Vladawen el Matatitanes, el sumo sacerdote de la deidad élfica muerta, continúa su busca de la resurrección de su patrono. Junto a su compañía, y siguiendo las directrices de profecías y augurios, se encamina en primer lugar hacia HollowFaust, la aterradora Ciudad de los Nigromantes, para luego sumergirse en las baldías tierras a las que la ciudadela da paso, para explorar las metrópolis en ruinas de los Slarecians, un pueblo tan vil que hizo a los dioses y titanes aliarse para buscar su destrucción.

La fortalezas de estos muertos impíos reciben con sus fauces abiertas al Matatitanes. En ellas, el elfo se encontrará con intrigantes místicos y desvídos muertos vivientes, vengativos fantasmas de los que murieron en su nombre... y con un enemigo aún más abyecto que los propios titanes. La resurrección de su dios puede significar la destrucción de todo lo que ama.

¿Será capaz de renegar de su fe para salvar a su mundo?

Rychard Lee Byers

Los renegados

Sword & Sorcery:

(Trilogía del dios muerto, vol.2)

Forsaken

Traducción: Pablo Rueda Díaz-Urmeneta

PRIMERA PARTE

HollowFaust

1

Vladawen había esperado acceder a la ciudad con cierta majestuosidad ya que, aunque hacia tiempo que había dejado de preocuparse por las apariencias, sabía bien que muchos otros lo hacían. Sus agotados compañeros de viaje probablemente sólo deseaban entrar a toda prisa al lugar, antes que el rojizo crepúsculo abandonase el cielo. El otoño había acogido en su abrazo al continente de Ghelspad, e incluso aquí, en las cercanías de los abrasadores páramos que eran conocidos como el Desierto de Ukrudan, las noches se hacían cada vez más frías. Sin embargo, caballos y mulas frustraron todos aquellos deseos al frenarse frente a la imponente puerta de la ciudadela.

Delgada y con los cabellos negros como el azabache, tan hermosa como podía considerarse acompañada de una espada sin adornos pero de bella factura, Lillatu maldijo a los animales y espoleó a su negra yegua. Vladawen encontró algo tranquilizadora esa demostración de mal humor, sobre todo al comprobar como los guardias en lo alto del majestuoso muro sonreían al presenciar la escena. El elfo sospechaba que debía ser habitual que los viajeros tuvieran dificultades al convencer a sus bestias para entrar en Hollowfaust, y los guerreros por lo general encontrarían divertida la situación.

Vladawen lo encontraba bastante comprensible. Tiempo atrás había ostentado la poderosa magia de un sumo sacerdote. Ya apenas le quedaba nada de aquello, pero aún era capaz de percibir lo que los caballos estaban sintiendo, la memoria concentrada y condensada de la muerte, y algo aún peor que eso, encerrado en el interior de aquellas murallas. El elfo se recordaba con inquietud que era parte esencial de lo que había ido a buscar.

Huesuda y poco agraciada, cabalgando aún desgarbada a pesar de toda su experiencia como jinete en los últimos tiempos. Ópalo miró con el ceño fruncido a Lillatu.

—Esos gritos sólo van a asustar más los animales —dijo. A su modo eso podía considerarse también una buena señal.

—Pues haz algo tú entonces —dijo Lillatu con brusquedad—. Cálmalos con tu magia.

—No tengo preparados los conjuros adecuados.

—Entonces no nos queda otra opción que gritar, alborotar y azotar a los animales, ¿no es así?

—Si me dejáis intentarlo, igual puedo ayudaros. —Una nueva voz, de tono grave, sonó bastante agradable y cortés, sin embargo irrumpió de forma tan imprevista que sobresaltó a Vladawen. El elfo, olvidando por un momento su elegancia, se sacudió sobre su silla de montar.

El recién llegado venía a pie. Su figura enjuta y sus orejas puntiagudas sugerían que su sangre debía ser mezcla de humana y élfica, aunque su atuendo algo descuidado manifestaba su vida agreste. Sus brazos, curtidos y musculados, lo mismo que su pecho, estaban desnudos bajo la capa de piel sin mangas que vestía. La prenda dejaba entrever una sucesión de elaborados tatuajes, así como unos pequeños huesos colocados a modo de perforaciones en su abdomen. Vladawen se obligó a no fruncir el ceño ante la visión de aquellos elaborados dibujos, aunque en conjunto aquel extraño no se asemejaba demasiado al patrón de las últimas adquisiciones en las filas de sus enemigos, los elfos subterráneos de piel de obsidiana de Drier Drendal. Sin duda el drendali más cercano estaría a muchas jornadas de viaje, y Vladawen se felicitaba por ello.

—Agradeceremos cualquier tipo de ayuda —dijo Vladawen.

—Veamos entonces qué puedo hacer. —El delgado mestizo se aproximó al intranquilo alazán castrado de Vladawen y le masculló entre dientes unas suaves palabras. El caballo se calmó. Entonces, con el mismo trato, el extraño tranquilizó a las monturas de Lillatu y Ópalo, y luego siguió avanzando por la fila de la compañía, meciendo despreocupadamente con su mano su cayado.

—En medio del crepúsculo —murmuró Lillatu—, tiene que ser un bastardo escurridizo para acercarse a nosotros sin que lo notemos.

—¿Crees que puede ser uno de tus compañeros? —contestó Vladawen.

Ella se encogió de hombros, esa vuelta a los modales más toscos era una especie de recordatorio de todos los problemas que aún persistían en su relación.

—Creo que los animales no tendrán ya ningún problema para entrar —dijo el extraño—. Sencillamente estaban algo nerviosos.

Vladawen esperó a que soldados y arrieros bajo su mando empujaran a los equinos hasta alcanzar algo que parecía ser una columna, y entonces, optimista, apremió a su alazán castrado para que empezara a moverse. Todo fue tal como había dicho el semielfo. La montura del clérigo avanzó con docilidad, aunque no de buena gana, y el resto de las cabalgaduras siguió el mismo paso.

Todos se adentraron en la oscuridad, rodeados de los poderosos muros de la ciudadela, especialmente gruesos en la base, por lo que la puerta era como un túnel. El elfo echó un vistazo, en busca de rastrillos, troneras u otras estructuras defensivas. Todos aquellos años de combate le habían dejado una especie de interés profesional respecto a aquellos detalles, y eso ayudaba a distraerlo de la tétrica atmósfera, que no llegaba a envenenar pero que sí suponía una presencia constante, un efecto cansino sobre el espíritu que se hacía más intenso a medida que avanzaba. Vladawen se preguntaba cómo harían los hechiceros del lugar para mantener aquel efecto. Suponía que debían haber ido acostumbrándose a él, o que podían deleitarse de forma consciente al obrarlo.

Hollowfaust estaba enclavada al pie de un volcán. En otro tiempo había vertido su furia sobre la ciudadela, cuando ésta había tenido otro nombre. A primera vista, cualquier visitante podría pensar que nadie se había preocupado especialmente por iluminar el lugar desde hacía siglos, ya que los edificios más allá de la puerta estaban tan llenos de cenizas y envueltos en oscuridad como los muros. Los ciudadanos que estaban a la vista vestían prendas de tonos bastante apagados y se movían silenciosos y atareados con sus ocupaciones, contribuyendo al efecto global de sentimiento de funeral. Aún así, nada que fuera manifiestamente macabro aguardaba a los recién llegados, solamente el encargado de la puerta, humano, y una pareja de ayudantes. Vladawen se dio cuenta de que no se sentía incómodo. Al dejar las maravillas oscuras estar, encontró una oportunidad para relajarse, y entonces toda esa red psíquica de la recuperada ciudad estado dejó de destrozarle los nervios.

—Necesitaré conocer vuestros nombres, y qué os trae aquí —dijo el encargado. Menudo y de edad media, con barba corta, hablaba con un zumbido de indiferencia; sin embargo, el joven escriba que estaba a su lado consideraba a los viajeros con más curiosidad. Puede que distinguiera los ojos de Vladawen, completamente negros excepto por sus iris plateados, el estigma de aquellos conocidos como elfos abandonados de Termana, y por tanto una rareza en aquel lugar, en las tierras occidentales de Ghelspad.

Ignorando los achaques de su dolorido cuerpo, el jinete de larguiruchas extremidades se sentó, estirado, sobre su montura.

—Soy Vladawen, el Matatitanes —dijo con su mejor voz de sumo sacerdote—. Líder de los clérigos de Wexland, en Darakeene, y consejero de Lord Gasslander. Me acompañan Lillatu, la Comandante de los Exploradores y los Escaramuzadores del Rey, y Ópalo, una maga al Servicio de su Majestad. —Percatándose de la necesidad de hacerlo, el elfo nombró entonces a las dos docenas de soldados y criados que le seguían en la marcha. La pluma del escriba iba y venía por la tablilla de cera, anotando los datos del ordenado grupo de viajeros cuya luminosidad desafiaba al oscuro manto de la noche—. Venimos a pedir consulta al Soberano Consejo sobre asuntos de la mayor importancia, y traemos con nosotros presentes como muestra de nuestras buenas intenciones.

—Te olvidaste a uno —dijo el encargado, aún sin estar impresionado en ningún modo, y señalando a uno de los miembros de la compañía.

Vladawen miró a un lado y otro. El de Hollowfaust señalaba al semielfo quien, a su vez, escudriñaba inquieto su alrededor, tragando saliva.

—No es ninguno de los míos —dijo el sumo sacerdote—. Simplemente nos tropezamos en la puerta al mismo tiempo.

—Ya entiendo —el encargado alzó el tono de su voz—. ¡Eh, tú! ¡Bárbaro! ¿A qué nombre respondes?

El semielfo dio un respingo y cruzó a toda prisa la pequeña plazoleta, en dirección a la entrada de una de las calles que convergían en ella.

—¡Granuja! —bufó el guardián. Alzó su brazo enfundado en malla, y una compañía se movilizó en lo alto del muro, sobre su cabeza. Vladawen no necesitaba mirar hacia arriba para saber que debían estar preparando sus arcos o ballestas para derribar al extraño.

En realidad no era asunto del clérigo, pero el hombre que trataba de escapar le había ayudado, y por su sangre élfica podía considerarlo, al menos remotamente, un pariente. La masacre parecía innecesaria. Llevado por el impulso dijo ¡Yo le atraparé! y se lanzó sobre su montura.

La yegua estaba también cansada, pero ahora que el semielfo la había introducido en la ciudad, le seguía el juego. El animal apenas necesitó de unos trancos para comenzar a acelerar hasta un galope considerable. En ese instante, una flecha pasó rozando la cabeza de Vladawen para terminar quebrándose contra los adoquines. El elfo se percató de lo precipitado de su acción. Probablemente le había convertido también a él en un objetivo tan legítimo y apetecible como aquel que era objeto de su persecución.

Pensó en frenar la marcha de su corcel, pero el oficial debió darse cuenta y le gritó ¡No! ¡Continúa! Vladawen consideró que eso significaba que los soldados dejarían de disparar, de modo que aceleró su carrera.

Y así sucedió, no volvió a cruzarse en su camino ninguna otra flecha. Con su afilada vista, superior a la de los humanos, se percató de que el asta del proyectil, ahora en el suelo, terminaba en una punta de plata. Aquellos útiles eran muy caros para ser empuñados por un centinela del personal de la muralla, pero si los rumores eran ciertos, la defensa de Hollowfaust requería de medidas muy especiales.

Esperando no haber cometido ningún peligroso error de cálculo, y con la esperanza de que en aquella situación un látigo corriente le permitiera salir del paso, Vladawen desenroscó el cuero trenzado que tenía colocado a un lado y lanzó un ataque contra aquel extraño fugitivo. Con algo de suerte, el látigo le enredaría y le permitiría derribarle, lo que pondría fin a su fuga sin ninguna herida demasiado grave.

El arma se enroscó alrededor del torso y los ondeantes brazos del semielfo. Vladawen dio un tirón, y proyectó la sacudida sobre su objetivo. Las piernas del desconocido volaron hacia atrás, y se fue a dar de bruces contra el suelo en una dolorosa caída.

El clérigo, que no tenía intención de arrastrar a su primo, soltó el látigo y volvió a echar mano a las riendas. El caballo castrado frenó el paso, probablemente agradecido, y Vladawen saltó de su silla de montar, giró en dirección al extraño y dudó, sorprendido.

El viajero tatuado era un tipo fornido. Vladawen había esperado que la caída lo hubiera dejado aturdido, pero el semielfo ya estaba de nuevo en pie, librándose de la molestia del lazo de cuero.

—¡Lo siento! —dijo el clérigo—. Pero creo que será mejor que te calmes y regreses a la zona de la puerta. Si no lo haces, esos guardas te matarán.

El semielfo simplemente se quedó mirándolo, aparentemente sin reconocerlo. Entre dientes, masculló unas palabras.

—Estás bajo los efectos del veneno psíquico que inunda el aire —dijo Vladawen—. Yo también puedo sentirlo; sólo tienes que dominar el miedo.

Aún murmurando para sí mismo, el bárbaro lanzó a un lado el látigo, y entonces comenzó a levantar su bastón.

Vladawen era consciente de que, aunque no quería combatir, en realidad sería contraproducente dejar que su primo se pusiera en guardia. Entonces saltó, agarró el bastón de madera pulida y, haciendo uso de su prodigiosa fuerza, se echó al semielfo a la espalda.

—No voy a soltarte hasta que vuelvas en ti —dijo el clérigo—. ¡Respira, maldición!

Para su sorpresa, el extraño obedeció, y sus ojos parecieron recobrar la lucidez.

—Clemente... misericordiosa madre Denev —susurró el semielfo. Aquel juramento revelaba la fidelidad al titán que estuvo al lado de los dioses en la Guerra Divina, aquella en la que el propio Vladawen había combatido hacía ya un siglo y medio.

—¿Te encuentras bien ya? —preguntó el clérigo.

El semielfo volvió a tomar aliento, aspirando y espirando lentamente, como lo haría alguien adiestrado en la meditación o en una disciplina marcial.

—Creo que sí. Estaba bajo el influjo de un intenso poder.

—Lo bastante para casi hacer que te llenaran la espalda de flechas —Vladawen puso en pie al extraño. Entonces su caballo relinchó.

Mientras se daba la vuelta, el elfo percibió tres cosas; la primera fue que el crepúsculo había dado paso a la noche cerrada, la segunda, que la miasma espiritual que envolvía la ciudad parecía haber incrementado aún más su grado de opresión, y la tercera, que espesas volutas de una húmeda bruma se enroscaban abriéndose camino a través del aire. Rodeado de aquel vapor, el castrado del elfo volvió a relinchar, y entonces se desplomó en el suelo.

Vladawen fue a coger la ballesta de mano que colgaba de su cinto, pero lo pensó una segunda vez y sacó su estoque de plata. Como su prodigiosa fuerza, aquella espada había sido un regalo de la deidad a la que él había servido. Ese mismo dios había agraciado también a ese objeto con unos poderes casi divinos que ahora ya no poseía; había consumido su magia más poderosa. Sin embargo, aún conservaba encantamientos que la convertían en un arma de duelo de una valía incomparable. Vladawen se adentró en la niebla.

El semielfo lo siguió, con el cayado en la mano.

—¿Es esto prudente? —preguntó en un tono coloquial. A pesar de su aspecto burdo, en realidad no hablaba como un bárbaro; se expresaba como una persona bastante culta.

—Probablemente no —dijo Vladawen—. Pero es un buen caballo.

—Lo entiendo.

Como respondiendo, en ese momento la bruma pareció diluirse para revelar el cuerpo del animal, o puede que simplemente fuera que ambos se habían aproximado lo suficiente. Una rápida inspección bastó para desvelar que ya era tarde para hacer nada por la bestia; tenía la carne intacta sobre el cuerpo muerto, pero extrañamente marchita por zonas determinadas.

Con la boca seca, Vladawen miró a su alrededor buscando al causante de la muerte del animal. La niebla y la oscuridad dificultaban enormemente la visibilidad, y el elfo se percató de que apenas era consciente de la disposición de su entorno y que también era incapaz de decir en qué dirección estaba la puerta. Gritó el nombre de Lillatu, pero la bruma parecía amortiguar el sonido, incluso impidiendo que llegara a sus propios oídos.

El semielfo, tocando el extremo de su bastón a toda prisa, murmuró una palabra de poder. Una luz blanquecina surgió del lugar del roce, iluminando la masa de la niebla con intensidad. Vladawen juzgó que era una de cal y otra de arena. Podría suponer una rápida ayuda, incluso servir para descubrir la ubicación de sus enemigos invisibles, pero también podría servir para revelar su posición a esos mismos enemigos. Sin embargo, ya era tarde para poner en duda la táctica del extraño. Ahora sencillamente debía aprovechar ese resplandor.

De hecho, la luz parecía estar ayudándolos. Transcurrido un instante, pudo distinguir con dificultad unas figuras que se movían con sigilo a través de la bruma. Apenas podía diferenciarlas vagamente, unas formas humanoides o élficas que se desplazaban esquivas, salpicadas por unas motas refulgentes de color escarlata a modo de ojos. Vladawen blandió su esbelta hoja plateada, decorada en el pomo con una excepcional e indescriptible gema de color azul, e invocó el poder de su dios.

Fue en vano. Sabía que debía haberlo esperado, especialmente en un lugar como aquel. Los muertos vivientes, si era eso lo que eran, se acercaban cada vez más.

Vladawen retrocedió medio paso, atrayendo hacia sí a los espectros, y entonces arremetió contra ellos. La punta de su arma atravesó la aparición que iba a la cabeza con tanta facilidad como lo hubiera hecho en el aire, y apenas se tambaleó un poco antes de proseguir en su avance. Entonces el semielfo atravesó con su bastón la cabeza del ser, que se disolvió. O al menos eso era lo que Vladawen esperaba que debiera haber ocurrido. Era incapaz de distinguir si aún estaba allí, oculto entre las dispersas nubes de niebla.

Bramando un aullido de guerra, arremetió contra otra aparición. El espectro trató de esquivarlo, arqueando y estirando su cuerpo fantásticamente, pero el elfo corrigió su ataque y le hundió la hoja plateada en el pecho.

Esa vez, sin embargo, pareció no tener efecto. El fantasma de ojos rojizos se abalanzó sobre Vladawen, deslizándose a través de la espada como si no le preocupara en absoluto estar siendo atravesado por ella. Sus manos incorpóreas agarraron al elfo por la muñeca, hundiéndose a través de la gruesa capa de cuero de su guantelete y atravesando la manga, hasta alcanzar la carne.

Aquel toque era al mismo tiempo abrasivo y gélido, o quizá simplemente fuera sumamente doloroso. La sacudida había sido tan grande que Vladawen no podía estar seguro. Las rodillas le temblaron, y entonces otros dos fantasmas más lo agarraron también. Por un momento no tuvo ninguna duda de que iba a morir, e imaginó cómo su propia carne se marchitaba bajo su toque, al igual que le había ocurrido al pobre caballo muerto. Esa imagen le resultaba tan repulsiva que le infundió vigor a pesar del fuerte dolor que lo acuciaba. El elfo gritó y se zafó de sus enemigos.

No le quedaba otra opción que retroceder, pero el agitado salto que dio tuvo el desafortunado efecto de separarlo de su aliado. Veía al semielfo como una mancha borrosa y revoltosa que se movía en medio de la mágica luz, plateada y nebulosa. Vladawen trató de lanzarse hacia el extraño, pero un espectro surgió frente a él cerrándole el paso. Cuando consiguió librarse del horrible aparecido, el semielfo ya había desaparecido.

Con su ausencia, Vladawen quedó acosado por todos lados. Mientras daba vueltas de un lado a otro, repartiendo estocadas y defendiéndose frenéticamente, le parecía que los espectros empezaban a susurrar, pero de forma tan leve que fue incapaz de averiguar lo que decían. El elfo pensó que si no podía luchar codo con codo con el semielfo, al menos podría tratar de protegerse contra una pared. No obstante, estaba tan desorientado que pronto perdió las esperanzas de poder hacerlo. Considerando que las apariciones debían de ser capaces de atravesar la materia sólida, tampoco iba a servirle de mucho.

Una ráfaga de viento aulló junto a él, empujándolo, enredándolo y rasgándole la ropa. Al mismo tiempo impulsó a la niebla, descubriendo por un momento a los espectros y dejándolos sin escondite. Desde fuera podía parecer que la bruma también había tenido un efecto negativo, ya que era descorazonador comprobar la cantidad de espectros asesinos que seguían acechando.

Al menos ahora Vladawen podía ver al grupo de aspirantes a rescatadores, una combinación de los miembros de su propio séquito y de guerreros de vigilancia de la puerta que se lanzaban en su ayuda.

—¡Si no tenéis ninguna arma encantada —gritó—, mejor quedaos atrás! —La experiencia le hacía dudar de que el acero común pudiera dañar a los espíritus.

La generosidad de Gasslander había concedido a Lillatu una espada encantada, una relativamente corta y con punta de aguja, una hoja muy adecuada para un soldado irregular o un asesino, y ahora la utilizaba para abrirse paso hasta Vladawen.

—No tenías nada mejor que hacer que salir cabalgando detrás de ese loco, ¿verdad? —gruñó ella.

—Lo siento —dijo el elfo.

Ópalo se arrastró hasta esconderse tanto como pudo detrás de los espadachines. Vladawen suponía que ella debía haber conjurado aquella ráfaga de viento, y parecía que ahora estaba tejiendo un nuevo conjuro. Como poniendo fin, la chica expulsó el aire de sus pulmones con energía, como un niño chico que apagara una vela.

No obstante, su intención no era la de apagar una llama sino la de crearla. Con su exhalación, ésta brotó de su boca, con un brillo amarillento y un calor abrasador propio del aliento de un draco de fuego. Expandiéndose, rugiendo por el callejón, la llamarada abrasó a cada espectro que encontró en su camino, y apunto estuvo de hacer lo propio con el semielfo. Pero Ópalo había apuntado bien, y el extraño escapó con apenas unas ampollas.

Tras aquello, el combate pareció simplificarse, incluso cuando la bruma comenzaba a levantarse otra vez. Vladawen se deshizo de dos nuevos espectros. Sus compañeros, haciendo uso de tácticas desesperadas, dieron cuenta de otros más. Trató de encarar a otro enemigo, y entonces apareció frente a él una figura envuelta en una armadura plateada que empuñaba una espada larga con un guantelete. El diseño de su casco le dejaba la cara al descubierto, revelando el semblante descarnado y ciego de un cráneo desnudo.

Vladawen ya se había enfrentado en otras ocasiones a criaturas como aquella, durante la Guerra Divina, y también más recientemente, en la hazaña que le concedió el favor de su esposo real en la fortaleza de la demente Lady Gasslander. Debía poner freno a su impulso inicial de atacar a aquel esqueleto sin demora.

Lillatu lo embistió, pero el elfo la detuvo agarrándola por el hombro.

—¡Está de nuestra parte! —dijo. Así fue, y aquel amasijo de huesos cruzó junto a ellos sin dirigirles la mirada. Sin duda pertenecía a una de las famosas patrullas de soldados esqueleto de Hollowfaust, que acudían como refuerzo para los vivos.

Vladawen era incapaz de distinguir si esos guerreros reanimados poseían alguna virtud que les permitiese golpear a muertos vivientes de naturaleza menos tangible. No había esperado que fuera así, pero quizá por simple coincidencia la llegada de los esqueletos presagiaba el final de la lucha. El elfo dio muerte a otro espectro, pero fue incapaz de encontrar a ningún otro. Parecía que nadie más fuera capaz de hacerlo. Los últimos retazos de aquella húmeda niebla se diluían y disipaban.

2

El oficial de la puerta miró a su alrededor, estudiando el estado de sus tropas y la disposición de lo que apenas hacía unos instantes había sido un campo de batalla, entonces sustituyó su antiguo hastío por un brioso aire de competencia. Transcurridos unos momentos, avistó al semielfo.

—¡Tú! —gritó alzando su espada—. ¡Deja caer ese bastón y quédate quieto!

El extraño obedeció, y la vara golpeó contra las piedras del suelo.

—Ya está calmado —dijo Vladawen. Lillatu le dio un codazo furtivo, apremiándole a que se olvidara del tema.

Puede que fuera un buen consejo, pues el encargado de la entrada le lanzó una mirada enojada y sardónica, pero igualmente lo ignoró. Instó a dos de sus subordinados a que lo siguieran, y entonces avanzó hasta el semielfo.

—Muéstrame los dientes —dijo.

—Soy Andelais —dijo el viajero tatuado—. Y pido disculpas por mi comportamiento anterior. No era yo mismo.

—¡Enséñame los malditos dientes! —El semielfo abrió bien la boca. El guerrero miró con detenimiento, gruñó y sacó un medallón de plata de la bolsa de su cinto—. Coge esto con la mano. —El extraño lo aceptó sin ningún reparo ni mostrando un comportamiento distinto al habitual, al menos según Vladawen podía establecer. Transcurridos unos instantes, el soldado volvió a guardar aquel objeto—. ¿A qué se dedica? —preguntó.

—Erudición. Soy druida de Denev, la Madre Suprema, un iniciado en los misterios de Jordeh.

—De acuerdo, pero ya no estáis en el bosque —contestó el oficial—. Deberéis comportaros de aquí en adelante.

—Capitán —dijo Vladawen tratando de adular al barbudo agente con un rango que con bastante probabilidad no debía ostentar—. Estoy muy agradecido por vuestra ayuda y la de vuestros hombres. Me gustaría que me permitieseis mostraros mi reconocimiento.

—¿Es que tratáis de sobornarme? —preguntó el guerrero.

—De ningún modo. Simplemente os invito a brindar a nuestra salud, y una modesta contribución a los apurados fondos de la compañía.

—Entonces acepto. La muerte es fría. Debemos calentarnos mientras aguardamos su llegada. —Los de Hollowfaust eran famosos por su morbosidad, y sin duda aquella frase era un buen ejemplo—. Dejadme poner en orden a mi compañía y enviar a los esqueletos de vuelta a su lugar, entonces os encontraremos una buena posada. No sois ciudadanos, y no deberíais estar tan tarde en la calle después del toque de queda.

Vladawen se giró para comprobar qué tal le iba a su propia banda, pero entonces sintió una punzada de consternación. Durante la refriega, y antes. Ópalo se había mostrado tan franca, flemática y resolutiva como siempre, pero ahora parecía estar apartada de los demás, incluso temblando ligeramente.

Pensó que no había ningún motivo aparente por el que debiera mostrarse tan consternada, ni siquiera algún posible sentimiento de culpa. Se dirigió hacia ella, levantó su mano para tocarle el brazo, y entonces decidió dejarlo caer.

—¿Estás así por el ambiente? —preguntó.

Ella se sobresaltó, como si no se hubiera percatado de su presencia hasta haberlo escuchado hablar.

—¿El qué?

—El sentimiento absoluto de muerte, y una presencia nigromántica tan intensa. Yo también puedo notarlo. Cualquier lanzador de conjuros lo haría. Pero imagino que acabaremos por acostumbrarnos a ellos. —De hecho, ahora que reflexionaba sobre el asunto, se dio cuenta de que en realidad ya estaba sucediendo así. Podía percibir aquellas malsanas energías si hacía un esfuerzo consciente, pero si no era así dejaban de molestarle.

Ópalo suspiró.

—Supongo que será eso.

Vladawen dudó por un instante.

—Y si no...

—No debes preocuparte por mí. Sirvo al dios, y estaré bien. —La chica mostró una sonrisa, como un gladiador que se estuviera colocando una armadura—. Recuerda bajar tu equipo de la montura. En caso contrario, sin importar lo divertida que pueda resultar esta ciudad, cuando vuelvas ya no estará ahí.

Era un buen consejo, y el elfo estaba deseando abandonar aquella molesta conversación gracias a una preocupación tan trivial. Una vez que todos comenzaron a desplazarse hacia las monturas y los animales de carga que habían logrado sobrevivir, el elfo se dejó caer junto al oficial.

—Hábleme acerca de esos espectros.

El humano se encogió de hombros.

—A veces ocurre. No en demasiadas ocasiones, y normalmente no en un número tan elevado, pero de vez en cuando es así. Algún experto lo estudiará en caso de que sea necesario.

—¿Podré ser recibido esta misma noche por el Consejo Soberano?

—Puede que por algunos de sus miembros. Según lo ocupados que puedan estar. Ya sabéis que no son sólo gobernantes. Son también eruditos, al igual que vuestro alocado amigo. —El guardia bufó en dirección a Andelais.

—Soy consciente de ello. —Ese era el motivo por el que él necesitaba su ayuda—. Pero ya expliqué antes que es importante, y no sólo para mí. Es por el bien de todo Wexland, y estoy autorizado a ofrecerles cuanto consideren necesario.

—¿Realmente es tan importante? —contestó el oficial—. ¿O se trata sólo de algo que pueda favorecer a unos pocos? Después de todo, todo el mundo acaba de un modo u otro reducido a cenizas. —Entonces en su gesto apareció una sonrisa que revelaba el perverso placer que encontraba en un comportamiento tan morboso—. ¡De todas formas, bienvenido a Hollowfaust! —acabó diciendo.

3

Lilly, acompañada del lobo, observaba la plaza a través de la ventana. La enorme bestia, de enmarañado pelaje gris, ojos amarillentos de brillo tenue y un intenso olor animal, gruñó ante aquella vista; el agua pura y cristalina brotaba de una fuente de marfil, tallada con unas figuras que representaban a unos buhos.

La asesina, que mantenía una empatía perfecta con el lobo, sabía que a la criatura no le disgustaba la visión en sí. Lo que le molestaba era estar aislada del exterior, y detestaba especialmente aquellas patrullas que desfilaban cada poco; muertos vivientes, esqueletos con armaduras y lo que parecían ser restos óseos de centauros, criaturas antinaturales que podían pasear libremente allí donde el propio lobo lo tenia prohibido.

—Tranquilo —murmuró Lilly—. No podrán tenernos aquí encerrados si realmente queremos salir, ni tampoco atraparnos si llegamos a hacerlo.

El lobo resopló como diciendo, ¿Entonces a qué esperamos?

Lilly iba a tratar de explicárselo, pero justo entonces le pareció distinguir algo moviéndose en el patio. Empujada por los instintos que la habían mantenido con vida en un oficio tan peligroso como el suyo, la asesina trató de averiguar qué era, pero fue incapaz de hacerlo desde aquel ángulo. Cualquier cosa o criatura que hubiera podido percibir estaba demasiado próxima a la base del muro exterior. Lillatu jugueteó con el mecanismo de apertura del marco, con el que no estaba familiarizada, pero sólo para descubrir que cuando ya había logrado abrirlo y hubo sacado la cabeza al exterior, ya no había nada que ver. Puede que no hubiera sido nada, al menos nada que debiera preocuparle especialmente.

Entonces alguien golpeó suavemente la puerta.

—¿Lillatu? —llamó Vladawen.

La asesina cedió conscientemente a un vergonzoso y necio impulso de comprobar si el lobo aún la acompañaba. La criatura había desaparecido, e incluso aunque no hubiera sido así, nadie más era capaz de verla. Era una alucinación, si es que podía definirse así. Se trataba del distintivo de su propio valor, y se manifestaba después de que ella temiera haber mutilado su propia alma para siempre. Por mucho que se esforzara en negarlo, sospechaba que debía ser producto de su traición, y por ello le preocupaba que fuera la sombría fortuna que acompañaba a su relación con el elfo lo que impulsara a Vladawen a molestarla justo ahora, cuando estaba en intima unión con la bestia.

La asesina desatrancó la puerta y la abrió.

—¿Sí?

El elfo respondió a su rudeza con una media sonrisa. Pero incluso eso irritó a Lillatu, ya que sabía qué era lo que hacía a Vladawen actuar así. Él la prefería irritada antes que hosca y amilanada. Ante ese talante, le complacía que la herida de su alma hubiera sanado, aunque su sentimiento era bastante sospechoso, y muy probablemente sólo se preocupaba porque Belsamez, diosa de las pesadillas, de los asesinos y la traición, les había maldecido para amarse mutuamente.

—Sólo quería asegurarme de que estás bien —dijo Vladawen. Y entonces miró a la ventana entreabierta—. ¿No hace un poco de frío para eso?

—Creí haber visto algo merodeando ahí afuera.

—¿Cómo dices? —El elfo cruzó entonces la estancia para comprobarlo por sí mismo. Se habían enfrentado juntos a demasiados peligros como para descartar aquella posibilidad sin más—. No veo que haya nada.

—Yo tampoco, en realidad estaba sacando ahora la cabeza por la ventana.

Vladawen cerró la ventana con pestillo, acallando el murmullo de la fuente.

—No te culpo por estar tensa, pero puede que, aunque parezca extraño, Hollowfaust resulte ser un refugio seguro para nosotros.

Lillatu dijo entonces con aire despectivo:

—Considerando que al poco rato de cruzar la puerta ya nos habías metido en una batalla contra espectros, lo que dices puede parecer excesivamente optimista. —La asesina arrugó los labios.

—Quizá era sólo nuestra mala suerte de costumbre.

—No creo que la suerte tenga nada que ver en esto. No tenías motivos para haberte lanzado a lo loco tras ese desquiciado.

—Nos había ayudado con los caballos.

—¿Y qué hay del dios y de nuestra misión? ¿No tienen prioridad?

Vladawen suspiró, contagiándose del mal humor de la asesina.

—No sé. Estaba cansado, actué impulsivamente.

—De haber sido Ópalo o algún otro miembro de nuestra compañía —dijo Lilly—, yo incluida, no hubiera sido raro que te hubieras quedado sonriendo sin más, sin mover un dedo y viéndonos morir. —Sabía que no estaba siendo demasiado justa, pero ciertamente se trataba de una verdad rotunda—. Y sin embargo, te ponen delante a un vagabundo con apenas una gota de sangre élfica y lo arriesgas todo para ayudarlo.

—Tampoco es eso. Es cierto que hasta hace poco no conocía a los humanos demasiado bien. La primera vez que me crucé contigo en Gasslander, simplemente vi en ti el medio para obtener un fin. Pero ahora he cambiado. Estoy seguro de que lo sabes.

—Sólo porque Belsamez ha estado jugueteando con tu mente, y no es que eso sea muy tranquilizador.

—Al principio me obligaba a preocuparme por ti. Pero no me forzaba a congeniar con Ópalo, Meerlah, o... —Vladawen gesticuló con impaciencia—. No tengo por qué darte explicaciones y claramente tampoco estás de humor para escucharlas. Te deseo buenas noches. —Entonces se giró hacia la puerta, con el reflejo de la luz de las velas destellando en la estilizada vaina plateada de su estoque divino.

Lillatu, como de costumbre, al ver a Vladawen marcharse tan decidido, empezó a darse cuenta de lo triste que se sentía al verse siempre obligada a alejarlo de sí.

—Quédate —dijo la muchacha.

—Podría —dijo con cierta espesura en su voz. La asesina era incapaz de distinguir si él estaba verdaderamente enojado o si simplemente no quería seguir con la disputa. También podía ser que en ese instante se mostrara algo receloso.

—Si quieres —se apresuró a corregir ella—. Si hay algo de lo que quieras hablar. Soy tu número dos, y no sueles parar por mis aposentos sólo para interesarte por lo mullido o duro que pueda estar el colchón.

—Es cierto. ¿Puedo entonces? —Vladawen pidió permiso para sentarse en un destartalado taburete y ella asintió con impaciencia—. ¿Cómo ves a Ópalo de ánimos?

—Bastante bien —dijo Lilly mientras su habitual cinismo convertía sus palabras casi en una burla, aunque no era esa su intención—. Considerando que ha perdido a su verdadero amor.

—Hace unas horas yo mismo lo estaba considerando. Imaginaba que podía ayudarla encontrar una venganza. —Juntos, Ópalo y Vladawen habían consignado al Barón Sendrian, el mago sangriento cabecilla del grupo responsable de la tragedia, a un destino posiblemente aún peor que la propia muerte. Durante todo el viaje hacia oriente, por momentos había parecido volver a ser la antigua Ópalo. Pero esa misma noche, al menos por un instante, había vuelto a mostrarse tan afligida como siempre.

—¿No es así como sufren los elfos? ¿Con todos esos sentimientos creciendo y menguando una y otra vez?

—Supongo que sí.

—No te fallará, si es eso lo que te preocupa. Te dio su palabra, y es más valiente y leal de lo que pueda serlo cualquiera de nosotros dos. Creo que yo soy la única que debería preocuparte. —Aquella era la única verdad, pero puede que por su parte fuera algo terco insistir sobre ella. Belsamez había profetizado que Lilly causaría un gran mal a Vladawen, y ambos sólo podían ansiar que aquello hiciera referencia a un hecho del pasado, y no a una posible horrible traición que estuviera por suceder. De hecho, Lilly lo había asesinado al poco de conocerlo, según se le había encomendado, y sólo la voluntad del Verdugo le había permitido al elfo volver a la vida.

Vladawen frunció el ceño.

—No me preocupa que nadie pueda fallarme. Sólo deseo que se ponga bien.

—Tú eres su clérigo. Trata de confortarla.

—Eso hago, pero no sé qué decir.

—Pues qué inspirador.

El Matatitanes se puso en pie.

—Es tarde.

—Por favor —dijo Lilly—. Lo siento. A veces es difícil encontrar las palabras adecuadas, al menos las necesarias para aliviar a un humano. Hay ocasiones en que lo único que cura es el tiempo. Además, recuerda que el artífice del desastre fue un muerto viviente que Sendrian conjuró para acabar con Nindom, y Ópalo se ha vuelto a encontrar esta misma noche con espectros y esqueletos andantes. Puede que fueran una especie de infausto recuerdo.

—De ser así, quizá no debería haberla traído a Hollowfaust —dijo Vladawen.

—Pero ella necesita sentirse útil. Además, ¿qué le quedaba por hacer en Darakeene? Ya hemos ganado la guerra —replicó Lillatu.

—Es verdad. —Vladawen cruzó sus insólitos ojos con la mirada de la asesina—. ¿Cómo lo llevas tú? ¿Te enfurece tanto como de costumbre este falso amor?

—¿Por qué preguntas? Sabes muy bien lo que se siente. Tú lo padeces tanto como yo. Al menos aún nos queda alguna esperanza de librarnos de él.

—Así es, y al menos has vuelto a recuperar tu coraje. —El elfo entonces dudó—. Aún no me has dicho cómo lograste sanar esa herida.

Lillatu no sabía si lo que sentía era una punzada de culpabilidad, una necesidad impetuosa de distraerlo o el impulso de hacer algo que acortase la distancia que los separaba.

—Porque es algo íntimo, y llegará un día en que no nos preocuparemos el uno por el otro. No obstante, esta noche, si quieres, podemos compartir algo más.

Vladawen se puso en pie.

—¿Lo dices en serio?

—Esa es la verdadera razón que te ha traído hasta aquí, ¿no es así? —Entonces ambos se abrazaron.

Eso fue hasta que alguien golpeó tímidamente la puerta.

—¿Señorita? —dijo el posadero—. ¿Está usted ahí? ¿Sabéis dónde está el Matatitanes? Sé que es tarde, pero los estigios han venido a escoltaros para llevaros ante el Consejo.

4

Andelais se deslizó hasta el exterior de la posada, consciente de la locura que estaba cometiendo. Aquella misma tarde, y casi con consecuencias fatales, había tenido la desgracia de atraer hacia sí la atención de los habitantes de la ciudadela. El encargado de la puerta le había dejado bien claro que Hollowfaust se preocupaba especialmente por hacer cumplir sus leyes. Y sin duda, una de las reglas más fundamentales debía de ser la de que los no ciudadanos acatasen el toque de queda.

Por otra parte, el semielfo ya se había topado esa misma tarde con espectros malignos. En su misma posición, cualquiera con dos dedos de frente hubiera esperado hasta la mañana siguiente para dar comienzo a las pesquisas. Pero ese no era el caso de Andelais; su instinto le decía que iba a poder desenvolverse mejor en medio de la oscuridad.

De ese modo empezó a vagar por las calles, siempre pegado a las sombras y atento a la aparición de posibles patrullas, ya fueran de muertos vivientes o de criaturas de cualquier otra clase. Toda la ciudad estaba en calma. Andelais sospechaba que, excepto en tiempos de desastres o cuando se celebraban ferias ambulantes, ésa debía ser la costumbre a aquellas horas de la noche. Aun así, se encontró con algunos habitantes yendo y viniendo, visitando a amigos o amados, entrando en posadas, burdeles o en el mismo coliseo de la ciudadela, todo cubierto de figuras de gárgolas, tallas de calaveras y toda clase de macabros ornamentos. A través de sus gruesos muros, cualquier transeúnte era capaz de distinguir el rumor del coro de un canto fúnebre que en ese momento era entonado en el interior de aquella macabra estructura.

Todo aquello significaba que, a pesar de ese continuo y denso sentimiento de muerte y fatalidad que transmitía la atmósfera de Hollowfaust, una especie de impronta que era capaz de inquietar a cualquiera con la sensibilidad suficiente para percibirla, la vida en la ciudadela no difería demasiado de la de cualquier otra ciudad de población eminentemente humana. Al menos así ocurría en aquel barrio. Si Andelais estaba en lo cierto, en esos momentos merodeaba por el Barrio Civil, la zona de la antigua metrópoli reivindicada por los ciudadanos comunes. En teoría, el Barrio de los Espectros era más extenso, peligroso y ruinoso, y mucho más propenso a la infestación por parte de espíritus hostiles y similares. No obstante, el mayor peligro de todos lo constituía, al menos desde la perspectiva de un visitante del exterior, el Bajofaust; los túneles excavados en las entrañas de la ciudadela y por el interior del volcán a manos de los gobernantes nigromantes, que vivían y trabajaban en ellos. A decir de todos, aquellas catacumbas comprendían una fortaleza brillantemente diseñada y muy bien protegida, y sus señores tenían modales muy bruscos con los intrusos.

Andelais era consciente de que su comportamiento estaba siendo bastante insensato, pero no lo era tanto como para que se atreviera a aventurarse fuera del Barrio Civil, al menos no aquella noche. No hasta estar convencido de que esa era la única forma de cumplir con su cometido.

Él semielfo se detuvo a admirar la ingeniosa construcción de una serie de granjas "urbanas". En ellas, los horticultores habían levantado los adoquines de una calle para plantar maíz, enlazado parras de uvas de vino a las paredes de un edificio de varias plantas o cultivado un jardín en lo alto de un tejado. Una reveladora pestilencia desvelaba que en algún punto en las proximidades debía haber también hacinadas piaras de cerdos. Por un instante, aquel lugar le inspiró un halagüeño sentimiento de déjá vu. Entonces pudo sentir como unos ojos le observaban.

Se dio la vuelta, listo para hacer frente a quien fuera, huir, o utilizar cualquier tipo de excusa que pudiera ocurrírsele, aunque sospechaba que esto último iba a servirle de poco. Los guardias esqueleto no lo entenderían, y los vivos habían dejado bastante claro que les importaba bien poco lo que él les pudiera decir. Además, Andelais tampoco tenía demasiadas esperanzas de abrirse camino haciéndose pasar por ciudadano. Incluso si su aspecto no era demasiado extraño para los cánones de Hollowfaust, carecía de uno de esos salvoconductos que hacían falta para saltarse el toque de queda: una tablilla en forma de pieza de cobre numerada, que debía llevar consigo siempre cualquier residente después del anochecer.

De cualquier modo, una vez se hubo girado, ya no tuvo ningún motivo para seguir cavilando esas débiles excusas, ya que no pudo ver a nadie espiándolo. La única presencia era la de las dos lunas que iluminaban el cielo; la de Belsamez, y la Gris, ambas brillando como atrapadas en la estela de vapor que brotaba de la cúspide de la montaña.

Puede que fueran los nervios que lo atenazaban, pero era consciente de que en una ciudad eminentemente encantada como Hollowfaust, era bastante irresponsable asumir que realmente no hubiera nadie. Podía sentir el pulso latiéndole en la nuca. Miró a su alrededor, confiando en su vista periférica, el rango en que su visión en la oscuridad era más efectiva.

Seguía siendo incapaz de distinguir presencia alguna. Claro que debía haber espectros capaces de hacerse completamente invisibles, sobre todo en medio de la noche. Puede que, justo en ese instante, alguna clase de presencia estuviera a punto de extender su mano sobre él.

Aquella idea fue lo suficientemente inquietante como para arriesgarse a conjurar algo de luz. Sin embargo, el nuevo brillo perlado no le reveló nada distinto. Entonces, de repente, pudo distinguir una silueta, oscura y alargada, que se extendía a lo largo de una pared cercana. Parecía la sombra de un gato, aunque era incapaz de distinguir dónde estaba el cuerpo felino correspondiente: la carne y la sangre que la proyectaban.

Aquella aparición era inquietante, aunque muchísimo menos alarmante que los espectros con los que se había encontrado aquella misma mañana entre la bruma, o los horrendos seres fantasmales que había imaginado sólo un momento antes. Movido por la curiosidad, Andelais avanzó un paso, y entonces la sombra salió corriendo, como un gato callejero asustado. En apenas un instante, aquellas tinieblas abandonaron el cobijo de la luz plateada para perderse en la penumbra.

Andelais imaginó que debía tratarse simplemente de alguna irregularidad, cierta clase de espíritu que hubiera quedado atrapado allí sin poder seguir su camino. Se suponía que la muerte aguardaba en un umbral pero, allí en Hollowfaust, debía aguardar en algo más parecido a una tela de araña. El semielfo ansiaba ser capaz de romper las hebras de esa red, pero sin duda esa capacidad estaba por encima de sus facultades. Eso incluso aunque el Consejo al mando de la ciudadela, que confiaba en esa misma clase de corrupción del orden natural para incrementar el poder de su magia, se lo hubiera permitido.

Pero no era así, esa noche su misión era bastante más modesta, y debía reanudarla sin más demora si no quería que la luz que había conjurado atrajera la atención sobre sí mismo. Pasando junto al maizal, ya alto y con las mazorcas listas para ser recolectadas, se apresuró a avanzar en dirección contraria a aquella por la que se había alejado el gato espectral.

Durante otra hora más Andelais estuvo caminando, y cada cierto tiempo alguna visión, sonido o aroma lo inundaban con un sentimiento de familiaridad. En varias ocasiones acabó teniendo a la vista la muralla que encerraba el Barrio de los Fantasmas, y fue al cabo en aquellas inmediaciones donde, repentinamente, su intuición le dijo que su búsqueda debía estar próxima a su fin.

La noche parecía oscurecerse cada vez más aunque, a sus ojos, aquella negrura era tan acogedora como la propia luz. Para aquellas criaturas con oídos para escuchar, las voces aullantes de los angustiados muertos gemían al otro lado del muro. Andelais sabía perfectamente por qué gemían o, en cualquier caso, qué podría calmarlos. Entonces avanzó hacia una de las más acogedoras viviendas que había a la vista, una mayor que el resto. No parecía tratarse de un comercio que pudiera estar abierto, e incluso poseía un patio que había sido destinado al cultivo de flores en lugar de a la más práctica siembra de frutas u hortalizas.

Un gran perro negro, con un collar de púas, caminaba preocupado por un lateral de la casa. Miró a Andelais enseñando los dientes, pero parecía estar bien educado, lo suficiente como para no ladrar o embestir hasta que el semielfo no llegara a invadir efectivamente la propiedad de su amo.

Antes un gato, y ahora un perro. Había algo cómico en todo esto, aunque no podía precisar exactamente qué. Puede que la excitación le estuviera poniendo algo nervioso. Habló al perro con voz suave, y el animal empezó a agitarse. Por fin gimoteó y, como el gato anteriormente, huyó a la carrera.

Sonriendo, Andelais descorrió el pestillo de la puerta de hierro forjado que cercaba el patio y avanzó por la vereda. Subió los escalones y comprobó si la puerta estaba abierta.

No era así, y aquello no le sorprendió demasiado. Murmuró un conjuro y golpeó con el extremo de su bastón el panel de la puerta. El marco soltó un chasquido, la bisagra superior se partió y el pestillo se abrió.

Andelais apartó el portón a un lado y entró en el vestíbulo, entre cuyas paredes aún retumbaba el estrépito que había provocado. O quizá fuera la callada súplica de los fantasmas, o el efecto de la sangre acelerada en sus oídos.

Pasó junto a la portería, pero no parecía haber ningún encargado, ni tampoco acudió ningún apresurado lacayo deseoso de comprobar el origen del estruendo. A Andelais le hubiera sorprendido que hubiera ocurrido así; aparte de miembros del Consejo, mercaderes realmente acaudalados y similares, pocos habitantes de Hollowfaust debían emplear sirvientes vivos en lo que era pura y simplemente una sencilla residencia privada.

El semielfo se preguntaba si el ocupante de la casa tendría el sueño profundo. ¿Se vería obligado a subir por la escalera para sacar a aquel tipo de la cama? No, ahí venía. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, calvo, y abrigado con un salto de cama. Apenas haría ruido al caminar con sus pies descalzos. Empuñaba, desenvainado, un alfanjón y se paró en seco en lo alto de los escalones al verle allí, como un intruso.

—Buenos noches —se apresuró a decir Andelais.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —contestó el dueño de la casa. El semielfo sabía que debía recordar cómo se llamaba aquel hombre pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. Otra consecuencia más de su nerviosismo, imaginó.

Sonrió.

—No creo que esa sea una bienvenida demasiado amable, ni demasiado hospitalaria.

—No era mi intención ser grosero —dijo el hombre sin dejar de empuñar la espada—. Pero no deberíais serlo tampoco vos conmigo. Si tenéis algo que decirme, venid aquí a una hora más decente.

—Pero eso parece muy complicado. Vos estáis aquí, yo estoy aquí, ¿por qué no charlamos ahora? —Andelais imaginó un símbolo y musitó una palabra determinada. El dueño de la casa, aparentemente sin percatarse, abandonó el rellano y se colocó sobre el último escalón.

—Os estoy pidiendo de buenas maneras que os vayáis —dijo blandiendo la espada—. Si no lo hacéis, me veré obligado a informar a Baryoi de este incidente.

—Yo no confiaría demasiado en Baryoi. No es tan sabio como piensan sus admiradores. Y lo que es más importante, no está demasiado bien informado de lo que ocurre por aquí. La gente debería dejar de tenerle tanto respeto.

El dueño de la casa bajó otro escalón.

—¿Por qué me cuentas todo esto? No me preocupan en absoluto las peleas internas que puedan existir entre los miembros del Consejo. Yo sirvo a todos con imparcialidad.

—¿Y entonces por qué habéis tardado tan poco en nombrar a Baryoi?

—Pues... —El sudor recorría la frente de aquel humano. Había empezado a sentir que realmente estaba en problemas, aunque quizá no se daba cuenta de hasta qué punto—. No tengo que darle explicaciones, nosotros los funcionarios tenemos nuestros superiores. Es así como funciona, ya debéis saberlo. Eso no significa que quiera tener problemas con usted.

—Entonces no entiendo por qué actuáis a modo de espía. Este problema os tiene con el agua al cuello, aunque no parece que os deis cuenta. Deberéis hacer buen uso de vuestra magistral sapiencia para que os permita marchar libre de culpa.

El dueño de la casa descendió un nuevo escalón, gritó y miró a su alrededor enloquecido, tratando de no desequilibrarse en su alocada bajada.

—¡Ya sé lo que ocurre! ¡Estáis jugando con mi mente! ¡Eso es ilegal!

Andelais se carcajeó.

—No dudo que os pueda parecer raro, pero eso ya no importa ahora. Si queréis salvar vuestro cuello, sólo os debe preocupar el modo en que vais a entregaros, y qué me vais a prometer a cambio.

El juez se esforzaba por combatir la coacción, pero no pudo evitar volver a bajar un nuevo escalón.

—No traicionaré a Baryoi por gente de tu calaña y la de tu maestro.

—No creo que eso sea sensato por vuestra parte; de igual manera, su destino está ya sellado. Además, creo que dejáis a una atemorizada esposa en el piso de arriba, envuelta en las sábanas. Es posible que no os preocupe vuestra propia vida pero, ¿qué hay de la suya?

—¡No la involucréis, ella no tiene nada que ver!

—Es tarde para eso, ya la habéis sacado a colación.

El juez bajó un escalón más y entonces, consciente de la futilidad de hacer frente a la coerción, dejó de resistirse y en lugar de ello se limitó a gritar y a cargar cabeza abajo por los escalones.

Los faldones de su túnica y su camisón se agitaban a la altura de sus pantorrillas, las zapatillas sueltas le golpeteaban los pies. Sólo podía esperarse que tropezara y se rompiera el cuello, pero no fue eso lo que ocurrió. Alcanzó el final de la escalera y balanceó su pesada espada curvada en un despiadado golpe hacia el pecho de Andelais.

Sorprendido, el semielfo apenas logró retroceder y balancear su bastón a tiempo para frenar el golpe. El impacto estuvo a punto de arrancarle la vara de las manos; su réplica fue débil y fácilmente reprimida. Entonces el humano avanzó, y él cedió terreno.

—Quizá —dijo el magistrado entre risas—. Lo que deberíamos discutir es qué estáis dispuesto vos a ofrecerme a cambio de vuestra vida.

Andelais estaba tan apurado que fue incapaz de ofrecer una nueva respuesta amable. En lugar de ello se centró en mantenerse en guardia y, al mismo tiempo, empezar a obrar un conjuro. El rechoncho personaje bramó, amagó hacia el interior y lanzó un tajo hacia el flanco, todo con bastante destreza a pesar del peso de su arma. Andelais, a punto de caer en el amago, tuvo aún tiempo de agitar una vez más su bastón para bloquear el golpe, pero confundió la cadencia de su encantamiento en el proceso. No pudo acabar de pronunciar las palabras de poder que restaban, y éstas se desvanecieron de su memoria.

Evidentemente, aquel humano había recibido alguna clase de entrenamiento como combatiente. Andelais deseó haberlo sabido antes. Podría haber preparado una táctica más elaborada para el enfrentamiento aunque, en realidad, en los asesinatos, el peligro forma siempre parte.

El semielfo decidió adoptar entonces una modalidad de lucha algo más agresiva, tratando de presionar al magistrado con más fuerza. Era arriesgado, sobre todo considerando que la especialidad de aquel humano era la espada pero, por otro lado, el tipo era bastante mayor, y la tripa que parecía inferirse bajo la tela de su camisón sugería que ya hacía tiempo que había dejado de entrenarse. Puede que cediera algo si lograba acorralarlo.

Y así fue. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a enrojecérsele el rollizo rostro. Entonces comenzó a resoplar. Eso no restó peligro a la afilada arma que empuñaba, pero sí sirvió para que, al replegarse Andelais con presteza, el humano no fuera capaz de seguirle el paso tan rápidamente como hubiera querido. Eso le dio al semielfo el tiempo que necesitaba para gesticular un conjuro hasta completarlo.

Andelais sintió como algo frío y terso le recorría el cuerpo, casi como el aceite, excepto porque aquello no afectó a la forma en que aferraba el bastón; más bien era como si tuviera las manos enfundadas en guantes. Avanzó un paso, amagó un ataque hacia la cabeza del magistrado, y entonces, cuando el juez levantó su alfanjón para esquivar el golpe, simplemente golpeó con la mano la sombra que el humano reflejaba en la pared. La magia se proyectó de forma instantánea desde su mano hasta la umbra, que en ese instante extendió unos retorcidos zarcillos salidos de la más profunda oscuridad.

El magistrado parecía no darse cuenta de aquello, ya que se limitó a lanzar otro mandoble hacia el pecho de Andelais. Estuvo a punto de tener éxito, pero el semielfo esquivó el golpe hacia un lado, y entonces clavó el extremo de su bastón en la sombra de su contrario, abriendo incluso un hueco en la pared a la altura a la que había lanzado su embestida.

El juez se tambaleó y cayó. Casi regocijándose, Andelais continuó machacando a golpes su sombra, convirtiendo en pulpa la carne y los huesos que estaban unidos a aquella imagen incorpórea.

En medio de todo aquel jaleo Andelais, más por fortuna que por precaución, escuchó un correteo en la parte trasera del edificio. Sin esperar más, asestó a la sombra un último golpe en la nuca, que acabó con la vida del magistrado. Entonces avanzó hacia el lugar del que pareció provenir el sonido.

Allí estaba la esposa del juez, con su cara rechoncha salpicada de crema blanca y su pelo negro como el azabache, teñido sin duda y recogido con rulos color bronce. Cuando Andelais la avistó, ella ya había acabado de bajar por completo la escalera de servicio. La mujer, al verlo, se quedó helada.

—Está bien —dijo Andelais—. No pretendo haceros daño. —Aquello era realmente absurdo, pero el semielfo había descubierto que en ocasiones era fácil convencer a la gente de tonterías, sobre todo cuando estaban lo suficientemente aterrorizados y se le ofrecía alguna esperanza de sobrevivir.

La mujer sollozó y echó a correr, y Andelais fue tras ella. Podría haber tratado de detenerla con otro conjuro de coacción de haberlo tenido listo, pero no era así, y en realidad tampoco iba a ser necesario.

Enloquecida, la mujer trató de descerrajar y abrir la puerta trasera; lo consiguió, pero de nuevo se quedó paralizada. El semielfo no alcanzaba a ver qué había detrás de ella, pero no le hacía falta, sabía perfectamente qué era lo que le había cerrado el paso: eran las criaturas que él mismo había conjurado para que vigilaran la parte trasera de la casa mientras entraba por el acceso principal. Aquellos seres no podían entrar en el edificio sin permiso de alguien; como muchas otras residencias de Hollowfaust, el inmueble estaba dotado de encantamientos que los mantenía alejados. Pero eso no les impedía cerrar el paso a cualquiera que tratase de abandonar el lugar.

—¿Ves? —dijo Andelais—. No podéis huir a ninguna parte. Por favor, daos la vuelta y tengamos una conversación razonable.

La mujer volvió la vista y, al igual que su marido, hizo algo que le sorprendió: echó a correr hacia la salida. El semielfo se limitó a quedarse de pie en el umbral de la puerta, observando como sus cadavéricos ayudantes desgarraban aquel cuerpo con sus garras y colmillos. Andelais se preguntaba qué habría podido ver aquella mujer en su rostro para decidir lanzarse a los brazos de sus secuaces. En aquel momento le hubiera encantado tener un espejo a mano.

5

Durante sus ochocientos años de vida, muchos de ellos ejerciendo funciones de alto dignatario, Vladawen había experimentado a menudo que una de las más importantes desventajas de ostentar aquel cargo era que la mayoría de los pueblos solían insistir en ofrecerle una bienvenida que consideraran acorde a su puesto, sin que les preocupara demasiado lo cansado que pudiera estar el elfo o lo intempestivo del horario. Al menos, la recepción del Consejo Soberano estaba siendo más atractiva que la mayoría de las que había presenciado antes; un espeluznante espectáculo con desfile de esqueletos y fantasmas, criaturas todas de aspecto feroz pero que se prestaban gustosas a representar su papel en la ceremonia de apertura. El ritual era bañado por volutas de incienso, de aroma al mismo tiempo amargo y dulce. Cada cierto tiempo se repetían irrupciones de llamaradas y fogonazos, así como unas repentinas e inexplicables apariciones y desapariciones a través de las que parecían conjurarse sutiles encantamientos, obrados posiblemente con la intención de potenciar los sentimientos naturales de terror y sobrecogimiento que todo aquel espectáculo pudiera suscitar.

Vladawen se preguntaba cuánto de todo aquello era realidad y qué otra parte simple ilusión. Después de todo, apenas era capaz de dar con dos hechos verificables. Uno de ellos era que los nigromantes habían optado por recibirlo al descubierto, fuera de la fortaleza que era conocida como la Tercera Puerta, y daba entrada al Bajofaust; el otro era la imponente presencia de los guardias de élite conocidos como los estigios. De todo aquello, el elfo pudo inferir que los grandes maestros del Consejo se mostraban tan recelosos como los enanos de Burok Torn a la hora de permitir la entrada de extranjeros hasta el mismo corazón de sus dominios, y que, sin importar lo poderosa que pudiera ser su magia, siempre conservaban medios de defensa más mundanos.

Por fin, y cerrando el imponente desfile, un grupo de Señores hizo su entrada seguido de los propios grandes maestros del Consejo. Vladawen había oído que uno de ellos, un tal Baryoi, era un liche, un muerto viviente con cabeza en forma de calavera del que se decía que aún poseía la personalidad y el libre albedrío de su antigua vida humana. Incluso después de aquel interminable desfile de criaturas equiparables a aquella, la visión de la esquelética figura encapuchada del Gran Maestro entronizada en el estrado, con todos sus semejantes a sus pies, era realmente sobrecogedora.

Entonces un chambelán hizo las presentaciones y, finalmente, llegó el momento en que Vladawen hubo de dirigirse a la concurrencia. Con la soltura que le había dado la práctica, tomó aliento y expulsó con él toda su congoja.

—Nobles consejeros —empezó su discurso—, os traigo el más sincero saludo de Lord Gasslander, junto a otras muestras más palpables de su estima. Si me permitís presentaros a mis compañeros...

—Nos honraría que así lo hicierais —dijo con voz vibrante Danar, Gran Dama de la Sociedad de los Animadores, una anciana que estaba sentada en una silla hecha a base de brazos y manos esqueléticas. Aquel artilugio parecía sujetarla con tanta firmeza como un potro de tortura, aunque ella no mostraba señal alguna de incomodidad—. Pero dejémoslo mejor para luego, si os parece bien. Somos conscientes de lo urgente que consideráis vuestra misión, y no deseamos demorarla presentándoos vanas disculpas. Sin embargo, queremos deciros que consideramos del todo inaceptable que os vierais envuelto en tal matanza de espectros de sangre en plena vía pública. Ese desgraciado accidente no volverá a repetirse.

—Suscribo esa apreciación —dijo Baryoi con un tono de voz que era tan seco e incomprensible como su descarnado e inexpresivo rostro. Vladawen había escuchado que, como jefe de los Discípulos del Abismo, aquel liche era responsable de la seguridad de Hollowfaust, cualquiera que fuera el orden que tal congregación exigiera. Sin duda eso debía incluir la erradicación de muertos vivientes incontrolados y maliciosos.

—Permitidme —dijo Vladawen—. Exceptuando la pérdida de una montura, tanto yo como mis compañeros hemos sobrevivido ilesos al encuentro, y lo consideraremos una pequeña molestia a la que hacer frente a cambio de vuestra ayuda, si es que decidís otorgárnosla.

—A ese punto debemos referirnos ahora —recitó la voz sepulcral de Malhadra Demos. Cabeza de los Recolectores de Muerte, su aspecto era el de un hombre fornido vestido con seda negra y cuero. El ala de su sombrero le ensombrecía los ojos, y unos negros tatuajes brillaban nítida, aunque calmadamente, desde la piel de su pecho desnudo. Aquel personaje tenía una apariencia en verdad aparatosa, y la cultivaba aparentemente de forma mucho más exagerada que el resto de los grandes maestros que le acompañaban. Éstos, a pesar de toda la pompa que había presidido la recepción, parecían tratar de evitarla. En realidad, parecía haber adoptado la imagen que la gente corriente podía tener de un nigromante, y eso lo hada competir en cuanto a aspecto siniestro con el mismísimo Baryoi, que estaba sentado a su derecha—. ¿Qué es exactamente lo que Lord Gasslander desea de nosotros?

Vladawen sentía la boca tan seca que se paró a pensar que, después de todo, sí que estaba algo nervioso.

—Respetados todos —dijo—. He podido vivir ya cerca de mil años, y durante gran parte de ese tiempo fui el sumo sacerdote de una noble y poderosa deidad, dios de los elfos de Termana y de otros reinos más. Ese mismo ser estuvo a la cabeza de la batalla librada para salvar a la creación de las brutales y despreocupadas manos de los titanes. En dicha disputa, objeto de la más vil traición, cayó muerto de forma tan terrible que el propio mundo olvidó su nombre.

—Después de aquello, vos mismo lo vengasteis al acabar con Chern, el Señor de las Plagas —dijo Assaru, gran señor del Gremio de Anatomistas, un tipo rechoncho de aspecto remilgado y con una cicatriz en la nariz—. Si es que realmente sois ese tal Vladawen.

—Lo es —interrumpió entonces Lillatu—. Doy fe de haber visto prueba de ello.

—Yo también doy fe —habló Numadaya, la líder de los Lectores de Huesos Fracturados, sin duda una comunidad de adivinos y videntes. Esbelta, increíblemente hermosa, aparecía sentada con aspecto apático, jugueteando entre sus manos con una varita tan blanca como su propia piel—. Como es de esperar, está marcado por haber matado a un titán.

—Hemos oído hablar de todo esto —dijo Danar. La silla esquelética, moviéndose al parecer según su propia voluntad, cambió de forma ligeramente, puede que para aliviar el dolor de la artritis de sus propios huesos—. Incluso si su hogar está muy lejos de aquí. Y a pesar de que ahora afirmáis hablar en nombre de Wexland, no de Termana.

—Si me permitís poner a prueba vuestra paciencia —dijo Vladawen—, trataré de profundizar sobre el asunto. Durante mucho tiempo, perdí las esperanzas respecto al futuro de mi pueblo. Finalmente, acabé por resolver que, aunque mi dios había muerto, su esencia debía pervivir en los confines del mundo. De ser capaz de resucitarlo, seria capaz de liberar a mi gente de su maldición. El primer paso que decidí dar fue volver a despertar su culto. Felizmente, Lord Gasslander abrazó la fe y me permitió importarla a Wexland, donde encontró muchos nuevos adeptos. —Vladawen también podría haber mencionado que el precio que el Rey le puso fue el del asesinato de su trastornada y peligrosa esposa, una devota practicante de la nigromancia, pero no le pareció demasiado adecuado promover aquella idea. Ahora esperaba que Numadaya no fuera capaz de ver eso también.

—¿Y el siguiente paso? —preguntó Malhadra. La Recolectara de Terror se acomodó en su silla, y las campanas plateadas entrelazadas a su largo cabello negro trenzado repicaron ligeramente.

—Pues lo siguiente a hacer, el último paso, es liberar a El Que Permanece de las garras de Muerte —dijo Vladawen—. Por desgracia, desconozco cómo hacerlo. Ruego porque vosotros sí lo hagáis o, si no, al menos podáis suponer la forma de intentarlo.

Entonces todos lo miraron fijamente. Al fin, Danar se pronunció:

—Nosotros los Animadores somos sanadores, entre otras cosas, pero la verdadera resurrección es papel de los clérigos.

—En lo que respecta al alzamiento de mortales —dijo el elfo—, eso es muy cierto. —Vladawen lo sabía bien porque, en su estado, con sus poderes reducidos casi a la nada debido a la desaparición de su deidad, era incapaz de acometer una tarea así por sí solo—. Sin embargo, en lo que respecta a los dioses, tengo entendido que Muerte se aferra a esos trofeos con especial avidez, y se requiere algo más concreto. Es por eso que necesito a los nigromantes de Hollowfaust, porque dominan los misterios de la mortalidad mejor que nadie más en el mundo, y porque podrán aconsejarme sobre lo que debo hacer.

—Una idea interesante —dijo el enjuto y canoso Uthmar Widowson. Uthmar era Señor del Coro de la Banshee, una congregación de la que se decía que combinaba nigromancia y magia bárdica. Poseía un tono de voz de barítono muy poco frecuente, y en ese momento mecía una flauta en su mano—. Aunque os recuerdo que por aquí consideramos a Muerte una suerte de patrono severo pero sabio, no un tirano a quien queramos desobedecer abiertamente. Aun así...

—Antes que podamos intrigarnos en demasía —interrumpió Numadaya con un atisbo de ironía contaminando sus lánguidos modales—, es posible que debamos preguntar al Matatitanes cómo es que sabe tantas cosas.

—En un principio —respondió Vladawen—, encontré guía en mi propia intuición y entendimiento. Soy el principal pastor de mi deidad, fui su compañero y su lugarteniente durante la guerra. Sin intención de ofenderos, probablemente sea tan viejo como el más anciano de vosotros. Todavía más recientemente, busqué los consejos de Athentia, la Gran Esfinge. —Al elfo le complacía que gran parte de su audiencia hubiera quedado impresionada, al menos un tanto, al oírle mencionar al inefable e inmortal oráculo. Ahora pensaba que, antes de continuar con su exposición, quizá debía bajar un poco sus humos—. Del mismo modo, la propia diosa Belsamez ha creído también apropiado ofrecerme su consejo.

El grupo le sostenía la mirada. Entonces el rollizo Asaru dijo con el tono más educado:

—En Hollowfaust honramos a todos los dioses. La Asesina tiene aquí su sacerdotisa y su templo.

—Así es —continuó Malhadra, sonriendo como si gastara una morbosa broma, o puede que sencillamente complacida por incomodar a su colega—. Y me atrevería a decir que, en nuestros dominios, el culto a una diosa de la muerte es bastante más apropiado que la adoración de, digamos, Tanil o Madriel. Por ello no encuentro nada embarazoso el que ella pueda guiar vuestra causa, Matatitanes. Más bien todo lo contrario.

Eso la puede convertir en aliada, pensó Vladawen.

—Gracias —dijo con voz fuerte—. Y os seré franco. Conocéis a Belsamez como la patrona de la locura y el asesinato. Aunque El Que Permanece era su hermano, puede decirse que era tan inteligente y benevolente como ella traicionera y maliciosa. No obstante, parece que Ella verdaderamente ansia su restitución. Es posible que, a pesar de las diferencias que pudiera haber habido entre ellos en el pasado, realmente lo ame. Ella así lo profesa, y lo dice con claridad. Incluso es posible que la ausencia de su hermano haya dejado una huella en la existencia que debilite a todos los dioses. De ser así, entonces es por el bien de todos nosotros, de todas las razas divinas, que esa herida sea reparada.

—Sin embargo, todo eso suena a una empresa demasiado formidable para una simple reunión de eruditos —refunfuñó Asaru—. Nuestro deseo común no es otro que el de incrementar nuestra sabiduría con cautela, gradualmente, con precisos datos inferidos de uno en uno, todo al tiempo que conservamos Hollowfaust como un refugio seguro en que poder continuar nuestros estudios. Algunos de nosotros incluso pensamos que la mejor forma de conseguir esto último es urdiendo majestuosas tramas, grandiosas aventuras y complejos complots con el mundo que está más allá de estos muros. ¿No es cierto que al exaltar vuestra fe por encima de todas las demás, Lord Gasslander desobedeció abiertamente la voluntad de su Emperador? ¿No es por eso que la propia Wexland ha entrado en conflicto con el resto de los pueblos de Darakeene?

—Esa guerra ha visto ya su fin —interrumpió Lillatu—. Podéis mantener tratos con nosotros sin miedo a provocar a Klum.

—Eso es bastante tranquilizador —dijo entonces Danar—. De ese modo, el asunto sería: ¿qué ofrece Wexland a cambio de nuestra ayuda, más allá de la esperanza de poder sanar una herida en la existencia?

—Comercio —contestó Vladawen—. Mercado abierto para cualquier clase de bienes que produzcáis vosotros mismos, y también para todos aquellos que puedan pasar por vuestras manos en su camino hacia las tierras al norte. Y más que eso, ayuda militar para conservar en funcionamiento el Corredor de Dunzad, no sólo entre vuestra ciudad y Darakeene, sino también allá donde sea necesario, incluso hacia el sur. Una garantía firme de disponer de nuestro ejército cuando necesitéis auxilio, en cualquier ocasión en que alguno de vuestros enemigos amenace sitiar a la propia Hollowfaust.

Asaru frunció el ceño.

—Nuestra ciudad estado ha sobrevivido a cuatro grandes asedios desde su fundación, y sin ningún tipo de ayuda externa.

—No era mi intención ofenderos —dijo Vladawen—. Admiro el valor que vuestro pueblo ha demostrado siempre al encarar las peores adversidades. Aun así, creo que no es necesario que os recuerde cómo han perdurado vuestros viejos enemigos, o el modo en que otros nuevos se han ido desplegando. Los sutak y los asatzi aún merodean por el desierto. Los gorgones infestan el Bosque del Cuerno de Sierra, y es bien sabido que Virduk, en Calastia, aspira a conquistar todo Ghelspad. ¿No desearíais disponer de algún tipo de ayuda la próxima vez que tino dé los ejércitos de estos pueblos rodease vuestras murallas? De ser ese el caso, no hallaréis unos aliados más fieles y formidables que los propios habitantes de Wexland. Puedo dar fe de ello.

—Yo no puedo asegurar ningún resultado —dijo pensativo Yaeol, un hombre de edad media que, a diferencia de sus compañeros, todos magos o bardos de una clase u otra, iba ataviado con vestimentas de clérigo. Se trataba del Señor de los Seguidores de Nemorga, dios guardián del portal que separa la vida y la muerte, y era el único gran maestro que no había alzado su palabra hasta ese momento. Vladawen se había preguntado hasta aquel instante si alguna vez iba a decidirse a tomar la palabra—. Aunque es cierto que, si es deseo del Rey Gris, la gran puerta puede abrirse en cualquiera de los sentidos. Sin embargo, es una empresa de enorme magnitud. Y es preocupante que sea a instancias de Belsamez. No obstante, supongo que podremos considerarlo.

Asaru asintió. Apesadumbrado, Vladawen consideraba la idea de los nigromantes poniéndose manos a la obra con el desafío que había traído ante ellos, estudiándolo con cautela, y ocupándose de él con apenas entusiasmo. Evidentemente, lo que aquel Consejo no llegaba a comprender era que el elfo había alzado una energía de otro mundo en Darakeene, una fuerza nacida de la absoluta devoción de sus seguidores y de una copiosa sangre que podía considerarse, al mismo tiempo, de absolutos adoradores y de infieles. Vladawen debía proyectar todo ese poder con rapidez ya que, si permitía que se disipara. El Que Permanece jamás podría romper las ataduras de la muerte.

Lillatu comprendía la situación; él ya se la había explicado muchas veces. La asesina lo miró, rogándole que cuidara su elocuencia al máximo. El elfo trataba de buscar las palabras adecuadas cuando uno de los Señores dio un paso al frente para colocarse junto al estrado. Aquel individuo, alto, enjuto y relativamente joven, de cabello pelirrojo atado en una cola de caballo y con un bigote excelentemente cuidado, empezó a pronunciarse:

—Sin pretender abusar de la confianza de la sala, querría pedir la palabra.

—Celebramos una consulta con nuestros invitados —dijo Uthmar. Entonces bajó la vista hacia Vladawen y Lillatu, y continuó—. ¿Tienen ellos alguna objeción?

—De ningún modo —dijo el elfo. El recién llegado iba acompañado de un halo de vitalidad y decisión que contrastaba con la decrepitud de Danar y el pesimismo de Asaru y Yaeol.

—Gracias, mi señor, mi señora. —El mago les devolvió una sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Iprindor. —Giró de vuelta al estrado y tomó aliento, claramente poniendo en orden sus pensamientos—. Hablo por mí mismo —empezó Iprindor—. Pero cuando os observo a todos vosotros, miembros del Consejo, veo a unos gigantes. Veo a uno de los Siete Peregrinos que fundaron la ciudadela, y a otros muchos de logros comparables. ¡Las terribles pruebas que habéis superado, y los secretos que habéis sacado a la luz! Coronados con la gloria, con nada más que demostrar, ¿cómo no os ibais a preocupar más por conservar todo lo obtenido que por conseguir nuevos frutos? ¿Cómo no ibais a hacer apología de la cautela en lugar de la audacia?

—¡Meros reproches disfrazados de halagos! —dijo Malhadra—. Pura palabrería. Me sorprende que no sea uno de vuestros protegidos, Uthmar, un hombre de Baryoi.

—No es mi intención reprocharos nada —dijo Iprindor—. Es sólo que, a veces, me preocupa pensar que todas las grandes aventuras hayan sido ya acometidas. En ocasiones me pregunto cómo podré yo dejar mi impronta, y vivir según el ejemplo de los que me precedieron.

—Con el tiempo, todo se reduce a vanidad, y a polvo —dijo Asaru—. Si sois incapaz de comprender eso, es que habéis entendido más bien poco. En cualquier caso, vuestras bisoñas aspiraciones no preocupan a este consejo.

—No estoy del todo de acuerdo —dijo Uthmar—. Este hombre es uno de los Maestros. Por tanto, por definición, todo lo que pueda decir merece ser escuchado, especialmente si, como sospecho, algunos de sus iguales comparten sus sentimientos. —Tras estas palabras, unos cuantos de los hombres y mujeres congregados bajo el frío y aromático aire de la noche murmuraron su apoyo.

—Lo que trato de expresar —dijo Iprindor— es que Lord Vladawen bien pueda estar pidiéndonos algo que exceda con mucho nuestras capacidades. Es posible que se trate de una vía de investigación que, según creo saber, nunca hemos considerado, y eso es lo que atrae mi atención. Incluso si acabamos fracasando, ¿qué descubrimientos no podríamos hacer en el transcurso de las indagaciones? Nada me gustaría más que apartar por un tiempo los estudios que me ocupan para centrarme de forma infatigable en esta tarea, sirviendo de apoyo a nuestro invitado. Por supuesto, todo ello sin abandonar mis responsabilidades.

Una vez más, las palabras de Iprindor suscitaron un murmullo de aprobación. Alentado, Vladawen tomó la palabra.

—Permitidme subrayar que Gasslander considerará con gratitud cualquier muestra de verdadero fervor en pro de su tarea, incluso si finalmente no se consigue el objetivo deseado.

—Nos agradaría alcanzar un compromiso más específico que ese —dijo Uthmar—. Pero dejando a un lado ese punto, yo mismo, en cierto modo, comparto el entusiasmo de Iprindor.

—Si yo fuera un doliente —se pronunció Asaru—, un recién llegado todavía preocupado por justificar mi lugar en el Consejo, y dentro del funcionamiento de las cosas, yo también compartiría ese sentimiento. Pero como el propio chico ha apuntado...

—¡Eso ha estado fuera de lugar! —dijo con brusquedad el bardo—. El Coro hace honor a su posición. Y en cualquier caso, gordo ganso patirroto, a menos que Lord Vladawen nos trajera los mismísimos huesos de su dios, no veo cómo te atañe este asunto. Sin duda corresponde al ámbito de los que se ocupan de los enigmas espirituales.

Malhadra observaba con una sonrisa maligna aquellos arranques de ira. La silla de huesos acomodó a Danar una vez más, colocándola erguida sobre su respaldo.

—¡Ya basta de descortesía! —dijo—. Aunque os preocupe únicamente defender vuestra propia dignidad, aún deberíais mostrar decoro hacia el Consejo. ¿Qué van a pensar si no de todos nosotros Lady Lillatu y Lord Vladawen?

—Lo siento —musitó el rechoncho anatomista. Uthmar masculló algo parecido.

—A pesar de mis años —continuó con sequedad la vieja señora— y de la afirmación de Iprindor acerca de mi distinción en el campo de estudio en que yo misma he elegido ahondar mis conocimientos, no he perdido por completo mi ansia de grandes descubrimientos, ni tampoco la suficiente visión como para entender que Hollowfaust puede crecer más rica y segura mañana de lo que fue ayer. No obstante, se me ocurre la siguiente pregunta: ¿Podemos confiar en que los Seguidores de Nemorga sepan decirnos si los esfuerzos que dedicamos a Wexland desagradan al Rey Gris?

Tras un momento de duda, Yaeol respondió.

—Supongo que sí. —Aunque a Vladawen aquel tipo le desagradaba, en ese momento sintió por él una simpatía bastante irónica; en realidad, ¿que otra cosa podría haber dicho? ¿Qué clase de clérigo hubiera admitido la falta de comunicación con su propio dios?

—¿Y qué hay de los Lectores de Huesos Astillados? —preguntó Danar—. ¿Es que vuestras adivinaciones podrán advertimos cuando estemos a punto de invocar a fuerzas que escapen de nuestra capacidad de control?

La esbelta Numadaya se encogió de hombros.

—No es como examinar un tratado o un libro, especialmente en lo que respecta a dioses y Matatitanes. No obstante, creo que la respuesta sería sí. ¿Quizá deberíamos someterlo a votación?

—Si nadie más tiene nada que añadir —respondió Danar. A Vladawen no se le ocurría nada y a Iprindor tampoco. De hecho, tras soltar su discurso, el joven, discretamente, había vuelto a engrosar las filas de espectadores, dejando que fueran sus superiores los que discutieran el asunto entre ellos—. En ese caso, a menos que alguien tenga alguna objeción, seré yo la que pida el voto. ¿Malhadra?

—Sí —dijo el tatuado Recolector de Terror—. Alzar a un dios. Sin duda será algo digno de ver.

—¿Baryoi?

—Me abstengo —dijo el liche.

—¿Numadaya?

—Sí —dijo la hermosa adivina—. Estoy segura de que nos permitirá aprender nuevas cosas. Puede incluso que Belsamez no nos haya dejado otra alternativa que intentarlo. Puede que haya soñado con este instante.

—¿Asaru?

—No —dijo el Anatomista—. Con todo el respeto hacia nuestros invitados, considero que aproxima demasiado nuestros destinos a un poder extranjero, uno que ni siquiera es una nación completamente soberana, y nos obliga a acometer lo que creo es una tarea infructuosa e incluso peligrosa.

—¿Uthmar?

—Sí —contestó el bardo.

—¿Yaeol?

—No —dijo el clérigo—. No si eso significa proceder de modo incompatible con nuestra habitual cautela, y no si exige, perdonad mi franqueza, desdibujar la línea que separa lo ajustado a los magos de lo que afecta a los adivinos.

—Entonces sólo resto yo —dijo Dana—. Y mi voto es para el sí. Lord Vladawen, una vez establecida la leva, y tras firmar un tratado formal, Hollowfaust se comprometerá a realizar esas investigaciones en vuestro nombre, y con cierta celeridad.

Por un instante, el elfo tuvo que cerrar los ojos. De no ser así, hubiera roto a sollozar.

—Os lo agradezco. Podéis consideraros amigos de dos pueblos. De todas las razas divinas. De todo lo justo y verdadero.

Malhadra lanzó al elfo una mirada lasciva.

—Volved a soltar otra estupidez como esa —dijo el mago tatuado— y es muy posible que cambie de idea.

Vladawen aún se preguntaba cómo responder a eso cuando un soldado acudió apresurado al lugar. Como los guerreros que el enviado élfico había encontrado en la Primera Puerta, el recién llegado era uno de los Escudos Negros, uno de los vigilantes rasos de la ciudad, en contraposición con los estigios, miembros de la élite, que se ocupaban de proteger especialmente a los nigromantes. El hombre se puso firme y saludó.

—Hablad —dijo Baryoi.

—Hemos sufrido otro incidente —contestó el miembro de los Escudos Negros—. Otro ataque a cargo de muertos vivientes descontrolados. En esta ocasión, estuvo involucrada la maga de Wexland.

¿Ópalo? La euforia que había sentido Vladawen hacía un instante se convirtió en consternación.

—Iré a ver —dijo Baryoi levantándose de su asiento—. Iprindor, puede que debáis acompañarme, a no ser, claro, que el dios muerto ocupe ya cada uno de tus pensamientos.

—Estoy a vuestra disposición —dijo el joven. Él y el liche avanzaron para encontrarse con el miembro de los Escudos Negros, y Vladawen y Lillatu hicieron lo propio. Los restantes integrantes del séquito de los enviados de Wexland, arrancados de sus camastros para cargar con unas ofrendas que habían sido completamente ignoradas, se reunieron con aire vacilante alrededor de las mulas de carga.

6

Ópalo pudo sentir el grito a través del muro. O puede que sólo creyera haberlo hecho. Tan pronto como vino se fue, y la noche volvió a estar en completo silencio excepto, claro está, por el crepitar del fuego de la chimenea y los ronquidos de los que dormían en los bancos junto a la silla que ella ocupaba.

Llevaba un buen rato en la misma posición, sentada en la ensombrecida estancia común de la posada. No había ido hasta allí en busca del calor de la chimenea; sin aspirar a ello, se había convertido en dignataria, y ocupar ese cargo le permitía disfrutar de algunos privilegios, como disponer de una chimenea en su propia habitación, un lustroso lecho con sábanas y hasta un calentador de cama. Incapaz de conciliar el sueño, había bajado a la estancia común, pero los hombres que allí había encontrado durmiendo no suponían una compañía especialmente estimulante. Estar rodeada de tanta gente le hacia sentirse incómoda. Se daba cuenta de que, después de todo, quizá no la consideraran un personaje tan importante, ya que, tras ser llamados a presentarse ante el Consejo Soberano, Vladawen y Lilly la habían dejado atrás.

Movida por la curiosidad, decidió averiguar la procedencia del ruido que había creído escuchar un instante atrás. Dejó la jarra de cerveza a medio probar en la sala, sobre una maltrecha mesa circular, se puso en pie y miró por una ventana próxima. No distinguió ningún movimiento. La distorsión del cristal y la oscuridad de la noche le impedían ver si realmente había alguien allí afuera. Abriéndose camino entre los durmientes, llegó hasta la puerta y, tras dudar un momento, la abrió un poco, apenas una rendija.

Una corriente de aire helado entró en la estancia. A Ópalo le alivió que no arrastrara consigo oscuras volutas de niebla pero, aun así, era incapaz de distinguir si algo se movía furtivamente en la oscuridad. Se dispuso a cerrar la puerta, y justo en ese instante escuchó otro grito, más claro y estridente que el primero. Ahora ya sabía que no lo había imaginado y, también, que parecía proceder del oeste.

Lo iba a tener complicado para investigarlo por sí misma, aunque sólo fuera porque no tenía uno de esos salvoconductos para el toque de queda. Además, y eso era aún más importante, no tenía todos sus conjuros de protección listos para utilizarlos. Había planeado reponer los que había consumido en el combate contra los espectros, una vez ya descansada y repuesta. Eso suponiendo que el insomnio se lo hubiera permitido. Sin embargo, se le hacía complicado resistirse a internarse en la arremolinada niebla para comprobar qué estaba ocurriendo.

Ópalo se deslizó hacia el exterior, cerró con cuidado la puerta y se escurrió tan silenciosamente como pudo en dirección al lugar donde creía haber escuchado el grito. Vladawen, Lilly e incluso su pobre y amado Nindom se habían mostrado siempre más diestros que ella en las artes del sigilo, pero el siseo de la fuente con forma de buho por la que pasaba ayudaba a acallar el ruido que pudiera estar haciendo.

La maga echó un vistazo por una de las calles que desembocaba en la plaza. En un primer momento no vio nada fuera de lo normal, pero luego pudo distinguir un objeto de forma más o menos triangular sobresaliendo por encima del suelo, a unos pasos de distancia. Estaba en un callejón que salía de la calle por la que ella misma caminaba, y a la distancia justa para que pudiera verlo.

Ópalo avanzó en aquella dirección. Con cada paso, el objeto se hacía más y más visible, y su forma y su naturaleza más certeros. Sentía una punzada en el estómago, y no sabía exactamente por qué. Se había criado en una granja, y allí la matanza de animales había sido algo muy habitual. También, de manera más reciente, había marchado por voluntad propia a la guerra y había participado con regocijo en la masacre de la hueste del infiel emperador. A pesar de todo aquello, no podía evitar sentirse inquietada por el objeto.

Al acercarse pudo distinguir que el cuerpo inmóvil era en realidad un pie humano encerrado en una sandalia. Cuando miró esquina abajo, vio el cadáver al que había pertenecido, y olió el hedor de la sangre flotando en el frío aire de la noche. Aquella escena la estremeció y asustó a partes iguales.

No debía dejarse llevar. En lugar de considerar lo improbable de sus posibilidades, lo que tenía que hacer era preocuparse por conservar su cabeza y asegurarse de que aquello que había acabado con ese hombre no estuviera acechándola también a ella. Ópalo buscó cautelosamente, pero no encontró ninguna pista.

¿Qué debía hacer? Sin duda había llegado demasiado tarde para detener al asesino, o al menos para tratar de ayudar a la víctima. Quizá pudiera tranquilizarse y volver a la posada. El único problema era que estaba casi segura de haber escuchado dos gritos, espaciados en el tiempo y procedentes de dos voces diferentes.

La maga estudió el cadáver; una hoja parecida a la suya le había atravesado el pecho, y tenía el cuello serrado. Entonces lo entendió todo. No había sorprendido al asesino, pero alguna otra persona sí lo había hecho, importunando a ese individuo o criatura mientras reclamaba su truculento trofeo. La ausencia de un segundo cuerpo indicaba que el testigo debía de haber huido, y que el asesino probablemente debía de haber salido tras él.

Ópalo no era especialmente diestra siguiendo pistas, ya fuera por medios arcanos o mundanos. ¿Iba a tener, entonces, alguna esperanza de alcanzar al asesino en aquella persecución? No estaba segura. No había percibido conmoción o agitación alguna en la calle, y suponía que el testigo debía de haber huido por el callejón. En lugar de tratar de eludir al asesino en distancias tan cortas, probablemente debía haber puesto pies en polvorosa, con el autor de la masacre lanzado a toda prisa tras ella.

Solamente avanzaré algo más, pensó, hasta estar segura de que no haya esperanza de arreglar esto. Hasta entonces debo seguir intentándolo. No podré dormir tranquila si no lo hago.

Poco más adelante, el callejón serpenteó a la derecha. Justo tras ese recodo, lo bastante cerca como para sobresaltarla a pesar de lo cuidadosamente que había asomado la cabeza, Ópalo se encontró de frente a una figura encapuchada, agazapada y ataviada con un manto y una capa voluminosa y raída. Podía tratarse de cualquier persona, desde un clérigo venido a menos hasta un mendigo leproso o una viuda ataviada con la ropa de luto que la propia maga podría haber llevado de haber querido demostrar públicamente su dolor. Tenía un tamaño considerable pero, a diferencia de los espectros que había visto, no estaba rodeada de neblina. Ópalo consideraba esto último al mismo tiempo tranquilizador y decepcionante, lo suficiente para hacer que el corazón se le estremeciera de dolor en el pecho; no tenía modo de estar segura de no estar mirando al asesino.

—Buenas noches —dijo Ópalo.

La figura encapuchada hizo un gesto distraído que podía considerarse tanto un saludo como una forma de pedirle que se fuera.

—Debéis escucharme —dijo ella—. Un hombre ha sido asesinado a sólo unos pasos de aquí. ¿Habéis visto bajar a alguien por el callejón?

La figura encapuchada agitó su cabeza cubierta. En ese mismo instante, Ópalo percibió, en el límite de su visión, un destello blanquecino. Tratando de no hacerlo ostensible, y preocupándose por asegurarse al mismo tiempo de no retirar la vista de aquella ambigua figura que tenía enfrente, echó un vistazo.

Alguien de tamaño pequeño se había escondido enterrándose entre una montaña de desperdicios, y lo había hecho bastante bien. Todo lo que la maga podía distinguir eran unos ojos enormes y aterrorizados, y la mano que había revelado su posición, y que le hacía señas para que se fuera.

Ópalo no prestó demasiada atención a aquella advertencia. En caso de batirse en retirada por la esquina, perdería de vista a aquel silencioso ser envuelto en túnica, y desperdiciaría la posibilidad de lanzarle algún tipo de magia. Mientras seguía avanzando por el recodo, se preocupó por mantener las distancias con la mayor prudencia posible.

—Lo siento —dijo Ópalo—. Pero tengo que pediros que os retiréis ese hábito y me mostréis la cara. Yo por mi parte...

En ese momento, el viento aulló callejón abajo empujando los desperdicios, y desplegando los laterales de la capa de aquel personaje como las alas de un ave rapaz. Bajo la túnica, y suspendidas en medio de una oscuridad más profunda que la de la propia noche, colgaba una pareja de cabezas cortadas, aún frescas y goteando sangre. Sus vítreos ojos se clavaron en Ópalo, y entonces sus bocas aullaron.

La maga se quedó helada, y la espectral figura aprovechó el momento para embestirla, lanzándole un mandoble hacia el estómago con la espada corta que empuñaba con su mano, envuelta en oscuridad.

Por fortuna, la maga no era novata en eso del peligro y el terror. En sus días como errante había pasado hambre como maga a sueldo dispuesta a coger cualquier trabajo que pudiera servir para llenarle los bolsillos, y más tarde había podido vivirlos también al servicio de El Que Permanece. Por ello, en aquel callejón, y justo en el último instante posible, se deshizo de su parálisis y se apartó a un lado. La espada que iba dirigida hacia ella chocó contra la pared que tenía a su espalda, crepitando y soltando chispas.

El fantasma encapuchado se giró y Ópalo farfulló un conjuro. El espectro lanzó un nuevo golpe, y la maga esperó que estuviera dirigiéndolo guiándose sólo por el sonido de su voz, y que ya fuera invisible a sus ojos. Se retiró tambaleándose, tratando de apartarse, y sólo cuando vio a la aparición titubeando estuvo segura de haber desaparecido.

Era probable que el espectro aún pudiera escuchar sus pasos o su respiración. Sin embargo, Ópalo tuvo suerte: en ese instante, la persona que había permanecido escondida entre los desperdicios se lanzó a la carrera. Parecía tratarse del aprendiz dé un comerciante, y huía tan rápido como le permitía la cojera de un pie torcido. Con suerte, aquel chaval haría ruido suficiente como para ocultar cualquier sonido que pudiera estar haciendo ella.

En cualquier caso, debía actuar con rapidez. Su ocultación apenas duraría unos instantes. La maga tomó una pizca de azufre de uno de sus muchos bolsillos, la repartió en un pase mágico y musitó un nuevo conjuro de los que aún restaban en su maltrecha reserva.

De su mano extendida brotaron dardos envueltos en llamas, que explotaron al alcanzar al espectro. Éste sé tambaleó por un instante, dando vueltas alrededor de sí mismo. Entonces, con su manto y el cabello de las cabezas cortadas que sujetaba en llamas, se lanzó enfurecido hacia ella. Ópalo sabía que ya podía verla. Incluso aunque no había transcurrido el tiempo necesario para que su invisibilidad se desvaneciera de forma natural, el ataque que había lanzado hacia él había acabado con la misma.

A Ópalo sólo le restaba ya un conjuro que pudiera servirle para deshacerse de aquella sombra inmunda. Por desgracia, sólo podía utilizarlo en distancias cortas, justamente esa circunstancia tan peligrosa que hasta aquel momento se había esforzado por evitar. La otra alternativa era poner pies en polvorosa, y rezar porque su adversario no fuera lo suficientemente rápido para atraparla y derribarla por la espalda. Aun aterrorizada como estaba, prefirió combatir antes que huir. Agarrando una bobina de cable de cobre, empezó el encantamiento.

El espectro le lanzó un ataque tras otro empuñando su espada corta. La torpe muchacha campesina, como muchos (e incluso ella misma en sus momentos más bajos) la veían, juzgaba casi imposible esquivar y huir al tiempo que conservaba la correcta pronunciación y ritmo de las palabras de poder que estaba musitando. Incluso no debía equivocar la articulación precisa de la gesticulación cabalística. Sin embargo, para su sorpresa, se las apañó para hacerlo todo bien. Al pronunciar la última sílaba, unos destellos azules crepitantes comenzaron a saltar y arrastrarse por su cuerpo. El cabello, que tenía cortado corto, se le puso de punta.

Trató de echar mano a la criatura que ocultaba la capa, fuera cual fuera, pero sólo pudo asir un retazo de gruesa lana, un material incapaz de descargar el poder que había conjurado. Si el fantasma carecía por completo de solidez, lo mejor que ella podía hacer, y quizá su última esperanza, era transmitir su magia a través del metal de la espada que usaba para atacarla. La idea era conseguir tocarla sin que eso sirviera para permitir al espectro hundir el arma en sus tripas.

La maga luchó desesperadamente por defenderse al tiempo que trataba de estudiar los ataques de su contrincante, buscando alguna clase de pauta del tipo arriba-abajo, izquierda-derecha o lento-rápido. Nindom, como consumado guerrero que había sido, se hubiera percatado al instante. Tanto como habría disfrutado de aquel temerario juego en el que ahora ella se estaba arriesgando a enredarse. Ópalo lo hacía lo mejor que le permitía el temor que la atenazaba, una suerte de lamento silencioso que se escondía en su cabeza.

Finalmente se decidió a lanzar otro ataque, trató de apresar a su objetivo y, para su sorpresa, sus dedos esa vez sí agarraron algo sólido; la espada de su contrincante. La hoja le produjo un profundo corte, pero el rayo en que se había envuelto recorrió entre chispas toda su longitud.

Presumiblemente, los dardos en llamas que había lanzado debían haber debilitado algo a aquel espectro, pues el nuevo ataque logró completar su destrucción. Las cabezas cortadas, que estaban ya completamente cocidas, rebotaron contra el suelo. El manto en llamas cayó sobre ellas, cubriéndolas.

Torpemente, entre jadeos, Ópalo trató de detener su hemorragia y examinar también qué quedaba de la sombra a la que había hecho frente. La espada corta no tenía nada de especial, y la capa chamuscada tampoco ocultaba nada, exceptuando los dos truculentos trofeos.

El encuentro la había dejado temblorosa, y sólo deseaba abandonar la oscuridad. Ópalo suspiró y se dispuso a darse la vuelta, y entonces un zarcillo de fría bruma le rozó la mejilla. La maga se quedó helada.

—Patosa campesina —susurró una voz familiar, al mismo tiempo burlona y afectuosa—. Parece que te has cortado.

7

Los Escudos Negros ocuparon el sombrío callejón para mantener alejados a curiosos y personas ajenas a aquel revuelo. Lilly sentía haber presenciado antes la escena que los soldados protegían. Como asesina, ella misma había abordado a muchas de sus víctimas en lugares parecidos a aquel, clavando en sus cuerpos una y otra vez afilados puñales, y también cortándoles las cabezas si algún cliente se las pedía como prueba de haber cumplido su misión. Lo único diferente en aquel caso era el aspecto carbonizado de los muertos y el apestoso olor que éstos despedían.

La asesina deseaba poder ver cómo estaba Ópalo; le habían asegurado que la maga había salido más o menos ilesa. Además, quizá como un estúpido vestigio de su pasado al margen de la ley, sus instintos la impulsaban a no atraer sobre sí la atención, y enseguida se apresuró a apartarse del lado de Baryoi. De ese modo, dejó que Vladawen tomara la iniciativa, observando como el liche e Iprindor merodeaban por el terreno, tratando de percibir con sus sensibilidades arcanas señales místicas que eran del todo invisibles para ella.

Al fin, Baryoi se pronunció:

—Un segador de los callejones.

—Eso creo yo también —dijo Iprindor, y entonces se giró hacia los extranjeros—. Es el nombre que damos a una clase particular de muertos vivientes. Poseemos un sistema de clasificación bastante elaborado, como posiblemente podáis imaginar.

—Hablemos con las víctimas —dijo Baryoi agachándose y levantando del suelo con sus esqueléticas manos una de las cabezas, completamente ennegrecida y con un ojo derretido—. Probemos primero con esta. —Entonces empezó a murmurar un conjuro. Iprindor le prestaba su ayuda repitiendo las palabras que pronunciaba al final de cada rima—. ¿Quién eras?

La mandíbula de la cabeza comenzó a moverse con dificultad.

—Danwell el horticultor —musitó—. Vivía en la Calle Carbonilla...

Baryoi continuó su interrogatorio con una rápida serie de preguntas, y luego su compañero inquirió algunas más. Entonces ambos se ocuparon del cuerpo que yacía cerca, uno cuya cabeza aún no estaba separada por completo del resto del cadáver. Según Lilly podía distinguir, las víctimas no parecían tener nada en común, excepto la mala suerte de haberse encontrado con un espectro gratuitamente asesino mientras deambulaban en algún tipo de excursión nocturna.

—Nos convendría más interrogar al propio segador —dijo el liche mirando a Vladawen y Lilly—. Es posible que os parezca inquietante. En realidad, incluso puede resultar peligroso. No es necesario que os quedéis por aquí si no queréis.

—Me atrevería a decir que, si voy a colaborar con los magos de Hollowfaust —contestó Vladawen—, sería mejor que fuera instruyéndome en la nigromancia. En todos sus aspectos.

Lilly se encogió de hombros.

—Yo también me quedaré.

—Como deseéis —dijo Baryoi.

Empleando la cabeza de su cayado, el liche trazó sobre el suelo unas líneas rojas fosforescentes, rodeando un chamuscado pedazo de tela y una, espada corta en el interior de una figura de complicado diseño. Entonces alzó el bastón con ambas manos y entonó unas palabras de poder que hicieron que Lilly, aun sin entender en absoluto aquel secreto lenguaje en que evidentemente eran pronunciadas, sintiera como los pelos se le erizaban y un nudo de congoja le obstruía la garganta. Por un momento, la luz de las estrellas se debilitó. Iprindor apoyaba de nuevo a su maestro, repitiendo ciertas frases y haciendo girar sus manos describiendo gestos arcanos.

La gélida voz de Baryoi bramó una última palabra de mando. Conteniendo el aliento, Lilly se preparó para presenciar la aparición de algún espantoso espectro. Sin embargo, y pese a la espera, nada ocurrió.

—Qué raro —dijo Iprindor—. El espíritu parece superar nuestra capacidad para invocarlo.

Baryoi apagó el luminoso pentáculo con un movimiento de su báculo.

—Vayamos a la posada entonces.

El grupo se encontró allí con más Escudos Negros, reunidos con la gente que ocupaba la estancia común. Tal y como habían dicho, Ópalo parecía estar intacta, excepto por un vendaje que le cubría una mano. Es más, a Lilly le bastó una mirada para descubrir algo diferente en ella, una especie de fragilidad o inestabilidad en sus ojos. Esperaba que fuera sólo la forma reservada de la maga de ocultar la angustia que pudiera haberle causado aquel segundo encontronazo con muertos vivientes.

Baryoi interrogó en primer lugar a un chico cojo, y entonces a un soldado. Ambos contaron de forma concisa su versión de lo sucedido. Aprendiz de panadero, el muchacho tomaba un atajo para ir al trabajo cuando sorprendió al segador, en el callejón, con las manos en la masa. Inseguro de poder dejarlo atrás, se ocultó en un montón de desperdicios, donde se encogió, aterrorizado, deseando que el fantasma no lo encontrara. Por fin, una extraña mujer hizo aparición y trató de conversar con el ente; él, entretanto, logró encontrar el valor suficiente para alertarla. La muchacha resultó ser una maga, y se enzarzó en una feroz lucha contra el espíritu. Entonces él vio su oportunidad para salir a toda prisa de allí, y en su fuga no tardó mucho en toparse con una patrulla de Escudos Negros. Tras ser informados de la situación, los soldados corrieron hasta allí para encontrar a Ópalo, sangrando pero victoriosa.

Tras escuchar el relato, Baryoi se dirigió hacia la protagonista del suceso. Muchos de los inquilinos de la posada, que no eran habitantes de Hollowfaust y recelaban de sus esqueletos ambulantes, retrocedieron a su paso. No obstante, él se comportó cómo si no se diera cuenta, o como si en realidad no le importara nada. La propia Ópalo no tenía gran conocimiento de nigromancia, y apenas tampoco experiencia, pero se las apañó para saludar a Baryoi envuelta en la suficiente calma, y sólo el hecho de que tomara aliento profundamente podría servir como insinuación de que estaba armándose de valor para tolerar la proximidad de aquel ser.

—Por favor —dijo el liche—, sentaos. Debéis descansar. No es mi intención perturbar vuestro descanso, ni el de ninguna otra persona aquí reunida, más de lo absolutamente necesario. Soy Baryoi, gran maestro de los Discípulos del Abismo, y éste es Iprindor, mi alumno.

—Encantada —dijo Ópalo mientras volvía a reclinarse en su silla. Baryoi se sentó frente a ella, con una postura tan informal que le hacía parecer una criatura aún más increíble.

—Debo disculparme con vos por doble partida —dijo—. En primer lugar por haber sufrido gran peligro en las calles de nuestra ciudadela, y en segundo, porque el Consejo Soberano no requirió vuestra presencia en el cónclave. Espero que no lo tomarais como una ofensa, aunque con toda franqueza, no os culparía si así lo hicierais. El problema estriba en que la mayoría de nosotros, los maestros de la corporación, somos magos, como usted misma. En el pasado, magos extranjeros se infiltraron en la ciudadela para hurtar nuestros secretos, y esos incidentes han derivado en un sentimiento de recelo excesivo, que yo mismo aborrezco.

Lilly, percibiendo que el liche debía de estar más que acostumbrado a trasnochar, supuso que se estaba dirigiendo así a ella para tranquilizarla. Sin embargo, no parecía que estuviera funcionando demasiado bien.

—Os aseguro —dijo la maga— que mi presencia en Hollowfaust sólo responde a mi apoyo incondicional a la misión de Lord Vladawen.

—Lo entiendo perfectamente —respondió Baryoi—. Contadnos cómo acabasteis enfrentándoos al segador de callejones.

—No podía dormir. Me suele ocurrir siempre la primera noche que estoy en un sitio nuevo —dijo Ópalo mientras Lilly resistía el impulso de fruncir el ceño ante lo que había reconocido como una pequeña mentira—. Así que bajé a la estancia común para beber algo de cerveza, con la esperanza de que me adormeciera un poco. Entonces escuché los gritos de dos personas diferentes, uno después de otro, y procedentes del exterior. Temiendo que alguien pudiera estar en peligro, salí afuera a ver qué pasaba, y acabé llegando al lugar en que el fantasma estaba acechando a ese aprendiz oculto. A partir de ahí todo ocurrió como ha contado el muchacho.

—Os aventurasteis sola en la oscuridad —dijo el liche—. ¿Por qué no despertasteis a nadie?

—Porque no estaba segura de que algo fuera realmente mal. Y porque Vladawen, Lilly e incluso el resto de los soldados de Wexland habían dejado la posada para acudir a vuestra reunión. No conocía a nadie de los que quedaban aquí, y además, soy maga. Por lo general puedo arreglármelas sola.

—Recuerdo cómo era ese sentimiento —dijo Baryoi con tono ambiguo—. Pero si hubierais hablado con el posadero, él pudiera haber pedido que os enviaran una patrulla. Esos hombres podrían haber investigado, y así podríais haberos quedado aquí dentro, sin violar el toque de queda.

—Sospecho que si ella hubiera actuado de esa forma —se pronunció entonces Vladawen—, el segador hubiera podido encontrar al chico antes que nadie hubiera tenido tiempo para llegar a socorrerlo. —Para sorpresa de Lilly, Ópalo tensó su boca en un gesto de disgusto al comprobar cómo Vladawen salía en su ayuda.

—Tenéis algo de razón —contestó Baryoi—. Pero, por otra parte, la ley se hace para respetarse. Señorita Ópalo, ¿notasteis algo fuera de lo normal en ese espectro? ¿Algo que se os haya podido pasar?

—No —replicó Ópalo.

—Por otro lado, ¿pudisteis sentir una segunda presencia?

Entonces Ópalo dudó apenas un instante. Con suerte, nadie más lo habría notado, pero para Lilly era bastante claro que lo que iba a decir su compañera era una nueva mentira.

—No.

—Para ser honesto —dijo Iprindor—, yo mismo no percibí nada parecido en aquel lugar.

—Entonces es posible que mi impresión fuera errónea —dijo Baryoi—. Una última pregunta, señorita, ¿estaba la puerta de la posada atrancada cuando la abandonasteis?

La de Wexland entrecerró los ojos, y no de un modo que sugiriera que ocultaba algo; más bien como sí se hubiera percatado de algo extraño que, hasta ese momento, se le había escapado.

—Ahora que lo mencionáis, no.

—Gracias —dijo el mago esqueleto levantándose al fin, con la capa y la túnica ondeando a la altura de la planta de los pies. Entonces se giró hacia otro viajero, uno de figura algo burda, repantigada en una oscura esquina como si, a pesar de la conmoción, aún estuviera esforzándose por dormir una hora más—. Maestro Andelais, ¿sois vos?

Andelais levantó su mirada, y Lilly parpadeó sorprendida ante la animadversión de su expresión. Sin duda Baryoi también debía haberla percibido, ya que, por un instante, dudó. Lilly se preguntaba cuál sería el problema. ¿Sería que el druida consideraría al liche una abominación, o debía haber alguna otra causa oculta? De cualquier forma, aquella hostilidad se desvaneció rápidamente, o al menos Andelais logró disimularla.

—¿Nos han presentado? —preguntó Baryoi.

—No, Consejero —dijo el semielfo mientras se levantaba en señal de respeto—. No antes de esta mañana. Nunca antes había visitado Hollowfaust.

Baryoi lo miró de arriba abajo. Lilly sospechaba que debía estar inspeccionándolo en busca de restos recientes de suciedad en el cuero de sus botas o en el dobladillo de su manto.

—He sido informado de que, en vuestros primeros momentos en la ciudadela, encontrasteis bastante desorientadora la atmósfera de Hollowfaust.

—Como podréis comprobar, tengo sangre élfica. Eso me hace ser vulnerable a cierta clase de influencias. Además, por otro lado, estoy involucrado en cierta clase de prácticas espirituales que, aunque por lo general son de carácter beneficioso, pueden llegar a incrementar esa sensibilidad. Pero ya me encuentro bien.

—¿Lo suficiente como para ir a dar un paseo? Puede que esas mismas aptitudes druídicas hagan también que te irrite estar encerrado en lugares cerrados.

—No he violado el toque de queda, si es eso a lo que os referís.

—Solamente me preguntaba quién podría haber dejado la puerta abierta a la señorita Ópalo. El posadero tiene la buena costumbre de comprobar que está cerrada antes de retirarse por la noche a descansar.

—¿Pretendéis culpar a Ópalo o a alguna otra persona de haber infringido el toque de queda o de cometer otra clase de infracción? —preguntó Vladawen—. De ser así, me gustaría que lo dijerais claramente. En caso contrario, ¿a dónde intentáis llegar con estas preguntas? Después de todo, lo único que han hecho tanto Ópalo como el Maestro Andelais ha sido ayudaros a librar a la ciudad de una amenaza.

—El problema —dijo Baryoi— es que, a pesar de las infundadas historias que hayáis podido escuchar acerca de Hollowfaust, esa clase de manifestaciones no son algo frecuente. Al menos no en el Barrio Civil. Hemos logrado dominar casi por completo las fuerzas que, en otra época, solían conjurar a esos seres. Las posibilidades de que dos brotes de violencia de esas características sucedan en una misma noche son absolutamente remotas.

—Espero —dijo con frialdad Vladawen— que no estéis tratando de inculparnos a nosotros en todo esto.

—De ningún modo —dijo Baryoi—. Sois honorables invitados, importantes enviados de un reino amigo. Y es más, incluso aunque hubiera tratado de levantar alguna sospecha infundada, tendría problemas para probarla. La ley prohibe los interrogatorios bajo tortura, y la restringe a medios mágicos. Dudaría incluso a la hora de rebuscar entre vuestras propiedades, por temor a insultaros gratuitamente.

Para sus adentros, Lilly se encogió ante la idea de pensar que alguien que rebuscara en su cuarto pudiera encontrar el puñal plateado con la empuñadura de piedra azul que ocultaba entre sus cosas, la pareja del estoque que colgaba de la cintura de Vladawen.

—No obstante —continuó Baryoi—, no os confundáis. No pretendo engañaros. Nunca aspiré a convertirme en un liche. Esa condición me fue asignada, y me priva de la mayoría de los placeres que los vivos aceptan como algo normal. No tengo muchas preocupaciones que me aparten de cuidar de la seguridad de Hollowfaust, y les aseguro, mi señor y señora, damas y caballeros, que se mantendrá en cualquier circunstancia... —Entonces observó a los allí reunidos con su espectral mirada ciega—, y sin importar las medidas que haga falta tomar. Ahora debo marchar, debéis descansar.

Baryoi se dio la vuelta y se fue. Iprindor, por su parte, concedió a Vladawen y Lilly una mirada de apoyo para tratar de tranquilizarlos.

—Bueno —dijo Vladawen—. Todo esto ha sido muy desafortunado. Espero que no tenga consecuencias negativas para nuestra misión.

Lilly estaba impaciente por saber si Vladawen se había percatado también del extraño comportamiento de Ópalo. Le preocupaba el estado mental del elfo, tan obsesionado con su misión divina que a menudo se olvidaba tanto de ella como de sus compañeros.

—Vamos —espetó la asesina—. Hay algo de lo que debemos ocuparnos. —Entonces hizo señas también a Ópalo, y los tres juntos desfilaron un piso arriba, hacia su habitación, donde la cama aún aguardaba intacta su llegada y la del elfo. Su intuición le decía que esa noche tampoco se acostarían juntos.

—¿Y bien? —Lilly no era especialmente conocida por su tacto, pero sospechaba que eso era lo que Ópalo necesitaba en aquel momento. La asesina trató de introducir el tema tan cuidadosamente como pudo—. Será mejor que nos lo cuentes.

El rudo gesto de Ópalo se retorció de forma espantosa, como si estuviera a punto de romper a llorar.

—Nindom ha vuelto —dijo por fin.

8

Vladawen sintió que le recorría un escalofrío, por un momento parecía estar bastante desorientado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Pude verlo —dijo Ópalo—. Baryoi estaba en lo cierto cuando mencionó la posibilidad de la aparición de un segundo fantasma en aquel callejón. No sé cómo pudo pasar.

—Sentémonos, por favor —dijo el elfo empujando a la maga hasta la cama de Lillatu, quien, a su vez, no pudo evitar soltar un suspiro al verla caer sobre ella con sus burdos modales—. Ahora cuéntanos todo.

—Todo empezó cuando combatimos a los espíritus en la niebla. Pensé haber reconocido a alguno de los rostros, y también a alguna de esas voces susurrantes. Parecían pertenecer a varios de nuestros camaradas que murieron recientemente a mano de los imperiales. ¿Vosotros no lo sentisteis?

El elfo negó con la cabeza.

—Yo sólo percibí vagas imágenes, sombras borrosas y voces casi inaudibles.

—Así es —admitió Ópalo—, de modo que me dije que eran sólo alucinaciones. Pero esta noche, después de acabar con la criatura encapuchada, ese cosechador de callejones, entonces vi aparecer a Nindom.

—¿Su aspecto era parecido al de los brumosos fantasmas que vimos en la puerta? —preguntó Vladawen.

Ópalo no era ninguna estúpida, y enseguida comprendió qué estaba sugiriendo el elfo.

—Sí —dijo frunciendo el ceño—. ¿Crees que eso bastaría para impedirme reconocerlo?

—No creo —dijo—, no en circunstancias normales. —Y eso, hasta cierto punto, era cierto. Vladawen estaba seguro de que Ópalo y Nindom debían haberse conocido mutuamente mucho mejor que cualquier otra persona pudiera haberlos conocido antes. Ella, viendo más allá de su máscara de villano pretencioso, y él, por su parte, distinguiendo por encima de su rudo y reservado aspecto exterior. Cada uno de ellos, distinguiendo algo precioso y singular tras el disfraz del otro.

—¿Intentó hacerte daño? —preguntó Lillatu.

—¡No! —espetó Ópalo—. ¿Es que piensas que haría algo así?

—En realidad no —respondió la asesina—, pero no olvido que el resto de los fantasmas de la niebla, esos a los que los nigromantes llaman espectros de sangre, sí atacaron a Vladawen.

—Bueno, pues no trató de hacerme daño. Sólo quería hablar. Pero antes de que pudiera decirme apenas nada, escuchamos a los guardias venir a toda prisa, y entonces él desapareció.

Vladawen frunció el ceño y toqueteó con sus dedos la empuñadura de su estoque plateado.

—Es curioso.

Ópalo lo miró.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?

—Bueno —empezó él—, ambos sabemos que hay ciertos espíritus capaces de asumir el aspecto de nuestros amados con la única intención de engañarnos e incomodarnos.

—Te digo que era Nindom.

—Y también conocemos a unos cuantos hechiceros que poseen poder para atar a los muertos.

—¿Como quién? ¿Sendrian acaso? Quedó completamente inútil. ¿Alguno de los magos o clérigos de Klum? Acabaste con la mayoría de los más poderosos el día de la última batalla. Lo único que quiero saber es por qué el fantasma de Nindom ronda aún la tierra. ¿Cómo es que El Que Permanece no acogió su alma bajo su manto, tal como dijiste que ocurriría justo antes de que lo enviaras directo a la muerte?

Vladawen, aún afectado por la dureza de las palabras de Ópalo, fue incapaz de mostrarse tan cruel como para sugerir que bien podrían ser su propio dolor y pena los que mantenían esclavo al espíritu de Nindom, impidiéndole atravesar el velo de la realidad. Y en realidad probablemente no importara: si todo lo que estaba manteniendo era verdad, aquella discusión no iba a llevarlos a ningún lado. Ópalo no albergaba los mismos sentimientos respecto al resto de los habitantes de Wexland muertos que, supuestamente, también se habían manifestado.

—Te prometo que, sea lo que sea lo que esté ocurriendo, lo averiguaremos —se limitó a decir Vladawen.

La maga, limpiándose las lágrimas, le respondió:

—Esa es la cuestión. ¿En qué medida es posible confiar en una promesa tuya?

—Ópalo, sabes que hablo en nombre del dios, y tú misma me has contado que puedes sentir su poder. Eso fue lo que te otorgó la fe y la decisión que en otro tiempo te faltaron. Lo que te hizo formar parte de algo más grande que tú misma. Incluso te sostuvo en medio de todo tu pesar.

—Eso mismo pensaba yo —dijo la maga—. Pero, ¿y qué si fueron sólo tu labia y tus artimañas, y mi propia credulidad? Recuerda que sé el mayor secreto, lo que la mayoría de los de Wexland no saben: ¡El dios está muerto!

—Pero sólo en cierto sentido —dijo Vladawen—. Lo juro, y no será por mucho tiempo más. El Consejo Soberano ha prometido prestarnos toda la ayuda que podamos requerir, y en el camino que debamos recorrer para cumplir nuestra misión, hallaremos también un modo de liberar al espíritu de Nindom. De hecho creo que, en el fondo, eso es lo que ocurre. Sencillamente ahora debemos acometer esta última misión con cautela.

—Lo entiendo —dijo Ópalo—. De modo que mentí en tu nombre, ¿no es así? —De repente se puso en pie—. El liche tenía razón. Debería irme a la cama.

Vladawen miró la puerta cerrada. Espoleado por un impulso repentino, fue tras los pasos de Ópalo.

—Yo no lo haría —dijo en ese momento Lillatu—. Creo que necesita estar sola un rato.

El elfo no compartía esa idea, pero las palabras de la asesina le hicieron sentirse inquieto y culpable al mismo tiempo.

—Piensa que todo este rato los he estado traicionando a todos. Puede que en realidad tenga razón: después de todo, los impulsé a luchar y morir en nombre de una deidad muerta.

Lillatu se acercó a Vladawen y lo rodeó con sus brazos de un modo inusualmente tierno para ambos.

—Ese impulso sólo vino de algo más poderoso que tú. Además, en cualquier caso, sólo hiciste lo que debías.

—Gracias. Tus palabras son las de una verdadera amiga.

Como a menudo solía ocurrir, las buenas palabras que él pudiera tener para ella, cualquier atisbo de una genuina y verdadera amabilidad que pudiera aflorar para suplantar ese obsesivo y artificial amor que Belsamez le había implantado, sólo servía para alejarla, emocionalmente y, en aquel momento, también físicamente.

—Ahora que Ópalo ya se ha retirado —dijo Lillatu—, puedes darme tu honesta opinión. En nombre del Arco de Tanil, ¿qué está ocurriendo?

Vladawen suspiró.

—No lo sé. Obviamente, doy por supuesta la posibilidad del engaño, y el que pueda haber más enemigos ocultos, pero me resisto a acogerme a la explicación más clara; el que haya podido llegar hasta Hollowfaust, recién salido de los campos de batalla de Darakeene, y arrastrando conmigo una hueste de sombras enfurecidas. Y que esos seres, al llegar aquí, hayan tomado fuerza de las malsanas energías presentes en la ciudadela para manifestarse y empezar a sembrar el caos.

La asesina se encogió de hombros.

—El engaño y los enemigos ocultos no son algo ajeno entre nosotros. Incluso podría tratarse de la propia Belsamez urdiendo nuevos juegos con nuestras vidas.

Vladawen se estremeció ante aquella insinuación.

—Es cierto, pero también puedo apuntar un fallo en esa sencilla hipótesis. El Consejo nos garantiza que las fuerzas del entorno están casi bajo control, y que estas irrupciones espontáneas no suelen ocurrir tan a menudo. Sin embargo, desconocemos por completo el modo en que el clima de Hollowfaust puede interactuar con el derramamiento de sangre y nuestro culto en Wexland. Si los fantasmas son partícipes de todo eso... —Entonces el elfo alzó las manos.

—Estamos bastante perdidos —dijo Lillatu—, lo único que sabemos es que no podemos permitir que los maestros del Consejo establezcan que estos nuevos problemas tienen alguna relación con nosotros. De ser así, mandarán al cuerno tu gran investigación, y nos largarán a todos de aquí de una patada.

—En ese caso... —Vladawen bufó para sus adentros—. ¡Soy un estúpido! Hace sólo unas horas pensaba que, por una vez, iba a ser posible que actuáramos abierta y honestamente con alguien. Bueno, quiero decir además de uno con el otro.

Lillatu torció su gesto.

—No has aprendido nada.

—Sin duda. Sea como sea, con todo el respeto hacia Ópalo y la preocupación por su buen estado mental, el Consejo es la verdadera razón por la que debemos resolver este enigma de forma rápida y encubierta.

—¿Tienes alguna sugerencia?

—Sólo una, hacer frente de forma directa a los espíritus, si es posible que podamos hacerlo, en algún lugar libre de miradas de mortales, aquí en Hollowfaust.

—Hablas de infiltrarnos en el Barrio de los Fantasmas después del toque de queda...

—Me temo que sí.

9

La mañana amaneció con una brisa fría que soplaba hacia el norte desde los Picos Gasear. Aquel viento hada ondear la perpetua columna de humo que ascendía desde la cima del volcán, e hizo a Andelais pensar cómo sería sentirlo bajo las alas de un halcón. Un viento como ese podría empujar a un pájaro a cualquier lugar que quisiera ir.

Tan cansado y preocupado como estaba, aquella fantasía era tentadora. Sin embargo, había venido a Hollowfaust en busca de respuestas, no a descansar, y no abandonaría su búsqueda tan fácilmente. En lugar de ello, con la diadema de plata encajada en su cabeza y el cayado ondulando en su mano, caminaba por las soleadas calles mientras buscaba el paso adecuado por el que continuar. Había planeado actuar en la oscuridad y quizá, de forma espantosa, había juzgado correctamente. Sin embargo, ahora que lo consideraba con detenimiento, pensaba que quizá sería posible, e incluso más prudente, actuar de día.

Mientras avanzaba, podía distinguir los primeros indicios claros de que la ciudad estado estaba preparando alguna clase de festividad, con los taberneros recogiendo entregas de carretas llenas de bebidas, los dueños de las casas y los comerciantes colgando baratijas a modo de adornos en sus edificios, acorde con la morbosa idea local de la decoración, y con los trabajadores apilando restos de enredaderas de vides secas y astilladas y despojos de madera que sin duda terminarían alimentando hogueras. El festín que estaba en camino no era uno de esos ampliamente celebrados, ya fuera de carácter religioso o no, presente también en otras tierras; se trataba de uno de espíritu druídico, relacionado con los ciclos de los cielos. A Andelais se le hacía fácil relacionar todo aquello con el próximo plenilunio de la Luna Gris, que iba a tener lugar algunas noches después. Muchas otras regiones no prestaban mayor atención a ese hecho, al no considerar especialmente importante la presencia de esa lámpara celestial. El pueblo de Hollowfaust, evidentemente, tenía sentimientos diferentes.

Andelais tampoco quería preocuparse demasiado por aquello. Con algo de suerte, incluso podría estar fuera de la ciudadela cuando todo empezara.

Finalmente avistó una pequeña franja de terreno de forma triangular, acotada por tres calles distintas. Apenas era una arboleda sagrada en el corazón de un bosque primigenio. Al menos era verde, no parecía ser ninguna propiedad privada, e incluso en su seno lucía una pareja de pequeños pinos. Olvidando ya todo acerca del carnaval en ciernes, se abrió camino hasta el centro del lugar y se sentó con las piernas cruzadas sobre el terreno salpicado de agujas de pino.

Así dispuesto cerró los ojos y dio inicio a un ejercicio respiratorio, mientras bebía del acre aroma de las hojas de los árboles perennes. No percibía la calma tanto como en otras ocasiones. Una vez más, imaginó al halcón elevándose y remontando el vuelo.

No será así, se insistía a sí mismo. La noche anterior no había sabido qué esperar, no había estado preparado. Ahora sí lo estaba. Reconocía su inquietud y se esforzaba por superarla, no tanto para descartar sus pasiones como para luchar por abrir su tercer ojo a toda esa perspectiva druídica que todo lo abarcaba, y en la que las personas eran sencillamente un pequeño elemento más en un panorama de mayor complejidad.

Por un instante pudo ver girar la gran rueda, con la habitual claridad con la que solía poder verla, al mismo tiempo cambiante e inmutable, con la sublime totalidad en la que incluso el dolor, la muerte y todo lo que alguna vez podía irritar a elfos o humanos ocupaba su lugar correspondiente, sólo con que el que observaba poseyera la sabiduría para entenderlo. Esperaba poder contemplar todo aquello por un rato, y entonces dio con un umbral en medio de aquella majestuosa y giratoria inmensidad. En ese instante, algo lo agarró y tiró de él.

Todo se oscureció. Se sentía como si estuviera en plena caída libre, indefenso. Puede que algo circular aún le esperara a sus pies, o frente a él, pero de ser así, giraba con tanta furia como un remolino.

Andelais aterrizó sobre una superficie dura. El golpe lo dejó sin aire y, por un instante, fue incapaz de ver nada. Cuando logró levantar la cabeza descubrió un trazo de luz. Yacía despatarrado bajo un cielo nocturno, entre formas sombrías que se alzaban para ocluir las estrellas más bajas.

Aquellas figuras eran siniestras. Si se esforzaba, podía establecer las semejanzas con los edificios que rodeaban aquel minúsculo parque en que había dado comienzo a su meditación. Sin embargo, ahora parecían más irregulares, gracias a las incrustaciones de lava y ceniza.

Súbitamente, un esqueleto gigante se abrió paso entre las tinieblas. Andelais retrocedió alarmado, con dificultades para distinguir aquella figura con claridad, pero hubiera jurado que sus huesos eran negros en lugar de blancos, y que la criatura parecía tener cuatro brazos y unos cuernos taurinos brotando de su cráneo. Ignorando al semielfo, el ser alzó un azadón adecuado para un trabajo tan grandioso como él mismo y acometió contra la masa de magma endurecido que colgaba de uno de los muros. Aquella roca despidió el olor de viejas hogueras al hacerse trizas.

—No os preocupéis —dijo una cómica voz grave que, en ese instante, a Andelais le sonaba tan familiar como la suya propia—. No te hará ningún daño, aunque no puedo decir lo mismo de mí.

El druida se giró. Junto a él había un joven que podía recordar bastante a él mismo, aunque claramente de sangre pura humana. Su altura era media, similar a la de Andelais, sus rasgos reflejaban la misma resolución y astucia, e incluso empuñaba un bastón de combate y lo que bien podría considerarse un exceso de amuletos y colgantes. No obstante, tanto su atuendo como toda la parafernalia que lo rodeaba se correspondían manifiestamente con el trabajo artesano de un pueblo semejante al del propio Andelais, unas gentes que daban forma a esos materiales lo mejor que podían, empleando medios naturales.

—No creo que puedas dañarme —dijo Andelais.

—¿Tan seguro estás? —le respondió el otro conjurador—. Pues hice un buen trabajo con el magistrado y su esposa, ¿no crees? ¿O es qué estás interesado en atribuirlo a tus propios méritos?

—Nada de eso ocurrió la pasada noche. Lo comprobé. Era sólo un recuerdo.

—¿Estás seguro? Pedimos a los demonios necrófagos que retirasen cualquier rastro de los cadáveres, para que nadie descubriera nada. ¿No recuerdas cómo sus largas lenguas lamían la sangre del magistrado del suelo? Después de eso les dimos permiso para que deambularan y se entretuvieran un rato. Como recompensa por su buen servicio.

—Eso nunca ocurrió —insistió Andelais—. A mí al menos no.

El humano se encogió de hombros.

—Está bien, no discutamos. Es demasiado tedioso. ¿Qué te preocupa entonces?

—Quiero saber quién eres —dijo el druida.

El hombre sonrió.

—Es normal que te preocupe.

—Lo entiendo, y confieso que nunca antes lo había padecido de este modo. Y es más, es exactamente a lo que vine.

—Bien, a mí me parece bien. En realidad me divierte mucho deambular por ahí.

—No puedo prometértelo.

—Qué mezquino por tu parte. Pero no importa, te perdono porque no necesito tus promesas. Mi tumba se destapó justo en el momento que atravesaste las puertas de esta ciudad. Por mucho que te esfuerces en negarlo, en realidad no estás seguro de qué ocurrió verdaderamente la noche pasada. Es por eso que aborreciste a Baryoi nada más verlo aunque, ¿quién podría culparte por ello? Nunca fue demasiado simpático, y los años no le han hecho mejorar.

Andelais se percató alarmado de que el ruinoso paisaje urbano que lo rodaba estaba oscureciéndose más y más, como si las estrellas se fueran desvaneciendo. Divisaba imprecisas figuras arrastrándose en la oscuridad, acompañadas de gigantescos esqueletos cornudos y de sombras deambulantes. Todas parecían converger hacia el lugar en que él y el nigromante se mantenían en pie.

—No podrás asustarme con ilusiones —dijo el semielfo—. Y recuerda que te he preguntado tu nombre.

—¿Sí? Bueno, yo conozco bien el tuyo. Me será útil en mis planes.

—No seas insensato. Apenas eres un vestigio, un resto. —Andelais recitó un conjuro que esperaba iluminaría lo suficiente para expulsar la oscuridad. Sin embargo, nada ocurrió.

El nigromante sonrió.

—¿Buscas el sol? Pues está justo ahí arriba. Ven conmigo, te lo mostraré. —El ser avanzó, y su cuerpo se descubrió como el de una criatura desgarbada e hinchada que apestaba a carroña. Gusanos blanquecinos se retorcían en la comisura de sus labios y entre su cabello enmarañado y apelmazado.

—Vas a decirme cómo te llamas —dijo Andelais. Acto seguido, conjuró al león enorme que tan bien conocía. Parecía que, aunque sus conjuros no habían funcionado, el cambio sí seguía produciéndose eficazmente. En un instante se posó a cuatro patas, mientras su esqueleto y sus músculos alteraban su forma para adoptar su posición natural al tiempo que crecían hasta alcanzar el tamaño y la forma de un depredador de seis varas de longitud. La criatura combinaba la agilidad felina con un tamaño enorme; una mole que transmitía a cada una de sus patas una fuerza estremecedora.

Como semielfo, Andelais había estado receloso desde el principio respecto al nigromante. Como animal, la criatura zombi en la que el mago se había convertido le desagradaba aún más. Rugió, advirtiendo a su homólogo lanzador de conjuros para que mantuviera las distancias.

—Bonito gatito —se bufó el zombi mientras avanzaba otro paso tambaleante.

Andelais se abalanzó sobre el mago y lo estampó contra el suelo bajo su propio peso. Lanzó arañazos con sus patas delanteras y revolvió las traseras, arrancando trozos de carne podrida.

Como indiferente a su propia matanza, el muerto viviente comenzó a musitar unas palabras de poder.

Andelais sabía que no debía permitirlo. Odiando tener que hacer aquello, abrió con fuerza sus fauces y mordió la hedionda cara del nigromante desde su pescuezo. Aquella carne sabía tan mal como había imaginado, así que se apresuró a escupirla.

La criatura se revolvió, se encorvó y se retorció mientras Andelais trataba de abarcar su cabeza hasta la garganta, asfixiándolo. Dando arcadas, el semielfo empezó a sentir los efectos del encantamiento manifestándose a pesar de su esfuerzo por evitarlo. Con el cuerpo desgarrado, lleno de tajos y punciones, empezó a desangrarse. Aquella magia estaba reabriéndole viejas heridas, sanadas hacía ya mucho tiempo.

A Andelais se le ocurría que aquel encantamiento podría reabrir también la herida mortal que había causado en su día la muerte a ese gigantesco león. Rezando por poder frenar la magia, volvió a cambiar de forma una vez más. La prodigiosa bestia menguó en una delicada forma femenina no mucho más alta que un enano y aún más delgada que un elfo.

La nixi se percató de que sus heridas habían desaparecido. Se alzó sobre sus palmípedos pies ligeramente escamados y echó un vistazo, con cuidado, a su alrededor.

Ninguna de las infaustas formas que se arrastraban en la oscuridad se le había acercado lo suficiente como para atacarla por la espalda. Sin embargo, frente a ella saltaban a través del aire pedazos de huesos y carroña hasta fusionarse con lo que quedaba del zombi. Aquella criatura se alzó entonces, casi como si alguien le estuviera levantando con una cuerda atada a su ropa, y se agitó vigorosamente, como un perro que se escurriera el agua de su pelaje. Esas convulsiones reestablecieron en cierto modo el aspecto original de aquel humano, respirando y vivo de nuevo en cierta manera, al tiempo que sanaba sus heridas casi tan completamente como lo había hecho el propio Andelais al convertirse en nixi.

El nigromante bajó la vista hacia la diminuta muchacha y sonrió.

—Me gusta esta nueva forma tuya. ¿Quién podría haberlo imaginado?

—¿Porqué te resistes? —preguntó Andelais con el tono más servicial y dulce, propio de una nixi del agua, que pudo ensayar—. No te costaría nada darme tu nombre. De hecho, es posible que sea la única esperanza que te quede.

—He presenciado como los jornaleros cosechaban los productos del estanque —contestó el nigromante—. A veces capturan a los peces y los aporrean con un mástil ganchudo al que llaman arpón. Yo no tengo ese instrumento, pero podremos apañárnoslas. —Entonces levantó su cayado y avanzó.

El nixi levantó la vista para observar los oscuros ojos burlones de su contrario y trató de reunir toda su fuerza de convicción para salir de la situación.

—Por favor, no me hagáis daño. Sólo quiero ser vuestra amiga. Hagamos las paces, y yo hablaré en vuestro favor delante de los demás.

Entonces reunió en tres latidos todo su poder concentrado, como el redoble de una campana silenciosa. Justo durante el tercero, el nigromante se balanceó, bajo el efecto de su mando, y le mostró una sonrisa. Entonces el báculo se le escurrió de las manos.

—Gracias —dijo—, amigo mío. ¿Serías tan amable de decirme tu nombre?

—Sí, hermanita, me llamo... —Entonces, sin previo aviso, el nigromante saltó hacia ella con tanta ferocidad como el terrible león había hecho un instante antes. Las consecuencias fueron las mismas, pero al contrario, dejándola a ella indefensa, tumbada bajo el mayor peso y la fuerza superior de su adversario. Sólo necesitaba una mano para sujetarla, manteniendo la otra libre para agarrarla por el cuello, estrujando su garganta y tapando las rendijas de sus agallas—. No esta bien jugar con los sentimientos de la gente —sonrió—. Alguien me dijo una vez que incluso está en contra de la ley.

Andelais se transformó entonces en un halcón guadaña, más pequeño aún que la nixi. La rapaz del desierto podría correr más riesgo de ver su cuello estrujado o mordido, pero también poseía formas más devastadoras de ataque. El cambiaformas golpeó la muñeca y el antebrazo de su contrincante con las protuberancias de hueso, afiladas como espadas, que brotaban del borde de sus alas.

De haber caído desde lo alto, el impulso habría bastado a Andelais para rebanar la mano del nigromante de un solo tajo. Aun sin ser así, consiguió abrirle unas llagas considerables. La sangre salió a borbotones, pero el nigromante se las arregló para agarrarle el ala. El halcón forcejeó y se liberó.

¿Y ahora qué? Aunque no era un cobarde, Andelais sintió de nuevo, por un momento, la necesidad de echar a volar, de subir por los aires. Y no era sólo por los instantes de extremo peligro a los que había logrado sobrevivir. Era la propia naturaleza del nigromante lo que lo consternaba. En su vida como druida ya se había encontrado antes con hombres enloquecidos, maleantes que se deleitaban con el poder, la crueldad y las masacres; sin embargo, la vileza del enemigo al que se enfrentaba le sobrepasaba. Su aspecto era enfermizo y enloquecido, pero de una forma tan aparatosa que parecía disfrutar incluso de su propio dolor.

Andelais había descendido al espacio psíquico en el que ahora se deba tía precisamente para dominar a su homólogo lanzador de conjuros, y habiendo conseguido por fin una posición ventajosa, reconocía que era absurdo no aprovecharla. De no hacerlo, no le quedaría otra alternativa que volver a iniciar el mismo enfrentamiento otro día, más adelante. Con esa idea en su cabeza, se abatió, sobre su adversario, haciéndole sangrar más con cada nuevo y cortante aleteo. La forma que había adoptado no le permitía hablar, pero consideraba que su mensaje era bastante claro: Ríndete.

El nigromante se tambaleó frenéticamente, alzando sus ensangrentadas manos para escudar su cabeza, hasta que dejó caer una de ellas. Revoloteando para hacer otra pasada, Andelais imaginó por un momento que el humano sencillamente carecía de la fuerza necesaria para mantenerla en alto. Entonces se dio cuenta de que el mago, a pesar de la agonía que lo envolvía, había sacado ánimos para buscar a tientas en su atuendo un amuleto de plata y ónice.

Andelais se zafó para liberarse de los dedos que restaban de una mano que le había logrado apresar. Sin embargo, y aunque por poco, fue demasiado lento. Los espectros compañeros del nigromante, en medio de murmullos, atravesaron la noche para interceptarlo, como un rayo irrumpiendo en las tinieblas. Le apresaron por todos lados, con sus dedos gélidos e incorpóreos desgarrando la fuerza y la vitalidad de su carne. Con las alas plegadas, viró su curso y fue a parar de bruces contra el hediondo suelo de lava y ceniza.

¡No será suficiente! Gimiendo, volvió a adoptar forma semiélfica. El cambio le dolió, le tomó demasiado tiempo, y sólo logró reestablecer una fracción de todo su vigor.

Aprovechando el tiempo que le habían concedido sus secuaces, aún vacilante y mutilado pero en cierto modo recuperado, el nigromante lanzó una mirada lasciva a Andelais a través de una máscara de sangre.

—No sé qué puede significar toda esta inútil lucha respecto al mundo exterior —dijo—. Sin embargo, creo que intuyo cómo tratar contigo... ¡Maestro!

Un hombre menudo y de cara ladina que asomaba bajo una prominente frente surgió de la nada. Se hizo cargo de la situación con una simple mirada, asintió briosamente, alzó sus manos y empezó a conjurar.

—Eres incapaz de dañarme —resolló Andelais mientras se esforzaba por ponerse en pie—. Nada de esto es real, excepto nosotros dos. Y vos lo sois sólo porque yo he decidido convocaros.

—¿Estáis seguro? Nunca vimos a nuestro maestro morir. No me sorprendería que aún estuviera rondando por algún lugar de la tierra, y de ser así, ¿por qué no iba a poder escuchar la llamada de su discípulo, y qué podría impedirle responder si así lo decidiese? De cualquier modo, el simple hecho de que lo temáis le hace ser lo suficientemente real. ¿Y cómo no iba a ser así? Basta con que ocupe el menor espacio en vuestra memoria.

Andelais sintió como el terror le estremecía y le mandaba de vuelta al suelo. Nada más empezar con su meditación había abandonado su forma física. Todo lo que le había ocurrido desde entonces le había sucedido sólo en su forma astral. En aquel instante, sin embargo, sintió como volvía a separarse una segunda vez de su cuerpo, pero ahora lo hacía de alguna chispa de esencia irreducible que renunciaba al aspecto que él había adoptado para caminar en sueños.

De acuerdo con todo lo que había aprendido de sus maestros, una ruptura así era imposible incluso en el campo teórico. Aun así, estaba ocurriendo, y no porque él lo promoviese. Alguna clase de magia lo estaba dividiendo en dos. Apenas capaz de parpadear, divisó a su contrincante permaneciendo en trance, con unos zarcillos de sombras retorciéndose desde cada orificio en su cabeza. Abruptamente, su intuición le indicó lo que estaba ocurriendo: ambos iban a abandonar sus cuerpos espirituales para luego intercambiarse, el uno por el otro.

Andelais estaba demasiado angustiado y debilitado como para tratar de formular otro conjuro, así como para alguna otra transformación basada en sus dones naturales. Sólo le quedaba una alternativa para poder salir de esa situación. Invocar la magia de su media corona de plata.

La primera respuesta, adormecida, fue como el latido sordo de un dolor de cabeza y no el vigorizante fluir de energía al que estaba acostumbrado. Andelais pensó con desesperación que, en medio de aquel desolador ruedo en el que tan imprudentemente se había adentrado, el poder del arete de su cabeza era inaccesible. Sin embargo, finalmente, su cuerpo acabó por desvanecerse en un enjambre de avispones.

En ese instante sintió como la presa mágica titubeaba y acababa por liberarlo de gran parte del dolor que lo cegaba. Se elevó en el aire y diseminó los cientos de insectos zumbantes que ahora constituían su cuerpo en una masa lo suficientemente extensa como para englobar al mismo tiempo a los dos nigromantes que lo acechaban, tanto al original como a su maestro.

Aguijoneó a sus contrincantes una y otra vez, hasta que ambos cayeron bajo su arremetida. Andelais aún percibía el bullir de fuerzas oscuras a su alrededor, y pudo distinguir cómo unas formas borrosas se arrastraban hacia él. Temía no haber derrotado aún por completo a su contrario, pero no encontraba voluntad suficiente para asestarle un último golpe definitivo. En lugar de ello, adoptó la forma de una nube de zánganos.

Quizá su retirada era promovida por su falta de voluntad. Puede que, si alguna vez llegaban a escuchar hablar de aquella historia, los maestros druidas de Vera-Tre suspiraran y agitaran sus cabezas contrariados. Esta forma me favorecerá, pensó entonces. Lo tendré más fácil la próxima vez, y nadie ha dicho que deba completar mi tarea a la primera, ni tampoco en un segundo intento.

Escudriñando con los incontables ojos de los avispones, Andelais avistó una luz suspendida en medio del aire, una chispa más brillante y aparentemente más cercana que una estrella, o incluso que la Luna Gris, con una redondez casi perfecta. Entonces se abrió paso hasta la luz del día, ocupando de nuevo el cuerpo sentado de la figura semiélfica. Cuando el sol se desvaneció para reaparecer como un parpadeo, ya ocupaba por completo su cuerpo físico.

Andelais supuso que ese parpadeo de luz debía achacarse únicamente a la dura prueba que había sufrido. No obstante, entonces observó cómo el resplandeciente semblante de Madriel parecía haberse alejado en lo alto del cielo y cómo el agradable frescor de la mañana se tornaba en un calor sofocante. Del mismo modo era consciente de haber abandonado aquel jardín en miniatura, pero aún permanecía en una esquina que parecía pertenecer a una parte completamente diferente de la ciudad. Al comprobar aquello, aun con todo su valor y su disciplina mística, Andelais no pudo evitar comenzar a temblar.

10

A Cola Cortada no le gustaba que el aire estuviera tan frío, y no sólo porque él, como todos los de su raza, era hijo del titán Thulkas, el Padre del Fuego. Aquel frío significaba que tanto él como su media docena de hermanos y hermanas merodeaban a una altura demasiado elevada. No muy por encima de ellos, las cámaras de lava y otras grietas naturales del volcán durmiente daban paso a la piedra tallada, las puertas, los rastrillos y demás fortificaciones, brazos esqueléticos que movían de manera despreocupada crepitantes ventiladores, trampas tanto mecánicas como mágicas, y centinelas de vigilancia que patrullaban asegurándose de que nadie se arrastrara demasiado cerca en medio de la oscuridad. A poca distancia de allí, los nigromantes aguardaban su momento.

Cola Cortada sabía que, algún día, los escupefuego se alzarían y acabarían con todos ellos. Entre los miembros de su tribu, era menos una cuestión de fe que el eventual retorno del propio Thulkas. Hasta que llegara ese momento, se deleitaban capturando a humanos o a miembros de alguna de las otras autodenominadas razas divinas, arrastrándolos de vuelta a su nido para allí hacerlos arder. No obstante, la caza era más sencilla, y sin duda más segura, en cualquier otro lugar distinto a aquel entorno.

Por desgracia, a Ampolla, llamado así por su extraña y refinada práctica de inmolar a sus prisioneros de forma lenta y pausada, no parecía preocuparle el peligro. Su cola, larga y sin pelo, ondeaba con viveza sobre la piedra. Aquel mago de fuego se agazapaba por momentos, estudiando la situación y garabateando cuidadosamente runas con la garra terminada en punta de diamante que coronaba uno de sus estilizados dedos. Entretanto, sus compañeros hombres rata esperaban inquietos e impacientes.

Ampolla se alzó finalmente.

—Eso debería bastar. —Entonces señaló en dirección al lugar en que un asta vertical rompía la monotonía del horizonte—. En marcha.

Cola Cortada se estremeció. Para un miembro de su raza, trepar por aquella chimenea se antojaba tan natural como avanzar por terreno firme, pero no era eso lo que le preocupaba.

—¿Quieres decir que continuemos ascendiendo aún más?

El mago posó sus redondos ojos sobre los de su subordinado. Entre los escupefuego, magos y clérigos eran los que solían dar las órdenes, y los guerreros estaban habituados a acatarlas sin chistar. Comúnmente, Cola Cortada era tan dócil como el que más, pero era consciente de que también otros muchos conjuradores consideraban a Ampolla un demente. Incluso en una ocasión había escuchado comentarios acerca de que el mago había llegado a traficar con un gran poder que, en cierto aspecto, era contrario a los intereses de su propio patrono caído; una bruja alada o algo peor, con quien se habría reunido en el desierto. Puede que fuera aquello, unido a la cercanía de los magos humanos de la muerte y sus subalternos, lo que daba ánimos a Cola Cortada para cuestionar aquella orden.

—Sí —dijo Ampolla—. Seguiremos subiendo. El fuego es más sabio que nosotros, lo es infinitamente. Sin embargo, en ocasiones, no lo es tanto como para abrirse camino por sí mismo.

Entonces era cierto. Aquel mago estaba realmente loco.

—¿Qué fuego? —preguntó Cola Cortada.

—No es necesario que lo entiendas —contestó Ampolla mientras cogía un vial de arcilla de un bolsillo que tenía fijado al arnés ceñido a su esquelético cuerpo, desnudo y sólo recubierto por el sarnoso pelaje—. Limítate a obedecer o, si lo prefieres, a arder. El fuego se sentirá satisfecho igualmente.

Cola Cortada dudó por un momento. Manejaba bastante bien la cimitarra y la daga, y el mago estaba casi al alcance de una hoja. Un tajo o una estocada bastarían para poner fin a aquel enfrentamiento. No obstante, considerándolo a la inversa, el mago asía aquella pequeña botella con su mano y, aunque había sido tachado de demente, nadie había hablado de que fuera un blanco fácil.

—¿Cuánto más alto deberemos subir?

Ampolla sabía reconocer la sumisión cuando la escuchaba. Con desdén, mostró los afilados dientes que se ocultaban tras sus protuberantes incisivos, pero no se molestó en humillar a Cola Cortada frente al resto de los compañeros.

—Apenas un poco más, entonces podréis escabulliros de vuelta a vuestras madrigueras.

El grupo trepó entonces hasta alcanzar una nueva vía horizontal. Allí Cola Cortada se afligió al comprobar el estado del túnel. Tenía el suelo pulido, había sido ensanchado y tenía dispuestas antorchas en toda su extensión, que ardían con una llama perpetua color verde. Estaban muy cerca de la morada de los nigromantes; aborrecía aquel lugar. Él y sus camaradas se pusieron en guardia mientras, retorciendo sus bigotes, Ampolla titubeaba considerando los caminos a tomar, como buscando el lugar exacto en que grabar sus símbolos sin sentido.

Finalmente el mago se agachó y comenzó a garabatear un signo. Entonces Cola Cortada oyó una voz hablar y otra que le respondía, no estaba seguro de si pertenecían a humanos o alguna otra especie; pero igualmente aquel encuentro era desafortunado. Según podía discernir, aquellos miembros de alguna raza ajena a la de los hombres rata hablaban en un volumen especialmente alto, pero los rátidos tenían un oído muy fino, y debía ser alguna irregularidad en la roca la que transportaba el sonido con tanta fuerza. Al menos eso era señal de buena suerte para su grupo.

—Volvamos a descender por la chimenea —se pronunció el guerrero.

Ampolla ni siquiera se molestó en levantar la vista.

—No puedo interrumpir ahora lo que he empezado. Id a acabar con ellos. Aseguraos de que ninguno se escape.

—¡Estás loco! Ni siquiera sabemos cuántos son.

Aún sin apartar la vista de lo que le ocupaba, Ampolla usó la mano que tenía libre para lanzar el frasco de cerámica en el aire y luego volver a cogerlo al vuelo.

—¿Preferís que ardamos todos juntos? Sería glorioso.

¿Qué habrá en esa botella?, se preguntó Cola Cortada. Quizá no se trate de nada tan terrible, después de todo. Sin embargo, desechó la idea, y lideró al resto de los guerreros en dirección al lugar del que parecía proceder el sonido de la patrulla que se aproximaba hacia ellos.

El grupo se detuvo junto a un recodo del túnel, el único lugar desde el que podía tratar de lanzar una emboscada. Juntos se acurrucaron contra la pared, dispuestos a aguardar la llegada de sus adversarios. Cola Cortada podía sentir como los latidos de su corazón le rebotaban en los oídos.

Las voces de los extraños se hicieron más fuertes, continuando una despreocupada conversación. Cola Cortada empezó a percibir olores: a cuero, a aceite, a acero, a sudor y a huesos. Entre los que se aproximaban había al menos un enano, y también múltiples humanos y esqueletos. Era casi seguro que los superaban en número. El guerrero rátido volvió la vista para comprobar si debían albergar alguna esperanza de recibir ayuda mágica. Claramente no iba a ser así. Ampolla seguía concentrado intentando completar sus escritos en el aire. Cola Cortada lo odiaba más que nunca.

Finalmente, fue sólo la falta de cautela de la patrulla lo que ofreció a los rátidos una esperanza. Sus enemigos debían de haber cruzado aquel perímetro demasiadas veces sin encontrar problema alguno. El soldado a la cabeza, un enano de la poco común raza charduni, con su piel oscura y su altura inusitada, dobló la esquina con el escudo a un lado y sin empuñar arma alguna en su mano libre.

A pesar de la imprudencia inicial, el enano fue rápido, y logró levantar el escudo a tiempo para repeler el primer ataque que Cola Cortada le asestó blandiendo su cimitarra. Aun así, no pudo evitar que dos rátidos más pasaran junto a él para abalanzarse y asestar sendos tajos a dos humanos sorprendidos que iban detrás, y que reaccionaron con más lentitud que su compañero enano.

Cola Cortada lanzó un segundo golpe, y aún no logró atravesar la guardia del enano. El charduni, entretanto, liberó su arma del cierre que la había mantenido fija a su grueso cinto tachonado; era una maza de mango largo con una cabeza esculpida en la empuñadura que se asemejaba a su propio rostro embravecido. El guerrero hizo ondear sin esfuerzo su arma de guerra, pero el rátido lo esquivó, y ésta fue a dar contra la pared, levantando esquirlas de piedra.

Con la esperanza de que la mayor ligereza de su arma y su agilidad natural le confirieran una cierta ventaja que compensara la superior protección de la armadura del enano, y esperando también ser más hábil que él en el combate, Cola Cortada lanzó su réplica. Después, tanto él como su adversario intercambiaron furiosamente un golpe tras otro, sin que ninguno de los dos lograra acertar en el contrario. Aun concentrado como estaba, el rátido lanzó una mirada o dos para comprobar el progreso de la batalla.

Se podía decir que los restringidos límites del túnel habían generado un complicado caos en el que, en ambos bandos, los combatientes que llevaban la delantera azuzaban de forma temeraria a sus adversarios, arriesgándose a exponer sus flancos sólo para asegurar el espacio suficiente para que sus camaradas pudieran hacer frente también a nuevos contrincantes. Tres humanos habían caído ya, pero también lo había hecho Perra Risueña, que yacía con el pecho partido en dos dividiendo sus hileras verticales de tetillas. Chillando y aullando, casi todos los hombres rata restantes estaban enfrentándose a esqueletos. Remueve Cenizas ondeaba una clava de combate, un arma más contundente y que solía ser más efectiva contra los hombres hueso. Sus compañeros, claramente incapaces o poco dispuestos a prescindir de su defensa por un momento para cambiar de arma, hacían lo propio con sus espadas.

El charduni embistió con fuerza, erró, y avanzó su posición un tanto, con el brazo con el que empuñaba su arma aún extendido. Cola Cortada embistió para aprovechar el hueco. Atacó la muñeca de su contrario, pero el enano de barba negra y tez morena respondió retirando el brazo. Parecía que después de todo no estaba tan desequilibrado, solamente había querido aparentarlo, y ahora era él el que avanzaba para embestir a Cola Cortada con su escudo.

El golpe sacudió brutalmente al escupefuegos, que de pronto vio el mundo borroso. Cuando el rátido comenzó a centrar de nuevo la visión, se encontró tirado en el suelo, y con el brazo con el que había estado empuñando su arma vado. El charduni estaba frente a él, ondeando su cetro de guerra dispuesto a asestarle un golpe fatal.

Cola Cortada se arrastró hacia delante, esquivando la embestida, y se alzó dentro de la guardia de su rival. Revolviendo en la coraza de plata y malla de su enemigo, buscó a tientas las rendijas y aberturas susceptibles de ser atacadas con dientes y garras.

El hombre rata estaba aún medio aturdido, y su táctica no le hubiera servido de nada si el enano se hubiera deshecho de su cetro de guerra para asir una daga, o si simplemente le hubiera asestado un golpe con su puño enguantado. Pero el charduni perdió tiempo haciendo ondear su maza de larga empuñadura de modo que fuera efectiva en la distancia corta, y eso supuso su perdición. El escupefuegos halló un espacio entre la coraza y el casco de su enemigo e incrustó sus incisivos en la carne desnuda, en un lateral del cuello del charduni. La sangre salió a borbotones, llenando su boca. El enano se debatió entre temblores y se derrumbó a los pies del hombre rata.

Cola Cortada era consciente de que había tenido más suerte de la que se había hecho merecedor, pero no tenía tiempo de regodearse en ese pensamiento. Miró a su alrededor, vio dónde estaba su cimitarra caída, la agarró, y se giró para contemplar el campo de batalla.

Un hecho captó su atención inmediatamente; en la retaguardia de la patrulla de vigilancia, sin que ningún rátido le hubiera hecho frente aún, un humano se giraba para escapar a toda prisa.

Recordando que el maldito Ampolla les había advertido que no debían dejar escapar a ningún enemigo, Cola Cortada se lanzó a la carrera. Se abrió paso entre esqueletos que se esforzaban por golpearlo, hasta que uno se interpuso en su camino. Miró desenfrenadamente a un lado y otro, y vio que había quedado encajonado. Sin embargo, justo en ese momento, Remueve Cenizas apareció para apartarle el constructo de en medio de su camino. Cola Cortada reanudó su carrera.

Dio dos zancadas más, y entonces fue un adversario de carne y hueso el que obstruyó su camino. Intercambiaron golpes, y el estigio se llevó la peor parte. Parecía que ninguno de los humanos iba a estar a la altura del charduni. Aun así, al rátido le llevó un momento destriparlo, y cuando el enemigo había caído, su compañero huido casi desaparecía ya túnel abajo. Cola Cortada se dio cuenta de que jamás sería capaz de apresarlo.

Miró a un lado y a otro, y puede que el Señor de Hierro lo estuviera guiando, pues enseguida divisó la ballesta en un costado. Uno de los enemigos se había tomado la molestia de montarla y cargarla, pero entonces, probablemente considerando que no era el arma más adecuada para la enmarañada lucha cuerpo a cuerpo en la que se había visto envuelto, la había dejado a un lado, sin descargar.

Cola Cortada la cogió, apuntó, y disparó. El virote salió despedido y acertó a clavarse en la espalda de su objetivo, entre sus omoplatos. El hombre rata podría haber saboreado el momento, pero distinguió un movimiento con el rabillo del ojo. Se giró justo a tiempo para bloquear el mandoble que un esqueleto le lanzaba hacia la cabeza, y lo hizo pedazos al golpearle con la ballesta, que quedó también inutilizada.

Después de aquello, descubrió que se había quedado sin enemigos a los que enfrentarse. Desgraciadamente, le empezaban a faltar también aliados. De los guerreros que se habían adentrado en el túnel junto a él, sólo quedaba con vida Remueve Cenizas. Aquello tampoco le entristeció como hubiera podido sucederle a algún miembro de una raza más débil y sensiblera, pero la gran pérdida sí hizo que se le revolvieran las tripas de rabia.

Por fin Ampolla llegó hasta ellos, tan campante como si estuviera caminando por su propia madriguera.

—¿Acabasteis con todos?

—Sí —bufó Cola Cortada—. ¡Pero qué importa! ¿No entiendes que cuando la patrulla no regrese a su hora, y los nigromantes encuentren los cuerpos, aún podrán saber que fuimos los responsables de todo esto, y correrán a enfrentarse a nosotros? Espero que lo consultaras con los demás jefes de clan antes de decidirte a trepar hasta aquí para garabatear esos estúpidos signos tuyos. Espero que todo el mundo esté de acuerdo en que es el mejor momento para declarar una guerra.

Ampolla lanzó de nuevo al aire el pequeño vial, lo cogió al vuelo, y pareció considerar su peso.

—Eres un insolente, pero sabes combatir bien, de modo que el fuego te perdona. Los magos humanos no nos culparán, ya que retiraremos a nuestros propios muertos. Eso tomará algún tiempo, pero Remueve Cenizas y tú podréis arreglároslas. Observa. —Entonces empezó a entonar un suave cántico, sin dejar de hacer gestos arcanos y posturas.

Era una representación curiosa. Cola Cortada había visto obrar magia muchas veces a los lanzadores de conjuros de su pueblo. Era incapaz de hablar sus lenguajes secretos, pero creía poder reconocerlos cuando los oía, y hubiera jurado que el recitar de Ampolla era una mezcla de la hechicería propia de su tribu y de un poder completamente distinto. Aquello daba más crédito a la idea de que aquel mago comerciaba con alguna fuerza extraordinaria, que incluso podría ser tabú para los de su pueblo.

Eso hacía pensar también a Cola Cortada en considerar amenazar la vida del mago, pero si no se había atrevido a hacerlo a tiempo para salvar la vida de sus compañeros, ¿de qué serviría ahora? Además, estaba exhausto y, siendo honestos, también intrigado por ver qué estaba a punto de hacer Ampolla.

Aun así, cuando lo averiguó, deseó no haberlo estado. La figura humanoide, calva y descomunal, que llegó caminando túnel arriba era, con mucho, más formidable que la patrulla al completo a la que acaban de hacer frente a duras penas. Cola Cortada y Remueve Cenizas echaron a correr hacia la chimenea. Ampolla les dijo que se detuvieran, pero en aquella ocasión no estaban dispuestos a obedecerlo.

Sí volvieron la vista al llegar al pasadizo, y lo que vieron a punto estuvo de hacerlos desfallecer. Vestido apenas con un taparrabos y un arnés, el constructo con aspecto de ogro que respondía al nombre de Alzado no se lanzaba contra ellos ni tampoco embestía a Ampolla con su gigantesca gran hacha. En lugar de ello, se mantenía en pie, balanceándose bajo el influjo del cántico del mago. Sus ojos le brillaban con un fulgor amarillento, y cuando abrió la boca para entonar un lamento, exhaló una llamarada.

Completamente seguro de tener al gólem bajo su control. Ampolla se giró hacia sus compañeros hombres rata.

—¿Veis? —dijo—. El Alzado arremeterá contra nuestros enemigos caídos con su propia arma. Entonces regresará a las casas de los nigromantes y continuará matando. Todo el mundo le culpará a él por lo que hicisteis vosotros, y a nadie se le ocurrirá registrar mis señales. El fuego tiene conciencia, y no puede dormir para siempre.

Por primera vez, Cola Cortada se preguntó si quizá Ampolla no sería más listo de lo que aparentaba.

—Estás diciendo que...

—Digo lo dicho, limítate a acatarlo —contestó el mago—. Se aproxima una gran hoguera. Eso se nos ha prometido. —Encantada con una afiladura sobrenatural, la gran hacha descendió hasta cortar a un cadáver en dos, por la cintura.

11

Como es sabido, y a diferencia de los humanos, los elfos no necesitan dormir. Sin embargo, aún poseedores de una fortaleza sobrenatural, sí necesitan el descanso conferido por cierta clase de reposo semejante al trance. Sin él, Vladawen sentía que los ojos le escocían y picaban, y la cabeza la parecía llena de serrín. Cuando Iprindor, sentado frente a él, bostezó vigorosamente, no pudo evitar imitarlo.

Ambos eruditos se sonrieron mutuamente con arrepentimiento, rodeados por todos lados de los rollos de pergamino y los libros con olor a humedad que llenaban la mesa.

—Perdón —dijo el humano—. Sé que vuestro viaje desde Darakeene ha sido largo y pesado, y que la primera noche en la ciudad debisteis reuniros con el Consejo. No debería haber esperado que empezarais a trabajar hoy mismo.

—Me hubiera disgustado no hacerlo —contestó Vladawen con cierta honestidad, aún consciente de cuánto le costaba agudizar su mente para explicar a su interlocutor los pormenores esotéricos de su fe y recibir de él los principios nigromantes que éste buscaba impartirle—. Pero aun feliz como estoy ante el entusiasmo que mostráis, quizá vos si deberíais delegar en alguien para que me atendiera en la próxima jornada. Parecéis estar bastante cansado, y para poder llegar a buen fin supongo que deberé recabar información de muchos miembros del consejo, incluidos los propios grandes maestros, ¿no es así?

—Sin duda —dijo el nigromante de pelo rojizo—. Aunque os advierto que pienso involucrarme en la investigación tanto como pueda. No sólo la encuentro fascinante, sino que supone mi mayor esperanza para un glorioso ascenso.

—Bueno, sólo que no permitas que arruine tu salud casi antes de haber comenzado.

Iprindor suspiró.

—Son las demás investigaciones que llevo a cabo las propensas a eso. A lo largo del día hemos sabido de nuevos e inquietantes ataques que han tenido lugar durante la noche. No salieron a la luz de forma inmediata porque las víctimas estaban en lugares interiores. Más tarde, uno de los Alzados, constructos creados por los Animadores para ayudar en la defensa de la ciudadela, ha enloquecido en el Bajofaust. Ocurre de vez en cuando, pero no suele suceder sin el estímulo de combatir en una batalla. Baryoi y yo hemos estado investigando lo ocurrido.

¿Verdaderamente seré el centro de las sospechas del liche?, se preguntó interiormente el elfo.

—¿Y cuáles han sido los resultados? —dijo en voz alta.

—En realidad ninguno —contestó Iprindor—. Parece como si alguien hubiera levantado una pared entre los espíritus y nuestras adivinaciones. La verdad es que mi maestro no está demasiado contento con todo esto.

—¿Y cómo piensa actuar? —preguntó Vladawen.

—Si no somos capaces de hacer progresos por nosotros mismos —contestó el nigromante—, finalmente acabará dirigiéndose al resto de los nigromantes, a Numadaya y los demás. Pero sólo en último caso, ya que no lo hace muy feliz. Como todos ellos, es muy orgulloso. Claro que de forma justificada. —El joven nigromante se puso en pie—. Con vuestro permiso, señor mío, yo mismo, o alguien en mi lugar, seguiremos atendiéndoos mañana. Que tengáis una buena noche, y guardad cuidado.

El elfo se alzó también y caminó junto al larguirucho hombre hasta la puerta. Entonces trató de acomodarse en la silla de aspecto más mullido, y luego en la cama, pero los últimos comentarios de Iprindor no dejaban de resonar en su cabeza, inquietándolo.

¿Por qué tiene que ser mi misión tan complicada?, se preguntaba. Cada uno de los pasos que tenía que dar se le antojaba tan pesado e inexorable como cualquier maldición que Belsamez hubiera lanzado jamás sobre él.

Cuando sintió el primer atisbo de dolor de cabeza, fue consciente de que seguir inactivo sólo iba a servir para que el malestar acabara apoderándose aún más de su cuerpo. Abandonó la cama de un salto, agarró sus armas y se lanzó hacia el vestíbulo, donde por un momento dudó. Su primer impulso fue el de llamar a Lillatu, a Ópalo, o a ambas. Sin embargo, era posible que estuvieran descansando, reponiendo fuerzas para preparar la excursión ilícita que habían planeado para la noche. Tampoco quería arruinarles el descanso sólo porque él no pudiera reposar.

Confiando en que algo de ejercicio y aire fresco le hiciera bien, incluso a pesar del calor propio de la tarde en el desierto, se dirigió escaleras abajo. En la estancia común algunos hombres dormitaban, aunque ése no era el caso de Andelais. El semielfo se puso en pie, con clara intención de aproximársele.

—Que bien que os encuentre —dijo el druida—. ¿Puedo hablar con vos?

No, pensó Vladawen, y bien podría haber sido esa su respuesta, de no haber sido porque ambos ya habían luchado codo con codo.

—En otro momento, quizá. Me disponía a salir.

—Entonces marcharé con vos, si no os importa.

Parecía que no iba a tener escapatoria.

—Claro que no.

Ambos salieron al calor de la luz del sol. A Vladawen aquello no le incomodaba tanto como podría haberse supuesto. Antes de abandonar Wexland, se había provisto de prendas de paño frío, un tejido algo costoso importado irónicamente del propio Hollowfaust, y cuyas propiedades especiales servían para refrigerarlo. Andelais, por su parte, tampoco parecía estar sufriendo excesivamente los efectos de las altas temperaturas. A pesar del aspecto bárbaro que podrían conferirle su torso y sus brazos desnudos a ojos de los moradores de la ciudad, su estilo era tan práctico como cualquier otro para soportar el duro clima.

Juntos caminaron en silencio durante un rato, y Vladawen, a pesar de lo impaciente que estaba, dio tiempo a su familiar para que ordenara sus pensamientos. Finalmente, Andelais dijo:

—Sé que nuestros credos son diferentes, no obstante, confío en que el vuestro no entre en conflicto con nuestra Madre Denev.

—No lo hace —dijo Vladawen—. Pude encontrarme con ella una o dos veces durante la Guerra Divina. Ella y El Que Permanece congeniaban bien.

—¡Habláis de ello con tanta tranquilidad!

—Bueno, era una época diferente. Un mundo diferente, quizá. ¿Eso era todo lo que querías preguntarme?

—No exactamente. Mis superiores no se encuentran ahora aquí, pero vos sois un sumo sacerdote elfo, y muy sabio, de eso estoy seguro. Necesito consejo espiritual. ¿Podríais escucharme, y mantener en secreto lo que os voy a decir?

A pesar de todas sus taciturnas preocupaciones, Vladawen respondió rápidamente, lleno de curiosidad.

—Sí.

Andelais esperó hasta que ambos pasaron junto a un fabricante de velas, quien, sentado sobre un taburete en su propio porche, y mientras tarareaba una sombría melodía con voz grave, colgaba una cadena hecha de círculos de papel grisáceo con unas calaveras dibujadas y cuidadosamente recortadas por su interior. Entonces en semielfo dijo:

—¿Sabéis lo que es un encarnado?

—He oído antes ese término. Un druida que dice haber tenido muchas vidas, y que puede asumir las formas de dichas existencias a su antojo.

—Yo soy uno. Y más que eso, perdonadme por favor si esto puede sonar grandilocuente, es posible que sea uno bastante importante. Diversos oráculos me han dicho que es vital que recuerde cada una de mis encarnaciones, o quizá algún secreto escondido en una en especial, para que pueda obrar un servicio singular para la tierra en general. —Andelais aguardó durante un instante y entonces sonrió—. Parece que también os tomáis con bastante tranquilidad mi confesión.

Vladawen se encogió de hombros.

—Yo también, supuestamente, llevo sobre mis hombros el peso de un importante destino, y arrastro esa pesada carga en la dirección que algún poder superior ha establecido. De modo que no soy fácilmente impresionable, y supongo que tampoco especialmente escéptico. Podéis continuar.

—Vine hasta Hollowfaust porque sentí que eso iba a poder ayudarme a recordar una existencia que viví en las inmediaciones de este lugar. Conocía la siniestra reputación de la ciudadela, pero aun así no supuse que eso no fuera a implicar más complicaciones. Nunca antes había sucedido algo así. Sin embargo, como bien pudisteis ver, las cosas empezaron a torcerse para mí nada más cruzar la puerta.

—Aquel ataque de pánico.

—Desgraciadamente, eso no fue todo. La noche pasada me escabullí de la posada...

El clérigo levantó una ceja.

—¿Dejando la puerta sin cerrar para que Ópalo la encontrara así, y luego Baryoi lo comentara?

—Sí, pero esperad. Me escabullí porque mi intuición me decía que iba a ser más fácil que recordara durante la noche, y así fue. Cometí dos asesinatos.

Vladawen frunció el ceño.

—Queréis decir que recordasteis unos crímenes que debisteis cometer en una vida pasada.

—Rezo porque así sea.

—Tratad de hablar con más claridad.

—De acuerdo. Lo siento. Como bien sabréis, siete Peregrinos fundaron Hollowfaust. Eran poderosos nigromantes, aunque refugiados, y cada uno llegó aquí acompañado de su propio séquito.

—Eso tengo entendido.

—¿Y habéis oído también que, con el tiempo, dos de los siete empezaron a adoptar prácticas prohibidas y completamente malignas? Cuando los demás lo averiguaron, los enviaron a ellos, y a sus seguidores, al exilio. Sin embargo, las cosas se complicaron demasiado. Los magos "formales" no pudieron coger con vida a todos los delincuentes. Yo mismo me resistí, y fallecí a causa de mi acto de rebeldía.

—Así que has recordado que eras un malhechor. Puedo imaginar que eso debe ser inquietante, pero ¿nunca previste esa posibilidad?

—¡Nunca predije la posibilidad de que una de mis encarnaciones pasadas pudiera apoderarse de mi existencia actual a instancias mías! Los ancianos druidas nunca me alertaron de tal contingencia.

—Supongo —dijo pausadamente Vladawen— que si había un sitio en que podía ocurrir era en Hollowfaust, donde los muertos persisten tan tenazmente.

—¿Pero cómo se explica que haya "persistido" si él y yo somos una misma alma?

—No lo sé —admitió el elfo—. Mi fe nunca se preocupó demasiado en estudiar la trasmigración. Abrazamos otras posibilidades. Creo que lo mejor es que nos ciñamos a los aspectos prácticos. ¿Cómo sabes que este "duplicado" tuyo quiere arrebatarte la vida?

—Hay períodos de mi existencia que soy incapaz de recordar. Y temo que es en ellos cuando él reclama mi cuerpo para su propio uso. En otros momentos, puedo sentir sus emociones y cavilar sus pensamientos en lugar de los míos propios.

Vladawen recordó entonces la inesperada hostilidad con la que Andelais se había dirigido a Baryoi, y sintió un escalofrío que nada tenía que ver con las prendas de paño frío que vestía.

—¿Qué medidas has tomado para mantenerlo controlado?

—Descendí a mis interiores y le hice frente. Combatimos, y aunque no fui capaz de hacerle confesar su nombre, parece que sí obtuve la victoria en un forcejeo crucial por el control de mi ser. Sin embargo, después de eso, tengo una nueva laguna en mi memoria. ¡Pudo aprovechar esos momentos para hacer cualquier cosa!

—O puede que no. Sólo porque estés confundido, eso no significa que pueda salir y hacerse con el control de tu ser verdaderamente. Puede que sólo sea la confusión psíquica, que te aturde. Él no es más que un eco, ¿no? Tiene su futuro sellado.

Andelais resopló.

—Pero es un eco terriblemente alto.

—Pero que terminará apagándose si te limitas a abandonar la ciudad.

—¿Y si no lo hace? ¿O qué pasa si su vida es precisamente la que debo recordar? Os aseguro que no volveré a convocarlo con la misma fuerza que ya lo hice, pero creo que la forma más sabia y segura de actuar es tratar de dominarlo. ¿Podréis ayudarme?

—Quizá —dijo Vladawen reflexionando—. El Que Permanece es un dios del conocimiento. Sus clérigos disponen de sus propias técnicas para domar y comprender fuerzas indisciplinadas que acechan a la psique, y yo estaré encantado de compartirlas contigo. —Entonces se quedó dubitativo, como considerando las palabras que acababa de decir, pensando quizá que estaba siendo irresponsable. Finalmente continuó—. Y es posible también que vos podáis asistirme a mí también.

12

Vladawen exponía su plan a Ópalo y Lillatu, reunidos en la privacidad de sus aposentos. La primera no pudo evitar fruncir el ceño al escuchar los planes del elfo. Como era predecible, la segunda fue más locuaz en su desaprobación.

—¿Has perdido el juicio? —explotó. Los últimos rayos de la puesta de sol atravesaban la ventana, concediendo un vago brillo color sangre a su acero y su guarnición de cuero.

—Espero que no —respondió el elfo—. Recuerda que conseguiste domar a tu dragón. Quizá puedas ayudar a Andelais a subyugar a su espectro mucho mejor de lo que podría llegar yo a hacerlo nunca.

En sus días de princesa terca e irresponsable Lillatu había ofendido a un aquelarre de videntes. Éstos se cobraron venganza al maldecirla con una doble naturaleza; desde ese momento, y de forma periódica, se transformaría en una voraz sierpe. Aquella metamorfosis le costaría pronto su familia, su hogar y su condición social. Sin embargo, con el tiempo logró dominar su otro yo y, finalmente, acabó con él cuando esa fue la única forma de escapar de la prisión mágica en la que Sendrian los había encerrado a ambos. De esa otra personalidad apenas le quedaban ya unas cicatrices casi imperceptibles, dos en la frente y otra tercera en la base de la columna; en los lugares en que había llevado los cuernos y la cola aun en forma humana.

—No me vengas con el cuento de ayudarlo —contestó Lillatu—. Estamos en medio de una misión secreta, y a ti no se te ocurre nada mejor que aliarte con un extraño.

—Queremos contactar con los espectros, y es posible que la noche pasada, en las calles, realmente fuera él quien los atrajese, y no yo. Es posible que vuelva a ocurrir, y puede que sus artes nos sirvan para deslizamos entre los espías de Baryoi. Sin duda el liche nos ha asignado vigilancia.

—¡Pero no podemos confiar en él! ¿Qué ocurre si lo que hizo fue invocar a los espíritus en tu propia cabeza, y además aposta? ¿Quién sabe si realmente su intención era dañarlo a él tanto como a ti? ¿Quién iba a poder diferenciar eso en medio de la niebla?

—¿Y por qué iba él a querer hacerme daño?

—Oh, no sé, ¿por qué alguien le ha pagado para que lo haga? Tus enemigos no andan escasos de fondos, cerebro de chorlito. Pueden permitirse pagar a agentes.

—Mi intuición me dice que Andelais es lo que dice ser, y dado que necesita nuestra ayuda, podemos confiar en que él, a cambio, colabore con nosotros. No obstante, soy consciente de que podría estar equivocándome.

Lillatu frunció el ceño.

—¿Y eso quiere decir qué?

—Pues que debemos vigilarlo de cerca. Supón que está empleando magia para ayudar a los espíritus hostiles a que se manifiesten. Tendría que suspender esa actividad en el tiempo que estuviera con nosotros. Bueno, seguramente podremos ver señales de todo ello en el modo en que espectros y fantasmas actúen frente a él.

—Es un buen razonamiento —contestó la asesina—, pero creo que lo que pasa es que lo has traído porque te sientes culpable. Piensas que si saliste de Wexland arrastrando contigo todos tus problemas, eso es lo que está perturbando la mente de Andelais, y al mismo tiempo invocando a los fantasmas. Por eso te preocupas por cuidarlo. ¡Cometes las mayores atrocidades sin siquiera pestañear, y acto seguido, cuando menos conviene, te vuelves aprensivo!

—Te prometo que no se trata de eso —contestó Vladawen—. En realidad, creo que es más que una coincidencia que Andelais llegara a la puerta de la ciudadela al mismo tiempo que nosotros, y también que yo sintiera la necesidad de proteger su vida. Tengo la impresión de que tiene un papel importante que representar en la gran trama oculta en la que estamos inmersos.

—Ya sé a dónde lleva esa trama la mayoría de las ocasiones —dijo Lilly—. A Belsamez.

—¿Sabía el druida que ibas a contamos todos sus secretos? —pregunto reposada Ópalo.

Vladawen pestañeó.

—Supongo que sería consciente de que tendría que explicaros algo de todo ello para exponeros hasta qué punto está involucrado.

—¿Le contaste que pude ver a Nindom y a otros muertos de Wexland?

—No. No fui demasiado preciso a la hora de explicarle por qué nosotros tres estamos también interesados en investigar las apariciones. Simplemente le dije que estábamos preocupados porque pudieran perturbar el desarrollo de nuestra misión, que pedí ayuda a mi dios, y que Él me dijo que obráramos en consecuencia.

—De modo que estamos ante el inicio de otra relación basada en secretos y medias verdades —dijo Ópalo agriamente—. Al menos pisamos terreno conocido.

—Yo desde luego —dijo Lillatu—. Pues incluso aunque Vladawen esté en lo cierto al proponer que hagamos formar parte a Andelais de toda esta locura, y aunque todo lo que el druida le haya contado sea verdad, eso aún nos deja con el problema de que nuestro amigo es dos personas en una, y sé lo que eso significa. Supone que, en cualquier momento dado, no sabremos quién está entre nosotros en medio de la oscuridad. Así que, si ese bastardo alguna vez te mira de forma extraña, fríelo.

13

La rata correteó de vuelta al agujero que había en el zócalo, y Andelais se puso en cuclillas para hablar con la criatura, como presumiblemente debía hacer en la naturaleza con osos, ciervos y demás animales. Lilly no era ninguna experta pero, mientras observaba la escena, le parecía que el roedor tenía un aspecto particularmente esquelético. Puede que Hollowfaust no fuera el mejor lugar para que prosperase una criatura así, con todo tipo de cadáveres acabando en la montaña humeante de los nigromantes, por lo general sin reaparecer hasta que los magos los dejaban sin carne y los reanimaban.

La rata se abrió paso hasta la salida, y Andelais se enderezó.

—Baryoi tiene apostado uno de sus hombres vigilando la salida de la posada, y otro en la parte trasera.

—Entonces —dijo Lilly— elegiremos la última opción. La plaza de los buhos, con su fuente despidiendo agua a borbotones, era un lugar demasiado expuesto. Incluso aunque ella y sus camaradas consiguieran salir de la posada sin ser detectados al instante, tendrían demasiado difícil ocultarse a partir de ese momento.

—Estoy de acuerdo —se pronunció Vladawen.

Aún dedicaron otro instante más a consultar y finalmente abandonaron los aposentos del elfo y bajaron silenciosamente las escaleras. Incluso Ópalo consiguió moverse con algo parecido al sigilo. Lilly iba detrás de Andelais, a la distancia justa para asestarle una estocada. El semielfo la había dejado colocarse ahí porque era consciente de lo que le pasaba por la cabeza.

Alcanzaron la oscura cocina, y allí trataron de calmarse. En la sala, el cocinero, las muchachas del servicio y los pinches dormían profundamente. Andelais susurró un conjuro y al finalizarlo envolvió con sus dedos el extremo de su bastón. Al soltarlo, una terrible oscuridad emanó de la madera. No era la oscuridad impenetrable que Lilly había visto conjurar a los hechiceros instantes antes. Era menos densa, sólo una sutil penumbra aumentada que, en teoría, podría cobijar a cuatro almas que se arrastraran sigilosamente y protegerlas del escrutinio de un espía sin que éste se percatara de estar observando sencillamente un efecto mágico.

Vladawen aflojó la puerta hasta abrirla, y el grupo se deslizó a través de la rendija. Ópalo la miró fijamente y la cerró; Lilly pudo escuchar como el pestillo volvía a colocarse en su sitio, al otro lado. La maga había prometido sellarla y borrar cualquier rastro de la furtiva salida. Había cumplido con su palabra.

El cuarteto se deslizó entonces hasta la entrada de un callejón. Nadie dio la voz de alarma. O el vigilante no los había visto, o había dado instrucciones de que los siguieran o se informase a Baryoi, en lugar de optar por levantar un revuelo. Me encargaré de vigilar que nadie nos siga, pensó Lilly agriamente. Según sus cálculos, eso le daba cuatro cosas de las que preocuparse, siendo las otras tres las patrullas, los espectros y cualquier pista que pudiera indicar que Andelais estaba a punto de volverse contra sus nuevos camaradas.

En dos ocasiones, el grupo oyó cómo se aproximaban Escudos Negros o especímenes de los vigilantes esqueléticos de Hollowfaust. En la segunda, apenas si tuvieron tiempo de ocultarse y dejar pasar a los centinelas muertos vivientes. Lilly era consciente de que Vladawen podría haber empleado su magia para hacerse pasar por un ciudadano poseedor de un salvoconducto, o incluso haberse hecho invisible. Del enorme despliegue de poderes sacerdotales que había poseído en otro tiempo, apenas le restaban ese par de conjuros y un puñado más. No obstante, esos cambios no hubieran hecho mucho en favor del resto del grupo.

Finalmente, una muralla tan formidable como la que englobaba a toda la ciudad, visible a trozos calle abajo y entre los tejados, apareció ante sus ojos. Sobre su extremo se desplazaba un punto de luz, muy probablemente una lámpara portada a manos de un centinela. Ópalo se asustó y se agachó, pero a Lilly no le preocupó en absoluto. Su experiencia le decía que el guardia muy probablemente fuera incapaz de verlos a esa distancia.

—¿Queréis que vaya como avanzadilla? —preguntó.

—Por favor —contestó Vladawen.

Ella sacudió su cabeza, sin abandonar su sigilo, en dirección a Andelais, urgiéndole al elfo a mantener vigilado al encarnado. Entonces caminó a hurtadillas hasta el muro, siguiendo el camino.

Un breve reconocimiento bastó para revelar las malas noticias.

—Los nigromantes han dispuesto a numerosos soldados en lo alto de la muralla —informó—. Supongo que temerán que los espectros que estuvieron rondando por el Barrio Civil la noche pasada lo hicieran abandonando el Barrio de los Fantasmas, tras hallar alguna forma de escabullir su vigilancia. Deben de estar tratando de asegurarse de que no vuelva a ocurrir lo mismo esta noche.

—¿Hay algún hueco por el que podamos deslizamos? —preguntó Vladawen.

—Posiblemente —contestó ella—. Pero tendremos que ser rápidos y silenciosos.

—Llévanos hasta allí.

Entonces Andelais se transformó en un halcón guadaña para sobrevolar el muro. Por su parte, haciendo uso de un conjuro, Ópalo flotó sobre la pared como una hoja de papel empujada por aire caliente. Complacida por la vista de la muralla, que al menos no era tan pulida y carente de asideras como había esperado, Lilly trepó velozmente. Vladawen ascendía junto a ella, impulsándose hacia arriba haciendo uso de su prodigiosa fuerza.

El peligro se hizo más patente cuando alcanzaron las almenas, en lo alto de la muralla. Agachada en el pasillo que había en lo alto del almenar, Lilly comprobó como los de Hollowfaust se habían esforzado bastante más en alisar la superficie de la cara opuesta, sin duda para dificultar el paso a espectros y demás criaturas. Sin ayuda, ella y Vladawen nunca podrían haber descendido con la velocidad suficiente para evitar ser vistos. La asesina lanzó a Ópalo una mirada solícita.

La maga susurró entonces a una pieza de cuerda enrollada, cuyo extremo pareció cobrar vida. Sintiéndose terriblemente expuesta al peligro, Lilly se asió a la cuerda y descendió todo lo rápido que fue capaz. Vladawen le siguió. Ópalo flotó hasta completar su descenso con tanta delicadeza como había remontado el vuelo sobre la muralla. Cuando ella y sus compañeros alcanzaron tierra firme, volvió a musitar unas palabras a la soga. La cuerda se retorció, cayó al suelo, y luego se enroscó de nuevo.

Lilly miró a su alrededor, tratando de encontrar el lugar más próximo en que cobijarse. Cuando lo avistó, señaló hacia él, y manteniéndose agachada, se escabulló junto al grupo hasta allí. Nadie gritó a sus espaldas, ni tampoco ninguna flecha irrumpió en su camino. Una vez que los viajeros se refugiaron tras una casa, la asesina tomó un profundo aliento, y entonces dirigió su primera mirada de examen al Barrio de los Fantasmas.

A primera vista, en la oscuridad, el contraste con el Barrio Civil era menos acusado de lo que podría haber esperado. En las inmediaciones, al menos, los trabajadores se las habían arreglado para limpiar la ceniza; el principal testimonio que había quedado de la población original de la ciudad, una generación antes de que los Siete Peregrinos la reclamaran para sí. Las calles estaban silenciosas y vacías, pero aquellas que acababan de atravesar al otro lado del muro también lo habían estado, al menos relativamente.

Lilly, sin embargo, aun sin ser elfo ni lanzador de conjuros, podía sentir lo insano del aire. No le resultaba nada difícil creer que, según le habían dicho, aquel barrio solía atraer a muertos vivientes que se arrastraban cruzando todo el país como unos peregrinos más, aunque de carácter vil.

El halcón guadaña descendió en picado desde las alturas para volver a fundirse en la forma de Andelais.

—No he visto a ningún Escudo Negro patrullando las calles —dijo—. Pero divisé una banda de esqueletos. Debemos actuar con cautela.

—¿Viste a algún otro muerto viviente? —preguntó Ópalo.

El semielfo devolvió a la maga una sonrisa extraña, que hizo temblar los dedos de Lilly con la necesidad imperiosa de echar mano a una de sus hojas.

—Ten paciencia —dijo Andelais.

—Vayamos por aquí —entonó Vladawen.

Lilly trató de ver la dirección que indicaba el elfo. Yendo hacia allí tendrían bastantes más posibilidades de escabullirse al amparo de la oscuridad hasta distanciarse lo suficiente de los centinelas que vigilaban lo alto de la muralla.

—Creo que funcionara —contestó por fin la asesina.

Durante los momentos que siguieron, nadie pronunció una palabra. En ciertos instantes, Lilly tenía la extraña sensación de que sus pisadas estuvieran retumbando en calles y solitarias plazas abajo. No obstante, cuando prestaba atención, se daba cuenta de que no era así. Y más inquietante aún, en varios momentos tuvo la sensación de sentir una presencia que los observaba. No obstante, al tratar de buscarla, todo lo que pudo ver fueron las tenues sombras que proyectaban las lunas, la de Belsamez, creciente, como la sonrisa burlona de la Asesina, y la Gris, hinchada a modo la tripa preñada de una mujer que fuera a dar a luz.

Comúnmente, Lilly habría prestado más credibilidad a su intuición, pero, ¿quién podría evitar sentirse observada vagando por un lugar tan fantasmagórico? Centrándose en controlar sus nervios, se comportó como solía hacer cuando algo la afligía; transformando ese sentimiento en furia. Además, como también solía ser costumbre, Vladawen parecía ser una vez más el objetivo más adecuado sobre el que dirigirla.

Y todo era porque, tras arriesgarse lo suficiente hasta llegar allí, ahora se limitaban a dar vueltas esperando que algo ocurriese. A medida que pasaba el tiempo, aquél se evidenciaba cada vez más como un plan estúpido. Su plan estúpido.

—Aquí, fantasmita, ven aquí —dijo ella sarcásticamente. Ópalo la miró y la asesina se encogió de hombros. Era lo más parecido a una disculpa que podía ocurrírsele.

Los exploradores pasaron con sigilo junto a una barricada en ruinas, prueba quizá de que durante uno de los asedios los enemigos de la ciudad habían llegado a adentrarse en el Barrio de los Fantasmas, y que los Escudos Negros, o incluso los estigios, tuvieron que confrontarlos allí. No mucho tiempo después, el grupo vio su camino interrumpido por un cúmulo de magma de vieja factura, aún adherido a una grieta, y que en su fluir se había bastado para sepultar a una manzana entera de edificios bajo su pétreo abrazo. Lilly pensó fugazmente en los salientes de lava de aquellas cuevas cercanas a Burok Torn, donde podía decirse que se había fallado a sí misma y posiblemente, al mismo tiempo, había encontrado su salvación. En ese instante Andelais emitió un sonido que bien podría haberse considerado tanto una risa, un gemido o simplemente una especie de suspiro.

—¿Crees que el hecho de tener a alguien apuntándome con un puñal a la espalda me convierte en menos peligroso? —preguntó—. Creo que no estás confiando demasiado en mí.

Averigüémoslo, pensó Lilly desenvainando su hoja. Emergió tan silenciosamente como correspondía al arma de una asesina, simplemente liberando en el aire un ligero aroma aceitoso que, aún en caso de no estar afortunada, alertaría a Andelais de sus intenciones demasiado tarde.

—¡Lillatu! —espetó Vladawen—. ¡No!

La estaba malinterpretando. A pesar de haber fanfarroneado frente a Ópalo, en realidad no estaba demasiado dispuesta a acabar con el druida de buenas a primeras. Sólo quería limitarse a amenazarlo con su daga.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Sigo siendo... sigo siendo Andelais. Las técnicas que me enseñó Vladawen me están siendo útiles, creo. Pero estoy empezando a recordar.

—¿El qué? —preguntó el sumo sacerdote.

—Celebramos algunos de nuestros experimentos prohibidos encerrados en el interior de nuestros santuarios en el Bajofaust. Pero no todos ellos. Hubiera sido demasiado peligroso, y algunos ni siquiera eran demasiado efectivos allí abajo. De ese modo, periódicamente, trabajábamos en el Barrio de los Fantasmas y, naturalmente, acabamos encontrando los lugares en los que los muertos eran más propensos a manifestarse.

—¿Nos llevarás hasta esos sitios? —preguntó Vladawen.

—Si la Señorita Lillatu se digna dejar de clavarme su arma en la columna...

—No soy ninguna señorita, más bien una asesina a sueldo. Recuérdalo. —Lilly retiró entonces su arma, pero sin dejar de asirla con la mano.

Andelais los condujo paralelos al flujo de la lava para entonces alejarse en ángulo recto. Sin dejar de centrar la mayor parte de su atención en el semielfo, Lilly percibió el modo en que Ópalo cerraba su mandíbula con fuerza, y cómo su enorme cuerpo temblaba de ansiedad, miedo, o ambas cosas al mismo tiempo.

Sin embargo, por un instante, parecía que nada justificaba el anticipado sentimiento de angustia de la chica de campo. Los intrusos pararon su marcha infructuosamente en cuatro puntos que, al menos según Lilly era capaz de apreciar, no parecían presagiar nada más o menos bueno que el resto de los lugares por los que habían pasado en su recorrido por el interior de aquel recinto encantado. No obstante, finalmente, mientras se aproximaban a una nueva plaza rodeada de columnatas a ras de suelo y, en lo alto por balcones conectados entre sí mediante pasillos, una brisa otoñal empezó a susurrar su nombre, y el de Ópalo, y el de Vladawen, éste último con una especial persistencia.

Lánguidamente, como sin prisa por envolverles, una pegajosa bruma blanca ascendió desde los pies de los intrusos. Con la boca seca de terror, Lilly la ignoró para, como el resto de sus compañeros, seguir avanzando.

Cuando finalmente llegaron al centro de la plaza, Ópalo dio un grito. Lo que confirmó a Lilly sus peores temores; la maga había avistado a Nindom.

14

Por alguna extraña razón, quizá relacionada con el hecho de la mayor abundancia de energías de muerte sin domar que había en el Barrio de los Fantasmas y en concreto en aquella zona, Nindom, a los ojos de Vladawen, parecía tener un aspecto más corpóreo que el resto de los espectros de sangre con los que se había encontrado hasta entonces. Parecía estar casi vivo, y apenas una leve translucidez revelaba su condición de espectro. A pesar de las sombras y de las juguetonas volutas de bruma que lo rodeaban, el elfo pudo vislumbrar el gesto despectivo y burlón del enano, la acostumbrada mueca despreocupada que había adoptado tantas veces en vida antes de que El Que Permanece lo reclamara para estar a su lado. Del mismo modo, distinguía también su inapropiada y andrajosa vestimenta, y la abundancia de armas que portaba, con los alfanjes gemelos entre ellas. Las espadas tenían un aspecto bastante sólido, casi como si Nindom hubiera rescatado las originales en lugar de haber creado unas copias a partir de su propia materia ectoplásmica.

El enano permanecía en pie al otro lado de la pequeña plaza. Ópalo dio una zancada hacia él, y Lillatu se adelantó para agarrarla por el antebrazo. Durante un instante, Vladawen temió que la maga se deshiciera de la asesina, pero de momento parecía que había logrado contenerla.

—¿Es que también quieres arrebatarme a mi antigua chica? —preguntó Nindom, dirigiéndose a Vladawen en lugar de a Lillatu—. No es demasiado considerado por tu parte, aunque no sea más que una especie de toro gruñón. —Aquella voz no se diferenciaba en absoluto de esa voz cómica suya que tantas veces había escuchado, y tampoco lo hacía su expresión. Junto a Ópalo, ambos habían discutido y se habían insultado en público como temiendo que el mundo descubriera el amor que se profesaban en privado.

En el callejón sombrío que había a la espalda del fantasma, y también sobre algunos de los balcones, otras sombras se agitaban vigilantes. Era complicado decir cuántas eran, tanto como lo era establecer si su número era constante o si estaban emergiendo más entre la penumbra. Muchas de ellas parecían ser espectros de sangre, como Nindom, mientras que otras debían ser otro tipo de criaturas.

—Amigo mío —empezó a decir Vladawen—. ¿Qué andas haciendo aquí? Nos encargamos de vengarte, aunque Sendrian pueda continuar con vida en cierto modo. Confiábamos en que estuvieras en paz.

Nindom se mofó.

—¿Paz aquí, sacerdote? Somos incapaces de dar con el paraíso que nos prometiste, o el abrazo amigo del nuevo dios a quien prometimos nuestras almas a instancia tuya.

Por favor, pensó Vladawen en vano, esto no. Podría soportar cualquier cosa excepto esto.

—Tienes que ser paciente —dijo en voz alta—. El Que Permanece no tardará mucho en dar contigo.

—Ya veo —dijo Nindom—. No dudamos en entregarnos a la muerte, pero claro, eso no es suficiente. ¿Es que aún debemos seguir teniendo fe y esperar incluso mientras nos pudrimos en nuestras tumbas?

—Así es —respondió Vladawen—. Si es que insistes en verlo de ese modo. Debes confiar en que el dios vendrá a buscarte cuando llegue el momento. Pudiste sentir su amorosa presencia cuando estabas con vida. Hasta que llegue ese momento, las cosas no deberían ir así. Tendrías que estar durmiendo pacientemente. Creo que algún poder hostil ha perturbado tu reposo. ¿Puedes decirme de qué se trata?

En realidad, una vez más, Vladawen ni siquiera estaba seguro de estar en lo cierto. Sencillamente rezaba por no ser el único responsable de que aquellos espectros vagaran de esa forma por la tierra.

Nindom farfulló.

—¿Cuál es el problema? ¿Es que tiene que ser culpa de otro, elfo? ¿Es que no puede ser sencillamente culpa tuya?

—Habéis atacado a gente inocente por toda la ciudad —dijo Vladawen—. Los gallardos camaradas junto a los que solía marchar no actuarían así por propia voluntad.

—Como recordarás —dijo el valiente guerrero—, esos tipos gallardos antes estaban vivos. Ahora ninguno lo estamos, y eso nos ofende. Además, estamos hambrientos, y en un modo que sólo otro muerto puede entender.

—¡Pero debéis resistir! —dijo Vladawen—. He venido hasta Hollowfaust para poner las cosas en su lugar, para abriros las puertas del cielo. Si continuáis matando y atormentando a la gente del lugar, se negarán a ayudarme, y entonces nunca podré lograrlo.

—¿Qué tratas de decirnos? —preguntó Nindom.

Obligándose a no bajar la cabeza, a enfrentarse lo mejor que podía a los ojos fríos y sombríos de sus antiguos camaradas, Vladawen comenzó a explicar.

Cuando hubo terminado, Nindom le lanzó una mirada lasciva.

—De modo que, para sanar a un puñado de elfos enfermos, enjaretaste a Wexland un dios muerto, y nos empujaste a una guerra contra el resto de Darakeene.

—Yo tampoco lo sabía —interrumpió Ópalo—. No hasta después de que Klum firmase la paz. Debes creerme.

Por un instante, la mueca burlona de Nindom cambió en una más delicada y triste.

—Lo sé, querida. Te lo prometo. Después de todo, lograron engañar a una astuta rata de taberna como yo. ¿Cómo no iban a hacerlo con una paleta como tú?

—Fui injusto con vosotros —dijo Vladawen dirigiéndose a los espectros que le observaban—. Oculté el hecho de que mi deidad estaba muerta porque era incapaz de pensar que pudierais haberla rezado de haberlo sabido. Es posible que por ello sea merecedor de vuestro odio. Sin embargo, os ruego que vuestro rencor no os aparte de vuestra única esperanza de redención. Sólo dadme una oportunidad, y me aseguraré de que todo acabe bien.

—Creo que a partir de ahora confiaremos nuestras esperanzas y oportunidades a nuestra propia voluntad —dijo Nindom—. Si esos conceptos pueden tener aún algún significado para unos espectros como nosotros. Ópalo, mantente al margen de todo esto y no te pasará nada. —Moviéndose velozmente, Nindom desenvainó sus alfanjes y se colocó en guardia con todo su antiguo brío.

Al mismo tiempo, Vladawen percibió movimiento a todo su alrededor, y levantó la vista. Oscuras figuran se arrojaban desde los balcones a sus flancos y también a su espalda. Andelais alzó su bastón, Lilly su espada. Ópalo se limitó a quedarse como estaba.

El clérigo se lanzó a encarar a Nindom, que parecía liderar al resto de los fantasmas.

—No quiero que esto acabe así —dijo Vladawen—. Preferiría morir antes que combatir contigo.

—Muere entonces —dijo Nindom arremetiendo contra el elfo.

Lo cierto era que Vladawen no iba a rendirse sin más en medio de aquella emboscada, no con sus camaradas en peligro, no con su dios aún perdido y con los elfos de Termana sin redimir. Invocó lo poco que quedaba de sus poderes divinos y trató de hacer retroceder al muerto viviente, pero su maltrecha magia resultó ser inadecuada ante aquel desafío.

Una vez más, como de costumbre, iba a tener que confiar en su habilidad como espadachín, en la fortaleza que le había otorgado su dios y en su estoque de plata. También desenvainó su puñal que, aunque era de acero común carente de magia, podría servir como amenaza para los enemigos espectrales que embestían contra él. Al menos podría utilizarlo para esquivar los espadazos de Nindom, dado que el fantasma había optado por hacerse con los verdaderos antes de formar otros equivalentes a partir de su propia esencia.

En cierta medida, el enano había disfrutado de un cierto entrenamiento formal como combatiente, pero por lo general había confiado casi por completo en su audacia y agilidad natural, junto con una suerte de tretas que había ido recopilando a lo largo de sus peleas en los bajos fondos. Su acostumbrado viejo estilo se hacía cada vez más evidente mientras lanzaba sus arremetidas, golpeando en alto con su hoja corta y pesada para girar al instante, embistiendo con la otra con un mandoble a la altura de las costillas.

Vladawen repelió el primer ataque con su puñal, colocando su hoja en un ángulo que hiciera resbalar la espada de su contrario, para que ésta rebotara en su guardia con forma de C y se alejara sin causarle daño alguno. Confiando en que la hoja divina no se rompiera a pesar de lo fuerte o directamente que pudiera golpear su contrario, bloqueó la segunda embestida con la guardia de su esbelto estoque, y entonces bajó su punta y la ensartó a través de uno de los muslos de Nindom.

A pesar de la sólida apariencia del espectro, el ataque no pareció surtir mucho más efecto que otros aciertos que Vladawen había tenido en anteriores ocasiones frente a espectros de sangre menos consistentes. Su estoque no encontró resistencia alguna, y el fantasma no vaciló un instante antes de sacudir su cintura y morderle en la mejilla.

Ante aquel frío toque, a Vladawen se le doblaron las rodillas y la cabeza empezó a darle vueltas. Logró liberarse de un salto y se tambaleó hacia atrás. Nindom, mientras tanto, se volvía a lanzar de inmediato tras él, avanzando con furia, como si su pierna nunca hubiera sido aguijoneada. Aquel, en verdad, parecía ser el caso.

Vladawen logró recuperar en cierta medida el equilibrio justo a tiempo para desviar los renovados ataques de la aparición. Su réplica, no obstante, fue demasiado lenta, y Nindom la evitó retirándose unos pasos.

Medio oculto entre la bruma, el rufián comenzó a describir círculos.

—No es tan sencillo enfrentarse en duelo a un muerto, ¿verdad?

De veras que no lo era. Vladawen había dejado de estar aturdido, pero podía sentir que aún estaba más débil de lo que querría. El mordisco de Nindom le había arrebatado una porción de su fortaleza física. Posiblemente, de no haber estado en posesión de una cantidad superior a la normal de ésta, ya estaría yaciendo indefenso en el suelo.

Aquello era tan probable, pensó, como que los demás espectros estuvieran en ese momento lanzándose sobre sus flancos para cogerlo desprevenido. Vladawen volvió frenéticamente su vista a un lado y otro, pero comprobó que parecía no estar ocurriendo así. Al parecer Nindom lo había reclamado para sí.

Eso sólo significaba que sus compañeros debían ocuparse del resto de los muertos vivientes. El elfo no podía volver la espalda a Nindom para comprobarlo, y sólo podía limitarse a escuchar un gran revuelo.

Andelais formulaba un encantamiento. Lillatu bufaba como acostumbraba a hacer cuando asestaba un golpe mortal a un enemigo particularmente odioso o formidable. La asesina gritó entonces en un tono no menos feroz.

—¡Lanza un conjuro maldita estúpida! ¡Acabarán con nosotros si no nos ayudas!

Apremiada, Ópalo recitó unas palabras de poder. Un instante más tarde, Vladawen sintió como una chispa candente le atravesó la espalda; un destello de luz amarillenta inundó la plaza. Su aliada había lanzado sobre él un conjuro de aliento flamígero.

Nindom volvió a embestir lanzando espadazos, y Vladawen trató de pensar en un modo de obligarle a desempuñar sus alfanjes. Aquellas armas, a diferencia del cuerpo de su contrario, eran objetos materiales y por ello debían ser más fáciles de atacar. En caso de poder desarmar al espectro de sangre, podría privarlo de una parte importante del alcance de su capacidad de ataque, aunque eso no resolvería todos sus problemas, no cuando el toque de Nindom era mortífero por sí solo.

Vladawen esquivó hacia un lado el mandoble de uno de los alfanjes, agarró el otro y lo retorció de los dedos del fantasma. Al instante, Nindom echó mano a una daga formada de la misma materia rezumante que constituía su propio cuerpo, y una andrajosa mancha de bruma recorrió su forma. Abriéndose paso entre la niebla, Vladawen trató de acertar con un nuevo ataque. Le seguía pareciendo tratar de ensartar el propio aire pero, en esa ocasión, su adversario lanzó un quejido.

—Ríndete —dijo el elfo.

—¿Por qué iba a hacerlo? —contestó Nindom—. Ya me enviaste en otra ocasión a la muerte, no parece que debiera importarme demasiado. Puede que una segunda ocasión me proporcione descanso, aunque te garantizo que no ocurrirá lo mismo en tu caso. ¿Cuántos miles de habitantes de Wexland han entregado sus vidas a tu servicio, profeta? Te apuesto a que todos ellos están ansiosos de tener una oportunidad de enseñarte lo agradecidos que están.

El fantasma renqueó por un momento, y entonces su progreso recuperó toda su velocidad. Describiendo círculos, esperando mantener alejado a Nindom del alfanje caído, Vladawen volvió la vista para comprobar dónde había ido a parar el arma, pero fue incapaz de divisarlo en medio de las acometidas de la espesa bruma.

De hecho, durante un instante o dos de desesperación, y a pesar de toda su concentración, el elfo llegó a perder la pista del propio rufián, hasta que pudo sentirlo surgir de entre las volutas de bruma, a su izquierda, irrumpiendo desde el más absoluto sigilo para lanzarse en una alocada carrera de ataque. Vladawen giró, retrocedió, y considerando demasiado peligroso tratar de lanzar alguna otra maniobra compleja que desarmara del todo a su enemigo, extendió su estoque para frenar la embestida y dispuso la daga en posición defensiva.

El alfanje de Nindom zumbó describiendo un letal arco, pero no logró alcanzar su objetivo. En cambio, la punta del arma de Vladawen sí logró acertar en el pecho del enano, de haber estado enfrentándose a un contrincante mundano, el propio impulso de su adversario hubiera bastado para acabar de ensartar el arma en su pecho. Durante un momento, Vladawen sintió como su estoque de plata le concedía una idea del peso que soportaba al ensartar a Nindom. Finalmente, la figura del rufián pareció quedarse congelada y volverse borrosa, como si estuviera a punto de fundirse con la bruma que la rodeaba.

La magia crepitó y chisporroteó, llenando el aire de un hedor acre. Ópalo entonó un cántico, y los muertos aullaron llenos de odio. Vladawen distinguía con el rabillo del ojo a un espectro de sangre que se asía a lo que, por un instante, le había parecido ser una esbelta muchacha ataviada apenas con un harapiento vestido de piel de animal. Ágil como un guerrero, la chica esquivó el ataque. Entre crujidos, lo que hasta ese momento había sido su larga cabellera se enroscó alrededor de su propia cabeza hasta constituir una serie de apéndices prensiles, que lanzó en dirección al insustancial cuerpo del espectro. En ese instante, sus ojos ardieron con una llama verde. Vladawen supuso que debía tratarse de alguna clase de espíritu de los bosques convocado por Andelais.

Entonces algo sollozó, aulló y deliró directamente al oído del elfo, o al menos eso le pareció a Vladawen. Aquel sonido repentino era más que alarmante. Parecía revolverse en su cabeza, nublándole la razón y envolviendo su determinación en el más ciego pánico. Luchando contra el terror y la desorientación, Vladawen dio trompicones de un lado a otro. Una sombra hecha jirones flotaba frente a él, sacudiendo unas amorfas manos. Puede que Nindom, haciendo creer a su adversario que estaba inmerso en algo parecido a un genuino duelo entre vivos, reservara aquella aparición para que luchara por él en caso de necesitarlo.

Aullando, Vladawen lanzó una estocada tras otra contra su oponente. La sombra se disolvió y cesó por fin su parloteo, pero para entonces el elfo estaba tan desorientado que apenas era capaz de recordar qué había transpirado momentos antes de aquel ataque. No obstante, había bastado para hacerle perder la cordura.

Nindom, herido, se había desvanecido hasta convertirse en algo tan brumoso y casi indescifrable como los demás espectros de sangre comunes. El enano dejó caer el alfanje que aún asía, pero volvió a atacar. En su embestida blandía la daga espectral, casi un rayo de luz blanquecina que empuñaba a la altura de la cintura. Al mismo tiempo, alzaba la mano para tratar de agarrar a Vladawen.

Esforzándose por zafarse del empuje de su contrincante, Vladawen no vio lugar para súplicas, una retirada en la distancia, o cualquier otra cosa que no fuera la más básica defensa adecuada a la situación. Retrocedió medio paso y entonces, aprovechando la ventaja que le concedía el mayor alcance de su arma plateada, lanzó una estocada hacia el pecho de la aparición.

Nindom se tambaleó, aparentemente atravesado con éxito. Entonces la voz de un vivo gimió, y Vladawen se volvió para ver a Ópalo observando la escena, junto a Lillatu. Si es que estaban libres de oponentes a los que enfrentarse, entonces la batalla había terminado.

Nindom giró con esfuerzo su cabeza para dirigir su mirada a la maga.

—Deberías haberte quedado al margen —murmuró—. Podría haber sido la solución que ambos andábamos buscando. —Finalmente, se desvaneció, y Ópalo comenzó a chillar.

Vladawen pensó que podía decirle que Nindom estaba por fin descansando realmente. Puede que incluso fuera cierto. Pero se sentía demasiado desdichado, demasiado deshonesto para tratar de ofrecer ningún tipo de consuelo a la maga.

Miles de ciudadanos de Wexland enviados a las sufrientes filas de los agitados muertos vivientes... ¿y todos dispuestos a ajustar cuentas con él? Todo aquello, por tierra y por mar; la idea era tan terrible como la devastación que, sin querer, había suscitado entre sus compañeros elfos al acabar con Chern.

De repente, Lillatu volvió la vista a un lado y otro.

—¿Dónde está Andelais? —gritó.

15

Los túneles se hacían más y más fríos a medida que Baryoi descendía. El liche avanzaba junto a las conducciones de cerámica que solían discurrir por corredores, rampas y escaleras. Las gélidas temperaturas parecían no molestarlo en absoluto. Lo poco que quedaba de su carne momificada era inmune a tales incomodidades. Apenas si percibía un cambio en las sensaciones, que le valía para verificar su avance.

Las ocasionales volutas de bruma, engendradas en los lugares en que algún Anatomista o Animador había encendido una fuente de calor para combatir el gélido ambiente, igualmente servían de testimonio a Baryoi de que efectivamente estaba descendiendo a través de las profundidades de la montaña, como también lo hacía el mayor número de estigios y guardias esqueleto que lo miraban al pasar. No es que necesitara en realidad de tales indicadores, pues tras más de un siglo de existencia, con apenas un ápice malgastado en horas de sueño, ¿quién podría conocer el Bajofaust mejor que él?

Aun así, aquel lugar todavía le deparaba alguna que otra sorpresa. Y eso fue lo que sucedió cuando llego a la cámara que era su destino y abrió unos grandes cajones, emitiendo un fuerte sonido que retumbó en las paredes de la estancia. A diferencia de cómo habían estado unas pocas horas antes, aquellos receptáculos estaban ahora vados.

Baryoi se apresuró a encaminarse hasta un pequeño despacho, calentado por las emanaciones de una caja encantada de hierro y adornado con tapices, una gruesa alfombra y otros lujos importados del exterior. De haber sido proclive aún a los impulsos humanos, podría incluso haberse estremecido o haber suspirado al comprobar quién estaba reclinado tras el escritorio. Rechoncho, con el tic de una sonrisa fácil en su rostro, Mabbick era un oficial Anatomista que había alcanzado una suerte de estatus preferente de empleado glorificado gracias a sus grandes estudios y avances en materia nigromántica. El liche lo consideraba poco dado a situarse con claridad del lado de uno u otro personaje, incluso de los propios grandes señores. A un lado, en lo alto de una pila de papeles medio abandonados, había aposentado un familiar especialmente valorado, y que debería haber pertenecido a un mago más reputado. Se trataba de uno de esos menudos lagartos verduzcos que recibían el nombre de dracones.

Mabbick se puso en pie al ver a Baryoi.

—Consejero —dijo.

—Hoy mismo, durante el día —sé apresuró a decir el liche—, Iprindor y yo estuvimos examinando los restos de una patrulla asesinada.

—Eso fue antes de que yo entrara en servicio —dijo el oficinista, como indicando veladamente que, si algo no había ido bien, nadie podría culparlo. Su rolliza figura se removía como pidiendo a Baryoi que le concediera volver a sentarse.

—El caso es que esos cuerpos han desaparecido —dijo el maestro de la corporación.

—¿De veras?

—Así es —espetó Baryoi—. Quiero una explicación a eso.

—Claro, claro. —De haber estado solo, Mabbick no habría dudado en ordenar a su dracón que hiciera arder los documentos del registro de aquellos cadáveres. En lugar de ello, habló con voz suave a la criatura, y le hizo cosquillas, como una abuelita orgullosa que instara a su garito a hacer alguna gracia. Entonces tomó los papeles que ocupaban la parte superior de la pila, y empezó a pasarlos—. A ver, a ver, aquí dice que vos mismo los liberasteis.

—Entonces —dijo Baryoi—, el problema es ¿dónde están ahora?

El oficinista se encogió de hombros.

—Supongo que estarán siendo limpiados.

—Tienes cadáveres que llevan almacenados varios días. ¿Cómo es que precisamente esos se han saltado el orden?

—En realidad lo desconozco. Es un bocado suculento que puede haber atraído la atención de algún experimentador. De cualquier modo, los Alzados suelen cortarlos en pedazos, ¿no es así? Apenas tienen la esperanza de animarlos intactos. Puede que alguien pensara que ocuparían menos espacio en el almacén si eran retirados para ser preparados sin más demora.

Claramente, aquel hipotético alguien no hacía referencia a Mabbick. El conserje era incapaz de mostrar tal iniciativa.

—Llévame hasta donde están los cadáveres —dijo Baryoi.

Mabbick se hizo el remolón, hasta que su tic hizo aparecer de nuevo aquella sonrisa en su rostro.

—Sólo tenéis que descender por las habitaciones de limpiado.

Baryoi se estiró, observó a través de las cuencas vacías de los ojos a su interlocutor, y se cubrió para dotarse de un aspecto más malévolo y cruel. Mabbick se encogió.

En realidad Baryoi no disfrutaba representado ese papel de liche demoníaco propio de los mitos populares. Al fin y al cabo, no era más que la desafortunada víctima de un asesinato y el consiguiente experimento. Ya estuviera dentro o fuera del Bajofaust, no era proclive a reafirmar la idea de que la nigromancia era una práctica intrínsecamente siniestra cuando, en realidad, era sencillamente un arte tan útil como lo podían ser muchos otros. Sin embargo, Mabbick había agotado su paciencia.

—Mostradme el camino —dijo el maestro de la corporación—. Ahora.

Mabbick, con la cara pálida a pesar de la confianza que tenía con su superior y de su conocimiento de la magia de Hollowfaust en general, se apresuró a obedecer, caminando de forma patosa aunque a un trote razonable.

Tal y como Baryoi había esperado, por fin le iba a encontrar una utilidad a la familiaridad que Mabbick mantenía con las rutinas que dominaba, aun ejercidas de mala gana. El oficinista lo guió con certeza a través de un laberinto de salas de limpieza, almacenaje y ensamblado, hasta acceder a una cámara en la que una masa de lustrosos escarabajos de color negro se agitaba y arremolinaba en el fondo de una caldera caliente que ocupaba en centro de la estancia.

Baryoi miró a los insectos con desilusión.

—¿Así cómo vamos a encontrar algo de interés? Ahuyéntalos —dijo.

Mabbick parpadeó.

—No es ése el procedimiento habitual.

—Si no sabes cómo hacerlo —respondió el liche—, dímelo y acabaré con todos. Y si alguien me pregunta los motivos, les diré que hablen contigo.

—No —dijo Mabbick—. Supongo que puedo hacerlo. Es sólo que es algo irregular. —El empleado cerró los ojos por un momento, probablemente tratando de ordenar sus ideas. Entonces recitó una especie de hechizo especial, con una facilidad de la que Baryoi nunca le habría imaginada capaz. La magia gemía y temblaba surcando el aire, y los escarabajos treparon por las paredes del pozo hasta los agujeros que daban paso a sus nidos, descubriendo los burdos restos de cuerpos ensangrentados de los que habían estado alimentándose.

Baryoi descendió de un salto hasta el pozo, y empezó a examinar con más detenimiento los residuos que albergaba. Aquello era más raro de lo que había imaginado; algunas de las pistas más reveladoras no estaban en la maltrecha carne, sino en los propios huesos.

Al trepar de nuevo al exterior del pozo, habría fruncido el ceño si su espectral rostro se lo hubiera permitido. Consciente de su humor, aunque no de las razones subyacentes, Mabbick repitió de nuevo:

—Vos mismo los liberasteis.

—Comprobémoslo. —El liche extendió su mano esquelética, y Mabbick, que aún asía el documento en cuestión, tras dudar un instante, se lo pasó.

16

Jadeando por el esfuerzo de la batalla recién concluida, Lilly miró a su alrededor justo a tiempo para distinguir a una encapuchada figura envuelta en una capa holgada, que se alejaba a grandes zancadas a lo largo de uno de los pasillos elevados.

—¡Andelais! —gritó.

De ser él, no la oía. La sombra giró por una esquina y desapareció de la vista.

Lilly giró en dirección a Vladawen y Ópalo. En otro tipo de circunstancias, la tristeza que presenció en sus rostros lo habría hundido allí mismo.

¡Pero no era el momento de estar así, maldición! Había demasiadas cosas en juego. Sin duda aquel combate habría causado gran revuelo. En cualquier instante podrían llegar más muertos vivientes, ya fueran rebeldes o en forma de patrulla de esqueletos; el caso es que alguien acudiría a investigar. Y aunque Andelais había parecido ser un camarada leal y capaz a la hora de repeler a los espectros de sangre, ¿quién podía saber qué estaba pasando por su cabeza en aquellos momentos? Bien podrían verse obligados a tener que defenderse también de él mismo, o arrebatarle de las garras de un nuevo peligro.

—¡Venga! —dijo—. Tenemos que salir de aquí. Debemos ir detrás de ese hijo de perra.

Vladawen negó con la cabeza.

—Creo que...

Lilly lo abofeteó con fuerza.

—Piensa en ese estúpido dios tuyo —dijo—. Es lo que siempre te ha preocupado, así que no te desentiendas ahora.

Entonces sus extraños ojos color negro y plata parecieron centrarse.

—Está bien.

Lilly se volvió hacía Ópalo.

—Estoy lista —gruñó la maga evitándose la correspondiente sacudida—. ¿Por dónde dices que se fue el druida?

Señalando con la punta de su espada, Lilly indicó la hilera correcta de balcones, y la escalera de caracol que conducía hasta ella.

—Nosotros dos subiremos hasta allí —dijo Vladawen—. Ópalo, por ahora, nos seguirá desde el suelo.

Mientras la asesina y el elfo ascendían por las escaleras, Lilly se percató de que Vladawen no estaba subiendo aquel trecho con su acostumbrada celeridad.

—¿Te encuentras bien? —dijo al llegar a lo alto, e instantáneamente se arrepintió de haber formulado aquella pregunta.

No obstante, para su alivio, Vladawen había entendido el sentido de su pregunta, sin importar las emociones que la aparición de Nindom y su posterior destrucción hubieran podido suscitar en él.

—El espectro me arrebató parte de mi fuerza —dijo con total naturalidad—. Pero estoy seguro de que volverá. Sigue avanzando.

Ambos escudriñaron umbrales y ventanales oscuros en busca de su presa hasta que un chillido de Ópalo les hizo salir a toda prisa. Ahora debía señalarles la dirección, y tras un instante, se percataron de qué era lo que había atraído su atención; un león enorme, silencioso y sigiloso a pesar de toda su majestuosidad, descendía desde lo alto de otra escalinata. De hecho, casi había alcanzado ya el suelo. Lilly supuso que debía tratarse de Andelais, bajo otra de sus "formas de vida pasada". Su aspecto parecía ser excepcionalmente peligroso, aunque no necesariamente para un espectro de sangre. Esto último podría explicar por qué el druida no había adoptado esa forma en medio de la trifulca que acababa de terminar.

Ópalo levantó la vista como preguntando si debía arremeter contra la bestia. No obstante, el animal no los estaba amenazando, al menos no aún, y Vladawen negó con su cabeza en una señal que podía ser interpretada tanto de negación como de incertidumbre. Fuera como fuese, sirvió para disuadirla mientras el terrible león continuaba su descenso, hasta que de forma repentina cubrió de un salto los escalones que aún le quedaban por descender. Rápido como un rayo, o eso le pareció a todos, Andelais se abalanzó hacia la calle.

Lilly pensó entonces que si la aflicción psíquica del encarnado le había hecho enloquecer, entonces, desde una perspectiva meramente pragmática, aquella era una ocasión excelente para dejarlo seguir su propio caminó. Vladawen, sin embargo, tenía otros planes; bajó hasta la calle a la carrera, de forma increíblemente temeraria, y entonces cargó contra el felino gigante, aun con la certeza de que no podría atraparlo, pero esforzándose al máximo por conservarlo a la vista. Lilly y Ópalo siguieron sus pasos a toda prisa.

Los ojos humanos de Lilly casi apenas podían seguir el rastro de Andelais en la noche, y sólo un brillo rojizo qué se divisaba a lo lejos le facilitaba la tarea. Con el corazón en un puño y los pulmones ardiéndole de dolor, la asesina pudo atisbar una vista tan extraña como cualquier otra que pudiera haber encontrado hasta entonces en Hollowfaust. Se trataba de otro nuevo espacio abierto ocupado por una fuente, aunque ésta en particular representaba la talla de unos elfos cuyas figuras se entrelazaban con las de unas serpientes. La peculiaridad del artefacto estribaba en que escupía llamas en lugar de agua.

Andelais había logrado alcanzar ya casi el extremo opuesto de aquella plaza de aspecto infernal cuando un aullido estremecedor retumbó por toda su superficie. El semielfo, aún en forma de león, frenó en seco al comprobar como unas figuras oscuras, empequeñecidas ante la enormidad de su propio cuerpo felino, se abalanzaban hacia él.

—¡Más rápido! —jadeó Vladawen.

Lilly trató de cumplir sus órdenes, pero sentía que estaba a punto de morir en el intento. Entonces algo le pasó rozando la nuca, enganchándosele en el cabello, que llevaba corto, y retorciéndoselo al pasar zumbando junto a su espalda. Al volver la vista, vio a la criatura que le había lanzado la flecha que a punto había estado de alcanzarla; era un hombre rata. Había tenido suerte de que el proyectil no le hubiera perforado la garganta.

El rátido que la había atacado no era el único arquero listo para atacar. Dos más lo acompañaban, y estiraban ya las cuerdas de sus arcos. Vladawen disparó a uno de ellos con su ballesta, y Ópalo se ocupó de su compañero y de la criatura que había apuntado a Lilly con sendos proyectiles de luz. Los tres cayeron derribados.

Ópalo, Lilly y Vladawen se apresuraron entonces a cruzar junto al ondeante rugir de las llamas de la fuente. En ese momento, otro rátido jorobado, de pelo corto y ojos redondos y brillantes como híbridos entre los de un roedor y un humano, se abalanzó frente a ellos para frenarles el paso. Al menos, pensó Lilly con tristeza, aún estaban vivos. Y, a pesar de lo repugnantes que eran, prefería enfrentarse a aquellas criaturas antes que a otra banda de muertos vivientes.

Percatándose de que había tres o cuatro hombres rata más en disposición de interceptarlos, la asesina y Vladawen trataron de colocarse entre el engendro de los titanes que les cortaba el paso y Ópalo, con intención de proteger a la maga de los peligros del cuerpo a cuerpo, como era costumbre con los guerreros al proteger a un mago aliado. Entre parloteos y chillidos, salpicones de saliva brotando de sus bocas y un horrible hedor, los rátidos se lanzaron en un ataque de terrible frenesí. Mientras se esforzaba por olvidar la fatiga y enfrentarse a sus contrincantes con una ferocidad al menos equivalente, Lilly se dio cuenta de que la maga había dejado de conjurar magia. En esta ocasión no iba a culparla. Suponía que, exceptuando conjuros menores de sigilo, levitación y oportunidad que le permitiesen ocultarse junto a sus camaradas, pasar desapercibida pegada a una pared, e introducirse todos juntos en la posada sin ser detectados, Ópalo a esas alturas debía de haber agotado ya casi todo su poder.

Eso dejaba la defensa de la situación en manos únicamente de Vladawen y de ella misma. La asesina esquivó una diestra estocada de una espada corta, fintó para lanzar su contraataque y entonces se zafó para asestar una estocada a su contrario en pleno pecho escuálido. Las rodillas del hombre rata temblaron, y Lilly retiró inmediatamente la hoja de su carne, giro y lanzó otro tajo a un ser que amenazaba a Vladawen. La criatura debió de ver el brillo de su hoja con la esquina de sus ojos redondos y brillantes, porque trató de retroceder de un salto. Sin embargo, no fue lo bastante rápido. La hoja se fue a clavar en la unión de su cuello y sus hombros. Entretanto, ahora era el brillo del estoque plateado de Vladawen el que tintineaba de un lado a otro, acabando con la vida de un rátido más. Habían logrado librarse de sus enemigos.

Sin embargo, eso sólo significaba que apenas tendrían tiempo para tomar una bocanada de aire, de ese aire caliente de las cercanías de la Fuente de fuego, y lanzarse rápidamente a la carrera. Frente a ellos, el león terrible se esforzaba por defenderse de los hombres rata que le lanzaban tajos y trataban de ensartarlo, mientras se tambaleaba como un borracho. Lilly esperaba que Andelais no hubiera sufrido ya alguna herida mortal o un golpe de consecuencias fatales.

Con la intención clara de alejar a algunos de los rátidos del objetivo que les ocupaba, Vladawen, sin dejar de correr, logró encontrar la energía extra que necesitaba para lanzar un grito de guerra élfico. Funcionó. Dos simientes de los titanes embistieron a Lilly y se enzarzaron con ella en otro intercambio desesperado de golpes. La asesina lanzó un mandoble a la ingle de uno de sus contrarios y entonces, por fin, el grito del clérigo pareció despertar la furia en Andelais. Bramó, se giró con una velocidad inusitada para un animal de su tamaño, y dio cuenta de cada uno de los contrarios de un solo golpe, incluyendo el que aún se enfrentaba a Lilly. No obstante, tan pronto como hubo finalizado, se derrumbó sobre su barriga ensangrentada y llena de tajos.

Lilly miró a su alrededor, asegurándose de que todos los hombres rata hubieran muerto realmente o al menos hubieran huido. Vladawen y Ópalo se agacharon junto al gigantesco león, cuyo cuerpo se contrajo abruptamente y se desdibujó hasta adoptar la forma familiar de semielfo, cicatrizando alguna de sus heridas en el proceso. Tras asegurarse de comprobar si sus camaradas necesitaban con más urgencia su ayuda en el mismo sentido, Andelais lanzó sobre sí mismo un par de conjuros sanadores.

Aunque había sentido verdadera preocupación por él apenas unos instantes antes, Lilly lo observó con ojos recelosos. Finalmente le preguntó:

—¿Por qué te escabulliste?

Andelais sonrió cansinamente, casi como si, después de la terrible experiencia que habían pasado juntos, aquella continua desconfianza le doliera. O era sincero o un excelente mentiroso.

—Crees que el nigromante, mi otro yo, me tenía controlado.

—¿Es así? ¿Estás ahora bajo su control? ¿Te obligó a conducirnos a una emboscada?

—No tenía ni idea de que estos hombres rata estuvieran aquí, y ya viste que me hirieron tanto o más que a cualquiera de vosotros, incluso aunque veo que, querida chica, te sangra la nuca. Deberías dejarme echar un vistazo a eso.

—No es nada. Igual que tus heridas, ya he visto que gracias a tus poderes de curación no han sido graves.

—Te aseguro que podrían haberlo sido. Así habría ocurrido si vosotros tres no hubieseis acudido a toda prisa en mi socorro. Una vez más estoy en deuda con vosotros.

—Sólo dinos a qué estabas jugando.

—De acuerdo —entonces se puso en pie—. Al finalizar el combate con los espectros, que por cierto ahora que lo pienso parecían ser fantasmas con alguna clase de vínculo especial con vosotros, seguía siendo yo mismo. Sin embargo, entonces recordé algo de la vida de mí duplicado; justo tras uno de aquellos balcones se escondía la habitación en la que mis amigos y yo solíamos trabajar en nuestros conjuros ilícitos, convocando a espectros y espíritus en la plaza a ras de suelo. Levanté la vista, y me pareció ver a alguien merodeando allá arriba, tanto como vosotros me visteis a mí.

—¿Se trataba de alguien vivo o de un fantasma? —preguntó Vladawen.

—Un hombre con vida —contestó el druida—. Creo que trataba de escabullirse. Imaginé que si le gritaba que se quedara quieto, o que si se percataba de que os revelaba su posición, echaría a correr. Así que me arrastre tras él. Por desgracia, debió avistarme igualmente porque de algún modo, imagino que mágicamente, logró poner distancia de por medio entre nosotros dos. Contraataqué convirtiéndome en león. Supuse que eso bastaría para darle alcance, o que me permitiría seguirle el rastro con el olfato. El problema fue que mientras trataba de darla caza, algo o alguien lanzó un alarido terrible. Confieso que me amedrentó. Me quede helado. Entonces aquella figura escapó a toda prisa, y esos hombres ratas surgieron desde las sombras para tratar de matarme.

—Transfórmate de nuevo —dijo Vladawen—. Síguele ahora el rastro.

—No puedo —dijo el druida—. Aquí, en el plano físico, sólo puedo convocar al león terrible, y en igual caso al halcón guadaña, una vez al día. Incluso aunque pudiera, todos estamos exhaustos, y vosotros tres habéis sufrido un fuerte trauma. La dama Ópalo y yo mismo hemos consumido ya gran parte de nuestra reserva de conjuros. Seguir adelante no es demasiado buena idea.

El elfo frunció el ceño.

—Tienes razón. Muéstranos entonces la estancia que mencionaste antes. Nos ocuparemos de examinarla.

El apartamento estaba en tinieblas, y era iluminado únicamente por el pálido brillo de la luz de las lunas que entraba por la ventana. Aun así, un vistazo bastó para descubrir su semejanza con el santuario en el que Lady Gasslander había obrado sus prácticas nigromantes. Lilly vio la misma clase de ídolos negros de los titanes Meso y Mormo, así como una figura de Belsamez en su forma de bruja buitre; juntos, los tres patrones de la más vil brujería. Al mismo tiempo, alguien se había dedicado a dibujar en el techo, suelo y paredes símbolos de aspecto siniestro y varios tentáculos. Además, en el suelo, yacían también apiladas una serie de varitas de hueso, dagas serradas, cálices ensangrentados y otros artefactos destinados a tomar parte en los rituales. Aquel espacio cerrado apestaba al olor acre del incienso.

—¿Alguno de vosotros ha lanzado algún conjuro recientemente? —preguntó Vladawen.

Ópalo musitó un hechizo sencillo.

—Desde hace dos días, no puedo ir más allá de eso.

—¡Eso es ir más allá! —dijo Lilly—. ¡No lo veis! Eso prueba que... —Aquello probaba que no era sólo el resentimiento hacia la velada falsedad de Vladawen lo que había provocado que los nativos muertos de Wexland se manifestaran allí en Hollowfaust. No obstante, cambiando su habitual concepto de la virtud del tacto, Lilly pensó que no debía exponer su teoría de una firma tan seca—. Eso prueba que alguien anda tras nuestros pasos. Nos persigue un enemigo que nos arroja fantasmas desde el éter. Si somos capaces de dar con él y frenar sus acciones, todo volverá a la normalidad.

—Supongo que sí —suspiró Vladawen—. Será mejor que registremos el lugar.

Y así lo hicieron, y para disgusto de Lilly, no encontraron nada que relacionara el trabajo llevado a cabo en aquella habitación con algún nigromante en particular, ni tampoco alguna razón que aclarase el motivo por el que su anterior ocupante, al descubrir ellos su morada, la abandonara sin más.

Aún incapaz de mostrarse desacostumbradamente optimista, la asesina se pronunció:

—Al menos hemos avanzado en nuestras pesquisas, y si somos capaces de averiguar el nexo de unión entre el enemigo y los hombres rata, entonces podremos llegar realmente a algo.

—Puede que tengas razón —dijo Andelais con una nota fantasiosa en su voz—. Se cobijan en las profundidades de la montaña, muy por debajo del Bajofaust, allí donde la lava aún fluye. No obstante, incluso mis propios hermanos y yo mismo... Quiero decir que esos atrevidos nigromantes no han llegado siquiera a establecer relaciones comerciales con ellos.

—Tendremos eso en mente —dijo Vladawen. Entonces se dirigió hacia la ventana y echó un vistazo al cielo, probablemente tratando de establecer la hora que era—. Pero ahora creo que lo mejor será regresar a nuestros aposentos. —En ese momento miró a Ópalo—. Eso suponiendo que tú y tu magia estéis listos.

—Por supuesto.

La maga giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.

17

Iprindor se sentía febril y patoso mientras ascendía por la falda de la montaña. Sin embargo, era de naturaleza robusta y confiaba en que realmente no llegara a ponerse enfermo. Suponía que debía de ser todo el ajetreo al que había estado sometido en los últimos días, que le estaba pasando cuentas. Había estado prescindiendo del sueño últimamente, y el día anterior había sufrido un trauma muy desagradable.

Sacó una pequeña botella de cristal tallado de uno de los muchos bolsillos de su túnica y sorbió el líquido de su interior. El sabor amargo le hizo torcer el gesto. Si continuaba con sus escapadas como había hecho en el último par de días, llegaría un momento en que no podría evitar empezar a temblar y sudar como un borrachín privado durante demasiado tiempo de su bebida. No obstante, aquel brebaje le había despejado la cabeza al menos momentáneamente, y eso era todo lo que necesitaba.

Justo cuando estaba disponiéndose a reanudar su marcha, una fracción rectangular del aire comenzó a brillar y la familiar figura de una calavera que conocía bastante bien atravesó el portal mágico. Atónito, Iprindor se sobresaltó y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer por la cornisa.

—Cuidado —dijo Baryoi. La luz se estrechó entonces hasta convertirse en una fina línea, y se desvaneció al tiempo que la brecha en el espacio se selló tras su paso—. Deberías ir con un farol si te vas a dedicar a deambular por aquí arriba después del anochecer. En caso contrario es muy posible que resbales y te caigas.

—Empleaba un simple conjuro para mejorar mi visión en la oscuridad —dijo Iprindor—. Es menos engorroso que transportar un farol.

—Sin duda. —Con su holgada capa y su capucha removidas por el gélido viento de la noche, el mago muerto se aproximó caminando a Iprindor—. Fui hasta tus aposentos con la esperanza de mantener una charla contigo. De haber estado dormido, como más o menos esperaba que hubiera sido, no te habría molestado. Pero, como no lo estabas, lancé uno de mis conjuros para seguirte el rastro hasta aquí. Espero no interrumpir nada.

—Ni mucho menos. Maestro —dijo Iprindor—. No podía dormir, de modo que subí hasta aquí para pensar.

—Mientras contemplabas nuestra orden al completo —dijo el liche—. Es una vista impresionante, ¿verdad? —Baryoi bajó la vista hasta la ciudadela cobijada al pie de la montaña. A pesar de la distancia y de la penumbra, Iprindor era capaz de distinguir las murallas, las imprecisas formas de los grandes edificios y el curso del Río Silencioso, esa especie de gran cuchillo de magma solidificado que se adentraba en el Barrio de los Fantasmas. Se preguntaba cuánto más podría ver Baryoi. De hecho, supuso que él mismo debía pensar eso respecto de él.

—Percibo más luces que de costumbre —dijo el nigromante vivo—. La gente ha seguido vuestras instrucciones.

—Eso no disuadirá a los muertos vivientes enloquecidos por mucho más tiempo —dijo Baryoi—. Debemos esperar que nuestros compañeros de la corporación y soldados puedan retenerlos, ahora que estamos sobre aviso. Puedo sentir cómo están sucediendo nuevos incidentes, ¿tú no?

—Si sugerís que deberíamos bajar allí en persona —dijo Iprindor— para combatir la plaga, yo mismo me ocuparé. ¿Podréis transportarnos?

—Me malinterpretas —dijo Baryoi. El intermitente viento susurrante condujo hasta él el agrio y seco olor de su cuerpo marchito—. Sin importar cuan grave sea la crisis, nadie puede, bueno, al menos ningún mortal, trabajar sin descanso sin que eso le pase factura. Creo sencillamente que deberíamos hablar una vez hayas descansado, y esta montaña será un buen lugar para hacerlo. En privado. Incluso en pleno Bajofaust, protegidos bajo capas de encantamientos de silencio, corremos el riesgo de ser presa de algún curioso excepcionalmente sagaz.

Iprindor tragó saliva.

—¿Y sobre qué deseáis hablar exactamente?

—Impulsado por el descontento, supongo, volví a echar un segundo vistazo a la patrulla asesinada, pero sólo para descubrir que los cuerpos desmembrados ya no estaban en sus receptáculos. Ese gordito de Mabbick me dijo: tos los liberasteis. Y en cierto modo había sido cierto, pues cuando me presentó el documento, hallé en él vuestra firma.

—¿Es qué obré mal? Podría jurar que vos mismo me dijisteis que estábamos de acuerdo.

—Así es. Sencillamente me sorprendió un poco que, en medio de todas tus ocupaciones, te molestaras en ayudar a ese baboso a poner al día su papeleo. Además, continuando con ese inusitado celo, alguien se encargó de llevar esos restos a los escarabajos. Nadie admite haberlo hecho, ni tampoco haber visto quién lo hada. Hipotéticamente hablando, si yo hubiera querido acometer esa tarea de forma velada, hubiera ordenado a un guardia esqueleto hacerlo. Tal criatura no informaría a nadie más de las órdenes que le hubiera podido dar, y tampoco recordaría con el tiempo qué fue lo que le pedí hacer. Además, ¿quién presta atención a tales autómatas en sus tareas diarias?

Iprindor frunció el ceño.

—No entiendo a dónde queréis llegar.

—Simplemente comparto mis frustraciones con vos, aunque debo reconocer que las últimas horas han sido bastante reveladoras. Una vez que Mabbick alejó a los insectos de su cena de una patada, pude descubrir algo que se me había escapado anteriormente. Aquellos cuerpos hechos pedazos mostraban unas marcas más menudas y menos afiladas que las de las grandes hachas de un Alzado. Yo, ¿o quizá deberá decir nosotros?, las pasamos por alto la primera vez porque, según puedo especular, cumpliendo la intención de su artífice, el constructo había borrado casi por completo cualquier rastro de las mismas.

—¿Estáis sugiriendo que una o más personas del Bajofaust dieron muerte a la patrulla, y entonces hicieron uso de un gólem para encubrir los hechos? ¿Y que además, finalmente, para completar el engaño, envió al enloquecido Alzado a masacrar a todo aquel que encontrase en su camino?

—Así es, y los nigromantes y los estigios son los únicos que conocen cómo controlar a un Alzado, o al menos, eso se supone.

—¡Pero eso es una monstruosidad! Debe haber otra explicación.

—Cabe la posibilidad. En verdad la hipótesis suscita tantas dudas como preguntas responde. Eso me irrita sobremanera. Allá donde miró sólo encuentro enigmas. Como, por ejemplo, ¿qué es lo que impide a mi magia reunir información en los pases más críticos? Después de todo, se me considera bastante bueno en esa materia. ¿Quién puede conocer mis métodos tanto como para contrarrestarlos con eficacia y de forma completamente discreta? ¿Quién trabaja casi a cada momento a mi lado, supuestamente ayudándome en los conjuros, en una posición ideal para volverlos inservibles?

A Iprindor le dio un vuelco el corazón.

—¡Maestro, no es posible que sospechéis de mí!

Baryoi miró fijamente a su discípulo.

—Nunca lo hubiera querido. Siempre te he valorado como un discípulo leal. Pero ahora que te oigo hablar, no creas que tu interpretación es demasiado convincente. Además, la lógica, aunque no me ayuda a desvelarlo todo, parece ser bastante esclarecedora. ¿Por qué no me aclaras tú el resto? Tu ferviente defensa de la petición de Lord Vladawen, por ejemplo. ¿En qué medida encaja en tus planes un elfo abandonado?

—No tengo ningún plan.

—Formamos parte de una comunidad de magos. Todos tenemos tramas de una u otra naturaleza. ¿Te ha ofrecido Givil-Autel algún soborno?

Iprindor cayó en la cuenta de que negarlo no conducía a nada. Por qué no, entonces, contárselo todo o, al menos, empezar a hacerlo. Puede que una apariencia entregada hiciera al liche bajar la guardia. Tomó aliento, y entonces empezó a decir:

—No, los exiliados ni siquiera lo han intentado, ni tampoco yo me he acercado a ellos. No obstante, puedo entender los impulsos que mueven sus actos.

—Actos como el de haberme asesinado —dijo Baryoi con brusquedad—, para luego volver a alzarme bajo esta forma, entre otros delitos.

—Bueno... sí. Se supone que somos una corporación de eruditos, pero vosotros os esforzáis por impedirles seguir los caminos por los que los conduce la curiosidad.

—Hollowfaust no es especialmente remilgada en lo que concierne a la búsqueda del conocimiento. Ghelspad está llena de gente que considera que el atrevimiento y lo diabólico son nuestro pan de cada día, y aun así, somos conscientes de que algunos caminos sólo llevan al exterminio. Aparte de eso, no coincido con tu apreciación. Confiaba en ti, discípulo mío. ¿Qué clase de estudio he podido negarte alguna vez? ¿Qué tratado me has visto arrebatarte de las manos?

—Ninguno, pero sólo porque sabía cuándo no preguntar.

—Ya veo. ¿Y me puedes decir en qué medida puede ayudar al desarrollo de tu entendimiento la masacre de una patrulla de vigilancia?

—Confieso —dijo Iprindor— que no planeo ceñirme únicamente a esa clase de conocimiento. Se trata más bien de la autoridad, o de la autonomía para estudiar aquello que desee sin tener que andar a hurtadillas. Dos ambiciones que se sustentan la una en la otra. En otras palabras, aspiro a poder ocupar mi lugar algún día en el Consejo Soberano, u ostentar alguna otra posición semejante.

—Ahora comprendo —dijo Baryoi—, y has perdido la esperanza de que alguno de los miembros de la actual corte tenga la decencia de morir.

—Para ser franco, la verdad es que sí. Vos mismo sois un muerto viviente, y como corresponde a esa naturaleza perviviréis para siempre, y no quiero decir con eso que pueda desearos algún mal. Malhadra fue uno de los Siete Peregrinos, y Numadaya tiene una edad algo avanzada, pero ambos parecen ser tan jóvenes como yo mismo. Los demás, a su lado, tienen aspecto anciano, con Danar decididamente decrépita, pero eso no quiere decir que no sepan cómo extender sus vidas todo el tiempo que crean necesario.

Mientras Iprindor pronunciaba sus palabras, deslizaba su mano izquierda por uno de sus bolsillos para agarrar el cristal que ocultaba en su interior, pero entonces le asaltó la duda. En parte era porque tenía miedo, y por otro lado porque su superior siempre le había tratado de forma amable.

—Tienes razón —dijo Baryoi algo entristecido—, tu forma de pensar es exacta a la de los renegados. Si puedo, me las arreglaré para asegurarme de que compartas también su mismo destino, el destierro en lugar de la perdición absoluta, pero eso sólo si...

Iprindor agarró a toda prisa el cristal, lo extendió, lo observó y evocó su magia. Un tintineante brillo blanquecino emanó desde el interior de aquel objeto, y entonces lo hizo surcar el rostro y el torso de Baryoi como una espada, antes que la magia acabara de consumirse. Con sus prendas en llamas, el liche se tambaleó y cayó de espaldas.

El traidor estaba seguro de no haberse deshecho de su mentor con tanta facilidad. Apenas podía rezar porque su ataque por sorpresa le hubiera concedido una ventaja sustancial. Blandiendo dos vítreos orbes que se asemejaban a una pareja de piedras de mármol común, dio inicio a un conjuro.

Baryoi se puso en pie. Sin molestarse en apagar las llamas de su capa y su túnica, ni tampoco en deshacerse de ambas, comenzó a entonar un conjuro al tiempo que hacía girar sus manos describiendo pases místicos.

Sin embargo, Iprindor se le adelantó. Un gélido hormigueo floreció desde el interior de la órbita de sus ojos. El aprendiz fijó la vista atentamente, ansioso por que Baryoi le cruzase la mirada. Cuando éste se la ofreció a regañadientes, el pupilo pudo sentir el poder emanando desde su interior, una magia ideada específicamente para dañar y perjudicar a los muertos vivientes.

Aquel efecto lanzó a Baryoi por los aires. ¿Habría conseguido al mismo tiempo interrumpir su conjuro? Iprindor así lo pensó. Con la idea de no cesar de presionarlo, enseguida dio inicio a otro encantamiento de reserva mientras avanzaba hacia él. Vuelve a mirarme, pensó, pues el encantamiento aún bullía sin dolor en el interior de sus ojos. Si tenía la oportunidad, podría volver a arremeter contra el liche.

Pero en esta ocasión Baryoi no estaba tan dispuesto a seguirle el juego. Con piezas de tejido en llamas cayendo de su descarnada figura, y evitando la mirada de su díscolo discípulo, recuperó el equilibrio y gruñó unas palabras de poder.

Cuando aún no había tenido tiempo de atacar a Iprindor y aún estaba finalizando la invocación de la rima, Iprindor hizo un gesto con la mano surcando el aire e hizo brotar de la nada una reluciente lanza. El arma se abalanzó sobre su objetivo.

A pesar de sus esfuerzos por no dirigir la vista a la cara de su enemigo, Baryoi tuvo tiempo de divisar el destello de la lanza, pues ladeó su descarnada figura hacia un lado a tiempo. Aun así no pudo evitar que la lanza le rozara, pero nada más, y eso no interrumpió su recitar.

Ahora era el turno de Baryoi. Aparentemente desdeñando cualquier posibilidad de que su contrincante le pudiera hacer más daño con ese conjuro, no se molestó ya en volverle la cara. Iprindor pretendió lanzarle otra mirada dañina, pero fue incapaz. El aspecto del liche era tan terrorífico en aquel instante que no pudo evitar encogerse.

Baryoi extendió la mano hacia él, bien para agarrarlo con una presa enfurecida, paralizarlo, o atacarlo con alguna otra magia transmitida por su toque. El gran maestro no hubiera tenido problemas para hacerlo de no ser porque, justo en ese instante, algo susurró a la espalda de Iprindor. De algún modo, éste supo al momento de quién se trataba, e imaginó su figura desplegando sus negras alas.

Baryoi se quedó helado ante la visión de un poder que hacía palidecer al suyo propio.

—Golpea ahora —musitó una musical voz femenina que Iprindor sospechaba que sólo él podía oír.

El joven nigromante conjuró entonces unos dardos de fuerza. Baryoi dio un traspié.

—Ahora utiliza el encantamiento que te enseñé —continuó diciendo la voz.

Iprindor escupió las sílabas del trabalenguas que, ignorante del lenguaje del que claramente formaban parte, había aprendido de memoria. Baryoi profirió un grito propio de un hombre, de alguien susceptible de sentir terror y dolor, y se desmayó. A Iprindor todo aquello le pareció bastante horrible, pero aun así lo inundó con un sentimiento de triunfo. Consciente del origen de su victoria, se apresuró para volverse y arrodillarse frente a la diosa Belsamez.

—No hay de qué —dijo la Reina de las Pesadillas, y la espantosa forma en se había presentado, parte buitre y parte bruja de ojos carmesí, se fundió en el aspecto de una muchacha recién muerta, envuelta en una imperecedera mortaja de seda para su funeral. Con los labios humedecidos en vino, era esbelta y hermosa, excepto que su expresión era semejante a la de la clase de cadáveres sobre los que los aprendices adolescentes solían hacer bromas lujuriosas mientras realizaban sus prácticas sobre ellos, en el Bajofaust. Cuando por casualidad se había quedado solo, Iprindor en alguna ocasión había llegado bastante más lejos que eso. Ahora se preguntaba si la diosa era consciente de aquello, y si era por eso por lo que había elegido aparecerse en aquel aspecto.

Se percató de que el espasmo de frío con el que le había atacado Baryoi aún le dolía y le hacía temblar.

—Sin duda no me habría impuesto sin vuestra ayuda —dijo—. En verdad esperaba que no lo averiguara.

—Entonces no haber estampado tu firma en aquel documento —contestó Belsamez—. Supongo que imaginabas estar ocultando algunas irregularidades, pero en realidad estabas atrayendo sus sospechas hacia ti. Bueno, todo ha ido bien, no hay que preocuparse.

Iprindor se giró para contemplar la figura aún humeante de Baryoi.

—Eso hasta que despierte o alguien lo encuentre.

—Si lo ocultas bien, nadie lo hará, y cuando tengas tiempo, podrás tratar de buscar el talismán en el que guarda su fuerza vital y enviarlo así a su descanso eterno.

—Está bien, entretanto deberé confiarlo todo a un pequeño ardid.

—Para el que te has preparado convenientemente, y como patrona de los impostores te aseguro que funcionará, aunque sólo sea porque permite ver a la gente lo que desea. —Belsamez sonrió—. ¡Así que alégrate! Me pediste que fomentara tus ambiciones, y quién te lo iba a decir, te lo he puesto en bandeja. Qué gran suerte la tuya, y qué ofensa sería para mí si a pesar de todo eso pierdes el valor.

¿Había él rezado a la Señora de la Locura tiempo atrás, o había acudido ella a él por su propia voluntad? Era extraño, pues no podía recordarlo. Suponía que tampoco importaba demasiado.

Tomó aliento, y expulsó lo peor del frío residual fuera de su cuerpo.

—Perdonadme, señora mía. En absoluto me flaquean las fuerzas. Confío en vos, y os agradezco todo lo que habéis hecho por mí, como ponerme en contacto con Ampolla y todo lo demás.

—Entonces te sugiero que finalices la misión que Baryoi interrumpió. —A su alrededor se agitaba la oscuridad, lo que hacía pensar a Iprindor que estaba desplegando sus alas de bruja. En lugar de ello, Belsamez sencillamente se desvaneció.

Iprindor tomó aliento una segunda vez para tratar de calmarse, y entonces continuó ascendiendo hacia la cima de la montaña, donde cuatro obeliscos negros con tallas de runas yacían dispuestos en los puntos cardinales en torno a la falda del cráter humeante.

Quizá en otro momento alguien podría haber estado allí, disfrutando de la vista, pero no en aquella noche, no cuando los miembros de la corporación querían a todos sus hombres desplegados adecuadamente por la ciudadela. En realidad, todo estaba dispuesto para discurrir de modo favorable. Aquellas columnas poseían encantamientos innatos capaces de frenar el paso a Ampolla a cualquier otro de su clase. No obstante, no obstaculizarían el paso a un maestro mago del propio Hollowfaust.

18

Ópalo, Vladawen, Lilly y Andelais se escabullían de vuelta a la posada después de otra noche de escaramuzas. La maga, sin perder la adormecida forma de pensar a la que se había acostumbrado últimamente, se sentía bastante satisfecha, pues le parecía que habían logrado superar el toque de queda con bastante eficacia a pesar de la importante presencia de patrullas de vigilancia. Entonces su visión quedó cegada por una brillante luz mágica que destelló frente al grupo. Una voz firme gritó:

—¡Alto!

Aquel sobresalto le hizo abandonar de golpe lo que en el último par de días había sentido como un sombrío sueño lleno de riesgo, futilidad y pena. Junto a sus compañeros, había vuelto a visitar dos veces más el Barrio de los Fantasmas, pero sin volver a sorprender al mago que se suponía impulsaba a los inquietos muertos de Wexland a una existencia depredadora. Habían tenido la suerte de haberse acercado hasta él en una primera ocasión, pero a partir de ese momento éste se había cuidado de que no volviera a ser así.

Con todo, las incursiones ilegales de los enviados de Wexland sólo servían para que se vieran envueltos en escaramuzas sin sentido con muertos vivientes, o para que alcanzaran a ver a los defensores de Hollowfaust dando cuenta de uno u otro tipo de manifestaciones: soldados esqueletos haciendo pedazos espectros, dolientes fundiendo fantasmas con cánticos, o la propia Malhadra absorbiendo a una sombra con una copa para luego sorberla con siniestro entusiasmo. Al principio. Ópalo había observado todo aquello con una pizca de curiosidad profesional, pero ahora ya sólo se limitaba a volver su mirada hacia otro lado.

Durante el día, Vladawen se había enclaustrado con Iprindor y otros varios nigromantes. Andelais había buscado en su interior a su otro yo rebelde que, en apariencia, se escondía ahora de él en forma del espectro de un habitante de Hollowfaust muerto cien años atrás. Ella, por su parte, a pesar de los irritantes intentos de Lilly por hacerla despertar, había pasado la mayoría de sus horas a la luz del sol, durmiendo. Aquello era mejor que recordar la última frase de Nindom, cuando le había dicho que ambos podrían haber hallado un modo de estar juntos.

Tampoco es que lo hubiera creído; no era ninguna nigromante, pero sí era una maga consciente dé lo que solía ocurrir a los mortales que hacían promesa de matrimonio con fantasmas o vampiros. Lo último que había necesitado era volver a ver a Vladawen acabando una vez más con su amado, ¡­esta vez con su propia mano!

Ahora, los Escudos Negros y los guerreros esqueletos los rodeaban, avanzando desde tres posiciones distintas. Vladawen y Ópalo depusieron sus armas, Andelais su bastón y Ópalo su capa repleta de bolsillos atestados de focos para conjuros. Sólo podían luchar o huir, y ambas cosas probablemente acabarían de una vez por todas con la sociedad que había constituido el elfo con los maestros.

Sus captores formaron una columna en torno al grupo, obligándolo a marchar a través de la gélida atmósfera de la noche, en dirección a las tinieblas de la ladera de la montaña. Cuando alcanzaron la plaza frente a la Tercera Puerta, cubierta de estrados y tronos vacíos, los Escudos Negros los entregaron a una compañía de estigios.

Apresurado, con el mismo aspecto demacrado y ojeroso que Ópalo y sus compañeros, Iprindor corrió hacia el grupo.

—Acabo de enterarme —dijo preocupado—. Quiero decir que lo he sabido hace un rato, pero que no he tenido tiempo de pedir al Gran Maestro Baryoi que os ponga en libertad, no con todo el lío que hay.

—¿Cómo ha podido tendernos esta trampa? —preguntó Lilly—. ¿Es que por fin un espía nos ha acabado por descubrir?

—¿Por fin? No me digas eso, no quiero saberlo. Y tampoco sé cómo ha podido saberlo Baryoi. Sencillamente averigua las cosas, eso es todo. Hasta ahora, normalmente, violaciones del toque de queda, incluso infracciones repetidas —dijo con una mirada de reproche hacia Ópalo—, son asuntos que corresponden a un tribunal común. No obstante, vosotros sois enviados reales, y creo que en todo esto están implicadas más cabezas de las que conocemos. —Saben que hemos estado haciendo incursiones en el Barrio de los Fantasmas, pensó la maga de Wexland—. El Consejo Soberano va a estudiar el problema, y lo va a hacer ahora mismo. Incluso puede que os permita emplear a un defensor. Ya he mandado buscar a alguien.

—Gracias —dijo Vladawen—, pero eso no será necesario. Si no somos capaces de calmar los ánimos del Consejo por nosotros mismos, no creo que un intermediario pueda servir de gran ayuda.

—Bueno —empezó a decir el desgarbado nigromante en un claro intento de discutir aquella opinión, pero entonces una estridente fanfarria irrumpió en la zona, aun cuando Ópalo no había visto ningún músico en los alrededores que pudiera entonarla. Era posible que aquellas trompetas fueran fantasmas amaestrados.

De cualquier modo, aquel sonido bastó para que los maestros del consejo abandonaran las sombras, subieran al estrado y tomaran asiento cada uno en su lugar. Lilly ya le había descrito la esplendorosa recepción que habían tenido ella y Vladawen en su primera audiencia con el Consejo. Ahora parecían prescindir de cualquier clase de ceremonia, síntoma quizá de su desagrado.

—Buenas noches —dijo un hombre de edad media, enfundado en vestimentas sacerdotales y de desalentador aspecto, que Ópalo suponía debía ser Yaeol—. Seré el encargado de presidir esta comisión de investigación, si nadie manifiesta lo contrario.

Sus iguales farfullaron su consentimiento. Vladawen inclinó la cabeza.

—Queridos señor y señora míos —continuó el clérigo humano—, Maestro Andelais y señorita Ópalo. Ya en la misma noche de vuestra llegada a Hollowfaust, tuvieron lugar algunas irregularidades. De hecho, fueron infracciones de la ley ante las que nuestra ciudad se mantiene comúnmente inmaculada. Vos mismo, druida, desobedecisteis una orden legitima de un guardia, y vos, maga, el toque de queda. A pesar de todo, fuisteis bienvenidos.

—Supongo —dijo Vladawen— que porque erais conscientes de las circunstancias atenuantes.

El Discípulo de Nemorga frunció el ceño para indicar que no había terminado su exposición.

—Ahora os descubrimos a todos vagando en la noche, y durante un período de disturbios en que, como corresponde, no esperamos de nuestros invitados sino la mayor de las colaboraciones con nuestros esfuerzos por mantener el orden. ¿Qué tenéis que decir en vuestro favor?

—Sencillamente lo siguiente —contestó el elfo—: mis amigos y yo mismo somos bastante diestros acabando con criaturas de carácter hostil, ya sean muertos vivientes o de cualquier otra clase, como pudimos probar el día de nuestra llegada. Por algo soy el Matatitanes. ¿Cómo pretendéis entonces que nos limitemos a quedarnos sentados mientras los ciudadanos de Hollowfaust son amenazados? Sin duda eso sería abusar de vuestra hospitalidad.

Ópalo sentía como algo bullía en su interior, aunque era incapaz de determinar el qué.

Otro maestro del consejo, uno que empuñaba una flauta en su mano, y que evidentemente debía tratarse de Uthmar, ladeó su cabeza canosa.

—¿Esa es toda la explicación que tenéis que ofrecer? ¿Formásteis vuestra propia patrulla ilegal para marchar en pro de la defensa de la cuidad?

—Ya hemos acabado con un espectro o dos desde entonces —contestó Lilly.

—¿Y por qué no nos pedisteis permiso? —preguntó el bardo.

Vladawen se encogió de hombros con levedad.

—Teníamos la impresión de que la ley en esa materia era inflexible.

—Y así es —gruñó Asaru, un tipo bizco y rechoncho, con una herida reciente en la nariz.

El elfo inclinó la cabeza.

—Damas y caballeros, vuestra actitud no deja duda alguna respecto al hecho de que hemos debido de cometer alguna grave infracción aquí. Como líder de este grupo, que incluye al Maestro Andelais que eligió asociarse a mí, debo asumir la culpa. Os pido perdón, y os ruego que me comuniquéis la forma de compensaros.

—Buen discurso —dijo Malhadra con aire despectivo, mientras en su poderoso pecho un oscuro tatuaje de formas geométricas se agitaba sigiloso como una araña—. Pero sin duda debe haber algo mas detrás de todo esto; el Consejero Baryoi, tras comprobar que os habíais ausentado de vuestras habitaciones en la posada, creyó apropiado ordenar el registro de las mismas.

Ópalo vio ponerse pálida a Lilly con el rabillo del ojo. Aquello sirvió para aumentar aún más la presión que bullía en su interior.

—Estuvimos esperando a que nos ofrecieseis alguna explicación —dijo la arrugada Danar, con sus cabellos blancos. Una délas manos esqueléticas animadas que formaban su silla sacó una varita mágica de ébano tachonada con ónice, con anillos de plata ennegrecida por los años y con tallas de símbolos que el roce de incontables manos había borrado parcialmente. Ópalo no necesitaba emplear ningún conjuro para saber que en el interior de aquel artilugio un gran poder se agitaba inquieto—. Evidentemente no tenéis intención de hablar del asunto, así que lo haremos nosotros mismos.

—¿Dónde encontrasteis eso exactamente? —preguntó Vladawen.

Danar miró hacia un oficial de los Escudos Negros situado al pie de uno de los estrados.

—Estaba entre los objetos personales de Lord Vladawen —dijo el soldado.

El elfo respondió con gesto contrariado.

—Nunca antes la había visto.

—Es antigua —dijo Numadaya, la encantadora de largos cabellos, en un tono dulce y suave, como si la sola visión de la varita sirviese para inducir en ella un dulce trance—. Su origen se remonta a épocas anteriores a aquellas en las que los titanes engendraran a los primeros dioses, y fue forjada para obrar el mal.

—Desconocemos qué clase de mal —dijo Danar—. Y determinarlo requerirá sesudos estudios. No obstante, sin duda irradia energía de muerte. Es por ello por lo que debo preguntaros, Lord Vladawen: ¿no se os ha ocurrido pensar en vuestro imprudente esfuerzo por proteger a Hollowfaust que este artefacto que vos mismo habéis traído aquí puede ser el origen de los problemas que están asolando la ciudadela?

—Puedo jurar por El Que Permanece y por todas las cosas sagradas que es la primera vez que lo veo —dijo Vladawen—. Conocéis cuál es mi misión. Si poseyera un talismán que pudiera ayudarme a llevarla a cabo, ¿por qué iba a ocultarlo a vosotros los nigromantes? Os lo hubiera mostrado para que me indicarais cómo podría ayudarme en mi tarea.

La marchita Animadora dudó por un momento.

—Teóricamente eso parece tener bastante sentido. ¿Mantenéis entonces que alguien escondió esta varita entre vuestros efectos personales? ¿Podéis decirnos con qué fin?

—Desconozco quién puede haberlo hecho —dijo el clérigo—. De modo que sólo puedo especular. ¿Puede que para envenenarme lentamente? Tengo algunos enemigos, gente que lamenta las consecuencias que la guerra ha tenido en Darakeene.

—Escuchad —interrumpió Lilly—. Voy a ser franca, pues es el único modo que conozco de actuar. Violamos vuestro toque de queda, y fue un error. Hallasteis algo horrible entre las pertenencias de Vladawen, y eso es un mal asunto. Pero lo importante de este problema no ha cambiado. El enigma que os vinimos a traer no ha perdido su interés, ¿no? Y la recompensa que Lord Gasslander os ofrece a cambio de vuestra ayuda sigue presentando un futuro de Hollowfaust más rico y seguro. El único modo sensato de actuar es seguir adelante.

Uthmar sonrió torciendo la boca.

—Sin duda, ese es un modo distinto de considerar todo este asunto. Pero personalmente...

—¡No! —gritó entonces Ópalo. No estaba segura de querer hacer lo que iba a hacer, pero se sentía eufórica. Cuando todas las caras se giraron hacia ella, empezó a hablar sin parar—. No permitáis que os amedrenten. No creáis a Vladawen cuando dice que esa varita no es suya.

Yaeol frunció el ceño.

—¿Qué sabéis que nosotros desconozcamos?

—Bueno —admitió la maga—. Nada con seguridad. Pero sí sé que guarda secretos respecto a muchas otras cosas. Os diré lo que ocultan tanto él como Lilly. Él mismo condujo hasta aquí a esos muertos vivientes desbocados. Es su odio hacia el clérigo lo que los hace manifestarse.

Entonces se dispuso a explicarlo todo con tanta claridad como era capaz. Su excitación le impedía narrarlo con coherencia, y en ciertos instantes temió estar embarullándolo todo, pero los maestros del consejo parecían comprender su exposición, y cavilaban acerca de su historia, que contaba entusiasmada observado el rostro de absoluta consternación de Vladawen.

El elfo la había tomado por una vaca torpe y estúpida al servicio de un granjero. Debía creer que, tras haberse postrado ante él y su dios, carecía de la sensatez y el valor para volverse en su contra, sin importar cuánto pudiera abusar de su confianza. Bueno, ahora le haría pensar de forma distinta.

Cuando Ópalo terminó su exposición, Yaeol dijo:

—¿Es cierto eso, Lord Vladawen? Por vuestro comportamiento puedo inferir que sí.

Ante lo que sucedió a continuación, Ópalo tuvo entonces que dar al elfo, aun a regañadientes, algo de crédito; Vladawen mantuvo la mirada de su homólogo clérigo sin titubear y empezó a hablar.

—Habéis acertado. Era reacio a decíroslo porque temía que pudiera provocar el suspenso de la investigación y nuestra expulsión de la ciudadela.

—Sospecho —dijo Asaru— que vuestros temores deberán confirmarse.

—Por favor —entonó Vladawen—. Debéis comprender que tanto mis amigos como yo hemos hecho todo lo posible por corregir el problema. Vosotros mismos me dijisteis que los espectros no se manifiestan de forma espontánea. De eso puedo inferir que un lanzador de conjuros con intenciones hostiles haya podido corromper a los espíritus al tiempo que los haya impulsado a atravesar el velo de la realidad. Vuestro descubrimiento de esa antigua varita da mayor peso a mi hipótesis.

—En otras palabras —continuó Lilly—: la verdadera razón para que nos escabulléramos en la noche era dar caza a ese bastardo. Creemos haberlo visto en una ocasión, pero logró zafarse de nosotros.

—Ni siquiera están seguros de lo que vieron aquella noche —interrumpió Ópalo—. El único nigromante renegado que conocen bien es al que dan cobijo en sus filas, el que habita en su cabeza —dijo señalando a Andelais.

—¿Qué quiere eso decir? —preguntó Malhadra.

No demasiado deseoso de hacerlo, el druida dio parte de su propia retahila de vidas pasadas, y de su esfuerzo por recordarlas.

—El nigromante está resultando problemático —concluyó—. Perverso y obstinado en vida, se resiste a ser gobernado incluso en su actual estado. Busca emerger bajo sus propios términos, no según los míos. Desde que llegué a Hollowfaust, sus esfuerzos enturbian mis pensamientos, no obstante, creo que con la ayuda de Vladawen poco a poco estoy logrando mantenerlo controlado. Ya no me preocupa en absoluto que pueda ser el responsable de la aparición de los fantasmas.

El Recolector de Muerte sonrió perversamente.

—¿Así que sólo se trata de una desafortunada coincidencia? Qué reconfortante entonces.

Iprindor aprovechó para colocarse a la vista de todos.

—¿Puedo tomar la palabra?

El rechoncho Asaru frunció el ceño.

—¿Es que no habéis dicho ya suficiente?

—Yo he pasado más tiempo junto al Matatitanes que cualquier otro miembro del consejo —dijo el maestro de cabello anaranjado con ademán de dirigir su comentario fundamentalmente hacia su mentor de cabeza de calavera, Baryoi—. Soy incapaz de percibir ningún mal en él. Ni tampoco intención alguna de dañarnos.

—Sea o no esa su intención —replicó impávidamente el liche—, el admite ahora tener su parte de culpa en la crisis que nos ocupa, y no puedo garantizar la seguridad en la ciudadela mientras él y su séquito permanezcan dentro de nuestras fronteras.

—¡Exacto! —dijo Asaru. El Anatomista tenía el aire de alguien que busca aprovechar la ocasión—. Propongo que renunciemos a este estrambótico e inútil proyecto que nos han enjaretado y, además, los desterremos a todos de inmediato. A todos menos a la señorita Ópalo, que ha demostrado su bondad. Ella podrá permanecer aquí si ése es su deseo.

—En ese caso, pido el voto para la propuesta —dijo Yaeol—. Una vez más, Asaru, ¿por qué acción os decantáis?

—A favor de su destierro —respondió el hombre entrado en carnes—. Si es nuestro deseo fortalecer nuestros vínculos con Darakeene, siempre podremos tratar con el propio Emperador, y no con un mero vasallo de uno de sus reyes.

—¿Cuál es vuestro voto, Baryoi?

—Destierro.

El referéndum continuó. Y ni Danar ni Uthmar parecieron alegrarse de su decisión. Sin embargo, finalmente, el voto fue unánime.

Llegado ese momento, los estigios se colocaron en formación para escoltar a Vladawen, Lilly y Andelais de vuelta a la posada para que preparasen su marcha. Ópalo observó la escena y trató de alegrarse, pero tras haber dado rienda suelta a su furia, ahora se sentía vacía. Aquella acción había sido acorde con la venganza que Nindom y el resto de los guerreros caídos de Wexland habían exigido, pero ahora que había negado al elfo, a Lilly y también a su fe, ¿qué le quedaba? ¿A qué se suponía que debía dedicar ahora el resto de su solitaria vida?

19

Lilly trataba de alegrarse pensando que, en cierto modo, ser expulsado de una ciudad estado era mejor que sufrir el exilio de algún otro lugar más extenso. La frontera de Hollowfaust no estaba lejana de las propias murallas de la ciudad, y fue tras cabalgar apenas media jornada cuando la escolta de estigios y esqueletos liberó al grupo de enviados de Wexland, poniendo fin a aquella marcha vergonzante. A partir de ese momento la fuerza de seguridad se limitó a permanecer en el lugar donde se había detenido, mirando como el grupo seguía su camino, conduciendo a sus monturas y a sus mulas de carga atestadas con provisiones frescas y con los obsequios que los miembros del consejo les habían devuelto.

Vladawen siguió avanzando durante una hora más, hasta que los de Hollowfaust se perdieron en el horizonte, y entonces estableció que debían descansar. Los miembros de su séquito, todos con aspecto apesadumbrado, se dispusieron a comprobar el estado de los animales y los arreos, o a hurgar en los bolsillos de sus cintos en busca de una pieza de queso, fruta seca o cecina que llevarse a la boca. Probablemente estarían felices por haber escapado con vida de la ciudad de los nigromantes, con todos sus servidores muertos vivientes y esa perpetua y densa atmósfera macabra, pero también eran conscientes de que, aunque su líder no les había confiado todos los detalles de lo sucedido, la misión había sido un fracaso.

Por supuesto, su desilusión palidecía al lado de la del propio Vladawen. El esbelto elfo caminaba sin descanso a través de la espesa hierba, con su fino semblante ojeroso y demacrado, la brillante luz del sol reflejándose en la plateada funda de su estoque, y en general un aspecto bastante desesperado.

Lilly sentía cierta pena por él, pero sospechaba que manifestar ese sentimiento no era el mejor modo de animarlo.

—Deja de ir de un lado para otro —le dijo con suavidad—. Vas a desmoralizar a los hombres. Se merecen algo mejor.

—Todo el mundo se merece algo mejor que mi torpe y sesgada visión de la realidad. Ópalo hizo bien en denunciarme.

—Al infierno con ella. Si hay alguien que se merece algo mejor por encima de los demás, soy yo. Debes culminar tu misión para que El Que Permanece pueda librarme de la maldición de Belsamez.

Vladawen tensó sus facciones.

—Y librar también al mundo de todos los males que lo aquejan —dijo con amargura—. Tienes razón.

—¿Entonces qué propones que hagamos?

—No lo sé.

—Bueno, pensemos. Se supone que cuando los nigromantes renegados fueron exiliados fundaron un nuevo asentamiento en el Bosque del Cuerno de Sierra. Quizá podamos dar con él y llevarles los obsequios de Gasslander. Si oyen que, como ellos, fuimos expulsados de Hollowfaust, entonces es posible que se sientan inclinados a ayudarnos.

—Lo dudo. Es bien sabido, incluso por voz del propio Andelais, que esa gente eran unos auténticos depravados.

—Acudamos entonces a los charduni, tienen a nigromantes en sus filas.

El elfo movió su cabeza en señal de negativa.

—Ni siquiera sé si Lord Gasslander dispone de alguna puerta de gema que pueda servirnos para llegar hasta Chorach en un tiempo razonable. Y deberíamos recorrer todo el camino de vuelta a Wexland para averiguarlo. Además, los charduni son conocidos por ser tan infames como el propio Glivid-Autel.

—¿Y qué otra alternativa nos queda? Eres el matatitanes, el sabio profeta elfo, y el mayor idiota al servicio del señor. ¡Piensa algo!

Vladawen endureció sus ojos azules y grises, y por un instante, pensó estar a punto de darle una bofetada. Lilly, aunque no estaba segura de cómo, era capaz de sentirlo. Incluso lo deseaba. Pero el elfo logró contenerse.

—Camina conmigo —dijo—, y puede que juntos pensemos en algo.

Juntos pasearon bajo el sol abrasador del mediodía, en dirección a un grupo de cedros enanos. Lilly podía sentir cómo alguien los observaba, y miró a su alrededor hasta toparse con la mirada de un arquero. El centinela seguía la pista de su posición, presto a llamarlos si consideraba que se alejaban demasiado. Incluso allí, en plena ruta de comercio, el campo libre era peligroso.

—Supón que nuestro manipulador en la sombra existe en realidad —dijo Vladawen.

—Ya lo hago. Y espero que tú también.

—Él, o su poder, conjuró a los fantasmas de Wexland desde el primer momento que entramos en Hollowfaust. Sin duda sólo un nigromante de excepcionales cualidades pudo haber preparado una acción así.

Lilly frunció el ceño.

—De lo que se infiere que estaba al tanto de nuestra llegada.

—Así lo creo. ¿Qué podría hacerle estar tan interesado en nuestros camaradas caídos? Con su talento, no habría tenido problemas para encontrar otros espíritus inquietos a los que liberar. Esos entes siguen vagando por el Barrio de los Fantasmas desde el mismo día de la destrucción de la vieja ciudad, y la inconmensurable aura de Hollowfaust no cesa de atraer a nuevos de estos seres un día tras otro.

—Bueno, parece que tú le ofreciste gran cantidad de material fresco con el que trabajar. Sin embargo, más allá de todo eso, lo que sugiero es que nuestro adversario buscaba específicamente fantasmas que pudieran estar enojados con nosotros porque ansiaba matarnos. —La asesina distinguió con el rabillo del ojo tres manchas, pequeñas en la distancia, desplazándose a lo largo de una colina, con el paisaje de las montañas presente al fondo. Al entrecerrar los ojos, aquellas manchitas pasaron a ser un trío de caballos salvajes, hermosos en su trote.

—Eso parece razonable —siguió hablando el elfo—. Excepto porque evidentemente no tienen fuerza para perturbarnos a la luz del día, ni mientras descansábamos en la posada protegidos por toda clase de conjuros que resguardaran el lugar. Si no hubiera ido tras Andelais la primera tarde, o si no hubiéramos violado el toque de queda para ir, transcurridas sólo unas horas, en busca de problemas, los fantasmas jamás podrían habernos abordado.

—Tienes razón —dijo Lilly—. Pero, entonces, ¿qué hay detrás de todo eso? ¿Utiliza a nuestros fantasmas simplemente para que hagan matanzas al azar? ¿Qué sentido tendría eso? A menos que...

»Estamos hablando del plan de un asesino. Alguien que quiere deshacerse de otra persona. El problema es que todo el mundo sabe lo que trama, y que si su objetivo aparece con la garganta cortada, la ciudad entera sospechará de él. Sin embargo, con el oro suficiente de por medio, alguien podría encargarse de acabar con cinco personas, o diez, o quince, y entonces el verdadero motivo de la pretendida muerte se perdería en medio de la confusión.

Vladawen miró a Lilly con horror contenido, y quizá con una pizca de humor.

—Eso es verdaderamente espantoso.

—Bueno. Nunca he utilizado ese truco. Es muy ramplón. Un buen profesional debe saber encontrar otra forma de alejar las sospechas de la cabeza de su cliente. Simplemente lo menciono como una posibilidad.

—Y verdaderamente es interesante considerarla. Trato de encajar todas esas piezas con el cetro oscuro. No sentí ningún efecto negativo que procediera de aquel objeto. Fuera cual fuese el motivo de su fabricación, me pregunto si alguien lo dispondría allí sólo para incriminarme.

—¿Quién?

—¿Cuántos cientos de magos puede haber allí en Hollowfaust, y cuántos de ellos conocen el modo de transportar objetos empleando conjuros? No es fácil cerrar ese cerco. Sea como sea, puede que, llegado cierto momento, nuestro adversario planeara manipular los sucesos para asegurarse que el artefacto fuera descubierto. Del mismo modo, se habría asegurado también de dar los pasos necesarios para dejar claro que los muertos vivientes desbocados que asolaban Hollowfaust eran fantasmas de Wexland. Todo ello serviría para convencer a los miembros del consejo de que ambos éramos individuos peligrosos e indignos de merecer su confianza, por lo que se verían obligados a expulsarnos, como así ha sucedido. —El elfo suspiró—. Supongo que, al violar el toque de queda, servimos a la perfección a sus propósitos, encontrándonos con la sombra de Nindom y destrozando de nuevo el corazón a la pobre Ópalo.

—Pero parece una forma demasiado complicada de mandar al traste nuestra misión. Eres tan fuerte como un ogro, y un excelente espadachín con nociones de magia. A pesar de eso, todo lo que un enemigo tuyo podría necesitar para asegurarse de que El Que Permanece se pudra en su tumba para siempre es un disparo afortunado de arco, el arañazo de un espectro o una buena dosis de sombra nocturna en tu cena.

—Estoy de acuerdo contigo. Pero ¿y si no era ese su objetivo? Hace un momento hablabas de distraer la atención. ¿Y si nosotros no fuimos nunca los objetivos de la trama de nuestro adversario, sino simplemente herramientas que pudiera emplear para oscurecer sus esfuerzos mientras avanzaba con paso firme en pos de su verdadero fin?

Lilly sintió cómo le recorría la excitación; la idea parecía tener sentido.

—De modo que levanta una pequeña rebelión de espectros y demás. En medio de todo el revuelo, los fantasmas hacen aquello para lo que han sido conjurados verdaderamente, o bien él mismo se escabulle a la espalda de todos para cumplir su objetivo por sí mismo, mientras todo el mundo está ocupado en exorcizar a los espectros. De un modo u otro, una vez se sale con la suya, te culpa a ti de todo el desaguisado. El Consejo te expulsa, la plaga desaparece, y la gente dice, bueno, gracias a Nemorga pudimos resolver todo el lío, sin llegar a percatarse jamás de lo que verdaderamente hay detrás de todo el asunto.

—Eso es exactamente lo que sugiero.

Entonces la euforia de Lilly se desvaneció.

—Es posible que sea una buena suposición, pero ya es demasiado tarde para hacerla, y no nos ayuda en absoluto. Si esa es realmente la trama que subyace bajo todo lo ocurrido, nuestro amigo se salió con la suya, y nos ha dejado de vuelta a Wexland tal y como llegamos.

—Bueno, no debemos resignarnos aún. —Vladawen se giró sobre sus talones y marchó hacia el lugar en que Andelais meditaba, sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Ella se apresuró a seguirle el paso.

Por un instante, Andelais pareció estar sumido en un profundo trance. Entonces parpadeó y volvió la cabeza.

—¿Es hora ya de ponerse en marcha? —preguntó.

—No del todo —contestó Vladawen. El elfo se puso en cuclillas, a la altura de su compañero, y Lilly hizo lo propio—. ¿Qué tal llevas la búsqueda?

El encarnado se encogió de hombros.

—Es posible que nuestra marcha de Hollowfaust enterrara de nuevo a mi otro yo y también es posible, si soy lo bastante listo, que pueda dejarlo allí, o al menos retomar más tarde esta particular cacería, una vez haya continuado con mi entrenamiento, y mi magia haya adquirido más poder.

—Pero te preocupa que el nigromante sea bueno también escondiéndose —dijo Lilly—. Y que se mantenga a la espera para saltar sobre ti cuando estés débil.

Andelais sonrió sarcásticamente.

—No extremadamente, pero sí, así es. De poder elegir, optaría por resolver el problema ahora mismo.

—Por mis propias egoístas razones —dijo Vladawen—, me alegra escuchar eso. Déjame contarte entonces la teoría que Lillatu y yo mantenemos. —El elfo resumió entonces lo que ambos habían conversado hacía un instante.

Cuando hubo finalizado, Andelais se pronunció:

—Queréis volver a Hollowfaust para continuar con la búsqueda de ese anónimo titiritero.

—Sí —dijo Vladawen—. Obviamente, eso exigirá que volvamos a entrar a hurtadillas, así que no podremos llevar con nosotros a todos estos soldados. Más bien al contrario, necesitaremos que continúen su camino con la expedición, hacia el norte, para confundir a cualquier explorador que pueda estar siguiéndonos el paso. Pero creo que tú, Lillatu y yo podemos escabullimos al cobijo de la oscuridad.

—Pero, a menos que guardes algún as en la manga —dijo el druida tatuado—, tu teoría no te conduce hacia ningún sospechoso en particular, lo que significa que la búsqueda va a ser igual de frustrante que hasta ahora. Por lo que alcanzo a pensar, la única diferencia será que el castigo de los miembros de la corporación, si nos descubren, será mucho más severo.

—Tengo una idea o dos sobre eso. Si nuestro enemigo ha completado realmente su misión, fuera cual fuese, entonces es cierto lo que dices; no tenemos muchas esperanzas de poder identificarlo. Pero quizá su forma de explotarnos tanto a mí como a los fantasmas de Wexland fuera sólo la primera fase de su misión. En ese caso, si piensa que ya nos hemos ido, no se molestará en esconderse de nosotros, y es posible que acabemos por pillarlo in fraganti, especialmente en caso de que logres recordar algo iluminador de tu anterior encarnación en la ciudadela.

Andelais frunció el ceño.

—Eso, siendo muy optimista, sería esperar un golpe de suerte.

—Soy consciente de ello. Pero tengo que intentarlo. Si soy capaz de desenmascarar a esa rata que acecha en la penumbra, quizá pueda persuadir a los nigromantes de que retomen la tarea que les pedí, y de ello depende todo; la resurrección de mi dios, sanar a mi gente y una justa recompensa por los muertos de Wexland.

El encarnado se encogió de hombros.

—Bueno, ¿y por qué no? Me salvaste la vida. Hagámoslo.

Vladawen se volvió hacia Lilly, casi orgulloso, pero sin fiarse demasiado de su respuesta, suavizando la intensidad de su expresión.

—Aún estamos juntos después de todo lo que hemos pasado —dijo—. No te imagino eludiendo esta nueva aventura, por muy loca que pueda ser.

—No —dijo ella reflexionando que aquella incursión no tenía por qué amedrentarle tanto como el elfo esperaba, no si estaba dispuesta a inclinar la balanza en su favor.

En una cueva cerca de Burok Torn, un gólem drendali la había envenenado con una espiración tóxica. Vladawen podía haber ido a buscar a un sanador para que la curase, pero en lugar de ello optó por continuar con su frenética persecución de la hechicera Hareel, quien huía con las armas de plata que el elfo había perdido tanto tiempo atrás, supuestamente dispuesta a destruirlas. El elfo abandonado necesitaba aquellas armas encantadas, instrumentos de un asombroso poder arcano e increíble versatilidad, para obtener la victoria en la guerra de Darakeene, y asegurar la continuidad del culto a El Que Permanece.

Lilly estuvo a punto de morir, y sólo se salvo gracias a que su compañero Arbomad pudo encontrarla y extraer el veneno de su organismo. Más tarde, aunque Vladawen logró recuperar su estoque divino, fue ella quien se apoderó de su pareja, la daga, para esconderla rápidamente.

Aún no sabía qué le había impulsado a actuar así. Belsamez ya había establecido que Vladawen recuperaría únicamente una de las armas, y no ambas, y era posible que Lilly estuviera destinada a hacer cumplir la maldición. O bien puede que lo estuviera castigando por dejarla morir, o incluso era posible que hubiera sentido que el puñal poseía el poder necesario para sanar su alma tullida.

Finalmente, así fue como sucedió. Había sido el brillo de la refulgente plata de la hoja sagrada bajo la luz de la luna lo que había invocado en ella, por primera vez, el espíritu del lobo y, en el proceso, lo que le había hecho recuperar su valor. Aquel fue un momento feliz, comprometido sólo por un instante de duda. Si alguna vez perdía el puñal, ¿perdería también a su recién hallado tótem?

Probablemente no. No tenía ninguna base fundada que le impulsara a creer tal cosa, y el puñal aún contenía las energías que Vladawen ya había agotado en el estoque. Sin duda, considerando la formidable tarea que tenían frente a sí, había llegado el momento de entregar el arma.

—Yo... —empezó a decir la asesina, y entonces se le hizo un nudo en la garganta. Debía tranquilizarse.

Vladawen la miró con ojos curiosos.

—¿Si?

—Yo... —Venga, perra, demuestra que verdaderamente recobraste tu valor.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó rápidamente. Era consciente de que era incapaz de hacerlo y estaba segura que no podría jamás, sin importar cuáles fueran las circunstancias—. Sólo necesito beber un poco de agua. —Se puso en pie y se alejó.

Mientras marchaba pesadamente hacia la yegua negra que cargaba en su silla con los odres de agua, la asesina frunció el ceño y se esforzó en odiar a Vladawen, como si le hubiera pedido algo que no tuviera derecho a exigirle. Sin duda le pediría la daga si fuera consciente de que la tenía, sin importarle el modo en que aquello pudiera ponerla en peligro. Y todo sólo para emplear el arma y poder continuar con su misión, ya que eso era, en última instancia, lo único que verdaderamente le preocupaba.

Enfurecida, Lilly odiaba tanto a Vladawen como a ella misma, y ya puestos, también a Ópalo. Después de todo, los tres no eran más que traicioneros incumplidores de promesas y falsos amigos; Belsamez, la Reina de la Traición, sin duda debía tenerlos en buena estima.

20

En la segunda noche del regreso de los intrusos, la Luna Gris se alzaba majestuosamente llena, y Hollowfaust lo celebraba. Puede que, animados por el aparente cese de la reciente avalancha de espectros, sus habitantes dieran comienzo a sus festividades con un entusiasmo especial. De ser así, Vladawen era incapaz de asegurarlo. Los salmos eran cantos fúnebres y lamentos que, ensordecidos por la distancia y el grueso muro que rodeaba el asentamiento, retumbaban tenuemente en las oscuras y vacías calles del Barrio de los Fantasmas, como si los propios espectros fueran quienes los entonasen.

Lillatu tiritaba. Vladawen, conocedor de la resistencia física de la asesina, pensaba que debía tratarse más de una reacción a aquel inquietante sonido que al frío de la noche.

—Es una ciudad realmente preciosa —murmuró irónicamente la asesina—. ¿Seguro que Glivid-Autel hubiera sido peor?

—Sí —dijo Andelais.

—Paremos aquí un momento —dijo Vladawen—, y así podré lanzar el conjuro que necesito.

—Sigue sin gustarme todo esto —dijo Lillatu—. El problema de que te pongas a dar vueltas en forma invisible es que nosotros tampoco podremos verte.

—Limitaos a comprobar que no haya enemigos —contestó el clérigo—. Y si veis a alguna simiente de los titanes o muerto viviente que parezca arremeter contra la nada es que está combatiendo conmigo.

El elfo murmuró el conjuro, sintió la magia haciéndole un cosquilleo en la piel, y supo por la mirada de sus compañeros que se había desvanecido delante de sus ojos. Por alguna razón, la gente siempre solía quedarse asombrada, aun cuando esperaba lo que iba a suceder.

—En marcha. —Los tres se dirigieron hacia la fuente de fuego.

Había sido allí donde se habían topado con los hombres rata, y quizá era posible que se los encontrasen una segunda vez. Además, si como Lillatu había supuesto realmente había algún vínculo entre los rátidos y la verdadera presa de su adversario, entonces quizá fuera posible que averiguaran aquella relación.

Eran demasiadas conjeturas. Tantas variables hacían enfurecer a Vladawen, que intuía que el tiempo corría en su contra. Aquello le parecía demasiado imprudente, pero todo lo que él y sus cantaradas podían hacer era intentar una estrategia, y luego otra, y así hasta que alguna resultara ser eficaz.

El aire empezó a calentarse. La luz roja tintineante brillaba frente a ellos, en medio de la oscuridad, y las llamas bullían. Lillatu y Andelais se quedaron atrás; el plan consistía en que debían ocuparse de encontrar un buen lugar para esconderse y desde el que observar la plaza mientras Vladawen echaba un vistazo sobre el terreno.

A primera vista, la plaza parecía estar tan vacía como las calles que acababan de atravesar. Incluso los cuerpos de los rátidos con los que habían acabado habían desaparecido, y el elfo se preguntaba quién habría retirado de allí a esa simiente de los titanes, si su adversario en la sombra o alguna patrulla de Hollowfaust. Entonces algo se movió en lo alto de un tejado. Vladawen miró hacia arriba y divisó a un hombre rata agachado tras una cornisa oscurecida por la ceniza.

El elfo inspeccionó la fachada del edificio sobre el que estaba apostada la criatura. La pared tenía bastantes asideros para que pudiera trepar. La cuestión era si podría hacerlo con el suficiente sigilo. Tomó aliento para tranquilizarse, y entonces, tras esperar el tiempo necesario, ascendió tan silenciosamente como pudo.

Supuso que Lilly podría haberlo hecho mejor. A pesar de todo lo que se esforzaba, sus botas de cuero de primera y su bandolera chirriaban y crujían a cada momento. Al elfo aquellos sonidos le parecían horriblemente altos, y esperaba subir la vista para encontrarse al hombre rata apuntándole con un arma, o al menos lanzándole unos escombros sobre la cabeza. Pero no fue así, y por fin logró subir hasta colocarse a la espalda de la criatura.

Una vez arriba, miró a su alrededor en busca de otros rátidos que pudieran estar apostados en los tejados de los edificios vecinos. No parecía haber ninguno más, así que se arrastró en pos del que tenía a la vista.

El hombre rata se revolvió súbitamente. Puede que al fin lo hubiera escuchado, o quizá lo hubiera olido, aunque su propio hedor animal hacía que lo último fuera bastante improbable. De cualquier manera, lo cierto es que empuñaba una ballesta que parecía apuntarle, y estaba presionando el gatillo enfilándolo con tanta precisión como si pudiera verlo.

Retorciéndose y agachándose, Vladawen se echó a un lado, y el proyectil le pasó rozando. Entonces saltó y se lanzó hacia delante consciente de que el hecho de atacar rompería su invisibilidad. Se abalanzó sobre el hombre rata con la suficiente fuerza para dejarlo sin respiración, no obstante la criatura, sin concederle tiempo para pensar y gruñéndole, se lanzó desesperadamente hacia él blandiendo sus garras y abriendo de par en par sus fauces dispuesto a desgarrarlo con sus afilados incisivos. Sin dudar un momento, Vladawen agarró una triza de piel y pelo justo detrás de los bigotes del rátido. No era la mejor de las presas pero, para alguien con una fuerza tan prodigiosa como la suya, era lo bastante firme como para permitirle empujar la nuca de la criatura contra el borde de la comisa. La simiente de los titanes no tardó demasiado en dejar de oponer resistencia.

Vladawen volvió a mirar cautelosamente a su alrededor. Entonces agarró al hombre rata de la garganta.

—Hacías guardia —dijo en voz baja—. ¿Por qué justo aquí?

Los menudos ojos redondeados del rátido brillaron de odio.

Vladawen le dio un tirón de una de sus puntiagudas orejas.

—¡Contéstame!

La criatura, castigada, profirió una retahila de palabras incomprensibles, probablemente en lengua rátida, que el elfo no dominaba.

Vladawen intentó entablar conversación en cada uno de los idiomas en que podía expresarse, sólo para descubrir que su prisionero no hablaba ninguno de ellos. En la época anterior a la muerte de su dios, no hubiera tenido ningún problema para interrogarlo, pero ahora carecía del conjuro necesario, como de tantos otros. Frustrado, asió al hombre rata por el cuello para rompérselo; entonces, pensando que la criatura al menos había tratado de contestarle, optó por dejarlo inconsciente.

Vladawen recorrió silenciosamente el tejado, pero no en busca de otros centinelas rátidos, sino de algo que pudiera servirle de pista. Después de un momento, se percató de que la superficie que pisaba parecía estar aún más caliente que el aire de la propia zona de las proximidades a la ardiente fuente. Entonces, impulsado por uno de los sentidos especiales de su raza, sintió un hueco en una zona en particular. Se trataba de una puerta secreta oculta. El elfo se agachó, encontró el pestillo, y levantó la puerta una fracción. El aire que salió del hueco emanaba un intenso olor acre, que a punto estuvo de hacerlo estornudar. De aquella estancia emergía también un ruido; los chillidos de varios rátidos que aullaban y parloteaban al unísono. Por alguna extraña coincidencia, aquella canción, fuera la que fuese, tenía el mismo ritmo que la ebria cancioncilla morbosamente cómica que provenía del Barrio Civil, donde una serie de refulgentes fogatas levantaban columnas de humo hacia el cielo.

Asiendo su ballesta de mano y su estoque, Vladawen se deslizó por un tramo de escaleras y luego por otro más. El humo se hacía más espeso a cada paso, y aunque el elfo se tapaba la nariz y la boca con un pliegue de su capa, le seguía preocupando que aquella humareda le provocara un estornudo delator. En ciertos instantes, los objetos irradiaban tenues aureolas que dificultaban la visión tras ellos, y Vladawen empezó a sospechar que aquel humo debía contener alguna especie de alucinógeno, aunque uno de efecto no demasiado inmediato. El elfo trataba de sobreponerse lo mejor que podía a sus efectos.

Por fin consiguió alcanzar un rellano desde el que podía verse una cámara lo bastante grande como para abarcar la mayor parte de la superficie de la casa, un espacio abierto desde el que salían huecos y pasillos. Mirando con detenimiento, pudo distinguir a una docena de hombres rata. Las criaturas cantaban y bailaban, a veces a dos patas y a veces a cuatro, y también se abrían camino en su danza entre llamas contenidas en frascos o encendidas directamente sobre el suelo. De vez en cuando, uno de los rátidos metía su mano en un caldero lleno de líquido, o vertía cucharones de aquel brebaje sobre su cuerpo, para entonces prender en llamas la parte que se había ungido. Su pelo así humedecido estallaba en llamas al instante, mientras la criatura se estremecía en plena agonía y éxtasis, o en alguna peculiar combinación de ambos.

Vladawen se giró para volver a salir por donde había entrado. Sobre el tejado, se arrodilló y tomó aire profundamente, para entonces disponerse a descender por la pared. Consciente aún de que era visible, se mantuvo pegado a las sombras mientras se abría paso hasta el lugar en que había visto por última vez a Lillatu y Andelais.

Empuñando un arco corto, la asesina salió con brusquedad del umbral de una puerta que estaba justo frente a él, sobresaltándolo.

—No podemos vigilarte —dijo Lillatu frunciendo el ceño— si te escabulles dentro de los edificios.

—Lo sé —respondió Vladawen—. Pero estaba indefenso igualmente.

Andelais surgió de las tinieblas, no con el mismo sigilo que Lillatu, pero sí con la suficiente discreción.

—¿Qué encontraste? —preguntó.

—En primer lugar —contestó el clérigo—, un centinela rátido apostado en un tejado.

Andelais asintió.

—Ya vimos esa parte.

—Me hice con él, pero no pude interrogarlo. No fui capaz de encontrar un idioma que compartiéramos. Suponía que tampoco ninguno de vosotros podría... ¿no?

La humana y el semielfo agitaron sus cabezas.

—Supuse que era así, de modo que traté de descubrir qué custodiaba. Afortunadamente, no me costó demasiado. Los rátidos celebran alguna clase de festividad o práctica propia dentro de ese mismo edificio. Alguna clase de culto al fuego, si no lo he interpretado mal.

Lilly resopló.

—En ese caso, estarán disponiéndose a salir para aullar en torno a la fuente de llamas.

—Probablemente la consideren sagrada —dijo Andelais en un extraño tono distraído que hizo que Vladawen se preguntara si estaba especulando o recordando—. Pero si la adorasen expuestos al aire libre, las patrullas de esqueletos no tardarían mucho en toparse con ellos. La mejor solución es celebrar sus rituales a cubierto, pero en algún lugar próximo. —El semielfo osciló levemente su cabeza—. ¿Pudiste distinguir a algún humano participando en la celebración junto a esas criaturas?

—No —admitió el elfo—. Pero pude distinguir a uno o dos hombres rata separados del grupo, y pude reconocer su actitud. Eran los conjuradores que presidían la ceremonia, y eso quiere decir que son especímenes con el suficiente raciocinio para poder ser interrogados.

—Eso si somos capaces de atraparlos —apostilló Lilly—. ¿A cuántos rátidos pudiste distinguir en total?

Vladawen suspiró.

—Ese es el problema. Eran muchos. Supongo que deberemos mantenernos a la espera y aguardar nuestro momento.

—No funcionará —dijo Andelais—. Ya te dije que se cobijan en las profundidades de la montaña. Lo más probable es que vuelvan arrastrándose a su morada una vez acaben la ceremonia. Si hemos de capturar a uno de ellos deberemos hacerlo ahora mismo.

—¿Tienes algún plan? —preguntó Vladawen.

—Estoy pensando en uno. Necesitaremos emplear uno de mis mejores trucos, a ver qué os parece.

Terminada la exposición, Lillatu se pronunció.

—Supongo que lo más sensato es que nosotros dos tratemos de entrar por la puerta principal —dijo señalando a Andelais—, y que yo te proteja mientras empiezas a lanzar tus conjuros.

—Yo sé cómo llegar a su malévola capilla desde el techo —dijo Vladawen—. De acuerdo, así es como lo haremos. Sólo tened cuidado, y dadme algo de ventaja. —Entonces se escabulló de vuelta por el camino por el que había venido.

En su segundo descenso por el interior de aquel edificio, Vladawen sentía que los halos que rodeaban los objetos de la casa brillaban de manera aún más encantadora. En algunos momentos, incluso le parecía que estuvieran flotando. Aquello lo desconcertaba, pero se esforzaba por consolarse pensando que los hombres rata llevaban aún más tiempo que él drogándose con aquel humo. Si esos vapores lo desorientaban, quizá los adoradores del fuego estuvieran completamente confundidos.

Se agazapó al final del rellano de la escalera y esperó. Sentía que la espera era interminable, ya fuera por efecto del humo o porque le fallaban los nervios.

Finalmente, la puerta que daba a la plaza se abrió. Aún concentrados en sus rezos, los hombres rata no parecieron darse cuenta, no hasta que una nube zumbante atravesó la rendija. Unos avispones envolvieron a gran parte de los rátidos aguijoneándolos, y la simiente de los titanes se tambaleó y agitó.

Era una visión fascinante, y Vladawen tardó en ser consciente de que era su turno de actuar. Entonces, rabioso por su propia ofuscación y cuidando de no aterrizar en medio de la nube de insectos, se lanzó sobre la balaustrada y se dejó caer.

No era ningún acróbata, pero su fuerza le bastaba para evitar hacerse daño con un salto medianamente corto. Fue hacia el lateral de la estancia que ocupaban los rátidos, en una sección baldosada que se elevaba un poco por encima del suelo.

El elfo apenas pudo dar tres zancadas antes de que un hombre rata se abalanzara sobre él. Disparó a la criatura en el pecho con su ballesta de mano, y maniobró alrededor de ella mientras se derrumbaba. Entonces un segundo ser, éste más grande y fornido que la mayoría de sus compañeros y con la cola amputada, corrió a embestirle para cortarle el camino. Aullando, la criatura lanzó un mandoble con su cimitarra tratando de seccionar la pierna del elfo. Vladawen bajó su estoque de plata para frenar el golpe.

A un lado de la habitación, uno de los lanzadores de conjuros describía con sus manos los pases de un hechizo. Vladawen le habría interrumpido de haber podido, pero estaba demasiado ocupado intercambiando espadazos con el enemigo que en ese momento lo ocupaba, y sólo podía asumir que tanto Lillatu como Andelais estarían también enfrascados en sendas peleas. Aquel clérigo o mago del fuego extendió sus manos, y una refulgente llamarada rugió desde la punta de sus dedos, envolviendo prácticamente la misma porción de la humeante habitación que el enjambre de avispones.

La onda expansiva acabó con los insectos. También engulló a algunos hombres rata, pero estas criaturas, de mayor tamaño, resistieron mejor el castigo. Sin embargo algunas de ellas, bastantes según pudo observar Vladawen, se derrumbaron.

El elfo intentó una combinación de golpes hacia arriba y abajo, pero no logró engañar a su oponente. El hombre rata de la cola amputada esquivó el golpe que había pretendido ser definitivo, y devolvió una feroz estocada que iba directa al cuello del elfo. Eludiendo el golpe, Vladawen pensó que aquel engendro de los titanes practicaba la esgrima demasiado bien para haber estado aspirando vapores narcóticos. No parecía demasiado justo.

Repentinamente vio algo moverse en su flanco. Dejó caer su ballesta de mano, agarró su puñal y lo utilizó para frenar el ataque. La daga le sirvió para repeler una lanza. En ese mismo instante, sin duda confiando en pillarlo desprevenido, el hombre rata de la cimitarra le lanzó un tajo al pecho. Vladawen desvió el ataque con su estoque, y entonces lo empuñó haciendo ver que iba a utilizarlo para contraatacar contra su enemigo el espadachín; La criatura saltó ágilmente fuera de su alcance, y el elfo aprovechó para actuar como había planeado, lanzando una estocada lateral. Sorprendida, la criatura que le había embestido con la lanza fue incapaz de defenderse, y la hoja plateada de Vladawen se ensartó en su pecho.

No había ido mal, pero el rátido de cola seccionada aún lo tenía contra la pared, y además debía alcanzar tan pronto como pudiera a los lanzadores de conjuros enemigos. Bajo los efectos de los vapores que inhalaba sin cesar, con la nausea y el escozor inundándole la boca y la garganta, los ojos llorosos y el pecho en llamas, embistió tan ferozmente como pudo a aquel engendro de los titanes.

Al mismo tiempo, logró avistar a Lillatu y Andelais, que se las habían arreglado para abrir la puerta de par en par, o al menos habían impedido a los rátidos hacer lo propio por su cuenta, para salir. La asesina lanzó una estocada y un hombre rata cayó. Luego dos más embistieron contra ella. A la espalda de Lillatu, el encarnado fruncía el ceño concentrado. Una hermosa luz blanca, diferente al rojizo brillo reflejado por las llamas, destelló sobre su media corona plateada, y entonces su cuerpo se deshizo en una masa de motas zumbantes que planeaban en el aire. En esa ocasión no había invocado a un enjambre de avispones, sino que se había convertido en uno.

Vladawen se estremeció. Con todo lo que había visto hacer a sus enemigos, le parecía que la táctica del encarnado era precipitada e irresponsable. Al elfo no le quedaba sino esperar que no resultase suicida.

Las avispas se dividieron para engullir virtualmente a los hombres rata que aún quedaban con vida, lanzadores de conjuros incluidos. Con la intención inicial de interrogar a alguno de ellos, Vladawen había esperado poder capturar a alguno con la mínima dosis de violencia, asegurándose de que sobreviviera. Claramente Andelais había decidido que aquella tarea era imposible y, en ese aspecto, su enfoque de la batalla podía considerarse bastante apropiado.

Lo que Vladawen consideraba equivocado era la idea de que una vez que empezara a aguijonear a los conjuradores enemigos, el dolor lograra impedirles seguir causando daños. Ante sus ojos, los hechiceros se tambalearon, forcejeando como sus iguales de menor rango. Uno de ellos buscaba a tientas una botella en uno de los bolsillos de su ames, y una vez la cogió la estrelló contra el suelo.

El recipiente estalló en mil pedazos, y de él brotaron llamas en todas las direcciones. El estallido aturdió a Vladawen y lo lanzó contra la pared que tenía a su espalda. Sentía que se había quedado sin respiración, y cuando logró tomar aliento le pareció que sólo aspiraba humo ardiente. Entonces tosió una y otra vez.

Por fin consiguió tomar algo de aire. Recobrándose, se le empezó a aclarar la vista, y se dio cuenta de que el hombre rata con la cola amputada estaba despatarrado junto a él. La criatura levantó la cabeza y miró a su alrededor, confundida.

Vladawen se dispuso a agarrarlo, y un achaque de dolor a punto estuvo de hacerlo fracasar. La magia lo había abrasado, y cualquier movimiento le producía dolor. Aun así, se obligó a hacerlo, agarró al rátido y le rompió el cuello antes que pudiera recuperarse de su atontamiento.

El elfo encontró su estoque pero no su daga, y pensó enloquecido que la historia parecía repetirse. Entonces se levantó. Para su alivio, Lilly parecía estar aún de pie junto al umbral de la puerta o al menos, como él, se acababa de levantar. Era posible que ambos hubieran sobrevivido al haber estado en la periferia de la explosión. A Andelais, en cambio, le había pillado de pleno, sostenido en el aire, a apenas unos pasos y repartido en una miríada de frágiles cuerpos de insecto. Ahora Vladawen no veía rastro alguno de él.

Aún quedaba con vida un puñado de hombres rata, y particularmente aquel que había hecho estallar la botella. Con el pelaje y los bigotes chamuscados, los ojos en blanco, la piel blanquecina y sollozando, el conjurador había recuperado presto la danza que sus adoradores habían abandonado al comienzo de la pelea, saltando y girando de un lado a otro en un frenesí de júbilo.

Lillatu, sin duda haciendo un esfuerzo terrible, avanzó hacia un nuevo adversario. El cuerpo debía escocerle ansioso de buscar aire fresco, como le ocurría a Vladawen. El elfo, por su parte, corrió en pos del hechicero, pero un nuevo ataque de tos le hizo frenarse. Al verlo desfallecer, un rátido armado con una espada larga y un hacha de mano corrió a atacarlo, retrasándolo durante otro instante más hasta que logró atravesarle el corazón con su estoque.

Entonces giró en dirección a la especie de estrado que había en la habitación, donde ahora flotaba en el aire un escudo de fuego. Mirando por encima de aquella protección mágica, de forma casi increíble debido al desastroso estado de sus ojos, el mago rátido entonaba y gesticulaba un nuevo conjuro.

Vladawen estiró y levantó su capa de paño frío para que le cubriera por completo el rostro. Unas ráfagas de llamas alumbraron el tejido al atravesarlo a toda velocidad. Una de las llamaradas le alcanzó el pecho, y Vladawen se dejó caer para rodar antes de volver a embestir en dirección a su oponente, confiando (sin estar seguro) en no estar en llamas. La única oportunidad que le quedaba era la de acercarse con suficiente rapidez al hombre rata, ya que si se mantenía a cubierto dejándole lanzar conjuros con impunidad, acabaría por matarlo.

Mientras el elfo saltaba hasta el estrado, el mago rátido corrió a escabullirse en dirección al cadáver de uno de sus acólitos. El escudo flotante se desplazaba con él, sin dejar de interponerse entre la criatura y Vladawen. La simiente de los titanes se frenó, agarró la espada ancha que su compañero había empuñado en vida, tocó su punta con los dedos y aulló unas palabras de poder. La hoja estalló en llamas.

—Eso no me va a preocupar demasiado —dijo Vladawen con un doloroso carraspeo. El elfo siguió avanzando—. Tampoco tu escudo de llamas. Puedo derrotarte en un combate a espada. Ríndete.

—¿Por qué has vuelto? —bramó el mago en lengua élfica. Vladawen había supuesto correctamente que ambos podrían conversar—. ¿Amas el fuego? Entonces eres imprudente al avivarlo. —La criatura embistió.

El elfo retrocedió, atrayendo hacia sí al hombre rata, y entonces, tal y como sus maestros de esgrima le habían enseñado, giró bruscamente. Fintó hacia arriba para obligar al rátido a subir su defensa, y entonces lanzó una estocada baja, esperando alcanzar sus piernas.

El refulgente escudo de llamas descendió a tiempo para frenar su ataque. La espada ancha del hombre rata recorría el aire en dirección a su cabeza y Vladawen, sin tiempo para repeler el golpe, lo esquivó, percibiendo al hacerlo que el mago avanzaba hacia él. Entonces alzó el estoque para lanzar un ataque a la altura de la garganta, pero recordó con retraso que su intención era capturar al engendro de los titanes, no matarlo, y titubeó. ¡Maldito aturdimiento!

El escudo de llamas se sacudió hacia delante, lo golpeó, y le embistió. El elfo trató de esquivar la abrasadora presión, y rezó porque no le prendiera la ropa. Entonces se hizo a un lado una segunda vez para evitar otro tajo de la espada flamígera. Esperando poder frenar la pesada espada, lanzó la suya propia, pero el arma mágica del rátido la sacudió y la repelió.

—Sólo arderás —empezó a decir el hombre rata—. Será precioso. Y lo mismo haré con tu hembra. Juntos caminaremos entre llamas purificadoras.

—Mejor en otra ocasión. —El elfo echó mano a su cinto y descubrió que el látigo aún colgaba de él. Desenroscó el cuero trenzado con un giro de muñeca y entonces lo lanzó contra la feroz espada ancha.

El escudo del mago se deslizó hacia arriba para repeler el latigazo. En ese momento, Vladawen se lanzó en un ataque a la carrera, colocando su estoque a la altura del vientre del hombre rata. Mientras la protección mágica recorría el cuerpo de su maestro para repeler la estocada, el elfo hizo girar la punta de su arma hacia arriba y hacia un lado para apuntar al brazo con el que el mago empuñaba la espada. Esta vez iba a acertar. Ese maldito escudo no podía estar en todas partes, ¿no?

Evidentemente no. Su espada ensartó la muñeca del engendro de los titanes, y la espada ancha saltó por los aires. El impulso de Vladawen le hizo pasar de largo junto a la criatura, pero sin alejarse demasiado, por lo que giró para encararla. Entonces sufrió otro ataque de tos. La estancia repleta de humo giraba y se oscurecía, y sentía como se le doblaban las piernas.

Un aire cálido caía sobre él, era el escudo que trataba de envolver al mago aunque en el proceso friera al elfo como un filete en una sartén. El mago dio los primeros pasos de un nuevo conjuro. Vladawen pensaba estar a punto de desfallecer, y entonces oyó a Lillatu decir su nombre. Sacó fuerza de sus piernas, se puso en pie y la estructura que lo aprisionaba se desvaneció. Lanzó un latigazo a ciegas en dirección a los cánticos del mago, y logró acertar.

Vladawen parpadeó para recuperar la visión de sus picajosos ojos. El mago rátido había caído al fin. Lilly aparecía tambaleante, pero aparentemente había acabado con los restantes hombres rata.

Una victoria notable, pero no serviría para ayudarlos si el humo acababa por asfixiarlos. Sin comprobar si el mago del fuego estaba aún vivo o no, Vladawen lo agarró para arrastrarlo con gran esfuerzo en dirección a la puerta. Lillatu acudió a ayudarlo, al menos tanto como le permitían sus maltrechas fuerzas. De cerca, el elfo pudo distinguir lo abrasada que tenía la cara, y pensó que la suya no debía de tener un aspecto mucho peor.

Avanzando a traspiés hacia el umbral de la puerta, Vladawen recordó lo inusual y en cierto modo infernal que le había parecido aquella fuente la primera vez que la había visto. Ahora era distinto; comparada con la pesadilla de la que acababa de salir, aquella tranquila plaza, con su aire en cierta medida respirable, le resultaba tan placentera como el jardín de un templo, y puede que fuera por eso por lo que el resentimiento le invadió cuando Lillatu lo agarró por el antebrazo para llevarlo de vuelta a la casa.

En ese momento distinguió algo que antes había escapado a su vista. Algunas de las avispas aún zumbaban en lo alto de una de las hornacinas superiores del edificio, que sin duda debía haberlas protegido de la explosión provocada por el mago rátido. Se amontonaron unas sobre otras en el suelo, y entonces Andelais tomó forma. Vladawen y Lillatu esperaron a comprobar si el druida era capaz de ponerse en pie por sus propios medios, y cuando se hizo evidente que iba a serle imposible, corrieron hacia él para ayudarlo a recuperarse.

21

Tras sacar al estúpido de Andelais de la nube de humo, y a Lilly no se le ocurría otra forma mejor de llamarlo, la asesina se despatarró en el suelo y tosió durante un buen rato. La garganta le escocía tanto como aquella vez en que se había envenenado con el aliento del gólem, aunque al menos esta vez le quedaba el consuelo de que Vladawen estaba en la misma situación. Ahora sabrás cómo duele, pensó rencorosamente.

—Otro brillante plan ejecutado a la perfección —resopló cuando al fin fue capaz de hablar.

—Si puedes —contestó Vladawen—, comprueba el estado del hombre rata. —El elfo se agachó junto al encarnado—. Andelais respira, pero no demasiado bien. Tiene casi todo el cuerpo quemado.

—No me sorprende demasiado —dijo Lilly mientras procedía a estudiar al rátido—. La rata está en el mismo estado. Viva, pero sospecho que no por mucho tiempo.

Vladawen tomó la cara de Andelais entre sus manos.

—Cambia —dijo.

El druida parecía estar profundamente inconsciente, demasiado como para escucharlo. Quizá, con todo el tiempo que había pasado tratando de ayudarle a tratar con su otro yo maléfico, Vladawen había logrado establecer alguna clase de conexión psíquica con él, porque, poco a poco, la maltrecha figura de Andelais cambió hasta adoptar la forma de un halcón guadaña, sanando en el proceso algunas de las quemaduras que había sufrido.

—Una vez más —dijo con paciencia Vladawen.

Andelais recuperó la forma de semielfo, y entonces cambió a la de león terrible, sin dejar de librarse de una pizca de padecimiento en cada nueva transformación. El enorme felino mutó a la forma de errabundo de pecho desnudo, y entonces, por fin, el semielfo abrió sus ojos. Al instante, torció su gesto aquejado de las lesiones que aún sufría su cuerpo.

—¿Te encuentras lo suficientemente bien como para lanzar un conjuro de curación? —le preguntó Vladawen.

—Creo que sí —murmuró Andelais. Entonces levantó una mano temblorosa hacia la cara del clérigo, cubierta de ampollas.

Vladawen se alejó del toque que le ofrecía su compañero.

—Enseguida podrás ayudarnos tanto a mí como a Lillatu —dijo sentando al semielfo hasta colocarlo menos erguido—, pero debes sanar al rátido antes de que muera.

—De acuerdo. —Andelais musitó entonces un rezo y acarició la ennegrecida y supurante frente del mago.

El hombre rata se sacudió y luchó por ponerse erguido. Vladawen lo agarró y lo colocó contra el suelo.

—Tengo algunas preguntas para ti —dijo.

El mago le enseñó los dientes.

—Puede que tenga las respuestas, pero ¿por qué debería compartirlas con aquellos que desdeñan el fuego?

—La primera noche que pasamos por la plaza —insistió el elfo—, nos cruzamos con unos hombres rata que parecían cubrir la retirada de nuestro enemigo. Esta misma noche me has reconocido. Y sabes que se supone que he abandonado Hollowfaust. No hay duda de que los rátidos estáis colaborando con alguno de los nigromantes.

El mago de fuego entrecerró su boca quemada en lo que debía ser el equivalente en su raza a una sonrisa burlona, agrietándose la piel en el proceso.

—Suena como si ya imaginaras lo que ocurre.

—Más bien lo contrario —dijo Vladawen—. Necesitamos el nombre de tu cómplice humano, y los pormenores de la trama que habéis urdido juntos. Tú vas a suministrarme toda esa información.

El hombre rata ensanchó su sonrisa. Lilly percibió como su carne despedía un terrible olor a comida a medio cocinar.

La asesina y Vladawen intercambiaron unas miradas perplejas, casi de impotencia. No era reacia a la idea de torturarlo y era posible que, en aquella situación, el elfo tampoco se opondría, pero era complicado concebir qué clase de dolor podrían inflingirle que resultara ser más extenuante que aquel que el propio mago se había provocado a sí mismo.

Andelais volvió a transformarse, adoptando una forma tan delgada que incluso la espigada figura de Vladawen parecía robusta en comparación. Su piel era pálida y ligeramente escamada, y tenía los dedos de manos y pies unidos como un palmípedo, y las rendijas de unas branquias a los lados del cuello. Su aspecto, en cierto modo, era asombrosamente encantador.

Frágil y dulcemente, inspeccionó las quemaduras que aún le cubrían el cuerpo y empezó a temblar y a sollozar. Al ver aquello, Lilly esperó que Andelais cambiara de inmediato a la forma de semielfo para librarse de aquel dolor.

Pero no fue así. Cerró los ojos y se concentró, y entonces apartó a Vladawen de su camino. El elfo continuó manteniendo inmóvil al rátido, pero se apartó de su estrecho torso. La nixi en que se había convertido Andelais tomó su lugar junto a la criatura, sentándose a horcajadas sobre la simiente de los titanes, casi como para hacerle el amor.

Andelais asió la cabeza del hombre rata con sus diminutas manos y se reclinó sobre él, haciendo que sus caras se juntasen.

—Hijo del fuego —dijo con voz dulce—. ¿Sabes qué soy?

—Una nixi —contestó con voz desagradable.

—Así es —replicó ella—. Y una hija del agua que también exige las respuestas a las preguntas que te ha formulado Lord Vladawen. —Andelais mantuvo la mirada fija en los chamuscados y casi ciegos ojos del rátido, y Lilly sintió cómo ejercía alguna clase de poder de convicción o influencia.

El engendro de los titanes también entendió lo que le estaba haciendo.

—No puedes controlarme —dijo.

—Y no lo quiero —contestó la nixi—. Deseo salvarte.

El mago se estremeció. Parecía desear romper el contacto visual, pero no tenía fuerzas para ladear la cabeza, aunque no hubiera necesitado demasiada para librarse de la presa del hada.

—Soy leal al Padre Thulkas, hasta la muerte y más allá.

—Claro que sí —cantó con voz suave Andelais—, ¿pero te echarás a perder a manos de la ambición de un humano? ¿Darás tu vida para proteger a un miembro de las razas divinas? ¿Por qué iba a requerir eso el Señor de Hierro?

—Él desea la exterminación de sus enemigos.

—Pero ése será tu fin si no colaboras. —De repente, la voz de la nixi se endureció, se hizo más cruel, casi como si, aunque su aspecto externo no hubiera cambiado, sí lo hubiera hecho su naturaleza interior—. No morirás hoy aquí. Te llevaremos a una lejana laguna de montaña. Te esclavizaré y encantaré para que puedas respirar bajo el agua, y trabajarás penosamente en las tenebrosas y gélidas profundidades acuosas, sin llegar a ver nunca más una llama. Incluso tras morir te mantendré apresado. Soldaré tu fantasma a tus huesos y dejaré que espíritu y cadáver yazcan en el fondo del agua, fu alma jamás regresará junto al Titán de la Llama.

El hombre rata volvió a estremecerse, y entonces bufó.

—¡Está bien! Te lo diré. ¡Pero sólo porque ya es demasiado tarde para que podáis echarlo todo a perder!

Cuando Lilly hubo escuchado el relato, la aterrorizó pensar que todo lo que había contado aquella criatura pudiera ser cierto.

22

La lengua de lava solidificada que los intrusos ya habían visto en anteriores visitas al Barrio de los Fantasmas constituía una forma de ascender hasta la ladera de la montaña. Una vez allí, con la piel chamuscada aún tersa y cálida, Vladawen consideró el camino a seguir. Estaba seguro de que al menos una de los senderos conducía hasta la cima, donde ardía otra hoguera más. Sin embargo, siempre había considerado con indiferencia aquel risco a la luz del día, de modo que era incapaz de decidirse por una u otra dirección.

Andelais se frotó la sien.

—Por aquí —dijo con un tono como de borracho. A pesar del efecto curativo de sus sucesivas transformaciones, aún tenía aspecto de estar más enfermo que el resto de sus compañeros, ahora que éstos disfrutaban del efecto de los conjuros de curación que él mismo había lanzado sobre ellos.

Vladawen echó un vistazo, pero no descubrió pista alguna que indicara el motivo por el que Andelais había señalado aquella dirección. Puede que fuera la memoria de una vida anterior que lo guiaba.

—Continuemos entonces —dijo el sumo sacerdote.

El grupo se abrió camino poco a poco colina arriba. Lillatu era una escaladora excelente, pero no podía ver tan bien en la oscuridad como sus compañeros de sangre élfica. Consciente de ello, Vladawen volvía la vista cada poco para asegurarse de que ascendía sin mayores problemas. Molesta por tanta atención, la asesina le fruncía el ceño.

Finalmente, como habían esperado, la ruta indicada por Andelais desembocó en una especie de carretera, un verdadero camino que, por su aspecto, debía de ascender directamente desde la Tercera Puerta. El grupo subió entonces al trote a través de la gélida oscuridad, tan rápido como podía, hasta que Vladawen divisó a una pareja de figuras vestidas con armaduras y dispuestas a los lados del camino.

—¡Salud vigilantes! —dijo.

Los centinelas se giraron mostrando las calaveras que cobijaban sus cascos. De las sombras a los lados del camino emergieron más esqueletos con las armas en ristre. A pesar de su actitud amenazante, parecían conservar sus posiciones, sin duda siguiendo las órdenes que les hubieran sido otorgadas.

—¿Veis a algún estigio que los dirija? —preguntó Vladawen.

Andelais bufó como fastidiado, evidenciando que aquella era una pregunta estúpida.

—Bajo la Luna Gris, sólo a los nigromantes se les permite pisar el Faust.

—¿Y no podías haber recordado eso antes de que gritáramos? —preguntó Lillatu.

El druida respondió con un resoplido que se transformó en una expresión de lamento.

—Lo siento.

—¿Hay alguna oportunidad de razonar con esos guardias haciéndonos pasar por ciudadanos rasos? —preguntó Vladawen.

—No —contestó Andelais mientras su manto de piel sin mangas se inflaba por acción del viento—. Y tenemos suerte de que no nos hayan atacado ya.

—Vosotros dos manteneos delante de mí —dijo entonces el elfo, y una vez que sus compañeros lo obedecieron, musitó un encantamiento. Para finalizarlo, recorrió su cuerpo con las manos, haciendo que su figura adoptara las características propias humanas; varias túnicas, una bufanda, un sombrero de ala ancha de esos que gustaban tanto a los nigromantes de Hollowfaust y un salvoconducto para el toque de queda bien visible en su pecho.

—Esto no me gusta nada —dijo Lillatu observando el disfraz—. Sólo te has apartado de su vista por un instante, ¿y ahora el elfo ha desaparecido y hay una persona diferente en su lugar?

—No engañaría a una persona —confirmó Vladawen—, pero los esqueletos son, en esencia, entes desprovistos de mente. Voy a intentarlo. Vosotros tratad de encontrar otra forma de subir.

Aquellos muertos vivientes permanecieron en guardia, con las cuencas de los ojos vacías, hasta el momento justo en que el elfo llegó casi a la altura del primero de ellos. Entonces, al unísono, sus armaduras rechinaron. Vladawen estuvo a punto de sacar su estoque, pero entonces pensó que simplemente debían de estar poniéndose firmes.

Vladawen devolvió la deferencia asintiendo con la cabeza, y caminó hasta colocarse justo en medio del grupo. De repente, un estallido de magia borbotó y suspiró a su alrededor, haciéndole sentir un hormigueo en la piel. Cuando los esqueletos, sin dejar de moverse al unísono, dispusieron sus armas en guardia, el elfo se percató de que alguien más había lanzado sobre él un conjuro para que se disolviera la máscara ilusoria que había obrado.

Entonces desenvainó su espada e invocó el ancestral poder de El Que Permanece, pero aquello no disuadió a los esqueletos de hacerle frente. Tristemente consciente de que un arma punzante, aunque fuera un estoque divino, no era la mejor opción para enfrentarse a aquellas criaturas desprovistas de carne, Vladawen hizo uso de la hoja plateada para repeler el mandoble de un hacha de batalla, y pateó a su atacante en la rodilla. La pierna huesuda del guerrero salió por los aires, y éste perdió el equilibrio.

Girando sobre sí mismo, utilizando la guardia curvada de su estoque a modo de nudilleras de metal, Vladawen lanzó un puñetazo, y la calavera provista de casco de otro de los esqueletos salió despedida por los aires. Se hizo a un lado para esquivar otro hachazo más, avanzó y machacó la espalda de su atacante con suficiente fuerza para hacerlo tambalear y, posiblemente, romperle la columna.

Entonces Lillatu y Andelais aparecieron a la carrera, prestos a ayudarlo. Sin duda debieron de haber estado acechando en las proximidades, atentos a ver si realmente era capaz de abrirse paso disfrazado entre la patrulla de muertos vivientes. La hoja de la asesina describió un mandoble hacia la izquierda, y luego hacia la derecha. Mientras, el bastón del encarnado hacía mella en armaduras y quebraba huesos.

Vladawen desconocía si sus compañeros se habían percatado de que alguien le había lanzado un conjuro.

—¡Cuidaos de posibles magias! —dijo—. ¡No os agrupéis! —De ningún modo debían permitir que aquel mago hostil apuntara sobre todos ellos al mismo tiempo.

Lillatu y Andelais se dispersaron todo lo que les permitía el cuerpo a cuerpo que libraban. Mientras Vladawen lanzó un puñetazo con su mano libre que impactó sobre el marchito semblante de un esqueleto, magullándole los nudillos. Tropezó con otro enemigo y lo mandó contra el suelo con fuerza suficiente para romperle unas cuantas articulaciones. Miró a su alrededor en busca de un tercero, pero no encontró a ninguno, y se dio cuenta entonces de que juntos habían despachado a todos los guardias de las proximidades. Justo en ese instante, un punto de luz dé un enfermizo color verde destelló a través de la penumbra, arriba en la colina.

—¡Magia! —gritó mientras se lanzaba al suelo. Lillatu y Andelais imitaron su acción, en busca de cubierto.

Una lluvia de arena y guijarros cubrió a Vladawen, que cerró con fuerza los ojos para evitar que el aluvión lo cegara. Entonces algo lo empujó y arrastró como una ola en la mar levantada por un huracán. El elfo se dio cuenta de que, de no estar tumbado boca abajo, tal impulso lo hubiera derribado y empujado colina abajo.

Miró a su alrededor. Lillatu y Andelais habían sido arrastrados un tanto, aunque no demasiado. Este último, no obstante, se frotaba una vez más la cabeza, como si alguna piedra o un resto de esqueleto lo hubiera alcanzado dolorosamente. Sobre los tres intrusos, unas figuras se abrían paso entre la penumbra, pero Vladawen no vio rastro alguno de aquella en particular que había sido responsable de generar el brillo de color verde. Aquel nigromante debía de ser capaz de cambiar de posición nada más lanzar el conjuro.

Sin embargo, no era lo bastante prudente como para mantener la boca cerrada.

—¡Matatitanes! —aulló Iprindor—. ¿Sois vos? Loados sean los dioses, ¡No tenía ni idea!

Mientras corría a escabullirse tras una roca que le concediera algo de protección, Vladawen se preguntaba si valía la pena hacer ver que aún creía la mentira del nigromante. Lo dudaba. Eso no disuadiría a Iprindor de intentar matarlo; debía de estar desesperado por no inculparse. Sin duda se mostraba agradable sólo para tratar de convertirlo en un blanco más fácil. No obstante, si hacía que el de Hollowfaust siguiera hablando, eso le ayudaría a ubicar su posición.

—¿Sabes? —respondió el elfo—. Hablamos con tu amigo el mago del fuego, el rátido. Nos lo contó todo.

—Vaya —dijo Iprindor—. Sabía que no debía haber empleado a hombres rata para cubrirme la retaguardia la noche que me sorprendisteis. Pero debía buscar alguna manera de escabullirme.

—Bueno, la verdad es que tampoco necesitaba de un informador para saber que tú eras mi enemigo en la sombra. Fuiste quien más se interesó por mi propuesta desde el principio, y el que más oportunidades tuvo de esconder el cetro oscuro en mi habitación sin siquiera tener que emplear un conjuro.

—No creo que sea tu enemigo —dijo el mago—. Simplemente fuisteis los medios que necesitaba para obtener un fin. Lo realmente irónico es que esa gran empresa tuya aún me intriga. ¿Qué me dices de esto? Vuelve por donde has venido. La mañana traerá un nuevo día, y en él, todo maestro del Bajofaust que quede con vida, incluido aquel que burló a la muerte al ofrecerse voluntario para perderse las celebraciones y supervisar a los centinelas, ostentará una mayor autoridad. Yo mismo anularé tu castigo y proclamaré que prosigan las pesquisas.

—Permíteme dudarlo —espetó Vladawen—. Esa promesa no te compromete mucho más de lo que lo hicieron los juramentos de lealtad que sin duda concederías a Hollowfaust y a tu gremio. Además, no te sentirás seguro hasta que todos los que conozcan el secreto de tu traición hayan muerto.

—Entonces continúa con tu escalada, si te ves capaz —dijo Iprindor—. Puede que hace tiempo mataras a un titán, pero no te tengo miedo. La propia Belsamez me enseñó como anular a mi maestro, y del mismo modo me dijo cómo hacerte frente.

Aquella palabras dejaron a Vladawen consternado, pero se limitó a responder con aparente tranquilidad:

—Belsamez es el último patrono en quien deberías confiar. Te lo puedo asegurar.

El elfo sentía que aquella conversación le estaba sirviendo para tener una idea aproximada de dónde estaba apostado Iprindor. Miró hacia los lados, asegurándose de que Andelais y Lillatu estuvieran listos para actuar. Ambos asintieron con la cabeza, aunque el primero aún parecía estar algo tembloroso.

Les indicó que fueran hacia delante, y entonces cargó colina arriba. Lillatu lo imitó al instante. Andelais se mantuvo en posición el tiempo justo para lanzar un conjuro que hizo brotar de la tierra, con un terrible temblor, una araña tan grande como una carreta y que, por su aspecto, parecía estar hecha de fragmentos de piedra triturada. La criatura recién conjurada se lanzó hacia arriba, a la carrera, y el druida trepó tras ella.

En un instante se hizo evidente que, en aquellas circunstancias, la araña podría correr más rápido que cualquier elfo o humano. De hecho, Vladawen le dejó gustoso la delantera, para que concentrara los ataques del enemigo. La oscuridad que la rodeaba bullía generando una masa de ratas y ciempiés, y la araña corría entre ellos despreocupada. Un esqueleto, uno especialmente extraño que parecía proceder de un centauro aunque algo modificado, cargó contra la criatura empuñando una lanza. La punta del arma simplemente resbaló sobre el pétreo cuerpo del arácnido, que atrapó al constructo con sus mandíbulas y lo masticó lanzándolo a un lado del camino.

Vladawen había empezado a albergar esperanzas de que la creación de Andelais fuera casi imparable. Eso fue hasta que un gigante completamente calvo, vestido sólo con un arnés y un taparrabos, surgió enfurecido de la oscuridad. La araña giró para hacer frente a la nueva amenaza pero, a pesar de toda su agilidad, no lo hizo a tiempo. Con unos ojos tan amarillos que parecían revelar que una hoguera ardía en el interior de su cabeza, el descomunal guerrero hizo ondear su enorme hacha hasta que la hoja doble de su arma atravesó por completo el cuerpo del arácnido, que se desintegró al instante en una decena de pedazos de roca. Vladawen consideraba que aquel ser no debía ser un ogro, sino alguna otra clase de criatura extraña producto de la nigromancia de Hollowfaust, una especie de engendro animado de carne y huesos.

Aquel gigantesco gólem cargó hacia Vladawen. Para empeorar más la situación si cabe, justo en ese momento el elfo pudo ver a Andelais agachado tras unos matorrales, escabullándose de los costosos quehaceres del cuerpo a cuerpo, como acostumbran a hacer los magos. El elfo era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de llegar hasta él sin antes quitarse de en medio a aquel constructo, si es que podía estar a la altura del desafío.

Aquella enorme hacha ondeaba frente a él, y Vladawen retrocedió de un salto para alejarse de su alcance. Si había sido capaz de hacer pedazos a la araña de piedra, sin duda no le costaría demasiado hacer lo mismo con él, y no estaba seguro de si su prodigiosa fuerza bastaría para repeler el ataque. Lo más sensato, en ese momento, era mantener la distancia al tiempo que trataba de discernir el patrón de ataque del gólem.

Desgraciadamente, aquella tarea requería de unos instantes preciosos, durante los cuales pudo avistar a Iprindor dejando caer su brazo en el aire para generar una lanza de luz de la nada. El arma alcanzó a Andelais en el pecho, y el druida cayó después que dos rayos centellearan desde su torso. A varios pasos de distancia de Vladawen, pero en su otro flanco, una pareja de centauros esqueléticos combatían con fuerza a Lillatu, retirándose para embestirla con sus cascos delanteros al tiempo que la azuzaban con sendas lanzas.

Vladawen supuso que era momento de atacar sin esperar más. Esquivó un hachazo horizontal de la gigantesca arma, y entonces se lanzó hacia al frente al tiempo que clavaba con fuerza su estoque divino en el lugar en que un elfo normal, o al menos una criatura élfica, hubiera tenido el corazón.

Como sin percatarse de la herida, el gólem volvió a voltear su hacha, y Vladawen apenas tuvo tiempo de recuperarse y evitar que lo cortara en dos. Lanzó una estocada, esquivó un ataque, lanzó otra, volvió a esquivar, así una y otra vez, consciente de que al primer error la descomunal arma de su enorme enemigo atravesaría su carne y sus huesos. Bueno, eso o la fatiga, que pronto empezó a hacer mella en él.

Vladawen no tardó mucho en cansarse de tratar de atravesar un órgano vital tras otro, casi seguro de que jamás lograría así su objetivo. Sin embargo, probablemente por efecto de haber sido ensartado en tantas ocasiones, el gólem acabó por derrumbarse.

Vladawen miró entonces a su alrededor. Lillatu, de alguna forma, había logrado dar cuenta de los esqueletos centaureos, había corrido hacia arriba y ahora combatía a un esqueleto humano que empuñaba una alabarda. Era incapaz de ver a Andelais, lo que significaba que no iba a poder prestarle su ayuda. Con la esperanza de que su pariente aún estuviera con vida, Vladawen se lanzó a la carrera colina arriba.

Iprindor describió con sus manos un pase mágico y Vladawen esquivó hacia un lado. De la palma del nigromante salió despedido un rayo de fuerza de un blanco centelleante. Cruzó lo suficientemente cerca la cabeza del elfo como para hacerle sentir la letal energía congelante que transportaba, no obstante había errado, y no le hizo daño alguno. Dando marcha atrás, el mago farfulló otro conjuro, uno que levantó unas sombras zigzagueantes alrededor de Vladawen, pero que fue inútil. Aquél, resolvió el elfo, debía de ser el último ataque que a Iprindor le restaba para conjurar antes de quedar al alcance de la espada de su adversario. Con un enorme esfuerzo, haciendo caso omiso de la fatiga y el dolor de sus heridas, empleando cada ápice de la fuerza concedida por su dios, el clérigo corrió aún con más velocidad, se abalanzó sobre su enemigo, saltó y le ensartó el torso con su estoque.

Eso debería haber supuesto el fin de Iprindor, pero Vladawen se mostró prudente. Sabía que debía de haber aumentado su energía de alguna forma, así que extrajo la hoja para lanzar un segundo ataque. Pero antes de poder terminar ese movimiento el mago, a pesar de tener perforado el pulmón, abrió la boca y dejó escapar el mismo mortal aliento que había dejado paralizado al león terrible en la plaza de la fuente en llamas.

Vladawen se quedó aterrorizado. Retrocedió, se tambaleó, se agachó y se revolvió, sobreponiéndose finalmente al terror que lo paralizaba.

Balanceándose, con los labios ensangrentados pero sonrientes, Iprindor musitó un encantamiento y esparció un puñado de un polvo color blanco en el aire. Entonces su mano empezó a envolverse en la penumbra que había generado, y la levantó en dirección a su enemigo caído. Vladawen sabía que debía moverse cuanto antes, que debía defenderse, pero se veía incapaz.

Recordaba lo que Lillatu le había dicho. Era el Matatitanes, y debía ser el instrumento del destino de su dios. Pero también, que cualquier enemigo necesitaría sólo de un ataque afortunado para derribarlo, y que entonces su dios quedaría abandonado para siempre en el abrazo de la muerte.

23

—Bien hecho —dijo la refinada voz de un hombre que Vladawen no encontraba familiar—. Pero deja de consumir su fuerza vital. La esencia de un Matatitanes es muy valiosa y yo mismo puedo sanarte.

Aún entumecido casi por completo, Vladawen logró levantar la vista hasta la ladera de la montaña. Si eso era posible, su miedo se intensificó al divisar al hombre sonriente que paseaba cuesta arriba; su piel de aspecto ceroso y el gélido brillo de sus hundidos ojos parecían indicar que se trataba de un señor de la cripta, un nigromante que había llegado hasta allí a través de senderos prohibidos en los que se habría aventurado empleando sus capacidades de muerto viviente. Llevaba la diadema plateada de Andelais, portaba su bastón y vestía sus mismas quemaduras y heridas, pero se movía tranquilamente, como si hubieran dejado de molestarle.

Tambaleándose, Iprindor agitó su cabeza.

—Apártate, aparición —dijo con semblante confundido.

—Escúchame —dijo el señor de la cripta—. Arrasarás Hollowfaust esta misma noche. Debemos alegrarnos porque de forma abierta o encubierta eso supondrá el regreso de los Exiliados. Ahrmuzda Airat es mi amado maestro. Podré interceder en vuestro nombre.

Lillatu abandonó de un salto la oscuridad y lanzó una estocada hacia el pecho de Iprindor.

El mago de pelo rojizo se tambaleó y dio unos pasos hacia atrás pero, incluso en ese estado, no llegó a desmayarse. Al contrario, parecía tener aún un as en la manga. En su mano izquierda empezó a brillar un anillo de ónice con destellos de color verde, y seis enormes flores formadas de sombras parecieron brotar del suelo. Las figuras conjuradas se descompusieron hasta tomar la forma de unas cabezas de reptil sustentadas sobre largos cuellos prensiles, que se lanzaron contra Lillatu como serpientes. Lanzando estocadas y cuchilladas, esquivando y repeliendo ataques, la asesina las rechazaba con tanta habilidad como podía, esforzándose al máximo para impedir que Iprindor maniobrara para tocarla a ella o a Vladawen con sus dedos envueltos en sombras.

El elfo consideraba a la asesina una combatiente excepcional, pero tan agotada y magullada como estaba, no conseguiría mantener a raya a tantos contrincantes mucho tiempo. Tanto como alguna vez hubiera podido desear cualquier otra cosa en la vida, anhelaba levantarse y poder correr en su ayuda, pero se veía incapaz de hacerlo. Justo en ese momento, escuchó la verdadera voz de Andelais gritando un contraconjuro. El terrible terror que le había atenazado desapareció sin más.

Vladawen se puso en pie tambaleándose. Lanzó un mandoble a la derecha, y luego otro a la izquierda. Tras dos o tres aciertos, las cabezas de hidras iban estallando, llenando el aire de una espesa bruma que se esparcía como gotas de sangre en agua. Al menos, comparadas con el gólem o con el propio Iprindor, no eran tan terriblemente difíciles de matar.

Sin saber si se trataba de un vago sonido o si simplemente era su instinto que trataba de alertarlo, Vladawen distinguió un movimiento a su espalda. Giró y vio a Iprindor acechando a Lillatu por la espalda. Corrió a embestirle y atravesó con su estoque la palma su mano. El elfo apartó al nigromante de su amada al tiempo que liberaba su hoja, y entonces la volvió a ensartar en su cuerpo, esta vez en el pecho. Iprindor se derrumbó por fin.

En ese momento algo agarró a Vladawen por la espalda y lo levantó en el aire. Sintió como unas afiladas mandíbulas lo apresaban con una fuerza terrible, pero antes de que pudieran abrirse paso por su armadura, Lillatu atacó con furia, destrozando la cabeza de la hidra que lo había capturado y salvándolo al mismo tiempo. El elfo cayó al suelo y comprobó aliviado que ya no quedaba ningún enemigo en pie. Andelais estaba arrodillado en el suelo, gimiendo, agitándose, con el rostro fundiéndose de la cara bronceada por el sol de un elfo al pálido semblante de un señor de la cripta, así una y otra vez.

Vladawen corrió hacia él, se agazapó y recitó una de las plegarias que le había enseñado. Andelais trató de pronunciar unas palabras mientras, gradualmente, su carne cambiante adoptaba por fin su forma habitual.

—Halvero te invoco —jadeó—. Y al hacerlo, te obligo. Y al hacerlo, te digo que duermas. —Al fin dejó escapar un estremecedor suspiro.

Lillatu se acercó al trote.

—¿Está bien?

—Sí lo estoy —dijo Andelais—. Recordé el nombre de ese infeliz, y ahora lo he obligado a descansar. Espero que para siempre. —Entonces su voz se suavizó hasta convertirse en un susurro—. La verdad es que por un momento pareció funcionar, ¿no? No se me ocurre cómo si no podría haber... —Completamente agotado, Andelais se dejó caer de lado y empezó a roncar.

Lillatu adoptó un aire despectivo y se dispuso a hablar. Probablemente iba a hacer algún comentario sarcástico, pero entonces la montaña la interrumpió, temblando ligeramente bajo sus pies y los de Vladawen. Ambos se miraron atónitos, y entonces se giraron y se lanzaron hacia arriba a toda prisa, limitándose a dejar atrás a Andelais impulsados por su alocada carrera.

24

Vladawen, con Iprindor yaciendo a su espalda, por fin empezaba a ver más claro el futuro de su misión, aunque también era consciente de que debía apresurarse casi más que nunca. Otra pareja de esqueletos centaureos abandonó en ese momento la penumbra al galope. Uno cargó contra Lillatu, y el otro contra el propio elfo. Parecía que el traidor del consejo de Hollowfaust no había convocado a todos los muertos vivientes en forma de ayuda inmediata; otra cuadrilla había permanecido en lo alto de la montaña, formando una segunda línea de defensa para los nigromantes allí reunidos, una protección que las circunstancias habían revelado insuficiente.

Vladawen aguardó hasta que el huesudo lancero estuvo casi encima de él, y entonces lo esquivó, colocándose al hacerlo en una posición superior sobre la ladera. El elfo embistió sobre el flanco descarnado de la criatura, al tiempo que ésta pasaba junto a su lado y, empleando sólo la fuerza bruta, la derribó. El muerto viviente se deshizo en pedazos mientras caía, rebotando de un lado a otro, colina abajo.

El elfo miró a su alrededor, y lo que vio lo envalentonó y lo asustó al mismo tiempo; Lillatu había lisiado a su atacante seccionándole las patas superiores, y ambos estaban ya a punto de alcanzar la cima, donde unas delgadas columnas de vapor, una atestada de las chispas de una hoguera y otra perteneciente a las emanaciones perpetuas del Faust, se alzaban una junto a la otra. Pero Vladawen vio al mismo tiempo también como nuevos guardias, más esqueletos e incluso otro descomunal gólem de brillantes ojos amarillos y hacha enorme, se abalanzaban hacia ellos.

Lillatu y Vladawen se lanzaron a la carrera y lograron traspasar la cima del cráter antes de que los guardias pudieran interceptarlos. Mientras el elfo trataba de aspirar el aire suficiente para lanzar un aviso, al ver la escena que se abría frente a él se tambaleó consternado.

Una región del cráter del volcán había sido labrada hasta tallar las filas de un anfiteatro adecuado básicamente para que los nigromantes pudieran representar alguna clase de espectáculo en él, y que otros mientras tanto participaran como espectadores, con el fin de entretenerse bajo la luz de la Luna Gris. En aquella ocasión, los recolectores de muerte habían conjurado un enorme retablo flotante donde estaban representados la Muerte y su sierva la Plaga, acabando juntos con una ciudad en la que los cadáveres se aglomeraban desenterrados en umbrales de puertas, calles y ventanas, mientras las campanas de los templos daban una inútil señal de alarma, los dolientes aullaban lamentos y las almas en pena chillaban cuando demonios que se carcajeaban los arrastraban hacia el castigo eterno. Instigando y alentando los esfuerzos de sus compañeros de la representación, los representantes del Coro de la Banshee entonaban un canto fúnebre.

Aquel conjunto levantaba un alboroto bastante considerable, tanto que ninguno de los juerguistas allí reunidos se había percatado de que la tierra temblaba bajo sus pies. No obstante, Vladawen consideraba que aquello no servía de explicación para que tampoco se hubieran percatado del ruido que habían despertado ellos en su carrera colina arriba. Puede que la propia estructura del cráter hubiera acallado los sonidos, o quizá el latir enardecido de la sangre en sus oídos había sido el responsable. En cualquier caso, entre resuellos, el elfo abandonó la idea de tratar de hacerse escuchar y entender antes de que los guardias los alcanzaran o uno de los magos los derribara con su magia. Algunos de los nigromantes se habían percatado de que sus protectores habían abandonado sus puestos, y que se dirigían a la carrera en dirección al origen de los disturbios.

El elfo, frenético, miró a un lado y otro, buscando un modo de resolver su dilema. Entonces avistó a Baryoi sentado en uno de los bancos. El liche parecía estar mirando hacia él, pero sin intención alguna de dar inicio a un conjuro.

Vladawen recordó sus maneras energéticas y vivaces, y el celo que aquel mago muerto viviente había mostrado a la hora de proteger su ciudad, en su primer encuentro. Aquello contrastaba con el silencio del gran maestro el día en que se decretó su destierro, y con la absoluta pasividad con la que ahora se comportaba. Recordó entonces como Iprindor había afirmado haber anulado a su maestro, no haberlo destruido, y entonces creyó haber comprendido.

—¡Baryoi! —gritó con todas sus fuerzas, y con la esperanza de hacer oír a todos su voz. Entonces le señaló con su estoque plateado—. ¡Baryoi! ¡Oponte! ¡Oponte! —Dando tumbos, corrió hacia él.

Nadie frenó su avance. Puede que lo increíblemente extraño de su comportamiento hubiera dejado pasmados a los nigromantes. O quizá simplemente pensaran, con razón, que el Discípulo del Abismo era quien debía ocuparse de la nimia tarea de acabar con aquel lunático.

De ser así, el esqueleto envuelto en la túnica los decepcionaba. Baryoi se limitó a ponerse en pie y retroceder, con las manos alzadas en una vaga posición defensiva, pero sin llegar a lanzar magia alguna. Vladawen se lanzó sobre él y se estampó contra su cráneo, haciéndolo añicos y acabando con aquella marioneta animada con mucha más facilidad de lo que alguien podría haber acabado con un verdadero liche.

El elfo se debatía entre rabia, por un momento sintiéndose también una marioneta. Entonces se giró para encarar a Malhadra.

—¿Qué significa todo esto? —le dijo el gran maestro tatuado al elfo.

—Yo no soy el responsable —replicó Vladawen—. Consideradlo. ¿Cuándo podía haber tenido la oportunidad de sustituir al verdadero Baryoi por uno falso? Fue Iprindor. Es un traidor, y su maestro debió haberlo averiguarlo.

Entonces el suelo volvió a temblar, y estuvo a punto de hacer caer a Vladawen. La gente empezó a gritar.

—¡Cuidado con las piedras! —gritó el elfo señalando a los cuatro obeliscos negros colocados alrededor del borde del cráter—. Iprindor las manipuló para que se derrumbasen. ¡Volved a recolocarlas, o el volcán entrará en erupción!

Ése había sido el plan de Iprindor. En tiempos pasados, los nigromantes habían dispuesto aquellas columnas para asegurarse de que el desastre que había exterminado a los anteriores habitantes de la ciudad nunca volviera a amenazarlos. Desde entonces, el Faust había estado en calma. No obstante, un enloquecido lanzador de conjuros había puesto en peligro aquella estabilidad, y un segundo había entonado con voz suave sus exhortaciones amorosas al fuego que moraba en el corazón de la montaña, para tratar de despertarlo de nuevo.

Durante un instante, Malhadra sencillamente observó horrorizado, y entonces su siniestro semblante se endureció lleno de determinación. Dio con su mano una serie de pases místicos, hablando aparentemente hacia la nada. Vladawen se percató de que en realidad estaba transmitiendo las noticias a sus compañeros maestros de consejo. Un nuevo conjuro, que requería la manipulación de una pluma de cuervo, envió al gran maestro remontando el vuelo por el aire en dirección a la columna situada más al este del cráter.

Haciendo uso de varios medios de movilidad mágica, todos los grandes maestros se abrieron paso hasta uno u otro de los obeliscos, para examinarlos y lanzar conjuros sobre aquellas piedras labradas. Entretanto, la cumbre no dejaba de rugir y estremecerse. El aire se inundó con un hedor a azufre y fuego.

Vladawen se volvió para ver a Lillatu en pie sobre otra pareja de esqueletos derribados. Sin duda la asesina había actuado como su guardaespaldas mientras él se lanzaba a por el falso Baryoi. De no haber sido así, probablemente no habría podido abrirse camino hasta el liche ilusorio, con los guerreros muertos vivientes pisándole los talones. El elfo fue hacia ella dando tumbos, se colocó a su lado y juntos presenciaron como trabajaban los nigromantes. La salvación estaba ahora sólo en las manos de los magos, él debía limitarse a observar. Aunque aquello para él era un sentimiento completamente ajeno, no pudo evitar sentirse aliviado.

Entonces el Faust tembló con especial violencia, y aquel espasmo barrió de su cabeza el aturdimiento. Vladawen quería gritar ante la injusticia de, tras haberlo intentado con tanta fuerza, tener que quedarse indefenso sin poder ayudar a aquella mujer que estaba a su lado, y por ende a todos los demás. Sin embargo, justo entonces se dio cuenta de que los maestros del consejo se estaban alejando con calma de los obeliscos, y que el temblor estaba amainando. La montaña parecía dormir de nuevo.

En un abrir y cerrar de ojos, Danar apareció a su lado, con su silla esquelética sostenida sobre ocho manos de hueso extendidas como las patas de una araña.

—Os exiliamos —dijo secamente— pero habéis vuelto. Supongo que deberíamos considerar las circunstancias atenuantes de vuestro caso.

—Mientras las consideráis —dijo Vladawen—, agradecería que alguien pudiera conseguirnos un sanador y algo de beber. —El elfo se dejó caer hasta sentarse, y Lillatu hizo lo mismo a su lado—. Y alguien debe ocuparse también de Andelais, está montaña abajo. Además quizá deberíais preguntar a Numadaya si queréis encontrar al verdadero Baryoi. Estoy bastante seguro de que debe de andar por algún lado.

INTERLUDIO

Luz y penumbra en la sala

25

Pasaron los meses, Charder dio paso a Marder, y éste a su vez a Enker. Las noches se hacían cada vez más frías, aunque en Hollowfaust, dada su proximidad al desierto, el intenso calor del día era inmune al paso de las estaciones. Andelais, una vez cumplida su misión y con sus heridas sanadas, se convirtió en un halcón guadaña y se marchó volando. Vladawen pasó la mayor parte del tiempo reunido con los miembros de la corporación, todos los cuales, incluidos Yaeol y Asaru, se mostraron bastante ansiosos por ayudarlo tras haber presenciado sus esfuerzos para auxiliarlos en la última Noche Gris. Abandonada en su mayor parte a sus propios quehaceres, Lillatu exploró sin descanso el Barrio Civil con su recién adquirido salvoconducto para el toque de queda, un honor, o al menos eso le dijeron, brillando sobre su pecho. En realidad estaba bastante contenta de tenerlo. Había pasado demasiados años vagando en la noche para abandonar ahora ese hábito, incluso en aquel lugar encantando en el que aún, de vez en cuando, sentía alguna presencia espectral vigilándola mientras iba de un lado a otro. Se estremecía al pensar que podía tratarse de uno de sus propios exploradores o escaramuzadores muertos en batalla, que la miraban con odio. No obstante, si era así, no podrían hacerle nada, no sin Iprindor conjurándolos para que atravesaran el velo de la realidad.

Finalmente, una tarde se encontró a Vladawen caminando inquieto dentro de la estancia común de la posada. Una sola mirada a sus ojos le bastó para descubrir lo impaciente que la aguardaba, y eso a su vez le sugería que por fin debía tener noticias que contarle; auténticas noticias.

No se trataba de ningún fracaso, pues hubiera percibido su desesperación, sin embargo tampoco parecía estar eufórico.

—¿Qué sucede? —dijo la asesina.

El elfo le hizo señas para que fuera en dirección a la escalera que conducía, entre otras estancias, a sus habitaciones.

—Hablemos en privado.

Mientras subían los escalones, Lilly sentía que su curiosidad era tal que sólo pensaba en reprenderlo por hacerla esperar tanto tiempo. ¿Había tenido éxito al fin? ¿Se alzaría definitivamente su dios para librarlos al uno del otro? Aquella idea la alegraba y apesadumbraba al mismo tiempo. Se dijo a sí misma que debía hacer lo primero y descartar aquel último sentimiento, pero finalmente decidió sofocar cualquier posible esperanza hasta oír lo que Vladawen tenía que decirle.

El elfo se dirigió a su aposento y cerró la puerta tras su paso.

—Es posible que lo hayamos conseguido —dijo—. Quiero decir, los nigromantes y yo. Quizá hayamos dado con el ritual. No es tan complejo como suelen ser estas cosas habitualmente, pero sólo alguien tan ligado al dios como yo puede celebrarlo.

—¿Entonces, a qué esperas para entonar esas rimas y agitar tus manos en el son correcto? O, al menos, para bailar de alegría.

El elfo la miró con una mezcla de fastidio y diversión a partes iguales.

—Cómo de costumbre has dado justo en el clavo.

La asesina se encogió de hombros.

—Para hacer que El Que Permanezca vuelva de la nada, debemos conocer su verdadero nombre.

—Algo que, dadas las circunstancias de su muerte, ha olvidado todo el mundo —dijo Lilly recorrida por la desesperación, y sintiendo la necesidad imperiosa de golpear algo.

—Puede que no sea tan desesperanzador como parece. Numadaya y su gremio han estado practicando adivinaciones. Baryoi ha interrogado a muchos fantasmas. Utmar ha estado consultando los archivos de relatos y cánticos de su orden.

—En resumen —interrumpió Lilly—, que todos los amantes de los fantasmas se han puesto a trabajar para resolver el enigma. ¿Y qué tenemos?

—En las profundidades del desierto de Ukrudan yacen unas ruinas eslarecianas. Tiempo atrás fue un gran centro de aprendizaje, y allí, si los augurios y las historias no se equivocan, podremos encontrar el verdadero nombre de nuestro dios, registrado y esperando volver a salir a la luz.

No era la primera vez que Lilly se sentía desconcertada por toda la impredecible locura del mundo en que sin querer se había visto inmersa desde el momento en que ella y su anterior compañero, Erza, aceptaron asesinar a Vladawen.

La asesina negó con la cabeza.

—Eslarecianos...

—¿Qué sabes de ellos? —dijo Vladawen.

—Lo mismo que todo el mundo. Que eran tan malvados y peligrosos que los titanes y las deidades dejaron a un lado su contienda mutua para exterminarlos —respondió Lilly.

—Tampoco yo sé mucho más —concluyó el elfo—, incluso si pude servir en aquella temprana guerra. Eran una raza muy hermética. Pero es posible descifrar sus escritos, y puedo aseverar que hace tiempo que dejaron de existir.

Lilly sonrió torciendo la boca.

—Genial, así que ésta será la parte fácil.

Vladawen suspiró.

—Sabes que tampoco es eso.

—Imagino que no. Es imposible que no te hayas dado cuenta de que cada vez que pensamos estar a punto de cumplir nuestra misión, nuestro camino parece ensancharse justo bajo nuestros pies, y entonces nuevas amenazas surgen para irrumpir frente a nosotros. Es posible que porque Belsamez las inspire. Iprindor y las ratas de fuego no tardaron mucho en confesar que ella misma había sido quien los había unido en su confabulación.

—Lo sé —dijo Vladawen—. Y eso me hace pensar si la Asesina desea realmente que tengamos éxito. Aunque en una ocasión me dijo que las maldiciones eran en realidad bendiciones, y de hecho, ahora que lo pienso, lo cierto es que todos nuestros antiguos enemigos nos han servido para avanzar en nuestra causa. De no haber sido por Sendrian, nunca habríamos dado con Athentia, y nunca la habríamos convencido para que nos ayudara. Del mismo modo, debimos derrotar a los gorgones para hacemos con la confianza del Rey Cervecero. Y así hasta hoy.

Lilly resopló.

—Si sólo actúa en nuestro beneficio, para ayudarnos, esperemos que no piense que necesitamos más auxilio. Seguro que nos ayuda a dejarnos el pellejo en la misión.

—No puedo responder por sus verdaderas intenciones —admitió el elfo—. Y en realidad creo que tampoco me importa demasiado. Incluso aunque supiera que ella fuera mi enemigo más feroz, seguiría adelante con la misión. En cambio, tú...

—¡Ya es bastante! Sabes que no voy a abandonar, así que calla la boca.

La asesina le concedió entonces a Vladawen una de sus nada frecuentes sonrisas cálidas, sin ningún ápice de ironía o rencor, de esas que le hacían estremecerse al encontrarse con sus ojos.

—Claro, lo siento —dijo el elfo.

—¿Entonces a qué esperamos?

—Los hombres de la corporación van a suministrarnos soldados. El dinero de Gasslander servirá de sobra para comprar caballos, provisiones frescas e indumentaria adecuada para el frío. Además, estoy pensando también otra cosa...

Una vez hubo acabado su exposición, la asesina le respondió:

—Eso suena un poco estúpido incluso para lo que estamos acostumbrados.

—Es probable. Pero he arrastrado demasiadas desgracias conmigo. Trato de convencerme de que cuando el dios vuelva, pondrá las cosas en su lugar. Pero puede que no todo el mundo deba esperar hasta entonces. Quizá...

—Es una locura, pero estoy de acuerdo —respondió Lilly.

—Perfecto —dijo Vladawen mientras veía como Lillatu le dedicaba otra sonrisa—. Me atrevería a decir que ése es justo el ejemplo de lealtad que me movía a sugerirte tal plan.

A su pesar, la asesina volvió a pensar en la daga plateada, y por un momento se odió a sí misma y a Vladawen por igual.

—¡Por el hacha ensangrentada de Vangal, estás demasiado sensiblero! ¿Quién de los dos es la chica aquí?

El elfo endureció su semblante.

—Te pido perdón si mi humor te ha ofendido. Vendré a buscarte por la mañana.

Lilly sintió como se le revolvían las tripas, movidas por la culpa o algo peor.

—Por favor —acertó a decir—. No te vayas. Lo siento. Estoy cansada de todo este juego, de la ansiedad, de alejarte de mí. Voy a dejar de representar ese maldito papel.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. Ninguno tenemos culpa de que Belsamez nos maldijera, así que, ¿por qué culparnos mutuamente? Seamos amigos durante el tiempo que deba durar esta situación.

Lilly extendió sus brazos.

26

Por su olor, aquella estancia en penumbra tenía aspecto de no haber sido ventilada nunca. El hosco tabernero semiorco parecía receloso a dar a sus invitados candiles o candelabros, incluso también el aceite o las velas que pudieran necesitar para ellos. A Ópalo no le preocupaba. No necesitaba demasiada luz para echar mano a su última botella y verter su contenido en la minúscula copa abollada, ni tampoco para abrirse camino tambaleante hasta el catre de paja infestado por todos lados de alimañas, con la áspera y tosca manta. En ese momento la inundó el estupor.

Según creía recordar, la penumbra había envuelto a la borrosa figura de Nindom siempre que se le había aparecido, sentado en la esquina más sombría de la estancia. ¿Estaba o no realmente allí? Hasta ese momento, Ópalo había preferido decantarse por la duda, aunque quizá llegaría un día en que debería apostar por un hecho u otro, para entonces tomar algún tipo de decisión basándose en lo que hubiera resuelto.

Levantó la vista y pudo verlo, o al menos, distinguir la oscura e inconfundible forma de su torso, y el brillo de sus ojos.

—¡Oh! —murmuró—. ¡Has vuelto!

—¿Te molesto? —preguntó él. En aquellos días, su voz era más vaga. No obstante, aun en los instantes de mayor bullicio en la posada, no había tenido nunca problemas para entender sus palabras.

—No. Sé que no tienes ningún lugar más al que ir. ¡Maldito elfo!

—Maldito elfo —coincidió el fantasma.

—Intenté vengarte, pero no funcionó. Se las arregló para escabullirse de vuelta a la ciudadela y hacerse con los favores de los nigromantes.

—Lo hiciste lo mejor que pudiste.

Ella agitó la cabeza.

—Mejor debería haberlos matados a todos. Haber acabado con él, con Lilly y con el druida también. Al fin y al cabo puedo escupir fuego sobre la gente, ¿lo sabías?

—Sí, lo recuerdo.

—Pero cuando regresaron a... a esa posada de lujo, al pasar junto a la fuente, simplemente eché a correr. Hasta este montón de mierda.

—Tranquilízate, dulce campesina. Aprecio tu compañía, y estoy seguro de que sabrás ver sin dudas el camino que debes tomar cuando llegue el momento.

—Mi camino —repitió la maga. ¿Es que iba a volver a su antigua vida solitaria de maga errante de alquiler? Suponía que no podría limitarse a quedarse sentada bebiendo el resto de su vida, pero la idea de volver a sus antiguos quehaceres la parecía demasiado deprimente, especialmente si ya no iba a ser bienvenida en ningún lugar de Darakeene—. No quiero pensar en eso ahora. —Levantó la copa, y descubrió que estaba vacía.

—Sólo recuerda que aún no ha terminado —dijo Nindom, y ella tuvo el turbio sentimiento de que repetía algo que ya le había dicho antes, durante una visita anterior.

Eso le hizo sentirse agobiada. Enojada.

—Todo se ha acabado ya —dijo casi sin estar segura de a qué quería referirse exactamente. Buscó a tientas la botella de vino, y su mano temblorosa la tiró de la mesa.

Otra mano, más delgada y pálida que la suya, la atrapó. Ella se giró. Como solía ocurrir cuando no estaba vestido para la batalla o la marcha, la ropa que Vladawen llevaba mostraba un exceso de capas de telas con ojales y bordados, distintivo de la predilección de su pueblo por los motivos recargados y la decoración más ostentosa.

Creyendo por un momento estar soñando, Ópalo parpadeó para volver a mirar al elfo.

—Llamé a la puerta —dijo Vladawen—. Pero no contestaste, así que entré. Sé que no ha sido demasiado cortés por mi parte, te pido disculpas. Pero lo cierto es que el posadero me contó algunas cosas que me preocuparon.

Ópalo era consciente de que había bebido demasiado para obrar magia alguna, así que se levantó de la silla, sacudiendo la destartalada mesa al hacerlo, y lanzó un puñetazo, uno de esos que había aprendido corriendo detrás de los hijos de los peones de labranza en su juventud. Vladawen no trató de esquivarlo o bloquearlo, y los nudillos le acertaron en plena boca.

El violento esfuerzo la hizo tambalearse. El elfo se movió como para agarrarla antes de que se cayera, pero decidió dejarla recobrar por sí misma el equilibrio. Ópalo lo miró pensando si iba a valer de algo seguir golpeándolo, y el hecho de que no opusiera resistencia le sugirió que iba a ser inútil.

—De camino a Piedrarroja —dijo Vladawen con la sangre saliendo a borbotones de su labio partido— dijiste que, por si te pasabas con la bebida, siempre conservabas un conjuro en mente listo para dejarte sobria en un instante. Debo decir que hasta esta misma noche nunca había visto señal alguna de que fueras a necesitarlo. ¿Lo tienes ahora por ahí?

El elfo no tenía derecho a decirle lo que debía hacer, y Ópalo tomó aliento para decírselo en el tono más maleducado y grosero del que fuera capaz. Entonces una parte de su acostumbrada solicitud la hizo avergonzarse por mostrarse tan horriblemente ebria frente a él, así que decidió recitar aquel básico pareado y describir con su dedo índice el pase, igualmente sencillo, que correspondía. Entonces sus pensamientos recobraron claridad, y la pesadez abandonó sus extremidades.

La maga miró subrepticiamente a su alrededor. Nindom había desaparecido junto con su borrachera, y Ópalo pensó que quizá Vladawen podía no haber visto al fantasma ni haberla escuchado hablar con él. Puede que todo le hubiera pasado en sueños.

—¿Te sientes mejor? —preguntó el elfo.

—No —dijo ella—. Sencillamente ahora estoy sobria. ¿Viniste para reclamar el estipendio de Gasslander? Me lo he gastado ya casi todo.

Vladawen endureció su gesto.

—Vine a ver cómo estabas, y a pedirte perdón. Siento no haberlo hecho antes.

—¿A pedirme perdón? —Entonces Ópalo sintió un retortijón, y se dio cuenta de que llevaba días sin probar bocado. O sin bañarse, o sin cambiarse la ropa. Y todo eso podía atestiguarlo su olor.

—Por todo.

Ópalo dudó.

—Me sorprende que no pensaras que era yo quien debía pedirte perdón.

—Te prometo que no es así.

La maga sentía que se le removían las tripas, ya fuera de ansiedad o por algún otro motivo, pero pronto ese sentimiento se volvió recelo.

—Debes de querer algo.

Vladawen suspiró.

—Supongo que me merezco ese trato, especialmente cuando ni siquiera puedo decir que no debes tener motivos para sospechar así. No obstante, te ruego que me dejes explicarme.

—Habla —dijo la maga tras un momento de duda.

Hablando simple y llanamente, sin esa adornada retórica que en su momento le había llevado a ella, a Nindom, y a otros tantísimos habitantes de Wexland a adorar a aquel extraño nuevo dios y a arriesgarse al martirio por el bien del elfo, Vladawen le contó cuál era el próximo paso que requería su misión.

—Naturalmente —concluyó—, me gustaría llevar a un mago conmigo. Los del consejo me buscarán uno si se lo pido, pero el compañero que realmente busco eres tú.

Ópalo frunció el ceño.

—Te traicioné.

—Porque lo merecía. Y el único modo que se me ocurre de arreglarlo es ofreciéndote la oportunidad de ayudar a completar la tarea que empezamos. Resucitemos de una vez por todas a El Que Permanece y demos a Nindom y a todos los demás camaradas caídos la recompensa que merecen.

La maga lo miró, y finalmente asintió.

—Vale. Iré. Debo hacerlo, porque aún no ha acabado.

Sólo el tiempo diría si aquella frase era cierta sólo en el aspecto en que seguro que el elfo la había entendido, o si iba a poder significar algo más rebuscado.

27

Tras haber surcado un continente por el mundo de las sombras y después de la agotadora caminata que lo había llevado a través de terreno montañoso, Kolvas estaba completamente exhausto. Aun así, eso no le impedía estar ansioso por encontrarse con su maestro. Como solía ocurrir, el viejo mago de inhumana y esbelta figura de piel obsidiana hizo señas a su discípulo para que olvidara rendirle pleitesía, y le instó a ocupar asiento en una de sus cómodas sillas. Aquella espaciosa estancia de gélida atmósfera, aunque no tan glacial como los picos que Kolvas acaba de atravesar, estaba iluminada, según las preferencias de su mentor, apenas con el brillo de las lunas y las estrellas que entraba por los altos ventanales. El mobiliario de la sala era excepcionalmente lujoso; fruto de los saqueos a las ocasionales caravanas que cruzaban por la zona.

—Cuéntame —dijo el Maestro mientras se sentaba. La espectral penumbra que envolvía su brazo izquierdo se arremolinaba como si estuviera ansiosa por escuchar las noticias de Kolvas. El humano sabía que era posible que fuera así.

—Preparan una expedición para explorar unas ruinas eslarecianas en pleno desierto —afirmó Kolvas—. Parece que deben buscar allí para hallar el verdadero nombre del dios. Sólo entonces Vladawen podrá ejecutar el ritual que los de Hollowfaust le ayudaron a estructurar.

El viejo mago asintió.

—Aja.

A juicio de Kolvas, su mentor era la persona más sabia del mundo, y ya estaba acostumbrado a que lo supiera todo acerca de todo tipo de cosas. Aun así, la calma con que recibía esta revelación en particular lo dejó algo decepcionado y resentido.

—Ya lo sabíais.

—Tengo numerosas fuentes de información. —El Maestro miró a la figura tallada de color negro que representaba a una bruja con alas de buitre, y la momentánea desesperación de Kolvas dio paso al temblor y el sobrecogimiento—. Pero en este asunto no doy nada por hecho hasta que mi leal lugarteniente me confirma su certeza. Supongo que ni Vladawen ni sus colaboradores sospechan que los espías.

—No, señor. Podría casi incluso decir que ninguno de ellos ni siquiera sabe que existo. Sin duda alguna desconocen mi rostro o mi nombre.

—Eso es magnífico. Pero no durará demasiado. No puedes continuar siguiendo su pista desde la distancia por más tiempo, no cuando el abandonado nos lleva la delantera. Sería demasiado peligroso y complejo, y además puede incluso que llegue a necesitar tu ayuda.

Kolvas se enderezó en su asiento.

—Estoy listo. Más que listo.

El viejo mago sonrió.

—¿Hay algo más impaciente que un humano joven? No pienses que tu contribución ha sido en balde. Has cumplido la importantísima misión de preparar a nuestra marioneta.

—Pero lo que he podido hacer hasta ahora, casi siempre, ha sido observar, y observar, y observar, cuando en todo este tiempo podía haber dirigido mis esfuerzos en pos de vuestra victoria final.

—Pero al hacerlo podrías haber perecido, o haberlo echado todo a perder antes de que nos aseguráramos de que esta trama en particular realmente tiene posibilidades de poner nuestra tierra natal a nuestros pies.

Kolvas frunció el ceño.

—No lo entiendo. Si al menos ella te hubiera avisado... —dijo haciendo una señal con la cabeza al ídolo que representaba una figura medio buitre medio bruja.

—¡Alabada sea la Asesina! No obstante, un mago prudente se forma su propio juicio, incluso aunque los propios dioses parezcan honrarlo con su consejo. Y especialmente si se trata de esa diosa, y más especialmente aún cuando le ofrece lo que su corazón desea.

Kolvas asintió.

—Creo que lo entiendo.

—¿Es necesario que discutamos los pormenores de tu misión? ¿O prefieres que esperemos a que hayas descansado y tengas la mente más clara?

Kolvas sonrió.

—Sabes la respuesta a esa pregunta. Soy joven, humano e impaciente.

Su Maestro le devolvió la sonrisa.

—Muy bien.

Ambos discutieron el plan hasta bien entrada la noche, estudiando el buen número de problemas que podrían surgir y complicarlo. Aun así, Kolvas suponía que finalmente serían otros los que se encontraría. Incluso el mago sombrío más poderoso de todo Ghelspad era incapaz de averiguar todo lo que acechaba en el camino en que su discípulo debía adentrarse.

Al final, el Maestro reconoció:

—A pesar de tu entusiasmo, si pudiera te liberaría de tener que cumplir esta misión.

—En ese caso me alegro de que no sea así. Esta es mi oportunidad para hacer todo lo que siempre he deseado.

Para justificar la fe que su mentor había puesto en él y hacerse con un puesto permanente como su mano derecha. Para vivir como un señor. Para castigar a los tipos que acabaron con sus padres, condenándolo así a la desgraciada vida de un pilluelo de las calles hasta que el Maestro lo sacara del abandono.

—Sólo ve con cuidado, mi hijo adoptivo. Nunca olvides ni por un instante todo lo que te he dicho esta noche. Hay algo que te espera en esas ruinas. Algo letal.

SEGUNDA PARTE

El Desierto de Ukrudan

28

Dos columnas de piedra de color carbonilla se alzaban entre la arena blanca. Por lógica, cualquier viajero del desierto que hubiera querido cobijarse entre ellas lo habría hecho aprovechando su sombra. Sin embargo, el angustiado caminante no lo hizo así; se dispuso sobre la más alta, bajo el sol del mediodía, y empezó a ondear su mano.

La expedición encabezada por Vladawen se había encontrado horas atrás con el cadáver de un caballo castrado muerto en extrañas circunstancias. Dado que las huellas habían indicado que el jinete derribado había seguido avanzando más o menos en la misma dirección en que ellos se encaminaban, desde entonces el grupo había estado siempre atento a la posibilidad de poder avistarlo. Ahora, Lilly, con la cara caliente y sudorosa a pesar de la protección que le proporcionaba su tocado de paño frío, fruncía el ceño perpleja.

—Creo que nos hace señales para que no nos acerquemos —dijo. Entonces miró a Issa—. ¿Por qué?

Con el aspecto propio de las tribus nómadas que vagaban por la frontera del desierto, una zona no absolutamente hostil a la vida humana, el enjuto guía de barba incipiente negra y canosa e intensos ojos marrones agitó su cabeza.

—Puede que el sol le haya hecho enloquecer. O puede que no. Pero dado que parece despedirnos, creo que podemos seguir cabalgando con la conciencia tranquila. Así habrá más agua para nuestra gente.

—Estoy de acuerdo —habló Chave, como arrastrando las palabras. El más espléndido de la docena de estigios que iba con el grupo, era también el más vanidoso y maniático, e incluso allí, en tierra de nadie, cumplía su ritual diario de cepillar sus ropas y limpiarse las uñas.

—Pero no podemos irnos sin más y dejarlo morir —dijo Ópalo, y entonces miró a Vladawen frunciendo el ceño, como si pensara que esa era también su intención—. Puedo hacer uso de uno de los rollos de pergamino que me dieron los nigromantes para trasladarme hasta donde está él y hablarle. Si nos está alertando de alguna clase de peligro oculto, lo sortearé.

—A menos que esté acechando justo donde está él, entre las rocas —apostilló Lilly.

—Entonces me arriesgaré —contestó la maga.

—No —dijo Vladawen—. Es posible que necesitemos ese pergamino para explorar las ruinas.

—Maldito seas...

—¡Por favor! No he dicho que no investigaríamos, simplemente que no despilfarraríamos ese conjuro para hacerlo. Uno de nosotros cabalgará hasta la altura de las piedras. Los demás lo seguiremos a unos pasos de distancia.

—Yo me encargaré —dijo Lilly.

—¿Estás segura? —preguntó Vladawen—. Puedo hacerlo yo.

—No importa. Creo que ya me toca hacer un poco el loco. Sólo aseguraos de no dejar que me aleje demasiado.

Lilly avanzó a lomos de su yegua azabache en dirección a las columnas, y el hombre que estaba situado en lo alto de la más elevada siguió haciendo señales. Grítame algo, pensó irritada la asesina, dime cuál es el problema. Puede que no pudiera nacerlo. Puede que la sed le hubiera dejado sin voz, si es que llevaba demasiado tiempo sin agua.

Finalmente Lilly se acercó lo suficiente para distinguir mejor el aspecto de aquel tipo; era muy delgado, casi esquelético, con un semblante de aspecto joven aunque desmejorado, una mirada astuta y el pelo castaño. Entonces demostró que, después de todo, sí podía gritar, aunque no demasiado alto. Su voz era áspera, e hizo a la asesina recordar algo. Aunque su rostro no le era familiar, no ocurría lo mismo con su forma de hablar. De no haber sido por la entrecortada aspereza de su voz, la asesina casi estaba segura de poderlo haber reconocido.

—¡No digáis nada! —suplicó a Lilly—. ¡Daos la vuelta y volved por donde hayáis venido!

Lilly dejó de tratar de reconocer a aquel extraño, y se concentró en intentar averiguar cuál era el peligro.

—¿Qué ocurre? Mis amigos y yo queremos ayudarte.

—Es imposible. Lo mejor que podéis hacer es alejaos de aquí... ¡Cuidado!

Lilly no había dejado de estar atenta a posibles señales de peligro desde que había empezado a acercarse a aquella zona. Aun así, con su cabeza pelada camuflada entre la arena, una criatura similar a un ogro se irguió justo frente a su yegua, desde donde había aguardado sin ser detectada todo ese tiempo, aparentemente adoptando el color pardo de las dunas. Su cabeza mostraba sólo un par de mandíbulas semejantes a pinzas y llenas de afilados dientes, carecía de ojos, orejas o agujeros de la nariz que fueran visibles. La criatura lanzó sus manos en forma de garra sobre el caballo y le mordió el cuello, decapitándolo al instante.

La asesina saltó para ponerse a salvo, dio una voltereta y sacó su espada. La bestial criatura dejó de lado al caballo muerto y giró para encararla. Manchada y salpicada de la sangre del caballo muerto, su piel de aspecto curtido se transformó para adquirir un tono rojizo.

El resto de la compañía empezó a proferir gritos, incitando a Lilly a lanzar una arriesgada mirada a su lateral para comprobar si la ayuda estaba en camino. Otra segunda criatura apareció de la nada para cortar el paso a sus aliados. Vladawen se apresuró a esquivarla, pero aún iba a tardar en alcanzarla y poder combatir a su lado.

Aquel gigante camaleónico le lanzó un golpe. Lilly lo esquivó e, impulsándose en la traicionera y resbalosa arena que tenía a sus pies, embistió. Logró ensartar con su hoja las tripas de su atacante.

El acechador volvió a lanzarse sobre Lilly, en un ataque que amenazaba con clavar sus garras en su espalda para apresarla en un abrazo de oso. La asesina se hizo a un lado y sacó la espada de la herida que le había inflingido. La llaga se cerró al instante, frenando el flujo de sangre.

Entonces lanzó un mandoble, y su hoja rebotó en el torso del camaleón. Con las fauces abiertas de par en par, aquella bestia se sacudió hacia delante y ella retrocedió de un salto. Sus enormes dientes torcidos chocaron en un mordisco que, de haberla atrapado, la hubiera podido partir en dos.

Lilly se lanzó a flanquear a la bestia, pero al dar el primer paso su pie se hundió en una duna. Con la asesina entorpecida, el gigante tuvo tiempo para girarse, sacudirse y golpearla con el revés de su mano.

No fue tan malo como podía haber esperado. Se había limitado a aporrearla con los nudillos y no la había desgarrado con las zarpas. Aun así, el ataque hizo que las costillas le temblaran de dolor. Luchó frenéticamente por recuperar el equilibrio mientras la criatura de arena saltaba tras ella, con las fauces abiertas de par en par.

Entonces una oscura sombra irregular golpeó al gigante en la espalda, haciéndole tambalearse. El hombre de pelo castaño había descendido de la columna superior de piedra hasta colocarse a su espalda. En su descenso perdió el control, cayó de la roca y aterrizó sobre sus rodillas. La criatura se giró enfurecida para encararlo.

Lilly aprovechó para embestirla y le lanzó un tajo a la columna vertebral. Su espada abrió una gran herida en la carne de la criatura, pero ésta empezó a cicatrizar mientras la bestia volvía a tambalearse.

Vladawen apareció entonces a galope tendido, con el estoque de plata en posición de ataque. El extremo de su arma se ensartó entre las filas de gruesos y enormes colmillos de la criatura y se abrió paso hasta el fondo de su boca antes de volver a salir.

—¡Aléjate de ella! —chilló.

Qué imbécil, pensó Lilly. Solo porque él aún tenía caballo y ella no, no iba a dejarle ocuparse de todo el peligro.

El impulso de la embestida del elfo hizo tambalear al acechador hacia atrás. La asesina aprovechó para atacarlo con furia, clavando la espada una y otra vez en su abdomen, mientras el elfo giraba sobre su montura para dar otra pasada. Lilly vio con el rabillo del ojo una llamarada que ondeaba como una bandera al viento. Ópalo trataba de incinerar al otro gigante con una ráfaga de feroz aliento.

El acechador que estaba frente a Lilly se derrumbó. Aullando, la asesina saltó e hizo ondear su espada en lo que esperaba iba a ser el golpe definitivo. Pero no fue así, ya que aún no había hecho méritos suficientes frente a su resistencia propia de un troll y a sus poderes regenerativos, ni contra todo el alcance que sus largos brazos le permitían. Incluso despatarrada de forma extraña en el suelo, con el torso hecho jirones y ensangrentado, repleta de heridas a medio cerrar, la criatura levantó sorpresivamente un brazo para agarrarle la mano que utilizaba para combatir.

Sus garras no lograron atravesar la armadura de cuero de Lilly, al menos no en un principio, pero sí la hicieron caer hasta que, ¡bendita Madriel!, su cabeza quedó atrapada entre sus fauces, rodeada de su pútrido olor, con los dientes a punto de morderla y arrancarle el cuello.

La asesina forcejeó frenéticamente para liberarse, pero no le sirvió de nada. Aquel momento parecía alargarse en lo que resultaba ser una terrorífica eternidad, como si la brutal criatura quisiera torturarla antes de provocarle la muerte. Entonces el ser se convulsionó, y el temblor estuvo a punto de bastar para conceder a su mandíbula inferior el impulso necesario para atravesar el cuero. Se oyó un crujir de huesos, y el gigante se quedó flácido.

Lilly se revolvió para librarse de la presa que le agarraba el brazo. Cuando sacó de nuevo la cabeza a la luz resplandeciente, pudo comprobar qué era lo que había permitido que aún conservara su cabeza sobre los hombros; Vladawen había abandonado de un salto la silla de montar, había agarrado a la criatura por las mandíbulas y las había mantenido abiertas usando su prodigiosa fuerza. La asesina también pudo ver al extraño, y ahora podía distinguir que vestía una mugrienta capa de mago color béis llena de bolsillos; sospechaba que debió haber sido él quien había arrojado la lanza de sombras sobre la bestia, y también quien se había apresurado a correr junto al ogro, probablemente para lanzarle otro ataque mágico más con un toque de su mano. Entretanto, Ópalo, aún a lomos de su caballo, tras haber acabado con su anterior contrincante había arrojado también un conjuro a la criatura, y asimismo una pareja de estigios se habían enzarzado con ella, hasta que, finalmente, el elfo le había roto el cuello.

—¿Estás bien? —resolló Vladawen.

—Sí —dijo entre jadeos Lilly, que entonces observó los profundos cortes ensangrentados que los dientes del gigante habían dejado a Vladawen en las manos—. Pero tú no.

—Una vendas y algo de bálsamo curativo lo arreglarán —dijo el elfo, que a su vez se dirigió al mago de cabello castaño—. ¿Vos estáis bien?

—Sólo querría un poco de agua —graznó el extraño—. Y algo de comida.

—Alguien se ocupará de darte todo eso —dijo Lilly—. Yo debo atender a mi amigo para que deje de sangrar. —La asesina se apresuró correr en dirección a su yegua muerta, para recoger los medicamentos de las alforjas. Ópalo, entretanto, tiró de las riendas de su montura y se alejó.

29

Para Ópalo aquellos estigios debían de ser verdaderos veteranos de guerra, pues para la noche ya habían dejado de hablar sobre el encontronazo con los acechadores y habían vuelto a sus acostumbradas bromas y peleas amistosas. Mors, rechoncho, arrugado y tan feo casi como un sapo, hasta el punto que hacía pensar que pudiera estar maldito, contaba una burda y tumultuosa historia de sus días como guardia en un burdel de Shelzar. Cuinn y Sylas, los bromistas de la compañía, planeaban mientras tanto cómo ensuciarle a Chave las ropas recién cepilladas. Y todos en general se quejaban de la cocina de Anly Silbidos, que amenazaba con hacer pis en la olla del estofado si no se limitaban a cerrar la boca y comer.

Vladawen y Lilly acabaron apartándose del fuego, y Ópalo se dio cuenta de que se dirigían a su tienda, como ella y Nindom habían hecho tantas veces escabullándose de un campamento u otro para disfrutar de la compañía mutua en privado. La maga bajó la cabeza y aparentó estudiar las llamas.

—¿No te gustan demasiado, verdad? —preguntó una voz áspera.

Sobresaltada, Ópalo levantó la vista. El extraño, Kolvas, estaba sentado junto a ella.

—Sí que les aprecio —dijo preguntándose si en realidad quería decir eso.

Kolvas se encogió de hombros.

—Bueno, no es asunto mío.

—Los aprecio mucho. Han hecho mucho por mí. —Y también me han hecho muchas cosas, pensó.

—Hmm —dijo el mago observando el crepitante fuego color amarillo, con aquellos quebradizos carbones rojos y grises en su centro—. En ese caso... bueno, realmente no es asunto mío. Pero hasta el momento de la refriega, había estado viajando con una pareja de mercaderes. Buena gente, fueron amables conmigo. Sin embargo, en ocasiones, cuando comprobaba cómo eran realmente, me entristecía. Me sentía ajeno a ellos, a pesar de todo lo generosos que eran conmigo. No tenía nadie con quien compartir mis sentimientos.

Ópalo se sintió identificada con aquel desconocido. Sin embargo, aquello no era suficiente para hacerla hablar de Nindom. La perdida había sido demasiado dolorosa como para ir contándola a alguien que conocía de hacía menos que un día. No obstante, aquel extraño le inspiraba una rara urgencia de compartir algo con él.

—La primera vez que los conocí, Lilly y Vladawen se atraían mutuamente, pero no cedían a ese sentimiento. Ahora algo ha cambiado, y ellos también. No esperaba que ocurriera así, y puede que eso haga que sea más complicado, y más solitario, estar en su compañía. —Ópalo masculló para sí misma—. Puede que yo sólo sea una mala amiga que no puede limitarse a sentirse feliz por ellos.

Kolvas suspiró.

—Yo me preguntaba lo mismo acerca de mí, y ahora los mercaderes están muertos. También me siento un farsante. Conocí a aquella pareja en Akrud —continuó diciendo el humano—. Habían puesto un anuncio requiriendo a un mago que ayudara a proteger su caravana mientras viajaban recorriendo la frontera del desierto. Bueno, en realidad no conocía nada el Ukrudan, pero supuse que ellos mismos se bastarían en cuanto a los conocimientos del lugar. Imaginé que mientras pudiera obrar magia, sería capaz de cumplir con el trabajo.

—Así que lo aceptaste —dijo Ópalo.

—Sí. Y dos meses más tarde, los sutak nos atacaron con sus espadas y su magia de fuego. Acabaron con muchos, y al resto nos hostigaron hasta el interior del desierto, donde el calor y la sed continuaron la masacre. Finalmente, los acechadores aparecieron súbitamente desde debajo de la arena y acabaron con los pocos supervivientes que quedaban, excepto conmigo. Y no pude hacer nada para impedirlo. Todo lo que pude hacer fue saltar sobre mi caballo, correr y salvar mi miserable trasero. Fue pura suerte que saliera con vida de aquello, sobre todo teniendo en cuenta que esas brutales criaturas siguieron mi rastro hasta aquí.

Ópalo recordó entonces su propia incapacidad para salvar a Nindom de las garras de los alas huesudas.

—Conocer conjuros no te hace ser todopoderoso. Imagino que hiciste todo lo que estuvo en tus manos.

Kolvas suspiró.

—Eres muy amable al decir eso.

—¡Estoy segura de que fue así! Hiciste señas a nuestro grupo para mantenernos alejados de los trolls de arena, aun cuando necesitabas nuestra ayuda para salvar tu vida. Bajaste de la columna y fuiste directo a por una de esas criaturas cuando consideraste que Lilly necesitaba tu auxilio. Sin duda eres valiente, y debes haber combatido valerosamente por el bien de tu caravana.

—Eso espero —dijo el humano con una sonrisa irónica—. Sobre todo porque creo que de ahora en adelante necesitaré de esa valentía, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —preguntó la maga.

—He oído hablar de ese sitio al que os dirigís, los nómadas cuentan muchas historias sobre él. Pero nunca se atreven a ir hasta allí. Dicen que nadie lo hace, ya no, ni siquiera los sutak o los rátidos. Creo que es demasiado peligroso.

Ópalo gruñó.

—Eso es bastante cierto, pero Lord Vladawen no va a interrumpir la expedición sólo porque tengas miedo a unos fantasmas eslarecianos. Si lo prefieres podremos darte una montura, un odre de agua y algunas raciones de comida, e Issa podrá decirte cómo volver a tu casa...

Kolvas interrumpió a la maga levantando su mano.

—Me malinterpretas. Simplemente trataba de charlar. No es que la situación me dé mucha confianza, pero me gustaría integrarme en el grupo si el elfo lo permite.

—¿Qué quieres qué? ¿Por qué?

—¿No está bastante claro? No tengo lugar al que volver, ningún sitio al que ir y ningún vínculo con nadie, excepto con aquellos que ahora han salvado mi vida. Me gustaría corresponder a vuestra generosidad, si me lo permitís. Puede que os resulte más útil a vosotros de lo que fui a mis desgraciados amigos muertos.

—Eres un insensato temerario, pero creo que eso te hará encajar bien entre nosotros. Bienvenido —finalizó Ópalo al tiempo que extendía la mano a su nuevo compañero.

30

Al principio, aquellas ruinas no eran más que una imprecisa mancha borrosa en la parte sur del horizonte. Con el tiempo se fueron haciendo más grandes, hasta convertirse en un trío de torres recortadas en la lejanía, surgiendo en medio de las dunas. Vladawen sentía como la excitación lo invadía por momentos, pero ese sentimiento se alternaba con los malos presagios o el simple cansancio. Como Lillatu bien le había señalado, no tenían ninguna garantía de que el lugar al que se dirigían constituyera por fin la última parada en el largo viaje que juntos habían emprendido. Parecía como si el sendero serpentease de forma perpetua bajo sus pies, como si Belsamez los hubiera condenado con una maldición implícita que los obligara a continuar su búsqueda para siempre, sin llegar nunca a dar con su objetivo.

No creo que deba ser así, insistió el elfo para sí mismo. La adoración de los nativos de Wexland proporcionará a mi dios la energía bruta que necesita para librarse del abrazo de la muerte. El ritual que concibieron los nigromantes servirá para abrirle el camino que volverá a conducirlo a nuestro mundo. Ya sólo necesito saber su nombre, y todo encajará por fin.

—La había imaginado más grande —dijo Lillatu con su habitual tono franco y ácido.

Vladawen sonrió fugazmente, contento de que después de todo lo que habían pasado juntos, por fin habían hecho las paces.

—La mayor parte de las edificaciones yacen bajo tierra. Los eslarecianos eran fundamentalmente un pueblo subterráneo, como nuestros amigos de Burok Torn.

—Ahora que la observas —dijo Ópalo mientras se retorcía en la silla de montar tratando de aliviar el dolor de su trasero—, ¿se te ocurre qué puede ser lo que ha acabado con tanta gente, hasta que todo el mundo haya decidido dejar de visitarla?

—La verdad es que no —contestó el humano—. Los eslarecianos, tras abandonar este mundo, dejaron tras de sí horrores inimaginables, y es complicado concebir cómo algunos de ellos, por ejemplo particulares subespecies de demonios necrófagos, han logrado pervivir tras más de un siglo y medio sin probar un bocado. —Kolvas hacía referencia, indirectamente, a uno de los innumerables desastres provocados por la Guerra Divina, cuando la ira de Thulkas, el titán del fuego, transformó al Ukrudan, que hasta aquel momento había sido un desierto como cualquier otro, con su pizca de vida en espacios específicos, en un horrible erial estéril y sobrecalentado—. Simplemente deberemos andar con mucho cuidado.

Ópalo resopló.

—Claro —dijo Lillatu—, pero seamos cuidadosos mientras avanzamos. No servirá de mucho quedarnos aquí, observando las ruinas desde la distancia.

—Un momento —interrumpió entonces Billuer. Rechoncho y sudoroso, de oscuras cejas enmarañadas y bigote curvado, el clérigo dedicó una breve plegaria a Nemorga. Aunque para Vladawen, Lillatu y los magos buscar el auspicio de un dios de la muerte en la empresa resultaba bastante incongruente, los estigios, incluso aquellos como Mors, Guinn y Sylas, parecían bastante satisfechos. Entretanto, Issa musitaba su propia plegaria e hizo la señal de D'shan, el Viento del Desierto, la deidad patrón de su tribu.

Entonces el grupo avanzó hacia las ruinas. La estructura que les daba la bienvenida tenía dos grandes ventanales junto a una puerta, que estaba abierta. El edificio parecía mirarlos, acechando, dispuesto a bostezar para engullirlos como un paciente cráneo con tres cuernos.

Antes siquiera de llegar al patio, los viajeros se encontraron con un primer impedimento para su exploración. La arena se había amontonado sobre el viejo patio, y había obstruido las puertas de acceso.

—No me importa ir a donde nadie en sus cabales se atrevería a acercarse —dijo Lillatu—. Pero partirme la espalda para poner patas arriba este lugar es otra cosa.

—No será necesario que hagas eso —dijo Ópalo—. Ya habíamos imaginado que estas ruinas habrían visto pasar muchas tormentas de arena a lo largo de todos estos años. Los nigromantes nos equiparon para tratar con ello. —La maga sacó entonces de la bolsa que tenía atada a la silla de montar un rollo de pergamino, y entonces desmontó con su habitual falta de garbo—. Mejor no hacerlo mientras trato de controlar al caballo.

Vladawen dio la vuelta a su corcel para ir junto a la maga y calmar a su montura, pero Kolvas fue más rápido. Saltó al suelo y agarró con una mano la brida de su caballo y con la otra la del de Ópalo.

—Gracias —dijo ella mientras, sin fiorituras, como acostumbraba a hacer la mayoría de las cosas, desenrollaba el pergamino y pronunciaba la propiciadora frase que contenía.

Una brisa se desencadené al instante. Vladawen entrecerró los ojos y se colocó la mano sobre ellos, para protegerse de la arena que el viento había levantado. Mientras soplaba con más fuerza, una figura gigantesca tomó forma frente a ellos, y los jinetes debieron esforzarse por contener a sus asustadas y temerosas monturas. El gigante que se había revelado ante los ojos del grupo bajó la vista hacia ópalo. Su figura era translúcida e imprecisa, como una fina niebla, y con sólo una o dos manchas rizadas sugiriendo la presencia de un rostro. El aire que rodeaba a aquella criatura empezó a girar hasta formar un torbellino.

—¡No! —gritó Ópalo. Su voz apenas era distinguible en medio del estrépito del remolino de viento—. Yo te invoqué, debes obedecerme. De lo contrario, volveré a enviarte a la nada. —La maga murmuró una serie de palabras de poder.

El torbellino cesó entonces tan rápidamente como había surgido.

—Ordenadme —dijo el elemental con una voz tan susurrante como una brisa.

—Limpia de arena esa edificación —dijo la maga señalando a las ruinas—, y entonces márchate en paz.

—Como deseéis.

Veloz como el vuelo de una flecha, el espíritu planeó hasta el centro del patio, y entonces convocó a un nuevo torbellino rugiente, o bien él mismo adoptó esa forma, para limpiar de un soplo la arena que cubría la puerta. Vladawen perdió la vista del gigante bajo la pantalla de desperdicios arremolinados. Cuando el tumulto cesó, el elemental había desaparecido con él, presumiblemente de vuelta al plano de la realidad del que era nativo.

—Buen trabajo —dijo el elfo.

Resollando, Ópalo contestó:

—En realidad no lancé el conjuro. Simplemente hice uso de una herramienta que conocía.

Kolvas sonrió.

—Ya sé que no es tan simple como eso.

La maga se encogió de hombros y volvió de un salto sobre su montura.

Mientras la expedición sorteaba la arena que ahora se había agolpado en el exterior de la puerta, Vladawen descubrió que desperdigados entre los residuos comunes había también fragmentos de huesos y piezas de metal oxidado. Se preguntaba si estaría mirando a lo que quedaba de los guerreros que habían caído en la guerra eslareciana, o si serían buscadores de tesoros que habían visitado las ruinas después de aquella batalla. Probablemente serían ambas cosas. El elfo decidió desenvainar su estoque plateado.

Fue innecesario, pues nada saltó sobre ellos. El patio era triste y desolador, y en él lo único que verdaderamente parecía evocar malos augurios era un fresco de colores desgastado que ocupaba su pared norte, y que representaba a los enjutos eslarecianos, con sus cabezas calvas y alargadas, imponiendo su ley sobre un reino situado en el interior de una caverna y poblado por elfos, humanos y enanos apresados con grilletes. Lillatu contempló el dibujo y escupió al suelo.

—Yo cuidaré de los caballos —dio Issa.

—Sabía que te ofrecerías voluntario —dijo el horripilante Mors. El nómada se limitó a ignorarlo.

—Los demás deberemos explorar —dijo Vladawen. Recordad que principalmente buscamos una forma de acceder a los sótanos.

Billuer frunció el ceño.

—¿No crees que es posible que podamos dar con el nombre de esa deidad tuya aquí arriba?

—Probaremos —dijo el elfo—. Aunque en verdad lo dudo. Por lo que sabemos, los eslarecianos no adoraban a El Que Permanece, así que no creo que considerasen adecuada la idea de honrarlo disponiéndolo en algún lugar a la vista de todos. Tendremos más posibilidades de encontrar la información que buscamos en algún lugar de las profundidades, en las páginas de algún libro olvidado.

Las habitaciones de la superficie eran espacios vacíos y anodinos en los que cualquier sonido retumbaba con facilidad. Al menos la sombra que proporcionaban suponía un gran alivio del sol abrasador del desierto. Finalmente el grupo llegó hasta unas puertas dobles de gran tamaño. Estaban abiertas de par en par, como invitando a los viajeros a bajar hasta la galería de túneles a la que daban paso.

Los estigios sacaron los candiles que les habían suministrado los hombres de la corporación; artilugios de bronce y cristal, decorados con tallas de cráneos y huesos, y cuyas llamas despedían un brillo continuo de color verdoso. Chave dio una voz.

Vladawen se giró para ver como una figura rápida como una sombra surgía junto a él. En un instante, la cámara estaba repleta de esos personajes. El grupo entero de los viajeros volvió entonces la vista hacia las puertas; estaban cerradas.

Justo frente a ellas, un humano alto, de barba blanca y aspecto majestuoso, blandía una espada con la empuñadura de oro.

Su capa era también del color de la nieve, y a diferencia de los hombres de armas comunes, no vestía armadura alguna. Vladawen supuso que la aparición debía tratarse, o debía haberse tratado, de un mago que buscaba hacer uso de sus habilidades sin tener que cuidarse de no cocerse en el interior de una concha de metal, como consecuencia del calor que generaban sus conjuros arcanos.

El espectro confirmó sus suposiciones al pronunciar unas palabras de poder al tiempo que hacía ondear su espada describiendo unos pases cabalísticos. Unas runas que habían sido talladas en las hojas de la puerta doble comenzaron a brillar con un fulgor azulado. El umbral entonces volvió a abrirse. Los seguidores del mago le ovacionaron.

Pero eso fue apenas durante un instante: un momento después, el mago y todo su ejército se desvanecieron tan repentinamente como habían aparecido. La habitación se quedó en silencio, con sólo el rumor del clamor extinguido zumbando en los oídos de los miembros de la expedición.

Lillatu frunció el ceño.

—Esperaba que hubiéramos dejado a los espíritus allá en Hollowfaust.

¿Se habían acabado realmente los encontronazos con los muertos vivientes? Sus poderes y sensibilidades de clérigo indicaban a Vladawen que aquellas apariciones no parecían ser fantasmas comunes que hubieran sido conjurados por las energías decrépitas de la rumba. No obstante, no se le ocurría qué otra cosa podían ser. Volvió la vista en dirección a Billuer. A pesar de toda su experiencia, el clérigo nigromante parecía estar igualmente perplejo.

—Supongo que lo que hemos presenciado ha sido sólo una escena del asedio que acabó con los eslarecianos —aventuró el elfo.

Ópalo bufó:

—Pues claro.

A Vladawen le molestó aquella respuesta, pero decidió no mostrarse hosco con Ópalo.

—Afortunadamente, no ha supuesto ningún tipo de amenaza. Fue una escena, sólo eso. Un recuerdo. Aun así, si algo parecido vuelve a ocurrir, vos y yo deberemos apresurarnos a disiparlo de inmediato —dijo dirigiéndose a Billuer.

—Estoy de acuerdo —dijo el clérigo humano.

—Muy bien. Entonces, si todos estamos listos, los subterráneos nos esperan.

—Quizá nosotros dos deberíamos ir al frente —dijo Kolvas a Vladawen—. Como vos, puedo ver mejor en la oscuridad que una persona común.

El grupo formó entonces una columna y empezó a descender. Tras las puertas dobles, una pendiente descendía en medio de la oscuridad, girando como una herradura mientras profundizaba hacia el interior. El repecho debía de tener unas tres varas de ancho, y su piso era bastante firme. Sin embargo, la ausencia de alguna clase de apoyo o barandilla le daba aspecto de ser algo precario. Como el empuje del elemental del viento no había afectado a aquella estancia, cuerpos de esqueletos retorcidos cubrían el suelo.

De repente se escuchó un estallido proveniente de abajo. Unas voces aullaban, y se escuchaba el repiqueteo del choque de metal contra metal y el sonido de magia crepitando y chisporroteando. Vladawen no tuvo problemas para reconocer aquellos ruidos como los propios de una batalla campal, mano a mano, y librada entre dos grandes ejércitos; él mismo había sobrevivido a muchas de esa clase. El elfo tomó aliento, tratando de convocar el poder divino que bullía en su interior. Entonces un sonido interrumpió su concentración.

—¿Es sólo otro eco? —preguntó Lillatu.

—Claro que sí —contestó él.

La plataforma finalmente depositó a los exploradores en una espaciosa cámara de altos techos, donde más cuerpos se repartían profusamente sobre el suelo. Los muros que aquella sala estaban cubiertos de intrincadas y enormes tallas, y entre ellas unos pasos abovedados se perdían en la oscuridad.

—¿Qué camino deberemos tomar? —preguntó Billuer.

Vladawen agitó su cabeza.

—Aún no creo saberlo. Dispersémonos, estudiemos los corredores, y observemos también de cerca todas esas tallas y labrados. Es posible que contengan alguna clase de inscripción o mapa, sólo tenemos que examinarlos con detenimiento. Pero id con cuidado.

Lillatu se encorvó e iluminó con su candil uno de los cuerpos sin vida que tenía a los pies. Aunque lleno de podredumbre, aquel esqueleto paticorto no se había marchitado por completo como el resto de los despojos humanos que tenía a su lado. Además, tenía la cabeza cubierta de restos de escamas, como las de un lagarto, y una cola muy afilada.

—Un asaatz —dijo Penlin. Era con mucho el más joven y tímido de los soldados, y Vladawen apenas le había oído hablar en media decena de ocasiones desde que habían partido de la ciudadela. No obstante, parecía conocer bien su oficio.

—Es cierto —dijo Lillatu—. Y no parece llevar muerto tanto tiempo como la mayoría de los demás cadáveres, lo que significa que no tomó parte en el asedio. Como nosotros, vino más tarde, a rebuscar. Debió de morir en esta misma cámara, asesinado por algo más peligroso que el simple eco de un recuerdo.

31

Con el candil en ristre, Lilly inspeccionó un túnel que, según podía adivinar, no parecía diferenciarse demasiado del resto de los pasadizos que discurrían desde aquella estancia central. Junto a ella, Kolvas estudiaba una de las voluminosas filigranas de estrías, crestas y demás salientes, algunas rotas y deterioradas, que poblaban las paredes. La asesina ya había percibido que, aunque los diseños parecían ser mayoritariamente abstractos, sin embargo sí revelaban una indefinible, pero al mismo tiempo oscura, fealdad al ser examinados de cerca. Aquel era un perverso efecto estético que no había imaginado posible.

—Si todo esto oculta algún significado —bramó el mago—, está demasiado bien oculto para que pueda desenmarañarlo. Me hace desear haber recibido un aprendizaje más adecuado por parte de eruditos, en lugar de haber aprendido las nociones básicas de magia de embaucadores de los barrios bajos. —Entonces volvió su vista a través de la cámara, hasta Ópalo—. ¿Qué tal vas tú, colega?

Por un momento, Lilly pensó que su amiga iba a ignorar la pregunta. Finalmente, la huesuda chica dijo:

—Estoy empezando a aprender cómo hacer crecer las cosechas de avena, y cómo criar ovejas. Nadie me enseñó una palabra sobre eslarecianos. —Entonces se giró, básicamente para dar la espalda a su interlocutor.

—No creo que Ópalo esté de humor para cháchara —dijo Lilly. Y entonces percibió movimiento con el rabillo del ojo. Se giró bruscamente sólo para comprobar que no había nada, excepto quizá una sombra alargada deslizándose por el suelo, mientras Anly Silbidos movía su lámpara.

—¿Nerviosa? —preguntó Kolvas—. No te culpo. Yo estoy igual.

La asesina bufó.

—No estoy más nerviosa de lo que aconseja la prudencia.

Entonces sintió otro movimiento, tan ligero como el anterior, oscilando por la inquietante mampostería, a su izquierda. Se giró y no vio más que roca tallada y sombras. Por alguna razón, se puso a pensar que, a juzgar por las lanzas de tinieblas que su nuevo compañero mago había conjurado para combatir a los acechadores en el Ukrudan, sin duda el humano debería ser capaz de controlar la oscuridad.

Lilly lo miró fijamente.

—Si estás tratando de jugar conmigo, te advierto que lo dejes.

Kolvas parpadeó.

—Te juro que, sea lo que sea lo que estás viendo, yo no soy el causante.

La asesina sentía que, a pesar de sus repentinas sospechas no demasiado fundadas, el mago le decía la verdad. Le devolvió un cortés asentimiento con la cabeza y entonces volvió a estudiar atentamente el muro. Por algún motivo no podía concentrarse demasiado bien. Aún tenía la desesperante sensación de que algo rezumaba desde la pared, removiéndose, pernera incapaz de descubrir qué. Por fin descubrió una esfera negra de marfil; tallada con signos y diseños geométricos. Maltrecha y estropeada, se había desprendido completamente del resto de las tallas para ir a parar contra el suelo. Yacía allí quieta, pero reparándose a sí misma. Mientras las sombras la recorrían, nuevos fragmentos de piedra se materializaban en las zonas destrozadas, recomponiéndola por completo.

Cuando acabó de repararse, la esfera subió rodando por el muro hasta colocarse en una especie de cavidad, en la que encajaba a la perfección. Entonces, algunas de las muescas labradas en el oscuro marfil empezaron a refulgir con un brillo blanquecino, como si el orbe guardara algún cuerpo luminoso en su corazón.

—¡Algo está ocurriendo! —gritó Lilly. Deseaba saber de qué se trataba o, al menos, si era real. Podría ser sólo otra ilusión.

La esfera salió lanzada desde el lugar en que se había encajado, como una canica impulsada por el pulgar de algún gigante. El objeto flotó en el aire, y entonces uno de los símbolos tallados en su superficie destelló hasta deslumbrar. Kolvas chilló:

—¡Cuidado! —y agarró a Lilly del brazo.

La asesina no necesitaba en absoluto que la protegiera, ni que la empujara fuera del peligro. Saltó, y él siguió su ejemplo. La esfera emitió entonces un crepitante relámpago que chamuscó a Lilly, e hizo que todos los músculos se le contrajeran bajo su chisporroteante abrazo. Por su parte, alcanzados de pleno, Guinn y Sylas bailaron frenéticamente, achicharrados, hasta desmayarse cuando el efecto mágico se desvaneció.

Mientras Lilly se ponía en guardia, descubrió que el aire apestaba a ozono y a carne chamuscada. Miró a su alrededor y dio un grito ahogado de consternación. Dos orbes más flotaban a su espalda, y claramente acababan de lanzar sus propios ataques de rayos. Algunos de sus camaradas yacían en el suelo, aunque a primera vista no podía distinguir cuáles, ni cuántos, De todas formas, tampoco iba a tener tiempo para ningún examen detenido, no con su propio atacante flotando frente a ella.

Gritando, empezó a lanzar mandobles a la esfera, pero su hoja rebotó una vez tras otra. El objeto de piedra retrocedía y giraba, con el mortífero símbolo triangular siguiéndola como el ojo de un francotirador. Lilly esquivó una segunda descarga, que no pareció ser tan potente como la anterior. Tampoco destelló a su lado para alcanzar a algún otro compañero. Aun así, el relámpago la magulló y sacudió, y la hizo gritar de dolor.

Con su mano envuelta en una oscura sustancia parecida a una densa sombra, y dejando caer jirones y volutas de ésta, Kolvas saltó hada la esfera y la aferró con sus brazos, como ejecutando la presa de un luchador. El constructo, si es que era eso lo que era, se inclinó y se bamboleó como si estuviera a punto de desplomarse contra el suelo. No obstante, el objeto animado finalmente logró estabilizarse y descargó un nuevo rayo sobre el cuerpo del mago. Kolvas, con su pelo castaño de punta, se quedó adherido a la esfera con tanta fuerza que ésta tuvo que agitarse con violencia para librarse de su abrazo. El mago cayó al suelo y la esfera volvió a hacer girar su ojo, preparándose para volver a chamuscar a su víctima.

Lilly arremetió de nuevo, esta vez haciendo ondear su espada en dirección al ojo de la esfera. Logró acertar en pleno símbolo, y la bola retrocedió como llevada por el dolor, al tiempo que se orientaba hacia la asesina. Lilly se hizo a un lado, dirigiéndola, asegurándose de que Kolvas estuviera lo suficientemente alejado cuando la magia volviera a brotar de la esfera.

El símbolo triangular refulgió aun con más fuerza; la asesina logró esquivar el ataque. Otra vez se había librado por poco, y de nuevo la sacudida había sido igual de atroz. Lilly cayó sobre una de sus rodillas, su candil se estampó contra el suelo y el cristal se hizo trizas.

Se dispuso a levantarse, casi con la certeza de que estaba siendo demasiado lenta. Entonces Vladawen arremetió contra el flanco del constructo. No iba a poder acertarle en el ojo, pero tampoco lo iba a necesitar. Ayudado por su fuerza sobrenatural, logró ensartar la punta de su estoque divino en la cáscara de marfil de la esfera, hasta alcanzar su corazón. La luz de su interior se apagó de repente, y la bola rebotó contra el suelo, llevándose consigo la hoja plateada.

Vladawen tiró hasta liberar el arma, y entonces ayudó a Lilly a levantarse.

—¿Estás bien? —gritó. Ella apenas podía oírlo, y se dio cuenta de que los destellos de los rayos que habían irrumpido justo delante de sus ojos habían estado a punto de dejarla ciega.

—¡Sí! —gritó la asesina en respuesta. El elfo se volvió para encarar lo que quedaba de combate, y ella se giró junto a él.

Las otras dos esferas aún estaban activas. Billuer leía un rollo de pergamino. Ópalo correteaba, probablemente maniobrando para tratar de hacer caer sobre los dos constructos el mismo conjuro. La mayoría de los estigios que aún quedaban con vida disparaban con sus ballestas a los orbes, aunque Chave y Penlin, claramente ajenos al plan de la maga, cosían a mandobles a uno de ellos.

Una lanza tan brillante como el sol del desierto apareció en la mano de Billuer. El clérigo la arrojó sobre uno de los constructos, y el arma mágica estalló en mil chispas al acertar en el marfil de color negro. Mientras tanto, Ópalo arremetía contra el mismo orbe con proyectiles de fuerza azul. Sin embargo, girando repentinamente hacia un lado, el objeto descargó un nuevo rayo lo suficientemente intenso y potente como para lesionar a múltiples objetivos al mismo tiempo. Paralizado por el estallido, el clérigo se retorció de dolor. La maga se hizo a un lado y logró que la magia apenas la rozara, pero aun así cayó al suelo. Entretanto, el otro orbe, empleando la misma táctica que su pareja, se alejó entre giros de los espadachines que lo asediaban, alineándolos a ambos en la trayectoria de su ojo. El símbolo destelló una vez más, y Chave y Penlin empezaron a arder.

Vladawen cargó contra el constructo que había atacado a los conjuradores, y Lilly fue tras su estela. Un virote lanzado por una ballesta irrumpió en su campo de visión, muy cerca de su nariz. Estaba segura de que el estigio en cuestión no había pretendido dañarla; en medio del fragor de la batalla, confundido por los estallidos de brillante luz y el fuerte sonido, no la habría visto.

La esfera retrocedió ante el asedio de Lilly y el elfo, y disparó un nuevo rayo. Vladawen lo esquivó haciéndose a un lado, y aturdido por el impacto siguió avanzando tambaleante. El orbe giró sobre sí mismo, tratando ahora a su vez de esquivarlo. Lilly tomó un último impulso, interceptó a la esfera y, sin dejar de correr, ensartó la punta de su espada en su ojo-símbolo. El constructo se desplomó y se revolvió, y la asesina tuvo que apartar su pie bruscamente para evitar que se lo aplastara.

La asesina y Vladawen se desplegaron al costado del constructo que aún quedaba en pie. El orbe giró hacia el elfo, y éste lo embistió en el justo instante en que la esfera descargaba un rayo sobre él.

Ambos ataques acertaron de lleno, y tanto el elfo como la esfera se tambalearon hacia atrás. Sacudiéndose de dolor, Vladawen soltó el estoque, que permanecía aún ensartado en el orbe. El constructo seguía flotando entre una nube de chispas, lo que quería decir que aún funcionaba. Lilly se lanzó hacia su ojo, erró y esquivó un nuevo rayo, pero se derrumbó por la fuerza del impacto.

El símbolo brillante de la esfera descendió hasta apuntar de nuevo a la asesina. Vladawen se lanzó a la carrera, masculló un encantamiento y dio una bofetada a la esfera con su mano. El constructo se detuvo en el aire y la cáscara de marfil se resquebrajó.

Aun en ese estado, el ojo del orbe seguía apuntando a Lilly. Entonces, una luz pálida alcanzó a la esfera. Aquella magia pasó apenas a un palmo de la asesina, que dio un grito ahogado ante el gélido roce. Vladawen, que aún mantenía su toque sobre el constructo, gritó y apartó su mano del orbe, dejando atrás vendas e incluso algo de piel.

La esfera estalló por fin en mil pedazos que se repartieron por el aire, y Lilly cerró los ojos un instante antes de que le salpicaran en la cara. El estoque de plata, liberado, repicó al chocar contra el suelo.

32

Vladawen trató de recuperar su espada, pero sus dedos entumecidos y ensangrentados se negaron a asirla. El elfo decidió agarrarla con la otra mano, se puso en pie y se dio la vuelta, contemplando el campo de batalla. Por lo que veía, la lucha parecía haber terminado. Lillatu y Ópalo habían sobrevivido, aunque algunos de sus otros camaradas no habían tenido tanta suerte. La maga había sido quien había conjurado el relámpago de mágico frío que había acabado con el último constructo.

La asesina frunció el ceño.

—Ese aliento mágico tuyo estuvo terriblemente cerca de congelarnos al elfo y a mí.

Ópalo le devolvió la mirada furibunda.

—¿Habrías preferido que dejara que esa esfera te lanzase otro rayo más?

—No —dijo Vladawen parpadeando y tratando de evitar que le entraran en los ojos las gotas de sangre que le brotaban de una herida encima de su ceja. Se dio cuenta de que había tenido suerte de que el estallido del orbe no lo hubiera dejado ciego—. Hiciste bien, y te lo agradezco.

La feucha maga resopló.

Las quemaduras y heridas de Vladawen empezaron a afligirle con un dolor punzante, una vez transcurrido el fragor del combate. Con torpeza volvió a enfundar su estoque, y entonces abrió el frasco de peltre lleno de elixir curativo que los maestros del consejo le habían dado. Iba a tener que consumirlo casi por completo para obtener algún alivio considerable, pero finalmente logró mitigar el dolor, y la mano con la que solía empuñar la espada recuperó su flexibilidad habitual. Cuando hubo acabado, lo que más le molestaba era la picazón bajo los restos que le quedaban de vendas, y arremetió contra ella arrancándoselas.

Una vez recuperados, Vladawen y sus compañeros comenzaron a dar tragos de reconstituyentes a aquellos que, aunque aún seguían con vida, eran en esos momentos incapaces de llevarse a la boca los preparados. Tras unos momentos, el elixir y la magia sanadora de Billuer lograron curar con más o menos eficacia al propio clérigo nigromante, a los extranjeros y a seis estigios. Con los restantes soldados, incluidos los irreprimibles bufones Islas y Guinn, lo único que pudo hacerse fue encomendarlos al abrazo de Nemorga. La culpa por su fallecimiento cayó como una losa en el corazón de Vladawen, pero el elfo decidió dejar de pensar en ello y volver a centrarse en la tarea que lo ocupaba.

—Muy bien —dijo Lillatu mientras recogía el candil de uno de los cadáveres para sustituir el suyo roto—. ¿Qué demonios ha pasado?

—Fantasmas —dijo Chave mientras una solitaria lágrima de pesar se deslizaba inadvertida desde el rabillo de uno de sus ojos.

—Es posible —respondió Vladawen—. Pero no vimos ninguno.

—En ocasiones son invisibles —apostilló Lillatu—. ¿No es verdad?

—Algunas veces —dijo de nuevo el elfo—. Pero Billuer y yo intentamos expulsar a los muertos vivientes cuando las esferas salieron despedidas de la pared. Y aquello no pareció perturbar a esos artefactos lo mínimo.

La asesina se encogió de hombros.

—¿Qué estás tratando de decir, aparte de poner en duda tu propia competencia y santidad?

Vladawen agitó la cabeza.

—No estoy seguro.

—¡Cuidado! —exclamó repentinamente Kolvas.

Vladawen giró y sacó el estoque.

—¿Qué ocurre?

—Lo siento —dijo el mago—. He visto que los constructos ya no estaban donde habían caído. Temía que estuvieran flotando hasta colocarse para preparar otro ataque, pero sencillamente han... cambiado de posición. —Entonces señaló en una dirección—. Mira, ése fue el que me achicharró, y ya está de vuelta junto a la pared. ¿No han vuelto todos a sus huecos en la pared?

—Sí —dijo Billuer—. Eso me preocupa. Esas esferas ya se reanimaron y se recompusieron antes. Pienso que es posible que puedan hacerlo una segunda vez.

—Parecen ser guardianes constructos —dijo Vladawen—. Ideados para proteger esta entrada en particular. Lo mejor que podemos hacer es elegir un pasillo y avanzar por él.

—Y rezar por que no nos persigan —dijo Ópalo entristecida—. En realidad ni siquiera sabemos qué esperar.

El grupo empezó a avanzar, y sólo Vladawen se detuvo un momento para dibujar con tiza unas flechas en la pared. Pensaba que, de no hacerlo, bien podrían acabar perdiéndose allí abajo. Aquellos túneles oscuros y atestados de aire rancio eran enormemente extensos, y se prolongaban a lo largo de bloque tras bloque de cuarteles comunales de esclavos. Asimismo cruzaban ocasionales celdas de los propios eslarecianos, quienes, a juzgar por las camas y sillas cubiertas de púas y otros artilugios similares, debían ser practicantes de mortificaciones de la carne.

Tampoco parecían haberse negado a los lujos del arte. En una región de aquellos laberintos, la enfermiza luz verdosa de los candiles iluminó una pintura que representaba a unos medianos sollozando y gimiendo, mutilándose unos a otros con navajas a instancias de sus maestros, calvos y descarnados. En otra zona, una sala de conjuros en la que los residuos de magia hacían estremecer a los miembros del grupo, efigies de jade y obsidiana parecían observarlos procedentes de algún extraño reino de pesadilla, más allá incluso de los conocimientos esotéricos del propio Vladawen.

El grupo, sin dejar de caminar, registró el complejo exhaustivamente, y mientras lo hacía los espectros iban y venían, casi siempre en apariciones excepcionalmente fugaces. Cada cierto tiempo les concedían vistas del estado de aquellas catacumbas en los días anteriores al asedio, cuando las celdas estaban iluminadas con una pálida fosforescencia, y los maestros eslarecianos recorrían los pasillos entonando monótonos himnos que despertaban dolores sordos y temores informes muy dentro de la cabeza de aquel que los escuchase. En otros momentos, la ancestral batalla rugía y retumbaba a través de la ciudadela, esparciendo muertos y agonía a su paso. En ocasiones los invasores irrumpían entre formaciones de eslarecianos, estas últimas acompañadas siempre de su variopinto ejército de esclavos; con orcos, ogros y miembros de otras razas más. Sin embargo, en otras visiones, las tropas del mago blanco corrían en estampida llevadas por el pánico, de vuelta a la rampa de acceso a las catacumbas.

—No tiene demasiado sentido —dijo Lillatu tras presenciar una de estas últimas visiones—. ¿Por qué vemos victoriosos tanto a los atacantes como a los defensores?

—Uno de los bandos se hizo primero con la ventaja —explicó Kolvas—. Pero entonces las tornas cambiaron a favor del otro.

—O quizá puede que la ciudadela sobreviviera a un asedio antes de sucumbir ante el definitivo —dijo Vladawen—. Y lo que vemos son sólo escenas de ambos. Es posible que nunca lleguemos a saberlo con certeza, y espero que nunca necesitemos averiguarlo. Me alegra que estas apariciones, por el momento y a diferencia de los orbes, no parezcan vernos y aparentemente no tengan intención de dañarnos.

Instantes más tarde, el elfo vio que el pasillo por el que avanzaban desembocaba en una nueva cámara, algo más abajo. En aquella estancia, entre las tinieblas, flotaban unas formas sin definir que hicieron que el pulso se le acelerase. Rezando por haber visto justo lo que imaginaba, se apresuró a avanzar hacia la cámara y en ese momento la oscuridad empezó a hervir. Un grupo de guerreros humanos embistiendo a la carrera tomó forma justo frente a sus pies.

Vladawen se sobresaltó ante aquella escena, pero no se preocupó demasiado; asumía que debía de tratarse de nuevos fantasmas, tan fugaces e intangibles como el resto que se habían encontrado hasta ese momento. No obstante, la primera fila de soldados aterrorizados chocó contra él, derribándolo. Tras ellos, el resto de los rugientes soldados lo pisotearon. El grupo de aterrorizados milicianos era perseguido por unas criaturas con cuatro fuertes brazos y ocho ojos protuberantes que asomaban desde sus bestiales caras. Dos de esos trasgos de ojos arácnidos saltaron sobre el elfo abandonado, con las hojas que empuñaban dispuestas a asestarle algún golpe fatal.

Vladawen se deshizo de su candil, saltó hacia un lado y giró sobre sí mismo. Las armas de los trasgos chocaron con estrépito contra el suelo. El elfo se puso en pie sobre una rodilla y disparó a uno de los esclavos eslarecianos con su ballesta. Entonces dejó caer su arma y embistió a la otra criatura, que giraba para encararlo, lanzándole una estocada.

Una nueva espada corta se abalanzó sobre él, y Vladawen se hizo a un lado. Los trasgos de ojos arácnidos lo rodearon con tanta rapidez que no tuvo tiempo de comprobar cómo se encontraba el resto de sus compañeros. El elfo saltó, agarrando su puñal con la mano con la que no asía el estoque.

Uno de los trasgos corrió a embestirlo, y Vladawen le atravesó el gaznate con una violenta estocada. Otro más aulló, arremetiendo también contra él, pero el elfo logró esquivar su hoja y colocarse a su lado. Entonces le golpeó brutalmente con la guarda cruzada de su estoque, de aspecto delicado pero virtualmente indestructible. El golpe destrozó el cráneo del ojo de arácnido.

Vladawen sintió entonces que algo se lanzaba contra su espalda, haciéndole tambalearse, y unas garras de aspecto horrible le agarraron de la garganta y los hombros. Consciente de que uno de esos trasgos le iba a clavar sus venenosos colmillos, lanzó un ataque desesperado con su puñal, apuntando a su propia espalda. No podía ver qué estaba acuchillando, pero confiaba en sus instintos, y podía sentir como su arma aguijoneaba la cabeza del ojo de arácnido. La presa de la criatura se desvaneció, y su cuerpo cayó al suelo.

Vladawen dio parte aún de otro adversario más, y por fin la escaramuza hubo acabado. El resto de los trasgos se habían apresurado a perseguir a sus camaradas pasillo abajo, habían perecido, o sencillamente se habían desvanecido. El elfo suspiró aliviado al ver que Lillatu y Ópalo parecían estar ilesas, aunque Anly Silbidos no había tenido tanta suerte. Billuer se agachó junta al guerrero, lo examinó y negó con la cabeza. Aquel estigio no volvería a ocuparse de la olla de la comida.

—Lo siento —dijo Vladawen. En realidad se sentía triste, exceptuando cierta excitación que subyacía bajo la pena—, Pero al menos tus compatriotas no han muerto en vano. Ven a ver esto.

—Un momento. —Billuer bajó la cabeza y entonó una plegaria.

Vladawen se esforzó por combatir su impaciencia hasta que su compañero clérigo cerró los ojos del hombre que yacía en el suelo. Entonces dirigió a sus camaradas supervivientes hasta el interior de una biblioteca eslareciana, donde estanterías tras estanterías repletas de rollos de pergamino y libros con olor a moho ocupaban la estancia hasta alcanzar el techo. Una serie de escaleras portátiles, con ruedas en la base, esperaban dispuestas a llevar a quien las utilizara a los libros situados en las alturas.

33

Ópalo se frotó los ojos, pues le escocían, apartó a un lado el libro de tapa negra que había estado consultando y se puso en pie, estirándose para tratar de relajar su maltrecho cuerpo. En caso de no haber temido parecer demasiado estúpida, se habría masajeado también el trasero. Aún estaba dolorida tras cabalgar sobre aquel espantoso caballo, y sentarse sobre el duro suelo no le hacía demasiado bien. No podía entender por qué los eslarecianos no habían equipado su biblioteca con unos bancos, aunque dada la apetencia de ese pueblo por los muebles semejantes a instrumentos de autotortura, probablemente tampoco habría servido de mucho.

En cualquier caso, la maga había acabado pensando que casi prefería luchar por salvar la vida contra constructos y espectros antes que aburrirse rebuscando en un libro o un rollo de pergamino tras otro el nombre del dios. Los eslarecianos habían escrito algunos de sus registros en una antigua forma de la lengua común, aunque cualquier clérigo o mago no tendría problemas en descifrarla con un conjuro de comprensión. Sin embargo, aquellas palabras se retorcían y se volvían extrañamente borrosas en la cabeza del lector, resistiéndose a ser comprendidas. Parecía como si los desaparecidos escribas hubieran dado forma a sus pensamientos de manera ingeniosa y esencialmente distinta a lo que hubiera podido hacer nunca cualquier miembro de las razas divinas. A Ópalo le alegraba estar consultando por encima la genealogía de los titanes, dioses y cosas por el estilo, y no estudiando algo más profundo. Temía que, de haber sido de otra forma, habría acabado perdiendo lo poco que le quedaba de raciocinio.

Kolvas levantó la vista, sonrió, se puso en pie y caminó tranquilamente hacia ella. Ópalo, interiormente, se puso tensa.

—¿Es una tarea aburrida, verdad? —preguntó bajando el tono de su ronca voz para no molestar a nadie.

—Un poco.

—Por lo menos tenemos esos espectros que se aparecen cada poco para animar un poco las cosas.

—Supongo que sí.

—Señorita, ¿la he ofendido de algún modo? A veces os mostráis realmente amistosa, pero otras... —Kolvas se encogió de hombros.

—Sólo me preguntaba por qué siempre estás de cháchara conmigo. Toda mi vida he tenido que tratar con tipejos que pensaban que no tendrían muchos problemas para sacar tajada de una muchacha torpe y desgarbada como yo. Puede que hayas pensado, que como estoy apenada y aparentemente falta de cariño, quizá lo tendrías fácil para llevarme a la cama.

—No creo que sea el mejor momento para ese tipo de divertimentos, ¿no te parece? Sólo estaba contento de tener alguien con quien hablar, y pensaba que tenía más en común contigo que con cualquier otra persona del grupo.

Entonces Ópalo se sintió avergonzada.

—Bueno, puede que sea así. Lo siento. Siempre soy así de brusca con todo el mundo.

—¿Te arrepientes de haber venido hasta aquí?

—No. —La maga sólo deseaba estar segura de saber por qué había ido hasta allí.

—Yo tampoco me arrepiento. A pesar de lo que puedas decir de este lugar...

—¡Cuidado! —gritó Mors. Analfabeto, era uno de los centinelas que Vladawen había apostado en la puerta para alertar a sus compañeros en caso de que apareciera algún fantasma.

Parecía que la siguiente manifestación no era demasiado "nueva". Ya se había ido mostrando cada poco tiempo, pero esa familiaridad no la hacía ser menos horripilante. Con sus nobles rasgos retorcidos de dolor, el mago de barba blanca que había abierto una brecha en las puertas del inframundo pendía en alto, desnudo, ensangrentado, cruel y múltiplemente empalado en una suerte de potro de tortura horrible y vil. Además, alguien había introducido por completo su espada larga de empuñadura de oro en sus partes bajas.

Ópalo se estremeció ante la visión. Kolvas extendió una mano inquisitiva para comprobar si, tal vez en aquella ocasión, el espectro mostraba algo de solidez. Frente a aquella angustia, ya fuera real o ilusoria, ese gesto se antojaba bastante cruel. La maga supuso que la vida de mago itinerante debía haber endurecido el carácter de su colega.

Los dedos de Kolvas atravesaron la pálida y ensangrentada piel de los pies del torturado, y entonces la aparición se desvaneció. Un instante más tarde, Vladawen dejó escapar un largo suspiro, como soportando un agudo dolor.

Lilly se volvió hacia su amado.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

El elfo dudó, y Ópalo pensó que debía de estar maquinando alguna nueva mentira. Sin embargo, finalmente pareció inclinarse a favor de una frase demasiado desmoralizadora para ser falsa. Mostró las amarillentas páginas del libro que había estado examinando y señaló un párrafo con uno de sus largos y enjutos dedos.

—Este pasaje muestra una suerte de ritual que maldice a dioses y titanes, y es aquí donde debería ser mencionado el nombre de El Que Permanece. —El elfo señaló un espacio en blanco.

Sentado con las piernas cruzadas, con pilas de rollos de pergamino a ambos lados, Billuer se vino abajo.

—Eso significa que...

—¡No significa nada! —espetó Vladawen—. Será casualidad. Seguid leyendo.

Entonces Lilly encontró un nuevo espacio en blanco y Kolvas, después de ella, otro más. Finalmente Billuer acabó resumiendo el pesar de todos.

—Lo siento, mi señor, pero parece claro que el mismo poder que borró el nombre de vuestro dios de la faz del mundo ha trastocado también estos escritos. Ahora que lo pienso, no sé cómo pudimos pensar que no iba a ser así.

—Porque —dijo Vladawen— Numadaya y el resto de los grandes maestros dijeron que la respuesta a la pregunta que buscábamos yacía entre estas ruinas.

—Con todo el respeto para el Consejo Soberano —dijo el clérigo humano—, incluso su excelsa sabiduría no es infalible. De no ser así, hubieran previsto la traición de Iprindor, ¿no? Sugiero que abandonemos este lugar de inmediato.

—Eso es imposible. Incluso si la respuesta al secreto que buscamos no se encuentre entre estros libros, estará en algún otro lugar.

—¿Pero dónde? Ya hemos recorrido buena parte de este complejo. Supongo que podremos investigar lo que nos queda, pero considerando que ya hemos perdido a siete hombres y consumido gran parte de nuestra magia de curación y de otras clases, preferiría partir ahora mismo, antes que se cierna sobre nosotros la siguiente amenaza.

—A mí tampoco me gusta este agujero inmundo —dijo Lilly—, pero tus superiores te asignaron la misión de ayudarnos. Te presentaste voluntario para el trabajo.

—Y no dudaría en continuar hasta arriesgar mi vida en la misión... —dijo Billuer—, si pensara que tuviéramos la menor posibilidad de tener éxito. Pero no creo que sea así.

—Entonces márchate —dijo Vladawen. En ese momento su comportamiento se asemejaba al del altivo elfo aristócrata y sumo sacerdote que en realidad era—. Sólo asegúrate de no llevarte mi parte de los suministros.

Lilly suspiró, como disgustada por aquella muestra de arrogancia, pero finalmente se limitó a decir.

—Y también la mía.

—Lo mismo por mi parte —dijo Kolvas—, aunque preferiría que os quedarais, Maestro Billuer. Y con todo el respeto, creo que vos mismo lo deseáis. Por lo que he oído, toda vuestra hermandad hubiera perecido en un maremagno de lava y cenizas ardientes de no ser porque Lord Vladawen y la Princesa Lillatu corrieron a arriesgar sus cuellos para ayudaros.

El nigromante endureció su gesto.

—No lo he olvidado, y si piensas que puedo avergonzarme al abandonarlos, estás en lo cierto. Sin embargo, ¿cómo puedes justificar poner en peligro las vidas de estos buenos soldados cuando no nos queda ninguna esperanza?

—Tenéis mi consentimiento para marchar —dijo Vladawen.

—Espera. —Ópalo era incapaz de recordar todo lo que había presenciado en las excéntricas y ebrias noches que había pasado sentada junto a Nindom en la oscuridad de una posada en Hollowfaust. Había olvidado casi todo lo que él le había pedido, o lo que ella le había prometido, y puede que eso significara que en realidad no le importaba saber cómo acabaría la misión de Vladawen. No obstante, lo que sí sabía era que no quería que se echara a perder por echar en falta a un clérigo de Nemorga y a sus habilidades especiales. Debían mostrar una postura más... autoritaria—c2—. Está claro que esta tumba está agotando nuestra paciencia, con espectros yendo y viniendo, y un tercio de nuestra compañía muerta. Pero, por favor, paraos un momento a pensar. Vladawen, has dicho que la respuesta está en este lugar. En ese caso, hay algo que hemos pasado por alto. Lo que tenemos que preguntarnos es ¿el qué?

El elfo miró a la maga con una sonrisa. Aquel gesto hacía que se le revolvieran las tripas, aunque no estaba segura de por qué.

—Gracias, amiga mía, por tu claridad de pensamiento. Realmente esa es la pregunta.

—¿Y cuál es la respuesta? —dijo Lilly.

—Veamos si somos capaces de averiguarla. En primer lugar, sabemos que éste no era el típico monasterio o enclave de ascetas. Los eslarecianos mantenían aquí un importante destacamento. ¿Pero por qué precisamente aquí, en este páramo?

Kolvas se encogió de hombros.

—Probablemente esta parte del mundo no era tan espantosa antes que Thulkas la ensombreciera.

—Sin duda —dijo Vladawen—. Estoy seguro de que los eslarecianos levantaron este refugio en el centro de un oasis, donde sus esclavos pudieran cultivar grano, aunque no quede signo alguno de algo así. Sin embargo, seguían estando en medio de un desierto, muy lejos de sus propias ciudades y de las de las razas divinas. ¿Por qué, aun así, iba a necesitar esta comunidad tantos defensores?

—Bueno —dijo Mors—. El mago blanco trajo consigo un ejército para tomarla.

Vladawen cabeceó.

—Así fue, pero debes ver que ese hecho sencillamente nos lleva a la misma pregunta. ¿Por qué consideró el mago tan importantes estas criptas? ¿En qué ocupaban el tiempo aquí los eslarecianos, aparte de mortificarse y dormir sobre clavos?

—Obraban magia —dijo Billuer atusándose su largo bigote negro—. Eso está claro. Hemos visto las cámaras de conjuros y también examinado algunos de los grimorios, repulsivos como son.

—Tienes razón —dijo Vladawen—. En cualquier lugar que habitasen, tejían siempre las variedades más inmundas de magia. De eso no tengo duda, pero no sé mucho más. Pienso que... debía de haber alguna clase de compleja obra que quisieran acometer sin ser distraídos. O es posible que las condiciones excepcionales de este lugar fueran las únicas apropiadas para su proyecto.

—Eso suena perfectamente posible —dijo Lilly. De alguna extraña forma, la luz verdosa de los candiles resaltaba en su frente las cicatrices circulares de sus antiguos cuernos—. ¿Pero qué relación guarda todo esto con El Que Permanece?

—La única forma de descubrirlo es establecer exactamente qué es lo que estaban haciendo aquí los eslarecianos. —El elfo se giró hacia Billuer—. Y vos sois el único que podéis hablar con ellos para preguntárselo. Por favor, ¿podrías demorar tu vuelta hasta obrar el conjuro que necesitamos?

—No puedo asegurar que vaya a funcionar —dijo el nigromante—. Pero lo voy a intentar. Lo primero que necesitamos es encontrar un cuerpo.

Y así el grupo recorrió pasillos y cámaras, examinando los cadáveres y los esqueletos que yacían por todas partes, frunciendo el ceño con desagrado cuando debían agarrar uno de los hediondos y desmigajados restos para levantarlo y ver qué podía esconder. Sin embargo, por ningún sitio aparecía la enjuta figura y el alargado cráneo de un eslareciano.

Momentos más tarde, un escuadrón de aullantes trasgos de ojos arácnidos los atacó. Ópalo no tardó en conjurar dardos de fuerza, y en ese instante la inmunda criatura de cuatro brazos que había corrido a embestirla se transformó en lo que parecía ser un hombre desnudo con la piel arrancada a tiras. La maga se quedó paralizada, hecho que la aparición aprovechó para ondear una maza en dirección a su cabeza. Ópalo se las arregló para retroceder de un salto en el último instante, y recuperar el ritmo de su encantamiento para que no se desvaneciera sin más. Unos rayos de luz azulada brotaron de sus dedos y se estrellaron en el rojizo pecho de la criatura, cuyas rodillas se tambalearon hasta que su figura entera desapareció.

Ópalo miró a un lado y a otro. La escaramuza había terminado, aunque el aspecto de sus compañeros era más de sorprendidos que de victoriosos. Billuer preguntó:

—¿Estáis todos bien?

—Por esta vez sí —contestó Lilly—. Pero, ¿por qué esos espectros cambiaron de forma de repente?

—Puede que... un recuerdo diera paso a otro —dijo Kolvas.

Vladawen negó con la cabeza.

—No creo que fuera así. Después que mis adversarios cambiaran de forma, las criaturas que los sustituyeron ocupaban las mismas posiciones y, excepto por los brazos que habían desaparecido, parecían moverse de la misma forma. Parecía como si algo simplemente... hubiera cambiado de idea.

Lilly bufó.

—¿Me puedes explicar qué significa eso?

Los finos y pálidos labios de Vladawen esbozaron una sonrisa durante un instante.

—Lo cierto es que no.

—De todas formas, tenemos un problema más inmediato —dijo Billuer—. ¿Dónde están los cadáveres de los eslarecianos?

—No lo sé —dijo el elfo inspeccionando su estoque. La sangre que manchaba la hoja de plata se estaba evaporando por sí sola, evitándole el engorro de tener que limpiarla—. Nunca he llegado a saber qué fue finalmente de esta raza. Tampoco El Que Permanece parecía saberlo, o al menos nunca me lo dijo. Pero suponía que al menos lograríamos encontrar un espécimen muerto justo en el lugar en que yació por última vez. Es otro misterio más.

—Y ése en particular da al traste con nuestras esperanzas de obtener algún tipo de información —contestó el rechoncho clérigo humano.

—No necesariamente —dijo Lilly—. No sé nada de eslarecianos, pero como asesina puedo decirte que no hay ninguna casa en la que los sirvientes no estén al tanto de una buena parte de los secretos de sus señores, ya fueran éstos últimos conscientes de ello o no. Desde luego no hay escasez de cadáveres de esclavos. Pregunta a cualquiera de ellos, y veamos qué tiene que decirnos.

—Parece nuestra única salida —dijo Vladawen girándose hacia Billuer—. ¿Amigo mío?

—De acuerdo. —El nigromante examinó los cuerpos que yacían por todos lados. Finalmente hizo señas en dirección al esqueleto de un esclavo humano, distinguible de los restos de humanos invasores por el collar con remaches de hierro holgadamente ceñido a los huesos del cuello—. Ese. Creo. Con algo de suerte, hablará lengua común, y podremos entender sus respuestas. —El clérigo humano extrajo un rollo de pergamino y leyó la fase de activación de un conjuro con una franca ausencia de dramatismo que Ópalo aprobó.

Al principio nada parecía ocurrir, y entonces, transcurridos unos instantes, algo se congregó en el interior de la marchita figura, y aunque ésta no pareció moverse o cambiar en ninguna medida, Ópalo pudo sentir una presencia donde antes sólo había habido vacuidad. La maga tragó saliva para quitarse la sequedad de la garganta.

—¿Qué clase de trabajos practicaban los eslarecianos en este lugar? —preguntó sin más preámbulos Billuer.

—Cabezas —susurró el esqueleto, aún careciendo de lengua y sin que hubiera movido el maxilar.

—¿Qué ocurre con ellas? —preguntó el clérigo—. Explícate.

—Cabezas de piedra. Cabezas que hablan. Las hacen... las envían al extranjero.

Ópalo no entendía aquella aclaración. Vladawen, sin embargo, se acercó al esqueleto, ávido como un lobo hambriento que de repente hubiera olido a su presa.

34

A Vladawen se le encogió el corazón.

—Pregunta si se está refiriendo a musas.

Billuer le expresó la pregunta.

—Sí —musitó el esqueleto.

—No lo entiendo —dijo Ópalo.

—En la época de su esplendor —dijo el elfo—, justo antes de que titanes y dioses marcharan juntos contra ellos, los eslarecianos esculpieron y encantaron cabezas de piedra. Sus enviados presentaban esos artefactos, en calidad de obsequios, a reyes de razas de todo el mundo.

—¿Y por qué iban a hacer una cosa así —replicó la maga— si estaban enemistados con todos?

—Como cualquier otro imperio, incluso el más maléfico, no se enfrentaban a todos todo el tiempo. Tenían sus alianzas y sus relaciones comerciales. Lo importante es que esas tallas hacían las funciones de sabios y oráculos de valía incomparable. Se suponía que eran capaces de responder cualquier pregunta.

—Ahora entiendo por qué de repente te has puesto tan nervioso —dijo Kolvas—. Y rezo porque estés en lo cierto. Pero no sabemos si alguna de esas musas reposa aún en estos túneles.

—Si el mago blanco y su ejército atacaron por sorpresa y destruyeron todo el asentamiento en un solo día —dijo Vladawen—, entonces es posible que aún haya alguna oculta en algún lugar.

—Pero tampoco sabemos si esa talla, si es que verdaderamente existe, recordará lo que todo Scarn ha olvidado.

—Ya te dije que se trata de unos artefactos extraordinarios. Debe ser por eso por lo que los maestros del consejo nos condujeron hasta aquí. —El elfo volvió la vista a Billuer—. Pregunta a nuestro informador en qué lugar exactamente creaban los eslarecianos estas musas.

El rechoncho clérigo obedeció. El esqueleto se mantuvo en silencio durante unos momentos, y entonces gimió.

—No puedo decirlo... me harían daño si descubren que lo sé.

Billuer desenvainó su espada larga y colocó su punta contra el entrecejo del esqueleto. La oscuridad bullía en el interior del acero.

—Nadie puede dañarte ya —dijo—... excepto el poder al que sirvo. Y si te resistes, lo hará. Ahora, responde a la pregunta.

—La habitación de siete caras... la entrada... es todo lo que sé. —El objeto muerto guardó silencio, y Vladawen sintió que la animación que habían conjurado se desvanecía en el interior de aquella cáscara descarnada.

Kolvas frunció el ceño.

—Ya registramos una cámara con siete paredes y las estancias a ambos lados de la misma, y no encontramos rastro alguno de ninguna musa.

—Porque ya no queda ninguna —dijo Billuer.

—Me niego a creer eso —dijo Vladawen—. Regresaremos para echar otro vistazo.

El clérigo humano suspiró.

—Bien, ya dije que los de Hollowfaust nos quedaríamos siempre que hubiera razones para albergar la menor esperanza, así que continuaremos a tu lado para ayudarte.

Aparte de su peculiar forma heptagonal, la cámara en cuestión no parecía diferenciarse demasiado de los otros muchos espacios vacíos que habían encontrado en el interior de aquellas catacumbas. Vladawen rebuscó entre las paredes, haciendo uso de un sentido especial que le permitía descubrir espacios huecos que estuvieran ocultos. Sin embargo, no acertó a detectar ninguno.

Consciente de lo que el elfo estaba intentando, Lillatu le dijo:

—No veo a dónde podría conducir una puerta secreta, a menos que se tratase de una trampilla que estuviera en el techo o en el suelo.

—Y eso quizá sería factible —respondió Vladawen. Entonces tomó aliento, esforzándose por concentrarse, y musitó otro de los pocos y preciosos conjuros que aún podía obrar.

Tras pronunciar la última palabra, su percepción creció cien veces, y por fin pudo ver el portal. Se trataba de un rectángulo bordeado por una grieta tan minúscula que había pasado desapercibida ante sus ojos. Asimismo, Vladawen también distinguió el cierre, un sencillo panel del tamaño de una mano, que estaba empotrado en la pared que rodeaba a la puerta. Lo presionó, pero no cedió bajo su empuje.

Desolado, volvió a pulsar, esta vez con más fuerza. Aún se resistía. Entonces retrocedió un paso y pateó la puerta con toda la fuerza que podía reunir, así una y otra vez, hasta tener el pie completamente dolorido. Era incapaz de derribarla.

—¿Estás seguro de que está ahí? —preguntó Chave.

—¡Sí! ¡Mira ahí! —Vladawen señaló la diminuta grieta, y los humanos se aproximaron y apuraron la vista hasta que hasta el más miope de todos pudo verla.

Con su carnosa mano apoyada en la empuñadura de su espada, Billuer recitó una plegaria, y dijo:

—Alguien tejió un encantamiento que mantiene la puerta cerrada.

—Bueno, la verdad es que no necesitábamos que ningún adivino nos dijera eso —dijo Lillatu—. ¿Por qué no pruebas a hacer algo más útil? Como romper el conjuro, por ejemplo.

—Si está en mis manos... —dijo el Seguidor de Nemorga, claramente ofendido por el tono con el que se le había dirigido la asesina. Con un repiqueteo de metal contra metal, desenvainó la espada, tocó con la punta el portal y enunció un encantamiento. La hoja gimió y relució llena de poder, y la puerta se estremeció en su marco. No obstante, finalmente no se abrió.

Ópalo y Kolvas trataron de hacer uso de su contramagia, y ambos con la misma ausencia de éxito. Vladawen se sentía llevado por el odio, como si la puerta fuera un enemigo con vida, deseoso de frustrar sus planes y burlarse de él. El elfo cerró los ojos y aspiró profundamente para despejar su mente.

—Mira desde ahí —dijo Billuer señalando uno de los accesos a la sala—, y podrás ver el otro extremo de la pared. No me explico a dónde puede dar a parar esta puerta, a menos que se trate de un hueco demasiado pequeño incluso para contener una musa.

—Me arriesgaría a decir que no tenéis razón —dijo Ópalo—. Creo que hay algo que se nos escapa, y me parece que ya sé lo que es. —Entonces sacó un rollo de pergamino de la cartera de cuero que llevaba colgada a un lado.

Vladawen dudó por un momento, debatiéndose entre la posibilidad de que su amiga se expusiera a un peligro aún mayor al que ya se enfrentaba, y la necesidad de sortear aquel obstáculo de alguna forma, como habían hecho con todos los demás antes que éste. Entretanto, Kolvas puso delicadamente su mano sobre la de Ópalo, impidiéndole desenrollar el pergamino.

—No lo hagas —dijo el mago—. Al menos aún no.

Ópalo se hizo a un lado.

—Los maestros del consejo me dieron este rollo de pergamino para que lo empleara cuando creyese necesario.

—Lo sé —dijo Kolvas—. Pero también sé que es peligroso transportarte sin saber exactamente a dónde te diriges. Por favor, déjame intentar algo antes.

La maga frunció el ceño casi como si su colega le estuviera privando de lo que consideraba un placer, o de algo que estaba deseando poder hacer. De todas formas, dijo:

—De acuerdo.

—¿Podéis retroceder todos y dejarme algo de espacio? —preguntó Kolvas—. La estancia va a ponerse aún más oscura de lo que está, pero no os preocupéis. Así es como funciona mi magia.

Todos hicieron lo que el humano pidió. Entonces éste tomó algo de sus bolsillos, lo apretó en su puño y lo hizo girar en unos pases cabalísticos. El poder recién formado crepitó en el aire, como agua que burbujeaba en una fuente.

—¡Maldición! —exclamó de repente Lillatu. Para sorpresa de Vladawen, la asesina lo agarró por el brazo y lo empujó al frente, hacia las tinieblas y más cerca del mago.

—¿Qué ocurre? —dijo el elfo.

—¡Mira ahí! —susurró ella—. Tu visión en la oscuridad es mejor que la mía. Dime lo que está haciendo.

En efecto, de no haber sido por la visión propia de los de su pueblo, Vladawen no habría visto lo que ocurrió a continuación: el cuerpo de Kolvas se encogió y aplanó hasta adoptar la forma de un gato, pero como recortado de un dibujo en una hoja, algo como la sombra de un felino. Estirándose y flotando, se deslizó a través de la minúscula rendija y desapareció.

—Ha cambiado de forma —informó el elfo abandonado—. Se ha transformado en algo parecido al fantasma de un gato doméstico. Eso le ha permitido atravesar el hueco entre el portal y el marco.

—¡Lo sabía! —bufó Lillatu.

La puerta secreta se abrió deslizándose silenciosamente. Kolvas, que de nuevo había adoptado su apariencia de humano algo escuálido y desaliñado, parecía haber encontrado una manera de retardar la apertura hasta cambiar de forma. Tras él, medio oscurecido entre las tinieblas que el mago había conjurado, un pasillo se extendía por un lugar que, en la práctica, no debería existir. Los eslarecianos que habían excavado aquellas catacumbas habían sido unos hechiceros tan poderosos que habían logrado desdoblar el espacio, superponiendo un área a otra desafiando la geometría convencional.

Y eso fue todo lo que Vladawen alcanzó a ver antes de que Lillatu se lanzara desbocada hacia el mago, lo derribara y se colocara sobre su espalda. Después que su rodilla alcanzara al humano en pleno pecho, dejándolo sin aire en los pulmones, la asesina le colocó una daga en la garganta.

—Nada de trucos —dijo— o estarás muerto. Ahora dinos quién eres realmente.

35

Kolvas tenía la cara desencajada de miedo, y Lillatu parecía disfrutar de su estado.

—Soy quien os he dicho —jadeó el mago—. Kolvas, hijo de Pulk, nacido en Mithril, al este de aquí.

—Sé dónde está —contestó—. Mataba a gente por allí. Lo que te estoy preguntando, y sé que lo has entendido perfectamente, es a qué estás jugando.

—Lillatu —dijo Vladawen. La asesina levantó la cabeza. El elfo larguirucho, enfundado en su armadura de cuero y cubierto con su capa de paño frío, estaba junto a su hombro—. Explícame por favor qué es lo que tanto te preocupa.

—¿Recuerdas cuando te expliqué cómo logré escapar del pentáculo en el que me confinó Sendrian?

Cuando el barón la había tenido prisionera, una voz espectral le había hablado; al principio burlándose, haciendo que se sintiera aún más desesperada de lo que estaba, y luego mostrándole cómo acceder al bosque primordial que había en el interior de su alma. Fue dentro de los confines de ese reino psíquico donde finalmente avistó una imagen acompañando el sonido de aquella voz.

—Tu misterioso benefactor se mostró ante ti como la sombra de un gato —dijo entonces el elfo—. Lo siento, lo había olvidado.

—No importa. Soy consciente de que mis insignificantes padecimientos y tribulaciones no ocupan un lugar demasiado importante en tu lista de preocupaciones —dijo Lilly. No le hablaba con rencor, sencillamente estaba habituada a sentirse así. De hecho, aunque la aventura en el Castillo Piedrarroja había tenido lugar apenas unos meses atrás, desde entonces a ambos les habían sucedido tantas cosas que tampoco lo culpaba por no recordarlo.

—Por favor —dijo Kolvas—. Escúchame. Soy un mago sombrío, pero no ninguno que hayáis podido conocer antes. Todos sabemos bien cómo adoptar la forma de un gato. Es parte básica de nuestro entrenamiento.

—Es cierto —dijo Billuer, prácticamente invisible en la penumbra que aún envolvía el recién descubierto pasadizo.

—¿Estáis seguro? —preguntó Vladawen.

El rechoncho clérigo se acercó.

—Sí. La magia de sombra tiene bastante en común con la magia de muerte, y por ello nosotros los nigromantes aprendemos también algo de ella, aunque sólo a nivel teórico.

—Me alegro por ti —dijo Lilly—. Pero desde la primera vez que este bastardo me dirigió la palabra, su voz ya me sonó familiar. Sólo su estúpida ronquera me hizo estar dudando hasta hace apenas un momento. ¿Cómo lo has logrado, hombre gato, fue una poción o simple representación artística?

—Os ruego que me creáis —dijo el mago—. No soy la persona que piensas. Siempre he tenido la voz ronca, y la sed y la sequedad del desierto han agravado esa característica. Misericordiosa y compasiva Madriel, ¡nos encontramos por casualidad! Y he hecho siempre todo lo que he podido para evitar que os hagan daño. —El mago mostró el destello de una sonrisa asustada—. Siempre os agradeceré que me rescatarais, aunque sólo sirviera para que acabara viviendo apenas dos días más.

—Dejad que se levante —dijo Ópalo.

—Os digo —repitió Lilly— que le conozco.

Sin embargo, su rotunda certeza estaba empezando a desvanecerse.

—No, estás equivocándote —dijo la maga—. Además, a todo esto, ¿de qué lo estás acusando? ¿De ayudarte allá en la fortaleza de Sendrian y también ahora, aquí? Me estoy dando cuenta de que ayudar a Lord Vladawen y a la Princesa Lilly es bastante a menudo una ofensa mortal, aunque recuerdo que solías ser tú la que se distanciaba para dejar que las cosas tomaran su curso. ¿Es que has decidido ahorrar tiempo y empezar a acabar con tus amigos con tus propias manos? —dijo Ópalo algo dubitativa—. Bueno, puede que no fuera demasiado justa al decirte todo eso. Pero aun así, deja que se ponga en pie.

Lilly miró a Billuer.

—¿Puedes obligar a un prisionero a decir la verdad?

El Seguidor de Nemorga dijo inquieto:

—Con unas cuantas horas de preparación. Y en situaciones en las que mi credo y las leyes de Hollowfaust autoricen esa clase de coacción.

—Eso no será necesario —dijo Vladawen—. Lillatu, por favor, libéralo.

La asesina contempló por un momento los ojos negros y plata del elfo, y entonces hizo lo que le había pedido. Kolvas trató de darle las gracias, pero ella se volvió y se alejó dos pasos hacia el interior de la cámara. Allí respiró profundamente, luchando por contener su furia, y volvió a mirar la oscuridad que la esperaba en aquel pasillo. Vladawen se colocó a su lado.

—Espero que estés seguro de lo que haces —dijo en voz baja.

—No lo estoy —le respondió él—. Pero creo que tú tampoco lo estás demasiado, y Ópalo tenía algo de razón, aunque fuera sólo el resentimiento lo que impulsaba sus palabras; si Kolvas es quien sospechas, es sólo tu benefactor.

—Cuando seguí el consejo de mi benefactor eché a perder mi alma.

—Debías escapar de aquel patio, y siempre habías anhelado deshacerte de tu naturaleza draconiana. De cualquier forma, ya has recuperado tu valor.

Vladawen aún debía sentir curiosidad acerca de cómo lo había conseguido exactamente. Era capaz de distinguirlo en el tono de su voz, y aquello le hacía sentirse resentida y culpable.

—Sólo pregúntate esto: ¿por qué crees que Kolvas se envolvió en tinieblas antes de cambiar de forma?

—Puede que eso le facilitara la transformación.

—O puede que, sabiendo que ya lo había visto antes convertido en gatosombra, no quisiera que lo viera de nuevo bajo esa forma.

—También es posible. Pero Lillatu, hemos logrado llegar hasta aquí, ¡probablemente estemos a punto de completar nuestra misión! ¿De veras quieres dejarlo todo para ponerte a averiguar la verdadera identidad de Kolvas? ¡Porque yo no quiero otra cosa que seguir con la misión!

—¿Aunque el mago nos esté ocultando cosas?

—Todo el mundo tiene sus secretos. Andelais también, y a pesar de todas tus sospechas, acabó siendo el mejor aliado que podíamos haber deseado. Si desconfías de Kolvas, mantenlo vigilado. Eso impedirá que nos haga daño alguno, y al mismo tiempo nos permitirá no perder el apoyo de Ópalo, ni dar tiempo a Billuer y a los estigios para que reconsideren aguantar con nosotros en la misión.

—Bueno, no hada falta que me dijeras que lo vigile, lo haré igualmente —dijo la asesina mientras volvía a enfundar su daga.

El elfo anduvo hasta donde estaba Kolvas. El mago de sombra le dijo:

—Lord Vladawen, juro por las tumbas de mis padres y por el honor de mi maestro que haré todo lo que esté en mis manos para ayudar a resucitar a El Que Permanece.

—Te creo. Ahora demuéstrame cómo manejar esta puerta. Vamos a bloquearla para que se quede abierta, pero aun así será mejor que todos sepamos cómo hacerlo.

Preguntándose quién era más estúpido, si Vladawen o ella misma, Lilly se colocó justo detrás de Kolvas cuando la expedición se encaminó por el interior del espacioso pasadizo. Allí, a diferencia del resto de las ruinas, no había ningún cadáver tirado por el suelo.

Después que el grupo avanzara unos cuantos pasos, Lilly empezó a percibir un olor a humedad que, sin saber muy bien por qué, le hizo pensar en serpientes. En ese instante, justo en el límite de la luz de sus candiles, algo se alzó frente a ellos. Aquello era lo bastante grande como para abarcar el espacio que iba del suelo al techo, y también de pared a pared. Con un destello de pálida luminiscencia en el centro, empezó a avanzar hacia ellos.

Los estigios gritaron alarmados. Sus ballestas repiquetearon al disparar los virotes, y el aire se llenó del rumor del combate. Lilly desenvainó su hoja y lanzó una estocada cuando la criatura se puso a su alcance. Puede que ella sintiera como su arma se clavaba en la carne, pero aun así a aquel ser no pareció preocuparle. La bestia continuó su carga, ahora lanzándose sobre ella.

Lilly gritó aterrorizada, temiendo que la aparición la aplastara. Sin embargo, lo que sucedió finalmente fue algo más extraño que eso. La criatura la recogió como un resto de suciedad que estuviera tirado en el suelo, y la transportó pegada a su cuerpo, como una parte más de sí misma.

Los humanos habían atacado el monasterio. Ella había supuesto que sus vasallos y su ejército de esclavos podrían rechazar a las tropas invasoras por sí solos, aunque no tenía intención de pedírselo, pues después de todo se deleitaba con la guerra y las masacres. Abandonó embravecida su sanctasanctórum oculto y empezó a matar.

Por unos momentos fue fácil y placentero. Partía a los hombres en dos con sus colmillos y los destripaba con sus garras. Los hacía pulpa con el batir de sus alas y haciendo ondear su cola, sin preocuparle si en el proceso aplastaba también a alguno de sus guerreros. Incluso un eslareciano común no tenía problemas para procurarse nuevos esclavos, y ella era bastante más que eso.

Cuando las circunstancias lo justificaban, también hacía uso de las armas místicas que tenía a su disposición. Respiraba, y el vapor centelleante color azul que exhalaba degradaba espadas y armaduras encantadas hasta convertirlas en el más común de los aceros. Aprovechando las energías arcanas almacenadas en el cuerno refulgente que dominaba su hocico, lanzó un devastador conjuro tras otro, mientras seguía arremetiendo a sus adversarios con la fuerza de pura voluntad adiestrada, un poder que no era ni hechicería ni magia divina sino competencia sólo de los eslarecianos.

Pronto los humanos huyeron aterrorizados ante su atenta mirada. Se carcajeó con su risa sibilante, pero entonces él se colocó justo delante de ella, con su espada y su capa brillando con una luz nacarada. Pudo reconocerlo al instante, pues era el comandante del ejército enemigo, un maestro mago y campeón que se había entregado, en el otoño de una vida extremadamente larga, a alguna deidad o titán.

Ella lo envolvió con el letal aliento que salía de sus fauces, y su aureola de resplandor mágico destelló; con su manto y su barba blancos, el campeón casi pareció brillar. Impertérrito, hizo un gesto con la mano libre y pronunció una palabra de poder. Proyectiles de llamas salieron de la punta de sus dedos, y la aporrearon y chamuscaron.

Ella rugió llena de rabia y dolor, y aquel sonido rebotó en las paredes y acabó con cualquier tipo de magia obrada en sus alrededores. No dudo ni un instante en privarse a sí misma de sus dones de hechicería, si al hacerlo iba a privar también al humano de los suyos. Entonces trató de entrar en contacto con su mente, esforzándose por captar su atención y machacarla. Sin embargo, de alguna forma, aunque el humano se tambaleó y estuvo a punto de dejar caer su espada, logró repelerla.

Bueno, eso tampoco era mala señal, pues iba a ser muy difícil que pudiera derrotarla en un enfrentamiento de destreza física. Ella lo embistió, y el campeón se hizo a un lado. Su espada atravesó la piel escamada bajo su ojo. Aunque le dolió, sabía que la herida era trivial, y desde luego no le impidió voltear la cabeza para derribarlo.

El humano rodó y estuvo a punto de volver a ponerse en pie, pero ella lo agarró con una de sus zarpas delanteras. Despojado de magia, no poseía armadura alguna y sus garras pudieron clavarse profundamente en su cuerpo, incluso al tiempo que la fuerza bruta del agarrón le hacía caer de plano contra el suelo. Manteniéndolo aprisionado, regodeándose de su indefensión, ella se agachó y lo royó. La sangre que salía a chorros de sus heridas era dulce y cálida.

El humano aulló, se revolvió y finalmente se quedó inmóvil. Imaginó que había acabado con él. Entonces el campeón gimió "Erias"; era el nombre del semidiós del sueño y la fantasía.

Entonces se quedó sin fuerzas para mantener la cabeza erguida, y el mundo se volvió borroso. De repente, los alaridos y el repiqueteo de metales de la batalla parecían sonar apagados, muy a lo lejos. Su propia consciencia se tambaleaba fláccida, pesada, como si la traicionera arena del desierto estuviera ahogándola. Se dio cuenta de que, como cualquier otra pequeña y efímera criatura mortal que hubiera sido envenenada con una droga, estaba a punto de quedarse dormida.

Trató de librarse del aturdimiento con un rugido. Disolvió la zona libre de magia que ella misma había creado para recitar un contraconjuro. Retorció su cabeza, mordió el extremo de una de sus alas con aspecto de extremidad de murciélago con sus fauces, hasta hacerla sangrar. Pero nada ocurrió.

Sabía que no debía desfallecer en plena batalla. Sus propios esclavos podrían aprovechar la oportunidad para darle muerte. Humillada, desesperada, pero, sobre todo asustada, se giró y levantó el vuelo. La fatiga inducida que la asolaba le hizo tropezar y balancearse.

Se deslizó de vuelta a su portal secreto y, a duras penas, logró sellarlo tras su paso. Sin embargo, ni en su refugio secreto se sentía a salvo, y mientras el olvido la arrastraba se esforzó por concentrarse en pensar en alguna defensa que se le hubiera olvidado emplear. Quizá si trataba de concentrarse aún más... sabía que era una idea absurda, pero pensaba que, como el sueño estaba resultando su perdición, entonces, quizá...

No, después de todo no había sucumbido a la inconsciencia, pero ¿cómo es que su cuerpo era ahora tan diminuto? ¿Y qué era esa extraña forma que había adoptado? Se dejó caer en el suelo un momento, hasta que empezaron a aclarársele los pensamientos. Entonces recordó que era Lilly, la asesina maldita para unirse a un elfo, que se había embarcado en una lunática misión sin fin. En absoluto era ese tiránico behemoth caído.

—¿Está todo el mundo bien? —preguntó la asesina, oyendo en ese mismo instante los sollozos de dos estigios.

—¿Qué ha ocurrido? —gimoteaba Mors—. ¿Qué ha ocurrido?

—Yo os lo diré —dijo ella—. Estábamos atrapados en la cabeza de un dragón. Sé que no ha sido nada agradable, pero no creo que ninguno hayamos sufrido ningún daño serio. Simplemente debemos calmarnos.

Vladawen la miró.

—Todos esos años...

—Al principio —interrumpió Lillatu— era así. Hasta que logré dominar a la sierpe, en lugar de dejarla enfurecer cada vez que quería. Pero eso no importa ahora.

Cuando todos estuvieron más o menos recuperados, reemprendieron la marcha. El olor a áspid se hacía cada vez más intenso, y empezó a escucharse también un siseo rítmico, bajo y continuo, casi como el murmullo de unas suaves olas que se transmitiera desde la distancia. Finalmente, cuándo el grupo escudriñó una espaciosa cripta que encontró a su paso, todos encontraron la explicación a aquellos fenómenos.

El dragón seguía durmiendo. El tiempo había sanado las heridas que había sufrido en su última batalla, pero había consumido su antigua fortaleza. Su piel escamosa color marrón pareció ondularse con un brillo aceitoso y opalescente cuando la luz del candil la acarició. El reluciente cuerno que dominaba su hocico brilló como un diamante al ser iluminado.

36

Aun impaciente como estaba por encontrar a la musa, Vladawen se paró a contemplar la maravilla que tenía ante sus ojos.

—Un dragón eslareciano —dijo el elfo.

—Había oído hablar de ellos —dijo Ópalo—. Algunos de los más poderosos lanzadores de conjuros eslarecianos se convierten en sierpes.

—Puede que esa fuera la impertinencia definitiva que impulsara a los dioses y a los titanes a tomar las armas en su contra.

—¡Qué hacéis! —musitó Chave—. ¡Guardad silencio!

El elfo sonrió.

—No te preocupes. Podríamos gritar con todas nuestras fuerzas y aun así no lo despertaríamos. Aún sigue bajo el influjo de la maldición de Erias. —Al igual que El Que Permenece había concedido a Vladawen una fuerza prodigiosa y unas hojas encantadas para usarlas en su beneficio, esta otra deidad había concedido al mago blanco un encantamiento inexorable que poder emplear en el momento que más pudiera necesitarlo. Había sido una pena para él no haberse decidido a utilizarlo unos momentos antes.

—En ese caso... ¿podemos matarlo? —preguntó Mors—. No me importaría hacerle pagar por habernos metido en su cabeza. Mientras estuve allí, parecía que había dejado de ser yo para siempre.

—Y ese precioso cuerno parece bastante valioso —dijo uno de sus compañeros.

—Me atrevería a decir que debe de tener un valor inestimable —contestó Vladawen—. Y debe de ser una fuerte extraordinaria de poder para lanzadores de conjuros de cualquier clase. Aun así, recomendaría no molestar a esta criatura.

—¿Por qué? —preguntó Billuer.

—Los eslarecianos poseían poderes que ningún otro mortal ha podido llegar a comprender nunca, y finalmente, éste en particular logró apañárselas para hacer que sus sueños fueran... más reales, imagino. Es por eso por lo que no pudimos disipar a los fantasmas con que nos encontramos. Es por eso por lo que vimos cosas disparatadas, o al menos que eran entre sí contradictorias. La explicación es que no eran fantasmas, sino fragmentos de la mente del dragón, verdaderos recuerdos, fantasías y pesadillas, todo revuelto.

—Y la criatura ha conjurado todo eso como forma de protegerse a sí misma —dijo Lillatu—. Incluso la menor de las apariciones podría bastarse para ahuyentar cualquier amenaza, como bien hemos comprobado. Y las más poderosas han llegado a percibirnos y atacarnos.

—Exacto, y sospecho que si tuviéramos intención de disparar o lanzar mandobles al dragón, podríamos suscitar una auténtica tormenta de estas alucinaciones.

—Entonces no lo haremos —dijo Billuer—. Encontraremos esa escultura y nos alejaremos de la bestia. El Consejo Soberano podrá decidir qué hacer con esa cosa cuando le informemos.

Los exploradores pasaron junto a la criatura silenciosamente. A pesar de que Vladawen había asegurado que el dragón no despertaría, sus compañeros caminaron tan sigilosamente como un ratón que pasara junto a un gato dormido. De hecho, llevado por la confusión, el elfo descubrió que por momentos él mismo los imitó.

Más allá de la cámara en la que la sierpe había sucumbido a su perdición había otras salas. En ellas, aparte de algunas llamativas excepciones, el grupo sólo encontró que el mismo inhóspito e incluso tortuoso mobiliario presente en todas partes de aquel complejo daba paso a artículos de una grotesca opulencia, algunos de tamaño adecuado para dragones, y otros para eslarecianos comunes. Vladawen recordó que se suponía que aquellos reptiles habían poseído la habilidad de cambiar de forma.

—Parecen los aposentos de un sumo sacerdote —dijo Lillatu examinando una pequeña caja hexagonal dorada—. O de un lord.

—Sí —dijo Vladawen—. Pero debe poseer también alguna clase de cámara acorazada y un taller de trabajo. Y esas estancias son las que debemos encontrar.

—Pues creo que ya lo he hecho —dijo Kolvas con su voz áspera.

El elfo y la asesina se giraron, tras lo cual el mago de sombras describió un arco con su mano. La lúgubre cámara situada a un lado era una extraña combinación de sala de picapedrero y cámara de conjuros, con bloques de marfil, mazos y cinceles repartidos por la estancia. Además de pentáculos fosforescentes brillando en el suelo y en las paredes, había también estantes y rejillas repletos de báculos de rituales, espadas y cálices. Las brillantes figuras geométricas llenaban el aire de una sensación centelleante. En el extremo opuesto de la habitación, una figura con aspecto de cabeza seccionada yacía en lo alto de un pedestal redondeado.

Los exploradores se lanzaron hacia el interior de la estancia. Una luz violeta destelló a su alrededor, y Vladawen se sintió estremecerse de dolor. El elfo se tambaleó. Algunos de sus compañeros se desmayaron.

Levantando su ballesta de mano, trató de encontrar el causante de aquel ataque, y entonces se quedó aterrorizado. Su instinto le apremiaba a echar a correr.

Con una violenta sacudida de su cabeza, expulsó ese pensamiento de su mente. Desgraciadamente, otros de los miembros del grupo no consiguieron hacer lo mismo. Mors chocó contra él y lo dejó bamboleándose. Los humanos que habían huido despavoridos se agolparon en el pasadizo de entrada, gritando y empujándose unos a otros mientras trataban de abrirse paso para escapar.

Entonces algo azotó a Vladawen y se enroscó alrededor de su cuello. Trató de agarrarlo para quitárselo de encima, pero fue demasiado lento. Como la soga de un ahorcado, levantó su cuerpo en el aire. Ahogándose, levantó la vista y por fin vio a su atacante.

El techo de la habitación de trabajo para esculpir era más alto de lo que había percibido desde la entrada, lo bastante elevado como para ocultar a un centinela volador. Aquella horrible criatura tenía el cuerpo esférico, con un globo ocular protegido por un párpado al final de un sinuoso pedúnculo carnoso del que brotaban varios tentáculos. Había atrapado a Vladawen con uno de esos brazos y ahora se disponía a buscar otra presa más.

El elfo disparó su ballesta, y el proyectil alcanzó la fracción vítrea y blanquecina del ojo del guardián. En respuesta, la criatura flotante giró su esfera para contemplarlo directamente. La mirada le produjo un nuevo ataque de desesperación, que le hizo retorcerse y dejar caer el arma.

El dolor mágico se acalló transcurrido un momento, pero no hizo lo propio la presión en su garganta. Debía liberarse antes de que la criatura lo estrangulara hasta matarlo. Desenvainó su puñal y lo clavó en el tentáculo.

Dando un latigazo que parecía pretender romperle la columna, la bestia levitante lo hizo volar por la cámara. El elfo fue a parar contra una mesa, que cedió bajo su peso. Las herramientas que había sostenido cayeron contra el suelo.

Medio aturdido, apenas logró ponerse en pie. Al volver la vista descubrió que todos sus compañeros estaban colgando, abrazados por la criatura. Aquella escena le recordaba a las macabras decoraciones que el pueblo de Hollowfaust había colgado de la ciudadela para celebrar la Noche Gris.

Entonces la oscuridad pareció envolverlo. Vladawen giró, lanzó un golpe y apenas logró frenar su impulso antes de acertar a Kolvas en pleno pecho. El mago había hecho uso de su incorpórea forma de gato para esquivar la presa del guardián, y estaba volviendo a adoptar forma humana.

—Mantén a esa cosa ocupada durante un rato —dijo Vladawen—. Y no la mires directamente al ojo.

—De acuerdo —Kolvas movió las manos describiendo un pase místico.

Vladawen también trató de conjurar algo de magia, pero sólo para descubrir que ya no podía hacerse invisible. La mirada del centinela había borrado de su memoria el conjuro que había preparado.

Unos jirones de sombras se alargaron desde la mano de Kolvas hasta perforar el cuerpo del horror flotante. La criatura dejó caer los débiles cuerpos flotantes de Ópalo y Penlin, liberando un par de tentáculos, y se deslizó hacia delante.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kolvas.

—¡No lo sé! Quería cogerlo por sorpresa, pero no pude desaparecer. Me ha arrebatado el conjuro. ¿Puedes distraer su atención?

—Puedo intentarlo. —El mago de sombra describió con sus manos unos pases cabalísticos, y la pupila con forma de diamante del ojo del centinela se inundó de oscuridad.

Ahora ya no importaba que Kolvas mirase fijamente a aquella criatura. Un fino halo de poder tan oscuro como sus propias obras le dio un latigazo en el pecho. Se balanceó y jadeó, pero continuó conjurando. Un velo de oscuridad irrumpió frente a él, separándolo del guardián.

—¿Estás bien? —preguntó Vladawen.

—No —carraspeó Kolvas—. Pero voy a darte la oportunidad que me has pedido. Prepárate para actuar cuando llegue el momento.

Entonces se colocó en paralelo a la barrera que había creado, sin dejar de bramar el encantamiento.

El centinela atravesó volando el manto de tinieblas. Se sacudió en el aire como si el contacto con el poder de Kolvas le hubiera dolido, pero eso no le impidió lanzarle otro rayo. El mago se derrumbó.

Con la criatura aún orientada hacia del mago de sombra, Vladawen cargó, saltó sobre una mesa y volvió a saltar, esta vez tan alto como pudo. Logró agarrarse a uno de los tentáculos. Flotar en el aire no era la postura ideal para practicar la esgrima pero, al menos, allí suspendido estaba lo suficientemente cerca del cuerpo esférico del guardián como para atacarlo con su estoque de plata y hacer uso, contra él, de la fuerza que le había concedido su dios.

Con cuidado de no dañar la base del tentáculo que le servía de asidero, el elfo ensartó la espada en la carne de la criatura. La herida escupió un líquido denso y el guardián se retorció para volver su glóbulo hacia Vladawen, que aprovechó para lanzarle una estocada en el ojo. Su punta atravesó el pálido iris, y el ser se retorció hacia atrás.

Entonces volvió a arremeter contra la base del guardián. Éste dejó caer al resto de los enemigos que aún sostenía en el aire, que fueron a parar contra el suelo. Los extremos de los seis tentáculos se volvieron contra él, deslizándose en el aire para tratar de apresarlo. El elfo lanzó patadas y se retorció para evitarlos.

No lo hizo suficientemente bien. Uno a uno, los brazos se fueron enroscando alrededor de su cuerpo, y entonces empezaron a deslizarse apretándolo cada vez con más fuerza. Además, lo aguijoneaban como los zarcillos de una medusa.

Vladawen se revolvió medio asfixiado y logró asestar al guardián una o dos estocadas más. Entonces le recorrió un espasmo, empezó a temblarle la mano y dejó caer el estoque.

Justo en ese momento otra hoja ensartó el cuerpo de la criatura. Hundido en el dolor y la debilidad, Vladawen acertó a ver a Lillatu flotando en medio del aire, bufando como una bestia salvaje mientras atacaba. Parecía que Ópalo, quizá tras haberse quedado sin ningún conjuro de auténtico carácter ofensivo, había concedido a la asesina la capacidad de levitar.

El guardián cayó en picado, llevándose a Vladawen consigo. El elfo se estremeció como anticipándose al impacto, pero no llegó a sentir el golpe.

Se despertó entre dolores punzantes, con la tibia insipidez del elixir sanador en su boca, y el suave toque de Billuer en su frente.

—¿Estás bien? —preguntó el clérigo humano, con la marca de una ligadura aún reciente en su cuello.

—Sobreviviré —contestó Vladawen. Se sentó, y la cabeza empezó a darle vueltas. Lilly se agachó a su lado y le colocó la mano en el hombro, tranquilizándolo.

—Sobrevivirás —bufó Ópalo—. Bueno, eso era lo importante, aunque estás en camino de acabar con otra compañía de seguidores. Esa bestia mató a dos estigios más.

Vladawen cerró los ojos.

—Lo siento mucho. Rezo porque, una vez reviva, El Que Permanece pueda abrazar a sus espíritus bajo su manto, suponiendo que sea eso lo que deseen.

—Pero para que eso ocurra —carraspeó Kolvas—, deberemos conocer primero lo que la musa tiene que decirnos, ¿no?

—Sí. —El elfo se levantó y recuperó su estoque. Entonces, junto a los compañeros que aún quedaban con vida, todos heridos de más o menos gravedad, se movió cojeando alrededor de los restos ensangrentados y arrasados del centinela.

El cuerpo no parecía desvanecerse, por lo que Vladawen supuso que debía tratarse de una verdadera criatura viva, y no un producto de la imaginación del dragón. Y eso suscitaba otra pregunta: ¿cómo había conseguido aquel ser sobrevivir encerrado en aquel lugar sin ningún tipo de alimento? Era posible que hubiera permanecido en alguna clase de letargo hasta que la presencia de los intrusos lo despertara.

De cualquier forma, al elfo tampoco estaba demasiado interesado en resolver aquella cuestión. El objeto que había en lo alto del pedestal era lo que ahora captaba toda su atención. La luz de los candiles recorrió la escultura, iluminándola con más detalle. Entonces una premonición le hizo sentir un nudo en la garganta.

Olvidándose de sus dolores, Vladawen apresuró su carrera. Viendo su apremio, Lillatu, Kolvas, Billuer y Ópalo se lanzaron para alcanzarlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó la esbelta asesina.

Él agitó la cabeza, reacio a confesar sus sospechas, como un niño que imaginara que confesar su temor secreto lo pudiera hacer realidad.

—Háblale —propuso Kolvas.

Vladawen acunó con sus manos la talla ovoide, labrada con alguna gema desconocida.

—Dime el verdadero nombre de El Que Permanece —dijo al fin.

La musa permaneció inerte.

—¿Puedes hablarme?

Evidentemente no era así.

El elfo colocó la escultura en el suelo.

—Por favor —se dirigió a sus compañeros conjuradores—. Si alguno de vosotros es capaz de obrar una magia que nos ayude a entender lo que ocurre, que lo haga.

Ópalo gruñó en señal de asentimiento. Concentrada, entrecerró los ojos y musitó unas palabras en dirección a la musa. Billuer, por su parte, entonó un cántico y blandió su espada sagrada. El aire crepitó y suspiró recorrido por el poder.

Una vez completadas las adivinaciones, la maga agitó la cabeza.

—Es cierto que este objeto es un talismán. Alguien ha lanzado sobre él gran cantidad de encantamientos. Sin embrago, no parece que esté...

—Terminada —dijo Lillatu con voz sombría—. Esa es la palabra que buscabas, ¿no? El ejército del mago blanco arrasó el lugar antes de que pudieran acabar de animar la cabeza.

—Yo también temo que sea así —dijo Billuer.

—¿Pero quién dice que esta es la única que hay? —dijo Kolvas—. Sigamos mirando.

Y así lo hicieron, pero no encontraron nada.

—Ya hemos revisado todo —dijo Chave.

—¡No! —protestó Vladawen—. No hemos llegado hasta aquí y soportado tantas calamidades para fracasar ahora. Ya sé qué debemos hacer. Despertar al dragón. —Sus compañeros lo miraron asombrados.

Lillatu dijo sonriendo:

—Porque sabrá cómo despertar a la musa.

—Eso deduzco.

—Pero —dijo Ópalo— dijiste que no podríamos romper la atadura de Erias, que no había forma de hacerlo.

—Y sigo manteniéndolo, siempre que actuemos desde este mundo. —Vladawen se giró hacia Billuer—. En otro tiempo hubiera podido hacerlo por mí mismo, pero la muerte de mi dios me despojó de tal poder. Afortunadamente, los maestros del consejo te equiparon con el rollo de pergamino adecuado. ¿Me ayudarás?

El Seguidor de Nemorga frunció el ceño.

—Las sierpes eslarecianas eran criaturas malignas. Sabemos, al haber compartido sus pensamientos, lo realmente vil que era.

—No puedo decir que no sea así. Pero es también la única criatura que puede ayudarnos.

—También sabemos —continuó Billuer— que un auténtico campeón de los dioses sacrificó su vida para eliminarlo de este mundo. ¿Y vos queréis que descomponga esa noble obra?

—Si es en pos de una meta mayor, sí.

—¿Y cómo sabemos que es mayor? ¿Es que estamos acaso en disposición de juzgar?

—Si hubieras estado alguna vez en Termana, y hubieras visto a mi gente morir, no harías esas preguntas. —Vladawen dudó antes de continuar hablando—. Amigo mío, incluso podría argumentar que, en última instancia, los maestros del consejo me pusieron al mando de esta aventura, pero no lo haré. Ambos sabemos que el Consejo nunca podría haber previsto una circunstancia como ésta, y en cualquier caso, un clérigo debe seguir los dictados de su propio corazón en un asunto tan espinoso. Seguiré manteniendo que hemos llegado demasiado lejos y que hemos perdido a demasiados camaradas para rendirnos ahora. También prometo hacer todo lo que esté en mi mano para asegurar que prevalezca el bien, y contener cualquier clase de mal que pueda derivar de tu ayuda. Incluso, en último caso, si así lo deseas, te rogaré.

Billuer hizo un sonido de fastidio.

—No será necesario. Supongo que lo haré. Aunque insisto en que antes, al menos, deberíamos descansar. No es algo que debamos hacer sin antes reponer nuestra reserva de conjuros.

37

Lilly rodeó al dragón durmiente, apuntando con la espada. El resto de sus compañeros le seguían el paso.

—Cortad aquí —dijo la asesina— y podréis rebanarle la traquea. Una estocada justo aquí, pero no un dedo arriba o abajo, le atravesaría un pulmón. En esta región las escamas son particularmente gruesas, pero si lográis abriros paso entre ellas, y esquivar también las costillas, podréis atravesarle el mismísimo corazón.

Lilly continuó así un buen rato, explicando todos los puntos vulnerables de la criatura.

—Tenemos suerte de que a la bestia le quede tan poca carne entre los huesos. Al menos eso nos da más oportunidades de alcanzar sus órganos vitales. ¿Alguna pregunta?

Los estigios tenían unas pocas. Una vez la asesina se las hubo contestado, todos se dispusieron en torno al dragón. Kolvas, que en caso de que fuera necesario iba a arremeter contra la criatura empleando conjuros, se colocó algo retirado.

Lilly caminó hasta el lugar en que aguardaban Vladawen, Ópalo y Billuer, este último con un pergamino en la mano. Nerviosa, la asesina se recordó a sí misma que ya antes había sobrevivido a una especie de viaje astral; claro que había sido una experiencia terrible, y que las consecuencias habían sido desgarradoras.

—Así que —dijo—, mi querido, sabio e ilustrado sumo clérigo de Wexland, debo suponer que, como de costumbre, no tienes ni idea de qué es lo que vamos a encontrar al otro lado.

—Pues no —dijo Vladawen.

—Perfecto. A estas alturas, la verdad es que me hubiera asustado que dijeras lo contrario.

—¿Podemos hacerlo ya de una vez? —espetó Ópalo.

Vladawen la miró con algo de culpa y pena en sus infestados ojos.

—Imagino que sí; ¿Billuer?

El clérigo humano leyó el pergamino, que resultó contener un encantamiento muy extenso, en contraposición a las acostumbradas frases cortas de activación. Billuer procedió lenta y pausadamente, pues su experiencia en esa magia en particular era bastante limitada.

Vladawen tomo la mano de Lilly quien, con su acostumbrado desdén por las manifestaciones de afecto, estuvo a punto de apartarla a un lado. Entonces la asesina recordó que antes de que el día viera su fin, el elfo no tendría por qué querer tocarla más, ni tampoco ella a él, y decidió devolver la cálida presión.

Entonces Lilly salió disparada hacia arriba como una flecha lanzada por un arco. Temerosa de estamparse contra el techo, estremeció el gesto, pero aunque de repente se encontró rodeada de tinieblas, no llegó a sentir impacto alguno.

Casi al instante, pasó a toda velocidad de la penumbra a un espacio que por un instante confundió con el desierto, pues el brillo parecía el de su cielo. En aquel lugar, no obstante, el calor no quemaba su piel, ni había resplandor alguno que le hiciera entrecerrar los ojos, ni dunas que avanzaran bajo sus pies. De hecho, lo único que había era luz, un gran espacio, y sus tres compañeros con los cordones de plata que pendían de sus ombligos, supuestamente conectándolos con los cuerpos físicos que sus almas acababan de abandonar.

Billuer miró a su alrededor; estaba tan maravillado como un niño, sintiéndose fuera de lugar mientras contemplaba su semblante físico, con su característica sombra perpetua de barba.

—Es increíble.

Vladawen sonrió, como recordando su primera visita al plano astral.

—Siempre lo he pensado. ¿Eres capaz de discernir el camino hacia el reino de los sueños?

El Seguidor de Nemorga entrecerró los ojos, cavilando.

—Sí, es... —Había tenido la intención de señalar, pero en lugar de ello planeó hacia arriba y hacia el frente. En aquella realidad, un pensamiento descuidado bastaba para impulsar a un viajero novato a empezar a moverse.

Al abrir el paso el clérigo, Lilly sintió como la magia que los conectaba la apremiaba a seguirlo. Era como un viento que la empujase por la espalda. La asesina accedió mentalmente a ese impulso y, al instante, empezó también a flotar hacia delante, como le había ocurrido en sus días como dragón, desplegando sus alas sobre una corriente ascendente de aire caliente. Vladawen y Ópalo imitaron sus movimientos, y avanzaron a su lado.

Durante unos momentos, el plano astral conservó su inicial luminosidad y monotonía, y Lilly empezó a preguntarse si realmente Billuer estaba conduciéndolos en la dirección adecuada. Entonces apareció frente a ellos una mancha negra. Al aproximarse, ésta creció hasta tomar la forma del corazón de una tormenta.

Billuer se frenó en seco, permitiendo a sus compañeros alcanzarlo.

—Creo que a partir de ahora haríamos mejor en mantenernos unidos.

—Estoy de acuerdo —dijo Vladawen.

Entonces volvieron a flotar, avanzando pausadamente en dirección al centro del corazón de la tormenta. Su interior era tan oscuro que, a pesar de estar todos próximos entre sí, Lilly apenas podría distinguir al resto de sus compañeros. En su avance, unos gélidos vientos soplaban de forma impredecible, buscando empujarla a un lado y a otro. Aún no había estallado ningún rayo, aunque la asesina podía oler que amenazaba hacerlo de un momento a otro.

Entonces sintió un cosquilleo en la barriga y bajó la vista. Aunque aún podía sentir vagamente estar unida a su ombligo plateado, éste se había vuelto invisible. Lilly suponía que aquello debía de ser señal del paso de un estado de existencia a otro.

Entonces la oscuridad bramó, y ella empezó a dar vueltas como una pluma llevada por el aire. Lanzó un gritó, pero el rugir del torbellino acalló su sonido. Miró a su alrededor, avistó a Vladawen, y enfrentando toda su fuerza de voluntad al poder que se arremolinaba para llevársela entre sus brazos avanzó en dirección al elfo. Sus dedos estirados se tocaron, y entonces ella se dio un batacazo contra el suelo.

Cuando se hubo recuperado del impacto, se encontró tirada sobre un montón de tierra de color gris. Levantó la cabeza, escupió la arenilla que se le había metido en la boca y una vez más volvió a mirar a su alrededor.

La polvareda se arremolinaba tan incesantemente como las arenas del Ukrudan, con los capiteles de las medio derruidas columnas de basalto, estatuas y templos alzándose entre las dunas. El aire seguía siendo frío y estanco, y el cielo aún estaba despejado y oscuro. Lilly nunca antes había estado en aquel desolado lugar, pero podía reconocerlo por las descripciones que Vladawen le había dado en ocasiones de él. Habían aterrizado en la cara oculta de la Luna de Belsamez.

La asesina se puso en pie, y un repentino sentimiento de solidez le indicó que, en aquellos dominios, no poseía ya la capacidad de volar. Entonces escuchó una pisada sobre la arena, a su espalda, y se giró para sacar la espada. Lilly gruñó aliviada al ver que era Vladawen. El elfo asía con su mano su pequeña ballesta, lista para ser disparada.

—Estamos en el reino de la Asesina —dijo.

—Lo sé. ¿Dónde están los demás?

El elfo agitó su cabeza.

—Espero que no muy lejos. —Entonces tomó aliento profundamente—. ¡Ópalo! ¡Billuer!

—Hola, primo —dijo una armoniosa voz femenina. En un primer momento, Lilly fue incapaz de establecer quién era, y entonces una figura de piel obsidiana se levantó entre el polvo como un zombi que se alzara de la tumba. Era Hareel, hechicera de los drendali, con los tatuajes cubriendo su cuerpo desnudo en una maraña de luz violeta—. Así que ésta es tu concubina humana. Nunca antes había podido observarla tan de cerca. Me parece algo sosa y seca, ¿de veras la consideras hermosa? ¿Es por ella por quien me traicionaste?

Vladawen apuntó con su ballesta al fantasma.

—Quédate donde estás.

—Te traicionó sólo porque es un estúpido —interrumpió una nueva voz masculina. Lilly se giró para ver cómo Iprindor abandonaba el lugar en que se había mantenido escondido. Su cabello pelirrojo dejaba caer polvo gris, que manchaba su fino y joven rostro—. En realidad ambos lo sois. Les ofreciste todo lo que podían haber necesitado. Y lo mismo hice yo. Y nos rechazaron.

—Se consideran mejores que nosotros —tronó la jovial voz de un rollizo barón de campo. Con su oronda figura dividida en incontables piezas de puzzle encajadas entre sí, Sendrian apareció a la espalda del elfo y la asesina, completando el cerco que los rodeaba—. Imaginan que son una pareja de leales campeones, y que nosotros tres somos villanos y traidores. ¿Pero han sido acaso esas mentiras y falsas promesas las responsables de hacer caer una guerra fraticida sobre Darakeene? Las mías desde luego no.

—Lillatu y yo hacemos lo que podemos —dijo Vladawen—. Y ahora mismo eso incluye continuar nuestro viaje. Retroceded y apartaos de nuestro camino.

Hareel se carcajeó.

—Creo que no. —Un estoque apareció en su mano desnuda, y embistió.

Retrocediendo medio paso, Lilly repelió el ataque. Cuando su espada se cruzó con la delgada hoja de la elfa oscura, ésta estalló en una nube de fina arena. Hareel titubeó, con los ojos llenos de asombro. Sus rasgos empezaron a distorsionarse mientras su cuerpo se deshacía hasta convertirse en polvo.

Lilly volvió la vista. Sendrian e Iprindor se tambaleaban, al tiempo que sus figuras se hacían inestables y borrosas. La asesina y Vladawen no iban a tener que defenderse mucho más. Podrían limitarse a quedarse en pie y mirar como las sombras de sus enemigos se desintegraban.

Entonces sopló un viento gélido. Cabalgando sobre aquella ráfaga, una horda de bocas sonrientes e incorpóreas arremetió contra las desvanecidas sombras de Sendrian e Iprindor, arrancando la poca sustancia que les quedaba. Parecían como una manada de lobos hambrientos que devoraran cadáveres. El vendaval cesó, y transcurridos unos momentos nada quedaba de los fantasmas.

Al amainar el viento, las voraces bocas se arremolinaron hasta desconcertar la vista. En un instante se fusionaron hasta adoptar la forma de una pálida muchacha elfa con alas de buitre, que empuñaba una daga tan negra como la tinta. Lilly se esforzó por contener un escalofrío.

—Pequeños títeres insolentes, ¿no? —dijo Belsamez—. No sé por qué tratan de entorpeceros cuando ya han sido eliminados del juego. Aunque percibí algo de verdad en las acusaciones que lanzaban hacia ti —dijo sonriendo a Lilly.

La asesina estuvo a punto de retroceder, asustada por un momento por no haber cumplido la profecía de la diosa que decía que dañaría al elfo. Temía que la Reina de los Impostores pensara obligarla a cumplir su papel de traidora sin más demora.

—¿Dónde están Ópalo y Billuer? —preguntó Vladawen.

—Por aquí cerca —dijo Belsamez examinando despreocupadamente el filo de su cuchillo con su pulgar, del que brotó una gota de brillante sangre—. No tardaréis mucho en encontrarlos, suponiendo que algo no los haya devorado ya. Sólo he pensado que podríamos hacer una pequeña visita, ya que el camino que seguís pasa justo por mi casa. Bueno, bastante cerca. Naturalmente, puesto que soy la Madre de las Pesadillas, mi feudo es partícipe del reino de los sueños.

Lilly tragó saliva.

—¿Qué es lo que quieres?

—Quizá felicitarte, ahora que te tengo cerca. Has llegado muy lejos, superando tantos obstáculos, y todo sin pedirme ayuda.

—Y no tenemos intención de empezar a hacerlo ahora —dijo Vladawen—. No queremos endeudamos contigo y convertirnos así en tus títeres, no más de lo que ya lo somos.

La deidad se carcajeó.

—Si es que eso puede ser posible.

—Ya hemos tenido antes esta conversación —dijo Vladawen—. Y volveré a repetirte lo que te dije entonces. Si de veras quieres ver a tu hermano resucitado, entonces déjame en paz. De lo contrario, podré abandonar la misión incluso ahora mismo.

—Una amenaza vana. Podría dejar caer sobre ti un millar de mis bendiciones y aún seguirías intentándolo. Ya me lo has demostrado muchas veces. Debes estar contento de que no sea ese mi estilo. Esta vez, para variar, te concederé el favor que elijas. Una recompensa por concederme mí propio deseo, ya sea intencionadamente o no.

Vladawen agitó la cabeza.

—No, muchas gracias, señora mía.

—¿Estás seguro? Si no hay nada que codicies, siempre puedes pedirme algo en beneficio de mi querida hermana, ésta que está aquí y que tanto ha resistido por ti. Podrías asegurar su futuro, sin importar cuál sea el desenlace final de tu misión.

El clérigo abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin decir una palabra.

—Lo digo en serio —insistió Belsamez—. Pero debes pedírmelo ahora.

—Yo no pido nada —dijo el elfo—. Pero una deidad que quisiera utilizarnos de forma más amable de la que tú has hecho, levantaría la maldición de amor que nos mantiene ligados a la asesina y a mí.

Lilly sintió una mezcla de esperanza y temor. No sabía si esto último era inducido por desconfianza a que la deidad distorsionara los deseos de Vladawen a favor de algún siniestro fin, o sencillamente por miedo a que concediera ese deseo.

Belsamez sonrió con una sonrisa que, a pesar de la delicada perfección de sus rasgos, hizo a Lilly recordar las incontables fauces dientudas que habían devorado a los fantasmas.

—Oh, mi pobre Matatitanes. Hay tantas cosas que se te escapan... Ya te dije en una ocasión que siempre juego en todos los bandos. Ahora, finalmente, incluso he jugado en el tuyo, en contra del mío propio. Sin embargo, gracias a lo ciego que estas no pagaré cara mi desobediencia.

—Ya basta de farsa —dijo Vladawen—. Libéranos o no lo hagas, según se te antoje, y luego déjanos en paz.

—Que sea como dices. —Belsamez dio unos mandobles en el aire con su daga de ébano. Un dolor agudo recorrió el pecho de Lilly, que se tambaleó. Una vez recuperada, vio que la diosa había desaparecido.

Vladawen alargó su mano como para tranquilizar a la asesina, y entonces se lo pensó mejor.

—¿Cómo te sientes?

Ella lo consideró durante un momento.

—Más... cómoda, como si alguien me hubiera quitado un peso de la espalda. Aparte de eso, no noto nada distinto. Al menos aún no.

—A mí me ocurre lo mismo.

—¡Pero no deberías haberlo hecho! —explotó la asesina—. ¡No debiste haber rogado a la Señora de las Mentiras!

—No lo hice.

—No importa que usaras juegos de palabras, lo hiciste. Le diste pie a actuar. ¡Y entonces le pediste que levantara esa maldita maldición!

—Porque lo demás es un despilfarro de fuerza. ¿Cuántas oportunidades has tenido de traicionarme? Y siempre, incluso cuando más molesta estabas conmigo, has demostrado ser una amiga tan leal como cualquiera que hubiera podido desear.

Lilly frunció el ceño al pensar en el puñal plateado.

—No puedes saberlo.

—Claro que lo sé, tanto como sé también que... bueno, que nada va a ir mal ya. El Que Permanece se alzará. E incluso, aunque no lo haga, no querría que tuvieras que vivir el resto de tu vida con el corazón hecho pedazos. Te debo demasiado para hacerte eso.

Ella agitó la cabeza.

—Insensato.

—Quizá, pero lo hecho, hecho está. Encontremos a los otros.

No tuvieron demasiadas dificultades: con los pies hundiéndose y resbalando sobre la arena, subieron por una duna y se encontraron a Ópalo ascendiendo por la otra cara.

—Aquí estáis —dijo la maga—. Venid. Billuer cree que ha encontrado una entrada.

38

El portal resultó ser una escultura enorme y desgastada de una mano colocada boca arriba, con los dedos curvados. Cuando Vladawen se metió en la palma sintió como si estuviera entregándose a ser agarrado y aplastado. Pero la magia de Billuer había estado en lo cierto, y no ocurrió nada parecido. En lugar de ello, el elfo experimentó una fuerte desorientación, como una caída, y entonces se encontró, junto a sus camaradas, en medio de una plaza empedrada. Unas torres altas rodeaban el espacio abierto, cada una coronada con la cabeza gigante y viviente de un pájaro cantor. Gorjeos y chirridos llenaban el aire.

Ópalo frunció el ceño.

—Estoes... extraño.

—Al menos ya hemos dejado la Luna de Belsamez —dijo Lillatu.

Vladawen compartía esos sentimientos. Los encuentros que compartía con la Demente siempre lo desconcertaban, y este último no había sido una excepción. Se dijo a sí mismo que ya había acabado, y decidió no pensar más en eso.

—¿Qué camino tomamos? —preguntó a Billuer.

—Por aquí —dijo el clérigo humano, y todos avanzaron por una de las avenidas que salían de la plaza. Las cabezas colosales de petirrojos y pinzones giraban, bajando sus negros ojos redondeados para contemplarlos.

En el tiempo de un parpadeo, como si una mano cósmica hubiera cambiado el telón de fondo, aquel singular paisaje urbano pasó a ser una escena completamente común; una pacífica granja de esas que tanto abundan en Darakeene, con su cosecha y algunas hojas pardas y amarillas aún colgando de las ramas. Tras otros pasos más, la vista dio paso a un prado en que unos sombreros se amontonaban en el suelo como copos de nieve que hubieran caído de un cielo de invierno. Un perro color blanco y negro, caminando con sus cuartos traseros, recogía los sombreros y gorros con una carretilla, deteniéndose el tiempo necesario para señalar al grupo un sendero lleno de maleza. Vladawen inclinó su cabeza al animal en señal de agradecimiento.

El sendero serpenteaba a través de una alameda de sauces hasta justo el borde de una gran depresión en el terreno, con forma de cuenco. Aquella zona hervía, aullaba y gemía en constante y casi desconcertante agitación, y transcurrido un momento Vladawen se percató de que era porque se trataba de la matriz en la que los sueños del dragón eslareciano se gestaban sin cesar. La propia sierpe yacía medio oculta en el centro de aquella furia.

Billuer negó con la cabeza.

—Nunca esperé encontrar esto. ¿Cómo puede imaginar una criatura tantas cosas a la vez?

—No lo sé —dijo el elfo—. Si la mente de un eslareciano no es como la nuestra, el intelecto de un dragón de su especie será aún más complejo.

—La cuestión es —dijo Lillatu—: ¿podremos abrirnos camino entre esas malditas cosas?

—Quizá —dijo Vladawen—. La imaginación de la sierpe las genera para defenderse de las amenazas del mundo físico. En este reino, suponiendo que cada una de esas creaciones esté esperando su turno para deslizarse hasta la realidad, lo más probable es que no nos presten la menor atención.

—O puede ser —dijo Ópalo— que caigan todas al unísono sobre nosotros en cuanto bajemos hasta allí.

—¿Prefieres que nos quedemos aquí, esperando?

La maga soltó un bufido.

—Supongo que hemos llegado demasiado lejos como para volver ahora.

Empuñando sus armas, levantando algo de polvareda en su descenso al arrastrar los pies por la pendiente, los cuatro exploradores completaron la bajada. Entonces un grupo de trasgos de ojos arácnidos corrió en dirección a ellos, aparentemente para cerrarles el paso. Los cuatro esclavos armados tenían un aspecto bastante real de rodillas para arriba, pero sus patas se desvanecían hasta desaparecer o eran invisibles, aunque aquello no parecía afectar a su movilidad. Lillatu levantó su espada.

—Esperad —dijo Vladawen.

Los ojos arácnidos giraron bruscamente y se lanzaron corriendo hacia su derecha, blandiendo sus cimitarras en alto. Arremetieron contra una muralla de escudos tras los que se protegían unos guerreros humanos. Los metales chocaron entre sí.

—Bueno —dijo Lillatu—. Por ahora vamos bien.

El grupo continuó su sigilosa marcha, y los pobladores de los sueños los ignoraron para enfrentarse unos con otros, o sencillamente para cumplir con las rutinas que habían practicado en los días de gloria del eslareciano. Su indiferencia era un alivio, aunque Vladawen no podía evitar ponerse nervioso.

Finalmente Lillatu tomó la palabra.

—No suele ser tan fácil, al menos no para nosotros.

Un grupo de brillantes hombres descarnados y rojizos se escabulleron hacia un lado, permitiendo por primera vez a Vladawen avistar de cerca al dragón que ocupaba el centro de aquella locura. Estuvo a punto de echarse a reír.

—Puede que esta vez tampoco lo sea. Mirad.

Una enorme serpiente, con el cuerpo a franjas de color escarlata y negro, se había enroscado alrededor de la sierpe. Se había desencajado la mandíbula para engullir al dragón desde la cabeza, y algo en su aspecto apacible hizo recordar al elfo la escena de un bebé mamando el alimento de su madre.

—Arremetamos contra la serpiente —dijo Ópalo—. Quizá podamos matarla antes de que se levante para contraatacar.

—Me uno a esa idea —dijo Billuer desenvainando su espada larga.

—¡No! —gritó una voz.

Unas criaturas desnudas y sin pelo, del tamaño de un elfo y un humano, pero con los mismos colores en su piel que la enorme serpiente, se apartaron del cuerpo del dragón como moscas que abandonaran una presa.

O eso pareció durante un instante, pues un momento después Vladawen se vio a sí mismo cabalgando sobre un semental blanco recorriendo la fértil y virgen Termana. Había sorprendido a Chern, lo había matado y había prendido en llamas su prodigioso cadáver hasta las cenizas, empleando el poder de su estoque divino. Todo eso en un instante, y como resultado el Padre de las Plagas no tendría posibilidad de dejar su maldición sobre aquella tierra. Ciento cincuenta años más tarde, sus compañeros elfos aún se maravillaban de su triunfo, y aquello, tanto como su estatus de héroe entre ellos, era lo que les hacía aclamarlo a su paso y levantar a sus bebés para que el clérigo los bendijera.

Cabalgando junto a él, Avlana le dedicó una hermosa sonrisa.

—Te adoran —dijo—. Casi tanto como lo hago yo.

Aquellas palabras le hicieron sentir pena y dolor. Vladawen trató de reemplazarlos con rabia.

—Esto no es real.

—Claro que sí —dijo su esposa—. Salvaste a tu pueblo, las razas divinas salieron victoriosas en la guerra contra la simiente de los titanes, y una generación más tarde nuestro dios renació. Todo acabó felizmente hace ya mucho tiempo, y no debes permitir que ese dragón te haga pensar otra cosa. No creo que realmente quieras liberar a un demonio de su justo castigo.

El clérigo agitó la cabeza, negando la fantasía con la que ella lo envolvía.

—Debo hacerlo.

Ella dijo con desdén:

—¿Es que no hay error que no sea lo suficientemente ostensible para que no lo cometas? Los elfos de Termana están condenados. Nos envenenaste tan profundamente que nadie puede salvarnos ahora. No agraves tus crímenes liberando a un dragón eslareciano para que devaste el mundo. Limítate a tumbarte y descansar con el resto de nosotros.

Entonces algo pareció cambiar súbitamente en la muchedumbre que se agolpaba a los lados de la calzada. Al principio Vladawen no pudo distinguir qué era, y entonces se dio cuenta de que el blanco de los ojos de la gente se estaba tornando a negro. Los bebés se atrofiaban, morían y se marchitaban en las manos alzadas de sus padres, llenando el aire con un terrible olor a podredumbre. Los cánticos de alabanza dieron paso a gemidos de lamento.

Aquella escena desgarró los sentidos de Vladawen, que luchó por mantenerse sereno y liberarse de la ilusión. Se recordó a sí mismo que no estaba cabalgando sobre un corcel, ni tampoco asiendo sus riendas. Estaba en pie, con su ballesta en la mano. Se esforzó por sentir la realidad.

De repente pudo hacerlo, aunque no fue placentero. Unas manos le agarraban la garganta, asfixiándolo, y unos labios fríos y ásperos se retorcían contra los suyos. Disparó a ciegas, y la imagen de su alucinación explotó hasta desaparecer.

Un hombre serpiente calvo se tambaleó hacia atrás con el proyectil de Vladawen incrustado en su costado a rayas negras y granates. Otras criaturas similares acariciaban, besaban y estrangulaban a Lillatu, Ópalo y Billuer, que se sacudían, agitándose indefensos, evidentemente atrapados en sus propios trances. Jadeando, el elfo dejo caer su ballesta, agarró su estoque y vio que algo se le acercaba con el rabillo del ojo. Entonces saltó.

Los colmillos de la serpiente gigante chasquearon en el aire, justo en el espacio que Vladawen había ocupado un instante antes. El reptil aún tenía la cola enroscada alrededor de la garganta del dragón, pero se había desenroscado lo suficiente para enfrentarse a los intrusos que habían llegado para impedir que siguiera constriñendo a su presa.

Vladawen lanzó su estoque hacia el hocico de la criatura, que retiró su cabeza. Temiendo que si no liberaba a sus aliados a tiempo los hombres serpiente acabarían matándolos, el elfo cargó hacia Ópalo. Eligió tratar de liberarla a ella en primer lugar porque consideró que, empleando su poderosa magia ofensiva, ella podría ayudarlo mejor que nadie a salvar a los demás.

Uno de los hombres reptil siseó y agitó sus escamosas manos, obrando un conjuro. Vladawen se apartó de su maldición lo suficiente para lanzarle una estocada hacia el pecho. La enorme serpiente se abalanzó sobre su cabeza, y el elfo corrió en zigzag para esquivarla. La cabeza con forma de cuña descendió en picado, pero no logró acertarle.

La cara estrangulada de Ópalo se estaba tornando violeta, pero sus ojos brillaban de felicidad. Sin duda debía de estar soñando que Nindom estaba con vida. El hombre serpiente que la abrazaba dispuso el cuerpo de la maga a modo de escudo, colocándolo entre el suyo propio y el del elfo.

Consciente de que a su compañera se le acababa el tiempo, de que a todos se le acababa el tiempo, Vladawen decidió jugársela. Confiando en su destreza, embistió y logró acertar. La punta de su arma pasó junto al cuerpo de Ópalo para atravesar el pecho del hombre serpiente. La criatura cayó, arrastrando a la maga con ella. Una de sus manos liberó su garganta y Ópalo respiró profundamente.

Entonces una sombra se abalanzó sobre Vladawen. La cabeza de la serpiente se alzaba sobre su figura. Dio dos pasos, separándose de Ópalo, y entonces esquivó el golpe del reptil. El elfo lanzó una estocada y atravesó la piel que había bajo su ojo ambarino carente de párpado.

En aquella ocasión, la serpiente ignoró el dolor para proyectar un latigazo con la parte superior de su cuerpo, hasta rodear a su enemigo. Cogido por sorpresa, Vladawen se las arregló para lanzar otro ataque, pero entonces el cuerpo del reptil se enroscó, comprimiéndolo con fuerza.

Una bocanada de feroz aliento abrasó a la poderosa bestia. La criatura se estremeció, lanzando a Vladawen contra el suelo pero liberándolo al mismo tiempo. Con los ojos bañados en lágrimas y la cara amoratada, Ópalo lo miró.

—¿Estás bien? —jadeó la maga.

—Sí. Ayuda a Billuer. —Vladawen corrió en pos del hombre serpiente que asfixiaba a Lillatu, y que la tenía colocada con la espalda contra el suelo. El elfo atravesó de una estocada el vientre de la criatura, que se derrumbó entonces sobre el cuerpo de la asesina.

Otro hombre serpiente más se abalanzó hacia Vladawen, que lo tumbó con una nueva estocada, esta vez al corazón. Con medio cuerpo carbonizado y cubierto de ampollas, la serpiente gigante se lanzó para embestirlo. El elfo se preparó para esquivar el golpe y devolvérselo, pero entonces unas garras engancharon a la criatura por el cuello; era el dragón, que un instante después engulló con sus fauces el cuerpo de la serpiente. Aparentemente, en su esfuerzo y su agonía, la serpiente aflojó su presa lo suficiente para que la sierpe se liberase.

El dragón cerró como un cepo sus terribles mandíbulas. La serpiente se retorció, y entonces su cabeza cortada cayó al suelo. Los sirvientes de la criatura, si es que era eso lo que eran, chillaron, sisearon y se desmoronaron.

Con el cuerpo de su otrora parásito aún enganchado en sus colmillos, el dragón eslareciano lanzó una siniestra mirada al campo de batalla. Ahora que lo observaba erguido, Vladawen descubrió ciertos rasgos de rostro humanoide en aquellas curvas de cabeza reptiliana. De repente se desvaneció, y todos los hirvientes productos de sus sueños se esfumaron con él, dejando tras de sí un silencio tan discordante y sorprendente como una bofetada en la cara.

Vladawen miró a su alrededor, comprobando el estado de sus compañeros. Lillatu estaba de pie, con la espada ensangrentada, pero Billuer estaba derrumbado en el suelo, próximo a un nombre reptil que se arrastraba débil y sin rumbo, como un gusano a medio aplastar. El elfo se arrodilló junto a su aliado.

—¿Te encuentras bien?

El clérigo humano pestañeó.

—Cuando era un niño pequeño —dijo casi sin aliento— tenía a una cabrita de mascota...

Vladawen lo agarró por los brazos, sacudiéndolo.

—¡Reacciona! ¡Debes devolvernos a nuestros cuerpos sin esperar más!

Billuer tensó su gesto.

—Entiendo. Agrupaos todos.

39

Para alivio de Vladawen, el mundo astral se desvaneció. Su limitada experiencia le había enseñado que los viajes astrales a menudo eran así. Aunque el alma debía buscar poco a poco su camino para abandonar el cuerpo, el cordón de plata podía traerla de vuelta con una velocidad extraordinaria. Sin embargo, no había estado seguro de que la magia de Hollowfaust fuera a funcionar del mismo modo que el conjuro élfico con el que estaba familiarizado.

Su consciencia se deslizó hasta su cuerpo con una sacudida, como si despertara después de haber estado soñando caer. Durante un instante, sintió que sus extremidades le pesaban tanto como si fueran de plomo, pero la sensación no tardó en desvanecerse. Escuchó el grito de un hombre, y se dio cuenta de que veía el mundo borroso, así que parpadeó para enfocar la vista.

El dragón durmiente había dejado de reposar. Su cuerno cristalino refulgía sobre su hocico, agarraba a Penlin con una de sus patas delanteras cubiertas de garras, y agitaba la cabeza para tratar de morder a Chave. Kolvas sacudía las manos describiendo unos pases místicos.

—¡Detente! —Vladawen avanzó hacia el eslareciano con el estoque de plata en alto.

La sierpe lo observó y entonces se preparó para saltar, en una acción que probablemente haría trizas y pulpa al joven que aferraba con sus garras.

—¡Tranquilízate! —dijo el clérigo. Empuñaba la espada en alto, como para llamar la atención del dragón entre el resto de sus compañeros—. Mis amigos y yo no queremos hacerte daño. Te hemos salvado. ¿No lo recuerdas?

La criatura eslareciana dudó.

—La serpiente. —Su voz era un estruendo sibilante.

—Exacto. Ese ser, y sus acólitos, eran la personificación de la maldición que el mago blanco había obrado para atraparte. Te mantenían en trance mientras drenaban lentamente tu vida.

—Sí. —El dragón desplegó cuidadosamente sus alas, como si las tuviera entumecidas y doloridas por la inactividad—. ¿Por qué me habéis rescatado si no me pertenecéis? ¿Por qué traicionáis a vuestro propio pueblo? ¿Creéis que os recompensaré?

Lilly salió al frente.

—No hemos traicionado a nadie.

La sierpe resopló.

—Mentirosa. Como eslareciano que soy puedo ver la falsedad habitando en vuestros corazones.

La asesina frunció el ceño.

—Bueno, no traicionamos al mago blanco ni a sus aliados. En realidad nunca hemos llegado a conocerlos. Imagino que el mago esperó que el encantamiento de Erias te atara el suficiente tiempo para que sus guerreros te cortaran en pedazos, pero te las arreglaste para esconderte de ellos antes de caer completamente dormida, y entonces... bueno, todos los que habitaban este lugar, y también todos los que lo atacaron, partieron hace ya mucho tiempo.

El dragón de piel bruñida, que colgaba en forma de dobleces de su escuálida figura, dudó. Vladawen sospechaba que debía estar usando sus orejas, su hocico y otros sentidos más extraordinarios para comprobar que las catacumbas efectivamente estaban deshabitadas. Finalmente preguntó:

—¿Hace cuánto?

—Doscientos años —dijo Vladawen.

—¡Mentiroso! —La enorme criatura flexionó sus patas, y el estigio al que aprisionaba aulló.

Vladawen agitó su estoque.

—No saltes, o lamentarás haberlo hecho. Si de verás puedes leer mis pensamientos, verás que estoy diciendo la verdad. Han pasado ya dos siglos. Es por eso que estás tan débil.

—Tengo fuerza suficiente para masacraros a todos —bufó el dragón, que entonces se mantuvo callado por un instante—. Pero lo cierto es que tengo hambre, y sed.

—Tenemos raciones y agua que podemos compartir contigo.

—¡Necesito carne caliente y sangre para reponerme!

—Suponiendo que podamos llegar a un acuerdo, mis camaradas y yo podemos conseguirte un caballo.

—¿Carne esclava? ¡Nah! Ya tengo mi presa. —El dragón bajó su cabeza, y Penlin chilló.

Vladawen arremetió contra el dragón y colocó su estoque ante de los ojos de la sierpe.

—Déjalo ir.

La criatura eslareciana lo miró fijamente.

—Quieres algo de mí, elfo. De no ser así, ¿por qué socorrer a alguien que es el azote de todas las llamadas razas divinas? ¿Te arriesgarías a enfurecerme por el bien de un único y efímero humano?

—No temo tu ira —mintió Vladawen—. Lo haría si llegas a recobrar tu fuerza, pero en las condiciones tan deplorables en que ahora te encuentras, no podrás resistir ante tanta oposición. El siguiente es el único trato que tengo intención de proponerte: haz lo que te pido, vive y marcha libre, o desafíame y cae en el sueño del que nunca nadie despierta.

El dragón mantuvo la vista fija, y el elfo trató de conservar la dureza de su mirada tanto como pudo, resistiéndose a una fuerza hipnótica que trataba de cercenar su voluntad. Finalmente, el reptil alzó su pata y Penlin se arrastró dolorosamente desde debajo.

—¿Qué quieres? —preguntó el eslareciano.

Vladawen hizo un gesto y Ópalo trajo a la musa. Sólo ahora, observando el rostro en tensión de la maga, se dio cuenta de lo pesada que era la estatua, al menos para la fuerza de una persona común. El elfo extendió su mano y la liberó de la carga.

—Según creemos —dijo—, este oráculo no está terminado. Despiértalo y ordénale que me sirva.

El dragón mostró sus colmillos.

—Ése es un tesoro que sólo merecen los más grandes reyes. Una joya que no tiene precio.

—El precio es tu vida —dijo Lillatu—. Y hablando de joyas, si no cooperas acabaremos contigo y te cortaremos ese carámbano que llevas en el hocico. Será nuestra recompensa alternativa. Sea como sea, pondremos fin a todo esto con algo a cambio de nuestras molestias.

—Tengo mucha hambre —dijo hoscamente el dragón—. No estoy seguro de poseer el poder suficiente para dotar a la musa de vida.

—Que alguien consiga a nuestra amiga un pedazo de carne de caballo —dijo Lillatu. Un estigio se deslizó entonces a toda prisa fuera de la cámara, feliz por poner distancia entre el colosal reptil y él mismo.

Kolvas se aproximó a Vladawen.

—Sé que se supone que debíamos mantener controlado al dragón —dijo en voz baja, pero sin perder su tono carraspeante—. Pero se despertó en apenas un instante, lanzando a Mors de un golpetazo al otro lado de la cámara.

—No te preocupes ahora por eso —dijo el elfo—. La hemos convencido para que colabore, y eso es todo lo que importa.

—Es posible que eso sea todo lo que te importe hoy —interrumpió el dragón—. Pero pronto volveré a ser un príncipe entre mi gente, y entonces me acordaré de los insectos que se atrevieron a amenazarme.

—Después de haberte rescatado —se apresuró a decir Lillatu—. Aunque supongo que esa parte no importa demasiado.

—¿Crees que estoy en deuda contigo, humana? Un maestro nunca puede deber nada a un vasallo.

—Creo —dijo Vladawen— que cuando salgas al exterior te darás cuenta de que esa arrogancia te va a servir de poco. Tu pueblo perdió la guerra y despareció de la faz de Scarn, tanto las sierpes como los eslarecianos comunes. No sé si todos perecieron en la batalla o si alguna extraña maldición los arrasó, pero de cualquier forma, han desaparecido todos. Lo mismo que los titanes, que también fueron derrotados. Hoy día los dioses ejercen su dominio.

La sierpe mantuvo la vista fija durante unos momentos, y entonces se carcajeó.

—¿Y se supone que todas esas noticias deben intimidarme? ¿Por qué piensas que nunca un dragón eslareciano conquistó el mundo? Sólo porque rivalizábamos entre nosotros por la supremacía, y también porque dioses y titanes conspiraron contra los de nuestra clase. Date cuenta de que lo que estás diciéndome es que muchos de mis más importantes enemigos no volverán a molestarme jamás.

Billuer frunció el ceño. Vladawen dedujo que, tras haber compartido sus pensamientos y aprendido el alcance de sus poderes, el clérigo humano podría imaginarse perfectamente a aquel behemoth reinando como un tirano. De hecho, él mismo era capaz de imaginarlo, aunque sabía que no hubiera dudado en despertar a una veintena de dragones eslarecianos si eso servía para resucitar a su dios.

El estigio que había salido de la cámara regresó con una tajada de carne ensangrentada, que acercó cuidadosamente hasta el dragón. Las rodillas se le doblaron cuando se dispuso a colocarla en el suelo, pero el reptil se la arrancó de las manos. Los colmillos le rechinaron al engullir el bocado.

—Más —dijo.

—Luego —contestó Vladawen.

El eslareciano bufó.

—Está bien. Si quieres que esa musa sea tu talismán, álzala con tus manos.

El elfo siguió las instrucciones del dragón.

El dragón resopló sibilantes palabras de poder que el propio Vladawen, con toda su erudición, nunca antes había escuchado. Aquellas frases debilitaron la verdosa luz de los candiles, hicieron que las tinieblas se retorcieran y estremecieran, y congelaron el aire. Todo eso al tiempo que removían informes terrores y crueles fantasías en lo más hondo de la mente del clérigo. Esas palabras eran expresión de la magia más maligna; el elfo entendía que aunque aquel artefacto pudiera parecer una herramienta poderosa pero inofensiva, en realidad había ordenado a la sierpe crear un instrumento del mal. Se dijo a sí mismo que tampoco debía preocuparse por eso.

Entonces sintió como la fuerza se apoderaba de su brazo, se escapaba de su carne y atravesaba la fría y tallada piedra. Las rodillas le temblaron y dejó caer a la musa, que se estampó contra el suelo. El dragón embistió, con las fauces abiertas de par en par listas para engullirlo.

Lillatu se interpuso entre ambos y ondeó su espada, acuchillando al reptil en la mullida encía que sostenía los colmillos de su mandíbula inferior. La criatura retrocedió, y al mismo tiempo su cuerno empezó a brillar creando un efecto místico.

Vladawen trató de recuperar fuerzas y colocarse junto a Lillatu, pero sus extremidades débiles y entumecidas se mostraron incapaces de acometer esa tarea. El dragón lo embistió y a punto estuvo de pisotearlo. La asesina se hizo a un lado y le lanzó un tajo en el lateral de la cabeza, pero según Vladawen pudo percibir desde su posición nada ventajosa, no logró acertar. Los estigios atacaban a la sierpe con idénticos resultados. Kolvas y Ópalo dibujaban símbolos en el aire, esta última recitando también palabras de poder, pero ningún tipo de fuerza arcana crepitó o chisporroteó en respuesta. Bien podían ser niños jugando a ser magos. Evidentemente el eslareciano había anulado la práctica de cualquier magia en la zona próxima a él.

El dragón giró, y el barrer de su cola y el batir de sus alas dejaron a Lillatu y los guardias tambaleándose. Un resplandeciente rayo de luz destelló desde la frente de la criatura y golpeó a Lillatu; presumiblemente debía tratarse de alguna clase de manifestación de los enigmáticos poderes mentales de su raza. Lillatu se derrumbó, con su ropaje de paño frío humeante. El eslareciano cargó entonces contra ella. Vladawen, que aún yacía tumbado bajo el cuerpo del reptil, reunió la fuerza suficiente para clavarle su estoque en el vientre.

El eslareciano bramó y frenó la embestida con la que pretendía estampar a Lillatu contra el suelo. Vladawen giró sobre sí mismo para evitar que las garras de las patas del dragón lo destrozaran al pisarlo. Cuando quedó libre se puso en pie, tambaleándose por un instante cuando el vértigo le hizo sentir cómo el suelo se movía bajo sus pies.

¡Estaba demasiado débil! Trató de decirse a sí mismo que no importaba. A fin de cuentas, todo combate debía basarse en la destreza, no en la fuerza bruta.

Quizá el mago blanco también hubiera pensado algo similar.

Con un hilo de sangre oscura goteando del corte que tenía en la boca, y otro semejante de la herida en su vientre, el eslareciano giró para encarar a Vladawen. El elfo se lanzó para atacarlo, pero entonces descubrió lo que la criatura tramaba. Retrocedió a tiempo para evitar una cuchillada de sus afiladas garras, cada una tan larga como una espada.

El dragón continuó inmediatamente su ataque con una descarga de su centelleante aliento. El estoque divino tembló en las manos de Vladawen. El elfo era consciente de que, a diferencia de la hoja que empuñaba Lillatu, su arma aún conservaba sus encantamientos a pesar de los esfuerzos de la sierpe. Bueno, al menos era algo.

No obstante, no iba a ser suficiente si antes no era capaz de abrirse paso entre las fauces y las garras de la criatura para poder arremeter contra su cuerpo. Eso sin contar con que, además, debía acertarle en uno de sus puntos débiles. La cabeza del dragón era demasiado huesuda como para que tratara de lanzarle una estocada en la cara con posibilidades de ensartarla. Así que Vladawen decidió hacerse a un lado, buscando un hueco por el que colarse. Entretanto, sus camaradas lanzaban tajos y estocadas al reptil. Incluso los desarmados magos habían dejado de intentar obrar conjuros para lanzarle puñaladas. Quizá alguno lograría atravesar las escamas del eslareciano, pero de hacerlo, el daño que podrían causarle sería probablemente intrascendente.

El dragón estiró una de sus alas y lanzó a Chave contra el suelo.

Las garras de la criatura relucían al desgarrar armadura, protecciones y carne. Los rasgos normalmente rubicundos del Billuer se tornaron de repente tan pálidos como la ceniza. El de Hollowfaust dejó caer su espada y cayó de rodillas, agarrándose el pecho. De entre sus dedos empezó a brotar sangre.

Un destello pálido resplandeció en medio de los ojos del eslareciano. Mientras esquivaba el ataque, Vladawen sintió el increíble calor de aquella embestida. El elfo se dio cuenta de que no había vuelto a ver a Lillatu después de que un ataque semejante al que él acababa de sortear la acertara de pleno. Ni siquiera sabía si estaba viva o muerta.

Tampoco podía apartar su atención de su adversario para tratar de comprobarlo. En ese momento vio una oportunidad y arremetió contra él.

Una pata delantera gigantesca se alzó para atizarlo. Él corrió aún con más velocidad, y logró ponerse a salvo cuando las garras chocaron contra el suelo. Entonces lanzó su estoque hacía el lugar que, en el cuerpo de un elfo, hubiera sido la axila, intentando ejecutar uno de los ataques teóricamente fatales que le había mostrado Lillatu.

El dragón se quedó inmóvil, y Vladawen se atrevió a esperar haber acertado de pleno con aquel golpe. Entonces su descomunal enemigo se giró, y el cuerpo lo pulverizó como un enorme martillo. Se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas. Trató de levantarse, pero fue incapaz. Aturdido se dio cuenta de que casi se había quedado sin sentido, o que quizá era posible que hubiera consumido la poca fortaleza que la treta inicial de la sierpe le había dejado.

Supuso que eso significaba que iba a morir, pero le alivió ver que el eslareciano no se lanzó directamente tras él. Aquella criatura también había sido herida de gravedad, y debía recuperarse. Aun así, dando bandazos, avanzaba hacia donde él yacía. No tardaría mucho en lanzar su ataque.

De pronto Lillatu apareció y se agachó a su lado. Vio la espada en su mano enrojecida y cubierta de ampollas, y de repente tuvo una idea. Trató de contársela, pero no tenía fuerzas suficientes ni para susurrar. Entonces empezó a hacerle una serie de señales que casi eran espasmos, luchando por comunicarle su pensamiento entre jadeos.

Finalmente funcionó. Lillatu se colocó frente a él, ocultándolo por un instante de la vista del eslareciano. Lo levantó hasta ponerlo en pie y luego corrió a apartarse, como dos guerreros que buscaran separarse esperando evitar que un gigante o un lanzador de conjuros pudiera alcanzarlos a los dos al mismo tiempo.

Vladawen luchó por levantar su arma y colocarse en una posición de ataque. Era importante que aún pareciera suponer una amenaza para su adversario. Y evidentemente así fue, ya que el dragón ignoró al resto de sus enemigos para cargar contra aquel que le había causado mayor daño. Enfurecido y apresurado, no se percató de que el elfo había dejado de apuntarle con su estoque de plata. En el instante en que Lillatu se había interpuesto entre la criatura y Vladawen, ambos habían intercambiado sus hojas.

La asesina, que a pesar de todas sus quemaduras aún tenía energía suficiente para combatir, se abalanzó sobre el eslareciano mientras éste corría hacia Vladawen. Su estocada sólo encontró aire; justo en ese instante la sierpe había acelerado su paso. Ya se había movido antes con mucha velocidad, pero no había sido nada comparado con la aceleración que mantenía ahora. Claramente estaba haciendo uso de sus poderes psíquicos para incrementar su velocidad natural. Quería asegurarse por todos los medios de que Vladawen no esquivara su ataque, y al hacerlo, había impedido sin duda que Lillatu pudiera acertarlo.

Aun sabiendo que no iba a servirle de nada, el elfo trató de zafarse de la embestida. El dragón se abalanzó sobre él y lo aplastó en pleno vuelo. El elfo se estampó contra el suelo.

El eslareciano volvió a lanzarse tras él, pero entonces se tambaleó. Sus alas se agitaron como las velas de un gran galeón arrapado en una tormenta. Chillaba como una veintena de muchachas angustiadas al unísono, y entonces se derrumbó de costada, aplastando una de sus alas bajo su propio peso. El suelo tembló con el impacto y Vladawen se percató de que, como experta asesina que era, Lillatu había dado en el blanco.

—Hemos matado a un dragón —dijo Penlin. Parecía como si él tampoco acabara de creerlo.

40

Los miembros del grupo que aún podían mantenerse en pie arrastraron a sus compañeros más gravemente heridos hasta el exterior de la zona en que no podía ser obrada ninguna clase de magia. Allí, Billuer, que parecía no desfallecer sólo por pura determinación, se curó los cortes que tenía abiertos en el pecho empleando sus poderes divinos. Aquello lo restableció lo suficiente como para empezar a atender a sus camaradas, y en ese proceso Vladawen disfrutó como los demás de los beneficios del toque de su compañero clérigo. El elfo aún se sentía completamente magullado, pero recobró la energía suficiente para poder sentarse y mirar a su alrededor.

—Alabado sea el dios —dijo—. Todo el mundo ha sobrevivido.

—No gracias al eslareciano —dijo Lillatu—. ¡Espero que arda en el Pozo para siempre! —Aunque Billuer ya había lanzado sobre ella un conjuro sanador, la asesina aún tenía su afilado rostro cubierto de ampollas blanquecinas—. Íbamos a cumplir nuestra promesa y dejarlo ir. ¿Por qué no pudo limitarse a concedernos lo que le habíamos pedido?

—Por orgullo. No nos creía mejores que unas alimañas, y en consecuencia, no podía permitir que le diéramos órdenes.

—O puede que tuviera tanta hambre que no pudiera resistir comernos —dijo Kolvas—. Quizá debimos haberle dado otro pedazo de carne de caballo.

—De cualquier forma —dijo Billuer—, me alegra que acabáramos con esa criatura inmunda. Creo que esa era la voluntad de Nemorga.

—¡Y qué importa Nemorga! —bufó Ópalo—. Han muerto miles de personas, y todo para nada. Al final, ¡hemos fracasado! ¡El Que Permanece no se alzará nunca!

—En realidad, amiga mía, creo que sí podrá hacerlo —dijo Vladawen.

Lillatu entrecerró sus ojos.

—Explícate.

—El dragón quiso sorprendernos con un ataque relámpago. Su plan era matarme de una descarga y, mientras todos los demás os quedarais boquiabiertos contemplando mi cadáver, lanzarse entonces sobre el resto de vosotros. Creo que, a efectos de su plan, verdaderamente obró el conjuro que despierta a una musa. Los eslarecianos daban vida a esas esculturas robando la energía vital de esclavos o cautivos.

—Pero no moriste —continuó la asesina— porque tienes energía de sobre para compartir. Sin embargo, aun así es posible que la cabeza haya despertado y esté a la espera de que alguien le formule alguna pregunta.

—Así es —dijo Vladawen—. Y sólo hay una forma de averiguarlo. ¿No está ahí? —Con un gesto de dolor, estremeciéndose por lo maltrecho que estaba, el elfo se puso en pie.

Entonces, hasta el más quemado y ensangrentado de sus camaradas cojeó tras sus pasos. Todos se colocaron a su alrededor mientras, resoplando por el esfuerzo, levantó a la musa del suelo. El grupo enteró compartió la sorpresa de Vladawen al contemplar el rostro de la talla.

Los rasgos sin definir que había poseído se habían afilado y pulido hasta convertirse claramente en el semblante de un elfo. Y no era un elfo cualquiera. Vladawen sostenía entre sus pálidas y larguiruchas manos su propio rostro demacrado y ojeroso.

Kolvas gruñó, casi aparentemente decepcionado.

—¿Significa eso que la talla es ahora tu sirviente? ¿Sólo hablará contigo?

—Según cuentan las historias —dijo Vladawen—, debería responder a cualquier miembro de mi raza, pero sólo una pregunta por día.

—Interesante —carraspeó el mago de sombra.

—Se me ocurre —continuó Vladawen— que puede ser beneficioso que este oráculo en particular no estuviera vivo aún cuando El Que Permanece perdió la vida. Por lógica, eso quiere decir que nunca ha podido caer víctima del influjo que hizo borrar de la memoria de todos, incluso de la propia Gran Esfinge, el nombre del dios. Sus facultades...

—¡Por las verrugas purulentas de Chern! —explotó Lillatu—. ¡Háblale a ella, no a nosotros! ¿Por qué te pones a cotorrear ahora?

Durante un momento, ni el propio Vladawen supo qué responder, y entonces acabó diciendo:

—Porque estoy nervioso. Si le hago la pregunta y no me contesta, entonces verdaderamente nuestra misión habrá fracasado. Pero tienes razón, ya basta de retrasos. —El elfo bajó la vista entonces hasta el artefacto que mantenía en sus manos, como si la sola fuerza de voluntad pudiera hacerlo hablar. Por fin se pronunció—. Dime... —Entonces tuvo que parar para tragar saliva; tenía la garganta completamente seca—. Dime el verdadero nombre de El Que Permanece, patrón de los elfos de Termana y ahora también de Wexland, aquel que murió hace ciento cincuenta años en los Riscos de la Promesa.

La musa abrió los ojos. Excepto por los iris color plata, eran completamente negros, como los de Vladawen. La talla sonrió con una mueca ladina que, por un momento, al elfo le recordó a Hareel.

—Esa pregunta es fácil —dijo—. Su nombre es Jandaveos.

Y Vladawen supo al instante que verdaderamente era así. Aquel nombre le era familiar, casi podía decir que formaba parte de él tanto como el suyo propio.

Sus compañeros comprendieron por su expresión que estaba seguro de que la estatua había dicho la verdad. Los estigios gritaron. Kolvas le dio un golpecito en un hombro y Lillatu, olvidando su aversión por las muestras de afecto públicas, le acarició el otro. El propio Vladawen lloró y rió al mismo tiempo como un estúpido.

41

Las nubes se agolpaban, los rayos estallaban y las gotas de lluvia golpeteaban sobre los tejados de los edificios en ruinas, y Vladawen aún no había dado comienzo a su ritual. La simple intención de practicarlo había puesto fin a la perpetua sequedad del desierto. Lilly esperaba que, cuando verdaderamente comenzase a tejer magia, aquel tiempo húmedo se acabaría convirtiendo en una auténtica tempestad, al menos una parecida a la que estalló sobre el castillo de Gasslander durante la noche en la que El Que Permanece, ahora Jandaveos, había hecho su anterior intento por romper las ataduras de la muerte.

Ahora había encontrado al elfo sentado en el patio, con las piernas cruzadas, con la cara levantada mirando el oscuro y turbulento cielo. Obviamente estaba meditando, y ella dudó si dirigirse a la salida para no molestarlo.

Él giró la cabeza.

—¿Va todo bien?

—Sí. Los estigios e Issa están desvalijando el tesoro del dragón. Es probable que Kolvas y Ópalo lo estén haciendo también. Billuer se limita a mirar y fruncir el ceño. Algo lo tiene disgustado, pero confió en que no sea nada serio.

—Seguro que no lo es. —Vladawen se puso en pie con agilidad, prueba de que estaba recuperando a pasos agigantados su prodigiosa fuerza, y se acercó a la asesina—. Cree que debería esperar hasta que regresemos a Hollowfaust para celebrar el ritual, para que sus compañeros de la corporación puedan presenciarlo. Estaría dispuesto a hacerlo así, pero no quiero esperar a que la fuerza espiritual que hemos reunido en Darakeene se disipe.

—Considerando lo que está ocurriendo con el tiempo, supongo que será una pregunta estúpida pero, ¿crees que podrás reunir el poder suficiente?

Vladawen sonrió.

—Oh, por supuesto. En este mismo instante puedo sentir cómo todos los elementos que forman parte de nuestro plan ansían fundirse. El dios se alzará.

—De modo que, en contra de todas las expectativas medianamente cuerdas, al fin ganamos. —Aquello la hizo sentirse satisfecha y nostálgica al mismo tiempo—. Los elfos de Termana volverán a prosperar. Y tú serás su sumo sacerdote, y también el de Wexland.

Vladawen pareció dudar por un momento.

—Supongo que así será. Si todos me aceptan.

—¿Y cómo podrían no hacerlo? Lo que es más, ¿cómo podrías dejar de ganarte el favor de Jandaveos, aún más de lo que lo tenías antes, después de lo que vas a hacer por él?

—Imagino que tienes razón. De todas formas, ¿cómo es que insistes en esa posibilidad?

Una gota de lluvia descarriada se dejó caer sobre la mejilla de Lilly. Esperando que Vladawen no la hubiera confundido con una lágrima, se la limpió.

—Cuando la maldición de Belsamez aún nublaba nuestras emociones, tú... aventuraste que cuando nos librásemos de ella, podríamos descubrir cuáles eran los verdaderos sentimientos que teníamos el uno por el otro. Ahora que he podido considerarlo, quiero que sepas que no deseo que te sientas obligado a mantener nuestra unión. Está claro que no estamos hechos el uno para el otro.

—¿Y qué es lo que te ha llevado a esa conclusión?

—Pues, tú eres una... figura sagrada, y yo una asesina a sueldo.

—Antes lo eras, como Ópalo bien se deleita en recordarme. Pero yo mismo he cometido también mi parte de actos infames.

—Pero siempre para servir a un propósito mayor. ¿Qué pensarían tus compañeros elfos y los dignatarios si te vieran casado con una escoria como yo?

—Recuerda que en Wexland tú también eres una dignataria. Y aunque no lo fueras, después de todos los peligros a los que me he enfrentado, ¿debería acobardarme por temor a lo que unos estúpidos pudieran murmurar a mis espaldas?

—No lo sé, pero reconozco que comparados con tu raza, los humanos podemos parecer tan "efímeros" como dijo el dragón. ¿Qué pensarías al verme envejecer con la edad y que tú no lo hicieras?

—Quizá podríamos intentarlo con un filtro de juventud. Lillatu, no juegues conmigo. Soy consciente de que tu corazón no alberga ya ninguna ternura hacia mí, y de que jamás podrás perdonarme por haberte abandonado cuando aquel gólem drendali te envenenó, así que puedes decirlo claramente.

—No es nada de eso. Ya te he perdonado. Desde el principio, te seguí sabiendo que podría dar mi vida si era necesario para salvar a tu gente. Tú mismo hubieras ofrecido la tuya sin dudarlo.

—¿Entonces sencillamente es que ya no sientes afecto por mí?

Lillatu bajó la mirada.

—En realidad, creo que sí lo siento, y eso es lo que me asusta. Puede que porque ya haya perdido práctica.

El elfo le levantó la cara con un cariñoso golpecillo en la barbilla.

—Creo que yo también siento lo mismo por ti. Incluso esta misma noche, cuando todos mis pensamientos deberían estar puestos en la idea de completar mi tarea sagrada, me he descubierto preguntándome cómo serían las cosas si acabáramos estando juntos. Te hago una proposición: quédate conmigo todo el invierno. Después, si las cosas no funcionan, siempre podrás acuchillarme mientras duermo.

Lillatu sonrió.

—Ahí tienes razón. Siempre podré recurrir a mis habilidades.

Vladawen la besó.

42

Ópalo observó que, tal y como había prometido Vladawen, el ritual no era complicado en el sentido de que requiriera elaborados preparativos, material exótico o una banda de acólitos, sin embargo sí era tedioso de practicar. Dispuesto en el interior del pentáculo dibujado con tiza en el centro de una amplia estancia libre de mobiliario, el elfo no cesaba de entonar sus cánticos, al tiempo que los rayos seguían sonando y la lluvia continuaba repiqueteando sobre la techumbre.

Billuer y Lilly miraban fascinados. Ópalo suponía que ella debía estar haciendo lo mismo, pues aquella celebración era también la culminación de todos sus esfuerzos. La resurrección de su deidad. La liberación de Nindom y de todos los demás inquietos muertos de Wexland.

Se sentía intranquila, y buscando no molestar a nadie se volvió hacia la puerta, para darse cuenta en ese momento de que Kolvas no estaba ya junto a ella. Quizá el mago de sombra se habría puesto nervioso también; lo cierto es que se había deslizado de su lado.

La maga abandonó la habitación y, aburrida, se puso a deambular por la zona en que se apilaba el equipamiento de los miembros de la expedición. Acabó cogiendo uno de los candiles. Había decidido bajar las escaleras e ir a visitar a los estigios. Quizá habrían acabado ya de serrar el cuerno del dragón para separarlo del cráneo de la criatura. Ópalo no tenía intención de reclamar su parte del botín, ni mucho menos aquel tesoro. Era demasiado ostentoso para alguien como ella. Pero, aun así, sería interesante inspeccionarlo. Quizá aquello la distraería y le calmaría un poco los nervios.

Ahora que los sueños de la sierpe no la encantaban, las catacumbas estaban en completo silencio. No fue hasta que alcanzó la cámara heptagonal cuando pudo oír la voz grave de Mors gastando bromas obscenas a uno de sus compañeros. Parecía feliz, ¿y por qué no estarlo? La misión se había cobrado un número espantoso de víctimas mortales entre los estigios, pero los supervivientes serían muy ricos, aun después de que los miembros de la corporación reclamaran para sí una parte importante de los saqueos.

En ese momento, las bromas y las risas dieron paso a un grito de alarma, y éste a su vez a unos alaridos. Ópalo echó a correr.

Para cuando hubo alcanzado la cámara habitada por los eslarecianos, los chillidos estaban desvaneciéndose. Al llegara la estancia aún pudo ver el cuerno arrancado, brillando con su propio resplandor interior, y dispuesto sobre un trapo junto al hocico de la criatura. En cambio, ninguno de sus aliados estaba ya en la estancia, y sólo el brillo verdoso de un candil iluminaba una de las salidas. Unas oscuras sombras acechaban y embestían en medio de la penumbra. Ella se lanzó hacia aquel pasillo, y entonces se detuvo, tambaleándose.

Issa, Mors, Penlin, Chave y el resto de los estigios yacían repartidos, despedazados e inmóviles, sobre las sacas en las que habían reunido el botín. Jadeando, con una clava de guerra formada por sombras en una mano y en la otra el brazo seccionado de un estigio, Kolvas estaba en pie junto a los cadáveres de sus compañeros. Junto a él había un acechador del Ukrudan, con sus horrendas fauces y sus enormes manos de cuatro dedos completamente ensangrentadas. Por un instante, Ópalo supuso que el troll de arena amenazaba también la vida del mago de sombra, pero entonces fue consciente de que no era así. Aquella criatura no hacía ningún movimiento para tratar de atacar a Kolvas, y él tampoco hacía ningún esfuerzo por protegerse de ella. Era evidente que el acechador estaba bajo su mando.

El mago de sombra y la bestia estaban a unos pasos de distancia. Ópalo supuso que tendría tiempo de lanzar un conjuro antes que alguno de ellos llegara a alcanzarla. Levantó la mano.

Kolvas vio a la maga en el borde de su campo de visión y se giró bruscamente.

—¡Espera! —graznó. Dejó caer su arma mágica, que se disolvió en un mar de tinieblas antes de tocar el suelo—. Esto no es lo que parece.

—Pues parece que controles a ese acechador —dijo Ópalo—. Y recuerdo que antes mataba a nuestros camaradas.

—Oh. —El mago se aclaró la garganta. Cuando volvió a hablar, casi toda su ronquera había desaparecido—. ¿De verás parece eso? Por favor, no te apresures a vengarlos hasta que no oigas lo que tengo que decirte. Hasta estar segura de que es verdaderamente lo que quieres hacer.

—Lilly estaba en lo cierto. Disfrazabas tu voz para que no te reconociera.

—Así es. Yo fui quien la enseñó cómo escapar de la prisión de Sendrian, y entonces me uní a esta expedición para ayudaros a ti, a ella y a Vladawen a averiguar el nombre de vuestro dios. Lo hice porque mi maestro me indicó que si creíais encontraros conmigo por casualidad, y si me salvabais de una muerte atroz, entonces no estaríais inclinados a sospechar de mí. Admito que el plan me hizo ponerme nervioso. No suelo a practicar magia que tenga que ver con convocar y controlar a bestias como esta —dijo contemplando al acechador—. Pero mi mentor me dio un talismán que me ayudó a cumplir sus órdenes.

—¿Quién eres en realidad? Y si te uniste a nosotros para ayudarnos a tener éxito en nuestra misión, ¿cómo es que ahora acabas con nuestros camaradas?

—Kolvas es mi verdadero nombre, y como has podido comprobar, también es cierto que soy un mago de sombra. Nací en Mithril, junto a las aguas del Mar Sangriento. Mis padres eran pobres, y robaban para tener algo de pan que traerme a la boca. Por ese crimen, un rico personaje de la ciudad los condenó a muerte y me relegó a una solitaria vida de hambruna constante en las calles. Gracias a todo aquello pude aprender cuánto mejor es ser un señor que un miembro del pueblo raso, y también, cómo alimentar el rencor. Reuniendo ambos sentimientos, decidí que lo mejor sería convertirme en un noble de Mithril, para así castigar al tipo que había matado a mi familia. Aquello —continuó diciendo aquel hombre menudo ataviado con ropa desgastada— debería haberse quedado en un sueño vano, que me hubiera rondado en la cabeza toda mi vida. Tengo talento, pero no soy un gran líder. Nunca hubiera podido llegar a conquistar una ciudad tan poderosa. Sin embargo, los dioses me sonrieron y me guiaron hasta alguien que sí era capaz de hacerlo. Una persona que odia y codicia Mithril tanto como yo lo hago, y que me enseñó sus secretos con la promesa de que, si le servía bien, ocuparía un lugar a su derecha cuando reclamara su trono.

Como habitante de la frontera occidental de Ghelspad, Ópalo apenas había oído hablar de Mithril, que estaba en la costa este del continente.

—¿Y esa ambición tiene relación con Lord Vladawen y El Que Permanece?

—Sí. El elfo debe obtener el éxito, pero hasta cierto punto. Debe resucitar a Jandaveos, pues él es el único que puede hacerlo. No obstante, llegado ese momento, yo tendré que tergiversar la magia. Al final, el dios resucitará, pero no será exactamente la misma entidad que antaño.

—¿Regresará en forma maligna? —preguntó la maga.

—Maligno es sólo una palabra que utilizaban sacerdotes y nobles para acobardar a las masas. El caso es que El Que Permanece tomará a Darían, mi maestro, como su nuevo sumo sacerdote. En lugar de malgastar su poder curando a una pandilla de elfos enfermos de Termana, él nos ayudará a librar nuestra guerra. Siento que los estigios tuvieran que morir para asegurar que esto ocurra así, pero no podía arriesgarme a tenerlos por ahí vagando mientras acababa mi trabajo. Cosa que haré muy pronto. —El mago sonrió—. Por otro lado, no puedo evitar darme cuenta de que estás bloqueando la única salida de esta cripta. ¿Podrías tener a bien hacerte a un lado?

—Debes de estar bromeando.

—No. Mientras viajábamos por el desierto, me esforcé por trabar amistad contigo. ¿Sabes por qué?

Ópalo frunció el ceño.

—Supongo que era sólo una forma de ir encajando en la expedición.

—Era más que eso. Te espié junto a los demás enviados de Wexland en el tiempo que pasaste en Hollowfaust, así que sabía que la Señorita Ópalo ya se había puesto en contra de Vladawen en una ocasión. Temía que pudieras hacerlo una segunda vez, que sabotearas la misión y lo echaras todo a perder. Trataba de probar tu humor y comprobar en qué medida era posible que lo hicieras.

—Con un ojo puesto sobre mí para matarme en cuanto lo consideraras necesario.

—Esa hubiera sido una respuesta al problema.

—Haces que me alegre de no haberme decidido a traicionarlo.

—Bueno, siempre puedes hacerlo ahora, de hecho te animo a que lo hagas. Éste es el momento que has estado esperando, el perfecto para rengarse, para arrebatarle la victoria de las manos cuando aún cree estar saboreándola.

La maga volvió a fruncir el ceño.

—Ya me he librado de todas esas tentaciones.

—No te creo, ¿si no por qué ibas a andar por aquí abajo, alicaída, en lugar de estar presenciando la culminación de todos sus planes? ¿Por qué has decidido pararte a hablarme en lugar de haberme atacado en el mismo momento en que descubriste mi traición?

—Quería saber por qué lo habías hecho.

—Creo que es mucho más que eso. —El mago se miró el hombro, inspeccionó la herida que tenía, puso mala cara y volvió a presionarla—. Nos parecemos en muchas cosas. Ambos sabemos bien qué es pasar hambre, y lo que se siente cuando unos bastardos aristócratas te arrebatan a alguien o algo que amas para sus propios fines egoístas.

—¿De veras?

—Sí, y estoy bastante seguro de que en lo más profundo de tu ser aún no has dejado de guardarle rencor a Vladawen por haberte utilizado, a ti, a Nindom, y todos los desdichados que marcharon para morir bajo sus órdenes. ¡Ayúdame a castigarlo! Después de eso podrás venir conmigo a casa, y vivir entre parias y forajidos, es decir entre los de tu propia clase, gente que no se somete a un heraldo ni al jefe de la corporación de mercaderes. Mi maestro te acogerá como a una hija.

—¿Y cómo puedes saberlo?

Kolvas sonrió.

—Confía en mí. Dar'Tan me envió sólo para que me asegurara de que el dios regresa bajo la forma que él desea, pero mi logro va a ser aún mayor, voy a llevar a casa una musa eslareciana y el cuerno de un dragón también eslareciano, y le contaré cómo me ayudaste a conseguirlos. Seremos los primeros entre sus secuaces para siempre jamás.

Ópalo empezó a replicarle, pero se dio cuenta de que no estaba segura de qué decir.

—En teoría —insistió el mago menudo—, Vladawen ha sido honesto contigo últimamente. Sin embargo, apostaría a que aún guarda algún secreto que no ha compartido contigo. Algo que la propia Belsamez contó a mi maestro, y que éste me ha dicho a mí.

—¿El qué?

—Nindom no tenía que haber muerto creando aquella distracción que permitió a Vladawen colarse en el Castillo Piedrarroja. La propia Belsamez se apareció ante el elfo y le contó que tu hombre estaba a punto de morir. Asimismo, se ofreció a transportaros a los tres, sanos y salvos, hasta el interior de la fortaleza. Desgraciadamente, el clérigo desdeñó su ayuda. Pensó que eso lo deshonraría, o alguna estupidez parecida.

—¿Es posible que eso sea cierto?

—Te lo juro. Ahora ya has visto como Vladawen merece tu traición y tu odio, y puedes dárselos sencillamente manteniéndote al margen y dejando que las cosas tomen su curso adecuado. No te preocupes por el alma de Nindom. Según he oído era un valiente de humilde cuna, que al igual que nosotros se esforzaba por abrirse paso en el mundo. Juntos conseguiremos un dios que sabrá apreciar un espíritu así, mucho mejor de lo que podría hacerlo jamás un patrono de altivos elfos y nobles.

Ópalo aspiró profundamente y dejó salir el aire con calma. Era extraño, pero casi sentía estar despertando de un sueño febril; la insistencia de Kolvas había encendido tanto en ella una purulencia, que esa llaga había reventado y estallado.

—No —dijo la maga—. No te ayudaré.

—Por favor, reconsidéralo.

—Ya lo he hecho. Ni sé si puedo creer una sola palabra de todo lo que cuentas, ni tampoco de lo que dice Vladawen en realidad. Lo que sí sé es que estoy hasta las narices de gente que guarda secretos, que miente y que pierden la fe unos en otros, y sé que he decidido no ser esa clase de personas. Me he entregado a El Que Permanece, el que verdaderamente es, no el que tú quieres que sea, y lo adoraré hasta el día que muera. Además, jure también fidelidad a Vladawen y a Gasslander, y pienso mantener también esas promesas, aunque esos bastardos no merezcan mi lealtad.

—Bueno, me entristece oír eso. Te garantizo que ser un alma honesta entre un grupo de mentirosos nunca lleva a ningún sitio.

—Al menos viviré más que tú. —Ópalo empezó a tejer un conjuro, y entonces algo se alzó frente a ella. La maga retrocedió instintivamente, pero no pudo evitar que un sanguinario golpe le acertara en la cabeza.

Era extraño. El mundo empezó a girar mientras ella se tambaleaba hacia atrás. Estaba aturdida, pero en cierto aspecto, aún era capaz de razonar para darse cuenta de lo que le estaba pasando. Kolvas había estado acompañado todo el tiempo de dos acechadores del Ukrudan, pero gracias a su capacidad camaleónica, una de las criaturas se había mantenido virtualmente invisible. Cogido por sorpresa, el mago de sombra había entretenido a Ópalo con su cháchara, y mientras tanto había guiado con sus órdenes psíquicas al ogro escondido, haciendo que se arrastrara lentamente tras ella hasta estar lo bastante cerca para atacarla.

Cayó sobre su trasero y se quedó en el suelo, de espaldas como un cangrejo y con el candil que había empuñado rebotando con estrépito contra el suelo. Con su piel cambiando al color de la arena, que sin duda debía ser su tonalidad natural, su atacante se lanzó sobre ella. Kolvas observaba desde la salida de la cripta, y claramente satisfecho por que la brutal criatura no fuera a tener problemas para acabar con la maga, envió al otro acechador en pos del cuerno del dragón.

43

Lilly se dio cuenta de que, desde que había conocido a Vladawen, éste siempre había estado concentrado en su tarea de despertar a su dios. Se preguntaba cómo sería el clérigo cuando al fin lograra librarse de aquella obsesión.

La asesina tenía el presentimiento de que iba a averiguarlo bastante pronto. Entonces un trueno rugió y bramó, y un rayo destelló tras las puertas y ventanas. Los ojos color azabache y plata del elfo parecieron dejar de verla. Él ya le había explicado que, aunque su consciencia no abandonaría su cuerpo como había ocurrido en la reciente incursión que habían compartido al reino de los sueños, sí esperaba deslizarse en un trance tan profundo como para perder el conocimiento de todo lo que no fuera tejer su magia y desencadenar las enormes fuerzas espirituales que debían entrar en juego en el ritual.

Todo aquello era bastante asombroso, y Lilly entendía que sólo servía para ilustrar aún más lo indigna que era de un héroe elfo de ochocientos años, obrador de grandes maravillas, fuera lo que fuera lo que significaba eso, conocido como el Matatitanes. No obstante, quizá podría esforzarse por estar a su altura.

Billuer hizo un ruido ahogado.

Lilly se giró para comprobar lo que ocurría, y entonces se tambaleó desorientada. El cuerpo del clérigo humano flotaba por encima del suelo, con un brazo aparentemente desaparecido en la nada, o al menos eso le pareció a la asesina por un instante. No tardó en darse cuenta de que un acechador del Ukrudan tenía agarrado a Billuer y le había arrancado la extremidad de un mordisco. La criatura había adoptado el mismo color gris blanquecino del muro que tenía a su espalda, haciendo que fuera muy complicado verla.

La asesina gritó con todas sus fuerzas para alertar a cualquiera que pudiera oírla, y al mismo tiempo desenvainó su espada. Aún podría salvar a Billuer si lograba acabar con aquella ciega criatura con aspecto de troll sin perder tiempo.

—No, tres veces maldita —dijo una voz que, esa vez sí, identificó perfectamente como la del hombre que la había liberado del pentáculo de Sendrian—. Deja caer esa hoja. Por la daga, el velo y la mano de mi maestro. Te lo ordeno.

Lilly se volvió para encontrarse a Kolvas justo a su espalda, y con el brazo derecho manchado de sangre. Furiosa por haber descubierto que todo ese tiempo había estado en lo cierto acerca de la identidad de aquel mago, trató de arremeter contra él, pero sus extremidades no la obedecieron. Sus dedos se estiraron, la espada que había empuñado cayó al suelo y ella sencillamente se quedó esperando a recibir más instrucciones.

En su interior, la asesina se debatía tratando de romper el conjuro de obligación que la mantenía atrapada, pero el único efecto que obtuvo fue que su cuerpo empezara a temblar.

—No te molestes en resistirte —dijo Kolvas—. Allí en el patio del barón, cuando me dejaste entrar en tu mente, jugueteé con tus sentimientos y pensamientos, y lo cierto es que de un modo u otro, desde entonces no has dejado de cumplir mis deseos. Con la ayuda de la Asesina, mi maestro predijo que mantendrías fuera del alcance del elfo esa daga plateada, y yo me aseguré de que fuera así. Lo arreglé todo para que creyeras que nunca serías capaz de entregársela. Pero ahora sí lo harás. Bueno, de un modo poco ortodoxo, pero lo harás. Ve a por ella.

Lilly, completamente indefensa, caminó con dificultad hasta llegar junto a su equipaje. Tras sus pasos, escuchaba el crepitar y roer de huesos mientras el acechador devoraba el cadáver de Billuer. El aire se llenó de olor a sangre, y entretanto Vladawen seguía rezando y entonando cánticos, completamente ajeno a todo lo que lo rodeaba.

Lilly entró la cámara contigua y vio que el brillante cuerno semiprecioso eslareciano estaba entre los fardos, odres y petates. Kolvas debía de haberlo cogido de los túneles, y eso le hacia pensar que debía haber acabado con todos los compañeros que se habían quedado saqueando las catacumbas. La asesina se sentía desesperada.

Cogió el puñal divino del fondo de su mochila. La gema azul de la empuñadura brillaba a la luz de los candiles de repuesto.

—Desenváinalo —dijo Kolvas, y sus manos le obedecieron. La hoja se deslizó fuera de la vaina—. Ahora —continuó el mago de sombra—, regresaremos a la otra cámara y esperaremos. Cuando te dé la orden, matarás a Vladawen y luego me entregarás la daga.

Ambos se colocaron al borde del pentáculo. En ocasiones el elfo caminaba por el perímetro de la figura, recorriendo los puntos cardinales. Lilly trataba de aprovechar esos momentos para esforzarse por extender sus manos para agarrarlo y zarandearlo, y también gritarle al oído. Pero era inútil. Era como una pesadilla estando despierta, exactamente como le había ocurrido la primera vez que, sin quererlo, se había convertido en un dragón, o como cuando tosió hasta casi morir en el suelo de aquella cueva, mientras veía como el elfo la abandonaba.

Invocó al lobo. Aunque Kolvas le había dicho que había estado jugueteando con su mente, su instinto le aseguraba que la bestia formaba parte intrínseca de ella. Quizá, al igual que una vez le hizo recobrar el valor, ahora le concedería fuerzas para librarse del control del mago de sombra. Sin embargo, el espectro no aparecía.

Pero sí lo hizo otra cosa que no había esperado.

A Lilly nunca le había preocupado demasiado El Que Permanece. Ella se había limitado a luchar por resucitar al dios porque era la misión de Vladawen, ya que había estado ligada a él. De forma espantosa, dadas sus actuales circunstancias, su indiferencia se transformó en reverencia tan pronto como divisó la figura de la deidad. Al principio no fue más que una mancha borrosa de blanca luminiscencia que flotaba en el aire, pero de alguna forma veía en ella una belleza tan perfecta que la hizo sollozar; era la esbelta gracia del pueblo élfico elevada a su quintaesencia.

Y ella iba a hacer que aquel ser maravilloso muriera otra vez o, en cualquier caso, a hacerle algo terrible, ya que sin duda aquel era el motivo para interrumpir el ritual. La idea era casi tan insoportable como la perspectiva de matar a la persona a la que amaba.

Vladawen recitó sus encantamientos con la misma cristalina claridad que siempre, pero con un nuevo timbre de urgencia y de júbilo en su voz. La figura del fantasma de Jandaveos se iba definiendo, haciéndose cada vez más perfecta. La cuchillada que tenía en el pecho cicatrizó. En el exterior de la cámara, un trueno bramó con una fuerza que hizo temblar el edificio, y el correspondiente relámpago destelló con una luz como la del sol del desierto.

Lilly pensó desesperada que si no era capaz de hacer que el lobo se le apareciera, quizá podría convertirse en una sierpe, como había hecho tiempo atrás. En ese caso podía ser que el poder de Kolvas no sirviera para obligar a la bestia, como sí lo hacía con su forma humana. Entonces incitó el cambio como había acostumbrado a hacerlo en otro tiempo, pero no sintió el correspondiente latigazo de dolor. En realidad aquello tenía sentido. Belsamez era la patrona de los cambiaformas. ¿Cómo iba a poder ella hacer uso de ese poder sin su permiso?

La herida de muerte de Jandaveos ya había desaparecido por completo. El dios, sonriendo, extendió una brillante mano traslucida, y Vladawen, declamando palabras de poder, hizo lo propio para tocarlo. Ambos, el dios y el clérigo, se movían de la forma tan lenta característica de los rituales.

—¡Ahora! —dijo Kolvas.

Lilly se lanzó hacia el frente. Estoy rompiendo el pentáculo, pensó. Seguro que Vladawen acabará dándose cuenta de lo que está ocurriendo, o Jandaveos. Sin embargo, ninguno de los dos la miró.

Mientras colocaba la daga para lanzar la estocada, se le ocurrió que, en caso de haber llevado aún la carga de la maldición de amor, el poder de ese conjuro bien podría haber servido como contrapeso en la coerción de Kolvas, y quizá le hubiera permitido hacerle frente. Pero, por supuesto, la maldición ya se había desvanecido. La Reina de la Locura había ofrecido a Vladawen la oportunidad de desear que desapareciera, y tras evitar con artimañas el resto de las tretas de la diosa, finalmente acabó sucumbiendo a aceptar suprimir el cariño irreal que le unía a su compañera humana. Belsamez los había manipulado impecablemente, y en consecuencia, Lilly iba a acabar con el elfo y sus planes, tal y como la diosa había prometido tiempo atrás que sucedería.

Vladawen tocó con la punta de sus dedos los del dios. La asesina, en ese momento, ensartó la daga en su cuerpo.

44

Ópalo trató de escabullirse hacia atrás, pero no fue lo suficientemente rápida. El acechador del Ukrudan se encorvó, la agarró con sus manos repletas de garras y la arrancó del suelo. Sus enormes fauces, abiertas de par en par y apestando a carroña, se anunciaban como su lápida.

El eco paralizante que resonaba en el interior de la maltrecha cabeza de la maga, como una nota mantenida hasta el infinito, dio paso a un dolor punzante; parecía que las cosas iban a mejor. Por fin conseguía librarse del aletargamiento que la había atenazado. Forcejeó por alcanzar el pequeño carrete de cable de cobre que guardaba en uno de sus bolsillos, pero no lo consiguió. La presa del acechador lo impedía.

Entonces, en el último instante posible, lanzó un conjuro. Recitó la rima de un tirón, y luchó por hacer los gestos adecuados con las manos a pesar de la presa del ogro del desierto.

Unos dardos de luz azulada brotaron de sus dedos y se zambulleron en el cuerpo del acechador. La criatura se sacudió, y la maga apoyó sus pies contra el enorme pecho de la bestia, propulsándose hasta lograr debilitar la presa y zafarse. El acechador se quedó entre sus garras con parte de su capa de conjuros, la había desgarrado y Ópalo se dejó atrás muchos de los bolsillos, con algunos de sus focos mágicos.

La maga retrocedió, se puso en pie, miró a un lado y a otro, y vio una nueva razón para pensar que había tenido mala suerte. En pleno aturdimiento, había permitido que su enemigo la atrapara en una cámara con una sola salida. No iba a poder huir, e iba a tener que abrirse paso combatiendo. A menos... Maldición, no iba a poder hacerlo. El rollo de pergamino de viaje instantáneo que le habían dado los grandes maestros del consejo se había quedado atrapado con los jirones de manto que le había arrebatado el acechador.

Sobreponiéndose al dolor de sus heridas, la criatura sin ojos lanzó el trozo de prenda de la maga al suelo, y entonces embistió. Retrocediendo, Ópalo descubrió que aún tenía lo que necesitaba para lanzar un conjuro de adhesión. Blandió la pieza de savia de pino y farfulló el encantamiento.

Una capa de goma cubrió el suelo justo frente a los pies del enfurecido acechador y éstos quedaron allí atrapados cuando la bestia, en su embestida, pisó la espesa pasta. El impulso de la carrera le hizo sacudirse bruscamente hacia delante.

Ópalo suponía que aquella criatura era demasiado poderosa como para que la goma pudiera detenerla. Aun así, se quedó atrapada por unos instantes, y la maga sabía bien cómo aprovechar ese tiempo. En el desierto había visto el don que tenían los acechadores para las curaciones rápidas, y sospechaba que su adversario ya debía de estar sanando las lesiones internas que sus dardos hubieran podido causarle. No obstante, como troll, quizá no se sobrepondría a las llamas con la misma facilidad. Ópalo pronunció una palabra de mando, chasqueó los dedos, y una chispa saltó de su mano a la goma; la pegajosa sustancia se prendió en llamas.

El acechador rugía y forcejeaba. La maga rodeó la pequeña hoguera para dirigirse a la salida. Carbonizado y cubierto de ampollas, el troll de arena abandonó de un salto las llamas y le cortó el paso, haciendo ondear al mismo tiempo una de sus manos cubiertas de garras.

Ópalo se estremeció, pero la zarpa le pasó rozando sin llegar a hacerle nada. Retrocediendo, agarró un pequeño frasco de peltre lleno de vino, farfulló un lacónico pareado y bebió el contenido. La boca empezó a arderle.

El acechador se abalanzó sobre ella, esforzándose por desgarrarla. Entonces Ópalo se hizo a un lado y lanzó un escupitajo. Su saliva, al abandonar su boca, se expandió hasta formar una esfera de vitriolo tan grande como su cabeza, que chocó y se adhirió al pecho de la criatura. La bestia se tambaleó, y aún con las piernas cediendo bajo el peso de su cuerpo, trató de lanzar un nuevo ataque.

Una mano gigantesca se estampó contra el cráneo de la maga. Las afiladas uñas de la criatura se enredaron en su cabello por unos instantes, para luego liberarse mientras ella retrocedía. Al huir se dio con la cabeza contra un muro, y entonces cayó en un profundo sueño, envuelta por tinieblas.

Cuando despertó, Ópalo yacía en el suelo. Al principio, aturdida, temió haber quedado ciega, pero al frotarse los ojos descubrió que sencillamente los tenía escocidos y sucios, bañados en sangre. Se los limpió, se levantó apoyándose sobre un brazo y la habitación comenzó a girar. Tuvo el tiempo justo para ver a la humeante figura del acechador, boca abajo, rugiendo y girando sobre sí misma, y entonces el olvido la volvió a acoger en su abrazo.

La próxima cosa de la que fue consciente fue de que flotaba en el limbo entre la realidad y el sueño, aterrorizada, gritando que debía despertar. Tardó un momento en recordar por qué debía hacerlo. El acechador aún estaba vivo, debía acabar con él.

Abrió los ojos con brusquedad. El troll de las arenas estaba agachado sobre ella, alargando su mano para desgarrarla. Frenética, lanzó dardos de luz a las fauces que, como tenazas, le apresaban la cabeza.

Los proyectiles atravesaron las mandíbulas de la bestia y lograron frenar su fatídica presa. La criatura se derrumbó sobre su cuerpo, con su enorme peso dejándola sin aire en los pulmones. Respirando con dificultad, se abrió paso hasta liberarse.

La criatura no hizo intento alguno de retenerla. El último ataque de Ópalo parecía haberla incapacitado, aunque sin duda momentáneamente. La maga se arrastró hasta los jirones de capa que había perdido, sacó uno de los viales que le permitirían simular el aliento de un dragón, y envolvió a la bestia caída en una bocanada de llamas. Quizá aquello convertiría su incapacitado estado en permanente.

Entonces, con la cabeza martilleándole de dolor, los tajos en el cuero cabelludo derramando sangre por toda su cara y las manos con temblores, desenroscó el rollo de pergamino de translocalización. Los caracteres escritos en tinta se hacían borrosos y parecían moverse bajo su vista. Aun así, pudo discernir que una de las garras del troll de arena había rasgado el papel, borrando una de las palabras de activación.

Ópalo debía llegar hasta donde estaba Lilly y Vladawen para alertarlos de la traición de Kolvas, pero dudaba si emplear el maltrecho rollo de pergamino para ese propósito. No tenía modo de saber si aún cumpliría la función para la que había sido ideada. Imaginaba que bien podría trasladarla tanto a una gran distancia, como arriba en el aire, o abajo en medio de la roca maciza, bajo sus pies.

Se levantó vacilante, con los jirones de su capa agarrados en la mano, y avanzó tambaleándose hacia la salida. El camino parecía oscurecérsele a cada paso, y pensó, casi entre sollozos, que iba a volver a desmayarse. Entonces se dio cuenta de que, en algún punto en su lucha contra el acechador, había dejado caer su candil, y que lo había olvidado atrás. La maga recogió la lámpara, milagrosamente intacta después de todo el daño que debía haber sufrido, y entonces continuó su frenética (y al mismo tiempo vacilante) carrera.

45

En plena vorágine de conjuros, Vladawen recordó fugazmente el sobrecogimiento y la adoración que habían llenado su corazón el día que Jandaveos lo había llamado a su servicio. Siempre había imaginado que, al contemplar a su dios de nuevo, esos sentimientos renacerían. Por la razón que fuese, no sucedió así, pero no obstante el clérigo sí disfrutó de una sensación de gozo y triunfo a partes iguales, junto con un intenso sentimiento de liberación.

Tomó la mano luminosa y etérea de su dios, y justo en ese mismo instante sintió una explosión de dolor en su espalda, junto a la columna vertebral.

Los intensos ojos de su dios se abrieron de par en par, como manifestando una confusión o consternación que no hubiera estado fuera de lugar en el semblante del más humilde de los mortales, pero sí en el suyo. Vladawen aulló mientras un intenso poder parecía consumir la fuerza de la mano que mantenía estirada, extrayéndola en dirección al dolor punzante que sentía en la espalda. El Que Permanece titubeó y se desvaneció.

La hoja abandonó por fin el cuerpo de Vladawen. El elfo, pensando que debía haberse tratado de un puñal o algo parecido, se tambaleó entre la pulsante luz blanquecina para darse la vuelta. Entrecerrando los ojos, vislumbró a Lillatu empuñando su propio y añorado puñal. Donde la sangre no la cubría, la plata refulgía y se apagaba rítmicamente, acompasada al corazón de la asesina.

Vladawen intentó hablarle, pero la estancia empezó a girar a su alrededor, alejándola de él. Cuando las rotaciones cesaron, se encontró metido hasta los tobillos en una capa de polvo gris, y frente a un enorme trono de basalto tallado según la estilizada figura de las alas de un buitre. Con el aspecto de una radiante reina elfa, y portando un vestido de seda gris engarzado con diminutos diamantes, Belsamez estaba sentada ante él, sonriéndole.

—Hola, Matatitanes.

—Enviadme de vuelta —dijo el elfo—. Quizá aún pueda salvar el ritual.

—Déjalo estar.

El clérigo la observó.

—¿Qué quieres decir? Estaba a punto de traer a Jandaveos de vuelta al mundo de los vivos, pero aún no lo había logrado del todo.

—Bueno, han pasado ya ciento cincuenta años, imagino que podrá esperar un poco más. Estaría bien resucitarlo ahora en otoño, con la Naturaleza agonizando, pero parece más propicio aún hacerlo durante el invierno, cuando Ésta haya muerto realmente.

—No os entiendo.

Belsamez sonrió.

—No esperaba menos. Lo cierto es que cuesta mucho ocultarte cualquier información.

—¿Cómo que cuesta mucho?

Belsamez dudó, y entonces se encogió de hombros.

—Supongo que no hay nada malo en que te ilumine ahora. Por todos sitios donde has pasado, te has topado con alguna clase de criatura demente que urdía algún plan, retrasándote en tu misión. Entretanto, te irritabas bajo la maldición del amor. Todos los desafíos y los retos tenían el último fin de evitar que pensaras con claridad todo lo que estabas haciendo.

Vladawen había dejado de sufrir aquel atroz dolor en su espalda, y ahora apenas le quedaba un recuerdo. Sin embargo, empezó a revolvérsele el estómago.

—¿Qué es lo que se supone que no debía considerar?

—Pues el hecho de que, para que tu causa progresara, debías confiar en la masacre, el fanatismo y la duplicidad. Como clérigo, sin duda sabrás que ningún elfo puede moverse entre tanta corrupción sin que ésta acabe oscureciendo su alma, y que es muy probable que esa mancha acabe manifestándose en cualquier obra que lleve a cabo tal conjurador.

Vladawen ladeó su cabeza.

—Hablas por hablar. Pude ver claramente a Jandaveos, estaba justo ahí, al fin. Y tan noble y justo como lo recordaba.

—Supongo que así sería —reconoció—, porque no iba a ser todo pecado y deshonra, ¿no? No podía mantener el control de todo, e hiciste una o dos buenas acciones junto a las malas. Aun así, tus transgresiones introdujeron cierta debilidad en la trama del destino que estabas tejiendo, y eso me permitió, bueno, a mí no, a mis peones, subvertirlo todo al final.

—Con una importante ofrenda de sangre —dijo Vladawen lánguidamente.

—Y con tu amada compañera abatiendo al mismísimo hierofante de Jandaveos con su propia daga sagrada, un acto de violencia, traición y perversidad suficiente para enviar al dios hacia un nuevo sendero.

—Así que era eso —dijo el elfo—. Amas a tu hermano y quieres que vuelva, pero no exactamente como era antes, ya que, ¿por qué resucitar a una deidad de vida, razón, y gracia dispuesta a oponerse a la Asesina en cuanto tuviera ocasión? Es mucho mejor darle una nueva forma mientras yace indefenso en el seno de la muerte, suponiendo que sea posible hacer algo así.

—Te aseguro que lo es. De hecho, la labor casi ha sido ya completada. Te doy las gracias por toda la ayuda prestada, y que sólo tú me podías haber dado. —Belsamez sonrió—. Espero que puedas aceptar el desenlace con filosofía. No te regodees entre lamentos. Mira hacia tu futuro.

Vladawen sintió una mezcla de entusiasmo y cautela.

—¿Es que tengo alguno? ¿Me enviarás de vuelta al mundo mortal?

Belsamez se carcajeó.

—¿Y darte así la oportunidad de desbaratar mis planes? Creo que no. Estás tan muerto como el desierto en el que yace ahora tu cuerpo terrenal, y eso encaja perfectamente en mis planes. Sin embargo, eso no significa que tu otra vida deba ser desagradable. Más bien al contrario. Me serviste bien, y si finalmente eres capaz de encontrar en tu corazón algo que te haga mostrarme un respeto adecuado, entonces haré de ti un caballero en mi corte.

—Tengo una idea mejor. —El elfo desenvainó su estoque plateado.

En ese instante, el polvo pálido que tenía bajo sus pies se tornó tan resbaladizo e inestable como unas arenas movedizas. Vladawen perdió el equilibrio, se cayó y empezó a hundirse.

—Ya sé —dijo Belsamez. La compasión, o puede que sólo una ridiculización de ésta, parecía teñir su dulce voz— que mataste a Chern. Supones una amenaza incluso para los seres divinos. Pero, ahora que has fallecido, eso se ha acabado; sobre todo estando aquí, en el baluarte de mi poder. Te concederé algo de tiempo para que puedas considerar mi invitación, y entonces volveremos a conversar.

Entonces algo agarró a Vladawen por los tobillos, introduciéndole la cabeza en la masa rezumante en la que estaba inmerso.

46

Ópalo escuchó un grito nada más llegar al final de las escaleras. Avanzó a tumbos hasta llegar a donde estaba el equipaje de la expedición, desde donde veía la entrada a la estancia en la que Vladawen estaba obrando el ritual. Una luz destellaba y menguaba en aquella cámara, casi siguiendo el pulso de su dolor de cabeza.

La maga pensó en entrar a toda prisa en la sala, pero recordando los peligros que había pasado, decidió hacerlo con prudencia. Mientras avanzaba, vio el cuerno de dragón colocado junto a la musa. Kolvas debía de haberse deshecho del artefacto por un momento. Puede que el corte en el hombro le estuviera poniendo en dificultades, pero sin duda volvería a recoger ambos objetos una vez acabara su trabajo.

Ópalo volvió a dudar de nuevo, y finalmente decidió posar su candil, coger el refulgente cuerno y colocarlo bajo su brazo. Tenía el largo de una vara, y era muy incómodo de llevar, pero tal y como Vladawen había asegurado, era capaz de sentir como incrementaba sus poderes mágicos. Chorreando sangre, aturdida y con la maltrecha cabeza retumbándole como un gong, iba a necesitar de cualquier ayuda extra que pudiera conseguir.

Atravesó agazapada la entrada, miró a un lado y a otro, y entonces cerró los ojos espantada. Había llegado demasiado tarde. Vladawen yacía en medio de un charco de su propia sangre. Con los ojos abiertos de par en par y sin parpadear, con el semblante como una máscara imperturbable, Lilly estaba entregando a Kolvas el arma ensangrentada que era el origen de la luz palpitante que inundaba la cámara. Por su aspecto, debía ser la daga perdida de la que Ópalo había oído hablar. En una esquina, Billuer aparecía también masacrado, y con un acechador del Ukrudan masticando su cadáver, comiendo carne y huesos a partes iguales. La criatura lo había devorado hasta el punto que el Seguidor de Nemorga era ya virtualmente irreconocible.

Ópalo trató de vaciar su mente de culpa y dolor. No había logrado salvar a Vladawen ni al clérigo nigromante, pero quizá aún podría librar a Lilly del influjo del poder de Kolvas. Susurrando, lanzó unos dardos de luz y, al hacerlo, percibió algo interesante. La magia obtenía ahora su poder de las energías acumuladas en el cuerno en lugar de extraerlo de ella misma. En lugar de desvanecerse de su memoria, el conjuro preparado permanecía allí para poder ser empleado cuando ella quisiera.

Los rayos de luz color turquesa arremetieron contra el cuerpo de Kolvas. Éste retrocedió, cayó, pero logró sobrevivir. Ópalo lo sabía porque el troll de las arenas, que evidentemente estaba bajo el mando del mago humano, abandonó su truculenta comida y se lanzó corriendo hacia la entrada.

La maga retrocedió unos pasos y tejió un conjuro al mismo tiempo. Cuando el acechador irrumpió en el pasillo de entrada, se encontró con una bocanada de feroz aliento. La bestia se derrumbó.

Nada más caer, jirones de oscuridad cruzaron volando la cámara por encima del cuerpo en llamas del acechador. Alcanzaron a Ópalo en el torso, y entonces fue su turno de caer al suelo. Giró sobre sí misma, con el cuerno eslareciano repicando contra el suelo, y se apartó de la entrada antes que Kolvas pudiera lanzarle otro ataque.

En cuclillas, sollozando por el dolor de sus nuevas heridas, volvió la vista de nuevo hacia el interior de la cámara, y entonces pestañeó confundida. Kolvas había desaparecido. Debía de haber trepado por una ventana para salir al exterior, en medio de la tormenta, o quizá se había transportado a sí mismo empleando algún extraño medid esotérico.

En realidad dudaba que hubiera hecho alguna de esas cosas. Ya había acabado con Vladawen y con su misión, pero debía de estar ávido de más; codiciaba el cuerno y la musa. Para hacerse con ellas, probablemente se habría vuelto invisible, como había hecho al hablar con Lilly en el patio del castillo de Sendrian. Posiblemente estaría arrastrándose hacia ella, tratando de volver a tenerla a tiro.

Bueno, ella también sabía jugar a eso, aunque ciertamente no tan bien. Musitó un conjuro para ocultarse de la mirada enemiga. Aquel pequeño encantamiento duraría poco, pero quizá sería suficiente.

La maga agudizó su oído, cada vez odiaba más aquel tamborileo en su cabeza y el crepitar de la tormenta. ¿Cómo iba a poder alguien distinguir los sigilosos pasos de su enemigo por encima de todo aquel revuelo?

Puede que no necesitara hacerlo. Quizá podría oler su sudor y su sangre, o sentir, como sólo un mago podía hacer, el enorme poder que bullía en el interior de la daga plateada. Finalmente, de repente, pudo sentir su presencia muy cerca, y justo en ese momento un cosquilleo le recorrió el cuerpo advirtiéndole que volvía a ser visible.

Desesperada, hizo ondear el cuerno del dragón describiendo un arco horizontal. El brillante artefacto chocó contra algo sólido, aunque invisible. Entonces Kolvas apareció de repente ante sus ojos, mientras la fuerza del impacto le hacía caer de espaldas. Aparentemente había estado a punto de lanzarle un conjuro de ataque, o quizá estaba listo para clavarle la daga, pero su ataque a la desesperada lo había alcanzado y había echado a perder su embestida.

Entonces Ópalo le apuntó con la punta del cuerno y arremetió contra él. La improvisada lanza atravesó el pecho del mago y luego se liberó al retroceder éste, tambaleándose. Ópalo quiso repetir el ataque, pero no era ninguna experta en él combate cuerpo a cuerpo, e incluso aunque no hubiera estado herida no le hubiera sido fácil; era lenta en recuperar el equilibrio.

Kolvas aprovechó el momento para escabullirse entre unas sombras, farfulló unas palabras de poder y garabateó unas señales místicas con el puñal. La penumbra se oscureció entonces hasta la más absoluta oscuridad, que lo engulló como una planta carnívora que devorase una mosca.

Jadeando, Ópalo miró a su alrededor con cautela. Una vez estuvo segura de que su enemigo había desaparecido efectivamente, aquella marcha repentina la dejó con un sentimiento de frustración y alivio a partes iguales. Sedienta, mortalmente cansada, y sufriendo aquel espantoso y palpitante dolor de cabeza, pasó por encima del cadáver del acechador para entrar una vez más a la cámara.

—¿Lilly? —dijo—. Kolvas ha huido. Ya no volverá a ordenarte lo que debes hacer. ¿Puedes salir por ti misma del trance?

La asesina se estremeció con violencia. Gimió, cayó de rodillas en medio del charco de sangre de Vladawen y se arañó la cara con las uñas.

Temiendo que su compañera pudiera dejarse ciega, Ópalo se apresuró a apartarle las manos de la cara.

—¡Tranquilízate! —dijo la maga—. Desfigurarte no hará bien a nadie.

—¿Es que no lo entiendes? ¡He matado a Vladawen!

—Estabas bajo el control de Kolvas. No fue tu culpa.

—¡Sí que lo fue! Sabía que mi destino era traicionarlo. Esa maldición de amor no me ataba a él con la fuerza suficiente como para impedirme alejarme de su lado antes de que ocurriera. Sin embargo, preferí quedarme junto a él, creer que...

—¡Ya basta! —espetó Ópalo—. Si es así, yo también soy culpable. Debí haber atacado a Kolvas en el momento justo en que me di cuenta de que era un traidor. Cogerlo desprevenido. A nuestro modo, cada uno de los tres, tú, yo y Vladawen somos culpables; patosos, desleales y falsos amigos. ¿Y sabes qué? Todo eso ya no importa. Lo que tenemos que hacer es decidir nuestro próximo movimiento.

—¿Próximo movimiento? ¡Se ha acabado! Todo se ha acabado.

—Sé que estás apenada, pero párate a pensar un momento. Es posible que Vladawen esté muerto, pero nosotros aún estamos con vida para llevar su cadáver hasta Hollowfaust. ¿No crees que Yaeol es un clérigo lo suficientemente poderoso como para resucitarlo?

Lilly frunció el ceño.

—No creo que los maestros del consejo sean partidarios ya de resucitar a nadie.

—En ese caso los convenceremos. La única pregunta es, ¿cómo conseguiremos llegar hasta allí? Issa y los demás estigios están muertos también. Vi sus cadáveres en los túneles. Sin un guía y una compañía de guerreros, tendríamos que tener mucha suerte para conseguir cruzar el Ukrudan por donde vinimos. Además, creo que mientras antes hagamos llegar al elfo a Hollowfaust, más posibilidades tendrá.

—Estás diciendo que es el momento de utilizar ese rollo de pergamino de viaje instantáneo.

Ópalo suspiró.

—Supongo que sí. Pero esa clase de magia es arriesgada incluso cuando sabes lo que estás haciendo, y ni siquiera es ése mi caso. No soy más que una bruja de granja. Nunca antes he conjurado algo así, ni de un talismán ni de ninguna otra forma. Y encima está esto... —Con las manos temblándole, con los dedos manchados de sangre tiñendo el papel, la maga desenrolló el pergamino y mostró a Lilly el desgarrón que habían causado las garras del acechador.

—Confío en ti —dijo Lilly entonces.

—De acuerdo. Quiero transportarnos a todos; a Vladawen, al cuerno y a la musa. Creo que el conjuro podrá soportar todo el peso.

La asesina asintió con brusquedad.

—Espera aquí un momento. —Dando grandes zancadas fue hasta donde estaban los equipajes y cogió la escultura.

La escritura del rollo de pergamino se enroscaba y emborronaba ante los llorosos ojos de Ópalo. Aún consciente de que El Que Permanece seguía estando muerto, y de que por tanto era incapaz de interceder en favor de ninguno de sus adoradores, empezó a rezarle: Por favor, por favor, no permitas que salga mal. Entonces leyó la frase desencadenante.