parada y acertó. Muy a pesar suyo, supo al instante que la herida infligida no había sido grave. La piel del espíritu, de color gris y semejante a la de un apestoso cadáver correoso, era tan recia que incluso un estoque divino y la fuerza del Matatitanes no eran suficientes para perforarla con facilidad.
El demonio se abalanzó como una exhalación, girando enloquecido, y Vladawen retrocedió de un salto. Evitó la trenza que intentaba azotarlo como un mayal, pero no las afiladas agujas que sobresalían del borde inferior de sus alas de murciélago. Un agudo dolor le dijo que le habían cercenado el pecho.
No tenía tiempo de comprobar la gravedad de sus recientes heridas, pues no se atrevía a apartar los ojos de su adversario. Lo que hizo fue arremeter con su estoque contra la columna del demonio, pero de nuevo, y por un instante, fue demasiado lento. El espíritu siguió girando y la hoja sólo atravesó su otra ala. Apenas le hizo un pinchazo, nada más.
El demonio cuchilla dudó un instante, y la guadaña que era su mano derecha estalló en una llamarada amarillenta. La bestia ondeó su miembro en llamas hacia Vladawen, describiendo un destellante arco en la penumbra.
El clérigo elfo avanzó para detener el golpe, un suicidio si fallaba en su defensa. Pero no fue así, y aquel repentino cambio en la distancia que los separaba pareció coger por sorpresa al demonio. El espíritu lanzó un tajo con su otra mano. Era la maniobra con la que esperaba acertar, el ataque que había pretendido preparar con su anterior artimaña. Sin embargo, puesto que Vladawen se había desplazado inesperadamente, su amenaza no fue tal. El elfo bloqueó el ataque con la guarda de su estoque, al mismo tiempo que introducía su daga en el estómago del demonio.
Por la forma en que se retorcía la bestia, Vladawen supuso que por fin la había dañado de verdad. Sin embargo, aún no había dado cuenta de ella del todo. La criatura intentó envolverlo con sus alas y sus brazos, y el elfo sintió un dolor agudo en su espalda. Quizá estuviera demasiado próximo a la bestia como para que ésta pudiera lanzarle un tajo con facilidad, pero su mano, que hacía las veces de antorcha, sí podía prenderlo en llamas.
Empujó al demonio y se zafó de su presa. La criatura retrocedió tambaleante, enredándose en una de las redes a medio acabar que colgaban de la casa; tropezó y recobró el equilibrio con un batir de sus alas. En ese instante el sonido entró de nuevo, de golpe, en el mundo de Vladawen, que escuchó el clamor de las refriegas libradas por toda la estancia. Suponiendo que siguiera con vida, Ópalo iba a poder recitar sus encantamientos. Al fin podrían cambiar las tornas, aunque era bastante optimista pensar que pudieran hacerlo lo suficiente para alterar el resultado lógico de la batalla.
El demonio cuchilla cargó contra él. Vladawen supuso que ahora se movería algo más lento que antes. No demasiado, pero sí lo suficiente para confiar en que sus reflejos y sus ojos bastaran para ayudarlo en aquella maniobra especialmente peligrosa. Leyó el movimiento del espíritu y entonces, en el que consideró el instante más propicio, se limitó a abalanzarse sobre él a modo de contraataque. Su única concesión a la defensa fue un leve giro de cintura, para desplazar su blanco un poco.
Y fue suficiente. Las manos-guadaña de la bestia pasaron como una flecha frente a él. Tras haber completado sin éxito su ataque, fue la criatura quien quedó indefensa. El estoque de plata de Vladawen se ensartó completamente en su torso. A la bestia le fallaron las rodillas y cayó, con las hojas de sus alas repiqueteando con estrépito contra el suelo.
Vladawen liberó su espada y giró para encarar a los aprendices. Sus ojos estaban inundados de terror.
—¡Quedaos donde estáis! —dijo—. Estaréis más seguros.
Entonces algo le rozó el hombro. Se giró y estuvo a punto de arremeter con su puñal antes de darse cuenta de que se trataba de Gareth.
—No se te ocurra hacer eso otra vez —dijo el elfo—. Además, ¿no deberías estar luchando?
—Es imposible defender una única puerta o ventana —contestó el chico—. Hay que correr de una a otra. Estás sangrando muchísimo.
Tocó las heridas de Vladawen y las manos empezaron a brillarle. El elfo sintió un cosquilleo cálido y un estremecimiento de fuerzas renovadas. Justo entonces, un oso trasgo se encaramó hasta la habitación.
—Yo me ocuparé de éste —dijo Gareth levantando su ensangrentada espada y abalanzándose hacia el asesino.
Paulatinamente Vladawen fue consciente de que el paladín había hablado con certeza. Verdaderamente debían correr de un lado a otro si querían tener alguna esperanza de defender su fortaleza. Aquel frenesí lo llevó por fin junto a Ópalo, que estaba agachada lanzando proyectiles de luz contra una ventana. Allí el elfo se detuvo por un instante.
—¿Qué tal te las arreglas? —dijo entre jadeos.
La maga levantó el cuerno de dragón.
—Aún me queda poder para unos cuantos conjuros más. Si tuviera tiempo, buscaría el foco adecuado para lanzar los más maléficos. Pero esos bastardos no paran de entrar. —La maga frunció el ceño—. Vladawen, siento que me utilizaran para llevarte a una trampa. Parece que incluso cuando intento ser leal, no hago más que causar problemas.
—Tonterías —respondió el elfo—, me alegra que te encontráramos. Hubiera deseado poder buscarte antes que hacer todo esto. Fui un burro al dar por sentado que nuestros enemigos te habían matado.
Ópalo levantó la cabeza lo justo para mirar por la ventana.
—Numadaya estaba en lo cierto.
—¿Respecto a qué?
—Sobre ti. Has cambiado. Pero eso ya no importa demasiado. ¿Cómo vamos a salir de esto?
—Me encantaría saberlo. Cuando te vi, me encaminaba a encontrarme con Khemaitas, y llevo toda la batalla tratando de ver algún elfo abandonado. Por desgracia no me he encontrado con uno solo de ellos, sólo he visto a forajidos humanos y espíritus conjurados.
—Yo sí he visto a Khemaitas. Apareció corriendo por la calle hace un momento.
Vladawen se preguntó por qué Ópalo no habría arrojado un conjuro de ataque contra el capitán, pero no tenía tiempo para preguntar.
—¿Hacia dónde fue?
36
Kolvas experimentaba una extraña combinación de sensaciones. Nunca antes de aquella noche había lanzado tanta magia en tan poco tiempo, consumiendo un rollo de pergamino tras otro, y también los muchos talismanes contenedores de conjuros que su maestro le había confiado. Supuso que era normal que un mago que obrara tanta magia se sintiera jubiloso. Al mismo tiempo, se sentía también frustrado por la persistencia con que Vladawen se aferraba a su vida, y el éxito que había encontrado hasta aquel momento al defender el taller de redes que había adoptado como refugio. Además, Ópalo sin duda debía de haber recobrado ya su voz, y eso hacía que el enfrentamiento fuera aun más engorroso.
Fijó su mirada en Levin, Shan Thoz y Khemaitas, todos apostados junto a él sobre la húmeda y resbaladiza pendiente cubierta de guijarros del tejado, todos con el mismo aspecto insatisfecho y congelado que él.
—Esto es patético —dijo.
Levin se encogió de hombros.
—Fuiste tú quien ideó esta trampa.
—Y funcionó. Hizo salir a Vladawen de su escondite. Yo no tengo la culpa de que nuestros agentes estén teniendo problemas para acabar con él.
El clérigo sonrió de forma desagradable.
—Me parece recordar que dije lo mismo respecto al combate a bordo del Doncella Fantasma, y que vos respondisteis burlándoos de mí.
Shan Thoz se cambió de mano el cetro que empuñaba. Parecía un movimiento insignificante e inofensivo, pero Kolvas pensó percibir en él algo que le recordó que aquel hombre delgado, adusto y de cabellos plateados era un señor del Pentágono de la Penumbra, incluso cuando expresaba su irritación.
—¿Alguno tenéis algo interesante que decir?
—Sí —respondió Kolvas. Ya hacía tiempo que había decidido no dejarse intimidar por Shan Thoz. Considerándolo desde un sentido amplio, su homólogo adepto de las sombras estaba por encima de él en cuanto a rango, pero aun así, el joven mago era el agente a quien Dar'Tan había dispuesto al mando de su particular aventura—. Nuestros soldados y demonios no son capaces de matar a Vladawen porque están atacando el edificio sin orden ninguno. Es necesario que los organicemos. Vos ocupaos de vuestros matones, y Levin y yo nos haremos cargo dé los espíritus.
—Lo que digáis —dijo Shan Thoz con sequedad—. ¿Por qué no? Cualquier cosa para complacer al elfo oscuro, que está sentado, seguro y cómodo, en su palacio en la montaña. —Entonces adoptó la forma de la impenetrable sombra de cuervo y voló calle abajo.
—Está bien —dijo Levin—, acabemos de una vez con esto. —Inclinó la cabeza y se apoyó la punta de los dedos en las sienes. Kolvas supuso que el clérigo había entrado en un ligero trance que le facilitara la comunicación con los diablos a los que había conjurado.
El mago se dispuso a hacer lo propio, y entonces dudó. Hacía tiempo que era consciente del modo en que Khemaitas se sentía molesto por haberse visto involucrado a la fuerza en su trama. Ahora que el marinero había vuelto a reunirse con ellos, Kolvas se preguntaba si realmente era sensato acceder a un estado de la conciencia en el que Khemaitas lo tendría más fácil para acuchillarlo por la espalda, o para simplemente empujarlo y que cayera tejado abajo.
No pasará nada, pensó por fin. Era obvio que Levin tampoco se preocupaba especialmente por mantener a raya a Khemaitas, y aunque a Kolvas no le gustara nada aquel tipo, debía admitir que sabía bien cómo interpretar y dominar a los demás. El mago tomó aliento para tranquilizarse, preparándose para reenfocar su conciencia. En ese momento, la puerta del taller de redes se abrió bruscamente. Aún enmascarado con el aspecto de un mozo de carga cualquiera, pero empuñando en su mano el estoque de plata, Vladawen salió a la carga.
Kolvas se sintió recorrido por la excitación y embistió también al frente. Desconocía por qué el Matatitanes había decidido abandonar su refugio y salir al claro, pero al hacerlo se había expuesto. Quizá, por fin, había llegado el momento. Había llegado la hora en que Vladawen moriría.
El elfo miró a un lado y a otro. Sin duda buscaba algo. Entonces unas sombras se arrojaron sobre él, y tuvo que defenderse. Kolvas contuvo el aliento hasta que la refriega acabó y entonces maldijo por lo bajo, pues Vladawen se había impuesto.
No importaba. Otros espectros, demonios y matones que habían estado asediando el taller se arrojaban ahora sobre el Matatitanes. Sin duda sería incapaz de vencerlos a todos, especialmente si Kolvas incrementaba sus esfuerzos con algo de magia extra.
—¡Khemaitas! —gritó Vladawen.
—¡Aquí! —contestó el capitán.
Receloso de una posible traición, levantando las manos para lanzar un conjuro, Kolvas se volvió hacia Khemaitas.
—¿No os disgustará que consiga alejarlo más de su refugio, o al menos que lo mantenga algo más de tiempo al descubierto? —se limitó a decir con aire desdeñoso el marino.
Vladawen echó a correr y uno de los demonios conjurados por Levin, una bestia jorobada semejante a un hombre lobo gigante, saltó para interceptarlo, gruñendo y mostrando sus garras. El elfo abandonado esquivó a un lado y a otro. Su estoque de plata destelló aquí y allá, aguijoneando al espíritu una y otra vez.
Kolvas agitó sus manos describiendo un pase místico. Una sombra, espesada hasta formar un cuerpo dentado lleno de poder destructivo, brotó de la punta de sus dedos, avanzó con fuerza y alcanzó a Vladawen en el flanco. El elfo se tambaleó y el bestial demonio, viendo su oportunidad, arremetió y atacó con las garras. El clérigo, casi milagrosamente, consiguió hacerse a un lado de un salto, alejándose justo a tiempo.
Vladawen estaba desequilibrado y el espíritu aprovechó para volver a embestir, forzando la posición del elfo y accidentalmente tapándole la vista a Kolvas. El mago confiaba plenamente en que, cuando por fin la bestia se apartara de su campo de visión, vería al Matatitanes yaciendo muerto en el suelo.
Sin embargo, fue el demonio quien cayó. Vladawen, aunque sangrando profusamente por la herida que el rayo de sombras le había infligido, seguía en pie. De hecho, aún poseía la fuerza y la agilidad necesarias para voltearse y matar a un trío de osos trasgo que cargaban contra él, a su espalda.
Kolvas sintió un escalofrío, una sensación que no estaba relacionada con la invernal temperatura o el inclemente temporal de aguanieve. En realidad era bastante ridículo. Cuando había viajado atravesando el desierto junto a Vladawen y sus aliados, como un traidor solitario a la espera de su momento para actuar, nunca se había sentido especialmente asustado. Sin embargo, en aquel momento, cuando era el Matatitanes quien era superado en número y estaba gravemente herido, con Kolvas apostado a salvo y lejos de su alcance, el mago tuvo que reprimir el impulso de acobardarse.
En nombre de las hachas ensangrentadas de Vangal, ¿qué hacía falta para matar a ese desdichado y así librarse del enojo de Belsamez?
Vladawen echó a correr de nuevo, rebuscó en el interior de su ensangrentada y maltrecha camisa y sacó una esbelta y pálida muñeca de cera.
—¡Capitán! ¡Éste es el talismán que Levin empleó para robarle la voz a vuestra dama! Con él, Ópalo podrá levantar la maldición que la asola. Ayúdanos, y te ayudaremos —gritó manteniendo en alto aquel muñeco.
—Malditos seáis los dos —graznó Khemaitas, asiendo con fuerza las empuñaduras de su estoque y su espada larga—. Es por esto por lo que queríais mantenerme alejado del Matatitanes.
—Tranquilízate —dijo Levin.
Kolvas dudó, sin sabe cómo actuar. En un momento, Khemaitas había pasado a ser una posible amenaza. No obstante, Vladawen, su objetivo, el centro de toda acción que el mago de las sombras había emprendido desde que abandonara la fortaleza de su maestro, estaba ahora parado al descubierto, al alcance de su magia, y era un blanco demasiado tentador como para resistirse a él. Kolvas sacó de debajo de su manto un último conjuro, y vigilando de cerca al pirata se dispuso a leerlo.
El conjuro incluido en el papel de vitela excedía con mucho a sus dominios innatos, de modo que se tomó su tiempo, pronunciando las palabras arcanas lenta y cuidadosamente, confiando en que los forajidos y los espíritus que se arrojaban sobre Vladawen se bastaran para contenerlo. Entretanto, Levin continuó persuadiendo a Khemaitas.
—Reconozco —dijo el clérigo—c2— que ésta es la razón por la que he intentado que no coincidierais, porque no quería darle la oportunidad de confundirte. Sí, es cierto que me robó la muñeca, pero eso no importa. Sigo siendo el único capaz de disolver el encantamiento.
—¿Por qué debería creerte? —dijo Khemaitas.
—¿Por qué no? Me conoces, y conoces también a esa bruja de granja. ¿De veras crees que esa zoqueta domina mejor la magia y es más poderosa que yo?
—Puede que merezca más confianza.
—Está bien, pues confía en lo que te digo. Ya has visto el poder del que hacemos gala —dijo Levin con un ademán de su mano que recogía todo el campo de batalla—. ¿Dónde están tus seguidores? Siguen a bordo de tu barco, demasiado lejos de aquí como para que puedas emplearlos para cambiar el devenir de la batalla. Sé que eres un diestro espadachín, capitán, pero no consigo imaginar cómo podrías salvar tú solo a Vladawen y a sus amigos de su condena. Es imposible. Sólo serviría para que compartieras su destino. No creo que sea el mejor momento para que decidas cambiar de bando.
Khemaitas mantuvo fija su mirada, pero aflojó la empuñadura de sus armas.
—Limítate a pensar que esta noche tendrás sanada a tu dama, en cuanto demos muerte al Matatitanes. De lo contrario, seré a ti a quien mate.
Kolvas terminó de recitar la frase de activación. Abajo, en el claro, el cuerpo de Vladawen se prendió en una llamarada oscura. Perplejos, los enemigos a su alrededor, incluso los diablos y las apariciones, dudaron por un momento y entonces se arrojaron sobre el elfo, para despedazarlo mientras se consumía.
Aquello debía ser el final. La agonía y el terror debían haber dejado a Vladawen incapaz de hacer otra cosa que no fuera intentar sofocar el fuego de sombras, convirtiéndose en un blanco aún más fácil del que ya era en aquel momento. Con todo, no dejaba de combatir y ahora, asomándose por una ventana, Ópalo empezaba a arrojar dardos de luz, parapetada en la casa. Kolvas fue consciente de que la maga debía de haber estado ahorrando sus últimas reservas de poder, o el poder del cuerno de dragón (ese que él aún no había visto), a la espera de utilizarlo cuando Vladawen más pudiera necesitarlo.
Entonces, de forma casi increíble, el Matatitanes se libró de los enemigos que aún lo acechaban y regresó tambaleándose en dirección al taller de los tejedores de redes. Los radiantes proyectiles seguían volando desde la casa, desalentando cualquier persecución, hasta que el elfo desapareció en su interior.
—Otro fracaso más —dijo Levin.
—No —le contestó Kolvas—. Puede que no se desplomara muerto justo cuando lo alcanzó la magia, pero sin duda ésta lo ha dejado terriblemente malherido, aunque no podamos verlo ahora. Por fin la batalla está decidida. Ahora, todo lo que tenemos que hacer es organizar a nuestros esbirros, arrojarlos sobre el taller y acabar con nuestro enemigo de una vez por todas.
Antes, no obstante, Kolvas debía ocuparse de otra cosa. Seguía sin gustarle un pelo tener a Khemaitas acechándole a la espalda. Puede que Levin tuviera intención de mantener sus tratos con el pirata. Quizá quisiera seguir incluyéndolo en sus tramas. Pero según consideraba Kolvas, Khemaitas había dejado de serle útil, y los más sencillo y seguro era dar muerte a aquel elfo.
Con las palabras de un conjuro de ataque brotando de sus labios, el mago humano se dio la vuelta. Intentó que su movimiento pareciera trivial, carente de amenaza alguna, pero entonces comprobó que su preocupación había sido en vano: Khemaitas se había escabullido sin que nadie llegara a darse cuenta.
Kolvas decidió que tampoco importaba demasiado, pues Levin había estado en lo cierto: Khemaitas no podía salvar a Vladawen él solo. Si decidía alinearse junto al Matatitanes, simplemente perecería. El mago dio un vuelco a sus pensamientos, esforzándose por dirigir correctamente a los espíritus bajo su mando.
37
A Ópalo le aterrorizaba pensar que Vladawen llegara a desplomarse antes de conseguir regresar al interior del refugio. Al final no fue así, pero tampoco faltó mucho. Tan pronto como el elfo atravesó la puerta tambaleándose, y después que Lilly la cerrara de un portazo, Vladawen se arrojó al suelo, rodando, dándose palmadas y gritando. Incluso su voluntad de hierro era incapaz de soportar el dolor por más tiempo.
Lilly arrebató una manta a un acobardado aprendiz pecoso. Sin duda tenía la intención de utilizarla para sofocar aquel fuego oscuro.
—Eso no servirá —dijo Ópalo. Entonces, al fondo de la edificación se escuchó un repiquetear de espadas—. Ve a ver si puedes ayudar a Gareth. Yo me ocuparé de Vladawen.
De haber sido Nindom quien estuviera en llamas, sacudiéndose y agitándose, Ópalo dudaba de poder reunir la determinación para apartarse de su lado. Lilly, sin embargo, enseguida volvió a empujar la mesa hasta atrancar la puerta y se marchó a toda prisa.
Ahora era el turno de la maga. Ópalo nunca había visto antes aquella magia en particular que estaba matando a Vladawen, pero podía sentir su poder. Sin embargo, al menos en teoría, cualquier mago podía disolver cualquier encantamiento, de modo que se esforzó por no considerar la dificultad de la empresa que debía acometer, y por concentrarse sólo en articular sus palabras y gestos con impecable precisión.
Pero no sirvió de nada, pues las llamas no se extinguieron.
Ópalo lanzó de nuevo el contraconjuro. Nuevamente no funcionó, y sólo sirvió para acabar de vaciar de poder el cetro de cristal. Ahora iba a tener una única oportunidad más, tomando la fuerza de sus propias capacidades innatas, y después de eso cualquier esfuerzo suyo sería completamente inútil.
Por favor, rogó a El Que Permanece o a cualquier otro dios del bien que pudiera escuchar sus pensamientos, no dejes que falle ahora. No permitas que esto acabe así. Entonces volvió a pronunciar las palabras y esbozó las señales del contraconjuro.
Las llamas sombrías bramaron y ganaron fuerza, protestando. Sin embargo, por fin se desvanecieron. Ópalo se sintió aliviada y entonces se preguntó si, en las circunstancias en que se encontraban, aquello sólo habría servido para alargar la vida de Vladawen apenas un momento más.
El elfo intentó sonreírle. Aquel gesto resquebrajó la piel chamuscada y carbonizada alrededor de su boca.
—Gracias —graznó.
Lilly escudriñó la habitación y gritó llamando a Gareth. Cuando el paladín acudió, le dijo:
—Sánalo.
El enjuto joven pareció avergonzarse.
—No puedo. Aún no. Soy incapaz de hacerlo tan a menudo.
—¡Inútil! —La asesina se lanzó junto a Vladawen—. ¡Y tú, en nombre de Gormoth! ¿Qué se supone que estabas haciendo?
—Tenía el presentimiento de que, si conseguía hacer que Khemaitas supiera que tenemos a la muñeca en nuestras manos, eso serviría para cambiar el devenir de la batalla —contestó el elfo.
—Un presentimiento.
—Sí. ¿Llevo aún la muñeca? Es que no puedo sentirla en mis manos.
—Sí. Parece como si el fuego sólo hubiera chamuscado tu carne, y no el equipo ni lo que llevas encima. —Lilly pestañeó, intentando contener las lágrimas—. Espero que te alegre. Ahora túmbate y descansa, aunque claro, tampoco te queda otra opción. —La asesina se puso en pie de un salto y se puso junto a Gareth, que miraba por la ventana—. ¿Qué ocurre?
—Se han replegado —contestó el joven—, se disponen a tomar al asalto el taller.
—Genial.
—Os aviso —se pronunció Ópalo— que casi me he quedado sin magia.
—Vaya, más buenas noticias.
—Ya vienen —informó Gareth—. Que Corian os bendiga a todos.
Ópalo acabó con dos sombras más con sendas descargas de fuerza, y por fin se quedó sin conjuros. En aquel instante se sintió más cansada y entristecida que aterrorizada, y empuñó el cuerno para utilizarlo a modo de clava. Entonces, la carga del enemigo pareció decaer. La maga escudriñó la calle y avistó las esbeltas figuras recién llegadas, que se arrojaban como una flecha sobre las tropas de Kolvas, empuñando lanzas y espadas.
Girándose hacia Vladawen, Lilly dijo:
—Bueno, es posible que tu gente no sea tan despreciable e infame como había pensado.
—¿Es que han venido los marineros en nuestro rescate?
—Así es —dijo contemplando la batalla—. Y la verdad es que están haciendo un buen trabajo, aunque eso no significa que vayan a servir de mucho. Después que me asegure de que tú y Ópalo os quedáis aquí a salvo, saldré ahí fuera.
—Y yo iré contigo —dijo Gareth asintiendo.
38
Reconsiderándolo, Levin no tenía dudas de dónde había estado el engaño. Cuando habían estado a bordo del Doncella Fantasma aquella misma noche, en el momento en que Khemaitas había ido a ponerse su armadura de conchas marinas, probablemente el pirata había dado órdenes secretas a los miembros de su tripulación para que bajaran a puerto justo después de su partida. Habrían permanecido ocultos en algún lugar de Barrio Tormenta desde entonces, lo bastante próximos a la zona para acudir en auxilio de su capitán en caso de que éste los necesitara.
El clérigo fue igualmente consciente de por qué el repentino ataque de los elfos había resultado ser tan devastador. Estaban descansados, y además habían cogido por sorpresa a los supervivientes de los osos trasgo. Demonios y espectros empezaban a desvanecerse, al tiempo que los conjuros que los habían invocado consumían su poder.
Con todo, aquella debacle se le antojaba una pesadilla imposible. ¿Cómo cuatro personas, una de ellas empezando la refriega como prisionera atada e indefensa, habían conseguido contener a las fuerzas que Levin, Kolvas y Shan Thoz habían dispuesto en su contra? ¿Cómo habían podido resistir lo suficiente para volver a su favor la obstinación de Khemaitas?
Levin se giró y resopló frustrado. Kolvas se disponía a descender por los guijarros mojados del tejado.
—¿Adónde vas? —preguntó el clérigo—. Afirmabas estar a cargo de todo esto. Bien, creo que es el momento de hacer algo. ¡Es Belsamez quien lo exige!
Kolvas se estremeció.
—Cualquier cosa para honrar a la Asesina. Juro que pronto tendrá el botín que se merece. Pero esta batalla está perdida, y podremos servirla mejor si nos retiramos a tiempo para combatir por ella otra noche.
—¿De modo que tu plan era salir corriendo para dejarme solo mientras te daba la espalda?
—No he considerado que nos quedara nada por hablar, y tampoco creo que nuestra relación sea especialmente distendida.
—No —contestó Levin—, claro que no. —Desenfundó su daga y se echó hacia delante.
La figura de Kolvas se oscureció y se desplomó como una pieza de tela que cayera plana, hasta adquirir la forma de la sombra de un gato. Levin la acuchilló pero, rápido como un verdadero felino, el mago se escabulló de la hoja. En un instante, desapareció en la noche.
Levin maldijo por lo bajo. Su acción había sido del todo inútil, y también estúpida. No era propio de él lanzarse al ataque sin pensar. Se sentía frustrado, pero debía permanecer firme. Maldito Kolvas, después de todo tenía razón. Ahora lo único que podían hacer era escabullirse y entrar en comunión con la Asesina. Debía explicarle que todo aquel fracaso no había sido culpa suya, y buscar su orientación en lo que respectaba a cuál debía ser su siguiente acción. Trepó hasta la parte alta del tejado y se encontró con Gareth, que subía desde la otra vertiente.
Levin se dejó caer instantáneamente por la pendiente. Temeroso de ser incapaz de frenar su deslizamiento y caer del tejado, apenas logró detenerse en el último momento. Cualquier cosa era mejor que quedarse al alcance de la espada larga del paladín.
Por desgracia, aquello sólo había servido para hacerle ganar algo de tiempo. A pesar del manto, del peso de su cota de mallas y de la fatiga que debía sentir, Gareth no tardó en aparecer pendiente abajo, manteniendo un equilibrio propio de un diestro espadachín. No se permitía sonreír ni regodearse, pero Levin podía distinguir un desalentador brillo de satisfacción en sus ojos.
—Estás arrestado —dijo Gareth—, y esta vez no tendré problemas en reunir las pruebas suficientes para hacer que todo encaje.
—Me rindo —dijo Levin—, no me hagas daño. —Entonces hizo el ademán de posar su puñal sobre los guijarros. Con suerte, aquello serviría para distraer la atención del guerrero de los signos que dibujaba con los dedos de su mano desarmada.
Su artimaña estuvo a punto de funcionar, pero entonces los ojos de Gareth se abrieron con perpleja comprensión. El paladín dio un paso al frente, pero fue demasiado tarde. Levin completó su conjuro, un encantamiento ideado para provocar un dolor angustioso en el cuerpo de la víctima. El paladín se encogió, cayó sobre una rodilla y resbaló por la pendiente.
De haber tenido la oportunidad, Levin habría preferido arrancarle a Gareth el corazón del pecho, o utilizar algún otro conjuro que permitiera a su lanzador matar desde la distancia, pero ya había agotado los encantamientos de esa clase. Ahora rezaba porque aquel bastara; el sufrimiento debía incapacitar al paladín el suficiente tiempo para que cualquier enemigo pudiera dar cuenta de él.
Agarró el puñal y se abalanzó sobre el discípulo de Corian. Gareth, tambaleante, intentó hacerle frente, pero se limitó a estremecerse espasmódicamente de forma incontrolable. Levin dispuso el puñal para acuchillarlo.
—¡Corian! —bramó el paladín. Se giró bruscamente, con su espada larga destallando en un arco. Era un movimiento tan aparatoso que el ataque bien podía haber carecido de fuerza alguna. Sin embargo, quizá justo en ese instante el Vengador concedió a su campeón una fracción de su propia fuerza, porque la hoja del paladín seccionó por completo la muñeca de la mano en la que Levin portaba el puñal, y siguió avanzando hacia su cuello. Cuando el clérigo había necesitado defenderse, la Reina de los Traidores parecía haberlo abandonado, y no importaba que no hubiera sido su culpa. En ese último instante de su vida, pensó que aquello no debía sorprenderlo: él habría premiado un fracaso así de un modo semejante.
39
Shan Thoz estaba empapado y helado, con su piel descubierta bañada en salpicaduras de la aguanieve. Deseaba poder adoptar la forma de un gato o un cuervo de sombras. Así aquellas incomodidades desaparecerían, junto con su tosca carne material.
Claro que el problema era que una sombra no podía sacar a una manada de asesinos de una batalla, ni conducirlos a un sitio en que estuvieran a salvo. Por eso Shan Thoz merodeó en la oscuridad con su forma humana, recogiendo a los supervivientes de su banda, sacándolos de aquellas dificultades que pudieran haberlos superado y apurándolos a encaminarse hacia la más próxima de las muchas guaridas de los osos trasgo. En ese momento despreciaba a todos y cada uno de sus subordinados, pero no permitió que sus sentimientos obstaculizaran la eficiencia del proceso, puesto que sabía que el tiempo se le estaba agotando. Incluso dejando a un lado la amenaza de los elfos, era imposible que el populacho pudiera seguir armando jaleo por las calles indefinidamente, sin paladines, Perros de Guerra, Cuervos o alguna otra banda de agentes pacificadores dispuestos a meter sus narices en el asunto. Ya tendría tiempo de castigar a sus inútiles subalternos más tarde.
Al menos, eso había supuesto hasta que entró con media docena de forajidos en un callejón cercano atestado de desperdicios. Entonces percibió movimiento a su espalda. Se giró, con su larga trenza grisácea y su capa color carbón azotando su cuerpo, y titubeó al ver una esbelta y recta espada dispuesta a ensartarle el corazón. Sus subalternos también se giraron de forma brusca, y se quedaron igualmente helados.
Era Lilly, como Kolvas la llamaba, asiendo la hoja con mano firme. Debía de haber permanecido escondida entre los desperdicios, o quizá había bajado de un salto desde lo alto.
—Sólo una estocada, eso es todo lo que voy a necesitar —dijo.
Shan Thoz dedicó a la asesina su mirada más despectiva.
—No seas estúpida. Tengo a seis discípulos prestos a auxiliarme.
—Y quizá puedan vengarte, pero ya estarías muerto.
—No estés tan segura. No tienes idea de quién soy, ni de los poderes que puedo conjurar en caso de necesitarlos.
—Claro que sí, Mykis. ¿Queréis que te lo demuestre pronunciando tu verdadero nombre y revelando tu auténtica alineación? ¿Quizá quieres que estos imbéciles lo oigan?
Shan Thoz tomó aliento para tranquilizarse y reconsideró su posición.
—¿Qué queréis? —preguntó finalmente.
—Sangre, pero no la tuya, no si estás dispuesto a ser razonable. Quizá podamos tener una pequeña charla privada.
El mago hizo un gesto a los osos trasgo.
—Marchaos.
Los hombres dudaron por un momento, y uno de ellos dijo:
—Si nos vamos, os quedaréis sin protección.
—No habéis servido de gran ayuda esta noche —replicó Shan Thoz—. ¿Por qué iba a ser determinante vuestra presencia ahora? Marchaos, o seré yo mismo quien os mate para quitarme problemas.
Los osos trasgo se retiraron.
—Muy acertado —dijo Lilly.
—¿Qué querías decirme?
—Quiero saber dónde está la fortaleza de Dar'Tan. Dímelo y te dejaré marchar.
Shan Thoz se cambió de mano el cetro de roble pulido y se decantó por uno de los pocos conjuros de combate que aún no había utilizado.
—Pides demasiado.
—¿De veras? ¿Es que le tienes tanto apego a ese elfo oscuro que arriesgarías tu vida para protegerlo?
—Apego no es la palabra que yo elegiría, especialmente en los últimos tiempos —dijo el mago soltando un escupitajo.
—Déjame adivinar. Se supone que ostentáis el mismo rango, pero él no se ha ofrecido a hacerte sumo sacerdote de su nuevo dios. Ni siquiera te había contado una palabra sobre esta trama hasta que necesitó vuestra ayuda para atrapar a Vladawen y darle muerte —dijo Lilly con una mirada sarcástica.
—¿Conoces a Dar'Tan? —dijo Shan Thoz ladeando la cabeza.
—No, pero conozco a esa clase de gente, particularmente a esos que acuerdan el asesinato de otras personas. ¿Me equivoco?
—Él me guarda sus secretos, y yo hago lo propio con él. Es la única forma sensata de actuar para la gente en nuestra posición.
—La resurrección de Jandaveos es un gran secreto, un pilar básico en sus planes, y aun así permite que Kolvas, un simple subordinado, esté dirigiéndola. Supongo que eso querrá decir que Kolvas contará con una importante posición en el futuro Mithril que se traen entre manos. Me pregunto qué posición te tendrán reservada.
—Hacía mucho que nadie se atrevía a burlarse de mí.
—No pretendía hacerlo —dijo Lilly, manteniendo en su porte la misma firmeza que su espada. Shan Thoz podía ver lo difícil que sería iniciar algún conjuro sin que ella se percatara—. Sólo intento razonar contigo. Obviamente tendrás tus propios planes y ambiciones. Los desconozco, y no estoy interesada en ellos. Dame lo que necesito, nos separaremos como amigos y podrás reanudar tus actividades.
—Eso será hasta que Dar'Tan venga a reprenderme por conduciros hasta él.
—Eso no ocurrirá si mis amigos y yo lo matamos primero.
—No lo haréis. Él será quien os mate.
—Entonces seguirás a salvo. Porque juro que, independientemente, de cómo resulte todo, Vladawen y yo nunca diremos a nadie quién nos ayudó.
Shan Thoz frunció el ceño, tratando de considerar sus posibilidades.
Lo cierto era que Lilly había calculado su temperamento de manera espléndida. A la luz de los recientes acontecimientos, había dejado de confiar en Dar'Tan, y tampoco apreciaba su sociedad con el elfo oscuro. Realmente dudaba que su colega pretendiera compartir su control sobre la ciudad que habían prometido conquistar, Mithril, para gobernarla juntos. Y aunque así fuera, sus instintos alertaban a Shan Thoz de que Dar'Tan se había embarcado en una senda peligrosa y equivocada. Maldita sea, eran adeptos de las sombras, no clérigos. Hasta ahora habían obtenido cada una de sus victorias y basado cada una de sus estrategias en su dominio de los poderes arcanos, no de los divinos. Ciertamente era imprudente, casi una locura, vincular sus destinos a los antojos de un dios que aún no había nacido. ¿Quién iba a ser capaz de predecir lo que podía pensar o hacer el corrupto Jandaveos cuando finalmente regresara al mundo de los vivos?
Por todo ello, Shan Thoz se sentía en aquel momento tentado de dar a Lilly la información que ella y sus compañeros necesitaban para marchar a enfrentarse con Dar'Tan. Parecía improbable que pudieran llegar a arruinar la trama del elfo oscuro, y menos aún matarlo; pero si llegaban a hacerlo, quizá el mago humano podría llegar a dirigir el Pentágono de la Penumbra y devolver a la cabala su antiguo poderío.
Por descontado, una traición semejante acarrearía sus propios riesgos. Cabía la posibilidad de que Dar'Tan descubriera quién había transmitido a sus adversarios la información para llegar hasta la Fortaleza de las Sombras, a pesar de las promesas que pudiera hacerle Lilly. Pero si el elfo oscuro ya había decidido volverse contra su compañero mago, quizá tampoco iba a importar demasiado. De cualquier modo, Shan Thoz suponía que tendría mejor oportunidad de capear la ira de Dar'Tan algunas semanas después, tras tener tiempo de prepararse para el desenlace de su conflicto, más que a sobrevivir a las iras de Lilly aquella noche.
Por ello, y aunque le irritaba sobremanera capitular ante una amenaza, suponía que debía conceder a aquella perra lo que pedía, sin siquiera intentar mentirle. Por el modo en que ella había leído su talante, dudaba que mereciese la pena intentar engañarla.
—Por desgracia no tenemos ningún mapa —dijo finalmente—, o al menos una pluma y pergamino. Temo que las indicaciones son algo complicadas.
—Tengo buena memoria —contestó la asesina.
40
Por suerte para Ópalo, resultó que Vladawen y Lilly habían sacado sus grimorios de la posada. Una vez ellos y el resto de los elfos abandonados habían regresado al Doncella Fantasma, Khemaitas le había permitido estudiar los volúmenes de su camarote, y del mismo modo le había devuelto su capa repleta de bolsas. En consecuencia, aunque los ojos le pesaban por la tensión y el cansancio, ahora disponía de múltiples conjuros frescos listos para ser lanzados. Abrió la escotilla y subió a cubierta.
Aunque el aire aún era glacial, la tormenta ya había pasado. El cielo del este se teñía de gris con la promesa del amanecer, y dos medias lunas se hundían en el horizonte occidental. Los marineros se afanaban sobre la cubierta, tirando de amarres y subiendo y bajando del mástil, preparando la nave para la partida. Khemaitas había decretado que, independientemente de cómo se sucedieran los acontecimientos, lo más prudente iba a ser abandonar el puerto antes de que las autoridades llegaran a relacionar a su tripulación con la batalla que había tenido lugar en las calles.
El capitán avanzó a su encuentro.
—¿Podrás hacerlo? —preguntó el pirata de manera cortante.
Lo cierto era que, aunque aún no sabía cómo, sí quería poder decir algo alentador, aunque finalmente se limitó a pronunciar un sencillo eso creo.
—Así lo espero. Arremetí contra Levin porque el Matatitanes dio fe de tus habilidades. Después, ese idiota de Gareth mató al clérigo.
—Lo cierto es que podría decirse que tú mismo también querías matarlo.
—Claro que sí, pero si lo hubiéramos cogido prisionero, podríamos haberle obligado a levantar su maldición. Ahora, si no eres capaz de hacerlo, tú y tus camaradas pagaréis por ello.
Aquella amenaza dejó a Ópalo consternada. La maga se esforzó por sobrellevar las palabras, como había acostumbrado a hacer durante toda su vida. Enterraba sus sentimientos tras una máscara imperturbable.
—Ya te he dicho que irá bien. Dejemos zanjado este asunto de una vez.
Entonces se acercó todo lo que pudo a la figura exquisitamente tallada que ocupaba el mascarón de proa del barco pirata. Otros se congregaron a su alrededor, incluido el propio Vladawen, con la piel salpicada de horribles y supurantes quemaduras. Lilly se agachó a su lado, asistiéndolo. Debían haber estado descansando, pero insistían en presenciar la conjuración.
Sin estar segura del todo de qué quería transmitir exactamente, Lilly miró a su compañera a los ojos. Ésta sonrió y asintió con la cabeza en respuesta, haciendo muestra de su confianza en ella. Por alguna razón, eso la hizo sentirse aún más nerviosa, y por ello se apresuró a darse la vuelta.
Ópalo, sosteniendo frente a ella la muñeca de cera sin rostro, tomó aliento para intentar calmarse y entonces recitó el mismo encantamiento que había servido para salvar a Vladawen de las llamas de oscuridad. El aire zumbó y brilló llenó de magia. Al pronunciar la última palabra del contraconjuro, su intuición de maga le indicó que debía apretar con fuerza, y entonces la marioneta se desmoronó hasta convertirse en fino polvo en sus manos.
—¡Vaya! —gritó el mascarón de proa en lengua élfica—. ¡Vaya! ¡Puedo ver!
Los marineros vociferaron entusiasmados. Vladawen insistió en hacer una reverencia y, tan debilitado como estaba, probablemente se habría caído de bruces de no ser porque Lilly lo sostuvo con fuerza.
—Reina Roshayla —resolló—. No os reconocí hasta no escuchar vuestra voz.
La doncella fantasma se giró para contemplar al grupo reunido en la proa. Retorcido de un modo semejante, cualquiera que no hubiera sido aquella dama hubiera mostrado un aspecto realmente grotesco, pero ella parecía no haber perdido ni un ápice de su encanto.
—Matatitanes. Todos dijeron que habías muerto.
—No, Alteza, sencillamente estaba recluido. ¿Sois consciente de lo que os ha ocurrido?
El mascarón de proa se estremeció, transmitiendo una vibración que Ópalo percibió en las planchas de madera bajo sus botas.
—Levin. Lo vi a bordo de un bote de remos, lanzando conjuros, pero me arrebató la voz antes de que pudiera dar la alarma.
—Ahora ya ha muerto, mi señora —dijo Khemaitas—. No volverá a molestaros.
—Y eso significa, capitán —dijo Vladawen—, que volvemos a la misma pregunta que os formulé la noche que nos conocimos. ¿Me llevaréis hasta Kadum?
—¿Por qué podríais desear algo así? —preguntó Roshayla.
Vladawen lo explicó, abreviando como era de esperar el relato, pero sin omitir sus propios engaños y manipulaciones, o el modo en que Belsamez lo había embaucado. Al revelar el nombre de Jandaveos, un estremecimiento de dicha y asombro recorrió a la tripulación. Algunos se conmovieron, otros cerraron los ojos y suspiraron, y otros dibujaron signos sagrados en el aire.
Al finalizar, Roshayla dijo:
—En ese caso, no hay ninguna duda de que debemos ir.
—Mi señora —dijo Khemaitas—, ya sabéis cuan peligrosas son estas aguas, especialmente en esta estación. Acabamos de libraros de la maldad de Levin. ¿Querríais que volviéramos a arriesgar vuestra salud acometiendo un viaje tan peligroso?
—Agradezco enormemente que queráis protegerme, pero sí —repitió—. Rotundamente sí. Hace mucho que soy vuestro auxilio y vuestra amiga, y vosotros, por vuestra parte, mis protectores. Hemos cuidado los unos de los otros, y hemos dejado a un lado al resto del mundo cuanto hemos podido. Pero ahora parece que ha llegado el momento en que voy a ser erigida reina de nuevo, y a vosotros, mis caballeros, os ha llegado la hora de redoblar vuestros esfuerzos en pos de servir a vuestro pueblo y a vuestro dios. Si el futuro está en juego, ¿qué otra cosa podríamos hacer?
El capitán inclinó la cabeza.
—Que así sea entonces —dijo girándose hacia su tripulación—. Volvamos al trabajo. —Gesticuló a Gareth, que estaba junto a la barandilla—. Supongo que aún tendremos tiempo para llevarte a puerto.
—Gracias —dijo el desgarbado joven—, pero preferiría quedarme a bordo.
—Estarás bien —dijo Lilly—. Busca la cripta de Levin, y también sus aposentos. Encuentra a gente que lo odie pero que temiera denunciarlo mientras estuviera con vida. Ya has reunido pruebas más que suficientes para convencer a tus superiores de que, al hostigarlo y darle muerte, hiciste a Mithril un gran, un enorme favor.
—Creo que tienes razón —dijo Gareth—. No me preocupa poder ser castigado o expulsado. El problema es que, al liberaros y combatir a vuestro lado, he hecho posible vuestro viaje. Os ayudé a infringir la ley.
—Ahora conoces toda la historia —apostilló Vladawen—. Sabes que tenemos una razón importante para ir en busca del Sacudemontañas.
—Pero sigue estando prohibido.
—Exacto —espetó Lilly—. Pero eso no quiere decir que tengas que hacer todo lo que esté en tus manos para detenernos.
—Lo entiendo —dijo Gareth—, pero puedo acompañaros para asegurarme de que el viaje no depara maldad alguna, y supongo que ésa es mi responsabilidad.
—¿Capitán? —inquirió Vladawen volviendo la cabeza.
—¿Creéis que podréis evitar caeros al agua, y no poneros en el camino de la tripulación? —inquirió Khemaitas.
—Mi padre fue pescador —contestó Gareth—. Me crió para que lo imitara, hasta que escuché la llamada de Corian. Creo que podré arreglármelas bastante bien.
Khemaitas se encogió de hombros.
—Que sea entonces a vuestra manera. —El pirata contempló a la pálida y bella criatura que se inclinaba sobre él, y fugazmente tocó su mano de madera—. Señora mía, puedo imaginar lo asustada y sola que habéis estado estos últimos días. Desearía poder quedarme a hablar con vos. Pero lo mejor será que partamos antes que salga el sol.
Roshayla sonrió dulcemente, con apenas un atisbo de congoja.
—Seguid haciendo bien vuestro trabajo, viejo amigo. Aún estaré aquí esperando cuando regreséis.
INTERLUDIO
En la luz y la oscuridad de la cámara
41
Cuando Kolvas entró en la sala de su mentor, un oscuro y espacioso ático decorado con una ecléctica selección de botines procedentes de múltiples caravanas saqueadas, Dar'Tan estaba junto a una de las altas ventanas presentes en la estancia, contemplando una daga de plata como si la estuviera utilizando a modo de espejo. Últimamente el elfo oscuro pasaba mucho tiempo de esa manera, comulgando con el poder que se agitaba, cobrando vida, en las profundidades de aquella hoja.
Pero su meditación no llegaba nunca a ser tan profunda como para dejarlo ajeno a su entorno, de modo que cuando vio a Kolvas concedió a su estudiante su habitual sonrisa cordial. El aprendiz sabía bien lo que iba a ocurrir a continuación: el mago de delgadez sobrehumana, con su mano espectral y el velo de perpetua oscuridad que lo rodeaba, lo invitaría a sentarse, beber y comer.
Tristemente, Kolvas sabía que esa vez no merecía un trato tan amistoso. Por eso se humilló en el suelo como un simple forajido orco al que se le hubiera ordenado presentarse ante su señor.
Dar'Tan dudó por un momento, y finalmente suspiró ante tal muestra de humildad.
—Debo entender que tu misión no ha sido exitosa.
—No, Maestro.
—Bueno, será mejor que me lo cuentes todo. Pero antes, por todas las voces de la noche y la piedra, levanta del suelo.
—Sí, Maestro. —Kolvas se levantó y se dispuso más o menos firme para relatar el fracaso en Mithril—. Empleé todos los rollos de pergamino y amuletos que me suministrasteis —concluyó—, pero finalmente no pude derrotarlos. Al contrario, acabaron con Levin y con suficientes osos trasgo como para aterrorizar al grupo. Sin embargo, eso no nos detuvo ni a Shan Thoz ni a mí. Nos hubiéramos reagrupado, prestos a atacar de nuevo, pero nos quedamos sin tiempo. El Doncella Fantasma zarpó al amanecer, y estoy seguro de que Vladawen, Ópalo y Lilly estaban a bordo. —El mago humano tomó un profundo aliento—. Soy consciente de que me encargasteis matar al Matatitanes, y acepto mi culpa por haber fracasado. Si es vuestro deseo que ponga fin a mi propia vida para satisfacer a Belsamez, iré hasta el altar de sacrificios por mi propio pie.
Dar'Tan negó con la cabeza.
—Es muy amable por tu parte, y debo añadir que has despilfarrado de forma ridícula la magia que te concedí. Dejé vacíos los sótanos para aprovisionarte.
Kolvas suponía que estaba exagerando, aunque ser consciente de ello no hizo menguar su vergüenza.
—Sí, Maestro.
—Está bien, supongo que, considerándolo desde un punto de vista más amplio, no es tan grave. No me hubiera importado si hubieras regresado diciendo que has consumido toda esa magia para enviar a Vladawen a la tumba. ¿Pero qué vamos a hacer con él ahora?
Kolvas dudó por un instante, y entonces decidió que no se trataba sólo de una pregunta retórica.
—Sois el mayor mago de todo Ghelspad. Vladawen está por encima de mis posibilidades, pero si habéis decidido arremeter contra él con vuestras propias manos...
Dar'Tan sonrió.
—Cuando no eras más que un pulgoso vagabundo que intentaba sobrevivir en tu amada ciudad, ¿llegaste a encontrar tiempo para contemplar el mar?
—Sí.
—¿Y cuántas sombras viste?
—Mmm... supongo que no demasiadas.
—Eso mismo creo yo. En cualquier lugar hay siempre algún resquicio de sombras, y es por eso que podemos hacer uso de nuestra magia en todas partes. No obstante, lo cierto es que nuestro poder es más débil en el mar que en la tierra. —La espectral mano de Dar'Tan se contrajo como enojada ante aquella afirmación—. Además, debo admitir que, morando aquí en lo alto de una montaña, tan lejos de la costa, no me he preocupado por trabar alianzas con los maestros de las profundidades. Bueno, en ocasiones consideré enviar enviados a los písceos, piratas de las Islas Dedos, o a alguna de las arpías marinas, pero siempre surgía algo que consideré más urgente.
—Lo que decís es peor aún de lo que pensaba. Vos tampoco podéis atacar a Vladawen. ¡Hasta que Khemaitas lo traiga de vuelta a Mithril! ¡Entonces será cuando le pongamos las manos encima!
Dar'Tan negó con la cabeza.
—Es demasiado precavido para regresar a la costa en la misma región. Para arrendar el buque que necesitaba, uno que navegara en aguas profundas, sí tenía que visitar un puerto de tamaño considerable. Sin embargo, ahora Khemaitas puede devolverlo a tierra en cualquier lugar de la costa.
—Lo siento, Maestro.
Dar'Tan se encogió de hombros, y eso hizo mecerse la mano espectral.
—Bueno, tampoco son todo malas noticias. El Mar Sangriento no necesita de nuestros esfuerzos para ser peligroso. Ni tampoco Kadum. E incluso si Vladawen consigue sobrevivir a su viaje, aún deberá localizar la Fortaleza Sombría, llegar hasta ella, adentrarse... Bueno, no creo que haga falta que siga mencionando contrariedades.
—Desde luego, Maestro.
—En ese caso, ahora lo que nos queda por decidir es qué hacer contigo.
—Ya os lo dije. Estoy listo para aceptar cualquier castigo que consideréis apropiado.
—¿Qué te parece un vaso de ese vino claro de Vera-Tre? Le hemos puesto la espita al último barril en el sótano, y después que lo acabemos, seguramente tendremos que arreglárnoslas sin él hasta después del deshielo, en primavera. O hasta que entremos en Mithril victoriosos, sea lo que sea lo que ocurra primero.
—¿Perdón? —dijo Kolvas pestañeando.
El elfo oscuro sonrió.
—¿De veras pensaste que iba a castigarte por no lograr matar a un campeón con el que los propios titanes no lograron terminar? Por la cabeza cortada del Cazador, ya lo mataste una vez, y no es tu culpa que Belsamez no acertara a apresar su alma. Alteraste el ritual de resurrección y me trajiste este puñal, y eso sigue siendo lo más importante. Por todo ello, sigo estando en deuda contigo.
—¿Y qué ocurrirá si la Demente pide mi cabeza?
—Ya te lo dije, hallaremos otra forma de contentarla. Pero dejemos ya de hablar de cómo me has fallado. Nada más lejos de la verdad. Ninguna decisión ha podido ser más acertada que la de confiar en ti.
A Kolvas se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias, Maestro. Cuando ahorcaron a mi padre...
—Basta, por favor. Me honras, pero ciertos sentimientos es mejor dejarlos a un lado, especialmente entre despiadados jefes bandidos. —Dar'Tan hizo un gesto con su mano de sombras en dirección a la mesa y las sillas—. Ahora tomemos ese vino.
42
Los marineros prepararon el camastro a Vladawen en el mismo atestado camarote en el que sin duda debieron de haber mantenido presa a Ópalo, y el elfo pasó los siguientes días durmiendo, cuando el dolor que lo aquejaba se lo permitía, viendo el candil balancearse cuando una tempestad azotaba al buque, e intentando decidir qué iba a decirle a Kadum para convencerlo de que lo ayudara. Lillatu, por su parte, pasaba gran parte de su tiempo sentada a su lado.
La asesina le tocó una mancha de la piel, que tenía un color blanco mortecino.
—Las quemaduras te van a dejar cicatrices.
El elfo levantó el brazo y acarició una de las dos pálidas marcas redondeadas que Lillatu tenía en la frente. Durante los años en los que había poseído su antigua naturaleza draconiana, los cuernos le habían brotado de aquellas motas.
—En ese caso, estaremos iguales.
—Si no fuera porque pertenecemos a razas diferentes...
—¿Sigue eso preocupándote?
—Nunca lo hizo, pero tú eres el elfo estirado. Me preocupaba que acabara siendo un problema para ti, y ahora que estás de vuelta entre los de tu estirpe...
—Aún deseo salvar a mi gente, pero no porque crea que puedan ser más valiosos que los humanos. Si alguna vez llegué a pensar eso, este último año me ha enseñado que no es así —dijo Vladawen con una sonrisa.
La asesina se la devolvió.
—Será mejor que sea así, sobre todo mientras aún estás demasiado débil para defenderte por ti mismo.
—En realidad, noto que he recuperado gran parte de mis fuerzas. Sé que no sientes mucho aprecio por los paladines, pero el toque sanador de Gareth me ha hecho bastante bien. —El elfo la agarró y tiró de ella hasta colocarla encima de él.
43
Vladawen se quedó dormido después de hacer el amor. Lilly se zafó del abrazo del elfo, se vistió y trepó hasta la cubierta, donde el gélido viento se le clavó en la piel como cuchillas. El cielo estaba cubierto de nubes grises, desde un horizonte hasta otro, y el mar tenía el color del vino tinto.
Ópalo estaba en la popa de la embarcación, royendo un pan duro. Lilly esperaba que la maga, que nunca había viajado antes por mar, no encontrara demasiado difícil sobrellevar aquella resaca. Gareth estaba posado en la borda, arrastrando un sedal por el agua. Su rostro aniñado y entusiasta se había vuelto taciturno con el transcurso de los días, y la asesina creía saber por qué. Debía de sentirse fuera de lugar allí, entre los filibusteros a los que, en otro tiempo, se había esforzado por llevar ante la justicia, tan lejos de los protocolos y deberes que habían definido su existencia hasta entonces.
Aunque a Lilly no le preocupaba demasiado cómo pudiera sentirse, lo cierto era que se trataba de un camarada, y que había ayudado a Vladawen a curarse. Por eso se encaminó hacia él. La cubierta parecía moverse bajo sus pies, pero ya hacía tiempo que se había acostumbrado al movimiento del barco.
—Alégrate —dijo.
—Estoy bien —dijo joven dedicándole una sonrisa.
—No lo creo. Pareces raro. Te recoges demasiado. Sé bien lo que se siente. Yo estuve igual cuando el dragón me obligó a abandonar mi hogar para abrirme camino junto a toda clase de forajidos. Pero debes tener en cuenta una cosa: sigues teniendo poder para sanar, y eso quiere decir que tu dios está satisfecho contigo. Puede que seas un desertor según las reglas de tu orden, pero no has perdido el honor, incluso como paladín.
Gareth negó con la cabeza.
—Hasta que la Comandante Talahar me prohibió entrometerme en los planes de Levin, nunca pensé que las leyes y mi conciencia pudieran disentir.
—¡Por los colmillos de Mormo! —dijo Lilly—. ¡Mira que eres cortito! ¿Por qué me molestaré? —Dando la espalda al paladín, se encaminó hacia la proa y allí se demoró por unos momentos, contemplando el cielo encapotado y las contaminadas olas.
—Eso ha sido muy amable por tu parte —dijo una mansa voz aguda.
Lilly se sobresaltó, pero enseguida fue consciente de quién se había dirigido a ella. Había sido del todo inesperado. Incluso tras haberse librado de la maldición, Roshayla pasaba horas y horas en silencio e inmóvil, como un mascarón de proa corriente, y en cierto modo la asesina había asumido sencillamente que el fantasma de una reina elfa no debía de estar muy interesado en charlar con ella.
—Resulta irritante verlo tan deprimido —contestó Lilly.
—Tú tampoco pareces estar de muy buen humor, especialmente para tratarse de una mujer que ha hecho el amor no hace ni una hora.
—¿Tanto ruido hicimos? —dijo Lilly bufando.
—No. Soy un mascarón de proa para algunas cosas, y el barco al completo para otras. Percibo casi todo lo que ocurre a bordo.
—Será mejor que no se lo digas a Vladawen, o no querrá repetirlo hasta que volvamos a la costa. —Entonces dudó—. Creí entender que lo conociste antes de la Guerra Divina. ¿Cómo era entonces?
—Alegre. Sincero y detallista en extremo. No arrogante, al menos no para sus compañeros elfos, pero seguro de sus propias habilidades y su criterio.
—En otras palabras, entre Chern y Belsamez han conseguido despojarlo de cuanto solía ser —dijo la asesina.
—No creo que sea así del todo. De alguna forma, tú le recuerdas la persona que solía ser. Es por eso por lo que me asombra que temas que tu amor no sea bueno para él.
Lilly sonrió con amargura.
—Lo dices porque no has escuchado todo el relato de nuestros viajes juntos. Ya lo he apuñalado en dos ocasiones, y lo he traicionado también de muchas otras formas. Rezo porque eso ya haya acabado. Pero Numadaya, la más sabia adivina de Hollowfaust, predijo que conocería más pesares si permanecía a su lado. Dijo también que se apesadumbraría igualmente en caso de que le abandonara, claro que eso no me hace sentir nada mejor.
—¿Y lo has visto apesadumbrado? —preguntó la doncella fantasma.
—Bueno, cuando creyó que Ópalo estaba muerta. Y sus pensamientos lo roen cada día por los pecados que imagina haber cometido, y el mal que cree haber hecho.
—Puede que fuera eso a lo que se refería Numadaya.
—Quiero creer que sea así, pero nunca ha sido tan fácil para nosotros.
Roshayla volvió la vista al otro extremo del buque, donde Khemaitas conversaba en ese instante con el timonel, en la popa.
—El amor no suele ser fácil —dijo—, ni tampoco está comúnmente libre de penas. Pero es capaz de sobrevivir a las más dolorosas circunstancias.— Entonces volvió bruscamente la cara al frente, de nuevo, como intentando evadir su propia melancolía—. Como puedes ver, el agua se está volviendo cada vez más rojiza. Si el tiempo no empeora, alcanzaremos la prisión de la Gran Bestia en un día o dos.
TERCERA PARTE
El Mar Sangriento
44
Un relámpago irrumpió en el horizonte. El correspondiente trueno no tardó en resonar, y la lluvia arreció sobre la balanceante cubierta. Bajo la pasajera luz, el mar parecía tener un tono marrón, aunque Vladawen imaginaba que, de estar iluminándolo el sol, su color sería más bien rojo arteria. Tampoco es que importara demasiado. Lo que realmente le preocupaba era que el color fuera tan uniforme, allá donde alcanzaba su vista.
Volviéndose hacia Khemaitas, preguntó:
—¿Estás seguro de que éste es el lugar?
El capitán sonrió torciendo la boca ante la lastimosa ignorancia del marinero de agua dulce.
—No, no exactamente. Kadum está en el fondo del océano. ¿Creíste que íbamos a tener a mano una boya para marcar la ubicación exacta? Deberás zambullirte para encontrarlo. Maniobraré con el buque según haga falta, suponiendo que una tormenta o una serpiente marina no acabe antes con nosotros.
Vladawen suspiró.
—Parece que he quedado como un estúpido, pues no lo había considerado desde ese punto de vista. Necesitaré mucha fortuna para poder encontrarlo antes de quedarme sin pociones para respirar en el agua.
—Probablemente eso sea lo único que no debe preocuparnos. —El marinero alargó la mano para alcanzar una de las hebillas que fijaban su coraza de conchas de mar—. Mientras vistas esto, no tendrás que subir a tomar aire ni una sola vez.
—Se trata entonces de un preciado talismán, y si un tiburón me engulle, o el Padre de los Monstruos acaba conmigo, lo perderás.
—Ya estoy arriesgando el Doncella Fantasma y las vidas de todos los que están a bordo. Sería estúpido inquietarse por una armadura, por muy encantada que esté.
—En ese caso, os lo agradezco.
—Y yo —apostilló Lillatu—, pues si él emplea la coraza, yo podré beber las pociones. Así no tendrá que zambullirse solo.
—Eso depende de si él está de acuerdo en ralentizar su marcha para que lo acompañes. La coraza sirve para más que permitir a su portador respirar como un pez; concede la capacidad de nadar como un pez. Tú, en cambio, chapotearías a su lado sólo tan rápido como pueda hacerlo un humano.
Lillatu se giró.
—¿Ópalo?
Envuelta con fuerza en su capa para protegerse de la llovizna y el frío, la desgarbada maga negó con la cabeza.
—Lo siento. No soy una bruja marina, y no tengo ningún conjuro que pudiera servir.
—Lo que tenemos deberá bastar —dijo Vladawen—. Voy a hablar con Kadum, no a combatir con él.
Lillatu le clavó la mirada.
—Pero tú mismo has reconocido que es muy probable que te enfrentes a algún peligro.
—Por otra parte, debemos considerar el riesgo de vagar por estas aguas más de lo estrictamente necesario. ¿Recuerdas esa ballena que nos persiguió ayer, esa criatura que parecía sobrenatural, por no decir que tenía aspecto de ser un muerto viviente?
—Conseguimos dejarla atrás.
—Tuvimos suerte. El viento soplaba favorable. Puede que la próxima vez no seamos tan afortunados.
—Está bien —gruñó la asesina—. Lo haremos como dices. Siempre acaba siendo así. —Entonces se alejó hasta quedarse sola.
Vladawen se quitó las botas, se puso la armadura de conchas y coral, y luego se colgó su fajín encima. Como ya había comprobado al nadar en el puerto de Mithril, el estoque tenía tendencia a enredársele entre las piernas, claro que no estaba por la labor de prescindir de su arma más valiosa.
—Bueno —dijo finalmente—, os veo en un rato.
—No te apartes demasiado de la cadena del ancla —lo alertó Khemaitas—. Será mejor que no pierdas la pista del buque.
—Que Corian te acompañe —dijo Gareth, garabateando un símbolo sagrado en el aire con la punta de los dedos.
Preguntándose si esa severa y justa deidad realmente estaría dispuesta a favorecer a un truhán de doble juego como él, Vladawen saltó por la borda y se zambulló en el agua.
No estaba tan fría como había temido. Quizá el fluir de tanta sangre fresca calentara el agua. El elfo reunió toda su determinación y, desafiando a sus instintos, se obligó a tomar aliento bajo el agua. Sintió el peso de ésta deslizándose hacia el interior de sus pulmones, pero no era una sensación incómoda, y no tuvo problemas para mantenerse firme.
Experimentando con sus recién adquiridas habilidades, dio una patada con los pies imitando a una rana, y nadó empleando los brazos como le había enseñado su padre ochocientos años atrás. Lo sorprendió lo rápido que avanzaba. No perdía la sensación de estar inmerso en el agua, del líquido acunándolo y acariciándolo, pero no parecía impedir en absoluto sus movimientos. Nunca había experimentado algo semejante antes, y sonrió ante la placentera sensación. Entonces recordó la importancia de su misión, dejó a un lado su momentánea frivolidad y siguió buceando.
No sentía dolor ni los efectos de la presión sobre sus oídos. Sin duda la armadura debía de protegerlo también de esos peligros. El agua se hacía cada vez más oscura, hasta que tuvo que necesitar toda la capacidad de sus ojos élficos para distinguir algo en ella. Los colores se iban desvaneciendo uno a uno. El rojo fue el primero en desaparecer, y la venenosa contaminación adoptó un tono gris.
Cuando alcanzó por fin el lecho marino, el mundo a su alrededor se había hecho casi completamente negro. Con todo, supuso que iba a ser difícil no ver una criatura tan enorme como un titán. Kadum tenía al menos el tamaño de una torre bastante imponente, y con todo Vladawen no distinguía rastro de él.
Nadó alrededor del ancla del Doncella Fantasma, echando un vistazo a la zona, y entonces se dispuso a regresar a la superficie. De repente distinguió movimiento en la negritud del agua que tenía sobre la cabeza. Había estado contemplando la vida marina desde que había entrado en el agua, y gran parte de esta estaba grotescamente deformada. Sin embargo, tenía la impresión de encontrarse ante algo especialmente grande.
Desenvainó su estoque y miró a su alrededor. No distinguía ninguna amenaza, pero eso no tenía por qué significar que ésta no estuviera arrastrándose o abalanzándose hacia él en ese mismo instante, sobre todo cuando cualquier enemigo podía llegar con tanta facilidad desde arriba o desde abajo como desde su frente o su espalda.
Vladawen ascendió pateando, tan rápido como pudo, exhalando con firmeza como le habían enseñado, aunque imaginó que podía confiar en que la coraza de Khemaitas impidiera que el aire se siguiera expandiendo en sus pulmones, que sentía arder. Esperaba que, en el caso de que hubiera un depredador acechando, sería capaz de salir del agua antes de que llegara a inquietarlo. Muy a su pesar, no fue así.
Cuando la criatura apareció ante sus ojos, aún estaba sobre su cabeza, bloqueando su camino hacia el reino del aire y la luz del sol. La longitud de la bestia era dos veces la altura de Vladawen, poseía un corpulento torso de ogro y tenía los brazos emparejados con la flexible cola de una anguila. De la boca le brotaban unos colmillos como cuchillos; tenía unos ojos redondos de mirada penetrante, y la cresta de una aleta dorsal semejante a un híbrido entre una extremidad humana y de pez. Empuñaba en sus garras un gran arpón de tres puntas, y arrastraba un fardo de vejigas en un saco de pesca, alguna clase de botín cuya naturaleza el elfo era incapaz de determinar.
Vladawen ya se había encontrado antes con písceos, pero éste era distinto; era más grande, y su piel no era negra ni verde, sino de un tono carmesí oscuro. Sus rasgos parecían algo aplastados, retorcidos y asimétricos. Vladawen concluyó que la sangre de Kadum debía haberlo alterado, probablemente robándole su cordura, pues parecía mirarlo con una aversión que rozaba la demencia.
El clérigo elfo blandió su estoque, intentando espantarlo. La bestia enseñó sus colmillos, soltó el saco y se abalanzó contra él ondeando la cola.
Una cosa era poder respirar y maniobrar libremente bajo agua, pero otra muy distinta era saber cómo combatir en ese entorno. Vladawen sabía que estaba en desventaja, pero lo único que podía hacer era intentar defenderse lo mejor que podía. Esperó hasta que las hojas del arpón con forma de tridente estuvieron a punto de alcanzar su cuerpo, y entonces se hizo a un lado, dando un zarpazo con su mano libre. El puño fue a parar contra el arma y la apartó en dirección contraria.
Una vez el tridente dejó de ser una amenaza, estaba suficientemente cerca del hombre-pez para poder golpearlo. Lanzó una estocada y acertó justo en las membranas de las agallas, tras las fauces casi draconianas. La herida empezó a manar sangre a borbotones. Vladawen podía oler el hedor de la cálida sustancia contaminando el agua.
Enloquecido o no, el rojizo písceo tenía el suficiente intelecto para darse cuenta de que, en una distancia tan corta, su enorme arma había perdido toda su efectividad. La bestia soltó el arpón, se retorció con la agilidad de una rémora y agitó sus garras.
Vladawen pateó hasta alejarse de su alcance, y siguió huyendo frenéticamente mientras su adversario lo perseguía. Si el písceo titubease por sólo un instante, quizá podría acertar de nuevo con una estocada directa; pero la bestia, sin dejar de lanzar sus garras e intentar morderlo, lo perseguía sin descanso.
De repente fue consciente de que la criatura no tenía razón alguna para titubear. El pinchazo en sus branquias había dejado de sangrar, y de hecho se había contraído hasta formar un simple hoyuelo arrugado. La bestia tenía el don de la curación instantánea, de modo que la situación de Vladawen era aún peor de lo que había imaginado.
Completamente desesperado, lanzó una estocada hacía los ojos del písceo. Aquella simple acción lo dejaba completamente al descubierto ante un contraataque, pero la mayoría de las criaturas tendían a proteger su visión de forma instintiva, y su actual oponente no resultó ser una excepción. Finalmente se giró para eludirlo.
Vladawen enderezó justo en ese momento su cuerpo, con la esperanza de dar la impresión de estar escapando hacia la superficie. En el último momento, se retorció para volver a zambullirse. Al pasar bajo la cola de la criatura, con su primorosa hilera de aletas festoneadas, se giró para ver si realmente había conseguido engañar al písceo, o si éste estaba preparándose para desgarrarlo con sus zarpas.
Lo había engañado. La bestia se estiraba para atacar a un adversario que resultó no estar donde ella había esperado, y en consecuencia había conseguido sacarle ventaja. Pateó debajo de ella y le atravesó el torso con su estoque divino.
El rojizo písceo se convulsionó. Imaginando que no iba a tener fácil alcanzarlo si permanecía tras él, Vladawen dejó la espada en la herida y se aferró a su empuñadura para fijar su posición bajo la bestia. Desenvainó su puñal y lo clavó una y otra vez en el cuerpo de la criatura.
El písceo forcejeó durante tanto tiempo que a Vladawen le parecieron unos instantes interminables. En dos ocasiones estuvo a punto de lograr voltear su cabeza lo suficiente como para aprisionarle la cara a Vladawen con sus fauces. Sin embargo, finalmente quedó inerte. El elfo liberó sus armas y dejó a la bestia hundirse hacia el fondo. Sospechaba que no debía de estar muerta del todo, pero incluso si algún otro depredador no se decidía a atacarla en su vulnerable estado actual, sin duda no recuperaría su fuerza a tiempo para seguir molestándolo. Agitó sus hojas para limpiarlas de sangre, las volvió a envainar y nadó hasta la superficie. Allí la lluvia arreciaba.
Sus compañeros bajaron la vista, contemplándolo.
—¿Y bien? —preguntó Lillatu.
De repente el agua que tenía en los pulmones le escoció, y tuvo que escupir antes de poder responder.
—Creo que deberíamos mover el barco.
45
Cuando Vladawen encontró por fin a Kadum, su primer pensamiento fue bastante sencillo: había olvidado lo enormes que eran los titanes.
Si eso era posible, Kadum parecía ser aún más grande que el propio Chern, una colosal figura verde y negra encadenada a una roca gigantesca. Tenía en el pecho una enorme hendidura, la herida dejada cuando Belsamez le arrancó el corazón, y la sangre manaba de ella de forma incesante, formando una nube de sustancia rojiza.
A pesar de las cadenas que lo sujetaban y de la herida aparentemente letal que presentaba, Vladawen dudaba que cualquier persona pudiera mirar a aquel titán y seguir impertérrito. Aun en su calamitosa situación irradiaba fuerza y malignidad, y aunque el elfo llevaba ya sumergiéndose en su búsqueda desde hacía nueve días, habiendo derrotado en el proceso a media docena de estrafalarias criaturas marinas, aún necesitaba hacer uso de su férrea voluntad para continuar el descenso hasta alcanzar al titán.
Al aproximarse lo suficiente, distinguió las incrustaciones de coral en la cola bífida y en las escamosas extremidades del Sacudemontañas, y las anémonas y otras pequeñas criaturas que moraban en los pliegues de su piel. Vladawen sólo podía suponer que siendo éstas tan pequeñas y el Sangrante tan enorme, no debían de ser conscientes de su verdadera naturaleza. De no ser así, incluso el más tonto de los animales, hasta un vegetal, no osaría a acercarse a él.
El elfo flotaba frente al semblante de Kadum como un mosquito que volara frente a la nariz de una persona cualquiera. El Padre de los Monstruos poseía unos rasgos en cierto modo propios de reptiles, incluidas unas fauces de enormes colmillos que Vladawen recordaba bramando enrabietadas o riendo con alborozo. Ahora estaban cerradas, y los colmillos de marfil estaban ocultos al fin. Los ojos bajo las huesudas protuberancias de sus cejas brillaban con la intensa blancura propia de una perla.
—¡Hola, Sacudemontañas! —dijo Vladawen. El agua hacía que su voz sonara extraña y distorsionada en sus oídos, pero debía bastar para empezar una conversación. Después de eso, si para Kadum era difícil comprenderlo o, por el contrario, lo encontraba desagradable, probablemente podría comunicarse con su visitante a través de la mente.
Sin embargo, por el momento no parecía ser consciente del saludo que le dirigía.
—¡Kadum! —gritó Vladawen con toda la fuerza que pudo reunir. El gigante siguió sin inmutarse.
Vladawen frunció el ceño. ¿Pasaría los años el titán tullido en una absoluta inconsciencia? De ser así, ¿cómo harían los dementes druidas que se suponía que solían comunicarse con él para despertarlo? Puede que tuvieran algún ritual, una información clave que la musa eslareciana había ocultado con maldad cuando él, como su poseedor, no le había formulado la pregunta apropiada.
Fuera como fuese, Vladawen suponía que iba a tener que intentar algo menos refinado. Después de todo, había estado en el bando de los enemigos de los titanes, no formando parte de las filas de sus adoradores. Aunque ningún ser inferior a ellos podía quedarse mirándolos sin sobrecogerse, paradójicamente, el contemplar a Kadum en su estado mutilado, encadenado e inmóvil, más que atenuar hacía más intenso ese sentimiento. Por ello, impelido por una emoción de impiedad y también inquietud, el elfo desenvainó su estoque y nadó hacia el semblante del Sacudemontañas.
Entonces algo cambió en los ojos de Kadum. Vladawen era incapaz de determinar exactamente qué. Quizá fuese una sombra agitándose en lo profundo de aquella blancura. Intentó retroceder dando patadas al agua, y una punzada de fuerza semejante al golpe de un martillo de guerra arremetió contra su psique. Durante un instante se convulsionó agonizando, y entonces:
Fue un niño pequeño adormilado, luchando por mantenerse despierto lo suficiente para escuchar el final de la canción de cuna que le cantaba su madre.
Fue un novicio que se entregaba a Jandaveos, con el aire oliendo a incienso y cientos de velas brillando en la penumbra.
Tejió flores silvestres en una guirnalda para entregarla a la doncella que esperaba desposar.
Su maestro de esgrima volvió a corregir su postura, y él se preguntó cómo podía ser tan complicado hacer que su pie derecho apuntara hacia al frente, y mantenerlo en esa posición.
Cabalgó a casa regresando de la guerra con los eslarecianos, triunfante y aún perplejo por el fin que habían encontrado sus adversarios.
Estuvo sentado con las piernas cruzadas sobre un frío suelo de baldosas, meditando, buscando en su interior el nombre sagrado que era incapaz de recordar. Cada poco, la gente se presentaba ante él para molestarlo, instándolo a beber, comer o dormir, y él los ignoraba tanto como podía.
Fue consciente de que llevaba años sin poner un pie en el exterior del ruinoso y abandonado templo que habitaba, y se preguntó, sin preocuparse demasiado, si estaría volviéndose loco.
Él y Lillatu estuvieron solos, y ella le concedió por ello la sonrisa más dulce que el resto del mundo pudiera llegar a ver jamás.
Vladawen revivió todas estas experiencias y otras innumerables, todas al unísono. Una parte de él comprendió que eran recuerdos, tanto como fue consciente de que la mente finita y lineal de un elfo no debía funcionar de aquel modo. Pudo sentir los elementos de percepción y raciocinio pulverizándose y desmenuzándose.
Por fin la experiencia vio su final, aunque sentía en su cráneo retumbar un eco silencioso. Vagamente, se dio cuenta de que había perdido el conocimiento. Miró a un lado a otro, y el terror que sintió lo desperezó del todo.
Kadum había abierto sus enormes fauces serpenteantes, sus dientes eran largos como la altura de un elfo, y Vladawen estuvo a punto de caer absorbido en ellas. Intentó alejarse a nado, a la desesperada. El elfo sentía como lo perseguía la rugiente risa de la Gran Bestia.
—Se dice —dijo Kadum— que mataste a Chern deslizándote por su garganta. Pensé que quizá querrías probar el mismo truco conmigo.
Vladawen tomó aliento para intentar calmarse.
—Me alivia escuchar vuestra voz. Temí que no quisierais hablarme.
—Sueño bastante a menudo —dijo el gigante—, no tengo muchas otras cosas que hacer. Sin embargo, quizá ahora llame a la Reina Ran, que mora en el borde de este abismo. Si lo deseara, ella y sus vasallos se arrojarían sobre ti para devorar hasta el último de tus huesos, y despedazarían tu buque.
—Lo que ocurre —apuntó Vladawen— es que nuestra guerra ha terminado.
—Eso nunca, «Matatitanes». Yo no dejo de recordar, ni de odiar. No le tenía cariño a Chern, pero cuando lo mataste cambiaste el devenir de los acontecimientos.
—Es posible, pero no tuvo relación alguna con vuestra propia perdición. Belsamez os derrocó con sus engaños, eso fue todo. Desvalijasteis mis recuerdos. ¿Entendéis ahora el motivo de mi visita?
—Jandaveos regresará de entre los muertos. Tú deseas que lo haga de forma amistosa, tus enemigos lo quieren despiadado. En lo que a mí respecta, no veo diferencia alguna. Odio por igual a toda nuestra amotinada progenie, ya sea oscura o luminosa.
—¿Es eso cierto, u odiáis a la Asesina más amargamente que al resto? Ella se ha situado en mi contra, y si me ayudáis a desbaratar sus planes, en cierto modo podréis cobraros venganza.
—Una ínfima venganza.
—¿Y no es eso mejor que nada? Si yo prevalezco, contaré a todos cómo lo conseguí. El mundo conocerá que, incluso en su prisión, el poderoso Kadum aún posee el poder de derrotar a los dioses.
El Que Permanece a menudo había hecho referencia a la vanidad del Sacudemontañas, y Vladawen suponía que no tenía nada que perder intentando apelar a la misma. Muchos podrían considerar insensato dedicar ostensibles halagos a uno de los poderes primordiales del cosmos, pero el clérigo siempre había juzgado que los titanes, a pesar de todas sus milagrosas aptitudes, no poseían un raciocinio especialmente brillante o sofisticado. Su fuerza era tal que no lo necesitaban.
Considerando las palabras de su interlocutor, Kadum guardó un largo silencio, hasta que Vladawen llegó a preguntarse si sencillamente habría vuelto a entrar en trance. Finalmente, el Padre de los Monstruos gruñó:
—Quizá odie a Belsamez más de lo que pueda detestar a un insignificante elfo. Desde luego no encontraría dificultad alguna en enseñarte el saber que anhelas. Pero tendrás que darme algo a cambio.
—Lo que sea —dijo Vladawen.
Aunque, al escuchar el precio establecido por el titán, se sintió desfallecer.
46
Lanza en mano, Gareth fijó su vista en las olas color carmesí. Sabía que, si algo atacaba a Vladawen mientras éste estaba en el agua, era bastante improbable que cualquiera a bordo del Doncella Fantasma pudiera hacer algo para ayudarlo. Con todo, suponía que un paladín debía estar preparado, aunque fuera sólo por si acaso.
De repente, la cabeza del elfo irrumpió en la superficie. Gareth, nada más ver su expresión, más sombría que simplemente disgustada, se hizo una idea de lo que había ocurrido. Contuvo su impaciencia hasta ayudar a Vladawen a trepar a la cubierta, y entonces no pudo reprimir por más tiempo la pregunta.
—¿Lo encontraste, no es así?
—Sí —respondió el Matatitanes.
Aunque había dispuesto de semanas para ir acostumbrándose a la idea, Gareth se sintió igualmente atónito ante el pensamiento de que el Sacudemontañas yaciera encadenado justo bajo sus pies. Por supuesto, siempre había sabido que Kadum, el más poderoso de los titanes, destructor de ciudades, protagonista de las más horripilantes historias, aún moraba en el fondo del océano, pero quizá una parte de él nunca hubiera acabado de creerlo. Se preguntaba si cabría la posibilidad de tragarse una poción para respirar en el agua, zambullirse y contemplar aquella maravilla por sí mismo.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó.
—Era grande. —Vladawen se giró hacia Khemaitas—. ¿Has oído hablar alguna vez de la Reina Ran?
—Ya he oído ese nombre antes —contestó el capitán—. No sé exactamente qué se supone que es, pero muchos de los que navegan por el Mar Sangriento dicen que dirige una horda de brujas marinas, hombres tiburón y krakens.
—Afortunadamente, imagino, no me he acercado lo suficiente para verla por mí mismo, pero me dijo que su guarida yace en el borde del mismo abismo en el que hallé a Kadum. Sugiero que estéis listos para partir en cuanto vuelva a subir a cubierta.
—¿Tienes que volver a sumergirte? —preguntó Lilly.
—Sí —dijo Vladawen apartándose el pelo mojado y teñido de rojo que le tapaba los ojos—. El Sacudemontañas me mostrará lo que necesito saber, pero antes debo pagar un precio.
La asesina se puso tensa.
—¿Cómo? ¿Es que quiere que le entregues su alma?
El clérigo sonrió con amargura.
—Es aún peor. —Entonces se giró hacia Ópalo—. Amiga mía, cuando te entregué el cuerno de dragón mi intención fue la de que pudieras quedártelo para siempre. Nadie merece más ese tesoro, o puede ser más proclive a utilizarlo de forma apropiada. Sin embargo, me temo que debo pedirte que me lo devuelvas.
La maga alargó el bastón que sostenía, que de repente se convirtió en un refulgente y brillante cuerno. El encantamiento de Numadaya había ido perdiendo fuerza últimamente, y la figura del cuerno había ido apareciendo entre parpadeos de ilusión y realidad.
—Tómalo y no te preocupes. Ya te lo dije desde el principio, es demasiado grandioso para alguien como yo.
—Gracias —dijo Vladawen en respuesta—. Si salimos de ésta con vida, encontraré un modo de agradecértelo. —Entonces fue hacia el barril del agua—. Dejadme beber un trago y volveré ahí abajo.
—¡No! —gritó Gareth—. No puedes.
—Es la única forma —dijo Vladawen con un suspiro.
—Pero dijiste —insistió el paladín— que el artefacto incrementa el poder de un conjurador de acuerdo con el potencial que éste tiene. Con Jandaveos fuera de este mundo no te queda demasiada magia, de modo que el cuerno sólo te hace un poco más fuerte. Ópalo es una maga consumada, y por ello el artefacto incrementa su magia de forma considerable. De ser esto cierto, ¿qué no hará con un titán?
—Lo desconozco.
—¿Y si le hace crecer un nuevo corazón? ¿O rompe sus cadenas?
—No creo que tenga tanto poder. Espero que no.
—Pero podría ser. Tú eres el Matatitanes. Paraste los pies a los mismísimos dioses, nadie hizo más por poner freno a su poder. ¿Cómo puedes siquiera considerar ahora hacer algo que servirá para hacerlos regresar?
—¿Y por qué no iba a hacerlo? No hay muchas opciones más. Escucha, como yo lo veo, si entrego el talismán es posible que provoque daño algún día, pero también puede ser que no. Al contrario, sabemos con absoluta certeza que, si no aceptamos las condiciones de Kadum, antes que acabe el invierno Jandaveos se alzará como príncipe del mal, condenando a mi pueblo a la extinción y a tu ciudad al desastre bajo los pies de su peor enemigo. Debemos concentrarnos en matar al dragón que ahora mismo abre sus fauces para engullirnos, y dejar para mañana la sierpe que pueda venir en un futuro.
—De acuerdo, pero no me gusta nada. —Gareth se dio la vuelta y se alejó. Esperaba parecer simplemente enfurruñado. En realidad pensaba con frenesí.
Incluso después de las semanas que llevaba a bordo del Doncella, sabía relativamente poco acerca de los elfos abandonados. A pesar de ello, simpatizaba con su situación, tanto como odiaba pensar en hacer algo que sirviera para ayudar al infame Dar'Tan a subyugar la ciudad que había jurado proteger.
Los titanes habían exterminado a miles de razas sólo porque las encontraban aburridas, y no había muchos que dudaran que, de no haber encontrado oposición, podrían haber acabado destruyendo también hasta al último de los humanos, elfos, enanos y medianos. Seguramente los nobles fines de Vladawen no servían para justificar el auxilio y socorro de un enemigo semejante.
Por el sol y las estrellas, el propio Corian, empleando el colosal gólem que aún permanecía en la Ciudad Templo, había ayudado a aprisionar a Kadum después que Belsamez lo derribara. ¿Cómo podía uno de los campeones del Vengador quedarse sin hacer nada mientras un insensato se esforzaba por deshacer el trabajo de su dios?
Gareth era incapaz de permanecer impasible. Estaba seguro de que la razón por la que su deidad lo había inspirado a unirse a aquel viaje era para impedir esa farsa. La pregunta era, ¿cómo?
Vladawen ya había demostrado que era capaz de derrotar a Gareth en un duelo, e incluso aunque no fuera el caso, el paladín era superado ampliamente en número, pues no había duda de que todos a bordo se pondrían del lado del Matatitanes. A primera vista, parecía que el campeón del Vengador tenía las manos atadas.
O quizá no. Aunque prefería con mucho enfrentarse a sus enemigos espada contra espada, como cualquier caballero haría, una de las primeras cosas que había descubierto en su vida, mientras pescaba peces como arponero en el puerto de Mithril, era que tenía un don natural arrojando la lanza. Si se giraba de repente, cogiendo a todos por sorpresa, quizá tendría una oportunidad de ensartarle al Matatitanes el cuello con su lanza, allí donde la armadura de conchas de mar no lo protegía. Entonces podría coger el cuerno de cristal y despedazarlo con su espada larga, acabando con el poder de aquel artefacto para siempre. Después, el resto de los elfos abandonados querrían tomar represalias, pero no había ningún paladín que viviera sin esperar el martirio.
Esforzándose por no hacerlo evidente, asió la empuñadura de la lanza para arrojarla, mientras se aseguraba a sí mismo que no estaba actuando de forma deshonrosa. El mismísimo Barconius, el más grande paladín que había conocido nunca Mithril, había recurrido en ocasiones al engaño y las emboscadas cuando las circunstancias más abrumadoras hacían imposible un desafío de caballeros o un ataque frontal. Gareth se esforzaba por no recordar cuando había luchado hombro con hombro con Vladawen, o la camaradería que había compartido con sus compañeros de la tripulación en aquellas pasadas semanas. Era cierto que seguía sintiéndose como un extraño allí, pero también debía reconocer que era por culpa de su propia naturaleza, y nada más. La tripulación, el Matatitanes, Ópalo, incluso Lilly se habían esforzado por ser realmente amistosos con él.
Maldita sea, debía dejar de pensar y actuar, ahora que aún podía hacerlo.
Se giro y arrojó la lanza con tanta fuerza y determinación como nunca antes había encontrado en su vida. El arma sobrevoló la barandilla del barco y voló hacia el mar escarlata.
La tripulación entera del barco gritó sorprendida. Muchos echaron a correr para ver qué amenaza podía haber provocado aquella reacción en Gareth.
Vladawen, no obstante, entendió bien lo que ocurría. Volvió a colocar el cazo de peltre del agua y fue caminando hasta el joven que acababa de intentar matarlo.
—Gracias por contenerte —murmuró.
—No sé por qué lo hice —dijo Gareth—. Tenía la cabeza hecha un lío. No tenía miedo a lo que los demás pudieran hacerme. Cuando llegó el momento, solo... me pasé en el giro.
—Puede que Corian te guiara.
—Me gustaría poder saberlo con certeza. —Por un momento, odió al elfo por llevarlo por los grises e inseguros caminos por los que ahora serpenteaba, sin importar que hubiera sido él quien eligiera embarcarse en ellos—. Asegurémonos de matar al dragón que hoy nos amenaza.
INTERLUDIO
Sobre la oscuridad del mar.
47
El cielo nocturno estaba encapotado y las nubes se agrupaban bajas en el horizonte. Caminando sobre la cubierta, Khemaitas casi podía imaginar que el Doncella Fantasma estuviera flotando en el fondo de una gigantesca caverna.
Aunque las nubes oscurecían lunas y estrellas, dejaban escapar la suficiente luz para bañar el perfil de la criatura exquisita y sobrenatural que se giró para recibirlo, frunciendo el ceño.
—¿Dónde está tu capucha? —preguntó Roshayla—. Esta noche hace mucho frío.
El pirata se preguntó si el frío que ella sentía sería el mismo que él podía percibir. Era una de las muchas cosas que, por no insistir en su penoso estado, no se atrevía a preguntar.
—Pensé que no me sentaba demasiado bien esa capa.
—Don refinado —dijo ella con cariño. Acostumbraba a burlarse de él con ese apodo desde sus épocas como escudero en la corte de su padre. Recordar aquellos días lo reconfortaba y le dolía al mismo tiempo.
—Creo que mañana estaremos ya en tierra, pasado como mucho.
—Eso mismo pienso yo.
Khemaitas dudó.
—Creo que gran parte de la tripulación bajará a tierra unos días, yo entre ellos.
—Eso esperaba.
—¿De veras? —dijo mirándola aturdido.
—Sois caballeros, ¿y qué clase de caballero abandona la lucha justo antes de la victoria?
—Dejaré aquí una guarnición suficiente para protegerte.
—No te preocupes por mí. Sabes que, si fuera necesario, podría zarpar por mí misma.
—Pero odio tener que dejarte atrás. Especialmente ahora que todo esto puede estar a poco de convertirse en una misión suicida. Shan Thoz podría haber mentido a Lillatu, malintencionadamente o por lealtad a su conciliábulo. Kadum podría haber engañado también a Vladawen. Por una causa u otra, nuestra aventura habría nacido destinada a la perdición.
—Pero con la supervivencia de nuestro pueblo en juego, no te queda otra alternativa que intentarlo.
—También es posible que Jandaveos ya haya regresado como una farsa de su antigua gloria. Puedo ver que esa posibilidad hace mella en la mente de Vladawen. Es por eso que no deja de decirme que puedo ir más rápido.
—Seguro que se preocupa, pero recuerda que está atado a su dios. Creo que podría sentirlo si hubiera sucedido así.
—No nos queda otra que mantener la esperanza.
—Con todo, y sin importar el final de todo esto, te envidio.
—¿De veras?
—Sabes que volverás a caminar entre los bosques. Daría cualquier cosa por poder hacerlo —dijo con una sonrisa amarga en los labios—. Sé que hace frío, es tarde y no has descansado demasiado. De todas formas, ¿te importaría quedarte un poco más contemplando el mar y el cielo?
—Con mucho gusto.
Transcurridos unos instantes, ella tomó su mano. Khemaitas se esforzó por recordar cómo la había sentido cuando sus dedos habían sido de cálida y mullida piel, y no de madera.
CUARTA PARTE
Las Kelder
48
Katonis Arbomad no podía echarle la culpa a nadie. Como cualquier vigilante, tenía experiencia suficiente para saber cuándo iba a cambiar el tiempo, pero también suficiente práctica como cazador para considerar del todo inaceptable herir a una bestia para luego dejarla escapar abandonada a su sufrimiento. Era por eso por lo que había insistido en seguir el rastro de la criatura colina arriba.
La nieve caía ahora desde el norte, y aunque las ráfagas susurrantes de viento se colaban por la lana y las vestiduras de cuero del joven capitán, le preocupaba menos el frío que el hecho de perder visibilidad. Incluso con la flecha clavada en la cadera, su presa era peligrosa y agresiva. Era del todo imaginable que la bestia regresara sobre sus pasos para volver las tornas y ser ella quien lo acechara a él.
El Vigilante se arrodilló para examinar una huella. El dueño de aquella zarpa la había dejado impresa en una parcela de nieve caída dos días atrás, pero no tuvo dificultades en ver que la huella era muy fresca. Al menos ahora sabía que no había perdido la pista.
De repente avistó un parpadeo negro entre la uniformidad gris de la roca y los tonos marrones y blancos de sus alrededores. Se alzó, se giró, puso una flecha en el arco y lo tensó hasta que las plumas tocaron su oreja, todo en apenas un instante.
La criatura estaba agazapada en la ladera que tenía sobre su cabeza, y su aspecto le recordaba al de un gato tallado en obsidiana agrietada. En los ojos del animal y en sus fosas nasales refulgía una luz rojiza. La bestia aún llevaba en una de sus patas el proyectil de Arbomad. En cuanto se orientó hacia él, salió de su escondite y embistió.
Le disparó en una paletilla, intentando acertarle en los pulmones o el corazón, si es que aquella bestia poseía órganos semejantes. No detuvo su avance. Volvió a soltar un proyectil, esta vez clavándole una flecha entre ojo y ojo. Sus patas delanteras cedieron bajo su peso, y mientras daba tumbos se despedazó como una figura de cerámica. Algo entre los restos brilló débilmente. Movido por la curiosidad, Arbomad se acercó. Extrañamente, parecía que la bestia se había ido tragando a lo largo de su existencia una jabalina, una lanza para cazar jabalís y un hacha.
De repente, dos felinos más irrumpieron desde unos matorrales cercanos. Lo cogieron por sorpresa. Desde que había dado comienzo la cacería, ya había dado muerte a tres de aquellas bestias. Había asumido sin más que aquella última criatura era la única restante, ¿pues no era lo normal en las manadas vagar juntas en busca de su presa? Parecía que esta vez no había sido así.
El Vigilante fue consciente de que, mientras intentaba disparar a una de las bestias (si es que llegaba a darle tiempo), la otra seguramente podría alcanzarlo mientras aún acababa de liberar su esbelto arco, un arma funesta para el combate cuerpo a cuerpo. Por eso lo tiró al suelo, y se decantó por sus espadas larga y corta. Al mismo tiempo, invocó el poder del amuleto que colgaba en su cuello, un ramito de agujas de conífera atrapado en ámbar. Instantáneamente, sintió su cuerpo recorrido por una exhalación de fuerza sobrehumana.
Arbomad esperó hasta el último instante y entonces esquivó a la derecha, interponiendo a uno de los gatos entre su compañero de manada y él mismo. La bestia que estaba más próxima a él se giró para encararlo, y el Vigilante le lanzó un tajo a la cara. La espada larga desgarró su oscura piel pétrea y, al instante, alguna clase de fuerza pareció tirar de la hoja. Puede que, con su fuerza hercúlea, pudiera haberse resistido al empuje de haber estado esperándolo, pero no había sido así. El arma se le deslizó entre las manos para desvanecerse en el interior del cuerpo del felino, tan veloz y de forma tan absoluta como si hubiera caído en las profundidades de un estanque.
La bestia se arrojó sobre él blandiendo sus garras, pero éstas no consiguieron atravesar su cota de mallas. Sin embargo, sólo su empuje sirvió para dejarlo tambaleándose. El otro gato acabó de sortear a su compañero, listo para atacar. Arbomad recuperó el equilibrio apenas a tiempo para defenderse. Retrocedió, evitando el mordisco que le lanzaba su adversario, y entonces se abalanzó sobre la bestia para ensartarle la espada corta en el cuello.
El golpe no sirvió para matar a la criatura, que intentó absorber la hoja de acero. Esta vez el Vigilante se anticipó al movimiento, y tiró de la empuñadura hacia sí con toda la fuerza que pudo reunir. Finalmente empezó a ceder a su empuje. Sin embargo, justo en ese instante otras hojas, la punta de una lanza y la hoja doblada, herrumbrada y gastada de una hoz, irrumpieron desde la piel de la bestia. La hoz le hizo un profundo tajo en los nudillos.
Con todo, el Vigilante no soltó el mango de su espada corta, y hubiera logrado liberarla de no ser porque vio en ese momento como otro gato se arrojaba sobre él, embistiendo. La bestia levantó sus cuartos delanteros, aparentemente con la intención de clavarle sus garras, y Arbomad se dispuso en posición defensiva. En ese momento, la afilada y brillante hoja de su propia espada larga encantada surgió como una víbora lista para morderlo desde el vientre de su adversario.
Aquel ataque lo cogió por sorpresa, y sólo pudo salvar el pellejo soltando la espada corta y arrojándose hacia atrás. Al hacerlo perdió el equilibrio, cayó y rodó, con la triste certeza de que los gatos saltarían sobre él antes de que pudiera volver a ponerse en pie. Finalmente descubrió estar equivocado, aunque no por mucho. Quizá las heridas que les había causado ralentizaran a aquellas bestias, o las hicieran actuar con mayor cautela.
Las criaturas, sin dejar de gruñir, con las cabezas bajas y las hojas robadas surgiendo de sus cuerpos como púas de puercoespines, comenzaron a rodearlo. Arbomad desenvainó sus dos dagas, sabiendo que su situación era ya desesperada. Los cuchillos, de muy corto alcance, eran armas deprimentemente inadecuadas para combatir a una pareja de depredadores más grandes que una persona, especialmente cuando debía preocuparse al mismo tiempo por que éstos no los absorbieran.
El Vigilante portaba un segundo amuleto, uno que había descubierto en el cuerpo de un camarada caído. Uno que no era suyo por derecho, pero que por razones que aún no entendía, o que al menos prefería no reconocer, había mantenido consigo. El artefacto podría haber servido para sacarlo de la peligrosa situación en la que estaba metido, pero por casualidad o por su mala planificación ya había despilfarrado su dosis diaria para maniobrar de forma segura y conseguir disparar al primero de los gatos a los que había dado muerte.
De ese modo, lo único que podía hacer era combatir lo mejor que pudiera. Amagó hacia la izquierda, saltó a la derecha, lanzó una estocada y falló. Entonces, la bestia a la que había intentado atacar se detuvo con una sacudida cuando el virote de una pequeña ballesta se le incrustó en el flanco.
Se escuchó un grito de guerra élfico. Lo gatos giraron y retrocedieron rápidamente, dividiendo su atención entre Arbomad y la nueva amenaza. Una espigada figura de piel blanca, cabello suelto y extraños ojos negros y plateados cargó pendiente arriba. Era el Matatitanes, y llevaba su estoque de plata en una mano y su látigo en la otra.
—¡Cuidado! —le gritó Arbomad—. ¡Se tragan las espadas!
—¡Ya lo sé! —contestó Vladawen—. Ya peleé...
Entonces uno de los gatos lo embistió, y tuvo que detenerse para concentrarse en su defensa.
La otra bestia saltó sobre Arbomad, estoqueándolo y lanzándole tajos una vez más con su propia espada larga. El Vigilante cedió terreno a su adversario, estudiando sus acciones, buscando un hueco en su defensa. Al hacerlo, descubrió que algunas de la grietas de su piel tenían el aspecto de runas y símbolos, pero si tenían algún auténtico significado, él carecía de la erudición necesaria para descifrarlo.
No se atrevía a apartar sus ojos de su enemigo para comprobar cómo se las estaba arreglando Vladawen, pero escuchaba su látigo chasquear una y otra vez. Sin duda el gato no podría absorber un látigo como podía hacer con un arma de metal. Con todo, el elfo abandonado debía de estar empuñándolo con la habilidad suficiente para evitar que se enganchara en las hojas que salían del cuerpo de la bestia a la que se enfrentaba.
Por fin Arbomad creyó leer la pauta de ataque de su propio adversario, y el modo en que podía actuar para hacerle frente. Al menos eso esperaba, pues de lo que sí estaba seguro era de que ya era momento de intentar una acción de ataque. La bestia sólo necesitaba acertar una vez para dejarlo incapacitado o matarlo. El Vigilante ajustó su distancia, invitando a la bestia a atacarlo, prediciendo primero un tajo hacia su flanco con la espada robada, luego un intento de desgarrarle las piernas, y por último una embestida y una dentellada.
Había acertado todos los movimientos, aunque el gato había sido lo suficientemente rápido como para no hacerle nada fácil esquivar sus ataques. Finalmente lo consiguió, y después que la bestia no lograra atraparlo entre sus fauces se detuvo por un instante, como siempre hacía al completar cada una de sus sucesiones de movimientos. Entonces llegó su turno de acercarse a ella de un salto. Al hacerlo, se raspó y se rasgó con un par de las hojas más pequeñas de las muchas que salían por su piel, pero eso no lo detuvo. De hecho, estaba tan concentrado en su ataque que casi no se dio cuenta de las heridas que estaba sufriendo. Empleando hasta el último ápice de la fuerza que le había concedido el amuleto de conífera, ensartó ambas dagas en el cuello del negro felino.
La criatura se abalanzó hacia el frente, derribándolo y saltando sobre su cuerpo caído. Con sus patas traseras arañó su cota de mallas, y dejó caer sus fauces para arrancarle la garganta de un bocado. Entonces, la bestia saltó en pedazos.
El Vigilante se puso en pie, recogió su espada larga de entre los escombros y corrió hacia Vladawen y su enemigo. Juntos, elfo y humano ensartaron al último gato vivo con sus espadas y lo hicieron trizas.
—Gracias —dijo Vladawen jadeando—. ¿Estás bien? Estás sangrando.
Arbomad se miró las heridas y se sorprendió al comprobar el mal aspecto de éstas. Sorbió un poco del precioso frasco que transportaba y la hemorragia se detuvo.
—Me pondré bien, y yo soy quien debería darte las gracias —dijo mientras recuperaba su espada corta—. Estuve en problemas hasta que apareciste.
El clérigo mostró una de sus poco frecuentes sonrisas.
—Creo recordar que ya estuviste en apuros parecidos una vez, cuando fuiste solo a cazar gorgones. Quizá deberías abandonar esta práctica.
—La gente de Roble del Parlamento, la aldea que hay abajo, junto al río, suplicaba que alguien fuera a matar a las criaturas que habían estado rondando sus casas, matando ganado e incluso personas. Pero mi compañía necesitaba descanso. Han estado viajando mucho.
—Por lo que deduzco que tú también.
Arbomad soltó un bufido.
—No irás a reñirme por imprudente, no después de todas las temeridades que te he visto hacer... Además, no hubiera necesitado ayuda de no ser porque esas bestias tenían la extraña habilidad de tragar espadas. ¿Habías visto antes algo parecido?
Vladawen asintió.
—Golthagga el de la Forja fue quien las creó, y los que combatimos en el bando de los dioses tuvimos que lidiar con ellas en la Guerra Divina. Las llamábamos bestias hoja. Ahora que su maestro ha desaparecido, parecen vagar salvajes.
Arbomad reprimió el escalofrío de sobrecogimiento que solía recorrer su cuerpo al recordar que su amigo había desempeñado un papel primordial en el conflicto que había permitido prevalecer a las razas divinas y había cambiado el mundo.
—Vaya, pues esas apestosas bestias podrían haber tenido al menos la decencia de absorber mis flechas, entonces habría sabido a qué atenerme al emplear mis espadas.
—Quizá por eso no suelan hacerlo. O puede que Golthagga sencillamente no estuviera interesado en recoger flechas. Sus esbirros masacraban a esos gatos cada cierto tiempo para recolectar las armas que almacenaban en su interior.
—Muy interesante. Y por cierto, no es que no me alegre verte pero, por los cielos y la tierra, ¿qué te ha traído hasta aquí? Cuando nos separamos en Burok Torn, te dirigías hacia el oeste para ganar una batalla y resucitar a tu dios. No creí que fuera a volver a verte, y mucho menos después de sólo medio año.
—Te he estado buscando. Supe en Lave dónde podía encontrarte, y luego cabalgué a toda prisa para dar contigo. Llegué esta misma mañana a Roble del Parlamento. Los aldeanos me contaron que habías subido a las montañas, de modo que te seguí.
—Eso suena como si estuviéramos en apuros —dijo Arbomad ladeando la cabeza.
—Lo estaba y ahora lo estoy. Parece que has puesto fin a tu cacería, así que quizá pueda explicarte la situación mientras bajamos caminando de vuelta a la aldea.
—De acuerdo. Sólo deja que coja mi arco.
49
Lilly estaba cansada, agarrotada y dolorida por el fatigoso paso que había impuesto Vladawen, y sólo podía asumir que, con la posible excepción de Gareth, sus compañeros debían de estar pasándolo aún peor. Los elfos marineros sin duda no debían de estar acostumbrados a pasar largos días sobre la silla de montar, y Ópalo nunca había acabado de aprender a montar en la silla con demasiada destreza.
Sin embargo, nadie se había escabullido a echar una cabezada, ni había ido a aliviarse los dolores en la sauna comunitaria de la aldea. Todos parecían muy interesados por acudir a la asamblea en el rudimentario salón de reuniones, con su suelo cubierto de paja, la atmósfera cargada de humo que escocía a los ojos y un ancestral roble que crecía atravesando el tejado de paja. Quizá era lo más normal. Era una reunión inusual, con los pálidos y enjutos elfos abandonados de ojos oscuros, los paticortos enanos de anchos hombros y frondosas barbas, los larguiruchos arqueros humanos de piel bronceada, y los desgarbados aldeanos, todos reunidos en una misma sala. Pero lo más importante era que aquel congreso bien podría decidir el destino de la misión de Vladawen.
El clérigo elfo se subió a un banco frente al roble del parlamento, explicando lo que buscaba y los motivos que lo movían a hacerlo. Lilly le prestaba toda su atención, aunque ya conocía bien la historia que relataba. La asesina criticaba para sus adentros la retórica de su amado, intentando prever si bastaría para conmover a su audiencia.
—Y eso es todo —concluyó prosaicamente—. ¿Nos ayudaréis?
Arbomad se levantó de su asiento. Estaba tal y como Lilly lo recordaba, hermoso, joven, brioso. En cierta forma era semejante a Gareth, pero más avezado y serio, en parte debido a una carga secreta que sólo ella podía llegar a vislumbrar.
—Hace sólo un rato, hoy mismo, pude escuchar lo que el Matatitanes acaba de exponeros —dijo—. Pero no me pronuncié al respecto para esperar al momento en que pudiéramos discutirlo entre todos.
—No creo que haya mucho que discutir —dijo un maestro de runas con vetas plateadas en su negra barba. Lilly ya había visto a aquel mago enano durante su estancia en Burok Torn, pero no se había relacionado especialmente con él—. El Que Permanece regresando como heraldo del mal... Bueno, si realmente acaba ocurriendo así, sería una lástima. No obstante, nuestro Rey y el Comandante de Vesh nos han conferido una tarea de la que debemos ocuparnos, estudiar la viabilidad de levantar una gran avenida protegida que comunique norte y sur. No podemos desperdiciar nuestras vidas en pro de la empresa de un tercero.
Lilly se levantó, con sus doloridos muslos, caderas y la parte baja de la espalda dándole punzadas.
—Según recuerdo, vuestra empresa nunca hubiera llegado a existir si Vladawen no hubiera ayudado a Arbomad a convencer al Rey Thain de que era una buena idea.
—Y según recuerdo yo —masculló Jolo, un tipo peludo lleno de cicatrices—, nosotros los vigilantes no estaríamos aquí de no haber sido por él. Ahora seríamos mierda de gorgón descomponiéndose sobre el campo. Hasta el último de nosotros.
Meerlah Madilehna, que estaba recostada contra una esquina sacando su laúd, sonrió. Su belleza era tan picara como pura era la de Arbomad. Era una barda de renombre, casi tan famosa por esas artes como por su destreza con el arco, y amante ocasional del capitán de la Patrulla.
—Prysamach, ¿qué dices a eso?
El maestro de runas frunció el ceño.
—Estoy al tanto de todos los servicios que Lord Vladawen ha prestado a Burok Torn, y debo decir que los aprecio. No obstante, sólo puedo reiterar que nosotros también tenemos una empresa entre manos, y que ha sido ordenada por nuestros reales maestros y en beneficio de nuestra propia gente.
—En beneficio de vuestra propia gente —repitió Khemaitas. Vestido con unas galas de diseño especialmente intrincado, su aspecto parecía todavía más fuera de lugar en una pequeña aldea perdida al filo de los páramos que en el mar—. Ahí está realmente el quid de la cuestión, ¿no es cierto? Ya había escuchado que a los enanos de Burok Torn no les preocupaba nadie que no fueron ellos mismos. Ya lo demostrasteis durante la Guerra Divina, y ahora no parecéis tener problemas en dejar que mi raza entera se extinga.
Prysamach hizo un ademán con su mano, como dispuesto a escribir una runa en el aire.
—Por la roca y el agua, sirrah...
—¡Por favor! —gritó Vladawen—. Algunos de vosotros no os conocéis. Pero yo sí os conozco a todos, y puedo dar fe de que todos los aquí reunidos son merecedores del mayor de los respetos. Por ello, hablemos como gente sensata y honorable, no como engendros de los titanes que riñan en un mugriento cubil.
Ópalo se puso en pie.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Especialmente, capitán, dado que, hace no mucho tiempo, alguien podría haberos acusado a vos y a vuestra tripulación de no mover un dedo para evitar el sufrimiento de los demás.
Lilly estaba segura de que no habría muchas personas en el mundo de las que Khemaitas aceptara un reproche así, pero el pirata acabó bajando fríamente la cabeza. Sin duda debía haber aprendido a respetar a Ópalo durante el tiempo que la había mantenido como prisionera.
—Tenéis razón, señora. Maestro Enano, mis disculpas.
—Aceptadas —gruñó Prysamach, bajando la mano.
—Nunca pediría a los vasallos del Rey Cervecero que desobedecieran sus órdenes, si no fuera en las más extraordinarias circunstancias, y tampoco pondría en peligro el bienestar de su pueblo a la ligera. Sin embargo, en cierto sentido, Burok Torn tiene también un interés clave en mi misión.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Prysamach.
—Sería una desgracia para todos los pueblos del bien, de donde quiera que puedan proceder, que una nueva deidad maligna apareciera en el mundo. Sin embargo, es muy probable que sea aún más calamitoso para vosotros. Aunque naciera corrupto, El Que Permanece no perdería su naturaleza élfica. Su nuevo sumo sacerdote sería un elfo oscuro. ¿No os parece probable que fuera a buscar la adoración de vuestros acérrimos enemigos los drendali, bendiciéndolos y otorgándoles poder para conseguir su aceptación?
—Dier Drendal ya tiene un dios.
—Son muchas las naciones que honran a más de uno. Si Jandaveos regresa como una deidad maligna, los elfos oscuros adquirirían un patrono próspero y activo, ansioso por dejar su impronta en el mundo. Sin duda eso incrementaría el poder de ese pueblo.
—Mmm. —El enano tomó asiento. A juzgar por la forma en que arrugaba la frente, debía de estar considerando qué hacer.
Tambor se puso en pie. Era un clérigo de Madriel algo calvo y de aspecto afable. Servía a la Patrulla como guerrero y sanador, y la propia Lilly había disfrutado de sus cuidados en más de una ocasión.
—Bueno, quizá los enanos dispongan de buenas razones para involucrarse en esta empresa pero, ¿qué pasa con los de Vesh? —Entonces dudó—. Espero que entendáis que no pregunto porque me oponga. El Que Permanece era también hermano de mi diosa, y no puedo creer que ella quiera que nos quedemos con los brazos cruzados mientras se alza como dios de las tinieblas. Pero creo que alguien tenía que formular la pregunta.
—La respuesta —dijo Vladawen— es que si Jandaveos regresa como dios del mal, ayudaría a Dar'Tan a conquistar Mithril, un aliado de Vesh bajo vuestra protección.
Vesh, una de las mayores potencias militares de Ghelspad, prestaba sus tropas a diversos reinos amigos repartidos por todo oriente.
—La Patrulla Behjuriana tiene su guarnición en mi ciudad —dijo Gareth—. Si el gobierno es derrocado, Dar'Tan masacrará hasta al último de vuestros camaradas.
—Probablemente sea así —dijo Arbomad—, y créeme, no necesito que nadie me convenza para proteger la ciudad de Corian, o a la Patrulla Behjuriana. Yo empecé allí mis años de servicio. También aprecio Burok Torn, tanto por su valor como por la buena acogida que siempre he encontrado allí. Aun así, no enviaría una compañía hacia una muerte segura y vana.
El paladín le clavó la mirada.
—La posibilidad de la victoria siempre existe, al menos mientras los hombres conserven su valor y su fe.
—No estoy hablando de la dificultad de derrotar a los maleantes de Dar'Tan —contestó Arbomad—, aunque imagino que deben de ser muy numerosos. Hablo de los peligros que deberemos superar únicamente para alcanzar el campo de batalla. Antes de que vos y vuestros compañeros os encontrarais con nuestra expedición, íbamos hacia Rika para levantar nuestro campamento de invierno. ¿Por qué? Porque no hay viajero que se atreva a adentrarse en las Kelder en esta época del año.
—La Patrulla estaría a la altura —contestó Vladawen—. Aprendéis a sobrevivir en cualquier terreno, incluso en la peor de las condiciones. Es por eso porque os necesito.
—Para conducir a tu compañía por los eriales. Francamente, sería más seguro que Lilly, la Patrulla y yo mismo hiciéramos ese viaje solos.
—Entiendo tu postura, pero creo que necesitaremos una fuerza mayor cuando alcancemos nuestro destino.
—A todo esto —declaró un guerrero vestido con el atuendo propio de la élite de la Guardia de Piedra de Burok Torn—, mi gente vive en las malditas montañas. ¿Es que vosotros humanos os creéis mejores que nosotros? Hasta ahora hemos logrado hacer prevalecer nuestra civilización, ¿no es así?
—Nadie lo duda —dijo Arbomad—, y no era mi intención sugerir lo contrario. En realidad, cuando exploramos cavernas y terrenos similares, he pasado apuros para seguir vuestro ritmo. Con todo, el hecho es que no tenéis por costumbre caminar largas distancias en la nieve.
El miembro de la Guardia de Piedra escupió.
—Estaremos a la altura, patas largas. Lo haremos mejor que tu gente, como no podía ser de otra forma. —Otros enanos gritaron asintiendo.
Arbomad levantó sus manos para calmar a los reunidos.
—Está bien. Confío en vuestras aptitudes. ¿Pero qué hay del resto de esta gente, que nunca antes ha viajado cruzando las Kelder?
—He patrullado a caballo las Llanuras de Lede de un extremo a otro, con un tiempo espantoso —dijo Gareth.
—¿Pero llegaste a adentrarte en los montes en escalada?
El paladín frunció el ceño.
—Lo haré sin problemas.
—Y yo también —apostilló Ópalo—. No presumo de ser una exploradora de los bosques o una montañera, pero emplearé la magia para abrirme camino en las partes más complicadas.
—Tanto mi tripulación como yo mismo llevamos viviendo muchos años en el mar —dijo Khemaitas—, pero seguimos siendo elfos, criados en armonía con el bosque y la naturaleza, y haremos lo que sea en pro del futuro de nuestra gente. Si llegamos a frenar la marcha, dejadnos atrás.
Arbomad cubrió con su mirada toda la compañía, y finalmente esbozó una sonrisa.
—Muy bien. Eso era lo que quería escuchar. Esas palabras han servido para disipar mis dudas sobre si llegaremos a sobrevivir al menos al viaje. De hecho, creo que deberíamos apoyar a Vladawen, pero no es únicamente mi decisión. Amigos enanos, ¿qué decís?
Prysamach adoptó un gesto agrio.
—Quizá pudiéramos enviar mensajeros al Rey Thain y al Comandante, para pedirles instrucciones.
Vladawen negó con la cabeza.
—Ya lo he explicado, ha llegado el momento de la personificación. Jandaveos podría emerger de la daga en cualquier instante. Mañana mismo partiré hacia las montañas, con o sin vuestra compañía.
—Los enanos no nos sentimos cómodos viéndonos presionados —refunfuñó Prysamach. Sin embargo, dicho esto, se volvió para contemplar a sus camaradas entre los pobladores de Burok Torn. Lilly creyó ver algún indicio de cuál era su opinión por los sutiles asentimientos que realizaban con sus cabezas. Otros no llegaron a responder. No obstante, al fin, su interlocutor pareció leer su postura, ya que después de un momento se volvió a girar—. Coincidimos con el Capitán Arbomad. Nos apartaremos de nuestra misión original el tiempo necesario para ayudar al Matatitanes.
—Gracias —dijo Vladawen.
Meerlah punteó unas breves, dulces y en cierto modo alegres notas en su laúd.
—No, campeón, gracias a vos. Vuestras temeridades ya me han proporcionado material para varias canciones, y esta aventura promete ser una aún más gloriosa.
50
Después que la compañía atravesara las estribaciones, antes de empezar a ascender por las montañas en sí, Arbomad asignó a cada vigilante un caminante que pudiera necesitar una supervisión especial. A Vladawen le desilusionó descubrirse incluido en este último grupo. No obstante, debía admitir que no era ningún experto montañero, y, al cruzar los tramos más exigentes de su ruta terminó apreciando los consejos de su compañero Derses, un menudo e inofensivo tipo con la costumbre de escupir muy a menudo, y de forma muy sonora.
El anochecer alcanzó a la expedición cuando ésta se abría camino transversalmente a través de una pronunciada pendiente, con la nieve crujiendo bajo sus pies. Debían haber levantado el campamento hacía una hora, pero el ritmo de la compañía no había sido tan bueno como había esperado Arbomad. Aquello no les había dejado más opción que seguir avanzando hasta encontrar el siguiente lugar apropiado para detenerse.
Con el mismo aspecto fresco que había tenido al empezar el día y las mejillas sonrosadas de frío, Meerlah subió a grandes pasos por el estrecho sendero hasta llegar a la altura de Vladawen y Derses. Se suponía que debía mantener el paso de su propio guardaespaldas, pero sin duda se había zafado de él.
—Me gustabas más cuando nos conducías hasta las fauces de la muerte bajo el cálido sol de verano —dijo esbozando una sonrisa.
Vladawen intentó hallar una respuesta a la altura de aquel derroche de buen humor.
—Debo disculpas a bastante gente, y por un gran número de faltas, pero aún no soy culpable del paso de las estaciones.
—Vaya, no ha estado mal. Has cambiado algo desde que te vi la última vez. Puede que parezcas... más feliz.
—¿Más feliz? —Tenía frío y estaba cansado. Vivía con la certeza de que el mal lo había embaucado, que había pervertido su misión, y cada vez le quedaba menos tiempo para intentar arreglar las cosas—. Creo que el brillo del hielo te ha nublado los ojos.
—Si tú lo dices... De todas formas, ahora que lo pienso, creo que más feliz no es del todo exacto. En realidad no puedo saber si serás feliz algún día, incluso cuando acabemos nuestra misión. —Aquella rápida afirmación parecía repetir la profecía de Numadaya acerca de una pena inexorable, y eso hizo sentir a Vladawen un temor irracional—. De todos modos, percibo algo distinto en ti. Parece como si tú y Lilly estuvierais más cómodos en compañía el uno del otro.
El elfo intentó sacudirse la inquietud que su compañera de viaje le había inspirado inconscientemente.
—Eso sí es cierto. Deshicimos la maldición que nos unía con mutuo rencor, y ahora viajamos juntos tras haberlo elegido libremente. Cuando Jandaveos regrese, espero poder enseñarle algo más agradable que terror, nigromancia y guerra.
—Me alegro por ti, pero tus palabras también me desilusionan. Suenan como si nunca fuera a tener oportunidad de seducir al legendario Matatitanes hasta mi lecho, y sólo el descubrir cómo el héroe de mis baladas complace a una doncella podría ya mejorarlas.
Vladawen estaba aún pensando si lo decía en broma, cuando alguien silbó una llamada de aviso. Sacando una flecha de su carcaj bordado de piel de ciervo, con sus grasientos cabellos castaños cayendo sobre sus ojos, Derses escudriñó la montaña. Vladawen hizo lo propio, y avistó lo que parecía ser una figura alta y desgarbada, envuelta en un vestido harapiento y una capa. Fue apenas durante un instante, pues entonces, de alguna forma, se desvaneció ante sus ojos.
Todos en la compañía se quedaron con los ojos abiertos. Miraban a la nada, a la nieve y la roca teñidas de rojo por la puesta del sol.
—¿Pudiste verlo bien? —preguntó Vladawen.
—No —contestó Meerlah. Derses escupió un gargajo, un gesto que pareció ser su forma de indicar lo mismo.
Vladawen calculó que la expedición estaba demasiado al norte como para encontrarse con drendali, pero también demasiado al este para toparse con orcos y otros engendros de los titanes, aquellos que, según palabras de Shan Thoz, consideraban a Dar'Tan su jefe. Por desgracia, las Kelder eran hogar de muchísimas otras criaturas, muchas de ellas hostiles a las razas divinas.
Intentó reconfortarse, en la medida que pudo, pensando que habían avistado a una única criatura que se había esfumado rápidamente. Aunque fuera hostil, probablemente no tenía intención de inquietar a una compañía tan numerosa y bien armada.
Arbomad parecía pensar lo mismo, pues, dispuesto al frente de la columna, acabó haciendo ondear su mano en señal de recuperar la marcha. Entonces todos en la compañía reemprendieron su esforzada ascensión. Ahora la inquietud ganaba la partida al cansancio, y la mayoría parecía estar considerablemente más alerta de lo que habían estado un momento antes.
De repente Vladawen escuchó un leve sonido que parecía venir délo alto. Al menos eso le pareció. Levantó la mano, obligando a sus dos acompañantes a detenerse, de forma que el sonido de sus pisadas no ocultara el que creía haber percibido.
Ahora sí estuvo seguro. En algún lugar de la montaña, una voz aguda y quebrada estaba murmurando. Su sonido era casi como el de una vieja bruja enloquecida que susurrara secretos para sus adentros.
—¿Qué es eso? —preguntó Meerlah.
—Alguien recitando palabras de poder —contestó el elfo—. Desconozco el conjuro. No soy mago. Pero...
Entonces, sobre la compañía, una lengua de nieve se separó de la montaña y, rugiendo, empezó a caer como una gran ola que buscara la orilla.
Los caminantes no se habían atado unos a otros con cuerdas. Nadie lo había considerado necesario con el viaje recién iniciado. Ahora, sin apenas tiempo para reaccionar, todos echaron a correr para intentar salvar su vida. Vladawen incrustó su piqueta en el terreno para anclarse. Algunos otros lo imitaron. Los maestros de runas esbozaron símbolos en el aire y muros de piedra, hierro y luz cobraron vida para frenar la avalancha. Ópalo agarró al veshiano que tenía asignado vigilarla y juntos ascendieron en el aire, flotando.
La avalancha ya había llegado frente a Vladawen, al que no le quedaba otra cosa que hacer que cerrar los ojos. La nieve lo empujó y abrazó, colándose entre sus ropajes, enfriándolo terriblemente. Su piqueta se sostuvo un momento, pero al fin se soltó. El elfo empezó a dar tumbos y a deslizarse pendiente abajo.
A una veintena de pasos del sendero, la pendiente se hacía más y más pronunciada hasta volverse completamente vertical. Debía frenar su descenso antes que la avalancha lo empujara hasta esa distancia. Luchó enloquecido, intentando cogerse a algo con la piqueta al tiempo que se esforzaba por nadar contra aquella marea irresistible de nieve.
Por fin la nieve dejó de empujarlo. Abrió los ojos y sólo pudo ver oscuridad. La avalancha lo había enterrado. La fuerza que le había concedido su dios podría servirle para abrirse camino excavando; lo malo era que no sabía en qué dirección.
Vladawen se sintió sobrecogido por el pánico y se obligó a pararse a pensar. Lo mejor que podía hacer era utilizar su pica para sondear, empujándola entre la nieve, a un lado y a otro. Finalmente, sintió que alcanzaba la superficie y supo en qué dirección excavar.
Se escurrió hasta abandonar su gélida y blanca rumba y, jadeando, miró a un lado y a otro. Sus compañeros habían hecho frente a la avalancha con más o menos éxito. Algunos habían conseguido mantenerse en pie, aparentemente indemnes. Otros estaban agachados, maltrechos y aturdidos, o se esforzaban por zafarse de la nieve, del mismo modo que él había hecho. Sin embargo, y para su consternación, un gran número de ellos se había desvanecido, y sólo podía esperar que, estando enterrados pero aún con vida, fuese posible salvarlos.
Lo primero que tenían que hacer era localizarlos, y esperaba que el mango de su piqueta pudiera servirle a modo de sonda, hasta que encontrara algo más largo. Estaba preguntándose por dónde empezar cuando oyó unas voces aullar. Envueltas en alguna clase de manto de invisibilidad, unas figuras jorobadas, medio desnudas y aparentemente humanas, con la piel tan blanca que casi se tornaba azulada, embestían pendiente abajo.
Vladawen se dio cuenta de que él y sus compañeros iban a tener que hacer frente a aquella nueva amenaza antes de poder buscar a nadie. Con el aullido de los atacantes destrozándole los nervios, el elfo agarró su ballesta de mano, desenvainó su estoque divino y se dispuso a hacerles frente.
Derribó a una de las bestias acertándole con un virote en la garganta, y entonces se colocó en posición para disponer de dos más con su espada. Al verlos ahora de cerca, parecía claro que, aunque sus ancestros bien podrían haber sido del todo humanos, aquellas criaturas no lo eran. El tono cadavérico de su piel era natural, no obedecía a ningún pigmento, y sus semblantes tenían rasgos bestiales, de una feroz fealdad que realzaba todavía más sus dientes. Sin duda debían haber robado a gente más civilizada los ropajes mugrientos y andrajosos que vestían, y las armas oxidadas que empuñaban.
Vladawen acabó con un nuevo adversario de una estocada en el corazón. Tenía el arma aún incrustada en el pecho de la bestia muerta cuando su compañera se abalanzó sobre él rugiendo, amenazándolo con un hacha en cada mano. El elfo esquivó a la criatura y le clavó el codo en la columna, mientras ésta pasaba junto a su lado tambaleándose. Se escuchó un crujir de huesos y la bestia se derrumbó. Bueno, pensó Vladawen, eran bastante asquerosas, pero no especialmente difíciles de matar. Los conjuradores que lograron protegerse de la avalancha no habrán tenido muchos problemas para librarse de ellas. En ese instante, el elfo escuchó una carcajada. Levantó la vista pendiente arriba y supo que había sido demasiado optimista.
Había olvidado que aquellas bestias tenían a su propio lanzador de conjuros. Demacrada, de nariz ganchuda y de unas tres varas de alto, levantaba la vista protegida por el cobijo que le proporcionaba una gran roca cubierta de musgo, y su aspecto era semejante al de una malvada y vieja arpía con la que cualquier niño podría soñar en sus pesadillas.
Sólo que, en este caso, desgraciadamente era real. La criatura era una bruja, corrompida por los remanentes del poder del titán Mormo, sin duda muy versada en la hechicería y emparentada con alguna clase de destructiva fuerza elemental. A juzgar por su destreza a la hora de conjurar una avalancha, bien podría tratarse del frío y el hielo. Fuera lo que fuese, alguna especie de dragón o el propio Dar'Tan, la compañía no podía haberse topado con un enemigo más letal que ése. La bruja ondeó su nudosa mano, con sus huesudos nudillos y sus largas y mugrientas uñas, y una lluvia de granizo aporreó a los maestros de runas que estaban agazapados tras los muros que habían conjurado. La criatura chasqueó entonces los dedos, y Ópalo y su compañero interrumpieron su vuelo y fueron a parar contra el suelo. Cayeron pendiente abajo, dando volteretas y levantando la nieve a su paso.
Prysamach arrojó una lanza de luz centelleante. La arpía soltó un alarido y se escondió, y el proyectil se hizo ascuas contra la roca.
Vladawen esperaba poder tener más éxito dando cuenta de la criatura cuerpo a cuerpo. Maldiciendo la nieve por el modo en que ésta se le pegaba a los pies y le hacía resbalar, se abrió paso ladera arriba.
Los subalternos de la arpía se apresuraron a cerrarle el paso. El elfo mató a uno de ellos de una estocada limpia, y al siguiente con un rechace y una réplica. Entonces fue la propia bruja quien se giró para hacerle frente. Chillaba estridentes palabras de poder, y hacía girar sus manos en un pase cabalístico. Vladawen no había tenido tiempo de recargar su ballesta de mano, y tampoco estaba lo suficientemente cerca de su adversario como para atacarla con el estoque, lo que significaba que no tenía posibilidad alguna de obligarla a poner fin a su conjuro. Cuando su instinto le dijo que la arpía debía estar a punto de acabarlo, se hizo a un lado de un salto.
Una reluciente bóveda de hielo apareció de la nada, justo donde él había estado. De no haberse apartado, se habría materializado a su alrededor y lo habría dejado atrapado.
Vladawen se apresuró a continuar su ascensión. La arpía dio inicio a un nuevo conjuro. Proyectiles de luz azul celeste la atravesaron, varias flechas surcaron junto a su cabeza y ella volvió a agazaparse tras la roca.
En algún lugar colina abajo, Meerlah empezó a entonar un cántico de batalla, un sonido pulsante y hermoso que hacía que los terribles aullidos de los hombres bestia pareciesen tan insignificantes como el lejano zumbido de una abeja en la distancia. La tonadilla hizo recorrer un cántico de audacia y energía por la venas de Vladawen. Con el estoque en posición de ataque, cargó tras la roca, pero no encontró nada.
Después de haber visto anteriormente a la arpía volverse invisible, dudaba mucho que se hubiera limitado a huir. Miró a un lado y a otro, tratando de ver u oír algún rastro de la criatura. Seguramente había dejado pisadas mientras se apartaba sigilosa.
Desgraciadamente, la arpía no le concedió tiempo ni para avistarlas. De repente, un par de brazos huesudos lo rodearon por la espalda. Un toque tan espantosamente frío que la nieve y el aire de la montaña parecían tibios en comparación lo atravesó como una hoja de acero.
La criatura lo levantó en vilo. Intentaba roerle la garganta con sus colmillos, y su nariz puntiaguda y llena de motas asomaba frente a él de un modo que, en otras circunstancias, podría haber parecido cómico. Mientras sentía cómo le clavaba las irregulares uñas en el pecho, Vladawen supo que, aunque no consiguiera atravesar sus ropajes y su brigantina, su abrazo bastaría para helarlo hasta morir.
Al apresar al elfo, la bestia había echado a perder su invisibilidad, y Vladawen rezaba porque alguno de sus compañeros pudiera ahora llegar en su ayuda. No obstante, ni una sola flecha o dardo luminoso más volaron hacia ella. O sus aliados tenían miedo de poder alcanzarlo a él, o los hombres de los aullidos estaban arrojándose contra ellos con tanta fuerza que debían concentrarse únicamente en defenderse.
De cualquier forma, la única esperanza que le quedaba a Vladawen era superar el dolor paralizante que le provocaba el toque de la criatura y liberarse de ella. Suponiendo, claro, que aquel abrasador frío no le hubiera despojado ya de demasiada fuerza. Incapaz de aferrar su estoque en condiciones, clavó los codos en el pecho de la criatura, le coceó las rodillas y le dio un cabezazo con la coronilla.
Agonizando, no estaba seguro de haber llegado a alcanzarla, y mucho menos de haberla golpeado con fuerza suficiente para hacerle daño alguno. No obstante, algo debía haber funcionado, puesto que la arpía lo soltó para caer derrumbada en la nieve. Temblando, se esforzó por darse la vuelta y comprobar qué había sido de ella.
Estaba a menos de un par de pasos, agarrándose una herida sangrante en la sien. Mirándola de cerca, pudo contemplar las incontables imperfecciones y deformidades que se combinaban en ella para hacerla ser tan horrorosa; lunares y verrugas llenos de pelos, la barbilla prominente, los dientes podridos y torcidos, y unos ojerosos ojos henchidos de maldad. Tambaleándose, Vladawen se puso en pie para conseguir matarla antes que pudiera hacerle más daño, pero de nuevo le tomó ventaja.
Doblándose por la cintura, con la mandíbula desencajada, la arpía escupió una descarga helada. El elfo apartó la cara y cerró los ojos a tiempo de evitar que le alcanzaran los diminutos témpanos de hielo, sin embargo no pudo impedir que su gélido aliento le helara el cuerpo. Se preguntaba cómo era posible que sus ataques no dejaran de dolerle, aterido como estaba ya su cuerpo. Debía de tratarse de la magia, pensó.
Luchando por recuperar el equilibrio, levantó su hoja y adoptó posición de combate. Riendo socarronamente, la arpía agarró un bastón nudoso, uno de aspecto tan común como cualquiera que una anciana normal con cojera pudiera utilizar para andar. En sus manos, sin duda resultaría un práctico garrote. La criatura masculló una palabra de poder y una capa de hielo cubrió la madera, convirtiendo el arma en algo aún más letal.
La arpía se abalanzó sobre él, golpeando brutalmente. Bendecido por su dios, el esbelto estoque de Vladawen era capaz de parar el más poderoso y enérgico de los golpes, pero un ataque semejante amenazó con arrancar la empuñadura de la mano del elfo. El abrazo y el aliento de la bruja lo habían debilitado aún más de lo que había imaginado. Debía poner fin a aquella pelea de inmediato, antes de que consumiera toda su energía.
Mientras su adversaria agitaba su bastón para lanzarle un nuevo golpe, Vladawen alargó su brazo. Aquel contraataque era arriesgado, especialmente con las manos aturdidas y temblorosas como las tenía. Si erraba, el improvisado garrote le acertaría de lleno. Sin embargo, estaba seguro de que no le quedaba otra alternativa que confiar en sus habilidades.
Y éstas no le fallaron. La espada de plata atravesó la muñeca de la criatura, que dejó caer el bastón. El elfo liberó el estoque y se arrojó en un ataque a la desesperada. La arpía retrocedió de un salto, pero no fue lo suficientemente veloz. La hoja le atravesó el pecho y se derrumbó en el suelo.
Se podía decir que el combate había acabado, aunque aún tuvo que acuchillarla tres veces más antes que dejara de contorsionarse. Entonces Vladawen cayó de rodillas, sin una gota de fuerza en sus músculos.
Pendiente abajo, sus aliados daban cuenta de los últimos hombres aullantes. El elfo buscó con la vista a Lillatu y, tras encontrarla, a Ópalo, Meerlah, Arbomad y demás compañeros a los que consideraba sus amigos más cercanos. Aliviado, comprobó que todos habían sobrevivido, aunque no había visto rastro aún del pobre Derses, "don escupitajos".
Gareth corrió pendiente arriba, con su espada larga ensangrentada en la mano.
—¡Intentaba alcanzarte —dijo con excitación—, pero esos necrófagos no dejaban de cortarme el paso!
—Conseguí arreglármelas —le contestó Vladawen.
—Lo sé. Pude verlo. Fue una victoria gloriosa. —Entonces cogió a Vladawen del hombro, haciendo que un hilo de calor y fuerza recorriera el cuerpo del elfo.
—Gracias —dijo Vladawen mientras recobraba la compostura.
—Deberías descansar y dejar que Tambor también te sanara.
—No hay tiempo para eso. Hay compañeros enterrados bajo la nieve. Debemos excavar.
Y sólo es nuestro primer día en las montañas, pensó tristemente. Arbomad no había exagerado. Las Kelder en invierno eran una auténtica pesadilla. Pero no les quedaba otra alternativa que sobrevivir a ellas.
51
Lilly se deslizaba de un oloroso pino al siguiente, aproximándose cada vez más, sin perder el sigilo, al orco de piel verdosa y rostro de jabalí cuando éste volvía la cabeza. Vladawen se había ofrecido a hacerla invisible para aquel cometido, pero ella le había respondido que se guardara el conjuro para cuando alguien pudiera llegar a necesitarlo verdaderamente. Para una asesina de su calibre no sería más complicado acercarse a hurtadillas a un centinela que para un experto sastre coser un botón.
Así fue, y el orco no llegó a ser consciente de que nada fuera mal hasta que Lilly le clavó el cuchillo en la espalda. La bestia empezó a derrumbarse y su asesina la agarró por su mugriento collar de pelo de oso y la posó suavemente sobre el suelo, para evitar que el ruido alertara a sus compañeros.
Cumplido su objetivo, Lilly podía mirar con libertad al otro lado de la colina, y además de poder contemplar los senderos que discurrían ladera arriba, tenía también una vista espléndida del campamento cobijado en la hondonada. Como bien podría haber anticipado la asesina, no había ningún tipo de agitación fuera de los cobertizos y las tiendas de piel. Los orcos solían rehuir la luz del sol.
Llegó a contabilizar diecisiete refugios de una u otra clase. Arbomad había dicho que no esperaba encontrar demasiados. En primavera, los clanes orcos se unían formando hordas de tamaño considerable, apropiadas para atacar caravanas y saquear asentamientos, pero al empezar el invierno se dispersaban en grupos de menor tamaño. En apariencia, eso les hacía más fácil buscar comida para sobrevivir. Con suerte, quizá hiciera también más fácil poner en práctica el plan de Vladawen.
Jadeando, Lilly asió el cadáver, lo arrastró hasta un hueco, lo dejó caer en su interior y arrojó nieve y ramas caídas sobre él. Si alguien venía en busca del guardia, bien podría limitarse a suponer que se había apartado de su puesto. Entonces la asesina se deslizó pendiente abajo, hasta donde sus compañeros la aguardaban. Muchos de ellos habían logrado ocultarse bastante bien, aunque en algunos casos no con tanta destreza como para poder engañar a sus expertos ojos.
—Maté a mi centinela —dijo Lilly mientras todos salían de sus escondites.
—Y yo al mío —dijo Jolo, con una tira de cecina de venado a medio comer en la mano.
—Entonces parece que estamos listos —dijo Vladawen—. En marcha.
Aunque subían a hurtadillas intentando mantener el sigilo, la compañía necesitó poco tiempo para alcanzar la cima de la colina y empezar a descender al otro lado. A partir de ese momento, cada paso que dieran haría más probable que un orco descubriera su marcha. No tardó mucho en suceder así. Una áspera voz dio la voz de alarma en la gutural lengua de aquellas criaturas y, armas en mano, los guerreros del campamento salieron con estrépito de las tiendas.
Los vigilantes y Khemaitas arrojaron al instante sobre ellos una lluvia de flechas. Ópalo y los maestros de runas lanzaron descargas de llamas y relámpagos. Al menos la mitad de los orcos perecieron, y entonces, profiriendo gritos de batalla, Vladawen, Lilly y los guerreros enanos encabezaron la carga contra los restantes.
Al acabar con su segundo orco, Lilly observó que el combate cuerpo a cuerpo estaba resultando ser tan letal como la descarga inicial de flechas. La expedición se había encontrado con peligros realmente considerables a lo largo de su caminata a través de las montañas, y había sufrido bajas en consecuencia. Aquella terrible experiencia había servido al menos para enseñar a los supervivientes a combatir todos juntos, y una horda relativamente reducida de orcos, cogida por sorpresa, no tenía muchas posibilidades frente a ellos.
Empuñando una cimitarra en una mano, y un escudo en la otra, un guerrero embistió a Lilly. Como muchos orcos, éste parecía tener predilección por los colores estridentes y desparejados, en aquel caso una mugrienta capa de motas de colores amarillo y púrpura. La asesina le lanzó una estocada al pecho. Su adversario detuvo el ataque con su escudo y contraatacó lanzando un tajo a la altura de la cabeza. Lilly dio un paso al frente para evitar el ataque y entonces ambos se enzarzaron, luchando por empujarse. De cerca, el guerrero apestaba como si nunca en su vida hubiera tomado un baño; y eso, teniendo en cuenta las costumbres de su raza, podía ser algo bastante posible.
—Háblame de Dar'Tan —dijo Lilly.
Para su sorpresa, el orco entendió sus palabras en humano y creyó conveniente responder.
—¡Dar'Tan es el príncipe de las montañas, y nosotros somos su pueblo! ¡Dar'Tan acabará con todos vosotros!
La asesina sonrió. Ella y sus compañeros creían haber averiguado ya la ubicación de la infame Fortaleza Sombría del elfo oscuro, pero, esculpida a partir de la roca viva en lo alto de una montaña, el diseño de la ciudadela era tan astuto que era complicado estar seguro. La afirmación del orco era la bienvenida confirmación de que, en efecto, Shan Thoz los había encaminado en la dirección correcta.
Lilly apoyó todo el peso de su cuerpo sobre sus pies, embistió con más fuerza y logró hacer retroceder al orco. La bestia era más grande y fuerte que ella, pero con todo la asesina era mejor guerrera, y su destreza marcaba la diferencia. Dispuesta a acabar con su adversario mientras éste aún estaba desequilibrado, se arrojó sobre él, pero entonces vio con el rabillo del ojo a una figura gris embistiéndola. Lilly se giró y titubeó.
Se trataba de un lobo, y por un instante casi se preguntó si era el espíritu guardián que la visitaba en sus sueños y meditaciones. Entonces la bestia extendió sus alas de murciélago y el sol de invierno se reflejó en las escamas que cubrían todo su cuerpo, bajo su cabeza peluda y en la cola de serpiente con el retorcido y afilado aguijón que la culminaba. En ese momento fue consciente de su equivocación. La bestia no era en absoluto su tótem, sino otro de los horrores que engendraban las Kelder, domesticado evidentemente por los orcos. La asesina se dispuso a defenderse de la criatura.
Al saltar, con un batir de sus alas alcanzó una altura muy superior a la que cualquier lobo pudiera lograr. De sus mandíbulas brotó una baba verde-amarillenta. Muy posiblemente su mordedura fuera venenosa.
Lilly se hizo a un lado y lanzó su espada contra su flanco. Aquel primer acierto no sirvió para acabar con el ser, e incluso antes que sus zarpas de sobredimensionadas garras pisaran el suelo, volteó su cola para ensartarla. La asesina se retiró de un salto, liberando la espada al hacerlo.
El lobo alado se preparó para una segunda embestida, esta vez colocándose para hacer más fuerza con sus garras. Lilly se dejó caer sobre una rodilla y le ensartó el vientre mientras la bestia sobrevolaba su cabeza. La espada provocó un gran tajo antes de liberarse, y cuando la criatura tocó el suelo ya tenía las tripas fuera. Entonces se agazapó sobre ellas, dispuesto a arrancar una nueva embestida, y en ese instante sus pies cedieron bajo su peso.
Lilly no se había olvidado del orco que había reconocido su lealtad a Dar'Tan, y por ello se giró para hacerle frente. No tenía duda de que debía estar lanzándose contra ella, pero no tuvo que molestarse en repelerlo con la espada. El estoque de Khemaitas, que flotaba combatiendo por sí solo dos pasos por delante de su dueño, entraba y salía de la garganta del asaltante.
Al fallecer la criatura, la asesina encontró un momento para mirar a su alrededor. En pocas palabras, ella y sus compañeros se imponían a sus rivales. Un chamán orco, con su vestimenta adornada por todos lados con pieles de serpientes, huesos y dedos y orejas momificadas, lanzaba un conjuro sobre Vladawen, aunque el encantamiento parecía no tener efecto. Y el elfo le dio muerte. Abex, el miembro de la Guardia de Piedra que se había sentido ofendido ante la afirmación de que los vigilantes eran más duros que los enanos, hizo ondear su hacha de batalla y de un tajo le cortó las piernas a su adversario. Gareth recogió una jabalina caída, la lanzó y derribó al enemigo que acosaba a Meerlah.
Cuando los orcos cayeron, las hembras y los más jóvenes salieron corriendo de sus escondrijos, ya fuera para huir o para combatir. Los atacantes acabaron con ellos fuera cuál fuera su intención. Finalmente, llegó el momento que Lilly más había temido. Al ser conscientes de que era imposible escapar, las criaturas supervivientes depusieron sus armas. Quizá esperasen que el bando victorioso los tomara como esclavos y, acobardados, no ofrecieron resistencia al continuar la masacre.
Gareth, por su parte, se mostró menos pasivo. Con un golpe de su espada larga arrancó el martillo de guerra del puño de un enano que estaba a punto de aplastarle el cráneo a uno de los prisioneros.
—¡Basta! —dijo el paladín—. Se han rendido y, de todas formas, los que quedan apenas son capaces de combatir.
El enano recogió su arma, con aspecto de estar lo suficientemente enojado como para empuñarla contra el joven que se la había arrebatado. Lilly se acercó corriendo al lugar del enfrentamiento.
—¡Tranquilizaos! —dijo—. Todos estamos en el mismo bando.
—Pues díselo a él —gruñó el enano, que finalmente acabó bajando el arma.
—No considero justo masacrar a prisioneros indefensos —dijo Gareth.
Khemaitas rondaba por el lugar, con el estoque en una mano y la espada larga en la otra.
—Lo siguiente que irás a decir es que lamentas haber lanzado el ataque contra la aldea.
—Bueno —dijo el desgarbado joven—, en realidad esas criaturas no nos habían hecho ningún daño.
—Es bien sabido que sí lo han hecho a cantidad de inocentes viajeros y a habitantes de los alrededores.
—Y sirven a Dar'Tan, archienemigo de Mithril —dijo Lilly—. Conseguí que uno de ellos lo admitiera.
—Está bien —dijo Gareth frunciendo el ceño—. Penséis lo que penséis, no soy reacio a matar orcos. He acabado con muchos de ellos desde que fui armado caballero. Sin embargo, esta gente no nos supera en número, y desde luego no estuvieron a nuestra altura en cuanto a magia. No había motivos para lanzarnos sobre ellos a hurtadillas. Podíamos haberles hecho frente en una pelea justa.
—Pero habríamos sufrido bajas —dijo Vladawen. Lilly volvió la vista y vio a su amado apostado a su espalda—. Y no podemos permitírnoslas. Aún nos quedan batallas que combatir, y no tenemos forma alguna de reemplazar a los heridos.
—Es posible que tengas razón —concedió Gareth—. Pero igualmente eso sigue sin justificar la masacre de prisioneros.
—No podemos traerlos con nosotros porque nos ralentizarían la marcha, y no podemos dejarlos por temor a que pongan en peligro nuestro anonimato. ¿Qué sugieres que hagamos?
—Pues al menos perdonar la vida a los que son demasiado jóvenes para comprender lo que ha ocurrido o para explicárselo a nadie.
—Eso no sería ningún favor —dijo el enano del martillo—. No sabemos si habrá alguien que pueda encontrarlos a tiempo para evitar que mueran de hambre o frío. Además, suponiendo que alguien lo hiciera, ninguna familia orea va a adoptarlos y a compartir con ellos su comida, no en esta región y en esta época del año. Todo lo contrario. Aquellos que los encuentren los matarán y se los comerán.
Gareth parecía seguir queriendo discutir, pero no supo por dónde continuar.
—Son orcos —dijo Lilly—, todos y cada uno de ellos son enemigos de las razas divinas; si no hoy, sin duda lo serán mañana.
—Hubo un tiempo —dijo el paladín— en que algunos orcos de Lede vivieron en paz con Mithril. Podrían aprender a comportarse de nuevo. He escuchado a clérigos de Corian decir que esas criaturas tienen alma, como nosotros.
—Y tienen razón —dijo Vladawen—, pero no importa. Tenemos una estrategia. Necesitamos seguir adelante con ella para impedir un desastre que arruinaría el mundo entero hasta el fin de los tiempos. Sabías que iba a ser una empresa brutal, y si no, debías haberlo imaginado.
—Cuando tengamos oportunidad rezaré a Corian para pedir perdón. Quien quiera unirse a mí será bienvenido —dijo Gareth con cara avinagrada.
—Perdonaremos a los orcos más jóvenes —dijo Vladawen—, aunque coincido en que es muy probable que no vaya a resultar clemente. Ahora, acabemos con esto y larguémonos de aquí.
52
El cuarto campamento que encontraron fue bastante más grande que los anteriores. Los vigilantes identificaron los tótems de tres familias diferentes. Se había corrido la voz de las masacres acometidas, y los orcos habían empezado a agruparse en busca de protección.
Al mismo tiempo habían apostado más centinelas, que estaban más alerta, y habían dispuesto alrededor de sus tiendas protecciones de maleza y estacas para impedir el avance de cualquier enemigo. Aquello no sirvió para salvarlos. No obstante, la compañía de Vladawen tuvo que emplearse más a fondo para hacerse con la victoria, aunque al final logró imponerse.
Por desgracia, no fue antes que una pareja de orcos diera la alarma con cornetas hechas de cuernos de carnero. El estridente sonido retumbó por los riscos nevados, y sin duda alguien no tardaría en responder.
Por ello, los atacantes se apresuraron a poner fin a la matanza y huir. Ya habían demostrado más que de sobra que eran capaces de combatir. Ahora descubrirían si iban a ser capaces de hacer algo más complicado: desaparecer rápidamente y sin dejar rastro en los confines del mismísimo terreno enemigo.
Arbomad condujo al grupo por la ruta que había explorado, a través de estrechos desfiladeros y alamedas de raquíticos árboles. La Patrulla alertaba a sus compañeros sobre dónde poner los pies, y movían ramas caídas a un lado y otro para ocultar posibles rastros. En diferentes ocasiones, los lanzadores de conjuros empleaban su magia para envolver a la compañía en encantamientos de silencio e ilusión, y para desviar la atención de cualquier explorador vidente que pudiera estar intentando dar con ella empleando sus habilidades.
Sin dejar de avanzar, no tenían forma segura de saber si aquellas medidas iban a tener éxito. Tuvieron que ocultarse en una caverna, un refugio que habían reclamado tras acabar con las sierpes que la habían habitado. Allí tuvieron que morar durante horas hasta que estuvieron razonablemente seguros de que habían perdido a sus perseguidores.
Entonces todos, en actitud distendida, sonrieron y bromearon. Sólo Gareth, que seguía preocupado por las tácticas que estaban empleando, se apartó en una tranquila esquina para arrodillarse y rezar.
Después de un rato, Vladawen encontró agobiante la visión de los rezos del joven. El elfo se deslizó hasta el exterior de la cornisa, en la entrada de la cueva, para contemplar la noche. Gruesos copos de nieve bailaban empujados por el ululante viento. El frío lo cogió en su abrazo y el clérigo apretó con fuerza el manto que lo envolvía.
Las montañas eran vagas masas oscuras bajo las estrellas. La Luna de Belsamez brillaba en lo alto, casi llena, y Vladawen se preguntó si la Asesina estaría mirándolo y carcajeándose.
Lilly salió de la cueva y se colocó a su lado.
—Hace mucho frío —murmuró— y ya tenemos a un vigía apostado. Sin duda Abex querría batirse en duelo contigo si llegaras a insinuar que no está a la altura de una misión semejante.
—No dudo que lo está. Simplemente buscaba algo de calma.
—Claro, el ruido es ensordecedor, ¿verdad? —En realidad, para incrementar las posibilidades de pasar inadvertidos todos sus camaradas habían adquirido el hábito de hablar tan bajo que, apenas a unos pasos de distancia, ni siquiera un elfo podría percibir rastro de su conversación—. ¿Hay algo que te preocupe? Quiero decir, algo que no sea lo de siempre.
Vladawen se encogió de hombros.
—Supongo que no. Excepto que Gareth esté bien. Es un asunto desagradable.
—Si vas a empezar a hablar como un mojigato, voy a tener que volver a acuchillarte. Como le dijiste, sólo hacíamos lo que era necesario.
—Porque dejé que Belsamez me dejara en ridículo.
—Porque estás intentando hacer algo importante.
—Algo que quizá ni siquiera tendría derecho a serlo. ¿Quién era yo para decidir que un dios debía vivir?
—¿Y qué tipo de persona te considerarías si no te preocupara la supervivencia de tu raza? Porque aún te preocupa, ¿no es así?
—Sí. Respecto a eso, me inquieta tanto como siempre. Supongo que simplemente estoy cansado, aunque los poderes de la luz saben bien que no tengo derecho a estarlo. Yo empecé todo este jaleo al matar a Chern, y es mi responsabilidad ponerle fin.
—La Guerra Divina no fue culpa tuya, ni tampoco la crueldad del Padre de las Plagas, y ni siquiera los elfos de Termana cambiarían este mundo por un Scarn en el que los titanes aún impusieran su ley.
Vladawen se dio cuenta de que se le estaba levantando el ánimo, a pesar de su perverso impulso por aferrarse a su pena y su culpa.
—Me pregunto...
—¿Sabes? Yo me pregunto cosas más prácticas, como qué podríamos hacer para calentarnos mutuamente. Son ya muchos días, y por un momento estamos solos en esta comisa. Si no nos entretenemos...
El elfo sonrió y abrió sus brazos.
—Ven aquí.
53
—¡Quiero ver a Dar'Tan! —insistió Vronk Matamulas que, tan agitado como estaba, mostraba menos deferencia de la acostumbrada.
—Nuestro señor está ocupado en otros quehaceres —contestó Kolvas—. Puedes hablar conmigo, o puedes esperar hasta que tenga tiempo para reunirse contigo.
El encorvado orco frunció el ceño, haciendo que su cara llena de cicatrices y sus dientes sucios y astillados parecieran aún más desagradables.
—Un señor de la guerra debe dirigir a su gente, y no puede hacerlo si se aparta de ella, encerrado.
—Dar'Tan hace lo que le place —gesticuló Kolvas. Las sombras de la sala que pisaban se alzaron en actitud amenazadora, siguiendo sus palabras, y el guerrero de piel verdosa se estremeció—. Y también en lo que respecta a castigar la irreverencia. Veamos, ¿quieres o no hablar conmigo?
—Está bien —gruñó Vronk—. Ayer perdimos otro campamento.
—Ya lo sabemos.
—¡Lo sabéis y no hacéis nada al respecto!
—Los habitantes del castillo os ayudaremos a matar a esos asaltantes, pero antes tendremos que encontrarlos. ¿Cómo puede ser que los orcos estéis teniendo tantos problemas con esto, especialmente teniendo en cuenta que todo el terreno está cubierto de nieve? ¿Dónde están vuestros cazadores y rastreadores?
—¿Y dónde están vuestros espejos mágicos y vuestras varas de adivino? —respondió Vronk con un bufido.
—Te lo advertí. —Kolvas describió un pase místico con su mano y abofeteó la cara a Vronk.
El orco se tambaleó hacia atrás, no debido a la fuerza física del golpe sino porque el toque de Kolvas lo había despojado de algo de su vitalidad. La bestia miró al mago con los ojos inyectados en sangre, llenos de odio y temor, y tragó saliva por dos veces, como si estuviera conteniendo el vómito.
—Dar'Tan es consciente de que sus servidores necesitan ayuda —reiteró Kolvas—, y la proporcionará. Ahora márchate de aquí y cuéntaselo al resto de la tribu, antes que decida que la Fortaleza Sombría necesita un esclavo más.
Vronk se humilló y se retiró. Kolvas ascendió por el interior de la ciudadela hacia el oscuro y recién amueblado templo en que su maestro pasaba ahora casi todo su tiempo. Allí encontró a Dar'Tan, arrodillado y musitando frente al altar y la reluciente daga de plata que yacía en lo alto de éste.
Kolvas tuvo que hablar por dos veces antes que el elfo oscuro volviera la vista, y se asustó, porque Dar'Tan no parecía reconocerlo. Aquello sobresaltó al aprendiz de mago como pocas cosas habían hecho en su vida, y tanto como el que Belsamez lo culpara de la resurrección de Vladawen.
Sin embargo, después de un momento, Dar'Tan pestañeó y sonrió, y el joven mago se sintió aliviado.
—No queda mucho para que vuelva Jandaveos —dijo el elfo—, no mucho.
—Bien —dijo Kolvas dubitativo—. Pero me gustaría que pudierais dedicar algo de tiempo a otra cosa que no fuera preparar este nacimiento.
—Así lo hago. —Dar'Tan se levantó y se limpió con la mano la parte baja de la túnica. Su brazo de sombras se retorció para cumplir esa misión sin que su maestro necesitara doblar su cintura—. Toda esta adoración pasa factura a las rodillas. Sin embargo, cuanto más comulgo con la deidad más fuerte se hace nuestro vínculo, y cuanto más firme se haga, más nos ayudará cuando por fin partamos a la conquista de Mithril.
—Lo comprendo, y también soy consciente de que no debería tener problemas para dar por mí mismo con estos misteriosos incursores. No obstante, por alguna extraña razón, soy incapaz. Creo que si pudierais ir en su busca en persona, como los orcos os ruegan que hagáis, tendríais más éxito en esa misión.
—Posiblemente sea así, pero a veces una persona debe fijar sus prioridades, y todo lo que es verdaderamente importante para ambos descansa muy al este de aquí.
—Lo sé, Maestro. Pero aun así, ¿por qué desperdiciar algo que ya habéis ganado?
Detrás de su velo de sombras, Dar'Tan arqueó una ceja.
—¿Supongo que estarás exagerando, no es así? ¿Qué puede ser en Scarn más abundante que los orcos? ¿Qué puede importar entonces que unos pocos sean masacrados? Siempre podremos encontrar sustitutos.
—Pero si se niegan a seguir sirviéndoos...
—Entonces los reprenderemos hasta hacerlos entrar en razón. Eso fue lo que hice la primera vez que llegué a las montañas.
—Está bien. ¿Deberé abandonaros con vuestras meditaciones? —dijo Kolvas con un suspiro.
—No mientras frunces así los labios. Si aún estás descontento, podemos seguir discutiendo el asunto. Ya sabes que no es necesario que te muerdas la lengua conmigo. Siempre he valorado tu opinión.
El mago humano sonrió.
—Gracias, Maestro. Sólo creo que... bueno, algo me hace pensar que quizá no deberíamos descuidar nuestra posición aquí. Puede que la conquista de Mithril sea una empresa más ardua y duradera de lo que pensáis.
—¿Cómo iba a ser, cuando estaremos aunando nuestros esfuerzos a los de un dios?
—Según los clérigos, Corian ama nuestra ciudad por encima de muchas otras. ¿Qué ocurriría si se pusiera del bando de nuestros adversarios?
—Jandaveos no cree que lo haga, no de una forma que pueda importar. Dice que las deidades que sobrevivieron a la Guerra Divina consideran que ya han arriesgado lo suficiente su existencia. Es posible que deseen acrecentar su poder a través de tramas que urdan, e incluso bajo la guisa de avatares, pero no tomarán las armas por sí mismos contra otros de su propia clase.
—Puede que sea así. Pero se dice que el gran gólem era lo suficientemente poderoso para hacer frente a gigantes y a titanes.
—También se dice que no se ha movido desde el final de la Guerra, y sin duda es porque está estropeado. Diablos, hasta uno de los dedos se le ha caído. Una vez gobernemos la ciudad, echaremos abajo ese chisme y lo desmontaremos. No tiene sentido desperdiciar una fortuna así en plata de ley.
—Sois tan confiado... —dijo Kolvas, negando con la cabeza.
—Porque sé lo que será Jandaveos. Comprendo que tú no, pero te pido que tengas fe.
—La tengo, Maestro, tanto en vos como en él, pero aun así tengo una cosa más que decir. ¿Habéis pensado quién puede ser el que está matando a los orcos?
Dar'Tan se encogió de hombros, al tiempo que su espectral mano se agitaba.
—Podría ser cualquiera. Llevan riñendo con los trasgoides de los territorios adyacentes desde hace más tiempo de lo que nadie puede recordar. Pero creo que quieres que considere la posibilidad de que sea Vladawen.
—Así es.
—Aunque, según nuestros espías pudieron averiguar, el Doncella Fantasma nunca regresó de su excursión en la que se adentró en aguas prohibidas.
—Ghelspad no carece precisamente de línea de costa. Vuestros agentes no pueden vigilarla en toda su extensión.
—Incluso aunque sobreviviera, aunque Kadum, por alguna razón insondable, se decantara por ayudar a uno de los más grandes enemigos de su raza, ¿cómo iba a saber el Matatitanes cómo llegar hasta aquí? —Dar'Tan levantó su esbelta mano de piel de ébano, de carne y sangre—. No importa, espera, yo mismo puedo conjeturar sobre eso. El Sangrante le sugirió la dirección correcta, o si no la musa eslareciana.
—Exacto.
—Sin embargo, ahora viene lo que no puedo explicar. ¿Es que erradicar unos cuantos campamentos orcos dispersos iba a servir a Vladawen para acercarlo algo a la reivindicación del cuchillo sagrado? ¿Es que no están las fronteras más cercanas de la Fortaleza tan bien defendidas como siempre? ¿No son fuertes las puertas y los muros? ¿No disponemos de un pozo que nunca se seca y de suficiente comida para abastecernos hasta la primavera? Todo lo que tenemos que hacer es quedarnos aquí dentro, y no habrá mal alguno que pueda llegar hasta nosotros.
Hasta vos desde luego no, pensó Kolvas. Pero yo debo dar caza a Vladawen si no quiero sufrir las contrariedades de la Dama de las Pesadillas. Durante un instante, sintió un amargo rencor hacia la complacencia de Dar'Tan. Entonces recordó que el elfo oscuro era su segundo padre, el benefactor al que le debía todo, y con resolución apartó esa hostilidad de su cabeza.
—No se me ocurre el modo en que Vladawen pudiera llegar hasta la daga —dijo Kolvas—, pero no tengo ninguna duda de que llegará un momento en que pueda urdir un plan. Siempre ocurre así, y preferiría matarlo antes de que pueda llegar a ponerlo en marcha. Es la forma más prudente de actuar.
—Supongo que puedes estar en lo cierto. Debes seguir intentando dar con esos asaltantes empleando tu magia, y organizar a los orcos para que busquen, colaborando entre ellos de un modo más coherente. Ajusta también los protocolos de seguridad del modo que juzgues apropiado. Instruye al capitán de la guardia para que mantenga alerta a la guarnición del castillo. Cuando llegue el momento, lo instaremos a enviar sus tropas montaña abajo, de forma rápida.
—Y vais a asumir un papel más activo en el asunto.
Dar'Tan torció su gesto, en una rara muestra de impaciencia.
—Hago siempre todo lo que puedo, y cuando puedo. Sin embargo, mi querido pupilo y amigo, te preocupas demasiado. Supón que ocurre lo impensable y que Vladawen llega hasta la Fortaleza. En ese caso, simplemente tendrá que hacer frente a todos los peligros que lo estarán esperando aquí, y a la cabeza de todos ellos, tú y yo. O lo que es lo mismo, no tiene la menor oportunidad.
54
Los maestros de runas de la expedición disolvieron los encantamientos protectores poco antes de la puesta de sol. De hecho, los sustituyeron por un conjuro que en realidad podría atraer el escrutinio místico del enemigo, pero de un modo tan sutil que Kolvas, o Dar'Tan, no se percatarían de que querían ser descubiertos.
Al menos eso era lo que Vladawen suponía que debía ocurrir. Él, junto a un pequeño grupo de compañeros, habían hecho una agotadora marcha para alejárse del grueso de la compañía, que debía confiar en que estaban actuando según lo establecido. Bastante pronto, y escudriñando desde lo alto de un elevado promontorio, pudo distinguir columnas de guerreros de Dar'Tan avanzando al trote bajo el manto de la noche, encaminándose hacia el enemigo al que esperaban pillar desprevenido.
—Funcionó —dijo Khemaitas, con la piel teñida de oscuro, el cabello de un color blanco plateado y falsos tatuajes laboriosamente trazados con la brillante tinta azul y violeta que Vladawen había comprado en Lave—. Ahora nos queda esperar que nuestros aliados puedan sobrevivir a la batalla.
—Los orcos no son conocidos por su paciencia —dijo Vladawen—. Jugaría a nuestro favor que iniciaran su ataque nada más llegar, en lugar de retrasarlo hasta constituir una única fuerza.
—Nuestros amigos están listos para recibirlos —dijo Arbomad. Por la inquietud que se adivinaba en su voz, Vladawen infirió que no estaba demasiado contento quedándose en segunda línea, dirigiendo la defensa, pero ya era demasiado tarde para que cambiara de idea—. Y cuando llegue el momento, ya tienen decidido un lugar al que replegarse. Eso también irá en su favor.
—Por tus palabras —se pronunció Lillatu secamente—, pareces insinuar que quizá ellos tengan más posibilidades de salir de esto con vida que nosotros. Así que puede que lo mejor sea que nos preocupemos de nosotros mismos.
—Nuestro destino está en manos de Corian —declaró Gareth, y con ese comentario santurrón la discusión se interrumpió.
Y eso significaba que no les quedaba otra que esperar. A Vladawen eso lo ponía muy nervioso, pero iniciar sus movimientos demasiado pronto lo echaría todo a perder. Los centinelas que vigilaban las cercanías de la Fortaleza Sombría debían creer que había pasado suficiente tiempo para que su gente marchara de vuelta del campo de batalla hacia el castillo, con la victoria en sus manos.
Después de un tiempo que a Meerlah le pareció una eternidad, ésta dijo finalmente.
—Ya debe ser suficiente, ¿no es así?
—Probablemente —respondió Arbomad.
—Entonces pongámonos en marcha —dijo Ópalo.
Los elfos abandonados se habían teñido el pelo y las porciones visibles de su piel. El disfraz de los demás miembros de la compañía era menos elaborado. Humanos y enanos simplemente debían rendir sus armas a sus compañeros, permitir que les ataran las manos y, en general, asumir la actitud asustadiza y sombría de un cautivo vencido.
Cuando todo el mundo estuvo listo, se encaminaron por un sendero que resultó ser de lo más traicionero. Era de imaginar que los subalternos de Dar'Tan tuvieran que transportar botines y suministros a través de esa ruta, y Vladawen se encogió al considerar qué misión tan ardua y peligrosa debía ser aquella, aun sin hielo y nieve sobre el terreno.
Entonces, la visión del primer puesto de guardia le recordó el peligro al que él mismo debía hacer frente. Apostado por encima del sendero, el puesto estaba tan astutamente construido que incluso los ojos de un elfo encontraban difícil distinguirlo en la oscuridad. Vladawen era incapaz de establecer cuántos orcos acecharían a su espalda, pero pudo ver a uno de ellos asiendo el extremo de un cabo. Sin duda, al tirar de la cuerda se abriría una red y caería una lluvia de piedras rodando sobre el camino. Irónicamente, se trataba de la misma clase de letal artilugio que la compañía de Vladawen había levantado en el campo de batalla en que habían planeado hacerse fuertes.
Esforzándose por proyectar un aire de arrogante seguridad en sí mismo, Vladawen pronunció la contraseña y describió con su mano izquierda la señal que Shan Thoz había revelado a Lillatu. Se preguntó, quizá por milésima vez, si al jefe de los osos trasgos pudiera habérsele ocurrido no proporcionar las señas adecuadas para encontrar la Fortaleza Sombría, sino unas falsas para que los atraparan.
El elfo aguardó. Los centinelas no respondieron, y supuso que eso sería mejor que la respuesta de una lluvia de jabalinas y piedras. Entonces hizo una señal con la mano, instando a su grupo a seguir avanzando por el sendero.
Y resultó que se había anticipado, pues un orco panzudo salió de detrás del escondite y, entre resbalones y patinazos, consiguió descender la pendiente hasta llegar al sendero sin pasarse y caer por el borde del mismo.
—¡Esperad! —gruñó—. ¡Esperad!
Vladawen le dedicó una mirada altiva, apenas consiguiendo ocultar su impaciencia.
—¿Sí?
Su actitud hizo dudar por un momento al trasgoide, que finalmente persistió en su tarea.
—No os conozco —dijo. Su acento hacía que su intento por hablar en lengua común fuera apenas comprensible.
—¿Y no conocéis vuestras propias contraseñas?
—No os conozco —repitió el centinela con un gruñido.
—Pues entonces, sin duda, estaréis ciego. Pertenecemos a la misma familia que vuestro señor, allá en el sur, en Dier Drendal. —El elfo rezó por que la criatura no conociera los ojos contaminados de los elfos abandonados, o por que no se hubiera relacionado con los suficientes elfos oscuros, aparte de Dar'Tan, para percatarse de que los drendali nunca soportarían un tratamiento así.
—Nadie informó de vuestra llegada.
—Éste es el recibimiento que obtenemos tras resolver los problemas de nuestro primo en su nombre —dijo Khemaitas resoplando—. Esos que, por cierto, eran también problemas vuestros, alimañas. Escucha, zoquete. No pareces estar muy informado, espero que estéis al tanto al menos de que un misterioso enemigo ha estado asaltando vuestros campamentos. Y de que, esta misma noche, vuestro príncipe ha hallado al fin su escondrijo, y ha enviado una fuerza a exterminarlos.
—Mmm... sí.
—Bien, ¿pues quién creéis que encontró a ese enemigo con el que vosotros fuisteis incapaces de dar, e informó a Dar'Tan? ¿Quién creéis que luchó codo a codo con su ejército y ayudó a acabar con el enemigo? ¿Creéis que podría tratarse de los mismos cansados viajeros que ahora mismo están tratando de entregar a un grupo de prisioneros a vuestro señor, para que los interrogue y los castigue?
—¿Son estos? —preguntó el centinela—. ¿Estos son los que acabaron con mi pueblo?
—Vaya, sí que lo has cogido rápido —suspiró el marinero.
El orco inspeccionó a los falsos prisioneros. Claramente conocía a los enanos por lo que eran, los fieros y eternos enemigos de su raza. Probablemente reconocería los símbolos y amuletos de ámbar de la Patrulla, y también la librea de un paladín de Corian. Entonces, con suerte, aquella combinación de verdad y mentira serviría para dar crédito a todo lo que los elfos le habían dicho.
El centinela se aproximó a Meerlah, la estudió con la mirada, la contempló lascivamente y la acarició. Entonces cerró su mano y la golpeó con el puño en el estómago. Cuando la mujer se encogió, la criatura le barrió las piernas y luego le pateó las costillas.
Vladawen lanzó una mirada furtiva a Arbomad. Como el resto de los falsos cautivos, el capitán de la Patrulla estaba enlazado de forma que, aunque sus ataduras parecían firmes, en realidad podría deshacerse de ellas con un fuerte tirón de brazos. Ahora, henchido de rabia ante el maltrato sufrido por su amada, estaba completamente rígido, pero se mantuvo firme.
El centinela se volvió.
—Entregad los prisioneros a los orcos. Nosotros somos a quienes ellos perjudicaron.
—Puede que Dar'Tan quiera entregar a algunos de ellos. Pero eso le concierne sólo a él —dijo Vladawen encogiéndose de hombros—. Por ahora, no obstante, debemos continuar nuestro camino.
—Por supuesto, con vuestro amable permiso —apostilló Khemaitas, arrastrando sus palabras.
—Marchad —asintió el orco.
Vladawen y sus compañeros tuvieron que representar la misma escena un par de veces más en su ascenso hacia la fortaleza, por fortuna siempre con éxito, y sin que ningún otro miembro de la compañía recibiera un maltrato especialmente significativo. Descubrieron que el recelo de los centinelas decrecía a medida que se acercaban a la ciudadela. Los guardias, evidentemente, debían de suponer que, si sus camaradas de más abajo ya habían permitido el paso de aquellos extraños, entonces no había duda de que todo estaba en su sitio.
Finalmente, a muy poca distancia del pico que hacía las veces de ciudadela, el sendero descendió hacia un desfiladero. Presumiblemente, al final del mismo debía de aguardar la puerta. Cuando Vladawen descendió para adentrarse en él, se le quedó la boca seca. Sintió un estremecimiento de pánico y odio, y titubeó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Khemaitas.
—Puede que nada. Pero sospecho que algo acecha en la oscuridad de este pasaje.
—Yo también puedo sentirlo —dijo Ópalo—. Creo que cualquier conjurador podría.
—Sea lo que sea —dijo Meerlah—, supongo que debe tratarse de otro guardia. Quizá podamos engañarlo como hicimos con los orcos. En caso contrario, acabaremos con él, y punto.
La compañía avanzó sigilosamente, y Vladawen sentía como su inquietud crecía a cada paso. Incluso durante la Guerra Divina, batallando contra toda clase de horrores, nunca había tenido una sensación semejante.
De repente una forma oscura, imprecisa y del todo indescriptible en medio de la penumbra, se alzó frente a ellos. El elfo pronunció el salvoconducto y la criatura lo agarró de la cara, apretando los dedos. Vladawen retrocedió de un salto, a tiempo apenas de esquivar la abrasadora frialdad de su toque.
Claramente, las señas que Shan Thoz había transmitido a Lillatu no iban a servirles de nada en la actual situación. Vladawen rebuscó bajo su capa, desenvainó su estoque de plata y embistió. La hoja atravesó al espectro, que se desvaneció en la nada.
Unos relámpagos de luz azulada surcaron entonces la oscuridad. El elfo se hizo a un lado, Ópalo liberó sus manos y conjuró dardos de fuerza para destruir una segunda aparición.
—¡Por el hacha de Goran! —exclamó un enano—. ¡Mirad!
La oscuridad que había frente a ellos bullía. Era imposible distinguir una sola figura en aquel oscuro caos, pero Vladawen comprendió el significado de lo que tenía ante sus ojos. Los espectros habían bloqueado, fusionándose, el sendero que tenían frente a ellos. Aquellos seres parecían ser la misma clase de sombras animadas que Kolvas había enviado contra él en Barrio Tormenta, pero en el transcurso de los años, Dar'Tan debía haber conjurado en aquel lugar un número de ellos tan elevado que cualquier fuerza inferior a un ejército sería derrotada fácilmente. De ese modo, si por cualquier razón la contraseña no había funcionado, Vladawen no tenía ni idea de cómo iban a poder sortear a aquellas criaturas.
55
El grupo regresó a toda prisa sobre sus pasos. Aunque estaba seguro de que no servirían para sacarlo de aquella situación, Arbomad nunca había echado tanto de menos en su vida su arco largo y sus espadas.
Vladawen se detuvo justo al borde del barranco y alzó las manos, haciendo que sus compañeros interrumpieran también su marcha. Sin importar que pudiera perseguirlos una horda de sombras, no era posible huir despavoridos todo el camino hasta la abertura del desfiladero, o los orcos serían alertados por su alocada retirada y sabrían que no eran quienes decían ser.
Arbomad se giró velozmente. La oscuridad que asfixiaba el barranco estaba inmóvil, aunque su imaginación se esforzaba por esbozar espectros que surcaban como una flecha el camino entre unas y otras cavidades. Las sombras habían dejado de perseguir a los intrusos en un determinado momento. Quizá Dar'Tan las había atado a una franja de terreno específico. El vigilante se dijo que, en cualquier caso, al menos eso era señal de buena suerte.
—¿Qué fue mal? —preguntó Abex.
—¡No tengo ni idea! —resopló Lilly—. Se supone que las contraseñas debían haber funcionado aquí también, a menos que Shan Thoz me mintiera.
—O que Dar'Tan cambiara aquellas a las que debían responder las sombras —dijo Vladawen.
—Ya casi habíamos llegado —se quejó Meerlah—. Si alguien pudiera obrar alguna magia que sirviera para llevarnos sólo un poco más lejos...
Ópalo negó con la cabeza.
—Aunque conociera el conjuro adecuado, Prysamach ha declarado ya que el castillo debe de estar protegido contra gente que salte hasta aquí desde otros planos de existencia.
—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó Gareth.
—Pensar —declaró Vladawen—. Debe haber una solución a nuestro problema, y será mejor que la encontremos antes que los soldados de Dar'Tan vuelvan del campo de batalla, dispuestos a revelarnos como impostores.
Arbomad se aplicó al problema junto al resto, y no tardó mucho en idear una posible solución. Abrió la boca para proponerla, pero entonces sintió que las palabras se le quedaban agarrotadas en la garganta.
El vigilante se quedó aturdido. Era consciente de que el amuleto del escorpión ejercía sobre él una fascinación peculiar, y de que su deseo de aferrarse a él no era del todo racional. Sin embargo, hasta aquel momento nunca se había dado cuenta de cuánta influencia ejercía realmente aquel artefacto sobre él.
Sintió un suave toque en el hombro. Se giró, sintiéndose alarmado y culpable aunque el medallón de ámbar siguiera reposando seguro bajo sus ropajes. Lilly, que se había soltado las ataduras y había hecho que Vladawen le devolviera la espada, frunció el ceño al comprobar la reacción de su compañero.
—He pensado que podríamos volver a recorrer el desfiladero los dos solos —dijo la asesina—. Sólo un trecho, para asegurarnos de que los espectros no se deslizan sobre nosotros.
—Suena sensato —dijo Arbomad. Se quitó las ataduras, recuperó sus propias armas y ambos volvieron a hurtadillas desfiladero abajo.
—Creo que ya estamos bastante lejos como para hablar sin que nos oigan —musitó la asesina.
—¿Y qué es eso que no queremos que escuchen?
Ella frunció el ceño, con una expresión apenas visible en la oscuridad.
—No te hagas el tonto. Estaba mirando hacia ti cuando pusiste esa cara tan rara. ¿Tuviste una idea, no es así? Y ahora no la sueltas, creo que puedo adivinar por qué. Tiene algo que ver con ese talismán que guardas en secreto, el que usaste este verano pasado para extraerme el veneno.
Era ridículo y humillante, tanto que era difícil responderle, aunque supiera que tenía ese desgraciado artefacto.
—Sí.
—Si conoces una forma de sacarnos de esto, tendrás que decírnosla. Sabes cuánto depende de esto. La vida de Meerlah, entre otras cosas.
—Tienes razón. Pero necesito tu ayuda —suspiró el vigilante.
—Es también mi cuello el que está en juego —dijo ella con una sonrisa torcida.
—Entonces vuelve atrás y espera con los demás hasta que vuelva.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?
—Debes confiar en mí.
La asesina resopló con el desdén de un forajido ante la idea de confiar en nadie, pero finalmente aceptó sin discutir.
Al marchar Lilly, Arbomad se quedó libre para activar la transformación que nadie más podía ver. El vigilante se concentró, y de repente sintió su cuerpo liviano y frío. Su carne y su equipo se fundieron en una sustancia fantasmal, insustancial, y fue imposible distinguirlo de las sombras que yacían frente a él.
O al menos eso esperaba. Aún debía poner a prueba su teoría. Reunió todo el valor que pudo y avanzó en dirección a los espectros.
En su nueva forma, sus sentidos eran diferentes. Podía distinguir perfectamente a las entidades guardianas en la oscuridad. Aun así, éstas no habían perdido ni una pizca de su aspecto amenazador e insondable, y cuando dos de ellas revolotearon hacia él, necesitó de toda su fuerza de voluntad para no intentar echar mano a su espada o poner pies en polvorosa.
Las sombras se deslizaron junto a él, aparentemente sin percibir su presencia. Tras pasar desapercibido un rato más, Arbomad se convenció de que aquellos espectros debían de tomarlo por uno de su misma clase.
Entonces volvió a toda prisa a buscar a sus compañeros, adoptando forma humana justo antes de aparecer frente a sus ojos.
—Es hora de moverse —dijo.
—¿Y eso? —peguntó Vladawen.
—Arrojé un encantamiento sobre las sombras. Mientras no hagamos nada que pueda perturbarlas, servirá para mantenerlas tranquilas durante un tiempo.
Los peculiares ojos del Matatitanes se estrecharon como si quisiera preguntar al vigilante cómo lo había conseguido. Sabiendo que sólo había hecho gala hasta aquel momento de unos pocos encantamientos de leñador, le extrañaba que de pronto hubiera adquirido la habilidad de hechizar a una hueste de apariciones. No obstante, lo dejó ir.
—Bien. Todos en pie. Rápido —acabó diciendo.
—Ve tú a la cabeza. Yo vigilaré la retaguardia —dijo Arbomad.
Cuanto el último de los miembros de la compañía se adentró en el desfiladero, Arbomad volvió a adoptar la forma de espectro. Le preocupaba que alguno de sus amigos pudiera avistarlo, pero no fue así. En la oscuridad, una sombra lista para atacar era difícil de distinguir. Una que sólo buscaba deslizarse pasando inadvertida era a todas luces indetectable.
Se colocó al frente de la procesión, como si estuviera al mando de la misma. Entretanto, Vladawen repitió una y otra vez la contraseña, esbozando la señal que antes había resultado ser ineficaz. El vigilante supuso que no haría ningún mal.
Contrariando la afirmación de Arbomad, las sombras no parecían estar inactivas. Bullían alrededor de los intrusos como lobos hambrientos concentrados en un ciervo tullido. No obstante, cada vez que una de ellas se disponía a arrojarse sobre uno de los miembros de la compañía, el vigilante, con la mano levantada en señal de aviso, se interponía entre el espíritu y su presa. Los espectros obedecían, si bien es cierto que cada vez más a regañadientes.
El frío que rodeaba a las criaturas espectrales alteraba la compostura de la compañía. Incluso los enanos, conocidos por su estoicismo inquebrantable frente a la adversidad, empezaban a temblar y sentir escalofríos. Cuando la enorme puerta doble forrada de hierro apareció por fin entre la penumbra que tenían frente a ellos, se escuchó un gran suspiro de alivio.
Vladawen se paró frente a la puerta, volvió a pronunciar la contraseña y esbozó la señal. Nada ocurrió. Como alentadas por el hecho de que la puerta no se abriera de forma instantánea, las sombras se deslizaron apretando el paso.
—Maldita sea —dijo Ópalo. Dejó caer la cuerda de sus muñecas y masculló un encantamiento.
Arbomad había aprendido a respetar a Ópalo a lo largo de la caminata que los había conducido a través de las Kelder, pero nunca había llegado a entender por qué Vladawen parecía apreciar los servicios de aquella impasible y sencilla "bruja de campo", incluso por encima de los ilustrados maestros de runas que se habían unido a su causa. Tuvo un presentimiento. Aunque nunca había conocido un conjuro que sirviera para algo semejante, al otro lado de las puertas se escuchó el rugir de unos barrotes deslizándose, y las pesadas hojas se abrieron de par en par, como si fueran tan ligeras como el papel. Tras ellas, la manivela de un cabestrante giró por voluntad propia, levantando un rastrillo de acero. Dos guardias, uno humano y el otro un gnoll enorme, desgarbado y con cara de perro, contemplaban estupefactos aquellos acontecimientos.
Los asaltantes se arrojaron hacia la entrada de la fortaleza. Aquellos que estaban aún desarmados empujaron las puertas y las cerraron con fuerza en la misma cara de las enfurecidas sombras. Con suerte, las hojas tendrían alguna clase de encantamiento que serviría para mantenerlas alejadas. Entretanto, los elfos echaron mano de sus arcos para disparar a todos y cada uno de los sirvientes de Dar'Tan que tenían a la vista.
Arbomad escuchó un correteo sobre su cabeza y levantó la vista. Sobre la puerta había un puesto de vigilancia, completado con una mirilla oculta que permitía a un vigía escudriñar el desfiladero. Aquel centinela, un orco, salía ahora disparado cruzando un paso elevado, presumiblemente para dar la voz de alarma.
Nadie más miraba en dirección al vigilante, de forma que volvió a adoptar su forma natural, cogió una flecha y se la clavó al orco en el pecho. La criatura retrocedió, cayó dando tumbos del pasillo elevado y se estampó contra el suelo.
—He aquí que estamos dentro, miel sobre hojuelas —dijo Meerlah sonriendo.
—Lo realmente difícil —dijo Lilly— será salir.
56
El plan de ataque de Kolvas requería que arqueros y honderos hostigaran la cornisa en la que estaba apostado el enemigo. La posición elevada de éste le concedía cierta ventaja, y también las bajas murallas de piedra y maleza que habían erigido. Incluso para un experto tirador era complicado acertar en aquellas condiciones, sobre todo si el objetivo se mantenía agazapado. Afortunadamente, los enanos y vigilantes no podían estar en esa posición todo el rato. Tenían que levantar la vista desde detrás de su refugio para hacer frente a las oleadas de orcos que subían gateando la escarpada y rocosa ladera, y mientras lanzaban sus propias flechas o (en raras ocasiones) conjuraban descargas de llamas y ácido, sí eran vulnerables.
Desde la perspectiva de Kolvas, incluso era más importante que parecieran absortos y no mostraran señal alguna de percatarse de la presencia de los trasgos de ojos arácnidos trepando por una chimenea abierta en la fachada occidental del acantilado. Aquel conducto discurría serpenteante arriba y abajo, y los defensores bien podían haber supuesto que ninguno de sus adversarios sería capaz de escalarla. Sin embargo, con sus cuatro largos brazos para agarrarse a las asideras y vidas de experiencia escalando las Kelder, las criaturas de ocho ojos estaban a poco de demostrar lo contrario. Cuando por fin se abalanzaran sobre el flanco del enemigo, el cariz de la batalla cambiaría dramáticamente.
Por ello, se dijo el mago sombrío, no había razón para sentirse incómodo. Dentro de muy poco, su pequeño ejército arrasaría a esos desdichados que habían invadido su territorio. Después rebuscaría entre los cadáveres hasta hallar el semblante pálido y ojeroso que enterraría por fin todas sus preocupaciones.
Los trasgos de ojos arácnidos casi habían alcanzado la cima del cerro cuando, con un rugido chirriante, la estructura de arenisca a la que se agarraban en su escalada se derrumbó hasta ir a parar al fondo del cañón. A Kolvas se le revolvió el estómago. Se había creído muy listo al enviar a sus criaturas chimenea arriba, pero los enanos se habían anticipado a su movimiento y, consumados mineros e ingenieros como eran, habían amañado la estructura para que cediera bajo su propio peso.
Casi en ese mismo instante, un grupo de orcos logró alcanzar la barricada y los guerreros humanos y enanos se alzaron para hacerles frente. Espadas, lanzas y hachas destellaron a la luz de la luna en un furioso intercambio de golpes; Kolvas contuvo el aliento, rezando porque la brutal furia de sus trasgoides conociera el éxito donde su plan había fracasado. Para su desgracia, no fue así. La mayoría de los atacantes cayó. Los pocos supervivientes huyeron ladera abajo, mientras los defensores de la cima los hostigaban, acelerando su fuga.
Las restantes fuerzas de Kolvas respondieron con enfurecidos gritos aquella acción. A pesar de las pérdidas que ya habían sufrido, aún estaban ansiosas por combatir a los intrusos. Al menos era algo, aunque no iba a servirle para poner fin de una vez por todas a su especial suspicacia.
A su lado, Burr, antiguo bandolero e infanticida de cabellos cobrizos y aspecto aniñado, aquel que había acabado por convertirse en uno de los más importantes oficiales militares de Dar'Tan, se pronunció arrastrando las palabras.
—Bueno, podía haber ido mejor.
—Enviar a los trasgos chimenea arriba parecía una buena idea —dijo Kolvas frunciendo el ceño—. ¿Cómo iba a saber que esos enanos habían levantado una trampa?
—Lo imagino. Sólo me gustaría que pudiéramos tener un poco más de ayuda mágica.
—Haré lo que esté dentro de mis posibilidades, cuando lo considere apropiado. No es tan sencillo. Los maestros de runas son suficientemente poderosos para contrarrestarme con bastante eficacia.
—Si estuviera aquí el señor en persona...
—El caso es que ha preferido no estar. Si así lo deseas, puedes echárselo en cara cuando volvamos a la Fortaleza.
Burr resopló.
—El caso es que no creo que esa conversación pudiera llegar a servirme de mucho. Escucha, ese comentario estaba fuera de lugar. No era mi intención. Cogeremos a esos bastardos, aunque sea mermando sus fuerzas poco a poco. Seguirán perdiendo hombres, se quedarán sin flechas y conjuros y, finalmente, llegará el momento en que no podrán seguir resistiendo nuestros embates.
—¿Y cuándo crees que será eso?
El guerrero se encogió de hombros.
—Con suerte, estaremos de vuelta en el castillo para la hora del desayuno.
—Puede que no sea bastante. Has tenido oportunidad de observar al enemigo. ¿Has visto rastro de algún elfo? ¿O de una chica delgada, de cabello oscuro y muy corto? ¿O de otra mujer, grande y campechana, que lanza conjuros escribiendo símbolos en el aire?
—¿Te refieres al Matatitanes y a esas Lilly y Ópalo de las que me hablaste?
—Sí —dijo Kolvas, que empezaba a perder la paciencia.
—No los he visto, pero hay que tener en cuenta que, a diferencia de ti y de les engendros de los titanes, no puedo ver en la oscuridad. Eso no quiere decir que no estén allá arriba. Aunque puede ser que no estén. Quizá la fuerza apostada en lo alto de ese cerro no haya tenido nunca nada que ver con ellos.
—Es una banda de enanos y vigilantes que cruzaron las Kelder en pleno invierno para enfrentarse a Dar'Tan. No hay duda que Vladawen los condujo hasta aquí.
—Entonces estará ahí arriba, supongo.
—¿Y por qué entonces no he podido ver ni atisbar siquiera su figura? No es de la clase de gente que se queda agazapada mientras otros luchan en su nombre.
—Puede que lo alcanzara una flecha.
—Puede. No obstante, voy a marcharme de aquí. Te dejo al mando. Acaba con esos bastardos aunque tengas que emplear hasta el último de tus guerreros.
—¿Adonde...?
Kolvas no se molestó en escuchar el final de la pregunta. Masculló un encantamiento, describió los pases apropiados con su mano y abandonó el mundo material para adentrarse en el reino de las sombras.
Ahora, los guerreros que estaban combatiendo se le antojaban emborronados y difuminados, tanto como su clamor parecía apagado y metálico. Dio una única zancada y de pronto desaparecieron: era así como funcionaban las cosas en el lugar borroso y oscuro en que había entrado. Aquí unos cuantos pasos se correspondían con una basta distancia en los dominios de la burda materia sólida.
El mundo de la oscuridad era hogar de muchos peligrosos entes, y en otras circunstancias Kolvas hubiera optado por andar con sigilo por allí. Pero ahora no era momento de actuar con cuidado. Ninguna de aquellas criaturas estaba bajo la amenaza de la condena de Belsamez, o de fallarle a su maestro, de modo que el mago humano se lanzó despavorido hacia su objetivo.
Estaba de suerte. Nada lo molestó, y en poco tiempo un gran entramado de la más profunda oscuridad se irguió frente a él. Se trataba del encantamiento que Dar'Tan había tejido para asegurar que ningún lanzador de conjuros hostil se deslizase al interior de la Fortaleza Sombría por aquella ruta, y era una barrera tan imponente que ni siquiera Kolvas podía atravesarla. Como exigían las circunstancias, volvió a deslizarse al mundo en que lunas y estrellas brillaban sobre su cabeza.
Se apresuró temerariamente sendero arriba, y cuando vio el primero de los puestos de los centinelas se preguntó si estaría haciendo el ridículo. Los orcos estaban vivos y todo parecía en calma. Probablemente Dar'Tan tenía razón, como casi siempre solía suceder. No importaba qué travesuras pudiera haber hecho Vladawen en los terrenos circundantes a la fortaleza; era imposible que pudiera llegar a entrar en la ciudadela en sí.
Sin embargo, después de haber llegado hasta allí, Kolvas no veía ningún motivo para no asegurarse. De hecho, su fastidioso nerviosismo le insistía en que así lo hiciera. Reveló la señal, y entonces dijo:
—Quiero hablar con vosotros.
El rollizo Spran se arrastró hasta el claro en el sendero.
—¿Sí?
—¿Han pasado por aquí esta noche unos extraños?
—Los primos del príncipe —asintió el orco.
—¿Quiénes?
—Venían de... esto... ¿Dier Darndle?
—Dier Drendal. Lo único es que no es de ahí de donde procede realmente el maestro. —Kolvas pensó entonces que empleando magia, o simplemente pinturas, Vladawen o cualquier otro elfo que se hubiera unido a su causa podría haberse hecho pasar por drendali. El Matatitanes había visto a suficientes de sus familiares de piel de ébano, moradores de las cavernas, como para imitar su aspecto—. Dime que no los dejaste pasar.
Spran pestañeó con sus ojos de cerdito.
—Conocían la contraseña, y traían prisioneros capturados en la batalla.
—Aún no hemos tomado ningún prisionero. Habéis cometido un error, y vais a venir todos conmigo para enmendarlo.
—¿Dejaremos el puesto sin vigilar?
—¡Así es! ¡Moveos, malditos!
Mientras se apresuraba hacia la ciudadela, Kolvas añadió a su séquito a todos y cada uno de los centinelas que encontró en su camino. Esperaba que no tuviera que necesitarlos, pero sus instintos le decían lo contrario. Aunque desafiaba el sentido común, sabía en lo más profundo de su ser que, cuando atravesara el desfiladero habitado por las sombras y llegara hasta la puerta, sería para descubrir que Vladawen ya se había colado en el interior de la Fortaleza.
Pero daba igual, casi lo prefería así. Eso iba a dar a Kolvas la oportunidad de combatir ventajosamente, en un terreno que conocía mejor que nadie.
57
Vladawen y sus seguidores estuvieron de acuerdo en que su disfraz ya los había llevado todo lo lejos que era posible. Los falsos prisioneros se soltaron de sus ataduras y recuperaron sus armas, y la compañía al completo se escabulló por los tenebrosos pasillos que había tras la entrada. Los corredores serpenteantes y toscamente acabados estaban en penumbra, aunque, a pesar de la ausencia de cualquier fuente aparente de luz, la oscuridad no era total. Aquel fenómeno parecía dar fe de la capacidad de Dar'Tan para ajustar el nivel exacto de oscuridad que más le complaciera en el interior de su fortaleza.
Los intrusos giraron a la derecha, pues no había otro camino, luego a la izquierda, pensando que eso los iba a conducir hacia el corazón de aquella montaña hueca. Estaban atentos a la posible presencia de criados del enemigo, pero aquellos estrechos pasillos parecían estar desiertos. Vladawen se sintió excitado al descubrir un tramo de escaleras que ascendía. Al elfo lo defraudó comprobar que solamente lo conducían a una única planta individual en la que, tras describir tres giros forzados más, no tuvieron otro sitio al que encaminarse que no fuera una nueva ascensión por otro tramo de escaleras. Cruzaron agazapados una nueva esquina para descubrir que habían terminado de nuevo en la puerta de la fortaleza.
—¡Por las entrañas de Gaurak! —exclamó Lillatu—. Es un laberinto.
Y así era. Ese hecho explicaba que no se hubieran cruzado con ningún sirviente, o alguna muestra de que los espacios que cruzaban tuvieran alguna función específica. La vida de aquella fortaleza sin duda bullía por encima de aquel laberinto ideado para entorpecer la entrada de posibles intrusos.
—Probablemente estará también lleno de trampas —dijo Meerlah, en un tono que sonaba como si estuviera deseando incluirlas en la historia que esperaba poder contar en un futuro.
—No podemos permitirnos pasar horas avanzando a tientas por el interior de este laberinto hasta encontrar la salida —dijo Arbomad—. Es posible que alguien acabe averiguando que estamos aquí dentro y alerte a Dar'Tan. Entonces él se asegurará de que nunca podamos acercarnos a la daga.
—¿Podrías seguir el rastro de los guerreros que vigilaban la puerta? —preguntó Gareth—. Debe haber algún lugar al que solieran dirigirse para informar de su guardia.
—¿Con el tiempo encima y rastreando un suelo de piedra pulida? Hasta los vigilantes tienen sus límites —dijo con un suspiro el apuesto capitán.
—Como los asesinos —dijo Lillatu—, pero conocemos el diseño de lugares como éste.
—¿Te refieres a laberintos? —inquirió Khemaitas, ladeando la cabeza.
—No específicamente. Hablo de fortalezas. En muchas ocasiones, el señor del castillo construye una ruta secreta de escape que poder emplear. Si, por casualidad, Dar'Tan actúo de forma semejante, ese paso estará libre de trampas, y no será traicionero ni engañoso. Será un camino que poder utilizar a toda prisa y sin preocupaciones.
—Si es que existe —apuntó Abex, atusándose la barba—, el problema será encontrar una forma de llegar hasta él desde aquí. Los enanos son expertos mamposteros...
—Y a los elfos —añadió Vladawen— se les da bien encontrar puertas secretas. De hecho, conozco un conjuro que me permite incrementar mi sensibilidad a las mismas. Lo que debemos hacer es dar vueltas por el lugar prestando atención, y confiar en que la suerte nos lleve hasta uno de los accesos de ese supuesto pasadizo.
—Manos a la obra entonces —dijo Ópalo—. Lanza ese conjuro y pongámonos en marcha.
Y no tuvieron que aventurarse mucho más en el laberinto para empezar a encontrarse con trampas. La primera fue un pozo tapado con una quebradiza superficie que se hubiera desmoronado bajo el peso de cualquier intruso; la segunda, una afilada guadaña dispuesta a rebanarle los pies al primero que pasara; y la tercera, una porción de techo preparada para derrumbarse y enterrar a aquel que cruzara por debajo. Afortunadamente, en los tres casos alguno de los miembros de la compañía se dio cuenta del peligro antes que nadie llegara a activarlo. Vladawen se preguntaba cuánto tiempo les duraría aquella suerte, y no tardó mucho en encontrar su respuesta.
El pasillo por el que avanzaban se oscureció de repente por completo. Por las perplejas exclamaciones de los enanos, parecía claro que ni siquiera ellos podían ver. Vladawen sintió una fuente de gélido frío frente a él, y lanzó una estocada a ciegas.
Entonces se produjo un destello de luz que apartó las tinieblas y reveló las sombras que se abalanzaban sobre la compañía, dispuestas a matar. Si Vladawen no hubiera distinguido aquella que se arrojaba sobre él, y no hubiera tenido la fortuna de ensartarla con su arma, ahora la tendría aferrada a su cuerpo y ya le habría robado su energía. El elfo embistió y ensartó a otra criatura. Entretanto, sus compañeros arremetieron con sus propias armas. Encantadas o no, las hojas encontraron tanto aciertos como fracasos.
—¡Cuidado! —gritó Gareth—. Vladawen se giró y vio al paladín corriendo hacia Khemaitas. El capitán de mar se volvió también, pero fue demasiado lento para esquivar el tajo de su aliado. El golpe rebotó contra su coraza de conchas y coral. Quizá no llegara a penetrarla, o al menos no con la profundidad suficiente para infligirle alguna herida mortal, pero el impacto sí sirvió para derribar a Khemaitas e hizo que su cabeza rebotase contra la pared, aparentemente dejándolo sin sentido.
—¡Ayudadme! —gritó Gareth, levantando su espada larga para asestarle a su compañero el golpe de gracia. Vladawen se apresuró hasta el lugar de la pelea, pero un nuevo espectro se interpuso en su camino. No le quedaba otra alternativa que detenerse y hacerle frente.
Por suerte, Ópalo sí estaba libre para actuar. La iluminación que había conjurado seguía prendida en la mano que mantenía alzada. La maga gesticuló con la otra, recitando un nuevo encantamiento. Proyectiles de luz azulada salieron de la punta de sus dedos, y no para acertar al propio Gareth, sino a una sombra que estaba sobre la pared que tenía a su espalda.
Vladawen dio cuenta de su adversario justo a tiempo para ver que, cuando la magia la alcanzó, la sombra del paladín cambió desde una silueta humana a una demoníaca forma semejante a las demás que todos los miembros en la compañía combatían, pero con largos cuernos que brotaban de su cabeza y unas enormes manos cubiertas de garras. La criatura se estremeció y se desvaneció, y por un instante Gareth no tuvo sombra ninguna. Entonces, la imagen habitual de su sombra volvió a cobrar vida.
La batalla siguió rugiendo, y Gareth continuó combatiendo junto al resto de sus compañeros. Tan pronto como la última de las apariciones se desvaneció, el paladín acudió corriendo al lado de Khemaitas. Su mano empezó a brillar mientras se preparaba para hacer uso de su don curativo.
—Ahórratelo —graznó el capitán pirata—. Estoy bien. Bueno, magullado y dolorido, pero sobreviviré. ¿Qué demonios te pasó?
—Fue poseído por una sombra —dijo Ópalo—. De alguna forma, manejaba su cuerpo como si fuera una marioneta.
—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó Lillatu—. Hasta que le acertaste, la sombra falsa no se diferenciaba en absoluto de la verdadera.
La desgarbada mujer se encogió de hombros.
—Sólo me llamó la atención algo en ella. En mis estudios, alguna vez he leído sobre criaturas que controlan a las personas de forma similar.
—Lo siento —dijo Gareth a Khemaitas. Entonces levantó la vista para mirar a la maga—. Siempre te estaré agradecido.
Ópalo pareció sentirse incómoda.
—Yo sólo... —Entonces una explosión retumbó entre las rocas, y alrededor de la compañía—. ¿Qué ha sido eso?
Vladawen intentó responder, y entonces la repentina seguridad de lo que había pasado lo dejó helado. Percibió las fuerzas primordiales surgiendo y bullendo bajo el caparazón que era la realidad física, reconstruyendo una porción de la creación. Aquello no era nocivo en sí, pero en las circunstancias que los rodeaban, sí era alarmante hasta el extremo.
Lillatu se agarró al brazo del elfo, temiendo caerse.
—¿Estás bien? —preguntó la asesina.
—Perfecto —respondió él adusto—. Ópalo, respondiendo a tu pregunta, eso fue un trueno.
—¿Tan fuerte como para haberlo escuchado desde el centro de la montaña? —dijo Arbomad frunciendo el ceño—. No me pareció ver indicios de que fuera a haber tormenta esta noche.
—No es natural. —Entonces, otra descarga rugió y se estremeció entre los pasadizos de roca—. Algo así ocurrió en las dos ocasiones en que intenté traer de vuelta a El Que Permanece al mundo de los vivos. Está regresando.
—¿Y no podría esperar unas horas más? Ya es mala suerte —dijo Abex frunciendo el ceño.
—No tan mala como si hubiera ocurrido anoche —dijo Meerlah.
—Sospecho —dijo Vladawen— que la suerte no tiene nada que ver con esto. De algún modo, mi presencia aquí lo está llamando. Puede que la malévola criatura en la que se ha convertido quiera nacer antes que yo tenga la oportunidad de reestablecer su verdadera naturaleza. Debemos apresurarnos.
—Pensaba que ya estábamos dándonos bastante prisa —resopló Lillatu.
Entonces se escabulleron más rápido. Al hacerlo, disminuían sus posibilidades de vislumbrar las trampas antes que éstas se activaran, pero la suerte pareció sonreírles. Doblaron una esquina, y allí cerca Vladawen sintió el vacío de una puerta secreta.
—Por aquí —dijo señalando. Abex y Lillatu inspeccionaron el lugar. Si aquella puerta era peligrosa, eran incapaces de establecerlo. Vladawen pulsó el interruptor y, con un chasquido, el panel oculto se entreabrió. Tras la puerta, una escalera de caracol ascendía y descendía por el interior de la cueva hueca.
La compañía subió pasando una serie de pisos y puertas.
—¿Cuánto deberemos subir? —musitó Gareth—. ¿Hasta el final?
—No estoy segura —contestó Lillatu—. No forcé más mi suerte con Shan Thoz para hacer que confesara un esbozo de los planos del castillo. Aunque lo hubiera hecho, no nos hubiera dicho el lugar en que Dar'Tan guarda la daga.
—¿Entonces deberemos investigar toda la estructura de abajo arriba?
—Espero que no.
Vladawen pensaba que ya debían de estar por encima del laberinto. Dio el alto a la procesión al llegar ésta a la siguiente puerta, se posó un dedo sobre los labios pidiendo silencio, entreabrió un panel y escudriñó el exterior.
Estaba contemplando una armería. Espadas y lanzas brillaban posadas en estantes, y filas de yelmos de acero y cuero yacían alineadas en otras estanterías. Las armas mostraban una diversidad de estilos tal que sugería que las tropas de Dar'Tan habían saqueado a viajeros de muchas razas y tierras distintas. El aire de la estancia apestaba a aceite, y en una de sus esquinas había una maquina de afilado.
Vladawen musitó un conjuro para hacer a Lillatu invisible, y entonces adoptó el aspecto de un orco. Juntos se deslizaron a la parte pública del castillo. Excepto por la peculiar penumbra que seguía presente en el interior de sus paredes, aquella parte de la fortaleza no se diferenciaba demasiado de las secciones más humildes de cualquier otra residencia señorial. A pesar de eso, y a menos que la infame reputación de Dar'Tan fuera una absoluta calumnia, la fortaleza debía dar cobijo en numerosos rincones a cámaras destinadas a la tortura y a la práctica de magia prohibida.
Enseguida, unos ronquidos ahogados condujeron a los intrusos hasta un esclavo que dormía en el suelo de un amplio armario, entre las escobas, fregonas, cubos, cepillos, lejías, jabones y trapos que sin duda debían ocupar sus días. Aunque había llegado a conocer bien a los humanos en el transcurso de aquel último año de su vida, Vladawen no conseguía calcular su edad. Podría ser una anciana, o simplemente su cuerpo podía haberse desgastado por el maltrato y el desaliento.
—Me ocuparé de eso —murmuró el elfo.
—Por la daga oscura —contestó Lillatu, con algo de mofa en su voz—. Eso espero.
—Así podrás conservar tu invisibilidad. —Entonces saltó sobre el esclavo, tapándole la boca con la mano. Una vez contenidas las sacudidas del violento despertar de la esclava, ésta dejó de forcejear. Probablemente sabía que nunca le habría servido de mucho.
—Acompáñame —dijo el elfo, y los ojos de la esclava se ensancharon al comprobar el sonido ajeno a la lengua orea que era la voz del clérigo—. Si me das problemas, te mataré.
Entonces Vladawen volvió sobre sus pasos. Lillatu probablemente se escabulliría tras él, aunque incluso su finísimo oído era incapaz de atestiguarlo. La esclava se estremeció al ver al elfo abrir la puerta secreta, y volvió a encogerse al avistar a los intrusos que acechaban a su espalda.
Vladawen la empujó por la rendija y le colocó la daga en posición amenazante.
—No quiero hacerte daño —dijo el clérigo—, pero lo haré en caso de que sea necesario.
—¡No lo es! —dijo Gareth—. Es prisionera de Dar'Tan. Si le explicamos quiénes somos y le contamos nuestro plan...
—A veces ocurre —dijo Khemaitas— que, tras pasar largo tiempo junto a sus amos, incluso los esclavos más maltratados les acaban siendo leales. No tiene ningún sentido, pero es así. Dejemos que nuestra amiga haga las cosas a su forma.
Gareth frunció el ceño y se alejó de la escena.
—Te voy a explicar lo que necesitamos —dijo Vladawen—: Dar'Tan tiene un puñal de plata con una joya azul en el mango. Su hoja brilla a menudo. ¿Dónde podemos encontrarla?
—La lleva consigo —susurró la esclava.
—Entonces, ¿dónde está él?
—¿Cómo voy a saberlo? ¡Estaba dormida! ¡Por favor, no me hagáis daño!
—¿Hay algún lugar en que pase gran parte de su tiempo? ¿Quizá una cámara de conjuros?
—No sé... espera. Sí. Hace unos días ha dispuesto una estancia para ello. Otros esclavos tuvieron que ayudarlo a arrastrar hasta allí algunas horribles estatuas.
Por supuesto, pensó Vladawen. Cualquier sumo sacerdote necesita su templo.
—¿Dónde está esa cámara?
Una vez la esclava les dio las indicaciones, la ataron y amordazaron, la dejaron en los escalones secretos y avanzaron a hurtadillas. Los estallidos de truenos se hicieron más frecuentes, y retumbaron cada vez con más fuerza. Vladawen intentó animarse pensando que al menos no habían perdido el tiempo, y que aún podía sentir cómo el crescendo de fuerzas místicas buscaba su culminación.
La compañía apareció en lo que pareció ser el nivel adecuado. Poco después, la entrada del templo de Dar'Tan, una estancia grande, cuadrangular y decorada con runas talladas de piedra negra, apareció ante sus ojos, entre la penumbra. Entonces se escuchó un estallido de voces. Vladawen se giró para encontrarse con Kolvas, una tropa de orcos y una hueste de sombras cargando cuesta arriba, por un pasillo lateral.
58
En un instante, Vladawen fue consciente de dos cosas. Una era que el grueso de su compañía tendría que volverse para luchar; de no ser así, el enemigo acabaría por darles caza desde la retaguardia. La otra era que no había duda de que el clamor debía haber alertado a Dar'Tan de la existencia de algún peligro. Alguien debía llegar hasta él de inmediato, antes que tuviera la oportunidad de escabullirse con el puñal divino.
—¡Contenedlos! —gritó, y huyó a toda prisa en dirección al santuario. A su espalda, las flechas silbaban mientras los vigilantes se las arreglaban para hacer uno o dos disparos antes que el enemigo se abalanzara sobre ellos. El elfo pudo escuchar también los gritos de guerra de los enanos.
Un elfo alto y elegantemente enfundado en una túnica, con los rasgos envueltos en penumbra y su mano izquierda aparentemente constituida de la misma oscura sustancia que abrazaba su figura, apareció escudriñando la puerta entrecerrada de la estancia que se abría frente a Vladawen. Empuñaba la daga de plata en su mano de carne y hueso, y para sorpresa del elfo, Dar'Tan no portaba ningún luminoso tatuaje, lo que diferenciaba al adepto de las sombras de cualquier habitante de Dier Drendal que hubiera visto hasta entonces. Fugazmente se preguntó si podía existir otro enclave de aquella estirpe élfica de piel obsidiana en alguna otra parte del mundo.
Ese efímero pensamiento no ralentizó sus acciones. Levantó su ballesta de mano y pulsó el gatillo. Dar'Tan se escabulló y unas enormes puertas dobles, decoradas con las mismas inscripciones de piedra negra que su marco, se cerraron tras sus pasos. Quizá siempre hubieran estado allí, ocultas, pero a Vladawen le pareció que su adversario las había conjurado a partir de la penumbra que bañaba el ambiente.
El Matatitanes golpeó las puertas hasta con el último ápice de su fuerza sobrenatural. Le dolió como si se hubiera arrojado contra roca sólida, pero entonces las hojas lo envolvieron como telarañas y cayó desequilibrado, apareciendo en un templo que, con sus lascivos ídolos demoníacos y un hediondo hedor a sangre sacrificada, constituía la perversión de todo aquello que los adoradores de Jandaveos habían considerado sagrado. Dar'Tan había retrocedido hasta el extremo más alejado de la cámara, detrás del altar.
Vladawen embistió, rezando por poder alcanzar al mago antes que éste pudiera lanzar otro conjuro. No lo consiguió. Había recorrido sólo media habitación cuando el tenebroso aire de la sala pareció estallar. El clérigo elfo intentó esquivar las irregulares vetas oscuras que se confundían entre relámpagos y bullentes lenguas de llamas, pero aunque consiguió evitar ser alcanzado de lleno aquellas creaciones lo abrasaron, consumiendo parte de su energía y su fuerza.
Aún era capaz de moverse, pero no pudo evitar perder un instante en despejarse del aturdimiento, lo que concedió a Dar'Tan tiempo para lanzar un nuevo conjuro. De repente, la mismísima sombra de Vladawen se abalanzó contra él para obstaculizarle el paso. No era una figura plana y sin rostro, como las criaturas que estaban combatiendo sus camaradas en aquel momento: su adversario recordaba a su reflejo en un espejo maltrecho y mal construido. Su imperfecto y turbio gemelo cogió fuerza y cargó contra él.
El aspecto de la criatura dejó a Vladawen perplejo, pero lo salvaron sus reflejos de duelista, aguzados durante siglos de práctica. Paró el golpe, y los dos estoques de plata, uno brillando con fuerza y el otro con una pálida luminosidad, repiquetearon al chocar entre sí. Se decidió por una estocada indirecta, fintó hacia fuera, colocó la punta hacia el interior y su sombra gemela retrocedió de un salto y frenó su hoja con una contraestocada circular. Sin duda poseía sus mismas habilidades, o al menos una parte importante de éstas.
Su adversario volvió a embestirle y el clérigo elfo se defendió. Mientras seguían intercambiando golpes, Vladawen decidió que, a menos que estuviera conteniéndose deliberadamente, intentando engañarlo, en realidad no estaba a su altura. Con suerte y algo de tiempo iba a poder dar cuenta de él.
Desafortunadamente, Dar'Tan no tenía intención de quedarse esperando a ver el desenlace del duelo. Mientras la aparición mantenía ocupado a Vladawen, su creador conjuraba un cúmulo de retorcida sustancia sombría con sus manos, para entonces arrojarla como una lanza.
El clérigo elfo se hizo a un lado. Aunque consiguió esquivar el ataque, desgraciadamente descuidó su guardia al hacerlo. Su gemelo atacó rápidamente. Vladawen bajó frenéticamente su estoque, intentando frenar la embestida a la desesperada, y consiguió repeler la hoja de su adversario lo suficiente para que ésta sólo le hiciera un tajo en el muslo. Era doloroso, pero no había sido la profunda y fatal herida que había temido.
Devolvió una estocada como réplica, pero su gemelo sombrío se recompuso a tiempo. A salvo tras su defensor, Dar'Tan dio inicio un nuevo conjuro. Vladawen fue consciente de que no iba a poder enfrentarse a sus dos adversarios al mismo tiempo.
Sin embargo, en ese instante el mago se tambaleó y los brazos le temblaron, probablemente echando a perder su conjuración. Lillatu apareció de repente frente a sus ojos, con su espada hundida en la espalda del elfo oscuro. No se había quedado atrás para ayudar a los otros a contener a Kolvas y sus subalternos. Aún invisible, había seguido a Vladawen al interior del templo. Por desgracia, la misma oleada de sombras que había engullido al mago la prendían también, y en consecuencia tardó unos instantes en recuperarse y atacar.
La asesina liberó su espada para asestar una segunda estocada, y Dar'Tan se volvió para encararla. Mientras lo hacía, su mano de sombras adoptó la silueta de un pulpo. Su bulbosa figura sirvió a su amo a modo de escudo, mientras que sus numerosos tentáculos se arrojaron sobre Lillatu, intentando engancharla con los mordaces garfios de sus puntas.
Era una visión absolutamente sobrecogedora, pero Vladawen pensó que al menos la situación había mejorado, y que si se las arreglaba para dar cuenta de su adversario podría salir en auxilio de Lillatu. Recordó un ataque indirecto que siempre le había desconcertado durante su primer par de años ejerciendo como esgrimista, y que ejecutado con suficiente precisión y velocidad por un adversario incluso ahora lo ponía en apuros. Quizá su gemelo tuviera los mismos problemas.
Hizo una débil embestida atacando por lo bajo, obligó a su adversario a desviar su estoque e intencionadamente fue lento al recuperarse, lo que concedió a su gemelo una excelente oportunidad de devolverle un ataque en la parte superior del cuerpo. La criatura aceptó el envite de Vladawen, que se dejó caer al suelo, apoyándose en su mano libre.
Era una táctica arriesgada. Si la aparición compensaba su ataque, no tendría problemas para acertarle. Y aunque no lo hizo, el elfo adoptó una imprudente postura defensiva. Sin embargo, la hoja de la espada de su gemelo cruzó sobre su cabeza, y en ese mismo instante él fue quien le incrustó el estoque en las tripas. Su adversario se tambaleó y titubeó al empuñar su arma. Vladawen se puso en pie de un salto, volvió a acuchillarlo y la aparición se desvaneció.
El clérigo elfo se volvió entonces hacia Dar'Tan y Lillatu. Aquella sustancia que acostumbraba a ser un brazo sombrío se sacudía furiosamente hacia ella. No importaba el modo en que la asesina pudiera asestarle tajos y cortes, no cedía; y no importaba tampoco lo habilidosamente que esquivara ella a un lado y otro, pues era incapaz de atravesar aquella criatura para alcanzar a su verdadero adversario. Dar'Tan, entretanto, devuelto el puñal divino a su funda, describía con sus dedos vivos los gestos de un conjuro.
Vladawen bramó un grito de batalla y cargó. El chillido sirvió para atraer la atención de Dar'Tan. El mago se volvió hacia Vladawen, y cuando unas oscuras llamas brotaron de sus dedos, el elfo abandonado fue su nuevo objetivo. El clérigo intentó esquivar el ataque, pero la descarga acertó igualmente.
Envuelto en llamas, Vladawen se tambaleó y Dar'Tan pudo volver a centrar una parte de su atención en Lillatu. Fue una equivocación, porque el Matatitanes no estaba ni mucho menos acabado. Aullando, volvió a arrojarse sobre su adversario. La sustancia sombría saltó y se giró para contenerlo. El elfo la esquivó agachándose y describió una estocada hacia arriba. El estoque de plata se incrustó en el vientre del mago.
Éste, sorprendido, abrió los ojos de par en par, y entonces su cuerpo y la extremidad sombría empezaron a agitarse y a desvanecerse en la oscuridad. Sin dejar de arder, Vladawen asió con fuerza el cinto de Dar'Tan, lo rompió de un tirón y lo liberó. El adepto se convirtió un instante más tarde en un cuervo de sombras, pero el clérigo elfo retuvo la daga de plata en sus manos.
La espectral ave se alejó volando y desapareció entre las sombras. Las llamas chamuscaban a Vladawen, que se sacudía indefenso. Lillatu lo miró y se volvió para encaminarse hacia la puerta.
—¡Ópalo! —gritó—. ¡Ópalo!
Transcurridos unos instantes, el elfo dejó de sentir nada que no fuera la agonía de las llamas. Finalmente, el dolor cesó. Levantó la vista y contempló a Ópalo y a Lillatu junto a él. Sin duda, la maga de Wexland debía haber lanzado un contraconjuro que extinguiera el fuego.
—Gracias —graznó.
—Debería volver a la refriega —dijo Ópalo—. Está siendo bastante dura. Sea lo que sea lo que tengas que hacer, será mejor que te des prisa. —Entonces se alejó a toda prisa.
—¿Podrás arreglártelas? —preguntó Lillatu—. Estás herido. ¿Quieres que vaya a por Gareth?
Vladawen negó con la cabeza.
—No eran llamas auténticas, en realidad no me quemaron, no de forma común, así que no creo que pudiera ayudarme. —Entonces se dio cuenta de que ella también estaba gravemente herida. Sangraba profusamente por los dos tajos que tenía, uno en la frente y otro en un hombro, y su forma de actuar denotaba que sólo su fuerza de voluntad le permitía reprimir la debilidad y el dolor que sentía—. En cambio tú...
—No se me ocurriría apartar una espada de la batalla sólo para que atendiera mis heridas. Llegados a este punto, no me preocupan demasiado.
—En ese caso... —Entonces tuvo la lejana sensación de que debía decirle algo más, algo que era importante para él, pero no sabía muy bien cómo hacerlo.
La asesina frunció el ceño.
—¿Te has quedado tonto? Venga, vamos, si es que aún puedes tenerte en pie. Haz de una vez ese apestoso ritual.
—Claro —dijo desenvainando el puñal de plata.
59
Combatiendo al tiempo que retrocedía, la compañía había regresado hasta la entrada del templo, una posición defensiva, si podía llamarse así. Ópalo volvió junto al resto de sus compañeros justo a tiempo para ver caer a Abex. El enano estaba ondeando su hacha de batalla, quizá inconscientemente, al ritmo del cántico de batalla de Meerlah. Un momento después, tres sombras se arrojaban sobre él, esquivando su guardia y apresándolo. Aulló mientras caía al suelo, al tiempo que su carne palidecía y se marchitaba.
Por alguna razón, el fallecimiento del miembro de la Guardia de Piedra tuvo un impacto distinto al de las anteriores muertes: hizo que Ópalo fuera consciente de que todos y cada uno de ellos iban a perecer. La distracción que sus camaradas habían creado lejos de allí había funcionado, pero sólo hasta cierto punto. Kolvas había descubierto que Vladawen no estaba entre los miembros de ese grupo y había regresado a toda prisa al castillo, impulsado por una celeridad mágica, y recogiendo a su paso una horda de guerreros y espectros tal que los intrusos no tenían posibilidad alguna de sobrevivir a aquella batalla. Además, para ahogar toda esperanza, veía llegar más refuerzos por momentos.
La maga se dijo que no era necesario que sobrevivieran para cumplir su objetivo. Sólo tenían que proteger el acceso a la sala que ocupaba Vladawen durante el tiempo suficiente para que el elfo pudiera obrar el ritual y devolver la vida a El Que Permanece. Por su parte, ella había estado lista para morir desde el momento en que las alas de hueso le habían arrebatado a Nindom de su lado. No obstante, su corazón lloraba lastimosamente por Khemaitas, Arbomad y todos los demás amigos que se abrían paso a golpes y cuchilladas por los últimos momentos de su vida.
No es que importara especialmente cómo pudiera sentirse ella. Al fin y al cabo, no se sorprendía al comprobar que la sensiblería, como en muchas otras ocasiones en las que había estado en apuros, no iba a serle de ninguna ayuda para salir de aquella situación. Lo único que podía hacer ahora por sus aliados era seguir combatiendo con fuerza, de modo que apartó a un lado la lástima y el pesar y dio comienzo a un nuevo conjuro.
Lanzó unos proyectiles de fuerza y expulsó una bocanada de llamas, todo sin apartar la vista de Kolvas. Hubiera arrojado su magia contra aquel hijo de puta de haber tenido oportunidad, pero no era así. El humano empleaba la misma táctica defensiva que ella, levantando la vista cada poco tras sus camaradas durante el tiempo suficiente para obrar alguna magia, para luego volver a escabullirse tras su cobijo.
Khemaitas hizo ondear su espada larga y bramó gritos de batalla en lengua élfica. Su estoque animado se lanzó surcando el aire, combatiendo por sí solo.
—¡Corian! —aulló Gareth, y acabó con un par de sombras con un solo tajo. Su expresión, aunque furiosa, esbozaba su serenidad interior, y Ópalo pensó que sabía los motivos. Por fin podía dejar de preocuparse por la controvertida moralidad del trato con titanes, la aniquilación de campamentos orcos o cualquier otro asunto que lo hubiera estado preocupando últimamente. Aquel enfrentamiento final había simplificado la situación para asemejarla a lo que, según la visión de un paladín, debía ser la existencia: un enfrentamiento directo entre el bien y el mal.
Conjuró una nube de furiosos insectos que se arrojara sobre los orcos. Kolvas, por su parte, respondió al instante eliminando de un plumazo aquel enjambre, y anulando así el último de los conjuros que había tenido preparados la maga. Ahora, en todos los sentidos, no era más que una desgarbada campesina, y por primera vez se lamentó de haber perdido el cuerno de dragón, aquel que siempre pensó que no merecía.
No tenía sentido pensar más en eso. Con decisión se abrió paso al frente, cogió el hacha de batalla del caído Abex y se colocó junto a Gareth. Por un instante, el joven la miró como deseando ordenarle que retrocediera, pero si realmente fue así, finalmente se lo pensó mejor.
No sabía como luchar empuñando un hacha, pero la fortuna pareció sonreirle, y se las arregló incluso para matar a un orco. Entonces Gareth soltó un chillido. La maga volvió la vista. El chico se había hecho casi invisible, envuelto en una rugiente nube de sombras.
Ópalo levantó su hacha para lanzar un tajo a los espectros, pero algo le alcanzó en las costillas. Dejó caer el arma, las rodillas le temblaron, y fue consciente de que había cometido un terrible error al apartar la vista de los adversarios que tenía frente a sí. Se preguntó si ella y Gareth podrían encontrarse entre la oscuridad, para partir juntos de aquel mundo.
60
Vladawen, al empuñar el puñal de plata, se dio cuenta de que éste parecía extrañamente ligero. Fue consciente de que era así porque había dejado de contener la reserva de poder arcano que se había agitado en su interior la última vez que lo había asido. O bien Kolvas había consumido aquella magia al pervertir el ritual de resurrección, o El Que Permanece había hecho uso de ella en aquellos últimos meses para sus propios propósitos.
El elfo observó las profundidades de la brillante hoja pulida, y se esforzó por empujar a un lado el dolor y el temor que hacían mella en él y por centrar su mente. Entonces empezó a recitar el conjuro que Kadum le había enseñado. Casi al instante, sintió cómo las fuerzas místicas se agitaban y entraban en conexión, alzando unas estructuras metafísicas en los espacios abstractos que habitaban más allá de la realidad. De la confirmación de que el Sacudemontañas le había transmitido algo más que unas frases ininteligibles, reunió todo el coraje que pudo.
De repente se sintió disparado hacia las alturas. Al mirar hacia abajo se vio a sí mismo sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y se preguntó qué exorcismo había arrancado su espíritu de su cuerpo.
En un instante salió volando por encima de la montaña que acogía la fortaleza, arriba en el cielo. Se detuvo tan bruscamente como había empezado a moverse, pero sin el súbito frenazo que habría esperado al detenerse de esa manera en el mundo corpóreo. Apareció en la entrada de una oscura y tenebrosa galería labrada en un colosal muro, un paso tan estremecedor que bien podía hacer enrojecer las puertas de la mismísima Burok Torn. Aunque no era consciente de haber visto antes aquel paisaje, su intuición le decía que era el portal que separaba la vida y la muerte, aunque Nemorga, por sus propias e inescrutables razones, lo hubiera dejado desatendido por algunos instantes.
Sin dejar de recitar con toda la claridad y precisión de las que era capaz el conjuro que le había transmitido Kadum, Vladawen caminó a través de la galería de altos techos arqueados hasta que, a medio camino, se encontró con Jandaveos. No había visto acercarse al dios. El espacio que se abría frente a él había estado absolutamente vacío un instante antes, para estar ocupado al siguiente.
El Que Permanece era en cierto sentido tal y como recordaba su sumo sacerdote. Sin duda su belleza no había mermado, el esbelto encanto de los elfos enrarecido con una gloria que podía ser incluso dolorosa de contemplar. Sin embargo, su piel recordaba ahora al mármol pulido. Eso le hacía parecerse al dios drendali Nathalos, a quien Vladawen había contemplado en el fantasma de Hareel, en los días anteriores a que Chern lo dejara maltrecho. Su sonrisa era también diferente, semejante a una mueca ladina que al elfo le recordó a Belsamez.
—Me alegra verte —dijo Jandaveos con una voz grave y musical—, hijo mío. Mi amigo. Ha pasado demasiado tiempo.
Vladawen continuó recitando el encantamiento hasta terminar la estrofa que estaba pronunciando. Llegado a ese punto, pudo interrumpirlo sin disipar el poder que estaba congregando.
—Hola, mi señor.
—¿Entiendes cómo has podido llegar hasta aquí?
—Intento lanzar un encantamiento sobre vos, y os estáis resistiendo. El conflicto de fuerzas nos ha traído a ambos hasta aquí, para que resolvamos el enfrentamiento.
—Casi acertaste. Siempre tuviste una mente especialmente hábil para alguien de tu condición. Ésa era una de las razones que me hacían amarte, y es por ese mismo afecto que te pido que te apartes.
—No. Habéis menguado. Dejadme ayudaros. Kolvas y Dar'Tan corrompieron vuestra verdadera naturaleza, pero yo puedo restablecerla.
—No me siento en absoluto corrompido —dijo Jandaveos con una sonrisa—. Me gusta ser como soy. Además, en cualquier caso, eres mi fiel servidor. Se supone que debes obedecerme, no lo contrario.
A pesar del terror y el sobrecogimiento que sentía, Vladawen esbozó una agria sonrisa.
—Pues añadid eso a mi lista de pecados. Ya he cometido unos cuantos, la mayoría de ellos en vuestro nombre.
—Ya no me preocupo especialmente por lo que pueda estar mal o bien, pero me gustaría ayudarte a que salvaras la vida.
—Mejor preocupaos por la vuestra. Di muerte a un titán. Quizá pueda acabar con un dios a medio nacer, si me obligáis a hacerlo.
—Cuando mataste a Chern no estabas herido, y tus armas aún refulgían con el poder que yo mismo había depositado en su seno. Aun así, necesitaste de una suerte fuera de lo común. Hermano mío, no te temo.
Vladawen se puso en guardia, y se dispuso a retomar el conjuro de Kadum.
—Espero que entiendas —dijo Jandaveos— que tu obstinación podría condenar a todos tus leales seguidores a la muerte. Aunque de alguna extraña forma consiguieras matarme o cambiarme, los orcos y las sombras acabarían con ellos igualmente. No obstante, si te haces a un lado y me permites acceder al mundo de los vivos, ordenaré a Dar'Tan que ponga fin al ataque.
—No les importa morir por nuestra causa —dijo Vladawen negando con la cabeza.
—¿Llegarías a sacrificar incluso a Lillatu?
El clérigo tomó aliento y lo dejó escapar pausadamente.
—Incluso a ella.
—Me decepcionas. Ante eras más sensato.
De repente, un estoque negro apareció en la mano de Jandaveos. El dios se puso en guardia y atacó.
61
Kolvas estaba convencido de tener la victoria en las manos. Los orcos y espectros darían cuenta de los intrusos que restaban. Con todo, no podía evitar preguntarse qué encontraría al otro lado de la maraña de cadáveres despedazados.
No dudaba que Dar'Tan estaba a salvo. Después de todo, era el mago más poderoso del mundo. Sin embargo, le extrañaba que, después de haber masacrado a los adversarios que pudieran haber accedido al templo, no hubiera salido de éste para arrojar su magia sobre el resto.
De repente, un espectral pájaro negro sobrevoló las cabezas de los guerreros inmersos en la batalla. Un orco que levantaba su espada larga en ese momento le dio un tajo sin querer, pero la hoja de acero traspasó a la emplumada criatura como si ésta estuviera hecha de bruma. El cuervo sombrío revoloteó por un momento junto a Kolvas, y entonces se hinchó hasta tomar la forma de Dar'Tan, con sus hermosos y astutos rasgos retorcidos de dolor y un pinchazo en la tripa. El mago humano aulló espantado.
Dar'Tan esbozó una sonrisa.
—Después de todo, parece que tenías razón al preocuparte por el Matatitanes. La próxima vez te prestaré más atención.
—Te llevaré junto al sanador...
—No. Puedo arreglármelas solo, o podrá ayudarme uno de nuestros guerreros. Necesito que estés aquí. Vladawen tiene la daga divina, y puede que seas el único que pueda alcanzarlo antes que la utilice para estropear nuestros planes.
Kolvas se sintió estremecido por el terror. Una cosa era dirigir una compañía contra Vladawen, y otra hacerle frente en solitario. ¡Por los poderes oscuros, el elfo abandonado había dejado malherido al mismísimo Dar'Tan! No obstante, su maestro tenía razón, debía hacerlo, de modo que asintió.
—Me las apañaré.
—Si está ocupado conjurando, quizá sea un blanco fácil. En realidad me preocupa más su amiga Lilly. Estaba también en el santuario. Probablemente aún siga allí, vigilando. Conseguí herirlos a ambos, quizá puedas utilizar eso en tu favor. En cuanto me beba un par de elixires sanadores... —Dar'Tan gruñó y apretó los dientes en una mueca que denotaba un intenso dolor—, y recoja mis armas, estaré de vuelta para ayudarte. Tú debes partir ya.
—Eso haré.
Con un solo pensamiento, Kolvas se derritió hasta adoptar la figura de un gatosombra, que se apresuró como un rayo a avanzar sobre el suelo.
Incluso en aquella forma era posible que sus enemigos lo hirieran con armas encantadas, pero éstos no lo distinguieron mientras avanzaba a toda prisa sorteando sus inadvertidos pisotones: estaban demasiado concentrados en las criaturas que se esforzaban por matarlos. Kolvas cruzó cerca de la mirada perpleja de Ópalo, tan flemática en la muerte como había sido en vida. En cierto modo sintió su fallecimiento, y lamentó que no accediera a unirse al bando de su maestro cuando se le había ofrecido la oportunidad.
Finalmente esquivó al último de sus enemigos y se deslizó al interior del sombrío santuario. Vladawen estaba sentado en el suelo, al otro extremo de la cámara, con la mirada fija en la luminosa daga que empuñaba en sus manos. Por su aspecto, supo que debía estar en trance. Ni en sus mejores sueños hubiera podido desear aquella situación.
Pero no tenía la suerte tan de cara, pues no veía a Lilly por ningún lado. Sin duda debía estar escondida con la esperanza de pillar por sorpresa a cualquiera que quisiera sorprender a Vladawen.
Kolvas podría haber merodeado por el templo en forma de gatosombra hasta conseguir avistarla. Sin embargo, sospechaba que, de intentarlo, ella también acabaría viéndolo, pues sin duda debía estar buscando criaturas de su clase. Finalmente se decantó por una estrategia diferente.
Se deslizó detrás de un enorme ídolo de dos caras, una masculina y otra femenina, ambas con una mueca enfurecida, y allí recuperó su figura humana. Desafortunadamente, sólo en aquella guisa vulnerable poseía el poder de dañar a otros. Describió un sinuoso pase con su mano y su sombra se separó de la pared para escabullirse hacia el inmóvil elfo junto al altar. Esperaba que pudiera matar a Vladawen, o que hiciera que Lilly abandonara su escondite.
Como había esperado, fue esto último lo que ocurrió. La asesina salió a toda prisa desde detrás de otra estatua, colocándose entre el espectro y su presa. Aunque Dar'Tan no le hubiera advertido que estaba herida, lo habría comprendido al instante, aunque su cuerpo y su armadura de cuero no mostraban manchas de sangre. En los días que habían pasado juntos en el desierto la había visto combatir las suficientes veces como para saber que, en circunstancias normales, se deslizaba y atacaba como una víbora. Ahora parecía lenta, agarrotada.
Con todo, estaba seguro de que aún era peligrosa, y se le ocurrió de pasada que si quería asegurar su propia supervivencia lo más prudente sería atacarla de inmediato, mientras la aparición la mantenía ocupada. Estaba dispuesto a correr un pequeño riesgo con tal de detener la magia de Vladawen sin más demora, y por eso decidió retomar su plan original. Gesticulando, moldeó una lanza de tinieblas para arrojarla contra el Matatitanes.
Salió al descubierto justo en el momento en que Lilly daba cuenta del espectro. Levantó la mano a toda velocidad y ella se volvió hacia él. El mago arrojó la lanza y la asesina saltó para interponerse entre el proyectil y su objetivo. La magia le acertó de lleno en el pecho; la guerrera se tambaleó y cayó de bruces al suelo.
Kolvas no esperaba que pudiera volver a levantarse, pero Lilly consiguió sorprenderlo. Resoplando, impulsada por el odio hacia aquel manipulador que había violado su mente, logró ponerse en pie, avanzó tambaleante dos pasos y dejó caer su espada. Al agacharse para intentar cogerla volvió a derrumbarse, y esa vez se quedó inmóvil.
Mejor que mejor. Ahora suponía que iba a poder dar cuenta del Matatitanes sin oposición alguna, acuchillándolo por la espalda. Sin embargo, y con todo aparentemente a favor, dudó en aproximarse al alcance del estoque de plata. Decidió que era mejor matarlo desde lejos y congeló otra porción de sombras.
Concentrado en su objetivo, apenas pudo distinguir con el rabillo del ojo un cierto movimiento a su alrededor. Se giró bruscamente. Después de todo, Lilly no había muerto. La asesina había fingido para obligarlo a bajar la guardia, había sacado un puñal y se ponía de rodillas para arrojárselo.
Mientras se movía para protegerse tras el ídolo de dos caras, el mago de las sombras pensó que Lilly casi había sido lo suficientemente astuta como para matarlo, pero no tanto. Entonces sintió un latigazo de dolor en el cuello, y vio como la estancia empezaba a dar vueltas. Hubiera ido a parar contra el suelo de no ser porque se agarró a tiempo a la estatua. Levantó una mano temblorosa y sintió la empuñadura de cuero del puñal incrustado en su cuerpo. Lilly sacó una daga de una de sus botas y se arrastró hacia él.
El humano intentó arrojarle la lanza de sombra, pero descubrió que tenía las manos vacías. Al acertarle en el cuello, el puñal había echado a perder su conjuro. Kolvas intentó lanzar otro, pero sus dedos fueron incapaces de describir los símbolos adecuados, y tampoco su maltrecha garganta pudo pronunciar las palabras de poder correctas. Se esforzó por regresar a la forma de gatosombra, pero por alguna razón lo único que consiguió fue que le resbalaran las piernas, cayendo de espaldas.
Lilly se puso de un salto sobre él y lo acuchilló frenéticamente. El mago sacó su propia daga e imitó sus ataques. Por fin, la asesina soltó un chillido y se quedó tiesa.
A pesar de estar agonizando, Kolvas sonrió. Lilly había impedido que matara a Vladawen y lo había dejado terriblemente herido. Sin embargo, estaba vivo y ella había muerto. Ahora su maestro llegaría y lo salvaría. Lo único que tenía que hacer era aguantar.
62
Jandaveos fintó hacia el pecho y lanzó una estocada al muslo, o al menos pareció que esta última acción era la definitiva. Vladawen volteó hacia abajo su estoque plateado para detener la embestida, sólo para descubrir que la hoja de su adversario ya no estaba allí. El Que Permanece volvió a fintar una segunda vez y acabó su movimiento por arriba, apuntando a los ojos de su clérigo.
Vladawen repelió el ataque de la esbelta espada oscura con un rápido movimiento de su daga. Jandaveos le hizo un pequeño tajo en una oreja, pero eso fue todo. El clérigo devolvió el golpe apuntando al brazo extendido de su adversario, pero el dios apartó su mano a tiempo.
Entretanto, el elfo no dejaba de repetir el encantamiento que Kadum le había enseñado, esforzándose por conservar con exactitud la cadencia y la entonación correctas, a pesar de lo exigente que estaba resultando el duelo.
Vladawen había pensado desde el principio que no iba a tener muchas posibilidades de matar a Jandaveos; claro que, a pesar de haberlo amenazado con hacerlo, no tenía la menor intención ni de intentarlo. Al contrario, su objetivo era simplemente contener a la maltrecha deidad en el interior del portal de Nemorga hasta que él pudiera repetir el conjuro las suficientes veces para limpiarla. Lamentablemente, aquel plan requería pronunciar impecablemente una complicadísima magia al mismo tiempo que combatía con la espada con la mayor destreza que había empleado en su vida. Pues de no hacerlo así, sin duda El Que Permanece, que era tan diestro esgrimista como podía esperarse de un dios, lo cosería a estocadas.
Era una tarea de locos. De hecho, Vladawen sólo alcanzaba a considerar dos factores a su favor. Uno era que resultaba más complicado acertar a un duelista que quedarse a la defensiva. El otro era que Jandaveos no parecía disponer de todo su arsenal de poderes divinos para hacerlo caer sobre él. Evidentemente, no acabarían por manifestarse hasta que el dios emergiera por fin en el mundo de los vivos.
Jandaveos apretó con fuerza, azuzándolo con un nuevo ataque engañoso. Para conseguir frenarlo, Vladawen tuvo que retroceder un paso. Hacía tiempo ya que había perdido la cuenta de cuántas veces había tenido que retroceder, y no se atrevía a apartar sus ojos de la deidad para mirar a su alrededor y comprobar el margen de maniobra que le restaba hasta que El Que Permanece lo echara de la entrada.
El dios se carcajeó.
—Lillatu ha muerto. Dar'Tan la hirió más gravemente de lo que pudo soportar, y entonces Kolvas se escabulló hasta el santuario para darle el golpe de gracia.
Vladawen se dijo a sí mismo que era mentira, pero de algún modo supo que no era así.
—Ahora el mago sombrío avanza con paso firme hacia tu cuerpo —continuó la deidad—. No tardará mucho en rebanarte la garganta, a menos que escapes para defenderte.
Vladawen no podía hacer algo así y mantener al mismo tiempo a raya a Jandaveos. Intentó ignorar las palabras de la deidad y concentrarse sólo en los movimientos de su espada y en la magia de Kadum.
El Que Permanece esbozó una sonrisa.
—¿No? ¿Es que la vida sin la compañía de una malhumorada fulana tiene poco interés para ti? Vaya, qué curioso. Bueno, si has decidido quedarte para hacerme frente, te sugiero que dejes de escabullirte y aciertes al menos en uno de tus golpes. Cuando tu cuerpo material muera, tu yo astral no tardará en debilitarse. Escucha, te lo voy a poner fácil. —Abandonando la guardia y la postura de duelista, se abalanzó alocadamente sobre Vladawen, con el estoque oscuro colgando de su costado.
Por supuesto, se trataba de una trampa. El dios quería tentar a Vladawen para que lo atacara, porque pensaba que podría defenderse con éxito y responderle con un ataque acertado o una contraestocada. Sin embargo, un espadachín no podía urdir una trampa así sin asumir su parte de riesgo y mostrarse verdaderamente vulnerable. Si el clérigo conseguía apañárselas para adelantarse a los movimientos de su adversario, por fin dispondría de una excelente oportunidad de acertarle.
Y así El Que Permanece se desvanecería, las almas de los leales habitantes de Wexland se quedarían vagando para siempre en las tinieblas y los elfos abandonados perecerían finalmente. No obstante, Vladawen habría impedido el nacimiento de una deidad maligna que, en caso contrario, habría caído como una plaga sobre las razas divinas para siempre. A Vladawen se le acababa el tiempo...
No, maldita sea. No era un buen fin. No importaba lo que pudiera decir Jandaveos, ni lo que a Vladawen pudiera aconsejarle su propia razón, sencillamente no podía aceptar que tantos valientes hubieran entregado sus vidas en pos de un final tan amargo. Debía ceñirse a su plan y esperar a ver qué sucedía. Sin ceder terreno, continuó recitando el encantamiento.
Jandaveos negó con la cabeza, el perfecto perfil de la obra maestra que un escultor pudiera haber tallado en ébano.
—Cómo puedes ser tan insensato. Los titanes fueron derrotados. Debes saberlo, ayudaste en esa tarea. Su magia ha dejado de tener poder sobre los dioses. No obstante, si insistes en hacerlo por las malas, que así sea. Siempre me gustó la esgrima, y ahora he descubierto que también me gusta matar. —Entonces volvió a colocar su espada oscura en posición, y embistió.
En los intercambios de golpes que siguieron, la deidad atacó a Vladawen con tanta furia que el elfo no pudo hacer más que defenderse. Después, cuando Jandaveos retrocedió unos pasos, fue consciente de que no se sentía desfallecer. Parecía que no era cierto que Kolvas hubiera estado listo para cortarle de un tajo la garganta, o quizá Ópalo, Arbomad o algún otro había entrado en el santuario para detenerlo.
Repentinamente, la piel de Jandaveos se tornó de un color blanco alabastro. Sólo fue durante un instante; luego, enseguida, recuperó su tono negro azabache. Realmente parecía que el conjuro de Kadum era capaz de afectarlo. El dios había proclamado lo contrario, y eso quería decir que había mentido.
Claro que eso tampoco cambiaba las cosas. Vladawen sentía sus brazos y piernas cada vez más pesados y doloridos. Cada vez se le hacía más y más difícil mantener separados los tiempos del combate y las intrincadas rimas del exorcismo.
Se esforzó por apartar esos pensamientos tan derrotistas, recordando todo aquello en lo que sus maestros marciales y místicos habían insistido en un momento u otro: no tenía sentido regodearse en la victoria o la derrota, en el éxito o el fracaso. Un maestro se concentraría en ejecutar su siguiente movimiento con valor y precisión.
La piel del dios volvió a destellar entre oscuros y claros. Jandaveos hizo mala la primera parada de Vladawen, que tuvo que retroceder para conseguir tiempo con el que realizar una segunda. Antes incluso de que el clérigo pudiera intentar la contraestocada hacia la rodilla que había previsto, el dios intensificó sus esfuerzos, aprovechando los ángulos para amenazar a su adversario, aun cuando en teoría su estoque de plata le cerraba el paso. Vladawen volvió a retroceder de un salto. El Que Permanece se separó de él y enseguida retomó la iniciativa. El elfo luchaba por su vida, había cedido mucha distancia y, mientras por fin conseguía frenar su retroceso y contrarrestar la feroz sucesión de ataques de su adversario, sintió tras él un espacio abierto. Jandaveos ya casi lo había empujado hasta la puerta. El clérigo no se atrevía a retroceder ni un solo paso más.
Y no lo hizo. Se defendió moviendo esforzadamente su hoja plateada, lanzando estocadas a un lado y a otro, pero consciente de que sólo sus habilidades no iban a servirle para contener para siempre los envites de su adversario. No pasaría mucho hasta que su espada oscura le acabara acertando en el pecho. Frenó un nuevo ataque y Jandaveos superó su defensa. El estoque del dios le acertó de lleno.
El dolor fue inmediato e intenso. Dejó caer su espada plateada y sintió las rodillas flaquear. Mientras caía, empleó el poco aliento que le quedaba para dejar escapar las últimas palabras del encantamiento que estaba recitando.
Entonces una luz brillante refulgió en la galería. Un sonido agudo, como el de un coro que estuviera sosteniendo la nota de una complicada melodía, vibró alrededor de ambos. Jandaveos dejó escapar un alarido y, con las manos en las sienes, también se derrumbó.
Cuando el fulgor y el sonido se desvanecieron, Vladawen comprobó que éstos habían blanqueado por fin el tono obsidiana de la piel de Jandaveos. El dios corrió junto a su clérigo.
—Amigo mío —dijo—. Perdóname.
Entonces presionó su radiante mano contra la herida que él mismo había infligido momentos antes. La punción cicatrizó y el dolor cesó.
—No fue culpa vuestra —respondió Vladawen entre jadeos—, sino mía. Si alguno de mis amigos siguiera aún con vida...
—Los ayudaremos.
De repente Vladawen se descubrió de vuelta en su cuerpo material. Jandaveos estaba a su lado; su esbelta, bella y luminosa figura irrumpía en medio de la horrible penumbra del santuario. Vigilantes, elfos y enanos aún contenían la entrada, como cuando Vladawen los había dejado. La canción de guerra de Meerlah aún resonaba, vigorizando los corazones y los brazos de sus compañeros. Sin embargo, Kolvas y Lillatu yacían inmóviles, enmarañados sobre un baño de sangre.
Vladawen pudo escucharse a sí mismo lanzando un alarido. Jandaveos lo cogió del hombro y le dijo:
—En eso no te mentí. Lo siento.
63
Recuperado gracias a las pociones sanadoras que había bebido, Dar'Tan siguió el ejemplo de su aprendiz. Se deslizó entre sus enemigos hasta alcanzar el santuario, adoptando la forma de gatosombra. Una vez dentro, se hizo cargo de la situación de un solo vistazo, con sus ojos adaptados a la oscuridad registrando hasta el último de los detalles. El pobre Kolvas yacía horriblemente herido, casi de forma fatal si no recibía asistencia inmediata; había caído a poco de conseguir su objetivo. No obstante, sí había logrado matar a Lilly, mientras que el Matatitanes estaba en trance e incapaz de defenderse. El elfo oscuro pensó que todo iba a ir bien.
Entonces un estallido de luz blanquecina iluminó el altar, haciéndose sólida hasta formar una radiante figura. Hasta el más sutil de los movimientos de aquella criatura desprendía, una perfecta gracia. En ese mismo instante Vladawen despertó, miró a su alrededor y dejó escapar un grito.
Dar'Tan fue consciente de que había llegado demasiado tarde. Aquellos instantes lo habían privado para siempre del acceso al poder de un dios.
Intentó consolarse pensando que ya disponía de unos poderes formidables, y de varias otras tramas en marcha que podrían servirle para hacer caer Mithril. Lo más importante en aquel momento era esforzarse por no atraer la atención de una deidad que bien podría sentirse contrariada por los esfuerzos de un mago por revertir su naturaleza básica. Moviéndose más sigilosamente de lo que había hecho en su vida, se escabulló en dirección a una parcela de profundas sombras que había tras un cornudo ídolo de alas de halcón.
Los ojos de Kolvas lo siguieron. Él mismo era un adepto de la penumbra, y por ello avistó al gatosombra. Con su desesperada mirada suplicó auxilio a su mentor.
Era una verdadera lástima. Dar'Tan no había necesitado consumir todo el elixir que poseía y había guardado un vial intacto en su bolsillo antes de volver a escabullirse a la batalla. No hubiera tenido problemas para salvar la vida de su lugarteniente de haber estado dispuesto a correr el riesgo de retomar su forma élfica al menos durante un instante.
Pero eso hubiera sido una estupidez, y aunque echaría de menos a Kolvas, los criados existían para morir por sus amos. Con este pensamiento se alejó del mago humano, y mientras éste, que lo había considerado como un segundo padre, expiraba, se deslizó hacia las sombras, adentrándose en un lugar tan oscuro y secreto que sólo los más grandes adeptos de la penumbra sabían de su existencia. Se trataba de un refugio en el que se permitía albergar la esperanza de que ni siquiera un dios consiguiera atraparlo.
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Jandaveos avanzó hacia el umbral de la entrada y Vladawen le siguió los pasos. El dios levantó la mano y una ráfaga de poder tiró al suelo a orcos y espectros, sin mover ni un pelo de las cabezas de los defensores.
Enanos, vigilantes y elfos abandonados se volvieron atónitos al comprobar que, de repente, se habían quedado sin adversarios a los que combatir. Los elfos contemplaron a su deidad resucitada y sus ojos cambiaron de aspecto. El negro se tornó blanco, y los iris pasaron de marrón a azul y verde.
Algunos de ellos empezaron a arrodillarse. Jandaveos los detuvo alzando la mano.
—Con mi ayuda —dijo— podríais tomar la Fortaleza Sombría, pero a menos que me quede aquí con vosotros no creo que pudierais conservarla. Y no puedo quedarme. La plaga que maldice a mi pueblo es como un cristal que tuviera clavado en un ojo. Debo ir con ellos. Si es ése vuestro deseo, os llevaré conmigo.
—Tenemos compañeros que están combatiendo en estos momentos en las montañas, al este de aquí —dijo Arbomad.
El dios asintió.
—Muchos sobrevivieron. Estuvieron luchando por un tiempo y luego huyeron a través de una ruta secreta que los maestros de runas y otros enanos crearon para ellos. Los orcos les darán caza, pero la mayoría logrará escapar. Supongo que si os llevo hasta Rika, podrán reunirse allí con vosotros.
—En ese caso, hacedlo, por favor.
Vladawen se encaminó de vuelta al santuario, tomó en brazos el cuerpo de Lillatu y regresó junto a sus compañeros. Entonces vio los colores de un arco iris girando a su alrededor y, durante un instante, sintió como si estuviera cayendo. Cuando aquel fulgor se interrumpió, ambos estaban en el campo vallado y cubierto de nieve de una granja, pisando un suelo arado y lleno de desniveles. Las Kelder, a lo lejos en el horizonte, eran sólo una oscura cordillera.
EPÍLOGO
En la luz y la oscuridad de la cámara
65
No hacía mucho que en la posada habían resonado estridentes tonadillas propias de las tabernas y se habían escuchado palmas y pataletas llevando el compás. Sin embargo, por la noche, en los pasillos se oía el lamento de un canto fúnebre, agradablemente melodioso pero lo bastante lúgubre para ser propio del Teatro Sepulcral de Hollowfaust. El cántico de Meerlah era reflejo de los cambios de humor que casi todos experimentaban, desde la euforia por su victoria a la pesadumbre por el fallecimiento de los camaradas que habían dado su vida por ella, pasando por el más absoluto agotamiento.
Vladawen no había participado especialmente ni en las celebraciones comunitarias ni en el luto. Al contrario, se quedó encerrado junto al cadáver de Lillatu, que ya empezaba a despedir mal olor, meditando. Al principio, Meerlah, Arbomad y Khemaitas intentaron sacarlo de su habitación, o fueron a sentarse a su lado en la oscuridad de la cámara que el clérigo ocupaba. Sin embargo, él siempre había acabado convenciéndolos de que verdaderamente necesitaba estar solo, y después de eso todos se habían marchado.
Por ello se sorprendió al sentir una repentina presencia a su espalda, especialmente teniendo en cuenta que no había escuchado a nadie llamar, ni abrir la puerta a hurtadillas. Se giró, dejó escapar un grito ahogado, se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia su estoque de plata.
Frente a él flotaba una criatura informe que, de alguna extraña forma, parecía ser mucho más grande que la habitación que la contenía. De hecho, se antojaba tan inmensa como el mismísimo cielo. Para la percepción de una mente finita era una masa tenebrosa que lo observaba lasciva, mostrándole innumerables sonrisas repletas de colmillos, una suerte de horda de tiburones que nadara en un mar de tinta.
Vladawen desenvainó su espada y todas aquellas terribles bocas soltaron una sonora carcajada al unísono. La oscuridad se concentró y asumió la forma de una pálida reina elfa envuelta en un vestido cubierto de polvo de diamantes. Belsamez le sonrió.
—Depon tu arma. No pretendo hacerte daño. Nuestra contienda ha terminado, al menos por ahora.
Vladawen siguió apuntando con su estoque al corazón de la diosa.
—¿Qué quieres entonces?
—Ya te dije que volveríamos a conversar cuando estuviste frente a mi trono, como fantasma pero tan insolente como de costumbre.
—No tengo nada que hablar contigo.
—Y sin duda tampoco con Jandaveos. Qué curioso.
—No sé a qué te refieres. —Ciertamente sí lo sabía, pero no tenía intención de discutir sobre ello.
—Durante los tres últimos días —continuó la Asesina— he estado observando desde lejos a mi hermano. He visto lo ajetreado que ha estado, recorriendo Termana de una punta a otra sanando elfos y disponiendo un lugar en la otra vida para los muertos de Wexland. Imagino que Ópalo y Nindom estarán muy cómodos allí. Por supuesto, Gareth fue con Corian, y Abex con Goran.
A Vladawen le alegró escucharlo, si es que aquellas palabras eran ciertas, pero no consideró que admitirlo fuera a hacerle bien alguno.
—A pesar de todos sus esfuerzos —siguió hablando la Reina de las Pesadillas—, estoy segura de que Jandaveos aún tendrá energía suficiente para incrementar los poderes de su salvador y sumo sacerdote. Sin embargo, aquí te encuentro sentado junto a una masa de apestosa carne podrida, cuando podrías estar recibiendo el cálido abrazo de la mujer que amas. ¿Por qué no has rezado por tener el poder de resucitarla? ¿O sería algo decepcionante para un clérigo que acaba de sacar a su dios de la tumba?
—El credo de Jandaveos nos prohibe alzar a los muertos si no es en las más extraordinarias circunstancias —replicó Vladawen frunciendo el ceño.
—Entonces ¿qué hace que Liliana siga muerta? ¿Una ley? ¿Y eso después de todos los principios que has lanzado de una patada a la basura?
—Perdimos a muchos compañeros luchando contra Dar'Tan. ¿Qué derecho tendría yo de alzar a uno de ellos y abandonar al resto?
—¿De modo que lo que te reprime es el temor a lo que puedan decir tus amigos?
El clérigo elfo suspiró. Si admitía que era así, quizá ella se reiría de él y lo dejaría por fin en paz.
—No, maldita seas. No puedo obrar más magia de la que podía practicar antes. En algún punto, durante el transcurso de este último año, perdí mi fe. Simplemente no me di cuenta hasta ahora.
—¿Cómo es posible, cuando has visto con tus propios ojos que Jandaveos vive, y que es el mismo príncipe de la luz a quien antaño entregaste tu alma?
—El problema es que esta vez fui yo quien le dio la vida. Él no estaría aquí si yo no hubiera puesto fin a todas esas vidas y pronunciado todas esas mentiras que han servido para traerlo de vuelta. Además, no sería el ser que es ahora mismo si yo no hubiera arrebatado a Dar'Tan el control de su resurrección. Como resultado de ello, aunque aún lo honro, encuentro difícil comportarme frente a él con la antigua, pura e incuestionable reverencia, sin importar cuánto pueda intentarlo. Cuando regrese a Rika, le comunicaré que ya no soy capaz de servirlo como sumo sacerdote.
Belsamez se carcajeó.
—Así que éste es el final melancólico del cuento. Todos los elfos abandonados son redimidos excepto su redentor, que sigue languideciendo alienado, sin dios, obligándose a arrojar el cadáver de su verdadero amor a una pira funeraria.
—Lo asumo si eso os divierte.
—Así es, y me deleitaría aún más si te deseara algún mal, pero no es así.
—Me parece difícil de creer.
—¿Por qué? Te lo he dicho ya muchas veces, es sólo un juego interminable. Si hubiera querido negarte cualquier posibilidad de vencer, yo personalmente hubiera dado indicaciones a Dar'Tan, a Kolvas o a cualquier otro de mis agentes a cada paso que daban, sin duda con consecuencias letales, te lo puedo asegurar. Además, quizá haya decidido que en realidad me gusta mi hermano tal y como es. Está muy bien tener aliados, pero de haber regresado como un señor de las tinieblas hubiera sido otra persona distinta.
—Sé que eres la señora de los mentirosos, pero siempre encontré rus muestras de amabilidad realmente poco convincentes.
—Pero sabes al menos que una vez tuve un hijo, y que lo perdí en brazos de la muerte, como a mi hermano. Ahora que has demostrado que un dios puede regresar de la nada, ¿quién sabe lo que podría hacerse?
—¿Dices que Jandaveos era sólo un experimento?
—Bueno, baste decir que te aprecio, Matatitanes. Me haces reír, y el vencedor merece su premio. ¿Quieres tener a Lillatu de vuelta?
El elfo no sabía qué responder.
La diosa se rió tontamente.
—¡Cuánta esperanza y desilusión, cuánta lucha contra el recelo y el miedo! Ésta no es una de esas bendiciones que consideras maldiciones. No te engañaré. Será sólo un regalo.
—No entiendo.
Ella le sonrió.
—Jandaveos considerará que hemos desobedecido su código, o que te he concedido un favor que a él le hubiera gustado ofrecerte. Sea como sea, es sólo una broma que quiero gastarle. No obstante, si ninguna de esas razones te parece suficiente, recuerda esto: soy la Demente, ahora y siempre, así que tampoco tiene sentido que te pida que aceptes mi voluntad.
Entonces, con un chasquido de sus dedos, desapareció.
Vladawen escuchó un leve susurro a su espalda, el sonido de alguien que, durmiendo, se revuelve entre las sábanas. Mientras se volvía, de repente le invadió la seguridad de que cuando viera a Lillatu contemplaría un espantoso muerto viviente, una truculenta criatura que tendría que reducir a pedazos para evitar que lo matara.
Pero no fue así. Estaba viva y sana, palpándose uno de los lugares en que las armas del adversario la habían atravesado.
—Pensé que ese bastardo de Kolvas me había matado —resopló.
Vladawen le tomó la mano.
—Lo mataste.
Ella entrecerró los ojos en la penumbra.
—¿Tus ojos son grises? Pensé que serían azules.
—¿Estás decepcionada?
—Lo superaré.